Cambio y Permanencia Carpio

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Heráclito y Parménides – Adolfo Pérez Carpio

1. Cambio y permanencia

Se dijo que, al aplicar el principio de razón al conjunto de todo lo que es,


se planteaba el problema metafísico, es decir, el problema relativo al
fundamento de los entes en totalidad; también se dijo que a este problema se
han dado las respuestas más diversas (cf. Cap. I, § 5). Ahora bien, entre esa
variedad hay dos doctrinas capitales, y justamente en los comienzos mismos
del filosofar griego, que constituyen como dos modelos primordiales, y a la vez
contrapuestos, que han determinado de manera decisiva todo el pensamiento
ulterior -el cual, en este sentido, puede describirse como serie de posibles
compromisos o transacciones entre aquellos dos modelos.
Lo que movió a los griegos a filosofar fue el asombro (cf. Cap. I, § 4), y
ese asombro fue ante todo asombro por el cambio, es decir, por el hecho de
que las cosas pasen del ser al no-ser y viceversa. Un árbol, por ejemplo,
gracias a ese cambio que se llama crecimiento, pasa de ser pequeño, y, por
tanto, no ser grande, a ser grande y no ser pequeño. Y el cambio o devenir se
manifiesta en múltiples fenómenos del universo: en el cambio de las
estaciones -posición del sol, transformaciones de la vegetación, etc.-; en el
desarrollo del embrión hasta llegar al individuo adulto; en el nacimiento y en la
muerte, y, en general, en la aparición y desaparición de las cosas. Ante tal
espectáculo los griegos se preguntaron: ¿Qué es esto del cambio? ¿Por qué
lo hay y qué significa? ¿Es que no hay más que cambio, que todo es cambio?
¿O que más bien el cambio es cambio de algo que en su último fundamento
no cambia, es decir, de algo permanente? ¿O será el cambio en definitiva
mera apariencia, una ilusión?
Pues bien, un filósofo, Heráclito, afirma que el fundamento de todo está
en el cambio incesante; que el ente deviene, que todo se transforma, en un
proceso de continuo nacimiento y destrucción al que nada escapa. El otro, al
contrario. Parménides, enseña que el fundamento de todo es el ente
inmutable, único y permanente; que el ente "es", simplemente, sin cambio ni
transformación ninguna.

2. Heráclito: el fuego

Heráclito vivió hacia comienzos del siglo V a.C entre 544/1 y 484/1, y
era natural de Efeso, ciudad de la Jonia, en la costa occidental del Asia Menor.
Como de los demás filósofos anteriores a Platón, no nos quedan de aquél más
que fragmentos de sus obras, lo cual constituye ya una dificultad para su
estudio.1 Más con ella se enlaza otra, en cierto modo más grave, porque
1 Los fragmentos de los presocráticos, junto con los testimonios antiguos acerca de
ellos, se encuentran reunidos, y acompañados por su traducción (alemana), en los Fragmente
der Vorsokratiker [Fragmentos de los presocráticos], de HERMANN DIELS (1848-1922), obra
publicada por primera vez en Berlín, 1903. Aquí hemos utilizado la 6' edición, realizada por W.
Kranz, Berlin, Weidmannsche Verlagsbuchhandlung, 1951, edición a la que corresponde la
numeración de los fragmentos, según es corriente hacerlo.
depende, no de circunstancias exteriores, sino del pensamiento mismo del
filósofo, de la dificultad de su propia doctrina y de su expresión, que le valieron
el sobrenombre que le dieran los antiguos: ó Σκτεινος "el Oscuro".
Heráclito expresó del modo más vigoroso, y con gran riqueza de
metáforas, la idea de que la realidad no es sino devenir, incesante
transformación: "todo fluye", "todo pasa y nada permanece", son frases que
Platón atribuye a los heraclitianos.2 Heráclito se vale de numerosas imágenes,
la más famosa de las cuales compara la realidad con el curso de un río: "no
podemos bañarnos dos veces en el mismo río" (frag. 91), porque cuando
regresamos a él sus aguas, continuamente renovadas, ya son otras, y hasta
su lecho y sus riberas se han transformado, de manera que no hay identidad
estricta entre el río del primer momento y el de nuestro regreso a él. El río de
Heráclito simboliza entonces el cambio perpetuo de todas las cosas. Por tanto
lo substancial, lo que tiene cierta consistencia fija, no la puede tener sino en
apariencia; todo lo que se ofrece como permanente es nada más que una
ilusión que encubre un cambio tan lento que resulta difícil de percibir, como el
que secretamente corroe las montañas, por ejemplo, o un bloque de mármol.
Y lo que se dice de cada cosa individual, vale para la totalidad, para el mundo
entero, que es un perenne hacerse y deshacerse. El fragmento 30 reza:

Este mundo, el mismo para todos, no lo hizo ninguno de los dioses


ni ninguno de los hombres, sino que siempre fue, es y será fuego siempre
vivo, que se enciende según medida y se apaga según medida.

La palabra griega que se traduce por "mundo" es cosmos (κοσµος)


término que no sólo significaba el universo, sino tenía también el sentido de
"adorno", "ornamento", "arreglo", 3 "orden", y no cualquier orden, sino el orden
armonioso, equilibrado, bello. Esto quiere decir que al llamar "cosmos" al
mundo, los griegos, a través de su lengua -porque todo lenguaje implica una
determinada forma de encarar la realidad-, pensaban el mundo como una
totalidad ordenada, armónica, hermosa: el mundo era para ellos la armonía, la
disposición ordenada de todas y cada una de las cosas 4 desde siempre y para
siempre. Las representaciones mítico-religiosas hablaban de un origen del
mundo (no a partir de la nada, como en la creencia judeo-cristiana, sino) a
partir del caos o "apertura" primordial que la divinidad o divinidades ordenaban
(Hesíodo, cf. arriba. Cap. I, § 4). En declarada oposición, Heráclito sostiene
que el cosmos no es obra de los dioses, ni mucho menos, naturalmente, de los
hombres; por el contrario, el mundo "siempre fue, es y será", es decir, es
eterno, de duración infinita, desde siempre y para siempre, con lo cual
Heráclito fue "el primero en presentar en Grecia un concepto de eternidad que
es infinidad temporal del ser"- 5 -El cosmos es además único: "el mismo para
todos", y con esta idea de su unicidad niega Heráclito la pluralidad de los
mundos.
2 Cratilo 440 c y 402 a.
3 De κοσµοξ deriva "cosmética".
4 Concepción que, probablemente, no es la que evoca hoy en nosotros el vocablo "mundo".
5 R. MONDOLFO, Heráclito. Textos v problemas de su interpretación, trad. esp. México. Siglo
XXI. 1966. p. 225.
Pero, ¿en qué consiste el mundo, cuál es su fundamento, lo que lo hace
ser tal como es? Heráclito afirma que es "fuego siempre vivo". Respecto del
significado que le diera el filósofo al fuego, caben dos interpretaciones
diferentes, que en el fondo no son incompatibles. -En primer lugar se puede
pensar que "fuego" designa el principio o fundamento (αρχη) de todas las
cosas, como especie de "material" primordial del que todo está hecho
(equivalente entonces al "agua" de Tales, cf. Cap. I § 4). "El camino hacia
arriba y el camino hacia abajo, uno y el mismo camino", se lee en el fragmento
60, lo cual se referiría al proceso por el cual se generan todas las cosas del
fuego y por el cual todas retornan a él; el camino hacia abajo sería el proceso
de "condensación" por el cual del fuego proviene el mar (el agua) y de éste la
tierra; el proceso inverso es el camino hacia lo alto, que por "rarefacción" lleva
de la tierra al mar y del mar al fuego. En segundo lugar, puede pensarse que
"fuego" sea una metáfora, una imagen del cambio incesante que domina toda
la realidad, elegido como símbolo porque, entre todas las cosas y procesos
que se nos ofrecen a la percepción, no hay ninguno donde el cambio se
manifieste de manera tan patente como en el fuego: la llama que arde es
cambio continuo, y cuanto más quieta parece estar, tanto más rápido es el
proceso de combustión (cuando chisporrotea, por el contrario, es más lento).
Fácil es comprender, sin embargo, que ambas interpretaciones del "fuego" no
son necesariamente excluyentes: el fuego bien pudo haber sido para Heráclito
símbolo del cambio, y a la vez motor y substancia del mismo. En cuanto al
calificativo de "siempre vivo" que se le aplica al fuego, significa, no sólo la
eternidad del mundo, ya señalada, sino también que esa "substancia" que es
el fuego la piensa Heráclito como algo animado (hilozoísmo), quizás aun de
índole psíquica; el fuego es un principio generador, autoformador y
autoordenador, inmanente a todas las cosas.6

3. Heráclito: el logos

El fragmento 30 concluye diciendo que el fuego, que es el mundo, se


enciende y se apaga "según medida" (µετρα). Esta expresión indica que el
cambio de que se trata está sometido a un cierto ritmo alterno -como, por
ejemplo, el ritmo cíclico de las estaciones, o el del nacimiento y la muerte-.
Aquí se encuentra, junto a la del fuego, la otra idea fundamental de Heráclito
-quizá-, de seguir a ciertos intérpretes, su tema capital.7 En efecto, tanto como
el cambio le preocupa a Heráclito la "medida" de ese cambio, la regla o norma
a que ese devenir está sujeto. El cambio no es cambio puro, por así decirlo,
sin orden ni concierto -lo cual sería por lo demás impensable-, sino un cambio
que sigue ciertas pautas. Con lo cual aparece por primera vez -si no con
entera claridad, al menos prefigurado- el concepto de lo que luego se llamará
ley científica, y que Heráclito denomina Dike (Justicia) y logos.

6 Cf. op. cit. p. 249.


7 Cf. G.S.KIRK - J.E.RAVEN, The Presocratic Philosophers, Cambridge At the University
Press, 1964, p. 187.
Esa "ley" o norma la piensa Heráclito como ritmo u oscilación entre
opuestos; y en otro de sus célebres fragmentos se lee que "la guerra de todas
las cosas es padre, de todas las cosas es rey" (fr. 53). "Guerra", pólemos
(πολεµος) no es sino un nuevo nombre para el cambio. Heráclito la llama
"padre" y "rey"8 vale decir, la considera aquello que genera, aquello de donde
las cosas se originan, y a la vez lo que manda, gobierna o domina sobre ellas.
Éstos son, precisamente, los dos sentidos principales de la palabra αρχη, arjé,
que suele traducirse por "fundamento" o "principio" (cf. supra, Cap. I, § 4),
porque el fundamento de todos los entes se lo piensa como aquel algo
primordial de que todos provienen, del que dependen y por el que están
dominados, pues les impone su ley. El término "guerra" pone de relieve en la
noción de cambio un matiz que no es difícil comprender: la guerra supone
siempre enemigos, contrarios, y según ya sabemos (cf. § 1) el cambio implica
el par de opuestos ser y no-ser, como si fuesen contendientes o contrincantes.
En efecto, Heráclito concibió lo absoluto como proceso dialéctico, según
observaba Hegel:9 "dialéctico", porque en ese proceso se realiza la unidad de
los opuestos, la coincidentia oppositorum [coincidencia de los opuestos],
según se dirá mucho después. Porque toda cosa, en su incesante cambio,
reúne en sí determinaciones opuestas, es y no es, es hecha y deshecha,
destruida y rehecha.
Es preciso saber que la guerra es común [a todas las cosas], y [que] la
justicia [es] discordia, y que todas las cosas ocurren según discordia y
necesidad.10 Que la guerra es "común" a todas las cosas, significa una vez
más que constituye el principio universal que todo lo domina, pues "todas las
cosas ocurren o se generan según la discordia"; y ello acontece
inexorablemente ("según necesidad"). La unidad de los contrarios la insinúa la
frase de acuerdo con la cual "la justicia es discordia", que a la vez insiste en
que la "le," (la justicia) es la lucha.
De la identidad de los contrarios aduce Heráclito numerosos ejemplos,
entre ellos los siguientes, que no requieren mayor comentario:

El mar es el agua más pura y la más sucia, para los peces potable
y saludable, para los hombres impotable y deletérea. Los cerdos gozan del
fango más que del agua pura.

Estos pasajes, y otros similares, enseñan que los opuestos, sin dejar de
serlo, no son nada separado de modo absoluto, sino más bien momentos
alternos y complementarios de un solo dinamismo -de una unidad superior que
los engloba y domina, a saber, la guerra. En comprenderlo reside la sabiduría:

8 La palabra πολεµοξ, "guerra", es en griego de género masculino.


9 Vorlesungen über die Geshichte der Philosophie [Lecciones sobre la historia de la
filosofía] en Werke (Obras, ed. Glockner), XIII, p. 328. La dialéctica, entonces, tiene su origen
más remoto en Heráclito, y cuando Hegel, en el siglo pasado, vuelve a poner en circulación,
por así decirlo, este concepto filosófico, no
10 Frag. 80
Uno es lo sabio: llegar al saber de que todas las cosas están gobernadas
por todas.11

En efecto:

Las cosas, consideradas juntamente, son un todo y no son un


toco, convergentes y divergentes, acordes y discordes; de todas las cosas
resulta uno y de uno todas las cosas.

La "guerra" no significa entonces -se lo ve ahora con más claridad-


desorden, sino, por el contrario, una armonía: la que de una pluralidad de
cosas y acontecimientos discordantes hace el cosmos único, bello y ordenado,
y que no es sino el mundo mismo como armonía que incesantemente se
construye a sí mismo- "es sabio convenir en que todo es uno" (frag. 50).
Dijimos más arriba que a esta especie de ley que todo lo domina le da
Heráclito, entre otros nombres, el de logos, λογος. Es éste un término
fundamental, muy rico en significados, que los diccionarios suelen reducir a
tres principales: a) palabra, dicho, discurso; b) relación, proporción; y c) razón,
inteligencia, concepto. Y de todo ello hay resonancias en Heráclito: el logos
dice (a) cuál es la relación entre las cosas (b), su comportamiento, que
expresa un cierto orden inteligible (c) inmanente al mundo. Pero el sentido
primero, primordial, de λογος, parece ser más bien el de "reunión". El logos,
en efecto, la unidad de los contrarios, reúne todas las cosas, puesto que las
armoniza y de la multiplicidad inagotable de ellas constituye o forma el mundo
único. Y si se quiere ir más a fondo, podrá decirse que en definitiva aquello en
que están propiamente reunidos los

cesa de referirse al efesio como a su antecedente y lejano maestro: "Aquí vemos tierra: no hay
ninguna proposición de Heráclito que yo no haya recogido en mi Lógica", loc. cit. Cf. infra. Cap.
XI.
entes, en lo que todos coinciden o acuerdan, es en que son: lo que reúne es el
ser, y λογος; nombra entonces el ser de los entes. El logos, pues, entendido
como el ser en tanto dador de unidad, es el fundamento de todo, que todo
traspasa y domina.

4. Parménides: el ente y sus caracteres

Parménides nació, según se supone, hacia los años 515 a 510 a.C. en
la ciudad de Elea, colonia griega del sur de Italia; entre 490 y 475 escribió un
poema didáctico, en hexámetros, conocido bajo el título De la naturaleza, del
que se conserva el proemio, alrededor, quizás, de los nueve décimos de la
primera parte, y muy poco de la última, de mucha menor importancia filosófica;
pues la doctrina que lo ha hecho célebre se encuentra en la primera. Su teoría,
según se adelantó (§ 1), representa la antítesis de la de Heráclito.

11 Frag. 41
Parménides es el primer filósofo que procede con total rigor racional,
convencido de que únicamente con el pensamiento -no con los sentidos-
puede alcanzarse la verdad y de que todo lo que se aparte de aquél no puede
ser sino error; sólo lo (racionalmente) pensado "es", y, a la inversa, lo que es,
responde rigurosamente al pensamiento:

Pues lo mismo es pensar y ser,

según afirma el fragmento 3. El pensar no puede ser sino pensar del


ente: no hay posibilidad de alcanzar el ser sino mediante la razón. "La
posibilidad de concebir algo (concebibilidad) (y, en consecuencia, la
posibilidad de expresarlo) es criterio y prueba de la realidad de lo que es
concebido (y expresado) porque solamente lo real puede concebirse (y
expresarse) y lo irreal no puede concebirse (ni expresarse). Con lo cual
Parménides llega a expresar, no sólo que pensar una cosa equivale a pensarla
existente, sino también que la pensabilidad de una cosa prueba su existencia;
porque si sólo lo real es pensable, lo pensado resulta necesariamente real". Lo
repite el frag. 8 (verso 34): "Y lo mismo es pensar y aquello por lo cual hay
pensamiento". El pensar sólo es tal pensar para el ser.
Parménides comienza por colocarse ante la alternativa más amplia que
pueda uno enfrentar (la filosofía, dijimos, es el saber más amplio, cf. Cap. I, §
3), ante las dos máximas posibilidades pensables: o hay algo, algo es, es
decir, hay ente -o bien no hay nada:

Ahora bien, yo te diré, y tú escucha atentamente mis palabras, qué


caminos de investigación son los únicos pensables: uno [que dice] que es
y que no puede no aer, es el sendero de la persuasión -pues acompaña la
Verdad-; el otro [que dice] que no es y que es necesario que no sea, y he
de decirte que éste es un sendero impracticable.

Es evidente que no puede haber posibilidad de más alcance que la que


se plantea en esta disyuntiva: la más amplia porque dentro de ella cae todo
absolutamente (la filosofía se ocupa de la totalidad), inclusive la nada, que
aparece en el segundo miembro de la alternativa. De manera que

La decisión consiste en esto:


o es o no es.

O lo uno o lo otro; pero sin que quepa una tercera posibilidad (cf.
principio de tercero excluido).
Ahora bien, es asimismo evidente que la segunda posibilidad enunciada
-que no sea nada- es un absurdo; porque decir "no hay nada" es como afirmar
que "lo que hay es la nada", que "la nada es", o, en otras palabras, que "el no-
ente es": esto es claramente contradictorio, y por tanto debe rechazarse
(principio de contradicción):
porque el no-ente no lo puedes pensar -pues no es posible-, ni lo
puedes expresar.
Por ende es preciso concluir afirmando decisivamente el primer
miembro de la alternativa, es decir, que "es". Pero si hay algo, si algo "es", a
ese algo se lo llamará ente (cf. Cap. I, § 1). Entonces el ente es necesario.

Es necesario decir y pensar que el ente es: pues le es propio ser,


mientras que no le es a la nada; es lo que te ordeno considerar,

dice la diosa; porque afirmar que "el ente no es" es una evidente contradicción.

De manera que

Sólo queda pronunciarse por el camino [de investigación] que dice


que es; por éste hay indicios en gran número.

Entre estos indicios, signos o caracteres del ente, nos limitamos a


señalar que el ente es único, inmutable, inmóvil, inengendrado, imperecedero,
intemporal, e indivisible.

El ente es único. Porque si no, sería múltiple, o, para suponer el caso


más simple, habría dos entes. Ahora bien, si hubiese dos entes, tendría que
haber una diferencia entre ambos, puesto que si no se diferenciasen en nada
no serían dos, sino uno solo (cf. Cap. I, § 1, principio de los indiscernibles).
Pero lo que se diferencia del ente, es lo que no es ente, esto es, el no-ente, la
nada. Mas como la nada no es nada, resulta que no puede haber diferencia
algún»» y no puede haber en consecuencia sino un solo ente.

El ente es inmutable, es decir, no está sometido al cambio, en ninguna


de sus formas (cf. Cap. VI, § 5) -"permaneciendo el mismo en el mismo
estado, reposa en sí mismo" (frag. 8, vers. 29)-, porque cualquier tipo de
cambio supondría que el ente se transformase en algo diferente; pero como lo
diferente del ente es el no-ente, y el no-ente es la nada, y la nada no es nada,
el ente no puede cambiar.
Tómese la forma más simple de cambio, lo que se llama cambio de
lugar o movimiento local, el traslado de un sitio a otro. Para moverse, el ente
necesitaría un espacio donde desplazarse. Este espacio o lugar debiera ser
diferente del ente; pero como lo diferente del ente es el no-ente, la nada, no
puede haber espacio ninguno donde el ente se mueva. El ente, pues, es
inmóvil.12
De la inmutabilidad resulta también que el ente carece de origen, que es
inengendrado.

En efecto, ¿qué origen le buscarás? ¿Cómo y de dónde su


crecimiento? Del no ente no te permitiré que digas ni que pienses, pues no
se puede ni decir ni pensar que no es.

12 Cf. Platón, Teétetos 180 e.


El razonamiento es en esencia siempre el mismo. Si el ente hubiera
tenido origen, hubiese tenido que ser engendrado o producido, o bien por lo
que es, por el ente, lo cual es imposible, puesto que ya es; o bien por algo
diferente del ente. Pero como lo diferente del ente es el no-ente, la nada, no
hay nada que pueda haberlo originado; por consiguiente, es ingenerado.
Y encarando la cuestión por el otro lado -ahora no respecto del origen,
sino - de su fin-, es preciso sostener que el ente nunca puede dejar de ser,
que el ente es imperecedero: "así como es ingenerado es también
imperecedero" (frag. 8, vers. 3). Porque si el ente se destruyese, si dejase de
ser, entonces sería el no-ente, la nada; y como esto, según ya se sabe, es
absurdo, es necesario eliminar la posibilidad de la desaparición del ente, tanto
como la de su generación:

inmóvil en el límite de poderosas ligaduras, es sin principio ni fin,


desde que generación y destrucción han sido lanzadas bien lejos y las ha
expulsado la verdadera creencia.13

El ente es además intemporal. En tanto que Heráclito pensaba la


eternidad como infinita duración a través del tiempo (cf. p. 21), Parménides
piensa la eternidad del ente como eternidad supratemporal, como constante
presencia, como eterno presente, o, quizás más exactamente, como in-
temporalidad.

Jamás era ni será, puesto que es ahora todo a la vez.

Carece de significado hablar de pasado o de futuro respecto del ente;


decir "fue" o "será" implica duración a través del tiempo. "Sólo puede usarse el
presente 'es', porque no hay proceso ninguno de devenir que comience en un
tiempo y termine en otro, durante el cual pudiésemos decir que todavía no es
por completo, pero que habrá de serlo en el futuro". Decir "fue" o "será", y, en
general, hablar del tiempo, supone un proceso de devenir a través del cual el
ente dura; pero el ente es pleno y completo, y por tanto no tiene sentido
aplicarle determinaciones temporales: simplemente "es", como constante
presencia más allá o independientemente de todo tiempo posible, en una
especie de presente sin duración ninguna.

El ente, por último, es indivisible.

Ni siquiera es divisible, pues es todo del mismo modo.


No hay en parte alguna un algo más de ente que pueda impedir
(la continuidad,
ni un algo menos, sino que es todo lleno de ente.

En el ente, en efecto, no hay "diferencias" -porque lo diferente del ente,


repitamos, es el no-ente-, sino que es todo y simplemente ente, de modo

13 Frag. 8. vers. 26-28. Esas "ligaduras" no son sino los


principios ontológicos. 28 CF. R. MONDOLFO, Heráclito cit., p.
225.
perfectamente "continuo", sin "interrupciones" entre algo que fuera menos y
algo que fuera más. Y si no hay diferencias, no es posible dividirlo, puesto que
toda división se la hace según partes diferentes.

5. Parménides: impugnación del mundo sensible

Pero si el ente es uno, inmutable, inmóvil, etc., ¿qué pasa entonces con
el mundo sensible, con las cosas que vemos, oímos y palpamos -qué pasa
con las mesas, las flores, las montañas, el mar, y con nosotros mismos, que
somos muchos, y no uno, y que nacimos y cambiamos a cada instante y que
habremos de morir? Parménides no transige con nada de ello, puesto que se
ha demostrado que sólo el ente es; por tanto,

todos los que los mortales han establecido, convencidos de su


verdad: generación y perecer, ser y no ser, cambio de lugar y mutación del
brillante color.

Todas las cosas sensibles y sus propiedades todas -movimiento,


nacimiento, color, etc.- no son más que ilusión, vana apariencia, nada
verdaderamente real, sino fantasmas verbales en los que sólo pueden creer
quienes, en lugar de marchar por el camino de la verdad, andan perdidos por
el camino de la mera "opinión" (δοξα), vericueto

por el cual mortales que nada saben


van errando bicéfalos: ya que la incapacidad en sus
pechos dirige la errante mente, y por aquí y por allá son
arrastrados, sordos al par que ciegos, idiotizados, muchedumbre
de insensatos, para quienes el ser y el no ser son lo mismo, y no
son lo mismo, para quienes el sendero de todas las cosas es
reversible.

Los hombres en general -los hombres corrientes tanto como los


filósofos-, apoyándose, no en el "pensar" ( νοειν), sino en la mera "opinión"
(δοξα), en lo que les "parece", coinciden en creer en la realidad del mundo
sensible, mundo de diversidad en que todo es y no es. Pero entonces carecen
de saber firme, en el fondo son víctimas de la más total ignorancia, y van
arrastrados de un lado hacia otro, sin rumbo fijo, porque están perdidos, desde
el momento en que para ellos "el ser y el no ser son lo mismo / y no son lo
mismo". En efecto, "creen que lo que es puede cambiar y devenir lo que no
era antes. Ser y no ser son lo mismo en cuanto que ambos se encuentran en
todo hecho; y sin embargo es obvio que son opuestos y por tanto, en sentido
más exacto, no son lo mismo". A esos hombres Parménides los llama
"bicéfalos" justamente porque unen ser y no ser, que son inconciliables. Y en
cuanto a la expresión "el sendero de todas las cosas es reversible", puede
bien referirse a Heráclito, que sostenía que cada cosa se convierte en su
opuesta (cf. § 3); y en general todo el pasaje puede interpretarse como crítica,
no sólo a los "mortales" indistintamente, sino además a Heráclito en especial.
Sin embargo -se objetará sin duda-, ¿no vemos acaso movimientos,
como el paso de un automóvil por la calle, o el vuelo de una paloma? En
efecto, los "vemos", vale decir, tenemos de ellos una percepción, un
conocimiento sensible. Pero justamente Parménides enseña que el
conocimiento sensible es falaz, que no es más que pura "opinión" engañosa,
ilusión, ignorancia en suma. No debe escucharse más que la enseñanza del
pensamiento, que demuestra -no simplemente afirma, sino demuestra-, tal
como se vio (§ 4), que el ente es inmóvil, etc. Y a quien dijera que es
insensato rechazar el testimonio de los sentidos, se encargará de responderle
un discípulo de Parménides, Zenón, quien mostrará que lo absurdo son las
consecuencias que se desprenden de suponer la realidad del movimiento (cf.
Cap. III, § § 6 y 7).

6. El descubrimiento de la razón

Quien por primera vez entra en contacto con el pensamiento de


Parménides, no puede dejar de sentirse desconcertado, y de inmediato tiende
a preguntar: "Pero, ¿qué es este ente de que Parménides habla?", porque se
figura que lo dicho no es más que parte de lo que hay que decir, que no son
sino aclaraciones previas, a las que falta el término natural, que se encontraría
diciendo "el ente es esto o lo otro" -quizá la materia, o el espíritu, o Dios, etc. Y
bien, es preciso afirmar de inmediato que tal planteo y tal pregunta son
inadecuados; no debe buscarse nada "más allá" de las palabras de
Parménides -y son esas palabras, por otro lado, las que han influido
decisivamente en la historia del pensamiento humano.
Pero -se insistirá-, ¿qué significa entonces lo que Parménides dice?
¿Se trata de un juego? En todo caso, sería un altísimo juego intelectual; pero
en realidad no hay juego ninguno, sino que se trata de decir qué es el ente, lo
que es -se trata simplemente de decir esto: que es necesario, inmóvil, etc. Ello
-¡qué duda cabe!- es muy abstracto, es el máximo de la abstracción o aun del
pensamiento vacío. Pero sea de ello lo que fuere, y sea cual fuere nuestra
opinión al respecto, es menester intentar hacerse cargo de la inmensa fuerza
de espíritu, de la enorme capacidad intelectual que se precisa para pensar de
tal manera por primera vez en la historia del hombre. Y la cuestión reside,
según parece, en que sólo estas abstracciones pueden predicarse del ente,
porque cualquier otra cosa que se dijera de él, significaría confundirlo con las
cosas sensibles, de las que Parménides lo separa tajantemente. El ente de
Parménides es justamente tal abstracción, este colmo de la abstracción, si se
quiere decirlo así, y esto es lo que hay que esforzarse por comprender porque
en ello reside la imperecedera gloria de este pensador -"enérgico, vehemente
espíritu que lucha con el ser para captarlo y expresarlo", según dice Hegel.
Con Parménides comenzó el filosofar propiamente dicho, y con ello se
echa de ver la elevación al reino de lo ideal. Un hombre se libera de todas las
representaciones y opiniones, les niega toda verdad, y dice que sólo la
necesidad, el ser, es lo verdadero. Este comienzo por cierto es todavía
borroso e indeterminado; no puede aclararse más lo que allí yace; pero
precisamente esta aclaración es el desarrollo de la filosofía misma, el cual
aquí no existe todavía.
Hegel enseña que con Parménides se inicia la filosofía en el sentido
más propio de la palabra porque sólo con Parménides el pensamiento se ciñe
a lo ideal o racional. Los filósofos anteriores -Tales y otros como Anaximandro,
Anaxímenes, los pitagóricos-, no habían alcanzado aún el pensamiento en
toda su pureza, y por ello afirmaban como fundamento el agua, por ejemplo,
es decir, algo todavía físico, sensible, ligado al mundo de las percepciones y
representaciones. Con Parménides, en cambio, el pensamiento se libera de
todo ello y se atiene sólo a sí mismo, al dominio del concepto, y rechaza todo
lo que tenga origen en lo sensible y en las "opiniones" de los hombres, que se
nutren de lo sensible. Hegel señala lo abstracto, lo "indeterminado" de la
especulación parmenídea, pero a la vez observa que ello es lo propio del
comienzo, y que cualquier aclaración y determinación de ese inicio
corresponderá al desarrollo ulterior de la filosofía, de su proceso de paulatina
constitución a lo largo de la historia (cf. Cap. XI, § 17) -pronto se verá cómo ya
Platón establece un cierto intermedio entre el ser y el no-ser (Cap. V, § 3).
En la medida en que descalifica el conocimiento sensible y se atiene
única y exclusivamente a lo que enseña el pensar, la razón, puede decirse que
Parménides es el primer racionalista de la historia, y el más decidido y
extremo de todos ellos -tanto, que el rigor y consecuencia con que procede, su
"racionalidad" incondicionada, es lo que sorprende, hasta el punto de parecer
tocar el extremo de la extravagancia. Sin embargo es preciso corregir de
inmediato tal impresión tomando conciencia del hecho de que la reflexión de
Parménides, por más extraña que pueda parecer, representa históricamente
nada menos que el momento en que el nombre descubre la razón; la
importancia del descubrimiento, el entusiasmo ocasionado por él, pueden
explicar las consecuencias tan extremas y unilaterales que Parménides saca.
Afirmar que Parménides descubrió la razón, significa en este contexto
dos cosas. De un lado, que fue el primero en darse cuenta de que hay un
conocimiento -el conocimiento racional- necesario y universal, a diferencia del
conocimiento empírico o sensible, que es contingente y particular. De otro
lado, significa que enunció por primera vez los tres primeros principios
ontológicos: el principio de identidad (lo que es, es; o: el ente es), el de
contradicción (el ente no puede no-ser), y el de tercero excluido (o es o no es).
Si se reflexiona en que la lógica, que estudia las estructuras del pensamiento
y, en especial, el razonamiento correcto, comienza con estos principios; 14 en
que la matemática -que pasa por ser la más racional de todas las ciencias-
supone que todo número (o todo conjunto) es idéntico a sí mismo y supone el
principio de tercero excluido en las demostraciones por el absurdo; si se
piensa en general que cuando una demostración (en cualquier ciencia, o aun a
veces dentro de la vida diaria) contiene una contradicción es por ello solo
irremediablemente falsa -si se tiene en cuenta todo esto, se comprenderá aun
mejor la inmensa importancia de Parménides al haber logrado formular los
principios fundamentales de la razón, echando así luz sobre ella, sobre las
14 La lógica clásica; en la llamada "lógica moderna" el planteo puede ser diferente.
bases de todo conocimiento científico en general, y sobre la naturaleza misma
del hombre, si es que éste se define por poseer esa facultad que llamamos
"razón". Con Parménides, entonces, nos encontramos con algo que no sólo
tiene interés para la filosofía; sino con un acontecimiento histórico cuya
importancia difícilmente puede exagerarse.15
Ello no quiere decir, naturalmente, que antes de Parménides nadie
hubiese empleado la razón o realizado inferencias correctas; es obvio que
muchísimos hombres, antes de él, habían pensado racionalmente. Pero una
cosa es usar la razón, y otra muy diferente reflexionar sobre la razón y los
principios que la constituyen -tan distinto como es usar los ojos, y conocer la
anatomía y fisiología del ojo. Y como ocurre que aquellos principios
constituyen temas que se aprenden ya en la escuela secundaria o en cualquier
manual de lógica elemental, nos pueden dar la impresión de ser algo tan fácil
de conocer que cualquiera los puede descubrir por sí solo (cf. Cap. III, § 5); sin
embargo, fue preciso que la humanidad atravesara innúmeras experiencias y
que surgiera un genio tan poderoso como Parménides para que tal
descubrimiento aconteciera. Sólo haciendo el esfuerzo por tratar de
colocarnos imaginativamente hacia comienzos del siglo V a.C., una época en
que nadie lo había alcanzado aún, se estará quizás en condiciones de apreciar
debidamente la enorme magnitud del descubrimiento de este filósofo.

15 Si se piensa en la distancia que separa los conocimientos más abstractos y


especulativos de las matemáticas -como, por ejemplo, la noción de un espacio curvo-, y cómo,
no obstante, con el tiempo encuentran sentido y aplicaciones en el terreno de la física -por
ejemplo, en la física relativista-, y con ello, a su vez, se logran aplicaciones "prácticas" -como
el empleo de la energía nuclear-, se comprenderá mejor la importancia del descubrimiento de
Parménides, y, en especial, de todo lo que en filosofía pueda parecer meramente "abstracto" y
"alejado de la realidad", según suele decirse. El conocimiento de los principios de la razón es
la base de la lógica y de las matemáticas, y éstas, a su vez. han permitido el desarrollo de las
computadoras, v. gr. Estas observaciones tienen por fin mostrar lo superficial que suelen ser
las apreciaciones acerca de la "utilidad" o "inutilidad" de tales o cuales estudios o
investigaciones -fuera de que el criterio de la "utilidad" no puede sustentarse a sí mismo,
porque lo útil implica siempre algo para lo que sirve, y que a su vez ya no es útil (cf. Cap. XV,
§ 2).

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