La Honra Del Ministerio (Spanish Edition)

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Juan R adhamés Fernández

LA HONR A DEL MINISTERIO


El llamamiento según Dios

© 2009 La Honra del Ministerio – El Llamamiento según Dios

Autor: Juan Radhamés Fernández


Edición: Marítza Mateo-Sención
Diseño de Cubierta: Fundación Carismah
Diseño Interior: Grupo Nivel Uno Inc.

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de este libro


se puede reproducir, guardar en un sistema electrónico
o transmitir en forma alguna sin el permiso
escrito de Vida del Reino Publicaciones.
ISBN: 978-0-9841373-0-5
Categoría: Ministerio Cristiano / Liderazgo
DEDICATORIA

Dedico esta obra a los hombres y mujeres llamados por Dios al santo
ministerio, pero de manera especial, y por mandato del Señor, a Domingo
Aracil, siervo de Dios, quien pastorea la iglesia evangélica “Casa de
Oración”, en Cartagena, España. Él fue el instrumento que Dios usó para
establecer esa congregación, y de la misma han salido una docena de
pastores al ministerio. El pastor Aracil ha servido en el ministerio
pastoral (junto con su esposa Josefa Moreno) durante treinta y seis años.
Ellos están casados por cincuenta y un años, y han procreado ocho hijos,
los cuales les han dado veintiséis nietos.
Este hombre no posee ni fama ni renombre, pero su servicio ha logrado
agradar al Señor. Dios le dice al pastor Domingo: «Tu labor ministerial
ha sido para mí como el perfume de nardo puro, de mucho precio, con el
cual aquella mujer ungió mi cuerpo y me preparó para la sepultura. Por
tanto, digo de ti como dije acerca de ella:“…dondequiera que se predique
este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que [éste] ha
hecho, para memoria de [él]” (Mateo 26:13)». Dios me ha elegido a mí y
a este libro para honrar públicamente un ministerio que le ha honrado a
Él, y decirle a su siervo Domingo: “… para que sea tu limosna en
secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público”
(Mateo 6:4). En este tiempo existen dos clases de ministros: los que se
ocupan de vender su ministerio, y los que hacen del ministerio su
ocupación (Lucas 2:49).
Los que se dedican a vender su ministerio logran, a través de la
publicidad, el respeto y la admiración de los hombres. Pero los que hacen
del ministerio su ocupación, con el fin de honrar a Dios, como ha hecho
el hermano Aracil, serán aprobados por el Señor; “porque no es aprobado
el que se alaba a sí mismo, sino aquel a quien Dios alaba” (2 Corintios
10:18). Lo que el Señor quiere testificar por medio de esta dedicatoria es
que el ministerio de los hermanos Aracil es como una ofrenda grata que
ha “subido para memoria delante de Dios” (Hechos 10:4).
PRÓLOGO

Me es imposible prologar esta obra sobre la honra del ministerio, sin


quedarme abismada como le ocurrió a Job y de igual manera exclamar:
“¡En Dios hay una majestad terrible!” (Job 37:32). ¿Quién con labios
inmundos podría invocarle? ¿Muéstrenme aquel que pudiera nombrar ese
nombre admirable y magnífico, sin antes caer postrado ante Su
excelsitud? Por la grandeza de Su poder y lo asombroso de sus obras se
da a conocer el Dios Altísimo, cuya magnificencia no tiene límites. Quien
le conoce no puede hacer otra cosa que no sea adorarle. Él se viste de
honra y hermosura, y desde sus alturas visita a sus criaturas. Santo, santo,
santo es el Señor Dios Todopoderoso, cuya grandeza es inescrutable.
Con todo, eso que lo hace a Él el Dios vivo y verdadero es lo que más
cuestionan los hombres. Ellos no pueden comprender que siendo el Dios
grande, se haga pequeño; que Aquel que habita en las alturas se acerque a
los contritos de espíritu; que siendo el Santo, salve a los quebrantados de
corazón; que aquel que los cielos y los cielos de los cielos no lo pueden
contener, pueda habitar en medio de los hombres; que siendo el Invisible,
se haga tangible; que siendo el Inmarcesible y habite en santidad se haga
uno con el hombre pecador y mortal. Y como su mente no alcanza a
entender la obra que ha hecho el Dios de toda la tierra, desde el principio
hasta el fin, orillan al creyente y lo condenan a un ostracismo religioso,
despojándolo de toda autoridad, para que no pueda ministrar con toda la
libertad que el Señor de los cielos le ha dado.
Entiendo que estar conscientes de nuestra propia pecaminosidad es un
paso gigante hacia la santidad, pero también es absolutamente necesario
reconocer la obra de Dios en nuestras vidas, para poder actuar conforme
al llamamiento santo. Por eso, este libro no persigue convencer al que
cuestiona y duda sobre la intervención divina en la vida del hombre, sino
que viene a arrancar y a destruir, para arruinar y derribar todo argumento
y altivez que se levanta en contra de la obra que Dios ha hecho desde
antes de los siglos. Pero también viene a edificar y a plantar aquello que
Dios ha establecido en Su perfecta voluntad a favor de sus escogidos
(Jeremías 1:10).
Disertar sobre la honra que hay en el llamamiento del Dios que en sus
santos no confía y que ni aun los cielos son limpios delante de sus ojos
(Job 15:15), parecería una osadía de Juan Radhamés Fernández. Mas, sus
referencias biográficas y trayectoria cristiana han sido reseñadas en sus
libros anteriores, por lo que prefiero en esta ocasión ahondar un poco más
en el tema que nos ocupa, lo que necesariamente te hará conocer un poco
más a su autor. Nadie puede dar lo que no tiene ni hablar de lo que no
entiende, en su caso, su ejemplo es una lección que todos los hombres
pueden leer. Con esto no digo que sea el héroe de esta historia ni tampoco
él me lo permitiría, pues ninguno es más consciente que él de su propia
humanidad. No obstante, es tan grande su deseo de honrar al Dios de su
llamamiento, que la experiencia de su sumisión y entrega es el aporte más
valioso que él puede hacer a esta exposición literaria.
Con este libro, Fernández viene a completar la trilogía del consejo divino
para un hombre de Dios: primero en su andar (en el espíritu), luego en su
obrar (siendo Dios el todo en todo y en todos), y ahora en su servir
(honrando el llamamiento). En esta oportunidad nos enseña tres aspectos
fundamentales de la honra que da Dios: Primero es el llamamiento; luego
la visión; y finalmente la instrucción, lo que a su vez implica autoridad,
propósito y obediencia, respectivamente. Es decir, en el llamamiento se
recibe la autoridad del cielo, con el propósito de que se cumpla la visión y
se obedezca la instrucción, a fin de que todo se haga según y conforme a
la perfecta voluntad de Dios. Por tanto, la honra no es un asunto qué
resolver o un tema qué debatir, sino un misterio que hay que vivir, pues
siendo necios nos hizo sabios, siendo débiles nos hizo fuertes, siendo
viles y menospreciados nos escogió y nos dio un linaje superior, para que
podamos llevar con honra el santo llamamiento.
Su primera enseñanza es que la honra es el distintivo del llamamiento
ministerial, debido a que esa honra viene de Dios y esa honra es Dios. Ser
honrado por Dios no es como ser alguien conocido o ser un magnate o
potentado. La honra es mucho más que eso. Es una clase de vida que solo
se aprende por nacimiento, y en esa encarnación espiritual hay que
sacrificar quién tú eres, para ser lo que Dios te llamó a ser. Dios es luz y a
los que llamó los hizo luminares, para iluminar a un mundo que está en
tinieblas, siendo las lámparas que emitan Su luz o los espejos que la
reflejen. Ahí no hay espacio para el “yo”, por eso el apostolado de Pablo
fue en función al propósito y no a un puesto o a un título honorífico.
Dicen que la capacidad del donante mide generalmente el valor del
regalo, por eso la vida nueva que hemos recibido de Dios tiene doble
valor: el valor del que la da y el valor del que se dio, porque sin Cristo
nada de eso hubiese ocurrido. Entenderás entonces que recibir la honra de
Dios es recibirlo a Él mismo. De hecho, un ministerio sin Dios no es
honroso. Puedo decir que cuando somos llamados, somos vestidos de
honra, por eso el llamamiento es un revestimiento: Ya fuimos vestidos de
salvación, ahora somos vestidos de honra. Reconocer esa vestidura trae a
mi memoria un relato que recibí hace ya un tiempo (en inglés), el cual,
desde que lo leí, ha quedado en mi mente y como un grito en mi corazón,
por lo que lo traduzco a continuación:
«Cuentan que una noche, en un servicio de adoración en una iglesia, una
joven mujer entregó su vida a Cristo, respondiendo al llamado de
salvación. Aquella mujer, a pesar de su juventud, había tenido un pasado
muy turbulento, el cual envolvía drogas, alcohol y hasta prostitución.
Mas, su cambio fue tan evidente que los frutos de su arrepentimiento y
conversión les eran de testimonio e inspiración a otros. Pasado el tiempo,
ella era uno de los miembros más fervientes y tesoneros de aquella
congregación donde, eventualmente, empezó a envolverse en la obra del
ministerio, enseñando a niños y a jovencitos. Y no pasó mucho tiempo,
cuando esta devota mujer cautivó el corazón del hijo del pastor, cuarta
generación de cristianos, cuyas vidas habían sido entregadas
completamente a la obra del ministerio. Su relación creció y los
“tortolitos” empezaron a hacer planes de boda, pero también empezaron
unos graves problemas.
»Sabrás que cerca de la mitad de la congregación consideraba que esa
mujer, con un pasado tan pecaminoso, no era la apropiada para el hijo del
pastor, quien se perfilaba a ser un gran ministro. Por lo que la iglesia se
dividió en opiniones, argumentos y disensiones acerca de aquella
cuestión. Era tanto el problema que decidieron hacer una reunión para
ponerle un punto final a la contienda. Mientras la gente iba exponiendo
sus argumentos, las tensiones aumentaban, hasta que la reunión se
convirtió en un caos, yéndose completamente fuera de las manos. La
mujer estaba sumamente avergonzada y abochornada, viendo como toda
su vida pasada había sido ventilada en público, por lo que no podía
contener el llanto, quería esfumarse, huir de aquel lugar y no volver a
aparecer jamás.
»En medio de todo aquel escándalo y el llanto incontrolable de aquella
mujer, y las voces acaloradas de los que juzgaban el asunto, el hijo del
pastor se levantó y tomó la palabra. Él no podía aguantar más el dolor tan
grande que se le estaba ocasionando a la mujer que pronto sería su
esposa, por lo que empezó a decir: «¡Escuchen todos! El pasado de mi
prometida no es lo que está hoy aquí en disputa. Lo que ustedes están
cuestionando es el poder de la sangre de Cristo para limpiar el pecado.
Eso es lo que está en juicio, la sangre de Jesús. Por tanto, yo les pregunto:
¿la sangre de Cristo nos limpia de todo pecado, si o no? ¡Respóndanme!
¿Es poderosa, si o no?». La pregunta cayó como un rayo en aquel lugar, y
la iglesia entera empezó a llorar, realizando que ellos habían estado
menospreciando la sangre de Jesucristo nuestro Señor en la vida de
aquella mujer. Frecuentemente, aun los mismos cristianos, traemos el
pasado y lo usamos como un arma en contra de nuestros hermanos. Mas,
el perdón es un elemento fundamental del evangelio, pues si la sangre de
Cristo no limpia completamente la vida de las otras personas, tampoco las
nuestras. Y si ese es el caso, todos estamos ante un gravísimo problema».
Esas palabras finales fueron las que constriñeron aún más mi espíritu,
pensando precisamente en la honra de ser llamados al ministerio, de la
cual hay quienes dudan, y te llevan a ti mismo, en un momento, a dudar
también. Algunos esperan ver en ti el mismo resplandor que hubo en el
rostro de Moisés debido a que estaba en la presencia de Dios (Éxodo
34:30,33); o se refieren a tu ministerio como a la calabacera de Jonás, que
en una noche creció y a la siguiente noche se secó, como diciendo:
«Vamos a ver si ese llamado o ministerio permanece, de lo contrario no
es de Dios» (Jonás 4:6,7). Mas, conoce Dios los que son suyos, así que en
lugar de detenerte por los perros que ladran, debes seguir al blanco de la
soberana vocación, creyendo en el poder de la sangre del Hijo de Dios, y
de la sabiduría de aquel que te llamó. Tu lealtad es al Dios de tu
llamamiento.
Una de las características relevantes de este libro es que, precisamente,
renueva nuestra dignidad en Cristo y constituye un fortísimo consuelo de
amor en el conflicto grande que se padece por la visión (Daniel 10).
Daniel, por ejemplo, quedó solo, mudo y sin fuerzas, sintiendo que moría
(Daniel 10:7-11); y Moisés, frente al monte que humeaba, exclamó:
“Estoy espantado y temblando” (Hebreos 12:21). Entender las cosas de
Dios es superior a nuestras fuerzas. Alguien, muy cercano a mí, me dijo
una vez, en medio de una gran tribulación: «Marítza, tú has sido honrada,
y honra son las cicatrices que sufres en el camino». Sí, con el ministerio
también se llevan las marcas de quien te constituyó, por causa de aquellos
que te persiguen y menosprecian, y que a pesar de que se benefician de
tus capacidades, te tratan como a un cualquiera. A esos tienes que
tomarles las manos, y descubriendo tus pechos decirles, como dijo el
Maestro a Tomás: «Ven, “Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca
tu mano, y métela en mi costado” (Juan 20:27). ¡Ven, hermano mío,
hermana mía, acércate!, ¡atraviésame y cree!, no en mí, sino en quien me
llamó, a cuyos ojos he sido alguien honorable y de gran estima (Isaías
43:4)». Mas, ¡bienaventurados son los que no vieron y creyeron! (Juan
20:29), aquellos que no te conocen en tu humanidad, sino en el Espíritu
que les da testimonio de tu llamamiento. ¡Benditos sean! Son como el
bálsamo de Galaad, precioso ungüento, aceite suave que cura la dolorosa
llaga y venda las profundas heridas. ¡ay, qué consuelo de amor! ¡Qué
fortísima esperanza! ¡ay, qué misericordia! ¡Qué inmensa ternura! ¡Qué
confortamiento en Cristo Jesús!
En este libro solo hay un vivo pensamiento y es que nadie puede estar en
el ministerio, si no es llamado por Dios. En esta afirmación, aunque el
pastor Fernández denuncia una práctica que viene escalando cada día más
en la vida eclesiástica, no es confrontativa, sino apelativa, llamando a la
iglesia a volver al orden, a seguir y a respetar lo que Dios estableció.
Cuando Israel bendijo a los hijos de José cambió la posición de las
manos, y su diestra puso en el menor, dándole la bendición de la
primogenitura que pertenecía a Manasés, lo cual trató de impedirlo José
más de una vez (Génesis 48:14). Así hay quienes llaman personas al
ministerio que Dios no ha señalado, y se disgustan cuando ven que el
llamado al ministerio es otro que él no escogió, por lo que tratan de
impedirlo, cruzándose en el medio y tomando las manos antes que les
sean impuesta, y gritan: «¡Nooo! no hagas eso, Señor. “No así, padre
mío, porque éste es el primogénito; pon tu mano derecha sobre su
cabeza” (Génesis 48:17,18). Pero, lo que ha determinado Dios “¿… quién
lo impedirá? Y su mano extendida, ¿quién la hará retroceder?” (Isaías
14:27). Ayúdenos Dios a corresponderle a tan alto llamamiento, pues
como dijo Simón Bolívar: “dichosísimo aquel que corriendo por entre los
escollos de la guerra, de la política y de las desgracias públicas, preserva
su honor intacto”. El apóstol Pablo, por causa de su llamamiento, sufrió
muchas penalidades, hasta prisiones, y ser tratado como un malhechor (2
Timoteo 2:9), pero lo que es de Dios está por encima de todas las cosas.
¿Acaso de Nazaret podría salir algo bueno? Pero Dios lo hizo (Juan 1:46),
por tanto, la carta de recomendación de un hombre llamado por Dios no
es carne, sino fruto, no son cualidades, sino carácter. Es cierto que Su
llamamiento nos desnuda, pero para Él revestirnos; Su llamamiento nos
quita las fuerzas, pero Su poder se perfecciona en nuestra debilidad; Su
llamamiento nos trae grandes conflictos, para Él darnos Su paz; Su
llamamiento nos enmudece, para Él hablar; Su llamamiento nos hace
desfallecer, al punto que no podemos estar en pie, para Él levantarnos. Sí,
a pesar de nuestras circunstancias, de nuestras caídas, la Palabra de Dios
sigue firme, erecta, indemne, incólume. Nosotros no somos el modelo, la
estampa es Jesús; Él es el molde. Mirémosle a Él como la esfinge
levantada en nuestro desierto, para ser salvos y librados de toda caída y
tentación.
Nunca olvidaré el día de mi ordenación, el consejo que recibimos, junto a
otros ministros, del presbiterio de la iglesia, de la boca del pastor Juan
Radhamés Fernández, cuando con grande súplica elevaba su voz y
clamaba al cielo, rogando al Señor que nos bañara con Su agua limpia,
nos purificara, nos vistiera y nos ungiera. Él dijo:
«Hay dos maneras de orientarte, para retomar de nuevo el rumbo
cuando lo hayas perdido. La primera es que lleguen a tus oídos las
palabras que el Señor le dijo a Saulo de Tarso cuando se le reveló:
“Yo soy Jesús de Nazaret” (Hechos 22:8), y luego que oigas la voz
del que llama, escuches la voz del que dijo para qué te llamó
(Hechos 26:16). Esa es la brújula de un ministro para retomar la ruta
y reorientarse, el fijar sus ojos en su elección divina y en el
propósito de su llamamiento. Las dos preguntas de Saulo cuando el
Señor lo llamó fueron: “¿Quién eres, Señor?” y “(….) ¿Qué quieres
que yo haga?” (Hechos 9:5,6), primero quiso conocer quién le
llamaba y luego se interesó en saber el propósito de su llamamiento.
¡Ay de aquel que se enfoca en los hombres!, pues un día llorará por
experimentar la traición de aquel en que se apoyó, pues los hombres
siempre le acusarán, y nunca le van a comprender; un día le
alabarán y otro día le crucificarán, como hicieron con Jesús.
Fácilmente se pierde el rumbo cuando enfocamos el ministerio hacia
nosotros o como una plataforma o un medio para lograr cosas. Es
necesario tener claridad en tiempos como éste, y saber a quién
servimos y para qué le servimos».

Quedó claro entonces que el compromiso de todo ministro es con Dios,


porque Él fue quien lo constituyó. Mas, el Señor le dijo a Saulo de Tarso:
“… levántate, y ponte sobre tus pies” (Hechos 26:16). Es necesario que el
que es llamado se levante, aunque lo haga temblando (Daniel 10:11) y en
su interior siga humillado y postrado. El Señor no quiere autómatas,
tampoco necios ni insensatos, sino entendidos de cuál sea Su voluntad
(Efesios 5:17), de otra manera Él no podría revelarnos Su propósito. Por
eso requiere de nosotros un servicio racional y un sacrificio vivo. Luego,
ya conscientes de quién es el que llama y a quién servimos, recibiremos
la instrucción bendita para servir y testificar de Su poder y sublimidad.
Hecho así, no serviremos más al hombre.
Algo que el autor deja claro en esta obra es que si buscamos honra no
vayamos por el camino de la altivez y el orgullo, sino por el del
abatimiento y la humildad (Proverbios 18:12; 15:33). Entiendo entonces
que todo aquel que es llamado al ministerio debe guardar su corazón de
dos excesos: del espíritu de altivez, que lo lleva a la soberbia, y del
espíritu de humildad extrema que lo lleva al servilismo. Hemos sido
honrados, sacados de detrás de la manada y puestos en un lugar de
preeminencia, eso nos distingue y nos destaca de los demás. Pero si nos
enaltecemos puede que nos ocurra como a Uzías y tomemos atribuciones
en el ministerio que no nos corresponden (2 Crónicas 26:16-17); o si nos
sentimos al menos como Saúl, nuestra preferencia será el favor del
pueblo antes que el de Dios (1 Samuel 15:17,30). Abraham Lincoln dijo:
“casi todos podemos soportar la adversidad, pero si queréis probar el
carácter de un hombre, dadle poder”. He visto quienes toman el
ministerio con halagos, mas tienen la posición, pero no reciben la honra
que solo da Dios (Daniel 11:21).
En el índice de este libro el pastor Fernández revela una gran verdad:
todo ministerio para ser honroso debe ser conforme a Dios, es decir,
según Su corazón, Su propósito, Su procedencia, Su honra y Su
soberanía. Es preferible ser un clavo en la casa de Dios, por asiento de
honra, que una hermosa y decorada columna en un castillo de arena a la
orilla del mar. Lo que determina la honra del ministerio no es el servicio
ni la función, sino por quién llamó. La sencillez no es sinónimo de
insignificancia, como lo pequeño no implica algo insulso y sin
importancia. Una vez leí que pequeño es el niño y encierra al hombre;
estrecho es el cerebro y cobija el pensamiento; y que el ojo no es más que
un punto y abarca leguas de distancia. No es tan importante en qué
servimos, sino a quién servimos.
De hecho, la gloria de Dios es nuestro honor. Cuando Moisés le pidió a
Jehová que le mostrase su gloria, en ese momento tan glorioso, descendió
la nube y se oyó una voz proclamando el nombre de Jehová que decía:
“¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y
grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares,
que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que de ningún modo
tendrá por inocente al malvado; que visita la iniquidad de los padres
sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos, hasta la tercera y cuarta
generación” (Éxodo 34:6-7). Eso fue lo único que Moisés escuchó en el
monte santo, pues la mano de Dios le cubría en la hendidura de la peña.
El siervo de Dios pidió ver la gloria, pero Dios proclamó Su nombre, es
decir Su carácter, Su dignidad. Esa es la gloria de Dios, lo que Él es, por
tanto nuestra gloria no es lo que poseemos, sino lo que somos en Él.
Es indudable que la honra del ministerio trae gloria y hermosea al que la
recibe, pero hay un lugar donde se lleva toda honra y toda exaltación.
Cuando Juan vio la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, no vio en ella
templo, sino que el Señor Dios Todopoderoso era el templo de ella y el
Cordero. Ese es el lugar donde debemos llevar la gloria y la honra del
ministerio: al Señor, al único digno y a quien pertenece (Apocalipsis
21:22, 24,26).
En definitiva, estoy convencida que todo aquel que quiere corresponder a
la honra que le ha dado Dios, tendrá este libro como su gran aliado, para
retomar la senda de sus mandamientos, si la ha perdido o para mantenerse
en ella, de manera que lo cojo no salga del Camino. Indudablemente, la
honra es algo ajeno al hombre. Alguien dijo que nunca nadie ha pagado el
precio de un libro, sino su costo de impresión. No sé cómo ha llegado
esta obra a tus manos, pero espero que encuentres en ella las abundantes
riquezas que con temor y temblor su autor ha compilado en ella, y luego
como sabio, tu corona sea vivir para honrar al Dios cuyo llamado te
dignificó. En Dios está el poder, vivamos pues, para darle siempre gloria
y honra a Él.

Marítza Mateo-Sención
Editora
INTRODUCCIÓN

Cuando el Señor instruyó a Moisés con relación a la consagración de


Aarón, y de sus hijos, Él le dijo: “Esto es lo que les harás para
consagrarlos, para que sean mis sacerdotes (…) llevarás a Aarón y a sus
hijos a la puerta del tabernáculo de reunión, y los lavarás con agua”
(Éxodo 29:1,4). Aunque lo primero que menciona es lavarlos, está
sobreentendido que antes fue necesario desnudarlos o desvestirlos. Esto
nos enseña que antes de ser ceñidos de la vestidura de la honra ministerial
es absolutamente necesario que seamos despojados de nuestras vestiduras
viles o comunes. De la misma manera que para vestirnos del nuevo
hombre es menester despojarnos del viejo, que está viciado conforme a
sus deseos engañosos (Efesios 4:22-32), así también para vestirnos de las
vestiduras santas del ministerio, Dios requiere que seamos desnudados de
toda vestimenta común o humana.
El apóstol Pablo dijo: “y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios
en la justicia y santidad de la verdad” (Efesios 4:24). Debido a que el
nuevo hombre fue creado “según Dios”, “conforme a Dios” y “en
conformidad a la naturaleza divina”, lleva en sí mismo el carácter de
Dios: justicia y santidad de la verdad. Notemos como lo explica el apóstol
Pablo a los colosenses: “Pero ahora dejad también vosotros todas estas
cosas: ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras deshonestas de vuestra
boca. No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del viejo
hombre con sus hechos, y revestido del nuevo, el cual conforme a la
imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno (…)
Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable
misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de
paciencia (…) Y sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es el
vínculo perfecto” (Colosenses 3:8-10, 12,14). Según Pablo, el vestido del
hombre renovado, que no es otra cosa que la nueva naturaleza, no solo
fue creado por Dios, sino que lleva la “imagen del que lo creó” (v. 10).
Así que los creyentes en Cristo, cuando somos vestidos del nuevo
hombre, no cambiamos de forma, religión o hábitos, sino de naturaleza.
Lo mismo debe suceder cuando somos consagrados al ministerio de Dios.
El ministerio es un oficio santo, porque el que nos llamó es santo (1
Pedro 1:15,16). Dios capacita incapacitando, y a Moisés lo sometió a este
proceso durante cuarenta años. Entiendo que aquel día de su llamamiento,
en el monte Horeb, fue su graduación. El Señor vio que Moisés todavía
seguía impulsivo e intrépido y lo manifestó en la manera en que se acercó
a la zarza: “Iré yo ahora y veré esta grande visión, por qué causa la
zarza no se quema” (Éxodo 3:3). Entonces, Jehová le dijo: “No te
acerques; quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás,
tierra santa es” (v. 5). Nadie debe acercarse al llamamiento ministerial
con las sandalias polvorientas de sus propias andanzas, es necesario
cambiarse de vestidura y de calzados antes de acercarse al servicio y
llamamiento divinos. El Señor quiso enseñar a Moisés que la empresa
que iba a realizar en su servicio era santa y, por consiguiente, no la podía
llevar a cabo con nada que fuera humano. El camino del Señor se recorre
con el apresto o calzado de Dios.
Esta misma lección la aprendemos en el incidente con los hijos de
Aarón, Nadab y Abiú, quienes ofrecieron en el santuario fuego extraño
que Jehová nunca les mandó. Por lo cual, la Biblia dice que salió fuego
de delante de Jehová y los quemó, y allí murieron delante de Jehová. La
narración bíblica añade: “Entonces dijo Moisés a Aarón: Esto es lo que
habló Jehová, diciendo: En los que a mí se acercan me santificaré, y en
presencia de todo el pueblo seré glorificado. Y Aarón calló” (Levítico
10:3). A Moisés le dijo: “No te acerques”, y aquí dice: “En los que a mí
se acercan” (los sacerdotes), los que entran a ministrarme en el
Tabernáculo “me santificaré”. Cuando nos acercamos a Dios para
ministrarle, ni nuestra vestidura ni nuestro fuego deben ser extraños. El
ministerio es un oficio para santificar el nombre del Señor. Los ministros
son consagrados para ocuparse del servicio a Dios, y a través del santo
oficio que ellos ejecutan, el Señor es santificado y glorificado delante del
pueblo. Solo con lo que es de Dios se debe hacer lo de Dios.
¿Qué es fuego extraño? La Escritura responde: aquel “que él nunca les
mandó” (Levítico 10:1). ¿Qué es vestidura común? aquella que no es
sacerdotal, la nuestra, la humana, la que usamos para las actividades
personales. Notemos lo que el Señor dijo a Aarón, después de la muerte
de sus dos hijos: “Tú, y tus hijos contigo, no beberéis vino ni sidra
cuando entréis en el tabernáculo de reunión, para que no muráis;
estatuto perpetuo será para vuestras generaciones, para poder discernir
entre lo santo y lo profano, y entre lo inmundo y lo limpio” (Levítico
10:8-10). Es evidente que estos hombres estaban ebrios cuando se
atrevieron a cometer esa locura en el santuario de Dios. Se necesita
sobriedad espiritual para “poder discernir entre lo santo y lo profano, y
entre lo inmundo y lo limpio” (v. 10). Creo que lo que hizo errar a Nadab
y Abiú fue el efecto del vino y la sidra en ellos. Muchas veces estamos
intoxicados con vino de nuestro ego y emborrachados con la sidra de
nuestra autosuficiencia. Entonces, deliramos y nos despojamos del efod
sacerdotal y nos vestimos con el atavío del humanismo, el atuendo de
nuestra iniciativa, la indumentaria del intelectualismo, y la ropa de
nuestras convicciones, para entrar al santuario de Dios a realizar el santo
oficio. Sin embargo, el Señor nos enseñó que cuando Él consagra a un
ministro, primero lo desnuda y lo despoja de toda ropa suya: humana y
terrenal.
No se debe entrar al santuario de Dios o acercarnos a su presencia con
vestiduras comunes y viles. Ninguna vestidura es adecuada para ministrar
a Dios, ni aun las finísimas de los reyes de la tierra, sino solo el efod,
diseñado exclusivamente para el oficio ministerial. David entendió tanto
esta enseñanza que se despojó aun de su vestidura real –que en el caso de
él era común-, para vestirse con el efod de lino y ministrar al Señor (2
Samuel 6:14-23). Para Mical, la esposa de David, él se había deshonrado,
porque “se descubrió” o se despojó de la ropa real. Para ella, por su
miopía, su esposo se hizo vil, pero era todo lo contrario, lo vil hubiera
sido ministrarle a Dios con vestidura común, aunque fuera real. David fue
honrado, no solo por sus criados, sino por Dios, y aun por la posteridad.
Hoy sucede lo mismo, los ministros que se despojan de todo lo humano y
se visten de lo divino, para realizar con santa dignidad el ministerio de
Dios, son tratados con menosprecio y vistos como ridículos, pero a los
ojos de Dios son muy honrados y estimados.
La segunda cosa que Dios ordenó a Moisés, con relación a la
consagración de los sacerdotes, fue: “Y llevarás a Aarón y a sus hijos a la
puerta del tabernáculo de reunión, y los lavarás con agua” (Éxodo 29:4).
El bañar a los sacerdotes o lavarlos con agua nos habla de limpieza e
higiene. Para llevar a cabo el ministerio divino no solo es necesario
desnudarnos y despojarnos de nuestro atavío común, sino también
lavarnos de nuestras inmundicias. El apóstol Pablo dijo: “Apártese de
iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo” (2 Timoteo 2:19).
Isaías escribió: “purificaos los que lleváis los utensilios de Jehová”
(Isaías 52:11). El que no recibió primero el llamado a la santidad, jamás
debe aceptar la consagración al ministerio. Nadie está apto para ministrar
al Santo si antes no se ha santificado. Ningún hombre debe ceñirse el
efod ministerial si primero no lava su vida en la fuente de la santificación.
La transpiración humana expele el hedor de las inmundicias adánicas, y
es necesario lavarnos y purificarnos en las aguas sagradas, antes de
ataviarnos con el vestido sacerdotal.
La tercera cosa que el Señor ordenó, tocante a la consagración
sacerdotal, fue la siguiente: “Y tomarás las vestiduras, y vestirás a Aarón
la túnica, el manto del efod, el efod y el pectoral, y le ceñirás con el cinto
del efod; y pondrás la mitra sobre su cabeza, y sobre la mitra pondrás la
diadema santa (...) Y harás que se acerquen sus hijos, y les vestirás las
túnicas” (Éxodo 29:5-6, 8). La vestimenta de los sacerdotes no era
simplemente una forma o hábito religioso, sino una distinción divina que
los hacía diferentes a los demás. De la misma manera que este atuendo se
diferenciaba de las demás, en su color, forma y diseño, así también era su
representación. La ropa de los sacerdotes era un símbolo de su santo
oficio. El sacerdocio era un ministerio consagrado a Jehová. Por ejemplo,
el borde del vestido del sumo sacerdote tenía unas campanillas o
cascabeles (Éxodo 28:33-35), que cuando este se aproximaba al pueblo,
su caminar emitía un sonido muy peculiar, y la gente decía: «Viene hacia
nosotros el santo de Dios». Aun el mismo Señor lo identificaba por ese
sonido, cuando él entraba a su presencia (v. 35). Es propósito de Dios que
el manto ministerial represente la pureza y dignidad del servicio que
desempeñamos para Él; y que nuestro caminar produzca notas y sonidos
que hagan recordar a la gente lo celestial. El policía y el bombero visten
uniformes que lo identifican con su institución, el ministro también posee
una representación, de forma que todo lo que él es y realice lo identifica
con Dios.
Los ministros son de Dios, y Dios es de los ministros. La consagración
de un ministro es una dedicación a Dios. Cuando Ana ofreció a su hijo
Samuel a Jehová, ella dijo: “Por este niño oraba, y Jehová me dio lo que
le pedí. Yo, pues, lo dedico también a Jehová” (1 Samuel 1:27, 28). La
palabra “dedicar” significa literalmente “transferir”. Ella lo transfirió a
Jehová y por eso también dijo: “todos los días que viva, será de Jehová”
(V. 28). En la consagración u ordenación al ministerio, somos
transferidos al Señor, eso significa que ya dejamos de ser nuestros o de
los demás, y pasamos a ser exclusivamente para Dios y su propósito
(Números 8:11-17). La vestimenta ministerial que recibimos no es más
que la representación de la consagración a Dios y a su servicio. La
vestimenta de Aarón y de los sacerdotes es una tipología perfecta de lo
que representa el ministerio para Dios. De la misma manera que la
salvación está simbolizada con el manto inmaculado de la justicia del
Señor Jesús, así también la vestidura sacerdotal es una representación del
oficio ministerial. El vestido representa el ministerio, porque el ministro
representa a Dios.
La mitra del sumo sacerdote -que era parte de su ornamento-, tenía una
lámina de oro fino, con una grabadura de sello que decía: “SANTIDAD A
JEHOVÁ” (Éxodo 28:36). Esto nos sirve de ilustración de la
consagración a Dios y a su servicio. La santidad es más que un requisito
de Jehová para sus ministros, constituye una insignia distintiva, una señal
visible y manifiesta del carácter de la persona que los ministros
representamos, esto es a Dios y a Su reino. La ordenación de Aarón y sus
hijos terminó con el ungimiento con el aceite de la consagración. La
instrucción divina continua diciendo: “Y harás vestir a Aarón las
vestiduras sagradas, y lo ungirás, y lo consagrarás, para que sea mi
sacerdote. Después harás que se acerquen sus hijos, y les vestirás las
túnicas; y los ungirás, como ungiste a su padre, y serán mis sacerdotes, y
su unción les servirá por sacerdocio perpetuo, por sus generaciones”
(Éxodo 40:13-15). Podemos decir que cuando Aarón y sus hijos fueron
desnudados y bañados estaban siendo preparados para la consagración. El
acto de ser vestidos con los ornamentos sacerdotales era una señal de
idoneidad para la hermosísima investidura. Ellos recibieron la honra de
representar a Dios y además fueron delegados y autorizados para ejercer
el santísimo oficio. El ungimiento con el aceite de la consagración era un
símbolo de la impartición de Dios, que los capacitaba para poder llevar a
cabo el santo servicio con eficacia. Nota que lo último que recibe un
ministro en su ordenación es el ungimiento, que en el Nuevo Pacto va
acompañado de la imposición de manos de parte del presbiterio (Hechos
13:2,3), y que según el apóstol Pablo, en este acto había una impartición
de dones y capacidades ungidas (1 Timoteo 4:13,14).
Hoy el énfasis está concentrado en la unción. Todos hablamos de
recibir unción, y oramos por ella, nos enamoramos de esta bendición y
esto es bueno, siempre y cuando no olvidemos que el ungimiento tiene el
propósito de capacitarnos, para llevar a cabo la obra del ministerio.
También es necesario recordar que la unción es lo último que Dios
imparte. En el orden de Dios, debemos recibir antes la preparación, o sea,
ser probados y aprobados, lo cual está representado por el desnudamiento
y el lavamiento, en la enseñanza de la consagración. Moisés duró
cuarenta años siendo despojado y lavado, antes de ser investido por Dios.
Podemos mencionar el caso de Eliseo que, por años, fue siervo de Elías
antes de recibir el manto profético. Lo mismo ocurrió con David, que por
mucho tiempo sirvió a Saúl antes de servir a Dios, cuando entonces fue
desvestido y lavado. Los apóstoles duraron tres años y medio, en este
proceso, antes de ser ungidos. Saulo de Tarso fue discípulo un largo
tiempo, antes de ser el gran apóstol (Gálatas 1:16-18; 2:1). Luego el
Espíritu Santo ordenó: “Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a
que los he llamado” (Hechos 13:1,2). La Escritura añade: “Entonces,
habiendo ayunado y orado, les impusieron las manos y los despidieron”
(v. 3).
Después de ser aprobados por el Espíritu Santo, a través del presbiterio
de la iglesia, recibimos la investidura, la cual nos autoriza para
representar y ministrar a Dios. En la imposición de las manos del
presbiterio (que equivale al ungüento del antiguo Testamento) recibimos
impartición de capacidades ungidas. Nunca debiéramos desear el
ungimiento, si antes no hemos sido desnudados, lavados y vestidos con el
ornamento sagrado. Cada vez que la iglesia ha sido ligera en imponer las
manos antes de tiempo ha expuesto el ministerio a la deshonra y al
descrédito (1 Timoteo 5:22). La vida de Sansón es quizás el ejemplo más
revelador para nosotros, los ministros, de tan aciago desliz. Sansón
reconocía que su fuerza y poder radicaban en su consagración a Dios. Él
le dijo a Dalila: “Nunca a mi cabeza llegó navaja; porque soy nazareo de
Dios desde el vientre de mi madre. Si fuere rapado, mi fuerza se apartará
de mí, y me debilitaré y seré como todos los hombres” (Jueces 16:17),
pues él estaba convencido que lo que le hacia diferente a los demás
hombres era su voto de nazareo. OJALÁ QUE TODOS LOS
MINISTROS DEL MUNDO ENTENDIÉRAMOS Y
RECONOCIÉRAMOS QUE EL DÍA QUE VIOLAMOS NUESTRO
VOTO DE CONSAGRACIÓN A DIOS, LA FUERZA QUE
HAYAMOS RECIBIDO POR EL UNGIMIENTO DIVINO SE
APARTA DE NOSOTROS, Y SOMOS “COMO TODOS LOS
HOMBRES”.
¡Qué revelación tan gloriosa! Cuando violamos el compromiso de
consagración, nos debilitamos e incapacitamos para hacer aquello para lo
cual fuimos apartados por Dios y para Dios. Sansón entendía y reconocía
que su fuerza y unción eran resultado de ser consagrado a Dios, pero
nunca respetó el voto de consagración. Miremos su ejemplo: a) Violó la
ley de Moisés tomando mujeres extranjeras (Jueces 14:1-4; 16:1-4); b)
Comió miel del cuerpo de un animal muerto, algo inmundo y cosa
prohibida a los nazareos y a todo israelita (Jueces 14:5-14; Números 6:1-
8; Levítico 11:8, 24, 26-27,39); c) Posiblemente en el banquete, ingirió
bebidas alcohólicas, también prohibido a los nazareos (Jueces 14:10;
Números 6:1-8; Jueces 13:14); d) La quijada de asno que tomó para
matar a los filisteos era inmunda, por proceder del cadáver de un animal
muerto, por lo que en esta ocasión tampoco respetó el voto (Jueces 13:14;
15:15-17; Levítico 11:8, 24-26); e) Los mimbres verdes, con los cuales él
sugirió que lo atasen, no eran hechos de plantas, sino que constituía una
cuerda nueva, hecha de los intestinos de un animal (Jueces 16:7), lo que
era una violación a la ley de Moisés y también al voto que le prohibía
tocar cosas inmundas, como lo era todo cadáver de animales o seres
humanos (Jueces 13:14); y f) Cuando cortó su cabello, violó también su
voto (Jueces 13:5; 16:15-20; Números 6:1-8), pues la fuerza de Sansón
no estaba en su cabello, sino en su consagración a Dios. Su pelo solo era
una representación, como lo son las vestiduras y el aceite de la unción, en
el caso de los sacerdotes. Sansón representa al ministro lleno de unción,
pero vacío de carácter. Aplicando nuestra enseñanza, diríamos que
Sansón tenía el ungimiento, pero necesitaba ser despojado de sus ropas
viles, y ser lavado de sus inmundicias. No hay nada más peligroso en el
servicio de Dios que un “carnal ungido”. La ironía más incomprensible
de la vida de Sansón es que Dios empleó más sus debilidades que su
fuerza. Por ejemplo: a) Se enamoró de una mujer filistea, lo cual Dios usó
para vengarse de sus enemigos (Jueces 14:1-4); b) Mató a un león para
hacer una apuesta, comió miel de su cuerpo, violando su voto; dio de
comer a sus padres y los hizo violar a ellos también la ley. Aún así, el
Señor halló en esto ocasión, para destruir a los adversarios de su pueblo
(Jueces 14:1-5; 15:20). c) Se enamoró de Dalila, y le reveló el secreto de
su fuerza. El nombre Dalila significa “languidez”, “debilidad”,
“flaqueza”, “de poca fuerza”. Esto revela que la debilidad venció su
fuerza, pero Dios venció, no con la fuerza, sino con la debilidad de
Sansón. d) El león que Sansón mató lo representa a él: fuerte, pero
muerto. Mas, fue después de muerto que del león salió la dulzura de la
miel (Jueces 14:14,18), y en Sansón aconteció lo mismo: muriendo logró
más que viviendo (Jueces 16:28-30). Su enigma decía: “Del devorador
salió comida, Y del fuerte salió dulzura” (Jueces 14:14). Sansón era
fuerte y devorador como león, pero con las mujeres era tierno y dulce
como la miel, y esto se convirtió en debilidad (Jueces 14:15-17; 16:6-19).
Dios lo ungió con fuerza para vencer a los enemigos y tuvo que
debilitarlo hasta la muerte, para poder lograr su propósito con él. Solo así
salió miel del fuerte y del devorador. LA FUERZA DEL MINISTRO ES
SU CONSAGRACIÓN AL SEÑOR; SOLO CUANDO VIVIMOS EL
PROPÓSITO DE NUESTRO LLAMAMIENTO SOMOS HERMOSOS
Y FUERTES.
Jehová dijo a Moisés: “Y harás vestiduras sagradas a Aarón tu
hermano, para honra y hermosura” (Éxodo 28:2). Este texto nos sirve de
conclusión y confirmación de que la vestidura sagrada de la consagración
representa la honra y hermosura de Dios en el ministerio. Por tanto,
quiero terminar esta introducción con la experiencia de Josué, el sumo
sacerdote del tiempo de la restauración. Leamos, a continuación, lo que
aconteció a este hombre de Dios: “Me mostró al sumo sacerdote Josué, el
cual estaba delante del ángel de Jehová, y Satanás estaba a su mano
derecha para acusarle. 2 Y dijo Jehová a Satanás: Jehová te reprenda,
oh Satanás; Jehová que ha escogido a Jerusalén te reprenda. ¿No es éste
un tizón arrebatado del incendio? 3 Y Josué estaba vestido de vestiduras
viles, y estaba delante del ángel. 4 Y habló el ángel, y mandó a los que
estaban delante de él, diciendo: Quitadle esas vestiduras viles. Y a él le
dijo: Mira que he quitado de ti tu pecado, y te he hecho vestir de ropas de
gala. 5 Después dijo: Pongan mitra limpia sobre su cabeza. Y pusieron
una mitra limpia sobre su cabeza, y le vistieron las ropas. Y el ángel de
Jehová estaba en pie. 6 Y el ángel de Jehová amonestó a Josué, diciendo:
7 Así dice Jehová de los ejércitos: Si anduvieres por mis caminos, y si
guardares mi ordenanza, también tú gobernarás mi casa, también
guardarás mis atrios, y entre éstos que aquí están te daré lugar”
(Zacarías 3:1-7). Este pasaje está lleno de enseñanzas, pero me gustaría
connotar algunas interrogantes de esta abstracción.¿Cuándo Satanás lanzó
sus dardos acusadores contra el sumo sacerdote? ¿Qué momento
aprovechó el adversario para acusar al ungido de Jehová?
Notemos lo que dice: “Y Josué estaba vestido de vestiduras viles” (v.
3). Esto quiere decir que no estaba vestido de su ropa de sumo sacerdote,
sino de su ropa común; o estaba vestido de sumo sacerdote, pero con su
ropa sucia. Pongamos atención a la orden del ángel: “Quitadle esas
vestiduras viles” (v. 4), y después dijo: “Pongan mitra limpia sobre su
cabeza” (v. 5), y añade: “Y pusieron una mitra limpia sobre su cabeza, y
le vistieron las ropas” (v. 5). Infiero, entonces, que el diablo lo acusaba
porque Josué estaba con su ropa común o tenía las vestiduras sacerdotales
ensuciadas. Esto nos revela que hay dos ocasiones en el ministerio
cuando somos vulnerables: primero, cuando estamos vestidos con nuestra
indumentaria humana, ya sea porque no hemos sido desnudados y
bañados, como hemos enseñado, o porque después de haber sido vestidos
del manto de la consagración, preferimos ministrar a Dios con la ropa del
humanismo, y con “… filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones
de los hombres, conforme a los rudimentos del mundo, y no según
Cristo” (Colosenses 2:8).
La segunda manera que somos vulnerables a las acusaciones de Satanás
y nos exponemos a la vergüenza, es cuando vestidos de las vestimentas
ministeriales, las ensuciamos viviendo de una manera que no es digna de
lo que somos y representamos. El ángel dio dos instrucciones a favor de
Josué, las cuales poseen la fórmula restauradora de Dios para los
ministros que han perdido su dignidad, por haber obrado de las dos
maneras mencionadas. La primera es “Quitadle esas vestiduras viles”, lo
que significa ser desvestido, entonces El Señor nos dice: “Mira que he
quitado de ti tu pecado y te he hecho vestir de ropas de gala” (v. 4). La
segunda es “Pongan mitra limpia sobre su cabeza” (v. 5). La orden del
ángel fue obedecida, y a Josué lo vistieron con toda la vestimenta de
sumo sacerdote, pero lo que Jehová empleó para representar el cambio de
indumentaria fue la mitra. Era en la placa de la mitra que el sumo
sacerdote tenía grabada la inscripción: SANTIDAD A JEHOVÁ (Éxodo
28:36-38). En ese grabado estaba no solo lo que Dios esperaba del sumo
sacerdote, sino lo que este representaba delante del pueblo. ¡Qué glorioso
mensaje para todos los ministros de esta generación!, sobre todo para
aquellos que por alguna debilidad no han vivido de acuerdo a la honra de
la dignidad recibida del cielo. Yo bendigo al Señor porque nos brinda una
manera honrosa de ser vindicados y restaurados.
Nuestro Dios es Dios de restauración. Él nos ofrece, a través del
mensaje de este libro, una oportunidad de volver a ataviarnos nuevamente
con el ornamento sagrado de la “honra y hermosura” (Éxodo 28:2). El
propósito de este libro es revelar cómo es el llamamiento según Dios, y
de acuerdo a la naturaleza de Su reino, porque creo que es la única
manera de restaurar la honra del ministerio.
Una cosa es el ministerio según los hombres, donde todo se realiza de
acuerdo al criterio, idea y experiencia de los seres humanos, y otra cosa
es el ministerio según Dios. En el ministerio de acuerdo al Señor todo se
hace y se ministra en conformidad estricta a su naturaleza y a su Espíritu;
de acuerdo a las instrucciones de su voluntad, reveladas en su Palabra y
ministradas a través del Espíritu Santo a nuestras vidas. Mientras el
ministro que no teme a Dios no distingue entre lo santo y lo profano
(Levítico 10:9-11), y solo le importa el resultado, el éxito visible, sin
tomar en cuenta el medio cómo lo logre; en el ministerio según Dios toda
diligencia y recursos son utilizados para agradar a Dios y hacerlo todo
conforme a su designio. Solo lo que es como Dios agrada a Dios, así
como solo lo que baja del cielo sube al cielo (Juan 3:13, 31).
Una cosa es entrar al reino de Dios y otra diferente es que Su reino
entre en nosotros; una cosa es haber salido de Egipto y otra que Egipto
haya salido de nosotros (Hechos 7:39). Todos los creyentes cuando se
convirtieron entraron al reino de los cielos, pero no en todos ellos ha
entrado el reino de Dios. El reino de Dios entra a nosotros cuando
comenzamos a vivir en la tierra como se vive en el cielo. El Señor Jesús
nos enseñó a orar así: “Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el
cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:10). En el reino de los cielos
todo se hace según Dios, conforme a su voluntad, y de acuerdo a su
carácter, naturaleza y propósito. El reino de los cielos es santo, porque
Dios es santo. El reino es verdad y justicia, porque nuestro rey es justo y
verdadero. Jesús dijo: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en
el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está
en los cielos” (Mateo 7:21). ¿Quién entra y ha entrado al reino de Dios,
según la enseñanza del maestro? El que hace la voluntad de su Padre que
está en los cielos. Aun Dios hace “todas las cosas según el designio de su
voluntad” (Efesios 1:11).
Un ministro es alguien llamado por Dios para realizar un propósito
divino para Su reino. Dios nunca llamó a alguien a hacer algo y le
permitió hacerlo conforme a su idea o criterio personal. A todo hombre
que Jehová llamó, le reveló su voluntad y le exigió que lo haga todo de
acuerdo al diseño de su propósito. Por tanto, ¿cómo será que Dios nos
llama para hacer algo para Él y lo estemos haciendo de acuerdo a la
invención de nuestro propio corazón? Por eso, en este tiempo que Dios
está restaurando todo en conformidad a Su reino y a Su corazón, se ha
propuesto también devolver la honra al ministerio de la iglesia. El Señor
nos muestra que solo hay una manera de devolver al ministerio cristiano
la honra que ha perdido y es regresando al camino de los apóstoles y
profetas que nos ministraron la Palabra de Dios. Ellos vivieron y nos
enseñaron lo que es el llamamiento según Dios. Es necesario que
encontremos el camino, para no seguir extraviados. Regresemos y
busquemos cuidadosa y exactamente el lugar donde comenzó nuestro
extravío, y desde allí retomemos nuevamente la senda de nuestro
caminar. El propósito de este libro es justamente ese, enseñarnos a
regresar al camino de la honra, realizando un ministerio según y
conforme a la voluntad de Dios.
Existe un animal carnívoro, muy pequeño y delicado, que habita en
ciertos lugares de Europa y Asia, llamado armiño. Su piel suave y
apreciada, parda en verano y blanquísima en invierno, es símbolo de lo
puro e inmaculado. Debido a que ésta es muy valiosa, los cazadores la
procuran, y han descubierto un método fácil para cazarlos por lo
siguiente: cuando el armiño se ve frente al lodo, para evitar ensuciar su
linda y nítida piel, se paraliza y permanece inmóvil, convirtiéndose en
una presa fácil para los cazadores. El armiño prefiere la muerte antes que
manchar su precioso traje con el cual Dios lo ha vestido. Con esta misma
determinación, los ministros debiéramos cuidar y preservar nuestro
atavío. Por lo cual, a todos los hombres y mujeres que han recibido la
honra del ministerio y han sido consagrados a Dios, a través de la
vestidura sacerdotal y el ungimiento por el aceite de la unción, el Señor
les dice: “En todo tiempo sean blancos tus vestidos, y nunca falte
ungüento sobre tu cabeza” (Eclesiastés 9:8). Amén
Juan Radhamés Fernández
ENERO 2009
Capítulo I

NADIE TOMA PARA SÍ ESTA HONRA

“Y nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado por Dios,
como lo fue Aarón”
- Hebreos 5:4

No hay sobre la tierra una honra más grande que ser un ministro de Dios.
No se puede comparar el ministerio cristiano con nada que exista en este
mundo, y eso no es un concepto personal, sino algo que se establece en la
Palabra de Dios, cuando dice: “Y nadie toma para sí esta honra, sino el
que es llamado por Dios, como lo fue Aarón. Así tampoco Cristo se
glorificó a sí mismo haciéndose sumo sacerdote, sino el que le dijo: Tú
eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy” (Hebreos 5:4- 5). Esto quiere
decir que toda persona llamada por Dios al santo ministerio recibe la
insignia distintiva de la elección divina. Todo aquel que reconozca a Dios
como la persona más importante del universo, considerará también su
elección como la más honrosa. La distinción del elegido radica en la
importancia del que lo elige, así como la honra del individuo honrado la
determina el grado de dignidad de la persona que lo honra. No es lo
mismo ser honrado por un siervo que por un rey. Si el que nos honra es
digno, así será lo que recibimos de él.
La honra del insigne nos hace ilustres; la honra del noble nos da prestigio;
la honra del célebre nos proporciona renombre. Lo que distinguió a Ester
de las demás doncellas fue ser preferida por el rey Asuero. Ella, la elegida
entre miles, se convirtió de huérfana adoptada a reina del imperio persa
por la predilección del rey. Lo que le da valor a algo o a alguien es la
manera que se le estima o valora. El oro no sería diferente a otros metales
si no fuera por el aprecio que le ha dado el hombre. El oro es mejor
conductor de electricidad que el cobre, pero no se le aprecia por su
utilidad, sino por su belleza y apariencia. El hombre ha determinado
usarlo mejor para lucir, decorar y representar, pues considera que es el
don con el cual el oro ha sido dotado por la naturaleza. Hay metales que
posiblemente sean más útiles que el oro, pero no contribuyen a la vanidad
del ser humano. Por lo cual, el oro es un símbolo de valor al que el
hombre ha honrado a tal punto que lo ha transformado en el metal más
preciado. Este metal, después de ser procesado, tiene sus méritos, tanto en
el aspecto de la estética como en la utilidad, pero su verdadero valor
estriba en la forma como el hombre lo ha estimado y valorado.
Indudablemente que el elemento tiene sus cualidades, mas su verdadera
honra no radica en sus méritos, sino en ser preferido por el hombre. Si
fueran los perros que lo prefirieran ¿cuál sería su honra o cuánto su
valor?.
Aplicando estas comparaciones al ministerio, te diré que lo que hace
distinguido a un ministro no son sus méritos personales, sino el ser
elegido por Dios para realizar un servicio a favor de su santo propósito.
La preferencia de Dios sobre la vida de un ministro es lo que le da honra
y distinción a su existencia. La dignidad del ministerio está en lo que
hacemos, pero sobre todo para quién lo hacemos. Nadie puede estimar el
ministerio si no estima a Dios. Si alguien no aprecia el ministerio es
porque nunca ha valorado a Dios. El que subes tima el llamamiento es
porque menosprecia o desconoce al que llama.
La honra del ministerio es el mismo Dios. La distinción del ministerio se
encuentra en el prestigio de Dios. La Epístola a los Hebreos destaca que
nuestra salvación es grande (Hebreos 2:3), y me pregunto: ¿por qué es
grande la salvación que hemos recibido del Padre? El escritor bíblico
responde diciendo que la salvación es grande, primeramente, por el
precio imponderable que se pagó para lograrla; segundo, por su resultado,
ya que logró reconciliar al hombre con su Creador; y tercero, por su
motivación, pues se manifestó el amor de Dios por un mundo que no le
amaba. Pero para mí, lo que hace grande la salvación de Dios es su autor.
Si hubiera sido un ángel, un querubín o un serafín el autor de la redención
del hombre, hubiera sido importante, pero jamás se podría comparar con
la salvación de Jehová. La salvación posee la anchura, longitud,
profundidad y altura del amor de Dios, el cual es inigualable y excede a
todo conocimiento (Efesios 3:18,19).
Lo mismo podemos decir del ministerio. La honra del ministerio excede a
cualquier otra, porque el que nos llamó supera en honor, prestigio,
excelencia y perfección a todo lo creado. El nombre del que nos llamó es
“el Admirable” (Jueces 13:18; Isaías 9:6). Él no solo es digno, sino que es
el digno; Él no solo es Dios, sino que es el Dios (1 Reyes 18:39). Lo que
nos hace honorables es la honorabilidad del que nos llamó a su servicio.
Por lo tanto, el oficio más honroso y digno al cual puede dedicarse un
hombre es servir a Dios, en cualquier área ministerial. Sin embargo, en la
actualidad, al ministro de Dios se le ve como un profesional, pues el
ministerio lo han convertido en una profesión; y para la mayoría de las
personas en el mundo secular, un ministro es un cualquiera. Incluso, el
oficio ministerial no se honra, pues hasta nosotros, los mismos
consiervos, no tenemos convicción de la honra que es el llamamiento, y
para poder honrar la vocación a la que fuimos llamados, tenemos que
estar llenos de esa certeza.
Muchos siervos de Dios ministran en lugares donde ser ministro es ser un
empleado, y eso lo viví en carne propia. En esos círculos le dicen al
pastor: «A usted le damos un salario para que predique». Por eso, cuando
se le pregunta a alguno de esas congregaciones: «Hermano, ¿por qué
usted no predica?» «Oh, no –responde- nosotros le pagamos al pastor
para que lo haga». También existen las llamadas “juntas” que emplean al
pastor y se sienten como los que tienen autoridad sobre el siervo de Dios
y lo tratan como su asalariado, y le dicen, por ejemplo: «Pastor, sus
vacaciones son dos semanas; ¿qué pasó que usted no vino ayer?; ¿quién
le dijo que usted podía tomar alguna decisión en ese asunto?, etc.». Por
tanto, esas y otras conductas, no menos ofensivas, han desvirtuado la
naturaleza del servicio a Dios y la dignidad de dicha vocación. En
consecuencia, muchos pastores se sienten como empleados en su
ministrar, y entonces buscan agradar a la gente, haciendo una serie de
cosas, las cuales Dios quiere romper y desarraigar de su santo ministerio.
Sabemos que el Señor destruye, pero para edificar. Dios nunca va a
construir sobre un cimiento humano, por eso dijo en Jeremías 1:10:
“Mira que te he puesto en este día sobre naciones y sobre reinos, para
arrancar y para destruir, para arruinar y para derribar, para edificar y
para plantar”. Por tanto, si hay un área que marcó mi vida espiritual es
esta. Ojalá Dios me ayude a comunicarte esto, para que tú sepas quién
eres como ministro de Dios y entiendas lo que el Señor revela en su
Palabra con respecto a lo que es un ministro para Él. Deseo con todo mi
corazón que lo que te diga a continuación vaya más allá de un concepto,
sino que el espíritu de estas palabras llegue al asiento de tus
pensamientos, intacto, tal como el Señor me lo reveló y salió de Su
corazón. El versículo con el cual hemos dado inicio a este capítulo
definió mi vida ministerial, por lo que quiero además, reproducirlo a
continuación en la versión “Biblia de las Américas 1986” para que nos
arroje más luz a este respecto:

“Y nadie toma este honor para sí mismo, sino que lo recibe cuando es
llamado por Dios, así como lo fue Aarón” (LBa Hebreos 5:4).

El que tiene el llamado tiene la honra. El llamado es un honor, una honra


de Dios. Ahora, aplica eso a Jesús: “De la misma manera, Cristo no se
glorificó a sí mismo para hacerse sumo sacerdote, sino que lo glorificó el
que le dijo: HIJO MÍO ERES TÚ, YO TE HE ENGENDRADO HOY;
como también dice en otro pasaje: TÚ ERES SACERDOTE PARA
SIEMPRE SEGÚN EL ORDEN DE MELQUISEDEC” (LBa Hebreos 5:5-
6). Entiendo entonces que la honra la recibe únicamente aquél que es
llamado por Dios como lo fue Aarón. En otras palabras, yo no me llamo a
mí mismo, a mí me llama otro. Cristo, el Hijo de Dios, no se llamó a sí
mismo, siendo Dios y coeterno con el Padre. Él pudo decir: «Yo Soy el
que soy y puedo hacer aquí lo que yo quiera», sin embargo no lo hizo,
pues aun el llamamiento mesiánico de Jesús fue un llamamiento de Dios.
El Padre decidió que el Hijo descendiera y fuese el Mesías de Israel. Dios
lo decidió y lo decretó en el Salmo Segundo: “Mi hijo eres tú; Yo te
engendré hoy. Pídeme, y te daré por herencia las naciones, Y como
posesión tuya los confines de la tierra” (Salmos 2:7-8).
También, la Biblia dice: “Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y
Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia.
Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus
enemigos debajo de sus pies. Y el postrer enemigo que será destruido es
la muerte. Porque todas las cosas las sujetó debajo de sus pies. Y cuando
dice que todas las cosas han sido sujetadas a él, claramente se exceptúa
aquel que sujetó a él todas las cosas. Pero luego que todas las cosas le
estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó
a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos” (1 Corintios
15:24-28). Y yo pregunto, ¿quién determinó eso? El Padre. En el caso de
Aarón es lo mismo, pues él no dijo: «JAH, recuerda que yo no solamente
soy el hermano de Moisés, sino también su profeta; definitivamente el
sacerdocio me corresponde a mí». Eso era lo que creían Coré, Datán y
Abiram cuando se rebelaron, porque pensaban que Moisés y Aarón
estaban monopolizando el ministerio de Dios (Números 16:3). Pero
Jehová no entró en discusión con ellos, sino que dijo a Moisés:

“Habla a los hijos de Israel, y toma de ellos una vara por cada casa
de los padres, de todos los príncipes de ellos, doce varas conforme a
las casas de sus padres; y escribirás el nombre de cada uno sobre su
vara. Y escribirás el nombre de Aarón sobre la vara de Leví; porque
cada jefe de familia de sus padres tendrá una vara. Y las pondrás en
el tabernáculo de reunión delante del testimonio, donde yo me
manifestaré a vosotros. Y florecerá la vara del varón que yo escoja, y
haré cesar de delante de mí las quejas de los hijos de Israel con que
murmuran contra vosotros”
(Números 17:2-5).
La honra se recibe, no se exige. La vara de Aarón reverdeció porque tenía
el llamamiento de Dios. Cuando Dios llama, Él hace reverdecer la vara de
tu llamamiento. No hay que pelear por un ministerio, pues todo aquel que
disputa por un llamamiento es porque no lo tiene. El que es llamado
simplemente recibe la honra, y dice: «Yo no me llamé a mí mismo, el
Padre lo determinó». A veces andamos como el que está pidiendo
permiso y tiene que dar explicación a la gente. ¡NO! Tú tienes que tener
seguridad de quién te llamó. Lo que Dios no quiere es que tú uses mal esa
autoridad, para hacer daño, sino para edificación, que tengas la certeza de
que Él te llamó.
Por eso, a mí, personalmente, me ministra como Pablo empieza, casi
todas sus epístolas, diciendo: “Pablo, llamado a ser apóstol de Jesucristo
por la voluntad de Dios…” (…) Pablo, siervo de Jesucristo, llamado a
ser apóstol, apartado para el evangelio de Dios, (…) Pablo, apóstol (no
de hombres ni por hombre, sino por Jesucristo y por Dios el Padre que lo
resucitó de los muertos), (…) Pablo, siervo de Dios y apóstol de
Jesucristo, conforme a la fe de los escogidos de Dios y el conocimiento
de la verdad que es según la piedad…” (1 Corintios 1:1; Romanos 1:1;
Gálatas 1:1; Tito 1:1). Y cuando tuvo que defender su ministerio
apostólico, lo hizo con una santa dignidad, sin ofender o estropear a
nadie, sino diciendo:

“… por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en


necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy
débil, entonces soy fuerte. Me he hecho un necio al gloriarme;
vosotros me obligasteis a ello, pues yo debía ser alabado por
vosotros; porque en nada he sido menos que aquellos grandes
apóstoles, aunque nada soy. Con todo, las señales de apóstol han sido
hechas entre vosotros en toda paciencia, por señales, prodigios y
milagros”
(2 Corintios 12:10-12).

Este hombre también dijo: “Ciertamente no me conviene gloriarme; pero


vendré a las visiones y a las revelaciones del Señor. Conozco a un
hombre en Cristo, que hace catorce años (si en el cuerpo, no lo sé; si
fuera del cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe) fue arrebatado hasta el tercer
cielo. Y conozco al tal hombre (si en el cuerpo, o fuera del cuerpo, no lo
sé; Dios lo sabe), que fue arrebatado al paraíso, donde oyó palabras
inefables que no le es dado al hombre expresar. De tal hombre me
gloriaré; pero de mí mismo en nada me gloriaré, sino en mis
debilidades” (2 Corintios 12:1-5). Pablo estaba seguro de quién era en
Dios, tenía confianza en el amor del Padre, pero también certeza de que
Dios lo llamó. El que no tiene la convicción de su llamado andará
siempre con doble ánimo, oscilando y retrocediendo. Por el contrario, no
hay nada más poderoso que un hombre convencido de su llamamiento.
Es importante que recuerdes cuando Dios te llamó, pues hay momentos
en que el diablo viene a ti, no a decirte: «Si eres hijo de Dios…», pues
quizás tú tienes esa seguridad en tu espíritu, pero sí a preguntarte, como
cuestionaron a Jesús: “¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿y quién te
dio esta autoridad?” (Mateo 21:23)» Seguramente, él te cuestionará y te
traerá a memoria tus fracasos, las veces que te has equivocado, de la
forma en que te han tratado aquí, allá; tratará de infiltrar dudas en tu
corazón en cuanto a tu relación y función en la iglesia, y en cuanto a lo
que tú eres en Dios. Pero cuando tú sabes que fuiste llamado, dirás: «
¡No, yo no tomé esta honra, Dios me la dio! ¡Yo no me glorifiqué a mí
mismo!, a mí me glorificó Dios, como glorificó a Aarón cuando hizo
reverdecer su vara, así hizo reverdecer mi vida».
Nota que cuando la Palabra menciona a Jesús, está diciendo que él fue
llamado por el Padre, entonces, no hay llamamiento que no proceda de
Dios. El Hijo podía llamarse a sí mismo, pues poseía las prerrogativas
divinas, pero el Padre se lo pidió, por lo cual Jesús dijo: “Por eso me ama
el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la
quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y
tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi
Padre.” (Juan 10:17-18). Él se dispuso a obedecer al tiempo que cumplía
un mandamiento de su Padre.
Saber quién eres en Dios te va a evitar un montón de tropiezos y
sinsabores, especialmente el estar a expensas del diablo, quien tiene
muchas estratagemas para hacerte dudar. ¿Quién no necesita a veces
pararse frente a la adversidad, y frente a los enemigos de la causa del
reino de Dios, cuando hay cuestionamientos, y sin estropear a nadie, sin
altivez, con la humildad de Jesús, pero también con su seguridad y poder
decir: «Yo sé quien soy; y sé que el Señor me llamó desde el vientre de
mi madre; mi embrión vieron sus ojos»? De hecho, Dios quiere que tú
tengas esa certeza, pues la vas a necesitar, y más en un tiempo donde lo
que Dios nos mandó a predicar es opuesto a lo que se está practicando en
la cultura eclesiástica. Por eso dicen: «Y éste, ¿quién es?; a éste ¿quién lo
envió? ¿por qué está aquí, por qué predica?». Cuando Pablo fue a Atenas,
dijeron: “¿Qué querrá decir este palabrero? Y otros: Parece que es
predicador de nuevos dioses” (Hechos 17:18). De la misma manera, la
gente te va a cuestionar, te va a retar, van a dudar del mensaje,
posiblemente dudan de ti, hablan de ti, pero eso no te debe importar tanto,
sino lo que tú sabes que eres para Dios.
Cuando vivimos una crisis personal, ministerial o de la índole que fuere,
nos desorientamos y tendemos a concentrarnos en nosotros mismos, en
cómo nos sentimos, qué están diciendo de nosotros; y para defendernos,
argumentamos, reaccionamos, tomamos decisiones, etc. Pero hay dos
cosas que siempre deben ser la brújula de un ministro para retomar la
ruta y reorientarse, y es fijar sus ojos en su elección divina y en el
propósito de su llamamiento. Las dos preguntas de Saulo cuando el
Señor lo llamó fueron: “¿Quién eres, Señor?” (….) ¿Qué quieres que yo
haga?” (Hechos 9:5,6). Es decir, primero quiso conocer a quién le
llamaba y luego se interesó en saber el propósito de su llamamiento.
Conocer quiénes somos para Dios, nos permite saber quiénes son los
demás, y podemos presentar todo hombre perfecto en Cristo Jesús
(Colosenses 1:28). El saber quiénes somos para Dios nos va a dar una
actitud de gratitud, dependencia, diligencia, y seriedad, algo que
trascenderá en nuestra vida y cambiará la forma de ministrar a Dios y a
los hombres. También nos evita complejos, y muchas de esas cosas que
nuestra alma -por emociones- priva y obstruye la libertad que tenemos
para ministrar la Palabra de acuerdo al don que hemos recibido. A veces,
por ejemplo, somos tímidos o tenemos un problema de estima propia o
estamos bajo la tensión del “qué dirán”, todo eso impide que nos
atrevamos a tomar las decisiones de Dios en nuestro liderazgo, porque no
sabemos quiénes somos.
Otra cosa igualmente importante en el llamamiento es el corazón. Si no
hay corazón no se puede entrar en la vida del reino de los cielos, porque
para servir al Señor hay que amarle. Para darle esa distinción a Dios, de
que Él sea el todo en nuestras vidas es necesario que le amemos como Él
merece ser amado. Dependiendo el concepto que tenemos de Dios, así es
la manera en que le amaremos y le serviremos. Por tanto, si el criterio que
tienes de Dios es pequeño, así va a ser tu adoración a Él. Si Dios para ti
es alguien más, un simple dios y no el Dios, pues igualmente a ese nivel
será tu adoración, limitada, y tu servicio escaso. Por eso, el apóstol Pablo
habló de andar de acuerdo a la vocación (Efesios 4:1). El que conoce la
dignidad de Dios, a esa altura le adorará.
En ocasiones, cuando he estado orando le he dicho al Señor: «Mi Dios,
¿qué te puedo dar yo? ¿Qué tipo de adoración te puedo rendir que sea
digna de ti?» Pues, ¡jamás!, por excelso que sea, podremos alcanzar el
grado de sublimidad de Dios. Nadie puede darle algo a Dios que esté al
nivel de su dignidad, fuera de Jesucristo. Pero, nuestro Señor, por el
Espíritu Santo, puede darnos la revelación y meternos en la dimensión de
su grandeza. Esa es la razón que cuando Él se manifiesta y vemos su
majestad, entonces pasa algo en nosotros: vemos nuestra pequeñez.
Cuando Jehová le mostró la semejanza de gloria a Ezequiel (Ezequiel
1:28), y él vio los querubines y todas aquellas cosas, quedó impresionado,
y cayó postrado, y oyó una voz que le dijo: “… hijo de hombre”
(Ezequiel 2:1), como diciendo: «Yo Soy el que soy y tú eres simplemente
un hijo de hombre». No fue que el Señor quiso humillar al profeta, sino
que le quiso revelar su grandeza, para que éste conociera quién le hablaba
y a quién le servía. Solo cuando recibimos una revelación de la gloria
de Dios, aprendemos a servirle como es digno de Él, y a humillarnos en
Su presencia.
Dios da gracia a los humildes. El imán que atrae a la gloria de Dios es el
espíritu manso de un corazón humillado. Esta no es una ley religiosa,
como el que dice: «Me humillo y Dios desciende; me doblego y el
altísimo baja a vivificar mi espíritu quebrantado», no, porque no es una
fórmula. El asunto es que Dios es humilde, tan simple como eso. Aunque
Él es el alto y el Sublime, también es humilde, pues hay algo en su
carácter que lo hace manso y fiel. Cuando el Señor ve a alguien que tiene
su sentir y su naturaleza, quebrantado y humillado, desciende a
identificarse con esa persona. Así es su carácter y su conducta, por eso el
que le conoce puede caminar con Él y no tropezar jamás.
El llamamiento es una honra que ningún hombre merece. La frase
que el Señor le dijo a David, el hombre conforme a su corazón, nos puede
ilustrar aún más sobre este pensamiento. Él le dijo: “Yo te tomé del redil,
de detrás de las ovejas, para que fueses príncipe sobre mi pueblo, sobre
Israel” (2 Samuel 7:8). Aunque aquí Él se está refiriendo a que sacó al
hijo de Isaí de pastar las ovejas de su padre, y lo hizo príncipe sobre su
pueblo, el Espíritu me hizo ver que nosotros los ministros somos también
tomados de entre las ovejas del redil divino. En otras palabras, tú eras una
oveja como todas las demás, pero Dios te dijo: «Hijito mío, eres uno más
entre todas mis ovejas, pero yo te tomo de entre ellas para que seas mi
ministro, mi servidor. Ven hijo mío». De esta misma manera Dios tomó a
los levitas entre todas las tribus de Israel para que sirvan delante de Él.
Jehová dijo a Moisés: “He aquí, yo he tomado a los levitas de entre los
hijos de Israel en lugar de todos los primogénitos, los primeros nacidos
entre los hijos de Israel; serán, pues, míos los levitas. Porque mío es todo
primogénito; desde el día en que yo hice morir a todos los primogénitos
en la tierra de Egipto, santifiqué para mí a todos los primogénitos en
Israel, así de hombres como de animales; míos serán. Yo Jehová”
(Números 3:11-13). Por tanto, tú eres de Dios, porque así a Él le plació.
En este capítulo, te invito a que estudiemos juntos, no tanto lo que hace
honroso al ministerio, sino lo que considero es, en sí misma, la honra de
nuestro supremo llamamiento.

1.1 Los Ministros son de Dios


“Así apartarás a los levitas de entre los hijos de Israel, y serán míos
los levitas” - Números 8:14.
En Egipto, Jehová redimió a todos los primogénitos, por eso instauró
como mandamiento a las tribus de Israel que sería de Él todo aquel que
abriere matriz, así como todo primer nacido de sus animales (Éxodo
13:12). Por tanto, de una redención viene el llamamiento al ministerio.
Dios intercambia, en su propósito, a los primogénitos por una tribu
completa, la tribu de Leví. Eso tiene una enseñanza también para
nosotros, porque en el Nuevo Testamento todos los creyentes son
sacerdotes y todos los salvados son también primogénitos, pues Cristo es
el primogénito de Dios (Colosenses 1:15), y a nosotros se nos llama la
congregación de los primogénitos (Hebreos 12:22,23). La Palabra nos
enseña que Jesús es el principio de la creación de Dios, el primero de
entre los muertos; Él es la primicia de la resurrección y luego todos
nosotros en Él. Así que esto se aplica también a nosotros como creyentes
y como sacerdotes, en el aspecto de la redención, pues fuimos redimidos
para servirle al Señor.
En el aspecto del ministerio, los primogénitos son míos, dijo Dios, y yo
pregunto: ¿acaso es poca honra que Dios te reclame como suyo y diga:
«Los ministros son míos, de mi propiedad, porque yo los redimí del
mundo (Egipto) para que me sirvan a mí»? Por tanto, nuestra primera
honra es que somos de Dios, le pertenecemos al Padre. Si tú eres
ministro de Dios, puedes decir: «Yo soy de Dios, pertenezco a Él».
Entendida esta verdad, veamos detalladamente, en los siguientes
versículos, cómo Jehová estableció el oficio:

“Y cuando hayas acercado a los levitas delante de Jehová,


pondrán los hijos de Israel sus manos sobre los levitas; y ofrecerá
Aarón los levitas delante de Jehová en ofrenda de los hijos de
Israel, y servirán en el ministerio de Jehová. Y los levitas pondrán
sus manos sobre las cabezas de los novillos; y ofrecerás el uno
por expiación, y el otro en holocausto a Jehová, para hacer
expiación por los levitas. Y presentarás a los levitas delante de
Aarón, y delante de sus hijos, y los ofrecerás en ofrenda a Jehová.
Así apartarás a los levitas de entre los hijos de Israel, y serán
míos los levitas. Después de eso vendrán los levitas a ministrar en
el tabernáculo de reunión; serán purificados, y los ofrecerás en
ofrenda. Porque enteramente me son dedicados a mí los levitas de
entre los hijos de Israel, en lugar de todo primer nacido; los he
tomado para mí en lugar de los primogénitos de todos los hijos de
Israel. Porque mío es todo primogénito de entre los hijos de
Israel, así de hombres como de animales; desde el día que yo herí
a todo primogénito en la tierra de Egipto, los santifiqué para mí.
Y he tomado a los levitas en lugar de todos los primogénitos de
los hijos de Israel. Y yo he dado en don los levitas a Aarón y a sus
hijos de entre los hijos de Israel, para que ejerzan el ministerio de
los hijos de Israel en el tabernáculo de reunión, y reconcilien a
los hijos de Israel; para que no haya plaga en los hijos de Israel,
al acercarse los hijos de Israel al santuario. Y Moisés y Aarón y
toda la congregación de los hijos de Israel hicieron con los levitas
conforme a todas las cosas que mandó Jehová a Moisés acerca de
los levitas; así hicieron con ellos los hijos de Israel. Y los levitas
se purificaron, y lavaron sus vestidos; y Aarón los ofreció en
ofrenda delante de Jehová, e hizo Aarón expiación por ellos para
purificarlos. Así vinieron después los levitas para ejercer su
ministerio en el tabernáculo de reunión delante de Aarón y
delante de sus hijos; de la manera que mandó Jehová a Moisés
acerca de los levitas, así hicieron con ellos” (Números 8:11,13-
14, 21,22).

¡Oh, qué hermoso! El pueblo ofrendaba una de sus tribus al Dios de


Israel, reconociendo la propiedad divina sobre los levitas. Ellos fueron
apartados y Aarón, como sumo sacerdote, los santificó. El pueblo ofreció
a Jehová a sus hermanos, los levitas, como una ofrenda apartada, santa,
para que ellos le sirvan todos los días de sus vidas. Mi hermano, ¡qué
cosa preciosa es reconocer que los ministros son de Dios y como ofrenda
son entregados a Él! Ellos ofrecieron vidas consagradas al Señor, por eso
EL LLAMAMIENTO HACE A LOS MINISTROS OFRENDAS. Eso es
lo que hace la iglesia cuando ordena a sus ministros, significando que ese
hombre o mujer ya no pertenece al pueblo, porque son de Dios, Él los
hizo ofrendas. Piensa en el día que se te ordenó o consagró al ministerio,
en el momento en que la iglesia te sacrificó para Dios y te hizo ofrenda
para Él. Qué lindo cuando el Espíritu Santo dijo: “Apartadme a Bernabé
y a Saulo para la obra a que los he llamado” (Hechos 13:2) y los
ancianos y líderes, en representación de la iglesia, pusieron las manos
sobre Saulo y Bernabé, y el pueblo se los dio como ofrenda al Señor.
Desde entonces, hasta el último aliento que salió de sus narices, Pablo y
Bernabé fueron de Dios.
Una ofrenda para Dios significa que ese algo fue dedicado a Él, y por
tanto es de su propiedad y Él puede disponer de ella como Él quiera y
cuando Él quiera. Es el Señor quien define cada ministerio, pues llevando
cautiva a la cautividad dio dones a los hombres, y a unos hizo apóstoles, a
otros profetas, evangelistas, pastores y maestros, repartiendo dones como
Él quiso, para su provecho y propósito (Efesios 4:8-11). Dentro de las
ofrendas apreciadas por Dios están las primicias, pues Él merece lo
primero y lo mejor. Las primicias son de Jehová, y como los ministros
reemplazan a “lo primero” delante de Dios, constituyen en sí mismos una
primicia. Lo que sustituye lo primero, se constituye en primero. Dios dijo
que lo primero nacido es el primer fruto, es el primer vigor, cuyo
producto Él merece, porque de Él “es la tierra y su plenitud; El mundo, y
los que en él habitan” (Salmos 24:1). Por tanto, esa es la honra de un
ministro, que Dios a los primeros frutos de la tierra, de los animales, y de
todo lo más escogido, los haya cambiado por él. Jehová lo prefirió sobre
todo lo demás, por eso representa lo primero, una ofrenda enteramente
para Él. Cuando Ana dedicó a Samuel a Dios, ella dijo: “… todos los días
que viva, será de Jehová” (1 Samuel 1:28). Luego ella, de vez en cuando,
iba a las fiestas y le llevaba un efod a Samuel, su muchachito, pero
reconociendo que no era suyo, y que ni ella ni él podían disponer de vivir
juntos de nuevo, o hacer planes para el futuro, pues ya él le pertenecía a
Dios.
El apóstol Pablo ilustró hermosamente este pensamiento cuando dijo:
“Ninguno que milita se enreda en los negocios de la vida, a fin de
agradar a aquel que lo tomó por soldado” (2 Timoteo 2:4). Por tanto, un
ministro no se agrada a sí mismo, sino que vive para agradar a aquél que
lo reclutó. Ana, como madre, se tuvo que olvidar de Samuelito como algo
que era de ella, de su posesión. Ella lo visitaba, le llevaba regalitos, y en
verdad, Samuel seguía siendo su hijo, pero sin olvidarse que él era de
Jehová. Si un ministro entiende esto lo disfrutará aquí en la tierra, pues no
tiene que esperar llegar al cielo para cuando le den el galardón decir: «
¡Aleluya! Yo soy de Dios». No, amado, regocíjate de tu llamado aquí y
ahora, ¡disfrútalo! Tú eres de Dios.
Ahora, todo lo que es ofrenda a Dios tiene que ser purificado y
santificado, como leímos: “Y los levitas se purificaron, y lavaron sus
vestidos; y Aarón los ofreció en ofrenda delante de Jehová, e hizo Aarón
expiación por ellos para purificarlos” (Números 8:21). Para que lo
común se convierta en algo superior o extraordinario tiene que pasar por
un proceso de santificación. Así los levitas, como eran comunes, tuvieron
que ser primeramente purificados y luego santificados, para entonces ser
ofrecidos a Dios. Después que ellos estuvieron purificados y lavados
vinieron a ejercer su ministerio en el tabernáculo, como había mandado
Jehová, no antes. Entonces, queda claro que un ministro pertenece a Dios
enteramente, pues ni siquiera una hebra de su cabello es de su posesión ni
de nadie, pues totalmente es de Jehová. Por tanto, tú eres ministro de
Dios completamente, y eso significa íntegramente, todo tu cuerpo, alma y
espíritu, tiempo, talentos, energía, recursos, todo es del Señor. Los
ministros somos de Dios y Él nos reclama como suyos.
La primera honra del llamamiento es ser de Dios. ¿Sabes la
importancia de reconocer algo tan sencillo como que somos de Dios?
¡Cuántos problemas enfrentamos cuando no entendemos esa verdad o se
nos olvida! ¿Sabes tú que el ministro, aunque le ministra al pueblo, no es
del pueblo? El ministro es de Dios. El ministro es un esposo, se debe a su
esposa; el ministro es un padre, se debe a sus hijos; el ministro es un
pastor, pastorea a sus ovejas, sirve a los santos, pero sobre todo eso, el
ministro pertenece a Dios. Por tanto, es necesario que establezcamos una
diferencia y digamos: «Yo le sirvo al pueblo por llamamiento, pero no
pertenezco al pueblo, sino a Dios; soy de su propiedad privada». Eso hay
que entenderlo, pues cuántas cosas se generan de esta verdad: ¡Yo soy de
Dios! Incluso el pueblo debe estar consciente de ello ya que muchas
veces manipula a sus ministros y los lleva, los trae, los empuja, los pisa, y
cree que les pertenecen, pero hay que pararse y decir: «Estoy aquí,
sirviendo a ustedes, pero antes que todo, yo soy siervo de Dios». Así tú,
ten claro que antes de ser de alguien, tú eres de Dios.
Una vez, una hermana profeta me dijo: «Usted no sabe quién es usted»,
y yo sé lo que ella quiso decir, y los espirituales también entienden este
lenguaje. Pero yo sí sé quién soy: Yo soy un hombre honrado por Dios.
Desde los dieciséis años que el Señor me llamó, para mí no ha existido
honra más grande que esa, por eso he vivido para cuidarla. Ya no estoy
aguardando que Dios me dé honra algún día, ¡ya me la dio desde que me
llamó al ministerio! Eso es tan valioso para mí que en una ocasión,
cuando Dios me metió en una crisis, para tratar conmigo y lograr ciertas
cosas en mi vida personal, lo que me pidió fue el ministerio, porque Él
sabe que para mí es algo muy elevado, de mucha estima y de gran valor.
El honrar a Dios para mí ha sido todo, y no escatimo nada, absolutamente
nada, por el ministerio. A mí no me importa el sacrificio que sea, lo que
haya que hacer, a lo que haya que renunciar, lo que tenga que entregar,
con tal de honrar el llamamiento de mi Dios, y valorar que Él haya puesto
en mí sus ojos y que me haya tomado junto con mi esposa, y mi familia,
para apartarnos de la congregación de Jehová, entre sus ovejas, para
servirle a Él.
En estos treinta años como ministro, y más de treinta y siete como
creyente, he tenido que decir: «Yo soy de Dios». Hay momentos que se
entra en conflicto entre el pueblo, al cual nosotros servimos, y el
propósito al cual Dios nos llamó, y tenemos que decidir a quién le
debemos más lealtad, a quién le debemos más tiempo. Pero, por encima
de todo, yo soy propiedad privada de Dios, por consiguiente a Él me
debo, y eso grábalo en ti, pues vive Jehová en la presencia de quien estoy,
que un día vas a necesitar de esa convicción. El Espíritu de Dios, como
saeta encendida del cielo, iluminará tu entendimiento y este rhema
traspasará tu mente, como la Palabra traspasa y divide el alma del
espíritu. Entonces, habrá ocasiones en que la autoridad de Dios vendrá
sobre ti, y dirás: «Un momento, yo soy de Dios», pero no lo dirás con
orgullo ni altivez, sino por convicción, por reclamo de un derecho por el
cual, aun el mismo Dios te pedirá cuenta.
Estamos viviendo en un tiempo en que la iglesia está andando en
democracia, un sistema donde el pueblo gobierna y manipula a sus
dirigentes, y éstos, a su vez, dependen de la opinión del pueblo para
dirigir a la nación. Eso es democracia, agradar a aquellos que nos han
elegido. Pero a ti, siervo de Dios, si el Señor te eligió, tienes que saber
que tú eres primeramente de Él, y tu primera lealtad debe ser al Dios que
te honró poniéndote en el ministerio, no al pueblo. Sabemos que
Jeremías, aunque fue rechazado y puesto en el calabozo, y hasta lo
secuestraron, llevándolo a Egipto en contra de su voluntad, aun así el
profeta se mantuvo con el pueblo. A Dios no le enoja que tú ames a su
pueblo. Cuando un hombre intercesor se mete en la brecha a favor del
pueblo y dice, como dijo Moisés: “Te ruego, pues este pueblo ha
cometido un gran pecado, porque se hicieron dioses de oro, que perdones
ahora su pecado, y si no, ráeme ahora de tu libro que has escrito”
(Éxodo 32:31-32), Jehová ve a un hombre que tiene su Espíritu, pues el
Espíritu de Cristo estaba en los profetas (1 Pedro 1:11), y no era Moisés
intercediendo, sino el Espíritu de Jesús en él (Hebreos 11:24-25).
Entendamos que cada vez que algo bueno brota en nosotros es porque
Dios lo pone. Nadie tiene nada que no haya recibido (1 Corintios 4:7).
Así que ministro: ama al pueblo, dirige al pueblo, ten paciencia con el
pueblo, ten misericordia con el pueblo, dedícate a servir al pueblo, pero
sin olvidarte que tú eres propiedad privada de Dios. Cuando entiendas
esto dirás: «Mi primer compromiso es amarlo, servirle, obedecerle,
honrarle; y si un día me tocare decidir entre el pueblo y Dios, aunque se
pierda todo, yo seré honesto y leal a aquél que me tuvo por fiel sin serlo,
poniéndome la investidura de honra para que yo sea su sacerdote».
¿Has oído hablar de Guillermo Carey (1761-1834)? Este hombre fue un
zapatero, quien empezó lo que en la iglesia se llama “obra foránea” o
misionera. Él fue un instrumento para que la iglesia fuera a las naciones,
por eso es considerado el padre de las misiones modernas. Leí una
anécdota y te la compartiré parafraseada, de alguien que un día
refiriéndose a él, cínicamente preguntó: « ¿El gran señor Carey no era
zapatero?», a lo que este hombre de Dios, al oírlo le respondió: «No,
amigo mío, zapatero no, era apenas un remendón». Este siervo del Señor
tenía en su taller un mapa del mundo, bien grande, pues él oraba por las
naciones y, como un estratega, marcaba las naciones donde había más
necesidad misionera. Se cuenta que en una ocasión un amigo le dijo:
«Guillermo, no puedo entender que tú descuides tu trabajo por estar
predicando, pues vives con la Biblia en la mano todo el día y frente a ese
bendito mapa. Atiende tu trabajo». Y él le respondió: «Un momento,
¿cómo que atienda mi trabajo? ¿Quién te dijo a ti que el trabajo mío es
esto que estoy haciendo? Este trabajo es simplemente un medio de vida
para sostenerme, pero el oficio mío es servirle a Dios».Este hombre tuvo
una lucha tremenda con la iglesia, para que ésta pudiera ver la
importancia de enviar misioneros al mundo. Finalmente, cuando logra
convencer a la iglesia y empezaron a enviar misioneros, él decidió dejarlo
todo e irse a la India, como misionero, y allá fue un instrumento
poderoso, usado por Dios por más de cuarenta años, sin un día de
descanso. Él tradujo la Biblia a más de treinta dialectos de la India y
estableció la primera escuela cristiana en este país (el colegio
Serampore). Estoy compartiéndote esta historia porque cuando Carey
estaba en la India, su hijo Félix, el cual era un ministro de Dios como su
padre, también había adquirido mucho prestigio, y sucedió algo muy
significativo. El gobierno inglés le pidió al joven que aceptara ser
embajador de Inglaterra en cierto lugar, y él se sintió muy honrado por el
imperio británico, y quiso aceptar esa posición. Pero cuando Guillermo
Carey oyó que su hijo había dejado el ministerio para ser embajador de
una nación, le escribió una carta diciéndole: “Si Dios te ha llamado a ser
misionero, no te rebajes a ser embajador del rey de Inglaterra”. Le quiso
decir, en otras palabras: «Hijo, tú te has degradado, creyendo que has
ascendido. ¿Cómo vas tú a cambiar el ser un ministro de Dios, para ser un
siervo de los hombres?» El hijo de Carey pensaba que había ascendido,
como les pasa a muchos pastores que andan buscando posiciones
políticas, que tienen aspiraciones presidenciales, que quieren ser
gobernadores, senadores, etc., porque ignoran la dignidad que hay en el
llamamiento de Dios.Estamos en un tiempo de restauración, y como
ministros, hemos sido restaurados para ser restauradores, y lo primero
que hay que rescatar del ministerio es la honra. Tenemos que admitir que
el ministerio ha caído en deshonra, en escándalos, en vergüenza. La
Biblia dice que cuando Esdras habló a la nación de Israel, estaba más alto
que todo el pueblo, pues estaba en una tarima que lo hacía más alto,
sobresalía entre ellos (Nehemías 8:5). Eso tiene un significado. El
ministro está en una plataforma o tribuna, para que todos puedan verlo y
escucharlo, y en el sentido de honra, también está por encima del pueblo.
Charles Spurgeon dijo que el ministro de Dios es como el reloj de la
plaza. Y tiene razón, pues si tu reloj de pulsera está fuera de tiempo,
solamente tú serás el que estarás desorientado, pero si es el reloj de la
plaza, todo un pueblo estará confundido. Así mismo, los ministros somos
como los relojes de la plaza, estamos en un pedestal de honra, lo cual es
una de las cosas que ahora hay que rescatar. ¿Por qué? Porque los
ministros están pensando en ser famosos, en llenar estadios, en tener la
iglesia más grande de la ciudad, y otras muchas cosas. Yo digo: «Dios
mío, ¿pero qué le está pasando a esta gente?, ¿cómo se han dejado llenar
la cabeza de la corriente del mundo, del comercio, del mercantilismo, de
la oferta y la demanda, de cosas que sólo corresponden a estrategias
modernas de crecimiento empresarial?». Muchos se hacen llamar
reverendos, pero en realidad son políticos, cuyos pensamientos no están
en Dios, sino en cómo hacerse grandes, famosos y ricos; y su énfasis es
almacenar, hacer, ganar y competir. Ese no es el llamado de Dios para un
ministro, sino ser de Dios y que Dios sea de Él.Si tuviera un hermano o
una hermana que fuese abogado, ingeniero, médico, empresario,
enfermero, rico, famoso, etc. me alegraría y diera gloria a Dios por su
éxito, sus triunfos y superación. Ahora, yo, mi única posesión que tengo
de valor es mi herencia con Dios, saber que yo soy de Jehová y que él es
mi Señor. Esa es mi honra, independientemente que pueda yo también
ostentar cualquier título profesional. Cuando eres llamado, servirle al
Señor es tu único sueño y tu única ambición. El ministerio no está en
competencia con ninguna profesión, pues nada se compara a ser llamado
por Dios. ¡No hay comparación! así como los cielos son más altos que la
tierra, así es el ministerio con relación a cualquier oficio sobre la tierra.
Pero, los ministros tenemos que vivir con esa dignidad, esa es nuestra
honra, y hay que dignificarla, y vivir a esa altura. Tenemos que creerlo
con todo nuestro corazón. Eso no significa que vamos a ser orgullosos,
altivos, ni que estaremos en la plataforma para estar por encima, como
diciendo: «Mírenme, apláudanme, pongan la alfombra roja, no, mejor la
verde o la azul», no, no, no. Estamos hablando de honra que trae gloria al
nombre de Dios, honra que pone demanda en nosotros, que nos hace
asumir responsabilidad, que establece orden en nuestras vidas, que
representa dignamente a Dios. Honrar el ministerio es hacer todo lo que
da alabanza a Dios, todo lo que es digno del llamamiento, de la vocación
a la cual hemos sido llamados. La honra no es para pretender, sino para
ejemplificar, para representar honrosamente a Dios.En algunos de
nuestros países hispanos y en Estados Unidos, los pastores están dejando
el ministerio para ser senadores, concejales, alcaldes, etc., lo que
considero una vergüenza, pues manifiesta una franca ignorancia acerca de
la honra que es ser llamado por Dios al ministerio. No hemos entendido,
por qué para algunos el ministerio es una plataforma para darse a
conocer, una tarima para hacer muchas cosas. Hay quienes están en el
ministerio para escalar a la política, para tener influencia, para realizar
obras sociales y hacer un montón de cosas, menos ministrarle a Dios. Hay
una gran diferencia en ser un cristiano que ostenta un cargo público, a ser
un cristiano que deja el ministerio para servir en un cargo gubernamental.
Si bien, todas las autoridades por Dios han sido establecidas (Romanos
13:10), hay un llamamiento superior en el establecimiento del santo
ministerio.La honra más grande que algún mortal haya podido recibir
sobre la tierra es ser un ministro llamado. El propósito de esta distinción
debe ser, usar el ministerio como un medio para honrar a Aquél que le
llamó. No cambies el ministerio, hombre y mujer de Dios, ni por ser
presidente de una nación, ni por ser embajador, ni por ninguna posición
en la tierra. El que es llamado por Dios jamás cambia la honra del
ministerio por nada en la vida. Eso no significa que no valoremos los
oficios de los hombres, pero nada es superior a servirle a Dios. Somos
enteramente de Dios, y Él nos reclama como suyos (Números 8:15-16).

1.2 Dios es de los Ministros

“De la tierra de ellos no tendrás heredad, ni entre ellos


tendrás parte. Yo soy tu parte y tu heredad en medio de los hijos
de Israel. (…) Mas a la tribu de Leví no dio Moisés heredad;
Jehová Dios de Israel es la heredad de ellos, como él les había
dicho” Números 18:20; - Josué 13:33

Hemos visto que el primer principio de la honra del llamamiento es


saber que los ministros son de Dios (Números 3:11-13). Pero, así como
Él les ha dado honra en un ministerio, también les ha dado herencia.
¿Sabes cuál es la herencia de un siervo de Dios? Dios mismo; los
ministros son de Dios y Dios es de ellos. Jehová le dijo a aarón: “De la
tierra de ellos no tendrás heredad, ni entre ellos tendrás parte. Yo soy tu
parte y tu heredad en medio de los hijos de Israel” (Números 18:20).
Concluimos entonces que el primer aspecto de la honra es que los
ministros son de Dios, y el segundo es que Dios es de los ministros.al
principio Dios dijo: «Yo los he tomado, míos son» (Números 3:12), y
ahora dice: «Yo soy tu parte y tu heredad» (Números 18:20). Por lo cual,
los ministros pertenecen a Dios y Dios pertenece a ellos. ¿No es una
honra que yo sea de Dios y que Dios sea mío? a las once tribus de Israel,
Dios les repartió tierras, heredades; pero a Leví le dijo: «Yo soy tu
heredad, yo soy tu parte, yo Jehová, soy tu herencia». Por eso es tan triste
ver ministros tan preocupados por usar el ministerio para adquirir dinero,
para obtener propiedades, que codician alcanzar prestigio, ganar fama, y
se disputan espacios en los medios masivos de comunicación, porque
quieren ser “conocidos”, anhelan ser famosos. Éstos ignoran que la
herencia de un ministro es Dios, y que servirle al Señor es y debe ser su
todo. El verdadero ministro del Señor vive enamorado de Dios,
buscándole, porque Él es su parte y su riqueza; su anhelo es adorarle,
alabarle, servirle; su concentración es Dios, no puede hablar de otra cosa,
ni tiene otro tema. Ahora comprenderás el por qué nos vamos de
vacaciones y estamos hablando de Dios; estamos celebrando y nos
gozamos en el Señor, 24 horas sin otras preferencias, sin ningún otra
aspiración que no sea darle el todo a Él.ahora, como Jehová es la herencia
de un ministro, en consecuencia el ministerio es su heredad. Cuando
Josué estaba repartiendo la tierra que Jehová les había prometido, le dio a
cada tribu y a cada familia de Israel su porción de tierra en su orden, de
acuerdo a la demarcación que hizo Dios a través de Moisés (Josué 13:32).
Mas, ocurrió algo muy singular, la Biblia dice: “Mas a la tribu de Leví no
dio Moisés heredad; Jehová Dios de Israel es la heredad de ellos, como él
les había dicho” (Josué 13:33). ¿Qué hubieras pensado tú, si hubieses
estado allí, en lugar de los levitas? ¿Te hubiese molestado que a todos tus
hermanos les dieran grandes y fértiles terrenos, donde pudieran disfrutar
de hermosos olivares, jugosas vides y siendo propietarios de sus propias
cisternas, y a ti no te den nada, porque Dios sea tu parte, tu heredad?Por
eso cuando Pablo sufría su aguijón y pedía a Dios que lo quitase de él, el
Señor le dijo: “Bástate mi gracia” (2 Corintios 12:9), en otras palabras:
«Pablo, ¿qué quieres, prefieres liberación o me quieres a mí?», y
aplicándolo en este sentido: No tienes tierra, pero me tienes a mí; no
tienes salud, pero me tienes a mí». Siervo de Dios, puede ser que tú no
tengas nada, pero si tienes a Dios tú lo tienes todo. Cuando nadie te
entienda, te entiende Dios; cuando todos se alejan, se acerca Dios; cuando
no haya provisión de ningún lugar, Jehová enviará a los cuervos como los
envió a Elías (1 Reyes 17:4), porque Dios tiene un compromiso con aquel
al que llama. Él dice: «Ocúpate de mis asuntos que yo me ocupo de los
tuyos, yo Jehová» (Mateo 6:31-33)Cuando Dios dijo: “Yo soy tu parte y
tu heredad” (Números 18:20) quiso decir, por ejemplo, la tierra tenía que
producir para las otras tribus, pero a los ministros o levitas los sostenía
Dios. Mientras el pueblo dependía de la lluvia temprana y de la lluvia
tardía, los levitas dependían de Jehová. Las demás tribus tenían que
esperar que la tierra les diera el fruto, pero los sacerdotes dependían del
Señor de la tierra (Deuteronomio 11:14). Por eso, los ministros solamente
deben ocuparse en los asuntos de Dios, porque Él se ocupa de los de
ellos; los levitas deben ocuparse sólo en servirle, porque Jehová les sirve
a ellos, pues es su herencia.El proverbista dijo: “El caballo se alista para
el día de la batalla; Mas Jehová es el que da la victoria” (Proverbios
21:31); y el salmista dijo: “No confiéis en los príncipes, Ni en hijo de
hombre, porque no hay en él salvación” (Salmos 146:3). La salvación
viene de Jehová, y habrá momentos que Él te va a probar a ver si crees
esta palabra. Y te profetizo que si no lo ha hecho lo hará, porque nuestro
Dios quiere que tú creas que Él es tu heredad. No sé que sientes al leer
esto, pero a mí el saber que Jehová es mi heredad me consuela. Tener
tierra y posesiones es poseer algo limitado, pero tener a Dios es poseerlo
todo. El hecho de que Dios reparta dones de gracia y prosperidad a la
iglesia es una bendición, pero que también diga: «Yo no te doy cosas, yo
me doy a ti por entero» eso mi hermano, es mucho más excelente, mucho
más admirable y significa mucho más que cualquier dádiva que Él nos
pueda dar, es muchísimo más que una dosis o grado de fama, eso no tiene
precio.amado, ministro de Dios, esto no es un tipo de mensaje de
inspiración o de motivación para regalarte el cielo, porque no es del cielo
que estoy hablando, es del Dios del cielo que es tu dueño y tu heredad.
Recibe esto, hermano de mi alma, no solamente para que subas tu estima,
sino para que asciendas a la dimensión que ya Dios te puso, porque tú no
te llamaste a ti mismo. ¡Qué poderoso! Estoy que me tiembla el corazón,
pues esto no lo ministro solo a ti, sino que yo mismo estoy siendo
ministrado por el Espíritu. ¡Qué bueno cuando la palabra pasa por
nosotros primero!Cuando ana lloraba su desgracia de no concebir y a la
vez sufría por las constantes humillaciones de Penina, su rival, su amado
esposo Elcana la consolaba diciéndole: “Ana, ¿por qué lloras? ¿por qué
no comes? ¿y por qué está afligido tu corazón? ¿No te soy yo mejor que
diez hijos?” (1 Samuel 1:8). De esa manera les dice Dios a todos sus
ministros: «Mi siervo, ¿por qué lloras? ¿Por qué no comes? ¿y por qué
está afligido tu corazón? ¿No te soy yo mejor que tierras, posesiones,
propiedades, riquezas, fama y renombre? Yo soy tu heredad». ¿Cuántos
ministros no reciben de parte de la iglesia una remuneración justa por su
labor ministerial? ¿Cuántos hay que tienen que realizar un trabajo secular
para poder sostener a su familia? Son innumerables los siervos de Dios
que, por circunstancias o por ignorancia de la iglesia, están viviendo en
necesidad y en limitación. A los tales, el Señor les dice: «Yo soy tu
heredad».Hay muchos otros que son ignorados y que sufren por no ser
estimados. En vez de honra reciben rechazos, incomprensiones y
menosprecio, a pesar de que se dan por entero y se gastan en el servicio
de Dios. Solo sus almohadas son testigos de sus lágrimas.
Constantemente sus corazones son lastimados con el cruel y despiadado
aguijón de la ingratitud. Su única recompensa, de parte del pueblo al cual
sirven, es presión, demanda y murmuración. La voz del Señor se deja oír
a los oídos de estos santos y les recuerda: “Yo soy tu parte y tu heredad
en medio de los hijos de Israel (…) No temas,… yo soy tu escudo, y tu
galardón será sobremanera grande” (Números 18:20; Génesis 15:1). La
riqueza del ministerio no son los logros, las realizaciones o los
reconocimientos, sino Dios. El Señor es la heredad del ministro, y su
grande galardón.

1.3 La Heredad de un Ministro

“… fueron todos los contados seiscientos tres mil quinientos


cincuenta. Pero los levitas, según la tribu de sus padres, no fueron
contados entre ellos; porque habló Jehová a Moisés, diciendo:
solamente no contarás la tribu de Leví, ni tomarás la cuenta de
ellos entre los hijos de Israel…” - Números 1:46-49

Iniciamos este capítulo diciéndote que los ministros son de Dios y Dios
es de los ministros. Esta verdad toma una trascendencia enorme tomando
en cuenta que los levitas no se entregaron a Dios, digamos,
voluntariamente, sino que Dios los escogió para sí, y también Él se
entregó a ellos. ¡Cuán grande manifestación de amor! Entender esto nos
debe conmover hasta las entrañas y cual cantora enamorada, henchida de
amor exclamar: “Mi amado es mío, y yo suya” (Cantares 2:16). El Señor
eligió a los ministros para tener una relación más íntima con ellos, y no
conforme con haberlos hecho su posesión exclusiva (Deuteronomio 14:1-
2), también Él se entregó a ellos totalmente, manifestando la esencia
misma de su amor. Aparentemente, los levitas fueron limitados en sus
posesiones terrenales en comparación con las demás tribus, sin embargo,
Jehová le dio todo lo que era suyo. Veamos a continuación lo que Jehová
les dio en heredad a sus ministros:

A) El Sacerdocio

“Pero los levitas ninguna parte tienen entre vosotros, porque el


sacerdocio de Jehová es la heredad de ellos” -Josué 18:7

El ministerio sacerdotal pertenece al Señor, pero Dios se lo dio en don


a los levitas (Números 8:19). Ministrar es servir, por tanto, la riqueza de
un ministro no es un invaluable patrimonio, sino servir a Jehová en la
tierra de los vivientes, esa es su riqueza y su verdadera herencia. ¡Oh, si
todos los ministros de Dios entendiéramos eso de verdad, y viéramos la
fortuna que hay en el servir a Jehová, nos sintiéramos completos en Él!
¿Qué tienes tú Juan Radhamés? Tengo a Jehová y tengo su ministerio, el
servirle a Él es mi herencia. Acostumbro a decir que no me considero ser
un hombre con muchos dones ni talentos, pero sí estoy convencido que
mi única honra es que Jehová me tomó para Sí. A mí no me importa si no
soy el ministro más grande del mundo, tampoco si en lo humano reciba
poco reconocimiento, simplemente el ser un siervo de Jehová, ya yo
tengo mi todo, Él es mi vida.
Nota que Dios a los levitas no les dio tierra, porque el ministerio era su
heredad. Por eso, Josué dijo a toda la congregación de los hijos de Israel:
“Vosotros, pues, delinearéis la tierra en siete partes, y me traeréis la
descripción aquí, y yo os echaré suertes aquí delante de Jehová nuestro
Dios. Pero los levitas ninguna parte tienen entre vosotros, porque el
sacerdocio de Jehová es la heredad de ellos…” (Josué 18: 6 – 7).
Concluimos entonces que si el sacerdocio o ministerio es la heredad del
ministro, su herencia es servirle a Dios. Entiende amado, tu riqueza,
gracia y bendición es servirle al Señor, ¿lo estás captando como el
Espíritu me lo está revelando? Si le sirves a Dios ya lo tienes todo, ¿o
acaso es poca cosa servirle al Rey del Universo? Puede que llegue la
ocasión que todos te abandonen y te quedes sin nada y hasta tu cabeza
ruede por el cadalso, como la de Juan el bautista, pero si honraste tu
llamamiento, te llevarás la honra de que le serviste a Jehová Dios de
Israel. Esa es tu recompensa en la tierra de los vivientes, por tanto,
¡defiéndela, valórala, aquilátala! Esa es tu riqueza en este mundo, y no la
casa que Dios te dio, ni el auto, ni el tener una congregación grande.
Tampoco es ser amado, ni aclamado, ni invitado, eso es algo más que se
añade, pero la verdadera riqueza es servirle a Dios. No tienes otra cosa
más importante que servirle a Él. El sacerdocio es tu heredad, no la tierra,
ni bienes, ni honores, ni nada. Servirle a Dios es lo máximo, y punto. Si
lo valoras, vas a decir: «Yo no quiero más, es suficiente; servirle a Dios
es todo».No obstante, y también por orden de Jehová, a los levitas les
dieron ciudades de refugio, seis lugares para que los homicidas se
refugien en ellas. De esta manera, si una persona mataba a alguien por
error, se podía refugiar en ese lugar hasta la muerte del sumo sacerdote.
Igualmente, cada tribu debía donar ciudades con abrevaderos (ejidos)
para que los levitas tengan un lugar donde habitar y cuidar su ganado.
Notemos lo que dice en Josué: “Y todas las ciudades de los levitas en
medio de la posesión de los hijos de Israel, fueron cuarenta y ocho
ciudades con sus ejidos. Y estas ciudades estaban apartadas la una de la
otra, cada cual con sus ejidos alrededor de ella; así fue con todas estas
ciudades” (Josué 21:41-42). Es interesante, porque los levitas tenían dos
lugares donde vivir, estaban frente al tabernáculo, para cuidar la casa de
Jehová, y estaban entre el pueblo, para reconciliar a los hijos de Israel, y
que no haya plaga en ellos al acercarse al santuario (Números 8:19). Es
decir, su habitación era cerca de Dios y cerca del pueblo; para servirle a
Dios, y también al pueblo. Cerca del tabernáculo para cuidar de las cosas
de Dios y entre el pueblo para ministrar al pueblo. Esas son nuestras dos
áreas de servicio, pero la herencia primordial es servirle al Señor.Los
levitas fueron esparcidos por toda la tierra y ocuparon lugar en el
territorio de las once tribus hermanas, para que estuvieran cerca del
pueblo, aunque no se contaban entre ellos (Números 1:49-50). Una cosa
es que yo te sirva a ti y otra cosa que yo sea tuyo. El profeta Elías le dijo
al pueblo: “Acercaos a mí. Y todo el pueblo se le acercó” (1 Reyes
18:30). ¿Por qué? Porque el profeta debe estar cerca del pueblo no
solamente físicamente, sino padeciendo por él, sintiéndose como parte de
él, pues es su representante. Si el pueblo peca no puedes decir: «Ellos
pecaron», sino decir como dijo Daniel en su oración intercesora: “…
hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos hecho impíamente, y
hemos sido rebeldes, y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus
ordenanzas” (Daniel 9:5). El ministro debe sentirse parte del pueblo
aunque es de Dios.
Nuestro Señor dijo muy claramente refiriéndose a sus discípulos: “No
son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17:16). Mas tú,
¿qué aspiras: la tierra o a Dios? ¿Qué tu anhelas: prosperidad o a Dios?
¿Qué tu ambicionas: viñas, olivares, lagares o quieres a Dios? Mi
hermano, medita en eso, pues esta es otra verdad que si la recibimos en
espíritu nos va a sacudir, y va trascender de manera que nos resolverá un
montón de problemas en el ministerio. Muchos ministros han pasado por
estrechez y necesidad en el ministerio, esperando ayuda de los príncipes
de la iglesia, de fulano, de perencejo, y Dios dice: «Yo Jehová fui el que
te llamé, fui yo el que te honré y te hice mío, por tanto, yo soy el que te
sostengo, yo Jehová. Tú eres mi ofrenda y yo soy tu herencia. Yo me
dispongo para ti, me entrego a ti y soy enteramente tuyo y tú mío. Yo
Jehová». Esa fue la distinción que hizo Dios entre el pueblo y los levitas:
AL PUEBLO LE DIO TIERRA, A LOS LEVITAS SE DIO A SÍ
MISMO. La herencia de un ministro es Jehová, y su riqueza es
servirle. Conociendo esta verdad, podemos entender al apóstol Pablo y
su devoción por el ministerio, cuando dijo: “… prefiero morir, antes que
nadie desvanezca esta mi gloria. Pues si anuncio el evangelio, no tengo
por qué gloriarme; porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no
anunciare el evangelio!” (1 Corintios 9:15-16). Y en otra ocasión dijo:
“Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida
por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como
pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por
amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a
Cristo, y ser hallado en él…” (Filipenses 3:7-9). Pablo todo lo desestimó
con tal de honrar al Dios que lo llamó. Meditemos en ello mi hermano,
pues lo que fuimos ya pasó, ahora somos de Dios.Le doy gracias al Señor
por su misericordia, pues, siendo yo de temprana edad, comencé a
entender algo de esto, de tal manera que en aquel tiempo tan difícil que
viví, en el cual fui probado por el Señor en grado superlativo, Él me pidió
que le entregara el ministerio y entendí el porqué. La razón era porque yo
lo había idealizado demasiado, pero no dudé en entregárselo. Tengo que
confesarte que, primero el amor a Dios, segundo el temor reverente, y
tercero lo que represento, han sido los frenos que me han librado de
muchas tentaciones. El hecho de que Juan Radhamés Fernández quede
mal es uno más que queda mal, pues ¡cuántos santos mejores que yo,
estando en más honra, han caído! así que el que yo caiga no se pierde
mucho, pero que el nombre de Dios sea blasfemado por causa mía, eso sí
es grave.Yo soy un hombre, pero que sea también un ministro ya es otra
cosa. Yo puedo ser el esposo de Migdalia, padre de dos hijos, abuelo de
mis nietos, tener padres, hermano y hermanas, también amigos, etc., ese
soy yo, un hombre que de seguro encontrarás defectos en él. Mas, lo que
represento para Dios, cambia totalmente el asunto. ¿Por qué? Porque
llevo una investidura que no es mía, una honra que no me pertenece, un
llamamiento que no es de mi propiedad, una confianza que no me
merecía al tenerme por fiel cuando yo no lo era. Entonces ¡qué se enlode
lo que es mío, pero que no se me ensucie la vestidura sacerdotal que Él
me dio! ¡No cuidemos tanto nuestra reputación, sino guardémosla en
pureza, por causa de su gran nombre! Procuremos que nuestro ministerio
no traiga oprobio y vergüenza al nombre de Dios, sino que añada gloria a
Su alabanza.Coré, Datán y abiram se rebelaron contra Moisés y aarón,
acusándolos de enseñorearse del pueblo y monopolizar el liderazgo
levítico (Números 16:1-14). Según ellos, toda la congregación de Jehová
era santa y Dios estaba en medio de ellos (v. 3). Con esto quisieron decir
que todos eran iguales y que Moisés y aarón se estaban levantando sobre
la congregación. Pero Moisés, que conocía la intención y motivación de
estos levitas que ambicionaban ser sacerdotes, ya que todos los sacerdotes
eran levitas, pero no todos los levitas eran sacerdotes (solo los hijos de
aarón), les dijo:

“Oíd ahora, hijos de Leví: ¿Os es poco que el Dios de Israel os


haya apartado de la congregación de Israel, acercándoos a él
para que ministréis en el servicio del tabernáculo de Jehová, y
estéis delante de la congregación para ministrarles, y que te hizo
acercar a ti, y a todos tus hermanos los hijos de Leví contigo?
¿Procuráis también el sacerdocio?” (Números 16:8-10).

Los levitas servían en el tabernáculo, aunque no ministraban en el culto


a Jehová. Pero Moisés les hizo ver que ningún oficio o servicio hecho en
el ministerio es insignificante. En el ministerio de Dios no hay
posiciones, ni escalafones, sino grados de honra. Nadie debe subestimar
ningún servicio de Dios por pequeño que este parezca. La honra estriba
en servir a Dios, y no en ninguna otra cosa. Esta verdad es muy
importante para nosotros hoy, pues en la actualidad se apela mucho a la
grandeza en el ministerio. Vivimos en el tiempo de la fiebre apostólica.
Muchos quieren ser apóstoles, no necesariamente por las funciones de
dicho ministerio, sino porque interpretan que un apóstol es pastor de
pastores. Ellos ven el apostolado como un nivel jerárquico, y aspiran estar
sobre sus hermanos. No obstante, el Señor Jesús enseñó que el grande en
el reino de Dios no es el que ocupa una posición eclesiástica, sino el que
más y mejor sirve. El apóstol Pablo enseñó que en el ministerio se crece
en honra, y se alcanza un grado honroso, cuando vivimos y servimos
como es digno de Dios (1 Timoteo 3:8, 12,13). Y de los ancianos también
dijo: “Los ancianos que gobiernan bien, sean tenidos por dignos de doble
honor, mayormente los que trabajan en predicar y enseñar” (1 Timoteo
5:17). Por tanto, a todos aquellos siervos de Dios que no estiman su
servicio, el Señor les dice: “¿Os es poco que el Dios de Israel os haya
apartado (…) acercándoos a él para que ministréis en el servicio (…), y
estéis delante de la congregación para ministrarles?” (Números 16:9).
Nota como el Señor consoló a su siervo, cuando este consideraba su
esfuerzo vano y sin provecho:

“Mi siervo eres, oh Israel, porque en ti me gloriaré. Pero yo


dije: Por demás he trabajado, en vano y sin provecho he
consumido mis fuerzas; pero mi causa está delante de Jehová, y
mi recompensa con mi Dios. Ahora pues, dice Jehová, el que me
formó desde el vientre para ser su siervo, para hacer volver a él a
Jacob y para congregarle a Israel (porque estimado seré en los
ojos de Jehová, y el Dios mío será mi fuerza); Poco es para mí
que tú seas mi siervo para levantar las tribus de Jacob, y para que
restaures el remanente de Israel; también te di por luz de las
naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la
tierra. Así ha dicho Jehová, Redentor de Israel, el Santo suyo, al
menospreciado de alma, al abominado de las naciones, al siervo
de los tiranos: Verán reyes, y se levantarán príncipes, y adorarán
por Jehová; porque fiel es el Santo de Israel, el cual te escogió.
Así dijo Jehová: En tiempo aceptable te oí, y en el día de
salvación te ayudé; y te guardaré...” (Isaías 49:3-8).

Meditemos en eso, porque el tiempo de restauración de estos días


demanda hombres como los santos profetas y apóstoles que nos hablaron
la Palabra de Dios. Tenemos que desenredar el ministerio de todas esas
telarañas engañosas que han limitado a los siervos de Dios, a tal punto
que hay ministros acomplejados que no se atreven a decir: «Soy
ministro», pues no son tratados como tales. Estos son empleados de
denominaciones que los estropean, y los hacen sentir miserables. Les
presentan el cheque, y a través del salario los persuaden a servir a su
institución a costa de deshonrar el nombre del Señor, pues dejan de ser
obedientes al Dios de su llamamiento para servirles a ellos. Yo ruego a
Dios que con humildad y sabiduría sepamos vivir y enseñar la honra del
ministerio en la dignidad y altura en que revela la Palabra de Dios.

B) Los Sacrificios

“Pero a la tribu de Leví no dio heredad; los sacrificios de


Jehová Dios de Israel son su heredad, como él les había dicho” -
Josué 13:13-14

La otra parte de la herencia de un ministro son los sacrificios de


Jehová. Cuando Josué hizo la repartición fue estricto con la tribu de Leví
y no le dio heredad, porque los sacrificios de Jehová eran su heredad,
como Él les había dicho (Josué 13:13-14); y aquí llegamos a un clímax de
este mensaje. Permita el Señor que tú no limites el concepto de ofrenda a
algo que se le da a Dios, para que luego Él lo use en su servicio o lo
invierta en su causa. Cuando alguien da una ofrenda a Dios le está
expresando en ella su amor; lo está distinguiendo, le está obedeciendo, le
está creyendo y le está dando junto a su corazón, su convicción. Por
tanto, para el Dios del universo, la ofrenda tiene un gran valor y le es de
sumo agrado. Una ofrenda a Jehová es la devoción de alguien que le ama,
que le reconoce, que le teme, que le cree, que le obedece; que
voluntariamente, por honrarle, le da algo que Él le pide y se lo da de
corazón. Y, ¿sabes lo que dijo Dios? “Y el sobrante de ella lo comerán
Aarón y sus hijos; (…) la he dado a ellos por su porción de mis ofrendas
encendidas; es cosa santísima, como el sacrificio por el pecado, y como el
sacrificio por la culpa” (Levítico 6:16,17). O sea, Jehová dijo, en otras
palabras: «Ya sea ofrendas de flor de harina o del holocausto, la que sea,
sacrifíquenme la parte mía, y luego, tomen del animal esta parte, para que
sea comida por el sacerdote y su familia. De lo mismo que me dan a mí,
de aquello que me queman en el altar y asciende a mí en olor suave,
corten una parte para el ministro y su familia, para que él coma de lo
mismo que me ofrecen a mí». ¡Qué dignidad! Jehová comparte lo que
para Él es santísimo, conmigo y mi familia, porque le sirvo, porque soy
suyo y Él es mío.No hay forma de evaluar lo que es una ofrenda para
Dios, tomando en cuenta que por ella perdonaba pecados y tenía
misericordia; sin embargo, Él la comparte con sus siervos. El que Dios
tome de lo que se le da a Él, para que tu familia sea sostenida, eso es
demasiada honra, si lo entiendes con el espíritu de esta palabra. Veamos
los siguientes versículos:

“Mas tú y tus hijos contigo guardaréis vuestro sacerdocio en


todo lo relacionado con el altar, y del velo adentro, y ministraréis.
Yo os he dado en don el servicio de vuestro sacerdocio; y el
extraño que se acercare, morirá. Dijo más Jehová a Aarón: He
aquí yo te he dado también el cuidado de mis ofrendas; todas las
cosas consagradas de los hijos de Israel te he dado por razón de
la unción, y a tus hijos, por estatuto perpetuo” -Números 18:7-8
De lo anterior podemos decir, que así como los levitas son un regalo de
Dios para su pueblo, ellos en sí mismos recibían como don el servir
delante de Jehová. Estar delante de la presencia de Jehová es algo tan
santo que Dios mismo advertía al pueblo no acercarse para que no
muriesen (Éxodo 19:12). Por tanto, ningún extraño podría ni siquiera
acercarse y mucho menos realizar el servicio sacerdotal sin haber sido
llamado por Dios, como lo fueron ellos. Mas, a los sacerdotes se les dio el
servicio en el tabernáculo como regalo, así como también el cuidado de
las ofrendas y todas las cosas consagradas del pueblo, ya que sólo ellos,
por causa de la unción, podían tocar las cosas santas.

“Esto será tuyo de la ofrenda de las cosas santas, reservadas


del fuego; toda ofrenda de ellos, todo presente suyo, y toda
expiación por el pecado de ellos, y toda expiación por la culpa de
ellos, que me han de presentar, será cosa muy santa para ti y para
tus hijos. En el santuario la comerás; todo varón comerá de ella;
cosa santa será para ti” -Números 18: 9-10

En otras palabras, las ofrendas del pueblo eran los sacrificios a Jehová,
y los mismos Dios se los dio a los sacerdotes. Por ejemplo, cuando el
pueblo iba a sacrificar un animal por el pecado, había una parte que se le
sacrificaba a Jehová y otra que el sacerdote se llevaba a su casa para él y
su familia. Los sacerdotes tomaban parte de la misma ofrenda, y de los
mismos sacrificios que se le daba a Jehová, porque Él compartía su
ofrenda con ellos. ¿Sabes lo que significa que la misma carne que se le
presentaba a Dios para honrarlo y servirle, el sacerdote comiera una parte
de ella? Eso quiere decir que los ministros tienen parte de lo que es de
Dios. Por eso, escrito está: “¿No sabéis que los que trabajan en las cosas
sagradas, comen del templo, y que los que sirven al altar, del altar
participan?” (1 Corintios 9:13).Mas, detengámonos a pensar en lo que
significa que de la misma carne que se le daba a Dios como ofrenda,
aquella que subía en olor suave y grato a Él, de esa tenían parte los
sacerdotes y su familia. Es algo sumamente hermoso que de lo más santo
y sublime, Dios autorizaba a los sacerdotes a tomar una parte. Y yo
pregunto: ¿es poca cosa comer de lo que fue dedicado a Jehová? ¡Es una
honra! Pero nadie toma para sí esa honra, si no le fuese dada como se les
fue otorgada a los ministros de Dios. Por lo cual, mi amado, la honra del
ministerio no es llevar una túnica como la de aarón, o una mitra en la
cabeza; tampoco es simplemente ministrar, es tener parte de lo que
pertenece sólo a Dios. Es entender con temor y temblor que Jehová es mi
herencia, que el ministerio y los sacrificios de Jehová son mi heredad.
Dios le da parte a su sacerdocio de lo que el pueblo le ofrenda, y
especifica:

“En el santuario la comerás; todo varón comerá de ella; cosa


santa será para ti. Esto también será tuyo: la ofrenda elevada de
sus dones, y todas las ofrendas mecidas de los hijos de Israel, he
dado a ti y a tus hijos y a tus hijas contigo, por estatuto perpetuo;
todo limpio en tu casa comerá de ellas. De aceite, de mosto y de
trigo, todo lo más escogido, las primicias de ello, que presentarán
a Jehová, para ti las he dado. Las primicias de todas las cosas de
la tierra de ellos, las cuales traerán a Jehová, serán tuyas; todo
limpio en tu casa comerá de ellas. Todo lo consagrado por voto
en Israel será tuyo. Todo lo que abre matriz, de toda carne que
ofrecerán a Jehová, así de hombres como de animales, será tuyo;
pero harás que se redima el primogénito del hombre; también
harás redimir el primogénito de animal inmundo. De un mes
harás efectuar el rescate de ellos, conforme a tu estimación, por el
precio de cinco siclos, conforme al siclo del santuario, que es de
veinte geras. Mas el primogénito de vaca, el primogénito de oveja
y el primogénito de cabra, no redimirás; santificados son; la
sangre de ellos rociarás sobre el altar, y quemarás la grosura de
ellos, ofrenda encendida en olor grato a Jehová. Y la carne de
ellos será tuya; como el pecho de la ofrenda mecida y como la
espaldilla derecha, será tuya. Todas las ofrendas elevadas de las
cosas santas, que los hijos de Israel ofrecieren a Jehová, las he
dado para ti, y para tus hijos y para tus hijas contigo, por estatuto
perpetuo; pacto de sal perpetuo es delante de Jehová para ti y
para tu descendencia contigo. Y Jehová dijo a Aarón: De la tierra
de ellos no tendrás heredad, ni entre ellos tendrás parte. Yo soy tu
parte y tu heredad en medio de los hijos de Israel” - Números
18:10-20

Nota que lo que se le ha dado a los levitas no es cualquier cosa, sino


cosa santísima, algo sobre lo cual Dios es la única autoridad, como son
ofrendas mecidas, votos, ofrendas elevadas de las cosas santas, primicias
para Jehová, de las cuales Él les daba parte. Una ofrenda no es solo algo
que se ofrece al Señor, mejor aún, es una representación de lo que Dios es
para el adorador. Así como el dinero es la representación del valor de los
artículos, de la misma forma, una ofrenda expresa en sí misma lo que
significa Dios para el dador. La ofrenda mide el grado de amor, la
intensidad de obediencia y el nivel de respeto del adorador. Por tanto, la
ofrenda no es cualquier cosa. Judas valoró en dinero el perfume
derramado por aquella mujer en trescientos denarios (Juan 12:4,5). Para
los otros discípulos fue un desperdicio, pero para ella fue la máxima
expresión de amor y gratitud para su Señor. El Maestro, que conocía su
corazón y lo que ella quiso manifestar, consideró como olor grato y algo
de alta estima aquel ungüento. Tengo que decir con suma tristeza que la
mayoría de los ministros no sabemos lo que es una ofrenda para Jehová.
La manera trivial y vergonzosa que se usa para pedir ofrendas; el énfasis
en la cantidad y no en el corazón; la manipulación que se emplea para
aumentar los fondos de la tesorería de la iglesia que no es otra cosa, sino
“simonía” (que es la práctica de ofrecer los dones o bendiciones de Dios a
cambio de una recompensa económica o de cualquier otra índole -Hechos
8:9-24), solo revelan que ignoramos la santidad de la ofrenda del Señor.
Es bueno que sepamos que todas estas praxis y muchas otras que se usan
hoy, desvirtúan la esencia del ofrendar y manifiestan claramente que los
que ministramos desconocemos lo que significa dedicar algo a
Dios.Cuando aquella mujer derramó el frasco de alabastro con perfume a
los pies de Cristo (Lucas 7:37-38), los ojos avaros de Judas solo vieron el
valor monetario de la esencia derramada; la vista corta de los demás
discípulos vieron en ello solo un desperdicio; pero aquel, a quien se le
quiso expresar el amor y la gratitud, sí supo ver e interpretar la
representación de tan apreciado ungüento. Él no vio el valor del perfume
en el mercado, sino el precio del amor que se le quiso manifestar. El
Señor lee el corazón en cada ofrenda que se le trae a Él. DENTRO DE
CADA OFRENDA SE OCULTA EL CORAZÓN DEL ADORADOR,
POR LO QUE PUEDO AFIRMAR, QUE TAL COMO ES LA
OFRENDA, ASÍ ES EL ADORADOR. Esa es la razón por la cual, la
Biblia dice: “Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda; pero no
miró con agrado a Caín y a la ofrenda suya” (Génesis 4:4,5). Nota que
primero vio a Abel y luego a su ofrenda, así también ocurrió en el caso de
su hermano; Jehová vio a Caín y después la ofrenda que le trajo. ¿Quieres
conocer quién es Dios para el adorador? Mira su ofrenda. Hay quienes
dan ofrendas, y quienes son ofrendas.En cada ofrenda se oculta la
expresión del corazón, por lo que en ella hay amor, gratitud, cariño,
obediencia, respeto, abnegación, entrega, sacrificio, intimidad, voluntad,
disposición, etc., todo lo que un adorador quiere dar al Señor. Fuera de
eso, aunque sea una fortuna cuantiosa, no es ofrenda. Espero que
entiendas ahora lo que significa que Dios comparta parte de la ofrenda
ofrecida a Él con los sacerdotes o ministros. Comprenderás, entonces, por
qué a la tribu de Leví no se le dio heredad, porque los sacrificios de
Jehová Dios de Israel son su heredad (Josué 13:14). La tribu de Leví,
aparentemente no poseía nada, pero en realidad con Jehová lo tenía todo.
Veamos en el siguiente segmento, otra cosa que nos pertenece como
ministros, según la Palabra de Dios.

C)Los Diezmos

Y he aquí yo he dado a los hijos de Leví todos los diezmos en


Israel por heredad, por su ministerio, por cuanto ellos sirven en el
ministerio del tabernáculo de reunión. (…) a los levitas he dado
por heredad los diezmos de los hijos de Israel, que ofrecerán a
Jehová en ofrenda; por lo cual les he dicho: Entre los hijos de
Israel no poseerán heredad” - Números 18:21,24

Dios quiere restaurar el ministerio y tiene que comenzar con nosotros,


sus ministros. A veces andamos como mendigos, pero Dios instituyó que
los diezmos fueran nuestros, por causa del ministerio, como les dio a los
levitas todos los diezmos, porque no poseerían heredad como las demás
tribus (Números 18:21,24). Jehová estableció que nuestro oficio es
servirle a Él en el ministerio, por lo que no podemos ocuparnos en otros
trabajos, sino que nos dio los diezmos para sustentar a nuestras
familias.Yo te quiero confesar -y lo digo como testimonio- que no ha sido
una, sino una veintena de veces, las ocasiones que le he dado gracias a
Dios por sostenerme con sus diezmos. Muchos de mis hermanos en el
ministerio conocen mi historia, que duré cerca de ocho años rehusando
tomar salario como pastor, pues tenía el ideal de ser misionero, y quería
vivir una vida sacrificada, como los que viven en privación, aun viviendo
en el país más rico del mundo, donde no era necesario. La razón era
porque pensaba que privándome de tomar un salario de los diezmos,
estaba bendiciendo a la iglesia, hasta que el Señor me dijo: «Estás
totalmente equivocado, y con tu actitud lo que estás haciendo es
empobreciendo a mi iglesia». Reaccioné escandalizado, pues en mi mente
estaba convencido que mi ideal era espiritualmente sublime y justo. Y
para hacerte breve esta historia, desde el día que Jehová me ordenó tomar
salario, la iglesia ha sido bendecida en el aspecto financiero de una
manera milagrosa. En otros ámbitos también ha sido asombroso la honra
y favor que Él nos ha dado.La bendición de Jehová es la que enriquece
(Proverbios 10:22). Yo estuve engañado, envuelto en un ideal, creyendo
que estaba bendiciendo a la iglesia, economizándole un gasto, y lo que
estaba era privándola de una gran bendición. Realmente, estaba
renunciando a mi herencia, pero la herencia es santa, y también es mía. El
que determinó que el que trabaje, viva del altar fue el mismo Dios, no yo.
Incluso, el apóstol Pablo dijo: “¿No sabéis que los que trabajan en las
cosas sagradas, comen del templo, y que los que sirven al altar, del altar
participan? Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio,
que vivan del evangelio” (1 Corintios 9:13-14). Por tanto, el salario que
recibe un ministro no es una limosna que le da la iglesia, sino algo que
Jehová les confiere a sus servidores. El pueblo se lo da a Dios y Él te lo
da a ti. Es como que mi esposa me regale algo a mí y yo te lo regale a ti,
¿quién te lo regaló? ¿Mi esposa? No, te lo di yo. Ella me lo dio a mí y yo
te lo di a ti. Cuando el pueblo te diga: «Yo te sostengo», tú tienes que
decir: «Un momentito, aclaremos esto: ustedes no me sostienen; a mí
quien me sostiene es Dios. Ustedes dan ofrenda al Señor y Él me da una
parte a mí. Nadie me dio un cheque para yo depositarlo en el banco, y dar
de comer a mí y a mi familia, sino que se lo dedicaron a Dios como
ofrenda y Jehová me da de lo suyo, porque Él me llamó para servirle a Él.
Por tanto, el recibir salario de sus ofrendas y diezmo me corresponde,
porque eso es mi honra y mi heredad». No obstante, también debo decir
que hay quienes abusan de este principio. Hombres carnales, cuyo dios es
el vientre, y cuya gloria es su vergüenza, pues sólo piensan en lo terrenal
(Filipenses 3:19). Ellos sólo buscan lo suyo, los cuales no son pastores,
sino trasquiladores. A veces pensamos que el pecado de la casa de Elí fue
que ellos vivían con las mujeres del templo, y es verdad que lo hacían (1
Samuel 2:22), y eso fue algo terrible, pero ¿sabes cuál fue el pecado más
grave de ellos delante de Dios? El hecho de que por su causa, los
hombres menospreciaran las ofrendas de Jehová (v.17). ¿Sabes por qué?
Observa lo que dice la Palabra que hacían los hijos de Elí:

“… cuando alguno ofrecía sacrificio, venía el criado del


sacerdote mientras se cocía la carne, trayendo en su mano un
garfio de tres dientes, y lo metía en el perol, en la olla, en el
caldero o en la marmita; y todo lo que sacaba el garfio, el
sacerdote lo tomaba para sí. De esta manera hacían con todo
israelita que venía a Silo. Asimismo, antes de quemar la grosura,
venía el criado del sacerdote, y decía al que sacrificaba: Da
carne que asar para el sacerdote; porque no tomará de ti carne
cocida, sino cruda. Y si el hombre le respondía: Quemen la
grosura primero, y después toma tanto como quieras; él
respondía: No, sino dámela ahora mismo; de otra manera yo la
tomaré por la fuerza” (1 Samuel 2:13-16).

Este triste incidente lo podemos aplicar de muchas maneras, y una de


ellas es que CUANDO LOS MINISTROS NO VIVEN BIEN, LA
GENTE MENOSPRECIA LA OFRENDA A DIOS. Si llevamos esto al
tiempo de hoy, podemos recordar el caso de un famoso evangelista, quien
era reconocido mundialmente como un fenómeno televisivo, y la gente
mandaba cuantiosas ofrendas, para contribuir con su ministerio
internacional. Pero, ¿qué ocurrió cuando los medios de prensa lo sacaron
en primera plana, por estar envuelto en un tremendo escándalo de
prostitución? Se vació no solo su congregación, sino también las de otros,
y la gente no volvió a dar ofrendas en muchas partes, porque decían que
no creían en ningún evangelista, pues para ellos todos eran unos
charlatanes. Entonces, los evangelistas serios sufrieron, la televisión cerró
sus puertas a los programas cristianos en horario estelar, donde dicho
evangelista tenía su programación, y también otros, los cuales pasaron a
horarios de madrugadas. Nadie quería escuchar nada, es la verdad. Todos
perdimos por ese mal testimonio, y ahora la gente desconfía y ofrenda
con mucho cuidado. Cuando los ministros no vivimos bien, la gente
pierde el respeto, la devoción y la entrega desinteresada al Señor.Los
hijos de Elí dormían con las mujeres que velaban a la puerta del
tabernáculo de reunión, y la gente se quejaba de su mal comportamiento y
su mala fama aumentaba, haciendo pecar al pueblo de Jehová (1 Samuel
2:22-24). Estas cosas, cuando la leemos, entristecen nuestro corazón, pero
peores cosas estamos viviendo en estos tiempos. Muchos ministros han
sobrepasado la medida de los hijos de Elí, con cosas que hacen en oculto
que no se deben decir públicamente. Y esto lo digo, no para criticar o
exponer la iglesia, sino para que tú y yo honremos a Dios, y los demás
respeten el ministerio y lo que representa.¿Por qué cuando los ministros
viven mal el pueblo peca? Porque la gente se enoja con Dios, se apartan
de sus caminos y justifican el pecado, pensando esto: «Si aquél que
supuestamente debe enseñarme a mí, está viviendo en pecado, ¡ya qué
importa que yo también haga lo que quiera!» así reacciona la gente, y
cuántos se van al mundo por esos escándalos. Ahora, no es cierto que
haya evangelistas ladrones, sino ladrones que se hacen pasar por
evangelistas. Es mucha la diferencia. Un evangelista nunca será un
ladrón. Por tanto, entendemos que hay necesidad de un ministerio serio,
porque hay muchos charlatanes que se han vestido de ministros y no lo
son, pues no fueron llamados por Dios al ministerio.Nota que la Escritura
describe a los hijos de Elí como hombres impíos que no tenían
conocimiento de Jehová (1 Samuel 2:12), y sin embargo, fungían como
sacerdotes. La ley establecía que todo sacerdote debía conocer la ley,
pero estos hombres no tenían ese conocimiento. ¿Cuántos pueden ser
doctores en teología y no conocer a Dios? ¿Por qué? Porque a Dios no se
le conoce sabiendo mandamientos de memoria o recitando salmos o por
saber cuántas yardas tiene la falda que llena todo su templo, no, no, no.
EL CONOCIMIENTO DE DIOS NO VIENE POR INFORMACIÓN,
SINO POR REVELACIÓN, TENIENDO UN CORAZÓN COMO EL
SUYO Y PARTICIPANDO DE LO MISMO QUE ÉL PARTICIPÓ. La
Palabra dice: “Conoció Adán a su mujer Eva, la cual concibió y dio a
luz…” (Génesis 4:1), es decir, intimó adán con Eva; algunas versiones
bíblicas en lugar de “conocer” usan “entró” para referirse a la relación
sexual. En otras palabras, ya sea que entró o la conoció, entendemos que
dos llegaron a ser uno. Por tanto, conocer a Dios es ser uno con Él. EL
QUE NO VIVE A DIOS NO CONOCE A DIOS, AUNQUE TENGA UN
MONTÓN DE INFORMACIÓN ACERCA DE ÉL. Y ese es el problema
ahora en el ministerio, hay una gran cantidad de gente que predica de una
manera tan elocuente, y te citan los términos originales del griego y el
hebreo, conocen las costumbres bíblicas, hacen un despliegue de su
tremenda erudición, pero su vida personal está seca, no han tenido
intimidad con el Rey del universo. Y eso es lo que quiero enseñar a través
de estas páginas; esa es la restauración que requiere el ministerio. Puede
que nuestras palabras suenen un tanto raras, extrañas; que nuestras
expresiones no se usen en el lenguaje “positivista” de la iglesia, el cual es
muy bonito, pero está haciendo un considerable daño a los creyentes. La
Palabra dice que Elí amonestó a sus hijos, pero ellos no oyeron la voz de
su padre (1 Samuel 2: 23-25). No obstante, el pecado era muy ofensivo
delante de Dios, por lo que pienso que no era suficiente con una simple
reprimenda. Hay gente que quiere ser tan buena, incluso hasta más buena
que Dios, cuando el único bueno es Él. Mas, yo te digo amado, si amas a
Dios y a su iglesia, pero vives en pecado, apártate, deja el ministerio,
pues con tu conducta no sólo te estás haciendo daño a ti mismo, sino que
le haces mucho daño a la iglesia, al ministerio y al nombre del Señor.
El ministerio no es un lugar de ensayo, para ver “si funciono o no”.
Cuando alguien llega al ministerio es porque ha pasado por etapas, y se
sobreentiende que está apto para servir. Dios no llamó nunca a nadie e
inmediatamente lo puso a servir, sino que lo pasó por un proceso. Un
ministro, primeramente, debe ser maduro, tener control, ser un buen
administrador de su vida y gobernador de su casa, para poder cuidar la
vida de los demás (1 Timoteo 3:5). Tiene que haber vencido la carne y ser
un maestro de piedad, para enseñar piedad; maestro de dominio propio,
para enseñar dominio propio y estar lleno del fruto del Espíritu, para
poder impartirlo.En cambio, lo que veo hoy es que si una persona habla
bonito, tiene talento, predica bien, tiene unción, la apartan
inmediatamente para el ministerio. Luego, como esa persona trae sus
debilidades que todavía no ha vencido, hace pecar al pueblo. La gente
cuando lo ve pecar se desanima y se desenfrena. ¡Quiera Dios que esto lo
lea toda la iglesia de Cristo en el mundo, a ver si tenemos todos un nuevo
comienzo! Cuando un hermanito cae, nos duele a todos, pero cuando un
ministro cae no sólo nos duele, sino que le hace daño a toda la iglesia, y
eso es lo que no podemos permitir. Por eso le dijo Pablo a Timoteo: “No
impongas con ligereza las manos a ninguno, ni participes en pecados
ajenos. Consérvate puro” (1 Timoteo 5:22), aun a los diáconos hay que
probarlos primero.Volviendo al caso de los hijos de Elí, ellos no
necesitaban amonestación, sino ser echados del ministerio. Eso era lo que
tenía que hacer su padre, levantares con autoridad, y decirles: « ¡Se me
van de aquí! Ustedes son unos corruptos, no son dignos de estar en la
casa ni en el servicio a Jehová», eso era lo que esperaba Dios de Elí.
Puede que todos estemos de acuerdo con que la actitud de Elí fue
tolerante y dúctil con sus hijos, sin embargo, si te levantas e impides a
alguien que continúe con una mala conducta en el ministerio, encontrarás
quien diga: «ay, pero que tipo inflexible ese. Lo que nosotros necesitamos
es restauración». Y yo digo, sí, vamos a restaurar al hermano, pero fuera
del ministerio, en su casa. La iglesia no es un lugar para pecar, sino para
ministrar, aunque esté llena de pecadores. El ser débil, puede que le luzca
al débil, al niño en Cristo que cayó, pero que una persona que está en
autoridad, enseñando santidad, enseñando carácter, esté patinando en
lodo es intolerable, ¡por favor, eso no es posible! alguien dijo que para tú
sacar a los pecadores de las aguas resbaladizas del pecado, tienes que
estar bien firme en la roca.
Conozco lugares donde se han cometido cosas abominables y terribles,
y para no traer escándalo al ministerio y evitar problemas con esas
personas y sus familias, los dejan en sus funciones, aunque son ellos que
con sus vidas, no tan solo dañan su propio ministerio, sino a toda una
congregación. Yo creo en la restauración, pero diciéndole al hermano:
«Siéntate, deja de ministrar. Comencemos un proceso de restauración. Tú
no puedes estar ministrándoles a los santos, porque en tu ministrar
también va incluido tu ejemplo, y no se lo puedes dar». Eso fue lo que
Pablo le dijo a los judíos: “Tú, pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a
ti mismo? Tú que predicas que no se ha de hurtar, ¿hurtas? Tú que dices
que no se ha de adulterar, ¿adulteras? Tú que abominas de los ídolos,
¿cometes sacrilegio? Tú que te jactas de la ley, ¿con infracción de la ley
deshonras a Dios? Porque como está escrito, el nombre de Dios es
blasfemado entre los gentiles por causa de vosotros” (Romanos 2:21-24).
Y no es que lo mandemos al infierno, no, pero sí debe salir del ministerio,
porque no está apto.Por tanto, en ese momento la amonestación de Elí no
resultó como un regaño, sino como una honra a sus hijos, a los ojos del
Señor. Es como el padre consentidor, que al saber que sus hijos están
haciendo cosas indebidas que afectan a otros, les da un discursito, y les
dice: «Mis hijos, por favor, dejen eso, miren que hay personas que eso les
molesta [no que está mal]» y no les impide seguir haciendo lo mismo ni
toma el control. Por lo cual, es como si no hubiese hecho nada. Los hijos
de Elí se excedieron, pasaron el límite, y es lo que pasa hoy también en el
ministerio. Jehová nos da honra y ya queremos ocupar el lugar de Dios; le
quitamos los aplausos, la alabanza, la admiración y todo lo que pertenece
sólo a Él. El ministro recibe honra, pero es la misma de Dios, porque
llevamos su nombre. Al representarlo, el Señor comparte de lo que Él
recibe (la ofrenda, los diezmos, etc.) y como Dios está en honor, el que
está sirviéndole a Él también recibe honor. Pero no honor de ser un dios,
sino el honor compartido de servirle al grande y al poderoso que es el
Señor.El ministerio no es una plataforma para que el ministro se haga
grande ni famoso, no me cansaré de repetirlo hasta el cansancio. Los
ministros estamos en una tribuna que la gente le llama altar, pero altar es
donde está el Dios altísimo, quien también puede estar ahora mismo ahí
junto a ti, donde estás leyendo este libro. Él es omnipresente, por lo cual,
EL ALTAR NO ES UN LUGAR GEOGRÁFICO O UN LUGAR
ESPECÍFICO EN LA CASA DE ORACIÓN, ASÍ COMO EL TEMPLO
NO ES UN LUGAR CON CUATRO PAREDES, SINO LA MORADA
DE DIOS CON SU PUEBLO. Somos morada de Dios en el Espíritu, y
nuestro cuerpo templo del Espíritu Santo (Efesios 2:22; 1 Corintios 6:19).
El púlpito, que está ubicado en una plataforma, no es un lugar más santo
que otro, aunque sí es santo, porque se apartó para Dios. En él se ministra
a Dios, pero no es santo en el sentido místico ni religioso, estemos claro
en eso.Se coloca al ministro un poco más arriba para que los que serán
edificados no les sea difícil tener un contacto visual con él, a través del
cual pasa la bendita gracia de Dios. Pero que el ministro tome el altar
como lugar donde exhibirse, no es solamente una prostitución al
propósito del ministerio, sino una usurpación al lugar de Dios. Eso es
violentar y adueñarme de la ofrenda, antes de que sea dedicada a Dios. La
honra del ministerio es solo de Dios, aunque el Señor la comparta con
nosotros; Él la da, nosotros no la tomamos.Con todo, hay ministros que
están dependiendo de otras cosas para vivir, porque tienen vergüenza de
vivir del altar. El mundo ha logrado que el ministro crea que es un ladrón
porque vive del diezmo de Dios. Pero, si una persona va donde un
abogado y le pide un servicio, él le cobrará sus honorarios y ésta lo
pagará sin pensar que ese hombre es un farsante porque le cobró. De la
misma manera, cada vez que alguien va al médico, sea la visita de rutina
o no, tiene que pagar. También se paga al barbero, al peaje cada vez que
cruza un túnel o un puente; se paga por usar la transportación pública; por
estacionar su vehículo en áreas comerciales (ya sea en la calle o en un
estacionamiento); incluso por mirar el paisaje a través de unos
binoculares. Mas, dar a la iglesia los diezmos y ofrendas, no lo hace,
porque considera que el ministro no merece nada. Pero si el médico que
cuida el cuerpo y el psiquiatra que trata la mente, reciben una recompensa
por su servicio ¿por qué el ministro que nutre, alimenta y cuida nuestro
espíritu no merece una retribución? ¿en tan poco valoramos a nuestra
alma y espíritu? Igualmente, hay ministros que no entienden ni han
aceptado su heredad, y por eso el pueblo tampoco lo ha aceptado. No
vivir ese principio divino ha empobrecido a la iglesia, y los ministros que
no lo han entendido están enseñando al pueblo a negociar con Dios. El
pueblo ha aprendido a mercadear con cosas tan sagradas, como ofrecer
una ofrenda a cambio de una bendición. Ahora sé que muchos entenderán
por qué digo que la iglesia no se sostiene ni vendiendo arepas, ni
haciendo rifas, ni vendiendo videos, ni DVD, CD o libros. Mucho menos
se sostiene la casa de Dios vendiendo adoración, ni cobrando para que la
iglesia asista a ver el show del “artista cristiano”, o por las comisiones
dejadas por un viaje turístico a Israel, para ver los lugares sagrados, etc.,
porque eso no fue lo que instituyó el Señor. Jehová dijo que de los
sacrificios del pueblo, y sus diezmos, lo que produce el mismo altar,
deben vivir los que trabajan en el altar. Ningún ministro debe
avergonzarse por ello, porque eso lo dijo Dios, es un mandamiento. El
Señor bendice y prospera al pueblo a través de su Palabra predicada, y
ellos le devuelven de corazón, los diezmos y ofrendas de lo que Él les
dio, lo cual Jehová comparte con sus ministros.El apóstol Pablo tiene
muchas enseñanzas acerca de esto en el Nuevo Testamento. Quizás haya
algún ministro que nunca reciba algún salario por servirle a Dios, pero
hay otros que cuando el Señor le dice: «Deja tu trabajo, te quiero en el
ministerio a tiempo completo», debe hacerlo con toda honra. Él no debe
sentirse mal o deshonesto, como el que está robando, ya que está
sirviendo al Dios altísimo y el pueblo está dando ofrendas a Dios para
sostenerle. De acuerdo a la bendición que Dios da debe ser su salario y
debe ser su recompensa. Pero ojo, ningún ministro debe usar el ministerio
para lucrarse, porque el ministerio no es un medio para enriquecerse,
como está pasando hoy en muchos lugares. Había una parte del animal
sacrificado que Dios había asignado para el sacerdote y su familia, como
dice la Escritura: “Comeréis asimismo en lugar limpio, tú y tus hijos y tus
hijas contigo, el pecho mecido y la espaldilla elevada, porque por derecho
son tuyos y de tus hijos, dados de los sacrificios de paz de los hijos de
Israel” (Levítico 10:14). Así que de acuerdo al tamaño del animal era la
porción del sacerdote. Si se ofrecía un buey, por ejemplo, la parte del
sacerdote era mayor que si se hubiese ofrecido una oveja. Aplicando,
podemos decir que el salario del ministro deber ser proporcional a lo que
la congregación ofrece a Dios, de acuerdo a la membresía de la grey y a
la cantidad de dinero que el pueblo diezme.Conocemos de hombres que
sirven en la iglesia, quienes han inventado un montón de medios para
hacerse ricos, y siempre están en medio de escándalos. Y esto lo digo,
porque estamos en un tiempo de restauración y Dios quiere hombres que
con su vida puedan dar un buen testimonio. Yo ahora, con amor y
autoridad, puedo instruir esta enseñanza, porque cometí el mismo error al
negarme a recibir parte de los diezmos y ofrendas de la grey que
pastoreo. Mas, actualmente vivo de mi herencia honrosamente, y lo hago
con la frente en alto, con dignidad y con integridad, sabiendo que soy un
administrador de Dios. Tristemente, en este tiempo, la honra de un
ministro se mide por cuánta gente convoca, cuántas invitaciones tiene,
qué tan conocido es, cuántas empresas e iglesias ha levantado, etc. pero
eso no es la honra de un hombre o mujer de Dios. Jehová, el ministerio,
los sacrificios y los diezmos son nuestra herencia; no nos avergoncemos,
por el contrario, honrémoslo.Concluyamos este tema, entonces, volviendo
al relato bíblico y miremos como termina la vida, en el aspecto
económico, de un sacerdote que no honró su ministerio:

“Jehová el Dios de Israel dice: Yo había dicho que tu casa y la


casa de tu padre andarían delante de mí perpetuamente; mas
ahora ha dicho Jehová: Nunca yo tal haga, porque yo honraré a
los que me honran, y los que me desprecian serán tenidos en
poco. He aquí, vienen días en que cortaré tu brazo y el brazo de la
casa de tu padre, de modo que no haya anciano en tu casa. Verás
tu casa humillada, mientras Dios colma de bienes a Israel; y en
ningún tiempo habrá anciano en tu casa. El varón de los tuyos
que yo no corte de mi altar, será para consumir tus ojos y llenar
tu alma de dolor; y todos los nacidos en tu casa morirán en la
edad viril. Y te será por señal esto que acontecerá a tus dos hijos,
Ofni y Fines: ambos morirán en un día. Y yo me suscitaré un
sacerdote fiel, que haga conforme a mi corazón y a mi alma; y yo
le edificaré casa firme, y andará delante de mi ungido todos los
días. Y el que hubiere quedado en tu casa vendrá a postrarse
delante de él por una moneda de plata y un bocado de pan,
diciéndole: Te ruego que me agregues a alguno de los ministerios,
para que pueda comer un bocado de pan” (1 Samuel 2:31-36)

Jehová castiga la casa de Elí de tres maneras: Primero, le quitó la honra


y la herencia que recibía por estar en el ministerio (vv. 31-34). Sabemos
que cuando Dios colmaba de bienes a Israel, los sacerdotes tenían en
abundancia, porque recibían el diezmo y las ofrendas de acuerdo a como
Dios había bendecido al pueblo. Mas, para la casa de Elí esa bendición
fue cortada. Segundo, puso a otro en su lugar, para que haga fielmente
todo conforme al corazón y alma de Dios (v. 35). A ese, Dios le daría
casa firme y estaría lleno de su unción y de su presencia. El profeta
predice el traspaso del sacerdocio de la casa de Elí a la familia de Sadoc.
Esto se cumplió parcialmente cuando Saúl mató a los sacerdotes de Nob,
descendientes de Elí (1 Samuel 22:11-19), y se terminó de cumplir
cuando Salomón destituyó a abiatar del sacerdocio, y en su lugar
estableció a Sadoc (1 Reyes 2:26-27, 35). Tercero, la casa de Elí fue
empobrecida y humillada al punto que sus hijos tendrían que mendigar
ministerios (v. 36). Sabemos de ministros que antes llenaban lugares, eran
poderosos en palabra y tenían unción, pero se vieron envueltos en
escándalos, y ahora andan por ahí pidiendo ayuda, y predicando por las
iglesias a cambio de una “ofrendita”. El Dios Vivo solo honra a los que le
honran. Y aunque estamos en medio de crisis, y andemos como Lot,
abrumados por la vergonzosa conducta de los réprobos, afligiendo cada
día nuestras almas viendo y oyendo todos sus hechos inicuos (2 Pedro
2:7-8), sabemos que Dios está en control. óyelo bien, Dios está
levantando un sacerdocio santo, y solo ministrarán para Él aquellos que
tengan el corazón conforme al Suyo. El brazo de Dios no se ha acortado,
y el Señor hará que queden ministros dignos de Él, que honren su
ministerio.

1.4 El Propósito de la Honra

“He aquí te he purificado, y no como a plata; te he escogido en


horno de aflicción. Por mí, por amor de mí mismo lo haré, para
que no sea amancillado mi nombre, y mi honra no la daré a otro”
-Isaías 48:10-11

Existe un solo propósito en el ministerio y es servir a Dios, honrarle,


traer gloria a su nombre y bendecir a los hombres con lo que hemos
recibido de Él. Conocer el oficio sacerdotal, por tanto, nos ayuda a
entender aun más el propósito de Dios con nuestro llamamiento. En el
libro de Deuteronomio encontramos una descripción sumariada de las
funciones de los levitas, y es la siguiente: “En aquel tiempo apartó Jehová
la tribu de Leví para que llevase el arca del pacto de Jehová, para que
estuviese delante de Jehová para servirle, y para bendecir en su nombre,
hasta hoy…” (Deuteronomio 10:8). Es decir, tres cosas mandó Dios a sus
sacerdotes, según este versículo:

• A que llevasen el arca del pacto de Jehová;


• A que estuviesen delante de Jehová para servirle; y
• A que bendijeran en su nombre.

Nota que en estas tres funciones, el pueblo es el último, no el primero.


¿Sabes lo que es llevar el arca en el lenguaje bíblico? El arca representa
la presencia y la gloria de Dios. En el Nuevo Pacto, la gloria no se limita
a la presencia manifiesta del Señor, sino que abarca todo lo relacionado
con su persona, sus caminos y su propósito; pero sobre todo, implica sus
atributos divinos (su amor, su misericordia, su justicia, su verdad, etc.).
Ese es el carácter de la vida nueva que hemos recibido en Cristo. Así que
LLEVAR EL ARCA SIGNIFICA ADMINISTRAR HONROSAMENTE
TODO LO QUE EL SEÑOR HA PUESTO SOBRE NUESTROS
HOMBROS. La manera digna y correcta de cargar el arca de Jehová es
haciéndolo de acuerdo a sus instrucciones. El arca no debe cargarse con
bueyes o carros nuevos, como hizo David (2 Samuel 6:3,6). Es una
ofensa al Señor cargar su gloria empleando medios humanos. Dejar las
instrucciones divinas para implementar los sistemas y métodos del
hombre es un menosprecio a la Palabra de Dios y una prostitución del
ministerio. Solo hay una manera de hacer las cosas del Señor y es
conforme a lo ordenado por Él. Estar delante de Jehová para servirle es
dedicar nuestra vida a Él en el servicio. Un ministro no puede estar
enredado en las cosas de la vida, ya que su único negocio es servirle a
Dios y estar delante de su presencia (2 Timoteo 2:4; Lucas 2:49). ¿Por
qué Dios nos ha honrado? Para que le honremos. Dios nos ha dicho -a mí
como líder de nuestra congregación, y a los ancianos como gobierno que
toda nuestra atención debe estar en agradarle a Él. Por tanto, todo
esfuerzo de nuestra parte, de la índole que sea, debe ser para agradar y
honrar a nuestro Señor.
Por ejemplo, nuestros servicios de adoración deben estar concentrados
en deleitar a Dios; por eso nuestro énfasis en la iglesia no está en sanidad
divina ni en otras cosas, sino en satisfacer a Jehová y que Él haga en el
culto lo que Él quiera. Toda nuestra atención está en Dios, solo en Dios y
únicamente en Dios. Ahora, ¿Él quiere sanar? Que sane; ¿Dios quiere
salvar? Que haga todo lo que esté en su perfecta voluntad. No estamos
minimizando la supereminente operación del poder de su fuerza (Efesios
1:19), sino que NUESTRA CONCENTRACIÓN NO DEBE ESTAR
PUESTA EN LA MANIFESTACIÓN ESPIRITUAL, SINO EN LA
COMPLACENCIA AL PADRE. Todo nuestro culto y todas nuestras
actividades deben enfocarse en agradar a Dios y en obedecerle. Nada ni
nadie debe ser más importante para nosotros que Dios.
Hay iglesias que se concentran en añadir miembros a sus
congregaciones, por lo que todo el servicio es evangelismo y
reclutamiento, y el culto a Dios está enfocado en cómo se debe tratar a la
gente, para que vuelvan o no se vayan, tal como hace el comerciante con
sus vendedores a los cuales les enseña el lema “el cliente siempre tiene la
razón”. Así los diáconos y servidores en las iglesias están enfocados en
las visitas, cuando lo importante de un servicio de adoración no son los
visitantes, sino Dios. La latria o adoración -que es una de las seis
funciones de la iglesia- nos enseña que la reunión de los santos es para
adorar a Dios, como la koinonia o compañerismo es parte de la reunión
de los santos, pero ellos se reúnen para adorar al Señor, y glorificar su
nombre en la unidad de su relación.
¿Sabes dónde la iglesia primitiva ganaba las almas? Siendo testigos de
Cristo en todo lugar. Si estaban en las casas o andaban por las calles, en
las plazas y donde quiera que se reunieran, mostraban a Cristo y así
ganaban las almas. Pero cuando se congregaban no era con el objetivo de
salvar almas, sino que su único fin era adorarle, y recibir palabra de Dios.
El culto no es para salvar gente, mas, si el Señor muestra que hay un
llamado de salvación se hace, pero ese no es el propósito de la reunión.
Dios debe ser el centro, el objeto de la alabanza, y todo tiene que estar
enfocado hacia Él. ¿El hermano fulano cumplió años? ¡Qué bueno que
Dios le añadió un año más de vida! ¿Este hermanito es nuevo en la
congregación? Sí, bienvenido, por todo eso le damos gloria a Dios, pero
en el servicio de adoración el TODO es Dios. En el evangelismo, como
también en el servicio, en la proclamación, en la enseñanza y en toda
función y actividad de la iglesia, debemos estar enfocados en el Señor,
porque el único propósito del ministerio es la gloria de Dios.ahora, ¿cuál
es la causa por la que muchas iglesias concentran los servicios de
adoración en la gente? La razón es porque se han dejado influenciar por
la época que estamos viviendo. En la actualidad todo es mercadeo, las
ventas, el crecer, el multiplicar, pues dicen que el éxito visible es el que
confirma lo que tú eres. Entonces, nos hemos envuelto en estadísticas y
nos hemos olvidado de las prioridades del reino. En muchos lugares, el
ministerio se ha convertido en cualquier cosa. Podemos afirmar, sin
temor alguno, que el ministerio se ha prostituido y necesita restauración.
Los ministros hemos llegado a ser simplemente profesionales del púlpito,
administradores de iglesias, etc. No sé qué ocurre cuando un ministro
empieza su ministerio que se enfoca sólo en números y estadísticas, y se
enfila solamente a ser grande, famoso, y en lo menos que está pensando
es en la naturaleza santa y en el propósito de su ministerio. Por eso
escribo este libro, porque Dios nos llama a restaurar, a que volvamos al
orden original. Y sé que nos considerarán ridículos, atrasados, místicos,
puritanos, retrógrados, reaccionarios a los cambios, etc. Mas, el Señor no
nos llamó para agradar a los hombres, sino a Él. Cuando Jesús subió al
cielo y dio dones a los hombres, dejó muy claramente constituidos los
ministerios. Si bien en el ejercicio de nuestras funciones, honramos a
Dios y le servimos, y en consecuencia también a los hombres, nuestro
objetivo no debe estar concentrado en nada ni en nadie que no sea en el
Señor que nos llamó.
Toda acción que se tome en el ministerio que desvía la atención de
Dios es una apostasía. La honra y la gloria pertenecen a Dios, pero hay
quienes que, como los hijos de Elí, se la arrebatan, pues la quieren para
ellos. Ya vimos que Dios compartía los sacrificios con sus ministros, y
aunque la ofrenda era heredad de ellos, no debían olvidar que antes era de
Jehová. El que yo tenga algún derecho en las cosas sagradas, no me da
lugar a tomar la honra de Dios, ni Su ofrenda ni mucho menos Su lugar.
¡Cuántas personas están hoy, por la fuerza, llevando al pueblo a honrarles
y servirles a ellos, y no a Dios! Jehová le dijo a David: “Yo te tomé del
redil, de detrás de las ovejas, para que fueses príncipe sobre mi pueblo,
sobre Israel” (2 Samuel 7:8). Nota que Él no le dijo a David que lo llamó
para que fuese “rey”, sino “príncipe”, porque el Señor es el único
Soberano, Rey de reyes y Señor de señores. También la Palabra nos
muestra que cuando al apóstol Pablo y a Bernabé les querían hacer culto
y ofrecerles sacrificios, ellos rasgaron sus ropas, y se lanzaron entre la
multitud, dando voces diciendo: “Varones, ¿por qué hacéis esto?
Nosotros también somos hombres semejantes a vosotros, que os
anunciamos que de estas vanidades os convirtáis al Dios vivo, que hizo el
cielo y la tierra, el mar, y todo lo que en ellos hay” (Hechos 14:15). Eso
es lo que hace un sacerdote, un ministro de Dios. Tenemos que aprender a
lanzarnos sobre la muchedumbre y parar su locura de adorarnos. La
adoración y la admiración pertenecen solo a Dios. Estos siervos de Dios
resistieron a ser adorados, sin importar qué la multitud pensara de ellos y
que al final los apedrearan hasta dejarlos como muertos (v. 19). Y sé que
así heridos, sangrando, con sus ropas hechas trizas y con sus labios
partidos, sólo musitaban estas palabras: «No, no a nosotros, hónrenlo a
Él, al Dios vivo; Él es el único digno, adórenlo a Él, no a nosotros, no, no
a nosotros, no, no, no…a Él únicamente a Él, adórenlo sólo a Él…».El
Señor me ilustró la similitud que hay entre la ofrenda y el sacerdote con
algo muy sublime. Él me dijo: Así como los querubines del Arca y el
propiciatorio eran de una misma pieza, el sacerdote y la ofrenda deben ser
de la misma naturaleza (Éxodo 25: 17-19). ¿Por qué? Porque los
querubines son los que cuidan la gloria de Dios. En el libro de Génesis
aparecen los querubines, y una espada encendida que se revolvía por
todos lados, para guardar el acceso al árbol de la vida (Génesis 3:24).
También, vemos que en el libro de Ezequiel se nos habla de querubines
en la entrada de la puerta oriental de la casa de Jehová, donde estaba la
gloria (Ezequiel 10:9). Los querubines representan a los guardianes de la
adoración, los cuidadores de la gloria, y los ministros, como adoradores
que ministramos en el altar, somos los celadores de la gloria, para que lo
que llegue a Dios sea lo mejor.
Hay un propósito en el ministerio y es buscar la gloria de Dios. En el
libro de Levítico hay dos capítulos que a mí me ministran de forma muy
especial, y Dios me hizo ver algo muy importante, si lo aplicamos al tema
que nos ocupa. En su capítulo 21, se nos habla de que una persona que
tuviera un defecto físico no podía ministrar delante de Jehová (Levítico
21:17-23). Es decir, el hecho de tener algún impedimento o defecto,
descalificaba al individuo para ser sacerdote. Por tanto, el sacerdote no
podía tener defectos. Apliquemos este pensamiento espiritualmente. Si el
ministro es ciego hay escasa visión y eso no santifica el nombre de
Jehová; si es sordo, no tiene oídos para oír la palabra de Dios, y eso
impide que pueda obedecer y seguir las instrucciones de la voluntad del
Señor. Si tiene los testículos magullados o amputado su miembro viril,
tampoco representará bien a un Dios que da vida, pues es incapaz de
reproducirse; si es enano, su crecimiento será limitado, por tanto no va a
representar dignamente a Dios, porque hay una estatura, una plenitud a la
que debe llegar cada ministro (Efesios 4:13). Entendamos entonces que
de acuerdo como el ministro viva, vivirá el pueblo, pues éste representa a
Dios.
El capítulo 22 de Levítico nos habla de esta misma manera de la
ofrenda a Jehová, ya que el animal ofrecido al Señor debía ser sin defecto
(vv. 17-22). Y le pregunté al Señor, ¿por qué tanto el sacerdote como la
ofrenda debían de ser sin defectos?, y Él me dijo: «Porque tanto el animal
como el ministro son ofrendas». Entiendo, entonces, que UN MINISTRO
ES PARA DIOS LO MISMO QUE UNA OFRENDA: COSA
SANTÍSIMA PARA JEHOVÁ (Levítico 27:28). Sólo de pensar lo que
soy para Jehová, tiemblo, considerando que no somos perfectos.
Entonces, es en ese momento que doy con más fe gracias a Cristo, porque
Él es el Cordero sin mancha y sin contaminación que fue ofrecido a Dios
por nosotros y por medio de Él, puedo ministrar delante de
Jehová.Cuando Jesús dijo: “Paz a vosotros. Como me envió el Padre, así
también yo os envío. Y habiendo dicho esto, sopló, y les dijo: Recibid el
Espíritu Santo. A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a
quienes se los retuviereis, les son retenidos” (Juan 20:21-23). Es decir,
«Yo los envío a ustedes, y respaldaré lo que ustedes digan y lo que
ustedes hagan», somos una representación. Por tanto, cuando decimos:
«En el nombre de Jesús» estamos diciendo: No vengo en mí nombre, sino
en el nombre de Jesús. Por eso vemos que cuando Moisés se cansaba, el
pueblo se cansaba (Éxodo 17:11), porque tanto la impartición como la
unción vienen por la cabeza (Salmos 133:2). Tenemos que saber quiénes
somos para Dios, para que sepamos cómo debemos representarlo
dignamente y cumplir el propósito del ministerio.
Hemos sido honrados por Dios, pero esto no debe envanecernos, sino
hacernos deudores. Debemos vivir de tal forma que el resto de la iglesia
de Jesucristo, que esté debilitada o desanimada, sea estimulada a hacerlo
por causa nuestra. Esto no se consigue estrujándole en la cara a la gente
que no está viviendo según el reino de Dios, ni señalándole –con un
espíritu de crítica- que no están viviendo de acuerdo a los principios
divinos. Lo digo, porque todos hemos cometido ese error, llevados por el
celo de que todos conozcan a Dios. El Señor quiere que todos lo
conozcan y lo conocerán, pero a través de nuestro ejemplo, de vidas
consecuentes con la verdad. El ministerio fue dado para honrar a Dios.
¿Cuál fue el reclamo de Dios a Elí? analicemos de nuevo estos versículos,
pero aplicándolo ahora al propósito del ministerio y a su honra, aunque
todo en Dios es una sola cosa:

“¿No me manifesté yo claramente a la casa de tu padre, cuando


estaban en Egipto en casa de Faraón? Y yo le escogí por mi
sacerdote entre todas las tribus de Israel, para que ofreciese
sobre mi altar, y quemase incienso, y llevase efod delante de mí; y
di a la casa de tu padre todas las ofrendas de los hijos de Israel.
¿Por qué habéis hollado mis sacrificios y mis ofrendas, que yo
mandé ofrecer en el tabernáculo; y has honrado a tus hijos más
que a mí, engordándoos de lo principal de todas las ofrendas de
mi pueblo Israel? Por tanto, Jehová el Dios de Israel dice: Yo
había dicho que tu casa y la casa de tu padre andarían delante de
mí perpetuamente; mas ahora ha dicho Jehová: Nunca yo tal
haga, porque yo honraré a los que me honran, y los que me
desprecian serán tenidos en poco” (1 Samuel 2:27-30).

El ministerio es una honra para honrar a Dios y no un medio para


adquirir fama, dinero, posición, y tantas otras cosas. El Padre te honra
para que tú le honres a Él. El ministerio es como un intercambio de
honra, donde entre más tú le honras, más Él te honra. Pero si la honra que
Dios te da, tú no la usas para honrarle, ¿qué te vendrá después? Mira lo
que le dijo Dios a Elí: “Nunca yo tal haga, porque yo honraré a los que
me honran, y los que me desprecian serán tenidos en poco” (1 Samuel
2:30). En otras palabras, Dios le dijo: «Yo te honré dándote el ministerio,
las ofrendas, los diezmos, todo, y ahora mira lo que tú me haces: con la
misma ofrenda con la cual yo te honro, con esa misma ofrenda tu me
deshonras». Lo que fue la causa de su honra, la convirtió en el motivo de
la deshonra del Señor, por eso Dios lo deshonró. ¡Qué nunca tal cosa
hagamos nosotros, mi hermano! andemos en integridad, no nos llevemos
de las modas de esos movimientos, que son solo telarañas, mucho
entusiasmo que no llevan a nada; ilusionan a la gente por un tiempo, por
dos días, pero al final… nada, no permanecen. El ministerio únicamente
permanece cuando honra a Dios. El ministerio subsiste y se mantiene
cuando tiene cimientos fundamentados en Cristo, en palabra, consejo e
instrucción de Dios. Hay ministerios que crecen mucho, y logran que
todos hablen de ellos, pero búscalos diez años después, ya no están.
Imperios grandes, ministerios titánicos que sufren la misma suerte que
aquel famoso barco, pues navegan por poco tiempo y luego naufragan. En
las últimas décadas, ¿cuántos ministerios grandes han caído en descrédito
y escándalos? ¿Cuántos famosos evangelistas han naufragado? NO
IMPORTA QUE UN HOMBRE ESTÉ EN EL LUGAR MÁS
ENCUMBRADO, SI DESHONRA A DIOS CAE. Lo más lamentable es
que esta situación continúa sucediendo, y no podemos rescatar a la iglesia
de sus manos, porque se han hecho “dueños vitalicios de sus ministerios”.
Escuchamos de la iglesia tal, que su fundador, fulano de tal, está
preparando la iglesia para dejársela al hijo. El ministerio para ellos es una
patrimonio personal, y no les importa si el hijo tiene o no un llamado de
Dios. Sin discusión, para ellos la iglesia les pertenece como legado
familiar. Por eso es que estamos sufriendo esta situación de incredulidad,
porque estos individuos se apoderan de las iglesias, y ¿quién puede
quitárselas de las manos? Ellos dicen: «El que quiera que se vaya, pero
aquí mando yo, pues soy el fundador, o mi padre la fundó; han sido
muchos años de sacrificio, no los voy a regalar». ¡Basta ya! Las cosas
tienen que cambiar le afecte a quien le afecte, y aunque estas palabras
suenen fuertes, no es menos lo que Dios requiere de nosotros hoy.La
muerte de los hijos de aarón, por ofrecer un fuego extraño delante de
Jehová que Él nunca les mandó, nos ilustra estos pensamientos (Levítico
10:1-2). Aplicamos como “fuego extraño” todo lo que se hace en el
ministerio, en el área que sea (en la adoración, en la mayordomía, en la
predicación, en establecer alianzas, en dar ministerios, en comprar,
vender, en las toma de decisiones, etc.), que el Señor nunca ha mandado.
Observa que en este hecho, Jehová dijo: “En los que a mí se acercan me
santificaré, y en presencia de todo el pueblo seré glorificado” (v. 3),
refiriéndose a los sacerdotes. Ellos se acercaban a Jehová a ministrarle y a
traer la ofrenda, para que en ella Dios se santificara, o sea, cause temor y
reverencia a Su santidad y gloriosa majestad. En otras palabras ¿de qué
manera Dios es santificado? a través de los ministros. Él los llamó, los
apartó, los santificó, los hizo ofrendas para Él, para entonces, Él, a través
de ellos, santificarse delante de todo el pueblo. Por lo cual, por la forma
de nosotros vivir, Dios es glorificado, de manera que si los ministros no
vivimos bien, mi hermano, el nombre de Dios en vez de ser santificado
será blasfemado. La vida de los ministros afecta la devoción del pueblo.
Si un ministro no vive de acuerdo con el propósito de Dios, se le nubla la
visión, se oscurece el consejo y no santifica el nombre del Señor.al
principio, hablamos del honor y de la honra de ser ministro, y sé que si
recibiste esas palabras en tu corazón, tanto como yo, te gozaste, pero
también te digo ahora: Teme, porque eso no es cosa liviana. El ministro
ha recibido honra, pero todo eso tiene un propósito, y por ende encierra
un gran compromiso, ante Dios y ante los hombres. Si volvemos al caso
de los hijos de aarón -Nadab y abiú- los cuales podemos afirmar que
usaron el ministerio para deshonrar a Dios (Levítico 10:1-3), veremos
ciertas instrucciones que recibe aarón y los hijos que le quedaron, de
parte de Jehová. Eso traerá más luz en cuanto a la honra del ministerio,
para verla no tanto como algo elevado, sino como el propósito y nivel
espiritual que hay en ello. Veamos exactamente lo que les dijo Moisés, en
los siguientes versículos:

“Y llamó Moisés a Misael y a Elzafán, hijos de Uziel tío de


Aarón, y les dijo: Acercaos y sacad a vuestros hermanos de
delante del santuario, fuera del campamento. Y ellos se acercaron
y los sacaron con sus túnicas fuera del campamento, como dijo
Moisés. Entonces Moisés dijo a Aarón, y a Eleazar e Itamar sus
hijos: No descubráis vuestras cabezas, ni rasguéis vuestros
vestidos en señal de duelo, para que no muráis, ni se levante la ira
sobre toda la congregación; pero vuestros hermanos, toda la casa
de Israel, sí lamentarán por el incendio que Jehová ha hecho” -
Levítico 10:4-6

Lo primero que noto es que no se le permitió a aarón tocar ni enterrar


los cuerpos de sus hijos muertos, sino que Moisés llamó a otros, de su
familia, para que llevaran los restos fuera del campamento (v. 4). Lo
segundo es que se les prohibió guardar luto. ¿Por qué Jehová trató a aarón
con tanta dureza? Porque en los que se acercan a Dios, Él se santifica.
Santificar significa apartar, que Dios los puso aparte para su servicio,
para que santifiquen y glorifiquen su nombre delante del pueblo. Es la
razón por la que Dios reaccionó de esta manera, porque los medios que Él
había dado para honrarle, se usaron para deshonrarle. Pero hay algo más
aquí que llamó mucho mi atención, en las instrucciones que les dio
Moisés. Él les dijo:

“Ni saldréis de la puerta del tabernáculo de reunión, porque


moriréis; por cuanto el aceite de la unción de Jehová está sobre
vosotros” (Levítico 10:7).

Hay un cuidado que todo ministro debe tener al momento de


conducirse, no tan sólo por la honra, sino por lo que Dios ha puesto en
ellos: la unción del Santo (1 Juan 2:20). Por tanto, por causa de la unción
que está sobre el ministro, este no puede hacer lo que hacen los demás,
aunque tenga el mismo derecho. Hay cosas que a otros les es lícito hacer,
y a cualquiera se le pasa por alto, pero a ti no, porque tienes el aceite de la
unción encima. Amado, eso implica mucho. Todo aquél que se le muere
un familiar tiene el derecho de endecharlo, de llorar a sus muertos juntos
a sus familiares y amigos, pero aarón no pudo hacerlo, por causa del
aceite de la unción de Jehová. Veamos esto con más detalle en el libro de
Levítico, en las leyes tocantes a la vida del sacerdote:

“Y el sumo sacerdote entre sus hermanos, sobre cuya cabeza


fue derramado el aceite de la unción, y que fue consagrado para
llevar las vestiduras, no descubrirá su cabeza, ni rasgará sus
vestidos, ni entrará donde haya alguna persona muerta; ni por su
padre ni por su madre se contaminará. Ni saldrá del santuario, ni
profanará el santuario de su Dios; porque la consagración por el
aceite de la unción de su Dios está sobre él. Yo Jehová” (Levítico
21:10-12).

Aunque era común en Israel descubrirse la cabeza y rasgar el vestido


cuando una persona estaba en duelo o en dolor, el sumo sacerdote no lo
podía hacer por causa del aceite de la unción. Podemos decir que
permanentemente el sacerdote tenía que mostrarse y estar disponible tal
como Dios lo llamó. Su vida había sido consagrada para llevar las
vestiduras sacerdotales, por tanto no podía comportarse como cualquier
mortal. Nota otras cosas que se les exigía a los sacerdotes:

“Tomará por esposa a una mujer virgen. No tomará viuda, ni


repudiada, ni infame ni ramera, sino tomará de su pueblo una
virgen por mujer, para que no profane su descendencia en sus
pueblos; porque yo Jehová soy el que los santifico. Y Jehová habló
a Moisés, diciendo: Habla a Aarón y dile: Ninguno de tus
descendientes por sus generaciones, que tenga algún defecto, se
acercará para ofrecer el pan de su Dios. Porque ningún varón en el
cual haya defecto se acercará; varón ciego, o cojo, o mutilado, o
sobrado, o varón que tenga quebradura de pie o rotura de mano, o
jorobado, o enano, o que tenga nube en el ojo, o que tenga sarna, o
empeine, o testículo magullado” (Levítico 21:12-14).

Un ministro tiene que ser diferente a los demás. Las cosas que Dios no
le requiere a otra persona, se las requiere a él, porque sobre él está el
aceite de la unción. Hay quienes se sienten muy especiales por ser
llamados por Jehová, pero pocos quieren el compromiso que implica el
ser ungido. Existe una implicación muy grande en esto, y eso es lo que
Dios quiere restaurar en nosotros; que entendamos que esa honra conlleva
una responsabilidad. Cualquiera en Israel podía tener un defecto físico,
pero no un ministro de Dios. El apóstol Pablo, en el lenguaje del Nuevo
Testamento, escribió:

“Palabra fiel: Si alguno anhela obispado, buena obra desea.


Pero es necesario que el obispo sea irreprensible, marido de una
sola mujer, sobrio, prudente, decoroso, hospedador, apto para
enseñar; no dado al vino, no pendenciero, no codicioso de
ganancias deshonestas, sino amable, apacible, no avaro; que
gobierne bien su casa, que tenga a sus hijos en sujeción con toda
honestidad (pues el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo
cuidará de la iglesia de Dios?); no un neófito, no sea que
envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. También es
necesario que tenga buen testimonio de los de afuera, para que no
caiga en descrédito y en lazo del diablo. Los diáconos asimismo
deben ser honestos, sin doblez, no dados a mucho vino, no
codiciosos de ganancias deshonestas; que guarden el misterio de
la fe con limpia conciencia. Y éstos también sean sometidos a
prueba primero, y entonces ejerzan el diaconado, si son
irreprensibles”(1 Timoteo 3:1-10).

El hombre de Dios tiene que ser un hombre crecido, maduro, porque


lleva el aceite de Jehová. Hay gente que anda detrás de la unción, y todos
quieren el aceite, ambicionan el poder, pero observo que en los requisitos
mencionados por el apóstol, no aparece poder ni dones espirituales, sino
madurez y santidad. Hoy el énfasis de la unción es el poder, pero en los
tiempos bíblicos no era así. Ser ungido representaba ser apartado para
servir al Señor en algún oficio, por ejemplo: como rey, profeta, apóstol,
anciano, etc. El poder y los dones eran el resultado, la manifestación de
que esa persona fue capacitada por Dios para realizar dicha función. Una
cosa es la unción y otra el poder de la unción, y lo último es un resultado
de lo primero. La Palabra de Dios nos manda a procurar los dones y entre
ellos los mejores, pero también dice que hay un camino aun más
excelente (1 Corintios 12:31). Los ministros tenían que ser irreprensibles,
por causa del aceite de la unción de Jehová, por ser hombres apartados
para uso exclusivo del Señor. Jesús dijo: “Sed, pues, vosotros perfectos,
como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5:48). Lo
que pertenece y es apartado para Jehová debe ser lo mejor. El sacerdote
tenía que ser como la ofrenda ofrecida a Jehová, sin defecto. Jehová dijo
a Moisés: “Ninguna cosa en que haya defecto ofreceréis, porque no será
acepto por vosotros. (...), para que sea aceptado será sin defecto”
(Levítico 22:20, 21). Ambos, tanto el sacerdote como la ofrenda son
santificados para Jehová. Los ministros podían comer de la ofrenda y
participar del altar, porque eran una misma cosa con la ofrenda y el altar.
Ellos pertenecían a Jehová y fueron consagrados a Él.apliquemos eso al
ministerio en el tiempo presente. Sabemos que el dinero para muchos
representa un gran tropiezo; y hay quienes evangelizan su vida, pero no el
bolsillo, de manera que no son fieles con sus diezmos y ofrendas. Es tanto
su endurecimiento que, en muchas congregaciones, venden e
intercambian incentivos por ofrendas. Jehová nos ha enseñado que no nos
conduzcamos de esa manera, porque una ofrenda que viene por
manipulación es una ofrenda corrompida, como un animal sarnoso, y su
corrupción está en ella (Levítico 22:22-25). Por tanto, si yo predico un
sermón para que me den una ofrenda y comienzo a manipular y a
maniobrar, llevando a los que escuchan a culpabilidad, pero les digo que
si dan ofrenda, Dios les abrirá la puerta de los cielos, y ellos motivados
ofrendan, eso es traficar con la Palabra. Eso es una ofrenda magullada,
porque vino de una manipulación y no de un corazón agradecido a Dios,
por lo cual no es acepta.Este principio está tan claro en la Biblia que
incluso el sanedrín, cuando Judas, “arrepentido” por haber entregado al
Hijo de Dios, les devolvió las treinta piezas de plata a los principales
sacerdotes y a los ancianos, ellos las tomaron y dijeron: “No es lícito
echarlas en el tesoro de las ofrendas, porque es precio de sangre” (Mateo
27:3,6). Entonces, compraron con ellas un campo para sepultura de los
extranjeros y le llamaron: Campo de sangre (vv. 7,8). Y si esa gente que
no tenía escrúpulos, que por envidia mataron al autor de la vida,
entendían que una ofrenda a Jehová debe ser santa, resultado de un
corazón que ama a Dios y le quiere honrar, ¡cuánto más debiéramos
valorarla nosotros que hemos recibido la vida del Espíritu! Por lo cual,
toda nuestra ministración debe ir encaminada para que la gente,
voluntariamente, ofrezca a Dios cosas por amor, dedicación y entrega,
con buena motivación, con santidad, y no por intereses mezquinos.Es
importante connotar que dependiendo como ministremos será lo que
recibiremos, por lo que si nuestra ministración es engañosa, y en ella se
esconde avaricia, recibiremos del pueblo mezquindad. ¿Qué quiere Dios
decirnos con eso? Que si los sacerdotes somos sin defectos, las ofrendas
también serán perfectas. Aclaro que cuando decimos “sin defecto”, nos
referimos a pureza, integridad y madurez espiritual, no estamos hablando
de impecabilidad, cualidad única de Jesucristo. Es notorio que cuando el
pueblo menospreció la ofrenda de Jehová fue porque los ministros la
habían menospreciado primero. Recapitulemos entonces, iniciamos este
segmento enumerando los tres oficios principales -registrados en
Deuteronomio 10:8- para los cuales Jehová apartó a los sacerdotes: 1. “A
que llevasen el arca del pacto de Jehová”, lo que nos habla de la carga,
del peso de la gloria de Dios, y lo que significa representar al Señor como
es digno de Él, asumiendo el compromiso que implica llevar sobre
nuestros hombros la honra del llamamiento. 2. “para que estuviesen
delante de Jehová para servirle”, lo que implica todo lo que es ministrar
al Señor: encender la lámpara, poner los panes, quemar el incienso y
entrar al Santísimo (su presencia) para estar con Él; y 3. “… para
bendecir en su nombre”, esto quiere decir que los sacerdotes bendigan al
pueblo con lo que llamamos “la bendición Aarónica”, declarando las
promesas del pacto. Pero la bendición más poderosa que el pueblo
pudiera recibir de sus ministros es el testimonio de vidas que los motiven,
guíen e inspiren a amar, temer y servir a Dios. Si las dos primeras
funciones se ejecutaban dignamente, la tercera sería solo una
consecuencia. De hecho, si los sacerdotes llevan el arca de Jehová y están
delante de Él para servirle, es seguro que el pueblo será bendecido y
edificado.El ministerio es una honra que involucra cosas santas que nos
elevan al santísimo, porque su propósito es honrar a Dios. Él nos honra,
para que lo honremos, así como lo amamos, porque Él nos amó primero
(1 Juan 4:19). Por tanto, siervo de Dios, siéntete honrado, ama esa honra,
pero vive para honrar a aquel que te honró primero: a Dios. Es importante
que recibamos la unción de esta palabra, que nos sintamos honrados por
Dios, pero a la vez que eso nos lleve a una responsabilidad muy grande, a
un deseo inmenso de honrar a aquel que nos honró. Es necesario que
sepamos administrar nuestra herencia, sabiendo que la primera heredad es
Dios, la segunda es el ministerio, la tercera los sacrificios y las ofrendas
de Jehová y la cuarta los diezmos. El ministerio es un oficio de honra
para honrar a Dios, no lleguemos al punto que Dios nos reclame como lo
hizo a Elí y a los hijos de aarón, quienes con el mismo ministerio le
deshonraron. Las implicaciones de esta enseñanza y sus solemnes
demandas me obligan y me motivan a caer a los pies del Señor y a orar
con deprecación y súplicas en el Espíritu, por nosotros los ministros del
Señor.

1.5 … como lo fue Aarón”

“Luego habló Jehová a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de


Israel, y toma de ellos una vara por cada casa de los padres, de
todos los príncipes de ellos, doce varas conforme a las casas de
sus padres; y escribirás el nombre de cada uno sobre su vara. Y
escribirás el nombre de Aarón sobre la vara de Leví; porque cada
jefe de familia de sus padres tendrá una vara. Y las pondrás en el
tabernáculo de reunión delante del testimonio, donde yo me
manifestaré a vosotros. Y florecerá la vara del varón que yo
escoja, y haré cesar de delante de mí las quejas de los hijos de
Israel con que murmuran contra vosotros. Y Moisés habló a los
hijos de Israel, y todos los príncipes de ellos le dieron varas; cada
príncipe por las casas de sus padres una vara, en total doce
varas; y la vara de Aarón estaba entre las varas de ellos. Y
Moisés puso las varas delante de Jehová en el tabernáculo del
testimonio. Y aconteció que el día siguiente vino Moisés al
tabernáculo del testimonio; y he aquí que la vara de Aarón de la
casa de Leví había reverdecido, y echado flores, y arrojado
renuevos, y producido almendras. Entonces sacó Moisés todas las
varas de delante de Jehová a todos los hijos de Israel; y ellos lo
vieron, y tomaron cada uno su vara. Y Jehová dijo a Moisés:
Vuelve la vara de Aarón delante del testimonio, para que se
guarde por señal a los hijos rebeldes; y harás cesar sus quejas de
delante de mí, para que no mueran. E hizo Moisés como le mandó
Jehová, así lo hizo. Entonces los hijos de Israel hablaron a
Moisés, diciendo: He aquí nosotros somos muertos, perdidos
somos, todos nosotros somos perdidos. Cualquiera que se
acercare, el que viniere al tabernáculo de Jehová, morirá.
¿Acabaremos por perecer todos?” -Números 17:1- 13.

Empiezo esta sección reproduciendo esta narración bíblica del capítulo


17 del libro de Números, la cual se ha aplicado, generalmente, como
ilustración de rebelión a lo establecido por Dios. También se ha empleado
como tipología del ministerio de Jesús, a su resurrección, etc., y está bien,
pues toda Escritura representa a Jesús. Él está en la ley, en los profetas,
en los salmos, y Él es el espíritu y la esencia de la profecía, pero ninguna
Escritura es de una sola aplicación. En la misma también hay un mensaje
glorioso para nosotros en el contexto de lo que es el ministerio dado por
Dios. Sucede que en el capítulo anterior de esta cita (Números 16), hubo
una rebelión en el pueblo, donde tres hombres de la tribu de Leví: Coré,
Datán y abiram, vinieron a Moisés y a aarón, acusándolos de querer
enseñorearse del pueblo de Dios. Ellos estaban celosos, por lo que
dijeron: “¡Basta ya de vosotros! Porque toda la congregación, todos ellos
son santos, y en medio de ellos está Jehová; ¿por qué, pues, os levantáis
vosotros sobre la congregación de Jehová?” (Números 16:3). Moisés -que
vivía el gobierno de Dios, y no una democracia, que no estaba ahí para
escuchar voz de hombre, sino voz de Dios- al oír esas palabras, se postró
sobre su rostro y les dijo: “Mañana mostrará Jehová quién es suyo, y
quién es santo, y hará que se acerque a él; al que él escogiere, él lo
acercará a sí” (Números 16:4,5).
Luego vemos que Moisés los envió a llamar, pero ellos no quisieron ir,
diciendo: “¿Es poco que nos hayas hecho venir de una tierra que destila
leche y miel, para hacernos morir en el desierto, sino que también te
enseñorees de nosotros imperiosamente? Ni tampoco nos has metido tú
en tierra que fluya leche y miel, ni nos has dado heredades de tierras y
viñas. ¿Sacarás los ojos de estos hombres? No subiremos” (Números
16:13-14). Entonces, el siervo de Dios que siempre estaba intercediendo
por el pueblo, en esa ocasión, oró a Jehová diciendo: “No mires a su
ofrenda; ni aun un asno he tomado de ellos, ni a ninguno de ellos he
hecho mal” (v. 15). Estos hombres habían llegado al límite de la
paciencia de Moisés.La situación era bastante tensa, en medio de un
desierto abrasador y un pueblo que se rebelaba contra la voluntad de
Dios. Por lo cual, era necesario detener el descontento antes que Jehová
los consumiera en un momento, por ser tan duros de corazón. Así que
Moisés les dijo: “En esto conoceréis que Jehová me ha enviado para que
hiciese todas estas cosas, y que no las hice de mi propia voluntad. Si
como mueren todos los hombres murieren éstos, o si ellos al ser visitados
siguen la suerte de todos los hombres, Jehová no me envió. Mas si Jehová
hiciere algo nuevo, y la tierra abriere su boca y los tragare con todas sus
cosas, y descendieren vivos al Seol, entonces conoceréis que estos
hombres irritaron a Jehová” (Números 16:28-30). Y dicen las Escrituras
que cuando Moisés calló, al instante, se abrió la tierra y todos los rebeldes
fueron tragados (pues ellos lograron llevar el descontento a toda la
congregación) y murieron más de veintitrés mil personas ese día. Pero la
intención de Jehová era acabar con todos ellos y levantar para sí un nuevo
pueblo.
La mortandad paró cuando Moisés, por iluminación del Espíritu, dijo a
aarón: “Toma el incensario, y pon en él fuego del altar, y sobre él pon
incienso, y ve pronto a la congregación, y haz expiación por ellos, porque
el furor ha salido de la presencia de Jehová; la mortandad ha comenzado”
(Números 16:46). Y dice que el sacerdote tomó el incensario, y se metió
entre los vivos y los muertos, como el que se mete en medio de la
balacera en un campo de batalla. Así se metió aarón en medio de la ira de
Dios y de gritos de pavor, llanto de dolor, gente que caía a un lado y otros
que corrían aterrados, mientras él, con el incensario en mano, atravesaba
el campamento herido. Mientras, Moisés intercedía con gran imprecación
delante de Jehová a que cesase la mortandad, y siendo el incienso tipo de
la expiación del ministerio de Cristo, Jehová oyó y la mortandad cesó.
Hecho así, después que enterraron a todos los rebeldes, y se tranquilizó
todo, Jehová entonces habló a Moisés y le dio una instrucción especial. Él
le mandó a que tomara una vara por cada casa de los padres de cada tribu,
y escribiera el nombre de cada uno sobre su vara, pero sobre la vara de
Leví escribiera el nombre de aarón. Luego, las doce varas serían
colocadas en el tabernáculo de reunión delante del testimonio, donde
Dios se manifestaría a ellos. Y la vara del varón que Jehová escogiera,
sería la que florecería. Con eso, Él haría cesar de delante de su presencia
las quejas de ellos, pues saldría la confirmación de la familia que sería
elegida para el santo sacerdocio. Así, cada jefe de familia de cada tribu
trajo su vara (doce varas en total) y la depositaron en la presencia del
Señor, y al día siguiente aconteció que la vara de Leví floreció y aarón
fue confirmado en el ministerio sacerdotal.aplicando esto a los creyentes,
y entendiendo que en Cristo hemos sido hechos “linaje escogido, real
sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios” (1 Pedro 2:9), como
lo fue la tribu de Leví en aarón, puedo decirte que Dios no te llamó a ti
simplemente para ocupar un banco en una iglesia. El Señor a cada
persona que llama no solamente lo libra del infierno y de la muerte y lo
traslada al reino de los cielos, por la redención en la sangre del Hijo, sino
que lo llama con un propósito. El Señor siempre salva con un fin, pues la
gracia se manifestó por una causa. La Palabra dice que Dios “a los que
predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también
justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó” (Romanos 8:30).
Todo lo que Dios hace, lo hace con un propósito, lo que llama la Biblia el
designio de su voluntad, la predestinación, el plan creado antes del
principio de los siglos (Efesios 1:11; Tito 1:2). Así que ahora mismo tú
puedes palparte y decir: «Yo estoy aquí en el reino, porque el Dios del
cielo se propuso en Él salvarme, para la alabanza de su gloria y para
mostrar en mí su clemencia, su amor y su misericordia. Pero antes que
todo, me llamó para desarrollar una función en su Cuerpo que es la
iglesia». Por eso, lo más importante para mí desde que creí, después de
mantener la comunión con mi Padre (haciendo de Él el todo en mi vida) y
servirle, es que me sea revelado el propósito por el cual yo fui llamado y
salvado de este mundo.Todos los santos fuimos llamados a servir y a
desempeñar una función en el Cuerpo. La palabra ministerio significa
servicio, y si todos fuimos llamados, todos debemos ser servidores en el
reino. Sabemos que unos son apóstoles, otros profetas, otros evangelistas,
otros pastores, maestros, etc. (Efesios 4:8, 11-12), y que también entre
ellos, muchos han sido apartados a tiempo completo para dedicarse a
Dios, de forma particular y exclusiva. Otros fueron apartados en forma
parcial, pues se dedicaban a algún tipo de empleo, pero en sentido
general, todos fuimos llamados a desarrollar un ministerio o a participar
en alguna función. Por eso el Señor derramó dones, ministerios y
funciones, que no es otra cosa que la gracia bendita de Dios manifestada,
a través del Espíritu Santo. Así que es muy importante para la iglesia, y
para el creyente, de manera individual, conocer acerca de lo que Dios
revela en este incidente.Hay muchas lecciones que espigar de esta
enseñanza, y lo primero que voy a decir es que nadie debe pugnar ni reñir
por tener un ministerio. En el ambiente donde yo me formé creen que “el
llamado” lo hace la iglesia. Por tanto, su énfasis es preparar individuos
(en el seminario) para servir a la iglesia, pero no al cuerpo de Cristo, sino
a la institución, lo que ellos llaman “estructura”. Esto último también es
un error, pues la iglesia de Cristo no es una estructura, aunque sí, la
iglesia debe estar organizada, pero no es una organización, sino un
organismo viviente en el que cada uno de sus órganos están funcionando
de manera coordinada, para que el Señor realice lo que Él quiere hacer.
Recuerdo que en aquel lugar, ellos enseñaban de manera enfática que
nos estábamos formando en el ministerio para servir a la institución. De
esta manera, había muchos que querían ganarse la buena voluntad de los
maestros para que dieran de ellos un buen reporte, y cuando se graduaran,
pudieran ser empleados por la organización. Entonces venía una etapa,
después de la graduación, en la que todos preguntaban: « ¿llamaron a
fulano? ¿Llamaron a perencejo?», porque las instituciones o campos
locales llamaban a los ministros de acuerdo a los criterios que ellos
tenían. Pero como no había cupo para todos, muchos temían graduarse y
luego quedarse desempleados, y por eso trataban de “servir al ojo”,
durante el período que estaban formándose, para ganarse la posición o
nombramiento. Como resultado, ellos se formaban para tener un empleo
y no para servir a Dios. De eso, alguien entre nosotros originó el siguiente
dicho: «el que busca un llamado de los hombres es porque no tiene el de
Dios». Y eso es una gran verdad.
Coré, Datán y abiram eran levitas, pertenecían a la tribu elegida por
Dios para ministrarle solo a Él, sin embargo, a sus ojos, lo que ellos
tenían no les era suficiente. Por eso, Moisés les dijo: “¿Os es poco que el
Dios de Israel os haya apartado de la congregación de Israel, acercándoos
a él para que ministréis en el servicio del tabernáculo de Jehová, y estéis
delante de la congregación para ministrarles…?” (Números 16:9), porque
ellos no eran sacerdotes, pero sí levitas. Toda la tribu de Leví fue llamada
a servirle a Dios, pero no todos los levitas eran sacerdotes; solamente la
familia de aarón. Los levitas trabajaban cargando el agua, sirviendo en
muchos menesteres en el santuario, pero ellos menospreciaban su
ministerio. ¿Cuántos hay que están enamorados del ministerio, de lo que
llamo “el romance del ministerio”? El romance es anhelar estar en el
púlpito, predicar -y ahora- mostrarse en televisión, ser popular, que lo
amen, que lo aprecien, que lo soliciten, que lo busquen, que le den honra,
etc. Los ministros somos honrados por Dios y por el pueblo que ama a
Dios, y hay quienes son atraídos por eso.
Lo segundo que aprendemos es que Dios es el que llama. No hay
necesidad de envidiar ni de altercar con otros por ministerio, pues el que
llama es Dios. Es una honra servirle a Dios, es una honra llevar sus
“vasos”, pero el que llama es Él. Cuando el Señor llama a una persona, da
señal de alguna manera de que Él lo llamó a desempeñar esa función. No
hay tal cosa como que Dios llame a alguien y pase desapercibido. Todo
aquel que Dios llama, lo hace reverdecer, florecer y dar frutos. Dios de
una manera u otra le hace ver a todos: «a ese lo llamé yo». No es
necesario buscar el destacarse y sobresalir, y mucho menos rebelarse
contra el liderazgo, contra aquellos que están en autoridad y que ya están
sirviendo (como era el caso de Moisés y aarón). Si usted es llamado, tarde
o temprano, el Dios del cielo se va a encargar de decirle a la
congregación de Jehová: «Este es mi sacerdote, este es mi ministro, a este
lo llamé yo». En el relato bíblico vemos que había un espíritu de rebelión,
de celos y envidia, y eso no viene del cielo. No hay necesidad de que
envidies el ministerio de otros, porque tú también has sido llamado por
Dios. Podemos decir que, en el contexto ministerial o funcional, Coré,
Datán y abiram no eran sacerdotes, pero sí eran levitas, pertenecían a la
tribu sacerdotal. Los levitas eran siervos de Dios, solamente que ellos no
ministraban en el culto y las ofrendas, sino que esa función se la dio
Jehová a los sacerdotes solamente. Los levitas no oficiaban, pero sí
facilitaban el trabajo a los sacerdotes. Pero tanto los sacerdotes como los
levitas tenían el mismo propósito: servir a Dios.Cuando nosotros venimos
a Dios, y somos llamados al ministerio, somos como esas doce varas
secas (y nuestro ministerio también) hasta que Dios hace su obra en
nosotros. Por tanto, nadie tiene de qué gloriarse. Hay un principio del
reino que dice que Dios no llama a nadie capacitado, todo lo contrario, Él
lo capacita incapacitándolo. Cuando yo estaba en el seminario escuché
con frecuencia que decían que Dios usó más a Pablo que a Pedro, porque
Pablo estaba más capacitado que Pedro, pero hoy entiendo que eso es
totalmente falso. Él no usó más a Pablo que a Pedro, por su capacidad,
todo lo contrario, Pablo sufrió más que Pedro porque tuvo más que
desaprender.ahora podemos entender mejor por qué Pablo dijo: “Aunque
yo tengo también de qué confiar en la carne. Si alguno piensa que tiene
de qué confiar en la carne, yo más: en cuanto a celo, perseguidor de la
iglesia; en cuanto a la justicia que es en la ley, irreprensible. Pero cuantas
cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de
Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la
excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual
lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Filipenses
3:4- 8). Pablo tuvo que desaprender totalmente todo lo que aprendió con
Gamaliel, como Moisés tuvo que desaprender todo lo que aprendió en la
corte de los egipcios. Cuando Dios llamó a Moisés, él le dijo: “¡Ay,
Señor! nunca he sido hombre de fácil palabra, ni antes, ni desde que tú
hablas a tu siervo; porque soy tardo en el habla y torpe de lengua. (...)
¡Ay, Señor! envía, te ruego, por medio del que debes enviar” (Éxodo
4:10,13). Dios cuando va a elegir a un hombre, primeramente lo busca
incapaz, para que nadie se jacte en Su presencia.
Me imagino que si tú hubieses estado en el lugar de Jesús, no hubieras
elegido ni a Pedro, ni a Santiago ni a Juan como tus discípulos; hombres
del vulgo, pescadores en el mar de Galilea. Mucho menos hubieses
escogido a Mateo que era un publicano, visto como ladrón, para honrarlo
en el ministerio, tampoco a todos los demás, pero el Señor así lo hizo.
Cuando Dios llama a alguien lo llama para hacer una obra nueva, pues Él
no edifica sobre un fundamento humano. Por eso le dijo a Jeremías:
“Mira que te he puesto en este día sobre naciones y sobre reinos, para
arrancar y para destruir, para arruinar y para derribar, para edificar y para
plantar” (Jeremías 1:10). Por tanto, lo primero que Dios hace es que te
arranca todo lo que aprendiste de los hombres (humanismo,
intelectualismo, etc.), para luego comenzar a edificar lo suyo en
ti.Todavía hoy, no conozco a un ministro, en persona ni en las Escrituras,
que haya venido capacitado a los pies de Cristo. Todos somos varas
secas. Con esto no digo que el Señor menosprecie lo que hacen los
hombres o que algunas cosas no sean beneficiosas, claro que sí, para lo
secular tienen reputación y son de gran utilidad, pero en las cosas de Dios
no. Para ver, creer y entender al Señor, tenemos que poseer sentidos
espirituales; la carne no tiene parte ni herencia en el reino de los cielos.
Por tanto, no tomes tus ojos naturales para ver algo que pertenece o está
relacionado con la obra de Dios, porque lo espiritual es invisible a esos
ojos. Hay algo que está muy claro aquí y es que la vara que reverdeció la
hizo reverdecer el Señor. Cuando vienes al ministerio no vienes florecido,
aunque seas el psicólogo más consultado, el teólogo más reputado o el
filósofo más escuchado, porque en el reino sólo representas un palo que
golpea las piedras y levanta polvo del camino. En ti, por ti mismo, no hay
vida. Por ejemplo: un cero a la izquierda equivale a nada; y si lees en un
termómetro de mercurio la ausencia del calor, verás que la unidad de
temperatura desciende totalmente hasta llegar a menos cero, y si continúa
descendiendo todos los números serán negativos. Pues, fíjate, así estamos
tú y yo, bajo cero, que para llegar a Dios tenemos que desplazarnos hacia
arriba, pasar el cero y subir, subir y subir muy alto, hasta llegar a sus
alturas.
Por tanto, si tú estás capacitado, y en cierta manera, te sientes
“enriquecido” por el montón de títulos que has podido lograr, déjame
darte una noticia: En el reino de los cielos eres más pobre que aquel que
no ha podido obtener ni siquiera el diploma de primaria. ¿Por qué?
Porque vas a tener que desaprender para aprender. Ser un profesional
según los hombres es algo de valor y muy beneficioso, pero en Dios es
como la armadura de Saúl, que impide pelear bien las guerras de Jehová
(1 Samuel 17:38). David le dijo a Saúl: “Yo no puedo andar con esto,
porque nunca lo practiqué” (1 Samuel 17:39), y quitándosela de encima,
tomó su cayado y escogió cinco piedras lisas del arroyo, y las puso en el
saco pastoril, y con su honda en su mano, se fue a enfrentar al filisteo (v.
40). El hijo de Isaí prefirió ir de esta manera, porque al final de cuentas
sabía que no era ni la armadura ni la honda lo que le darían la victoria,
sino el nombre de Jehová de los Ejércitos, pues “las armas de nuestra
milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de
fortalezas” (2 Corintios 10:4).
No es la sabiduría de este siglo, ni los príncipes de este siglo los que
hacen sabio al sencillo. Al contrario, ese es uno de los grandes problemas
que el ministerio cristiano está enfrentando hoy. Muchos acuden a los
seminarios para prepararse y poder servir al Señor, y ocurre a veces que
el seminario en vez de capacitarlos los incapacita, pues en lugar de fe,
aprenden incredulidad y en lugar de devoción, aprenden confianza en su
preparación teológica. Por ejemplo, hay quienes tienen doctorados en
teología, pero cualquier niño les puede enseñar las Escrituras, porque
saben un montón de letras, pero no poseen ni la “F” de fe. Ellos no
pueden inspirar a nadie, porque están secos como el desierto. No tienen
nada espiritual, pues el Señor no ha pasado por ahí ni ha caminado con
ellos, son varas secas.Por lo cual, Dios no toma nada humano para hacer
algo de él, pues lo suyo es santo, justo, verdadero y está en otra
dimensión que no es la humana. El evangelio viene a cambiar el hombre,
no a tomarle alguna cosa prestada. El reino de los cielos no necesita
ninguna realización humana para hacer algo divino. Sabemos que la
enseñanza del evangelio es que el hombre es trapo de inmundicia, cojo,
miserable, ciego y desnudo. Por eso, el Señor le dice: “yo te aconsejo que
de mí compres oro refinado en fuego” (Apocalipsis 3:18) que simboliza
excelencia. Así que si quieres ser un ministro, un servidor en el reino de
Dios, despójate, abre tus ojos y mira lo que eres, una vara seca, y luego
dile a Dios: « ¡Méteme en tu santuario y hazme reverdecer!».Hay cuatro
cosas que ocurrieron con la vara del ministerio que Dios había elegido,
como cuatro cosas suceden cuando Dios llama a un hombre. Lo primero
que ocurre es que reverdece, señal de vida, fuerza y juventud. El Señor te
llama al ministerio y hace que de ti empiece a brotar el verdor, la vida, la
fuerza y el poder de Dios. Lo segundo que le sucede a la vara es que
florece. En muchas plantas, la flor es el órgano sexual reproductor, por lo
que donde hay flores seguro que veremos fruto. Se puede afirmar que el
futuro de un árbol está en que florezca y salgan renuevos. Dios hace
florecer y hace reverdecer el ministerio y luego salen los renuevos que
son los vástagos, como hablaron Isaías y Jeremías acerca de Jesús, el
Mesías: “renuevo de Jehová”, “renuevo justo” (Isaías 4:2; 53:2; Jeremías
23:5).Nota la siguiente expresión que dijo el profeta Isaías: “Saldrá una
vara del tronco de Isaí, y un vástago retoñará de sus raíces” (Isaías 11:1).
Cuando un tronco es cortado, lo que se espera es que se pudra o lo tomen
como leño para encender alguna fogata, pues ya de él no se espera nada.
Pero en el momento que del palo seco sale un renuevo, hay esperanza,
pues sabemos que hay vida. Jesús fue un renuevo que salió de un tronco
cortado, como vástago de Dios, y por Él, de nosotros también, siendo
varas secas, salió el verdor, brotó la vida, y han comenzado a salir las
flores, señal de que vendrá fruto. Después, seremos árboles frondosos, y
echaremos renuevos y más vástagos, hijos del árbol, como sucede ahora
con los ministerios que tienen discipulados, y están saliendo ramas, y más
renuevos, flores, y al final muchos frutos.
Lo tercero que salió de la vara de aarón fue fruto. Y ¿cuál fruto?
almendras. Quiere decir entonces que la vara provenía de un almendro.
La versión Biblia de Las Américas agrega algo más, y es que dice que la
vara produjo “almendras maduras” (LBA Números 17:8). Lo destaco
porque más adelante verás que Dios no pudo elegir otro árbol mejor para
representar su elección que el almendro.
Un ministerio poderoso en Dios comenzó como una vara seca, como el
de Jeremías. El profeta Jeremías era una vara seca, un niño que no sabía
ni hablar, como él mismo le dijo: “¡Ah! ¡ah, Señor Jehová! He aquí, no sé
hablar, porque soy niño” (Jeremías 1:6). Mas, Dios le dijo: “No digas:
Soy un niño; porque a todo lo que te envíe irás tú, y dirás todo lo que te
mandé. No temas delante de ellos, porque contigo estoy para librarte, dice
Jehová. Y extendió Jehová su mano y tocó mi boca, y me dijo Jehová: He
aquí he puesto mis palabras en tu boca” (vv. 7-9). En otras palabras,
Jehová le dice al profeta: «No digas que eres una vara seca, porque yo te
haré florecer, y pondré mi palabra en tu boca». Un ministro florece
cuando Dios pone su palabra en su boca, porque en la palabra está la
vida, está el fruto. Como el agua que baja del cielo y hace producir a la
tierra, y da fruto al que siembra y granos a los que almacenan, así es la
palabra de Dios, una buena semilla que fructifica donde quiera, pues hace
lo que Dios le mandó a hacer, y nunca regresa a Él vacía (Isaías
55:10,11).
La palabra es la que tiene vida, y nos hace renacer cuando florece en
nosotros. Ahora, nota lo que le dijo Jehová a Jeremías: “Mira que te he
puesto en este día sobre naciones y sobre reinos, para arrancar y para
destruir, para arruinar y para derribar, para edificar y para plantar”
(Jeremías 1:10). Pero también le dice: “¿Qué ves tú, Jeremías? Y dije:
Veo una vara de almendro” (v. 11). ¿acaso crees tú que es una casualidad
que cuando Dios llama al profeta siendo un niño, y éste se siente incapaz,
como una vara seca, Jehová le muestra una vara de almendro? El
almendro representa lo que es el ministerio de la Palabra de Dios. En lo
que a mí se refiere, puedo decir que cuando yo tenía dieciséis años
también Dios me mostró la vara de almendro. Yo iba a ser médico, tenía
todos los planes para entrar a la universidad y Dios me dijo: « ¿Qué ves
tú Radhamés?, y yo le dije: «Padre, veo una vara seca», mas Él me dijo:
«Sí, pero tú vas a florecer para mí, y yo pondré mi palabra en tu boca».
Por eso es que tengo mensaje de Dios, antes de eso, yo era simplemente
una vara seca que se estaba preparando para ser más seco, porque me
estaba disponiendo para vivir para mí, pero ahora estoy viviendo para
Dios.
En esta porción bíblica, el ministerio es representado con una vara de
almendro, y cuando conocemos este árbol nos damos cuenta por qué Dios
lo eligió para representar su llamamiento. Primeramente, el almendro se
adelanta a todos los demás árboles y florece comenzando el año, antes
que todos los demás. Así es un hombre llamado, se adelanta a los demás,
y florece como la vara de aarón floreció. Otra cosa interesante del
almendro es que echa las flores antes que las hojas, cosa muy extraña,
pues, entiendo que ese proceso se realiza a la inversa. Cuando Jesús
encontró a la higuera llena de hojas, pero sin frutos, la maldijo (Mateo
21:19). Asimismo, hay muchos que reverdecen pero es simplemente
apariencia, no encuentras nada en ellos. ¿Sabes cómo compara el escritor
de Eclesiastés al almendro cuando florece, por sus lindísimas hojas
blancas? Él dice que son como las canas de los ancianos (Eclesiastés
12:1-5). ¿Y de qué nos hablan las canas de los longevos? De madurez, de
virtud, de pureza, de honra (Tito 2:2-5). Así como el almendro florece
antes que todos los árboles, todo aquel que tiene un ministerio del Señor,
florece donde nadie florece, y brota primero que todos, porque es vara de
Dios. El Señor llama al ministerio para florecer, porque tiene su vida y su
propósito. Cuando Dios pone su propósito en ti, todo lo que es de Él tiene
que adelantarse como el almendro, no con hojas, pero sí con flores.
Jehová le dijo a Jeremías: “Bien has visto; porque yo apresuro mi
palabra para ponerla por obra” (Jeremías 1: 12). ¿Sabes qué significa
esto? aquí hay un juego de palabras, porque la palabra almendro significa
en hebreo “velar”, pero también significa “amanecer” (la primera parte
del día). Por lo que, dicho de otra forma, Dios le dice al profeta: «Bien
has visto, pues así de rápido tu ministerio de la palabra va a florecer,
porque yo velo por mi Palabra hasta que se cumpla». El almendro (hebreo
shaqed) aseguraba al profeta Jeremías que Dios no estaba dormido, sino
que velaba (hebreo shoqed) para apresurar su palabra y hacerla cumplir.
En otras palabras, de la manera que el almendro se adelanta a los demás
árboles en su florecimiento, así la Palabra de Dios se iba a adelantar, pues
Él la apresuraba, para que produzca y florezca. ¡Qué glorioso es ser
ministro de Dios! Florecemos, no simplemente para ser señalados entre
diez mil y que la gente sepa que somos llamados por Dios, sino que
florecemos para traer Su fruto. Nuestro florecimiento es la Palabra, y sus
frutos son las obras magníficas que realizamos en el nombre de Jesús y el
Padre nos las concede (Juan 15:16).
ahora, hay una cosa importante que llama mi atención, y es que Dios
mandó a que las varas sean puestas en su presencia, adentro, en el
tabernáculo. Dios pudo ordenar que se presenten todos los príncipes, cada
uno con su vara y luego reverdecer la de aarón, a la vista de todo el
pueblo. Mas, Él no lo hizo así, sino que ordenó que sean colocadas en el
santuario, por lo que entiendo que ningún ministerio florece fuera de la
presencia de Dios. Esa vara reverdeció porque estaba delante de Él. Las
varas que son llamadas por Dios reverdecerán en su presencia. ¿Cuántos
hay que están tratando de florecer de otras maneras? Bebiendo de la savia
de los hombres, del humanismo y la teología filosófica que ha invadido a
la iglesia. Por eso muchos están secos o, posiblemente, dando una
apariencia de que están florecidos, como la higuera, pero lo que tienen
son solo hojas. Mas, la vara que hace florecer Dios, no tan sólo recobra la
vida, sino que se llena de flores, da renuevos y frutos incluso ya maduros.
Una almendra verde es sumamente amarga, pero las maduras son
exquisitamente dulces y sabrosas. Un ministerio para Dios reverdece, y
luego salen los renuevos, señalando no solamente que está floreciendo,
sino que se está reproduciendo. Ahora, si falta el fruto, para nada sirve.
¿Para qué un árbol reverdece y echa flores, si no tiene fruto? Jesús dijo
que por el fruto se conoce el árbol, no por las hojas (Mateo 12:33).
También dijo que lo que agrada a Dios es el fruto (Juan 15:2, 5,8), por
eso es que quiere que llevemos Fruto (treinta), más fruto (sesenta), y
mucho fruto (cien por ciento), en eso es glorificado el Padre (Mateo
13:23). Quiere decir entonces que mi Padre celestial quiere que yo me
reproduzca al cien por uno. Él no quiere que me quede al treinta, ni que
me quede al sesenta, sino que mi ministerio llegue al cien por uno, para
que todo el que se acerque a mi árbol reciba sombra y fruto, y sea
alimentado. Nunca veremos un árbol comiendo sus propios frutos, el
árbol da frutos para que se los coman otros. Si nadie los toma, caen, y los
consume la tierra, los pájaros u otros animales e insectos. Quién coma de
nuestros frutos no debe ser nuestra preocupación, sino fructificar como
quiere el Señor.
Las cuatro fases que sufrió la vara seca de aarón en su transformación a
rama reverdecida, florecida y parida, ocurrieron de un día a otro
(Números 17:8), lo cual no es el proceso natural de un árbol. Eso sucedió
porque Dios quería mostrar algo y no podía dejar que pasen muchos días,
pero para que haya fruto en un árbol deben darse ciertas fases de
crecimiento. Un árbol primero reverdece, después echa flores, luego
brotan sus renuevos y por último da el fruto. Por tanto, la primera
enseñanza es que en Dios tenemos que pasar por un proceso; y lo
segundo es que transcurre un tiempo, como pasaron las varas secas un día
en la presencia de Dios.
¡Cuánto sucede en nuestras vidas en una noche con Dios! Un ministro
llamado aprovecha más en un día con Dios que mil años aprendiendo de
los hombres. En mi experiencia personal, duré muchos años aprendiendo
de los hombres y lo único que conseguí fue incapacitarme para aprender
de Dios. Recuerdo que yo, decepcionado, lloraba como un niño, hasta un
día que le dije al Señor: «Padre mío, ¿por qué otros que comenzaron
después que yo se han ido adelante y yo todavía estoy aquí, en medio de
este dolor y esta frustración?» y Él me respondió: «Porque ellos no tienen
casi nada que desaprender, en cambio tú tienes que dejar todo ese arsenal
de información que te dieron los hombres». ¡Cuánto tiempo perdido! Un
día con Dios no son necesariamente veinticuatro horas. Cuando la Biblia
habla del día de Jehová o del tiempo de Jehová, no se refiere a un tiempo
de veinticuatro horas, sino de un tiempo con Él. La vara para reverdecer
necesitó de ese tiempo. El que hace florecer es Dios, y el que produce el
fruto también es Él. El hombre no puede hacer florecer un árbol seco,
solamente el Creador tiene esa capacidad, pero se la da a aquellos que Él
llama. Por tanto, NADIE CRECE, SINO EN LA PRESENCIA, NADIE
REVERDECE SINO EN LA PRESENCIA, NADIE FLORECE, SINO
EN LA PRESENCIA, NADIE DA FRUTO, SINO EN LA PRESENCIA.
Luego que Moisés mostró la vara al pueblo, y con ello definió a quién
Dios tenía por digno de su llamamiento (a aarón), Jehová le dio otra
instrucción. Entonces, Moisés sacó todas las varas de delante de Jehová y
les retornó a cada uno de ellos, excepto a aarón (Números 17:9), porque
Jehová le había dicho: “Vuelve la vara de Aarón delante del testimonio,
para que se guarde por señal a los hijos rebeldes; y harás cesar sus quejas
de delante de mí, para que no mueran” (Números 17:10). Esa vara que
reverdeció delante de Su presencia en el tabernáculo del testimonio, ahora
Jehová quería que permaneciera adentro, en el arca con Él. Entiendo
entonces que lo de Dios no está en exhibición, sino para testimonio.
Jehová no quiso que la colocara al lado del arca, sino adentro, porque de
ahí es que sale su gloria, su shekiná, su unción. ¡Qué tremenda enseñanza
para los hombres que florecen! Los ministros de Dios no estamos en una
vitrina para ser vistos de los hombres, sino que después que florecemos
tenemos que quedarnos en oculto, para ser su testimonio: a la vista de
Dios, pero fuera de la mirada de los hombres.
Hoy, tristemente, el ministerio se ha utilizado para exhibición, cuando
en realidad ha florecido para testimonio del Dios vivo. Pablo dijo:
“habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui
recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad.
(…)… y no era conocido de vista a las iglesias de Judea, que eran en
Cristo; solamente oían decir: Aquel que en otro tiempo nos perseguía,
ahora predica la fe que en otro tiempo asolaba. Y glorificaban a Dios en
mí” (1 Timoteo 1:13; Gálatas 1:22-24). ¿Qué hacía la gente? Glorificaba
a Dios en él, no a su persona. Hoy no sucede así, pues apenas
comenzamos a florecer, nos damos a conocer, y repartimos tarjetitas de
presentación, volantes de promoción donde nos presentaremos, y un
listado largo de referencias y títulos, para mostrar quienes somos. Si
navegamos en la Internet para conocer algunos ministros, lo primero que
vemos cuando se abre su página es la foto de ellos y todo lo que hace su
ministerio, y a veces al Señor ni se menciona. Eso me indica a mí que no
es Dios el que lo ha hecho florecer, porque cuando Dios hace florecer, lo
esconde en el arca, tipo de presencia, para sacarlo luego como testimonio.
Mas, yo prefiero ser una vara seca en la mano de Dios, que una florecida
para ser exhibida por los hombres. Yo quiero florecer para servir de
testimonio de que el ministerio mío viene de Dios, y que Jesucristo es el
mismo ayer, y hoy, y por los siglos (Hebreos 13:8).
¡Qué interesante es ver que el ministro reverdece, florece y produce
fruto, manteniéndose oculto en la presencia de Dios! Nota que el Señor
Jesucristo cuando querían hacerlo rey se escondía (Juan 6:15). También,
cuando entró a Jerusalén y la gente con ramas de palmera salió a
recibirle, clamaban: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del
Señor, el Rey de Israel!” (Juan 12:13); la multitud se iba tras él, y había
quienes le rogaban a los discípulos diciéndole: “... quisiéramos ver a
Jesús” (Juan 12:20-21). Pero cuando ellos se lo dijeron al Señor, él no les
dijo a sus discípulos: «Pero, ¿qué hacen que no los han hecho pasar?;
rápido traigan esos hombres a mí, no los hagan esperar. Entiendan que
son gente importante que viene a conocerme, ¿dónde están? ¡Eh, estoy
aquí! ¡Shu-shu, muévanse, quítense del medio, abran paso por favor, ¿no
ven que me buscan? ¡eh, aquí estoy!» Tampoco la Palabra dice que salió
al encuentro de ellos, con los brazos abiertos y esbozando una sonrisa de
político, tratando de conquistar prosélitos, ¡no! Él se detuvo en medio del
camino y levantó sus ojos al cielo, adorando a quien pertenece toda la
gloria, y todo el honor y exclamó: “Ha llegado la hora para que el Hijo
del Hombre sea glorificado. (…) Padre, glorifica tu nombre” (Juan
12:23,28). Jesús desvió la alabanza hacia Dios, por eso se oyó una voz
del cielo que dijo: “Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez” (Juan
12:28). La epístola a los Hebreos dice: “Y nadie toma para sí esta honra,
sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón” (Hebreos 5:4), y en
seguida dice: “Así tampoco Cristo se glorificó a sí mismo haciéndose
sumo sacerdote, sino el que le dijo: Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado
hoy” (v. 5). Quiere decir que él glorificó al que lo llamó al ministerio, y
toda su vida fue para dar testimonio de aquel que lo llamó.
Hay tres cosas que Jehová pidió se colocaran dentro del arca: el maná,
la vara de aarón que reverdeció, y las tablas del pacto (Hebreos 9:4). Esas
mismas cosas señalan a Cristo como: el maná escondido (Juan 6:58;
Apocalipsis 2:17); el renuevo (la vara) sin parecer ni hermosura para que
le deseemos (Isaías 53:2) y el Cordero Inmolado, cuya sangre sin mancha
y sin contaminación, representa el nuevo pacto (1Pedro 1:19; 2 Corintios
11:25; 2 Corintios 3:6). ¡Oh, bendito Dios! así estaba Jesús como raíz,
escondido, como todo ministro debe estar oculto de los hombres, pero a
la vista de Dios, para que sus ojos estén sobre el ministerio y lo haga
florecer, y le dé más y más, y más. En cambio, hoy no esperamos que
Dios sea el que testifique de nosotros, sino que usamos los medios
propagandísticos, para que la gente sepa quiénes somos. Puede que tú le
preguntes a alguien: ¿Conoces al pastor Juan Radhamés Fernández? Y él
te responda: «No, nunca he oído de él», y yo digo: « ¡Gracias Padre,
porque los hombres no me conocen, pero tú sí sabes quién soy!».
UN MINISTERIO NO SE MIDE POR LA CANTIDAD DE ÉXITO
VISIBLE, O LO CONOCIDO QUE PUEDA SER, SINO POR EL
GRADO DE HONRA QUE DÉ AL NOMBRE DEL SEÑOR. Cuando
Dios hizo reverdecer a Jesús, salió del sepulcro victorioso diciendo: “Yo
soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto,
vivirá” (Juan 11:25). Cuando María lo encontró, lo quiso detener, pero Él
le dijo: “No me toques, porque aún no he subido a mi Padre; mas ve a mis
hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a
vuestro Dios” (Juan 20:17). En otras palabras: «Este es un momento de
gloria, no voy a estar con ustedes ahora, sino que iré después a Galilea.
Ve y di a mis hermanos que primero voy a mi Padre, pues florecí y tengo
que presentarme a Él como testimonio». Así tú, ¡ocúltate de los hombres,
escóndete, guárdate, sal de la vista! Nosotros no somos nuestros, mi
hermano, somos de Dios, y cuando un vaso cumple con su deber, el
Señor le dice: «Ya te usé, ven ahora, métete conmigo, te sacaré la
próxima vez que te vaya a usar». Somos de Dios, no somos de los
hombres, y ese es el precio que hay que pagar por ser de Él.
aprendamos de Jesús. Cuando sus hermanos le dijeron: “Sal de aquí, y
vete a Judea, para que también tus discípulos vean las obras que haces.
Porque ninguno que procura darse a conocer hace algo en secreto. Si
estas cosas haces, manifiéstate al mundo” (Juan 7:3-4), él les respondió:
“Mi tiempo aún no ha llegado, mas vuestro tiempo siempre está presto.
Subid vosotros a la fiesta; yo no subo todavía a esa fiesta, porque mi
tiempo aún no se ha cumplido” (Juan 7:6,8). Cuando un ministro se
gobierna a sí mismo va donde quiera, y hasta se aparece sin invitación, y
dice: «aquí estoy yo». Su tiempo siempre está disponible para toda
actividad, porque su interés es darse a conocer, mostrarse, pero la vara de
aarón no era para ser vendida ni exhibida, era un testimonio del
sacerdocio de Dios. Jehová no te honra en el ministerio para hacerte
grande, ni para darte a conocer, sino para que seas de Él. La honra de
Leví era Dios (Josué 13:33), como la honra de un ministro es Dios. El
ministro que no conoce la honra de Dios no sabe cuál es su riqueza.
Observa que cuando traían las diferentes ofrendas y mataban el animal,
del Cordero había una parte presentada a Dios, y otra parte que se la
comía el sacerdote (Deuteronomio 18:1). Dios compartió todo con los
sacerdotes, los diezmos, la herencia, las ofrendas del pueblo, como
diciéndole a Leví: «Las otras tribus tendrán herencia en la tierra, pero tú
me tendrás a mí; esa es tu honra y tu riqueza». El ministro no fue llamado
a andar por ahí, buscando aplausos ni halagos, ni ningún reconocimiento
(¡qué ungido eres tú; qué elocuente, no hay quien hable como tú!), para
que no ande envanecido, pues como bien dijo el apóstol Pablo: “…
¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo
recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1
Corintios 4:7). Por eso, yo quiero estar adentro, allá, escondido en Él,
para ser un testimonio oculto de servicio, y la gloria sea de Dios. La
riqueza de un ministro es Dios, la herencia de un ministro es Dios, la
recompensa de un ministro es Dios. El que no se conforme o quiera más
que eso no ha entendido el valor de ser llamado por Dios.
Sé que muchos ministros lo que han recibido del pueblo es dolor,
sufrimiento e incomprensión, como Jeremías recibió odio, azotes y
prisión (Jeremías 37:15). Si Jeremías hubiese estado pendiente a lo que el
pueblo le pudiese dar, no hubiera podido levantar la voz, por la aflicción
que estos le causaban. Mas, cuando el profeta se iba y se ocultaba,
encontraba consuelo y gozo en aquel que lo llamó y lo floreció. ¿Qué
recibió Pablo, sino azotes sin medida, cárceles, prisiones, peligros en el
mar, amenazas de muerte de su propia nación, oposición de los hermanos
de algunas iglesias a su apostolado? ¡Cuántas cosas le hicieron al apóstol!
Pero él no buscaba lo suyo, sino la honra de aquel que lo llamó. El
mensaje para los creyentes es el mismo: “Porque el amor de Cristo nos
constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos
murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí,
sino para aquel que murió y resucitó por ellos […] Con Cristo estoy
juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que
ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y
se entregó a sí mismo por mí” (2 Corintios 5:13-14; Gálatas 2:20).
Digamos nosotros también: ya no vivo yo, pues estoy oculto y enterrado,
para que viva Cristo en mí. Ya no me veo yo, sino el que me honró.
¿Cómo es posible que una vara seca, que por misericordia la hicieron
reverdecer, ahora quiera estar en el medio exhibiéndose y quitándole la
gloria al Rey? El pueblo de Dios tiene que orar por nosotros los
ministros, pues hay mucha deshonra y pleitos en el ministerio, de gentes
que dicen, como le dijeron a Moisés y a aarón: “¡Basta ya de vosotros!
Porque toda la congregación, todos ellos son santos, y en medio de ellos
está Jehová; ¿por qué, pues, os levantáis vosotros sobre la congregación
de Jehová?” (Números 16:3). Es difícil ahora encontrar el espíritu de
aquellos santos, hombres que se ocultaban en Dios, para que el que
brillara fuera el Señor. Es cierto que tenemos un llamado para estar al
frente, pero también no hemos de temer dejar el lugar, para estar delante
del Rey. Nuestra salvaguardia es la obediencia. Cuando tú andas en
obediencia no tienes que preocuparte por nada, porque cuando Dios te
dice: « ¡Ocúltate!», Él mismo te hará saber en el lugar que debes estar, en
tal o cuál día, sin temor a errar, por lo que tú dirás: «Señor, como tú
digas». Aunque en ausencia tuya el pueblo haga becerros, no temas,
ocúltate. No digas: «Es que el pueblo se va a desviar…», ocúltate; «es
que el pueblo necesita al mensajero», ocúltate; «Pero, ¿quién le va a dar
la palabra?», ocúltate; «es que sin mí las cosas no van bien», ¡ocúltate!,
porque el único que tiene que ser visto es Dios. En el desierto, por
cuarenta años estuvo Jehová de los ejércitos en la columna de nube de día
y en la columna de fuego de noche (Éxodo 13:21) y el pueblo lo veía;
también el pueblo veía el maná que caía todos los días desde el cielo,
pero a Moisés Él lo llamaba al monte y lo ocultaba en Su presencia. El
salmista dijo que Jehová a los hijos de Israel notificó sus obras, pero a
Moisés sus caminos (Salmos 103:7).
Una de las grandes herencias que el ser humano ha recibido del pecado
de adán es la idolatría. A diario vemos cómo la gente corre detrás de los
artistas famosos, a quienes llama “ídolos”. La corriente de este mundo a
cualquier cosa (sea persona, animal o cosa) convierte en su “salvador”, lo
levanta, exhibe y reverencia. Entonces, algunos ministros dicen: « ¿Y por
qué a nosotros no nos hacen lo mismo, cuánto más si somos los hijos de
Dios?», y yo les digo, porque no hay nadie que se exhiba más que el
diablo. Ese es el espíritu que dice: “… sobre las alturas de las nubes
subiré, y seré semejante al Altísimo” (Isaías 14:14). Pero tú no, tu belleza
es Dios, y si Él aparece, apareces tú, porque estás en Él. El deseo del
apóstol Pablo era ser hallado en Él (Filipenses 3:8,9), y ese debe ser
nuestro deseo también, pues así renacemos, florecemos y damos fruto en
el secreto, delante del que nos hizo florecer.
No obstante, hay quienes dicen que el testimonio es darse a conocer,
algo totalmente contrario a lo que ya hemos visto. La vara fue mostrada,
pero luego fue guardada, para testimonio en el secreto con Dios. Si no lo
ves de esa manera, ve a los evangelios y lee cuántas veces Jesús despedía
a la multitud y luego se ocultaba a orar (Mateo 6:46; 14:23). Luego,
vemos a los apóstoles recorriendo las ciudades, haciendo milagros y
maravillas, pero cuando oyeron que la gente decía: “Dioses bajo la
semejanza de hombres han descendido a nosotros” (Hechos 14:11), y que
trajeron animales y guirnaldas para ofrecerles sacrificios (v. 13), ellos
rasgaron sus ropas, y se lanzaron entre la multitud gritando que no lo
hagan (v. 14).Cuando la gente ve el poder de Dios manifestado en
algunos hombres, los idolatran, y eso solo acarrea confusión y caída.
Recuerdo que cuando aquel evangelista famoso cayó y confesó llorando
su pecado, se lamentaba y decía que hubiese podido vencer esa debilidad
antes, si la hubiera confesado a la iglesia, para que sus hermanos orasen y
le ayudaran a vencer esa atadura que traía desde su niñez. Pero como se
había engrandecido y todos los ministros venían a él, por ser la “estrella
que más brillaba”, se consideró a sí mismo un hombre muy elevado para
pedirle consejo a otros. ¿Sabes quién tiene una gran responsabilidad en
que estas cosas ocurran? El pueblo que idolatra a los ungidos y anda
corriendo detrás de ellos, y halagan al que canta bonito, adulan al que
salmea, lisonjean al que predica, y veneran al que tiene el don de sanidad.
Andan detrás de ellos para adorarles, como los licaonianos a los apóstoles
(Hechos 14). Pero cuando Bernabé y Pablo oyeron eso, gritaron a la
multitud: “Varones, ¿por qué hacéis esto? Nosotros también somos
hombres semejantes a vosotros, que os anunciamos que de estas
vanidades os convirtáis al Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra, el mar,
y todo lo que en ellos hay” (v. 15). Así también a nosotros nos ha llegado
la hora de lanzarnos sobre ellos, y gritarles: « ¡No, no, por amor a su
nombre, no lo hagan, yo soy un hombre semejante a ustedes, adoren a
Dios! ». Algunos dicen al ser halagados: «Pobrecitos, es que nos aman y
no saben lo que hacen», pero yo digo, sí saben lo que hacen, eso no es
más que un espíritu de idolatría que los lleva a adorar a las criaturas antes
que a Dios. Sin embargo, pienso que peor es aquel que lo permite y
alimenta el monstruo del yo. ¡Bienaventurado aquel que está alerta para
decir: «No, a mí no, yo soy un hombre, alaben a Dios»!¿Te digo algo?
Nadie está libre de la idolatría, y cuando digo nadie es ninguno. Ni Juan,
el discípulo amado, fue exento de estas cosas. El que se recostaba en el
pecho de Jesús y que por tanto tenía mejor intimidad; al que se le mostró
el Apocalipsis y lloró porque no había nadie digno de desatar los sellos;
el que oyó que solamente había uno digno, el León de la tribu de Judá; el
que vio la visión en la que todos decían: « ¡Gloria al Cordero! ¡Gloria al
Cordero!» y vio a Jesús; pero no vio en el cielo a Pedro diciendo: «a mí
me crucificaron con la cabeza para abajo por causa del Señor», sino que
todos decían « ¡Gloria al Cordero! ¡Gloria al Cordero!» Tampoco vio que
se levantara Pablo diciendo: «Miren todas mis cicatrices de tantos azotes,
miren las marcas de las cadenas», sino que oyó decir: « ¡Gloria al
Cordero! ¡Gloria al Cordero!»; el que escuchó a los veinticuatro ancianos,
los cuatro seres vivientes, los ciento cuarenta y cuatro mil, y que todos
adoraban al Cordero, ese hombre también falló. Y eso para mí es
contundente, pues Juan que vio todo eso, y que entendió que los únicos
que perseverarán son los que no adoran a la bestia ni a su imagen, sino al
Cordero, aún así, cuando vio al ángel en esa gran revelación se le tiró a
los pies para adorarlo, no una, sino dos veces. Entonces ese ser celestial,
al ver a Juan postrarse para adorarle, le dijo: “Mira, no lo hagas; yo soy
consiervo tuyo, y de tus hermanos que retienen el testimonio de Jesús.
Adora a Dios” (Apocalipsis 19:10). Quiere decir entonces que todavía le
faltaba a Juancito la vacuna contra la idolatría, para matarle ese germen
maldito que está en la carne, y que no puede ver tanta gloria y revelación
sin postrarse a adorar al que ha sido usado como instrumento, quitando la
vista de Dios, quien es el que realmente hace todas las cosas.
Nota que el ángel le habló a Juan de que él era consiervo de los que
retienen el testimonio de Jesús, por tanto, ¿para qué es el ministerio? Para
testimonio de Jesús; ¿para qué hay que predicar el evangelio a toda tribu,
pueblo, lengua y nación? Para testimonio. Pero yo no soy el testimonio,
sino aquel de quien Dios testificó (1 Juan 5:9-11). Dios no me dio el
testimonio para que lo tenga en mí, ni simplemente para honrarme, sino
para que yo sea un instrumento de Él, para llevar su gloria y darlo a
conocer, para que todos digan: ¡Gloria al Cordero que fue
inmolado!amado hermano y consiervo, tú eres una vara que ha sido
reverdecida, y has florecido, y llevas renuevos; una vara que ha
producido almendras, y éstas maduras. Por la gracia bendita del Señor
somos lo que somos, y tenemos que orar para que el Señor levante una
generación de ministros como los de aquellos días. Ellos florecían en la
presencia, y cuando estaban bien florecidos, seguían delante de la
presencia, para testimonio de la gloria de Dios. El Señor no quiere que le
hagamos culto a ningún ministerio ni a ningún hombre, pues hay quienes
no adoran a la bestia, pero adoran a la imagen. No te pierdas, la imagen
proyecta a la bestia. A veces estamos adorando imágenes que hemos
creado de los hombres. Y si Juan con toda esa revelación, no estuvo libre
de la idolatría, yo tengo que tirarme a los pies de mi Dios, y decirle:
«Señor, líbrame de la gloria humana a mí también».
El antídoto contra el germen de la idolatría, que reside en nuestra carne,
es recibir el testimonio de Jesús. Es mi deseo que Dios nos desanime de
la gloria humana, al punto de sentir un aborrecimiento por ella, pensando
en esto: No puedo recibir un honor que le pertenece a mi Señor o
consentir que me halaguen a mí y se olviden de Él. Yo quiero ser como
Jesús, que cuando lo estaban honrando, Él desviaba la gloria al Padre
diciendo: “Padre, glorifica tu nombre” (Juan 12:28); y cuando le pidió al
Padre que le glorificara era para luego glorificarle a Él (Juan 17:1). El
propósito de nuestra elección y llamamiento se logra solo cuando nuestro
ministerio honra a Dios y añade gloria a su alabanza.
Capítulo II

EL LLAMAMIENTO ES CONFORME AL
CORAZÓN DE DIOS
“Y yo me suscitaré un sacerdote fiel, que haga conforme a mi
corazón y a mi alma; y yo le edificaré casa firme, y andará
delante de mi ungido todos los días”
-1 Samuel 2:35

Tal como son los pensamientos del corazón de Dios, así es Él. El Señor
siempre actúa en conformidad con su carácter y nunca realiza nada que
no armonice perfectamente con su forma de ser. Nuestro Dios es fiel
consigo mismo, por lo que si hay algo que la Biblia revela
consistentemente acerca del Señor es su integridad para con su naturaleza
divina. Es notable por todas las Sagradas Escrituras el celo de Dios por
todo lo que es digno de Él, por eso, todas sus obras están en armonía con
sus atributos divinos. Por ejemplo, Él reina en santidad porque Él es
Santo; la justicia es el cimiento de su trono, porque Él es justo; su palabra
es verdadera porque Él es la verdad; y la fidelidad le rodea porque Él es
el Fiel y el Verdadero.
Lo que el salmista dice acerca de la Palabra de Dios es que la misma es
una manifestación de los pensamientos de su corazón. El dice: “La ley de
Jehová es perfecta, que convierte el alma; El testimonio de Jehová es fiel,
que hace sabio al sencillo. Los mandamientos de Jehová son rectos, que
alegran el corazón; El precepto de Jehová es puro, que alumbra los ojos.
El temor de Jehová es limpio, que permanece para siempre; Los juicios
de Jehová son verdad, todos justos. Deseables son más que el oro, y más
que mucho oro afinado; Y dulces más que miel, y que la que destila del
panal” (Salmos 19:7-10). La ley de Jehová es perfecta porque el Señor es
perfecto; el testimonio de Jehová es fiel, porque así es Él; los
mandamientos de Jehová son rectos, porque expresan su manera de ser; y
sus preceptos son puros, porque revelan la pureza de su carácter.
Cuando Moisés contempló su gloria en el Monte Sinaí, también oyó su
potente voz describiéndose a sí mismo: “¡Jehová! ¡Jehová! fuerte,
misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y
verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la
rebelión y el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al
malvado; que visita la iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los
hijos de los hijos, hasta la tercera y cuarta generación” (Éxodo 34:5-7).
Dios no solo está interesado en revelar sus atributos y carácter, sino que
es celoso con su naturaleza divina, y esto lo hace notable en toda la
revelación bíblica. Él no solo actúa siempre en conformidad con los
pensamientos de su corazón, sino que exige a los que son llamados a su
servicio a vivir en perfecta armonía con todo lo que es Su santidad.
Notemos, por ejemplo, la siguiente exhortación del apóstol Pedro:

“… sino, como aquel que os llamó es santo, sed también


vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito
está: Sed santos, porque yo soy santo. Y si invocáis por Padre a
aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada
uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación”
(1 Pedro 1:15).

¿Por qué debemos ser santos, según el apóstol? La respuesta es porque


el que nos llamó es santo y todo lo que está relacionado con Él también lo
es: Sus cielos son santos (Salmos 20:6); su templo es santo (Salmos
11:4); su morada es santa (Salmos 68:5); su monte es santo (Salmos 2:6);
su nombre es santo (Levítico 20:3); su camino es santo (Salmos 77:13);
como su ley y mandamientos son santos (Romanos 7:12). Por eso, la
santidad conviene a su casa (Salmos 93:5), pues nuestro Dios es santo,
habita en santidad, ama la santidad, demanda santidad y solo le agrada lo
que es santo. Del mismo modo, este principio es aplicable a cualquiera de
sus atributos divinos.
La creación testifica de esta verdad. Decimos con frecuencia que el
Señor creó todo de la nada, pero eso que llamamos “nada” en realidad es
el todo de Dios. Afirmo esto porque la Biblia enseña que el Creador se
tomó a sí mismo para crear todo lo que existe. Por ejemplo, Él tomó su
IMAGEN, para hacer al hombre (Génesis 1:26); también tomó su aliento
para impartir vida a adán (Génesis 2:7). Hay una PALABRA DE DIOS
en el sol, en la luna, en las estrellas; igualmente hay una Palabra suya en
el mar, en la flora, en la fauna (Génesis 1), “… él dijo, y fue hecho; El
mandó, y existió” (Salmos 33:9). El Creador tomó de la esencia de sí
mismo para crear todo lo que hay (Su voluntad, Su poder, Su sabiduría,
Su perfección, Su aliento, Su vida, etc.) y esta es la causa por la cual la
Biblia dice que Él puso su gloria en los cielos (Salmos 8:1). También
afirma que la tierra está llena de su gloria (Isaías 6:3), y que hizo todo
con sabiduría (Jeremías 51:15). Por tanto, “Los cielos cuentan la gloria de
Dios, Y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Salmos 19:1). Lo
que quiero enseñar es que Dios no creó ni una sola cosa de su creación
separadamente de Él.
Este principio de la conducta divina no se limita a la creación natural,
sino que Él actúa de la misma manera en la dimensión espiritual. Por
ejemplo, la Biblia dice que el hombre nuevo que Él creó en nosotros fue
“creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Efesios 4:24).
Las Escrituras afirman, además, que nuestro hombre espiritual es
participante de la naturaleza divina (2 Pedro 1:4). Nota lo que el apóstol
Pablo escribió a los efesios: “Yo pues, preso en el Señor, os ruego que
andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados…”
(Efesios 4:1). Pablo ruega a sus hermanos de Éfeso a andar como es
digno de la vocación a la cual fueron llamados. Esta forma de caminar,
según el apóstol, no es más que vivir conforme a la vida y naturaleza de
Dios, cuando actuamos: “… con toda humildad y mansedumbre,
soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor, solícitos en
guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Efesios 4:2-3).
Todas estas son virtudes o cualidades del carácter divino.
Escribiendo a Timoteo, el apóstol le dice: “… quien nos salvó y llamó
con llamamiento santo…” (2 Timoteo 1:9). ¿Por qué el llamamiento es
santo? La respuesta es simple: porque procede del Santo de los santos.
Charles Spurgeon dijo: «El que no es llamado primero a la santidad,
jamás ha sido llamado por Dios al ministerio». Esto no solo debe ser
dicho con relación a la santidad, sino también a la verdad, a la justicia, a
la integridad, etc. Si estudiamos todos los llamamientos que Dios hizo a
sus santos hombres en la historia bíblica, veremos que todos fueron
llamados a hacer algo específico para Dios, pero también a todos, sin
excepción, se les exigió hacerlo conforme al corazón, a la naturaleza y al
propósito divinos. Los que obraron de esa manera fueron aprobados por
el Señor, los que no lo hicieron, fueron desaprobados.
Es notorio en las Escrituras que Jehová dio testimonio de Moisés como
siervo suyo. Él destacó que Moisés fue el hombre más manso de la tierra
(Números 12:3); que no hubo profeta como él (Deuteronomio 34:10); y
que fue fiel como siervo en la casa de Dios (Hebreos 3:5). Mas, cuando
en su representación delante del pueblo, no actuó conforme al carácter de
Dios, y no santificó el nombre del Señor, fue desaprobado y castigado
(Deuteronomio 32:51-52). De la misma manera aconteció con David, a
quien Dios mismo señaló como un hombre conforme a su corazón (1
Samuel 13:14; 16:7; Hechos 13:22), al cual tampoco le encubrió su falta.
Cuando David tomó una mujer que no era la suya y mató a su esposo
(Urías heteo, un hombre leal), Jehová lo castigó severamente y sentenció
que la espada no se apartaría de su casa (2 Samuel 12:10). Aunque el
Señor perdonó a David, notemos lo que la Biblia dice acerca de la
reacción de Dios ante su pecado: “Mas esto que David había hecho, fue
desagradable ante los ojos de Jehová” (2 Samuel 11:27). Y cuando Dios
reprendió a su amado rey, a través del profeta Natán, le dijo: “Yo te ungí
por rey sobre Israel, y te libré de la mano de Saúl, y te di la casa de tu
señor, y las mujeres de tu señor en tu seno; además te di la casa de Israel
y de Judá; y si esto fuera poco, te habría añadido mucho más. ¿Por qué,
pues, tuviste en poco la palabra de Jehová, haciendo lo malo delante de
sus ojos? A Urías heteo heriste a espada, y tomaste por mujer a su mujer,
y a él lo mataste con la espada de los hijos de Amón. Por lo cual ahora no
se apartará jamás de tu casa la espada, por cuanto me menospreciaste, y
tomaste la mujer de Urías heteo para que fuese tu mujer” (2 Samuel 12:7-
10). Fíjate como el santo del cielo catalogó el pecado de David, en las
siguientes expresiones: “… tuviste en poco la palabra de Jehová,
haciendo lo malo delante de sus ojos (…) me menospreciaste” (v. 9,10).
El Señor considera un menosprecio y tener en poco su palabra
cuando, realizando un ministerio en su nombre, hacemos lo malo
delante de sus ojos. El adulterio, el homicidio, la injusticia, la traición y
la maldad obrada por David en perjuicio de Urías heteo, en nada
representaban el carácter y el corazón de Dios. El Señor rechaza con gran
desagrado, todo lo que se ministre para Él que no esté en armonía con su
pureza y santidad.
¿Por qué Dios consideró un menosprecio a su persona la conducta de
David? La respuesta está explícita: obrar en representación de Dios de
una manera contraria a quien es Él es un menosprecio a su persona. Hacer
algo indigno de Dios, ministrando en nombre del Señor es
menospreciarlo a Él. La razón es simple: los hombres creerán de Dios lo
que ven y oigan de los que fueron llamados a representarlo y a darlo a
conocer. Israel menospreciaba la ofrenda de Jehová en los días que
ministraban los hijos de Elí, porque ellos también la tenían en poco (1
Samuel 2:12-17). Cuando el ministerio sacerdotal de la casa de Elí le
falló al Señor, obrando en una manera que no era digna de su santo
llamamiento, Él anunció: “… yo me suscitaré un sacerdote fiel, que haga
conforme a mi corazón…” (1 Samuel 2:35). Por tanto, quiero invitarte a
que estudiemos juntos lo que es un llamamiento conforme al corazón de
Dios, a través de las siguientes enseñanzas bíblicas.

2.1 “¿Qué tengo yo con vosotros, hijos de Sarvia?”

“Entonces Abisai hijo de Sarvia dijo al rey: ¿Por qué maldice


este perro muerto a mi señor el rey? Te ruego que me dejes pasar,
y le quitaré la cabeza. Y el rey respondió: ¿Qué tengo yo con
vosotros, hijos de Sarvia?” - 2 Samuel 16:9-10

Antes de entrar en el tema, quiero decirte que este mensaje acerca de


los hijos de Sarvia, y otros, contenidos en esta obra, tienen un sentido
profético. Los mismos, Dios me los reveló en momentos proféticos, para
exhortar y revelar Su corazón. Este en particular, inicialmente el Señor
me lo dio para un ministerio radial, muy conocido en mi ciudad, y desde
entonces han transcurrido cerca de doce años, y es increíble cómo el
mismo reveló los pensamientos de muchos corazones (Lucas 2:35). De
hecho, cuando este mensaje fue ministrado causó tanta conmoción y
lágrimas que algunos no se atrevieron a predicar por días, pues sus
corazones fueron reprendidos.
Con todo, este mensaje fue grabado y reproducido y ha circulado por
muchos países, y he sabido que conocidos predicadores lo han oído y
también lo han predicado. Por lo cual, me siento honrado que hombres de
Dios prediquen mensajes que originalmente el Señor me los haya
revelado a mí. Solo pido que todo aquel que repita cualquiera de estos
mensajes sea sincero con esta palabra y se disponga de corazón a vivirla.
El que predica está comprometido con el mensaje que anuncia, pues
predicar este mensaje solo porque constituye una poderosa y sorprendente
revelación, y no desear vivirlo manifiesta automáticamente que tenemos
el espíritu de los hijos de Sarvia. Aclarado esto, entremos al tema en
cuestión.
En nuestro versículo tema, vemos que David responde al requerimiento
de abisai con una pregunta: ¿Qué tengo yo con vosotros, hijos de
Sarvia?” (2 Samuel 16:10). Sarvia era una mujer, hermana de David, la
cual tuvo tres hijos -Joab, abisai y Asael- (1 Crónicas 2:16), quienes
pertenecían al ejército de Israel, y eran considerados entre sus valientes.
Conozcamos primero a Joab, y luego a sus hermanos, en cada uno de los
incidentes donde la Biblia nos deja ver el perfil de estos hombres.
“Entonces se fue David con todo Israel a Jerusalén, la cual es Jebús; y los
jebuseos habitaban en aquella tierra. Y los moradores de Jebús dijeron a
David: No entrarás acá. Mas, David tomó la fortaleza de Sion, que es la
ciudad de David. Y David había dicho: El que primero derrote a los
jebuseos será cabeza y jefe. Entonces Joab hijo de Sarvia subió el
primero, y fue hecho jefe” (1 Crónicas 11:4-6). Nota que Joab llegó
primero a conquistar la ciudad de los jebuseos y por mérito militar y
valentía llegó a ser general del ejército de David, su tío. Veamos ahora la
segunda hazaña de Joab:

“Joab peleaba contra Rabá de los hijos de Amón, y tomó la


ciudad real. Entonces envió Joab mensajeros a David, diciendo:
Yo he puesto sitio a Rabá, y he tomado la ciudad de las aguas.
Reúne, pues, ahora al pueblo que queda, y acampa contra la
ciudad y tómala, no sea que tome yo la ciudad y sea llamada de
mi nombre. Y juntando David a todo el pueblo, fue contra Rabá, y
combatió contra ella, y la tomó. Y quitó la corona de la cabeza de
su rey, la cual pesaba un talento de oro, y tenía piedras preciosas;
y fue puesta sobre la cabeza de David. Y sacó muy grande botín
de la ciudad” (2 Samuel 12:26-30).

¡Qué gesto de lealtad tuvo Joab con su rey! Observa que la palabra
hebrea “Rabá” significa grande o grandeza, bien podemos aplicar
entonces que los pensamientos de este hombre eran conferir todo dominio
a su rey. Joab dijo con esta acción: « ¡Yo no quiero que la ciudad lleve mi
nombre, sino el nombre de mi rey! Toda la grandeza de mi conquista es
para él». Así pensaba Joab, con lealtad a favor de quien se esforzaba y
arriesgaba su vida. Él no quería para sí grandeza, logros ni conquistas,
sino para el rey. Confirmémoslo en este otro incidente:

“Conociendo Joab hijo de Sarvia que el corazón del rey se


inclinaba por Absalón, envió Joab a Tecoa, y tomó de allá una
mujer astuta, y le dijo: Yo te ruego que finjas estar de duelo, y te
vistas ropas de luto, y no te unjas con óleo, sino preséntate como
una mujer que desde mucho tiempo está de duelo por algún
muerto; y entrarás al rey, y le hablarás de esta manera. Y puso
Joab las palabras en su boca. (…) Entonces David respondió y
dijo a la mujer: Yo te ruego que no me encubras nada de lo que
yo te preguntare. Y la mujer dijo: Hable mi señor el rey. Y el rey
dijo: ¿No anda la mano de Joab contigo en todas estas cosas?” (2
Samuel 14:1-3, 18-19).

Destaquemos algunas cosas de este relato. Joab sabía que David estaba
muy deprimido por la ausencia de su hijo, después de la desgracia que
había sucedido en la familia. Ocurrió que Absalón había huido después
de haber dado muerte a su medio hermano, para vengar la honra de
Tamar su hermana a quien Amnón había violado (2 Samuel 13:22, 28). El
hijo de Sarvia vio que David quizás ni comía por estas cosas, y para
consolarle, tramó un plan para que el rey hiciera volver a su hijo sin que
con eso mostrare, digamos, una debilidad de carácter que no correspondía
a su dignidad como monarca. Por tanto, podemos afirmar que Joab
siempre estaba pensando en el bienestar del rey, y se compadecía y hacía
cosas para resolver sus problemas y evitarle tristezas. En este otro relato
notemos otra cualidad de Joab a favor de su líder:

“Volvió a encenderse la ira de Jehová contra Israel, e incitó a


David contra ellos a que dijese: Ve, haz un censo de Israel y de
Judá. Y dijo el rey a Joab, general del ejército que estaba con él:
Recorre ahora todas las tribus de Israel, desde Dan hasta Beer-
seba, y haz un censo del pueblo, para que yo sepa el número de la
gente. Joab respondió al rey: Añada Jehová tu Dios al pueblo
cien veces tanto como son, y que lo vea mi señor el rey; mas ¿por
qué se complace en esto mi señor el rey? Pero la palabra del rey
prevaleció sobre Joab y sobre los capitanes del ejército. Salió,
pues, Joab, con los capitanes del ejército, de delante del rey, para
hacer el censo del pueblo de Israel” (2 Samuel 24:1-4).
Hicieron el censo, Jehová se enfureció, y mandó una plaga y murieron
como setenta mil hombres (2 Samuel 24:14-15). Subrayemos ahora la
intervención de Joab, el cual trató de impedir que David hiciera algo en
contra de la voluntad divina, ya que sólo se contaba el pueblo cuando
Jehová así lo ordenaba, pues el único que tenía el derecho de saber su
número era Dios. El pecado de David con esta acción podía ser grave, tal
como él mismo lo definió, pues en última instancia fue una conducta
impropia de parte del rey, ya que sus victorias se las había dado Dios y no
la fuerza ni destreza de su ejército. Por eso, Joab le advirtió como
diciendo: « ¡Que Jehová aumente aún cien veces más del número de la
población de Israel y que tú lo puedas ver!, pero ¿para qué un censo? Eso
te traerá problemas». Este hecho nos muestra a un Joab preocupado por
los asuntos del reino, tratando de evitar que David pecara o que le
sobreviniera un gran dolor. Ahora miremos este hombre como militar, en
el siguiente relato:
“Viendo, pues, Joab que se le presentaba la batalla de frente y
a la retaguardia, entresacó de todos los escogidos de Israel, y se
puso en orden de batalla contra los sirios. Entregó luego el resto
del ejército en mano de Abisai su hermano, y lo alineó para
encontrar a los amonitas. Y dijo: Si los sirios pudieren más que
yo, tú me ayudarás; y si los hijos de Amón pudieren más que tú,
yo te daré ayuda. Esfuérzate, y esforcémonos por nuestro pueblo,
y por las ciudades de nuestro Dios; y haga Jehová lo que bien le
pareciere” (2 Samuel 10:9-12).

¡Tremendo estratega! Un hombre que sentía carga por la causa de


Israel, el cual peleaba sus guerras y se esforzaba y celaba las ciudades de
su Dios. Aplicando, podemos decir que este hombre era un siervo leal,
esforzado y valiente cuya vida exponía para su rey y que temía a Dios.
Ahora, mi pregunta es si Joab tenía tantas cualidades e hizo todas esas
cosas para complacer al rey, por qué David dice: “¿Qué tengo yo con
vosotros, hijos de Sarvia?” (2 Samuel 26:10). Antes de responder a esta
interrogante, conozcamos ahora a su otro hermano, el segundo hijo de
Sarvia llamado Abisai, el cual también era contado entre los valientes de
David. Veamos ahora una de sus hazañas:

“Además de esto, Abisai hijo de Sarvia destrozó en el valle de


la Sal a dieciocho mil edomitas. Y puso guarnición en Edom, y
todos los edomitas fueron siervos de David; porque Jehová daba
el triunfo a David dondequiera que iba. Reinó David sobre todo
Israel, y juzgaba con justicia a todo su pueblo. Y Joab hijo de
Sarvia era general del ejército, y Josafat hijo de Ahilud,
canciller” (1 Crónicas 18:13-15).

Es decir, Abisai era un hombre valiente, de logro militar y esforzado,


como sus hermanos. Él, junto con ellos, contribuía grandemente al reino
de David, para que Dios pudiera hacer lo que quiso hacer con el hijo de
Isaí. Mirémoslo en este otro incidente:
“Y se levantó David, y vino al sitio donde Saúl había
acampado; y miró David el lugar donde dormían Saúl y Abner
hijo de Ner, general de su ejército. Y estaba Saúl durmiendo en el
campamento, y el pueblo estaba acampado en derredor de él.
Entonces David dijo a Ahimelec heteo y a Abisai hijo de Sarvia,
hermano de Joab: ¿Quién descenderá conmigo a Saúl en el
campamento? Y dijo Abisai: Yo descenderé contigo” (1 Samuel
26:5-6).

¡Valiente ese Abisai! Él sabía que iba a arriesgar su vida, pero con
arresto y bravío se ofreció voluntariamente a acompañar a su rey.
Delineemos su carácter con este otro relato: “David, pues, y Abisai
fueron de noche al ejército; y he aquí que Saúl estaba tendido durmiendo
en el campamento, y su lanza clavada en tierra a su cabecera; y Abner y
el ejército estaban tendidos alrededor de él. Entonces dijo Abisai a David:
Hoy ha entregado Dios a tu enemigo en tu mano; ahora, pues, déjame que
le hiera con la lanza, y lo enclavaré en la tierra de un golpe, y no le daré
segundo golpe” (1 Samuel 26: 7-8). Nota la actitud de abisai, él pensaba
que había llegado el momento de que su rey, el ungido de Jehová, reine,
por eso no dudó en acompañarlo.
De hecho, este incidente no fue algo simple como decir que David
junto con uno de su ejército hizo un sencillo reconocimiento al lugar
donde acampaban sus perseguidores, no. Entrar al campamento enemigo
mientras éstos dormían era como “meterse en la boca del lobo” o
“ponerle el cascabel al gato”. Abisai estaba consciente del riesgo que
tomaba, por eso dijo que daría un golpe, uno solo, pero fatal y certero que
no necesitaría otro más. Sin embargo, David le respondió: “No le mates;
porque ¿quién extenderá su mano contra el ungido de Jehová, y será
inocente? Dijo además David: Vive Jehová, que si Jehová no lo hiriere, o
su día llegue para que muera, o descendiendo en batalla perezca,
guárdeme Jehová de extender mi mano contra el ungido de Jehová. Pero
toma ahora la lanza que está a su cabecera, y la vasija de agua, y
vámonos” (1 Samuel 26:9-11). David, que era el perseguido, no quiso
hacerlo, pero vemos a Abisai, que no era el objetivo ni el blanco de estos
enemigos, y no le importaba perder su vida al intentar matar a aquel que
quería impedir que su rey reinara.
Miremos la actuación de este valeroso hombre de guerra, en este otro
incidente: “Volvieron los filisteos a hacer la guerra a Israel, y descendió
David y sus siervos con él, y pelearon con los filisteos; y David se cansó.
E Isbi-benob, uno de los descendientes de los gigantes, cuya lanza pesaba
trescientos siclos de bronce, y quien estaba ceñido con una espada nueva,
trató de matar a David; mas Abisai hijo de Sarvia llegó en su ayuda, e
hirió al filisteo y lo mató. Entonces los hombres de David le juraron,
diciendo: Nunca más de aquí en adelante saldrás con nosotros a la batalla,
no sea que apagues la lámpara de Israel” (2 Samuel 21: 15-17). Esta
gente sabía lo que era cuidar la cabeza y defender el reino. Cuando Abisai
notó que su rey estaba cansado y que aquel gigante, con ferocidad, trataba
de matarle, salió en defensa de David, ayudándole y quitándole la vida al
descomunal filisteo. Y dice la Escritura: “Y Abisai hermano de Joab, hijo
de Sarvia, fue el principal de los treinta. Éste alzó su lanza contra
trescientos, a quienes mató, y ganó renombre con los tres” (2 Samuel
23:18).
Conozcamos ahora a Asael, el tercer hijo de Sarvia. Él era uno de los
treinta valientes del ejército de Israel bajo cuyo mando había veinticuatro
mil hombres (2 Samuel 23:24; 1 Crónicas 11:26; 27:7). Las Escrituras
describen a asael como un hombre sumamente veloz y aguerrido en las
batallas de Dios, muy similar a sus hermanos. Mirémosle en la última de
sus intervenciones, en la cual no obtuvo, tristemente, un buen fin:

“La batalla fue muy reñida aquel día, y Abner y los hombres de
Israel fueron vencidos por los siervos de David. Estaban allí los
tres hijos de Sarvia: Joab, Abisai y Asael. Este Asael era ligero de
pies como una gacela del campo. Y siguió Asael tras de Abner, sin
apartarse ni a derecha ni a izquierda. Y miró atrás Abner, y dijo:
¿No eres tú Asael? Y él respondió: Sí. Entonces Abner le dijo:
Apártate a la derecha o a la izquierda, y echa mano de alguno de
los hombres, y toma para ti sus despojos. Pero Asael no quiso
apartarse de en pos de él. Y Abner volvió a decir a Asael:
Apártate de en pos de mí; ¿por qué he de herirte hasta
derribarte? ¿Cómo levantaría yo entonces mi rostro delante de
Joab tu hermano? Y no queriendo él irse, lo hirió Abner con el
regatón de la lanza por la quinta costilla, y le salió la lanza por la
espalda, y cayó allí, y murió en aquel mismo sitio” (2 Samuel
2:17-23).
Asael, como hemos visto, era un soldado valioso para la armada de
David y fueron muchas las victorias que obtuvo para su reino. Sin
embargo, el intentar matar a Abner en aquel lugar que llamaron “Helcat-
hazurim” o “el campo de espadas” fue una osadía de parte del muchacho,
ya que los generales al mando de cada grupo -Joab y Abner- habían
decidido que solo los jóvenes pelearían en ese encuentro (2 Samuel 2:14).
Y a pesar que los hombres de David ganaron frente al ejército de Isboset,
hijo de Saúl, matando como a trescientos sesenta hombres, el cronista
bíblico destacó que al pasar revista al ejército de David faltaron
diecinueve hombres y asael (2 Samuel 2:30), destacando su nombre, por
lo que entendemos entonces que fue una gran pérdida.
En síntesis, muchas fueron las contribuciones de estos hombres,
valientes y meritorias, las cuales los llevaron a un merecido lugar de
honor en la guardia del rey. No obstante, insisto, por qué David dice de
ellos: “¿Qué tengo yo con vosotros, hijos de Sarvia?” (2 Samuel 16:10).
Mas, luego de haber visto tantas acciones valerosas de los hijos de Sarvia,
creo que ya estamos listos para dar respuesta a nuestra repetida pregunta.
Empecemos entonces analizando la misma interrogante.
Analicemos lo que significa la expresión “¿qué tengo yo con
vosotros?” La preposición “con” significa estar al lado de, juntamente,
unión, cooperación, por lo que entiendo que David quiso decir: « ¿Qué
relación tengo yo con ustedes, qué armonía, en qué me parezco yo a
ustedes; por qué estoy yo junto a ustedes, por qué ustedes están junto a
mí?» Expresión muy parecida a la que Jesús le dijo a su madre María,
cuando ella le pidió que hiciera el milagro en las bodas en Caná de
Galilea: “¿Qué tienes conmigo, mujer? Aún no ha venido mi hora” (Juan
2:4). Aunque María tenía el corazón de Jesús, en esta ocasión, por causa
de ignorar el plan de Dios, se distanció del sentir de su hijo. Por eso,
Jesús le quiso decir, en otras palabras: «Tú no estás sintonizada conmigo,
mujer; no ha llegado mi hora, todavía no comprendes ni entiendes mi
tiempo, y el propósito del Padre conmigo». Algo semejante, le dijo Pablo
a los corintios: “… ¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia?
¿Y qué comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con
Belial? ¿O qué parte el creyente con el incrédulo?” (2 Corintios 6:14-15).
Así dijo David: “¿Qué tengo yo con vosotros, hijos de Sarvia?” (2
Samuel 16:10).
La gran enseñanza es que Joab, abisai y asael eran parientes del rey, le
servían al rey, conquistaron reinos para el rey, eran leales al rey, celaban
y protegían las cosas del rey, pero no tenían el corazón ni el espíritu del
rey. Ellos tenían sus propias agendas, sus propias aspiraciones en el reino,
y actuaban en consecuencia. De la misma manera, tú puedes estar
peleando las guerras de Dios, hacer muchas aportaciones a Su reino, y no
tener el corazón del reino. Se pueden hacer grandes esfuerzos en el reino
de Dios y no tener nada que ver con Dios. ¡Ojalá Dios nos haga entender
lo que estamos diciendo!Han habido hombres que se han esforzado de
forma profusa para Dios, que han dado sus vidas enteramente, desde
niños hasta adultos, esforzándose con mucho celo y, sin embargo, es
como si no hubiesen hecho nada, pues no tienen Su corazón. Éstos
ignoran por qué Dios hace las cosas ni por qué las quiere hacer; no
conocen los Caminos de Dios, ni tienen la intención ni la motivación de
Él; están siempre equivocados, andan errados, haciendo esfuerzos
inútiles, porque son como los hijos de Sarvia, no tienen el corazón del
Rey.
Tomemos ahora a David como un tipo del Señor, ya que el mismo Dios
lo describió como un varón conforme a su corazón (Hechos 13:22), y
veamos cómo él consideraba a estos hombres que habían arriesgado
tantas veces sus vidas por su reino, pero que no tenían ningún parentesco
con él ni en carácter ni en espiritualidad. ¿Fue David injusto al expresar
su descontento y rechazo a estos valientes de su armada? Bueno,
respondamos esa interrogante con el último incidente que hemos visto de
los hijos de Sarvia, donde perdió la vida asael, el menor de ellos.
Para tener un contexto, recordemos a abner (quien mató a asael),
general del ejército de Saúl, el cual hizo rey a Is-boset hijo de Saúl, sobre
todo Israel, a excepción de la casa de Judá la cual siguió a David (2
Samuel 2:8,9). Sucedió que después de un tiempo, Abner se enojó con Is-
boset porque éste le reclamó que había tomado como mujer a Rizpa,
concubina de Saúl su padre (2 Samuel 3:8), así que decidió hacer pacto
con David. Con ese fin subió abner a Hebrón, para reunirse con David, y
luego que acordaron y comieron juntos se fue en paz (vv. 12, 20, 21).
Mientras esto ocurría, Joab no estaba en el campamento, pero cuando
llegó, alguien le dijo que Abner había estado allí (vv. 22-23), por lo que
fue y le reclamó a David diciendo: “¿Qué has hecho? He aquí Abner vino
a ti; ¿por qué, pues, le dejaste que se fuese? Tú conoces a Abner hijo de
Ner. No ha venido sino para engañarte, y para enterarse de tu salida y de
tu entrada, y para saber todo lo que tú haces” (vv. 24-25). Hasta este
momento, vemos a Joab reaccionando y advirtiendo a su rey lo peligroso
que podía ser la unión con Abner. Aparentemente, su enojo era
justificado, ya que abner fungió como jefe de la armada del bando
contrario. Mas, ¿serían su enojo y su rabia motivados por esa sola razón?
Veamos ahora cómo sus hechos nos muestran su verdadera motivación y
nos acercan, aún más, al rhema de esta ministración.
Joab, inmediatamente que salió de la presencia de David, decidió
actuar por su propia cuenta y mandó a alcanzar a abner. Las Escrituras
relatan que cuando éste se devolvió a Hebrón, Joab lo llevó aparte para
hablar con él en secreto y que allí, en venganza de la muerte de Asael su
hermano, lo mató (2 Samuel 3:26-27). ¿Cuál fue el móvil de esta muerte?
¿Las guerras de Jehová? ¿Asegurar el reinado de David su rey? No, el
motivo que llevó a Joab a matar a Abner fue la venganza. Miremos ahora
como reacciona David a estos hechos:

“Entonces dijo David a Joab, y a todo el pueblo que con él


estaba: Rasgad vuestros vestidos, y ceñíos de cilicio, y haced
duelo delante de Abner. Y el rey David iba detrás del féretro. Y
sepultaron a Abner en Hebrón; y alzando el rey su voz, lloró junto
al sepulcro de Abner; y lloró también todo el pueblo. Y
endechando el rey al mismo Abner, decía: ¿Había de morir Abner
como muere un villano? Tus manos no estaban atadas, ni tus pies
ligados con grillos; Caíste como los que caen delante de malos
hombres. Y todo el pueblo volvió a llorar sobre él. Entonces todo
el pueblo vino para persuadir a David que comiera, antes que
acabara el día. Mas David juró diciendo: Así me haga Dios y aun
me añada, si antes que se ponga el sol gustare yo pan, o
cualquiera otra cosa. Todo el pueblo supo esto, y le agradó; pues
todo lo que el rey hacía agradaba a todo el pueblo. Y todo el
pueblo y todo Israel entendió aquel día, que no había procedido
del rey el matar a Abner hijo de Ner” (2 Samuel 3:31-37).

David lloró esta muerte, y con él también todo el pueblo, porque se


dieron cuenta que del rey no procedió ninguna estratagema para quitar del
medio a Abner. También dijo David: “¿No sabéis que un príncipe y
grande ha caído hoy en Israel? Y yo soy débil hoy, aunque ungido rey; y
estos hombres, los hijos de Sarvia, son muy duros para mí; Jehová dé el
pago al que mal hace, conforme a su maldad” (2 Samuel 3:38-39). ¡Qué
expresión! Los hijos de Sarvia ¡son duros! Esa palabra “duro” se traduce
en la Biblia como brusco, cruel, insensible, terco, obstinado. Esa
expresión implica algo nocivo, dañino, desfavorable, en sentido figurado
bien pudo decir el rey: « ¡Me son como una mala noticia!». Por tanto,
podemos concluir que los hijos de Sarvia no tenían el mismo sentir que
David ni sus corazones iguales al corazón de su rey.
Sabemos que abner era enemigo de David, sin embargo, David lloró su
muerte, mientras Joab lo mató por venganza, envolviendo sus asuntos
personales con los del reino. Y aquí vemos otra gran diferencia entre
ellos: mientras David amaba a sus enemigos, Joab les hacía pagar
implacablemente sus discrepancias. Como David lloró a abner, también
lloró a absalón (2 Samuel 18:14, 33), y a amasa, otro general del ejército
enemigo que Joab mató y David endechó, pues tampoco lo consintió (2
Samuel 20:10; 1 Reyes 2:32). David era amigo de sus enemigos, porque
era un tipo de Cristo (Mateo 5:44; Lucas 23:34), pero ese no era el sentir
de Joab, por eso eran duros los hijos de Sarvia, obviamente no tenían
nada que ver con el corazón de David y mucho menos con el de Dios.
Cuando se lee todos esos logros y todo lo que hicieron esos hombres,
para contribuir en el establecimiento del reinado de David, luce como si
estuvieron unánimes sintiendo una misma cosa o con una misma mente y
un mismo corazón, sin embargo no fue así. Por tanto, ¡qué importa que
contribuyan si sus obras no son hechas según Dios! NO ES HACER
OBRAS PARA DIOS, SINO ANDAR EN SUS CAMINOS. El éxito de
un ministerio no se mide por las tantas cosas visibles que se hagan para el
reino de los cielos, sino que aquel que las hizo tenga el corazón del rey,
para andar en obediencia y de acuerdo a su sentir. Dios es misericordioso,
David fue misericordioso; Dios es justo, David amaba y se esforzaba por
la justicia; Dios ama a sus enemigos, David amaba a sus enemigos. Pero
eso no pasaba con Joab.
En el reino de Dios, dejemos a un lado las agendas y asuntos
personales, los cuales no tienen ninguna relación con el propósito divino.
Si algún hermano tiene alguna cosa contra ti y tú tienes que juzgar algún
asunto donde él esté implicado, deja tus prejuicios a un lado, porque
ahora tú estás como representante de Dios y tu juicio debe ser imparcial.
El problema que tengas con tu hermano resuélvelo con Dios, pero si el
Espíritu Santo dice: “apártame a fulano” hay que apartarlo, aunque no sea
amigo ni alguien de nuestra predilección. Igualmente si eres profeta, no
des bendiciones a raudales únicamente a los tuyos, y maldiciones a
aquellos que no lo son. ¡Cuídate de esas cosas! Profetiza, predica y
ministra de acuerdo al corazón de Dios.
El ministro de Dios dice como el Señor Jesús: “Mi madre y mis
hermanos son los que oyen la palabra de Dios, y la hacen” (Lucas 8:21).
En el reino de los cielos no hay preferencias ni simpatías personales.
Actúe de acuerdo al corazón de Dios, no importando lo que se sienta en
ese momento. Puede que tu deseo sea estallar en ira, pero debes actuar de
acuerdo a como Dios actuaría, con su mansedumbre. Eso no lo tenían los
hijos de Sarvia, por eso para David eran duros, nocivos, desfavorables
como malas noticias. Cuando absalón se rebeló contra su padre, David
fue traicionado no tan sólo por su propio hijo, sino también por sus
mejores amigos, incluyendo a su consejero personal, ahitofel (2 Samuel
15:12). Por lo cual, al ver el hijo de Isaí que el complot en su contra se
hacía más fuerte, decidió huir con unos cuantos fieles. Esta penosa
situación vino a consecuencia de su pecado contra Urías heteo, por cuya
causa Jehová juró que la espada no se apartaría jamás de su casa (2
Samuel 12:9,10). Y como el rey estaba consciente de estas cosas, lloraba
amargamente sus culpas. Así, abandonando el trono, subió David la
cuesta de los Olivos, descalzo y llorando, junto al pueblo que le seguía (2
Samuel 15:30). Mas, al llegar David hasta Bahurim sucedió el incidente,
donde sale por primera vez la expresión que nos ocupa, veámoslo:

“… y he aquí salía uno de la familia de la casa de Saúl, el cual


se llamaba Simei hijo de Gera; y salía maldiciendo, y arrojando
piedras contra David, y contra todos los siervos del rey David; y
todo el pueblo y todos los hombres valientes estaban a su derecha
y a su izquierda. Y decía Simei, maldiciéndole: ¡Fuera, fuera,
hombre sanguinario y perverso! Jehová te ha dado el pago de toda
la sangre de la casa de Saúl, en lugar del cual tú has reinado, y
Jehová ha entregado el reino en mano de tu hijo Absalón; y hete
aquí sorprendido en tu maldad, porque eres hombre sanguinario.
Entonces Abisai hijo de Sarvia dijo al rey: ¿Por qué maldice este
perro muerto a mi señor el rey? Te ruego que me dejes pasar, y le
quitaré la cabeza” (2 Samuel 16:5-9).

Nota como los fieles valientes protegían a David, rodeándolo, estando a


su derecha y a su izquierda. Abisai no pudo sufrir el insulto y las
maldiciones que Simei decía contra David y estalló en celo: « ¿Qué se
cree este perro muerto que maldice a mi rey? ¡Déjenme que le arranque la
cabeza!» Mas, David quien era el blanco de todas aquellas maldiciones
reaccionó diciendo:

“¿Qué tengo yo con vosotros, hijos de Sarvia? Si él así maldice, es


porque Jehová le ha dicho que maldiga a David. ¿Quién, pues, le
dirá: ¿Por qué lo haces así?...” (2 Samuel 16:10).

Al analizar este incidente, es lógico que alguien diga: «Pero, ¿por qué
David reaccionó así contra abisai? ¿Por qué él se enoja contra un hombre
que lo está defendiendo? Este hombre ha arriesgado su vida por él; en el
momento que todos sus amigos lo traicionaron, él permaneció; y todavía
marchando hacia su exilio, aparentemente derrotado, su celo no merma y
demanda respeto para su rey». Es cierto, parece leal y noble la reacción
de abisai a favor del rey, sin embargo, David se enoja y en su expresión
denota descontento por su manera de obrar y reaccionar. En otras
palabras, David le dice: «Pero, ¿qué tengo yo con ustedes? Esa no es mi
forma de resolver los problemas. Yo no necesito que nadie me defienda,
¡a mí me defiende Dios! Yo no resuelvo los problemas con mis manos ni
con violencia. Mi vida está sometida a la soberanía de Dios». David, más
que a un enemigo que lo maldecía, veía a Dios que lo estaba
disciplinando, tal como lo expresara el salmista: “Bueno me es haber sido
humillado, Para que aprenda tus estatutos” (Salmos 119:71).
Todo lo que le ocurría a David, él se lo atribuía a Dios, de manera que
si un hombre se atrevía a maldecirle, seguramente era porque Jehová lo
permitía. Y si así ha sido ¿quién lo puede impedir? David era un hombre
maduro que aceptaba la disciplina del Señor, porque sabía que nada
ocurre sin que Dios lo sepa o lo haga. Por eso, él se sometía a la
soberanía de Dios y como hombre maduro se dejaba disciplinar. En
cambio, este hijo de Sarvia vino con su celo sin ciencia, obviamente con
otro espíritu y con violencia.
Muchas veces en nuestro celo por Dios se cuelan otras cosas. Por tanto,
lo importante aquí no es tener celo de Dios, sino tener Su corazón. El celo
según su corazón se define en un andar en el consejo de Dios, en su
voluntad, en su intención y con su mismo Espíritu. Es un celo que se
manifiesta en el fruto del Espíritu, en amor, gozo, paz, paciencia,
benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza, etc. (Gálatas 5:22,23).
En la madurez hay sujeción a la voluntad de Dios, y sometimiento a la
disciplina del Señor. Ese era el corazón de David, pero no el de los hijos
de Sarvia. Meditemos en estas cosas.
Hay ocasiones que manifestamos celos, pero es de nuestra carne,
basado en otras cosas menos en Dios. Jesús le dijo a Pedro, cuando
intentó defenderlo de la turba que vino con Judas a aprehenderlo en el
huerto de Getsemaní: “… Mete tu espada en la vaina; la copa que el
Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” (Juan 18:11) Y en Mateo dice:
“¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me
daría más de doce legiones de ángeles? ¿Pero cómo entonces se
cumplirían las Escrituras, de que es necesario que así se haga?” (Mateo
26:53, 54). Y lo que ocurre es que con nuestro celo entorpecemos los
caminos rectos del Señor, porque no tiene ciencia ni está de acuerdo a
Dios. El que tiene el corazón de Dios actúa siempre sometido a la
voluntad del Señor y no a la suya propia.
Si continuamos delineando el carácter de David versus los hijos de
Sarvia, reafirmaremos la gran diferencia de espíritus: el del rey apacible,
mientras el de ellos vengativo y sanguinario. Cuando muere absalón, su
padre lo llora y vuelve a Jerusalén para restablecerse en su trono, pero
cuando David estaba cruzando el Jordán, Simei, el que le había
maldecido corrió a recibirle junto con los de Judá y el pueblo (2 Samuel
19:16). Entonces, Simei se postró delante de él y le dijo: “No me culpe
mi señor de iniquidad, ni tengas memoria de los males que tu siervo hizo
el día en que mi señor el rey salió de Jerusalén; no los guarde el rey en su
corazón. Porque yo tu siervo reconozco haber pecado, y he venido hoy el
primero de toda la casa de José, para descender a recibir a mi señor el
rey” ((2 Samuel 19:19-20). Vemos aquí un hombre que reconoce haber
pecado, y se arrepiente y se humilla delante de su agraviado. Mas, antes
que David pudiera articular una palabra nuevamente, le salió al encuentro
abisai y le dijo: “¿No ha de morir por esto Simei, que maldijo al ungido
de Jehová?” (v. 21). Vemos otra vez la actitud de abisai, el cual no había
entendido y por segunda vez David le reclama: “¿Qué tengo yo con
vosotros, hijos de Sarvia, para que hoy me seáis adversarios? ¿Ha de
morir hoy alguno en Israel? ¿Pues no sé yo que hoy soy rey sobre Israel?
Y dijo el rey a Simei: No morirás. Y el rey se lo juró” (vv. 22-23) ¡Qué
corazón tenían estos hombres que no podían discernir el tiempo ni las
sazones de su rey!¿Cómo puede David, en un día de gozo y de victoria,
en que Jehová le ha restaurado en el reino, ajusticiar a los que fueron sus
contrarios? Hagamos una retrospección e imaginemos el gozo que podía
haber sentido David al ver que Jehová lo había sacado de la humillación y
de la vergüenza… Él volvía con alegría a la tierra que tiempo atrás había
dejado con lágrimas. Y para coronar su victoria, los que habían quedado
en Jerusalén vienen a recibirle, a rendirle honor, incluyendo sus
enemigos, que ahora venían a humillarse delante de él. Aquel que había
sido más osado y se había atrevido a maldecirle, ahora se adelanta para
ser el primero en recibirle, y postrado pedirle perdón. Pero abisai,
impulsivo y vengativo, abre la boca para clamar venganza, insensible al
corazón del rey donde hay perdón, agradecimiento y gratitud a Jehová
que nuevamente le honró. ¿Cómo podría derramar sangre en el día del
gozo y de la restitución? Definitivamente, no había concordia entre ellos,
por eso de colaboradores pasan a ser adversarios.
Existen cuatros palabras hebreas que son traducidas como
“adversario”. David pudo usar tres palabras de estas, pero la que usó es
raramente usada en el antiguo Testamento. La palabra que utilizó David
fue “satán”, de donde viene el nombre Satanás. David les dijo: «Ustedes
me son Satanás». En otras palabras: «¿Qué tengo yo con ustedes? ¿Qué
armonía? ¿Qué acuerdo? ¿Cómo es que estamos juntos? ¿Por qué
estamos unidos en una causa común si ustedes no se parecen a mí? ¿Qué
espíritu hay en ustedes que me es contrario, que me adversa, que se me
opone, que me es Satanás?» Y es que podemos hacer un montón de cosas,
pelear las guerras del reino, hacer proezas, conquistar naciones, ser leales
a nuestro rey, cuidarle, celarle, exponernos por él, gastar nuestras vidas y
recursos y al final todo se convierte en algo vano, si no tenemos su
Espíritu ni su corazón.
¡Oye, iglesia de Jesucristo, tú siempre tendrás que ser un pueblo
conforme al corazón de Dios! Entiende que el hecho no es pelear, ni
conquistar, ni guerrear, ni darse, ni entregarse, ni esforzarse, es tener el
corazón y la motivación correcta. Tener su corazón es tener el mismo
Espíritu, actuar en el fruto del Espíritu, en todo lo que es Él y obrar como
Él lo haría. El que no tiene el corazón del rey siempre andará
desorientado, “fuera de foco” y nunca dará en el blanco del propósito
divino.
Revalidemos este pensamiento en uno de los relatos del Evangelio.
Para tener un contexto, Pedro le dijo a Jesús: “Tú eres el Cristo, el Hijo
del Dios viviente” (Mateo 16:16), expresando una verdad que sólo podía
ser revelada por el Padre que está en los cielos. Mas, luego que Jesús
comenzó a declarar a sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén y
padecer mucho de los ancianos, de los principales sacerdotes y de los
escribas; y ser muerto, y resucitar al tercer día, entonces dice el evangelio
que Pedro le tomó aparte y comenzó a reconvenirle diciéndole: “Señor,
ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca” (Mateo
16:22). La actitud de Pedro no dista mucho de la Joab, abisai y asael,
tratando de evitarle un dolor a su líder. Pero Jesús reacciona a esto y
enfrentando a Pedro, le dice: “¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me
eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de
los hombres” (Mateo16:23). Jesús también usó la palabra tropiezo del
griego skandalon que en su uso original es un tipo de trampa que se usaba
en aquellos días. Por lo cual, la enseñanza es esta: cualquiera se puede
convertir en un Satanás -no importa el nivel espiritual ni la revelación
más elevada que haya recibido- si pone los ojos en las cosas de los
hombres y no en las de Dios.
De nada sirve que un hombre dé su vida y se esfuerce en las guerras de
Dios, cuando su fin es algo terrenal y no celestial. El que tiene el corazón
del reino, también tiene sus ojos puestos en las cosas del reino, actúa en
el Espíritu del reino, con la motivación del reino, en el propósito del
reino, en el consejo del reino, y sometido al plan de Dios y en lo que Él
quiere hacer en ese momento en beneficio de su reino. ¿Cómo es posible
que personas que pasan su vida sirviéndole a Dios, como estos hijos de
Sarvia, que dirigieron hombres de guerra, conquistaron reinos y ganaron
batallas, al final le sean “satanás” al rey? Por tanto, no es hacer, sino ser.
Obrar correctamente es poseer el verdadero espíritu.
Me llama la atención la actitud de Pedro al reconvenir al Maestro,
rogándole que no se entregara porque temía por su vida, con la cual no es
difícil estar de acuerdo. ¿Quién quiere que se muera un amigo, que
desaparezca su compañero o que se tronche la vida de su líder? Pero la
preocupación del discípulo era falsa, pues en ella se escondían ciertos
pensamientos que eran contrarios al plan de Dios y propósito celestial.
Pedro pensaba que si Jesús moría no habría reino, y todo lo que había
dejado por obtener una vida mejor se podía venir al suelo con la muerte
del Hijo de Dios. Este cristiano quería un reino sin cruz, pero la Palabra
de Dios dice que sin derramamiento de sangre no hay remisión de
pecados (Hebreos 9:22). La gloria se escribe con sangre. Si Cristo no
muere no hay gloria. ¡Sin la muerte del que era la muerte de la muerte no
habría reino de vida en la tierra! La palabra reconvenir (gr. epitimao)
significa juzgar, reprender, amonestar duramente, mostrar el honor,
levantar el precio. Aplicando, vemos que Pedro comenzó a reprender a
Jesús y también a halagarle, a mostrarle lo mucho que valía para dejarse
crucificar. Podemos decir que Pedro le prestó la boca a Satanás,
diciéndole: «¡Reacciona! ¿Es que te has vuelto loco? ¡Tú vales mucho!
¡Tú no puedes dar tu vida! ¡Que eso no te ocurra, tu vida vale más que tu
muerte! ¡No te entregues, ten compasión de ti!» Increíble, Pedrito el
pescador, reprendiendo al Hijo de Dios. Satanás quería ponerle tropiezo a
Cristo, para que no muriera y se aprovechó de esa falsa compasión. Hay
celos que se convierten en tropiezo, que hacen caer, que perturban el plan
de Dios y hacen de la persona que los siente un adversario del propósito
eterno del Señor.
Cuando no tenemos el corazón de Dios, ni el Espíritu del reino, aunque
realicemos muchas cosas y nos esforcemos, somos adversarios. Por eso,
Jesús dijo: “El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no
recoge, desparrama” (Mateo 12:30). Estar con Jesús es tener su mismo
corazón, porque el que no está con él, está contra él. Podemos tener muy
“buena intención” y decir: «Mira Señor he ganado tantas almas para el
reino [conquista, esfuerzo]; vivo para ti [entrega]; quiero que reines,
cuido celosamente que se cumplan tus mandamientos y no acepto que
nadie te maldiga [celo]», y todo eso suena bonito, pero cuando vamos a
su esencia, a la verdadera motivación, puede que todo eso sea un
tropiezo, algo adverso al corazón de Dios.
Finalmente, volviendo a los hijos de Sarvia, cuando el ejército de
David salía a perseguir a Absalón, David quiso acompañarles pero el
pueblo se lo impidió, entonces él les recomendó a los capitanes y a los
que estaban al mando (Joab, Abisai e Itai): “Tratad benignamente por
amor de mí al joven Absalón” (2 Samuel 18:5). Mas, cuando Absalón se
encontró con la armada de David, el mulo en el que andaba se entró
debajo de unas ramas fuertemente tupidas de una encina, y su larga y
hermosa cabellera se le enredó en las mismas, por lo que el mulo pasó,
pero el joven se quedó suspendido en el aire, colgando de las ramas y sin
poder librarse ((2 Samuel 18:9). Uno de los soldados de David que lo vio,
fue y avisó a Joab, y éste le dijo: “Y viéndolo tú, ¿por qué no le mataste
luego allí echándole a tierra? Me hubiera placido darte diez siclos de
plata, y un talabarte” (vv. 10-11). El hombre sorprendido le respondió:
“Aunque me pesaras mil siclos de plata, no extendería yo mi mano contra
el hijo del rey; porque nosotros oímos cuando el rey te mandó a ti y a
Abisai y a Itai, diciendo: Mirad que ninguno toque al joven Absalón” (v.
12), entonces Joab le respondió con desdén: “No malgastaré mi tiempo
contigo” (v. 14). Hecho así, Joab tomó tres dardos en sus manos y los
clavó directamente en el corazón de absalón, luego diez de sus escuderos
le rodearon y terminaron de matarle (v. 15). ¡Qué duro ese Joab! ¿Qué
tenían estos hijos de Sarvia con David que ni siquiera a su propio hijo
perdonaron?aparentemente, Joab había matado a Absalón por haberse
rebelado contra el rey, pero la verdadera razón fueron otras. Nota que si
Absalón reinaba era probable que Joab no fuese el general de su armada,
por lo que había sucedido entre ellos. Sucedió que cuando David hizo
volver a absalón, después de haber sido echado de su presencia por haber
matado a su hermano, el joven trató de reunirse con Joab y le mandó a
buscar en dos ocasiones y éste no quiso ir, por lo que absalón mandó a
prenderle fuego a un campo propiedad del general para ver si así
reaccionaba (2 Samuel 14:29-30). Entonces, Joab fue a verle y le pidió
explicaciones a absalón, pero no hizo nada en su contra ni profirió
palabra, pero aparentemente le guardó la cuenta para otra ocasión, y se la
cobró con creces. Por tanto, la muerte de absalón fue un ajuste de cuentas
entre Joab y el engreído jovencito, más que protección al reino. Es
evidente que todo lo que amenazaba a Joab, él lo incluía en su agenda
militar sin importar rango (2 Samuel 3:27), ni relación familiar (2 Samuel
17:25; 20:20) ni mucho menos orden recibida (2 Samuel 18:5). Todo lo
que le estorbaba o fuera una amenaza a sus intereses lo quitaba del
medio.
Cuando el rey supo la noticia que absalón había muerto, turbado lloró
amargamente y gritaba: “¡Hijo mío Absalón, hijo mío, hijo mío Absalón!
¡Quién me diera que muriera yo en lugar de ti, Absalón, hijo mío, hijo
mío!” (2 Samuel 18:33). ¡Qué dolor! El cuerpo de David temblaba, sus
piernas flaqueaban, pero el rey seguía gritando, sin importarle que vieran
su humillación… tan sólo quería ver a su hijo… tocar su larga cabellera
… No importaba la vergüenza que le había ocasionado, el dolor que le
había causado, la traición que había orquestado, todo eso quedaba atrás,
en un segundo lugar frente aquella hermosura inerte en aquel que desde la
planta de su pie hasta su coronilla no había defecto (2 Samuel 14:25),
pero que ahora reposaba extinto e indiferente a sus pies. No… su corazón
ahora estaba traspasado de dolor, y de lo profundo de su ser solo salía un
punzante clamor: “¡Hijo mío Absalón, Absalón, hijo mío, hijo mío!” (2
Samuel 19:4). Mas, cuando le dieron aviso a Joab de las condiciones en
que estaba el rey, el general se enojó. Luego, sin mostrar un hálito de
respeto al luto de aquel por quien tantas veces se había esforzado, y sin
ningún vestigio de arrepentimiento por lo que había hecho, con gran
desfachatez lo reprendió:

“Hoy has avergonzado el rostro de todos tus siervos, que hoy


han librado tu vida, y la vida de tus hijos y de tus hijas, y la vida
de tus mujeres, y la vida de tus concubinas, amando a los que te
aborrecen, y aborreciendo a los que te aman; porque hoy has
declarado que nada te importan tus príncipes y siervos; pues hoy
me has hecho ver claramente que si Absalón viviera, aunque todos
nosotros estuviéramos muertos, entonces estarías contento.
Levántate pues, ahora, y ve afuera y habla bondadosamente a tus
siervos; porque juro por Jehová que si no sales, no quedará ni un
hombre contigo esta noche; y esto te será peor que todos los
males que te han sobrevenido desde tu juventud hasta ahora” (2
Samuel 19:5-7).

¡Qué cinismo! Pero, ¿cómo podía entender este Joab que el rey estaba
llorando, no tanto a su hijo muerto, sino a las consecuencias de su
pecado. Sin dudas se había cumplido lo que Jehová sentenció por boca
del profeta Natán: “He aquí yo haré levantar el mal sobre ti de tu misma
casa, y tomaré tus mujeres delante de tus ojos, y las daré a tu prójimo, el
cual yacerá con tus mujeres a la vista del sol. Porque tú lo hiciste en
secreto; mas yo haré esto delante de todo Israel y a pleno sol. […]
También Jehová ha remitido tu pecado; no morirás. Mas por cuanto con
este asunto hiciste blasfemar a los enemigos de Jehová, el hijo que te ha
nacido ciertamente morirá” (2 Samuel 12:11-14). David no sólo lloraba la
muerte de Absalón, sino: a) El pecado de Amnón, quien violó a su
hermana Tamar (2 Samuel 13:14); b) La posterior muerte de este a manos
de Absalón (2 Samuel 13:32); c) La revuelta de Absalón contra él (2
Samuel 15:12); y d) La toma de Absalón de sus concubinas a quienes
violó a la vista de todo Israel (2 Samuel 16:22). Tal como él mismo había
sentenciado, pagó cuatro veces tanto (2 Samuel 12:6).
David era amigo de sus enemigos y lloraba también por sus hijos
rebeldes, como llora Dios. Nunca podría entender estas razones el general
asesino, poseedor de impulsos locos y maquiavélicos, porque obviamente
pensaba que el fin justificaba los medios. Hay cosas que parecen de Dios
pero no son de Dios, sino que son adversas y causan tropiezo. Sería
terrible que nos convirtamos en adversarios de Dios sin saberlo; que nos
pasáramos toda la vida sirviéndole y que al final todo ese esfuerzo haya
sido inútil, porque no lo hicimos de acuerdo con el corazón de Dios, el
cual paga a cada uno conforme a sus obras (Romanos 2:6). Por tanto, para
tener el corazón de Dios hay que conocer a Dios y luego someterse a Él.
Veamos ahora cómo terminó Joab. Al paso del tiempo que David había
envejecido, Adonías, uno de sus hijos nacidos después de absalón, dijo:
“Yo reinaré” (1 Reyes 1:5), y se puso de acuerdo con Joab hijo de Sarvia
y con el sacerdote abiatar (v. 7). Sabemos que Jehová había dicho a
David que Salomón reinaría después de él, y David se lo había prometido
a Betsabé la madre de Salomón (v.13), pero ellos intentaron ignorar estas
cosas. Cuando David fue alertado sobre eso, llamó al sacerdote Sadoc, al
profeta Natán, y a Benaía hijo de Joiada, y les dijo: “Tomad con vosotros
los siervos de vuestro señor, y montad a Salomón mi hijo en mi mula, y
llevadlo a Gihón; y allí lo ungirán el sacerdote Sadoc y el profeta Natán
como rey sobre Israel, y tocaréis trompeta, diciendo: ¡Viva el rey
Salomón! Después iréis vosotros detrás de él, y vendrá y se sentará en mi
trono, y él reinará por mí; porque a él he escogido para que sea príncipe
sobre Israel y sobre Judá” (1 Reyes 1:32-35). Ellos hicieron como David
había ordenado y entonces Salomón fue confirmado en el trono de su
padre, y todo el pueblo clamaba: ¡Viva el rey Salomón! Y todos le
seguían y la gente cantaba con flautas, y era notoria la algarabía que
había en Israel (vv. 39-40).Cuando adonías, Joab y los que con ellos
estaban oyeron lo que había ocurrido, dice la Biblia que se estremecieron
y cada uno se fue por su lado.
Adonías se refugió lleno de miedo en el templo, y se asió de los
cuernos del altar (1 Reyes 1:49-50). Todo eso se lo hicieron saber a
Salomón y éste dijo: “Si él fuere hombre de bien, ni uno de sus cabellos
caerá en tierra; mas si se hallare mal en él, morirá” (v. 52). El rey lo
perdonó (v. 53), pero no corrieron con la misma suerte aquellos que
anduvieron fuera de foco y que en el momento que tuvieron que ungir al
que sustituirá al rey, se pusieron departe de los rebeldes, siguiendo a
aquel a quien Jehová no eligió. Entre ellos estaba Joab.
¿Por qué Natán no se puso de parte de adonías, sino de Salomón
aunque era un joven? Porque el corazón del profeta estaba de acuerdo con
el corazón de Dios, y por consiguiente en armonía con su propósito. Los
que son como Dios dicen: «al que elija Jehová a ese voy a seguir, a ese
voy a ungir y a ese me voy a someter». El pueblo de Israel le dijo a Josué,
después de la muerte de Moisés: “De la manera que obedecimos a Moisés
en todas las cosas, así te obedeceremos a ti; solamente que Jehová tu Dios
esté contigo, como estuvo con Moisés” (Josué 1:17). Estemos siempre de
parte de Dios.Luego vemos, cuando llegó el tiempo que David había de
morir, llamó a su hijo Salomón para aconsejarle, pero también le advirtió:
“Ya sabes tú lo que me ha hecho Joab hijo de Sarvia, lo que hizo a dos
generales del ejército de Israel, a Abner hijo de Ner y a Amasa hijo de
Jeter, a los cuales él mató, derramando en tiempo de paz la sangre de
guerra, y poniendo sangre de guerra en el talabarte que tenía sobre sus
lomos, y en los zapatos que tenía en sus pies. Tú, pues, harás conforme a
tu sabiduría; no dejarás descender sus canas al Seol en paz” (1Reyes 2:5-
6). Con estas palabras, David sentenció a muerte a Joab, y no lo mató
cuando él reinaba, porque David es un tipo del Padre, y la Palabra dice
que “el Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo…” (Juan
5:22). Luego vemos que Salomón ordenó:

“… mátale y entiérrale, y quita de mí y de la casa de mi padre


la sangre que Joab ha derramado injustamente. Y Jehová hará
volver su sangre sobre su cabeza; porque él ha dado muerte a dos
varones más justos y mejores que él, a los cuales mató a espada
sin que mi padre David supiese nada: a Abner hijo de Ner,
general del ejército de Israel, y a Amasa hijo de Jeter, general del
ejército de Judá. La sangre, pues, de ellos recaerá sobre la
cabeza de Joab, y sobre la cabeza de su descendencia para
siempre; mas sobre David y sobre su descendencia, y sobre su
casa y sobre su trono, habrá perpetuamente paz de parte de
Jehová. Entonces Benaía hijo de Joiada subió y arremetió contra
él, y lo mató; y fue sepultado en su casa en el desierto”(1 Reyes
2:31-34).

Joab murió, sin pena ni gloria, como un villano fue cortado, porque en
todo lo que hizo nunca tuvo el corazón del rey. Y fueron puestos otros en
lugar de todos aquellos que obraron fuera de la voluntad de su señor (1
Reyes 2:35). Cuando lleguemos a la presencia de Dios puede que nos
parezca injusto ver a muchos grandes, que hicieron proezas para Dios y
Él les diga en aquel día: “Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de
maldad” (Mateo 7:23). ¿Cómo puede ser, si esos hombres dedicaron toda
su vida a Dios? “Conoce el Señor a los que son suyos” (2 Timoteo 2:14).
No es hacer, sino ser, pues los que son como Dios actúan como Dios y
nunca andan errados o equivocados, ni motivados por un mal espíritu,
pues tienen el corazón del rey. A esos, Dios nunca les dirá: «¿Qué tengo
yo con ustedes?». Que Jehová nos bendiga y que haga que esta verdad
quede para siempre en nuestros corazones, para que todas nuestras obras
sean hechas en Dios y de acuerdo a su corazón.

2.2 Los Dos Reinos

“Y dijo Jehová a Samuel: Oye la voz del pueblo en todo lo que


te digan; porque no te han desechado a ti, sino a mí me han
desechado, para que no reine sobre ellos” -1 Samuel 8:6-7.

Dios es soberano, Su poder es ilimitado y su dominio absoluto sobre


todo lo creado. Con todo, el hombre ha desechado a Dios de su vida y
vive fuera de su control, estableciendo en este mundo su propio reino.
Esta actitud humanista se ha fortalecido, aún más, a través del tiempo, de
manera que se ha infiltrado incluso en la iglesia, y se puede ver en ella
claramente estos dos reinos: el reino de los hombres y el reino de Dios.
Es posible que para algunos esta verdad resulte un tanto inconveniente,
pero conociendo que ningún ministerio es de Dios si no ha sido
establecido por Él y dirigido por su Santo Espíritu, esta aseveración en
vez de escandalizarnos debiera preocuparnos.
En nuestro versículo tema, vemos como el pueblo de Israel pide a
Samuel un rey, desechando al Rey de reyes y Señor de señores. Pero,
para tener una perspectiva más clara del asunto, veamos el contexto en
estos versículos:

“Aconteció que habiendo Samuel envejecido, puso a sus hijos


por jueces sobre Israel. Y el nombre de su hijo primogénito fue
Joel, y el nombre del segundo, Abías; y eran jueces en Beerseba.
Pero no anduvieron los hijos por los caminos de su padre, antes
se volvieron tras la avaricia, dejándose sobornar y pervirtiendo el
derecho. Entonces todos los ancianos de Israel se juntaron, y
vinieron a Ramá para ver a Samuel, y le dijeron: He aquí tú has
envejecido, y tus hijos no andan en tus caminos; por tanto,
constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como tienen todas las
naciones. Pero no agradó a Samuel esta palabra que dijeron:
Danos un rey que nos juzgue. Y Samuel oró a Jehová” (1 Samuel
8:1-6).

Seguramente, has escuchado muchos sermones acerca de este


incidente, pero te aseguro que lo que vamos a estudiar en este segmento
es distinto a lo que hemos escuchado con relación a la aplicación de este
pasaje bíblico. Por tanto, la primera enseñanza de este mensaje es la
causa por la cual Israel deseó el reino de los hombres y no quiso más el
de Dios. El motivo por el cual ellos pidieron rey fue porque el ministerio
profético y sacerdotal se había corrompido. Los que conocen la historia
saben que, tristemente, en la iglesia cristiana ha ocurrido lo mismo. La
causa por la cual la iglesia dejó la teocracia -el gobierno de Dios-, para
tomar la democracia –gobierno de los hombres- fue porque perdieron la
confianza en sus líderes. Los obispos y ministros mancillaron el oficio y
empezaron a hacer política, a manipular con la Palabra, entonces el
pueblo les perdió el respeto y ellos perdieron el temor de Dios. Ellos se
apartaron de la dirección del Espíritu Santo de tal manera que tuvieron
que fomentar el gobierno de los hombres, para poder gobernar la iglesia.
Igualmente pasó en Israel. Samuel fue un hombre muy íntegro como
profeta y sacerdote, y también como juez de Israel, pero sus hijos eran
corruptos, y aunque él los amonestó, ellos no siguieron su camino, y el
pueblo no soportó dicha conductaPor eso, ministros, ancianos, diáconos y
servidores todos de la iglesia, los que sirven a Dios deben ser íntegros,
amando, respetando y viviendo los principios del reino de los cielos, para
que nunca el pueblo pierda el amor y el respeto al Señor. Cuando la
iglesia ve que no puede confiar en sus líderes como guías espirituales,
entonces busca el sistema de los hombres. Nota la petición del pueblo:
“He aquí tú has envejecido, y tus hijos no andan en tus caminos; por
tanto, constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como tienen todas las
naciones” (1 Samuel 8:5). Es triste reconocer que la iglesia vive hoy en
esa realidad. Y lo digo no como una crítica, sino con mucho dolor,
porque la iglesia representa el cuerpo de Cristo, y nosotros somos parte
de ese cuerpo, así que no podemos decir “ellos”, sino “nosotros”, pues
somos una sola cosa. La iglesia, desde hace muchos siglos, ha dejado el
reino de Dios y le ha dicho al Señor con sus obras: «No queremos que tú
reines, sino que un hombre reine entre nosotros». De la forma como
Israel menospreció el reinado de Jehová, y prefirió sobre Él al sistema de
los hombres para parecerse a las demás naciones, así la iglesia ha
apostatado de su confianza del principio. Hasta ese momento, Israel
nunca había tenido un rey humano, sino un líder espiritual, un juez o
profeta que los guiaba bajo la dirección de Jehová. Así gobernaba Dios en
Israel, pero ellos menospreciaron Su forma de gobierno y lo desecharon
como soberano de Su reino (1 Samuel 8:7). El sistema de Dios se define
como teocrático (del gr. theos, Dios y cracia dominio) que significa
“gobierno de Dios”, por lo que en otras palabras, ellos dijeron: «No
queremos teocracia sino democracia (del gr. demo, pueblo y cracia,
dominio)», que gobierne el pueblo.
Trasladémonos en este instante al momento de la crucifixión, y
observemos al pueblo de Israel frente a Pilato, pidiéndole a gritos que
crucificase a Jesús. Pilato luchaba por librarse de condenar a un justo, por
eso les dijo: “¿A vuestro Rey he de crucificar? Respondieron los
principales sacerdotes: No tenemos más rey que César” (Juan 19:15).
También dijeron: “Si a éste sueltas, no eres amigo de César; todo el que
se hace rey, a César se opone” (Juan 19:12). Y yo tomo esta última frase
para decir lo que me dijo el Espíritu Santo: el que se hace rey en la
iglesia, a Cristo se opone, porque la iglesia tiene un solo rey, y es nuestro
Señor Jesucristo.
Ahora, ¿cuántos están reinando en la iglesia hoy con la llamada
democracia? En el tiempo antiguo, Dios tomó a Moisés para dirigir al
pueblo, pero quien gobernaba era Dios. Él escuchaba lo que Jehová le
decía, lo cual se lo expresaba al pueblo, quien a su vez obedecía, y Dios
reinaba. Moisés sólo era el mediador del pacto, el caudillo. Por tanto, sí,
había un líder, pero era Dios el que reinaba. Cuando hubo la necesidad de
escoger setenta varones entre los ancianos de Israel, la Palabra dice que
Dios tomó del espíritu de Moisés y los repartió sobre ellos (Números
11:24-25). Jehová dijo: “… yo descenderé y hablaré allí contigo, y
tomaré del espíritu que está en ti, y pondré en ellos; y llevarán contigo la
carga del pueblo, y no la llevarás tú solo” (Números 11:17). Ellos no eran
una junta ni se reunían para discutir los asuntos que Jehová les había
encomendado. Tampoco los ancianos levantaban las manos para ver
quienes estaban de acuerdo o en desacuerdo y tener un consenso para
tomar la decisión, sino que Jehová les dio el mismo espíritu y la misma
dignidad, para que ayuden a Moisés en la tarea que Él le había
encomendado a su siervo. No para ellos gobernar, sino para ayudar al
líder en la ejecución de la voluntad de Dios.
Así nosotros somos colaboradores, ayudantes en el gobierno de Dios.
El Señor va al frente, porque es el líder y nosotros detrás, como “cola”,
porque le seguimos a Él. En el reino de los hombres se les llama
servidores públicos a aquellos que tienen una posición en el Estado o en
alguna institución gubernamental; en el reino de los cielos se les llama
siervos, a los que tienen alguna función en el reino, a través de los cuales
Dios hace su voluntad.
Si volvemos al pasaje bíblico que nos ocupa, veremos que a Samuel no
le agradó el deseo del pueblo de tener un rey, y oró a Jehová y Él le
respondió: “Oye la voz del pueblo en todo lo que te digan” (1 Samuel 8:
6-7). El Señor es experto en oír y cumplir las oraciones de su pueblo.
Recordemos cuando el pueblo de Israel se preparaba para entrar a la tierra
prometida, que Jehová envió hombres a reconocer la tierra y los doce
espías volvieron a dar su informe. Estos dijeron a Moisés que no podían
subir contra ese pueblo porque ellos eran más fuerte, que la tierra se
tragaba a su moradores y que había gigantes, hombres tan grandes que
delante de ellos el pueblo de Dios era como insectos y que así también
ellos los verían (Números 13:31-33). Al oír ese informe el pueblo se
desanimó y lloró toda aquella noche (Números 14:1), y se quejaron
contra Moisés y contra aarón diciendo: “¡Ojalá muriéramos en la tierra de
Egipto; o en este desierto ojalá muriéramos!” (v. 2). Y Dios oyó y les
dijo: “Vivo yo, dice Jehová, que según habéis hablado a mis oídos, así
haré yo con vosotros. En este desierto caerán vuestros cuerpos; todo el
número de los que fueron contados de entre vosotros, de veinte años
arriba, los cuales han murmurado contra mí” (vv. 28-29). De esta misma
manera dijo Jehová a Samuel que escuchara todo lo que dijeran, porque
exactamente lo que pidieran, eso les daría.
¿Sabes lo que hizo Dios frente a la petición de que les diera un rey? Se
convirtió en un demócrata, porque todo el que escucha al pueblo para
actuar se vuelve un demócrata. Los gobiernos democráticos con que se
rigen la mayoría de las naciones en este mundo gobiernan de acuerdo a la
opinión pública o presión del pueblo. Las naciones ya no se dirigen por
firmes principios, sino por la variable opinión del pueblo.
Apenas la gente protesta, el que está en autoridad hace sus arreglos,
porque su interés es estar bien con el pueblo, para mantenerse en la
posición, a pesar que el deseo de las masas sea incorrecto. Así Dios oyó
la oración, pero antes de dejarlos a su libre albedrío, Dios le dijo a
Samuel: “Oye la voz del pueblo en todo lo que te digan; porque no te han
desechado a ti, sino a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos.
Conforme a todas las obras que han hecho desde el día que los saqué de
Egipto hasta hoy, dejándome a mí y sirviendo a dioses ajenos, así hacen
también contigo. Ahora, pues, oye su voz; mas protesta solemnemente
contra ellos, y muéstrales cómo les tratará el rey que reinará sobre ellos”
(1 Samuel 8:7-9). Entonces Samuel tomando la palabra les dijo:

“Así hará el rey que reinará sobre vosotros: tomará vuestros


hijos, y los pondrá en sus carros y en su gente de a caballo, para
que corran delante de su carro; y nombrará para sí jefes de miles
y jefes de cincuentenas; los pondrá asimismo a que aren sus
campos y sieguen sus mieses, y a que hagan sus armas de guerra
y los pertrechos de sus carros. Tomará también a vuestras hijas
para que sean perfumadoras, cocineras y amasadoras. Asimismo
tomará lo mejor de vuestras tierras, de vuestras viñas y de
vuestros olivares, y los dará a sus siervos. Diezmará vuestro
grano y vuestras viñas, para dar a sus oficiales y a sus siervos.
Tomará vuestros siervos y vuestras siervas, vuestros mejores
jóvenes, y vuestros asnos, y con ellos hará sus obras. Diezmará
también vuestros rebaños, y seréis sus siervos. Y clamaréis aquel
día a causa de vuestro rey que os habréis elegido, mas Jehová no
os responderá en aquel día” (1 Samuel 8:11-18).

Esta es una perfecta descripción del gobierno de los hombres en el


mundo y también en la iglesia. Lamentablemente, en las iglesias donde
no hay gobierno de Dios, los hombres colocan sus pólizas y
constituciones por encima de la Biblia, y toman sus decisiones de acuerdo
a sus leyes. De esta forma, aquel que sea más político o tenga más
argumento para convencer al grupo, reinará sobre todos. Entonces,
después de haber discutido y de faltarse el respeto los unos a los otros,
tratando de imponer su punto de vista, se logra una decisión a favor -
aunque manipulada- y luego dicen: «Dios nos dirigió».
De hecho, en muchos círculos de la iglesia, cuando entras ya no tienes
nada qué pensar ni qué hacer, pues ellos deciden todo, incluso lo que
debes comer y hasta cuántas veces debes masticar la comida antes de
tragártela. Te prohíben ir a la playa, al cine, etc.; también te dicen cómo
debes vestirte, con quién te tienes que casar, cuántos hijos debes tener y
quiénes podrían ser tus amigos. En conclusión, te hacen un plan familiar
y programan tu vida a tal punto que ¡ay de ti si no te sometes!, porque te
pasan juicio y te discriminan, y hasta te excomulgan. Es un control total
sobre las personas. Así que en la iglesia donde veas que hay un líder y
una junta apropiándose de la gente, de sus bienes y de su voluntad, allí
está el reino de los hombres, y no el de los cielos, pues Dios no reina de
esa manera. El Señor toca y llama (Apocalipsis 3:20) y el Espíritu Santo
nunca obliga ni se impone, sino que convence (Juan 16:8).
En cambio, el hombre se adueña de las almas y las considera como si
fueran un ganado, y dice: «Tengo tantas almas» como si dijeran “vacas”.
También dice: «Mis arcas están llenas. Ellos diezman y dan tanto
semanal, y con eso pienso invertir en tal cosa», dándose ínfulas de grande
inversionista y habla en estadísticas, como si los creyentes fueran
números o cosas. Con lo dicho estoy describiendo una realidad vivida,
por lo que no estoy en contra de nadie, sino a favor del reino de Dios. Los
que han estado en iglesias religiosas e institucionalizadas saben
ciertamente sobre lo que estoy hablando. Hace muchos siglos que la
iglesia está desviada por el gobierno de los hombres, y es necesario
que ahora nos volvamos a Dios. Por lo cual, apliquemos cada
advertencia que hizo Samuel a la iglesia de hoy, y veamos qué ocurre
cuando el hombre reina en la iglesia y no Dios:

1. “tomará vuestros hijos, y los pondrá en sus carros y en su gente de


1. A caballo, para que corran delante de su carro”

En el reino de los hombres, todo esfuerzo o beneficio es para el que


reina y para los suyos. Ellos toman tu “ministerio” y lo ponen en sus
“organizaciones”, bajo “su gente que está a cargo”, para que “les sirvan y
corran delante de su [carro] organización. Para ellos lo más importante es
la organización, aunque se violen los principios divinos. Ellos predican la
doctrina, pero cuando hay dinero envuelto o un escándalo que pueda
perjudicarles, prefieren hacer cualquier otra cosa con tal de mantener el
statu quo de la organización. Se comenten injusticias, y si tienen que
expulsar a algún obrero de Dios, no les importa, lo hacen con tal de que la
organización no sufra, sacrificando al individuo para salvar la institución.
En el gobierno de los hombres todos trabajan para la organización y las
personas no valen nada, sino su sistema, sus intereses. Hacen trampas
para salvar y mantener la estructura, y dominan la vida de los creyentes a
tal punto que así como los casan también los divorcian, para hacer una
nueva “pareja perfecta”.
Mas, en el reino de Dios ocurre todo lo contrario. En el reino de Dios
todos trabajan para el Señor, para Su reino y para Su gloria sine qua non.
Lo más importante no es la organización, sino Dios y el Cuerpo de Cristo.
No se usan las personas para fines mezquinos o personales, sino para
propósitos benditos. Muy contrario a la ideología del reino de los
hombres, que como Caifás dicen: “Vosotros no sabéis nada; ni pensáis
que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la
nación perezca” (Juan 11:49,50). Aunque él no lo dijo por sí mismo, pues
estaba profetizando que Jesús no sólo había de morir por la nación, sino
también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos
(vv. 51-52). Pero lo que verdaderamente Caifás pensaba en su corazón
era matarle para preservar su organización, para mantenerse siendo el
principal. Al hombre le gusta ser el primero, el “ungido” que va al frente,
y si te pone enfrente es para que le vayas abriendo el paso, para anunciar
su llegada, y todo el mundo sepa que alguien importante llegó, pues
necesita ser visto, quiere darse a conocer.
2.“… y nombrará para sí jefes de miles y jefes de cincuentenas”
A estos nombramientos, en el reino de los hombres se les llama el
“equipo”, un grupo de gente que trabaja para mantener su sistema.
Entonces nombra para sí jefes y organiza la cosa de tal manera que a cada
quien le da una posición: este me manda la correspondencia, este otro me
coordina los eventos, este se encargará de llevarme la agenda, este me
programa las vacaciones, etc. y mezclan su organización con la iglesia, ya
que la consideran una misma cosa. También ama los títulos, por lo que a
sus jefes les llama: “director”, “presidente” “coordinador”, etc.,
reservando para él aquellos más llamativos: “reverendo”, “apóstol”,
“doctor”, “superintendente”, etc., so pena de ofenderse si no le dices el
título antes que el nombre. Ellos son jefes y lo enseñan, por lo cual en sus
iglesias la gente anda detrás de ellos para que los pongan en puestos.
Por el contrario, en el reino de Dios no hay jefes, sino siervos,
tampoco posición, sino función. Jesús dijo: “Sabéis que los gobernantes
de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen
sobre ellas potestad. Mas entre vosotros no será así, sino que el que
quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera
ser el primero entre vosotros será vuestro siervo” (Mateo 20:25-27). En el
reino de Dios se crece sirviendo, no por rango. En el reino se llega a ser
autoridad por elección divina, honra y testimonio. Por lo cual, para
alguien ser líder en Dios, antes tiene que ser probado y aprobado (1
Tesalonicenses 2:4; 1 Timoteo 3:1-15), pues la autoridad se basa en la
honra y no en la posición o título.

3.“… los pondrá asimismo a que aren sus campos y sieguen sus
mieses, y a que hagan sus armas de guerra y los pertrechos de sus
carros. Tomará también a vuestras hijas para que sean perfumadoras,
cocineras y amasadoras”

En el reino del hombre se convierte a los creyentes en esclavos,


poniéndoles cargas que les corresponden a ellos llevar en el ministerio.
Todos sus asuntos giran en torno al culto al hombre, al ego y a sus
intereses. Así que orquestan tremendos montajes y crean numerosas
actividades para involucrar a toda la familia, y mantenerlos ocupados. Y
para que el creyente no extrañe nada del mundo, traen el mundo a la
iglesia. Se la pasan imitando todo éxito visible, porque lo que quieren es
captar a las personas, para fortalecer su organización y convertirse en un
gran emporio. Así vemos que tienen escuelas, universidades, hospitales,
clubes, librerías, etc., y no es que haya algo malo en eso, el asunto es su
motivación, pues su único objetivo es hacerse grandes y no para
engrandecer el nombre de Dios. Se benefician de los creyentes y los
despojan, diciéndoles: «Yo necesito tal cosa y hace tiempo que no me dan
una ofrenda. ¡Cuidado si les están dando ofrendas a fulano o
mandándolas a tal ministerio. Sólo aquí usted debe ofrendar porque esta
es su iglesia». Así les toman sus posesiones para hacer sus obras, pues el
fin es hacerlos suyos, no de Cristo.
4. Asimismo tomará lo mejor de vuestras tierras, de vuestras viñas 4.
y de vuestros olivares, y los dará a sus siervos. Diezmará vuestro grano
y vuestras viñas, para dar a sus oficiales y a sus siervos. Tomará
vuestros siervos y vuestras siervas, vuestros mejores jóvenes, y vuestros
asnos, y con ellos hará sus obras. Diezmará también vuestros rebaños,
y seréis sus siervos”

El reino del hombre toma lo mejor de tus dones, de tus capacidades, de


tus bienes, etc., y los da a los de su círculo, a su grupito, solo a los que
son como ellos y mantienen la organización. De esta manera, sus oficiales
y los que le sirven (que son como ellos) son los que salen en misiones, en
giras, los que predican, los que tienen autoridad, etc. y no precisamente
aquellos a quienes el Señor llamó y capacitó para ello. Te sacrifican a ti y
te exigen todo lo tuyo, para hacer lo suyo. Luego salen los grandes
titulares de lo mucho que han hecho, pero en verdad, no han movido ni
un dedo. Hecho así, tú tienes la visión, pero ellos la toman para sí; tú
escribes el libro, pero ellos son los autores; tú el que trabaja, ellos se
toman el crédito; tú tienes el don, pero ellos son los “ungidos”; tú eres el
dueño de la hacienda, pero ellos te la quitan para la institución; tú tienes
tus hijos espirituales, ellos toman los mejores para que sirvan a su
institución, y al final también te convierten a ti en su servidor. Ellos
hacen de los escogidos sus sirvientes y los humillan, les imponen castigos
y los ponen en disciplina si no se someten, convirtiendo en esclavitud la
libertad que les ha dado Cristo Jesús. Para el reino de los hombres, lo
que importa no es lo que diga la Palabra de Dios, sino lo que le
conviene a la institución.
Alguien escribió una sátira refiriéndose a la manera cómo la iglesia
evolucionó de Cuerpo de Cristo a institución eclesiástica, de organismo
viviente a organización religiosa, la cual te la compartiré, de manera
parafraseada, a continuación: «Cuentan que en el principio todos los
cristianos eran pescadores de hombres. Cuando salían al mar a pescar,
pescaban muchos peces, pues Dios los bendecía. Pero cuando la iglesia
comenzó a crecer, algunos del gobierno de los hombres comenzaron a
decir: “En verdad, hay que ser conscientes. Miren esos hombres que
pasan el día entero pescando con esas redes anticuadas. Vamos a hacer
redes modernas para facilitarles el trabajo”. Así lo hicieron, pero después
se fijaron que los botes eran muy pequeños e inseguros y decidieron
hacer grandes barcos de pescas. Ya tenían redes modernas, poseían
trasatlánticos para pescar, pero luego dijeron: “Oye, ¿y por qué no les
hacemos escuelas a los hijos de los pescadores? Eso es justo, porque ellos
trabajan en el altar”. Entonces hicieron escuelas para los hijos de los
pescadores, también colegios y universidades.
»Luego dijeron: “¿Por qué no escogemos entre ellos a los más
destacados y los llevamos a nuestras universidades para que enseñen a
pescar?” De ahí surgieron los llamados seminarios. Después dijeron:
“Pero los pescadores se enferman, vamos a hacer hospitales para sanarlos
cuando se enfermen, ¡es justo!”. Y llegó un momento que la iglesia tenía
de todo: modernas redes para pescar, flamantes barcos para navegar,
destacadas escuelas y seminarios para enseñar, avanzados hospitales
donde se podían sanar, etc. pero el resultado de todo eso fue que ya nadie
salía a pescar, ya que todos estaban ocupados en distintos quehaceres
burocráticos. Había tiempo para todo, menos para la pesca [hoy en día
ocurre lo mismo. Hay tantas instituciones, pero no hay quien salga a
hacer la obra].
»Sucedió entonces -continúa la sátira- que al paso del tiempo un
visionario se lanzó a alta mar y tiró sus redes. Este hombre pescó muchos
peces e inmediatamente lo supieron los hombres de los seminarios, y
alarmados dijeron: “¿Cómo puede ser que fulano está en alta mar y haya
pescado una gran camada de peces?”. Cuando el hombre llegó a la orilla
lo estaban esperando y comenzaron a preguntarle: “¿Cómo fue que los
pescaste? ¿de qué forma tiraste la red? ¿qué método empleaste? ¿quién te
mandó a que lo hicieras? ¿a qué concilio perteneces?” Y el hombre
respondía: “Bueno, yo quería pescar, y tiré la red así, y después hice así y
luego así y así…”. Entonces ellos respondiendo: “No, tú no puedes estar
pescando. Eres algo prodigioso. A ti hay que llevarte como catedrático de
la universidad para que enseñes a los demás a pescar”. Así lo hicieron, y
al único que salió y pescó también lo reclutaron».
Esa es la iglesia hoy, donde hay un sinnúmero de organizaciones, un
montón de burocracia, tecnología y equipos modernos, pero no hay quien
haga la voluntad de Dios, pues nadie hace nada en el sentido espiritual, y
al que hace algo, también lo reclutan para la organización. Conocemos
una gran cantidad de hospitales famosísimos que eran “cristianos”,
incluso algunos se identifican todavía con el nombre de la denominación
que lo fundó, pero lo que era una casa de salud se ha convertido en un
emporio de salubridad que toma muchas cuadras, pero si llegas allí
enfermo (seas cristiano o no), si no tienes un plan médico no te atienden.
Y me pregunto, ¿dónde está la piedad, la compasión y los principios de
Dios? allí no tienen cabida, pues esa organización ya no tiene nada de
Dios, y es gobernada por el hombre.
También hay iglesias que se dedican a guardar dinero y llega un
momento que sus cuentas están tan repletas que el estado tiene que
decirles que inviertan ese dinero, porque al gobierno no le conviene que
instituciones sin fines de lucro y exentas de impuestos, mantengan su
dinero detenido en el banco. Entonces, el dinero de la iglesia, en lugar de
ir a la casa de los pobres, va a la bolsa de valores, y se compran acciones
en compañías que si estuviéramos conscientes a qué se dedican,
lloráramos de dolor. Algunas inversiones se han hecho en empresas cuya
especialidad es en la venta de armas de fuego, por ejemplo, y sin
embargo, sé de iglesias que no les interesa invertir en la visión de Dios.
Alegan que no hay dinero para predicar, no hay dinero para ayudar al
necesitado de la iglesia, no hay dinero para hacer la obra de Dios, pero sí
para todo aquello que mantiene la organización. Eso es lo que pasa hoy y
pasará siempre donde gobierne el hombre y no Dios.
Todo lo que pasa y se mueve en el reino de los hombres es para
promover sus nombres y darse a conocer. Gastan millones en promoción
para pedir ofrendas monetarias y mantener su institución, pero cuando les
escriben pidiendo oración, abren el sobre, toman la ofrenda y tiran la
carta a la basura. ¡No hay corazón! No les importa las almas, sino hacerse
grandes y ser conocidos. Igualmente, cuando les viene abundancia por
causa de la unción, se dicen: «Hasta el perro de mi casa, debe comer en
tazón de oro, pues yo soy el ministro de Dios. Mi Padre es el dueño del
oro y de la plata, yo merezco lo mejor, por eso vivo en una mansión,
porque yo soy el de la unción. Y si no me rentan o compran un jet, no iré
a ninguna misión». El tiempo de ellos siempre es, pero el de Dios nunca
llega.
asimismo, ellos se dan las ínfulas de ser grandes autores, pero lo que
realmente hacen es que se adueñan del derecho de autor, aunque otros
sean que hayan escrito los libros. Ellos echan a un lado al “hermanito”
que Dios usó y no le dan ningún crédito- y se justifican en que ellos son
la lámpara donde Dios puso la revelación para levantar esa organización
en la que han “gastado su vida”, y que por su nombre estar en la portada
es que la gente comprará el libro. Y puede que alguno haya escrito alguna
obra, pero ¿quién les dio la inspiración y la gracia para escribirlo? ¿Para
qué lo escribió, cuál fue su motivación? ¿No se lo dio Dios para la
edificación de su iglesia? ¿de qué se glorían? Porque, como bien dijo
Pablo: “¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo
recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1
Corintios 4:7).
Mientras escribo esto, mi corazón sangra, pues nunca ha sido mi
motivación criticar a la iglesia. Una cosa es la iglesia y otra el
institucionalismo eclesiástico; la iglesia solo es la víctima secuestrada
por ese tirano. Hoy los hombres de Dios se sienten obligados a negociar
y a cumplir las exigencias y demandas de los secuestradores, con tal de
no hacer daño a la iglesia cautiva. La razón por la cual el Señor te habla a
ti de aflicción y persecución por causa de la Palabra es por esa. Hay
intereses demasiados poderosos para que el gobierno de los hombres
quiera oír el mensaje de Dios. Los puedo escuchar decir: «Reconocer ese
mensaje como de Dios haría que todo nuestros esfuerzos se vengan al
suelo. Yo no puedo entregar mi iglesia a lo “espiritual”, para que,
supuestamente, el Espíritu la guíe, no, eso jamás. Yo también tengo el
Espíritu de Dios y sé lo que hago». A ellos no les resulta fácil, después de
tener una plataforma establecida donde eran las estrellas, dejar que el que
brille sea Dios y ellos desaparezcan; les es muy difícil soltar a aquellos de
quienes se benefician, se nutren y se mantienen.
El apóstol Pablo usó esta expresión: “mis colaboradores en Cristo
Jesús” (Romanos 16:1); sí, colaboradores del apóstol, pero en el Señor.
Es decir, la razón por la que sirves no soy yo ni es para mí, es para Dios y
en Dios. Por eso, no debo apropiarme de tus dones ni beneficiarme de
ellos, sino junto contigo dar honra al único digno, al Señor nuestro Dios.
A ellos y a sus colaboradores hay que hacerles todo y darles de todo, pero
es para su beneficio personal y no para honrar a Dios. Y aquí no estoy
diciendo que pongamos bozal al buey que trilla, porque el obrero es digno
de su salario (1 Timoteo 5:18), a lo que me he referido -y quiero que
quede claro- es que te hacen “trabajar para Dios”, pero al final, el fruto de
su trabajo es para ellos, para la organización. Eso es algo muy penoso,
porque como bien dijo el predicador: “Todas las cosas son fatigosas más
de lo que el hombre puede expresar; nunca se sacia el ojo de ver, ni el
oído de oír” (Eclesiastés 1:8). Por eso, el reino de los hombres tipifica el
andar en la carne, donde sólo hay demandas, exigencias, un apetito
insaciable de placeres y mucha presión. Todo eso se convierte en un gran
suplicio, algo muy distinto a cuando reina Dios que hay paz, reposo, y
toda buena obra. Por eso el profeta termina advirtiendo:

5.Y clamaréis aquel día a causa de vuestro rey que os habréis


elegido, 5. mas Jehová no os responderá en aquel día”
Esa es la razón por la que vemos cómo la iglesia gime, clama y lamenta
con muchas lágrimas y lloro por todas estas injusticias, pero es como si
los cielos fueran de bronce y su clamor no se escuchara. Mas, ¿cómo
Dios va a oír si a Él no lo tienen como rey ni lo dejan gobernar? Mientras
los hombres reinen, el cielo va a estar cerrado, porque Jehová no puede
contestar las oraciones de la iglesia para que los hombres la administren
para su propio peculio. El reino de Dios es de Dios y para Dios, no para
los hombres. Por eso Dios cerró el oído, pues ellos lo desecharon y
aunque clamen a Dios e invoquen su nombre Él no los oirá.
No obstante, a pesar del cuadro tan realista que el profeta le expuso
sobre el reino de los hombres, el pueblo no lo quiso escuchar, sino que
dijo: “No, sino que habrá rey sobre nosotros; y nosotros seremos también
como todas las naciones, y nuestro rey nos gobernará, y saldrá delante de
nosotros, y hará nuestras guerras” (1 Samuel 8:19-20). En otras palabras:
«No nos importa como el hombre gobierna, ya te dijimos, queremos ser
como las demás naciones; elígenos un rey». Eso lo está diciendo la iglesia
desde hace mucho tiempo: «No podemos estar llevándonos por profecías
y luego esperar también un tiempo para confirmación, si ya sabemos lo
que tenemos que hacer. Nosotros también tenemos el Espíritu de Dios y
hemos organizado todo en nuestra constitución. Tenemos que tener un
líder que nos represente. La iglesia está muy anticuada y es necesario que
se modernice al nivel de cualquier institución del mundo. No podemos
quedarnos atrás, tenemos que ir a la par del mundo. Elegiremos uno que
nos represente (el más inteligente y dotado) a ese seguiremos y él se
encargará de todo nuestros asuntos». Mas, cuando la iglesia desecha a
Dios y prefiere al hombre, no solamente se aparta del Señor, sino que
también se desliga de todo lo relacionado con Él.
Por tanto, como el pueblo insistió en su descabellada idea, Jehová le
dijo a Samuel que hiciera lo que ellos le pidieran. Por lo cual, el profeta
ungió a Saúl como rey de Israel (1 Samuel 10:1). ¿Sabes qué significa el
nombre Saúl? Pedido. El pueblo deseó un rey y Dios le buscó uno
conforme al corazón del pueblo. ¿Fue Saúl elegido por Dios? No, fue
señalado por Dios, pero “pedido” por el pueblo. Por eso le dijo a Samuel:
“Oye la voz del pueblo en todo lo que te digan” (1 Samuel 8:7), porque
Jehová haría exactamente lo que ellos querían.
El pueblo quería un rey alto, fuerte, robusto, guerrero y valiente, como
los reyes de las naciones, y eso mismo le dio Jehová, un tremendo
ejemplar. Por eso, vemos más adelante cuando Samuel va a la casa de Isaí
a buscar el rey conforme al corazón de Dios, pensaba: «Bueno, este
hombre deberá superar en todo a Saúl», y al ver a Eliab, el hermano
mayor de David, por su buen parecer y lo grande de su estatura, dijo: “De
cierto delante de Jehová está su ungido” (1 Samuel 16:6), y si Dios no lo
refrena, él lo unge. Esta es la única vez que la Biblia muestra que este
profeta se equivocó. Él sabía encontrar las burras y hasta las agujas que
se perdían, pero al hombre de Dios, no lo pudo identificar. Samuel estaba
buscando un rey de acuerdo a las características de los hombres, pero el
elegido era conforme al corazón de Dios.
Saúl fue pedido por el pueblo y Dios lo eligió para el pueblo. Jehová no
le puso tropiezo a Saúl ni al pueblo, todo lo contrario, les apoyó en sus
decisiones. Lo único que Dios pedía era obediencia, por eso Samuel les
advirtió en su discurso de despedida: “Solamente temed a Jehová y
servidle de verdad con todo vuestro corazón…” (1 Samuel 12:24). Esto
quiere decir que Dios no eligió a Saúl para fracasar, aunque lo eligió con
dolor. Veamos ahora como reinó Saúl, el “pedido” por el pueblo. Leamos
el siguiente incidente, que retrata muy bien el perfil de este hombre que
era semejante a los reyes de las naciones:

“Y se juntó el pueblo en pos de Saúl en Gilgal. Entonces los


filisteos se juntaron para pelear contra Israel, treinta mil carros,
seis mil hombres de a caballo, y pueblo numeroso como la arena
que está a la orilla del mar; y subieron y acamparon en Micmas,
al oriente de Bet-avén. Cuando los hombres de Israel vieron que
estaban en estrecho (porque el pueblo estaba en aprieto), se
escondieron en cuevas, en fosos, en peñascos, en rocas y en
cisternas. Y algunos de los hebreos pasaron el Jordán a la tierra
de Gad y de Galaad; pero Saúl permanecía aún en Gilgal, y todo
el pueblo iba tras él temblando. Y él esperó siete días, conforme al
plazo que Samuel había dicho; pero Samuel no venía a Gilgal, y
el pueblo se le desertaba. Entonces dijo Saúl: Traedme holocausto
y ofrendas de paz. Y ofreció el holocausto. Y cuando él acababa
de ofrecer el holocausto, he aquí Samuel que venía; y Saúl salió a
recibirle, para saludarle. Entonces Samuel dijo: ¿Qué has hecho?
Y Saúl respondió: Porque vi que el pueblo se me desertaba, y que
tú no venías dentro del plazo señalado, y que los filisteos estaban
reunidos en Micmas, me dije: Ahora descenderán los filisteos
contra mí a Gilgal, y yo no he implorado el favor de Jehová. Me
esforcé, pues, y ofrecí holocausto. Entonces Samuel dijo a Saúl:
Locamente has hecho; no guardaste el mandamiento de Jehová tu
Dios que él te había ordenado; pues ahora Jehová hubiera
confirmado tu reino sobre Israel para siempre” (1 Samuel 13:4-
13).

Destaquemos ciertas enseñanzas que se desprenden de este relato. Nota


que Saúl esperó siete días según el plazo que el profeta le había dado,
antes de proceder, pero como Samuel no llegaba, el pueblo se le
desertaba. Cuando se obedece la voluntad de Dios se paga el precio de
esperar en Él, aunque tomemos el riesgo de quedarnos solos. Saúl
comenzó a ver que el pueblo se le iba y cometió el gran error de hacer
algo que no le correspondía, y ofició a Jehová. Esta función era exclusiva
de los sacerdotes que Jehová había apartado para el santo oficio. Pero este
hombre hizo esa locura, no porque quería adorar a Dios, sino porque veía
que el pueblo se le escapaba, y para Saúl el pueblo era más importante
que obedecer una ordenanza de Dios. Por eso, Samuel le dijo:
“Locamente has hecho” (v. 13), lamentablemente Saúl era un gobernante
del pueblo y únicamente le importaba complacer al pueblo, no a Dios.
Eso es, justamente, lo que pasa hoy en día en la iglesia. Cuando los que
dirigen se dan cuenta que el pueblo no quiere algo en particular o que los
miembros se les están yendo de la iglesia, inmediatamente comienzan a
cambiar las cosas, para que no les deserten ni les abandonen. A ellos no
les interesa obedecer ni agradar a Dios, sino complacer al pueblo. En el
reino de los hombres la elección de la mayoría es la que gana, porque son
elegidos por el pueblo y para el pueblo. En cambio, en el reino de Dios
las cosas ocurren totalmente contrario. Cuando a Jesús los discípulos le
dijeron que la gente se estaba ofendiendo y que muchos se volvían atrás,
luego de escuchar el mensaje que predicaba, él les dijo: “¿Queréis acaso
iros también vosotros?” (Juan 6:67). Jesús no iba a cambiar aunque les
pareciera a ellos duras sus palabras. En el gobierno de Dios no importa el
pueblo, sino Dios.
La Palabra de Dios dice: “… todos los que quieren vivir piadosamente
en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Timoteo 3:12), por lo que
entiendo que cuando sacrificamos el deseo del hombre por obedecer la
voluntad de Dios, seremos perseguidos. Son muchas las voces que se
levantan en contra, pero Jesús dijo: “Bienaventurados sois cuando por mi
causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra
vosotros, mintiendo” (Mateo 5:11). Si murmuran de un mal testimonio,
eso es otra cosa, pero si viene la persecución por causa de la palabra, y
nos acusan mintiendo, Dios será nuestro defensor. Por eso, amado, óyelo
bien, a la iglesia lo que le debe importar es agradar a Dios haciendo su
voluntad. Como “oveja”, eres importante en el redil, para alimentarte con
sus delicados “pastos”, pero no te seguimos a ti, sino al pastor que es
Dios.
En una ocasión alguien me compartió una anécdota de un judío que fue
a un restaurante y el mesero estaba prejuiciado contra él, porque había
leído que los judíos habían matado a Jesús. La molestia del mesero era
tan grande que le dijo a su jefe: «Usted me va a perdonar, pero yo no voy
a atender a ese judío, porque ellos mataron a Jesucristo», a lo que el
dueño del restaurante le contestó: «Si tú no le sirves, estás despedido».
Presionado por la condición, decide de mala gana atenderle, y el judío
cuando se fue le dejó una jugosa propina. Cuando el mesero va a limpiar
la mesa, se encuentra con la generosa suma, la toma y la introduce en su
bolsillo. El dueño del lugar, al verle, se le acerca y le cuestiona con un
gesto, a lo que el mesero rápidamente le responde: «Bueno, los judíos no
fueron tan malos; ellos no mataron a Cristo, solo lo torturaron». Así es el
reino del hombre, por intereses cambia rápidamente su convicción.
Igualmente, cuando el hombre gobierna la iglesia y ve que no hay
ofrendas y se están bajando las arcas del tesoro, ponen a todo el mundo a
orar y a ayunar y buscan que el profeta les hable. Mas, una vez que tienen
el dinero, ya no hay tiempo para las cosas del Espíritu y ni caso les hacen
a los profetas de Dios. En mis tiempos de estudiante tuve un maestro que
decía a la clase: «por la plata baila el mono, y si no baila el mono, baila el
dueño del mono», y todo eso, por intereses. Hay que estar bien
convencidos en Dios para mantenerse en sus principios, a pesar de ver
que el pueblo se va y que nos quedamos solos. A Juan el bautista sus
seguidores se le fueron también (Juan 3:26), pero él dijo: “No puede el
hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo. Vosotros mismos me
sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que soy enviado
delante de él. El que tiene la esposa, es el esposo; mas el amigo del
esposo, que está a su lado y le oye, se goza grandemente de la voz del
esposo; así pues, este mi gozo está cumplido. Es necesario que él crezca,
pero que yo mengüe” (Juan 3:27-30). Así habla un hombre que está claro
y comprometido con la verdad, el cual no le importa quedarse solo, sino
cumplir lo que Dios le mandó a hacer.
Los siervos de Dios son discriminados en el reino de los hombres y
nunca son bienvenidos en su círculo. Nosotros lo hemos vivido en el
medio donde Dios nos ha puesto, pues algunos consiervos ni te miran y te
evitan, porque por tu lenguaje saben que no simpatizas con la política ni
con los intereses humanos en que están sumidos en sus congregaciones.
Pero un día, todos le veremos la cara a nuestro Señor. El apóstol Pablo
decía que quería ser aprobado delante de Dios (2 Timoteo 2:15) y que si
en su ministerio buscara agradar a los hombres no sería siervo del Señor
Jesucristo (Gálatas 1:10).
a pesar que a Saúl le importaba más el pueblo que Dios, vemos más
adelante que Jehová le da otra oportunidad y envía al profeta a ungirle y a
advertirle que esté atento a sus palabras (1 Samuel 15:1). Dios es santo y
es bueno, y a pesar que el pecado de Saúl le dolió en su corazón le da una
nueva misión: “Yo castigaré lo que hizo Amalec a Israel al oponérsele en
el camino cuando subía de Egipto. Ve, pues, y hiere a Amalec, y destruye
todo lo que tiene, y no te apiades de él; mata a hombres, mujeres, niños, y
aun los de pecho, vacas, ovejas, camellos y asnos” (vv. 2,3). Saúl,
entonces, salió a la batalla y derrotó a los amalecitas (v. 7), pero la Biblia
dice que: “tomó vivo a Agag rey de Amalec, pero a todo el pueblo mató a
filo de espada. Y Saúl y el pueblo perdonaron a Agag, y a lo mejor de las
ovejas y del ganado mayor, de los animales engordados, de los carneros y
de todo lo bueno, y no lo quisieron destruir; mas todo lo que era vil y
despreciable destruyeron. Y vino palabra de Jehová a Samuel, diciendo:
Me pesa haber puesto por rey a Saúl, porque se ha vuelto de en pos de mí,
y no ha cumplido mis palabras. Y se apesadumbró Samuel, y clamó a
Jehová toda aquella noche” (vv. 8-11). Una vez más, Saúl desagradó a
Dios y ya ni las intercesiones y clamor de sus santos podrían cambiar sus
resoluciones. Dios no reina, sino en Su reino. Él no se sienta en sitial
humano, sino en su propio trono para gobernar a los hombres. Son vanas
las oraciones en las iglesias mientras no haya en ellas un cambio de
gobierno.
Hay quienes invocan a Dios con sus labios, pero andan en sus propios
caminos, y luego cuando les viene juicio son muy idealistas, y apelan por
la misericordia divina. Sin embargo, la Biblia dice que la justicia y el
juicio son el cimiento del trono de Dios, y así como Él es tardo para la
ira, no tendrá por inocente al culpable (Salmos 89:14; Nahum 1:3). Dios
“… no es hombre, para que mienta, Ni hijo de hombre para que se
arrepienta” (Números 23:19); Él es Dios. Hay que dejar que Él reine, sólo
así lo veremos actuando a favor del pueblo. Sin embargo, hay muchos
que, aun estando en el camino, siguen perdidos. Es el caso de Saúl, según
vemos en la continuación del relato:

“Madrugó luego Samuel para ir a encontrar a Saúl por la


mañana; y fue dado aviso a Samuel, diciendo: Saúl ha venido a
Carmel, y he aquí se levantó un monumento, y dio la vuelta, y
pasó adelante y descendió a Gilgal. Vino, pues, Samuel a Saúl, y
Saúl le dijo: Bendito seas tú de Jehová; yo he cumplido la palabra
de Jehová” (1 Samuel 15:12-13).

Así como Saúl dicen todos los líderes en el gobierno de los hombres:
«Mira lo que hemos hecho. Estamos trabajando: hicimos un templo,
hicimos una catedral, levantamos una iglesia en tal parte, estamos
preparando tal cosa, etc.» Muestran un montón de cosas que ellos
hicieron, pero no pueden mostrar nada que Dios les haya mandado a
hacer. Samuel no tuvo que inspeccionar el campamento para comprobar
si Saúl le estaba mintiendo o no, sino que el mismo anatema se manifestó
en balido de ovejas y mugidos de vacas, a lo que Saúl respondió:”De
Amalec los han traído; porque el pueblo perdonó lo mejor de las ovejas y
de las vacas, para sacrificarlas a Jehová tu Dios, pero lo demás lo
destruimos” (1 Samuel 15:14-15). Nota el énfasis: “el pueblo los trajo” y
“el pueblo perdonó”, pero a quien Jehová mandó no fue al pueblo, sino a
Saúl. Él era el líder, pero gobernaba conforme al pueblo y no conforme al
mandato de Dios. Hoy también decimos “la junta decidió” y “el concilio
resolvió”, y yo me pregunto: ¿en todo eso, dónde está Dios? En el
gobierno de los hombres la mayoría gana, pero en el gobierno de Dios lo
que vale es la voluntad del Señor. Por eso, cuando Samuel escuchó la
razón que le dio Saúl, le respondió:

“¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y víctimas,


como en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente
el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que
la grosura de los carneros. Porque como pecado de adivinación
es la rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación. Por
cuanto tú desechaste la palabra de Jehová, él también te ha
desechado para que no seas rey” (1 Samuel 15:22-23).

Este era un momento crucial en el reinado de Saúl, porque a pesar que


fue el pueblo que lo pidió como rey, dependía de Dios que él
permaneciera en el trono. Jehová le había dado una nueva oportunidad a
este hombre, ¿por qué no siguió su instrucción? Saúl le dijo a Samuel:
“Yo he pecado; pues he quebrantado el mandamiento de Jehová y tus
palabras, porque temí al pueblo y consentí a la voz de ellos. Perdona,
pues, ahora mi pecado, y vuelve conmigo para que adore a Jehová” (vv.
24, 25). Es decir, Saúl no obedeció a Dios porque temía al pueblo, pero
“¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle,
sois esclavos de aquel a quien obedecéis…?” (Romanos 6:16). Saúl se
había sometido totalmente al pueblo, le cedió su voluntad a tal punto que
se hizo su esclavo, y sin autoridad, no podía establecer la voluntad
Jehová. En cambio, en el reino de los cielos, se le teme a Dios, no al
pueblo, porque el que le puso en autoridad es el Señor para que le
obedezca, no el pueblo para que se le someta.
Vemos entonces que Samuel acababa de dictarle a Saúl prácticamente
una sentencia, la cual revelaba el desagrado que Jehová sintió por su
desobediencia. Era el tiempo para Saúl humillarse, para reconocer y
rendirse a la voluntad de Dios. Mas, esa no fue su actitud, sino muy al
contrario, trató de “echarle agua al vino”, minimizando el asunto, como
diciendo: «Mira, lo que pasa es que el pueblo lo decidió, y es un poco
delicado contradecir al pueblo; ellos eran la mayoría y temí por eso; y los
dejé que hicieran las cosas como ellos creían. Reconozco que fallé, pero
ven, no te pongas así, cálmate ¿sí?, volvamos y adoremos juntos a Dios».
Mas, un hombre que teme a Dios ve las cosas como Dios las ve, y no se
une a lo mal hecho, por eso Samuel le respondió: “No volveré contigo;
porque desechaste la palabra de Jehová, y Jehová te ha desechado para
que no seas rey sobre Israel” (1 Samuel 15:26). En ese momento, Saúl se
desesperó, pues no pudo soportarlo y mira lo que ocurrió:
“Y volviéndose Samuel para irse, él se asió de la punta de su
manto, y éste se rasgó. Entonces Samuel le dijo: Jehová ha
rasgado hoy de ti el reino de Israel, y lo ha dado a un prójimo
tuyo mejor que tú. Además, el que es la Gloria de Israel no
mentirá, ni se arrepentirá, porque no es hombre para que se
arrepienta” (1 Samuel 15:27-29).

Amado de mi alma, tú y yo nunca debemos estar con alguien que


deseche la palabra de Jehová, aunque no lo tengamos como enemigo (2
Tesalonicenses 3:14-15). El Señor nos ha hablado bastante y nos advierte
que no apoyemos ningún proyecto si no estamos seguros que venga de
Dios. No colaboremos con hombres que no obedecen, pues perderemos el
tiempo, y no seremos eficaces. Jehová es el que quita reyes y pone reyes,
y aquellos que creen que pueden gobernar fuera de Él, el que mora en los
cielos se reirá y se burlará de ellos (Salmos 2:4), porque sus pensamientos
son vanidad y Dios los turbará con su ira. Jehová estaba airado con Saúl y
por eso decidió darle el reino de Israel a otro. Cuando Saúl fue escogido
como rey ni él mismo se consideraba digno, se sentía pequeño ante sus
propios ojos, por eso cuando iba ser presentado delante de las tribus de
Israel se escondió en el bagaje (1 Samuel 15:17;10:22), pero Dios lo
ungió como rey, lo hizo jefe, lo hizo grande entre los hombres. ¿No era
momento para Saúl honrar con su obediencia la honra que recibió? ¿No
era ese el tiempo de humillarse delante del Señor? Obviamente, Saúl
tenía los ojos puestos en los hombres, no en Dios, pues nota lo que él le
respondió al profeta:

“Yo he pecado; pero te ruego que me honres delante de los


ancianos de mi pueblo y delante de Israel, y vuelvas conmigo para
que adore a Jehová tu Dios” (1 Samuel 15:30).

¡Qué terrible! Lo que le importaba a Saúl era estar bien delante del
pueblo, pues para él valía más la honra de los hombres que la de Dios. Él
aceptaba que le había fallado a Jehová, y que el Señor estaba disgustado y
que a sus ojos no era digno, por eso aceptaba su castigo. A Saúl no le
importaba que Dios lo deshonrara, pero que no lo hiciera el pueblo.
¿Notas el espíritu del gobierno de los hombres? Es muy grande el
dominio que ejerce el pueblo sobre sus líderes, los cuales, por temor a la
reacción y al peligro de perder su simpatía, cometen los más terribles
pecados y desobediencia a Dios.
Sabemos lo que pasó luego, Samuel cortó en pedazos a Agag rey de
Amalec, después se fue a Ramá y nunca más volvió a ver a Saúl. Sin
embargo no dejó de orar y llorar por él (1 Samuel 15:33-35), hasta un día
que Jehová le dijo: “¿Hasta cuándo llorarás a Saúl, habiéndolo yo
desechado para que no reine sobre Israel? Llena tu cuerno de aceite, y
ven, te enviaré a Isaí de Belén, porque de sus hijos me he provisto de rey”
(1 Samuel 16:1). Así fue como el hijo de Isaí fue escogido por Dios y
ungido para ser rey de Israel (1 Samuel 16:10:13). Ahora, nota algo; la
primera vez que Saúl desobedeció y locamente ofició sacrificios a Jehová
sin ser él un sacerdote, el profeta le dijo algo muy importante: “Mas
ahora tu reino no será duradero. Jehová se ha buscado un varón conforme
a su corazón, al cual Jehová ha designado para que sea príncipe sobre su
pueblo, por cuanto tú no has guardado lo que Jehová te mandó” (1
Samuel 13:14). Este verso nos declara abiertamente que Saúl no tenía el
corazón de Dios, porque sólo palpitaba por el pueblo. Sin embargo,
David fue escogido por Dios porque era conforme a su corazón. Esta
verdad, nos lleva a otro nivel en esta enseñanza, la de conocer la vida de
dos hombres que representan dos reinos: Saúl el de los hombres y David
el de Dios.
ahora, ¿qué es tener el corazón de Dios? Busquemos la respuesta en el
Nuevo Testamento, donde el apóstol Pablo se refiere a este incidente:
“Luego pidieron rey, y Dios les dio a Saúl hijo de Cis, varón de la tribu
de Benjamín, por cuarenta años. Quitado éste, les levantó por rey a
David, de quien dio también testimonio diciendo: He hallado a David hijo
de Isaí, varón conforme a mi corazón, quien hará todo lo que yo quiero”
(Hechos 13:21-22). Por tanto, un hombre conforme al corazón de Dios es
el que hace todo lo que Dios quiere, así como un hombre conforme al
corazón del hombre hace todo lo que el hombre quiere. Y yo te pregunto,
¿tú que corazón tienes, el del pueblo o el de Dios?De manera perfecta,
esta pregunta reflexiva nos pudiera servir como final a este segmento,
pero es necesario conocer profundamente la intención del Señor con esta
enseñanza. Hemos hablado detalladamente del reino de los hombres y no
fue nada difícil ver la iglesia retratada allí, porque es algo que vivimos a
diario, hombres que quieren vivir en el reino de Dios, pero siendo
gobernados por los hombres. Ya vimos que Saúl es representativo de esta
forma de pensamiento, pero ¿cómo era David? Empecemos delineando su
perfil con el siguiente relato:

“Envió, pues, por él, y le hizo entrar; y era rubio, hermoso de


ojos, y de buen parecer. Entonces Jehová dijo: Levántate y
úngelo, porque éste es. Y Samuel tomó el cuerno del aceite, y lo
ungió en medio de sus hermanos; y desde aquel día en adelante el
Espíritu de Jehová vino sobre David” (1 Samuel 16: 12-13).

Mientras el nombre de Saúl significa “pedido”, David significa


“amado”. Él no era tan gallardo ni tan alto como Saúl, aunque sí era de un
hermoso aspecto. Mas, lo más importante que tenía David era que el
Espíritu de Jehová estaba sobre él. Nota que desde ese mismo momento,
en que David fue ungido como Rey, el Espíritu de Jehová se apartó de
Saúl y un espíritu malo lo atormentaba (1 Samuel 16:14). Veamos qué
ocurrió:

“Y los criados de Saúl le dijeron: He aquí ahora, un espíritu


malo de parte de Dios te atormenta. Diga, pues, nuestro señor a
tus siervos que están delante de ti, que busquen a alguno que sepa
tocar el arpa, para que cuando esté sobre ti el espíritu malo de
parte de Dios, él toque con su mano, y tengas alivio. Y Saúl
respondió a sus criados: Buscadme, pues, ahora alguno que toque
bien, y traédmelo. Entonces uno de los criados respondió
diciendo: He aquí yo he visto a un hijo de Isaí de Belén, que sabe
tocar, y es valiente y vigoroso y hombre de guerra, prudente en
sus palabras, y hermoso, y Jehová está con él” (1 Samuel 16:15-
17).

David era un adorador, y adoraba a Dios de manera tan sublime que al


tocar con su arpa, Jehová sanaba, restauraba, aliviaba. Pero nota cómo
aun los mismos criados de Saúl lo percibían: “He aquí yo he visto a un
hijo de Isaí de Belén, que sabe tocar, y es valiente y vigoroso y hombre
de guerra, prudente en sus palabras, y hermoso, y Jehová está con él” (1
Samuel 16:15-18). El verso se explica por sí mismo. Ahora veamos cómo
el hombre de guerra, entre otras cualidades, se manifiesta en David, en el
conocido relato, cuando Goliat tenía aterrorizado al pueblo de Israel:

“Dijo Saúl a David: No podrás tú ir contra aquel filisteo, para


pelear con él; porque tú eres muchacho, y él un hombre de guerra
desde su juventud. David respondió a Saúl: Tu siervo era pastor
de las ovejas de su padre; y cuando venía un león, o un oso, y
tomaba algún cordero de la manada, salía yo tras él, y lo hería, y
lo libraba de su boca; y si se levantaba contra mí, yo le echaba
mano de la quijada, y lo hería y lo mataba. Fuese león, fuese oso,
tu siervo lo mataba; y este filisteo incircunciso será como uno de
ellos, porque ha provocado al ejército del Dios viviente. Añadió
David: Jehová, que me ha librado de las garras del león y de las
garras del oso, él también me librará de la mano de este filisteo. Y
dijo Saúl a David: Ve, y Jehová esté contigo” (1 Samuel 17:33-
37).

Es notable el celo de David por Dios. Al hijo menor de Isaí no le


importaba enfrentarse a aquel gigante que se había atrevido a desafiar al
ejército del Dios viviente (v. 36). También vemos cómo le atribuye a
Jehová todas sus proezas (v. 37), porque aunque él mataba las fieras con
sus propias manos, atribuía a Jehová haberlo librado de morir en esos
salvajes enfrentamientos. David estaba consciente de que su fuerza, su
habilidad y destrezas venían de Dios. En otras palabras, este hombre
decía: «Yo soy valiente, porque Jehová me da valentía; yo mato leones,
porque Jehová me da la fuerza; y a este lo voy a matar, porque Jehová
también me ayudará». En el gobierno de Dios no se habla tanto de las
cualidades de los hombres (si es ungido, si tiene dones, si es profeta, si
hace esto, aquello o lo otro, etc.), sino que únicamente se le da gloria al
nombre de Dios. Sabemos que David mató a Goliat, pero te reto a que me
muestres uno de sus salmos donde el salmista se ufana de haber matado a
un gigante, porque el único gigante para David era Dios. Observa ahora
sus palabras, cuando se enfrentó al corpulento filisteo:

“Tú vienes a mí con espada y lanza y jabalina; mas yo vengo a


ti en el nombre de Jehová de los ejércitos, el Dios de los
escuadrones de Israel, a quien tú has provocado. Jehová te
entregará hoy en mi mano, y yo te venceré, y te cortaré la cabeza,
y daré hoy los cuerpos de los filisteos a las aves del cielo y a las
bestias de la tierra; y toda la tierra sabrá que hay Dios en Israel.
Y sabrá toda esta congregación que Jehová no salva con espada y
con lanza; porque de Jehová es la batalla, y él os entregará en
nuestras manos” (1 Samuel 17:45-47).

El líder según el reino de Dios, confía en Jehová, le atribuye las


proezas de sus triunfos y cuando sale a pelear no se fía en sus armas, sino
en el poder del nombre de Dios. Lo que a él, principalmente, le motivaba
a la batalla no era defender al pueblo ni al rey, sino hacerle frente aquel
que se atrevía a provocar y blasfemar el gran nombre de su Dios. David
entendía que las guerras eran espirituales, no carnales, eran peleas entre
dioses, no entre pueblos. El apóstol Pablo lo definió así: “no tenemos
lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades,
contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes
espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12).
Observa, por la expresión de David, que en el reino de Dios, todo es
Dios: El arma es Dios, el que pelea es Dios, el triunfo es de Dios, el que
gana es Dios, el celo es por Dios y toda la gloria es para Dios. Este
pensamiento contrasta con el reinado de Saúl cuyo énfasis era el pueblo,
y todo lo hacía: por temor al pueblo, para retener al pueblo, para
complacer las decisiones del pueblo y para tener el favor del pueblo. En
cambio, David todo lo hacía por el Dios del pueblo. Para él, Jehová iba
primero, y por eso recibió no tan sólo el favor del pueblo, sino hasta la
simpatía de los siervos del propio Saúl: “Y salía David a dondequiera que
Saúl le enviaba, y se portaba prudentemente. Y lo puso Saúl sobre gente
de guerra, y era acepto a los ojos de todo el pueblo, y a los ojos de los
siervos de Saúl” (1 Samuel 18:5). Cuando honramos a Dios como
primero y único, todo lo demás viene por añadidura (Lucas 12:31). Para
David, honrar a Dios fue un principio de vida, pero para Saúl que lo
desechó, sólo fue una dolorosa experiencia lo que, precisamente, recibió
de aquellos de quienes buscaba reconocimiento. Veámoslo una vez más
en los siguientes versículos:

“Aconteció que cuando volvían ellos, cuando David volvió de


matar al filisteo, salieron las mujeres de todas las ciudades de
Israel cantando y danzando, para recibir al rey Saúl, con
panderos, con cánticos de alegría y con instrumentos de música. Y
cantaban las mujeres que danzaban, y decían: Saúl hirió a sus
miles, Y David a sus diez miles. Y se enojó Saúl en gran manera, y
le desagradó este dicho, y dijo: A David dieron diez miles, y a mí
miles; no le falta más que el reino. Y desde aquel día Saúl no miró
con buenos ojos a David” (1 Samuel 18:6-9).
¿Sabes cuál es la diferencia entre el reino de Saúl y el reino de David?
Que Saúl hiere sólo a miles, pero David a diez miles. Saúl peleaba con la
fuerza del pueblo y para el pueblo, pero David peleaba con Dios y para
Dios. Aquí hay una gran diferencia, y lo vemos en la iglesia en el reino de
los hombres que sólo hay triunfos de miles y en la que reina Dios hay
triunfos de diez miles, así es la brecha: de diez a uno. Ahora, lo más
importante de esto es que aunque David no obraba para ganar al pueblo,
Jehová le dio el corazón del pueblo. David no vivía para ganarse al
pueblo, pero el que tiene a Dios, Dios le da el corazón de su pueblo,
porque el que inclina los corazones es Dios. La Palabra dice: “Mas todo
Israel y Judá amaba a David, porque él salía y entraba delante de ellos” (1
Samuel 18:16). También dice: “Y salieron a campaña los príncipes de los
filisteos; y cada vez que salían, David tenía más éxito que todos los
siervos de Saúl, por lo cual se hizo de mucha estima su nombre” (1
Samuel 18:30). Cuando un hombre vive para Dios, Él le honra,
haciéndolo acepto delante del pueblo y engrandeciendo su nombre
incluso entre los enemigos.
Puede que alguien que desconozca diga: «Bueno, David era así porque
todavía no era rey sobre Israel, pero cuando esté al frente puede que otras
sean sus preferencias». Sin embargo, comprobemos que no era así en el
siguiente versículo, cuando David ya reinaba en Israel dice que: “Todo el
pueblo supo esto, y le agradó; pues todo lo que el rey hacía agradaba a
todo el pueblo” (2 Samuel 3:36). Lo de David era carácter, corazón
conforme al de Dios, por eso todo lo que él hacía como rey agradaba no a
unos cuantos, sino a todo el pueblo. Bien aplica aquí el refrán que dice:
“más vale caer en gracia que ser gracioso”. El proverbista dijo: “Cuando
los caminos del hombre son agradables a Jehová, Aun a sus enemigos
hace estar en paz con él” (Proverbios 16:7), ¡cuánto más a su pueblo!
Otra diferencia entre Saúl y David que muestran las Escrituras era que:
“… a todo el que Saúl veía que era hombre esforzado y apto para
combatir, lo juntaba consigo” (1 Samuel 14:52). En cambio, de David
dice: “Vinieron todas las tribus de Israel a David en Hebrón y hablaron,
diciendo: Henos aquí, hueso tuyo y carne tuya somos. (...) Vinieron, pues,
todos los ancianos de Israel al rey en Hebrón, y el rey David hizo pacto
con ellos en Hebrón delante de Jehová; y ungieron a David por rey sobre
Israel” (2 Samuel 5:1,3). Nota que Saúl “juntaba” y a David se le
“juntaban”, “venían” a él; Saúl reclutaba soldados, a David le seguía el
ejército de Jehová (1 Crónicas 12:22,38).
Mientras Saúl fue pedido por el pueblo, reinaba y gobernaba para el
pueblo, no obstante, el pueblo se le iba; David amaba a Dios y era amado
de Dios, todo se lo atribuía a Dios, peleaba las guerras de Dios, tenía celo
por Dios, obedecía a Dios, todo era para Dios y no le importaba ganarse
la voluntad del pueblo, pero Dios se la dio. ¿Cómo es posible que al que
reina para el pueblo, el pueblo se le deserte y al que no reina para el
pueblo, el pueblo lo siga y lo apoye? Eso está pasando hoy en la iglesia y
seguirá pasando. Aquellos que gobiernan para el pueblo se van a quedar
sin el pueblo, y los que gobiernan para Dios tendrán a Dios y al pueblo de
Dios. Ahora veamos otra cualidad de David, en el siguiente relato:

“Después subieron los de Zif para decirle a Saúl en Gabaa:


¿No está David escondido en nuestra tierra en las peñas de
HOres, en el collado de Haquila, que está al sur del desierto? Por
tanto, rey, desciende pronto ahora, conforme a tu deseo, y
nosotros lo entregaremos en la mano del rey. Y Saúl dijo:
Benditos seáis vosotros de Jehová, que habéis tenido compasión
de mí. Id, pues, ahora, aseguraos más, conoced y ved el lugar de
su escondite, y quién lo haya visto allí; porque se me ha dicho que
él es astuto en gran manera” (1 Samuel 23:19-22).

Saúl dice que David era muy astuto, porque aun teniendo informe
donde el hijo de Isaí se encontraba, él no lo podía hallar. La causa era que
David, antes de hacer cualquier movimiento, consultaba a Jehová y Dios
le avisaba cuando venía Saúl. Comprobemos esto en el siguiente relato:

“Dieron aviso a David, diciendo: He aquí que los filisteos


combaten a Keila, y roban las eras. Y David consultó a Jehová,
diciendo: ¿Iré a atacar a estos filisteos? Y Jehová respondió a
David: Ve, ataca a los filisteos, y libra a Keila. Pero los que
estaban con David le dijeron: He aquí que nosotros aquí en Judá
estamos con miedo; ¿cuánto más si fuéremos a Keila contra el
ejército de los filisteos? (…) Mas entendiendo David que Saúl
ideaba el mal contra él, dijo a Abiatar sacerdote: Trae el efod. Y
dijo David: Jehová Dios de Israel, tu siervo tiene entendido que
Saúl trata de venir contra Keila, a destruir la ciudad por causa
mía. ¿Me entregarán los vecinos de Keila en sus manos?
¿Descenderá Saúl, como ha oído tu siervo? Jehová Dios de Israel,
te ruego que lo declares a tu siervo. Y Jehová dijo: Sí, descenderá.
Dijo luego David: ¿Me entregarán los vecinos de Keila a mí y a
mis hombres en manos de Saúl? Y Jehová respondió: Os
entregarán” (1 Samuel 23:1-3; 9-12).

David todo lo consultaba con Jehová y el Señor le respondía a su


siervo. Así nosotros debemos consultar con Él todas nuestras decisiones,
porque nuestro Dios es el Dios Vivo, no es un ídolo. El que va de la mano
de Jehová camina seguro, ni sus pies tropiezan en piedras ni nadie lo
arrebatará de su mano. David se salvó de ser entregado a sus enemigos,
no tan sólo porque consultó a Jehová, sino porque estuvo atento a sus
instrucciones. Por eso, dicen las Escrituras: “… y lo buscaba Saúl todos
los días, pero Dios no lo entregó en sus manos” (1 Samuel 23:14). Ahora
veamos cómo reaccionaba David ante la adversidad, cuando él y sus
hombres llegaron a Siclag y los de Amalec habían invadido y asolado el
lugar, prendiéndole fuego y llevándose cautivos a sus mujeres y a todos
los que estaban allí, desde el menor hasta el mayor:

“Entonces David y la gente que con él estaba alzaron su voz y


lloraron, hasta que les faltaron las fuerzas para llorar. Las dos
mujeres de David, Ahinoam jezreelita y Abigail la que fue mujer
de Nabal el de Carmel, también eran cautivas. Y David se
angustió mucho, porque el pueblo hablaba de apedrearlo, pues
todo el pueblo estaba en amargura de alma, cada uno por sus
hijos y por sus hijas; mas David se fortaleció en Jehová su Dios”
(1 Samuel 30:4-6).

Este fue unos de los momentos más difíciles en la vida de David, el ver
a sus hombres desesperados y que el pueblo hablaba de apedrearlo. David
estaba angustiado, como quizás pudo estar Saúl cuando vio que el pueblo
se le desertaba, pero ¿qué hizo David? Él no vino con diplomacia al
pueblo, a prometerle cosas para que ellos creyeran que él tenía el control;
tampoco trató de justificarse ante ellos, al verlos en amargura de alma y
temía que no le siguieran apoyando más. Tampoco David hizo como Saúl
que dijo: «Déjame oficiar un sacrificio, para que ellos crean que Jehová
está conmigo, y que yo sigo aquí, siendo el ungido». Él no trató de
manipular al pueblo, ni tampoco de impresionarlo; su angustia no llegaba
a hacerle olvidar quién era él ni cómo a Jehová se le obedecía. David se
fortaleció en Jehová, y siguió las instrucciones (1 Samuel 30:7-8).
Ahora, yo te pregunto, si a ti te secuestran a tus hijos y a tu esposa,
¿consultarías a Jehová si puedes salir a buscarlo o si denuncias a la
policía que han sido raptados? ¿te pondrías a orar en ese momento, y a
titubear si llamas al número de emergencia 911? Eso es lo que procede,
pero ¿para qué hemos de consultar a Dios en algo que, obviamente,
requiere nuestra acción? Sin embargo, aun eso David lo consultaba a
Jehová. Continuemos viendo esa misma actitud de David, en otras
situaciones:

“Después de esto aconteció que David consultó a Jehová,


diciendo: ¿Subiré a alguna de las ciudades de Judá? Y Jehová le
respondió: Sube. David volvió a decir: ¿A dónde subiré? Y él le
dijo: A Hebrón” (2 Samuel 2:1).

El que David era el rey de Israel estaba sobreentendido, porque Dios le


había dicho a David que cuando Saúl muriese, él sería su sucesor. Mas,
cuando mataron a Saúl, en vez de David correr al trono, antes que
apareciera alguno, de parte de la familia de Saúl, a heredar la corona,
David consultó a Jehová para buscar su voluntad. Luego que Jehová le
respondió “sube”, tampoco se apresuró a ir, sino que preguntó a dónde.
Por lo que aprendo, que no es sólo preguntar qué hago, sino consultar a
Dios por específicas instrucciones: «¿qué hago?, ¿cómo lo hago?,
¿cuándo lo hago? y ¿a dónde lo hago?» Ese es el gobierno de Dios.
Ahora, el fin de todo discurso es este, el relato de oro que está contenido
en el siguiente versículo, porque revela el fin de los dos reinos. Ruego a
Dios que abra tus sentidos espirituales para que veas y entiendas lo que el
Espíritu nos muestra:

“Hubo larga guerra entre la casa de Saúl y la casa de David” (2


Samuel 3:1)

Amada iglesia de Dios, siempre habrá guerra entre el reino de Dios y el


reino de los hombres por largos días, hasta que Cristo se apodere de su
iglesia, rescatándola de las manos de los hombres. Así que no te extrañes,
ni te asombres ni te deprimas, porque Jehová nos muestra hoy que habrá
larga guerra entre la casa de Saúl, que es el reino de los hombres, y la
casa de David, que es el reino del Señor Jesucristo. Solo no olvides la
segunda parte de ese versículo:

“… pero David se iba fortaleciendo, y la casa de Saúl se iba


debilitando” (2 Samuel 3:1)

¡Gózate en el Señor, porque ese será el resultado de este conflicto!


Siempre hay guerra y habrá guerra en contra de los siervos de Dios.
Nosotros lo hemos vivido, cuando en medio nuestro llega alguien del
reino de Saúl y se resiste a la unción profética y no tolera el mensaje del
reino. También hemos sufrido el menosprecio de quienes se sacuden y se
burlan del mensaje, como fue David menospreciado, no nos asombremos
por eso. Pero, aunque haya guerra y pareciera que ésta nunca vaya a
terminar, consuélate en saber que el reino de Dios empezará a
fortalecerse. Eso es lo que está pasando hoy donde hay guerra, el reino de
Dios está tomando auge y ya en los avivamientos se está hablando en otro
lenguaje diciendo que Dios es el todo, que Su reino debe establecerse, y
se habla de propósito, de principios, etc. El Señor está derribando la casa
de Saúl y pronto vendrá a nuestros oídos la noticia de que “Saúl” ha
muerto y su reino ya es parte del pasado.
Los que conocen la historia de la iglesia, saben que esto es verdad. Esta
es una revelación que Dios nos da para que veamos la diferencia en estos
dos reinos. Desde ahora en adelante el Señor cambiará tu lenguaje, y
cuando te refieras al reino de los hombres vas a decir el reino de Saúl, y
cuando te refieras al reino de Dios dirás el reino de David que es el
ungido de Jehová, Jesucristo. Es necesario iglesia que veas si has dejado
a Dios, para irte a los hombres, y digas: «Yo prefiero a Cristo, yo me
decido por el gobierno de Dios y no el de los hombres; yo no pertenezco
a Saúl, sino al David del cielo, a Jesús el ungido de Jehová, el amado del
Padre». Obedezcamos a Dios, dejemos de hacer elecciones ni pongamos
al pueblo a elegir, porque el que elige sus instrumentos, para edificación
de la iglesia es Dios. No nos desviemos, sino establezcamos el reino de
Dios.

2.3 “¿Por qué no Levantas Descendencia a Tu Hermano?”


“Entonces Judá dijo a Onán: Llégate a la mujer de tu hermano,
y despósate con ella, y levanta descendencia a tu hermano. Y
sabiendo Onán que la descendencia no había de ser suya, sucedía
que cuando se llegaba a la mujer de su hermano, vertía en tierra,
por no dar descendencia a su hermano” -Génesis 38:8-9

En el reino de Dios todo se hace según la naturaleza y el corazón del


Gran Rey. A Dios nadie jamás lo ha visto, pero el Hijo lo ha dado a
conocer (Juan 1:18). ¿De qué manera Jesús ha revelado al Padre (Mateo
11:27)? Observemos cuidadosamente las enseñanzas del maestro y
veremos que Él no hizo nada que no vio hacer al Padre (Juan 5:19), y que
sus obras las hacía el Padre, no Él (Juan 14:10). El afirmó que aun las
palabras que hablaba no eran suyas, sino del que le envió (Juan 14:24).
No olvidemos que Jesús vino del cielo y desde la eternidad vive en el
“seno del Padre” (Juan 1:18). Vivir de acuerdo al cielo no era para Jesús
una opción o una meta, sino su naturaleza misma. El Padre le pidió que se
despojara de su gloria, pero nunca que renunciara a su naturaleza
celestial. En lo físico fue desfigurado (Isa 52:14,15), pero en lo espiritual
no perdió la belleza de Su santidad. Puede que como humano no tuviera
atractivo (Isa 53:2), pero en su carácter espiritual, aun los demonios
reconocieron que Él era “el santo de Dios” (Lucas 4:34).
Jesús vivió la naturaleza del reino de los cielos y el carácter del Padre,
porque Él vino del cielo, así como nosotros debemos vivir el reino porque
hemos entrado en él. La vida del reino de Dios no es cultura, sino
naturaleza y carácter. Para entrar al reino, tuvimos que nacer del Espíritu,
el cual es la naturaleza del reino. Dios nos hizo nacer en Su reino para
que vivamos en conformidad a su naturaleza divina (2 Pedro 1:4). A Dios
únicamente le agrada lo que es como Él, por eso solo aprueba lo que tiene
la naturaleza de Su persona y de Su reino. Por lo cual, si recibimos con
sinceridad de corazón lo que Dios revela en este segmento, cambiará
nuestra manera de vivir y aun nuestra motivación ministerial será
transformada, según y conforme al corazón de Dios.
“Aconteció en aquel tiempo, que Judá se apartó de sus
hermanos, y se fue a un varón adulamita que se llamaba Hira. Y
vio allí Judá la hija de un hombre cananeo, el cual se llamaba
Súa; y la tomó, y se llegó a ella. Y ella concibió, y dio a luz un
hijo, y llamó su nombre Er. Concibió otra vez, y dio a luz un hijo,
y llamó su nombre Onán. Y volvió a concebir, y dio a luz un hijo,
y llamó su nombre Sela. Y estaba en Quezib cuando lo dio a luz.
Después Judá tomó mujer para su primogénito Er, la cual se
llamaba Tamar. Y Er, el primogénito de Judá, fue malo ante los
ojos de Jehová, y le quitó Jehová la vida. Entonces Judá dijo a
Onán: Llégate a la mujer de tu hermano, y despósate con ella, y
levanta descendencia a tu hermano. Y sabiendo Onán que la
descendencia no había de ser suya, sucedía que cuando se llegaba
a la mujer de su hermano, vertía en tierra, por no dar
descendencia a su hermano. Y desagradó en ojos de Jehová lo que
hacía, y a él también le quitó la vida. Y Judá dijo a Tamar su
nuera: Quédate viuda en casa de tu padre, hasta que crezca Sela
mi hijo; porque dijo: No sea que muera él también como sus
hermanos.»Y se fue Tamar, y estuvo en casa de su padre. Pasaron
muchos días, y murió la hija de Súa, mujer de Judá. Después Judá
se consoló, y subía a los trasquiladores de sus ovejas a Timnat, él
y su amigo Hira el adulamita. Y fue dado aviso a Tamar,
diciendo: He aquí tu suegro sube a Timnat a trasquilar sus ovejas.
Entonces se quitó ella los vestidos de su viudez, y se cubrió con un
velo, y se arrebozó, y se puso a la entrada de Enaim junto al
camino de Timnat; porque veía que había crecido Sela, y ella no
era dada a él por mujer. Y la vio Judá, y la tuvo por ramera,
porque ella había cubierto su rostro. Y se apartó del camino hacia
ella, y le dijo: Déjame ahora llegarme a ti: pues no sabía que era
su nuera; y ella dijo: ¿Qué me darás por llegarte a mí? Él
respondió: Yo te enviaré del ganado un cabrito de las cabras. Y
ella dijo: Dame una prenda hasta que lo envíes. Entonces Judá
dijo: ¿Qué prenda te daré? Ella respondió: Tu sello, tu cordón, y
tu báculo que tienes en tu mano. Y él se los dio, y se llegó a ella, y
ella concibió de él. Luego se levantó y se fue, y se quitó el velo de
sobre sí, y se vistió las ropas de su viudez. Y Judá envió el cabrito
de las cabras por medio de su amigo el adulamita, para que éste
recibiese la prenda de la mujer; pero no la halló. Y preguntó a los
hombres de aquel lugar, diciendo: ¿Dónde está la ramera de
Enaim junto al camino? Y ellos le dijeron: No ha estado aquí
ramera alguna. Entonces él se volvió a Judá, y dijo: No la he
hallado; y también los hombres del lugar dijeron: Aquí no ha
estado ramera. Y Judá dijo: Tómeselo para sí, para que no
seamos menospreciados; he aquí yo he enviado este cabrito, y tú
no la hallaste.»Sucedió que al cabo de unos tres meses fue dado
aviso a Judá, diciendo: Tamar tu nuera ha fornicado, y
ciertamente está encinta a causa de las fornicaciones. Y Judá
dijo: Sacadla, y sea quemada. Pero ella, cuando la sacaban, envió
a decir a su suegro: Del varón cuyas son estas cosas, estoy
encinta. También dijo: Mira ahora de quién son estas cosas, el
sello, el cordón y el báculo. Entonces Judá los reconoció, y dijo:
Más justa es ella que yo, por cuanto no la he dado a Sela mi hijo.
Y nunca más la conoció. Y aconteció que al tiempo de dar a luz,
he aquí había gemelos en su seno. Sucedió cuando daba a luz, que
sacó la mano el uno, y la partera tomó y ató a su mano un hilo de
grana, diciendo: Éste salió primero. Pero volviendo él a meter la
mano, he aquí salió su hermano; y ella dijo: ¡Qué brecha te has
abierto! Y llamó su nombre Fares. Después salió su hermano, el
que tenía en su mano el hilo de grana, y llamó su nombre Zara”
(Génesis 38:1-19).

He reproducido todo el relato, con la finalidad de que tengamos un


contexto de esta historia, a la verdad muy triste, pero muy edificante para
nuestra vida espiritual. Entendemos que Dios había determinado que de la
descendencia de Judá viniera Jesús, por eso, ninguna descendencia del
pueblo de Israel era más importante que la de Judá. De esa tribu nacería
Siloh, como profetizó Jacob antes de morir: “No será quitado el cetro de
Judá, Ni el legislador de entre sus pies, Hasta que venga Siloh; Y a él se
congregarán los pueblos” (Génesis 49:10). También, cuando Balaam
quiso maldecir a Israel que la maldición se le convertía en bendición, dijo
en su profecía: “Lo veré, mas no ahora; Lo miraré, mas no de cerca;
Saldrá ESTRELLA de Jacob, Y se levantará cetro de Israel, Y herirá las
sienes de Moab, Y destruirá a todos los hijos de Set” (Números 24:17).
Esta es una alusión profética al “Mesías” y también figura o
personificación del Dios Omnisciente. Esa estrella nació de Judá y es
Jesucristo.
Por tanto, la descendencia de Judá era muy significativa y trascendental
para Dios, por eso lo juró y lo dejó establecido en el pacto que hizo con
Abraham: “Será tu descendencia como el polvo de la tierra, y te
extenderás al occidente, al oriente, al norte y al sur; y todas las familias
de la tierra serán benditas en ti y en tu simiente” (Génesis 28:14). De Judá
entonces vendría el cumplimiento de esa palabra, el nacimiento del
Mesías, donde surgiría la simiente a través de la cual Dios cumpliría su
propósito eterno en la tierra. Esa es la importancia de este pasaje de la
Escritura, porque se refiere a la descendencia de un hombre de donde
vendría el Hijo de Dios.
Tristemente, Judá no se quedó en Canaán ni se casó con una de las
mujeres del santo linaje, sino que se fue a la tierra extranjera y escogió de
allí mujer. Con ella, tuvo su primer hijo llamado Er, a quien la Escritura
lo describe como un hombre malo y Dios lo mató, dejando viuda a su
esposa Tamar (Génesis 38:7). En aquellos días era costumbre hacer un
matrimonio por levirato, una ley que establecía que si un hombre moría
antes de tener un hijo, uno de sus hermanos, en orden de edades, debía
tomar la viuda como mujer y hacerla concebir, de manera que el primer
hijo que naciera de esa unión se le consideraba legalmente como hijo del
difunto, y así su generación no sería cortada. Este acto se llamaba
redención, redimir a su hermano, levantarle descendencia.
Para los antiguos era algo deshonroso el no tener hijos, pues
consideraban muy importante la descendencia. Esa es la razón por la que
encontramos en las Escrituras, capítulos enteros de genealogías, donde se
dejaba por escrito récord exacto de sus antepasados, ya que Jehová les
había dicho que en la descendencia estaba la bendición. Se debía mostrar
que se pertenecía al pueblo de Dios, mostrar quienes eran sus
antepasados, para tener parte de la promesa. Hoy en día todo es diferente,
ni sabemos quienes fueron nuestros abuelos, y mucho menos nuestros
bisabuelos; y son muy pocos los que se interesan por sus raíces. Aunque
la experiencia de Judá aconteció siglos antes de la ley de Moisés, todo lo
que narra el relato está basado en la costumbre del levirato.
Jehová estableció que todo el que infrinja la ley sería cortado de Israel,
de la congregación o de entre su pueblo (Éxodo 12:15, 19; 30:38). La
expresión “ser cortado” significaba quedarse sin descendencia y por ende
no pertenecer a ninguna tribu de Israel, lo que representaba perder la
bendición, y la posteridad. Por tanto, la descendencia de Judá, la simiente
de donde vendría el Mesías era muy importante guardarla, protegerla,
mantenerla y levantarla. Esa es la razón por la que Jehová fue tan severo
con estos hombres de la casa de Judá, cuyo comportamiento denotaba no
importarle su descendencia. Veamos realmente, cuál fue la voluntad del
legislador al establecer la ley de redención:

“Cuando hermanos habitaren juntos, y muriere alguno de ellos,


y no tuviere hijo, la mujer del muerto no se casará fuera con
hombre extraño; su cuñado se llegará a ella, y la tomará por su
mujer, y hará con ella parentesco. Y el primogénito que ella diere
a luz sucederá en el nombre de su hermano muerto, para que el
nombre de éste no sea borrado de Israel” (Deuteronomio 25:5-6).

Nota cuál era el propósito de casar a una mujer con el hermano de su


esposo muerto: que el nombre del esposo no sea borrado de la
descendencia de Israel. Continuemos:

“Y si el hombre no quisiere tomar a su cuñada, irá entonces su


cuñada a la puerta, a los ancianos, y dirá: Mi cuñado no quiere
suscitar nombre en Israel a su hermano; no quiere emparentar
conmigo. Entonces los ancianos de aquella ciudad lo harán venir,
y hablarán con él; y si él se levantare y dijere: No quiero tomarla,
se acercará entonces su cuñada a él delante de los ancianos, y le
quitará el calzado del pie, y le escupirá en el rostro, y hablará y
dirá: Así será hecho al varón que no quiere edificar la casa de su
hermano. Y se le dará este nombre en Israel: La casa del
descalzado” (Deuteronomio 25:7-10).
Así se trataba al hombre que no quería levantar descendencia a su
hermano, se le humillaba delante de todos, se avergonzaba públicamente
y se le ponía un nombre a su egoísmo: Casa del descalzado. ¿Cuántas
casas de descalzados conocemos? ¿Cuántos hombres andan por ahí,
espiritualmente, con un pie descalzo, por no querer levantar descendencia
a su hermano, por no importarle el nombre ni la honra de su hermano?
algo totalmente contrario al espíritu del evangelio (Romanos 12:10).
Dirijamos ahora nuestra mirada, primeramente a Onán, al que su padre
le pidió que se llegara a la mujer de su hermano muerto, para levantarle
descendencia, el cual aceptó, y sin embargo vertía en tierra, porque la
descendencia no sería suya (Génesis 38:8-9). Onán, aparentemente, se
sometió a la ley del levirato, y se casó con la viuda de su hermano. La
llevó a su casa, la hizo su mujer, y delante de todos estaba “calzado”,
como alguien que honró a su hermano, que pensó en su hermano, alguien
que se dispuso levantar descendencia a su hermano, se veía bien. Onán,
delante de los ojos del pueblo, era el hombre que cumplió, porque amó a
su hermano y se dispuso para que su nombre no fuese borrado del pueblo
de Israel. Eso era lo que parecía delante de todos, en apariencia, pero en
la intimidad con Tamar, nos dice la Palabra que en el momento de la
consumación de este compromiso, cuando iba a eyacular, Onán
derramaba el semen afuera, para que no hubiese fecundación (Génesis
38:9).
Es decir, Onán perversamente vivía con la mujer, pero vertía en tierra
para no levantar descendencia a su hermano, pues sabía “que la
descendencia no había de ser suya” (v. 9). Él no quería darle un hijo a
Tamar porque no tendría ningún beneficio en ello. Según la ley, el primer
hijo que nacía de esa relación pertenecía al muerto y representaba la
descendencia del difunto, y eso era un sacrificio bien grande. Imagínate,
que tú te debas casar con alguien que tú no hayas elegido, pero que debes
hacerlo por causa de un compromiso o por la cultura del pueblo; y que,
luego, la mayor bendición de esa relación -el primer hijo- no te
corresponda a ti, es un gran sacrificio. Me figuro lo que Onán se
preguntaba: « ¿Dónde está mi parte en este asunto? ¿Qué gano yo con
eso? ¿cuál es mi ganancia?» El primogénito heredaba la mitad de la
riqueza de su padre, por lo que –automáticamente- a falta del patriarca, él
se convertía en el sacerdote de la familia y sustituto del Padre. Así que,
por todos esos beneficios y honra, los padres siempre buscaban tener su
primogénito, y que ellos recibieran de Jehová la bendición.
ahora ya entendemos por qué también los hijos, no sólo anhelaban ser
primogénitos, sino que codiciaban ese lugar. Conocemos la historia de
uno que le dijo a su hermano: “Véndeme en este día tu primogenitura”
(Génesis 25:31,33), y lo que pareció un juego de niños, un intercambio
por pan y guisado de lentejas, llegado el tiempo se convirtió en la gran
usurpación (Génesis 27:16-29), como ya muy tarde reconoció el mismo
Esaú: “Bien llamaron su nombre Jacob, pues ya me ha suplantado dos
veces: se apoderó de mi primogenitura, y he aquí ahora ha tomado mi
bendición” (Génesis 27:36). También comprendemos por qué José se
turbó y se enojó tanto cuando presentó delante de su padre a sus hijos,
Manasés y Efraín, para ser bendecidos, y adrede, Israel extendió su mano
derecha, y la puso sobre la cabeza de Efraín, que era el menor, y su mano
izquierda sobre la cabeza de Manasés, aunque Manasés era el
primogénito y le correspondía la diestra (Génesis 48:14). José trató de
impedirlo tomándole la mano a su padre, y reclamándole le dijo: “No así,
padre mío, porque éste es el primogénito; pon tu mano derecha sobre su
cabeza” (Génesis 48:17,18), pero Israel no quiso, sino que le dijo: “Lo sé,
hijo mío, lo sé; también él vendrá a ser un pueblo, y será también
engrandecido; pero su hermano menor será más grande que él, y su
descendencia formará multitud de naciones” (v. 19). Jacob bendijo al
menor porque ese era el elegido.
Todos querían la bendición para el hijo mayor. Así que, el que redimía
a su hermano se privaba del primogénito, ya que no pertenecería a su
descendencia, pues tenía que ceder también el hijo de la bendición al
muerto. ¿Qué dirías tú?: « ¡Qué injusticia! Tras que me caso con su
mujer, -a quien ni sé si algún día la llegue a querer- ahora también tengo
que darle el primer hijo a mi hermano muerto; no el último o el que
quiera darle, sino ¡el primero!, el hijo que -según nuestras costumbres- es
el que lleva la bendición, se lo tengo que dar a un muerto». Es por eso
que Onán vertía afuera, porque sabía que la herencia no iba ser suya.
No obstante, delante de los ojos de todos, Onán se veía muy bien, pues
nadie sabe lo que pasa después que una pareja entra a su recámara y
cierra la puerta tras sí. Generalmente, por prudencia y delicadeza, nadie
habla de intimidades abiertamente a no ser que sea una persona descarada
y desinhibida que no tenga el más mínimo pudor de exponer a los demás
sus relaciones íntimas, y mucho menos en aquellos días, cuando el
hombre tenía todo el dominio sobre la mujer. Por consiguiente, Onán
andaba tranquilo sabiendo que nadie lo iba a saber, sabía que Tamar no
iba a decir nada, y los demás creerían que él estaba cumpliendo, y que era
un hombre de respeto, que seguía sus tradiciones. Nadie podía imaginar
que, en el secreto de la intimidad del lecho donde supuestamente subía
para honrar la memoria de su hermano, Onán orquestaba una gran falsa.
Por tanto, podemos decir que Onán andaba muy bien, pero
hipócritamente. Todos pensaban que él se estaba sacrificando, pero la
verdad es que todo era un engaño. Y aquí hay una tremenda enseñanza
para nosotros, pues cuántos “onanes” no habrá hoy en la iglesia que no
quieren levantar descendencia a sus hermanos. Estos dan la apariencia
que están sirviéndoles, amándoles, que quieren el bienestar de su
ministerio; y aparentemente están llevando las cargas de ellos, pero nada
es genuino. La verdad es que ellos no quieren el éxito de sus hermanos ni
su prosperidad, sino borrar y anular sus nombres.
El que tiene el espíritu de redención es una persona que ama a su
hermano. En el cumplimiento del levirato, el que ama genuinamente a su
hermano se casa con su mujer, porque siente un inmenso deseo de ver a
su hermano siendo parte de la santa genealogía de Israel. Y su sentir es
que en la posteridad, cuando se hable de las descendencias también se
hable de su hermano; desear que el plan de Dios se cumpla con su
hermano; sacrificarse y llevar la carga de su hermano y darle el
primogénito de su fuerza a su hermano. Pero para poder hacer eso, hay
que anularse. Es necesario consumirse para dar lo mejor de nuestras
fuerzas, desprenderse para que otro sea alcanzado, tal como hizo Jesús.
Cuando adán pecó, murió para con Dios, y no podía dar descendencia
porque su naturaleza se había corrompido, y todo lo que provenía de él
era pecado (Romanos 3:11-12), y la descendencia de Dios tenía que ser
santa, como Dios es Santo. Por tanto, Cristo vino a redimir a adán y
ocupó su lugar casándose con su mujer –que era la humanidad- para
levantarle descendencia a su hermano. Adán fue redimido por un
hermano que lo amó, pues Jesús le levantó simiente, y con ella llenó la
tierra. El que no tenía pecado se hizo pecado por nosotros, llevando la
vergüenza, la ignominia, el castigo de nuestra paz, con tal de dejarle
descendencia santa a adán, para que sus hijos sean contados, como dice la
Palabra: “Porque ciertamente no socorrió a los ángeles, sino que socorrió
a la descendencia de Abraham” (Hebreos 2:16).
El Espíritu del que redime es un espíritu de abnegación, de entrega, de
menguar para que su hermano crezca. Por eso la Biblia nos amonesta:
“Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el
cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a
que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo,
hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se
humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de
cruz” (Filipenses 2:5-8).
Jesucristo se anonadó y dejó de ser lo que era para ser lo que tú eras, y
ahora puedas ocupar su lugar y ser contado en la descendencia de la
familia de Dios. ¡Eso es redimir!
Tú y yo ahora somos contados en las tribus de Israel y tenemos
herencia con Dios, porque hubo uno que no vertió en tierra. Hay uno que
no nos amó en apariencia, sino en verdad. Cuando fue llevado a la cruz,
Jesús fue desnudado públicamente (porque a los crucificados, para
avergonzarlos se les quitaba la ropa), y delante de todos fue humillado,
escupido, escarnecido y afrentado (Lucas 18:32). Él no hizo nada en
secreto, sino públicamente, a la vista de todos. De tal manera te amó que
te redimió, para que tú no seas anulado y tu nombre vaya a la posteridad
y esté escrito en el libro de la vida y tengas descendencia y parte con
Dios. Pero primero Él tuvo que ocupar tu lugar y tomar tu vergüenza.
Jesús tomó los decretos que estaban en tu contra, la condenación de la
ley, la maldición, la ira que estaba destinada a caer sobre ti, cayó sobre él,
con tal que no desaparezcas de la genealogía divina. Él dijo: “He aquí,
vengo; En el rollo del libro está escrito de mí; El hacer tu voluntad, Dios
mío, me ha agradado, Y tu ley está en medio de mi corazón” (Salmos
40:7-8). Por eso Él es tú redentor.
El espíritu de la redención es el mismo espíritu de Cristo, es el espíritu
de la cruz, el espíritu del Reino de Dios. Ese espíritu es el que la iglesia
de hoy necesita. La iglesia precisa del espíritu de Cristo que toma la carga
de su hermano, que se echa sobre sí la vergüenza de su hermano, que se
anula para confirmar a su hermano, que muere para que su hermano, en
Él, tenga fruto. El Señor nos llamó a vivir en Su reino, pero para eso
necesitamos el correcto espíritu. Por eso veo el énfasis del Señor y en su
Palabra de mostrarnos la esencia del reino y que reconozcamos su
soberanía.
El espíritu del reino es un espíritu en donde yo me quito para que el
Señor aparezca. Él dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a
sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame” (Lucas 9:23). La esencia del
Evangelio se resume en este versículo: “Con Cristo estoy juntamente
crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo
en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó
a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20). ¿Por qué? Porque Él ocupó mi lugar;
Él me llevó a la cruz y fui clavado con él en el madero, luego fui
enterrado con él en la tumba, y cuando Dios Padre lo levantó del Seol y
lo glorificó, Él nació en mí dándome una nueva naturaleza, para llevarme
a la glorificación eterna. Ahora yo soy en el Cristo glorificado, como Él
fue en mí en su muerte. En el evangelio yo cada día muero, para que
Cristo sea el que viva en mí. En el reino de Dios la carne constantemente
está desapareciendo para que aparezca el Espíritu, y cada día muere, para
que viva el Espíritu.
Hay un deseo en nosotros de que Dios sea todo en todos (1 Corintios
15:28), pero para que eso ocurra, yo tengo que ser nada, pues mientras yo
sea algo, Él no puede ser todo. El todo significa sin excepción de nada.
Mi gloria tiene que ser revolcada en el polvo para que solo aparezca la
gloria de Dios. Por eso es que muchos no entran en el espíritu del reino,
porque hay que morir, desaparecer, hay que ser borrado para que Cristo
sea escrito. Lamentablemente, ese espíritu es absolutamente extraño para
nuestra naturaleza carnal.
La mayor resistencia que tiene la iglesia de Cristo para funcionar de
acuerdo al plan divino es verse como Él la ve, como un cuerpo, miembros
los unos de los otros. La iglesia no es una organización, sino un
organismo vivo, un cuerpo cuyos miembros, aunque sean muchos,
representan una sola cosa. A pesar que la mano tiene más independencia
que el cuello, por ejemplo, ésta no le puede decir a la nuca: «no te
necesito», pues ningún miembro del cuerpo trabaja independientemente,
sino que lo hace en unidad, para contribuir al bienestar de todo el
organismo. Dios le dio al cuerpo un sistema nervioso para que cada
miembro sienta una misma cosa. Por eso, cuando nos duele el dedo
meñique de un pie, se afecta todo el cuerpo. Igualmente, cuando en la
espalda hay un picor, esta no le dice al brazo: « ¿Me puedes ayudar?»,
sino que el brazo, sin que le pregunten, dirige la mano, automáticamente,
al lugar donde necesita que se rasque, porque tienen el mismo sentir.
Un organismo es un conjunto de órganos que funcionan como un todo,
para beneficio de uno solo: el cuerpo. Así la iglesia es una sola cosa en
Cristo Jesús. Mas, ¿qué ha pasado? aparentemente, los miembros se han
salido del cuerpo y cada uno anda por su cuenta. Por un lado está el brazo
que se hace llamar “asamblea tal”, por el otro está el pie que cambió su
nombre a “misión tal”; por acá está el corazón que ahora se llama
“bautista”; más allá están los riñones que se hacen llamar “metodistas”;
un par de extremidades que se hacen llamar “reformadas”, por aquí el
hígado que dice que su nombre es “Pentecostal”, etc. Así estamos todos,
esparcidos, tratando de triunfar solos, autoproclamándonos cuerpo en
nosotros mismos, siendo cada uno de nosotros simples partes de un todo.
El reino de Dios es todo lo opuesto a eso. En el cuerpo de Cristo sus
miembros trabajan para un solo reino, no para muchos reinos. En el reino,
se predica y si se convierten setenta personas, aunque se haya invertido
treinta mil dólares para organizar esa campaña de evangelización, y todas
esas almas no vengan a congregarse en la iglesia que pastorea el
predicador, por encima de todo eso, se goza, porque el reino de Dios se
estableció en esas vidas. Esas personas irán a sus comunidades, y
asistirán a la iglesia donde el Espíritu Santo las añada, y aunque ya no las
vea más, el gozo estriba en saber que fueron salvas, que el sacrificio de
Cristo fue efectivo en sus vidas y que ahora pertenecen al reino de Dios.
La gente se salva para pertenecer al Señor y a Su reino, no a un pastor o a
alguna iglesia específica. El espíritu del reino piensa en Dios primero, no
importándole quién se favorezca visiblemente, porque al final de cuentas
lo que interesa es colaborar, contribuir con la obra divina. En el reino no
se vierte en tierra ni se da la apariencia que se está apoyando, cuando en
realidad no lo estamos haciendo.
Tristemente, tenemos que decir que el espíritu de Onán es el que está
gobernando en la iglesia de Cristo hoy. Cuando no queremos levantar
simiente a un hermano; cuando no estamos dispuestos a hacer cualquier
sacrificio o una inversión para beneficiar a la iglesia de la esquina o al
ministerio tal, porque no administraremos el resultado, somos un “Onán”.
El negarnos a ayudar o a apoyar algo, porque no va aumentar las
estadísticas de mi congregación, o no van a contar como mío dicho
esfuerzo, o porque no voy a recibir crédito, eso no representa el espíritu
del reino de Dios. Personas que piensan y se conducen así se olvidan que
la iglesia no es suya ni mía, sino de Cristo, y que todo beneficio pertenece
al reino de Dios. A Onán, Jehová le quitó la vida y también la
descendencia (Génesis 38:10), y eso mismo le ocurrirá a todo aquel que
tenga su mismo espíritu, no entrará al reino, pues allí solo entrarán los
que hacen la voluntad de Dios (Mateo 7:21). Y no estoy hablando de la
salvación o vida eterna, pues está segura en Cristo, sino, ser cortado en
bendición, pues su egoísmo malsano lo va a destruir, lo va a paralizar y
no lo dejará disfrutar de las bendiciones celestiales.
Onán no le levantó descendencia a su hermano, porque el muchacho no
llevaría su nombre. Así andan muchos, buscando su propio nombre,
levantando iglesias que lleven su nombre, cubriéndose con la sombrilla
llamada “fundador”, cuando el verdadero autor y fundador de nuestra fe
es Cristo Jesús (Hebreos 12:2). Asimismo noto que algunos cantores,
cuando sacan una producción musical, por ejemplo, ponen su foto en la
carátula, con poses de artistas, porque ambicionan la descendencia, se
deben a su público. Ellos dicen: «Es mi voz, por tanto, mi nombre y mi
foto deben aparecer ahí, para que la gente me reconozca; ¡debo darme a
conocer!, pues para qué entonces tanto sacrificio y costosas inversiones,
si al final nadie sabrá quién soy yo». Mas, ¿y las almas que se benefician
por esas alabanzas, y la gente que se acercan a Dios, a través de las
canciones? ¡Ese es el fruto! No tu nombre. Ese era el problema de Onán,
que pensaba que si él no aparecía, si el niño no llevaba su nombre, no
valía la pena procrearlo. Dios aborrece a ese espíritu, porque es el espíritu
de Satanás, a quien también cortó del reino de los cielos y lo dejó sin
descendencia.
La palabra Onán significa “fuerza”, “agilidad”. Aplicando, vemos que
los que tienen la fuerza y agilidad no quieren usarla para bendecir a sus
hermanos, sino que la usan para levantar su propio nombre, su propia
descendencia, su propio reino, y para su propia bendición y honra. Por
eso, Dios confundió a los hombres en Babel, porque ellos querían hacer
su propio nombre (Génesis 11:4,9). La Biblia dice que solo hay un
nombre que el Padre exaltó hasta lo sumo y lo puso sobre todo nombre,
“para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en
los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que
Jesucristo es el Señor” (Filipenses 2:10-11). Esa es la lucha de hoy, el
pensamiento que vemos a diario, en todos lados: «Si yo no tengo parte, si
mi nombre no aparece, si no hay para mi ministerio ningún
reconocimiento, entonces ¿de qué vale el sacrificio?» Como dice un
dicho popular: «Si yo no juego, qué importa que se rompan las cartas».
Ese es el espíritu de Onán, pero no de Cristo. Por eso, el Señor va a cortar
a los “onanes”, ese espíritu tiene que desaparecer de la iglesia, y en
cambio, todo el que levante simiente a su hermano tendrá parte con Dios.
Te aseguro que la iglesia no está ya en el cielo, porque estamos
buscando el beneficio personal y de nuestros ministerios. John Wesley en
su tremendo avivamiento decía: «mi parroquia es el mundo”. Esto quiere
decir: “Mi parroquia es la iglesia en toda nación, tribu y lengua y pueblo.
Yo tengo que pensar en mis hermanos que están en Rusia, en Turquía, en
argentina, en India o en Japón. En donde quiera que haya un creyente,
aunque esté solitario en una montaña, allí está el cuerpo de Cristo, que es
mi cuerpo también». Si yo puedo edificar aquella congregación de Dios
que está allá, aunque nunca vea el fruto, y ellos nunca sepan quién fue
que los bendijo, yo lo debo hacer. ¡Qué importa que nos reconozcan o no,
lo que vale es que seamos bendición a los demás! El Espíritu del reino
consiste en que me anulo yo, para bendecir a los hermanos y levantar el
nombre de Cristo.
Es por eso que algunos no quieren la vida del reino de Dios, porque en
el reino se funciona como un cuerpo, y allí no hay posición ni jerarquía,
sino función. En el reino de Dios el pastor cuida a las ovejas, el maestro
enseña la Palabra, el profeta da el mensaje de Dios, el apóstol equipa a
toda la iglesia y sirve como autoridad, pero ninguno es mayor que el otro;
simplemente tienen una función diferente los unos de los otros. Tú me
profetizas, yo te enseño la Palabra; tú predicas para salvación de las
almas, yo las apaciento. Somos un equipo, cada uno juega una base y
cada uno desarrolla una función.
Cuando he tenido la oportunidad de disfrutar viendo un partido de
fútbol, he visto que cada equipo tiene jugadores que son profesionales,
armando el juego de manera que facilitan a sus compañeros el anotar los
goles. Todos conocemos a los famosos goleadores de los partidos, y la
emoción que generan cuando patean la bola y anotan un gol. Los medios
de comunicación al otro día sacan un gran titular con el nombre y la foto
del jugador que hizo la jugada, pero al que proporcionó el lance ni se le
menciona. ¡Qué tremendo!, diría este jugador: «Si yo no le paso el balón,
él no anota el gol, y sin embargo, a él le dan toda la gloria, y yo ni
cuento». Pero, lo que debe pensar es que aunque al jugador que anotó el
gol lo saquen en primera plana, el titular también dice que “ganó el
equipo” y si ganó el equipo, entonces él también ganó. Alguien tiene que
colocar la bola para que se haga el gol, no puede ser uno solo el que lo
haga todo, si son siete los jugadores en el terreno del juego. Mi trabajo no
es ser reconocido, sino jugar para que gane mi equipo.
Así también es en el reino de Dios, alguien tiene que colocar el balón
(la Palabra), en el centro del terreno, para que otro venga y le de un
puntapié que atraviese el campo contrario, traspase la línea de meta entre
los postes y pase por debajo del larguero y haga el gol en el corazón del
que escucha. Y para lograr eso, hay que escoger al mejor, aunque ese no
sea yo, porque lo importante es que ganemos el partido al equipo
contrario. Mas, el espíritu egoísta piensa: «Yo quiero patear esa bola,
aunque no ganemos. Yo prefiero que no gane nadie a que este sea la
estrella del equipo y no yo». En ese momento, tenemos que pensar en qué
le conviene al equipo y no en nuestros intereses personales. Hay personas
que nunca aparecen, sin embargo, son las más importantes. Por
conducirse de esta manera egoísta, Dios cortó a Onán y como resultado ni
él ni su hermano tuvieron descendencia, así que su equipo perdió.
ahora veamos un ejemplo positivo de alguien que cumplió la ley del
levirato y redimió. Sabemos la historia de Rut, la moabita, nuera de
Noemí, quien al morir su esposo quiso quedarse en la casa con su suegra.
Noemí era viuda, y al morir también sus dos hijos, ella decidió regresar
de la tierra de Moab a Judá, y las viudas de sus hijos quisieron regresar
con ella, pero ella les dijo: “Volveos, hijas mías; ¿para qué habéis de ir
conmigo? ¿Tengo yo más hijos en el vientre, que puedan ser vuestros
maridos? Volveos, hijas mías, e idos; porque yo ya soy vieja para tener
marido. Y aunque dijese: Esperanza tengo, y esta noche estuviese con
marido, y aun diese a luz hijos, ¿habíais vosotras de esperarlos hasta que
fuesen grandes? ¿Habíais de quedaros sin casar por amor a ellos? No,
hijas mías; que mayor amargura tengo yo que vosotras, pues la mano de
Jehová ha salido contra mí” (Rut 1:11-13). Pero Rut le respondió: “No
me ruegues que te deje, y me aparte de ti; porque a dondequiera que tú
fueres, iré yo, y dondequiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi
pueblo, y tu Dios mi Dios. Donde tú murieres, moriré yo, y allí seré
sepultada; así me haga Jehová, y aun me añada, que sólo la muerte hará
separación entre nosotras dos” (vv. 16-17). Así esta mujer, aun sien-do
extranjera, decidió unirse con Israel, y se fue sin esperanza (ya que
Noemí no tenía más hijos que la pudieran redimir) a una tierra extraña,
dispuesta a quedarse viuda, junto a la mamá de su marido muerto.
Al llegar a Judá, Rut empezó a trabajar en el campo de Booz, pariente
de Noemí, ya que la suegra aconsejó a la moabita acercarse a él, aunque
había otro pariente que era más cercano que Booz e incluso también más
joven, al cual le correspondía redimir al esposo de Rut. No obstante,
Booz prometió a Rut que si éste se negaba a hacerlo, él asumiría la
responsabilidad y redimiría a su pariente. Así Booz preparó todo para el
contrato, conforme a la costumbre y a la ley. Leámoslo a continuación, en
la narración bíblica:

“Booz subió a la puerta y se sentó allí; y he aquí pasaba aquel


pariente de quien Booz había hablado, y le dijo: Eh, fulano, ven
acá y siéntate. Y él vino y se sentó. Entonces él tomó a diez
varones de los ancianos de la ciudad, y dijo: Sentaos aquí. Y ellos
se sentaron. Luego dijo al pariente: Noemí, que ha vuelto del
campo de Moab, vende una parte de las tierras que tuvo nuestro
hermano Elimelec. Y yo decidí hacértelo saber, y decirte que la
compres en presencia de los que están aquí sentados, y de los
ancianos de mi pueblo. Si tú quieres redimir, redime; y si no
quieres redimir, decláramelo para que yo lo sepa; porque no hay
otro que redima sino tú, y yo después de ti. Y él respondió: Yo
redimiré. Entonces replicó Booz: El mismo día que compres las
tierras de mano de Noemí, debes tomar también a Rut la moabita,
mujer del difunto, para que restaures el nombre del muerto sobre
su posesión. Y respondió el pariente: No puedo redimir para mí,
no sea que dañe mi heredad. Redime tú, usando de mi derecho,
porque yo no podré redimir” (Rut 4:1-6).

No es una casualidad que a este hombre que se negó a redimir a su


hermano, se le llame “fulano” y se omite su nombre, pues ese es el
destino de todo aquel que, por cuidar su nombre, no le levanta
descendencia a su hermano; su nombre será borrado de la genealogía y
del propósito de Dios. Nota como cambió el tono del pariente cuando se
le dijo que también tenía que tomar a la extranjera por mujer. Mientras se
le habló de las tierras, sin titubear dijo: “Yo redimiré”, pues cuando nos
conviene queremos redimir. Mas, cuando se le habló de casarse con la
viuda y restaurar el nombre del muerto sobre su posesión, o sea,
levantarle descendencia a su hermano, para que su hijo reciba su heredad
y no él, este se negó. La avaricia es algo malsano, que no nos permite
actuar si no sacamos provecho de las cosas. Si no tenemos parte,
preferimos no participar, algo totalmente contrario al espíritu de la
redención, al Espíritu de Cristo, el cual dice: «Muero yo, para que mis
hermanos vivan». Nota como continuó el asunto:

“Había ya desde hacía tiempo esta costumbre en Israel tocante


a la redención y al contrato, que para la confirmación de
cualquier negocio, el uno se quitaba el zapato y lo daba a su
compañero; y esto servía de testimonio en Israel. Entonces el
pariente dijo a Booz: Tómalo tú. Y se quitó el zapato. Y Booz dijo
a los ancianos y a todo el pueblo: Vosotros sois testigos hoy, de
que he adquirido de mano de Noemí todo lo que fue de Elimelec, y
todo lo que fue de Quelión y de Mahlón. Y que también tomo por
mi mujer a Rut la moabita, mujer de Mahlón, para restaurar el
nombre del difunto sobre su heredad, para que el nombre del
muerto no se borre de entre sus hermanos y de la puerta de su
lugar. Vosotros sois testigos hoy” (Rut 4:7-10).

¡Para redimir hay que sacrificarse! Hay que llevarse a la cuñada y


casarse con ella, aunque sea fea, y cumplir con ella de manera que quede
encinta, y cuando nazca el hijo, aceptar que no es tuyo, sino del muerto.
El que hace eso no está descalzo, sino que anda bien calzado, con sus pies
bien calzados, con el apresto del evangelio de la paz (Efesios 6:15). El
que redime a su hermano tiene el espíritu del evangelio, que es la
redención. En cambio, los que no quieren redimir al hermano andarán con
un solo zapato, y un pie descalzo; y su casa será conocida como “la casa
del descalzado”, casa que no amó ni redimió (Deuteronomio 25:10).
Considero sumamente interesante y creo que es una intención de la
providencia de Dios que las palabras hebreas “Onán y Booz” significan
exactamente lo mismo. Los nombres Onán y Booz significan en el idioma
hebreo “fuerza” y “agilidad”. Nota que Onán, a diferencia de Booz, no
quiso usar ni su fuerza ni su agilidad para beneficio de su hermano, sino
para su nombre. ¿Para qué somos fuertes? ¿Para el provecho de los demás
o el nuestro? Mahlón se llamaba el fallecido esposo de Rut, cuyo nombre
significa “enfermizo” en el lenguaje hebreo, pero el fuerte Booz le curó
su descendencia, levantándole un hijo sano al hermano debilucho. Así
hizo Jesús, ayudó al débil adán y usó sus fuerzas para levantarle
descendencia al que no quería ni podía tener descendencia (Romanos
8:7). Booz tomó por mujer a la moabita, no tomando en cuenta que por
ser extranjera podía dañar su descendencia (como había alegado el
pariente). De la misma manera, Jesús no tomó en cuenta ser igual a Dios,
algo tan supremo como para aferrarse, sino que, para redimirlos, se
despojó de sí mismo, y se hizo semejante a los hombres (Filipenses 2:6).
¿Hay en nosotros el mismo sentir que hubo en Cristo Jesús? Meditemos
en eso, y leamos ahora lo que respondieron a Booz los que fueron testigos
de estas cosas:
“Y dijeron todos los del pueblo que estaban a la puerta con los
ancianos: Testigos somos. Jehová haga a la mujer que entra en tu
casa como a Raquel y a Lea, las cuales edificaron la casa de
Israel; y tú seas ilustre en Efrata, y seas de renombre en Belén. Y
sea tu casa como la casa de Fares, el que Tamar dio a luz a Judá,
por la descendencia que de esa joven te dé Jehová” (Rut 4:7-12)

Fíjate la bendición que por boca de los ancianos dio Dios a Booz,
porque se casó con Rut para restaurarle el nombre a Mahlón. Y nota
ahora como terminó el asunto: “Booz, pues, tomó a Rut, y ella fue su
mujer; y se llegó a ella, y Jehová le dio que concibiese y diese a luz un
hijo. Y las mujeres decían a Noemí: Loado sea Jehová, que hizo que no te
faltase hoy pariente, cuyo nombre será celebrado en Israel” (Ruth 4:13-
14). ¿Sabes qué nombre fue celebrado en Israel y ahora en toda la tierra?
Jesucristo, pues de la descendencia de Rut nació Jesús. ¿Sabes como el
nombre de Booz tomó renombre en Efrata? Cuando del hijo de Booz,
Obed, nació Isaí, el padre de David. Es decir, el hijo de Booz fue el
abuelo de David, y de David vino Cristo (vv. 15-17). Y esa fue la
bendición de Booz, ser contado en la descendencia de Jesús, porque
redimió a su hermano, y lo que salió de él se convirtió luego en el
restaurador de su alma.
a Booz no le consumió el celo de que el hijo que tuvo con Rut fuera
contado como primogénito de otro, sino que disfrutó del niño en su
ancianidad. Después de ser un hombre solitario, Jehová le restauró
dándole una compañera, y fructificándole en su vejez, dándole paz a su
alma (Salmos 92:14). Ahora la descendencia de Booz era la misma de
Cristo, porque tenían el mismo espíritu. Nota que en la bendición que
recibió Booz se menciona a Tamar, quien no concibió de Onán porque
vertía en tierra, pero ella tuvo gemelos con Judá (Génesis 38:11,18, 26).
Como los hijos de Judá no la redimieron, ella se disfrazó de prostituta y
convivió con Judá, el cual ya había enviudado. De esta relación nació
Zares, a quien también vemos en la genealogía de Jesús:
“Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de
Abraham. Abraham engendró a Isaac, Isaac a Jacob, y Jacob a
Judá y a sus hermanos. Judá engendró de Tamar a Fares y a
Zara, Fares a Esrom, y Esrom a Aram. Aram engendró a
Aminadab, Aminadab a Naasón, y Naasón a Salmón. Salmón
engendró de Rahab a Booz, Booz engendró de Rut a Obed, y Obed
a Isaí. Isaí engendró al rey David, y el rey David engendró a
Salomón de la que fue mujer de Urías. Salomón engendró a
Roboam, Roboam a Abías, y Abías a Asa. Asa engendró a Josafat,
Josafat a Joram, y Joram a Uzías. Uzías engendró a Jotam, Jotam
a Acaz, y Acaz a Ezequías. Ezequías engendró a Manasés,
Manasés a Amón, y Amón a Josías. Josías engendró a Jeconías y
a sus hermanos, en el tiempo de la deportación a Babilonia.
Después de la deportación a Babilonia, Jeconías engendró a
Salatiel, y Salatiel a Zorobabel. Zorobabel engendró a Abiud,
Abiud a Eliaquim, y Eliaquim a Azor. Azor engendró a Sadoc,
Sadoc a Aquim, y Aquim a Eliud. Eliud engendró a Eleazar,
Eleazar a Matán, Matán a Jacob; y Jacob engendró a José,
marido de María, de la cual nació Jesús, llamado el Cristo”
(Mateo1:1-16).

Tamar y Rut, estas dos mujeres extranjeras, bien representan a la


iglesia gentil, la iglesia que fue añadida por Cristo (Hechos 11:18).
Tamar, especialmente, no se quería quedar sin descendencia, y andaba
detrás de Judá para que le diera a Sela, el hijo menor, quien tampoco se
interesó. Entonces, ella se entregó al “padre” y de allí nació el
descendiente de Cristo. Pero aquellos que antepusieron sus intereses
personales, aquellos que no quisieron ampliar su “zona de comodidad”,
porque les importó más lo suyo que lo de sus hermanos, sus nombres
fueron cortados y no aparecen en la genealogía de Cristo. Es curioso que
el nombre de Booz, que no buscaba lo suyo, aparezca en la genealogía del
Señor Jesús y no el nombre del difunto, Mahlón. Booz apareció por su
generosidad y buen corazón. Este hombre no pensó en sí, pero Jehová sí,
y lo contó en la descendencia de Cristo, así como incluye a todo el que no
piensa en sí mismo, sino en su hermano; esos serán contados también en
él.

“Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los


santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y
serán reunidas delante de él todas las naciones; y apartará los
unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los
cabritos. Y pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su
izquierda. Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid,
benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros
desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis
de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me
recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me
visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí. Entonces los justos le
responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te
sustentamos, o sediento, y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos
forastero, y te recogimos, o desnudo, y te cubrimos? ¿O cuándo te
vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti? Y respondiendo el
Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de
estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis. Entonces dirá
también a los de la izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego
eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve
hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de
beber; fui forastero, y no me recogisteis; estuve desnudo, y no me
cubristeis; enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis. Entonces
también ellos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos
hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo, o en la cárcel,
y no te servimos? Entonces les responderá diciendo: De cierto os
digo que en cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños,
tampoco a mí lo hicisteis. E irán éstos al castigo eterno, y los
justos a la vida eterna” (Mateo 25:31-46).

Jesús llama a aquellos que cubren a sus hermanos a tener nombre con
Él, y a ser parte de su descendencia. Por eso les dijo: “… el que no lleva
su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo. (…) Así, pues,
cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser
mi discípulo” (Lucas 14:27,33). El que se niegue a levantarle
descendencia a su hermano, y a honrar el nombre de su hermano, le
ocurrirá como a Onán, se va a quedar sin nombre y sin descendencia.
Pero al que tenga el mismo espíritu de Cristo, como lo tuvo Booz, será
contado en la santa descendencia; tendrá renombre en Efrata y en Belén,
y va ser parte de la descendencia de aquel que restauró su alma: Cristo
Jesús.
El Señor tiene misericordia de nosotros, y una vez más nos ilustra lo
que es el tener el espíritu del reino de Dios. Por tanto, amado mío, recibe
esta enseñanza en tu corazón y empieza a entregarte, comienza a servirles
a los hermanos, no importando que tu nombre no aparezca, porque un día
sí aparecerá en el registro del cielo. En ese libro celestial están los
nombres de todos aquellos que vivan con el espíritu de Cristo, quien no
vivió para agradarse Él, sino al Padre: “El hacer tu voluntad, Dios mío,
me ha agradado, Y tu ley está en medio de mi corazón” (Salmos 40:8).
Esos y los que son como ellos tendrán herencia en el reino de Dios.
Este es un mensaje para todos los creyentes en el Señor Jesucristo, pero
sobre todo, está dirigido a los que, por su gracia, fuimos llamados a
servirle en el sagrado ministerio. Dios reina de acuerdo a como Él piensa,
y sus pensamientos son conforme a como Él es. El Señor no realiza nada
en su eterno propósito que sea ajeno a Su carácter, ni ejecuta ninguna
acción que esté divorciada de Su naturaleza santa. Todas sus obras
revelan los pensamientos de su corazón. De acuerdo a la naturaleza de sus
atributos es el designio de su voluntad. Dios hace y aprueba solo aquello
que es conforme a su corazón, por lo que solo lo que está en armonía con
su carácter y naturaleza tendrá siempre el sello de su aprobación. El
Señor nunca dará el visto bueno a nada que no esté perfectamente de
acuerdo a su manera de ser o pensar.
Es una locura obrar o ministrar en el servicio de Dios de una manera
diferente o con un espíritu contrario a lo que es la esencia misma del
sentir de su corazón. Es un atrevimiento que no quedará impune, obrar en
el ministerio independientemente de su voluntad y de su carácter. El
Señor ha revelado a sus ministros en las Sagradas Escrituras y a través del
ministerio del Espíritu Santo, no solo su voluntad y propósito, sino
también la pureza y la santa motivación de su corazón. El llamamiento
que Él nos ha hecho siempre debe ser conforme a su corazón. Esa es la
razón por la cual, antes de llamarnos a su servicio, nos llama primero a
estar con Él (Marcos 3:14). Por ese motivo, a todos los que llamó antes
los capacitó, para que fuesen idóneos para el ministerio.
Los ministros son probados, para ser aprobados (1 Tesalonicenses 2:4).
Nadie debe comenzar a ministrar, o ser aprobado por el presbiterio de la
iglesia, si antes no ha alcanzado la madurez necesaria. Cuando el apóstol
Pablo escribe acerca de la idoneidad para el ministerio, él no habla ni de
los dones ni del poder del ministro, sino de su madurez y carácter (1
Timoteo 3:1-7). Los ministros somos llamados y capacitados por Dios,
para ser maestros de piedad. Solo el que tiene el corazón de Dios, le
conocerá, le entenderá y actuará siempre en conformidad con la
naturaleza de sus pensamientos y la motivación y la pureza de su alma.
Amado ministro, hay una sola manera de honrar el llamamiento
celestial y es ministrando en armonía con el corazón del Padre:
restituyendo el agraviado, haciendo justicia al desamparado y
aprendiendo hacer el bien, sin esperar ninguna recompensa que no sea la
gloria de Su nombre. Jacob le dijo a José: “… ahora tus dos hijos Efraín y
Manasés, que te nacieron en la tierra de Egipto, antes que viniese a ti a la
tierra de Egipto, míos son; como Rubén y Simeón, serán míos. Y los que
después de ellos has engendrado, serán tuyos; por el nombre de sus
hermanos serán llamados en sus heredades” (Génesis 48:5-6). Al Jacob
hacer suyos a los dos hijos de José, como los hijos que engendró,
aparentemente, estaba dejando a José sin descendencia, pues le quitó
incluso su primogénito. En Israel había doce tribus, pero no había una
llamada “la tribu de José”, sino las tribus de sus dos hijos, Efraín y
Manases. Cuando José dio a sus hijos por él, su nombre desapareció de
Israel, pero se perpetuó en su descendencia. El mensaje es que José tuvo
que borrar su nombre; dar “su parte”, para “tener dos partes” con Jacob.
Así Jesús fue el grano de trigo que tuvo que ser sepultado, y gustar de la
muerte para llevar a muchos hijos a la gloria (Hebreos 2:9,10). Así vive
un llamado conforme al corazón de Dios, muriendo para que otros vivan,
mermando para que otros crezcan. Concluyo entonces con este
pensamiento: EN EL REINO DE DIOS DAMOS VIDA CUANDO
MORIMOS, Y DESCENDENCIA CUANDO DESAPARECEMOS.
Capítulo III

EL LLAMAMIENTO ES CONFORME AL
PROPÓSITO SUYO
“… quien nos salvó y llamó con llamamiento santo, no
conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la
gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de
los siglos…”
–2 Timoteo 1:9

En el capítulo anterior enfaticé que nuestro Dios siempre obra en


conformidad con su forma de ser y pensar. Él nunca ha obrado en
desarmonía con su carácter divino. Es imposible en la conducta del
Señor, realizar cualquier acción que sea contraria o ajena a Su naturaleza
santa. Por ejemplo, la Escritura dice: “Palabra fiel es ésta: Si somos
muertos con él, también viviremos con él; Si sufrimos, también
reinaremos con él; Si le negáremos, él también nos negará. Si fuéremos
infieles, él permanece fiel; Él no puede negarse a sí mismo” (2 Timoteo
2:11-13). Dios permanece fiel aunque nosotros seamos infieles. Lo que
entiendo es que si Él, como una reacción por nuestra infidelidad, y para
devolvernos de la misma manera, llegara a actuar con infidelidad, se
negaría a Sí mismo, dejando de ser quién es: el “Fiel y Verdadero”
(Apocalipsis 19:11).
Otro principio importante en la conducta del Padre Celestial es que Él
todo lo realiza según su propósito. Podemos afirmar que tal como es Dios
también es su propósito y el designio de su voluntad. La Biblia revela que
su propósito es eterno (Efesios 3:11), porque Él es eterno; y su designio
es santo, porque Él también lo es (Lucas 1:49; 1 Pedro 1:15). Notemos lo
que afirma el apóstol Pablo: “En él asimismo tuvimos herencia, habiendo
sido predestinados conforme al propósito del que hace todas las cosas
según el designio de su voluntad” (Efesios 1:11). Es decir, Dios todo lo
ejecuta en conformidad a Su propósito, y nunca actúa en forma contraria
a Su voluntad, ni se aparta un ápice de Su santísimo designio. Todas sus
obras, sus leyes, sus caminos, como también sus mandamientos,
preceptos, juicios y testimonios, están en perfecta armonía con el
propósito de Su voluntad. Veamos algunos ejemplos en las enseñanzas
paulinas:

“Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les
ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son
llamados. (…) (pues no habían aún nacido, ni habían hecho aún
ni bien ni mal, para que el propósito de Dios conforme a la
elección permaneciese, no por las obras sino por el que llama),
(…) En él asimismo tuvimos herencia, habiendo sido
predestinados conforme al propósito del que hace todas las cosas
según el designio de su voluntad, (…) conforme al propósito
eterno que hizo en Cristo Jesús nuestro Señor, (…) quien nos
salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras
obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada
en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos” (Romanos
8:28; 9:11; Efesios 1:11; 3:11; 2 Timoteo 1:9).

El llamamiento de Dios es según su propósito. A todos los hombres


que el Señor eligió para su santo servicio, los llamó con un propósito,
para un propósito y conforme a su propósito. Cuando Saulo de Tarso oyó
la voz que lo llamaba, mientras iba camino a Damasco, él formuló dos
preguntas: “¿Quién eres, Señor?” (Hechos 9:5) y, “Señor, ¿qué quieres
que yo haga?” (v. 6). Estas deben ser las dos preguntas que debe hacer
todo aquel que es llamado por Dios. Primero, debe tener seguridad que el
Señor es quien lo llama. Pero la segunda pregunta es tan importante como
la primera, y es conocer cuál es el propósito de su llamamiento. Te lo voy
a decir redundantemente: el propósito de esta pregunta es conocer el
propósito del que llama. El Señor a todos los que llamó les asignó una
labor dentro del propósito de su voluntad. La respuesta del Señor a la
interrogante de Saulo fue esta: … para esto he aparecido a ti, para ponerte
por ministro y testigo de las cosas que has visto, y de aquellas en que me
apareceré a ti, librándote de tu pueblo, y de los gentiles, a quienes ahora
te envío, para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a
la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que
es en mí, perdón de pecados y herencia entre los santificados. (…)
[Dirigiéndose a Ananías] Ve, porque instrumento escogido me es éste,
para llevar mi nombre en presencia de los gentiles, y de reyes, y de los
hijos de Israel” (Hechos 26:16; 9:15).
Desde que el Señor le reveló al apóstol el propósito de su llamamiento,
él no vivió para otro motivo, sino para realizarlo y terminarlo cabalmente,
conforme a lo diseñado y planificado por el supremo designio del Eterno.
Cuando se trataba del propósito de Dios en su vida y ministerio, Pablo era
obstinado e inflexible. Notemos su actitud en su último viaje a Jerusalén:
“Ahora, he aquí, ligado yo en espíritu, voy a Jerusalén, sin saber lo que
allá me ha de acontecer; salvo que el Espíritu Santo por todas las
ciudades me da testimonio, diciendo que me esperan prisiones y
tribulaciones. Pero de ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida
para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que
recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de
Dios”(Hechos 20:22). El verbo griego que se usa en este versículo, para
la palabra “ligado” es deo que se traduce “ligar, atar, aprisionar”. Así que
Pablo quiso decir, en otras palabras, que él iba «aprisionado en espíritu» a
Jerusalén, por lo que no tenía manera de librarse ni de ser librarlo.
El apóstol estaba “atado” voluntariamente y por convicción a todo lo
que era parte del propósito de Dios con él. En este caso, el Espíritu Santo
le daba testimonio que era necesario que él fuese a Roma, pero antes
tenía que pasar por Jerusalén, donde le esperaban prisiones y
tribulaciones (Hechos 20:22). Unos días después de esto, Pablo y sus
compañeros llegaron a Cesárea, y en casa de Felipe el evangelista, vino a
ellos el profeta Agabo y le profetizó a Pablo acerca de su viaje a
Jerusalén. Observemos las expresiones del narrador bíblico en los
siguientes versículos:

“Y permaneciendo nosotros allí algunos días, descendió de


Judea un profeta llamado Agabo, quien viniendo a vernos, tomó el
cinto de Pablo, y atándose los pies y las manos, dijo: Esto dice el
Espíritu Santo: Así atarán los judíos en Jerusalén al varón de
quien es este cinto, y le entregarán en manos de los gentiles. Al
oír esto, le rogamos nosotros y los de aquel lugar, que no subiese
a Jerusalén. Entonces Pablo respondió: ¿Qué hacéis llorando y
quebrantándome el corazón? Porque yo estoy dispuesto no sólo a
ser atado, mas aun a morir en Jerusalén por el nombre del Señor
Jesús. Y como no le pudimos persuadir, desistimos, diciendo:
Hágase la voluntad del Señor”(Hechos 21:10-14).

Las tres formas del verbo “atar” que se usa en este pasaje es el mismo
verbo “ligado” de Hechos 20:22. Así que agabo solo hizo una
“representación profética” de la manera como Saulo iba a ser atado en
Jerusalén. Pablo fue a Jerusalén y tal como había sido anunciado por el
Espíritu, fue arrestado por los judíos y encarcelado por aproximadamente
dos años. Padeció mucho, pero allí testificó a Félix, a Festo y a Agripa, y
más tarde al emperador. Eso era parte del propósito y de la visión
celestial, pues el Señor le dijo que él iba a ser su testigo delante de los
reyes y gobernadores (Hechos 9:15), pero no le dijo cómo.
Estando preso en Jerusalén, también el Señor se le apareció a Pablo y le
habló diciendo: “Ten ánimo, Pablo, pues como has testificado de mí en
Jerusalén, así es necesario que testifiques también en Roma” (Hechos
23:11). Por lo cual, viendo Pablo que no iba a recibir un juicio justo entre
los judíos, apeló a César (Hechos 25:11,12). Entonces, el apóstol fue
enviado en un barco a Roma con muchos otros prisioneros. Este viaje fue
horrible, y Pablo se salvó por la intervención del Señor. Los capítulos 27
y 28 del libro de los Hechos, narran esta pesadilla que vivieron aquellos
hombres en alta mar. Mas, en el momento más difícil, en medio de la
tormenta, cuando todos estaban resignados a morir, el Señor volvió y
apareció al apóstol y le habló diciendo: “Pablo, no temas; es necesario
que comparezcas ante César; y he aquí, Dios te ha concedido todos los
que navegan contigo” (Hechos 27:24). He citado las dos ocasiones que el
Señor se le apareció a Pablo en este viaje para hacer notar que el verbo
que se usa en los dos incidentes “es necesario”, es el mismo verbo “ligar,
atar, y aprisionar” que estamos estudiando, y que también el Señor usó
cuando le dijo a Ananías el propósito que tenía con la vida de Pablo
(Hechos 9:16).
Analizando este verbo griego “deo”, en sus diversas traducciones y
significados, el Señor me reveló esta gran verdad: CUANDO ALGO
ESTÁ EN EL PROPÓSITO DE DIOS “ES NECESARIO”. No importa el
precio ni el dolor que tengamos que padecer es necesario sufrirlo con tal
que se logre el propósito. Por consiguiente, así como el apóstol Pablo,
debiéramos nosotros “ligarnos” y “aprisionarnos” a esa determinación del
Señor; “atarnos” al propósito, como las víctimas son atadas con cuerdas a
los cuernos del altar (Salmos 118:27), porque hay una causa, una razón,
un fin. El llamamiento no es algo optativo o discrecional en cuanto a
predilección, sino según el propósito de Dios. Para arrojar más luz a este
pensamiento, el Señor me reveló un contraste entre dos hombres que
tenían un propósito santo, y que se embarcaron en dos naves diferentes.
Estos viajantes eran Jonás y Pablo. Veamos:

1.Jonás se embarcó en la nave para huir del propósito, por su propia 1.


decisión. A Pablo lo obligaron a embarcarse por causa del propósito
(Jonás 1:3; Hechos 23:11).
2.Jonás iba suelto, porque no quiso ligarse al propósito. Pablo, en
cambio, viajaba encadenado, porque voluntariamente se ató al propósito
(Jonás 1:3; Hechos 27:1,6).
3.Pablo embarcó en aquella nave porque estaba ligado al propósito. 3.
Jonás viajaba porque se había desligado o desatado del propósito.
4.En el caso de Jonás, Dios tuvo que desencadenar una tormenta para
4. Atarlo al propósito (Jonás 1:4). En cuanto a Pablo, por circunstancias,
el viento huracanado que dio contra la nave no logró desatarlo del
propósito (Hechos 27:14).
5.ambos durmieron en el barco, solo que a Jonás lo despertaron los 5.
hombres, para regañarlo por su indiferencia y apatía ante la adversidad
(Jonás 1:6); a Pablo lo despertó el ángel, para darle un mensaje de
ánimo y salvación, para él y sus compañeros (Hechos 27:24).
6.La nave de los que iban hacia Tarsis se salvó porque tiraron a Jonás
al 6. mar (Jonás 1:15), en cambio, la gente que viajaba con Pablo a Italia
se salvó, porque él iba a bordo (Hechos 27:24).
7.Dios “preparó” cinco cosas para ligar a Jonás al propósito: 7. A) Un
gran viento en el mar (Jonás 1:4); b) Un gran pez que lo tragase (v. 17);
c) Una calabacera que le dé sombra (Jonás 4:6); d) Un gusano, para que
hiriera la calabacera y esta se secara (v. 7); y e) Un recio viento solano
que permitió que el sol hiriera a Jonás, de tal manera que este se deseó
la muerte (v. 8). En cambio a Pablo, el diablo trató varias cosas para
desligarlo del propósito, las cuales fueron inútiles, pues el apóstol se
determinó y se dijo con firmeza: “… de ninguna cosa hago caso, ni
estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera
con gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio
del evangelio de la gracia de Dios” (Hechos 20:24).
8.En lo único que se asemejan es que en los dos estaba el poder de
salvar 8. las embarcaciones. En el caso de Pablo, se perdió la nave por
error del piloto y el patrón, los cuales no escucharon al hombre ligado al
propósito, quién tenía instrucción y revelación de cómo evitar pérdidas
y salvar la tribulación (Hechos 27:41-44). Con relación a Jonás, la nave
se salvó al lanzar al mar al hombre que no se quiso “ligar” al propósito,
pues cuando le preguntaron cómo salvar la embarcación, él respondió
con desdén (Jonás 1:11-15).

El ministro que no se ata voluntariamente al propósito, no terminará su


carrera con gozo, sino con perjuicios. Tanto Jonás como Sansón, por
causa de su actitud, terminaron sus carreras sin gozo, y con mucha
pérdida y vergüenza (Jueces 16:30; Jonás 4:11). Cuando el amor de Dios
en nuestra vida excede a nuestros temores y conveniencias, decidimos,
por convicción, atarnos a Su propósito. Bienaventurado el ministro que
entiende que el llamamiento es según el propósito de Dios, y se liga a él
con firmeza y decidido corazón.

3.1 “¿He de Dejar?”

“... ¿He de dejar (...) para ir a ser grande...?” -Jueces 9:9


Esta sección la empezamos con un relato del libro de Jueces, el cual es
muy revelador en cuanto al propósito de Dios en la función de autoridad.
El personaje principal es Abimelec (hijo que tuvo Gedeón con una
concubina (Jueces 8:30-31) el cual, a la muerte de su padre, quiso usurpar
el trono. Veamos:

“Abimelec hijo de Jerobaal fue a Siquem, a los hermanos de su


madre, y habló con ellos, y con toda la familia de la casa del
padre de su madre, diciendo: Yo os ruego que digáis en oídos de
todos los de Siquem: ¿Qué os parece mejor, que os gobiernen
setenta hombres, todos los hijos de Jerobaal, o que os gobierne un
solo hombre? Acordaos que yo soy hueso vuestro, y carne vuestra.
Y hablaron por él los hermanos de su madre en oídos de todos los
de Siquem todas estas palabras; y el corazón de ellos se inclinó a
favor de Abimelec, porque decían: Nuestro hermano es. Y le
dieron setenta siclos de plata del templo de Baal-berit, con los
cuales Abimelec alquiló hombres ociosos y vagabundos, que le
siguieron. Y viniendo a la casa de su padre en Ofra, mató a sus
hermanos los hijos de Jerobaal, setenta varones, sobre una misma
piedra; pero quedó Jotam el hijo menor de Jerobaal, que se
escondió. Entonces se juntaron todos los de Siquem con toda la
casa de Milo, y fueron y eligieron a Abimelec por rey, cerca de la
llanura del pilar que estaba en Siquem” (Jueces 9:1-6).

Retrocedamos un poco en tiempo y recordemos al padre de estos dos


hombres, a Gedeón, aquel hombre que Dios usó como instrumento, para
libertar a Israel de la opresión y el cautiverio del pueblo de Madián
(Jueces 7:15). En este relato se refieren a él, como Jerobaal, nombre con
que fue llamado cuando derribó el altar de Baal (Jueces 6:32; 8:35).
Luego de esta gran victoria, Gedeón estuvo como juez de Israel y en todo
ese tiempo el pueblo se sometió a su guía. Pero a su muerte, uno de sus
setenta hijos debía sustituirle, pero el hijo que Gedeón tuvo con la
concubina, en Siquem, llamado Abimelec (quien no era contado entre los
setenta) vio la oportunidad para él reinar. Entonces, este muchacho buscó
el apoyo de todos los de Siquem, y de los familiares de su madre, y
alquiló a una turba de hombres ociosos, mercenarios, quienes le
acompañaron a la casa de su padre, y mató a sus setenta hermanos, con
excepción de Jotam, el menor, el cual escapó, porque se escondió. Así se
apoderó Abimelec del poder y comenzó a reinar sobre Israel.
Jotam era el digno para reinar, alguien que podía representar bien a su
padre Gedeón, pero los de Siquem se identificaron con abimelec, porque
lo vieron como uno de ellos, por lo que se reunieron en una llanura para
confirmarlo en el reino. Al oír sobre esto, Jotam se puso en la cumbre del
monte de Gerizim, para advertirles a ellos que su elección no era buena.
Mas, ¿cómo podría Jotam hacerle entender al pueblo que uno de entre
ellos no era digno? Solamente ilustrándoles, por medio a una parábola,
podrían ellos pensar que habían elegido a un asesino, a un hombre que no
le importó matar a sus propios hermanos con tal de reinar. Ese es el
contexto histórico, de esta ingeniosa parábola que les dijo Jotam a Israel,
de la cual obtendremos una gran enseñanza; leámosla a continuación:

“Oídme, varones de Siquem, y así os oiga Dios. Fueron una vez


los árboles a elegir rey sobre sí, y dijeron al olivo: Reina sobre
nosotros. Mas el olivo respondió: ¿He de dejar mi aceite, con el
cual en mí se honra a Dios y a los hombres, para ir a ser grande
sobre los árboles? Y dijeron los árboles a la higuera: Anda tú,
reina sobre nosotros. Y respondió la higuera: ¿He de dejar mi
dulzura y mi buen fruto, para ir a ser grande sobre los árboles?
Dijeron luego los árboles a la vid: Pues ven tú, reina sobre
nosotros. Y la vid les respondió: ¿He de dejar mi mosto, que
alegra a Dios y a los hombres, para ir a ser grande sobre los
árboles? Dije-ron entonces todos los árboles a la zarza: Anda tú,
reina sobre nosotros. Y la zarza respondió a los árboles: Si en
verdad me elegís por rey sobre vosotros, venid, abrigaos bajo de
mi sombra; y si no, salga fuego de la zarza y devore a los cedros
del Líbano. Ahora, pues, si con verdad y con integridad habéis
procedido en hacer rey a Abimelec, y si habéis actuado bien con
Jerobaal y con su casa, y si le habéis pagado conforme a la obra
de sus manos (porque mi padre peleó por vosotros, y expuso su
vida al peligro para libraros de mano de Madián, y vosotros os
habéis levantado hoy contra la casa de mi padre, y habéis matado
a sus hijos, setenta varones sobre una misma piedra; y habéis
puesto por rey sobre los de Siquem a Abimelec hijo de su criada,
por cuanto es vuestro hermano); si con verdad y con integridad
habéis procedido hoy con Jerobaal y con su casa, que gocéis de
Abimelec, y él goce de vosotros. Y si no, fuego salga de Abimelec,
que consuma a los de Siquem y a la casa de Milo, y fuego salga de
los de Siquem y de la casa de Milo, que consuma a Abimelec”
(Jueces 9:7-20).

Alguien dijo que donde comienza la aplicación comienza el mensaje,


así que empezaré aplicando la tipología de los árboles. La Biblia compara
a los creyentes como árboles del bosque (Mateo 3:10), como palmeras,
cedros del Líbano y plantíos (Salmos 92:12; 104:16; Isaías 61:3). El
salmista dijo que el hombre que sigue a Dios es “como árbol plantado
junto a corrientes de aguas, que da su fruto en su tiempo, Y su hoja no
cae; Y todo lo que hace, prosperará (Salmos 1:3). Esta parábola nos habla
de los tres árboles más importantes de la tierra prometida: el olivo, la vid
y la higuera. Estos árboles no solamente eran una bendición para Israel,
sino que constituían su base económica. La Biblia muestra, por ejemplo,
cuando Salomón edificó casa a Jehová, él le daba a Hiram rey de Tiro,
entre otras cosas, veinte mil batos de vino, y veinte mil batos de aceite, a
cambio de madera de cedro y de ciprés (2 Crónicas 2:10). Es decir que
Israel hacía intercambio con otras naciones a base de esos productos. En
la actualidad, todavía el aceite de olivo es muy importante en Israel, así
como el producto de la vid y de la higuera.
Recordemos las palabras que usó Habacuc para mostrar su confianza
incondicional en Jehová: “Aunque la higuera no florezca, Ni en las vides
haya frutos, Aunque falte el producto del olivo, Y los labrados no den
mantenimiento, Y las ovejas sean quitadas de la majada, Y no haya vacas
en los corrales; Con todo, yo me alegraré en Jehová, Y me gozaré en el
Dios de mi salvación” (Habacuc 3:17-18). Habacuc menciona los tres
árboles de la parábola, porque eran los tres más importantes de Israel,
pues no solamente nutrían a la gente en alimento, sino que les servían
como negocio con otras naciones.
La Biblia nos habla del olivo, como tipo del creyente. El salmista dijo,
comparando su riqueza de servirle a Dios con el poder de los “poderosos
de la tierra”, que ellos serían destruidos, mientras él podrá decir: “… yo
estoy como olivo verde en la casa de Dios” (Salmos 52:8). Otro salmo
que ilustra la bendición de Dios en la vida de los que siguen su Camino y
le temen, dice: “Tu mujer será como vid que lleva fruto a los lados de tu
casa; Tus hijos como plantas de olivo alrededor de tu mesa” (Salmos
128:3). En otras palabras, ¡qué bueno es tener la vid cerca de la casa!,
pues no hay que molestarse mucho para comer de sus frutos, porque está
accesible, sólo hay que extender el brazo y tomar de él. Así es la mujer
del creyente, ¡qué bueno que está cerca y es llena de fruto del Espíritu!
También dice que sus hijos serán como plantas de olivo alrededor de su
mesa, porque el cristiano estará rodeado de sus hijos, y verá fruto en
ellos. También somos el fruto del sacrificio de Jesucristo, quien nos
comparó con el fruto de la vid, cuando dijo: “Yo soy la vid, vosotros los
pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto;
porque separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:5).
La higuera, por su parte, que da un fruto dulcísimo que es el higo,
representa en la Biblia seguridad, paz y reposo (1 Reyes 4:25; Miqueas
4:4). Muchos ven en las siguientes palabras de Jesús una alusión a la
nación de Israel, pues interpretan que es la higuera profética, él dijo: “De
la higuera aprended la parábola: Cuando ya su rama está tierna, y brotan
las hojas, sabéis que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando
veáis todas estas cosas, conoced que está cerca, a las puertas” (Mateo
24:32-33). En fin, esos árboles somos nosotros y nos representan en la
parábola. Por eso, si los árboles del bosque representan a los hombres, y
entre ellos necesitan buscar a alguien para que los dirija, tienen que
buscar aquellos que son los más importantes, los más útiles, los que
tienen mucho que dar. En la parábola, el olivo, la vid y la higuera eran los
candidatos idóneos para reinar entre ellos.
ahora, cuando fueron a proponerle al olivo que reine, él respondió con
una pregunta: “¿He de dejar mi aceite, con el cual en mí se honra a Dios y
a los hombres, para ir a ser grande sobre los árboles?” (Jueces 9: 9). El
olivo dijo: «Dios no me llamó a mí a ser grande, ni a reinar, Dios me
llamó a servir. Él no me creó para ser grande, por consiguiente, la
grandeza no es el propósito de Dios conmigo. En el plan de mi Creador
con mi vida no incluye que yo reine o me enseñoree de los demás árboles.
Dios, en su designio, me diseñó de acuerdo a su elección para que de mí
se sustrajese un producto llamado aceite, el cual bendice a los hombres y
honra a Dios. Yo para eso he nacido y para eso he venido al mundo, no a
reinar, sino a servir. La razón de mi existencia es servir con lo que Dios
me ha dado, con lo que yo soy». El olivo habló de acuerdo a lo que dijo el
apóstol Pedro: “Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios; si
alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da...” (1 Pedro
4:11). Así tú, hombre y mujer de Dios, eres árbol de Dios, un olivo verde
que llevas en ti el aceite de la unción (1 Juan 2:20).
De hecho, la palabra Cristo significa Ungido; por tanto cristianos”
significa ungidos. Dios llamó a Ciro “mi ungido” y también a Zorobabel
y a Josué hijo de Josadac, sumo sacerdote (Hageo 1:14; 2:4; Isaías 45:1-
5). En el libro de Zacarías, se nos habla de dos ungidos representados por
dos ramas de olivo que vierten de sí aceite. El profeta dijo: “Hablé más, y
le dije: ¿Qué significan estos dos olivos a la derecha del candelabro y a su
izquierda? Hablé aún de nuevo, y le dije: ¿Qué significan las dos ramas
de olivo que por medio de dos tubos de oro vierten de sí aceite como oro?
Y me respondió diciendo: ¿No sabes qué es esto? Y dije: Señor mío, no.
Y él dijo: Éstos son los dos ungidos que están delante del Señor de toda la
tierra” (Zacarías 4:11-14). En el lenguaje hebreo, la frase “los dos
ungidos” se puede traducir, literalmente, como “los dos hijos del aceite”.
De la misma manera, los creyentes somos los ungidos, “los hijos del
aceite”, las ramas que fueron injertadas al olivo Cristo, y del cual
recibimos la unción del santo, el óleo superior.
La Palabra, refiriéndose al Señor expresa que: “Subiendo a lo alto,
llevó cautiva la cautividad, Y dio dones a los hombres. Y él mismo
constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a
otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra
del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo...” (Efesios 4:8-
12). Pero también dice el apóstol Pablo que no todos son profetas, ni
todos evangelistas, ni todos maestros, ni todos hacen milagros, ni todos
tienen dones de sanidad, ni tampoco todos hablan lenguas, ni todos
interpretan, pues el Señor a todos nos dio diferentes dones (Romanos
12:4) y capacidades ungidas, desde que creímos y nacimos de nuevo, para
edificación de la iglesia (1 Corintios 12:29-30; 14:12,26).
Como ministro, tú eres un olivo, hay unción en ti, un tipo de aceite que
brota de tus grosuras, el cual deleita al Señor. Por tanto, no fuiste ungido
para que seas grande, sino para edificación del cuerpo de Cristo y dar
gloria al nombre de Dios. Los dones de Dios no son para buscar
grandeza. El ministerio de Dios no es una plataforma para hacernos
famosos o ser reconocidos, sino un instrumento para cumplir su santo
designio, de acuerdo al llamamiento recibido. Los dones espirituales son
para honrar a Dios y bendecir a los hombres. Según el propósito de Dios
contigo es la unción que recibiste. Ya seas olivo, higuera, o un fruto de la
vid, en ti hay una bendición divina que te impulsa a servir, no a reinar.
Debiéramos rehusar a ser grandes, pues ya hemos recibido la más alta
jerarquía, y es ser llamados “hijos de Dios” (1 Juan 3:1). Poseemos la
imagen de su Hijo, quien no vino para ser servido, sino para servir
(Marcos 10:45).
Cuando el sanedrín forzó a Pilato a que crucificase a Jesús, y él les
dijo: “¿A vuestro Rey he de crucificar?” ellos respondieron “No tenemos
más rey que César” (Mateo 18:15). Los judíos mintieron, pues odiaban a
César, a quien consideraban un déspota, un tirano, pero prefirieron que
reine sobre ellos antes que Jesús. Cambiaron al Hijo de Dios por César.
Mas, hay algo que ellos dijeron en ese momento que quiero parafrasearlo.
Ellos dijeron: “… todo el que se hace rey, a César se opone” (Juan
19:12), y yo voy a decirte lo mismo: todo olivo que quiera reinar, a Cristo
se opone y contra Cristo se levanta, por-que la iglesia solamente tiene a
alguien grande y a un único rey: Jesucristo.
Todo aquel que use su unción para hacerse grande, para destacarse,
para ser famoso y enseñorearse de los hermanos, está contradiciendo la
Palabra de Dios. Solamente hay uno que el Padre exaltó hasta lo sumo y
le dio un nombre que está sobre todo nombre: a Cristo (Filipenses 2:9-
10). La iglesia solamente tiene un rey, y una sola corona monárquica, la
cual pertenece a Él. El Padre eligió a Cristo como rey por sus méritos, por
su dignidad y por su vida perfecta. Dios lo exaltó hasta lo sumo, porque
Él se humilló hasta la muerte. Entonces, el Padre haciéndolo su rey y su
ungido, dio un decreto: “… te daré por herencia las naciones, Y como
posesión tuya los confines de la tierra” (Salmos 2:8). Cristo es el rey en
los cielos y en la tierra, porque no se glorificó a sí mismo, sino quien le
dijo: “Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy” (Hebreos 5:5). Él
recibió la honra, Él no la tomó.
Nota que el Padre honró tanto al Hijo que, como a él no le correspondía
ser sacerdote porque era de la tribu de Judá y no de la tribu de Leví (de
donde procede el sacerdocio levítico –Hebreos 5:4), inició un nuevo
sacerdocio, eterno e inmutable, para declarar a Jesús sacerdote para
siempre: “Juró Jehová, y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para
siempre Según el orden de Melquisedec” (Salmos 110:4). Dios cambió
todo para darle la preeminencia en todo al Hijo, y para que toda rodilla se
doble y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor (Filipenses 2:11).
Te diré que yo crecí en un ámbito religioso, donde se alimenta el deseo
de tener un ministerio grande. Recuerdo cuando Dios me llamó al
ministerio, siendo un jovencito de diecisiete años, al ver a Billy Graham
en los estadios, la gran multitud que convocaba, yo anhelaba ser como él,
pero era para destacarme, para estar en el medio, tener muchas personas
siguiéndome y que, por mí, vinieran a Cristo. Nunca pensé que en ese
ideal no había un sentimiento noble, pues sentía que yo ayudaba a Dios,
que era, digamos, un “redentorcito”. Pero cuando Dios me reveló la vida
del Reino, el andar en el Espíritu, me di cuenta que mi aspiración no era
espiritual ni santa, y que en ese percibirme como un “redentor” -ya sea
mediano o pequeñito- había una escondida intención de tomar el lugar del
Señor Jesús. Mas, ahora solo quiero ser lo que Dios quiere que yo sea;
vivir de acuerdo a la función a la cual me llamó a desempeñar en el
cuerpo, sea la que sea. Y cuando alguien es impactado por la vida de
Jesús en mí y me quiere hacer grande y me quiere hacer “rey”, yo digo
como el olivo: « ¡No! ¿He de dejar lo que Dios me dio, con lo que agrado
al Padre y bendigo a los hombres, para ser grande entre los hombres?
¡Jamás! Yo quiero que mi aceite honre a Dios y bendiga a la gente».
Por eso, considero que este mensaje lo necesita toda la iglesia de
Jesucristo y todos los que estamos en autoridad, porque hay algo en
nuestros días que no existía en aquellos tiempos. En la iglesia siempre ha
habido pleitos por el primer lugar, como lo hicieron los apóstoles cuando
no entendían (Mateo 20:22), pero nunca he visto en el ministerio más
fiebre de poder, de autoridad y de grandeza que ahora. ¡Basta ya de que la
iglesia funcione como las empresas multinacionales!, con “sucursales”
donde quiera, y hasta vendiendo la “franquicia”, ofertando beneficios
para que ministros entren bajo su cobertura. Se nos enseña a producir, a
crecer, a ser grandes, a reinar, a tener autoridad, a ser conocidos, pero no
fuimos instruidos así por Cristo. Él nos envió a predicar el evangelio, las
buenas nuevas de salvación, en la autoridad de Su nombre, y para gloria
de Dios Padre, no nuestra. El mensaje es acerca del Señor, porque
únicamente Él tiene qué dar. El mundo necesita oír de lo que él hace por
nosotros, no se lo neguemos. El evangelio es: Cristo crucificado y
resucitado para dar vida. Debemos proclamar las buenas nuevas de
salvación, y llenar la tierra de su conocimiento, no del nuestro.
El olivo de nuestro relato estaba claro de su propósito y función. Él
dijo, en otras palabras: «La razón de mi vida es vivir para aquello que
Dios me creó, y ser de bendición de acuerdo a mi capacidad ungida, y a
lo que Dios me ha dado. Soy olivo, produzco aceite, si hago otra cosa,
dejo de ser quien soy». Con el aceite se ungía a los reyes y a los profetas,
¡qué uso más excelso! a ti también, Dios te ha hecho un olivo para que le
honres y bendigas a los hombres. ¿Qué sería de la iglesia si el olivo se
pusiera a reinar? ¡Faltaría su unción! ¡Qué terrible! La iglesia sin unción,
sin Espíritu, porque el olivo quiso reinar, y está concentrado en otras
cosas. Tristemente, conozco lugares donde hay carencia de aceite, porque
han dejado de ser “olivos”, para seguir una agenda que los lleve a hacerse
grandes y famosos. Es lamentable buscar grandeza y dejar de ser lo que
somos de acuerdo al plan de Dios. Por eso, yo te aconsejo mi hermano
que avives el don de Dios que está en ti y no dejes de ser lo que Dios ha
hecho que tú seas. Comprométete, delante del Señor y di: «No dejaré
jamás de ser lo que soy por andar buscando grandeza y posición».
No obstante, como el olivo se negó a reinar entre los hombres, los
árboles decidieron acudir a otro árbol importante, la higuera, y le dijeron:
“Anda tú, reina sobre nosotros” (Jueces 9:10). Pero ésta también
respondió con una pregunta: “¿He de dejar mi dulzura y mi buen fruto,
para ir a ser grande sobre los árboles?” (v. 11). El ministerio de la higuera
es dar dulzura, pues no hay un fruto más dulce que el higo, es delicioso.
Así hay ministerios de dulzura, gente llamada, cuya unción es endulzar,
dar aliento y esperanza al débil y al que esté pasando por diversas
pruebas. Pero, ¡cuántos amargados hay en la iglesia!, ¡cuántos hay que
cuando abren sus bocas, de su bóveda palatina (la parte interior y superior
de su boca) lo que sale es bilis, pura hiel. Estos siempre están recordando
las cosas negativas, las malas experiencias; todo les sabe mal, sólo ven
mal tiempo, mala gente. Parece que se alimentan de ajenjo, pues todo en
ellos es amargo.
Recordemos a los dos que iban camino a Emaús hablando y
discutiendo entre sí de todas aquellas cosas que habían acontecido (Lucas
24:4), pero lo hacían de un modo, que Jesús al acercársele y escuchar lo
que decían tuvo que decirles: “¿Qué pláticas son estas que tenéis entre
vosotros mientras camináis, y por qué estáis tristes?” (v. 17). Ellos le
respondieron: “¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no has sabido
las cosas que en ella han acontecido en estos días?” (v. 18). Pero, cuántos
hay que sí saben qué aconteció, y aún así viven amargados, apocados de
espíritu, y necesitan del fruto de la higuera, su dulzura.
La iglesia precisa de esos hermanos que dicen: “Gustad, y ved que es
bueno Jehová; Dichoso el hombre que confía en él” (Salmos 34:8); esos
hermanos que vienen a tu vida a endulzarte con las promesas de Dios, y
te dicen: «Hermano confía en Dios y en su Palabra y nadie te podrá hacer
frente, porque Él está contigo. Él no te dejará ni te desamparará. Echa
sobre Jehová tu carga, y él te sustentará. Sé que lo que estás pasando no
es fácil, pero nuestro Dios no deja para siempre caído al justo, pues siete
veces cae el justo, y vuelve a levantarse (Proverbios 24:16)». La iglesia
requiere de gente como esa, que endulce el ambiente, que llegue a los
lugares cuando se esté murmurando o hablando cosas impropias y diga: «
¡Ea, mis hermanos!, ¿qué conversaciones son esas? Paren eso ahí porque
no edifica» y con amor les hace memoria del mandamiento, que con
misericordia y verdad se corrige el pecado; bendiciéndoles, inspirándoles,
llenándoles de esperanza, despertándoles a la fe y a las buenas obras.
¿Sería justo que teniendo alguien un don como ese, deje de ministrarlo
a las vidas, para irse a reinar y hacerse grande? Nota que los tres árboles
dijeron: « ¿he de dejar?». Así también esa persona debiera decir: «No, yo
no voy a dejar lo mío, lo que Dios me encomendó, para hacer lo que Él
no me ha mandado a hacer. Si Dios me ha dado un ministerio de dulzura,
para dulcificar la vida de los amargados, y atenuar la aflicción de los
tristes y abatidos de su pueblo, si lo dejo, los privo de la bendición y
desecho mi utilidad». De igual manera, nosotros tenemos que vivir para
hacer lo que Dios nos envió a hacer. Hace un tiempo, mientras estaba en
uno de los discipulados de la iglesia, el Señor me hizo decir a los
hermanos: «amados, nosotros no los estamos preparando para que ocupen
una posición ministerial, aunque sabemos que hay lugares que lo hacen
así, pero nosotros no lo hacemos con ese fin. Ustedes están siendo
capacitados, para servir a Dios y ser idóneos para desempeñar el lugar
donde el Espíritu Santo quiera usarlos. No esperen de nosotros un
nombramiento, sino capacitación».
El maestro dijo: “… quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta
que seáis investidos de poder desde lo alto. (…) pero recibiréis poder,
cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos
en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra”
(Lucas 24:49; Hechos 1:4,8). Los discípulos no estuvieron en el aposento
alto esperando una posición, sino una capacitación, para, por el poder del
Espíritu, ir a servir y ministrar por medio de los dones recibidos. Sin
embargo, veo que hay ambientes, según la cultura eclesiástica, donde se
predica solamente cuando llega el evangelista. Pero el que anda en el
Espíritu es un testigo las veinticuatro horas del día: si está en la oficina
del dentista, está testificando, si está en un avión a treinta mil pies de
altura, allá habla de Cristo, porque lo que más abunda es gente que
necesita oír las buenas nuevas. Cuando el Señor está en el corazón es
como un volcán en erupción, no se puede callar, y está en constante
ebullición. Así como tú recomiendas una cosa que te fue de bendición, así
debes recomendar a Cristo que te fue de salvación.
Hay quienes están esperando que la iglesia los organice para trabajar, y
los manden de dos en dos, mientras las almas se pierden. Hermano,
¡déjese de organización y predique! No espere que lo manden, ya Cristo
lo mandó, ¡vaya!, haga lo que Dios le mandó a hacer. El Señor le mandó
a servir, no espere que un día lo nombren y lo pongan en una posición.
Tampoco la iglesia es el único lugar de servicio para un enviado de Dios;
váyase al hospital más cercano, donde hay un montón de personas
enfermas que necesitan servicio, ancianitos que están en las casas y no
tienen quién los asee, ni asista ni visite. Existen un montón de cosas
pendientes para hacer. La lista puede ser interminable, pero preferimos
esperar el “nombramiento”, que me “pongan”, para salir a hacer algo.
Pero sea lo que Dios le dijo que sea, bendiga a la gente con lo que Dios le
ha dado. La gente necesita su dulzura; su sonrisa puede cambiar muchas
cosas. Hay lugares con personas tan amargadas, que cuando ven a un
cristiano sonriendo, dando gozo, alegría, felicidad en Cristo, se inspiran,
se despiertan, se les abren los ojos para ver que hay una esperanza, que
existe un camino mejor.
Doy gracias a Dios de que en la narración bíblica, del libro de los
Hechos de los apóstoles, se nos habla de aquel barco donde iba Pablo y
que estaba a punto de naufragar (Hechos 27:10, 22). Y me pregunto, ¿qué
hubiera sido de esa gente, en ese momento tan crucial, si en vez de ir con
el apóstol hubiesen ido con alguien pesimista e incrédulo? Ellos tenían
catorce días sin comer; todos estaban temerosos y hambrientos. Pero en
ese momento, Dios levanta a su “higo” Pablo a llevarles paz, sosiego y
tranquilidad. Él les dijo: “Habría sido por cierto conveniente, oh varones,
haberme oído, y no zarpar de Creta tan sólo para recibir este perjuicio y
pérdida. Pero ahora os exhorto a tener buen ánimo, pues no habrá
ninguna pérdida de vida entre vosotros, sino solamente de la nave. Porque
esta noche ha estado conmigo el ángel del Dios de quien soy y a quien
sirvo, diciendo: Pablo, no temas; es necesario que comparezcas ante
César; y he aquí, Dios te ha concedido todos los que navegan contigo. Por
tanto, oh varones, tened buen ánimo; porque yo confío en Dios que será
así como se me ha dicho” (Hechos 27:21-25). ¡Oh, gloria Dios! Yo
quiero ir en un barco con un hombre así, y no uno que diga: « ¿sabes lo
que va a pasar? Que el tiempo empeorará y este barco no llegará a ningún
lugar. Pero es bueno que pase, porque yo les dije que no zarparan, y ahora
miren que si Dios no mete su mano, ninguno saldremos vivo».
Igualmente, ¿qué me dices de los hermanos que tienen el don de fe,
otra dulzura en la congregación? a veces hay hermanos que atraviesan
grandes pruebas y se acercan a un hermano y le dicen: «Sabes, los
exámenes aquellos que me hicieron dieron positivo… no sé qué pasará
con mi vida de ahora en adelante». Si se lo dijo a uno de los amargados
puede que éste le responda: « ¡Qué pena, mi hermano! pero, ¿qué puedes
hacer contra la voluntad de Dios? Voy a estar orando por ti»; y se va
pensando: «Míralo ahí, ahora está llorando, pero seguramente es juicio de
Dios en su vida, ¡quién sabe qué hizo!». En cambio, aquel cuyo
ministerio es higuera le diría como “higo” de Dios: «Mi hermano ¿eso te
dijeron en el hospital? acuérdate que el médico lo analiza todo de acuerdo
al conocimiento, por lo que ha estudiado, pero el que hizo el cuerpo te
puede dar vida, no temas. El doctor te analizó anatómica y
fisiológicamente y te dio el diagnóstico, pero ahora espera a lo que dice
Dios, el que te creó. Mientras tengas una obra que hacer para Dios eres
inmortal. Tú eres importante para el Señor, ten paz. Ven oremos juntos al
que te puede salvar». ¡ay, qué higo dulce, qué palabras hermano, qué
ungüento para esa herida! ¿Es justo que alguien deje de endulzar para
reinar? No, mi hermano, mi hermana, deja el Reino a Jesús; que reine Él,
y tú vete a servir.
Recuerdo una vez, apenas comenzando mi ministerio pastoral, se me
acercó una hermana de la iglesia, madre de dos niños, con una terrible
crisis. Ella me dijo: «Pastor, mi esposo está sirviendo en el ejército de los
Estados Unidos en Alemania, pero tenemos una grave situación entre
nosotros y he decidido divorciarme». La hermana me compartió el
problema y mientras hablaba, yo oraba a Dios sobre cuál era su voluntad
en este asunto, pues la mujer estaba férrea en su decisión de separarse.
Entonces, el Señor me dio sabiduría y me hizo un higo dulce, ante un
problema tan amargo y que parecía sin solución. En aquel momento, pude
darle a la hermana la palabra que Dios me dio, y ella, entre sollozos, se
persuadió de no divorciarse. Luego, al ella enviarle un mensaje al esposo
diciéndole que no se divorciarían, parece que él pidió un permiso para ver
a su familia, y cuando vino, ese hombre andaba buscando quién fue la
persona que convenció a su esposa de que no se divorciase de él. El
soldado vino buscándome a la iglesia, y acercándose, con una amplia
sonrisa, me dijo: «Pastor, gracias. Gracias a Dios y a usted mi esposa no
se divorciará de mí». Así que ellos se juntaron de nuevo, y ahí están en un
hogar feliz y sus hijos más felices todavía. Pasado el tiempo, un día,
mientras meditaba en las cosas del Señor, me conmoví en mí espíritu,
recordando aquel caso y pensando que si mi vida sirvió para devolverle la
felicidad a un hogar que estaba ya perdido, ha valido la pena servir a
Jehová. Yo le dije: «Padre, gracias por hacerme tu ministro. Soy útil; di
felicidad perpetua a un hogar que estaba roto». Por eso digo: ¿He de dejar
esto para hacerme grande? No, no quiero ni puedo dejar mi vocación. La
felicidad de un ministro es dar dulzura, honrando a Dios y bendiciendo a
los hombres.
Volviendo a nuestra parábola, vemos que los árboles, ante la negativa
de la higuera acudieron entonces a la vid, y le dijeron: “Pues ven tú, reina
sobre nosotros”, pero ella les respondió: “¿He de dejar mi mosto, que
alegra a Dios y a los hombres, para ir a ser grande sobre los árboles?”
(Jueces 9: 12,13). La vid produce uvas de donde hacen el vino. En la
Biblia el vino es un tipo de gozo y el salmista dijo que el vino alegra el
corazón del hombre (Salmos 104:15). La Palabra registra que cuando no
había uvas, en los lagares había tristeza; pero cuando había el fruto de la
vid, había gozo. También el vino es un tipo de pacto. Vemos que Jesús
levantó la copa y dijo: “Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por
muchos es derramada” (Marcos 14:24). En la iglesia está el gozo del
Espíritu Santo, y hay hermanos cuyo don es como la vid, producen mosto
de alegría y dan gozo. Ellos llegan y con sus alabanzas alegran el
ambiente, hacen reír hasta a los moribundos, transmiten alegría y gozo. Si
esa gente deja de ser lo que es para hacerse grande ¡ay de la iglesia!, pues
precisa de esa unción.
Cada don, cada capacidad ungida que Dios da a los santos, provoca
algo; produce honra, dulzura, gozo, unción que fortalece el espíritu de los
que los rodean. Podemos hablar de otros árboles también, pero el mensaje
es el mismo. Mi hermano, nuestro llamado no es reinar, sino servir.
Como una confirmación del uno al otro, los tres árboles más importantes
dijeron: « ¿he de dejar?», lo que significa que tenían algo, que habían
recibido algo y podían dar. Ellos prefirieron servir antes que reinar. Pero,
a cuántos les apela más ser grandes que servir, ocupar una posición y
estar en autoridad sobre los demás que ser usado por Dios, en humildad y
sencillez.
La palabra “dejar” implica que si decido reinar y ser grande, entonces
debo renunciar a mi oficio o propósito. Por lo cual, aprendo que no se
puede aspirar a ser grande y reinar, sin poner en riesgo lo que fuimos
llamados a hacer que es honrar a Dios y dar el fruto que bendice a los
hombres. Cuando tú dejas de ser lo que eres, de dar lo que recibiste de
Dios, para ser grande entre los hombres, estás poniendo en riesgo el
propósito divino en tu vida. Incluso, en el reino de los cielos el que quiera
hacerse grande entre nosotros será nuestro servidor, y el que quiera ser el
primero será nuestro siervo, dijo el Señor (Mateo 20:26-27). Entiendo,
entonces, que el que sirve es el grande. LA GRANDEZA EN EL CIELO
NO ES UNA POSICIÓN, SINO UNA APROBACIÓN: “Bien, buen
siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el
gozo de tu señor” (Mateo 25:21). El gozo del Señor es el servicio a Dios.
Miremos a Jesús “el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz,
menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios”
(Hebreo 12:2).
Volviendo a nuestra parábola, indudablemente que los árboles tenían
tremendo problema. Ellos querían rey, pero los tres árboles principales,
que tenían mucho que dar, no quisieron reinar. Por lo cual, no les quedó
otra opción que ir a la zarza y decirle: “Anda tú, reina sobre nosotros”
(Jueces 9:14). Me imagino lo contenta que se puso ella, pues seguramente
pensó: « ¡al fin se han dado cuenta quien soy! ¡Todos lo árboles por
unanimidad me han elegido, me quieren como rey!». Así que en seguida
ella respondió: “Si en verdad me elegís por rey sobre vosotros, venid,
abrigaos bajo de mi sombra; y si no, salga fuego de la zarza y devore a
los cedros del Líbano” (v. 15). ¿Has visto alguna vez una zarza? Es un
arbusto pequeño y espinoso, cuyas ramas son como aguijones.
Prácticamente es una maleza del desierto, que absorbe el agua y daña el
terreno y le quita el lugar a otros árboles que sí son productivos.
En el libro de Isaías dice: “Porque con alegría saldréis, y con paz seréis
vueltos; los montes y los collados levantarán canción delante de vosotros,
y todos los árboles del campo darán palmadas de aplauso. En lugar de la
zarza crecerá ciprés, y en lugar de la ortiga crecerá arrayán; y será a
Jehová por nombre, por señal eterna que nunca será raída” (Isaías 55:12-
13). Es decir, cuando Dios anuncia el tiempo de prosperidad, de
bendición para su pueblo, dice que en el lugar de la zarza crecerá ciprés.
¡Qué buena noticia, que en el lugar de un arbusto tan feo y seco, crecerá
un árbol hermoso y productivo! El ciprés es un árbol de 15 a 20 metros de
altura, que aunque por fruto da gálbulas o conos, su madera es duradera.
Además, a diferencia de la zarza, el ciprés sí puede abrigar y dar sombra.
¡Oh, qué bendición! Jesús dijo: “Porque cada árbol se conoce por su
fruto; pues no se cosechan higos de los espinos, ni de las zarzas se
vendimian uvas” (Lucas 6: 44). Si cada árbol se conoce por su fruto, la
zarza se conoce porque, prácticamente, no tiene ninguno. La vendimia es
la cosecha y recolección de las uvas, pero también podemos aplicarla
como el provecho o fruto abundante que se saca de alguna cosa, y la
zarza no tiene mucho de aprovechamiento en ella; solo espinas.
Me llama la atención que los tres árboles que tenían qué dar, dijeron: «
¿he de dejar?» y en cambio la zarza, que no tenía nada, quería reinar
(Jueces 9:15). La zarza no tenía algo con que agradar a Dios y bendecir a
los hombres, y ahí se mide su espíritu. El que tiene mucha unción dice:
«Yo no voy a renunciar a mi unción para ser grande. A mí no me apela la
grandeza, a mí me apela vivir el propósito de mi llamamiento». ¿No fue
eso lo que dijeron los tres primeros árboles? Sin embargo, la zarza y los
que son como ella, reinar es precisamente lo que andan buscando. Mas,
¿sabes lo que me dice el Espíritu Santo? Que en la zarza se revela un
espíritu que hay en la iglesia, el cual no tiene nada que dar y sin embargo
quiere reinar. Ese mismo espíritu, también se encuentra en el hombre, un
espíritu de grandeza, de posición, que procura enseñorearse de los demás.
Por causa de la ambición de reinar y enseñorearse de los demás se
pierde el interés en ser lo que Dios nos mandó a ser, manifestándose otro
espíritu que no es el de Cristo. Jesús estaba reinando en el cielo y dejó de
reinar para venir a servir al Padre (Filipenses 2:6-7). Él dijo: “En el rollo
del libro está escrito de mí; El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha
agradado, Y tu ley está en medio de mi corazón” (Salmos 40:7-8). El
Señor dejó de ser rey, para servir, y lo hizo de forma tan excelente que
Dios le devolvió la corona. El que se despojó fue revestido, el que se
humilló hasta lo más bajo, fue levantado hasta lo sumo.
Nota que la primera palabra que la zarza dijo fue “venid” (Jueces 9:15),
o sea, dio una orden, un llamado imperativo. Pero ¿que vengan a dónde?
a abrigarse bajo su sombra, ¡qué arrogancia, qué cinismo! En otras
palabras: «Si en verdad ustedes me quieren como rey, sométanse a mí, y
mi primera orden es venir y ponerse debajo mío». Cuidado con el espíritu
de la zarza, porque no es según el Espíritu de Cristo, pues Él no se hizo
rey para hacernos vasallos, sino para que reinemos con Él (Apocalipsis
20:6). Ese espíritu de la zarza lo conocí en la religión, en aquellos que
dicen: «Si me eligieron a mí, sométanse a mí; yo soy el que estoy aquí en
autoridad y a mí hay que obedecerme.. ¡Eh, a ti! ¿qué miras, qué buscas?
¡Sal de ahí! Esa es mi oficina y mi función, eso lo hago yo. No toques ni
te metas en lo que hago». ¡Qué espíritu! Todavía no la habían elegido
bien, sólo era una propuesta y ya la zarza estaba dando órdenes.
Solamente hay uno que dijo venid, y fue el rey Jesús, y nota el espíritu de
sus palabras:

“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os


haré descansar. (…) Dejad a los niños venir a mí, y no se lo
impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos. (...) Yo soy
el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que
en mí cree, no tendrá sed jamás. (...) Todo lo que el Padre me da,
vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera. (...) Si alguno
tiene sed, venga a mí y beba. (...) Y si me fuere y os preparare
lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde
yo estoy, vosotros también estéis” (Mateo 11:28; 19:14; Juan 6:35,
37; 7:37; 14:3).

Jesús tiene mucho que ofrecer, por eso puede llamar y decir: « ¡Vengan
a mí, síganme! Yo los haré descansar; les doy mi reino; les doy de comer;
les sacio su sed; les doy paz, salvación y los llevo al Padre». La zarza
ofrecía abrigo y sombra, pero no tenía ninguna de las dos cosas.
Imagínate que vas caminando bajo un sol abrasador y vayas a cobijarte
debajo de una zarza, ¡qué sombra te va dar si sus hojas son arqueadas y
divididas, y para colmo hincan! Creo que más que recibir un alivio,
saldrías bien lastimado. De hecho, en la Biblia la palabra zarza tiene el
mismo significado que espinos y abrojos, y me pregunto, ¿cómo podría
ofrecer cobertura un arbusto tan pequeñito y sarmentoso? Y pensar que
eso es lo que está pasando en la actualidad, gente con “apostolados” que
quieren dar cobertura sin tenerla. Por eso, Dios está restaurando el
ministerio apostólico. Todos quieren ser apóstoles, pero sin pagar el
precio del apostolado, ni llevar las señales que Pablo describió:

“… en azotes, en cárceles, en tumultos, en trabajos, en


desvelos, en ayunos; (...) por honra y por deshonra, por mala
fama y por buena fama; como engañadores, pero veraces; como
desconocidos, pero bien conocidos; como moribundos, mas he
aquí vivimos; como castigados, mas no muertos; como
entristecidos, mas siempre gozosos; como pobres, mas
enriqueciendo a muchos; como no teniendo nada, mas
poseyéndolo todo. (...) De aquí en adelante nadie me cause
molestias; porque yo traigo en mi cuerpo las marcas del Señor
Jesús. (...) en el cual sufro penalidades, hasta prisiones a modo de
malhechor; (…) Por tanto, todo lo soporto por amor de los
escogidos, para que ellos también obtengan la salvación que es en
Cristo Jesús con gloria eterna” (2 Corintios 6:5,8-10; Gálatas
6:17; 2 Timoteo 2:9,10).

Los falsos apóstoles dicen como la zarza: «Métete bajo mi cobertura,


cobíjate bajo mi autoridad; seamos socios». Ellos andan buscando
iglesias para meterlas debajo de su sombrilla ministerial y dicen a los
pastores: «Si tú quieres ser parte de esto, envíame los diezmos de tu
iglesia y te pongo bajo mi cobertura ministerial». ¡Santo Dios! Una zarza
tirando manto. Pablo les llamó: “falsos apóstoles, obreros fraudulentos”
(2 Corintios 11:13-14), y yo les llamo “el manto de Drácula”, pues así
como ese personaje siniestro, estos hombres te envuelven con su manto y
después ¡yack! te dan el mordisco. La zarza tiene espinas y Drácula tiene
tremendos colmillos para succionar sangre.
Es notable que tanto el olivo, la higuera, como la vid te bendigan, pero
la zarza te lastima. Abre tus ojos y tus oídos, porque aquí hay una muy
grande enseñanza. Cuando una persona está llena de orgullo, arrogancia y
autosuficiencia, cree que puede dar algo, pero no tiene nada, porque el
orgullo la incapacita para ver su deficiencia. El amor edifica, pero el
orgullo infla, destruye y estorba. A Jesús le decían “maestro bueno”, pero
él respondía: “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino sólo
Dios” (Lucas 18:19). Y cuando entró en Jerusalén que lo aclamaron
diciendo: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el
nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” (Mateo 21:9), lo hizo
cabalgando en un pollino, como se había profetizado: “Alégrate mucho,
hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a
ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un
pollino hijo de asna” (Zacarías 9:9). ¡El rey en un pollino de asna y
prestado (Mateo 21:2)!, y sus “siervos” ahora andan en aviones y jet
privados; eso suena raro. Salomón dijo: “Hay un mal que he visto debajo
del sol (…) Vi siervos a caballo, y príncipes que andaban como siervos
sobre la tierra” (Eclesiastés 10:5, 7). Así, Jesús el grande, el que cabalga
sobre los querubines, y vuela sobre las alas del viento, el que ha puesto
las nubes por su carroza y que ha hecho en el mar su camino y sendas en
las muchas aguas, cabalgó en un burrito prestado, porque aunque era rey,
su objetivo era servir, no reinar (Salmos 18:10; 104:3; 77:19).
La zarza también quería reinar a la fuerza. Ella dijo: “… y si no, salga
fuego de la zarza y devore a los cedros del Líbano” (Jueces 9:15). En
otras palabras: «Si no me ponen de rey, aquí se acabará el reinado; reino
yo o nadie». Increíble, cómo hablaba la zarcita, siendo tan pequeñita.
Apenas le estaban ofreciendo reinar y ya estaba mandando y
amenazando. La zarza y la lengua tienen muchas cosas en común:
primero, se jactan de grandes cosas; y segundo, las dos encienden
tremendos fuegos (Santiago 3:5). Ellas tienen el espíritu de fuego que
destruye y que condena, como dice la Palabra: “… la lengua es un fuego,
un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y
contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma
es inflamada por el infierno” (Santiago 3:6).
Lo peor es que con ese espíritu se logran muchas cosas hoy en día.
Supe que un pastor le dijo a alguien: «Uso mi autoridad apostólica para
decirte que si te vas de esta iglesia, ¡pierdes el Espíritu Santo, y hago que
ni en lenguas hables!». ¡Santo, Jehová! Este hombre se ufanaba de tener
poder para quitar no solo los dones -que son irrevocables (Romanos
11:29)-, sino hasta el Espíritu Santo con el cual Dios nos selló (2
Corintios 1:21-22). Y pensar que todas esas amenazas eran para que no se
vaya y siga debajo de su cobertura, pues cuando no pueden retener a la
gente con promesas, lo hacen con amenazas y condenación.
Los tres primeros árboles tenían que dar y querían vivir dando fruto de
lo que recibieron del Señor. El apóstol Pablo escribió: “Porque yo recibí
del Señor lo que también os he enseñado...” (1 Corintios 11:23); y Pedro
dijo: “Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros,
como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios” (1 Pedro
4:10). Por tanto, si tenemos algo que dar, porque Dios nos ha dado, no lo
retengamos, pero si no tenemos para dar, no caigamos en la arrogancia y
petulancia de la zarza, ofreciendo lo que no tenemos. Seamos lo que
somos y demos lo que hemos recibido, en la humildad del Señor
Jesucristo. La única verdad que dijo la zarza fue al final, cuando amenazó
darle lo que podía: fuego, y no del Espíritu, sino con el único que tenía,
fuego destructor.
Está claro que el mensaje de Jotam a los habitantes de Siquem a través
de esta fábula fue que abimelec, a quien ellos habían elegido rey, era
como una zarza, pues no les podía ofrecer ninguna seguridad, por el
contrario, sería causa de destrucción e instrumento de muerte para ellos.
Estas palabras fueron proféticas, pues Dios para vengar la sangre de la
casa de Jerobaal (Gedeón) que había derramado abimelec, envió un
espíritu de hostilidad entre éste y los de Siquem (Jueces 9:22-24), y tal
como él enseñó en la alegoría, abimelec prendió fuego a Siquem. Veamos
la narración bíblica:

“Y fue dado aviso a Abimelec, de que estaban reunidos todos


los hombres de la torre de Siquem. Entonces subió Abimelec al
monte de Salmón, él y toda la gente que con él estaba; y tomó
Abimelec un hacha en su mano, y cortó una rama de los árboles, y
levantándola se la puso sobre sus hombros, diciendo al pueblo
que estaba con él: Lo que me habéis visto hacer, apresuraos a
hacerlo como yo. Y todo el pueblo cortó también cada uno su
rama, y siguieron a Abimelec, y las pusieron junto a la fortaleza, y
prendieron fuego con ellas a la fortaleza, de modo que todos los
de la torre de Siquem murieron, como unos mil hombres y
mujeres” (Jueces 9:47-49).

Es notable lo que dice el verso 23 de este capítulo: “Y tuvo Gedeón


setenta hijos que constituyeron su descendencia, porque tuvo muchas
mujeres. También su concubina que estaba en Siquem le dio un hijo, y le
puso por nombre Abimelec” (jueces 8:30-31). La aplicación espiritual es
que el espíritu de la zarza que ha entrado en la iglesia, y que está dañando
el propósito de Dios en el ministerio apostólico, nace de la misma manera
que abimelec, o sea, de una relación ilícita entre el verdadero ministerio
apostólico y el falso. Es el resultado de una alianza parecida a la que hubo
entre la casa de Josafat y la casa de acab y Jezabel (2 Crónicas 18:3). Este
espíritu viaja por el mundo, tirando mantos, ordenando al apostolado a
personas no aprobadas por la iglesia; asimismo ha usurpado la autoridad
apostólica y no la usa para edificación, sino para que todos se cobijen
bajo la “sombra” de su cobertura ilegítima. El espíritu de la zarza está
encendiendo “los bosques” y trayendo consigo destrucción y confusión a
la iglesia. El Señor revela que en este espíritu se esconde avaricia, orgullo
y rebelión. El Espíritu Santo lo desenmascara y nos hace conocer que su
maligna intención, a parte de traer confusión es, que la iglesia (afectada
por sus vicios y excesos), deje de creer en el verdadero ministerio
apostólico, el cual el Señor está restaurando en estos días. Veamos cómo
termina esta historia y cuál el fin de Abimelec:

“Después Abimelec se fue a Tebes, y puso sitio a Tebes, y la


tomó. En medio de aquella ciudad había una torre fortificada, a la
cual se retiraron todos los hombres y las mujeres, y todos los
señores de la ciudad; y cerrando tras sí las puertas, se subieron al
techo de la torre. Y vino Abimelec a la torre, y combatiéndola,
llegó hasta la puerta de la torre para prenderle fuego. Mas una
mujer dejó caer un pedazo de una rueda de molino sobre la
cabeza de Abimelec, y le rompió el cráneo. Entonces llamó
apresuradamente a su escudero, y le dijo: Saca tu espada y
mátame, para que no se diga de mí: Una mujer lo mató. Y su
escudero le atravesó, y murió. Y cuando los israelitas vieron
muerto a Abimelec, se fueron cada uno a su casa. Así pagó Dios a
Abimelec el mal que hizo contra su padre, matando a sus setenta
hermanos. Y todo el mal de los hombres de Siquem lo hizo Dios
volver sobre sus cabezas, y vino sobre ellos la maldición de Jotam
hijo de Jerobaal” (jueces 9:50-57).

Esta mujer que Jehová usó para acabar con la vida del fratricida
abimelec es un tipo de la iglesia valiente y osada que el Señor está usando
para detener y destruir ese espíritu, que tanto daño está causando al
ministerio de Dios. La iglesia es el medio que el Señor ha elegido para
destruir el pernicioso espíritu de abimelec (zarza). Añade más luz a
nuestra enseñanza el hecho de que el instrumento que aquella mujer usó
para matar a abimelec fue un pedazo de rueda de molino. El Señor dijo:
“Y cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en
mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de
asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar” (Mateo 18:6). Hacer
tropezar es igual a hacer caer, inducir a pecar, tentar, seducir, etc., y esto
es lo que este espíritu está realizando en la iglesia. Dios ha determinado
que sea con una piedra o rueda de molino que se le rompa el cráneo y se
haga morir al espíritu que dijo: “salga fuego de la zarza y devore a los
cedros del Líbano” (Jueces 9:15). Los cedros del Líbano son tipos de los
justos (Salmos 92:12). Así que la guerra de este principado es contra los
santos de Dios. Por esa razón, el Señor usará a la iglesia (la mujer) para
romper la cabeza de este adversario del propósito divino.
Hay otro asunto muy curioso de la zarza que nos muestran las
Escrituras. ¿Sabías que Moisés no era el hombre más manso de la tierra,
sino que llegó a serlo? Cuando Moisés vio a sus hermanos en sus duras
tareas, y observó a un egipcio que golpeaba a uno de ellos, dice la Palabra
que miró a todas partes, y creyéndose que nadie lo veía, mató al egipcio y
lo escondió en la arena (Éxodo 2:11-12). Aquí yo veo una reacción
violenta ante una injusticia. Moisés no era un hombre manso, pero ¿sabes
cómo Dios logró que lo fuese? Lo mandó a pastorear ovejas por cuarenta
años, y en ese trabajo cualquiera se vuelve manso. Las ovejas son los
animales más torpes de que yo tengo referencia, pues nota que todos los
animales corren cuando ven a un depredador, pero las ovejas dicen ‘bee,
bee’ como diciendo: «Veen, veen, comemeeeé, comemeeeé», y no saben
qué hacer. Así que cualquiera aprende paciencia pastoreando ovejas.
Cuando Jehová llamó a Moisés para enviarlo a liberar a su pueblo de
las manos del Faraón, le dijo: “¿Quién soy yo para que vaya a Faraón, y
saque de Egipto a los hijos de Israel?” (Éxodo 3:11). Jehová insistió, pero
él le contestó: “¡Ay, Señor! nunca he sido hombre de fácil palabra, ni
antes, ni desde que tú hablas a tu siervo; porque soy tardo en el habla y
torpe de lengua” (Éxodo 4:10). No obstante, Jehová todavía le habló de
todo lo que iba a hacer, y él volvió e insistió: “¡Ay, Señor! envía, te
ruego, por medio del que debes enviar” (Éxodo 4:13). Entonces Jehová se
enojó y le dijo: “¿No conozco yo a tu hermano Aarón, levita, y que él
habla bien? Y he aquí que él saldrá a recibirte, y al verte se alegrará en su
corazón. Tú hablarás a él, y pondrás en su boca las palabras, y yo estaré
con tu boca y con la suya, y os enseñaré lo que hayáis de hacer” (vv. 14-
15). Bien humilde estaba Moisés y con una estima bien baja, como la de
una oveja, la cual tuvo Dios tuvo que levantar prácticamente a gritos.
Pero, ¿sabes cuando, realmente, Dios le enseñó a Moisés humildad? El
día en que Jehová se le apareció en una zarza.
Cuando Dios se quiso hacer nada, se manifestó en una zarza, pues
para lo único que sirve la zarza es para representar la nulidad. El
único que le dio importancia a la zarza fue Dios, porque a la zarza todo el
mundo le prendía fuego, pero Jehová le dio el fuego divino que quema,
pero no consume (Éxodo 3:2). Hay esperanza para “las zarzas”; pues
aunque no dan fruto, Dios le puede dar fuego para que alumbren. Tanto
fue la importancia que Dios le dio a la zarza en ese momento, que cuando
Moisés bendijo las doce tribus de Israel, y le iba a dar la bendición a José,
dijo: “Con el fruto más fino de los montes antiguos, Con la abundancia de
los collados eternos, Y con las mejores dádivas de la tierra y su plenitud;
Y la gracia del que habitó en la zarza Venga sobre la cabeza de José, Y
sobre la frente de aquel que es príncipe entre sus hermanos”
(Deuteronomio 33:15-16). Nota que Moisés habló de frutos y dádivas de
la tierra, pero cuando mencionó a la zarza no pudo hablar nada de lo que
ella diera, sino de la gracia del que habitó en ella. En otras palabras, el
Señor manifestó la gracia cuando se apareció en una llama de fuego en
medio de la zarza. Eso nos habla de la humillación de Jesús, pues gracia
fue lo que en su Hijo, Dios nos manifestó.
El Creador del cielo y de la tierra, habitó en una zarza. Qué tal si la
zarza, de la parábola de Jotám, hubiera dicho a los árboles: « ¿Ustedes me
están pidiendo a mí que reine? ¿Pero qué tengo yo que ofrecer? ¿qué
tengo para dar? No tengo fruto, no tengo abrigo, no tengo sombra, soy
una maleza del desierto ¿Cómo voy a reinar? Si yo para lo único que
sirvo es para que me quemen. Lo único bueno que ha pasado en la
historia de nosotras las zarzas fue que un día el Santo de Israel, cuando
quiso hacerse nada y decirle a Moisés: “Yo habito en la altura y la
santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el
espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados”
(Isaías 57:15), se manifestó en una zarza. Yo no soy como el olivo que
puede dar honra con su aceite, ni soy como el higo que puede dar dulzura,
tampoco soy como la vid que puede dar alegría con el mosto, no sirvo
para nada. Ahora, una cosa sí puedo hacer: servirle a mi Dios, para que la
gracia del Señor se manifieste, y habite en mí el fuego que nunca
consume». Entiendo, entonces, que la historia de la zarza hubiera sido
totalmente diferente.

3.2 La Gloria del Llamamiento

“Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como


en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria
en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” -2
Corintios 3:18

La gloria de Dios está manifestada en todo lo que Él es y hace. Mas, la


sublimidad de esa gloria y la manifestación de la misma es algo que no
todo el mundo puede ver. El profeta Ezequiel tuvo esa bienaventuranza
de ver en visiones cosas muy extrañas, asuntos que sólo son entendibles
en el Espíritu, por aquellos que Dios les abre el entendimiento para que
puedan comprender esos misterios. Si lees el primer capítulo del libro de
Ezequiel, en sus primeros versículos, encontrarás que el profeta vio
cuatro seres vivientes semejantes a hombres, pero con un aspecto muy
extraño, que cuando corrían eran como relámpagos (Ezequiel 1:5-13).
También vio ruedas dentro de ruedas con ojos que se movían y se
levantaban junto a los seres vivientes, porque el espíritu de los seres
vivientes estaba en las ruedas (v. 20). Eran visiones muy extrañas, pero
eran revelaciones de la semejanza de la gloria del Señor y Ezequiel la
describió de esta manera:

“Como parece el arco iris que está en las nubes el día que
llueve, así era el parecer del resplandor alrededor. Ésta fue la
visión de la semejanza de la gloria de Jehová. Y cuando yo la vi,
me postré sobre mi rostro, y oí la voz de uno que hablaba”
(Ezequiel 1:28)
A mí, particularmente, me gusta la expresión “la semejanza de la
gloria”, porque todo lo que Dios le puede mostrar al hombre, y aquello
que el hombre sea capaz de ver, acerca de la gloria de Dios, es una
semejanza. Todas las cosas que nosotros vemos en la Biblia que ilustran
la gloria, o que Dios usa para dar a conocer su gloria, son simplemente
una semejanza, porque ¿quién en realidad ha visto la verdadera gloria, o
sea, la plenitud de Su gloria? Naturalmente, sabemos que Jesucristo es el
resplandor de su gloria, pero me refiero más bien a la gloria manifestada
en una visión.
Por tanto, todo lo que se muestra en la Palabra sobre la gloria de Dios
es una semejanza. Por ejemplo, cuando Israel estuvo en el monte Sinaí,
para encontrarse con Jehová, que descendió en aquel monte, las
Escrituras describen aquel momento glorioso, como una majestad
terrible, donde hubo truenos y relámpagos, y dicen que una espesa nube
cubrió el monte, y el sonido de bocina era tan fuerte que estremeció todo
el lugar. El monte Sinaí humeaba porque Jehová había descendido sobre
él en fuego, y el humo subía como el humo de un horno, y todo el monte
se estremecía, así como el sonido de la bocina iba aumentando en
extremo, mientras Moisés hablaba a Jehová y Dios le respondía con voz
tronante (Éxodo 19:16-20). Por eso el cántico: “A a presencia de Jehová
tiembla la tierra…” (Salmos 114:7), pues fue algo tan extremadamente
impactante que el pueblo no pudo resistirlo. Israel temblaba, y hasta en el
libro a los Hebreos se registra que era tan terrible lo que se veía, que
Moisés dijo: “Estoy espantado y temblando” (Hebreos 12:21).
Era un momento de gloria, donde el pueblo vería cara a cara a su Dios
Inmortal e Invisible. Mas, no pudieron salirle al encuentro y le dijeron a
Moisés: “Habla tú con nosotros, y nosotros oiremos; pero no hable Dios
con nosotros, para que no muramos” (Éxodo 20:19). Y esa era
simplemente una apariencia, una semejanza, pues la Biblia dice que los
cielos de los cielos no lo pueden contener (1 Reyes 8:27). La zarza fue
otro lugar en que se mostró la gloria de Dios, pero también fue una
semejanza (Éxodo 3:1-5). Toda visión de la gloria es una semejanza de la
gloria, pero la realidad de la gloria sabemos que es Jesucristo. Él no es
una semejanza, pues podemos decir que la gloria descendió en semejanza
de Hombre, y aunque Jesucristo era cien por ciento Dios, lo vimos en
carne. Solamente aquellos tres que lo vieron en la transfiguración lo
vieron glorificado, y todavía eso fue una limitación (Mateo 17:2).
La gloria, gloria, esa verdadera gloria, ningún hombre la puede ver. Esa
fue la razón por la cual, el Señor se negó a mostrar su rostro a Moisés,
pues no hay hombre que vea su rostro y continúe viviendo (Éxodo 33:20).
Por tanto, las visiones de su gloria son una semejanza nada más. Sin
embargo, todos aquellos que han visto esa semejanza han sido
cambiados, jamás fueron los mismos después de ese día, porque la gloria
de Dios transforma. Eso es lo incomprensible del misterio de la iniquidad,
que alguien que siempre veía la gloria y que estaba lleno de la gloria,
perdió la gloria, y en vez de ser cambiado de gloria en gloria, lo que hizo
fue que descendió y tuvo que ser arrojado de su presencia, por rebelarse
contra el Señor (Ezequiel 28:15-19).
ahora, hay algo que a mí me llama la atención, después que el Señor le
mostró a Ezequiel esa visión. Vemos que el profeta se postró para oír la
voz de uno que le hablaba (v. 28), pero es interesante que la voz lo
primero que le dijo fue: “Hijo de hombre” (Ezequiel 2:1), y estoy seguro
que el profeta pudo entender la intención del que le hablaba. Con esa
expresión daba a entender: «Hombre, te habla el altísimo, el
Todopoderoso, el Grande, el admirable. Y aunque tú estás viendo mi
gloria, yo quiero decirte que tú eres un Hijo de hombre». Porque cuando
Dios revela su gloria, nos hace ver lo que somos, ya sea con la Palabra o
con el sentir que produce en nosotros al ver lo pequeñísimo que somos.
Cuando Dios se manifiesta, no solamente revela su gloria, sino también lo
que el hombre es. Únicamente a través del espejo de la gloria de Dios se
ve lo que es el hombre. Por eso, inmediatamente el hombre ve la gloria,
se postra, porque es un hijo de hombre. A Isaías cuando Dios le mostró la
gloria, escribió:

“… vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus


faldas llenaban el templo. Por encima de él había serafines; cada
uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían
sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo:
Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está
llena de su gloria. Y los quiciales de las puertas se estremecieron
con la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo. Entonces
dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo
de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios
inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los
ejércitos”(Isaías 6:1-5).

Nota la expresión del profeta cuando le fue revelada la visión de la


gloria que en su sentir de indignidad, creyó que ya estaba muerto. Él se
sentía tan inmundo, tan poca cosa delante del Rey, Jehová de los
ejércitos, que su mente no concebía que pudiera estar vivo. El apóstol
Pedro, cuando el Señor hizo la pesca milagrosa y vio que Jesús era más
que un hombre, pues contempló la gloria de Su poder, cayó de rodillas
ante sus pies, diciendo: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre
pecador” (Lucas 5:8). Al ver la gloria de Dios en Jesucristo, Pedro se
sintió indigno y reconoció que era un pecador. Cuando un hombre en
realidad, no en apariencia, tiene un encuentro con la gloria, le pasa lo
mismo que a estos hombres: ve su indignidad, se siente sucio, y descubre
su pequeñez, reconociendo lo que es: simplemente un hijo de hombre.
Cuando Daniel tuvo aquella visión en el río Hidekel, los que le
acompañaron no la vieron, pero se apoderó de ellos un gran temor y
huyendo despavoridos, se escondieron (Daniel 10:7). Daniel se quedó
solo, mudo y sin fuerza, sintiendo que desfallecía (vv. 8-11). El ángel
tuvo que tocarlo para devolverle la fuerza y el habla (vv. 16-18). La
gloria de Dios debilita y eso nos confirma que el hombre es nada frente a
la majestad de Dios. Y qué decir de Juan, quien escribió en el libro de la
gran revelación: “Cuando le vi, caí como muerto a sus pies. Y él puso su
diestra sobre mí, diciéndome: No temas; yo soy el primero y el último”
(Apocalipsis 1:17). A veces decimos: «Señor, muéstrame tu gloria», y me
pregunto: ¿sabemos lo que estamos pidiendo? El Señor dice: « ¿quieres
saber quién eres?» Todo aquel que pida la gloria tiene que estar dispuesto
a cuando vea la gloria, también verse a sí mismo y saber en realidad
quién es él.
Por tanto, todos los que han visto “la semejanza de la gloria de Dios”
caen como muertos, pero también algo físicamente les afecta. En el caso
del sacerdote Zacarías, temporalmente se quedó mudo, cuando dudó de la
visión y el propósito con el hijo que había de tener (Lucas 1:18-20). A
Moisés la voz desde la zarza le advirtió: “No te acerques; quita tu calzado
de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es” (Éxodo 3:5),
por lo que podemos decir que la gloria le mostró cómo eran sus pies, tipo
de humanidad y corrupción, ante la perfección y santidad de Dios. A
Isaías, por su parte, le mostró lo que eran sus labios, inmundos (Isaías
6:5). Vemos a Josué, que al ver la visión se postró y adoró, pero tuvo que
despojarse, quitar el calzado de sus pies (Josué 5:15). A Saulo de Tarso la
visión lo dejó ciego, le afectó los ojos (Hechos 9:8). Por lo cual, podemos
decir que la visión de la gloria afecta el cuerpo, por eso cuando la gloria
se manifiesta afecta la iglesia.
Cuando alguien habla de sí mismo con jactancia, o está tan admirado
de sí que no se calla de decir lo que ha logrado, puedes estar seguro que
ese no ha pasado ni siquiera a diez millas de distancia de donde estuvo la
gloria de Dios. Todas las personas que viven en la presencia se sienten
más pecadores que los demás, más pobres y limitados. Esos reconocen la
gracia de Dios en sus hermanos, y constantemente le dicen al Señor: « ¡ay
mi Dios! Mira mi limitación, mira mi pobreza, yo no sé qué pasa, no me
siento digno, no me siento suficiente». LA HUMILDAD ES LA SEÑAL
QUE TE MUESTRA SI ESA PERSONA HA VISTO
VERDADERAMENTE LA GLORIA, Y CUÁNTO HA ASIMILADO
DE ELLA.
Ahora, cabe destacar que hay quienes siempre se sienten miserables y
pobres, pero no es porque han visto la gloria, sino porque tienen
problemas emocionales y una autoestima muy baja. Distingamos una
cosa de la otra. La Biblia dice que hay dos tristezas, una emocional que te
lleva a sentirte inferior a los demás, que viene de la carne, y otra que es
según Dios, la cual te lleva a arrepentimiento, porque te hace ver que eres
pobre, desnudo, desvalido, miserable, pero no te sume en depresión ni en
culpabilidad. La tristeza según Dios, te lleva a una búsqueda de Su
presencia y a una actitud correcta, la cual es deberle todo a la gracia del
Señor Jesucristo (2 Corintios 7:10). Puedo imaginarme cómo el Señor se
siente -conociendo los corazones- al oír ciertas oraciones nuestras: «
¡Señor, muéstrame tu gloria! ¡Ábreme los cielos! ¡Úsame!». Pero Él dice:
« ¿Y para qué quieres la gloria? ¿Para tener un ministerio grande; para ser
conocido por todas las naciones como fulano y perencejo; para tener
costosos edificios; para hacerte de un grande nombre, el tuyo? ¡ay, pero
cuán lejos de mí está tu corazón! Yo no muestro mi gloria para
engrandecer al hombre; yo muestro mi gloria para engrandecerme yo, y
mostrarle al hombre quién es él delante de mí y cuánto me necesita». LA
GLORIA DE DIOS NO TE APLASTA, PARA DEJARTE EN EL
POLVO, SINO QUE TE HUMILLA PARA QUE DEJES DE SER LO
QUE ERES Y DESEES SER LO QUE ES EL SEÑOR.
Por tanto, reconocer lo que somos es una bienaventuranza, pues nos
hace aborrecer lo nuestro, para amar lo que es Dios. Cuando un hombre
está bien humillado frente a la gloria es cuando ésta lo levanta, pero debe
estar tan aplanado que su yo desaparezca, para poder volar entonces en
las alas de su Espíritu. Solo la humildad nos muestra a Jehová, porque
nos da los ojos para ver al alto y Sublime, al que habita la eternidad, y
cuyo nombre es el Santo, al que habita en la altura y la santidad, pero
desciende para habitar con el quebrantado y humilde de espíritu, para
hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los
quebrantados (Isaías 57:15). ¡Oh, si entendiéramos lo que produce la
gloria! a veces hablamos tanto de la gloria, de avivamiento para ver la
gloria, pero lo que queremos ver es la manifestación de la gloria, el poder
de la gloria, para recrearnos, saltar, y tener buenos momentos, pero no
sabemos lo que estamos pidiendo. Cuando Dios manda la gloria es para
producir un efecto en nosotros. Ninguno de esos hombres fueron los
mismos después que contemplaron la gloria de Dios.
También me he dado cuenta que dependiendo de la semejanza de la
gloria o el aspecto de la gloria que Dios quiere mostrarme, dependerá el
efecto que esta produzca en mí. Por ejemplo, cuando Dios le mostró a
Isaías la gloria, le mostró Su santidad, por eso los querubines decían:
“Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su
gloria” (Isaías 6:3). Y el profeta Isaías en espíritu entendió que lo que
Dios le quería mostrar no era tanto el poder, porque temblaran los
quiciales de las puertas o que aquella casa se llenara de humo y las faldas
del Señor llenaban el templo, mostrando su majestad (Isaías 6:4,1). Lo
que Jehová le quería mostrar a Isaías en esta visión era lo que decían los
querubines, que Dios es santo. Por lo cual, al contemplar el aspecto de Su
santidad en la semejanza de su gloria, el profeta sintió lo inmundo que él
era, y por eso dijo: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre
inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios
inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Isaías 6:5).
Mas, uno de los serafines voló hacia él con un carbón encendido en sus
manos, que tomó del altar con unas tenazas y tocando con él sus labios, le
dijo: “He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu
pecado” (Isaías 6:6-7). Después de ese momento, el profeta nunca más
fue el mismo.
Si estudias la vida de Isaías, verás que a partir de ese incidente, hubo
un antes y un después. La gloria lo marcó y afectó su vida de tal manera
que cambió su lenguaje. Nota que el profeta, en sus escritos, usa una
expresión como si fuera un estribillo: “El Santo de Israel”. Si tomas una
concordancia bíblica y buscas las palabras “santo” y “santidad”
comprobarás que Isaías es el profeta que más las usa. De veinticinco
versículos bíblicos en que se usa la expresión “El Santo de Israel”,
veintiuna corresponden al libro de Isaías, porque el profeta jamás pudo
hablar de la persona divina, sin decir: Él es el Santo. También es el
profeta que habla de la morada santa, del templo santo, de los cielos que
son santos; y todo su libro está lleno de lo santo y de la santidad de Dios.
¿Por qué? ¿Qué fue aquello que él vio, que Dios le quiso manifestar? Su
santidad. Por tanto, cada uno habla de lo que ve y oye de Dios.
¿Qué has visto tú de Dios, mi hermano? SI ME DICES LO QUE HAS
VISTO DE DIOS, YO TE DIRÉ LO QUE DIOS HA HECHO EN TI.
Ver a Dios no es contemplarlo con nuestros ojos físicos, Él dice: “Mirad
a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y
no hay más” (Isaías 45:22). Cuando tú miras como debes mirar, a cara
descubierta como en un espejo la gloria de Dios, serás transformado de
gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor (2
Corintios 3:18). Mirar, desde el punto de vista espiritual, no es darse una
ojeada, pues el que contempla la gloria, dependiendo de lo que vea eso va
a recibir. Por tanto, la arrogancia en una persona me muestra que no ha
visto nada de Dios, porque el que lo ve anda quebrantado, y se siente
pequeñito, pues ha sido impactado por la grandeza divina.
Cuando el Señor muestra algo de Su gloria es para hacerte de acuerdo a
aquello que Él te quiso mostrar de Su persona. Es por eso que el Señor se
levanta en medio de su pueblo y dice: « ¿Qué quieres de mí? ¿Por qué
oras diciendo: “lléname Señor”? ¿Para que?». El Señor da su gloria solo a
aquellos que quieran ser como Él. No pidas gloria para exhibición, ni
para fama, ni para ser conocido; tampoco para destacarte o por curiosidad
o por satisfacción personal, sino pídela para ser como es Dios. Él es santo
y porque has visto Su santidad, la admiras y la anhelas. Es como cuando
te enamoras de un lindo vestido, de un buen auto, de una casa, de algo
que deseas para ti, no por pretensión, sino porque darías lo que no tienes
por adquirirlo, porque sea tuyo. ¡Ay, desea ser como Él!, ¡anhélalo a tal
punto que vendas todo lo que tengas, a cambio de su amor, de su esencia
y de su ser! Generalmente, cuando queremos avivamiento y llenura del
Espíritu es cuando oramos. También oramos para pedir sanidad, para ser
libres, para tener unción, para hacer milagros, etc., y eso no es malo. El
Señor nos manda a pedir y a procurar los mejores dones (1 Corintios
12:31), pero cuando tú pidas gloria, trata de hacerlo como Moisés. Él dijo
primero: “… te ruego que me muestres ahora tu camino” (Éxodo 33:13);
y luego dijo: “Te ruego que me muestres tu gloria” (v. 18). Primero una
cosa y luego la otra.
La gloria de Dios tiene un camino y al hombre que lo transita, Él le
abate por el polvo su orgullo, mostrándole su condición. Y si ese hombre
tiene el verdadero espíritu, y frente a la gloria reconoce su pobreza, su
limitación y su inmundicia, algo pasa: es levantado, transformado y
dignificado. Observa que los caminos de Dios tienen que ver con conocer
la conducta divina y nuestra relación con él. La palabra “camino” en la
Biblia se traduce de muchas maneras, pero lo que más revela es conducta.
Por ejemplo, la Palabra habla del camino de Balaam (2 Pedro 2:15), el
camino de Jehová (Génesis 18:19), el camino de Caín (Judas 1:11); el
camino de su padre (1 Reyes 15:26), implicando conducta. Dijo el
salmista: “¿Con qué limpiará el joven su camino [su conducta]? Con
guardar tu palabra” (Salmos 119:9). En el caso de Dios es lo mismo,
camino es conducta, pero también propósito, intención. Todo Él lo revela
en sus caminos.
Tenemos que entender la conducta del Señor, y ver que su gloria la
revela para alcanzar un fin. ¿No dice la Biblia que Jesucristo es el
resplandor de su gloria y la misma imagen de su sustancia (Hebreos 1:3)?
La Palabra dice que a los que antes conoció, también los predestinó para
que fuesen hechos “conformes a la imagen de su Hijo”, y a los que
predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también
justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó (Romanos 8:29-
30). Es decir que la gloria de la elección tuvo como propósito que tú
lleves la imagen del Hijo, así como la gloria del llamamiento, la gloria de
la justificación, y la gloria de lo que la Biblia llama glorificación, tienen
ese mismo propósito, librarte de la presencia del pecado y darte lo
excelso que está en el Señor.
Por tanto, la elección consiste en que Dios se propuso darte Su gloria
en Su amado Hijo. El llamamiento significa que Él te llamó para que la
imagen perdida de adán, la recuperes en Jesucristo. La justificación es
cuando eres librado de la condenación del pecado y recibes la justicia del
Hijo de Dios. La santificación es librarte del poder del pecado, para que
tú seas semejante al Santo de Israel. Y finalmente, la glorificación que se
realizará en el futuro, en un abrir y cerrar de ojos, el día de su venida,
cuando esto corruptible será vestido de incorrupción, y esto mortal de
inmortalidad. Por tanto, seremos transformados. La glorificación significa
que Él va a desarraigar el pecado de ti, para que todo lo adánico que
tengas salga, y solamente te quede lo que tienes de Cristo.
Dios envió a Jesucristo, el cual es el resplandor de su gloria, para darte
su imagen. Por lo cual, cuando Dios manifiesta su gloria es con el fin de
restaurarte, para producir en ti la imagen que fue dañada por el pecado.
Dios tomó al hombre caído en el polvo -porque polvo era y al polvo
volvió (Génesis 3:19), y en la resurrección, lo levantó en el cuerpo de su
Hijo y lo llevó a su gloria. Cuando entendemos estas cosas,
necesariamente tenemos que decir: «Señor, perdónanos, hemos deseado
tu gloria, la hemos anhelado para tantas cosas… para tener buenos
momentos contigo, para crecer en cantidades, para ser vistos de los
hombres, para que digan de mí, para que hablen y resalten mi ministerio,
y no para lograr Tu propósito».
¡Oh, amemos ser como Dios, deseemos ser como es Él! No es
suficiente pasar buenos momentos con el Señor, lo mejor es ser
transformados a su semejanza. La gloria es todo lo que Él es y no
simplemente el fuego de la plataforma de su trono o el embaldosado de
zafiro que haya debajo de sus pies. La gloria no es meramente el
resplandor del universo o la luz que pueda emanar de Él, porque Dios es
luz (1 Juan 1:5). Su gloria son sus atributos: Su santidad, Su verdad, Su
misericordia, Su justicia, Su poder, Su carácter, Su ternura, Su amor, Su
paternidad, Su esencia. En eso consiste su gloria, en todo lo que Él es.
Isaías vio Su santidad (Isaías 6:5) y de eso habló y profetizó; Moisés vio
su justicia y misericordia, lo cual escribió en leyes y estatutos (Éxodo
34:6-7); y así cada uno miró algo y lo testificó. Pero Jesucristo no
solamente miró algo, sino que era el mismo Dios en Él (Juan 14:10,11).
Por eso de su plenitud tomamos todos, gracia sobre gracia (Juan 1:16) y
hemos visto su gloria, la gloria del Verbo de vida (1 Juan 1:1). Eso no es
una gloria cualquiera, sino la gloria del unigénito del Padre, lleno de
gracia y de verdad (Juan 1:14).
¡Hay tantas cosas qué escribir de la gloria que nos quedamos cortos!
Pídele a Dios que te las revele; desea ver su verdad, su misericordia, todo
lo que es Suyo, pero no sólo para verlo o contemplarlo o decirlo a los
demás. Al contrario, es mejor callar lo que viste y que la gente lo vea en
tu vida. Con eso no estoy diciendo que no hables de lo que viste, porque
la visión hay que entendería, escribirla y comunicarla. Pero lo más
importante es vivirla. Cuando vivo la visión significa que la he asimilado,
y soy parte de ella; que está en mí y vivo para ella. Cuando hablamos de
la visión es como si expusiéramos la teoría de la visión, pero cuando la
vivimos, mostramos su resultado. Nuestra vida es el laboratorio de la
visión, donde se combina su fórmula, se prueba su combinación y se
asimila, para luego poder ver el resultado. La gente tiene que ver que no
solamente vi la gloria, sino que ella me tocó a mí primero. Pedro, Jacobo
y Juan vieron la gloria de Jesús, pero no salieron glorificados del monte
de la transfiguración (Marcos 9:2). Mas, ya vendrá el día, dice Su
Palabra, cuando contemplaremos su gloria y seremos semejantes a Él,
porque le veremos tal como Él es (1 Juan 3:2).
Naturalmente, entiendo que a Pedro le sirvió mucho estar con el
Maestro en el monte santo, para poder ser testigo de estas cosas, como
luego escribió: “Tenemos también la palabra profética más segura, a la
cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en
lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en
vuestros corazones” (2 Pedro 1:19). ¡Claro que sirve tener la convicción
de que vimos a Dios y que adoramos a un Dios vivo, real! Pero lo más
importante de Dios no es hablar de Él, sino vivirlo. Esa es su intención al
revelarse. Él no se revela para decir: «Mírame como soy; ven que quiero
mostrarte mi espalda; mira qué lindas mis faldas; mira qué bien me veo,
adórame». Por eso, hay ocasiones que nos cansamos de rogar: «Señor
revélate, Señor manifiéstate…», pero Él dice: «¡Cálmate! ¿Todavía no te
has dado cuenta que yo desde antes de los tiempos me he manifestado
(Romanos 1:19) y lo que pasa es que no tienes el corazón para verme, y
en esa condición no puedo mostrarme a ti? ¿Para qué me quieres ver?
¿Para escribir un libro y hacerte famoso? ¿Para jactarte que me viste y
que todos te admiren? ¿O es que estás dispuesto a ver la gloria y ser
transformado por ella? Dime, ¿quieres ser como la gloria y luego callarte
y que nadie lo sepa, porque lo que estés buscando es que la gloria te
cambie a su semejanza? Entonces sí te la doy, para que contemples su
hermosura, y tu vida sea de testimonio de la obra que he hecho en el
hombre desde el principio hasta el fin».
Tenemos que orar por toda la iglesia de Jesucristo, y el mover de Dios
en este tiempo, pues todo el mundo habla de la gloria, cantan de la gloria,
adoran para que caiga la gloria, pero sus corazones están muy lejos del
Dios de la gloria. Ellos llaman a Dios, como hacen los encantadores que
tocan la flauta, para que salga la serpiente, y empiezan a proferir palabras,
a hablar en lenguas para elevarse y tener una experiencia extrasensorial y
salir del mundanal ruido, del estrés y la tensión. Luego dicen: « ¡ay que
elevado estoy, qué paz!» Pero eso es carne y sangre, mejor que se vayan a
los yogas para que reciban algunas técnicas de relajación, PERO SI
BUSCAN A DIOS, NO VENGAN CON SUS EXPECTATIVAS, SINO
CON CORAZONES ANHELANTES DE SER TRANSFORMADOS.
ACÉRCATE AL SEÑOR CUANDO HAYAS ENTENDIDO QUIÉN ES
ÉL Y DESEES SER COMO ÉL.
Créeme que digo esto y siento ese mismo anhelo en mi corazón, pues,
también la Palabra pasa por mí, mientras la transmito, y mi espíritu le
ruega: «Señor yo quiero eso, quisiera ser el primero en vivir esa gloria,
pues ahora entiendo el resultado de la gloria y el propósito de la gloria».
Y te pregunto: ¿todavía quieres la gloria? ¿Quieres ver la gloria o quieres
la gloria de la gloria? La gloria de la gloria es lo que produce la gloria,
especialmente en tu carácter. ¡Cuántos hay que se sientan en el banco de
una iglesia por años, y la gloria no les hace nada!, siguen siendo los
mismos hombres, carnales, porque sólo han pasado buenos momentos
con Dios y nada más. Como la mujer que pasa buenos tiempos con el
amante que la lleva al hotel, le da regalos, pero luego que la pasión es
satisfecha, ella no lo vuelve a ver hasta después de muchos meses. Con
él, ella solo tiene buenos momentos, pero no lo posee a él. Así hay
quienes quieren tener buenos momentos con Dios, pero no quieren a
Dios; desean sus cosas, pero no lo desean a Él; se pasan buscándolo, pero
Él no se ve en ellos.
Algo notable es que cuando se entra a la gloria turbado, se sale en paz;
cuando se entra con un conflicto, se sale ministrado; cuando se entra con
un problema con un hermano, se sale reconciliado; con un deseo inmenso
de perdonarlo, de abrazarlo y de amarlo, porque la gloria produce en
nosotros amor. En ocasiones, entramos a su presencia afectados, con
amarguras, y el Señor sabe lo que estamos sintiendo, y comienza su
gloria a ministrarnos, a cambiar nuestras actitudes hacia los demás. Lo he
vivido, cuando he entrado obstinado, con una tremenda convicción, pero
la gloria me hace ver que mi argumento no vale nada, y salgo tragándome
las palabras y diciendo: «no hablo más; tuyo es el reino, el poder y la
gloria por los siglos de los siglos; y tuya también la sabiduría, amén».
Después de leer lo escrito, ¿todavía deseas la gloria? El propósito de
Dios no es desanimarte, todo lo contrario, Él desea que le apetezcas y le
anheles de corazón. Por lo cual, te pido que en este momento unas tu
alma con tu espíritu y le pidas a Dios, con todas tus fuerzas, ser como Él.
Entra ahora en la presencia del Señor y lava tu conciencia con el agua
limpia, para que fluya la fuente que salta para vida eterna. Deja que te
limpie de toda mala motivación, para que tú no pidas la gloria como un
modismo, sino por un anhelo ardiente en tu corazón.
LA GLORIA DA A CONOCER A DIOS Y HACE NOTORIO SU
PROPÓSITO. Cada vez que el Señor ha revelado su gloria es justamente
para darnos su esencia misma, por eso su gloria tiene mucha relación con
el llamamiento. Es notable que la mayoría de los hombres que recibieron
el llamado al ministerio tuvieran, simultáneamente, una visión de la
gloria de Dios, como Moisés, Samuel, Isaías, Saulo de Tarso, etc. A otros
les fue revelado el propósito de Dios a través de una revelación de la
gloria celestial, por ejemplo a Josué (Josué 5:13-15), a Manoa (Jueces
13:8-25), a Zacarías (Lucas 1:5-25), entre otros. Luego, las Escrituras nos
muestran cómo la experiencia con la gloria divina transformó las vidas de
esos hombres, los cuales nunca más volvieron a ser los mismos.
Pensemos en Moisés, quien tuvo que quitar el calzado de sus pies (Éxodo
3:4-6), y en cómo este hecho cambió su camino. Desde aquel día, Moisés
no anduvo de acuerdo a lo que él era o según había aprendido en Egipto,
sino conforme a lo que recibió de Dios. En Peniel, por ejemplo, la gloria
de Dios convirtió a Jacob en un cojo (Génesis 32:24-32), pero también lo
mudó en otro hombre. Su nombre fue cambiado de Jacob (usurpador) a
Israel (el que ha peleado con Dios y venció). El cambio de nombre
representó un cambio de carácter y de naturaleza. También la gloria
transformó la boca de Isaías de inmunda a proclamar la santidad de
Jehová. De la misma manera, la gloria del Señor derritió las escamas de
los ojos de Saulo, y mudó su visión de farisaica a celestial (Hechos 9:18).
Por tanto, ASÍ COMO LA PALABRA DE DIOS HACE AQUELLO
PARA LO CUAL FUE ENVIADA, DE LA MISMA MANERA LA
GLORIA AFECTA LA VIDA DE LOS HOMBRES LLAMADOS. Nota
que Moisés era autosuficiente, emprendedor (Éxodo 2:11-14) y se acercó
a la visión celestial con osadía, con curiosidad (Éxodo 3:1-3), pero
después de la visión, confesó que no era nadie (Éxodo 3:11), que no sabía
hablar (Éxodo 4:10) e incluso, pidió a Dios que mandase al que debía, al
que a sus ojos era el capaz (Éxodo 4:13). ¿Qué sucedió con Moisés? La
gloria lo convirtió en el hombre más manso de la tierra (Números 12:3).
Aquel que sin ningún temor ni miramiento dijo: “Iré yo ahora y veré esta
grande visión, por qué causa la zarza no se quema” (Éxodo 3:3), después
que oyó la voz de Dios que le advertía: “¡Moisés, Moisés! (...) No te
acerques; quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás,
tierra santa es” (Éxodo 3:4,5), entonces con aprensión cubrió su rostro
“… porque tuvo miedo de mirar a Dios” (v. 6). La gloria cambió su
actitud y su corazón.
Sin duda que Moisés fue mudado en otro hombre. LOS CUARENTA
AÑOS EN EL DESIERTO LE ENSEÑARON A MOISÉS ALGO, PERO
LA REVELACIÓN DE LA GLORIA LE ENSEÑÓ TODO. Así
aconteció con todos aquellos a quienes Dios les reveló su gloria. Todo
aquel que ore como Moisés: “Te ruego que me muestres tu gloria”
(Éxodo 33:18), debe antes pedir lo primero que pidió este siervo de Dios.
Él rogó: “Ahora, pues, si he hallado gracia en tus ojos, te ruego que me
muestres ahora tu camino, para que te conozca, y halle gracia en tus ojos;
y mira que esta gente es pueblo tuyo” (v. 13). Cuando un hombre como
Moisés está enfocado en el Dios de la gloria y no en la gloria en sí
misma, la refulgencia de la misma le hace brillar el rostro, pero el último
que lo nota es él (Éxodo 34:29). Mas, cuando se percata que su cara
resplandece, entonces se pone el velo de la humildad, para ocultar la
gloria de los curiosos y admiradores del hombre (Éxodo 34:33). Empero,
cuando vuelve a la presencia de Dios, se descubre el rostro, para
continuar contemplando la gloria y seguir siendo transformado por ella
(Éxodo 34:34,35). La gloria no solo embellece el rostro, sino que
transforma el corazón (Éxodo 34:29-35; Salmos 104:15; 1 Corintios
3:18), pues la intención de Dios es revelarse Él mismo y, a través de su
gloria, realizar su voluntad en sus escogidos.
3.3 “Porque para Esto he Aparecido a Ti”

“Yo entonces dije: ¿Quién eres, Señor? Y el Señor dijo: Yo soy


Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, y ponte sobre tus pies;
porque para esto he aparecido a ti, para ponerte por ministro y
testigo de las cosas que has visto, y de aquellas en que me
apareceré a ti, librándote de tu pueblo, y de los gentiles, a quienes
ahora te envío…” -Hechos 26:15-17.

Una visión celestial es una aparición de Dios a una persona, a la cual le


revela algo específico, para que esta realice una misión especial dentro de
su propósito eterno. Cada vez que el Señor se reveló, tenía un propósito,
porque la Palabra dice que Dios todo lo hace de acuerdo al propósito de
su voluntad (Efesios 1:11). Connotamos entonces que, el Señor nunca
revela nada para satisfacer la curiosidad de nadie, pues siempre hay algo
particular que Él quiere alcanzar.
En ocasiones, la persona no entiende cuando es llamada, como en el
caso de Samuel, que oía la voz de Dios que le llamaba, pero pensaba que
era Elí, pues no conocía aún a Jehová ni su Palabra le había sido revelada
(1 Samuel 3:7). Pero cuando él corrió donde su padre espiritual por
tercera vez, Elí se dio cuenta de que Dios le quería hablar al muchacho, y
le dijo: “Ve y acuéstate; y si te llamare, dirás: Habla, Jehová, porque tu
siervo oye” (v. 9). Después de eso, Jehová volvió a llamar a Samuel y en
una visión le dijo: “He aquí haré yo una cosa en Israel, que a quien la
oyere, le retiñirán ambos oídos. Aquel día yo cumpliré contra Elí todas
las cosas que he dicho sobre su casa, desde el principio hasta el fin. Y le
mostraré que yo juzgaré su casa para siempre, por la iniquidad que él
sabe; porque sus hijos han blasfemado a Dios, y él no los ha estorbado.
Por tanto, yo he jurado a la casa de Elí que la iniquidad de la casa de Elí
no será expiada jamás, ni con sacrificios ni con ofrendas” (1 Samuel
3:11-14). Luego vemos que Dios restauró el sacerdocio, el altar, el
templo y el culto a Dios en Israel, conforme a la visión que le había
revelado a Samuel.
Cuando Jehová se le apareció a Abraham le dijo: “Vete de tu tierra y de
tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Y haré de
ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás
bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren
maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra” (Génesis
12:1-3), y luego que él obedeció se le apareció de nuevo y le dijo: “A tu
descendencia daré esta tierra” (v. 7). En otras palabras, ¿para qué se le
apareció Dios a este hombre? ¿Simplemente para que le vea? No, sino
para dejar ver un propósito, pues la visión tiene un fin.
La visión celestial con Abraham fue sacarlo de su tierra y de su
parentela, y llevarlo a un lugar donde tratar con él, para hacerlo grande
como nación y en su simiente (o sea, en Jesucristo) bendecir a todas las
familias de la tierra. Abraham vivió para eso, pues todo su peregrinaje y
ministerio, el trato de Dios con él y “los desiertos” que recorrió, al final
eran para cumplir ese propósito. Luego, Abraham pudo decir como
Cristo: “Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo…” (Juan
18:37) para dar testimonio de esa visión, ese es mi propósito y razón de
mi existir». Por tanto, el Señor para cada persona tiene una visión, para
cada congregación, y para la iglesia también, de manera universal. Y el
primero que se adapta a esa visión es Dios, pues Él trabaja con esa visión,
respeta esa visión y no se sale de esa visión, porque en ella está su santa
voluntad, lo que quiere que ellos realicen en Su reino y en su propósito
general.
Dirijamos ahora nuestra mirada a Moisés, a la luz de esta enseñanza.
Jehová comenzó a tratar con este siervo desde antes de nacer.
Recordemos la historia: Primero, le preservó la vida en el vientre de su
madre, a través de unas parteras que temieron a Dios y no mataron los
niños de la hebreas, como había ordenado el rey de Egipto (Éxodo 1:17).
Segundo, fue criado por su madre, y adoptado por la hija del Faraón, en el
tiempo en que los niños hebreos eran echados al río para que se ahogasen,
por orden de Faraón (Éxodo 2:1-10). Tercero, crecido ya, Moisés mató a
un egipcio cuando maltrataba a uno de sus hermanos hebreos, por lo que
al ser descubierto tuvo que huir y habitar en el desierto (Éxodo 2:11-15);
y cuarto, estuvo apacentando las ovejas de su suegro Jetro, hasta que
Jehová se le apareció en visión en una zarza ardiendo (Éxodo 3:3-4), y
dio un nuevo curso a su vida.
Cuando Moisés vio la maleza ardiendo dijo: “Iré yo ahora y veré esta
grande visión, por qué causa la zarza no se quema” (Éxodo 3:3). Pero al
ver Jehová su intención le dijo: “¡Moisés, Moisés! (…) No te acerques;
quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa
es. Yo soy el Dios de tu padre, Dios de Abraham, Dios de Isaac, y Dios
de Jacob” (Éxodo 3:4, 5,6). Moisés cubrió su rostro, entendiendo que
estaba frente a Dios, y Jehová continuó diciendo:

“Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he


oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus
angustias, y he descendido para librarlos de mano de los egipcios,
y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra
que fluye leche y miel, a los lugares del cananeo, del heteo, del
amorreo, del ferezeo, del heveo y del jebuseo. El clamor, pues, de
los hijos de Israel ha venido delante de mí, y también he visto la
opresión con que los egipcios los oprimen. Ven, por tanto, ahora,
y te enviaré a Faraón, para que saques de Egipto a mi pueblo, los
hijos de Israel. (…) En verdad os he visitado, y he visto lo que se
os hace en Egipto; y he dicho: Yo os sacaré de la aflicción de
Egipto a la tierra del cananeo, del heteo, del amorreo, del ferezeo,
del heveo y del jebuseo, a una tierra que fluye leche y miel. Y
oirán tu voz; e irás tú, y los ancianos de Israel, al rey de Egipto, y
le diréis: Jehová el Dios de los hebreos nos ha encontrado; por
tanto, nosotros iremos ahora camino de tres días por el desierto,
para que ofrezcamos sacrificios a Jehová nuestro Dios. Mas, yo
sé que el rey de Egipto no os dejará ir sino por mano fuerte. Pero
yo extenderé mi mano, y heriré a Egipto con todas mis maravillas
que haré en él, y entonces os dejará ir. Y yo daré a este pueblo
gracia en los ojos de los egipcios, para que cuando salgáis, no
vayáis con las manos vacías; sino que pedirá cada mujer a su
vecina y a su huéspeda alhajas de plata, alhajas de oro, y
vestidos, los cuales pondréis sobre vuestros hijos y vuestras hijas;
y despojaréis a Egipto”(Éxodo 3:7-10, 16-22).
Esa fue la visión de Dios con Moisés, la cual, al principio, él rehusó y
dijo: “¿Quién soy yo para que vaya a Faraón, y saque de Egipto a los
hijos de Israel? (...) He aquí que llego yo a los hijos de Israel, y les digo:
El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me
preguntaren: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé? (…) He aquí que
ellos no me creerán, ni oirán mi voz; porque dirán: No te ha aparecido
Jehová” (Éxodo 3:11,13; 4:1). Pero Dios le insistió y le dijo: “¿Qué es
eso que tienes en tu mano? Y él respondió: Una vara” (Éxodo 4:2),
entonces Jehová le mostró varias señales sobrenaturales con las cuales
podría convencer a Israel que él venía de parte de Dios. Mas, Moisés
volvió y le objetó diciendo: “¡Ay, Señor! nunca he sido hombre de fácil
palabra, ni antes, ni desde que tú hablas a tu siervo; porque soy tardo en
el habla y torpe de lengua” (v. 10). No obstante, Jehová lo tranquilizó
diciendo: “¿Quién dio la boca al hombre? ¿o quién hizo al mudo y al
sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo Jehová? Ahora pues, ve, y yo
estaré con tu boca, y te enseñaré lo que hayas de hablar” (vv. 11-12). Sin
embargo, Moisés se negó diciendo: “¡Ay, Señor! envía, te ruego, por
medio del que debes enviar” (v.13). En ese momento, Jehová se enojó y
le contestó: “¿No conozco yo a tu hermano Aarón, levita, y que él habla
bien? Y he aquí que él saldrá a recibirte, y al verte se alegrará en su
corazón. Tú hablarás a él, y pondrás en su boca las palabras, y yo estaré
con tu boca y con la suya, y os enseñaré lo que hayáis de hacer. Y él
hablará por ti al pueblo; él te será a ti en lugar de boca, y tú serás para él
en lugar de Dios. Y tomarás en tu mano esta vara, con la cual harás las
señales” (vv. 14-17). ¡Qué infructuosa es la ineptitud de un hombre y su
negativa, frente a lo irreversible del propósito divino!
Todos los impedimentos que Moisés pudo mostrar a Dios para declinar
a llevar a cabo ese plan divino, fueron pocos e insignificantes ante la
grandeza de la soberanía de Dios. El hombre no podía, pero Jehová dijo:
“YO SOY EL QUE SOY” (Éxodo 3:14). Y así partió Moisés, con un
sentir de incompetencia, pero con la vara de Dios en la mano, a realizar la
misión, para la cual Dios le había llamado en Su reino (Éxodo 4:20). Por
tanto, LO QUE TE HACE EFICAZ EN LA VISIÓN CELESTIAL, NO
ES LO QUE TÚ ERES NI LO QUE PUEDAS HACER, SINO EL
PROPÓSITO QUE DIOS TENGA CONTIGO.
En tiempos de los jueces, también una mujer tuvo una visión celestial,
donde se le apareció el ángel de Jehová y le dijo: “He aquí que tú eres
estéril, y nunca has tenido hijos; pero concebirás y darás a luz un hijo.
Ahora, pues, no bebas vino ni sidra, ni comas cosa inmunda. Pues he aquí
que concebirás y darás a luz un hijo; y navaja no pasará sobre su cabeza,
porque el niño será nazareo a Dios desde su nacimiento, y él comenzará a
salvar a Israel de mano de los filisteos” (Jueces 13:3-5). La mujer quedó
impresionada con esta visión y se la compartió a su marido Manoa, quien
entonces oró a Jehová, para que le explicase a él (como cabeza de la
familia) lo que ellos habían de hacer con el niño que había de nacer (v. 8).
Dios oyó su oración y se le apareció de nuevo a la mujer, y ella corrió a
buscar a su marido y éste vino y le preguntó al ángel: “¿Eres tú aquel
varón que habló a la mujer? Y él dijo: Yo soy. Entonces Manoa dijo:
Cuando tus palabras se cumplan, ¿cómo debe ser la manera de vivir del
niño, y qué debemos hacer con él? Y el ángel de Jehová respondió a
Manoa: La mujer se guardará de todas las cosas que yo le dije. No tomará
nada que proceda de la vid; no beberá vino ni sidra, y no comerá cosa
inmunda; guardará todo lo que le mandé” (vv. 11-14). Pasado el tiempo,
nació Sansón para salvar a Israel de mano de sus enemigos, y para eso
vivió. Toda la vida de Sansón fue dedicada a cumplir la visión celestial, y
cuando se desvió de ella, Dios permaneció. Jehová nunca cambia su
propósito. Nadie puede inventar una visión, ni tampoco añadirle o
quitarle, pues la visión es de Dios, y si Él no se sale de su visión, el que la
recibe no debe salirse tampoco.
Vemos que cuando el profeta Isaías tuvo la visión del trono de Dios y
de Su santidad, temblaba de miedo y pensaba que ya estaba muerto. Pero
oyó la voz del Señor que decía: “¿A quién enviaré, y quién irá por
nosotros?” (Isaías 6:8). Y aún sobrecogido de temor, el profeta respondió:
“Heme aquí, envíame a mí” (v. 8). Isaías no sabía si estaba muerto o si
vivía, pero una cosa sí sabía: Dios no le estaba mostrando simplemente
sus faldas ni a los seres celestiales, tampoco conmovió los quiciales de las
puertas y llenó toda aquella casa de humo, para asustar a una criaturita
con Su fuerza y Su grandeza. El profeta entendió que Dios le mostró una
manifestación de su gloria, porque necesitaba enviar a alguien a mostrar a
Israel y a las naciones el designio de su voluntad. Por eso se apresuró a
contestar, para que el Señor no mandase a otro, sino a él, porque sólo
aquel que pudo ver la visión de su majestad podía hablar de acuerdo a lo
que vio, y decir a viva voz: “Así ha dicho Jehová, Redentor tuyo, el Santo
de Israel” (Isaías 48:17).
asimismo, cuando el ángel Gabriel se le apareció a María, le dijo:
“¡Salve, muy favorecida! El Señor es contigo; bendita tú entre las
mujeres” (Lucas 1:28), ella se asombró de ese saludo, a tal punto que se
turbó. Esta salutación llenó de temor a María, porque ella sabía que el
único ser digno de adoración y alabanza es Dios. Por eso, el ángel le dijo:
“María, no temas, porque has hallado gracia delante de Dios. Y ahora,
concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre
JESÚS. Éste será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor
Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob
para siempre, y su reino no tendrá fin” (vv. 32-34). Luego, el ángel, le
manifestó como ocurriría todo eso (v. 35). No obstante, cuando el ángel
le dijo a María que era favorecida y bendita entre las mujeres no lo hizo
para halagarla, ni para subirla en un pedestal, como la reina de los cielos,
como piensan los que la adoran, sino para manifestarle que, como mujer,
Dios la había escogido como instrumento para engendrar al Santo Ser que
sería llamado Hijo de Dios (Mateo 1:21). ¡Qué privilegio!
Veamos también lo que le sucedió al sacerdote Zacarías. Él entró al
santuario, para ofrecer el incienso delante de Dios, y se le apareció el
ángel de Jehová y le dijo: “Zacarías, no temas; porque tu oración ha sido
oída, y tu mujer Elisabet te dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Juan.
Y tendrás gozo y alegría, y muchos se regocijarán de su nacimiento;
porque será grande delante de Dios. No beberá vino ni sidra, y será lleno
del Espíritu Santo, aun desde el vientre de su madre. Y hará que muchos
de los hijos de Israel se conviertan al Señor Dios de ellos. E irá delante de
él con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de
los padres a los hijos, y de los rebeldes a la prudencia de los justos, para
preparar al Señor un pueblo bien dispuesto” (Lucas 1:13-17). Zacarías al
verle se turbó, y le sobrecogió temor, no lo podía creer, por lo que le
preguntó: “¿En qué conoceré esto? Porque yo soy viejo, y mi mujer es de
edad avanzada” (v. 18). Zacarías entendió que aquel varón venía de parte
de Dios, porque le habló de una oración que quizás por años o décadas él
había puesto delante del Señor y que por el paso del tiempo ya había
olvidado, pero en vez de decirle: «heme aquí» empezó a presentarle
impedimentos. De hecho, ¿no eran él y su mujer ya viejos para procrear?
¿Acaso no era ya tarde para revertir en el cuerpo de una mujer, avanzada
en años, la esterilidad? ¿Quiénes eran él y su casa, para que Jehová
hiciera con ellos algo semejante a lo que hizo con su siervo Abraham?
Quizás esa visión celestial sólo era un simple consuelo, pensaría.
La Biblia destaca la vida de esta pareja y dice que tanto Zacarías como
su mujer Elisabet eran justos delante de Dios, y andaban irreprensibles en
todos los mandamientos y ordenanzas del Señor. Ellos habían llegado a
viejos sirviendo al Señor, pero con el peso de la maldición de no tener
linaje (Lucas 1:6-7). Por lo cual, ¿cómo creer después de tantos años?
Zacarías había perdido toda esperanza, por eso sus palabras, su
cuestionamiento y su impedimento. Pero el ángel le dijo: “Yo soy
Gabriel, que estoy delante de Dios; y he sido enviado a hablarte, y darte
estas buenas nuevas. Y ahora quedarás mudo y no podrás hablar, hasta el
día en que esto se haga, por cuanto no creíste mis palabras, las cuales se
cumplirán a su tiempo” (Lucas 1:19-20). Por el efecto de la visión,
Zacarías no podía salir del templo, y cuando pudo, salió mudo, no podía
hablar, sino que hablaba por señas, y al permanecer mudo, el pueblo
comprendió que había visto visión en el santuario (Lucas 1:21-22).
Es interesante ver que el hombre que se quedó mudo por incrédulo era
sacerdote, un ministro. Por lo que entiendo que hay ministros que están
mudos, que no tienen palabra de Jehová, porque son incrédulos y no le
creen a la visión celestial ni a Dios, entonces tienen que callarse la boca,
pues no tienen nada qué decir. El que no le cree a la visión se queda
mudo. Ahora, hay algo que me gustó de esta historia y es que nuestro
Dios es un Dios de restauración, y restauró a Zacarías. Vemos que el niño
nació y estaba todo el mundo contento, pasándolo de brazos en brazos, y
alabando a Dios porque tuvo misericordia del sacerdote y su mujer, y los
honró dándoles un hijo. Y llegado el octavo día, fueron a circuncidar al
niño, al que le llamaban con el nombre de su padre, Zacarías (Lucas
1:59), pero Elisabet que sabía de la visión dijo: “No; se llamará Juan”, y
ellos, extrañados le preguntaron: “¿Por qué? No hay nadie en tu parentela
que se llame con ese nombre” (Lucas 1:60-61). Juan significa “Jehová es
bueno”, y claro que para ellos fue buenísimo, pero no era un nombre que
poseía ninguno de sus parientes.
Luego, cuando le fueron a preguntar al padre cómo le quería llamar al
niño y expresara su voluntad aunque sea por señas, Zacarías pidió una
tablilla y escribió: “Juan es su nombre” (v. 63). Todos se maravillaron en
que ambos escogieran el mismo nombre, pero en ese mismo momento fue
abierta la boca de Zacarías y suelta su lengua, habló bendiciendo a Dios
(v. 64). ¡Qué momento! Zacarías tuvo que mostrar señales de su fe, para
recobrar el habla. En la familia de Zacarías no había nadie con ese
nombre, pero en la visión sí. Dios dijo que se llamaría Juan y los padres
de ese niño querían seguir todo de acuerdo a la visión celestial. No nos
salgamos de la visión, porque solo en ella Dios da la instrucción, la forma
y también el resultado. Hoy se acostumbra a ponerle al ministerio el
nombre del ministro “fundador”, por ejemplo: “Ministerio fulano de tal”,
“Perencejo Ministries”, pero Zacarías le puso el nombre de acuerdo a la
visión, y no como querían todos que se llamase, como el padre. El
nombre que el ministerio debe llevar es el nombre que Dios le dio en la
visión, y no el nombre que suene más bonito o el que se suele poner por
tradición. Cuando una visión es humana debe llevar el nombre del
ministro que la forjó en su mente, pero si es divina, debe denominarse
con el nombre de Dios y de su propósito.
El apóstol Pedro un día subió a la azotea a orar, y sintió hambre, y
mientras le preparaban qué comer, de momento le sobrevino un éxtasis, y
vio el cielo abierto, y que descendía algo parecido a un gran lienzo, una
sábana que, atada en las cuatro puntas, era bajada a la tierra y estaba llena
de animales terrestres, reptiles y aves del cielo (Hechos 10:11-12).
Entonces, le vino una voz que dijo: “Levántate, Pedro, mata y come” (v.
13), pero Pedro no obedeció, sino que dijo: “Señor, no; porque ninguna
cosa común o inmunda he comido jamás” (v. 14). La voz volvió y le dijo:
“Lo que Dios limpió, no lo llames tú común” (v. 15) y lo repitió tres
veces. Pedro se quedó maravillado de esa visión y perplejo dentro de sí
de su significado (v. 17), pensando quizás: « ¿Cómo que mate y coma?
¡Jamás he comido cosa inmunda! ¿No nos prohibió Él, por boca de
Moisés, que no tan solo que no la comiésemos, sino que ni siquiera la
tocásemos por ser algo inmundo, pues nos haríamos inmundos también?
(Levítico 11); y ahora me pide, no tan solo que lo toque, sino que ¡lo
ingiera! No, no, no… ¿será esa voz de Dios? No, no lo haré, no
comeré…». Así estaba de perplejo el apóstol, pero una cosa estaba clara:
a Moisés, Jehová le dijo “no comas ni siquiera toques”, pero a él le estaba
diciendo “mata y come”.
En la nueva dispensación hay que olvidarse de Moisés y ver a Jesús
sólo (Marcos 9:8). Muchos no hemos entendido todavía que Jesucristo
cumplió el antiguo Pacto y comenzó uno mejor. Y en este Nuevo Pacto
no se llama inmundo ni común a lo que ya Dios limpió. Sin embargo,
todo eso parecía demasiado para Pedro, quien, turbado, ya se había
olvidado del hambre, pues toda su mente estaba en la visión. Entonces, el
Santo Espíritu le dijo: “He aquí, tres hombres te buscan. Levántate, pues,
y desciende y no dudes de ir con ellos, porque yo los he enviado”
(Hechos 10:19-20). Cuando Pedro bajó, ya lo estaban esperando; por lo
que los hospedó en su casa y al otro día se fue con ellos a la casa de
Cornelio, pero llevándose consigo a algunos hermanos como testigos. Al
llegar a la casa de Cornelio, éste al verle se postró y le adoró, pero Pedro
lo levantó diciéndole: “Levántate, pues yo mismo también soy hombre”
(v. 26) y en seguida dijo: “Vosotros sabéis cuán abominable es para un
varón judío juntarse o acercarse a un extranjero; pero a mí me ha
mostrado Dios que a ningún hombre llame común o inmundo; por lo cual,
al ser llamado, vine sin replicar. Así que pregunto: ¿Por qué causa me
habéis hecho venir?” (vv. 28-29). Pedro tenía prisa, pues pensaba que
pecaba por estar haciendo algo que la ley prohibía (Éxodo 34:15-16),
pero por causa de la visión obedeció, aunque se hizo acompañar incluso
de testigos, y le urgía pasar rápido la prueba.
Cornelio, entonces, explicó enseguida a Pedro el asunto, diciendo: “…
hace cuatro días que a esta hora yo estaba en ayunas; y a la hora novena,
mientras oraba en mi casa, vi que se puso delante de mí un varón con
vestido resplandeciente, y dijo: Cornelio, tu oración ha sido oída, y tus
limosnas han sido recordadas delante de Dios. Envía, pues, a Jope, y haz
venir a Simón el que tiene por sobrenombre Pedro, el cual mora en casa
de Simón, un curtidor, junto al mar; y cuando llegue, él te hablará. Así
que luego envié por ti; y tú has hecho bien en venir. Ahora, pues, todos
nosotros estamos aquí en la presencia de Dios, para oír todo lo que Dios
te ha mandado” (Hechos 10:30-33). Y cuando Pedro oyó aquello, dijo,
maravillado: “En verdad comprendo que Dios no hace acepción de
personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace
justicia” (vv. 34-35). En ese instante, Pedro entendió la visión y vio que
Dios tenía un pueblo entre los gentiles y que todo aquel que le ama y le
sirve, Él lo hace Suyo.
Por tanto, aunque para un varón judío era algo terrible entrar en la casa
de un pagano incircunciso, ya Pedro sabía -porque Dios se lo había
mostrado antes- que no debía llamar a ningún hombre común o inmundo.
No obstante, el Señor no le mostró a Pedro en la visión hombres, sino
animales, ¿por qué él entonces dijo “hombres”? Porque con la visión, el
apóstol comprendió que los judíos consideraban como animales
inmundos a los que no eran judíos, pero que Dios en Jesucristo cambió
esa percepción. Ahora Él prohibía llamar inmundos a los gentiles que
fueron lavados por la sangre de Jesús, y predestinados para tener herencia
entre los santificados (Hechos 26:18).
Con todo, este incidente llegó a los oídos de los judíos de Judea, de
cómo los gentiles habían recibido la Palabra de Dios y que Pedro los
había visitado e incluso comido con ellos, por lo que el apóstol Pedro
tuvo que acudir donde ellos a darles explicación del asunto. Así que,
inmediatamente llegó Pedro, comenzaron a disputar con él los que eran
de la circuncisión, diciéndole: “¿Por qué has entrado en casa de hombres
incircuncisos, y has comido con ellos?” (Hechos 11:3). Entonces, Pedro
les relató cada detalle de lo sucedido, desde su visión en la azotea, hasta
cómo también sobre los gentiles se había derramado el don del Espíritu
Santo (Hechos 10:45). Pedro les dijo: “Y cuando comencé a hablar, cayó
el Espíritu Santo sobre ellos también, como sobre nosotros al principio.
Entonces me acordé de lo dicho por el Señor, cuando dijo: Juan
ciertamente bautizó en agua, mas vosotros seréis bautizados con el
Espíritu Santo. Si Dios, pues, les concedió también el mismo don que a
nosotros que hemos creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo que
pudiese estorbar a Dios?” (Hechos 11:15-17). ¡ah! Pedro entendió la
visión, y transmitió el mismo espíritu a aquellos hermanos que al
escuchar esas cosas también callaron, y glorificaron a Dios (v. 18).
Desde ese momento, vemos más adelante que la iglesia se reunió y
decidieron no ponerles cargas a los gentiles de guardar la ley, como Dios
había mostrado en la visión, solamente que se abstuvieran de lo
sacrificado a los ídolos, de sangre, de ahogado y de fornicación (Hechos
15:27-29; 21:25). La iglesia se guió por la visión celestial, y no hubo más
problemas, porque ya Dios había hablado y mostrado que las cosas se
debían hacer como Él las mandó, pues ¿quiénes somos nosotros para
estorbar la voluntad de Dios? Entendido esto, veamos ahora lo que le
ocurrió al apóstol Pablo, inicialmente conocido como Saulo, el que
asolaba la iglesia y entraba a las casas y sacaba a hombres y a mujeres
arrastrándolos, para entregarlos en las cárceles (Hechos 8:3). Todo eso,
Pablo lo hacía voluntariamente, pues respiraba amenazas y muerte contra
los discípulos del Señor, a tal punto que iba donde el sumo sacerdote a
pedir cartas para las sinagogas, con la finalidad de que si hallaba algunos
hombres o mujeres del Camino, tener la autorización ya lista, para
traerlos presos a Jerusalén (Hechos 9:1).
En ese plan andaba este hombre, cuando le rodeó un resplandor de luz
desde el cielo; y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: “Saulo,
Saulo, ¿por qué me persigues?” (vv. 3-4). Entonces él preguntó: “¿Quién
eres, Señor?”, y él le contestó: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues; dura
cosa te es dar coces contra el aguijón” (v. 5). Pablo estaba atónito y
temeroso - el encuentro le quitó la fiereza- y temblando dijo: “Señor,
¿qué quieres que yo haga?”, como un manso corderito. En otras palabras,
Pablo dijo: «Yo, que en cuanto a la ley pertenecí a la más rigurosa secta
de nuestra religión, viví fariseo, celoso, buscando ocasión; hacía mis
propios planes para hacer cumplir la ley, pero ahora entiendo que
mientras más los persigo más se multiplican, y mis esfuerzos se
desvanecen, porque Tú eres el que manda. Dime, Señor, ¿qué quieres que
yo haga?». Sí, había entendido, por eso el Señor le dijo: “Levántate y
entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer” (v. 9). Ahora Pablo
debía seguir una instrucción y obedecer a una autoridad, pues hacer las
cosas diferente a como ha sido revelado en la visión es rebelarse contra
ella. Por eso Pablo, cuando estuvo frente al sanedrín dijo: “Por lo cual, oh
rey Agripa, no fui rebelde a la visión celestial” (Hechos 26:19).
Luego, todo lo que el Señor le dijo a Pablo en la visión se cumplió, no
tan solo porque Dios cumple su Palabra, sino porque este hombre
también obedeció. Pablo estaba ciego, pero se levantó, y aunque tuvo que
ser llevado de la mano, se fue a Damasco y allí esperó por la siguiente
instrucción (Hechos 9:8-9). El apóstol no se quedó en el desierto, en el
lugar de la visión, sino que prosiguió adelante a cumplir la voluntad de
Dios. Por tanto, lo primero que debemos hacer cuando recibimos una
visión de Dios es levantarnos y seguir la instrucción, pasando por encima
de cualquier impedimento. No hagamos como Pedro en el monte de la
transfiguración que dijo: “Maestro, bueno es para nosotros que estemos
aquí; y hagamos tres enramadas…” (Lucas 9:33), porque el Señor está
revelando algo para que hagamos, no para que nos quedemos paralizados
en la impresión. Digamos como dijo Jesús, luego de explicarles a sus
discípulos la promesa del Espíritu Santo: “Levantaos, vamos de aquí”
(Juan 14:31), pues hay un trabajo que hacer.
También, Dios le dio instrucción al hombre que usaría como medio
para devolverle la vista a Saulo. El Señor le dijo a Ananías: “Levántate, y
ve a la calle que se llama Derecha, y busca en casa de Judas a uno
llamado Saulo, de Tarso; porque he aquí, él ora” (Hechos 9:11).
Imagínate que Saulo se hubiese quedado en el desierto o se hubiese
marchado a su casa y no siguiera la dirección divina. ¿Qué tal que en vez
de ir a la casa en Damasco a humillarse en ayuno y oración, se hubiese
ido a ver si encontraba a un médico que le curase? Posiblemente se
hubiese quedado ciego. Ananías lo encontró porque Pablo fue fiel a la
visión y permaneció en aquella casa. Meditemos en eso.
Ahora repasemos, detalladamente, sobre la instrucción que Saulo
recibió de parte del Señor: “… levántate, y ponte sobre tus pies” (Hechos
26:16). Pablo se paró, se sacudió el polvo con todo y ceguera, y obedeció.
Luego el Señor le reveló el propósito de esa manifestación divina,
diciéndole: “porque para esto he aparecido a ti, para ponerte por ministro
y testigo de las cosas que has visto, y de aquellas en que me apareceré a
ti…” (Hechos 26: 16). No sé si a este punto he logrado transmitirte el
rhema de Dios, pero yo estoy impactado en mi espíritu, porque estoy
entendiendo que cuando Dios me revela algo, Dios me va a decir el “para
qué”, el propósito de su aparición. Ese encuentro con Dios no será en mi
vida algo fútil, vano, infructuoso, un momento para recordar en un día de
ociosidad, sino que tiene un fin, un resultado para la gloria de Su nombre.
Por tanto, la visión hay que creerla. Zacarías se quedó mudo por no
creer a la visión (Lucas 1:20), y así hay ministros que aunque la vean y la
escuchen no la creen, y luego no pueden hablar la Palabra, porque no
tienen nada qué decir de Dios, pues son incrédulos y rebeldes a Su
consejo. Ora porque nunca haya incredulidad en ti frente a una visión
celestial, porque mientras haya esa fe dada por Dios en nuestros
corazones, nuestra boca no cesará de decir las cosas que hemos visto y
oído tocante al Verbo de vida. Así como estuvo el pueblo esperando que
saliera Zacarías (Lucas 1: 21), hay un pueblo que está esperando a los
ministros que están en el santuario que salgan, para a ver si traen visión
de adentro. Por tanto, los ministros deben estar como Zacarías, adentro
con Dios, para cuando salgan al pueblo lleven la visión celestial. Hay un
pueblo que espera para oír Palabra de Dios, y por eso los ministros
tenemos que estar en el santuario, en la intimidad con el Señor, para que
nos dé la gracia de que siempre cuando salgamos lo hagamos con una
visión. Y aunque Zacarías salió mudo, y les hablaba por señas, ellos
comprendieron que había tenido una visión (v. 22). El pueblo verá y
sabrá si tú tienes visión celestial.
La Palabra dice: “Los entendidos resplandecerán como el resplandor
del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las
estrellas a perpetua eternidad” (Daniel 12:3).
La gente está esperando, porque está cansado de religión, hastiada de
liturgias. Hay un pueblo que enciende el televisor, sintoniza una emisora
de radio, se conecta a la Internet, compra libros, ve videos, DVDs, oye
CDs, Mp3s, lo que sea y como sea, porque necesita “pastos”, quiere oír
Palabra pura, y beber el agua que brota de la peña, y no la que algunos
tienen posada en estanques. Me pregunto cuánto tiempo el pueblo de
Israel estuvo esperando. Ellos tenían años afuera del templo, orando,
esperando que saliera el sacerdote, y terminara la oración, la liturgia
muerta, sin sentido, pura rutina que abrumaba el alma y que no llenaba el
corazón. Y se iban a sus casas con las mismas cargas, las mismas
dolencias. Pero, cuando Dios en su gracia tocó a Zacarías y le dio una
visión celestial, el pueblo recobró la vida.
La iglesia de Cristo está esperando también, por años, para ver
hombres de fuego, llenos del Espíritu Santo. La iglesia quiere ver
hombres que tengan visión de Dios. La iglesia ya está hastiada de
palabreros y religiosos que la tienen como Faraón, edificándoles
“palacios y monumentos” y haciendo “ladrillos con paja”, para
construirse ciudades, de almacenaje. Cuántas iglesias están
construyéndoles tumbas a sus líderes, que como faraones, buscan
inmortalizar sus cuerpos muertos, como lleno está el Museo del Cairo de
momias y esqueletos. Pero el Señor no dio su vida para que la iglesia
construya ciudades de almacenaje, ni tampoco nos dio vida eterna para
inmortalizar el nombre de una institución, ni de ningún hombre. Dios le
dijo a Moisés que dijera al Faraón: “Deja ir a mi pueblo, para que me
sirva” (Éxodo 8:1). La iglesia no existe para construir monumentos para
“faraón”, sino para levantar altares para Jehová Dios de Israel.
El pueblo está afuera esperando y sabrá si nosotros, los ministros,
tenemos visión de Dios. Yo no quiero que el pueblo se quede esperando
por mí, afuera, y tampoco el Señor así lo quiere. Él tiene hombres como
Zacarías, que le están ministrando en su santuario, y a quienes en estos
últimos tiempos les ha dado visión celestial. Y esos “Zacarías” deberán
ministrar y testificar de acuerdo a la visión. No hablarán de la mudez o
cómo se sintieron con la aparición, ni por qué a ellos se les reveló Dios,
sino del propósito y del entendimiento de la visión.
Si algo tengo claro en cuanto a la visión que Dios nos dio como
ministerio es que el Señor nos llama a servirle y a ser testigos de lo que
hemos visto. Por tanto, debemos ministrar de acuerdo a lo que recibimos
de Dios y testificar según la visión. Yo no puedo salir hablando lo que yo
quiero decir, ni lo que se me antoje, ni lo que me gustaría decir, sino ser
un ministro fiel a la visión y al Señor que me la dio. Tenemos que dar
gracias a Dios, porque Él se encarga de que eso se cumpla, aunque nos
obligue. Lo digo por mí, porque a veces me gustan ciertos temas que sé
que han sido de bendición para quienes los escucharon, pero no puedo
predicarlos, pues termino diciendo lo que Dios me envió a decir,
hablando de lo mismo: de la visión. No hay otro tema, no hay otro asunto,
no hay otra cosa más importante que la visión. Entonces entiendo que
nosotros no estamos para entretener a la gente, somos mensajeros y
heraldos de un mensaje, de la visión que Dios nos dio.
¿Por qué Pablo hablaba tanto de la gracia? Porque Dios le había dicho
que lo había llamado para la defensa y confirmación del evangelio
(Filipenses 1:7). Nadie lo defendió como él, al punto que tuvo que
romper la hipócrita ética religiosa de algunos que fingían y simulaban una
cosa, arrastrando a otros. Él tuvo que decirle a Pedro públicamente: “Si
tú, siendo judío, vives como los gentiles y no como judío, ¿por qué
obligas a los gentiles a judaizar?” (Gálatas 2:14). Pablo amaba y
respetaba a Pedro, pero cuando vio que no se conducía de acuerdo a la
verdad del evangelio, salió el hombre en defensa de la visión de la gracia.
Nosotros también sabemos lo que tenemos que defender, lo que Dios nos
ha revelado, eso es lo que vamos a defender. Aunque nos llamen “los
hombres de un solo tema” eso es lo que hablaremos y testificaremos
públicamente.
Dios nos ha instruido sobre la visión, nos ha hecho entenderla, nos da
su unción, y nos usa en eso que nos reveló, por eso somos efectivos. Por
lo cual, te advierto que el día que vayas a predicar otra cosa que no sea la
visión, no serás eficaz, si no hablas de lo que Dios te reveló. Ah, pero
cuando hables de las cosas que has oído y visto del Verbo de Dios,
entonces sí serás un verdadero testigo, pues tienes el poder y la autoridad
para ministrarlo. Dios te respalda porque tú estás siendo fiel a lo que él te
reveló, pues para eso se te apareció, no lo olvides.
En ocasiones, es difícil andar apegado a la visión celestial, y decir la
palabra de acuerdo a lo que el Señor habló, pero hay que hacerlo. Veo
cómo actuó el profeta Natán frente a la inquietud que le manifestó David,
de construir casa a Jehová, porque no soportaba vivir en una casa de
cedro mientras el arca de Jehová estaba entre cortinas. Natán le
respondió: “Haz todo lo que está en tu corazón, porque Dios está contigo”
(1 Crónicas 17:2). Entre el profeta y el rey había una linda relación, pues
Natán amaba a David porque sabía que era un hombre de Dios, y el
mismo Jehová daba testimonio de su agrado por él. Por eso, el profeta,
sin consultar, le dio el visto bueno, dando por sentado que el Señor estaría
de acuerdo. Mas, esa noche Natán tuvo una visión y una palabra de
Jehová que contradecía todo lo que él ya le había dicho al rey. Mas Natán
no dijo: «Yo lo siento, pero no iré a darle esa palabra a David, pues
contradice todo lo que le dije, y hará que pierda su confianza», sino que
se presentó y le dijo: “Así ha dicho Jehová: Tú no me edificarás casa en
que habite” (v. 4). Me imagino como era el sentir de estos dos hombres
de Dios, uno por haberse equivocado y el otro por no poder realizar algo
para su rey que le salía de su corazón. Pero ambos entendieron,
respetaron y obedecieron a la visión.
En todo tiempo es difícil dar una mala noticia al hombre que está en
autoridad, pero si esa es la visión, de acuerdo a ella es que debemos
hablar. No importa lo que sea, incluso una amonestación hay que decirla.
Natán también lo hizo cuando tuvo que enfrentar a David por el pecado
que cometió contra Urías heteo. Estoy seguro que él hubiese querido que
fuera otro el que tuviera que enfrentarlo, pero Jehová a quien le había
dado la visión y por consiguiente había enviado era a él. ¿Cómo corregir
el pecado de un rey? Con sabiduría. El profeta usó un incidente en el que
ocurrió una gran injusticia, y cuando David, apelado por su sentir
justiciero, y lleno de furor le dijo a Natán: “Vive Jehová, que el que tal
hizo es digno de muerte” (2 Samuel 12:5), el profeta le contestó: “Tú eres
aquel hombre” (v. 7), y entonces le dio la palabra completa que Dios le
había enviado. La palabra fue dura, cortante, verdadera, definitiva, pero
Natán lo hizo, porque esa era la visión que Dios le dio. Hay cosas de la
visión que no son fáciles comunicarlas, pero debemos decirlas, porque
tenemos que ser fieles, y ¡ay de nosotros si no damos el mensaje
completo!
Isaías escribió: “Visión dura me ha sido mostrada” (Isaías 21:2). El
profeta dijo que la visión era dura, severa, pero hay que decirlo todo
conforme a la visión. Tratemos de entenderla y hablar de acuerdo a ella.
Por eso, cuando cualquier ministro de nuestra congregación es enviado a
ministrar a otras iglesias, su trabajo es implantar los principios de la vida
del reino de Dios, porque esa es nuestra visión. Si fuera predicar por
predicar, hay un montón de cosas de la que podemos hablar, pero Dios
solo nos revela lo que él quiere, de acuerdo al propósito que tiene cada
día, como parte del desarrollo de la visión.
El apóstol Pablo nunca se salió de la visión celestial, al contrario, él
pagó el precio de estar encadenado y ser llevado como preso de un lugar
a otro, pero lo que le mandó a hacer el Señor eso hizo. El Señor le dijo:
“ahora te envío, para que abras sus ojos, para que se conviertan de las
tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por
la fe que es en mí, perdón de pecados y herencia entre los santificados”
(Hechos 26: 18). ¿Qué hizo Pablo? arremetió contra el espíritu religioso
para abrirles los ojos a los judaizantes; y escribió la epístola a los gálatas
y también una a los romanos, ¿por qué lo hizo? Porque esa fue la
revelación que Dios le dio, para que a los que tienen un velo, y están
apegados a la ley y al antiguo Pacto, él les abra los ojos a través de la
revelación de la gracia. Satanás les había cegado el entendimiento (v. 18),
pero Dios ahora se los abría por la fe en el Hijo.
Finalmente, quiero compartirte una enseñanza que Dios me dio de la
visión, pues sé que todos hemos sufrido por eso. La misma está contenida
en los siguientes versículos: “Pero aconteció que yendo yo, al llegar cerca
de Damasco, como a mediodía, de repente me rodeó mucha luz del cielo;
y caí al suelo, y oí una voz que me decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues? (…) Y los que estaban conmigo vieron a la verdad la luz, y se
espantaron; pero no entendieron la voz del que hablaba conmigo”
(Hechos 22:6-7,9). Cuando la visión se manifiesta, solo permanecen
aquellos a quienes Dios se la da. Nota que Pablo dice que cuando el
resplandor le rodeó, cayó al suelo, y los que con él andaban, también
vieron la luz, pero no entendieron la voz. Eso me explica por qué muchos
salen con nosotros y permanecen junto a nosotros en la visión, por un
tiempo, pero luego se apartan, porque “vieron la luz”, sus espíritus fueron
impactados y cegados por el resplandor, a tal punto que se espantan, pero
tristemente se marchan. Vieron, oyeron, pero no entendieron. Por tanto, el
que nosotros hayamos permanecido es pura gracia de Dios, porque
vimos, oímos y entendimos. Hay muchos que andan con nosotros cuando
Dios nos revela algo, pero no captan nada y eso nos frustra, no lo
entendemos ¡cómo puede ser! Pero no debemos sentirnos mal,
posiblemente no era para ellos esa visión, pues ¿sabes quién oyó al
Señor? aquel a quien Dios se la dio.
Alguien que no oiga la visión, aunque la vea, no puede seguirla, por
eso es que esa persona se rebela y sigue sus propios caminos. Ellos dicen:
« ¿Qué es eso de visión? Hay una sola visión y todo el mundo la tiene»,
no entienden y se van. A lo mejor, Dios a ellos les dará otra visión, y no
es que se van a perder, pues todos estamos seguros y salvos en Jesucristo,
pero no permanecerán en el ministerio nuestro. Eso es muy importante
que lo aclaremos. Dios a cada uno le ha dado una visión celestial
individual dentro del Cuerpo. El Señor le habla a la mano como mano, al
pie como pie, al ojo como ojo, al oído como oído, etc., pero el Cuerpo en
conjunto también tiene que obedecer a una voz que le habló. Hay una
visión individual dada a los profetas, otra a los evangelistas, otra a los
apóstoles, etc., que conforma y es de acuerdo a ese propósito general que
Dios da a un ministerio en particular. En cuanto a la visión que el Señor
nos dio a nosotros, como iglesia local, por ejemplo, aunque muchos
vieron, no la recibieron, porque no la oyeron, y por ende, no entendieron.
Mas, a quienes Él llamó, a esos que la luz derribó a tierra, a quienes el
Señor les hizo ver y oír, no solo tienen la responsabilidad, sino el
compromiso de servir y testificar de lo que han visto y oído (Hechos
22:15).
Cuando Pilato le preguntó a Jesús: “¿Luego, eres tú rey?”, Él le
contestó: “Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido, y para esto he
venido al mundo, para dar testimonio a la verdad” (Juan 18:37). El
maestro estaba claro en cuanto a la visión, al propósito que Dios tenía en
la tierra con Él. Yo bendigo al Señor por esto, pues esa revelación me ha
consolado, cuando miro hacia un lado, y veo el lugar vacío de hermanos
preciosos que hoy no están con nosotros por no haber entendido.
Igualmente, cuántas veces yo con mi idealismo he querido que todo el
que escuche nuestra programación de radio y televisión o nuestros
mensajes en la congregación o los libros que hemos escrito, acepte o
entienda la visión, y no ocurre de esa manera. Nota que aquellos que iban
con Saulo, vieron el resplandor, vieron a Pablo humillado, hablando con
el Señor, vieron su ceguera e incluso lo ayudaron a llegar a Damasco,
pero no siguieron con él, se quedaron tan sólo en el espanto (Hechos
22:9).
Tampoco Pablo fue entendido por sus hermanos. Él tenía una visión
dada por el mismo Señor, pero algunos lo veían como un rebelde que se
rebeló contra el judaísmo y que quería sacar a los judíos de ser judíos,
para volverlos gentiles, alguien que quería cambiarles su visión. No
entendían que él era el hombre a través de quien Dios iba a dar a conocer
el Nuevo Pacto, que iba a dar a conocer el evangelio a los gentiles, al
tiempo de bendecir también a Israel que confiaba mucho en la Ley y en
las letras del antiguo Pacto. Era a través del apóstol y sus epístolas que
Dios iba a revelar aquellas cosas que Jesús dijo, pero cómo él mismo
escribió: “Os di a beber leche, y no vianda; porque aún no erais capaces,
ni sois capaces todavía…” (1 Corintios 3:2). Pablo fue juzgado como un
falso apóstol (1 Corintios 9:2); otros estaban con él, como Demas, y
luego lo abandonaron (2 Timoteo 4:10); en el caso de Himeneo y
Alejandro, no mostraron su fe ni mantuvieron buenas conciencias, por
eso se separaron (1 Timoteo 1:19-20). Y los otros, que anduvieron con
Pablo, que estaban inclusive en el mismo equipo, sin embargo, no
entendían la visión y le causaron muchos males (2 Timoteo 4:14).
Nosotros también, como iglesia, en este caminar con el Señor a través
de los años, hemos tenido muchas rebeliones. No creo que haya una
iglesia que no las haya tenido, aunque unas más que otras. Con todo, eso
nos dolió y fuimos muy afectados al ver hermanos que -en nuestra forma
de ver las cosas- fueron llamados junto a nosotros, pero después se
rebelaron, dándonos cuenta que estaban contra la visión, y se fueron. Les
pasó como a Caín que se enojó contra Abel (Génesis 4:5), así éstos se
enojaron contra los instrumentos cuando ellos fracasaron, y no aceptaban
que eso les ocurrió, porque siguieron sus propias voces, no la voz de
Dios. Mas, al final de cuentas, lo que quiero destacar es que en el corazón
de ellos lo que había era rebelión en cuanto a la visión que Dios había
dado a este pueblo.
¡Cuántos trataron de conducir a nuestra iglesia por otro camino!
Muchos llegaban de otros lugares con una maleta llena de planes, incluso
yo mismo tenía la mía; la visión que traje de la otra iglesia, que ahora iba
a perpetuar, pues ya tenía la libertad de hacer las cosas, pensaba. Por eso
sufrí muchos chascos, y a veces me comportaba como Balaam, que
cuando el asna veía el ángel y retrocedía, golpeaba al animal, porque no
veía e insistía que la bestia lo llevara por un camino que Jehová no quería
que él pasara (Números 22:27). Así duré como cinco años, en una
amargura de espíritu buscando una explicación, porque yo sentía que
había perdido algo, y anhelaba aquellos tiempos donde Dios me usaba de
cierta manera, en la otra denominación donde estaba, y quería que esa
gracia siguiera. No entendía que no era la misma visión, que allá era una
visión y aquí era otra. Por eso, cuando me decían a mí que no estaban de
acuerdo con la visión, yo les respondía: «Yo tampoco estoy de acuerdo,
porque yo tengo una visión y el Señor me la está desbaratando». Y ellos
se espantaban y entendían mucho menos. Y así duró Dios años tratando
con mi vida para forjar la visión, y ahora que pensaba que ya la tenía, me
estaba diciendo que esa no era, porque apenas empezaba…
Se enfrentan problemas y se sufre por seguir la visión. Vemos a Jesús
en su angustia, que clamaba a Dios diciendo: “Ahora está turbada mi
alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he
llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre” (Juan 12:27,28). Y dice
Juan que vino una voz del cielo que dijo: “Lo he glorificado, y lo
glorificaré otra vez” (v.28), pero la multitud que estaba allí, que incluso
oyó la voz, decía que había sido un trueno y otros que era un ángel que le
había hablado (v. 29). Nota que éstos sí oyeron, pero a algunos les
pareció como un trueno, y otros no reconocieron la voz del Padre, ¿por
qué? Porque no entenderán la voz, aunque la escuchen, aquellos que no
han sido llamados. Pero Dios te ha dado a ti el entendimiento y también a
los que se añaden a la visión, de abrir sus corazones y seguirla; de buscar,
en los anales de la historia de la congregación, aquellos mensajes que
muestran la manera en que Dios ha guiado a su pueblo. PORQUE
CUANDO SE ENTIENDE LA VISIÓN, SE TOMAN LAS ARMAS
QUE EL SEÑOR HA PROPORCIONADO Y SE SIGUEN LAS
INSTRUCCIONES QUE ÉL HA DADO.
Ahora, ¿cuál es la actitud que debe tener aquel que recibe una visión
celestial? Una actitud de acercamiento. Cuando Moisés vio la zarza
ardiendo, ¿qué dijo? “Iré yo ahora y veré esta grande visión, por qué
causa la zarza no se quema” (Éxodo 3:3). ¿Qué quiere Dios contigo,
ministro? ¡Que te acerques! Que tú veas -si es que estás convencido que
es una gran visión de Dios- no a cuatro paredes o el espacio X que ocupa
la iglesia, sino que mires a un Dios que está ardiendo en fuego y no se
quema. En aquel tiempo era una zarza que ardía y no se quemaba, y la
visión de Moisés estaba puesta en un árbol, pero ahora la visión no está
puesta en un arbusto, sino en un Dios sentado en el trono, y al Cordero. Y
si Moisés se sintió maravillado, impactado por la grande visión y se
acercó, tú también debes acercarte. Acerca tu corazón a la visión, porque
donde está el tesoro está también el corazón (Mateo 6:21). Mira la gran
visión y, como Moisés, medita también sobre por qué causa la “zarza” no
se consume. Escucha los mensajes, para que sepas qué Dios está
ministrando, oye las profecías para que recibas lo que Dios está
revelando. ¡acércate! El Señor no está diciendo una cosa ahora y dentro
de dos meses o un año va a decir otra, sino que nos conduce, según el
propósito, en una sola dirección.
Otra correcta actitud hacia la visión celestial es considerarla e intentar
entenderla, como hizo Daniel: “mientras yo Daniel consideraba la visión
y procuraba comprenderla…” (Daniel 8:15). El considerar una cosa es lo
contrario a ignorarla, a no prestarle atención, sino inquirir en ella, desear
entenderla, prestarle la atención debida, para discernir y conocer la
sabiduría que hay en ella. Daniel, a quien Dios le había dado tanto
discernimiento, no dijo: «Oh, sorprendente la forma como sacrifican en el
cielo… ¡Tremendos cuernos los de esos carneros!», sino que la tomó en
serio, como diciendo: « ¿Qué es lo que Dios me quiere mostrar con todo
eso? ¿Cuál es su significado?». También María tuvo una actitud correcta
hacia la visión del Salvador del mundo. Dice la Biblia que ella guardaba
todas estas cosas, meditándolas en su corazón (Lucas 2:19,51). Ella no se
vanagloriaba al ver reyes y sabios adorando a su niño en un pesebre (vv.
17-18). Tampoco se burló en el templo de aquellos doctores de la ley, que
se sentaron a oír y a preguntarle a Jesús, siendo un niño, maravillados de
su inteligencia y de sus respuestas, sino que María lo mantenía y lo
meditaba constantemente en su corazón (Lucas 2:46-51).
También Daniel procuró entenderla, y esa igualmente debe ser nuestra
actitud: « ¿Qué es lo que Dios me quiere decir?». Nota que al ver esa
actitud en él, entonces se oyó la voz del Señor diciendo: “Gabriel, enseña
a éste la visión” (Daniel 8:16), porque Gabriel era el ángel revelador de
los mensajes de Dios, como ahora para nosotros es el Espíritu Santo (Juan
16:13). Por tanto, ¿quiénes van a tener al Espíritu Santo al lado? Los que
consideran la visión, los que procuran entenderla. Así hará Dios contigo,
cuando te vea inquiriendo delante de Él el significado de lo que Él está
mostrando. Fue tanto el deseo de Daniel de entender la visión que hasta
se enfermó, como tal escribió: “Y yo Daniel quedé quebrantado, y estuve
enfermo algunos días, y cuando convalecí, atendí los negocios del rey;
pero estaba espantado a causa de la visión, y no la entendía” (Daniel
8:27). ¿Quién que tenga una revelación de la voluntad de Dios se quedará
igual y no se quebrantará o enfermará por entenderla?
No hay quien al tener una revelación no caiga en una crisis por no
entenderla, o sienta una carga, o una aflicción por causa de la visión. Hay
un peso muy grande para ministrar esas cosas, para que no se malogre el
plan de Dios en tu vida, pues, como bien dijo el apóstol: “Y para estas
cosas, ¿quién es suficiente?” (2 Corintios 2:16). Daniel se enfermó
porque no entendía. Posiblemente, muchos de nosotros al no entender el
trato de Dios, por el propósito, nos ponemos tan susceptibles, y nos
quebrantamos y lloramos, a punto de enfermarnos. Estamos perplejos,
pero, como Dios nos ama, así como a Daniel, dará la orden a nuestros
sentidos espirituales de entender y como a Pablo, caerán las escamas de
nuestros ojos.
Me llama la atención que Daniel no solamente se enfermó, sino que
con la visión le sobrevino dolores, y se quedó sin fuerza (Daniel 10:16).
Hay quienes deseamos la visión sin dolores, pero la visión viene en un
kit, en un equipo completo, pues junto con la visión viene el
padecimiento. La visión de Dios es como una mujer en parto, que junto
con el niño, también vienen dolores. Hay quienes quieren parir sin dolor,
pero la Biblia dice: “con dolor darás a luz los hijos” (Génesis 3:16), por
tanto, no hay quien se escape. Así también la visión viene con dolores, y
si queremos ver el muchachito -la visión-, y soñamos con palparlo, hay
que estar dispuesto a sufrir los dolores, a pujarlo y a parirlo.
La visión también trae un conflicto grande. Daniel escribió: “En el año
tercero de Ciro rey de Persia fue revelada palabra a Daniel, llamado
Beltsasar; y la palabra era verdadera, y el conflicto grande; pero él
comprendió la palabra, y tuvo inteligencia en la visión” (Daniel 10:1).
Todo lo que Dios muestra es verdadero, por eso el conflicto es grande,
muy grande. Hay quienes se sienten honrados por la visión de Dios, se
sienten privilegiados por esa gracia, pero se asombran cuando tienen que
vivir el conflicto de la visión, y muchos no están dispuestos a sufrirlo. El
conflicto viene porque hay que obedecer a Dios y eso pone presión sobre
nosotros. Son muchos los aprietos que trae la visión, además de largas
noches de insomnio, porque el sueño huye de nuestros ojos, tratando de
entender. También se crean crisis con los hermanos, porque casi nunca
entienden y nos juzgan y nos ven mal.
Una de las cosas que sufren las iglesias y los hombres de Dios, a
quienes Dios les da visión celestial, es el dolor de la amputación que
tienen que sufrir. Jesús, al ver que muchos de sus discípulos volvieron
atrás, les dijo a los doce: “¿Queréis acaso iros también vosotros?” (Juan
6:67). Los que se fueron y lo dejaron no eran de la visión, pero los que se
quedaron, participaron de la visión. Nuestra congregación también ha
sufrido y sé que no hay iglesia que se haya escapado de sufrir la
amputación de muchos de sus miembros, que estuvieron en el momento
en que Dios da la visión, pero no la oyen ni la entienden. Nosotros nos
asombramos cuando vemos que se espantan y se van; y lo sufrimos,
porque deseamos que ellos también participen, pero la Palabra es muy
clara, solamente van a entender aquellos que han sido llamados a la
visión, los demás no serán ni ministros ni testigos de la misma.
Dios quiere que entendamos eso, y yo soy el primero que debo
entenderlo, porque me aflijo cuando veo que los que están alrededor no
entienden. Mi espíritu se entristece porque considero que el deseo de todo
hombre de Dios es que todos entiendan la visión, que a todos les sea
revelada, que todos participen, pero no sucede así. Ese es el conflicto, ese
es el gran dolor. Pero Daniel comprendió la visión de Dios y tuvo
inteligencia acerca de ella, o sea, entendió el significado plenamente.
Jesús dijo: “La mujer cuando da a luz, tiene dolor, porque ha llegado su
hora; pero después que ha dado a luz un niño, ya no se acuerda de la
angustia, por el gozo de que haya nacido un hombre en el mundo” (Juan
16:21). Es decir, que mientras dura el parto hay dolor, hay conflicto (¿qué
será, cómo será, cuándo nacerá?), pero luego que ha dado a luz al bebé, la
mujer ni se acuerda del dolor, porque siente un gran gozo y toda su
atención está en “el niño”, es decir, que el propósito de Dios se cumpla en
la tierra.
Personalmente, he notado que aquellos que como Daniel estén
dispuestos a sufrir los dolores por la visión, el quebranto por la visión, la
debilidad por la visión y se atrevan a meterse en el conflicto por la visión,
tendrán comprensión y sabiduría acerca de ella. Es una conducta de Dios
que cuando Él quiere hacer algo grande en medio de su pueblo, trae
quebrantamiento, como dijo el proverbista: “antes de la honra es el
abatimiento” (Proverbios 18:12). Cuando Dios derrama su presencia, trae
un tiempo de quebrantamiento, para preparar a su pueblo para una gran
bendición. Entonces viene su Palabra como fuego y como martillo que
quebranta la piedra (Jeremías 23:29), revelando aquellas cosas que están
de acuerdo con la visión y lo que hay que padecer por ella.
No obstante, hay quienes cuando les tocan sus “becerros de oro”
reaccionan contra el mensaje y no estiman el consejo, sino que lo
aborrecen y se rebelan contra él. Entonces se levantan con su trompeta,
dando sonido incierto, y cuando Dios dice quebrantamiento, ellos dicen
gozo, para cambiarle el rumbo al pueblo. Y dicen: «Qué tanto lloriqueo,
vamos a gozarnos; Cristo ya venció», divorciados totalmente del sentir
del Espíritu Santo, y llevando al pueblo por un lado que no es el lado que
el Señor está indicando. ¿Por qué? Porque no oyeron ni entendieron la
visión y no pueden fluir en ella, y en vez de humillarse delante de Dios y
pedirle la revelación, se levantan contra ella.
Entender las cosas del Señor es misericordia de Dios. La Biblia dice
que es el soplo del Omnipotente lo que hace que el hombre entienda las
cosas que son del Espíritu (Job 32:8). Si tú eres creyente, y escuchas de la
visión, pero no la entiendes, lo que debes hacer es hablarle al Señor y
pedirle: «Revélame la visión de este pueblo, porque yo no quiero
simplemente leer una profecía de un libro sellado; yo no quiero ser un
profeta de esos que están dormidos, porque Jehová ha derramado espíritu
de sueño sobre ellos y cerró sus ojos y puso un velo en sus cabezas (Isaías
29:10), y ¡no disciernen! No quiero estar embriagado con el vino de la
ignorancia, y no poder comprender la visión. ¡Yo quiero ser parte de eso
que estás haciendo y vas a hacer! Déjame ver la visión, permíteme
escuchar la voz». ¿Para qué andar, simplemente, espantado con el pueblo
que tiene la visión, o acompañar a los hombres a quienes Dios se la ha
revelado, y no tener nada que ver con ellos? Como los hijos de Sarvia,
que andaban junto a David, pero no tenían su espíritu ni su corazón (2
Samuel 16:10; 19:22). Nadie puede entender si Dios no abre los ojos.
a la visión hay que acercarse, hay que entenderla, hay que considerarla,
hay que amarla, hay que desear más de ella, hay que entregársele con
toda la pasión y seguirla. Cuando te metes en la visión, te sometes a ella y
la sufres, como Daniel. Se fluye en la visión, cuando la entiendes y
puedes expresar su significado. He visto personas que tienen tremendos
dones y predican muy lindos mensajes, pero lo que están predicando no
es lo que Dios quiere que se predique, por eso no fluyen ni se ve la gracia
en ellos, pues es como si violentaran el plan de Dios. Por eso, mis
consiervos en el ministerio, y yo preferimos pagar el precio de pasar el
tiempo que fuese necesario, buscando la voluntad de Dios en cuanto al
mensaje, antes de predicar cualquier sermón. A veces estamos todo el día
preparando nuestro corazón y el Señor no nos da nada y todavía ya
estamos en el servicio de adoración y estamos inquiriendo: «Señor, por
favor ¿qué es lo que tú quieres que yo predique?» Porque hemos
entendido que si vamos a predicar debe ser lo que Dios quiere decir, de
otra manera no vamos a fluir. Puede ser que el mensaje sea muy bueno,
pero no vamos a exponerlo en el Espíritu. Lo he visto, cuando he
preparado un mensaje y digo: «Tremenda revelación. Esto va a impactar
a la iglesia», lo predico y sin embargo nadie reacciona. Luego, con un
tema sencillo que Dios me lo ha dado prácticamente antes de ir al púlpito,
noto lo mucho que fueron bendecidos los hermanos. Por lo que aprendo
que si Dios quiere en ese momento hablar y tú le prestas tu boca,
entonces Dios fluirá a través de ti y su pueblo será edificado y bendecido.
El Señor dijo: “Porque a vosotros os es dado saber los misterios del
reino de los cielos” (Mateo 13:11), ¿a quiénes? a los que aman y celan la
visión. A esos se les van a abrir los tesoros de la sabiduría de Dios para
ver el propósito. No tanto la forma (cómo lo voy a decir ni cómo lo voy a
ilustrar en la Biblia, pues eso también viene en la bendición), sino que lo
más importante es describir lo que está en el corazón de Dios y
transmitirlo. Entiendo que a veces no tenemos las palabras para
comunicarlo, solo la idea y el corazón que está lleno de su revelación,
pero Dios nos va a dar la dicha que cuando salga el mensaje, aunque sea
por señas, Él abrirá el oído y el entendimiento de su pueblo para que
entiendan. Por tanto, primeramente acércate a la visión, después
considera la visión, incluso ora y ayuna como Daniel (cuando procuraba
entenderla), y disponte a sufrir los dolores, la debilidad y el quebranto,
por entender la visión. Luego, sométete a la visión y déjate guiar por ella,
así Dios va a ser glorificado, pues su plan se va a cumplir y tú serás un
instrumento efectivo en sus manos.
Finalmente, antes de terminar esta parte y este capítulo, considero
necesario hacer algunas aclaraciones, para que se entienda claramente
este mensaje y seamos verdaderamente edificados. Comencé este
segmento definiendo lo que era UNA VISIÓN DE DIOS Y DIJE QUE
UNA VISIÓN CELESTIAL ES UNA APARICIÓN DE DIOS A UNA
PERSONA, PARA REVELARLE ALGO ESPECÍFICO, A FIN DE
QUE REALICE UNA MISIÓN ESPECIAL, DENTRO DE SU
PROPÓSITO ETERNO. Esta definición está basada en la experiencia de
los hombres que Dios llamó o se les apareció, según los relatos bíblicos
que ya hemos visto.
Nota que la visión es una aparición de Dios, donde Él se revela, habla,
instruye, ordena, etc. Hoy se llama visión a los ideales ministeriales y a
las metas, proyectos y sueños del ministro de la iglesia o denominación.
A la luz de esta enseñanza bíblica, queda claro que estas no son visiones
celestiales, sino humanas, por consiguiente, cuando se logran se
constituyen en las “plantas que no plantó mi Padre”, como dijo el Señor
(Mateo 15:13), visiones de sus propios corazones (Jeremías 14:14). Dios
no respalda las buenas ideas, sino sus ideas, y sólo está comprometido
con su propósito, no con sueños, proyectos ni delirios de los hombres. No
obstante, el hecho de que una idea o iniciativa nuestra se realice con
resultados admirables o asombrosos, no significa que era de Dios o que
Él la haya respaldado. La inteligencia e ingenio, junto a la disciplina del
hombre siempre han logrado grandes realizaciones. Pero, SI LA VISIÓN
NO VINO DE DIOS, EL RESULTADO TAMPOCO SERÁ DE ÉL. Las
visiones humanas, al final, han traído deshonra al nombre de Dios y
confusión al pueblo. Alguien dijo: «una visión, más otra visión, más otra
visión es igual a una división». Esto es cierto y así sucede cuando las
visiones proceden del hombre.
Lo segundo que quiero aclarar es que la iglesia de Cristo en el mundo,
en cuanto al propósito general de Dios, solo tiene una visión. ¿Nos
estamos contradiciendo? No. Lo que estamos diciendo es que una cosa es
el propósito general de Dios con la iglesia, como cuerpo universal, y otra
el propósito específico o individual que Dios asigna a una congregación
local, a un ministro o ministerio. Lo voy a ilustrar con el siguiente
ejemplo: El propósito general de Dios es semejante a un proyecto grande
de construcción, mediante el cual, Él está haciendo un edificio o templo
espiritual. Él es el perito arquitecto, pues creó el diseño y asigna a unos la
estructura (apóstoles y profetas -1 Corintios 3:10- ), a otros la
electricidad, a otros la plomería, a otros la carpintería, a otros la pintura, a
otros la decoración, etc. Todos trabajamos en ese propósito general,
cuando realizamos nuestras asignaciones o funciones específicas.
Esas asignaciones distintas o funciones diversas las podemos
considerar como “las visiones de Dios”, en cuanto a nuestras tareas
particulares. Por ejemplo, a Moisés le dio la visión de sacar a Israel de
Egipto y pastorearlo por el desierto. A Josué le asignó la visión de sacar a
los cananeos de la tierra y darle heredad a Israel en la tierra prometida. A
Jeremías le delegó el anunciar el castigo del cautiverio; a Saulo ser el
apóstol de los gentiles, y a Pedro el de la circuncisión (Gálatas 2:7-8), etc.
En resumen, la suma de “todas las visiones” debe reflejar y constituye el
propósito general de Dios con su pueblo.
NUESTRO FIN, EN LO QUE HEMOS EXPUESTO, ES
MOSTRARTE QUE EL LLAMAMIENTO SIEMPRE SERÁ DE
ACUERDO AL PROPÓSITO DE DIOS. La visión celestial nos ha
servido como ilustración o ejemplo, para hacer entender este tópico. Cada
vez que Dios se apareció a alguien le dio una visión celestial, pues tenía
el propósito de que esa persona entendiese y realizara algo específico, de
acuerdo al plan divino. Así, cada aparición o visión de Dios,
generalmente, viene acompañada de instrucciones, para que la persona
llamada realice la encomienda divina.
Todo aquel que ha sido llamado por Dios al ministerio cristiano, debe
guiarse estrictamente por la instrucción de Dios. Así como ninguno se
llamó a sí mismo al ministerio, tampoco nadie debe realizar su propia
visión. Dios, el que llama, es el único que nos puede decir: “… para esto
he aparecido a ti, para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has
visto” (Hechos 26:16).
Capítulo IV

EL LLAMAMIENTO ES CONFORME A SU
PROCEDENCIA
“Por tanto, hermanos santos, participantes del llamamiento
celestial, considerad al apóstol y sumo sacerdote de nuestra
profesión, Cristo Jesús”
–Hebreos 3:1

Cuando el Señor Jesús enseñó a sus discípulos a orar, les dijo:


“Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos,
santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en
el cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:9-10). Por tanto, todo aquel
que ame y desee el reino de Dios, debe amar y desear todo lo que
pertenezca a ese reino. ¿Por qué dice: “como en el cielo”? la respuesta es
simple, el reino que estamos pidiendo que venga a nosotros es el de los
cielos. El Padre, a quien se le hace la petición, es el Rey de ese reino que
habita en el cielo; Su trono y Su morada están en los cielos, por tanto, Su
reino es celestial. Dios reina en conformidad a Su manera de ser y pensar,
por lo cual, tal como es el pensamiento de Dios, así es Él (Isaías 55:8-9).
De acuerdo a Su naturaleza así es Su reino, por ejemplo, Su reino es santo
porque Él es santo; Dios reina en justicia porque Él es el justo; Su reino
es eterno porque Él también lo es.
Nuestro Señor Jesucristo, revelándoles el reino de Dios a sus
discípulos, usó muchas veces la metáfora: “El reino de Dios es semejante
a…” (Mateo 13:24, 33,44-45,47). Esto nos enseña que el reino de los
cielos tiene una naturaleza que lo caracteriza. El apóstol Pablo escribió:
“…porque el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y
gozo en el Espíritu Santo” (Romanos 14:17). También dijo: “Porque el
reino de Dios no consiste en palabras, sino en poder” (1 Corintios 4:20).
Los apóstoles enseñaron que lo que no es compatible con el reino de los
cielos ni es de acuerdo a su naturaleza, no tiene parte ni herencia en él. La
Palabra dice: “¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios?
No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los
afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los
avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán
el reino de Dios.(...) Pero esto digo, hermanos: que la carne y la sangre no
pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción.
(...) Porque sabéis esto, que ningún fornicario, o inmundo, o avaro, que es
idólatra, tiene herencia en el reino de Cristo y de Dios” (1 Corintios 6:9-
10; 15:50; Efesios 5:5).
La naturaleza del reino de los cielos repele todo lo que es contrario a
ella, por ejemplo, el pecado. La Biblia nos enseña que los creyentes en el
Señor Jesucristo hemos sido trasladados de la potestad de las tinieblas al
reino de la luz (Colosenses 1:13). El Maestro enseñó que es necesario
nacer del Espíritu para entrar en el reino de Dios (Juan 1:5). En el mismo
contexto, en su diálogo con Nicodemo, al contestar a su pregunta“¿Cómo
puede hacerse esto?” (Juan 3:9), Jesús le dijo: “Si os he dicho cosas
terrenales, y no creéis, ¿cómo creeréis si os dijere las celestiales?” (v. 12).
Y más adelante, aplicando la enseñanza dice: “El que de arriba viene, es
sobre todos; el que es de la tierra, es terrenal, y cosas terrenales habla; el
que viene del cielo, es sobre todos” (Juan 3:31).
Es notorio que EN LAS ENSEÑANZAS BÍBLICAS, EL LUGAR DE
PROCEDENCIA DE LAS COSAS DEFINE LA NATURALEZA DE
LAS MISMAS. Las cosas de abajo son terrenales, por tanto, su
naturaleza es terrenal. De la misma manera, las cosas de arriba son
celestiales y su naturaleza es celestial. El apóstol Pablo escribió: “Y el
Señor me librará de toda obra mala, y me preservará para su reino
celestial” (2 Timoteo 4:18). El adjetivo “celestial” no sólo define la
procedencia o el lugar geográfico de dicho reino, sino su naturaleza. La
Biblia llama a Dios “Padre Celestial” (Mateo 6:14, 26,32; 15:13; 18:35;
Lucas 11:13); a Su reino celestial (2 Timoteo 4:18); a las cosas de arriba,
celestiales (Juan 3:12); a la imagen del hombre resucitado, celestial; y al
cuerpo que traeremos, celestial (1 Corintios 15:48,49). La Palabra
también se refiere a nuestra habitación que será celestial (2 Corintios
5:2), y nos habla del don celestial (Hebreos 6:4), de la “patria celestial”
(Hebreos 11:14-16); de “Jerusalén, la celestial” (Hebreos 12:22); de “los
ejércitos celestiales” (Apocalipsis 19:14), y de la visión celestial (Hechos
26:19).
En el versículo con que presidimos este capítulo, el escritor de la carta
dice: “Por tanto, hermanos santos, participantes del llamamiento
celestial…” (Hebreos 3:1). Nota que al llamamiento del cual
participamos se le llama celestial. ¿Por qué nuestro llamamiento es
celestial? Busquemos respuesta a esta interrogante en el testimonio de
Saulo de Tarso acerca de su llamamiento, en el cual él mismo relata:
“Ocupado en esto, iba yo a Damasco con poderes y en comisión de los
principales sacerdotes, cuando a mediodía, oh rey, yendo por el camino,
vi una luz del cielo que sobrepasaba el resplandor del sol, la cual me
rodeó a mí y a los que iban conmigo. Y habiendo caído todos nosotros en
tierra, oí una voz que me hablaba, y decía en lengua hebrea: Saulo, Saulo,
¿por qué me persigues? Dura cosa te es dar coces contra el aguijón. Yo
entonces dije: ¿Quién eres, Señor?” (Hechos 26:12-15). El apóstol cuenta
que la luz que le rodeó provenía del cielo y también la voz que le habló
(Hechos 26:13), y por esa razón, el apóstol llamó celestial a aquella
visión (v. 19). Mas, la visión no solo era celestial porque procedía del
cielo, sino porque poseía la naturaleza, el carácter y el propósito del reino
celestial. Notemos lo que dijo la voz del que hablaba desde el cielo:

“Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, y ponte


sobre tus pies; porque para esto he aparecido a ti, para ponerte
por ministro y testigo de las cosas que has visto, y de aquellas en
que me apareceré a ti, librándote de tu pueblo, y de los gentiles, a
quienes ahora te envío, para que abras sus ojos, para que se
conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a
Dios; para que reciban, por la fe que es en mí, perdón de pecados
y herencia entre los santificados”(Hechos 26:15-18).

El mensaje que anuncia el llamamiento celestial convierte a los


hombres de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios.
Cuando el apóstol escribió a los gálatas acerca de la manera en que
recibió el evangelio y el llamamiento divino les enfatizó: “Mas os hago
saber, hermanos, que el evangelio anunciado por mí, no es según hombre;
pues yo ni lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revelación
de Jesucristo. (…) Pero cuando agradó a Dios, que me apartó desde el
vientre de mi madre, y me llamó por su gracia, revelar a su Hijo en mí,
para que yo le predicase entre los gentiles, no consulté en seguida con
carne y sangre…” (Gálatas 1:12,15-16); fíjate en sus expresiones
aclaratorias destacadas en negritas. La frase “carne y sangre” en el
lenguaje del Nuevo Testamento no solo se refiere al hombre en sí, sino
también a la naturaleza adánica que reina en él, la cual es contraria al
reino de Dios y a su llamamiento.
Si el llamamiento que hemos recibido es celestial, entonces no es de
hombre ni por hombre, ni tampoco posee la naturaleza de la “carne y la
sangre”. Nuestro llamamiento es celestial porque procede del cielo y se
originó en Dios (Hebreos 3:1; Gálatas 1:15), por lo que en su contenido,
carácter y propósito, necesariamente, refleja la naturaleza del Padre
celestial y Su reino de gloria. El Señor espera que los que somos
participantes del llamamiento celestial andemos como es digno de él. El
apóstol inspirado por el Espíritu dijo: “Yo pues, preso en el Señor, os
ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados,
con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos
a los otros en amor, solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el
vínculo de la paz” (Efesios 4:1-3). Nota que andar como es digno del
llamamiento es lo mismo que andar de acuerdo al carácter o naturaleza de
Dios y a Su reino que es humildad, mansedumbre, paciencia, amor y paz.
En otra parte dice, enfatizando el mismo pensamiento: “Por lo cual
asimismo oramos siempre por vosotros, para que nuestro Dios os tenga
por dignos de su llamamiento, y cumpla todo propósito de bondad y toda
obra de fe con su poder” (2 Tesalonicenses 1:11). De esta palabra
inspirada, podemos deducir que el llamamiento de Dios nos lleva a Su
propósito de bondad y a Su obra de fe con Su poder. Si combinamos estas
dos porciones bíblicas, podemos concluir que cuando no andamos como
es digno del llamamiento celestial, nos hacemos indignos del mismo.
Entender esto es de suma importancia para los que somos participantes de
ese honroso llamado, por lo que te invito a que estudiemos el significado
del llamamiento celestial y sus implicaciones en las secciones en que
hemos dividido este capítulo.

4.1 El Bautismo de Juan, ¿era del cielo, o de los hombres?

“Jesús, respondiendo, les dijo: Os haré yo también una


pregunta; respondedme, y os diré con qué autoridad hago estas
cosas. El bautismo de Juan, ¿era del cielo, o de los hombres?
Respondedme”-Marcos 11:29-30.

La porción bíblica que nos sirve de tema y que también titula este
segmento, nos habla de un incidente que ocurrió a nuestro Señor cuando
al volver de Jerusalén se le acercaron los principales sacerdotes, los
escribas y los ancianos de Israel, y le preguntaron: “¿Con qué autoridad
haces estas cosas, y quién te dio autoridad para hacer estas cosas?”
(Marcos 11:27-28). Nota quiénes le formularon la pregunta al Señor: los
líderes religiosos de aquel tiempo, aquellos que habían sido puestos en
autoridad. Sin embargo, es el espíritu de Satanás que pone la pregunta en
la boca de ellos, porque al diablo le gusta hacer preguntas para sembrar
duda e incredulidad, de la misma manera que él acosó a Jesús en el
desierto. Allí, varias veces le dijo con insinuaciones: “Si eres Hijo de
Dios…” (Lucas 4:3,9), ahora, con su acostumbrada astucia y doble
intención, le dice: “¿Con qué autoridad haces estas cosas, y quién te dio
autoridad para hacer estas cosas? (Marcos 11:28).
La Biblia dice que Jesús fue llevado al desierto para ser tentado por el
diablo (Mateo 4:1), así Dios nos pondrá en esa situación, para que
veamos cómo el diablo y sus demonios, a través de la boca de cualquier
hombre contrario a la verdad, pudiera venir directamente a cuestionarnos
sobre nuestro llamamiento. Mas, como el Señor, también nosotros
tenemos que tener respuestas para el diablo, respuestas para los
enemigos, y respuestas para nosotros mismos en nuestra conciencia, si
queremos ser transparentes delante de Dios. No obstante, para poder
responder adecuadamente y callar la boca de esos espíritus inmundos,
tendríamos que estar seguros de nuestro llamamiento.
¿Cuál era la intención de estos hombres al formular dicha pregunta al
Señor? No es difícil saberlo, los evangelios muestran que ellos estaban
envidiosos, por el ministerio de Jesús (Mateo 27:18). Les preocupaba
sobremanera que la multitud le siguiera y decían: «Este hombre no
estudió en la escuela de los rabinos, no pertenece al sanedrín, ninguno de
nosotros lo ha apartado para que sea un rabí, pero anda enseñando,
obrando y predicando, y le llaman “maestro”. Si nosotros somos las
autoridades espirituales en esta nación, ¿cómo es que no le conocemos?
¿Con qué autoridad él hace estas cosas?». Obviamente, los líderes de
Israel, los principales sacerdotes y los fariseos se sentían amenazados con
el ministerio de Jesús, pues eran muchos sus milagros y señales, y la
multitud que le seguía, para negar el poder que se manifestaba en Él.
Mas, no hay autoridad que no venga de arriba, porque la autoridad la
da Dios, y esa autoridad la recibió Jesús. Él dijo: “Toda potestad me es
dada en el cielo y en la tierra” (Mateo 28:18). Por eso, cuando Poncio
Pilato trató de avergonzarlo, y quiso reaccionar frente al silencio de Jesús,
pues estaba confundido al ver su serenidad y templanza, quiso hacerlo
hablar cuando él quería callar, le dijo: “¿A mí no me hablas? ¿No sabes
que tengo autoridad para crucificarte, y que tengo autoridad para
soltarte?” (Juan 19:10). Jesús, que hasta ese momento no había hablado -
pues Él no hablaba si el cielo no se abría y había instrucción de Dios-
alzando la cabeza lo miró, y vio que debajo de esa aparente firmeza y voz
dura, en los ojos de este hombre se escondía un gran temor, entonces le
dijo de manera categórica: “Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te
fuese dada de arriba; por tanto, el que a ti me ha entregado, mayor pecado
tiene” (v. 11). Y si Pilato estaba temeroso por la situación, al oír sus
palabras se le acrecentó el miedo, y empezó a buscar todos los medios
para soltarle (v. 12).
De hecho, los líderes de Israel y los principales sacerdotes tenían cierta
potestad, pero solamente era la autoridad que da la posición. Es innegable
que la posición da una autoridad, y el primero que la respeta es Dios.
Digamos que ellos tenían la credencial eclesiástica, pero no tenían la
autoridad divina. Así en este tiempo, también, existen dos autoridades: la
autoridad que da la posición y la autoridad que da la unción; la autoridad
que da la institución y la autoridad que da el llamado de Dios.
Una vez, estudiando sobre la autoridad, me quedé perplejo y
maravillado, porque yo era uno de los que reprendía al diablo e
insultándole le decía: «Mira tú, diablo mentiroso, diablo sucio, vete al
infierno», etc., pero ese día el Señor me reprendió diciendo: «No vuelvas
más a dirigirte a Satanás de esa manera», y me dije: «¿Será Dios que me
está hablando?, ¿es mi mente o es Dios que está abogando por el
diablo?», pero el Señor me dijo: «Soy yo el que te hablo y te digo una
cosa: el diablo me blasfema, induce a los hombres a que me nieguen, y
pequen contra mí, y tiene sus métodos para hacerlo, pero yo soy Dios, el
Santo de los santos, y nunca he usado insultos. El insulto es un recurso
del que está vencido, y yo no lo estoy, pues aun sobre el infierno tengo la
autoridad». También el Señor me dijo: «Nota que cuando hubo la pelea
por el cuerpo de Moisés, el arcángel Miguel no se atrevió a proferir
maldición contra el diablo, sino que solo lo reprendió (Judas 1:9). Mira
como mi siervo Pedro y Judas se refieren de los que no temen decir mal
de las potestades superiores, los llaman blasfemos, atrevidos y
contumaces (2 Pedro 2:10; Judas 1:8)». Al escuchar esto, yo temblé,
porque vi que el maldecir no era una conducta del reino de los cielos,
entonces cambié mi lenguaje para seguir el método de Dios. El Señor nos
enseña a respetar toda autoridad, no importa si es ilegítima.
Todo aquel que basa su autoridad en una credencial o posición no tiene
la autoridad espiritual. De hecho, cuando un ministro se aferra a la
autoridad de la posición es porque ha perdido la de su llamamiento. Al
darnos cuenta que hemos perdido la autoridad divina, nos parapetamos en
la posición, y decimos: «Yo estoy aquí porque a mí me mandó Dios; yo
soy el pastor, el líder en este ministerio y hay que sujetarse a mí».
Entonces, a todo el que viene diciendo “en el nombre del Señor” lo
cuestionamos y nos oponemos, porque nos sentimos con derecho para
hacerlo. Mas, en el fondo lo que nos mueve actuar de esta manera es el
miedo de saber que no tenemos la autoridad espiritual que nos había dado
Dios, sino la de los hombres. Es por eso que nos preocupa todo
movimiento espiritual, todo lo que nos pueda sustituir, y nos metemos en
competencias, asumiendo actitudes y neutralizando el ministerio de los
otros, porque lo vemos como una amenaza para el nuestro. Mas, el que
sabe quién es en Dios, y tiene la seguridad de la autoridad recibida, no
obra de esa manera.
Hoy en día la iglesia está viviendo lo mismo. El “sanedrín” que tiene la
posición eclesiástica se siente amenazado cuando ve a Dios que levanta
sus profetas, a sus ungidos, que no están necesariamente sometidos a una
organización, y que no ministran por la posición, sino por la autoridad
que Él les dio. Entonces, se preguntan lo mismo: « ¿Y este de dónde
salió? ¿En qué seminario estudió? ¿a qué concilio pertenece? ¿bajo qué
cobertura está ministrando? ¿Cuál es su posición? ¿Con qué autoridad
hace estas cosas y quién se la dio?», de la misma manera que para los
líderes de Israel, Jesús no estaba autorizado a predicar, porque no estaba
bajo la cobertura de su autoridad. Esa fue la razón por la que Jesús no les
contestó sus preguntas, pues vio en ellos una solapada intención, y por
eso les dijo: “Os haré yo también una pregunta; respondedme, y os diré
con qué autoridad hago estas cosas. El bautismo de Juan, ¿era del cielo, o
de los hombres? Respondedme” (Marcos 11:29-30).
La Biblia describe a Jesús como alguien que tenía autoridad divina. Los
evangelios registran que Jesús: “… les enseñaba como quien tiene
autoridad, y no como los escribas. (...) Y todos se asombraron, de tal
manera que discutían entre sí, diciendo: ¿Qué es esto? ¿Qué nueva
doctrina es ésta, que con autoridad manda aun a los espíritus inmundos, y
le obedecen? Y se admiraban de su doctrina, porque su palabra era con
autoridad” (Mateo 7:29; Marcos 1:27; Lucas 4:32). Él hablaba con
autoridad y no como los escribas y fariseos que se basaban en
interpretaciones nada más, y no en la Palabra ungida de Dios. Jesús
hablaba aplicando la Palabra de Dios, por eso nadie podía resistirle.
De hecho, los evangelios registran que incluso, aquellos alguaciles que
fueron enviados a aprehender a Jesús dijeron a los principales sacerdotes,
que le reclamaron el no haberlo traído preso: “¡Jamás hombre alguno ha
hablado como este hombre!” (Juan 7:46), porque nunca ningún hombre
había hablado como Él. La autoridad de su vida sometida al Padre, se
manifestaba en sus palabras, pero, ¿qué hablaba Jesús? El maestro
hablaba la Palabra de Dios y no tradiciones humanas. Él aplicaba la
cátedra de Moisés, en cambio los escribas y los fariseos “se sentaban” en
ella, es decir, solamente la citaban, pero no la creían, no era parte de sus
vidas (Mateo 23:2). Jesús sabía quién él era y lo decía constantemente,
porque era algo que todos debíamos saber. El Señor dijo:
“Yo soy el pan de vida;(...) Yo soy el pan que descendió del
cielo (...) Yo soy la luz del mundo; (...) Yo soy el que doy
testimonio de mí mismo, y el Padre que me envió da testimonio de
mí. (...) Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba; vosotros sois de
este mundo, yo no soy de este mundo. (...) si no creéis que yo soy,
en vuestros pecados moriréis. (...) Cuando hayáis levantado al
Hijo del Hombre, entonces conoceréis que yo soy, y que nada
hago por mí mismo, sino que según me enseñó el Padre, así
hablo. (...) De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuese,
yo soy. (...) De cierto, de cierto os digo: Yo soy la puerta de las
ovejas. (...) Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo; y
entrará, y saldrá, y hallará pastos. (...) Yo soy el buen pastor; el
buen pastor su vida da por las ovejas. (...) Yo soy la resurrección
y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. (...) Yo
soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino
por mí. (...) Creedme que yo soy en el Padre, y el Padre en mí; de
otra manera, creedme por las mismas obras. (...) Yo soy la vid
verdadera, y mi Padre es el labrador. (...) el mundo los aborreció,
porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo”(Juan
6:35,41; 8:12,18,23,24,28,58;10:7,9,11; 11:25;14:6,11;15:1;17:1).

Todo lo que Jesús era lo basaba en el Padre. Inclusive, él dijo


refiriéndose a Juan el Bautista: “Él era antorcha que ardía y alumbraba;
y vosotros quisisteis regocijaros por un tiempo en su luz. Mas yo tengo
mayor testimonio que el de Juan; porque las obras que el Padre me dio
para que cumpliese, las mismas obras que yo hago, dan testimonio de mí,
que el Padre me ha enviado. También el Padre que me envió ha dado
testimonio de mí. Nunca habéis oído su voz, ni habéis visto su aspecto, ni
tenéis su palabra morando en vosotros; porque a quien él envió, vosotros
no creéis. Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en
ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí; y no
queréis venir a mí para que tengáis vida. Gloria de los hombres no
recibo” (Juan 5:35-41). Aunque el Señor daba testimonio de Juan como
profeta, no era tanto el testimonio de Juan lo que podía determinar si
Jesús era quién era, sino Dios.
Por tanto, Jesús no basaba su autoridad por las palabras de Juan, sino
por las palabras de su Padre que está en los cielos, porque estaba
consciente de que el testimonio de Dios es mayor que el de un hombre.
Su mayor testimonio era la voz celestial que varias veces se oyó desde el
cielo, decir: “Éste es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia”
(Mateo 3:17; 17:5;). Nota que Jesús basó su autoridad en tres cosas. 1.
Que Dios lo envió; 2. Obediencia absoluta al Padre; y 3. El cumplimiento
de las Escrituras. Él no basó su autoridad en testimonio de hombres,
aunque los hombres dieron testimonio de él. La ley, los Salmos, los
profetas hablaron de Él. Juan fue el último de los profetas y no solamente
habló, sino que señalándolo, dijo: “He aquí el Cordero de Dios, que quita
el pecado del mundo” (Juan 1:29). Sin embargo, para Jesús su mayor
testimonio en la tierra fue el de Dios. No es suficiente que los hombres
den testimonio de nosotros, aunque es bueno que lo hagan, pero no nos
aferremos a la autoridad de la posición, sino a la autoridad del llamado de
Dios.
Todo el pueblo sabía que Juan el Bautista era profeta de Dios (Lucas
20:6). Los profetas Isaías y Malaquías hablaron de Juan, diciendo: “Voz
que clama en el desierto: Preparad camino a Jehová; enderezad calzada
en la soledad a nuestro Dios” (…) He aquí, yo envío mi mensajero, el
cual preparará el camino delante de mí; y vendrá súbitamente a su templo
el Señor a quien vosotros buscáis, y el ángel del pacto, a quien deseáis
vosotros. He aquí viene, ha dicho Jehová de los ejércitos. (…); “La voz
de Jehová clama a la ciudad” (Isaías 40:3; Malaquías 3:1). Ellos hablaron
de él como mensajero que anunciaría al que había de venir a salvar al
mundo. Por tanto, para los judíos, Juan tenía autoridad divina, y sin
embargo, no lo escucharon cuando dio testimonio de que Jesús era el
Cristo.
El mismo Jesús dijo: “Mas yo tengo mayor testimonio que el de Juan
(…) las obras que el Padre me dio para que cumpliese, las mismas obras
que yo hago, dan testimonio de mí, que el Padre me ha enviado” (Juan
5:36). Los fariseos aparentemente buscaban respuesta acerca de la
autoridad de Jesús, pero en realidad lo que querían era negar que Él venía
de Dios; y el Señor, conociendo su verdadera intención, los llevó a mirar
el ministerio de Juan, el cual tenía mucha similitud con el de Él, ya que:
a) El anuncio del nacimiento de Juan vino por una visión celestial, el de
Jesús también (Lucas 1:13; 30-33); b) Los dos nacieron por un milagro de
Dios, Juan del vientre de una mujer estéril y un hombre mayor, y Jesús de
una virgen, por obra y gracia del Espíritu Santo (Lucas 1:13, 35); y c) Las
Escrituras daban testimonio de ambos nacimientos (Isaías 40:3, 9:6). Sin
embargo, Jesús tenía algo más que Juan no tenía, y era que sus obras eran
poderosas, hacía grandes señales y bautizaba con el Espíritu Santo. A
parte de que el mismo Dios, con voz audible, lo declaró su Hijo. Por
tanto, si los fariseos respondían Su pregunta, darían respuesta también a
las suyas.
Mas, ¿quién envió a Juan? Dios. El apóstol Juan escribió: “Hubo un
hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan” (Juan 1:6). Esa
expresión a mí me sacude internamente, pues hemos creído, y si mi vida
está escrita en el libro de la vida yo quiero que se diga: «Juan Radhamés
Fernández fue un hombre enviado por Dios…». No quiero que se escriba
de mí como un hombre que se auto llamó, ni que emprendió el ministerio
por su propia iniciativa, sino uno que obró, porque tuvo el llamamiento
santo de Dios. Recuerda que nadie tiene autoridad si Dios no lo llama,
tampoco tiene honra si de Dios no la recibe.
Antes de que Juan conociera a Jesús y diera testimonio de Él, dijo: “…
yo no le conocía; pero el que me envió a bautizar con agua, aquél me
dijo: “Sobre quien veas descender el Espíritu y que permanece sobre él,
ése es el que bautiza con el Espíritu Santo. Y yo le vi, y he dado
testimonio de que éste es el Hijo de Dios” (Juan 1:33-34). Nota que en su
expresión, Juan no dijo: «El que me envió a predicar», sino que dijo: “el
que me envió a bautizar con agua” y la pregunta que hizo Jesús fue: “El
bautismo de Juan, ¿era del cielo, o era de los hombres?”. Sabemos que
Juan fue un hombre llamado de Dios, y su primera experiencia con el
Espíritu Santo empezó desde el vientre de su madre. Antes de que Juan
naciera, el ángel de Jehová se le apareció a su padre Zacarías y le anunció
su nacimiento y el ministerio al cual había sido llamado (Lucas 1:13). Por
eso, desde antes, su embrión fue lleno del Espíritu y su ministerio fue tan
poderoso que la Palabra registra que todos lo tenían como un verdadero
profeta de Dios.
Mas, Juan bautizaba porque Dios le dijo que lo hiciese y daba
testimonio de Jesús, porque también el Padre le dio testimonio de quien
era su Hijo, aunque los principales sacerdotales, sobre esto último no le
reconocían a Juan dicha autoridad profética, ya que de otra manera
tendría que aceptar a Jesús como Hijo de Dios (Marcos 11:32). Y yo me
pregunto, ¿será posible que el pueblo tenga más visión que sus líderes?
¿No será que los líderes tienen conflictos de intereses y por eso es que no
les conviene aceptar a quienes tienen el llamamiento divino? ¿No será
que el apego y el temor de perder la posición es lo que les impide ver a
los que son llamados por Dios?
El pueblo que no tenía intereses ni posiciones veía a Juan como un
profeta, de manera que a su llamado los hombres se arrepentían. Él vino a
unir el corazón del pueblo con el de Dios y mediante su anuncio poderoso
y profético hablaba de la venida del Señor, y decía: “El tiempo se ha
cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el
evangelio” (Marcos 1:15). Entonces, lo torcido fue enderezado, lo alto
fue allanado, lo que estaba bajo se levantó, se hizo camino para el Rey
Jesucristo, nuestro Salvador. Los líderes no le reconocieron, pero sus
obras dieron testimonio de que Juan sí procedía de Dios.
El apóstol Pablo dijo: “Pero cuando agradó a Dios, que me apartó
desde el vientre de mi madre, y me llamó por su gracia” (Gálatas 1:15),
¡bendito sea el ministro de Dios que se aferra a la autoridad espiritual y
tiene convicción de su llamado! Tú también debes hacerlo, para que
puedas decir con autoridad: «a mí me llamó Dios», como dijo Juan: “…
el que me envió a (…) aquél me dijo…” (Juan 1:34), y como él, dar
razones por lo que haces. Tu autoridad es la que Dios te dio el día que te
llamó al ministerio, adminístrala en santidad de la verdad, haciendo buen
uso de ella, como aquellos que han de dar cuenta (Hebreos 4:13).
Existen dos cosas que deben ser fundamentales en la convicción y
defensa de nuestra autoridad ministerial: Primero es la seguridad de que
hemos sido llamados por Dios; y segundo, el propósito para el cual nos
llamó. Cuando Jesús cuestionó a esos hombres, les confrontó dos veces
diciéndoles: “respondedme”, así nosotros también vamos a tener que
responderle, no al diablo, sino al Señor acerca de si nuestro ministerio es
del cielo, o es de los hombres. Recuerda que Jesús dijo: “las mismas
obras que yo hago, dan testimonio de mí, que el Padre me ha enviado”
(Juan 5:36), y que el bautismo de Juan era del cielo, porque Dios lo
envió.
Detente por un momento, piensa en tu ministerio y luego responde,
¿con qué autoridad tú haces lo que estás haciendo? Tu ministerio, ¿nació
del ideal materno de tener un hijo pastor o por la predestinación de Dios?
Es posible que tu madre te haya inculcado esas ideas, hasta que tú mismo
consideraste que era una buena posición, y te fuiste al seminario, y te
formaste, pero a ti, realmente, ¿quién te llamó, tu madre o Dios? O puede
que tu caso sea que no diste el grado para una carrera universitaria
tradicional, y consideraste que era más fácil estudiar teología que estudiar
otra cosa, por lo cual, tu ministerio, ¿viene de los hombres o viene de
Dios? Si el cielo no te mandó a hacer lo que haces, entonces ni tu
ministerio ni tus obras son hechas en Dios. Puede que tus obras no sean
malas, pero no tienen el respaldo ni la autoridad del cielo. Si mis obras
son hechas en Dios, entonces son del cielo, pero si son iniciativas mías o
de alguien más, entonces son de los hombres, no de Dios. En otras
palabras, NINGUNO PUEDE DECIR QUE ESTÁ HACIENDO ALGO
PARA DIOS SI ÉL NO LO ENVIÓ.
Observa que Juan vino por estas dos cosas: Primero, a preparar el
camino del Señor; y segundo, a bautizar con agua, y no hizo otra cosa,
fuera de esas, porque a eso fue que lo envió Dios. Incluso, cuando
vinieron sus discípulos, con celo, a quejarse diciendo: “Rabí, mira que el
que estaba contigo al otro lado del Jordán, de quien tú diste testimonio,
bautiza, y todos vienen a él” (Juan 3:26), él les dijo: “Vosotros mismos
me sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que soy enviado
delante de él. El que tiene la esposa, es el esposo; mas el amigo del
esposo, que está a su lado y le oye, se goza grandemente de la voz del
esposo; así pues, este mi gozo está cumplido. Es necesario que él crezca,
pero que yo mengüe” (vv. 28-30). Y me pregunto, ¿podrías tú decir lo
mismo? ¿Conoces tú la obra que en el ministerio, específicamente, Dios
te mandó a hacer?
El sacerdote Zacarías, padre de Juan, tuvo la visión del ángel en el
templo, quien le dijo: “… tu mujer Elisabet te dará a luz un hijo, y
llamarás su nombre Juan. Y tendrás gozo y alegría, y muchos se
regocijarán de su nacimiento; porque será grande delante de Dios. No
beberá vino ni sidra, y será lleno del Espíritu Santo, aun desde el vientre
de su madre. Y hará que muchos de los hijos de Israel se conviertan al
Señor Dios de ellos. E irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías,
para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y de los rebeldes
a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien
dispuesto” (Lucas 1:13-17). Esa era la misión de Juan, y el niño fue
criado en la manera que les dijo el ángel en aquella visión, y estuvo en
lugares desiertos hasta el día de su manifestación a Israel (v. 80). Dios es
específico, y esa claridad en sus propósitos nos da la seguridad y
autoridad espiritual para hacer lo que nos mandó.
Jesús dijo: “… el que practica la verdad viene a la luz, para que sea
manifiesto que sus obras son hechas en Dios” (Juan 3:21), y aunque en el
contexto de este verso, aparentemente, él no está hablando del
llamamiento, pero sí especifica algo importante para nosotros, y es que
las obras hay que hacerlas en Dios. Ahora, ¿quiénes pueden hacer obras
en Dios? Únicamente aquellos que Él llamó y envió. Si alguien le hubiera
dicho a Juan: «a ti, ¿quién te envió a predicar?», sin titubeos, él hubiese
respondido: «Dios» (Juan 1:6-7). Antes de que Juan conociera a Jesús y
diera testimonio personal de Él, el que lo envió le había dicho: “Sobre
quien veas descender el Espíritu y que permanece sobre él, ése es el que
bautiza con el Espíritu Santo” (Juan 1:33-34). Es decir, que Juan
bautizaba porque Dios le dijo que lo hiciese, y daba testimonio de Jesús,
porque también Él le dio testimonio de quién era. Por lo cual, si en la
iglesia el ministerio carece de poder y de autoridad es porque estamos
haciendo las obras de los hombres, y no las de Dios; si es lo contrario,
digo como dijo Jesús: «RESPONDEDME».
Esa pregunta que hizo Jesús a los fariseos juzga toda obra ministerial
que nosotros realizamos, porque define si son del cielo o si son de los
hombres. Por tanto, responde, no a mí, sino al Señor: Ese proyecto que tú
estás haciendo ¿es del cielo o de los hombres? Responde. ¿El ministerio
que tienes, ¿es del cielo o es de los hombres? Responde. Vender cosas en
la iglesia, para recaudar fondos y hacer proyectos ¿de dónde viene? ¿Del
cielo o de los hombres? Responde. Realizar viajes para recaudar fondos
para la iglesia ¿viene del cielo o de los hombres? Responde. La música
con la cual alabamos a Dios ¿es del cielo o de los hombres? responde. El
método que usamos en la iglesia, para hacer evangelismo ¿viene del cielo
o de los hombres? responde. El plan misionero que tenemos en la iglesia,
¿viene del cielo o de los hombres? responde. Las decisiones que toma la
junta, el comité o el concilio ¿viene del cielo o de los hombres? responde.
La forma como dirigimos nuestros cultos a Dios ¿viene del cielo o de los
hombres? Responde. La lista podría ser interminable, pero sé que tú
entiendes la intención del Espíritu y en ese temor debes responder.
Ahora, vayamos más lejos, ¿de dónde vino el fuego que consumió el
sacrificio de Elías en el monte Carmelo? La Biblia dice que “Entonces
cayó fuego de Jehová, y consumió el holocausto, la leña, las piedras y el
polvo, y aun lamió el agua que estaba en la zanja” (1 Reyes 18:38). ¿De
dónde vino el fuego que consumió el holocausto en la dedicación del
templo? La Escritura narra que “salió fuego de delante de Jehová, y
consumió el holocausto con las grosuras sobre el altar; y viéndolo todo el
pueblo, alabaron, y se postraron sobre sus rostros” (Levítico 9:24). Esos
fuegos procedieron del cielo, así también quiero yo fuego que venga del
cielo en lo que ofrezca a Dios. Los hijos de aarón introdujeron fuego
extraño en el altar, que Jehová nunca les mandó (Levítico 10:1), y ya
conocemos las consecuencias de sus hechos (v. 2). Cuidémonos de ser
movidos por emociones y por iniciativas propias, y al no haber fuego del
cielo ofrezcamos el nuestro. La Biblia nos enseña que el fuego de Dios
viene del cielo, por lo que no debe haber en la iglesia fuego que no venga
de Dios. ¡Dejemos de estar prendiendo fuego que Él nunca nos mandó!
¿De dónde vino la voz que se oyó en el Jordán, el día del bautismo de
Jesús? ¿Del cielo o de los hombres allí reunidos? El evangelio narra “y
vino una voz del cielo que decía: Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo
complacencia” (Lucas 3:22). Así tampoco se debe escuchar voces en la
iglesia que no vengan del cielo. Mis ojos siempre deben mirar hacia
arriba, porque Cristo vino desde el cielo, y él dijo: “De cierto, de cierto os
digo: De aquí adelante veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios que
suben y descienden sobre el Hijo del Hombre” (Juan 1:51). Y si el cielo
está abierto, ¿por qué hemos de oír la voz de los hombres, cuando la voz
de Dios está audible para la iglesia? Yo no quiero oír voces, solo quiero
escuchar una voz y es la que viene del cielo, para tener la convicción de
que a mí me llamó y me habló Dios. Y el día que el diablo venga a
preguntarme, con qué autoridad hago las cosas que hago, con seguridad le
diré: «Con la autoridad del que me llamó, el Señor».
Nota que el diablo vino con su vocecita en el desierto, y le dijo a Jesús:
“Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan” (Lucas
4:3). Jesús sabía que el Espíritu Santo no lo llevó al desierto para que
convirtiera piedras en pan, sino para que, a través de la victoria sobre la
tentación, se afianzase en el propósito (v. 1). Así que Jesús no convirtió
las piedras en pan porque no sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda
palabra que sale de la boca de Dios (v. 4); ni se echó abajo del pináculo
del templo, porque no tentaría al Señor su Dios (v. 7); ni tampoco
postrado adoró al diablo para tener la gloria de los reinos del mundo, pues
solamente al Señor nuestro Dios se ha de adorar, y a él sólo se servirá (v.
10). Así que con las mismas Escrituras que el diablo lo tentó, con su
aplicación, Jesús le resistió, y por eso él huyó (Mateo 4:11). Nadie podía
sorprender a Jesús en palabras o hechos, pues Él estaba bien claro de
quién era, así como para qué y por qué Él decía o hacía lo que hacía.
Jesús dijo:

“... la palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que
me envió. (…) Muchas buenas obras os he mostrado de mi Padre;
¿por cuál de ellas me apedreáis? (…) Si no hago las obras de mi
Padre, no me creáis. Mas si las hago, aunque no me creáis a mí,
creed a las obras, para que conozcáis y creáis que el Padre está
en mí, y yo en el Padre. (…) ¿No crees que yo soy en el Padre, y
el Padre en mí? Las palabras que yo os hablo, no las hablo por
mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las
obras. Creedme que yo soy en el Padre, y el Padre en mí; de otra
manera, creedme por las mismas obras. (…) Si yo no hubiese
hecho entre ellos obras que ningún otro ha hecho, no tendrían
pecado; pero ahora han visto y han aborrecido a mí y a mi
Padre”(Juan 14:24; 10:32, 37-38; 14:10-11; 15:24).

Jesús no hablaba cualquier palabra, o argumentaba con ellos sólo por


discutir, sino que aun en eso hacía la voluntad de Dios, para dejar un
precedente de que Él habló. Por eso, el Señor también decía: “Mi comida
es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (Juan
4:34). Y a todos les hizo entender que esa era su negocio, su vida, su
razón de ser (Lucas 2:49). Así también nosotros debemos usar ese poder
y la autoridad que ya Él nos dio, para ser ejemplo de buenas obras;
enseñando una palabra sana e irreprochable, de manera que el adversario
se avergüence, y no tenga nada malo que decir de nosotros (Tito 2:7,8).
La autoridad del diablo estaba basada en un reino de mentiras, porque
él es un mentiroso desde el principio (Juan 8:44), pero cuando Jesús abrió
su boca, lo hizo con la misma Palabra creadora, la cual sustenta también
todas las cosas. La Palabra se hizo vida en Él y habitó entre nosotros
(Juan 1:14). Por eso, todo aquel que crea a la Palabra, y se impregne de
ella, tendrá autoridad de Dios. Esa es la razón, hermano de mi alma, que
nosotros los ministros de Dios no podemos venir a la gente diciendo: «Yo
leí…». ¡Benditos son los escritores cristianos!, pero lo que debe de salir
de nuestra boca es la Palabra de vida, aquella que Dios ponga en nuestros
labios.
¿De dónde vino aquel estruendo como viento recio que soplaba y que
llenó la casa y la estremeció en el día de Pentecostés? Dice la Palabra: “Y
de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que
soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados” (Hechos 2:2).
Sabemos lo que son vientos fuertes cuando cada año confrontamos
temporadas ciclónicas y sufrimos los embates del mal tiempo, que dejan a
su paso las tormentas y huracanes. Y qué decir de ciertos vientos fuertes
que hacen ruidos, como los tornados, los cuales estremecen y producen
mucha gritería, y dejan un surco de dolor y destrucción. Mas, yo prefiero
el mover de Dios y su sacudimiento, y no el temblor de miedo por mis
emociones. La ciudad de Dios es la iglesia, por lo tanto, el que tiene que
mover los cimientos de su ciudad es Dios. La gente tiene que verme
temblar en el Espíritu, porque Dios está sacudiendo la casa con el viento
del cielo, y no porque piense que así debo comportarme en un ambiente
espiritual.
¿De dónde vino aquella luz repentina que rodeó a Saulo de Tarso y lo
cegó, cuando iba camino a Damasco? Respondedme. La Biblia dice: “…
aconteció que al llegar cerca de Damasco, repentinamente le rodeó un
resplandor de luz del cielo” (Hechos 9:3). Así quiero yo que me rodee la
luz del cielo, y no bombillas ni lámparas de la tierra. Jesús dijo: “Yo soy
la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá
la luz de la vida” (Juan 8:12). Mi hermano, nuestro ministerio y nuestras
vidas tienen que ser rodeadas con la luz del cielo, con la revelación
celestial y la luz del Espíritu Santo. Solo la luz de Dios nos hace
resplandecer como luminares en medio de un mundo que está en tinieblas
(Filipenses 2:15).
¿De dónde vino el pan de Dios, que da vida al mundo? Jesús dijo: “De
cierto, de cierto os digo: No os dio Moisés el pan del cielo, mas mi Padre
os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es aquel que
descendió del cielo y da vida al mundo. (…) Yo soy el pan de vida; el que
a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed
jamás” (Juan 6:32-35). El maná vino del cielo, pero Cristo vino del tercer
cielo, de la diestra del Padre,. Jesús dijo: “Yo soy el pan de vida.
Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron. Éste es el
pan que desciende del cielo, para que el que de él come, no muera” (vv.
49-50). Por eso, su carne es verdadera comida y su sangre verdadera
bebida, porque nos da vida eterna. Ahora, ¿cuántos están dando, por ahí,
panes gabaonitas, que simulan ser frescos y que vienen de lejos, pero
están secos y mohosos (Josué 9:5)? Deseemos el pan que desciende del
cielo y da vida, no nos dejemos engañar por los hombres.
Nuestra ciudadanía espiritual, ¿de dónde procede? La Palabra dice:
“Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos
al Salvador, al Señor Jesucristo” (Filipenses 3:20). A veces nos sentimos
muy orgullosos de ser de la nación de donde nacimos, y sentimos una
honra vernácula, lo cual es bueno, amar y respetar el suelo que nos vio
nacer, pero no nos apeguemos a ninguna ciudadanía terrenal, siendo
nosotros extranjeros y peregrinos sobre la tierra (Hebreos 11:13). Es
sabido que para ejercer algún derecho en el orden civil o sustentar algún
cargo público, debemos ser ciudadanos de ese país. Nota que cuando
Jesús fue llevado por los judíos para ser juzgado, Pilato entró al pretorio,
y le dijo: “¿Eres tú el Rey de los judíos?” (Juan 18:33), y Jesús le
respondió: “¿Dices tú esto por ti mismo, o te lo han dicho otros de mí?”
(v. 34). Pilato le dijo: “¿Soy yo acaso judío? Tu nación, y los principales
sacerdotes, te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?” (v. 35). Ahora nota
lo que Jesús le respondió: “Mi reino no es de este mundo; si mi reino
fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera
entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí”. (v. 36). Entonces
Pilato le dijo: “¿Luego, eres tú rey? Respondió Jesús: “Tú dices que yo
soy rey. Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar
testimonio a la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz” (v.
37). De que era Rey sí que lo era, y su dominio trascendía a lo celestial,
de la misma manera, la ciudadanía nuestra es la celestial, por lo cual,
debemos amar a los hombres, respetar a los hombres, cumplir con los
requisitos cívicos, ser buenos ciudadanos, como Dios manda (1 Pedro
2:13), pero entendiendo que nuestro reino no es terrenal.
También a Pablo, un oficial le preguntó si era ciudadano romano, y él
le respondió que sí, y el tribuno le dijo que él también había adquirido la
ciudadanía por una gran suma de dinero, a lo que el apóstol le respondió:
“Pero yo lo soy de nacimiento” (Hechos 22:28). Así también debemos
decir nosotros: «Yo soy del cielo, pero no compré mi ciudadanía, sino
que lo soy de nacimiento, pues no fui engendrado “de sangre, ni de
voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Juan 1:13).
Soy el resultado de la unión de un espermatozoide y un óvulo
espirituales. El espermatozoide es la voluntad de Dios, que desde la
eternidad me trazó el destino glorioso; y el óvulo es el poder de Dios por
el Espíritu, que vino a obrar en mí. Por eso vivo en el reino, porque soy el
fruto de la voluntad y del poder de Dios». Sabemos que la carne y la
sangre no pueden heredar el reino de Dios, por tanto, para entrar al cielo
es necesario nacer de nuevo, del agua y del Espíritu, siendo engendrados
por Él (Juan 3:3-8; 1 Corintios 15:50). Así que nuestra ciudadanía es del
cielo, y en la tierra simplemente somos peregrinos y extranjeros (1 Pedro
2:11).
La esperanza a la cual hemos sido llamados ¿en dónde está guardada?
La Biblia responde: “habiendo oído de vuestra fe en Cristo Jesús, y del
amor que tenéis a todos los santos, a causa de la esperanza que os está
guardada en los cielos, de la cual ya habéis oído por la palabra verdadera
del evangelio” (Colosenses 1:4-5). Nuestra esperanza viene de arriba en
donde está Cristo sentado a la diestra del Padre. Y pregunto, la puerta, a
través de la cual Juan, en Espíritu, pudo ver al que estaba sentado en el
trono con aspecto de piedra de jaspe y de cornalina, y recibió la
revelación de lo que sucederían en el futuro (Apocalipsis 4:1-3), ¿se abrió
en la tierra o en el cielo? Juan escribió: “Después de esto miré, y he aquí
una puerta abierta en el cielo” (Apocalipsis 4:1).
Ahora, ¿de dónde espera la iglesia que venga Jesucristo, de arriba o de
abajo? La Palabra dice que el que está en el cielo, “descenderá del cielo”
(1 Tesalonicenses 4:16). Cristo no va a salir del mar como salen los
demonios, sino que descenderá del cielo, porque subió al cielo, luego de
haber descendido (Hechos 1:11). El Señor dijo: “Nadie subió al cielo,
sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre, que está en el cielo”.
(Juan 3:13). Y cuando subió a lo alto dio dones a los hombres (Efesios
4:8), es decir que nuestro ministerio también es del cielo. Por eso es que
Dios quiere que todo lo nuestro proceda del cielo, aun nuestra adoración
debe ser celestial, porque el Padre busca que le adoren en Espíritu y en
verdad (Juan 4:23).
Con todo, la mejor alabanza es la que viene del cielo, y el apóstol Pablo
dijo: “¿Qué, pues? Oraré con el espíritu, pero oraré también con el
entendimiento; cantaré con el espíritu, pero cantaré también con el
entendimiento” (1 Corintios 14:15). Cuando lo hacemos con el
entendimiento usamos nuestro lenguaje natural, pero cuando lo hacemos
en el Espíritu hablamos en lenguas espirituales, misterios a Dios (1
Corintios 14:2). Para el Señor, la mejor alabanza es la que procede del
Espíritu, aquella que nace en un canto espontáneo o que fluye en gemidos
indecibles, por el impacto de lo que es Dios. Y son a esos adoradores a
los que Dios busca que le adoren (Juan 4:23).
No obstante, hay una causa mayor por la cual Dios quiere que todo lo
nuestro proceda del cielo, y es porque solo lo que viene del cielo sube al
cielo. Jesús vino a los suyos, sin embargo, ellos no le recibieron, pero a
todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad
de ser hechos hijos de Dios (Juan 1:11,12). Tenemos la gran comisión,
esa visión celestial de ir y predicar el evangelio a toda criatura (Marcos
16:15), pero, nada puede recibir el hombre, si no le fuere dado del cielo
(Juan 3:27). Nuestra eficacia en el apostolado es hacer esas buenas obras
que Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas (Efesios
2:10) y no hacer aquellas que nosotros creemos que son buenas o que
darían un mejor resultado. Jesús dijo: “Yo soy la vid, vosotros los
pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto;
porque separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:5).
Por tanto, si la iglesia lo ha recibido todo del cielo, ¿por qué está tan
cautivada y enamorada con las cosas de los hombres? ¿Por qué tengo yo
que ir a la democracia representativa o usar los métodos parlamentarios
para gobernar a la iglesia? ¿Por qué tengo que guiarme a través de
constituciones hechas por hombres para obedecer, cuando tengo la Biblia,
la Palabra de Dios, y la palabra profética más segura, a la cual hacemos
bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro,
hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en nuestros
corazones (2 Pedro 1:19)? Entendamos que los procedimientos de las
compañías multinacionales funcionan bien para los hombres, pero son
inútiles e inoperantes en el reino de Dios. Jesús dijo: “Toda planta que no
plantó mi Padre celestial, será desarraigada” (Mateo 15:13). La iglesia no
necesita más nada, sino lo que procede de Dios. No importa que nos
tilden de ignorantes, porque no tomemos en cuenta las formas humanas
(aunque no menospreciamos las obras de los hombres, avances científicos
y estudios de la psicología). Pero se ha de estar muy ciego para no ver
que la obra de Dios es superior. Ellos estudian para ayudar a los hombres,
pero Dios ha hecho más que eso: ¡Él los salvó!
La iglesia ha recibido un llamamiento y una unción del cielo para
ministrar a los hombres, así que la psicología para las ciencias, pero la
iglesia para Dios. En otras palabras, “… dad a César lo que es de César, y
a Dios lo que es de Dios” (Lucas 20:25), dad al hombre lo que es de
hombre, y a la iglesia lo que es de Dios. Se ha hablado de mezclar
unciones, y de hecho, el Señor los envió de dos en dos (Marcos 6:7); pero
hay una cosa que nunca podrá mezclarse y es lo del hombre con lo de
Dios. Pablo dijo: “… temo que como la serpiente con su astucia engañó a
Eva, vuestros sentidos sean de alguna manera extraviados de la sincera
fidelidad a Cristo” (2 Corintios 11:3). Es ridículo y hasta chocante que la
iglesia ande detrás de los hombres para alcanzar sabiduría, cuando Cristo
nos ha sido hecho por Dios “sabiduría, justificación, santificación y
redención” (1 Corintios 1:30). Y esto lo digo no como crítica, sino con
mucha tristeza, pues soy parte de la iglesia y me duele cuando tengo que
decir estas cosas, pero tengo que decirlo, porque si me callo ofendo al que
me envió. Como ministros, tenemos que decir la Palabra como Dios se la
da a la iglesia. Está claro que Cristo no necesita ayuda de los hombres de
ningún tipo, por el contrario, nosotros lo necesitamos a Él.
Hay muchos encantamientos en el reino humano, pero no podemos
apoyar algo que no sea de Dios. Si alguien viene y me dice: «Pastor
Fernández, voy a hacer esto y lo otro», yo le voy a preguntar: «¿Quién lo
mandó a hacer?» Y si su respuesta es: «La junta decidió o lo decidimos
en una reunión que hicimos», diré: «¡Olvídalo! No voy a poner mi
energía en despropósitos, en cosas que no son hechas por Dios». Si Dios
lo confirma y te lo dice, entonces sí, entrega todo y apoya lo que es de
Dios, pero si es humano, ¡huye de esas cosas!
aprendamos de lo que le pasó a Jonatán por no pelear a favor del
ungido. Él era un hombre sincero, sin ambición, amigo de David, al punto
que se quitó el manto, sus ropas, su espada, su arco y hasta su talabarte,
para dárselo a él (1 Samuel 18:4). Podemos decir que implícitamente,
Jonatán le cedió el trono a David, pero fue notable que siempre se
mantuvo al lado de su padre, peleando a favor de él, hasta que murió
también con él. Y así como Jonatán, todo aquel que se ponga a pelear del
lado del que tiene el espíritu de Saúl, por más sincero que sea, perecerá
como él. Sus cabezas serán trofeos y despojos en el campamento del
enemigo (1 Samuel 31:8-9).
Finalmente, quiero preguntarte, esta amonestación que estoy
compartiendo contigo, ¿viene del cielo o viene de los hombres?
Respóndeme. Los que son espirituales saben cuando Dios está hablando y
cuando no. La Escritura dice: “Mirad que no desechéis al que habla.
Porque si no escaparon aquellos que desecharon al que los amonestaba en
la tierra, mucho menos nosotros, si desecháremos al que amonesta desde
los cielos” (Hebreos 12:25). Así nosotros, cuidémonos de desechar al que
nos habla. Hay un mover de Dios por doquier, pues Él está restaurando su
iglesia, pero también está siendo severo, pues está poniendo a sus
enemigos por estrado de sus pies (Hebreos 1:13).
En una ocasión que participé en una actividad multitudinaria, en un
estadio, orábamos preparando nuestro corazón para la misma, y le
preguntábamos al Señor: ¿Qué es lo que tú quieres que hagamos?
Entonces, el Espíritu vino con una fuerza que nos estremeció y nos dijo:
«Honradme, honradme, honradme». También me dijo que como
ministros somos sacerdotes, y tenemos dos trabajos: primero traer el
pueblo al Señor; y segundo llevar las ofrendas a Dios. Y yo me pregunto,
¿hacia dónde estamos llevando al pueblo de Dios? ¿A los cielos o hacia
los hombres? ¡Cuidado que no nos pase como los hijos de Elí! Estos
hombres, exigían su pedazo de carne antes que se sacara el de Jehová o
de lo contrario amenazaban con tomarlo a la fuerza. Sabemos que el
sacerdote tenía el privilegio de comer parte de lo ofrendado, pero la
ofrenda era de Dios. Cuidémonos de no hacer nosotros lo mismo,
robándole a Dios lo que es suyo.
Nosotros estamos viviendo en un tiempo de cielos abiertos. Lo que está
pasando ya en la tierra, irá en aumento como la luz de la aurora hasta que
se haga perfecto (Proverbios 4:18). Es una gran responsabilidad hablar la
Palabra de Dios; personalmente, tiemblo y gimo al hacerlo. En ocasiones
le he dicho: « ¿Señor, quién soy yo para hablar a los príncipes de tu
pueblo y un mensaje como este? Ellos quizás prefieren oír otro tipo de
mensaje, por ejemplo sobre unidad o acerca de tantas otras cosas que se
pueden hablar». Pero Dios me dice: «Yo amo a mis ministros y porque
los amo y no hay mucho tiempo, habla de aquello que les es necesario
oír». Por tanto, como si Dios rogara por medio mío, te ruego y te digo, en
el nombre de aquél que nos llamó: es tiempo de definición, y de
arrepentirnos de todas las obras que no fueron hechas en Dios.
El Espíritu Santo me dijo que, muy pronto, ministerios de cuarenta
años, que sacrificadamente han obrado con celo y esmero, serán
avergonzados, porque aunque lograron mucho e hicieron bien, Dios no
los mandó a hacer tales cosas. Por tanto, si tú lo hiciste por celo, porque
querías hacer crecer la obra de Dios, lamentablemente tengo que decirte
que nuestra autoridad se sustenta únicamente en hacer aquello que Él nos
mandó. Por eso, el Señor está llamando a su pueblo al arrepentimiento,
pues hemos puesto la mano en cosas donde Él no la ha puesto; y hemos
hecho cosas que Dios no nos mandó. Arrepintámonos, para que el temor
de Dios caiga en nuestros corazones, y nos libre de no introducir fuego
extraño en el altar, como Nadab y abiú, pues el incienso tiene que ser de
Dios.
El Señor está estableciendo Su reino, y lo hace para decirte: «Mira, yo
soy el Señor de la iglesia, dámela, porque ella no es tuya, sino mía; fui yo
que la redimí con mi sangre, por lo cual a mí pertenece. A mí hay que
consultarme todas las cosas, por ínfima que sea, porque yo soy el amo y
Señor, tú solo eres el siervo llamado». Dios quiere que todo lo nuestro
proceda del cielo, y que reconozcamos el Señorío de Cristo en todo
nuestro hacer. Juan dijo: “Vosotros mismos me sois testigos de que dije:
Yo no soy el Cristo, sino que soy enviado delante de él. El que tiene la
esposa, es el esposo; mas el amigo del esposo, que está a su lado y le oye,
se goza grandemente de la voz del esposo; así pues, este mi gozo está
cumplido. Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe” (Juan 3:28-
30). ¡Qué hermoso es cuando podemos reconocer nuestra función en el
cuerpo! Juan no tenía una posición, sino una función, la misma nuestra,
prepararle el camino al Señor. ¿Quién tiene la esposa? El esposo, que
ahora viene y te dice: «Tú eres el amigo, no me la coquetees, no me la
quieras llevar al hotel, es mía, es mi iglesia. Yo te la di para que me la
prepararas, la pusieras hermosa para mí, y tú estás usando tu autoridad
para poseerla, para adueñarte de ella. Deja que yo haga la obra que yo
quiero hacer en ella, a través de ti, no te metas en el medio, no me
estorbes». El que tiene la esposa es el esposo, no el ministerio ni el
concilio, ni la junta ni la organización. Nosotros, siendo amigos,
actuamos como “esposos” y decimos, por ejemplo: «La iglesia de
Radhamés, la iglesia del fundador fulano de tal», pero la esposa pertenece
a su esposo; ella únicamente es de Él.
Debemos de quitarnos del medio para que el esposo y la esposa entren
en amores. A veces interrumpimos la relación de una pareja porque nos
creemos parte. Como le ocurrió a un pastor amigo nuestro y a su esposa,
cuando sus suegros les subieron las maletas al cuarto del hotel, en su luna
de miel, que se quedaron allá, platicando con la pareja. Ellos se sentaron
en la cama y no se iban, a pesar que el tiempo transcurría, pues se les
olvidó para qué estaban allí; perdieron la sensibilidad del momento, la
prudencia de saber que no era su momento, sino el de ellos. No se crea
con tanto derecho y autoridad para interrumpir a Cristo con su amada en
la intimidad.
En ocasiones, nos sentimos los amos y dueños, y decimos: «No, mi
iglesia no va para allá». También hay quienes dicen: «Yo no apoyo esa
campaña», y yo pregunto: ¿quien es usted para apoyar o desaprobar algo
de Dios? Lo que usted debe hacer es tirarse de rodillas y preguntarle al
esposo si él quiere que su esposa se mueva para aquel lugar. ¿Quién es el
que le da permiso a la iglesia, usted o su dueño? De seguro que es el
esposo, usted sólo lo representa. Cuando usted habla por Dios, es porque
primero le preguntó a Él: «Cristo ¿tú quieres que la iglesia vaya o nos
quedamos?». El que tiene la esposa es el esposo. Los ministros estamos a
su lado, no en su lugar. Recuerda que el Señor nos sacó del chiquero, de
la mazmorra, de la perdición, porque tuvo misericordia. Él nos lavó, nos
limpió, nos vistió de salvación y nos dio parte con él, ¿cómo es que ahora
le vamos a quitar lo que le pertenece sólo a Él? Él me llevó al palacio,
¿cómo podría sentarme en su trono y quitarle a la reina? Conozcamos
cuál es nuestra posición y sabremos cuál es nuestra función en el reino de
Dios. Tenemos una función y una posición. La función es prepararle el
camino al esposo; y la posición es estar a su lado, sirviéndole a Él.
No hay una cosa que nos de más gozo, que orar por algo y que Dios
nos hable. Igualmente, cuando nos invitan a ministrar a algún lugar y
vemos la necesidad, pero preferimos sufrir el conflicto de que si Dios no
nos manda no iremos, no nos moveremos, aunque el arca se esté cayendo
(2 Samuel 6:6-7). EL SIERVO DE DIOS NO SE GUÍA POR
NECESIDAD, NI POR PRESIONES, NI POR OPORTUNIDADES NI
CONVENIENCIA, SINO POR UN “ASÍ HA DICHO JEHOVÁ”. Dios
me ha hecho entender la diferencia entre ser invitado y ser enviado por
Dios: cuando somos invitados, podemos dar una linda ministración, pero
cuando somos enviados transmitimos vida de Dios.
Deseemos ser ministros de cosas celestiales, y no de las terrenales,
especialmente en este tiempo donde el cielo ya está abierto. Ahora no se
justifica andar implementando cosas humanas, ni imitando los métodos
del mundo, los cuales pueden tener cierta reputación en la carne, pero no
tienen nada que ver con el Espíritu. El Señor no necesita la obra del
hombre, cuando en Él está escondida toda la sabiduría de los cielos (1
Corintios 1:29-31; 2:7). Nuestro ministerio debe ser de cielos abiertos y
enfocado en asuntos celestiales, para cuando lleguen los “nicodemos”
podamos decirles: “De cierto, de cierto te digo, que lo que sabemos
hablamos, y lo que hemos visto, testificamos; y no recibís nuestro
testimonio. Si os he dicho cosas terrenales, y no creéis, ¿cómo creeréis si
os dijere las celestiales?” (Juan 3:11-12).
asimismo, el Señor dijo: “El que de arriba viene, es sobre todos; el que
es de la tierra, es terrenal, y cosas terrenales habla; el que viene del cielo,
es sobre todos” (Juan 3:31). Parafraseando esta expresión, podemos decir
que la obra en el ministerio que viene de arriba está sobre todas las cosas.
¿Por qué crees que los científicos exploran la tierra desde arriba? Porque
de lejos se ve mejor. Ellos ponen satélites en órbita alrededor de la tierra,
y construyen tecnología en la comunicación constantemente, para
investigar e indagar desde los cielos lo que hay en la tierra. La vista desde
las alturas les da a los estudiosos una comprensión de los problemas
medioambientales, que sus explicaciones por sí solas no les pueden
proporcionar, pues se basarían en el plano real, limitado. Mas, al mirar
hacia abajo desde las plataformas espaciales, obtienen datos cruciales
respecto a lo que sucede en nuestro ecosistema, en un panorama
muchísimo más amplio y extenso. Y a pesar que el objetivo científico es
aumentar su conocimiento para sustituir “creencias”, es innegable que
tienen una mejor perspectiva desde arriba, aunque sólo confirman y
reconfirman lo que, desde hace tiempo, está escrito en la Biblia. Alguien
dijo que la ciencia es orgullosa por lo mucho que ha aprendido, y los
científicos se ufanan de lo que han alcanzado, mas “El que mora en los
cielos se reirá; El Señor se burlará de ellos” (Salmos 2:4). Dios tiene el
control del cielo, de la tierra y de debajo de la tierra; Él es Dios.
El que es de la tierra y del reino de los hombres, las cosas terrenales
habla (Juan 3:31). Fíjate que cuando llegas a un lugar, por lo que
escuchas, puedes saber si lo que se está hablando es terrenal o celestial.
El lenguaje deja ver, inmediatamente, cuando lo que se habla es carne y
sangre, pues se cambian los términos, y ya no es pecado o iniquidad, sino
errores o debilidad; ya no se alude al Espíritu, sino a la psicología. Al
hermanito se lo pueden estar comiendo los demonios, pero lo niegan y
dicen: «Olvídate, eso es cuestión de temperamento; es un problema
químico que tiene él; lo que en realidad necesita son vitaminas»; y en sus
conversaciones sólo se oye: «Yo hice; yo levanté; yo llené; yo vendí; yo
compré; yo, yo, yo…» y en todo eso, me pregunto: ¿dónde está Dios?
Entendamos que lo terrenal no subsiste con lo celestial, porque lo que
es del cielo es superior en fuerzas y en naturaleza. Observa que cuando
un astronauta sale de su estación espacial al exterior, tiene que usar un
traje especial y portar un tanque de oxígeno para poder respirar, porque
en el espacio sideral no hay oxígeno. Así ocurre cuando se entra en la
presencia del Señor, hay que ponerse un traje especial (Jesucristo) y
portar oxígeno (Espíritu Santo), de otra manera seríamos consumidos. Por
tanto, ¿qué prefieres? ¿Lo carnal y terrenal o lo espiritual y celestial?
¿Ambicionas tener un ministerio del cielo, o de los hombres? ¿aspiras
una autoridad terrenal o celestial? ¿Deseas poseer sabiduría terrenal o
espiritual? Medita en ello, porque lo que viene del cielo es sobre todo.
Considera que el acertado golpe que le dio David a Goliat, en una
confrontación tan desigual, solo pudo ser logrado por algo superior a lo
humano. Es notable que David, a pesar de su juventud, fue muy sabio, y
en el momento del enfrentamiento con el enemigo escogió ir sin nada que
no fuera el nombre de Jehová de los Ejércitos (1 Samuel 17:45). De
hecho, nadie creía que David pudiera enfrentar al gigantesco paladín que
con fiereza desafiaba y provocaba al pueblo de Israel. Ni sus hermanos
(que incluso se enojaron con él), ni los varones de Israel ni el mismo Saúl
(quien lo veía como un muchacho sin experiencia frente al gigante y
experimentado filisteo, el cual era un hombre de guerra desde su
juventud), ninguno pensaba que el hijo menor de Isaí, ese que ni su
mismo padre tomaba en cuenta, pudiera vencer en tan temible lid (1
Samuel 17:28, 33). Mas, al ver Saúl la determinación del pastorcito, le
dijo: “Ve, y Jehová esté contigo” (v. 38), no sin antes vestir a David con
sus ropas, y poner sobre su cabeza un casco de bronce, y armarlo de
coraza y ceñirlo con su espada, probablemente, para que no muriera tan
desprovisto. Mas, David se negó, despojándose de toda la armadura y la
espada, para tomar su cayado y cinco piedras lisas, escogidas del arroyo
(v. 40). Así fue David hacia Goliat, con su saco pastoril, y la honda en su
mano, porque sabía que la pelea no era terrenal, sino celestial, pues el
“filisteo incircunciso” había provocado no tanto a Israel, sino a los
escuadrones del Dios viviente (1 Samuel 17:26).
Nota lo que le dijo Goliat a David, al verle: “¿Soy yo perro, para que
vengas a mí con palos? (…) Ven a mí, y daré tu carne a las aves del cielo
y a las bestias del campo” (1 Samuel 17:43,44). David fue, prácticamente,
desarmado, porque iba en nombre de Jehová de los ejércitos. La piedra
fue tan sólo un instrumento, pero el arma era Jehová. No hay ejércitos, ni
armamentos ni pertrechos humanos que venzan en una pelea espiritual,
pues la victoria únicamente la da el Señor. Juan escribió de Jesús: “El que
recibe su testimonio, éste atestigua que Dios es veraz” (Juan 3:33). La
palabra “atestigua” es el término griego sphragizo que se traduce como
“sellar”, “confirmar la autenticidad de algo”; un ejemplo es el trabajo que
realiza un notario público, quien con un sello certifica y da fe de que un
documento es verdadero o auténtico. Por tanto, el que recibe el testimonio
de que Jesús es el Cristo está poniendo un sello de que Dios es verdad. Es
con la fe que tú sellas la veracidad de la salvación que has recibido de
Dios en Jesucristo.
Ahora, ¿qué habló el que vino de arriba? La Palabra de Dios. Jesús
dijo: “Muchas cosas tengo que decir y juzgar de vosotros; pero el que me
envió es verdadero; y yo, lo que he oído de él, esto hablo al mundo” (Juan
8:26). Es decir, Jesús hablaba lo que Dios le mandó a hablar, y te
pregunto: si Dios a ti te envía, ¿qué vas a hablar? El que de arriba es
enviado, solo habla Palabra de Dios. Es como el vendedor que recibe
entrenamiento e información acerca del producto que va a comercializar,
para cuando salga a vender sepa lo que va a decir y a responder. Como
empleado, él tiene que someterse y hacer lo que le digan que haga, de
acuerdo a las pólizas y normas de la empresa, aunque sepa que el
producto no es bueno. Ahora, el cristiano no vende, sino que anuncia al
mundo la gracia, la buena voluntad de Dios para con los hombres, la cual
no sólo es verdadera, sino también gratuita (Romanos 3:24).
Por tanto, si somos enviados por el Padre, las palabras que hemos de
hablar son las que el Hijo nos habló. Jesús le pidió al Padre: “Mas no
ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí
por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en
mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo
crea que tú me enviaste” (Juan 17:20-21). Por eso es inadmisible que en
la iglesia se pongan en práctica ciertas técnicas, pólizas de ventas y
estrategias de mercado para atraer a las almas. El esposo de la iglesia,
nunca le dio esas armas a su amada, sin embargo las están usando. Mas,
ha llegado el tiempo de que abramos nuestros ojos y nuestro
entendimiento a lo verdadero. Hemos sido llamados a atestiguar, y solo se
atestigua la verdad. Desde ahora en adelante, cada vez que se vaya a
hacer algo en el ministerio para Dios, preguntémonos: ¿esto viene de los
hombres o viene de Dios?
Finalmente, no quiero terminar sin compartir fielmente lo que el Señor
me dijo acerca de esto. Cuando Jesús le hizo la pregunta a los que le
cuestionaban sobre su autoridad, dice la Palabra que ellos discutían entre
sí, diciendo: “Si decimos, del cielo, dirá: ¿Por qué, pues, no le creísteis?
¿Y si decimos, de los hombres...? Pero temían al pueblo, pues todos
tenían a Juan como un verdadero profeta” (Marcos 11: 31-32). Mi
hermano, como ministro que soy tengo tu mismo corazón, por lo que
puedo decir y entender lo que siente un siervo de Dios. Cuando el Señor
me llamó, hace treinta y nueve años atrás, estaba a punto de entrar en la
universidad, a la escuela de medicina, porque quería ser médico, y yo no
tenía edad ni experiencia con Dios, y estaba en una iglesia que no creía en
el ministerio del Espíritu Santo. Sin embargo, Él puso palabras en mi
boca, cuando le dije: «Si yo voy a dejar de hacer lo mío (ser médico) para
hacer lo tuyo, úsame o déjame, porque no quiero ser un pastor “apaga
fuego”, uno más que se pase la vida entera resolviendo minucias. Anhelo
ser un hombre usado por ti, que la última partícula que yo tenga de
energía, tú la uses para tu obra, de lo contrario, déjame hacer lo mío, pues
prefiero servirte en el banco de la iglesia como un laico, que esforzarme
vanamente sin ti». Desde entonces, esa oración está siempre delante de
mi Dios. Las lágrimas que han salido de mis ojos solamente mi Señor y
yo las conocemos.
En ocasiones, he tenido que interceder delante de su Presencia,
llorando, como David y como Moisés, diciéndole: «Señor, si he
encontrado gracia delante de tus ojos, acuérdate del pacto que tú hiciste
conmigo, cuando me llamaste, siendo yo un niño». Comparto esto
contigo, porque yo sé lo que sufre un ministro, conozco su dolor, el afán
y lo que tolera con tal de ver realizada la obra de Dios. Sé cómo la
Palabra lo traspasa, y cómo nos sentimos reprendidos, y cómo, por más
que hagamos, siempre nos sentimos siervos inútiles. Por tanto, jamás me
atrevería a golpearte sin necesidad, porque me golpearía a mí mismo, y
peor aún, a mi Cristo amado. Mas, sé que Dios quiere poner una demanda
delante de ti, a través de este mensaje, dirigiendo tu atención a que el
pueblo sí sabía de donde venía el bautismo de Juan, pero los líderes no.
Lo dicho constituye un problema en la iglesia en la actualidad. ¿Cuál es
el problema? Que Dios es un Dios de orden, y quiere derramar su unción
por la cabeza (Salmos 133:2), pero lo que está pasando es que el pueblo
está más a la expectativa de Dios que sus líderes. Y yo digo: «Señor,
¿cómo es esto?» Pero como Dios es el alfarero que hace y deshace, según
su soberana voluntad, y cambia sus patrones, pero no sus propósitos, le
digo: «Señor, ¿será que ahora el aceite va comenzar a fluir desde los
pies? Pero, ¿con qué fuerza puede llegar hacia arriba?». Y dime tú si no
es así, cuando vemos hermanos que están con un deseo tremendo de ver a
Dios reinar, y quieren orar, se reúnen y todo lo que es de Dios lo quieren
seguir, en cambio, vemos a muchos ministros rezagados, lentos, y
cuestionándolo todo. Mas, el que tiene visión de Dios sabe lo que es de
Dios.
Jesús dijo: “El que es de Dios, las palabras de Dios oye” (Juan 8:47).
Sin embargo, entendemos que hay muchos que la oyen, pero se hacen los
sordos, porque el precio que hay que pagar es tan grande y ellos no están
dispuestos a renunciar a lo suyo. Entonces, como el joven rico, se van
tristes, porque oyendo la Palabra, no están convencidos ni persuadidos de
que lo de Dios tiene más valor que lo suyo y todo lo que hay en el mundo
(Mateo 19:22). Personalmente, cuando salí de la denominación donde
estaba, tuve que dejar una maleta bien grande, un equipaje bien
formadito, el cual –a mis ojos- era todo un éxito. Pero Dios se tomó el
tiempo de romper todos mis moldes, y se aseguró de sacar, a través de los
años, todas esas cosas de mí. El proceso fue tan doloroso que consideré
hasta dejar el ministerio, porque pensaba que el Señor me había
abandonado, que había cometido un error al salirme de aquella
denominación. Pero Dios tuvo misericordia de mí y me dijo: «No, hijo
mío, yo estoy contigo, lo que pasa es que tengo que romper tu vaso para
hacer el mío en ti. Tú tienes que deshacer todas esas obras humanas, para
hacer las obras divinas. Yo quiero hacerte un ministro conforme a mi
corazón». Amado, no resistamos al que habla.
Dios al que ama, disciplina, y “azota a todo el que recibe por hijo”
(Hebreos 12:6). Él ama a sus ministros y honra a sus siervos, y nunca les
faltaría el respeto ni los golpearía innecesariamente. Por tanto, Su
llamado, primeramente, es de amor para ti, porque Dios va a hacer una
obra grande en las naciones de la tierra, y no te quiere excluir de esa
bendición, por eso te habla de esta manera. El Señor quiere sacudir a sus
siervos, pues “Su aventador está en su mano, y limpiará su era, y
recogerá el trigo en su granero, y quemará la paja en fuego que nunca se
apagará” (Lucas 3:17). Por lo cual, Él va a soplar, para llevarse todo lo
que es paja en nosotros, y quede solamente el trigo. Y en ese proceso,
muchas veces, Jehová va a tener que decirnos como le dijo a Pedro:
“Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a
trigo” (Lucas 22:31). Yo prefiero que sea Dios que me zarandee y no el
diablo. El Señor quiere separar el trigo de la paja, y Pedro tenía mucha
paja, de tal forma que la confianza en sí mismo era el forraje que no le
permitía sacar la pureza en su ministerio.
De hecho, esa actitud de Pedro es el pecado de los ministros que
confiamos mucho en nuestro aprendizaje, en nuestra experiencia, en
nuestras capacidades y unciones y no en Dios. El deseo de ser originales,
hace que nos afanemos por fomentar nuestros métodos, para mostrar que
tenemos una iglesia más grande que otros, y decir: «a mí sí me usa Dios»,
como si estuviéramos en competencia. Ignorando que solo hay una sola
obra, un solo trabajo, y un solo Señor, al que al final daremos cuenta. Así
que el triunfo que te da a ti en tu ministerio, también es el mío, de otros y
viceversa, porque es una sola obra, la de Dios, y un solo llamamiento, el
de Dios. Por tanto, debiéramos gozarnos al ver la prosperidad de la obra
del Señor, no importando a quien Él use, porque no es algo personal, sino
divino.
Como siervo inútil de Dios, termino este segmento con temor y
temblor, encomendando la palabra a aquel que la envió, para que Él haga.
Nada es el que siembra y tampoco el que cosecha, sino aquel que da el
crecimiento, y que envía Su Palabra y la hace germinar. Todos
sembramos, pero si el grano se queda debajo de la tierra no pasa nada,
pero si este se levanta, como se levantó el bendito grano de trigo, Jesús,
traerá vida a los hombres.
Entiendo que con esta palabra, los ministros han sido confrontados por
el Señor, y yo ruego a Dios que reciban este mensaje, que aunque luzca
duro, no es severo, sino fuerte como es el amor, porque ha sido hecho en
amor (Cantares 8:6). El Señor tiene derecho sobre sus servidores, y puede
venir y reprendernos cuando quiera, y decirnos: «No estás haciendo las
cosas bien». Y ¡bendita sea la disciplina! Pues, aunque en el momento no
nos causa gozo, después da fruto de justicia para gloria de Dios. Por
tanto, como ministros maduros que somos en Cristo, recibamos la
amonestación y demos gracias al Señor por ella. Reconozcamos nuestros
errores y pidamos perdón por toda obra que no ha sido hecha en Dios; por
todas las veces que nos hemos aferrado a la posición eclesiástica y no a la
función espiritual, cuando lo terrenal está subordinado a la espiritual. La
iglesia está y debe estar organizada, porque el tiempo moderno así lo
requiere, pero entendiendo que ella no es una organización, sino un
organismo viviente. La institución debe ser una herramienta, esclava del
organismo, y no lo contrario, como está ocurriendo.
No nos aferremos a la identificación que nos dé el concilio, aunque es
necesario en estos días, ya que hay tantas personas que se hacen pasar por
lo que no son (y Dios lo ha permitido por algo). Pero vuelvo y te digo, sin
menospreciar la credencial, no nos aferremos a ella, pues nuestra
autoridad no nos la da un carné o documento, sino Dios. Por lo cual,
cuando venga alguien de parte del Señor, sea quien sea, aunque no
pertenezca a ninguna organización, no lo rechacemos, como le dijo Jesús
a uno de sus discípulos que se quejó de que había uno que en su nombre
estaba echando fuera demonios, pero se lo prohibieron porque no le
seguía, y él le dijo: “No se lo prohibáis; porque ninguno hay que haga
milagro en mi nombre, que luego pueda decir mal de mí. Porque el que
no es contra nosotros, por nosotros es” (Marcos 9:38-40). Así la iglesia
llamará a muchos en los últimos días, que no portan ninguna credencial,
de los cuales dirán: « ¿De dónde salió este? ¿De dónde vino?» Pero ellos
son mensajeros de Dios, “Juanes” que ministrarán con el espíritu de Elías,
para amonestarnos y mostrarnos el camino de la vida, y la instrucción de
Su santa voluntad para estos días.
Pidamos a Dios un corazón sensible, para quebrantarnos en su
presencia y podamos todos arrepentirnos, desde el mayor hasta el menor.
El arrepentimiento es el atrio para entrar al Santísimo, así como el altar
de bronce es representación de la cruz, antes de entrar al Lugar Santo y al
Santísimo. Todos tenemos que pasar por el espíritu de la cruz, espíritu de
abnegación y de entrega, para poder estar delante del Señor; que haya en
nosotros el mismo sentir que hubo en Cristo Jesús, y renunciemos al
orgullo, para que suene la voz que habla en Isaías:

“Da voces. Y yo respondí: ¿Qué tengo que decir a voces? Que


toda carne es hierba, y toda su gloria como flor del campo. La
hierba se seca, y la flor se marchita, porque el viento de Jehová
sopló en ella; ciertamente como hierba es el pueblo. Sécase la
hierba, marchítase la flor; mas la palabra del Dios nuestro
permanece para siempre”(Isaías 40:6-8).

Esa misma voz que se oyó en el desierto que dijo: “Preparad camino a
Jehová; enderezad calzada en la soledad a nuestro Dios. Todo valle sea
alzado, y bájese todo monte y collado; y lo torcido se enderece, y lo
áspero se allane. Y se manifestará la gloria de Jehová, y toda carne
juntamente la verá; porque la boca de Jehová ha hablado” (Isaías 40:3-5),
está hablando a nuestro espíritu hoy. Y la tercera voz dice: “Súbete sobre
un monte alto, anunciadora de Sion; levanta fuertemente tu voz,
anunciadora de Jerusalén; levántala, no temas; di a las ciudades de Judá:
¡Ved aquí al Dios vuestro! He aquí que Jehová el Señor vendrá con
poder, y su brazo señoreará; he aquí que su recompensa viene con él, y su
paga delante de su rostro” (vv. 9-10). Iglesia, ministros de Dios, señálalo
a él y di: « ¡He ahí al Señor, mírenlo a él!». Escóndete en el Señor, y que
el Espíritu Santo sople sobre nuestras vidas y se lleve toda gloria humana;
y venga con el viento caliente y abrasador del desierto y consuma todo lo
que es confianza en la carne; y todo lo que hemos aprendido de los
hombres desaparezca, para que comencemos a fomentar y a hacer las
obras de Dios.
Le pido al Señor que tenga misericordia de nosotros, y que su temor
caiga sobre nuestro corazón, porque un día tendremos que verle el rostro
a Jesús y darle cuenta de nuestro ministerio. En realidad, no daremos
cuenta por la salvación, porque ya Cristo dio cuenta por ella, pero sí
hemos de dar cuenta de lo que el Señor nos ha encomendado, de nuestra
mayordomía. Anhelemos ser aprobados en Jesús, y que nos presentemos
allí como un obrero que no tiene nada de qué avergonzarse, que ha
trazado bien la palabra de verdad, que no ha acudido al lucro y al
cohecho, que no ha vendido la convicción del Espíritu, por una posición o
la buena voluntad de los hombres, porque cuando queremos agradar a los
hombres no somos siervos del Señor Jesucristo (Gálatas 1:10).
Es mi oración que el Dios de los cielos y de la tierra tenga misericordia
de sus ministros y de sus hogares, y abra sus ojos para ver cuánto hemos
pecado al seguir tradiciones de hombres sin detenernos a reflexionar si el
Señor se agrada en ello... Es necesario que Dios quebrante nuestros
corazones ahora, en este instante, de manera que cuando pasemos al
siguiente segmento lo hagamos renovados espiritualmente. Así,
reconociendo nuestras flaquezas, que somos polvo, débiles, con pasiones
semejantes a la de Elías (Santiago 5:17), sabremos que por encima de
todas esas cosas, nuestro Dios nos sostiene y nos toma de la mano y no
nos deja a expensas de nuestras iniciativas.
Este mensaje también lo aplicamos a las autoridades en el ámbito
secular (presidentes, gobernadores, militares, policías, todo el cuerpo
castrense, funcionarios públicos, empresarios, etc.) que están leyendo este
libro, y se preguntan: «Pero, ¿qué hago yo leyendo este tipo de libro, qué
significan estas palabras para mí?» ¡Quién sabe lo que en este momento
está inquietando a sus corazones! Pero la Palabra de Dios dice que ellos
son ministros de Dios, y su autoridad ha sido establecida por Dios, para
nuestro bien (Romanos 13:1,4). Por tanto, si tú eres una autoridad en el
área que sea, entiende que has sido puesto por Él, para mantener un orden
que beneficie a las familias de la tierra, y debes gobernar bien, con temor
y temblor delante de Dios. Ya seas un oficial del orden o Primer Ministro
para dirigir a una nación, te ruego doblegues tu ser frente a la autoridad
de Cristo. Entiende que a ti no te eligió nadie, ni te ascendió de rango un
superior, sino que Dios te puso, porque Él es el que quita y pone
gobiernos, y los que están son puestos por Él, por tanto, a ti también te
eligió Jehová. Pídele al Señor que te dé una revelación de este mensaje y
lo que significa verdaderamente autoridad, para que el temor de Dios
caiga en tu corazón y digas como todo ministro de Dios: «Desde ahora en
adelante, yo voy a gobernar en el temor de Dios, y usaré mi autoridad
sujeto a la autoridad del cielo, para que el Señor comience a engrandecer
Su nombre en donde estoy y en todos los confines de la tierra». Y yo
digo: Amén.
Es necesario que Dios derrame en todos los ministros, servidores y
dignatarios de la tierra, espíritu de sabiduría, de ciencia y de consejo, y
tape sus oídos a los consejos de los hombres, para que el temor divino
caiga en sus corazones y gobiernen a su nación en el temor de Dios. Los
antiguos consultaban en todo a Dios, así ellos busquen al Señor, y usen
consejeros espirituales –no gurú ni adivinos- sino siervos de Dios,
hombres llenos del Espíritu Santo, que los orienten. Asimismo, que cada
ministro gubernamental, militar o político se sujete a Dios, para que no
prevalezca la desunión ni la ambición política por el poder, sino el deseo
de gobernar bien, como aquellos que han de dar cuentas al Dios del cielo,
por la autoridad que Él ha puesto en sus manos (Romanos 13:1).
Es imperioso que haya conocimiento de Dios en todos los ámbitos de la
tierra, y sea echada fuera la ignorancia, para que reine la iluminación del
eterno. Conviene que se conozca el evangelio de Jesús en toda nación,
tribu, lengua y pueblo, para que los principados de maldad en las regiones
celestes y demonios, que quieren enseñorearse de los pueblos,
¡desaparezcan!, y el señorío de Cristo se implante en cada lugar, por
pequeño que este sea. Toda clase profesional y poder gubernamental
necesita a Cristo. Igualmente aquellos que aplican y promulgan leyes, que
hagan leyes justas, y apliquen la justicia sin cohecho, para que no hagan
daño al pobre ni se inclinen al favor del rico.
Es apremiante que haya unidad entre las autoridades y la iglesia,
porque cada uno de ellos suple una necesidad, en lo secular y en lo
espiritual, respectivamente. Así, juntos podremos hacer frente a los males
que afligen al mundo, y se pueda ver la diferencia entre el reino del
diablo y el reino de Dios. El diablo vino para matar, hurtar y destruir,
pero Jesús vino para darnos vida, y vida en abundancia (Juan 10:10).
¡Qué reine la justicia en la tierra, que es la gloria y la autoridad de
Jesucristo, la cual viene de los cielos y no de los hombres!
Indudablemente, si nuestro llamamiento procede del cielo, entonces
nuestra obediencia y lealtad deben ser al Rey de las alturas y a Su reino
celestial.

4.2 Si no Lucha Legítimamente

“… el que lucha como atleta, no es coronado si no lucha


legítimamente” -2 Timoteo 2:5

Todo cristiano tiene el ideal de vivir la vida del reino de los cielos, lo
cual no es una utopía, sino algo posible, pues Jesús y los apóstoles
vivieron así. Por consiguiente, nosotros también podemos porque al igual
que ellos, tenemos como ayudador al Espíritu Santo. El Señor quiere que
vivamos de esta manera, especialmente en un momento donde todo va de
mal en peor, y la humanidad está llegando a rebasar el límite del pecado,
excediéndose en toda clase de vicios y perversiones. No obstante,
sabemos que Dios siempre tiene instrumentos en cada generación y
personas para cada situación. Así, algunos van al frente, otros abren el
camino para los que vienen detrás, y a cada uno lo entrena de acuerdo a
su utilidad, y según la misión que se le vaya a asignar. De la misma
manera, Dios repartió dones a la iglesia, capacidades ungidas,
ministerios, operaciones y funciones, para que seamos aptos y capaces de
hacer la obra que nos encomendó. En este segmento veremos un
instrumento escogido, muy útil del Señor, al apóstol Pablo (Hechos 9:15),
cuya vida llegaba a su fin. En la última carta que escribió a su hijo
espiritual, Timoteo, antes de ser ejecutado, encontraremos la esencia de lo
que Dios quiere decirnos en este segmento.
En esa carta, el apóstol Pablo expresa que tiene una cita con la muerte,
y que el tiempo de su partida estaba cercano (2 Timoteo 4:6). Él estaba
preso en Roma, posiblemente ya había sido juzgado y condenado, y
esperaba, solamente, el día de la ejecución. Ahora imagínate a un hombre
que tiene ese ¡ay!, esa imposición, esa necesidad de compartir lo que ha
recibido, un hombre que debido a la gracia que Dios le dio se sentía
deudor, por eso había escrito años antes: “A griegos y a no griegos, a
sabios y a no sabios soy deudor. (...) me he hecho siervo de todos para
ganar a mayor número. Me he hecho a los judíos como judío, para ganar
a los judíos; a los que están sujetos a la ley (aunque yo no esté sujeto a la
ley) como sujeto a la ley, para ganar a los que están sujetos a la ley; a los
que están sin ley, como si yo estuviera sin ley (no estando yo sin ley de
Dios, sino bajo la ley de Cristo), para ganar a los que están sin ley. Me he
hecho débil a los débiles, para ganar a los débiles; a todos me he hecho de
todo, para que de todos modos salve a algunos. Y esto hago por causa del
evangelio, para hacerme copartícipe de él” (Romanos 1:14; 1 Corintios
9:19-23). Pablo entendía que él fue llamado a un propósito, a ser eficaz, a
agradar a aquel que lo había tomado. Él quería asirse de aquello por lo
cual Dios lo tomó también a él. Ese hombre estaba bien enfocado, sabía
lo que era, pero ahora tenía una cita con la muerte, lo que significa que su
fin estaba cerca y sus días estaban contados.
Pablo sabía la importancia de los padres que engendran hijos por medio
del evangelio, de los cuales no abundan muchos (1 Corintios 4:15), por
eso sentía un gran conflicto dentro de sí y escribió: “Mas si el vivir en la
carne resulta para mí en beneficio de la obra, no sé entonces qué escoger.
Porque de ambas cosas estoy puesto en estrecho, teniendo deseo de partir
y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor; pero quedar en la carne es
más necesario por causa de vosotros. Y confiado en esto, sé que quedaré,
que aún permaneceré con todos vosotros, para vuestro provecho y gozo
de la fe…” (Filipenses 1:22-25). Por tanto, para él no era poca cosa el ser
relevado en esa obra, dejarle a alguien la antorcha para que siga la
carrera, desde donde él la dejó.
Piensa ahora en el atletismo, en una carrera de relevos, donde alguien
corre un tramo y le entrega la antorcha al que sigue, y ese, a su vez, hace
su recorrido y se la da al que lo está esperando, para emprender también
su carrera y llegar a la meta. ¿Sabes cómo le llaman al tubo que se pasan
los corredores después de correr cada uno la distancia determinada?
Testigo. ¡Tremendo! No sé cómo lo ves tú, pero ese tubo bien puede
tipificar la Palabra de Dios, que también es un testigo que se levanta a
legitimar la justicia divina revelada en Jesucristo (Romanos 3:21). ¿Qué
“testificó” Jesús cuando estuvo entre nosotros? Lo que vio y oyó del
Padre (Juan 3:11, 32); y ¿qué “testificó” el concilio celestial en la tierra?
Que Jesucristo es el Hijo de Dios (1 Juan 5:5-6); ¿cuáles otros tres
concordaban como “testigo” de esa verdad? el Espíritu, el agua y la
sangre (1 Juan 5:8).
Ahora dime, ¿cuál fue el “testigo” de la iglesia primitiva? Testificar
que Jesús era el Cristo a toda nación, tribu, lengua y pueblo (Marcos
16:15). ¿Cuál fue el “testigo” que usó Pablo? Testificar a judíos y a
gentiles acerca del arrepentimiento para con Dios y la fe en nuestro Señor
Jesucristo (Hechos 20:21); ¿cuál fue el “testigo” que usaron los
apóstoles? Que el Padre envió al Hijo, para salvar al mundo (1 Juan
4:14). Y me pregunto, ¿qué “testificamos” nosotros? ¿Cuál es el “testigo”
que pasaremos a las generaciones que nos releven? ¿Hemos corrido bien
nuestro tramo? ¿Conservamos el “testigo” que nuestros antepasados, a
precio de sangre, pasaron a nuestras manos?
El correo en la antigüedad, por ejemplo, usaba “mensajeros”, los cuales
contaban con caballos y estaciones de cambio. En esas estaciones
conocidas luego como postas (de donde proviene la palabra “postal”)
había grandes caballerizas y jinetes para agilizar el correo de manera que
el mensaje llegara más rápido, ya que el mensajero que estaba en la
estación, relevaba al que llegaba, marchando de inmediato con un caballo
descansado, por lo que avanzaba con más rapidez. Los mensajeros vivían
para eso, y luchaban contra las inclemencias del tiempo hasta cumplir su
propósito. Ese empeño y constancia se han extendido hasta el día de hoy,
de tal manera que ya se da por entendido que “Llueva, truene o
relampaguee” una carta se recibirá en dos o tres días, no importa de
donde provenga.
Apliquemos eso ahora a esa carrera que se refería Pablo, cuando le
ilustraba a Timoteo la importancia de la predicación del evangelio, en un
momento tan crítico como el de su partida. Este hombre estaba al punto
de morir, y necesitaba transmitirle al que le sustituiría lo básico y
primordial del ministerio que había recibido del Señor. En ese momento
no podía detenerse en contarle historias ni sueños, ni hablarle de sus
grandes victorias y experiencias espirituales, sino que estoy seguro que
Pablo quería fundirse con Timoteo en el encargo. Sus palabras estaban
llenas de una gran carga emocional, cuando le decía: “Te encarezco
delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los
muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que
instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda
paciencia y doctrina. Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana
doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros
conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído
y se volverán a las fábulas. Pero tú sé sobrio en todo, soporta las
aflicciones, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio” (2 Timoteo
4:1-5). Pablo le suplicaba, pero también le encarecía y recomendaba con
empeño el ministerio.
Es notable que en ese tiempo, a pesar de que el evangelio se había
extendido por todo el mundo conocido en aquellos días, había en la
iglesia mucha gloria, pero también mucha apostasía. Pablo en esa epístola
mencionó a ministros que lo habían abandonado, no para ir a predicar a
otro lugar, sino porque se habían desviado de la verdad, enseñando
doctrinas extrañas como que la resurrección ya se había realizado (2
Timoteo 2:18), y otros, como Demas, se fueron porque amaron más al
mundo que al Señor (2 Timoteo 4:10). El tono de la carta expresaba la
preocupación del apóstol por la situación que había enfrentado y que
pudiera repetirse en el futuro en la vida de otros creyentes, si no eran
alertados.
En ese contexto, es como si Pablo le dijese a Timoteo: «Timoteo,
Cristo llegó a mí y me pasó la antorcha; yo llegué a ti, a través de la
predicación del evangelio, y te enseñé lo mismo que recibí del Señor.
Ahora ha llegado el tiempo de mi partida y tú eres quien tomará la
antorcha en mi lugar. Por tanto, lo primero que te digo es: “… esfuérzate
en la gracia que es en Cristo Jesús” (2 Timoteo 2:1)» O sea: «Para tú
seguir haciendo la obra que Dios te dio, siendo fiel en esta generación
infiel, y lograr pasar la antorcha a la generación que sigue después de ti;
para tú prevalecer frente a todos estos movimientos de apostasía y
situaciones que hay en la iglesia, y puedas hacer la obra del ministerio y
guardar el depósito, retener la doctrina, y todas las instrucciones que tú
has recibido, Timoteo, tienes que esforzarte en la gracia».
Y me pregunto, ¿cómo es posible esforzarse en algo que se recibe?La
gracia es gracia precisamente por ser inmerecida, algo que se obtiene sin
haber producido ningún trabajo para alcanzarlo. La gracia es lo que Dios
hace en mi vida, no yo en mí. Mas, luego entendí lo que Pablo quiso decir
y es que se tome la fuerza de la gracia, el amor de la gracia, el poder de la
gracia y todo lo que implica y contiene la gracia, para poder permanecer
en ella. Eso es como el vuelo del águila, la cual no se pone a pelear con el
viento para remontarse en él. El águila con sabiduría observa hacia dónde
sopla el viento, entonces abre sus alas y con la fuerza del viento, sin hacer
ningún esfuerzo, se deja guiar y vuela bien alto. Eso mismo es lo que
Dios quiere que hagamos con el Espíritu Santo, que dejemos que él nos
guíe, que permitamos que su fuerza nos impulse, que tomemos de lo que
hemos recibido de la gracia, con toda su implicación y sigamos nuestra
carrera de relevo.
Lo segundo que le dijo Pablo a Timoteo fue: “Lo que has oído de mí
ante muchos testigos, esto encarga a hombres fieles que sean idóneos
para enseñar también a otros” (2 Timoteo 2: 2). Es decir, lo que Pablo
recibió se lo pasó a Timoteo, y ahora le dice que él haga lo mismo con
otros, para que lo que les dio el Señor vaya de mano en mano. Esa acción
no es extraña en el Señor, pues veo en la multiplicación de los panes que
la Biblia dice en todas las narraciones: “tomando los siete panes,
habiendo dado gracias, los partió, y dio a sus discípulos para que los
pusiesen delante; y los pusieron delante de la multitud” (Marcos 8:6). El
libro de Apocalipsis comienza diciendo: “La revelación de Jesucristo,
que Dios le dio, para manifestar a sus siervos las cosas que deben
suceder pronto; y la declaró enviándola por medio de su ángel a su
siervo Juan…” (Apocalipsis 1:1). O sea, la revelación que Dios le dio a
Jesucristo, él se la pasó al ángel, y el ángel se la pasó a Juan y este a
nosotros, y nosotros se la comunicamos al mundo. Hay una cosa que Dios
te puso en la mano, y algo que alguien te dio, que lo recibió de Dios. El
ministerio es un llamamiento del Padre a dar. Esto es un asunto de “mano
a mano”, de manera que lo que me pasaron a mí, yo te lo paso a ti, tú se
lo pasas a otros, sabiendo que todo es del Señor, y de lo recibido de Su
mano le devolvemos a Él, y damos a los hombres (1 Crónicas 29:14).
Es importante connotar que si tú detienes lo que se te ha entregado, no
va a continuar la cadena, y se perderá en tu mano. Como sucedió con el
maná, cuando algunos, desobedeciendo a Moisés, guardaron para otro
día, y se pudrió, hedió, y crió gusanos, ¡no se pudo comer! (Éxodo 16:19-
20). Lo que Dios da no es dado para detenerse, sino para ministrarse. Por
eso es que tenemos que abrir los ojos para mirar la importancia de la
fidelidad individual. La iglesia es un cuerpo, pero está formada por
miembros y uno solo que se paralice, puede detener a todos. Es necesario
que asumamos nuestra responsabilidad individual y digamos: «Yo recibí,
debo dar; si soy riñón junto con mi compañero voy a filtrar la sangre,
para quitar los desperdicios que eliminaré por la orina; si soy corazón voy
a latir para distribuir la sangre por todo el cuerpo, etc. No se puede
quedar en mí lo que yo recibí, lo tengo que pasar; soy deudor a aquellos
que lo necesitan».
¿Por qué crees que Pablo le dijo a Timoteo que busque hombres fieles
y aptos (2 Timoteo 2: 2)? Porque eran los requisitos para ser ministro del
Señor. Él dijo: “Palabra fiel: Si alguno anhela obispado, buena obra
desea. Pero es necesario que el obispo sea irreprensible, marido de una
sola mujer, sobrio, prudente, decoroso, hospedador, apto para enseñar; no
dado al vino, no pendenciero, no codicioso de ganancias deshonestas,
sino amable, apacible, no avaro; que gobierne bien su casa, que tenga a
sus hijos en sujeción…” (1 Timoteo 3:1-4). En fin, la lista de requisitos
previos era larga para que una persona sea apta para el ministerio y
Timoteo debía ordenar o consagrar a aquellos en lo que se vieran esos
frutos. Por eso, Pablo también le advirtió a Timoteo: “No impongas con
ligereza las manos a ninguno, ni participes en pecados ajenos. Consérvate
puro” (1 Timoteo 5:22). Por tanto, tengamos sumo cuidado a quien le
pasemos el manto, porque si no es llamado ni es apto, esa persona va a
hacer daño en vez de hacer bien, algo que está causando mucho perjuicio
al ministerio cristiano en la actualidad.
Y me pregunto, ¿dónde se perdió el camino? ¿Cómo nos desviamos de
la bendita y trazada senda? Fácil, solo el hecho de que alguien no haya
sido fiel y no pase bien lo que recibió, echa a perder totalmente a una
generación, pues se pierde el depósito. Si los que nos antecedieron no
siguieron instrucciones, posiblemente ordenaron ministros basados en
parentescos, simpatía o porque tenían unción o algún don, obviamente se
desvió y se detuvo el propósito. Pero Dios no quiere que vuelva a pasar lo
mismo, por eso está restaurando y creando una nueva generación, con su
santo celo y devoción. Por tanto, con lo que se nos dio, seamos fieles y
leales, consecuentes con la verdad. Pasemos bien a la próxima generación
lo que sabemos que es el ideal de Dios, aunque no lo hayamos alcanzado.
Pablo dijo: “No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino
que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido
por Cristo Jesús” (Filipenses 3:12). Debemos seguir su ejemplo, para que
Dios haga lo que quiere hacer.
Hay una responsabilidad en la imposición de manos, por eso Pablo le
advierte a Timoteo que no le imponga las manos a nadie con ligereza,
pues imposición de manos es transferencia de autoridad. Cuando Moisés
le puso la mano a Josué dice la Palabra que le transfirió de su mismo
espíritu (Deuteronomio 27:19). Jehová le dijo a Moisés: “… pondrás de
tu dignidad sobre él” (v. 20). Y la palabra “dignidad” en hebreo implica
majestad, gloria, autoridad, unción. Todo lo que poseía Moisés se lo dejó
caer encima a Josué cuando lo apartó. Por eso, cuando Moisés murió,
dice la Palabra: “Y Josué hijo de Nun fue lleno del espíritu de sabiduría,
porque Moisés había puesto sus manos sobre él; y los hijos de Israel le
obedecieron, e hicieron como Jehová mandó a Moisés” (Deuteronomio
34:9). Por tanto, apartar a una persona es transferirle autoridad, dones,
capacidades, unciones, espíritu, es darle todo lo que Dios te dio y más.
Por eso digo que todos somos responsables de todo lo que está pasando
en la iglesia (los malos testimonios, abusos, prevaricación en los
ministerios, escándalos, etc.), porque es obvio que en algún momento, en
la transferencia, no seguimos la instrucción que nos dio el Señor. Hay
quienes abusan de la confianza y hay a quienes los estimula la confianza.
Honremos con obediencia a aquel que nos honró, que nos confió, que nos
tuvo por fiel poniéndonos en el ministerio.
Continuando con el consejo de Pablo a Timoteo, él le dijo: “Tú, pues,
sufre penalidades como buen soldado de Jesucristo. Ninguno que milita
se enreda en los negocios de la vida, a fin de agradar a aquel que lo tomó
por soldado” (2 Timoteo 2:3-4). Nota que el apóstol compara a un
ministro con un soldado, porque un militar no se va a enredar en los
asuntos civiles, porque su propósito es ser leal y agradar a aquel que lo
reclutó para un fin. Un soldado es alguien que siempre está “presto a”,
“listo para”, “alistado exclusivamente en el servicio de”, y por eso no
puede decir: «Me voy a tomar el día libre hoy, no tengo ánimos de hacer
guardia. Me voy a compartir con mis amigos y quizás me reporte
mañana», ¡jamás! Los que han militado en cualquier cuerpo castrense o
conocen la profesión militar saben que eso es algo imposible e
inadmisible en dicha institución. El soldado se debe a la milicia y está
sujeto a un orden y a un comando.
Supe de un joven que estuvo en el ejército y, cuando estaba en
entrenamiento, un maestro, apenas verlo entrar al salón de clases, le dijo:
«Soldado, usted debe recortarse el pelo. Aquí siempre debe andar
rasurado, y su pelo llevarlo más bajito, así que recórteselo». El recluta lo
escuchó y al llegar a su habitación se miró al espejo y dijo: «Mmm..., yo
me veo bien, ¿quién le dijo a él que mi pelo está largo? No, no, olvídalo,
me quedo así como estoy». El muchacho no le dio mayor importancia, y
otro día, estando en la clase, el maestro lo vio y simulando no haberlo
visto dijo: « Está aquí un soldado a quien le dije que debía recortarse el
pelo, ¿quién fue?», fingiendo que no se acordaba de él. Pero el joven,
tratando de mostrar integridad, se levantó y dijo: «Yo soy, fue a mí al que
usted le dijo», entonces el maestro le respondió: «Véame después de la
clase».
Cuando terminó el período, se fue con el joven a la oficina y expuso
delante de los superiores la observación que le había hecho al recluta, y
se le anotó en su récord una nota: “desobediencia”. De ahí en adelante, el
joven aprendió, no tan solo a seguir órdenes, sino a cumplirlas, estuviera
de acuerdo o no, por simples que parecieran. Nota que algo tan sencillo
como haberse negado a cortarse el pelo, fue una anotación a destacarse en
el récord de ese aspirante a soldado. Aplica ahora esa misma enseñanza al
ministerio.
Los cristianos tenemos la libertad que nos dio Cristo y debemos estar
firmes en ella (Gálatas 5:1), pero también el apóstol Pablo dijo: “Todo me
es lícito, pero no todo conviene; todo me es lícito, pero no todo edifica
(...) yo en todas las cosas agrado a todos, no procurando mi propio
beneficio, sino el de muchos, para que sean salvos” (1 Corintios
10:23,33). Es decir, que aun su libertad, lo que le era lícito en Cristo
Jesús, él lo sometió a Dios, para que haya edificación en la iglesia.
Aunque el ministro tenga libertad, no pertenece a sí mismo, no es
independiente, pues aun su cuerpo fue redimido, su mente, su vida, todo
le pertenece al Señor. Hay cosas que yo digo que nunca en mi vida las
haría, y el Señor me dice: «Si yo no te lo pido…», y he tenido que decir:
«Señor, si tú me lo pides, aunque sea comer excremento yo lo hago». No
somos nuestros, somos soldados, y no podemos hacer nuestro propio
itinerario, nuestros propios planes, como decir: «Me voy acá, voy allá;
voy a hacer esto, etc.», no, no, no. Estamos bajo la autoridad del Señor, y
lo que Él diga, cuando Él diga, sea sencillo o complicado, hay que
hacerlo; no estamos para agradarnos a nosotros mismos, sino para agradar
a aquel que nos llamó. Es imposible ser un buen ministro si no se es un
buen soldado de Cristo, de ninguna manera. ¡Cuántas cosas nos gustaría a
nosotros hacer, también emprender, pero no nos gobernamos, no somos
nuestros, somos del SEÑOR!
El compromiso que tenemos con Dios requiere una disciplina militar,
pero la encomienda no es legalista, sino espiritual. Sabemos que en la
milicia hay un montón de cosas que lucen arbitrarias, y lo son, pero
independientemente de eso, estas prueban un punto y es que hay una
disciplina, un orden al que un soldado ha jurado obediencia incondicional
y lealtad a los superiores a quien él se sometió. El apóstol primeramente
le dijo a Timoteo que se esfuerce en la gracia, como se esfuerza un
soldado en el servicio militar en una sujeción absoluta. Así se sujetó
Jesucristo, toda su vida, a aquel que lo reclutó. Desde niño sorprendió a
sus padres cuando les dijo: “¿No sabíais que en los negocios de mi Padre
me es necesario estar?” (Lucas 2:49). Así como Jesús, necesitamos la
sujeción y la abnegación de un soldado, para vivir y poder pasar la
encomienda a la próxima generación.
No obstante, el apóstol le hace otra comparación a Timoteo, diciéndole:
“… también el que lucha como atleta, no es coronado si no lucha
legítimamente” (2 Timoteo 2:5). Un atleta es un luchador que se prepara
física y mentalmente para lograr una meta. Su vida está supeditada a
ganar en todos los órdenes. Por tanto, lo que come, lo que entrena, lo que
duerme, lo que bebe, en lo que se abstiene, en lo que invierte el tiempo y
con quien lo comparte, todo tiene que contribuir a que él logre la victoria.
El atleta está sometido a una disciplina física, para ganar una carrera.
También, la vida cristiana es una carrera que el creyente debe correr, pero
necesita hacerlo legítimamente, de acuerdo a las regulaciones de la
carrera, a las que sometido, debe entrenar como buen atleta.
A mí, particularmente, me llama la atención la expresión adverbial que
usa Pablo al referirse al atleta: “legítimamente”, la cual considero muy
interesante. La palabra “legítima” corresponde al vocablo griego
ennomos (en, preposición que indica posición o relación; nomos es ley),
que significa de acuerdo a la ley o según la ley, según lo establecido.
“Legítimamente” corresponde al vocablo griego nomimos que se traduce
como un adverbio de modo que modifica el verbo luchar. Aplicando,
preguntémonos entonces ¿cómo, de qué modo o manera, el atleta debe
luchar para ser coronado ganador? El atleta debe luchar de acuerdo a la
ley, según la ley y bajo la ley.
Esa palabra también la encontramos en aquel incidente que tuvo Pablo
en Éfeso, por causa de un platero llamado Demetrio. Este hombre vio que
por la predicación del evangelio en Asia, su negocio de ídolos y platería
se le estaba yendo abajo, entonces incitó a los de su mismo oficio en
contra de Pablo y sus seguidores. Estos hombres se llenaron de tanta ira,
que alborotaron y llenaron de confusión a toda la ciudad y se reunieron en
el teatro -aunque muchos no sabían ni siquiera por qué estaban allí-
gritando y tratando de apresar a los macedonios, Gayo y a Aristarco,
compañeros de Pablo (Hechos 19:23-32), hasta que un escribano los
apaciguó y les dijo: “… si demandáis alguna otra cosa, en legítima
asamblea se puede decidir. Porque peligro hay de que seamos acusados
de sedición por esto de hoy, no habiendo ninguna causa por la cual
podamos dar razón de este concurso” (Hechos 19:35-40). Nota que la
palabra en cuestión contenida en la expresión “en legítima asamblea”, no
es que niegue que haya algún problema o le quite la razón, sino que
sugiere que el asunto se exponga en un tribunal competente, para poder
decidir de acuerdo y según la ley. Eso es actuar legítimamente.
La ley hay que usarla legítimamente. Pablo enseñó: “Pero sabemos que
la ley es buena, si uno la usa legítimamente” (1 Timoteo 1:8),
refiriéndose a la ley de Moisés. Los legalistas no la usan legítimamente,
porque la utilizan para poner cargas sobre los demás y condenar a los
hombres. Pero la ley hay que usarla siguiendo un proceso, de acuerdo al
Espíritu con que ha sido promulgada por Dios. Es muy parecido a la
expresión que Pablo usa cuando se refiere a la nueva dispensación y dice:
“… para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no
andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Romanos 8:4).
La palabra conforme, implica “de acuerdo a”, “según”. Cuando actuamos
de acuerdo a las emociones (todo lo que somos en adán no
necesariamente tiene que ser pecaminoso), andamos según la carne, en lo
que es natural en nosotros, en lo adánico, conforme a la carne, de acuerdo
a la ley de la carne que se manifiesta en nuestros miembros (Romanos
7:23). Pero hay una ley en mi mente, que es la ley del Espíritu de vida en
Cristo Jesús, que lleva mi hombre interior a Dios (v. 20). Cuando
andamos de acuerdo a esa ley espiritual hacemos todo de acuerdo al
Espíritu, en conformidad al Espíritu. Por tanto, para participar en la
carrera de la fe y luchar legítimamente hasta ser coronados, debemos
correr conforme al Espíritu. Esa es nuestra ley.
Continuando con la ilustración de la competencia atlética, sabemos que
hay reglas que seguir en sus rondas y categorías. Por lo cual, un atleta es
eliminado por su retiro voluntario, o descalificado según sus faltas
sucesivas al reglamento establecido de la competencia. Por ejemplo, un
deporte tan popular como el boxeo, tiene un código de conducta, para
suavizar la rudeza de los combates, como por ejemplo: se prohíbe golpear
al oponente cuando ha caído, dar un golpe bajo o tirar del cabello. Así, si
tu competidor es más fuerte que tú, no intentes morderle una oreja, pues
no ganarás legítimamente. Nota que en el boxeo, lo primero que en el
cuadrilátero les leen a los pugilistas son las reglas. Por tanto, cualquier
conducta impropia de los contendientes no es legítima, ni aceptada por el
árbitro ni los jueces, pues no está de acuerdo a la ley. El reglamento
boxístico establece que usted es un campeón de los pesos completos,
cuando derrota a su contrincante a puñetazos en el rostro y al torso, al
punto que le cause una caída y lo deje incapaz de volver a ponerse en pie
para defenderse, antes de transcurrir diez segundos. Esa es una pelea
limpia y legítima.
¿Y qué decir en el béisbol? Recuerdo algo que le ocurrió a un niño y
que causó un gran revuelo, en el ámbito deportivo de la Serie Mundial
2001 de las ligas menores, en la ciudad de Nueva York. Sucedió que en
esa ocasión, uno de sus más destacados jugadores, su lanzador estrella,
quien lanzó un juego perfecto e hizo a su equipo ganador nacional,
asombrando a todos los amantes de ese deporte, tenía catorce años y no
doce, como requería el reglamento. ¿Era un niño? Sí lo era, pero no con
la edad requerida para participar en la liga y competir con otros niños dos
años menores que él, pues siempre este lanzador destacado tendría más
ventajas que los demás jugadores. Por lo cual, al ser descubierto, le
quitaron el premio al equipo, y a él lo descalificaron.
Igualmente, ¿no te causaría tristeza que la indiscutible brillante carrera
de un beisbolista destacado se vea afectada o cuestionada, por usar un
bate relleno de corcho en un partido oficial de Grandes Ligas? Eso le
ocurrió a un beisbolista muy conocido, quien se había convertido en uno
de los máximos embajadores de dicho deporte a fuerza de
cuadrangulares; cuyo récord de más de seiscientos imparables, lo hicieron
uno de los astros indiscutibles entre los “jonroneros” (toletero o slugger).
El corcho saltó al aire cuando su bate se partió en dos al él golpear la bola
en un juego oficial, tirando casi a pique su carrera. Tan desafortunado
hallazgo trajo al escrutinio todos los bates que tenía en uso en la batera,
en ese momento, dicho jugador. Así como la decisión de examinar con
rayos X los bates que él había donado al Salón de La Fama. Toda una
carrera de récord tan perfecto, al punto de ser descalificada, por la
violación de una regla. ¿Quién no ha oído acerca de los escándalos en el
deporte por causa del uso de esteroides, esas sustancias estimulantes para
potenciar artificialmente el rendimiento de los jugadores? Esta situación
ha hecho que aun el Congreso de los Estados Unidos intervenga, y
algunos deportistas tuvieron que presentarse ante los tribunales para ser
juzgados por esa práctica, mientras que a otros el Comité Internacional
Olímpico (CIO) decidió retirarles las medallas logradas en los juegos
olímpicos, al ser condenados en los casos de dopaje en que se vieron
envueltos.
¿Qué ocurrió con la reina de belleza que a los cuatro meses de ser
coronada tuvo que devolver la corona? La señorita fue destituida por el
comité organizador del evento, por supuestamente incumplir el contrato
que implicaba ostentar el título. El mismo estipulaba que la ganadora
debía ser soltera y tener una vida moral “ejemplar”. Por cuestiones de
ética y por no dañar la reputación del concurso, no se divulgaron
claramente las razones de su descalificación, pero una cosa quedó clara y
es el hecho que si violamos las reglas, aunque hayamos ganado, nos
convertimos en perdedores.
Ahora, aplica todos los ejemplos que te he dado a hacer las cosas
legítimamente en el ministerio, y notarás cuántas cosas se hacen contrario
a la regla y no conforme al Espíritu. Pablo le dijo a Timoteo que apartara
a ministros idóneos, por tanto, cuando no lo hago de esta manera, como
presbítero, no estoy actuando de acuerdo a la regla. Si Dios estableció
algo y yo estoy haciendo lo contrario, no estoy actuando legítimamente.
Aplica este mismo pensamiento a todas las funciones de la iglesia y verás
cuánto nos hemos desviado de la senda antigua.
En mi libro anterior “Para que Dios sea el Todo en Todos” detallé las
funciones de la iglesia, cada una en su orden, para que entendamos cuál
es el deseo de Dios. ¿Para qué es la predicación? ¿Por qué la adoración?
¿Para qué el servicio? ¿Cuál debe ser nuestra motivación? Si todas las
cosas que hago para el Señor, las hago sin Él, estoy obrando
ilegítimamente. Y quiero que esa palabra se grave en nuestras conciencias
y corazones, para que nos ayude a identificar lo que no es legítimo en las
cosas que hacemos para Dios. Cuando estoy en la iglesia para que me
vean; participo en todo para que me llamen; obro para que me
consideren; y me sacrifico para que me halaguen, es porque mi
motivación no es legítima. La genuina voluntad de estar en sus atrios es
porque Dios nos llamó, porque tenemos la necesidad de estar en su
presencia, porque le amamos y queremos agradarle en el servicio. Piensa
en cualquier función de la iglesia, y aplica esta verdad.
Te aclaro que mi fin no es criticar a los que perseveran en el error, pues
yo hice mucho más que eso y Dios ha tenido misericordia de mí, y ahora
me permite compartir esta enseñanza contigo. Ansiamos lo verdadero,
anhelamos conocer lo que Dios quiere con nosotros, y saber en qué barco
nos hemos embarcado en el reino. Como atleta, yo quiero ser legítimo.
No quiero llegar a la meta y me pase algo como esto:
-¡Llegué, soy un campeón! Señor, ¿dónde está mi corona?-, y
sorprendido, Él me diga:
-¿Tu corona? Espera… Gabriel, pásame el libro de la regla del
Camino, donde están las buenas obras que preparé de antemano para que
este atleta corriera por ellas.
El arcángel abre el libro, y el Señor dice:
-¡Pero la lista está incompleta, no hay nada hecho! Él no hizo esto, ni
aquello, ni esto otro, ni eso, ni tampoco esto, ni… pero… ¡pero qué es
esto! ¿una broma? Todo está incompleto, dime entonces, ¿cuál fue la
carrera que tú corriste?
-Bueno, yo iba por la pista, pero noté que era interminable y quería
llegar a la meta, así que al ver una veredita más corta, la tomé, y aquí
estoy, lo importante era llegar y lo logré, ¿no? Lo otro no lo hice, porque
pensé que esto era más importante, y traería más gloria a Tu nombre.
Considera que por ese caminito, establecí más de quinientas iglesias, y no
podría contar los muchos sermones que prediqué. Seguramente esas cosas
no están apuntadas ahí, porque hice tantas que no cabrían en ese libro.
Esa iglesia que se menciona al principio fue la que me diste cuando
empecé, pero un ministro de mi categoría no se podía quedar ahí toda su
vida, es lógico que quisiera superarme, ¿no? así que levanté otra en un
lugar mejor, me sacrifiqué de tal manera que llegué hasta enfermarme e
invertí todo lo que tenía, y…
-Espera, espera… detente un momento y respóndeme: ¿te mandé yo a ti
hacer eso?
-No, pero…
-Lo siento, pero tú no ganaste ninguna corona. Tú no corriste
legítimamente, tampoco hiciste nada de lo que debiste haber hecho. Las
obras que preparé de antemano para que anduviese en ellas,
específicamente, son las que te coronarían, pero son ellas mismas las que
testifican hoy contra ti. Quedas descalificado.
¡Qué terrible mi hermano!, ¡después de tantos sacrificios y esfuerzos,
encontrar que hemos corrido en vano! Meditemos en eso. Jesús dijo: “Yo
te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese”
(Juan 17:4); nota que el Señor no hizo las que no le dijeron que hiciese,
siendo Dios. Y yo te pregunto: ¿cómo acabarás la carrera tú? ¿Estás
corriendo legítimamente, o estás corriendo una carrera que a ti no te
dieron a correr? El hacer algo legítimamente no es legalismo, porque
estamos en el nuevo pacto, y ahora no son letras, sino Espíritu. Cuando te
sientas impotente frente a la Palabra, acosado por la Palabra, preso por la
Palabra, golpeado por la Palabra, aturdido por la Palabra, que ya no
puedes con la demanda de la Palabra, no te enojes contra el profeta, ni
contra aquel que te la da, sino ve al trono de la gracia y dile a tu Dios:
«Dame esa capacidad, Señor ¡por favor, ayúdame! ¡ayúdame, a vencer!
Me sumerjo, no estoy corriendo legítimamente, y yo quiero llegar, yo
quiero correr bien». Eso lo debemos hacer todos, para poder estar en el
reino de Dios, pues allí todo es legítimo.
Jesús nos enseñó a orar: “Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en
el cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:10). La palabra “como” es
también “legítimamente”, por lo cual, cuando deseamos que se haga su
voluntad en la tierra, en nuestras vidas, como se hace en el cielo, estamos
pidiendo legitimidad en nuestras acciones; que todo sea aquí como está
establecido allá. No hay reino de los cielos en la tierra, si todo lo que se
hace abajo, no es igual a como se hace arriba. El reino se puede convertir
en una religión, en formas, en una vara seca, como ha sucedido con casi
todos los movimientos espirituales cuando pierden la frescura de la
legitimidad celestial. Te preguntarás, ¿cómo puedo yo evitar que la vida
del reino se convierta en una religión? Cuando pones el ingrediente del
nuevo pacto, el Espíritu. Si no hay Espíritu, hay religión, formas,
mandamientos de hombres. La vida en el reino no es algo forzoso, ni
mucho menos un despotismo religioso, sino algo voluntario; algo que no
se impone, sino que se siembra en el corazón.
Asimismo, Pablo compara la vida de un creyente con la de un
LADRADOR.
Él dijo: “El labrador, para participar de los frutos, debe trabajar
primero” (2 Timoteo 2:6). Nota que ya no habla del soldado ni del atleta,
sino que ahora nos ilustra la enseñanza con algo tan natural como la labor
de un agricultor. Nadie puede forzar a la tierra para que le dé su fruto si
no ha hecho algo tan sencillo como sembrar la semilla, y depender que
Dios la haga germinar, para cosechar.
El granjero, por ejemplo, no puede esperar que la gallina le ponga más
de tres o cinco huevos a la semana, porque eso es algo ilegítimo, ya que
lo natural es que sean de veinte a cien huevos, máximo, al año. No
obstante, en la actualidad, sabemos que los avicultores en sus granjas
industriales han hecho que las gallinas ponedoras saquen,
aproximadamente, más de doscientos sesenta y cinco huevos al año, a
base de fórmulas químicas, medio ambientes preparados y un trato, que
algunas instituciones han denunciando, como cruel y despiadado. No
quiero emitir ningún juicio a ese respecto, pero no tengo que investigar
una granja avícola o algunas “instalaciones en batería” (como también se
le conoce a las instalaciones repletas, hasta el techo, de jaulas metálicas),
para saber que forzar a un ave a producir huevos de esa manera es algo
ilegítimo, pues una gallina no fue hecha para poner doscientos ni
trescientos huevos en un año. Sólo meditemos en el resultado de estas
acciones: las gallinas son destinadas al matadero, después del año, y
mucha gente se está enfermando por la cantidad de hormonas que
ingieren al consumir los huevos.
Ahora traslademos esta enseñanza a lo espiritual. Todo creyente es un
labrador, pues el Señor lo mandó a sembrar la semilla del evangelio. Un
ministro es un labrador, porque siembra la semilla en la viña del Señor, y
sea en el campo, en el valle, en el monte, en el collado, donde quiera la
deja caer. Pero sucede que hay quienes quieren ver el fruto y ni siquiera
han sembrado, o apenas han sembrado y ya quieren ver el fruto. Pero, lo
legítimo es que yo are la tierra, la prepare en surcos, eche la semilla, la
cubra con la tierra, y espere con paciencia la lluvia del cielo, ya sea
temprana y tardía, hasta verla crecer. Luego, comience a podar, a velar y
a orar para que Dios dé fruto, eso es lo legítimo. Así que si no has
cosechado, posiblemente es que no has sembrado, o puede que
ilegítimamente quieras cosechar antes de tiempo. Pero recuerda que en la
ley de la siembra hay que esperar para cosechar.
El reino de Dios es naturalmente espiritual. Con esta afirmación lo que
quiero decirte es que nuestro Dios no es un mago que con su varita hace
aparecer las cosas ya hechas. Hay un espíritu que se ha infiltrado en las
predicaciones que nos quieren motivar tanto, que nos dan una sobredosis
de entusiasmo que nos matan, pues nos ponen a soñar con cada cosa…
que nos sacan del propósito. Puede que Dios te mandó a ser capitán de
quinientos, y al oír ciertas cosas cae en tu corazón la semilla de la
ambición ministerial, la cual te pone a soñar en ser capitán de cincuenta
mil, y eso es irreal e ilegítimo, si no está de acuerdo con el propósito que
Dios tiene contigo. Sin embargo, puede que ya estés frente a una
congregación de quinientas almas, y estés desanimado, insatisfecho, te
sientes frustrado, porque estás soñando con algo que Dios no te piensa
dar.
La Palabra de Dios dice que lo que vemos fue hecho de lo que no se
veía (Hebreos 11:3), por lo que entiendo que lo natural refleja una gran
enseñanza espiritual. Nota que, en el principio, Dios dijo: “Produzca la
tierra hierba verde, hierba que dé semilla; árbol de fruto que dé fruto
según su género, que su semilla esté en él, sobre la tierra. Y fue así”
(Génesis 1:11). Mas, hay un orden natural que Dios estableció, donde se
debe trabajar la tierra, sembrar la semilla, y lo sembrado tiene que recibir
el agua, para que germine, y luego se levante en una planta y
posteriormente brote la flor y finalmente el fruto. El agricultor puede arar
bien la tierra, depositar la mejor semilla, y regarla, pero hasta ahí llegó su
trabajo. Ahora tiene que esperar y orar -aún haciéndolo todo
legítimamente- para ver el fruto de su trabajo, porque la semilla se puede
pudrir, se puede secar, o ya crecida, la planta se puede enfermar o no dar
fruto. Hay que esperar, porque la bendición viene del Padre celestial.
La siembra es un proceso legítimo, no es magia, donde se truenan los
dedos y ¡param!, aparece una fruta deliciosa, lista para degustar, no, hay
que esperar para ver fruto. El mundo espiritual también tiene un proceso,
donde, aún obrando legítimamente, hay que esperar en Dios. Pero, ojo, no
es nuestra obediencia la que da el fruto, ella sólo facilita a Dios lo que Él
quiere hacer, mas no hace ni determina sus propósitos. Tu obediencia
hace que Dios bendiga la obra de tus manos. Pablo concluye diciéndole a
Timoteo: “Considera lo que digo, y el Señor te dé entendimiento en todo”
(2 Timoteo 2:7). Igualmente te digo yo a ti, y me gusta la expresión de
Pablo, porque no impone ni demanda, sino que su consejo está lleno de
gracia, de benevolencia, de dulzura, como diciendo: «Hijito mío, no te
enojes, no te sientas presionado a hacer eso, toma tu tiempo si todavía tú
no lo has asimilado, pero no lo deseches, sino considéralo y ruego a Dios
que Él te dé entendimiento en todo». Tratar de presionar a alguien a hacer
algo de lo cual no está convencido, es una violación a su conciencia, y el
evangelio es libertad en Cristo Jesús. Presentemos la carga en el espíritu,
pero no obliguemos a nadie a hacer algo de lo cual no tiene convicción,
primeramente porque si lo hace, ya no agrada a Dios, porque todo lo que
no proviene de fe, es pecado (Romanos 14:23); y segundo, si no es
voluntario tampoco agrada a Dios, porque Él escudriña los corazones (1
Crónicas 28:9), y si tu motivación no es correcta Dios la desechará. En
cambio, cuando lo hacemos de buena voluntad, recompensa tendremos (1
Corintios 9:17).
Pablo dijo a Timoteo: “CONSIDERA LO QUE DIGO” (2 Timoteo
2:7), por lo que entiendo que como ministros del reino no debiéramos de
someter ni imponer nada a los demás. Nuestra actitud como profeta, por
ejemplo, es decir: «Mira, esto fue lo que Dios me dijo para ti, considera
lo que te digo, y que Dios te dé entendimiento en todas estas cosas». Si
usted profetizó y la gente no quiere escuchar, tranquilo, no se deprima. Sé
que es muy difícil divorciar el mensaje del mensajero, pues son como el
fondo y la forma, no se pueden separar. Eso no es una relación mecánica,
un acto sin reflexión, como decir: «Bueno, eso fue lo que dijo el Señor,
yo lo digo y ya no me importa lo demás », no, no, a ti sí te debe importar
que la gente acepte a Jesús, que las almas se conviertan, que la iglesia
escuche el mensaje. Pero si no lo acepta, tampoco debes frustrarte tanto
que deseches el Camino, y desees inclusive que se cumpla la profecía,
para probar tu punto. Ese no es el Espíritu del Señor. ¿Ya la sometiste?,
pues cumpliste el cometido, ahora ruega para que Dios dé entendimiento.
No obstante, hay algo más que Pablo dijo a Timoteo, y es lo siguiente:
“Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no
tiene de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad” (2 Timoteo
2:15). Nota que ahora compara al ministro como un obrero que trabaja
con diligencia, porque quiere ser aprobado. El consejo bíblico nos habla
de procurar con diligencia. Si se procura de acuerdo a la ley, es
legalismo, que Dios me apruebe con mi propio esfuerzo, pero procurarlo
de acuerdo al pacto nuevo es ir a la gracia, sumergirse en ella. Es de la
gracia donde debemos sustraer la diligencia, la fuerza, el valor, la
determinación, el denuedo, el esmero, todo lo que se necesita, para ser un
obrero que no tenga nada de qué avergonzarse, cuando venga la persona a
la cual le sirve. En nuestro caso, tengo que darle cuentas al Señor, así que
cuando me pregunte por la obra que me encomendó yo pueda decirle:
«Sí, Señor, lo hice todo como me mandó, legítimamente». De otra
manera, tendría que alejarme de Él avergonzado (1 Juan 2:28).
Dios prueba para aprobar. La palabra “aprobar” equivale al vocablo
griego “dokimos” que se traduce propiamente como algo que se acepta
como auténtico, legítimo, particularmente en el caso de monedas y
dinero. Por ejemplo, para tú poder comprar algún bien en cualquier tienda
en Estados Unidos, debes pagar con la unidad monetaria que se acepta en
este país, el dólar, así que si usas “peso”, “euro” o alguna otra moneda,
no es aprobado, no se acepta. El vocablo “dokimos”, se deriva de la
palabra “dokimazo” que significa examinar, pasar por un escrutinio para
ver si el asunto es legítimo o no, así como se prueba un metal para ver si
es genuino. Por ejemplo, el oro para probarse se pasa por el fuego, a fin
de quitar las escorias e impurezas y salga lo que tiene valor. Sin embargo,
nosotros vemos la prueba como ver al diablo y decimos: «Hermano, ore
por mí porque estoy siendo probado, para que Dios me libre de esta
prueba», pero la prueba es para que salga de ti lo impuro, y quede lo
bueno, lo que verdaderamente tiene valor. La prueba es para saber cuándo
tú estás listo y apto, para hacer lo que Dios quiere que tú hagas. Es como
que alguien se enliste en el ejército y después termina deprimido porque
está en constante entrenamiento. ¡Cómo es posible, si eso precisamente es
lo que te capacitará para ser un buen soldado! La prueba capacita. La
prueba es el proceso de Dios para quitar todo lo que no sirve, todo lo que
representa un impedimento o incapacidad, para que quede solamente lo
que faculta, lo que hace apto para el propósito.
Cuando una persona no entiende la prueba, se porta como el muchacho
que hace rabietas porque no quiere ir a la escuela, que dice: «¿Para qué
tantas matemáticas, cálculos y trigonometrías? Ocho horas ahí sentado y
luego esos exámenes que son unos verdaderos dolores de cabeza, ¿para
que?», y la madre le dice: «Mi hijo, ahora no lo entiendes, y no quieres
hacer los deberes, y te levantas con pesadez para ir a la escuela, pero
aunque no lo creas, lo que estás haciendo hoy te va ayudar en el futuro».
El niño no sabe ni quiere saber, y se pregunta qué tiene que ver el
Teorema de Pitágoras con medicina que es la carrera que él le gustaría
estudiar. Y me pregunto, ¿pensará lo mismo el anestesista que calcula con
mucho cuidado la dosis de la sustancia anestésica que va a suministrar a
un paciente? Y el cirujano plástico ¿considerará los ángulos, catetos e
hipotenusa como simples rayas encontradas en el momento de usar el
bisturí? El niño juega a ser doctor y se ve en la imagen, con la bata blanca
y el estetoscopio, pero no quiere atravesar el proceso que lo llevará a
serlo. Mas, eso es comprensible porque es niño, en cambio nosotros sí
debemos entender, pues somos maduros en Cristo, y por eso somos
ministros. El niño ve la prueba como un mal, una causa de reprobar, pero
el que tú la veas de esa manera, quiere decir entonces que, en ese aspecto
todavía eres niño e ignoras.
Aquellas cosas que consideras fuertes, sólo te preparan y son un ensayo
para enfrentar las que en realidad lo son. Hay gente que quiere reprender
al diablo, pero no quiere tener disciplina para resistirle de manera que él
huya, y eso se aprende con pruebas. Ya vimos que Dios prueba para
aprobar. Sin embargo, veo que en la iglesia es el único lugar donde se
aprueba sin probar. En el mundo secular para darte un trabajo, si tú no
tienes experiencia no te dan el puesto; por eso requieren tu hoja de vida,
para ver tu preparación y si calificas para el empleo; y ni hablar de las
instituciones castrenses, donde nadie llega a un rango superior si primero
no ha pasado por un entrenamiento. En cambio, vemos que la iglesia
cuando ve que alguien tiene unción y en él se manifiestan los dones, no
toma en cuenta si tiene un buen testimonio, si es íntegro y maduro, y si el
Señor lo ha escogido para que desempeñe una función de autoridad, sino
que lo ponen en alguna función inmediatamente. Imagínese ahora que esa
persona tenga una atadura en su carne, que sufra, por ejemplo, de
paidofilia (gr. páispaidós, “muchacho” o “niño”, y filia, “amistad), y
como pedófilo, le consuma esa atracción sexual hacia niños, pero lo
pusieron a “funcionar” en la iglesia como consejero familiar. Te
pregunto, ¿qué crees que ocurrirá? Posiblemente esta persona seguirá
cometiendo sus crímenes, pero ahora detrás de la autoridad ministerial.
Luego se suscitan los escándalos donde la imagen eclesiástica se va
desgastando, y perdiendo dignidad frente a los ojos del mundo.
Un ministro es un maestro de piedad, una persona que por haberlo
alcanzado puede enseñar. Cuando hablo de haberlo alcanzado, no me
refiero a impecabilidad, sino que si no soy humilde no puedo enseñar
humildad; si no soy recto, no puedo enseñar rectitud; si no soy íntegro, no
puedo enseñar integridad. Puedo predicar y hablar acerca de eso, pero no
lo puedo enseñar, pues nadie podrá aprenderlo de mi ejemplo. ¿Qué dijo
Pablo? “Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo” (1 Corintios 11:1),
entendiendo que se imitan acciones, no palabras. Uno de los aforismos
que escribió el insigne educador cubano, José de la Luz y Caballero dice:
“Instruir, puede cualquiera, educar, quien solo sea un evangelio vivo”. Es
necesario ser maestros en fe y en verdad, para enseñar a otros el camino
de piedad.
De hecho, nota lo que escribió Pablo a la iglesia en Tesalónica:
“Porque nuestra exhortación no procedió de error ni de impureza, ni fue
por engaño, sino que según fuimos aprobados por Dios para que se nos
confiase el evangelio, así hablamos; no como para agradar a los hombres,
sino a Dios, que prueba nuestros corazones” (1 Tesalonicenses 2:3-4).
Observa que Dios aprobó a Pablo antes de confiarle el evangelio. Nunca
debemos confiarle a alguien algo si no está listo; todos los días me
convenzo más de esta verdad. Cada vez que yo he hecho una excepción y
he puesto a alguien que no está listo a funcionar, sufro una decepción, y
me doy cuenta de que el error fue mío y no de ellos, por no haber
esperado más tiempo. Es como el que se come un mango o un aguacate
cuando la fruta todavía está en el proceso de maduración, ¡qué
desagradable! aquello que precisamente hace de estas frutas la delicia de
cualquier paladar exigente es justamente lo que en ese momento nos hace
execrarlas. Así, cuando una persona no está lista todavía, falla
exactamente donde se le requiere. Pero la Palabra nos muestra que Dios
para confiarle el evangelio a Pablo, lo probó primero, para luego
aprobarlo, y cuando lo aprobó, solo entonces le confió.
Hay dos palabras que Pablo expresa en el verso, y son: “según” y “así”.
Él dijo: “… SEGÚN fuimos aprobados por Dios para que se nos confiase
el evangelio, así hablamos” (1 Tesalonicenses 2:4). Es la misma
expresión “legítimamente”, pues según recibí así doy, según fui aprobado
así me comporto, legítimamente, “de acuerdo a”. Pablo no vivía para
agradar a los hombres, porque el entrenamiento que Jesús le dio empezó
cuando él cayó al suelo, cegado por el resplandor de luz que le rodeó
(Hechos 9:3-4). El iluminado que fue circuncidado al octavo día, que
procedía del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, el que era hebreo de
hebreos y en cuanto a la ley, fariseo; el que se consideraba irreprensible,
instruido a los pies de Gamaliel (uno de los maestros más destacados en
aquellos días), ahora estaba ciego, porque la gloria de Cristo lo abatió.
De hecho, el Señor no le mostró en visión a Pablo a ninguno de los
apóstoles, para recibir la sanidad de sus ojos y el bautismo con el Espíritu
Santo (Hechos 9:17-18). Él no vio en visión a Pedro, ni a Jacobo, ni a
Juan, como instrumentos de sanidad, sino a Ananías, un hermanito de
esos que no se mencionan, uno que no estaba en la escuela rabínica, sino
que era simplemente un discípulo del Señor (Hechos 9:10). Por eso,
Pablo decía que su exhortación no procedía de la carne, sino como
resultado del entrenamiento por el cual fue aprobado por Dios (1
Tesalonicenses 2:3-4). Fue ese trato con Dios, duro en la carne, pero
vivificante en el Espíritu, lo que le enseñó a él cómo dirigirse a los
hombres, con respeto, con honra, pero sin lisonja.
El siervo de Dios necesita reconocimiento, pero no un ensalzamiento
que lo lleve a la carne, sino un incentivo que lo estimule a ser mejor,
como las palabras del ángel a Gedeón: “Jehová está contigo, varón
esforzado y valiente” (Jueces 6:12), lo llevaron a creerle a Dios y a salvar
a Israel de las manos de ese pueblo opresor. Nota los mensajes del ángel a
las iglesias, en Apocalipsis, que empiezan diciendo lo bueno de cada una
de ellas, para luego decirles aquello que tenía contra ellas. Así también
nosotros, seamos justos en el juicio, con palabras de verdad, que salgan
del Espíritu. No ocultemos nuestra envidia y celo ministerial en
“espiritualidad”, para no dar la honra al que la merece, como enseñó
Pablo: “Pagad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo; al que
impuesto, impuesto; al que respeto, respeto; al que honra, honra” (…)
Los ancianos que gobiernan bien, sean tenidos por dignos de doble honor,
mayormente los que trabajan en predicar y enseñar” (Romanos 13:7; 1
Timoteo 5:17). Podemos decirle algo hermoso a una persona sin usar
lisonjas, como también podemos usar palabras muy atinadas para decir
algo y la intención es lisonjearle. Por eso, es mejor hacer como Pablo y
como nuestro amado Jesús, que lo que según les enseñó Dios, así
hablaron, de acuerdo a lo establecido, a la regla, a lo legítimo.
Lo dicho por Pablo en cuanto a que no escondió avaricia (1
Tesalonicenses 2:5), toma una gran relevancia en la actualidad, cuando a
la iglesia ha entrado una ola muy dañina, que llamamos el movimiento de
la súper fe o de la prosperidad, la cual nos está haciendo un gran daño. La
misma consiste en una enseñanza bíblica, legítima, correcta, pero se usa
con un espíritu equivocado, nocivo, lleno de avaricia y mezquindad.
Toma en cuenta que en la predicación no solamente comunicamos
palabras, sino espíritus. Si yo estuviera lleno de orgullo, aunque me tirara
al piso y llorara con “humildad”, de todas formas transmitiera orgullo,
porque eso es lo que hay en mí. Igualmente cualquier otra cosa, si es
rebelión aunque hable de la mejor manera, transmitiré rebeldía, porque
las palabras son espíritus.
En el libro de Job, podemos ver el mejor ejemplo de eso. Si los amigos
de Job vivieran en este tiempo se les diera un doctorado en teología o
divinidad, pues hablaban con una profundidad tremenda y sus
pensamientos acerca de Dios estaban llenos de verdad. De hecho, muchas
de las cosas que ellos dijeron se usan como que Dios las dijo, pero fueron
ellos a Job para acusarlo. Y aunque toda la Biblia es palabra de Dios
inspirada, en ese contexto estuvo incorrecto el espíritu con que ellos
ministraron a su amigo. Las palabras estaban correctas, pero la
motivación estaba equivocada. Ellos ignoraban el propósito de Dios con
Job y la causa que había ocasionado esta situación, que no era algo
terrenal, sino un asunto divino entre Dios y el diablo. Ellos no lo sabían y
estaban juzgando lo que no conocían. Por eso, no es bueno juzgar, sino
dejarle todo juicio a Dios. El que conoce todas las cosas es el que juzga,
por eso sus juicios son justos. Pero nosotros al juzgar erramos, porque lo
que vemos con los ojos que parece que es, casi siempre no es.
En el mensaje de la súper fe y de la prosperidad se esconde un espíritu
de avaricia. Esto lo digo con el denuedo que me da, primeramente, el que
el Señor me lo haya revelado, y que también yo lo he visto. Hablar
constantemente de dinero, posesiones materiales, y visualizarse como
todo un potentado, muestra que hay un problema de codicia, una avidez
de riquezas, pues de la abundancia del corazón habla la boca (Mateo
12:34). No niego que el dinero es importante, pero no es lo más
importante. La prosperidad es una promesa del pacto, significativa, pero
no primordial. ¿acaso, el mismo Jesús no les advirtió a sus discípulos
cuando les dijo: “Ninguno puede servir a dos señores; porque o
aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al
otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas. Por tanto os digo: No os
afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni
por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el
alimento, y el cuerpo más que el vestido?” (Mateo 6:24-25).
No hay quien no haya caído en esa doctrina de la prosperidad, todos
hemos bebido de esa fuente, pero lo que se esconde en ella es avaricia. Se
dice: «El ministro debe vivir bien, pues representa a Dios, el cual es el
dueño del oro y la plata. Este debe tener el mejor automóvil, último
modelo, y también la mejor casa, etc.». Eso puede ser verdad, porque
Dios comparte la ofrenda con el ministro y hasta más, pues de acuerdo al
tamaño del animal sacrificado era la porción del sacerdote; así que si era
un toro grande, le daban la espaldilla. Por tanto, de acuerdo al tamaño de
la iglesia debe ser la ofrenda para el pastor, pues su salario debe ser
proporcional a la bendición. Por ejemplo, yo no puedo recibir lo mismo
que Benny Hinn, porque Dios lo ha bendecido grandemente a él, con un
ministerio de muchedumbres. La espaldilla de él es grandísima, y la mía
es más pequeña, pero todos estamos comiendo del altar, ¡bendito sea
Dios! Esa es la honra del ministerio.
Nosotros como restauradores tenemos que enseñarle a la gente la
verdad: es una honra vivir del altar, y tomar la bendición del tamaño de la
ofrenda que se le dedicó a Dios, porque Él así lo dispuso. Pero de ahí, a
que llegue al ministerio pensando en la “porción”, y en enriquecerme, es
porque no tengo claro que no soy un empresario, sino un servidor. Si yo
quisiera dinero y hacerme rico, me dedicara al negocio, no al ministerio.
Yo me ocupo de los asuntos de Dios, y él se encarga de los míos. Él me
bendecirá económicamente si quiere hacerlo, y si no lo hace ¡como quiera
le he de servir!
Una motivación equivocada te lleva a un fin equivocado. El salmista
dijo: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; Pruébame y conoce
mis pensamientos; Y ve si hay en mí camino de perversidad, Y guíame en
el camino eterno” (Salmos 139:23-24). La palabra “examíname” significa
“investigar” “explorar”, es como buscar para encontrar algo; y la palabra
“pruébame” es “examinar para probar”, es un escrutinio que comprueba
algo. Así nosotros también debemos decir: «Señor, ven examíname, me
someto a prueba, a tu escrutinio, pues quiero ser aprobado. Yo quiero
correr legítimamente; quiero como agricultor sembrar legítimamente,
deseo como soldado obrar legítimamente y anhelo como obrero servir
legítimamente, para que nadie me avergüence, y ni el diablo tenga nada
que decir de mí. Quiero ser aprobado por Ti».
Otro de los consejos que Pablo le dio a Timoteo fue acerca de la
conducta de hombres, a los cuales llama: “… corruptos de entendimiento
y privados de la verdad, que toman la piedad como fuente de ganancia;
apártate de los tales” (1 Timoteo 6:5). Tomemos también nosotros ese
consejo. Todo el que quiera usar la piedad, la cual representa todo lo que
es el reino de Dios, todo lo que es santo (devoción, santidad, temor a
Dios, etc.), para lucrarse, no es digno del reino de Dios. El que tome el
don como fuente de ganancia, como esos profetas que hoy profetizan
según el tamaño de la ofrenda, de manera que hay profecías de mil
dólares, así como de quinientos y hasta de cien. Esta situación es
deplorable, y lo triste es que no estoy exagerando, y sé que como yo, hay
testigos que han sufrido en carne propia esas atrocidades. Videntes que
dicen cosas que te dejan perplejo, pues tienen un espíritu de pitonisa;
“Balaamitas” que usan el don para avaricia. Si Dios te ha dado el dinero
de la ofrenda, ¡no cometas el pecado de los hijos de Elí! Esos hombres
tomaban la ofrenda antes de Jehová, y partes que no les correspondían.
Lo que es de Jehová pertenece a Jehová, y lo que es nuestro es nuestro.
La gloria de Dios no la toquemos. La iglesia debe apartarse de los
hombres que usan la piedad como fuente de ganancia.
En tiempos de la reforma, cuando era prohibido predicar el evangelio,
al que encontraban con una Biblia o predicando en la calle (especialmente
a los de la fe evangélica), era reo de muerte. Dada las circunstancias,
¿sabes lo que hicieron los cristianos? Dibujaron dos fotos, una del papa
sentado en su trono lleno de joyas y de pompa, y una de Jesús, el Hijo de
Dios, entrando en un burro a Jerusalén, y las exhibían por todos lados. La
gente que veía eso, obligatoriamente se tenía que preguntar: «¿Cómo
puede ser que el que inventó esto andaba en burro y prestado (Marcos
11:3), y el que lo representa ahora está lleno de oro y grandeza?» a Dios
no se le representa con opulencia, a Dios se le representa reflejando su
propia imagen. Nota que antes de que el divino Creador le diera su
autoridad a adán, lo hizo a su imagen; y Jesús recibió toda autoridad
después que fue aprobado por Dios (Mateo 28:18-20). Él era la imagen
del Dios Invisible, y por eso el Padre le entregó todo. Por tanto, Dios
primeramente te hace nacer de nuevo y te da la imagen de Él, para luego
delegarte todo lo que le entregó a la iglesia. El que no tiene la imagen, va
usar mal los dones de Dios, pero el que tiene la imagen los usará bien, y
será un fiel mayordomo del Señor.
Otra cosa que el apóstol Pablo dijo que aprendió del Señor fue a no
buscar lo suyo, por eso dijo: “… ni buscamos gloria de los hombres; ni de
vosotros, ni de otros, aunque podíamos seros carga como apóstoles de
Cristo” (1 Tesalonicenses 2:6). Es decir, Dios le enseñó a hablar sin
lisonjas y sin codicia encubierta, pero también a no buscar gloria de los
hombres. Estas son tres cosas que se juntan y describen la iglesia de hoy:
Primero, en los ministerios se están logrando cosas a fuerza de lisonja,
diplomacia y manipulación; segundo, la avaricia es el motor, y el
ministerio el medio, para hacerse grandes, famosos y adquirir todas esas
cosas de las que nos creemos merecedores; y tercero, buscar la gloria de
los hombres, fama, etc. es lo que nos incentiva a obrar y no Dios.
Analízalo.
ahora, solo Dios conoce los corazones, por eso Pablo pone a Dios de
testigo, veámoslo: “Vosotros sois testigos, y Dios también, de cuán santa,
justa e irreprensiblemente nos comportamos con vosotros los creyentes”
(1 Tesalonicenses 2:10). En otras palabras, Pablo dice: «Ustedes saben
cómo me comporté entre ustedes, así como el Señor me enseñó, cuando
me probó y me aprobó: no busqué avaricia, no halagué a los hombres, ni
busqué gloria de ellos, sino que anduve irreprensiblemente. Si a ustedes
no les parece, pongo a Dios como testigo». Sabio ese Pablo, pues no hay
una cosa más contundente cuando tú quieres decir una verdad a una
persona y no la cree, que poner a Dios como testigo de que es verdad. El
hombre no puede leer la intención de tu corazón, pero Dios sí. Poner a
Dios como testigo, no es jurar, es llamarlo al juicio entre los hombres.
El siguiente punto es muy importante en lo que estamos tratando, en
razón de la comparación que le hace Pablo a Timoteo de lo que debe ser
un ministro. Él le dijo: “Porque el siervo del Señor no debe ser
contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido” (2
Timoteo 2: 24). Ahora Pablo compara a un ministro con un siervo. ¿Qué
hace un siervo? Servir, y eso significa metafóricamente, someterse y
obedecer. ¿Por qué un siervo para ser siervo debe ser sometido y
obediente? Por causa del servicio. El que sirve no hace lo que quiere, sino
lo que otro le mandó a hacer. Por eso, cuando se habla del servicio se
habla de ser sufrido. Esto no quiere decir que sirva con dolor, sino que sin
contender, sin pelear, ni resabiar, tiene paciencia con los problemas o
errores en el servicio y no guarda rencor. Por lo cual, sufrido no es que
sufre mucho, sino que sufre y no se queja; sabe sufrir porque le está
doliendo y está tranquilo, no reacciona. Claro, cuando comienza el dolor
es insufrible, pero después, ya el Señor va fortaleciendo esa área, y como
los boxeadores (que a base de golpes endurecen las partes más
susceptibles de su cuerpo) pueden enfrentar cualquier golpazo que
reciban en el servicio, de manera serena y templada.
¡Ay, si enseñáramos a los discípulos a sufrir, cuando salieran al campo
misionero, no se quejaran tanto! Hay quien dice: «¿Qué hay otra vigilia
esta noche?, ¡ay mi madre!, y ¿para qué tanta oración? ¿Es que no tengo
derecho ni a dormir? Mira la cama qué incomoda, no puedo descansar, y
este lugar sin luz, sin agua caliente ¡es una calamidad! No sé a quién se le
ocurrió hacerme reservación en este lugar. Yo nunca me hospedo en
sitios de esta categoría, sino en hoteles de cinco estrellas, por esa misma
razón». Y dice el que observa desde los cielos: «Bueno, como a ti te
preocupan tanto las estrellas, ¿qué tal si te saco al parque, para que
duermas en un banco? allí no vas a ver una ni cinco, sino todas las
estrellas que tus ojos puedan ver. ¡Ese va a ser un hotel de las mil
estrellas!». También se quejan acerca del ministerio cuando no los
reconocen, o porque los rechacen, etc. ¡ah, si ya estuviéramos
acostumbrados a todas esas cosas, ya no nos sorprendería nada! Un siervo
de Dios aprende a no ser contencioso, sino sufrido, dispuesto a soportarlo
todo sin quejarse, cuando resiste tantos golpes que termina sin sentir
nada. En conclusión, el entrenamiento te hace salir de esas ataduras, de
todo lo que es de la carne, y la niñería que te enseñó tu mamá, con tanto
consentimiento, para llevarte a la etapa del morir al yo, para que reine
Cristo.
Nota como Pablo continúa diciendo cuál debe ser la actitud del siervo:
“que con mansedumbre corrija a los que se oponen, por si quizá Dios les
conceda que se arrepientan para conocer la verdad, y escapen del lazo del
diablo, en que están cautivos a voluntad de él” (2 Timoteo 2:25–26).
Meditemos lo que era ser un siervo en aquellos días, donde no se le tenía
misericordia, sino que lo humillaban y por eso se vivían quejando.
Cuando veas en la Biblia a un siervo que sea consecuente como el de
Abraham, aprende, porque los siervos antes no eran así. Imagínate a un
esclavo trabajando todo el día como una bestia, y recibiendo tantos
maltratos, sin ningún tipo de beneficio ni de derecho, sin salario y sin
futuro, pues hasta su mujer e hijos también eran esclavos del amo,
quienes los vendían y los mandaban lejos, según les pareciese. El que no
se queje de una situación así es porque está muerto. Por tanto, para uno
ser un siervo del Dios del cielo y no contender, ni pelear ni quejarse, sino
ser amable y sufrido, se necesita estar muerto a la carne, de otra manera,
¡que Dios nos ayude!, pues de lo contrario es algo imposible. Puede que
un esclavo para no ser castigado con el látigo se porte bien, pero por
dentro debe sentir un gran resentimiento, ¿o es que tampoco tienen
sentimiento? Mas, cuando se tiene un entendimiento de su rol y función,
el camino se hace más fácil.
Con esto, ya podemos tener una idea de lo que es ser sufrido. Quiere
decir que aunque me humillen, a pesar que me golpeen, aunque no tenga
derecho, aunque no me reconozcan, aunque me calumnien, aprendo a
sufrir por causa del que me enseñó. Pero no me voy a desviar, sino que
voy a seguir la ruta, legítimamente, nada me va a condicionar, y de
ninguna cosa haré caso para poder llegar hasta el final. Ahora, el fin de
todo discurso oído es este: de esas cinco comparaciones u oficios que
Pablo usó como ejemplo para ilustrar nuestra actitud en el reino (soldado,
atleta, labrador, obrero y siervo), para vivir como Dios demanda en este
tiempo, sin perder la fe y poder pasarla a la próxima generación, tú
necesitas ser esas cinco personas. Sí, mi hermano, ve a la gracia,
sumérgete en ella, toma de ella y equípate, tomando lo que es del
soldado, adquiriendo todo lo que es de un atleta, poseyendo todo lo que
es de un buen labrador, echando mano de todo lo que es de un obrero, y
apropiándote de todo lo que debe ser un siervo. Eso es necesario, porque
como bien le advirtió Pablo a Timoteo, muchos se van a ir a las fábulas (2
Timoteo 4:4). Las fábulas se van a predicar tanto que ya la gente no va a
creer en la Palabra, sino en cuentos de viejas, como está pasando
actualmente. Si le dices a la gente que Cristo salva, y que volverá en
gloria, ni caso te hacen; si les muestras el verdadero evangelio, te tildan
de ingenuo, fanático o anticuado, ¡no hacen caso! En cambio, ve y diles
que les vas a dar “el agua milagrosa”, “el manto sagrado”, la “rosa
bendecida”, y promételes un milagro, para que veas como te rodean. ¿Por
qué? Porque andan detrás de fábulas, y han cerrado sus oídos para no oír
a la verdad.
Ahora, ¿qué vas hacer tú como ministro de Dios, cuando la gente no
quiera oír? ¿Qué harás cuando le hablas de la verdad, y ellos te tilden de
cuentista y prefieran escuchar cuentos de viejas, a los cuales consideran
como la verdad legítima? ¿Qué vas a hacer? Precisamente, tienes que ser
un soldado para sufrir esas penalidades y no enredarte en los negocios de
esta vida; tienes que ser un atleta y actuar en todo legítimamente, para
que puedas correr bien en el camino de la justicia; tienes que ser un buen
labrador, entendiendo que si no trabajas primero, no podrás comer del
fruto; tienes que ser un obrero que trabaje y no un palabrero; y
finalmente, tienes que ser un siervo sufrido, no contencioso, sino amable
para con todos, apto para enseñar y con mansedumbre corregir a los que
se oponen. Y sobre todo eso, hacerlo todo legítimamente.
Aprobado y legítimamente son dos palabras que encierran la enseñanza
mayor del servicio a Dios. Para yo ser aprobado tengo que pasar el
entrenamiento de forma legítima, y después que esté en la tarea, tengo
que continuar haciendo las cosas tal como lo aprendí en el entrenamiento,
legítimamente. Pablo le dijo a Timoteo: “Retén la forma de las sanas
palabras que de mí oíste, en la fe y amor que es en Cristo Jesús.(...) Ten
cuidado de ti mismo y de la doctrina; persiste en ello, pues haciendo esto,
te salvarás a ti mismo y a los que te oyeren” (2 Timoteo 1:13; 4:16). En
otras palabras: «guarda el depósito; lo que yo te enseñé, enseña también a
otros; retén la doctrina, no la adulteres; consérvala como la recibiste, pues
si así lo haces, estarás actuando legítimamente».
Hay algo de lo que yo tengo testimonio en mi espíritu y es que sé que
Dios no nos quiere desanimados en este tiempo, viendo las circunstancias
que nos rodean. Sabemos que cuando se sirve a la verdad, causa
indignación ver lo que está pasando en la iglesia, y que el celo de Jehová
nos consume, pero no podemos poner los ojos en eso. Cuando los setenta
discípulos llegaron contentos, y le dijeron a Jesús: “Señor, aun los
demonios se nos sujetan en tu nombre” (Lucas 10:17), el maestro le
contestó: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. He aquí os doy
potestad de hollar serpientes y escorpiones, y sobre toda fuerza del
enemigo, y nada os dañará. Pero no os regocijéis de que los espíritus se
os sujetan, sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los
cielos” (vv. 18-20). En otras palabras, no nos alegremos tanto por la
derrota del diablo, sino por el triunfo del reino de Dios. El evangelio no
son las derrotas del diablo, sino los triunfos de Cristo. Piensa en los
triunfos de Jesús, mira allá, al autor de la fe, sigue adelante, en el
entrenamiento, peleando legítimamente, caminando legítimamente,
adorando legítimamente, predicando legítimamente, haciéndolo todo
legítimamente, como lo hemos aprendido del Señor.
De hecho, si nos comportamos legítimamente, podremos pasar a la
próxima generación, intacto, lo que recibimos. Y cuando llegue el final
de la carrera de relevo, y sea a Jesús al que haya que pasarle la antorcha
encendida, Él se alegrará en su corazón al ver que ha recibido,
exactamente, lo que nos dio. Entonces dirá: «Espíritu Santo gracias.
Iglesia has sido fiel; guardaste el depósito. Ven, entra conmigo. Ya
puedes administrar cosas grandes, porque en lo pequeño fuiste fiel». ¿O
no crees que aquel día el Señor vaya a comparar lo que dio con lo que
recibió? No sé tú, pero yo quiero ser fiel, y dar lo mismo que recibí. Por
eso, quiero preservar lo mismo que los otros preservaron para mí, aun
dando sus vidas. No me importa lo que pase en este siglo, yo quiero
llegar al final.
Medita en tu corazón en esta hora, mi hermano, y te ruego como si
Dios rogara por medio mío, no mires al “vaso” ni a las circunstancias, ni
a cualquier otra cosa. Si consideras que he dicho algo que no debí decir,
perdóname a mí, pero recibe la esencia de este mensaje. No te desvíes por
un detalle, no vaya a ser que por una minucia pierdas algo mayor, como
es el depósito que Dios sacó de su corazón. Cuando Moisés metió la
mano en su seno y la sacó leprosa, la volvió entrar y la sacó limpia
(Éxodo 4:6-7). Ahí están las dos naturalezas: de la primera sale lepra,
pero la segunda sale nueva y limpia, como es el hombre nuevo, perfecto
en Cristo Jesús. Miremos de acuerdo a como Dios ve; entremos a lo
legítimo. Dios nos ha hablado, recibe la Palabra, pues yo que soy el
instrumento, por dentro estoy estremecido. Esto no lo digo para
estimularte, Dios sabe, sino que estoy recibiendo esta palabra de parte del
Señor al igual que tú, y no quiero olvidarla jamás.
Quiera Dios que mañana, si quisiera ser contencioso como siervo,
porque esté siendo provocado, que el Señor me ayude a ser amable, a no
quejarme cuando sufra. Espero que en la carrera no tenga que empujar a
otro hermano, para yo llegar primero a la meta, sino correr
legítimamente, porque todos tenemos un carril y una carrera que correr.
Dios nos facilitó un carril a cada uno, para que no tropecemos los unos
con los otros, como dice del ejército en el libro de Joel: “Ninguno
estrechará a su compañero, cada uno irá por su carrera; y aun cayendo
sobre la espada no se herirán” (Joel 2:8). Por tanto, corramos
legítimamente, y no obtengamos las cosas a fuerza de avaricia, lisonjas,
ni manipulación.
El Señor nos ayude, para no pasar al próximo segmento sin que Él haya
obrado esto en nuestro corazón. No nos cansemos de oír su Palabra; no la
menospreciemos, para que no se pierda nada de la intención santa.
Necesitamos en este tiempo, ese consejo que Dios le dio a la iglesia, a
través del apóstol, por tanto, ¡qué prevalezca lo de Dios y no lo nuestro!
Venga el reino de los cielos sobre todos nosotros, y sobre aquellos que
han de adoptar la vida del reino en su ministerio, en el nombre de Jesús.
Oro por aquellos que están en las naciones, a los que conocemos y a los
que no conocemos, pero que han abierto el corazón al reino de Dios, para
que formemos un frente unido, para que Dios pueda hacer lo que Él
quiere hacer en estos días, y podamos vivir legítimamente y en paz.

4.3 El Profeta de Bet-el

“He aquí que un varón de Dios por palabra de Jehová vino de


Judá a Bet-el; y estando Jeroboam junto al altar para quemar
incienso, aquél clamó contra el altar por palabra de Jehová…”- 1
Reyes 13:1,2.

Cuando Jehová dividió el reino de Salomón, en el año 931 a. C., a


causa de sus pecados e idolatría, se formaron dos reinos: el reino del
norte (Israel) que lo componían diez tribus, y el reino del sur (Judá), al
que lo representaban dos tribus (Benjamín y Judá). De hecho, Dios
permitió que existiera el reino del sur, por amor a Jerusalén, y por las
misericordias fieles a David (1 Reyes 11:9-13). Jehová quitó el reinado
de la mano del hijo de Salomón, Roboam, y lo dio a Jeroboam, pero no
destruyó la casa de David su siervo. Sin embargo, para Jeroboam no
bastó que Dios le haya entregado Israel, pues el hecho de que quedaran
dos tribus conformando el reino del sur, lo llenaba de un gran temor e
inseguridad.
Esa inquietud de que no permanecería, hizo que Jeroboam dijera en su
corazón: “Ahora se volverá el reino a la casa de David, si este pueblo
subiere a ofrecer sacrificios en la casa de Jehová en Jerusalén; porque el
corazón de este pueblo se volverá a su señor Roboam rey de Judá, y me
matarán a mí, y se volverán a Roboam rey de Judá” (1 Reyes 12: 26-27).
Por tanto, por el temor de perder el reino, Jeroboam tomó una decisión,
en este caso, no solamente de apartarse del reino de Judá, sino también de
Dios y de sus mandamientos y del pacto que Jehová había hecho con
Israel. Él no buscó refugio ni consejo en Jehová, sino que fue a los
hombres y estos le aconsejaron muy mal.
La primera mala decisión que Jeroboam toma es hacer dos becerros de
oro y decirle al pueblo: “Bastante habéis subido a Jerusalén; he aquí tus
dioses, oh Israel, los cuales te hicieron subir de la tierra de Egipto. Y
puso uno en Bet-el, y el otro en Dan” (1 Reyes 12: 28-29). Esto fue una
abierta violación al mandato de Jehová, quien había puesto su nombre,
sus ojos y su corazón en el templo y lo declaró el lugar de adoración,
como pacto perpetuo entre Él y David. Así que si el pueblo se trasladaba
a otro lugar, se estaba apartando de ese mandamiento.
De hecho, no solamente el reino del norte se apartó en cuanto al lugar
de adoración, sino que Jeroboam cambió totalmente el culto a Dios, y en
su lugar se adoraron ídolos. Él sustituyó la adoración a Jehová por dos
becerros, como diciendo: «Estos son los dioses que debemos adorar, los
que he puesto aquí». Y no tan sólo cambió el culto a Dios, sino también
el sacerdocio, ya que más adelante dicen las Escrituras que él hacía
sacerdote de los lugares altos a todo aquel que lo quería (1 Reyes 13:33),
levantando un sacerdocio contrario al de la casa de Leví. También
instauró fiestas solemnes que Jehová no mandó (1 Reyes 12:32). Así que,
primeramente el objeto de adoración era absurdo, luego el lugar de
adoración estaba equivocado; el culto estaba errado; el ministerio
sacerdotal desviado; y la adoración era idólatra y pagana.
Más adelante hubo una guerra, entre la casa de Jeroboam y la casa de
David (Roboam) en el tiempo que reinaba abías, su hijo. Abías quería
convencer a las diez tribus de que se volvieran a Jehová y al reino de
Judá, por lo que comienza a hablar de la apostasía de Jeroboam y nota
como la describe: “Y ahora vosotros tratáis de resistir al reino de Jehová
en mano de los hijos de David, porque sois muchos, y tenéis con vosotros
los becerros de oro que Jeroboam os hizo por dioses” (2 Crónicas 13: 8).
Por las palabras de abías, entendemos que el atentado de Jeroboam
básicamente no era contra la casa de David, sino contra el reino de
Jehová. Ya vimos que la intención de Jeroboan, al hacer los becerros, fue
no perder su reino y tomó todas esas medidas apóstatas, cambiando el
lugar de adoración, el objeto de la adoración, el sacerdocio y la ofrenda a
Dios, simplemente para asegurarse el reino.
Por tanto, si Jeroboam estaba resistiendo el reino de Jehová, también se
podía afirmar que quería usurpar el reino de Dios. Sigamos leyendo la
alocución de abías: “¿No habéis arrojado vosotros a los sacerdotes de
Jehová, a los hijos de Aarón y a los levitas, y os habéis designado
sacerdotes a la manera de los pueblos de otras tierras, para que cualquiera
venga a consagrarse con un becerro y siete carneros, y así sea sacerdote
de los que no son dioses?” (2 Crónicas 13:9). Nota que él hizo una
imitación del culto a Jehová para que el pueblo no bajara a la casa de
Dios (al reino del sur) a adorar a Dios. Pero ocurrió que Dios mandó a un
profeta a profetizar al reino del norte, al altar que había en Bet-el.
Detengámonos brevemente en este pensamiento, y meditemos acerca
de Bet-el, un lugar muy importante en la Biblia. Primeramente, Bet-el fue
el segundo lugar donde Abraham hizo altar a Jehová e invocó su nombre
(Génesis 12:8). Quiere decir que desde entonces se convirtió en un lugar
de adoración. De hecho, cuando Jacob corría de la casa de sus padres por
haber usurpado el lugar de su hermano (Génesis 27:36,41), se detuvo en
el camino, y se acostó en aquel lugar, tomando una piedra como cabecera,
y tuvo aquel gran encuentro con Dios, donde vio la escalera, y a los
ángeles que subían y bajaban. También fue ahí donde Dios se le apareció
y le habló (Génesis 28:12-15). Y cuando Jacob despertó de su sueño, se
levantó conmovido y dijo: “Ciertamente Jehová está en este lugar, y yo
no lo sabía. (…) ¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de
Dios, y puerta del cielo” (vv. 16-17). Y entonces él “… tomó la piedra
que había puesto de cabecera, y la alzó por señal, y derramó aceite
encima de ella. Y llamó el nombre de aquel lugar Bet-el” (vv. 18-19).
Jacob adoró allí a Dios, convirtiendo a Bet-el por segunda vez, en un
lugar de adoración.
Más adelante, el mismo Dios se le aparece a Jacob y le dice: “Yo soy el
Dios de Bet-el, donde tú ungiste la piedra, y donde me hiciste un voto”
(Génesis 31:13), como diciendo: «Yo soy aquel que adoraste y le
levantaste altar en Bet-el, tu Dios, el Dios de Bet-el». Tiempo después,
cuando Israel conquistó a Canaán, Bet-el llegó a ser el lugar del
tabernáculo, antes de que pasase a Silo y de Silo a Sion. Por tanto, el
primer lugar donde estuvo el tabernáculo, después que cruzaron, fue Bet-
el. Jehová toma ese lugar y lo hace suyo, porque don-de hay adoración a
Dios, Él la convierte en su casa. Por eso Bet-el muy bien representa a la
iglesia, casa de Dios y lugar de adoración. Mas, cuando el reino se
dividió, Bet-el deja de ser lo que era antes, y todos los profetas hablaban
de Bet-el como el lugar de la apostasía, el sitio donde el pueblo se apartó
de Dios. El profeta Amós dijo sarcásticamente: “Id a Bet-el, y
prevaricad” (Amós 4:4). Por lo cual, luego que Bet-el fuera conocido
como un lugar de adoración, con el reino dividido, se convirtió en el lugar
de la prevaricación.
Mientras estudiaba sobre este tema, el Señor me dijo que Bet-el
representa aquí a la iglesia del principio, aquella de la edad apostólica que
era casa de Dios y puerta del cielo. Allí había sacerdocio para ministrar a
Dios, también ofrenda y libación para Él. Pero después, la iglesia dejó de
ser la “desposada del Cordero” y se casó con el reino de los hombres (el
imperio romano, a través de Constantino). De ahí en adelante, la iglesia
se comprometió en pacto con el gobierno humano, y se mezclaron las
cosas y este es el resultado que tenemos hoy. Así que Bet-el no tan sólo
representa a la iglesia, sino a los diferentes movimientos de la iglesia, y a
las denominaciones que la constituyen. Y el Señor me dijo lo siguiente:
«Todos los movimientos que hoy son denominaciones de mi iglesia eran
lugares donde estaba mi presencia, mi unción y donde estaba establecido
mi reino; lugares de sacerdocio, donde había ofrenda, adoración e
integridad para conmigo».
¡Quién puede negar que hubiera gloria en el tiempo de la reforma y que
la iglesia luterana, en su principio, era un Bet-el, un movimiento santo de
Dios!, ¿quién no afirmaría lo mismo de la iglesia presbiteriana o de los
hermanos metodistas, etc., los cuales constituyeron en los siglos pasados
lo que era Bet-el en su principio?, ¿quién cuestiona lo que había en la
iglesia reformada?, ¿no era el movimiento metodista un gran avivamiento
donde Dios se movió de una manera poderosísima?, ¿no había allí unción
de Dios, participación de Dios, culto a Dios?, ¿no era casa de Dios y
puerta del cielo? Lo mismo podemos decir de otros movimientos.
Pensemos en el movimiento Pentecostal cuando comenzó, que no era una
denominación, sino un movimiento del Espíritu del que Dios podía decir:
«Yo Soy el Dios de Bet-el». Pero vino el espíritu de Jeroboam, aquel que
la Biblia llama como un estribillo por toda la Escritura “el que hizo pecar
a Israel” (2 Reyes 13:2), y desvió el culto a Jehová. De cuarenta y un
veces que se usa la palabra “pecar”, nueve corresponden a Jeroboam. Por
eso, Dios dice a los pastores y ministros, y a todos los llamados de Su
nombre: ¡Cuidado con el espíritu de Jeroboam!
El espíritu de Jeroboam es el espíritu que pervierte a Bet-el, la casa de
Dios, y resiste el reino de Jehová, para asegurar su propio reino. En todos
los lugares denominacionales hubo gloria de Dios al principio, eran casa
de oración, iglesias donde había presencia, había culto, había sacerdocio,
había ofrenda; pero se levantó el espíritu de Jeroboam resistiendo el reino
de los cielos, tratando de apartar al pueblo del lugar de adoración, y
también del culto a Dios. Y hoy el espíritu de Jeroboam que está en la
iglesia resiste el reino de Dios y cambia el culto, el ministerio, la Palabra
y también los días señalados a como se les ocurrió, según su propio
corazón. Han quitado la gloria de Dios y mueven el pueblo hacia ellos,
por temor a perder su autoridad, sus puestos. No les importa el culto a
Dios, ni Su ministerio; tampoco el reino de los cielos ni mucho menos el
propósito divino, sino que ellos buscan enseñorearse de la grey. Esa es la
maldita intención del espíritu de Jeroboam que está en Bet-el, en la casa
de Dios.
Mas, ¿qué ha hecho la iglesia? Ella ha inventado su propio ministerio,
su propia adoración, sus propias fiestas, y ha permitido lo peor, que un
espíritu anticristo se suba al altar y le usurpe la adoración a Dios. En vez
de toda la gloria, y la honra, y la alabanza sea a Dios, se le da al altar que
está en Bet-el, donde está el “becerro”, el dios que sustituye, el ungido
“plenipotenciario”, el usurpador. Por eso, Dios nos dice amados
ministros: «¡cuidado con el espíritu de Jeroboam que esta en Bet-el!».
¡Qué pena que en Bet-el, lugar donde Dios dijo: «Yo soy el Dios de Bet-
el“, ahora haya un becerro; que donde hubo adoración al Dios vivo, ahora
se haga culto al hombre; y lo que fue casa de Dios ahora se practican
cosas que Él no instituyó, sino las que han sido establecidas por el
hombre!
Ministro de Dios, el Dios a quien tú y yo le servimos se ha propuesto
derribar el altar que esta en Bet-el, y por eso le dice a su iglesia: «Yo he
puesto mi rostro enojado hacia al altar que está en Bet-el, hacia la
apostasía que ha desviado a mi pueblo del propósito. Y enviaré
mensajeros poderosos contra el altar que está en Bet-el». Y así lo hará,
como lo hizo ayer cuando envió a ese profeta joven a Jeroboam. Y me
gusta la palabra joven, porque representa al nuevo pacto; joven porque es
el vino nuevo; joven porque esto es lo último que Dios está haciendo en
la restauración de Su reino en la tierra. Nosotros no somos ministros de la
vieja dispensación, sino que somos ministros competentes de un nuevo
pacto (2 Corintios 3:6).
Ahora, quiero que tú veas lo que hizo Dios. El Señor mandó a este
profeta que nos representa a nosotros, los hombres a quien Dios ha
enviado a destruir el espíritu de Jeroboam, el usurpador, con una sola
orden: «Ve profetiza contra el altar que me sustituye». El profeta fue y se
paró frente al altar y clamando empezó a profetizar diciendo:
“Altar, altar, así ha dicho Jehová: He aquí que a la casa de
David nacerá un hijo llamado Josías, el cual sacrificará sobre ti a
los sacerdotes de los lugares altos que queman sobre ti incienso, y
sobre ti quemarán huesos de hombres. Y aquel mismo día dio una
señal, diciendo: Ésta es la señal de que Jehová ha hablado: he
aquí que el altar se quebrará, y la ceniza que sobre él está se
derramará” (1 Reyes 13:1-4).

En la iglesia debe levantarse la voz profética en contra de todo altar


usurpador que pretenda quitarle la gloria y el honor al Señor. Déjame
decirte mi hermano que tu primer trabajo es levantar tu voz, y profetizar
contra ese altar que está en Bet-el, y contra ese espíritu que desvía al
pueblo de Dios y de su alabanza. Nosotros estamos comprometidos como
ministros de Dios del nuevo pacto, de lo nuevo que Dios está haciendo.
Como participantes de la restauración de todas las cosas, Dios nos manda
a profetizar contra ese altar y vamos a alzar nuestra voz para que se
quiebre, porque todo lo que quiere ocupar el lugar de Dios ¡debe
desaparecer de la iglesia! El joven profetizó y puso una señal, y la señal
vino del cielo y se cumplió en esa misma hora, veámoslo:

“Cuando el rey Jeroboam oyó la palabra del varón de Dios,


que había clamado contra el altar de Bet-el, extendiendo su mano
desde el altar, dijo: ¡Prendedle! Mas la mano que había extendido
contra él, se le secó, y no la pudo enderezar. Y el altar se rompió,
y se derramó la ceniza del altar, conforme a la señal que el varón
de Dios había dado por palabra de Jehová” (1 Reyes 13:4-5).

Esto es palabra profética de Jehová para la iglesia del reino de Dios que
está en las naciones. Dios te manda con autoridad a decirle a ese altar que
está en Bet-el, en la casa de Dios, instituido por el espíritu de Jeroboam:
«Altar, altar, así ha dicho Jehová, tú te vas a quebrar y tus cenizas van a
ser derramadas». Llénate en esta hora de esa palabra profética, llénate de
ese celo, porque este es un mandamiento para nosotros. Así como Dios
mandó a ese profeta, nos manda ahora a nosotros.
Después que el joven profetizó y dio la señal, el altar se rompió en dos.
Y cuando Jeroboam vio su altar destruido, lugar donde el convocaba al
pueblo, se llenó de ira. ¿Cuántos saben que los que apartan al pueblo de
Dios lo reúnen alrededor de la adoración al hombre? El altar hoy es el
culto al hombre que ha sustituido el culto a Dios. El becerro es el culto al
hombre que le dice a la iglesia: «¡Estos son los que han hecho por ti,
nosotros los ungidos, no Dios!». Jeroboam no pudo soportar su altar
quebrado, pero al ordenar que apresaran al joven, la mano que extendió
se le secó. Dios dijo: “No toquéis, dijo, a mis ungidos, Ni hagáis mal a
mis profetas” (1 Crónicas 16:22).
Cuando un hombre va en nombre de Dios, óyelo bien, el diablo y el
infierno levantarán su mano contra él, pero no prevalecerán. Te advierto
que el espíritu de Jeroboam va a levantar su mano contra ti, ministro de
Dios, así como el rey actúo en contra del joven, con autoridad, y usó su
mano (lo que nos habla de obras) en contra del mensajero. Por tanto,
cuando el espíritu de Jeroboam se sienta amenazado, y vea su altar
quebrado y las cenizas volando por el aire, hará obras contra los siervos
del Dios Altísimo. Ese espíritu se levanta contra los ungidos, de manera
personal, pero Dios dice que toda mano que se levante contra los
enviados del cielo se secará.
Luego vemos que Jeroboam tuvo que rogarle al profeta que orase por él
para que se restableciera su mano, y él oró (1 Reyes 13:6). Yo me
acuerdo de Acab, del cual dicen las Escrituras que no hubo lugar en la
tierra donde no buscó a Elías, y cuando le encontró le dijo: “¿Eres tú el
que turbas a Israel?” (1 Reyes 18:17). Pero su intención era matarle. Y el
profeta le contestó: “Yo no he turbado a Israel, sino tú y la casa de tu
padre, dejando los mandamientos de Jehová, y siguiendo a los baales”
(vv. 18). Así los siervos de Dios, óyelo bien, seremos acusados de
perturbadores, pero EL QUE PERTURBA A LA IGLESIA NO ES EL
QUE LA ACERCA A DIOS, SINO EL QUE LA ALEJA DE ÉL.
Elías se enfrentó al rey, y en vez de rematarlo, le dio una orden: Envía,
pues, ahora y congrégame a todo Israel en el monte Carmelo, y los
cuatrocientos cincuenta profetas de Baal, y los cuatrocientos profetas de
Asera, que comen de la mesa de Jezabel” (1 Reyes 18:19), porque cuando
un hombre va en nombre de Dios, y en su autoridad, el Señor respalda su
Palabra y a sus mensajeros. La autoridad que está con nosotros es más
poderosa que toda oposición del diablo, por eso, Dios nos dice a los
ministros, que no temamos a lo que nos puede hacer el hombre (Lucas
12:4; Isaías 51:7). No tengamos miedo a ninguna amenaza, tenemos un
compromiso con Dios y con Su reino de restaurar el altar. Tenemos un
llamado a volver el pueblo a Dios y derribar el altar del culto al hombre,
por eso ese profeta nos representa a nosotros.
Nota la claridad profética que tenía este hombre, los oráculos que había
en su boca, el respaldo, la señal que se cumplió de inmediato. También su
profecía fue correcta, y se cumplió trescientos años después, cuando un
hijo de David, llamado Josías, al ver los sepulcros que estaban en el
monte, envió a sacar los huesos de los sepulcros, y los quemó sobre el
altar para contaminarlo, tal y como el profeta lo había anunciado (2 Reyes
23:16). Es decir, el joven profeta tenía autoridad profética, unción y
poder, pero todo se dañó cuando desobedeció. Veamos qué ocurrió con el
profeta, después de haber orado por el rey, y que Jehová le restauró la
mano:

“Y el rey dijo al varón de Dios: Ven conmigo a casa, y


comerás, y yo te daré un presente. Pero el varón de Dios dijo al
rey: Aunque me dieras la mitad de tu casa, no iría contigo, ni
comería pan ni bebería agua en este lugar. Porque así me está
ordenado por palabra de Jehová, diciendo: No comas pan, ni
bebas agua, ni regreses por el camino que fueres. Regresó, pues,
por otro camino, y no volvió por el camino por donde había
venido a Bet-el. Moraba entonces en Bet-el un viejo profeta, al
cual vino su hijo y le contó todo lo que el varón de Dios había
hecho aquel día en Bet-el; le contaron también a su padre las
palabras que había hablado al rey. Y su padre les dijo: ¿Por qué
camino se fue? Y sus hijos le mostraron el camino por donde
había regresado el varón de Dios que había venido de Judá. Y él
dijo a sus hijos: Ensilladme el asno. Y ellos le ensillaron el asno, y
él lo montó. Y yendo tras el varón de Dios, le halló sentado debajo
de una encina, y le dijo: ¿Eres tú el varón de Dios que vino de
Judá? Él dijo: Yo soy. Entonces le dijo: Ven conmigo a casa, y
come pan. Mas él respondió: No podré volver contigo, ni iré
contigo, ni tampoco comeré pan ni beberé agua contigo en este
lugar. Porque por palabra de Dios me ha sido dicho: No comas
pan ni bebas agua allí, ni regreses por el camino por donde
fueres. Y el otro le dijo, mintiéndole: Yo también soy profeta como
tú, y un ángel me ha hablado por palabra de Jehová, diciendo:
Tráele contigo a tu casa, para que coma pan y beba agua.
Entonces volvió con él, y comió pan en su casa, y bebió agua. Y
aconteció que estando ellos en la mesa, vino palabra de Jehová al
profeta que le había hecho volver. Y clamó al varón de Dios que
había venido de Judá, diciendo: Así dijo Jehová: Por cuanto has
sido rebelde al mandato de Jehová, y no guardaste el
mandamiento que Jehová tu Dios te había prescrito, sino que
volviste, y comiste pan y bebiste agua en el lugar donde Jehová te
había dicho que no comieses pan ni bebieses agua, no entrará tu
cuerpo en el sepulcro de tus padres. Cuando había comido pan y
bebido, el que le había hecho volver le ensilló el asno. Y yéndose,
le topó un león en el camino, y le mató; y su cuerpo estaba echado
en el camino, y el asno junto a él, y el león también junto al
cuerpo. Y he aquí unos que pasaban, y vieron el cuerpo que
estaba echado en el camino, y el león que estaba junto al cuerpo;
y vinieron y lo dijeron en la ciudad donde el viejo profeta
habitaba. Oyéndolo el profeta que le había hecho volver del
camino, dijo: El varón de Dios es, que fue rebelde al mandato de
Jehová; por tanto, Jehová le ha entregado al león, que le ha
quebrantado y matado, conforme a la palabra de Jehová que él le
dijo. Y habló a sus hijos, y les dijo: Ensilladme un asno. Y ellos se
lo ensillaron. Y él fue, y halló el cuerpo tendido en el camino, y el
asno y el león que estaban junto al cuerpo; el león no había
comido el cuerpo, ni dañado al asno. Entonces tomó el profeta el
cuerpo del varón de Dios, y lo puso sobre el asno y se lo llevó. Y
el profeta viejo vino a la ciudad, para endecharle y enterrarle. Y
puso el cuerpo en su sepulcro; y le endecharon, diciendo: ¡Ay,
hermano mío! Y después que le hubieron enterrado, habló a sus
hijos, diciendo: Cuando yo muera, enterradme en el sepulcro en
que está sepultado el varón de Dios; poned mis huesos junto a los
suyos. Porque sin duda vendrá lo que él dijo a voces por palabra
de Jehová contra el altar que está en Bet-el, y contra todas las
cosas de los lugares altos que están en las ciudades de Samaria”
(1 Reyes 13:7-32).

Creo que la enseñanza es mucha, pero hay algo que quiero enfatizar.
¿Cuántos sabrán que todo se pierde cuando se pierde la obediencia?
Ministro de Dios: CON LA UNCIÓN PODEMOS IMPRESIONAR A
LOS HOMBRES, PERO CON LA OBEDIENCIA AGRADAMOS A
DIOS. Tenemos el ejemplo de Sansón y de otros, los cuales usaron mal la
unción. El hecho de ser ungidos, en ocasiones, nos hace aparecer fuertes
delante de la vista de los hombres, pero la desobediencia nos hace débiles
delante de Dios. Un hombre puede ser muy ungido, pero si es
desobediente tarde o temprano mostrará su pie de barro, su inmadurez. La
unción no vale nada si no está respaldada de obediencia y sujeción a Dios
y a Su reino. Aunque tengamos unción, nuestro ministerio será impedido,
neutralizado e ineficaz, si carecemos de obediencia a Dios. Si queremos
ser ministros competentes contra el espíritu usurpador de Jeroboam, no
podemos apartarnos ni un ápice de la voluntad divina.
La obediencia es mejor que los sacrificios (1 Samuel 15:22), pues
SACRIFICIOS SIN OBEDIENCIA ES RITUALISMO. Hay muchos que
han caído en ritualismo en su adoración a Dios, porque su adoración es
como la de Caín: tiene belleza, tiene excelencia pero le falta sujeción,
amor, obediencia y fe en Dios. Ministro de Dios, no perdamos nuestra
eficacia en nuestro llamamiento; seamos obedientes a la voluntad del Rey
y Señor, si queremos tener poder y autoridad contra los enemigos del
reino, para restaurar a la iglesia, volviéndola a Dios. La iglesia cristiana
debe seguir, precisa y exactamente, las instrucciones de Dios, quien no
cambia su voluntad ni tampoco acepta sugerencias, sino que sigue al pie
de la letra lo que se dispuso hacer. La obediencia facilita a Dios ejecutar
lo que se ha propuesto hacer en nuestro ministerio.
¡Que triste ha sido la historia de este joven profeta! Él tuvo el poder, el
respaldo, la unción, la autoridad, la gloria de Dios manifiesta, y cuando
este hombre se marcha con la satisfacción del propósito cumplido, viene
y desobedece a Dios, cerrando con luto, acontecimientos tan gloriosos.
Me llama la atención algo muy importante, pues Dios nos habló de
cuidarnos en nuestras relaciones, y a este hombre le hicieron dos ofertas.
La primera se la hizo el rey, diciéndole: “Ven conmigo a casa, y comerás,
y yo te daré un presente” (1 Reyes 13:7). Cuidado con “trabarnos” en
relaciones que no vienen de Dios, simplemente porque veamos a una
persona con una posición o un status superior.
Josafat era un hombre de Dios y ¿sabes cómo cayó su reino y sus hijos?
Cuando se unió en pacto con la casa de Ocozías. La Biblia dice que se
“trabó” en amistad con él (2 Crónicas 20:35). ¿Cómo se traba uno en
amistad? Es como cuando un animal se traba en un lazo y se dice que
cayó en una trampa, se entrampó, se enredó. Toda relación con el reino
de los hombres es una traba para un hombre de Dios. Estos dos hombres
comenzaron una compañía para construir naves que fuesen a Tarsis a
buscar oro y mercancía para enriquecerse. Pero dice que vino Eliezer hijo
de Dodava, de Maresa, y profetizó contra Josafat, diciendo: “Por cuanto
has hecho compañía con Ocozías, Jehová destruirá tus obras” (v. 37). Las
naves se rompieron, y no pudieron ir a Tarsis, pues Jehová le acabó el
negocio, y así también hará con todo siervo suyo que haga alianza con “la
casa de Ocozías”, con “la casa de Jeroboam”, y con todos los que apartan
al pueblo de Dios, y usurpan su gloria. Los barcos (en este contexto tipo
de ministerios), serán destruidos y no irán a ningún lado, quedarán allí
también trabados.
Esa oferta puede llegar a ti, pues el espíritu del reino de los hombres
siempre está tratando de llevarnos a su casa. “Casa” significa su lugar de
morada, su cobertura, estar bajo su techo, estar bajo su gobierno.
¿Cuántas ofertas nos han hecho para que aceptemos relaciones y
coberturas que no son de Dios? Y ahí está la trampa, en ese «Yo
reconozco que tu eres de Dios, ven a mi casa y te honraré; te voy a dar lo
que mereces; voy a satisfacer tu necesidad. Únete conmigo, ven a mi
cobertura, enrédate en mi red, y yo te voy a honrar». Ya los oigo: «Tú
eres un ministro que apenas lo que tienes son setenta miembros, únete a
una organización fuerte y tú verás como vas a ser grande en la ciudad;
relaciónate con cientos de ministros para que tengas puertas abiertas y
tengas muchos púlpitos. ¿Quieres predicarles a los ministros? Pues ven,
únete conmigo, entra en la cobertura, entra bajo mi gobierno, bajo mi
autoridad». ¡Dios tenga de ellos misericordia!
Ahora, nota como el profeta respondió al rey: “Aunque me dieras la
mitad de tu casa, no iría contigo, ni comería pan ni bebería agua en este
lugar. Porque así me está ordenado por palabra de Jehová, diciendo: No
comas pan, ni bebas agua, ni regreses por el camino que fueres” (1 Reyes
13:8-9). El profeta estaba firme y claro en la instrucción que debía seguir,
algo que nos enseña que mientras él fue fiel, fue un buen testimonio para
nosotros. Así que le dijo, en otras palabras: «Con todas tus instituciones y
coberturas y todo lo que tú me ofreces, reuniones, pólizas, manuales,
tarjetas y credenciales –esto último que apela tanto a los ministros- mejor
obedezco a mi Dios». Yo he escuchado tantos ministros decirme:
«Hermano, me voy a unir a ellos, porque no tengo credencial y ellos me
la están ofreciendo, y usted sabe, sin eso no se puede hacer nada».
También supe de un ministro, bien reconocido en su localidad, al que el
concilio le negó la credencial, porque no había enviado la cuota en la
fecha indicada, y ellos exigían sin falta la cuota y el diezmo, para
mantener la credencial. Y me pregunto: ¿cuántos hay que han accedido a
entrar en la “casa” de esos movimientos con el espíritu de Jeroboam, por
una credencial, un título, un reconocimiento, por facilidades en el
ministerio, por púlpitos? Mas, el hombre de Dios dice: «Me puede dar
administrar todo lo que hay en la institución, hacerme parte de la junta o
la presidencia del comité directivo, pero mi vocación, y mi fidelidad a
Dios no tienen precio».
Los hombres de Dios no se venden ni comprometen el propósito divino
bajo ningún precio. Un hombre llamado no solo ama a Dios, sino que está
comprometido con Él y con su llamamiento, pues sabe lo que significa
que Dios haya puesto los ojos en él, al tenerlo por fiel poniéndolo en el
ministerio. Que un hombre sea tomado del pueblo, para ser apartado y
recibir la encomienda de Su propósito, es demasiada honra para
cambiarla por un plato de “lentejas” y ponerse debajo de una cobertura
enemiga de Dios. Por eso, los verdaderos “israelitas” dicen: «Dígale a
“Jeroboam”: Aunque me des lo que me des, no entraré en tu casa ni
comeré de tu pan». Podemos aplicar que comer el pan significa comer de
sus enseñanzas, como beber su agua es beber de su espíritu. El agua es
símbolo del Espíritu Santo, pero esta agua contaminada es símbolo de los
espíritus de la enseñanza y de la apostasía contra Dios. Esa agua
representa una falsa unción, la cual se parece a los que se llaman
apóstoles y no lo son, pero que hay una iglesia que los prueba y sabe que
son mentirosos (Apocalipsis 2:2).
Hay una iglesia restaurada que tiene discernimiento espiritual, y no
aprueba sin probar, y cuando prueba los haya mentirosos. Cuidado con la
falsa comida, la falsa enseñanza y la falsa unción en una cobertura que
contradice el reino de Dios. Ellos cambian el ministerio de Dios e
instituyen lo que les da la gana, en contra de lo que Dios estableció,
apartando al pueblo de la verdadera adoración.
El joven profeta dejó ver claro al rey, quién lo había enviado y a quién
él debía obedecer. Con todo, había una razón por la que Dios le dijo al
profeta: “No comas pan, ni bebas agua, ni regreses por el camino que
fueres” (1 Reyes 13:9). Jehová vomitaba de su boca lo que estaba
pasando en Bet-el, así como aborrece lo que está aconteciendo en la
iglesia hoy, ¿o no dice en Apocalipsis: “aborreces las obras de los
nicolaítas, las cuales yo también aborrezco” –Apocalipsis 2:6? Jehová
aborrece a Jezabel, y a los que se dicen ser apóstoles y no lo son. En la
Bet-el apóstata hay inmundicias, por eso Dios le dijo al profeta: «No te
contamines con la comida ni la bebida, apártate de las inmundicias; no
participes de los pecados ajenos». También Jehová le advirtió al profeta
sobre el camino. El camino hacia Bet-el en esa condición es un camino de
apostasía, de rebelión contra Dios, por eso le indicó otra ruta.
Nota que a Israel, después que cruzó el mar rojo, Jehová le prohibió
volver por ese camino, porque Él lo abrió y luego lo cerró, para que no
hubiera camino de regreso a Egipto, y ellos no pudieran devolverse
(Deuteronomio 17:16). Y a nosotros que hemos salido del Bet-el que ha
apostatado del Señor (porque todos hemos salido de esos lugares), Dios
nos dice: «Devuélvete, ni siquiera pases por ese camino; toma otro
sendero». Por tanto, ni siquiera debiéramos frecuentar esos lugares, sino
tomar otro camino. ¿Sabes cuál fue ese camino? El camino que manda
Dios, el de la obediencia. Así que si alguno pregunta acerca de ti: «¿Por
qué camino se fue?», alguien también pueda responder: «Él se fue por la
vía del reino, el camino de la obediencia a la instrucción que recibió de
Dios». Ese es el camino que Dios te encomienda, el de la absoluta
sujeción a la voluntad del Señor.
Hasta el momento, el joven profeta había actuado según lo que Jehová
le mandó, pero algo improvisto aconteció. El viejo profeta lo siguió por el
camino que tomó, hasta que lo alcanzó (1 Reyes 13:11-12). A mí me
llamó la atención que el profeta dijo a sus hijos que ensillasen el asno;
ellos se lo ensillaron, y él lo montó (1 Reyes 13:13). Y le pregunté a Dios
qué significaba eso, y él me dijo: «En este caso en particular, el asno de
este profeta representa el ministerio de los viejos profetas, aquellos
ministros que están en Bet-el, que se han aclimatado al ambiente, que
pudiendo levantar la voz para defender a la verdad, se callan, porque le
importa más la gloria del hombre que la de Dios». El burro en el lenguaje
bíblico es un animal que representa a los que no tienen entendimiento
(Isaías 1:3,4). Los ministros viejos que siguen el camino viejo, el vino
viejo de las tradiciones religiosas, de los espíritus que han cautivado a la
iglesia, adaptándose a los sistemas humanos, son profetas que antes
tenían revelación, pero ahora son mentirosos, que apartan a los hombres
de Dios; por lo cual, sus ministerios lo representa un burro y están
montados en él. Dios nos ha indicado que donde tú te montas es tu
ministerio. La zarza era insignificante y Dios moró en ella; Jesús entró en
una asno como “el rey humilde y sin corona”, pero al cielo se fue en una
nube y escoltado por los ángeles (Hechos 1:9).
Cuántos viejos ministros, acondicionados y comprometidos con el
sistema apóstata de la iglesia, están ensillando sus ministerios, para ir por
el camino donde va el profeta de Dios, a tratar de desviarlo del propósito
santo. Cuídate de esos viejos profetas, los cuales representan las
tradiciones, los ritos, los manuales, las pólizas, el vino viejo, las formas
humanas, el culto a los hombres, y el intelectualismo (el espíritu de
Grecia). También ellos representan al espíritu de Babilonia, el cual
cambia la dieta espiritual, y levanta la imagen del hombre, y obligan a los
siervos de Dios que le adoren, o los amenazan con echarlos a los leones.
Continuando con el relato, vemos que el viejo profeta halló al joven
sentado debajo de una encina (1 Reyes 13: 14). El Señor llamó mi
atención en la actitud del hombre de Dios, a quien encontramos ahora
sentado, descansando a la sombra de un árbol. Es decir que no estaba
activo, sino que hizo una pausa en el camino para descansar, y relajarse.
Estaba como David en aquella tarde, cuando se paseaba sobre el terrado
de la casa real; y vio desde allá a una hermosa mujer que se estaba
bañando y por estar de ocioso, ya sabemos lo que sucedió, y en vez de
estar peleando junto a su ejército, pecó (2 Samuel 11:2, 4-17). Pero este
joven, estaba bajo una encina, meditando, descansando, cuando vino el
engaño del viejo profeta, Él no estaba caminando, sino que se había
detenido en el camino de la obediencia. Dios le había dicho en otras
palabras «Muévete, rápido, sal corriendo de ahí», pues si no puede comer,
ni beber agua, ni regresar por el mismo camino, no es difícil deducir que
tampoco podía detenerse. Por tanto, tristemente, el hombre no siguió al
pie de la letra toda la instrucción.
El camino de la obediencia no es para descansar, sino para seguirlo
hasta llegar a Su perfecta voluntad. El joven fue engañado en el lugar
donde él estaba recreándose, paralizado, posiblemente en ociosidad.
¡Abre los ojos y toma consejo! Fíjate que el que sembró cizaña en el
campo esperó que todos estuvieran dormidos (Mateo 13:25). ¡Cuídate
ministro de Dios! Que en la carrera que llevas en tu ministerio, no te
detengas debajo de ningún árbol; Dios te mandó a que corras por el
camino de la obediencia, sigue corriendo.
“Ven conmigo a casa, y come pan” (1 Reyes 13:15), le propuso el viejo
profeta al joven. Los ministros compañeros donde estábamos antes, nos
llaman y nos invitan, y dicen: «Vuelve con nosotros, participa con
nosotros», pero te voy a compartir -pues quiero ser fiel- exactamente, con
las palabras textuales que Dios usó cuando me aplicó este mensaje. Este
profeta viejo, que desvió al profeta nuevo, representa a los ministros que
usan su reputación y su experiencia para convencerlos de que deben
seguirlos a ellos, pero su experiencia y su reputación no son más que
mañas antiguas, métodos trillados y formas repetidas (tradición y
religión) que no tienen ninguna eficacia en la vida del reino. El viejo
profeta le dijo al joven profeta, mintiendo: “Yo también soy profeta como
tú, y un ángel me ha hablado por palabra de Jehová, diciendo: Tráele
contigo a tu casa, para que coma pan y beba agua” (1 Reyes 13:18). Una
de las características que se destacan en los profetas viejos -que
representan a aquellos que les sirven a los sistemas eclesiásticos- es que
comprometen el llamamiento por un salario, haciéndose mercenarios
asalariados y no ministros de Dios. Éstos prefieren servirle a un sistema,
aplacando sus conciencias, que ser fieles al Dios que los llamó. Estos
ministros viven siempre invitando a los hombres de Dios, con una falsa
revelación, diciendo que Dios les habló.
Ya vimos que “casa” representa una cobertura, por lo que aplicamos
que este hombre estaba dándole una orden al joven profeta, como de parte
de Dios, de que entrara bajo su cobertura, para que coma pan y bebiera
agua. Entonces vemos cómo el joven volvió con él e hizo lo que el viejo
profeta le había dicho, lo que en otras palabras se puede interpretar como
que se unió a su ministerio -entró a su casa-, recibió de su enseñanza, de
su ministración -comió pan- y recibió de su unción -bebió agua- (1 Reyes
13: 19). Ahora, ¿qué pudo recibir este joven profeta de un ministro
mentiroso? ¿Qué pudo comer de su mesa? ¿Qué pudo beber bajo su
techo? ¡Cuántos ministros del reino de Dios están caminando bien y se
meten bajo el techo de los zorros viejos, para comer su comida y beber su
bebida, y después terminan matados por un león, como terminó aquel
joven que era boca de Dios (1 Reyes 13:24)!
La Biblia habla de un león que anda rugiente buscando a quien devorar,
y el viejo profeta le sirve a ese león. Cuidado con las coberturas de viejos
mentirosos, cuya experiencia son trucos ministeriales antiguos y cuya
autoridad torcida es basada en los años de servicios y en la mentira de
que Dios les habló. Ese es el truco de muchas organizaciones
eclesiásticas, que usan el instrumento de la seducción para apartar a los
hombres de la visión del reino de Dios. Este viejo, farsante y
embaucador, vivía en Bet-el y era testigo de los horrores de la apostasía,
y de ningún modo levantó su voz profética para exhortar ni combatir el
pecado; en ningún tiempo hizo algo para enderezar el camino torcido del
reino del norte. Pero cuando sus hijos le contaron todo lo que Dios había
hecho a través de ese joven, posiblemente sintió envidia, celo y
vergüenza y se consideró retado. Así hay muchos ministros que se han
adaptado a los sistemas antiguos por interés y conveniencia, y nunca
levantan sus voces, mas cuando ven a alguien que le sirve al reino de
Dios con integridad, tratan de acallarlos o desviarlos, para que los dos
estén iguales.
El viejo profeta al ver a uno que supo ser fiel a Dios quiso buscar
parentesco y relación con él, a tal punto que al morir dejó establecido que
lo enterrasen con el joven, para descansar los dos en el mismo hoyo (1
Reyes 13:31). Por tanto, te advierto que si oyes los trucos de los viejos
profetas mentirosos (que dicen que Dios les ha hablado, pero no saben
levantar la voz contra la inmoralidad, contra la apostasía y contra el reino
que está contra Dios), no solamente te va a comer el león, sino que vas a
ser enterrado con él, pues irán los dos al mismo agujero.
Ministro de Dios, cuídate que nadie te cambie el mensaje, porque la
estratagema del profeta viejo es tratar de cambiarte la instrucción,
modificarte la enseñanza y variarte el mandato divino. Jehová el Dios de
Israel te hizo su ministro, y te dio la dulzura para que los hombres se
acerquen a ti, por lo que entiendo que para ser fiel al llamamiento hay que
pagar un precio muy elevado. Mas, la unción santa está en ti, úsala para el
reino de Dios. Jehová tiene un camino para ti y es el camino del reino y te
dice: «Cuídate de los profetas viejos, tus antiguos amigos, los cuales
pretenderán apartarte del camino que Jehová Dios ha trazado para ti, tu
casa, tu iglesia y tu ministerio». El apóstol Pablo decía: “Mas si aun
nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del
que os hemos anunciado, sea anatema” (Gálatas 1:8). ¡Nadie nos va a
cambiar el mensaje de Dios! No importa que tenga apariencia de profeta,
no importa que venga con unción falsa, no importa que diga que Dios le
habló, no nos apartemos de la primera instrucción.
Ese joven vio un altar quebrarse y la ceniza derramarse; también
presenció cuando se secó la mano del que se levantó contra él y vio como
por su boca, Dios se la restauró, ¿cómo entonces pudo creer a una tonta
mentira? ¿Dónde está nuestra convicción del reino de Dios? La Palabra
dice: “Mas el justo vivirá por fe; Y si retrocediere, no agradará a mi
alma” (Hebreos 10:38). El camino del reino no es para retroceder “el
reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan” (Mateo
11:12). El Dios del cielo nos llamó como ministros y nos eligió de en
medio de todos esos ministros viejos y de todo lo que ellos representan,
para poner en nosotros su confianza, así que no vayamos a fallarle al que
nos honró. Cuando un hombre ha visto a Dios, y recibe una instrucción
divina, no debe cambiarla, no importa que el diablo se vista de ángel de
luz, para tratar de apartarlo del camino.
El ministerio cristiano no es una carrera de velocidad, sino de
resistencia: “el que persevere hasta el fin, éste será salvo” (Marcos
13:13). La mujer de Lot miró atrás y se convirtió en una estatua de sal
(Génesis 19:26), el joven profeta dejó el camino por donde iba, y se
convirtió en comida de león (1 Reyes 13:24). Pablo le dijo a los Gálatas:
“¡Oh gálatas insensatos! ¿Quién os fascinó para no obedecer a la verdad,
a vosotros ante cuyos ojos Jesucristo fue ya presentado claramente entre
vosotros como crucificado? Esto solo quiero saber de vosotros:
¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley, o por el oír con fe? ¿Tan
necios sois? ¿Habiendo comenzado por el Espíritu, ahora vais a acabar
por la carne?” (Gálatas 3:1-3). Necio es el que deja el camino de Dios.
Óyelo bien, podemos durar cuarenta años en el ministerio, caminando
bien, pero si te desvías pierdes la honra de Dios, no importa cuántas cosas
tú hayas hecho correctamente en el servicio. Lo importante no es hacer
muchas cosas bien, sino hacer bien la instrucción que se recibió de Dios.
La Palabra dice: “con tal que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio
que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia
de Dios” (Hechos 20:24). El fin es terminar la carrera, no tan solo
correrla; es llegar hasta el fin, no recorrer solo un tramo; es correr hasta
alcanzarlo. Cuídate que nadie te cambie el mensaje. No fui yo el que te
enseñó el reino, ni el predicador que visitó a tu iglesia, sino el mismo
Dios (Juan 6:45). El reino no es un dogma religioso que se enseña con
una instrucción humana, el reino de Dios se recibe por revelación, aunque
Dios use un vaso para instruirte. Conozco ministros que tienen años
predicando el reino de Dios, pero si les preguntaras cuántos lo han
recibido, te dirán «solamente unos pocos, muy pocos», así que “… no
depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene
misericordia” (Romanos 9:16). Y si Dios te ha llamado a ti y te ha abierto
el entendimiento, entonces sé obediente al que te llamó.
No dejemos este camino de vida por uno que nosotros mismos ya
hemos rechazado. El joven profeta dejó el otro camino, pero tú y yo ya
dejamos aquel camino, ahora andamos por la senda de la obediencia del
reino, ¿por qué volver al camino que ya hemos recorrido? Cuando el
hombre se devolvió, ya estaba en Bet-el otra vez, ya estaba en la
apostasía, para meterse bajo un régimen de letras, dejando al del Espíritu
(Romanos 7:6). Tú ministro, que por gracia de Dios estás leyendo este
libro, haz el compromiso de ser fiel a Dios que te llamó, de no cambiar el
mensaje, de no dejar el camino. Ve ahora, delante de la presencia de
Dios, búscale en oración y haz un voto de lealtad a Él y a Su reino,
confesándolo con tu boca. Pero no hagas un voto a la ligera, sino de
convicción. Dejemos de aclimatarnos a los viejos sistemas y alianzas, y
seamos los profetas fieles que el Señor ha enviado a la iglesia a
restaurarla.

4.4 Encontrando el Libro

“Y al sacar el dinero que había sido traído a la casa de Jehová,


el sacerdote Hilcías halló el libro de la ley de Jehová dada por
medio de Moisés” - Crónicas 34:14

La iglesia está en el mundo, pero no pertenece al mundo. Los cristianos


somos peregrinos que andamos por la tierra, siendo un pueblo entre los
pueblos. Mas, esa nación santa fue enviada por Dios a cambiar al mundo,
por tanto, no debe suceder lo contrario; el mundo no puede cambiarla a
ella. El Evangelio hace al hombre a la imagen de Dios, no a la inversa:
Dios a la imagen del hombre. La iglesia fue escogida por Dios como un
instrumento para impactar al mundo, no para dejarse cambiar por este.
Así que lo que viene de arriba es sobre todos (Juan 3:31), y solo cuando
Dios es el todo de todos, puede prevalecer el pensamiento de Su corazón
por encima de lo que llamamos el pensamiento humano y cualquier otra
cosa.
Sin embargo, la Palabra de Dios ha sido muy criticada, ignorada y muy
ridiculizada, a través de los siglos, justamente por eso, porque ésta no se
conforma a los pensamientos del hombre, sino que es contraria. Hay
quienes han tratado de reconciliar el pensamiento de la Palabra con el
pensamiento del hombre, y han sido tan positivos, y quieren ser tan
aceptados, tan “buenos”, que reconcilian la luz con las tinieblas y el error
con la verdad. Ese fue el caso de algunos padres de la iglesia, en su afán
por ganar el mundo griego, comenzaron a decir que Platón, Aristóteles, y
otros, fueron los pioneros, los precursores del cristianismo. También
hicieron muchas cosas con tal de poner la fe accesible a los hombres, para
que vean que puede ser para todos, pero no es de todos la fe (2
Tesalonicenses 3:2). No todos los hombres tienen el corazón de Dios ni
están dispuestos a pagar el precio por la Palabra.
Espero que nosotros, como ministros de Dios, nos sintamos honrados
porque nos salvó, y nos llamó a esta bendita gracia, y que además tuvo la
amabilidad y gentileza celestial (permíteme esta expresión) de
encomendarnos su obra en la tierra. No hay honra más grande, después de
la salvación que Dios ha dado a los hombres, en el plano espiritual, que
ser ministros de Dios, ser dispensadores de su bendita gracia, al
encomendarnos el ministerio de Cristo. Nosotros somos la extensión de
su ministerio, pues Él dijo: “Como me envió el Padre, así también yo os
envío” (Juan 20:21). Cómo no sentirnos honrados al saber que el Señor al
irse, envió al Espíritu Santo, y nos llamó como representantes de una
generación que recibió la antorcha ministerial en la carrera de relevo, y
nos confió una encomienda tan santa. Estamos ahora en el siglo XXI,
donde los retos son muchos, y el mal se ha multiplicado en todas sus
formas. La sutileza y estratagema del error se han aumentado
grandemente, y la iglesia atraviesa por desafíos muy difíciles, pero
nosotros estamos acá y Dios espera de nuestra parte una postura firme.
Es muy difícil en tiempos como estos, vivir sin convicción, pues si hay
una época donde se necesita entereza, valor, y estar de parte del reino de
los cielos, con determinación, en una búsqueda profunda del corazón de
Dios, es esta. Nosotros no podemos ser indiferentes, ni apáticos, como el
que dice: «¡Allá ellos!» ¡No! Somos deudores, tenemos un compromiso
con Dios, y Él quiere que hagamos bien nuestro papel, que cumplamos
nuestra responsabilidad como ministros en este siglo. Digo como el
apóstol Pablo: “Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro
Señor Jesucristo, de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la
tierra” (Efesios 3:14). Sí, yo doblo mis rodillas, levanto mi corazón, y
elevo mi súplica delante del Señor a Dios por nosotros y por la iglesia de
Jesucristo que está en las naciones. Mi petición es que el Espíritu de Dios
pase por nosotros y la luz que viene del trono nos ilumine y todos
caigamos a los pies del Señor en este día, entendiendo aquello para lo
cual Él nos llamó. Es mi deseo que el Dios del cielo nos revele la
preocupación de su corazón, para que nosotros olvidándonos de todo lo
nuestro, pensemos en todo lo que es de Él.
Siglos han pasado después que hombres de Dios dieron sus vidas hasta
la muerte, porque creyeron en el Hijo de Dios, cuyas voces oímos a gran
voz, en el libro de Revelación diciendo: “¿Hasta cuándo, Señor, santo y
verdadero, no juzgas y vengas nuestra sangre en los que moran en la
tierra?” (Apocalipsis 6:10). Ellos dieron sus vidas porque creyeron a
aquella fe bendita que una vez fue dada a los santos, a esa fe sencilla,
sana, no contaminada. Los mártires en el coliseo romano dieron sus vidas
y morían apretujados como gavillas, siendo comida de las fieras, y burla
de los hombres; sin privilegios en el mundo, pero nunca protestaron por
ser discriminados. Ellos nunca fueron a un tribunal a reclamar su derecho
humano, pues sabían que al ponerse de parte de Cristo iban a ser odiados
y aborrecidos, y no les importó. Nuestra fe ha sido preservada de una
manera digna, ganada con la vida y la sangre del Hijo de Dios. Esto
comenzó en la eternidad en el corazón del Padre, quien, abnegadamente,
en su gran misericordia, al ver a los hijos de Adán extraviados, lejos de Él
y sin esperanza de poder regresar por su condición pecaminosa, envió a
su Hijo. Mas, cuando Jesús vino se sometió al Padre, pues fueron de Él
las palabras del Salmo 40: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha
agradado, Y tu ley está en medio de mi corazón” (Salmos 40:8), y se
entregó.
Luego vemos cuando llegó el momento del conflicto, Jesús dijo:
“Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora?
Mas para esto he llegado a esta hora” (Juan 12:27). Y se dispuso a hacer
la voluntad del Padre, con dolor extremo, y gran conflicto, al punto que
tuvo que decir: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte” (Mateo 26:38),
y en ese instante sudaba sangre, pues sufrió una extravasación sanguínea,
y salió de sus poros sangre en lugar de sudor. Su sangre tomó otra ruta
que no era la normal, de tan fuerte que fue el conflicto que vivió Jesús,
para que hoy nosotros gozásemos de esta salvación tan grande. Mas, esta
redención es grande por el costo altísimo que se pagó, pues aunque a
nosotros no nos costó nada, a Dios le costó la vida del Hijo.
No hay alguien que le sea indiferente y se quede incólume ante una
injusticia. Es molesto e inadmisible ver testigos falsos que inclinan la
justicia humana a su favor, ahora imagínate lo que significa eso para la
justicia celestial. Aquel que era en el principio con Dios, por quien fueron
hechas todas las cosas, y que sin Él nada de lo que ha sido hecho, fue
hecho; el que era la vida del universo, y los hombres dependían de Él,
estaba siendo juzgado por los seres humanos. Eso fue demasiada
ignominia, vergüenza y afrenta para Jehová-Sidkenu, nuestra justicia.
Mas, ahí estaba el santo de Dios, siendo expuesto a los juicios humanos, a
la intriga, a la traición, al boicot de los envidiosos e intimidadores. En el
momento de la crucifixión se movieron todas las artimañas del error,
fraguándolas de muchas maneras, y cumpliendo así el Salmo 2, que dice:
“Se levantarán los reyes de la tierra, Y príncipes consultarán unidos
Contra Jehová y contra su ungido, diciendo: Rompamos sus ligaduras, Y
echemos de nosotros sus cuerdas” (Salmos 2: 2-3). Pero él venció los
criterios humanos, la envidia, el celo, el humanismo, el odio, el prejuicio
religioso. También, Jesús venció la muerte, quitando de en medio el acta
de los decretos que había contra nuestra, anulándola y clavándola en la
cruz (Colosenses 2:14), y se levantó triunfante de la tumba, llevando
cautiva la cautividad, y nos dio vida en Él cuando resucitó.
De hecho, cuando Jesús se presentó en el aposento alto a sus
discípulos, Él sopló sobre los doce, y al soplar sobre ellos, también sopló
sobre nosotros. Así como Moisés les dio de su espíritu a los setenta
ancianos de Israel, así Jesús les dio de su mismo espíritu y dignidad a sus
doce discípulos. Luego, aquellos soplaron sobre nosotros; y hoy tenemos
el soplo de Cristo, a través de esa cadena genealógica ministerial-
apostólica. Cuando Cristo le dijo al Padre “Sacrificio y ofrenda no
quisiste; Mas me preparaste cuerpo” (Hebreos 10:5), estaba refiriéndose a
su cuerpo físico, pero espiritualmente lo podemos aplicar a la iglesia,
pues ésta es el Cuerpo de Cristo, quien es la cabeza de ese cuerpo. Y así
como un cuerpo sin espíritu está muerto (Santiago 2:26), el día de
Pentecostés le dio su Espíritu a la iglesia, para que su cuerpo no
anduviese sin vida en la tierra. También nos dio la palabra profética “más
segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que
alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la
mañana salga en vuestros corazones” (2 Pedro 1:19); para darnos el
depósito del tesoro celestial y de los secretos muy guardados (Isaías
45:3); para darnos la sabiduría que no es de este siglo, ni de los príncipes
de este siglo (1 Corintios 2:6). Todo lo hizo para que descansemos en Él,
quien es nuestro campeón, que venció y traspasó los cielos, y está sentado
a la diestra de Dios en las alturas.
Tenemos a Jesús de nuestra parte, también al Padre, y al Espíritu Santo
guiándonos a toda verdad. Tenemos la Palabra bendita, que como
martillo se ha gastado rompiendo los yunques de los hombres; criticada,
rechazada, a la cual emperadores han tratado de destruirla; ideologías y
filosofías han tratado de borrarla de la faz de la tierra, sin embargo
permanece, porque es la Palabra de Dios. La Biblia es la primera obra que
salió de la imprenta, y desde entonces ha sido el libro más traducido de
toda la historia, a casi todos los idiomas del mundo. Es la Palabra más
amada de la tierra, y ha vencido lo alto y lo bajo de la crítica de aquellos
que la han analizado como si fuera un libro secular o común, y sin
embargo sigue siendo la inspiración de los hombres, y la única esperanza
del mundo. Y todo ese depósito, tan glorioso, Dios se lo ha dado a Su
iglesia a ministrar.
Oh, mi hermano, si no encontramos inspiración en ello, dónde la vamos
a encontrar! Dios necesita que nosotros andemos de acuerdo a lo que
hemos recibido, por eso clama proféticamente y dice: “¿Quién ha creído a
nuestro anuncio? ¿Y sobre quién se ha manifestado el brazo de Jehová?”
(Isaías 53:1).
Somos deudores a esa encomienda. Dios anda buscando hombres y
mujeres que tengan su corazón, hombres y mujeres que abran los ojos y
vean que hay una amenaza, no contra Dios ni contra su Palabra (porque
Dios no puede ser vencido de lo malo), sino contra la iglesia, contra los
santos de Dios. La amenaza es contra el propósito que nosotros hemos
sido llamados a preservar: la fe, la doctrina, y el depósito de generación a
generación.
Es una honra ser un ministro. Personalmente considero que no hay,
después de la salvación -en lo que se refiere a dádiva de Dios- algo más
honroso como que el Señor nos haya constituido a nosotros y que nos
haya confiado su depósito. Sin embargo, hay un gran atentado contra Su
voluntad, y tenemos que abrir los ojos para ver esto. Ya no es un asunto
encubierto, sutil, no, ya es algo abierto y desafiante. Se están
promulgando leyes para boicotear a la iglesia y su fundamento. El
salmista dijo: “Si fueren destruidos los fundamentos, ¿Qué ha de hacer el
justo?” (Salmos 11:3). Nosotros nos sostenemos con los fundamentos,
pero si los fundamentos son quitados de nuestros pies, andaremos
flotando en el aire y eso no es lo que Dios quiere. El Señor quiere que
preservemos todo aquello que Él ha instituido.
Ahora vemos que donde quiera se promulgan leyes contra el
matrimonio, a favor del aborto, y se hacen cambios en las esferas de
educación, en contra de los principios divinos, aparte de todas esas
iniciativas encaminadas a contradecir lo que Dios ha dicho. ¿O es que
acaso ellos no han leído lo que fue hecho y dicho desde el principio? “Y
creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y
hembra los creó. [...] Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre,
y se unirá a su mujer, y serán una sola carne” (Génesis 1:27; 2:24). Sin
embargo, hoy se dice que es lo mismo ser homosexual que heterosexual,
que no hay diferencia, solo es cuestión de preferencia sexual, pero que es
la misma cosa. Incluso, esto se enseña usando la Biblia, diciendo que al
principio el hombre tenía los dos sexos. ¡Se oyen tantas cosas aberrantes
en estos días!, y dos o tres las están imponiendo en la sociedad como algo
respetable y de buen nombre. Entonces, ellos dicen: «Estas personas son
gente importante, dueños de negocios, ciudadanos activos y trabajadores
esforzados, excelentes artistas, etc.». Mas, lo que estoy diciendo no es
que no merezcan respeto, sino que su conducta está al margen de la
voluntad de Dios. Bien dijo el maestro que “… los hijos de este siglo son
más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de luz” (Lucas
16:6), y mientras tanto la iglesia duerme…
¿Qué se hace en un tiempo como este? Ester era una mujer huérfana,
sin distinción, alguien que inclusive tenía que ocultar su linaje, porque si
decía quien era la iban a discriminar (Ester 2:10), pero Dios la puso en la
corte y le dio gracia para ser reina. En el momento que se levantó una
gran amenaza para el pueblo judío, ella temió por ella y casi se niega a
defenderlo, pero su tío Mardoqueo le dijo como le dice Dios a ti, iglesia:
“No pienses que escaparás en la casa del rey más que cualquier otro
judío. [...] Porque si callas absolutamente en este tiempo, respiro y
liberación vendrá de alguna otra parte para los judíos; mas tú y la casa de
tu padre pereceréis. ¿Y quién sabe si para esta hora has llegado al reino?”
(Ester 4:13,14). Así dice el Espíritu a la iglesia: «Hay un decreto, una
amenaza contra el pueblo de Dios y el Señor te preparó, y te ha dado la
autoridad para preservar sus principios. Tú no estás en la iglesia
simplemente por gracia, sino para restablecer el reino de Dios». Hoy
enfatizamos la gracia, y bendita gracia, pero nos olvidamos que la gracia
implica propósito. Dios nunca depositó su excelencia en vaso de barro,
para que éste se exhibiera, o meramente para honrarlo y que fuese visto,
no, no ¡no! El Señor puso su excelencia en vasos de barro, para que el
vaso glorifique al dador de tan gran generosidad.
En el tiempo de Ester hubo un decreto contra el pueblo de Dios, como
lo hay contra de la iglesia hoy. Se necesita ser muy escaso de
conocimiento para no ver el peligro, las amenazas, y las sutilezas que se
están fraguando en el mundo infernal, contra el propósito del Padre. Y
Dios te llamó para esta hora. Mientras otros siguen muertos en sus delitos
y pecados, a ti Dios te dio vida. No te has preguntado, ¿por qué vives tú
en este tiempo? Esto no es una casualidad que hayas nacido en esta
generación y Dios te haya dado una vida en el Espíritu. ¡Eso no es algo
fortuito o aleatorio! Los hombres de Dios que vivieron en los siglos
anteriores, entendieron y asumieron responsabilidad. Por el vivo celo de
Jehová que estaba en ellos, tomaron una postura firme. Dios espera lo
mismo de nosotros.
Hoy es un tiempo en donde no podemos estar entre dos pensamientos.
El Espíritu de Dios me habló acerca del hombre que es de doble ánimo.
El apóstol Santiago lo comparó a las olas del mar, oscilantes, que van y
vienen a los antojos del viento, de los caprichos de la brisa que las mueve
de aquí para allá, y de allá para acá (Santiago 1:8; 4:8). Elías dijo al
pueblo de Israel: “¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos
pensamientos?” (1 Reyes 18:21). El que anda entre dos pensamientos
nunca se define, y siempre anda titubeando, cojeando con la muleta de la
fluctuación, porque no sabe hacia dónde va. Pero hay un pueblo que anda
seguro, que sabe hacia donde va. Santiago dijo: “El hombre de doble
ánimo es inconstante en todos sus caminos” (Santiago 1:8). La palabra
“ánimo” en griego se traduce (aparte de pensamiento, mente) como
“alma” o “aliento de vida”. Si aplicamos, estaría diciendo que anda en
incertidumbre, dividido entre dos almas, entre dos alientos, entre dos
pensamientos, entre dos intereses, ya que no está en uno ni en el otro. De
esta manera, ni siquiera con Dios se consigue nada, sino que Él dice: “…
por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca”
(Apocalipsis 3:16). Por eso, en este tiempo, Él pide de nosotros entereza,
valor, pues nos quiere hacer columnas en su templo.
Yo ruego al Dios eterno, al Creador de los cielos y de la tierra, el Dios
de nuestro llamamiento, que Él pueda -usando el lenguaje que usa la
iglesia- visitarnos, pues sé que su presencia está siempre con nosotros.
Mas, cuando hablo de que nos visite, lo que digo es recibir algo más allá
de lo que nos ha dado hasta ahora. Mi deseo es que Él nos arrope y nos de
un lavado de mente, y nos alinee y nos meta en la órbita de su propósito,
para que no andemos entre dos pensamientos; para que no seamos
movidos por ninguna corriente de pensamientos que nos quiera llevar de
aquí para allá y de allá para acá, sino que estemos alertas y no sigamos en
ignorancia.
Recibe estas palabras como un pensamiento de Dios. Cuando fluye la
unción del Espíritu, una cosa es lo que uno puede decir, y otra lo que
Dios quiere comunicar. Mas, el que tiene el Espíritu Santo sabe cuándo
Dios habla, y cuándo Él está conduciendo nuestros pensamientos. El
Señor quiere sacudir nuestras conciencias y no podemos ser indiferentes,
hay pérdida por doquier. Estamos en un mundo totalmente hostil, pero
nuestros padres, los que nos dejaron la fe, vivieron las mismas
circunstancias que nosotros, o parecidas, y ellos vencieron, porque
guardaron el testimonio de la fe con limpia conciencia. Por tanto, Dios
espera de nosotros que le pasemos a la próxima generación la antorcha, y
que podamos decir a nuestros hijos amados en el ministerio, así como
también a nuestros hijos naturales, como dijo Pablo a Timoteo, cuando
tenía la cita con la muerte: “Te encarezco delante de Dios y del Señor
Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y
en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de
tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina” ( 2
Timoteo 4:1-2).
El apóstol habló de esta manera, porque sabía que vendrían tiempos en
que ya los hombres no resistirían la sana doctrina, sino que buscarían a
quienes les hablen lo que ellos quieren oír; entonces se amontonarían
maestros conforme a esos pensamientos que los apartarán de la verdad, y
no la escucharán, se reirán, se burlarán de ella, y preferirán las fábulas (2
Timoteo 4:3,4). Por eso Pablo fue enfático con Timoteo cuando le dijo:
“Mas tú, oh hombre de Dios, huye de estas cosas, y sigue la justicia, la
piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre. […] tú sé sobrio en
todo, soporta las aflicciones, haz obra de evangelista, cumple tu
ministerio. Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi
partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera,
he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la
cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino
también a todos los que aman su venida” (1 Timoteo 6:11; 2 Timoteo 4:5-
8). En otras palabras: «Pero tú, hombre de Dios, guarda el mandamiento
sin mácula que te fue dado, retén lo que tienes. Yo ya tengo mi cita con la
muerte, ya terminé mi carrera, y en ella te preparé a ti. Ahora yo
desaparezco del escenario de Dios, pero mi manto cae sobre ti, Timoteo,
hazlo bien, corre bien, como yo corrí. Mantente puro, guárdate, evita».
Esos fueron los términos con los que Pablo se dirigió a Timoteo.
Si analizáramos la voz profética y apostólica de esos días, veremos que
ella describe lo mismo que está pasando en este tiempo: “Porque habrá
hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios,
blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin afecto
natural, implacables, calumniadores, intemperantes, crueles,
aborrecedores de lo bueno, traidores, impetuosos, infatuados, amadores
de los deleites más que de Dios, que tendrán apariencia de piedad, pero
negarán la eficacia de ella; a éstos evita” (2 Timoteo 3:2-5). Hoy más que
nunca el énfasis no es Dios, pues el hombre se ha olvidado que son
criaturas y que se deben a su Creador. Lo segundo es la avaricia, el amor
al dinero. Todo se hace por interés, por una búsqueda constante de
ganancias: «¿Cuánto es mi parte de esto? ¿En qué me beneficio? ¿Qué
gano yo?» Yo no tengo que detallarte lo que es el mundo y su corriente,
porque tú estás en el mundo y lo conoces también como yo. Por tanto, no
podemos ser como el avestruz que mete la cabeza en la arena, como que
no está pasando nada, pues somos responsables delante de Dios.
Hay algo que hemos olvidado, pero vive Jehová, en la presencia de
quien estoy, que así como creemos que Dios habló a través del apóstol
Pablo, esta palabra se hace presente en el día de hoy: “… todos
compareceremos ante el tribunal de Cristo” (Romanos 14:10); todos
hemos de dar cuenta de nuestra mayordomía, y en ese momento, no será
recompensada la indiferencia ni la apatía. No será bien vista la indolencia
frente a la pérdida que hay para nuestros hijos, y para aquellos que han de
venir después de nosotros.
Dios espera que nos levantemos, con una postura firme, determinada, y
si no tenemos esa postura, doblemos nuestras rodillas delante del Señor.
La Palabra advierte y nos manda a que nos apartemos de los hombres que
usan la piedad como fuente de ganancia, pues se usa la fe y se trafica con
la Palabra. Hoy se necesita más que nunca los látigos que Jesús tomó para
sacar a los cambistas del templo (Juan 2:14,15), pero eso requiere de
hombres de Dios, comprometidos con la verdad y que la amen más que a
una posición, y la pongan sobre cualquier interés personal. Eso demanda
hombres que no les importe ser impopulares, porque amen más a Dios
que al mundo y sus engaños, porque el tiempo así lo requiere.
Ester podía rechazar el involucrarse con el problema judío, porque no
sabía hasta qué punto esto le haría perder su posición en la corte. Bien
pudo decir: «Yo llegué a ser reina, hay un decreto contra el pueblo judío,
pero a mí nadie puede tocarme, ya soy reina y no me conviene meterme
en ese lío, so pena perder mi sitio de honor delante del rey». Pero
Mardoqueo fue usado por el Espíritu Santo y la sacudió despertándola a
la realidad de que ella también era judía y no será excluida de la matanza,
aunque fuese esposa del rey, porque el decreto era en contra de todos los
judíos y ella era una de ellos. El decreto no sería abrogado, así que
también se iría Ester y su corona, y le iría peor que a Vasti, pues perdería
la vida (Ester 1:19). Eso podía pasarle a la iglesia, si no se levanta en esta
hora, porque ella es el instrumento de Dios. La iglesia ha sido edificada
por Dios. Y Él nos ha llamado por gracia, pero para un propósito, porque
la gracia siempre tiene un fin, un objetivo. Dios espera de ti, y de mí, que
no durmamos, sino que velemos y seamos sobrios, entendidos de cuál sea
Su voluntad (1 Tesalonicenses 5:6; Efesios 5:17).
Perdóname, si consideras duro el tono de mis palabras, pero quiero ser
un buen comunicador del corazón de Dios para su iglesia. Ojalá pudiera
subirme a un monte alto y fuese amplificada mi voz, y estas palabras
pudieran ser oídas por todos los siervos de Dios en la tierra. ¡Qué se oiga
la voz de Dios, porque se escucha la voz profética!, y que se oiga la voz
de Jesús sentado en el trono de Dios, intercediendo delante del Padre,
porque la iglesia está orando conforme a su voluntad. Hay comunicación
entre el Hijo con el Padre y el Espíritu Santo; el Hijo hablando al Padre,
el Padre hablando al Espíritu, y el Espíritu hablando a la iglesia. La
trinidad está hablando en estos días y nos muestra que hay mucho que
hacer, por la gran destrucción que hay en nuestro alrededor, y también
nos muestra un camino por la Palabra, el cual empecemos a verlo a través
de esta narración:

“De ocho años era Josías cuando comenzó a reinar, y treinta y


un años reinó en Jerusalén. 2 Éste hizo lo recto ante los ojos de
Jehová, y anduvo en los caminos de David su padre, sin apartarse
a la derecha ni a la izquierda. 3 A los ocho años de su reinado,
siendo aún muchacho, comenzó a buscar al Dios de David su
padre; y a los doce años comenzó a limpiar a Judá y a Jerusalén
de los lugares altos, imágenes de Asera, esculturas, e imágenes
fundidas. 4 Y derribaron delante de él los altares de los baales, e
hizo pedazos las imágenes del sol, que estaban puestas encima;
despedazó también las imágenes de Asera, las esculturas y
estatuas fundidas, y las desmenuzó, y esparció el polvo sobre los
sepulcros de los que les habían ofrecido sacrificios. 5 Quemó
además los huesos de los sacerdotes sobre sus altares, y limpió a
Judá y a Jerusalén. 6 Lo mismo hizo en las ciudades de Manasés,
Efraín, Simeón y hasta Neftalí, y en los lugares asolados
alrededor. 7 Y cuando hubo derribado los altares y las imágenes
de Asera, y quebrado y desmenuzado las esculturas, y destruido
todos los ídolos por toda la tierra de Israel, volvió a Jerusalén. 8
A los dieciocho años de su reinado, después de haber limpiado la
tierra y la casa, envió a Safán hijo de Azalía, a Maasías
gobernador de la ciudad, y a Joa hijo de Joacaz, canciller, para
que reparasen la casa de Jehová su Dios” (2 Crónicas 34:1-8).

Quiere decir que después que Josías derribó y destruyó todo lo de


afuera, entró al templo y dio un decreto, al mayordomo, a los líderes y a
los cancilleres, para que reparasen la casa de Jehová, y ellos empezaron la
obra de restauración del templo (2 Crónicas 34:9-13). Luego, ocurrió algo
que nosotros hemos leído muchas veces, pero desde hace un tiempo el
Espíritu de Dios me inquietó, y es sobre la reacción que tuvieron
aquellos, ante ese acontecimiento, veamos:

“Y al sacar el dinero que había sido traído a la casa de Jehová,


el sacerdote Hilcías halló el libro de la ley de Jehová dada por
medio de Moisés. 15 Y dando cuenta Hilcías, dijo al escriba
Safán: Yo he hallado el libro de la ley en la casa de Jehová. Y dio
Hilcías el libro a Safán. 16 Y Safán lo llevó al rey, y le contó el
asunto, diciendo: Tus siervos han cumplido todo lo que les fue
encomendado. 17 Han reunido el dinero que se halló en la casa
de Jehová, y lo han entregado en mano de los encargados, y en
mano de los que hacen la obra. 18 Además de esto, declaró el
escriba Safán al rey, diciendo: El sacerdote Hilcías me dio un
libro. Y leyó Safán en él delante del rey. 19 Luego que el rey oyó
las palabras de la ley, rasgó sus vestidos; 20 y mandó a Hilcías y
a Ahicam hijo de Safán, y a Abdón hijo de Micaía, y a Safán
escriba, y a Asaías siervo del rey, diciendo: 21 Andad, consultad
a Jehová por mí y por el remanente de Israel y de Judá acerca de
las palabras del libro que se ha hallado; porque grande es la ira
de Jehová que ha caído sobre nosotros, por cuanto nuestros
padres no guardaron la palabra de Jehová, para hacer conforme
a todo lo que está escrito en este libro” (2 Crónicas 34:14-21).

¿Qué es esto? ¿Es que acaso no se leían las Escrituras en el templo?


Entonces, ¿por qué tanta sorpresa? ¿cuál es la razón para tan grande
alboroto y movilización? ¿Qué fue lo que produjo en el rey esa reacción
de contrición y humillación cuando le leyeron el rollo? Josías, solo tenía
dieciocho años de edad, para preocupares por el templo, y por el
sacerdocio. Eso significa que debía tener algún tutor o maestro, alguien
que le estaba guiando y que conocía la Palabra de Dios. De otra manera,
jamás él hubiera actuado así. Por tanto, vuelvo y pregunto ¿qué significa
este hallazgo, y por qué aparece así de momento?
Quizás no entiendes mi desconcierto por el encuentro de estos rollos y
la reacción que produjo en ellos, la cual no veo normal. Imagínate que en
las excavaciones de la Catedral de San Juan el Divino, en Nueva York (la
catedral más grande del mundo, cuya primera piedra fue puesta en 1892 y
todavía sigue en construcción), alguien encuentre una Biblia. ¿Piensas tú
que esto, hoy en día, causaría en la ciudad, sorpresa, temor, y motivaría al
arrepentimiento o a la contrición? No creo, porque en la actualidad casi
todo el mundo tiene una Biblia en su casa, incluso en diferentes
versiones, idiomas y dialectos. Por tanto, el encuentro de estos rollos me
deja ver que en este hecho había algo más.
Me explico, sabemos que Deuteronomio es una repetición de la ley,
pero a partir de su capítulo 31, hasta terminar, se reproduce el cántico de
Moisés que es una palabra profética sobre Israel. Si estudiamos este
cántico veremos que Moisés fue inspirado doblemente, pues es imposible
no maravillarse con la claridad y exactitud con que describió el futuro de
Israel, su expulsión a las naciones y su regreso. También, Moisés
describió cómo iban a ser los sitios de la ciudad de Jerusalén, y de cómo
las madres se comerían a los hijos, algo que pasó en los sitios a Jerusalén,
por parte de Babilonia y Roma respectivamente. Así, en medio de esa
inspiración poética, preciosa, donde también bendice a las tribus, habla
igualmente de la rebelión de Israel. Entonces, cuando ya Moisés va a
terminar y va a entregar todo, observa lo que dijo:

“Ahora pues, escribíos este cántico, y enséñalo a los hijos de


Israel; ponlo en boca de ellos, para que este cántico me sea por
testigo contra los hijos de Israel. Porque yo les introduciré en la
tierra que juré a sus padres, la cual fluye leche y miel; y comerán
y se saciarán, y engordarán; y se volverán a dioses ajenos y les
servirán, y me enojarán, e invalidarán mi pacto. Y cuando les
vinieren muchos males y angustias, entonces este cántico
responderá en su cara como testigo, pues será recordado por la
boca de sus descendientes; porque yo conozco lo que se proponen
de antemano, antes que los introduzca en la tierra que juré darles.
Y Moisés escribió este cántico aquel día, y lo enseñó a los hijos de
Israel” (Deuteronomio 31: 19-22).

Dios le dijo a Moisés que le cantase a Israel el cántico, pero que


también se los escribiera y se los enseñara, pues este cántico vendría a ser
como un testigo de las cosas que iban a suceder. También dio orden a
Josué hijo de Nun diciéndole: “Esfuérzate y anímate, pues tú introducirás
a los hijos de Israel en la tierra que les juré, y yo estaré contigo”
(Deuteronomio 31:23). Josué representaba la segunda generación,
aquellos que entrarían con la lanza a sustituir la vara de la autoridad, la
vara de apacentar. Jehová les cambió el arma, para Moisés era una vara,
pero a Josué le dio una lanza porque iba a conquistar.
El relato bíblico dice también que Moisés dio órdenes a los levitas que
llevaban el arca del pacto de Jehová, diciéndoles: “Tomad este libro de la
ley, y ponedlo al lado del arca del pacto de Jehová vuestro Dios, y esté
allí por testigo contra ti. Porque yo conozco tu rebelión, y tu dura cerviz;
he aquí que aun viviendo yo con vosotros hoy, sois rebeldes a Jehová;
¿cuánto más después que yo haya muerto? Congregad a mí todos los
ancianos de vuestras tribus, y a vuestros oficiales, y hablaré en sus oídos
estas palabras, y llamaré por testigos contra ellos a los cielos y a la tierra.
Porque yo sé que después de mi muerte, ciertamente os corromperéis y os
apartaréis del camino que os he mandado; y que os ha de venir mal en los
postreros días, por haber hecho mal ante los ojos de Jehová, enojándole
con la obra de vuestras manos” (Deuteronomio 31: 24 –29). Luego les
cantó el cántico (v. 30). Una copia de este libro fue el que apareció en los
días de Josías.
Así como Moisés, el caudillo, entregó a Josué su ministerio, lo mismo
hizo Pablo con Timoteo, al cual, solemnemente, lo llevó al tribunal de
Dios, como vimos anteriormente. Todos los hombres de Dios, cuando
despidieron su ministerio, hicieron lo mismo. Samuel, por ejemplo, llamó
a todos los ancianos de Israel y dijo: “He aquí, yo he oído vuestra voz en
todo cuanto me habéis dicho, y os he puesto rey. Ahora, pues, he aquí
vuestro rey va delante de vosotros. Yo soy ya viejo y lleno de canas; pero
mis hijos están con vosotros, y yo he andado delante de vosotros desde
mi juventud hasta este día. Aquí estoy; atestiguad contra mí delante de
Jehová y delante de su ungido, si he tomado el buey de alguno, si he
tomado el asno de alguno, si he calumniado a alguien, si he agraviado a
alguno, o si de alguien he tomado cohecho para cegar mis ojos con él; y
os lo restituiré” (1 Samuel 12:1-3). Luego los confrontó poniendo a Dios
de testigo y a su ungido (Saúl) de cómo se condujo delante de ellos (v. 5),
y finalmente les hizo un recuento desde que Moisés y Aarón los sacaron
de Egipto hasta ese día, advirtiéndoles y rogándoles que no se aparten de
Jehová su Dios (vv. 6-25). Igualmente, cuando Pablo iba para Jerusalén y
que el Espíritu Santo le advertía por todas partes de grandes tribulaciones
y no sabía si viviría o moriría, al despedirse de los ancianos en Mileto, les
dijo palabras muy similares a estas (Hechos 20:24-35) ¿Qué hizo nuestro
Señor Jesús en su despedida? La Palabra dice que oró, no solamente por
los doce, sino por los que iban a recibir el patrimonio de la verdad, para
que fuese conservada la fe, para que fuese conservado el bendito
evangelio (Juan 17:4-26). Las mismas palabras, el mismo Espíritu, la
misma motivación de que no se pierda nada, y que la siguiente
generación conserve el depósito del santo propósito. Por eso, Jehová
mandó a Moisés a escribir el libro y que le añadiera aquel cántico, y lo
colocara en el arca del Testimonio y permaneciese allí como testigo
(Deuteronomio 31:26).
Sabemos que el arca tipificaba la presencia de Dios, y nos habla de tres
cosas: de la presencia, de la gloria y del pacto. Y en su interior estaba el
testimonio de lo que Dios había sido para Israel: 1. la vara de Aarón (el
ministerio); 2. el libro de la ley (la Palabra de Dios); y 3. El maná (el
testimonio), el pan del cielo que sustentó a Israel por cuarenta años, en el
desierto. Sin embargo, el libro no estaba allí como una amenaza, aunque
Dios había dicho que se colocara allí como un testigo contra el pueblo,
porque anunciaba, antes que aconteciese, que Israel se iba a rebelar. El
libro representaba la conmemoración del pacto de Jehová con su pueblo.
El cántico profético anuncia lo que ellos eran, un pueblo rebelde y
contradictor, inclinado al mal; pero el seguir las palabras del libro les iba
a preservar, pues él les iba a recordar su tendencia a andar en un camino
diferente al de Dios.
No obstante, ¿por qué dice que apareció el libro y por qué razón había
desaparecido? Bueno, no se sabe; se piensa que posiblemente la apostasía
de Acaz (padre de Ezequías), quien fue un corrupto, que prostituyó el
templo, e introdujo ídolos e hizo que se movilizaran algunas cosas de la
casa de Jehová (2 Reyes 16), ocasionó que se perdiese el libro.
Asimismo, los pecados de Manasés, aunque se arrepintió después, Israel
no tuvo un rey peor que él. En su reinado, llenó a Jerusalén de ídolos, de
sangre e iniquidad (2 Reyes 21:9, 11, 16). Podemos mencionar también el
tiempo del rey Amón, que fue otro perverso, y por tanto, posible
responsable que se perdiera el libro. Mas, así como ese libro tenía una
enseñanza para esos días, también la tiene para nosotros hoy.
Ya sabemos cuál era ese libro y su ubicación en la casa de Dios, para
testimonio de su pueblo. Del mismo modo, la Biblia no fue dada por Dios
al gobierno, ni al imperio, sino a la iglesia. El pacto, Dios lo hizo con la
iglesia, y el depósito se lo dio a la iglesia. Por lo cual, ¿dónde debe estar
el libro? En la iglesia, así como estaba el libro en el templo, donde estaba
Dios y donde Él se comunicaba con Su pueblo. Si la gente, un día, va a
buscar el libro, debe saber donde buscarlo: en la iglesia; pues fue a
nosotros que se nos dejó.
Y me pregunto, en la actualidad, ¿dónde está el libro? Alguien dirá:
«Bueno, pastor Fernández, si es por Biblia, yo tengo, mínimo, seis en mi
casa, sin mencionar la edición de bolsillo y las diferentes versiones -de
estudio, revisadas, etc.- que uso de vez en cuando». Sin embargo, yo no
estoy hablando del primer libro impreso por Gutenberg, en 1460, sino que
estoy hablando del contenido de ese libro, me refiero a su esencia. No
hablo del logos, sino del rhema, no de la palabra escrita, sino de la
palabra iluminada. Estoy refiriéndome a la revelación de la Palabra Viva,
de lo que implica haberla recibido. Por tanto, ese libro, mi hermano que
te ha sido dado ¿dónde está?, ¿tienes el libro o lo perdiste en tu
ministerio? Y si se perdió, ¿cómo lo perdiste? Ya vimos como se perdió
en tiempos de apostasías, ¿en qué tiempo desapareció el tuyo?
El libro se pierde cuando el pueblo se pierde, pero también el pueblo se
pierde cuando desaparece el libro. La consternación que causó en aquel
tiempo el hallazgo del libro mostró cuán lejos estaba el pueblo de Dios.
El que pierde el libro pierde a Dios, porque el libro habla de Dios y te
acerca a Dios. Te aclaro que el asunto no es tener la Biblia
constantemente en la mano, sino andar en la Palabra, y de acuerdo a la
Palabra y con el corazón de Dios. El libro se perdió, porque el pueblo se
distanció de Dios, y no tuvo más interés por el libro, y ya no se guiaba
por él. Los reyes que sucedían uno tras otro, con contadas excepciones,
concentraron su reinado en otras cosas, por tanto, ya el pueblo no se
guiaba por el libro, se conducía por lo que el rey decía, y el rey andaba
aprendiendo de los pueblos extranjeros, aquellos semejantes a los que
Jehová había destruido y que también les había advertido, que no se
mezclasen. Entiendo entonces que se habían cansado del libro, y querían
algo más novedoso, posiblemente, por lo que comenzaron a imitar todas
las cosas que veían de los pueblos adyacentes. Por lo cual, al apartarse del
libro, este se desapareció en su olvido y relegación. Así que el hecho
mismo de que el libro se perdiera es una ilustración de lo perdido que
estaba el pueblo.
¡Gloria a Dios que cuando apareció el libro, apareció el pueblo!,
porque el pueblo aparece cuando aparece el libro. Cuando el libro estaba
perdido, el pueblo estaba perdido, y cuando el libro no se encontraba,
tampoco se encontraba al pueblo; mas cuando apareció el libro, apareció
el pueblo, y también la Palabra de Dios. Ese libro representaba a Dios, a
su Palabra, al legado divino, al depósito santo, al pacto, a la instrucción,
al todo de Dios para su pueblo. Perdido el libro, Jehová desaparece del
escenario como guía, y en consecuencia, ya no hay esperanza para el
pueblo, de justicia y de salvación. Lo vemos en el tiempo de los jueces,
donde cada uno hacía lo que quería (Jueces 21:25), porque no había
gobierno, no había brújula, ni manera de guiarse: el libro estaba perdido.
Es curioso que el libro apareciese en las siguientes circunstancias.
Josías quería reparar la casa de Jehová, o sea el aspecto físico del templo.
Y pienso que no existe un pastor sobre la tierra que no quiera reparar la
casa de Dios. En mi caso, estamos preparándonos para hacer un edificio
mayor, porque no cabemos ya en el local que tenemos. Los niños tienen
que adorar aparte, los jóvenes también, y aún así estamos saturados, al
punto que hemos tenido que redoblar los servicios de adoración, entre
otros ajustes. Asimismo ocurre en otros lugares, cuando he hablado con
los pastores, casi todos tienen un proyecto de construcción o de
reparación, para ampliar el lugar, porque la iglesia está creciendo, porque
las necesidades constantemente se aumentan, y eso es noble y justo
delante de Dios. Considero que el lugar donde se adora a Dios debe ser el
mejor, el sitio más limpio y santificado. Es inconcebible que el lugar
donde se adora a Dios esté sucio y descuidado, pues ha sido un lugar
apartado para Él. Por tanto, en lo que dependa de nosotros debe ser el
lugar más hermoso, más limpio y digno, obra primorosa para el Rey.
Es laudable que Josías tratara de mejorar la parte externa del templo.
Sin embargo, aprendo que espiritualmente nos puede ocurrir que estemos
muy ocupados y excesivamente preocupados, por la parte externa de la
iglesia (cómo se ve, cuánto está creciendo la grey), entre otros aspectos
que son naturalmente importantes en una congregación, y descuidemos el
edificio espiritual, ese que no se ve. Los pastores tenemos retos
constantes, todavía más cuando la iglesia está creciendo, y hay que
proyectarse, pues no podemos quedarnos rezagados, a los retos hay que
hacerles frente, como Josías le hizo frente a la ruina y destrucción del
templo de Dios. Pero lo que llama mi atención es que tratando de reparar
lo externo, apareciera lo único que puede arreglar lo interno: el libro. Por
lo que entiendo que Dios estaba diciéndoles: «No, no, no, hijitos, lo
interno va primero; antes de arreglar este edificio, este caparazón, yo
quiero arreglar otro más importante y es el templo espiritual, porque sin
eso toda edificación es vana e ineficaz».
Cuando David estuvo preocupado por hacerle una casa a Jehová, Él le
dijo: «No, no, David, tú no me edificarás casa en que habite, el que te va
hacer una casa a ti soy yo. Y no una casa cualquiera, sino una que
permanezca para siempre» (1 Crónicas 17:4,10). Esa casa era espiritual,
donde también Dios moraría (v 12). La casa que Dios le hizo a David
representaba un parentesco con él, de manera que un hijo de David sería
hijo de Él, tal como le expresó: “Yo le seré por padre, y él me será por
hijo; y no quitaré de él mi misericordia, como la quité de aquel que fue
antes de ti; sino que lo confirmaré en mi casa y en mi reino eternamente,
y su trono será firme para siempre” (vv. 13-14). En otras palabras, Jehová
le dijo a David: «El hijo tuyo va a ser hijo mío también, tú pones su parte
humana para que sea llamado hijo de David; y yo pongo la parte divina y
por eso será llamado Hijo de Dios (Lucas 1:35). Según la genealogía
humana va a ser hijo tuyo, pero según la genealogía celestial va a ser Hijo
mío. Así que seremos parientes». Y Dios cumplió su palabra en Jesús,
siendo humano y divino. Esa es la casa espiritual que Jehová le prometió
a David, de la cual todos somos miembros y hemos sido hechos hijos de
Dios (Juan 1:12).
Mas, conociendo lo que somos, entiendo por qué Jehová le dijo a
Josías: «Está muy bien que tú estés reparando mi casa y poniendo
atención a las cosas mías, pero hay algo todavía que a mí más me
agradaría y es que antes que reparen lo externo, reparen lo interno, pues
de otra manera no edificaremos juntos (Salmos 127:1)». Nosotros, los
seres humanos, tendemos a arreglar lo de afuera primero, para no
desagradar al que mira. Nos gusta tener un aspecto agradable y que se vea
todo bien. Pero ¿qué pasa con lo de adentro? Bueno, lo de adentro se
arregla después; eso lo guardamos, lo postergamos, lo encerramos en el
armario, para que no se vea, hasta que tengamos el tiempo. Sin embargo,
para Dios sí hay algo que tiene prioridad y es lo interior, lo oculto del
corazón (Proverbios 23:26).
La Biblia dice que Moisés fue fiel en la casa de Dios (Números 12:7),
pero en ese tiempo no se había edificado ningún templo. Entonces, ¿cuál
era esa casa a la que Moisés le era fiel?, ¿una bendita tienda, la cual
llevaba de aquí para allá? No, Moisés fue fiel en la casa de Dios, porque
fue fiel en el ministerio, en lo que Dios le dio. Así también dice de Jesús,
pero no ya como siervo, sino como Hijo sobre su casa (Hebreos 3:6).
Mas, ¿qué casa tenía Jesús, si ni siquiera tenía un lugar donde recostar su
cabeza (Mateo 3:20)? Pero el escritor no se refería a una casa física, sino
a una casa espiritual. Por tanto, entendemos la causa por la que Dios se
preocupaba por la casa espiritual, especialmente conociendo nuestras
secretas motivaciones.
Observa que los siervos de Josías fueron a buscar dinero al templo.
Ellos necesitaban recurso para reparar las grietas, y darle mantenimiento
a la parte externa del edificio. Si aplicamos esto a la iglesia hoy en día,
¡cuántos proyectos hay de ampliación, de construcción, sin mencionar los
métodos que se usan para adquirirlo!, ¡cuántas cosas hacemos para
recaudar fondos, sin pensar si esas cosas agradan o son dignas de Dios!
Se usa la Palabra, se trafica con ella, se juega con la conciencia de la
gente, con su nobleza, para que aporten a sus proyectos o planes. No se le
muestra al pueblo la visión, porque no hay visión de Dios para esas cosas.
La visión es lo que tú viste de Dios, aquello que Él te mostró en el monte
de la comunión, eso es visión, no tu proyecto ambicioso, ni tus grandes
ideas de desarrollo. Lamentablemente, hay quienes reciben visión, pero la
sacrifican por un proyecto personal, que aunque puede ser noble, no es
propósito de Dios.
En el relato, esos que buscaban dinero, encontraron el libro, ¡gloria a
Dios por ese hallazgo! ¡Ojalá les pasara lo mismo a esos que hoy buscan
dinero! Quiera Dios que cuando estén buscando la bolsa para realizar sus
proyectos, ellos encuentren el libro, y este los lleve al corazón de Dios.
Ese es mi ruego, ese es mi clamor al Padre de los cielos, porque sé que
van a hacer más con Dios que con el dinero recaudado, ciertísimamente
que sí. Y con esto no estoy diciendo que sea malo buscar dinero, recibir
las ofrendas que el pueblo da para las cosas del Señor, pero de mano de
aquellos a quienes el Señor impulse de corazón, y no como resultado de
una persuasión humana.
Bendigo a Dios que, cuando apareció el libro, había un muchachito de
dieciocho años en el trono; un joven sin experiencia, pero con corazón.
La providencia del Padre llegó cuando hubo uno en el trono que tenía su
corazón; ese podía recibir el libro. Pero, ¿qué tal que hubiese sido a
Manasés al que le digan: «Mira apareció el libro?» (2 Reyes 20, 21).
Estoy seguro que hubiese respondido: «¡Qué me importa a mí el libro!
Creo que fui muy claro cuando les ordené que buscasen los tesoros del
templo, no pergaminos y otras cosas», y sé que lo mismo hubiese
respondido Acaz, el padre de Ezequías (2 Reyes 16). ¡Gloria a Dios que -
aunque muchacho- tenía el corazón de Dios! La Biblia dice que “Entre
tanto que el heredero es niño, en nada difiere del esclavo, aunque es señor
de todo” (Gálatas 4:1); también dice: “¡Ay de ti, tierra, cuando tu rey es
muchacho, y tus príncipes banquetean de mañana!” (Eclesiastés 10:16).
Pero sucede que aquí en la providencia del Señor, el príncipe era un
muchacho, pero que al tener el corazón de Dios superaba a muchos
mayores en el ministerio, en la administración y en la mayordomía.
Cuando el líder tiene el corazón de Dios, y lo que le importa es Dios y
entiende que el que lo constituyó fue Dios, y que lo que hace no es un
proyecto personal, se quita sus zapatos, porque reconoce que en el lugar
que está tierra santa es. Delante de la zarza, Moisés no andaba con el
calzado de estadista que usaba en Egipto, como futuro heredero del trono
de Faraón. El siervo de Dios andaba con sandalias, pues para eso lo
preparó Jehová por cuarenta años, para que pastoree a Su pueblo, y eso
tenía que hacerlo con el calzado adecuado. En el propósito santo, las
normas las pone Dios, así que si te quieres graduar, estar apto a los
cuarenta años, acércate descalzo a la visión y deja que Dios te calce con
el apresto del evangelio.
Había un hombre en el trono, puesto por Dios, a los ocho años de edad
(anunciando un reinicio, un tiempo nuevo) y preparado en su providencia
por diez años (tiempo de prueba), para cuando apareciese el libro, hubiera
un corazón preparado para obedecer su voluntad (1 Reyes 13:2; 2 Reyes
22:1,3, 8-10). Mi ruego a Dios por la iglesia es que aparezca el libro. Y
profetizo, en el nombre del Señor, que en las iglesias también habrá
hombres y mujeres de Dios, como Josías y Ester, preparados para esta
hora. Dios está haciendo aparecer el libro, para que su pueblo se vuelva a
Él, pues todos nuestros tropiezos se deben a que el libro se perdió.
Algo que me gustó de la actitud de Josías, es lo que describe el
cronista: “Luego que el rey oyó las palabras de la ley, rasgó sus vestidos”
(2 Crónicas 34:19). La impresión de Josías fue grande, al escuchar al
escriba Safán leer aquel libro. Me imagino la solemnidad del momento, la
presencia que cayó en medio de aquel silencio de manera que se podía
palpar; aquella voz grave, colmada de temor y reverencia para un Dios,
que aún sabiendo lo que ellos harían y cómo lo dejarían, les revelaba lo
que acontecería y cómo luego también les perdonaría y restauraría. Era
algo para caer postrado y rasgar el corazón, clamando por perdón. Pienso
que Josías mientras escuchaba, iba meditando en sus caminos y hasta
dónde había llegado la dureza de su corazón, y sabiendo sobre la
condición del pueblo, rasgó sus vestidos, quizás pensando: «¿Quedará
para nosotros misericordia, en el corazón de Jehová, siendo que nuestros
padres no guardaron su Palabra?». Era un momento de decisión, pues
antes no había quién atestiguara en contra de sus malas acciones, pero
cuando aparece el libro, ¿quién podrá mantenerse en pie delante de tan
gran testimonio?
En aquel tiempo se acostumbraba a rasgarse el vestido cuando alguien
estaba indignado, avergonzado, triste o enlutado. Por eso, bendigo a Dios
por esta reacción de aquel hombre, pues al rasgar sus vestiduras mostraba
los primeros signos de arrepentimiento delante de Dios. Esa debe ser
nuestra actitud cuando somos confrontados con la verdad, rasgar nuestro
“vestido-orgullo”, nuestro “vestido-indiferencia” a las cosas de Dios. No
podemos quedarnos igual, cuando leemos la voluntad de Dios para su
pueblo, en el libro, y vemos cómo se está guiando, de manera que tú
tienes que decir: «Pero Dios mío, ¡qué claro está el camino que nos
trazaste, y mira por donde estamos nosotros andando, tan distanciados de
ti!». Con esto no me estoy refiriendo solamente a cuestiones doctrinales
ni dogmáticas, sino aquellas pequeñas cosas que corresponden a nuestra
mayordomía, como administradores de Dios. Todo cristiano está claro en
cuanto a quién es Dios, a la trinidad divina (Padre, Hijo y Espíritu Santo),
sobre que Cristo vino en carne, murió y resucitó, y que viene por
nosotros. Hasta ahí todo está bien, pero ¡eso no es todo! Hay muchas
cosas que Dios nos ha manifestado a través de su Palabra, instrucciones,
mandamientos que no estamos obedeciendo fielmente y de acuerdo con
Su corazón, pues hemos echado a un lado a Su Espíritu Santo, el que fue
enviado para llevarnos a toda verdad.
Cuando tú lees y entiendes, en Espíritu, cada palabra expresada en el
libro, tienes que decir: ¡Dios mío, cuán lejos estamos de ti! Algunos
dicen: «Hay que entender que estamos en el siglo veintiuno, la iglesia
debe cambiar, no se puede ser tan fanáticos, tan radicales, tan místicos;
hay muchas cosas que fueron escritos para aquellos tiempos; estamos en
otra época». Y así empezamos a reaccionar, y nos quedamos pasmados de
lo desvinculado que podríamos estar. Personalmente, tengo treinta y
nueve años con el Señor, ministrando en una ciudad tan cosmopolita
como es Nueva York, en Estados Unidos de Norteamérica, donde hay
tantas iglesias, y cuando comparto en algunos ambientes y escucho las
inquietudes pastorales, y veo ciertas actitudes de los líderes, cuyas
preocupaciones estriban en proyectos, visiones personales (ideas buenas,
pero no necesariamente conforme a Dios), me pregunto: ¿y la fe, la
doctrina pura, el depósito, la vida de la iglesia, dónde queda?, ¿dónde los
valores espirituales y lo que preserva a la iglesia y la guarda del mundo?,
¿dónde están los fundamentos? En todo esto ¿dónde queda el corazón de
Dios? Si contestamos esas interrogantes con sinceridad, a la luz de su
Palabra, si eres hombre de Dios, rasgarías, como yo, tu corazón.
También Esdras, cuando leyó la ley públicamente, delante del pueblo,
al medir sus vidas con la que mostraba el libro, todas sus discrepancias
(muchos de los príncipes se habían casado con mujeres cananeas, y una
considerable parte del pueblo se había mezclado con pueblos
extranjeros), la Palabra dice que él se levantó y salió de la casa de Dios
“y se fue a la cámara de Johanán hijo de Eliasib; e ido allá, no comió pan
ni bebió agua, porque se entristeció a causa del pecado de los del
cautiverio” (Esdras 10:6). Hay quienes se entristecen y no comen cuando
tienen problemas, están enfermos o han sufrido la separación de un ser
querido, pero ¿quién ha dejado de comer o se le ha entristecido el alma a
causa del pecado contra lo establecido por Dios? No conozco a nadie
todavía. Mas, nosotros no podemos quedarnos indiferentes ante nuestra
situación, porque la misma requiere que hagamos algo, urgentemente. Si
amamos a Dios y le tememos y tenemos conciencia, no podemos ser
impasibles viendo el pueblo cada día distanciarse del libro y del corazón
de Dios.
Si volvemos a Josías, veremos que no solo se lamentó y meditó en las
palabras del Libro, sino que también mandó a consultar a Jehová. Lo
primero es la indignación, el pesar, la expresión de dolor; pero lo segundo
es actuar, no podemos quedarnos impávidos ante tanta rebelión. Josías no
se quedó impasible, sino que dijo: “Andad, consultad a Jehová por mí y
por el remanente de Israel y de Judá acerca de las palabras del libro que
se ha hallado; porque grande es la ira de Jehová que ha caído sobre
nosotros, por cuanto nuestros padres no guardaron la palabra de Jehová,
para hacer conforme a todo lo que está escrito en este libro” (2 Crónicas
34:21). El Señor nos manda a andar bien y a instruir a nuestros hijos en
su camino (Proverbios 22:6), por eso hablamos de la nueva generación,
en cuanto al futuro, pero en Josías veo a alguien que está pensando en el
pasado, y considerando que sus padres no vivieron conforme a lo
estipulado por Dios, y no quería reincidir en el mismo error. En otras
palabras, ellos fallaron, pero que no nos pase a nosotros lo mismo.
Josías bien pudo decir: «Bueno, yo desde que he estado reinando he
hecho las cosas bien, y no me he desviado ni a derecha ni a izquierda. Si
las cosas no están andando como debieran, no es culpa mía, ahí está el
sumo sacerdote, Hilcías, responsable mayor de nuestra condición
espiritual. También los profetas Jeremías y Sofonías [quienes fueron sus
contemporáneos –Jeremías 1:2; Sofonías 1:1] deben ser llamados a
cuentas, no nosotros. Mi trabajo es dirigir al pueblo, el de ellos es, en
lugar nuestro, servirle a Jehová». Todo lo contrario, él dijo, en otras
palabras: «El rey aquí soy yo; Dios me puso a mí para dirigir a Su pueblo,
tengo que asumir responsabilidad. Vamos a consultar a Jehová, porque de
lo que de mí dependa, como instrumento de Dios, haré y buscaré que se
haga Su voluntad».
No obstante, me llama la atención que el rey no mandó a consultar a
los profetas, sino a una mujer profetiza: “Entonces Hilcías y los del rey
fueron a Hulda profetisa, mujer de Salum hijo de Ticva, hijo de Harhas,
guarda de las vestiduras, la cual moraba en Jerusalén en el segundo
barrio, y le dijeron las palabras antes dichas” (2 Crónicas 34:22). Es raro
que fueran a ver a una mujer, y no a Jeremías que era el profeta grande de
aquellos días, ni tampoco a Sofonías. Ellos acudieron a una mujer, y una
mujer del segundo barrio, la cual ni siquiera era profeta menor, sino
simplemente una profetisa. No sé como lo consideres tú, pero te
pregunto, si tuvieras un grave problema, ¿irías a consultarle a una
hermanita que a veces profetisa, teniendo acceso a un reconocido profeta?
Mas, el Espíritu Santo mostró quién tenía la palabra, porque Jehová elige
al que quiere, cuando quiere, a la hora que quiere, para hacer lo que
quiere. Lo importante es saber quién es el instrumento para esa hora. Por
lo cual, la palabra estaba depositada en esa mujer llamada Hulda del
segundo barrio, cuyo padre era guarda de las vestiduras. ¡Qué lindo
cuando hay visión y sabemos dónde está la palabra de Jehová!
A este punto, vemos la mano de Dios obrando a favor de Su pueblo,
pues: 1. Aparece el libro (2 Crónicas 34:15); 2. Hay corazón humillado y
entendido para buscar a Dios (v. 19-21); 3. Iluminación del sacerdocio
para buscar el instrumento con quien se ha de consultar a Jehová respecto
al libro (v. 22); y 4. Está quién tiene palabra de Jehová (v. 23). Pienso que
nosotros no hubiésemos actuado así en su lugar. ¿Sabes por qué sufrieron
tanto los que iban en el barco con Pablo hacía Roma (Hechos 27:18-44)?
Porque consultaron a los que ellos creían que “sabían” del mar, a los
expertos, al piloto y al patrón de la nave, pues por su experiencia de
tantos años en navegación, sabrían qué hacer en el caso de confrontar
problemas con la nave, en altar mar (Hechos 27:11). Pero Pablo, aunque
no sabía ninguna técnica de navegación marítima, les advirtió por el
Espíritu de Dios que no debían moverse del puerto, pues entonces habría
mucha pérdida, no tan solo de cargamento, sino incluso de vidas. ¿Cómo
estos hombres le harían caso a uno que no tenía ninguna destreza en
conducir una embarcación y que inclusive llevaban preso, frente al
veterano piloto? Pues, así la iglesia también busca a los expertos, a los
que saben, a los que estudiaron, pero que no necesariamente son los
instrumentos de Dios en este tiempo.
Cuando Jehová habló y manifestó su voluntad, lo hizo de muchas
maneras, usando los instrumentos que eran –digamos- “convencionales”
de “reputación” delante del pueblo, empezando por Moisés y los que le
prosiguieron. Pero ahora usaría a alguien de “segunda” (por lo del
segundo barrio) para humillar la soberbia y la altivez de corazón, y acabar
con todas las concepciones y prejuicios humanos y mostrar que Él es
Dios. Así como le plació a Dios enloquecer la sabiduría del mundo, y
callar la boca al disputador de este siglo, con la locura de la predicación,
por medio de gente vil y menospreciada, y no con los que se consideran
sabios y entendidos (1 Corintios 1:20-21). Veamos ahora qué les dijo a
ellos Hulda:

“Jehová Dios de Israel ha dicho así: Decid al varón que os ha


enviado a mí, que así ha dicho Jehová: 24 He aquí yo traigo mal
sobre este lugar, y sobre los moradores de él, todas las
maldiciones que están escritas en el libro que leyeron delante del
rey de Judá; 25 por cuanto me han dejado, y han ofrecido
sacrificios a dioses ajenos, provocándome a ira con todas las
obras de sus manos; por tanto, se derramará mi ira sobre este
lugar, y no se apagará. 26 Mas al rey de Judá, que os ha enviado
a consultar a Jehová, así le diréis: Jehová el Dios de Israel ha
dicho así: Por cuanto oíste las palabras del libro, 27 y tu corazón
se conmovió, y te humillaste delante de Dios al oír sus palabras
sobre este lugar y sobre sus moradores, y te humillaste delante de
mí, y rasgaste tus vestidos y lloraste en mi presencia, yo también
te he oído, dice Jehová” (2 Crónicas 34:23-27).

¿A quién oye Dios? Al que siente como él, al que le interesa lo de él, al
que le importa su corazón. En otras palabras: «Te preocupa lo mío, pues a
mí me preocupa lo tuyo; me oyes, te oigo; te humillas, yo te levanto». Esa
es la correcta actitud frente a la amonestación y Palabra de Dios. Cuando
somos confrontados con la verdad, porque apareció el libro, asumamos
primeramente responsabilidad; segundo, humillemos nuestro corazón; y
tercero, consultemos a Jehová. En la narración de 2 Reyes, refiriéndose a
este hecho, el escritor usa la palabra ternura, cuando dice: “y tu corazón
se enterneció, y te humillaste delante de Jehová” (2 Reyes 22:19), una
expresión todavía más profunda, la cual nos revela a un corazón que se
suavizó, que se debilitó, que se afinó a las palabras que Dios había
hablado sobre ese lugar. ¡Ay mi hermano! Necesitamos el corazón de
Dios para conmovernos y para enternecernos frente a lo que es de Dios.
Después de esto, vemos como Josías recibe la instrucción y comienza a
tomar medidas (2 Crónicas 34: 28). ¿Qué hizo el rey? Reunió a los
príncipes, a los que estaban en autoridad, a los ancianos, a los sacerdotes,
a los levitas y a todo el pueblo, desde el mayor hasta el más pequeño, no
se quedó uno que no convocara para escuchar la lectura del libro, acerca
de lo que Jehová había dicho y haría (v. 29-30). Y no conforme con eso,
él hizo pacto y obligó a todo el pueblo a actuar conforme al mismo (vv.
31-32). Luego, limpió y destruyó todas las abominaciones de su tierra e
hizo que todos le sirvieran a Dios de acuerdo a como Él lo había
establecido en el libro. Pero además, cuidaba que no se apartaran del
libro, porque era lo que los preservaría, y los mantendrían en pacto con el
Dios de Israel (v. 33). Josías no se quedó con los brazos cruzados, en un
idealismo, llorando y frustrado, sino que dijo: «El libro apareció para que
andemos conforme a lo escrito; así que vamos a arreglar todo de acuerdo
a la Palabra de Dios. Es bueno confesar, y reconocer, pero también
actuar».
Es notable que tanto en 2 de Reyes como en 2 Crónicas, en la narración
de este incidente del hallazgo del libro, diga que Josías comenzó a
hacerlo todo en conformidad a lo que decía el libro. Tanto es el énfasis,
que el Señor me dio un mensaje, el cual titulamos: “Como, Según y
Conforme”, basando la enseñanza en la repetición de estas tres palabras
que, en forma de estribillo, se repiten en estos capítulos. Josías todo lo
que realizó en su reforma, lo hizo “conforme al libro”, “según el libro” y
“como estaba escrito en el libro”. Solo hay una manera de regresar al
camino, y es yendo al lugar donde lo perdimos. ¿Acaso no es lo que
hacemos cuando nos perdemos en una ruta, o nos pasamos de la salida en
la autopista? Regresamos al punto de partida. Pues, eso es lo que logra el
libro, volvernos al camino, porque tiene la instrucción de Dios. Tomemos
esta aplicación y veámosla a la luz del Nuevo Testamento, en un pasaje
muy conocido de nosotros:

“Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he


predicado, el cual también recibisteis, en el cual también
perseveráis; 2 por el cual asimismo, si retenéis la palabra que os
he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano. 3 Porque
Primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo
murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; 4 y que
fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las
Escrituras; 5 y que apareció a Cefas, y después a los doce. 6
Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los
cuales muchos viven aún, y otros ya duermen. 7 Después apareció
a Jacobo; después a todos los apóstoles; 8 y al último de todos,
como a un abortivo, me apareció a mí” (1 Corintios 15: 1 – 8).

En otras palabras, Pablo dice: «Yo les comuniqué lo que recibí», y


veinte siglos después el mensaje sigue siendo el mismo, no tiene nada de
novedoso, pero sigue igual de efectivo: Jesucristo es la salvación. El
problema de nosotros es que se nos hace difícil repetir lo mismo, nos
cansamos de las cosas y queremos algo nuevo. Pero lo que hace nueva
todas las cosas es la revelación de Dios. Personalmente, me ministra que
un hombre como el apóstol Pablo diga que él les enseñó lo que a él le
enseñaron, y no fue precisamente un camino de rosas, sino a Cristo, y a
éste crucificado. Eso no era nada llamativo, ni siquiera usó palabras
persuasivas, pero una cosa sí tenía, la cual se manifestó: la unción y el
poder del llamamiento divino (1 Corintios 2:4). Eso debe manifestares en
todas nuestras predicaciones o temas. Hablando de la santa cena, el
apóstol también dijo: “Porque yo recibí del Señor lo que también os he
enseñado: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y
habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo
que por vosotros es partido; haced esto en memoria de mí; Asimismo
tomó también la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el
nuevo pacto en mi sangre; haced esto todas las veces que la bebiereis, en
memoria de mí. Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y
bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga” (1
Corintios 11:23-26). Es decir, lo que le dio el Señor, eso es lo que da a los
demás. Ni más ni menos.
¡Qué tal, un hombre que llegó al tercer cielo y que escuchó cosas
inefables y gloriosas, limitándose a lo que le fue indicado! ¡Mi hermano,
eso es humildad y sometimiento! Pablo fue fiel en retener y pasar lo que
recibió del Señor Jesús. Esa obligación la tenemos todos los ministros de
Dios, de todos los siglos. De hecho, ahora constantemente recibimos
revelaciones, pero las mismas deben estar sometidas al Espíritu y a lo que
Dios ya ha dicho en el libro. Yo creo en las revelaciones y tengo por
cierto que Dios también me las da, pero yo no voy a sacrificar el
fundamento que Dios ha puesto, para innovar e impresionar a la gente
con algo nuevo. Mi trabajo no es quitar la gloria a Dios ni brillar como
Herodes para que la gente diga: “¡Voz de Dios, y no de hombre!”
(Hechos 12:22). Mi propósito es ser fiel a lo que se me encomendó y
llevar a la gente a Dios, conforme a lo que está en el libro. Un verdadero
profeta no es tanto el que anuncia el futuro y se cumple, sino el que lleva
al pueblo al corazón de Dios. Moisés le dijo a Israel:
“Cuando se levantare en medio de ti profeta, o soñador de
sueños, y te anunciare señal o prodigios, y si se cumpliere la señal
o prodigio que él te anunció, diciendo: Vamos en pos de dioses
ajenos, que no conociste, y sirvámosles; no darás oído a las
palabras de tal profeta, ni al tal soñador de sueños; porque
Jehová vuestro Dios os está probando, para saber si amáis a
Jehová vuestro Dios con todo vuestro corazón, y con toda vuestra
alma. En pos de Jehová vuestro Dios andaréis; a él temeréis,
guardaréis sus mandamientos y escucharéis su voz, a él serviréis,
y a él seguiréis. (…) Congregad a mí todos los ancianos de
vuestras tribus, y a vuestros oficiales, y hablaré en sus oídos estas
palabras, y llamaré por testigos contra ellos a los cielos y a la
tierra. Porque yo sé que después de mi muerte, ciertamente os
corromperéis y os apartaréis del camino que os he mandado; y
que os ha de venir mal en los postreros días, por haber hecho mal
ante los ojos de Jehová, enojándole con la obra de vuestras
manos” Deuteronomio 13:1-4;31:29).

¿Por qué el siervo de Dios les aconsejó que a esos profetas no les
oyeran? Porque los llevarían a los ídolos y no a Dios. No importa que el
mensaje tenga unción y mucha revelación, el asunto es si su predicación
me conduce a más inspiración y a más y más temor de Dios. Yo veo el
ejemplo de Pablo, el hombre de más revelación de la iglesia primitiva,
que incluso fue llevado al tercer cielo, instruyendo a la iglesia a celebrar
la santa cena levantando los emblemas del principio. Esto es extraño
porque la tendencia humana es que cuando una persona ha crecido
mucho, el crecimiento se le sube a la cabeza y su corazón se llena de
orgullo y altivez. Por eso, Dios le puso un aguijón en su carne (2
Corintios 12:7), para que se mantenga de acuerdo al libro.
¿Para qué ser tan originales? Volvamos al libro, incrustémonos en él.
La tendencia es ser cristiano, pero también ser parte de algo novedoso,
diferente, tomar partido en algo más. Sin embargo, lo esencial de un
cristiano es parecerse a Dios, porque apegado a Él siempre será nuevo e
incomparable. ¡Eso es algo elemental que enseña la Palabra! ¿Por qué el
Señor, cuando se le apareció a Pablo camino a Damasco [de manera tan
sobrenatural que lo cegó] no le dio esa gran revelación en ese momento?
El Señor le dijo: “Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes
hacer” (Hechos 9:6). Y el apóstol, ahora ciego, se fue allá y oró y ayunó
hasta el tercer día –no antes- que el Señor le mostró en visión a Ananías,
por medio a la imposición de sus manos recibiría la vista (v. 12). Y
cuando el Señor se le apareció en visión a su discípulo Ananías, y él le
obedeció y oró por Saulo para que recobrara la vista y sea lleno del
Espíritu Santo (v. 17), dice la Palabra que de sus ojos cayeron como
escamas y recibió la vista (18). Las escamas representaban todo lo que
era el judaísmo en la vida de este hombre, perseguidor de la iglesia. Pablo
pudo decir: «¡Ah, Dios se me ha aparecido, y me ha dado algo
sobrenatural! Tengo que empezar a testificar en todo Jerusalén y en las
naciones lo que he recibido». Pero Pablo ahora era miembro del cuerpo
del Señor, y pertenecía a su iglesia, por tanto, había ministros en
Damasco, autoridades espirituales de ese organismo vivo que tenían el
mismo depósito y él debía coordinarse con ellos.
Entendamos el corazón de Dios y cómo se revela en su Palabra. Nota
que el Señor usa a uno de sus discípulos -ni quiera uno de los doce- para
que vaya a instruir a Pablo y a unirlo con la iglesia del lugar (Hechos
9:19). Y el apóstol, a pesar de su juventud, asimiló de inmediato como se
actúa en el reino de Dios. Por eso, cuando él testifica que subió al tercer
cielo y fue llevado al paraíso, donde escuchó cosas inefables y gloriosas
que no puede el hombre expresar, acudió a los apóstoles y les expuso en
privado lo que recibió, y ellos, reconociendo la gracia que le había dado
Dios, le dieron la diestra de compañerismo (2 Corintios 12:2,4; Gálatas
2:2, 9). ¿Hubieras hecho tú lo mismo, después de una experiencia tan
gloriosa? Alguien que no tenga su estatura, en su lugar hubiese dicho: «A
qué voy yo a consultarle esto a Pedro, un pescador ignorante que ni
siquiera cerca ha estado de Gamaliel, ni mucho menos a Santiago o a
Juan, hombres sin estudio, remendones de redes a los cuales no les cabrá
en sus cabezas que un hombre haya llegado al tercer cielo». Pero no,
Pablo dijo: «Ellos son los ancianos, considerados columnas de la iglesia,
a los que se les encomendó la palabra, iré allá a exponerles la visión que
Dios me ha confiado».
Nota cómo al final de cada uno de sus viajes alrededor del mundo,
Pablo pasaba por Jerusalén y daba cuenta a los apóstoles, igualmente a su
congregación local, Antioquía, pues esta fue la iglesia que lo apartó y lo
envió a las naciones (Hechos 13:2, 3), porque Pablo entendía lo que era
mayordomía, lo que era estar bajo autoridad. Él entendía que no era
cuestión de «yo soy el apóstol, a mí es que todos debieran darme cuenta»,
sino que en el cuerpo de Cristo todos estamos sujetos los unos a los otros.
Así que Pablo daba cuenta a las iglesias, porque él seguía la instrucción
de apegarse al cuerpo, adherirse a la palabra, consolidarse donde está el
depósito, unirse a sus hermanos, a los que tienen su misma creencia, su
mismo espíritu, aquellos que como él, hablan la misma cosa, porque eso
preserva y mantiene en el Camino.
A mí me ministra profusamente lo que le dijeron los hermanos de la
iglesia de Jerusalén a Pablo, pues a parte de reconocer la gracia que Dios
le había dado, y darle la diestra en señal de compañerismo, para que fuese
a los gentiles, y ellos a la circuncisión, el apóstol dice que le dijeron:
“Solamente nos pidieron que nos acordásemos de los pobres; lo cual
también procuré con diligencia hacer” (Gálatas 2:9). En otras palabras:
«Pablo, eso que nos has compartido viene del cielo y es exactamente lo
que Dios nos ha revelado, solamente que has tenido la gracia de recibirla
de manera más poderosa y profunda. Él te llevó a sus alturas, hasta el
tercer cielo, pero a nosotros antes de irse nos dijo que cuidáramos de los
pobres, así que administra bien tus revelaciones, pero acuérdate de los
necesitados de la tierra. Cuida de ellos, no te olvides». Respecto a este
consejo, Pablo dijo: “lo cual también procuré con diligencia hacer”
(Gálatas 2:10), así que estuvo atento para recoger ofrendas para los santos
necesitados de muchos lugares. ¿Por qué hacía eso? Porque aunque
experimentó el grado más elevado de la vida en el Espíritu, no podía
olvidarse el sentido práctico. El propósito es llevarnos al cielo, pero no
debemos desconocer que estamos en la tierra. El Señor Jesús se
compadecía de los pobres, de los enfermos; se entristecía al ver la
multitud, desamparada y dispersa, como ovejas sin pastor. Cuando les
seguían a Él no le pasaba desapercibido, luego de tres días, que no tenían
qué comer, y procuraba alimentarlos. Y, antes de irse, nos encomendó en
el libro, incluso, a las viudas y a los huérfanos (Mateo 14:14; 9:36;
Marcos 8:2; Mateo 25:35; Santiago 1:27).
La iglesia es un cuerpo, formado por miembros, por lo cual no existe
iglesia independiente. Puede que haya muchas no afiliadas, en el sentido
de organización, pero nunca autónomas, pues ¡somos un cuerpo! Si tú
eres una célula de ese cuerpo no puedes estar fuera del mismo, porque te
mueres. Por eso, el libro dice que somos miembros los unos de los otros
(Efesios 4:25). No importa el nombre de tu iglesia o denominación, pues
somos uno delante de Dios. Aquí abajo hemos vivido fragmentados por
veinte siglos, pero el Padre nos ve a todos iguales. Así como cuando los
hijos se pelean, y uno no quiere estar cerca del otro, o que la esposa de
éste no se lleva con la de aquél, y que si el tío no quiero que su hijo se
junte con el sobrino, porque es una mala influencia. Pero el padre, como
los ama, media por todos. Luego, el día de alguna fecha especial, los
reúne para fortalecer la unidad familiar. Lo mismo hace el Señor con
nosotros, cuando nos ve peleando por teologías, metidos en énfasis; o que
cuando uno llega el otro se va, o que si sabe que alguno está invitado a
algún lugar mejor no asiste, etc. Por eso, Él dejó este ruego en el libro:

“Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre,


para que sean uno, así como nosotros. (…) Mas no ruego
solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí
por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh
Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros;
para que el mundo crea que tú me enviaste” (Juan 17:11-20-21).

¡Ay mi hermano!, yo te aseguro que si estuviéramos unidos, el mundo


estuviera temblando. El último ruego de Jesús fue que estemos unidos,
pero ¿estamos dispuestos a pagar el precio de la unidad? En el libro dice
que estemos unidos a pesar de todo, y eso es señal de madurez, de
entendimiento, de perfección en Él. La madurez espiritual se prueba
cuando yo renuncio a mi criterio para unirme con el cuerpo.
Asimismo, observa lo que le dice Pablo a Tito: “Por esta causa te dejé
en Creta, para que corrigieses lo deficiente, y establecieses ancianos en
cada ciudad, así como yo te mandé; 6 el que fuere irreprensible, marido
de una sola mujer, y tenga hijos creyentes que no estén acusados de
disolución ni de rebeldía. (…) retenedor de la palabra fiel tal como ha
sido enseñada, para que también pueda exhortar con sana enseñanza y
convencer a los que contradicen” (Tito 1:5-6,9).
¿De dónde aprendió Pablo a establecer ancianos en la iglesia? Él no
estaba haciendo nada novedoso ni inventando funciones, sino ejecutando
algo que el Señor había dejado instituido en el libro.
Ahora, hay algo que Pablo le advirtió a Timoteo que tiene mucho que
ver con las instrucciones que le dio a Tito, él le dijo: “No impongas con
ligereza las manos a ninguno, ni participes en pecados ajenos. Consérvate
puro” (1 Timoteo 5:22). Con la imposición de manos se consagra un
ministro. Por eso, comprendo y comparto, personalmente, el temor de
Pablo en cuanto a establecer ancianos, pues son las columnas de la
iglesia. Cuando usted le pone la mano a un ministro, usted tiene la
responsabilidad de percatarse bien de que él va a cuidar la doctrina con
celo, pues una de las seis encomiendas más importantes que tiene un
anciano es cuidar la doctrina, no adulterarla. Por tanto, hay una intención
de Dios, una encomienda apostólica de que lo que salió originalmente,
llegue puro hasta el fin.
Debo decir que la encomienda de transmitir lo recibido no es fácil,
pues para que se mantenga puro, apegado a lo original, no podemos
añadirle ni quitarle nada. Un juego de niños nos ilustra muy bien este
pensamiento. En una ocasión, hice el experimento y formé una línea de
veinte personas y le dije algo al oído a la primera para que le diga el
mensaje exactamente como se lo di al que le sigue, y así sucesivamente
una a la otra hasta que el mensaje llegara a la última persona. Y ¿qué
crees que pasó cuando el mensaje llegó al último de la fila? Estaba
totalmente distorsionado. Cuando se le preguntó al hermano qué le
dijeron, respondió: «Mañana llega la hermana Argentina» ¿¿queeé?? ¿Y
qué le habían dicho al tercero antes que a él? «Hay que buscar a
Argentina », y a los dos más atrás: «Argentina se marchó», y al cuarto
después que el mensaje salió: «Argentina se fue con Luz» cuando el
mensaje original fue «Argentina está en el Sur». Ahora, ¿qué realmente
ocurrió? Algunos admitieron no haber escuchado bien, y solo dijeron lo
que para ellos tenía sentido; otros consideraron el mensaje incompleto y
le añadieron, y varios simplemente no entendieron, por eso elaboraron
uno nuevo. Ahora, aplica eso a la responsabilidad que tenemos con el
Evangelio y medita cómo ha sobrevivido y darás gloria a Dios por su
bendito libro.
El evangelio ha sobrevivido por veinte siglos, batallando contra las
corrientes de este mundo y la sabiduría humana. Esto para mí es
sumamente serio, y te lo digo como un testimonio, pues a veces tiemblo y
lloro como un niño. Incluso, en mi comunión personal con el Señor, en
sollozos le he pedido que no me suelte, y le he hecho prometerme que
impida que yo le falle, o me deslice, porque sé que si dependiera de mí
haría lo mismo que los demás, porque fui hecho del mismo material. Por
lo cual, vivo rogándole: «Compadécete de mí, Señor, para siempre serte
fiel, porque no confío en mi firmeza, sino en tu fortaleza». Generalmente
el que viene después quiere ser original, quiere implementar cosas
nuevas, por eso se hace casi imposible retener la palabra como fue
enseñada. Y no hablo de un dogma, pues teológicamente la iglesia lo ha
cumplido, está en el libro, a lo que me refiero es a retener el espíritu de
esa palabra, la intención, el temor a Dios y el respeto a su voluntad.
Pablo advirtió: “Si alguno enseña otra cosa, y no se conforma a las
sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo, y a la doctrina que es
conforme a la piedad, está envanecido, nada sabe, y delira acerca de
cuestiones y contiendas de palabras” (1 Timoteo 6: 3,4). La palabra
“doctrina” corresponde al vocablo griego didaskalía que significa
enseñanza, y lo que dice es que la misma es conforme a la piedad. La
palabra piedad, en griego, expresa la devoción, reverencia y respeto que
los paganos les daban a sus dioses o ídolos. Pablo toma esa palabra y le
da una connotación espiritual, ampliando su significado y llevándolo al
nivel de sumisión, acatamiento y adoración que debe ir junto a la Palabra.
El fin de la enseñanza cristiana no es tan solo instruir o enseñar doctrina,
sino transmitir el temor y la devoción a Dios como Creador, como Padre
y como Señor. La doctrina no debe ser solamente letra, aunque la letra es
importante, pero esa información tiene que ir cargada del espíritu de la
Palabra, porque entonces se queda coja, no hay vida, así como el cuerpo
sin espíritu está muerto.
El libro también dice por qué la doctrina debe ser conforme a la piedad,
pues de otra manera nacen: “envidias, pleitos, blasfemias, malas
sospechas, disputas necias de hombres corruptos de entendimiento y
privados de la verdad, que toman la piedad como fuente de ganancia;
apártate de los tales. 6 Pero gran ganancia es la piedad acompañada de
contentamiento; 7 porque nada hemos traído a este mundo, y sin duda
nada podremos sacar. 8 Así que, teniendo sustento y abrigo, estemos
contentos con esto. 9 Porque los que quieren enriquecerse caen en
tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas, que hunden a los
hombres en destrucción y perdición” (1 Timoteo 6:4,5-9). Creo que los
versos se explican por sí mismos, ahora ¿qué más nos enseña el libro?
“porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando
algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores.
Mas tú, oh hombre de Dios, huye de estas cosas, y sigue la justicia, la
piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre. Pelea la buena
batalla de la fe, echa mano de la vida eterna, a la cual asimismo fuiste
llamado, habiendo hecho la buena profesión delante de muchos testigos”
(vv. 10–12). Es decir, la razón por la que nos extraviamos es por la
codicia que hay en nuestro corazón, por eso, debemos huir de esas cosas
y seguir el legado, el depósito que nos dejó el Señor.
Nota cómo el apóstol cambia el tono; ya no es una súplica, sino una
ordenanza y en un tono muy solemne le dice a Timoteo: “Te mando
delante de Dios, que da vida a todas las cosas, y de Jesucristo, que dio
testimonio de la buena profesión delante de Poncio Pilato, que guardes el
mandamiento sin mácula ni reprensión, hasta la aparición de nuestro
Señor Jesucristo, la cual a su tiempo mostrará el bienaventurado y solo
Soberano, Rey de reyes, y Señor de señores, el único que tiene
inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los
hombres ha visto ni puede ver, al cual sea la honra y el imperio
sempiterno. Amén” (1 Timoteo 6: 13 – 16). Esto es algo serio, amado,
aquí Pablo no estaba dándole sugerencias a su hijo espiritual, ni tampoco
un simple discurso, sino que lo hacía responsable de lo que le estaba
delegando.
Pablo le pone como ejemplo a Jesús, como Hijo de Dios, quien dio
testimonio de la buena profesión cuando fue juzgado delante de Pilato.
Jesús cuando hubo que callar, calló, aun siendo acusado por testigos
falsos, ante los gritos ensordecedores de la multitud que decía:
“¡Crucifícale! ¡Crucifícale!” (Juan 19:6). Tanto así que el mismo Pilato le
tuvo que decir: “¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para
crucificarte, y que tengo autoridad para soltarte?” (Juan 19:11), entonces
sí habló y le dijo: “Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese
dada de arriba; por tanto, el que a ti me ha entregado, mayor pecado
tiene” (Juan 19:12). Mas, observa que Él contestó, no para defenderse,
sino para una vez más glorificar a quien lo envió.
Igualmente, cuando Pilato le preguntó si era verdad que era rey,
arriesgándose a ser acusado además de sedicioso y oponerse al Cesar, no
calló, sino que admitió: “Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido,
y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad. Todo
aquel que es de la verdad, oye mi voz” (Juan 18:37). Entonces, ¿cómo
hizo Jesús su profesión delante de Pilato? De acuerdo a la Palabra, según
Dios, y en conformidad al legado y a la fe. El Señor hizo una buena
defensa de lo que profesaba, viviendo y muriendo, de acuerdo al
propósito del Padre. Pablo dice que hagamos lo mismo, que defendamos
ese patrimonio conservando la verdad, testificando de ella, siguiéndola y
obedeciéndola.
Nuestro Señor Jesús soportó todo frente a la autoridad; no usó
diplomacia ni dobles juegos, para que le suelten. Él se calló frente a los
testigos falsos, también ante el sanedrín, pero cuando el sumo sacerdote,
exasperado por su silencio, le confrontó diciendo: “Te conjuro por el
Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios” (Mateo
26:63), aun sabiendo que lo iban a condenar, le dijo: “Tú lo has dicho; y
además os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la
diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo” (v. 64). Jesús
habló, porque se lo demandaron en el nombre del Padre, y no pudo negar
lo que era, pues era negar la obra de Dios. Asimismo, el Señor le advirtió
a los que le seguían: “… el que se avergonzare de mí y de mis palabras en
esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre se avergonzará
también de él, cuando venga en la gloria de su Padre con los santos
ángeles” (Marcos 8:38). Eso es una buena profesión, declarar nuestra
convicción sin temor. Yo no puedo, por ejemplo, negar mi fe porque voy
a perder mi empleo; tampoco voy a usar astucia y mentira para recibir
una ayuda del gobierno o hacer cualquier otra cosa ocultando lo que soy.
Por el contrario, tengo que mantener mi fe y mi integridad, porque yo
represento el reino celestial. Eso es lo que está diciendo el apóstol cuando
dice que demos testimonio con una buena profesión de fe, tal como Jesús
lo hizo.
Iglesia de Dios, ¿hasta cuando hay que conservar la fe y retener la
doctrina? Hasta la aparición de Jesucristo (1 Timoteo 6: 14). Cuando el
Espíritu Santo suba al cielo con la iglesia arrebatada, es posible que le
tenga que decir a Jesús en el aire: “Ahí están todos los que me diste,
difíciles, terribles, a quienes por veinte siglos los soporté. En ocasiones,
tuve que sentarme en el último asiento, porque me excluyeron de su
adoración, de su evangelismo, de su gobierno, y de todo. Sin embargo,
me mantuve en el lugar, porque tú me diste la encomienda que los
cuidase; pues mira, aquí están, ninguno se perdió». Sí, estoy seguro que
el Santo Espíritu se esforzará en hacer su trabajo, hasta el fin, pero yo le
quiero colaborar. Como pastor, si te dieron cincuenta ovejitas a cuidar,
cuídalas, no estés preocupado por tener cien; y si te dan cien, ¡gloria sea
al Señor! Eso significa que te asignó más responsabilidad, que confió más
en ti. Pero no lo lleves al plano personal, pues no significa que eres un
súper ministro o el pastor plenipotenciario. En realidad, se puede decir
que es más trabajo, aunque sea una bendición, porque Dios nos está
honrando, pero al mismo tiempo eso conlleva una gran responsabilidad,
pues por cada alma tenemos que dar cuenta (Hebreos 13:17). Muchos se
admiran y dicen: « ¡Ah! Dios bendijo a ese pastor con una gran iglesia,
tiene más de cinco mil miembros», pero viéndolo desde el punto de vista
de la mayordomía, también se puede decir: «¡Ese pastor tiene cinco mil
problemas», pues cuidar el crecimiento y la edificación de tantas almas,
aumenta las cuentas que tenemos que rendirle al Señor.
El tiempo pasa y el pensamiento evoluciona, pero hay cosas
importantes que hay que retener a través de los siglos y son los principios
divinos. Pablo le dijo a Timoteo: “Retén la forma de las sanas palabras
que de mí oíste, en la fe y amor que es en Cristo Jesús” (2 Timoteo 1: 13).
Lo que se cree, se retiene y se mantiene; por eso, la fe y el amor que es en
Cristo son los que preservan el depósito que hemos recibido, y mantiene
la pureza del libro. También le dijo: “Guarda el buen depósito por el
Espíritu Santo que mora en nosotros” (v. 14). En comunión con el
Espíritu Santo, no constriñéndolo, se guarda el depósito. Hay muchos que
abandonan el camino y que se desvían tras la mentira, por eso debemos
guardar y retener lo que hemos recibido.
Ahora, ¿cuál es la amenaza?, ¿por qué de la advertencia? Pablo dijo:
“Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que
teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus
propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a
las fábulas” (2 Timoteo 4:3-4). El apóstol Pablo le advirtió a Timoteo (el
cual representaba a la iglesia, y llevaría el encargo), que llegaría un
tiempo en que a pesar que la gente tendría deseos de oír, no soportarían al
libro, lo rechazarían, y su corazón se llenarían de ira y crujirán los
dientes, taparían sus oídos para no oír, y hasta tratarían de silenciar las
voces de los que profesan su fe, como pasó con el sanedrín y Esteban
(Hechos 7:54,57). Ya han pasado siglos de este consejo, sin embargo, en
este tiempo, mi hermano, estamos enfrentando algo peor, pues no todos
han retenido las sanas palabras, pues este sistema ha tenido una influencia
nefasta para la iglesia.
Mas, el fin de todo discurso es este: Yo te ruego, mi hermano, mi
hermana, en el nombre de Jesucristo, como si Dios rogase por medio mío,
busca el libro y vive conforme a él. Mi intención al compartir contigo
este mensaje, no fue añadir más páginas a este capítulo, sino traer un
mensaje de Dios para ti, sustraído de la misma Palabra, para hablar a tu
corazón. El Señor quiere que aparezca el libro en tu vida y en la mía, y en
su iglesia de hoy también. Nota mi hermano que el sumo sacerdote fue
que lo encontró, por tanto, los ministros son los que tienen que encontrar
el libro, porque ellos son la autoridad que Dios ha delegado. El libro está
allí, al lado del Arca, al lado de la presencia, y si lo mudaron de ahí,
vamos a virar la casa, pero debemos encontrarlo, ¿o no dijo el Señor que
cuando la mujer perdió las dracmas, encendió la lámpara, y barrió la casa,
buscando con diligencia y presteza, hasta encontrarlas (Lucas 15:8)?
Vamos a virar la iglesia, vamos a voltear lo que haya que voltear, porque
hay una necesidad apremiante, hay una urgencia: ¡Encontremos el libro!
No sé qué función desempeñas en tu iglesia, en tu congregación, si eres
anciano, diácono o un fiel servidor, un adorador, pero lo que sea que
representes, Dios te dé la gracia de ser el Hilcías que encontró el libro, y
le digas a tus hermanos: «Miren, aquí está el libro; vengan y confirmemos
en él, si estamos en lo verdadero». Eso fue lo que hicieron nuestros
antecesores, Lutero, Wesley y otros. No quiero hablarte de la historia de
la iglesia, en este momento, sino rogar que el Espíritu te dé testimonio y
seas responsable del tramo que tienes que recorrer. Solo una cosa te
aconsejo: todo lo que tú fomentes en la iglesia, llámese como se llame,
llévalo al libro, consúltalo con el libro, para que no corras o sigas
corriendo en vano. Toma como modelo la interrogante que les hizo Jesús
a los principales sacerdotes y ancianos del pueblo, y pregúntate: «Lo que
estoy haciendo, ¿de dónde es? ¿Del cielo, o de los hombres? (Mateo
21:25)». Todo lo que se hace en la iglesia y que promueven o fomentan, y
tú aceptas; aquellas cosas que tú recibes de los libros que lees y de las
prácticas de la iglesia de hoy, ¡somételas al libro!, y cuestiónate a ti
mismo diciendo: «Yo fui llamado a preservar lo de Dios, quiero saber si
lo que estoy haciendo está de acuerdo, no solamente con el logos de la
Palabra, sino con su rhema, con el espíritu correcto, si es conforme al
libro». ¡Hazlo mi hermano! Personalmente, no puedo añadirle más a este
consejo, aunque quisiera. Mi consuelo es que el intérprete, el Espíritu
Santo, que me ha hablado a mí de esta manera, ahora te hable a ti. Por lo
cual, lo único que me queda es continuar orando, para que esta verdad, no
tan solo logre acogida en tu vida, sino en todo ministerio de la iglesia de
nuestro Señor Jesucristo.

4.5 Si la Trompeta Diere Un Sonido Incierto

“Y si la trompeta diere sonido incierto, ¿quién se preparará


para la batalla?” -1 Corintios 14:8.

La frase con la que iniciamos esta sección es una figura que usó el
apóstol Pablo para hablar del uso del don de lenguas en los servicios, y en
las asambleas públicas de la iglesia. Pablo, con sabiduría, les explicó que
los instrumentos musicales transmiten diferentes notas y acordes, sin
embargo, cada sonido emitido se realiza en observancia, en dependencia,
para enviar un mensaje musical en consonancia, que guarde las reglas de
la armonía. En la música, la regla a seguir es la combinación del sonido y
el tiempo, para producir una melodía cuya estructura unitaria, al ser
percibida por el que escucha, le sea dulce y agradable al oído. El apóstol
Pablo toma esta ilustración para decir, que si hablamos en lenguas, pero
sin revelación, ciencia, profecía o doctrina, de nada aprovechará, sino que
será como metal que resuena, o címbalos que retiñe; un ruido y nada más
(1 Corintios 14:6; 13:1). No obstante, Pablo connota que cada sonido que
da la trompeta comunica algo.
Jehová instruyó a Moisés lo siguiente: “Hazte dos trompetas de plata;
de obra de martillo las harás, las cuales te servirán para convocar la
congregación, y para hacer mover los campamentos” (Números 10:1 – 2).
Es decir que las trompetas, primeramente, eran utilizadas para convocar y
movilizar el campamento. También dice: “Y cuando las tocaren, toda la
congregación se reunirá ante ti a la puerta del tabernáculo de reunión”
(Números 10:3). Quiere decir que cuando sonaban las dos trompetas, se
estaba enviando una instrucción, un mensaje, una convocación. Veámoslo
a continuación:

“Y cuando las tocaren, toda la congregación se reunirá ante ti


a la puerta del tabernáculo de reunión. Mas cuando tocaren sólo
una, entonces se congregarán ante ti los príncipes, los jefes de los
millares de Israel. Y cuando tocareis alarma, entonces moverán
los campamentos de los que están acampados al oriente. Y
cuando tocareis alarma la segunda vez, entonces moverán los
campamentos de los que están acampados al sur; alarma tocarán
para sus partidas. Pero para reunir la congregación tocaréis, mas
no con sonido de alarma. Y los hijos de Aarón, los sacerdotes,
tocarán las trompetas; y las tendréis por estatuto perpetuo por
vuestras generaciones. Y cuando saliereis a la guerra en vuestra
tierra contra el enemigo que os molestare, tocaréis alarma con las
trompetas; y seréis recordados por Jehová vuestro Dios, y seréis
salvos de vuestros enemigos. 10 Y en el día de vuestra alegría, y
en vuestras solemnidades, y en los principios de vuestros meses,
tocaréis las trompetas sobre vuestros holocaustos, y sobre los
sacrificios de paz, y os serán por memoria delante de vuestro
Dios. Yo Jehová vuestro Dios” (Números 10:3-10).

Es decir, cuando sonaban las dos trompetas el pueblo era convocado (v.
3); cuando sonaba una sola trompeta se llamaba a los príncipes y a los
jefes de los millares de Israel (v. 4); si el sonido era de alarma era una
señal para mover solo los campamentos de los que estaban acampados al
oriente (v. 5); pero si sonaba una segunda vez era para movilizar los
campamentos de los que estaban acampados al sur (v. 6); se daría sonido
de alarma solo para partir (v. 7); asimismo, se sonaría alarma para ir a la
guerra, pero también se tocarían las trompetas en las fiestas solemnes y
en momentos de alegría (vv. 8-10).
El salmista dijo que al principio del mes séptimo, cuando se celebraba
la fiesta de los tabernáculos, se tocará “la trompeta en la nueva luna, En
el día señalado, en el día de nuestra fiesta solemne. Porque estatuto es de
Israel, Ordenanza del Dios de Jacob” (Salmos 81: 3–4). El día señalado
era el día en que la luna estaba nueva, lo cual marcaba el día de su
festividad. Por tanto, era importante dar la nota correcta, emitir el sonido
de la ocasión, para que no hubiese confusión y cada uno pudiera
prepararse para lo que seguía. Algo interesante es saber que Dios también
oiría los sonidos de las trompetas para favorecerles y bendecirles.
Ahora, identificar el sonido de las trompetas era algo fundamental,
pues si la trompeta daba un sonido incierto, ¿quién se prepararía para la
batalla? Nota como Jeremías, conmovido en el éxtasis de sus visiones
proféticas, deliraba por la inminente venida de Nabucodonosor rey de
Babilonia, y anunciando el ineludible cautiverio del pueblo de Judá,
exclamaba: “¡Mis entrañas, mis entrañas! Me duelen las fibras de mi
corazón; mi corazón se agita dentro de mí; no callaré; porque sonido de
trompeta has oído, oh alma mía, pregón de guerra. Quebrantamiento
sobre quebrantamiento es anunciado; porque toda la tierra es destruida;
de repente son destruidas mis tiendas, en un momento mis cortinas.
¿Hasta cuándo he de ver bandera, he de oír sonido de trompeta?”
(Jeremías 4:19-21). El profeta distinguía el sonido de las trompetas, y se
conmovía al escuchar la alarma de guerra, la invasión de los enemigos.
Luego, él escribe en el libro de Lamentaciones lo que le ocurrió a la hija
de su pueblo; y como un arcángel lloró el castigo de Dios sobre Sion, la
ciudad del gran Rey; y gime por lo que le pasó a la casa de David, por el
pecado de Manasés.
De hecho, el profeta Jeremías no gemía porque era un alarmista o un
emocional, sino porque al escuchar la alarma sabía lo que se avecinaba.
Meditemos en ello un momento y pensemos cuál sería el resultado si los
enemigos tomaran a un pueblo desapercibido, cada quien haciendo lo
suyo: los niños jugando, las madres en sus afanes, los hombres: algunos
durmiendo la siesta, otros tomando un baño o algunos volviendo de sus
trabajos. Las ciudades antiguas estaban rodeadas de un muro o muralla,
donde sobre sus torres había centinelas y atalayas que estaban vigilando
todo lo que salía o entraba a la ciudad. El atalaya miraba y anunciaba, a
grandes voces, lo que veía, o tocaba la trompeta en caso de que fuese un
enemigo que se aproximara (Isaías 52:8; Ezequiel 33:6).
Recordemos lo que sucedió con aquel que venía corriendo a darle el
mensaje a David cuando murió su hijo Absalón. El rey se había sentado
en medio de las dos puertas, esperando las noticias, mientras el atalaya le
informaba quién se aproximaba, y le decía: «Veo a alguien que viene solo
o veo a alguien que viene corriendo y su correr se parece a tal persona (2
Samuel 18:24-28; 2 Reyes 9:20)», David respondía “Si viene solo,
buenas nuevas trae” o “Éste también es mensajero” , “Ése es hombre de
bien, y viene con buenas nuevas” (2 Samuel 18:25, 26). Igualmente
cuando ellos veían las banderas o veían el polvo que se levantaba, sabían
si eran dos o tres o era una tropa que se aproximaba (2 Reyes 9:27).
También podían ver, por la impetuosidad, si venían en pos de guerra o
venían en paz, y ¿qué hacían? Tocaban la trompeta y el pueblo se
apercibía para la batalla. Qué tal que esos atalayas fueran tan optimistas
que dijeran: « ¡Ah! Ellos vienen, pero no van a llegar acá; yo tengo fe, en
el nombre de Jesús, que ya están vencidos los enemigos, el Señor los va a
paralizar allá», en lugar de dar el sonido de trompeta que alerte al pueblo
y a la ayuda de Dios.
¿Qué crees que le pasará a una ciudad asediada por sus enemigos, si
todos sus ciudadanos están en sus menesteres, ocupados en sus asuntos
personales? Cuando sonaba la trompeta con alarma de guerra había
instrucciones y cosas que hacer. En la actualidad, con la perenne amenaza
terrorista, en la ciudad de Nueva York se hacen simulacros, y en
ocasiones se moviliza toda una ciudad, bomberos, policías, ambulancias,
etc., para simular situaciones de emergencias y aprender qué hacer si se
enfrentan a una realidad similar. Por ejemplo, ¿qué haces tú cuando vas
en tu automóvil por la carretera y escuchas la alarma de la ambulancia de
un hospital, del camión de bomberos, o la patrulla policial? Disminuyes
la velocidad y te echas a un lado del camino, porque ya sabes qué tienes
que hacer cuando oyes ese tipo de sonido. Ellos con su alarma te están
enviando un mensaje: «Hazte a un lado, llevo prisa, hay una emergencia
y no puedo detenerme, necesito llegar». Hay personas que se turban
cuando escuchan la sirena y no saben qué hacer y han ocasionado
accidentes, porque se quedan en el medio. Por eso, en situaciones de
emergencia también se usan agentes de tráfico para que ordenen las vías
y se les dé paso a los vehículos que llevan la muy esperada ayuda. Pues
así sucedía en las ciudades antiguas, donde era una responsabilidad de los
centinelas dar el sonido de alerta.
¿Qué sucedería si en lugar de dar sonido de alarma, el atalaya diera el
sonido de fiesta, porque se levantó contento o porque piensa que el
sonido es más bonito y menos estrepitoso? Te imaginas que el atalaya
diga: «Mi Dios, por ahí vienen esos caldeos a quienes les tenemos tanto
miedo por ser tan belicosos y sanguinarios… Mejor yo, en vez de tocar la
trompeta, con esa alarma tan ruidosa, toco la flauta, porque el sonido es
más suave y así el pueblo estará más calmadito y podrá encontrar las
armas para la batalla de forma menos atolondrada». ¡No quiero ni pensar
qué pasará con ellos! Por tanto, es responsabilidad del centinela dar el
sonido que corresponde en el momento preciso; no puede equivocarse,
debe ser firme y exacto: si es guerra, de guerra, si es de convocación, de
convocación.
Sin embargo, en la Palabra también encontramos otro tipo de alarma,
cuyo sonido considero muy extraño, y espero que tú nunca toques esa
trompeta, porque es la trompeta de los hipócritas. Mira lo que nos
advirtió el Señor: “Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los
hombres, para ser vistos de ellos; de otra manera no tendréis recompensa
de vuestro Padre que está en los cielos. Cuando, pues, des limosna, no
hagas tocar trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las
sinagogas y en las calles, para ser alabados por los hombres; de cierto os
digo que ya tienen su recompensa” (Mateo 6:1-2). ¿Has oído alguna vez
el sonido de esa trompeta? Esa trompeta no es de metal, sino el sonido de
los hipócritas que sirven al ojo para ser vistos de los hombres, y el que es
espiritual distingue ese sonido. Ellos dicen: «Hermanos, para la gloria de
Dios, ayer me pasé el día entero visitando los enfermos, gloria a su
nombre. El otro día cancelé una importante cita que tenía y preferí -para
la honra y gloria de nuestro Señor- irme a la casa del ancianito fulano que
estaba enfermo y le cociné, le lavé y le limpié la casa». Pero el Señor dice
que cuando tú hagas algo que no sepa tu izquierda lo que hace la derecha,
porque si tú lo haces y eres alabado por los hombres por tu generosidad,
esa es tu recompensa (Mateo 6:3-5). Por tanto, cuando esos hombres se
mueran se acabó tu alabanza y reconocimiento, pero si es Dios que toca
la trompeta por ti en el cielo, grande será tu galardón, y eterno.
En el libro de Apocalipsis, por otra parte, podemos ver que después del
sonido de la trompeta se oyen voces y se ven escenas, y revelación de
sucesos futuros: “Yo estaba en el Espíritu en el día del Señor, y oí detrás
de mí una gran voz como de trompeta, que decía: Yo soy el Alfa y la
Omega, el primero y el último. Escribe en un libro lo que ves, y envíalo a
las siete iglesias que están en Asia: a Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira,
Sardis, Filadelfia y Laodicea. Y me volví para ver la voz que hablaba
conmigo; y vuelto, vi siete candeleros de oro, y en medio de los siete
candeleros, a uno semejante al Hijo del Hombre, vestido de una ropa que
llegaba hasta los pies, y ceñido por el pecho con un cinto de oro. Su
cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana, como nieve; sus
ojos como llama de fuego” (Apocalipsis 1:10-14). Es decir, Juan estaba
en el Espíritu, allí temblando, reverberando, cuando en medio de ese
trance santo oyó una voz detrás de él como de trompeta. Esa voz
aerófana, cuyo aire no solo vibraba, sino que hacía temblar todo el lugar,
por su tono agudo y sostenido, declaraba que era la persona divina y le
daba una instrucción. Pienso que Juan nunca olvidaría el sonido de
aquellas palabras que estremecían su fuero interno, pues al voltearse y ver
al que hablaba, vio al Señor glorificado. Era un sonido diferente, que
poseía ciertas características tonales tan peculiares y graves que lo hacían
único. Cada mensaje de Dios tiene su propio sonido, especial y distintivo,
al que luego le sigue una gran visión.
Juan vio escenas que se sucedían unas tras otras en la gran visión, las
cuales eran representaciones visuales de acontecimientos futuros. Sin
embargo, me llama la atención el que Dios anuncia estos siete mensajes a
través de sonidos de trompetas. Por ejemplo, cuando una persona no
puede hablar, ya sea porque es sorda-muda, no emite sonidos para poder
comunicarse, sino que usa un lenguaje dactilológico, icónico o signado,
para con las manos hacer señas, gestos, toques o indicación de objetos, y
hacerse entender. Este lenguaje es visual, cuyas imágenes sustituyen el
sonido. Pero aquí las siete trompetas son el preámbulo del anuncio de lo
que acontecería. En vez de decir: «Esto va a acontecer; va a suceder
aquello», las imágenes muestran el hecho en sí. Pero, ¿por qué una
trompeta precede a estos mensajes? Veamos cómo Juan describió los
mismos:

“El primer ángel tocó la trompeta, y hubo granizo y fuego


mezclados con sangre, que fueron lanzados sobre la tierra; y la
tercera parte de los árboles se quemó, y se quemó toda la hierba
verde” (Apocalipsis 8:7).

Luego, la segunda trompeta tenía otro mensaje (v.8), la tercera también


(v. 10), la cuarta (v. 12), y así sucesivamente. Cada trompeta emitía un
sonido, y estoy seguro que cada sonido era diferente, anunciaba un
mensaje distinto, una época, un tiempo en el futuro. Eran visiones, pero
después se dejaba oír el sonido de trompeta. Veamos que mostró la última
trompeta:

“El séptimo ángel tocó la trompeta, y hubo grandes voces en el


cielo, que decían: Los reinos del mundo han venido a ser de
nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los
siglos” (Apocalipsis 11: 15).
¡Qué mensaje poderoso! La séptima trompeta anunciaba que los reinos
del mundo pasaron a ser de Dios y de su Cristo. Por tanto, la trompeta en
la Biblia nos habla de mensajeros y de mensajes; nos hablan de sonidos y
alarmas; nos hablan de señales y anuncios, de acontecimientos futuros. El
apóstol Pablo escribió: “Porque el Señor mismo con voz de mando, con
voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los
muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos,
los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en
las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el
Señor” (1 Tesalonicenses 4:16–17). Me gusta cuando dice que el mismo
Señor será el que tocará la trompeta. Él no dará ese trabajo a ningún
ángel, sino que la tocará Él mismo. La Biblia usa más de una vez esa
expresión y por algo lo dice. Por eso, Jesús dijo: “No se turbe vuestro
corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre
muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a
preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré
otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros
también estéis” (Juan 14:1-3). Él se tomará a sí mismo, para que no haya
dudas, y donde Él esté, nosotros también estemos.
Lucas registró en el libro de los Hechos que cuando Jesús ascendía al
cielo se fue bendiciendo a la iglesia, por eso la iglesia es bendita (Hechos
1). Siendo arrebatado al cielo y ascendiendo bendecía a la iglesia,
mientras los discípulos lo veían ascender hasta que una nube lo ocultó de
sus ojos, entonces, aparecieron dos ángeles que le dijeron: “Varones
galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido
tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo”
(Hechos 1:11). Nota la expresión, el énfasis en “ese mismo Jesús” a quien
vieron ascender, así mismo regresará.
Ahora, ¿por qué Jesús tocará esa trompeta? La iglesia ha estado dos mil
años esperando al Señor Jesús y los muertos en Cristo han estado
esperando la resurrección por milenios. Por lo cual, entiendo que nuestro
Señor Jesús diga: «Ese gusto me lo tengo que dar, de tocar esa trompeta
con el sonido que solamente puedo yo emitir». Y cuando el Padre le diga
al Hijo: « ¡Levántate, mi Hijo, llegó la hora de descender, de arrebatar a
la iglesia para que more contigo y tu reino sea establecido eternamente en
la tierra!». Entonces, Jesús dirá: «Pásenme la trompeta, denme ese gusto
a mí, de tocarla, para avisarle a mi amada de mi llegada». Posiblemente,
solo Jesús sabe emitir ese sonido, ¿sabes por qué? Porque la resurrección
de los muertos está en Su poder, y los muertos en Cristo resucitarán
primero, porque oirán la voz del Hijo del hombre y se levantarán, dice la
Palabra.
También en la primera epístola a los Corintios dice que: “… en un
momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se
tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y
nosotros seremos transformados” (1Corintios 15:52). Cuando yo paso por
los cementerios y miro las tumbas, digo: «Dios mío, ¡cuántas personas
hay enterradas ahí!, ¿escucharán todas el sonido de la final trompeta?,
¿Quiénes de ellas lo oirán?» Siento esa curiosidad, pues, así como solo
Jesús la sabe tocar, únicamente los que son de Cristo la van a escuchar.
Ahora, si nunca antes se ha escuchado ese sonido ¿cómo se podrá
distinguir, cómo se podrá obedecer a ese llamado? Bueno, los que
conocen el mensaje, los que creyeron y esperaron por Él, lo van a
distinguir, pero los demás ni cuenta se darán que sonó la trompeta, y se
quedarán anonadados al ver las tumbas vacías y los lugares desolados de
aquellos que fueron arrebatados.
El mismo Señor tocará la trompeta con el sonido que no se parece a
ningún otro, porque es el sonido de resurrección, sonido de realización,
sonido de cumplimiento de Dios, sonido de la esperanza que no
avergüenza, sonido del día de la manifestación de los hijos de Dios. Es el
sonido de liberación de toda la naturaleza que, sometida a vanidad por
causa del pecado de Adán, se va a regocijar viendo a Dios
recompensando a los que en Él han creído. ¡Sonido de trompeta que
anuncia vida! Sonido que confirma que la muerte fue vencida en la cruz,
y que aquellos que creyeron en Él y murieron en Él, ahora resucitarán.
El profeta Ezequiel dijo: “Vino a mí palabra de Jehová, diciendo: Hijo
de hombre, habla a los hijos de tu pueblo, y diles: Cuando trajere yo
espada sobre la tierra, y el pueblo de la tierra tomare un hombre de su
territorio y lo pusiere por atalaya, y él viere venir la espada sobre la tierra,
y tocare trompeta y avisare al pueblo, cualquiera que oyere el sonido de
la trompeta y no se apercibiere, y viniendo la espada lo hiriere, su sangre
será sobre su cabeza. El sonido de la trompeta oyó, y no se apercibió; su
sangre será sobre él; mas el que se apercibiere librará su vida” (Ezequiel
33:1-5). O sea, el que oye la alarma de guerra y no se apercibe para tomar
medida, y muere, es responsable de su propia muerte, por negligente. Esta
persona murió porque no respondió al sonido de la alarma, sino que hizo
caso omiso a ese sonido, lo ignoró y pagó con su vida su descuido.
También dijo Ezequiel:

“Pero si el atalaya viere venir la espada y no tocare la


trompeta, y el pueblo no se apercibiere, y viniendo la espada,
hiriere de él a alguno, éste fue tomado por causa de su pecado,
pero demandaré su sangre de mano del atalaya. A ti, pues, hijo de
hombre, te he puesto por atalaya a la casa de Israel, y oirás la
palabra de mi boca, y los amonestarás de mi parte. Cuando yo
dijere al impío: Impío, de cierto morirás; si tú no hablares para
que se guarde el impío de su camino, el impío morirá por su
pecado, pero su sangre yo la demandaré de tu mano. Y si tú
avisares al impío de su camino para que se aparte de él, y él no se
apartare de su camino, él morirá por su pecado, pero tú libraste
tu vida” (Ezequiel 33: 6-9).

Aquí está clara la enseñanza, y la aplicación para nosotros. Todo


atalaya tenía una trompeta en la mano, para advertir al pueblo cuando se
aproximaba el enemigo y así pudieran salvar sus vidas. De la misma
manera, llama Dios a su mensajero y le dice: «Si tú vieres la espada, o
sea, el ejército enemigo que viene, y tocas la trompeta, todos los que
escuchen el sonido y no se apercibieren para la batalla, y perecieren, son
responsables de sus propias muertes; pero si tú, viendo al invasor que
viene, no tocas la trompeta, la sangre de todos los que murieren caerá
sobre ti». A eso se refiere el apóstol Pablo cuando dice: “Y si la trompeta
diere sonido incierto, ¿quién se preparará para la batalla?” (1 Corintios
14:8).
Leyendo el pasaje, en el libro de Lamentaciones, donde el profeta se
lamentaba de la tragedia y destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor,
me sacudió la manera como Jeremías describía todos aquellos hechos. Él
relató: “Mis ojos desfallecieron de lágrimas, se conmovieron mis
entrañas, Mi hígado se derramó por tierra a causa del quebrantamiento de
la hija de mi pueblo, Cuando desfallecía el niño y el que mamaba, en las
plazas de la ciudad” (Lamentaciones 2:11). Él veía niños abandonados
por sus madres en la confusión y la huida de la gente, aterrados en el
desconcierto de la guerra, huyendo de los enemigos que invadían cada
lugar, apoderándose de cada rincón, entre tanto mataban hombres,
mujeres y niños, abrían vientres de mujeres embarazadas, violaban niñas,
mataban jóvenes y asesinaban bebés.
Dura era aquella visión que destruía la confianza de un pueblo que se
había ensoberbecido, por sentirse protegido detrás de sus fortalezas y el
muro de sus palacios. Pero, tanto el muro y el antemuro cayeron, mientras
los hijos decían a sus madres: “¿Dónde está el trigo y el vino?”, para
luego desfallecer y agonizar en sus regazos (Lamentaciones 2:12). Oh, el
profeta se estremecía y clamaba: “¿Qué testigo te traeré, o a quién te haré
semejante, hija de Jerusalén? ¿A quién te compararé para consolarte, oh
virgen hija de Sion? Porque grande como el mar es tu quebrantamiento;
¿quién te sanará?” (v. 13). Sí, se oyó el llanto y el grito desesperado de un
pueblo que no creyó al anuncio, que no se quebrantó en el día de la
humillación, ni se convirtió de sus malos caminos, cuando fue
amonestado con voz como de trompeta, por su rebelión y su pecado.
Entonces, su tierra fue teñida con sangre y la voz de júbilo fue acallada
por los gritos exasperados, por el llanto grande, los alaridos y el clamor
espeluznante de un pueblo que, abandonado por su Dios, había sido
entregado a sus enemigos.
¿No era aquella la ciudad del gran Rey, donde, para siempre, Dios
había dicho que había puesto su nombre, sus ojos, y su corazón (2
Crónicas 7:16)? Eso no correspondía a las promesas fieles ni mucho
menos al pacto de las misericordias firmes a David. Todo estaba confuso,
equívoco… Por eso al profeta le dolían las entrañas cuando mirando el
futuro que le esperaba a esos que hoy reían, pero que mañana llorarían y
con llanto amargo. Así también transmitió Jeremías el mensaje: con
énfasis, con ruegos y suplicas, con advertencia, dando el sonido cierto
que venía el invasor, que el peligro era inminente, y que el invasor iba a
llegar para hacerles grandes violencias, mas nadie escuchó. El pueblo
había escuchado a otra voz. Por eso, él les dijo:

“TUS PROFETAS VIERON PARA TI VANIDAD Y


LOCURA; Y NO DESCUBRIERON TU PECADO PARA
IMPEDIR TU CAUTIVERIO, SINO QUE TE PREDICARON
VANAS PROFECÍAS Y EXTRAVÍOS” (Lamentaciones 2:14).

¿Quiénes son los culpables?, ¿los enemigos? ¡Nooo! los profetas


fueron los responsables de aquella barbarie, porque no les revelaron sus
pecados de manera que pudieran convertirse, y Dios perdonarle e impedir
el cautiverio. Sus profetas vieron para ellos vanidad y locura: paz en vez
de guerra; vida en lugar de muerte; prosperidad en lugar de destrucción;
riquezas en lugar de ruinas; seguridad y no desamparo; gozo en vez de
lloro; libertad en lugar de cautiverio y júbilo en lugar de aquella
tribulación tan grande…
¿Sabes por qué esos profetas no dieron un sonido cierto? Porque
querían tener a la gente contenta; no querían ser portadores de malas
noticias. Ellos prefirieron agradar los oídos de la gente, para ser
aceptados. Si aplicamos eso a nuestro tiempo, ellos buscaban que se diga:
«¡Mi hermano, qué mensaje! Adoro tus prédicas, me levantan el ánimo,
son tan positivas… ». Y yo digo, si Dios me envía mensaje de
consolación y de consuelo, dámelo, pero si la alarma es de guerra, ¿cómo
te atreves a tocar una flauta con un cántico alegre, diciendo que no pasa
nada, en lugar de una advertencia?, ¿no ves que en ello se juega mi alma,
que está en riesgo mi vida?
La Biblia me enseña que cada mensajero tenía un mensaje. Todo
hombre, si verdaderamente fue llamado por Dios, tiene un mensaje en su
boca para su pueblo. Jehová nunca mandó un mensajero sin mensaje.
Cuando Jeremías era un niño, le dijo: “¡Ah! ¡Ah, Señor Jehová! He aquí,
no sé hablar, porque soy niño” (Jeremías 1:6), y ¿qué le respondió el
Señor? “No digas: Soy un niño; porque a todo lo que te envíe irás tú, y
dirás todo lo que te mande” (v. 7); y más adelante podemos leer que
Jehová extendió su mano y tocó su boca, y le dijo: “He aquí he puesto
mis palabras en tu boca” (v. 9). Mi hermano, ¡son las palabras de Jehová
y no las nuestras! Si decimos otro mensaje o uno propio, entonces ya no
somos sus mensajeros, ni comisionados, ni delegados, ni portavoces, ni
representantes de Dios. Por tanto, si andas en tus propios caminos, no
digas que fuiste enviado ni empieces el discursillo con tu muletilla: «así
te dice Jehová el Señor», no lo digas, por favor, ten temor en tu corazón.
Moisés fue una trompeta para Israel, cuyo sonido era enseñar al pueblo
la ley de Jehová; el sonido de Jeremías fue anunciar la proximidad de un
cautiverio y el consecuente castigo para la casa de David, por los pecados
de Manasés. No creo que Jeremías quiso tocar esa trompeta. Isaías, por su
parte, anunció el final de los impíos y la restauración final del pueblo de
Dios, y desde el capítulo 40 al 66 de su libro, todo lo que nos habla es de
restauración: “quítate el llanto”, “quítate el cilicio”, “vístete de gozo”,
¿quién no da un mensaje así? Esa trompeta cualquiera desearía tocarla.
¿Y la trompeta del evangelio? Es un trompetazo de buenas noticias,
¿quién no quiere tocarla? Es casi imposible callar una buena noticia. Si
usted no quiere que una buena noticia se sepa, no la diga, pues aun los
grandes, con una buena noticia, se ponen como niños, y les es casi
imposible ocultar en sus caras la alegría.
La reacción de la gente al mensaje no es un problema del
mensajero, sino tocar el sonido que Dios le dio. No siempre, la gente
reacciona a los sonidos de la trompeta como se espera. Hasta el mismo
Jesús dijo: “¿a qué compararé esta generación? Es semejante a los
muchachos que se sientan en las plazas, y dan voces a sus compañeros,
diciendo: Os tocamos flauta, y no bailasteis; os endechamos, y no
lamentasteis. Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: Demonio
tiene. Vino el Hijo del Hombre, que come y bebe, y dicen: He aquí un
hombre comilón, y bebedor de vino, amigo de publicanos y de
pecadores” (Mateo 11:16-19). ¡Madre mía!, les tocan la flauta y no
bailan, les ponen una endecha y no lloran, ¡esta gente no reacciona a
nada! Y esa es la preocupación de muchos mensajeros, la tensión para
que la gente los escuchen, los sigan, los oigan, los inviten de nuevo.
¿Quién no quiere ser conocido y aclamado? El asunto es que si somos
instrumentos, lo primero es la responsabilidad que tenemos delante de
Dios.
El sonido de cada trompeta lo da Dios, por lo que no importa el sonido
que sea, si el sonido viene de Él. Entiendo que hay sonidos que no son
agradables darlos. Jeremías dijo, en cierta ocasión: “No me acordaré más
de él, ni hablaré más en su nombre” (Jeremías 20:9). En otras palabras,
era tan desagradable dar ese sonido que no quería hablar más de él, ni
mencionar el mensaje; prefería renunciar a él, pero entonces también dijo
que tenía dentro de su corazón como un fuego ardiente, tan fuerte que lo
sentía dentro de sus huesos, y que trataba de sufrirlo, pero no podía (v. 9).
Por eso, tuvo que clamar: “Me sedujiste, oh Jehová, y fui seducido; más
fuerte fuiste que yo, y me venciste; cada día he sido escarnecido, cada
cual se burla de mí” (v. 7). Para el profeta fue más fuerte el amor a Dios y
el llamamiento que su condición. Eso es un hombre llamado por Dios.
Pablo dijo que si buscara agradar a los hombres, él no sería siervo del
Señor Jesucristo (Gálatas 1:10). Jesús también dijo que no se puede servir
a dos señores a la vez, y eso es algo que no me importa repetirlo muchas
veces, porque es necesario entender el verdadero sentido de esta
aseveración. Por ejemplo, el damasceno Eliezer era siervo de Abraham,
por lo que el vecino no podía venir y decirle: « Eliezer, mañana te quiero
en mi hacienda a primera hora, pues necesito que me hagas ciertos
trabajos, y me sirvas a mí esta semana y la próxima». ¿Por qué? Porque
no tiene ese derecho, y el mismo Eliezer le contestaría: «No puedo, yo
soy siervo de Abraham, y solo a él le sirvo. Yo le pertenezco a él, así que
no puedo ni debo comprometerme con usted, en ningún servicio».
Pensemos en Giezi que le servía a Eliseo, en Abdías que le servía a Acab,
ellos eran siervos de tiempo completo. Y ahora yo te pregunto: ¿siervo de
quién eres tú?, ¿siervo de la gente, siervo de la persona encargada de la
tesorería de la iglesia y que te paga el salario?, ¿eres llamado o eres
empleado?, ¿te llamó Dios a hacer lo que haces?, ¿quién te puso la
trompeta en la boca y te dio la distinción de sonido, ya sea una alarma
para correr o una trompeta de plata para convocar, o un sonido agradable
para el holocausto?
Si hay un tiempo en la iglesia donde debe haber distinción de voces, es
en este, donde abunda mucha confusión, y ¡cuántas voces se oyen!
Personalmente, viví una experiencia similar a la de Jeremías, cuando
Dios nos dio un avivamiento en la ciudad de Nueva York, en los años
noventa. Los pastores de la ciudad se unieron con la visión de proclamar
el mensaje del Reino, a través de una emisora de radio en la amplitud
modulada, y Dios se derramó. Vivimos momentos gloriosos, donde la
presencia de nuestro Señor se podía, literalmente palpar. Ese tiempo se
manifestó más vívidamente desde 1995 hasta el 1998, más o menos,
donde la unción era residente en esa emisora. Recuerdo que la gente solo
de entrar al vestíbulo se quebrantaba, y se tiraban a orar de rodillas,
también en la sala de la emisora se postraban a orar y a alabar al Señor.
Allí había un ambiente de cielo. Todo el que entraba a la cabina, no
importa quién fuese, Dios lo usaba, y el Espíritu Santo iba salvando,
libertando, sanando y restaurando. No daban abasto los hermanos que
respondían los teléfonos, pues eran miles las llamadas de la gente, las
conversiones en masa, y los constantes testimonios desde donde llegaban
esas ondas hertzianas. Fue algo poderosísimo.
Mas, como “antes de la honra es el abatimiento” (Proverbios 18:12), el
Señor empezó a inspirar mensajes directamente al corazón. Mensajes de
quebrantamiento para andar en integridad; amonestaciones de ser
sinceros delante de su presencia; de la importancia del quebrantamiento
como instrumento divino, para preparar el corazón de los creyentes para
la gloria que venía. Esa era la trompeta que Dios quería que se sonara,
para preparar el camino para un sonido mejor, pero vinieron unos cuantos
mensajeros con otra melodía, y desviaban el propósito divino cuando les
tocaba su programación. Ellos exclamaban: « ¡Qué tanto lloro y lamento!
El Señor no nos llamó a nosotros a este lloriqueo, sino a mostrar el gozo
del evangelio. ¡Gocémonos hermanos que Dios nos salvó y estamos en
victoria!». Entonces, ponían música rítmica, daban saludos de
cumpleaños, se lisonjean unos a otros, detallaban sus itinerarios y
actividades de las iglesias, etc., convirtiendo aquello en un desastre…
¡Qué dolor mi hermano cuando al que le dan la vara de la autoridad no la
sabe usar! Pudo más la agitación y la presión de algunos líderes, que la
obediencia a lo que Dios estaba diciendo y haciendo. Mis huesos se
consumían al ver como hollaban aquel lugar que Dios había convertido
en un santuario.
En una ocasión no me pude contener, y le dije al que presidía: « ¡Ay de
ti si apagas el fuego que Jehová encendió!, pues no se podrá encender
más esta hoguera, y tú también vivirás las consecuencias». Y así fue,
tristemente, cuando todo pasó, quedó el lugar desierto y él nunca más ha
sido el mismo, ni lo será, porque se dejó presionar y escuchó aquellas
voces. Tiempo después, cuando ya se había apagado el fuego, de aquel
avivamiento, en el año 2001, vino alguien y convocó a los pastores de la
ciudad en un lugar bien grande, porque según él, iba a traer el arca de
Jehová (incluso preparó un arca y todo), ya que tenía la seguridad que la
gloria que veríamos sería mayor que la primera.
Hasta ese momento, meditaba esas cosas en mi corazón, pero como
profeta tuve que decirles: «Hagan lo que sea, pero esto no vuelve a
renacer hasta que el corazón no cambie. Dios tocó una trompeta y ese
sonido no se escuchó, aún más, lo silenciaron. Dudo que mi Dios cambie
de trompeta». Sin embargo, como Jeremías, no rehusé, sino que asistí,
aunque me negué a tomar alguna parte, como ellos querían, pero les dije:
«Mis hermanos, yo vine porque, como Jeremías, me toca estar con el
pueblo de Dios en toda situación, pero el Señor me dijo que me calle la
boca, porque esto no fue lo que Él mandó a hacer, sino que nos
humillemos y pidamos perdón por lo que hicimos, y eso no es lo que se
ha hecho. A Dios se le calló la voz cuando estaba preparando el corazón
de su pueblo, mediante el llanto y el quebrantamiento, y ustedes
comenzaron a levantar otras voces para quedar bien con la gente, dando
un sonido incierto». No obstante, la actividad se inició a las doce de la
noche, en aquel lugar donde había como tres mil personas.
La actividad se inició y pasaron toda la madrugada orando, todo el día
cantando, alabando, pero aquello parecía el monte de Gilboa (2 Samuel
1:21), no había nada, ahí todo era árido. A las once de la noche del día
siguiente -veintitrés horas después- a una hermana que Dios usa en la
adoración, la pusieron a cantar, pero ella se humilló y tirada de rodillas,
gimiendo, comenzó a adorar al Señor, y entonces la gloria de Dios
invadió todo aquel lugar. Yo mismo dije: «Dios mío, esto es gracia y
misericordia tuyas», y me tiré también como todos los demás, de rodillas,
a alabar al Señor. En esa hora undécima, faltando sesenta minutos para
que terminase la actividad de veinticuatro horas, porque había que
desocupar el lugar, ya que era rentado, cuando estaban todos en el piso,
humillados, alguien vino y se levantó, y dijo: «Hermanos, en el nombre
de Jesús, el Espíritu me dice que nos levantemos todos con gozo». Esto
ocasionó una confusión grandísima en el pueblo, pues todo el mundo se
levantó en medio de un gran alboroto y se desvaneció el momento
glorioso. Este siervo hizo esto porque estaba anunciando que el arca que
habían construido (tipo de la “gloria”) estaba entrando en ese momento.
¡Qué tristeza! Después de veintitrés horas orando, y cuando llega el
instante del toque de su presencia, de estar callados bajo la sombra de sus
alas, y el peso solemne de Su santidad, viene alguien y descorre
bruscamente la cortina. ¡Oh, qué falta de sensibilidad! Pasa a veces en las
iglesias, donde estamos adorando en un silbo apacible, en silencio ante su
presencia, abruptamente alguien grita: « ¡Ay Santo, ay Señor!» o habla
unas lenguas raras en alta voz, o se levantan y caminan, hablan, dan
aplausos fuera de lugar, ¿qué es eso, Padre mío? ¡Qué violación a la
sublimidad que hay en Dios! Todo tiene su tiempo y todo tiene su hora,
dijo el Predicador (Eclesiastés 3:1). Los que son del Espíritu conocen el
momento, y saben comportarse y qué sonido deben emitir y también
cuándo deben callar.
El propósito de esa actividad era tocar una trompeta diferente a la que
Dios había tocado hasta ese momento, y cuando Dios en su misericordia,
les dio el único momento de gloria en todo ese día, también se lo dañaron
emitiendo un sonido que estaba en desarmonía con el concierto del
Espíritu. Espero que con ese ejemplo hayas entendido lo que es un sonido
incierto. Ahora quiero que en el libro de Jeremías veas un retrato de
nosotros, los mensajeros de Dios hoy día, para que el Señor te abra el
entendimiento y sepas, por qué estoy compartiendo este mensaje contigo:

“¡Ay de los pastores que destruyen y dispersan las ovejas de mi


rebaño! dice Jehová. 2 Por tanto, así ha dicho Jehová Dios de
Israel a los pastores que apacientan mi pueblo: Vosotros
dispersasteis mis ovejas, y las espantasteis, y no las habéis
cuidado. He aquí que yo castigo la maldad de vuestras obras, dice
Jehová. 3 Y yo mismo recogeré el remanente de mis ovejas de
todas las tierras adonde las eché, y las haré volver a sus
moradas; y crecerán y se multiplicarán. 4 Y pondré sobre ellas
pastores que las apacienten; y no temerán más, ni se
amedrentarán, ni serán menoscabadas, dice Jehová. (…) 9 A
causa de los profetas mi corazón está quebrantado dentro de mí,
todos mis huesos tiemblan; estoy como un ebrio, y como hombre a
quien dominó el vino, delante de Jehová, y delante de sus santas
palabras. 10 Porque la tierra está llena de adúlteros; a causa de
la maldición la tierra está desierta; los pastizales del desierto se
secaron; la carrera de ellos fue mala, y su valentía no es recta”
(Jeremías 23:1-4, 9-10).

La porción bíblica habla de los pastores y a los pastores. En la


tipología, las ovejas representan al pueblo, y los pastos a la Palabra, al
mensaje de Dios. Los pastores que no guían al redil a fuentes de agua, y a
pastizales que las alimenten, sino que las dispersan, las amedrentan y las
menoscaban, la Palabra los acusa de maldad. Entonces, vemos a Jeremías
consumido en un gran dolor por causa de los profetas. Así deberíamos
estar nosotros hoy, como él. Si tú eres un hombre de Dios, si tú le amas y
tienes el celo de Finees (Números 25:11), debes estar ahora mismo
quebrantado delante de Su presencia. Lo digo porque a mí me duelen las
entrañas de ver a los profetas que hablan de parte de Dios, viendo el
peligro que se aproxima, hablando de gozo y celebración.
Jeremías les dijo a los profetas: “¿quién estuvo en el secreto de Jehová,
y vio, y oyó su palabra? ¿Quién estuvo atento a su palabra, y la oyó?”
(Jeremías 23:18), porque quien está en el secreto de Dios, no da otro
mensaje ni toca otro sonido que no sea el que Dios le dio. Pero, como
quieren agradar los oídos de la gente, y no le advierten del peligro al
pueblo, y eso duele en el corazón, y lastima las fibras del alma.
Cuando el profeta es de Dios y ve la condición de la iglesia, se
quebranta, se tira a los pies del Señor y en su espíritu siente el anhelo de
querer vivirlo. Entonces, cree que como él, los demás temen a Dios, y
escucharán y recibirán el mensaje de la misma manera, compungidos y
arrepentidos, ansiosos por obedecer y cumplir la voluntad de Dios, pero
no sucede así. Por el contrario, muchos reaccionan al mensaje de
exhortación y amonestación, y dicen como le dijeron los atenienses a
Pablo, mientras otros se burlaban: “Ya te oiremos acerca de esto otra vez”
(Hechos 17:32), y la ocasión nunca llega.
En ocasiones que he ido a las naciones, he escuchado de predicadores
que cobran a cada persona doscientos dólares, por seminario, en adición
de la obligación de también adquirir sus libros. Igualmente, exigen
pasajes de avión en primera clase y hospedaje en hoteles de cinco
estrellas, argumentando que ellos son los mensajeros del Señor. Otros
llegan más lejos, y negocian con el pastor del lugar: «Dame una ofrenda
de tres mil o cuatro mil dólares o lo que se recojas de ofrenda en la iglesia
ese día es para mí, escoge». Y si la opción es la última, el mensaje se
convierte en un “retorcerle el brazo” por una hora a la iglesia, para
llevarse todas las carteras. Pero cuando llega el próximo congreso, ahí
están todas las multitudes detrás de ellos, y me pregunto ¿por qué?, ¿cuál
en la causa por la que ellos siguen a esos trasquiladores? La multitud
prefiere escuchar esos mensajes de prosperidad, de promesas de que Dios
la hará la iglesia más grande de la ciudad, y de pensamientos positivos,
llenando de fantasías, sueños y delirios a las ovejas. Entonces, salen del
lugar diciendo: «¡Ahora sí que Dios me habló! ¡Tremenda ministración!»
Pero yo debo despertarte, y decirte: «¡Te engañaron, mi hermano!, porque
en tu vida no va a pasar nada que Dios no quiera. La fe se somete a Dios,
pero Dios no se somete a tu fe. A Dios no lo manipulas con lo que tú
quieres ver en tu vida y en tu ministerio. Tú fuiste llamado a ser algo que
Dios ya determinó, que ya hizo (Efesios 2:10), y Dios no va a cambiar
por nada que tú digas, hagas y creas. Él es soberano, y su soberanía no se
mueve por caprichos, sino por propósitos.
Todas esas cosas son ministraciones mentirosas, para que tú caigas,
como dice Jeremías, como un borracho, ebrio de fantasías ministeriales,
para luego vaciarte el bolsillo. Perdóname que lo diga de esta manera,
pero lo he visto con mis ojos y me lastima el alma, por lo que prefiero
que tú deseches este mensaje, antes de engañarte. Yo tengo un
compromiso con Dios, y voy a sonar bien el sonido de mi trompeta,
porque un día daré cuenta al que me llamó, y quiero ser aprobado: “… no
sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser
eliminado” (1 Corintios 9:27). Yo quiero cumplir mi ministerio, y ver una
sonrisa a mi Señor aquel día diciendo: “Bien, buen siervo y fiel; sobre
poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor”
(Mateo 25:21). Eso es lo quiero, agradar a mi Señor, y no engañar a mis
hermanos.
A veces duramos horas y horas en la presencia, para saber qué es lo
que quiere Dios que prediquemos. Con casi cuatro décadas en el
ministerio, son muchos los mensajes que hemos predicado, con
tremendas revelaciones que cualquiera que las escucha puede decir:
¡Bendito sea Dios! ¡Cuánto tiene este hombre del Señor!». Pero ¡ay de mí
si predico para ser admirado, pobrecito de mí! Prefiero darte este mensaje
que no tiene nada de agradable, pero te suena la alarma del espíritu y te
hace recordar el compromiso que tú tienes con el Dios de tu llamamiento,
Aquel que se te apareció camino a “Damasco”, y en tu confusión le
preguntaste: « ¿Quién eres?», y Él te dijo: «Yo soy Jesús, a quién tú
persigues, a quién tú rechazas, a quien tú ignoras. Aquél a quien dijiste: «
¿Qué tú quieres que yo haga?», y Él te dijo para qué te llamó, y te dio
dones y te capacitó para su obra». ¿Que esa obra no era la que tú querías
hacer? Puede ser, pero es con la que serás eficaz, serás efectivo. No será
como el ministerio de fulano de tal, que tiene la iglesia más grande de la
ciudad, eso es un asunto de él con Dios, lo que te debe importar es lo tuyo
con el Señor de tu llamamiento.
Entonces, ¿qué vas a hacer?, ¿vas predicar el mensaje que leíste en el
libro aquel que compraste últimamente en la librería o el mensaje que
Dios te dio para dar a la iglesia?, ¿vas a dar un mensaje prestado o el
mensaje que Dios te dio a ti? Cada atalaya es una trompeta, ¿qué sonido
estamos dando? Perdóname, pero Dios prefiere que cuando acabes de leer
este libro te quedes atolondrado, aturdido, quebrantado, pero con un
sentido claro de responsabilidad para con Dios, y no que sigas lleno de
fantasías, soñando con ser más grande de lo que serás. Mi hermano, Dios
hace más con su propósito, que lo que tú haces con tus sueños. El
propósito de Dios es más grande que tus fantasías ministeriales. Juan el
bautista no hizo un solo milagro y fue el más grande de los profetas
(Lucas 7:28). La grandeza de un ministerio no se mide con los números y
estadísticas o el éxito visible, sino cuánta gloria y honra ese ministerio
añade al nombre de Cristo; cuánta honra añade a Dios y a Su propósito.
Eso es lo que mide un ministerio, y no los logros humanos.
Una vez, me quebranté y me conmoví tanto, en un momento de
intimidad con mi Señor, cuando el Espíritu de Dios me dijo en medio de
una visión: «Mira hijo, muchos hombres de este siglo que vendrán a mi
presencia a dar cuenta de la mayordomía» y vi a magnates de la iglesia,
esos que tienen grandes ministerios, venir a la presencia del Señor, y el
Señor decirles: «Lo que te mandé a hacer, no hiciste, y lo que no te
mandé fue lo que hiciste.
Quiero decirte que yo no necesito tu ayuda, tú fuiste llamado a hacer lo
que yo te mandé, porque tú eras siervo mío, y no yo el siervo tuyo. Así
que siervo malvado ¡sal de mi presencia, vete de aquí!» ¡Qué dolor
hermano, qué frustración!, pues no es hacer mucho, sino hacer lo que
Dios mandó a hacer. Ese es un siervo fiel, el que hace lo que Dios le
mandó y cuida lo que Dios le puso en las manos.
La porción bíblica definió como maldad el no hacer lo que Dios ha
encomendado a hacer. También Jeremías habló del pecado de los profetas
en cuanto a su ministerio profético. Él dijo: “En los profetas de Samaria
he visto desatinos; profetizaban en nombre de Baal, e hicieron errar a mi
pueblo de Israel” (Jeremías 23:13). Estos profetas, hicieron errar al
pueblo por su desatino, y este punto es muy importante, por lo cual lo
debemos destacar. En mi pueblo dicen, cuando una persona se comporta
de manera errática: “ese tipo no tiene tino”, implicando que no tiene
juicio, cordura, que anda en desatino, fuera de la realidad, está loco. Pero
en Dios también hay una realidad, y andar fuera de ella es una locura.
Jehová se lamentó por la vanidad y locura que esa gente le habían
predicado a su pueblo, haciéndolos errar, conduciéndolos por un camino
de extravío. ¿Por qué lo hicieron? Por querer agradar a los oídos, para que
ellos se sientan bien “con nosotros”, y ese impulso lo sufrimos todos,
como mensajeros de Dios.
¿Cuál es la tónica de este tiempo? La prosperidad, las “megas” iglesias,
de manera que las voces que se levantan hacen sentir acomplejados a los
que tienen iglesias pequeñas. Entonces, los siervos se dicen: « ¿Qué hago
yo aquí? Me dicen que si la congregación no crece es porque Dios no está
conmigo». Y nos metemos en una clase de complejos y de situaciones,
hasta que finalmente orquestamos un plan de crecimiento, una estrategia
de mercado, para superar las supuestas limitaciones de –llamémosle ya-
“empresa” cristiana, no iglesia. Pero, la manera de evaluar tu ministerio
(en el aspecto reflexivo), no es comparándote con los demás, sino yendo
al Dios de tu llamamiento y preguntarle si aprueba o no lo que estás
haciendo. Pablo decía: “en la iglesia prefiero hablar cinco palabras con
mi entendimiento, para enseñar también a otros, que diez mil palabras en
lengua desconocida” (1 Corintios 14:19), y yo, parafraseando, digo:
prefiero hablar cinco palabras de Dios, aunque el sonido no sea
agradable, que diez mil fantasías con desatino que hacen errar a la iglesia.
En nuestro ministerio, cuando instruimos a los profetas, siempre les
decimos que distingan entre lo que es Palabra de Dios, y lo que es
bendecir al pueblo. Nosotros fuimos llamados a bendecir al pueblo, y si
quieres bendecir a tu hermano, ve y dile: «Yo te bendigo en el nombre de
Jesús, y pido a Dios que te dé esto, y aquello», abre tu boca y échale
todas las bendiciones que puedas. Cuando mi padre era católico, cuando
iba de viaje, solía decir: «Voy para tal pueblo, échenme todos los santos
atrás», y salía, queriendo decir que se iba de viaje y para que le vaya bien,
no tan solo pedía oración, sino también los santos, por si acaso se
quedaba alguna bendición afuera. En mi caso particular, a mí me gusta
bendecir, porque no tan solo fuimos llamados a bendecir, sino también a
ser bendición. Mas, cuando usted dice: «Así ha dicho Jehová» tenga
cuidado, no use el nombre de Dios en vano (Éxodo 20:7). Hay muchos
que dicen: «Así ha dicho Jehová...», y Dios no ha dicho nada, porque solo
es para que la gente se sienta bien y digan: « ¡ah, me profetizaron!». Y la
gente llora o se goza, y usted contento porque profetizó, pero el asunto es
si verdaderamente habló Dios.
Entiendo que en ocasiones hay un gran sentir de dar bendición, pero no
se tiene seguridad de que Dios esté hablando, bendiga lo que tenga que
bendecir, no hay nado malo en bendecir, pues bendecir es desear de
acuerdo a las promesas. Échele a Dios encima y deje que el Señor lo
arrope, pero no tome el nombre de Dios, si Él no ha hablado, pues la
bendición se puede convertir en maldición. ¡Temamos! Cuando alguien
menciona el nombre de Dios, aunque yo sepa que el profeta es falso, pero
por razón de ese nombre, yo callo, por respeto a mi Señor. También
Pablo dijo: “los profetas hablen dos o tres, y los demás juzguen” (1
Corintios 14:29). Cuidado con el desatino, en este tiempo hay que tener
mucha prudencia, para no caer en lo mismo.
Nota en el siguiente versículo las consecuencias de los desatinos
proféticos: “Y en los profetas de Jerusalén he visto torpezas; cometían
adulterios, y andaban en mentiras, y fortalecían las manos de los malos,
para que ninguno se convirtiese de su maldad; me fueron todos ellos
como Sodoma, y sus moradores como Gomorra” (Jeremías 23: 14).
Primero, andan en torpezas; segundo cometen adulterio (que también
puede ser idolatría); tercero andan en mentiras; y cuarto fortalecen las
manos de los malos, para que ninguno se convierta de su maldad. Eso es
muy común en estos días, decirle a una persona que está bien lo que hace,
de manera que fortalecen “sus manos”, o sea, sus obras, sus malas
acciones; por eso siguen obstinados en sus pecados. Creo que somos
predicadores para que la gente se arrepienta y se convierta de sus malos
caminos.
La Escritura advierte de no recibir prebendas “porque el presente ciega
a los que ven, y pervierte las palabras de los justos” (Éxodo 23:8). Si
alguien te hace un regalo, porque quiere honrarte, acéptalo, y con eso no
estoy contradiciendo el mandamiento, pues Pablo hablaba de aceptar las
ofrendas de los gentiles, de aceptar sus bienes materiales, así como ellos
participaban de los bienes espirituales que se les ministraban (Romanos
15:25-26). Pero el día que Dios te dé un mensaje de amonestación,
también debes darlo a aquel que te haya bendecido, porque quien
gobierna la vida de un profeta –si es de Dios- es Dios y no el vientre
(Filipenses 3:19).
Natán era amigo de David, y no cualquier amigo, era como su padre,
alguien muy íntimo; incluso entre los hijos del profeta había uno que fue
de los treinta valientes del ejército de Israel (2 Samuel 23:36), también
otro fue gobernador, y otro ministro principal y amigo del rey Salomón (1
Reyes 4:5). Es decir que había una relación estrecha entre ellos, no
obstante, cuando David pecó, Natán no titubeó, sino que obedeció a
Jehová y le dijo al rey, luego de haberlo llevado a reconocer lo malo de la
acción: “Tú eres aquel hombre” (2 Samuel 12:7). Más adelante, vemos
que Natán reconocía que David era un hombre que le había caído en
gracia a Dios, y cuando éste le expresó su deseo de construirle casa a
Jehová, él le dijo: “Haz todo lo que está en tu corazón, porque Dios está
contigo” (1 Crónicas 17:2). Sin embargo, en la noche, cuando Jehová le
dijo: “Ve y di a David mi siervo: Así ha dicho Jehová: Tú no me
edificarás casa en que habite” (1 Crónicas 17:3,4), Natán no se puso a
discutir con Jehová ni pensó en cómo vería David esta contradicción, si
afectaría su estrecha relación, o qué pensaría de su credibilidad, de su
reputación, de su prestigio como profeta, ¡no! Él fue y profetizó y dijo
todo lo que tenía que decir de parte de Jehová. Allí habló el profeta, no el
amigo. Por lo cual, entiendo que un hombre de Dios sabe distinguir y
separar la amistad del ministerio que ha recibido del Señor.
Personalmente, y lo digo muchas veces, cuando se trata de Dios y de
Su reino, yo no tengo amigos, ni esposa, ni hijos, ni nada que pueda
impedirme o entrarme en el conflicto de no obedecerle. Yo tengo que ser
fiel a mi Señor, pues el amor de Él es supremo y está por encima de
cualquier relación. Daniel estaba en la corte de Babilonia, cuando
Belsasar lo llamó y le dijo: “Yo, pues, he oído de ti que puedes dar
interpretaciones y resolver dificultades. Si ahora puedes leer esta escritura
y darme su interpretación, serás vestido de púrpura, y un collar de oro
llevarás en tu cuello, y serás el tercer señor en el reino” (Daniel 5:16), a
lo que Daniel respondió: “Tus dones sean para ti, y da tus recompensas a
otros. Leeré la escritura al rey, y le daré la interpretación” (v. 17). Este
hombre tuvo como basura los tesoros del rey, porque no quería nada de
alguien que había blasfemado el nombre de su Dios, tomando los vasos
de Jehová y dándoselos a las prostitutas en su banquete (Daniel 5:22-23).
Asimismo, cuando Saúl se asió de la punta del manto de Samuel (1
Samuel 15:27), fue porque era lo único que pudo alcanzar, ya que el
profeta se negó acompañarle, y luego de decirle lo que tenía que decirle
de parte de Jehová, se marchó (v. 26). Esto lo leemos y parece como una
pequeña diferencia, algo simple, pero si pesáramos la gravedad del
momento y quién se negaba a quién, tembláramos, considerando lo que
era un rey en aquel tiempo. A eso añádele el gran cariño que sentía
Samuel por Saúl, lo duro que fue para él decirle aquellas palabras, pues
vemos como después que Saúl fue desechado, Jehová tuvo que decirle al
profeta: “¿Hasta cuándo llorarás a Saúl, habiéndolo yo desechado para
que no reine sobre Israel?” (1 Samuel 16:1). Y a pesar que Samuel
tampoco estuvo de acuerdo en que haya un rey que no sea Jehová en
Israel, también tuvo que llenar su cuerno de aceite, y trasladarse a Belén,
a la casa de Isaí para ungir uno de sus hijos, de los cuales Jehová se había
provisto de rey. Pienso que por la aflicción que tenía Samuel, y por su
conflicto con la palabra recibida, bien pudo negarse, pero no, este hombre
obedeció aún estando en desacuerdo.
Es importante que un profeta distinga los tres aspectos más importantes
de la profecía, con los cuales está comprometido en la misma magnitud.
Estos son: consolación, edificación y exhortación (1 Corintios 14:3). A
veces somos tan diplomáticos, aunque hay que tener sabiduría, y saber
decir las cosas, ministrando en el espíritu del Nuevo Pacto que es la
misericordia, gracia y restauración, pero diciendo las cosas tales como
son, dependiendo el sonido que Dios dé. No hay necesidad de ofender o
condenar a alguien, porque el mensaje del evangelio no es de
condenación, sino de restauración. El que cierra sus oídos para no
escuchar el consejo de Dios, el Señor deja que anden en sus propios
caminos, hasta que se hastíen de sus propios consejos, dice Proverbios
1:31. Por tanto, no es del mensajero regir lo que el destinatario hará con
el mensaje recibido, sino asegurarse de que éste lo reciba, exactamente,
como el Señor se lo dio.
Dios es verdad, y todo lo que es contrario a su carácter es engaño e
hipocresía. Nota lo que dijo el profeta: “Por tanto, así ha dicho Jehová de
los ejércitos contra aquellos profetas: He aquí que yo les hago comer
ajenjos, y les haré beber agua de hiel; porque de los profetas de Jerusalén
salió la hipocresía sobre toda la tierra” (Jeremías 23: 15). Cuando se está
diciendo algo que Dios no dijo, para que la gente se sienta bien, se está
hablando engaño. Y como las palabras son espíritus, eso sale y cubre la
tierra con hipocresía y engaño. Da tristeza escuchar muchas cosas que se
dicen y se escriben, engañando al pueblo de Dios.
Existe una carencia de mensajeros genuinos, mensajeros íntegros,
fieles, como los del pasado, porque nos hemos conformado a este siglo, y
por ello tenemos que pedir perdón a Dios.
¿Y qué ha de hacer la iglesia ante tanta apostasía y engaño? No
escucharlos, cerrar los oídos, porque de lo contrario nos engordaremos de
vanidad y falsas esperanzas. Jeremías dijo: “No escuchéis las palabras de
los profetas que os profetizan; os alimentan con vanas esperanzas; hablan
visión de su propio corazón, no de la boca de Jehová” (Jeremías 23:16).
Y pregunto, ¿solamente yo escucho los mensajes hoy? ¿No están
cargados los púlpitos de mensajes de vanas esperanzas? Hay un mensaje
que tiene décadas en la iglesia, llamado el mensaje de la prosperidad. Sí,
reconozco que el mensaje de Dios es prosperidad, tanto en el Antiguo
Pacto como en el Nuevo, y en este último se añaden también las
promesas espirituales.
Por ejemplo, en el Antiguo Pacto dice que si tú obedeces y guardas la
ley de Jehová, Él te da largura de días, por lo que no serás cortado a la
mitad de tus años. También dice que ninguna de las enfermedades que
envió a los egipcios sufrirás, porque Jehová será tu sanador. Además te
dará victoria contra los enemigos, y serás cabeza y no cola, ninguna plaga
tocará tu morada, serás bendito en el campo, en la ciudad, bendita la
canasta para amasar, las crías de tus ovejas; todo va a ser bendito en tu
casa, Jehová será contigo. Eso es prosperidad, pero en el Nuevo Pacto se
añade aún más, porque se añaden otras cosas. Dice Juan: “Amado, yo
deseo que tú seas prosperado en todas las cosas, y que tengas salud, así
como prospera tu alma” (3 Juan 1:2). Hay una prosperidad espiritual que
no se compara a la terrenal, promesas gloriosas de bienes venideros que
son más valiosos que los terrenos, pues en el nuevo pacto todo es nuestro,
nosotros de Cristo y Cristo de Dios (1 Corintios 3:23).
Por lo antes dicho, la prosperidad es de Dios, y meditando en eso y en
la manera que el hombre tergiversa las dádivas divinas, un día dije: «
¡Dios mío, qué es esto!», y Él me dijo: «hijo, el error no está tanto en el
mensaje, sino en el espíritu del mensaje que es de avaricia; distínguelo».
Luego, me trajo el siguiente versículo: “Mas tú, oh hombre de Dios, huye
de estas cosas, y sigue la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la
mansedumbre. (…) porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el
cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de
muchos dolores” (1 Timoteo 6:11,10). Cuando Jesús predicaba en contra
de la avaricia, dice que los fariseos se reían de él, pero Jesús dijo: “Mirad,
y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la
abundancia de los bienes que posee” (Lucas 12:15). Abraham era
riquísimo y nunca habló de riquezas, ni tampoco quiso los despojos de la
guerra aunque le pertenecían, sino que dijo: “He alzado mi mano a
Jehová Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra, que desde un
hilo hasta una correa de calzado, nada tomaré de todo lo que es tuyo, para
que no digas: Yo enriquecí a Abram; excepto solamente lo que comieron
los jóvenes, y la parte de los varones que fueron conmigo, Aner, Escol y
Mamre, los cuales tomarán su parte” (Génesis 14:22-24). Él no tomó
nada para sí, aunque por ley militar le correspondía, y en cambio dio los
diezmos de todo a Jehová (v. 20), pues sabía que su bendición venía de lo
alto.
Luego vemos a este hombre, a quien Jehová le había entregado la
tierra, comprando una cueva en su propia tierra, para enterrar a su muerta,
en Macpela, aunque Efrón el dueño de aquella propiedad no solo le
estaba dando la cueva, sino regalándole toda su heredad (Génesis
23:9,11). Abraham bien pudo decir: « Cómo puedo yo, que dejé mi tierra
y mi parentela, para salir de Ur de los caldeos a una tierra que Jehová me
prometió, y un día me dijo: “Alza ahora tus ojos, y mira desde el lugar
donde estás hacia el norte y el sur, y al oriente y al occidente. Porque toda
la tierra que ves, la daré a ti y a tu descendencia para siempre” (Génesis
13:14-15), voy a comprar una cueva para enterrar a mi amada Sara,
siendo yo el dueño de todo esto» Pero no, el reconocía que todavía
Jehová no se la había entregado en sus manos, por lo que optó por
comprar la cueva. No había confusión en su cabeza, sino que por el
contrario, su fe estaba bien clara, puesta en el Señor y no en su
prosperidad.
Cuando Isaac se enriqueció y fue prosperado de tal manera que se
engrandeció, hasta hacerse muy poderoso, (Génesis 26”12,13), se tuvo
que marchar de Gerar porque los filisteos le tuvieron envidia (v. 14). Pero
luego, los reyes y principales de Gerar se fueron tras él a pedirle que sean
amigos y que haga pacto con ellos de no hacerles mal, porque sabían que
él era un bendito de Jehová (v. 29). Por lo cual, concluyo que no es el
lugar que hace a la persona, sino Dios. Si Él está contigo, hace del lugar
inhóspito e infructífero, un sitio de prosperidad y mucha bendición. No
pongamos el corazón en las riquezas. Es mejor tener un buen hogar y
buenos hijos en el temor de Dios, que ser dueño de toda una ciudad. No te
equivoques, hay quienes ven como una carga a la familia, pero la Biblia
dice que herencia de Jehová son los hijos y cosa de estima el fruto del
vientre (Salmos 127:3). Lamentablemente, los verdaderos valores, las
virtudes que hacen a un humano, un ser superior con respecto a las otras
especies, en el modernismo se están perdiendo.
Sabemos que hay comerciantes avaros, pero que un hombre de Dios lo
sea, es una calamidad. El apóstol Pablo le advirtió a Timoteo: “También
debes saber esto: que en los postreros días vendrán tiempos peligrosos.
Porque habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos,
soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos”
(2Timoteo 3:1-2). Pienso que Pablo se refería al mundo, pero es triste
también encontrar en la iglesia a hombres que andan en codicias locas, y
usan a la iglesia para despojarla. Y de eso, hermano mío, todos somos
responsables delante de Dios, cuando su codicia les sea manifiesta a
todos, y no hagamos nada para pararlos. Eso no se detiene con
lamentaciones, sino levantando la voz y confrontándolos con la Palabra
de Dios.
Otra cosa, la Biblia no habla de “sembrar” una ofrenda a Jehová. Decir
que una ofrenda de Jehová es “siembra” es una mentira satánica, porque
todo pertenece a Dios y de lo recibido de sus manos le damos (2
Corintios 9:1-15; 1 Crónicas 29:14). Cuando Pablo habló de sembrar, se
refería a una colecta para los santos. La generosidad a favor de los demás
es siembra, pero nunca lo será la ofrenda para Jehová. Nadie que tema a
Dios le ha dado algo, para que Él le dé más después; eso es un engaño
satánico. De Dios son todas las cosas, el primogénito de las ovejas, las
más gordas, lo mejor y lo primero. Cuando David ofrendó lingotes de oro
y plata y todos esos tesoros que ahora bien pueden ser valorados en
billones y billones de dólares, no lo hizo esperando algo a cambio, sino
porque tenia su “afecto”, su cariño, su satisfacción en dar para la casa de
Dios (1 Crónicas 29:3). A los ojos de David esto no era un gran y costoso
sacrificio, ni mucho menos un gasto oneroso en el que tenía que incurrir,
para recibir un beneficio luego, al contrario, era su delicia. Mira lo que él
expresó:
“Bendito seas tú, oh Jehová, Dios de Israel nuestro padre,
desde el siglo y hasta el siglo. Tuya es, oh Jehová, la
magnificencia y el poder, la gloria, la victoria y el honor; porque
todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas.
Tuyo, oh Jehová, es el reino, y tú eres excelso sobre todos. Las
riquezas y la gloria proceden de ti, y tú dominas sobre todo; en tu
mano está la fuerza y el poder, y en tu mano el hacer grande y el
dar poder a todos. (...) Porque ¿quién soy yo, y quién es mi
pueblo, para que pudiésemos ofrecer voluntariamente cosas
semejantes? Pues todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te
damos. (…) Oh Jehová Dios nuestro, toda esta abundancia que
hemos preparado para edificar casa a tu santo nombre, de tu
mano es, y todo es tuyo. Yo sé, Dios mío, que tú escudriñas los
corazones, y que la rectitud te agrada; por eso yo con rectitud de
mi corazón voluntariamente te he ofrecido todo esto, y ahora he
visto con alegría que tu pueblo, reunido aquí ahora, ha dado para
ti espontáneamente” (1 Crónicas 29:10-12, 14, 16-17 ).

Jehová escudriña los corazones, y para que una ofrenda le agrade, la


misma debe poseer dos atributos: rectitud y voluntad de corazón. Esos
dos elementos están ausentes en la “doctrina de la prosperidad”, pues su
motivación no es recta y nadie da espontáneamente, sino como resultado
de una manipulación. Ellos dicen: «Dale todo, vende tu casa y tráela, para
que Dios te bendiga». Así se llevan la herencia, y despojan a las ovejas, y
nosotros nos quedamos mirando, contemplando con indolencia. Pero no
es tan solo negarse a eso, sino también, donde yo esté, levantar mi voz
aunque no me quieran escuchar, sabiendo que soy responsable delante de
Dios y debo tocar la trompeta. Vamos a ponerle freno a los engañadores
de este siglo, que están despojando a la iglesia, predicándole un falso
mensaje, escondiendo avaricia, para luego llevarse las riquezas y reírse de
ellos. Lo digo porque he visto pastores literalmente pelearse por recoger
la ofrenda del día, y dicen: «Déjamelo a mí que en el evento pasado yo
recolecté treinta mil dólares, y en este te apuesto que te voy a sacar
cuarenta mil, ahora mismo». Solo dije: « ¡Dios mío ten misericordia!,
pero en esto no voy a participar. Prefiero ser impopular, que no me
inviten, que no me quieran en ciertos ambientes, pero me quedo con
Cristo, ¡prefiero a mi Dios!
Lo otro que señaló Jeremías fue: “No escuchéis las palabras de los
profetas que os profetizan; os alimentan con vanas esperanzas; hablan
visión de su propio corazón, no de la boca de Jehová” (Jeremías 23: 16).
Por eso vemos como se levantan y andan ungiendo a mujeres y a hombres
como apóstoles, y “ordeñando” ministros. Sí, y perdona mi lenguaje,
quizás es de mal gusto escucharlo, pero tengo responsabilidad delante de
Dios, y una cosa es ordenar y otra cosa “ordeñar”. Ellos “ordeñan”
porque le exprimen toda la leche a la “vaquita”, pero el que ordena es
porque el Espíritu Santo le ha señalado a aquellos que han de ser
apartados, para la obra a que los ha llamado (Hechos 13:2). Por eso
tiemblo al hablar tan francamente de estas cosas, porque sé que el
mensaje puede ser rechazado o que alguien piense que lo preparé con
intención, pero a mí esto me lo reveló Dios, y por eso tengo el denuedo
de expresarme de esta manera.
Otro de los puntos que señaló el profeta es que: “Dicen atrevidamente a
los que me irritan: Jehová dijo: Paz tendréis; y a cualquiera que anda tras
la obstinación de su corazón, dicen: No vendrá mal sobre vosotros”
(Jeremías 23: 17). Es atrevimiento hablar departe de alguien sin éste
autorizarlo y peor aún, decir todo lo contrario a lo que esa persona
considera y piensa. Es una osadía que estando Jehová enojado, ellos
digan: «No se preocupen, tranquilos, tengan paz, no les vendrá ningún
mal; Dios está con ustedes». A veces queremos ser más misericordiosos
que Dios.
También los profetas profetizan el engaño de su corazón, diciendo:
“Soñé, soñé. ¿Hasta cuándo estará esto en el corazón de los profetas que
profetizan mentira, y que profetizan el engaño de su corazón? ¿No
piensan cómo hacen que mi pueblo se olvide de mi nombre con sus
sueños que cada uno cuenta a su compañero, al modo que sus padres se
olvidaron de mi nombre por Baal?” (Jeremías 23: 25 – 27). A mí me
llama la atención que sus sueños, a pesar de decir cosas dulces y
agradables al oído no acercaban al pueblo a Dios, al contrario, lo
alejaban. Por eso entiendo cuando Pablo le advirtió a Timoteo: “…
vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo
comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias
concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las
fábula” (2 Timoteo 4:3-4). Moisés le dijo a Israel: “Cuando se levantare
en medio de ti profeta, o soñador de sueños, y te anunciare señal o
prodigios, y si se cumpliere la señal o prodigio que él te anunció,
diciendo: Vamos en pos de dioses ajenos, que no conociste, y
sirvámosles; no darás oído a las palabras de tal profeta, ni al tal soñador
de sueños; porque Jehová vuestro Dios os está probando, para saber si
amáis a Jehová vuestro Dios con todo vuestro corazón, y con toda vuestra
alma” (Deuteronomio 13:1-3). De ahí aprendo que un profeta verdadero
es aquel que lleva la gente a Dios.
Sé que abundan muchos, aparentemente, muy “ungidos”, que se cae la
multitud tan solo de escucharlos, que dicen palabras muy lindas y
profetizan cosas específicas y se cumplen, pero eso no te debe
impresionar. El asunto es si el mensaje y el espíritu del mensaje te
conducen a amar, a temer y a obedecer a Dios. Discierne de esta manera:
«Lo que dijo, ¿me está llevando a Dios, a su persona, o a fantasías
ministeriales?». Si con sus sueños hacen que el pueblo se olvide del
Señor, el mensajero no es de Dios, no lo debemos escuchar.
Nota lo que el versículo bíblico revela acerca de lo que hacen estos
profetas, con tal de ser escuchados y oídos: “No envié yo aquellos
profetas, pero ellos corrían; yo no les hablé, mas ellos profetizaban”
(Jeremías 23: 21). Sorprendente, Dios no los envió, pero ellos corren; el
Señor no les habló, pero ellos profetizaban. ¡Qué terrible! Corren a dar el
mensaje, porque quieren predicar; también pelean por el mejor horario en
los medios de comunicación, pero Dios no los envió, tremendo tiempo
perdido. Entonces, el púlpito se corrompe y la predicación pierde la
eficacia, porque no hay fruto. Observa este punto tan importante que
señaló el profeta: “Pero si ellos hubieran estado en mi secreto, habrían
hecho oír mis palabras a mi pueblo, y lo habrían hecho volver de su mal
camino, y de la maldad de sus obras” (Jeremías 23: 22). Es bueno
escuchar palabra de Dios, oír a aquellos de los que el Espíritu nos da
testimonio, pero nada substituye el estar a solas con Dios, en su secreto,
para desarrollar sensibilidad espiritual y saber lo que Él está diciendo, y
poder transmitírselo al pueblo.
Los profetas reciben de Dios -junto al mensaje- una gran carga
espiritual, por lo que en ocasiones se desalientan al no ver los frutos en
quienes escuchan. Recuerdo que en uno de mis viajes a Bonaire, una isla
bendecida por Dios, sufrí un momento de aflicción en mi espíritu.
Estando allá, y viendo que ellos recibieron la palabra con toda solicitud,
no sé por qué me sentía sumamente triste y desalentado. Y lo que me
entristecía era saber que el mensaje que les compartía era tan de Dios, y
sin embargo, cuando lo habíamos predicado en otras asambleas y
naciones del lugar, la gente no lo escuchó de acuerdo a la veracidad del
mismo. Para mí, el mensaje era para que todo el mundo se tirara a los pies
del Señor y diga: «Esto es de Dios, queremos obedecer a esa palabra,
hacer lo que el Señor quiere que hagamos», pero no, esa euforia se ve en
los que prefieren seguir a los que andan en desatino, y les endulzan los
oídos.
Sin embargo, el que es de Dios, la palabra de Dios oye, pues no es de
todos la fe. Luego de una reunión con los pastores y líderes del lugar, se
nos acercó a mí y a mi compañero de milicia, un pastor y su esposa, muy
conmovidos, y nos dijeron: «Gracias amados que como mensajeros de
Dios han venido a nuestra isla, a traer un mensaje del Señor a la iglesia.
Esta mañana, les escuchamos y Dios nos habló de cuidar la casa, su
iglesia, y la obra que el Señor nos encomendó. Mi esposa y yo nos
arrodillamos aquí, en el lugar de adoración y dijimos: «Señor, esta es tu
casa, te la entregamos, enséñanos a cuidarla». Y después que ustedes se
vayan, en los próximos servicios, le vamos a resumir a la congregación el
mensaje, para hacer partícipe a todo el pueblo de los mensajes que Dios
nos trajo a los pastores de esta ciudad a través de ustedes». Mi hermano,
¡qué consolación! Nos fuimos de allí diciendo: «Dios mío, estábamos
desanimados, al ver la actitud de la gente, pero he aquí una pareja de
pastores que no solamente escucharon, sino que le van a enseñar en los
próximos cultos a toda la iglesia lo que Dios les dijo. Perdónanos, porque
nos desalentamos por los que no oyen, y debemos alegrarnos por los que
sí escuchan».
Desde entonces, le ruego al Señor no desanimarme más; quiero salir
del templo como Ana, que al dejar la casa de Dios, comió y no estuvo
más triste (1 Samuel 1:18), porque creyó que Jehová escuchó su oración.
Cuando los setenta vinieron contentos porque los demonios se sometían
en el nombre del Señor, Jesús les dijo: “Pero no os regocijéis de que los
espíritus se os sujetan, sino regocijaos de que vuestros nombres están
escritos en los cielos” (Lucas 10:20). En otras palabras, no se alegren
tanto de la derrota del diablo, sino del triunfo de Dios. No nos
deprimamos por los que no escuchan, sino alegrémonos por aquellos que
oyen y quieren obedecer la Palabra de Dios.
Si continuamos reflexionando sobre lo que dijo el profeta Jeremías,
notaremos la conducta de esos falsos profetas y por qué Jehová estaba en
contra de ellos: “hurtan mis palabras cada uno de su más cercano. [y]…
endulzan sus lenguas y dicen: El ha dicho” (Jeremías 23:30-31).
¡Tremenda osadía! Como no tienen mensaje, se roban uno del más
cercano y entonces endulzan su lengua y dicen: «Así ha dicho Jehová».
Por eso es que, en ocasiones, oímos profecías y el mismo mensaje en
boca de diferentes predicadores, hasta con las mismas ilustraciones y
ejemplos, porque no son confirmaciones, sino burdas copias. Y ¿sabes
por qué endulzan sus lenguas? Porque quieren ir sin ser enviados, y tocar
una trompeta agradable a los oídos de la gente, para ser bienvenidos. Pero
si la trompeta diera un sonido incierto ¿qué sucederá con el pueblo? Ojalá
tuviese yo siempre la boca dulce, pero si Dios me la pone amarga, no
tengo la culpa, debo ser fiel y decir lo que Dios habló. Todo lo que
procede de Dios es bueno, la exhortación es buena, la amonestación
también. Solamente para el que deja el camino es que la reconvención es
molesta y aburridora (Proverbios 15:10). Pero el que ama el camino, el
que es de Dios, la Palabra de Dios oye, y el que es de la luz se expone a la
luz, para que se vea que sus obras fueron hechas en Dios (Juan 3:21).
Personalmente, yo vivo entre profetas, pues nuestra congregación es un
ministerio profético, por lo que constantemente estoy recibiendo palabras,
sueños, visiones, etc., que han tenido sobre mi persona. Si yo me
alimentara de esas cosas, ya tuviera un tronito al lado del de Jesús, de
tantas cosas lindas que me dicen. Pero, por la misericordia de Dios eso no
se me ha subido a la cabeza, y he podido hacer como María, las he
guardado, meditándolas en mi corazón (Lucas 2:19). La expresión mayor
de ella fue: “He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu
palabra” (Lucas 1:38). Tampoco ella salió corriendo ni endulzó su
lengua: «Así me dijo el Señor… Yo soy la séptima trompeta de Dios»,
¡no! María solo creyó (Lucas 1:45).
Hace un par de décadas atrás, casi todas las sectas cayeron en el mismo
error, diciéndose poseedoras del último mensaje de Dios al mundo; que
ellas eran la séptima trompeta. De hecho, alguien me regaló un libro
acerca del Apocalipsis, y lo comencé a leer y me llené de estupor. Su
autor, un predicador americano, exponía los principios del Reino, con una
claridad tremenda que me dije: «Dios mío, ¿quién es este, y por qué
nunca había oído acerca de él?». Seguí leyendo su mensaje sobre las siete
iglesias del Apocalipsis, de cada período y sus interpretaciones
correspondientes, donde aplicaba que ciertos hombres de Dios
representaron ciertas trompetas. Así fue detallando a cada uno, con su
respectiva trompeta. Pero cuando llegó a la séptima, dice que esa
trompeta era él. Entonces, ahí fue cuando más me interesé acerca de este
hombre, y empecé a inquirir sobre él. Supe que sí, que fue hombre bien
conducido, pero que al final comenzó a hablar de sí mismo, sobre lo que
él era, sobre cómo Dios lo usaría, hasta que su lámpara se apagó.
Mi hermano, Jehová cela su gloria y sale en defensa de ella. El hombre
de Dios tiene que ser como Pablo y Bernabé que cuando la gente vio los
milagros que hacían, y los quisieron endiosar diciendo: “Dioses bajo la
semejanza de hombres han descendido a nosotros” (Hechos 14:11) ellos
rasgaron sus ropas, y se lanzaron entre la multitud, dando voces
diciéndoles: “Varones, ¿por qué hacéis esto? Nosotros también somos
hombres semejantes a vosotros, que os anunciamos que de estas
vanidades os convirtáis al Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra, el mar,
y todo lo que en ellos hay” (vv. 14-15). Así nosotros debemos tirarnos
sobre la multitud que nos quieren endiosar y decirle a voces: « ¡Adoren a
Dios!» Cuidado con los que alegran los oídos con todas esas cosas y se
les sube el ego, pues “Mejor es humillar el espíritu con los humildes Que
repartir despojos con los soberbios” (Proverbios 16:19).
En las iglesias de Galacia, cuando el apóstol Pedro estaba allí, comía
con los hermanos gentiles, y compartía todo con ellos. Pero cuando
comenzaron a llegar los hermanos judíos, Pedro empezó a simular, y
Bernabé junto con él. Estos eran dos apóstoles, con una conducta digna
de amonestar delante de Dios. Si estuvieras en la posición de Pablo ¿qué
hubieras hecho tú? Dirías: «Bueno, en el seminario aprendí, según la ética
ministerial, que debo respetar al que está en autoridad, y mucho menos
debo amonestar públicamente a un apóstol». Mas, para el apóstol Pablo
eso era medrar, brillar falsificando la Palabra, por lo que prefería
expresarse con sinceridad, como de parte de Dios, y delante de Dios,
hablando en Cristo (2 Corintios 2:17). Por tanto, no titubeó, y como él
mismo narra, esto fue lo que hizo:

“… cuando Pedro vino a Antioquía, le resistí cara a cara,


porque era de condenar. 12 Pues antes que viniesen algunos
de parte de Jacobo, comía con los gentiles; pero después que
vinieron, se retraía y se apartaba, porque tenía miedo de los
de la circuncisión. 13 Y en su simulación participaban
también los otros judíos, de tal manera que aun Bernabé fue
también arrastrado por la hipocresía de ellos. 14 Pero cuando
vi que no andaban rectamente conforme a la verdad del
evangelio, dije a Pedro delante de todos: Si tú, siendo judío,
vives como los gentiles y no como judío, ¿por qué obligas a
los gentiles a judaizar?” (Gálatas 2:11-15).

La verdad del evangelio es estar de parte de Dios y no de los hombres.


Esa trompeta sonó ese día, porque los apóstoles fueron enviados a
conducir bien a la iglesia, no a confundirla, y esa conducta,
aparentemente inofensiva, estaba turbándola. ¿Qué debemos hacer en ese
momento?, ¿persistiremos en tocar la trompeta de la diplomacia? Quizás
prefiramos decir: «Ven acá Pedro, se nota mucho el cambio que has
tenido después que llegaron los judíos de parte de Jacobo. Creo hermano
que debes de vez en cuando pasar por la mesa de los gentiles, y aunque
no te sientes, háblales por lo menos». Pero su conducta ya había hecho un
daño tremendo en toda la iglesia, por lo cual, era mejor que Pedro
quedase mal, y no Dios. Es preferible que Bernabé pase un mal rato, pero
que el pueblo santo sea edificado y no confundido. Aunque con su acción
avergonzaría a sus hermanos, la verdad del Evangelio debe prevalecer
(Gálatas 2:14).
Es obvio que no todos los mensajes de Dios son alarma de guerra. Hay
trompetas que son para convocar al pueblo, para la adoración, y si Dios te
la dio, tócala. Lo que estoy enfatizando es que no cambies el mensaje;
toca tu trompeta de adoración, si esa fue la que Dios te puso en la boca,
tócala, para que venga la gente a los holocaustos. Hay trompetas de
consolación, de restauración, de gozo, de esperanza, de convocación a
adorar, etc. De hecho, hay pastores que tienen un don de convocatoria
increíble. A penas dicen ellos: «Hermanos vamos a reunirnos», y vienen
todos los pastores, ¡gloria a Dios por esas trompetas! De hecho, Dios
tiene diferentes clases de trompetas. No te lleves la impresión, por la
aplicación que he dado, que la trompeta siempre es dura, es alarma, es
amarga, no. Lo que he dicho es que hay algunos sonidos que nos
rehusamos a dar, porque queremos quedar bien con la gente, mas tú toca
la que Dios te mandó. No cambies ese sonido por nada, porque ahí es que
está el mensaje, y tu utilidad.
La Palabra dice que los judíos se asombraban de Jesús y decían:
“¿Cómo sabe éste letras, sin haber estudiado?” (Juan 7: 15). De la misma
manera, ¡cuántos se burlan de muchos hombres de Dios y su mensaje, por
ser un desconocido y nunca haber ingresado en un seminario o en alguna
institución teológica de reputación! Pero Jesús les dijo: “Mi doctrina no
es mía, sino de aquel que me envió” (v. 16). En otras palabras: « ¿Sabes
por qué yo hablo así, sin haber estudiado? Porque el mensaje no es mío,
sino de Dios. El que me envió me lo puso en la boca». Esa es la
respuesta. Cuando tú das el sonido que Dios te puso a dar, la gente se va a
maravillar, y los que son de Dios sabrán que el mensaje no es tuyo, sino
de Dios. Pero cuando tú quieres impresionar a la gente con un sonido que
no es el tuyo, se oirá desentonado, desafinado, porque el que es del
Espíritu, distingue los sonidos.
No obstante, hay una cosa muy importante que Jesús les dijo: “El que
quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si
yo hablo por mi propia cuenta” (Juan 7: 16 – 17). Por tanto, no debemos
preocuparnos tanto si la gente escucha, si recibe el mensaje o no, pues el
que quiere hacer la voluntad de Dios sí sabe si estamos hablando por
nuestra propia cuenta. Eso debe consolarnos y ministrar a nuestro
espíritu, muchas veces lastimado y rechazado, cuando esperábamos cierta
reacción. Cuando alguien en realidad está interesado, ama a Dios, le
respeta, le quiere agradar, el Espíritu le da testimonio si el mensaje del
mensajero es de Dios o no lo es. Solamente el que no le interesa vivirlo,
porque tiene otros intereses, porque prima más su carnalidad que la
Palabra de Dios, es que tiene conflicto con el mensaje, y prefiere pensar
que Dios no está hablando.
Por la situación y confusión que reina en la iglesia hoy, pareciera que
hubiese más falsos profetas que verdaderos, pero el versículo que
veremos a continuación es como un rayo x para escudriñar el corazón.
Jesús dijo: “El que habla por su propia cuenta, su propia gloria busca;
pero el que busca la gloria del que le envió, éste es verdadero, y no hay
en él injusticia” (Juan 7:18). Es decir que si mi empeño es agradar a la
gente y no a Dios, estoy buscando mi propia gloria, no la del Señor. Un
mensajero que quiere agradar a los hombres con lo que predica y no a
Dios, esconde el deseo de ser admirado, de ser halagado, de ser invitado
de nuevo. Su actitud revela el corazón, porque quiere ser original, quiere
atribuirse gloria de la predicación. Nota su vocabulario: “yo investigué”,
“yo hice”; también destaca su elocuencia, su retórica, su talento, su
unción, y hace despliegue de todos sus recursos y habilidades.
Generalmente, cuando ellos predican la gente dice como dijeron de
Herodes, cuando se puso sus ropas reales y dio tremendo discurso, el
pueblo le aclamó y gritó: “¡Voz de Dios, y no de hombre!” (Hechos
12:22). El historiador judío Flavio Josefo (38-94 d.C.), refiriéndose a ese
hecho, dice que Herodes, ese día, se puso un vestido con muchas piedras
preciosas, y en ese lugar había una ventana por la que entraba la luz del
sol, cuyos rayos hacían brillar toda aquella pedrería de una manera tan
impresionante, que unido al discurso que Herodes arengó, dio al
momento un toque casi divino. Me imagino la gente toda impresionada,
anonadada de aquel lenguaje y esas vestiduras finas que brillaban de una
manera sobrenatural, diciendo: «¡Esto es voz de Dios y no de hombre!».
Pero Herodes no tuvo mucho tiempo de disfrutar de su esplendoroso
estrellato, ya que la Biblia dice que al momento “un ángel del Señor le
hirió, por cuanto no dio la gloria a Dios; y expiró comido de gusanos” (v.
23). Lamentablemente, nosotros hemos de soportar esos “payasos”,
sabiendo que a su tiempo recibirán su justa retribución (2 Tesalonicenses
1:8).
Es doloroso ver como muchos juegan con sus “dones” y se olvidan lo
que le pasó a Sansón, por estar jugando con la unción. Pero antes que la
fama y la gloria del mundo, “téngannos los hombres por servidores de
Cristo, y administradores de los misterios de Dios” (1 Corintios 4:1). El
que busca la gloria del que lo envió, se preocupa por dar el sonido que se
le mandó, para edificar al pueblo y ellos glorifiquen a Dios.
Hasta aquí llega la nota de esta trompeta, al sonido de la cual uno mi
ruego al Señor, de que Su amor prevalezca, para que esta palabra no sea
ignorada. La misma no fue expresada en ánimo de criticar ni juzgar a
nadie ni mucho menos de mostrar que los demás están mal y el que está
bien soy yo. Ese no es el espíritu de este mensaje. Esta palabra viene del
cielo, revelada por el Espíritu del Señor, el cual nos advierte del peligro
que hay en la iglesia hoy, por el tipo de mensajeros y de mensajes que la
están inundando y conduciéndola a muchas cosas, menos a Su voluntad y
a Su corazón. Que ahora Dios ministre a nuestro espíritu y que esta
palabra afecte el corazón de tal manera, que la gloria de nuestro Señor y
la verdad sean los sonidos que permanezcan.
Capítulo V

EL LLAMAMIENTO ES CONFORME A SU
HONRA
“… prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de
Dios en Cristo Jesús”
–Filipenses 3:14

En el contexto de este pasaje, cuyos versos dan inicio a este capítulo, el


apóstol Pablo se está refiriendo a su vida cristiana y experiencia con
Cristo, lo cual ilustra como una carrera. Él dice: prosigo a la meta, y
también alude a un premio que le será otorgado al final de la misma. Él
llama a este galardón -que es la corona que recibirá del Señor Jesús- el
premio del supremo llamamiento. En su caso, esa carrera comenzó con el
llamamiento que recibió de parte del Señor, cuando iba camino a
Damasco (Hechos 9:1-20). El “polo terrenal” de ese llamamiento se
inició en el desierto, cuando Saulo, henchido de judaísmo y blasfemando
el nombre de Cristo, perseguía a la iglesia (Gálatas 1:13,14; 1 Timoteo
1:12,13); y terminará en el “polo celestial” con su coronación final,
cuando reciba de parte del Señor, el premio que él denomina “del
supremo llamamiento”.
Aunque el apóstol no está hablando en este pasaje directamente del
ministerio, está sobreentendido que su carrera cristiana incluye no solo su
llamado a salvación, sino al propósito de Dios con su vida, en este caso,
el ministerio. De hecho, en el caso de Saulo, ambos llamamientos fueron
simultáneos (Hechos 9:1-20). Por tanto, sea que lo consideremos una
misma cosa, o que lo separemos, el resultado es el mismo: el llamamiento
de Dios es supremo. En el original, la palabra griega “supremo” significa
“por encima”, “hacia arriba”. Literalmente, la traducción puede ser
“llamamiento arriba”. Aquí se traduce supremo, porque esta palabra
significa “altísimo”, lo que no tiene superior en su línea, algo soberano,
que tiene preeminencia, que es superior a todo. Por eso, el llamamiento se
le llama celestial, porque está arriba, está por encima de todo. Así como
Dios es supremo y está arriba, por encima de todos y de todo, de la
misma manera es el grado de honra, excelencia y superioridad del
llamamiento que de Él hemos recibido. Pongamos un ejemplo bien
conocido por nosotros: la Corte Suprema, la máxima autoridad judicial de
una nación. Sus jueces tienen una investidura más elevada que los demás;
su grado de autoridad y jerarquía está “por encima” de los otros. Así
también, bíblicamente, lo celestial es supremo con relación a lo terrenal,
no solo en cuanto a la posición o ubicación (arriba, abajo), sino también
en naturaleza o carácter. Miremos como lo expresa el profeta Isaías:

“Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos,


y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios
nuestro, el cual será amplio en perdonar. Porque mis
pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos
mis caminos, dijo Jehová. Como son más altos los cielos que la
tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis
pensamientos más que vuestros pensamientos” (Isaías 55:7-9).

El profeta contrasta que de la manera en que son más altos los cielos
que la tierra, así son los caminos de Dios, más altos que nuestros
caminos, y sus pensamientos más que los nuestros. También, les advierte
al hombre ateo e incrédulo que deje su camino, y al hombre malo y
perverso sus pensamientos y que se vuelvan a Jehová, Porque los
pensamientos de Dios no son como los de ellos, ni sus caminos como los
de Él. Nota que no solamente es un asunto de ubicación -más alto o más
bajo-, sino una definición de carácter o naturaleza. Los caminos y los
pensamientos de los que están abajo, en la tierra, son inicuos, pero los
pensamientos y los caminos del que está arriba, en lo alto, son santos y
puros. Dios no solo mora en “la altura”, sino también en “la santidad”
(Isaías 57:15). Él no solo es el Alto y Sublime y el que habita en la
eternidad, sino que su nombre es “el Santo” (v. 15).
Realmente, todo lo que proviene de Dios es supremo, y está “por
encima”. Refiriéndose al Señor Jesús, Juan el bautista dijo: “El que de
arriba viene, es sobre todos; el que es de la tierra, es terrenal, y cosas
terrenales habla; el que viene del cielo, es sobre todos” (Juan 3:31). Por
tanto, el llamamiento que hemos recibido de Dios debe ser realizado y
administrado en conformidad con la honra de Su procedencia. Así como
Dios es supremo, de la misma manera es su llamamiento y todo lo que
procede de Él. Por lo cual, todo ministro que conoce a Dios y le teme,
sabrá diferenciar entre lo santo y lo profano, entre lo terrenal y lo
celestial. Cuando administramos el supremo llamamiento como si fuera
algo común, es por una de dos razones: Primera, porque ignoramos quién
es Dios; o segunda, porque menospreciamos el don celestial. Después del
regalo de la salvación en Cristo Jesús, no hay otro don dado por Dios a
los hombres que sea más valioso y honroso que el llamado al ministerio.
La honra de la virgen es su virginidad (2 Corintios 11:2), y la honra de un
ministro es su llamamiento celestial (1 Samuel 2:27-35).
Cuando un ministro es ordenado o consagrado al ministerio, recibe de
parte de Dios, mediante la imposición de las manos del presbiterio, tres
cosas muy santas: delegación, autorización e impartición. 1) Delegación
para ir en nombre del Señor, pues a través de ésta se nos encomienda la
realización del propósito; 2) Autorización para llevar a cabo con
aprobación divina todas las funciones ministeriales; y 3) Impartición, a
través de la cual recibimos la dignidad de la investidura celestial
(Números 27:18-20), que son la unción (1 Samuel 16:13) y los dones
necesarios para hacer la obra del ministerio (1 Timoteo 4:14,15). La
manera cómo entendamos la gracia de esta condescendencia y el valor y
el precio de estos dones encomendados a nosotros, determinará el grado
de honra con el cual los administraremos para Dios.
Cuando decidimos honrar a Dios como es digno de Él y administrar lo
Suyo conforme a Su dignidad y carácter, entonces, en la delegación
representaremos Su nombre con el testimonio de sus atributos santos
(Efesios 4:1-3); Su autorización la realizaremos para edificación (2
Corintios 10:8; 13:10); y la impartición la ministraremos según el don y
el poder que hemos recibido, con humildad, mansedumbre y sabiduría (1
Pedro 4:10,11). Por tanto, te invito a que estudiemos juntos, más
ampliamente, lo que significa administrar el llamamiento conforme a la
honra suprema de Dios, en las siguientes enseñanzas.
5.1 “… y antes que la Lámpara de Dios fuese apagada”

“Samuel estaba durmiendo en el templo de Jehová, donde


estaba el arca de Dios; y antes que la lámpara de Dios fuese
apagada, Jehová llamó a Samuel…” -1 Samuel 3:3-4

La Biblia dice que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía, por eso
lo que se ve ilustra lo que no se ve (Hebreos 11:3). Lo que no percibimos
con nuestros ojos físicos es el mundo espiritual, así como lo que vemos y
palpamos es la materia. Dios es Espíritu y también el Invisible, y nos ha
revelado en su Palabra que lo que sucede en lo natural es una revelación
de lo que está sucediendo en lo espiritual.
Recuerdo que cuando yo no conocía la vida en el Espíritu, desde niño
me preguntaba: «Si Dios hizo el espacio ¿Qué existía antes en su lugar?»
Y cuando leí en la Biblia que a Dios ni los cielos de los cielos lo pueden
contener (1 Reyes 8:27), me rompía la cabeza pensando qué tan grande
puede ser Dios que no se puede acomodar, porque el vasto Universo es
muy pequeño para Él. Así me debatía en estos pensamientos, hasta que
Dios me reveló que antes de que existiera lo material, aun el espacio y el
tiempo, Él existía en el mundo espiritual, el cual es ilimitado. Desde ese
mundo espiritual, Dios hizo el mundo físico. Eso que puede sonar tan
simple, para nosotros es una revelación muy importante, porque lo que se
ve y nos rodea, revela lo que no se ve. De hecho, cuando entramos en la
vida del Espíritu comenzamos a relacionar todas las cosas. Por eso, el
hombre espiritual todo lo discierne en el Espíritu y todo lo relaciona con
el Espíritu (1 Corintios 2:14).
A veces ocurren situaciones a nuestro alrededor que son revelaciones
de lo que está pasando espiritualmente y, aunque lo experimentamos
constantemente, no nos percatamos, porque no tenemos los ojos abiertos
para mirar esas cosas. Hay que tener los ojos abiertos para ver (2 Reyes
6:17). El Señor nos habla por revelaciones, por sueños, por visiones, y a
través de Su Palabra. Por medio de ella, nos muestra ciertas cosas, a
veces en símbolos, en sombras, en tipologías, que por algunos detalles y
repeticiones en la narración, podemos discernir que hay una intención de
Dios en ellas. En la Palabra de Dios están contenidas cosas que si el
Señor no nos las revela mientras leemos, no las podríamos entender, pues
contienen mensajes y misterios que van más allá de las letras, pues la
Palabra es Espíritu y vida (Juan 6:63). Podemos, inclusive, hacer una
exégesis de las Escrituras, estudiando y analizando exhaustivamente
cualquier pasaje bíblico, y hasta estudiar cada palabra, una por una, en su
raíz original, de tal manera que no se nos escape ni siquiera una tilde ni
una coma, y todavía pasar por alto una inmensidad de cosas
profundísimas, pues la Palabra es un océano de verdades y revelaciones
que nuestra mente no puede, por sí misma, ahondar ni explorar. Partiendo
de esa premisa, si estudiamos en la Biblia el sacerdocio de Elí y el
llamamiento de Samuel, encontraremos una gran enseñanza para
nosotros, la cual se revela en este tema, veámoslo:

“Samuel estaba durmiendo en el templo de Jehová, donde


estaba el arca de Dios; y antes que la lámpara de Dios fuese
apagada, Jehová llamó a Samuel; y él respondió: Heme aquí. Y
corriendo luego a Elí, dijo: Heme aquí, ¿Para qué me llamaste? Y
Elí le dijo: Yo no he llamado; vuelve y acuéstate. Y él se volvió y
se acostó. Y Jehová volvió a llamar otra vez a Samuel. Y
levantándose Samuel, vino a Elí y dijo: Heme aquí; ¿para qué me
has llamado? Y él dijo: Hijo mío, yo no he llamado; vuelve y
acuéstate. Y Samuel no había conocido aún a Jehová, ni la
palabra de Jehová le había sido revelada. Jehová, pues, llamó la
tercera vez a Samuel. Y él se levantó y vino a Elí, y dijo: Heme
aquí; ¿para qué me has llamado? Entonces entendió Elí que
Jehová llamaba al joven. Y dijo Elí a Samuel: Ve y acuéstate; y si
te llamare, dirás: Habla, Jehová, porque tu siervo oye. Así se fue
Samuel, y se acostó en su lugar. Y vino Jehová y se paró, y llamó
como las otras veces: ¡Samuel, Samuel! Entonces Samuel dijo:
Habla, porque tu siervo oye” -1 Samuel 3:3-10.

Al leer estos versos, el Señor llamó mi atención en la expresión: “y


antes que la lámpara de Dios fuese apagada…” e inmediatamente abrió
mi entendimiento para comprender algunas cosas acerca de lo que estaba
ocurriendo en la vida natural en ese tiempo. Pero, antes de profundizar en
la cuestión, quiero guiarme por el Espíritu, y estudiar un poquito sobre el
significado que la Biblia revela acerca de la lámpara de Jehová. La cita
bíblica se refiere, en lo natural, al candelero en el Lugar Santo, pero la
Biblia usa esa tipología para darnos también un significado espiritual de
la lámpara. Lo vemos en el incidente que le ocurrió a David, cuando al
luchar contra los filisteos se cansó (2 Samuel 21:15), tal como le pasó a
Moisés cuando sus manos se cansaron, peleando contra Amalec y hubo
que sostenérselas para que tengan firmeza (Éxodo 17:11-12). En el caso
del rey David, sus hombres le hicieron el siguiente juramento:
“Nunca más de aquí en adelante saldrás con nosotros a la
batalla, no sea que apagues la lámpara de Israel”(2 Samuel
21:16-17)

En otro texto, también el pueblo de Israel le dijo a David: “No saldrás;


porque si nosotros huyéremos, no harán caso de nosotros; y aunque la
mitad de nosotros muera, no harán caso de nosotros; mas tú ahora vales
tanto como diez mil de nosotros” (2 Samuel 18:3). De estas expresiones
podemos afirmar que estos eran hombres de visión, los cuales poseían la
sabiduría de cuidar siempre a su líder, porque sabían que la unción
desciende por la cabeza (Salmos 133:2). De la misma manera, una iglesia
entendida sabe que lo natural ilustra lo espiritual, por lo que cuida a su
líder, pues cuando él recibe, la iglesia recibirá lo mismo, de manera que si
él está próspero, la iglesia va a prosperar; si la “cabeza” está descansada,
la iglesia -como cuerpo- también va a descansar; y si él recibe unción y
revelación, la iglesia también.
El ejército de David, dice la Biblia, era como el ejército de Jehová (1
Crónicas 12:22), así que eran personas de visión que habían visto la
gracia de Dios que estaba en él, y lo consideraban como a una lámpara.
De ahí podemos aprender que la lámpara representa el ministerio, el
liderazgo, el propósito del llamamiento de Dios. En este caso, Jehová
hizo un pacto con David, lo que la Biblia llama, el pacto de “las
misericordias firmes a David” o “misericordias fieles de David” (Isaías
55:3; Hechos 13:34), mediante el cual Dios le iba a dar un reino eterno,
de manera que Dios se iba a mezclar con la descendencia davídica. Por
eso le dijo:

“Y cuando tus días sean cumplidos para irte con tus padres,
levantaré descendencia después de ti, a uno de entre tus hijos, y
afirmaré su reino. Él me edificará casa, y yo confirmaré su trono
eternamente. Yo le seré por padre, y él me será por hijo; y no
quitaré de él mi misericordia, como la quité de aquel que fue
antes de ti; sino que lo confirmaré en mi casa y en mi reino
eternamente, y su trono será firme para siempre” (1 Crónicas
17:10-14).

En otras palabras: «Un varón de tu casa, será hijo tuyo y a la vez Hijo
mío, y de esa manera, uniré mi casa con la tuya, porque tú me querías
edificar casa, pero seré yo el que te edificará casa a ti. Así que vamos a
combinar la casa que tú me quieres preparar, con la que yo te voy a dar.
Tú vas a poner tu tabernáculo y yo voy a poner el mío, y lo juntaremos de
manera que de dos, haremos uno». Por eso es que en Cristo Jesús están
unidas la casa de David y la casa de Dios, pues Él es cien por ciento
humano -Hijo de David (Mateo 1:1; 21:9)-, y cien por ciento divino -Hijo
de Dios (Lucas 1:35; 3:32-38). Por tanto, como el propósito de Dios
estaba en David, él era la lámpara de Dios en esos días. Por eso, estos
hombres dijeron: «No queremos que se apague… ¡vamos a cuidar la
lámpara!»
Entendamos que el ministerio de David, como rey, representaba la
lámpara, la luz de Dios en Israel, por lo que si David moría
eventualmente la lámpara se apagaría, y con ella todo Israel, porque él era
el ungido, el elegido de Dios y en él estaba la bendición en ese tiempo.
David era la vara del tronco de Isaí de cuyas raíces, dijo Dios, un vástago
retoñaría (Isaías 11:1). Jehová soportó reyes en Judá que no tenían el
corazón perfecto para Él, pero por amor a David su padre, Jehová
continuó sosteniendo lámpara en Jerusalén (1 Reyes 15:4). ¿Por qué y
para qué? Por el propósito que había en David y en sus hijos, para que se
cumpliera el tiempo en que llegara Jesucristo, quien ya no fue una
lámpara, sino la luz del mundo (Juan 8:12), pues por Jesucristo “El
pueblo asentado en tinieblas vio gran luz; Y a los asentados en región de
sombra de muerte, Luz les resplandeció” (Mateo 4:16).
El salmista dijo: “Tú encenderás mi lámpara” (Salmos 18:28), y Job,
cuando atravesaba su prueba exclamó: “¡Quién me volviese como en los
meses pasados, Como en los días en que Dios me guardaba, Cuando
hacía resplandecer sobre mi cabeza su lámpara, A cuya luz yo caminaba
en la oscuridad; Como fui en los días de mi juventud, Cuando el favor de
Dios velaba sobre mi tienda (…)!” (Job 29:2-4). Este hombre estaba
añorando la época en que él gozaba de mucho respeto entre jóvenes y
viejos, y aun los príncipes detenían sus conversaciones de sólo verlo
pasar (vv. 7-10). Job lo atribuía a que el favor de Dios velaba sobre su
tienda (v. 4), y su luz resplandecía sobre su cabeza. Como Job describía
en su discurso sobre toda la honra que Dios le había dado, entendemos
que para él, el favor y la honra de Dios era su lámpara.
Como hemos dicho desde el principio, ningún siervo de Dios tiene
nada, si no tiene la honra de Dios. Podemos poseerlo todo, ser prósperos
económicamente, pero nuestra mayor riqueza es servirle al Señor, porque
ahí radica nuestra honra y dignidad como individuos. Nuestra herencia es
esa distinción, el que Dios nos haya separado para Él; que nos haya
tenido por fieles poniéndonos en el ministerio, que nos haya hecho
lámparas, y nos haya dado su gracia y su favor. Por tanto, aplicando,
podemos decir que el ministerio, el propósito de Dios con mi vida, el
favor que me ha concedido y la honra que me ha dado, todo eso
constituye mi lámpara.
Observemos que Jehová había establecido como estatuto perpetuo en el
sacerdocio levítico, que las lámparas del tabernáculo de reunión tenían
que arder continuamente, y ser colocadas en orden, desde la tarde hasta la
mañana (Éxodo 27:20-21). Por tanto, el trabajo del sacerdote era evitar
que esa lámpara se apagase, porque la luz tenía que ser permanente, ya
que ese fuego lo encendió Jehová. Cuando se dedicó el tabernáculo del
testimonio y los levitas fueron dedicados, se presentó el primer
holocausto a Jehová, y dice la Palabra que salió fuego de la presencia de
Jehová que consumió todo lo que estaba sobre el altar, hasta las grosuras
(Levítico 9:24). Por lo cual, se cree que ese fuego continuó y el trabajo
del sacerdote era mantenerlo encendido, y de allí tomar las brasas de
fuego para llenar su incensario (Levítico 16:12).
De hecho, se cree que el pecado de Nadab y Abiú (hijos de Aarón), fue
el haber puesto en sus incensarios fuego que Jehová nunca les había
mandado (Levítico 10:1). A ese fuego Dios le llama “fuego extraño” por
ser un fuego que Él no mandó, sino que ellos mismos introdujeron. Por lo
cual, salió fuego de la presencia de Jehová que los mató, pues como luego
Dios sentenció: “En los que a mí se acercan me santificaré, y en presencia
de todo el pueblo seré glorificado” (v. 3).
Ahora que tenemos un poco más claro el concepto de “lámpara” en la
tipología bíblica, como propósito, honra y favor de Dios, entremos en
tema y miremos de nuevo en el libro de Samuel, qué ocurría con esa
lámpara en el templo de Jehová, y por qué se estaba apagando. En tiempo
de Samuel, la lámpara era Elí y su casa. Pero, como dijimos al principio,
lo que pasa en la vida natural es un reflejo de la vida espiritual,
consideremos que la misma actitud que Elí tenía hacia el ministerio y
hacia el oficio santo, representaba su lámpara. Meditemos en algunos
detalles que nos dicen el por qué la luz de su lámpara se estaba
extinguiendo.

“El joven Samuel ministraba a Jehová en presencia de Elí; y la


palabra de Jehová escaseaba en aquellos días; no había visión
con frecuencia. Y aconteció un día, que estando Elí acostado en
su aposento, cuando sus ojos comenzaban a oscurecerse de modo
que no podía ver, Samuel estaba durmiendo en el templo de
Jehová, donde estaba el arca de Dios; y antes que la lámpara de
Dios fuese apagada” (1Samuel 3:1-3).

Destaquemos tres aspectos importantes, de estos versículos: 1. La


Palabra escaseaba y no había visión con frecuencia; 2. Al líder se le
estaban oscureciendo los ojos; y 3. La lámpara de Dios se estaba
apagando. El relato bíblico nos está hablando de Elí, quien era el juez y
sumo sacerdote en aquel tiempo. Por tanto, si había una lámpara que tenía
que estar bien encendida -porque era una lámpara experimentada- era la
de este hombre, sin embargo, la Biblia dice que la Palabra escaseaba y no
había visión con frecuencia, y aquél que era la “lámpara” se estaba
quedando ciego… ¡Qué triste mi hermano cuando la lámpara o ministerio
se está apagando!, cuando ya no se escucha Palabra de Dios, ni hay
manifestación del Espíritu y comienza a nublarse la visión, pues el que
veía ya no ve como veía antes! ¡Cuántos ministerios y movimientos de
Dios comenzaron con sus lámparas bien encendidas y hoy son pábilos
que ya ni humean! En este caso, el ministerio comenzó a envejecer como
envejecía Elí, pues aparentemente, llegó un momento en que para ellos
todo se volvió rutinario y aburridor.
Meditemos en esto mi hermano, pues pienso que un sacerdote en
aquellos días tenía que amar a Dios y a su oficio para poder ejercerlo, ya
que tenía que hacer lo mismo todos los días, hasta siempre, pues así como
los dones, el llamamiento de Dios es irrevocable (Éxodo 29:9; Romanos
11:29). Pensemos en todo el ritual levítico, desde el sacrificio de
animales, hasta poner sobre el altar el holocausto y verlo consumir.
Sabemos cómo las bestias berrean y dan mugidos de dolor en el momento
de su degüello, y estos hombres tenían que decapitar al becerro, derramar
su sangre y rociarla alrededor del altar (Levítico 1:5). También, tenían
que meter sus manos en el cuerpo del animal sacrificado, dividirlos en
pedazos, y tomar las grosuras que cubren los intestinos, el hígado y los
riñones y ponerlas sobre el altar. A parte de tomar la carne del becerro, su
piel y su estiércol, y quemarlas a fuego, fuera del campamento (Éxodo
29:14). Esos eran sacrificios diarios, en los cuales el sacerdote tenía que
poner su corazón porque eran cosas santas, donde había imposición de
manos y también ellos debían comer de aquellas cosas, como parte del
ritual (Levítico 4:4; Éxodo 29:33).
Pienso en algunas personas que por tan sólo cocinar comidas en
grandes cantidades se les quita el apetito, ahora imaginemos estos
hombres de Dios, entre mugidos y olor de sangre, comiendo a la puerta
del tabernáculo de reunión, a la vista de todo el pueblo, la carne del
animal degollado y del pan que estaba en los canastillos (Éxodo 29:32).
¡Ellos tenían que amar lo que hacían!, y entender que eso tenía un
significado espiritual, una trascendencia que iba más allá de un
mandamiento. Estos hombres, necesariamente, tenían que ver lo que
significaban esas cosas; entender lo que representaba una ofrenda,
apreciar aquello que se le estaba dando a Jehová; conscientes de que era
una representación, y ellos los mediadores.
En el oficio sacerdotal hay que poner amor e interés en lo que se hace,
y ver la gloria de ello, de lo contrario, puede convertirse en una carga. Si
no amamos el servicio de Dios, nos puede ocurrir como el que duerme y
despierta cansado, que no quiere levantarse; así todo lo del ministerio nos
resulta gravoso y no podemos soportar sus responsabilidades.
Imaginemos por un momento el trabajo pastoral, lo que es predicar en la
mañana, luego en el servicio de la tarde; ir de aquí para allá; bregar con
personas que siempre están descontentas, que se resisten a seguir
instrucciones, y se rebelan contra la autoridad puesta por Dios. Si no hay
amor en ello, llegamos al punto donde el ministerio se vuelve rutinario,
insípido. Entonces, cansados, no hay frescura de Dios y ni siquiera nos
animamos a tomar el aceite para nuestras lámparas.
Nota que el aceite de las lámparas era algo superior, pues representaba
la unción santa (Éxodo 30:25). El aceite también puede representar
energía, poder, virtud para obrar, capacidad para realizar la obra. Fíjate
que Jehová dijo que el aceite del alumbrado tenía que ser puro, de olivas
machacadas, (Éxodo 27:20). Es decir que era algo espeso, que no se
consumía tan fácilmente, pues las lámparas tenían que arder
continuamente. Lamentablemente, y lo digo con mucha tristeza, no es
para nadie desconocido que en muchos lugares la lámpara se está
apagando, y en otros hace tiempo ya está apagada, y ni siquiera lo han
notado. Eso le ocurrió a Sansón, quien fue el último que se dio cuenta que
había perdido la unción, pues hasta sus enemigos ya estaban al tanto que
no tenía fuerzas, menos él (Jueces 16:20-21).
En el texto que nos ocupa, vemos que, primeramente, a Elí se le
comienzan a oscurecer los ojos. Jesús enseñó: “La lámpara del cuerpo es
el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero
si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Así que, si la luz
que en ti hay es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas?”
(Mateo 6:22-23). Por lo cual, El Señor me mostró que esa expresión
referente a Elí era una representación de que sus ojos espirituales también
se habían oscurecido, y además me dijo: «Un líder está perdiendo la
visión, cuando ve a alguien orando y piensa que está borracho». Lo que
sucedió con Ana, nos ilustra esta verdad. Esa pobre mujer derramaba su
alma delante de Jehová, con llanto amargo, pidiéndole un hijo a Jehová,
porque su esterilidad la tenía afligida, y sentía que su Dios la había
olvidado. Según el pacto antiguo, Ana era una mujer maldita, porque no
tenía la bendición de procrear hijos y darle descendencia a su marido (1
Samuel 1:10, 12). Ella oraba en el templo, y me imagino, cómo en su
dolor, ladeaba su cuerpo, mientras sus labios jadeantes, a penas
musitaban las palabras que su alma con gran dificultad formaba en
oración. Pero Elí la creyó borracha, y pensando que estaba ebria, la
reprendió. ¿No pasa hoy de la misma manera? En ciertos lugares donde
se apagó la lámpara y ya no hay aceite, ven las personas en el Espíritu,
gimiendo, clamando, y dicen: «¿Qué le pasa a esta gente?, ¿por qué son
tan exagerados? ¡Parecen locos o borrachos!» Como no hay visión de
Dios en ellos, no pueden ver al Espíritu Santo, y aunque se manifieste, no
lo reconocen.
Así pasó el día de Pentecostés, cuando los reunidos en el aposento alto
fueron llenos del Espíritu Santo y un estruendo estremeció el lugar, y
empezaron hablar en otras lenguas (Hechos 2:1-4), una multitud atónita
se juntó allí. Entre la muchedumbre confusa, muchos decían: “¿Qué
significa esto?” (v. 12). Y otros se burlaban diciendo: “Están llenos de
mosto” (v. 13). Así que Pedro, junto a aquellos hombres de visión, les
tuvo que decir que ellos no estaban borrachos, sino llenos del Espíritu
Santo, hablando las maravillas de Dios (vv. 14-36). Esa multitud bien
puede representar a los movimientos de hoy, que al ser testigos de la
reacción de aquellos que son impactados por el Espíritu de Dios,
interpretan que están locos o borrachos. Ellos no entienden y nos
consideran fanáticos al ver que Dios no es para nosotros un programa ni
una rutina de domingo, sino la vida misma.
El que tiene el Espíritu tiene vida; y lo que está vivo se mueve. No hay
nada que Dios haya hecho que no se mueva, desde lo más grande que
pueda existir, hasta el átomo que es considerado como la partícula
material de pequeñez más extrema. Sabemos sobre la Vía Láctea y de las
galaxias, que son unidades dinámicas cuyos centros galácticos, llamados
también núcleos activos, son una fuente de energía excepcionalmente
intensa, viva. Así también en nuestro cuerpo, la sangre que es vida está en
constante circulación y los órganos están en movimiento. El Dios Vivo es
energía viva, por tanto, el que lo sigue se tiene que mover. En Dios no
hay inercia, porque Él no es Dios de muertos, sino de vivos (Lucas
20:38).
Mencioné la palabra energía, y puede que te suena muy moderna, o un
término un tanto místico, pues ha sido muy manoseada tanto por el
círculo “científico” como por los que se hacen llamar “iniciados” de una
nueva forma de pensamiento filosófico -que no son otra cosa que huecas
sutilezas (Colosenses 2:8) – pero debes saber que ellos la sacaron de las
Escrituras, aunque dejaron al Dios de la Biblia que la generó. Nota como
es usada la palabra energía en algunas exposiciones doctrinales del
apóstol Pablo. En una ocasión que él rogaba al Padre de gloria, para que
alumbrara los ojos de nuestro entendimiento y nos diera espíritu de
sabiduría y de revelación en el conocimiento de Él, dijo: “… según la
operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de
los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestiales…”
(Efesios1:19-20). Las palabras “poder” y “operación” corresponden a los
vocablos griegos dunamis y energeia, respectivamente (de donde
proviene la palabra que conocemos como energía), y denotan algo que
contiene un poder inherente y una virtud poderosa, para realizar milagros
y cosas sobrenaturales que exceden a todo conocimiento.
Asimismo, cuando en la Biblia dice que la Palabra de Dios es viva y
eficaz (Hebreos 4:12), la palabra eficaz en griego es energes, porque
energía no es solamente poder, sino eficacia, actividad. De hecho, cuando
el apóstol Pablo se refirió a su obra apostólica dijo: “… para lo cual
también trabajo, luchando según la potencia de él, la cual actúa
poderosamente en mí” (Colosenses 1:29), lo que entiendo es que esa
“potencia” (gr. energeia), tal como actuó en nuestro Señor Jesucristo, así
operaba en él, como también opera en nosotros y en el que es de la fe de
Jesús. Dios es energía y nos hace energía en Él. Pero como la lámpara de
Elí se estaba oscureciendo, él miró a Ana, no como una mujer tocada en
la presencia de Dios, sino como una borracha, y por eso la reprendió. Ese
incidente me deja ver que Elí hacía tiempo que ya no oraba así. Quizás
cuando comenzó su ministerio tenía el primer amor y había fuego en él,
como comienzan todos los movimientos de Dios, con la lámpara bien
encendida, y después comienzan a institucionalizarse, y todo se convierte
en burocracia e inercia. ¡Y pensar que Elí fue juez de Israel cuarenta
años!
Eso me acuerda al viejo profeta de Bet-el, que vimos en el capítulo
anterior, quien se avivó cuando le contaron la llegada de un joven varón
de Dios, una lámpara encendida a quien Dios usó con poder y grandes
señales, y clamar contra el altar de Bet-el que había fabricado Jeroboam
(1 Reyes 13:1-6). Pero vimos que ese profeta viejo, institucionalizado,
tenía años viviendo allí, y fue testigo de cómo Jeroboam (tipo del
anticristo -Daniel 7:25; 2 Tesalonicenses 2:4) cambió los tiempos y
modificó todo lo que Dios había instituido, por miedo a perder el reino (1
Reyes 12:26, 28, 31-33), y él moraba en Bet-el, sin embargo, nunca
levantó su voz en repudio ni clamó a Dios por esas cosas. Hoy pasa lo
mismo, iglesias que andan con alcaldes y gobernadores, porque lo que
quieren es la reputación política y obtener poder, pero ya no son profetas
de Dios. Estos ya no hablan de justicia divina, ni de santidad, mucho
menos de lo santo ni de lo profano, ni de lo que está incorrecto ni de lo
que se opone al propósito de Dios y a sus principios, pues tienen sus
almas vendidas.
Mas, el viejo profeta, al ver esa lámpara encendida, corrió para
alcanzarlo antes que el joven se fuera, y pedirle que le siguiera (1 Reyes
13:18). Al joven seguramente le resultó extraña la invitación, ya que Dios
le había advertido que no se detuviese (v. 17), pero el viejo profeta le
persuadió con mentiras, mostrándole su experiencia, diciéndole en otras
palabras: «Yo, como tú, soy profeta y ministro de Dios desde hace mucho
tiempo; ven a mi casa, métete bajo mi techo, entra bajo mi cobertura que
yo tengo más años de experiencia con Dios y en estas cuestiones que tú».
Así también Elí se hizo viejo juzgando a Israel, y me pregunto: ¿cuántas
personas presentan su experiencia como credencial? ¿Cuántas dicen: «yo
tengo tantos años de experiencia en el ministerio», y no son más que un
año repetido muchas veces, porque en sus vidas no hay nada de Dios y
sus corazones están endurecidos y se mantienen cerrados a la renovación
por el Espíritu Santo. A ellos ya no les habla Dios, sino que su revelación
le viene como al viejo profeta, a través de un “ángel de luz” (2 Corintios
11:14). Sus ministerios se han apagado, pero Dios quiere que sean
lámparas de Su templo, y estén ardiendo todo el tiempo. Por eso, Jesús
dijo de Juan el bautista que era antorcha que ardía y alumbraba (Juan
5:35), y a sus ministros llamó llamas de fuego (Hebreos 1:7). Dios quiere
que el favor y la honra que nos ha dado resplandezca y arda en Su fuego
consumidor.
A pesar que Elí no podía ver, porque sus ojos se empezaron a
oscurecer, no es una casualidad que en el mismo capítulo donde dice: “y
la palabra de Jehová escaseaba en aquellos días; no había visión con
frecuencia”, también dice: “Y Samuel no había conocido aún a Jehová, ni
la palabra de Jehová le había sido revelada” (1 Samuel 3:1,7). Pero luego
dice: “Y vino Jehová y se paró, y llamó… (…) Y Jehová dijo a Samuel”
(vv. 10, 11). Vemos aquí, entonces, que comienzan las visiones, y
empieza Dios a encender una lamparita antes que la otra se apague.
Cuando la lámpara vieja se está apagando, Jehová levanta por otro lado
una nueva, porque el Señor siempre quiere mantener Su favor para Su
pueblo. Por tanto, Dios estaba levantando un nuevo ministerio en Samuel,
una nueva lámpara para Israel.
Mas, algo muy extraño ocurrió aquí, algo que la Biblia nos muestra que
no es usual en la conducta divina. Jehová nunca violenta sus órdenes, y
cuando tiene un líder no le habla a otro por detrás. El ladrón viene por
detrás, pero el pastor viene por el frente, por la puerta (Juan 10:1-2).
Sabemos que Jehová nunca se dirigió a Josué mientras existió Moisés, ni
nunca habló con Aarón mientras vivió Moisés, sino que siempre lo que
les decía o les ordenaba, lo hacía a través de su líder (Éxodo 7:19;
Números 6:23; Éxodo 17:14, Deuteronomio 31:14). Dios no le pasa por
encima a un líder, pero a una lámpara apagada, ¿quién le hace caso?
Jehová es misericordioso, pero cómo ha de seguir confiando en alguien
que lo deshonró, alguien que amó a sus hijos más que a Él; alguien que
permitió que prostituyeran su ofrenda, y no hizo caso.
Algunos dicen: «Ah, pero fue que Elí no amonestó a sus hijos», pero la
Palabra dice que sí los amonestó, y les dijo: “¿Por qué hacéis cosas
semejantes? Porque yo oigo de todo este pueblo vuestros malos
procederes. No, hijos míos, porque no es buena fama la que yo oigo;
pues hacéis pecar al pueblo de Jehová. Si pecare el hombre contra el
hombre, los jueces le juzgarán; mas si alguno pecare contra Jehová,
¿quién rogará por él?” (1 Samuel 2:23-25). El asunto fue que Elí no los
paró, no los detuvo. La Escritura dice: “… sus hijos han blasfemado a
Dios, y él no los ha estorbado” (1 Samuel 3:13). La palabra “estorbar” es
el vocablo hebreo kahah que significa debilitar, refrenar, contener o
reprimir su fuerza. En otras palabras, Elí debió debilitar sus fuerzas,
quitándoles la autoridad; debió refrenarlos, meterse en el medio y
decirles: «Ustedes no van a seguir haciendo lo que hacen; o dejan eso o
abandonen el ministerio ahora mismo». ¡Ah, pero no!, su actitud fue
como la de muchos padres que dicen: «¡Ay, esos muchachos están
dañando mi reputación! Pero ¿qué voy hacer? Son mis hijos, quizás
llamándoles la atención puede que recapaciten: ¡A ver, hijitos míos, mis
muchachitos, no me hagan eso…!» Sí, en Elí pesó más su reputación y el
vínculo que tenía con sus profanos hijos que la honra y el temor que le
debía a Dios.
Hay quien le aplica a los demás la disciplina de manera inflexible e
inclemente, pero cuando se trata de su persona siempre encuentra
argumentos para justificarse muy generosamente. Elí debió pararse y
decir: « ¿Qué es lo que ustedes están haciendo? ¿Acaso piensan que por
ser mis hijos yo voy a respaldar su conducta irreverente y pecaminosa, en
el servicio a Dios? Escúchenme bien, cuando se trata de la honra de Dios,
no hay esposa, no hay hijos, ni tampoco amigos ni nada ni nadie.
¡Primero Dios, luego Dios y después Dios! Él es el todo en todo. Así que
se terminó esa conducta. ¡Salgan ahora mismo del santuario, y no se
atrevan ni siquiera a asomarse por aquí!». Tristemente, este hombre que
representaba el sacerdocio y la ley de Dios, no estorbó a sus hijos ni le
dio el carácter que requería tal proceder; su lámpara estaba apagada, y no
había celo de Jehová en él. Su ministerio estaba como su vida, envejecido
y sin fuerzas.
Sin embargo, vemos que se comienza a encender una nueva lámpara,
con visión y Palabra de Dios. Es interesante notar que mientras para la
visión de Dios, los ojos de Elí (la lámpara) se estaban cerrando
(apagando), los de Samuel (la nueva lámpara), se estaban abriendo
(encendiendo). ¿Sabes cómo se le llamó posteriormente a Samuel en
Israel? El vidente. ¡Qué lindo que en un tiempo donde no hay visión,
Dios levante un vidente! No solamente con revelaciones de sus
propósitos, sino con la certidumbre de ver cosas naturales que a ojos de
los comunes están ocultas. Un vidente era un profeta, pero Samuel, aparte
de profeta, fue un vidente tal que hasta cuando las asnas se perdían, él
decía dónde estaban (1 Samuel 10:14). Los hombres de visión, cuando
tienen los ojos abiertos, hasta a los animales perdidos encuentran, y esa
lámpara de Samuel estaba bien encendida. El muchachito llegó a ser el
vidente más famoso, de manera que todo Israel, “… desde Dan hasta
Beerseba, conoció que Samuel era fiel profeta de Jehová” (1 Samuel
3:20).
No obstante, –y eso también es otra enseñanza- llegó el tiempo que
Samuel se sintió tan experimentado en la visión, que cuando fue a buscar
al ungido de Jehová, no lo encontró. Algo tan importante, como
identificar al escogido por Dios, él no pudo hallarlo. El vidente, en lugar
de decir: «Déjame consultar a Jehová y no confiar en mis habilidades,
para seleccionar al hombre que como rey, Él ha escogido, en esto no
quiero equivocarme», prefirió confiar en su don. Él se apresuró, como el
que dice: «No tengo que consultar con nadie, pues de esto sé yo. Yo soy
un experimentado vidente, tengo años haciéndolo, así que hasta con los
ojos cerrados sabré quién es quién». ¡Ah, pero lo que no estaba tomando
en cuenta Samuel es que Jehová no mira como mira el hombre (1 Samuel
16:7)! A veces nos creemos tan entendidos que ni consultamos a Jehová.
Incluso, hay quienes se ríen de ti cuando no se ofenden, si les dices:
«Hermano, déjame orar antes de ir a predicar a tu iglesia, a ver lo que
Dios quiere». Y te dicen en tono de burla: «Espérate un momento, ¿tú me
estás diciendo que vas a orar para eso? ¡Por favor!» En otras palabras:
«Yo no necesito al Espíritu Santo, para que me diga lo que tengo que
hacer. Yo sé lo que tengo que hacer». Y por ahí andan, supuestamente en
el nombre de Jesús, pero llevando su propio mensaje, andando de su
propia cuenta, ya que el mensajero de Jehová es el que el Señor envía. El
Hijo de Dios dijo: “Porque yo no he hablado por mi propia cuenta; el
Padre que me envió, él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo
que he de hablar” (Juan 12:49). En el reino de Dios hay enviados, no
“llaneros solitarios”.
De hecho, eso es lo que ha pasado con las denominaciones que han
perdido la lámpara, que confían más en su organización, en sus
instituciones, pólizas, y constituciones que en la Palabra de Dios. Ellos
predican los domingos una homilía, para entretener a la gente, nada más,
pero no hay Espíritu de Dios en sus palabras. Ellos han perdido la esencia
misma y son como los saduceos, ignoran el poder de las Escrituras
(Marcos 12:24). Ellos han limitado la Palabra al logos, a letras solamente
y han perdido el rhema, la esencia de vida que hay en ellas. La Biblia es
la lámpara, ¿o no dice la Escritura: “Lámpara es a mis pies tu palabra, Y
lumbrera a mi camino” (Salmos 119:105)? Mas, esa lámpara solo se
enciende con la visión, pues únicamente alumbra con el aceite de la santa
unción. Por tanto, hay dos maneras de perder la visión, las cuales
explicaré con detalle a continuación:

1.Se pierde la visión, cuando se honra más a los hombres que a


Dios.
El sacerdocio de Elí ilustra muy bien este enunciado, pues sabemos que
honró más a sus hijos que a Dios. Aplicándolo ahora a nosotros,
perdemos la visión cuando lo que más nos importa es la reputación,
nuestro “dios imagen”, el quedar bien delante de los demás, ser invitados,
ser aplaudidos, ser vistos, ser considerados y recibir deferencia, por
encima del honrar a Dios. Yo no tengo problemas con la prosperidad
cuando es Dios que la da, para su gloria y honra, y administrada en su
temor. Lo que yo no tolero es que se introduzca ideas mercantilistas a la
iglesia; que los mismos conceptos de las empresas multinacionales que
fueron escritos en libros, les pongan textos bíblicos, y vengan y nos los
enseñen en seminarios, a un costo de $200 dólares; vendiéndolos como
Palabra de Dios. El problema mío es cuando, al ver que ciertas compañías
en poco tiempo se hicieron grandes empresas, y famosas por sus
acertadas técnicas de mercadeo, que sus estrategias se implementen en la
iglesia para salvar almas. ¡Por favor, nosotros no necesitamos nada del
hombre, tenemos a Dios y a su Espíritu Santo, y con eso basta!
La prosperidad del hombre es una bendición, y sé que todos nos
beneficiamos con los logros humanos. A lo que me opongo es a depender
del genio y progreso humanos, teniendo un Dios Todopoderoso que me
ha enseñado que si vivimos su bendita Palabra, el mundo entero va a
decir: “Ciertamente pueblo sabio y entendido, nación grande es esta”
(Deuteronomio 4:6). Entiende mi hermano que son los hombres de
empresa que deben venir a la iglesia a aprender cómo un negocio es
bendecido o cómo se prospera, no al revés. Por eso digo, si somos la luz
del mundo, pero el mundo es nuestra luz, entonces eso me indica que algo
no está bien. Entiendo que cuando a alguien se le apaga la luz, le pasa
como a las cinco vírgenes fatuas, que después que descuidaron sus
lámparas, al no hacer provisión, porque vivieron en indiferencia, a última
hora cuando vieron a las demás encendidas, entonces quisieron tener luz,
pero no tenían aceite, y ya era muy tarde para conseguirlo (Mateo 25:3,
8,10) ¡Que Dios nos libre!
No perdamos la visión, honrando más a los hombres que a Dios; dando
más importancia, en nuestro ministerio, a lo que dicen los demás que a Su
Palabra. A veces, hemos escuchado a pastores decir: «Eso no lo puedo
hacer aquí, porque los hermanos no están de acuerdo»; o «Yo quiero
hacerlo, y el Señor insiste en que lo haga, pero la congregación se
opone»; cuando lo que debería importarle es si Dios le mandó a hacerlo o
no. Si Dios te dio la orden de hacerlo es porque tú eres la lámpara, el
hombre escogido y no el pueblo. Mas, la pregunta mía para ti es: ¿el
pueblo te dirige a ti o tu diriges al pueblo? Eso es lo que encuentro
absurdo, en los lugares donde la lámpara se ha apagado, que el pueblo es
el que dirige al líder. En toda la Biblia veo que los instrumentos
escogidos por Dios eran quienes dirigían. En el Antiguo Testamento, por
ejemplo, sobre Israel regía Moisés, posteriormente Josué, Samuel, David,
entre otros, cada uno en su tiempo. En cambio, ahora noto que en muchos
lugares hay un montón de gente, a veces hasta familiares, que se adueñan
de iglesias, manipulan al líder, hacen y deshacen (imitando la democracia
representativa), y se la pasan peleando, cambiando de dirección, dando
tumbos, porque no tienen luz, ¡andan a oscuras!
En Estado Unidos, por ejemplo (que bien podría ser un modelo de la
democracia representativa), cada cuatro o seis años se eligen nuevos
senadores y llevan más de doscientos años promulgando y modificando
leyes, pero realmente, nada de eso resuelve sus problemas. Luego del
ataque terrorista, ocurrido el 11 de septiembre del 2001, en la ciudad de
Nueva York y otros estados de la unión americana, son muchas las leyes
que se han promulgado para seguridad nacional, y libertades civiles que
han sido restringidas, de manera que ahora los ciudadanos se sienten
limitados y un clima de inseguridad flota en el ambiente. Sin embargo,
todas estas cosas las autoridades las hacen para tener control en la
defensa de la nación. Por lo tanto, el que haya muchas leyes no significa
necesariamente orden, sino muchas complicaciones.
No obstante, ¿cuál es el censor en la toma de decisión de los que, en la
actualidad, dirigen las naciones? Su censor es la opinión pública, lo que
dice el pueblo en las encuestas. Los políticos asumen el rol que los haga
lucir mejor delante de todos. Por otro lado, el pueblo, con tal de tener una
buena economía, sigue a aquel que diga que subirá el salario mínimo,
disminuirá la tasa de impuestos, rebajará el alquiler y dará seguro médico
gratuito, sin importarle que sea un sinvergüenza, que legalice el aborto y
apoye los movimientos homosexuales, ¡no les importa! Para ellos es su
ganador, pues les asegura su estabilidad económica y abaratarle el costo
de la canasta familiar. Por eso, el que está presidiendo y quiere reelegirse
en el próximo período, no importa que no haya trabajado, que la agenda
no cumpliera y no conservara los principios morales de la nación, solo
tiene que empezar a prometer todas esas cosas que desean las masas,
participar en desfiles con las minorías, y exhibirse, en caminatas, con
homosexuales. Entonces ¿quién dirige a quién? Cuando en una nación la
lámpara de Dios está apagada, no hay liderazgo ni quién guíe.
En cambio, la Biblia me enseña que Dios elige sus instrumentos. Al
que es su siervo, Dios lo hace un líder y le da visión e instrucción para
que dirija al pueblo, no el pueblo a él. Pero muchos se han refugiado en el
sistema democrático, porque no tienen visión celestial y no encuentran
otra forma para dirigir. Ya Dios no les habla, entonces dicen: «¡Bah, eso
de los dones fue para el primer siglo, eso ya no es necesario! Ahora lo
que cuenta es trabajar con las almas». En otras palabras, ellos aluden que
la primera iglesia necesitaba el Espíritu Santo, pero que la de ahora no.
¡Oh, Señor, ignoran las Escrituras! ¡La iglesia de hoy necesita mil veces
más al Espíritu Santo que la del tiempo de los apóstoles! Nuestro Señor
Jesucristo que es la sabiduría en persona, dijo: “Pero cuando venga el
Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su
propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las
cosas que habrán de venir” (Juan 16:13). Lo que ocurre es que se han
inventado una teología donde los dones, milagros y maravillas eran
señales para los inconversos de aquellos días, porque supuestamente ya
Dios todo lo dijo en la Biblia, y no hay necesidad del Espíritu. Pero el
autor y consumador de la fe, nuestro Señor Jesucristo, dijo:

“Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que


esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el
mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero
vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en
vosotros. (…) él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo
lo que yo os he dicho. (…) el Espíritu de verdad, él os guiará a
toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que
hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán
de venir” (Juan 14:16-17, 26; 16:13).

Y me pregunto: ¿cómo el Espíritu Santo nos consolará; cómo nos


enseñará; cómo nos recordará todo lo que Jesús ha dicho; cómo nos
guiará o nos hablará? ¿No es a través de los dones o capacidades
espirituales? ¿Tan ciegos estamos? ¿Tan necios somos? ¿Acaso no ha
resplandecido la luz de Cristo en nuestros corazones, para iluminación
del conocimiento de la gloria de Dios (2 corintios 4:6)? ¿Cómo
entonces pueden estar pasando estas cosas en la iglesia de Jesucristo?
Sin ojos espirituales, cómo guiaremos a los que nos precederán
“¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en el
hoyo?” (Lucas 6:39). ¿No es el Espíritu Santo nuestra promesa,
nuestro investidura de poder (Lucas 24:49)? ¡Cuántos hay que
llamándose “creyentes”, y siendo parte del cuerpo de Jesucristo,
rechazan los dones espirituales! Tenemos que orar donde quiera que
las lámparas ya se han apagado, para que el Espíritu Santo arda en
ellos.
En el año 1995, el Señor nos mandó, como congregación, a orar,
específicamente, en puntos estratégicos en las naciones, y
obedecimos. Esta era una misión de fe, la cual consistía en proclamar
vida sobre aquellos lugares, en los cuales hubo avivamientos de Dios.
En Europa, por ejemplo, entramos a la región piamontés (ubicada en
la frontera entre Francia e Italia) donde estaba el templo de los
“valdenses” (seguidores de Pedro Valdo o Waldo, de donde toman ese
nombre) los cuales fueron muy perseguidos. Allá oramos,
profetizamos y confesamos vida sobre aquellos “huesos secos”. Estos
cristianos del siglo XII, llamados también “los pobres de Lyon”,
hacían voto voluntario de pobreza, para ejercer la vida sacerdotal. Los
valdenses fueron hombres que desafiaron al sistema religioso de su
época, por causa de la Palabra de Dios, su celo por el evangelio, y su
franca oposición al clero papal, los desvinculó de la iglesia católica,
haciéndolos víctimas de una cruel persecución.
Se cuenta que, cuando la Biblia impresa no existía ni era asequible
de la manera que la tenemos hoy, los valdenses copiaban a mano las
porciones bíblicas e iban por las ciudades, como hacen los
comerciantes y, clandestinamente, le pasaban pedazos de papel a la
gente, para cuando llegasen a su casa tuvieran algún capítulo del
evangelio de Juan o cualquier otro texto bíblico. Se hicieron
“traficantes de la Palabra”, en el buen uso de esa expresión. El papa
Inocencio III mató ciento de miles de ellos, dicen los historiadores,
aunque se cree que quedan algunas ramificaciones en ciertas áreas de
Italia y Francia, pero muy mínimas, ni tampoco con la presencia y
fuerza que tenían antes.De igual manera, fuimos a la casa de John
Wesley y comenzamos allí a proclamar que el Señor levante el
espíritu que Dios había derramado en este hombre. Cuando fuimos a
Turquía (antigua Asia menor) allá rogamos al Señor por el espíritu de
las siete iglesias (Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardis, Filadelfia
y Laodicea), pidiéndole al Dios que traiga vida, que resucite el
espíritu de esas iglesias. Y creemos por fe que Dios las está
encendiendo, porque Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. Te
comparto esto, no con la intención de criticar las lámparas apagadas,
sino para animarte, a ti lector, para que no te apagues y para que
oremos donde quiera que el Espíritu muestre lámparas extinguidas,
sofocadas, apagadas. Entiende que cuando se apaga una lámpara es
prácticamente un propósito del reino de Dios que se sofoca o
extingue. Una hoguera se enciende con leñas, y una llama enciende la
otra, por lo que no me puedo alegrar, ni criticar a alguien que se le
haya apagado la lámpara, porque se puede apagar la mía. Ahora, con
esos ejemplos quiero alertarte que la iglesia tiene veinte siglos de
historia y su lámpara, tristemente, no está resplandeciendo, sólo
humea.
La vida en el Espíritu no es una forma religiosa, es un Camino
(Hebreos 10:20). Cuidémonos del fanatismo religioso, del creer que el
movimiento nuestro es lo último que Dios va a hacer, y se va a quedar
aquí, en este “monte Sinaí” o en nuestra “enramada” (Mateo 17:4),
¡por favor! Dios no se detiene, Él sigue adelante. Su Palabra dice que
Él nos lleva de gloria en gloria (2 Corintios 3:18); Dios no hace lo
mismo todos los días, su gracia es multiforme (1 Pedro 4:10). Ni
siquiera un árbol tiene dos hojas que sean exactamente iguales; Dios
es creativo, en cambio el diablo es un imitador.
¡Cuidado con honrar más a los hombres que a Dios!, pues ahí
comienza a perderse la visión. A los hombres hay que darles el grado
de honra que Dios manda que se les dé, si están en autoridad
(Romanos 13:7); especialmente a los que gobiernan bien, a los que
respetan a Dios. Esos tienen autoridad porque la fe ha funcionado en
ellos y por eso pueden enseñar. Los ancianos que gobiernan bien
deben ser tenidos por dignos de doble honra, y los diáconos también
(1 Timoteo 5:17). Todo el que gobierna bien en Dios tiene autoridad,
porque lo que da autoridad es vivir a Dios. Si la fe funciona en ti, tú
puedes ser un maestro de piedad; yo puedo aprender de ti, porque tu
vida me inspira, por lo que tú puedes enseñarme, y ser una autoridad
para mí.
La autoridad del reino no se impone, pues en el cielo los niveles de
honra no son jerárquicos, en el sentido de escalafón o categorías,
aunque sí hay un orden. Pero existe una gran diferencia entre la
autoridad en Dios y la autoridad del mundo. Por ejemplo, en la tierra
hay reyes, presidentes, cancilleres, y grados en el ejército
(comandante en Jefe, generales, almirantes, capitanes, oficiales
subalternos y suboficiales), pero en el reino de Dios no es así. En los
cielos no se crece con escalafones ni en jerarquías, sino en cuánto
amo yo al Señor, cuánto le creo, en qué medida me someto, cómo
reflejo su carácter y si mi corazón es conforme al Suyo. Cuando la fe
funciona en mí, y es manifiesto cómo Dios me respalda porque le
creo, y tengo una relación con Él, y vivo una vida consecuente con la
verdad, entonces la gente observa y quiere someterse a nuestra
autoridad, porque sabe que está en buenas manos.
En nuestra congregación, por ejemplo, hay hermanos que no son
ancianos, ni apóstoles, ni profetas, que no tienen ninguna función,
digamos ministerial en la iglesia, pero cuando veo sus testimonios,
con tan solo observar sus vidas, no puedo contener las lágrimas de lo
mucho que soy ministrado. En ocasiones, hasta les he pedido que oren
por mí, porque aman tanto a Dios, y su relación con el Santísimo es
de 24 horas al día, que Dios los respalda de tal manera, que yo digo: «
¡Yo quiero eso Señor!» Ellos no son autoridad ministerial en la
iglesia, pero tienen toda la autoridad del cielo. A esos hermanos hay
que honrarlos, pero sin perder de vista que toda adoración pertenece a
Dios, eso nos preservará de perder la visión.

2. Se pierde la visión cuando se envejece, pero no se madura en


Dios.
La madurez es muy importante, algo primordial en un servidor de Dios.
No podemos envejecer en el ministerio, de tal manera que los años en
Dios nos pasen por encima, sin haber crecido en el Señor. Envejecer y no
madurar, eso le pasó a Elí. Cuarenta años sirviendo a Dios, pero se quedó
siendo el mismo hombre, sólo que había envejecido. Las canas cayeron
sobre él, pero su corazón era el mismo de un hombre indolente que veía
el mal y ¡no hacía nada! Es necesario que crezcamos en Dios; que
mañana yo sea más maduro que hoy, y el año que viene debo ser más
maduro que el año anterior. Nuestra vida espiritual debe ir de gloria en
gloria, porque vamos de la mano de Dios y caminamos con Él, y Su
divina presencia no se detiene, crece y asciende.
Cuando hablo de madurez, me refiero a la madurez bíblica que es igual
a perfección. Pero esa perfección de la que nos habla la Biblia no implica
impecabilidad -pues nadie es impecable, sólo Dios-, sino que se refiere a
un nivel de estar completo, de llegar a una plenitud espiritual. Por
ejemplo, una persona llega a la madurez física, cuando desde niño, pasa
por las diferentes fases de desarrollo y llega a ser un adulto. Un árbol
llega a la madurez, cuando usted siembra su semilla, ésta germina, brota
el tallo, nacen las hojas, después florece y de las flores surge el fruto. El
fruto pasa también por un proceso de maduración, hasta estar apto para
ser comido. Todo este proceso resume la madurez de un árbol ¿Cómo sé
que el árbol está maduro? Cuando puedo comer de su fruto. Ningún fruto
se come a sí mismo, sino que nace para que los demás coman de él. Por
tanto, cuando la vida tuya es útil para Dios, y los que te rodean comen del
fruto del Espíritu que hay en ti, podemos decir que estás maduro. Pero si
no hay utilidad, ni edificación en tu vida, no has madurado.
De hecho, cuando nos mantenemos en los asuntos de niños, y nos
detenemos en el Camino por pequeñeces, por mirar cositas que paralizan,
estamos retardando el proceso de madurez de nuestra vida espiritual. El
hombre maduro no está pensando en el medio que le circunda, sino que
pone los ojos en el objetivo, como Jesús. Dice la Palabra que “Cuando se
cumplió el tiempo en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro
para ir a Jerusalén” (Lucas 9:51). La ciudad santa no representaba para el
amado del Padre el cumplimiento de un sueño, sino dolor, sacrificio,
humillación, separación, muerte. Pero Jesús no consideró nada de eso
para volverse atrás, sino que a todo aquello que podía estorbarle le dijo:
“¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me eres tropiezo… (…) Yo para
esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la
verdad” (Mateo 16:23; Juan 18:37) ¡Él no se amedrentó!, sino que se
dispuso a cumplir la voluntad del Padre, la cual a ninguno nos ha
quedado dudas de que estaba por encima de la de Él.
Cuando Agabo tomó el cinto del apóstol Pablo, y atándose los pies y
las manos, le dijo: “Esto dice el Espíritu Santo: Así atarán los judíos en
Jerusalén al varón de quien es este cinto, y le entregarán en manos de los
gentiles” (Hechos 21:11); y aquellos que lo escucharon quisieron
persuadirlo y le rogaban al siervo de Dios que no fuese a Jerusalén (v.
12), Pablo les respondió: “¿Qué hacéis llorando y quebrantándome el
corazón? Porque yo estoy dispuesto no sólo a ser atado, mas aun a morir
en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús” (vv. 13-14). Y antes de eso,
dijo a los hermanos de Éfeso, con los cuales se reunió brevemente, pues
se apresuraba por llegar el día de Pentecostés a Jerusalén: “Ahora, he
aquí, ligado yo en espíritu, voy a Jerusalén, sin saber lo que allá me ha de
acontecer; salvo que el Espíritu Santo por todas las ciudades me da
testimonio, diciendo que me esperan prisiones y tribulaciones. Pero de
ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con
tal que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor
Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios” (Hechos
20:22-24).
Esto debería ser una gran lección para nosotros, pues algunos piensan
que la profecía es para detenernos en el propósito si anuncia dificultades
u obstáculos, como diciendo ‘eso no es de Dios’. Pero la profecía te
anuncia lo que va a venir para que tomes postura y te definas en fe, ante
el anuncio que viene una tormenta. La profecía no se da para amedrentar,
sino para que se haga provisión. En la actualidad existen tecnologías
sofisticadas, equipos de radares que te dejan saber cuándo viene un
huracán o un mal tiempo, pero antes no habían esas cosas, y a la gente les
sorprendía los fenómenos atmosféricos y perdían sus vidas. Sin embargo,
el Espíritu Santo es una revelación superior, él no sólo nos advierte de
tempestades, sino de problemas, y nos dice: “Alístate, confírmate,
establécete, sumérgete en Dios, porque vienen crisis”. ¡Gloria a Dios por
el Espíritu Santo! Es necesario que crezcamos en el Espíritu Santo y en la
relación con Dios.
Ahora quiero que veas algo que considero tremendo en el relato bíblico
que nos ocupa. Ocurrió que los hijos de Israel salieron a pelear contra los
filisteos, pero estaban perdiendo la batalla y se les ocurrió traer el Arca de
Jehová al campamento, como un recurso de guerra (1 Samuel 4:6). Eso
mismo sucede ahora, cuando una iglesia está en derrota, que pretende
traer la gloria, a ver si la gloria los libra, y cantan a la gloria, gritan que
quieren la gloria, llaman a la gloria, dicen que tienen la gloria y que
sienten la gloria. Ellos dicen: “Tenemos el Arca, ¡aleluya! Ahora si es
verdad que estamos en victoria, porque sentimos la gloria, la presencia de
Dios”. Pero Dios les dice: “¡NO!, mi gloria pelea únicamente a favor de
mi propósito, y si mi voluntad no se obedece, mi gloria no funcionará”.
Entiende que Israel estaba lejos de Dios, porque el ministerio o
sacerdocio estaba distanciado del Señor. Los pecados de la casa de Elí
hicieron que el pueblo perdiera el respeto por la ofrenda de Jehová, y
como ya no confiaban en ese sacerdocio infiel, pensaron que trayendo el
Arca de Dios los libraría de la derrota. Pero los filisteos ganaron la
batalla, y se llevaron junto con ellos, no solo la victoria, sino también el
Arca.
Luego vemos qué sucedió: “Y corriendo de la batalla un hombre de
Benjamín, llegó el mismo día a Silo, rotos sus vestidos y tierra sobre su
cabeza; y cuando llegó, he aquí que Elí estaba sentado en una silla
vigilando junto al camino, porque su corazón estaba temblando por causa
del arca de Dios. Llegado, pues, aquel hombre a la ciudad, y dadas las
nuevas, toda la ciudad gritó” (1 Samuel 4: 12-13). En verdad yo no
entiendo como Elí vigilaba junto al camino, si este hombre estaba ciego y
temblaba de miedo. No cuidó el Arca y ahora estaba preocupado por ella.
¡Qué triste!, pues cuidar el Arca era como cuidar la gloria, y ese era el
primer trabajo de los sacerdotes, velar por las cosas santas. Continuemos
viendo este penoso acontecimiento:

“Cuando Elí oyó el estruendo de la gritería, dijo: ¿Qué


estruendo de alboroto es éste? Y aquel hombre vino aprisa y dio
las nuevas a Elí. Era ya Elí de edad de noventa y ocho años, y sus
ojos se habían oscurecido, de modo que no podía ver” (1 Samuel
4: 14-15).

Al principio dijimos que a Elí se le estaban oscureciendo los ojos (1


Samuel 3:2), pero en este punto ya el viejo sacerdote estaba ciego.
Cuando Dios permitió que su Arca cayera en manos de los enemigos, ya
Elí no tenía visión. Podemos decir entonces que en ese momento, la
lámpara de Elí se apagó. Sus oídos sólo oían la gritería, el pánico, la
incertidumbre de un pueblo que había perdido la representación y se
quedó sin la divina cobertura. El pueblo sin visión, sin profecía y sin
revelación se desenfrena (Proverbios 29:18). Al viejo profeta le pasó
como a Sansón, quien usó mal la unción y se quedó sin visión; Elí no usó
su lámpara para la gloria de Dios, y se le apagó.

“Dijo, pues, aquel hombre a Elí: Yo vengo de la batalla, he


escapado hoy del combate. Y Elí dijo: ¿Qué ha acontecido, hijo
mío? Y el mensajero respondió diciendo: Israel huyó delante de
los filisteos, y también fue hecha gran mortandad en el pueblo; y
también tus dos hijos, Ofni y Finees, fueron muertos, y el arca de
Dios ha sido tomada. Y aconteció que cuando él hizo mención del
arca de Dios, Elí cayó hacia atrás de la silla al lado de la puerta,
y se desnucó y murió; porque era hombre viejo y pesado. Y había
juzgado a Israel cuarenta años” (1 Samuel 4:16-18).

Viejo, pesado, y ciego, así terminó el ministerio de Elí. En él se


cumplió lo negativo de la vejez, un sacerdocio en decadencia que pierde
las facultades. ¡Ay del ministerio que pierde el temor de Dios!, ¡Ay de los
que predican palabras de lisonjas y mentiras, haciendo errar al pueblo!,
¡ay del ministerio y la congregación cuando ya el pecado se le llama
“falta” y no se quiere hablar públicamente las cosas como son, porque les
suena a condenación! (Juan 18:20; 1 Timoteo 5:20). Mas, pecado
significa errar el blanco, y se peca cuando Dios no es el blanco de
nuestras acciones.
Asimismo, cuando digo viejo, refiriéndome a un ministerio rancio y
trasnochado, no aludo a un tiempo cronológico, pues en Dios no hay
edad. Moisés comenzó su ministerio a los ochenta años y Aarón a los
ochenta y tres (Éxodo 7:7). También vemos que en el libro de los Salmos
dice: “Aun en la vejez fructificarán; Estarán vigorosos y verdes” (Salmos
92:14). Por tanto, digo, por el Espíritu Santo, a cualquier hermano lector
que tenga cierta edad, que la vejez no es un impedimento para servir a
Dios. Caleb tenía ochenta y cinco años y le dijo a Josué: “Tú sabes lo que
Jehová dijo a Moisés, varón de Dios, en Cadesbarnea, tocante a mí y a ti.
(…) Ahora bien, Jehová me ha hecho vivir, como él dijo, estos cuarenta y
cinco años, desde el tiempo que Jehová habló estas palabras a Moisés,
cuando Israel andaba por el desierto; y ahora, he aquí, hoy soy de edad de
ochenta y cinco años. Todavía estoy tan fuerte como el día que Moisés
me envió; cual era mi fuerza entonces, tal es ahora mi fuerza para la
guerra, y para salir y para entrar. Dame, pues, ahora este monte, del cual
habló Jehová aquel día; porque tú oíste en aquel día que los anaceos están
allí, y que hay ciudades grandes y fortificadas. Quizá Jehová estará
conmigo, y los echaré, como Jehová ha dicho” (Josué 14:6,10-12). Por
tanto, un hombre de Dios, no importa la edad física que tenga, si su
espíritu está vivo y le cree a Dios, su lámpara permanecerá encendida.
Nunca es tarde para comenzar un ministerio, pues con Dios haremos
proezas.
Así que si por las circunstancias llegaste a viejo, y aparentemente no se
ha cumplido el propósito divino en ti, levántate ahora en el nombre de
Jesús y di al Señor: «Padre, renuévame; aumenta mis fuerzas como las
del búfalo y úngeme con aceite fresco; eleva mi espíritu como el águila
para comenzar el ministerio ahora, no con el sentimiento de una vida
frustrada, sino tomando ese arsenal de experiencias vividas, y aplicándolo
a la vida espiritual. De esta manera, lo que viví servirá como enseñanza
para los nuevos. Ayúdame a sacar provecho a mis malas experiencias,
para que lo que me pasó a mí no les pase a los jóvenes, y con mis canas
dar gloria a Tu nombre». Sí, amado, tú no estás acabado, la iglesia
necesita tus canas. Sabemos que el mundo tira a sus envejecidos al
olvido, cuando debiéramos honrarlos y sentarnos a sus pies, para que nos
enseñen.
Tampoco el problema de Elí era la edad física, porque esta solo era una
representación de su indolencia, pues realmente donde él se había añejado
era en desidia y apatía espiritual. Su ministerio no tenía vida ni fuerzas,
¡se había engordado!, por lo que aparte de desgastado estaba muy pesado.
El hombre había crecido en grasa, pero no en gracia. Sabemos que
cuando una persona está en sobrepeso, un simple movimiento se
constituye en un gran esfuerzo, figúrate entonces tener que mover todo el
peso de su cuerpo. Pero, Elí no tan sólo estaba pesado, sino que estaba
viejo y ciego; tenía tres impedimentos: no veía, tenía poca movilidad y
padecía los achaques propios de la edad. ¡Qué podía hacer un hombre en
esas condiciones!
Ahora, lo antes dicho no es para que te preocupes o te llenes de
ansiedad, sino que lo escribo para sacudirte, de manera que digas:
«¡Señor, líbrame de caer en rutina espiritual y en dejadez! A veces me
siento decaer, pero me voy a levantar en el nombre de Jesús, porque soy
un ministro del Nuevo Pacto; yo tengo la renovación por el Espíritu, yo
tengo el perdón de Dios. En la fe del Hijo, yo puedo decidir cambiar esta
situación en mi vida, porque es Su voluntad, por eso me hace esta
advertencia. Me levantaré, alzaré mis ojos a ti, ¡Oh Señor, porque Tú
encenderás mi lámpara! ¡Enciende mi lámpara Dios!, ¡aumenta su llama,
qué no se apague mi lámpara, por favor!». Sí, amado, sé prudente y vela,
y no seas insensato. Toma tu lámpara y juntamente con ella, llena tu
vasija de aceite, para que no te falte (Mateo 25:3, 4, 8). Veamos como
sigue el relato bíblico:

“Y su nuera la mujer de Finees, que estaba encinta, cercana al


alumbramiento, oyendo el rumor que el arca de Dios había sido
tomada, y muertos su suegro y su marido, se inclinó y dio a luz;
porque le sobrevinieron sus dolores de repente. Y al tiempo que
moría, le decían las que estaban junto a ella: No tengas temor,
porque has dado a luz un hijo. Mas ella no respondió, ni se dio
por entendida. Y llamó al niño Icabod, diciendo: ¡Traspasada es
la gloria de Israel! por haber sido tomada el arca de Dios, y por
la muerte de su suegro y de su marido. Dijo, pues: Traspasada es
la gloria de Israel; porque ha sido tomada el arca de Dios” (1
Samuel 4:19-22).

Escúchalo bien, en todo lugar donde se honre más al hombre que a


Dios, ¡nacerá un Icabod!, porque el Arca será trasladada y su lámpara no
alumbrará más. No tendrán luz, porque “Arca” representa la gloria de
Dios, y sin el Señor no hay quien resplandezca. Por eso, ninguno de los
avivamientos en la iglesia ha podido permanecer, porque comienzan con
Dios y terminan con el hombre; se le da más culto al ungido en vez de al
que unge. Nota que Dios prefirió (y esto quiero que lo grabes en tu
corazón) que Su gloria estuviera en un templo pagano, a que
permaneciera en un lugar donde le deshonraron. El Señor permitió que la
representación de su gloria estuviese en un templo pagano, junto a Dagón
(cosa que aborrece su alma -Deuteronomio 16:22), y habitar en tierra
extraña con el enemigo, que estar un día más junto a quienes con sus
labios le honraban, pero en sus corazones lo desechaban.
¿Recuerdas la historia de Ana y de Penina (1 Samuel 1:2)? Pues bien,
la misma nos habla de dos mujeres, que a su vez representan dos tipos de
iglesias y el contraste de dos ministerios. Mientras Ana representa el alma
humillada -que posiblemente por cierta situación no había parido- pero
sabe humillarse delante de Dios, sabe buscarle y anda siempre buscando
el favor de Dios; Penina representa la iglesia arrogante, prepotente, la que
porque tiene “mucho” menosprecia, hasta llevar a la ira y al complejo a la
que no tiene nada (1 Samuel 1:6). Penina usaba la bendición de Jehová
para confrontar a Ana su impedimento, su esterilidad, como símbolo de
maldición. Como diciendo: «Yo, cuyo nombre significa “joya”, “piedra
preciosa”, tengo hijos, muchos hijos, soy fructífera, en cambio tú, aunque
tu nombre significa “gracia”, eres una maldita, no tienes nada, ¡estás
seca!». Así hay iglesias que tienen mucha prosperidad económica,
grandes coros, muchos miembros, etc. y menosprecian a las
congregaciones pequeñas. Pero Ana, aunque no tenía nada, tenía el amor
del esposo, de lo que carecía Penina (1 Samuel 1:5). También ella sabía
humillar su alma delante del Fiel Creador, porque, en última instancia,
sabía que el deseo de su corazón dependía de Su favor (v. 6). Y cuando
Dios le concedió tener un hijo se lo dedicó a Él. La palabra dedicar
significa transferir, apliquemos entonces que Ana deseaba bendición,
pero para transferirla a Dios, y no para ella. Por eso, ella oraba
agradecida, diciendo:

“Los arcos de los fuertes fueron quebrados, Y los débiles se


ciñeron de poder. Los saciados se alquilaron por pan, Y los
hambrientos dejaron de tener hambre; Hasta la estéril ha dado a
luz siete, Y la que tenía muchos hijos languidece. Jehová mata, y
él da vida; Él hace descender al Seol, y hace subir. Jehová
empobrece, y él enriquece; Abate, y enaltece. Él levanta del polvo
al pobre, Y del muladar exalta al menesteroso, Para hacerle
sentarse con príncipes y heredar un sitio de honor” (1 Samuel
2:4-8).

Es decir, la estéril parió, y la que tenía muchos hijos se debilitó; la que


no tenía nada, Dios la llena y multiplica, y la que tenía “mucho”, ahora Él
la manda con las manos vacías. Por tanto, Penina fue humillada y Ana
que estaba humillada hasta el polvo, fue exaltada y colocada en un sitio
de honor. Meditemos en estas cosas.
La segunda enseñanza que extraemos de la vida de Ana y Penina es
que representan el contraste de dos sacerdocios, uno en decadencia y otro
que está en cierne, como la casa de Elí y Samuel. Penina es un tipo de Elí,
el cual tenía ministerio y tenía hijos oficiando. Elí se enorgullecía, pues
¿qué ministro no quiere que sus hijos le sigan en el ministerio? Algunos
hasta fuerzan las cosas y los obligan, para tener un buen testimonio y
poder decir: «Mira a mi hijo ministrando. Tengo cuarenta años en el
ministerio, ¡qué bendecido soy! no como algunos que andan por ahí, a
quienes Dios no les ha dado nada». ¡Oh, Padre, libra a tu iglesia del
espíritu de Penina! En cambio, Ana representa el ministerio de Samuel, el
cual trae la vida, restauración y luz de Dios. La enseñanza está distribuida
en los primeros capítulos del libro de 1 Samuel, veámoslo:

A) Capítulo 1: Bendición trasladada:Penina que tenía mucho ahora


no tiene nada, y Ana que no tenía nada, ahora tiene mucho (v. 19)
B) Capítulo 2: Honra trasladada:A Elí le quitan el sacerdocio y
Samuel ocupa su lugar (vv. 30, 35)
C)Capítulo 3: Ministerio trasladado:Empieza el juicio contra la
casa de Elí, y Jehová llama a Samuel (vv. 3-4)
D)Capítulo 4: Gloria trasladada:Mientras Samuel nació para
trasladar de deshonra a honra, y de humillación a gloria; Icabod
nació para anunciar que la gloria fue trasladada, y que el que tenía,
ya no tiene, porque no honró a Dios (vv. 21-22).

¿Cuántos saben que Dios traslada? Sí, Él traslada y lo hace de dos


formas, según lo muestra en su Palabra: 1. Cuando llega el momento de la
relevación, y 2. Cuando Él tiene que intervenir, porque no se está
cumpliendo su propósito. Es diferente ser relevado cuando la obra
termina, a ser quitado por no haber dado honra a Dios. Por ejemplo,
Moisés fue quitado cuando su tiempo terminó y tuvo una descendencia
espiritual -Josué-, el cual ocupó su lugar (Deuteronomio 34:9). Elías fue
quitado cuando Dios se lo llevó con Él en vida, pero no sin antes ungir a
Eliseo, para que le sustituyera (1 Reyes 19:16). También el apóstol Pablo
pasó su manto a Timoteo (2 Timoteo 4:6). Pero, el traslado de la gloria de
Dios en el tiempo de Elí fue porque no sirvió con temor ni honró a Dios.
No sé tú, amado, pero el día que yo sea trasladado como Elías al cielo,
quiero que cuando mi manto caiga, lo haga sobre un hijo, porque Dios me
haya dado descendencia y no que Jehová me quite el manto, porque fui
inepto e indigno delante de Él.
Icabod nació para ser un estigma, un sello de oprobio toda la vida, pues
para nosotros puede que sea un nombre como otro cualquiera, pero para
Israel no. Llamar a Icabod era traer a la memoria cada vez que se le
nombrara que la gloria de Jehová fue trasladada, por no haberle dado
honra a Dios. El ministerio es para honrar a Dios. Entiendo que cuando la
Biblia, dirigiéndose a David, dice: “Así ha dicho Jehová de los ejércitos:
Yo te tomé del redil, de detrás de las ovejas, para que fueses príncipe
sobre mi pueblo, sobre Israel” (2 Samuel 7:8), significa que aunque
naturalmente David era un pastor de ovejas, Jehová lo tomó de allí y lo
llevó al trono. También, espiritualmente, lo podemos aplicar a que David
era una de las ovejas del redil de Dios, y de entre todas sus ovejas de
Israel, el Buen Pastor tomó una ovejita conforme a su corazón, llamada
David y la honró poniéndola como rey, para reinar a través de él. Pues,
cuando Dios pone a alguien en autoridad es para que esa autoridad le
reconozca y el Señor pueda gobernar y ejercer Su voluntad a través de
ella. Así, cuando Dios puso como autoridad a Adán sobre todo lo creado,
no simplemente fue para honrar a Adán, sino para que Adán lo honrara a
Él.
Toda función de honra que Dios da es para honrarlo a Él, no a nosotros.
El apóstol Pablo entendió este principio cuando dijo: “Palabra fiel y digna
de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los
pecadores, de los cuales yo soy el primero” (1 Timoteo 1:15). Pero antes
había dicho: “Doy gracias al que me fortaleció, a Cristo Jesús nuestro
Señor, porque me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio, habiendo yo
sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui recibido a
misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad. Pero la
gracia de nuestro Señor fue más abundante con la fe y el amor que es en
Cristo Jesús” (vv. 12-14), dando a entender que además de salvarme y
librarme del pecado, el Señor me tomó de entre sus santos y me puso
como su ministro. Eso es una honra mayor.
El ministerio no es una plataforma donde nosotros nos subimos para
vernos más grandes, sino donde Dios nos pone para, a través de nosotros,
dejar ver su grandeza. Y cuando alguien está en un púlpito predicando la
Palabra, no significa que está más alto que los que abajo escuchan, sino
que Dios está más alto que nosotros, porque el que habla no está
hablando de sí, sino que fue enviado a anunciar las virtudes de Aquel que
lo llamó desde lo alto. Ningún embajador en un país habla de sí mismo,
sino de la nación que lo envió, a la cual representa. Cuando un embajador
vive mal, es imprudente o inmoral, personifica muy mal a su nación. De
la misma manera, cuando alguien en la iglesia se aprovecha de su
autoridad o función en el Cuerpo para sacar provecho, está deshonrando a
Dios. Si alguien no sabe lo que significa un lugar de honra, se hace
indigno de esa distinción. La honra se gana por el respeto que le muestro
a lo que Dios me dio.
Por tanto, no es una casualidad que Dios mudara su gloria de Silo, de
casa de Elí (1 Samuel 4:21). Jehová prefirió que su gloria estuviera con
los enemigos, como lo dice en el Salmo: “Dejó, por tanto, el tabernáculo
de Silo, La tienda en que habitó entre los hombres, Y entregó a cautiverio
su poderío, Y su gloria en mano del enemigo. Entregó también su pueblo
a la espada, Y se irritó contra su heredad. El fuego devoró a sus jóvenes,
Y sus vírgenes no fueron loadas en cantos nupciales. Sus sacerdotes
cayeron a espada, Y sus viudas no hicieron lamentación” (Salmos 78:60-
64). En otras palabras, Jehová optó el estar en tierra de los filisteos –
tierra inmunda- que estar en la casa de este sacerdote indigno; prefirió
que los filisteos tomaran el Arca como trofeo de su triunfo, antes de Él
honrar con una victoria a quienes les deshonraron. Duras son estas
palabras, pues ¿quién podría creer que Dios habitara en tierra del
enemigo? No obstante, en tierra de los filisteos Jehová hizo estragos, con
ellos y con su dios Dagón. Al pedazo de yeso, ellos lo encontraron
postrado en tierra delante del Arca, en más de una ocasión, hasta que al
final tropezaron con la cabeza y las dos palmas de las manos, cortadas
sobre el umbral, y de Dagón sólo había quedado el tronco (1 Samuel 5:2-
4). También Dios les mandó tumores a los filisteos, de tal manera que
ellos dijeron: “No quede con nosotros el arca del Dios de Israel, porque
su mano es dura sobre nosotros y sobre nuestro dios Dagón” (1 Samuel
5:7) Porque cuando Israel no sabe pelear, Dios sí sabe, Él no ha perdido
ninguna batalla.
Es notorio que la gloria no le funcionó al pueblo de Israel, cuando la
usaron como amuleto, pero cuando estaba en tierra de los filisteos,
funcionó de tal forma que los filisteos no encontraban qué hacer. La
llevaron a Gat y se llenaron de tumores desde el más chico hasta el
grande (1 Samuel 5:8-9); la llevaron a Ecrón y allí el clamor de muerte
subía al cielo, porque los que no morían, ya estaban enfermos de muerte,
así que no salieron de un “ay” hasta que retornaron el Arca en bueyes.
¿Funciona o no la gloria? ¡Claro que funciona! No funciona cuando se la
usa sin Dios, como hay personas que estando en enemistad con el Señor
quieren recibir Su favor. Dios te ha favorecido en Cristo, pero te salvó
para que tú vivas para Él, no para que sólo te beneficies de lo Suyo, y
sigas viviendo para ti.
Dios traspasó su gloria y ese es uno de los episodios más tristes de toda
la Biblia. Estoy seguro que el corazón de Dios como Padre fue muy
herido, porque Él no actúa así. El Señor no aflige ni entristece
innecesariamente a los hijos de los hombres; es algo involuntario en Él
(Lamentaciones 3:33). Por lo cual, cuando Él castiga lo hace con gran
dolor, como castiga un padre al hijo que ama, pero lo hace porque Jehová
no va a arriesgar Su causa y propósito, por beneficiar al culpable. Jehová
es justicia y el mal hay que extirparlo a tiempo para que no haga daño.
Ahora, no nos impresionemos por el aspecto negativo de este mensaje,
porque no está en la intención de Dios atemorizarte, jamás. Dios no
quiere que se le sirva por miedo, pues al cielo nadie llegará asustado, sino
enamorado del Señor Jesucristo. A Dios hay que servirle con alegría, pero
conscientes que su amor no es indulgente, sino comprometido. No
olvides que para poder salvarnos tuvo que entregar a su Hijo, y en él
cumplir el castigo que tú y yo merecíamos. Jehová no dijo, como dicen
los políticos: “Borrón y cuenta nueva”, no, sino que dijo: «Tienes una
deuda con la justicia divina y hay que pagarla, para poder perdonarte. Tú
no la puedes pagar, yo la voy a pagar por ti, pero mis estándares no van a
bajar para salvarte, sino que los voy a cumplir». Por tanto, “la paga del
pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús
Señor nuestro” (Romanos 6:23). ¡Alabemos la misericordia y gracia de
Dios! Las lámparas de las vírgenes fatuas se apagaron porque se les agotó
el aceite, pero la lámpara de la casa de Elí se apagó, porque tanto él,
como sus hijos no ministraron en conformidad a la honra que recibieron
de Dios. Que el Señor siempre mantenga nuestras lámparas encendidas y
nunca quite nuestro candelero de su lugar (Apocalipsis 2:5).

5.2 Cuando Dios nos Engrandece

“Yo los heriré de mortandad y los destruiré, y a ti te pondré sobre


gente más grande y más fuerte que ellos” -Números 14:12.

Hay una intención en el corazón de Dios y es bendecir a los que son


suyos, y hacerlos pueblo grande. Se lo prometió a Noé y lo preservó de
una generación mala y perversa, la cual destruyó con el diluvio (Génesis
6:17-18). Igualmente, cuando hizo pacto con Abraham de hacer de él una
gran nación, de un vientre estéril sacó la simiente de un pueblo, el cual -
por la predicación del evangelio de Cristo (Gálatas 3:29)- se ha hecho
como el polvo de la tierra, que no se puede contar (Génesis 12:2; Génesis
13:16). Por tanto, hay una promesa de Dios, una disposición del Padre
divino de - por ser suyos- hacernos un pueblo bendito y distinguido entre
todas las naciones de la tierra.
Sin embargo, hay un momento en que Dios, por su gracia, destaca a un
hombre, lo eleva y lo pone en un lugar de honra más que a los demás, y
en ese instante, la reacción de aquel hombre a su propuesta revela mucho
sobre cuánto este ha asimilado del carácter de su Creador. Entre los
muchos hombres de Dios que fueron tocados y elevados por Él a un lugar
de preeminencia, se destaca Moisés, no tan solo porque Jehová le hablaba
cara a cara, ni porque fue el mediador del Antiguo Pacto, sino porque en
un momento, Jehová prometió hacer de él un segundo Abraham. Jehová
quiso consumir, en su furor, toda la congregación de Israel, y sacar de
Moisés un nuevo pueblo.
¿Por qué Jehová quiso engrandecer a su siervo Moisés de esa manera?
¿Cómo reaccionó él a tan grande propuesta? ¿Cuáles fueron los hechos
que llevaron a Jehová, el Dios que engrandece, no a empequeñecer, sino a
borrar del todo a un pueblo que había hecho Suyo, para hacerse uno
nuevo? Para responder estas y otras interrogantes, veamos primero los
eventos que ocurrieron, los cuales muestran cómo era el carácter de ese
hombre que Jehová quiso engrandecer. Empecemos con el incidente del
reconocimiento de la tierra prometida, el cual tuvo Moisés que sufrir por
causa de un pueblo cuya falta de fe determinó que cuarenta días se
convirtieran en cuarenta años, andando errantes, en ese gran desierto,
antes de entrar a poseer la tierra prometida.
Ocurrió que cuando los espías regresaron de reconocer la tierra que
Dios le había prometido, diez de ellos dieron el siguiente informe: ““La
tierra por donde pasamos para reconocerla, es tierra que traga a sus
moradores; y todo el pueblo que vimos en medio de ella son hombres de
grande estatura. También vimos allí gigantes, hijos de Anac, raza de los
gigantes, y éramos nosotros, a nuestro parecer, como langostas; y así les
parecíamos a ellos” (Números 13:32-33). Cuando las tribus de Israel
escucharon eso, cayó sobre ellos un gran desánimo, y el pueblo lloró y se
quejó contra Moisés y Aarón diciendo: “¡Ojalá muriéramos en la tierra de
Egipto; o en este desierto ojalá muriéramos! ¿Y por qué nos trae Jehová a
esta tierra para caer a espada, y que nuestras mujeres y nuestros niños
sean por presa? ¿No nos sería mejor volvernos a Egipto? Y decían el uno
al otro: Designemos un capitán, y volvámonos a Egipto” (Números 14:2-
4).
A los doce espías, Jehová los había enviado a espiar la tierra, pero en
esa diligencia, hubo diez que no espiaron la tierra, sino que la tierra los
espió a ellos, mostrando que no estaban preparados para habitarla, pues
en sus corazones solo había incredulidad y rebeldía (Números 14:11). Por
su causa, el pueblo reaccionó en esta forma, ya que ese espíritu de
incredulidad y de pesimismo entró en ellos y empezaron a ver todo turbio
y a desear las cosas que ya habían dejado atrás. Se olvidaron que Jehová
los había sacado de Egipto, con señales y maravillas, que abrió el mar
rojo, hizo milagros para alimentarnos y protegerlos, también peleó por
ellos. Y ahora, cuando estaban a punto de pasar el Jordán, sucede que la
tierra prometida estaba ocupada por un pueblo más fuerte que ellos. Mas,
en lugar de mirar al Dios que los libertó, dejaron que ese espíritu de
frustración e incredulidad corriera como una ola maligna sobre toda la
congregación de los hijos de Israel.
Sin embargo, el espíritu de Caleb y Josué era diferente a los de esos
diez. Estos dos hombres fueron perfectos en pos de Jehová (Números
32:12), porque le creyeron. Ellos dijeron: “La tierra por donde pasamos
para reconocerla, es tierra en gran manera buena. Si Jehová se agradare
de nosotros, él nos llevará a esta tierra, y nos la entregará; tierra que fluye
leche y miel. Por tanto, no seáis rebeldes contra Jehová, ni temáis al
pueblo de esta tierra; porque nosotros los comeremos como pan; su
amparo se ha apartado de ellos, y con nosotros está Jehová; no los
temáis” (Números 14:7-9). Ante la adversidad, ellos no desistieron, sino
que se entregaron, se consagraron más y reaccionaron maduramente ante
la crisis.
Personalmente, siempre me ha ministrado la fe de Caleb y Josué, pues
su fe no fue ilusoria, sino reflexiva; una fe que no niega la realidad de las
cosas. Hoy se habla de una súper fe, de algo que no es fe, porque niega la
realidad, y cuando alguien dice estoy enfermo, esa fe dice: «No, no, eso
es mentira del diablo, tú no estás enfermo; declárate sano, porque tú estás
sano», cuando la verdad es que está enfermo. LA FE VERDADERA SE
BASA EN LAS PROMESAS DE DIOS, SIN NEGAR LA REALIDAD
DE LAS COSAS.
Hay personas que tienen un escudo para contrarrestar la realidad, y
creen que eso es fe. Mas, cuando no nos sentimos aptos para bregar con
una situación, y preferimos negarla, eso se llama defensa sicológica, no
fe. La fe dice: «Hay gigantes, hay murallas, soy como una langosta
delante de esta montaña de problemas, pero Jehová dijo: “Yo estaré
contigo y pelearé por ti y te voy a entregar en tus manos a los enemigos”,
por lo cual, le creo a Dios y sigo adelante». Esa es una fe real, verdadera,
no la fe engañosa que para sentirme bien, niego lo que estoy viviendo y
digo: «Yo no soy débil, soy fuerte», no, no, no. Tenemos que decir: «Soy
débil, pero Dios es poderoso», pues negando tu condición no vencerás,
pero confiando en Dios sí. La fe es la certeza de lo que no se ve, y
seguridad de que lo que Dios ha prometido lo cumplirá.
No obstante, la reacción del pueblo al recibir el informe de Caleb y a
Josué fue apedrearlos (Números 14:10), y yo me pregunto: ¿cuántas
veces apedreamos a los que le creen a Dios? Los incrédulos,
generalmente, sienten rivalidad y hostilidad hacia aquellos que creen. Lo
contrario de fe es incredulidad. Vivimos en un mundo totalmente
incrédulo, por eso nos aborrecen (Juan 15:19). Jesús dijo: “Pero cuando
venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?” (Lucas 18:8). Esa
pregunta no la hizo Jesús por formularla, sino porque vio nuestros días, y
el montaje contra Dios y contra su ungido; lo que es algo innegable en
este tiempo.
Mas, volviendo a Moisés, es importante definir la actitud que
asumimos ante la crisis. Cuando el siervo de Dios confrontó la rebelión e
incredulidad del pueblo y la ira de Dios, se comportó como un verdadero
mediador, pues estaba en medio de las dos partes. Hay diferencia entre un
profeta y un sacerdote: mientras el profeta es un vocero de Dios que trae
un mensaje al pueblo, el sacerdote es un representante del pueblo delante
de Dios. Es decir, el profeta es un representante de Dios delante del
pueblo, y el sacerdote un representante del pueblo delante de Dios, por
eso intercede a su favor, es un mediador (Hebreos 5:1).
Ahora, ¿qué hizo Moisés, como mediador? ¿Se enojó al ver la rebelión
abierta de un pueblo completamente extraviado, que se decían unos a
otros: “Designemos un capitán, y volvámonos a Egipto” (Números 14:4)?
No, la Palabra dice que Moisés y Aarón “… se postraron sobre sus
rostros delante de toda la multitud de la congregación de los hijos de
Israel” (v. 5). Ellos no se postraron a la multitud, sino delante del pueblo
a Dios, pues sabían el gran pecado que los hijos de Israel estaban
cometiendo y las funestas consecuencias que esto podía acarrearles. Por
tanto, la actitud de ellos ante la crisis fue humillarse y rogar por
misericordia a Dios.
Más adelante, en ese mismo libro, se nos habla de la rebelión de Coré,
Datán y Abiram que eran tres levitas que acusaban a Moisés de
monopolizar el ministerio, poniendo a Aarón por encima de ellos que
eran también de la tribu de Leví (Números 16:1). Y en verdad, ellos eran
levitas, pero claro, no podían ministrar dentro del santuario, sino que a
ellos se les asignaron labores que eran prácticamente fuera del
tabernáculo. Por eso, Moisés les dijo: “¿Os es poco que el Dios de Israel
os haya apartado de la congregación de Israel, acercándoos a él para que
ministréis en el servicio del tabernáculo de Jehová, y estéis delante de la
congregación para ministrarles, y que te hizo acercar a ti, y a todos tus
hermanos los hijos de Leví contigo? ¿Procuráis también el sacerdocio?”
(Números 16:9-10).
Hay personas que si no predican o cantan en el culto piensan que no
son ministros, y en eso hay un tremendo error. En el antiguo sacerdocio
todos eran levitas, porque esa fue la tribu que Dios separó para eso (la
tribu de Leví), pero algunos eran además sacerdotes. La diferencia era por
causa de la función, no por dignidad. Esa función sacerdotal le fue
delegada exclusivamente a Aarón (sumo sacerdote) y a sus hijos Nadab,
Abiú, Eleazar e Itamar, llamados y consagrados por Dios, para ser sus
sacerdotes perpetuamente, de entre los hijos de Israel (Éxodo 28:1; 30:30;
Números 3:3). Por eso, si estudias el sacerdocio levítico, encontrarás que
se repite como un estribillo la expresión “los sacerdotes hijos de Aarón”
(Levítico 1:5, 8,11; 2:2,3:2; Números 10:8; 2 Crónicas 26:18). La familia
de Aarón fue tomada de la tribu de Leví, para ser sacerdotes, como la
tribu de Leví fue elegida entre las demás tribus, para servir en el
tabernáculo, e Israel, un pueblo escogido entre las demás naciones de la
tierra, para ser el especial tesoro del Dios Altísimo, no porque era más
que los otros pueblos, sino porque Jehová los amó (Deuteronomio 7:6-8).
Esa honra solo la da Dios.
Los sacerdotes ministraban a Dios, mataban animales, encendían las
lámparas, ponían los panes, quemaban el incienso, sacaban la ceniza, etc.
Los levitas, por su parte, cargaban agua; desarmaban y armaban el
tabernáculo del testimonio, cuando tenían que trasladarse de una estancia
a otra; como también tenían que guardarlo, velarlo, pues ningún extraño
podía acercarse ya que moriría. En otras palabras, facilitaban el servicio a
Dios (Números 1:50, 51). Mas, ellos querían algo más, querían el
liderazgo. Por eso, le dijeron a Moisés: “¡Basta ya de vosotros! Porque
toda la congregación, todos ellos son santos, y en medio de ellos está
Jehová; ¿por qué, pues, os levantáis vosotros sobre la congregación de
Jehová?” (Números 16:3). Y cuando Moisés los escuchó, se postró sobre
su rostro, por segunda vez, ante una crisis o rebelión (v. 4).
Luego, Moisés dijo a Coré y a todo su séquito: “Mañana mostrará
Jehová quién es suyo, y quién es santo, y hará que se acerque a él; al que
él escogiere, él lo acercará a sí. Haced esto: tomaos incensarios, Coré y
todo su séquito, y poned fuego en ellos, y poned en ellos incienso delante
de Jehová mañana; y el varón a quien Jehová escogiere, aquél será el
santo; esto os baste, hijos de Leví” (Números 16:5-7). Por su tono, era
obvio que el siervo de Dios estaba irritado por la actitud de estos
hombres, pero de su boca no salió ninguna palabra desmedida ni ofensiva
hacia ellos, sino que prefería que Dios les convenciera. Pero ellos no tan
solo estaban rebelados contra Moisés y Aarón, sino que convocaron y
suscitaron a toda la congregación de Israel a su favor, para tomar el
sacerdocio y el liderazgo del pueblo de Dios. Mas, Jehová no soportó la
altivez de esos corazones y cuando apareció en su gloria, dijo a Moisés y
Aarón: “Apartaos de entre esta congregación, y los consumiré en un
momento” (v. 21).
Si Jehová consumía a todo ese pueblo, en especial a los revoltosos, le
quitaría un gran dolor de cabeza a Moisés, ¿no crees? ¡Qué oportunidad,
qué respaldo para este siervo de Dios! ¿Quién no se echaría a un lado
para que Dios hiciera lo que tenía que hacer? Pues, como dice el dicho
popular: “Muerto el perro, se acaba la rabia”. Para Dios no era nada
consumir a ese pueblo, pues podría crearse otro, sin embargo, las
Escrituras dicen que Moisés y Aarón se postraron sobre sus rostros, por
tercera vez, y dijeron a Jehová: “Dios, Dios de los espíritus de toda carne,
¿no es un solo hombre el que pecó? ¿Por qué airarte contra toda la
congregación?” (Números 16:22). Entonces, Jehová oyó su voz y le dijo:
“Habla a la congregación y diles: Apartaos de en derredor de la tienda de
Coré, Datán y Abiram” (v. 24). Así que la congregación fue preservada
por la intercesión de Moisés, aunque aquellos hombres impíos fueron
tragados por la tierra, mostrando Jehová que sus siervos fueron enviados
por Él a hacer todas las cosas que hacían y que aquellos hombres le
habían irritado (vv. 28-33). Luego, salió fuego de delante de Jehová que
consumió a los doscientos cincuenta hombres que ofrecieron el incienso
también (v. 35).
A raíz de esta rebelión, Jehová levantó un memorial con los incensarios
de estos hombres, y dio instrucciones a Moisés para que el sacerdote
Eleazar tomara los incensarios de bronce e hiciera de ellos planchas
batidas para cubrir el altar y sean como señal a los hijos de Israel de que
ningún extraño que no sea de la descendencia de Aarón se debía acercar
para ofrecer incienso delante de Jehová (Números 16:38-40). ¡Qué
momentos tan funestos! Tres familias, con sus mujeres, hijos, animales,
etc., descendieron vivos al Seol, tragados por la tierra, por causa de una
ambición ministerial. Ciento cincuenta varones santificaron con sus
vidas, consumidas en el fuego, sus incensarios, por acercarse a ofrecer
incienso delante de Jehová, sin haber sido llamados por Él a hacerlo.
Grande era el temor de aquella congregación de correr la misma suerte,
por haber escuchado a hombres impíos. ¡Qué tristeza! Sin embargo, no
pasaron muchos meses, ni siquiera semanas, sino un día, veinticuatro
horas después de esta tragedia, cuando la rebelión se puso peor.
Sucedió que el pueblo en vez de meditar en todos estos hechos, empezó
a murmurar en contra de Moisés y Aarón, diciendo: “Vosotros habéis
dado muerte al pueblo de Jehová” (Números 16:41). Mas, cuando ya se
juntaban en contra de Moisés y Aarón, descendió la gloria de Dios en el
Tabernáculo de Reunión, y Jehová dijo a Moisés: “Apartaos de en medio
de esta congregación, y los consumiré en un momento” (v. 45). Esto
parecía el cuento de nunca acabarse. ¿Cuál sería la medida de estos
corazones? ¿Valdría la pena sacrificarse y sufrir por un pueblo que los
despreciaba y los acusaba injustamente? ¿No sería mejor dejar que
Jehová los acabase de una buena vez? En cambio, Moisés y Aarón se
postraron sobre sus rostros otra vez (Números 16:41), y Moisés le dijo a
Aarón: “Toma el incensario, y pon en él fuego del altar, y sobre él pon
incienso, y ve pronto a la congregación, y haz expiación por ellos, porque
el furor ha salido de la presencia de Jehová; la mortandad ha comenzado”
(v. 47). Aarón corrió, pero la mortandad ya había comenzado y murieron
catorce mil setecientos. Y mientras Aarón hacía la expiación por el
pueblo, Moisés, postrado rogaba a Dios por ellos.
¡Que gran enseñanza para nosotros! Leer estos incidentes a mí me
ministra grandemente, pues si yo hubiera sabido eso, quince años atrás,
me hubiera evitado un montón de problemas. Cuando hay rebelión, el
corazón del pueblo se levanta contra Dios, pero cuando esto sucede no es
momento de enfrentarlos, sino de postrarnos. ¿Por qué? Porque cuando la
rebelión aumenta, la ira divina se acrecienta y cuando Dios desciende lo
único que le va a ministrar es ver rodillas dobladas delante de él, pidiendo
misericordia. ¿Qué piensas que pudo ver Dios, las veces que descendió,
que impidió que los consumiera a todos? Te aseguro que no fue al
pueblo, con palos y piedras en sus manos, sino a dos hombres postrados,
tirados al piso, rogando a Dios por misericordia. Y me pregunto, ¿qué
vería Dios en la iglesia que pueda agradar su corazón, en medio de una
rebelión, cuando su ira está encendida? Ver a sus intercesores rogando
por su pueblo. Nuestra tendencia es, generalmente, juzgar a los rebeldes y
mostrarles que no tienen razón. Así les declaramos la guerra y los
excluimos de la congregación de Jehová, y tratamos tantas cosas, para
que el efecto de su levantamiento no llegue al pueblo. Sin embargo, como
hemos visto, la mejor solución es doblar las rodillas delante de Dios, para
cuando Él descienda, vea los mediadores, a los intercesores humillados
delante de su presencia, porque al corazón contrito y humillado Dios no
desprecia.
En el tiempo de los profetas Ezequiel y Jeremías (contemporáneos),
Jehová dijo: “Y busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se
pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la tierra, para que yo no la
destruyese; y no lo hallé” (Ezequiel 22:30). En otras palabras, cuando el
pueblo completo estaba rebelde, no había nadie postrado, y cuando el
Señor bajó, los encontró a todos como “lirios”, muy erguidos y paraditos,
llenos de rebelión. Cuando Dios ve gente altiva, sucede como ocurría en
la antigüedad cuando pasaban los reyes o un faraón, que todo el que
estaba presente tenía que postrarse, con rostro en tierra, pues no podía ver
su cara, y al que estaba con la cabeza levantada, se la bajaban, por
seguridad y por reverencia. De la misma manera, la Palabra dice,
refiriéndose a Jesús: “Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y
le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de
Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y
debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para
gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:9-11). Por tanto, hay una sola manera
de estar delante de Dios y es de rodillas, ya sea para contemplar su
hermosura o para que su ira no nos consuma.
Iglesia de Dios, guarda este consejo para siempre: ¡Líbrenos Dios del
espíritu de Coré, Datán y de Abiram y de los diez espías! Mas, si un día
tenemos que confrontarlo, ya sabemos qué hacer: Postrémonos, rostro en
tierra, entre los rebeldes y delante de Jehová, para recibir su divina
misericordia. ¡Gloria a Dios que Él no vio a todos los rebeldes, sino a
esos dos que estaban postrados! ¡Ay, si el Señor hubiera escuchado la
multitud en la cruz que decía: “¡Crucifícale, crucifícale! (...) Tú que
derribas el templo, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si eres
Hijo de Dios, desciende de la cruz” (Lucas 23:21; Mateo 27:40), qué
hubiese sido de ti y de mí! Mas, Jesucristo guardaba silencio y cuando
habló dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas
23:34).
La mejor manera de enfrentar la rebelión, en medio de las voces de
sedición e incredulidad, es doblar las rodillas delante de Jehová. Solo
Dios acaba con ella, porque Él es el único que lo sabe hacer. Jehová es un
buen cirujano, Él sabe cuándo y dónde debe intervenir quirúrgicamente, y
si debe hacerse una amputación. El cuerpo a veces se enferma de un tipo
de cáncer que requiere cortar el miembro afectado, para no afectar a
algún tejido sano o perder todo el cuerpo. Así que cuando Él ve gente
humillada delante de Él, puede ser que cure la gangrena, limpie
totalmente la inmundicia y no corte ningún miembro del cuerpo. Ese es el
trabajo de un mediador, postrarse y orar; meter su rostro en sus piernas
(como oraban los antiguos delante de Dios), encorvando su cerviz en
señal de reverencia y rendición. Te aseguro que MIENTRAS HAYA
HUMILLACIÓN HABRÁ REMISIÓN.
Ahora veamos qué hizo Dios: “Entonces toda la multitud habló de
apedrearlos. Pero la gloria de Jehová se mostró en el tabernáculo de
reunión a todos los hijos de Israel, y Jehová dijo a Moisés: ¿Hasta cuándo
me ha de irritar este pueblo? ¿Hasta cuándo no me creerán, con todas las
señales que he hecho en medio de ellos? Yo los heriré de mortandad y los
destruiré, y a ti te pondré sobre gente más grande y más fuerte que ellos”
(Números 14:10-12). Es decir que la gloria de Dios impidió que estos
hombres fueran apedreados por la multitud enardecida. Jehová estaba
irritado y con razón, pues con todas las señales y prodigios que había
hecho, cada día obrando a su favor, todavía no le creían ni tenían fe en lo
que les había prometido. Esa actitud del pueblo es una evidencia más de
que los milagros no cambian a nadie, pues el que no tiene corazón, jamás
le va a creer a Dios, aunque vea lo que vea. Ese fue el error de Elías, y
por eso se deprimió tanto, porque él pensaba que al descender fuego del
cielo, y el pueblo ver ese gran milagro, Israel se iría en pos de Jehová.
Pero cuando un pueblo no tiene corazón no creerá, aunque Él le baje el
cielo. Es la misma actitud de quienes quieren ver la gloria, pero para que
esta les favorezca, los satisfaga, les supla sus necesidades y les resuelva
los problemas, pero aunque la vean como la vean seguirán siendo los
mismos. Sin embargo, cada vez que la gloria descendió, transformó, pues
mirando a cara descubierta como un espejo la gloria de Dios, somos
transformados en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor (2
Corintios 3:18). Hay que tener esa imagen, ese carácter, ese corazón.
Ahora, cualquiera puede molestarse con un pueblo tan incrédulo,
especialmente Dios, quien solo obraba a su favor. Nota que muchos
maestros se molestan con los niños, cuando les toma semanas enseñarles
un concepto y no ven resultados, pues los alumnos están distraídos, y en
vez de poner atención a la enseñanza, están entretenidos, y por eso no
aprenden. De la misma forma se enoja Dios, pues también espera ver
fruto en nosotros. Jehová tenía razón, tantas señales, tantas obras a favor
de este pueblo y actuaban como si no le conociesen. Así que no era
injusta Su propuesta, cuando dijo: “Yo los heriré de mortandad y los
destruiré, y a ti te pondré sobre gente más grande y más fuerte que ellos”
(Números 14:12). Esta fue la propuesta de Dios al intercesor Moisés.
En realidad, no era ésta la primera vez que Dios le hacía esa propuesta
a Moisés. Cuando adoraron el becerro de oro, Dios se molestó y dijo a
Moisés: “Yo he visto a este pueblo, que por cierto es pueblo de dura
cerviz. Ahora, pues, déjame que se encienda mi ira en ellos, y los
consuma; y de ti yo haré una nación grande” (Éxodo 32:9-10). En estos
incidentes aparece Moisés como más justo que Dios, pues vemos a
Jehová como un iracundo, que constantemente se está enojando contra su
pueblo, y a Moisés el que intercede y lo aplaca. Parece así, pero no es. Lo
que sucede aquí es que como dijo el apóstol Pedro, el Espíritu de Cristo
estaba en los profetas (1 Pedro 1:11), por tanto, la justicia y la
misericordia desde siempre han estado intercediendo por la vida de los
hombres, hasta que se reconciliaron y se besaron en la cruz del calvario
(Salmos 85:10). La justicia, naturalmente, reclamando lo que es de Dios,
lo justo, lo recto y el castigo para el pecador; y la misericordia, por su
parte, pidiendo perdón y paz para el transgresor. En Dios vemos esa
actitud hasta la cruz: por un lado el Dios justo que ama la justicia, la
verdad y lo recto, y que de ninguna manera tendrá por inocente al
culpable (Nahum 1:3) y por otro, la misericordia diciendo: perdona, Dios,
perdona. Mas, ese conflicto terminó en la cruz, cuando en el cuerpo de
Cristo, la misericordia y la verdad se encontraron, y la justicia y la paz se
besaron, derramando desde las alturas la buena voluntad de Dios para con
los hombres (Salmos 85:10; Lucas 2:14).
Cuando la justicia es satisfecha, ya no tiene que haber juicio, porque
sus demandas han sido cumplidas, y se moviliza entonces la misericordia
y la gracia a favor del transgresor. Me parece insólito que estemos
estudiando este tema en el Antiguo Testamento, cuya ley decía: “vida por
vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie”
(Deuteronomio 19:21). Igualmente, ver a Moisés, su intermediario,
(aunque sabemos que en realidad era Jesús en él), suplicando ante un
Dios severo, irritado por un pueblo de dura cerviz. El que camina con
Dios debe conocerlo y saber que Jehová siempre actúa de acuerdo al
pacto que está vigente. La gente piensa que el Dios del Antiguo
Testamento es diferente al Dios del Nuevo, pero no, es el mismo,
solamente que el pacto es distinto. Por tanto, Él no ha cambiado, aunque
el pacto sí cambió, y cuando cambia el pacto, Dios se comporta de
acuerdo a como este se rige.
Analicemos ahora en qué consistía la propuesta divina. Jehová le
estaba diciendo a Moisés: «Échate a un lado, y permíteme destruir
totalmente a este pueblo, y comenzar contigo una nueva nación. Voy a
borrar todo lo que hice desde Abraham hasta aquí, y te convertiré en el
nuevo “padre de multitudes”». Imagínate que Dios te proponga lo mismo,
es para pensarlo, ¿no?
Con todo, pienso que Dios no estaba hablando por hablar. Si te lees el
Génesis, encontrarás que Dios, en el principio, hizo los cielos y la tierra,
y al hombre; y le dijo a Adán que se multiplicase y llenase la tierra. Este
comenzó a hacerlo, pero el pecado ya había corrompido a toda la
creación, de manera que le dolió a Dios en su corazón ver tanta maldad y
decidió raer todo lo que había creado hasta ese momento, incluyendo al
hombre. No obstante, Noé había encontrado gracia ante sus ojos (Génesis
6:6,8), por lo que lo preservó junto a su familia, y luego de destruir el
mundo antiguo con las aguas, le dijo: “Sal del arca tú, y tu mujer, y tus
hijos, y las mujeres de tus hijos contigo. Todos los animales que están
contigo de toda carne, de aves y de bestias y de todo reptil que se arrastra
sobre la tierra, sacarás contigo; y vayan por la tierra, y fructifiquen y
multiplíquense sobre la tierra” (Génesis 8:16-17), estableciendo un pacto
perpetuo entre Dios y todo ser viviente de no destruir nuevamente la
tierra con diluvio (Génesis 9:11). Podemos aplicar entonces, que Noé se
convirtió en un segundo Adán, pues con el diluvio, Dios terminó con todo
lo que había creado antes (desde Adán hasta ese momento), y comenzó de
nuevo con él. Incluso, Jehová le dijo a Noé las mismas palabras que en el
Principio dijo a Adán: “… fructificad y multiplicaos; procread
abundantemente en la tierra, y multiplicaos en ella” (Génesis 9:7), y hubo
un nuevo comienzo.
Así que Jehová había soportado suficientemente a ese pueblo, irritante
e incrédulo, pero ahora le ofrecía a Moisés ponerlo sobre gente grande, y
hacer de él una gran nación. Medita un poco sobre esa propuesta, y piensa
qué harías si fuese a ti que Él te la haya propuesto, como te lo planteé
anteriormente, ¿qué harías tú? Es posible que alguien diga: «Esta es mi
oportunidad… ¡Ahora o nunca! Dios está airado con todos, pero está
contento conmigo, ¡qué bien!» ¿A quién -que esté en la carne- no le
gustaría eso? Traslademos esta situación a cualquier otra que puede
ocurrir cuando ministramos; qué sucedería si Dios derrama sobre ti Su
unción de sanidad, y todo aquel al que le impongas las manos se sane, y
empieces a hacer milagros y maravillas; qué pasaría si fueras tú el que
llena los estadios y que todo el mundo hable de ti, de esa unción
poderosa, de esa prédica ungida, de esa palabra profética cumplida; que
tú seas la noticia en los periódicos cristianos por tener un ministerio tan
grande, y en las revistas, tú estés en sus portadas por semanas; y seas el
pastor de una congregación de más de cinco mil personas. ¿O no es eso lo
que dice Dios cuando habla de hacer de él una gran nación? Inclusive,
dijo más el Señor, pues habló de ponerlo sobre gente más grande y más
fuerte que ellos (Números 14:12). Israel era un pueblo bendito, pero el
nuevo pueblo en que Dios pondría a Moisés sería doblemente más
bendito.
Sin embargo, aunque el Fiel y Verdadero estaba actuando
genuinamente, esa propuesta constituía una prueba al corazón de Moisés.
Jehová no solamente prueba, como nosotros acostumbramos a verle, en
cosas materiales o en asuntos que pertenecen a la carne, sino que Él
muchas veces aprovecha momentos bien espirituales, propuestas en
situaciones muy convenientes, para pesar lo que hay en tu corazón.
Considera que cuando Jesús estaba en el Getsemaní, atravesando una
tremenda agonía que hasta sudaba gotas de sangre (Lucas 22:44), que el
Padre le pudo decir: «Hijo, siento un gran dolor verte en ese sufrimiento,
dime ahora mismo si quieres que te envíe una legión de ángeles que te
traigan al instante a mi presencia, y acabamos con todo esto de una vez
por todas»La Biblia no registra ningún diálogo semejante entre el Padre y
el Hijo, pero la oración de Jesús revela esa actitud. Jesús dijo: “Padre, si
quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”
(v. 42), como diciendo: «Padre, si en verdad quieres aliviarme en este
sacrificio, que sea porque tú lo quieres, no porque yo te lo pido; pero si
algo quieres hacer, no lo hagas porque ves que mi carne se resiste al
conflicto, sino que se cumpla tu designio, agradable y perfecto». Cristo
rogaba al Padre que no lo mirara a Él, sino al propósito, al pueblo que por
su sacrificio llevaría a la gloria. Jesucristo había descendido para
misericordia, no para juicio; y lo hizo voluntariamente.
Este era el mismo conflicto que estoy seguro el Hijo de Dios sufrió en
la cruz, viendo que todos se burlaban, y mientras unos echaban suertes,
mientras repartían sus vestidos, otros decían: “Tú que derribas el templo,
y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios,
desciende de la cruz. (…) A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar; si
es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en él” (Mateo
27:40, 42). Y hasta los que estaban crucificados con él le injuriaban
(Marcos 15:32). Mas, Él en silencio los observaba y sé que el Padre
también. Era lo mismo, posiblemente mientras Jesús miraba a la multitud
enardecida, oía la voz de Dios que le decía: «Tú eres justo, en ti no hay
pecado, estoy complacido contigo. Permíteme que acabe con todos estos
ingratos, que elimine a este pueblo que viniste a salvar y ellos mismos
son los que hoy te entregan y se burlan, ¡no te han creído! Te cambiaron
por Barrabás (Mateo 27:17,20), y prefirieron por encima tuyo al déspota
Cesar, pues cuando Pilato procuraba soltarte, ellos gritaban: “Si a éste
sueltas, no eres amigo de César; todo el que se hace rey, a César se
opone. (…) ¡Fuera, fuera, crucifícale! (…) No tenemos más rey que
César” (Juan 19:12, 15). Hijo mío, deja que mi ira se encienda sobre ellos
y los consuma». Mas, Jesús, le decía: “Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen” (Lucas 23:34).
De igual manera, Dios le propone a Moisés ser grande y ponerlo sobre
un pueblo fuerte, sobre una nación grande, mejor que Israel, a precio de
dar al traste con su propósito y de destruir a ese pueblo al cual había
sacado con mano fuerte de Egipto y sustentado en el desierto. Sin
embargo, Jehová se dirige a un hombre que sufría como él las actitudes
de ese pueblo, que hasta en una ocasión tuvo que decirle a Jehová: “¿Qué
haré con este pueblo? De aquí a un poco me apedrearán” (Éxodo 17:4).
Pero que también tenía el corazón de Jesús, y en el momento del juicio,
Moisés se iba a favor de la misericordia, así como Jehová es Dios
clemente y misericordioso, y nunca ha pagado al hombre conforme a sus
obras, sino conforme a sus muchas misericordias.
No nos equivoquemos, Dios es justo como es misericordioso, lo que
ocurre es que cuando lo vemos airado pensamos que es un Dios
castigador, y eso no es bueno. Pues como dijo aquel ángel, cuando se
derramó la tercera copa: “Ciertamente, Señor Dios Todopoderoso, tus
juicios son verdaderos y justos” (Apocalipsis 16:7). Por eso, el abogado
Jesús, en Moisés, pedía otra cosa -misericordia, perdón- para un pueblo
que no se lo merecía, pues todo el mundo merece justicia, pero
misericordia no. Para Dios la justicia es como la misericordia, son dos
atributos del mismo carácter, santo y perfecto, y la justicia era lo que en
este momento el pueblo merecía. Entiendo que la justicia, o la aplicación
del juicio, la merece todo el mundo, pero la misericordia nadie. La
aplicación de la justicia es juicio para nosotros, el cual se convierte en
justificación, porque Cristo le pagó la deuda que teníamos nosotros.
Leamos qué Moisés respondió a Jehová:

“Lo oirán luego los egipcios, porque de en medio de ellos


sacaste a este pueblo con tu poder; y lo dirán a los habitantes de
esta tierra, los cuales han oído que tú, oh Jehová, estabas en
medio de este pueblo, que cara a cara aparecías tú, oh Jehová, y
que tu nube estaba sobre ellos, y que de día ibas delante de ellos
en columna de nube, y de noche en columna de fuego” (Números
14:13-14).

También Moisés le dijo lo que pensarían los demás habitantes de la


tierra que han oído sobre el Dios de Israel: “que has hecho morir a este
pueblo como a un solo hombre; y las gentes que hubieren oído tu fama
hablarán, diciendo: Por cuanto no pudo Jehová meter este pueblo en la
tierra de la cual les había jurado, los mató en el desierto” (Números
14:15-16). Es decir, este hombre, cuando Dios le propone comenzar de
nuevo, haciendo de él una gran nación, ofreciéndole grandeza, en vez de
pensar en él y en todo lo que Dios le estaba prometiendo, piensa en el
propósito y en el prestigio de Dios, no en el suyo.
Para este siervo de Dios, lo más importante era preservar el grande
nombre de Dios, que no llegara a los oídos de otros pueblos esta
situación, luego que ellos tenían tan alto concepto de Jehová. A Moisés le
preocupaba que luego que Egipto y los demás pueblos de la tierra habían
conocido el nombre de Jehová y sus grandes maravillas, ahora piensen
que su brazo se había cortado, que ya no tenía poder, que se le agotaron
las fuerzas, y para no asumir su responsabilidad, prefería matar al pueblo
en el desierto. Ellos no dirían que el pueblo era desobediente ni que no
tuvo fe, sino que Jehová no pudo llevar a cabo sus promesas y por eso los
acabó en el camino.
¿Qué pasará con el grande nombre de Jehová? Eso era lo importante
para Moisés, porque Dios para él era el todo. Moisés no enfrentó a Faraón
ni atravesó con ese pueblo el desierto, para, en una nueva tierra, él
hacerse grande. El deseo de Moisés era que el propósito de Dios se
cumpliera; eso era lo valioso, lo importante. Él no estaba allí buscando lo
suyo, sino para que Dios sea grande. Él no quería que Dios le hiciera
famoso, sino que la fama que Jehová había hecho de Su nombre en las
naciones no se pierda. Los pueblos de la tierra habían oído de su fama, ¿y
ahora, qué iban a escuchar, que no tuvo el poder suficiente para introducir
a ese pueblo? ¿Qué pensarán de Jehová Dios?
Esa es la importancia de que Dios sea el Todo en todos. Cuando no
miramos a Dios como el Todo, es porque solo pensamos en nosotros. Hay
muchos que andan en pos de Dios y enfatizan su carácter de Dador y le
siguen por los beneficios y no por Su persona, por lo que tarde o
temprano terminarán saliéndose del centro de Su perfecta voluntad. Es
cierto que Dios cuando te llama, te engrandece, que te pone sobre grandes
hombres, y te llama para diadema y para fama, para honra y no para
deshonra, para grandeza y no para pequeñez. Sin embargo, Dios es más
que todo lo que ofrece, y sin Él nada tiene valor.
Es increíble que Dios le diga a alguien: «Voy a acabar con todos, y voy
a comenzar de nuevo contigo», y este le responda: « ¿Y todo lo que tú
hiciste, se perderá para ahora comenzar conmigo? ¡No, Dios mío,
olvídate de mí, considera tu prestigio, piensa en tu nombre, en tu
propósito! Ya tú elegiste un padre que es Abraham; yo no quiero el lugar
de mi padre; yo no quiero subir a su estrado, no lo quiero sustituir. Él es
el padre de la fe y en él, Tú prometiste bendecir a todas las familias de la
tierra. También, piensa en tu prestigio, en la fama de tu nombre, no
permitas que todos tus hechos se pierdan por la dureza del corazón de
este pueblo. ¡No te dejes provocar!» Este es un hombre según Dios,
perteneciente a la generación de la que no quieren nada para ellos, sino
que dicen al Señor: «Resérvate la grandeza, el poder, las bendiciones;
reina tú». Mas, ¡qué corazón y qué miopía hay en aquellos que ven el
cristianismo como una oportunidad para hacerse grandes! ¡Ay de aquellos
que ven el ministerio como una plataforma, para que se les vea la cabeza
y el pecho inflado!
Moisés le dijo a Aarón de parte de Jehová: “Esto es lo que habló
Jehová, diciendo: En los que a mí se acercan me santificaré, y en
presencia de todo el pueblo seré glorificado” (Levítico 10:3). Dios se ha
engrandecido en nosotros, pero nosotros no podemos engrandecernos sin
Dios. Ten cuidado, porque esa prueba la puedes tener tú, en cualquier
momento, y ¿en qué pensarías: en tu nombre o en Su grande nombre?
¿Dónde se irían tus pensamientos cuando te creas más fiel que los demás,
cuando consideres que los demás merecen ira, rechazo y juicio, y tú
reconocimiento? Jesús había sido perfecto hasta la Cruz; sin embargo, se
olvidó de sí mismo, y dice la Palabra que menospreció el oprobio, la
vergüenza de morir en una cruz, y se perfeccionó en la aflicción, para
llevar muchos hijos a la gloria (Hebreos 12:2; 2:10).
Jehová le dijo a Moisés que lo iba a engrandecer, pero él le contestó:
“Ahora, pues, yo te ruego que sea magnificado el poder del Señor”
(Números 14:17). Dios lo quería hacer grande, pero él le responde: «no,
ahora yo te ruego que seas magnificado tú» ¿Qué significa magnificado?
Esa palabra significa ser engrandecido, enaltecido, ensalzado, ponderado,
glorificado. Por lo cual, lo que Moisés le propone a Dios -con ruego, pues
es así que se intercede, y no con exigencias- que en vez de ser él
engrandecido, sea Dios el grande. En otras palabras, Moisés le dice:
«Mira, yo te ruego, yo te suplico, oh Dios, que no me hagas grande a mí,
sino haz grande tu poder». Ese es el Espíritu de Cristo, y por tanto, el
espíritu del reino.
Amado, cuando le servimos a Dios ¿en que pensamos? Fíjate cómo
Moisés, en ruego, le contestó, recordándole a Jehová cómo había
perdonado al pueblo todas las veces que lo provocaron, incluso cuando
pidieron dioses e hicieron un becerro de fundición en lugar de Dios
(Éxodo 32:1-4). En aquella ocasión, Jehová había magnificado Su poder,
al no consumir a ese pueblo idólatra y desobediente, sino que sus
misericordias se renovaron, y Él mantuvo Su palabra de ir con ellos y
meterlos en la tierra que les había prometido. En intercesión, Moisés le
citó a Dios un momento muy especial, que se narra en el libro de Éxodo
34:6, cuando él le pidió que le mostrara Su gloria y Jehová, debido a que
ningún hombre puede ver su rostro, le dijo que lo pondría en la hendidura
de la peña, y le cubriría con su mano hasta que hubiera pasado, y cuando
Él apartara su mano, no vería su rostro, sino sus espaldas (Éxodo 33:20-
23). En ese momento tan glorioso, descendió la nube, y se oyó una voz
proclamando el nombre de Jehová. Y cuando pasó Jehová por delante de
Moisés, proclamó: “¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso;
tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda
misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado,
y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado; que visita la
iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos, hasta
la tercera y cuarta generación” (Éxodo 34:6-7). Eso fue lo único que
Moisés escuchó cuando estaba en el monte santo con Dios. De hecho, por
mucho tiempo pensé que fue Moisés que dijo eso, pero no, sino que el
mismo Dios lo dijo acerca de Sí mismo.
Es interesante que en ese momento, cuando Moisés pidió ver la gloria
de Dios, y lo hizo con la finalidad de confirmar que estaba en gracia con
Jehová, y en consecuencia caminaría con él y el pueblo, Dios le mostró
sus espaldas. Se podría decir que Moisés quiso saber el grado de
intimidad que tenía con Dios, y pidió algo que ningún hombre vería, y
podía seguir viviendo. El siervo de Dios quería ver algo más grande que
los milagros y maravillas de Jehová; él quería ver Su gloria, mirar Su
rostro, conocer su majestad, comprender Su sustancia, entrar en lo
intrínseco de Dios y contemplar su esencia. Moisés quería ver a Dios,
pero no sabía lo que la gloria de Jehová implicaba o la componía. Él
estaba como los niños, los cuales les gusta mucho lo sobrenatural, pero
no alcanzan a entender las implicaciones de estos hechos.Sin embargo,
cuando Jehová se dispuso a mostrar Su gloria, no mostró Su cara, ni hizo
un destello de grandeza, tampoco sonaron truenos ni relámpagos, ni
estremecimiento de tierra acompañaron ahora Su manifestación. Ahora lo
que enseña el Rey del Universo son sus espaldas, tipo de carácter, de lo
escondido de Su ser, que solamente Él puede revelar. Por eso al pasar,
proclamó Su nombre, porque la gloria de Jehová es Su naturaleza. Jehová
es fuerte, misericordioso, piadoso, tardo para la ira, grande en
misericordia y verdad, ahí esta Su rostro, Su gloria y Su corazón.
De igual manera, cuando Jesús entró montado en el asno a Jerusalén, el
Padre decidió engrandecerlo, en medio de una ciudad conmocionada y
una multitud que daba voces, diciendo: “¡Hosanna al Hijo de David!
¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!
(…) ¡Bendito el reino de nuestro padre David que viene! ¡Hosanna en las
alturas!” (Mateo 21:9; Marcos 11:10), y tiraban los mantos, y tendían
también las ramas de palmeras en el camino. Todos hablaban de las
maravillas que hacía y de cómo le dio la vista a un ciego, levantó a un
paralítico y resucitó a Lázaro de los muertos. Y como la ciudad estaba
llena de extranjeros que vinieron a la fiesta a adorar, unos griegos se
acercaron a los discípulos y dijeron a Felipe: “Señor, quisiéramos ver a
Jesús” (Juan 21:12). Mas, el Maestro, al ver todo esto se conmovió en
Espíritu y dijo: “Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea
glorificado” (v. 23). A pesar que Su nombre era vitoreado, que el pueblo
lo veía como profeta, como Mesías, como el Rey de Israel e Hijo de Dios,
había algo para Jesús con lo cual sería únicamente engrandecido, por eso
dijo: “Padre, glorifica tu nombre” (28). Dios le estaba glorificando a él, le
estaba engrandeciendo, dándolo a conocer, pero para Jesús su grandeza
consistía en que el propósito de Dios se cumpliera y que el nombre del
Padre sea glorificado. Por eso, Dios le respondió con voz audible: “Lo he
glorificado, y lo glorificaré otra vez” (v. 28).Esas palabras que usó
Moisés en su ruego a Dios: “engrandece tu poder” y “engrandece tu
misericordia” no están demás en ese pasaje. Con ellas el siervo de Dios le
estaba diciendo al Señor: «A mí no me tienes que engrandecer, porque yo
soy engrandecido cuando Tú eres engrandecido, soy poderoso cuando Tú
eres el poderoso, y soy bendecido cuando Tu misericordia se
engrandece». El propósito de Dios no se va a cumplir en ti, si Dios no es
engrandecido, pues en la misma nube que Él subió, subiremos nosotros, y
porque Él subió, nosotros subiremos, así como Él vivió, nosotros
viviremos. Todo lo que le ofrezcamos a Dios, debe ser conforme a Él
mismo, pues es lo que apela a su corazón. Sólo lo que es como Dios
satisface a Dios, así como solo lo que desciende del cielo sube al cielo.
¿Por qué Dios oyó a Moisés? Porque Moisés oró de acuerdo a su corazón.
No hay nada que convenza más a Dios en una oración que lo que Él
dijo acerca de Sí mismo. Por tanto, no lo vas a convencer con tus
lágrimas, no lo vas a persuadir con tus ruegos, ni lo vas a mover
mostrándole tus buenas obras. La manera de convencer a Dios es hablarle
acerca de lo que Él dijo de Sí mismo. Él dijo que era tardo para la ira, por
eso Moisés le rogaba que guardara la ira para otro día, o que la dejara
guardada para siempre, porque eso negaba lo que había dicho de Sí
mismo. El argumento para convencer a Dios es invocar lo que Él te ha
revelado acerca de Sí mismo, y no conquistando lástima y compasión
hacia un pueblo incrédulo y pecador. No vengas delante de Dios con
rogativas como: «Mira, Señor a tu pobre pueblo, ten lástima de él, porque
no ha sido tan malo; ¿quién no se equivoca? Tú sabes que este desierto es
terrible, y la gente con sed se desespera. Dios mío, entiende que somos
humanos, etc.» Por favor, dejemos esas intercesiones de niños y oremos
eficazmente. Todos los intercesores cuando oraron, pensaron en Su
nombre, eso es orar según Dios, ser maduros, reconociendo que Dios es
veraz y todo hombre mentiroso (Romanos 3:4).
La oración de Moisés nos muestra que él ministraba según Dios, pues
aun para su intercesión y para apelar a Dios, no usó sus propias palabras,
sino las palabras que Él dijo acerca de Sí mismo. Aprendamos a orar
según Dios. Los hombres de Dios adoran según Dios, oran según Dios,
predican según Dios, se relacionan según Dios, actúan según Dios,
porque su todo en todo es Dios. Nuestros problemas estriban en que todo
lo miramos a través de nosotros mismos. Tú no tienes problemas, tú eres
tu propio problema. Cuando tú dejes de mirarte a ti mismo y a tus
circunstancias, cuando dejes de aspirar lo que tú aspiras y busques a Dios,
la fama de Dios, el nombre de Dios, el propósito de Dios, la gloria de
Dios, la grandeza de Dios y te olvides de ti mismo, entonces tú tendrás de
Dios Su plenitud.
Conozco cristianos que sólo piensan en sus debilidades, y sus días
gravitan alrededor de este pensamiento: «¡Ay es que soy débil! Eso lo
heredé de mis padres; por más que me esfuerzo no puedo». Pero si
siempre estás hablando y pensando en tus debilidades, en vez de ver la
fortaleza del Señor, te acontecerá lo que temes (Proverbios 10:24). ¡Sal
del mundo del ego mi hermano, y deja de ver tus circunstancias, pues
mayor que todo eso es Dios! Cuando tú sales del mundo del yo y entras al
de Dios, viendo todo como Él lo ve, ya no sentirás nada, sino que serás
maduro y dejarás de sufrir tanto. Posiblemente, los dolores en la cruz para
Jesús se volvieron nada, porque no pensaba en sí mismo, sino en los
demás (Lucas 23:34). El Señor experimentó el dolor más horrible que
nadie haya sufrido jamás, porque su angustia no era solo física, sino
mental y espiritual. Sin embargo, Él pensó en sus enemigos y pidió
perdón por ellos; también hizo memoria de su madre y la encomendó a
Juan; le aseguró el paraíso a uno de los ladrones; y después que pensó en
todos, entonces dijo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
desamparado?” (Marcos 15:34). Esto es amor perfecto y maduro.
Los estudiosos de la conducta humana dicen que cuando una persona
está pasando por una crisis severa, se concentra totalmente en sí mismo, y
cae en un estado depresivo. La depresión tiene como síntoma el
aislamiento o lo que se llama la apatía social. Generalmente, la persona
deprimida se aparta, no quiere hablar con nadie, pierde el respeto a la
vida, no quiere trabajar y ni siquiera asearse. Así, deja de cumplir con sus
responsabilidades, ninguna cosa para esa persona tiene sentido y lo
abandona todo, por el sentimiento de pérdida y abandono que sufrió al
pasar por una mala experiencia o decepción. Entonces, hace como el
molusco que se mete en su cascarón, y no sale. ¿No te ha pasado que
encuentras un lindo caracol en el suelo, lo tomas y dices: «¡Oh, qué lindo
es este caracol que me encontré!» pensando que está vacío, pero el
animalito está muy acurrucadito adentro, y solo saca su cabecita muy
raramente y la vuelve a entrar? ¿Te acuerdas de Elías en la cueva? El
profeta pensó que todo había terminado para él, que había fracasado en su
encomienda, y se deprimió. Esa es la tendencia humana, encerrarse en sí
mismo cuando no tiene salida, porque está viendo las cosas desde su
limitada perspectiva.
Elías primero se sentó debajo de un árbol, deseándose la muerte, y dijo:
“Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis
padres” (1 Reyes 19:4). Allí se quedó dormido, porque la depresión quita
todo ánimo, toda fuerza. Jehová lo despierta, lo alimenta y le da una
instrucción, la cual, el profeta aparentemente sigue, pero cuando llega al
lugar, se mete en una cueva (vv. 5-8). Y cuando Jehová le preguntó que
hacía allí, Elías le contestó: “He sentido un vivo celo por Jehová Dios de
los ejércitos; porque los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado
tus altares, y han matado a espada a tus profetas; y sólo yo he quedado, y
me buscan para quitarme la vida” (1 Reyes 19:10). Jehová aparentemente
ignorando el sentir del profeta, lo sacó de la cueva y le dio una
instrucción, por lo que entiendo que el remedio infalible para la depresión
es hacer la voluntad de Dios, salir de nuestro encierro y concentrarnos en
Él y en Su propósito.
De hecho, cuando tú estás concentrado en Dios no sientes nada y tu
actitud cambia. Si están hablando de ti, tú dices: «No importa, yo seguiré
levantando el nombre de Dios»; si están dañando tu testimonio, tú dices:
«A Jesús nunca han podido dañarlo, él es mi testimonio»; y cuando te
sientes triste, te dices: «Yo estoy triste, pero mi Señor está contento,
dame tu gozo Señor». Esto suena a fantasía, pero ahí está el secreto de la
vida espiritual, una clase de vida en la cual solo se subsiste por fe. Si lees
nuestro libro “Para que Dios sea el Todo en todos” te darás cuenta de
cómo son las cosas cuando se miran a través de Dios y no a través de las
emociones. Entonces, dejarás de pelear tus batallas con la espada “es que
siento”, y saldrás de la cueva de “ya no hay esperanza para mí”. Mi deseo
es que Dios le quite el techo a esa cueva, para que dejes esa cavidad
subterránea y salgas al aire libre y puedas escuchar el silbo apacible y
delicado del Dios de los inagotables recursos (1 Reyes 19:12).
¿Quieres ver a Dios? ¡Levántate y ven fuera! Tú estás en la cueva, pero
Dios está en el cielo. ¡Sal! ¡Sal mi hermano, sal mi hermana! Te lo digo
por revelación del Espíritu que dice: «No tienes que estar deprimido, ni
triste, ni apocado, ni vencido, ni viendo las cosas negativas. Mira al
Señor, busca Su gloria, Su fama, y poder; concéntrate en Dios y olvídate
de ti». No es fácil para la naturaleza humana, pero ahí está todo, pues está
Dios. Te aseguro que si no buscáramos lo nuestro en el ministerio, y en la
vida cristiana estuviéramos concentrados en lo que se nos encomendó,
estaríamos siempre gozosos (1 Tesalonicenses 5:16). Por eso es que no
entiendo esas predicaciones por ahí que te motivan a ser grande, a ser
famoso, y te dicen que empuñes la varita de la fe para que hagas y
deshagas, pero así no vivió Jesús. Es cierto que Dios le dio a Jesús la vara
de Su poder y sujetó debajo de Él todas las cosas, pero Jesús ni siquiera
cuando tuvo hambre convirtió las piedras en pan, porque Él no fue al
desierto a comer, sino a cumplir un propósito del Padre. El Hijo de Dios
nunca actúo independientemente de la voluntad del Padre, aun ni para
suplir una necesidad imperiosa.
El poder de Dios no es para que tú lo uses a tu antojo. La autoridad y la
unción no son para ti mismo, son para el propósito de Dios en tu vida.
Eso no anula las promesas divinas, ni que estamos en autoridad, ni que
somos príncipes, y reinaremos con Él. Sí, todo eso es verdad, pero todo lo
que hemos recibido del Señor es para usarlo para Su propósito, para Su
gloria y prestigio. Solo cuando Dios está en su lugar, nosotros estaremos
en el de Él, pues cuando nuestro Señor es engrandecido, somos
engrandecidos con Él. Moisés no solo vivió en conformidad con la honra
que recibió de Dios, sino que prefirió honrar a Dios antes que ser honrado
por Él. EL PRESTIGIO DE MOISÉS FUE QUE VIVIÓ PARA
PROCURAR EL DE DIOS. POR TANTO, USAR LA HONRA DE
DIOS PARA HONRARLE, DEBE SER EL PROPÓSITO Y LA
MOTIVACIÓN DEL MINISTERIO.
5.3 Toma la Vara

“Entonces Moisés tomó la vara de delante de Jehová, como él


le mandó. Y reunieron Moisés y Aarón a la congregación delante
de la peña, y les dijo: ¡Oíd ahora, rebeldes! ¿Os hemos de hacer
salir aguas de esta peña? Entonces alzó Moisés su mano y golpeó
la peña con su vara dos veces; y salieron muchas aguas, y bebió
la congregación, y sus bestias” -Números 20:9-11.

El hecho de que Moisés, el siervo de Dios, no entró a la tierra


prometida, se ha aplicado de muchas maneras. Entendemos que todo
esfuerzo recibe una recompensa, y este hombre que pagó un precio tan
elevado, parece que no obtuvo nada a cambio. Sabemos que Moisés tuvo
en poco la gloria del antiguo imperio de los egipcios, porque como dice la
Epístola a los Hebreos, se puso de parte del pueblo de Dios, y renunció a
las riquezas de maldad, a la gloria mundanal, para obedecer al Dios de
sus padres cuando Él lo llamó en Horeb, para que sacara a Su pueblo de
Egipto. Mas, esta triste realidad, de que no entraría a la dulce Canaán,
pareciera que echara por tierra todo lo que este hombre sufrió; como si su
sacrificio no tuviese ningún valor (Éxodo 3:1-2). Este varón de Dios
sufrió el desierto por cuarenta años, dejando la comodidad de un palacio,
la vida de la corte, para apacentar las ovejas de su suegro, y sin embargo,
no vio el fruto de su abnegación.
A ese hombre, Jehová lo hizo desaprender lo que había aprendido y lo
formó por cuatro décadas en soledad, para hacerlo pastor de su
congregación, y luego de una preparación tan larga, tuvo que tolerar a un
pueblo tan rebelde como Israel, por cuarenta años. El hombre que pagó el
precio con Dios, porque también Jehová tuvo que tolerar, sufrir la
rebelión de ese pueblo, y en ocasiones, molesto, le dijo a Moisés: “¿Hasta
cuándo me ha de irritar este pueblo? ¿Hasta cuándo no me creerán, con
todas las señales que he hecho en medio de ellos?” (Números 14:11),
pues Israel fue un pueblo difícil, en unas circunstancias tan extremas
como fue la peregrinación por el desierto. Así que fue mucho lo que
Moisés tuvo que padecer y sacrificar por cumplir el ministerio de honra
que Dios le dio.
Por tanto, es curioso que un hombre como Moisés, tan amado, y tan
respaldado por Dios, viera la tierra prometida desde lejos y no entrara. Él
vivió en esos cuarenta años todas las penurias junto a sus hermanos en el
desierto, en pos de esa tierra tan deseada, y sin embargo, tuvo que morir
con los rebeldes que salieron de Egipto, de acuerdo a la sentencia de la ira
divina. Solamente dos hombres que salieron de Egipto entraron a Canaán,
porque tenían un espíritu diferente (Números 14:24). Moisés, aunque
vivió para Dios, y fue obediente, pues tuvo un récord -como decimos- sin
tacha (no estoy hablando de impecabilidad, sino en cuanto a su
obediencia, y sujeción a Dios), con excepción de un solo incidente, no
entró. No importó que él fuese un hombre consecuente, lleno de gracia;
alguien que cuando oraba por Israel e intercedía, Dios lo escuchaba, a tal
punto que ese hecho pasó a ser un proverbio en Israel. Inclusive, cuando
Dios estaba airado con Israel, en tiempo de Jeremías y de Ezequiel,
Jehová dijo: “Si Moisés y Samuel se pusieran delante de mí, no estaría mi
voluntad con este pueblo; échalos de mi presencia, y salgan” (Jeremías
15:1), implicando lo atento que Él estaría a sus oraciones. También en el
libro de los Salmos dice: “Moisés y Aarón entre sus sacerdotes, Y Samuel
entre los que invocaron su nombre; Invocaban a Jehová, y él les
respondía” (Salmos 99:6). Jehová escuchaba a Moisés, el hombre que
doblaba su rostro cuando el Señor descendía con ira, y con esa actitud
humilde y reverente, pudo todas las veces aplacar la ira divina.
Este hombre fue un verdadero mediador del Antiguo Pacto. El libro de
Hebreos dice: “Y Moisés a la verdad fue fiel en toda la casa de Dios,
como siervo, para testimonio de lo que se iba a decir” (Hebreos 3:5).
Moisés llegó a ser tan admirado por Israel que Dios tuvo que enterrarlo
en ausencia del pueblo, con el conocimiento de que ellos podían adorarlo.
Jesús inclusive le dijo a Israel: “No penséis que yo voy a acusaros delante
del Padre; hay quien os acusa, Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza”
(Juan 5:45). Así llegó a ser admirado Moisés por Israel, más admirado
que el mismo Abraham que era el padre. Así que este hombre tenía honra
para con su pueblo, y con Dios.
Jehová dijo: “Oíd ahora mis palabras. Cuando haya entre vosotros
profeta de Jehová, le apareceré en visión, en sueños hablaré con él. No así
a mi siervo Moisés, que es fiel en toda mi casa. Cara a cara hablaré con
él, y claramente, y no por figuras; y verá la apariencia de Jehová”
(Números 12:6-7,8). Es decir, Jehová habló con los demás profetas de
diferentes maneras, pero con su siervo Moisés, hablaba cara a cara, como
habla cualquiera con su compañero, ¡grandioso! Pero es extraño que el
hombre que cometió un solo error -por lo menos registrado en la Biblia-,
aunque rogó a Dios, siendo un intercesor como pocos, su súplica personal
no fuese oída. ¿Cuál fue ese pecado tan horrible que cometió Moisés que
hizo que Dios se airase tanto contra él y determinara no perdonarlo?
La Biblia nos muestra que hay pecados que Dios no perdonó, como por
ejemplo los pecados de la casa de Elí. Él dijo: “Por tanto, yo he jurado a
la casa de Elí que la iniquidad de la casa de Elí no será expiada jamás, ni
con sacrificios ni con ofrendas” (1 Samuel 3:14). Sabemos que cuando
había expiación, había perdón, pero Dios dice que ese pecado no lo
perdonaría jamás. Moisés era el intercesor, el mediador de ese pacto que
Dios tanto escuchó; él le vio las espaldas a Dios (Éxodo 33:23), oyó Su
voz, participó de Su gloria, y Dios mismo dice que a Moisés le notificó
sus “caminos”, o sea, sus secretos, sus propósitos (Salmos 103:7). A
David, Jehová lo perdonó, pero a Moisés lo trató como a Saúl, ya que les
dio el mismo trato, aunque entre ellos había una gran diferencia. ¿Por qué
fue Jehová tan inflexible? ¿Qué fue lo que hirió tanto el corazón de Dios?
¿En que consistió ese pecado? ¿Por qué Dios no perdonó a Moisés?
Sobre esta situación, el mismo Moisés escribió: “Y oré a Jehová en
aquel tiempo, diciendo: “Señor Jehová, tú has comenzado a mostrar a tu
siervo tu grandeza, y tu mano poderosa; porque ¿qué dios hay en el cielo
ni en la tierra que haga obras y proezas como las tuyas? Pase yo, te ruego,
y vea aquella tierra buena que está más allá del Jordán, aquel buen monte,
y el Líbano. Pero Jehová se había enojado contra mí a causa de vosotros,
por lo cual no me escuchó; y me dijo Jehová: Basta, no me hables más de
este asunto” (Deuteronomio 3:23-26). Nota como Moisés, con toda su
mansedumbre trata de enamorar a Dios. Incluso, como Caleb y Josué,
habla del poder de Dios y de la buena tierra que les prometió. Mas,
Jehová le contesta como le responderías tú a un amigo, con entera
franqueza: «¡Ay, ya, ya, ya, por favor, no me hables más de eso! Siempre
que me has hablado te he oído y me has convencido, pero esta vez no te
voy a escuchar, ya te dije que no, y te lo he repetido, así que ¡basta ya!
No me hables más del asunto». Un lenguaje que se parece mucho al
nuestro cuando estamos enojados y hemos determinado un asunto, el cual
no vamos a variar por nada, así Dios ya lo había decretado, ya lo había
decidido y no cambiaría su posición al respecto.
En las palabras de Jehová a Moisés se notaba lo irritado que estuvo
Dios sobre esa situación, al punto que le dijo: “Sube a la cumbre del
Pisga y alza tus ojos al oeste, y al norte, y al sur, y al este, y mira con tus
propios ojos; porque no pasarás el Jordán” (Deuteronomio 3:27). Como
diciendo: «Lo más que te puedo conceder es que la mires de lejos, que tus
ojos entren y tu mirada recorra sus llanuras y la contemples, ¿pero que tú
entres? No, tú no entrarás». Me imagino las veces que Moisés le había
rogado sobre eso, recibiendo la misma negativa. Meditemos en nuestro
corazón e inquiramos qué fue lo que hizo Moisés, para que el hombre que
Dios tanto amó y siempre escuchó, ahora recibiera tan riguroso castigo.
Con esta insistencia no quiero despertar tu curiosidad, sino tus sentidos
espirituales, porque en ello hay una gran enseñanza. Para encontrar estas
y otras respuestas, vamos un poco atrás de esta narración, y veamos a un
pueblo que viene en caravana, recorriendo el desierto, yendo de estancia
en estancia, con la esperanza de llegar a una tierra que le había sido
prometida. Y aunque su vestido nunca se envejeció sobre ellos, ni sus
pies se les hincharon en esos cuarenta años de peregrinación, además de
ser sustentados con pan del cielo (Deuteronomio 8:3, 4), ellos fueron muy
afligidos en el desierto, al sufrir ciertas carencias propias del lugar. La
sed de agua fue uno de los grandes sufrimientos de Israel, y por la que al
padecerla murmuraron en contra de Moisés y el propósito de Dios con
ellos. Siempre que le faltaba algo a lo que estaba acostumbrado en
Egipto, el pueblo se comportaba incrédulo y rebelde. Por eso, casi es
entendible cuando en esta ocasión, al quejarse, Moisés se haya molestado
tanto. Veamos en la narración bíblica lo que ocurrió:

“Llegaron los hijos de Israel, toda la congregación, al desierto


de Zin, en el mes primero, y acampó el pueblo en Cades; y allí
murió María, y allí fue sepultada. Y porque no había agua para la
congregación, se juntaron contra Moisés y Aarón. Y habló el
pueblo contra Moisés, diciendo: ¡Ojalá hubiéramos muerto
cuando perecieron nuestros hermanos delante de Jehová! ¿Por
qué hiciste venir la congregación de Jehová a este desierto, para
que muramos aquí nosotros y nuestras bestias? ¿Y por qué nos
has hecho subir de Egipto, para traernos a este mal lugar? No es
lugar de sementera, de higueras, de viñas ni de granadas; ni aun
de agua para beber. Y se fueron Moisés y Aarón de delante de la
congregación a la puerta del tabernáculo de reunión, y se
postraron sobre sus rostros; y la gloria de Jehová apareció sobre
ellos. Y habló Jehová a Moisés, diciendo: Toma la vara, y reúne
la congregación, tú y Aarón tu hermano, y hablad a la peña a
vista de ellos; y ella dará su agua, y les sacarás aguas de la peña,
y darás de beber a la congregación y a sus bestias. Entonces
Moisés tomó la vara de delante de Jehová, como él le mandó. Y
reunieron Moisés y Aarón a la congregación delante de la peña, y
les dijo: ¡Oíd ahora, rebeldes! ¿Os hemos de hacer salir aguas de
esta peña? Entonces alzó Moisés su mano y golpeó la peña con su
vara dos veces; y salieron muchas aguas, y bebió la
congregación, y sus bestias. Y Jehová dijo a Moisés y a Aarón:
Por cuanto no creísteis en mí, para santificarme delante de los
hijos de Israel, por tanto, no meteréis esta congregación en la
tierra que les he dado. Éstas son las aguas de la rencilla, por las
cuales contendieron los hijos de Israel con Jehová, y él se
santificó en ellos” (Números 20:1-13).
Nota como Moisés y Aarón ante la rebelión se postraron (Números
20:6), asumiendo una actitud correcta ante la situación, como vimos en el
segmento anterior. Cada vez que el pueblo se portaba mal y Jehová se
airaba, estos hombres de Dios (especialmente Moisés) doblaban sus
rodillas, rostro en tierra, delante de la santa presencia, humillados,
pidiendo que Jehová tuviese misericordia de Su pueblo. Jehová, entonces,
les dio una instrucción de que tomaran la vara, reunieran al pueblo
delante de ellos, hablaran a la peña y ella daría su agua, para darle de
beber a la congregación y a sus bestias. Y yo me pregunto, si Jehová le
mandó a usar la vara, ¿por qué se molestó en que golpeara con ella la
peña? ¿Para qué necesitaban la vara si no la iban a usar en esa ocasión?
Primeramente, la vara representaba la autoridad de Dios en la mano de
Moisés (Éxodo 4:20). Cada vez que Dios iba a dar una instrucción, le
decía: «toma la vara». Cuando Moisés frente al mar rojo, tenía a los
egipcios corriéndole detrás, oró a Dios, pues no sabía qué hacer y Él le
dijo: “¿Por qué clamas a mí? Di a los hijos de Israel que marchen”
(Éxodo 14:15). Sabemos que al principio de ser enviado, Jehová le dijo a
Moisés: “Y tomarás en tu mano esta vara, con la cual harás las señales”
(Éxodo 4:17), y cada vez que iba a usar su autoridad delegada, Moisés lo
hacía con la vara de Dios en su mano. Ahora, no siempre que Dios le
decía «toma la vara» era para usarla en una manera precisa, sino
representativa, y esto es importante saberlo. Apliquemos; el Señor les da
a sus ministros una “vara” que representa su autoridad y legitima sus
acciones, por eso deben actuar para edificación, sometidos totalmente a
su Santo Espíritu, y no usando su criterio o sus conceptos, ya que están
actuando en Su lugar, en Su representación.
El que Dios te diga “toma la vara” no significa que la vayas a usar de
manera tácita, sino que Él va a hablarte, va a instruirte, te va a dar
mandamientos y la vara representa esa autoridad que Él te está
delegando, para que lo representes delante del pueblo. Es bueno que
sepas que aunque Dios nos haya apartado para el ministerio o para
cualquier otra función en su Cuerpo, y haya delegado en nosotros esa
autoridad, siempre debiéramos hacer diferencia entre lo que es actuar en
lugar de Dios y actuar bajo nuestro propio criterio. A veces creemos que
porque ya Dios nos hizo ministros o tenemos la unción de la índole que
sea (llámese profeta, maestro, evangelista, pastor o apóstol), eso nos da la
prerrogativa de usar “la vara” en cualquier momento.
El diablo le dijo a Jesús en el desierto: “Si eres Hijo de Dios, di que
estas piedras se conviertan en pan” (Mateo 4:3), como diciendo: «Si eres
Hijo de Dios, toma la vara de su autoridad como Hijo, porque tú estás
aquí pasando hambre, tienes cuarenta días sin comer, toma la varita, no
tienes por qué padecer necesidad, solamente di a las piedras que se
conviertan en pan». Pero Jesús, que solamente obedecía al Padre, y Él no
le había dicho que use la autoridad de Hijo para satisfacer sus
necesidades y estaba claro que no había sido enviado al desierto a comer,
así que tomó la autoridad de la Palabra y dijo: “Escrito está: No sólo de
pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”
(Mateo 4:4). La vara que Dios le había dado a Jesús era para hacer los
milagros y prodigios que ya haría, y Dios ser glorificado en ellos, y no
para satisfacerse a sí mismo.
La autoridad de Dios es como una vara que Él pone en nuestra
mano, cuando nos aparta y nos consagra para el ministerio. Pero
tenemos que usar esa autoridad cuando el Señor nos ordene usarla, pues
no es algo automático, como pensar que ya una vez me apartó y ordenó al
ministerio, por lo que puedo, indiscriminadamente, usarla cuando la
necesite. Cuando Dios dice «toma la vara» lo que te está diciendo es:
«Ahora vas a actuar en mi nombre, en mi representación, no en la tuya».
Tremenda enseñanza para nosotros, pues entiendo que aunque yo sea lo
que soy por la gracia de Dios y haya recibido su delegada autoridad, no
tengo la prerrogativa de usarla cuando me plazca, sino cuando Dios me lo
ordene. La autoridad que Dios nos da es delegada, representativa; no nos
pertenece, sino que es Dios en nosotros facultándonos para ello.
Volviendo a nuestra cita en cuestión, nota que Jehová le dio a Moisés
tres instrucciones: 1. Toma la vara; 2. Reúne a la congregación, tú y tu
hermano Aarón; y 3. Habla a la peña a vista de ellos (Número 20: 8). Por
tanto, sí hubo una acción a tomar con la peña, pero queda claro que no era
precisamente el golpearla. Jehová no le dijo a Moisés que hiera a la peña,
sino que le hablase, pues ella le obedecería y daría inmediatamente lo que
tenía, abundante agua para el pueblo. No había necesidad de ninguna
violencia, ella daría espontáneamente con solo oír la voz de aquel que
portaba la vara de Dios.
Con este ejemplo, el Señor nos quiere instruir en algo que es de suma
importancia para todos los que fuimos llamados a estar en autoridad. La
vara representa el gobierno de Dios, a la cual, después que Él dice
“tómala”, luego le siguen sus instrucciones. Por tanto, es un peligro que
en ese momento, nosotros asumamos y presumamos de ser muy
entendidos en las cosas, pues de seguro nos equivocaremos. DIOS ES UN
DIOS DE DETALLES, Y ES EN LAS COSAS PEQUEÑAS DONDE
ÉL MIDE LAS GRANDES.
Aparentemente, Moisés se dio por entendido. Seguramente pensó que
era un hecho que Dios le daría de beber a la congregación, ya que en
otras ocasiones Él había suplido la necesidad a Su pueblo
milagrosamente. Por tanto, la asignación estaba sencillísima, sólo era
reunirlos y callarles la boca a esos rebeldes de la manera que menos se
imaginaban: dándoles agua de una piedra. Sí, Moisés estaba bastante
molesto; y como en su aprieto frente al Mar Rojo se turbó, clamó y Dios
se sorprendió que él no supiera qué hacer (Éxodo 14:15-16), ahora no
pasaría por esa experiencia, pues ya sabía qué hacer… era tiempo de
actuar él. Pero, Dios no es complicado, al contrario, es sencillo y
específico, por eso el que lo conoce puede andar con Él sin tropezar. A
Dios no le molesta cuántas veces tú le preguntes por lo mismo, porque Él
está interesado en el cumplimiento de su propósito y por eso quiere que le
entendamos. A Abraham, Jehová le dijo muy específicamente: “Toma
ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas” (Génesis 22:2). No hubo
dudas a quién quería que le sacrificara.
Tampoco a Dios le molestó cuando Gedeón le dijo: “No se encienda tu
ira contra mí, si aún hablare esta vez; solamente probaré ahora otra vez
con el vellón. Te ruego que solamente el vellón quede seco, y el rocío
sobre la tierra” (Jueces 6:39), luego de haberle pedido, primero prueba de
que era cierto lo que iba a hacer por medio de él, proponiéndole con
anterioridad que el vellón estuviese mojado por el rocío y toda la tierra
quedara seca. Puede que alguien diga: «Oye, pero que hombre tan
incrédulo, ¿es que no ve quién es el que le habla?». Mas, en realidad lo
que quería Gedeón era estar seguro de que Jehová fue el que lo envió, y
que el día de la batalla Él estaría peleando junto a él y sus trescientos
hombres, contra un ejército de millares. Gedeón quería cerciorarse que la
espada de Jehová pelearía junto a la de él, haciéndose una sola espada, y
sus hombres pudiesen gritar: “¡Por la espada de Jehová y de Gedeón!”
(Jueces 7:20), el día de la batalla. Así que no se encienda la ira de Dios si
pide que le moje el vellón, luego que lo seque, pues necesita estar seguro
que Dios está con él, porque lo que iba a hacer no lo podía hacer por él
mismo. Jehová no se enoja, porque se le pida confirmación, pues Él
distingue cuando en un hombre hay incredulidad o cuando, por reconocer
su debilidad, requiere seguridad.
Jesús le dijo a Pedro: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos?
Le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Él le dijo: Apacienta mis
corderos. Volvió a decirle la segunda vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me
amas? Pedro le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Le dijo:
Pastorea mis ovejas. Le dijo la tercera vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me
amas? Pedro se entristeció de que le dijese la tercera vez: ¿Me amas? y le
respondió: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo. Jesús le dijo:
Apacienta mis ovejas” (Juan 21:15-17). Tres veces preguntó y tres veces
le dio la misma instrucción, no la cambió: “Apacienta mis corderos”
porque es mejor que escuches bien antes que lo hagas mal. Por lo cual,
jamás des por sentado algo de Dios de manera que creas que lo mismo
que hizo allí lo hará aquí, pues no siempre el propósito es el mismo, ni la
meta de Dios es la misma. Es mejor vivir constantemente consultando a
Jehová, que ser impulsivos y ligeros en nuestras decisiones.
Tres veces habló Dios a Samuel cuando no conocía Su voz, hasta que
el muchacho dijo: “Habla, porque tu siervo oye” (1 Samuel 3:10). A Dios
no le importa hablar muchas veces cuando en el corazón hay un
verdadero deseo de obediencia. Así que tenga cuidado con eso de “una
vez y para siempre”, pues solamente lo que tiene relación con Jesús y sus
logros eternos son las cosas inconmovibles: en un día terminó con el
pecado de una vez y para siempre, y en otro día venció la muerte una vez
y para siempre; traspasó los cielos y se sentó a la diestra del Padre para
interceder, para siempre. No concluyas ni apliques la experiencia pasada
en una nueva instrucción, porque aunque te diga “toma la vara”, no te
está diciendo “úsala”.
Frente al Mar Rojo, Jehová le dijo a Moisés: “Y tú alza tu vara, y
extiende tu mano sobre el mar, y divídelo, y entren los hijos de Israel por
en medio del mar, en seco” (Éxodo 14:16). Nota que ni siquiera le dijo
que golpeara con la vara las aguas, sino que Moisés alzara la vara y
extendiera su mano sobre el mar y lo dividiera, para que el pueblo pasara
en seco. O sea, por un lado, la vara levantada en señal de autoridad, y por
otro, la mano extendida para ejecutar el mandato divino. Entonces, las
aguas verían la vara y acatarían la señal que con la mano extendida
Moisés haría, para que el pueblo cruzara en seco. También la peña vería
la vara alzada y escucharía la voz que le hablaría y daría su agua. Puede
que alguien diga, como los racionalistas de hoy: «Pero, ¿qué diferencia
hay? No se puede ser religioso mis hermanos, golpear la peña y hablarle
es la misma cosa; ¿acaso no es un objeto inanimado?». Sí, pero en Dios
las cosas toman otra connotación.
Cuando tú estés bregando con un semejante, haz lo que quieras,
equivócate todas las veces que puedas, pero entiende que Dios es perfecto
y justo en todos sus caminos, y sus instrucciones son claras y precisas:
“Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de
Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te
diré” (Génesis 22:2), tampoco era en cualquier monte. Dios siempre
habla específico: “Reúneme setenta varones de los ancianos de Israel, que
tú sabes que son ancianos del pueblo y sus principales; y tráelos a la
puerta del tabernáculo de reunión, y esperen allí contigo. (…) Toma la
vara, y reúne la congregación, tú y Aarón tu hermano, y hablad a la peña
a vista de ellos; y ella dará su agua, y les sacarás aguas de la peña, y darás
de beber a la congregación y a sus bestias” (Números 11:16; 20:8).
Cuando Dios dice: «Usa la vara» es porque Dios va a legislar. Las
instrucciones proceden del gobierno de Dios y nuestra obediencia le
facilita a Dios lo que se propuso hacer en nosotros y por medio de
nosotros. Una instrucción cambiada significa obstrucción en el plan
divino.
Respecto a Moisés, podemos decir que él obedeció a la primera y a la
segunda instrucción, pues tomó la vara y reunió a la congregación, tal
como Jehová le mandó (Números 20:9-10). Sin embargo, la tercera
instrucción, el siervo de Dios la modificó, pues habló a la congregación,
diciendo: “¡Oíd ahora, rebeldes! ¿Os hemos de hacer salir aguas de esta
peña?” (v. 10) y la golpeó dos veces (v. 11), cuando debió solamente
reunir a la congregación y hablarle a la peña. Moisés no solamente habló
a la congregación, sino que se dirigió a ella llamándole “rebeldes”.
Jehová incluso una vez le dijo a Moisés: “Di a los hijos de Israel:
Vosotros sois pueblo de dura cerviz; en un momento subiré en medio de
ti, y te consumiré. Quítate, pues, ahora tus atavíos, para que yo sepa lo
que te he de hacer” (Éxodo 33:5), pero Moisés no les dijo nada, sino que
el pueblo oyó lo que Jehová le había dicho. Moisés perdonó al pueblo
muchas veces, aun aquella vez cuando lo iban a apedrear, y Dios le dijo:
“Ahora, pues, déjame que se encienda mi ira en ellos, y los consuma; y de
ti yo haré una nación grande” (Éxodo 32:10), pero él oró en presencia de
Jehová su Dios, y dijo: “Oh Jehová, ¿por qué se encenderá tu furor contra
tu pueblo, que tú sacaste de la tierra de Egipto con gran poder y con mano
fuerte?” (v. 11). Mas, ahora fue diferente, aparentemente, Moisés tenía
una espinita por dentro, una raíz de amargura, un enojo que no pudo
guardar en esta ocasión. Ahora era Moisés el que estaba airado contra el
pueblo y no Dios.
Sin embargo, es bueno que sepamos que cuando estamos representando
a Dios, tenemos que participar de Su mismo sentir. Si Él está airado,
nosotros nos airaremos junto con Él, pero sin tomar cartas en el asunto.
Está claro que no tenemos el derecho a enojarnos cuando Dios no está
enojado; y si nos enojamos, guardemos el enojo y resolvámoslo después
con el pueblo, pero no representando al Señor. Es necesario distinguir
entre lo nuestro y lo del Señor, porque lo que no se hace conforme a Dios
es incredulidad. Sí, la incredulidad fue el pecado de Moisés y también de
Aarón.
Jehová le dijo a ellos: “Por cuanto no creísteis en mí, para santificarme
delante de los hijos de Israel, por tanto, no meteréis esta congregación en
la tierra que les he dado” (Números 20:12). ¿Sabes por qué salieron
aguas, aunque Moisés airadamente golpeó la peña y no le habló? Porque
Dios lo dijo, y esto es una gran enseñanza para nosotros los ministros,
especialmente para los que estamos en autoridad en la iglesia. Todos
nosotros somos sacerdotes de Dios, y santos delante de Él; somos sus
hijos, llevamos Su nombre y todos lo representamos, más aquellos que
fueron llamados por Él al ministerio. ¿Cuál es la enseñanza? El cuidado
que debemos tener cuando estamos representando a Dios. Moisés se airó,
y se podía airar. La Biblia dice: “Airaos, pero no pequéis; no se ponga el
sol sobre vuestro enojo” (Efesios 4:26). Es decir, el airarnos es algo
natural, aun Dios se airó, no es malo airarse, lo que es malo es darle
riendas sueltas a la ira, especialmente en el momento en que se representa
a Dios. En esta ocasión, por ejemplo, Dios no mostró enojo con el pueblo,
por tanto, Moisés no lo tenía que mostrar tampoco.
Representar a Dios significa hacer lo mismo que Él haría. Cuando
representamos a Dios estamos en Su lugar, y en vez de Él descender y
hacer las cosas por sí mismo, nos manda a nosotros a hacerlas. Y si Dios
te comisiona a ti y te específica bien las instrucciones y cómo Él desea
que se haga, significa que tú no tienes derecho ni autoridad a añadir nada
de lo tuyo a lo que es de Él. La Biblia está llena de este mensaje, pero
hemos entendido mal a Dios, hemos mal interpretado Su gracia, y la
hemos usado como excusa para desviarnos, diciendo: « ¡Ah! Tengo
autoridad en Cristo Jesús, y puedo hacer y deshacer». Pero Jesucristo no
hizo eso, y ni siquiera el diablo con sus tentaciones infernales, ni con la
sutileza del mismo infierno, pudo desviarlo ni un ápice de la voluntad de
Dios. Jesucristo nunca usó su autoridad como Hijo, independientemente
de la voluntad del Padre.
En nuestra congregación, cuando estuvimos en el desierto por ocho
años (como llamamos al tiempo de trato, prueba y limitaciones, pero de
intimidad que tuvimos con el Señor), hubo algunos hermanos que se
rebelaron, y naturalmente, producían ira y molestias entre nosotros. A
veces sus calumnias lograban dañar el ambiente, y lo que más me dolía
era cuando las “ovejitas”, estando tranquilas y contentas con lo que Dios
estaba haciendo en su casa espiritual, y ellos las llamaban por teléfono
para indisponerlas. Entonces, ellas se desorientaban, y un espíritu de
descontento se propagaba, permitiendo que los rebeldes se apoderaran de
ellas. Luego, ya las ovejitas no veían las cosas tan hermosamente como
las veían antes en la iglesia, y se apartaban del Señor y de su propósito,
del lugar donde Dios las había plantado. Eso me dolía como pastor, pues
es maldad desviar un alma del camino del Señor.
En ocasiones, viendo sus acciones, sentía una gran ira y quería decirles,
como dijo Moisés: “¡Oíd ahora, rebeldes!” (Números 20:10). Tenía un
gran deseo de darles su merecido, y cuando me disponía a hacerlo, y ya
iba a soltar la carga que sentía, Dios venía y cambiaba en mi boca las
palabras y nunca fui tan amable con ellos como en ese momento; tanto así
que yo mismo decía: «¿Pero, cómo va a ser? ¿Cómo puedo estar
hablando así, si yo tengo algo que yo no puedo tolerar dentro de mí y lo
que quiero decirles es otra cosa?» Después le decía al Señor: «¡Gracias,
Padre! Porque si sale este volcán, cuánto hubiese destruido», y Él me
decía: « ¿Sabes por qué tomé control? Por amor a mí mismo y por amor a
ti, porque en ese momento tú no tenías derecho a enojarte, porque tú
estabas en el lugar mío y el juez de la iglesia y quien la disciplina y
exhorta soy yo. Una cosa es que tú vayas con el espíritu de la profecía y
hables en nombre mío, si yo te mando, y otra cosa que lo hagas porque
estés molesto. Tú no tienes derecho a enojarte en mi nombre; enójate en
el propio tuyo, pero no en el mío que es Santo y Admirable».
¡Ah, pero si yo, como profeta, tomo esa autoridad, y hago como hizo
Eliseo cuando unos muchachos se burlaron de él, que los maldijo en el
nombre de Jehová y salieron dos osos del monte, y en ese instante los
despedazaron (2 Reyes 2:24), te aseguro que acabaría con media iglesia.
Aunque la Biblia no dice mucho acerca de este incidente, algunos piensan
que Eliseo actúo por su propia cuenta, el hecho de que el escritor bíblico
no añadiera algo más al respecto, puede ser cualquier cosa, pero
posiblemente estuvo en el plan de Dios que él actuara de esa forma,
porque ellos eran unos irreverentes y se merecían lo que recibieron. Mas,
ese no es el espíritu del Nuevo Pacto, y nadie tiene el derecho, si Dios no
lo envía, a hacer en el nombre de Dios lo que le plazca, siguiendo
cualquier impulso de su corazón. Por lo menos, en el caso de Eliseo, él no
estaba actuando en lugar de Dios.
Nosotros, los que estamos en autoridad, hay ocasiones que tenemos que
disciplinar a ovejas rebeldes, y como Pablo le aconsejó a Timoteo, no
podemos guardar ningún prejuicio ni actuar con parcialidad (1 Timoteo
5:21). A veces estamos en el lugar de Dios, y aquellos que nos halagan,
que nos apoyan, a esos siempre les profetizamos cosas muy lindas, muy
buenas; a esos siempre los consideramos, los perdonamos, los toleramos;
y cuando viene alguien que no nos simpatiza mucho, porque no nos
aplaude, porque no nos da esa honra que otros nos dan, entonces, con
parcialidad, a esos les aplicamos todo el peso de la ley. Cuando
representamos a Dios, tenemos que ser justos, porque Dios es justo, y
actuar con verdad porque Dios es verdadero. Aunque nuestro sentir sea
totalmente contrario y un volcán en erupción haya estallado dentro de
nosotros en ira, en molestia, en indignación, recordemos que estamos en
el lugar de Dios, somos sus sacerdotes, tenemos Su vestidura, el manto y
la vara de la autoridad, y que por tanto, debemos actuar de acuerdo a Su
majestad y a Su investidura.
Representar a Dios es hacer lo mismo que Él haría y lo propio que
mandó a hacer, sin añadir ni quitar algo. La Biblia dice que “la ira del
hombre no obra la justicia de Dios” (Santiago 1:20), implicando que en
nuestra ira somos injustos, porque no actuamos de acuerdo a la justicia de
Dios. Dejemos todo juicio a Dios. Si tienes un problema con tu hermano,
percátate bien de no decir que Dios te envió si vas a confrontarlo y a
desahogarte. Pero si vas en el nombre de Dios, obedeciendo su Palabra,
ve entonces con amor y espíritu de mansedumbre a restaurarle, no a
condenarle (1 Corintios 4:21; Gálatas 6:1) y dile: «Mi hermano, tengo un
problema contigo que debo resolver. No vine a pelear, sino a decirte
sinceramente, que tengo algo por dentro en contra tuya, que me está
robando la paz, y Dios me manda a perdonarte, pero no puedo hacerlo si
no te digo lo que siento. Yo ruego que Dios me dé lengua de sabio para
hablarte en este momento, y no salga el dolor que me infringe toda esta
situación, porque es un asunto personal entre tú y yo; nada de esto tiene
que ver con el Señor». Queda claro entonces, que si te escucha ¡gloria a
Dios, porque se restauró la relación! Pero si no hubo sanidad, la otra
persona nunca podrá decir que le ofendiste en el nombre de Dios. Muchos
profetas pierden credibilidad por ir donde sus hermanos con un “así te
dice Jehová”, cuando Él nunca los había mandado. Ya darán cuenta a
Dios por eso.
Cuando Jehová le dijo a Moisés “reúneme al pueblo”, se entiende que
la reunión era de Dios y no de Moisés. El siervo de Dios podía, luego,
hacer otra junta para desahogar su ira y expresar lo que pensaba de ellos,
pero dejándoles saber que la convocatoria no era de parte de Dios, sino de
él. En el momento que se está en el lugar de Dios, la vara tiene que usarse
de acuerdo a las instrucciones del Señor, aunque vaya a usarse en
milagros y sanidades. Hay personas que piensan que como tienen la
unción, la pueden repartir a todo el mundo, pero ¿cuántos sabemos que
hay personas que no son dignas de un milagro de Dios? Aunque se dice
que Jesús los sanaba a todos, en Nazaret, Él solamente pudo sanar a unos
cuantos, y estaba asombrado de la gran incredulidad que había en aquel
lugar (Marcos 6:5-6). Los dones de Dios no son para todos. Hay gente
que son indignas, y no tenemos el derecho de ser con ellos más
misericordiosos que Dios. Jesús dijo: “No deis lo santo a los perros, ni
echéis vuestras perlas delante de los cerdos” (Mateo 7:6). El apóstol
Pablo aconsejó a Timoteo: “No impongas con ligereza las manos a
ninguno” (1 Timoteo 5:22), porque a él le había sido dada la autoridad
para ordenar ministros. ¡Cuidado, con poner las manos si Dios no ha
dicho que lo hagamos!
El pecado de Moisés se manifestó de varias maneras: Primeramente, en
representación de Dios, pues actuó de acuerdo a sí mismo y no según
Dios. Estaba tan molesto que ese día perdió la fe. ¿Crees tú que Moisés
no le creía a Dios? ¡Claro que sí! Moisés estaba acostumbrado a ver los
milagros, señales y maravillas de Dios. Sin embargo, cuando Jehová dijo
que iba a dar carne al pueblo, él dijo: “Seiscientos mil de a pie es el
pueblo en medio del cual yo estoy; ¡y tú dices: Les daré carne, y comerán
un mes entero! ¿Se degollarán para ellos ovejas y bueyes que les basten?
¿O se juntarán para ellos todos los peces del mar para que tengan
abasto?” (Números 11:21-22). Y Jehová le respondió: “¿Acaso se ha
acortado la mano de Jehová? Ahora verás si se cumple mi palabra, o no.
Pero al pueblo dirás: Santificaos para mañana, y comeréis carne; porque
habéis llorado en oídos de Jehová, diciendo: ¡Quién nos diera a comer
carne! ¡Ciertamente mejor nos iba en Egipto! Jehová, pues, os dará carne,
y comeréis. No comeréis un día, ni dos días, ni cinco días, ni diez días, ni
veinte días, sino hasta un mes entero, hasta que os salga por las narices, y
la aborrezcáis, por cuanto menospreciasteis a Jehová que está en medio
de vosotros, y llorasteis delante de él, diciendo: ¿Para qué salimos acá de
Egipto?” (v. 23, 18-20). Nota que Jehová incluso le instruyó a Moisés de
lo que le diría al pueblo.
Sin embargo, Moisés consideraba a Israel un pueblo rebelde e
ignorante, que sin importarles el lugar donde estaban se atrevían a venir
con tantas exigencias. Seguramente el siervo de Dios pensaba que su
rebeldía había llegado al punto de ver espejismos, y en lugar de arena y
piedras veían oasis, manantiales de agua donde pudieran beber. ¿Podía él
darles a ellos agua de esa peña? Estaba claro que la ira de Moisés en ese
momento eclipsó su fe, porque cuando estamos en la carne neutralizamos
el fruto del Espíritu y los dones de Dios. Moisés se dejó provocar por el
pueblo, cuya incredulidad se la transmitió a él.
Otra cosa que hubo en Moisés y Aarón fue rebeldía (Números 20:24).
Es considerable que en el pueblo se halle rebeldía e incredulidad, pero en
los representantes de Dios no. Moisés calificó al pueblo de “rebeldes”,
pero para Dios los rebeldes fueron ellos, por eso no entraron, pues con la
misma medida que midieron fueron medidos (Mateo 7:2). Moisés no
entró a la tierra prometida, pero Aarón tampoco. Así que Dios despidió a
Aarón primero, llevándolo a la cumbre del monte de Hor, y allí murió, a
la vista de todo el pueblo (Números 20:26-28). ¡Qué tremenda enseñanza!
Seremos tratados por Dios como nosotros tratemos a Su pueblo. El amor
al Señor se manifiesta amando aquello que Él ama. Mientras Moisés
estuvo defendiendo al pueblo, intercediendo por el pueblo, humillándose
por el pueblo, y usando la misericordia para el pueblo, estuvo actuando
de acuerdo al carácter de Dios. Pero, cuando se apartó de lo que es la
naturaleza divina no actuó como le agradaba a Dios. El Señor solamente
recibe ofrenda cuando ésta tiene la naturaleza suya, cuando es según Él.
En este incidente, Moisés no estaba actuando según Dios, ni por obra ni
por representación.
Cuando Eliseo hizo el milagro a Naamán y le curó de la lepra, él le
rogaba e insistía que le aceptase algunos presentes, pero el profeta no los
aceptó (2 Reyes 5:14-15). Él quería pagarle por gratitud, pero Eliseo no
recibió nada, porque los dones de Dios no se venden, son gratis y eso
Dios se lo quería enseñar a Naamán. Pero vino Giezi, codiciando se dijo:
«¡Qué tonto! Este profeta está tan espiritual que se olvida de nuestras
necesidades. ¿Cómo va a dejar perder ese oro y esos mantos preciosos?»,
y salió detrás de él para, con engaño y mentira, lograr que Naamán le
diera el doble de lo que ofreció. Después, escondió todo en la tienda,
como también, encubiertamente, Acán guardó el anatema entre sus
pertenencias, en el campamento (2 Reyes 5:23-24; Josué 7:11). Luego el
profeta, a quien ya Dios le había mostrado la acción de su criado, lo
confrontó diciendo: “¿Es tiempo de tomar plata, y de tomar vestidos,
olivares, viñas, ovejas, bueyes, siervos y siervas?” (2 Reyes 5:26). En
otras palabras, ¿era el momento de buscar prebendas? Por tanto, tal como
profetizó Eliseo, la lepra de Naamán se le pegó a Giezi y a su
descendencia para siempre, porque si tú quieres los bienes de otro cuando
Dios no los quiere, entonces lo que era del otro se transfiere a ti, y así
como te llevaste sus bienes, llevarás también su enfermedad. Si codiciaste
la riqueza de Naamán y tomaste la ofrenda que él le quiso dar a Dios y
que no fue aceptada, actuaste en tu propia cuenta, así que llévate también
su lepra y tendrás todo lo que es de él, para ti y tu casa para siempre.
¿Por qué Dios en este aspecto es tan severo? Porque cuando se trata de
gobierno, y ya se han dado instrucciones, son inaceptables las mentiras y
el oportunismo. Aunque el juicio de Dios no caiga inmediatamente,
porque la gracia está como la nube, a tu favor, un día pueda ser que veas
la consecuencia de tus acciones. Dios, aunque cambió el pacto, sigue
siendo el mismo. No representar a Dios dignamente, así como ser
incrédulos y rebeldes contra su mandamiento es un pecado. Ese pecado
Jehová le llama no santificar Su nombre cuando en la presencia de todo el
pueblo Jehová debe ser santificado (Levítico 10:3; Éxodo 20:7). Este
principio lo aprendieron a precio de vida Nadab y Abiú, hijos de Aarón,
quienes fueron consumidos por el fuego de Jehová en juicio, cuando
ofrecieron fuego extraño (Levítico 10:1-2). Por eso Jehová le dice ahora a
Moisés y Aarón: “Por cuanto no creísteis en mí, para santificare delante
de los hijos de Israel, por tanto, no meteréis esta congregación en la tierra
que les he dado” (Números 20:12). Aunque hubo desobediencia, ira y
también rebelión, entre otras cosas, a Dios se le faltó de una sola manera,
no santificando Su nombre delante del pueblo.
¿Por qué era extraño el fuego que ofrecieron los hijos de Aarón en sus
incensarios? Porque ellos usaron fuego que Jehová nunca les mandó
(Levítico 10:1). Todo lo que Jehová no ha ordenado y se hace, es algo
extraño, algo que Dios no aprueba ni conoce. Por eso, entendemos la
expresión de Jesús cuando dijo: “Muchos me dirán en aquel día: Señor,
Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera
demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les
declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad”
(Mateo 7:22). Estas personas el Señor no las conoce, son extrañas para
Él, porque todo aquel que no actúa de acuerdo a Dios y para gloria de
Dios, es extraño para Él. Todo lo que no es según Dios y conforme a lo
que Él ordena, Él no lo reconoce, no lo acepta, no lo recibe, ni le agrada.
Moisés actúo de manera extraña en esa ocasión, y Dios con el pecado
es severo. Vemos que a Saúl Jehová lo desechó (1 Samuel 15:23); a
Nadab y Abiú los consumió en fuego en el santuario (Levítico 10:2); a
Aarón (por la misma causa que a Moisés) murió en el desierto (Número
20:24,26); y a Moisés le prohibió que incluso le hablara de eso, pues
tampoco entraría a la tierra que les prometió (Deuteronomio 3:26,27).
Dios actuó con severidad, rigidez, inflexibilidad y dureza, porque Él es
un Dios santo, el cual no soporta la rebelión ni el pecado, y se muestra
celoso por Su santo nombre (Josué 24:19; Ezequiel 39:25).
De hecho, es lo que Moisés le dijo a Aarón en medio del dolor y del
luto, por la muerte de sus hijos: “Esto es lo que habló Jehová, diciendo:
En los que a mí se acercan me santificaré, y en presencia de todo el
pueblo seré glorificado” (Levítico 1:3). Y Aarón calló, enmudeció, no
pudo abrir su boca, porque reconoció que eso era algo que Jehová les
había recalcado, que los sacerdotes son santos y que cuando se ponen la
mitra y se ponen el efod, y usan las vestiduras sacerdotales, representan a
Dios. Ellos tienen que santificar el nombre de Jehová delante del pueblo,
porque ellos son sus representantes.
Santificar el nombre de Dios es actuar de acuerdo a Él. Por eso Pablo
dijo: “el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el
Señor a los que son suyos; y: Apártese de iniquidad todo aquel que
invoca el nombre de Cristo” (2 Timoteo 2:19) A los que hacen iniquidad
Jehová no los conoce, pero aquellos que son suyos, aquellos que Él
conoce, que invocan su nombre, tienen que apartarse de iniquidad. Todo
aquel que pronuncia el nombre, que habla en su nombre, y tiene autoridad
en su nombre, no puede mezclarlo con lo suyo, porque el nombre de Dios
es santo y nosotros somos pecadores.
Es una honra ser sacerdote, ser ministro de Dios, haber sido sacado de
entre las ovejas, como David, para representar al gran y buen pastor. Es
un honor que Jehová sea la herencia de los sacerdotes, y que Él comparta
de lo suyo, de los animales que le sacrificaban, y que de su misma
ofrenda diera al sacerdote y a su familia; eso es algo demasiado elevado
para nosotros. La honra del llamamiento de Dios viene con la
responsabilidad de que aquel que lo representa, sin violentar su
individualidad, hable como Él habla y actúe como Él actúa. Dios no
puede ser representado en iniquidad, maldad, autosuficiencia, rebelión,
ira, egoísmo, ni tampoco en orgullo, altivez o falso amor.
El trabajo de Aarón y el oficio de Moisés era santificar el nombre de
Dios delante del pueblo, ¿por qué? Porque ellos eran santos, porque Dios
los santificó para que puedan servirle a Él. Moisés no actúo con santidad,
porque no obró de acuerdo a Dios en el momento que lo representaba.
Jehová instauró la tribu de Leví, para que le sirviera y los hizo sacerdotes
para que estuvieran delante de Él. El capítulo 21 del libro de Levítico
habla de cómo deben ser los sacerdotes, y que aun siendo de la familia de
Aarón, si tuvieran algún defecto, no podrían acercarse a servirle. Dios
dijo: “… ningún varón en el cual haya defecto se acercará; varón ciego, o
cojo, o mutilado, o sobrado, o varón que tenga quebradura de pie o rotura
de mano, o jorobado, o enano, o que tenga nube en el ojo, o que tenga
sarna, o empeine, o testículo magullado” (Levítico 21:18-20), porque no
lo representan, Dios es perfecto. Jesús dijo: “Sed, pues, vosotros
perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo
5:48), y si bien la perfección significa madurez, también habla de algo
íntegro, completo, por lo cual, lo que está defectuoso no representa a
Dios, pues requiere arreglo.
En el Libro de Levítico se especifica que la ofrenda de sacrificio, para
ser aceptada debía ser sin defecto. También dice: “Ciego, perniquebrado,
mutilado, verrugoso, sarnoso o roñoso, no ofreceréis éstos a Jehová, ni de
ellos pondréis ofrenda encendida sobre el altar de Jehová” (Levítico 22:
22), porque la ofrenda es para un santo y debe ser perfecta. Lo mismo que
Jehová pedía del sacerdote, lo pedía de la ofrenda, porque así como el
animal, los sacerdotes también son ofrendas de Dios. Todo lo que tiene
relación con Dios, que es dedicado a Él o que lo representa, tiene que ser
como Él, santo, perfecto, íntegro, completo. Por tanto, tenemos que saber
que cuando hablamos en nombre de Dios, tenemos que tener cuidado,
porque santificar significa “poner aparte”. En otras palabras, no mezcles a
Dios con tus defectos; si eres dado a la codicia y quieres una ofrenda más
grande como ministro, pídela en tu nombre, pero no uses a Dios para
obtener ganancias injustas. Si vas a usar a Dios en la ofrenda no trafiques
con la Palabra, no manipules al pueblo con argumentos, sino presenta lo
que Dios dijo y deja que Su Espíritu toque el corazón de Su pueblo,
porque la ofrenda tiene que ser voluntaria, para ser agradable a Dios.Los
ministros de Dios deben seguir sus instrucciones. Ruego al Señor que la
codicia de Giezi y de Balaam no se apodere de nuestros corazones; ni la
ira de Moisés tampoco. ¡Cuidado cuando se actúa en mi nombre! , dice
Dios. ¡Cuidado con el fuego extraño, con aquello que Él no ha ordenado,
o que no lo representa! Puede ser que con la unción tú luzcas muy bonito
y quieras robarte el show, pero Jehová te mira y te deja tranquilo, hasta
que termines, pues Dios siempre dirá la última palabra. Aprendamos a
temer a Dios. La gracia divina no ha cambiado a Dios, Él sigue siendo el
mismo, lo que cambió fue el pacto por el cual Él se rige.
El salmista dijo: “También le irritaron en las aguas de Meriba; Y le fue
mal a Moisés por causa de ellos, Porque hicieron rebelar a su espíritu, Y
habló precipitadamente con sus labios” (Salmos 106:32-33). Esa
expresión me revela que Moisés fue provocado, se rebeló y actúo en una
manera extraña que no era la de Dios. Jehová le había dicho que hablara a
la peña, pero él le golpeó con ira, y dañó el ambiente en un momento tan
santo. El pueblo vio el agua y glorificó a Dios, pero la actitud de Moisés
constriñó al Espíritu. Es necesario entender que el Espíritu Santo es muy
sensible, por lo que debemos conducirnos con mucho cuidado en los
momentos espirituales. Por eso, cuando presido, prefiero pasar por alto
una imprudencia y no confrontarla en ese instante, para no arruinar el
ambiente. La edificación del pueblo y la gloria de Dios valen mucho más
que retribuir un agravio. El que no entiende eso es porque no tiene ni su
naturaleza y mucho menos su corazón. ¡Qué el Señor nos ayude a actuar
en su representación de acuerdo a su naturaleza!
Hasta aquí he mencionado casos donde se mostró la severidad de Dios:
Nadab y Abiú murieron en el mismo altar; Moisés y Aarón no entraron a
Canaán; el caso de Giezi que heredó la lepra de Naamán, porque quiso
sus presentes; y a Saúl cuya desobediencia le costó el trono. A veces nos
preguntamos por qué Dios perdonó a David y no a Saúl. En realidad, no
era tanto porque había un pacto con David, y la gracia y el espíritu que
había en él, lo hacían muy diferente a Saúl. Lo que ocurrió es que David
pecó contra la santidad de Dios, pero Saúl contra su gobierno. David faltó
por debilidad, codició una mujer que no era suya, cayó en adulterio y
hasta en homicidio; eso es pecado de la carne, que va en contra de la
santidad de Dios (2 Samuel 12:9-10). Saúl, en cambio, se obstinó y se
rebeló contra la voluntad, el mandamiento de Jehová, temiendo más al
pueblo que a Dios (1 Samuel 15:23). He notado en la Biblia que cada vez
que se peca contra el gobierno divino, Dios es severo.
De hecho, el profeta Samuel le había advertido a Saúl que estuviera
atento a la palabra de Jehová, pues antes ya había actuado locamente,
ofreciendo holocausto para que no se le desertara el pueblo (1 Samuel
13:13). Eso hizo que Jehová no le confirmara en su reino para siempre,
no obstante, le iba a dar una segunda oportunidad, por lo menos para que
terminara su reino con gloria. Así Jehová, como se la dio a Moisés le dio
a Saúl una instrucción específica: “Yo castigaré lo que hizo Amalec a
Israel al oponérsele en el camino cuando subía de Egipto. Ve, pues, y
hiere a Amalec, y destruye todo lo que tiene, y no te apiades de él; mata a
hombres, mujeres, niños, y aun los de pecho, vacas, ovejas, camellos y
asnos” (1 Samuel 15:2-3). Esto se había profetizado a través de Moisés y
ahora había llegado el tiempo de ejecutarlo y Saúl fue escogido como
instrumento. Mas, ¿qué hizo Saúl? No siguió las instrucciones, y por eso
el Espíritu de Dios se apartó de él. Jehová no se contradice, y cuando se
trata de su gobierno… Él es inflexible.
¿Cómo he de conocer aquello que tiene que ver con el gobierno de
Dios? Cuando Jehová ha dado instrucción respecto a un asunto en
particular. Si Dios te manda a hacer algo y tú no lo haces, o lo haces
parcialmente, cambiando las instrucciones, estás violentando Su
autoridad, y eso es rebelión para Jehová. También, cuando Dios te hace
un ministro y tú no representas al Señor, sino que andas por tu propia
cuenta, eres juzgado según Su gobierno, y entonces te enfrentas con Su
severidad. Esto es bueno saberlo, no para actuar por miedo al juicio, sino
con temor reverente, reconociendo que Él es Dios, y le representamos.
Eso es lo que Dios quiere enseñarnos, a santificar Su nombre y
representarlo dignamente.
Pablo dice que andemos de acuerdo a la vocación, de acuerdo a lo que
es digno de Dios (Efesios 4:1). También el apóstol aconsejó: “no os
dejéis mover fácilmente de vuestro modo de pensar, ni os conturbéis, ni
por espíritu, ni por palabra, ni por carta como si fuera nuestra, en el
sentido de que el día del Señor está cerca” (2 Tesalonicenses 2:2). Este
mensaje no tiene el fin de asustarte ni de sembrar dudas en tu corazón en
cuanto a que el Señor te pueda desechar, no. Mis palabras no tienen ese
espíritu ni mucho menos la intención, aunque lo estamos diciendo con
mucha convicción y mucho temor de Dios, pero no para infundirte miedo.
Lo hacemos para que aprendas y digas: «Gracias Señor que, a través de
esta enseñanza, me estás mostrando una parte de Tu carácter que no
conocía. Ahora puedo entender un aspecto de Tu conducta que me
ayudará a caminar contigo sin tropiezo, por lo que me dispongo a
santificar Tu nombre en todo». Dios se merece nuestro compromiso y
voto voluntario de santificarle en todo. Él es bueno, y nos amonesta, para
conducirnos por el camino de sus mandamientos y de Su naturaleza,
porque nos ama, y nos llamó a ser santos, como lo es Él.
¡Bendito sea Dios que nos enseña sus caminos! ¡Bendito sea Dios que
envía Su Palabra a tiempo! ¡Bendito sea Dios que toma lo que le pasó a
sus santos en el pasado y lo aplica a nosotros hoy, para librarnos, porque
Él no quiere que tropecemos como ellos tropezaron, sino que nos
conduzcamos de una manera diferente! ¡Oh, mi alma tiembla ante su
presencia! Hagamos lo que dijo el profeta, estemos atentos a su Palabra,
porque Dios es Dios y debemos respetarle, temerle, amarle y adorarle. ¿Y
cuál es la mejor manera de mostrar eso que inspira en nuestro corazón,
sino representándolo dignamente, santificando Su nombre?
Guardemos los mandamientos de Dios, no tomemos Su nombre en
vano; no lo usemos en conversaciones como si fuera cualquier cosa, y
mucho menos para engañar, o para recibir un beneficio personal. Su
nombre no puede estar mezclado con nada mezquino ni con nada de
nuestra naturaleza carnal, como ira, codicia, orgullo, deseo de exhibición,
etc. Si represento a Dios, yo tengo que actuar siempre santificando Su
nombre, de acuerdo a Él, en justicia y santidad de la verdad, en amor, en
gozo y paciencia, en benignidad, en bondad, en mansedumbre, en
tolerancia, en todo lo que es digno. Voy a seguir sus instrucciones, voy a
poner a un lado la manera como me siento cuando esté en Su lugar. No
puedo dejarme provocar cuando en mi autoridad ministerial deba juzgar
un asunto que involucre a algún hermano que me haya calumniado o que
me haya causado muchos males. Debo actuar consciente de que estoy
representando a mi Señor, y Él es justo, santo, bueno, misericordioso y
fiel, y yo debo actuar como Él. Ya Dios se encargará de pagarle conforme
a sus hechos.
Finalmente, Dios nos has honrado, llamándonos de las tinieblas a la
luz, para que a través de la honra le honremos, y cuando estemos en el
pedestal, levantemos Su nombre, para que la gente lo vea a Él, no a
nosotros. Usemos el ministerio para añadir gloria a su alabanza, de
manera que los hombres le amen, le admiren, le teman, le busquen y
apetezcan al Señor. Líbrenos Dios del pecado de la indolencia, para que
la apatía no cierre nuestros ojos. Nuestros ojos deben estar bien abiertos y
la lámpara de nuestra visión debe estar bien encendida, para que podamos
ver con claridad, y alumbrar a otros. Somos luz y tenemos la Palabra que
es la luz del mundo, la enseñanza que ilumina, y el mandamiento que es
lámpara en nuestro camino, ¡alumbremos!
Jehová en estos días está restaurando el ministerio, y busca a hombres
que le honren en espíritu y en verdad. Él es el Dios de misericordia, pero
también es el Dios de santidad y de verdad. Aprendamos a usar bien la
gracia, y no a mal interpretarla, para que produzca en nosotros más
esmero, más diligencia, más dedicación, más entrega al Dios Supremo.
Esta palabra viene aplicada por el Espíritu Santo para corregirnos, para
redargüirnos, para que representemos bien su nombre, para que no
relacionemos ni mezclemos a Dios con nada nuestro, pues se ha hecho
tan común tomar su grande nombre en vano, y usarlo para tantas cosas.
Solo apegados a Dios podremos mantener nuestros sentidos
ejercitados, para librarnos de esos momentos impulsivos, de los cuales no
sabemos, si podrían ser la prueba decisiva, en el examen final de nuestra
mayordomía, como le pasó a Moisés. ¡Ay, si el siervo de Dios hubiese
sabido que en ese instante de desahogo estaba el escrutinio definitivo de
su liderazgo, no hubiera actuado impulsivamente! Ruego a Dios que
ponga temor y sobriedad en nuestro corazón y su gran misericordia nos
acompañe en su Camino, para transitarlo conforme a su honra y voluntad.
Capítulo VI

EL LLAMAMIENTO ES CONFORME A SU
SOBERANÍA
“…Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de
Dios”
–Romanos 11:29.

Mientras pensaba en la afirmación que titula este capítulo y meditaba


en la soberanía de Dios y su llamamiento, el Señor me reveló algo muy
glorioso acerca de Su conducta, y es lo siguiente: la voluntad soberana de
Dios concibe Su propósito; este, a su vez, da a luz la elección, la cual
lleva en sí la gracia de Su bendición. Dicho de otra manera, la voluntad
de Dios da origen a su santo propósito, y este para llevarse acabo requiere
una elección, la cual acarrea o transporta una bendición.Las Escrituras
revelan que Dios bendice todo lo que elige, y en todo lo que elige
deposita Su propósito. Así que en la elección de Dios se encuentra Su
propósito, y donde se halla su propósito, se manifiesta Su bendición. Por
ejemplo, la Biblia dice: “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a
nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del
mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo
animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen,
a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios, y
les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y
señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las
bestias que se mueven sobre la tierra” (Génesis 1:26-28). Está claro que
Dios creó al hombre a Su imagen y conforme a Su semejanza, para que se
enseñoreara de todo lo creado, y por eso lo bendijo.
Nota que Dios aprobó todo lo que creó. Las expresiones: “Y vio Dios
que era bueno” y “… y he aquí que era bueno en gran manera” (Génesis
1:10, 12, 18, 21,25, 31), confirman este pensamiento. Sin embargo, es
notable que todo lo que Él había hecho en la tierra, lo hizo por causa del
hombre, aunque éste haya sido su última creación en el principio
(Génesis 2:2; Marcos 2:27). Esto se desprende del relato de la creación y
se revela por toda la Biblia, y explica el por qué Dios bendice primero al
hombre antes que a cualquier otra criatura, mostrando que en él estaba el
propósito del Señor, y él sería también quien lo administraría (Génesis
1:22, 26-28). Miremos entonces este principio a la luz de Su propósito.
Primeramente, Dios bendijo el séptimo día porque en él reposó y le
destinó el propósito de ser un memorial de Su creación (Éxodo 20:8-11;
31:12-17); Dios bendijo a Noé, a su mujer, a sus hijos, y a las mujeres de
sus hijos, porque ellos constituían la familia que serviría para cumplir el
propósito de preservación de la especie humana (Génesis 9:1,7-10); Dios
bendijo a Sem, el hijo mayor de Noé, porque a través de él cumpliría el
propósito de dar origen a Su linaje santo (Génesis 9:26-27;Lucas
3:23,26); Dios bendijo a Abram, porque lo haría un Abraham (padre de
multitudes), pues a través de él, Jehová llevaría a cabo el propósito de
bendecir, en su simiente, a todas las familias de la tierra (Génesis 12:1-3);
Jehová tampoco quiso ocultarle a Abraham lo que ocurría con Sodoma y
Gomorra, ya que en ese hombre reposaba el propósito de bendición para
toda las naciones de la tierra (Génesis 18:16-18).
Ahora veamos, en el siguiente versículo, cómo la bendición del elegido
Abraham pasa a su linaje: “Y sucedió, después de muerto Abraham, que
Dios bendijo a Isaac su hijo; y habitó Isaac junto al pozo del Viviente-
que-me-ve” (Génesis 25:11). En el caso de Jacob, esta enseñanza se hace
dramática, pues este, desde el vientre de su madre peleaba,
innecesariamente, por una bendición que, por elección y propósito, le
pertenecía (Génesis 25:21-26; Romanos 9:11-13). Ya adulto, engaña a su
hermano y a su padre, para adquirir lo que por el decreto de la voluntad
divina ya le correspondía (Génesis 27:1-46). Jacob tenía todo en su
contra, ya que la primogenitura no le pertenecía, ni por nacimiento ni por
cultura, ni por la preferencia paterna (Génesis 25:26,28). Sin embargo,
nada de eso importó ya que en él estaba el propósito de Dios, y por
consiguiente, era el elegido y la bendición era suya.
Como la preferencia de Isaac, padre de Jacob, no era la misma que la
de Dios, el Señor en su providencia decidió que estuviese ciego el día que
iba decretar por su boca el designio de su voluntad, a favor de su elegido
(Génesis 27:1, 23,26-29). Por tanto, cuando nuestro corazón no está
alineado a la voluntad de Dios, y nuestros ojos no ven la preferencia
divina, Él oscurece nuestra vista y entorpece nuestro consejo, para
que nuestra boca bendiga lo que Él ya bendijo, y nuestro mensaje
profético confirme el depósito de Su elección y propósito.
De hecho, eso fue lo que le sucedió a Balaam, cuando por ganarse el
premio de la maldad quiso maldecir a Israel (Números 22:5-6,12). El
Señor cambió, en su propia boca, la maldición en bendición. Ni la fuerza
de la codicia, ni la brujería combinada con unción profética, ni la perfecta
dosis de sincretismo infernal, pudieron revocar la bendición de Dios a
favor del pueblo llamado y elegido, para cumplir el propósito de Su
soberana voluntad. ¿Por qué bendijo Dios a José y a David más que a sus
hermanos? La respuesta es la misma, donde está su propósito, allí se
encuentra su elección y, por consiguiente, su bendición. ¿Por qué Jesús
ha sido la persona más bendecida y amada por el Padre? Nota que al Hijo
el Padre le ha entregado todo y lo ha puesto sobre todo, porque el Hijo es
la piedra angular de la edificación de Su propósito, y el eje central y
principal del designio de Su voluntad.
Personalmente, considero a Romanos 8 un cántico de victoria para los
cristianos, pues comienza diciendo: “Ahora, pues, ninguna condenación
hay para los que están en Cristo Jesús” (v. 1). En el versículo 28 dice: “Y
sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien”, lo
que bien podríamos parafrasear diciendo: «Y sabemos que a los que
[tienen el propósito] de Dios, todas las cosas [se les convierten en
bendición]». Observa como concluye el verso: “esto es, a los que
conforme a su propósito son llamados”. Es decir, lo que determina que
todas las cosas se conviertan en bendición para los creyentes es que ellos,
de acuerdo al propósito de Dios, son llamados. La bendición es
irrevocable porque sus dones son irrevocables, así como su llamamiento
es irrevocable, porque Su propósito también lo es.
Nota en el siguiente texto que todo lo que Él comienza con “los del
propósito”, también lo termina en gloria. El apóstol dice: “Porque a los
que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos
conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre
muchos hermanos. Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los
que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también
glorificó” (Romanos 8:29-30). Observa las respuestas a las preguntas que
a continuación se formula el apóstol Pablo:

“¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién


contra nosotros? El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que
lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él
todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es
el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que
murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la
diestra de Dios, el que también intercede por nosotros. ¿Quién
nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o
persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Como
está escrito: Por causa de ti somos muertos todo el tiempo; Somos
contados como ovejas de matadero. Antes, en todas estas cosas
somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Por
lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni
principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo
alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá
separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro”
(Romanos 8:31-39).

Espiguemos de estos versos la enseñanza: 1. Si Dios es con nosotros –


los del propósito-, ¿quién contra nosotros?; 2. Si Dios nos justificó,
¿quién nos acusará?; 3. Si Cristo murió por nosotros, resucitó y está a la
diestra del Padre intercediendo a nuestro favor, ¿quién nos acusará?; y 4.
Si somos vencedores por causa de su amor, ¿quién podrá apartarnos del
amor de Dios en Cristo Jesús?. Por lo tanto, tal como lo expresa este
pasaje, los llamados al propósito están expuestos y sufren tribulación,
angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro, espada, etc., pero por
encima de todas las adversidades y oposiciones que se levanten en contra,
los escogidos somos más que vencedores por causa de la elección.
Si estudiamos las vidas de los elegidos para el propósito, observaremos
que sus vidas se caracterizaron por dos cosas: Dios los amó y el mundo
los aborreció; fueron muy amados y bendecidos, pero a la vez, muy
sufridos y atribulados.
Pensemos en Abraham, Isaac, Jacob (Israel), José, David, Pablo
(Saulo), etc. Dios aprovechó sus adversidades para perfeccionarlos y
capacitarlos para el propósito, y como una oportunidad, para manifestar
en ellos, Su poder, Su gracia y Su gloria. De hecho, nada que sufrieron, ni
ningún error que ellos cometieron ni la oposición de ningún poder,
humano o infernal, logró impedir que el propósito de Dios, conforme a la
elección, se cumpliese en ellos (Romanos 11:1-36).La tendencia nuestra
es buscar, proclamar y desear la bendición. También admiramos,
halagamos y seguimos a los bendecidos, ya sea a los que tienen el don, la
unción o llamamiento, etc. Pero Dios quiere enseñarnos que lo que
llamamos gracia, don o bendición no es más que la capacitación para
llevar a cabo el propósito. Todo recurso, don, oportunidad, distinción,
honra, unción o cualquier otra cosa que recibe un hombre de parte de
Dios -aunque no deja de llamarse gracia y bienaventuranza-, fue
concedido para cumplir el propósito del Señor con esa persona. Aunque
un don de Dios nos dé distinción, es bueno que sepamos que no nos fue
concedido para hacernos exclusivos o para honrarnos simplemente, sino
porque de esa manera Él está cumpliendo el propósito de Su voluntad.
Pablo entendió muy bien este principio de la gracia de Dios,
especialmente cuando lo aplicó a su llamamiento. Leámoslo:

“Doy gracias al que me fortaleció, a Cristo Jesús nuestro


Señor, porque me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio,
habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas
fui recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia, en
incredulidad. Pero la gracia de nuestro Señor fue más abundante
con la fe y el amor que es en Cristo Jesús. Palabra fiel y digna de
ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para
salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero. Pero por
esto fui recibido a misericordia, para que Jesucristo mostrase en
mí el primero toda su clemencia, para ejemplo de los que habrían
de creer en él para vida eterna” (1 Timoteo 1:12-16).
Pongamos suma atención a este pasaje. El apóstol da gracias a Dios
porque lo tuvo por fiel poniéndolo en el ministerio. Él confiesa que antes
era blasfemo, perseguidor e injuriador, esto quiere decir que no merecía,
si no el castigo y el rechazo de Dios. Pero él dice que la gracia tuvo que
exceder y abundar en amor, para que el Señor pudiera rescatarlo. La
medida de la cuerda de amor que Dios tuvo que movilizar, para sacar a
Saulo del profundo abismo de la perdición, excedió a la de cualquier
pecador. Esta fue muchísimo más larga, pues todos los pecadores son
enemigos de Dios e indignos, pero Saulo, además de esto, era perseguidor
del camino del Señor, blasfemo e injuriador. Nota que la palabra fiel y
digna que Pablo proclama es que él era el primero de los pecadores (el
peor, el más indigno), pero llegó a ser el primero en clemencia y
misericordia.
¿Para qué Pablo fue recibido a misericordia? Él dijo: “para [propósito]
que Jesucristo mostrase en mí [el primero] toda su clemencia, para
(propósito) ejemplo de los que habían de creer en él, para vida eterna” (1
Timoteo 1:16). Pablo explica que la gracia se manifestó a su favor, con
tan abundante misericordia, debido a que el propósito de Dios era tomarlo
a él como un ejemplo, para los que iban a creer en el Señor. Hoy
decimos: ¡cuán difícil es que un judío se convierta al Señor! La palabra
fiel y digna de ser recibida de todos dice que si un judío, que se ofreció
voluntariamente para perseguir y destruir a cristianos, y por ende a la
causa del Señor, pudo ser salvo, entonces ¡no es difícil que un judío se
convierta al Señor!
Para los judíos, los gentiles no eran merecedores de nada, mucho
menos de la gracia de Dios, pues los consideraban perros e inmundos.
Mas, la Palabra fiel y digna les proclama a los gentiles, que el hombre
llamado a cumplir el propósito de ser el apóstol de los gentiles era el
primero de los pecadores, y llegó a ser el primero en clemencia y
misericordia, para ejemplo de ellos. Saulo de Tarso era un presagio, una
señal o ejemplo de la gracia de Dios. Él no fue rico en gracia, porque era
gracioso, sino porque era el más pobre en dignidad. Dios dio la mayor
medida de gracia al más desgraciado, porque Su propósito era hacerles
saber a los desgraciados que donde abundó el pecado sobreabundó Su
gracia (Romanos 5:20-21). El apóstol termina su argumento con esta
doxología: “Por tanto, al Rey de los siglos, inmortal, invisible, al único y
sabio Dios, sea honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén” (1
Timoteo 1:12-16). Una cosa es el ministerio conforme a la concepción y
práctica humanas, y otra, totalmente diferente, según el pensamiento y la
soberanía de Dios. Afirmamos entonces, que todo lo que el Señor ha
determinado con relación a su propósito es irrevocable, sobre todo Su
llamamiento (Romanos 11:29). Confirmémoslo pues en las siguientes
enseñanzas.

6.1 Los Vestidos de José

“… y enviaron la túnica de colores y la trajeron a su padre, y


dijeron: Esto hemos hallado; reconoce ahora si es la túnica de tu
hijo, o no” - Génesis 37:32.

Comenzamos esta sección con uno de los pasajes bíblicos más


conocido: la historia de José, el hijo de Jacob. ¿Cuántas veces hemos
leído esa porción Bíblica? Personalmente, desde que yo era un mocito y
me convertí al Señor, no sé el número de veces que me he deleitado con
este relato. Cada vez que lo voy a leer, me propongo lo mismo: no llorar,
pero nunca lo logro. Recientemente, después de casi treinta y nueve años
leyendo la Biblia, pensé que en esta ocasión, en la que lo estudiaba, iba a
tener control de mis emociones y no lloraría, pero ¡que va!, temo que esta
vez fue la ocasión en que más lloré, y sollozaba de tal manera que parecía
que se me había muerto el hijo a mí y no a Jacob. Mas, lo que pasa es que
realmente es una historia familiar sumamente conmovedora, con la cual
es muy fácil identificarse.
Sin embargo, hay un mensaje un poco extraño en este pasaje, el cual
deseo compartir contigo, y que hemos titulado “Los vestidos de José”,
para no circunscribirnos precisamente a su famosa túnica de colores que,
con tanto amor, su padre le confeccionó, para honrarlo y distinguirlo, y
que provocó tanta envidia y celos en los corazones de sus hermanos
(Génesis 37:3-4). Esta porción bíblica la hemos aplicado de muchas
maneras, pero ahora el Señor nos va a decir algo muy extraño, pues como
revelación de Dios, no es algo común. Posiblemente, Dios se lo ha dado a
muchas personas antes que a mí, pero desde que Él la puso en mi corazón
he meditado en ella y creo que consolará mucho a tu corazón, tanto como
al mío.
Lo primero que observo es que cada vez que ocurrió algo importante en
la vida de José, metafóricamente, Dios permitía que lo desvistieran, para
luego, Él mismo vestirlo. Entonces, empecemos viendo a José vestido
con el primer vestido, su túnica de colores que mencionamos al principio.
Él era el preferido de su padre Jacob, pero tenía unos sueños muy
insólitos y chocantes, con su padre y hermanos; sueños proféticos que
revelaban el futuro, el propósito de Dios con sus vidas. Estos sueños, al
José compartirlos con su familia, provocaron el desprecio de sus
hermanos hacia él, de tal manera que le llamaban, despectivamente, “el
soñador”, y hasta su padre meditaba sobre aquellos sueños, en su
corazón. Muchos han juzgado a José como una persona que no fue
prudente al contar esos sueños a sus hermanos, pero considero que en su
inocencia, no se imaginaba lo que iba a provocar en ellos. Con todo, José
también estaba contribuyendo de una manera u otra con la soberanía de
Dios, pues sus acciones fungieron como detonadores en los hechos
decisivos en su vida.
Debemos reconocer que los hijos de Jacob no eran buenas personas,
aunque luego fueron los patriarcas y conformaron las tribus de Israel,
pueblo hermoso, muy amado por Dios. Sin embargo, si vamos a juzgar
por la conducta de los que formaron la nación israelita, y leemos sobre la
vida de estos hombres, con excepción de José y de Benjamín, los otros
hermanos eran crueles y homicidas. Es obvio que Dios no los eligió
porque eran buenos, todo lo contrario, Su gracia se manifestó en la
bondad de haberlos elegidos. En realidad, ellos tuvieron la bendición de
que había un pacto, porque sus padres (Abraham, Isaac y Jacob) fueron
amados por Dios. Como dice Pablo cuando habla de los judíos, que ellos
son enemigos de Dios por causa de nosotros (los gentiles y el evangelio),
pero en cuanto a la elección, son amados por Dios a causa de sus padres
(Romanos 11:28).
Los hijos de Israel eran pastores de ovejas, y su padre mandó a José a
ver a sus hermanos, para percatarse del bienestar de ellos y de las ovejas,
pues hacía tiempo que no volvían (Génesis 37:13). José salió, entonces,
por pedido de su padre, a buscar a sus hermanos; pasó por Siquem no los
encontró, siguió por los demás pueblos hasta que al final le preguntó a
alguien acerca de ellos, quien le dijo que sus hermanos estaban en Dotán,
por lo que se dirigió hacia aquel lugar. Veamos ahora como sigue la
narración bíblica:

“Cuando ellos lo vieron de lejos, antes que llegara cerca de


ellos, conspiraron contra él para matarle. Y dijeron el uno al
otro: He aquí viene el soñador. Ahora pues, venid, y matémosle y
echémosle en una cisterna, y diremos: Alguna mala bestia lo
devoró; y veremos qué será de sus sueños. Cuando Rubén oyó
esto, lo libró de sus manos, y dijo: No lo matemos. Y les dijo
Rubén: No derraméis sangre; echadlo en esta cisterna que está en
el desierto, y no pongáis mano en él; por librarlo así de sus
manos, para hacerlo volver a su padre. Sucedió, pues, que cuando
llegó José a sus hermanos, ELLOS QUITARON A JOSÉ SU
TÚNICA, LA TÚNICA DE COLORES QUE TENÍA SOBRE SÍ; y
le tomaron y le echaron en la cisterna; pero la cisterna estaba
vacía, no había en ella agua” (Génesis 37: 17-24).

Nota como ellos llamaron a José, “el soñador”, palabra que al final
tomará mucha relevancia en esta enseñanza. Ellos querían matar a José,
para que no se cumplan sus sueños y estaban dispuesto a hacerlo, incluso
hasta con sus propias manos. Aparentemente, decidieron llevarse del
consejo de Rubén y echarlo en una cisterna, en medio del desierto, para
que allí se muriera de sed e inanición. Salida que, aunque más lenta,
también conseguiría quitarlo de en medio, no sin antes, claro, despojarlo,
de aquella túnica de colores, tan codiciada por todos. Por lo que allí
quedó José, echado, en la profundidad de una fría cisterna, abandonado y
desnudo.
Detengámonos un momento, y analicemos, a la luz de la Biblia, el
significado de estar vestido y de estar desnudo. En el libro del Génesis se
nos indica tácitamente que nuestros padres estaban vestidos con la gloria
de Dios, pero desnudos de acuerdo a la vista humana. Allí no había
vergüenza de la desnudez, porque sus cuerpos estaban cubiertos con la
gloria de Dios. Mas, cuando el hombre pecó y fue destituido de la gloria
divina (Romanos 3:23), se malogró la inocencia y, por consiguiente,
perdió aquel vestido glorioso de la imagen y semejanza de Dios. Lo
primero que hicieron ellos, cuando se dieron cuenta de que estaban
desnudos, fue huir de la presencia de Dios y hacerse vestidos de hojas de
higuera. Esa actitud la interpretamos como un intento natural del hombre
de cubrir su desnudez con sus propias obras, ignorando que de todos
modos permanecerían desnudos. Luego vemos que Dios los cubrió con
un vestido diferente, un vestido de piel. Mas, para cubrirlos con piel hubo
un animal que tuvo que ser sacrificado, posiblemente fue el primer
animal que murió por causa del pecado. La iglesia siempre ha
interpretado que es una revelación de la justicia de Cristo, Dios cubriendo
al hombre, desde el principio.
Más adelante, vemos la historia de Noé que nos da otra enseñanza en
cuanto a la desnudez. Pasado ya el diluvio que destruyó el mundo antiguo
(Génesis 6:7), lo primero que hizo Noé cuando salió del arca fue un
sacrificio a Jehová (Génesis 8:29). Tiempo después, Noé labró la tierra y
también plantó una viña, y dice la Biblia que bebió del fruto de ella y se
emborrachó y se desnudó en su tienda. Su hijo Cam, al entrar a la tienda
lo vio, y en lugar de cubrirlo, salió y lo dijo a sus hermanos. Cuando Noé
se despertó de su embriaguez y lo supo, maldijo a Cam por no tener
temor, no tan solo de mirar la desnudez de su padre, sino de exponerla
(Génesis 9:22,24-25; Levítico 18:7). En Apocalipsis vemos, por ejemplo,
que el mensaje que el Señor le dio al ángel de la iglesia de Laodicea fue:
“Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa
tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable,
pobre, ciego y desnudo. Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro
refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, Y
QUE NO SE DESCUBRA LA VERGÜENZA DE TU DESNUDEZ; y
unge tus ojos con colirio, para que veas” (Apocalipsis 3:17-18).
Aplicando, vemos que estar desnudo, según la Biblia, es una vergüenza
que debe ser cubierta, así como el vestido representa honra.
En Ezequiel, por ejemplo, cuando se señala las abominaciones de
Jerusalén, se habla del parto, de cómo nació y como Dios la vistió,
diciendo: “Te hice multiplicar como la hierba del campo; y creciste y te
hiciste grande, y llegaste a ser muy hermosa; tus pechos se habían
formado, y tu pelo había crecido; pero estabas DESNUDA Y
DESCUBIERTA. Y pasé yo otra vez junto a ti, y te miré, y he aquí que tu
tiempo era tiempo de amores; y EXTENDÍ MI MANTO sobre ti, y
CUBRÍ TU DESNUDEZ; y te di juramento y entré en pacto contigo, dice
Jehová el Señor, y fuiste mía” (vv. 7-8). Este vestido era de honra y de
misericordia, pero también Dios viste de salvación. El salmista dijo: “Oh
Jehová Dios, levántate ahora para habitar en tu reposo, tú y el arca de tu
poder; oh Jehová Dios, sean vestidos de salvación tus sacerdotes, y tus
santos se regocijen en tu bondad (…) En gran manera me gozaré en
Jehová, mi alma se alegrará en mi Dios; porque me vistió con vestiduras
de salvación, me rodeó de manto de justicia, como a novio me atavió, y
como a novia adornada con sus joyas” (2 Crónicas 6:41; Isaías 61:10).
También dijo: “Jehová reina; se vistió de magnificencia; Jehová se vistió,
se ciñó de poder. Afirmó también el mundo, y no se moverá” (Salmos
93:1).
Sin embargo, así como hay vestidos de gloria, también hay vestidos de
amargura, de dolor, de confusión y de maldición. En el libro de Esther,
vemos que al darse la orden de destruir, matar y exterminar a todos los
judíos, en un mismo día, y de apoderarse de sus bienes, Mardoqueo rasgó
sus vestidos, y dice que se vistió de cilicio y de ceniza, y se fue por la
ciudad clamando, con amarga lamentación (Ester 3:13; 4:1). El salmista
escribió: “A sus enemigos vestiré de confusión (…) Se vistió de
maldición como de su vestido” (Salmos 132:18 109:18). Por tanto, la
Biblia habla de muchos vestidos, y en la vida de José vemos, que cada
vez que le pasó algo importante, en cada prueba fue desvestido, pero Dios
siempre volvió a vestirle con mucho más honra.
Por tanto, podemos afirmar que el primer vestido que tuvo José fue de
honra. Aquel vestido hecho por su padre como una distinción, indicando
que José contaba y disfrutaba del amor de su padre, y que era más amado
que sus hermanos. Todos nosotros, como hijos de Dios, también fuimos
vestidos de esa misma manera, pues el Señor nos ha vestido a todos de
honra. La justicia de Cristo en la vida de un creyente es un vestido que
nos distingue entre toda la humanidad. Todo aquel que ha sido vestido de
Cristo tiene la distinción del Padre (Efesios 6:14). El vestido de la justicia
de Cristo es la manera de Dios decir: «A estos los amo, por eso he
quitado de ellos el oprobio, la vergüenza y desnudez del pecado, y los he
cubierto de salvación».
Asimismo, los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, de Cristo
estamos revestidos (Gálatas 3:27). Eso significa que el Padre te ama, pues
la vestidura de Jesús es una distinción, es el vestido de honor, de gloria;
es la manera de Dios expresar su elección, de que tú has sido elegido, has
sido llamado; de que pasaste de tinieblas a luz, y de muerte a vida. Es un
vestido que dice que ya no eres del mundo, ya no reina en ti el pecado, ya
no eres como los demás hombres, eres amado del Padre. De tal manera te
amó Dios que te vistió de Jesús; de tal manera te amó Dios que te tomó
caído, te limpió del polvo, del cieno, de todo lo que es vil y bajo, y
después de trasladarte al reino, cubrió la vergüenza de tu desnudez. Por
eso, eres distinto, tú tienes el vestido de Dios.
Así también José era el amado del padre, y él se lo quiso expresar de la
mejor manera: vistiéndolo, cubriéndolo. A veces juzgamos mal a Jacob, y
decimos que era un padre consentidor que no hizo bien con amar a José
más que a los demás, pero el amor viene de Dios, y lo que antes fue
escrito para nuestra enseñanza lo es. José es un tipo de Cristo, el Hijo
amado. Si estudias la vida de José, no hay en toda la Biblia una
ilustración o tipología más perfecta de lo que era Jesús, pues José fue
amado de su padre, envidiado por sus hermanos y traicionado por ellos;
vendido por monedas, y después llega a ser el que salva a su pueblo y
también a todas las demás naciones. Y por representar a Jesús, nos
representa también a nosotros, porque por fe somos hallados en Cristo.
Nota que Jesús era el amado del Padre, lleno de gracia y de verdad
como lo fue José, y nosotros también (Juan 1:14; Génesis 37:4; 1 Juan
4:10). José con el vestido de la honra, nosotros con el vestido de la
justicia del Señor, el vestido de la distinción, de la elección, del santo
llamamiento. Por eso nos aborrece el mundo, porque el Padre nos ama.
Lo dijo Jesús: “ Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha
aborrecido antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría
lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por
eso el mundo os aborrece” (Juan 15:18-19). No somos del mundo, somos
del Padre. Mas, en el caso de José, fue aborrecido por sus hermanos,
porque tenía el amor del padre, y se le reveló el propósito del Padre
Celestial, de que él iba a reinar sobre sus hermanos, como un tipo del
reinado del Hijo de Dios, y de nosotros los creyentes, que también
reinaremos con Él (Apocalipsis 5:10).
Cada vez que José se ponía aquella túnica de diversos colores (parecida
a los que usaban los reyes y personas adineradas en aquellos días) estaba
diciendo: «Yo soy un príncipe, el hijo de un patriarca que está en pacto
con Dios; soy el amado del padre, hijo de Raquel, la elegida y amada por
el esposo». Sabemos que las demás mujeres de Jacob, llegaron a él por
engaño, y luego por disputas entre ellas (Génesis 29:25; 30:4); pero él
eligió una y esa fue la madre de José (Génesis 29:18), así como la iglesia
es la amada de Dios, y de ella nacieron los elegidos y amados del Padre.
Es glorioso ser vestido por Dios, tener el vestido de la elección y de la
distinción, pero al mismo tiempo eso implica el odio y la envidia de los
hermanos. José experimentó también ese dolor en carne viva.
Lo primero que hicieron los hermanos de José fue desnudarlo,
despojarlo de su túnica de colores, veamos: “Entonces tomaron ellos la
túnica de José, y degollaron un cabrito de las cabras, y tiñeron la túnica
con la sangre; y enviaron la túnica de colores y la trajeron a su padre, y
dijeron: Esto hemos hallado; reconoce ahora si es la túnica de tu hijo, o
no. Y él la reconoció, y dijo: La túnica de mi hijo es; alguna mala bestia
lo devoró; José ha sido despedazado. Entonces Jacob rasgó sus vestidos,
y puso cilicio sobre sus lomos, y guardó luto por su hijo muchos días. Y
se levantaron todos sus hijos y todas sus hijas para consolarlo; mas él no
quiso recibir consuelo, y dijo: Descenderé enlutado a mi hijo hasta el
Seol. Y lo lloró su padre. Y los madianitas lo vendieron en Egipto a
Potifar, oficial de Faraón, capitán de la guardia” (Génesis 37: 31-36).
Desnudaron a José, lo despojaron de la honra, le quitaron la distinción, lo
privaron del vestido que externamente lo señalaba como el amado del
padre, y lo dejaron desnudo. Y aunque me imagino que ya vendido, llegó
a Egipto cubierto, con algún manto beduino, en realidad sabemos que iba
desnudo, porque había sido cubierto con la “desnudez-envidia”,
“desnudez -odio”, “desnudez-traición”.
¡Cómo duele el trago amargo de la traición! El salmista clamó: “Porque
no me afrentó un enemigo, Lo cual habría soportado; Ni se alzó contra mí
el que me aborrecía, Porque me hubiera ocultado de él; Sino tú, hombre,
al parecer íntimo mío, Mi guía, y mi familiar; Que juntos comunicábamos
dulcemente los secretos, Y andábamos en amistad en la casa de Dios”
(Salmos 55:12-14). José sufrió lo indecible, y la túnica que le despojaron,
la tiñeron con la sangre de un cabrito, para enviársela al padre, como
prueba de que José había sido despedazado por algún animal salvaje
(Génesis 37:32-33). Mas, la verdad era que la fiera de la envidia y la
traición casi lo devoró.
Jesús también sufrió el ser traicionado, pues la Palabra dice que a los
suyos vino y los suyos no le recibieron (Juan 1:11), sino que lo
cambiaron por Barrabás, un ladrón (Mateo 27:26); odiando al César,
prefirieron al déspota que los oprimía antes que al Mesías de Israel que
los redimiría (Juan 19:15). ¡Traición! Luego le quitaron su túnica, y le
pusieron otra de color púrpura, que bien representaba su sangre preciosa,
derramada, como resultado de la brutal golpiza que sufrió. También le
colocaron una, muy ceñida, corona de espinas (Juan 19:5). A José lo
vendieron por 20 monedas de plata (Génesis 37:28), y a Jesús por treinta
(Mateo 26:15).
¿Qué paso después con José? Los mercaderes ismaelitas que lo
compraron se lo llevaron a Egipto (Génesis 37:28). Me imagino cómo se
sentía José, acostado en la joroba de aquel camello o caminando, a veces,
por la arena, atravesando el desierto, amarrado posiblemente con cadenas,
y sus lágrimas cayendo todo el camino a Egipto, mientras pensaba:
«¡Increíble que mis hermanos me hicieran esto! ¡Me separaron de mi
padre y de mi hermano Benjamín! Me desnudaron, me quitaron mi
túnica, para vestirme con el vestido de la deshonra; me quitaron el vestido
de hijo, para darme un vestido de esclavitud». Lo único bueno que
hicieron ellos con la túnica de José fue que la tiñeron de sangre,
anunciando algo muy importante: el sacrificio de Jesús.
Cualquiera de nosotros en esa situación diría: « ¡Qué injusticia!
¿Dónde está Dios cuando más se necesita?». Sin embargo, la Biblia dice
que Jehová estaba con José (Génesis 39:2). Por tanto, no importa lo que
te hagan tus hermanos, que te traicionen y te desnuden, si Dios está
contigo. Donde quiera que José iba, Jehová lo prosperaba, porque era hijo
de los amados: Abraham, Isaac y Jacob. Él era un hijo de pacto, como
nosotros somos hijos de pacto, y estamos bajo bendición. Nadie nos
puede maldecir, ni siquiera los “Balaamnes” con su sincretismo religioso,
mezclando lo pagano con la revelación, podrán maldecir al pueblo
escogido de Dios, porque en la misma boca Él le cambiará la maldición
por bendición (Números 24). Lo que es bendito por Dios es bendito para
siempre, porque cuando Dios bendice, no se retracta, porque en Él no hay
sombra de variación (Santiago 1:17). Dios es el mismo ayer, y hoy, y por
los siglos (Hebreos 13:8).
Ya en Egipto, José llegó a la casa de Potifar “desnudado” como
esclavo, ¿y qué hizo Dios? Lo vistió de mayordomo, un nuevo vestido de
honra (Génesis 39:4). Y no conforme con darle un puesto de relevancia,
Potifar le entregó su casa y todos sus bienes. Y como Dios bendice a los
que bendicen a sus hijos, la casa del egipcio empezó a prosperar. Por
tanto, no es que recibamos bendición, sino que llevemos esa bendición,
que ya hemos recibido, a donde quiera que vayamos. Ese vestido de
honra le dio una gran notoriedad a José, no tan solo en gracia, sino con
una bella presencia (Génesis 39:6), lo que ocasionó que surgiera alguien
que, otra vez, quisiera desnudarlo, veámoslo:

“Aconteció después de esto, que la mujer de su amo puso sus


ojos en José, y dijo: Duerme conmigo. Y él no quiso, y dijo a la
mujer de su amo: He aquí que mi señor no se preocupa conmigo
de lo que hay en casa, y ha puesto en mi mano todo lo que tiene.
No hay otro mayor que yo en esta casa, y ninguna cosa me ha
reservado sino a ti, por cuanto tú eres su mujer; ¿cómo, pues,
haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios? Hablando ella a
José cada día, y no escuchándola él para acostarse al lado de
ella, para estar con ella, aconteció que entró él un día en casa
para hacer su oficio, y no había nadie de los de casa allí. y ella lo
asió Por su roPa, diciendo: duerme Conmigo. Entonces él deJó su
roPa en las manos de ella, y huyó y salió. Cuando vio ella que le
había dejado su ropa en sus manos, y había huido fuera, llamó a
los de casa, y les habló diciendo: Mirad, nos ha traído un hebreo
para que hiciese burla de nosotros. Vino él a mí para dormir
conmigo, y yo di grandes voces; y viendo que yo alzaba la voz y
gritaba, dejó junto a mí su ropa, y huyó y salió. y ella Puso Junto
a sí la roPa de José, hasta que vino su señor a su casa. Entonces
le habló ella las mismas palabras, diciendo: El siervo hebreo que
nos trajiste, vino a mí para deshonrare. Y cuando yo alcé mi voz y
grité, él dejó su ropa junto a mí y huyó fuera. Y sucedió que
cuando oyó el amo de José las palabras que su mujer le hablaba,
diciendo: Así me ha tratado tu siervo, se encendió su furor. Y
tomó su amo a José, y lo puso en la cárcel, donde estaban los
presos del rey, y estuvo allí en la cárcel” (Génesis 39:7-20).

Sí, nuevamente lo desnudaron con la desnudez de la seducción y la


mentira. José se quedó sin ropa, pero con una cosa se cubrió: con la
integridad y el temor a Dios (Génesis 39:9). Es mejor estar desnudo con
integridad que vestido sin ella. José prefirió ser desnudado, a renunciar a
su integridad, primeramente, para el Dios que le bendijo y le prosperó, y
luego, para el hombre que confió en él. La mujer de Potifar lo asió por su
ropa, pero él le resistió con el temor a Dios y el amor al prójimo. Honra
para con Dios e integridad para con aquellos que nos distinguen, es lo que
el Señor espera de nosotros.
BIENAVENTURADO AQUEL QUE PREFIERE QUE LO
DESNUDEN A DESNUDARSE, DEJANDO ENTRE SU ROPA LA
INTEGRIDAD. José prefirió que lo avergonzasen y deshonrasen a
renunciar a lo único de valor que poseía: su lealtad para con Dios. Ese
vestido no se lo pudieron quitar en esta ocasión. José tenía una vestidura
de príncipe, con la que su padre lo vistió, pero no sólo por el adorno
exterior, sino porque tenía nobleza, porte, dignidad de príncipe. De
hecho, ser un príncipe para Dios no es un hábito, sino una vida.
Otra vez a José le quitaron la ropa de honra, para desnudarlo con la
calumnia. Sin embargo, a José no le importó, porque él no le servía al
“dios imagen” ni vivía para defender su reputación, sino para honrar al
Dios de su llamamiento. En la iglesia, tristemente, hemos aprendido a
vivir para defender nuestro honor. Hay quienes piensan que cuando lo
calumnian ya perdieron el vestido de la honra, y que el cielo se le cayó
encima; pero si tú eres integro, tarde o temprano Dios te vindicará,
porque Jehová siempre tendrá un vestido para ti. Dios siempre vuelve y
viste a sus íntegros, no importa cuántas veces sean desnudados por los
hombres.
Los hombres desnudan, pero Dios viste. Si el diablo te ha desnudado
con calumnias dañando tu ministerio, mantén tu integridad, porque tarde
o temprano Jehová enviará sus ángeles a ceñirte de la ropa de honra.
Jehová callará la boca de los labios mentirosos, no importa que se queden
con tu manto de honra, ni que lo usen como evidencia contra ti. Sabe
Jehová ser fiel con los fieles y honrar a los que le honran (1 Samuel
2:30). Por eso, Dios le dice a la iglesia: « ¡Retén lo que tienes, que nadie
te quite tu honra!». No podemos impedir que hablen mal de nosotros,
pero eso sí, que lo hagan mintiendo (Mateo 5:11). El apóstol Pedro
escribió: “… si alguno padece como cristiano, no se avergüence, sino
glorifique a Dios por ello” (1 Pedro 4:16). Si en algo nos hemos de
avergonzar es de perder nuestra honra por falta de integridad, de otra
manera, no importa que nos desnuden, si es por causa del Señor.
Volviendo a nuestra historia, sabemos lo que representa ser un esclavo,
y José, aunque mayordomo, pertenecía a Potifar, y su caso era digno de
muerte, no tan solo por su condición, sino por causa de quien provenía la
acusación, la esposa de su amo. Sin embargo, Dios metió su mano y este
hombre, que bien pudo ser severo e implacable, por la supuesta traición,
fue flexible. Alguna sospecha tenía Potifar en su interior de que José era
fiel; posiblemente conocía a su mujer, pero no podía confrontarla, para no
traer a su abolengo esa vergüenza, así que, por dignidad, decidió enviar a
José al calabozo y no al cadalso. Así llegó José a la cárcel, desnudo,
despojado de la ropa de la libertad, para ponerse el “vestido-prisión”.
Quizás aquel vestido no era como el que hemos visto alguna vez, de rayas
negras y blancas, con un número al frente, o quizás un mameluco de color
chillón, pero de lo que no había dudas es que era un vestido de prisionero,
de vergüenza, de dolor. Veamos ahora como Jehová lo vistió:
“Pero Jehová estaba con José y le extendió su misericordia, y
le dio gracia en los ojos del jefe de la cárcel. Y el jefe de la cárcel
entregó en mano de José el cuidado de todos los presos que había
en aquella prisión; todo lo que se hacía allí, él lo hacía. No
necesitaba atender el jefe de la cárcel cosa alguna de las que
estaban al cuidado de José, porque Jehová estaba con José, y lo
que él hacía, Jehová lo prosperaba” (Génesis 39:21-23).

Jehová viste, nuevamente, a José con el vestido de honra. La bendición


de Jehová es la que enriquece (Proverbios 10:20), y lo importante es que
Dios esté con nosotros, aunque el mundo entero esté en contra. Dios
siempre estará con los íntegros. A pesar que a José le quitaron la
vestidura de mayordomo, para ponerle la vestidura de un presidiario,
estas últimas no eran de un preso común, sino la de un hijo de Dios, lleno
de gracia y autoridad. José estaba, como describió el apóstol Pablo a los
corintios, preso por honra y por deshonra, por mala fama y por buena
fama; como engañador, pero veraz; en prisión pero también en pureza,
como castigado pero no muerto (2 Corintios 65:8,9). Sí, estaba en la
cárcel, pero Jehová estaba con él. Ningún lugar es malo, si Dios está
contigo; ninguna situación es difícil, si Dios extiende su misericordia;
nada es escaso o limitado, si Dios es el que te prospera. José estaba
vestido de preso, pero con honra. No obstante, también hubo allí quien
quiso desnudarlo.
Sucedió que tiempo después, el panadero y el copero del rey de Egipto
incurrieron en serias faltas contra Faraón y él los mandó a prisión. Los
pusieron en la cárcel y el capitán de la guardia encargó de ellos a José,
para que les sirviera. Ocurrió entonces que un día, ambos tuvieron un
sueño, en una misma noche, y muy similares, pero cada uno con su
propio significado, los cuales revelaban lo que les ocurriría a estos
hombres en el futuro. Cuando José fue a ellos por la mañana, y los miró y
vio que estaban tristes, les preguntó y ellos le dijeron que habían tenido
un sueño, se lo contaron y él les dio la interpretación (Génesis 40:1-7). Al
primero que le interpretó el sueño fue al copero, a quien le dijo que sería
restituido en su puesto, y al otro, lamentablemente, que sería decapitado.
Pero también José le dijo al copero: “Acuérdate, pues, de mí cuando
tengas ese bien, y te ruego que uses conmigo de misericordia, y hagas
mención de mí a Faraón, me saques de esta casa” (v. 14). A los tres días
de esto, en el cumpleaños del Faraón, se cumplieron los sueños y su
interpretaciones, estos hombres fueron sacados de la cárcel; el copero
volvió a su oficio, pero el panadero fue ahorcado, como exactamente
había interpretado José (Génesis 40: 21-22). Con todo, “el jefe de los
coperos no se acordó de José, sino que le olvidó” (v. 23), quitándole el
vestido de la misericordia y de la esperanza, para desnudarlo con el
olvido.
Otra vez, José desvestido y ahora también olvidado. El olvido es cruel,
¡oh, cuánto duele que aquel, a quien le has hecho bien, te olvide! Alguien
dijo “devolver mal por mal es humano, devolver bien por mal es divino,
pero devolver mal por bien es diabólico”. ¡Cuántos de nosotros hemos
sufrido el olvido de personas que antes hemos favorecido! Hay personas
cuando están padeciendo o te necesitan por alguna razón, no se quitan tu
nombre de la boca y se acuerdan de ti y te solicitan, te buscan, no importa
el día ni la hora. Mas, cuando están en gloria, en honra, en prosperidad,
de ti se olvidan, ni eres tú precisamente el que le acompañas en sus
buenos momentos. Pero hay alguien que no se olvida de ti, ni en las
malas ni en las buenas. Esa persona que, aun te deje tu padre y tu madre,
te recoge, es Jehová tu Dios (Salmos 27:10). Él dijo: “¿Se olvidará la
mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su
vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti” (Isaías 49:15).
Por tanto, espera y deléitate en Él, y a Su tiempo, Él te concederá las
peticiones de tu corazón (Salmos 37:4). Eso ocurrió a José, al pasar dos
años, llegó el tiempo de Jehová, de cubrir de nuevo a José de la desnudez
del olvido.
Ocurrió que el Faraón tuvo aquellos dos famosos sueños, en una misma
noche, sobre las siete vacas gordas y las siete vacas flacas; y de las siete
espigas hermosísimas, gruesas y llenas, y otras siete menudas, marchitas
y arruinadas por el viento (Génesis 41:1-7). Estos sueños agitaron tanto al
Faraón que hizo llamar a todos los magos de Egipto, y a todos sus sabios,
a quienes les contó sus sueños, mas no se encontró entre ellos quién los
pudiese interpretar (Génesis 41:8). Entonces, el jefe de los coperos se
acordó de José y le dijo a Faraón: “Me acuerdo hoy de mis faltas. Cuando
Faraón se enojó contra sus siervos, nos echó a la prisión de la casa del
capitán de la guardia a mí y al jefe de los panaderos. Y él y yo tuvimos un
sueño en la misma noche, y cada sueño tenía su propio significado.
Estaba allí con nosotros un joven hebreo, siervo del capitán de la guardia;
y se lo contamos, y él nos interpretó nuestros sueños, y declaró a cada
uno conforme a su sueño. Y aconteció que como él nos los interpretó, así
fue: yo fui restablecido en mi puesto, y el otro fue colgado. Entonces
Faraón envió y llamó a José. Y lo sacaron apresuradamente de la cárcel, y
se afeitó, Y MUDÓ SUS VESTIDOS, y vino a Faraón” (vv. 9-14). Había
llegado el tiempo, nuevamente, de José ser vestido.
Hecho así, José fue sacado rápidamente de la cárcel, y se presentó
delante del Faraón. Ahora, le quitaron la “desnudez-prisión”, para ponerle
el “vestido-libertad”. Una vez más, Jehová vistió a José y lo sacó de la
cárcel de la calumnia y de la mentira, y quitándole la “desnudez-olvido”,
le dio un vestido de honra, para estar delante de Faraón. José interpretó
los sueños de Faraón, los cuales reflejaban lo que Dios haría en Egipto,
dándole primero siete años de gran abundancia y otros siete de un hambre
gravísima (Génesis 41:28-32). Y como era algo firme de parte de Dios,
también José le aconsejó a Faraón que escogiera un varón prudente y
sabio, y lo pusiera sobre la tierra de Egipto, para que administre junto a
gobernadores los siete años de abundancia, y posteriormente los siete de
escasez.
A Faraón le pareció excelente el consejo, pero también se dio cuenta
que no había un hombre más sabio y prudente que José, quien tenía el
Espíritu de Dios (v. 38). ¿Cómo lo supo Faraón? Porque José no fue en su
propio nombre, sino en el nombre de Aquel que siempre estaba con él y
que lo “vestía”. Por eso, lo primero que José le advirtió a Faraón antes de
interpretar sus sueños fue: “No está en mí; Dios será el que dé respuesta
propicia a Faraón” (Génesis 41:16), esa fue su carta de presentación. En
otras palabras: «No soy yo, sino Dios en mí» y como era Dios en él, qué
mejor que entregarle todo al que tiene a Dios. Entonces, el Faraón le dijo:
“Pues que Dios te ha hecho saber todo esto, no hay entendido ni sabio
como tú. Tú estarás sobre mi casa, y por tu palabra se gobernará todo mi
pueblo; solamente en el trono seré yo mayor que tú. He aquí yo te he
puesto sobre toda la tierra de Egipto. Entonces Faraón quitó su anillo de
su mano, y lo puso en la mano de José, Y LO HIZO VESTIR DE ROPAS
DE LINO FINÍSIMO, y puso un collar de oro en su cuello; y lo hizo
subir en su segundo carro, y pregonaron delante de él: ¡Doblad la rodilla!;
y lo puso sobre toda la tierra de Egipto. Yo soy Faraón; y sin ti ninguno
alzará su mano ni su pie en toda la tierra de Egipto. Y llamó Faraón el
nombre de José, Zafnat-panea; y le dio por mujer a Asenat, hija de
Potifera sacerdote de On. Y salió José por toda la tierra de Egipto”
(Génesis 41:39-44). El diablo te puede desvestir, pero Dios siempre te va
a vestir; el diablo te desnuda, pero Dios siempre vuelve a ceñirte. Él no
solamente te borra la vergüenza de tu desnudez, sino que te viste de lino
finísimo.
Cada vez que Satanás desvistió a José, ahí estaba Jehová con una ropa
para cubrirlo. Los hombres te desnudan para avergonzarte, pero Dios
te viste para honrarte. Posiblemente, tú estás ahora mismo “desnudo”
por la calumnia y la traición; quizás perdiste la libertad, fuiste olvidado o
perjudicado por alguien que quiso hacerte daño, pero ahí está Dios con su
vestidura para cubrirte. Mira a José, el mismo Faraón puso collar en su
cuello, se despojó de su anillo y se lo colocó en su dedo, haciendo de él,
el mejor vestido y mayor en honra, después del rey en todo Egipto
(Génesis 41:40). Así como el Padre toda la gloria se la dio al Hijo, por
cuanto lo humillaron, Él lo “… exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre
que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda
rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra;
toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios
Padre” (Filipenses 2:9-11). Y de la misma manera como el Padre vistió a
Jesús, así te viste a ti, de lino fino. Él te ciñe de honra, de fama, de
hermosura, pone collar en tu cuello, diadema en tu frente y vestido
finísimo, porque honra es la herencia de los santos.
De hecho, José de una cárcel llegó a ser el redentor de Egipto, y no
solamente salvó a ese país, sino a toda su familia, a Palestina y al mundo
de aquellos días. Fueron años de mucha gloria, donde José pudo
reconciliarse con sus hermanos y volver a reunirse con su familia. Murió
Jacob en Egipto después de estar con José, de ver a sus hijos, de bendecir
a todos, especialmente a los hijos de José, quien él no pensaba volverle a
ver, por eso le dijo: “No pensaba yo ver tu rostro, y he aquí Dios me ha
hecho ver también a tu descendencia” (Génesis 48:11), pero Dios es fiel.
Así, sus restos fueron llevados al sepulcro de sus padres, en Macpela,
Canaán, como si fuera un príncipe (Génesis 50:1-3).
Me imagino todos los que presenciaron el entierro, que vivían
alrededor. La Biblia dice que los vecinos estaban asombrados, viendo
toda la multitud que acompañó a José a enterrar a su padre, los cuales
iban en carros, en caballos, y se hizo un escuadrón tan grande, que los
cananeos dijeron: “Llanto grande es éste de los egipcios” (v. 11). Nadie
podía pensar que era el entierro de aquel ancianito que vivía en aquellas
tiendas con sus hijos. Tantos años que Jacob pasó llorando a su hijo, que
supuestamente estaba muerto, ahora viene a ser enterrado con honores,
por causa de ese hijo.
Mas, al regresar a Egipto, después del entierro de su padre, a José le
sucedió algo muy peculiar, veamos: “Viendo los hermanos de José que su
padre era muerto, dijeron: Quizá nos aborrecerá José, y nos dará el pago
de todo el mal que le hicimos. Y enviaron a decir a José: Tu padre mandó
antes de su muerte, diciendo: Así diréis a José: Te ruego que perdones
ahora la maldad de tus hermanos y su pecado, porque mal te trataron; por
tanto, ahora te rogamos que perdones la maldad de los siervos del Dios de
tu padre. Y José lloró mientras hablaban. Vinieron también sus hermanos
y se postraron delante de él, y dijeron: Henos aquí por siervos tuyos”
(Génesis 50:15-18). Otro sueño cumplido de José, así Dios cumplirá su
propósito en tu vida y no se olvidará de la buena palabra que habló acerca
de ti. Todos esos sueños y revelaciones están guardados en su memoria y
un día se cumplirán en ti.
Una de las cosas que más conmueve a mi espíritu de esta historia, es la
pregunta con la que José contesta a sus hermanos: “No temáis; ¿aCaso
estoy yo en lugar de dios? Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios
lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a
mucho pueblo. Ahora, pues, no tengáis miedo; yo os sustentaré a vosotros
y a vuestros hijos” (Génesis 50:19-21). Ellos creían que él tomaría
represalias después de muerto su papá, pero él los consoló, y les habló al
corazón, con esa sencilla pregunta: ¿Acaso estoy yo en lugar de Dios? En
esa interrogante se encierra la manera como José entendió el plan de
Dios. Es decir, el que juzga es Dios; “¿Quién puede perdonar pecados
sino sólo Dios?” (Lucas 5:21). El lugar nuestro es no guardar rencor, pero
sólo de Dios es el perdonar. Muchas veces, nosotros nos ponemos en el
lugar de Dios, cuando alguien nos traiciona; queremos pagarle de la
misma manera y vengarnos. En ocasiones, cuando nos vienen las
dificultades y somos desnudados, tratamos de vestirnos por nosotros
mismos e intervenimos, haciendo cualquier otra cosa. ¿Acaso estás tú en
el lugar de Dios? Nota que José nunca se vistió él mismo, porque no
estaba en el lugar de Dios. Por eso, él no peleó contra aquellos que los
desnudaban ni tampoco se vistió, estaba claro que también eso era asunto
de Dios.
Ruego al Señor que penetren bien estas palabras en tu corazón: Tú no
estás en el lugar de Dios. Generalmente, nos ponemos en el lugar de Dios
y tratamos de evitar las cosas, luchamos para que no ocurran, y usamos
nuestra sabiduría, nuestros esfuerzos, nuestra astucia, todo lo que
tenemos y con que contamos, para evitarlo. Mas, nos olvidamos de lo que
dice la Palabra: “a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a
bien” (Romanos 8:28). Entiende que hay cosas que tienen que acontecer
en tu vida, porque son necesarias e inevitables, las cuales están en el plan
de Dios. No te pongas en el lugar de Dios a tratar de evitar lo que no
puedes impedir, ni pelees contra aquellos que te desnudan. Ellos te
quieren hacer mal, pero el Señor está tomando eso para bien, para gloria
de Su nombre, para madurarte, como una ocasión para intervenir en tu
vida, enseñarte y honrarte.
¿Qué tal si José se hubiera levantado y rebelado? Estoy seguro que
hubiese dañado el plan de Dios y las hermosas enseñanzas que, a través
de sus tristes experiencias, hemos alcanzado. Sabemos que Dios es
soberano y en Su voluntad hay poder, pero qué bueno cuando nos
sometemos como se sometió José, tranquilo, humilde y mansamente a las
poderosas manos de Dios. Personalmente, he sufrido como José la
traición de personas que estaban muy cerca. Por eso, al recordar esos
momentos, digo a veces bromeando: «Yo salí de Egipto con Coré, Datán
y Abiram, y me hicieron la vida imposible en el desierto», mas ahora yo
bendigo a esos hombres, porque Dios los usó para hacerme el líder que
soy hoy. A mí me pulieron, me plancharon, me “lavaron” en la casa de
“Labán”, y como Jacob, sufrí el engaño, pero ahora veo las cosas como
José, y sé que aunque ellos pensaron mal contra mí, Dios encaminó todo
a bien, para hacer lo que veo hoy en mi vida, y en aquellas almas que
pastoreo (Génesis 50:20). Ayer sufrí gran dolor, pero ahora veo que me
fue necesario pasar por el camino del dolor y la traición, para estar
ahora en el de honor.
Con todo, hay gente que quiere salir de Egipto en helicóptero, para no
ver el “desierto” (tipo de trato y escuela de Dios) y caer en paracaídas en
“Canaán” (tipo de promesa y propósito). Mas, nadie puede evitar el
desierto, si quiere habitar en la tierra prometida, porque el desierto es la
oportunidad para ver a Dios obrando en su vida, para Jehová enseñarle a
vivir en “Canaán”, donde Él le va a plantar. Tú no estás en el lugar de
Dios, así que no trates de impedir lo que Él quiere hacerte vivir. El que
conoce la soberanía, conoce a Dios. José entendía que Él siempre anda
buscando ocasión para mostrarnos su grandeza.
Si bien, en este relato José fue humillado muchas veces, pero Dios fue
honrado las mismas veces en su vida. Cada vez que Dios vistió a José, se
glorificó en él. Si a ti no te “desnudan”, nunca tendrás el vestido de Dios.
¿Cómo sabrás que Dios pelea a tu favor, si los enemigos no te “echan en
la cisterna”, te “venden como esclavo”, levantan contra ti falsos
testimonios, te “ponen en la cárcel” y te olvidan, o sea “te desvisten”?
Esa es la manera del Señor glorificarse en tu vida y usarte para preservar
pueblos. Él quiere manifestar Su poder y Su misericordia en ti, para que
lo veas, y sepas cuán amado eres. Tú no estás en el lugar de Dios, no
pelees tus batallas, deja que Él pelee por ti. JEHOVÁ DEFIENDE A LOS
QUE NO SE DEFIENDEN Y ABOGA POR LOS INSUFICIENTES.
ESTAR EN EL LUGAR DE DIOS ES INTERFERIR EN SU
PROPÓSITO. Miremos a Jesús que como cordero fue llevado al
matadero, y delante de sus trasquiladores enmudeció y no abrió su boca
(Isaías 53:7). Nuestro Señor ni siquiera en su angustia y gran aflicción
dijo: « ¡Padre líbrame!», sino que dijo: «Yo no estoy en el lugar de Dios»
y enmudeció, no se defendió.
Cuando leemos superficialmente el relato de la vida de José es natural
que pensemos la gran lección que les dio a sus hermanos. Él los hizo
pasar por tiempo de angustia y gran temor fingiendo que no los conocía,
les habló ásperamente, los acusó de espías, los puso en la cárcel por tres
días y retuvo a uno de ellos –Simeón- con la condición de soltarlo,
cuando trajeran a su presencia al hermano menor, Benjamín. También
puso su copa en el costal del menor y los acusó de robo, lo que fácilmente
podríamos ver como una venganza y abuso de poder de parte suya
(Génesis 42:7, 9, 17,24; 44:2). Mas, Jehová me reveló que el propósito de
José con sus hermanos no era tanto afligirlos, para hacerlos pasar por
angustias, ni tampoco era venganza, sino que buscaba lo que Dios
siempre procura antes de perdonar: saber si estaban realmente
arrepentidos.
Nota que la primera prueba que José puso a sus hermanos era que
trajeran a su hermano menor a Egipto, porque él quería comprobar que
Benjamín no había corrido su misma suerte (Génesis 42:15). Y cuando
volvieron, los sentó a su mesa, pero la porción de Benjamín era cinco
veces mayor que la de sus hermanos, para ver si le envidiaban (Génesis
43:34). Me imagino a José observando los rostros de sus hermanos, a ver
si miraban mal al hermanito menor, por todas las preferencias que estaba
recibiendo. Pero no, ellos estaban contentos porque a Benjamín le habían
servido cinco veces más; habían cambiado.
A veces queremos ser más justos que Dios y a una persona no
arrepentida -y que por tanto no merece perdón, pues tiene que haber un
cambio de corazón para disfrutar de esa gracia-, la perdonamos. Pero ni
siquiera Dios perdona al que no se arrepiente. José estaba pesando el
corazón de sus hermanos, para percatarse si en verdad habían cambiado,
y se dio cuenta que no eran los mismos cuando los escuchó hablarse entre
ellos, ignorando que él los entendía: “Verdaderamente hemos pecado
contra nuestro hermano, pues vimos la angustia de su alma cuando nos
rogaba, y no le escuchamos; por eso ha venido sobre nosotros esta
angustia. Entonces Rubén les respondió, diciendo: ¿No os hablé yo y dije:
No pequéis contra el joven, y no escuchasteis? He aquí también se nos
demanda su sangre” (Génesis 42:21- 23). Al oírlos, las Escrituras dicen
que José lloró (v. 24). Más adelante, también vemos que al comprobar
que no le habían mentido acerca de su hermano menor, al ver a Benjamín,
José salió apresuradamente del lugar “porque se conmovieron sus
entrañas a causa de su hermano, y buscó dónde llorar; y entró en su
cámara, y lloró allí” (Génesis 43:29-30). Sí, fueron momentos de mucha
tensión para ambos lados, pues José sufría con ellos al darse cuenta que
tenían pesar por lo que le habían hecho. Asimismo, un día Jesús hará lo
mismo con Israel.
La Santa Palabra dice que el Señor subió al cielo y descenderá del cielo
y ellos mirarán al que traspasaron (Juan 19:37). Sí, el Mesías volverá y se
presentará como lo describió el profeta: “y mirarán a mí, a quien
traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito, afligiéndose por
él como quien se aflige por el primogénito. En aquel día habrá gran llanto
en Jerusalén, como el llanto de Hadadrimón en el valle de Seguido”
(Zacarías 12:10-11). Así como ocurrió con José, cuando todavía ellos no
le reconocían que hizo salir de su presencia a todos los egipcios, y se
quedó a solas con sus hermanos, para darse a conocer en intimidad a ellos
(Génesis 45:1). Según se cree, en ese momento, José les mostró a sus
hermanos su circuncisión, la señal de que era uno de ellos, prueba
indubitable de su linaje y parentela. Les mostró eso que descubría que él
no era un egipcio, sino José, el hijo de Israel, su hermano, y ellos lo
reconocieron. Y dice la Palabra que todos juntos lloraron a gritos, tan
altos que se enteraron los egipcios, y también la casa de Faraón, que José
se había reencontrado con sus hermanos (Génesis 45:2). Entonces,
cuando José pudo hablarles, les dijo: “Yo soy José; ¿vive aún mi padre?”
(v. 3), pero sus hermanos no pudieron responderle, porque estaban
turbados en su presencia. ¿Cómo articular palabra delante de aquel que
ellos habían desnudado y dado por muerto, y que ahora les extendía su
mano y les decía: “Acercaos ahora a mí (…) no os entristezcáis” (vv.
4,5)?
De la misma manera, un día Jesús se mostrará al pueblo de Israel, y
ellos verán no la señal de la circuncisión, de la ley, sino la circuncisión de
la gracia que son sus heridas. Y dijo el profeta que ellos preguntarán:
“¿Qué heridas son estas en tus manos? Y él responderá: Con ellas fui
herido en casa de mis amigos” (Zacarías 13:6). Y también les dirá: «Yo
soy Jesús vuestro hermano a quienes ustedes entregaron a los romanos,
pero no se preocupen que yo no estoy en lugar de Dios. Ustedes lo
hicieron para hacerme daño, pero he aquí las naciones han sido salvadas y
ha venido a la tierra la gran liberación».
¿Cuántas veces nos rehusamos a sufrir? Nadie quiere ser avergonzado;
solo un masoquista puede gustarle el dolor. De hecho, muchos usan la
profecía para evitar la aflicción, pues si el Señor muestra que por ese
camino hemos de recibir un gran dolor, no lo tomamos. Mas, vemos que
el apóstol Pablo, como Jesús, no evitó el conflicto. Cuando Agabo le
tomó el cinto a Pablo y se ató sus pies y sus manos y le dijo: “Esto dice el
Espíritu Santo: Así atarán los judíos en Jerusalén al varón de quien es este
cinto, y le entregarán en manos de los gentiles” (Hechos 21:11), dice
Lucas que cuando escucharon la profecía le rogaron ellos y los de aquel
lugar a Pablo que no subiese a Jerusalén, pero él les dijo: “¿Qué hacéis
llorando y quebrantándome el corazón? Porque yo estoy dispuesto no
sólo a ser atado, mas aun a morir en Jerusalén por el nombre del Señor
Jesús” (Hechos 21:12,13). Pablo no se amedrentó ni tomó la profecía
como pretexto de cobardía ni se puso en el lugar de Dios, sino que
entendió que era necesario ir a Roma como Dios se lo había indicado.
Concluyo este segmento diciéndote lo siguiente: José era un ministro
del propósito de Dios, por esa razón, la experiencia de su vida nos ilustra
muy bien lo que es el ministerio según la soberanía de Dios. El dolor
sufrido por José cada vez que fue desnudado por los hombres, y la gracia
que experimentó en cada ocasión que el Señor lo vistió de honra, para
contrarrestar la actividad humana en su vida, nos sirve de ilustración a los
ministros para aprender que nada ni nadie podrá impedir que el propósito
que Dios determinó en nuestro llamamiento se realice. En la respuesta de
José a sus hermanos: “No temáis; ¿acaso estoy yo en lugar de Dios?”
(Génesis 50:19), y la manera que interpretó la soberanía de Dios en su
existencia, no solo debe consolar a los que hemos sido llamados al
ministerio, sino darnos convicción y firmeza de que el plan de Dios, en
nuestra vida y ministerio, se realizará irrevocablemente.

6.2 La Rencilla por los Pozos

“Pero cuando los siervos de Isaac cavaron en el valle, y


hallaron allí un pozo de aguas vivas, los pastores de Gerar
riñeron con los pastores de Isaac (…) Y abrieron otro pozo, y
también riñeron sobre él (…) Y se apartó de allí, y abrió otro
pozo, y no riñeron sobre él” -Génesis 26:19-20, 21,22

Este mensaje lo recibí de parte del Señor de una manera muy especial.
Un día, en que no estaba estudiando la Biblia ni meditando en nada
específico, vino Palabra de Dios a mi espíritu, llevándome a este pasaje
de las Escrituras. En el trato que hemos tenido con el Señor, Él me ha
enseñado a predicar por revelación, y no porque me guste un tema en
particular ni porque sea un lindo mensaje. Nuestras predicaciones son
revelaciones que el Señor, literalmente, nos dicta, de acuerdo al momento
profético que vivimos y que vive Su iglesia. Y cuando estamos en esa
comunión, no podemos detener la pluma hasta llegar al punto final, y
después cuando leemos, los primeros ministrados somos nosotros, pues
vemos que son palabras que salieron de su divino corazón. Este mensaje
tiene esa naturaleza, esa esencia de Dios, por eso es especial, pues sale de
una porción de la Escritura de la cual se ha predicado mucho. Pero como
la Palabra de Dios es multiforme, y no existe tal cosa como que hay una
sola interpretación o un solo significado para cada pasaje, sé que seremos
muy edificados con él.
La palabra de Dios no solamente es logos, también es rhema. Por tanto,
su dimensión y su altura, su profundidad y su longitud no radican tanto en
el logos (la palabra escrita), sino en el rhema que es la revelación. La
palabra iluminada que Dios saca del logos cuando se aplica, nos hace ver
dimensiones que nunca antes habíamos visto. Observa que cuando el
pueblo de Israel estaba próximo a entrar a la tierra prometida, Moisés le
aconsejó que no se olvidara de poner por obra los mandamientos que
Jehová les había dado, pues todas las aflicciones que habían confrontado
eran con el objetivo de hacerles saber que “no sólo de pan vivirá el
hombre, mas de todo lo que sale de la boca de Jehová vivirá…”
(Deuteronomio 8:3). Mas, cuando esas palabras llegaron a los labios de
Jesús en el desierto (Mateo 4:4), tuvieron una trascendencia poderosa y
vimos más de lo que estaba en el logos de Moisés. ¿Por qué? Porque en el
momento que Jesús la aplicó nos enriqueció en significado, y ahí se
formó un yunque en la predicación sobre el cual la iglesia ha usado
muchos martillos, y no se ha gastado todavía. Esa es la riqueza de la
revelación.
Tristemente, el “espíritu de Grecia” (el intelectualismo) nos ha afectado
tanto, que hemos limitado el contenido de la Palabra. Se estudian los
principios hermenéuticos, y se aplican las leyes y se dice: «Este texto
significa esto y se acabó», ¡caso cerrado! Y como lo hemos llevado hasta
ahí, hemos perdido muchas riquezas. Pero gloria a Dios que Él está
restaurando también el estudio de la Palabra, y nos está mostrando los
misterios del Rey, la riqueza de Su gracia, el don de Su justicia y los
tesoros de Su sabiduría. Es bueno decir estas cosas, porque el Señor en
este mensaje dará un martillazo otra vez sobre lo mismo. El Dios del
cielo está bajando lo que está muy elevado, levantando lo que está muy
bajo, y enderezando lo torcido, porque quiere manifestar Su gloria. Para
que se vea lo inconmovible, lo movible tiene que ser quitado.
Empecemos entonces, viendo la vida de Isaac, en el momento en que él
confronta un incidente muy parecido al que le había sucedido a su padre
Abraham. Cuando Isaac llega a Gerar y decide morar en aquel lugar, los
hombres le rodearon y le preguntaron acerca de su mujer, y él, temiendo
que ellos le hicieran daño, o lo mataran por causa de Rebeca, les mintió y
les dijo que era su hermana (Génesis 26:7). Aplicando, diremos que la
mujer es un tipo de la iglesia, y la iglesia es hermosa. En el libro de
Cantar de los Cantares dice: “¿Quién es ésta que se muestra como el alba,
Hermosa como la luna, Esclarecida como el sol, Imponente como
ejércitos en orden?” (Cantares 6:10). Para el Señor su amada iglesia es
preciosa, y la compara metafóricamente de muchas maneras, para
describir su belleza.
Satanás ha querido apropiarse de la iglesia, pero no se le ha permitido
ni tocarla, porque, a diferencia de Abraham e Isaac, Cristo nunca la ha
negado, ni ha dicho: «Ella es mi hermana», sino que ha dicho: «Esa es mi
esposa, mi amada, la cual he embellecido para mí, no para alguien más,
sino para presentármela a mí mismo “una iglesia gloriosa, que no tuviese
mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha”
(Efesios 5:27)». Cristo no niega a su iglesia, sino que dice: «Es mía, yo la
embellecí; toda su belleza es la que yo le di. Yo la encontré a ella hecha
una esclava y llena de harapos, y la lavé con mi sangre, la vestí, le puse
collar en el cuello, corona en su cabeza, la ceñí de verdad, de justicia, de
carácter, para que sea mi esposa (Ezequiel 16:9-16)».
Eso fue lo que Juan el bautista le quiso decir a sus discípulos, cuando
estos le reclamaron: “Rabí, mira que el que estaba contigo al otro lado del
Jordán, de quien tú diste testimonio, bautiza, y todos vienen a él” (Juan
3:26). Juan había dicho que Jesús era el Cordero de Dios y dio testimonio
de él y ahora la gente lo seguían a él, ya no a ellos, y por eso sus
discípulos sintieron preocupación (Juan 1:29,36). Pero Juan les dijo: “El
que tiene la esposa, es el esposo; mas el amigo del esposo, que está a su
lado y le oye, se goza grandemente de la voz del esposo; así pues, este mi
gozo está cumplido” (Juan 3:29). En otras palabras, el que tiene la esposa,
es el esposo, nadie es dueño de la iglesia, sino Cristo. Hay quienes se
adueñan de la iglesia, y comienzan a dar mandamientos e impiden que las
ovejas oigan a otros, que se mezclen, que reciban, que aporten, que
ofrenden, etc. Se adueñan de la grey como si fuera una finca privada, y
cuentan los miembros como si fueran cabezas de ganado.
Faraón no quería dejar ir a Israel, porque creía que ese pueblo era suyo.
No obstante, hizo las siguientes propuestas, con tal de que no se fueran:
1. Solamente irán los varones; 2. Que se queden las mujeres y los
ancianos; 3. Que se queden los niños (Éxodo 10:11); y 4. Que se queden
sus ovejas y vacas (Éxodo 10:24). ¡Cuántas cosas hizo y dijo, para retener
a Israel!, pero Moisés no negoció con él, porque sabía que el pueblo de
Dios no fue llamado a hacer ladrillos ni monumentos, ni pirámides, y
mucho menos ciudades de almacenamiento, sino que este pueblo fue
llamado para servir a Jehová en el desierto. Por eso le dijo a Faraón:
“Jehová el Dios de Israel dice así: Deja ir a mi pueblo a celebrarme fiesta
en el desierto” (Éxodo 5:1). No obstante, Faraón se rehusó y no quería
dejarlos ir.
También vemos en el libro de Daniel, cómo al llegar el tiempo en que
se cumplió los setenta años de las desolaciones de Jerusalén, y mientras el
profeta oraba y ayunaba por eso, el ángel Gabriel vino a revelarle la
visión que había tenido y le dijo: “Daniel, no temas; porque desde el
primer día que dispusiste tu corazón a entender y a humillarte en la
presencia de tu Dios, fueron oídas tus palabras; y a causa de tus palabras
yo he venido. Mas el príncipe del reino de Persia se me opuso durante
veintiún días; pero he aquí Miguel, uno de los principales príncipes, vino
para ayudarme, y quedé allí con los reyes de Persia” (Daniel 10:12-13).
¡Bendita sea la intercesión, porque nos permite vencer a principados que
siempre han querido retener al pueblo de Dios! Estos desean adueñarse de
la iglesia, porque codician la grey del Señor. Mas, Dios siempre
interviene y la saca y dice: «El que tiene a la esposa es el esposo. Cristo
es el esposo de la iglesia; devuelve la mujer a su marido (Juan 3:29;
Génesis 20:7)».
La tierra de los filisteos esconde para nosotros grandes enseñanzas. Ya
vimos como los hombres de Gerar querían apropiares de la mujer de
Isaac, de algo que no les pertenecía. Luego, cuando ya Isaac estaba
establecido y Dios lo bendijo, y se enriqueció, y fue prosperado de
manera que se convirtió en alguien muy poderoso, dueño de hato de
ovejas, y de vacas, y mucha labranza, dice la Biblia que los filisteos le
tuvieron envidia (Génesis 26:14). El proverbista dijo que la envidia es
carcoma de los huesos (Proverbios 14:30), y también dijo “Cruel es la ira,
e impetuoso el furor; Mas ¿quién podrá sostenerse delante de la envidia?”
(Proverbios 27:4). Los filisteos fueron los peores enemigos de Israel. El
pueblo de Dios vivió en guerra permanente con esta nación, y sus
conflictos con ellos fueron tenaces y constantes.
De esa historia bélica, de Israel contra los filisteos, podemos sustraer
una enseñanza muy útil para nosotros hoy. En el sentido espiritual, los
filisteos representan los adversarios más peligrosos para el pueblo de
Dios. Una vez predicamos un mensaje donde el Señor nos exhortaba a
cuidar los límites de nuestras fronteras. La enseñanza estaba basada en la
gran tarea de Israel de proteger su territorio de las amenazas de los
enemigos. Uno de los límites que tenían que guardar celosamente era el
de la tierra del lado de los filisteos, porque eran, geográficamente, los
vecinos más cercanos de Israel, pero también eran sus más encarnizados
contrincantes. Asimismo, los creyentes tenemos muchos adversarios, por
causa del propósito de Dios, pero entre ellos los “filisteos” son los más
hostiles, porque están tan cerca que es muy difícil hacer una demarcación
en la frontera. Los filisteos, inclusive, entraban al campamento de Israel,
se mezclaban y parecía que era un mismo pueblo, de tan cercanos que
eran. Y el Señor me mostró que los filisteos representan el espíritu de
institucionalismo, de estructura, de organización, que siempre ha sido el
instrumento que ha querido arruinar y matar al organismo viviente, que es
la iglesia.
El término “institucionalismo” puede ser que no exista en castellano,
por lo que quizás sea mejor decir: “institucionalizar” que es conferir a
algo carácter de institución, o convertir algo en institucional. Sin embargo
(y que me perdonen mis más férreos críticos), prefiero usar la palabra
“institucionalismo” por la siguiente razón: Cuando una acción se
convierte en tendencia y además se defiende y se enseña, llega a
convertirse en un sistema, doctrina o filosofía, por lo que debe ser
clasificada entre los “-ismos”. Por ejemplo, el vocablo “papismo” fue
inventado por los protestantes, para referirse a los católicos que están
gobernados por este sistema eclesiástico. El papismo no es más que el
“institucionalismo católico”. En la evolución histórica de la iglesia
cristiana, institucionalizar ha comenzado como una tendencia o
“necesidad justificada”, pero siempre -sin excepción- ha terminado en un
sistema o régimen, o sea, en institucionalismo. Observo que todos los
movimientos espirituales que han salido corriendo del institucionalismo,
con la sincera y noble intención de vivir la vida de Dios en el Espíritu, al
final han sido alcanzados y atrapados por este monstruo infernal. La
ironía consiste en que aquello que al principio se aborrece, al final se
termina amando y defendiendo.
Una particularidad del institucionalismo” es que logra convertir a los
perseguidos en perseguidores, y a sus enemigos en sus apologistas y
aliados. El institucionalismo ha sido más que una seducción para el
cristianismo, algo semejante a la ley del pecado, de la cual, el apóstol
Pablo escribió: “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no
quiero, eso hago. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que
el mal está en mí” (Romanos 7:19, 21). Posiblemente, el engaño más sutil
del institucionalismo es que cuando se apodera de la iglesia, no solo la
gobierna, sino que la convence de que él, en sí mismo, es la iglesia. Te
hace creer que la organización (institucionalismo), es lo mismo que el
organismo (la iglesia). Martín Lutero, por ejemplo, antes de la reforma,
no distinguía entre una cosa y la otra. Mas, después que Dios le abrió los
ojos, y predicaba el puro evangelio, cuando los católicos le acusaban de
que estaba en contra de la iglesia de Cristo, él les respondía que no estaba
en contra de la iglesia, sino del papado.
No se puede confundir la gimnasia con la magnesia. Una cosa es la
iglesia, el Cuerpo de Cristo, los creyentes, y otra el institucionalismo. El
Señor me ha hecho identificar el institucionalismo como el espíritu de los
filisteos. Al estudiar las características de estos eternos rivales de la
nación de Israel, veremos la increíble semejanza con el institucionalismo,
como enemigo de la iglesia y su propósito. Nota que habían dos cosas
que hacían los filisteos: primero cegaban y llenaban de tierra los pozos,
ocultándolos (Génesis 26:15), para luego adueñase y reclamarlos para
ellos (Génesis 26:20-21). Esta perversa conducta, me hizo verla el Señor
en la historia de la iglesia, y también en la actualidad.
Si comenzamos a mirar, desde este punto de vista, el ministerio de
Jesús, veremos que el Hijo de Dios comenzó a levantar en Israel el pozo
mesiánico. El Mesías vino a la tierra a cumplir todo lo que estaba escrito
de él, en la ley de Moisés, en los profetas y en los Salmos (Lucas 24:44).
Jesucristo era la esperanza de Israel; Él fue levantado como la aurora que
nos visitó desde lo alto (Lucas 1:78), Él fue puesto para caída y para
levantamiento de muchos en Israel, y para señal que sería contradicha
(Lucas 2:34); y así como era luz, para revelación a los gentiles, también
era gloria de su pueblo Israel (Lucas 2:32). Por lo cual, cuando Jesús
comenzó a predicar y a decir: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos
se ha acercado” (Mateo 4:17), se levantó el sanedrín en contra del ungido
de Dios, la religión institucionalizada de Israel en aquel tiempo, cuyos
setenta ancianos gobernaban todo.
El sanedrín tenía un control absoluto sobre la nación israelita y una
total intervención sobre todo asunto religioso del pueblo. Aquel que no
pertenecía a una de las sectas, aprobadas por ellos, no podía desarrollar
un ministerio en Israel. Había que ser fariseo, saduceo, herodiano o
escriba, para ministrar de Dios al pueblo, de otra manera nadie más podía
hacerlo. Mas, cuando Jesús se levantó y ellos vieron que todo el pueblo le
seguía, y que se estaba erigiendo un pozo de gloria, el cual no se quedó
como pozo –por cierto- sino que se convirtió en una fuente de agua viva,
se llenaron de envidia (Mateo 27:18).
No hubo un pozo como el pozo de Jesús en Israel ni en toda la tierra!
Ellos no cometieron el error de reclamarlo como suyo, pero sí trataron de
echarle tierra y sepultarlo. Observa que inmediatamente se enteraron de
los milagros y señales que hacía Jesús, los principales sacerdotes y los
fariseos reunieron el concilio, y dijeron: “¿Qué haremos? Porque este
hombre hace muchas señales. Si le dejamos así, todos creerán en él; y
vendrán los romanos, y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación”
(Juan 11:47-48). Entonces, Caifás, el sumo sacerdote, se levantó y dijo:
“Vosotros no sabéis nada; ni pensáis que nos conviene que un hombre
muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca” (Juan 11:49). Y si
bien es cierto que Caifás, sin saberlo, estaba profetizando, porque era el
sumo sacerdote en ese tiempo, no es menos cierto que su intención era
arruinar la vida de un hombre a quien todo el mundo seguía, porque daba
testimonio de la verdad, y eso atentaba contra la preservación de las
tradiciones de su imperio religioso.
Es triste, pero el Espíritu de Dios me revela que ese espíritu de Caifás
todavía está en el pueblo de Israel, y en la actualidad, Jesús sigue siendo
un problema para ellos. Hay dos palabras que un judío no puede
escuchar: Jesús y cruz. Por eso, muchos quieren quitar la cruz de la
predicación a los hebreos, pero la Biblia nos muestra que los apóstoles
predicaron el mensaje de la cruz y dijeron a Israel: “Sepa, pues,
ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros
crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo” (Hechos 2:36). Y dice la
Palabra que al escuchar esto, ellos se compungieron de corazón (Hechos
2:37). De hecho, cuando llegue la plenitud de los gentiles, el Señor hará
una obra a su favor (Romanos 11:25-27). Entonces, los judíos serán
arrepentidos de corazón cuando vean al que traspasaron. De esta manera
es que ellos se van a arrepentir, no acomodándoles las cosas, ni
cambiándoles la cruz por un candelabro.
La cruz es la cruz y no hay salvación sin ella, pues no hay remisión sin
sangre. Claro, no vamos a cometer el pecado que ha cometido el espíritu
de la iglesia gentil, que les ha recriminado a los judíos por siglos, el que
hayan crucificado al Hijo de Dios. Los apóstoles no hablaron con ese
espíritu, sino que les dijeron: “Este Moisés es el que dijo a los hijos de
Israel: Profeta os levantará el Señor vuestro Dios de entre vuestros
hermanos, como a mí; a él oiréis. (…) Dios envió mensaje a los hijos de
Israel, anunciando el evangelio de la paz por medio de Jesucristo; éste es
Señor de todos” (Hechos 7:37; 10:36). Nota, es otro espíritu, no un
espíritu de confrontación, sino un espíritu de consolación, restauración y
perdón.
El libro de Ezequiel nos muestra el dolor de Dios, por la condición de
su pueblo, el buen pastor dispuesto a dar su vida por sus ovejas (Juan
10:11). Por eso, dijo: “Anduvieron perdidas mis ovejas por todos los
montes, y en todo collado alto; y en toda la faz de la tierra fueron
esparcidas mis ovejas, y no hubo quien las buscase, ni quien preguntase
por ellas. Por tanto, pastores, oíd palabra de Jehová: (…) Porque así ha
dicho Jehová el Señor: He aquí yo, yo mismo iré a buscar mis ovejas, y
las reconoceré. Como reconoce su rebaño el pastor el día que está en
medio de sus ovejas esparcidas, así reconoceré mis ovejas, y las libraré de
todos los lugares en que fueron esparcidas el día del nublado y de la
oscuridad” (Ezequiel 34:6-7,11-12), y vino en la persona del Hijo a
recoger a Su pueblo. Por eso, Jesús dijo: “Yo soy el buen pastor; el buen
pastor su vida da por las ovejas” (Juan 10:11), y también dijo: “No soy
enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mateo 15:24).
Sin embargo, el espíritu de los filisteos que estaba en los judíos, los
impulsó a echarle tierra a ese pozo, para silenciarlo, y buscaban cómo
matarle. Por eso, Jesús les dijo: “¿Nunca leísteis en las Escrituras: La
piedra que desecharon los edificadores, Ha venido a ser cabeza del
ángulo. El Señor ha hecho esto, Y es cosa maravillosa a nuestros ojos?
Por tanto os digo, que el reino de Dios será quitado de vosotros, y será
dado a gente que produzca los frutos de él” (Mateo 21:42-43). Así,
cuando Jesús se dio cuenta que no podía brotar en su plenitud el pozo de
la salvación, que Él había traído a Israel, edificó Su iglesia, levantando un
pueblo gentil entre las naciones. Así que los apóstoles comenzaron a
abrir, primeramente, el pozo entre los judíos, pero ellos empezaron a
echarle tierra, con sangrientas persecuciones y falsas acusaciones. Por lo
cual, ellos sacudieron el polvo de sus pies en testimonio contra ellos, y
salieron de allí en dirección a donde les recibieran (Lucas 9:5; Hechos
13:50-51).
¿Qué hizo Isaac cuando le cerraron el primer pozo? Él no se puso a
reñir con ellos, como hicieron sus siervos, sino que abrió otro pozo
(Génesis 26:19-21). Aprendamos iglesia, no riñamos por los pozos,
levantemos otros. Cuando el concilio de Constanza quiso cegar el pozo
del valiente reformador Juan Huss, y el papado lo condenó a morir en la
hoguera, en el año 1415, él, mientras moría consumido por las llamas,
profetizó: «Ahora me asan a mí, pobre ganso –Huss, en su lengua natal
quiere decir ganso), pero dentro de cien años vendrá un cisne contra el
cual no prevalecerán» (Martín Lutero, Págs. 53, 54 por Federico Fliedner.
Libros Clie, Terrassa, España, 1980). Esta profecía fue sorprendente,
pues ciento dos años después, que este profeta de Dios dijera estas
palabras, mientras moría cantando himnos y alabando al Señor, aquel
“cisne” del cual profetizó, que fue Martín Lutero, fijó en la puerta de la
iglesia de Wittenberg, sus noventa y cinco tesis, dando origen a la Gran
Reforma (31 de octubre del 1517). Mas, a ese pozo, ellos no lo pudieron
matar ni tampoco cegar, pues cuando a Dios le ciegan un pozo, Él levanta
otro más poderoso, más profundo, que ninguna tierra podrá nunca
sepultar.
Jehová no se queda rezagado ni frustrado, Él defiende lo que es Suyo.
Cuando el racionalismo estaba azotando la fe en Europa, muchos vinieron
a decirle a Charles Spurgeon que se levante a favor de la Biblia y del
evangelio, pues él era un reconocido predicador en Inglaterra; pero él les
respondió -parafraseando: «¿Cuándo alguien ha salido a defender a un
león? La Palabra de Dios es un león, yo no tengo que defenderla, ella se
defiende sola». Efectivamente, el movimiento racionalista hoy es historia,
pero la Biblia es y sigue siendo el libro más leído y más publicado en el
mundo. Los apóstoles se fueron con su música a otra parte, y dejaron que
ellos cerraran el pozo en Israel, y abrieron pozos en muchas naciones y el
mundo fue lleno de la gloria de Dios. ¿Acaso no dijo Dios que, a través
del Mesías, Él iba a llenar la tierra de Su conocimiento, como las aguas
cubren el mar (Isaías 11:9)? Esto no lo hizo Israel, sino Jesús.
Pasado el tiempo apostólico, se levantó una generación que comenzó a
beber de los espíritus de las naciones, en lugar de la fuente de agua viva
del Espíritu Santo. Algunos padres de la iglesia comenzaron a beber de
fuentes filosóficas, y el mundo griego tomó apogeo. Los gentiles, aunque
se convirtieron, seguían con su mentalidad griega, y mezclaron la fe pura
del evangelio con la filosofía helénica, a tal punto que se “casó” la iglesia
con el poder de Roma, cuando Constantino se “convirtió”, e hizo del
cristianismo la religión oficial del imperio.
Es digno destacar lo que ocurrió en el concilio de Nicea, en el año 325
d.C., convocado por el emperador Constantino, cuando surgió una
controversia en cuanto a la naturaleza de Cristo. Algunos obispos
llegaron al concilio con las marcas físicas de su fidelidad a Cristo. Habían
sufrido torturas, cárceles o el exilio poco antes. Ellos llevaban las señales
en sus cuerpos de que habían venido de gran tribulación, y habían sido
mutilados en el campo de batalla, por defender el testimonio de la fe.
Éstos habían pagado el precio por causa del Evangelio y habían
sobrevivido. Ellos constituían los veteranos de la guerra del Señor. Como
bien dijo el célebre historiador, Eusebio de Cesarea: “allí se reunieron los
más distinguidos ministros de Dios, de Europa, de Lidia (África) y de
Asia”. ¡Qué cuadro hermoso y digno de lo que era la naciente iglesia de
Cristo! Pero ahora no, las cosas han cambiado, y nuestra reuniones están
muy lejos de ser como estas.
Ya sabemos lo que pasó de ahí en adelante en la iglesia, por trece
siglos. El pozo se cegó, pues la Vulgata (la Biblia traducida al latín)
aunque su nombre significa “edición para el pueblo”, se convirtió en un
libro que casi nadie leía, pues estaba en el idioma oficial del imperio, el
cual ellos no entendían. Por lo cual, eran muy pocos los que conocían las
Escrituras, y en esa ignorancia prevalecieron las tradiciones, concilios, y
todas esas cosas que vemos hoy. La iglesia fue institucionalizada, y en
consecuencia, corrompida. Constantino comenzó a llenarla de favores,
por lo que ésta, cada vez más, se comprometía con el imperio. Al final,
podemos decir que la iglesia vendió su primogenitura por un plato de
lentejas, por lo que su boca fue amordazada. Entonces, comenzaron a
vivir en el institucionalismo, a inventarse empresas y movimientos que
Dios nunca les mandó. Al paso de los siglos, ya no había un papa, sino
dos, porque el emperador de Francia consideró que el papa debía estar en
Aviñón y no en Roma, así que nombraron uno también allá, por lo que
cada uno se autoproclamaba como legítimo. Esto dio origen a lo que se
llamó “El Gran Cisma de Occidente” o división de la iglesia.
¡Y qué decir de las llamadas “indulgencias”! Con ellas, el papa daba la
remisión de las penas, absolviendo al pecador del castigo por sus
pecados. Al principio las indulgencias eran gratis, pero luego cuando la
iglesia cayó en problemas financieros, las vendían, incluso, a beneficio de
personas ya muertas, donde familiares podían asegurarles un buen puesto
a sus fenecidos familiares, en el “purgatorio”. De esta manera, las
indulgencias fueron tomando el lugar de la confesión y el verdadero
arrepentimiento. Fue así como el mover de Dios fue cegado por la
avaricia y el engaño.
Mas, en el siglo dieciséis, se levanta Dios y dice: «voy a levantar mi
pozo otra vez», y comenzó a levantar el pozo de los reformadores. En
Alemania levantó el pozo de Martín Lutero, en Suiza el pozo de Ulrich
Zwingli, y al francés Juan Calvino, establecido en Ginebra. Todos estos
movimientos predicaban lo mismo, sin haberse puesto de acuerdo. Hoy
está pasando igual, donde quiera que mires, la iglesia está hablando de la
gloria del Señor, y testificando en contra de todos esos espíritus que se
oponen a Cristo. La iglesia está entendiendo lo que es restauración, y está
cambiando su lenguaje, y estableciendo el reino de Dios en muchos
lugares de la tierra. No estamos solos, el Señor está nuevamente
levantando su pozo, el pozo de hoy, el pozo de esta generación.
Cuando los cegadores se levantaron en Paris y España, con el espíritu
de la contrarreforma, encabezado por el cura Ignacio de Loyola, en ese
mismo momento, la iglesia alemana hacía comparecer a Lutero, para que
se retractase de sus supuestas ideas. En la Dieta de Worms (asamblea
realizada en la ciudad de Worms, Alemania, en abril del 1521) antes de
condenarle y excomulgarle como hereje, Lutero, tomando la Biblia y
colocándosela en el pecho, dijo: «Puesto que su majestad imperial y sus
altezas piden de mí una respuesta sencilla, clara y precisa, voy a darla sin
rodeos de ninguna clase, de este modo: ‘El Papa y los concilios han caído
muchas veces en el error y en muchas contradicciones consigo mismos.
Por lo tanto, si no me convencen con testimonios sacados de las Sagradas
Escrituras, o con razones evidentes y claras, de manera que quedase
convencido y mi conciencia sujeta a esta palabra de Dios, yo no quiero ni
puedo retractarme, por no ser bueno ni digno de un cristiano obrar contra
lo que dicta su conciencia. Heme aquí, no puedo hacer otra cosa; que
Dios me ayude. Amén’ (Martín Lutero, por Federico Fliedner, Págs. 128,
129 Libros Clie, Terrassa, España, 1980). Este hombre tenía el pozo
adentro, el pozo de la revelación, del denuedo, del celo por lo que es de
Dios. Por eso, no pudieron ahogarlo, y su agua se multiplicó en los pozos
de los demás reformadores; y el pueblo de Dios tuvo libertad de
conciencia, saliendo del control y despotismo de la Roma de aquella
época.
Así comenzaron a disiparse las tinieblas, y Dios empezó a sacar de su
casa las tradiciones y las supersticiones. Entonces, el pueblo comenzó a
leer la Biblia en su propio idioma, y los sacerdotes comenzaron a adorar a
Dios. Ya no solamente cantaban los coros en los altares, sino que el
pueblo cantaba al Señor, pues les enseñaron que todos los creyentes son
gente santa, real sacerdocio, adoradores de Dios (Éxodo 19:6; 1 Pedro
2:5-9). También comenzaron a decir que la Biblia es la única autoridad en
asunto de fe; que la fe no la administraba la iglesia, sino que es el Espíritu
Santo quien administra la salvación y que únicamente por fe es el hombre
salvo en Cristo Jesús. ¡Tremendo pozo el de los reformadores, en medio
de tanta corrupción y confusión! Pero, ¿sabes qué pasó? El diablo dijo:
«Esto es un asunto de tiempo nada más y volveré a llenarlo de tierra. Yo
sé cómo hacerlo, ya lo hice con Roma, así que también lo haré con la
reforma». Tristemente, tuvo razón.
¿Qué ocurrió? Los reformadores en su buena intención de defender su
fe, la escribieron, y esa fe llegó a ser, no solamente el “credo” reformado,
sino la constitución de la reforma. Estos hombres se reunieron en el
palacio del obispo de Augsburgo, y frente al emperador Carlos V, leyeron
el documento, redactado por Felipe Melancthón (amigo cercano de
Lutero y profesor de Nuevo Testamento de la Universidad de Wittenberg)
al cual se le llamó “la Confesión de Augsburgo”. Al ver este documento
tan correctamente redactado, con principios de fe muy teológicos y
claramente expuestos, muchos dijeron: «Esa es nuestra fe y morimos por
ella». Mas, cuando la fe se escribe y se vuelve una constitución o manual
es como si se le hubiese puesto un límite a la revelación. Y así como en el
catolicismo, mientras adoran imágenes e idolatran a sus autoridades
espirituales, se han quedado recitando el credo: «Creo en Dios Padre
Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, su único
Hijo nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu
Santo. Nació de Santa María, la virgen, padeció bajo el poder de Poncio
Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió al infierno, al
tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a
la diestra de Dios Padre, y desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y los
muertos. Creo en el Espíritu Santo, en la Santa Iglesia Católica, en la
comunión de los santos, en el perdón de pecados, la resurrección de la
carne y la vida eterna. Amen». Y todo eso es verdad, en lo que se refiere
a la persona del Padre y del Hijo, pero en cuanto a lo demás,
definitivamente, hay algo más.
Igualmente, los reformadores se concentraron simplemente en su
confesión de fe, pues luego de que empezaron a restaurar el templo
espiritual, comenzaron a institucionalizarse. Ellos dijeron: «Vamos a
organizarnos», y comenzaron entonces a ordenar a los ministros, y a
ponerles un nombre, sustituyendo al “papado” por el “sínodo” (junta de
ministros); un cambio de nombre nada más. De esta manera, se
organizaron y se constituyeron en la iglesia luterana o protestante, y con
su manual de fe, empezaron a formar a los ministros como profesionales
eclesiásticos, salidos de universidades, graduados en teología, filosofía,
etc. Por lo cual, ese celo, esa unción, esa fe gloriosa de la reforma se
volvió igual que la de Roma. Ahora vas a las iglesias luteranas, ves
tremendos edificios y un pequeño grupo de personas reunidas, pero no
hagas un llamado al altar, pues ellos no creen en eso. Ya tienen
quinientos años haciendo lo mismo, no han cambiado en nada, ¡se
estancaron! El pozo se cegó, y eso duele en el corazón de Dios.
Te mencionamos anteriormente, que nuestra congregación realizó una
misión para Dios, que consistió en ir a orar en todo lugar, donde en el
pasado hubo avivamiento del Espíritu, cuyo propósito profético, el Señor
llamó “desenterrar los pozos”. En esta actividad, a través de la autoridad
y unción profética, ordenábamos con un canto de fe, sobre cada uno de
estos lugares, “Sube, oh pozo…”, como hizo Israel en Beer (Números
21:16-18). En estos viajes, fuimos adonde estaban las siete iglesias del
Apocalipsis (lo que hoy es Turquía). Viajamos a la Isla de Patmos,
además de Europa, donde vivieron los valdenses; estuvimos también en la
casa donde nació John Wesley, etc. Pero cuando fuimos a Wittenberg,
donde histórica y simbólicamente comenzó la reforma, los hermanos que
enviamos allá, cuando regresaron, llegaron entristecidos. Recuerdo cómo
llegó el pastor Hugo Comuzzi, pero el testimonio que más me apeló fue
el del pastor Francisco Sánchez, cuando llorando (porque él es bien
sensible con las cosas del Señor), me dijo: «¡Qué dolor sentí, cuando fui a
la iglesia donde Martín Lutero clavó las noventa y cinco tesis, y vi que
era un museo! Allí pasean a los turistas y les dicen: «Miren, en este
púlpito predicó Lutero; esta es la Biblia que él usaba; aquí él descansaba,
allá se aseaba, etc.» También vi a personas ministrando como lo hacían
antes, vestidos como en el siglo dieciséis, porque era parte de la
exhibición. Al ver todo eso me dije: ‘¡Ayy! Yo que había oído tantas
cosas lindas de la reforma, y ver, quinientos años después, en lo que se ha
convertido, eso duele’». Sí... duele y mucho, todavía más sabiendo que
“Dios no es Dios de muertos, sino de vivos” (Mateo 22:32).
Ahora, ¿quién es el enemigo? ¿Quién dañó la obra del siglo dieciséis?
el institucionalismo con sus estructuras y organizaciones. Ese control se
adueña de la bendición y ahora la reclama y dice: «El pozo de Lutero es
nuestro; Lutero era luterano». Pero el mismo Lutero dijo que no le
pongan a la iglesia su nombre, porque él no murió por la iglesia, sino
Cristo, pero ellos todavía le llaman a esa iglesia “luterana”. Ellos se
adueñaron del pozo, y al ponerle el nombre del instrumento, lo cegaron,
por eso hoy es una galería. Pero dicen: «Esa es nuestra historia, ese es
nuestro movimiento, esa es nuestra reforma y ese es nuestro reformador.
El que quiera venir aquí, que pague, y le damos un tour por nuestro
museo». El pozo de donde nació la reforma hoy es un salón de
exhibición; le echaron tierra encima al pozo, lo cegaron, y los “filisteos”
se ufanan diciendo: «Esto es nuestro». Es así como el institucionalismo se
apodera de los movimientos del Espíritu, los seca y entierra, para luego
levantar el orgullo histórico de “fundador”.
Igualmente pasó con John Wesley (1703-1791), su padre era pastor de
la iglesia de Inglaterra. Wesley era el decimoquinto hijo de diecinueve
hermanos, pero el Dios del cielo en su providencia lo había elegido a él
para abrir un pozo. Cuentan que diariamente se levantaba a las cuatro de
la mañana a orar. Dios estaba haciendo brotar el pozo, haciendo subir sus
aguas por el Espíritu Santo, sube pozo, sube... Y se levantó aquel pozo,
junto a su hermano Carlos y a George Whitefield, desarrollando un
ministerio como predicador popular, y se hizo famoso. Pero cuando se
levantó aquel pozo, en la iglesia anglicana, (a pesar de que era hijo de un
pastor), de su propia iglesia lo echaron. En el lugar donde él creció y
adoraba a Dios con sus himnos, le dijeron: «Váyase de aquí, con esa
música a otra parte, nosotros somos anglicanos, esa no es nuestra cultura;
tampoco nosotros adoramos ni oramos así». Entonces, él se fue como
Isaac, diciendo: «Si me cierran el pozo aquí, lo abrimos allá, pero esto no
lo parará nadie». Así que Wesley tuvo que separarse de la iglesia que lo
vio crecer, y formar la suya, y les comenzaron a llamar por el nombre de
“Metodistas”, pues era notorio su capacidad de organización y los
métodos que aplicaban para el estudio de la Palabra. Luego, el
movimiento metodista se hizo fuerte y fue glorioso, llenando a Europa y
América del conocimiento de Dios. El Señor no detendrá su obra por falta
de pozos, sino que va a seguir abriendo pozos, y cuando le echan tierra
por un lado, él lo levantará por otro, como la ardilla que se mete por aquí
y sale por allá.
Juan y su hermano Carlos conocieron que a través de la alabanza su fe
se aumentaba, por lo que compusieron al Señor alrededor de seis mil
himnos (54 himnarios) y también poemas. John Wesley escribió más de
doscientos libros, también una gramática hebrea, otra latina y otra más de
francés e inglés; predicó 780 sermones, lo que significa dos sermones
diarios, durante cincuenta y cuatro años; visitaba a los enfermos, a los
hermanitos en sus casas y disertó sobre diferentes temas en sus obras,
incluyendo de la naturaleza, historia, etc. Pero cuando murieron, él y su
hermano Carlos, y se evaluó el impacto espiritual que su movimiento
había hecho, el pozo de agua viva que en ellos Dios había abierto, sus
seguidores comenzaron a decir: « ¿Por qué no escribimos acerca de lo
que pasó? ¿Por qué no hacemos un museo donde nació Wesley?», y
empezaron a echarle tierra hasta que lo cegaron. Cuando nuestros
misioneros fueron allá, a cumplir el mandato que Dios nos había dado de
desenterrar espiritualmente, por fe, estos pozos, y llegaron a la casa de
Wesley, encontraron que también estaba convertida en un museo. Y
ahora los metodistas dicen: «Nosotros somos el movimiento de Wesley»
y a la inspiración divina que este hombre recibió por el Espíritu Santo, le
pusieron su nombre: “teología wesleyana”, aunque toda su vida este
hombre la dedicó a darle gloria a Dios y a su Cristo.
Sabemos que donde había fuego, cenizas quedan, pero solo eso... La
iglesia metodista perdió el brillo que tuvo antes, y lo digo con dolor,
porque son mis hermanos, y yo estoy hablando de nuestra historia como
iglesia, recordemos que la iglesia de Cristo es una sola. El espíritu
religioso se adueñó del movimiento vivo, para convertirlo en una
institución. Ellos, que con su buena intención escribieron lo que habían
vivido en el Espíritu Santo, igualmente hicieron una liturgia de la
espontaneidad del Espíritu, volviendo a la rutina de donde el Señor los
había sacado. Y no niego que sus libros sean una bendición, y que sus
vidas, todavía, nos sirven de inspiración, pero ¡cegaron el pozo y se
adueñaron del nombre! Ellos hicieron de todo aquello una sala de
exhibición, y ahora son solo eso, parte de la historia de la iglesia.
Asimismo, en Estados Unidos había un hombre llamado Jonathan
Edwards (1703-1758), teólogo, filósofo y uno de los hombres más
brillantes, intelectualmente, de su época. Este hombre, aunque tenía
problemas con la visión, tenía unos lentes con grandes aumentos y leía
sus sermones, pero la gente se dormía al escucharle, y eso lo llevó a
frustrarse del púlpito. Esa inconformidad lo hizo orarle a Dios: « ¡Señor,
por favor! Yo quiero ser un predicador de poder», dejando el púlpito para
orar, y el día que menos oraba, oraba trece horas. Buscó tanto de corazón
a Dios, que Él lo vio y le mandó la unción, y comenzó el Señor a levantar
ese pozo, pues le habían cerrado el otro.
¡Qué tremendo pozo fue Jonathan Edwards! El hombre regresó al
púlpito, y sin cambiar su estilo de predicar -pues seguía leyendo los
sermones- ahora cuando los leía la gente temblaba, lloraba, se
quebrantaba, se humillaba, se podría decir que se agarraban de las
columnas de los templos, para no deslizarse a una eternidad sin Dios.
Pasaba por las aldeas, y la gente lloraba por su salvación, y comenzó una
sed, un deseo de buscar a Dios y se levantó un tremendo movimiento del
Espíritu. Y cuando Jonathan comenzó a predicar, y Dios a levantar este
nuevo avivamiento, comenzaron a discutir que si la santa cena hay que
dársela solamente a los que son de la fe que están en el templo, y otras
cosas como esa, y comenzaron a echarle tierra, y ¿sabes qué ocurrió? Que
el hombre fue despedido de su pastoreado, y tuvo que irse como
misionero, a favor de los indios americanos, porque el sistema ahogó el
pozo, a pesar que fue un tremendo movimiento de Dios.
Mas, aunque cerraron este pozo, Dios volvió a levantar otro, ahora en
un hombre llamado Charles G. Finney (1792-1875), en Adams, una
ciudad del estado de Nueva York en Norteamérica. En este hombre, el
Señor levantó un tremendo pozo de predicación ungida. Su vida fue tan
impactada por el poder de la Palabra que muchos lo consideraron un
segundo apóstol Pablo, por el impacto que tuvo en la iglesia en lo que se
refiere a la palabra predicada. Su unción fue tan poderosa, que se cuenta
que una vez pasó por un lugar, en un tren, y solamente su trayecto dejó a
su paso a personas que lloraban y se convertían al Señor. Dicen que una
vez entró a una factoría, y los operarios en sus máquinas, al verlo,
mientras trabajaban, comenzaron a llorar y a pedir perdón, ¡tremenda
unción de arrepentimiento!
Era tal la unción de Finney que se constituyó en el precursor de la
prédica espontánea, sin notas, en un tiempo donde la mayoría de los
sermones eran escritos y leídos. También fue el precursor de reuniones de
oración fuera de los templos, y del llamado a conversión y el testificar en
público. Él revolucionó la iglesia cristiana, pero, ¿sabes qué pasó?
Igualmente, como sus antepasados, tuvo que dejar su iglesia, porque le
ahogaron el pozo, cuando se originó una división entre la iglesia
presbiteriana de la “vieja escuela” y la “nueva”. Sus hermanos
comenzaron a espiarle en sus reuniones de oración, y se oponían a su
prédica espontánea. Así que Finney se dedicó solo a la enseñanza, como
profesor de teología en la universidad de Oberlin, con algunas
excepciones, añadiendo un nombre más a la lista de la historia del
avivamiento en la iglesia.
¿Qué pasó a principios del siglo pasado cuando Dios comenzó a
levantar el movimiento Pentecostal en 1906? Recomiendo un libro que se
llama “Azusa Street” (La calle Azusa), escrito por Frank Bartleman, un
varón de Dios, quien fue testigo de este avivamiento en el sur de la
ciudad de los Ángeles, el cual escribió sus impresiones acerca de ese gran
movimiento que luego llamaron “Pentecostal”. Ocurrió que el hermano
William Seymour, un predicador afroamericano, sin ningún atractivo, que
incluso se colocaba una caja en la cabeza y se escondía, para que no lo
vieran, en medio de la manifestación del Espíritu. Dios lo eligió, en el
tiempo en que, aunque la esclavitud había terminado, todavía quedaba un
fuerte sentir discriminatorio en Estados Unidos, para levantar y revivir la
iglesia, y esta fuese guiada por el Espíritu Santo.
De esta forma comenzó todo aquello, tan hermoso, donde nadie era
asignado para predicar, sino que en el momento dado el Espíritu señalaba
quien llevaría la Palabra de ese día, y cuando esa persona predicaba caía
la gloria de Dios. Entonces comenzaron a llegar a Estados Unidos del
mundo entero para mirar lo que estaba pasando ahí, y se acrecentó aquel
poderoso avivamiento, multiplicándose en congregaciones avivadas. Mas,
un día, cuenta Bartleman, pasó frente aquella vieja casa #312, vio un
letrero que habían colocado afuera, donde ya le habían puesto un nombre
al movimiento. Él dice que sintió que desde ahí comenzó la decadencia
de ese tremendo avivamiento, cuando le quisieron poner nombre a algo
de Dios. Se levantaron a darle nombre al pozo y también se adueñaron de
él, pues empezaron los diferentes concilios a reclamarlo como suyo. Así,
lo que inicialmente fue un movimiento del Espíritu en todas las iglesias,
se convirtió en una tremenda denominación, dividida en un montón de
pedazos llamados: “concilio” “asamblea” “misión”, etc. En fin, todo el
mundo reclamando la autoría, cuando únicamente pertenece al Espíritu
Santo de Dios.
De hecho, todos estos pedacitos se convirtieron en instituciones que -
cuando comenzaron- criticaban a los bautistas, a los metodistas y
presbiterianos, pero luego se convirtieron en uno de ellos, ¡iguales!
Erigieron instituciones, levantaron universidades, establecieron un
sistema burocrático, emitieron credenciales, etc., igual que los demás.
NADIE PUEDE ACUSAR A ALGUIEN DE HABER CEGADO Y
ECHADO TIERRA A LOS POZOS QUE DIOS HA LEVANTADO,
PORQUE ES UN PECADO HISTÓRICO, DEL CUAL TENEMOS QUE
ARREPENTIRNOS TODOS.
Hay gente que no se atreve a hablar de esto, tiene miedo. Mas, nosotros
lo hacemos, no por valientes, sino porque izamos la bandera del reino de
Dios. El Señor conoce el espíritu con el cual estamos diciendo estas
cosas. No estamos señalando, ni condenando a nadie, estamos
identificando nuestros enemigos para que no reinen entre nosotros, por
eso hablo y escribo lo que escribo, muy claro, porque la verdad nos hace
libres. ¿Quieres saber lo más reciente, lo último que el Espíritu me está
mostrando? Observando el panorama de lo que Dios está haciendo en las
naciones, en unos lugares más que en otros (no sé si es porque la
propaganda de algunos está por todas partes), noto que mientras Dios está
levantando pozos, ya hay quienes los están institucionalizando. Veo gente
que está haciendo redes apostólicas con constituciones, todo muy
parecido a lo que ha pasado con anterioridad. Incluso, esto va más rápido
que los movimientos anteriores, porque los luteranos duraron siglos y
décadas para llegar al punto de cerrar el pozo, pero estos no. El pozo del
ministerio apostólico está brotando, y ni siquiera el agua ha subido
totalmente, cuando ya se están adueñando, y le están poniendo nombres,
y lo están institucionalizando, ¡lo mismo! Es increíble, hermano, por eso
tenemos que orar. Dios nos dio los siete espíritus y los siete ojos para
velar, tenemos que cuidar la restauración que Dios está haciendo hoy en
la iglesia. Es necesario que nos levantemos y digamos a la iglesia:
¡Cuidado, no cometamos el mismo pecado; dejemos que brote el pozo!
Dios me mostró algo en el siguiente versículo: “Entonces dijo
Abimelec a Isaac: Apártate de nosotros, porque mucho más poderoso que
nosotros te has hecho” (Génesis 26:16), y él se fue (v. 17), y es que el
institucionalismo tiene dos formas: o le echa tierra al pozo y lo ciega; o se
adueña y te echa. A Jesús lo echaron (Lucas 4:29); a Pablo lo expulsaron
(Hechos 21:30); Lutero se fue, pero primero lo excomulgaron, a Wesley
también. Así echaron a Isaac y él se fue al Valle de Gerar. Y como
todavía estaba en el territorio de ellos, se sentían con derecho para
echarlo y adueñarse de todo, porque era su tierra. POR ESO EL
ESPÍRITU DE DIOS ME DICE QUE HAY QUE SALIR DEL
INSTITUCIONALISMO, DE LAS ESTRUCTURAS ECLESIÁSTICAS,
PARA QUE NO TENGAN DERECHO NI AUTORIDAD SOBRE
NOSOTROS NI DE LOS POZOS DEL SEÑOR.
El Señor me dijo: «Nota la trayectoria de Isaac, cuando lo echaron, se
movió un poquito, pensando que ahí estaría bien, pero vinieron todavía
allí a molestarle y a reñirle, porque él estaba en su territorio». Ellos le
dijeron en otras palabras: «Todavía tú estás en el valle del
institucionalismo, así que te debes a nosotros. Por lo que, aunque no
quieras, tienes que darnos cuenta. Aunque eso lo hayas hecho tú, es
nuestro». Personalmente, tuve esa experiencia, pues no pensaba salir de
donde yo estaba, sino que decía: «Esta es la iglesia de Dios», porque así
me enseñaron. Y cuando Dios me dijo que había una sola iglesia, en el
mundo entero, de todos modos, me dije: «Sí, Señor, me quedo aquí para
abrirles los ojos a todos estos», pero ¡qué equivocado estaba!
En ese sentir de permanecer en aquel lugar estuve, hasta que ellos
comenzaron a decirme: «Tú no vas a adorar así, porque nosotros no
somos pentecostales», y me quisieron quitar la alabanza. También me
dijeron: «Tú estás predicando que es por gracia y por fe, nosotros somos
un pueblo de ley», y con eso me abrieron más los ojos, por lo que decidí
irme. Después querían que yo me quedase, y les dije: «Hermanos, yo no
soy de aquí, ni soy de ustedes, pertenezco a Cristo y soy deudor de Su
gracia». Y ¿sabes por qué me querían retener? Porque Dios me estaba
bendiciendo y el pueblo recibía la Palabra, y muchos de los líderes que
asistían al discipulado se llenaron de temor, y me decían: «Quédate
Radhamés, mira que te vamos a hacer el evangelista de la organización;
permanece con nosotros y te vamos a dar una iglesia más grande; no te
vayas, porque te vamos a aumentar el presupuesto para tu programa de
radio; si te quedas te vamos a pagar tu doctorado en estudios teológicos».
Sin dudas, ellos me querían retener para adueñarse de la corriente de agua
viva, que Dios había desenterrado en mí, por eso dije: «Esta es una obra
de Dios y yo no se la voy a entregar a los filisteos. Me voy de aquí, y
abriré el pozo en otro lugar».
Recuerdo que, a pesar de que Dios, seis meses antes, me había dicho
que tenía que salir de ahí, y se lo dije a unos compañeros y se rieron de
mí, todo pasó, después se dieron cuenta que todo lo que el Señor me
había dicho se había cumplido. Seis meses antes, cuando lo anuncié, ya
tenía todas las evidencias de que tenía que salir de aquel lugar, pero
comenzaron a llegarme informes que aun los niños de la iglesia estaban
llorando por mi salida, y el presidente de los pastores me dijo:
«Radhamés, tu ida va a dejar un gran vacío en nuestro ministerio ». Y al
llegar a mis oídos todos esos informes, de que había otras congregaciones
llorando por mi partida, mi corazón de pastor se llenó de un inmenso
dolor, y tuve una necesidad, un deseo, un no sé si regresar, y de momento
me tiré de rodillas llorando, y dije: «¡Señor, Dios de Israel! Háblame hoy,
háblame hoy, por favor déjame oír tu voz». Entonces, el Señor me dijo:
«Te voy a hablar por un método que tu criticas mucho», y le dije: « ¿Cuál
es? Háblame como tú quieras».
Tengo que confesarte que el método que yo rechazaba era ese que usa
mucha gente que abren la Biblia al azar, y ponen el dedo sobre algún
versículo y dicen: «Aquí me habló Jehová», porque yo decía que eran
cristianos superficiales. Mas, Dios me dijo: «Por ese método que tú
aborreces, te hablaré. Abre la Biblia». Entonces, tomé la Biblia en mis
manos, y con los ojos cerrados la abrí, y coloqué mi dedo y cuando miré,
estaba señalando el verso 9 del capítulo 18 del libro de los Hechos, donde
el Señor le dice a Pablo: “No temas, sino habla, y no calles; porque yo
estoy contigo, y ninguno pondrá sobre ti la mano para hacerte mal,
porque yo tengo mucho pueblo en esta ciudad” (Hechos 18:9). Entonces,
entendí aquello que, meses antes, Dios me había dicho en una profunda
comunión: «Radhamés, yo te voy a mostrar mi pueblo en esta ciudad; yo
te voy a llevar a todas mis ovejas», y yo decía siempre a los hermanos,
predicando: «I have a dream (yo tengo un sueño)», recordándome de la
frase que hizo famosa Martin Luther King Jr. Sí, yo tenía un sueño que
Dios había puesto en mi corazón y era ver una iglesia enamorada de
Cristo, una iglesia donde Cristo es el Rey, una iglesia que no se guía por
estructuras, sino por el Espíritu Santo. Ahora mis ojos ven a ese pueblo
en esta ciudad y en las naciones, y glorifico a mi Señor.
Creo que la iglesia de Cristo la constituye todos los nacidos de Dios,
por la obra del Espíritu Santo. El nombre del movimiento donde fueron
evangelizados y el lugar donde perseveran no importa. De hecho, estoy
mirando una generación que brota, estoy observando un pozo que se
levanta, que busca la gloria del Rey, en un organismo viviente, no en una
organización. Mas, es necesario que entendamos que mientras Isaac
estuvo en tierra de los filisteos, ellos se sintieron con derecho sobre él.
Por eso, dice Dios: «Sal de Babilonia, oh cautiva hija de Sion, sal de ahí,
¡sal!» Hay un llamado del Señor de salir de esos espíritus, de esas
cárceles, hay que salir para que no tengan derecho en nuestras vidas. A
veces se adueñan hasta del derecho de autor de los que escriben libros
inspirados por el Señor, se adueñan de todo.
Nota lo que dicen las Escrituras: “Y volvió a abrir Isaac los pozos de
agua que habían abierto en los días de Abraham su padre, y que los
filisteos habían cegado después de la muerte de Abraham; y los llamó
por los nombres que su padre los había llamado” (Génesis 26:18).
Generalmente, después que muere el instrumento que Dios levanta, ahí es
que le echan la tierra con ganas, porque mientras está vivo el hombre que
tiene la guía del Espíritu hay cierto freno, pues él no permitiría todas esas
cosas, pero ya muerto, le arrebatan el nombre y le quitan el apellido de
Dios, para ponerle el de ellos. Ya no se llaman iglesia de Cristo, sino
concilio tal, iglesia tal, ya sea bautista, pentecostal, presbiteriana, y así
sucesivamente. Y dice Dios: «Iglesia, los llamados de mi nombre no
llevan el nombre de Juan el bautista, ni de ninguna doctrina, sino que
llevan el nombre de Cristo, del que los redimió». Ellos se ponen el
nombre de la denominación, y se llaman movimiento Luterano,
movimiento reformado, pero la iglesia no, ella se apellidará con el
nombre del Señor. Los engendrados de mi nombre, yo los salvé, yo los
hice, y los creé, para que lleven mi nombre a las naciones, no el de ellos».
Ya dije que el Señor nos envió a desenterrar, por fe, los pozos en las
naciones, pero el que los levanta es Dios. A través de un ministro de la
ciudad que nos predicó un mensaje sobre la epístola a los Hebreos 12:23,
acerca de los espíritus de los justos hechos perfectos, confirmamos lo que
el Señor nos había dicho meses antes: «Voy a resucitar el espíritu de la
reforma en este tiempo, pero lo voy a hacer con mi nombre, no con el
nombre de nadie. Voy a levantar el movimiento de Jonathan Edwards, el
espíritu de Wesley, pero no con el nombre de una denominación, sino con
mi nombre». Nosotros fuimos a la llanura piamontesa, a orar en aquel
valle donde se escondían Pedro Valdo y sus seguidores, los que
posteriormente fueron conocidos como “valdenses”, por el nombre de su
líder. Valdo entregó todas sus riquezas a los pobres, para seguir
radicalmente los preceptos de Cristo.
Estos hombres pelearon contra un imperio, porque les fue negado
predicar el evangelio, por ser, supuestamente, una prerrogativa de los
sacerdotes, únicamente, y los excomulgaron y fueron perseguidos
despiadadamente. No obstante, ellos constituyeron iglesias en aquel valle,
donde también se escondían, y decían a sus hijos «Ustedes serán
misioneros de Dios o no serán nada». Perdieron sus propiedades, sus
derechos, vivieron como errantes en las montañas, en los valles y cuando
los encontraban eran quemados, ahorcados, torturados, y ni siquiera así
renunciaron a la fe gloriosa de Jesús. El sistema los destruyó casi a todos,
y hoy son historia. Se dice que solo el papa Inocencio III mató cientos de
miles de valdenses, en tiempo de la inquisición. Mas, la sangre de los
mártires era semilla, y cuando mataban uno, por el testimonio de ese se
levantaban cien y hasta mil más. Así Dios va resucitar los pozos, pero con
el nombre de Cristo, no con el nombre de alguien más, pues nadie tiene
derecho a apropiarse de lo que es de Dios.
Meditando en el incidente de los pastores de Gerar contra los pastores
de Isaac, cuando les dijeron: “El agua es nuestra” (Génesis 26:20), vino a
mi mente lo que pasó, en la ciudad de Nueva York, cuando Dios le dio a
la iglesia hispana un avivamiento, y le dijo: «Tú irás a las naciones». Este
movimiento del Espíritu, Dios lo realizó a través de un conocido
ministerio radial, al cual también le dijo: «Tú vas a ser voz mía en las
naciones». El Señor levantó a sus ungidos, y la iglesia de la ciudad estaba
siendo muy bendecida y ya se estaba extendiendo el fuego a las naciones,
cuando el espíritu de los pastores de “Gerar” se suscitó en el ministerio, y
no escucharon a Dios, sino que se alzaron en contra de sus ungidos,
especialmente contra uno de ellos. A ese lo despojaron y le dijeron: «La
unción es nuestra; todo lo que tú has hecho aquí es de nosotros». Así lo
bloquearon y neutralizaron en la ciudad, lo despojaron y expulsaron, y se
adueñaron del pozo. Entonces, comenzaron a dar decretos: «No más
oración en este lugar, esto no es un templo», cambiando la visión y el
propósito que Dios había puesto en aquel instrumento.
Llegado el momento, la situación se hizo insostenible, pero me vi
diciéndole a ese ungido: «Mientras tú estés en el territorio de los filisteos,
te van a estar riñendo por el pozo, y no descansarán hasta arrebatarte la
bendición. ¡Sal de en medio de ellos! ¿No ves que ellos tienen las
corporaciones legales, las pólizas y los manuales, y la ley de los hombres
está a su favor?, ¿vas a pelear con lo legal? Nuestro único defensor es
Jehová, y nuestra herencia es espiritual, no física, pues nuestras armas
son espirituales, poderosas en Dios para destrucción de fortalezas (2
Corintios 10:4)». De hecho, así le dice el Espíritu a los que están pasando
hoy por la misma situación: “No temáis, manada pequeña, porque a
vuestro Padre le ha placido daros el reino” (Lucas 12:32). Quizás no
tenemos dinero, ni instituciones, ni nada, pero tenemos algo superior:
Tenemos al Rey, Su reino y Su mensaje. Sal de en medio de ellos para
que no tengan derecho en el pozo que Dios levante a través tuyo; para
que no te amordacen, ni te aten, ni te neutralicen; para que la obra de
Dios se pueda cumplir en ti, y a través de ti».
En la actualidad, todavía continúa la riña por ese pozo. Hay un pleito
que hasta llegó a la prensa, y por poco a los tribunales, pues se está
peleando por los derechos del pozo. Y Dios nos dio una revelación a
nosotros hace años atrás, y nos mostró ese ministerio como una cabrita,
donde fieras de muchos géneros (leones, osos, tigres, etc.) se lanzaron
sobre ella, porque tenían hambre de poder, hambre de dominio, de
adueñarse de lo que Dios había hecho, y que su pueblo había respaldado
voluntariamente, pero con mucho sacrificio. Dejaban que los ungidos
predicaran un poquito, para que la gente siga enviando ofrendas y
respaldando el ministerio, para luego ellos gobernarlo. Y el Dios del cielo
miraba todo aquello y lo guardaba en el corazón.
De hecho, el Señor me mostró en visión, en mi espíritu, que se
apoderaron de la cabrita, como lobos, y todo el mundo tomaba su tajada:
un muslo aquí, un pedazo de carne de allá, otro poco de acá, etc. Mas,
cuando quedaba solamente el esqueleto de la cabrita, las fieras con el
hocico lleno de sangre, comenzaron a pelearse entre ellas, unas contra
otras y viceversa. Esta visión parecía una fantasía, pero ahora que se está
cumpliendo al pie de la letra, pues se están peleando entre ellos, diciendo,
«Este pozo es mío», nos duele aun más en el corazón. Pero Dios dice:
«Yo hago los pozos para mi propósito, no para gloria del hombre»; y yo
digo: «no pelearé por pozos, sino que saldré como Isaac, y me seguiré
moviendo hasta que llegue a un lugar donde ya no sea tierra filistea, sino
de Jehová». Isaac llegó un momento que se cansó de abrir los pozos para
que los filisteos se adueñaran de ellos, por eso se apartó de allí (Génesis
26:21-22).
El espíritu de los filisteos se adueña de lo que no es de ellos, de la
gloria de los recursos de estos movimientos, se enriquecen y se hacen un
gran nombre, y lo que fue para gloria de Dios, ahora es para gloria del
hombre. Secan el pozo, como seco es el monte de Gilboa. Cuando Isaac
se apartó de allí y salió del territorio de los filisteos, al abrir un pozo en
aquel lugar le llamó Rehoboth, que significa “lugar amplio, calles
espaciosas” (Génesis 26:22). Y Dios me hizo ver y me dijo: «Cada vez
que un siervo de Dios sale de la tierra del institucionalismo y ellos no
tienen más el dominio sobre él, el próximo pozo es lugar espacioso». Y
así le dije a ese ungido: «No temas porque vas a llegar a tierra espaciosa
donde te vas a mover para el norte, para el sur, para el este y al oeste y
nadie te detendrá, porque ahora es territorio de Jehová y no de los
hombres».
Los pastores que conocen mi trayectoria, pueden confirmar este
testimonio. Antes, yo tenía un programa de radio y pastoreaba dos
iglesias pequeñas, y aunque cuando convocaba a la gente recibía un gran
respaldo, eso no se puede comparar con el lugar espacioso que Dios me
ha dado ahora. El Señor me ha llevado a predicarle a toda la ciudad y a
toda la iglesia en las naciones, teniendo un pueblo hermosísimo, fiel al
Señor y a la visión que nos ha dado en el Cuerpo. Una vez, cuando por un
tiempo salí del ministerio radial, vino a mí, la esposa de uno de los
pastores de la ciudad, llorando, al final de un servicio de adoración, y me
dijo: «Yo no sé la causa por la cual usted se ha salido de la radio, pero yo
le voy a decir una cosa, esa congregación que va camino a su casa, no son
las únicas ovejas suyas, usted tiene un rebaño en esta ciudad. Yo, desde la
primera vez que lo escuché, me dije: “ese es mi pastor”». Las palabras de
esa sierva vinieron del Señor, y ahora estoy en lugares espaciosos. Dios
me ha dejado conocer iglesias de las naciones, compartir con hermanos
que también salieron de tierra de los filisteos y estamos aquí, disfrutando
de la anchura, sin límite, sin bloqueo, en la libertad del Espíritu en Cristo
Jesús.
En ese lugar de esta ciudad, sufrí que el Espíritu del Señor dijera:
«Hagan esto», y que los de la institución dijeran: «No, nosotros somos la
junta directiva, y consideramos que eso no se hará», y como hay que
someterse al que está en autoridad, bajábamos la cabeza, y en humildad
respetábamos sus decisiones, pues eran el gobierno. Pero después que salí
de su territorio, para estar en el territorio de Dios, en lugares espaciosos
donde me gobierna el Rey de Reyes, nos dejamos guiar por un “así dijo
Jehová”. Ahí le hemos dado libertad al Espíritu y Él ha hecho como ha
querido, mostrando que él es Rey, Señor y dueño de todo. Por eso Dios
dice a su iglesia: «Sal de Babilonia, cautiva hija de Sion». La iglesia tiene
que salir de tierra de los filisteos, de otra manera no va a llegar a lugar
espacioso, y será atada y amordazada.
Un día me dijo Dios: «Hijo, yo quiero que ustedes mis siervos dejen el
bozal», y yo dije: «Dios mío, ¿cuál es el bozal?». En el momento no
entendí ese lenguaje tan extraño, de bozal, pues en el uso apropiado de la
palabra, se define como “bozal” a una pieza o aparato que se coloca en la
boca de los animales para impedir que muerdan, mamen o pasten en los
sembrados. Mas, el Señor me dijo: «El bozal es la ética ministerial, la
cual se usa para dar muestra de educación y de prudencia (por ejemplo:
“no digo eso porque se ofenden”, “no menciono aquello porque no me
vuelven a invitar”), pero no es otra cosa que hipocresía educada, para
callar la boca a mis profetas». Tremenda comparación. El apóstol Pablo
decía: “Pues, ¿busco ahora el favor de los hombres, o el de Dios? ¿O trato
de agradar a los hombres? Pues si todavía agradara a los hombres, no
sería siervo de Cristo” (Gálatas 1:10). En la restauración, Dios nos ha
dado lengua de sabios para hablar al pueblo; nuestro mensaje no es de
condenación, ni de confrontar las cosas en la cara a nadie para
avergonzarle, sino para restaurarle.
El Señor nos dio el ministerio de la consolación, donde el mensaje se
da con amor, anunciándole a la iglesia las cosas nuevas, el nuevo orden
de Dios. Tenemos que decir que hay que salir a reedificar, pues en Sion
va a haber un templo y un Rey. Por eso nuestras palabras le traen algo
mejor, y es como bálsamo que le muestran los campos floridos que Dios
ha prometido: “Se alegrarán el desierto y la soledad; el yermo se gozará y
florecerá como la rosa. Florecerá profusamente, y también se alegrará y
cantará con júbilo; la gloria del Líbano le será dada, la hermosura del
Carmelo y de Sarón. Ellos verán la gloria de Jehová, la hermosura del
Dios nuestro” (Isaías 35:1-2). En el mensaje de restauración no hay
condenación. Sí se exhorta, sí se amonesta, pero también se edifica, y
también se consuela. LOS SIERVOS DE DIOS NO ESTAMOS EN
CONTRA DE NADIE, SINO A FAVOR DEL SEÑOR.
Se cuenta que en el tiempo de la guerra civil, en Estados Unidos, una
viejita como de ochenta y cinco años estaba a favor de los estados del
norte, y de momento salió de su casa, en medio de la balacera, con la
bandera del ejército de la unión, hacia el campo de batalla. Un soldado
que ve a la ancianita que con esfuerzo trataba de hondear la bandera de la
unión, lo más alta posible, se le tira encima, y le dice: « ¡Abuelita!,
pero… pero ¿cómo es posible? ¿Acaso usted ha perdido la cabeza? ¿Qué
hace usted en este lugar arriesgando su vida? ¿Qué logra con levantar la
bandera? ¿Cuál es su propósito?», y ella con una gran convicción le
contesta: «Yo no tengo arma, ni tampoco sé disparar, pero quiero que
todo el mundo sepa de parte de quién estoy». Intrépida la viejita, pero así
tenemos nosotros que levantar la bandera del reino de Dios y decir: «Yo
no tengo armas ni tampoco sé disparar, pero estoy aquí para que todos
sepan de cuál lado estoy, de parte del Rey Jesús».
Esforcémonos en Dios, porque al enemigo, como a aquel gigante, hay
que clavarle la piedra en la frente y luego cortarle la cabeza, con su
misma espada (1 Samuel 17:49,51), porque es la única manera de libertar
al pueblo de Dios y que huyan los “filisteos”. Para que eso ocurra no
podemos dar constantemente mensajitos de avivamiento, y « ¡aleluya,
Dios nos va a dar una iglesia grande!», « ¡llenaremos el estadio!», etc.
Eso no resuelve el problema, porque cuando llenamos el estadio, vienen
los “filisteos” y dicen: «Usted pertenece a nuestra organización, así que
todo esto es nuestro», y se adueñan de todo lo que Dios hace; ya tenemos
siglos en lo mismo. Mas, ahora Dios le va a decir a la iglesia: «Tú verás
como todo funcionará sin eso, quítate las armaduras de los hombres y
toma la piedrita del reino, vístete con la armadura de Dios, y verás que
vencerás».
Hemos dependido tanto del hombre que ya no sabemos funcionar con
Dios. Ya no sabemos ni predicar, porque ensayamos tanto los sermones y
lo que vamos a hacer y a decir, de manera que todo está estrictamente
calculado, por eso tropezamos con todo lo que encontramos. Así no
podremos llegar a los lugares espaciosos, y te lo digo con todo mi
corazón, rogando a Dios que recibas el espíritu de estas palabras. Las
lágrimas que han salido de mis ojos, solamente Dios las conoce, y las
frustraciones que viví como ministro, cuando veía que todos los esfuerzos
eran en vano, espero que ahora sirvan para poder transmitirte este
mensaje.
Este sentir no es nuevo, pues donde yo estaba, observé que cada cuatro
años cambiaban a los pastores, y yo me preguntaba el porqué. Entonces,
fuimos a preguntar a la organización y me contestaron: «Lo que pasa es
que cuando un pastor dura más de cuatro años en un lugar, los hermanos
le toman mucho cariño, y después, las iglesias no quieren que les
cambien a los pastores», y el Espíritu me dijo: «Aquí hay una estrategia,
una manipulación».
No obstante, puedo decir que fui el único pastor que duró siete años en
una iglesia, en vez de cuatro, porque los hermanos comenzaron a decirles:
«Dennos al pastor», y ellos comenzaron a temer, y me dejaron por un
tiempo.
Recuerdo que, viendo esta problemática, le dije a un compañero: «Es
duro, estar siete años aquí, agonizando, para entrar a esta iglesia en el
propósito de Dios y después venga un “extraño”, enviado por la
organización (desconocedor de lo que Dios está haciendo en medio
nuestro), y comienza a contradecir todo lo que hice, metiendo a la iglesia
otra vez en “religión”». Ellos con un solo sermón acababan con toda la
obra de siete años, porque son especialistas en matar todo lo que Dios
hace en el Espíritu, y por eso yo gemía. El compañero me decía: «Pero,
¿cuál es tu problema? ¿Tú le estás sirviendo a Dios? Haz tu trabajo y
olvídate», pero le dije: «No, yo no soy un agricultor que siembra, para
que venga después un rodillo a remover la semilla, ¡NO! Yo siembro para
ver fruto; yo quiero ver a Jehová en la tierra de los vivientes; quiero
terminar la obra, correr para alcanzarlo, no correr por correr». El salmista
inspirado dijo: “Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla;
Mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas” (Salmos 126:6).
Por lo cual, te digo que echemos fuera ese espíritu de conformismo, esa
mentalidad de «no importa que luego destruyan, yo cumplí con Dios». Es
posible, que muchos lectores consideren esto como algo inverosímil, pues
nunca han vivido situaciones similares. Esos deben darle gracias a Dios
que son “vírgenes”, pero esos pastores que salieron de todos esos
movimientos saben de lo que estoy hablando, porque ellos vivieron la
experiencia.De ninguna manera quisiera instigarte con un espíritu hostil
hacia alguien, pues no estamos en contra de nuestros hermanos ¡jamás!,
porque nosotros también estuvimos esclavos e ignorábamos. El mensaje
es ir con el Espíritu de Cristo y con lengua de restauración a decir a
nuestros hermanos: «Jehová quiere reedificar a Sion, ya el tiempo de
Babilonia terminó, ¿por qué no vamos juntos a edificar los muros y a
quitar los escombros, y a quitar la vergüenza de nuestro pueblo y a
cumplir el propósito de Dios en Sion?». Y estoy seguro que de esta forma
no habrá que empujar a nadie. Cuando el rey Asuero hizo banquete a
todos sus príncipes, cortesanos y gobernadores de provincias, para
mostrar las riquezas de la gloria de su reino y la magnificencia de su
poder, él brindó vino real, pero con ello dio una ley: Que nadie fuese
obligado a beber; sino que se hiciese según la voluntad de cada uno (Ester
1: 1:3, 4, 8). Tampoco Dios obliga a nadie a beber del vino nuevo, sino
que se lo da a aquel que lo desee. “Si alguno tiene sed, venga a mí y
beba”, dijo Jesús (Juan 7:37). El Señor dice que va a levantar un pueblo
que se someterá a Él voluntariamente en el día de Su poder (Salmos
110:3), no un pueblo obligado, manipulado o arrastrado por eslóganes
políticos. Ese pueblo será uno que conoce el corazón de Dios; que cuando
Dios le diga: «Vengan, vamos a edificar a Sion, salgamos de tierra de
cautividad», ese pueblo va a entender y como nosotros y millares de
iglesias cristianas en las naciones, saldrán detrás de su Señor.
Es bueno que entiendas que nadie va a llegar a los lugares
espaciosos, mientras esté cavando pozos en tierra filistea. Recuerdo,
en mi caso, los intentos que se hicieron para neutralizarme, pero llegó un
momento que ya no pudieron hacer nada, pues ya yo estaba fuera de su
dominio, y bajo la jurisdicción del Señor. Ahora ya podía hacer la
voluntad de Dios libremente, y lo que Él había puesto en mi corazón, sin
temor alguno. Por eso siento mucha compasión al viajar a las iglesias en
las naciones, cuando veo a siervos de Dios, pastores, gente linda de Dios,
llorando y diciendo: « ¿Qué hago? Dios me ha hablado así, yo hago el
esfuerzo, trato, pero no me puedo rebelar ¿Qué me aconseja?». Y es
verdad, no se pueden rebelar, porque en el reino hay que someterse a toda
autoridad superior, dice la palabra de Dios (Romanos 13:1), pero eso
hasta que Dios te diga: «Sal». Cuando llegue a ti la voz de Dios que te
manda a salir, deja todo y huye de ahí, sin mirar atrás. Cuando yo salí,
algunos me dijeron: «Tú puedes ser uno que desde la radio golpee ese
movimiento», pero dije no, a mí Dios no me llamó a atacar a nadie, yo
soy pastor. Dios me llamó a apacentar ovejas. Ellos son parte de la iglesia
y Dios sabe como tratará con ellos.
Nuestro llamado es a restaurar, no a señalar ni atacar a nadie. Espero
que tú interpretes el espíritu de lo que te estoy compartiendo, el cual es un
espíritu que todos conocemos, porque todos hemos participado del
mismo. Mas, hay una verdad de la cual estoy convencido, porque el
Espíritu me lo ha hablado repetidamente: «La iglesia no podrá llegar a
donde Dios quiere, mientras esté atada a un sistema humano», no importa
lo que digan. Hay personas que saben arreglar las cosas, y dicen: «Dios lo
hace», sí, Dios lo hace, pero también dijo: «Prepárame el camino para
que pase mi gloria», y ya sabes lo que es preparar el camino: es quitar la
gloria del hombre para que pase Dios (Isaías 40:3-5), y tenemos que
hacerlo como Cristo lo hizo, muriendo a la carne, para ser vivificados en
el Espíritu.
En la iglesia primitiva, Pablo no salió a desacreditar el judaísmo, todo
lo contrario, él decía: “Verdad digo en Cristo, no miento, y mi conciencia
me da testimonio en el Espíritu Santo, que tengo gran tristeza y continuo
dolor en mi corazón. Porque deseara yo mismo ser anatema, separado de
Cristo, por amor a mis hermanos, los que son mis parientes según la
carne” (Romanos 9:1-3). Pablo tenía confianza en la gracia, por eso
también decía: “Así que, teniendo tal esperanza, usamos de mucha
franqueza; y no como Moisés, que ponía un velo sobre su rostro, para que
los hijos de Israel no fijaran la vista en el fin de aquello que había de ser
abolido. Pero el entendimiento de ellos se embotó; porque hasta el día de
hoy, cuando leen el antiguo pacto, les queda el mismo velo no
descubierto, el cual por Cristo es quitado” (2 Corintios 3:12-14). El
apóstol Pablo sabía, por la revelación del Espíritu, que llegará un día que
la nación de Israel será restaurada, y el Dios del cielo les quitará el velo a
los hebreos. Por tanto, no digas que ellos no tienen nada, no los
desprecies, son pueblo de Dios, y por causa de su endurecimiento,
nosotros fuimos insertados en el olivo de Dios. Un día, ellos van a tener
que ver al que crucificaron y van a tener que ir al Egipto de las naciones a
ver al José que entregaron, como un malhechor, a los romanos. En ese
momento, él les va a decir: «Yo soy Jesús, vuestro hermano que ustedes
entregaron a los romanos, pero salvé a las naciones y ahora vengo a
darles pan a ustedes». Ellos lo verán, y Él les va enseñar las cicatrices que
le hicieron en casa de sus amigos (Zacarías 13:6). Y eso lo dice Jehová,
por la Palabra y por el testimonio, no yo. El tiempo ya llegó, pero Dios va
a despertar el espíritu de los profetas, como Daniel se despertó cuando se
cumplieron los setenta años, y va a despertar el espíritu de Ciro, y va
despertar el espíritu de todos aquellos que quieren salir y van a salir.
Mas, Dios no hará nada en su iglesia mientras ésta persista en
permanecer en el terreno con los filisteos. El Señor me repitió varias
veces una palabra, momento antes en que me disponía a expresar este
mensaje, y era: «No heredará la esclava con la libre». En la actualidad,
hay mucha diplomacia y se hacen muchos arreglos, pero la historia de la
iglesia y la Biblia dicen otra cosa, por lo que yo me voy a guiar por la
Palabra y por el testimonio de veinte siglos ocurriendo lo mismo. Oremos
por el mover de Dios, continuemos orando por lo que estuvo pasando en
algunos lugares donde están brotando pozos, obras lindas en peligro de
convertirse en lo mismo, pues ya están preparando los títulos de
propiedad. Jesús dijo a los fariseos: “El que quiera hacer la voluntad de
Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia
cuenta” (Juan 7:17). El que quiere hacer la voluntad de Dios no se ofende
con la verdad, muy al contrario, dice: «Dime, porque quiero corregirme,
yo deseo andar en el camino de Dios».
Es interesante que iglesias de cuarenta y cincuenta miembros, ahora
tengan más de diez mil y realizan cultos multitudinarios. Ellos están
imitando a esos movimientos de crecimiento, haciendo células en los
hogares, y tratando de hacer crecer aún más la iglesia, con métodos
humanos, a pesar que antes vieron la gloria de Dios manifestarse en ellos,
siendo pocos. Ellos fueron testigos de cómo Dios de la nada, levantó
miles y miles de vidas renovadas que vienen a adorar a Dios junto a ellos,
y sin embargo quieren más, cayendo en el mismo error que hemos
estudiado. Hay que orar por esos siervos de Dios, para que abran los ojos
y se den cuentan que si Dios ha hecho la obra con pocos y sin nosotros,
¿por qué tenemos que ayudarle? ¿Por qué tenemos que introducir el
espíritu del institucionalismo, y métodos humanos? Un método puede
producir muchos prosélitos, pero nunca podrá convertir un alma de las
tinieblas a la luz. Esto es obra solo del Espíritu Santo.
Iglesia, paguemos el precio en oración constante por nuestros
hermanos, y defendamos como siervos de Dios lo que Él nos ha dado.
Oremos por esos siervos, oremos por esos movimientos, oremos, no nos
cansemos de orar, para que no pase lo mismo que ha pasado siempre, que
el diablo le echa tierra a lo que Dios ha hecho. Vayamos a esos pozos de
Dios y clamemos al Señor para que impida que los hombres dañen su
obra. Celemos lo que Dios está haciendo en ese lugar, para que el hombre
no le ponga la mano y lo entierre. Oremos para que Dios abra los ojos a la
iglesia, porque de otra manera no nos van a escuchar, todo lo contrario, se
harán enemigos nuestros, pero no importa, continuemos orando.
Ya pronto viene un tiempo donde Dios no va a transigir, ni va a
negociar, y eso yo lo quiero ver, porque te aseguro en Dios, que Jehová te
está hablando. Yo no quiero impresionarte, pero tengo una convicción en
mi espíritu, que Jehová se levantará como león en el campo de batalla,
sacudirá su melena y dirá al Hijo: «Mi gloria no me la quita nadie,
descendamos y confundamos las lenguas humanas». Eso terminará con
las obras del hombre, y volverá a la iglesia a su orden original. Esa es la
señal, la iglesia regresará al diseño de Dios.
Nota que Isaac, cuando se alejó de los filisteos, subió a Beerseba
(Génesis 26:23). Los que conocen un poquito de la geografía bíblica
saben que Beerseba estaba en el extremo sur de Canaán, y cuando ellos
llegaron al límite sur de la tierra prometida, ocurrió lo siguiente: “Y se le
apareció Jehová aquella noche, y le dijo: Yo soy el Dios de Abraham tu
padre; no temas, porque yo estoy contigo, y yo bendeciré, y multiplicaré
tu descendencia por amor de Abraham mi siervo” (Génesis 26:24).
Jehová se le apareció cuando se acercaron a su “propósito”, ya lejos de
los enemigos, lejos de todas esas cosas. Y aquel es el pozo del juramento,
el pozo del pacto, por eso reposó el hombre y le pudo hacer un altar a
Jehová sin ningún contratiempo, y adorarle con toda libertad. Es
importante entender que Beerseba no era tierra de los filisteos, sino que
era parte de la tierra que Dios prometió a Abraham. Mientras Isaac estaba
en territorio de los filisteos (institucionalismo) aunque los pozos fueron
cavados por Abraham y le pertenecían, los filisteos los reclamaban como
suyos, porque estaban en su tierra.
Cuando Israel estaba en Egipto tuvo que servir a Faraón, aunque no
quería; cuando estuvo en Babilonia tuvo que servir a los reyes de allí, a
pesar que no lo deseaba. Solamente cuando estamos en el reino de Dios
podemos servir a Dios voluntariamente, con gozo y alegría. Por eso el
Señor, después de los lugares espaciosos, quiere llevarte a Beerseba, al
pozo del juramento y darte casa firme, pues fue allí donde Dios le juró y
ratificó el pacto a Isaac, y él pudo hacerle altar a Jehová, y establecerse
en aquel lugar.
¿Sabes qué ocurrió luego? el rey de los filisteos vino a ver a Isaac,
porque se dio cuenta que desde que salió el hombre de la bendición se
secó todo. Hay lugares que han sido bendecidos porque los ungidos están
ahí, pero apenas ellos se vayan, se seca todo aquello. Lo anuncié
proféticamente con relación al mencionado ministerio radial, en Nueva
York, y así aconteció. Donde lo que era gloria se convirtió en vergüenza,
y lo que era herramienta para equipar se convirtió en escándalo, porque
no oyeron a Dios. Las instituciones se van a quedar vacías. Ya no es un
secreto que ciertas iglesias están reclutando ministros, porque no tienen, y
sus templos están siendo rentados a los movimientos del Espíritu. Sus
edificios son monumentos majestuosos, pero cuando entras, están vacíos.
Eso es triste y no me gusta decirlo, pero es la manera de que veamos y
abramos nuestros ojos y entendamos.
Cuando el Señor nos estableció en nuestro edificio donde hoy
adoramos, recuerdo que vino a verme un líder de una iglesia en particular
(me reservo el nombre de la denominación, porque mi propósito es
edificar, no señalar), y me prometió tremendo sueldo, y me invitó a pasar
unos meses por el seminario de ellos, para enseñarme algunas cositas que
a sus ojos yo necesitaba saber, para ser un empleado de su iglesia. Yo le
dije: «Mi hermano, perdóname, gracias porque he encontrado gracia
delante de tus ojos, pero yo no vuelvo a ser parte de otro sistema». En ese
mismo tiempo, recuerdo que también me echaron de un lugar y después
me llamaron pidiendo disculpa, así harán también con todos los que
decidan vivir el reino. Los van a llamar y les van a decir: «Ahora
entendemos que ustedes son como ángeles de Dios entre nosotros».
David estaba en tierra de los filisteos cuando lo llamaron, para que
reinase en Hebrón y después en todo Israel. Te van a llamar, dice Jehová,
y esos que creían que éramos sus enemigos se van a dar cuenta que por
causa nuestra fueron bendecidos, porque la unción de Jehová y su
bendición son las que enriquecen. Por tanto, la hora viene y la hora
llegará en que las instituciones se quedarán con muchos escritorios,
muchísimas camas de hospitales, bastantes médicos y una gran cantidad
de monumentos y estructuras, pero estarán vacías, entonces ellos dirán:
«¡Ay, perdónanos Señor!» y en aquel momento sus ojos les serán
abiertos. Luego, ellos van a buscar a los movimientos del Espíritu que
ellos criticaban y menospreciaban, y les dirán: «Hermanos, perdónennos,
ahora entendemos a Dios, y los comprendemos a ustedes». ¡Vive Jehová
que nos van a buscar, y van a reconocer que los pozos son de Dios y van
a admitir que la tierra no es suya ni nuestra, sino de Cristo, el Señor!
Nota lo que le dijo Abimelec a Isaac, cuando vino a él desde Gerar, con
Ahuzat, amigo suyo, y Ficol, capitán de su ejército: “Hemos visto que
Jehová está contigo; y dijimos: Haya ahora juramento entre nosotros,
entre tú y nosotros, y haremos pacto contigo, que no nos hagas mal, como
nosotros no te hemos tocado, y como solamente te hemos hecho bien, y te
enviamos en paz; tú eres ahora bendito de Jehová” (Génesis 26:28-29).
De la misma manera, nos dirán: «Hagamos pacto, cuando ustedes estaban
entre nosotros había ofrendas, había personas, había avivamiento, cultos
gloriosos, ahora no hay nada. Ahora tenemos que vender anuncios e
inventarnos distintas actividades, para facturar y poder pagar». Esto
sucederá porque fue profetizado, y vive Jehová y vive mi alma, que si hay
arrepentimiento genuino, vamos para allá, pues llamarán a los ungidos,
para decirles: «Vengan» y esa será la manera de rescatar a los Abimelec
que hay en la iglesia. Ellos no verán el propósito ni los pozos hasta que
no salgamos de entre ellos y vean que Jehová hace distinción entre Egipto
y Gosén (Éxodo 9:26), entre un campamento y otro.
Muy pronto se sabrá de parte de quién ha estado Dios; a favor de una
generación de siervos y siervas que aman su corazón y quieren agradarle;
de esos que no están en contra de nadie, pero disciernen los espíritus y
detectan a los enemigos, y huyen de sus terrenos, porque quieren servirle
al Dios vivo y verdadero. Esta es palabra profética de Dios, nuestros ojos
lo han visto y lo veremos. La hora viene y ya está cerca, donde la tierra
de los filisteos se va a quedar vacía. “Babilonia” quedará desierta,
“Persia” estará desolada, “Roma” quedará deshabitada; y las iglesias del
Espíritu estarán llenas y avivadas. Mas, ellos van a llorar y tratarán de
pelear y reclamando dirán: «¿Qué está pasando que la gente se está yendo
de aquí?», y ni siquiera así van a entender, pero nosotros sí sabremos por
qué las personas están saliendo de esos lugares. La gente buscará los
pozos que Dios está abriendo; pozos que sacian la sed; pozos que dan el
agua gratuitamente; pozos que no dan agua salada y dulce a la vez; pozos
de agua pura; pozos que están conectados a la fuente del agua de la vida.
Hay pozos que son hondos como el de Jacob. La mujer samaritana dijo
a Jesús: “Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo. ¿De
dónde, pues, tienes el agua viva?” (Juan 4:11). Así hay pozos tan hondos
que algunos dicen: «Ni el Señor puede sacar agua de ahí, está muy
hondo», pero Dios no solamente saca agua de ese pozo, sino que hace que
sus aguas salten para vida eterna. Déjame decirte que Dios va a levantar
el pozo de la reforma, y va a hacer brotar el pozo de los valdenses, el
pozo de Wesley, el pozo de Jonathan Edwards, de Finney, el pozo
Pentecostal, etc., porque son pozos de Dios. Pero ahora éstos van a tener
el nombre de Dios, porque van a pertenecer al Señor y serán
administrados por los siervos de Su reino, para que hagan buen uso de
ellos y cumplan el propósito para el cual Él los abrió.
Cree a la palabra de Dios, mi hermano, mi hermana, y recíbela en el
espíritu con el cual Dios te la está diciendo. Perdóname, si al exponerte
este mensaje profético tuve que mencionar nombres, pero me he dado
cuenta que con simulacros y una actitud imprecisa no vamos a llegar a
ninguna parte. Tengo testimonio en mi espíritu que hablando con
ambigüedad no vamos a abrir los ojos a la gente. Dios me ha dicho que
hay que hablar claro para que el pueblo vea los errores, identifique los
espíritus que los han esclavizado, y puedan ser libertados. Todos hemos
cometido el mismo pecado, y lo que tenemos que hacer es arrepentirnos.
Es mi deseo que oremos por la iglesia de Cristo, y pidamos perdón, como
ya hay iglesias llorando en muchos lugares. Israel va llorar también,
cuando vea la cruz, pero de arrepentimiento, no de juicio, pues solamente
Cristo quita el velo (2 Corintios 3:14-18).
No engañen a los judíos diciéndoles que son bendecidos, y que no
importa lo que hagan, Dios está con ellos, pues no es verdad. En una
ocasión que visité a Israel, estuve frente al Presidente de Israel y le di un
mensaje de parte de Dios. Le dije: «Dios quiere que ustedes administren a
Israel, en el temor de Jehová, como reinó David, Josías y Ezequías.
Siempre que Israel ha estado bien con Dios le ha ido bien. La fuerza de
Israel no es su ejército, sino Dios». Yo no lo engañé, le dije la verdad,
porque Israel confía mucho en su ejército, y en su linaje en la carne
(porque son hijos de Abraham), y creen que por eso Dios tiene que
bendecirlos, mas como dijo Juan el bautista, Dios puede levantar hijos a
Abraham aun de las piedras (Mateo 3:9). Lo único que quiere Dios es ver
fruto digno de arrepentimiento. Hablemos como hablaron los profetas
antiguos, ellos no ocultaban la verdad al pueblo, ni los engañaban.
Jesús tampoco engañó a Israel, sino que le dijo toda la verdad. Así
también nosotros dejemos la diplomacia, la hipocresía educada y
hablemos la verdad, como lo hizo el Maestro. No tenemos que hablar en
el contexto antiguo testamentario, porque tenemos el Nuevo Pacto, el
lenguaje del Espíritu y las promesas, pero digámosle al pueblo quiénes
son nuestros enemigos, y de dónde es que hay que salir. Hablémosles
claro, no les hablemos en una manera como que se lo decimos y no se lo
decimos. Si hay cosas qué corregir, hablémoslas francamente; digamos lo
que hay que decir, sea lo que sea y a quién sea. Hablemos sin temor a que
se ofendan, pues si nuestra motivación es en amor, corrigiendo lo
deficiente, hablaremos con verdad, y no con redondeo, y al final no se le
está diciendo nada, y todo se quedará igual. ¿Sabes por qué hacemos eso?
Porque tenemos el problema de querer ser aceptados y aprobados, pero ya
hemos sido aceptados por Cristo y aprobados por Dios, y eso es más que
suficiente.
Aclaro que este mensaje no está en contra de una denominación o
concilio en particular, sino en contra del institucionalismo en la iglesia
cristiana, el cual se apodera del patrimonio de la visión y el propósito de
Dios, para luego administrar los dones, con el fin de sostener los intereses
de una estructura eclesiástica. Lo que ha sucedido históricamente es que
el institucionalismo absorbe la visión de Dios, la anula, la neutraliza o la
esclaviza, y usa todos los recursos del reino de Dios para engrandecer sus
estructuras. En vez de la organización ser un instrumento de ayuda para
llevar a cabo el propósito del Reino de Dios, se convierte en la
usurpadora. Con el pretexto de “administrar” el propósito, se convierte en
el propósito mismo. En lugar de ser una sierva del propósito, llega a
esclavizarlo, y ella se convierte entonces en ama y señora. El caballo
(organización) debe usar su fuerza para arrastrar a la carreta (el
propósito), pero sucede lo contrario, la carreta moviliza al caballo.
Cuando la organización está sometida y subordinada al propósito de Dios,
y a la vez, usa sus medios y capacidades para servir al organismo (la
iglesia), llega a ser una bendición. Lo contrario es lo que llamo
“institucionalismo” y lo identifico y lo catalogo como: “filisteo, enemigo
de Dios”.
Cuando todo movimiento del Espíritu crece, considera necesario
organizares, para poder realizar el propósito de Dios eficientemente.
Cuando es pequeño no se dificulta hacerlo todo en el Espíritu, pero el
crecimiento trae consigo muchas demandas que requieren atención, y
todo se complica. Es en este momento que la iglesia se ve obligada a
depender de la organización, para poder funcionar. Pero el mal en la
iglesia no ha estado en la organización en sí misma, sino en nuestra
incapacidad para evitar que el organismo se convierta en
institucionalismo. Solo hay una manera de lograr esto, y es sometiendo la
organización al Espíritu Santo y velar para que nunca esta sustituya la
obra del Consolador y guía de la iglesia. Notemos lo que sucedió con la
iglesia apostólica:

“En aquellos días, como creciera el número de los discípulos,


hubo murmuración de los griegos contra los hebreos, de que las
viudas de aquéllos eran desatendidas en la distribución diaria.
Entonces los doce convocaron a la multitud de los discípulos, y
dijeron: No es justo que nosotros dejemos la palabra de Dios,
para servir a las mesas. Buscad, pues, hermanos, de entre
vosotros a siete varones de buen testimonio, llenos del Espíritu
Santo y de sabiduría, a quienes encarguemos de este trabajo. Y
nosotros persistiremos en la oración y en el ministerio de la
palabra. Agradó la propuesta a toda la multitud; y eligieron a
Esteban, varón lleno de fe y del Espíritu Santo, a Felipe, a
Prócoro, a Nicanor, a Timón, a Parmenas, y a Nicolás prosélito
de Antioquía; a los cuales presentaron ante los apóstoles, quienes,
orando, les impusieron las manos. Y crecía la palabra del Señor,
y el número de los discípulos se multiplicaba grandemente en
Jerusalén; también muchos de los sacerdotes obedecían a la fe”
(Hechos 6:1-7).

La primera iglesia vivía en la gloria Pentecostal:

“Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la


comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las
oraciones. Y sobrevino temor a toda persona; y muchas
maravillas y señales eran hechas por los apóstoles. Todos los que
habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas;
y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos
según la necesidad de cada uno. Y perseverando unánimes cada
día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos
con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo
favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la iglesia
los que habían de ser salvos” (Hechos 2:42-47).

Pero la narración de Hechos 6:1 dice: “En aquellos días, como creciera
el número de los discípulos, hubo murmuración…”, por lo que
entendemos que el crecimiento trae consigo muchas complicaciones,
necesidades y demandas. Pero pongamos atención como actúa una iglesia
llena del Espíritu Santo ante crisis y problemas. He aquí un ejemplo de
cómo el crecimiento requiere organización, y cómo esta no se convierte
en institucionalismo. Es notable la claridad que tenían los apóstoles
cuando dijeron que no era justo que ellos dejaran la Palabra de Dios para
servir a las mesas, por lo que es menester que varones llenos de Espíritu
Santo se encarguen de ese trabajo (organización), para ellos persistir en la
oración y el ministerio de la Palabra (propósito). Los apóstoles
aprendieron del Espíritu Santo a nunca sacrificar el ministerio de la
Palabra y la oración, lo cual constituye el propósito de Dios con la iglesia,
para convertirse en sistema o estructura. La organización siempre debe
servir al propósito, nunca lo contrario.
Jehová te dé entendimiento y convicción de que esta palabra viene del
cielo. Un precio muy grande vas a pagar, iglesia de las naciones, pero no
te preocupes, Abimelec vendrá a decir que tú tenías razón, que Dios está
contigo; y que desde que te fuiste ellos perdieron la bendición. Un día,
aun el diablo le va a tener que decir a Jesús: «Venciste Nazareno, yo fui
un rebelde, que no supe administrar la honra que Dios me dio en el cielo,
por eso fui tirado a la huesa y al Seol. Tú eres bueno y yo un perverso».
De la boca de Satanás saldrán estas palabras al fin de los días, y los malos
se van a dar cuenta que Dios tenía razón, y admitirán la bondad y verdad
del Señor. Ya hemos visto en este segmento que lo que Dios se ha
propuesto con el ministerio de la iglesia, lo logrará en el tiempo señalado,
pues Su soberanía está por encima de todas las cosas. Llegado el tiempo,
ningún poder, ni humano ni infernal, podrá vencer ni alterar el designio y
consejo de Su santa voluntad.

6.3 Amalec: enemigo del Trono de Dios

“Y Jehová dijo a Moisés: Escribe esto para memoria en un


libro, y di a Josué que raeré del todo la memoria de Amalec de
debajo del cielo. Y Moisés edificó un altar, y llamó su nombre
Jehová-nisi; y dijo: Por cuanto la mano de Amalec se levantó
contra el trono de Jehová, Jehová tendrá guerra con Amalec de
generación en generación” -Éxodo 17:14-16

En el contexto de estos versículos hay un misterio. El mismo texto nos


da a entender que hay más que un significado literal o algo más que la
guerra antigua entre Israel y Amalec, ¿por qué? Porque el versículo
dieciséis nos dice que Jehová tendrá guerra con Amalec de generación en
generación, o sea por siempre. Sabemos que Amalec ya no existe como
pueblo, pues un poquito después del reinado de David fue destruido, por
consiguiente, entendemos que aquí Jehová quiso decirnos algo más.
Leamos el contexto de estos versículos:

“Entonces vino Amalec y peleó contra Israel en Refidim. Y dijo


Moisés a Josué: Escógenos varones, y sal a pelear contra Amalec;
mañana yo estaré sobre la cumbre del collado, y la vara de Dios
en mi mano. E hizo Josué como le dijo Moisés, peleando contra
Amalec; y Moisés y Aarón y Hur subieron a la cumbre del
collado. Y sucedía que cuando alzaba Moisés su mano, Israel
prevalecía; mas cuando él bajaba su mano, prevalecía Amalec. Y
las manos de Moisés se cansaban; por lo que tomaron una piedra,
y la pusieron debajo de él, y se sentó sobre ella; y Aarón y Hur
sostenían sus manos, el uno de un lado y el otro de otro; así hubo
en sus manos firmeza hasta que se puso el sol. Y Josué deshizo a
Amalec y a su pueblo a filo de espada. Y Jehová dijo a Moisés:
Escribe esto para memoria en un libro, y di a Josué que raeré del
todo la memoria de Amalec de debajo del cielo. Y Moisés edificó
un altar, y llamó su nombre Jehová-nisi; y dijo: Por cuanto la
mano de Amalec se levantó contra el trono de Jehová, Jehová
tendrá guerra con Amalec de generación en generación” (Éxodo
17:8-16).

Cuando estaba recibiendo de parte de Dios esta revelación, hice cuatro


preguntas que si las captas vas a entender el rhema de lo que el Señor nos
quiere decir: 1. ¿Por qué dice Dios, que Amalec se levantó contra su
trono?; 2. ¿Por qué estará Dios en pleito con Amalec de generación en
generación?; 3. ¿Por qué a Amalec se le vence sosteniendo la mano del
líder?; y 4. ¿Por qué cuando se vence a Amalec es que Moisés levanta un
altar y le llama Jehová-Nissi, que significa “Jehová es mi bandera”?
En el libro del profeta Ezequiel dice: “Vino a mí palabra de Jehová,
diciendo: Hijo de hombre, di al príncipe de Tiro: Así ha dicho Jehová el
Señor: Por cuanto se enalteció tu corazón, y dijiste: Yo soy un dios, en el
trono de Dios estoy sentado en medio de los mares (siendo tú hombre y
no Dios), y has puesto tu corazón como corazón de Dios” (Ezequiel 28:
1-2). Tiro era una ciudad de los fenicios, la cual -junto con Sidón- era uno
de los destinos marítimos más importante del tiempo antiguo. Pero nota
lo que dice el profeta más adelante: “Tú, querubín grande, protector, yo te
puse en el santo monte de Dios, allí estuviste; en medio de las piedras de
fuego te paseabas. Perfecto eras en todos tus caminos desde el día que
fuiste creado, hasta que se halló en ti maldad” (Ezequiel 28:14-15). Esto
se ha interpretado como una alusión a Lucifer, pero el escritor inspirado
de la Biblia toma al rey de Tiro (que se creía dios, porque tenía el espíritu
de Satanás), y lo muestra como un principado, para revelar el inicio del
misterio de la iniquidad.
Según el libro de Isaías, Satanás dijo en su corazón: “Subiré al cielo; en
lo alto, junto a las estrellas de Dios, levantaré mi trono, y en el monte del
testimonio me sentaré, a los lados del norte” (Isaías 14:13) ¿Cuál era la
intención del espíritu de Satanás? Poner su trono al lado del trono de Dios
y usurpar su lugar. También dijo: “sobre las alturas de las nubes subiré, y
seré semejante al Altísimo” (v. 14). El espíritu de Satanás es el espíritu
que se levanta contra el trono de Dios, para poseer y tomar su lugar. Así
como el rey de Tiro es un tipo de Lucifer, de la misma manera el espíritu
de Amalec es el espíritu que está en contra del trono de Dios. Amalec es
un espíritu y representa a un principado que se levanta contra el gobierno
de Dios.
Sabemos que Israel representaba el propósito eterno de Dios sobre la
tierra. Detener a Israel o impedir su marcha hacia donde Dios lo llevaba
(Canaán), era levantarse contra el gobierno, designio y propósito de Dios.
¿Por qué Amalec se cruzó en el camino y quiso pelear? Porque quería
impedir que el designio de Dios se realizara. Pero el que se levanta contra
el propósito divino, se levanta contra el reino de Dios, contra Su gobierno
y contra Su trono. Por ejemplo, cuando Saulo de Tarso iba camino a
Damasco y había pedido carta de recomendación al sumo sacerdote para
las sinagogas de Damasco, a fin de destruir a la iglesia y a los hombres y
mujeres que habían sido esparcidos por allí, el Señor se le apareció en el
camino, y le dijo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hechos 9:4).
Por eso, cuando Pablo testificaba delante del tribuno, al pueblo en
Jerusalén, les dijo: “Perseguía yo este Camino hasta la muerte,
prendiendo y entregando en cárceles a hombres y mujeres” (Hechos
22:4). Es decir, Pablo quería impedir que la iglesia desarrollara su misión,
que la iglesia se propagara, por tanto, no desperdiciaba ninguna ocasión
para destruir el Camino, antes de que creciera. Podemos decir que Saulo
tenía el espíritu de Amalec, que es el espíritu que trata de boicotear a
Dios e impedir que Su voluntad se establezca.
Por tanto, lo primero que aprendemos es que todo aquel que trata de
oponerse al propósito divino tiene el espíritu de Amalec. Tomando en
cuenta que el espíritu de Amalec está en contra del trono de Dios, Jehová
luchará contra él por siempre, donde quiera que aparezca. Me llama la
atención que Jehová le dice a Moisés: “di a Josué que raeré del todo la
memoria de Amalec de debajo del cielo” (Éxodo 17:14), y lo hace,
porque Josué era el que estaba peleando en contra de su enemigo. Josué
representa en este caso la iglesia que es la que está peleando en el campo
de batalla, y Dios le dice a su líder: «Dile a la iglesia que yo estoy en
pleito con Amalec, que yo le declaro la guerra, y yo estaré lidiando con él
de generación en generación, porque se opone a mi propósito, y se ha
levantado contra mi designio, resistiendo mi voluntad». De hecho, todo lo
que se levante en tu vida contra la voluntad de Dios es un “Amalec”, sea
algo físico, mental o espiritual; llámese esposo, esposa, hijos, amigos,
trabajo, o como se llame, será raído. Todo lo que impida, incluso en ti, la
voluntad de Dios en tu vida o la marcha tuya hacia el propósito, está en
contra del plan de Dios y de Su trono.
Ahora, lo segundo que debemos tomar en cuenta es lo que dijo Jesús:
“El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge,
desparrama” (Mateo 12:30). Nota que por no haber destruido a Amalec le
costó a Saúl, no solo su trono, sino su vida. Observa las palabras que le
dijo Samuel a Saúl: “Jehová me envió a que te ungiese por rey sobre su
pueblo Israel; ahora, pues, está atento a las palabras de Jehová” (1
Samuel 15:1). Juzgo por estas palabras que Samuel ya sabía que era la
última oportunidad que tenía el hijo de Cis, para ser confirmado en el
trono de Israel; esa era la prueba, por lo que si fallaba sería eliminado.
Aquí hay una tremenda enseñanza para nosotros, porque no sabemos cuál
es la última oportunidad que Dios nos está dando para hacer algo. Por eso
es que siempre hay que estar atentos y hacer todas las cosas que Dios nos
mande, con todo el esmero, la precisión y la perfección, pues no sabemos
cuál será el día en que Dios nos va a decir: «Hijo, esa era la prueba final».
Ojalá que ese día en que seamos probados demos el grado, y resultemos
aprobados.
Con todo, el profeta le dio a Saúl una instrucción: “Así ha dicho Jehová
de los ejércitos: Yo castigaré lo que hizo Amalec a Israel al oponérsele en
el camino cuando subía de Egipto. Ve, pues, y hiere a Amalec, y destruye
todo lo que tiene, y no te apiades de él; mata a hombres, mujeres, niños, y
aun los de pecho, vacas, ovejas, camellos y asnos” (1 Samuel 15:2-3).
¿Por qué Dios fue tan severo con Amalec? Nota que su pecado fue
oponérsele a Israel en el camino; mas Dios consideró esto como
levantarse contra su trono. Por eso, Jehová dice: «No te apiades del
espíritu de Amalec, destrúyelo». Llama mi atención que la divina
severidad pide que sean exterminados sin piedad, y que destruyera,
incluso, hasta los mamantes (1 Samuel 15:3). Sé que esto para muchos les
ha sido de tropiezo, que el Dios que es amor destruya infantes, pero
debemos entender que si Él dejaba vivo a los niños, era como dejar vivo a
Amalec, pues ellos un día crecerán y se constituirán en otro “Amalec”.
Imagínate un tumor canceroso alojado en una parte de un cuerpo, el cual
se debe extirpar completamente, y limpiar los tejidos adyacentes, para
que haya una total sanidad. Si queda una célula cancerosa, por minúscula
que ésta sea, es como dejar el mismo cáncer que se multiplique de nuevo
y aniquile esa vida. Eso representa Amalec, un cáncer que hay que
extirpar radicalmente.
A veces nosotros queremos ser más compasivos que Dios, pero Él nos
manda a que, cuando se trata del espíritu de Amalec, no tengamos
misericordia. ¿Entiendes espiritualmente lo que esto quiere decir? Cada
vez que tú veas el espíritu de Amalec, aunque sea en la persona más
espiritual que tú puedas conocer, o aquella a la cual estimes, no lo
consideres, ¡arremete contra él! No existe alguna cosa, en esta vida ni en
la venidera, que tenga mayor importancia a que se establezca la voluntad
de Dios, y que Su propósito eterno se cumpla. Desecha el sentir de
compasión por la maldad, por el contrario, ¡acábala! Jesús, a uno de sus
discípulos más cercano, no tuvo ningún reparo en decirle: “¡Quítate de
delante de mí, Satanás!; me eres tropiezo…” (Mateo 16:23). La palabra
“tropiezo” en griego es “skandalon” que significa escándalo, tropiezo,
trampa, impedimento en el camino, algo que te hace caer. Esta palabra se
usa casi siempre metafóricamente, en situaciones que representan
perjuicios o se constituyen en obstáculos. Por tanto, todo lo que se opone
o constituye un peligro para el avance hay que eliminarlo, venga de quien
venga, aun de las personas que amas.
Claro, no estoy diciendo con esto que te conviertas en un asesino, y
elimines a las personas que son tropiezo para ti, sino que hablamos
tipológicamente, o sea, todo lo que tenga que ver con Amalec en ti hay
que destruirlo, especialmente cuando está emergiendo, para que no crezca
ese espíritu y se haga más fuerte que tú. También, el espíritu amalecita
puede ser un pensamiento tuyo contra el gobierno de la iglesia, contra el
propósito divino en el ministerio donde tú estés. Cuando sientas que ese
sentir está surgiendo dentro de ti, por ejemplo, sientas una gran oposición
a algo que tú sabes es de Dios, ¡repréndelo en el nombre de Jesús! La
Palabra dice: “Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y huirá de
vosotros” (Santiago 4:7). El diablo huye de nosotros, cuando estamos
firmes en la fe, orando y velando, como el que está en guerra (1 Pedro
5:8-9), pues si Dios está en guerra contra Amalec, tú también debes
estarlo.
Hubo en Roma un senador llamado Catón (150 a.C.), que se distinguió
como orador, y además era filósofo, que cada vez que iba a la tribuna, no
importaba donde estuviera ni sobre qué disertara, podía estar hablando de
las estrellas, pero siempre terminaba su discurso con una sola expresión:
“Hay que destruir a Cartago” (“delenda est carthago!”). Cartago era una
ciudad fenicia que llegó a ser una gran potencia del Mediterráneo, pero,
según los historiadores, había un odio irracional entre esa nación y Roma.
Nota que la expresión de este hombre no mandaba a vencerla o a
conquistarla, sino a destruiría, a borrarla de la faz de la tierra para
siempre. Tiempo después, Catón obtuvo lo que se había propuesto
sembrar en cada uno de los que le oían, aunque no vivió para verlo, pues
Cartago fue destruida por los romanos de una manera tal que se dice que,
incluso, éstos sembraron su páramo con sal, para que no volviera a crecer
nada en esa tierra. De hecho, ni los arqueólogos han podido encontrar
gran cosa de los restos de tan majestuosa y rica ciudad, pues ¡la
desaparecieron! Así Dios te dice y te repetirá sin cesar: «Hay que destruir
a Amalec», al punto que aborrezcas a ese espíritu, y lo elimines hasta
raerlo totalmente, de tu vida y de la de tus hermanos. Samuel le dijo a
Saúl: “no te apiades de él” (1 Samuel 15:3), y nota que luego fue un
amalecita el que lo mató a él, por lo que aprendo esto: si tú no matas a
Amalec, él te matará a ti. Por tanto, tú decides: eliminas a ese espíritu o él
te eliminará a ti.
Ahora, el objetivo es destruir a Amalec, no a los que con él están, si no
te han hecho mal. Eso hizo Saúl con los ceneos cuando les dijo: “Idos,
apartaos y salid de entre los de Amalec, para que no os destruya
juntamente con ellos; porque vosotros mostrasteis misericordia a todos
los hijos de Israel, cuando subían de Egipto. Y se apartaron los ceneos de
entre los hijos de Amalec” (1 Samuel 15:6). En otras palabras, todo lo
que bendice, ayude y contribuye a que el plan de Dios se cumpla, hay que
bendecirlo, amarlo y apoyarlo. Con todo, mira lo que sucedió:

“Y Saúl derrotó a los amalecitas desde Havila hasta llegar a


Shur, que está al oriente de Egipto. Y tomó vivo a Agag rey de
Amalec, pero a todo el pueblo mató a filo de espada. Y Saúl y el
pueblo perdonaron a Agag, y a lo mejor de las ovejas y del
ganado mayor, de los animales engordados, de los carneros y de
todo lo bueno, y no lo quisieron destruir; mas todo lo que era vil y
despreciable destruyeron” (1 Samuel 15:7-9).

¿A quién perdonó Saúl? A la cabeza, al principal de los amalecitas,


¡qué torpeza!, pues si Dios mandó a matar hasta los niños que son la
simiente, es para que jamás existiera Amalec. Por tanto, dejar viva la
cabeza es darle a ese espíritu la posibilidad de resurgir. Por eso es que la
Biblia cuando se refiere a Jesús (la simiente), y a la mujer, dice: “Y
pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente
suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar” (Génesis
3:15). O sea, la simiente de la mujer herirá a la serpiente en la cabeza,
pero ella herirá a la simiente de la mujer en el calcañar. Metafóricamente,
se refería a la muerte y al pecado que serían destruidos para siempre,
cuando el Señor en la cruz del calvario pisara la serpiente en la cabeza, ya
no serían más. Esa es la importancia de cuidar siempre a “la cabeza”,
cuando se trata del Reino de Dios.
La cabeza son aquellos ministros representativos que Dios ha puesto en
autoridad en Su iglesia, a los cuales el enemigo siempre intentará herirlos
en el calcañar, en el talón de su pie para hacerlos caer, para detenerlos en
el propósito, con su tentación y pecado. Mas, si éstos siempre miran a
Cristo y lo levantan en su vida, como Moisés levantó la serpiente en el
desierto, Él los levantará a ellos y permanecerán (Juan 3:14-15). Por
tanto, la iglesia inteligente cuida su cabeza y entiende este principio, no
como una forma de halagar al pastor o al líder, que el Señor ha puesto al
frente, sino para verlo como lo que es, un príncipe de Dios, y lo respeta
como tal, aunque no esté de acuerdo con su forma, entre otras cosas.
Nota que Saúl se mantuvo siendo la cabeza, aunque ya Dios se había
separado de él, y había sido ungido David para ocupar su lugar. David ya
representaba la cabeza espiritual, pero no asumió esa función
oficialmente, hasta que Saúl murió y Jehová le confirmó. Esto es bueno
saberlo, porque hay lugares donde reina el institucionalismo, y el
gobierno de Dios es sólo apariencia, pues Dios ya los ha desechado.
Puede que la institución siga en pie, pero Jehová muda Su gloria, y no
está en ese lugar, pues Él solo permanece con los que le oyen y le siguen.
Ya vimos que Saúl perdonó la cabeza de los amalecitas, Agag, lo cual
consideramos un tremendo error. La palabra “Agag” significa “yo estaré
sobre la cumbre”, “sobre encabezaré”, relacionado con otro término
hebreo que significa “yo me aumentaré” “prevaleceré”, como la llama de
fuego ardiente, las llamas del infierno, del reino de Satanás, las cuales
amenazan con aumentarse y prevalecer. Sus llamas, dijo Jesús, no pueden
ser apagadas, pero aún así no prevalecerán contra la iglesia, donde está el
trono de Dios (Marcos 9:45; Mateo 16:18).Asimismo, Dios detesta al
espíritu de Jezabel. El nombre Jezabel significa “exalta a Baal”, “Baal es
el marido” y “sin castidad”. Esta mujer hizo gala a su nombre, pues así
mismo fue su vida, conocida por su idolatría y perversidad, como
persecución a los profetas de Dios, los cuales representaban al reino
divino. Jezabel se levantó y manipuló a Acab, la cabeza del reino de
Israel, para hacer cosas que lo llevaron a su destrucción (1 Reyes 21:25).
El gobierno de Amalec, a través de Jezabel, entró a las tribus de Israel y
se enseñoreó de ellas de tal forma que Jehová tuvo que castigarlas. Por el
pecado de la casa de Acab, Dios dispersó a las diez tribus y las esparció
por el mundo entero, hasta el día de hoy.
Nunca perdones a la cabeza, ¡acaba con ella!, pues destruyendo la
cabeza estás destruyendo a todo el cuerpo. El que no destruye a los
enemigos del trono de Dios, no es amigo de Dios, y se constituye en
enemigo. Saúl no mató a Amalec, y se convirtió en enemigo de Dios sin
quererlo, porque fue benigno con Amalec, su peor enemigo. Todo aquel
que perdone a “Amalec” se está confabulando con él, como lo hizo Saúl,
para luego perecer por él, pues fue un amalecita el que lo mató. Saúl
perdonó a la cabeza de Amalec, y los amalecitas le arrancaron la cabeza a
él (1 Samuel 31:9-10).
Ahora mira lo que sucedió al amalecita que mató a Saúl. Cuando fue
corriendo a informarle a David de su muerte, pensando que éste lo iba a
condecorar por matar a su perseguidor y peor enemigo (2 Samuel 1:8-10),
pero David llamó a uno de sus hombres y le dijo: “Ve y mátalo. Y él lo
hirió, y murió. Y David le dijo: Tu sangre sea sobre tu cabeza, pues tu
misma boca atestiguó contra ti, diciendo: Yo maté al ungido de Jehová”
(2 Samuel 1:15-16). David no cayó en la trampa, porque sabía que el que
se levanta contra el gobierno de Dios es un amalecita y Saúl –a pesar de
su obstinación y rebelión (1 Samuel 15:23), pertenecía al pueblo de Dios.
Por tanto, su deber era no levantarse contra el ungido de Jehová, aunque
sea su adversario, pues es a Dios a quien le toca destruirlo, no a él. David
no pensó en que ese hombre había matado a su enemigo, sino que el que
tenía al frente tenía el espíritu de Amalec y había matado al que
representaba al trono de Israel en ese momento. Esto no era algo
personal, sino algo de un nivel más alto; algo que no tenía que ver con
diferencias personales, sino con propósitos celestiales.
¿Quiénes son los instrumentos que el Señor usa para destruir a
Amalec? Los “Davides”, a aquellos que tienen el corazón y alma de Dios,
y sienten y padecen por Su Reino (1 Samuel 2:35). Primeramente, David
mató al amalecita que mató a Saúl, antes de tomar el trono, al que tenía
todo el derecho, pues era el sucesor. No obstante, aún estando Saúl en
vida, David, huyendo de él, peleaba también en contra de los amalecitas.
La Escritura dice que David subía con sus hombres, para hacer
incursiones contra los gesuritas, los gezritas y los amalecitas que
ocupaban toda esa franja de tierra (desde Shur hasta Egipto) y los asolaba
y no dejaba con vida ni a hombres ni a mujeres (1 Samuel 27:8-9). Ahora,
veamos lo que sucedió más adelante:
“Cuando David y sus hombres vinieron a Siclag al tercer día,
los de Amalec habían invadido el Neguev y a Siclag, y habían
asolado a Siclag y le habían prendido fuego. Y se habían llevado
cautivas a las mujeres y a todos los que estaban allí, desde el
menor hasta el mayor; pero a nadie habían dado muerte, sino se
los habían llevado al seguir su camino. Vino, pues, David con los
suyos a la ciudad, y he aquí que estaba quemada, y sus mujeres y
sus hijos e hijas habían sido llevados cautivos” (1 Samuel 30:1-
3).

Siclag (ciudad filistea) era la aldea que Aquis, rey de Gat, le había dado
a David para que viviera (1 Samuel 27:5-6), y cuando él salía a la guerra
con sus hombres, dejaba a su familia allí. Entonces, vinieron los
amalecitas, le prendieron fuego y se llevaron cautivos a todos los que
estaban allí, incluyendo a las mujeres de David y de sus hombres. No es
casualidad que mientras Saúl estaba peleando contra los filisteos, en la
última batalla donde lo mataron, a David lo estaban atacando los
amalecitas, ¿por qué? ¿Acaso no era Saúl el rey de Israel? ¿Por qué los
amalecitas no se unieron con los príncipes filisteos, para acabar con Saúl?
Porque el espíritu de Amalec sabía que David era el sucesor del trono, y
ellos querían destruir a Israel, para evitar que se cumpla el designo
divino.
Cuando David vio aquel panorama horroroso y devastador, donde no
había rastros de su familia ni la de sus hombres, se echó a llorar. Las
Escrituras dicen que todos lloraron hasta que les faltaron las fuerzas (1
Samuel 30:4). Amalec hace llorar; Amalec quita las fuerzas; Amalec
quita la fe; Amalec da angustia; Amalec pone al pueblo en contra tuya;
llena de amargura el alma y hace que cada quien piense en lo suyo, en sus
circunstancias (1 Samuel 30:6). El enfrentar a Amalec, a David casi le
cuesta el trono, su vida y la pérdida de su familia. Mas, dice la Palabra
que David se fortaleció en Jehová su Dios, y mira lo que él hizo: “Y dijo
David al sacerdote Abiatar hijo de Ahimelec: Yo te ruego que me
acerques el efod. Y Abiatar acercó el efod a David. Y David consultó a
Jehová, diciendo: ¿Perseguiré a estos merodeadores? ¿Los podré
alcanzar? Y él le dijo: Síguelos, porque ciertamente los alcanzarás, y de
cierto librarás a los cautivos” (1 Samuel 30:7-8). ¡Qué hermoso y
reconfortante es consultar a Jehová, aun en situaciones que, por lógica,
creemos saber el paso a dar! Eso es gobierno de Dios, y ser un verdadero
líder, reconocer que el que reina en Israel, no es él, sino el Rey Jehová.
David simplemente era una cabeza visible, un instrumento para hacer la
voluntad del Rey de reyes, y Señor de señores. De hecho, cuando el
pueblo pidió a Samuel un rey, como tenían las demás naciones, éste se
entristeció, y Jehová le dijo: “Oye la voz del pueblo en todo lo que te
digan; porque no te han desechado a ti, sino a mí me han desechado, para
que no reine sobre ellos” (1 Samuel 8:7). Entendamos que Jehová había
declarado que Israel era pueblo suyo, de su exclusiva posesión
(Deuteronomio 26:18), y los redimió en Egipto, para que también le
perteneciera por redención.
Nota ahora lo que sucedió, cuando David fue al rescate de los suyos:
“Y libró David todo lo que los amalecitas habían tomado, y asimismo
libertó David a sus dos mujeres. Y no les faltó cosa alguna, chica ni
grande, así de hijos como de hijas, del robo, y de todas las cosas que les
habían tomado; todo lo recuperó David” (1 Samuel 30:18-19). David
recuperó todo, por consiguiente, ¡todo lo que se lleve Amalec hay que
recuperarlo, en el nombre de Jesús! Tú tienes que hacer como David:
fortalecerte en Dios, consultar a Jehová, arremeter contra los enemigos y
no dejar nada que pertenezca al reino de Dios en la tierra de Amalec,
porque es el botín de Jehová.
David fue el instrumento para debilitar a los amalecitas, mas, fueron
los hijos de Simeón los que los eliminaron totalmente de la faz de la
tierra. Veámoslo en los siguientes versículos: “… quinientos hombres de
ellos, de los hijos de Simeón, fueron al monte de Seir, llevando por
capitanes a Pelatías, Nearías, Refaías y Uziel, hijos de Isi, y destruyeron a
los que habían quedado de Amalec, y habitaron allí hasta hoy” (1
Crónicas 4:42-43). Simeón significa “oído”, “oyendo” y representa,
tipológicamente, la intercesión; Judá significa “alabanza”, por eso es un
tipo de la adoración. Los dos habitan juntos, y también van a la guerra
juntos (Génesis 29:33; Jueces 1:1-3).
Hay batallas que se ganan con alabanza, pero el que rae de la tierra al
espíritu de Amalec es la intercesión delante del trono de Dios, en
Jesucristo. Los “simeones” destruyen a Amalec, porque son los que
“oyen” la voz de Jehová, y oran como conviene. ¿Acaso no fue eso lo que
le dijo el profeta a Saúl: “está atento a las palabras de Jehová” (1 Samuel
15:1), para que hubiese sido confirmado en el reino? David venció a
Amalec consultando a Jehová, por medio del efod y siguiendo sus
instrucciones (1 Samuel 30:7,8). El enemigo de Amalec es Jehová; es
Dios el que arremete contra él, porque dijo que tendría guerra para
siempre contra Amalec, entonces, vayamos a Jehová y consultémosle
acerca de cómo podemos destruir a su enemigo. Hay que oír a Dios para
destruir a Amalec, pues no solamente es vencerle, sino también quitarle
lo que nos pertenece. Observa que David le quitó el botín, y Simeón
poseyó la tierra.
Es importante que no nos demos por vencidos, porque es una guerra
espiritual, la cual durará hasta el fin. La Biblia dice que Simeón destruyó
a Amalec hasta hoy (1 Crónicas 4:43), sin embargo, también nos advierte
que Jehová tendrá guerra contra él para siempre (Éxodo 17:16). ¿Por
qué? Porque el espíritu de Amalec es un espíritu que se levantará contra
Dios de generación en generación (Éxodo 17:16). ¿Está o no está el
espíritu de Amalec en el día de hoy? Sí está, porque es algo espiritual, no
es contra un pueblo físico, ubicado en el medio oriente, sino que nuestra
lucha es, como dice la Palabra: “contra principados, contra potestades,
contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes
espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12). Nota que
el apóstol manda a la iglesia a vestirse de la coraza del Espíritu, y a orar
en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, velando en ello
con toda perseverancia por todos los santos, porque la intercesión es que
podrá vencer y también podrá apagar todos los dardos de fuego del
maligno amalecita.
¿Sabes por boca de quién Jehová lanzó la sentencia contra Amalec?
Por la misma boca que quiso maldecir a Israel. Por las palabras de aquel
profeta falso, Balaam, que al subir a la montaña, miró y viendo a Amalec,
tomó su parábola y dijo: “Amalec, cabeza de naciones; Mas al fin
perecerá para siempre” (Números 24:20). Nota que Amalec está a la
cabeza en toda institución, en todo gobierno, en toda nación, en cada
iglesia, porque es el espíritu que está contra el trono de Dios, y de Su
reino establecido. Mas, ¿quién se ha levantado en contra de Jehová y ha
prevalecido?, ¿a quién que ha peleado contra Él le ha ido bien? Por tanto,
ya sabemos que la guerra es para siempre, y que Dios al final vencerá
también.
Hemos dicho que a Amalec se vence con la oración, pero no podemos
perder de vista que es una guerra y se tiene que organizar la incursión.
Veamos qué dijo Moisés a Josué cuando Amalec le salió al paso y peleó
contra Israel en Refidim: “Escógenos varones, y sal a pelear contra
Amalec; mañana yo estaré sobre la cumbre del collado, y la vara de Dios
en mi mano” (Éxodo 17:9). Aplicando, podemos decir que lo primero es
que los intercesores son varones llamados a interceder veinticuatro horas,
siete días a la semana, pues será hasta que acabe la guerra. Lo segundo es
que el líder debe subir al monte (tipo de presencia de Dios) y con la vara
en su mano (tipo de autoridad ungida), a clamar por la ayuda divina. Por
eso, dice la Palabra: “Tomó también Moisés la vara de Dios en su mano”.
La vara era de Jehová, porque ya Moisés la había dedicado a Él y Dios la
estaba usando para su gloria, reino y propósito. Mas, hay algo más que
debe incluirse en esa guerra contra el enemigo del trono de Dios, y lo
encontraremos en la siguiente narración bíblica:

“E hizo Josué como le dijo Moisés, peleando contra Amalec; y


Moisés y Aarón y Hur subieron a la cumbre del collado. Y sucedía
que cuando alzaba Moisés su mano, Israel prevalecía; mas
cuando él bajaba su mano, prevalecía Amalec. Y las manos de
Moisés se cansaban; por lo que tomaron una piedra, y la pusieron
debajo de él, y se sentó sobre ella; y Aarón y Hur sostenían sus
manos, el uno de un lado y el otro de otro; así hubo en sus manos
firmeza hasta que se puso el sol” (Éxodo 17:10-12).

Es decir, la tercera forma de vencer a Amalec es sosteniendo las manos


de aquel que representa al gobierno de Dios, en este caso, Moisés el líder.
Ahora, ¿qué es lo que hace el líder? Ejecutar la palabra divina, llevando a
cabo el propósito. Hay que sostener el gobierno de Dios en sus
representantes, para que sus manos (tipo de obras) tengan firmeza en el
Señor. Ese es el espíritu del Reino de los Cielos establecido en la iglesia,
un espíritu de respeto, amor y sujeción a lo establecido por Dios. La
naturaleza del Reino es amor a la santidad, a lo puro, a lo que Dios ama;
es un espíritu de abnegación, de entrega, de sacrificio, de no buscar lo
nuestro, sino lo que es del Reino de los cielos. Cuando se ha entendido
esto se vive como el apóstol Pablo expresó: “… ya no vivo yo, mas vive
Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de
Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).
Ese mismo sentir estuvo en Cristo, el cual “siendo en forma de Dios,
no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se
despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los
hombres” (Filipenses 2:6-7). Jesús solo pensaba que necesitaba salvar el
dominio de Dios en la tierra, el cual había sido usurpado por el enemigo.
A Él no le importó hacerse pecado y que sobre sí cayera todo el peso de
la ira divina, con tal de restablecer el poderío de Dios en la vida del
hombre. Por eso, ahora hay Reino en la tierra, porque Cristo se sacrificó y
venció; hay Reino en tu vida porque Cristo murió por ti y también
resucitó para darte vida nueva en Él. El Hijo de Dios vino a buscar y a
salvar lo que se había perdido, y venció a Amalec diciendo: “El hacer tu
voluntad, Dios mío, me ha agradado, Y tu ley está en medio de mi
corazón. (…) Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así
también en la tierra. (…) Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa;
pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Salmos 40:8; Mateo 6:10;
26:39). Sabemos que el diablo trató de seducirlo, pero nunca lo logró,
pues Jesús, en la cruz, con su muerte lo venció.
Ya vimos como el diablo tomó la boca de Pedro, cuando este llevó
aparte a Jesús, y comenzó a reconvenirle y a sermonearle, diciendo:
“Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca”
(Mateo 16:22). Pero él le respondió: “¡Quítate de delante de mí, Satanás!
porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres”
(v. 23). Satanás estaba en Pedro, para desviar a Jesús de la voluntad
divina. Con palabras de compasión, trataba de quebrantarle el corazón, no
por amor, sino para desviarlo del propósito que el Padre le había
encomendado. De la misma manera, el adversario estuvo tentando a
Jesús, en el desierto, con la misma Palabra, diciéndole: “Si eres Hijo de
Dios, échate abajo; porque escrito está: A sus ángeles mandará acerca de
ti, y, En sus manos te sostendrán, Para que no tropieces con tu pie en
piedra” (Mateo 4:6), quería apartarlo del propósito, pero Jesús le dijo:
“Escrito está también: No tentarás al Señor tu Dios” (v. 7).
Momentos antes, ya él le había dicho: “Si eres Hijo de Dios, di que
estas piedras se conviertan en pan”, pero Jesús le respondió: “Escrito
está: No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la
boca de Dios” (Mateo 4:4). El Reino de Dios vale más que nuestro
vientre y que toda necesidad perentoria. También le ofreció riquezas, y lo
llevó a un monte muy alto, y le mostró todos los reinos del mundo y la
gloria de ellos, y le dijo: “Todo esto te daré, si postrado me adorares” (vv.
8-9). Pero el Reino de Dios vale más que el reino del mundo y todo lo
que hay en él, y a Jesús no le importan los reinos del mundo, sino el
Reino de Dios en la tierra. Así también a ti, el diablo te puede ofrecer los
reinos del mundo, como se los ofreció al Hijo de Dios, por eso es
importante que estés bien definido en cuanto a quién le sirves, pues como
dijo Jesús “… donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro
corazón” (Mateo 6:21).
Ahora, ¿de qué manera puedo yo identificar a Amalec para erradicarlo?
Ese espíritu se puede ver en una persona que está en contra de lo
instituido por la Palabra de Dios, y de Su santo consejo. Cuando veas en
ti o en otros, rebelión o resistencia a los designios de Dios, a Su voluntad,
a Su gobierno o a los intereses del cielo, puedes afirmar que estás
enfrente de “Amalec”. También ese espíritu lo puedes ver en un libro que
leas o en un sermón que escuches, si lo que lees u oigas está en contra de
Dios. Por tanto, ni la auto conmiseración ni ningún tipo de relación
(familiar o personal) puede tener más importancia para ti que el Reino de
Dios. Jesús dijo: “El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno
de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí; y el que
no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí” (Mateo 10:37).
No debe haber alguien o algo más importante para nosotros que el que se
establezca la voluntad de Dios en la Tierra, porque representa su dominio
entre nosotros. No aspiremos a un reino de los cielos sin Dios.
¿Cómo podemos vencer a Amalec? Apoyando al líder que Dios ha
encomendado a establecer Su reino. Nota que cuando la mano de Moisés
(tipo de gobierno de Dios) estaba arriba, Israel prevalecía, así debemos
nosotros levantar las manos de aquel que Dios nos ha puesto por cabeza
en el ministerio, y decir: «Que el Reino de Dios prevalezca». A mí me
gusta esa palabra “prevalecer”, porque es la misma que usó Jesús cuando
dijo: “las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mateo 16:18).
Apliquémoslo entonces a la iglesia, ¿cuándo las puertas del infierno no
prevalecen contra la iglesia? Cuando la iglesia vive en el Reino de Dios.
Si la iglesia no vive en el Reino de Dios, el diablo va a prevalecer contra
la iglesia. Esa es la situación que está pasando con muchos ministerios,
que no se sabe quién es que gobierna, y existe una lucha por el poder,
aunque se simula de muchas maneras. Por eso, escuchamos sermones
donde se esconden tremendos intereses personales (los de “mi iglesia”,
los de “mi asamblea”, los de “mi concilio”), que colocan por encima de
los intereses del Reino de Dios. Mas, el trono de Dios está sobre todo y
todos.
Amado, veamos como Dios ve, amemos lo que Él ama, respaldemos
sus obras y a los hombres que Él usa. De este mensaje tomemos la
enseñanza que el trabajo nuestro –si no somos los escogidos para ello- es
levantar las manos del hombre a quien el Señor le ha dado la visión,
como hicieron Aarón y Hur en la cumbre de aquel collado, sosteniendo
los brazos de Moisés (Éxodo 17:10-12). No resistamos al hombre que
Dios le ha dado la visión, sino ayudémosle. No importa qué lugar
ocupemos en esa visión, si somos profetas, mensajeros, ayudantes o
simples siervos, pero tengamos claro quién es el hombre de la visión en el
propósito determinado por Dios. Por ejemplo, si a mí me citan a un lugar
para ministrar, puede que vayan los hermanos de nuestra congregación, y
uno que otro hermano de la ciudad que me conozca, pero es posible que
no se reúna una gran multitud, si no soy el hombre de la visión en ese
propósito. Pero si el que cita es el hombre de esa visión, te aseguro que se
llena el sitio, y quizás sus más cercanos ni puedan entrar por falta de
espacio, porque es el hombre que Dios escogió, es el instrumento sobre el
cual el Señor ha derramado su gracia, para que la gente le siga. Eso es
algo espiritual.
Por tanto, cuando vayamos a los sitios a apoyar cualquier propósito de
Dios, preguntémosle al Señor: « ¿Cuál es el hombre de la visión aquí?
¿Éste? Pues, me someto a él», entendiendo que no es al hombre, sino a
Dios. No nos subamos a su estrado ni tratemos de empañarle, porque
como dijo aquel doctor de la ley, Gamaliel, al concilio que quería matar a
los apóstoles: “Apartaos de estos hombres, y dejadlos; porque si este
consejo o esta obra es de los hombres, se desvanecerá; mas si es de Dios,
no la podréis destruir; no seáis tal vez hallados luchando contra Dios”
(Hechos 5:38-39). Cuando resistimos, no estamos oponiéndonos al
hombre, sino a Dios.
Aprendamos a vivir en el Reino de Dios. En nuestra congregación, los
hermanos se someten a mí, pero cuando participo en otras actividades de
la ciudad, yo me someto al de la visión, porque ese es el Reino de Dios.
En el Reino divino no hay posición, sino función, por eso ninguno es más
grande que otro. Como iglesia, no soy más grande que la hermana que se
encarga de la limpieza del lugar de adoración o el hermano que ayuda en
las labores de mantenimiento del edificio, aunque yo sea el pastor, pues
cuando lleguemos al cielo, quizás ellos reciban un galardón más grande
que el mío, pues Dios no juzga como nosotros juzgamos las cosas. Nota
que cuando los apóstoles estaban con esa lucha por el primer lugar, como
si estuvieran en el mundo, Jesús les dijo: “… entre vosotros no será así,
sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro
servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo;
como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y
para dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20:26-28). En el reino no
hay rango, sino servicio. ¿Quién quiere ser grande en el Reino de los
cielos? ¿Tú?, pues sirve.
Hay algo que llamó mi atención, y es ver quiénes sostuvieron las
manos de Moisés. Estos dos hombres fueron: un hermano y un amigo,
Aarón y Hur respectivamente. Los que sostienen el gobierno de Dios
tienen que ser un hermano y un amigo. Hermano implica que tienen el
mismo linaje; amigo nos habla de lealtad, de almas ligadas (1 Samuel
18:1), de un mismo corazón. Dios nos ha hablado mucho de la lealtad que
debemos a Dios y a los hombres que son del Reino. La palabra Aarón
significa “iluminado” que trae luz, y Hur significa “agujero” o sea
abertura, transparencia, que se puede ver lo que hay detrás. El que te
levanta los brazos es un hermano que te anima, que te ilumina; y un
amigo en el que puedes confiar, porque no tiene nada escondido.
Entonces apliquemos, sostener el Reino y todo lo que es del Reino,
destruye a Amalec, y establece el gobierno de Dios. Así que defiende
todo lo que es de Dios, Su Reino, Su propósito, Su voluntad, Sus
designios, Sus intereses, porque haciéndolo estás contra Amalec. A veces
no hay que pelear, sino levantar la bandera del Reino, para que sepan de
quién eres y a quién perteneces. Esa es nuestra credencial, nuestro
distintivo: el Reino de Dios. No siento que pueda morirme por ahora,
pero si me muero, quiero que en mi tumba se escriba este epitafio: «Aquí
yacen los restos de un hombre del Reino de Dios». Y es que no quiero ser
reconocido, sino conocido por el Reino de Dios. Soy un enamorado del
Reino, porque amo a mi Señor y exalto su trono, pues quiero que Su reino
se establezca para siempre.
Cuando triunfa el reino de los cielos, se levanta una bandera que
lleva un solo nombre, el del Señor. “Y Moisés edificó un altar, y llamó
su nombre Jehová-nisi” (Éxodo 17:15). Cuando triunfa el Reino de Dios
no se levanta el nombre de ningún hombre o institución, porque el que
levanta la bandera es Dios. En esta guerra el triunfo está asegurado,
porque nuestra bandera y estandarte es Jehová.
La manera como Dios se glorificó en la experiencia de José, a pesar de
las adversidades que sufrió; el triunfo del Señor en la vida de Isaac, en
relación a los pozos en Gerar; y cómo el Señor ha prevalecido en su
guerra contra el espíritu de Amalec, nos afirma y confirma la infalible
verdad de que el llamamiento de Dios es conforme a Su soberanía.
Además, estos hechos muestran, de manera irrefutable, la categórica
afirmación paulina: “…irrevocables son los dones y el llamamiento de
Dios” (Romanos 11:29).
EPÍLOGO

La máxima condecoración y la honra más elevada que el Señor


concede a un siervo fiel, es edificarle una casa firme. Muchas son las
bendiciones y grandes los galardones con los que Dios recompensa a los
que administran con temor e integridad los asuntos de Su reino. Pero la
plena satisfacción de Su agrado se manifiesta cuando Él da a cualquier
siervo suyo, que ha sido fiel, la honra de una casa firme. El que recibe de
parte de Dios la remuneración de una casa firme, puede tener la seguridad
que está recibiendo, no solo el mayor galardón, sino el sumo agrado del
corazón del Padre. La señal más evidente de la complacencia divina en la
vida de un siervo del Señor es el premio de una casa firme. De forma
contraria, el castigo mayor de Dios, para un siervo infiel es cortar su casa.
El Señor manifiesta su indignación y enojo con los siervos infieles,
sentenciando su casa a una existencia limitada. Comprobemos las dos
afirmaciones que hemos hecho, observando con atención la reacción de
Dios frente a la infidelidad de la casa de Elí:

“Por tanto, Jehová el Dios de Israel dice: Yo había dicho que


tu casa y la casa de tu padre andarían delante de mí
perpetuamente; mas ahora ha dicho Jehová: Nunca yo tal haga,
porque yo honraré a los que me honran, y los que me desprecian
serán tenidos en poco. 31 He aquí, vienen días en que cortaré tu
brazo y el brazo de la casa de tu padre, de modo que no haya
anciano en tu casa. 32 Verás tu casa humillada, mientras Dios
colma de bienes a Israel; y en ningún tiempo habrá anciano en tu
casa. 33 El varón de los tuyos que yo no corte de mi altar, será
para consumir tus ojos y llenar tu alma de dolor; y todos los
nacidos en tu casa morirán en la edad viril. 34 Y te será por señal
esto que acontecerá a tus dos hijos, Ofni y Finees: ambos morirán
en un día. 35 Y yo me suscitaré un sacerdote fiel, que haga
conforme a mi corazón y a mi alma; y yo le edificaré casa firme, y
andará delante de mi ungido todos los días. 36 Y el que hubiere
quedado en tu casa vendrá a postrarse delante de él por una
moneda de plata y un bocado de pan, diciéndole: Te ruego que me
agregues a alguno de los ministerios, para que pueda comer un
bocado de pan” (1 Samuel 2:30-36).

Nota que el deseo de Dios era que la casa de Elí anduviera delante de
Él perpetuamente, pero indignado por la manera que lo había deshonrado,
dijo que nunca honrará a los que les desprecian, sino que serán tenidos en
poco. El juicio divino se puede resumir en dos géneros de castigo: la casa
humillada y cortada. Presta atención a estas palabras: “… cortaré tu brazo
y el brazo de la casa de tu padre, de modo que no haya anciano en tu casa.
Verás tu casa humillada, mientras Dios colma de bienes a Israel; y en
ningún tiempo habrá anciano en tu casa. 33 El varón de los tuyos que yo
no corte de mi altar [ministerio], será para consumir tus ojos y llenar tu
alma de dolor; y todos los nacidos en tu casa morirán en la edad viril” (1
Samuel 2:31-33). La señal de que esta sentencia se cumpliría era que sus
dos malvados hijos, morirían en un mismo día. Y así aconteció:
“Pelearon, pues, los filisteos, e Israel fue vencido, y huyeron cada cual a
sus tiendas; y fue hecha muy grande mortandad, pues cayeron de Israel
treinta mil hombres de a pie. Y el arca de Dios fue tomada, y muertos los
dos hijos de Elí, Ofni y Finees” (1 Samuel 4:10-11).
La destrucción de la familia sacerdotal de Elí se cumplió, parcialmente,
cuando Saúl mató a los sacerdotes de Nob, los cuales eran descendientes
de este (1 Samuel 22:11-20); y se terminó de cumplir cuando Salomón
destituyó del sacerdocio a Abiatar, al único sobreviviente de esta
matanza, y traspasó el sacerdocio a la familia de Sadoc (1 Reyes 2:26, 27,
35). Mas, después de expresar su juicio a la casa de Elí, con severidad y
enojo, el Señor se consoló a sí mismo, anunciando proféticamente: “Y yo
me suscitaré un sacerdote fiel, que haga conforme a mi corazón y a mi
alma; y yo le edificaré casa firme, y andará delante de mi ungido todos
los días” (1 Samuel 2:35). El Señor se estaba refiriendo a Sadoc, su casa
y ministerio. Pero esta declaración divina es aplicable a todos los
ministros que sirven a Dios con fidelidad. Dios prometió casa firme a
cambio de fidelidad, aun a personas tan indignas como Saúl y a Jeroboam
(1 Samuel 13:13,14; 1 Reyes 11:29-31, 38).
Según 1 Samuel 2:35, la promesa de casa firme es dada a aquellos que
realizan para Dios un sacerdocio fiel. Pero también nos dice que solo el
que tiene el corazón de Dios puede dar el grado, pues Él dijo: “que haga
conforme a mi corazón y a mi alma”. Pensemos en Abraham. Dios no
solo le prometió una casa firme, sino una casa numerosa y bendecida
(Génesis 12:1-3; 17:1-8). El hombre que fue llamado “amigo de Dios”,
tenía también su corazón y su alma. El Señor lo comprobó cuando le
pidió que le ofreciese en sacrificio a su amado y único hijo, Isaac, el cual
éste no le rehusó (Génesis 22:1-18). Abraham demostró con su vida que
era un sacerdote fiel. Las huellas de su peregrinaje quedaron
indeleblemente marcadas en los altares que edificaba en cada estancia,
para adorar a Dios (Génesis 12:7-8; 13:4,18; 22:9).
Este hombre administró el sacerdocio de su casa, de tal manera que el
mismo Dios dio testimonio de él diciendo: “Porque yo sé que mandará a
sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová,
haciendo justicia y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo
que ha hablado acerca de él” (Génesis 18:19). ¿Quién no aprende temor
de Dios cuando lee la manera como Abraham hizo jurar por Jehová a su
mayordomo, para que éste no tomara mujer cananea para su hijo Isaac?
Él interpuso juramento para asegurar la pureza de su linaje.
Históricamente, Israel como nación ha sido infiel. Eso quiere decir que
según el pacto de la ley de Moisés no merece existir. La existencia de
Israel como nación se puede considerar un milagro de la historia. Este
prodigio no es otra cosa que la fidelidad de Dios a su siervo Abraham,
porque le prometió casa firme. Cada vez que Israel estuvo en peligro de
extinción o en aflicción ha sucedido lo mismo que dice el libro de Éxodo:
“Y oyó Dios el gemido de ellos, y se acordó de su pacto con Abraham,
Isaac y Jacob. 25 Y miró Dios a los hijos de Israel, y los reconoció Dios”
(Éxodo 2:24-25).
Ahora consideremos a Aarón, al cual Dios prometió un sacerdocio
perpetuo (Éxodo 29:1-9). Por esa razón, la vara de Aarón reverdeció
(Números 17:8). De los cuatro hijos de Aarón, dos fueron infieles, y por
eso fueron cortados. Estos fueron Nadad y Abiú, los cuales murieron
delante de Jehová, porque ofrecieron en el altar fuego extraño (Levítico
10:1-11). El verso 12 dice que quedaron vivos dos hijos de Aarón,
Eleazar e Itamar.
En el caso de Baal-peor, cuando los hijos de Israel fornicaron con las
hijas de Moab y adoraron sus dioses, el Señor se airó y mató miles del
pueblo. Esta mortandad terminó, porque Dios contó por justicia el celo de
Finees, hijo de Eleazar, el cual mató a un príncipe de Israel y a una mujer
madianita, que en medio de la indignación de Jehová, se atrevieron a
entrar a una tienda a fornicar (Números 25:1-9). Noten lo que el Señor
dijo acerca de este varón: “Entonces Jehová habló a Moisés, diciendo: 11
Finees hijo de Eleazar, hijo del sacerdote Aarón, ha hecho apartar mi
furor de los hijos de Israel, llevado de celo entre ellos; por lo cual yo no
he consumido en mi celo a los hijos de Israel. 12 Por tanto diles: He aquí
yo establezco mi pacto de paz con él; 13 y tendrá él, y su descendencia
después de él, el pacto del sacerdocio perpetuo, por cuanto tuvo celo por
su Dios e hizo expiación por los hijos de Israel” (Números 25:10-13). El
Señor entregó el sacerdocio perpetuo de la casa de Aarón a Finees,
porque mostró que tenía el corazón de Dios, al defender con celo el
nombre de Dios.
Esta es la línea genealógica de la casa firme y el sacerdocio perpetuo,
que Dios prometió a Aarón; el Señor fue descalificando a los infieles y
cumpliendo la promesa con los fieles. Cortó a Nadad y Abiú y solo
quedaron Eleazar e Itamar. Eleazar fue fiel y su casa permaneció firme.
De él nació Finees, el cual también fue fiel y el Señor le prometió el
sacerdocio perpetuo. Del linaje de Finees nació Sadoc (1 Crónicas 6:1-12,
ver los versículos 4,12). A este Sadoc se refirió Dios cuando dijo: “Y yo
me suscitaré un sacerdote fiel, que haga conforme a mi corazón y a mi
alma; y yo le edificaré casa firme, y andará delante de mi ungido todos
los días” (1 Samuel 2:35).
Sadoc ministró en el sacerdocio, durante el reinado de David (2 Samuel
8:17). Este hombre a quien David llamó “el vidente” (2 Samuel 15:27),
hizo alianza con David, y después de la muerte de Saúl permaneció fiel a
su rey (1 Crónicas 27:17). Huyó con David durante la rebelión de
Absalón (2 Samuel 15:23-29). Permaneció fiel al propósito de Dios, no se
unió a Adonías cuando éste quiso usurpar el reinado que Jehová y David
habían dado a Salomón (1 Reyes 1:5-8). Luego vemos que cuando
Salomón fue ungido, el día de su coronación, Sadoc recibió también el
ungimiento como sacerdote (1 Crónicas 29:22).
Abiatar había servido junto con Sadoc, fielmente, como líder en el
sacerdocio, durante el reinado de David, pero cuando Adonías, hijo de
David, quiso usurpar el trono de Salomón, Abiatar se unió a este (1 Reyes
1:7), así que Salomón, después que fue coronado, lo quitó del sacerdocio
y en su lugar puso a Sadoc. La Biblia narra así: “Y el rey dijo al sacerdote
Abiatar: Vete a Ana-tot, a tus heredades, pues eres digno de muerte; pero
no te mataré hoy, por cuanto has llevado el arca de Jehová el Señor
delante de David mi padre, y además has sido afligido en todas las cosas
en que fue afligido mi padre. 27 Así echó Salomón a Abiatar del
sacerdocio de Jehová, para que se cumpliese la palabra de Jehová que
había dicho sobre la casa de Elí en Silo. (…) Y el rey puso en su lugar a
Benaía hijo de Joiada sobre el ejército, y a Sadoc puso el rey por
sacerdote en lugar de Abiatar” (1 Reyes 2:26, 27,35). Cuando Abiatar fue
depuesto del sacerdocio, no solo fue cortado él, sino Elí e Itamar. Lo que
quiero decir es que de los dos hijos de Aarón que quedaron, Eleazar e
Itamar, el sacerdocio perpetuo fue dado a Eleazar, por la fidelidad de
Finees y Sadoc. Elí pertenecía a la familia de Itamar, así que este perdió
la perpetuidad de su casa cuando la casa de Elí fue infiel. La sentencia de
Dios se terminó de cumplir cuando Abiatar fue echado del sacerdocio (1
Reyes 2:27).
La decadencia del sacerdocio de Itamar, por causa de la infidelidad de
la casa de Elí, se hace notoria en el reinado de David. La Biblia dice que
David dividió el sacerdocio en veinticuatro turnos, de los cuales dieciséis
pertenecían a la casa de Eleazar y solo ocho a la de Itamar (1 Crónicas
24:1-6). La Escritura dice: “Y David, con Sadoc de los hijos de Eleazar, y
Ahimelec de los hijos de Itamar, los repartió por sus turnos en el
ministerio. 4 Y de los hijos de Eleazar había más varones principales que
de los hijos de Itamar; y los repartieron así: De los hijos de Eleazar,
dieciséis cabezas de casas paternas; y de los hijos de Itamar, por sus casas
paternas, ocho” (1 Crónicas 24:3-4).
El profeta Ezequiel habla de un nuevo templo, con una adoración
diferente. Muchos interpretan que este templo y su servicio pertenecen al
tiempo del milenio, y otros interpretan que el profeta está hablando de un
sacerdocio ideal, en un tiempo de restauración. No importa cuál sea la
interpretación, el profeta dice algo acerca del sacerdocio que revela
mucho con relación a lo que estamos estudiando, leámoslo:

“Y los levitas que se apartaron de mí cuando Israel se alejó


de mí, yéndose tras sus ídolos, llevarán su iniquidad. 11 Y
servirán en mi santuario como porteros a las puertas de la
casa y sirvientes en la casa; ellos matarán el holocausto y la
víctima para el pueblo, y estarán ante él para servirle. 12 Por
cuanto les sirvieron delante de sus ídolos, y fueron a la casa
de Israel por tropezadero de maldad; por tanto, he alzado mi
mano y jurado, dice Jehová el Señor, que ellos llevarán su
iniquidad. 13 No se acercarán a mí para servirme como
sacerdotes, ni se acercarán a ninguna de mis cosas santas, a
mis cosas santísimas, sino que llevarán su vergüenza y las
abominaciones que hicieron. 14 Les pondré, pues, por
guardas encargados de la custodia de la casa, para todo el
servicio de ella, y para todo lo que en ella haya de hacerse”
(Ezequiel 44:10-14).

Nota lo que afirma este pasaje, que los sacerdotes y levitas infieles
serán degradados y se les asignarán labores inferiores e insignificantes,
pero de los sacerdotes, hijos de Sadoc dice: “Mas los sacerdotes levitas
hijos de Sadoc, que guardaron el ordenamiento del santuario cuando los
hijos de Israel se apartaron de mí, ellos se acercarán para ministrar ante
mí, y delante de mí estarán para ofrecerme la grosura y la sangre, dice
Jehová el Señor. 16 Ellos entrarán en mi santuario, y se acercarán a mi
mesa para servirme, y guardarán mis ordenanzas” (Ezequiel 44:15-16).
Ezequiel profetizó aproximadamente 380 años, después de la coronación
de Salomón y del ministerio de Sadoc, sin embargo, el profeta habla de la
fidelidad de este linaje sacerdotal y de la promesa de una casa firme para
ellos, de parte de Dios.
También, puedo ilustrar la verdad que enseño en este epílogo,
mencionando el ejemplo de David, el cual fue un hombre a quien Dios
edificó una casa firme. La Biblia dice: “Y será afirmada tu casa y tu reino
para siempre delante de tu rostro, y tu trono será estable eternamente.
(…)Y entró el rey David y se puso delante de Jehová, y dijo: Señor
Jehová, ¿quién soy yo, y qué es mi casa, para que tú me hayas traído
hasta aquí? (…) Ahora pues, Jehová Dios, confirma para siempre la
palabra que has hablado sobre tu siervo y sobre su casa, y haz conforme a
lo que has dicho. 26 Que sea engrandecido tu nombre para siempre, y se
diga: Jehová de los ejércitos es Dios sobre Israel; y que la casa de tu
siervo David sea firme delante de ti. (…) Ten ahora a bien bendecir la
casa de tu siervo, para que permanezca perpetuamente delante de ti,
porque tú, Jehová Dios, lo has dicho, y con tu bendición será bendita la
casa de tu siervo para siempre” (2 Samuel 7:16, 18, 25-26, 29). Dios
mismo dio testimonio que David era un hombre conforme a su corazón
(Hechos 13:22; 1 Samuel 13:14). Cuando el Señor se refirió a David
como un hombre conforme a su corazón, añadió: “quien hará todo lo que
yo quiero” (Hechos 13:22). Esta descripción coincide con la palabra: “Y
yo me suscitaré un sacerdote fiel, que haga conforme a mi corazón y a mi
alma; y yo le edificaré casa firme, y andará delante de mi ungido todos
los días” (1 Samuel 2:35).
David fue un sacerdote fiel, porque amaba a Dios, lo celaba y tenía su
afecto en la casa de Dios (1 Crónicas 29:3). Era un adorador que sabía
ministrar a Dios y entrar en Su santuario (1 Samuel 6:14-22). Él sirvió a
su generación (Hechos 13:36); y preparó todo a su hijo Salomón para que
éste pudiese continuar el plan de Dios. Los despojos de las naciones que
el Señor entregó en sus manos, él los donó para la construcción del
templo y no rehusó nada a Dios (1 Crónicas 29:1-5). David acostumbraba
a consultar al Señor los asuntos del reino y los personales, porque quería
hacerlo todo conforme a Su corazón y Su agrado (1 Samuel 23:2,4; 2
Samuel 2:1; 5:19, 23). David expresó el deseo supremo de su corazón
cuando quiso hacer casa a Jehová. Pero sucedió todo lo contrario, el
Señor le prometió que Él le daría casa a David. La casa que el Señor
ofreció a su siervo no fue una construcción de cedro o pino, sino una casa
firme, un linaje real que fuese eterno. Dios le concedió a David lo que
nunca dio a ningún otro hombre, hizo parentesco con él. Pero la promesa
fue cumplida, a través del reino eterno, de Jesucristo. El Señor Jesús
nació del linaje de David, según la carne, por eso fue llamado “hijo de
David”. Pero como también era Hijo de Dios, según el Espíritu, así que a
la vez fue llamado “Hijo de Dios”.
En la persona de Jesucristo se unió la casa de Dios y la casa de David,
y simultáneamente, el reino de David, y el reino de Dios. Al unirse el
reino de David con el de Dios, en la persona de Jesús, el reino de David
se hace eterno, y su casa firme y estable para siempre. Estos son las
palabras del ángel Gabriel a María: “María, no temas, porque has hallado
gracia delante de Dios. 31 Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz
un hijo, y llamarás su nombre JESÚS. 32 Éste será grande, y será llamado
Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; 33
y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”
(Lucas 1:30-33). Que Dios hiciese parentesco con una casa humana y con
un reino terrenal es parte del misterio de la condescendencia divina. ¿Has
pensado alguna vez lo que significa que la casa de Dios y el reino
celestial se fusionasen por medio de un parentesco, con una casa humana
y un reino terrenal? En la respuesta de esa pregunta se encuentra lo
inefable e imponderable que fue la honra que el Señor concedió al siervo,
que Él mismo llamó: “… varón conforme a mi corazón, quien hará todo
lo que yo quiero” (Hechos 13:22). Esta misericordia de Dios, manifestada
a David, revela lo que Él es capaz de hacer para hacer notoria su
complacencia, cuando está agradado con un ministro que le ha honrado.
Quiero terminar esta obra diciéndote que lo más agradable que un
ministro le pueda dar a Dios como ofrenda de servicio, es un sacerdocio
fiel. De la misma manera, también te digo que la honra más grande y
elevada que Dios concede, como manifestación de agrado y aprobación a
un ministro suyo, es ésta: “… y yo le edificaré casa firme” (1 Samuel
2:35). Estas son las lecciones que podemos sustraer de esta enseñanza y
que Dios quiere que vivamos y siempre la recordemos:

1.Un sacerdote fiel es aquel que hace todo conforme al corazón y al


alma de Dios. Esto quiere decir que solo el que tiene el corazón de Dios
puede ser un sacerdote fiel.
2.Es imposible edificar una casa firme con un sacerdocio infiel.
3.Lo que posibilita un sacerdocio fiel es tener el corazón de Dios, y lo
que hace firme y estable a una casa es la fidelidad de su sacerdocio.
4.Siempre ha sido el propósito de Dios darnos, a todos los que le
servimos, una casa firme y un sacerdocio perpetuo.
5.La gloria y la presencia de Dios estarán en la casa que le honra y le
agrada.
6.Una casa firme es aquella cuyo sacerdocio es fiel a Dios.
7.Una casa firme es aquella que posee la permanencia de Dios.
8.Una casa firme es aquella cuya descendencia o linaje permanece
firme y fiel en la honra a Dios.
9.Una casa firme es aquella que nunca se divorcia de Dios.
10. Una casa firme es aquella cuya genealogía es santa y permanente.
11. Una casa firme es una dinastía de Dios.
12. Una casa firme es aquella que no solo retiene la pureza de su
linaje y la fidelidad de su sacerdocio, sino también la integridad del
propósito divino.
13. Hay dos cosas que distinguen todo lo que pertenece a Dios: lo
primero es el fruto, el cual revela su naturaleza celestial; y lo segundo,
es la permanencia, la que señala la procedencia divina de las cosas.
14. Solo lo que es como Dios agrada a Dios, y solo viviendo como
Dios permanecemos en Él.
15. Solo cuando somos semilla de Dios, producimos el fruto de Su
Espíritu.
16. Lo que el Señor prometió a Salomón, como respuesta a su oración,
cuando dedicó a Jehová el templo, constituye la mayor dádiva a la casa
que le agrada y le honra. Él dijo: “porque ahora he elegido y santificado
esta casa, para que esté en ella mi nombre para siempre; y mis ojos y
mi corazón estarán ahí para siempre” (2 Crónicas 7:16). Una casa
firme es aquella donde Dios pone Su nombre, Sus ojos, y Su corazón
perpetuamente.

La última promesa divina al sacerdote fiel, además de edificarle una


casa firme es: “y andará delante de mi ungido todos los días” (1 Samuel
2:35). El sacerdote Sadoc, a quien estas palabras hacían alusión, anduvo
delante de dos ungidos: David y Salomón. Hoy el ungido de Dios es el
Señor Jesucristo. Todos los ministros que en este tiempo seamos fieles y
honremos al Señor, en nuestro ministerio, también andaremos delante de
su ungido todos los días. La Biblia termina hablándonos de un grupo de
santos que disfrutarán de esta honra, cuando dice:

“Después miré, y he aquí el Cordero estaba en pie sobre el


monte de Sion, y con él ciento cuarenta y cuatro mil, que tenían el
nombre de él y el de su Padre escrito en la frente. 2 Y oí una voz
del cielo como estruendo de muchas aguas, y como sonido de un
gran trueno; y la voz que oí era como de arpistas que tocaban sus
arpas. 3 Y cantaban un cántico nuevo delante del trono, y delante
de los cuatro seres vivientes, y de los ancianos; y nadie podía
aprender el cántico sino aquellos ciento cuarenta y cuatro mil que
fueron redimidos de entre los de la tierra. 4 Éstos son los que no
se contaminaron con mujeres, pues son vírgenes. Éstos son los
que siguen al Cordero por dondequiera que va. Éstos fueron
redimidos de entre los hombres como primicias para Dios y para
el Cordero; 5 y en sus bocas no fue hallada mentira, pues son sin
mancha delante del trono de Dios” (Apocalipsis 14:1-5).

Y de manera concluyente, surge esta interrogante: ¿Por qué Sadoc y


los ciento cuarenta y cuatro mil anduvieron delante del ungido de
Jehová? Permíteme contestarla con la pregunta que Dios formuló a
Israel: “¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de acuerdo?” (Amós
3:32).
BIBLIOGRAFÍA

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ESPAÑOLA Copyright© 2008 WordReference.com

Wikipedia –LA ENCICLOPEDIA LIBRE


Wikipedia® 2009 Wikimedia Foundation, Inc.
DISFRUTE OTRAS PUBLICACIONES DE JUAN
RADHAMÉS FERNÁNDEZ

Manual de la vida en el Espíritu


Este libro es una herramienta excelente para conocer más
profundamente la obra portentosa que Dios ha hecho en la vida de los
creyentes. Entender las cosas de Dios, sin el Espíritu de Dios, es
imposible, por eso muchos han limitado el nuevo nacimiento a una
simple transformación, al no poder explicar de manera racional lo que
es nacer del agua y del Espíritu (Juan 3:5). A través de sus páginas,
podrás entender que Dios nos ha dado una nueva naturaleza, para que
podamos vivir plenamente la vida espiritual, y tener una relación más
íntima con el Señor. Cada uno de sus capítulos te llevarán a entender
un poco más lo que significa “andar en el Espíritu”, lo cual redundará
en un notorio crecimiento de tu vida espiritual.

Para que Dios sea el todo en todos


Todo lo que Dios hace tiene un propósito, aun la Palabra que sale de
Su boca, no regresa a Él vacía, sino que hace lo que Él quiere, y logra
aquello por lo que Él la habló (Isaías 55:11). Sabemos que Dios en Su
Hijo nos ha dado todas las cosas, sin embargo hay muchos que viven
una vida cristiana escasa, sin fruto, y es porque no han hecho de Dios
su Todo. La Palabra nos exhorta a andar en el Espíritu y que no
satisfagamos los deseos de la carne, pero esto sólo podremos lograrlo
cuando Dios sea el todo en todo. Sin Dios siendo el eje de las cosas,
todo está destinado a fracasar. Por tanto, este libro nos muestra, a la
luz de la Palabra, por qué Dios debe ser el todo en tu vida, en la
iglesia y en todos. Si amas la voluntad de Dios, sé que disfrutarás su
lectura, y si recibes su consejo, el Señor logrará ser el todo en ti, y por
tanto, serás parte del gran propósito de los propósitos, y es que Dios
sea el todo en todos.

Nos agradaría recibir su impresión sobre esta obra.Por favor, envíe


sus comentarios o testimonios de este libro a la dirección que
detallamos a continuación. Gracias y que Dios le bendiga
abundantemente.

Juan Radhamés Fernández


El Amanecer de la Esperanza Ministry, Inc.
P.O. Box 70, Bronx, NY 10473

E-mail: [email protected]
http://www.elamanecer.org

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