Los Espectadores en El Fútbol

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nº 50, Julio, Agosto y Septiembre
ISSN 1696-7348

LOS ESPECTADORES EN EL FÚTBOL.


HACIA UN ANÁLISIS SEMIÓTICO

Rayco González González


Universidad de Burgos

A Jorge Lozano, mi maestro.

Introducción

En un conocido artículo, Ortega y Gasset (1946) afirmaba que el origen del Estado
estaba en el deporte. En la etapa en que el adolescente descubre el game [1], Ortega
intuye el origen de la política y la convivencia: los sentimientos de comunidad aparecen,
según nos dice, en la pubertad, coincidiendo con la aparición de los juegos en común
(ibíd.: 618-619). Se percata el filósofo que en el hombre existen sentimientos y prácticas
que con antelación han de darse en el grupo en que éste se inscribe: “el primer impulso
de pubertad aparece en el grupo antes que en el individuo” (ibíd.: 615, la cursiva es
nuestra).

No muy lejos de esta concepción comunitaria del juego, otros muchos autores han
querido ver en la celebración de competiciones deportivas una clara analogía con los
rituales religiosos (Bromberger, 1987; cfr. Augé, Chartier, Ehrenberg, 1987). Todos
ellos dividen de forma similar los elementos del ritual deportivo como sigue
(Bromberger, 1987: 188-189):

1
• los fieles (aficionados o espectadores), que expresan sus emociones mediante
una rigurosa codificación gestual (sentarse, levantarse según momentos
precisos) y vocal;
• las cofradías, que agrupan a los aficionados más fervorosos;
• los oficiantes (jugadores), encargados del sacrificio, con quienes los fieles
comulgarían;
• una organización, el club, organizado jerárquicamente, como toda institución
religiosa;
• las leyes (por ejemplo, las originarias 17 leyes de la International Board de
fútbol) que rigen la ceremonia;
• un lugar cerrado consagrado al culto, el estadio, y, en su centro, el césped,
espacio exclusivo para los oficiantes;
• un calendario litúrgico que culmina con las fases de los ciclos semanal y anual;
• una teatralización de las relaciones sociales mediante la ubicación separada de
grupos como en las grandes ceremonias religiosas;
• la presencia obligada en las grandes celebraciones de quienes detentan el poder
en la sociedad;
• la espera del sacrificio, que supone la victoria del bien sobre el mal, o, en caso
de derrota, un rito de maldición hacia las fuerzas que han perturbado el
desarrollo de la ceremonia: sea el viento, la lluvia, la falta de fervor, convicción
de los oficiantes o el árbitro.

También la idolatrización de jugadores, o las concentraciones de los equipos —retiros


colectivos alejados de la multitud— han sido incluso comparados con los procesos de
purificación. En definitiva, han visto en los eventos deportivos una manifestación de
rites de passages (Ehrenberg en Augé, Chartier, Ehrenberg, 1987: 64).

En el otro polo tenemos las posturas de teóricos como Dunning y Elias (1986),
Vigarello (2002; 2005) o Chartier (en Augé, Chartier, Ehrenberg, 1987). Para ellos, el
deporte se presenta como un proceso histórico de auto-pacificación de carácter político
y social. El deporte sería, pues, similar a una guerra simbólica donde se manifestarían
los conflictos políticos y sociales (Elias, 1992: 37).

2
Al destacar estas dos vías no pretendemos hacer simplemente un elenco de todas las
teorías existentes, sino retomar, hasta donde nos sea posible, conceptos y perspectivas
que nos hagan entender mejor el sentido de las actividades deportivas. A partir de
algunas sus observaciones, y gracias a la luz de la semiótica de la cultura, esperamos
arrojar cierta luz a varios de los fenómenos inscritos en el deporte.

Esferas del juego

Podemos afirmar que donde quiera que se diga deporte, entendido siempre como game,
se presupone la existencia de un tercero que no juega pero que debe ser considerado el
destinatario —en sentido estrictamente semiótico—, no sólo del juego jugado, sino de
la victoria en el mismo. En la formulación de Simmel, en la “forma pura de la lucha” el
premio en juego no recaerá nunca en ninguno de los adversarios o competidores, sino en
un tercero, que podría ser un ente representado (véase, club) por los propios
espectadores, es decir, los aficionados: el deportista busca reconocimiento, y, por ello,
sus competiciones no son sino un medio para tal finalidad (cit. Dunning, 1995: 75). El
triunfo sería como una ofrenda realizada a los observadores, y, pese a cierto escrúpulo,
creemos poder afirmar que esta característica es un universal de todo juego.

Así pues, debemos caracterizar las acciones de los jugadores según un doble objetivo:
por un lado, alcanzar el premio que recaerá en el equipo, club, ciudad, región, nación,
etc. al que representan; y, por otro, el reconocimiento personal ante un público.
Podemos entender, entonces, que todo jugador de fútbol se encuentra incluido dentro de
un actante colectivo (Holt, 2005: 353-354), que actuaría como totalidad integral [2].
Como señala Morris (1982: 92), el jugador se encuentra entre dos obligaciones que
pueden resultar contradictorias en ciertas circunstancias del juego: debe conseguir
victorias que ofrecer al club y a sus seguidores, y, además, debe agradar mediante
ciertos valores de su actividad, tales como la belleza, la contundencia, la seguridad, etc.
Quien demuestre valores que son considerados opuestos a los intereses generales del
equipo, tales como egoísmo o excesiva competencia con otros compañeros, puede ser
considerado un traidor. De esta manera, queda manifiesto un diálogo entre ese tertius
[3] cuya enunciación (vocal y gestual) influye en la misma manera que los lances
singulares del juego.

3
Por otra parte, cada equipo refleja un ethos diverso: un equipo puede ser definido por su
laboriosidad, otros por su elegancia, otros por su empuje, etc. Bromberger (1987)
analizó los imaginarios colectivos de tres clubes europeos: Olympique de Marseille
(OM), Juventus y Torino. Observando los lemas de cada club y la imagen que los
aficionados tenían del club, Bromberger (ibíd.: 179-180) concluyó que ambos valores
eran coincidentes en cada uno de ellos. Por ejemplo, el lema Simplicità, serietà, sobrietà
que había promovido la familia Agnelli, fundadora del club, se había convertido en una
imagen que el propio club se esforzaba en dar: se obliga a los jugadores a aparecer en
corbata, de evitar entrevistas excesivamente fantasiosas, etc. (ibíd.: 177). En cambio, el
OM ofrecía la imagen de su propietario, Bernard Tapie, hombre de negocios, quien
había extendido la divisa Rire, risque, rire, que se convertiría en el estereotipo de su
gestión en el club marsellés [4].

Un elemento importante entre las características de todo equipo y todo club es que
ambos son pensados como una empresa regida —al menos idealmente— por relaciones
contractuales y participativas (véase las Sociedades Anónimas Deportivas), donde el
personal está estrechamente asociado a los objetivos marcados por el club. Es, sostiene
Bromberger (ibíd.: 180), “un symbole à très haut degré de plasticité herméneutique où
les individus projettent, en foction de leur trajectoire, les rêves les plus contrastés
d’organisation idéale de la vie collective”.

Esta identidad se construye a partir de mecanismos de traducción de determinados


valores de una nación, de una región o de una ciudad en valores propios de cada
deporte, según el caso. Concebido como semiosfera, cada deporte traduce en
manifestaciones del juego valores que se consideran propios de cada equipo o
participante. Pero tales manifestaciones siempre son variables según la cultura. Es decir,
la elegancia, por ejemplo, puede manifestarse de múltiples formas, sea la contención en
los comportamientos o el así llamado buen trato del balón, ligado a una percepción más
plástico-estética del juego. Todo ello dependerá de la cultura.

Ahora bien, Lotman (1996: 24) define la semiosfera como “el espacio semiótico fuera
del cual es imposible la existencia misma de la semiosis”, entendida ésta como proceso
de significación. Por consiguiente, la semiosfera se fundamenta sobre un mismo
mecanismo inmanente de traducción, evidenciado en el concepto de frontera. Al

4
respecto Lotman nos dice: “la semiosfera es una «persona semiótica» y comparte una
propiedad de la persona como es la unión del carácter empíricamente indiscutible e
intuitivamente evidente del concepto de frontera con la extraordinaria dificultad para
definirlo formalmente. (…) La frontera general de la semiosfera se interseca con las
fronteras de los espacios culturales particulares. En los casos en que el espacio cultural
tiene un carácter territorial, la frontera adquiere un sentido espacial en el significado
elemental. Sin embargo, también cuando eso ocurre, ella conserva el sentido de un
mecanismo «buffer» que transforma la información, de un peculiar bloque de
traducción. Así, por ejemplo, cuando la semiosfera se identifica con el espacio
«cultural» dominado, y el mundo exterior respecto a ella, con el reino de los elementos
caóticos, desordenados, la distribución espacial de las formaciones semióticas adquiere,
en una serie de casos, el siguiente aspecto: las personas que en virtud de un don especial
(los brujos) o del tipo de ocupación (herrero, molinero, verdugo) pertenecen a dos
mundos y son como traductores, se establecen en la periferia territorial, en la frontera
del espacio cultural y mitológico, mientras que el santuario de las divinidades
«culturales» que organizan el mundo se dispone en el centro (ibíd.: 25-27, la cursiva es
nuestra).

En el caso del deporte (y, sobre todo, en el del fútbol, en el que nos centramos
principalmente), la frontera puede tener un carácter territorial durante el desarrollo del
juego (campo de fútbol/graderío) o bien un carácter más abstracto a partir de las
traducciones mismas que se generan. En todo caso, debemos recordar que, según la
propia asunción de la semiótica de la cultura, toda construcción del ordenamiento del
mundo posee un carácter topológico, es decir, está siempre pensada en base a una
estructura espacial que ordena los demás niveles.

Si desde el nivel del mecanismo inmanente de la frontera el fútbol une las dos esferas de
su semiosfera (institución/aficionados), desde la posición de la autoconciencia
semiótica, es decir, de la autodescripción desde un metanivel —nos referimos a los
códigos o conjuntos de reglas explícitos—, separa a ambas esferas (cfr. Lotman, ibíd.:
28). Ello se evidencia en las penalizaciones que los clubes efectúan sobre jugadores que
incumplen su propio reglamento interno, en ocasiones incluso contra la opinión de los
aficionados. En cambio, la traducción en el juego de determinados valores que la afición
y la institución comparten sobre el equipo une ambas esferas.

5
Para nuestro discurso resulta importante recordar la tensión existente, comentada al
comienzo de este apartado, entre el deber de conseguir victorias para sus seguidores, y,
además, el deber agradar mediante ciertos valores de su actividad, tales como la belleza,
la contundencia, la seguridad, etc. Este carácter tensional del fútbol, en particular, hace
especialmente eficaz para la descripción y la comprensión de sus dinámicas una
concepción dialógica. Respecto al primer nivel, estamos en la esfera gramaticalizada,
donde imperan los códigos del juego y los reglamentos internos de cada institución,
enfocados a explicitar el recorrido que se ha de efectuar para conquistar la victoria en el
juego y de la conducta que permite la participación potencial en el juego,
respectivamente. O, dicho en otros términos, su dinámica no puede ser presentada ni
como un aislado proceso inmanente, ni en calidad de esfera pasivamente sujeta a
influencias externas. Ambas tendencias se encuentran en una tensión recíproca, de la
cual no podrán ser abstraídas sin la alteración de su misma esencia (Lotman, 1993:
181).

En el segundo lugar nos hallamos en la esfera textualizada, es decir, de las normas de


carácter estético que se construyen a través y durante el juego. Es la praxis la que
determina esta esfera textualizada. En este sentido, no está de más recordar que algunas
de las reglas nuevas introducidas en el código de los deportes, en su desarrollo histórico,
están enfocadas a intensificar el valor de entretenimiento que éstos poseen.

Nos enfrentamos, en todo caso, a la problemática de una doble articulación de


sanciones: por un lado, la necesidad de la victoria impone la necesariedad de lo eficaz
para su consecución; por otro, la sanción, externa al juego, de un modo preferido por el
espectador es un elemento igualmente fundamental para el desarrollo mismo del juego.
El espacio de posibilidades en que ambas esferas entran en contacto supone el espacio
intersecado propio de este diálogo.

Estadios modernos: dispositivo de multitudes

Para apoyar esta concepción territorial de la frontera en el deporte y, más


específicamente, en el fútbol, debemos apoyarnos en un breve análisis del dispositivo

6
que permite el juego y su observación: el estadio. Para ello creemos necesaria una cierta
perspectiva histórica que nos aporte ciertas características que le son propias.

Los primeros espacios de la sociedad post-industrial no eran concebidos para la


presencia de espectadores, ya que los moralistas concebían que la contemplación de un
tercero pervertiría al deportista. Coubertin rechazaba, por ejemplo, la construcción de
grandes estadios (Vigarello, 2002: 95-97). Los lugares predilectos para el desarrollo de
actividades lúdicas eran los parques, como lo fueron las Tullerías (ibíd.). El nacimiento
de las primeras competiciones internacionales fue fundamental para el desarrollo de las
infraestructuras necesarias para albergar espectadores. Mientras en 1913, durante la
celebración del primer campeonato del mundo de tenis, en Saint-Cloud (París), los
espectadores fueron alojados en sillas alrededor de la cancha, ya en 1921, durante el
mismo campeonato, se dispondría de gradas de varias filas. En el torneo de la Copa
Davis de 1932, en Roland-Garros, se dispuso de unas tribunas panorámicas con
capacidad para diez mil espectadores (ibíd.: 97).

Sin embargo, a partir del Movimiento Olímpico, encabezado por el barón Pierre de
Coubertin, se vio con malos ojos la construcción de tales dispositivos. Así, en 1910,
Coubertin publicará un artículo titulado ‘Les spectateurs’, en la Revue Olympique,
donde criticaría la proliferación de tales edificios: “Vous pouvez chercher à embellir
une tribune par tous les moyens et la placer au sein du paysage le plus avenant; une fois
remplie, elle dessinera presque toujours un bloc hideux” (ibíd.: 96). En todo caso,
resulta contradictorio el rechazo mostrado por Coubertin hacia los estadios cuando él
mismo organizaba rituales que tendían al reclamo masivo de espectadores. A fin de
cuentas, siendo la mayor aspiración del barón la mejora física del ser humano, el
espectador cumplía ese papel de testigo encarnado en el tertius del que hablábamos más
arriba.

Por otra parte, los estadios construidos durante la mayor parte del siglo XX no se
concebían en absoluto según la seguridad que se daba a los espectadores, sino
principalmente como demostración del poderío de un Estado, de una ciudad o, incluso,
de un club. Un caso paradigmático es el de la Italia fascista, estudiada recientemente por
Simon Martin (2006). Uno de los principios de su propaganda fue la construcción de
grandes estadios y la organización de grandes competiciones deportivas (entre ellas

7
figuró el campeonato del mundo de fútbol de 1934). Así lo reconocía uno de los más
reconocidos periodistas de la época fascista, Augusto Parboni, en un artículo publicado
en 1928, donde especificaba los puntos principales de la intervención fascista en la
educación física: “soluzione del problema della propaganda con la creazione di Stadi di
grandi dimensioni (Littoriale, stadio del PNF, Arena di Milano ed ora Stadio
Mussolini)” (ibíd.: 42).

La arquitectura fascista fue orientada por arquitectos futuristas, y, en este sentido, los
edificios de carácter deportivo tampoco serían una excepción. Pero esta tendencia
vanguardista fue combinada con el uso de modelos clásicos para su construcción. Silvio
San Pietro, arquitecto y proyectista fascista, declaraba que los antiguos gymnasia [5]
griegos [6] serían “la base arquitectónica de los futuros estadios e hipódromos” (ibíd.:
118). Por tanto, pese a que la base teórica del fascismo sería el futurismo, sus modelos
siguieron siendo los clásicos, como ocurriría en toda Europa (ibíd.: 119-121). ¿Cómo se
explica tal contradicción? En el seno del partido fascista existía una larga polémica a
propósito este problema, existiendo en los años treinta una completa división de
opiniones [7]. Esta polémica generó a su vez un escenario contradictorio:
construcciones que evocaban los gymnasia construidos por arquitectos modernistas,
hasta el punto que no existía un modelo común para los ocho grandes estadios que Italia
construyó con vistas al Mundial de 1934 (ibíd.: 101-102). Mussolini promulgó una ley
en 1928 para la construcción de estadios, que fue la primera de tal género en la historia
(ibíd.: 107-108). Precisamente, en ella no se hacía mención a la seguridad de los
espectadores, sino que estaba especialmente indicada para demarcar los límites de un
particular “buen gusto” (la legge del buon gusto) (ibíd.: 107). Pese a especificar como
objetivo la satisfacción de “las exigencias de los espectadores” (ibíd.: 109), la recién
instaurada Comisión de recintos deportivos (Comissione impianti sportivi, CIS),
encargada de velar por la nueva ley, concebía todo estadio como un elemento de
propaganda (ibíd.: 110). Son notables tres de ellas, si tenemos en cuenta sus
dimensiones y valor político: el Littoriale de Bolonia; el Giovanni Berta, de Florencia;
y el Stadio Mussolini, de Turín.

El Littoriale evocaba la figura del lictor romano, oficiales encargados del


mantenimiento del orden público (y portadores del fasces, que sería uno de los símbolos
fundamentales del fascismo), y fue construido en 1928. Se trataba de un gran complejo,

8
sin antecedentes en Italia, que suponía el inicio de un gran proyecto, no sólo centrado en
el fútbol, sino completado con toda una programación educativa, que incluía atletismo,
natación y ejercicios militares, todo ello inspirado en el espíritu de mejorar la “raza”
(ibíd.: 45-47). Además, el arquitecto proyectó amplios accesos que permitiesen un
mejor control de las masas, cosa que reforzaba la cultura de disciplina que Mussolini
quería imponer (ibíd.: 130).

Podemos preconizar, por tanto, la existencia de un proceso de transformación desde los


valores políticos nacionales de propaganda en las construcciones de los estadios hasta el
carácter localista de las construcciones de hoy, que intentan reflejar la imagen de una
ciudad [8]. El estadio se convierte en un símbolo identitario de un club y de toda su
hinchada. Si bien en su origen, la seguridad —como ya señalamos anteriormente— no
fue un elemento clave en su construcción, tampoco posteriormente su mayor
importancia hace disminuir la de los elementos más puramente estéticos.

La figura del espectador

Retomemos el discurso que afirmaba más arriba que la figura del espectador se podría
proponer como un universal del juego. Para ello, trataremos de reforzar tal aserción a
partir de algunos ejemplos.

La primera referencia literaria de los espectadores la observamos en La Ilíada¸ XXIII,


766 [9], durante los juegos funerales en honor a Patroclo. En esas primeras referencias
en Grecia no hallamos, sin embargo, nada despectivo [10]. Sin embargo, ya con los ludi
romanos, el papel de los espectadores sería visto sarcásticamente: un ejemplo conocido
es el de Séneca, quien al escribir sus Epístolas morales (LXXX) escuchaba desde su
estudio el clamor de los espectadores proveniente de los estadios, comparando los
ejercicios físicos con los espirituales. Ahora bien, una de las grandes diferencias entre el
agón griego y el ludus romano es que, en el primero, el juego es concebido en su forma
competitiva, esto es, estaba enfocado a la victoria y, por ende, a la gloria de los
vencedores (como ejemplo de ello hallamos las odas elegíacos de Píndaro); mientras
que el segundo era una forma de entretenimiento, es decir, estaba enfocado
fundamentalmente a la diversión de los espectadores (Huizinga, 1938; D.C. Young,

9
1984; Manetti, 1988). El deporte contemporáneo, en general, conjuga estas dos
tendencias: la competitiva y el entretenimiento del público.

Con todo ello, la figura del espectador se puede considerar inmanente al deporte. Si
tomamos la tesis de Simmel, antes comentada, el espectador aparecería como esa
posible tercero de quien todo participante en el juego espera su reconocimiento [11].

Desde una perspectiva teórica, se ha dividido en dos los tipos de espectadores. Por
ejemplo, Bourdieu (1984: 182-183) diferencia entre los espectadores especializados y
los no especializados: los primeros son aquellos que conocen minuciosamente el juego
y elevan el detalle a través de la explicación (“expertos”), mientras los otros serían
aquellos destinados a ser una “caricatura del militante, consagrado a una participación
imaginaria” (ibíd.: 185), que conocemos como fanático o hincha. Sin embargo, no
consideramos que tal división sea tan neta como la propone Bourdieu, ya que, en
muchas ocasiones, un espectador especializado puede también ser hincha de un equipo,
participando de la militancia, tal y como la llama nuestro autor.

Hans Ulrich Gumbrecht (2006), por su parte, diferencia entre espectadores apolíneos y
dionisíacos, recuperando la oposición clásica de Nietzsche respecto al tipo de sociedad
[12]. A diferencia de Bourdieu (1984), quien define, de forma despectiva, la
participación imaginaria del espectador no especializado como “una compensación
ilusoria de la suspensión de los expertos” (ibíd.: 185), Gumbrecht elogia esa actitud de
comunión con los deportistas, propia del espectador dionisíaco. Gumbrecht sostiene que
cada deporte atrae a un tipo de espectador diferente, aunque, “en principio, cualquier
clase de deporte puede atraer tanto a espectadores con una mirada como a los que
depositan su orgullo y su esperanza en los atletas” (Gumbrecht, ibíd.: 226). Esto
recordará, sin duda, un conocido pasaje donde Lotman nos hace ver que cada texto está
siempre orientado a un determinado auditorio:

Cuentan un anecdótico suceso de la biografía del conocido matemático P. L.


Chebyshev. A una conferencia del científico, dedicada a los aspectos matemáticos del
corte de la ropa, acudió un auditorio no previsto: sastres, grandes señoras vestidas a la
moda y otros. Sin embargo, la primera frase del conferenciante, “supongamos, para
simplificar, que el cuerpo humano tiene forma de esfera”, los puso en fuga. En la sala

10
quedaron sólo los matemáticos, quienes no hallaron en tal comienzo nada de
asombroso. El texto seleccionó para sí un auditorio, creándolo a su imagen y semejanza
(Lotman, 1996: 110)

Atendiendo a la idea de que todo texto contiene una imagen del auditorio, y
concibiendo la performance misma del juego como texto, debemos ahora cuestionarnos
sobre la coincidencia de los códigos entre el texto y el auditorio, coincidencia que, como
nos recuerda el propio Lotman, no puede ser absoluta en la praxis, aunque concebible en
el plano teórico. Aquí se pone en funcionamiento una memoria común entre el
destinador (los jugadores, los equipos) y el destinatario (los espectadores), que, por muy
heterogéneos que sean, conforman actantes colectivos. Es decir, la historia del deporte
en cuestión, por ejemplo, la del fútbol, y la historia concreta de cada club conforman esa
memoria común indispensable para la comprensión del juego. Más aún en el fútbol, ya
que el alto carácter interpretativo de sus reglas [13] y la permisión del contacto físico
hacen de las actitudes de cada uno de sus participantes fundamentales para su
desarrollo, es decir, para el diálogo que lo conforma, con sus respuestas y procesos de
feedback. Un ejemplo claro de ello lo tenemos en el árbitro, cuya toma de decisiones
durante el juego puede verse influido por las actitudes tanto de los jugadores como de
los aficionados.

En este sentido, algunos autores han tenido a bien destacar como factor importante la
homología entre las actitudes de los jugadores y espectadores durante el juego (Barthes,
1957, 1959; Bromberger, 1987) [14]. Bromberger (ibíd.: 191 y ss.) describe este factor
dentro del marco de los fenómenos de la “ley de la semejanza” y “del contagio”, según
la cual las causas iguales producen efectos idénticos, tanto dentro como fuera del
estadio. Para la homología entre actitudes de uno y otro, este autor observa que las
actitudes agresivas, las peleas dentro del campo, despiertan siempre la exaltación de los
aficionados, es decir, produce un efecto idéntico a su causa: una actitud determinada en
un jugador causa la misma actitud en un espectador. En el caso del contagio, fija su
atención en las supersticiones dentro del fútbol, como, por ejemplo, colocarse una
prenda con la que se gana usualmente u otro tipo de amuletos.

En el caso del catch estudiado por Barthes (1957) la comparación puede resultar más
forzosa, pero tal nexo puede quedar evidenciado mediante una comparación breve con

11
otro texto (1959) en que sí se refiere directamente al deporte. Barthes observaba que el
catch muy poco tenía que ver con el deporte “regular”, ya que en el catch llamado
amateur existe una espectacularización de los gestos, convirtiéndolo en una red de
personajes-signo de una moral y de un rol determinados, es decir, en una “verdadera
comedia humana” (Barthes, 1957: 17), donde “el espectador no se interesa por el
ascenso hacia el triunfo”, como en el deporte, sino que “espera la imagen momentánea
de determinadas pasiones” (ibíd.: 14). Siguiendo esta línea, afirma que “todo lo que
sucede al jugador sucede también al espectador”, “pero mientras en el teatro el
espectador es sólo un observador, en el deporte es un actor” (Barthes, 1959: 47). En
definitiva, se trata de un juego enfocado a la diversión del espectador más que a la
victoria de los participantes, como en el caso de los ludi que señalamos anteriormente.

Esta conclusión está directamente vinculada con la necesidad del espectador por
“hacerse visible” (Ehrenberg, 1985: 104) [15]. Todo tipo de accesorios del espectador
(bufandas, banderas, pinturas, etc., pero también cánticos, gestos, etc.) parecen cumplir
una función enfática, y que nos puede inducir a adoptar la teoría de que el espectador ha
de ser considerado como un actor dentro del espectáculo total del fútbol. Efectivamente,
entendiéndolo el juego como diálogo a diferentes niveles —recordemos, aunque no
podamos aquí desarrollar este aspecto, que el juego en sí también puede ser abstraído
como un diálogo entre equipos o jugadores y árbitros—, el espectador es el destinatario
del mismo. Este multinivel del diálogo puede ser explicado en palabras de Lotman
(ibíd.: 59): “Las esferas textuales cerradas forman un complejo sistema de mundos que
se intersecan o que están jerárquicamente organizados, correlacionados sincrónica o
diacrónicamente, y al intersecar las fronteras de éstos los textos se transforman de
manera nada trivial.”

No nos resultará en absoluto sorprendente que, en su estudio sobre el fútbol en


Marsella, Bromberger (1987: 184-185) observase que, en lugar de existir una total
cooperación entre los grupos de aficionados de un mismo equipo, en realidad existían
rivalidades manifiestas según la asociación a la que perteneciesen, así como una
división social según las partes del estadio en donde se ubicase. Espacio de consenso, el
estadio es también un lugar de toma de conciencia y expresión de diferencias y
oposiciones, constatación que desmiente los veredictos de cierta macrosociología sobre

12
las funciones mistificantes del espectáculo deportivo y sobre la homogeneidad del
comportamiento de las masas.

Bromberger observó, igualmente, que las actitudes y técnicas del cuerpo de cada uno de
los ocupantes del graderío son diferentes entre sí, y que, incluso, existen referencias en
cánticos de menosprecio entre miembros de una misma hinchada pero de diferentes
gradas. Esto vendría a limitar la concepción del espectador como un actante
homogéneo, y mostrar el hecho de que el estudio etnográfico debe tomar el enfoque del
conflicto dentro del estadio y no el de la cooperación [16]. Y ese conflicto partiría, nos
parece, del análisis de cada una de esas esferas textuales cerradas que conforman el
deporte y el diálogo que se desarrolla entre ellas durante el juego.

Conclusiones

Las instituciones deportivas han creado una serie de metalenguajes (autodescripciones)


que las hacen situarse en el centro de la semiosfera, mientras que los grupos de fans
(hooligans, tifosi, etc.) son descritos desde ese centro. Es decir, estos últimos apenas
han generado sus propias descripciones. Las asociaciones de clubes, los clubes e,
incluso, los estados mismos han elaborado códigos que establecen los comportamientos
correctos e incorrectos, como son la Football Spectators Act de 1989 en Inglaterra o la
Ley Amado de 2007 en Italia. Estas esferas mantienen un diálogo que viene encarnado
y renovado en cada juego o partido individualmente.

Un tema interesante es el de la discusión surgida sobre la posibilidad de introducir la


tecnología para poder dilucidar las infracciones cometidas en el campo. La negativa de
la FIFA (no siempre aceptada) se basa en que tal decisión haría imposible la polémica,
es decir, los discursos en forma dialógica sobre el fútbol. Pero es que, además, el hecho
de que particularmente las reglas del fútbol poseen un carácter más interpretativo e,
incluso, arbitrario, hace a su vez que la preservación del diálogo durante el juego entre
espectadores y participantes del juego (incluido el árbitro) y la introducción de tales
tecnologías tengan un carácter exclusivo uno frente al otro. En otras palabras, mediante
la tecnología el diálogo participantes-espectadores se volvería más estático, es decir,
aumentaría el espacio intersecado entre los participantes, ocupado ahora absolutamente
por el código.

13
En definitiva, la tecnología, con la posibilidad de repetir lances del juego (replay) que
ella conlleva, sería la encarnación misma del código, lo haría manifiesto a cada
momento, repercutiendo así sobre el carácter interpretativo de las reglas del fútbol,
asunto que hemos venido tratando durante todo el presente artículo.

Tal diálogo hace que cada uno de los participantes se transforme, a partir de los nuevos
sentidos que cada texto (juego) genera. Nadie dejará de negar que el apoyo de los
hinchas a sus equipos no está fundamentado única y exclusivamente en los resultados
conseguidos. Hay numerosos ejemplos de equipos cuya hinchada se mantiene fiel, pese
a los malos resultados, debido normalmente a la confianza que poseen en la fidelidad
mostrada por sus jugadores al equipo (manifestada siempre en la performance del
juego), y viceversa, es decir, hinchadas que, pese a los buenos resultados, dan la espalda
a su propio equipo, mediante cánticos y abucheos.

Para conquistar la confianza de los hinchas —especialmente en el fútbol—, los


jugadores deben traducir los valores atribuidos al fútbol por aquellos en la forma que el
juego mismo permite. Haciendo un símil teatral, sería como hacer una historia semiótica
de los modos de actuar, es decir, de cuáles son las formas de recitación para cada
período y para cada público. Ya de por sí, nadie dejará dentro del teatro fórmulas de
recitación según el público: más bien, es la recitación la que crea su público. Por
ejemplo, la recitación dramática o la cómica, o, incluso, la recitación del teatro infantil.
De la misma forma, cada equipo intentará plasmar en el juego una concepción que le
sea propia, concepción que es increada a partir de cada uno de los participantes:
espectadores e instituciones.

Ahora bien, como hemos intentado mostrar, el jugador vive siempre en la tensión
generada por la necesidad de ganar y la necesidad de hacerlo de una determinada forma.
Esa forma no es sino la traducción de ciertos valores, como acabamos de señalar. Por
ejemplo, el esfuerzo como valor compartido puede estar representado en el juego por
jugadores que corran constantemente; la elegancia puede estar representada en el hecho
de privilegiar las soluciones estéticas, y no las eficaces, para lances singulares del juego.
O, al contrario, el esfuerzo puede estar representado por una gran disciplina táctico-
estratégica por cada uno de los jugadores y la elegancia por la toma de decisiones cuyo

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objetivo sea explícitamente la consecución de puntos o goles. En este aspecto el fútbol
es un deporte privilegiado, porque permite una gran variedad de posibilidades y el
análisis de cada uno de esos valores y de las posibles traducciones deberá ser siempre
muy pormenorizado. De ahí que en el fútbol la expresión “no siempre gana el mejor”
ejemplifique claramente la tensión, muy comentada en el presente artículo, entre la
búsqueda de la victoria y la búsqueda de la diversión del espectador.

Pensamos, en síntesis, que gracias al análisis de las formas de traducción en el juego de


esos valores que nos resultan fundamentales para cada deporte y del diálogo existente
durante el juego entre las esferas que lo componen, podremos comprender mejor
fenómenos de comunicación y explosiones de sentido que tienen lugar en nuestra
cultura. Igual que un rostro, al tiempo que se refleja enteramente en un espejo, se refleja
también en cada uno de sus pedazos, que, de esa manera, resultan tanto parte del espejo
entero como algo semejante a éste, en el mecanismo semiótico total el texto aislado es
isomorfo desde determinados puntos de vista a todo el mundo textual, y existe un claro
paralelismo entre la conciencia individual, el texto y la cultura en su conjunto. El
isomorfismo vertical, existente entre estructuras dispuestas en diferentes niveles
jerárquicos, genera un aumento cuantitativo de los mensajes. Del mismo modo que el
objeto reflejado en el espejo genera cientos de reflejos en sus pedazos, el mensaje
introducido en la estructura semiótica total se multiplica en niveles más bajos (Lotman,
1996: 32). Se trata, sin más, de lo Franciscu Sedda (2010) ha intentado demostrar en su
artículo ‘Maradona e l’esplosione’, al analizar el famoso gol con la mano de Maradona
contra Inglaterra en la Copa del Mundo de 1986 es precisamente estudiar ese reflejo del
objeto donde el sistema “es capaz de convertir el texto en una avalancha de textos”
(ibíd.). Y el fútbol, especialmente, es un lugar idóneo para ello.

Este análisis nos llevaría a una mayor comprensión de las formas posibles de
construcción de las identidades socioculturales, como queda de manifiesto en los
trabajos antes citados de Ehrenberg (1985) y Bromberger (1987). Y es que,
compartiendo en parte la visión de Ortega, los sentimientos de comunidad son
encarnados en ese diálogo que tiene lugar en todo deporte, aunque especialmente en el
fútbol. No en vano, Marshall McLuhan (1964) pudo observar en las características del
funcionamiento de cada deporte un equivalente cultural, de forma que el béisbol es,
según nuestro autor, el deporte propio de una cultura de producción mecánica —en cada

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momento ocurre una sola cosa— mientras que deportes como el fútbol o el baloncesto
son deportes propios de la era eléctrica —suceden muchas cosas en cada momento. De
igual forma, la perspectiva de la semiótica de la cultura puede arrojar luz sobre
fenómenos que, como hemos visto, son propios de la cultura contemporánea.

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Notas

[1]: George Herbert Mead, en su obra Mind, Self and Society (1934), sostenía que el ‘play’ se
refería a un juego individual, característico de las primeras etapas del desarrollo del niño. El
‘play’ sería el primer tipo de juego que el niño practicaría, y cuya finalidad estaría en la
asimilación de roles propios de la sociedad adulta, mediante la mimicry o imitación. En una
etapa más madura, el niño comienza a participar en los ‘games’, donde el niño está obligado a
relacionarse con otros participantes y a aprender las reglas del juego. En el ‘game’ —de carácter
evidentemente colectivo— el niño comprendería que debe sumirse a las normas de
comportamiento (deber hacer) para ser aceptado como participante. Se trata, pues, del paso del
juego individual al juego en equipo (Caillois, 1967: 193).

[2]: En la semiótica de Greimas (1976: 99), los actantes colectivos basan su creación en la
conversión de las unidades integrales, definidas por su individuación, en unidades partitivas,
miembros participantes de una totalidad mayor, que llamaremos totalidad partitiva; la acción
del actante colectivo se manifiesta, en un grado superior, la totalidad integral, que actuará como
unidad integral.

[3]: Podemos señalar, al respecto, que, como indica Benveniste, en tertius se encuentra el origen
del testis, que en el derecho romano era encargado de asistir a un contrato oral entre dos
personas y lo hacía susceptible de certificarlo en el futuro. Aunque éste no sea el lugar
adecuado, creemos que un análisis del espectador deportivo como testigo podría ser fecundo
para una definitiva definición del mismo.

[4]: Todo esto remite al problema de la identidad equipo-ciudad, que no trataremos aquí. Para
una presentación general del problema, ver Bromberger, 1987.

[5]: En griego, la palabra originaria para “estadio” era gymnasia, mientras que stadio —que
tardíamente serviría para referirse al recinto donde se celebraban las carreras— era una unidad
de medida de alrededor de 185 metros y, también, la carrera disputada a pie de la misma
distancia.

[6]: “El fascismo intentó deliberadamente recuperar la gloria de la Roma imperial, legitimando
el propio dominio a través de la mitología imperial, pero sus proyectos arquitectónicos de

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grandes obras de carácter deportivo y de estadios se realizaban, lógicamente, en base a la
antigua Grecia” (Martin, ibíd.: 118).

[7]: Mientras que el ex secretario del partido, Roberto Farinacci, en un ataque directo contra la
arquitectura modernista, fuerza a Mussolini a aclarar su propia posición (Martin, 2006 : 128), un
arquitecto miembro del sindicato fascista, Giuseppe Pagano, decía observar una incomprensión
de la relación entre política y arquitectura, dando demasiada importancia al elemento político
(Martin, 2006: 127). Pagano llegó a proclamar, en un artículo publicado en la revista Casabella,
titulado ‘Mussolini salva l’architettura italiana’, que “la arquitectura moderna es ya arte de
Estado” y que “los arquitectos modernos están oficialmente investidos de una gran
responsabilidad histórica” (cit. en Martin, 2006: 129) [traducción nuestra]. (En el original: “Ora
l’archittetura moderna è arte di Stato […] Ora gli artchitetti moderni sono investiti di una grande
responsabilità storica”).

[8]: Martin (ibíd.: 56 y ss.) observa una constante lucha contra los localismos en el fútbol
italiano de la época, al intentar privilegiar los elementos de carácter nacional del deporte,
aunque sin mucho éxito, como explicaremos en el siguiente capítulo.

[9]: Durante el combate entre Ayante y Odiseo, éste último realizaba el ataque final, mientras
“los aqueos todos daban gritos secundando su anhelo de victoria, y, cuando muy deprisa iba
corriendo, con sus exhortaciones le animaban”. Otro ejemplo lo podemos tomar de los juegos
Olímpicos celebrados en 212 a.C.: el protegido del rey Ptolomeo IV de Egipto, Aristónico
luchaba en pancracio contra el campeón Tebe Clitómaco. Aristónico fue capaz de desafiar el
poderío de Clitómaco, y, ante el gran coraje del púgil egipcio, el público comenzó a animarle:
Clitómaco dio un paso atrás y se dirigió a los asistentes, reprochándoles que quisieran que la
corona olímpica fuese lograda por un egipcio antes que por un griego (Manetti, 1988: 79-80).
Quizás también este ejemplo pudiese ser tomado como primera referencia a la identidad
regional y nacional en las competiciones.

[10]: Marcial, en el siglo I d.C., en su De spectaculis, preguntaba: “¿qué pueblo es lo


suficientemente atrasado, qué raza lo suficientemente bárbara, César, para no enviar
espectadores a las representaciones dadas en tu ciudad?” (Epígrama III).

[11]: Ya en los antiguos juegos griegos se daba gran importancia a los espectadores, siendo
normal incluso que los grandes literatos, como los casos de Herodoto o Píndaro, leyesen sus
obras ante el público de Olimpia (Manetti, 1988: 39 y ss.). Asimismo, las Odas de Píndaro
reflejan un intento de glorificar “admirables contiendas” (en Gumbrecht, 2006: 26): la gloria

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debía ser concedida por los espectadores, por lo que el “honor” (en griego, “premio material”)
era el medio adecuado para tal fin.

[12]: Gumbrecht (ibíd.: 228-229) recordaba también la diferencia entre un “espectador


analítico” y un “espectador catártico”, propuesto por Bertolt Brecht en referencia al teatro: el
primero, sería un espectador “frío” y crítico, mientras que el otro era descrito por Brecht como
ejemplo del “pecado capital contra el estado de alerta intelectual”, que sería “identificarse con
alguno de los personajes” de la obra.

[13]: He de agradecer aquí algunas observaciones al respecto por parte de mi colega Marcello
Serra.

[14]: También Clifford Geertz (2001), en su estudio de las peleas de gallos en Bali, ha señalado
cómo los espectadores influían en el desarrollo de las peleas gritando sus apuestas mientras
aquella se desarrollaba.

[15]: No queremos entrar en una discusión sobre este asunto, pero sí haremos notar que
Ehrenberg (1985) propone que el espectador menos favorecido socialmente encuentra en el
fútbol una manera de hacer visible su diferencia, lo que le llevará a sostener que el fútbol es un
uso social (“usage social”) que, en su forma de espéctaculo igualitario —donde todos están en
teoría en las mismas condiciones entre ellos— neutralizaría las desigualdades habituales del
sistema social (id.: 106).

[16]: Agradecemos al profesor Carlo Ginzburg la anotación realizada respecto a la posibilidad


de observar tanto el juego no institucionalizado como el deporte desde la perspectiva propuesta
por Mauss (1905), es decir, desde dispositivos temporales según horarios siempre vinculados
con el trabajo. Aunque esto daría pie a otro análisis que no ha lugar en el presente texto.

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Resumen

Desde la perspectiva de la semiótica de la cultura, cada fenómeno cultural particular


presenta la misma forma (homeomorfismo) que el funcionamiento global de la cultura
en que éste tenga lugar. Nuestro propósito no es otro que el de analizar ciertos aspectos
la conducta de los aficionados de fútbol, principalmente la generación de identidades
respecto a los clubes. Ello nos puede dar pistas de cómo una cultura construye la
identidad hacia diferentes grupo socioculturales determinado, generando al mismo
tiempo grupos considerados como la alteridad, aquello que no se es. Otro aspecto
importante es el fiel reflejo que las conductas de los espectadores pueden mostrarnos de
las formas de intercambio social en una cultura.

Palabras clave

Semiótica, cultura, fútbol, identidad, cambio cultural.

Abstract

From a semiotics approach, each cultural fact has the same shape (homeomorphism) as
the global running of the culture where it happens. Our purpose is to analyse some
aspects of football fans' behaviour, mostly the creation of identities towards football
clubs. Therefore, it can give us some clues about how a culture builds the identity
towards different sociocultural groups, creating at the same time opposite groups,
considered as what they are not. Other important aspect is that fans' behavior gives us
an accurate image of the shapes of social exchange in a certain culture.

Key words

Semiotics, culture, football, identity, cultural change.

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