Asi Vivian Los Romanos
Asi Vivian Los Romanos
Asi Vivian Los Romanos
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AA. VV.
ePub r1.2
Titivillus 01.05.17
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Josefa Espinós, Pascual Masiá, Dolores Sánchez y Mercedes Vilar, 1987
Ilustraciones: José Luis L. Saura & Carlos Álvarez Galindo
Diseño de cubierta: Redna G.
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¿Quiénes fueron los romanos?
Según la tradición y la leyenda, Roma fue fundada en el año 753 a. C. En su origen,
fue una aldea de pastores provenientes de los Montes Albanos y Sabinos, asentada
sobre el Palatino y a orillas del río Tíber. A lo largo del siglo VI a. C. los etruscos,
pueblo singular del norte, cuyos orígenes aún no han sido del todo descifrados,
hicieron de esta aldea una auténtica ciudad, con sus calles, plazas, mercados, tiendas,
templos y edificios públicos.
Poco a poco, durante el período en el que los libros de
Historia sólo nos hablan de Atenas, Pericles y de
Alejandro Magno, Roma fue convirtiéndose en una
poderosa ciudad-estado, fundiendo sus raíces autóctonas
con las de los etruscos, e incorporando a través de ellos los
elementos básicos de la civilización griega.
Sin darnos cuenta, encontramos a los romanos
luchando en el siglo III a. C. contra los cartaginenses,
contra Asdrúbal y Aníbal, que intentaron conseguir la
hegemonía del Mediterráneo occidental, y que incluso, a
lomos de elefantes, intentaron dominar Roma, atravesando
los Alpes, por el Norte de la península Itálica.
A lo largo de estos siglos remotos, Roma se constituyó
en un estado fuerte; dejó de ser una ciudad-estado, a la
manera griega u oriental, y se perfiló como una potencia
militar, colonial y política, con aportaciones a la
civilización de enorme trascendencia para la Historia
occidental: la organización política, el concepto de
ciudadanía, el Derecho, la organización militar, su religión
cívica, simétrica de la griega (los mismos dioses con distintos nombres…), la
planificación urbana y las obras públicas —acueductos, vías de comunicación, presas,
puentes, etc.— y una afición especial por la Historia. Historiadores griegos y
romanos (Diodoro Sículo, Diodoro de Halicarnaso, Tito Livio, Catón el Viejo,
Polibio, Julio César, Tácito, Salustio) nos narran una y otra vez la Historia de Roma,
de la República, del Imperio y de sus leyendas de fundación. Sin embargo, dilucidar
cuáles son los elementos históricos, cuáles son simplemente legendarios o meras
justificaciones patrióticas es una tarea que no ha sido resuelta del todo.
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Según la leyenda, Rómulo y Remo, fundadores de Roma, fueron amamantados por una loba (la «loba
capitolina»). Un escultor etrusco representó así a la loba en el siglo VI a. C. Arriba, una moneda romana
acuñada en el 220 a. C.
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La fundación de Roma: Rómulo y Remo
El historiador Tito Livio narra la leyenda de la fundación de Roma, intentando
entroncar sus orígenes con Eneas, héroe troyano.
Según Tito Livio, en el siglo VIII a. C. reinaba en Alba Longa, ciudad del Lacio
fundada por un descendiente de Eneas, el rey Numitor. Su hermano, llevado por la
ambición, lo expulsó del trono y consagró a la hija de Numitor al culto de la diosa
Vesta. Pero Marte se enamoró de ella, y de su unión nacieron los gemelos Rómulo y
Remo. El nuevo rey se asustó y ordenó que los arrojaran al río Tíber; sin embargo, un
servidor se apiadó de ellos y los depositó en un cesto que flotó sobre el río, hasta
llegar a una orilla. Allí los encontró una loba, que los crió amamantándolos. Cuando
los gemelos fueron mayores, se enfrentaron al emperador y restituyeron el trono a su
abuelo Numitor. Ellos se instalaron en una colina, cerca del lugar donde fueron
alimentados por la loba, y la rodearon con un muro de piedra. Así cuenta la leyenda
los comienzos de la ciudad de Roma.
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¿Cuándo vivieron?
Tradicionalmente, se viene distinguiendo en la Historia de Roma tres grandes
períodos: Monarquía, República e Imperio.
La Monarquía. Se extiende desde el siglo VIII a. C. hasta el año 509 a. C.; es la
época del surgimiento del Estado romano y la creación de un nuevo sistema político.
La República. Desde el año 509 a. C. al año 30 a. C. (muerte de Marco Antonio);
época de creación de la unidad itálica y expansión del Estado romano por el
Mediterráneo.
El Imperio. Desde el año 30 a. C. al año 476 d. C. (año de la caída de Roma a
manos de los bárbaros).
Este período se suele subdividir en tres etapas:
— Principado o Alto Imperio.
— Crisis del siglo III.
— Bajo Imperio.
Las formas de vida descritas en este libro corresponden a un período largo, a
caballo entre la República y el Imperio: los tres siglos últimos de la República y los
tres siglos primeros del Imperio. A partir de entonces, las costumbres y las
mentalidades de los distintos grupos sociales empezaron a cambiar paulatinamente.
Según la leyenda, Roma fue fundada en el 753 a. C. por Rómulo y Remo. En el
509, los romanos se liberaron de los etruscos y constituyeron la República. En
el 264 a. C. su expansión comercial les enfrentó con los cartagineses, a los
que derrotaron tras años de lucha. En el 59 a. C. César conquista las Galias,
y en el 44 se convierte en dictador y es asesinado. El Imperio comienza en el
27 a. C. con Augusto; dura hasta el siglo VI a. C. en que el Imperio Romano
de Occidente se derrumba. El de Oriente, sin embargo, se mantuvo hasta la
conquista de Constantinopla por los turcos, en el siglo XV.
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El Imperio Romano fue un gran cuerpo cuyas células eran las ciudades. Gracias a sus órganos de poder local
éstas gozaban de una gran autonomía. La primera entre ellas, la gran metrópoli, era Roma, que pudo tener hasta
un millón de habitantes en los momentos de mayor esplendor. Junto a ella, las ciudades más importantes fueron
Cartago, Alejandría, Antioquía y Éfeso. Una amplia red de calzadas unía el tejido urbano, facilitando el contacto
entre Roma y el resto de las poblaciones. La vida urbana constituyó la base de la rápida romanización del
Imperio. En esta imagen de Roma destaca el Tíber, en primer término. En el centro se ve el Gran Circo (Circo
Máximo) y al fondo a la derecha, el Coliseo o Amphiteatrum Flavium (ya que fue construido por la familia de los
Flavios); cerca de él, el Foro. Sobre todo, en esta maqueta destaca el trazado urbanístico de la ciudad.
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I
Del nacimiento a la vida adulta
Al nacer, el niño, o la niña, era colocado a los pies del padre. Si éste lo levantaba y lo
cogía a sus brazos, manifestaba que lo reconocía como hijo y se comprometía a su
crianza y educación. Pero si el padre consideraba que ya tenía demasiados hijos o que
carecía de medios para criarlo, era libre de exponerlo.
Como se ve, la familia romana no se parecía mucho al modelo de familia de
nuestro tiempo. En primer lugar, los padres no tenían la obligación,
ni moral ni jurídica, de aceptar todos los hijos nacidos del
matrimonio. La exposición de los niños recién nacidos, es decir, su
abandono público para que fueran adoptados por otras familias,
constituía una práctica habitual y legal, tanto en las familias pobres
como en las ricas, patricias o plebeyas. El abandono de niños
legítimos estaba motivado por la miseria, en el caso de unos, y por
la política patrimonial, en el caso de otros; era una manera de evitar
la excesiva parcelación de las herencias.
En Roma, delante del templo de la Pietas, estaba la llamada
columna lactaria; a su pie eran depositados los bebés abandonados,
que habitualmente eran recogidos (si lo eran) por personas cuyo
único fin era explotarlos como esclavos, mendigos o prostitutas si
eran niñas. Los niños deformes o inútiles, o los simplemente
débiles, eran eliminados. El propio Cicerón, en uno de sus escritos
dice: «Sea muerto en seguida el niño deforme, según disponen las
XII Tablas».
El adoptado tomaba el apellido del nuevo padre. El infanticidio del hijo de una
esclava también era admitido como normal y la decisión de aceptarlo o no
corresponde al amo de la esclava.
En Roma un ciudadano no tenía un hijo, literalmente lo cogía, lo levantaba
(tollere). El jefe de familia decidía aceptarlo o no. Únicamente, con el transcurrir de
los siglos, y gracias a la expansión de la nueva moral estoica, que abriría el paso a la
cristiana, esta práctica se convirtió en ilegal, y hasta que eso ocurrió, durante una
época, fue objeto de condena o reprobación moral, pero no ilegal.
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Niño aprendiendo a caminar con un taca-taca. En las casas ricas, los niños eran enviados al campo, con su
nodriza y el pedagogo, para que se educasen en un ambiente sano.
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Niños jugando. Los niños romanos de familias acomodadas disponían de abundantes juguetes, desde muñecas y
soldaditos con todas sus armas y armaduras hasta aros, carros, etc.
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Los niños expuestos era raro que sobreviviesen, y, a veces, la exposición no era
sino un simulacro, para encubrir que la madre lo había confiado ya a unos vecinos, o
a algún liberto, para que lo criase y lo educase. La esposa del emperador Vespasiano
tuvo este origen.
Las familias romanas parecen no haber sido muy prolíficas. La ley establecía un
privilegio a los nobles que tenían tres hijos, lo cual era sintomático de un número
ideal de vástagos. Parece que se practicaba un cierto control de natalidad, sin
demasiadas restricciones morales y sin prohibiciones legales.
La vía para ampliar la familia no era únicamente tener hijos en «justas bodas»,
según la expresión romana. Había dos maneras de tener hijos: engendrarlos y
adoptarlos. La adopción era un método para evitar que una familia careciese de
descendencia y también era una manera de adquirir un estatus social. Para ser
nombrado gobernador de provincias, por ejemplo, había que ser paterfamilias. El
emperador Octavio fue hijo adoptivo y heredero de César.
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La educación y la escuela
El recién nacido recibía el nombre a partir del día octavo, si era niño, y del noveno, si
era niña. Primero tomaba el praenomen (nombre de pila), luego el nomen (el de la
familia) y por último el cognomen (el de la gens). Desde el primer día se le ponían
amuletos. Los primeros juguetes eran los sonajeros (crepitacula) a los que seguían
otros de índole muy variada. La lactancia y los cuidados primeros eran confiados a
una nodriza (nodrix), que solía convertirse en su segunda madre.
Hasta la pubertad, los niños eran confiados a un pedagogo, llamado también
nutritor o tropheus. El niño se dirigía al padre, llamándole domine, pero se
relacionaba más con los domésticos, la nodriza y el pedagogo, que con sus propios
padres. La nodriza le enseñaba a hablar (en las familias ricas solía ser griega) y el
pedagogo a leer.
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Juego infantil de todos los tiempos: «a caballito».
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Un médico examina el abdomen hinchado de un niño (bajorrelieve del Museo Británico). Roma heredó la
tradición médica de Grecia. Los mejores libros de medicina estaban escritos en griego y los médicos griegos
gozaban de una excelente reputación entre los romanos. El número de profesionales de la medicina era elevado;
cada región tenía sus médicos, y en las escuelas de gladiadores había uno que curaba las heridas y las
enfermedades, marcaba la dieta y regulaba el descanso. Galeno, uno de los médicos más famosos de todos los
tiempos, fue médico de gladiadores.
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La escuela (schola) era una institución reconocida. El calendario religioso
marcaba los días de descanso. Las clases se daban por las mañanas y a ellas acudían
niños y niñas; a los doce años, se separaban. Sólo los niños, si eran de familia rica,
continuaban estudiando. Un grammaticus les enseñaba los autores clásicos y la
mitología; algunas niñas tenían un preceptor que les enseñaba los clásicos. Sin
embargo, a los catorce años la niña era considerada ya una adulta (domina, kyria).
Los niños aprendían fundamentalmente retórica. En la parte griega del imperio, la
escuela constituía un sector de la vida pública.
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Los útiles de escritura eran muy variados. Usaban el papiro y el pergamino como nosotros el papel, aunque
también escribían sobre tabletas enceradas y sobre marfil. Pero estos materiales eran muy caros, pesados y
difíciles de manejar. Hoy se consume más papel en un día que pergamino y papiro en varios años en Roma. Al
aprendizaje de la escritura sólo tenían acceso unos pocos, los más pudientes.
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Útiles de escritura (punzones y tintero) y un libro hecho a base de tabletas de cera.
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Tenía por marco la palaestra o el gymnasium. El currículo estaba compuesto por
Lengua Materna (griego), Homero, Retórica, Filosofía, Música y Deporte. Los
griegos no aprendían latín, mientras que los romanos de la mitad occidental del
Imperio aprendían latín y griego y concedían menor importancia al Deporte y la
Música. Sin embargo, y dado que la escuela era una institución sufragada por el
dinero de los ciudadanos que enviaban allí a sus hijos, una parte muy numerosa de la
población infantil estaba privada de ella. Los textos clásicos ofrecen muchos
ejemplos de niños que trabajaban a edades muy tempranas en oficios muy diversos y
nada hace suponer que asistieran a la escuela, a partir de los 12 años.
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Joven pompeyana reflexiona ante un libro, dándonos una imagen de la vida de las clases superiores.
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El pedagogo es un educador que acompaña al niño en todo momento; lo recibía de manos de la nodriza a partir
de los siete años y no le perdía de vista ni de día ni de noche, vigilándole en los juegos, en las comidas, en el
sueño… Completaba la labor del maestro, ayudando al niño en la preparación de sus trabajos escolares. Los
pedagogos solían proceder de Grecia. Su función terminaba al tomar el joven la toga viril. Por otra parte, la
enseñanza, al menos la primaria, se dirigía tanto a los niños como a las niñas, sin separación (de los siete a los
doce años) de sexos.
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A los dieciséis o diecisiete años los niños «ricos» abandonaban la escuela y
optaban por la carrera pública (cursus honorum) o el ejército.
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No había mayoría de edad legal, y dejaban de ser impúberes cuando el padre o
tutor les vestía con la toga virilis, es decir, con vestidos de hombre. Era frecuente que
hasta el matrimonio, los jóvenes gozasen de una cierta indulgencia paterna, se
asociasen en los collegia juvenum, y practicasen deportes, esgrima, caza y otras
actividades grupales. Para los jóvenes romanos, pubertad e iniciación sexual eran
prácticamente sinónimas, mientras que para las jóvenes, su virginidad tenía un
carácter casi sagrado.
Hasta que el padre no moría, el hijo no podía convertirse en paterfamilias ni tener
un patrimonio propio. Hasta ese momento, el padre le asignaba un peculium y el hijo
—o la hija si no estaba casada o divorciada— continuaba bajo su autoridad (la
famosa patria potestas). El padre podía incluso condenarlos a muerte en sentencia
privada. Los únicos romanos plenamente libres eran aquellos varones que, huérfanos
de padre, podían constituirse en paterfamilias y tener un patrimonio propio. Las
mujeres eran eternas menores, siempre bajo la tutela de algún varón.
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Para la moral social romana el matrimonio tenía como fin perpetuar la familia mediante la procreación de
nuevos hijos. El paterfamilias tomaba una mujer para tener hijos, pero no estaba obligado a aceptar a todos los
que le viniesen. El padre podía incluso impedir la concepción y ordenar el aborto, que sólo era castigado si se
practicaba a sus espaldas. Si el niño nacía aún había de pasar por otro trámite: ser recibido como hijo y no
abandonado. Los solteros, por otra parte, eran mal vistos en Roma; se les consideraba personas egoístas que no
deseaban colaborar en el bien común, y se les aplicaban fuertes impuestos.
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El matrimonio
El matrimonio en Roma era un acto privado que ningún poder público sancionaba.
No se precisaba intervención de ninguna autoridad civil o religiosa. En caso de litigio
por una herencia, el juez decidía, por indicios, si un hombre y una mujer estaban
casados en «justas bodas».
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Los romanos tenían por costumbre dar marido a las hijas cuando estas eran aún muy jóvenes, lo que imponía a
las muchachas una vida retirada cuando llegaban a la edad adulta; entonces esperaban a que el padre les
buscase un novio. La unión de los jóvenes dependía casi exclusivamente de los padres. Aquí la diosa Venus
ejerciendo funciones de prónuba.
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Medalla de Venus.
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La ceremonia no dejaba, necesariamente, documento escrito. Sin embargo las
llamadas «justas bodas» tenían indudables efectos jurídicos: los hijos engendrados
eran legítimos, tomaban el nombre del padre, continuaban la línea de descendencia y
eran los herederos del patrimonio.
Sin embargo, aunque la ceremonia no era necesaria para la constitución del
vínculo jurídico entre los esposos, la tradición y el carácter sagrado que conllevaba, la
convertían en un acontecimiento importante.
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La ceremonia de la dextrorum cortiuctio, unión de las manos de los cónyuges por la que se sellaba el contrato
matrimonial en prueba de lealtad y respeto mutuo, era el momento más solemne del ritual de la boda. Cuando el
matrimonio se celebraba por confarreatio (ceremonia religiosa de origen arcaico), se requería la presencia del
Pontifex y del Flamen Dialis, sacerdote mayor de Júpiter. Se hacía sentar a los esposos, con las cabezas tapadas,
sobre dos sillas cubiertas con la piel de una víctima sacrificada. Luego daban la vuelta al altar y comían un pan
de trigo.
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Se elegía cuidadosamente la fecha, evitando los días y los meses de malos
augurios. La noche antes, la esposa consagraba a una divinidad los juguetes de su
infancia. Iba vestida con el traje nupcial (túnica recta), que se
ceñía con un cinturón (cingulum) anudado de forma típica y
que era desatado por el novio la noche de la boda, y con un
velo rojizo (flammeum). Se adornaban las habitaciones de la
casa del novio y de la novia con flores, guirnaldas, tapices, etc.
La ceremonia se iniciaba con los auspicios, para conocer la
voluntad de los dioses. Después, en ciertas casas, se procedía a
la firma de los tabulae nuptiales o contrato, donde se
estipulaba la dote. A continuación la prónuba, una matrona que
hacía las veces de madrina, unía las manos derechas de los
cónyuges, poniendo una sobre otra.
Cumplidos estos requisitos, se celebraba la cena nupcial en
casa de la novia. Tras el banquete, hacia el anochecer,
comenzaba la ceremonia del acompañamiento de la esposa a
casa del esposo, la deductio, que era una reproducción ritual
del rapto de las Sabinas.
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El matrimonio en la sociedad romana adquirió dos formas. En la
más antigua, la mujer entraba a formar parte de la familia del
marido y quedaba bajo su poder marital, prácticamente en las
mismas condiciones que los hijos para todo lo relacionado con los
derechos familiares y sucesorios. El otro tipo de matrimonio era el
libre; en él, la mujer continuaba perteneciendo a la familia
paterna, sujeta a la potestas de su propio padre y conservando los
derechos de la familia de origen. Este segundo tipo era más
normal que el antiguo y se disolvía con facilidad; bastaba, por
ejemplo, que el marido enviase a la mujer una nota diciéndole
«toma contigo lo tuyo».
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La novia se echaba en los brazos protectores de su madre y el novio la arrancaba
de ellos violentamente. Se fingían lágrimas y lamentos. Enseguida se disponía el
cortejo hacia la casa del novio, que se adelantaba para recibir a la novia a la puerta;
esta avanzaba llevando el huso y la rueca, símbolos de su futura actividad doméstica,
e iba acompañada de tres jóvenes que tuviesen vivos a su padre y a su madre. Seguía
una muchedumbre emitiendo un grito nupcial, el talasse.
Las justas bodas estaban reservadas para los hombres libres. Los esclavos no
tenían derecho al matrimonio (se entiende que vivían en estado de promiscuidad
sexual), excepto un sector de ellos, privilegiado, que desempeñaba cargos de
responsabilidad en las casas patricias y en la administración imperial y que vivía en
estado de concubinato.
El divorcio, dada la escasa institucionalización del matrimonio, era fácil y
cómodo, desde el punto de vista jurídico, tanto para la mujer como para el marido:
bastaba que uno de ellos abandonase el hogar con la intención de divorciarse.
La esposa, divorciada por mutuo consentimiento, o repudiada, abandonaba el
domicilio conyugal llevándose su dote. Parece que los hijos permanecían siempre con
el padre.
Las mujeres, como hemos visto, siempre estaban bajo la tutela de un varón: el
padre, el marido, incluso un tío o un hermano, cuando divorciadas volvían al hogar
del padre, si éste había muerto. Sin embargo, la mujer libre romana tenía algunos
derechos: era igual a los hombres ante la herencia y poseía su dote, a la que raras
veces renunciaba. Las mujeres de familia rica tenían cierta libertad de movimientos:
acudían a banquetes con sus maridos, se paseaban por la ciudad de compras, iban a
visitar a sus amigas y, algunas de ellas, influirían en la política de Roma, aunque
siempre a través de algún varón.
Sin embargo, la poca institucionalización del matrimonio o «justas bodas», la
relativa facilidad de disolución del vínculo (incluso no era necesario prevenir al
cónyuge, hasta el punto de que un esclavo, portador de un billete, en el que figuraba
una fórmula habitual: «coge lo tuyo y vete», servía de mensajero del repudio entre los
esposos), no debe hacernos pensar que los romanos concedían poca importancia a la
institución familiar, o que veían con buenos ojos los divorcios.
Socialmente, la mujer con un solo marido (Univira) era mejor considerada que
aquella que había compartido varios esposos. Del mismo modo, el concubinato estaba
mal visto y considerado un estado propio de esclavos o de libertos. La tradición
republicana, donde la familia era base indiscutible de la sociedad patricia, perdurará
en el Imperio. Incluso en las épocas de costumbres más relajadas, los filósofos, los
moralistas y los padres de la patria, abogaban por la estabilidad del vínculo
matrimonial.
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La única esfera de la actividad pública en la que las mujeres romanas podían
participar era la religión, y algunas de ellas nos son conocidas como sacerdotisas
de algún culto. De todo el resto de las actividades cívicas (la guerra, la política y la
ley), las mujeres estaban excluidas. Ninguna voz se alzó para que tuvieran derecho
al voto, del mismo modo que a nadie se le ocurría que los esclavos pudieran ser
libres. El estatus político de las mujeres y de los esclavos fue, en este sentido,
similar. Los autores clásicos nos transmiten, con alguna excepción, la imagen de
una mujer dedicada a las virtudes domésticas. Arriba, Livia, mujer primero de
Tiberio Claudio y después de Augusto. Tuvo una enorme influencia política.
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Libertos, esclavos y clientes
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Los maestros de escuela (ludi magister, ya
que la escuela se llamaba ludus) romanos
eran de condición humilde, con frecuencia
extranjeros y libertos. También los
gramáticos, encargados de la enseñanza
secundaria, procedían de la esclavitud. Era
habitual que los maestros no pudiesen vivir
de su salario y hubiesen de ocuparse de
otras tareas, como redactar documentos,
cartas, etc. Según el escritor Plutarco, el
primer maestro que tuvo una «tienda de
instrucción pagada» fue un liberto en el
siglo III a. C., de donde se deduce que hasta
entonces la instrucción fue gratuita.
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El fenómeno sociológico de los libertos y de los emancipados era una de las
peculiaridades más interesantes de la familia y de la sociedad romana.
Primero, cabe preguntarse por qué un amo liberaba a sus esclavos. Había tres
situaciones favorables para ello: cuando el esclavo moría para que tuviese sepultura
de hombre libre; a la muerte de su amo, que en el testamento liberaba a muchos de
sus esclavos domésticos como prueba de su generosidad; también, los esclavos eran
capaces de rescatar su libertad comprándola, ya que después de haber pasado años
haciendo de intermediarios del amo en sus negocios habían acumulado algunos
beneficios. Normalmente, cuando eran liberados por testamento, se les dejaba alguna
propiedad o patrimonio económico. Muchos emancipados permanecían en la casa
haciendo las mismas funciones, aunque con mayor dignidad. Esta capacidad de
emancipar y de rescatar la libertad daba lugar a gran variedad de situaciones
complejas: padres esclavos, comprados por sus hijos libertos; hijos esclavos,
comprados por sus padres libres; bastardos, manumitidos por sus amos, que a su vez
son sus padres, etcétera.
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Los libertos, en su mayoría, eran comerciantes, artesanos o estaban dedicados a los negocios. Su nivel cultural
era bajo, ya que se criaron como esclavos y éstos no iban a la escuela. Las familias constituidas por libertos
intentaban imitar, en la medida de sus posibilidades, las formas de vida de las clases altas, convirtiéndose en una
especie de «nuevos ricos», con una posición económica desahogada pero sin capacidad para codearse con los
«aristócratas» por su falta de educación… En el siglo VI, el Emperador Justiniano (derecha) los declaró
ciudadanos sin distinción alguna.
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Todos los libertos conservaban los lazos de fidelidad a sus casas originarias, de lo
contrario hubieran sido considerados libertos ingratos.
La misma situación de agradecimiento, de obsequiosidad, tenían los clientes con
respecto a sus patrones. Pero, ¿qué era un cliente? Era un hombre libre que rendía
homenaje al padre de familia. Podía ser rico o pobre, a veces incluso más rico que su
patrón. Se podían distinguir cuatro clases: los que querían hacer una carrera pública y
contaban con el apoyo del patrón; los hombres de negocios, que estaban favorecidos
por la influencia política del patrón; los intelectuales (poetas, filósofos) que para vivir
contaban con la limosna del patrón; y aquellos que aspiraban a heredar, aunque
perteneciesen a una capa social similar a la del patrón.
La salutatio matinal era un rito y faltar a él hubiera sido traicionar el vínculo de
las clientelas. Se ponían vestidos de ceremonia (toga) y cada visitante recibía
simbólicamente una especie de propina (sportula), que a los pobres les permitía
comer. Los clientes eran admitidos en la antecámara del patrón según una jerarquía
rígida y éste tenía una gran autoridad moral sobre ellos.
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Los patricios, los únicos con derechos a acceder a las magistraturas y a los cargos religiosos, necesitaban, sin
embargo, el apoyo del mayor número de ciudadanos para
salir vencedores en las elecciones. De este modo apareció la
clientela, formada por individuos libres y ricos en la mayoría
de los casos que, a cambio de protección y defensa de sus
intereses, les debían respeto y ayuda durante las elecciones.
Patricio y cliente quedaban ligados por el ius patronatus,
derecho que regulaba la protección y la ayuda mutua que se
debían.
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La casa, la familia, impartía sobre todos sus miembros un gran peso, y a través de
ellos se ejercía el poder social y el político.
También se ejercía a través de la autoridad del jefe de la familia una influencia
importante. De esta forma, durante la época de las persecuciones contra los cristianos,
familias enteras —incluidos sus esclavos, libertos y clientes— se convirtieron al
cristianismo o, en el extremo opuesto, apostataron asustados por los castigos.
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Los esclavos no podían defenderse de los malos tratos del dueño, ni tener bienes propios ni contraer matrimonio.
En algunas épocas, se les permitió tener un peculium, pequeña
cantidad de dinero que podían ahorrar para sus gastos o para
llegar a comprar su libertad. También se les consintió escoger
entre las esclavas una compañera y vivir en una especie de
«matrimonio servil», llamado contubernium, aunque los hijos
habidos eran esclavos. El emperador Adriano, en el siglo II, quitó
al patrón el derecho a disponer de la vida de los esclavos.
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Estar ligado a un «patrón» notable era la manera de participar en el gobierno de la
ciudad. No hay que olvidar que en el mundo romano los notables constituían el
Senado y los Consejos de la red de ciudades del Imperio, y a través de ellos sus
«clientes» compartían el poder político y participaban de su prestancia social. De esta
manera se fue tejiendo una tupida y complicada red de influencias políticas, sociales
y económicas. Muchos notables se proponían tener su red de clientes en una ciudad
determinada, de forma que pudieran influir en el poder político y en el gobierno de
ésta.
Vale la pena detenerse un poco más sobre el estatus social y la forma de vida de
los libertos, grupo social que llegó a ser con el tiempo extraordinariamente
importante desde el punto de vista económico. En las ciudades los libertos eran
comerciantes, artesanos o tenían a su cargo negocios, a veces prósperos. Un sector de
ellos también hizo carrera en el funcionariado, desempeñando tareas más o menos
especializadas al servicio de la poderosa maquinaria del Estado romano. Algunos de
ellos llegaron a tener importantes fortunas, a veces superiores a las de los clientes de
su mismo patrón, situación que creaba tensiones y envidias dentro de la propia
familia. Sin embargo, su origen esclavo era un estigma que les perseguía para
siempre, extendiéndose su influencia a la vida de sus propios hijos. Sufrían, también,
la envidia de muchos hombres libres porque disfrutaban de un nivel de vida superior
al de ellos.
Sus costumbres eran a veces propias de su antigua condición de esclavos: por
ejemplo, era normal que vivieran en concubinato, aunque podían contraer matrimonio
en «justas bodas». Probablemente este fenómeno se debía a que frecuentemente
habían tenido los hijos cuando el liberto o su mujer eran aún esclavos; por ello, los
hijos pertenecían al patrón. Pero el verdadero tormento de los libertos era la
incertidumbre sobre su verdadero lugar en la sociedad. Si atendemos al lujo de sus
vestidos, de sus casas o al número de esclavos que tenían, no cabe duda de que
algunos de ellos llevaban un tren de vida de «nuevos ricos», pero no conseguían
llegar a superar el estatus de «ciudadanos de prestado».
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II
El urbanismo y la vivienda
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La planificación urbana
El modelo más antiguo para los nuevos asentamientos fue el castrum, recinto
rectangular amurallado con una avenida central en forma de cruz. Eran pequeñas
guarniciones, de unas trescientas familias, destinadas a proteger algún lugar de valor
estratégico y demasiado reducida para llegar a la categoría de ciudad. Con el tiempo,
podían crecer de manera incontrolada más allá de sus murallas.
Pero el tipo que los romanos adoptaron comúnmente en las ciudades planeadas
desde el principio como autosuficientes fue el de la planta hipodámica (de
Hipodamos, arquitecto) que conocieron por su contacto con los griegos.
Era éste un tipo de ciudad articulada a partir de dos
calles principales, el decumanus con dirección este-oeste y
el cardo con dirección norte-sur, que eran la referencia
para un trazado de calles paralelas y perpendiculares que
dejaban entre sí manzanas regulares para edificar
viviendas.
Inevitablemente las ciudades habían de adaptarse al
terreno pero, si éste lo permitía, toda la urbe formaba un
rectángulo amurallado cuyas cuatro puertas se abrían al
final de las dos vías principales.
Gracias a la planificación, podían situarse de una manera racional los edificios
públicos y las construcciones de mayor envergadura.
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Las ciudades de fundación nueva adoptaban la planta hipodámica. Las calles estaban dispuestas paralela y
perpendicularmente, a la misma distancia, formando manzanas de dimensiones similares. Vista aérea de las
ruinas de la ciudad de Timgad (Argelia), a la que se llama «la Pompeya africana». Fundada por Trajano el año
100.
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Estos servían tanto a las necesidades de la vida social y económica (templos,
curias, basílicas, bibliotecas y mercados), como a la higiene (baños y letrinas
públicas). Del mismo modo se creaba la infraestructura que garantizase servicios
públicos como el abastecimiento de aguas (acueductos y fuentes) o la red de
alcantarillado.
Los urbanistas romanos tuvieron también presente que la mayor parte de la vida
pública se hacía al aire libre y pensaron en ciudades destinadas a los peatones. De ahí
la relativa abundancia de espacios que tenían por fin dar
cabida a las gentes, como jardines, calles porticadas con
columnas, plazas o la prohibición del tráfico rodado
durante el día.
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Las puertas (derecha) abiertas en la muralla que rodeaba la
ciudad, estaban compuestas por tres vanos: uno, más grande, para
el paso de carruajes y caballos, y los dos más pequeños para los
peatones. Se cerraban con puertas de madera y rejas, también de
madera, pero recubiertas con planchas de bronce. El foro (abajo)
era el centro civil y religioso de la ciudad romana.
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Pero la importancia de la planificación urbanística no debe hacernos imaginar
ciudades idílicas. Por el contrario, muchas aglomeraciones urbanas, especialmente las
de fundación anterior, carecían de toda clase de ordenamiento y eran un caos de
callejas irregulares y casas hacinadas. La misma Roma, situada en un emplazamiento
complejo, con colinas y con un río, sometida a un rápido crecimiento, era un conjunto
anárquico en el que se mezclaban los grandes edificios políticos con las viviendas
humildes.
Además, las ciudades romanas eran tremendamente ruidosas, tanto de día como
de noche, y los derrumbamientos e incendios, a causa de los edificios de madera y las
lámparas de aceite, constituían un peligro frecuente pese al trabajo de brigadas de
bomberos con mantas húmedas y bombas de mano.
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Las calles de las ciudades romanas, con pavimento empedrado, tenían amplias aceras. Cada cierto trecho, la
calzada estaba atravesada por una hilera de bloques de piedra para facilitar el cruce de los peatones y evitar que
los vehículos alcanzasen demasiada velocidad.
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Como decía Juvenal, «para dormir hace falta mucho dinero», aludiendo a que
sólo aquellos que disfrutaban de una casa grande podían aislarse del estruendo
callejero.
Prueba de que la planificación urbanística no recogía todos los detalles lo
demuestra un hecho aparentemente trivial. En las ciudades antiguas, Roma incluida,
las calles no llevaban nombre y carecían de numeración. Ello suponía grandes
dificultades para orientarse, especialmente en las ciudades importantes y en las que
tenían un plano irregular.
Las pocas calles que tenían nombre eran tan largas que no se podía precisar un
lugar con exactitud. De ahí que los romanos hubiesen de tomar otros puntos de
referencia como edificios públicos, estatuas, jardines o la casa de algún personaje
importante, lo que convertía las indicaciones en largas y complicadas.
El modo más corriente de designar un lugar lo facilitaba el predominio de tiendas
o actividades de una determinada clase, por ejemplo, la «calle de los orfebres» o la
«plaza de las hierbas».
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Domus, insulae et villae
Cuando la vida urbana está muy desarrollada en una civilización es porque ésta ha
alcanzado un grado de complejidad que se manifiesta en la gran diversidad de
actividades existentes en la sociedad, entre cuyos miembros hay diferencias
económicas y sociales importantes. Un símbolo de las mismas suele ser la vivienda
que se ocupa. Por esta razón, hemos de pensar que entre los romanos no existió un
único tipo de casa, sino que la variedad fue grande, como lo es entre nosotros, en
función de la riqueza o pobreza de cada cual.
Así encontramos desde las grandes y lujosas villae de los senadores y ricos
hombres de negocios, con maravillosas vistas, frondosos jardines llenos de fuentes y
dependencias exquisitamente decoradas, hasta los tugurios y pergulae, habitaciones
de reducidas dimensiones donde se hacinaba la gente más pobre. Pese a ello podemos
resumir los modelos a dos, que en terminología más actual son la vivienda
plurifamiliar o insulae y la unifamiliar o domus.
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Las villas romanas eran a la vez residencias campestres y granjas productivas. Las grandes villas estaban
situadas en el campo o en las afueras de la ciudad, en medio de los campos de labranza. Sus dimensiones y
características dependían de la riqueza de sus propietarios. En el dibujo vemos la explotación agrícola junto a la
parte posterior del edificio, que termina en una zona de esparcimiento ajardinada, aislada del exterior por un
grueso muro. Es una reconstrucción de la villa Settefinestre, del siglo I a. C.
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Las insulae
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La mayoría de la población vivía hacinada en minúsculas habitaciones en las ínsulas o insulae, casas de alquiler
de varios pisos que daban a la calle y a un patio interior.
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Las domus
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La domus era la vivienda primitiva de los romanos. Tras el contacto con la cultura griega se amplió y quedó
como casa de las gentes más adineradas. El núcleo central de la casa era el atrio, patio central al que daba el
resto de las dependencias. Era el lugar más amplio y luminoso, pues tenía una abertura en el tejado, el
compluvium, por donde entraba la luz, el aire y la lluvia. El agua de lluvia se recogía en el impluvium.
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En estas casas se entraba por un corredor (vestibulum) hasta la puerta, tras la cual
el pasillo continuaba hasta el atrium que era el centro del cuerpo anterior de la casa.
Se trataba de un gran espacio vacío con una abertura en el techo (compluvium) que se
correspondía en el suelo con una pila rectangular (impluvium) destinada a recoger el
agua de la lluvia, que después pasaba a una cisterna subterránea.
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Cartel encontrado en Pompeya que advierte: ¡cuidado con el perro!
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Originariamente, el atrio era el lugar donde ardía el fuego y la familia trabajaba,
comía y dormía. Posteriormente, en el atrio se abrieron habitaciones con funciones
específicas: alcobas para dormir, pequeñas estancias para guardar las imágenes de los
antepasados y el tablinum, habitación grande ubicada en la pared del atrio situada
frente a la puerta, destinada al dueño de la casa.
En las siguientes imágenes podemos ver, arriba, una casa itálica con atrio central
y habitaciones agrupadas a su alrededor. Al igual que la de abajo, es una
reconstrucción realizada a partir de las ruinas de la ciudad de Pompeya.
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La domus tenía la mayoría de las veces una sola planta. Desde la calle se accedía al atrio (A). A su alrededor se
distribuían las distintas dependencias de la casa, dormitorios (C), habitaciones de uso común (X), como el
comedor y el salón, y, en la parte posterior, un jardín al aire libre rodeado por un pórtico de columnas o peristilo
(P). S = tiendas, con puerta a la calle. T=Tablinum.
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La construcción mayor es la enorme casa llamada del Fauno. Tras el contacto con
la cultura griega, la domus romana se amplió en su cuerpo posterior, más interior,
hacia el que se desplazó la vida familiar. Era el peristylum, jardín rodeado de un
pórtico, a veces de dos pisos, sostenido por columnas y que también estaba rodeado
por varias habitaciones.
En cuanto a las dependencias de servicio, no tenían lugar fijo en la casa y se
situaban allí donde quedaban espacios libres. La cocina solía ser muy pequeña, con
un fogón de obra y un agujero para la salida de los humos, pues no había ni chimenea
ni tiro. Próximos a la cocina estaban los retretes y los baños. Las únicas estancias que
se abrían directamente a la calle eran las tabernae. Las destinadas a tienda tenían un
mostrador de albañilería en la entrada y, en la parte posterior, una o dos trastiendas
separadas por una pared. Solía haber además un entresuelo que dividía en dos huecos
el espacio de la taberna. La parte superior era la pergulae (galería) y servía de
vivienda a gente muy pobre.
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La cocina de las casas romanas era habitualmente muy pequeña en relación con el resto de las dependencias.
Normalmente, aunque no había un sitio fijo para ella, se encontraba detrás del atrio. Constaba de un banco de
ladrillo sobre el que se hacía el fuego, que servía para guisar con cazuelas sobre trípodes o en parrillas. Bajo
este banco había un hueco donde se almacenaba la leña. No había chimenea y el humo salía por la ventana. El
resto de la cocina consistía en un fregadero, mesas y alguna silla. Los utensilios eran de barro y bronce.
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Mobiliario y decoración
En las casas romanas no había tantos muebles como en las nuestras. Se limitaban a
los objetos más indispensables y empleaban, junto a las arcas y armarios, hornacinas
y pequeños aposentos para guardar libros, vestidos y utensilios.
La cama servía a los romanos no sólo para dormir, sino también como sofá y para
comer recostados. Las mesas y asientos eran muy variados en la forma, estructura y
material en que estaban elaborados.
Para alumbrar las casas, los romanos se servían de antorchas, velas y lámparas de
aceite. Las habitaciones se calentaban por medio de estufas portátiles de bronce o
braseros fijos; sin embargo, se pasaba mucho frío.
El suelo estaba cubierto en algunas partes por mosaicos cuyos temas hacían
referencia a la finalidad de la habitación donde se encontraban. Las paredes solían
estar decoradas con pinturas o cortinajes más o menos lujosos y llamativos según la
dependencia de la casa.
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El mobiliario de las casas romanas era muy escueto y funcional.
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III
Los ingenieros romanos
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En la época imperial, los constructores romanos habían edificado 45.000 viviendas, algunas de ellas de altura
considerable. La ingeniería romana recurrió más a la mejora lenta de las técnicas conocidas que a la
introducción de cambios revolucionarios.
Muestra del sistema de construcción más antiguo encontrado en Pompeya: mampostería de cascotes reforzada
con un armazón de piedra caliza.
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Recubrían los edificios con yeso, mármol y mosaico.
En los trabajos de construcción, los obreros usaban gran cantidad de
herramientas. Para cortar la piedra, además de la sierra, el martillo y el escoplo,
empleaban el compás, la escuadra, la vara de medir, el pico y el taladro.
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Utensilios más usuales en la construcción.
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Como muestra de las técnicas constructivas romanas, estas imágenes representan, de izquierda a derecha, una
construcción a base de bloques rectangulares, que se utilizaban para la fachada de las casas; una mampostería
realizada mediante cascotes y cemento (opus incertum) y una pared a base de hileras alternas de ladrillos y
piedras (opus mixtum), generalmente una de piedra y dos o tres de ladrillo.
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En los trabajos de la madera los instrumentos más usuales eran el hacha, la
barrena, la maza, la cuña, el cepillo y las tenazas. La mayor parte de estas
herramientas se fabricaban a pie de obra, en las herrerías y talleres instalados allí para
tal fin.
La construcción propiamente dicha requería elementos auxiliares más complejos:
máquinas, como la grúa y la polea, cuya estructura básica consistía en una rueda
giratoria en torno a la cual se hacían pasar varias cuerdas. Con estas máquinas los
romanos conseguían levantar cargas muy pesadas. La estructura de los andamiajes
utilizados por los constructores romanos adquirió una perfección similar a la de
nuestros días, aunque siempre fueran de madera.
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Grúa romana, utilizada para elevar piedras pesadas en los grandes proyectos de ingeniería; aquí, los obreros
están completando el pretil de un gran puente de piedra.
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Vías de Comunicación y Defensas Militares
La malla de ciudades que constituían el Imperio Romano estaba bien comunicada por
medio de vías terrestres conocidas con el nombre de calzadas. Su excelente trazado y
su sólida construcción las han hecho pervivir en parte hasta nuestros días.
El papel de las calzadas como nexo de unión cultural, comercial, militar y político
fue fundamental para el desarrollo histórico del Imperio.
Construían las calzadas excavando una zanja del ancho deseado, que rellenaban
con varias capas de piedras de diferente tamaño, para conseguir la solidez necesaria,
hasta nivelar el terreno. Recubrían las últimas capas con piedras planas que
procuraban encajar al máximo, para lograr un firme estable y plano.
También las ciudades tenían calles pavimentadas, con aceras laterales ligeramente
elevadas. Las calles estaban atravesadas de tramo a tramo por bloques de piedra
separados entre sí que posibilitaban el cruce de los peatones en días de lluvia e
impedían que los vehículos alcanzaran velocidades peligrosas.
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Las calzadas romanas constituyen una magnífica muestra de ingeniería civil. Una calzada había de tener una
estructura de más de un metro de profundidad, dividida en cuatro capas: pavimentum, nucleus, rudus y statumen
(de arriba abajo). Las calzadas más primitivas se hacían simplemente a base de grandes bloques de piedra que se
mantenían en su sitio gracias a su propio peso.
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La técnica se fue perfeccionando y, gracias a ello, muchas de las calzadas por las que desfilaron las legiones
romanas, que unían los núcleos de población más importantes, se han conservado hasta nuestros días, como Vía
Flamínia, que unía Roma con Rímini.
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Los romanos medían la longitud de las calzadas mediante un ingenioso artefacto llamado odómetro, que hacía
caer una piedra redonda en un recipiente metálico por cada milla (la milla romana tenía mil pasos; en total,
1.478 metros). El carro estaba dotado de ruedas especiales cuyo diámetro era de cuatro pies romanos de
diámetro (un pie = 0,30 m). Una milla romana se completaba a las 400 revoluciones de la rueda. El dibujo se
basa en una descripción del arquitecto Vitrubio.
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Una calle de Pompeya, tal y como puede verse en la actualidad.
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Todas las ciudades estaban defendidas por murallas que discurrían por los límites
fundacionales establecidos por el sacerdote con la ayuda de un arado. Las murallas
romanas, antecedente de las medievales, constaban de un doble muro de sillares
separado por un amplio espacio que se rellenaba con piedras y tierra y que constituía
una vía de circulación para la vigilancia y defensa de la ciudad.
Para reforzar la seguridad de la muralla y evitar el acceso subterráneo a la ciudad,
el muro exterior se prolongaba varios metros bajo tierra, y la parte superior era
protegida con almenas.
Las puertas de acceso a la ciudad estaban constituidas por tres bóvedas, una
central más ancha que permitía el paso de carruajes y dos laterales de menor tamaño
para los peatones. Para cerrarlas disponían de fuertes puertas de madera y la central
tenía, además, una reja levadiza. En momentos de ataque se cubrían con planchas de
metal. A ambos lados de las puertas se levantaban sendos torreones
de altura considerable y a lo largo del perímetro de la muralla se
construían torres vigías.
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Muro hecho construir por Adriano, en el año 122.
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Acueductos, puentes y cloacas
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Los acueductos, una de las obras públicas más características del Imperio Romano, surtían de agua a las
ciudades. El corazón del acueducto era el specu o canal propiamente dicho; medía alrededor de dos metros de
alto por noventa centímetros de ancho. El techo podía ser plano, en uve invertida o en forma de arco de medio
punto, como en la figura superior.
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Es muy probable que los romanos aprendiesen de los etruscos la construcción de arcos en su forma más simple,
que evolucionó hasta alcanzar la perfección del de medio punto. El acueducto de Segovia, del siglo II.
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La solidez de esta construcción, algunas veces muy extensa, requería unos
cimientos profundos, gruesos y bien anclados en el suelo.
La utilización del arco y la bóveda como soluciones arquitectónicas aparece
también en otra clase de obra de ingeniería: los puentes. Estos elementos
arquitectónicos, a los que fueron especialmente aficionados los romanos, les
permitieron salvar largas distancias uniendo los extremos opuestos de los valles y las
orillas de los ríos. En realidad, puentes y acueductos planteaban el mismo problema:
construir arcos de piedra, estables y resistentes.
En el subsuelo de las ciudades romanas se podían encontrar igualmente
importantes obras de ingeniería, como las cloacas, que recibían las aguas residuales
vertidas a través del alcantarillado de la ciudad. Eran túneles subterráneos con la
suficiente amplitud y altura como para que un hombre pudiese caminar erguido por
su interior. Las cloacas desembocaban en el río más próximo y en su extremo final se
colocaba una reja para impedir el acceso a la ciudad.
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Los romanos fueron los primeros en usar el sistema de arcos. La construcción de un puente sólo podía realizarse
bajo la dirección de auténticos expertos que fijasen el radio de cada arco e incluso la posición de cada piedra.
Tras construir los pilares, se realizaba un armazón en madera (cimbra), que debía soportar el peso del arco.
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Puente construido por los ingenieros del ejército romano en Rímini.
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Para trazar el recorrido de las calzadas y de las calles los agrimensores romanos utilizaban un instrumento
llamado groma, que consistía en un soporte de más de un metro de alto, en cuyo extremo superior llevaba una
cruz de la que colgaban cuatro plomadas. Cuando éstas se encontraban paralelas a la barra central indicaba que
el groma era perpendicular con respecto al terreno y así se podían trazar calles exactamente perpendiculares.
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IV
El vestido y el peinado
Los restos arqueológicos y los testimonios escritos nos han transmitido una idea
bastante clara de la indumentaria habitual entre los romanos. La primera conclusión
que extraemos es que independientemente de la época, casi todos nos parecen
vestidos de la misma manera. Esta es una impresión bastante acertada pues, pese a su
larga historia, no se produjeron cambios tan radicales ni tan frecuentes como los que
estamos habituados a contemplar en épocas más recientes y no digamos ya en
nuestros días.
Esto no quiere decir que no existieran modas distintas según las épocas, ni
tampoco que todos los romanos fuesen de uniforme, pero si es cierto que,
independientemente de la riqueza y la calidad de las telas o los adornos, se
mantuvieron siempre unos rasgos fundamentales comunes a todos los vestidos, tanto
en los del rico como en los del pobre, en los del hombre como en los de la mujer.
Son numerosas las esculturas que nos muestran a los romanos ataviados con su
traje nacional: la toga. En efecto, éste era el vestido oficial que los ciudadanos
llevaban cuando se mostraban en público. Consistía en una pieza de lana blanca,
gruesa en invierno y fina en verano, de forma elíptica y muy complicada de poner,
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hasta el punto de necesitar de la ayuda de un esclavo. Precisamente
por esta complejidad, y a partir de la época imperial, fue sustituida,
en ocasiones, por vestidos más prácticos que permitían más libertad
de movimientos, como capas o capotes, con o sin capucha, y
mantos. Según los adornos que se le aplicaban se llamaba toga
pura, si no llevaba ninguno; toga praetexta, con una orla de
púrpura; toga pida, bordada en oro; toga purpurea, la más solemne,
totalmente de púrpura o con algo blanco.
Bajo la toga llevaban (hombres y mujeres) la túnica, de tejidos
distintos según la época del año, ceñida por un cinturón y adornada
con una banda, el clavus, que indicaba el orden al que pertenecía su
portador (los senadores más ancha que los caballeros). Larga hasta
las rodillas, era la prenda que se vestía dentro de casa y en el
trabajo. Si hacía frío, se colocaban varias o se cubrían con un
manto. Los esclavos y la gente humilde no llevaban más que
túnica, sin toga encima.
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Vestirse con la toga era una operación muy complicada, debido a la complejidad de los pliegues y las vueltas que
había que dar a un único trozo de tela. Según las bandas y los bordados se podía identificar la condición social o
los méritos de su portador. Las togas se confeccionaban con lana para los hombres, mientras que las mujeres
preferían el lino. Para otras piezas de vestir, los romanos importaban seda y muselina, que se mezclaban con
hilos de oro y plata.
La ropa interior femenina consistía en una camisa y una fascia pectoralis para
sostener el pecho. El vestido era una túnica que llegaba a los pies,
tan estrecha de arriba como de abajo. Los tejidos más frecuentes
eran la lana, el algodón, el lino y, más tarde, la seda.
Sobre la túnica llevaban la stola, vestido también largo, de
colores variados, bordado en la orilla y sujeto por un cinturón
adornado con joyas, un simple cordón o una cinta con bordados de
colores. Por encima lucían un manto que cubría la espalda y, a
veces, la cabeza.
Las joyas, elaboradas con piedras y metales preciosos, fueron muy apreciadas por los romanos. El único
ornamento varonil era el anillo, con forma de sello la mayoría de las veces. Los ornamentos femeninos eran
variadísimos: pulseras, alfileres, brazaletes, collares, broches…
Los romanos eran cuidadosos con su aseo personal. Dice Séneca que se lavaban todos
los días la cara, los brazos y las piernas y tomaban un baño completo cada nueve días,
bien en el baño de la casa, si lo había, bien en las termas o incluso en los ríos.
También empleaban tiempo en acicalarse y embellecerse, para lo cual disponían
de utensilios como espejos metálicos (no conocían los de cristal); peines de madera,
de hueso, de marfil o de plata; y pinzas y agujas de diversos tamaños para sujetar el
peinado y el vestido.
Los productos de belleza, especialmente ungüentos y perfumes, eran muy
variados. Usaban aceite perfumado para los masajes después del baño, perfumes para
el cabello y el cuerpo y desodorantes contra el olor de axilas y pies. Los había, entre
otros, de rosa, de azafrán, de azucena, de lirio, de nardo. Muchos de ellos eran
importados de Oriente y vendidos en las tabernae unguentariae.
Asimismo, existía una gran cantidad de cosméticos. La mayoría de las mujeres se
pintaba cuando salían de casa, pero también, a veces, los hombres se maquillaban los
ojos, las cejas y los párpados. Los colores más usados eran el blanco y el rosado. Para
disimular las arrugas había un producto hecho con harina de habas mezclada con
caracoles secos al sol y pulverizados.
Las romanas se pintaban los labios con carmín. Les gustaba el pelo de color rubio
y para conseguirlo se teñían con un tinte a base de sebos y cenizas que traían de
Germania.
En Roma existía una dualidad religiosa. Por un lado estaban los grandes dioses
nacionales a los que el Estado rendía culto público, y por otro las divinidades
privadas o domésticas que eran veneradas por cada familia.
[Página siguiente:
Principales dioses romanos]
En el circo se celebraban también otros muchos espectáculos, tales como las carreras
al galope, que alternaban con las de al trote, con dos, tres o cuatro caballos. Los
aurigas, casi todos esclavos, portaban yelmos metálicos; con una mano sujetaban las
riendas y con la otra la fusta. Tenían que recorrer siete circuitos en torno a la pista
elíptica tomando las curvas muy cerradas; era el momento más dramático, pues los
carruajes colisionaban con facilidad y hombres y caballos rodaban por los suelos y
eran aplastados por los que llegaban detrás.
Los espectadores, con sus aullidos, espantaban a los animales y colaboraban a
estos desastres. Este espectáculo despertaba una rivalidad apasionada entre las
cuadras y los espectadores, surgiendo los seguidores de unos y otros, que se
identificaban por sus colores: rojos, blancos, verdes y azules. Calígula era seguidor
apasionado de los verdes.
Llegó a ser normal que se corrieran veinticuatro carreras al día. El auriga ganador
recibía una recompensa y era coronado con laurel.
De todos los juegos, el preferido por los romanos era la lucha de gladiadores, ludi
gladitori. Era una institución nacional. Su origen se remontaba a tiempos de los
etruscos y formaba parte de las ceremonias fúnebres de este pueblo, costumbre que
perduró largo tiempo.
Pronto se extendió por la Campania y de allí paso a toda Roma, donde en el siglo
III a. C., por primera vez, lucharon en el Foro tres parejas de gladiadores. La afición
creció y el pueblo pedía su celebración. Ante esta demanda, el Senado incluyó estos
combates en los espectáculos públicos.
Los gladiadores luchaban por parejas, en grupos o en formaciones como
verdaderos ejércitos. Los participantes eran prisioneros de guerra, esclavos
adiestrados o los condenados a muerte por homicidio, robo, sacrilegio o motín.
Cuando éstos escaseaban, los tribunales condenaban a muerte por delitos mucho
menos graves. En ocasiones, participaban los hombres libres —que se inscribían en
escuelas de adiestramiento, tras haber jurado dejarse azotar, quemar o apuñalar—
atraídos por las excelentes recompensas que se les daban a los vencedores —un
cuarto de la suma de las entradas, si era hombre libre, y un quinto si era liberto—, y
por la gloria que suponía ser vencedor y convertirse en héroe popular a quien
cantarían los poetas y levantarían estatuas.
También las venationes o luchas de fieras tuvieron gran aceptación en Roma. Fieras
raras y exóticas eran traídas de países lejanos, transportadas en barcos o carros para
ser sacrificadas en estos cruentos espectáculos.
Llegaban hipopótamos y cocodrilos del Nilo, elefantes de Libia, leones de
Tesalia, tigres de Hircania, osos del Danubio y un sinfín de variadas especies de otros
lugares.
Las luchas eran terribles y el pueblo seguía con emoción estas peleas de ataque y
defensa, que enfrentaban elefantes con rinocerontes, osos contra toros, tigres contra
leones… Para despertar más la fiereza de estos animales se les acuciaba con
aguijones y fuego. Al final del espectáculo, sólo sobrevivían la mitad de las fieras, la
otra mitad había desaparecido devorada. En los juegos organizados por el emperador
Tito para conmemorar la inauguración del Coliseo, se sacrificaron en un sólo día
5.000 bestias salvajes.
Al margen de los ludi públicos, los romanos practicaban numerosos juegos privados,
que ocupaban el ocio de los días que no asistían a las diversiones públicas. Corrían en
el campus, saltaban, lanzaban el disco o la jabalina, montaban a caballo; jugaban a la
pelota, hacían gimnasia o natación —era muy rara la persona que no sabía nadar—;
eran expertos en la lucha y también competían en carreras. La caza y la pesca
gozaban de gran popularidad. La danza y la música, con su significación religiosa y
militar, la practicó el pueblo de Roma desde tiempos remotos, y tuvieron gran
importancia cultural.
El lugar preferido de los romanos para su esparcimiento y reuniones eran las termas.
Allí acudían al atardecer todos los hombres —las mujeres iban por las mañanas— al
terminar su trabajo en el campo, la ciudad o el Foro.
En las comidas, como en toda la vida romana, fue muy notable la evolución de las
costumbres. Hubo un largo período de austeridad en la historia de Roma, en el que el
pueblo no conoció más que los alimentos básicos que proporcionaba la tierra: los
cereales (la fritilla y la polenta), las legumbres, las hortalizas, la leche —de cabra y
de oveja— con la que fabricaban los yogures añadiéndoles hierbas aromáticas de
tomillo, orégano o menta, y los huevos.
Con el paso del tiempo y con la opulencia, se fueron introduciendo nuevas
costumbres, y en las mesas de los ricos y poderosos comenzaron a aparecer exóticas y
refinadas viandas traídas de los lugares más lejanos; gallinas de Guinea (faisanes),
gallos de Persia, pavos de la India, conejos de Hispania, corzos de Ambracia, atunes
de Calcedonia, ostras y almejas de Tarento, mejillones del Ática y tordos de Dafne,
exquisitos mariscos, olorosas frutas y deliciosos dulces, que se comían acompañados
de buenos vinos.
Los romanos comían tres o cuatro veces al día: desayuno (ientaculum), almuerzo
(prandium), merienda (merenda) y cena (cena).
Sobre las siete o las ocho de la mañana, se tomaba
un modesto desayuno, compuesto de pan con aceite o
vino, miel, queso y fruta fresca o seca. Los niños se
llevaban el bocadillo a la escuela. El almuerzo era
ligero: legumbres verdes o secas, pescado o huevos,
setas y frutas del tiempo. La merienda sólo la tomaban
en verano los campesinos que trabajaban de sol a sol,
que de este modo partían la tarde. La comida principal
era la cena, que se hacía en familia, al final de la
jornada. En ocasiones se invitaba a los amigos para celebrar las fiestas de aniversario,
nacimiento y bodas.
Cualquier pretexto siempre era bueno para compartir esos agradables momentos
del día.
Los romanos opinaban que el mayor placer de la vida residía en las
conversaciones en torno a las cenas. Se preparaban dos tipos de cenas, según fuese la
de cada día, para los miembros de la familia, o con ocasión de alguna fiesta. En la
cena diaria se tomaban lechugas, huevos duros, puerros, gachas y judías pintas con
tocino magro; de postre se servían uvas, peras y castañas asadas si era el tiempo; el
vino era corriente. Los menús eran muy distintos cuando tenían invitados.
Los convites tenían una función social y familiar de primera categoría. Los invitados
llegaban a la casa con bastante antelación. Allí les recibían los esclavos, que les
recogían los zapatos y la toga; se les ofrecía un baño caliente y perfumado o se les
lavaba los pies y se les perfumaba. A continuación,
pasaban a una gran sala, donde el dueño de la casa tenía
expuesta la vajilla para el gran banquete y les iba contando
a cada uno de los invitados, a medida que iban llegando, la
procedencia y excelencia de cada una de las piezas de
valor. Ya en el triclinium —su nombre procede de los tres
lechos que se colocaban en torno a la mesa— y una vez
acomodados, pasaban los esclavos llevando el agua en aguamaniles para que los
comensales se lavasen las manos.
En las casas grandes de los ricos, las cenas se celebraban en el triclinium de verano o
de invierno, según las estaciones. En ocasiones también se utilizaban los cenadores
de los jardines cubiertos de parras y madreselvas.
Contrastaba terriblemente con este modo de vida, que disfrutaban unos pocos, la
existencia precaria y mísera de la gran mayoría del pueblo romano, que vivía
pobremente e incluso, sobrevivía gracias a la mendicidad y al reparto de trigo que
hacía el Estado (annona).
A estas ayudas tenían derecho, en un principio, todos los ciudadanos, sin
distinción social, e incluso algunos patricios se aprovechaban de estos repartos. En
tiempos de César eran unos 320.000 los beneficiados; con Augusto, se redujo a
200.000 (es difícil precisar si estas cifras coincidían o no con el número de indigentes
que tenía Roma en aquella época). La cantidad que se repartía era inmensa, pero las
raciones eran escasas. Augusto duplicaba las raciones en épocas de escasez.