Anexo 1 - La Revelación de La Oración
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- EN EL ANTIGUO TESTAMENTO
2569 La oración se vive primeramente a partir de las realidades de la creación. Los nueve
primeros capítulos del Génesis describen esta relación con Dios como ofrenda por Abel
de los primogénitos de su rebaño (cf Gn 4, 4), como invocación del nombre divino por
Enós (cf Gn 4, 26), como “marcha con Dios” (Gn 5, 24). La ofrenda de Noé es “agradable”
a Dios que le bendice y, a través de él, bendice a toda la creación (cf Gn 8, 20-9, 17),
porque su corazón es justo e íntegro; él también “marcha con Dios” (Gn 6, 9). Este
carácter de la oración ha sido vivido en todas las religiones, por una muchedumbre de
hombres piadosos.
En su alianza indefectible con todos los seres vivientes (cf Gn 9, 8-16), Dios llama
siempre a los hombres a orar. Pero, en el Antiguo Testamento, la oración se revela sobre
todo a partir de nuestro padre Abraham.
La Promesa y la oración de la fe
2570 Cuando Dios lo llama, Abraham se pone en camino “como se lo había dicho el
Señor” (Gn 12, 4): todo su corazón “se somete a la Palabra” y obedece. La escucha del
corazón a Dios que llama es esencial a la oración, las palabras tienen un valor relativo.
Por eso, la oración de Abraham se expresa primeramente con hechos: hombre de
silencio, en cada etapa construye un altar al Señor. Solamente más tarde aparece su
primera oración con palabras: una queja velada recordando a Dios sus promesas que no
parecen cumplirse (cf Gn 15, 2-3). De este modo surge desde los comienzos uno de los
aspectos de la tensión dramática de la oración: la prueba de la fe en Dios que es fiel.
2571 Habiendo creído en Dios (cf Gn 15, 6), marchando en su presencia y en alianza con
él (cf Gn 17, 2), el patriarca está dispuesto a acoger en su tienda al Huésped misterioso:
es la admirable hospitalidad de Mambré, preludio a la anunciación del verdadero Hijo
de la promesa (cf Gn 18, 1-15; Lc 1, 26-38). Desde entonces, habiéndole confiado Dios
su plan, el corazón de Abraham está en consonancia con la compasión de su Señor hacia
los hombres y se atreve a interceder por ellos con una audaz confianza (cf Gn 18, 16-33).
2572 Como última purificación de su fe, se le pide al “que había recibido las promesas”
(Hb 11, 17) que sacrifique al hijo que Dios le ha dado. Su fe no vacila: “Dios proveerá el
cordero para el holocausto” (Gn 22, 8), “pensaba que poderoso era Dios aun para
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resucitar a los muertos” (Hb 11, 19). Así, el padre de los creyentes se hace semejante al
Padre que no perdonará a su propio Hijo, sino que lo entregará por todos nosotros
(cf Rm 8, 32). La oración restablece al hombre en la semejanza con Dios y le hace
participar en la potencia del amor de Dios que salva a la multitud (cf Rm 4, 16-21).
2573 Dios renueva su promesa a Jacob, cabeza de las doce tribus de Israel (cf Gn 28, 10-
22). Antes de enfrentarse con su hermano Esaú, lucha una noche entera con “alguien”
misterioso que rehúsa revelar su nombre pero que le bendice antes de dejarle, al alba.
La tradición espiritual de la Iglesia ha tomado de este relato el símbolo de la oración
como un combate de la fe y una victoria de la perseverancia (Gn 32, 25-31; Lc 18, 1-8).
2575 También aquí, Dios interviene, el primero. Llama a Moisés desde la zarza ardiendo
(cf Ex 3, 1-10). Este acontecimiento quedará como una de las figuras principales de la
oración en la tradición espiritual judía y cristiana. En efecto, si “el Dios de Abraham, de
Isaac y de Jacob” llama a su servidor Moisés, es que él es el Dios vivo que quiere la vida
de los hombres. Él se revela para salvarlos, pero no lo hace solo ni contra la voluntad de
los hombres: llama a Moisés para enviarlo, para asociarlo a su compasión, a su obra de
salvación. Hay como una imploración divina en esta misión, y Moisés, después de
debatirse, acomodará su voluntad a la de Dios salvador. Pero en este diálogo en el que
Dios se confía, Moisés aprende también a orar: rehúye, objeta, y sobre todo interroga;
en respuesta a su petición, el Señor le confía su Nombre inefable que se revelará en sus
grandes gestas.
2576 Pues bien, “Dios hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su
amigo” (Ex 33, 11). La oración de Moisés es modelo de la oración contemplativa gracias
a la cual el servidor de Dios es fiel a su misión. Moisés “conversa” con Dios
frecuentemente y durante largo rato, subiendo a la montaña para escucharle e
implorarle, bajando hacia el pueblo para transmitirle las palabras de su Dios y guiarlo.
“Él es de toda confianza en mi casa; boca a boca hablo con él, abiertamente” (Nm 12, 7-
8), porque “Moisés era un hombre humilde más que hombre alguno sobre la haz de la
tierra” (Nm 12, 3).
2577 De esta intimidad con el Dios fiel, lento a la ira y rico en amor (cf Ex 34, 6), Moisés
ha sacado la fuerza y la tenacidad de su intercesión. No pide por él, sino por el pueblo
que Dios ha reunido. Moisés intercede ya durante el combate con los amalecitas
(cf Ex 17, 8-13) o para obtener la curación de María (cf Nm 12, 13-14). Pero es sobre
todo después de la apostasía del pueblo cuando “se mantiene en la brecha” ante Dios
(Sal 106, 23) para salvar al pueblo (cf Ex 32, 1-34, 9). Los argumentos de su oración (la
intercesión es también un combate misterioso) inspirarán la audacia de los grandes
orantes tanto del pueblo judío como de la Iglesia. Dios es amor, por tanto es justo y fiel;
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2579 David es, por excelencia, el rey “según el corazón de Dios”, el pastor que ruega por
su pueblo y en su nombre, aquel cuya sumisión a la voluntad de Dios, cuya alabanza y
arrepentimiento serán modelo de la oración del pueblo. Ungido de Dios, su oración es
adhesión fiel a la promesa divina (cf 2 S 7, 18-29), confianza cordial y gozosa en aquel
que es el único Rey y Señor. En los Salmos, David, inspirado por el Espíritu Santo, es el
primer profeta de la oración judía y cristiana. La oración de Cristo, verdadero Mesías e
hijo de David, revelará y llevará a su plenitud el sentido de esta oración.
2580 El Templo de Jerusalén, la casa de oración que David quería construir, será la obra
de su hijo, Salomón. La oración de la Dedicación del Templo (cf 1 R 8, 10-61) se apoya
en la Promesa de Dios y su Alianza, la presencia activa de su Nombre entre su Pueblo y
el recuerdo de los grandes hechos del Exodo. El rey eleva entonces las manos al cielo y
ruega al Señor por él, por todo el pueblo, por las generaciones futuras, por el perdón de
sus pecados y sus necesidades diarias, para que todas las naciones sepan que Dios es el
único Dios y que el corazón del pueblo le pertenece por entero a Él.
2581 Para el pueblo de Dios, el Templo debía ser el lugar donde aprender a orar: las
peregrinaciones, las fiestas, los sacrificios, la ofrenda de la tarde, el incienso, los panes
de “la proposición”, todos estos signos de la santidad y de la gloria de Dios, Altísimo pero
muy cercano, eran llamamientos y caminos para la oración. Sin embargo, el ritualismo
arrastraba al pueblo con frecuencia hacia un culto demasiado exterior. Era necesaria la
educación de la fe, la conversión del corazón. Esta fue la misión de los profetas, antes y
después del destierro.
2582 Elías es el padre de los profetas, de la raza de los que buscan a Dios, de los que van
tras su rostro (cf Sal 24, 6). Su nombre, “El Señor es mi Dios”, anuncia el grito del pueblo
en respuesta a su oración sobre el monte Carmelo (cf 1 R 18, 39). Santiago nos remite a
él para incitarnos a orar: “La oración ferviente del justo tiene mucho poder” (St 5, 16;
cf St 5, 16-18).
En el sacrificio sobre el Monte Carmelo, prueba decisiva para la fe del pueblo de Dios, el
fuego del Señor es la respuesta a su súplica de que se consume el holocausto [...] “a la
hora de la ofrenda de la tarde”: “¡Respóndeme, Señor, respóndeme!” son las palabras
de Elías que las liturgias orientales recogen en la epíclesis eucarística (cf 1 R 18, 20-39).
Finalmente, volviendo a andar el camino del desierto hacia el lugar donde el Dios vivo y
verdadero se reveló a su pueblo, Elías se recoge como Moisés “en la hendidura de la
roca” hasta que “pasa” la presencia misteriosa de Dios (cf 1 R 19, 1-14; Ex 33, 19-23).
Pero solamente en el monte de la Transfiguración se dará a conocer Aquél cuyo Rostro
buscan (cf. Lc 9, 30-35): el conocimiento de la Gloria de Dios está en el rostro de Cristo
crucificado y resucitado (cf 2 Co 4, 6).
2584 A solas con Dios, los profetas extraen luz y fuerza para su misión. Su oración no es
una huida del mundo infiel, sino una escucha de la palabra de Dios, es, a veces, un
debatirse o una queja, y siempre una intercesión que espera y prepara la intervención
del Dios salvador, Señor de la historia (cf Am 7, 2. 5; Is 6, 5. 8. 11; Jr 1, 6; 15, 15-18; 20,
7-18).
2585 Desde David hasta la venida del Mesías, las sagradas Escrituras contienen textos
de oración que atestiguan el sentido profundo de la oración por sí mismo y por los demás
(cf Esd 9, 6-15; Ne 1, 4-11; Jon 2, 3-10; Tb 3, 11-16; Jdt 9, 2-14). Los salmos fueron
reunidos poco a poco en un conjunto de cinco libros: los Salmos (o “alabanzas”), son la
obra maestra de la oración en el Antiguo Testamento.
2586 Los Salmos alimentan y expresan la oración del pueblo de Dios como asamblea,
con ocasión de las grandes fiestas en Jerusalén y los sábados en las sinagogas. Esta
oración es indisociablemente individual y comunitaria; concierne a los que oran y a
todos los hombres; brota de la Tierra santa y de las comunidades de la Diáspora, pero
abarca a toda la creación; recuerda los acontecimientos salvadores del pasado y se
extiende hasta la consumación de la historia; hace memoria de las promesas de Dios ya
realizadas y espera al Mesías que les dará cumplimiento definitivo. Los Salmos, recitados
por Cristo en su oración y que en Él encuentran su cumplimiento, continúan siendo
esenciales en la oración de su Iglesia (cf Institución general de la Liturgia de las
Horas, 100-109).
2588 Las múltiples expresiones de oración de los Salmos se hacen realidad viva tanto en
la liturgia del templo como en el corazón del hombre. Tanto si se trata de un himno
como de una oración de desamparo o de acción de gracias, de súplica individual o
comunitaria, de canto real o de peregrinación, o de meditación sapiencial, los salmos
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«¿Qué cosa hay más agradable que un Salmo? Como dice bellamente el mismo David:
“Alabad al Señor, que los salmos son buenos; nuestro Dios merece una alabanza
armoniosa”. Y con razón: los salmos, en efecto, son la bendición del pueblo, la alabanza
de Dios, el elogio de los fieles, el aplauso de todos, el lenguaje universal, la voz de la
Iglesia, la profesión armoniosa de nuestra fe (San Ambrosio, Enarrationes in Psalmos, 1,
9).
2598 El drama de la oración se nos revela plenamente en el Verbo que se ha hecho carne
y que habita entre nosotros. Intentar comprender su oración, a través de lo que sus
testigos nos dicen en el Evangelio, es aproximarnos a la santidad de Jesús Nuestro Señor
como a la zarza ardiendo: primero contemplándole a Él mismo en oración y después
escuchando cómo nos enseña a orar, para conocer finalmente cómo acoge nuestra
plegaria.
Jesús ora
2599 El Hijo de Dios, hecho Hijo de la Virgen, también aprendió a orar conforme a su
corazón de hombre. Él aprende de su madre las fórmulas de oración; de ella, que
conservaba todas las “maravillas” del Todopoderoso y las meditaba en su corazón
(cf Lc 1, 49; 2, 19; 2, 51). Lo aprende en las palabras y en los ritmos de la oración de su
pueblo, en la sinagoga de Nazaret y en el Templo. Pero su oración brota de una fuente
secreta distinta, como lo deja presentir a la edad de los doce años: “Yo debía estar en
las cosas de mi Padre” (Lc 2, 49). Aquí comienza a revelarse la novedad de la oración en
la plenitud de los tiempos: la oración filial, que el Padre esperaba de sus hijos va a ser
vivida por fin por el propio Hijo único en su Humanidad, con los hombres y en favor de
ellos.
2600 El Evangelio según San Lucas subraya la acción del Espíritu Santo y el sentido de la
oración en el ministerio de Cristo. Jesús ora antes de los momentos decisivos de su
misión: antes de que el Padre dé testimonio de Él en su Bautismo (cf Lc 3, 21) y de su
Transfiguración (cf Lc 9, 28), y antes de dar cumplimiento con su Pasión al designio de
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amor del Padre (cf Lc 22, 41-44);Jesús ora también ante los momentos decisivos que van
a comprometer la misión de sus apóstoles: antes de elegir y de llamar a los Doce (cf Lc 6,
12), antes de que Pedro lo confiese como “el Cristo de Dios” (Lc 9, 18-20) y para que la
fe del príncipe de los apóstoles no desfallezca ante la tentación (cf Lc 22, 32). La oración
de Jesús ante los acontecimientos de salvación que el Padre le pide es una entrega,
humilde y confiada, de su voluntad humana a la voluntad amorosa del Padre.
2601 «Estando Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus
discípulos: “Maestro, enséñanos a orar”» (Lc 11, 1). ¿No es acaso, al contemplar a su
Maestro en oración, cuando el discípulo de Cristo desea orar? Entonces, puede aprender
del Maestro de oración. Contemplando y escuchando al Hijo, los hijos aprenden a orar
al Padre.
2603 Los evangelistas han conservado las dos oraciones más explícitas de Cristo durante
su ministerio. Cada una de ellas comienza precisamente con la acción de gracias. En la
primera (cf Mt 11, 25-27 y Lc 10, 21-23), Jesús confiesa al Padre, le da gracias y lo
bendice porque ha escondido los misterios del Reino a los que se creen doctos y los ha
revelado a los “pequeños” (los pobres de las Bienaventuranzas). Su conmovedor “¡Sí,
Padre!” expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, de la que fue
un eco el “Fiat” de su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá
al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su
corazón de hombre al “misterio de la voluntad” del Padre (Ef 1, 9).
2604 La segunda oración nos la transmite san Juan (cf Jn 11, 41-42), antes de la
resurrección de Lázaro. La acción de gracias precede al acontecimiento: “Padre, yo te
doy gracias por haberme escuchado”, lo que implica que el Padre escucha siempre su
súplica; y Jesús añade a continuación: “Yo sabía bien que tú siempre me escuchas”, lo
que implica que Jesús, por su parte, pide de una manera constante. Así, apoyada en la
acción de gracias, la oración de Jesús nos revela cómo pedir: antes de que lo pedido sea
otorgado, Jesús se adhiere a Aquél que da y que se da en sus dones. El Dador es más
precioso que el don otorgado, es el “tesoro”, y en Él está el corazón de su Hijo; el don se
otorga como “por añadidura” (cf Mt 6, 21. 33).
2605 Cuando llega la hora de cumplir el plan amoroso del Padre, Jesús deja entrever la
profundidad insondable de su plegaria filial, no solo antes de entregarse libremente
(“Padre... no mi voluntad, sino la tuya”: Lc 22, 42), sino hasta en sus últimas palabras en
la Cruz, donde orar y entregarse son una sola cosa: “Padre, perdónales, porque no saben
lo que hacen” (Lc 23, 34); “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 24,43);
“Mujer, ahí tienes a tu Hijo [...]. Ahí tienes a tu madre” (Jn 19, 26-27); “Tengo sed” (Jn 19,
28); “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; cf Sal 22, 2);
“Todo está cumplido” (Jn 19, 30); “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” (Lc 23, 46),
hasta ese “fuerte grito” cuando expira entregando el espíritu (cf Mc 15, 37; Jn 19, 30).
2606 Todos las angustias de la humanidad de todos los tiempos, esclava del pecado y de
la muerte, todas las súplicas y las intercesiones de la historia de la salvación están
recogidas en este grito del Verbo encarnado. He aquí que el Padre las acoge y, por
encima de toda esperanza, las escucha al resucitar a su Hijo. Así se realiza y se consuma
el drama de la oración en la Economía de la creación y de la salvación. El Salterio nos da
la clave para la comprensión de este drama por medio de Cristo. Es en el “hoy” de la
Resurrección cuando dice el Padre: “Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy. Pídeme,
y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra” (Sal 2, 7-8;
cf Hch 13, 33).
La carta a los Hebreos expresa en términos dramáticos cómo actúa la plegaria de Jesús
en la victoria de la salvación: “El cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal
ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue
escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó
la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para
todos los que le obedecen” (Hb 5, 7-9).
2607 Con su oración, Jesús nos enseña a orar. El camino teologal de nuestra oración es
su propia oración al Padre. Pero el Evangelio nos entrega una enseñanza explícita de
Jesús sobre la oración. Como un pedagogo, nos toma donde estamos y,
progresivamente, nos conduce al Padre. Dirigiéndose a las multitudes que le siguen,
Jesús comienza con lo que ellas ya saben de la oración por la Antigua Alianza y las
prepara para la novedad del Reino que está viniendo. Después les revela en parábolas
esta novedad. Por último, a sus discípulos que deberán ser los pedagogos de la oración
en su Iglesia, les hablará abiertamente del Padre y del Espíritu Santo.
2609 Decidido así el corazón a convertirse, aprende a orar en la fe. La fe es una adhesión
filial a Dios, más allá de lo que nosotros sentimos y comprendemos. Se ha hecho posible
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porque el Hijo amado nos abre el acceso al Padre. Puede pedirnos que “busquemos” y
que “llamemos” porque Él es la puerta y el camino (cf Mt 7, 7-11. 13-14).
2610 Del mismo modo que Jesús ora al Padre y le da gracias antes de recibir sus dones,
nos enseña esta audacia filial: “todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis
recibido” (Mc 11, 24). Tal es la fuerza de la oración, “todo es posible para quien cree”
(Mc 9, 23), con una fe “que no duda” (Mt 21, 22). Tanto como Jesús se entristece por la
“falta de fe” de los de Nazaret (Mc 6, 6) y la “poca fe” de sus discípulos (Mt 8, 26), así se
admira ante la “gran fe” del centurión romano (cf Mt 8, 10) y de la cananea (cf Mt 15,
28).
2612 En Jesús “el Reino de Dios está próximo” (Mc 1, 15), llama a la conversión y a la fe
pero también a la vigilancia. En la oración, el discípulo espera atento a Aquel que es y
que viene, en el recuerdo de su primera venida en la humildad de la carne, y en la
esperanza de su segundo advenimiento en la gloria (cf Mc 13; Lc 21, 34-36). En
comunión con su Maestro, la oración de los discípulos es un combate, y velando en la
oración es como no se cae en la tentación (cf Lc 22, 40. 46).
2613 San Lucas nos ha trasmitido tres parábolas principales sobre la oración:
La primera, “el amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13), invita a una oración insistente:
“Llamad y se os abrirá”. Al que ora así, el Padre del cielo “le dará todo lo que necesite”,
y sobre todo el Espíritu Santo que contiene todos los dones.
La segunda, “la viuda importuna” (cf Lc 18, 1-8), está centrada en una de las cualidades
de la oración: es necesario orar siempre, sin cansarse, con la paciencia de la fe. “Pero,
cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará fe sobre la tierra?”.
2615 Más todavía, lo que el Padre nos da cuando nuestra oración está unida a la de
Jesús, es “otro Paráclito, [...] para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la
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verdad” (Jn 14, 16-17). Esta novedad de la oración y de sus condiciones aparece en todo
el discurso de despedida (cf Jn 14, 23-26; 15, 7. 16; 16, 13-15; 16, 23-27). En el Espíritu
Santo, la oración cristiana es comunión de amor con el Padre, no solamente por medio
de Cristo, sino también en Él: “Hasta ahora nada le habéis pedido en mi Nombre. Pedid
y recibiréis para que vuestro gozo sea perfecto” (Jn 16, 24).
San Agustín resume admirablemente las tres dimensiones de la oración de Jesús: Orat
pro nobis ut sacerdos noster, orat in nobis ut caput nostrum, oratur a nobis ut Deus
noster. Agnoscamus ergo et in illo voces nostras et voces eius in nobis (“Ora por nosotros
como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él se dirige nuestra
oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz
de Él, en nosotros”) (Enarratio in Psalmum 85, 1; cf Institución general de la Liturgia de
las Horas, 7).
2617 La oración de María se nos revela en la aurora de la plenitud de los tiempos. Antes
de la Encarnación del Hijo de Dios y antes de la efusión del Espíritu Santo, su oración
coopera de manera única con el designio amoroso del Padre: en la anunciación, para la
concepción de Cristo (cf Lc 1, 38); en Pentecostés para la formación de la Iglesia, Cuerpo
de Cristo (cf Hch 1, 14). En la fe de su humilde esclava, el don de Dios encuentra la
acogida que esperaba desde el comienzo de los tiempos. La que el Omnipotente ha
hecho “llena de gracia” responde con la ofrenda de todo su ser: “He aquí la esclava del
Señor, hágase en mí según tu palabra”. Fiat, ésta es la oración cristiana: ser todo de Él,
ya que Él es todo nuestro.
2618 El Evangelio nos revela cómo María ora e intercede en la fe: en Caná (cf Jn 2, 1-12)
la madre de Jesús ruega a su Hijo por las necesidades de un banquete de bodas, signo
de otro banquete, el de las bodas del Cordero que da su Cuerpo y su Sangre a petición
de la Iglesia, su Esposa. Y en la hora de la nueva Alianza, al pie de la Cruz (cf Jn 19, 25-
27), María es escuchada como la Mujer, la nueva Eva, la verdadera “madre de los que
viven”.
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- EN EL TIEMPO DE LA IGLESIA
2625 Estas oraciones son en primer lugar las que los fieles escuchan y leen en la sagrada
Escritura, pero las actualizan, especialmente las de los salmos, a partir de su
cumplimiento en Cristo (cf Lc 24, 27. 44). El Espíritu Santo, que recuerda así a Cristo ante
su Iglesia orante, conduce a ésta también hacia la Verdad plena, y suscita nuevas
formulaciones que expresarán el insondable Misterio de Cristo que actúa en la vida, los
sacramentos y la misión de su Iglesia. Estas formulaciones se desarrollan en las grandes
tradiciones litúrgicas y espirituales. Las formas de la oración, tal como las revelan los
escritos apostólicos canónicos, siguen siendo normativas para la oración cristiana.