Iluminaciones ALEJANDRO OTERO

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“El color no fue nunca el color de las cosas sino la instancia de un sentido distinto, una disponibilidad en busca de

definición, más sonoridad vibración-luz, tal vez sombra, que cualquier otra cosa, hasta que por último, en la escultura, le
basta con encarnar el pasaje fugaz de lo que transcurre.”

Alejandro Otero

En un texto dedicado a la obra de Alejandro Otero, Inocente Palacios planteaba lo

que a su juicio es la principal característica de una verdadera obra de arte y la llamó “el

lenguaje del artista”, el cual define como la fuerza que envuelve y paraliza al espectador

antes de poder analizar lo que observa. Consideraba que ese modo de decir propio y eficaz

era un atributo evidente en la obra de Otero, presente en todo lo que había producido hasta

ese entonces, y que estaba determinado por dos condiciones básicas: un interés primordial

por el color y su capacidad de síntesis y de mesura (01). Según esto, el lenguaje de Otero

estaría signado por un estricto manejo del color, cuya fuerza amenaza constantemente con

desbocarse y desordenarse pero que el pintor hábilmente concentra y organiza, lo que le

permite maniobrar con él aprovechando su energía.

Su estrategia consistió en “cercar” la luz, delimitando y concentrando el espectro

perceptible para el ojo humano por medio de una serie de métodos que fue probando y

perfeccionando hasta encontrar en el patrón y la ordenación serial el modo idóneo para

contenerla o transcribirla. Ojo alucinado que miraba y absorbía el mundo, que se

maravillaba y deslumbraba, Otero veía más allá de lo superficial, de lo puramente formal y

escudriñaba los misterios de la luz efervescente, sus límites, su espesura. Luego,

concentraba todo ese cúmulo de percepciones y las contenía, modulando la aparición de esa

luminosidad, ordenándola y filtrándola hasta que expresara lo justo, más aun, lo

imprescindible. Pero llegar a este punto no fue sencillo.


María Fernanda Palacios señala que sí existe un sentimiento común que caracterice

a la pintura moderna es la sensación de ansiedad y sobre todo la conciencia de ese

sentimiento. Para la autora, hay artistas que se disponen a vencerla elaborando una obra en

la que el orden rige como contención frente a esta angustia esencial, mientras que otros se

sumergen en ella para abrazarla y aquietarla aun cuando sea imposible vencerla (02). Otero

era artista de rigores y de indagación consecuente pero no se regodeaba en el método o la

brillantez técnica, y esa ansiedad fundamental vertebró su investigación, manteniéndolo

despierto, incluso desconfiando de cualquier sensación de acomodo ante un logro

alcanzado. Esto era lo que lo movía de vez en vez a cambiar de estrategias, pero nunca de

camino.

Por eso aunque el color es una constante en su trabajo no siempre es tratado del

mismo modo; a veces se presenta como elemento principal, vibrante, mientras en otros

momentos es discreta latencia, un breve indicio. Aparece diluyendo los contornos de las

formas reconocibles como ocurre en sus paisajes “escolares” – ciertamente tempranos pero

plenamente ejecutados –, o en las telas blancas que aunque niegan los coloritmos son

igualmente color en movimiento, solo que disuelto en luces blancas, rosas o ambarinas;

habitando y hasta desarticulando la trama del enrejado y la retícula que como estructura lo

contiene – o intenta contenerlo – en los coloritmos, collages ortogonales, tablones y las

rendijas en movimiento; o reflectado como pura luz/energía transformada por las

condiciones ambientales, en el caso de las esculturas cívicas. Finalmente, Otero lo estudia

desde el lenguaje digital, medio por entonces incipiente pero cuyo potencial desarrollo

avizoraba ya en los diseños plasmados en los Duratrans.


La concepción del color como energía, entendiendo que existe en la medida en que

la luz es percibida e interpretada por nuestra visión – y que ese acto físico y psicológico

puede causar un estremecimiento en nosotros – es clave para entender la obra de Alejandro

Otero. Pero como se dijo antes aquí el color no es un elemento autónomo, no puede serlo, la

personalidad del artista le impide dejarse llevar sin más por la emocionalidad o la intuición.

Esta libertad dirigida aparece ya en los tempranos paisajes, donde la atmosfera del valle

caraqueño queda magníficamente expresada gracias a la aplicación del color en manchas

traslúcidas que dibujan los cerros y las chamiceras, el cielo y las sencillas construcciones de

manera convincente. Pero más allá del motivo – el paisaje – lo realmente importante aquí es

cómo el joven pintor compone por medio del color, como el trazo aplicado de manera

direccionada define los planos, creando un dinamismo que no es nunca caótico o

desordenado. Por el contrario, lo ordena creando masas o volúmenes cromáticos:

triángulos, trapecios, círculos, que si bien se inscriben dentro de la tradición paisajística

caraqueña, se distinguen por la particular manera de abordarlo.

Entonces, ¿cuál es el recurso que utiliza Otero para abordar la luz, condensarla y

paulatinamente liberarla hasta hacerla autónoma? La respuesta se encuentra en la

estructura. “La idea de estructura siempre se impuso en mi trabajo, desde las obras más

naturalistas, lo mismo que la de ritmo.” (03) En este caso nos referimos a la estructura como

recurso plástico, como ordenación de la materia pictórica para abarcar el plano,

trascendiéndolo, y la posterior solución de esa búsqueda en el hecho escultórico (04). Este

sistema de trabajo aparece en las diagonales que se entrecruzan en las Cafeteras, donde

define campos de color como evitando que salten desde el plano, hasta que ese orden estalla

y destruye la dinámica fondo-forma en las Líneas inclinadas sobre fondo blanco. Una
estructura que en los Collages ortogonales vibra revelando un posible espacio habitable que

dialoga con la arquitectura; que en los Coloritmos se superpone al color, conteniéndolo para

luego confundirse con este, integrando la estructura blanquinegra al color puro y vibrante; o

que más tarde aparece luminosa en las Esculturas cívicas, convocando la luz para que

disuelva la materia en pura energía. La estructura se establece como método de trabajo, un

sistema de apoyo y ordenamiento que Otero subvierte cada vez que siente que lo limita,

pero solo después de haber llevado al límite sus posibilidades expresivas. Estas estructuras

son en esencia filtros con los que el artista refina la luz, conteniéndola en dinámicos

campos cromáticos que lejos de petrificarla conservan latente su posibilidad de

transformación.

Quizás el frágil techo de la casa de la infancia sea la primera forma de contención de

la luz/color que experimenta Otero, un antecedente de las experiencias que desarrollará

luego como pintor y escultor. Podemos imaginar a Alejandro niño viendo el cielo a través

del techo de palmas de su hogar en Upata mientras el sol reverbera sobre él y se filtra por

las hendiduras (05), y ya adulto reencontrando ese destello esencial en los azules de las

primeras Cafeteras pintadas en París, en las breves anotaciones lumínicas de las Líneas

inclinadas, o colándose a través de la espesa trama – ¿vegetal? – que resulta un Coloritmo.

Finalmente, en el flameante metal de sus esculturas o en los fotogramas –anotaciones de la

luz – que son los Tablones.

***

Otero llega a Francia por primera vez en 1945 y previamente ha estado en Nueva

York. Ha bebido de todas las fuentes que por fin tiene frente a frente y la absorción de todo
lo visto lo sume en una suerte de saturación que le impide pintar. De ese primer encuentro

con la pintura universal y su imponente historia logra despejarse poco a poco; se depura,

pero persisten dos nombres que no le serán nunca indiferentes: Cezánne y Picasso. “En

Nueva York, mi mayor ansiedad era ver todos los Picasso que pudiera y a Cezánne, pero vi también

Corots y Goyas, Grecos, Kandinskys, Matisses. En el Louvre, Leonardo, Mantegna, Rafael, Rubens,

todo ello en el curso de pocos días. La confusión iba siendo tan grande que dejé de pintar por

meses.” (06)

La solución la halla en lo que él mismo catalogó como una renuncia a sí mismo,

sometiéndose deliberadamente a la influencia picassiana. Emula sus composiciones, repite

sus objetos, procura manejar la misma gama de colores y se encierra a pintar a la manera

del maestro. Eventualmente la personalidad del joven pintor se sobrepone al modelo, no por

negación sino tras llevar hasta las últimas consecuencias sus preceptos.

En París, “(...) un día Otero ve en un bazar cercano a su taller una nota de un

vibrante azul que emana de una cafetera de peltre. Ese pequeño objeto, que lo atormentará

por mucho tiempo, abre un ciclo – Las cafeteras – en el cual el artista logra su primera

expresión de gran importancia plástica, por su ritmo, por su fuerza y por la valentía de la

concepción estructural que le da a aquellas formas.” (07)

De las Cafeteras surge la primera experiencia no objetiva, paulatinamente

desaparece el modelo y Otero se enfrenta a los elementos autónomos: el plano, la línea y el

color. Así, los objetos dejan de ser botellas, cacerolas o cafeteras para hacerse línea, color,

espacio, tensión visual, y lo picassiano cede ante el afianzamiento de la personalidad del

pintor. Sin referencias visibles se hace evidente que los problemas de la pintura son otros y
más profundos, no se trata de reciclar la realidad repitiendo en la pintura lo que rodea al

artista sino de penetrar en los valores propios de este lenguaje y con ello en la realidad que

anida en el interior de sí mismo. Al inicio de la serie el color se presenta de forma más bien

austera y las composiciones son logradas por medio de complejos sistemas de trazos de

tonos oscuros o terrosos, dinamizados por azules, verdes, rosas o violetas que completan las

armonías. Eventualmente el fondo se va depurando y aclarando, las líneas se limitan a los

rasgos esenciales de los objetos y el color adquiere contundencia en su brevedad.

“A este momento corresponde la serie de la cafetera rosa, expuesta en Caracas en

1949, telas en su mayoría de fondos blancos en las que tan sólo con pocos acentos de color

y líneas, evocaba el color de los objetos y su ritmo, para amoblar el espacio” (08).

El cierre formal de las Cafeteras (1946-1950) se encuentra en las Líneas coloreadas

sobre fondo blanco (1951), donde la composición se restringe a la disposición de algunos

trazos verticales – azules, amarillos y rojos – sobre planos trabajados como fondos neutros,

lechosos, o sobre el propio lienzo. Por primera vez trabaja sin ningún referente al que asirse

y desaparece cualquier alusión objetiva a la realidad, ahora se enfrenta a la contundencia

del espacio autónomo apenas ocupado por la línea y el color.

El enfrentamiento a este grado cero de la representación le lleva a iniciar nuevas

indagaciones, la necesidad de comprender la dimensión y posibilidades expresivas que

surgen de ese vacío narrativo desemboca en la serie de los Collages ortogonales (1951-

1952), menos conocidos pero fundamentales en esta transición definitiva hacia el lenguaje

abstracto y la nueva concepción de la obra de arte que este propone. Los collages surgen

bajo la impronta de los Boogie – Woogies (09), últimos trabajos de Piet Mondrian que
Otero ha conocido profundamente en Ámsterdam, años después de un primer encuentro en

Nueva York. El punto en común con el pintor holandés se halla en la construcción de una

estructura reticular similar en la cual el color es dispuesto de manera alternada. Pero a

diferencia de Mondrian, la gama de Otero va mucho más allá de los colores primarios,

tiñendo tiras de papel que luego entreteje para construir una urdimbre en la que el color y el

espacio virtual que se crea a partir de la repetición de un elemento modular se convierten en

el interés central de la obra. “Cuando no pinté más sobre tela, fueron los siete colores de la

luz: amarillo, verde, azul, violeta, rojo, naranja y negro en oposición horizontal -

vertical” (10). Estas indagaciones en torno al comportamiento del color organizado por

medio de estructuras espaciales encontrará un campo para su desarrollo a gran escala en las

obras integradas a la arquitectura: Concha Acústica de Bello Monte (1953), Facultades de

Ingeniería, Arquitectura y Farmacia de la Ciudad Universitaria de Caracas (1954 -1957) y

Súper bloque “El Paraíso” (1955), donde el artista constata las posibilidades expresivas que

se derivan de la expansión de la pintura más allá de sus límites convencionales. Un interés

que aparece ya mucho más formalmente definido en los Coloritmos, serie que marca el

retorno de Otero al trabajo de taller tras concluir los proyectos de integración de las artes en

los que ha participado.

Al respecto Juan Acha dirá: “Los Coloritmos son importantes en el panorama del

arte venezolano y latinoamericano por formular desde dentro el problema del color y la

geometría, y tender así un puente entre el concepto emocionalista del arte y el frio

constructivismo.” (11). Color y estructura, lirismo y racionalidad, crean tensiones

dinámicas que se van transformando a lo largo de la serie, desde las primeras piezas en las

que formas de color flotan entre la estructura y el fondo blanco, estos campos cromáticos se
irán alargando de manera paulatina hasta acoplarse dentro del enrejado y borrar cualquier

distinción entre figura y fondo, convirtiéndose el color en la propia estructura.

Acostumbrados a leer el cuadro y establecer jerarquías entre los elementos visibles,

en los Coloritmos la mirada no es capaz de leer ni categorizar nada. La manera tradicional

de ver la pintura no funciona aquí, ahora el tema es el color: argumento, fondo, figura y

estructura por sí mismo. Siempre mutable, cambia, vibra y se transforma ante nosotros, el

blanco, antes fondo, y el negro, previamente estructura, se transforman en nuevos valores

cromáticos. Aquí la luz se ha hecho línea/color proyectada en múltiples direcciones,

desbordando el soporte para incorporar el muro que le circunda como extensión virtual de

los ducos. En ausencia de puntos de fuga que permitan establecer relaciones de cercanía o

distancia entre quien mira y el objeto, se produce una inmersión de la mirada maravillada

del espectador en lo puramente óptico, en la pura luz/color como experiencia ambiental

(12) y en ciertos casos, la pureza de los colores, el ritmo vibrátil que sugieren y el impoluto

acabado casi industrial de los Coloritmos los asemejan con pantallas tecnicolor (13).

En 1960 Otero da por concluido el diseño de los Coloritmos, un nuevo traslado a

París le impide continuar con ellos debido a lo complejo que resulta en esa ciudad acceder a

los materiales y un espacio adecuado para continuar el trabajo; igualmente resiente el orden

programático que le exigen. Retoma el óleo sobre tela y desarrolla una serie de obras

conocidas como Telas blancas o Monocromos, en las que la estructura formal de los

Coloritmos es suprimida y el color se disuelve en planos rigurosamente trabajados por

medio de pinceladas y pastosidades, siempre dentro de un rango cromático ajustado. “El

primer paso fue recurrir a algunos temas de forma proveniente de los “coloritmos”, pero

escritas con mayor libertad. Paulatinamente fui desarrollando estos temas, pero en sentido
contrario. La forma se fue diluyendo (al igual que el color), hasta que me volví a encontrar

con el enigma inicial de rectángulo, animado apenas por algunos movimientos de pincel, a

veces cargados de materia. Pasaba de una tela a otra, un poco como en la etapa de las

“cafeteras”, hasta que todo quedó prácticamente reducido al blanco.” (14), son en esencia

Coloritmos “deshaciéndose, diluyéndose”. Este reencuentro con la gestualidad y lo sensual

de la materia pictórica le conduce a una sucesión de experiencias plásticas que desdicen

todo lo hecho hasta el momento.

En Francia el Nuevo Realismo se promueve como un rencuentro con la realidad en

sus formas más precarias, el objeto de desecho y la materia descompuesta son los medios

para hablar de un nuevo tiempo en el que la fe en la modernidad y el progreso se refutan, o

al menos se someten a la duda. En este ambiente los ensamblajes y encolados pasan a

ocupar el interés del pintor, quien propone al propio objeto como símbolo de lo real en la

medida en que, por ejemplo, un alicate cualquiera deja de ser simple materia para

convertirse en una idea. Estamos ahora ante “El alicate” y para más señas frente a uno muy

específico: “El alicate azul”. Otero singulariza lo que hasta entonces era anónimo y redefine

la materia convirtiendo lo inerte en signo, en gesto que habla del tiempo y del espacio que

vive el artista y de su interioridad. Aunque parece que las preocupaciones en torno al color

han desaparecido de su horizonte inmediato esa impresión queda desmentida al leer los

títulos de las obras. Además de El alicate azul encontramos obras como En manuscrito y

plata, Pincel y cuadrado blanco, Tensión granate, Tensión Oblicua (Antes Util soir noir,

Herramienta sobre negro)... títulos que revelan que el interés por el color no ha

desaparecido, solo ha cedido protagonismo a otros aspectos de la obra, pero sobre todo se

ha transformado en un juego intelectual donde el concepto, la idea, juega el mismo poder


de evocación que la presencia material del color. “Una carta, un guante, un utensilio, en el

momento mismo de su escogencia, se cargan de una doble significación: la de ser vocablo

de un lenguaje – el plástico – y la de su propia significación evocativa – en cuanto

objeto.”, reflexiona Otero (15).

“La pintura, en ese momento, parece desaparecer. Grandes superficies blancas, el

objeto integrado, cubierto también de blanco. Lentamente, el objeto se individualiza, se

independiza de la obra, adquiere vida propia, simple, brutal. Pareciera como si Otero

fuera a lanzarse por la vía del pop-art, para desnudar la escoria, para desprender la falsa

costra dejando al descubierto vísceras rotas, humana putrefacción. La pintura, sin

embargo, vence de nuevo. Tímido, el color aparece; el color propio del objeto, con el cual

se organiza y se estructura racionalmente el orden de la composición.” (16)

En medio de la realización de los ensamblajes Otero regresa a Caracas, y la serie

deriva hacia un reencuentro con las formas constructivistas a las que es tan afín. El objeto

tridimensional desaparece y en su lugar el periódico recortado y teñido es la materia por

medio de la cual se hace patente la realidad, no la universal sino la local y conocida. Esta

nueva indagación se resuelve favorablemente y el color recobra el lugar preponderante que

había tenido hasta los Coloritmos, apoyado ahora por el signo tipográfico que funciona

como esqueleto para apuntalar la construcción de la imagen. Alfredo Boulton señala: “En

estos Papeles coloreados queda afirmada la sustancia de colorista de que está hecha la

vena artística de Alejandro Otero. Confirma y sella su dominio del color por encima de

cualquier otra habilidad de carácter compositivo. A base de las armonías cromáticas de

estos papeles el artista construye el esqueleto estructural de sus cuadros, iluminando

espacios, matizando otros, pero siempre exaltando la vibración de los valores y cuidando
de que ninguna gama se sobreponga a otra para que la imagen conserve su justo

equilibrio.” (17)

Efectivamente, en los Papeles coloreados el color recupera su valor y función como

argumento y estructura principal de la obra. La materia y la técnica siguen siendo precarias:

papel teñido con algunas tintas y recortado en trozos irregulares que luego son pegados a

una chapa de madera que sirve de soporte; sin embargo con estos collages Otero recobra

una formalidad que renueva la potente fuerza de su pintura. Aspectos como la definición de

la composición por medio de planos color, el dinamismo retiniano que generan las diversas

familias cromáticas y la reaparición de la retícula, ahora irregular y flexible para expandirse

más allá del soporte, establecen una conexión evidente con los Coloritmos y sus

antecesoras Cafeteras, pero sin repetir sus fórmulas. Acerca de ellos Otero dirá: “Ahora

vuelvo de nuevo al color, pero no al mismo de los coloritmos. En la experiencia que me

ocupa, el color no tiene límites, es sonoridad y espacio, y busca una estructura

básicamente ligada a las dimensiones del color mismo.” (18). La liberación del color que

se produce a partir de ellos es tal que quizás tengan más cercanía con los posteriores

Tablones y las Esculturas cívicas que con los Coloritmos como se suele pensar, pues aquí

el color es primordialmente luz y como tal se manifiesta, al igual que sucede sobre la

materialidad especular del duco o del metal.

Podemos conjeturar que el reencuentro con la cotidianidad del país capturada en la

prensa que sirve de materia a las composiciones de estos Papeles reactivó su interés en

proyectar obras dirigidas “hacia el mundo de las ciudades y a públicos no voluntarios”

(19), indagaciones que habían quedado en pausa después de sus colaboraciones con

Villanueva y Palacios. Además, la disolución de los límites entre pintura y escultura ya era
una condición fundamental en su trabajo, en tanto la comprensión del espacio y sus

posibilidades plásticas así se lo exigían (20). Entonces se presenta una nueva oportunidad

para que Otero convoque a esos públicos no voluntarios que señala María Elena Ramos, al

ser comisionado para desarrollar un conjunto de obras a escala urbana a propósito de la

celebración del cuatricentenario de la fundación de Caracas. Estas no son las primeras

esculturas concebidas por Otero (21), pero si marcan un punto de inflexión en su modo de

abordar el espacio.

“Por qué este radical cambio? ¿Qué ha ocurrido en la vida de este artista, hasta

ayer únicamente pintor, enceguecido por el color, sumergido siempre en el color vibrante,

para que de pronto, sin aviso previo, levante en la que debió ser zona férica (sic) del

espectáculo Imagen de Caracas un grupo de grandes esculturas construidas en metal

pulido, rodeando al hombre, rodeadas por el hombre, sin relación aparente con la obra

cumplida? ¿No hay en todo esto una evidente contradicción?” (22). Con esta interrogante

Inocente Palacios inicia su acercamiento al grupo de esculturas/estructuras/máquinas que

Otero desarrolla junto a Mercedes Pardo y el equipo técnico que le acompañará en adelante.

Ahora se entiende que la contradicción que parecía separar al pintor del escultor no

era tal, que Otero no era una u otra cosa sino un artista integral a la manera renacentista, y

que ese aparente salto respondió esencialmente a la necesidad de resolver problemas que

escapaban del formato bidimensional y se resolvían más claramente en la

tridimensionalidad. De esto ya se ha dicho bastante, pero la intención aquí es mostrar que

los hilos que unen ambas facetas, el Otero esencialmente pintor y el indagador en el espacio

real, se mantienen perfectamente enlazadas; que no son dos sino un mismo mundo, una
única personalidad que se mueve en diversos estadios de acuerdo a la ruta que traza su

investigación.

Cuando Palacios describe el tránsito de Otero como colorista aún es muy temprano

para saber hacia dónde lo conducirá el trabajo desarrollado para la Zona Feérica, pero lo

intuye. La distancia histórica ha dado pistas y claridades que afianzan las impresiones del

autor, coincidentes con las de Alfredo Boulton y Katherine Chacón, entre otros: el color fue

siempre un hilo conductor, incluso en aquellas obras menos “pictóricas” como las

esculturas a escala cívica. Antes de 1967 Otero ya había incorporado el color de manera

directa sobre el cuerpo de algunas esculturas, como ocurre en el volumen policromado que

ocupa el acceso a la torre Easo en Chacaíto o en el mural monocromo proyectado para el

Acuario Agustín Codazzi en Carrizal (ambos de 1959), sin embargo en ellas el color

funciona explícitamente como recubrimiento de unos volúmenes todavía estáticos.

Será a raíz de la experiencia para la Zona Feérica cuando se convierta en un

elemento dinamizador de su propuesta escultórica, como ocurre específicamente en Los

Cerritos, obra realizada en conjunto con Mercedes Pardo, y Noria Hidrocromática.

Posteriormente, su inquietud por desarrollar aún más esta posibilidad generará una serie de

proyectos inéditos que apuntan en esa misma dirección. En el catálogo Alejandro Otero.

Dibujos para esculturas: la dimensión del vuelo María Elena Ramos analiza una serie de

diseños elaborados por Otero entre 1967 y 1987 en los que se descubre el uso que el artista

daría al color en obras tridimensionales activadas por el movimiento mecánico de ciertos

elementos.

Señala la autora: “En ciertas ocasiones, movimiento/velocidad/color trabajan

juntos en el proceso desmaterializador (...) Para llegar a desmaterializar algunas partes


de la estructura es esencial la capacidad que otorga aquí el artista al color [que aparece

indicado como color-materia sobre el metal] y vemos como ese color-materia, al activarse

con el movimiento, llega a transformarse en color –luz [color desmaterializado]” (23).

Otero previó que algunos elementos policromados de las esculturas (barras, crucetas,

cilindros o prismas) al girar a diversas velocidades se desmaterializarían, e incluso de

manera virtual crearían nuevos colores como resultado de la combinación de los primeros.

Si bien ninguno de estos bocetos llegó a realizarse, son pruebas de que el color-materia y

el color-luz eran parte esencial de su obra.

En general, en los proyectos escultóricos desarrollados e instalados Otero trabajó

con los metales limpios, aprovechando sus propiedades reflectantes. Se trata en esencia de

destacar el poder de la luz como fenómeno físico en conjunción con el viento, la lluvia y

otros factores determinados por la intemperie, para desatar un juego de infinitas

transformaciones lumínicas y volumétricas a partir del movimiento de estos sofisticados

engranajes mecánicos. A pesar de lo que se aprecia a primera vista aquí tampoco

desaparece el color, simplemente retorna a su esencia primaria, al color-luz concentrado en

láminas oro y plata. “Todos los colores están contenidos en la luz blanca. Si bien antes los

discriminaba en sus Coloritmos, por ejemplo (es decir, aprovechaba la descomposición del

espectro solar), ahora trabaja con la síntesis. Sus estructuras metálicas la reflejan al modo

de espejos, es decir, pura” (24). Al momento de su diseño, Otero calculaba el papel

fundamental que tendría la luz sobre las superficies reflectantes de sus esculturas,

anticipando la desmaterialización virtual de los metales gracias a la acción del sol y otras

fuentes luminosas.
La persistencia del color como latencia invisible y como materialidad concreta en el

propio cuerpo escultórico encuentra al menos dos líneas de desarrollo adicionales a las

reconocidas Abras, Espejos, Torres o Verticales: una plenamente consumada, la otra

lamentablemente inconclusa. La primera surge del registro que hace “el pintor” de la luz

que estos cuerpos mecánicos proyectan en el espacio a través de la escritura del color,

fijando pictóricamente el modo en que estos reflejos irradian la opacidad del entorno donde

se plantan, son los Tablones (1973 – 1987). La segunda se materializa en una serie de

ensayos realizados a partir de 1987 que llevaron por nombre “Esculturas para la

intemperie, en color” (25), construidas a partir de módulos cilíndricos giratorios en los que

Otero combina el acero y el aluminio policromado. La muerte de Otero en 1990 truncó el

desarrollo de estas últimas, sin embargo los Tablones fueron plenamente realizados y son

una demostración palpable de lo que antes se mencionaba: la clara relación que existe entre

diversas etapas de su producción, aun en los casos en apariencia más disímiles.

Sobre ellos diría el propio artista: “Lo que pasa allí con el color (¿estaré en lo

cierto?) es que estalla frente a los civilizados Coloritmos. Los creo de una individualidad

que solamente he logrado en algunas de mis esculturas recientes. Es como si se acercaran

a la obra en sí, por sobre la noción de etapa o de proceso. Lo que parecía haberse

detenido en la pintura para proseguir y resolverse en la escultura, veo que se dio en los

Tablones de 1973.”(26) Ese acercamiento se percibe claramente en una de las imágenes

que ilustran el catálogo de la exposición retrospectiva de Otero organizada por el Museo de

Arte Contemporáneo de Caracas en 1985 (27). En la misma vemos como la iluminación

focalizada sobre una pequeña maqueta titulada Stella aurea produce zonas de luces y

sombras, y su coloración (azules, amarillos, naranjas) se corresponde con el esquema de un


Tablón que sirve de fondo a la maqueta. Esa correspondencia no puede ser casual ya que

los bocetos de los Tablones fueron elaborados en 1973, a la par de muchos de los proyectos

escultóricos. Además, la puesta en escena de esta imagen no es accidental: Otero elaboraba

meticulosas escenografías donde posteriormente fotografiaba sus prototipos, proyectando

cómo funcionaría la escultura en el espacio real. Es muy probable que de esta forma

reconociera el juego visual que generaba la luz sobre la estructura metálica de sus

esculturas y que la composición de los Tablones haya surgido de ese doble acto reflexivo:

el de la luz sobre las maquetas y el de artista sobre su propio trabajo.

La última indagación que emprende Otero en torno al color como elemento gráfico

se da en los diseños en computadora que realiza bajo el auspicio de la compañía IBM a

inicios de 1987. En esta ocasión trabajó junto a un pequeño equipo de profesionales en la

concepción de nuevas esculturas, que pasaban directamente del croquis sobre papel a la

pantalla, “a la obra virtualmente real”, apoyándose en las posibilidades que brindaba la

nueva herramienta. Acto seguido la emplea para salvar en este novedoso formato obras ya

construidas, que adquirían en el medio digital características inusitadas que permiten, por

ejemplo, el acercamiento y adentramiento virtual del artista en la estructura misma de sus

obras, cosas imposibles de realizar en el plano físico. “Hubo una tercera motivación que

también la máquina le despertaba: la de indagar en los modos de policromía que le ofrecía

la pantalla, interesado en encontrar traducciones y correspondencias entre el lenguaje de

la pintura y el de la cibernética, con el pase del color-pigmento al color-luz.” (28) Este

nuevo modo de trabajar el color no es de ningún modo objetivo, sino que responde a las

características propias de una nueva realidad, la digital. “Líneas de luz de todos los colores,

capaces de entrecruzarse a través del espacio o crearlo en nítidas, infinitas direcciones y,


repetidas unas al lado de las otras, engendrar planos de insólita transparencia” (29),

Otero avizora las posibilidades que la máquina y el medio digital tendrán a futuro, “desde

ella, en ella, por ella”. Esto es un reconocimiento temprano del universo que se abriría

pocos años después a través del arte digital y el net-art, por ejemplo, hasta desembocar en

tecnologías más recientes como la realidad aumentada o la realidad virtual.

Otero encontró en el lenguaje abstracto el medio ideal para hablar en tiempo

presente y de manera horizontal con todos los habitantes del planeta; de allí el papel

privilegiado que otorgó al color como recurso de comprensión universal para expresarse

por medio de una serie de códigos o señales singulares, autónomas, que no son referencias

de lo real sino otra realidad, nueva y profundamente humana. En su obra podemos leer el

diálogo que a lo largo de los años sostuvo con la pintura, de manera directa o teniendo

como intermediarios a otros pintores con quienes se sentía de algún modo vinculado (30).

Asimismo, su empeño en que el arte estuviese en sincronía con los nuevos tiempos, sobre

todo con respecto a la ciencia, reflejando la nueva realidad que significó el descubrimiento

de nuevos tipos de energía, la conquista espacial o el desarrollo de la computación.

Una visión global y profunda de su trayectoria no puede ser estrictamente lineal,

pues los procesos reflexivos y resoluciones técnicas de su obra son esencialmente bucles

que se concatenan a lo largo del tiempo. Así lo revelan los complejos vasos comunicantes

que unen diferentes etapas de su producción, conectando piezas que a primera vista parecen

ajenas entre sí pero en realidad son extensiones o desarrollos de problemas no plenamente

resueltos para el artista, retomados tiempo después para darles nuevas soluciones. La

posibilidad que brinda la lectura de su obra como un extenso discurso que gira sobre sí

mismo, avanzando para anticipar ideas que solo serán materialmente posibles mucho
tiempo después, o retrocediendo para desarrollar otras que han permanecido en estado de

gestación durante largo tiempo, confirma que lo que Inocente Palacios llamaba el lenguaje

del artista no es solo la capacidad que tiene la obra de abrazar y causar una perplejidad

estética en quien la observa, sino que es sobre todo un signo de identidad, la evidencia del

trabajo consecuente del artista en torno a ciertos asuntos que le ocupan u obsesionan y que

no necesariamente se resuelven de manera secuencial.

Richard Aranguren.
Referencias y Notas:

01. “Al nombrar la palabra lenguaje me refiero a ese estilo propio, personal, único,
que permite al verdadero creador transmitir de inmediato, de un solo y sorpresivo
golpe, el mensaje de pura belleza que contiene la obra contemplada. (...) Lenguaje
que sólo lo poseen quienes, con total dominio del oficio, son capaces de imprimir a
su creación la categoría, nobleza y calidad que la hagan inconfundible, reconocible
en el tiempo.
Lenguaje que en Alejandro Otero no constituye una cualidad complementaria de la
obra. Inmóvil y poderoso aliento, forma, por el contrario, parte intrínseca e
inseparable de su creación. Siempre está ahí, en todo momento presente, en su
largo y dilatado recorrer por la expresión pictórica. Descansando siempre sobre
dos hechos esenciales, que se funden y complementan a través de toda su obra
pictórica. Su pasión por el color y su extraordinaria capacidad de síntesis. Primero
aparece el color, libre, violento casi, diseñando la forma, trascendiendo la forma.
Luego, de inmediato, aparece la síntesis, obligando más tarde el propio color,
esquematizando la forma, lograda a veces por la vía del color dominado.”
Palacios; Inocente. (1968). p. VII

02. Palacios; María Fernanda. (1991). p.37

03. Por ubicar.

04. En Las estructuras de la realidad (1991), María Elena Ramos aborda el tema de las
estructuras en la obra de Otero desde una lectura filosófica, en esta oportunidad nos
ceñimos a su aspecto netamente formal como recurso plástico.

05. “La casa estaba situada al final de una de las calles del pueblo, en plena
naturaleza. El techo de palma a penas nos resguardaba de la intemperie – una
parte estaba caída e inutilizaba uno de los cuartos. (...) La casa parecía diseñada
por Van Gogh, y en verdad que era así de hermosa. Jugaba a los barcos en los
huecos de las goteras y podía mirar el cielo y las flores de alhelí con solo levantar
la vista desde nuestro dormitorio.”
Otero; Alejandro. (1968). en Monroy; Douglas y Pérez Gíl; Luisa. (2008). p. 631-
632

06. Otero; Alejandro. (1954), en Op Cit. (2008). p. 600.

07. Boulton; Alfredo (1965) en Monroy; Douglas (ed.). (2006). p. 73

08. Otero; Alejandro. 1954, en Op Cit. (2008). p. 602

09. Los Boogie – Woogies forman parte de la etapa sintética de la obra de Mondrian, en
ellos se vale de los colores primarios, azul, amarillo y rojo, y una mínima trama de
líneas en sentido horizontal y vertical.

10. Otero; Alejandro. (1954). En Op Cit. (2008). p. 602

11. Acha; Juan. (1976). En Op Cit. (2006). p. 152

12. Como cuando el niño de Upata contemplaba el cielo a través del techo de palmas, o
cuando despierta y aun acostado ve por primera vez el río Caroní. Quizás eso
explique la construcción casi siempre vertical de estos primeros tablones, porque
han nacido desde una primera mirada yaciente que no es posible replicar fielmente
pero que Otero recrea para el espectador.

13. Este particular movimiento óptico frente a los Coloritmos como consecuencia de un
modo de ver cinematográfico propio del siglo XX ha sido analizado ya por Nadja
Rottner en el ensayo Simetría secreta: la afirmación de la visión de Alejandro
Otero, fue publicado en 2014 en Resonant space. The Coloythms of Alejandro
Otero. La misma idea ha dado pie a las instalaciones audiovisuales de la artista
venezolana Magdalena Fernández Arriaga, en las que repasa el legado abstracto
geométrico y cinético de diversas figuras fundamentales de estos lenguajes. Sin
embargo, la idea ya había sido anticipada por el propio Otero, quien imaginó un
Coloritmo electrónico capaz de transformarse gracias a la intervención directa del
espectador. Otero imagina la posibilidad de construir una interfaz mediante la cual
este pueda crear, uno tras otro, nuevos coloritmos a partir de la introducción de
variaciones en la disposición del color/luz dentro de una especie de caja de prismas
trasparentes. Incluso, el aparato podría generar sus propias transformaciones y
almacenar cada cambio en una memoria o registro. “Coloritmo electrónico de
variantes infinitas y con memoria” es imaginado por Otero en algún momento entre
1970 y 1975 e introduce quizás por primera vez en nuestra historia local la idea de
pintura electrónica. Así lo describe Otero:
“Se compone de un plano (o un volumen) construido a base de prismas
transparentes. El color se da como luz. En los prismas transparentes (en constante
vibración o parpadeo) se establece la retícula vertical blanco y negro. Un teclado
independiente permite la división del campo del coloritmo en 1, 2, 3, 4 o cinco
módulos de color, y la regresión o proyección hacia adelante del desarrollo
cromático. Este puede darse en paralelas verticales o en líneas inclinadas hacia la
derecha o hacia la izquierda., también por el teclado de mando. El desarrollo
cromático debe producirse automáticamente según determinado ritmo de tiempo.
La única posibilidad de repetición consiste en echarlo a andar hacia atrás,
recurriendo a la memoria del aparato que registra y conserva por siempre que él
inventa o le imponemos. Si al marchar hacia atrás lo dejamos ir más allá de la
primera imagen que creó, sigue inventando hacia atrás, lo mismo que lo haría
hacia adelante. Depende de nuestra voluntad que invente hacia delante o hacia
atrás, (presente y futuro, en este caso, tienen el mismo valor).

El teclado también permite que todo el campo del coloritmo sea poblado de color,
bien el centro, o cualquiera de sus lados, el izquierdo o el derecho. El teclado debe
permitir, a voluntad, que el coloritmo se de en dominante cálido o frío, en un color
o dos, o en una policromía más rica. Cada aparato consiste en una pantalla (ésta
debería adoptar cualquier tamaño) y en un tablero de mando. Si uno altera el
tiempo relativo en que las diferentes retículas de color se combinan, alteramos por
siempre las posibilidades futuras del aparato así alterado. De este modo, podemos
crear, hasta cierto punto a voluntad, el destino crómatico de cada uno.”
Otero; Alejandro. (1970-1975). en Op Cit. (2008). p. 639

14. Otero; Alejandro. (1990). en Ib Idem. p. 742.


15. Otero; Alejandro (1965) en Ib Idem. p. 627.
16. Palacios; Inocente (1968) en Ib Idem. p. XV
17. Boulton; Alfredo. (1965) Op Cit. (2006) p. 77
18. Otero; Alejandro (sin fecha) en Balza; José (1977), p. 90
19. Ramos; María Elena. (2019). p. 25
20. Esto último se evidencia en una breve vuelta a la obra objetual en la que utilizará
herramientas como serruchos o espátulas ensambladas a maderas coloreadas con un
acabado meticulosamente plano donde prácticamente no existe ningún rasgo
expresivo del pintor, aquí la prominencia del bulto de los objetos y la coloración de
los soportes propician tensiones y reflexiones visuales en torno al espacio, virtual y
real, y al color como activador del mismo.
21. Una década antes Otero ya había realizado algunas esculturas formales de las cuales
se conservan Mástil reflectante (1954), elaborada en aluminio y concreto, e
instalada en la estación de servicio de la urbanización Las Mercedes, en Caracas;
una escultura de hierro policromado para el hall de entrada del edificio Easo, en
Chacaito, Caracas (1959); y un gran mural horizontal de hierro pintado en negro,
instalado en el Acuario Agustín Codazzi de Carrizal, en la vía entre Caracas y Los
Teques (1959).

22. Palacios; Inocente. (1968). Op Cit. p. XX


23. Op Cit. (2019). p. 68
24. Montero Castro; Roberto (1985). en Op Cit. (2006). p. 170
25. Gutiérrez; Jorge Luís. (1991) p. 2
26. Otero; Alejandro. (1987) en Op Cit. (2008). p. 734
27. López; Alexander. (1985). p. 151
28. Op Cit. (2019). p. 19
29. Otero; Alejandro. (1987) en Op Cit. (2008). p. 731

30. “A veces una obra de otro es como el símil de lo que puede ser la nuestra. Sucede a
menudo que nos parece posible entrar en ella, lograr ser investido por sus
significaciones: son experiencias valiosas, estimulantes, porque es como si
lográramos ser por un instante alguien a quien amamos y admiramos hondamente.

Cuando somos jóvenes vivimos mucho estos desdoblamientos, hasta que se van
alejando y nos dejan solos. Por fortuna, esa soledad no llega por sorpresa, ocupa
el sitio que va dejando la experiencia, ello nos sostiene.”

Otero; Alejandro. (1988). En Op Cit. (2008). p. 393


Textos consultados

Balza; José. (1977). Alejandro Otero. Olivetti. Milán – Italia.

Gutiérrez; Jorge Luís. (1991) Alejandro Otero: últimos trabajos. Fundación Museo de
Artes Visuales Alejandro Otero. Caracas - Venezuela.

López; Alexander. (1985). Alejandro Otero. CONAC - MACC. Caracas - Venezuela.

Monroy; Douglas (ed.). (2006). Alejandro Otero ante la crítica: voces en el sendero
plástico. Editorial Arte. Caracas - Venezuela.

Monroy; Douglas. y Pérez Gil, Luisa. (ed.). (2008). Alejandro Otero. Memoria crítica. 2°
edición. Artesanogroup Editores. Caracas - Venezuela.

Palacios; Inocente. (1968) Alejandro Otero. De la serie: Pintores Venezolanos, n° 18.


Ediciones EDIME. Caracas - Venezuela.

Palacios; María Fernanda, Schön; Elizabeth y Carnevali; Gloria. (1991). Mercedes Pardo.
Moradas del color. Fundación Galería de Arte Nacional. Caracas - Venezuela.

Ramos; María Elena. (2019) Alejandro Otero. Dibujos para esculturas: la dimensión del
vuelo. Fundación Artesano Group / Fundación Otero Pardo. Caracas - Venezuela.

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