La Seducción Del Poder
La Seducción Del Poder
La Seducción Del Poder
En general, los expertos en este campo concuerdan en que el poder es «la capacidad de ejercer
influencia», y que esta se puede ejercer en forma directa o indirecta, de modo que produzca un
cambio de comportamiento o actitud en otra persona o grupo.
Dice la Biblia que «Nimrod llegó a ser el primer poderoso en la tierra». Edificó varias ciudades, lo
cual significa que tenía gran influencia sobre las personas para que lo siguieran e hicieran lo que
él se proponía. El rey Uzías «hizo lo recto» por un tiempo. Pero «cuando ya era fuerte, su
corazón se enalteció para su ruina; porque se rebeló contra Jehová» (2 Cró 26.16). Samuel
advirtió al pueblo cómo se comportarían los reyes que ellos deseaban que los gobernaran,
ejemplificando lo que es el poder en la esfera política (I Sa 8.1–18).
La Biblia dice asimismo que Jesús fue «poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo
el pueblo»; que empleó su poder para andar «haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos
por el diablo». Dice también que, ante Satanás, rechazó el empleo del poder político; y enseñó a
sus discípulos que su labor en el mundo iba por otra vía, por lo cual recibirían poder del Espíritu,
predicarían la Palabra y harían señales para bien de las personas así como para confirmar la
existencia de Dios y de su reino (Gn 10.8; Lc 24.19; Mat 4.8–11; Hch 10.38; 1.8; Mr 16.20).
El empleo del poder es evidente en la obra de Dios. Esto no podemos negarlo, y mucho menos
ignorarlo, por lo que es urgente comprender que hay un empleo legítimo y correcto del mismo, y
otro ilegítimo e incorrecto. Además, nosotros, los que servimos a Dios debemos estar muy
conscientes cada día en cuál de los dos terrenos nos estamos moviendo, así como también
hemos de discernir las fronteras que separan al uno del otro.
Ejercemos poder en las personas por medio de la predicación y la enseñanza por cuanto
influimos en sus pensamientos y conducta. Lo hacemos también al presidir una congregación, o
una reunión masiva. Quien toma una decisión, sea pastor, supervisor, obispo, miembro de un
consistorio, concilio, o junta local, está usando poder. Pero también cuando actuamos como
consejeros, influimos en las personas. Hoy se afirma que quien tiene la información tiene el
poder. Cuando oramos en público la gente nos ve como personas que tienen un acceso especial
a Dios, especialmente en las culturas muy religiosas como la iberoamericana, lo que permite
ejercer influencia sobre ella. El pastor desarrolla muchos campos de relaciones no solo dentro
de la congregación, sino en la comunidad, en su denominación, entre pastores. Todo ello le
permite influir en modo más amplio. Y cuanto más pasa el tiempo, y el nombre del pastor es más
conocido, aumentan sus posibilidades de influencia. Todo lo mencionado, y algo más, es
sencilla y concretamente, poder, ya sea meramente humano y social o lo que llamamos poder
del Espíritu.
Pero hay otra cara del tema que es la sicológica y espiritual. Es la que no se ve a simple vista.
Es lo que se va formando y haciendo nido en la mente, corazón y voluntad de los que ejercen
alguna forma de poder o autoridad. El poder tiene su encanto para muchos. Se llega a arraigar
profundamente en el ser, de modo que el que empieza a «ascender» o ampliar su radio de
acción, no sólo rehusa descender, sino que desea escalar más y permanecer en aquella altura.
Es así que en el alma del que sirve a Dios se puede crear un verdadero «vicio del poder». Y en
esto no hay diferencia entre europeos, orientales, africanos o indígenas ni entre políticos,
pastores o shamanes. Esto explica, en parte, por qué algunos pastores y líderes de iglesias,
cuando pierden su puesto, abandonan la congregación o se dedican a crear problemas, pues
piensan que si no están en posición de dominio, ya no pueden servir. Sin embargo, esta es una
actitud totalmente equivocada. También explica por qué algunos crean o emplean toda clase de
medios, tretas, mañas, amenazas y manipulaciones para permanecer en su posición. Los
políticos son expertos en esto, y afirman que «lo único inmoral que hay es perder».
Lamentablemente el campo religioso a veces anda parecido.
Jugando con las terminologías modernas, podríamos hablar del «síndrome» o «complejo» de
Diótrefes, «al cual le gusta tener el primer lugar ... no recibe a los hermanos, y a los que quieren
recibirlos se lo prohibe, y los expulsa de la iglesia» (3 Jn 9–10). Se trata de personas que
desarrollan una pasión por el dominio, tanto de personas como de instituciones, para fines
ilegítimos e incorrectos. Incluso se disfraza como autoridad pastoral o ministerial. Pablo el
Apóstol ejemplificó esto con los casos de «aquellos grandes apóstoles», que son falsos, porque
además de predicar otro evangelio, esclavizan, devoran, toman lo ajeno, se enaltecen, y aún dan
de bofetadas a los hermanos. Y lo más sorprendente es que muchos creyentes los oyen, los
toleran y los siguen (2 Cor 11.4, 5,13–15, 20). ¡Así puede ser de maligno el poder religioso!
Conociendo todas estas realidades humanas, fue que nuestro Maestro y Señor Jesús habló a
sus discípulos clara y duramente al tratar los temas de la limosna, las oraciones públicas, el
ayuno, el deseo de sobresalir en la sociedad y buscar poder al estilo del mundo, e igualmente
dio una furiosa reprimenda a los religiosos escribas y fariseos
Todos los que servimos en la obra de Dios, debemos leer a menudo estos pasajes bíblicos, no
para predicarlos primeramente, sino para que Dios
examine nuestra mente y conciencia (Sal. 139.23, 24). Es que, muchas veces, nosotros, los que
nos llamamos ministros de Dios, casi sin darnos cuenta, vamos sustituyendo el poder verdadero,
que podemos y debemos emplear, por las formas mundanas de poder. De este tema
hablaremos más adelante en las recomendaciones para el ejercicio del poder.
El poder y la soberbia u orgullo, caben juntos en cualquier corazón. Satanás vivió esto. Muchos
reyes de Israel y Judá fueron traicionados por dicho sentimiento. Herodes se ensoberbeció
porque el pueblo clamaba: «!Voz de Dios y no de hombre!» (Hch 12.20–23). Muchos
predicadores hoy día se enloquecen con aplausos y gritos cuando suben al púlpito, y fomentan
esto intencionadamente porque ello añade la sensación de poder y a la vez es signo de poder.
Los intérpretes de la Biblia concuerdan en que la raíz del pecado es el orgullo. Y si el ejercicio
del poder provoca la soberbia, infla el ego, susurra que no hay límites para el hombre y que
podemos atrevernos a soñar en grande sin siquiera preguntarnos para qué, entonces su
posesión y empleo deben caer bajo el cuidadoso y continuo examen del Señor. Sabemos de las
caídas de conocidos teleevangelistas de Estados Unidos y de pastores iberoamericanos
fascinados con sueños de posibilidades ilimitadas, lo que confirma que «Antes del
quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu» (Pr 16.18). Así que, ya
sabemos que no sólo en el mundo político, sino también en la obra de Dios, «el poder corrompe,
y el poder absoluto corrompe absolutamente».
La Nueva Era y las filosofías orientales, enseñan hoy que podemos llegar a ser «dioses». El
énfasis en el mundo empresarial es lanzarse a lo grande y poderoso. La sicología clasifica a la
gente entre ganadores y perdedores para incitarnos a lo primero. Hasta hace poco los políticos
mundiales insistían en que el desarrollo no tenía límites. La ciencia espacial apunta a lo que
antes parecía inmenso e inalcanzable, y lo está logrando. Así también la biología ha empezado a
dominar lo infinitamente pequeño, al punto de asumir algunas funciones que sólo a Dios le
corresponden. Todo en la actualidad provoca al orgullo, al uso y acrecentamiento del poder
humano en todas las esferas. Debemos estar muy conscientes de esto y ser cuidadosos y
honestos.
En la obra de Dios hay voces y ejemplos que están tentando a los obreros al empleo casi
irrestricto del poder. Un ejemplo lo es el sueño actual de las megaiglesias, sin límites de nada.
Para lograr este sueño hay que ser un líder autocrático, independiente, solitario, y sin tener que
rendirle cuentas a nadie. Piensan muchos pastores de estas megaiglesias que son los ungidos,
que han descubierto la bomba atómica mientras que los otros siguen jugando con pistolitas de
agua. Algunos se apoyan en las teorías del iglecrecimiento, o legitiman todo diciendo que la
iglesia es una teocracia. Pero resulta que quien manda, no es Dios, sino el pastor quien se
arroga el poder, la palabra y la autoridad de Arriba. El poder del Espíritu Santo también cae bajo
el poder humano pues se le manipula en diferentes modos como cuando se pretende ponerle
horas fijas y precio a los milagros que el Señor sólo regala por la fe. Muchos cultos religiosos
hoy caen bajo una visible e indudable manipulación. También en instituciones e iglesias
pequeñas se dan muchas formas del mal ejercicio del poder.
El poder es real y es un recurso en la misma obra del Señor. Pero tenemos que diferenciar entre
el modo como el mundo lo ve y lo usa, y como Dios quiere que lo veamos y usemos. Ante esta
realidad es conveniente que como pastores, líderes e hijos de Dios reflexionemos sobre las
siguientes recomendaciones:
En el plano humano, el poder puede emplearse para hacer bien o para hacer mal. La naturaleza
nuestra es terreno de orgullo, egoísmo, dominio sobre los demás y deseo de usurpar el lugar de
Dios. No sólo el Papa en Roma, los ayatolas musulmanes y otros religiosos lo hacen, sino que
pastores, evangelistas, ancianos y diáconos de congregaciones, los que se autodenominan
apóstoles y profetas, todos podemos caer en lo mismo, por lo cual debemos examinar toda
acción nuestra en el plano de la influencia a las personas o grupos para ver qué es lo que
realmente esconde. Por más unción que hayamos recibido, nuestra actitud y oración diaria debe
ser: «¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos. Preserva
también a tu siervo de las soberbias; que no se enseñoreen de mí; entonces seré íntegro, y
estaré limpio de gran rebelión» (Sal 19.12–13). Cuando «visualicemos» o proyectemos algo, sea
pequeño, grande, o diferente, o cuando busquemos un puesto, preguntémonos delante del
Señor primero: ¿por qué quiero hacer esto?, ¿cuál es la íntima motivación que tengo? El rey
David, tentado tanto por el diablo como por su afán de poder, mandó a contar los soldados que
tenía. Parecía lógico y normal para un estadista. Y aunque fue advertido del error por sus
lugartenientes, impuso su poder. Aquello desagradó a Dios y trajo gran dolor al pueblo y a David
(2 Sa 24; 1 Cr 21).
El poder que nos es dado por una institución, lo que se llama propiamente autoridad, debe ser
empleado exclusivamente dentro de los límites establecidos. Para ello hay que conocer bien los
estatutos, los reglamentos, los procedimientos, y actuar dentro de ellos. Por otro lado, cuando
uno ha creado una instancia de poder, por ejemplo si funda una congregación, o un ministerio
que lleva su nombre como Ministerio Fulano de Tal, debe establecer clara y correctamente fines,
funciones, principios doctrinales y una estructura legal que no esté conformada por su familia.
Debe estar más bien constituida por personas independientes a las cuales debe responder por
sus actos, finanzas y bienes, y que tengan poder sobre usted.
Un experto dice que «cuando el poder no tiene el contrapeso de la responsabilidad, es decir, del
rendir cuentas a otros, se convierte en tiranía». Y «cuando hay dinero de por medio, siempre sale
a relucir la codicia».
El poder es para hacer. Toda acción que emprendamos y toda influencia que tengamos, debe
realizarse para edificar el cuerpo de Cristo de acuerdo a la ética del Reino de Dios. Nuestro
accionar en una sencilla comisión de iglesia local, en una junta directiva nacional o
denominacional, o en cualquier estructura semejante, debe darse con absoluta responsabilidad,
valga decir, reconociendo el señorío de Jesús, siendo fiel a los estatutos, participando
constructivamente en cada cosa, buscando el logro de los objetivos y cumpliendo con toda
tarea. No conviene al siervo de Dios ampliar las esferas de poder desmedidamente. Por esto se
recomienda: «evite ser codicioso. Tome solamente lo que deba y pueda desplegar
adecuadamente». Por ejemplo, en la predicación y la enseñanza, uno debe prepararse
debidamente, con mucha oración, seriedad y dependencia del Señor en la presentación.
El Apóstol Pablo insiste en no emplear las «palabras persuasivas de humana sabiduría»; nos
recuerda el peligro de la «retórica sagrada», de la manipulación sicológica en la comunicación, y
de la consiguiente sustitución de la Palabra de Dios por las filosofías y sabiduría humanas que
hacen vana la cruz de Jesús. Por el contrario, debemos depender de la sencillez y veracidad de
la Palabra, del poder del Espíritu Santo y de la influencia de una vida íntegra y dedicada al
servicio del Señor, de la iglesia y de toda persona (1 Co 2.4; 1.17; 11.1).
En la ministración a los enfermos y en la liberación a los endemoniados, es claro que quien hace
la obra es Dios y no nosotros. Evitemos el espectáculo, el «show», propios de la religiosidad que
gusta tanto a unos y otros, pero que para el Señor puede ser mera hipocresía. Dediquemos más
tiempo a la ministración en privado, y a la oración donde sólo el Señor nos ve (Mt 6.1–8; 23.5–8,
14).
Merece un párrafo aparte lo que hoy ha pasado a primer plano: la llamada sanidad interior,
ministerio de liberación, consejería y afines. Estas sonoportunidades de influencia, o sea de una
forma de ejercicio del poder. Muchos, por ignorancia, incapacidad, descuido, o mala intención,
han traspasado los límites, usan de falsas profecías, manipulan a las personas, crean falsos
sentimientos de culpa. También llevan a la irresponsabilidad y temor cuando hacen creer que la
culpa del estado presente del aconsejado la tienen generaciones anteriores, y así caen en
cuestiones muy ajenas al sentido del perdón y verdadera liberación que proceden de la gloriosa
obra de Jesús en el Calvario. Al meterse en estos extraños laberintos, muchos ya han cometido
graves faltas morales, por lo que los pastores, especialmente, deben tomar claras medidas
preventivas no sólo en lo que a ellos respecta, sino con los hermanos que dicen tener este
ministerio.
Jesús trazó el camino verdadero. En vez de buscar poder para mandar o para exaltarnos, somos
llamados a servir. Así de sencillo. Servir al Señor. Servir a nuestro prójimo, sea o no creyente
como nosotros. Servir donde nos encontremos y en toda circunstancia. Servir en amor. La
Palabra llama a esto ser «llenos» o «celosos» de buenas obras y de «frutos de justicia» (Tit 2.7,
14; 3.8, 14; Fil 1.11). Nuestro estudio de la Palabra a lo primero que debe conducirnos no es a
exhibir títulos teológicos sino a estar «enteramente
preparados para toda buena obra» (2 Ti 3.15–17). Es que el Señor ha trazado esta vía para que
andemos en ella y vivamos atendiendo a las necesidades de las personas a quienes él ama y a
quienes quiere derramar su gracia por medio nuestro (Ef 2.9–10). Cuando así se vive, tanto la
vida cristiana, como el ministerio, y la experiencia, son inmensamente gratos. El afán por el
poder y la grandeza ministerial, conduce entre otras cosas, al conflicto, a la guerra, al estrés y al
autoengaño.
Jesús anduvo por las calles, por las plazas y por las casas. Estuvo en
contacto abierto con todas las personas. Así servía a todos, sanándolos, dándoles la Palabra y
mostrándoles un estilo de vida diferente. No exhibió los signos externos de poder que hoy les
gusta mostrar a muchos. Curiosamente,
parece que sólo dos veces anduvo en un vehículo de su época, un burro: recién nacido, y en su
entrada triunfal a Jerusalén. Lo demás lo hacía al mismo nivel de toda la gente, a pie, de modo
que no había barreras entre él y las personas. Esta actitud le brindó la inigualable oportunidad
de llegar a todos con el amor de Dios. Por esto pudo enseñar: «aprended de mí, que soy manso
y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mat 11.29). Este es el
supremo ejemplo que la Iglesia y sus líderes hoy debemos
rescatar. Los apóstoles emplearon el poder del Espíritu Santo, el poder de la Palabra, el poder
de la sangre de Jesucristo, el poder del triunfo de Jesús sobre las potestades demoníacas, el
poder de la oración y el poder de vida y su testimonio. Con ello fueron más que vencedores.
Este es el verdadero poder que el mundo necesita, y que los líderes y la Iglesia de hoy y de
siempre, deben emplear. ap
El autor ha sido pastor, evangelista y asesor en América Latina durante cuarenta y ocho
años.Vivió en Perú, Colombia, Ecuador, Paraguay e Inglaterra y actualmente radica con su
esposa, Teresa Sibaja, en Costa Rica. Ha escrito trece libros y colaboró en cuatro más. Es
cofundador de INDEF y estuvo vinculado con este ministerio por veintisiete años. También ha
sido miembro de LAM por treinta y seis años.
• Al estar en posiciones de autoridad, podemos ser tentados y seducidos por el uso y los
privilegios que da el poder.
• Debemos ejercer el poder de acuerdo con el modelo de Dios: para hacer el bien y lo que a Él le
agrada.
• Somos propensos a usar mal el poder, por tanto, debemos evaluarnos permanentemente sobre
nuestras motivaciones al ejercerlo.
• Jesús es y debe seguir siendo nuestro modelo en el ejercicio del poder: utilizar el poder para
servir, no para impresionar o sobresalir.
1. ¿Cuál es el modelo de uso del poder que tiene el mundo y cómo se ha infiltrado en la iglesia?
9. ¿Cómo se diferencia su modelo del modo en que muchos ejercen el poder en nuestros días
(dentro y fuera de la iglesia)?
10. ¿Cuáles son las tendencias y tentaciones actuales que tenemos en el uso del poder?
11. ¿Cuánto defiende (valga decir, cuánto está atado) a su posición de poder?
13. ¿Qué cambios positivos piensa que se podrían hacer en su organización o ministerio para
darle un uso honesto al poder y acorde con el Reino de Dios?
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