La Madurez

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Miguel-Ángel Martí García

LA MADUREZ

Dar a las cosas


la importancia que tienen

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Prólogo

Todos los que hemos pasado la juventud da-


mos por supuesto que hemos adquirido la madu-
rez, pero tal vez no sea así. Hay veces que son de-
masiado patentes las manifestaciones que lo desdi-
cen. No cabe duda que son muchas las personas
que no han sabido -o no han podido- alcanzar el
desarrollo pleno de su personalidad. La madurez
conlleva necesariamente al autoconocimiento y al
conocimiento ajeno. Conocimientos que a su vez
conducen a la autocrítica y al autocontrol. Dar por
supuesto que cualquier pensamiento, palabra o
idea está llena de razón porque procede de mi inte-
ligencia, es no sólo un despropósito, sino también
el inicio de una conducta que nos lleva inexorable-
mente a la equivocación. Y si a eso añadimos que
son muchos los que no reconocen su equivocación
tendremos un bosquejo bastante aproximado del
devenir de las relaciones humanas. Sin autocrítica
no es posible recorrer el camino que conduce a la
verdad. Únicamente ella puede salvarnos de los

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principios que a derecha y a izquierda se nos pre-
sentan en nuestro camino. Confiar incondicional-
mente en uno mismo además de una imprudencia
es un criterio de error. Sin autoestima y confianza
en sí mismo no se puede esquivar la neurosis, pero
con la prepotencia de una autoafirmación sin lími-
tes tampoco es posible la convivencia (ni siquiera
consigo mismo). Afirmar algo no implica necesa-
riamente negar lo contrario. La autocrítica no está
reñida con la autoestima, pueden -deben- convivir
juntas regidas por la inteligencia. ¿Pero no será de-
masiado complicado manejarse con tanto concepto
psicológico? ¿No es la vida una realidad más sen-
cilla? ¿Tal vez no estamos cayendo en un exacer-
bado psicologismo? A estas preguntas habría que
contestar que una cosa es problematizar -en este
caso al hombre- y otra muy distinta profundizar en
aspectos que nacen de una reflexión seria y serena
sobre el hombre. Pienso que vale la pena que con
ilusión nos enfrentemos al reto de analizar todos
aquellos elementos que conducen al hombre a la
madurez, porque en ella nos va nuestra plena rea-
lización como personas humanas y una feliz con-
vivencia.

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Primera Parte

Dimensión interpersonal
de la madurez

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La autocrítica
Somos, fundamentalmente, nosotros mismos
quienes hemos de corregir nuestros errores. Las in-
dicaciones que nos vienen de fuera de algún modo
nos son un poco ajenas, por lo menos hasta que las
hacemos propias. Pero en un primer lugar debemos
admitir que la equivocación es posible en nosotros.
A nivel teórico es fácil admitir esta posibilidad
porque ninguno nos consideramos perfectos. La
dificultad viene cuando hemos de reconocer que
una determinada actitud nuestra es equivocada. Si
no existe un espíritu de cierta desconfianza sobre
la propia persona no es posible que nazca la auto-
crítica, y sin ésta no hay cabida a la corrección. La
autocrítica no surge de un deseo intrapunitivo,
sino de la misma complejidad de las relaciones hu-
manas. Tenemos muchos obstáculos que nos pue-
den inducir al error: la precipitación, las presupo-
siciones, el juicio de intenciones, las proyecciones
personales, el mal humor, las falsas apariencias,
los prejuicios, las descalificaciones generales, la
prepotencia personal. Sólo una prudencia exqui-
sita puede eludir estos múltiples inconvenientes
que se interponen entre nosotros y los demás. Y es
precisamente esta prudencia la que nos induce a la

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autocrítica, que yo calificaría de desconfianza in-
teligente sobre la propia conducta. Nuestro com-
portamiento con los demás es correcto cuando pasa
a través de la verdad y el bien, pero existe en oca-
siones una auténtica dificultad para comportarse
de este modo si nuestras disposiciones morales no
son buenas y nuestra inteligencia no discierne con
claridad cuál es el buen criterio a seguir. La auto-
crítica nace de una exigencia de la razón, que al
no ser omnisciente corre el riesgo de equivocarse,
y de hecho -según atestigua nuestra experiencia- se
equivoca. Por eso instalarse a priori en la verdad
es un imposible. De lo cual se deduce que estamos
expuestos a las equivocaciones, que si son reitera-
das pueden constituir un lado malo de nuestra per-
sonalidad, con el que podemos convivir toda nues-
tra vida o, por el contrario. en algún momento lle-
vados fundamentalmente por nuestra autocrítica,
erradicarlo. El ver los defectos de los demás -esto
nos es muy fácil- se puede convertir en una opor-
tunidad de reflexión para analizar si en nuestra
conducta se dan también. Los otros nos pueden en-
señar tanto cuando obran bien (para imitarles)
como cuando se comportan mal (para no caer en el
mismo error). Desconfianza, pues, en uno mismo

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y capacidad de análisis. Sin una reflexión sobre la
propia vida y la ajena no es factible consolidarse
en un buen comportamiento. Pero tal vez el tér-
mino reflexión no tenga en la actualidad mucho
prestigio, donde sobre todo se valora la operativi-
dad. La Filosofía, desgraciadamente, ha dejado de
formar parte de nuestra cultura, y con ella el talante
socrático de búsqueda de la verdad.

Desencuentros
No siempre es fácil que la vida discurra de
acuerdo con nuestro pensamiento. Una cosa es lo
que deseamos y otra distinta lo que acontece. Su-
poner que todo y todos se van a comportar como
nosotros imaginamos es en el mejor de los casos
una puerilidad. Quien no es consciente de que las
contradicciones son uno de los elementos compo-
nentes de nuestra biografía, caerá constantemente
en el desconcierto. El suponer que las cosas van a
ocurrir de una determinada manera no implica que
de hecho vayan a suceder así. Hay que contar
siempre con la posibilidad de no poder cumplir
nuestro deseo, sin que esto suponga ningún desca-
labro emocional. Esta reflexión nuestra parece

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sencilla y clara, sin embargo, cuando las cosas no
acontecen como nosotros queremos, con facilidad
surge el desconcierto. Una persona madura tiene
la suficiente capacidad de reacción para sobrepo-
nerse con rapidez cuando en su horizonte existen-
cial aparece la contradicción. Y no cae -y menos
por sistema- en la queja, que tanto daño nos hace.
La madurez, presupone saber distinguir muy bien
entre el mundo de los deseos y el mundo de la
realidad. El hombre maduro es un buen conocedor
de la realidad tanto ajena como personal. Esto no
supone de modo alguno que la persona madura no
tenga ilusiones. Las puede tener, pero sabiendo
que las ilusiones no se identifican automática-
mente con la realidad. Debe existir en nosotros una
moderada desconfianza de poder hacer realidad
todos nuestros proyectos, lo cual no implica que no
pongamos todos los medios a nuestro alcance -in-
cluida la ilusión- para obtenerlos, pero debemos
contar con que hay cosas que no dependen de no-
sotros y ante las cuales difícilmente podemos ha-
cer algo. Las falsas expectativas no deberían pro-
ducirse con la frecuencia con que se dan. Es una
señal clara de inmadurez presuponer que todos
nuestros deseos se alcanzarán con facilidad. Ser

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consciente de esto no es una invitación al pesi-
mismo. Sería entonces peor el remedio que la en-
fermedad. Parece como si necesariamente debiéra-
mos colocarnos en una postura extrema. Y la ma-
durez, que no desencanto, consiste en esperar de la
vida lo que ésta puede dar. A los niños les está per-
mitido que sus sueños sean desorbitados, pero una
persona que dejó atrás la infancia y la juventud
debe haber aprendido a tomarle medida a la vida.
Alejarse de esta postura supone una fuente de sor-
presas negativas cuya razón de ser sólo se encuen-
tra en nosotros. Ya es bastante complicada nuestra
existencia para que todavía le añadamos dificulta-
des innecesarias. Deberíamos procurar que nuestro
modo de proceder no aportara más elementos des-
estabilizadores a nuestra conducta y a la conviven-
cia. Atenerse sabiamente a la realidad es, sin lugar
a dudas, un principio de sabiduría. Los excesos,
también en las aspiraciones, son malos. Tal vez
hoy a los hombres se nos pida más de lo que pode-
mos dar, no nos quejemos luego de las consecuen-
cias.

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Aspiraciones
Esta sociedad nuestra -a la que tantas veces
aceptamos acríticamente- se manifiesta muy exi-
gente a la hora de pedirnos cosas. Si es malo no
tener aspiraciones también lo es no encontrar
nunca techo en lo que se desea. No siempre el ad-
verbio más es el que nos conviene. La ambición -
incluso a nivel de curriculum- es un vicio. Saber
conformarse con lo que se posee, no es una actitud
propia de los débiles, sino de los prudentes. Dis-
frutar pacíficamente de lo alcanzado es -no lo ol-
videmos- saber explotar el éxito. Y este disfrute
pocos lo saborean, porque cuando vienen a darse
cuenta ya es tarde. Parte de esta búsqueda de llegar
a más viene dada por un excesivo amor al dinero
y por la elección de una vida desmesuradamente
activa. Estas dos actitudes son difíciles de erradi-
car. La primera, porque el nivel de nuestras nece-
sidades es cada vez mayor; y la segunda, porque
en la espiral de la acción el hombre parece olvi-
darse de lo que más le duele: sus problemas. Aspi-
rar a más es, pues, una huida hacia adelante de
donde difícilmente se puede escapar. Aquí reside -
a mi modo de ver- la explicación sobre este tipo de

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vida -agobiante vida- donde el hombre queda rele-
gado en aras a un brillante curriculum y al éxito
profesional. Como nos descuidemos, la catadura
moral de las personas no será el valor primero a
tener presente, sino su cuenta bancaria o el número
de masters realizados en el extranjero. No es bueno
para alcanzar la madurez, humana ponerse como
objetivos aspiraciones excesivamente ambiciosas;
porque entre otras cosas nos exponemos a sufrir
frustraciones innecesarias. El perfecto desarrollo
de la personalidad debe estar sujeto a un control, a
unas medidas de prudencia y a huir de todo exceso
indebido, cuyas malas consecuencias son a veces
irreversibles. Deberíamos aprender que las perso-
nas no son objetos clasificables por lo que tienen
(incluso de inteligencia), sino que el ser persona
es el valor por antonomasia. Yo estoy de acuerdo
en que hay que ser algo en la vida, pero también
debemos considerar a qué precio. Hoy los planes
de estudio se dilatan cada vez más y a los ya esta-
blecidos se añaden otros para postgra- duados,
además de especializaciones y puestas al día, más
conocimientos complementarios de idiomas, in-
formática, etc.: ¿no parece esta carrera de conoci-
mientos un poco desproporcionada para los años

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de vida del hombre? Habría que inventar la forma
de poner fin a esta escalada desaforada hacia el
éxito profesional (y hacia el dinero). Los días y la
vida del hombre tienen un límite a partir del cual
no es posible un desarrollo armónico de la perso-
nalidad.

Autoestima
Quien, debido a su madurez, se estima a sí
mismo, no necesita de grandes títulos para conce-
derse el respeto que se merece. Es la madurez la
que otorga a la persona el pondus necesario para la
autoestima. Situar fuera del núcleo del hombre el
punto de referencia de la autoestima es, no cabe
duda, una equivocación. No por más títulos se es
mejor persona. De igual manera que no por más
joyas se es más elegante. La elegancia y el propio
reconocimiento personal nacen del interior, no son
algo advenedizo a nuestro yo. Estamos de acuerdo
que lo extrínseco, lo adquirido, puede reafirmar,
confirmar -e incluso aumentar- esa conciencia de
nuestra autoestima. pero ésta necesita un substrato
previo: la madurez. Sin madurez no hay autoes-
tima, por muy grandes que sean los éxitos que se

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alcancen. Y es que afirmar madurez es decir mu-
chas cosas: realismo, moderación, equilibrio, ob-
jetividad, serenidad, prudencia, responsabilidad,
capacidad de análisis, reflexión, espíritu crítico,
control emotivo, nivel bajo de frustración, capaci-
dad de decisión, seguridad, desapasionamiento; en
una palabra, personalidad madura. Se toma una
actitud sectaria cuando se identifica personalidad
con prestigio profesional. A poco que se considere
este deduccionismo, se llega a la conclusión de que
está totalmente injustificado. La madurez. abarca a
más aspectos de la persona que el estrictamente la-
boral. Desde luego que una persona madura rea-
liza su trabajo bien, pero existen otros ámbitos en
donde se manifiesta la madurez. Hay que conse-
guir no identificar autoestima con éxito profesio-
nal. No es justo pues, hacer depender la propia va-
loración personal en función de las metas alcanza-
das en la profesión. En lugar de preguntar con tanta
frecuencia: ¿qué es?, debiéramos dirigir nuestra
interrogación a: ¿quién es? Es en esta dirección
donde apunta nuestra reflexión sobre la autoes-
tima. No es inútil recordarnos el carácter único e
irrepetible de cada hombre. Sin esta conciencia-
ción no se entiende la dignidad del ser humano. En

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cambio, cuando hay un auténtico convencimiento
de esta realidad se hace más fácil la autoestima y
la estima ajena. En torno al hombre existe una fri-
volidad imperdonable. Es bochornoso que las per-
sonas estén sometidas a tantas clasificaciones in-
necesarias. Por eso es tan fácil encontrarse con mu-
cha gente sin autoestima o con una autoestima
muy baja. Si lo que se valora es el tener (títulos,
apellidos, dinero, etc.), no es de extrañar que haya
quienes al no tener casi nada sientan una autovalo-
ración muy escasa. El criterio de valoración de la
sociedad actual está sin duda equivocado. Única-
mente los fuertes, los privilegiados pueden sobre-
vivir en este mundo donde el tener y la valía per-
sonal son equiparados. Se tiene mucho porque se
vale mucho, y se vale mucho porque se tiene mu-
cho: ésta es la trayectoria que con excesiva lige-
reza recorremos en el enjuiciamiento de los seres
humanos. Salirse de ella y atenerse a una axiolo-
gía distinta es esencial si queremos situamos en el
ámbito de la verdad. A veces pienso que son exce-
sivos los prejuicios -cargas negativas- que sobre el
hombre heredamos de las generaciones anteriores.
Se hace necesario volver a descubrir el valor que
lleva implícito el ser humano, por el simple hecho

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de serlo. Sólo los jóvenes parecen estar capacita-
dos para descubrir en el tú otro yo, haciendo caso
omiso a esas historias con que las personas adultas
disfrazan a sus semejantes. Reivindicar la autoes-
tima es apostar por la alegría que supone ser hom-
bre o lo que es lo mismo recuperar la inocencia.

Aceptarse
Para alguien podría parecer inútil hablar del
hombre en términos de aceptación. Nunca es pru-
dente dar por supuesto nada y menos en una ana-
lítica existencial. Aceptarse supone el conocerse,
y asumir sin dramatismos la propia realidad. Al
hombre le es fácil idealizar su valía personal. e in-
cluso es frecuente que en momentos depresivos se
infravalore, a veces hipócritamente. Lo que verda-
deramente es difícil -no lo consiguen todos- es te-
ner un conocimiento realista de su persona y acep-
tarlo. El aforismo griego «conócete a ti mismo»
sigue siendo una asignatura pendiente para mu-
chos, y no digamos nada una vez conocido acep-
tarse. Por eso es tan difícil alcanzar la madurez hu-
mana. Si no partimos del hecho de la aceptación
personal, de un atenerse sobriamente a lo que uno

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es, no hay modo de que nuestra comunicación con
nosotros mismos y con los demás sea madura.
Aceptarse no supone una valoración a la baja de
nuestro yo, también implica el reconocimiento de
nuestras propias capacidades y la seguridad de su
desarrollo. Pero para llegar a esta justeza entre lo
que realmente yo soy y lo que pienso de mí, hay un
largo recorrido si no de equivocaciones (que en
muchas ocasiones sí), al menos de correcciones.
Generalmente nuestro proyecto personal no se rea-
liza a golpes de evidencias, sino de tanteos, de
aproximaciones. No llegamos al conocimiento de
nuestra propia realidad con la diafaneidad de las
ideas claras y distintas de Descartes. Se trata más
bien de un proceso de la búsqueda de interrogantes
y de rectificaciones. Y en este largo camino es fre-
cuente desorientarse con ensoñaciones que no tie-
nen fundamento en la realidad. Si las ilusiones no
coinciden con las capacidades, el conocimiento
del propio proyecto personal se dificulta en gran
manera. En un primer momento, hay un forcejeo
para hacer coincidir ilusiones y capacidades, y al
no conseguirse surge como consecuencia el des-
concierto, del cual cuesta salir porque no hay otro

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punto de referencia a donde dirigirse. Este desen-
cuentro únicamente puede superarse con la acep-
tación de la propia realidad, lo cual supone alcan-
zar la madurez. Aceptarse cuesta, porque cuando
se es joven con frecuencia se valoran más las defi-
ciencias (incluso físicas) que las virtualidades.
Sólo el tiempo nos ayuda a entendernos y a desci-
frar en parte ese gran misterio en que se resuelve
nuestra personalidad. En términos absolutos no
puede hablarse de un joven maduro, porque toda-
vía no ha tenido el tiempo suficiente para descifrar
el lenguaje con que está escrita su vida. Eso no im-
plica que en términos relativos hablemos de jóve-
nes maduros o hasta de niños maduros. Dentro de
la Pedagogía debiera hacerse más hincapié en la
propia aceptación. También los padres deberían
ser más sensibles a este tema y restar importancia
a la moral paradigmática que, a mi modo de ver,
tiene una eficacia muy relativa.

El diseño de la propia identidad


Para el hombre no es suficiente ser algo, le es
necesario también tener conciencia clara de lo que
es. Pero teniendo en cuenta que la persona es una

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estructura abierta, siempre hay en ella una bús-
queda de identificación. Si el desarrollar nuestra
personalidad de acuerdo con nuestras propias ca-
pacidades es una tarea ardua de conseguir, también
presupone un esfuerzo ser plenamente conscientes
de nuestra propia identidad. Corremos todos el
riesgo de vivir nuestra vida como espectadores y
no como verdaderos actores. La despersonaliza-
ción y cierta alienación connatural a la vida mo-
derna favorecen que muchas personas no se sien-
tan protagonistas de su propia vida. Se vive dema-
siado aprisa y muy a la ligera, y esto no permite
crear en el interior del hombre actitudes reflexivas
que propicien tener una conciencia viva del propio
yo. La filosofía del ser ha sido suplantada por la
filosofía del hacer. Y aunque en el hacer (nuestro
hacer) nos reconocemos, sólo es parcialmente y sin
sentido de unidad. No es suficiente que nos identi-
fiquemos con nuestra obra realizada, es necesario
también remitimos conscientemente al núcleo per-
sonal de nuestro yo, pero una vida vivida fragmen-
tariamente es un verdadero obstáculo para alcanzar
una conciencia reflexiva de la propia existencia.
Se hace necesario, dadas las circunstancias actua-
les, reivindicar un ejercicio mayor del mundo de la

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reflexión. El hombre se puede distraer de todo me-
nos de ser hombre. Si el pensamiento lo distingue
del resto de los animales, siguiendo a Aristóteles
deberá también en la actualización del acto de pen-
sar -de pensarse- alcanzar su mayor perfección.
Frente al mundo del hacer, tan necesario e incluso
realizador de la propia personalidad, debe erigirse
el otro mundo del ser-pensando, sin una apropia-
ción intelectual de nuestra existencia no es posible
que nuestro yo adquiera entidad. Únicamente la re-
flexión es capaz de aunar lo que está disperso. de
dar sentido a lo que no lo tiene. Es fundamental
dirigir la mirada hacia uno mismo y preguntarse:
¿quién soy"? No importan tanto las respuestas,
como la intención unificadora con que se plantea
la cuestión. La utilidad de una acción no es el cri-
terio único y último a tener en cuenta. Con dema-
siada frecuencia calificamos como pérdida de
tiempo acciones que pueden tener un gran valor
enriquecedor para nuestra persona. La vida del
hombre necesita un sentido que la dirija. Los filó-
sofos griegos hablaban de una teleología, de un fin
a donde va encaminado nuestro actuar. Pero para
que esto suceda es necesario que yo tenga una con-
ciencia viva de mi propia identidad. Es necesario

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ser antes algo para después conseguir algo. Todo
lo que sea reforzar nuestro núcleo personal nos
permitirá luego diseñar el propio proyecto biográ-
fico. La vida de un hombre no se diseña sólo con
acciones, es necesario, además, que estas acciones
estén atravesadas por un sentido que las unifique.

La serenidad
Una de las manifestaciones más claras de ha-
ber alcanzado la madurez, es la serenidad con que
se enfrentan los problemas o las situaciones con-
flictivas. Todos corremos el riesgo de engrandecer
con nuestro nerviosismo aún más las situaciones
difíciles que se nos presentan. Llamar la atención,
el deseo de que nos compadezcan, la actitud de
queja, el no querer aceptar la realidad: son causas
todas ellas que explican por qué son pocas las per-
sonas que ante las contradicciones de la vida reac-
cionan con serenidad. A las cosas hay que darles
la importancia que tienen, ni más ni menos. O, di-
cho en otros términos, es conveniente atenerse so-
briamente a la realidad, si no la vida se complica
innecesariamente. No es sensato añadir a las difi-

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cultades reales otras imaginarias, propias de nues-
tra inmadurez. La vida no se soluciona dándole un
sentido trágico, sino resolviendo sus problemas.
Apelar con frecuencia a la serenidad es más renta-
ble que empujar a la rapidez y a la eficacia a quie-
nes están en edad de desarrollar su personalidad.
Un hombre y una mujer serenos inspiran paz, con-
fianza, seguridad. También es un estereotipo que
hay que destruir el afirmar que el hombre es más
sereno que la mujer. El tiempo en que las mujeres
se desmayaban, se tapaban la cara con las manos o
lloraban, afortunadamente no son el prototipo de
las que salen en las actuales películas. Hay en esta
visión de la mujer mucho de cultural, de añadido.
Un falso modelo que no responde a la realidad.
Hoy asistimos a una revisión crítica de ciertos mo-
delos de conducta tradicionalmente adjudicados al
hombre y a la mujer. Por fortuna ha pasado el
tiempo del hombre sereno y la mujer nerviosa. Re-
cuperar el verdadero sentido de las cosas es siem-
pre una liberación. La serenidad es un valor que
debe ser inducido desde la infancia, y a mi modo
de ver no está lo suficientemente reconocido. Una
vez alcanzada la madurez no es superfluo predi-
carse uno a sí mismo cierta inmutabilidad del

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ánimo, tan propia de la filosofía estoica. Séneca te-
nía razón cuando afirmaba que frente a los aconte-
cimientos externos a nosotros poco o nada pode-
mos hacer, en cambio sí está en nuestro poder ser
dueños de nuestro ánimo. La serenidad evita en
nuestras vidas el desconcierto, el desfondamiento
personal. El tener unos valores últimos que tras-
ciendan y den sentido a nuestra vida, ayuda en gran
manera a que no surja la desesperación ante la des-
gracia. Sin embargo, el que únicamente valora lo
que tiene aquí y ahora no encuentra consuelo
cuando lo pierde. El convencimiento de que nues-
tra vida posee un sentido, de que no existe el azar
y la suerte, sino una Providencia divina facilita en-
contrar una explicación a lo que no lo tiene huma-
namente. No cabe duda de que sería un buen lema
para nuestro proyecto personal el término sereni-
tas, con él nos vienen todo tipo de bienes. Los ner-
vios sólo hacen que multiplicar innecesariamente
lo de que por sí ya es difícil. Es bueno fomentar un
autocontrol que nos dé un dominio sobre nosotros
mismos. La persona madura sabe darle a los acon-
tecimientos la importancia que tienen, y no pierde
con facilidad los papeles.

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El respeto
El saberse ganar el respeto de los demás tam-
bién es una manifestación de que se ha alcanzado
la madurez. Las personas maduras inspiran res-
peto, para ellas éste no es algo sobreañadido. Todo
lo contrario. Es su mismo comportamiento el que
nos lleva a considerar a su persona con seriedad
(que no es lo mismo que con dramatismo). ¿Por
qué a unos hombres o mujeres los tomamos en se-
rio y a otros no?, ¿cuál es la razón de este cambio
de actitud? Tal vez se puedan aducir distintas ra-
zones para dar respuesta a estas preguntas, pero
una de ellas debería ir -no me cabe ninguna duda-
en esta dirección: quien se respeta a sí mismo con-
sigue el respeto de los demás. Es una condición
sine qua non el auto-respeto para obtener que los
demás nos respeten. Uno no puede ponerse en cir-
cunstancias donde pierda la propia dignidad y
luego exigir que los otros le respeten. El respeto se
gana a base de estar siempre a la altura de las cir-
cunstancias. Las concesiones en este terreno se pa-
gan caras. A muchas personas habría que decirles:
respétese usted mismo, y luego pídame que yo le
respete. La conducta humana exige una coheren-
cia que, de no darse, es captada de inmediato. El

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propio talante no se improvisa, sino que es fruto de
un esfuerzo mantenido por mucho tiempo. Tal vez
el término respeto tenga connotaciones de tiempos
pasados que lo hagan menos atractivo. El respeto
del que nosotros estamos hablando hace referencia
al tomarse en serio a sí mismo y a los demás, al no
hacer de la vida un juego frívolo o contemplar
nuestra existencia como si fuera ajena. Ni el infan-
tilismo ni la superficialidad son buenos aliados ni
del respeto ni de la madurez.
El respeto es compatible con un trato alejado
de viejos convencionalismos. La sencillez y la cer-
canía no son obstáculo para tomamos en serio a los
demás. El comportamiento actual prescinde de
ciertas normas ya sin duda trasnochadas, pero las
personas siguen exigiendo el ser respetadas. El
hombre siempre será para otro hombre un valor a
cuidar. Se puede pasar de muchas cosas, e incluso
se debe pasar, siempre que salvemos lo único im-
portante: la dignidad de la persona. La sencillez y
la cercanía son actitudes que, lejos de convertirse
en un impedimento para fomentar el respeto entre
los hombres y mujeres, resultan más bien un re-
fuerzo que subraya lo que de auténtico debe haber
en las relaciones humanas. Acudir al protocolo

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como única defensa para asegurar un trato respe-
tuoso es más atenerse a unas normas rígidas de
comportamiento, que manifestar el profundo res-
peto que sentimos por una persona. Entre la espon-
taneidad más descontrolada -origen de actos mal-
educados- y el rigorismo de normativas ya caduca-
das, existe todo un largo recorrido en donde la de-
licadeza y una educación exquisita tienen mucho
que decir, aunque no se trate de normas regladas y
encorsetadas con el paso del tiempo. La sencillez
y la cercanía rompen barreras que ni siquiera el
paso del tiempo hubiera podido superarlas. Hoy las
actitudes cariñosas y simpáticas derriban con faci-
lidad los comportamientos distantes. De la gente
se espera sobre todo cordialidad, una sonrisa en los
labios. Otras poses más hieráticas han quedado de-
finitivamente enterradas.

Proyecto personal
La madurez difícilmente puede llevarse a
cabo sin un proyecto personal. Tener algo que rea-
lizar (con ilusión) en la vida, es uno de los caminos
más rápidos para madurar a nivel personal. Volve-

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mos a Viktor Frankl, a su teoría del sentido. El ver-
tebrar los días en función de un objetivo final ade-
lanta en el tiempo sólo lo que los acontecimientos
últimos ponen de manifiesto. En los estudios hay
un cierto anteproyecto que aquieta eso que quere-
mos ser nosotros: ¿pero qué diferente es ese difu-
minado diseño académico de vida con un criterio
claro del hombre que se quiere ser? Vamos todos
demasiado deprisa como para plantearnos cuestio-
nes que sí que consideramos importantes, pero que
será la misma vida -no se sabe cómo- la que las
resolverá. La expresión «voy a hacer de ti un hom-
bre, una mujer» o es un anacronismo o un mero
deseo retórico para realizarlo en un tiempo indefi-
nido. Desgraciadamente en los proyectos persona-
les, en sus aspectos más definitorios, hay una di-
mensión de normalidad, que nadie discute pero
quizá también por eso es donde habría que hacer
hincapié de un modo especial para no caer -dentro
del proyecto personal- en el mundo de la frivoli-
dad. Hemos oído hasta la saciedad que «nada se
improvisa». Si esta aseveración es fácilmente
comprobable, todavía lo es más cuando al talante
de una persona se refiere. Lo que es un hombre o
una mujer no es el resultado de unas vivencias más

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o menos cercanas o la expresión de un simple es-
tado de ánimo. Esta explicación es a todas luces
insuficiente, porque todo proyecto personal que
desemboca en la madurez es el resultado de un có-
digo ético hecho vida. La ética entendida como un
mero postulado teórico no es más que un recurso
retórico del cual echar mano en situaciones difíci-
les. Para llegar a la meta es necesario antes haber
recorrido ese proyecto con una teleología que dé
sentido a esa ética que todos reivindicamos. Im-
provisar razonamientos morales al filo de aconte-
cimientos coyunturales, sin ir respaldados por el
testimonio de la propia vida es, en el mejor de los
casos, un recurso retórico carente de convenci-
miento para quien está escuchando este discurso
que suena a vacío y poco convincente. Tener un
proyecto personal no supone tener un catálogo
pormenorizado de normas a seguir. No es éste el
camino para alcanzar una personalidad madura.
El formalismo está muy lejos de la madurez. Hay
personas tan reglamentadas que uno cuando está
con ellas tiene la impresión de que más que pensa-
mientos propios tienen criterios a seguir; criterios
fríos, desvinculados a la realidad, en donde la per-
sona cuenta poco, porque lo único importante es

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que el orden y la claridad lo presida todo. Este tipo
de personas están condenadas a no alcanzar la ma-
durez. Los proyectos personales requieren necesa-
riamente reflexiones interiorizadas, que después
se convierten en convencimientos personales. Sólo
el que es fiel a sí mismo puede llegar a ser él
mismo.

La reeducación
El dejar únicamente a los demás nuestra pro-
pia educación, llegada cierta edad, es al menos una
irresponsabilidad, una dejación, una falta de inte-
rés por nuestra propia persona. A nosotros mismos
nos compete enfrentamos a lo que somos para eli-
minar o perfeccionar aquellos aspectos que confi-
guran nuestra personalidad. Vivir olvidado de uno
no es una buena táctica para alcanzar la madurez.
Parece, a veces, que todo el mundo está interesado
en que cambiemos menos nosotros. Los errores
que alguna vez cometemos no están condenados a
perpetuarse, a adquirir carta de residencia en nues-
tra vida, pero ellos por sí solos, sobre todo si son
consecuencia de nuestro carácter, no se van. Es
necesario hacer un esfuerzo, en ocasiones grande,

28
para erradicar lo que comienza a ser un obstáculo
para nuestra equilibrada personalidad. Pero es a
nosotros a quienes nos incumbe la tarea de prota-
gonizar esa reforma sin necesidad de recibir nin-
guna indicación por parte de los demás. Y a veces
-suele ser lo más corriente, lo acabamos de decir-
sucede lo contrario: hay una confabulación por
parte de todos para que nosotros cambiemos, y los
propios interesados nos sentimos totalmente aje-
nos a dicho propósito. Es inevitable que en nuestra
personalidad se den rasgos que la distorsionen. De
igual modo es necesario disponerse a quitarlos.
Esto es lo que yo entiendo por reeducación: erra-
dicar por iniciativa propia defectos que nos perju-
dican, sin que nadie intervenga en ese proceso. Lo
que nos dicen los demás, en cierta manera siempre
nos es ajeno. Lo que realmente nos mueve son los
incentivos internos: la propia voluntad empeñada
en una tarea personal. Aquí sí que está la razón de
ser de los verdaderos cambios. Es necesario acudir
a esta táctica y prescindir un poco de tanto mora-
lismo exacerbado que nos bombardea dejando en
su paso una huella de tristeza. Todo el mundo pa-
rece que tiene el derecho a opinar sobre nosotros,
y sin proponértelo eres objeto de observaciones

29
que pueden ir más lejos de la buena educación. «Tú
lo que tienes que hacer...» es la frase, como te des-
cuides, que más oyes. Existe una desconfianza al
propio modelo de identidad que uno quiere tener.
Frente a esta injusta opresión externa, hay -pienso-
que reivindicar la reeducación en los términos que
venimos exponiendo. Pero no olvidamos que esta
tarea presupone un ejercicio fuerte de la voluntad
y de la autocrítica. Es necesaria también una sen-
sibilidad inteligente que haga sonar la alarma de
que algo de nuestra propia personalidad nos hace
daño. En una sociedad donde los regímenes ali-
menticios son tan frecuentes ¿será tan difícil poner
al propio espíritu en el ejercicio de la auto-correc-
ción?

Los silencios
El hombre maduro es un hombre de silencios.
Sabe callarse. Sabe callarse cuando la cuestión que
ocupa sus pensamientos lo requiere, y sabe callarse
cuando es inútil desparramar palabras, porque de
nada sirven. Se ha dicho de los silencios que son
elocuentes, y, sin duda, una de las cosas que nos
manifiestan es la madurez de la persona que los

30
sostiene. En cambio, el verbalismo exagerado es
muestra de una falta de control que nada tiene que
ver con la madurez. Y teniendo en cuenta que se
habla tanto, podemos concluir sin miedo a equivo-
camos que las personas maduras son pocas. No es-
tamos haciendo, desde luego, una apología del mu-
tismo ni tampoco de mujeres y hombres introverti-
dos, pero sí queremos dar un toque de atención a
esas personas que toda su vida se resuelve en len-
gua. En ocasiones es difícil explicarse el porqué de
estos comportamientos, y uno siente, por contra-
posición, la necesidad del silencio. Tal vez se deba
a la falta de espíritu crítico -a la autocrítica- esas
conversaciones sin final, donde todo está dicho y
redicho, y, en cambio, se repiten una y otra vez los
mismos argumentos. El hombre maduro recorre
otros caminos muy distintos a éstos. Sabe tener
medida en la palabra y reconoce también el valor
que ésta tiene. La palabra se devalúa con el uso.
No se le escucha igual a un hablador que a una per-
sona de pocas palabras. Los silencios, para quien
hace uso de ellos, terminan otorgándole por parte
de los demás una actitud de escucha. No todas las
personas tienen la misma predisposición a la hora
de comunicarse con los demás. Las hay -son las

31
menos- que con gran dificultad establecen nexos
de relación con los otros. En cambio, abundan
aquellos que se extralimitan en su sociabilidad. A
los dos corresponde una política de reeducación,
que establezca un equilibrio entre el respeto a la
palabra y la necesidad de comunicamos con los
demás. A veces la sociedad premia demasiado fá-
cilmente los comportamientos de las personas ha-
bladoras, alegando que son divertidas, ocurrentes
o graciosas. Habrá, no lo dudamos, sus excepcio-
nes, pero también las hay tan pesadas, cargantes y
reiterativas, que uno no sabe cómo deshacerse de
ellas. En sus bocas todo pierde entidad. No existen
cosas más o menos importantes, todo aparece mez-
clado en un totum revolutum, en donde es difícil
entresacar lo que realmente tiene interés. Saber ca-
llarse no va en detrimento de la simpatía de quien
hace del silencio una virtud. La actitud de escucha,
el acompañamiento de la mirada, la atención puede
ser también una clara manifestación de una incor-
poración activa en las relaciones sociales. El hom-
bre, la mujer madura saben poner filtros a sus pa-
labras. No caen con facilidad en la inconveniencia
o revelan su intimidad a cualquiera. No cabe duda
que hablar es un arte y hay que conocer sus reglas.

32
La responsabilidad
Se da con demasiada facilidad, por supuesto,
que somos responsables de nuestros actos, hasta
que surge el conflicto. Entonces las cosas pueden
cambiar con extremada rapidez. Tal vez el instinto
de conservación nos lleve de inmediato a cuestio-
nar la responsabilidad de esa acción que quizá nos
perjudica. La persona madura, en estas situacio-
nes, sabe reconocer sin grandes trabas su autoría
de los hechos. Está acostumbrada a asumir sus pro-
pias acciones, también aquellas que le pueden aca-
rrear algún inconveniente. Es consciente de que to-
das las personas nos equivocamos, y nada extraño
tiene que en ocasiones le ocurra. La actitud infan-
til, la que no sabe responder de sus actos, no con-
templa la posibilidad de la equivocación. Los otros
están en el error, yo tengo la razón: parece ser la
única idea presente cuando los demás le reclaman
a una persona inmadura que dé respuesta de algu-
nas de las acciones. Es necesario para muchos salir
de ese infantilismo que echa de todo la culpa a las
otras personas, incluso la de sus propias acciones.
El «yo no he sido» que con tanta frecuencia tienen
en la boca los niños, parece también ser la filosofía
de estas personas inmaduras a las que les aterra

33
asumir los inconvenientes que las equivocaciones
traen consigo. Es necesario ir con el espíritu de
responsabilidad por delante, con el convenci-
miento de que uno debe dar cuenta de sus propias
acciones, por pequeñas que sean. La excusa es un
recurso muy fácil para acceder a él. Una cosa es
pedir perdón y otra buscar una justificación a todas
nuestras acciones por equivocadas que sean. Re-
vela un talante ético quien, sin grandes esfuerzos,
manifiesta ser el culpable de un determinado he-
cho. Supondría una puerilidad pensar que todas
nuestras acciones por ser nuestras son correctas.
Aunque en teoría esta afirmación se ve con clari-
dad que es un despropósito, en la práctica es fre-
cuente encontrarte con este tipo de personas -in-
maduras- que siempre justifican sus propias accio-
nes. Sin un convencimiento profundo del valor
moral de nuestras acciones no se entiende este em-
peño en adjudicarse la autoría de hechos que no
nos proporcionan ningún beneficio. No todo da
igual y no todo está bien: éste es el primer presu-
puesto del que hemos de partir. Sin la referencia a
una tabla de valores no es posible entender el con-
cepto de responsabilidad. Únicamente una clara
jerarquía de valores y una personalidad madura

34
son capaces de garantizar un comportamiento ade-
cuado. En muchas conductas se advierte un indivi-
dualismo exacerbado y una llamativa falta de so-
cialización. Una apertura sincera a los demás faci-
lita en gran manera que nos sintamos responsables
ante ellos de nuestros propios hechos. Bajo ningún
concepto es bueno perder de vista la dimensión so-
cial de nuestra propia vida.

La prudencia
Si hemos de ser sinceros habremos de recono-
cer que la palabra prudencia sólo la utilizamos re-
ferida a la conducción de automóviles. Fuera de
este contexto raramente el valor de la prudencia
está presente en la filosofía de nuestras vidas. Cada
uno dice o hace lo que quiere, cuando quiere y
donde quiere. Únicamente la real gana parece ser
la razón última de nuestras acciones sin tener en
cuenta otros criterios, entre los que está la pruden-
cia. Prudente es el que hace lo que debe en el mo-
mento oportuno (el kairós griego: tiempo ade-
cuado). No cabe duda que hay en la prudencia una
tensión moral: lo que se debe y no cualquier cosa.

35
Incluso lo bueno puede dejar de serlo si no se rea-
liza en el momento adecuado. Quien se desvincule
de esa tensión moral, no encontrará nunca la cir-
cunstancia oportuna para hacer ejercicio de esta
virtud. En cambio, la vida, y sobre todo la de rela-
ción, exige la presencia de la prudencia para evitar
conflictos innecesarios, que se hubieran evitado de
estar ella presente. Tal vez la palabra prudencia
nos traiga resonancias negativas, e identifiquemos
demasiado deprisa la prudencia con el no hacer o
decir. Sin embargo, deberíamos referirla principal-
mente al acierto, al éxito, porque quien es prudente
es el que acierta en su forma de obrar. Se establece
un nexo demasiado estrecho entre la prudencia y la
juventud, e incluso se llega a calificar globalmente
a ésta con el nombre de imprudente: la imprudente
juventud, los jóvenes imprudentes. Y esto no es
cierto del todo, porque la imprudencia no sabe de
edades. Incluso hay jóvenes que demuestran ser
muy sabios a la hora de conducir sus propias vidas.
La imprudencia adueñada de la boca de un anciano
puede hacer verdaderos estragos. La tensión moral
de un espíritu proviene de su propio talante y no de
criterios cronológicos. Quizá haya que hacer al-
guna excepción y achacar de imprudentes ciertos

36
comportamientos juveniles debidos a su inexpe-
riencia. Pero de ahí a desentenderse de esta exigen-
cia ética por parte de los más mayores es una gran
equivocación. Hablar de prudencia es hablar sobre
todo de la palabra oportuna. Es aquí donde quisié-
ramos recalar, porque a nuestro modo de ver, ésta
es una de las tareas más convenientes para una
buena convivencia (y también, en su caso contra-
rio, la causa de grandes males). No todo lo que se
puede decir, debe ser dicho (a menos que se trate
del momento oportuno y en las circunstancias con-
venientes). No valorar este principio es sumergirse
en el caos más absoluto en el laberinto de las rela-
ciones sociales. Tenerlo en cuenta, supone en gran
manera clarificar el gobierno de nuestra lengua,
que tantos desastres puede ocasionar a nuestro al-
rededor.

Nivel de frustración
Es señal cierta de haber alcanzado la madurez
el tener un umbral bajo de frustración. La vida -
los días- están llenos de pequeñas contrariedades,
que no hay forma de eliminarlas, porque entran a

37
formar parte de la estructura de nuestra cotidianei-
dad. Intentar erradicarlas es tarea vana. Por eso
acostumbrarse a vivir con ellas es algo necesario.
Quien no lo consigue, quien no se resigna a que
algunas cosas le salgan mal, está dando muestras,
al menos, de una cierta inmadurez. El niño, si no
tiene lo que quiere, llora. El adulto, que no lo es
del todo cuando no alcanza su objetivo previsto,
llora también, aunque lo hace con otro lenguaje, el
de la queja, el mal humor o la agresividad. Hay
personas que tienen un nivel tan alto de frustración
que todo es ocasión para un desencuentro con ellas
mismas y para caer en la queja. Aceptar como prin-
cipio que el mundo no se adecúa siempre a nues-
tras preferencias, es un punto de partida necesario,
para no iniciar un recorrido de desagradables sor-
presas. Hay convencimientos -conocimientos- que
son absolutamente necesarios para andar en ver-
dad. Los problemas a veces surgen porque las ex-
pectativas que tenemos de la vida son falsas: es
aquí donde radica el porqué de tanta frustración in-
consistente. Es necesario crecerse ante las adversi-
dades. Es cuestión de proponérselo. Antes, para
expresar lo que venimos diciendo, se hablaba de
entereza, de ser personas enteras. Hoy quizá no

38
sea tan frecuente oír hablar en estos términos de
las personas maduras. La Psicología también tiene
sus modas. Pero, de todas formas, sigue siendo vá-
lido que de algún resorte psicológico hemos de dis-
poner para ser capaces de mantener nuestro ánimo
alto cuando pequeñas contradicciones intentan su-
cumbirlo. No podemos caer en la tentación del vic-
tivismo. Sentirnos víctimas de nuestras propias
desgracias es algo que, ciertamente, no debe ocu-
rrimos. Y sin duda son muchas las personas que
sufren esta enfermedad, que contagia pesimismo y
tristeza. La persona madura, por el contrario, sabe
pasar por alto la letanía que la vida trae inexora-
blemente consigo. Para la mujer y el hombre ma-
duros importan más los proyectos futuros que las
incidencias pasadas. Desde luego, no es una pos-
tura inteligente vivir recordando pequeños contra-
tiempos en busca de la autocompasión más o me-
nos implícita. Algunos quizá piensen que las des-
gracias unen más que las buenas noticias, por eso
a la hora de comunicarse con los demás acudan a
los lugares comunes de los sufrimientos y adversi-
dades. Esta actitud corresponde a la del niño que

39
llora cuando las cosas no son a su gusto. La per-
sona madura ha aprendido de la vida a desdrama-
tizar lo irrelevante.

La formación cultural
Tal vez el saber no ocupe lugar, pero sí sirve
para alcanzar la madurez. La formación en general
nos ayuda a comprendemos mejor a nosotros mis-
mos y al mundo que nos rodea. Quien conoce las
cosas y las personas es más difícil que se descon-
cierte con ellas. Pero el conocimiento exige pri-
mero un aprendizaje, una información, luego, más
tarde vendrán las síntesis, las conclusiones perso-
nales que nos permitirán dar una valoración co-
rrecta de la realidad. A la vida no es fácil tomarle
la medida exacta, con frecuencia nos equivocamos
por exigirle más o menos de lo que puede damos.
Y con un planteamiento equivocado no es posible
tener un comportamiento maduro. Por lo tanto, la
madurez depende en gran parte de los conocimien-
tos adquiridos. La ignorancia no es buena aliada
de una instalación madura en la vida. La realidad
que nos circunda -incluyendo a los demás y a no-
sotros mismos- es compleja, está sujeta a cambios,

40
a interpretaciones diversas. No es sencillo, pues,
acertar en nuestros análisis que hagamos de ella.
Nuestros recursos culturales son un arsenal im-
prescindible para dar una respuesta adecuada a los
problemas que la existencia nos plantea. Son las
personas cultas las que disponen de unas posibili-
dades mayores para acertar en sus juicios. Y. por
el contrario, la ignorancia es causa de verdaderos
estragos y dramas personales. Se suele decir que la
ignorancia es muy atrevida, y es verdad porque
con toda la buena voluntad del mundo y con la ca-
rencia de conocimientos imprescindibles se come-
ten graves equivocaciones. A la verdad no se llega
muchas veces sin matizaciones, y éstas suponen la
capacidad de hacer un análisis fino -culto- de la
realidad. Muchas injusticias y descalificaciones
personales podrían haberse evitado a lo largo de la
Historia, si hubiera presidido en la inteligencia de
los hombres un mayor conocimiento del mundo y
del propio hombre. La bondad está definitiva-
mente reñida con el desconocimiento. Las buenas
intenciones no justifican el daño que provocan. En
todo sectarismo hay un cierto componente de ig-
norancia. La cultura es la única que nos permite
seguir manteniendo una concepción abierta sobre

41
la realidad. Cerrarse a nuevos análisis es, cierta-
mente, una actitud equivocada. Hay que desconfiar
de las posturas rígidas, intransigentes. Nuestros
conocimientos avanzan a tientas, y en ocasiones en
medio de la oscuridad de la noche. Las segurida-
des, cuando traspasan un determinado umbral, se
convierten en falsas seguridades. Es propio del
hombre avanzar en la vida con una cierta inseguri-
dad y con un tanto de provisionalidad. Las actitu-
des rígidas no son propias de una persona madura,
la madurez sabe mucho de flexibilidad, de matices
y, sobre todo, de apertura a nuevas revisiones que
nos acerquen más a la verdad.

La inteligencia
Nuestra inteligencia -y nuestros conocimien-
tos con ella- deben ir por delante a la hora de ac-
tuar. Un comportamiento inteligente siempre es un
comportamiento acertado. Quizá hoy se valore
más la autenticidad de una acción, que la conve-
niencia (en todos sus sentidos) de dicha acción.
Los aspectos emotivos de la personalidad son teni-
dos más en cuenta que los factores intelectuales.

42
Podríamos decir sin miedo a equivocamos que es-
tamos en una época dominada por el emotivismo.
Son muchas las razones del corazón las que en úl-
tima instancia nos mueven a actuar. Parece que el
ámbito exclusivo donde acampa con todos sus de-
rechos la inteligencia se refiere al campo profesio-
nal. Pero en la vida ordinaria, en el mundo de las
relaciones sociales, son otras las disposiciones que
están presentes. Me apetecía, me concedí un capri-
cho, ¿por qué no?... Términos como éstos o pare-
cidos son un exponente claro de un emotivismo
alejado de planteamientos intelectuales. No se
trata aquí de dilucidar una batalla para ver qué
tiene más importancia en la vida del hombre la ca-
beza o el corazón. No. La cuestión radica más bien
en percatamos de la necesidad de disponer de los
registros intelectuales necesarios que estén siem-
pre presentes en nuestra actuación. Estos registros
intelectuales proceden de una filosofía de la vida.
Nuestra existencia no es fragmentaria. Toda nues-
tra conducta está presidida por unos principios que
dan unidad y sentido a nuestro comportamiento.
Sin estos principios iluminadores la vida de un
hombre se puede convertir en una larga suma de
equivocaciones. La espontaneidad como norma es

43
el peor de los criterios, porque conduce al caos,
que entre otras cosas es estéril. La madurez en una
persona exige una coherencia inteligente en su ac-
tuar. La persona madura suele equivocarse pocas
veces. No es el suyo un camino lleno de rectifica-
ciones. Tiene un claro conocimiento de lo que es
útil y bueno. La inteligencia va iluminando todo su
hacer sin que existan rupturas que contradigan
pensamiento y acción. Sin embargo, la espontanei-
dad descontrolada y presidida por un emotivismo
ciego a la razón es origen de graves conflictos, que
podían haberse evitado si la inteligencia con su cri-
terio rector hubiera estado presente desde el prin-
cipio. A nuestra inteligencia se puede sumar la de
los demás, porque también ellos pueden arrojamos
luz sobre las cuestiones que nos afectan. Andar en
solitario nunca suele ser bueno. El otro, si lo sabe-
mos elegir, casi siempre es una ayuda. Nuestra in-
teligencia no agota los problemas que intentamos
resolver. Y es precisamente ese otro quien puede
aportar esa luz necesaria para encontrar la solución
óptima al problema que estamos intentando resol-
ver. Tampoco intelectualmente somos autosufi-
cientes. Quien no haga de la inteligencia del otro

44
un recurso necesario para acertar en la vida, fácil-
mente se equivocará.

Un proyecto de vida
Antes decíamos que la vida no es fragmenta-
ría, no es una yuxtaposición de hechos inconexos.
Es todo lo contrario: una unidad de sentido. La
existencia de las personas maduras está atravesada
por el sentido de su propia filosofía, de su forma
de entender la vida. Tener un proyecto es tener
algo más que unos deseos por cumplir. En todo
proyecto hay una dirección, una razón de ser úl-
tima que lo justifica. La coherencia, además de ser
una exigencia de la conducta humana, es una ne-
cesidad de nuestra instalación racional en el
mundo. Los proyectos, para no convertirse en fra-
casos, exigen una fidelidad incuestionable a su di-
seño inicial. Únicamente el que persevera en una
tarea iniciada puede llevarla a término. Las ruptu-
ras comportan, al menos, una pérdida de tiempo y
exigen una rigurosa explicación. De lo contrario
no hay forma de hacer nada. Sin un proyecto, la
vida se disgrega en cuatro actividades heterogé-

45
neas. Pero sin una constancia que nada haga des-
fallecer es imposible que se realice lo que siempre
deseamos. La vida es larga y no podemos reco-
rrerla a saltos y menos sin seguir una dirección. El
hoy, qué duda cabe, está en función del mañana.
Ayer, hoy y mañana deben formar una unidad de
sentido. El tiempo biográfico no puede estar reñido
con su propia memoria, ésta está llamada a alma-
cenar con cariño los recuerdos que explican mi
presente. Los proyectos son para largo tiempo, al-
gunos para toda una vida. Si falta la ilusión grande
por hacerlos realidad, está faltando una de las con-
diciones necesarias para que no surja la tentación
del abandono. A las explicaciones lógicas que
acompañan a todo proyecto deben sumarse los in-
centivos internos, que con su motivación den
fuerza a nuestro actuar. Los hombres necesitamos
la alegría del corazón para realizar las tareas que
nos proponemos, más si son difíciles y a largo
plazo. El desencanto no es la mejor actitud para
enfrentarse a esos largos recorridos que atraviesan
necesariamente nuestra biografía. No es que sea
necesaria la exaltación del ánimo, pero sí un ilu-
sionado convencimiento de que la tarea vale la
pena. La vida del hombre debe, desde luego, estar

46
presidida por la razón, pero también es verdad que
sin el empuje del corazón no puede llegar muy le-
jos. La ilusión le da alas a la cabeza para avanzar
hacia el cometido deseado. El hombre maduro no
es necesariamente el que está de vuelta, sino el que
se conoce mejor el camino y sabe disfrutar con más
fruición de él. En su interior debe estar la riqueza
que ilumina los trayectos ya conocidos. El aburri-
miento es una enfermedad no una condición nece-
saria de la persona madura.

Desconcierto
Con más frecuencia de la debida en personas
inmaduras reina el desconcierto. Cualquier contra-
tiempo más o menos imprevisto es suficiente para
que algunos pierdan su sentido de orientación en
la vida y no sepan dónde encaminar sus pasos. No
tienen la madurez suficiente para saber esperar el
tiempo necesario para reconducir su propia exis-
tencia según los proyectos previamente diseñados.
Abundan las personas que pierden la serenidad in-
terior ante la hora de la prueba. Hay muchos que
dramatizan en demasía su propia adversidad.

47
Mantener el tipo no es fácil. Como nos descuide-
mos todos practicamos un cierto victimismo. Nos
sentimos únicos en nuestras tragedias, y a través
de la palabra buscamos consuelos que tal vez sólo
estén en el silencio. Hablar y quejarse son dos di-
mensiones excesivamente presentes en muchos
hombres y mujeres. Una persona madura es más
amiga del recogimiento interior y de no ir haciendo
partícipe a los demás de acontecimientos que se-
guramente dentro de poco tiempo no tendrán nin-
gún interés. No siempre somos lo suficientemente
fuertes para no dejarnos hundir por el peso de la
contradicción. Tal vez sea más fácil levantar el
grito en el cielo. Pero desde luego sirve para poco.
Los niños agrandan sus problemas quizá para re-
clamar la atención de los adultos, algo de esto se
da también en las personas inmaduras, que son in-
capaces por sí solas de mantener la serenidad sufi-
ciente ante sus propios conflictos. Para no descon-
certarse es preciso tener referencias claras. Sumido
únicamente en el momento presente no es fácil de
comprender lo que nos está sucediendo. Las cosas
se entienden siempre dentro de un contexto y con
frecuencia pasado un tiempo. El querer encontrar
una explicación demasiado rápida a lo que nos

48
hace sufrir, es un imposible. Es necesario recorrer
cada uno de los pasos de nuestra propia biografía
hasta alcanzar el momento en donde se entiende el
porqué del ayer. Pero mientras tanto hay que espe-
rar con entereza, sin exageraciones, procurando
que nuestras palabras no vayan excesivamente le-
jos. Desconcertarse por nada o casi nada supone
no haber alcanzado la madurez. No cabe duda que
muchas personas con su actuar manifiestan un
cierto infantilismo. Hemos de convencernos de
que la vida no es una suma de acontecimientos fe-
lices. Debemos tener también presente que en todo
itinerario biográfico hay dificultades serias, que
hemos de superar con esfuerzo si queremos reali-
zar el proyecto previsto. Se hace necesaria toda
una gimnasia del vivir para superar las pruebas que
amenazan con romper y disgregar lo que debe per-
manecer unido. Esquivar los días aciagos es impo-
sible, pues bueno será tenerlos siempre presentes
para que cuando lleguen nos encuentren con el
ánimo preparado y a la altura de las circunstancias.

49
Realismo
Muchos problemas no llegarían ni a plante-
arse si el hombre que los vive hubiera sido realista.
Es necesario tener un sentido ajustado de la reali-
dad, de lo contrario surgen conflictos innecesarios.
Ya la vida nos depara sufrimientos ineludibles, no
añadamos con nuestra inmadurez más dificultades
a nuestra existencia. El hombre y la mujer maduros
no piden a la vida más de lo que ésta puede dar, no
se crean falsas ilusiones. Entre el desencanto y el
idealismo exacerbado está la visión de quien sabe
compaginar la realidad y las propias expectativas.
La persona madura es realista, tiene un conoci-
miento ajustado de su propia realidad y del mundo
circundante. No se lleva fácilmente desengaños, ni
desilusiones. No tiene más problemas que los
inevitables. Pero la dificultad radica en que no es
sencillo llegar a la madurez. Son muchos y muchas
las que se quedan en el camino. El desarrollo pleno
de nuestra personalidad encuentra muchos obs-
táculos antes de realizarse. Únicamente un equili-
brio exquisito de todas las fuerzas que la compo-
nen puede conseguir el milagro de la madurez. Por
eso no es de extrañar que con cierta frecuencia nos
encontremos con comportamientos inmaduros. La

50
educación juega en esta tarea un papel importante.
Todos los recursos pedagógicos son pocos para
ayudar al niño a que se convierta en una persona-
lidad adulta. La niñez es, sin duda, la etapa de la
vida de la persona más importante a este respecto.
Es necesario saberlo para no descuidar en ese
tiempo ninguno de los factores que integran la edu-
cación. El dolor, la vida ayudan a madurar a aque-
llos que no lo consiguieron. La vida es maestra.
Ella siempre acude al fin a enseñamos la lección
que en su momento no aprendimos. Es inútil negar
lo que los hechos afirman. En ocasiones la socie-
dad comete el pecado de pedimos más de lo que tal
vez podamos dar. La exigencia se crea como
norma y los débiles son excluidos desde el inicio.
Nuestras expectativas se alejan necesariamente de
la realidad y nos vemos convocados a tareas que
nos exceden, que están por encima de nuestras
fuerzas. Se nota en muchas personas una cierta
huida hacia delante. El tiempo nos devora simple-
mente por el hecho de realizar los objetivos pro-
gramados. La vida se vive en clave de fuga, de es-
calada. La vida del hombre no está diseñada para
vivirla con esa tensión. El espíritu necesita del re-

51
poso, de las pausas y de los silencios, para encon-
trarse a sí mismo y disfrutar del gozo de la paz.
Desde ella quizá no se conquisten altas metas, pero
al menos se habrá vivido de acuerdo a las propias
posibilidades, sin hipotecar la vida entera a ese re-
clamo constante al que nos tiene sometido nuestra
sociedad. Quien no pide a la vida más de lo que
ésta puede darle ha entendido lo que es el realismo.

La opinión
Es un signo de inmadurez hacer de la propia
opinión un dogma inamovible. Los griegos ya eran
conscientes del valor relativo que tiene la opinión,
a la cual llamaban doxa, dentro de los grados del
saber. Es una equivocación darles a nuestras opi-
niones un valor de verdad superior al que tienen.
Todos tendemos a identificamos en exceso con
nuestra opinión, cayendo en un subjetivismo ence-
rrado en sí mismo y dificultador con las relaciones
ajenas. Opinar es válido y legítimo siempre que
uno sea consciente del carácter relativo de la opi-
nión personal. Cuando las cosas son opinables no
pueden aspirar al rango de verdad-absoluta-obje-

52
tiva. Continuamente se escuchan imposiciones in-
justificadas y a veces reforzadas por un emoti-
vismo infrenable. La gente es reacia a los dogmas,
pero inexplicablemente impone los suyos que no
tienen razón de ser. Únicamente la autocrítica nos
puede salvar de esta instalación equivocada en la
vida. Hemos de ser nosotros mismos conscientes
del valor relativo de nuestras propias opiniones.
No concedemos ningún favor a nadie permitién-
dole que opine de forma diferente a la nuestra. Ha-
bría que declarar la guerra a las imposiciones in-
justificadas. Y al unísono hacer un canto a la tole-
rancia, al respeto al criterio ajeno, al amor, a la plu-
ralidad y a la diversidad. La opinión, en principio,
sólo deberíamos darla cuando se nos pidiese. Así
conseguiríamos dos cosas: descargar las conversa-
ciones y no imponer nuestro criterio. Pero desgra-
ciadamente no es así. Todo el mundo opina de
todo. La opinión como grado de saber que es, re-
quiere un determinado conocimiento. Para opinar
hace falta saber. Las opiniones según de quién ven-
gan tienen un valor u otro. El que todos opinen de
una determinada materia no quiere decir que todos
tengan de ella el mismo conocimiento. Esto, aun-
que parezca elemental, hay que tenerlo siempre en

53
cuenta, sobre todo la gente más joven. Si tuviéra-
mos un mayor respeto a la libertad ajena seríamos
más circunspectos a la hora de emitir nuestras opi-
niones. Es desde la propia supervaloración donde
nos erigimos portavoces de nuestros gustos perso-
nales, sin tener quizá en cuenta el de los otros. ¿Si
la mayoría de las cosas son opinables a qué viene
ese empeño en dar a conocer lo que nosotros pen-
samos de ellos? La verdad, no se entiende. Tal vez
sea por la tendencia que el hombre tiene a autoafir-
marse. Pero aún resulta ridícula esa insistencia con
que las personas en sus conversaciones intentan
imponerse unas a otras. Todo resultaría más fácil
si fuéramos conscientes de que no es razonable im-
poner los criterios personales a los demás. La per-
sona madura no necesita del apoyo de los otros.
Sus opiniones no están basadas en criterios esta-
dísticos. Es independiente de lo que los demás
piensen.

Pasar por alto


Saber pasar por alto tantas menudencias sur-
gidas al filo de la vida cotidiana es, sin duda, una
muestra de madurez. Es cansado escuchar cómo

54
transcurren muchas conversaciones, sin más hilo
conductor que la enumeración de lo acaecido.
Omitir estos hechos cotidianos es manifestación
clara de inteligencia y elegancia. La persona inte-
ligente de alguna manera se desvincula de lo anec-
dótico de su vida, a la vez que no hace de sí mismo
el tema central de sus conversaciones. Es necesario
hacer lo que esté de nuestra parte para no caer en
este vicio tan extendido. La cultura ayuda, desde
luego, a elevar el tono a la hora de hablar, porque
se es capaz de hacer síntesis, globalizaciones y crí-
ticas. El hombre culto no se siente obligado a re-
producir en su encuentro con los demás lo que de
trivial hay en su vida, únicamente el cariño -y al-
gunas veces la educación- son capaces de soportar
el suplicio que supone escuchar heroicamente una
retahíla de trivialidades. Todos deberíamos echar
mano de nuestro espíritu de autocrítica para no
caer en este comportamiento. La mayoría de las
cosas que nos suceden no tienen tanta importancia
como para contarlas a los otros. Son pequeñas me-
nudencias que carecen de entidad suficiente para
ser objeto de una conversación y todos tendríamos
que procurar no repetir lo que ya hemos dicho.
Pero, además, es necesario sentir un cierto amor a

55
la cultura, para que ella nos sirva de alimento a la
hora de hablar. No cabe duda que la lectura es el
medio más eficaz para disponer siempre de los re-
cursos suficientes para que nuestras charlas no cai-
gan en la vulgaridad. La lectura nos da conoci-
mientos y desarrolla nuestro espíritu crítico, sin el
cual es difícil hacer un juicio correcto de la reali-
dad. Las personas son en gran parte lo que leen.
Tal vez cueste creer esta última afirmación, pero si
se piensa bien se llegará a la conclusión de que es
verdadera. De donde no hay, nada se puede sacar.
Si el mundo cultural no está presente en nuestros
intereses difícilmente nuestras conversaciones po-
drán transcender Las menudencias de la vida coti-
diana. Es realmente difícil no recrear las pequeñas
incidencias del día a la hora de hablar con los otros.
Y también es difícil no hacerlo en tono de queja.
Se hace necesario un cierto olvido de sí porque sin
él es imposible que nuestras conversaciones no gi-
ren en tomo a nosotros mismos. Hemos de conven-
cemos de que las cosas que nos suceden no son
siempre tan importantes como para traerlas a cola-
ción en nuestras charlas con los demás. Pero, por
lo general, la gente no tiene presente este criterio

56
cuando habla. Ni siquiera el deseo de ser bien edu-
cados les impide caer en este defecto que tan des-
agradable hace la convivencia, que tan necesitada
está de refuerzos positivos.

Olvido de sí
Hemos de ser conscientes de que nuestro pro-
tagonismo tiene un límite. Lo deseable es que es-
temos pendientes de los demás, escuchándoles, in-
teresándonos por sus cosas, un poco olvidados de
nosotros mismos, abiertos a los otros. No es sólo
cuestión de elegancia, sino también de humanidad.
El diálogo no es la conjunción de dos monólogos.
La persona que únicamente habla de sí misma no
oye a su interlocutor, y entonces no es posible el
intercambio de ideas y afectos. Es éste un vicio
muy extendido que empobrece la convivencia
hasta grados insospechados. Sin haber alcanzado
una cierta madurez es muy difícil el autocontrol
necesario para no dar rienda suelta a lo que se nos
ocurre. Hay que saber prescindir de nuestros pro-
pios intereses personales -muchas veces irrelevan-
tes- para enriquecemos con el mundo ajeno tanto
de las personas como de las cosas. El olvido de sí

57
no presupone un desinterés por nuestras cosas, su-
pone sólo traer a colación constantemente lo que
nos preocupa, olvidando tal vez que los demás
también tienen sus preocupaciones. Deberíamos
ser conscientes de con quién estamos hablando
para decir nada más lo adecuado y conveniente.
Las confidencias por parte de personas casi desco-
nocidas explican cómo con frecuencia se habla sin
tener muy en cuenta con quién. Hay en esta incon-
tinencia verbal una muestra clara de inmadurez.
En todo momento se debe sacar con quién se habla
y de qué. Hacerlo de una manera incontrolada aca-
rrea graves daños a nuestra persona. La intimidad
debe ser un recinto de difícil acceso y reservada
para aquellos que merezcan nuestra confianza. De-
beríamos, sin lugar a dudas, hablar menos y escu-
char más, así aprenderíamos también más y no co-
meteríamos tantas indiscreciones, que en muchas
ocasiones son fruto de un protagonismo desme-
dido. Además, es poco elegante que el centro de
nuestras conversaciones seamos nosotros mismos.
Es bueno quedar un poco al margen de tantas pa-
labras que se dicen sin casi ser escuchadas. Siem-
pre hay tiempo para hablar; en cambio, retirar la
palabra dicha es muy difícil. No debemos olvidar

58
la dimensión moral que las conversaciones tienen.
Es un deber por nuestra parte no caer en calumnias,
difamaciones y murmuraciones. Y cuando se habla
mucho es fácil sucumbir en estos vicios de conse-
cuencias tan desagradables. Por el contrario, el sa-
ber callar en el momento oportuno no es sólo un
signo de sabiduría, sino también de madurez.

La enfermedad
Hacer de la propia enfermedad un espec-
táculo indica una manifestación de inmadurez.
Hay personas que sólo saben hablar de las peque-
ñas o grandes molestias que sienten, es el tema
constante de sus conversaciones, parece que a tra-
vés de sus palabras buscan la compasión de los de-
más, no cabe duda de que se trata de una actitud
infantil. ¿Qué sentido tiene el ir contando indiscri-
minadamente las molestias personales a todo el
mundo? La madurez sabe crear ámbitos de intimi-
dad reservados únicamente a personas determina-
das. El victimismo es incompatible con una perso-
nalidad madura, porque se trata de una actitud ante
la vida que no asume a ésta como es. El que se con-
sidera una víctima de su propia enfermedad está

59
ignorando el sufrimiento ajeno. No se explica
cómo tantas personas hacen de su enfermedad un
espectáculo público. Resulta cansado comprobar
una y otra vez como la gente se queja, con las per-
sonas más insospechadas y en los lugares más
inesperados, de su salud. Parece a veces que no hay
otros temas de que hablar o que se busca por en-
cima de todo el propio protagonismo. La enferme-
dad pertenece al ámbito de la intimidad, no es
desde luego un secreto, pero eso no justifica que
para reclamar la atención de los otros hagamos una
exhibición de nuestros males. En cambio, no hay
ningún inconveniente que a personas -pocas- pre-
viamente escogidas por nosotros hagamos partíci-
pes de nuestras molestias. Ellas pueden sernos mo-
tivo de consuelo y ayuda. Todos necesitamos que
nos escuchen y nos animen, y más en los momen-
tos difíciles. No es malo, sino todo lo contrario,
abrir el corazón, pero hay que hacerlo con la per-
sona adecuada y en el momento oportuno. Abrir
nuestra intimidad de una forma indiscriminada in-
dica, además de poco control, un poco olvido de sí
mismo, imprescindible para ayudar a los demás. El
hombre maduro sabe esperar, no se siente obligado
a contarlo todo y enseguida. El niño, el inmaduro,

60
por lo contrario, es impaciente. El mundo de la en-
fermedad es un mundo íntimo que no debe ser ex-
puesto indiscriminadamente a la mirada ajena,
porque perdería lo que tiene de sagrado. La enfer-
medad nunca dejará de ser un misterio en la vida
de los hombres. Y como tal misterio hay que tra-
tarla, no llevándola de boca en boca haciéndola pú-
blica innecesariamente. Quien sufre debe saber
que la mayor parte del tiempo debe llevar su peso
a solas. Los otros pueden acompañamos en algu-
nos cortos trayectos, pero nada más, y en la mayo-
ría de las ocasiones no sabrán nada de lo que real-
mente nos está sucediendo. El dolor busca el silen-
cio y a veces la soledad para ofrecerse con más ni-
tidez en holocausto.

La paciencia
El ejercicio de esta virtud es prueba clara de
madurez. No cabe duda que la vida nos enseña a
ser pacientes, pero aun así hay quienes no apren-
den esta lección. Desde luego que no es fácil man-
tener la paz. cuando las circunstancias son adver-
sas, y en cambio es muy necesario para que la con-

61
vivencia no se vea salpicada por disgustos. El que-
rerlo todo hoy, ahora, no es buen criterio para an-
dar por la vida. Con frecuencia hay que contar con
el factor tiempo. De acuerdo que el tiempo solo no
arregla las cosas, pero sin él es difícil conseguir
muchas cosas. Según nos vamos alejando de la
adolescencia los hombres debemos introducimos
en la paz y en la tranquilidad. Nada más hermoso
que el Huir de los días sin ningún tipo de estriden-
cias desagradables. Los nervios incontrolados son
muchas veces manifestación de inmadurez; de no
haberle tomado la medida a la vida. Lo mismo ocu-
rre cuando el desconcierto surge por un motivo no
proporcionado. Poner el grito en el cielo debería
ser algo excepcional y no la actitud acostumbrada
ante un pequeño contratiempo. Las personas ma-
duras tienen un gran control de sí mismas. Saben
que todo tiene arreglo y no se dejan impresionar
fácilmente por lo que se les muestra adverso. La
vida está llena de pequeñas y grandes contradic-
ciones ante las cuales no hay que sucumbir. La pa-
ciencia es, no cabe duda, una gran ayuda, sin ella
los problemas se multiplican innecesariamente.
Con más frecuencia de la deseada abundan las pri-

62
sas y éstas son el motivo de que se rompan los ner-
vios y se pierda la paciencia. Habrá que hacer algo
-programar mejor- para que esto no ocurra. Las
mismas causas producen los mismos efectos. No
podemos estar tropezando siempre en la misma
piedra. Y más cuando el tipo de vida actual nos
lleva de un sitio a otro sin casi disponer de tiempo.
Por lo menos -como nos invitaba Séneca- salve-
mos nuestro interior de esa crispación que externa-
mente nos envuelve. El reconocer que no somos
más importantes e inteligentes que los demás tam-
bién nos facilita el ser comprensivos con ellos. El
prepotente no suele establecer buen consorcio con
la paciencia. Su actitud negativa ante los demás le
lleva a descalificarlos y a no tener paciencia con
sus defectos. Habría que insistir más en que defec-
tos los tenemos todos, para que así no nos produ-
jera extrañeza cuando los detectáramos en noso-
tros mismos o en los demás. Algunos -pocos- in-
terpretarán como debilidad el arte de ser pacien-
tes. Es que la virtud no es buena aliada del poder.
Los que triunfan no son siempre los mejores. El
mundo de los valores se mueve por otros derrote-
ros distintos sembrados por la dulzura, la compren-
sión, la paciencia, la serenidad...

63
Independencia
Es sabido por todos que la excesiva depen-
dencia de los demás es muestra de inmadurez. Las
personas maduras son en cierto grado autosufi-
cientes. No se trata de falta de solidaridad sino de
capacidad de autodeterminación. Es índice de in-
madurez estar siempre pendiente de lo que dicen
los otros. Y es índice de inmadurez necesitar en
todo momento la presencia de los demás. Los años
nos enseñan a disfrutar, cuando es necesario, de la
soledad. Se trata realmente de una conquista, por-
que no siempre podemos disponer de la compañía
de los demás. A veces resulta difícil encontrar la
persona deseada para salir de la soledad. La dis-
tracción es necesaria mientras no se convierta en
un reclamo constante para nuestra felicidad. Que-
rer estar siempre entretenido por la presencia de
los otros es instalarse de lleno en la frivolidad. De-
dicar horas y horas a la lengua es sin duda la peor
inversión que se puede hacer. En cambio, aprove-
char nuestra capacidad de independencia para de-
dicamos a otras actividades es más útil y enrique-
cedor. Con frecuencia, cuando se dice que una per-
sona es independiente estamos haciendo una valo-

64
ración peyorativa de ella; porque la estamos consi-
derando insolidaria. Y esta apreciación es inco-
rrecta. El tener capacidad de autodeterminación es
sin duda una cualidad positiva, que debe inculcarse
desde la infancia para que haya un desarrollo equi-
librado de la personalidad. A veces un excesivo
proteccionismo -generalmente por parte de las ma-
dres- se convierte en un obstáculo serio para que el
niño aprenda a ejercer su libertad. Ser autosufi-
ciente es, sin duda, una gran ventaja que permite a
quien lo es no estar dependiendo siempre de los
detnás. Es bueno poseer los recursos necesarios
para afrontar las distintas situaciones que la vida
nos presenta. La persona madura sabe encontrar
para cada momento los recursos necesarios. No se
desconcierta con facilidad, y con frecuencia, sin
echar mano de otro, es capaz de resolver el pro-
blema que se le presenta. Sin embargo, el inma-
duro a la menor de cambio recurre a una segunda
persona para que le solucione el conflicto que se le
ha venido encima. Su dependencia de los demás
les convierte en seres muy condicionados, que no
gozan de la autosuficiencia necesaria para desen-
volverse en la vida. Por eso terminan convirtién-
dose en seres débiles y especialmente vulnerables.

65
Conjugar la capacidad de independencia con la so-
lidaridad es desde luego un buen binomio para no
caer en un individualismo y ser útil a nuestros se-
mejantes. Depender excesivamente de los demás
es una limitación; olvidarse, una injusticia.

Seguridad
La estructura humana es abierta, de ahí la ne-
cesidad de la elección. El hombre y la mujer no
pueden dejar de elegir, les va en ello la vida. Cual-
quier tipo de determinismo tiene un límite, luego
hay que escoger. El ejercicio de la libertad es una
característica propia del ser humano; lo mismo que
la responsabilidad. La persona indecisa, sin segu-
ridad en sí misma, está en gran parte incapacitada
para hacer uso de su libertad. Las falsas segurida-
des, desde luego, no son de desear, llevan a equi-
vocaciones y a veces irreversibles. Pero es muestra
de una personalidad madura saber qué es lo que se
desea, tener sus propias convicciones, y son preci-
samente esas convicciones las que van diseñando
el perfil personal. Sin elecciones individuales
nuestro diseño biográfico quedaría difuminado. Es

66
necesario dejar constancia de las propias preferen-
cias. No elegir es ya una forma de elegir. La per-
sona humana en cierta manera es elección. Por eso
las inseguridades más allá de lo razonable no son
buenas, porque paralizan la dinámica de la vida.
Hay personas que en mayor o menor grado son la
encarnación misma de la inseguridad, una insegu-
ridad que es sin duda paralizante. Parece que para
ellas nada reúne los requisitos necesarios para con-
vertirse en objeto de su elección. Suelen ser hom-
bres y mujeres que se fijan demasiado en el lado
negativo que todas las cosas tienen, ignorando que
en la realidad todo tiene sus ventajas e inconve-
nientes. Tal vez hay escondido en este tipo de ac-
titudes un cierto perfeccionismo. Habría que recor-
darles a esta clase de personas el adagio latino: lo
mejor es enemigo de lo bueno. También el dar ex-
cesiva importancia a nuestras elecciones es causa
de esas indecisiones, hay que tratar de desdramati-
zar en lo que se pueda todos aquellos trámites que
constituyen el entramado de nuestra vida. Todo es
bastante más relativo de lo que parece. Eso no
quiere decir que a lo largo de nuestra vida haya al-
gunas elecciones de cierta transcendencia. Depen-
der excesivamente de lo que los demás opinan de

67
nuestras cosas es muestra clara de inmadurez. A
nadie le gusta ser recriminado por los otros, pero
de ahí a anteponer su punto de vista al nuestro hay
un largo trecho. Los otros deben quedar siempre
en un discreto segundo plano y, desde luego, no
pueden condicionar por completo nuestras decisio-
nes. Somos cada uno de nosotros los que trazamos
nuestra propia trayectoria vital. Cuando se alcanza
la madurez se sabe lo que se quiere y se hacen más
fáciles las elecciones. Y se conoce también aquello
que no nos gusta. En aprender a elegir está el éxito
de nuestra vida. Los inmaduros, los que se desco-
nocen, tienen pendiente una asignatura necesaria.

El enjuiciamiento personal
Nuestras acciones deben ir acompañadas de
un enjuiciamiento personal a través del cual hace-
mos una valoración de nuestra conducta. El propio
desconocimiento característico de la persona in-
madura impide que su autoobservación sea válida.
De esta manera al no ser consciente de sus equivo-
caciones, éstas siguen repitiéndose sin posibilidad
alguna de ser corregidas. Así se explican esas per-

68
sonalidades erráticas sin el menor atisbo de cam-
bio. El tener un conocimiento acertado de nosotros
mismos pasa por la madurez. Únicamente la per-
sona madura es capaz de reconocer sus errores.
Lo fácil -y lo más corriente- es echar la culpa a los
demás. Quienes asumen la responsabilidad de sus
actos están dando clara muestra de su madurez. Es
frecuente encontrarse con personas muy inteligen-
tes a la hora de enjuiciar a los demás, dando mues-
tras incluso de un fino espíritu crítico, pero abso-
lutamente desconocedoras de su propia realidad.
Aquí queríamos llegar. ¿Qué hacer? Alguna solu-
ción tendrá que haber para que esas personas sal-
gan de su autodesconocimiento que tanto mal re-
porta a ellos mismos y a los demás. La dificultad -
la gran dificultad- radica en su propia ceguera para
descubrir lo que de negativo hay en su forma de
ser. Los que se autobendicen quedan incapacitados
para descubrir y corregir sus propios errores. Así
se explican muchos comportamientos problemáti-
cos de difícil solución, porque la solución pasa pre-
cisamente por el auto-reconocimiento de las equi-
vocaciones personales. Y el hombre y la mujer
maduros son capaces de reconocer sus errores sin

69
que ello suponga un desfondamiento de su perso-
nalidad. Parece mentira, pero es así, hay quienes
no soportan con serenidad una crítica, y quizá tam-
bién por eso no se la hagan ellos a sí mismos. No
siempre en nosotros todo anda por los cauces de-
bidos, presuponer que esto es así indica, al menos,
una ingenuidad. Así pues, no es incompatible con
la seguridad que cada uno de nosotros ha de tener
en sí mismo una cierta desconfianza en nuestra
forma de actuar, para detectar cuanto antes las po-
sibles equivocaciones y corregirlas. Las excesivas
seguridades no son buenas, porque nos pueden in-
capacitar para reconocemos tal como somos. No
cabe duda que el autoenjuiciamiento no es fácil.
Estamos tan próximos a nosotros mismos que se
carece de la perspectiva necesaria para conocer el
objeto de nuestra propia realidad. Pero hay que ha-
cer el esfuerzo necesario para obtener un conoci-
miento, además de nosotros mismos, para optimi-
zar lo bueno y buscar otras alternativas para lo me-
nos afortunado de nuestra forma de ser. Ni confor-
mismo ni victivismo: ésta es, sin duda, la clave que
debe presidir la filosofía de nuestro autoenjuicia-
miento personal. Tal vez de este modo se evitarían

70
muchas conductas obstinadamente equivocadas y
se abrirían a la verdad.

Distracción
Cuando la filosofía de la distracción invade
prácticamente toda la vida del hombre difícilmente
alcanzará la madurez, porque ésta necesita espa-
cios de reflexión para atender a sus propios proble-
mas y distanciarse de todo lo que es superfluo e
innecesario. Los medios de comunicación además
de distraemos nos bombardean de tal manera con
sus noticias, que hacen casi imposible tomar pos-
turas personales. Todos necesitamos distanciamos
de estos medios para así tomar la medida de las
cosas. La saturación de palabras e imágenes sólo
conduce a la confusión, a una fuga hacia delante
donde nada queda resuelto. No es fácil librarse de
estas tiranías, como tampoco lo es enfrentarse en
soledad y en silencio con uno mismo. Pero algún
freno habrá que poner a estos medios de comuni-
cación que lo invaden todo mediatizando la vida
humana. El hombre y la mujer maduros se sopor-
tan bien a sí mismos. No necesitan estar siempre
distraídos de su propia realidad para encontrar

71
sentido a sus vidas. Una vida auténtica, y por tanto
madura, pasa necesariamente por momentos pro-
longados de seriedad. La seriedad es compatible
con el buen humor, el optimismo y la alegría. Lo
que no son compatibles con la seriedad son el in-
fantilismo y la frivolidad propia de los inmaduros.
Parece que todas las actividades humanas deben ir
presididas por el reclamo de la distracción para te-
ner éxito. Evidentemente, lo profundo no está de
moda, al menos lo que a los planteamientos vitales
se refiere. Un cierto aire desenfadadamente infor-
mal lo llena todo, hasta la omnipresente música
ambiental ha eliminado los largos silencios de épo-
cas anteriores. Los espacios de silencio se han con-
vertido en un lujo inalcanzable. Con tantos recla-
mos alrededor no hay manera de acceder al mundo
de la reflexión, tan necesario para obtener conclu-
siones y avanzar así en el proceso de maduración
personal. La distracción una vez ha alcanzado el
umbral del descanso debe cesar. Cuando la ri-
queza interior de una persona es grande resulta di-
fícil que surja el aburrimiento, no se necesita recu-
rrir al medio socorrido de la distracción. Muchas
veces es más importante lo que nosotros nos poda-

72
mos decir que lo que viene de fuera. Lo que pro-
cede del exterior en cierta manera nos es ajeno. No
nos interpela tan directamente, no reclama nuestra
atención más profunda. Todos corremos el riesgo
de hacer de la frivolidad una norma de vida, rehu-
yendo todo lo que la vida tiene de serio y de com-
prometido. La madurez personal, si se ha alcan-
zado, ayuda a no sucumbir al mundo de las distrac-
ciones y diseñar el propio proyecto vital con pro-
fundidad y hondura. Todo lo que sea ganar terreno
a lo que nuestra existencia tiene de transcendente
es, sin duda, una verdadera conquista.

La capacidad de esperar
El niño se caracteriza porque lo quiere todo y
ahora. No sabe esperar. Por el contrario, la persona
madura conoce el valor del tiempo y por eso cuenta
con él. En la vida la actitud de espera está perma-
nentemente presente. Todos tenemos proyectos,
ilusiones y objetivos que únicamente se harán
realidad contando con el factor tiempo. Saber vivir
en esa espera sin desánimos y con serenidad de es-
píritu es propio del hombre y la mujer maduros. La

73
persona inmadura no soporta el paso del tiempo sin
conseguir su objetivo.
Generalmente se desanima antes de hora. No
es capaz de superar las dificultades que entraña ha-
cer realidad cualquier proyecto. Todo en la vida
necesita de un tiempo, de un tiempo que hay que
respetar. Muchas veces nuestros deseos van por
delante y nos causa sufrimiento no verlos hechos
realidad pronto. Con los años vamos aprendiendo
a tomarle medida a la vida, pero durante nuestra
infancia y adolescencia el no poder conseguir las
cosas hoy y ahora supuso desconcierto y dolor.
Quien ha alcanzado la madurez conoce la impor-
tancia de la espera. Nada se cambia de un mo-
mento a otro. Nada se consigue de la noche a la
mañana. Aunque a veces pueda parecer lo contra-
rio. Es verdad que en ocasiones el transcurrir del
tiempo dé la sensación de lento. No debemos olvi-
dar que nuestro tiempo psicológico no siempre
coincide con el tiempo cronológico. Con frecuen-
cia nuestra mente va más deprisa que nuestra reali-
dad, pero es ésta quien tiene la última palabra. Una
cosa son nuestros deseos y otra nuestra realidad, y
entre ellos dos, una actitud de espera que no sabe

74
nada de nerviosismos y cansancios. El saber espe-
rar supone de igual manera el silencio, el saber ca-
llar. No conduce a ninguna parte transmitir nuestra
inquietud a los demás, sino a crear un clima de
exasperación. La convivencia, las relaciones so-
ciales están necesitadas de sosiego a la vez que an-
dan sobradas de ansiedad. Nada que lleve a incre-
mentar el nivel de nerviosismo en el trato con los
demás es bueno. Los problemas, la mayoría de las
veces, no se solucionan por comunicarlos indiscri-
minadamente a los otros, sino por el paso del
tiempo (y los medios oportunos). La vida tiene sus
tiempos y hay que saber ajustarse a ellos. Las per-
sonas inmaduras se caracterizan entre otras cosas
porque no saben situarse en su propia realidad tem-
poral. Con el paso de los años nos vamos perca-
tando mejor de la fugacidad del tiempo y como re-
sultado de esta percepción la prueba de la espera
se hace menor, aunque también es verdad que para
cualquier anciano la espera, si es larga, entra en
conflicto con el fin de su vida. Tal vez se nos está
contagiando la inmediatez de la máquina automá-
tica, pero hay muchas facetas de la vida humana -
las más importantes- que no responden a la rapidez

75
de apretar un botón, y es ahí donde hay que demos-
trar la talla de una persona madura.

76
Segunda Parte

Dimensión relacional
de la madurez

77
Apertura a los demás
En nuestra relación con los demás también se
manifiesta la madurez. De formas diversas y sin
damos cuenta nos damos a conocer. Sólo es nece-
sario un atento observador para sacar las conclu-
siones pertinentes. Quizá lo que falten sean atentos
observadores para saber a quién tenemos delante.
La sociabilidad presupone el ejercicio de las virtu-
des que la madurez tiene. La complejidad del te-
jido social exige una coherencia entre aquellos va-
lores que lo componen. Para que nuestras relacio-
nes sociales sean buenas deben estar presididas por
un conjunto de características que permitan una
buena convivencia. A menudo algunas de estas ca-
racterísticas no se dan y entonces se produce un
grave deterioro en el trato con los demás. Así se
explica por qué con tanta frecuencia las conductas
sociales derivan en rupturas, en experiencias nega-
tivas. La apertura a los otros, para ser exitosa, pre-
supone una madurez que aglutine los requisitos ne-
cesarios para hacer amable la vida de relación. La
apertura a los demás no puede hacerse de cual-
quier manera, exige ante todo una exquisita pru-
dencia, sin ella es muy fácil herir la sensibilidad
ajena. La prudencia es imprescindible en todo tipo

78
de relaciones humanas. Tal vez hoy esta virtud no
esté muy presente en las reflexiones que se hacen
entorno a la conducta humana, pero aunque sea así
hemos de afirmar que es absolutamente necesaria,
sin ella la convivencia humana se hace inviable. La
espontaneidad si no está matizada por la prudencia
deviene en fracaso. El hombre y la mujer maduros
son siempre prudentes. La aparente contradicción
entre prudencia y espontaneidad hay que resol-
verla inteligentemente. El modo de alcanzar tan
elegante solución es un arte fruto de la delicadeza
humana. El hombre maduro sabe encontrar la
forma de llevar con éxito la compleja tarea de re-
lacionarse con los demás. Quien no ha alcanzado
la madurez difícilmente consigue superar los in-
convenientes que todo trato con los otros lleva
consigo. Las riñas, los enfados, las separaciones -
suponiendo que algunas veces sean necesarios- se-
rían más escasos si hubieran menos personas in-
maduras. No es normal el tono de crispación que
preside tantos ambientes. La madurez de las per-
sonas es, sin duda, el medio más eficaz, para no
convertir un accidente en una tragedia, para hacer
más tolerante y solidaria la vida de relación. Hay

79
en algunos una tendencia a dramatizar el menor
roce con los otros.

La incomunicación
Sólo desde la madurez se puede pretender una
buena comunicación. El inmaduro comienza por-
que se desconoce a sí mismo y, desde esta condi-
ción, se le hace difícil argumentar sus ideas y dar
a conocer sus genuinos sentimientos. Su propia
realidad se le manifiesta opaca, de lo que se des-
prende la incapacidad de darse a conocer a los de-
más. Si aun teniendo las ideas muy claras es cos-
toso hacerse entender de quienes nos escuchan,
qué será cuando falla la primera premisa. El fenó-
meno de la incomunicación se da con mayor fre-
cuencia de lo que a simple vista podría suponerse.
El decir las cosas -y habrá que ver cómo se dicen-
no es suficiente para que los otros las entiendan en
su justa medida. Si no fuera una exageración me
atrevería a afirmar que estamos en un mundo de
solitarios. Difícilmente los demás comprenden las
razones últimas de nuestros actos, incluso los más
triviales, y no digamos de nuestra forma de ser.
Existe en verdad una auténtica incomunicación en

80
los seres humanos. Y esto sucede porque los hom-
bres y mujeres maduros abundan poco. Una con-
ducta madura se hace cargo en toda su amplitud de
la complejidad que el hecho de ser persona lleva
consigo. La tendencia a la frivolización es grande.
Los planteamientos profundos exigen coherencia,
y la coherencia a veces resulta insufrible Una
buena comunicación pide entre los interlocutores
una actitud profundamente humana. Es frecuente
que falte esa dimensión humanitaria en nuestras re-
laciones sociales. Los convencionalismos, los es-
tereotipos y una fingida naturalidad se interponen
como barreras ante quienes debían ser nuestros
verdaderos confidentes. Hace falta, para mejorar la
calidad de relación, atravesar la convivencia hu-
mana por la sencillez. Todo lo que sea derribar los
obstáculos que se interpongan entre nosotros y los
demás es facilitar en gran manera que nuestros en-
cuentros sean auténticos y no se vean desfigurados
por la máscara de la hipocresía. La incomunica-
ción se produce cuando se adquieren hábitos con-
trarios a esa sincera disposición de salir al encuen-
tro de los otros. El hombre y la mujer maduros se
comunican bien porque saben hacerse cargo de la
situación de su interlocutor. Los inmaduros, por el

81
contrario, suelen erigirse en el centro de atención
de quienes les rodean, parece que necesitan justifi-
car su presencia y con esta actitud no están en las
mejores disposiciones para comprender a los que
les hablan. Cuando dos personas mantienen una
conversación y no tienen la madurez suficiente
para olvidarse de sí mismas, es imposible que se
dé entre ellas una buena comunicación. Es impor-
tante percatarse del respeto que el otro merece.
Pero para eso hay que superar el egoísmo que con-
lleva la inmadurez.

Solidaridad
La apertura sincera y solidaria a los demás es
propia de las personas que han alcanzado la madu-
rez. Diseñar nuestra propia vida sin tener en cuenta
la ayuda humanitaria a los demás es muestra clara
de inmadurez. El hombre y la mujer no pueden al-
canzar el desarrollo pleno de su personalidad sin
un serio compromiso con sus semejantes. Se trata
realmente de una opción a la que todos estamos
llamados si queremos ser verdaderos hombres y
mujeres. El individualismo es contrario a la condi-

82
ción humana, y por eso la empobrece hasta lo in-
decible. Son abundantes las excusas que a muchas
personas se les interponen para no hacer de la ac-
titud solidaria un rasgo definitorio de su forma de
ser. Los prejuicios y una acusada tendencia al
egoísmo son las causas más frecuentes para que no
arraigue la solidaridad en muchas personas. Aun-
que también es verdad que cada vez hay una sen-
sibilidad mayor para sentir como propio el dolor
ajeno. Sin duda los medios de comunicación han
contribuido en gran manera a ello. Las guerras pa-
sadas han dejado en la humanidad una triste huella
en los hombres y mujeres de hoy, que de alguna
manera se sienten llamados a reparar tanta locura.
Ser solidario es algo más que echar una mano a
otro, es entender la vida en comunión con los de-
más. Las personas inmaduras anteponen sus in-
tereses personales a los generales. Están tan con-
fundidas con sus problemas que se desinteresan de
lo ajeno. Carecen de la capacidad de transcender el
propio ámbito para ocuparse de algo que no su-
ponga una recompensa inmediata. Para ser verda-
deramente solidario con la humanidad hace falta
un espíritu grande y un corazón que sienta todos

83
los problemas de los hombres como si fueran pro-
pios. El individualismo y el nacionalismo se opo-
nen a esta concepción universal del mundo. Y no
digamos nada del racismo. Esa predilección exa-
cerbada por lo que nos es familiar y cercano ter-
mina por distorsionar la mirada ante lo que se nos
presenta lejano. Una de las mayores grandezas del
hombre es sentirse solidario de todos sus herma-
nos los hombres. Quien no tiene una predisposi-
ción natural a preocuparse por todos se puede decir
que ha equivocado su filosofía de la vida. Nada
hay más importante en el mundo para el hombre
que otro hombre, todo lo demás queda relegado a
un segundo plano. La persona madura lo sabe y por
eso actúa en consecuencia y acude siempre en
ayuda del otro (necesitado) sin ampararse en falsas
excusas que le tranquilicen la conciencia. Sin sen-
sibilidad social, sin una verdadera inquietud por
ser el consuelo de los más débiles es muy difícil
que arraigue en nosotros el espíritu de solidaridad.

84
Agresividad
Nuestra apertura a los demás puede hacerse
en términos equivocados. Es más, hace falta mu-
cha delicadeza y acierto para que no sea así. Existe,
efectivamente, en nosotros una cierta predisposi-
ción a la agresividad. No olvidemos que la ironía
es una de sus manifestaciones, y el mundo está
lleno de irónicos. Sería una equivocación identifi-
car agresividad con violencia física. La agresivi-
dad que aquí estamos haciendo mención se refiere
a la verbal en sus múltiples y sofisticadas manifes-
taciones. Las personas maduras al ser más toleran-
tes y más seguras de sí mismas están menos avo-
cadas a sentirse ofendidas por los demás y, por
tanto, a contestar con los mismos términos. De to-
das formas, son muchos los factores causantes de
estas agresiones más frecuentes de lo que sería de
desear. Es verdad que toda relación humana es o
puede ser problemática. Todas las personas tene-
mos un lado frágil por el que nos podemos romper
con facilidad, y esta fragilidad nos hace muy vul-
nerables cuando salimos al encuentro de los otros.
En cualquier conversación se pueden hacer presen-
tes referencias personales que, de no estar presidi-
das por un espíritu de tolerancia, tal vez deriven en

85
pequeños enfrentamientos verbales. Para vivir en
paz con los demás es necesario el criterio de no
querer imponer a los otros nuestras preferencias
personales. La agresividad nace muchas veces de
la imposición indebida de planteamientos ajenos
que a nosotros nos son extraños. Hay una tenden-
cia exagerada en proyectarse en los demás, olvi-
dando que los gustos de los otros son distintos. Y
es que no terminamos de convencernos de la plu-
ralidad que encierra el ser humano. El hombre y la
mujer maduros son más conscientes a la hora de
respetar la diversidad ajena, están menos predis-
puestos a hacer proyección en los demás de sus
propios criterios. Para algunas personas es una ver-
dadera obsesión el ir imponiendo en los otros sus
propios gustos, siendo necesario en ocasiones de-
fenderse de la agresividad con que intentan conse-
guir su objetivo. Sin tolerancia es muy difícil erra-
dicar las actitudes agresivas. Es cuestión de con-
vencimiento. Hay quienes no acaban de conven-
cerse de la diferencia existente entre los hombres
y las mujeres, y por eso se estrellan una y otra vez
cuando los demás no responden como ellos espe-
raban. Para que entre los seres humanos no haya
agresividad es necesario partir desde una situación

86
correcta. Desde siempre se ha querido ver en la
uniformidad el criterio a conseguir. Se crean mo-
delos de personas ideales y se procura que todos
los sigan, de ahí tanta violencia por aquellos que
no están dispuestos a renunciar a sí mismos y de-
jarse troquelar por moldes que les son extraños. Fi-
delidad a la propia realidad y respeto a la ajena son
dos buenos criterios para erradicar la agresividad.

Respeto a los demás


Es algo que se da por supuesto, pero que ex-
ceptuando unas cuantas normas protocolarias raras
veces se tiene, porque falta el convencimiento de
la grandeza que toda persona posee por el mero
hecho de serlo. Todos corremos el riesgo de ins-
trumentalizar de forma inconsciente a las personas
con las que nos relacionamos. Y es necesario, por
tanto, recuperar el sentido originario que el ser
hombre y mujer comportan. El hombre maduro
está más predispuesto a reconocer la dignidad de
cualquier ser humano, porque es más capaz de
transcender aquellas cosas que impiden ver el ver-
dadero rostro de una persona. Para que nuestras re-

87
laciones sean humanas deben partir necesaria-
mente del reconocimiento que los otros por ser
personas nos merecen. Desde la prepotencia -sea
del tipo que sea- es imposible mantener un vínculo
de igualdad. En cambio, un talante democrático fa-
cilita en gran manera el trato respetuoso entre las
personas. Las imposiciones por muy justificadas
que parezcan estar no favorecen para nada una fi-
losofía de la vida del respeto mutuo. Los plantea-
mientos demagógicos no sirven, desde luego, para
que los hombres se entiendan. Hay que renunciar
efectivamente a cualquier manifestación de prepo-
tencia que pueda desequilibrar el respeto que debe
presidir el trato humano. Me temo que el respeto
que se practicaba en épocas pasadas no estaba tan
dirigido a las personas como a la autoridad que al-
gunas ostentaban, porque sino no se explican cier-
tos comportamientos tan habituales en aquellos
tiempos. Se puede hablar mucho de respeto y no
haber calado en la extensión y la profundidad que
este concepto lleva consigo. Una característica del
hombre y la mujer maduros es percatarse de la sin-
gularidad de cada persona y, por tanto, del respeto
que merece. Las personalidades inmaduras ponen
su foco de atención en lo que las personas tienen,

88
por eso no respetan a los que carecen de todo o casi
todo. Todo lo que sea reflexionar sobre la grandeza
del ser humano es una verdadera conquista. Nada
engrandece tanto
nuestra vida como unas relaciones humanas
presididas por el respeto. Y ahora que han desapa-
recido en su mayoría los gestos protocolarios, se
hace todavía más sugerente y atractiva la actitud
de aceptación al otro en su diversidad. Con estos
presupuestos es difícil que en el trato con los de-
más afloren la agresividad y las descalificaciones.
Insistir en que los demás son diferentes a nosotros
no es una obsesión patológica, es una necesidad
para situar la realidad en sus verdaderos términos.
La pedagogía del igualitarismo es una gran equi-
vocación.

El diálogo
El que se considera poseído de la verdad, di-
fícilmente podrá ver en el diálogo un camino de
encuentro con los otros hombres. Desde los prime-
ros filósofos griegos se consideró el diálogo como
un método de acercamiento a la verdad. Platón en
sus Diálogos nos da una lección magistral de cómo

89
la razón a través de la palabra puede alumbrar la
verdad en las cuestiones más diversas que hacen
referencia al horizonte humano. La autoestima no
está reñida con la valoración positiva de la opinión
de los demás. Si a esto se añade que las cuestiones
son complejas y necesitan ser contempladas desde
distintos puntos de vista, se comprenderá que el
diálogo puede arrojar mucha luz a quienes acuden
a él con las debidas disposiciones. Una persona
dialogante es aquella que no se aferra infantil
mente a sus opiniones y confía también en la inte-
ligencia de sus semejantes. Una persona dialo-
gante es una persona madura (y en muchas oca-
siones culta, porque es precisamente la cultura la
que más nos aleja de las actitudes prepotentes y
autosuficientes). No dialoga quien no escucha y
atiende a las razones del otro. Muchos diálogos en
realidad son monólogos paralelos. Es necesario te-
ner una vocación al diálogo para que éste pueda
darse. Desde el verdadero respeto a quienes son
nuestros interlocutores es posible tomar las opinio-
nes ajenas en serio. Son numerosas las personas
que se otorgan a sí mismas el privilegio de no pres-
tar atención a lo que se les dice, sin considerar la
posibilidad de que ellas puedan estar equivocadas

90
o tener una información incompleta del tema que
se esté tratando. En el fondo es una cuestión de
desconfianza intelectual frente a los demás (a los
que se les considera inferiores a uno mismo). Y la
realidad es muy otra porque siempre podemos
aprender de los otros. La realidad es tan plural que
nadie puede agotarla desde la atalaya de su propio
saber. Qué razón tenía Sócrates al afirmar que
«sólo sé que no sé nada». Al diálogo se llega desde
la ignorancia reconocida. Quien cree que lo sabe
todo, no aprende nada. En cambio, quien aun sa-
biendo reconoce todavía su ignorancia está en con-
diciones óptimas para salir a la escucha de los de-
más. Podríamos decir que dialogar es una forma
de vivir, más aún una filosofía de la vida. Afortu-
nadamente el modelo de hombre y mujer autorita-
rios ha quedado arrinconado, el hombre de hoy es
solidario, demócrata, amigo del consenso y parti-
dario del diálogo. Un sentido más justo y más hu-
mano preside las actuales relaciones humanas.
Profundizar en esta dirección vale la pena, porque
es, sin duda, el camino acertado.

91
La amabilidad
La amabilidad que manifestamos a los demás
es consecuencia del amor que les tenemos. Es,
efectivamente, el amor la causa del trato afectuoso
que dispensamos a nuestros semejantes. Por lo
tanto, no es del todo correcto afirmar que la ama-
bilidad es una peculiaridad de unos cuantos; en
cambio, sí lo es decir que la amabilidad es un ob-
jetivo a alcanzar por todos. Con más frecuencia de
la deseada nuestro comportamiento con los demás
es insatisfactorio, tal vez el mal humor salpique las
vidas ajenas porque no sepamos superar nuestra
propia frustración. Pero una reflexión como ésta
debería ayudamos a no dar rienda suelta a nuestro
estado de ánimo: ¿por qué han de sufrir los demás
por mi mal humor?, ¿qué culpa tienen ellos de que
yo me encuentre en esta situación? El hombre y la
mujer maduros suelen tener un control mayor de sí
mismos y, por tanto, de su estado de ánimo. De
quien es dueña la persona humana en primer lugar
es de sí misma: es aquí donde está su verdadera
grandeza. El inmaduro, en cambio, constante-
mente se está traicionando a sí mismo por que no
posee el control de su persona. Amables lo pode-
mos ser siempre, siempre que prevalezca el amor

92
a todo lo demás. Hay personas que parece que no
están dispuestas a no excederse en nada en su vida
de relación. Da la sensación de que se supervalo-
ran, de que no están dispuestas a hacer la menor
concesión a nadie. Con este tipo de personas la
convivencia se rompe, porque les falta la amabili-
dad que le da alegría a la vida, tan necesaria para
contrarrestar los sufrimientos que con frecuencia
nos invaden. Instalarse en la amabilidad es haberse
dado cuenta de lo que es el hombre, porque éste no
necesita otra cosa que cariño, todo lo demás le cae
por fuera. Por eso se agradece un trato amable en
los lugares y circunstancias más diversas. Pero
esto no es posible cuando nos dejamos llevar por
nuestros estados emocionales o partimos de una
consideración equivocada de quiénes son nuestros
semejantes. La amabilidad es fruto de la virtud, del
esfuerzo por dar a los otros lo mejor de nosotros
mismos. Sin una cierta renuncia a sí mismo no es
posible llegar a ser amable. Desde luego, si hay al-
guien que está incapacitado para la amabilidad es
el soberbio (generalmente muy concienciado de
cuáles son sus derechos). En una sociedad demo-
crática es todavía más necesario un talante ama-

93
ble, distendido, sin las rigideces de otras estructu-
ras sociales. Los rostros adustos, los semblantes
serios, el porte erguido han quedado como la ima-
gen (la triste imagen) de una época pasada que no
se caracterizó precisamente por la alegría de vivir.

Los enfados
El no aceptar la realidad tal cual es, ocasiona
muchos enfados. Por eso en los niños son tan fre-
cuentes. El hombre y la mujer maduros se enfadan
menos porque el mundo circundante, debido a su
conocimiento, les depara menos sorpresas negati-
vas. Hay además en ellos un gran equilibrio emo-
cional que les permite mantener la estabilidad del
ánimo ante situaciones frustrantes. El conoci-
miento de la realidad y el equilibrio emocional son,
desde luego, dos factores importantes para no en-
fadarse. Manifiesta síntomas de poseer poca salud
mental aquella persona que con frecuencia se en-
fada. En la enseñanza este fenómeno se ve con cla-
ridad. Los profesores maduros, serenos y equili-
brados raramente se enfadan en el aula; en cambio,
los inmaduros y emotivamente desequilibrados

94
cuando salen de un enfado se meten en otro. Mu-
chos enfados tienen su origen en el mal humor de
quien se enfada y el motivo es lo de menos. Es ne-
cesario conocer que la frustración produce agresi-
vidad, para así impedir que ésta recaiga en los de-
más. La frustración personal no debe en ningún
modo transcender a los otros en forma de agresivi-
dad. Son fundamentalmente las razones éticas las
que nos deben impedir que hagamos daño a los
otros debido a nuestro mal humor. Aunque la gente
conoce la relación que existe entre frustración y
agresividad, parece que no le dan a este nexo la
importancia que tiene, porque de ser así el número
de enfados sería ostensiblemente menor. Nadie
puede permitirse el lujo de ir «perdiendo los pape-
les» a cada momento, y si esto ocurre habrá que
buscar la causa para que no vuelva a suceder. Es
necesario acudir a la autocrítica para ver si está en
nosotros el origen de tanto desencuentro con los
demás. No se puede dar por natural que unos enfa-
dos se sucedan a otros. Cuando esto sucede hay
que analizar seriamente cuál es la causa de este
tipo de comportamiento. Si la solución es inteli-
gente -la inteligencia arroja luz sobre muchas cues-
tiones- se erradicarán con facilidad y de raíz los

95
enfados, porque si bien algunos son justificados, la
mayoría no lo son, e incluso los justificados deben
someterse a unos criterios de moderación. Dejarse
llevar por la ira es, sin duda, una debilidad. Ante
las discrepancias debe prevalecer un tono dialo-
gante y un espíritu sinceramente democrático. Las
actitudes prepotentes y autoritarias son mucho más
proclives a no tener en cuenta las opiniones de los
demás. Con personas amables y educadas la posi-
bilidad de enfados es mucho menor. La educación
y la cultura suavizan en gran manera la conviven-
cia. Los enfados provienen fundamentalmente del
trato con personas que se sienten poseídas de la
verdad y, en consecuencia, son intransigentes con
todo el mundo.

La argumentación
La imposición no debe ser bajo ningún con-
cepto un criterio a seguir con quienes nos relacio-
namos. Se dice que los niños son unos tiranos por-
que quieren hacer prevalecer su voluntad por en-
cima de todo. Insisten e insisten hasta que lo con-
siguen. La persona madura no trata de imponer su

96
punto de vista, sino que argumenta sus preferen-
cias para que el otro entienda su postura. General-
mente los argumentos de autoridad son muy débi-
les. Las cosas no son así porque las haya dicho
otro, su explicación está en ellas mismas, en cono-
cerlas radica en gran parte la posibilidad de poder
argumentar a los demás cuál es nuestra opinión so-
bre un determinado tema. Es una falta de educa-
ción y un abuso indebido quien impone sus crite-
rios. El fanatismo y el sectarismo aduciendo no se
sabe qué autoridad moral hacen derroche de no
respetar la libertad ajena. Toda decisión adquiere
valor moral desde el momento que es libre, luego
habrá que respetar pues la libertad de todo ser hu-
mano. Si no valoramos la categoría moral de los
demás, si no los consideramos iguales a nosotros,
si no estamos persuadidos de la grandeza de cada
persona, fácilmente nos deslizaremos por la pen-
diente de infravalorar a los otros e imponerles
nuestros propios criterios. Es ésta una tentación
muy fácil porque los hombres tienden a proyectar
en los demás sus experiencias personales sin argu-
mentarlas justificadamente muchas veces. Hay en
nosotros un deseo innato de querer imponer a los
demás nuestras propias preferencias. Y a esto no

97
hay derecho. No deberíamos olvidar nunca el
miedo a interferir en el modo de ser de quienes se
relacionan con nosotros. Es primordial tener pre-
sente siempre que los otros son diferentes y, por
tanto, es lógico que sus gustos y preferencias sean
distintas a las nuestras. Únicamente la razón
cuando argumenta pone a quien escucha en con-
diciones óptimas para poder emitir un juicio libre
de presiones emocionales. Abusar de la propia au-
toridad para imponer criterios personales es, al me-
nos, una descortesía y una muestra clara de un ta-
lante poco democrático. Lo que convencen son las
razones, no el estado emocional con que transmi-
timos nuestros mensajes. Muchas personas se sien-
ten revestidas en asuntos opinables de una autori-
dad que no tienen. Se erigen a sí mismas en censo-
ras de los comportamientos ajenos con argumentos
tan pobres que lo que hacen en realidad son desca-
lificarse ellas. Las personas maduras se caracteri-
zan entre otras cosas porque conocen la compleji-
dad que supone ser hombre o mujer, de ahí que no
caigan en apreciaciones simplistas e intransigen-
tes. No cabe duda que las posturas rígidas son pro-
pias de personas inmaduras. Las simplificaciones
nunca han sido buenas a la hora de aplicarlas a la

98
realidad humana, que siempre está troquelada por
la singularidad.

Dimensión ética
Nuestra apertura a los demás debe estar presi-
dida por los principios éticos que rigen la conducta
humana. Transgredirlos en el mejor de los casos es
abusar de la condescendencia ajena. Se daña a los
otros cuando haciendo un mal uso de nuestra liber-
tad no respetamos todas y cada una de las normas
morales que deben estar presentes en la conviven-
cia humana. A los derechos que tenemos se suman
nuestros deberes, que con justicia nos pueden exi-
gir los demás. La persona madura es tan consciente
de sus derechos como de sus deberes, el inmaduro,
en cambio, centra su mirada únicamente en los de-
rechos y con facilidad encuentra razones para omi-
tir sus deberes. Muchos comportamientos infanti-
les entre personas adultas responden a un trato en
donde no están presentes los criterios morales que
deben regir la convivencia humana. A los niños se
les puede perdonar -hasta cierto punto- ciertas ma-
neras de comportarse que distorsionan los juegos
de otros niños, pero a los adultos se les exige la

99
madurez suficiente para que con su comporta-
miento (ético) respeten la vida ajena. El respeto a
las personas conlleva un acendrado sentido de la
justicia. No regalamos nada a nadie cuando le da-
mos lo que en justicia le pertenece. Esto conviene
tenerlo muy claro, no vayamos a confundir nues-
tras obligaciones con simples favores. Los pater-
nalismos afortunadamente están en baja. La buena
convivencia ciudadana depende del espíritu de res-
ponsabilidad de los que habitan una ciudad, lo cual
supone sentirse vinculado a aquellos principios
éticos presentes en toda vida en común. Existen
personas que no tienen de ningún modo desarro-
llado el espíritu de solidaridad. Entienden la vida
desde una óptica individualista, que nada sabe de
la colaboración con el bien común. Van exigiendo
de los demás que ellos puedan ejercitar sus dere-
chos, pero no se preocupan de que aquéllos puedan
ejercitar también los suyos. El egoísmo hace im-
posible que la persona sea buena, porque es desde
la generosidad como podemos colaborar para ha-
cer un mundo más justo y más humano. El puro
interés personal no justifica una vida. La ética
exige transcender el ámbito de lo particular para

100
preocuparse de lo social. Sin un verdadero com-
promiso de solidaridad con los demás (especial-
mente con los más débiles y necesitados) se hace
muy difícil hablar de principios éticos y de madu-
rez, porque quien no se preocupa por los que más
lo necesitan no es en algún modo una persona ma-
dura. No lo olvidemos, el egoísmo lleva consigo
siempre un cierto infantilismo. Es intolerable toda
demagogia que intente burlar esa responsabilidad
que como hombres y mujeres tenemos de sentimos
solidarios con aquellos que más nos necesitan.

Hablar
Los hombres y mujeres maduros se les nota
porque generalmente no suelen ser muy hablado-
res. Son personas más propensas a escuchar que a
hablar. No cabe duda que en nuestra convivencia
cotidiana hay un exceso de palabras. Todo y todos
son objeto de comentarios descontrolados. Visto
desde una postura crítica es cansado y aburrido
constatar este parloteo sin fin que llena muchas vi-
das. Es un hecho sociológico que podemos com-
probar en cualquier momento. Una vida dedicada
al estudio facilita, sin duda, un tono y un talante

101
que son incompatibles con un verbalismo exacer-
bado, origen de tantos errores y equivocaciones.
Algún control habrá que llevar ante la palabra que
surge espontánea en nuestra boca. No es injustifi-
cado tener cierto miedo a ser inoportunos, indis-
cretos, cargantes y reiterativos. Y aquí no valen fá-
ciles justificaciones. Ni la confianza con el interlo-
cutor ni el tono distendido de la conversación ex-
plican adecuadamente el descontrol del uso de la
palabra. Hay muchas personas que se descalifican
a sí mismas sólo oyéndolas hablar. En cambio, por
la sensatez de unas palabras se adivina detrás la
existencia de una persona madura. Nuestras pala-
bras reflejan ajustadamente lo que somos. Escu-
chando a los demás podemos sacar conclusiones
certeras de lo que son. No es exagerado afirmar
que muchas veces somos nosotros mismos quienes
nos faltamos el respeto por el simple hecho de ha-
cer un uso indebido de la palabra. Saber callar es
un arte. De esto no hay ninguna duda. De acuerdo
que algo dicho a tiempo, tiene un valor inigualable.
Pero también es verdad que estas omisiones se ven
sobrepasadas por los que caen en la incontinencia
verbal. Las palabras cuando son tan seguidas y
abundantes se devalúan, dejan con facilidad de ser

102
escuchadas. Es difícil mantener por mucho tiempo
el interés de quien nos escucha. El silencio impone
respeto, en cambio, las extralimitaciones a la hora
de hablar llevan con gran facilidad a la descalifica-
ción. Para que los demás nos respeten hemos de
empezar por controlar nosotros nuestras propias
palabras. Nada hay tan definidor de una persona
como su forma de hablar. Escuchando a alguien no
se hace necesario preguntarle muchas cosas para
tener un cierto conocimiento de su persona. Si es
verdad que el temperamento y el carácter juegan
un papel importante en nuestra comunicación con
los demás, también lo es una autocrítica constante
que esté atenta a cualquier posible desviación. La
propia voluntad debe ser rectora del uso de la pa-
labra. Es poco frecuente encontrar personas con
este dominio de la palabra. Únicamente una fuerte
tensión ética es capaz de mantener siempre esta
actitud de vigilancia. Aquí la moral tiene mucho
que decir. Si la palabra no nace de un espíritu de-
licado, con facilidad se nos irá de nuestras manos
arrasando lo que encuentre por delante. Callar,
desde luego, es un arte. Y hablar oportunamente
también lo es. Quien lo consigue ha alcanzado
parte de la virtud.

103
Espíritu de colaboración
El aislacionismo no es precisamente lo que
caracteriza a las personas maduras. Hay en el hom-
bre y la mujer maduros el deseo de colaborar con
sus semejantes en los proyectos que se llevan a
cabo en su alrededor. Se sienten una vez y otra
convocados a aquellas tareas que necesitan de su
participación. Saben dar a las cuestiones sociales
la importancia que también tienen, sin limitarse
exclusivamente al ámbito personal o familiar. Co-
laborar con otros no es fácil, porque hay que re-
nunciar a todo protagonismo. El hombre y la mujer
de hoy están más mentaliza- dos para este tipo de
acción en donde se busca más la eficacia que el lu-
cimiento personal; en cambio, en tiempos pasados
el acendrado individualismo hacía inimaginable
todo espíritu de colaboración. Hoy se habla más
de equipos que de personas, que han sabido cola-
borar cada una en su medida en proyectos que ex-
ceden la posibilidad de trabajo de un único reali-
zador. El hombre es sin duda como lo definió Aris-
tóteles un «ser sociable», y no hay nada más grati-
ficante para él que ejercitar esa apertura innata a
los demás en beneficio de los otros. Cooperar en
el bien común es una tarea que vale la pena. Un

104
hombre y una mujer solos pueden poca cosa, pero
cuando son muchos los que se unen en espíritu de
colaboración son capaces de conseguir grandes
metas. En un mundo cada vez más abierto las ne-
cesidades humanas se multiplican y la presencia de
nuestra colaboración es imprescindible. Es una
equivocación mantenerse ajeno a esta realidad
buscando tal vez un auto- perfeccionismo. Los
nuevos sistemas educativos estimulan el espíritu
de colaboración en detrimento de los viejos mode-
los que estaban más preocupados en la competiti-
vidad personal. En las llamadas que hace la socie-
dad en petición de ayuda cada vez, afortunada-
mente, son más numerosos los ciudadanos que res-
ponden con su colaboración. Todos sabemos que
los problemas más graves de la sociedad actual pa-
san por la colaboración ciudadana. Tal vez pa-
rezca mentira que en un mundo tan sofisticado téc-
nicamente se necesite todavía de este tipo de cola-
boración, y es que no se puede prescindir del fac-
tor humano, máxime cuando está formado por un
grupo numeroso de personas. La madurez implica
necesariamente saberse solidario con los demás sin
eludir ninguna obligación que moralmente le vin-

105
cule a sus semejantes. Quizá algunos, acostumbra-
dos a otros esquemas, tachen esta actitud de al-
truista, pero su verdadero calificativo es de hu-
mana.

La vida familiar
La apertura a los demás empieza en la vida
familiar, porque quienes la componen no son per-
sonas aisladas, sino seres con un proyecto común
que necesitan comunicarse entre sí. Pero además la
convivencia está atravesada por problemas, a ve-
ces difíciles, que exigen una gran madurez para re-
solverlos por aquellos que están en condiciones de
tenerla. Tal vez muchos en la práctica simplifiquen
la vida en familia, pero la realidad es que dado los
componentes que la forman es frecuente que sur-
jan dificultades, que de no resolverlas de manera
acertada pueden dejar secuelas irrecuperables.
Quienes forman una familia han de ser personas
maduras capaces de dar una respuesta adecuada a
cada una de las situaciones que se les presenten. Es
verdad que la vida nos ayuda a madurar, pero este
refuerzo no es suficiente si no se parte de un desa-
rrollo equilibrado de la personalidad, que se da

106
precisamente dentro del ámbito familiar: de ahí su
importancia. Son muchos los valores que han de
estar presentes en la familia para que los más pe-
queños se vayan formando en ellos, y además sin
ningún tipo de desenfoque, porque también los
perfeccionismos tienen consecuencias nefastas. La
madurez entendida como equilibrio es la mejor
plataforma desde donde iniciar la vida familiar.
Durante años se consideró a la disciplina como el
método más eficaz para conseguir una buena edu-
cación ignorando que ésta se debe basar funda-
mentalmente en el cariño, en la comprensión y en
el diálogo sincero. Si queremos formar personas
maduras habremos de utilizar también métodos
maduros, y esto último en ocasiones no se cumple
porque existen otros medios más expeditivos, pero
también más autoritarios. Pero a la madurez se
llega siempre por un plano inclinado, donde hay
que contar con el factor tiempo. Respetar la perso-
nalidad de los niños es otro de los principios nece-
sarios para que en su día alcancen una personali-
dad madura, evitando por supuesto un proteccio-
nismo excesivo que los anulen como personas. A
la madurez no se llega de cualquier modo, porque
una personalidad equilibrada exige una educación

107
equilibrada. Aunque algunos se tomen con lige-
reza los traumas, éstos se dan y muchos de ellos en
el ámbito familiar. La infancia, la niñez y la ado-
lescencia son tan sumamente frágiles que todo el
daño que se haga sobre ellas repercutiría para
siempre. La sensibilidad, la afectividad y las emo-
ciones no nacen con la edad adulta, vienen ya teñi-
das desde el inicio de nuestra existencia; luego ya
no hay nada que hacer, serán remedios ineficaces
que no podrán anular la huella que dejó el pasado
biográfico.

Saber comportarse
Nuestra forma de comportarnos manifiesta lo
que somos. Conducta y personalidad constituyen
un todo continuo, donde el comportamiento es la
consecuencia de nuestra manera de ser. Por eso mi-
nimizar nuestras acciones externas, considerándo-
las poco relevantes, es una equivocación porque la
persona es una unidad en su actuar y en su ser.
Nuestras acciones hablan de nosotros, por muy
desvinculados que nos sintamos de ellas. Algunos
con demasiada prisa se olvidan de su conducta pa-
sada y reclaman para sí una consideración que no

108
se merecen precisamente por su comportamiento.
Todos exigimos que los demás nos respeten -es el
principio fundamental de la convivencia- pero para
ser merecedores del respeto ajeno necesitamos an-
tes respetamos a nosotros mismos actuando de
acuerdo a la dignidad humana. Una persona ma-
dura se comporta siempre adecuadamente mani-
festando así lo que es. Y no digamos ya si se trata
de situaciones límites, en donde las personas, por
la gravedad del momento, se manifiestan tal como
son: en estas situaciones, pues, quedan patentes
por su forma de comportarse quiénes son personas
maduras o no. Los hombres y mujeres inmaduros
en sus relaciones sociales piensan más en ellos
mismos que en los demás; en cambio, las personas
maduras -más olvidadas de sí mismas- están pen-
dientes de los otros, por eso no es de extrañar que
su comportamiento se ajuste más a la realidad y sea
más adecuado. Saber comportarse conlleva nece-
sariamente estar pendiente de los demás. De otra
forma no se explica cómo podríamos ser útiles y
hacer felices a quienes con nosotros conviven. Di-
señar la propia actividad social en función del lu-
cimiento personal es, qué duda cabe, una manifes-
tación de inmadurez, porque indudablemente hay

109
muchas cosas más importantes en donde poner la
cabeza. La frivolidad en el comportamiento lleva
al empobrecimiento tanto a nivel individual como
social. La buena conducta pasa por la urbanidad,
pero ésta no es todo, lo verdaderamente importante
es que esté inspirada por una actitud de respeto y
cariño a los demás. Comportarse bien no debe ser
nunca una táctica, sino que debe nacer como fruto
de un convencimiento. La religión católica aporta
una serie de valores que son muy importantes para
vivificar desde dentro nuestras relaciones con los
demás, éstos son: la misericordia, la mansedum-
bre, la humildad, la paciencia, la magnanimidad y
la longanimidad. Fuera de la cultura cristiana se
ignoran estos dulces sentimientos que perfuman la
existencia humana.

El quejismo
De todos es sabido que la actitud de queja es
una manifestación de la persona inmadura. Se que-
jan fundamentalmente los niños. El hombre y la
mujer maduros ante los problemas procuran solu-
cionarlos y si no pueden, guardan silencio. En mu-
chas personas -más de lo que se supone- la queja

110
constituye prácticamente el único tema de conver-
sación. Se podría hablar con propiedad del vicio de
la queja, que una vez caído en él es muy difícil de
superar. Simplemente por educación y no digamos
ya por caridad deberíamos omitir cualquier co-
mentario que disgustara a quien nos escucha. Al-
gunos dirán que sólo se trata de una expansión
afectiva sin más importancia, pero tal vez esta pos-
tura ignore que tras la inofensiva queja hay toda
una filosofía de la vida presidida por el desencanto.
La alegría es el oxígeno que vivifica nuestra vida,
y no hay nadie que no la necesite. No se explica,
pues, por qué no nos comunicamos más alegrías, y
dejamos las quejas que nos empequeñecen el co-
razón y nos conducen a la tristeza. Deberíamos
cada uno prohibirnos quejarnos, y de esta forma
erradicaríamos en nosotros esa tendencia a buscar
la conmiseración ajena. La queja tiene, como es
lógico, su ámbito en unas personas determinadas
(y cualificadas), pero no debe extenderse de una
manera indiscriminada a todas aquellas que for-
man nuestro entorno social. Quizá sea el deseo de
afecto lo que nos induzca con tanta facilidad a
mostrar a los de más el lado débil de nuestra vida.
No cabe duda que el dolor puesto en la boca de

111
alguien despierta en quien lo oye sentimientos hu-
manitarios, que estrechan los lazos de amistad en-
tre los dos. De todas formas, esta búsqueda incons-
ciente de afecto no justifica ese rosario de quejas
en que se traducen muchas conversaciones. Elige
mejor -es más elegante- quien tomando la vida
como es, hace caso omiso de las pequeñas (o gran-
des) contrariedades a la hora de establecer nexos
con los demás. La persona madura no se descon-
cierta ante las adversidades, tiene la entereza su-
ficiente para afrontarlas; en cambio, la inmadura
por suponer que la vida es otra cosa distinta a la
que en realidad es, cuando las cosas no suceden
como ella había previsto, cae en la actitud de
queja. Partir de falsos presupuestos es un grave
error que conduce al desencanto, sobre todo si esos
presupuestos se mueven dentro de un idealismo in-
fantil. La queja casi siempre es estéril, no nos be-
neficia en nada, lo único que consigue es trasladar
a los demás nuestro mal humor, crear un clima en
donde no estén presentes las ilusiones.

112
El protagonismo
Buscar a todo trance ser siempre el foco de
atención de los demás es una manifestación clara
de inmadurez, porque demuestra una actitud nar-
cisista más propia de la adolescencia. Salir al en-
cuentro de los otros y preocuparse por sus cosas es
lo característico de una personalidad madura.
Quien no es para sí un problema es más lógico que
se interese por las personas que le rodean, el inma-
duro, en cambio, a causa de sus desequilibrios
emocionales le es imposible preocuparse de sus se-
mejantes porque necesita todas sus fuerzas para
entenderse él a sí mismo, y no tiene la disposición
de ánimo suficiente para escuchar y ayudar a los
que salen a su encuentro. Ha de quedar claro que
el lucimiento personal no es el objetivo de nuestras
relaciones sociales, éstas deben estar dirigidas a un
auténtico entendimiento humano. Sin un olvido de
sí (que da la madurez) es imposible que nuestra
convivencia sea solidaria. No es justo estar sólo
preocupados por nuestros problemas. Y, por si
fuera poco, luego comunicarlos a los demás como
único argumento de nuestra conversación. La es-
cuela ha de fomentar el espíritu solidario intere-
sando a los alumnos por las necesidades de todos

113
los hombres, y no fomentar el exhibicionismo de
las cualidades personales. En definitiva, se trata
de apostar por otro estilo de vida en donde los otros
estén metidos en nuestro horizonte existencial. De
no ser así las relaciones sociales se convierten en
un mundo de locos, en simple yuxtaposición de in-
tereses particulares, en donde el otro se reduce a
una excusa para tener con quien hablar. Todos nos
deberíamos sentir convocados a conseguir un trato
más humanitario y sincero con cada uno de los
hombres y mujeres con quienes nos relacionamos.
La calidad de las relaciones humanas no son bue-
nas porque la hipocresía, la indiferencia, los pre-
juicios y un largo etcétera se interponen como ba-
rreras infranqueables entre nosotros. Hace falta
más sencillez, más autenticidad, más solidaridad,
más cercanía para que nuestros encuentros sean
más cordiales y la carga humana sea mayor. Desde
aquí reivindicamos una concepción del hombre
más entrañable, desprovista de tantas máscaras
que el paso del tiempo con sus equivocaciones han
dejado sobre su rostro. Con protagonismos, con
mentalidad de clase y con divisiones ideológicas
es difícil pensar en una sociedad unida por lazos
fraternales. Las ideas en muchas ocasiones pesan

114
más de lo que debieran hacerlo, porque olvidan al
realmente importante: el hombre. La democracia
puede aportar lo que las personas tanto necesita-
mos: diálogo y tolerancia. No recorrer este camino
sería perder la gran oportunidad de nuestra vida.

Talante democrático
No cabe duda de que un talante democrático
facilita las relaciones sociales porque crea lazos de
unión. En cambio, las actitudes frías, distantes y
autoritarias son origen de separación. Las personas
maduras no tienen miedo a calibrar sus decisiones
con aquellos que les puedan aportar luz. Una per-
sonalidad madura no necesita de ningún modo
acudir a su autoridad para hacerse respetar, porque
su misma madurez, su equilibrio emocional y su
serenidad le revisten del prestigio necesario para
ser reconocido por todos. Actualmente es más la
calidad humana la que se impone que el poder. Son
las buenas razones las que convencen y no las de-
cisiones arbitrarias. Hoy todo se estudia y analiza,
y lo que no resiste un examen minucioso es desca-
lificado. Vivimos en un mundo con un elevado ni-

115
vel cultural si lo comparamos con épocas anterio-
res y es lógico que el talante de sus habitantes tam-
bién sea distinto. Hay que apostar necesariamente
por un diálogo sereno y maduro en donde todos
sean tratados como verdaderas personas. Pero para
ello se necesita estar convencido de la dignidad de
la persona humana, de sus derechos y del valor de
su inteligencia. Son muchas las excusas que pone-
mos antes de otorgar la confianza a quienes depen-
den de nosotros. Y no podemos olvidar que la ma-
durez se consigue a base de confianza. El binomio
confianza-responsabilidad es el más idóneo para
inspirar una filosofía de la educación que busque
formar personas maduras. La madurez no llega del
brazo de las imposiciones, la disciplina y las ame-
nazas. Estas maneras, como era de esperar, por su
desconfianza con el hombre han fracasado rotun-
damente, dejando en muchos que las han padecido
una huella negativa, un total rechazo. El talante
democrático exige que se apueste por el hombre;
sin este optimismo existencial la educación en de-
mocracia no es posible. Todavía hoy existen mu-
chas barreras que impiden que los principios de-
mocráticos rijan todo tipo de instituciones y rela-
ciones humanas. La sensibilidad del hombre y la

116
mujer actuales está más concorde con un estilo de
vida menos protocolario y menos clasista. En las
relaciones sociales de hoy se valoran otras cosas.
La sencillez, la sinceridad y la autenticidad son
consideradas tres virtudes esenciales para la con-
vivencia. El respeto, la obediencia y la sumisión
fueron, sin duda, las de otras épocas pasadas. Cada
uno de nosotros somos hijos de nuestro tiempo, en
él se desarrolla nuestra propia biografía, aunque
hay algunos que se empeñan -como si de un suici-
dio se tratara- en salirse de él para recrearse en
tiempos pasados. Toda filosofía que fomente un
acercamiento entre los hombres no puede dejar de
ser acertada.

La oportunidad
Todos nos hemos encontrado con personas
que tienen el don de la inoportunidad. Crean situa-
ciones incómodas que con un poco de tacto hu-
biera sido muy fácil evitarlas. Quienes así se com-
portan son personas inmaduras, que nos recuerdan
a ciertas intervenciones de los niños que en su ig-
norancia provocan confusión en los adultos. La
vida de relación exige para quien participa en ella

117
-que somos todos- la madurez. Su misma comple-
jidad reclama para sus componentes sentido co-
mún, delicadeza y el don de la oportunidad. Saber
escoger en cada momento lo que se debe decir o
hacer no es tan sólo un arte, sino también una ne-
cesidad, exigida por el respeto que todas las perso-
nas se merecen. Los hay muy cómodos/as que di-
cen lo primero que les viene a la cabeza, sin mo-
lestarse a pensar si es oportuno o no. Este tipo de
personas dan muestras de inmadurez, porque un
hombre y una mujer saben qué terreno pisan y son
capaces de relacionar datos antes de cometer una
imprudencia. La ingenuidad está muy cerca de la
inmadurez, pero tanto la una como la otra son es-
tados transitorios, que no se justifican una vez al-
canzada la edad adulta. Hay quienes buscan en las
bromas el medio para superar la censura de la pru-
dencia y la buena educación. A base de hacerse los
graciosos creen estar autorizados para decir todas
las inconveniencias que se les ocurren. Y todavía
quieren que los demás les riamos sus gracias. Este
tipo de personas dan continuamente muestras de su
inmadurez y terminan por perder todo prestigio,
aunque ellas, ciegas en su actitud, se consideren
superiores. La vida en común sólo es viable si se

118
dan todos los ingredientes para que la paz se con-
solide. Todo aquello que altere dicha paz habrá que
rechazarlo como elemento distorsionador. La ma-
durez, el sentido común y el don de la oportunidad
tienen mucho que decir. Hay ciertas espontaneida-
des que de ningún modo están justificadas, y en
cambio se dan con mucha frecuencia. No todos han
aprendido el arte de callar: su aprendizaje es difícil
porque requiere un gran dominio de sí mismo, pero
sus resultados son inmejorables. Las relaciones so-
ciales no pueden abandonarse al azar, a la simple
espontaneidad, porque si han de ser duraderas de-
ben sujetarse a un código ético de comportamiento
que garantice su éxito. Quizá alguno piense que la
convivencia humana exige mucho a quienes for-
man parte de ella, pero la verdad es que una per-
sona madura, a poco que se lo proponga, es capaz
de dar una respuesta adecuada en sus relaciones
con los demás. Aunque siempre será necesario un
espíritu autocrítico para corregir aquel tipo de con-
ductas que hacen daño a los demás y a nosotros
tampoco nos benefician.

119
Sentido del humor
Para llevarse bien con la gente hace falta un
mínimo sentido del humor. Hay situaciones que
únicamente se superan por elevación: desdramati-
zando. No es bueno tomarse excesivamente en se-
rio los asuntos que nos conciernen, porque termi-
narían con nosotros. La flexibilidad propia del hu-
mor da a nuestra vida un tono amable, sobre todo
en una sociedad en la que abundan las cosas im-
portantes. Sin un poco de humor la vida pesa de-
masiado, porque, sin duda, en nosotros anidan pe-
nas y tristezas que nos acompañan siempre. Nece-
sariamente hemos de contraponer a ese lado oscuro
de nuestra alma el de la alegría, para hacer más lle-
vadera -más divertida- nuestras relaciones con los
demás. El humor no está reñido con la madurez
(que algunos confunden con la seriedad). Cuando
se ha tomado la medida a la vida, y se conoce lo
que ésta puede dar de sí, el humor surge solo, por-
que dramatizar ciertas situaciones resulta ridículo.
A lo que hay que tener miedo es a que el humor se
convierta en ironía. La ironía desune porque es en-
mascarada- mente agresiva: se ha convertido en el
cáncer de las relaciones sociales. Pero el buen hu-

120
mor es otra cosa, responde más bien a una boca-
nada de aire fresco que oxigena el alma. Reír será
siempre la mejor terapia para el espíritu. Si nuestra
disposición interior es buena en todo momento,
hay motivos para ver el lado bonito de las cosas.
Para tener buen humor no es necesario que todo
nos salga bien, el deseo de hacer felices a los de-
más es realmente el verdadero motor que mueve a
poner la nota simpática. Porque si alguno piensa
que lo normal es almacenar buenas noticias para
no perder el sentido del humor, no ha alcanzado el
estado de madurez: la vida está confeccionada con
penas y alegrías, y a pesar de todo hay que dar la
talla procurando no manchar a los otros con las sal-
picaduras de nuestras penas, éstas tienen otros cau-
ces por donde discurrir en los que, no cabe duda,
estarán presentes algunas personas muy concretas.
Las relaciones sociales a veces tan farragosas y
protocolarias sólo son llevaderas si las aderezamos
con el sentido del humor. No debemos olvidar que
los hombres y las mujeres cuando nos ponemos ex-
cesivamente serios estamos ridículos. En ninguna
relación social debe faltar el toque humano y di-
vertido, que disipe el cansancio o la tensión. No
hay nadie tan importante que no pueda permitirse

121
un gesto o un comentario que propicie la disten-
sión. El engolamiento, el distanciamiento, el rostro
severo no se llevan actualmente, pero en cambio
son frecuentes las crispaciones y los nerviosismos,
que también son capaces de herir de muerte la con-
vivencia. Fomentar la distensión en todos los am-
bientes se está haciendo un objetivo prioritario
para poder disfrutar de una convivencia pacífica.

La conversación
A través de la conversación se puede conocer
el grado de madurez de quienes la forman. Efecti-
vamente hay muchos tipos de conversaciones y
cada una de ellas revela la personalidad de sus in-
tegrantes. Parafraseando un refrán popular podría-
mos afirmar: di me cómo hablas y te diré quién
eres. El tema, el vocabulario, el tono de voz, los
argumentos, la brillantez (o no) de la exposición
están diciendo mucho de quien hace uso de la pa-
labra, siempre que le dejen porque abundan las
personas nerviosas que quebrantando una norma
de educación interrumpen a quien está hablando.
Nuestro vínculo principal de unión con los demás

122
está en la palabra, y por medio de ella manifesta-
mos lo que somos y también los otros tienen opor-
tunidad de conocemos. Es lógico, pues, que las
personas manifestemos nuestra madurez en las
conversaciones. Manifiesta inmadurez (y además
clara) quien siempre está hablando de sí mismo
convirtiendo a los demás en un pretexto para que
su conversación tenga sentido. Es síntoma también
de inmadurez quien habla cosas impertinentes que
debería callar. El sentido común es una de las notas
características de la persona madura, y cuando éste
no está presente la conclusión es obvia. La capaci-
dad o no de profundizar en un tema sin abando-
narlo enseguida es un indicador patente de la ma-
durez de los contertulios. La frivolidad nunca ha
ido emparejada a la madurez. Muchas de las con-
versaciones que escuchamos no se sostienen por sí
mismas porque son reiterativas, cansadas y aburri-
das. A veces se echa de menos un método que
ponga orden al caos de entrecruces de palabras
nerviosas por el miedo a ser arrebatadas por otro
interlocutor. Incluso en ocasiones se llega a perder
la dignidad del porte exterior con tal de tener la
oportunidad de hablar. A pesar de ser tan habitual
el hecho de conversar es frecuente que discurra

123
por derroteros lamentables, que no responden a
ningún tipo de lógica. Y no deberíamos olvidar que
maltratar nuestra forma de expresamos es un poco
maltratamos a nosotros mismos, porque la princi-
pal imagen que damos de nosotros a los demás es
a través de nuestras palabras. Si fuéramos cons-
cientes de la importancia de la persona le hablaría-
mos mejor y también nuestra actitud de escucha
sería más responsable. No lo olvidemos: el encanto
mayor que poseemos los humanos es la forma que
tenemos de dirigirnos a los demás, porque ésta ma-
nifiesta nuestra actitud interior hacia ellos, ya que
lo que llega a los labios procede del corazón. Por
lo tanto, no es posible una dicotomía entre lo que
se es y lo que se dice, a no ser que caigamos en un
comportamiento hipócrita.

Discreción
Uno de los rasgos que más define a la persona
madura a la hora de relacionarse con los demás es
la discreción. El hombre y la mujer maduros saben
lo que tienen que decir y también conocen lo que
deben callar, y no se permiten comentarios que en
primer lugar no les beneficia a ellos ni tal vez a

124
terceras personas. Hablar de lo que no se debe ha-
blar es una muestra de debilidad, de falta de con-
trol y de ingenuidad. Tener clara la cabeza en ese
sentido supone haber hecho una gran conquista. A
veces los estados emocionales son la causa de cier-
tas desinhibiciones que hubiera sido mejor no ha-
berlas tenido. Pero también es verdad que en esas
circunstancias somos capaces de decir las cosas
más bellas. No cabe duda que la rutina lo iguala
todo y lo tiñe de color gris. Pero como norma de
vida es necesario silenciar aquella información
que sólo satisface la curiosidad de unos y, en cam-
bio, puede dañar a terceros. Un principio elemental
de las relaciones sociales es saber qué se puede de-
cir y qué se debe callar. De lo contrario se caerá
necesariamente en los vicios de la murmuración y
de la difamación, que tanto daño hacen al buen en-
tendimiento de las personas. Todos, por nuestra fa-
milia, por el trabajo y por otras circunstancias más,
tenemos acceso a una información que no pode-
mos ofrecer a los demás simplemente por llenar un
espacio de conversación. No es ético que para ani-
mar un rato de charla digamos cosas que desde to-
dos los sentidos hubiera sido mejor omitirlas. Hay

125
gente que por presumir de bien informadas no tie-
nen ningún reparo en contar todo lo que saben. En
la actualidad, en muchos ambientes, todo lo que no
sea entrar de lleno en la intimidad de las personas
(y si es escabroso mejor) parece no tener el más
mínimo interés. Se insiste machaconamente en te-
mas que son incompatibles con la delicadeza hu-
mana. Se detecta un retroceso de las ideas y un
avance, en cambio, por la curiosidad de la vida de
hombres y mujeres (sobre todo si son famosos).
Desde luego que los medios de comunicación no
favorecen ni un clima de discreción ni tampoco de
cierto sosiego. La sociedad actual está excesiva-
mente dinamizada de noticias agresivas y llamati-
vas, al lado de las cuales ciertas reflexiones o ma-
tizaciones que un interlocutor pueda hacer quedan
desvaídas y suenan a metafísica. La discreción ha
quedado prácticamente recluida a los casos suma-
riales y a los secretos profesionales, pero muy poco
se tiene presente en la vida ordinaria. Sólo perso-
nas singulares de una gran entereza moral y de una
gran madurez humana ponen de manifiesto que es
posible no transgredir los buenos principios. Una
vez más el cumplimiento de los principios éticos
afianza la madurez humana. La conducta de los

126
hombres tiene como referente un código ético, no
es pura arbitrariedad, de ahí se explica que la per-
sona que se atiene a él se perfeccione como ser hu-
mano.

La afectividad
Las relaciones humanas si no están atravesa-
das por la afectividad no se puede decir que sean
maduras. Los hombres y las mujeres además de te-
ner una dimensión racional que les permite ser ló-
gicos y manifestarse con sentido común, poseen
también un lado afectivo que les posibilita estable-
cer lazos de unión verdaderamente humanos con
sus semejantes. La afectividad como todas las fa-
cetas de la persona está muy influenciada por la
cultura. Ciertas manifestaciones de afecto -el beso,
por ejemplo- en una sociedad pueden estar bien
vistas y en otra no. La necesidad de manifestar
nuestro afecto a los demás pasa por el filtro de la
cultura recibida. Y se hacen distinciones arbitra-
rias de cuáles son las muestras afectivas permiti-
das al varón y cuáles a la mujer, consintiendo ge-
neralmente a ésta ser más expansiva que al hom-
bre. Pero con independencia de toda casuística la

127
persona madura se caracteriza porque tiene cora-
zón y da prueba de ello en el trato con los demás
con su actitud cariñosa. Ciertos modelos de vida
han prodigado -a lo mejor porque no lo considera-
ban elegante- una austeridad en el trato humano
que no es natural y que desde luego no sirve para
estrechar lazos de amistad. También el varón, tal
vez para no poner en duda su virilidad, ha sido ve-
tado a la hora de exteriorizar sus sentimientos.
Todo lo artificial termina muriendo. Hoy se
apuesta por la naturalidad y la sencillez, y sobre
todo por la autenticidad, haciendo caso omiso a
protocolos quizá caducos. La sensibilidad actual es
distinta a la de ayer, por eso no tiene ningún sen-
tido mirar al pasado como referente. Cada época
ha tenido su forma de comportarse, aunque en al-
gunas ha prevalecido más el respeto que el cariño.
En cualquier edad de la vida, el hombre y la mujer
necesitan del afecto para poder vivir con plenitud
y alegría, sin él nuestra existencia queda grave-
mente dañada. No podemos olvidar que el afecto
es una forma de amor, de ahí su importancia. Una
persona que no aprecie a sus semejantes está inca-
pacitada para cualquier muestra de afecto, que es

128
tan necesario para hacer amable la vida a los de-
más. El trato de unos con otros en la medida que
es afectuoso consolida la amistad. Los comporta-
mientos, ariscos, serios y distantes son realmente
dañinos para las personas porque hacen práctica-
mente imposible la convivencia. De acuerdo que
hay temperamentos más afectuosos que otros, pero
el amor a los demás es un recurso interior capaz de
transformar formas de ser poco inclinadas a acoger
a los otros. Manifestar nuestro afecto es la forma
más eficaz para robustecer los lazos de unión. Pen-
sar en los demás. hacerse cargo de su situación fa-
cilita en gran manera que nuestra actitud con la
gente sea afectuosa. Quien únicamente piensa en
sí mismo, quien sólo se ocupa de sus cosas y quien
no se preocupa por la felicidad de los otros, no es
de extrañar que no sienta la necesidad de ser cari-
ñoso.

La sinceridad
Las relaciones entre personas sólo llegan a ser
humanas si son sinceras. Las medias verdades, las
ironías, los eufemismos, las pequeñas mentiras, las
exageraciones, etc., infantilizan a aquellos que las

129
practican, a la vez que se descalifican a sí mismos.
Hay que entrar de una vez por todas por el camino
de la verdad haciendo un alarde de sencillez y
transparencia. Somos quienes somos y nos mani-
festamos como tales, y así debemos ser aceptados
por los demás. Y si no nos quieren, ése será su pro-
blema. Todo antes que la hipocresía o la mentira.
Aparentar lo que no se es cansa al alma y por si
fuera poco no convence a los demás. El querer ser
más de lo que en realidad se es origina muchas ac-
titudes falsas que al exteriorizarse en palabras en-
venenan las relaciones humanas, debilitándolas de
muerte. Un hombre y una mujer maduros, por su
misma honradez, no se prestan a este juego, entre
otras cosas porque están seguros de sí mismos y la
opinión que los otros puedan tener de ellos les im-
porta relativamente poco. La vanidad que distor-
siona tantas conversaciones es un vicio propio de
personas inmaduras, que no son capaces de afron-
tar la realidad tal cual es. La sinceridad es ante
todo una forma de ser más que una manera de ma-
nifestarse, por eso las personas sinceras están
adornadas de un encanto especial, porque todo lo
verdadero convence. La única salida que tenemos
los humanos para encontrar el calor de la presencia

130
de otro es convencemos de que desnudando la ver-
dad de todos los falsos artificios que pueden disi-
mularla encontraremos el auténtico entendimiento
y la aceptación mutua. Son tantos los formalismos,
sobre todo entre personas mayores, que detrás de
ellos parece que ya sólo queda el desierto. Se habla
mucho, más de lo necesario, pero muchas de estas
palabras se encuentran vacías de carga humana, de
sentido, no están atravesadas por la emotividad y
el cariño. Quien se manifiesta frío y distante, es-
condiendo su lado más humano, buscando tal vez
una conducta elegante o autoritaria, rechaza de
pleno un verdadero encuentro con los otros, que no
les pasa inadvertida esta forma de comportarse.
Creerse más importante que otro es instalarse de
lleno en la mentira e imposibilitar unas relaciones
sociales sinceras. A nadie le gusta toparse con fan-
tasmas, sino encontrarse con personas de carne y
hueso. La sinceridad permite que dejemos de ser
entelequias para los demás y nos vean como uno
de los suyos. Si nuestro discurso no es sincero
pierde fuerza y no convence, y termina aburriendo,
porque hay cosas que no se explican ni se entien-
den, porque nuestros mensajes son confusos, sin
transparencia. Hablar es decir la verdad, por eso

131
resulta tan interesante escuchar lo que otro nos
dice. Desde la madurez es fácil situarse en el ám-
bito de la verdad, quizá el inmaduro trate de es-
conderse en la maraña de las palabras para aparen-
tar la madurez que no tiene.

La mala comunicación
Recalar en este aspecto de las relaciones hu-
manas es una exigencia, porque -triste es decirlo-
nos comunicamos mal. No sé yo si tanta soledad
no se debe a esta deficiencia más que a la falta de
compañía física. Las prisas, los nervios, la ansie-
dad, la falta del gusto por la palabra bien dicha son
-no cabe duda- algunas de las razones de este atro-
pello en nuestras conversaciones, cada vez más
alejadas de un intercambio claro y pausado de im-
presiones. El otro parece --es- más una excusa para
nuestro desahogo interior que un verdadero inter-
locutor con quien confrontar opiniones o experien-
cias. No hay más remedio que reivindicar el diá-
logo socrático para ver si por este camino conse-
guimos una mayor calidad en nuestra manera de
contamos las cosas. Algo, pienso yo, habrá que ha-
cer para que todo no quede en monosílabos: vale,

132
de acuerdo, ya nos veremos, recuerdos, hasta la
vista, etc. Los tópicos se van sumando unos a otros
y son capaces de confeccionar diálogos enteros en
los que no se dice absolutamente nada: ¿hay dere-
cho a este uso frívolo del lenguaje? Quien no habla
bien, no se comunica bien. No es fácil poner orden
a las palabras, tampoco lo es hilvanarlas lógica-
mente, establecer nexos y conexiones. Para enten-
derse es necesario explicarse bien. Con medias pa-
labras y suposiciones, y sobre todo con emociones
distorsionadoras, es prácticamente imposible que
dos personas se entiendan. Es otra la propedéutica
a seguir. Es imprescindible contar con el factor
tiempo. ¿Qué madurez puede existir entre personas
que no se comunican bien? La madurez exige una
confrontación serena de los problemas con los de-
más. Las cuestiones que ocupan nuestra vida son
con frecuencia lo suficiente complejas y exigen un
intercambio pausado de pareceres. El que no es
maduro se deja llevar con facilidad por entusias-
mos arbitrarios, por caprichos, por decisiones poco
sopesadas. Sólo el hombre o la mujer maduros dan
importancia a la opinión del otro, que la ve más
como un enriquecimiento personal que como una
oposición a sus propios deseos. Oyendo hablar a

133
una persona se puede calibrar su grado de madu-
rez. Sobre todo, observando sus silencios, tan elo-
cuentes o más que sus propias palabras. La inco-
municación es fruto de un proceso de despersona-
lización. Cuando no se ha cultivado el mundo in-
terior, llega un momento sencillamente que no se
tiene nada que decir (interesante, me refiero). Las
personas maduras al hablar imponen un respeto
que es difícil que pase inadvertido. Están revesti-
das de una autoridad, que viene reforzada hasta
por su tono de voz. No acceden con facilidad a ar-
gumentos de autoridad ni recurren a la elevación
de la voz para imponer sus criterios, son, por el
contrario, tolerantes y saben respetar con una de-
licadeza exquisita la libertad ajena y hasta perdo-
nar las estupideces del interlocutor que se ve aco-
rralado por la lógica de la razón. Una buena comu-
nicación no se improvisa, es consecuencia de una
personalidad que ha ido madurando con el tiempo
necesario, sin prisas.

134

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