Matar A Pablo Escobar - BUENO
Matar A Pablo Escobar - BUENO
Matar A Pablo Escobar - BUENO
PAG 247
www.lectulandia.com - Página
Mark Browden
ePUB v1.0
Indicosur 10.10.11
Título original: Killing Pablo
© 2001, Mark Bowden
© de la traducción: 2001, Claudio Molinari
© de la versión española: 2001, RBA Libros S.A.
Para Rosey y Zook
Prólogo
2 de Diciembre de 1993
El día en que Pablo Escobar fue abatido, su madre, Hermilda, llegó al lugar
andando. Durante la mañana se había sentido mal y por ello en aquel momento se
hallaba en una clínica. Cuando oyó la noticia se desmayó.
A! volver en sí, se dirigió directamente a Los Olivos, el barrio sur de la zona
céntrica de Medellín, donde reporteros de televisión y radio comentaban lo sucedido.
Las calles se encontraban cortadas por el gentío, así que Hermilda tuvo que detener
el coche y continuar a pie. Era una mujer encorvada, dueña de un andar agarrotado,
de pasos cortos; una mujer mayor pero fuerte, de cabellos grises y un rostro
cóncavo y huesudo. Sobre el puente de la nariz —la misma nariz que
heredara su hijo— descansaban, algo torcidas, unas gafas de grandes cristales.
Llevaba un vestido estampado con flores pálidas y, a pesar de sus pasos pequeños,
caminaba demasiado deprisa para su hija. La otra mujer, más joven y más gorda,
se esforzaba por no quedarse atrás.
El día en que Pablo Escobar fue abatido, su madre, Hermilda, llegó al lugar
andando. Durante la mañana se había sentido mal y por ello en aquel momento se
hallaba en una clínica. Cuando oyó la noticia se desmayó.
Al volver en sí, se dirigió directamente a Los Olivos, el barrio sur de la zona
céntrica de Medellín, donde reporteros de televisión y radio comentaban lo sucedido.
Las calles se encontraban cortadas por el gentío, así que Hermilda tuvo que detener
el coche y continuar a pie. Era una mujer encorvada, dueña de un andar agarrotado,
de pasos cortos; una mujer mayor pero fuerte, de cabellos grises y un rostro
cóncavo y huesudo. Sobre el puente de la nariz —la misma nariz que
heredara su hijo— descansaban, algo torcidas, unas gafas de grandes cristales.
Llevaba un vestido estampado con flores pálidas y, a pesar de sus pasos pequeños,
caminaba demasiado deprisa para su hija. La otra mujer, más joven y más gorda,
se esforzaba por no quedarse atrás.
El barrio de Los Olivos estaba compuesto por manzanas de casas de dos o de
tres pisos, construidas caprichosamente y con jardines y patios traseros ínfimos.
Muchas de ellas lucían una palmera achaparrada que apenas llegaba a la altura del
tejado. La policía mantenía a los curiosos a raya detrás del cordón, mientras que los
residentes habían trepado a los tejados para poder ver mejor. Algunos decían que
el hombre muerto era don Pablo y otros sostenían que no, que la policía había
matado a un hombre pero que no se trataba de él, que don Pablo había vuelto a
escapar. Muchos querían creerlo, y querían creerlo porque Medellín era la ciudad de
Pablo: había sido
allí donde había amasado sus miles de millones de dólares y donde aquel dinero
había levantado bloques tic oficinas, edificios de apartamentos, discotecas y
restaurantes; y también donde había dado casas a los pobres, aquellos mismos que
hasta entonces se habían cobijado debajo de chabolas de carrón, de plástico y de
lata, y que, con la boca y la nariz tapadas por un pañuelo, habían hurgado en las
pestilentes montañas de desperdicios del basurero municipal en busca de
cualquier cosa que pudiese ser recuperada, limpiada y vendida. En ese lugar, don
Pablo había construido canchas de fútbol iluminadas para que los trabajadores
pudiesen jugar de noche, y allí era donde tantas veces había ido a inaugurar
instalaciones y cortar listones. En ocasiones, cuando ya se había convertido en
una leyenda, don Pablo incluso participaba en aquellos partidos. Todos estaban de
acuerdo en que el hombre del bigote, regordete y con una papada generosa,
todavía tenía un par de piernas bastante rápidas. Eran aquellas gentes quienes
creían que la policía nunca lo atraparía, que no podría lograrlo, a pesar de sus
escuadrones de la muerte, de todo el dinero de los gringos, de sus aviones espías y
de quién sabe qué otras superioridades tecnológicas. Don Pablo se había escondido
allí durante dieciséis meses mientras la policía ponía la ciudad patas arriba; allí
había vivido de escondrijo en escondrijo, rodeado de gente que, de haber conocido
su verdadera identidad, tampoco lo habría entregado. Porque era en aquel barrio de
Medellín donde fotos de él colgaban en marcos dorados, donde la gente le
rezaba para que viviera muchos años y tuviera muchos hijos, y también donde
—y él lo sabía bien— aquellos que no rezaban por él, le tenían terror.
La anciana se adelantó, resuelta, hasta que unos hombres recios de uniformes
verdes les cortaron el paso. La hija habló primero:
—Somos su familia. Ésta es la madre de Pablo Escobar. —Los soldados
permanecieron indiferentes.
—¿ No tenéis madres? —preguntó Hermilda.
Cuando corrió la voz de que la madre y la hermana de Pablo Escobar habían
llegado, se las dejó pasar. Rodeadas de una escolta, se abrieron paso por entre
hileras de coches en dirección a los destellos de las sirenas de la policía y de las
ambulancias. Al aproximarse, las cámaras de televisión las enfocaron y un murmullo
resonó entre los fisgones.
Hermilda cruzó la calle hasta llegar a un pequeño terreno cubierto de césped
donde yacía el cuerpo de un hombre joven. En medio de la frente tenía un agujero de
bala y sus ojos nebulosos habían perdido el brillo y miraban al cielo sin expresión.
—¡Estúpidos! —Gritó Hermilda mientras comenzaba a reírse abiertamente de la
policía—. ¡Estúpidos! ¡Éste no es mi hijo, éste no es Pablo Escobar! ¡Habéis matado
a otro hombre!
Los soldados indicaron a las mujeres que se hicieran a un lado, y entonces, desde
el tejado del garaje, bajaron un cuerpo sujeto a una camilla con correas: un hombre
gordo, descalzo, con pantalones arremangados y un polo azul, y cuya cara redonda
estaba hinchada y sanguinolenta. Tenía una barba espesa y un extraño y
pequeño bigote cuadrado con los extremos afeitados, como el de Adolf Hitler.
Fue difícil adivinar que se tratara de su hijo. Hermilda dio un grito ahogado y
quedó en silencio contemplando el cuerpo. Junto con el dolor y la ira se mezcló una
sensación de alivio: el alivio ante el final de una pesadilla. Porque Hermilda sólo
deseaba que todo acabase de una vez, especialmente para su familia. Y que todo el
dolor y el derramamiento de sangre murieran con Pablo.
Cuando por fin se fue de allí, Hermilda apretó los labios para no dejar entrever
emoción alguna y únicamente se detuvo ante un reportero que la apuntaba con un
micrófono para decirle:
—Al menos ahora descansa en paz.
EL ASCENSO DEL DOCTOR
1948-1989
1
En abril de 1948 no había en Suramérica lugar más emocionante que Bogotá,
Colombia. En el aire se respiraba el cambio, una carga estática que aguardaba un
rumbo hacia el que encauzarse. Nadie sabía muy bien cuál sería, sin embargo sí
había una certeza de que estaba al alcance de la mano. Era un momento en la vida
de una nación, y tal vez hasta de un continente, en el que la historia anterior parecía
no haber sido más que un preludio.
Bogotá era por entonces una ciudad de más de un millón de habitantes que
corría como una mancha por las laderas de verdes montes, hasta expandirse en una
ancha llanura. Hacia el norte y el este la bordeaban picos abruptos, mientras que al
sur y al oeste el terreno se dilataba raso y vacío. Al llegar por aire, lo único que
podía verse durante horas eran sierras, fila tras fila de cumbres color verde
esmeralda, y entre todas ellas, la más alta, cubierta de nieve. La luz golpeaba desde
distintos ángulos las laderas de las ondulantes cadenas montañosas, creando así
tonos verdiamarillos de verde salvia y oscuros tonos de hiedra, todos ellos
atravesados por ríos afluentes de color amarronado, que gradualmente unían sus
cauces, ensanchándose al bajar desde las alturas hasta cauces hundidos en valles,
tan profundos y umbrosos que daban la impresión de ser azules. Y entonces,
repentinamente, de aquellas sierras vírgenes surgía una metrópolis moderna en
cada detalle, una inmensa llaga de cemento que cubría la mayor parte de una
extensa llanura. Bogotá era fundamentalmente un cúmulo de casas de dos o de
tres plantas, mayoritariamente de ladrillo rojo. El centro y el norte los surcaban
avenidas anchas y ajardinadas. Había museos, catedrales clásicas y mansiones
espléndidas, tan fastuosas como las de los barrios más elegantes del mundo. Sin
embargo, hacia el sur y el oeste comenzaban los «tugurios» donde las víctimas de la
violencia constante de las sierras y la selva buscaban refugio, trabajo y esperanza,
pero donde no hallaban más que una pobreza paralizante.
Al norte de Bogotá, lejos de aquella indigencia, estaban a punto de reunirse los
representantes de la Novena Conferencia Interamericana. Ministros extranjeros de
todos los países del hemisferio occidental se habían dado cita para rubricar los
estatutos de la Carta de la Organización de Estados Americanos (OEA), una nueva
coalición promovida por Estados Unidos con el objetivo de crear un foro de mayor
envergadura en el que se tratarían las cuestiones de América Central y América del
Sur. La ciudad había sido adecentada para el evento: sus calles habían sido
barridas, la basura retirada y los edificios públicos habían recibido nuevas capas de
pintura; las calles lucían nueva señalización y a todo lo largo de las avenidas y
paseos engalanados con flores, colgaban banderas multicolores, y hasta los
limpiabotas en las esquinas llevaban uniformes flamantes.
Los dirigentes consagrados a visitas oficiales y fiestas en aquella
www.lectulandia.com - Página
sorprendentemente capital urbana albergaban la esperanza de que la OEA se tradujera
en un nuevo orden y en una mayor respetabilidad para las pujantes repúblicas de la
región. Pero el evento también atrajo a personajes críticos y a agitadores de
izquierdas, entre ellos un joven estudiante cubano llamado Fidel Castro. Para éstos, la
reciente OEA representaba una concesión, una capitulación y una alianza con los
«gringos» imperialistas del norte. Para todos los idealistas de la región que allí se
habían dado cita, el mundo de la posguerra era un territorio disponible en el que hacer
lo que desearan las grandes potencias; una puja entre el capitalismo y el comunismo
o, al menos, el socialismo, por lo que jóvenes rebeldes como Castro, que a la sazón
tenía veintiún años, preveían una década de revoluciones. Ellos derribarían las
calcificadas aristocracias feudales de la zona e instaurarían una paz duradera, una
nueva justicia social y una auténtica unidad panamericana. Estaban en la onda y
poseían la furia y la inteligencia para llevarlo a cabo y, con la certeza que otorga la
juventud, creían que el futuro les pertenecía. Así llegaron a Bogotá, a denunciar la
nueva organización, y para ello habían planeado una reunión cumbre alternativa con
el objetivo de coordinar protestas en toda la ciudad. Habían puesto su confianza en un
guía, un solo hombre, un político colombiano de cuarenta y nueve años, de nombre
Jorge Eliécer Gaitán.
«¡No soy un hombre, soy el pueblo!»; ése era el eslogan de Gaitán, el mismo
eslogan que voceaba dramáticamente al final de sus discursos para enervar a sus
seguidores. Gaitán era un mestizo, un hombre de educación y modales acordes a la
élite blanca, pero dotado del físico pequeño y robusto, la piel morena, la cara
redonda y el cabello tupido y espeso de los indios, o sea, de las castas más bajas de
Colombia. El aspecto de Gaitán lo señalaba como un intruso en el poder, un
hombre que pertenecía a la élite, pero que a la vez representaba a las masas. Quizá
por ello nunca llegó del todo a formar parte del selecto grupo adinerado y de piel
blanca que poseían la inmensa mayoría de las tierras y los recursos del país, y que
durante generaciones habían dominado la escena política. Aquellas pocas familias
eran dueñas del petróleo, las compañías fruteras, el café y la producción agrícola
que, conjuntamente, constituían el grueso de las exportaciones de Colombia y por
ende de su economía. Gracias al apoyo tecnológico y el capital de poderosas
compañías norteamericanas, se habían enriquecido al vender los recursos
naturales del país a norteamericanos y europeos, y aquellas riquezas las habían
utilizado para importar a Bogotá una sofisticación que los pusiera a la altura de
cualquier capital del mundo. La tez de Gaitán lo separaba de aquella aristocracia
local tanto como lo emparentaba con los abandonados, los otros colombianos, las
masas consideradas inferiores, los excluidos de la «economía de la exportación» y
sus islas privilegiadas de prosperidad urbana. Pero era justamente ese vínculo el
que le había proporcionado a Gaitán su poder. Por mucho que su educación lo
diferenciara, estaba irrevocablemente encadenado a los
otros, aquellos cuya única opción consistía en trabajar en las minas o en los campos
por sueldos de subsistencia, los que no podían acceder a una educación o a una vida
mejor. Esa gente constituía una mayoría electoral extraordinaria.
Eran tiempos difíciles. En las ciudades prevalecían la inflación y el desempleo,
mientras que en las aldeas del campo y de la selva, que en sí mismas constituían la
mayor parte de Colombia, imperaban la falta de trabajo, la miseria y la inanición. Las
protestas del campesinado, promovidas y lideradas por agitadores marxistas, se
habían tornado paulatinamente más y más violentas. Los líderes del Partido
Conservádor y aquellos que los respaldaban, poderosos terratenientes y dueños
de minas, habían respondido con métodos draconianos. Hubo masacres y
ejecuciones. Muchos vieron en aquel círculo de protestas y de represión una vuelta
a otra sangrienta guerra civil, un hecho que los marxistas consideraban un
levantamiento inevitable. Pero la mayoría de los colombianos no eran ni marxistas ni
oligarcas: eran gentes que únicamente deseaban la paz. Ansiaban un cambio, no
una guerra, y para ellos era esa la promesa que Gaitán encarnaba. Y aquella
esperanza lo había hecho inmensamente popular.
Dos meses antes, en un discurso pronunciado ante una multitud de cien mil
personas, en la plaza de Bolívar en Bogotá, Gaitán había suplicado al Gobierno que
restableciera el orden, y había instado a la multitud allí congregada que expresara su
repulsa y su voluntad uniéndose a su petición no con aplausos y vítores, sino con
silencio. Sus palabras las dirigió directamente al presidente, Mariano Ospina.
«Le pedimos que se ponga fin a las persecuciones que llevan a cabo las
autoridades —dijo en aquella ocasión—. Y lo mismo le pide esta inmensa multitud.
Le pedimos algo sencillo pero difícil: que nuestras refriegas internan se resuelvan de
acuerdo con nuestra Constitución.... Señor presidente, acabe con la violencia.
Queremos que se defiendan las vidas humanas, eso es lo mínimo a lo que puede
aspirar un pueblo.... Nuestra bandera está de luto, y esta multitud silenciosa, este
grito mudo de nuestros corazones sólo pide que nos trate como usted querría
que lo tratásemos a usted.»
En un ambiente de tal convulsión, el silencio de aquella muchedumbre resonó
con muchísima más fuerza que una ovación; muchos de los presentes entre la
multitud simplemente habían agitado sus pañuelos blancos. En grandes mítines
como aquél, Gaitán parecía ser el hombre adecuado para conducir a Colombia hacia
un futuro en el que imperaran la ley, la justicia y la paz. Había tocado la fibra
sensible de sus compatriotas y sus más profundos anhelos.
Por ser un hábil letrado y un socialista, era en palabras de un informe de la CÍA
(Agencia Central de Inteligencia Norteamericana), redactado años después, «un
acérrimo antagonista del dominio de la oligarquía y un orador fascinante y
cautivador». Gaitán era también un astuto político que había convertido su atractivo
populista en verdadero poder político. Cuando la OEA se reunió en Bogotá en 1948,
Gaitán no sólo era el favorito del pueblo sino además el líder del Partido Liberal, una
de las dos fuerzas políticas más importantes del país. Su llegada a la presidencia en
las elecciones de 1950 fue considerada por todos poco menos que como una certeza.
No obstante, el Gobierno conservador encabezado por el presidente Ospina no había
incluido a Gaitán en la delegación bipartita, formada para representar a Colombia en
la Cumbre que reunía a los representantes de tantos estados americanos.
En la ciudad se respiraba una tensión insoportable. El historiador colombiano
Germán Arciniegas escribiría tiempo después que «un frío viento de terror soplaba
desde las provincias». El día después de que la Conferencia tuviera lugar, una turba
atacó el automóvil que transportaba a la delegación ecuatoriana, y rumores de
violencia terrorista parecieron confirmarse cuando la policía detuvo a un trabajador
que intentaba colocar una bomba en la capital. En medio de todo aquel revuelo,
Gaitán no se ocupaba más que de los asuntos legales en su despacho. Sabía que
faltaban un par de años, pero que su momento llegaría, y estaba dispuesto a
esperar. El desdén al que lo había sometido el presidente había aumentado su talla
moral ante sus seguidores, como también ante los izquierdistas más radicales que se
preparaban a protestar, jóvenes que de otro modo habrían desestimado a Gaitán
considerándolo un burgués liberal dueño de una visión demasiado tímida para las
ambiciones revolucionarias de aquéllos. Incluso el joven Castro había pedido
entrevistarse con él.
Gaitán se ocupaba por entonces de defender a un oficial del Ejército acusado de
asesinato. Y el 8 de abril, el mismo día en que daba comienzo la conferencia de la
OEA, Gaitán logró absolver a su defendido. Entrada la mañana, algunos periodistas y
amigos le visitaron en su despacho para felicitarle, charlaron alegremente acerca de
dónde irían a comer y de quién pagaría la cuenta. Poco antes de la una de la tarde,
Gaitán bajó por la calle acompañado del pequeño grupo. Faltaban dos horas para el
encuentro previsto con Castro.
Después de abandonar el edificio, el grupo pasó junto a un hombre gordo, sucio y
barbudo que, tras dejarlos adelantarle, corrió para darles alcance. El hombre, Juan
Roa, se detuvo junto a ellos y sin mediar palabra, alzó su pistola. Gaitán dio media
vuelta con gran energía y se dirigió a toda prisa hacia la seguridad del edificio en el
que se encontraba su despacho. Roa comenzó a disparar. Gaitán recibió impactos en
la cabeza, los pulmones y el hígado y murió en poco menos de una hora, mientras los
doctores intentaban desesperadamente salvarle la vida.
El día del asesinato de Gaitán es la fecha en que comienza la historia moderna de
Colombia. Habría muchas teorías sobre el móvil de Juan Roa: que había sido
reclutado por la CÍA, por los enemigos conservadores de Gaitán, o incluso por los
extremistas comunistas que temían que la revolución que tanto ansiaban se
pospusiera por la llegada al poder del candidato liberal. El caso es que en Colombia
nunca faltan motivos para recomendar un asesinato. Una investigación
independiente realizada por agentes de Scotland Yard determinó que Roa, un
místico frustrado con delirios de grandeza, había alimentado cierto rencor hacia la
persona de Gaitán y que había actuado en solitario. Pero como fue muerto a
golpes en el mismo lugar del crimen, Roa se llevó los motivos consigo a la tumba.
Sean los que sean, los disparos que Juan Roa descerrajó desataron el caos, y
todas las esperanzas de un futuro pacífico en Colombia se esfumaron. Todas
aquellas inquietantes fuerzas de cambio explotaron en lo que se denominó «el
Bogo-tazo», un brote de disturbios callejeros tan intensos que dejaron grandes
sectores de la capital en llamas antes de extenderse imparables a otras ciudades.
Muchos policías, devotos seguidores del líder asesinado, se unieron a la furiosa
horda que recorría las calles, tal y como lo hicieran los estudiantes
revolucionarios como Castro. Los izquierdistas se identificaban con un brazalete
rojo e intentaban capitanear a los distintos grupos de gente, presintiendo que
finalmente había llegado su momento. Sin embargo, pronto comprendieron que la
situación se había descontrolado. Las bandas se hacían más y más numerosas, y la
protesta se transformó en un ciclo de destrucción, ebriedad y saqueos aleatorios y
sin sentido. El presidente Ospina ordenó la intervención del Ejército, que en
algunos lugares disparó contra la multitud.
El futuro que todos habían imaginado murió con Gaitán. Los terribles hechos
deslucieron el esfuerzo oficial por exhibir la nueva estabilidad y cooperación que el
Gobierno había pregonado. Las delegaciones extranjeras firmaron los estatutos de la
Carta de Constitución de la OEA y huyeron cuanto antes del país. El sueño de los
izquierdistas de dar comienzo a una nueva era de comunismo en Suramérica ardió
entre las llamas de los disturbios. Castro se refugió en la embajada cubana, al tiempo
que el Ejército comenzaba a perseguir y arrestar a los agitadores izquierdistas, a
quienes culpaban por la insurrección. Pero incluso el informe oficial de la CÍA
concluyó que los izquierdistas, al igual que todos los demás, fueron sólo víctimas de
lo ocurrido. Según uno de aquellos historiadores de la «agencia», los eventos
desilusionaron profundamente a Castro: «[Las revueltas] pudieron haber influenciado
en su decisión de adoptar en Cuba, en los años cincuenta, una estrategia de guerrilla
en vez de una estrategia revolucionaria basada en insurrecciones urbanas».
«El Bogotazo» fue aplacado tanto en Bogotá como en las otras grandes ciudades,
pero continuó vivo y salvaje por toda Colombia durante años, metamorfoseándose en
un sangriento período de pesadilla, tan falto de sentido que sencillamente se lo llamó
«La Violencia». Según las estimaciones, durante aquel período murieron más de
doscientas mil personas; la mayoría de ellas eran campesinos incitados a la violencia
por medio de llamamientos de fervor religioso, exigencias de reformas agrarias y un
desconcertante sinfín de riñas sobre asuntos locales. Mientras Castro salía airoso de
su propia revolución en Cuba, y el resto del mundo tomaba partido en la Guerra Fría,
Colombia continuaba atrapada en su cabalística danza con la muerte: ejércitos
legítimos y privados sembraban el terror en las zonas rurales; el Gobierno luchaba
contra los paramilitares y la guerrilla; los industriales despachaban sindicalistas; los
católicos conservadores se enfrentaban a herejes liberales, y los bandidos se
aprovechaban de toda aquella batalla campal para la rapiña. La muerte de Gaitán
había liberado demonios que tenían menos que ver con el nuevo mundo que se
estaba formando que con la historia profundamente problemática de Colombia.
Colombia se podría describir como una cantera de criminales; una nación de una
belleza lujuriosa e impoluta, sumida en la miseria y, desde siempre, ingobernable.
Desde los blancos picos de las tres cordilleras que forman su columna vertebral
occidental hasta la densa jungla ecuatorial, la topografía de Colombia ofrece una
infinidad de escondites. De hecho aún existen rincones a los que el hombre nunca ha
accedido; sitios —de los que todavía quedan algunos en este planeta tan
exhaustivamente pisoteado— donde botánicos y biólogos pueden descubrir, y
añadirle su apellido, a nuevas especies de plantas, insectos, pájaros, reptiles e
incluso a pequeños mamíferos.
Las antiguas culturas que allí florecieron eran sociedades aisladas y tenaces. En
una tierra de suelo tan rico y un clima tan variado y benigno todo lo que allí caía,
crecía. De ahí la poca necesidad de las industrias o el comercio. La naturaleza
aprisiona como una dulce e incansable enredadera. Y quien la descubría se
convertía en su presa. A los conquistadores españoles les llevó casi doscientos años
subyugar a un solo pueblo, los tairona, que vivían en una zona apartada y de
vegetación exuberante al pie de la Sierra Nevada de Santa María. Los
invasores españoles lograron vencerlos definitivamente de la única manera posible:
matándolos a todos. En los siglos XVI y XVII, los conquistadores intentaron
infructuosamente gobernar esa tierra desde las vecinas Perú y Venezuela, y cien
años más tarde Simón Bolívar intentó hermanar Colombia con Perú y Venezuela
para formar un gran estado suramericano, la Gran Colombia. Pero ni siquiera el gran
libertador pudo mantenerlas unidas.
A partir de la muerte de Bolívar en 1830, Colombia fue un país profundamente
democrático, pero su Gobierno, débil por tradición y por diseño, nunca logró tomarle
la mano a la evolución política pacífica. En extensas regiones del sur y del oeste, y
hasta en las aldeas montañosas de las afueras de las ciudades principales, viven
comunidades que sólo apenas conocen el concepto de nación, gobierno o ley.
La única influencia civilizada que jamás alcanzó todo el país fue la Iglesia católica, y
se llevó a cabo solamente porque los astutos jesuitas cruzaron sus misterios
romanos con los antiguos ritos y creencias. Su objetivo no era hacer florecer
una nueva religión de aquel cristianismo de raíces paganas hasta conseguir crear
una nueva versión de la «única y verdadera fe» de tintes locales. No obstante, en
la obstinada
Colombia fue el catolicismo el que debió transmutarse, hasta convertirse en una
religión distinta, una fe habitada de fundamentos ancestrales, fatalidad, superstición,
magia, misterio y, cómo no, también violencia.
La violencia acecha a los colombianos como una plaga bíblica. Las dos facciones
políticas de mayor influencia, los liberales y los conservadores, libraron ocho guerras
civiles únicamente en el siglo XIX a causa de los papeles de la Iglesia y el Estado.
Ambos partidos eran abrumadoramente católicos, pero los liberales exigían que la
Iglesia se mantuviera alejada de la vida pública. El mayor de estos conflictos, que
comenzó en 1899 y fue conocido como la «guerra de los Mil Días», acabó con más
de cien mil vidas y arruinó totalmente todo gobierno nacional y economía que hasta
entonces se hubiera establecido.
Atenazado entre aquellas dos fuerzas violentas, el campesinado colombiano
aprendió a temer y a desconfiar de ambas, y prefirieron convertir en héroes a los
forajidos que erraban por aquellos páramos selváticos, como violentos
emprendedores, que retaban a quienquiera que se les enfrentara. Durante la guerra
de los Mil Días, el más famoso de ellos fue José del Carmen Tejeiro, quien
astutamente se aprovechaba de las conocidas discordias entre los poderes
beligerantes. Tejeiro no sólo robaba a los acaudalados terratenientes; también solía
castigarlos y humillarlos al forzarlos a firmar declaraciones del estilo de «Fui azotado
cincuenta veces por José del Carmen Tejeiro, como represalia por haber osado
perseguirlo». La fama de Tejeiro lo convirtió en un ídolo admirado allende las
fronteras de Colombia. El dictador venezolano Juan Vicente Gómez, añadiendo
leña al fuego de la discordia entre las dos naciones vecinas, obsequió a Tejeiro con
una carabina de incrustaciones en oro.
Medio siglo después, La Violencia había dado origen a un colorido surtido de
fueras de la ley, hombres que actuaban bajo alias tales como Tarzán, Desquite,
Tirofijo, Sangrenegra o Chispas. Estos criminales barrían la región robando,
saqueando, violando y asesinando a diestra y siniestra, pero como no se aliaban con
ninguna de las dos facciones políticas, el pueblo llano veía sus fechorías como si se
tratasen de golpes asestados al poder.
La Violencia escampó sólo cuando el general Gustavo Rojas Pinilla tomó el poder
en 1953 y se estableció como dictador militar. Rojas Pinilla detentó el poder durante
cinco años antes de ser desplazado por oficiales de orientación más democrática.
Entonces se formuló un plan que establecía que conservadores y liberales
compartieran el Gobierno ocupando la presidencia alternativamente durante cuatro
años. Aquél era un procedimiento garantizado para que nunca se variara el statu
quo imperante y para que no tuviese lugar una reforma de progreso social
verdadero promovido desde el Gobierno, ya que todo paso dado en una
dirección por un gobierno sería deshecho indefectiblemente por el siguiente.
Entretanto, los
renombrados bandidos continuaban perpetrando sus incursiones y robos en las
montañas, y ocasionalmente se proponían —aunque nunca con demasiado ahínco—
agruparse con algún otro bandolero. Al fin y al cabo, no eran ni idealistas ni
revolucionarios, sino delincuentes comunes. De cualquier modo, toda una
generación de colombianos crecieron oyendo sus dudosas hazañas. A pesar de sí
mismos, los bandidos personificaban la heroicidad para muchos de los pobres que
vivían aterrorizados y oprimidos. La nación entera observó, con una mezcla de
alivio y de congoja, cómo el Ejército les fue dando caza uno por uno. Llegada la
década de los sesenta, Colombia se había amoldado a una paralización forzada.
Por un lado, las guerrillas marxistas instaladas en las montañas y en la selva
(herederas modernas del legado de los bandidos) acosaban al Gobierno central;
por el otro, el país sufría el desgobierno de una reducida élite de familias
bogotanas, ricas y cada vez más poderosas, pero tan incapaces de llevar a buen
puerto cualquier cambio significativo como carentes de todo interés por hacerlo. Y
como consecuencia de esas circunstancias la violencia, ya de por sí arraigada en
la cultura, se incrementó, se agudizó y se volvió monstruosa.
El terror se convirtió en una forma de arte, un estilo de guerra psicológica con un
trasfondo estético casi religioso. En Colombia herir o incluso matar a un enemigo no
bastaba: había que observar el ritual. Las violaciones debían ser realizadas en
público, en presencia de padres, madres, esposos, hermanas, hermanos e hijos. Y
antes de matar a un hombre, se le debía forzar a suplicar, chillar y atragantarse de
pavor... o quizá se mataba a sus seres queridos ante sus propios ojos. Para llevar
aún más allá el asco y el terror, a las víctimas se las mutilaba despiadadamente y
luego se las abandonaba a la vista de todos, como si se tratara de una macabra
exposición. A los hombres se les amputaban los genitales y se los embutían en sus
propias bocas; a las mujeres se les cortaban los pechos, y sus úteros estirados
acababan sirviéndoles de sombreros; y los niños eran asesinados no por accidente,
sino lentamente, con gusto. Las cabezas separadas de sus cuerpos eran clavadas
en picas orlando los costados de las carreteras. La firma de una banda en particular
consistía en abrirle de un tajo el cuello a su víctima y posteriormente sacarle por
ese rasgón la lengua, confeccionándole al difunto una grotesca «corbata». Aquellos
horrores rara vez tocaban de cerca a los educados urbanitas de las clases
dominantes colombianas, pero las reverberaciones de ese mismo miedo se
extendían y alcanzaban indefectiblemente a todos. Y lo que es más, ningún niño
crecido en Colombia a mitad del siglo XX era inmune a aquel horror. La sangre fluía
como lo hacían las aguas rojizas y embarradas que descendían de las montañas. La
jocosa explicación de los colombianos era que Dios había hecho a su país tan
bello y le había provisto de una naturaleza tan lujuriante que, para compensar a
los demás pueblos del mundo —tan injustamente relegados—, El había poblado
aquel paraíso con la raza de hombres más crueles de
toda la creación.
Fue en el segundo año de La Violencia cuando nació el mayor criminal de la
historia, Pablo Emilio Escobar Gaviria, el 1 de diciembre de 1949. Pablo creció entre
las colinas de su nativa Medellín, donde aún residía aquel terror y aquella crueldad.
Allí se nutrió de las historias de Desquite, Sangrenegra y Tirofijo, todos ellos
leyendas vivas por entonces. Y cuando el pequeño Pablo había crecido lo suficiente
como para comprender lo que oía, muchos de ellos todavía seguían vivos piro ya
escapaban de las autoridades para salvar el pellejo. Lo que Pablo no sabía era que
llegaría a ser mucho más grande que todos ellos.
Cualquiera puede ser un criminal, pero llegar a ser un forajido requiere
admiradores. El forajido representa algo que va más allá de su propio destino. Sin
importar cuán innobles sean los verdaderos móviles de criminales al estilo de los
bandidos de la sierra colombiana (o de los que Hollywood inmortalizó: Al Capone,
Bonnie y Clide, Jesse James), un gran número de gente común y corriente los animó
y siguió de cerca sus sangrientas andanzas con oscuro deleite. Sus actos delictivos,
por más egoístas o absurdos que fueran, transmitían un mensaje social. Los actos de
violencia y los crímenes que cometían eran ataques a un poder lejano y opresivo. El
sigilo y la astucia que aquellos hombres demostraban al eludir al Ejército y a la
policía eran fuente de festejos, ya que ésas habían sido desde tiempos inmemoriales
las únicas tácticas al alcance de los desposeídos.
Pablo Escobar añadiría su propia vida a tales mitos. Puesto que los criminales
mencionados no pasarían de ser héroes estrictamente locales, sin más metas que su
propia mitificación, el poder de Escobar llegaría a ser internacional a la vez que
auténtico. Tanto, que en su momento de esplendor se lo consideraba una
seria amenaza al Estado colombiano. En 1989, la revista Forbes lo incluiría entre los
siete hombres más ricos del mundo y el alcance casi ilimitado de su venganza le
convertiría en el terrorista más temido del mundo.
Su éxito se debió fundamentalmente a la particular cultura e historia de su tierra,
a la tierra propiamente dicha y al clima, ingredientes indispensables para las
cosechas de coca y de marihuana. Pero el otro ingrediente de la leyenda era el
propio Pablo, porque a diferencia de los forajidos que le precedieron, él comprendía
el poder de ser considerado una leyenda. El creó la suya y la nutrió. Era un matón y
un violento, pero tenía conciencia social. Era un capo despiadado y brutal, pero
también un político dotado de un estilo personal y cautivador que, al menos para
algunos, trascendía la bestialidad de sus actos. Era sagaz y arrogante y lo
suficientemente rico como para sacar provecho de esa popularidad. En palabras
del presidente colombiano César Gaviria, Escobar poseía «una especie de genio
innato para las relaciones públicas». A su muerte, miles lo lloraron. La multitud
causó disturbios cuando su féretro entró en Medellín. La gente apartó a los
portadores y abrieron a la fuerza el ataúd sólo para
poder tocar aquel rostro frío y duro... Hasta el día de hoy, la gente de Medellín
atiende con cariño su tumba, que continúa siendo uno de los puntos de atracción
turísticos de la ciudad. No hay duda de que Pablo Escobar significaba algo más para
aquella gente.
Qué era exactamente lo que significaba es algo difícil de comprender sin conocer
Colombia y los tiempos que le tocaron vivir. Pablo, como muchos otros, fue una
criatura de su tiempo y de su lugar. Era un hombre complejo, contradictorio y, en
definitiva, muy peligroso. Y lo era en gran medida por su genial habilidad para
manipular la opinión pública. Pero aquella misma necesidad de gustar a sus
compatriotas era también su debilidad y lo que al final acabaría con él. Un hombre
menos ambicioso hoy quizá seguiría vivo, rodeado de lujo, poderoso y llevando una
buena vida en Medellín. Pero a Pablo no le bastaba con ser rico y poderoso: él
quería ser admirado. Quería ser respetado, y querido.
Cuando aún era un niño pequeño, su madre, Hermilda, una influencia decisiva en
su vida, hizo una promesa ante la estatua de su pueblo natal, Frontino, ubicado en el
noroeste rural del departamento colombiano de Antioquia. La estatua: un icono, la
imagen del Niño Jesús de Atocha. Hermilda Gaviria era una maestra de escuela,
ambiciosa y educada para la época, una mujer inusualmente capaz. Había contraído
matrimonio con Abel de Jesús Escobar, un ganadero independiente. Pablo era su
segundo hijo; Hermilda ya le había dado a Abel una hija. Con el tiempo tendrían
cuatro hijos más, pero la maldición de Hermilda era la impotencia ante el destino, ya
que sabía que su ambición y el futuro de su familia siempre se le escaparían de las
manos. Sin embargo, esta actitud no se asemejaba a algo abstracto o espiritual, no
era la noción con que los hombres y mujeres religiosos aceptan la autoridad
terminante de Dios, porque aquélla era la Colombia de los años cincuenta, la que
vivía sumergida en el terror de La Violencia. A diferencia de las ciudades, que
gozaban de una relativa seguridad, en pueblos como Frontino o Rionegro, donde
Hermilda y Abel vivían por aquel entonces, morir violenta y horriblemente era cosa
muy frecuente. Los Escobar no eran revolucionarios, eran miembros incondicionales
de la clase media. Tenían incluso inclinaciones pollinas, eran aliados de los
terratenientes locales, lo cual los convertía en objetivos de los ejércitos liberales y de
los insurrectos que pululaban las montañas. Con el apremio de una madre joven a
la deriva en un mar de miedo, Hermilda buscó consuelo y protección para los suyos
en la figura del Niño Jesús de Atocha, y repetía que si Dios le perdonaba la vida a
sus hijos, ella le construiría una capilla. Pero fue su hijo Pablo quien finalmente la
construyó.
Pablo no creció en la pobreza, como llegarían a afirmar años más larde sus
periodistas a sueldo. Rionegro no se había convertido aún en suburbio de Medellín.
Consistía en un conjunto de haciendas ganaderas relativamente prósperas, situadas
en la periferia. Cuando Pablo llegó al mundo, su padre era el propietario de una
casa,
doce hectáreas de tierra y seis vacas; además se ocupaba de unas tierras
colindantes que Abel le había vendido a un conocido político conservador local. La
casa no tenia electricidad, pero sí agua corriente, lo que en la Colombia rural
equivalía al estatus de clase media alta. Aquellas condiciones mejoraron mando los
Escobar se trasladaron a Envigado, un pueblo de las afueras de Medellín, metrópolis
pujante que crecía rápidamente cubriendo las verdes laderas de las montañas
que la circundaban. Hermilda no sólo era la maestra, sino la fundadora de la
escuela de enseñanza primaria de Envigado. Habiéndose establecido allí, Abel
abandonó su actividad ganadera y comenzó a trabajar como vigilante. Por otra
parte, Hermilda también era una persona importante en la comunidad, alguien
conocido tanto por hijos como por padres. Así pues, ya en su juventud ni Pablo ni
sus hermanos eran considerados niños comunes y corrientes. A Pablo le iba bien en
la escuela, tal y como sin duda esperaba su madre, y le encantaba jugar al fútbol.
Pablo llevaba ropa buena y, según atestiguaba su cuerpo fuerte y regordete, estaba
bien alimentado. II Escobar adulto se convirtió en un entusiasta de la comida
rápida, el cine y las músicas populares de Estados Unidos, México y Brasil.
Cuando Pablo alcanzó la adolescencia, Colombia sufría todavía el azote de La
Violencia, pero la furia y el terror de las primeras y más duras épocas ya habían
pasado. Abel y Hermilda Escobar emergieron de aquella aprensión y construyeron
para sí y para sus siete hijos una vida cómoda y desahogada. Así, del mismo modo
que la prosperidad de los años cincuenta en Estados Unidos dio origen a una
generación rebelde, Pablo y sus contemporáneos tenían su propia manera de contestar
a la autoridad del sistema. Por entonces, un movimiento de visos hippies y nihilistas
de alcance nacional, llamado «nadaísmo», se originó justamente allí, en Envigado. En
aquel mismo lugar, el fundador del movimiento, el intelectual Fernando González,
había escrito su manifiesto «El derecho a desobedecer». Proscritos por la Iglesia y
apenas tolerados por las autoridades, los nadaístas satirizaban a sus mayores por
medio de canciones; se vestían y comportaban escandalosamente, además de
desdeñar el orden establecido a la manera de los años sesenta, o sea, fumando
marihuana.
La marihuana colombiana era, por supuesto, abundante y potentísima, virtudes
que los millones de fumadores del mundo entero descubrieron de inmediato. La
hierba de Colombia era al mundo de la marihuana lo que el patrón oro había sido al
capitalismo. Pablo se convirtió en un fumador abusivo desde su más temprana
juventud y continuó siéndolo durante toda la vida. Se despertaba a la una o a las dos
de la tarde y encendía un «porro» apenas se levantaba; así permanecía bajo sus
efectos durante el resto del día y de la noche. Era un hombre regordete y bajo —no
pasaba del metro sesenta y cinco—, de cara redonda y cabello grueso, rizado y
negro, que solía dejarse largo, peinándolo de izquierda a derecha en una greña que
le cubría
www.lectulandia.com - Página
la frente y le tapaba las orejas. Más tarde se dejaría crecer un bigote ralo. Escobar
miraba el mundo a través de un par de ojos castaños de párpados caídos y adoptaba
el aspecto desconcertado de todo fumador de marihuana crónico. Evidentemente
la rebeldía se apoderó de él poco tiempo después de que alcanzara la pubertad.
Pablo dejó el Instituto Lucrecio Jaramillo varios meses antes de su décimo séptimo
cumpleaños, a tres años de su graduación. Su giro hacia la criminalidad parece
haber sido motivado tanto por hastío como por ambición.
Acompañado de su primo y compañero infatigable, Gustavo Gavina, le dio por
frecuentar por las noches un bar en el peligroso barrio del distrito Jesús de
Nazareno. Le explicó a su madre que no encajaba en la escuela o en un
empleo normal y corriente:
—Quiero ser importante —le dijo.
Sin embargo nunca abandonó del todo la idea de proseguir sus estudios, quizá
consecuencia de la persistencia de Hermilda o acaso por sus propios planes, que
siempre iban más allá. Dos años más tarde, durante un breve periodo, él y Gustavo
regresaron al instituto, pero los dos primos, ya mayores que sus compañeros de
clase y acostumbrados a la libertad y a las turbulentas calles de Medellín, eran
considerados los bravucones de la clase. Ninguno de los dos acabó el curso escolar,
aunque por lo visto Pablo intentó varias veces, pero sin éxito, completar los
exámenes obligatorios para graduarse. Hasta que, finalmente, lo compró sin más.
Años más tarde, llenaría las estanterías de sus casas de volúmenes de obras
clásicas y a veces incluso mencionaría su interés por obtener una educación
universitaria. Una vez incluso, a punto de ser encarcelado, comentó que tenía
la intención de estudiar derecho. Pero de lo que no había duda era de que su falta
de formación académica continuó alimentando su propia inseguridad y
desilusionando a su madre. Pese a todo, nadie que le conociera ponía en duda su
inteligencia innata.
Se volvió un gánster. Ya existía una larga tradición de negocios turbios en
Medellín. El oriundo de Medellín —el «paisa» estereotípico— era un pícaro nato, un
personaje dueño de habilidades naturales para sacar ganancias de cualquier
empresa. La región era famosa por sus criminales, jefes de sindicatos del crimen
organizado y profesionales de la tradición paisa del contrabando, una tradición que
databa de siglos atrás; un oficio perfeccionado a través del comercio ilegal de
oro y esmeraldas, aunque entonces se especializara en el tráfico de marihuana, y
más tarde en el de cocaína. Cuando Pablo abandonó sus estudios en 1966, el
tráfico de drogas ya era un negocio establecido y muy rentable; una actividad muy
alejada de las aspiraciones de unos matoncillos de diecisiete años. Pablo dio
comienzo a su carrera delictiva en las calles de Medellín timando a transeúntes.
Pero él era ambicioso. Cuando le dijo a su madre que quería ser importante, tenía
en mente muy probablemente dos tipos de éxito distintos. De la misma manera que
los contrabandistas dominaban la vida ilícita
en las calles de Medellín, las actividades mercantiles lícitas eran dominio político y
social de un reducido número de ricos industriales textiles, mineros y poderosos
terratenientes. Eran «los señores», individuos cultos y refinados cuyo dinero
sustentaba iglesias, organizaciones de caridad y los exclusivos country
clubs[1].; hombres temidos y respetados por los campesinos que arrendaban sus
tierras. Católicos, tradicionales y elitistas, eran ellos quienes ocupaban los puestos
políticos de poder y que en definitiva representaban a Medellín en Bogotá, en el
Gobierno nacional. Las ambiciones de Pablo abarcaban ambos mundos, el lícito y el
otro, y es ésa la contradicción principal de su trayectoria.
Según la leyenda, Pablo Escobar y su pandilla comenzaron sus actividades
criminales en los cementerios, robando lápidas que volvían a pulir con un chorro de
arena, para luego venderlas como nuevas. Es cierto que Pablo tenía un tío que se
dedicaba a vender lápidas y que Pablo trabajó para él cuando era un adolescente,
así que en los años venideros solía causarle gracia escuchar la anécdota de las
lápidas. Sin embargo siempre negaba que fuera cierta; ¿pero cuántas otras
cosas negó? Hermilda desestimó la historia de las lápidas robadas. Y,
pensándolo bien, es una historia bastante improbable. Por un lado, re-ciclar
lápidas resulta una actividad demasiado honesta, y hay pocos indicios que
sugieran que Pablo tuviera inclinaciones de ese tipo. Además, Pablo era un tipo
supersticioso, adepto a esa peculiar y pagana rama del catolicismo común en la
Antioquia rural, la que rinde tributos a ídolos — tales como el Niño Jesús de
Atocha, a quien rezaba Hermilda— y que está en íntima comunión con los espíritus.
El robo de lápidas no parece una vocación probable para alguien que temía al
mundo de los espíritus. Lo que sí suena más creíble son las versiones que luego
sí admitiría, los relatos de timos callejeros de poca monta, la venta de cigarrillos
de contrabando o de billetes de lotería falsos y las estafas en las que, con una
mezcla de engaño y encanto personal, desplumaba a los que acababan de salir del
banco local. Pablo no iba a ser el primer fullero que en las calles descubriría
que quitarle el dinero a otros es más fácil y más emocionante que ganarlo. Era un
joven excepcionalmente temerario, quizá por su hábito de fumar marihuana. En
algún momento de su juventud descubrió su capacidad para permanecer en calma,
pausado y hasta alegre cuando los demás se asustaban o los nervios los
traicionaban. Pablo utilizaba esa habilidad para impresionar a sus amigos o para
asustarlos; ya de mayor presumiría de sus atracos a bancos a punta de rifle
automático, charloteando animadamente con los empleados mientras éstos
vaciaban sus cajas registradoras. Fueron aquella osadía y aquel aplomo las
virtudes que hicieron que Pablo destacara entre sus colegas en el crimen, y las que
lo llevarían a ser el líder de todos ellos. No mucho después, sus crímenes se
tornarían más sofisticados y acrecentarían el riesgo.
Sus antecedentes policiales demuestran que Pablo ya era un ladrón de coches
consumado antes de los veinte. Él y su banda se incorporaron al burdo negocio del
hurto de automóviles y lo convirtieron en una pequeña industria, robándolos
descaradamente (arrancando a los conductores de sus asientos a plena luz del día) y
desguazándolos hasta obtener una colección de partes valiosas en cuestión de horas.
La venta de esas piezas representaba un gran negocio que, además, no dejaba huella
alguna para la policía.
Una vez hubo reunido capital suficiente, Pablo comenzó a sobornar a
funcionarios públicos para que emitieran nueva documentación para los automóviles
robados, eliminando así la tarea de tener que destazarlos. Pareciera que durante
aquel período, la policía y él tuvieron varios roces, y aunque sus fichas hayan
desaparecido se sabe que pasó varios meses en la cárcel de Medellín antes de
cumplir los veinte años, lo que sin duda le brindó la oportunidad de crear
vínculos con un tipo de criminales mucho más violentos, que años después le
serían de gran utilidad. Queda claro que aquellas temporadas en prisión no le
disuadieron de proseguir su carrera criminal.
Todas las versiones coinciden, no obstante, en que Pablo se lo estaba pasando
en grande. Con su amplio inventario de motores y piezas robadas, él y Gustavo
construían coches de carrera y competían en ra-llies regionales y nacionales. Su
negocio evolucionó y con el paso de los años el hurto de automóviles se llegó a
practicar con tal impunidad en Medellín que el mismo Pablo se hizo cargo de que
había creado un mercado aún más lucrativo: la protección. La gente comenzó a
pagarle para evitar que sus coches fueran sustraídos, por lo que Pablo comenzó a
sacar provecho de sus robos y hasta de los coches que no había trincado. Siempre
generoso con sus amigos, los obsequiaba con unidades robadas directamente de
fábrica. Para evitar problemas, Pablo hacía preparar, por un lado, escrituras de
venta, luego instruía a otros compinches para que publicaran anuncios en los
periódicos en los que se publicitaba la venta de los automóviles. Lógicamente, los
flamantes vehículos robados serían comprados legalmente por el amigo
agraciado, con sus correspondientes papeles falsificados. Así se producía un
laberinto de documentación tal, que creaba la ilusión de que la adquisición del
automóvil había sido legítima.
Fue durante aquel período de jefe pandillero en ascenso, cuando Pablo se forjó
una reputación por utilizar violencia letal. Como un sencillo método de recolección
de deudas: reclutó matones para raptar a los deudores; el rescate ascendía a cuanto
debían; si la familia no podía reunir el dinero o se negaban a pagar, la víctima era
asesinada. Hubo casos en los que la víctima moría aunque el rescate ya hubiese sido
pagado, pero se hacía para enviar un mensaje. Eran homicidios, sí, pero homicidios
que podían llegar a comprenderse. Un hombre como Escobar tenía que cuidar sus
intereses, y él vivía en un mundo donde la acumulación de dinero requería la
capacidad de defenderlo. Incluso para un hombre de negocios decente, en Medellín
había poco que la ley, que no siempre era tan honesta, pudiera hacer para protegerlo.
Si uno era víctima de una estafa cabían dos posibilidades: o se aceptaban las pérdidas,
o se tomaban medidas por cuenta propia hasta poner las cosas en su sitio. De tener
éxito, uno tenía que vérselas con policías y funcionarios corruptos, ansiosos de
beneficiarse con una tajada de esos negocios. Ese modo de actuación era
especialmente habitual en el tipo de actividad ilícita en la que Escobar estaba
involucrado. Al tiempo que se incrementaba la riqueza y el contrabando se hacía más
lucrativo, crecía la necesidad de imponer disciplina, castigar a los enemigos, cobrar
deudas y sobornar a funcionarios. El secuestro e incluso el asesinato no solamente
ajustaba las cuentas, sino que dejaba claro quién estaba al mando.
Pablo se volvió un experto en adjudicarse crímenes con los que no se le podía
relacionar directamente. Para empezar, se aseguraba de que aquellos que
eran reclutados para cometerlos no supieran quién los había contratado. Con el
paso del tiempo, Pablo se acostumbró a encargar asesinatos; aquello
alimentaba su megalomanía y engendraba miedo, un sentimiento que no difería
demasiado del respeto que parecía ambicionar cada vez más y más.
Muy pronto los secuestros de deudores se convirtieron en algo cotidiano. El más
famoso de ellos —adjudicado al joven Pablo Escobar— fue el del industrial de
Envigado Diego Echavarría, ocurrido en el verano de 1971. Echavarría, hombre
orgulloso y dueño de una empresa, era conservador y, aunque respetado en la alta
sociedad, era despreciado por muchos de los trabajadores pobres dé Medellín, que
estaban siendo despedidos de las industrias textiles locales. En aquellos años, los
ricos terratenientes antioqueños ampliaban sus propiedades por el sencillo sistema de
expulsar aldeas enteras del valle del río Magdalena sin otra alternativa que refugiarse
en los tugurios de la impetuosa ciudad. El odiado empresario fue hallado en un
agujero no lejos de donde Pablo había nacido. Había desaparecido seis semanas antes
y había sido golpeado y estrangulado, a pesar de que su familia había cumplido con
los cincuenta mil dólares de rescate. El asesinato de Diego Echavarría funcionó a dos
niveles: produjo ganancias y a la vez fue un acto legítimo en favor de una mayor
justicia social. No había ninguna manera de probar que el instigador del crimen
hubiera sido Pablo Escobar, y oficialmente nunca fue inculpado, pero fueron tantos
quienes se lo adjudicaron que en los llamados «barrios de invasión» la gente comenzó
a referirse a Pablo con el sobrenombre de doctor Echavarría, o el Doctor a secas. El
asesinato tenía todos los sellos distintivos del joven capo emergente: cruel, mortal,
cerebral, y con un ojo puesto en las relaciones públicas.
De un solo golpe, el secuestro de Echavarría elevó a Pablo al estatus de leyenda
en la región. También hizo pública su falta de misericordia y su ambición, lo cual
tampoco venía mal. Pero pronto llegaría a ser un héroe aún más renombrado para
muchos de los habitantes de los tugurios gracias a actos de caridad muy hábilmente
publicitados. Pablo, sin duda, se identificaba con el pueblo, pero sus aspiraciones
eran estrictamente de clase media. Cuando le dijo a su madre que quería ser
«importante» no estaba pensando en una revolución o en reformar su patria; lo que
tenía en mente era vivir en una mansión tan espectacular como la falsa mansión
medieval que Echavarría se había hecho construir para sí. Él viviría en un castillo
como aquél, pero no como un explotador de las masas, sino como un benefactor del
pueblo, alguien que pese a sus riquezas y a su poder no había perdido el contacto
con el hombre común. Su odio más profundo salía a la luz y se dirigía a
quienes se interpusieran entre él y ese sueño.
2
Pablo Escobar ya era un capo inteligente y exitoso cuando un cambio sísmico en
el panorama criminal se le presentó a mediados de los años setenta: la generación
de la marihuana descubrió la cocaína. Las Mitas ilícitas de suministros que la
marihuana había abierto desde Colombia a las ciudades y los barrios residenciales
de Estados Unidos se convirtieron en autopistas en el momento en que la cocaína
se volvió la droga ele moda y la preferida entre los jóvenes e inquietos profesionales.
El negocio de la cocaína haría a Pablo Escobar y a sus colegas antioqueños —
los hermanos Ochoa, Carlos Lehder[2], José Gonzalo Rodríguez G. y tantos otros—
más ricos de lo que jamás hubieran soñado: los hombres más ricos del mundo. A
finales de la década, controlarían entre todos el suministro de más de la mitad de la
cocaína enviada a Estados Unidos, embolsándose, así, unas retribuciones que no
ascendían a millones, sino a miles de millones de dólares[3]. Sus empresas se
convirtieron en las más importantes de Colombia y financiaron a alcaldes,
concejales, congresistas y presidentes. A mediados de los años ochenta, Escobar
mantenía diecinueve residencias propias únicamente en Medellín, y todas ellas
provistas de su helipuerto. Eran suyas asimismo flotas de barcos, aviones,
propiedades distribuidas por todo el mundo, franjas de tierra antioqueña, edificios
de apartamentos, urbanizaciones de chalés y bancos. El dinero llegaba en
cantidades tan exorbitantes que decidir cómo invertirlo en su totalidad era una tarea
que ya no podían manejar, así que muchos de esos millones fueron simplemente
enterrados. El influjo de capital extranjero desencadenó una racha de vacas gordas
en Medellín. Algunas de las consecuencias fueron el boom de la construcción, el
nacimiento de una miríada de nuevos negocios y la caída vertiginosa del índice del
desempleo. Con el tiempo, la explosión económica originada por el dinero de la
cocaína haría tambalear la economía del país y pondría patas arriba el imperio de la
ley.
Pablo se encontraba perfectamente situado para aprovecharse de aquella nueva
ola. Había pasado diez años perfeccionando su sindicato del crimen y aprendiendo la
manera de sobornar al funcionariado. El boom de la cocaína inicialmente atrajo a
diletantes para los que esta droga era una especie de coqueteo «glamuroso» con el
crimen; pero el crimen era, desde hacía tiempo, el medio en el que Pablo —un Pablo
violento, carente de principios y determinado en su ambición— se movía. No era un
emprendedor, ni tan siquiera un hombre de negocios con talento: tan sólo un tipo
despiadado. Al enterarse de que en sus dominios se había establecido un próspero
laboratorio en el que se procesaba cocaína, se abrió paso a empujones; y si alguien
abría una vía de suministros hacia el norte, Pablo exigía la mayoría de los beneficios,
,1 cambio de protección». ¿Quién osaría negarse?
Un joven piloto de Medellín conocido por su alias, Rubín, cuyas habilidades lo
condujeron directamente al boyante negocio de la cocaína, conoció a Pablo por
primera vez en 1975. Rubin pertenecía a una buena familia adinerada que lo había
enviado a estudiar a Estados Unidos. Había obtenido su licencia de piloto en Miami,
y hablaba un inglés fluido. Cuando algunos de sus amigos, los hermanos —Ochoa
Alonzo, Jorge y Fabio— comenzaron a enviar cocaína al norte, Rubín formó filas con
ellos. Poco tiempo después, ya compraba y vendía pequeñas avionetas en Miami y
reclutaba pilotos para realizar los vuelos rasantes con los que se evitaba los radares.
Contrariamente a Pablo v .1 los suyos, ni Rubin ni los hermanos Ochoa eran
matones profesionales, sino más bien playboys, vividores, jóvenes de familias
relativamente bien educadas que se creían listos y en la onda. Casi de
inmediato, también se convirtieron en hombres ricos.
No fue un genio para los negocios ni en los contactos con los bajos fondos del
crimen antioqueño, pero su elegancia lo capacitaba para comerciar y transportar.
Aquellas ovejas negras se sentían en su elemento dentro de los círculos sociales
privilegiados que los compradores norteamericanos frecuentaban. Rubin parecía
haber sido hecho a medula para esa tarea, era bien parecido, desconocía el miedo
y, como si eso fuera poco, era elegante. Su jefe por aquel entonces era un
empresario de Medellín de nombre Fabio Restrepo, uno de los primeros capos
paisas. En 1975, Restrepo ya reunía cargamentos de cuarenta a sesenta kilos una o
dos veces al año, y el precio de un kilo en Miami superaba los cuarenta mil
dólares. Cuando hay tanto dinero ilegal de por medio, siempre aparecen los
tiburones.
Originalmente, Pablo se puso en contacto con Jorge Ochoa para venderle a
Restrepo una cantidad de mercancía pura. Rubin acompaño a Jorge a un pequeño
apartamento en Medellín, donde fueron recibidos por un hombre regordete, bajo y de
cabello rizado en un mechón sobre la frente, que se paseaba ufano junto a ellos,
grotescamente, como el típico maleante callejero. Llevaba un polo azul que le
quedaba grande, vaqueros vueltos y zapatillas de deporte blancas; por otra parte, el
apartamento de aquel tipo era una pocilga en el que había basura y ropa sucia
desparramada por todos lados. Para aquellos dos acomodados dandis, Pablo no era
más que un gorila local, y los catorce kilos que el tipo tenía guardados en el cajón de
una cómoda, un asunto de poca monta. Rubin y Jorge Ochoa le compraron los catorce
kilos y siguieron su camino pensando que el trato no había sido nada del otro mundo,
hasta que Restrepo, el jefe que Rubin representaba, aparece asesinado dos meses
después. Fue un duro golpe, ¡alguien lo había matado sin más! Y como por arte de
magia apareció un nuevo jefe que se hizo cargo del negocio de la cocaína en
Medellín. Tanto Rubin como los hermanos Ochoa se sorprendieron de que tras la
muerte de Restrepo estuvieran trabajando para Pablo Escobar. No había manera de
probar que hubiera ordenado la muerte de Restrepo, pero a Pablo tampoco parecía
molestarle que otros llegasen a esa conclusión. Los playboys traficantes habían
subestimado al matón callejero. El camello sin clase que hacía tratos de poca monta
se había hecho un lugar en el negocio brutal y eficientemente.
«No existe ni un solo aspecto de! negocio que fuera creado, diseñado o
promovido por Pablo Escobar —explica Rubin—. Era un gánster, puro y duro. Todos,
desde el principio, le temían. Incluso después, cuando ya se consideraban amigos
suyos, seguían temiéndole.»
En marzo de 1976, Pablo contrajo matrimonio con María Victoria Henao Vellejo,
una curvilínea quinceañera de cabellos oscuros. La muchacha era tan joven que
Pablo debió procurarse una dispensa especial del obispo (venia que podía obtenerse
por una módica suma). A la edad de veintiséis años, Pablo iba de camino a hacer
realidad sus sueños: casado, rico y, aunque no respetado, al menos temido por
todos. Pero su meteórico ascenso también le granjeó enemigos poderosos. Uno de
ellos dio un soplo al DAS, el Departamento Administrativo de Seguridad, y a los dos
meses de la boda arrestaron a Pablo, a su primo Gustavo y a otros tres hombres,
cuando regresaban de entregar un cargamento de cocaína en Ecuador.
Pablo ya había sido arrestado con anterioridad y había cumplido condena en la
cárcel de Itagüí en su adolescencia; y luego, más tarde, en 1974, al ser descubierto
en un automóvil Renault robado. En ambas ocasiones había sido declarado
culpable y condenado a varios meses de reclusión. Pero esto era mucho más serio.
Los agentes del DAS encontraron treinta y nueve kilos de cocaína escondidos en
la rueda de repuesto del camión en el que viajaban los traficantes, una cantidad lo
suficientemente grande como para enviarlos a todos a prisión durante muchos años.
Pablo intentó sobornar al juez, que rechazó el dinero de plano. El paso siguiente
sería investigar el pasado del juez, y el resultado fue que éste tenía un hermano
abogado. Ambos hermanos no se llevaban bien, y el abogado aceptó representar a
Pablo Escobar, sabiendo fehacientemente que su hermano el juez rechazaría el caso
apenas fuera informado. Y eso fue exactamente lo que sucedió. El nuevo juez
encargado del caso resultó más proclive al soborno y Pablo, su primo y sus secuaces,
acabaron en la calle. La maniobra había sido tan atrevida que unos meses después, un
juez de apelaciones reinstauró las acusaciones y ordenó que Pablo y los demás
volvieran a ser arrestados. Pero nuevos recursos demoraron el curso del proceso y en
marzo del año siguiente, mientras Pablo continuaba prófugo, los dos agentes del DAS
que habían llevado a cabo el arresto (Luis Vasco y Gilberto Hernández) fueron
asesinados.
Pablo estaba creando un estilo para lidiar con las autoridades; un estilo que se
transformaría en su sello característico, y que pronto se dio en llamar «plata o
plomo»: o bien aceptar su «plata» (su dinero), o bien sufrir su plomo.
Ninguno de los playboys de Medellín tenía queja alguna sobre los métodos de
Pablo, porque estaban demasiado ocupados haciéndose ricos. Pablo absorbió a los
noveles traficantes-emprendedores, a los «cuatroojos» de los laboratorios y a los
distribuidores, como los hermanos Ochoa. El los respaldaba, supervisaba las rutas
de entrega y exigía un impuesto por cada kilo despachado. Era un estilo basado
en la fuerza bruta, a la usanza de los viejos sindicatos del crimen, pero cuyo
resultado sería el cimiento de una industria de la cocaína tan unificada y eficiente
como nunca antes se había visto. Una vez que las hojas de coca habían sido
cosechadas y refinadas por traficantes independientes, sus envíos se sumaban a
las partidas controladas por la organización de Pablo, servicio por el que aquéllos
pagaban un 10% del precio que la mercancía obtuviera en Estados Unidos. Si una
partida importante era interceptada por las autoridades o se perdía, Pablo
reembolsaba a sus proveedores únicamente lo que el producto había costado en
Colombia. Si uno o dos de los envíos lograba llegar a Miami, a Nueva York o a Los
Ángeles, la venta de esa mercancía cubría con creces la pérdida de cuatro y hasta
cinco cargas interceptadas. Y lo cierto era que los esfuerzos de las autoridades
por controlar el tráfico sólo lograban interceptar uno de cada diez envíos, con lo
que las pérdidas se veían superadas, con mucho, por los beneficios.
Y qué beneficios. El apetito de los norteamericanos por el polvo blanco parecía
inagotable. El dinero que comenzó a entrar era tanto que nadie en Medellín se
hubiera atrevido a soñarlo siquiera; dinero en cantidades tales que podía sacar
adelante no sólo a individuos, sino a ciudades... y a países. Entre 1976 y 1980 los
depósitos en los bancos colombianos se incrementaron más del doble. Llegaban tal
cantidad de dólares norteamericanos ilegítimos que la élite dirigente comenzó a
concebir maneras de participar en la bonanza sin infringir la ley. El Gobierno del
presidente Alfonso López Michelsen permitió una práctica que el banco central
denominó «abrir la ventana lateral»: la conversión legal de cantidades ilimitadas
de dólares en pesos colombianos. El Gobierno asimismo había favorecido la
creación de fondos especulativos que ofrecían al inversor intereses
exorbitantemente altos. Aquellas transacciones se consideraban inversiones
ostensiblemente legítimas en mercados altamente especulativos, pero casi todo el
mundo sabía que su dinero se estaba invirtiendo en cargamentos de cocaína. El
Gobierno jugó sus cartas mirando hacia otro lado, y muy rápidamente cualquiera
en Bogotá que tuviera dinero para invertir podía sacar tajada de la prosperidad
fruto de la cocaína. Toda la nación estaba dispuesta a unirse a la fiesta de Pablo
Escobar.
Con sus millones, Pablo podía permitirse pagar la protección de sus cargamentos
a lo largo de todo el proceso: desde los cultivadores hasta los laboratorios y los
distribuidores. Comenzó a viajar a Perú, a Bolivia y a Panamá. Lo compraba todo
con el fin de tener el control de la industria desde los cimientos hasta el tejado.
Pero no era el único. Los hermanos Rodríguez Orejuela —Jorge, Gilberto y Miguel—
estaban
al mismo tiempo atando cabos para formar el cártel de Cali. En Antioquia,
compitiendo con Pablo algunas veces y otras colaborando con él, habían aparecido
José Gonzalo Rodríguez G. y el excéntrico medio alemán Carlos Lehder. Los
sobornos de Escobar fueron de miles a millones de pesos (cientos de miles de
dólares), y pocos representantes de la ley sentían la inclinación- de resistirse a aquel
impulso imparable, especialmente si se tenía en cuenta la alternativa. Pablo incluso
se mostraba dispuesto a hacerle el juego a las autoridades, dejando que algunos de
sus envíos fueran interceptados, los suficientes como para que la policía demostrara
que estaban cumpliendo con su trabajo. ¿Por qué no? Pablo se lo podía permitir.
Nadie sabía a ciencia cierta cuánta cocaína fluía hacia el norte. Las estimaciones
solían fallar por un margen de un 90% o más. En 1975, las autoridades
norteamericanas calculaban que los cárteles hacían entrar en total entre quinientos y
seiscientos kilos al año, cuando la policía de Cali tropezó con seiscientos kilos en un
solo avión. Esta incautación desató una guerra de fin de semana en Medellín, donde
varias facciones se acusaban entre sí de haberla jodido o de haberse vendido.
Murieron cuarenta personas, pero cargamentos de tal magnitud se habían tornado
algo corriente y la gran mayoría llegaba a su destino. La marea de corrupción y el
caudal de dinero del narcotráfico sencillamente arrastró como una riada a las
relativamente endebles instituciones de la ley y el orden. Y sucedió tan rápidamente
que el Gobierno de Bogotá apenas se enteró de lo que estaba ocurriendo.
Después de haber salido airoso de su primer arresto en 1976, Pablo comprendió
que poco tenía que temer de la ley en Medellín. Se había erigido el rey en la sombra
de su ciudad. Durante aquel período, Rubin vivía en Miami, así que durante algunos
años no había visto a Pablo o a sus amigos, los hermanos Ochoa. Cuando regresó a
Colombia en 1981, «el circo marchaba a todo vapor», como expresó Rubin con sus
propias palabras. Todos los capos narcos tenían mansiones, limusinas, coches de
carreras, helicópteros y aviones privados, ropas finas y obras de arte rimbombantes
(algunos, como Pablo, contrataron a decoradores para que los asesoraran en la
compra de pintura y escultura, de un gusto que se inclinaba hacia lo chabacano y lo
surrealista). Estaban rodeados de guardaespaldas, aduladores y mujeres, mujeres y
más mujeres. Se estaban dando la gran vida, y aunque nadie en Colombia había visto
algo parecido, aquel lujo desmedido todavía iba a alcanzar cimas mucho más altas
porque los gánsteres abrirían discotecas espléndidas y restaurantes refinados e
importarían una nueva vida nocturna a Medellín.
Pablo era famoso por sus gustos adolescentes. Él y sus amiguetes jugaban
partidos de fútbol a la luz de los focos, en campos que había hecho nivelar y cubrir
de césped, pagando además a locutores deportivos para que relataran aquellos
encuentros amateurs como si los jugaran profesionales de primera línea. Oponentes
y compañeros siempre se esforzaban para que don Pablo pudiera lucirse. Poco
tiempo
www.lectulandia.com - Página
después, él y otros capos comprarían los mejores equipos de fútbol del país. Para
entretener a sus amigos más íntimos, Pablo solía contratar reinas de la belleza en
noches de juegos eróticos. Las mujeres debían desvestirse y correr desnudas en
competición hasta un coche deportivo caro, que la ganadora habitualmente se
quedaba. La otra posibilidad era que sometiesen a las muchachas a las
humillaciones más estrambóticas: se les afeitaban las cabezas, tenían que comer
insectos o participar desnudas en concursos de escalada de árboles —en el
dormitorio de una de sus residencias Pablo disponía de una camilla ginecológica,
aparentemente con fines recreativos. En 1979, hizo construir una fastuosa casa de
campo en un rancho de tres mil hectáreas cerca de Puerto Triunfo en las
márgenes del río Magdalena, a unos ciento veinte kilómetros de Medellín. La
bautizó con el nombre de Hacienda Nápoles. Solamente los terrenos le costaron
sesenta y tres millones de dólares, y aún no había comenzado a gastar en serio.
Construyó un aeropuerto, un helipuerto y una red de carreteras; importó cientos de
animales exóticos (elefantes, búfalos, leones, rinocerontes, gacelas, cebras,
hipopótamos, camellos y avestruces); hizo seis piscinas y creó varios lagos. La
mansión estaba equipada con todo juguete y extravagancia. Podían pasar la noche
allí más de cien huéspedes, y no sólo eso, sino que además se les alimentaba, se
les proveía de juegos, música y fiestas. Había mesas de billar, flippers, y una
rockola Wurlitzer, en la que únicamente sonaba el cantante preferido de Pablo, el
brasileño Roberto Carlos. Expuesto frente a la casa, descansaba un sedán de los
años treinta acribillado a balazos que, según Pablo, había pertenecido a los
ladrones de bancos Bonnie y Clyde. A sus invitados solía llevarlos a hacer delirantes
excursiones por la hacienda o a hacer carreras en uno de sus lagos de encargo
montando en jet-skis. La Hacienda Nápoles era una mezcla esperpéntica de
erotismo, exotismo y extravagancia y Pablo era su maestro de ceremonias.
Disfrutaba de la velocidad, del sexo y de presumir, pero sobre todo, de un público
que lo admirara.
A medida que su fortuna crecía y su fama se extendía por todo el país, Pablo
comenzó a cuidar su imagen pública, negando concienzudamente toda conexión con
sus actividades ilegales. Y pese a que su reputación aterrorizaba incluso a criminales
consumados, se esforzaba por hacer de sí mismo una figura entrañable. En público,
sus modales eran formales hasta el acartonamiento, como si quisiera estar a la altura
de alguien que no era. Su manera de hablar se volvió barroca y excesivamente
obsequiosa, y comenzó a cortejar a la opinión pública, especialmente a los pobres.
Haciendo uso de la retórica izquierdista cuando le venía bien, Pablo explotaba el
resentimiento de las masas para con el Gobierno y los poderes fácticos de Bogotá, y
daba rienda suelta al odio histórico que el pueblo sentía por Estados Unidos. Las
guerrillas marxistas, como las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de
Colombia), el ELN (Ejército de Liberación Nacional) y un nuevo movimiento urbano
que se llamaba a sí mismo M-19 (Movimiento 19 de abril) disfrutaban de un amplio
apoyo de la juventud estudiantil, y por si eso fuera poco, jesuitas rebeldes
pregonaban la teología de la liberación... Tras años de explotación y de violencia
política que incluía la intimidación de las temidas autodefensas —escuadrones
paramilitares pagados por los terratenientes con el fin de someter al campesinado
por el terror—, el pobre ciudadano medio de Medellín despreciaba al Gobierno
colombiano. Bogotá estaba en manos de la élite potentada: un 3% privilegiado que
tenía en su poder el 97% de las tierras y las riquezas del país. Pablo, que por
entonces ya era más rico que cualquiera de ese exclusivo 3%, interpretaba el
papel del paladín del pueblo. Su cuñado, Mario Henao, era un intelectual de
izquierdas que clamaba contra la influencia imperial y capitalista de Estados
Unidos. Mario le suministró a Pablo los argumentos patrióticos necesarios para
justificar su negocio de tráfico y le propuso una vía hacia la honradez: el flujo de
cocaína a Estados Unidos podía considerarse una táctica revolucionaria que, a la
vez que absorbía dólares gringos, corrompía los cerebros y la sangre de la
decadente juventud norteamericana. Por ese razonamiento, Pablo no sólo se
enriquecía sino que estaba asestándole un golpe al stablish-ment mundial
utilizando su propio dinero para construir una Colombia a tono con los tiempos:
una Colombia nueva, moderna, y progresista. En el ámbito internacional, lo que
parecía estar haciendo era robar a los ricos para dar a los pobres.
Rara vez Pablo consumía cocaína, y como bebedor, era moderado. Su droga
preferida continuaba siendo la marihuana. Aislado en compañía de sus
guardaespaldas, sus adoradores y secuaces, había comenzado a verse a sí mismo
de otra manera. Ya no tenía suficiente con haberse adueñado de las calles de
Medellín o con dominar el tráfico internacional de cocaína. En algún momento de su
ascensión Pablo había comenzado a verse como un prohombre. Sus palabras e
ideas cobraron de pronto una importancia histórica, y su ambición creció hasta
ocupar un lugar aún mayor. Se comportaba como el tahúr que cuanto más gana más
apuesta. Pablo se iba considerando poco a poco la encarnación del alma
colombiana, el enviado que conduciría al país hacia el futuro; como si los deseos
de la mayoría fueran los suyos propios, y los enemigos del pueblo, sus propios
enemigos. Le fascinaba la historia de Pancho Villa, el revolucionario mexicano que
había retado directamente a Estados Unidos en 1916 al dirigir incursiones en Texas
y Nuevo México. Tropas norteamericanas lideradas por el general John J. Pershing
lo habían perseguido hasta México, e infructuosamente lo buscaron durante once
meses. Aquella campaña había encumbrado a Villa en el corazón popular (luego
moriría a manos de enemigos políticos en 1923). Pablo abrazaba la leyenda
paisa de que Villa en realidad había sido colombiano. Así que comenzó a
coleccionar objetos mexicanos de la época y le daba sumo placer disfrazarse de
Villa y posar para las fotografías. Al final, acabaría por emular en más de un
aspecto la vida del mexicano al convertirse en el objetivo de una cacería humana
asistida por el Ejército norteamericano; un ejército que pondría la
histórica persecución de Pershing a la altura de una excursión de niños exploradores.
Pablo se tornó uno de los empresarios más generosos de Medellín: pagaba a los
empleados de sus laboratorios salarios que les permitían adquirir casas y comprar
automóviles. Quizás influenciado por Mario Henao, comenzó a gastar millones en
mejorar la infraestructura de la ciudad, se preocupó por los pobres hacinados en los
crecientes «barrios de invasión» mucho más de lo que el Gobierno jamás había
hecho. Donó dinero y presionó a sus asociados para que reunieran millones con los
que pavimentar carreteras y erigir nuevos tendidos eléctricos, además de crear
campos de fútbol por toda la región. Levantó pistas de patinaje, repartió dinero en
sus apariciones públicas y luego comenzó un proyecto de urbanización para
indigentes llamado «Barrio Pablo Escobar»: un sitio donde vivirían los que hasta
ahora habitaban en chozas junto a los basureros de la ciudad. La conservadora
Iglesia católica de Medellín apoyó los programas sociales de Pablo, y algunos
de sus párrocos se mantuvieron fieles a su benefactor hasta el fin. Pablo hacía
apariciones en inauguraciones y homenajes y, aunque se mostraba renuente a los
aplausos o a los agradecimientos, siempre permitía que lo condujesen al centro de
la escena. Solía participar en partidos de fútbol locales, demostrando que, a pesar
de su talle cada vez más voluminoso, aún se podía mover con sorprendente
dinamismo. Al final de la década, el paladín del pueblo no sólo era el hombre más
rico y más poderoso de toda Antioquia: ahora también era su ciudadano más
popular.
En una entrevista para una publicación de automóviles en 1980, Pablo Escobar
demostró sentirse generoso, en más de un aspecto, con sus congéneres: «Soy un
amigo de fiar y hago todo lo posible para que la gente me aprecie —dijo—. Los
amigos son lo más valioso que hay en la vida, de eso no tengo dudas».
Naturalmente, la amistad también tiene sus desventajas. «Lamentablemente —
añadió con un tono inquietante— en el transcurso de la vida uno también se
cruza con gente que es desleal.
En privado, hablaba en susurros y se enorgullecía de su incombustible buen
humor. Cuando estaba «colgado», gustaba de contar anécdotas v de reírse de sus
propias proezas y de las torpezas de sus enemigos, pero en la mayoría de los casos se
contentaba con repantigarse y escuchar. En su aspecto personal era dejado, vago y se
permitía todos los exceso sos. Comía demasiado, se daba atracones de Coca-Cola,
pizzas precocinadas y toda clase de comidas rápidas, y tampoco reparaba en gastos
para reclutar a jovencitas —cuanto más jóvenes mejor— y así satisfacer su apetito
sexual. Como otros antes que él, millonarios de poder casi ilimitado en plena
juventud, Pablo fue víctima cada vez más de sus propios delirios de grandeza. En los
hechos, ya estaba por encima de la ley. En Medellín había dado origen a un sistema
de justicia de doble rasero. Las muertes ocurridas como parte habitual de sus
negocios —el índice de homicidios se duplicó durante aquel período— eran
ignoradas por la policía, se las consideraba parte del narcotráfico, algo del todo
desligado de la sociedad civil. Personalmente, Pablo entendía que los asesinatos
cometidos por sus hombres eran hechos intrascendentes para la sociedad en su
conjunto; asuntos de negocios, nada más, una necesidad nefasta en un Estado carente
de un sistema legal firme. En Colombia, uno se podía pasar la vida esperando los
fallos de la justicia estatal. Una de las prerrogativas de los ricos y poderosos en la
Colombia rural siempre había sido la de administrar su propia justicia. Y este
representaba el fundamento de la larga y sangrienta tradición de las «autodefensas» o
ejércitos privados. Una vez que Pablo hubo hecho sus primeros millones, ya no
esperaba que la ley lo protegiera. Y lo que es más: le ofendía la intromisión de las
autoridades en sus asuntos. Se veía con el derecho de utilizar la violencia que juzgase
necesaria y en ocasiones hasta lo hizo públicamente. Sorprendido un trabajador al
intentar robar algo de su mansión de la Hacienda Nápoles, hizo que lo ataran de
manos y pies y, en presencia de los invitados horrorizados, echó al hombre a la
piscina de un puntapié y se quedó observando cómo se ahogaba. «Eso es lo que le
pasa a los que le roban a Pablo Escobar», dijo. La advertencia sin duda repercutió en
sus invitados, muchos de los cuales podían robar a el Doctor muchísimo más de lo
que aquel infortunado sirviente había intentado sustraer.
La mayor parte de Medellín aceptaba su sistema de justicia privado,
principalmente porque oponerse a Pablo Escobar no era una medida prudente. Los
que se oponían a su voluntad se transformaban en sus enemigos, y sus enemigos
tenían la costumbre de morir violentamente. No toleraba el idealismo, y pese a su
interés en el bienestar de los pobres de Medellín, su concepción del mundo resultaba
esencialmente cínica y su modo de prosperar se basaba en ser más inteligente y
más peligroso que los demás. Así que cuando los políticos y el periodismo de
Bogotá hicieron correr la voz acerca de su imparable ascenso en el mundo del
crimen, él presintió que no se trataba más que de mequetrefes y santones. O se
habían aliado con los cárteles rivales o con Estados Unidos. Para Pablo nadie
actuaba por lealtad a sus principios. A cualquiera que se le opusiera se le tachaba de
«desleal», de traidor a Pablo Escobar y a Colombia.
Lógicamente, el paso siguiente para un hombre dotado de tal ambición fue la
política. En 1978 sería elegido miembro suplente del municipio de Medellín. Ese
mismo año apoyó la campaña presidencial de Belisario Betancur, prestándole al
político y a su comitiva aviones y helicópteros, y con un espíritu por demás liberal
contribuyó con dinero a la campaña del rival de Betancur, Julio Turbay, quien
acabaría por ganar las elecciones. Dos años más tarde, Pablo defendió la formación
de un nuevo partido a escala nacional llamado Nuevo Partido Liberal, cuya lista en
Antioquia encabezaba un ex ministro de justicia, Alberto Santofimio, y en el ámbito
nacional, el enormemente popular reformador Luis Galán. En 1982 Pablo resolvió
presentarse a las elecciones en persona, para el puesto de suplente del
representante de Envigado, Jairo Ortega. Según el sistema electoral de Colombia,
los ciudadanos votan a un representante en el Congreso y a su suplente, a
quien se le otorga inmunidad parlamentaria y autoridad para participar en la
sesión cuando el representante titular no puede asistir a la Cámara. Jairo
Ortega y Pablo Escobar fueron elegidos en el mismo sufragio que llevó a Betancur,
en su segundo intento, a la presidencia de Colombia.
De ese modo, Pablo Escobar pasó a formar parte de la Cámara. Era sólo un
puesto sustitutorio, pero la victoria tenía toda la apariencia de la validación que él
siempre había deseado. Ya era un ciudadano respetable y un representante del
pueblo. El puesto le confería una inmunidad jurídica automática, por lo que ya
no podía ser procesado por ningún crimen cometido en Colombia. El puesto se
acompañaba asimismo de un pasaporte diplomático, que Pablo comenzó a utilizar
tic inmediato para realizar viajes a Estados Unidos. Se sacó una foto, junto a su
joven hijo Juan Pablo, enfrente de la Casa Blanca y por primera vez disfrutó de las
mansiones que había adquirido en Miami (una de ellas ubicada en Miami Beach y
una finca que le costara ocho millones de dólares, al norte de la ciudad, en
Plantation, estado de Florida). Por fin lo había logrado. Sus amigos comentan
que por entonces Pablo confesó sus aspiraciones de ser presidente de Colombia.
Después de varios años, parte de la clase dirigente había hecho las paces con el
fenómeno del narcotráfico. Algunos lo veían sencillamente como una industria más,
que había creado una nueva clase social, rica y joven y no sin un cierto glamour.
A los «narcomillonarios» se los comparaba con aquellos magnates del petróleo
que surgieron a fines del siglo XIX y principios del XX. Pablo mismo llegaría a
aseverar con cierta razón (y tal vez con la voz de su cuñado dictándole al
oído) que el patrimonio de las familias más influyentes se había construido sobre
los cimientos del crimen: la trata de esclavos, el tabaco, el tráfico de quinina y tantas
otras actividades de dudosa ética. La historia de Colombia rezumaba ejemplos, y del
mismo modo que aquellas clases habían reordenado la lista de prioridades
políticas a lo largo de la historia, los narcos tenían también sus propias
exigencias: querían que el listado legalizara su industria, y —teniendo en cuenta
la cantidad de dinero que estaban dispuestos a repartir y el boom de construcción
que experimentaba Medellín— algunos intelectuales se tomaban en serio el hecho
de que el comercio de la cocaína representaba la salvación económica de las
naciones andinas, muy afín al descubrimiento de las reservas petrolíferas del
golfo Pérsico. Si bien la nueva clase de narcotraficantes estaba constituida por
capitalistas acaudalados y poderosos, la naturaleza subversiva del tráfico de
cocaína no dejaba de agradar a los nacionalistas de izquierdas: éstos celebraron el
gran movimiento de divisas que por una vez fluía de norte al sur.
Pero el mayor error de Pablo sería ambicionar un cargo público en medio de todo
aquello. Él podría haber continuado moviendo los hilos de la política colombiana
durante toda una vida larga y desahogada. Pero tomó la determinación de salir de
detrás de la cortina y acercarse a las candilejas. No quería ser exclusivamente el
narcotraficante, sino también el prohombre. Durante la década de los setenta se
había tomado muchas molestias para borrar la evidencia de su pasado delictivo (eso
sí, sin dejar de presumir de él en privado), y emprendió una campaña audaz para
asumir el papel de ciudadano benevolente y respetuoso con la ley. Contrató a
publicistas, sobornó a periodistas y fundó su propio periódico, Medellín Cívica, que
ocasionalmente publicaba perfiles lisonjeros de su benefactor.
«Lo recuerdo bien —decía uno de los admiradores de Escobar citado en sus
páginas—. Sus manos como las de un pastor trazando parábolas de amistad y de
generosidad en el aire. ¡Claro que lo conozco! Sus ojos derramaban lágrimas porque
no hay suficiente pan para todas las mesas del país. Yo le he visto sufrir al ver a
los niños de la calle, a esos ángeles sin juguetes, sin regalos... y sin futuro.»
Pablo patrocinó exposiciones de arte con el fin de reunir dinero para la caridad.
Fundó Medellín Sin Tugurios, una organización cuyo objetivo era proseguir con los
proyectos de urbanizaciones para pobres. Solía salir a caminar con dos párrocos de
la ciudad cuya mera amistad llevaba implícitas las bendiciones de la Iglesia. El
único indicio de interés personal en su nutrido orden del día para estrechar lazos
con las fuerzas vivas fue un debate que sostuvo sobre el tema de la extradición en
un bar y discoteca muy concurrido llamado Kevin’s. En 1979, Colombia había
firmado un tratado con Estados Unidos que definía el tráfico de drogas como un
crimen contra el vecino del norte, y como tal exigía que los supuestos traficantes
fueran extraditados para ser juzgados allí, y, en caso de ser condenados,
encarcelados. La posibilidad de ser extraditados causó pavor entre los que, como
Escobar, sabían, desde hacía ya tiempo, que poco tenían que temer del sistema
judicial colombiano. El foro en cuestión denunció la extradición como una violación
de la soberanía nacional —cosa que no sorprendió a nadie. Escobar hizo del
tratado de extradición un asunto de orgullo nacional y el fundamento de su
actividad política.
Haber sido elegido representante en 1982. Marcó el punto culminante de su
popularidad y de su poder. Desde cualquiera de sus lujosas mansiones debió
sentir que Colombia, y acaso toda Suramérica, se hallaban a merced de sus garras.
Además de sus frecuentes viajes a Estados Unidos, por entonces voló a España con
su familia y recorrió Europa. Tenía dinero, una posición política, y hasta comenzaba
a mostrar poder militar. El enfrentamiento que el Ejército colombiano libraba con
la guerrilla marxista en montañas y junglas había sido asistido tradicionalmente
por los paramilitares —las autodefensas creadas y financiadas por terratenientes e
industriales. Al haberse ganado un lugar entre los oligarcas de la nación, Pablo
empezó a utilizar los mismos métodos. Cuando Marta Nieves Ochoa (hermana de
sus amigos, los hermanos Ochoa) fue raptada por el M-19 en 1981 y hecha
prisionera, los raptores pidieron una suma, más que exorbitante, estrafalaria. Acto
seguido, Pablo, Ochoa y otros capos formaron una milicia para combatir la
guerrilla. La milicia dio en llamarse Muerte a los Secuestradores (MAS) y encubrió
sus sangrientas tácticas con piadosas diatribas contra la criminalidad (pese a que los
panfletos lanzados en un estadio de fútbol que anunciaban la fundación de MAS
prometían que los secuestradores serían colgados de los árboles de las plazas).
Así nació la jugosa e inconfundible ironía colombiana de un movimiento armado
que lucha contra secuestradores, y cuyo líder es a su vez un secuestrador experto y
criminal.
Pablo continuó utilizando su retórica populista cuando lo creía oportuno. No
obstante, tanto él como los demás jefes narcos fueron convirtiéndose
inevitablemente en enemigos naturales de los comunistas de las montañas. El valle
del tramo medio del río Magdalena, la exuberante y verde línea divisoria entre las
cordilleras central y occidental de la región de Antioquia, había sido un bastión de
las FARC, el principal grupo guerrillero del país. Durante décadas, los terratenientes
habían financiado sus propios ejércitos privados para proteger sus propiedades
y sus familias, y para aterrorizar a los campesinos que mostrasen cualquier tipo
de simpatía por los rebeldes. A mediados de la década de los ochenta, Pablo y sus
secuaces —los más ricos terratenientes de la historia de Colombia— podían
permitirse mucho más que defenderse y aterrar a los habitantes de los pueblos
vecinos. Armados con material militar sofisticado y entrenados por mercenarios
ingleses e israelíes, los narcos comenzaron a acechar a la guerrilla con una
determinación y una agresividad que el Ejército jamás había tenido. En el ínterin,
aquellos grupos paramilitares financiados por los narcos estrecharon vínculos con
el Ejército, y ambos, uniendo sus fuerzas, infundieron tal temor a las FARC, al
ELN y al M-19 que éstas no tuvieron más opción que replegarse una vez más en
las montañas. Luchar contra las guerrillas dio a Pablo y a los demás narcos un
halo de mayor legitimidad a los ojos de algunos colombianos. Ciertos periodistas
y miembros del Gobierno —a muchos de los cuales se les pagaron generosamente
sus esfuerzos— comenzaron a presionar para legalizar el narcotráfico. No cabe duda
de que tal posición extrema habría convertido a Colombia en una
«narcodemocracia» y por tanto en una nación forajida, pero los argumentos
tuvieron el’ efecto de hacer que la campaña de Escobar contra la extradición
pareciera moderada y hasta razonable. Los líderes colombianos se mostraban cada
vez más dispuestos al diálogo; de hecho, según se ha dicho, las campañas de
ambos candidatos a la presidencia en 1982 fueron financiadas por los
narcotraficantes.
Tras ser elegido suplente en la Cámara de Representantes, Pablo se convirtió en
una figura pública popular y la cada vez más solícita prensa bogotana lo bautizó
como el «Robin Hood paisa». En abril de 1983 la revista Semana publicó de él un
perfil muy favorable, observando apenas que las fuentes de su riqueza «no cesan de
ser objeto de especulación». Haciendo gala de su Rolex incrustado de diamantes,
Pablo reconocía poseer una flota de aviones y de helicópteros, un vasto número de
propiedades en el mundo entero, y para finalizar Pablo desvelaba que su fortuna
(que ascendía a aproximadamente cinco mil millones de dólares) tuvo su origen
en un
«negocio de alquiler de bicicletas» que dijo haber comenzado en Medellín a los
dieciséis años. «Me dediqué un tiempo a la venta de lotería, más tarde a la compra y
venta de automóviles y, finalmente, acabé en el negocio inmobiliario.» Sus
afirmaciones eran, naturalmente, absurdas. Sin embargo, entre sus allegados
siempre presumía de cómo había levantado su fortuna. Pablo era sobradamente
conocido por la policía de varios países como el principal traficante de cocaína del
mundo entero. Pero si el precio de su éxito político significaba falsear una
excusa de apariencia legítima para justificar su fortuna mal habida, Pablo estaba
dispuesto a sonreír y a estrechar cuantas manos fueran necesarias hasta alcanzar
el poder. A fin de aquel año, sus posibilidades parecían ascendentes e ilimitadas.
Pablo, mucho más que un contrabandista enriquecido, encarnaba el espíritu
juvenil de la época: a todo lo largo y lo ancho del mundo civilizado una nueva
generación se estaba haciendo adulta, una generación cuya actitud hacia las drogas
como forma de divertimento era sorprendentemente distinta de la de sus padres. Por
cierto, parte del atractivo de aquellas drogas tan populares era justamente su
ilegalidad. Su utilización era un acto de rebeldía, un desafío y una declaración de
modernidad y, lo supieran o no, todo el que inhalara cocaína estaba haciéndole una
pequeña reverencia a sus intrépidos proveedores colombianos. Y del mismo modo
que los miles de millones de dólares de Pablo eran la suma de todas las transacciones
furtivas, su riesgo suponía la suma total de todos los ínfimos riesgos de los que
consumían mu producto. Al final de la larga cadena de comercio ilícito que hacía
llegar la sustancia narcótica a sus membranas nasales, estaba Pablo, el que corría el
riesgo mayor y se llevaba la mayor recompensa. Él y otros cupos del narcotráfico
fueron, al menos durante un tiempo héroes populares, la encarnación del estilo; seres
tan glamourosos como terribles, retratados por la cultura popular en programas del
tipo Miami Vice. En la vida real Pablo interpretaba su papel con garbo: con orgullo,
señalaba a los visitantes de la Hacienda Nápoles la avioneta que había transportado
los primeros cargamentos y que, como un monumento nacional, se alzaba sobre la
entrada a su finca. También mandó construir pequeños submarinos a control remoto,
que podían transportar más de dos mil kilos de cocaína desde las playas del norte de
(Colombia hasta las costas de Puerto Rico, donde buzos extraían la carga y la
enviaban a Miami en lanchas de alta velocidad. Pablo dirigía al norte una flota
completa de avionetas cargadas con mil kilos de droga cada una, y no había manera
de que las autoridades, aduaneras o policiales, pudieran interceptar más que una
ínfima parte. Con el tiempo comenzó a adquirir aviones Boeing 727 usados, a los que
les quitaba los asientos para poder transportar cantidades de hasta diez mil kilos por
vuelo. No había fórmulas para frenar a Pablo.
Pero a partir de entonces todo comenzó a venirse abajo, pues Pablo era, ante
todo, un producto de la sociedad colombiana. Sin importarle cuan exitosa fuera su
fama en el exterior, él se preocupaba principalmente por el sitio que ocupaba en su
país. Y en Colombia, una cosa es hacerse millonario con contrabando ilegal y
liberalmente esparcir esa prosperidad, y otra muy distinta querer ser considerado
un ciudadano respetable. Cuando Pablo se lo propuso, la alta sociedad
colombiana se rebeló. Al solicitar la admisión en el Club Campestre de Medellín, el
foco social de las familias más influyentes y tradicionales, fue rechazado. Un año
más tarde, cuando quiso ocupar su escaño en la Cámara, provocó una tormenta
política que hizo añicos todos sus sueños de lograr un mayor estatus social. Las
consecuencias se manifestarían en una de las décadas más sangrientas de la
historia colombiana.
3
El recientemente investido ministro de justicia, Rodrigo Lara Bonilla, nunca
imaginó el peligroso paso que estaba a punto de dar en 1983 cuando decidió ir a por
aquellos que aceptaron «dinero narco» para financiar sus campañas electorales.
Lara Bonilla era un hombre apuesto, un ambicioso ex senador de cabello largo y
liso, con un flequillo que le caía en forma de rastrillo sobre la cara. Encantador,
gregario y apasionado, se le consideraba a sus treinta y cinco años una estrella en
ascenso en un ala marginal del viejo Partido Liberal: el llamado Frente de
Renovación Liberal, partido al que, por cierto, Pablo había financiado en su nativa
Medellín. Se llamaban a sí mismos «el nuevo liberalismo» y su líder era el
carismático Luis Galán, a quien muchos compatriotas veían como el heredero de
la tradición progresista y reformadora iniciada por el malogrado Gaitán.
Luis Galán había sido uno de los tres candidatos a la presidencia en los comicios
de 1982, pero fue vencido por Belisario Betancur, quien por ley debía designar a
miembros de la oposición para varios puestos en el gabinete. Uno de los opositores,
Lara Bonilla (designado ministro de Justicia) no perdió tiempo en lanzarse a la caza
de los narcos y la amenaza que representaban; tema, por otra parte, recurrente en la
campaña del candidato de su partido, Luis Galán. Era un asunto candente tanto para
el público como para la prensa, no así para los líderes políticos de la nación, ya que
casi todos los candidatos importantes —fueran conservadores o liberales— habían
aceptado dinero proveniente del narcotráfico. Lara hizo del «dinero narco» su caballo
de batalla. Por otro lado, sus denuncias llenaban de entusiasmo a la embajador de
Estados Unidos que lo veía como un hombre de principios. Sin embargo, los motivos
de Lara no eran tan altruistas como parecían a primera vista. «El nuevo liberalismo»
consideraba a su facción de Medellín —apoyada por Escobar y por quienes lo habían
elegido— como un peligroso rival político. Así pues los ataques de Lara a aquellos
que habían aceptado el «dinero narco» eran al fin y al cabo una manera de proteger su
propia base política. El ministro no recibió demasiado respaldo de Betancur, quien
mantuvo un silencio notable con respecto a este tema, mientras que la actitud en los
círculos de los poderosos bo-fioi.mos no era muy distinta: todos ellos se limitaban a
observar. Dejarían que Lara Bonilla siguiera el camino que había elegido hasta ver si
sacar a la luz el espinoso tema del «dinero narco» resultaba un paso relativamente
sensato.
En el verano de 1983, Pablo ya era un conocido criminal para las fuerzas
policiales de todo el mundo, pero fuera de Medellín los colombianos no lo conocían
tanto. Para ser elegido como suplente del representante, Pablo se había tomado el
arduo trabajo de lavarle la cara a su ficha policial, a la vez que los elogiosos artículos
sobre su persona en la prensa de la capital hacían lo suyo para mantener al populacho
www.lectulandia.com - Página
en la ignorancia. Si bien su nombre y los de sus secuaces se conocían muy bien en
los pasillos del poder, haber sido elegido como suplente de Ortega no creó
demasiado revuelo. Pero Lara Bonilla sabía muy bien quien era Pablo, y también
sabía que no había mejor ejemplo del descarado poder del «dinero narco» que
aquellos comicios. El ministro de justicia no se lanzó a acusar directamente a Pablo
de traficante, pero dejo muy claro que Medellín estaba engangrenada por
asociaciones de ese tipo. Era probable que Lara Bonilla no supiese el peligro al
que se exponía por crearse un enemigo tan poderoso, pero lo averiguaría al final
del verano.
Ortega, el primer representante de Envigado, hizo saber que contestaría
públicamente a las acusaciones de Lara Bonilla, y el día señalado, el 16 de agosto
de 1983, Pablo Escobar llegó por primera vez a la capital. Los asientos destinados a
los visitantes a las sesiones de la Cámara, que habitualmente se encontraban
vacíos, ahora estaban llenos. Había manadas de periodistas y fotógrafos, y entre
todos ellos, Carlos Lehder, el extravagante traficante de cocaína, con su propia
cohorte de guardaespaldas y esbirros. Todos los asientos, en principio dispuestos
para el público en general, habían sido ocupados. Pero Lehder, al igual que
Pablo, publicaba un pequeño periódico propio, razón por la que fue admitido en la
tribuna de la prensa. Fuera de la sala, los pasillos estaban colmados, y se
podía oír un murmullo de agitación ansiosa. Nadie sabía muy bien qué esperar de
aquel encuentro; sólo que los narcos se habían infiltrado en el Gobierno, que la
vida pública que conocían había sido desafiada abiertamente, y que habría algún
tipo de «duelo al sol».
Pablo, con el pelo largo y despeinado, entrado en carnes y luciendo un traje de
color crema del que asomaba una camisa de volantes con el cuello desplegado
sobre las solapas, llegó escoltado por un pelotón de gorilas. En un principio los
bedeles le negaron la entrada por no llevar corbata, así que Pablo pidió prestada
una con un estampado de flores. Cuando sus guardaespaldas y él llegaron a la sala,
pudo oírse un silencio de respiraciones contenidas. Todos los ojos se clavaron en
él y le vieron tomar asiento en la parte posterior de la Cámara. Parecía nervioso por
haber suscitado tanta atención, y una vez en su sitio comenzó a comerse las uñas.
El presidente de la Cámara, César Gaviria, bajó inmediatamente del estrado y
con fuerte tono exigió que se retiraran de la sala todos los guardaespaldas. Él sabía
con quién trataba y temía al gánster, un hombre capaz de cualquier cosa. A Gaviria
se le cruzaron por la mente imágenes de hombres abriendo fuego dentro de la sala,
pero con un gesto de Pablo los pistoleros salieron en silencio.
En los pupitres de cada delegado presente yacía una fotocopia de un cheque por
un millón de pesos extendido a nombre de Rodrigo Lara Bonilla y firmado por un tal
Evaristo Porras.
Después de los prolegómenos, Ortega se puso de pie y pidió permiso para
dirigirse a la Cámara. Con su infame suplente sentado a su lado, el congresista
anunció que tenía la intención de hablar de dinero, y que se alegraba de que se
hubiera presentado la oportunidad. Dijo que lo que lo llevaba a tratar aquel tema no
era un interés personal, pero que se sentía obligado a responder a ciertas
acusaciones hechas por el ministro de Justicia. Desde su asiento en las primeras
filas Lara Bonilla observaba.
Ortega comenzó preguntándole al señor ministro si conocía al tal Porras. Desde
su asiento Lara Bonilla dijo que no con un movimiento de la cabeza.
Ortega pasó a explicar que Porras era de Leticia —una ciudad de la frontera sur
de Colombia— y que había cumplido condena por tráfico de drogas en una prisión
del Perú. Aquel cheque, dijo, mientras lo agitaba en el aire, era una contribución a
una de las exitosas campañas de Lara Bonilla para el Senado. Ortega dijo que el
ahora ministro no sólo había aceptado el dinero sucio del narcotraficante Porras, sino
que además lo había telefoneado para darle las gracias. Acto seguido, el congresista
sacó un pequeño casete e hizo sonar una cinta que según él era la grabación de la
llamada en cuestión. Casi nadie en la inmensa Cámara logró entender ni una palabra
de la cinta magnetofónica.
«Que el Congreso estudie la conducta del señor ministro en lo que respecta a este
otro hombre que le ofreció un millón de pesos —dijo Ortega—. Porque lo que menos
querría yo sería dañar la brillante ca-11 era del ministro de Justicia. Sólo quiero
pedirle que nos explique qué tipo de ética nos va a exigir a nosotros. Que el país sepa
que su ética, señor ministro, no puede ser muy diferente de la de Jairo Ortega y de los
demás aquí presentes.»
El discurso de Ortega fue recibido con los aplausos y los vítores de Carlos
Lehder y su canalla desde la tribuna de los periodistas, y cuando ese exabrupto fue
reprochado por otros periodistas y editores, Lehder se limitó a lanzarles una mirada
acida y desafiante. En su escaño, una plan-1.1 más abajo, Pablo observaba
tranquilamente mientras se escarbaba los dientes con sus dedos gordos y romos. Se
balanceaba en su silla giratoria tapizada de piel, escuchaba y observaba sin decir
palabra, dejando entrever de vez en cuando una tímida sonrisa levemente afligida.
Una vez que Ortega hubo terminado, Lara Bonilla se puso de pie para
responderle. No, no recordaba a Porras, pero sabía que era perfectamente posible
que aquel hombre hubiera contribuido a una de sus campañas. Era una acusación
indignante y malintencionada. Ortega había señalado una mancha mínima en la
solapa de un hombre honesto. «Mi vida es un libro abierto», dijo Lara Bonilla y
ofreció renunciar a su cargo en el momento en que cualquier sospecha, cualquiera,
pusiera en tela de juicio su honestidad. Y agregó que no podía decirse lo mismo de
«algunos ministros complacientes, afectados por el chantaje y la extorsión a la que
se está sometiendo a la clase política de Colombia». «La ética es una cosa, pero
hay grados. Una cosa es un cheque que se utiliza para poner en duda la honradez
de un
hombre [...]. Otra muy distinta cuando un político financia una campaña
exclusivamente con esos fondos», puntualizó Lara Bonilla con un deje de sarcasmo.
Estaba claro que no temía que su integridad se comparase con la de hombres como
Ortega o Escobar. «Hay |entre nosotros) un congresista que nació en una región muy
pobre, un hombre de origen muy, pero muy humilde, que después de astutas
transacciones con bicicletas y otras cosas, se convierte de pronto en el dueño de una
incalculable fortuna, nueve aviones, tres hangares en el aeropuerto de Medellín, y
hasta crea el movimiento Muerte a los Secuestradores, mientras que por otro lado
funda organizaciones de caridad con las que intenta comprar las voluntades de los
necesitados y los desposeídos. Hay además investigaciones que se están realizando
en Estados Unidos —en las que lamentablemente no puedo ahondar en este
momento—, que tienen como principal sospechoso al suplente del señor Ortega y a
su conducta criminal.»
A Pablo no le faltaban defensores. Los argumentos de Ortega habían agradado a
muchos en la Cámara de Representantes, pues Ortega se había dirigido a una
hermandad de pecadores. Si hasta Lara Bonilla había aceptado dinero del
narcotráfico, ¿quién de ellos lograría sobrevivir a una investigación en toda regla?
Otro representante de Medellín, y también candidato en la misma lista que financiara
el cártel, se puso de pie y contestó al ataque esgrimiendo que aquellos insultos
carecían de fundamento y eran claramente políticos.
«Nunca hubo ningún tipo de sospecha sobre el origen de la fortuna de!
representante Escobar hasta que éste se unió a nuestro movimiento —dijo el
congresista—. Como político, carezco de la pericia para investigar el origen de
cualquier tipo de bienes |...|. El representante Escobar no necesita confiar en nadie
para defender su conducta personal, la cual, hasta donde yo sé, no ha sido objeto de
ningún proceso legal ni de ningún gobierno.»
Pablo no hizo comentarios al dejar el vestíbulo tal y como había llegado,
contenido en una falange de guardaespaldas. Fuera del recinto fue asediado por
periodistas, y por esquivar a uno de ellos con una grabadora, Pablo se topó con dos
congresistas que conversaban en el pasillo. Uno de ellos, Poncho Rentería,
sorprendido y asustado, intentó romper el hielo presentando a Pablo:
Profesor —le dijo a su colega—, usted que ha vivido la historia de este siglo, le
presento a uno de los pesos pesados de Envigado, Pablo Escobar.
El colega de Rentería miró a Escobar de arriba abajo y puesto que Escobar es un
nombre bastante conocido en Colombia le preguntó como en broma:
—¿Ah sí? ¿Y a cuál familia Escobar pertenece usted?
Pablo logró esbozar una sonrisa educada pero no contestó. Los dos congresistas
de Medellín se alejaron por el pasillo y Pablo se fue con ellos.
Estaba furioso. Al día siguiente, Lara Bonilla recibió una notificación de un
bufete de abogados: disponía de veinticuatro horas para presentar pruebas que
respaldaran sus acusaciones; de lo contrario se lomarían contra él medidas legales.
Lara Bonilla sabía de sobra que nadie en Colombia, ni en el resto del mundo,
dudaba de que Pablo Escobar fuera un criminal. La respuesta de Ortega confirmaba
que el ministro de Justicia tenía entre manos una contienda mucho más delicada de
lo que había calculado, pero Bonilla no se amilanó y recogió el guante. Comprendió
de inmediato que estaba en juego el alma de su país. Denunció la corrupción y
la violencia resultantes del narcotráfico y clamó por una «guerra frontal, limpia y
abierta, sin temor y sin vueltas atrás, con todos los riesgos que implique». Y definió
el cheque de Porras como «una cortina de humo».
«Los que me acusan no me perdonan la claridad con la que he denunciado
públicamente a Pablo Escobar, quien a través de astutas transacciones ha amasado
una enorme fortuna —afirmó. Y con respecto a esa enorme fortuna derivada del
narcotráfico, observó—: Se nata de un poder económico concentrado en unas pocas
manos y mentes criminales, y lo que no consigan por medio del chantaje lo harán
asesinando.»
Pero los amigos de Lara Bonilla también eran personas poderosas. Pocos días
después de la confrontación, el periódico El Espectador desenterró de sus archivos
noticias del arresto de Pablo y de su primo Gus-i.ivo por tráfico de drogas en 1976.
Toda la fachada de respetabilidad de Pablo se hizo añicos. Tan perjudicial había
sido el artículo que los esbirros de Pablo intentaron infructuosa y patéticamente
recorrer Medellín para hacerse con todos los ejemplares. Aquel lamentable
esfuerzo solamente dio como resultado aumentar el interés por el artículo y provocó
la reapertura de una investigación acerca de la muerte de los dos policías que lo
habían arrestado y que se expidiera una nueva orden de detención. Semanas
después el juez que diera la orden fue asesinado en su coche. Luego, la cadena
norteamericana ABC emitió un documental en el que se acusaba a Pablo
Escobar de ser el principal traficante de cocaína de Colombia y de poseer una
fortuna de más de dos mil millones de dólares. Pablo lo negó todo en una
entrevista televisiva en directo y aseguró que su fortuna provenía de la
«construcción»; sin embargo, no dejó de abogar por el comercio de la cocaína y
de elogiar el provecho que había significado para Colombia, que había reducido el
desempleo y provisto capital para un vasto crecimiento e inversión. En el contexto
de las terribles revelaciones de los medios, las negaciones de Pablo y sus elogios al
narcotráfico quedaron ridículas e interesadas. Su caída en desgracia fue angustiosa
e inmediata.
En los meses que siguieron, Pablo fue objeto de las denuncias públicas de Galán
hasta ser expulsado del Nuevo Partido Liberal. La Cámara entretanto estaba
tomando medidas para retirarle su inmunidad parlamentaria, la embajada de
Estados Unidos revocó su visa diplomática y el cardenal Alfonso López Trujillo
quitó el apoyo de la
Iglesia a los proyectos caritativos de Pablo. Lara Bonilla firmó la orden de arresto y
extradición de Carlos Lehder y éste se dio a la fuga. Era la primera vez que el
Gobierno tomaba medidas para cumplir con el tratado de extradición de 1979.
«Cuanto más sé, más comprendo el daño que hacen los narcos a este país», dijo
Lara Bonilla.
Y como si fuera poco, el Gobierno confiscó ochenta y cinco de los animales
exóticos de la Hacienda Napóles, aduciendo que habían sido importados
ilegalmente.
Pablo no se quedó callado: anunció que si el Gobierno no dejaba sin efecto el
tratado de extradición, él y Carlos Lehder cerrarían mil quinientos negocios dejando
sin empleo a más de veinte mil personas. Organizó un mitin en Medellín y acusó a
Lara Bonilla de hipócrita y de ser un títere de Estados Unidos. De todos modos,
contra las revelaciones acerca de su pasado delictivo y las nuevas órdenes de
detención, ya no había nada que hacer. La carrera política de Pablo había acabado.
Ya nunca lograría sacarse de encima la etiqueta de narcotraficante. Furioso,
abandonó la arena política en enero de 1984, haciendo público un comunicado
petulante en el que volcaba su opinión afirmando que él tenía un contacto más
estrecho con las masas de Colombia que sus adversarios políticos. «La actitud de
¡os políticos está muy alejada de las opiniones del hombre común y de sus
aspiraciones», dijo.
Pablo se quejó amargamente de su repentino cambio de fortuna. El
comportamiento de Lara Bonilla no lograba entrarle en la cabeza, porque Pablo
jamás actuaba por principio. Para él las personas del mundo se dividían en dos
clases, las que viven en un sueño y creen en lo que está bien y lo que está mal, y
aquellos que viven con los ojos abiertos y han aceptado que el único móvil del ser
humano es el poder y las pre-1 rogativas que de él se derivan: la recompensa y el
castigo; la plata o el plomo. Evidentemente, Lara Bonilla no era un idiota; si
resultaba inmune a la codicia y al miedo, si rechazaba el dinero y estaba dispuesto .
1 arriesgar la vida, sólo podía haber una razón para ello: que el ministro de Justicia
estuviera respaldado y pagado o por el cártel de Cali, o por los norteamericanos, o
por ambos. A Escobar no le cabía ninguna duela, así que en sus mensajes públicos
comenzó a referirse a Lara Bonilla como «el representante de Estados Unidos en el
Gobierno de Betancur». Para Pablo, lo que estaba en juego no era el bien o el mal:
lo que estaba en juego era el poder, ni más ni menos, y él pensaba que aquélla
era una refriega de la que podría salir airoso.
Lara Bonilla fue asesinado tres meses más tarde mientras viajaba en su
Mercedes Benz con chófer en la zona norte de Bogotá. Un ex convicto
montado en una motocicleta le disparó con una pistola-ametralladora, y siete balas
dieron en el blanco. Lara Bonilla ya se había planteado la seguridad de su
familia y por ende había hecho gestiones para que ellos pudieran residir durante un
tiempo en Estados Unidos, concretamente en el estado de Texas, y bajo un nombre
falso. Sin embargo,
él hacía caso omiso a las medidas que le garantizaban su propia seguridad. Se había
comprometido a luchar contra los narcos, aunque la muerte era una de las
consecuencias posibles de aquella decisión. El chaleco antibalas que el embajador
norteamericano Lewis Tambs le había facilitado fue encontrado en el asiento trasero
del coche, junto al cadáver; quizá no hubiera servido de nada.
4
Pablo había estado en lo cierto con respecto a una de sus presunciones: Estados
Unidos era uno de los motores más importantes que había de-irás de la presión a la
que se vio sometido tanto él como los demás narcotraficantes multimillonarios. En
respuesta al creciente consumo de cocaína en su país, el presidente Ronald Reagan
había creado en enero de 1982 un equipo formado por miembros de su gabinete,
para que se coordinaran las actuaciones en contra del tráfico de estupefacientes a
Estados Unidos. El hombre encargado de tal tarea fue el vicepresidente George
Bush. Pero no sería hasta que Bush ocupara la Casa Blanca en 1988, cuando la
guerra contra las drogas cambió formalmente sus objetivos al evitar que los envíos
cruzaran las fronteras y al perseguir directamente a los capos de la droga. Pero
mucho antes, el vicepresidente Bush ya había encaminado sus esfuerzos en esa
dirección. Tras la muerte de Lara Bonilla, el Gobierno colombiano reconoció que
los cárteles que dominaban el tráfico de cocaína significaban una verdadera
amenaza, y sus funcionarios se mostraron cada vez más dispuestos a aceptar la
ayuda norteamericana. Con el tiempo los capos no sólo se encontraron en la mira
de las fuerzas policiales sino también del Ejército; una ‘ diferencia muy notable,
como lo evidenciaría más tarde la cacería de Pablo Escobar. Casi nadie que
conociera mínimamente el tráfico de drogas afirmaría que todo ese entramado se
podía reducir y mucho menos detener arrestando a un puñado de narcos. Sin
embargo, resultaba mucho más sencillo captar la atención del Congreso
señalando con el dedo a un conciliábulo de multimillonarios (que infectaban con su
producto la salud de la juventud norteamericana) que al amorfo e impersonal
fenómeno de la droga. Reunir el apoyo necesario para ir a la guerra, o tan
siquiera para financiarla, requiere de enemigos visibles y los pintorescos narcos
colombianos cumplían con el perfil a la perfección.
Durante aquel período, las opiniones del norteamericano medio y del público en
general cambiaron de forma espectacular. En junio de 1986, Len Bias, jugador
estrella del equipo de baloncesto de la Universidad de Maryland y el primer
candidato para la NBA, sufrió un colapso y murió en una fiesta en el campus de la
universidad después de haber esnifado cocaína. La década de coqueteo con el polvo
blanco por parte de los jóvenes norteamericanos acomodados ya había comenzado
a agriarse, pero la muerte de Bias marcó el punto final. De la noche a la mañana,
la cocaína, la inofensiva droga recreativa que todos consumían en las fiestas, pasó a
ser
«la droga asesina». De pronto las historias de fiestas salvajes y de excesos en
Hollywood comenzaron a mostrar su lado más oscuro; se convirtieron en crónicas de
sobredosis y de adicción. Finalmente, la cocaína perdió todo su glamour cuando
inundó las calles en forma de crack, una especie de roca fumable, mucho más
barata,
convertida en epidemia caníbal, que aumentaba la criminalidad en los barrios y
destrozaba vidas. Los traficantes como Pablo dejaron de verse como símbolos de su
tiempo, para ser meros criminales; ni siquiera proveedores de la sustancia más
deseada del mundo, sino creadores de una plaga moderna. No es que la gente
hubiese dejado de consumir cocaína, pero ésta perdió su encanto y esnifar
abiertamente dejó de estar bien visto. Los azorados traficantes, jóvenes yuppies
que unos años antes habían sido el alma de la fiesta y que se veían a sí mismos
más como intermediarios elegantes que como criminales, estaban siendo llevados a
juicio, esposados e imputados por leyes severas promulgadas originalmente para
combatir el crimen organizado, por lo que se enfrentaban a condenas de por vida.
A los hombres detrás de los cárteles en Colombia ya no se los consideraba
gánsteres, sino enemigos del Estado.
Parte de la repentina hostilidad que abiertamente tuvo que soportar Pablo al
ocupar su escaño en la Cámara de Representantes fue consecuencia de la presión
norteamericana. Pese a que los narcos no eran blancos por sí mismos, el Gobierno
de Washington estaba cada vez más preocupado por los vínculos entre aquéllos
y la guerrilla. En un informe de la CÍA fechado en junio de 1983 se informaba
que
«Inicial-mente, estos grupos guerrilleros evitaron toda conexión con plantadores y
traficantes, salvo para condenar la influencia corruptora de las drogas en la sociedad
colombiana. En la actualidad, sin embargo, varios de ellos han estrechado vínculos
activos con los traficantes, y algunos utilizan los beneficios de su propio tráfico para
adquirir armamento». En aquel preciso momento, Pablo y otros narcos colaboraban
con el Ejército de Colombia en su lucha contra las FARC, el ELN y el M-19. Las
guerrillas parecían estar cayendo en la cuenta de que unirse a los narcos era más
beneficioso que luchar en su contra, y se estaban fraguando arreglos en varias
regiones del país. En vez de exigir el impuesto revolucionario al cártel de Medellín,
los insurgentes preferían negociar tarifas para proteger las plantaciones de coca y los
laboratorios. «De hecho, en ciertas zonas, las FARC tenían estipulado un sistema
de cuotas, impuestos y reglamentos para los trabajadores, productores y propietarios
de plantaciones», concluía el informe de la CÍA.
El nuevo embajador norteamericano en Colombia, Lewis Tambs, era miembro del
conservador Partido Republicano y había coescrito el Informe Santa Fe, el gran plan
trazado por Estados Unidos para contener el comunismo en América Latina. En su
última reunión informativa antes de asumir su puesto en la embajada de Bogotá en
abril de 1983, se le había ordenado concentrarse en el narcotráfico como prioridad
número uno. A su llegada, el gregario diplomático dijo: «Sólo hay dos canciones en
mi repertorio: el marxismo y el narcotráfico». Y teniendo en cuenta la nueva
evidencia que vinculaba a narcotraficantes y guerrillas, el repertorio se reducía más
bien a una única canción. Aquel cambio de política tenía implicaciones muy serias en
Washington. La idea de utilizar al Ejército y los distintos servicios de espionaje en la
guerra contra el narcotráfico era un concepto novedoso y controvertido, pero luchar
contra el comunismo no era ni lo uno ni lo otro y había sido el eje de la política
exterior de Estados Unidos desde el final de la segunda guerra mundial. Si el
marxismo y el narcotráfico se habían fusionado en Colombia, entonces Pablo y sus
socios se estaban buscando un enemigo poderoso e implacable. En Lara Bonilla, el
embajador Tambs había descubierto a su primer aliado de peso. De hecho, cuando
el ministro de Justicia lanzó su campaña contra el «dinero narco» contaba con
la información y el apoyo de la embajada de Estados Unidos.
Bajo el permiso de Lara Bonilla, el Departamento de Estado norteamericano
había comenzado a realizar pruebas con herbicidas sobre plantaciones de coca, y
en marzo de 1984 fuerzas colombianas habían dado dos duros golpes al cártel
de Medellín. Con el liderazgo de Lara Bonilla, la PNC (la Policía Nacional de
Colombia) desbarató una inmensa fábrica de procesamiento de cocaína en el río
Yarí, llamada «Hacienda Tranquilandia», ubicada en las selvas del sur. Se trataba
de un complejo de catorce laboratorios y campamentos que daban albergue a
cuarenta trabajadores. La PNC incautó catorce toneladas métricas de cocaína, el
hallazgo más importante de la historia. Semanas antes de que se realizara la
incursión, las entusiasmadas fuerzas del presidente Betancur —con apoyo
norteamericano— habían localizado y destruido siete aeródromos, siete aviones,
catorce mil bidones de químicos, y se habían incautado una cantidad de cocaína
cuyo valor ascendía a más de mil millones de dólares. Había sido el peor mes
de la historia del cártel de Medellín. Menos de un mes después moría el ministro
de Justicia, Lara Bonilla.
Su muerte dio lugar a una violenta reacción en contra del cártel de Medellín, lo
que podía desembocar fácilmente en una guerra abierta y total. A partir de entonces,
la cocaína ya no volvería a ser vista como la nueva industria en Colombia. El muy
estimado editor del periódico El Espectador, Guillermo Caño, escribiría: «Desde hace
algún tiempo, estos hombres siniestros se las han arreglado para crear un imperio de
la inmoralidad. Han engañado y tomado por estúpidos a los complacientes, a quienes
repartían migajas y sobornos, mientras un populacho cobarde y muy a menudo
deslumbrado les observaba cruzado de brazos, satisfecho con las ilusiones que se
les brindaban y entretenidos por los relatos de aquellas vidas de jet-set».
La sociedad colombiana había buscado camorra con el hombre más poderoso del
país, y las consecuencias serían terribles.
Asesinar a un ministro era un acto de guerra contra el Estado. La .atrocidad
cometida y la reacción de todo el país forzó al presidente Betancur a continuar la
cruzada que Lara Bonilla había comenzado y a aceptar el apoyo norteamericano que
ésta requería. Decretó el estado de sitio y autorizó a la PNC a confiscar propiedades
y otros bienes de los narcos, y al pie de la tumba de Lara Bonilla juró hacer cumplir
el
11 atado de extradición firmado con Estados Unidos.
La participación de los norteamericanos en el asalto a Tranquilandia fue hecho
público con profusión y suscitó una furiosa carta de Pablo al embajador Tambs que lo
había acusado públicamente de ser el propietario de los laboratorios.
Afirmando que la acusación era «tendenciosa, irresponsable y malvada», Pablo
escribió que el embajador estaba preparando el terreno para la extradición «de
algunos hijos de Colombia [...]. Señor embajador, como ciudadano colombiano y
miembro del Congreso de la República[4] quiero expresar mi más enérgica y
patriótica protesta a la luz de la interferencia impropia de navíos y autoridades
norteamericanas en territorio colombiano, de un modo que supone la más flagrante
violación de la soberanía de nuestra patria».
Inmediatamente después de haber enviado la carta, Pablo huyó del país. Para la
ascendente estrella del firmamento de Medellín, la caída había sido estrepitosa.
Exactamente un año antes había sido elegido como suplente en el Congreso, y
había abrigado ambiciones privadas de llegar al palacio presidencial. Tanto él
como la industria de la cocaína parecían haber tomado la ruta hacia la legitimidad y
el poder. Con su inmunidad parlamentaria Pablo se sentía intocable, sus fiestas de
despilfarro en su estrafalaria Hacienda Nápoles congregaban a la gente más
influyente y más poderosa de Colombia. Pablo era un hacedor de reyes que, según
sus propios sueños, tarde o temprano, llegaría a ser él mismo rey. Pero de un día
para el otro Pablo fue expulsado del paraíso. Pocos días después del atentado
contra Lara Bonilla, Pablo abordó un helicóptero en Medellín e hizo el corto vuelo al
norte hacia Panamá, donde los otros capos del cártel —Carlos Lehder, José
Gonzalo Rodríguez G. y los hermanos Ochoa— ya se habían reunido en una
especie de exilio.
Habían estado estudiando desde hacía ya tiempo la posibilidad de establecerse
en Panamá, un sitio algo más hospitalario para hacer negocios. Un representante del
por entonces comandante del Ejército panameño, Manuel Noriega —quien
pronto se convertiría en el dictador del pequeño país centroamericano—, había
tanteado a Pablo y a los hermanos Ochoa para ofrecerles un refugio, y la
protección correspondiente a su industria, por la suma de cuatro millones de
dólares. El cártel había dado un adelanto de dos millones, pero cuando todos los
capos acudieron a la ciudad de Panamá, no fueron recibidos con los brazos abiertos.
«El oficial que había negociado aquello era un hombre negro, pero el día que
Pablo y los demás llegaron con el resto del dinero, le juro que se puso blanco»,
recordó Rubin, que estaba allí con los demás en ciudad de Panamá.
Era más de lo que Noriega había calculado. Aparentemente había previsto un
apacible apeadero para el cártel, y una modesta tajada de dinero sucio para él. Eran
tiempos frenéticos para el hombre al que sus compatriotas llamaban Garapiña.
Estaba ocupado tramando las jugadas que lo convertirían en dictador, tonteando con
www.lectulandia.com - Página
Oliver North[5 ] y con la CÍA, y metido hasta el cuello en el tráfico de marihuana.
El trabajo que le llevaba lidiar con sus rivales internos era a tiempo completo, y lo
que menos necesitaba Noriega en esos días era trasladar a Panamá la capital
mundial del tráfico de cocaína. Eso atraería demasiada atención de sus amigos
gringos, mucho más de la que él quería.
Fueran cuales fueran las intenciones de Gacha, los hermanos Ochoa Lehder y
los demás, Pablo comenzó a negociar un acuerdo para volver al suelo natal. Su
aspiración más profunda siempre había sido la de ser un caballero rico y respetado
en Medellín. Ahora se le consideraba algo peor que un bandido, era un exiliado.
Con la vista puesta en borrar las humillaciones que había sufrido en los ocho meses
previos y en recuperarse, estaba dispuesto a un gesto magnánimo, uno que
Colombia no podría ignorar.
En mayo, semanas después de haber huido, Pablo y Jorge Ochoa se dieron cita
con el ex presidente de Colombia Alfonso López Michelsen, en el Hotel Mariott en
ciudad de Panamá: una reunión entre viejos amigos. López era un estadista anciano,
calvo y corto de vista, uno de los fundadores del Partido Liberal y un hombre que
había aceptado apoyo económico para sus campañas de los narcotraficantes a lo
largo de su carrera. Lo acompañaba Alberto Santofimio, el ex ministro de Justicia
quien a su vez había fundado el Nuevo Partido Liberal por el que Pablo había sido
elegido dos años antes. Los dos capos le dijeron a López que ellos
representaban a «la cúpula», o sea, a los cien narcotraficantes más importantes
de Colombia y acto seguido le propusieron algo sin precedentes: Pablo y los
demás «desmantelarían todo» e ingresarían al país los miles de millones de dólares
que tenían depositados en Suiza si el Gobierno les permitía quedarse con sus
fortunas y no extraditarlos. La oferta, transmitida al presidente de Colombia,
resultaba lo suficientemente intrigante como para que Betancur enviase a su fiscal
general a Panamá.
El enviado recibió una propuesta por escrito de seis páginas dirigido al presidente
Betancur. Evidentemente ufano ante la posibilidad de regresar a casa, Pablo
había dado a la propuesta un tono especialmente enmarañado. He aquí el
preámbulo:
www.lectulandia.com - Página
Dentro de su país, Pablo continuaba jugando fuerte. En diciembre sus sicarios
mataron al ex jefe de la policía antinarcóticos y a dos legisladores que habían
defendido la causa de la extradición. En enero de 1987, el ex ministro de Justicia, y
por entonces el embajador colombiano en Budapest, Hungría, fue retenido en medio
de una tormenta de nieve por un hombre que le descerrajó cinco disparos en la cara.
El embajador sobrevivió. El periodista Andrés Pastrana, hijo de un ex presidente y
candidato conservador para el puesto de alcalde de Bogotá, fue secuestrado. Una
semana después, el fiscal general Carlos Hoyos murió en medio de una infinidad de
tiros en Medellín. Una llamada a una emisora de radio local dio cuenta de la
ejecución de Hoyos, «ese traidor y vendido». Y cuando un juez decidió presentar
cargos contra Pablo por el asesinato de Guillermo Caño, recibió la siguiente nota de
Los Extraditables:
Un día después del inicio de la huelga, tanto el candidato Galán como el coronel
Franklin fueron asesinados. Según las informaciones, mercenarios británicos e
israelíes entrenaban por entonces a los asesinos a sueldo de los narcos en las
tácticas más sofisticadas. Con un historial así, el norteamericano consideró que la
noche de las bombas caseras entraba dentro de los límites de lo circunspecto. Era
evidente que los narcos procuraban evitar un distanciamiento todavía mayor de la
opinión pública, que había respondido con indignación al asesinato de Galán. La
idea, evidentemente, no era golpear sino enviar un mensaje. La audacia
demostrada por los narcos, sin embargo, dejaba entrever por qué Colombia había
pedido ayuda a Estados Unidos. El norteamericano era parte del paquete militar que
había llegado como respuesta.
Formaba parte de una unidad ultrasecreta asentada en Bogotá y comandada por
un mayor del Ejército norteamericano, que, por lo que indicaban su documentación
actual, se llamaba Steve Jacoby. Los miembros de aquella unidad representaban
una nueva clase de espías, expertos en vigilancia electrónica clandestina, hombres
seleccionados y entrenados por el Ejército para suministrar «inteligencia operativa»
durante la organización de la infortunada misión de rescate de los rehenes
norteamericanos en Irán diez años antes. La idea era llenar el vacío que se había
formado en las actividades de espionaje ortodoxo de la CÍA y la NSA (la
Administración de Seguridad Nacional); un vacío que el Ejército señalaba como
«crítico». Estas burocracias establecidas del espionaje, creadas y alimentadas hasta
el hartazgo durante la Guerra Fría, eran responsables en primera instancia de
recabar información para la toma de decisiones políticas de corte general. Con todo,
cada vez se emprendían más y más operaciones militares clandestinas
—«especiales», en jerga
militar— en países exóticos, incursiones a pequeña escala y sin demasiada
antelación. Lo que los hombres a cargo de esas operaciones necesitaban para hacer
su trabajo era información precisa y oportuna, del estilo de: «¿Cuántas puertas y
ventanas tiene el “objetivo”? ¿Qué tipo de armas llevan los guardaespaldas? ¿Qué
cena el “objetivo” habitualmente? ¿Dónde durmió anoche y anteanoche?». Aquellos
hombres necesitaban que se les proveyera de logística detallada (información
acerca de los vehículos del país en cuestión, la ubicación precisa de las casas
francas de los
«objetivos», escondites, etc.), y ese tipo de datos no era una especialidad de las
grandes burocracias del espionaje. Durante la década posterior a su creación,
aquella pequeña unidad clandestina especializada en vigilancia electrónica,
escuchas e intercepción, había cambiado muchas veces de nombre, en parte para
proteger su confidencialidad. Primero se había llamado ISA (Intelli-gence Support
Activity), el Ejército Secreto de Virginia del Norte, Torn Victory, Viento de
Cementerio, Capacity Gear y Robín Court. Por entonces se llamaba Centra Spike.
Centra Spike había sido creada para suministrar una gran variedad de
«inteligencia» o información operativa, pero su especialidad era encontrar gente. Los
militares de Centra Spike, que respondían al nombre de operadores, podían señalar
el origen de una señal de radio o de un teléfono móvil con sólo aguzar el oído desde
el aire sobre conversaciones de radio y telefónicas. Localizar el origen de una señal
de radio había sido desde hacía tiempo una de las artes militares, pero sólo
recientemente se había convertido en algo tan preciso como para utilizarse con fines
tácticos. Durante la segunda guerra mundial, los equipos de vigilancia electrónica
apenas determinaban la dirección de una señal de radio; y utilizando tres aparatos
receptores en tierra, los especialistas podían, como mucho, calcular por triangulación
el origen de la emisión, ya fuera una región o un país. El Ejército alemán utilizaba
aquella técnica sin resultados alentadores en la Francia ocupada con la intención de
rastrear a los miembros de la resistencia que emitían sin cesar sus mensajes a
Inglaterra. Desde cada vértice del triángulo formado por los aparatos receptores, se
trazaban líneas en dirección al sitio donde la señal llegase con más intensidad;
donde las tres líneas se cruzaran, allí se encontraba la radio o, al menos, no
demasiado lejos de allí. Veinte años después, durante la guerra de Vietnam, los
especialistas en localización y rastreo de señales del Ejército habían mejorado
tanto sus equipos y técnicas que podían determinar el origen de una señal
interceptada en un radio de setecientos cincuenta metros. Y veinte años más
tarde, Centra Spike fijaba con exactitud el origen de estas señales con una
precisión de doscientos metros. Pero lo más extraordinario era que el equipo
electrónico utilizado para llevar a cabo tal proeza, en vez de triangular utilizando
tres receptores en tierra, se realizaba exclusivamente desde un pequeño aeroplano.
Una vez en el aire, el equipo sustituía a los tres receptores. Se hacía desde el
avión, en pleno vuelo, tomando las distintas
lecturas en distintos puntos del trayecto de la nave. Tan pronto fuese recibida la
señal, el piloto comenzaba a trazar un arco en derredor de dicha señal, y utilizando
computadoras para hacer los cálculos precisos e inmediatos, podían comenzar a
triangular en cuestión de segundos. Si el avión tenía tiempo de completar un
semicírculo alrededor de la señal, conocería la ubicación del emisor con una
precisión de unos doscientos metros. Esta búsqueda podía llevarse a cabo en
cualquier tipo de clima y pese a cualquier medida preventiva que el objetivo en tierra
pudiera tomar. Ni siquiera un mensaje radiado en clave puede ocultar su origen.
Al principio, aquel método requería un avión de gran envergadura, porque las
múltiples antenas que se utilizaban para la triangulación necesitaban cierta distancia
entre sí. La posibilidad de lograr los mismos resultados con una avioneta significaba
que se podía realizar de un modo menos conspicuo. Así que la precisión de Centra
Spike hizo posible por primera vez localizar el objetivo sin atraer demasiado la
atención, incluso sobrevolando una gran ciudad y ésa, justamente, era la intención.
Las misiones anteriores de la unidad habían tenido como objetivos principalmente a
patrullas rebeldes escondidas en las montañas o en la jungla. En Colombia y contra
el cártel de Medellín se iban a tener que esforzar.
Varios servicios secretos y fuerzas de seguridad norteamericanas habían estado
llevando a cabo sus tareas de espionaje desde la embajada norteamericana en Bogotá
durante años pero fiándose de métodos más convencionales de obtención de
información. La CÍA tenía sus propios contactos establecidos desde hacía ya tiempo,
pero siempre habían orientado su actividad a los insurrectos marxistas que pululaban
en las montañas. Sólo recientemente se había redefinido la lucha contra los narcos
como una de las que correspondían a la CÍA, y a muchos altos mandos de
Washington no les hacía gracia tal idea. Sin embargo, los agentes en suelo
colombiano estaban muy comprometidos. Con fondos ilimitados y una reputación
bien ganada por el secreto absoluto, la CÍA ya estaba sacando ventajas de la profunda
y mortífera rivalidad existente entre los cárteles de Cali y de Medellín. La DEA, por
su parte, trabajaba conjuntamente con la policía colombiana, y con gran habilidad se
había aprovechado al máximo de los piques entre la PNC y el Ejército y de las
rivalidades entre el Ejército y el DAS, la policía secreta; sin olvidar, naturalmente, la
hostilidad interna entre el DAS y su propia división de investigadores de paisano, la
DIJIN. La ATF norteamericana (la Administración para el consumo de Alcohol,
Tabaco y Armas de fuego) también tenía su propio agente en Bogotá, y el FBI había
hecho progresos infiltrando en los cárteles a informantes colombianos capturados
previamente en Estados Unidos, traficantes a los que se les había dado a elegir entre
largas condenas y regresar a Colombia a jugar el muy comprometido juego de la
traición. Todas estas actividades eran extremadamente peligrosas, y los cárteles
tenían una fama de brutalidad tal que era extremadamente difícil encontrar a alguien
dispuesto a actuar de espía o tan siquiera a informar. El dinero tampoco era
excesivamente eficaz, ya que aquellos a quienes motivara el dinero podían obtenerlo
a raudales vendiendo cocaína o aceptando sobornos. Las diferencias culturales
hacían que infiltrar agentes «propios» en los cárteles fuera casi imposible, pues
incluso los norteamericanos de origen hispano se encontraban con un dialecto y
una cultura radicalmente diferente de la de México o la de Puerto Rico. Algunas
fuerzas de seguridad tampoco demostraban tener demasiada idea cuando
escogían a quién enviar. Steve Murphy, un agente de la DEA, grandullón y
agresivo, originario de Virginia del Este, fue enviado a Bogotá con un entrenamiento
apresurado de la lengua que no había durado más de un par de semanas. La mayor
parte de su primer año lo pasó sentado frente a su escritorio en la embajada
norteamericana, hojeando un grueso diccionario bilingüe español-inglés, intentando
traducir los artículos de varios periódicos bogotanos y así ser de alguna utilidad.
Centra Spike, en cambio, ofrecía un atajo casi mágico que evitaba la peligrosa, ardua
y prolongada tarea de reunir información; los operadores de Centra Spike
sencillamente recogían la información desde el aire como quien recoge frutos de un
árbol.
Mientras que aquellos que trabajaban en la embajada iban y venían en coches
blindados, sin matrículas diplomáticas y con escolta armada, los integrantes de
Centra Spike vivieron en cuartos de hotel y cambiaban de domicilio con frecuencia
durante el primer mes. No frecuentaban restaurantes y bares y hacían todo lo
humana y profesional-mente posible para pasar desapercibidos y no desentonar. El
secretismo con el que se movían aquellos agentes no era únicamente su pantalla
protectora sino también una parte esencial de su estrategia. Cuanta menos
gente supiera de la existencia de Centra Spike más oirían y verían sus
operadores. La meta de Centra Spike era infiltrarse electrónicamente en el cártel y
llegar a meterse bajo la piel de quienes lo lideraban. Sólo un puñado de gente en la
embajada —el embajador, el jefe de operaciones de la CÍA en Colombia y quizá uno
o dos funcionarios de confianza— conocía la misión de Steve Jacoby en Bogotá.
El Gobierno colombiano ni siquiera estaba al tanto de que Centra Spike existiera.
Se le había informado solamente de que, con el visto bueno de Colombia,
Estados Unidos daría comienzo a tareas de vigilancia de elevada sofisticación.
Para el resto del mundo, tanto Jacoby como el personal que trabajaba con él en
Bogotá no eran más que burócratas sin grandes atribuciones que formaban parte
de un grupo de seiscientos hombres relacionados con trabajos informáticos,
administrativos y rutinarios. Para la gente de Centra Spike trasladarse a otro
destino no significaba más que sacar del cajón un pasaporte distinto, otro juego
de tarjetas de crédito y algunos documentos cuidadosamente falsificados; todos
ellos tan oficiales como un billete de cien dólares recién salido de la casa de la
moneda, sin olvidar los datos personales, fotos y una historia familiar... en caso de
que a alguien le interesara investigar. Cambiar de personalidades era
difícil en los comienzos, pero para aquellos hombres ya se había transformado en
algo tan sencillo como ponerse otro par de zapatos; quizá apretaran un poco al
principio pero pronto se acostumbraban y caminaban sin tan siquiera sentirlos. Steve
Jacoby, por ejemplo, era la definición perfecta de anodino. Jacoby representaba
el tipo de persona a la que uno no le dedicaría una segunda mirada: altura media,
cara ancha, manos grandes y suaves, un tipo corpulento sin llegar a ser gordo. O
sea, el tipo de hombre que tiene cosas más importantes que hacer que ir al
gimnasio, y dueño de una actitud que parecía ensimismada y llena de calma, a
menos que hubiera una razón para dirigir hacia ti sus ojos de párpados caídos.
Entonces quizá uno descubriera un sentido del humor vivo y cínico, un hombre
inteligente pero no serio, un escéptico en lo referente a la autoridad pero en
cierto modo seguro, gruñón y divertido. Un tipo inofensivo, cascarrabias, un adicto
al trabajo. Eso sí era evidente. Tenía el cutis pálido y la camisa y la americana
arrugadas de los que han pasado muchas horas en una silla de oficina detrás de un
escritorio o enfrente de un ordenador. Al conocerle parecía distante y áspero, pero
luego era indiscutiblemente cálido y agradable. No contaba con el aspecto de un
hombre complicado o particularmente exitoso, pero en el pequeño mundo de los
agentes secretos era sencillamente el mejor.
Las telecomunicaciones eran, por lo común, el punto débil de los criminales, las
guerrillas y las organizaciones terroristas. La superioridad de Jacoby radicaba en
lograr mantenerse a uno o dos pasos por delante de los demás en un campo de
cambio rápido y constante. Cuando infiltrar un espía en una organización se
tornaba imposible, Centra Spike se infiltraba desde una distancia prudencial,
colocando lo que daban en llamar «un oído agudo». Lo que significaba que hombres
como Jacoby no podían evitar tener que infiltrarse, y quedarse, en sitios muy
peligrosos. En San Salvador, los operadores de la unidad solían dejar sus
hoteles por la mañana y dirigirse hacia el aeropuerto tan rápido como pudiesen,
pasando a ciento treinta kilómetros por hora por túneles a los que la guerrilla
gustaba arrojar granadas. Para técnicos como ellos, había pocos trabajos que
ofrecieran tanta estimulación mental, peligro y adrenalina a la vez. Si un
destacamento de guerrilleros se escondía en las colinas de Nicaragua, no había
tiempo para experimentos de laboratorio, informes y el posterior comentario de los
colegas. Centra Spike tenía que buscar la manera de encontrarlos y seguirles la
pista, por el tiempo que fuera necesario. La unidad disponía de dinero de sobra para
moverse con celeridad, adaptarse e improvisar. Sus miembros sufrían el apremio,
pero gozaban de la importancia que sienten aquellos de cuyo trabajo dependen las
vidas de otros. No es difícil imaginar cuántos matrimonios habían sufrido daños
irreparables y cuántos de esos hombres se habían convertido en extraños para sus
propios hijos, por intentar hacer del mundo un lugar mejor y por defender su país.
www.lectulandia.com - Página
La misión en Colombia no había sido una decisión en frío o improvisada. John
Connolly, jefe de la CÍA en Colombia, ya había hecho preparativos de logística
previos a la llegada de Centra Spike a suelo colombiano. Antes que nada habían de
llevar su propio avión al país. Cualquiera que anduviese buscando el equipo de
vigilancia electrónica más sofisticado de Estados Unidos se habría valido de una
nave estupenda y vistosa, un avión con protuberancias por encima o por
debajo del fuselaje, y probablemente erizado de antenas. Lo que no se les ocurriría
buscar serían dos avionetas Beechcraft de lo más común y corriente: una, un modelo
300, y la otra, un modelo 350 algo más nueva. Por dentro y por fuera las
avionetas parecían dos típicos aeroplanos comerciales bimotores para seis
pasajeros; el tipo de nave que utilizan las empresas de alquiler o las grandes
compañías para transportar a sus ejecutivos de un sitio a otro. En un lugar como
Colombia, donde las carreteras no eran de fiar, aquel tipo de transporte era más
que habitual.
Sin embargo, aquellas Beechcraft no eran avionetas comunes y corrientes.
Habían sido modificadas por Summit Aviation, empresa afincada en Delaware, en el
extremo norte de la bahía de Chesapeake. Cada una costaba cincuenta millones de
dólares y estaba abarrotada de equipos novedosos en vigilancia electrónica y
detección de señales. Si alguien se hubiera fijado muy, pero muy de cerca —por
ejemplo, con una cinta métrica—, habría descubierto que en la envergadura de
las alas había unos quince centímetros de diferencia entre un Beechcraft corriente
y aquellos dos: allí, dentro de las alas, iban ocultas las dos antenas principales.
Cinco antenas secundarias podían ser bajadas del fuselaje como un tren de
aterrizaje una vez que la nave hubiese despegado. Antes de despegar el interior
también parecía normal, pues los miembros de Centra Spike llegaban con sus
ordenadores portátiles y no se preparaban para las escuchas hasta que la nave no
hubiese alcanzado los siete mil quinientos metros de altitud. Entonces se bajaban
las antenas, se plegaban los paneles del interior y se enchufaban los ordenadores
portátiles al ordenador central y al suministro de energía de la nave. Ambos
operadores utilizaban cascos con dos auriculares individuales, para poder seguir,
entre los dos, cuatro frecuencias simultáneamente. Sus pantallas les indicaban en un
gráfico la posición del avión y la posición estimada de las señales que captaban y,
puesto que volaban a gran altura y podían recoger señales a través de la capa de
nubes que a la vez los ocultaba, no había ningún indicio de que estuviesen allí y por
ende de que pudieran ser descubiertos desde tierra.
Centra Spike disponía además de otra ingeniosa capacidad a su favor: mientras
que el objetivo dejase su teléfono móvil con la pila puesta, los operadores podían
encenderlo y apagarlo siempre que quisieran. Sin encender las luces de la pantalla o
hacerlo sonar, el teléfono podía ser activado y así emitir una señal de baja
intensidad lo suficientemente potente como para que los agentes pudiesen localizar
la ubicación aproximada. La unidad encendía el teléfono brevemente en las
horas en que el
«objetivo» estuviera durmiendo y, entonces, desplazaban a uno de los aeroplanos
hasta el lugar para intentar controlar las llamadas que el objetivo hiciera apenas se
despertara.
Era importante que no se descubriera al dueño de aquellas avionetas. Con tal fin
se creó una empresa-tapadera llamada Falcon Aviation, que hubiese sido
contratada para llevar a cabo alguna tarea inofensiva. Y lo que la CIA acabó
por crear fue ingenioso: Falcon Aviation, oficialmente, realizaría un proyecto de
seguridad, un estudio de los radiofaros VOR (emisores de las frecuencias
VHP[1 0 ] de radio, pero omnidireccionales). Éstos son transmisores ubicados en
todos los aeropuertos para facilitar a los pilotos el acercamiento a las pistas de
aterrizaje. Los radiofaros VOR son una característica estándar de la seguridad
aérea internacional, y no era extraño que la embajada de Estados Unidos, con el
acuerdo de las autoridades locales, hiciera controles de rutina a los equipos. Ello le
daría a los miembros de Centra Spike una excusa para volar por casi cualquier
parte del país. El número de radiofaros VOR ascendía a poco más de la veintena
en toda Colombia, así que alguien que comprendiera los detalles de la
infraestructura de la industria aeronáutica sabría que aquella tarea no llevaría más
que un par de semanas, pero había tan poca gente que prestara atención a ese tipo
de minucias, que de ser necesario el contrato obtenido por Falcon Aviation le serviría
de escudo a Centra Spike durante años.
3
En el otoño de 1989, la embajada de Estados Unidos en Bogotá no conocía el
funcionamiento interno del cártel de Medellín ni la identidad de quien lo encabezaba.
Pablo sólo era uno más de los nombres importantes. Las autoridades colombianas
sospechaban que era el jefe supremo, pero toda la información que suministrara la
policía local sería recibida con desconfianza por los norteamericanos. Todos y cada
uno de los líderes del cártel se habían vuelto tan célebres como infames. La revista
Fortune los incluía en la lista de los hombres más ricos del mundo, pero José
Gonzalo Rodríguez G., el Mexicano, el gordinflón que solía ornar la cinta de su
sombrero panamá con una cabeza de serpiente, era considerado el más rico y el
más violento. Fortune había puesto a Rodríguez Gacha en portada, y estimaba su
fortuna en unos cinco mil millones de dólares. Antes de la llegada de Centra
Spike, los informes señalaban a Gacha como el capo máximo del cártel y los
servicios de inteligencia norteamericanos creían que había sido él quien había
ordenado liquidar al candidato Galán.
Así que fue el Mexicano el primer objetivo de Centra Spike y, a decir verdad, no
les costó mucho encontrarlo. Se había estado escondiendo de la policía nacional
desde que se enterara de la muerte de Galán y desde que el Gobierno le incautara
su mansión sita en el norte de Bogotá. Un informante del círculo íntimo de Galán
reveló que Rodríguez Gacha mantenía conversaciones telefónicas regulares con
una mujer en Bogotá. A través de la DEA, esa información pasó a manos de la
embajada norteamericana y Centra Spike comenzó las escuchas
correspondientes. Lo encontraron de inmediato en una finca, en la cima de una
colina, al suroeste de Bogotá. Era la única construcción del lugar y
sospechosamente elegante para aquel sitio alejado. Jacoby pasó la información al
jefe de la CÍA en Bogotá, y a partir de entonces se informó al presidente Barco.
La respuesta fue inmediata y sorprendente, y disipó cualquier duda que los
norteamericanos hubieran tenido hasta entonces. Las coordenadas fueron
transmitidas a la Fuerza Aérea colombiana que el 22 de noviembre hizo despegar un
escuadrón de cazabombarderos T-33 para arrasar la finca y a cualquiera que
estuviese allí. Aquella reacción desconcertó a los funcionarios de la embajada,
quienes no habían previsto que el Gobierno de Barco fuera a eliminar sin más a
las personas que ellos habían ayudado a encontrar. El hecho es que la misión de
bombardeo nunca llegó a cumplir su objetivo debido a que el comandante del
escuadrón, un coronel, avistó un pequeño poblado justo detrás de la finca de Gacha.
Si alguna de las bombas, aunque fuese por poco, rebasaba la casa, no daba en el
blanco y seguía su curso, era muy probable que fuese a caer sobre algunas de las
treinta o cuarenta viviendas que había más abajo. Así pues, para evitar una
tragedia, el coronel abortó el bombardeo en el último
momento, pero no sin antes pasar rugiendo a unos quince metros por encima de un
Gacha confundido y asustado. Cuando los reactores pasaron a vuelo rasante por
encima de la finca, Gacha, que hablaba por teléfono (mientras Centra Spike
escuchaba la conversación), dio un grito de sorpresa y de rabia y se esfumó de allí
sin perder un segundo. A pesar del susto, un puñado de sus lugartenientes
permaneció allí y fue arrestado al día siguiente cuando una fuerza policial llegó
en helicópteros e irrumpió en la casa. El Ejército, por su parte, confiscó cinco
millones cuatrocientos mil dólares en la finca. Sin embargo, con una brevedad
pasmosa, un juez alegó que la redada había sido ilegal y la mayor parte de estos
hombres salieron libres; algunos serían identificados por Centra Spike como figuras
clave dentro del cártel.
La repentina decisión de no bombardear le acarreó grandes críticas a la Fuerza
Aérea colombiana, que fue acusada de corrupta y de haberle permitido a Gacha
escapar. Había razones para sustentar tal hipótesis porque el capo mantenía
antiguos amigos dentro de las Fuerzas Armadas; amigos que habían colaborado
con sus escuadrones paramilitares en contra de las guerrillas marxistas. La PNC,
los más involucrados en la lucha contra el cártel, acusaron a la Fuerza Aérea de
haber echado a perder la misión intencionalmente, dándole un dato inequívoco y
atronador a Gacha y permitiéndole escapar. El embajador en persona se vio
arbitrando el conflicto, revisando los mapas de la colina y calculando las probables
trayectorias ó las bombas. La Fuerza Aérea incluso llegó a instar a Jacoby para que
sobrevolara la finca en el asiento trasero de un T-33. Jacoby declinó la invitación. La
investigación concluyó que el coronel había actuado nada más que con prudencia.
La búsqueda de Gacha y de los otros líderes del cártel llegó a cobrar una
importancia aún mayor para Estados Unidos cuando, sólo cinco días más tarde, un
avión comercial de Avianca explotó en pleno vuelo minutos después de despegar
de Bogotá en dirección a Cali. El atentado había sido planeado dos semanas antes
en el transcurso de una reunión de la que participaron Pablo, Gacha y algunos de
sus más importantes tenientes y jefes sicarios. Se discutió la colocación de dos
bombas, de la que la principal atentaría contra el cuartel general de el DAS en
Bogotá. Se dio el visto bueno, y después Pablo sugirió el vuelo de Avianca. Sostuvo
que quería matar a César Gaviria, el candidato que había recogido el estandarte
de Galán y se había convertido en el liberal favorito de los colombianos. César
Gaviria había actuado como jefe de campaña para el propio Galán, pero en el
funeral el hijo del candidato asesinado le había pedido a Gaviria que concluyese el
proceso.
Aquella cumbre de los capos dio como resultado otro comunicado de Los
Extraditables, que Pablo redactó: «Queremos la paz. Lo hemos proclamado a viva
voz, pero no vamos a rogar [...]. No aceptamos, ni jamás aceptaremos, las
numerosas y arbitrarias redadas a las que someten a nuestras familias, el saqueo,
las detenciones represoras, los montajes judiciales, las extradiciones ilegales y
antipatrióticas ni
tampoco las violaciones de nuestros derechos. Estamos preparados para enfrentarnos
a los traidores».
Carlos Álzate, uno de los sicarios veteranos de Pablo, reclutó a un joven de
Bogotá para que les hiciera un trabajo. Debía llevar consigo en el vuelo un maletín
que, según lo que le había informado Álzate, contenía una grabadora. Una vez en el
aire, y según sus órdenes, el joven debía grabar secretamente la conversación de la
persona que había a su lado. Lo cierto era que el maletín contenía cinco kilos de
dinamita. El desventurado espía —Álzate lo llamaba el Suizo, acaso como
abreviatura de suicida— tenía orden de accionar un interruptor ubicado en la parte
superior del maletín para activar la grabadora. Los ciento diez pasajeros murieron,
y Gaviria ni siquiera había cogido el vuelo. Había comprado el billete, pero la gente
que tenía a su cargo la campaña decidió que el candidato evitara todo vuelo
comercial por razones de seguridad. La otra razón era que la presencia de
Gaviria en un vuelo de línea atemorizaba a los demás pasajeros que no deseaban
compartir avión con alguien tan claramente objetivo de atentado.
Desde el derribo del vuelo 103 de Pan Am acontecido un año antes sobre
Lockerbie, Escocia, las amenazas al tráfico aéreo se habían convertido en una de las
principales preocupaciones de Estados Unidos y de otros países poderosos. El
tráfico aéreo se consideraba una necesidad vital del mundo civilizado, pero a la
vez no cabían dudas sobre su vulnerabilidad para cualquier criminal lo
suficientemente cruel. Disuadir y castigar a los extremistas que hicieran de la
aviación comercial su blanco se había vuelto prioritario para la comunidad
antiterrorista internacional. El temor acerca de las intenciones del cártel de Medellín
aumentó cuando algunos hombres de Pablo fueron arrestados intentando adquirir
ciento veinte lanzacohetes tierra-aire del tipo Stinger en el estado de Florida.
Semanas después de la explosión del vuelo de Avianca, el presidente Bush hizo
pública una declaración largamente meditada, que provenía de la Consejería de
Asesoramiento Legal del Departamento de Justicia según la cual la utilización del
Ejército contra supuestos criminales en el exterior no violaría el Decreto Posse
Comitatus.[1 2 ] Además y a los ojos de Bush, el atentado de Avianca señalaba a
Pablo Escobar, a José Gonzalo Rodríguez G. y a otros líderes del cártel como
culpables directos y amenazas potenciales para los ciudadanos norteamericanos
(dos de las víctimas del vuelo tenían esa nacionalidad). Por tanto, a los narcos, en
opinión del Gobierno de Bush, se los podía matar legalmente.
Durante casi dos décadas, la orden para ejecutar ciudadanos extranjeros
había sido regulada por la Directriz Presidencial 12.333, cuyos extractos
pertinentes se incluyen a continuación:
2.1 . Prohibición de asesinato
Esta directriz del poder ejecutivo existía desde 1974, cuando fue promulgada por
el presidente Gerald Ford. Con ella se buscaba poner fin de antemano a un proyecto
de ley que se estaba gestando en el Congreso, una de cuyas comisiones investigaba
los abusos cometidos por los servicios de inteligencia norteamericanos. Se trataba
de un arreglo aceptable para ambas partes y diseñado con la intención de evitar que
los legisladores de izquierda lograsen transformar dicho proyecto en ley ya que, por
ser una directriz presidencial, ésta otorgaba al presidente el derecho de
utilizarla a voluntad. Poco después de que Bush asumiera la presidencia en 1989,
W. Hays Parks, jefe de la rama de legislación internacional de la Oficina del
Fiscal General del Ejército, comenzó a preparar un memorando formal para
clarificar aún más la Directriz Presidencial 12.333. Con la fecha del 2 de
noviembre, y rubricada por los representantes legales del Departamento de Estado
(Ministerio de Asuntos Exteriores), la CÍA, el Consejo de Seguridad Nacional, el
Departamento de Justicia y el Departamento de Defensa (Ministerio de Justicia),
concluyó:
Desde entonces Pablo Escobar era el hombre que Centra Spike tuvo en el punto
de mira. En enero de 1990, durante un viaje a Estados Unidos, Jacoby buscó y
rebuscó hasta encontrar una botella de coñac Rémy Martin, que le costó más de
trescientos dólares. Al regresar a Bogotá les contó a los miembros de su unidad que
la había dejado sin abrir en un estante de su piso de Maryland para bebérsela
cuando Pablo Escobar hubiera muerto.
www.lectulandia.com - Página
4
A Pablo le empezaron a llover los problemas. Tres toneladas de dinamita que
encargara para su campaña de amedrentamiento fueron incautadas en una
redada policial en un almacén de Bogotá. Cinco más fueron asimismo requisadas
en una finca de su propiedad cerca de Caldas. En febrero, el día antes de que el
presidente Bush acudiera a Cartagena para asistir a una conferencia antidroga que
reunía a todos los países de América, la policía asaltó tres importantes laboratorios
de procesado de coca en Chocó, el estado lindante, al sur de Antioquia. En los dos
meses posteriores a la muerte de José Gonzalo Rodríguez G., la PNC se
apoderó de treinta y cinco millones de dólares en metálico y en oro; y los
hombres de Pablo también comenzaron a caer.
Pablo concluyó que había un espía en su círculo más íntimo. Era evidente que
alguien estaba informando a la policía de su paradero y de sus planes. Pablo hizo
torturar y ejecutar en su presencia a varios miembros de su escolta a comienzos de
1990 para dar ejemplo. En una conversación interceptada, Centra Spike grabó los
gritos de fondo de una de aquellas víctimas mientras Pablo hablaba tranquilamente
con su mujer.
La Embajada de Estados Unidos guardaba celosamente el secreto de Centra
Spike. Jacoby y su equipo trabajaban literalmente en una cámara blindada y sin
ventanas en la quinta planta del edificio de la embajada. La cámara acorazada
estaba protegida por muros de hormigón y una puerta de acero de quince
centímetros de espesor. El secretismo era estricto incluso dentro del edificio. Los
hombres de Centra Spike habían sido contratados como personal del embajador a
modo de tapadera, y el sitio donde realizaban sus tareas era zona prohibida para
la mayoría del personal diplomático. Mientras Pablo y los otros capos del cártel
ignoraran que los escuchaban, continuarían hablando libremente por sus
radioteléfonos y sus móviles.
Pero Pablo averiguó que sus llamadas estaban siendo captadas. En marzo de
1990, el Gobierno colombiano, inadvertidamente, le pasó el dato.
Sucedió cuando Centra Spike interceptó una conversación entre Pablo y Gustavo
Mesa, uno de sus jefes sicarios y tenientes, mientras tramaban el asesinato de otro
candidato presidencial.
—¿Qué pasa? ¿Cómo va todo? —preguntó Pablo.
—Todo va bien —dijo Mesa—. Lo que ordenó va muy bien.
—Pero no lo vaya a hacer usted, porque a usted se le ha encargado un solo
trabajo, uno solo. ¿Me entiende?
—Entendido, ya tengo a la gente que lo va a hacer. El trabajo me está
saliendo bien y ya he pasado la factura. El viernes recibo el dinero, todo está en
orden.
A partir de allí prosiguieron discutiendo el pago (de unos mil doscientos dólares)
y la promesa de que a la familia del joven sicario no le faltaría de nada en caso de que
el muchacho muriese en el intento. Mesa explicó que otros pistoleros se encargarían
de los guardaespaldas que rodearían al candidato, y que el asesino sólo debería
apuntar al blanco principal. La mitad del dinero se pagana por adelantado y la otra
mitad después de que el trabajo se realizara. Se mencionaron la fecha y la hora exacta
del atentado, pero lo exasperante fue que no se mencionó qué candidato sería
tiroteado ni dónde sucedería.
La embajada decidió que esa información debía compartirse con el Gobierno
colombiano, así que una trascripción de la cinta fue enviada al presidente Barco, y el
Gobierno se sumió en un caos intentando impedir el asesinato. La víctima más
probable era supuestamente Gavina, porque era el favorito en los sondeos de
opinión, había hablado abiertamente en favor de la extradición, y era el único
candidato que públicamente había descartado de plano negociar con los narcos
(una promesa que, como se demostraría, no llegaría a cumplirse). Se había atentado
contra su vida varias veces más desde el fatídico vuelo de Avianca, así que
tanto Gaviria como otros blancos probables fueron custodiados intensamente aquel
día. A la hora de la verdad, la víctima fue el candidato que menos se hubieran
esperado: Bernardo Jaramillo. El candidato del minoritario partido Unión Patriótica
fue acribillado en el vestíbulo del aeropuerto de El Dorado. La policía
automáticamente culpó a los narcos del crimen, pero lo que no quedaba claro era el
móvil. Jaramillo no se había pronunciado a favor de la extradición ni sus
posibilidades apuntaban a la Casa de Gobierno, pero el Gobierno tenía la cinta
y no pudo resistir la tentación de inculpar a Pablo públicamente del atentado, así
que la transcripción de la grabación fue filtrada a la prensa.
La indignación de la opinión pública no se hizo esperar. A pesar de negarlo, Pablo
fue desenmascarado como lo que era, un asesino que ahora ordenaba ejecutar
candidatos con el propósito de sembrar discordia. Perdió toda la credibilidad que
había conseguido a través de largos años de hábiles relaciones públicas. La filtración
logró el efecto deseado, pero hubo otras consecuencias: Pablo supo que las
conversaciones que mantenía por su teléfono móvil estaban siendo seguidas y su voz
se desvaneció de las ondas. Nunca más haría llamadas descuidadas por radioteléfono
o móvil.
Todo aquello complicó bastante la vida al coronel Martínez, que había estrechado
excelentes vínculos con Centra Spike en Medellín. Durante los primeros meses de
1990, el Bloque de Búsqueda lanzó redada tras redada contra los supuestos
escondites del capo, pero siempre llegó demasiado tarde. El militar de Centra
Spike adscrito a Medellín decía estar más impresionado por la voluntad del coronel
Martínez que por sus métodos.
No cabía duda de que el coronel era distinto de la mayoría de los oficiales de la
policía y el Ejército. Con excepción del general de las Fuerzas Aéreas que había
dado la orden de bombardear la finca donde José Gonzalo Rodríguez G. se
escondía, la mayoría de los oficiales con los que Centra Spike trabajaba parecían
ser perezosos, incompetentes, corruptos o las tres cosas juntas. El delgado y
larguirucho coronel tenía la intención de hacer lo que debía. Por lo que dijeron
algunos de sus hombres, lo primero que decidió al llegar al cuartel general de
Medellín fue poner a su plana mayor en fila contra la pared y decirles que si
descubría a cualquiera de ellos traicionando la misión encomendada, «yo,
personalmente, le volaré los sesos». Martínez encerró a sus hombres para evitar
comunicaciones descontroladas entre el exterior y el cuartel general. Y lo más
importante, Martínez se mostraba frustrado e irritado cuando una de sus redadas
fracasaba. Los norteamericanos estaban habituados a trabajar con militares
colombianos que se reían de los fallos, y con oficiales a quienes sus propias
redadas fallidas no les importaban más que haber recibido un plato equivocado en
un restaurante.
Había multitud de razones por las que una incursión podía fallar una y otra vez.
En una ocasión, al acercarse a una finca sospechosa durante una batida matinal, las
fuerzas de asalto formaron una larga fila por la cresta de la colina y luego
sencillamente bajaron caminando hacia la vivienda. El militar de Centra Spike que
los acompañaba sugirió que el grupo se echara al suelo y se arrastrara hasta allí.
—¿Por el barro? —contestó el oficial al mando, como si la sugerencia fuera un
insulto—. Mis hombres no se arrastran por el barro.
Los ocupantes de la finca se habían dado a la fuga mucho antes de que los
soldados llegasen. La finca tenía las características típicas de todos los escondites
de Escobar: el televisor Sony de pantalla gigante, un baño bien equipado y moderno,
una nevera repleta de filetes y gaseosas, y equipos de radiocomunicación de
primera categoría. Los ocupantes habían huido con tanta prisa que ni siquiera
habían tenido tiempo de quemar los documentos, así que orinaron y defecaron
encima, lo cual era suficiente como para disuadir a la policía de echarles un vistazo.
Cuando el militar de Centra Spike comenzó a rebuscar entre la inmundicia, hasta el
coronel se quejó.
—No puedo creer que haga eso —dijo asqueado—. ¡Son excrementos humanos!
—De donde yo vengo también nos arrastramos y hasta nos ensuciamos los
uniformes —contestó el norteamericano.
Una vez que los documentos quedaron limpios y secos, se encontraron en ellos
notas escritas a mano por Pablo y selladas con su propio pulgar. Aquellas notas
prometían al cuidador de la vivienda una seguridad financiera. También había copias
de ese documento preparadas para fincas similares, lo que indicaba que Pablo
mantenía una larga lista de casas desperdigadas y preparadas de antemano para contar
siempre con un sitio seguro y confortable donde refugiarse. Los documentos también
mostraban cómo Pablo reclutaba y cuidaba de quienes le prestaban ayuda en las
colinas que rodeaban Medellín. Mientras se realizaban las tareas detectivescas, los
hombres del coronel se repantigaron enfrente del televisor y comenzaron a beberse
las gaseosas y a asar los filetes de Pablo. Dos de los efectivos se habían quedado en la
vivienda del granjero, donde ambos campesinos habían sido maniatados y
amordazados y eran golpeados por los hombres del coronel con toda naturalidad.
—¿Qué están haciendo sus hombres? —le preguntó el hombre de Centra Spike a
Martínez.
—Los estamos interrogando.
—No joda, coronel. Los están matando.
—Los estamos animando a que hablen.
—Si quiere que hablen, ¿por qué no les quita las mordazas?
—Usted no entiende, olvídelo —le dijo Martínez al tiempo que lo condujo lejos
de allí—. Usted ni siquiera tendría que estar aquí.
Después de aquella experiencia, los norteamericanos notaron que el coronel
procuró mantenerlos alejados de la acción, no para protegerlos en sí, dedujeron, sino
para protegerlos de lo que vieran. Centra Spike oyó numerosos rumores acerca de
las desagradables tácticas del coronel —palizas, porras de alto voltaje, asesinatos
sumariales—; pero, si de verdad estaban ocurriendo, todo sucedía sin testigos
norteamericanos, y tanto Centra Spike como los otros norteamericanos de la
embajada mirarían hacia otro lado todo el tiempo que pudieran. Nadie quería ser
testigo-de abusos contra los derechos humanos, y mientras los norteamericanos no
los vieran, no se sentirían obligados a informar de ellos. Con toda la desinformación
que flotaba en derredor, ¿quién sabría lo que de veras estaba sucediendo? El
coronel negaba las acusaciones enérgicamente, pero si él estaba pasándose de la
raya, ¿no lo estaba haciendo también Pablo? El 20 de marzo de 1990, dos sicarios
del cártel en motocicleta lanzaron una bomba en medio del gentío en el pueblo de
Tebaide: hubo siete heridos y un niño murió. El 11 de abril, un coche bomba estalló
en los límites de Medellín matando a cinco oficiales y agentes de policía. El 25 de
abril, dos de los hombres de Martínez murieron, siete fueron heridos y dos
transeúntes perdieron la vida cuando un coche bomba detonaba en Medellín. Si
como producto de aquella guerra sin cuartel los hombres del coronel se excedían,
¿quién iba a culparlos?
En cierta ocasión, un operador de Centra Spike informó que dos hombres
capturados en una redada habían sido lanzados desde los helicópteros cuando
regresaban de Medellín. Él no lo había visto con sus propios ojos, pero había oído a
varios de los oficiales de Martínez bromeando sobre el tema. El militar se enfrentó al
coronel, pero éste le contestó: «Temimos que pudieran haberlo visto a usted».
El soldado norteamericano protestó, pero Martínez le hizo señas para que se fuera.
«No se preocupe, no es problema suyo.» Así que el norteamericano informó del
incidente a Jacoby, el mayor le preguntó:
—¿Pero vio usted que los tiraran de los helicópteros?
—No, señor.
—Así me gusta.
Pero Centra Spike advirtió que el coronel aprendía rápidamente de sus errores.
Era consciente de los fallos de su unidad y cándidamente dio los pasos necesarios
para mejorarla. Sus hombres comenzaron a arrastrarse cuerpo a tierra y, de la
misma manera, a pescar documentos de las letrinas. Escéptico en un primer
momento con la tecnología norteamericana, Martínez le fue tomando el gusto, y
cuando oyó la voz de Pablo en un monitor de radio portátil que llevaba consigo
uno de los hombres de Centra Spike, el coronel pidió que se le cediera para la
próxima redada un aparato igual a ése. El coronel aceptaba de buen grado las
sugerencias que se le hacían y pedía más. Como resultado, cuando corrieron
rumores de que el coronel había aceptado dinero del cártel de Cali, rumores que
algunos de la DEA tomaron muy en serio, la embajada se negó a descartar a
Martínez. Mientras no hubiera evidencias irrefutables, aquellas calumnias podían
fácilmente provenir del sofisticado aparato de desinformación que Pablo tenía
montado. En cuanto a la embajada, ésta estaba segura de que el coronel era el
hombre indicado y de que, respecto a Escobar, el Doctor se había encontrado con
un enemigo a su medida.
Quizá los métodos de Martínez fueran poco escrupulosos, pero más importante
resultaba que la presión sobre Escobar fuera incesante. En parte asistidos por la
inteligencia recabada por Centra Spike, el Bloque de Búsqueda fue cerrando el cerco
en torno a Pablo. En junio de 1990 mataron a John Arias, uno de los jefes sicarios en
quien Pablo más confiaba, y en julio capturaron a Hernán Henao, cuñado de Pablo y
hombre de confianza. El 9 de agosto eliminaron al viejo socio y amigo de la infancia
Gustavo Gaviria, su colega y cómplice desde aquellos primeros días de hacer
novillos y robar coches. Aquellas dos muertes se convirtieron en duros golpes
emocionales y profesionales: Henao, o HH, había sido el tesorero del cártel, su
banquero, y Gustavo uno de los hombres en quien Pablo depositaba la mayor
confianza.
El Bloque de Búsqueda dijo que había muerto en un «enfrentamiento con la
policía». La expresión «muerto en un enfrentamiento con la policía» se consideraba
un eufemismo de ejecución sumarial y se había vuelto tan habitual que, al
mencionarla, los jefes de Centra Spike la acompañaban de un guiño de ojos. Pablo
aseguraba que tal enfrentamiento nunca había tenido lugar, que su primo había sido
capturado, torturado y ejecutado por los hombres del coronel.
Dos días antes de la muerte de su primo Gustavo, César Gaviria había asumido
la presidencia de Colombia; por algún motivo había logrado sobrevivir a su
candidatura. Gaviria era un hombre sobrio y agradable, bien parecido y de aspecto
y costumbres juveniles: coleccionaba arte moderno y disfrutaba de la música de
Los Beatles y Jethro Tull. Ávido jugador de tenis, tenía dos hijos pequeños,
Simón, de once, y
María, de ocho. Había iniciado la última etapa de su carrera política como director de
la campaña de Galán. Los dos habían compartido los mismos intereses, pero fue
Galán el más audaz de los dos: tenía el carisma y el valor. El estilo de Gaviria, en
cambio, era más sereno. No era un luchador, más bien un negociador de acuerdos y
consensos. Nadie hubiera dudado en decir que poseía coraje, pero más que el
coraje de quien se juega la vida contra corriente, Gaviria representaba a aquellos que
tienen la voluntad de aguantar los embates, cumplir con su deber y llevar a buen
término sus ambiciones sin una queja. Diariamente confeccionaba una lista de tareas
y las tachaba de su lista cuando habían sido cumplidas. Gaviria se tomaba tan en
serio su trabajo que se había lanzado a la campaña esperando que lo asesinaran, no
por ambición sino por su sentido del deber: tenía la sensación de que era aquello lo
que se esperaba de él. Fue investido para el cargo más importante de Colombia,
sorprendido de seguir vivo y convencido de que, por alguna razón
incomprensible, Pablo Escobar había decidido perdonarle la vida.
Después de asumir Gaviria su mandato, Pablo cambió de táctica. En vez de
detonar bombas, descubrió como por casualidad un método más artero de respuesta
a las agresiones. Desde el comienzo, el Gobierno de Colombia había sido
propiedad exclusiva de un grupo relativamente pequeño de familias bogotanas
ricas y poderosas. Esa oligarquía poseía los diarios más influyentes y las cadenas
de televisión; y daba la impresión de que la presidencia de la nación —como los
ministerios más importantes— había rotado entre los familiares y conocidos de
aquella camarilla durante generaciones. Pablo había planteado desde hacía ya
tiempo su guerra en los términos de una guerra de clases, en la que él era el
representante del pueblo llano de Medellín y de Antioquia. Aquel verano, tras la
muerte de su primo, Pablo llevó a cabo su frío plan de «ir a por los oligarcas e
incendiar sus mansiones». Pero no lo hizo prendiendo fuego a sus casas, sino a sus
corazones. El }o de agosto Pablo secuestró a la periodista Diana Turbay, la hija del
anterior presidente, y a los cuatro miembros de su equipo.
Gaviria había ocupado el cargo hacía tres semanas, pero ya había demostrado
que su política para con Pablo no sería únicamente la de colgar frente a él la
zanahoria, sino también la de darle con el palo. Y ese palo no era otro que el
Bloque de Búsqueda del coronel Martínez, que no cesaba en sus sangrientas tareas:
en octubre, otro de los primos de Pablo murió en un «enfrentamiento con la policía».
Además, el presidente extraditó a tres sospechosos de crímenes de narcotráfico en
los primeros dos meses de gobierno (el vigésimo quinto narco sospechoso desde
la muerte de Galán en 1989). Pero Gaviria también hizo uso de la zanahoria. En
su discurso de investidura, había señalado una clara diferencia entre terrorismo y
narcotráfico. Éste era un problema internacional, uno que Colombia no podía
resolver por sí sola; pero el terrorismo era un problema nacional, de hecho era el
gran problema del país. La
principal prioridad de su Gobierno sería la de poner fin a la violencia, incluso, si
fuera necesario, sentarse a negociar con gente de la calaña de Pablo Escobar. Dicho
sea de paso, a aquellas alturas Gaviria dudaba acerca de la capacidad de la policía y la
justicia colombiana para arrestar, enjuiciar y castigar a Pablo. Para servir a los
intereses de la nación, lo mejor sería seguir presionando a Pablo y después ofrecerle
al capo un trato lo suficientemente apetecible para que picase. Una semana después
del secuestro de Diana Turbay, Gaviria hizo público un decreto donde ofrecía a Pablo
y a los otros narcos acusados inmunidad ante la ley de Extradición si éstos se
entregaban y confesaban. El decreto fue visto como una simple reacción al secuestro,
y no lo era; se trataba del primer paso de un plan que Gaviria había estudiado
cuidadosamente.
No todos estuvieron de acuerdo con él. El general Maza Márquez, superviviente
a dos grotescos atentados, lo dijo escuetamente: «Este país no hallará la paz hasta
que Escobar esté muerto».
Pablo contestó con dos secuestros más a personalidades prominentes. A punta de
pistola se llevó a Francisco Santos, director del periódico El Tiempo e hijo de su
dueño y editor; y a Marina Montoya, la hermana del principal asesor del ex
presidente Barco durante aquel mandato. Pablo exigía que se derogara la ley de
Extradición, que se aclarasen los términos de la confesión que se requería para
entregarse, que el Gobierno construyera una prisión para aquellos que se sometiesen,
y exigía la promesa de que las familias de los arrepentidos serían protegidas.
Los secuestros evidenciaban un conocimiento profundo de la incestuosa y trabada
estructura del poder en Bogotá. Literalmente, cada rapto dio en el corazón de la élite
bogotana, de la que Gaviria también formaba parte. Y tuvo consecuencias: se formó
un comité de poderosos ciudadanos, que se hacían llamar Los Notables, con el
objetivo de presionar a Gaviria para que accediera a las exigencias de los criminales.
Entre aquellos ciudadanos se encontraban Julio Turbay, el ex presidente cuya hija
estaba cautiva, y Alfonso López Michelsen, el ex presidente que se había reunido con
Pablo en Panamá años antes. El comité comenzó las negociaciones con el principal
abogado de Pablo en Bogotá, Guido Parra, a la búsqueda de una solución pacífica.
Al misino tiempo, Los Notables se reunían con el presidente abogando en favor
de su causa y sometiéndolo a una presión personal terrible. En una de sus visitas al
Palacio Presidencial, Julio Turbay y Juan Santos, dueño y editor de El Tiempo,
se encontraron con que el presidente estaba sumido en un gran desaliento y
apesadumbrado por la presión de su responsabilidad:
—Es un momento muy delicado —dijo Gaviria—. He querido ayudarlos, y lo he
hecho dentro de los límites de lo posible. Sin embargo, en poco tiempo ya no podré
hacer nada de nada.
Turbay, que por su pasado presidencial pudo ponerse en el lugar de Gaviria,
intentó, pese a su tristeza, ser comprensivo:
—Señor presidente, usted está actuando como debe, al igual que nosotros como
padres de nuestros hijos. Comprendo, y le pido que no haga nada que pueda crearle
un problema en su función de jefe de Estado. —Según el relato de García Márquez,
Turbay señaló el sillón presidencial y agregó—: Si yo estuviera ahí, haría lo mismo.
El escritor colombiano agregó que «Gaviria estaba pálido como la muerte».
Nydia Quintero, la ex mujer de Turbay y madre de la rehén, se mostró menos
comprensiva. Se había puesto en contacto por su cuenta con Pablo a través de
intermediarios y había ido a rogarle a Gaviria que detuviera al coronel Martínez,
cuyos operativos obligaban a Pablo a huir de un escondrijo al siguiente. Gaviria le
explicó que eso era algo que no podía hacer. La seguridad del Estado era su deber
y esa condición no podía negociarse; pedirle a la policía que suspendiera sus
redadas sería pedirle que no cumpliera con su deber. Además, el presidente sabía lo
que Pablo pretendía: «Una cosa es que nosotros le ofrezcamos una política judicial
alternativa, pero la interrupción de los operativos policiales no significaría
necesariamente la libertad de los rehenes, solamente que ya no se estaría
acorralando a Escobar». Esto fue lo que le dijo posteriormente a García Márquez.
Esto y que Nydia Quintero estaba indignada por la actitud del presidente y
consideraba que la había tratado fríamente sin mostrar el más mínimo interés en
resguardar la vida de su hija.
Entretanto, Los Notables se prodigaron en comunicados. A partir de ese
momento, únicamente ellos hablarían en nombre de las familias de los secuestrados.
A cambio de su liberación —y ésta era su propuesta— Los Notables instarían al
Gobierno a considerar a Pablo y a Los Extraditables un movimiento político, y no una
banda de criminales. Como tal gozarían del mismo tratamiento que el concedido a
los movimientos guerrilleros colombianos. El M-19 —célebre por su sangriento
asedio al Palacio de Justicia— había negociado un acuerdo con el Gobierno el
año anterior para abandonar la lucha armada e integrarse a la vida política. Sus
miembros habían sido amnistiados por los crímenes cometidos a lo largo de su
lucha revolucionaria. Los Notables querían que el Gobierno ofreciese el mismo trato
a Los Extraditables, o sea a Pablo y sus secuaces. Sin embargo, el mismo día que
el comunicado se hacía público, el n de octubre, Gaviria daba instrucciones a su
ministro de Justicia para que reiterase que el único trato que podían esperar era el ya
ofrecido por el Gobierno.
«La carta de Los Notables es casi cínica —le escribió Pablo a su abogado Parra
desde la clandestinidad—. Se supone que nosotros tenemos que darnos prisa en
liberar a nuestros rehenes porque el Gobierno nos da largas mientras estudia la
situación. ¿De veras creen que nos vamos a dejar engañar otra vez?» Pablo le
confió a su abogado que no había razón para cambiar la postura que había
adoptado hasta entonces, «dado que no hemos recibido respuestas positivas a las
condiciones expresadas en nuestro primer comunicado. Se trata de una
negociación, no de un
juego para ver quién es el inteligente y quién es el estúpido».
Gaviria cedió algo más de terreno. El 8 de octubre, publicó «clarificaciones
legales» al anterior decreto, especificando que Pablo o cualquiera de los otros
arrepentidos podían elegir la más leve de las acusaciones que contra ellos pesaban,
declararse culpables y, de ese modo, escapar a los procesos correspondientes a
todas sus otras causas pendientes. Asimismo, ello aseguraba que el arrepentido
no sería extraditado, independientemente de los nuevos cargos que pudieran
imputársele una vez que el reo se hallara en cautividad.
Pablo mostró interés, pero quería más. En una carta dirigida al letrado Parra,
Pablo precisó que quería que el presidente prometiera explícitamente «por escrito,
en un decreto, que en ningún caso ni él ni cualquier otro que se aviniese a la
amnistía, sería extraditado, por ningún crimen, a ningún país». Reiteró, además,
que quería supervisar las circunstancias de su entrada en prisión y que quería
protección para su esposa e hijos mientras estuviese encarcelado.
En noviembre, Pablo subió aún más la presión inicial. Al día siguiente de morir
su primo Luis en «un enfrentamiento con la policía», los hombres de Pablo
secuestraron a Maruja Pachón, cuñada del difunto candidato Galán y esposa de un
destacado congresista, y a la cuñada de ésta. Y como si eso fuera poco, los
hombres de Pablo intentaron retener a la nieta del ex presidente Betancur,
pero fallaron. Comunicados desafiantes de Los Extraditables acusaban a las
fuerzas del coronel Martínez de cometer atrocidades en Medellín. Uno de ellos
afirmaba que el Bloque de Búsqueda realizaba incursiones en barriadas fieles a
Pablo, reunía a los jóvenes y los mataban allí mismo.
«¿Por qué se han cambiado las órdenes de arresto por órdenes de ejecución? —
rezaba uno de los comunicados—. ¿Por qué se distribuyen carteles de “Se busca” y
se ofrecen recompensas por personas que no han sido requeridas por ninguna
autoridad judicial?»
En otro de ellos, Los Extraditables asumían la responsabilidad de los secuestros
y señalaban que «la detención de la periodista Maruja Pachón es nuestra respuesta
a las recientes torturas y desapariciones perpetradas en la ciudad de Medellín
por las mismas fuerzas de seguridad [el Bloque de Búsqueda del coronel Martínez]
mentadas tantas veces antes en nuestros comunicados».
Las tácticas de Pablo daban resultados. Su campaña dinamitera había
aterrorizado al pueblo, y las encuestas mostraban un mayor apoyo a la propuesta de
paz por medio de un acuerdo con Los Extraditables. Semanas antes de Navidad,
Pablo liberó a tres de los miembros del equipo de Diana Turbay, y Gaviria respondió
de inmediato, con nuevas y atractivas condiciones para la entrega de los
narcos. A cambio de la liberación de los rehenes sanos y salvos, y la promesa de
buscar un final negociado a la violencia que azotaba el país[14], el presidente ofrecía
a Pablo y a los otros capos lo
que García Márquez llamó «el obsequio del encarcelamiento». El presidente
prometió que aquellos que se avinieran a la política de sometimiento y que se
declararan culpables de al menos un delito, cumplirían solamente una condena
reducida. Fabio Ochoa se entregó el 18 de diciembre, al día siguiente de aparecer
el nuevo decreto. En los dos meses siguientes, sus dos hermanos, Jorge y Juan
David, hicieron lo mismo. «Siento la misma alegría al ingresar en la cárcel que otros
sienten al abandonarla —dijo Ochoa—. Sólo quería acabar con la pesadilla en la
que se había convertido mi vida.»
Por entonces, la vida de Pablo era un averno. El coronel Martínez estuvo a punto
de apresarlo varias veces y había ido socavando su entorno. La muerte de sus
primos y de su cuñado y la entrega de los hermanos Ochoa demostraba que su
organización se desmoronaba. El hombre que pocos años antes había podido elegir
de entre una docena de mansiones lujosas donde pasar la noche, ahora tenía que
dormir ocasionalmente en los bosques o en las montañas, para huir de sus
impenitentes perseguidores. Pablo no osaba hablar por radioteléfono o por móvil,
así que enviaba sus mensajes por medio de un correo. No tenía ni tiempo ni medios
para controlar su imperio, así que cada mes que permanecía prófugo, Pablo perdía
dinero y prestigio en el mundo criminal al que pertenecía. A fines de 1990 sólo
vislumbraba una salida a aquel predicamento: se fugaría hacia la seguridad que
le ofrecía el Gobierno de Colombia.
Pero no hasta que hubiese fijado los términos exactos que pretendía. Gaviria
había prometido que nunca negociaría con los narcos, aunque, no obstante, eso era
lo que estaba haciendo por medio de intermediarios como Parra, el abogado de
Pablo. El letrado sufría el desprecio, la desconfianza y el temor de los bogotanos,
pues sabían que él representaba a Escobar. Un ejemplo de aquel temor: días
después de haber advertido al Gobierno públicamente de que no confiase en Parra,
Alejandro Jaramillo, presidente de la Asociación de Periodistas Colombianos,
desapareció. Pero sin importar cuánto le temiera la gente a Parra, el abogado
evidentemente vivía aterrorizado por su propio jefe. Durante la entrega de un
mensaje a la familia del rehén Francisco Santos, Parra se derrumbó y rompió a
llorar:
—No se olviden de lo que les digo —se lamentó—. A mí no me matara la policía.
Me matará Pablo Escobar porque sé demasiado.
Pablo aún tenía razones para resistir, a pesar de que una vida a la fuga
resultara miserable. Gaviria había reunido a la Asamblea Constituyente con el fin de
reformar la Constitución colombiana, lo que presentaba a Pablo con una oportunidad
ideal para incluir en el documento fundacional de la nación la prohibición de la
extradición. Extraditar a ciudadanos colombianos nunca había gozado de
popularidad, y con la campaña de Pablo —bombas, secuestros y su particular
estrategia de «plata o plomo»—, votos no le faltarían. Si lograba resistir hasta que
la asamblea redactase y
www.lectulandia.com - Página
aprobara el documento, sus esfuerzos se verían coronados por el éxito.
Así que los asesinatos continuaron. En los primeros meses de 1991, las muertes
diarias rondaban la veintena en Colombia; y en Medellín, desde que el coronel
Martínez comenzara su acoso a Pablo, ya habían muerto cuatrocientos cincuenta y
siete policías. A los jóvenes pistoleros de Medellín se les pagaba cinco millones por
policía muerto. Calando el Bloque de Búsqueda mató a otros dos de los sicarios de
Pablo en enero de 1991, éste anunció que dos de sus rehenes estrella serían
ajusticiados como represalia. Marina Montoya, una mujer de sesenta años y largos
cabellos blancos, fue asesinada el 24 de enero. Sus raptores le cubrieron la cabeza
con un saco, se la llevaron del sitio donde había permanecido cautiva y le dispararon
seis veces a la cabeza. Su cuerpo se halló en un terreno baldío en la zona norte de
Bogotá..., alguien le había robado los zapatos. Diana Turbay murió diez días
después en cautiverio cuando intentaban rescatarla. Se dijo que cayó víctima del
fuego cruzado. Las muertes de aquellas mujeres, conocidas popularmente y
queridas en los círculos sociales de la élite bogotana, lograron precisamente el efecto
deseado.
Nydia Quintero, madre de Diana Turbay, pidió una audiencia con el
presidente Gaviria.
Han matado a Diana, señor presidente, y es culpa suya —afirmó la mujer,
destrozada—. Es lo que sucede cuando alguien tiene un corazón de piedra, como
usted.
Mónica de Grieff, la ministra de Justicia, dimitió. Había recibido llamadas
telefónicas escalofriantes, en las que los supuestos raptores le describían con detalle
el trayecto de su hijo desde la escuela hasta su propio hogar, como para dejar
sentado que podían hacerse con él cuando lo desearan. Gaviria respondió
incluyendo en su oferta la polémica «inmunidad ante la extradición»; lo que venía
a significar que si Pablo se entregaba y confesaba un delito, un delito cualquiera,
ya no se tendría que preocupar de ser juzgado ni siquiera por los dos crímenes
más recientes. En otras palabras, el nuevo presidente le estaba rogando a Pablo
que por favor dejase ya de matar.
Los abogados del capo prosiguieron con las negociaciones. Pablo exigía que no
se le considerara un criminal sino un revolucionario. No buscaba un lugar en el
panorama político, pero a cambio de deponer las armas esperaba del Estado ciertas
concesiones. Se trataba de un poder contra otro poder; las armas, bombas y los
sicarios de Pablo contra los del Gobierno. A aquellas alturas, la negociación tenía ya
poco que ver con el narcotráfico. Pablo se la estaba jugando, porque si el coronel y
Centra Spike lograban dar con él antes del acuerdo, seguramente lo matarían o, en
el mejor de los casos, sería extraditado inmediatamente. Pablo ya había sido
acusado de crímenes en tres estados norteamericanos. La alternativa que
negociaban sus abogados debe de haber sido el acuerdo, entre un criminal y
una fiscalía, más
generoso de todos los tiempos; pero para el Gobierno significaba contemporizar a lo
grande. Si Pablo lograba resistir y evadir la persecución implacable del coronel
Martínez, la condena que se decidiera a cumplir estaría a años luz del lujo
incomparable del que había disfrutado en los últimos quince años. A Pablo le
construirían su propia prisión en su pueblo natal, Envigado, en una colina llamada La
Catedral, en sus propias tierras, y el dinero para su construcción saldría de su propio
bolsillo. Sus carceleros no dependerían del Servicio Penitenciario, sino de la
Gobernación de Envigado, controlada por Pablo. La población carcelaria estaría
compuesta exclusivamente por sus secuaces de mayor confianza y sus sicarios. La
PNC, y más específicamente el Bloque de Búsqueda, tendría prohibido acercarse a
menos de veinte kilómetros de sus puertas. La prisión brindaría a Pablo un sitio
confortable y seguro en el que establecerse y desde donde podía retomar el puesto
dominante del cártel en el negocio del tráfico. Si sus abogados lograban reducir la
condena, Pablo emergería a la luz pública en un par de años con sus pecados
lavados, fabulosamente rico, y como un poderoso ciudadano de Medellín, o sea, el
don Pablo que él siempre había querido ser. ¿Quién podía adivinar hasta dónde lo
llevarían sus ambiciones entonces?
Entretanto, Gaviria aplicaba la política de la zanahoria y el palo, y Pablo también.
El 30 de abril sus sicarios mataron a Enrique Low, un ex ministro de Justicia que
había defendido la extradición. Antes de matarlo, le habían hecho llegar un pequeño
ataúd ornado con una bandera en miniatura de Colombia, empapada en sangre.
Pablo además asestó un duro golpe al presidente Gaviria al capturar de una finca y
posteriormente asesinar a uno de sus familiares más queridos, su primo Fortunato
Gaviria. La autopsia confirmó que Fortunato Gaviria había sido enterrado vivo.
Aquello abatió casi definitivamente a un presidente de carácter juvenil. Su aspecto se
convirtió de la noche a la mañana en el de un hombre vencido, se movía por el
Palacio Presidencial apesadumbrado, embargado por la frustración, cada vez más
solo y cargando con las culpas de las tribulaciones que sufría el país. «Yo era el
único colombiano que no tenía un presidente a quien ir a quejarse», diría más tarde.
Pero sus esfuerzos finalmente dieron fruto. Durante la primavera Pablo comenzó
a liberar a los rehenes que quedaban, los dos últimos, Santos y Pachón, el 20 de
mayo. Y entonces, después de aquellos meses de incertidumbre y de muerte, Pablo
se entregó.
5
Pablo orquestó el final de aquella pugna a través de un conocido y querido
predicador católico de la televisión. El capo aseguró que había elegido aquella fecha
por varias razones, pero la más elocuente era que aquel día, el 19 de junio de 1991
— pese a las sonoras protestas del embajador norteamericano Thomas McNamara,
del jefe de la DEA en Bogotá, Roberr Bonner, y de la oposición del Gobierno de
Gaviria
—, la Asamblea Constituyente votó a favor de declarar ilegal la extradición por
quince votos a trece.
La entrega había sido pactada por los abogados de Pablo, después de negociar
duramente las últimas condiciones con el Gobierno. La Catedral, la cárcel que Pablo
había mandado hacer a medida, estaba aún inconclusa pero habitable. Las célebres
víctimas de sus secuestros —los que habían sobrevivido— se encontraban en casa
con sus familias intentando reanudar sus vidas. Así que cuando corrió el rumor de
que Pablo estaba dispuesto a entregarse, el país entero contuvo la respiración. Las
noticias eran tan alentadoras que nadie creía que fueran ciertas.
Pablo se despertó temprano por la mañana, lo que no era habitual en él, y
desayunó con su hermano Roberto, sus hermanas y su madre, en Medellín. Todos
estaban encantados de verlo: en los meses que estuvo prófugo no se había atrevido
a visitarlos. A las nueve de la mañana Pablo todavía continuaba negociando los
últimos detalles.
Salió a la luz como alguien que espera que le disparen. Para brindarle la mayor
seguridad posible al corto vuelo en helicóptero desde el lugar acordado para el
encuentro hasta la nueva prisión en lo alto de las colinas más allá del extremo sur de
la ciudad, sus abogados negociaron que se prohibieran vuelo alguno. «Ni los pájaros
volarán hoy en Medellín», escribió en su diario el ministro de Defensa, Rafael Pardo.
A media tarde, un helicóptero Bell para doce pasajeros despegó hacia el lugar
concertado: una de las mansiones de Pablo. Detrás de la mansión se extendían los
terrenos y en medio de ellos, un campo de fútbol impecablemente cuidado. En el
aparato iban el famoso padre Fernando García y el congresista Alberto Villamizar,
a quien Pablo había intentado matar. La mujer y la hermana de aquél también
habían sido señaladas por Pablo y habían formado parte de la terrible hermandad de
las diez figuras notables secuestradas el año anterior. Ambas habían sido liberadas
sanas y salvas. Villamizar, por su parte, había sido una pieza fundamental en la
coordinación de los detalles de aquel histórico momento. Junto al predicador y el
congresista, se hallaba el capo Jorge Ochoa, quien había sido liberado
temporalmente a petición de Pablo. Como lo describiera García Márquez en su
libro Noticias de un secuestro, había en el campo de fútbol una treintena de
hombres armados esperando el helicóptero que acababa de aterrizar.
Aproximadamente la mitad se adelantó para
escoltar a un hombre bajo y regordete de barba espesa y negra hasta el pecho, que
llevaba un teléfono móvil y una serie de pilas de repuesto en un maletín. Pablo se
detuvo un instante para abrazar a algunos de sus guardaespaldas. Con un gesto les
indicó a dos de ellos que subieran al helicóptero. Luego subió él.
—¿Cómo está usted, doctor Villamizar? —dijo Pablo extendiéndole la mano al
congresista.
—¿Cómo va, Pablo? —contestó éste, estrechándole la mano a Pablo.
A continuación, le echó un vistazo a su amigo Ochoa, a quien no había visto en
meses.
—Y tú —dijo Pablo— metido en esto del principio hasta el final...
Los hombres se quedaron en silencio durante unos momentos hasta que el piloto
preguntó si despegaba.
—¿Tú qué crees? —le contestó Pablo—. ¡Vámonos! ¡Vámonos ya!
Minutos después, el helicóptero aterrizó en el campo de fútbol de la prisión, que
todavía ni siquiera tenía césped. La flamante cárcel estaba emplazada en la cima del
Monte Catedral, un pico verde con una vista panorámica del valle y de toda la ciudad
de Medellín. Pablo en persona había supervisado la construcción de la cárcel, aún
sin acabar. Hasta entonces se habían levantado los muros y cercas, una
vivienda de bloques de hormigón ligeros para el director de la prisión, un conjunto
de grandes barracas penitenciarias en un claro colina abajo y otra estructura más
grande situada en lo alto de la ladera para albergar a los prisioneros. Su
apariencia era de una austeridad apropiadamente carcelaria, pero Pablo tenía sus
propios planes y también había tomado precauciones. Él y su hermano habían
visitado La Catedral semanas antes y enterrado un arsenal de fusiles y
ametralladoras en la ladera, algo más arriba del sitio donde estarían sus «celdas».
«Un día de éstos nos van a hacer falta», le había dicho Pablo a su hermano.
Al descender del helicóptero, Pablo se vio rodeado de cincuenta guardias de
prisión, todos ellos luciendo sus nuevos uniformes azules y apuntándole con sus
rifles.
—¡Bajen las armas, carajo! —ordenó el capo, y los cincuenta hombres lo
obedecieron.
Lo llevaron a conocer al director de la prisión. Al verle Pablo se levantó la manga
izquierda y de allí sacó una pistola SIG-Sauer calibre 9 milímetros —que lucía
monogramas de oro incrustados en las cachas de madreperla— y antes de entregar
el arma, con gran teatralidad, eyectó los proyectiles manualmente uno a uno
dejando que cayesen al suelo. Fue como si lo hubiese ensayado: suponía el fin
simbólico a años de guerra. Entonces Pablo llamó a su hermano por teléfono móvil
para avisarle que su entrega había sido consumada y completa.
Pablo habló con algunos de los periodistas invitados a la prisión y les dijo que su
rendición voluntaria era «un acto en pos de la paz», y agregó: «Decidí entregarme en
el momento en que vi a la Asamblea Constituyente trabajando por la defensa de los
derechos humanos y la democracia en Colombia».
Los periodistas, impresionados ante la estrella del narcotráfico, se derritieron,
olvidando de inmediato la campaña de terror, la guerra que Pablo librara contra los
de su misma profesión, e incluso a los directores de periódicos y reporteros que
Pablo había raptado y asesinado. Los reporteros se deshicieron en elogios:
—Yo creía que sería un hombre petulante, orgulloso, disciplinado, unos de esos
que siempre miran por encima del hombro, pero me equivoqué. Es todo lo contrario:
educado, pide permiso cuando pasa por delante de alguien y es sinceramente
agradable cuando saluda —dijo uno de Medellín.
—Se ve que se preocupa por su aspecto —dijo otro—, especialmente por sus
zapatos. Estaban impecablemente limpios.
—Tiene un poco de tripa, lo que hace pensar que es un hombre que posee una
gran calma.
—Camina como si no tuviese que darse ninguna prisa. Es dueño de una gran
jovialidad y se ríe mucho.
Antes de partir, Villamizar charló con Pablo, que le pidió disculpas por el
sufrimiento que le había causado a su familia. Le explicó que la guerra había sido
terrible en ambos bandos. En la conversación Pablo negó haber tenido algo que ver
con el asesinato de Luis Galán.
—Hubo mucha gente involucrada en eso —explicó Pablo—. A mí ni siquiera me
gustaba la idea porque sabía lo que ocurriría si lo mataban. Sin embargo, cuando se
decidió, yo ya no pude hacer nada.
También expresó su satisfacción porque sus sicarios no hubiesen matado
a Villamizar, aunque le hubiesen informado de que éste era un enemigo acérrimo:
—En la guerra que estábamos librando, hasta un rumor podía hacer que uno
muriera —explicó Pablo—. Pero ahora que lo conozco, doctor Villamizar, doy
gracias al cielo porque no le haya pasado nada. —Y a modo de promesa agregó—:
¿Quién sabe cuánto tiempo deba estar aquí? Pero todavía tengo muchos amigos, así
que si usted se siente inseguro, si alguien se lo pone difícil, hágamelo saber y ése
será el fin del asunto. Usted cumplió conmigo y se lo agradezco, haré lo mismo por
usted. Le doy mi palabra de honor.
Todo había acabado, o eso se suponía. La «confesión» de Pablo —que era
sólo una parte de su trato con el Gobierno— pasaría por alto los raptos, los
asesinatos de Turbay y Montoya, las miles de muertes que ocasionaron los
coches bomba del cártel, las víctimas políticas y los jueces y policías asesinados.
Conforme al decreto del presidente Gaviria, Pablo reconoció un solo crimen:
haber actuado de intermediario entre una transacción de drogas arreglada por
su primo muerto,
Gustavo. En términos estrictamente legales, ni siquiera admitió que fuera culpable de
ese único crimen. Había sido juzgado y condenado in absentia por las autoridades
francesas y, de acuerdo con su declaración, por cierto, muy cuidadosamente
redactada: «El código penal de aquel país [,..| le otorga a uno el derecho de solicitar la
revisión de su caso, cuando se presenta ante un juez de su país; en este caso, un juez
colombiano. Éste es precisamente el objetivo de haberme presentado voluntariamente
en esta oficina. En otras palabras, para que un juez colombiano reabra mi caso».
Para satisfacer los requerimientos de su petición, Pablo accedió a presentarse
ante un juez en Bogotá y confesar. Lo hizo meses después, en febrero de 1992,
en el transcurso de una reveladora sesión en la que el capo mintió con fluidez y
exhibió su habitual agudeza y su belicoso patriotismo; lo que transformó la sesión en
una tribuna desde la que acabó acusando a las autoridades. Todos los presentes
sabían, naturalmente, que Pablo Escobar era el narcotraficante más famoso del
mundo y el asesino más prolífico de la historia de Colombia, pero él comprendió
que la corte estaba obligada a aceptar su inocencia respecto a crímenes por los que
no había sido acusado, y por ello Pablo interpretó su papel con un cínico aplomo. Se
describió a sí mismo como «un ganadero». Señaló que había estudiado
contabilidad durante un semestre después de abandonar la educación secundaria
en 1969, y agregó: «No tengo adicciones. No fumo ni bebo». Resaltó que era
inocente, que estaba entregándose para apelar las acusaciones que sobre su
persona pesaban en Francia, y anunció su intención de estudiar una carrera
universitaria durante su estancia en prisión. Pablo se presentó como una
víctima. «Deseo aclarar que podría haber personas que, con la intención de
perjudicarme, intenten enviar cartas anónimas, hacer llamadas o cometer actos
de mala fe en mi nombre. Ha habido muchas acusaciones, pero nunca he sido
condenado por ningún crimen en Colombia.»
Aquélla era una falacia que podía ser demostrada, pero no existían muchos
testigos vivos que pudiesen refutarlo, y las fichas de aquellos viejos arrestos habían
sido destruidas. Pablo confesó haber arreglado una reunión para una transacción de
cuatrocientos kilos de cocaína.
—¿Sabe usted de dónde salieron esos cuatrocientos kilos de cocaína? —
preguntó el juez.
—Creo que el señor Gustavo Gaviria se encargaba de eso.
—¿Quién es el señor Gustavo Gaviria? —Era un primo mío.
—¿Sabe usted cómo murió el señor Gaviria?
—El señor Gaviria fue muerto por miembros de la PNC durante una de las
redadas-ejecución que tantas veces han sido denunciadas públicamente.
—Hablemos —sugirió más tarde el juez— del modus vivendi de usted y de su
familia y de las condiciones económicas en las que ha vivido.
—Pues, mi familia proviene de la zona central del norte de Colombia. Mi madre
era maestra de una escuela rural y mi padre campesino. Ellos hicieron un gran
esfuerzo para darme la educación que he recibido, y mi condición económica actual
está perfectamente definida y clara ante el Ministerio de Hacienda.
El juez le pidió a Pablo que explicara los distintos trabajos que había
desempeñado a lo largo de su vida adulta.
—Siempre me ha gustado trabajar por mi cuenta y desde mi adolescencia lo he
hecho para mantener a mi familia; incluso mientras estudiaba trabajé en una tienda
de reparación de bicicletas para pagarme los estudios. Repito, desde mi
adolescencia. Más adelante, me dediqué a comprar y vender coches, ganado y
luego, al negocio inmobiliario. Y como ejemplo de esto último quiero citar la
Hacienda Nápoles, que compré con la ayuda de un socio cuando aquellas tierras se
encontraban en medio de la selva; y hoy en día se podría decir que están listas
para ser colonizadas. Cuando compré las tierras, no había en esa región ni
medios de comunicaciones ni transportes. Llegar allí nos suponía veintitrés horas de
agonía. Digo esto con el fin de aclarar la imagen que se tiene de mí, la de que todo
ha sido sencillo para mí...
El juez le preguntó a Pablo si alguien lo había apadrinado en el mundo de los
negocios.
—No. Hice mi propia fortuna, comenzando desde cero, como tantos otros
hicieron las suyas en Colombia y en el mundo.
—Explíquele a la corte qué antecedentes disciplinarios o penales aparecen en su
ficha.
—Admito que ha habido muchas acusaciones, pero nunca se me ha condenado
de ningún crimen en Colombia. Las acusaciones de robo, homicidio, tráfico de
drogas y muchas otras las hizo el general Miguel Maza Márquez | jefe del DAS],
en cuya opinión todo crimen que se comete en Colombia lo he cometido yo.
Escobar negó saber nada acerca de cocaína, de aviones de su propiedad, de pistas
de aterrizaje clandestinas o de barcos, y negó explícitamente estar involucrado en el
narcotráfico. El juez, que rozaba la exasperación, le preguntó si «tenía alguna idea»
de ese tipo de cosas, a lo que Pablo contestó:
—Solamente lo que me entero por la televisión y los periódicos. Lo que he oído y
leído es que la cocaína cuesta mucho dinero y la consumen las clases altas de
Estados Unidos y de otros países del mundo. Me he enterado de que mucho líderes
políticos y gobiernos se han visto implicados en el narcotráfico, como el actual
vicepresidente de Estados Unidos Dan Quayle, acusado de comprar y vender
cocaína y marihuana. Me he enterado de las declaraciones de una de las hijas del
señor Reagan: ella admite haber consumido marihuana. He oído las acusaciones
contra la familia Kennedy; y las acusaciones de tráfico de heroína contra el sha
de Irán, como también que el presidente del Gobierno español, Felipe González,
admitió públicamente que consumió marihuana. Mi conclusión es que existe una
hipocresía universal con
respecto al tráfico de drogas y a los narcóticos, y lo que me preocupa es que (esto lo
digo por lo que oigo y leo en los medios de comunicación) toda la maldad de las
adicciones recaen en la cocaína y los colombianos, cuando la verdad es que las
drogas más peligrosas se producen en laboratorios norteamericanos, drogas como el
crack..Nunca me he enterado de que un colombiano haya sido detenido por posesión
de crack, porque el crack se produce en Estados Unidos.
—Basándose en sus últimas respuestas, ¿cuál es su opinión acerca del
narcotráfico? —preguntó el juez.
—Lo que opino, basado en lo que he leído, es que la cocaína invadirá
|irremediablemente! el mundo |...| mientras las clases altas continúen consumiendo la
droga. También me gustaría decir que la hoja de coca ha existido en nuestro país
durante siglos y forma parte de la cultura autóctona...
—¿Cómo explica que se lo señale a usted, a Pablo Escobar, como al jefe del
cártel de Medellín?
Pablo rehusó contestar directamente, pero remitió al juez a una declaración
grabada en cinta de vídeo que había entregado a la corte con anterioridad y agregó:
—Otra explicación que puedo dar es ésta: el general Maza Márquez es mi
enemigo personal |...|. Él se proclamó mi enemigo personal en una entrevista que
diera al periódico El Tiempo el 8 de septiembre de í99t. Está claro que sufre de
frustración militar por no haberme capturado. El hecho de que él haya llevado a cabo
muchos operativos para atraparme y que todos hayan fallado, haciéndolo quedar
mal, le ha hecho decir que me odia y que soy su enemigo personal...
El juez le leyó a Pablo una lista de nombres de conocidos traficantes que
públicamente lo habían identificado a él como su jefe, incluyendo a un
norteamericano llamado Max Mermelstein.
—No conozco a ninguna de esas personas —se excusó Pablo—, pero a través
de la prensa conozco a Max Mermelstein, y deduzco que es un testigo mentiroso
que el Gobierno de Estados Unidos tiene contra mí. Todo el mundo en Colombia
sabe que los criminales norteamericanos negocian condenas más cortas a cambio
de testificar en contra de ciudadanos colombianos |...|. Me gustaría adjuntar a la ficha
una copia de la revista Semana en la que figura un artículo sobre Max Mermelstein,
con el fin de demostrar lo mentiroso que es. Quiero leer un pasaje de esa
entrevista y cito:
«Escobar era el jefe de todos los jefes. El capo del narcotráfico llevaba vaqueros y
una camiseta de fútbol, era alto y delgado». —Acto seguido, Pablo, regordete y bajo,
se puso de pie—. Díganme ustedes si soy una persona alta y delgada. Para que un
gringo diga que uno es alto, uno debería ser muy alto.
De ese modo acabó la primera guerra. Pablo había caído precipitadamente
desde una gran altura. Aún era uno de los hombres más ricos del mundo,
aunque la persecución del coronel Martínez lo había separado de sus riquezas. Si
bien lo habían
acorralado hasta forzarlo a hacer un trato con el Gobierno, había logrado doblegar la
voluntad del país a su gusto. La Constitución ahora especificaba que no podía ser
extraditado por sus crímenes. Además, Pablo no tenía mucho que temer de la ley en
su propio país ni siquiera en la cárcel, como con el tiempo se vería. El presidente
Gaviria había logrado la paz, si bien lo hizo a un precio que mancilló la dignidad de
su país ante la mirada vigilante de Estados Unidos y gran parte del resto del mundo.
Gaviria deseaba que Pablo fuera mantenido preso en La Catedral el tiempo
suficiente para que el sistema judicial colombiano se recobrara y se pudiesen
formular cargos más graves contra el capo. Y quizá entonces encerrarlo de una vez
por todas y para siempre.
Con el tiempo, Gaviria se daría cuenta de que aquéllas habían sido esperanzas
vanas. Al hacer el trato, el presidente había subestimado considerablemente a Pablo;
no había vislumbrado cuan hondo habían llegado las influencias de aquel hombre en
el Gobierno y la sociedad colombianas, y cuán difícil iba a ser retenerlo. Pablo haría
del primer mandatario un hazmerreír.
El prestigio público de Pablo se recuperó de golpe. Al entregarse, el público,
veleidoso y aliviado por el fin de la guerra, rápidamente le perdonó las bombas, los
asesinatos y los secuestros. Después de todo ¿no era cierto que la mayoría de ellos
habían sido liberados sanos y salvos? Poco después de instalarse en La Catedral,
Pablo concedió numerosas y entusiastas entrevistas, en las que siempre defendió su
inocencia e hizo gala de su impresionante don para las relaciones públicas. En julio
de 1991, le dijo a un periodista del periódico El Colombiano que pretendía estudiar
periodismo durante su tiempo de condena: aquello causó una acida reacción en la
embajada norteamericana, que señaló que «el señor Escobar quizá debería
reconsiderar su elección de carrera universitaria, dado lo peligrosa que se ha vuelto
esta profesión en Colombia».
ENCARCELAMIENTO Y
FUGA
Junio de 1991- septiembre de 1992
www.lectulandia.com - Página
1
Pablo había caído desde las alturas del Olimpo hasta lo más bajo, pero se había
preparado un lugar confortable para aterrizar. Instalado entre las paredes de La
Catedral, confiaba en que su condena pendiente en Francia sería anulada por un
juez colombiano amigable. Según los términos de su entrega, a partir de entonces
Pablo pasaría a ser un hombre libre amnistiado por todos los otros crímenes de los
que se le acusaba y que hubiesen sido cometidos antes de la fecha de su entrega
voluntaria. Entretanto, se encontraría en un sitio seguro mientras las cosas se
calmaran, y, además, tendría la oportunidad de comenzar a reconstruir su imperio
de cocaína una vez más.
Durante los meses en los que había estado huyendo, escondiéndose y luchando
contra el Gobierno, decenas de sus socios y hombres de confianza habían muerto o
habían sido arrestados. En la primera mitad de 1991 la policía de Colombia, guiada
por la tecnología norteamericana, había confiscado unos sesenta mil kilos de cocaína
y casi había logrado desarticular la infraestructura del cártel. En febrero habían
capturado incluso uno de los aviones del cártel para el transporte de carga, un DC-3.
Pero aquello no era más que una ínfima parte de la cantidad de droga que llegaba
regularmente a Estados Unidos. De cualquier forma, el hecho es que todo esto
repercutía en el mercado. Los precios de la cocaína al por mayor en Nueva York se
incrementaban, y los niveles de pureza estaban decreciendo (un signo conclúyeme
de que el suministro se estaba constriñendo en el país de origen). Pero sobre todo
tales contratiempos perjudicaban la competitividad de Pablo frente al cártel de Cali.
Ahora, sin el coronel Martínez para atosigarle, tendría una buena oportunidad para
reagrupar sus fuerzas.
Pablo inició la reconstrucción. Al tanto de que la PNC y los norteamericanos
escuchaban sus llamadas de radio y de teléfono móvil, Pablo crió palomas
mensajeras para mantener sus líneas de comunicación personales; sus palomos
lucían en las patas anillas personalizadas en las podía leerse:
PABLO ESCOBAR
CÁRCEL DE MÁXIMA
SEGURIDAD
ENVIGADO
No mucho después de que Pablo entrase en La Catedral, la cocaína que se vendía
en las calles de Nueva York volvió a los niveles de pureza normales y los precios
bajaron nuevamente.
Su abogado, Roberto Uribe, lo visitaba regularmente cada semana y notó que la
prisión se volvía cada vez más acogedora. En un primer momento, las viviendas de
los internos, el gimnasio y el comedor guardaban el aspecto de una verdadera
prisión.
Sin embargo, gradualmente, la decoración se fue tornando más fastuosa. Pablo se
había acostumbrado a vivir como un criminal fugitivo y al principio exigió poco.
Pero los que lo acompañaban, su hermano Roberto y sus sicarios, se dedicaron a
importar lujos. Y para no eclipsar la figura de el Doctor, lo que importaban desde el
exterior para ellos, también lo traían para su jefe. Todo estaba al alcance de la
mano. Los guardias no eran más que empleados de Pablo, y los controles del
Ejército dejaban pasar los camiones de Pablo sin más comprobación que un gesto
de la mano. Los internos se referían burlonamente al ir y venir de camiones como
«el túnel».[15] Para tener a mano suficiente dinero en metálico, Pablo se hacía traer
rollos de billetes de cien dólares bien apretados en latas de leche, que enterraba
luego al abrigo de la niebla de la mañana en sitios secretos alrededor de la prisión.
Dos de aquellas latas, cuyo contenido rondaba el millón de dólares cada una,
fueron enterradas debajo del césped del campo de fútbol. Posteriormente se instaló
un bar, con una sala de estar y una discoteca, y al gimnasio se le añadió una sauna.
Las «celdas» de los internos eran más bien como suites de hotel, con salones,
pequeñas cocinas, dormitorios y baño. Los trabajadores comenzaron a construir,
además, pequeñas cabañas camufladas algo más retiradas del complejo principal
de la prisión, colina arriba. Allí era donde Pablo y los demás preveían esconderse si
La Catedral era bombardeada o invadida. Pero hasta que llegara ese momento,
las cabañas cumplían la función de excelentes alojamientos en los que los
hombres recibían a mujeres en privado. Se pintaron murales surrealistas de
brillantes colores en los techos y muros de las cabañas, como en las clásicas
madrigueras de los «porretas» de la década de los sesenta; sin olvidar luces negras
y equipos de sonido cuadrafónico. La comida era preparada por chefs de conocidos
restaurantes en la ciudad, que Pablo contrataba. Cuando el bar y la discoteca
empezaron a funcionar a pleno rendimiento, se ofrecieron fiestas y hasta
recepciones de bodas.
Con un poderoso telescopio encaramado en un balcón, el capo observaba las
vistas de Medellín, que se extendía a sus pies como un feudo propio, y a su mujer y a
sus hijos en cualquiera de sus muchas casas del valle. Su familia lo visitaba a
menudo. De hecho, se construyó una pequeña zona de juegos para Manuela, con una
casita repleta de muñecas y otros juguetes. Al cumplir los cuarenta y dos años, el 1 de
diciembre de 1991, se organizó una fiesta. Su madre le regaló dos gorras de piel, y él
anunció que a partir de entonces dichas gorras serían su seña de identidad. Si al Che
Guevara se lo conocía por su boina y a Fidel Castro por su barba y sus puros, a Pablo
Escobar se lo conocería por sus inmensas gorras de piel. La familia y los amigos
cenaron pavo relleno, caviar, salmón fresco, trucha ahumada y ensalada de patatas.
Pablo posó para una serie de fotografías junto a María Victoria, con la madre del capo
de pie, orgullosa, detrás de la pareja.
La Catedral tampoco era una prisión normal en muchos otros aspectos. Pablo, por
citar un ejemplo, no se sentía obligado a quedarse. Rara vez se perdía un partido de
fútbol de liga en Medellín (la policía cortaba el tráfico para que la caravana de Pablo
entrase y saliese sin inconvenientes del estadio que él mismo había mandado a
construir años antes). Aquel año se le vio haciendo sus compras de Navidad en un
moderno centro comercial de Bogotá y en junio de 1992 celebró el primer año de su
encarcelamiento con sus amigos y familiares en una discoteca de Envigado. Pablo
restaba importancia a aquellas excursiones puesto que, después de todo, siempre
regresaba. Había hecho un trato con el Estado y tenía la intención de cumplirlo, si
bien de vez en cuando engatusara a sus carceleros.
Para matar el tiempo, los internos levantaban pesas, montaban en bicicleta y
jugaban al fútbol. Pablo llegaba a jugar cuatro horas seguidas y, a pesar de sufrir de
una vieja lesión de la rodilla y de no ser el jugador más rápido o más habilidoso,
siempre era delantero centro. Sus hombres lo dejaban ganar, en ocasiones,
apañando la jugada para que él marcase el gol ganador. Si Pablo se quedaba sin
aliento, lo que sucedía a menudo, se hacía reemplazar por un suplente hasta
recuperar el aliento y entonces volvía al campo de un salto. Alguna vez, Uribe, su
abogado, debió esperar durante horas hasta que Pablo dejara de jugar para poder
hablar con él. Desde los laterales del campo, los carceleros servían bebidas a los
reclusos, y al acabar el partido hacían las veces de camareros en el bar de la
prisión. Pese a las muchas horas de deporte, los hombres de Pablo engordaban
semana a semana: todos gustaban del típico plato antioqueño de judías, cerdo,
huevos y arroz. Pablo y los demás habían entrado en prisión con la intención de
perder peso y de ponerse en forma, pero después de los primeros meses, aquel
propósito se desvaneció y los equipos para hacer ejercicios quedaron
arrumbados. De todos modos, continuaron jugando al fútbol, aunque bebían
mucho y seguían fumando marihuana. Bajo su influencia, Pablo se soltaba a
hablar, y un día le dijo a Uribe que las historias de La Violencia que había oído de
cuando niño lo habían aterrorizado, pero que a medida que había ido creciendo
comprendió que el terrorismo «era la bomba atómica de los pobres, la única manera
de que los pobres respondan a una agresión».
Pablo continuaba identificándose con el pueblo. Sostenía que había sido
obligado a cometer actos violentos debido a la persecución del Gobierno, pero
que estaba confiado en que la mayoría de los colombianos le seguía apoyando,
especialmente
«su gente», los desposeídos de Antioquia. Recibía cartas de sus seguidores a diario:
le escribían mujeres ofreciéndose a visitarlo en prisión y otros, más desesperados,
le suplicaban dinero para saldar sus deudas. Pablo leía y guardaba aquellas cartas,
y a menudo respondía enviando el dinero solicitado. Por la noche, cuando los
otros reclusos dormían profundamente, Pablo solía ir de aquí para allá por la
galería que circundaba los dormitorios hasta el amanecer, y luego dormía hasta
media tarde.
Aquel paréntesis en prisión fue una bendición para muchos de los prisioneros,
pero tampoco la paz era absoluta. Mientras que Pablo permaneciera en La Catedral
sus enemigos sabrían dónde encontrarlo. Esa era justamente la razón por la que
había escogido aquel emplazamiento en una empinada ladera escarpada. Por eso
había construido las cabañas colina arriba, enterrado un arsenal y hecho un
reconocimiento del terreno en busca de rutas por las que replegarse hacia la cima y
hacia el otro lado de la colina. Pablo había considerado varios sitios en Antioquia
en donde erigir la prisión, y aquél fue el que más le había gustado. En una visita tres
meses antes junto a su hermano Roberto, Pablo le había dicho: «Éste es el lugar,
hermano. ¿Te das cuenta de que se cubre de niebla después de las seis y por la
mañana también?». Esas condiciones frustrarían un ataque aéreo por sorpresa y
cubriría su retirada en caso de huida. Por si aquella invisibilidad fuera poco, Pablo
hizo tensar cables de acero por encima del campo de fútbol para impedir el
aterrizaje de helicópteros en la única zona llana de toda la prisión.
El aspecto legal también requería de su atención. Mientras Pablo estuviese
prisionero, el Gobierno se esforzaría en reunir evidencias para enjuiciarle y lograr
condenarle. A los pocos días de su entrega voluntaria, habían vuelto a acusarlo, ahora
de ser el «autor intelectual» de la muerte del candidato Galán. En septiembre uno de
sus principales sicarios, Dandeny Muñoz, fue arrestado en Nueva York y acusado de
haber mandado colocar una bomba en el vuelo de Avianca, además de otros cien
asesinatos. Semanas más tarde, la policía encontró en una de las mansiones de Pablo
pruebas que lo vinculaban al asesinato del editor de periódico Guillermo Caño. En las
visitas acostumbradas que Uribe hacía a Pablo, los dos hombres tenían mucho de que
hablar.
El presidente Gaviria le asignó el «asunto Escobar» a un joven abogado de su
plana mayor que había estado implorándole por algo más importante que hacer.
Eduardo Mendoza había manejado la seguridad de Gaviria durante su campaña
presidencial y, como recompensa, se le había dado un puesto en el ministerio
de Justicia. Mendoza era inexperto e inocente, pero honesto, amable e idealista.
Su trabajo durante la campaña le había valido un lugar en el círculo más íntimo
del Palacio Presidencial; un grupo de asesores tan jóvenes que la prensa los
había apodado «el jardín de infancia de Gaviria». Mendoza, vegetariano militante,
mostraba un aspecto particularmente insignificante, menudo, con pelo tenue y
castaño que le cubría la frente. Incluso embutido en su traje gris, con su abultado
maletín de piel, era fácil confundir a Mendoza con un estudiante de instituto.
Después de nombrarlo vice- ministro de Justicia, el presidente le encomendó la tarea
de «hacer algo» con respecto al ahora preso Pablo Escobar.
Aparte de encontrar una acusación por la que procesar al capo, también se
ordenó a Mendoza la construcción de una prisión en toda regla para encerrarlo. La
cuestión de dónde se podría construir esa prisión ya había sido contestada. El
acuerdo
alcanzado con Escobar dictaba que el sitio para erigirla debía ser La Catedral, donde
Pablo y sus compinches ya vivían. La nueva prisión —una prisión de verdad—
debería ser edificada en torno a la endeble y ya existente construcción. Y con Pablo
dentro. Mendoza sabía de cierto que el Servicio Penitenciario era una institución
minuciosamente incapaz y poco fiable. Poseía un departamento de ingeniería a
cargo de tales tareas específicas, pero aquellos hombres eran los más corruptos de
todos: robaban todo lo que encontraban a su paso. Mendoza se hallaba en
proceso de llevarlos a juicio cuando se le ocurrió involucrar a los norteamericanos,
que eran los más interesados en encerrar definitivamente a Pablo. Estados Unidos
sería el interlocutor perfecto. Mendoza se lanzó a diseñar una prisión ideal que
contara primordialmente con sistemas de circuito cerrado y medios de vigilancia
electrónica. Éstos minimizarían el contacto humano entre el personal penitenciario
y los prisioneros, limitando asimismo las oportunidades para la intimidación y el
soborno. Mendoza había leído acerca de las cárceles de máxima seguridad
existentes en Estados Unidos y había visto reportajes al respecto en la televisión.
Así pues voló a Washington, DC, y presentó su proyecto al Departamento de
Estado (Ministerio de Asuntos Exteriores) y al Servicio Penitenciario
norteamericano, pero no logró más que averiguar que, por ley, Estados Unidos no
tiene autorización para colaborar en la construcción de prisiones en otros países. Y
cuando se acercó directamente a compañías constructoras afincadas en Colombia
ninguna de ellas se mostró interesada en el encargo. Un importantísimo
constructor colombiano le dijo: «¿Quién va a querer construir una jaula con el león
dentro?».
Por fin Mendoza se puso en contacto con una firma llamada General Security. Su
dueño, un «experto en seguridad» israelí de nombre Eitan Koren[16], estuvo
dispuesto a aceptar el trabajo. Se delinearon los planos, pero antes de que
comenzara a correr el dinero el proyecto debía ser aprobado por la Procuraduría
Financiera. Dicho proyecto permaneció sobre un escritorio acumulando polvo
durante meses. Ni el director de aquel organismo ni sus subordinados aceptaban
las llamadas de Mendoza o las del ministro de Justicia: ni las devolvían ni tenían
interés alguno en ver a Mendoza o al ministro. Para obtener las autorizaciones
correspondientes fue Gaviria en persona quien tuvo que intervenir. Cuando las
obras por fin fueron iniciadas —con trabajadores reclutados de los sitios más
distantes de Colombia, para que no estuviesen conectados al imperio de Pablo en
Medellín— algunos trabajadores se negaron a proseguir después de ver con pavor
a los hombres de Pablo sentados en la verja anotando las matrículas de los
vehículos que entraban y salían de La Catedral. Más tarde algunos de aquellos
maleantes salieron de sus celdas para desafiar a las cuadrillas de trabajadores y
golpearon a unos hasta tumbarlos y a los demás los asustaron. El hecho es que
los empleados renunciaron en masa; ésa fue la causa de aún más demoras. Una
riña más asomó en el Congreso cuando Mendoza reveló su
plan de contratar mano de obra de élite para su nueva prisión de alta tecnología.
Consciente de las dificultades de mantener encerrado al capo, Mendoza previo atraer
a un grupo de guardias profesionales que capitanearan La Catedral, hombres
especialmente entrenados y capacitados, lo que significaría salarios y un plan de
pensiones y beneficios sociales más altos. Esto le granjeó el odio de los pilares de la
democracia colombiana: los funcionarios de la Administración. El proyecto quedó
empantanado como un tractor en una ciénaga. Entretanto, los norteamericanos, que
observaban desde la embajada, interpretaron toda la confusión y las demoras como
una evidencia más de que Pablo seguía manejando el tinglado. Y cuando Mendoza
se ponía en el lugar de los norteamericanos, se preguntaba: ¿cómo no iban a pensar
de ese modo?
Pablo era como un fantasma, y aunque en apariencia estuviese encerrado, su
poder y el miedo que causaba flotaban el aire como la peste. De vez en cuando, si
algo le disgustaba —por ejemplo, el inicio de las obras de la nueva prisión—, uno de
sus tantos abogados hacía una llamada al ministerio para informar de que su cliente
deseaba entregar una gran cantidad de dinamita. Los abogados entonces conducían
a las autoridades hasta un camión (generalmente ubicado frente a la casa de un
ministro o debajo de la ventana de una dependencia oficial) cargado de suficientes
explosivos para arrasar una manzana entera de edificaciones. La prensa se
enteraba siempre y, lógicamente, la noticia solía causar una impresión magnífica:
otro gesto magnánimo del preso reformado don Pablo. Sin embargo no significaba
el desarme. Mendoza, como el resto de sus colaboradores, sabía de sobra que su
«prisionero» les hacía el sutil recordatorio de que Pablo Escobar seguía siendo
el dueño de sus vidas; la manera de decir a sus carceleros: «No nos hagamos
daño unos a otros, caballeros».
Aunque Mendoza se sintiera frustrado por tales obstáculos, siguió adelante
impertérrito. Colombia era un país con historia, aunque en algunos aspectos
demostraba ser muy joven; una de las democracias más antiguas del continente
americano, pero una tierra de instituciones inestables. Colombia simbolizaba al país
que aún debía sufrir reformas; una joven nación en la que el idealismo y la diligencia
de un hombre joven todavía podía —al menos eso pensaba Mendoza— cambiar las
cosas.
Era el verano de 1992, y la construcción ya estaba en marcha. Lentamente, los
muros comenzaron a crecer tanto como la consternación de Pablo. Expulsada de las
inmediaciones de La Catedral, la PNC colocó puestos de escucha fuera del
perímetro de los veinte kilómetros establecidos. Pablo se había vuelto cuidadoso en
sus comunicaciones, utilizando sus palomas para los mensajes más importantes.
No obstante, con los demás reclusos hablaba tranquilamente. La PNC rápidamente
llegó a la conclusión de que La Catedral era, según opinaba el mayor que la
dirigía, «un gran foco de comercio». La policía siguió muy de cerca el flujo
constante de
contrabando al interior de la prisión (el alcohol, las drogas y las prostitutas), pero
nadie hizo nada para poner fin: sólo se dedicaban a observar, grabar, filmar y
archivar los resultados correspondientes. Meses y meses después seguía ocurriendo
lo mismo. Las unidades policiales a cargo de la vigilancia sentían asco por la
debilidad que demostraba el Gobierno. Aparentemente Gavina y los suyos temían
enfrentarse a Escobar, así que se parapetaron detrás de una preocupación excesiva
por las libertades personales; lo que proporcionó a Pablo y a sus secuaces espacio
más que suficiente para maniobrar.
2
A lo largo de todo el primer año del cautiverio, la embajada de Estados Unidos, la
prensa y los muchos funcionarios del Gobierno —Mendoza inclusive— habían
urgido a Gaviria a que acabase con la farsa. Todo el mundo sabía que La Catedral
no era una prisión ni mucho menos; lo que es más, era un estado soberano dentro
de otro estado no tan soberano. El acuerdo que resultó de la rendición de Pablo
simbolizaba más bien una capitulación a la violencia, un pacto con el diablo, puro
y duro. Así y todo, la mayoría de la Colombia oficial se contentaba con el status quo.
Pablo era una serpiente peligrosa que había sido conducida a un hoyo. La actitud
del Gobierno podía resumirse en la siguiente frase: «Pablo Escobar solía gobernar
Colombia, ahora únicamente gobierna Envigado..., así que déjenlo en paz».
Los únicos que no podían dejar de pensar en el tráfico de drogas eran los
gringos. El nuevo embajador norteamericano, Morris D. Busby, continuó su cruzada
en contra de Pablo y de los otros exportadores de cocaína, pero no había nada
nuevo en ello. A los norteamericanos los cegaban sus anteojeras. Trabajaban
concienzudamente en la zona norte de Bogotá, detrás de los altos muros de su
embajada-fortaleza, un bloque gris^ modernista, de cuatro plantas que se asemejaba
más a un bunker. Se movían de sus casas protegidas a sus lugares de trabajo en
coches blindados, perfectamente aislados del remolino general de la vida
colombiana. Los dos pueblos se hallaban separados por la envidia, el desprecio,
y un rencor de cien años. Y los gringos empeoraban la situación aún más al
sospechar que todos los colombianos se sumaban a la corrupción. Y cada mes que
Pablo pasaba tranquilamente en su colina reafirmaban esa creencia. Incluso el
alegre e idealista Mendoza era tratado con una desconfianza apenas disimulada
cuando acudía a la embajada a pedir información con la que formular nuevos cargos
en contra del capo, como si en verdad no fuera más que el abogado defensor de
Pablo en vez de un fiscal resuelto y dispuesto a enjuiciarlo.
Dentro de la embajada muy pocos sabían lo difícil que era llevar a cabo cualquier
reforma en el exterior. Incluso si Gaviria hubiese querido actuar contra Pablo, no
habría sido nada sencillo. En Estados Unidos, quizás el presidente daba una orden y
esa orden se cumplía, pero en Colombia todo conllevaba una pelea. En teoría, el
presidente ejercía su poder por encima de todos sus ministros, pero la cruda realidad
—que no sólo Gaviria, sino todos los presidentes que lo precedieron debieron
aceptar
— era que su autoridad era incorregiblemente difusa. El Ejército, la policía, la policía
secreta y el Ministerio de Justicia, todos eran feudos independientes. Cada uno de
ellos conformado por feudos de menor tamaño, todos batallando y urdiendo intrigas
entre sí. En el caso de Pablo, la causa común que los unía era la falta de disposición
para involucrarse. La PNC, por su parte, ansiaba ver todo el asunto desprestigiado.
El
poder judicial no quería enfrentarse a quien había mandado ejecutar a policías, jueces
y carceleros que se le hubieran cruzado en el camino. Y la actitud del Ejército era aún
peor: a Mendoza lo habían echado de las oficinas de generales que se negaban a
ejercer de cancerberos.
Otro feudo deseoso de abochornar al presidente era la Fiscalía, puesto al que se
accedía por medio de una votación independiente. A la cabeza se encontraba un ex
profesor de derecho y fumador de pipa llamado Gustavo de Greiff. El fiscal general
tuvo la oportunidad de avergonzar al presidente a comienzos de 1992, cuando sacó
a la luz las fotografías del boato escandaloso del que gozaba Escobar en La
Catedral: las camas de agua, los jacuzzis, los carísimos equipos de música, las
televisiones de pantalla gigante y otros lujos.
Mendoza descubrió que todo el mobiliario de Pablo era legal y que su entrada
había sido aprobada y sellada por triplicado por su propio y eficiente Servicio
Penitenciario. Los burócratas se habían protegido bien: los reglamentos permitían a
cada recluso una cama pero los reglamentos no indicaban de qué tipo, y lo mismo
sucedía con las bañeras. ¿Quién pondría en tela de juicio que un jacuzzi no es una
bañera? Según las normas, un prisionero tenía derecho a un aparato de televisión si
demostraba buen comportamiento, ¿pero en dónde se especificaba que la televisión
no pudiese ostentar una pantalla del tamaño de un muro, antena parabólica,
reproductor de vídeo y altavoces estéreo? El sistema carcelario había creado un
mundo paralelo para Pablo, y él lo aprovechó para transformarlo en una especie de
centro turístico
mientras que, según la documentación de la burocracia, se hallaba recluido en
una prisión de máxima seguridad.
Gaviria estaba furioso.
—Quiero que se les quiten todas esas cosas de inmediato —le ordenó a Mendoza
—. Ordene al Ejército que entren y que limpien todo el lugar. Escobar tiene que saber
que vamos en serio.
Aquélla fue una de las ocasiones en que Mendoza había acudido a pedir la
ayuda de Rafael Pardo, ministro de Defensa. Mendoza le mostró las fotos y le
comunicó la orden que le diera el presidente.
—De ninguna manera —dijo Pardo—. No puedo hacerlo porque no tengo los
hombres suficientes.
—¡Pero si tiene ciento veinte mil hombres bajo su mando! —exclamó Mendoza.
Pardo y sus generales le respondieron con testaruda indiferencia. Por otra parte,
la
PNC no podía participar ya que ésa fue una de las condiciones exigidas por Escobar
en la rendición. Mendoza se dirigió, entonces, al DAS. Estos le contestaron que no
estaban autorizados a intervenir en las prisiones a menos que estallara un motín, lo
cual, dadas las confortables condiciones en las que vivían Pablo y sus hombres, era
bastante improbable.
Finalmente, y casi rozando la desesperación, Mendoza alquiló un camión y
designó a un abogado de su equipo para que con un grupo de hombres cargara
todos los televisores, los reproductores de vídeo y cadenas de música y se los
llevara.
—Eduardo, tú eres mi amigo —imploró el abogado—, ¿cuándo te he hecho yo
tanto mal? ¿Por qué me encargas esto?
Mendoza se figuró que al llegar a las puertas de La Catedral, el camión sería
enviado de vuelta por los hombres de Pablo, y que quizá aquel rechazo le facilitase
nuevas razones para poder exigir la participación del Ejército o del DAS. Pero lo que
sucedió fue todo lo contrario: las puertas de la prisión se abrieron de par en par y
Pablo en persona les hizo señas, mostrando por dónde maniobrar.
—Por supuesto —respondió el capo con sus característicos buenos modales—.
No sabía que estas cosas le molestaran. Por favor, lléveselo todo.
Los hombres de Pablo ayudaron, incluso, a cargar al camión. Se tomaron fotos
de los cuartos vaciados, que Mendoza luego mostraría con orgullo al presidente (si
bien todos los aparatos requisados fueron devueltos discretamente a sus dueños
aquella misma noche).
Pero según pasaban los días, las escuchas de las comunicaciones del cártel
comenzaron a revelar problemas dentro del feliz reino que Pablo había montado en
torno a sí mismo. Los muros y vallas que lo protegían también lo mantenían alejado
de la gestión y el día a día de los asuntos del cártel; asuntos que había delegado en
un puñado de poderosos tenientes, de lo que comenzó a sospechar.
Pablo había encomendado el cuidado de una gran parte de su imperio a los
Galeano y los Moneada, viejas familias criminales de Medellín. Ambas familias se
habían enriquecido fabulosamente, y mucho más todavía después de la rendición de
Pablo. Y pese al pago del «impuesto de guerra» exigido por Pablo, que ascendía a
unos doscientos mil dólares al mes. Las sospechas de lealtad ante la creciente
prosperidad de las familias hicieron que Pablo aumentara su impuesto revolucionario
a un millón de dólares al mes. Y más adelante, autorizó a algunos de sus hombres
para que robaran veinte millones de dólares de las casas secretas en las que
aquellas familias acumulaban su dinero en metálico. Cuando los jefes de las dos
familias, Fernando Galeano y Gerardo Moneada visitaron La Catedral en el verano
de 1992 para quejarse, Pablo les soltó una perorata acerca de la importancia que
él, Pablo Escobar, tenía para la industria, de cómo había establecido las primeras
rutas comerciales «para que no sólo yo pudiera beneficiarme», y de cómo él, por sí
solo, había hecho derogar el tratado de extradición entre Estados Unidos y
Colombia. Acto seguido hizo que Galeano y Moneada fueran asesinados. Pocos
días más tarde, los sicarios de Pablo siguieron las pistas de los hermanos de
ambas víctimas, Mario Galeano y William Moneada, y también los liquidaron.
www.lectulandia.com - Página
Los clanes familiares de aquellos cuatro hombres se aprestaron para la guerra.
Algunos de sus miembros más incondicionales acudieron a la policía acusando a las
autoridades de complicidad en los crímenes. Ambos narcos habían desaparecido
después de visitar La Catedral, por lo que el Gobierno de Colombia lógicamente era
cómplice de las desapariciones y los evidentes asesinatos. Así fue como el
exasperado presidente Gaviria se vio obligado a tomar cartas en el asunto.
3
Mendoza se encontraba en su despacho del Ministerio de Justicia en Bogotá, el
miércoles 21 de julio de 1992, cuando el jefe del Estado Mayor de Gobierno del
presidente Gaviria lo llamó para que se personara en el Palacio Presidencial. El
viceministro se encontraba redactando el código de procedimiento penal, y de todos
modos tenía que acudir a una reunión con su equipo al Palacio Presidencial después
de comer. Mendoza trabajaba en una nueva sección de la Constitución, que
reinstalaría los juicios con jurado; juicios que en Colombia habían dejado de
celebrarse años antes cuando los narcos y sus asesinatos habían hecho muy
peligrosa la tarea de servir como miembro de un jurado.
—Perfecto —dijo Mendoza con su habitual entusiasmo—, mataré dos pájaros de
un tiro.
Cuando llegó al palacio aquella tarde, pasó primero por la reunión del equipo de
redacción del nuevo código y les comunicó que debía hacerle una visita al
presidente:
—Regreso enseguida —les prometió.
Pero no pudo. Algo importante estaba ocurriendo en la planta de arriba. En el
vestíbulo del despacho de Gaviria, mientras los teléfonos sonaban sin cesar, se
habían dado cita generales con sus uniformes almidonados y ministros con sus trajes
hechos a medida, miembros de la plana mayor, camareros de chaqueta blanca
sirviendo café y té en bandejas de plata. Mendoza, acompañado por su nuevo jefe,
el ministro de Justicia Andrés González, quien a su vez había sido designado para
el cargo recientemente, fue llevado a una habitación. Allí se encontró con el pulcro
ministro de Defensa Rafael Pardo, y uno de los generales de éste.
—Eduardo, en este mismo instante, estamos atacando La Catedral —le
comunicó Pardo—. Se lo acaba de perder. La estamos atacando y vamos a traernos
a Escobar a Bogotá.
Pardo sabía que aquella nueva sería bien recibida por Mendoza, que en vano le
había insistido para que lo ayudara a resolver el «asunto de Escobar». Pardo había
hecho hincapié en que el Ejército no debía involucrarse, por lo que su declaración
era poco menos que una capitulación. Mendoza intentó ocultar su satisfacción.
Pero entonces Pardo lo sorprendió:
—Queremos que vaya allí —le dijo a Mendoza.
—Para «legalizar» —agregó González.
—¿Para legalizar qué? —dijo Mendoza incrédulo.
—Ya sabe, para formalizar el traslado —culminó Pardo.
Era lo típico: poco sucedía en Colombia sin la presencia de un letrado. En una
nación de una incertidumbre tan arrolladora, un país cuyo Gobierno podía ser
derrocado con poco más que un empujón, todo el mundo estaba obsesionado por
cubrirse las espaldas. De la misma manera que uno viajaba con guardaespaldas y
levantaba muros en derredor de su casa, nadie hacía un movimiento en falso sin
desenterrar algún término legal. Mendoza intuyó que le estaban entregando la pala.
Al enviar al viceministro de Justicia al lugar de los hechos, los funcionarios de
Bogotá quedarían libres de culpa, si ocurriese algo incorrecto o ilegal.
De cualquier modo, Mendoza se sentía inquieto. Se percibía que algo atrevido se
había puesto en marcha. Por fin el Ejército estaba plantándole cara a Escobar, el
monstruo, el azote para la sociedad colombiana. Pero aquel día se había hecho una
demostración de poder real, del legítimo poder del pueblo, y por una vez la acción iba
de la mano de la precaución. Era una sensación vertiginosa, y por un momento todos
parecían dichosos de estar tomando parte en ello. Mendoza era un joven lo
suficientemente perspicaz como para saber que estaba siendo utilizado, sin embargo
lo superaba el ansia de aceptar uno de los papeles principales.
Gaviria no se anduvo con remilgos. Ya había recibido los informes de las
ejecuciones llevadas a cabo por Pablo desde su cautiverio. Los cuerpos de dos de
los cuatro desaparecidos, Mario Galeano y William Moneada, habían sido hallados.
Por ahora, el hallazgo de los cadáveres aún se mantenía en secreto —ni siquiera
Mendoza lo supo entonces—, si bien el presidente era consciente de que esa
información acabaría filtrándose. Sus detractores en la prensa utilizarían las
muertes para confirmar todos los rumores acerca de Escobar y proclamar que el
presidente estaba bajo el poder del capo encarcelado. El descrédito del Gobierno a
los ojos del resto del mundo y de Estados Unidos crecería aún más, y sin su
ayuda, Colombia no sería capaz de combatir las guerrillas. Gaviria había sido el
blanco de suficientes agravios, y ahora habría más indagaciones e investigaciones.
Así que tomo una decisión. Pablo sería trasladado a una prisión de verdad. El
Ejército iba a entrar al recinto, utilizando la fuerza si fuera necesario, y a llevarse a
Pablo. Sin duda esto violaba el acuerdo que se había firmado con Escobar, y,
por tanto, el ejército de abogados de Pablo y sus aliados defensores de las
libertades civiles caerían sobre Gaviria como una plaga. Pero también era cierto
que el capo había incumplido su parte del trato al cometer crímenes horrendos
desde la «cárcel». Con todo se esperaba que hubiera complicaciones legales, y
por ello enviarían a Mendoza.
El viceministro tenía orden de volar a Medellín con el coronel Hernando Navas,
director del servicio penitenciario, para representar al Gobierno en el terreno.
—¿Qué significa exactamente formalizar? —preguntó Mendoza una vez más
antes de partir.
—Mire, todo está bajo control —replicó Pardo—.Pídale instrucciones al general
una vez que haya llegado, él sabrá lo que hacer.
—¿Tengo que traer a Pablo a Bogotá?
—Sí. Lo trasladaremos a una base militar en Bogotá —respondió el ministro de
Defensa—. Ahora dese prisa.
Pardo informó a Mendoza de que un avión de despegue rápido lo estaba
esperando en el aeropuerto. Así que salió hacia allí a toda velocidad en su coche,
deteniéndose nada más que para recoger al coronel Navas de camino. Cuando le
explicó al militar lo que ocurría, el director del servicio penitenciario sacudió la
cabeza:
—No se le puede hacer esto a Escobar y salirse uno con la suya.
Navas se quejó afirmando que sólo estaban metiéndose en problemas aún
mayores. Ellos tenían un trato con Pablo y hasta entonces él había cumplido su
parte. Romperlo significaría, como poco, volver a la guerra.
—Va a morir mucha gente —dijo Navas.
—Coronel, no ha sido una decisión mía —sostuvo Mendoza—. Se nos ha
ordenado ir, y lo que vamos a hacer es subirlo a un avión y traerlo de vuelta a
Bogotá.
En cuanto a Mendoza, su convicción frente a Navas era tan férrea como su
desconocimiento de lo que habría de hacer exactamente. Al llegar al aeropuerto, los
dos hombres descubrieron que el avión de «despegue rápido» carecía de
combustible. Así pues, mientras aguardaban, Mendoza llamó al despacho del
presidente para pedir, una vez más, aclaraciones. Quería hablar con su jefe
directo, el nuevo ministro de Justicia.
—Andrés, no sé lo que está pasando. Dime una vez más qué es exactamente lo
que tengo que hacer.
—Mira, si los prisioneros te ocasionan problemas, les dices que se debe a la
obra. Diles que hemos tenido problemas porque se han estado metiendo con los
obreros. Así que, temporalmente, los tenemos que trasladar.
A medida que la espera por el combustible se alargaba absurdamente hasta la
tarde, Mendoza llamó al ministro de Defensa, Pardo. Y una vez más se le informó de
que se presentara al general al mando de la IV Brigada.
—Haz lo que él te diga —puntualizó Pardo.
El viaje a Medellín en la pequeña avioneta Cessna tardó unos cuarenta minutos.
Todavía había algo de luz cuando despegaron. Mendoza vio cómo se alejaban de
la Cordillera Central cuando enfilaron hacia el noroeste. Las montañas verdes
fueron disminuyendo en tamaño hasta alcanzar el nivel del mar, donde el río
Magdalena fluía por el valle entre las cadenas montañosas. El río ya se había
sumido en la oscuridad. Mendoza observó el sol arrastrarse lentamente hacia los
picos nevados de la Cordillera Central. Lejos, al sur, el pico de Nevado del Ruiz
apuntaba al cielo.
Era casi de noche cuando los enviados aterrizaron en Medellín. En el Aeropuerto
Olaya Hererra los aguardaba un jeep que los llevó hacia el este cruzando los barrios
residenciales y trepó luego por las colinas, en dirección a los exclusivos barrios de
Envigado. A partir de allí acababa el asfalto, y el vehículo avanzó por un camino de
tierra, sinuoso y empinado aún más arriba, hacia la cumbre de las montañas. «Este
es el territorio de Escobar», reflexionó Mendoza, y cayó en la cuenta de que
había comenzado a hacer mucho frío. Mendoza, que llevaba traje, se subió el
cuello de la chaqueta y aguzó el oído, esperando oír los disparos. No oyó
nada. «Ya habrá acabado», pensó. El jeep se detuvo en un camino de tierra, a
corta distancia de la cancela exterior de la prisión. El general Gustavo Pardo (que
no tenía ningún parentesco con el ministro de Defensa) se acercó andando hasta el
jeep mientras que Mendoza y el coronel Navas descendían. El general llevaba
puesto su uniforme de faena impecablemente planchado y una gorra verde. Su
aspecto irradiaba determinación y diligencia. Mendoza había coincidido con él en
varias ocasiones y lo había encontrado un hombre serio y aséptico en su
profesionalidad. A Mendoza le gustaba el general, y su presencia allí lo
tranquilizó. El general saludó al joven amistosamente, pero su comportamiento no
era el de siempre:
—Eduardo, cuáles son sus órdenes.
—General, me han ordenado que me lleve a Escobar a Bogotá.
—Mis órdenes son diferentes —respondió el general y le explicó que las suyas
eran rodear la prisión y asegurarse de que nadie entrara o saliera.
Mendoza se quedó pasmado: ¡no había sucedido nada! Por lo poco que se podía
ver en medio de la oscuridad, por allí pululaban soldados a la espera de algo. ¿Así
atacaba el Gobierno?, se preguntó Mendoza.
—Necesitamos confirmación de Bogotá —dijo Mendoza.
Cuando las órdenes se confirmaron por radio, éstas eran totalmente diferentes de
las que Mendoza había recibido aquella mañana. Y esto le repugnó. Era la peor
característica del Gobierno al que servía (lo mismo que enfurecía a los
norteamericanos) y que fomentaba la imagen corrupta e inepta de Colombia. Quizá
una orden fuese dada con la mejor intención y el mayor entusiasmo, pero cuando
llegaba al final de la cadena de mando —incluyendo el paulatino rechazo de
responsabilidades en las que se podría incurrir y pasándolas al siguiente eslabón—, la
gran maquinaria acababa confundida, impotente, enlodada. En Bogotá, el despacho
de Gaviria ya había emitido un comunicado a la prensa en el que se informaba del
traslado de Escobar a otra prisión. Pero en La Catedral aún no había sucedido nada.
—Si quieren a Escobar, iré yo personalmente y lo sacaré de ahí dentro —alardeó
el general—. Pero hasta que mis órdenes sean ésas...
Mendoza explicó la escena que había tenido lugar en el despacho del presidente
por la mañana, cuando la plana mayor del Gobierno creyó que el asalto a la prisión ya
era un hecho consumado. Mendoza insistió en que los políticos se enfadarían mucho
cuando supiesen que todo había quedado en agua de borrajas.
—Todo esto es muy confuso —dijo el general, y luego acabó de asustar a
Mendoza al preguntarle—: Le parece que hagamos esto hoy o que esperemos hasta
mañana por la mañana.
—Mire, general, yo no tengo la menor idea. Se me envió a que hiciera esto
inmediatamente. Creí que ya todo había concluido. Yo no tengo la autoridad
para ordenarle que demore la operación hasta mañana. Quizá sería más fácil
hacerlo a la luz del día, quizá debiéramos esperar. Pero no soy militar, no lo sé.
Llamemos a Bogotá.
El general se puso al teléfono de nuevo, y Mendoza se enfadó al oírle decir:
«Estoy aquí con el viceministro y él quiere que la operación se realice mañana». El
general colgó e invitó a Mendoza a una agradable cena en un restaurante de Medellín.
Desde el despacho del presidente hubo una llamada. Pidieron hablar con
Mendoza. Era un asesor militar del presidente. Se le dijo que el presidente estaba
furioso, que se le había enviado a observar y que ¿por qué estaba interfiriendo con
una operación militar? Mendoza no tuvo tiempo ni de defenderse ni de explicarse y
respondió que se encargaría. Era evidente que nadie quería asumir la
responsabilidad, así que Mendoza decidió asumir el mando él mismo.
—Hágalo esta misma noche —le dijo al general—. Y hágalo de inmediato.
Pero el general volvió a retrasar el asalto, parecía decidido a no actuar.
Telefoneó nuevamente a sus superiores, y juntos concibieron la idea de enviar al
compañero de viaje de Mendoza, el coronel Navas, al interior de la cárcel a ver
cómo estaban las cosas. A esa hora, como era de esperar, debido a los
reportajes de la radio y la televisión, Escobar y el resto del país ya sabían que las
fuerzas del Ejército se habían desplegado en gran número por el perímetro de la
prisión. Habían arruinado toda posibilidad de sorpresa y, por primera vez, Mendoza
temió que Pablo pudiera escapar. Darle caza había costado miles de vidas,
millones de dólares del Gobierno norteamericano, y muchos millones de pesos
colombianos. Escobar era el presidiario más famoso del mundo y su
encarcelamiento era vital para el prestigio de Colombia como un país moderno y un
Estado de derecho. Mendoza intuyó la vergüenza que le sobrevendría si por algún
resquicio Pablo llegase a escapar. Su fe en el general Pardo y su brigada de
cuatrocientos hombres se iba socavando con celeridad.
Mendoza discutió con Navas unos momentos antes de entrar en La Catedral.
—Debería ser yo quien entrara, no usted —dijo Mendoza puesto que era
nominalmente el superior del coronel.
—No, no, no, doctor [letrado]. No se preocupe. Tenemos la situación controlada.
Cuando el coronel inició su descenso colina abajo en la oscuridad, hacia la
cancela principal, Mendoza sintió un gran alivio. La voz de Navas tronó: «¡Que abran
las puertas!», y se oyó rechinar los goznes.
Pasaron cuarenta y cinco minutos antes de que Navas regresara:
—La situación está bajo control, pero esa gente está muy asustada —informó el
coronel— Me dijeron que si el Ejército entraba a por Escobar, volarían el lugar en
pedazos, y eso es lo que la radio afirma que va a suceder —y dirigiéndose a
Mendoza añadió—: Doctor, si usted entra, les explica lo que está sucediendo y los
tranquiliza, tal vez podamos salvar muchas vidas.
Mendoza resolvió entrar. Se encontraba cansado, con frío y frustrado. Quizá
lograse cumplir con su misión sin que corriese la sangre. Así que bajó la colina
acompañado de Navas hacia la cancela. Cuando las puertas se abrieron para que
pasaran, los guardias, en teoría todos ellos empleados del Ministerio de Justicia, se
pusieron en fila y firmes.
—Bienvenido a La Catedral, señor ministro —dijo el capitán, recitando de un
tirón y con practicada formalidad, el número de internos, el número de guardias, y el
tipo de armamento del que disponían, concluyendo la perorata con un «Todo está
en calma».
Mendoza percibió un temblor en el cuerpo que no era consecuencia del frío.
Estaba a punto de conocer al notorio forajido Pablo Escobar cara a cara, y sabía que
Pablo estaría disgustado. El delgado y joven abogado razonó firmemente consigo
mismo. Él era el viceministro de Justicia de la República de Colombia. Con él se
encontraba Hernando Navas, el director de Servicio Penitenciario y los protegían
quince guardias de prisiones armados. ¿Y quién era Pablo? Un interno, un criminal.
El trabajo de Mendoza era informar al recluso de que sería trasladado a otra prisión.
Un asunto sencillo. Y, desde el punto de vista de Mendoza, era él quien tenía todo
el poder, con lo cual metió las manos en los bolsillos para que le dejaran de temblar.
El camino de tierra serpenteaba colina abajo en la oscuridad. Un poco más allá
divisó una luz, provenía de una bombilla solitaria, suspendida a su vez de un alambre
que cruzaba por lo alto el camino y proyectaba un círculo de luz en el suelo. A la
izquierda de éste, al borde del círculo, se había plantado un hombre bajo y
regordete, y detrás de él, desplegados como el coro de una obra griega, una docena
de hombres más. El hombre regordete, que aparentaba unos cuarenta años, tenía
que ser Pablo, pero su aspecto era demasiado bajo y nada imponente para lo que
Mendoza esperaba. Llevaba vaqueros y unas zapatillas blancas con ajustes de
velero y una chaqueta gruesa y oscura. Cabello negro y mojado hacia atrás, como
si acabara de tomar un baño. Estaba recién afeitado, aunque en la mayoría de las
fotografías, incluso en las que correspondían a los primeros arrestos en Medellín,
siempre había tenido bigote. El tipo con el que Mendoza debía hablar era un
hombrecito redondo, mofletudo y con papada. «Por lo visto la comida de la prisión le
ha sentado bien», pensó Mendoza. Y casi todos los que lo respaldaban estaban
gordos, como si no tuvieran otra cosa que hacer que comer. Ninguno de ellos
parecía estar armado. Mendoza se relajó y sintió que dominaba enteramente la
situación.
—Buenas noches, doctor —dijo Pablo en voz baja, con toda calma, pero sin
sonreír.
Mendoza se presentó y estrechó la mano del prisionero. Había ensayado muchas
veces el discurso que recitaría a Pablo al conocerlo, pero al intentar hablar su voz se
convirtió en un chillido. Tragó saliva y propaló las palabras con toda la autoridad que
logró reunir:
—Como habrá oído, sin duda, lo vamos a trasladar a...
—Usted me ha traicionado, señor viceministro —lo interrumpió Pablo, sin
levantar la voz pero enojado—. El presidente Gaviria me ha traicionado. Ustedes van
a pagar por lo que han hecho y el país va a pagar por lo que han hecho, porque yo
firmé un trato y ustedes lo están rompiendo.
A aquello, Mendoza no supo qué responder; así pues, reanudó el discurso que
tanto había ensayado:
—No debe usted temer por su vida —le aseguró.
—Me van a entregar a los norteamericanos —le respondió Pablo.
—No. Lo vamos a...
—¡Mátenlos! —gritó uno de los hombres de Pablo.
—¡Hijos de puta! —gritó otro.
Mendoza echó un vistazo a sus propios guardias; éstos miraron hacia otro lado.
—Ustedes me van a entregar a Bush, para que me pasee antes de la elección,
como hizo con Manuel Antonio Noriega —masculló Pablo—. Y no pienso permitir
que eso suceda.
—¡Debimos matar a éste durante la campaña! —gritó otro de los hombres de
Pablo—. ¡Hubiera sido muy fácil!
—Mire usted —dijo Mendoza—. Sería inconstitucional que lo enviásemos a
Estados Unidos —lo cual era cierto puesto que la Constitución recientemente
sancionada prohibía la extradición.
Entonces me van a matar —dijo Pablo—. Me van a sacar de aquí y me van a
hacer matar. Pero antes de que permita que eso suceda, va a morir mucha gente.
—Deje que los matemos, patrón —suplicó otro de sus hombres.
—¿De veras cree que si lo quisieran matar enviarían a alguien como yo para
hacerlo? —dijo Mendoza—. Allí fuera hay cientos de soldados y de oficiales.
¿Realmente cree que querrían tener tantos testigos si de veras quisieran matarlo?
No sería lógico. Me quedaré con usted, y si así lo prefiere, toda la noche.
Dondequiera que vaya, seguirá siendo un preso y estamos obligados a garantizar su
seguridad. Así que no tiene de qué preocuparse.
Escobar lo escrutó en silencio.
—Todo lo que tenemos que hacer es terminar de construir la prisión nueva, y eso
no se puede hacer con ustedes dentro.
—No, no, no, doctor —interpuso Escobar—, el problema que tuvimos con los
trabajadores fue sólo un malentendido.
Mendoza pudo percibir que Pablo no deseaba faltar a su trato con el Gobierno. El
viceministro volvió a sentir que aún tenía alguna ventaja a su favor.
—Le diré lo que voy a hacer. Voy a salir. Me iré de aquí —explicó Mendoza—.
Luego le entregaremos la cárcel al Ejército, y cuando salgan, yo me quedaré con
ustedes y los acompañaré a dondequiera que los lleven.
Pablo no abrió la boca. Miró hacia la cerca lejana, como si intentara distinguir a
través de ella cuáles eran las fuerzas que habían dispuesto en su contra. Parecía
estar pensando mucho, calculando las posibilidades.
Mendoza creyó haber dicho todo lo que debía decir. «Hablemos luego», concluyó
y se encaminó hacia la cerca con Navas y sus guardias silenciosos. Le sorprendía
que Pablo lo dejara marcharse. Detrás de sí oía las voces suplicantes de los
hombres de Escobar: «¡Patrón, ese hijo de puta nos va a traicionar! ¿Los va a
dejar irse?
¡Matémoslos a todos!».
Mendoza siguió hacia delante sin darse la vuelta. Ya casi habían llegado a la
cancela cuando oyó a los hombres de Escobar rebasarlos para cortarles la salida, un
segundo más tarde los habían rodeado. Los hombres de Pablo ahora llevaban armas
automáticas que, según recapacitó más tarde Mendoza, debieron de haber ocultado
debajo de sus cazadoras de cuero. Cuando Mendoza miró a su propia guardia,
ordenándoles que hicieran algo, sus soldados levantaron sus armas y le apuntaron a él
(¡a él!). La situación le golpeó con la fuerza de una revelación. «Bienvenido al
mundo real», se dijo. Qué tonto, la autoridad máxima allí nunca había sido él.
Mendoza se volvió hacia Navas, que le devolvió una expresión dolorosa e indefensa.
—¡Mire, patrón, se están haciendo señas! —gritó un matón de cara redonda y
ojos ligeramente estrábicos.
Este era todavía más bajo que Pablo y, contrariamente a los demás, tenía
un aspecto enjuto y fiero. Lo llamaban Popeye. Se trataba del conocido sicario
de Medellín, Jhon Jairo Velásquez. Popeye botaba de agitación sobre un pie y
luego sobre el otro y gritaba sin parar: «¡Mátelo! ¡Mate al hijoputa!».
Los hombres de Pablo iniciaron su descenso colina abajo, empujándolos.
Mientras caminaba, Mendoza clavó la vista en el suelo. Las ideas se le agolpaban en
la cabeza. Intentaba reproducir las distintas situaciones que podrían originarse y
ninguna de ellas se resolvía favorablemente. Más tarde reflexionaría sobre el tópico
de que cuando un hombre está a punto de morir ve su vida entera en un segundo.
No era cierto: en lo único que pensó entonces fue en el siguiente paso. Nunca antes
había sentido tal concentración en un momento tan breve. Estaba asustado, muy
asustado, pero a la vez extrañamente tranquilo. Ni siquiera estaba enfadado con
los guardias que lo acababan de traicionar. ¿Qué significaba para ellos? ¿Un
bogotano consentido?
¿Un niño rico y afeminado —se sentía tan indefenso como un niño, eso era cierto—,
que venía a darles órdenes porque tenía un título y un traje elegante? Mendoza
sabía que ellos no podían actuar de otro modo. La palabra que mejor lo
describía era impotente. Absolutamente impotente. Y estúpido, por creer que su
discurso habría de significar algo dentro de la prisión en la que se encontraba.
No había nada que pudiera decir o hacer para salir de aquel entuerto. Los sucesos
en los que había caído no eran más que demostraciones de poder, de quién tenía
más armas allí dentro, en aquel preciso instante. Se vio en manos del más famoso
asesino de la historia de Colombia; un hombre que había ordenado la muerte de
miles de personas, incluyendo generales, jueces, candidatos presidenciales,
magistrados de la Corte Suprema... ¿Qué posibilidades tenía de escapar con vida?
Sus ojos rebuscaban en la senda a medida que la andaban, y se preguntó: «¿En
qué tramo moriré yo?».
Al llegar a la puerta de la casa del director de la cárcel, Popeye cogió
a Mendoza y lo lanzó por el hueco de la puerta contra una pared. Le apoyó el
cañón de su pistola en el pómulo y le gritó: «¡Voy a matarlo, siempre he
querido matar a un viceministro! —Y después, pegó su cara a la de Mendoza y le
gritó—: ¡Es un hijo de puta, joputa! Hace años que nos viene buscando, pero ahora
quien lo va a hacer despegar[1 7 ] soy yo». Mendoza sufría tal terror que se sintió
fuera de sí mismo, fuera de su propio cuerpo. Popeye protestaba y suplicaba como
un psicópata.
Roberto Escobar, el hermano de Pablo, intervino, dirigiéndose a Popeye con
calma y respeto: «Tú sabes, Popeye, que ahora no. Tal vez después. Tranquilo,
ahora nos sirve más vivo que muerto».
Sentaron a Mendoza en un sofá de los que había en el salón del director.
Entonces Pablo le habló:
—A partir de este momento, usted es mi prisionero. Si el Ejército realiza su
asalto, usted será el primero en morir.
—No crea que reteniéndome hará que desistan —dijo Mendoza convencido de
sus argumentos—. Si nos coge de rehenes, olvídese de cualquier otro trato. Tienen
ametralladoras, montones. Nos matarán a todos los que estemos aquí. No podrá
escapar.
Pablo se rió.
—Doctor —dijo por lo bajo—, ¿todavía no se ha dado cuenta? Toda esta
gente trabaja para mí.
Entonces todos empezaron a hacer llamadas telefónicas. Había tal cantidad de
teléfonos en la habitación que la situación resultaba cómica. En una mesa larga se
veían muchos teléfonos fijos. Además, la mayoría tenían sus propios teléfonos
móviles. Mendoza recordó la cantidad de memorandos que habían surcado su
escritorio durante el año anterior, solicitando autorización para una o dos nuevas
líneas en La Catedral, argumentando que sin las nuevas líneas telefónicas no
www.lectulandia.com - Página
habría manera de comunicarse con el exterior en caso de emergencia.
www.lectulandia.com - Página
—¿Por qué habré recibido tantas solicitudes de nuevas líneas? —le preguntó
retóricamente a Navas—. Si esto parece un centro de telecomunicaciones.
Una vez más Pablo se rió. Momentos después se puso al teléfono con alguien,
evidentemente un abogado. Otros hablaban con familiares que habían estado
viendo las noticias por la televisión. Mendoza pudo oír a Pablo hablar con su esposa,
ayudándola a calmarse:
—Tenemos un pequeño problema aquí. Estamos tratando de resolverlo, ya
sabes qué hacer si las cosas no salen bien. —Luego le pasó el teléfono móvil a
Mendoza—. Llame al presidente —le dijo en tono de exigencia.
—El presidente no cogerá la llamada —respondió Mendoza.
—Pues haga que la coja alguien porque usted está a punto de morir.
Mendoza marcó el número del despacho presidencial y fue Miguel Silva, un
miembro del equipo del presidente y amigo personal de Mendoza, quien levantó el
auricular.
—¿Te tienen de rehén?
—Sí.
Y Silva colgó abruptamente.
—Déjeme matarlo, patrón —insistió Popeye. Pero Escobar desapareció y
Mendoza no pudo más que esperar. ¿Cómo se había metido en aquel embrollo? ¿En
qué lío había convertido la misión que le había sido encomendada por su amigo el
presidente, que le había pedido a él resolver «el asunto Escobar»? ¡Ja! Qué imbécil
había sido al creer en el poder del Estado, pensó. Mendoza sabía desde siempre que
los narcos, y especialmente Pablo Escobar, ejercían una influencia tremenda, pero
también había supuesto que la autoridad máxima, al fin y al cabo, seguía estando en
manos del Gobierno. Mendoza creía que cuando el Estado despertara se sacudiría de
encima a aquellos hombres malvados y violentos. Por esa misma razón nunca había
desfallecido en la lucha contra todos para que se hiciera algo para detener a Pablo. Y
por eso se había ofrecido esa noche para enfrentarse a él en la prisión. Seguramente
cuando Escobar cayera en la cuenta de que el Gobierno iba en serio, de que una
brigada entera lo había rodeado, Escobar se daría cuenta de que lo habían superado en
fuerzas y desistiría. Pero los hechos probaban que la verdad era justamente lo
contrario. Aquella mañana, Mendoza había presenciado en el Palacio Presidencial el
entusiasmo y la energía de una nación decidida a actuar como tal. Habían plantado
cara a Pablo, pero alguien se había echado atrás. Las tropas que había fuera del
perímetro parecían congeladas en sus sitios. De pronto la renuencia a actuar del
general Pardo empezó a verla cada vez menos como confusión burocrática y cada vez
más como la postura de un hombre demasiado asustado para actuar. Y aquélla era la
interpretación más amable; quizá fuera un militar corrupto, quizá le habían pagado
para que no cumpliera con su deber. Mendoza se sintió extremadamente estúpido. Ya
se lo había dicho Escobar: «¿Todavía no se ha dado cuenta? Toda esta gente trabaja
para mí».
Con todo, Mendoza no se culpó a sí mismo. Había hecho lo que había podido.
Durante todo aquel año presionó para que se aplicaran medidas enérgicas contra
Pablo, y si había accedido a entrar en la prisión había sido para salvar vidas. Al
recordar los camiones cargados de dinamita y los escuadrones de la muerte, Mendoza
caviló: «He intentado salvar cuántas vidas he podido». Y con aquel pensamiento se
entregó a su suerte.
El capo regresó al cabo de unos cinco minutos. La pistola que antes empuñaba
ahora la llevaba metida por dentro del pantalón. Escobar tenía una expresión
inconfundible; era evidente que había estado hablando con alguien, acaso un
abogado, porque su actitud era muy diferente. Se dejó caer en el sofá junto a
Mendoza:
—Doctor, usted está detenido, pero nadie lo va a matar. Si alguien le pone
un dedo encima, tendrá que rendirme cuentas a mí.
—No puede escaparse de aquí —respondió Mendoza—. El Ejército ha rodeado
la prisión.
Escobar le sonrió con condescendencia.
—Usted había hecho un trato conmigo y no lo está cumpliendo. —Mendoza
decidió no discutir más con él, y después Escobar dijo algo que no entendió—:
Doctor, sé que ustedes se molestaron por esas muertes. Pero no se preocupe. Son
asuntos entre mafiosos; no tienen nada que ver con ustedes.
Luego Escobar se puso de pie y salió de la habitación. Mendoza no volvió a verlo
más.
Navas y él fueron llevados de nuevo al interior de la prisión, escoltados hasta la
«celda» de Pablo, una suite espaciosa y espléndidamente amueblada. Mendoza
advirtió que las suntuosidades, supuestamente quitadas al mafioso, habían sido
devueltas a su lugar —el equipo de música, la televisión de pantalla gigante, la cama
amplísima... El vice-ministro se preguntó si alguna vez se las habrían quitado.
Popeye y otro pistolero los vigilaban a Navas y a él. Popeye había cambiado su
automática por una escopeta de perdigones. De vez en cuando el matón se
acercaba ufano a Mendoza y deslizaba el mecanismo de carga de la escopeta con
una sonrisa, como para inquietar a su rehén. Mendoza se limitaba a esperar. Ya no
le preocupaba que Pope-ye lo matara, sino la muerte segura que le sobrevendría si
—o cuando— el Ejército ejecutara el asalto a la prisión.
Así pasaron la noche los dos hombres y sus guardianes. Mendoza, con los
hombros cubiertos por un poncho, si bien la prenda no logró quitarle el frío.
4
Mientras tanto, en el Palacio Presidencial, a Gaviria no le tembló el pulso cuando
se enteró de que su amigo había sido tomado como rehén. ¿Por qué habrá entrado
en la prisión? ¡Qué estupidez, qué gran estupidez! El presidente tenía planeado un
viaje a España para tomar parte en las celebraciones del Quinto Centenario del
descubrimiento de América. A medida que los acontecimientos de La Catedral se
iban complicando, Gaviria había tenido que posponer el viaje. El presidente exigió
que se iniciara el asalto a la prisión, pero el general se negó.
¡Se negó!
Gavina le ordenó al ministro de Defensa Rafael Pardo que enviase una unidad de
fuerzas de élite a Envigado de inmediato para tomar la prisión, mientras los «negros»
del presidente comenzaban redactar una declaración que se haría pública al día
siguiente en todo el país. El comunicado diría que lamentablemente, Eduardo
Mendoza, su amigo y viceministro de Justicia y el coronel Hernando Navas, el
director del Servicio Penitenciario, habían perecido en el trágico tiroteo.
Cuando la unidad de élite acudió al aeropuerto de El Dorado en Bogotá, no había
pilotos disponibles para pilotar el Hércules C-130, un avión de transporte. Así que
debieron esperar a los pilotos. A las 4.30 h de la madrugada, la fuerza de choque
por fin sobrevoló el Aeropuerto José María Córdova, en Rionegro, a las
afueras de Medellín. La espesa niebla les imposibilitó el aterrizaje durante algún
tiempo, y hasta el amanecer no pudieron comenzar la aproximación a la colina en
camiones. En el camino hacia La Catedral, las unidades regulares del Ejército
les indicaron amablemente la dirección que debían seguir. Era un camino
equivocado que los devolvió al aeropuerto.
La torpeza de la fuerza de choque estaba siendo transmitida por las radios y las
cadenas de televisión de todo el país, y a su vez observada por los prisioneros de La
Catedral con una mezcla de ansiedad y aburrimiento.
—¿Cómo hace para mantenerse tan delgado? —le preguntó a Mendoza uno de
los pistoleros, un hombre robusto, de cabello negro y tripa prominente.
—Soy vegetariano.
—¿Y qué debería comer yo para perder peso?
—Debería comer más frutas y verduras.
A eso de las dos de la mañana el pistolero salió de la suite y reapareció con una
bandeja llena de manzanas partidas en cuartos.
—Ahora mismo voy a comenzar una dieta sana —dijo el pistolero.
—¿Para qué? —replicó Popeye—. Si para las siete ya estaremos todos muertos.
A Mendoza no le cabía ninguna duda al respecto, ya que escuchaba los
preparativos en el aparato de radio. Oyó la llegada de la fuerza de choque y cómo
relevaron del mando al reacio general que seguía allí fuera. Más tarde pudo oír a las
distintas unidades aprestándose para el ataque, y las comunicaciones entre las
mismas con sus estrambóticos nombres en clave, confirmando que estaban en
posición.
Mendoza conocía bien la unidad y lo que sabía lo aterrorizaba. Había sido creada
después de la debacle de 1985, cuando el grupo guerrillero M-19 había atacado el
palacio de Justicia y tomado a trescientos rehenes, entre ellos a la mayoría de los
magistrados de la Corte Suprema. Cuando el Gobierno retomó el palacio por la
fuerza, el ataque causó más de trescientas muertes, entre ellas la de once
magistrados. Aquel desastre provocó la creación de una unidad de fuerzas
especiales —entrenadas por Estados Unidos— reclutadas tanto del Ejército como
de la PNC. Cierto día, al poco tiempo de haber sido creada, Mendoza se
encontraba en su despacho de Bogotá cuando recibió una llamada de emergencia
informándole que la embajada de Estados Unidos estaba siendo atacada con
virulencia. Mendoza llamó a un amigo en la embajada, que le informó que allí
reinaba la más absoluta calma.
—¿Quizá se trate de la residencia del embajador? —sugirió Mendoza.
—Lo comprobaré —respondió su amigo, que unos minutos- más tarde lo volvió a
llamar—: No, Eduardo, en la residencia del embajador tampoco sucede nada; ¡es tu
edificio el que están atacando!
Por lo visto, la policía estaba realizando una redada en el edificio de
apartamentos del propio Mendoza, a pocas calles de allí. Meses después, cuando se
hubieron hecho las averiguaciones, éstas desvelaron que la nueva unidad de élite
había sido contratada por un rico traficante de esmeraldas y drogas para asesinar
a un rival y hacerla pasar por una operación del Gobierno. El tiro les salió por la
culata porque la víctima del asalto trepó por un agujero del techo y escapó; todos los
demás que allí se hallaban habían muerto. Debido al escándalo consiguiente, la
unidad había sido disuelta y sus líderes despedidos. No obstante, la unidad había
vuelto a ser puesta en servicio recientemente, y aquella misión, la de La Catedral,
era la primera ocasión para que actuara por orden directa del presidente. Mendoza
temblaba por estar en el lado opuesto al de aquellas fieras. Sabía que, a diferencia
de la tímida brigada del Ejército, aquellos hombres atacarían sin piedad.
—¿Puedo salir a ver? —le preguntó a sus captores.
Lo dejaron salir a la galería. La luz había comenzado a aclarar sobre la niebla,
pero aún no se podía ver más que un par de metros más allá. Junto a él, pero al otro
lado de la puerta, reparó en una mesa cubierta de ametralladoras y municiones.
Aunque hacía un frío polar, se quitó el poncho con la esperanza de que las fuerzas
especiales advirtieran que llevaba puesto un traje y no le dispararan. Mientras
aguardaba en la galería temblando de frío se oyeron los primeros disparos de los
atacantes. E inmediatamente después, explosiones y gritos. Sus raptores lo metieron
adentro de un tirón y le rogaron que los ayudara:
—¡Doctor, por favor, ayúdenos! ¡Nos van a matar!
—¡Llevo toda la noche intentando hacerles entender! —les gritó Mendoza—.
¡Ahora es demasiado tarde!
Gateó hasta el baño e intentó hacerse un ovillo y protegerse detrás de la taza, el
artefacto de baño más sólido, pero desistió ya que las esquirlas de porcelana eran
tan peligrosas como el vidrio, así que regresó arrastrándose hasta el salón, donde
Navas y uno de los carceleros se agazapaban. Mendoza estaba aterrorizado. El
estruendo de los disparos y las explosiones era aún más fuerte. Presa de una
especie de trance, se puso de pie e intentó dejar la habitación andando con la
intención de que los atacantes lo vieran y que pudiesen hablar, pero otro de los
carceleros le gritó que se tirara al suelo si no quería que lo matasen.
Entonces intentó tumbar el colchón de Pablo para protegerse detrás de él, pero
era demasiado pesado, incluso con la ayuda de uno de los pistoleros no pudieron
hacerlo ceder. Así pues, exhausto y entumecido de frío y miedo, se entregó a su
destino. Se extendió boca abajo en el suelo y allí se quedó. Echó un último
vistazo a los pistoleros a su alrededor y pensó: «Así es como voy a morir».
Pero no murió. Una granada flash-bang[1 8 ] detonó casi dentro de la habitación
y cuando se echó hacia atrás instintivamente, sintió el cañón de un arma
presionándole en la frente. El invasor, un sargento negro de las fuerzas especiales,
no le disparó. El fornido colombiano empujó al viceministro contra la pared y se le
sentó encima. Allí permaneció Mendoza durante todo el tiroteo y las explosiones.
Cuando los atacantes se hubieron asegurado de que los pistoleros se habían rendido
sin oponer resistencia, el sargento se giró hacia él. Lo que vio Mendoza fue una cara
amable con profundas arrugas alrededor de los ojos.
—Vamos a intentar salir de aquí —le dijo—. Quiero que me mire las botas. No
piense en nada, solamente concéntrese en mis botas.
El soldado comenzó a arrastrarse y Mendoza lo siguió. Así salieron a la galería y
bordearon un muro bajo de ladrillos, pasando pegados a
una serie de puertas.
—¡Cuando le diga que corra, usted corra! —fue la orden del sargento.
Acto seguido, Mendoza se puso de pie de un salto y salió disparado tan rápido
como pudo
colina arriba, enfilando hacia la puerta principal, agitando los brazos, cegado por
el humo, confundido por las explosiones y los disparos. Detrás de él iba el sargento,
gritándole: «¡Corra, corra, corra!», lo que Mendoza nunca había hecho tan rápido; y
tan imprudentemente y con tanta vehemencia que dio de lleno contra un muro a toda
velocidad y se rompió dos costillas. Pero siguió adelante, con un pánico tan
desaforado que no sintió dolor alguno y sería después cuando descubriría los huesos
que se había roto. Surgió corriendo como loco por la puerta principal y prosiguió
colina arriba, adonde se encontraban el general Pardo y sus hombres, en el mismo
sitio en el que los había dejado horas antes.
—General, ¿han matado a Escobar? —logró expresar entre jadeos.
Pero Pardo no abrió la boca. Le devolvió a Mendoza una expresión vacía, no
exenta de gracia, y se encogió de hombros. Mendoza cayó de inmediato en la cuenta
de lo que había sucedido.
¡Dios santo! —chilló exasperado Mendoza—. ¿Se escapó? ¿Y cómo se escapó?
5
Fueron dos llamadas las que despertaron al embajador de Estados Unidos en
Colombia, Morris D. Busby, muy temprano aquel miércoles, 22 de julio de 1992, en
una casa situada en Chevy Chase, estado de Maryland, donde él y su mujer
pasaban unos días con unos amigos. La primera noticia fue recibida con agrado: el
presidente de Colombia, César Gaviria había decidido finalmente encerrar a Pablo en
una nueva prisión, condición en la que Busby había insistido durante algún
tiempo; según lo informado, el traslado se estaba realizando. De inmediato, Busby
recibió la segunda: Pablo Escobar había logrado escapar atravesando un cerco de
unos cuatrocientos hombres. El embajador había pasado demasiado tiempo en
Colombia como para que aquello lo sorprendiera. No obstante canceló lo que le
quedaba de sus vacaciones y cogió un vuelo de regreso a Bogotá a media mañana.
Aquel vergonzoso giro en los acontecimientos sería quizá la oportunidad que
tanto había estado esperando. Desde que fuera asignado al puesto de embajador el
año anterior —escogido a dedo, principalmente por lo peligroso que se había tornado
el puesto—, Busby había ansiado las circunstancias ideales para darle un castigo
ejemplar a Escobar, pero la ocasión se frustró por el trato del capo con el Gobierno.
Allí, encaramado en una espectacular cima andina, se encontraba el narcotraficante
más conocido del mundo dirigiendo su imperio, rodeado y a la vez custodiado por el
Ejército colombiano. Las estimaciones del momento indicaban que desde Colombia
salían entre setenta y ochenta toneladas de cocaína al mes hacia Estados Unidos, y
Pablo controlaba la mayor parte.
Ese mismo día por la tarde, Busby se encontró con el presidente Gaviria, que
caminaba nervioso de un lado a otro por su despacho. Había permanecido despierto
toda la noche recibiendo un ridículo informe tras otro. El episodio no hacía más que
ilustrar su impotencia política. Le había llevado dos años, cientos de vidas y cientos
de millones de dólares hostigar sin tregua al sangriento y multimillonario narco hasta
forzarlo a rendirse. Y en una sola noche todo aquello quedó en la nada.
Aguardando a que Gaviria dejara de lamentarse se encontraban Joe Toft, el
pétreo jefe de la DEA en Colombia y Bill Wagner, el «secretario político» que en
realidad era el jefe de la delegación de la CÍA en Bogotá.
Gaviria estaba harto. Harto de vivir durante años con la amenaza latente que
significaba Pablo Escobar. A lo largo de toda su campaña se había convencido de que
moriría a manos de sus sicarios. En una sola ocasión lo había visto en persona, en
1983, el día que Pablo había acudido al Congreso a ocupar su escaño de suplente.
Cuando ocupó el máximo cargo del país, de eso hacía ya dos años, lo que más
añoraba aquel economista bajo y de suaves modales era que Pablo Escobar
desapareciese, al menos durante un tiempo. Colombia se encontraba en medio de la
reescritura de su Constitución, una tarea de enorme importancia histórica que podría
establecer una especie de armazón estable por primera vez desde los tiempos de La
Violencia. En la actualidad, los rebeldes ocultos en las montañas se desbandaban, y
el Gobierno había acabado, al menos temporalmente, con la violencia promovida
por los narcos gracias al trato con Escobar. Entre los principales cambios, la
nueva constitución aseguraría una mayor representación democrática y trataría la
vieja y espinosa falta de reforma agraria, cuyo olvido, por cierto, era el origen
mismo de la guerra civil. La nueva constitución reforzaría el poder del Estado y
garantizaría un legado histórico impresionante para Gaviria. Naturalmente lo único
que el presidente no necesitaba era que el maldito forajido anduviese por allí, suelto,
haciendo estallar camiones y coches bomba, y dando rienda suelta a sus sicarios
para sembrar el terror, la corrupción y, en definitiva, dividir aún más al país. La huida
de Pablo de su propia
«cárcel de máxima seguridad» era un paso atrás y un escándalo internacional
mayúsculo. La lectura: «Colombia es una “narcocracia”».
Pero había algo que el presidente sí sabía, y era que aquélla sería la última vez
que Pablo Escobar lo humillara. A partir de entonces se acababan los tratos y las
prisiones a medida. Pablo sería arrinconado y muerto. Terrible era sin duda tener que
perseguir a un hombre como si se tratara de un animal, pero no quedaba ninguna
otra opción. Pablo actuaba como un criminal incontenible, de él se podía esperar
cualquier cosa, y lo más horrendo era que Pablo lo haría realidad.
El presidente, un hombre de belleza casi clásica con su fuerte barbilla y su
cabello negro, no dejaba de ir y venir y de maldecir renegando contra todo y
contra todos.
¿Quién había tenido que enfrentarse a un criminal de ese calibre? ¿Qué pueblo
había tenido su alma en manos de un hombre terrible como aquél? ¿Qué líder de un
país de veintisiete millones de personas había sentido alguna vez que por
perseguir a un criminal se jugaba su propia vida? Un criminal con el poder de salir
andando de una prisión de máxima seguridad entre los cuatrocientos hombres de
una brigada... ¡Toda una brigada!
El embajador Busby estaba habituado al carácter exaltado del presidente. Si bien
Gaviria adolecía de falta de carisma Busby admiraba su coraje, pero era obvio que la
voz chillona, el humor cambiante y la introspección del presidente no impresionaban
sobremanera al embajador. A Busby, el presidente y los otros miembros de
su Gobierno le parecían personas bien educadas, idealistas e irredimiblemente
inocentes; tipos sofisticados, de clase media alta, que confían en que todo el mundo
posee cierta decencia y buenas intenciones. Al vérselas con un matón callejero,
curtido y violento como Pablo Escobar (que demostraba las buenas intenciones
de un escorpión), Gaviria y los suyos llevaban las de perder. Para alguien como
Pablo, la naturaleza confiada de Gaviria no era más que una invitación a pecar. Los
narcos hacían lo que querían con aquellos «niños bien» de la capital.
Sin embargo, Busby aún confiaba en Gaviria. Sus modales eran refinados, pero
también lo impulsaba una violenta ambición. Para llegar a la presidencia había
puesto en juego su propia vida, afrontando un peligro real e intenso día tras día.
Hacerlo requería una fortaleza disciplinada, y era aquello lo que le daba
esperanzas al embajador. Si un hombre como Gaviria se viera lo suficientemente
frustrado y enfadado, podría convertirse en un ser frío y calculador.
«¡Toda una brigada! —repetía Gaviria, incrédulo—. Y el general permite que dos
representantes del Gobierno entren allí para hablar con Escobar. ¿Para qué? ¿Para
notificarle que lo iban a apresar? ¿Cómo esperaban que acabara? ¡Qué estupidez!
¡Pero qué estupidez!»
La Catedral seguía sumida en el caos: un carcelero había muerto en el asalto, se
trataba de un sargento empleado por el servicio penitenciario; otros dos funcionarios
de prisiones salieron heridos; y cinco de los hombres de Pablo habían sido
capturados. El Ejército sostenía que Pablo debía de seguir dentro de la prisión,
oculto en algún escondrijo, por lo que las fuerzas del general se encargaron de
destrozar las instalaciones. Con la idea fija de dar con un «túnel», los soldados
hacían detonar minas en el campo de fútbol. Mendoza, el desventurado
viceministro y rehén de la noche anterior, se encontraba de nuevo en Bogotá,
contándole a quien quisiera escucharle lo ocurrido con la venia del mismísimo
Gaviria. «No debe haber ningún tipo de ocultación en este asunto —le había
dicho el presidente—. No pierdas el tiempo redactando una declaración. Ve y dile
a todo el mundo exactamente lo que pasó.»
Mendoza todavía no había caído en la cuenta de lo mal parado que había
quedado él en todo aquello, así que hizo lo que se le mandó. Tras informar de lo
ocurrido a los generales y a los norteamericanos se puso a disposición de
periodistas y ante micrófonos y cámaras contó lo sucedido para que se enterase
toda Colombia.
Entonces Bill Wagner, el jefe de la delegación de la CÍA en Bogotá, invitó a
su casa al impresionado viceministro, y allí Mendoza relató con pelos y señales
todo el episodio mientras aún conservaba fresca la memoria. Con la barba
crecida, desarreglado y muerto de sueño después de dos días en vela, todavía le
sobraba sentido del humor. Le dijo al agente de la CÍA la sorpresa que sintió al
darse cuenta de cuánto pudo ocultar tras una humilde taza de váter. También
recapituló sobre los distintos incidentes y recordó que cuando el asalto de las fuerzas
especiales estaba a punto de comenzar, había oído el golpeteo regular de un pico
en el cuarto contiguo. Aquello sustentaba la teoría de que Pablo había huido a través
de un túnel.
Bogotá se convirtió en un frenesí de culpas echadas. El ministro de Defensa
Rafael Pardo argüía que pese al abismal trabajo del Ejército, si Pablo había
escapado por un túnel la responsabilidad pesaba sobre el Ministerio de Justicia, que
controlaba el Servicio Penitenciario. Mientras tanto, el jefe directo de Mendoza, el
ministro de
Justicia culpaba al Ejército por no haber actuado hasta después de que Pablo se
hubiera escapado, amén de haber hecho la vista gorda ante un peligroso y
mundialmente famoso narcotraficante que salía de allí caminando con toda
tranquilidad. Por su parte, los periodistas se preguntaban si la desaparición de
Escobar se debía a la incompetencia, a la corrupción, o a ambas, y querían conocer
además hasta dónde llegaba la corruptela. Habría investigaciones, imputados,
rodarían cabezas y alguien iría a parar a la cárcel. Todos temían que la
narco violencia volviese a apoderarse del país.
Durante la noche anterior en la embajada de Estados Unidos, mientras el pulso de
poderes aún se mantenía, Toft, el jefe de la DEA en Colombia, había estado más
entusiasmado que alarmado por los acontecimientos. Toft era boliviano de
nacimiento, un hombre alto, fibroso, cuyo rostro curtido surcaban hondas arrugas; un
incansable jugador de tenis de cabello corto y de punta, que cultivaba su llamativo
aspecto de tipo duro, gracias a su chamarra de cuero y la pistolera que llevaba en el
cinturón. Toft había crecido en la zona de la bahía de California y comenzó su carrera
como oficial de Aduanas. Había sido uno de los primeros designados para integrar la
DEA cuando ésta fue creada en 1973. Fue uno de sus primeros agentes destinados en
el extranjero. Trabajó en Roma y en Madrid antes de regresar a Estados Unidos para
hacerse cargo de las operaciones en Latinoamérica. Su reputación era la de un tipo
ambicioso y temerario, uno de esos hombres que agradecen las misiones peligrosas,
por lo que se lo consideró la persona indicada para el puesto en Bogotá. Se trataba de
la capital mundial de la cocaína, la primera línea en la guerra contra el narcotráfico.
Toft se embarcó en ello a pesar del riesgo. Su matrimonio había fracasado poco antes
de partir hacia Colombia, por lo que se embarcó a sus tareas sin responsabilidades
emocionales, protegido en sus horas de sueño por puertas reforzadas con acero y una
pistola automática, que descansaba a su lado. Para los burócratas de Washington, la
guerra contra el narcotráfico era una expresión abstracta, un juego de cifras, de
toneladas incautadas y traficantes a quienes se podía imputar; pero, para Toft y los
suyos, la guerra era de verdad, con balas y sangre. Toft supo que la huida de Pablo de
La Catedral significaba una oportunidad que volvía a hacer del capo un blanco
legítimo. Y el jefe de la DEA era el tipo de persona a la que ir detrás de la presa le
hacía hervir la sangre. Si Gaviria no capitulaba, irían a por Pablo hasta el final. En un
cable al cuartel general de la DEA en Washington, DC, horas antes de que recibiera la
confirmación de que Pablo había escapado, Toft había escrito:
www.lectulandia.com - Página
ilegalidad, colocándose en una posición extremadamente precaria.
Para saber qué era cierto y qué no, y sacar algo en claro de aquel embrollo, la
embajada tuvo la suerte de contar con el apoyo de Centra Spike que ya sobrevolaba
las alturas de Medellín. Cualquier duda que quedase sobre la existencia del supuesto
túnel se esfumó cuando los operadores de la unidad de vigilancia electrónica
interceptaron a Pablo hablando a lengua suelta por un teléfono móvil. Centra Spike
estableció con exactitud su paradero dentro de un área de seis kilómetros de la
prisión, en un barrio residencial llamado Tres Esquinas. Asumiendo, evidentemente,
que el Gobierno aún no hubiera puesto en marcha*unidades de vigilancia electrónica
que lo rastrearan, Pablo se despachaba a gusto utilizando hasta ocho móviles
distintos.
No sorprendió a nadie que se viera a sí mismo como la víctima en aquel revuelo.
Había quedado muy conforme con el trato al que había llegado con el Gobierno, y lo
último que deseaba era estar fuera de nuevo y llevar una vida de prófugo. Sus
llamadas no dejaban dudas de que estaba desesperado por regresar. Lo cual
fue confirmado por la larga disertación (interceptada por Centra Spike) a la que
sometió a sus abogados, dos días después de la fuga.
Pablo no creía que el Gobierno tuviese la intención de transferirlo a Itagüí, una
cárcel de máxima seguridad de Medellín, de la misma manera que había dudado de
las promesas del viceministro Mendoza, la noche de la fuga. Pablo creía que la razón
esgrimida por Gaviria para el traslado era una estratagema, principalmente porque
para un mafioso como él las muertes de Galeano y de Moneada no eran más que un
asunto de negocios, un asunto privado. En lo que sí creía e insistía, era que, detrás
de la nueva muralla de La Catedral, lo que en verdad había era un plan para
asesinarlo instigado por los norteamericanos.
—Dejemos algo en claro —explicó Pablo—. La situación surgió porque
dispararon y todo eso, y nosotros defendíamos nuestras propias vidas; pero nuestra
intención siempre fue la de cumplir con el Gobierno hasta el final. Es posible que
hayamos hecho entrar una o dos personas a escondidas a la cárcel, no lo voy a
negar. Lo mismo ocurre en todas las cárceles del país y del mundo, pero eso no
es culpa mía. Es culpa del que los deja entrar. Así que si esa gente entró [en La
Catedral] y hubo tiros y eso, y nosotros teníamos información de que los gringos
estaban tomando parte en la operación, pensamos primero en nuestras vidas,
¡tenemos familias!
Aceptar cumplir la condena en cualquier otro sitio que no fuera La Catedral ponía
en riesgo su seguridad, y eso fue lo que Pablo explicó.
—Ya, ya —respondió uno de los abogados—. Eso fue lo primero que le dejé
bien claro al presidente.
Pablo se opuso a los intentos de Mendoza de construir una nueva cárcel
alrededor de la ya existente:
—Nosotros delineamos los planos de la cárcel —dijo Pablo—. Ya había sido
www.lectulandia.com - Página
acordado. La diseñamos, adaptamos el mapa... Lo único que no negociamos en su
momento fue una cárcel distinta de la que tenemos. Y necesitamos que el presidente
prometa públicamente que no nos sacará del país.
—Eso ya lo ha dicho. Dijo que se los protegería, y que la promesa de protegerlos
se mantenía en pie —respondió uno de los abogados—. Eso ya lo ha reiterado.
—El problema radica en que yo tengo cierta información. Acerca de que había
metidos unos gringos —prosiguió Pablo—. Así que lo que tenemos es una fuerza
combinada. El Ejército y los gringos buscan la reelección de Bush, así que
necesitamos su garantía [la del Gobierno de Gaviria] al respecto. Hágame un favor,
dígale al señor presidente que yo sé que no ha sido debidamente informado. Ahora
andan diciendo que cometo crímenes desde la cárcel.
Pablo pasó a explicar que si se lo condenaba por otro crimen mientras estuviese
preso, «pueden [el Gobierno] tenerme encerrado aquí para el resto de mi vida, pero
no me podrán sacar de aquí, porque ése es el trato que hice con el Gobierno».
—De acuerdo —dijo el abogado.
—De todos modos acepte mis disculpas —concluyó Pablo, suavizando la frase
con una típica deferencia.
—No señor, estoy encantado de poder ayudar a resolver esto. Y haremos todo lo
posible. Estamos muy interesados en que esto llegue a buen término.
—Todos estamos dispuestos a regresar —agregó Pablo—. No habrá más actos de
violencia de ninguna naturaleza, aunque ciertas personas rencorosas han estado
haciendo algunas llamadas telefónicas. Alguna gente quiere sembrar el caos. De
cualquier manera, estamos más que dispuestos a regresar y resolver todo este asunto.
Dígale al presidente que nos inquietó que los gringos tomaran parte en el asalto.
—Vimos las cintas en las que podían verse los uniformes grises y demás —dijo
otro de los abogados.
Pablo y sus secuaces creían que la CÍA utilizaba agentes que vestían uniformes
grises.
—¿De los gringos? ¿Cuántos? —preguntó Pablo.
—Pues pudimos ver algunos en la televisión. Esta misma tarde pedimos las
cintas de un telediario de la noche.
Pablo sabía que la acusación de que soldados norteamericanos hubieran
participado en el asalto a la prisión le habría creado a Gaviria tremendos problemas
políticos.
—Hay dos cosas que son muy importantes —dijo, dirigiéndose a Santiago Uribe
(sin ningún parentesco con Roberto Uribe)—. Cuando usted tenga la oportunidad de
opinar, afirme que lo que más nos preocupó era la presencia de los gringos, que el
Ejército y los gringos se hubieran unido ¿Cómo van a explicar algo así?
—Claro. Nosotros nos estamos encargando, y los medios ya están hablando de
ello.
—Bien. Y otra cosa más. El presidente deberá decirlo oficialmente, y
comprometerse oficialmente. Es un trato, en este caso, firmado por el ministro que se
comprometerá a que si mañana o pasado mañana yo mato al director de la cárcel y
me condenan a treinta años más, no me trasladarán de aquí. Ese es el compromiso.
—Ya, ya —dijo Uribe.
—Muy bien, caballeros, buena suerte.
8
No existe evidencia de que soldados norteamericanos y agentes de la CÍA —
vestidos de gris o no— hayan tomado parte en el asalto. Pero si aquél era uno de los
temores de Pablo, su fuga haría realidad aquel temor. Cuatro días después de
evadirse de La Catedral, un equipo de efectivos de la Fuerza Delta, liderados por
el coronel Jerry Boykin, aterrizó en Bogotá. La petición que el embajador
Busby hiciera a Washington para que le enviasen a la Fuerza Delta fue resuelta
sin el más mínimo inconveniente. El Departamento de Estado lo había aprobado y lo
había trasladado a la Casa Blanca. El presidente Bush consultó la petición con el
comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, Colin Powell, y más tarde dio orden
al secretario de Defensa Cheney para que le brindase a Busby todo lo que
necesitara.
Ochenta hombres en excelente forma física y con ropas civiles fueron recibidos
en el aeropuerto de El Dorado por funcionarios diplomáticos de rango medio. Se
desplazaron hacia el centro de Bogotá con rapidez, por carreteras que durante el día
habrían estado atascadas de tráfico. El embajador Busby, Toft y Wagner los
esperaban en la cámara acorazada de la quinta planta. Busby y Boykin eran
viejos amigos, y después de unos pocos minutos de charla personal, el embajador
comenzó a relatar la situación. En el mejor de los casos, se la podía calificar de
«confusa». Los hombres del coronel Boykin habían aceptado la misión con el
aliciente de ir tras el capo ellos mismos, especialmente teniendo en cuenta los
lamentables antecedentes de los colombianos en los meses anteriores a su
rendición. La especialidad de la Fuerza Delta eran los ataques rápidos, mortíferos
y preferiblemente a traición. Entrenaban constantemente y podían atacar cualquier
blanco en cualquier sitio y a cualquier hora del día. Sus órdenes típicas solían
responder a las preguntas quién y por qué, pero nunca cómo. Su comandante, el
general William F. Garrison, era un veterano de aquel tipo de operaciones
encubiertas desde que en Vietnam trabajara en el programa Phoenix, cuyo
objetivo era asesinar líderes del Vietcong como represalia a las muertes de jefes de
aldeas que no se mostraban entusiasmados por el comunismo. A Garrison no le
temblaba el pulso a la hora de realizar una misión asesina, pero el plan de la Fuerza
Delta había sido vetado por el comandante del Ejército de la Zona Sur, el general
(George Joulwan, cuando éste y Boykin se encontraron antes de autorizar el
despliegue de la unidad de élite.
—No, vosotros no lo vais a hacer—le había insistido el general Joulwan al
coronel Boykin.
Joulwan conocía de sobra a aquellos hombres y cuán fácil era volar por debajo
del radar del Estado Mayor para tipos como ellos —especializados en operaciones
de las que nunca existieron— y, además, sabía cuánto deseaban ellos mismos
sacar de circulación a Pablo. En lo que a él concernía, el escándalo político y
legal que
sobrevendría a tal misión eclipsaría todos los beneficios de realizarla.
No obstante, si los colombianos recibieran el entrenamiento, el apoyo de los
servicios de inteligencia y después salieran y mataran a alguien mientras buscaban a
Escobar, los militares norteamericanos habrían actuado dentro de los límites de la
ley. Oficialmente, los efectivos de la Fuerza Delta no participarían en asaltos: lo
que el general Joulwan quería era que sus hombres fueran y les enseñaran a la
policía colombiana cómo atrapar a aquel hijo de perra.
Busby ilustró la urgencia de la situación. Él y su particular equipo de
diplomáticos habían estado trabajando cuarenta y ocho horas seguidas desde que
Pablo se fugara. Steve Murphy —el agente de la DEA que había desgastado su
diccionario bilingüe de tanto traducir artículos— había subsistido a base de café y
rosquillas y sin dormir durante tantas horas que, al sentir las curiosas palpitaciones
de su corazón, se tomó un descanso para hacerse una revisión cardíaca en la
enfermería de la embajada. Le advirtieron que redujera el consumo de azúcar y de
cafeína.
Hacía cuatro días que Pablo andaba libre y ya estaría reuniendo los medios para
sobrevivir en la clandestinidad. Si no lo capturaban pronto, o sea, en el siguiente par
de días, las autoridades se verían ante una tarea aún más difícil.
Al día siguiente, un lunes, el coronel Boykin y el embajador partieron para
entrevistarse con el presidente Gaviria e informarle que Estados Unidos ofrecería
dos millones de dólares de recompensa por cualquier información que ayudase
a las autoridades a capturar a Escobar. Cuando éstos se fueron, dos oficiales de alto
rango acudieron a reunirse con los norteamericanos recién llegados; se trataba del
coronel Luis Montenegro y del teniente coronel Lino Pinzón, escogido para dirigir
la búsqueda.
—Usted se quedará con estos hombres; ellos le ayudarán a localizar a Escobar
— le dijo Montenegro al remilgado teniente coronel Pinzón.
Para evitar avergonzar a los oficiales colombianos, que los superaban
ampliamente en jerarquía, los efectivos de la Fuerza Delta aumentaban sus rangos.
Gary Harrell, uno de los combatientes más afamados del Ejército norteamericano,
ostentaba el rango de teniente coronel y su personalidad agresiva complementaba su
físico de gladiador. Harrell era un campesino, un hombre de estilo directo y
contundente y con un apretón de manos inverosímil. Lo presentaron a los
colombianos como «el general Harrell», pues era capaz de llenar la habitación con su
seguridad, su liderazgo y su contagiosa capacidad de motivar a sus hombres hasta
lograr que hiciera lo que antes habían creído imposible. El encuentro entre Harrell y
Pinzón fue un fracaso, agravado además por la negativa de los norteamericanos a
permitirle a Pinzón acceder al centro de operaciones ubicado dentro de la cámara
blindada. Sin embargo, aquello no molestó a Montenegro, que estaba encantado de
recibir el apoyo de los norteamericanos. Montenegro no dejaba de repetir: «No me
dejen solo»; pero Pinzón se sintió ofendido. Pinzón era un hombre de aspecto digno y
elegante, que siempre llevaba su pelo canoso recién cortado. Se le atribuía un cierto
don para seducir a las mujeres, jugaba bien al tenis y en su equipo de asistentes
siempre tenía a una manicura y a una pedicura. Los agentes de la DEA que habían
trabajado con él veían en Pinzón a un dandi astuto, con más interés en ascender que
en cumplir con su deber, pero no les caía mal. Sin embargo, aquellos delicados rasgos
de personalidad eran anatema para los hombres de la Fuerza Delta, que de inmediato
catalogaron a Pinzón de «funcionario»; es decir, el tipo de oficial que se contentaba
con la imagen de alguien que hace su trabajo pero que no se ensucia las manos.
Harrell era un hombre que respetaba únicamente los resultados, con el legendario
desprecio de su unidad por el rango o los privilegios de la oficialidad. Si alguna vez
hubo dos hombres destinados a colisionar, eran aquellos dos.
A Pinzón y a Montenegro se les avisó que la embajada había encontrado a Pablo
en una finca en la cima de un cerro de Tres Esquinas. Aquello no convenció a
Pinzón. Su propio servicio de inteligencia le había informado de que Pablo aún se
encontraba en las inmediaciones de la cárcel, probablemente bajo tierra. Pero
Montenegro estuvo de acuerdo en que si llegase a interceptarse otra llamada
proveniente del mismo sitio, las fuerzas comandadas por Pinzón tendrían que
prepararse para actuar. Cuatro miembros de la Fuerza Delta los acompañarían
para prestar su ayuda en el ataque.
Uno de los primeros efectivos de la Fuerza Delta que acudiría a Medellín sería un
hombre al que los colombianos conocerían como «el coronel Santos», pues ninguno
de los militares destinados a la operación utilizó su nombre verdadero. Mientras
Boykin era el comandante en jefe y Harrell estaba a cargo de las operaciones en
Medellín, fue Santos, con rango de sargento brigada, quien acabaría quedándose
durante la mayor parte de la cacería humana y supervisando los efectivos de la
Fuerza Delta y de los SEAL que entraban y salían en constante rotación. Santos
también actuaba de enlace entre la embajada y el Bloque de Búsqueda. Era un
hombre esbelto que había crecido en Nuevo México hablando castellano e inglés,
un ex deportista y atleta estrella con un físico privilegiado. Santos había sido
uno de los primeros candidatos aceptados para la Fuerza Delta cuando ésta se
formara en 1978, y el primer miembro de origen hispano.
En la que sería la última entrevista antes de ingresar en la unidad, el general
Charlie Beckwith había intentado picarlo.
—Joder, sargento, ¿así que es un «espalda mojada»[21]? ¿Qué le hace pensar
que seríamos tan tontos como para elegir a alguien como usted para una unidad de
élite como ésta? Usted no es norteamericano, ¡es un puñetero azteca!
Aunque Santos sabía que estaba siendo provocado deliberadamente, el insulto le
tocó una fibra muy íntima.
—Nací y me crié en el sistema norteamericano y soy un ciudadano
norteamericano, señor —dijo con calma.
—Vale, sargento —dijo el otro oficial allí presente (el comandante del escuadrón,
el coronel Lewis H. Bucky Burruss)—. ¿Y si le dijera que lo ha hecho muy bien, pero
que hemos decidido no aceptarlo? Si de verdad quiere entrar en la unidad, tendrá que
volver a hacer todas las pruebas de nuevo, ¿está dispuesto, sargento?
—Sí, señor.
—¿Por qué?
—Porque quiero servir en una unidad como la suya, señor.
—Bien, sargento azteca, faltan tres días para que llegue la nueva tanda de
reclutas
—dijo Beckwith—. Prepárese, va a hacer las pruebas de nuevo. Puede retirarse.
Santos salió de la habitación, en silencio pero temblando. Las pruebas físicas de
selección habían sido las más arduas que había pasado en su vida. El panorama de
tener que volver a repetir todo aquello era desalentador e indudablemente injusto.
Todavía se encontraba en el pasillo intentando poner aquellos sentimientos en orden
cuando la puerta del despacho se abrió una vez más y le ordenaron que se volviera
a sentar.
—Muy bien, sargento —dijo Beckwith—. Ha sido aceptado. No tendrá que
volver a hacer las pruebas.
La tarde del día siguiente, Santos y otro soldado se embarcaron hacia Medellín
en un avión cargado hasta el techo de material secreto de alta tecnología, equipos
GPS de posicionamiento por satélite, sistemas de exploración infrarrojos y
cámaras de vídeo con teleobjetivo para vigilancia a distancia (nocturna y diurna).
La idea era unirse a las fuerzas colombianas, localizar exactamente el sitio del que
provenían las llamadas utilizando las coordenadas suministradas por Centra
Spike, colocar las cámaras en posición y comenzar la vigilancia con la esperanza
de que hubiera algún indicio de la presencia de Pablo. El sistema electroóptico de
exploración infrarroja descubriría el interior de la vivienda y enviaría las imágenes
térmicas a tiempo real al Bloque de Búsqueda; cualquier duda que la policía
colombiana tuviera sobre el blanco se disiparía.
Santos y su compañero descargaron todo el equipo en el extremo más alejado
de la pista de Rionegro, un aeródromo perdido en las afueras de Medellín. Se
suponía que habría agentes de la policía esperándolos; sin embargo, al llegar
Santos y su compañero, la pista estaba desierta. Los dos norteamericanos se
sentaron sobre su equipaje millonario y esperaron.
Media hora después, los dos militares comenzaron a inquietarse. No era el mejor
auspicio: allí estaban, dos militares extranjeros en misión secreta, con los equipos
más sofisticados de su unidad, desarmados, sin escolta, en el corazón del territorio
narco, sin una mísera radio... Ni siquiera se habían puesto de acuerdo en qué decir
para ocultar su verdadera identidad. Los integrantes del Bloque de Búsqueda
tardaron
horas en recogerlos: se habían equivocado de aeródromo.
La Escuela Carlos Holguín, una antigua academia de entrenamiento de la policía,
situada en la ladera de una zona residencial con vistas a la parte oeste de la ciudad,
contaba con amplias instalaciones y abundantes zonas verdes, rodeadas de
altas cercas y alambradas de espino. Allí pasaron la noche Santos y su
compañero, en sacos de dormir echados en el suelo de uno de los almacenes de la
academia.
Por la mañana, Santos se entrevistó con el coronel Pinzón y en ese corto lapso
quedó muy claro que Pinzón no estaba contento de verlo. El teniente coronel del
Ejército de Colombia daba la impresión de juzgar el apoyo de la Fuerza Delta como
un insulto a su capacidad de liderazgo y una amenaza a su carrera. Y cuando el
«general» Harrell apareció por la tarde, las cosas se pusieron aún más tensas.
Javier Peña, un agente de la DEA ya veterano en Colombia y que había tratado
regularmente con Pinzón, era un temerario y un jovial entrometido que se mantenía
al tanto de todo lo que sucediera y un chicano[2 2 ] de Austin, estado de Texas, que
sirvió durante un tiempo como el único agente de origen hispano de la DEA en
Medellín.
«Hombre, sí que se podría decir que estaba ocupado», solía decir. Bajo y de
gran bigote, era un tipo que amaba su trabajo de policía secreto y competía
con las esponjas por su capacidad de absorber, en este caso, información.
Cuanto más peligroso era su trabajo, más parecía gustarle. Él y Santos se
cayeron bien de inmediato, y además eran los únicos que hablaban un español
fluido. El primer día de su encuentro, Peña se llevó a Santos a un sitio apartado de
los demás y le dijo:
—Santos, esto va fatal, tío, desde que llegasteis actuáis como si fuerais los
dueños del país. Y después queréis hacer las cosas a vuestro modo, y Pinzón y el
coronel [Harrell] ya están a punto de liarse a puñetazos.
Pero Pinzón y Harrell no podían librarse el uno del otro. La Fuerza Delta puso en
posición a dos de sus hombres en la torre de observación que el propio Pablo había
construido en La Catedral por su vista panorámica de la totalidad del valle urbano de
Medellín. Uno de ellos, el sargento brigada Joe Vega, un levantador de pesas
de anchas espaldas y cabello negro, grueso y largo, en Colombia detentaba el falso
rango de capitán. La Catedral ya era territorio ocupado por la policía colombiana,
que se había mudado y vivía allí a todo lujo. Y como era de esperar, en la suite de
Pablo se había aposentado el comandante del destacamento. El «capitán» Vega
tenía a su disposición un teléfono móvil, un ordenador portátil para ayudarlo a
corregir las coordinadas de Centra Spike en el mapa, una cámara de vídeo de 8
mm provista de varias lentes de gran aumento para acercarse visualmente al
objetivo, y un dispositivo para captar imágenes infrarrojas y poder transmitírselas a
Harrell y a Santos, que se encontraban en su nueva base, en la academia de
policía de Holguín. A partir de entonces aguardarían hasta que Pablo hiciera una
nueva llamada.
Aquella noche no lo hizo, pero al otro día, a primera hora de la tarde, Centra
Spike captó otra llamada desde Tres Esquinas e informó de su ubicación. En lo alto
de la torre de observación, Vega localizó rápidamente las coordenadas en su mapa
y transmitió la imagen del explorador infrarrojo a Harrell, quien a su vez intentó
mover a Pinzón y a sus hombres para que entraran en acción. El colombiano
respondió a la noticia con desdén, como si se tratase de otro dato cualquiera que
se sumaría a los demás. Durante el día llegaban docenas de pistas, le explicó
Pinzón al comandante de la Fuerza Delta y, a pesar de que a Harrell le carcomía la
urgencia por actuar, Pinzón fue muy específico al afirmar que no le daba a aquel
informe más importancia que a cualquiera de los otros.
Cuando la embajada se enteró de que Pinzón no había movilizado sus tropas, se
hicieron llamadas al Palacio Presidencial, y Gaviria en persona dio la orden para que
el Bloque de Búsqueda se pusiera en marcha. Enconado por que la Fuerza Delta lo
había pasado por alto y por ende la autoridad que representaba, el teniente coronel
Pinzón se tomó horas para preparar a sus tropas. Y no lanzó la incursión hasta el día
siguiente por la mañana: envió a trescientos de sus hombres por la ladera de la
colina
—para el espanto de Harrell— en una caravana de furgonetas que podían ser vistas y
oídas a millas de distancia. Las recomendaciones de los hombres de la Fuerza Delta
para que se enviara en cambio una unidad menos numerosa y menos llamativa fueron
totalmente ignoradas. Era como acercarse montado en un bulldozer y esperar tomar
por sorpresa al ciervo. Desde su torre de La Catedral, mientras hablaba por teléfono
con el mayor Steve Jacoby, que se hallaba en la embajada, Vega pudo divisar la
procesión de luces del convoy que trepaba hacia la cima de la montaña.
A Pablo no le hizo falta que nadie le diera el soplo: ningún habitante de la
montaña podía evitar ver y oír el estruendo que se acercaba. Los hombres de Pinzón
pasaron más de una hora rastrillando la colina sin resultados positivos, y después se
marcharon. Lo que sí encontraron fue una finca que reunía todas las características
del típico escondrijo de Escobar: mobiliario más lujoso de lo que correspondía al
barrio, incluido el reluciente baño con bañera —una bañera profunda: Pablo era muy
maniático respecto de su aseo. La investigación probó que había utilizado aquel lugar
como primer paso en su fuga.
Al día siguiente por la mañana se interceptaron más llamadas, pero eran los
hombres de Pablo quienes las hacían con objeto de conseguirle a Pablo una nueva
guarida, además de discutir detalles acerca de los documentos y las armas
necesarias. Mientras tanto, Pinzón fue visitado por unos norteamericanos, a quienes
recibió en su pijama de seda.
—¿Y cómo saben que Pablo está allí? —dijo incrédulo Pinzón.
Pero Harrell no estaba autorizado a desvelar esa información. Así que hizo falta
la presión directa de Bogotá para que actuase, y una vez más el coronel Pinzón
envió la manifiesta caravana a que subiera por los caminos de la colina. En esa
ocasión, los
soldados pasaron toda la mañana y casi resto del día inspeccionando las viviendas
puerta a puerta, infructuosamente. Pinzón continuaba convencido de que era una
tarea inútil y se quejó a Peña: «Estos tipos de la Fuerza Delta van a lograr
que me despidan».
Llegado el fin de la semana, las tropas de búsqueda se encontraban con las
manos vacías. Era evidente que Pablo había levantado campamento
definitivamente. Ahora las posibilidades de encontrarlo pronto eran mucho
menores. Harrell informó de la terrorífica actuación de Pinzón, de su displicencia, de
sus campañas y de sus tácticas. Pinzón, por su parte, se quejó de la Fuerza
Delta a sus superiores. A partir de entonces, el teniente coronel Pinzón del
Ejército colombiano sería conocido por su nombre de guerra: Pijamas Pinzón.
9
Pero, en Bogotá, el embajador Busby tenía sus propios problemas. Como era de
esperar, la invitación del gobierno colombiano a participar en la captura de Escobar
había sido transmitida por el Pentágono, y la reacción había sido abrumadora. Al final
de la primera semana, la sala de conferencias de la embajada ya estaba repleta.
Cada detector de señales, aparato de vigilancia y de captación de imágenes en al
arsenal norteamericano aterrizó en Medellín. La Fuerza Aérea mandó aviones RC-
135, aeronaves de transporte Hércules C-130 modificadas para la toma de
fotografías de alta resolución, aviones U-2 y SR-71.[2 3 ] La Armada envió aviones
espías Orión P-
34. La CÍA, que ya hacía volar sobre Medellín su propio bimotor De Havilland,
ahora
había ofrecido un Schweizer, una máquina fuera de lo común, no distinta de un
planeador gigantesco, que podía mantenerse en el aire flotando sobre el objetivo
durante horas y horas, y suministrar imágenes FLIR de alta definición (una tecnología
infrarroja que atraviesa las nubes con la misma facilidad con que atraviesa la
oscuridad). Todo aparato que significara una ventaja potencial sobre el
«enemigo» era destinado a Medellín, cuyo ambiente era el de una subasta en la
que los que pujaban querían demostrar quién sería más eficaz y quién obtendría
antes los resultados buscados; incluso los aparatos provistos de sistemas de
búsqueda de objetivos militares se utilizaban para aumentar al máximo la
vigilancia fotográfica. Había por entonces tantos aviones espías sobrevolando
Medellín al mismo tiempo — el máximo llegó a ser de diecisiete— que la Fuerza
Aérea norteamericana debió enviar un avión AWAC[24], una especie de torre de
control volante dotada de su propio radar, para controlar las trayectorias de
flotillas enteras de vuelos militares. Solamente trasladar al personal, los equipos
técnicos y de mantenimiento para todo aquel despliegue requirió diez aviones de
transporte Hércules C-130.
Toft, jefe de la DEA en Colombia, había pasado años enteros aprendiendo
a moverse con comodidad en la sociedad colombiana, pero su entusiasmo inicial
al recibir toda aquella ayuda militar se agrió muy pronto. Y es que la información es
tan buena como quienes la interpretan. Y el despliegue produjo muchas falsas
alarmas: algunos equipos de vigilancia interceptaban llamadas en las que un
interlocutor llamaba a otro «doctor», y asumían que se trataba de Escobar,
aunque aquella deferencia informal fuera la más común de toda Colombia.
Esa exaltación, unida al influjo incesante de tecnología y de especialistas, también
puso nerviosos a los hombres de Centra Spike, que dependían de su capacidad de
fundirse con el entorno: ahora les era difícil hasta encontrar un sitio en el que aparcar
sus. pequeñas avionetas Beechcraft. El mayor Jacoby se impuso al embajador Busby
www.lectulandia.com - Página
para que éste permitiera que Centra Spike mantuviera sus dos aparatos a 10.000
www.lectulandia.com - Página
metros de altura, y que ordenara que todos los demás vuelos no superaran el techo de
los 8.000 o volaran a unos 20.000 metros como el avión espía U-2.
Se suponía que la superpoblación de espías en territorio colombiano debía
causarle problemas a Pablo en Medellín, aunque en realidad sólo provocó una crisis
en Bogotá. Una noche, durante la misma semana en que la Fuerza Delta le daba
codazos a Pijamas Pinzón para que pusiera en marcha a sus hombres, unos de los
aviones recién llegados, un RC-135, percibió algo que consideró interesante y bajó
de los 300 metros para inspeccionar de cerca, con tan mala suerte que la
prensa colombiana pudo fotografiarlo nítidamente aunque fuera de noche.
La protesta generalizada acabó llevando al ministro de Defensa, Rafael Pardo, a
sentarse en la desagradable silla desde la que tendría que responderle al mismo,
comité del Congreso que tenía contra la pared a Mendoza. Muchos congresistas
insistían en la destitución inmediata del viceministro de justicia y del mismísimo
presidente Gaviria, pues la prensa colombiana había tildado de «invasión» a la
inmensa actividad militar norteamericana en Medellín. Pardo admitió que los
norteamericanos habían sido invitados a ayudar, pero que los aviones que habían
sido descubiertos no violaban la prohibición que existía acerca del despliegue de
tropas en suelo colombiano. Nada dijo Pardo acerca de la Fuerza Delta.
Era el equivalente a estar en guerra con la prensa. Radio Medellín comenzó a
difundir los números identificadores de los aviones norteamericanos, incluyendo uno
de los aparatos de la CÍA, que fue despachado nuevamente hacia el norte de
inmediato.
Wagner, el jefe del destacamento de la CÍA en Bogotá, se puso furioso. Jacoby se
sumió en la frustración, y el presidente Gaviria, que. tenía presente que él, en
persona, había pedido la ayuda de Estados Unidos, se quejaba al embajador: «¡Esto es
una locura!».
Antes de que acabara la semana, Busby había enviado a todo el mundo de
nuevo a sus bases en el país del norte, con la excepción de Centra Spike, la CÍA y la
Fuerza Delta. Busby había visto que la eficacia de Pinzón dejaba mucho que desear.
Incluso con la más precisa información para poder capturar a Pablo, la tarea
resultaría imposible hasta que Colombia no lograra reunir una fuerza de élite
flexible, fiable, decidida, invisible y rápida. Lo que los colombianos necesitaban era
algo como una Fuerza Delta propia y autóctona.
Los colombianos tuvieron que deshacerse de Pijamas Pinzón, y si hubo o no un
quid pro quo que formalizara el trato, el hecho es que el coronel Harrell fue enviado
de nuevo a la base de las fuerzas especiales en Fort Bragg.
El «capitán» Vega permaneció apostado en lo alto de La Catedral, y el
«coronel» Santos hizo lo mismo en la base del Bloque de Búsqueda en la
Escuela Carlos Holguín, a la espera de un hombre que, según todos los
involucrados, era el que hacía
falta para que todo tomara forma definitiva: el coronel Hugo Martínez.
10
Al recibir en Madrid la noticia de que Pablo se había fugado, el coronel se sintió
fascinado. Nadie mejor que él sabía la fantochada que había sido aquel
encarcelamiento. Después de dos años de perseguirlo sin pausa, Martínez opinaba
que el «sometimiento» de Pablo a las autoridades había sido la fuga más ingeniosa
del resbaladizo capo de Medellín.
Para el coronel todo aquello había significado una derrota, y hasta sus amigos en
el cuartel general de la PNC se burlaban diciéndole que no llegaría a general hasta
que capturase a Escobar. Al principio, ese comentario había sonado como una
broma, pero a medida que pasaban los años y los ascensos no llegaban, el coronel
llegó a pensar que la broma tenía mucho de cierto. Su carrera había quedado
estancada en el rango de coronel durante seis años, mientras que otros coroneles
como él, con igual responsabilidad y experiencia, ya lo habían superado. Su futuro
y su vida se habían unido inextricablemente a los de Pablo. Y si el hijo de perra
seguía en la cárcel, un militar de carrera como él no sabría cuándo podría seguir
adelante con su vida, si es que eso sucedía alguna vez. Y es que su esfuerzo no
había pasado desapercibido entre sus superiores; de hecho, se le había asignado
un puesto en Madrid como oficial de enlace con el Ejército español.
En circunstancias normales, aquel puesto habría sido ansiado por muchos, una
posición con los beneficios adicionales de la seguridad; el relativo lujo y la gran
cultura de la madre patria. Pero la mejor parte de sus nuevas responsabilidades era
que él y su esposa, su hija y sus dos hijos más jóvenes, todos excepto Hugo[25], se
alejarían de una vez por toda de la gélida sombra que se había posado sobre ellos
cuando Martínez había aceptado hacerse cargo del Bloque de Búsqueda en 1989.
La memoria de Pablo era tan peligrosa como su alcance asesino. Cuando la
familia voló hacia España en 1991, se encontró una bomba que se activaría tras el
despegue del aparato que los llevaría hasta allí. La línea aérea se enteró de ello por un
soplo que le llegó minutos después de que el avión hubiera despegado. Los pilotos
mantuvieron la nave a baja altitud hasta descender en un aeródromo cercano, donde
la bomba fue desactivada. En Madrid, en el transcurso de la primavera de 1992,, fue
hallado un coche bomba aparcado fuera de la embajada de Colombia, en un sitio por
el que Martínez pasaba a diario de camino al trabajo. La embajada estaba tan segura
de que la bomba iba dirigida al coronel, que le pidieron que se mantuviera alejado del
edificio.
Así que cuando a Martínez le llegó la noticia de que Pablo andaba suelto una vez
más y de que sus superiores querían que fuera él quien encabezara la búsqueda,
Martínez curiosamente se sintió agradecido. Mientras Pablo Escobar siguiese vivo, el
coronel y su familia estarían en peligro. Los destinos de aquellos hombres tan
distintos estaban íntimamente ligados. Martínez hizo planes para regresar a
Colombia dé inmediato. De un modo u otro, la pesadilla tocaría a su fin.
Cuatro días después de la fuga de Pablo, Steve Murphy, Javier Peña y otros
agentes de la DEA pasaron el día recorriendo La Catedral. La cumbre y su «cárcel»
se habían convertido en una especie de atracción turística para los más importantes
miembros de los gobiernos de Colombia y de Estados Unidos. Wagner, jefe de la CÍA
en Colombia, la visitaría días después con una cámara de vídeo, acompañado por
varios de sus ayudantes. La visita confirmó las peores sospechas y rumores acerca
del supuesto encarcelamiento de Pablo, pero también les permitió una extraña
oportunidad de poder otear la vida y mente del fugitivo más famoso del mundo.
Aunque los agentes norteamericanos sospechaban que el Ejército habría
destruido o retirado la mayor parte de los documentos, disquetes y discos duros de
los ordenadores de Pablo, los colombianos habían dejado atrás muchos objetos
de interés. En primer lugar, el lujo en el que vivía, del que habían oído rumores,
pero que una vez allí les pareció difícil de creer. Y si alguna vez alguien había
dudado de quién estaba al mando de la prisión, dos cosas bastaban para disipar
dudas: una pequeña mesa cubierta de teléfonos y una pequeña caja metálica
montada en la pared del lado exterior del dormitorio de Pablo. Era la placa base
en la que convergían todas las líneas telefónicas de La Catedral.
En una de las habitaciones de la suite, Pablo había instalado su despacho. En
una de aquellas estanterías ubicada por encima de su escritorio, los agentes de la
CÍA hallaron una biblioteca de artículos periodísticos, recortados con esmero,
pegados y ordenados en una fila de cajas-archivadores. También estaba allí la
colección de las cartas que le enviaban sus admiradores. Una había sido escrita por
una reina de un concurso de belleza local que se dirigía a Pablo como su «novio» y
su «amante». En otra carta conmovedora, un hombre le suplicaba a Pablo que no
le matara a más miembros de la familia, ya que casi había acabado con todos ellos.
También hallaron la de la esposa de uno de sus carceleros, dándole las gracias por
el reciente ascenso de su esposo. Pablo tenía copias de todas las acusaciones que
contra él pendían, incluso de las más antiguas, las de su juventud. Y en los
muros colgaba enmarcada una colección de fotos de los archivos policiales con
todos y cada uno de sus arrestos: desde el adolescente delgado, de pelo
alborotado que fuera arrestado por robar coches en Medellín, hasta la del hombre
grueso y de espeso bigote que había sido arrestado por tráfico de drogas en 1976,
su único arresto por traficar con cocaína. Los agentes encontraron asimismo el
borrador de una carta escrita a mano que Pablo le envió al presidente Gaviria,
pidiéndole que proveyeran de coches blindados a su esposa y sus hijos. Pablo
había guardado una trascripción completa de los cargos contra Iván Urdinola, un
traficante de heroína de la región del Cauca, además de fichas detalladas de los
rivales del cártel de Cali, fotografías, direcciones, descripciones de sus
vehículos y sus números de matrícula. Una de las paredes estaba adornada con la
foto del famoso revolucionario argentino, Ernesto Che Guevara, junto a una
ilustración de la revista Hustler en la que aparecían Pablo y sus secuaces tras los
barrotes retozando en una orgía, y lanzándole dardos a una imagen del presidente
Bush que aparecía en la televisión, como así también una foto del capo y del
joven Juan Pablo, su hijo, posando frente a las rejas de Casa Blanca. Entre los
vídeos de su predecible colección, se encontraban las tres partes de El Padrino,
Octagon, con Chuck Norris, Bullit, con Steve McQueen, y una de Burt Reynolds,
Rent-a-Cop. Su biblioteca personal constaba de cinco biblias y libros de Graham
Greene y Nadine Gordimer. No era la colección de un lector compulsivo, sino la de
alguien que compra libros al peso. Había libros del ganador del Premio Nobel, su
compatriota García Márquez y, curiosamente, una colección completa de la obra
del austríaco Stephan Zweig. El armario de su cuarto estaba repleto de idénticos
pares de zapatillas de tenis Nike de color blanco y de una pila ordenada de vaqueros
planchados.
Por encima de la cabecera de su cama gigantesca se extendía un barroco retrato
de la Virgen María realizado sobre mayólica. Y al lado de la cama se alzaban pilas de
un libro que el propio Escobar había mandado imprimir y encuadernar, donde
aparecían cientos de caricaturas suyas de distintos periódicos.
En los muros colgaban fotografías de Pablo, de su familia y de sus secuaces
recluidos en La Catedral, todas ellas tomadas en la espléndida cena de Navidad que
Pablo celebró en la discoteca y el bar de la prisión. También se veían instantáneas
del capo posando junto a algunas de las más grandes estrellas del fútbol
colombiano. Una de ellas, enmarcada, lo mostraba perfectamente disfrazado de
Pancho Villa, y en ella era evidente que se lo estaba pasando en grande. En otra, se
los veía a él y a su sicario Popeye vestidos de gánsteres de los años de la Ley Seca
con ametralladoras Thompson.
Los agentes de la DEA detallaron todo lo encontrado e incluso ellos mismos
también se permitieron posar para sus propios álbumes de fotos: risueños como
niños que invaden el cobertizo donde tiene su cuartel general la pandilla rival.
Posaron sentados en la cama de Pablo, luciendo una de las gorras de piel que la
madre le había regalado por su cumpleaños, y que él mismo llevaba puesta en
una fotografía que había sido portada de la revista Semana.
Se trataba de las sobras de lo que los investigadores colombianos se habían
llevado, pero ayudaban a redondear el fascinante perfil de un hombre que
claramente disfrutaba de su papel de forajido célebre, y que a la vez luchaba con
uñas y dientes por defender en público su inocencia. Era el tipo de hombre que se
tomaba infinitas molestias para borrar toda evidencia de su pasado criminal, que
alegaba ser inocente de delitos de narcotráfico, pero que, por otra parte, se
disfrazaba de forajido famoso y colgaba en las paredes de su despacho fotografías
de él mismo tomadas por la policía
al arrestarle. Los objetos abandonados por Pablo delataban el alegre cinismo que
ocultaba su figura pública de hombre inocente acosado injustamente por la justicia.
Aquellos detalles sugerían una personalidad que creía en el crimen como un
fenómeno normal, una sana salida para su imparable ambición, de modo análogo a
su papel de padre dedicado y amante esposo que además pagaba a prostitutas
adolescentes y reinas de concursos de belleza para satisfacer su mayor apetito
sexual. Pablo estipulaba que el Gobierno y que las autoridades policiales no eran
más que legítimos rivales en una continua partida de ajedrez.
Utilizando aquella nueva información y sus propios archivos, la CÍA preparó un
escueto «perfil psicológico» del célebre fugitivo: un resumen que intenta, apenas
ocultando su desprecio, dar una somera idea del mundo interior del nuevo objetivo
militar. Cualquiera que estuviese familiarizado con Pablo lo habría considerado
francamente obvio: «Escobar tiene una gran dificultad en controlar su agresividad
extrema». El perfil estaba en lo cierto, pero acababa con una sugerencia
escalofriante de cómo se lo podría hacer salir a la luz:
Una semana después de que Pablo se hubiera fugado, la corte colombiana rechazó
una apelación interpuesta por sus abogados. Con esta apelación esperaban que la fuga
fuera considerada una consecuencia legítima de quien actúa porque teme por su vida.
Pero ya no había vuelta atrás ni arreglo posible. El trato de Pablo con el Gobierno
carecía totalmente de validez.
Así que, una vez más, Pablo se vio obligado a llevar una vida de fugitivo, sólo
que esta vez sus sabuesos estarían apoyados por Estados Unidos. Durante los seis
meses siguientes, la operación secreta norteamericana llegaría a emplear más de
cien personas, transformando a la embajada de Bogotá en el destacamento de la
CÍA más grande del mundo.
Todos los hombres implicados en aquella cacería humana sabían que sólo
acabaría de una manera. Y Escobar también era consciente de esto. Algo que todos
comprendían pero que nadie expresaba en voz alta. Los colombianos habían perdido
la paciencia y se negaban a juzgarlo o a encerrarlo. Y Pablo ya les había demostrado
lo inútil que resultaría. No podía ser extraditado, pues su política de «plata o plomo»
había hecho de la no extradición un derecho constitucional. Así pues, ahora los
perseguidores no se andarían con pequeñeces.
Cuando lo encontraran lo matarían. Lo cual era ya una práctica común en toda
Suramérica y que, como todo fenómeno cultural, tenía su propia expresión
lingüística, la denominada ley de Fuga.
11
El verano de 1992 tocaba su fin, y los soldados, agentes, espías, pilotos, técnicos
e informáticos norteamericanos estaban comenzando a familiarizarse con un
personaje que había crispado a los colombianos durante casi una década. En
septiembre, más de un mes después de su fuga, Pablo ya se sentía lo
suficientemente seguro como para dejarse entrevistar por Radio Cadena Nacional.
Echando mano a un discurso laberíntico y desafiante, Pablo negó una vez más su
vida criminal. El periodista comenzó la entrevista con preguntas difíciles, pero
rápidamente fue presa del carisma indiscutible del capo y la transmisión degeneró en
la aduladora entrevista a un personaje de la farándula. Pablo mintió con fluidez y
afabilidad. Estuvo filosófico, humilde y agudo. No parecía un hombre que se
jugaba la vida a cada instante. Su tono de voz hizo enfurecer a sus perseguidores,
que lo tomaron como una provocación.
—¿Lamenta haberse sometido a la justicia hace un año? —le preguntó el
periodista.
—No, lo que sí lamento es haberme escapado —dijo, y pasó a explicar que lo
había hecho porque temía por su vida—. ¿Se escaparía uno cuando ha llegado a
una cárcel en la que se ha dejado encerrar voluntariamente?
—¿Era usted quien daba las órdenes en la cárcel?
—No, no daba las órdenes... [pero] no era un prisionero cualquiera: yo era el
resultado de un plan de paz que no le costó demasiado al Gobierno [...]. En pocas
palabras, ellos me dieron una prisión digna y condiciones especiales, que habían
sido acordadas previamente entre el Gobierno, mis abogados y yo.
Pablo le quitó importancia a los lujos y a las fiestas de las que había gozado en
La Catedral:
—Aunque fuera la mansión más hermosa del mundo, si uno no es libre de
moverse porque hay guardias armados en las torres y soldados, seguirá siendo una
cárcel —dijo Pablo—. Pero tampoco voy a dejar de aceptar la responsabilidad en el
sentido de que permití colocar cortinas y algunos muebles lujosos y poco corrientes.
Y estoy dispuesto a pagar por aquel error aceptando la celda más humilde de
cualquier prisión de Antioquia, siempre y cuando se respeten mis derechos y se me
garantice que no seré trasladado por ningún motivo.
—¿Vale su cabeza más que los mil millones de pesos que ofrece el Gobierno
y más que los quinientos millones de pesos que ofrece Estados Unidos?
—Parece que mi problema se ha vuelto un asunto político, y podría llegar a influir
en la reelección del presidente de Estados Unidos.
—En la actualidad, usted ha vuelto a ser el hombre más buscado del mundo. Lo
buscan las autoridades colombianas, otros servicios secretos, los agentes de la DEA,
el cártel de Cali, antiguos cómplices suyos, desertores de su organización y las
víctimas directas e indirectas de sus acciones terroristas... De todos ellos ¿a quién
teme más? ¿Cómo se defiende de ellos?
—No temo a mis enemigos porque sean más poderosos. Mi destino ha sido tener
que enfrentarme a situaciones difíciles, pero siempre lo hago con
dignidad.
—¿Qué es la vida para usted?
—Un período lleno de sorpresas agradables y desagradables.
—¿Alguna vez ha tenido miedo a morir?
—Nunca pienso en la muerte.
—Cuando escapó, ¿pensó en la muerte?
—Cuando escapé pensé en mi esposa, mis hijos, mi familia y todas las personas
que dependen de mí.
—¿Cree en Dios y en el más allá? ¿En el cielo y el infierno?
—No me gusta hablar acerca de Dios públicamente. Para mí, Dios es algo
personal y privado [...]. Creo que todos los santos me ayudan, pero mi madre reza
por mí al Niño Jesús de Atocha y por eso le construí una capilla en el Barrio
Pablo Escobar. La pintura más grande de la prisión era una imagen del Niño
Jesús de Atocha.
—¿Por qué motivos se hubiera dejado matar?
—Por mi familia y por la verdad.
—¿Acepta haber cometido algún crimen o mandado matar a alguien?
—Esa respuesta sólo podría dársela a un sacerdote que me confiese.
—¿Cómo cree que acabará para usted todo esto?
—Nunca se sabe, pero espero que todo salga bien.
—Si dependiera de usted, ¿cómo le gustaría acabar su vida?
—Me gustaría morir de pie en el año 2047.
—¿En qué circunstancias cometería suicidio?
—Nunca he pensado en ese tipo de soluciones.
—De las cosas que ha hecho, ¿de cuáles está orgulloso y de cuáles se
avergüenza?
—Estoy orgulloso de mi familia y de mi gente. Nada de lo que haya hecho me
avergüenza.
—¿A quién odia y por qué?
—En mis conflictos intento no acabar odiando a nadie.
—¿Qué consejo les daría a sus hijos? ¿Qué haría si alguno de ellos se dedicara
a actividades delictivas o criminales?
—Sé que mis hijos me aman y entienden mi lucha. Siempre deseo lo mejor para
ellos.
—¿Qué significan su mujer y sus hijos para usted?
—Son mi mayor tesoro.
—¿Admite ser un mafioso? ¿Le molesta que digan eso de usted?
—Los medios de comunicación me han llamado eso miles de veces. Si eso me
afectara, ya me habrían encerrado en un manicomio.
—¿Qué es lo que más le enfada y le hace perder el control?
—Uno puede enfadarse, pero no se debe perder el control. Lo que me hace
enfadar son la hipocresía y las mentiras.
—¿Acepta que lo llamen «narcotraficante» o «criminal», o le da igual?
—Tengo la conciencia tranquila, pero respondería como lo hizo Cantinflas: «Es
absolutamente inconcluyente».
—Se dice que usted siempre logra lo que desea...
—No lo he dicho, pero si así fuera, la vida sería color de rosa y yo me encontraría
tomando café en la plaza de Rionegro o en el parque de Envigado. Lucho sin
descanso, pero he sufrido mucho.
—¿Cuál es la clave para su inmenso poder?
—No tengo ningún poder especial. Lo único que me da fuerzas para seguir
luchando es la energía de la gente que me quiere y me apoya.
—Con respecto a la corrupción, ¿hasta qué punto la hay en el Gobierno?
—La corrupción existe en todos los países del mundo. Lo importante sería
averiguar sus causas para poder evitarla y acabar con ella.
—¿De qué se arrepiente?
—Todo ser humano comete errores, pero no me arrepiento de nada porque todo
lo acepto como experiencia y todo lo malo lo canalizo para obtener de ello algo
positivo.
—Si naciera otra vez, ¿qué haría? ¿Qué repetiría y a qué se dedicaría ?
—No haría aquello que creí que saldría bien y salió mal, y repetiría todo lo que ha
sido bueno y agradable.
—¿Qué dijeron su mujer e hijos cuando usted estaba en prisión y qué pensaban
de sus actividades?
—Me quieren y siempre me han apoyado. Y aceptan mi causa porque la conocen
y la entienden.
—¿Se considera usted un hombre corriente, o alguien de una inteligencia
excepcional?
—Soy un ciudadano normal, nacido en el pueblo de El Tablazo, municipalidad de
Rionegro.
—¿Alguna vez ha consumido usted drogas?
—Soy un hombre absolutamente saludable. No fumo y no bebo. Aunque con
respecto a la marihuana, le respondo lo mismo que dijo Felipe (González, el
presidente del Gobierno español, cuando se le preguntó al respecto.
www.lectulandia.com - Página
—¿No cree que fue un error por su parte haberse metido en la política?
—No, no creo que haya sido un error. Estoy seguro de que si hubiese participado
en las siguientes elecciones habría ganado a todos los políticos de Antioquia por
mayoría abrumadora.
—¿Por qué tiene tanto dinero? ¿Qué hace con él? ¿Es su fortuna tan inmensa
como se dice en las revistas internacionales?
—Mi dinero obedece a la función social que yo cumplo. Está claro y todos lo
saben.
—Si tuviera que describirse a sí mismo, ¿qué diría? ¿Quién es para usted Pablo
Escobar?
—Es muy difícil describirse a uno mismo. Prefiero que me analicen otros y que
otros me juzguen.
—¿Por qué se dedicó al narcotráfico?
—En Colombia algunos lo hacen como protesta y otros por ambición. ;
—¿Se cree más grande que Al Capone?
—No soy muy alto, pero creo que Al Capone era uno o dos centímetros más bajo
que yo.
—¿Se considera el hombre más poderoso de Colombia, el más rico o uno de los
más poderosos?
—Ni lo uno ni lo otro.
—¿Le pareció un elogio que la revista Semana lo describiera como un Robin
Hood?
—Era un punto de vista interesante y me produjo cierto sosiego.
—¿Es de temperamento orgulloso y violento?
—Aquellos que me conocen saben que tengo un gran sentido del humor, y
siempre tengo una sonrisa a flor de labios, incluso en los momentos más difíciles. Y
le diré algo: siempre canto cuando me ducho.
LOS PEPES
Octubre de 1992-octubre de 1993
1
El 30 de enero de 1993, una bomba estalló en Bogotá, abrió un cráter de varios
metros de profundidad en el asfalto y la acera, y arrancó como de un inmenso
mordisco parte de una tienda de libros. Incluso para el hartazgo de violencia en la
capital asediada, aquello fue una pesadilla. Se estimó que la bomba de la librería
contenía unos ciento diez kilos de dinamita. Dentro de la tienda se hallaban bandadas
de niños con sus padres comprando útiles escolares para el nuevo curso; tras la
explosión, lo que quedó fueron miembros arrancados por todas partes. Murieron
veintiuna personas en total y setenta más resultaron heridas. Bill Wagner el jefe del
destacamento de la CÍA en Colombia, sintió el golpe del espanto al atravesar el
cordón policial y enfrentarse a las consecuencias del atentado. En una boca de
tormenta por la que corría la sangre vio la mano amputada de un niño y pensó: «Voy
a encargarme de que matemos a este hijo de puta aunque sea lo último que haga en
esta vida».
Pese a la determinación de Estados Unidos y de Colombia, los seis meses de
búsqueda no habían causado más que frustraciones, la pérdida de cientos de vidas,
un gasto de cientos de millones de dólares y el despliegue de unidades de élite y
de espionaje. La eficiencia que le imprimiera Martínez a las operaciones y el
entrenamiento suministrado por la Fuerza Delta mejoraron la velocidad y la eficacia
del Bloque de Búsqueda, cuyo cuartel general se había establecido en la Escuela
Carlos Holguín en Medellín. De algún modo, la academia se había convertido en el
hogar del «coronel» Santos, el sargento al mando, y los hombres de la Fuerza Delta
que por allí pasaban en sus rotaciones. Y habían logrado algunos triunfos; el más
notable, el 28 de octubre de 1992, cuando Brance Tyson Muñoz, uno de los
sicarios más conocidos de Pablo, murió en un proverbial «enfrentamiento con la
policía». La verdad es que había poco más que celebrar.
El Bloque de Búsqueda había averiguado el paradero de Tyson gracias al
programa de recompensa de la embajada norteamericana. El embajador Busby
había intentado conseguir que el Gobierno colombiano ofreciera dinero por
«soplos», pero los colombianos lo rechazaron, aduciendo que cualquier cantidad que
ellos ofrecieran sería superada por Escobar. «Si ofrecemos un millón de dólares
por su cabeza, él ofrecerá diez por la nuestra», esclareció un miembro del
Gobierno. Así pues, la embajada siguió adelante por su cuenta, y por cualquier
información útil ofreció una recompensa de doscientos mil dólares y la posibilidad de
comenzar una nueva vida en Estados Unidos. Por la televisión se emitían anuncios
con las caras de Pablo y de sus lugartenientes más importantes. El soplo que llevó a
la captura de Tyson había sido la primera respuesta a aquella táctica.
Tyson era un famoso asesino, apodado así por su parecido con el boxeador
norteamericano Mike Tyson. Se le atribuía una ferocidad y una lealtad total al patrón,
a quien conocía desde la adolescencia. El sicario había aumentado de peso y se
había dejado el cabello largo para despistar. Aun así, fue delatado por el amigo
de un mañoso que trabajaba para Tyson. El informante vivía en un edificio al otro
lado de la calle donde el célebre sicario habitaba, y dijo a la policía que podía verle ir
y venir.
Diez días después de conocerse el domicilio de Tyson, la operación comenzó a
la una de la mañana con la clave «La fiesta comenzó» susurrada por las radios.
El Bloque de Búsqueda se encontró con un apartamento infranqueable debido a
una gruesa puerta de acero, pero la hicieron volar arrancándola de sus goznes. La
carga utilizada fue un poco exagerada y la puerta salió despedida con gran fuerza,
cruzó todo el apartamento e hizo un agujero en la pared exterior, cayó nueve
pisos y finalmente aterrizó con un gran estruendo. Tras la explosión entraron en la
vivienda veintiséis agentes. Tyson intentó salir por una ventana trasera para huir por
la escalera de incendios, pero la ventana tenía rejas y quedó atrapado. Murió de un
balazo entre los ojos.
A fines de 1992, doce de los peces gordos de la organización de Pablo,
incluyendo a Tyson, habían muerto en sendos «enfrentamientos con la policía», o
sea, el Bloque de Búsqueda. Pero aquellas victorias tenían un precio. El mismo
día que murió Tyson, cuatro policías fueron cosidos a balazos como represalia, y
en los dos días siguientes morirían cinco más. Durante los primeros seis meses
de la cacería cayeron en Medellín más de sesenta y cinco agentes, muchos de ellos
miembros del Bloque de Búsqueda, cuyas identidades, se suponía, eran
«secreto de Estado». Aquellos hombres murieron a menudo en sus propias casas
o de camino al cuartel general del Bloque de Búsqueda, lo que demostraba que
Pablo no sólo conocía sus identidades, sino sus horarios de trabajo y sus
domicilios. Pablo ofrecía una gratificación de dos mil dólares por cada policía
muerto, y su método funcionaba de maravilla.
Las muertes convulsionaron a todos los involucrados en la búsqueda de Escobar.
Toft, el jefe de la DEA en Colombia, se sentía tan deprimido por la cantidad de
funerales, que dejó de acudir hasta que el rango del agente muerto hiciera imposible
eludirlo. Eran truculentos. Además, allí no se embalsamaba a los fallecidos, como en
Estados Unidos, así que la capilla especial que la policía había construido en Bogotá
para dar abasto a tan oscura oleada a menudo apestaba a descomposición. Los
colombianos, hombres y mujeres, tendían a demostrar el dolor más que los
norteamericanos, por lo que los funerales producían desgarradores testimonios de
congoja y de rabia. Las mujeres aullaban y los hombres respiraban hondo, lloraban y
más tarde se retiraban a emborracharse hasta caer desmayados. Después de acudir
a un funeral en el que una viuda embarazada, con su otro niño en brazos, se echó
sobre el ataúd y se negó a soltarlo, el habitualmente estoico Toft regresó a su
apartamento
blindado y se puso a llorar.
Pablo mantuvo una presión atroz e incesante sobre sus agresores. El 2 de
diciembre, un coche bomba poderosísimo explotó en las cercanías del estadio de
fútbol de Medellín y mató a diez policías y a tres civiles. Diez días después, un oficial
de alto rango del servicio de inteligencia fue asesinado. Tocando el fin de
aquel nefasto mes, la policía descubrió un coche que contenía ciento cincuenta
kilos de dinamita, aparcado fuera del cuartel general de la PNC en Antioquia.
Mientras tanto, en Washington reinaba la impaciencia. Unos meses antes,
en septiembre, el Departamento de Justicia norteamericano había acusado al
hermano de Tyson, Dandeny Muñoz, por el atentado del vuelo de Avianca en 1989
(destinado a asesinar al entonces candidato a la presidencia César Gavina). Con la
guerra contra el narcotráfico en su punto más cruento, no cabe ninguna duda de
que al presidente Bush le hubiera gustado ver el titular que anunciaba la muerte
del capo en los días previos a las elecciones, dispuestas para el 3 de noviembre de
1992. Sería un signo tangible de que se estaba haciendo algún progreso. Pero la
fecha de la elección llegó y pasó, Bush perdió ante Clinton, y Pablo continuaba
prófugo. Clinton llegó al poder en enero, rodeado por un déficit incontrolable, y
pronto comenzó a recortar presupuestos. El nuevo presidente estaba menos
dispuesto a encarar la guerra contra el narcotráfico desde una perspectiva militar, y
eso significaba que, muy probablemente, los días del embajador Busby estuvieran
contados. Pocos en Bogotá creían que el nuevo Gobierno estadounidense
compartiría por mucho tiempo la vehemencia de los que apoyaban el inútil —y
aparentemente interminable— cerco creado para dar con Pablo Escobar.
La preocupación también crecía en la propia Colombia. La respuesta inmediata
del pueblo a la nueva campaña terrorista de Pablo había sido la rabia; querían que
fuera apresado y castigado. Pero a medida que los meses iban pasando, la sangre
seguía corriendo y el número de muertos aumentaba sin cesar, por lo que la ira se
fue transformando gradualmente en resignación, y después en impaciencia. Si el
Gobierno no podía atrapar a Pablo y el coste de la búsqueda era tan elevado,
entonces
¿para qué continuar?
En la quinta planta de la embajada, todos aquellos factores combinados
colaboraron a crear la sensación de que se les acababa el tiempo. El Bloque de
Búsqueda del coronel Martínez no lograba controlar aquellos últimos cien metros.
Al menos ésa fue la evaluación que hizo el «coronel» Santos, que había pasado
los últimos seis meses encerrado dentro de la Academia de Policía Carlos Holguín.
La academia disponía de grandes edificios con aulas, barracones, un campo de
entrenamiento, uno de fútbol y una pista de atletismo. Los hombres de la Fuerza
Delta destinados allí ocupaban una serie de habitaciones pequeñas donde dormían
en catres o colchonetas hinchables. En un cuarto contiguo establecieron su
despacho: un
escritorio, algunas sillas y un ventilador. Cubrieron las paredes con fotografías
gigantes de la ciudad de Medellín y de las zonas circundantes. Cuando Centra Spike
les daba las latitudes y longitudes de un objetivo, Santos y sus hombres marcaban el
lugar exacto en sus mapas. El coronel Martínez recibía de buen grado la información
y siempre se mostraba dispuesto a actuar basándose en ella, pero era demasiado
orgulloso para permitir a los norteamericanos planear junto con él las operaciones.
Para Santos y los demás hombres (normalmente un escuadrón de seis que
rotaba cada mes) evitar el tedio se había convertido en un reto. Pasaban la mayor
parte del tiempo haciendo ejercicios dentro de los terrenos del cuartel general,
impartiendo clases a los agentes de Martínez o condenados a la soledad y
aislamiento de aquellas pequeñas habitaciones, jugando a los naipes o a los
videojuegos, pero siempre contando los días para salir de allí y regresar a casa. Los
que compartían el pequeño espacio eran, por lo común, dos agentes de la CÍA y
un técnico de Centra Spike, y cuando los agentes Murphy o Peña cumplían con
sus guardias vivían allí también. Los terrenos de la academia estaban protegidos
por dos cercas concéntricas de alambre y sobre ellas un espiral de alambre de
espino. Fuera de la cerca exterior a pocas manzanas, se alzaba un puesto de
control que únicamente permitía el paso a vehículos autorizados. A los
norteamericanos se les permitía salir del perímetro vallado para hacer compras
en las tiendas y frecuentar ciertos restaurantes. Pero siempre dentro de los
límites del puesto de vigilancia, pues tenían terminantemente prohibido salir de las
instalaciones del cuartel general.
Pero los norteamericanos se escapaban de todos modos, y no solamente para
los asaltos del Bloque de Búsqueda. Los funcionarios de la embajada recibieron
evidencia innegable de ello cuando una mujer joven llegó a la puerta de la embajada
con un bebé y el nombre de un sargento pelirrojo de la Fuerza Delta: ella decía que
el padre era él, y el cabello pelirrojo del niño añadió bastante credibilidad a la
historia. El soldado fue enviado de regreso a Estados Unidos y expulsado de la
unidad. El que aquellos hombres se estuviesen escapando a pesar de las
alambradas no debió de haber sorprendido a nadie: los miembros de la Fuerza
Delta eran escogidos entre cientos de candidatos por su independencia y sus
habilidades en el combate. Eran hombres arriesgados, concienzudamente
entrenados para lograr lo que se propusieran. Y, la verdad, había muy pocas
posibilidades de que se quedaran allí tranquilamente jugando a las cartas durante
semanas y semanas mientras a un par de millas ocurría todo lo que estaba
ocurriendo. Fue entonces cuando se les asignó una nueva tarea: se los convirtió en
observadores adelantados. Se les suministraban las coordenadas recientes de un
objetivo importante y los norteamericanos se dirigían hacia un sitio en la ciudad o en
la sierra desde el que podían ocultarse y observar con seguridad la supuesta
guarida. Aquellas operaciones adelantadas a veces duraban varios días. A menudo
acompañaban al Bloque de Búsqueda en sus operaciones, manejando
aparatos GPS (un sistema de posicionamiento por satélite) con los que estaban más
familiarizados que los colombianos. Acompañar en sus asaltos al Bloque de
Búsqueda les granjeó el respeto de Martínez y sus hombres, pues las operaciones
eran realmente peligrosas. ¿Pero cómo podían los norteamericanos pedirles a los
colombianos que corrieran riesgos que ellos mismos no corrían?
Hasta los agentes de la DEA, Peña y Murphy, sentían la obligación de unirse a
las incursiones. Solían montar en los helicópteros con Martínez o con el oficial suyo
que liderara el asalto. Algunas veces el Bloque de Búsqueda pedía a los agentes
que los acompañaran con una cámara de vídeo para que grabasen la entrega del
dinero a los informantes. Tales eran las sospechas de corrupción que se les pedía
a los norteamericanos que mantuviesen la cámara filmando y apuntando a la
bolsa de dinero desde el momento que dejaban la base hasta que se le entregaba al
informante. En una ocasión, cuando se corrió la voz de que Murphy se había
escapado de la academia se le envió un mensaje muy claro desde la embajada: «Si
vuelve a suceder, regresará a Estados Unidos antes que su equipaje».
La competencia entre las distintas unidades y servicios secretos en Medellín era
feroz. Cada «agencia» estaba dispuesta a probar que sus hombres, sus equipos y
sus métodos eran los más valiosos. La cacería de Pablo se había convertido
en un concurso y su ganador se convertiría en el prototipo de unidad y obtendría la
financiación correspondiente para tales despliegues en el futuro. Los dos oponentes
más encarnizados eran la CÍA y Centra Spike. El servicio secreto dirigía dos tipos de
vigilancia aérea: la del silencioso Schweizer (el planeador de alas anchas
especializado en captar imágenes fotográficas de alta definición), y su propia versión
de lo que Centra Spike denominaba en clave Majestic Eagle, o sea, el rastreo de las
señales electrónicas que emite un objetivo y su localización. Y aunque las avionetas
Beechcraft de Centra Spike realizaban exactamente la misma tarea, en el Pentágono
y la Casa Blanca los que se llevaban los laureles eran aquellos que en-1 regaban
antes la información recién recogida.
Peña recuerda haber visto a los hombres de la CÍA y de Centra Spike
corriendo a los teléfonos para informar cuanto antes. Sin embargo en
Washington a veces se confundía la fuente de la nueva información. En una
ocasión el mayor Jacoby de Centra Spike se ofuscó cuando ciertos datos
recabados por su unidad aparecieron en un informe de la CÍA como si los
hubiesen conseguido ellos mismos. Esto provocó una enérgica queja de Jacoby
al embajador. En cuanto a Centra Spike, la eficacia de la radiotelemetría era muy
superior al de sus rivales. I os equipos de la CÍA habían costado mucho más y
su despliegue era también mucho más costoso. Habían sido diseñados para
localizar aeródromos clandestinos de narcos y de guerrilleros en la selva,
mientras que los de Centra Spike habían sido perfeccionados sobre la marcha,
precisando las posiciones de objetivos puntuales y muy reales. En 1990, cuando
Pablo comenzó a utilizar teléfonos móviles digitales con sistema de cifrado, Centra
Spike necesitó únicamente quince días para adaptarse a ellos. Ahora con Pablo
fugitivo una vez más, los dos grupos competían cabeza a cabeza, y puesto que los
dólares del presupuesto se tornarían más escasos en 1993 y en los años siguientes,
era bastante duro ver a la CÍA hacerse con los méritos de Centra Spike, ya
que la disolución de la unidad era una amenaza para la supervivencia del Ejército.
Así que Busby autorizó una competición. Las dos unidades medirían sus fuerzas
para ver quién hacía mejor el trabajo de localizar con la mayor precisión varios
objetivos. Varios objetivos falsos fueron colocados por todo Medellín y ambas
volaron una serie de misiones de prueba a finales de 1992. Las capacidades de las
dos unidades no tenían comparación. Centra Spike fijó el origen de la señal en un
radio de menos de doscientos metros; el mejor resultado de la CÍA no bajó de un
radio de siete kilómetros, aun utilizando tres métodos de telemetría distintos. Eso
resolvió el conflicto y apaciguó los ánimos: la CÍA decidió no competir con
Majestic Eagle, el sistema de radiotelemetría de (‘entra Spike. Estos, a su vez,
consiguieron otra victoria al obtener un presupuesto aún mayor del Congreso, y
confiaban tener nuevos equipos al año siguiente, equipos que duplicarían su
precisión.
Además, había poco que se le pasara por alto a sus operadores. Sobrevolando
Medellín en sus avionetas Beechcraft, Centra Spike controlaba docenas de canales
de comunicación simultáneamente y a veces lo que los hombres oían los dejaba
azorados. Una vez, después de interceptar una corta transmisión de radio de Pablo,
se enviaron las coordenadas que habían calculado a los efectivos del cuartel general
por medio de una línea telefónica segura. Al cabo de unos minutos, después de
que la información fuera compartida con el coronel y éste lo hiciera con sus
oficiales de confianza, Centra Spike interceptó otra llamada, pero esta vez desde el
interior de la academia. Por lo visto alguien del cuartel general del Bloque de
Búsqueda estaba llamando a Pablo para alertarle de que debía alejarse del sitio
donde se encontraba. Evidentemente había un soplón en el círculo de oficiales
más allegados al coronel Martínez.
Los operadores de Centra Spike grabaron la conversación que contenía una
advertencia («Ya salen. Van a por ti») dirigida a uno de los hombres de Pablo, un
tal Pinina. Varios días más tarde, después de que la operación para capturarlo
hubiera fallado, un técnico de Centra Spike visitó a Martínez en la academia y le
puso la cinta para que la oyera. El coronel no llegó a reconocer la voz, pero sabía
que tenía que ser uno de los oficiales de su comandancia. Así que los echó a todos,
excepto a los dos o tres de mayor confianza. El resto fue asignado a otras tareas
en Bogotá. Ocho días más tarde, Martínez dio las instrucciones de una operación
pendiente a su subalterno más inmediato, el mayor Hugo Aguilar. Al momento el
coronel recibió otra llamada de Centra Spike: los operadores de las avionetas
Beechcraft habían interceptado otra
llamada de advertencia hecha a Pinina desde el cuartel general, la Academia de
Policía Carlos Holguín.
—Si no es usted el traidor —le dijo el norteamericano—, tiene que ser uno de los
que está a su alrededor ahora mismo.
Martínez se puso furioso y se asustó. Sólo habían pasado dos minutos. Sabía
que podía confiar en Aguilar. O quizá no. Mandó llamar al mayor a su despacho y lo
puso a prueba. Aguilar pareció enfadado. Juró al coronel que no había sido él el
autor de tal llamada y se mostró ofendido. Martínez se sintió avergonzado. Aguilar
le dijo que había hecho partícipes de los planes del coronel a tres oficiales
inmediatos, pero que nadie más lo sabía. La información no había salido fuera
de la plana mayor del Bloque de Búsqueda.
El coronel sufría una mezcla de miedo y desconcierto. Si en su propio cuartel
general no podía mantener una conversación con el oficial en quien más confiaba sin
que Pablo lo averiguara dos minutos más tarde, ¿qué esperanza había de llegar a
atraparlo? En menos de media hora Martínez se encontraba en un helicóptero con
destino a Bogotá, y allí entregó una vez más su renuncia. Les explicó a los generales
que la situación estaba completamente fuera de su control, que la captura de
Escobar era un caso perdido y que no quería tener nada más que ver. Los
generales no aceptaron su renuncia y le ordenaron regresar a Medellín a
poner en orden el entuerto.
Cuando Martínez regresó al día siguiente, Aguilar lo estaba esperando junto al
helicóptero para comunicarle que habían descubierto al soplón. Al marcharse
Martínez hacia Bogotá, Aguilar había salido hecho una furia a enfrentarse a los
oficiales con los que había hablado. Los tres habían negado la acusación y no sin
enfado, pero mientras hablaban notaron la presencia de un policía auxiliar, un agente
de las fuerzas regulares, asignado a vigilar el perímetro de la base, y que estaba lo
suficientemente cerca como para escucharles. Allí había estado también cuando los
cuatro hombres habían hablado antes.
—Tiene que ser ese tipo —dijo Aguilar.
Antes de acusar al hombre, prepararon una trampa. Con el coronel en el cuartel
al día siguiente, recrearon una situación similar. Aguilar salió de la oficina de
Martínez y consultó las órdenes con sus tres oficiales, colocándose lo
suficientemente cerca del agente para que éste los pudiera oír. Efectivamente,
minutos más tarde Centra Spike grabó otra llamada telefónica en la que constaba la
información falsa. El guardia fue acusado y confesó. Presa del pánico y temiendo
por su vida, explicó que había sido reclutado por un subteniente, uno de los
hombres que habían sido desterrados por Martínez hacía nueve días. Incluso les
informó de que le habían pagado para matar al coronel, que le habían entregado una
pistola con silenciador y que unas noches antes hasta se había subido a un árbol
desde el que veía al coronel sentarse a leer hasta altas
horas. El policía estaba demasiado lejos y no se sintió lo suficientemente confiado de
su puntería. Al temer que un disparo fallido sería contestado con fuego y que moriría,
había decidido pasar un par de días practicando con la pistola antes de intentarlo de
nuevo. Quería haberlo hecho la noche previa, pero el coronel aún no había
regresado de Bogotá.
Martínez sabía que los norteamericanos desconfiaban de todos y cada uno de los
colombianos, de él inclusive, así que las llamadas a Pablo lo habían angustiado.
Cuando el soplón fue descubierto, Martínez sintió más alivio por poder quitarse de
encima la sombra de la sospecha, que por haber escapado por los pelos a una bala
asesina. De cualquier modo, el incidente probó otra vez cuan insidiosa era la
influencia de Pablo en las propias filas del Bloque de Búsqueda.
Tras haber extirpado al soplón, quedaban ciertas razones para creer que Pablo
aún tenía fuentes en el cuartel general. Un asalto a gran escala llevado a cabo el
5 de noviembre en una zona al oeste de la vieja Hacienda Nápoles, no había
producido resultado alguno pese a que el coronel creía que Pablo se había
ocultado por allí, y otra redada realizada dos días más tarde fue igual de ineficaz. No
obstante, a lo largo de aquel mismo período las operaciones contra miembros de
mediana importancia del cártel eran habitualmente exitosas. Los logros
confirmaban la precisión de la información y de la telemetría, pero cuando se
trataba de Pablo los asaltos siempre llegaban demasiado tarde.
Durante las vacaciones navideñas a finales de 1992, Pablo envió otra oferta de
rendición en una carta a dos senadores colombianos afines. En ella ofrecía
entregarse si el Gobierno accedía a darles albergue a él y a sesenta miembros de
las «ramas militar y financiera» de su organización. El sitio previsto por Pablo era
la academia de la policía de Medellín; allí sería supervisado por un grupo de
efectivos del Ejército, la Armada y Fuerza Aérea colombianas. En la carta
también exigía que todos los miembros del Bloque de Búsqueda fueran dados de
baja. Además, en dicha carta acusaba al coronel Martínez de torturar
sistemáticamente a aquellos a quienes arrestaba para obtener más información.
Pablo, el humanitario, exigía la investigación de aquellas «violaciones a los
derechos humanos» y después planteó el desafío:
«¿Qué haría el Gobierno si se colocara una bomba de diez mil kilos de dinamita en
la Fiscalía?». Y concluía con la promesa de una nueva ola de secuestros y una
amenaza a los miembros de la «comunidad diplomática» y advertía que colocaría
bombas en la cadena de radio y televisión estatal (Intravisión), las oficinas de
Hacienda y el periódico El Tiempo.
Gaviria respondió a principios de enero considerando «ridículas» aquellas
demandas y entendiendo las acusaciones de Pablo respecto a las violaciones a los
derechos humanos como una táctica de relaciones públicas. Sin embargo, las
amenazas esparcieron el pánico por toda la oficialidad de Bogotá. El fiscal general
www.lectulandia.com - Página
Gustavo de Greiff pidió a Busby que lo ayudara a trasladar a su familia a Estados
Unidos para que sus vidas no corriesen peligro.
A pesar de todo el dolor que Pablo había causado, el coronel Martínez no podía
evitar admirar el talento de aquel hombre. Pablo, su enemigo, parecía no perder
nunca los estribos, especialmente cuando se veía en peligro. En aquellos momentos,
por lo que constaba en grabaciones secretas con sus secuaces, Martínez notaba
cómo Pablo irradiaba una calma imperturbable. El capo poseía un gran talento para
barajar varios problemas a la vez y nunca hacía un movimiento que no hubiese
pensado concienzudamente. Era flexible y creativo. Durante los meses que
Martínez impuso un bloqueo de todos las centrales de telefonía móvil en Medellín
con el objeto de entorpecer la comunicación entre Pablo y su organización, éste
pasó automáticamente a comunicarse por radio o por medio de una serie
interminable de correos para que aquel que recibía el recado no supiera cuál
había sido su origen, pero Pablo no olvidaba rubricarlos con su huella digital de
modo que no cupiesen dudas de quién era el autor. Tenía además un buen
conocimiento de la naturaleza humana, podía calcular de antemano cómo otros
irían a reaccionar, y a partir de allí trazar sus planes. El coronel además admiraba la
mente de Pablo, pues al conversar por líneas abiertas con su familia utilizaba claves
improvisadas que requerían datos específicos, lugares y eventos. A menudo la
fluidez con la que Pablo manejaba tal información confundía incluso a sus secuaces,
que no podían seguir la ágil mente de su jefe.
Había otra característica de Pablo que todos apreciaban: en sus mensajes
escritos, sus llamadas por radio y por teléfono, se sentía a gusto. Creía que podía
jugar a aquel juego indefinidamente y que podría mantenerse un paso por
delante del coronel durante todo el tiempo que fuera necesario, hasta que el
Gobierno de Gaviria, el fiscal general De Greiff, o quizá el Gobierno que le
sucediera, capitulara y cumpliera con sus exigencias. Por muchos recursos que se
utilizaran contra él, Pablo no parecía perder jamás la calma. Turbaba percibir
aquella tranquilidad en alguien acosado de un modo tan absoluto, aunque quizá se
pudiera hacer algo al respecto.
2
En enero, un día después de la terrible explosión de la librería de Bogotá, la
hacienda La Cristalina —propiedad de la madre de Pablo— fue quemada hasta los
cimientos. Más tarde explotaron dos coches bomba en el barrio de El Poblado, en
Medellín, frente a los bloques de apartamentos en los que permanecían la familia
inmediata de Pablo y otros parientes. Una tercera bomba estalló en una finca de
Pablo, hiriendo a su madre y a su tía. Algunos días más tarde, otra de sus casas de
campo fue incendiada. Todos eran actos criminales e iban contra la ley. Sus objetivos
eran ciudadanos que, pese a su parentesco con Pablo, no eran criminales de por sí.
Nadie murió ni fue herido de gravedad, pero el mensaje estaba claro. En la eterna y
telegráfica prosa de la policía, el agente de la DEA Javier Peña explicaba:
La PNC cree que los atentados con bombas fueron cometidos por
un nuevo grupo de individuos conocido como Los Pepes (Perseguidos por
Pablo Escobar). Este nuevo grupo (...| ha prometido tomar represalias
contra Escobar, su familia, y quienes le apoyan cada vez que éste lleve a
cabo un acto terrorista en el que resulte herida gente inocente |...|. Es
obvio que la PNC y el GDC |Gobierno de Colombia | no pueden aprobar
la conducta de Los Pepes, aunque secretamente puedan aplaudir tales
represalias.
Cuando los vigías del perímetro más alejado veían aproximarse un vehículo o un
avión volando bajo o un helicóptero, «chillaban como locos por esos walkie-talkies
—recordaba Lehder—, y entonces Pablo huía de inmediato. Hasta que el Bloque de
Búsqueda no se redujo y se volvió más sigiloso, Pablo siempre supo que se
acercaban».
Lehder respondió con una sugerencia propia para cercar a su viejo socio:
Cuando Lehder se refirió a una «milicia civil» no hizo falta hacer un esfuerzo de
imaginación para saber a lo que se refería. Hablaba una lengua muy conocida por el
Comando de Operaciones Especiales de Estados Unidos. La tarea de organizar
fuerzas autóctonas para combatir a los insurgentes era una de las doctrinas
fundacionales de la guerra encubierta que libran las fuerzas especiales: exactamente
lo que el presidente John F. Kennedy tenía en mente cuando creó a los Green Berets,
o Boinas Verdes[27]. Durante los treinta años siguientes, el cuartel general de
operaciones especiales y su escuela en Fort Bragg, Carolina del Norte, habían
adquirido gran experiencia en aquel tipo de actividades, operando desde Vietnam
hasta El Salvador. Y era una de las especialidades del general Garrison.
Y, si los norteamericanos estaban buscando una «milicia civil» preparada para
retar a Pablo Escobar a su mismo nivel, no hacía falta que buscasen mucho.
Colombia tenía una larga tradición en los denominados «escuadrones de la muerte».
Uno de los más conocidos era el de Fidel Castaño, alias Rambo: un asesino
carismático, contrabandista de diamantes y ex narcotraficante, que había mantenido
vínculos cercanos con las familias Moneada y Galeano. Castaño era famoso por su
brutalidad. Se rumoreaba que había sido el responsable de la masacre de cuarenta y
cinco campesinos en el golfo de Urabá en 1988. Después de que Pablo se fugara, el
propio Castaño se puso en contacto con el Bloque de Búsqueda para ofrecer sus
servicios. En un telegrama escrito por Peña y recibido en el cuartel general de la
DEA el 22 de febrero de 1993, el agente describió a Castaño como un «individuo
cooperador»:
Señor embajador:
Después del atentado terrorista ocurrido en Nueva York, ninguno de
los cuerpos policiales ha descartado la posibilidad de que el cártel de
Medellín fuese uno de los principales sospechosos.
Quiero decirle que yo no he tenido nada que ver con esa bomba, porque en
su país su Gobierno no ha estado tomando parte en las explosiones, secuestros,
torturas y masacres de mi gente y mis aliados.
Si todo este tipo de acciones no ocurrieron cuando estaba en vigor
el tratado de extradición, no hay razones para que esto vaya a ocurrir ahora
que no lo está.
Puede ir quitándome de la lista, porque de haberlo hecho, le
estaría diciendo por qué y lo que quiero.
Con todo mi respeto,
Pablo Escobar
www.lectulandia.com - Página
Reynaldo Suárez renunciaron públicamente a su trabajo como representantes de
Escobar. Lozano cometió el error de continuar haciéndolo en secreto, por lo que lo
acribillaron de veinticinco balazos en el centro de Medellín mientras paseaba con su
hermano, que sufrió heridas de gravedad. En julio, otros siete abogados que
trabajaban para Pablo o para el cártel, renunciaron a sus puestos (Uribe lo hizo por
segunda vez) después de haber sido amenazados con sufrir «verdadero daño o la
muerte» a manos de Los Pepes. Nadie dudó de que lo h.1 rían. Roberto Uribe, el
letrado que el coronel Martínez había inten-i.ulo arrestar, solicitó la protección del
fiscal general De Greiff, se oculte» y pasó parte de aquel tiempo en Estados Unidos y
en la costa colombiana del Pacífico tumbado en la playa o mirando la televisión,
•lisiado y sin poder comunicarse con su familia o sus
amigos.
Durante los meses de primavera y verano, a medida que la anarquía iba en
aumento, nadie en Washington parecía cuestionarla, del mismo modo que no se
cuestionaba el compromiso adquirido por los norteamericanos en la campaña para
dar caza a Pablo. Los supervisores del gobierno de Clinton acababan de ocupar
sus puestos y apenas tenían conocimiento de la oscura presencia militar
norteamericana en Colombia. Siempre moría gente a manos de una facción u otra allí
en Suramérica, así que los informes acerca de explosiones y de asesinatos de
1 Colombia no revestían mayor importancia. Además, ningún funciona-no ya fuera
colombiano o de la embajada de Estados Unidos se quejaba o rendía explicaciones
al respecto. A nadie parecía importarle, excepto a Pablo, que el 29 de abril escribió
una carta a De Greiff:
Gaviria había intervenido para evitar el arresto de Martínez y sus hombres por
miedo a que «la policía no obedeciera» la orden, explicaba el cable. Al presidente le
preocupaba que un escándalo público que involucrara al coronel y al Bloque de
Búsqueda acabara definitivamente con la búsqueda de Pablo, concediéndole otra
victoria más al capo. «Sería terrible que después de todas las muertes y la agitación
que se desencadenó en el país, Escobar saliera victorioso», enfatizaba Gaviria en el
cable. No obstante, el presidente había prometido que tarde o temprano se
procesaría a Martínez y a los demás inculpados, «aunque se hayan convertido
en héroes nacionales».
El embajador Busby escribió que personalmente había alentado a De Greiff a
tomar acciones inmediatas contra Martínez: «si la evidencia era cierta [...] la
investigación seguiría su curso y el GDC mantendría la unidad del Bloque de
Búsqueda». Si «los oficiales deshonrados» conservaran sus puestos, «no tendríamos
otra opción que restarle nuestro apoyo a la fuerza operativa». El cable concluía de la
siguiente manera:
www.lectulandia.com - Página
1
El coronel Martínez no protestó cuando se enteró de que sus superiores
tramaban reemplazarlo y que habían llegado incluso a elegir sucesor. Martínez,
incluso, se ofreció a quitarse de en medio, pues al celebrarse el primer aniversario
de la fuga de Escobar, las razones para abandonar parecían superar las razones
para aguantar. El coronel José Pérez, su supuesto reemplazo, era un oficial
respetado que había estado al mando de un programa de erradicación de
plantaciones de amapola; lo que evidenciaba los buenos términos en los que se
hallaba con la embajada de Estados Unidos. Martínez pensó que quizá por una
vez le harían caso, que aceptarían su renuncia y que podría seguir con su vida.
El coronel pidió ser transferido a Bogotá, aduciendo estrés producto de las largas
separaciones de su familia, establecida de vuelta en la capital para mayor
seguridad.
Pero el estrés no era únicamente una excusa. La cacería había causado
estragos en las familias, y quizá la que más lo sufriera fuera la del coronel. Sus hijos
habían sido forzados a abandonar la escuela durante largos períodos para ocultarse,
y el coronel apenas veía a su esposa, que, comprensiblemente, lo culpaba de
los problemas matrimoniales y los que surgían con sus hijos. A pesar de cuánto
deseaba acabar la tarea que se le había encomendado, y de cuánto había de
fracaso en la renuncia al puesto, el coronel lo habría hecho con gusto.
Pero una vez más su petición fue rechazada. Pérez nunca llegó, y la guerra siguió
su curso. El coronel y sus hombres se habían trabado en una batalla a muerte con
Pablo y sus sicarios. Cierto día se festejaba la confirmación de la muerte de un
hombre de Escobar ante un prisionero. Éste, uno de los recientemente capturados
sicarios del capo, mostró una gran tristeza. Martínez, que siempre se comportó como
un hombre educado, se disculpó por la euforia, a lo que el prisionero respondió:
—No hace falta. Así reaccionamos nosotros cuando muere uno de los suyos.
El número de víctimas era escalofriante, pero la policía se podía permitir perder
más hombres que Pablo. Llegado el verano de 1993, e^ otrora poderoso cártel de
Medellín se encontraba arruinado. Las fincas de Pablo se hallaban vacías,
saqueadas y quemadas. Su más preciada propiedad, la palaciega Hacienda
Nápoles, había sido convertida en un cuartel general de la policía. Muchos de sus
antiguos aliados, a cambio de que el Gobierno hiciera la vista gorda de su
propio tráfico, lo habían abandonado y se habían ofrecido a desvelar información
sobre su paradero. Pero el hombre en cuestión seguía prófugo, huyendo de
escondite en escondite e intentando mantener unido un imperio que se
desmoronaba.
Siempre hubo quienes se negaron a creer que, con todos los recursos y apoyos a
su disposición, Martínez no hubiera encontrado a Escobar si de veras lo hubiera
deseado. En un artículo de la revista Semana donde se hacía un sondeo entre los
funcionarios del Gobierno para saber cuál era el motivo del fracaso del coronel, «la
corrupción» fue la respuesta más repetida. La segunda razón era «la ineficiencia».
Algunos de los oficiales de Martínez no dudaron en quejarse de que la frustrante e
interminable búsqueda estaba arruinando sus carreras.
Los norteamericanos proveían dinero, asesoramiento e información, y su apoyo
era lo que mantenía a Martínez al mando, pero así y todo, Martínez se sabía un
sospechoso potencial ante los norteamericanos. A finales del verano de 1993, el
«coronel» Santos, el oficial al mando de la Fuerza Delta en la Academia de Policía
Carlos Holguín, y el agente Peña de la DEA, llevaron al coronel la grabación hecha
por Centra Spike de una conversación por radio entre Pablo y su hijo. Martínez se
entusiasmó, era la primera vez que oía la voz de Pablo en algo más de un año.
Martínez quería que sus hombres la estudiaran y analizaran. Los gringos le
permitieron oírla pero se negaron a dejarle una copia.
Martínez se enfadó profundamente. Peña y Santos se disculparon profusamente,
pero estaban cumpliendo órdenes.
—Mire, coronel —le dijo Peña—, a mí esto me molesta tanto como a usted. Si de
verdad le apetece echarnos de aquí, joder, échenos. Nos iremos ahora mismo.
Pero en secreto Peña le permitió al coronel hacer una copia de la cinta. Sin
embargo, Martínez siguió enconado por el desaire oficial. Desde hacía ya mucho
tiempo había aceptado la tecnología e incluso había permitido que en su unidad el
papel secreto de los gringos se acrecentara. El 14 de julio, en la Academia de Policía
Carlos Holguín, Martínez había conocido al coronel John Alexander del Comando
Conjunto de las Fuerzas Especiales, con base en Fort Bragg, y había autorizado a
Centra Spike montar un puesto de vigilancia electrónica en la zona residencial de
Medellín para complementar las escuchas de las avionetas Beechcraft. Martínez
demostró un alto grado de cooperación cuando Alexander le sugirió que la Fuerza
Delta tuviera un papel más activo en la «búsqueda de objetivos y los consiguientes
planes operativos». Incluso el embajador en persona se había citado con Martínez en
su cuartel general el 22 de julio —el primer aniversario de la fuga de Pablo— para
pasar revista a las instalaciones y recalcar el compromiso que Estados Unidos había
asumido, sin olvidar que a los norteamericanos les urgía que la captura se
concretase.
Martínez estaba dispuesto a todo. Si sus superiores no le permitían renunciar, la
única salida consistía en encontrar a Pablo y acabar con el asunto de una vez por
todas. Cuando se enteró de que una unidad especial de la policía había tenido éxito
en las pruebas de un nuevo detector portátil para el rastreo de llamadas,
también lo mandó pedir. Pero había un inconveniente: en la unidad de vigilancia
electrónica servía su hijo Hugo.
—Envía la unidad, pero no quiero que vengas tú —le dijo el coronel a su hijo.
Martínez estaba al tanto del trabajo de su hijo desde hacía tiempo y, sin darlo
a
conocer, había intervenido personalmente para evitar que la unidad de vigilancia
electrónica fuera destinada a Medellín. La tarea era demasiado peligrosa. Tanto ir
y venir del vigilado cuartel general podría dar al traste con la tapadera, por lo que
la unidad debería vivir y trabajar de paisano en la ciudad. Dado el precio que
Pablo había puesto a la cabeza de cada policía de Medellín, y la recompensa aún
mayor por liquidar a un miembro del Bloque de Búsqueda, Martínez temía poner a
su hijo en tal peligro.
—Es mi unidad, papá.
—Envía a otra persona.
—No, estoy dispuesto a ir. Nos dará la oportunidad a mi equipo y a mí de
ponernos a prueba.
—La verdad es que no quiero que vengas. Eres un blanco ideal para él.
—No, papá, de verdad quiero involucrarme. Quiero ir, de veras.
Hugo explicó que él, su madre y sus otros dos hermanos habían estado viviendo
bajo el terror de Escobar durante años. Un ejemplo de ello fue la ocasión en que,
sabiendo que su conversación estaba siendo grabada y que tarde o temprano
llegaría a oídos del coronel, Pablo había dicho: «Coronel, lo voy a matar. Voy a matar
a toda su familia hasta la tercera generación, y después voy a desenterrar a sus
abuelos, les meteré unos cuantos tiros y los volveré a enterrar».
«He estado involucrado desde siempre», suplicó Hugo y agregó que de aquella
manera al menos tendría la oportunidad de defenderse. De todos modos, tendrían
que resolverlo por el bien de la familia. «Así no tendremos esto siempre sobre
nuestras vidas. Podemos hacerlo juntos.» Hugo le aseguró a su padre que él era
un componente fundamental de la unidad de vigilancia: «Sin mí, no será tan eficaz».
El aspecto del joven Hugo no correspondía al de su padre. El coronel era alto
rubio y delgado, frente a su hijo, un muchacho bajo, robusto y de tez morena.
Compartía el agudo intelecto del coronel, pero también era un visionario, un líder
carismático: el tipo de hombre que podría convencer a otros para que lo siguieran
aunque únicamente él supiera el destino. Y sin duda el coronel tenía también algo de
aquel carisma. Había logrado mantener unido al Bloque de Búsqueda durante años
de grandes dificultades, y motivar a sus hombres en pos de una tarea a todas
luces irrealizable. El coronel era distante y mandaba a sus colaboradores por medio
de una férrea disciplina y el ejemplo. Hugo, sin embargo, por el entusiasmo. Y
cuando abundaba en temas técnicos, que a menudo únicamente él comprendía,
Hugo se ruborizaba de placer. Cogía papel y lápiz, se ponía a garabatear
diagramas de sus ideas, se levantaba, gesticulaba, explicaba, exhortaba... Se podría
decir que su fe en la tecnología era casi religiosa.
En el período de la primera guerra que librara su padre contra Pablo, Hugo
estudiaba en la academia de la PNC en Bogotá. Acaso por vivir acuartelado con los
demás cadetes, Hugo no percibió los cambios que las constantes amenazas del
capo habían producido en su madre y sus hermanos. Le preocupaban su familia y el
dilema en el que se encontraban le carcomía. Tras la graduación, el alférez Hugo
Martínez fue enviado a la DIJIN, la Dirección Central de Policía Judicial e
Investigación, que, principalmente, cumplía la función de rama investigadora del
poder judicial colombiano.
Se le destinó a una unidad de vigilancia electrónica que había recibido un nuevo
equipo de rastreo e interceptación de señales de manos de la CÍA. La máquina, que
parecía salida del decorado de una película de ciencia ficción de los años cincuenta,
consistía en un cubo de metal de color gris, con unos treinta centímetros de lado, del
que salían los cables que le suministraban electricidad y datos. Cubierto de antenas
en la parte superior, en cada esquina y seis en el centro, el detector constaba
además de una pantalla no mayor que la palma de una mano. En ella el operador
percibía una oscilante línea verde, que indicaba no sólo la potencia, sino la
dirección de donde provenía la señal. El aparato completo cabía dentro de una
maleta mediana y debía ser utilizado conjuntamente con equipos más abultados —
de fabricación francesa y alemana— que se alojaban en tres furgonetas de color
gris. Dichos vehículos aparcaban en las colinas de las afueras de Bogotá y
extendían sus propias antenas. No obstante, para el lego parecían vehículos de
reparaciones de la compañía eléctrica. Las furgonetas localizaban el origen de la
señal por triangulación y obtenían una primera posición circunscrita a una
determinada zona de la ciudad. Entonces Hugo, acompañado de otro oficial,
recorría las calles montado en un vehículo particular con sus cascos conectados a
«la caja», que captaba la señal y la potencia de la misma, y las indicaba por medio
de fluctuaciones en un pitido destinado a servir de localizador. Teóricamente, Hugo y
su unidad tenían la capacidad de fijar con extrema exactitud el origen de una señal
y saber de qué edificio y hasta de qué planta y apartamento provenía.
El cacharro jamás funcionó. Sí que lo hacía medianamente bien en terrenos
planos y despejados, pero en medio de la ciudad, donde más falta hacía, el fárrago
de cables, muros, y las muchas señales e interferencias lo inutilizaban. La unidad
probó otros sistemas, entre ellos uno francés que pronto fue bautizado como «el
gallo». Este artefacto —que no podía emplearse desde un vehículo— debía ser
transportado en un caja que el infortunado operador colgaba de sus hombros por
medio de un correaje. Y no sólo eso, sino que del artilugio salía un cable acabado en
una antena manual, que más que una antena recordaba a una pistola de rayos
intergaláctica. El operador debía mantener en alto su arma intergaláctica, lo que en
una calle céntrica llamaba soberanamente la atención. La utilización de «el gallo»
en una verdadera misión secreta en un barrio hostil, equivalía a llevar una diana de
neón colgada en la espalda. Por todo esto, finalmente Hugo se decidió por el aparato
de la CÍA.
El progreso logrado en el rastreo de señales se demoró debido a que la
renombrada unidad policial de interceptación y escucha estaba muy requerida.
Cuando el presidente Gavina supo que la PNC podía aparcar una furgoneta junto a un
edificio y averiguar lo que se decía allí dentro, la unidad de Hugo fue asignada para
espiar las conversaciones de los líderes guerrilleros llegados a la ciudad a otra de las
interminables rondas de negociaciones para acabar con la violencia. La unidad espía
pudo suministrar a los negociadores del Gobierno información «de dentro» acerca de
las estrategias de la guerrilla, y alertar a los políticos de las nuevas propuestas antes
de que éstas fueran hechas públicas. Como es lógico, aquella capacidad técnica poco
tenía que ver con la localización de señales. Pero Hugo comprendió que, por más que
él lo intentase, sus superiores mostraban poco interés en los aspectos específicos de
su trabajo. Ellos únicamente reparaban en que aquella unidad de la PNC podía
detectar más frecuencias que ninguna otra unidad de escuchas clandestinas en
Colombia, que tenían movilidad y que eran fiables, y para los políticos aquello era
suficiente. Así pues la unidad del alférez Hugo Martínez se forjó una reputación
prodigiosa que superaba con mucho sus verdaderas capacidades de rastreo. Con el
correr del tiempo, Hugo y sus hombres lograron tal destreza en el análisis de las
conversaciones interceptadas, que llegaban a dirigir los equipos de asalto hasta el
sitio indicado sin llegar a utilizar sus detectores.
La verdad era que no estaban utilizando ni tan siquiera mejorando su capacidad
de rastreo de señales. La tecnología de la que disponían para tal fin aún les resultaba
inservible, pero sus aciertos en materia de escuchas clandestinas disimularon esa
impericia, y cada pequeño éxito les suponía una misión más importante. En 1991 y
1992, la unidad fue llamada para operar contra las guerrillas de la zona sur del país.
Pero fue poco después de aquella misión cuando el superior de Hugo pudo regresar a
Bogotá y reanudar las pruebas de los equipos de rastreo.
Así lo hicieron durante ocho meses y fueron mejorando. Combinaron los equipos
electrónicos norteamericanos, franceses y alemanes, y desarrollaron técnicas
basadas en ensayo y error. Hugo había sucumbido al embrujo de las extrañas
cajas. Cuanto más trabajaba con aquellos equipos, más perspicaz se tornaba al
discernir las sutiles variaciones en las imágenes del monitor y el pitido que surgía de
los cascos. No era distinto de aprender un nuevo idioma o de aprender a
moverse en un terreno por medio de un curioso sexto sentido. Hugo sentía que la
caja le estaba diciendo lo que él necesitaba saber, pero aún no lograba comprender
su idioma.
Durante los primeros meses posteriores a la fuga de Pablo, el coronel Martínez
había prohibido el uso de teléfonos móviles en todo Medellín, y había clausurado las
estaciones repetidoras de señal, lo cual obligaba a la población a utilizar las líneas de
teléfonos corrientes además de reducir la comunicación por radio a una de «aparato
a aparato» (es decir, los operadores de radio no podían servirse de las
estaciones
repetidoras y amplificadoras de señal, por tanto tampoco podían transmitir a una
distancia mayor). Así pues la única manera posible de comunicarse por medio de
dos radios era que entre el transmisor y el receptor hubiese una línea recta y
despejada. Naturalmente, se buscaba aislar a Pablo. Y aunque él era lo
suficientemente listo como para no usar las líneas de teléfono corrientes, si intentaba
comunicarse a través de las ondas —sin interferencias de ningún tipo—, sería mucho
más fácil encontrarle. Pablo superó el escollo con mensajeros. Luego, en la
primavera de 1993, reanudó sus comunicaciones habituales por radio, cuando la
preocupación creciente que le causaban Los Pepes le forzaron a tramar maneras de
sacar a su familia del país. Pablo encontró sitios desde los que podía divisar la
cima de Altos del Campestre —el edificio de apartamentos donde rodeada de
escoltas vivía su familia— para hablar más que nada con su hijo Juan Pablo.
Aquél era el punto débil que el coronel esperaba explotar con su flamante y muy
requerida unidad de vigilancia electrónica. Ésta llegó a Medellín con Hugo incluido,
que había logrado vencer a su padre en su personal guerra de desgaste. Los policías
les encontraron apartamentos y la CÍA les proveyó de seis aparatos detectores, cada
uno acompañado de su furgoneta Mercedes Benz. Se dispusieron tres unidades
operativas, lo que renovó las esperanzas del Bloque de Búsqueda. Desde noviembre
del año anterior una unidad de rastreo de la CÍA había estado realizando la misma
tarea, con resultados pésimos, pero la falsa reputación que se había forjado la unidad
de Hugo la precedía, y llegó justo a tiempo para aprovecharse de un dato desconocido
hasta entonces.
El fiscal de Medellín Fernando Correa, que disfrutaba reuniéndose
frecuentemente con la familia de Escobar, había notado ciertas cosas. La familia se
hallaba casi encarcelada en Altos del Campestre, y vivía aterrorizada por la amenaza
de Los Pepes. Los familiares de Pablo empleaban sus energías en buscar una
salida, pero se encontraban descorazonados. En aquella época, más o menos, María
Victoria le escribió una carta a su marido:
Recordado padre,
Te envío un gran abrazo y los mejores deseos.
He notado que Corrales |Roberto Corrales, un enlace de la fiscalía) se
encuentra de buen ánimo por los resultados de la lucha contra Los Pepes.
La verdad es que no tiene otra opción (...]. En cuanto a nuestra partida del
país, el fiscal |De Greiff] se hizo el tonto [...] para probarnos, para ver lo que
diríamos y cómo reaccionaríamos. Me he puesto firme en lo de tus
condiciones y los he convencido. Hasta les dije que habías planeado hacer un
trato con los del cártel de Cali después de haberte entregado, porque estabas
dispuesto a que de nuevo reinara la paz en el país.
Corrales fue muy maleducado conmigo. Estábamos hablando y de
pronto comenzó a decirme: «Tengo que perseguir a tu padre porque ésa
es mi
obligación. No estoy ni en contra ni a favor [queriendo decir que no había
tomado partido ni por unos ni por otros, soy una persona honrada y él [o sea,
tú] sabe que me lo tomo muy en serio». Así que le dije que no hacía falta que
me viniese con eso cada vez que se pasaba por aquí, porque ha venido tres
veces y las tres veces me ha dicho lo mismo. Le dije que yo sabía que
ésa era su responsabilidad, pero que él tenía que mostrar respeto porque se
estaba refiriendo a mi padre. Le dije que no se preocupara, que mi padre ya
se estaba encargando de aquellos que andaban tras él, y que el destino
diría quién encontraría a quién antes. Él me contestó: «Tengo miedo
porque tengo que cumplir con mi trabajo y nadie me ha dicho que deje de
buscar a tu padre. Hay cuarenta órdenes de arresto con tra él». Y yo le
contesté: «Su obligación no es tener miedo, su obligación es mostrarme un
poco de respeto porque yo estoy con él [Pablo] y lo apoyo». Así que mejor
que tenga cuidado, o se va a enterar. Después le dije que el fiscal es el tipo
más falso del país; que cómo esperaba que le creyéramos cuando habla de
que tú te entregues, si no tiene palabra; y que hasta ahora nos había
protegido para engañarnos con sus falsas promesas. Y él me contestó: «No
permito que nadie hable mal de mi jefe en mi presencia», y yo le dije: «Como
miembro de esta familia tampoco le puedo permitir que usted hable mal de
mi jefe, que es mi padre».
www.lectulandia.com - Página
2
En julio de 1993, Eduardo Mendoza —el idealista viceministro de Justicia que
Pablo tomó de rehén la noche de su fuga— vivía una nueva vida en Estados Unidos.
Había pasado por cuatro meses de dolorosas y humillantes investigaciones
televisadas ante el Senado colombiano. Fue sermoneado, insultado y tomado a risa,
mientras intentaba explicar el cúmulo de circunstancias que lo hicieron quedar como
el único culpable. Lo perdió todo. Cuando el Senado hubo acabado con él y se retiró
a preparar su informe, Mendoza abandonó el país. Dejó el estéreo a su hermano y
los libros de derecho a un amigo, el letrado que durante aquellos largos meses
había estado a su lado intentando defenderle. Después, voló a Nueva York.
Endeudado, caído en desgracia y con un futuro oscuro delante de sí, pasó allí
tres semanas buscando trabajo en firmas que representaban a empresas
colombianas, con la esperanza de que su experiencia de nativo fuera considerada
de utilidad. Pero no había demanda laboral de ex viceministros de Justicia
manchados por la deshonra, así que nadie lo contrataría. Sus estudios no le
servirían de nada. En el invierno de 1993 consiguió un empleo en un almacén de
Miami, una empresa que fabricaba piezas para aeroplanos. Cierto día de verano,
mientras conducía un coche abollado y escuchaba una emisora de noticias latina, se
enteró de que lo habían citado oficialmente para una indagatoria en Bogotá.
Mendoza había ayudado a redactar los estatutos criminales de su país, así que
sabía muy bien lo que una indagatoria implicaba. Era el equivalente a presentarse
ante la Corte Suprema, sólo que en Colombia el interrogatorio lo llevaba a cabo un
juez fiscal. Más aún que en el sistema norteamericano, tal citación marcaba el
preludio de una acusación y el posterior encarcelamiento. Sus amigos le rogaron a
Mendoza que no volviera. Había comenzado una nueva vida, y durante aquellos
meses solitarios en Nueva York había conocido a Adriana Echavarría —una joven
de padre colombiano y madre norteamericana— y se había enamorado. Adriana
había crecido en Estados Unidos con su madre, y aunque había mantenido el
contacto con la familia de Bogotá, la opinión que tenía de Colombia era como la de
la mayoría de los norteamericanos: un sitio corrupto, violento y peligroso. Después
de haber sobrevivido a una experiencia así, ¿qué clase de demente volvería,
sabiendo que iba a ser interpelado e inmediatamente después, encerrado?
Pero Mendoza sabía que debía regresar, porque era inocente de todo lo que
lo acusaban. Y la única esperanza de recuperar la vida que le habían arrebatado
era probarlo. El Senado aún no había dado a conocer su informe. La investigación
que realizó la Procuraduría Financiera acerca de los contratos firmados durante la
construcción de la prisión no había revelado nada ilegal en la gestión de Mendoza.
Irónicamente, el único fallo que había cometido había sido hacer retirar de La
Catedral el lujoso mobiliario y los enseres en los meses previos a la fuga.
Técnicamente, tal y como Pablo lo había decidido, los televisores de pantalla
gigante, los equipos de audio, las camas de agua y otros lujos habían sido
solicitado legalmente. La acción de Mendoza fue censurada y los artículos
confiscados pasaron a manos de la familia de Pablo. La Procuraduría había
encontrado negligentes a Mendoza y a otros tantos funcionarios del Ministerio de
Justicia y del Ejército, pero no cómplices en la cadena de sucesos que dieron
como resultado la fuga. Se recomendaba que le destituyeran del cargo, pero él
ya había renunciado de motu proprio.
La indagatoria pertenecía a las más serias de las investigaciones llevadas a cabo
por la fiscalía. Era la única que conllevaba la doble amenaza de los cargos criminales
y el encarcelamiento. Si Mendoza se quedaba en Estados Unidos, sabía que el
Gobierno colombiano haría lo posible para arrestarlo en Miami y desde allí
extraditarlo, y eso sólo lo haría parecer aún más culpable. Sólo había dos opciones:
podía dejar atrás su pasado para siempre y vivir como un fugitivo en Estados Unidos,
o podía regresar y enfrentarse a los jueces.
Adriana y sus amigos opinaban que la primera parecía la mejor. Intentaron
hacerle entrar en razón: Colombia era un país de locos, un hombre decente no podía
sobrevivir allí. ¿Qué imperativo moral justificaba responder a las acusaciones de un
país tan corrupto y descarriado? Pero Mendoza no podía darles la razón ni tampoco
podía renunciar tan fácilmente a su país y a su pasado. El día que regresó a Bogotá,
casi un año después de su encuentro con Pablo en La Catedral, Adriana lo llevó
hasta el aeropuerto de Miami y durante un rato permanecieron abrazados dentro del
coche. Mendoza estaba convencido de que estaba arruinando su futuro: la perdería
a ella, su reputación..., lo perdería todo. Iba a acabar en la cárcel, pero sentía
que no tenía alternativa.
Durante la primera jornada de la indagatoria llevó consigo un pequeño tubo de
pasta y un cepillo de dientes. Los jueces lo acribillaron a preguntas desde las ocho
de la mañana hasta la medianoche. Lo acusaron de haber sido el cerebro de la fuga,
de haber construido una prisión, ficticia para Pablo, de encubrir la existencia del
supuesto túnel, de tramar y facilitar la fuga, ¿por qué, si no, había volado a La
Catedral aquella noche? ¿Para qué hacía falta un viceministro para trasladar a un
prisionero? Le preguntaron a Mendoza cuánto había recibido y dónde lo había
escondido. Él se defendió como pudo: «Si hubiese estado orquestando la fuga,
¿para qué iba a ir a ayudarle a escapar? ¿Por qué no haberle dejado salir en
cualquier otro momento, cuando él quisiera?», les replicó Mendoza. Al acabar
la sesión, para sorpresa del ex viceministro, el presidente del tribunal le dijo
simplemente: «Bien, señor Mendoza, lo veremos mañana por la mañana, a las
ocho».
Mendoza había estado tan seguro de que acabaría entre rejas que ni se había
preocupado de buscarse un lugar dónde pasar la noche, por lo que acabó durmiendo
en el sofá de la casa de su abogado. Su único consuelo fue que Adriana viajó a
Colombia para acompañarle en aquel difícil momento. Pese al miedo que le inspiraba
el país y pese a que había estado en contra de que Eduardo volviese, Adriana había
desafiado a su madre y cogido un vuelo a Bogotá. Ella se quedó en casa de su tía,
se lo hizo saber y esperó a que él la llamara. Posteriormente al agotador
interrogatorio del primer día, fue a encontrarse con ella brevemente. El coraje, el
amor y la lealtad que demostró aquella muchacha lo dejaron estupefacto. Que ella
estuviera allí representaban tanto lo bueno como lo malo de la vida. Mendoza
decidió que si lograba salir airoso de todo aquello, le pediría matrimonio. Sin
embargo, la perspectiva de desposar a aquella mujer inteligente, bella y leal era
tan dulce que tornaba la posibilidad de su encarcelamiento en un destino aún más
amargo. ¿Por qué le despojaban también de aquel futuro?
El interrogatorio se reanudó la mañana siguiente, y después de una larga
jornada, se le solicitó que regresara una tercera vez. Mendoza visitó a Adriana, le
contó las novedades del día y se fue a dormir al sofá de su amigo. Aquel tercer día,
Mendoza notó un cambio de actitud en el tono de voz de sus jueces: ya no era un
tono acusador. Las preguntas que le hacían ahora parecían querer obtener una
mayor comprensión de los eventos e información. Mendoza les contó todo lo que
recordaba acerca de su gestión de un año en el Ministerio de Justicia, y acerca de
la noche de la fuga. Lo enviaron de nuevo a su casa y le pidieron que regresara
una cuarta vez. Al final de cuarto día, el presidente del tribunal le dijo: «Bien, señor,
le sugerimos que se suba a un avión, que se vaya y que se olvide de todo esto».
Para Eduardo Mendoza, aquél fue el día más feliz de su vida.
3
Mientras Mendoza pasaba por tal dura prueba en el verano de 1993, la mayor
parte de los operadores de Centra Spike dejaron Colombia durante dos meses. La
unidad debía unirse a la búsqueda del caudillo Mohamed Farrah Aidid.
La aventura somalí duró hasta el 3 de octubre, cuando la misión de las fuerzas
operativas norteamericanas se encaminó hacia un feroz tiroteo de quince horas en
las calles de Mogadishu; cuyo saldo fueron dieciocho norteamericanos muertos y
un sinnúmero de heridos. La batalla tomó a la Casa Blanca por sorpresa y en las
semanas siguientes, el Gobierno de Clinton comenzó a mirar con más recelo las
operaciones encubiertas realizadas por su país en el resto del mundo.
En medio de aquel ambiente caldeado, la periodista Alma Guillermoprieto
escribió un profético artículo para la revista The New Yorker publicado el 25
de octubre y llamado «Exit, el Patrón» (El Patrón deja la escena). En dicho artículo,
se detallaba la caída en desgracia de Pablo Escobar. El texto periodístico exponía
una sorprendente visión sobre los acontecimientos recientes en Colombia y era
mucho más lúcido e intuitivo que todo lo que hasta entonces se hubiera publicado en
Estados Unidos: a años luz, desde luego, de las versiones traducidas y abreviadas
de la prensa colombiana que la embajada hacía llegar al Departamento de Estado.
Guillermoprieto señaló a los Moneada, a los Galeano y a Fidel Castaño como los
personajes oculto tras Los Pepes, sin olvidar la campaña de terror ilícita que
librara contra Pablo Escobar el coronel Martínez y el Bloque de Búsqueda de
Medellín. La periodista describe a su fuente como «un miembro recientemente
alejado de Los Pepes», un hombre al que llama Cándido. En el citado artículo el
entrevistado explica: «En la época en que Los Pepes comenzaron sus
actividades, Medellín se encontraba tan entrecruzada por patrullas del Bloque de
Búsqueda y controles del Ejército que a cualquier grupo formado por ex
compinches de Escobar —la mayoría de los cuales están requeridos por las
autoridades, naturalmente— le habría sido imposible operar contra él sin atraer la
atención. La solución más lógica era pedir a voluntarios de la policía y del Ejército
que “hicieran horas extra” contra el enemigo común |...|. Cándido, que mostraba un
entusiasmo casi infantil por Los Pepes, como si aún formara parte de ellos, me
explicó que tanto el Bloque de Búsqueda como la policía local se sentían frustrados
por las restricciones legales y logísticas en su lucha contra Escobar, y que muchos
de esos hombres estaban ansiosos de unirse a una fuerza verdaderamente eficaz
como Los Pepes, que contaba con objetivos claros y precisos y que con ejecuciones
sumarias podía demostrar su eficacia».
El artículo de Guillermoprieto no lograba, sin embargo, establecer un vínculo
entre las sangrientas hazañas de Los Pepes y las unidades y servicios secretos
que asistían al Bloque de Búsqueda. Pero el eslabón le pareció evidente al
general de
división del Pentágono, Jack Sheehan, que bajo el nombre clave de J-3, era el director
de todas las operaciones norteamericanas en activo en el extranjero, incluidas las
«operaciones especiales». Sheehan tenía sobradas sospechas de que la Fuerza Delta y
Centra Spike se estaban extralimitando en el cumplimiento de sus ordenes de
despliegue; ordenes que los confinaban a su base (la «base adelantada de
operaciones» sita en la Academia de Policía Carlos Holguín) y restringía sus
actuaciones a entrenar al personal colombiano, recabar información y analizarla. Sea
como fuere, el general de división Sheehan no era un admirador de las operaciones
especiales ni de los encargados de llevarlas a cabo. Y opinaba, además, que los
generales del Comando Conjunto de Operaciones Especiales Downing y Garrison,
junto con el embajador Busby, actuaban de un modo muy agresivo. Sheehan los
llamaba «aprovechados», tipos que en su ansia por triunfar más de una vez tendían a
abusar de la situación e ir más allá de los parámetros muy bien definidos de sus
misiones. A Sheehan, que ya había oído rumores sobre los vínculos activos de la
Fuerza Delta y los operativos del Bloque de Búsqueda, le preocupaba una posible
relación directa o indirecta entre Los Pepes y Estados Unidos.
Que miembros de la Fuerza Delta anduvieran ejecutando con total impunidad a
civiles en territorio colombiano era un temor no del todo improbable. Sheehan
dudaba que estuviese ocurriendo, pero ¿quién se lo aseguraba? Los francotiradores de
la Fuerza Delta eran los mejores del mundo, ni siquiera tenían que formar parte de
una unidad de asalto colombiana para cumplir con su mortal función, y si los
norteamericanos acordaban con los colombianos dejar que éstos se llevaran los
laureles y a su vez aceptaban las responsabilidades de algunas muertes, ¿quién iba a
saberlo? Pero lo que era aún más factible y hasta evidente, era que la información
recabada y analizada por Centra Spike y la Fuerza Delta se utilizaba para guiar las
actividades de Los Pepes. Aquello caía en la categoría de suministrar «información
letal», algo permitido únicamente por autorización explícita del presidente y de lo que
debía ser informado el Congreso. El Gobierno de Clinton ya había sufrido las
consecuencias de las actividades de las unidades de operaciones especiales del
general Garrison en Somalia. El alcance de la «orden de despliegue» al enviar
unidades de élite a Colombia en 1992 nunca había sido específicamente delimitada.
Aquellos hombres habían sido enviados a entrenar tropas, y si estaban participando
en operaciones sobre el terreno, aunque fueran operaciones legítimas, estaban
incumpliendo órdenes. ¿Qué pasaría si los hombres del «coronel» Santos cayesen
muertos o heridos en uno de tales operativos? Pues sencillamente que en el Congreso
norteamericano se armaría un gran revuelo, porque no se le había consultado. Pero
más allá de aquellos reparos, Sheehan consideraba que lo que de veras estaba en
juego era el control civil de las Fuerzas Armadas; algo que él y su superior, el general
Colin Powell, jefe del Estado Mayor de la Defensa, se tomaban muy en serio.
Mientras la cacería de Pablo seguía su curso en Colombia, la presencia
norteamericana en ese país había puesto en tela de juicio una serie de delicados
asuntos en el Pentágono. Un ejemplo. Cuando se decidió que los pilotos de
helicópteros del Bloque de Búsqueda del coronel Martínez necesitarían volar con
gafas de visión nocturna, se enviaron pilotos norteamericanos a Medellín para
realizar la instrucción. El ritmo de la búsqueda era frenético, con lo que cualquier tipo
de entrenamiento se haría durante las horas de vuelo. Aquello suscitó una agria
disputa sobre si el envío de instructores violaba la prohibición de que los efectivos
norteamericanos participaran en las incursiones. Finalmente los pilotos fueron
autorizados a realizar el entrenamiento.
Así que ahora ya había pilotos norteamericanos participando en las incursiones,
lo que dejaba la puerta entreabierta al general Garrison, jefe supremo de
operaciones especiales. Tras una serie de fracasos en 1992, Garrison quiso que
los expertos operadores de Centra Spike y sus detectores portátiles acompañaran
a los pilotos norteamericanos en los helicópteros del Bloque de Búsqueda. Dirigir
una incursión hacia un punto de reunión específico requiere de una coordinación
fluida entre el técnico y el piloto, un tándem que los norteamericanos habían llegado
a perfeccionar. En aquel momento, Garrison vio la oportunidad de ir un poco más
lejos y obtener la autorización oficial para que efectivos de la Fuerza Delta
participaran en los operativos (libertad que ya se habían estado tomando durante
meses, mientras los oficiales cómplices se guiñaban un ojo a lo largo de toda la
cadena de mando). Con el argumento de que un piloto y un técnico norteamericanos
necesitaban ser protegidos al realizar incursiones con el Bloque de Búsqueda, el
general Garrison logró añadir al tándem una unidad de la Fuerza Delta que lo
protegiera.
El Estado Mayor de la Defensa aprobó el pedido de Garrison, pero Keith Hall, un
adjunto al Departamento de Defensa, se negó a dar su aprobación si antes no daba
la suya la Casa Blanca. Miembros del equipo de Hall se encontraban allí para
reunirse con la plana mayor del presidente Clinton, cuando un coronel del Estado
Mayor de la Defensa llamó para avisarles que Garrison había decidido no dar curso a
la propuesta.
A medida que pasaban los días, los recelos de Sheehan crecían cada vez más. El
general de división le comunicó sus preocupaciones a Colín Powell, y éste, antes de
dejar su puesto a finales de septiembre, le dijo a Sheehan que investigara. Sheehan
también compartió aquellas preocupaciones con Brian Sheridan, aquel adjunto al
subsecretario de Defensa que se había reunido con Busby en Bogotá en agosto.
Sheridanle dijo al general Sheehan que en el transcurso de una conversación con el
embajador Busby éste le había asegurado que no había vínculo alguno entre Los
Pepes y las autoridades policiales legítimas que perseguían a Pablo. Pero por seguir la
pista del general, el político comenzó .i revolver en el Departamento de Estado y
descubrió el viejo cable de Busby acerca del grupo paramilitar en cuestión.
Tanto el cable de Busby como el artículo de la revista The New Yorker
parecían confirmar las más terribles sospechas. Después, en noviembre, dos
analistas de la CÍA se entrevistaron con el general Sheehan, el adjunto Sheridan y
otros altos cargos para informarles de que los Pepes no eran otros que el Bloque
de Búsqueda de Martínez. Las lácticas del escuadrón de la muerte correspondían a
las que utilizaba la Fuerza Delta, lo cual sugería que miembros del Bloque de
Búsqueda eran quienes asesinaban y atentaban con explosivos escudándose tras el
nombre de Los Pepes. Y eso significaba que Estados Unidos habían equipado,
entrenado y, en parte, dirigido al grupo paramilitar. «Estos tipos se han
descontrolado y nosotros somos los que los respaldamos», le dijo el analista de la
CÍA.
Algunos de los presentes criticaron el informe.
«¡Gilipolleces!», dijo uno, explicando que el embajador Busby había estado
supervisando la situación y estaba convencido de que las fuerzas norteamericanas
desplegadas allí no se habrían visto involucradas.
Pero el general Sheehan sí creyó el informe de la CÍA y dijo que informaría a su
superior, el jefe del Estado Mayor de la Defensa, y que, por tanto, todas las fuerzas
especiales norteamericanas serían retiradas de Colombia. Brian Sheridan lo secundó y
expresó cómo aquel escándalo, o tan siquiera la sospecha de una participación militar
norteamericana en los escuadrones de la muerte colombianos, podría dañar el
prestigio del presidente Clinton.
Era un viernes por la tarde, y la única esperanza de detener el retiro inmediato de
las fuerzas norteamericanas consistía en encontrar a alguien del equipo directivo del
Departamento de Estado que diese una contraorden al general Sheehan. Una joven
que había participado en la reunión, la ayudante de un almirante de dos estrellas del
equipo del secretario de Defensa, se quitó los zapatos y salió disparada por los
pasillos para intentar detener la orden de Sheehan.
Cuando Busby se enteró de la decisión que Sheehan había tomado se puso
furioso. Desde su punto de vista, Busby sospechó que los analistas que habían
informado a los jefes del Estado Mayor de la Defensa pertenecían a la Dirección de
Inteligencia de la CÍA, no a la Dirección de Operaciones. Ambas ramas se
enfrentaban a menudo y la que solía prevalecer era la de Operaciones. Sean cuales
fueran las sospechas que albergaba el embajador Busby acerca de la identidad de Los
Pepes, éstas carecían de la importancia necesaria para poner punto final a la búsqueda
de Escobar. Una retirada de las fuerzas norteamericanas equivalía a detener la
búsqueda, y aquello representaría otra victoria más para Pablo. El embajador estaba
enojado por no haber sido consultado. Por otra parte, su amigo, el presidente Gaviria,
había arriesgado mucho políticamente para apoyar la campaña contra Escobar y
Busby sabía que el Gobierno de Gaviria no se recuperaría si los americanos le
retiraban su apoyo justamente ahora. Si el general Sheehan se salía con la suya, la
retirada cobraría la forma de una traición imperdonable por parte de los
norteamericanos a sus amigos colombianos. Si la embajada no cumplía lo prometido,
¿qué aliado creería en ellos en el futuro?
Busby gozaba de un considerable poder en Washington y no se iba a
quedar quieto, así que comenzó a hacer llamadas telefónicas. Según el general
Sheehan, Busby llamó a Dick Clark, un adjunto del Consejo Nacional de
Seguridad[30] en la Casa Blanca. Clark se puso en contacto con el subsecretario de
Defensa Walter B. Slocumbe y se llegó a un acuerdo conciliador con el general
Sheehan. Éste aún quería que la Fuerza Delta y Centra Spike fueran retiradas de
Colombia, pero accedió a quitarse de en medio durante un par de semanas. Aunque
quisiera, Sheehan no podía pasar por alto la ironía de aquel trato: él, un general
de división que defendía el control civil de las operaciones militares, se vio
temporalmente en desventaja ante la jerarquía superior de un par de civiles.
Sheehan estaba convencido de que la intervención en Colombia había superado
con creces el límite de la legalidad, y que iba camino de convertirse en un escándalo
de primera magnitud en Washington. Aunque la sangre nunca llegaría al río, porque
los acontecimientos que ocurrían en Colombia se le adelantarían.
4
Con posterioridad a los primeros fracasos de las unidades móviles de detección,
los jefes de la unidad de vigilancia electrónica fueron dados de baja y el coronel
Martínez puso a su hijo Hugo al mando. El Bloque de Búsqueda continuó
sirviéndoles de escolta armada, aunque los trabajos de Hugo eran considerados un
chiste de mal gusto. Y en lo personal Hugo era despreciado por los demás policías,
que además se reían a sus espaldas.
Determinados a redimirse ante los ojos del Bloque de Búsqueda, Hugo y sus
hombres comenzaron a trabajar por turnos las veinticuatro horas del día, repasando
una y otra vez las frecuencias que utilizaba Juan Pablo para contactar con su padre.
Ahora que Centra Spike ya no les ayudaba, los colombianos colocaron una antena
en la cima de una colina en las afueras de Medellín que ayudaba a captar la señal
de la radio de Juan Pablo. Aquel esfuerzo dio como resultado averiguar que el
hijo del capo hablaba aproximadamente una hora al día con su padre, entre las
19.15 y 20.15 horas. Hugo dispuso que un escáner* ras-1 reara las frecuencias más
utilizadas por Juan Pablo, y que otro explorara todas las frecuencias de los 120 a
los 140 megahercios. Noche tras noche Hugo y sus hombres no hacían más que
escuchar.
A través del método de «ensayo y error» los colombianos descifraron las claves
que padre e hijo utilizaban. Las frases «Subamos a la planta de arriba» o «La noche
se acaba» en boca de Pablo significaban que debían cambiar a otra frecuencia
preestablecida. Pero cuando la policía descifró las claves, pudieron seguir la señal por
cualquier frecuencia que se transmitiera. Estaba claro que Pablo y su hijo creían que
aquellas astutas precauciones evitaban que la policía escuchase sus llamadas más que
unos pocos minutos cada vez.
Sin embargo, los colombianos sufrieron más percances. En su trabajo conjunto
con la CÍA, la unidad de Hugo logró localizar la dichosa señal: provenía del
Seminario de San José, en Medellín. El avión de la CÍA había asegurado que la
señal del fugitivo provenía de ese barrio, y las señales interceptadas por unidades
móviles de Hugo daban como guarida las instalaciones del inmenso seminario.
Pablo mantenía desde siempre una muy cordial relación con la Iglesia católica de
Medellín, y su hijo había asistido a la escuela primaria del seminario algunos años
antes, lo cual significaba que Pablo conocía a gente que quizá pudiera ofrecerle
refugio. El objetivo demostraba ser prometedor, por lo que el coronel planeó una
redada a gran escala.
Al día siguiente, cuando la voz de Pablo se oyó en el éter para hablar con su hijo a
la hora señalada, el detector confirmó que la señal provenía una vez más del
seminario. La onda que aparecía en la pantalla y el pitido de sus cascos le sugerían a
Hugo que Pablo se encontraba en el edificio principal del seminario. La redada
comenzó con furia mientras Pablo se encontraba hablando. La policía voló puertas,
lanzó atronadoras granadas flash-bang y las tropas de asalto entraron
estruendosamente... Pero Pablo seguía hablando tranquilamente como si nada
sucediera. Por lo visto, dondequiera que se encontrara eso era exactamente lo que
sucedía. Nada. Cuando los jefes de la redada informaron a Hugo de que no habían
encontrado a nadie en el seminario, Pablo todavía seguía charloteando con su hijo.
—Está allí dentro —insistió Hugo, expresando la confianza en el detector y su
propia pericia.
—No, teniente, allí dentro no está —dijo el mayor a cargo de la operación—. Los
que estuvimos allí fuimos nosotros y ya hemos buscado.
Pablo continuaba hablando, sin ruidos de fondo y sin mostrarse sobresaltado.
Hugo tuvo que aceptar que habían equivocado el lugar, por mucho margen. ¡No
obstante, el detector señalaba directamente hacia el seminario! Los efectivos de la
unidad de asalto, más seguros que nunca de que estaban perdiendo el tiempo y que
los trastos de Hugo no valían para nada, continuaron inspeccionando los edificios por
si Pablo se hubiese escondido en algún recoveco de las inmensas instalaciones.
Durante los tres días venideros quinientos hombres procedieron a poner patas arriba
el edificio religioso y la escuela adyacente. Taladraron agujeros en los muros y los
techos. Entraron en los edificios contiguos, buscaron habitaciones secretas y túneles,
pero no encontraron nada. El único resultado fue que toda una diócesis quedó
furiosa por los destrozos.
Hugo, empero, seguía convencido de que había fallado por poco. Había oído
toda la conversación de aquella noche hasta que el capo terminó de hablar y colgó
como de costumbre. Al día siguiente Juan Pablo se conectó a la hora de siempre
pero Pablo no lo hizo: aquel detalle confirmó a Hugo que el operativo lo había
asustado. Pero
¿por qué no lo habían
encontrado?
Ese fue un fracaso muy sonado y Hugo se convirtió en el hazmerreír de la base
de Holguín. Se desmoralizó, y la desilusión superó su habitual entusiasmo.
Renunció a su puesto de jefe de las unidades de vigilancia electrónica, que quedaron
al mando de los agentes de la CIA, y convenció a su padre de que le permitiera
utilizar su pequeña furgoneta Mercedes Benz y dos hombres que operarían los
equipos. Nada más. De todos modos, lo cierto es que la parte que más le gustaba
de su trabajo siempre había sido utilizar los detectores.
Ahora se libraba una competencia entre dos bandos que rastreaban las ondas de
radio en busca de Pablo: el de Hugo y el de la CÍA. En las semanas siguientes,
lograron interceptar la señal de Pablo en varias ocasiones y aunque los efectivos de la
policía no tuvieran ninguna fe en los equipos, desde la superioridad de la PNC se les
ordenó lanzar redadas constantemente. El coronel protestó, explicando que las
fuerzas de seguridad necesitaban ordenar la información recabada y coordinar las
acciones de sus hombres, verificar que los datos fuesen correctos y las circunstancias
www.lectulandia.com - Página
favorables. Pero a los superiores de Martínez la impaciencia los carcomía y hasta la
embajada de Estados Unidos exigía más redadas.
La más espectacular ocurrió el 11 de octubre, después de que Centra Spike
localizara a Pablo en una colina alta cerca del poblado de Aguas I rías, un barrio
residencial de categoría. Desde la finca encaramada a aquella cima podía divisarse
en línea recta el edificio de apartamentos en el que vivía la familia de Pablo, lo
cual explicaba por qué la había elegido. Desde la operación fallida del seminario,
la voz de Pablo no aparecía en ninguna frecuencia. De hecho el Bloque de
Búsqueda temía que lo hubieran asustado tanto que ya no se volviera a
comunicar por radio. Pero unos días más tarde se puso en contacto con su hijo
a la hora prevista y no dio pruebas de que algo fuera de lo normal le hubiera
ocurrido.
Pero la verdad era que Pablo se encontraba en baja forma. Tal y como la
periodista Guillermoprieto había señalado, su otrora rico y poderoso imperio había
sido diezmado y se hallaba bajo el feroz acoso de Los Pepes. En las dos semanas
precedentes habían muerto cinco de sus familiares y varios de sus socios de confianza
habían sido raptados y asesinados. Y los autores eran probablemente Los Pepes. Los
secuaces del cártel que no estaban muertos se hallaban presos o a la fuga. En un
último esfuerzo por reunir fondos para financiar la guerra contra el Estado y mantener
a Pablo escondido, sus banqueros liquidaban sin cesar sus bienes diseminados por
distintos países. En un parte de la DEA fechado en octubre se comunicaba que un
doctor que atendía a la familia Escobar viajaba constantemente vendiendo las
propiedades del capo: un terreno maderero de veintiocho mil hectáreas situado en
Panamá, mansiones en la República Dominicana y dos solares de ocho hectáreas en
el sur del estado de Florida. También se estaba intentando por todos los medios
vender su colección de arte y sus joyas (incluida una colección de esmeraldas en
bruto, cuyo valor se estimaba en unos doscientos mil dólares). Para Pablo la peor
separación fue la de su hijo adolescente. Del mismo modo que Martínez daba caza a
Pablo con su hijo Hugo al lado, Pablo y Juan Pablo tramaban diariamente modos de
evadir a sus rivales. A esas alturas, Pablo y el muchacho se comunicaban unas cuatro
veces al día, y el coronel sabía que mientras el Bloque de Búsqueda tuviese ubicado
al hijo del capo, nunca perdería de vista al padre.
Durante dos días seguidos tanto Centra Spike como las unidades de telemetría
colombianas daban como punto de emisión la cima de la colina de Aguas Frías. Era
un paraje espectacular, una colina pequeña y densamente poblada de árboles, en
la vasta Cordillera Occidental; un territorio escarpado y de una vegetación
abundante. El acceso a la finca —un racimo de casas de campo alrededor de la
casa principal— podía realizarse por un solo camino. Así que el coronel mandó
a un equipo de técnicos en telemetría para que sobrevolaran el área en
helicóptero. Cuando el helicóptero llegó al punto indicado, Pablo hizo otra llamada
y el equipo señaló que la
señal provenía de la finca que estaba directamente debajo de ellos. El mayor a cargo
del vuelo temió lo peor y ordenó al piloto volver de inmediato a la base. Al aterrizar,
el mayor le dio al coronel las buenas noticias y las malas: Pablo estaba en la finca,
pero probablemente ya se habría marchado. El coronel decidió lanzar un asalto a la
finca si Pablo volvía a romper el silencio aquella tarde.
Martínez presentía que a Pablo se le estaba acabando la suerte. De hecho,
cuando el sargento Vega de la Fuerza Delta se marchó de Medellín cumpliendo
con su rotación mensual, el coronel le advirtió:
—Se lo va a perder, Vega. Lo vamos a atrapar muy pronto.
A diario, Martínez consultaba sus piedras y otros objetos rituales en los que leyó
las profecías del final de la aventura. Pero la certeza de que todo acabaría no era
sólo intuición, también había sido un cálculo. El coronel comprendía que Pablo no
podría aguantar mucho más tiempo: sus posibilidades de huir eran cada vez más
limitadas, frente a los efectivos de Martínez cada día mayores. En Aguas Frías
pareció que todos los esfuerzos se hubieran sincronizado. La unidad de vigilancia
electrónica lo había encontrado en uno de sus posibles escondites y había notificado
su presencia. Todos los aparatos detectores también lo aseveraban: aquel día lo
cogerían.
La hora estipulada para la llamada de Pablo eran las 16.00 horas. Así pues, con
la colina rodeada de helicópteros que sobrevolaban alelados para no ser oídos, y
con policías apostados en las laderas, preparados para escalar y asaltar la finca a
toda prisa, el coronel y sus oficiales de confianza se reunieron en el centro de
operaciones en un círculo alrededor de un receptor, esperando que la voz de
Pablo surgiera mezclada con el chisporroteo de la radio. Pero a las 16.00 horas
110 llamó. Los hombres contenían el aliento, listos para atacar. Pasaron cinco
minutos y nada. Daba la impresión de que el fugitivo había puesto pies en
polvorosa una vez más. Siete minutos después de la hora sonó la voz de Pablo y la
fuerza de asalto irrumpió en la finca.
Pero Pablo no estaba allí.
El coronel acordonó la colina entera durante cuatro días estableciendo dos
perímetros de centinelas, uno externo y otro interno, y con-troles de carretera y
escuadrones de búsqueda... Al final del tercer día, helicópteros del Bloque de
Búsqueda lanzaron gases lacrimógenos y taladraron el bosque que rodeaba la finca
con sus ametralladoras. Más de setecientos policías rastrillaron sin éxito los
alrededores con sabuesos. Pablo había escapado milagrosamente otra vez. Las
unidades de asalto imaginaron que Pablo estaría en la casa principal, pero lo
ocurrido
—y de esto se enteraron al escuchar las llamadas que Pablo hizo los días siguientes
al asalto a la finca— fue que para captar mejor la señal de su hijo, Pablo se alejaba a
pie de la finca en dirección a los bosques colina arriba. Así que el capo había
gozado de una platea preferencial para ver aterrizar los helicópteros, luego se había
escondido
en el bosque y al amparo de la oscuridad había sorteado a aquellos que lo
buscaban. Más tarde le enviaría a su esposa una pila de la linterna con la que
iluminó la senda por la que huyó. Le dijo a María Victoria que la guardara, «porque
me salvó la vida».
A pesar del fracaso de la operación de Aguas Frías, la cantidad de pruebas de que
Pablo se había ocultado allí llenó de orgullo a las unidades de vigilancia electrónica.
En la casa principal se encontró la base de un radioteléfono del que faltaba el
auricular portátil. La radio estaba sintonizada en la frecuencia que Pablo había estado
utilizando durante las últimas cuatro semanas para hablar con Juan Pablo. La
vivienda, a punto de derrumbarse, estaba provista del flamante baño al que la policía
estaba acostumbrada. Al entrar en la casa, el equipo de asalto se encontró con dos
mujeres que confirmaron la presencia de Pablo durante unos cuantos días, y
agregaron —no sin cierto deleite— que Pablo había estado «de novio» con la más
joven de ellas, de dieciocho años. La otra mujer ejercía de cocinera. Ambas
insistieron en que Pablo no pudo haberse encontrado muy lejos cuando aterrizaron los
helicópteros y les dieron a los efectivos del Bloque de Búsqueda una descripción. Al
huir, Pablo llevaba puesta una camisa de franela roja, pantalones negros y zapatillas
de deporte. El cabello lo llevaba muy corto, dijeron las testigos, y una barba tupida,
sin bigote. Entre los objetos de la casa la policía halló: ocho «porros», una gran
cantidad de aspirinas («lo cual sugiere estrés excesivo», según las especulaciones
volcadas en el informe de la incursión escrito por la DEA), una peluca, un
videocasete del edificio de apartamentos donde se alojaban su esposa e hijos, varias
cintas de música, dos fusiles automáticos (un AK-47 y un Colt AR-15), algo más de
siete mil dólares en efectivo y fotos de Juan Pablo y de Manuela. La policía también
encontró documentos de identidad falsos y una lista de matrículas de coches,
evidentemente compilada por Juan Pablo de vehículos que parecían pertenecer al
Bloque de Búsqueda.
Esta documentación probaba que Pablo estaba pasando apuros y que la
seguridad de su familia le preocupaba. Una de las cartas escritas por María Victoria
expresaba que necesitaba dinero para seguir financiando a los efectivos de la
fiscalía y a los guardaespaldas que los protegían a ella y a sus hijos. María
Victoria se quejaba de que era muy caro alimentar a sesenta personas y que
recientemente había tenido que comprarles camas. La carta también culpaba al
coronel Martínez del reciente ataque con un lanzagranadas al edificio, cuya
autoría Los Pepes habían reconocido. La policía también encontró cartas sin
enviar dirigidas a antiguos socios de Medellín en las que exigía dinero y
amenazaba: «Sabemos dónde están vuestras familias». Otra carta escrita por un
amigo de Pablo, afirmaba la aceptación del pedido de asilo para María Victoria y
los niños por Israel (información desmentida por aquel Gobierno). El agente
Murphy de la DEA escribió entonces:
Una noticia optimista: la información obtenida durante la redada y las
últimas interceptaciones de radio Title III [vigilancia electrónica indican que
Escobar ya no goza de la libertad económica que alguna vez tuvo.Aunque
puedan seguir siendo terratenientes, Escobar y los miembros de su
organización carecen cada vez más de dinero en metálico. Lo cual se
deduce de cartas de extorsión requisadas en el lugar en cuestión, y del
hecho que Roberto Escobar está despidiendo a algunos de sus trabajadores.
Dicha entrega era justamente lo que los norteamericanos, la PNC y los demás
enemigos de Pablo deseaban evitar. Mientras su esposa e hijos hacían las veces
de carnada y Los Pepes acechaban, aguardando el momento preciso, Pablo se
encontraba aislado y desesperado. Si lograba que su familia saliera sana y salva
de Colombia, nadie podía prever lo que sucedería. Libre del temor por el bienestar
de los suyos, quizá Pablo se esfumase de la faz de la tierra y desapareciese de
las pantallas de Centra Spike. El Gobierno colombiano temía una nueva racha de
bombas en Bogotá y una fase aún más sangrienta de guerra total.
Pablo y De Greiff lograron por fin un acuerdo. El fiscal general decidió creer la
solemne promesa de Juan Pablo, que aseguró que su padre se entregaría antes de
la fecha límite del 26 de noviembre en la fiscalía o en Altos del Campestre. De
Greiff comenzó a trazar los preparativos para sacar a la familia de Escobar del país.
Pero cuando el embajador Busby se enteró del viaje inminente, puso manos a la
obra. El ministro de Defensa, Rafael Pardo, le aseguró que el Gobierno se oponía a
que la familia de Pablo dejase Colombia, pero la pura verdad era que no había
razones legales para evitarlo. Así que el Gobierno se concentró en lograr que les
dieran con las puertas en las narices cualquiera que fuera el destino escogido. María
Victoria había comprado billetes para Londres y Francfort. Y puesto que si decidían
viajar a Inglaterra el vuelo haría escala en Madrid, el ministro Pardo contactó con los
embajadores de los tres países, solicitando formalmente que se les denegase la
entrada y, a ser posible, se los repatriara.
El fiscal general estaba desafiando abiertamente la autoridad del presidente.
Había dejado sentada su negativa a que los Escobar fueran tratados como rehenes
y, dado que oficial y legalmente él representaba a un «poder independiente»,
estaba dispuesto a ayudar a la familia a salir de Colombia y así consumar su
trato con Escobar. Cuando se corrió la voz de que la familia pensaba afincarse
en Canadá, Pardo se comunicó con el embajador de aquel país para pedirle que se
les prohibiese la entrada. El Gobierno colombiano se hallaba dividido y el
embajador Busby dio apoyo incondicional a Gaviria, tratando él mismo con los
gobiernos en cuestión y
www.lectulandia.com - Página
consiguiendo las promesas oficiales de no admisión.
Al mismo tiempo que se libraba la batalla diplomática, De Greiff informó a la
embajada norteamericana de que Pablo estaba en Haití. Por otra parte, según
fuentes extraoficiales se supo que Pablo había logrado salir de Colombia. La
embajada rastreó al informante de De Greiff y averiguó que se hallaba en Miami,
estado de Florida; acto seguido envió al agente Peña de la DEA a corroborarlo. A la
luz de los acontecimientos que tuvieron lugar en los días posteriores, aquel soplo
parecía haber sido una estratagema, un esfuerzo más para distraer a las
autoridades y crear la confusión suficiente para que la familia Escobar pudiera salir
discretamente de Colombia. Pero si el plan de Pablo era mantener un perfil bajo
para que la treta haitiana surtiera su efecto, los acontecimientos conspiraron para
hacerle aparecer por todo lo alto una vez más en las ondas de radio de Medellín.
6
Kenny Magee, agente especial de la DEA, mantenía una relación amistosa con el
jefe de seguridad de American Airlines en el aeropuerto internacional de El Dorado,
Bogotá. El ex agente de policía de la pequeña ciudad de Jackson, Michigan, había
llegado a la capital colombiana cuatro años antes, y en su juventud había tenido
problemas con la asignatura de castellano. Magee recordó la conversación con su
profesora:
—Jamás tendré que hablar ese idioma.
—Nunca se sabe —replicó ella.
Aquel sábado, 27 de noviembre, Magee se personó en el aeropuerto acompañado
de dos coroneles de la PNC vestidos de paisano y de los agentes Murphy y Peña de la
DEA. Magee había comprado plazas en ambos vuelos de la tarde, los mismos que
habían escogido los familiares de Pablo. Los vuelos partirían con diez minutos de
diferencia, pero nadie sabía cuál era el que la familia iba a tomar, así que Magee y sus
acompañantes se metieron las tarjetas de embarque en los bolsillos y se sentaron a
esperar que los parientes del capo aparecieran.
No fue difícil descubrirlos, pues los rumores de sus planes no habían llegado
solamente a la PNC y a la embajada norteamericana. Cuando el avión que los
transportó desde Medellín a Bogotá aterrizó pasado el mediodía, los Escobar se
toparon con unas tres docenas de periodistas que los esperaban dentro de la
terminal. La pequeña aeronave, un vuelo comercial regular, permaneció en la
pista, alejada, hasta que todos los pasajeros excepto la familia Escobar
descendieron del aparato. Miembros del destacamento de guardaespaldas de la
fiscalía llevaron las maletas al autobús de Avianca que los esperaba con el motor
en marcha. Detrás de ellos, una veintena de guardaespaldas armados como para
librar una guerra escoltaban a la familia, que incluía a la oronda novia de Juan
Pablo, una muchacha mexicana de veintiún años. Los cuatro viajeros se taparon la
cabeza con chaquetas para evitar ser fotografiados, subieron al autobús y fueron
conducidos a una entrada alejada del aeropuerto donde sin ser molestados
podrían pasar las seis horas de espera que restaban hasta la partida del vuelo.
Cinco minutos antes de la salida del avión de Lufthansa que los sacaría de aquel
infierno, la familia surgió de la estancia y, rodeada de guardaespaldas, cruzó la
terminal. Todos llevaban la cabeza cubierta menos Juan Pablo, que amenazó a grito
limpio a la banda de reporteros que los asediaban. Justo detrás, Magee y los policías
colombianos los siguieron y tomaron sus asientos en business class. Era la primera
vez que Magee veía de cerca a la familia: María Victoria era una mujer baja y
rellenita que llevaba gafas y vestía de manera conservadora y elegante, y la diminuta
Manuela, de ocho años, era una monada que no se despegaba de su madre. Juan
Pablo y su novia, algo mayor que él, no permanecieron junto a la madre, sino que se
sentaron por su cuenta. Magee llevaba puestos vaqueros, una camisa de manga
larga y al hombro colgado un bolso cuyo interior alojaba una cámara de fotos
oculta. Con ella comenzó a tomar fotografías de los Escobar a escondidas, mientras
un periodista ambicioso se sentaba junto a Juan Pablo e intentaba entrevistarlo sin
mucho éxito.
El avión hizo una breve escala en Caracas. El despliegue de seguridad era tan
impresionante que Magee lo juzgó más digno de un primer mandatario. El vuelo a
Francfort duró la noche del sábado y la mañana del domingo: nueve horas durante
las que los Escobar casi siempre durmieron. Juan Pablo se hundió en su asiento y
echó la cabeza hacia atrás, durmiendo y mirando el techo alternativamente, mientras
su novia dormía con la cabeza sobre su hombro. En los otros dos asientos,
Manuela descansaba acurrucada contra su madre. Cuando María Victoria hablaba
con ella lo hacía en susurros.
Lo que la familia no sabía era que una hora antes de la partida de su vuelo, un
portavoz del Ministerio del Interior alemán había dado a conocer un comunicado en
el que anunciaba que la familia Escobar tenía prohibida la entrada a la República
Federal. La reacción no se hizo esperar. Poco después, Pablo, visiblemente
enfadado, llamaba al Palacio Presidencial, echando a perder la cortina de humo de
su fuga a Haití.
—Soy Pablo Escobar, quiero hablar con el presidente —le dijo a la operadora.
—Vale, espere, por favor, tengo que localizarlo —dijo la mujer, pero
inmediatamente pasó la llamada a la PNC. Allí, un agente que actuaba como
operador del palacio cogió la llamada y dijo—: No podemos encontrarlo, por favor
llame en otro momento.
El agente creyó que no era más que una broma y colgó sin pensárselo dos
veces. El teléfono volvió a sonar.
—Soy Pablo Escobar. Es necesario que hable con el presidente. Mi familia está
volando a Alemania en este mismo momento. Necesito hablar con el presidente ahora
mismo.
—Recibimos muchas llamadas de chiflados —dijo el agente—. Tenemos que
verificar de algún modo que usted es quien dice ser. Nos llevará unos minutos dar
con el presidente, así que por favor llame de nuevo en un par de minutos.
El policía informó a sus superiores de quién estaba llamando al palacio. El
presidente Gaviria fue notificado, pero dijo que no hablaría con Escobar por teléfono.
Y cuando Pablo llamó por tercera vez, aquellos que le perseguían desde hace
meses rastrearon la llamada con sus equipos electrónicos.
—Lo siento, señor Escobar —dijo el agente—. No hemos podido encontrar al
presidente.
Pablo se puso como loco. Insultó al agente y amenazó con hacer detonar un
autobús lleno de explosivos frente al palacio y dinamitar edificios por todo Bogotá.
Dijo que volaría por los aires la embajada germana y que comenzaría a cazar
alemanes como represalia si se le negaba la entrada a su familia. Minutos más tarde
profirió las mismas amenazas a la embajada de la República Federal Alemana y a las
oficinas de Lufthansa en Bogotá.
Nadie había logrado localizar el origen de la llamada, pero no cabía duda de que
Pablo aún se encontraba en Medellín,
El avión aterrizó en Francfort el domingo por la tarde y tuvo que rodar por la
pista hasta un lugar desierto, lejos de los ansiosos periodistas que pululaban por
toda la terminal. El presidente Gaviria ya había hablado telefónicamente con
funcionarios de los gobiernos de España y de Alemania para que a los Escobar se
les denegara la entrada en aquellos países. Les explicó que si la familia de
Escobar lograba salir definitivamente de Colombia y asegurarse la residencia,
aquello podía desatar una nueva y terrible ola de atentados con bombas por parte
de Pablo. Una petición tal de parte de un jefe de Estado no era algo que una nación
extranjera pasara fácilmente por alto. Además, poco tenían que ganar aquellas
naciones si le facilitaban la entrada a la familia de un criminal tan notorio.
Funcionarios del Ministerio del Interior alemán se acercaron hasta el avión en su
propio automóvil para dar curso a los pasaportes (incluso los de Magee y sus
pares colombianos). Luego todos fueron llevados a un despacho de la terminal
internacional. María Victoria, que llevaba consigo ochenta mil dólares y una
cantidad considerable de oro y de joyas, pidió hablar con un abogado, y se puso
en contacto con uno. Sin perder tiempo solicitaron asilo político, y pasaron otra larga
noche a la espera del fallo del juez.
En la terminal principal, Magee fue abordado por dos colegas de la DEA afincada
en Alemania. Los tres norteamericanos decidieron quedarse juntos y ver qué
ocurriría. El lunes por la mañana temprano, la petición de asilo fue rechazada. Un
grupo numeroso y bien armado de policías alemanes escoltó a la familia hasta un
avión con destino a Bogotá, que había debido demorar su partida durante dos horas.
La policía también obligó a tres hombres que tildaron de «matones» a que se
subieran al avión: eran los guardaespaldas personales de la familia. Magee subió de
un salto a un coche y se alejó de la terminal en dirección al avión acompañado
de cuatro agentes de la policía de inmigración alemana, que vigilarían a los
Escobar hasta asegurarse de que regresaran a Colombia. El agente de la DEA se
sentó cerca de la familia, unas dos filas más adelante y al lado opuesto del pasillo.
Luego, durante el largo trayecto de regreso, se unió a los policías alemanes en la
sección de fumadores de la nave. Allí se enteró de que éstos le habían retirado los
pasaportes a la familia, y estuvieron de acuerdo con que Magee fotografiara los
documentos. Magee extendió los pasaportes encima de la estrecha pila de unos de
los lavabos y tomó una foto de cada. Al abrir la puerta para salir, mientras se metía
los pasaportes en los bolsillos, se
topó con Juan Pablo que aguardaba de pie en el pasillo. Magee se sobresaltó, pero
resultó que el joven, como cualquier otro pasajero, solamente deseaba usar el
servicio.
Tanto él como los demás miembros de la familia estaban exhaustos;
habían pasado el fin de semana subiendo y bajando de aviones y no habían logrado
nada. Así pues, el vuelo de Lufthansa aterrizó en territorio colombiano y la familia de
Pablo fue puesta en manos de las autoridades colombianas una vez más. Magee
revisó los asientos que la familia había ocupado y encontró varios sobres grandes en
los que se habían escrito cifras importantes, dos tarjetas de crédito y una nota que
habían dejado atrás y que decía en inglés: «Tenemos un amigo en Francfort. Dice
que nos espera para ayudarnos [...]. Decidle que se ponga en contacto con
Gustavo de Greiff». Magee dedujo que se trataba de una nota que los Escobar
esperaban entregar a alguien en el aeropuerto alemán, pero ni siquiera habían
podido llegar a la terminal.
La familia pasó a disposición de las autoridades. En ese momento el ministro de
Defensa dio una orden terminante a De Greiff para que se les quitara toda protección.
La familia de Pablo fue escoltada por la PNC hasta el Hotel Tequendama, de Bogotá,
un complejo moderno que además consta de tiendas y una torre de apartamentos.
Harta, exhausta y amedrentada, María Victoria le suplicó al Gobierno que no la
enviara de nuevo a Medellín, que la enviaran a cualquier país del mundo, pero que no
la retuvieran en Colombia. Afirmó que estaba harta de los problemas de su marido y
que sólo quería vivir en paz con sus hijos.
Poco después de que el contingente llegara al hotel, sonó el teléfono de la
habitación. Era Pablo que le quería dar un mensaje conciso a su hijo:
—Quédate allí. Presiona a las autoridades para que os dejen marchar al
exterior. Llama a organizaciones de derechos humanos, a las Naciones Unidas, a
quien sea...
Y como si quisieran apretarle aún más las clavijas al fugitivo, Los Pepes
esperaron justamente hasta la llegada de la familia de Pablo para hacer público otro
comunicado. En él afirmaban que durante bastante tiempo habían respetado los
deseos del Gobierno y que ahora reanudarían los atentados y asesinatos contra
Pablo Escobar.
El capo respondió con evidente amargura. El 30 de noviembre escribió una carta
a mano dirigida a aquellos que según sus sospechas formaban el grupo paramilitar.
Entre los destinatarios se encontraban el coronel Martínez y «los efectivos de la
DIJIN en Antioquia» (el Bloque de Búsqueda), Miguel y Gilberto Rodríguez
Orejuela, supuestos jefes del cártel de Cali, y Fidel y Carlos Castaño. En dicha carta
Pablo acusaba al Gobierno de hipócrita y de cebarse en su familia. Luego se quejó
de que no se respetaba ninguno de sus derechos: «He sufrido diez mil redadas y
vosotros ninguna. Se me han confiscado todos mis bienes, los vuestros no han sido
tocados. Vuestras cabezas nunca tendrán precio, porque el Gobierno nunca
aplicará una
justicia anónima y salvaje a policías terroristas y criminales». Selló la carta con la
impresión de su pulgar y la envió a los pocos testaferros que aún le quedaban para
que la hicieran pública.
A aquellas alturas del conflicto, las lamentaciones de Pablo sonaban a gloria a sus
perseguidores. Finalmente tenían a la familia de Pablo donde querían: lejos de la
protección del fiscal general De Greiff. Y a los ojos de Pablo, eso significaba estar a
merced de Los Pepes. Todos sabían que la situación de su familia acabaría por
desquiciar a Pablo. La policía del hotel informó que oyeron a Manuela cantando un
villancico mientras caminaba por el hotel vacío (cuando los huéspedes se enteraron
de la presencia de la familia Escobar hubo un éxodo masivo). Manuela había
cambiado el estribillo original por uno propio que acababa con «Los Pepes quieren
matar a mi padre, a mi familia y a mí».
7
Posteriormente al exitoso rastreo y operación contra Zapata, el coronel le
concedió a Hugo unos días para visitar a su mujer y a sus hijos en Bogotá. Pero
después de pernoctar la noche del sábado en su hogar, comenzó la saga de la
familia Escobar y su intento de quedarse en Alemania. María Victoria y los niños se
encontraban hospedados en el Hotel Tequendama, y el coronel sabía que Pablo
los llamaría. El coronel ordenó que Hugo y sus hombres regresaran de
inmediato al cuartel general. Fueron decepciones para Hugo haber pasado
únicamente el sábado con su familia y quedarse sin vacaciones, pero también le
entusiasmó la noticia. Su éxito reciente le había vuelto a dar confianza, y no había
duda de que Pablo volvería a aparecer en sus monitores en los próximos días.
El coronel Martínez tomó las medidas necesarias para no dejar escapar aquella
oportunidad. Por ello, y por desconfiar de sus colegas en Bogotá, colocó a alguien de
su plena confianza en la centralita del complejo del hotel. El agente había sido
compañero de su hijo en la sección de inteligencia, y había vivido durante un tiempo
en Tequendama. Todas las llamadas del hotel pasaban necesariamente por centralita,
así que se concibió una manera de avisar a Hugo cuando se sospechara la llamada de
Pablo. El método consistía en demorar al pasar la llamada a la habitación de María
Victoria o acaso desviarla a una habitación equivocada o lo que fuera necesario para
poder avisar a Hugo. De aquel modo, los operadores aéreos y los de tierra podrían
comenzar a rastrear antes incluso de que comenzara la charla.
Pablo se lo puso fácil: en los cuatro días siguientes llamaría al hotel seis veces. Y
aunque las primeras conversaciones fueron muy cortas —Pablo quería saber cómo
resistía la familia la presión y recordarle a Juan Pablo que siguiera intentando sacar a
la familia de Colombia—, Centra Spike logró localizar el origen de la señal en un
barrio de clase media de Medellín llamado Los Olivos; un barrio de casas de dos
plantas y algunos edificios de oficinas ubicado cerca del estadio de fútbol local. Por
su parte, Pablo hacía todo lo posible para dificultar la tarea de sus enemigos. Él sabía
que todas sus llamadas estaban siendo rastreadas por lo que hablaba desde el asiento
trasero de un taxi en movimiento. Utilizaba un radioteléfono de alta potencia que
emitía a través de un potente transmisor que sus hombres trasladaban de un lado a
otro constantemente.
En la tercera semana de noviembre, más de un mes después de la afortunada
huida de Aguas Frías, el capo había fijado su residencia en una casa en la calle 79,
precisamente en el número 45D-94; una vivienda de ladrillos, de dos plantas, sencilla
y con una palmera achaparrada enfrente. Era una de sus muchas propiedades en la
ciudad: Pablo siempre había llevado recortes de la página de ofertas inmobiliarias en
su agenda, y constantemente compraba y vendía escondites, y antes de ocuparlos los
hacía amueblar y reformar (instalaba un baño nuevo). De aquel modo se sentía «en
casa» aunque de hecho no tuviera una. A Pablo no le molestaba saber que cada
vez que hablaba lo escuchaban el Gobierno colombiano y los gringos, con sus
aviones espías y sus recursos de alta tecnología. No le molestaba, hacía años que
vivía con ello. Así que lo utilizaba a su favor sembrando desinformación para
mantener a aquellos tontos corriendo de un lado a otro, en cualquier dirección
menos en la correcta. El juego no consistía en que no escucharan sus llamadas —
eso era imposible—, sino evitar ser localizado. El taxi que utilizaba como cabina
telefónica portátil, era conducido por su único guardaespaldas y compañero, Álvaro
de Jesús, alias Limón. El taxi amarillo solía estar siempre aparcado en la calle frente
a la casa.
Por las conversaciones telefónicas y las cartas que había escrito en los últimos
meses, era evidente lo encolerizado que se encontraba debido a las circunstancias y
los poderes que constreñían sus movimientos. Pero también había algo de orgullo en
todo aquello. El mismo hombre que había posado disfrazado de Pancho Villa y de Al
Capone era el hombre más buscado del mundo y lo había sido durante los últimos
dieciséis meses (y más de tres años si se tiene en cuenta la primera guerra). A pesar
de la carnicería que había originado y de los muchos millones que se habían gastado
para dar con él, aún estaba vivo y aún andaba suelto. Muchos querían verlo muerto:
los gringos, sus rivales del cártel de Cali, y los lacayos de éstos, el Bloque de
Búsqueda y Los Pepes. Según huía por Medellín de guarida en guarida, lo único que
lo consolaba era la gente sencilla de su ciudad natal que aún creía en él. Todavía lo
llamaban el Doctor o el Patrón. Aún recordaban los proyectos de viviendas y los
campos de fútbol que había construido, las donaciones a la Iglesia y la caridad. Era la
misma gente que sentía muy poco aprecio por el Gobierno y sus fuerzas de seguridad,
para Pablo un peligro cada día más cercano. Y aunque su organización había sido
diezmada y tantos amigos habían muerto o estaban encarcelados, Pablo todavía creía
que podía enderezar aquel entuerto, y que entonces, ajustaría las cuentas pendientes.
Juan Pablo le había dicho con desprecio al fiscal general unos meses atrás que su
padre ya se estaba encargando de aquellos que andaban tras él, y que el destino diría
quién encontraría a quién antes. Los enemigos de Pablo Escobar, pues, lamentarían el
día en que lo traicionaron, y él podría volver con su familia. Vivir la vida que tan
implacable y despiadadamente había ansiado: ser un señor, el acaudalado y respetado
don Pablo, el paladín de los pobres, defensor de la fe y terror de las calles.
Pero antes tenía que poner a salvo a María Victoria y a los niños. ¿Por qué era
un crimen cuando Pablo secuestraba y mataba a sus enemigos, y justicia cuando
era la policía quien secuestraba y mataba a sus familiares y amigos? Su familia
estaba en peligro, y eso era responsabilidad de él. Cualquier daño que sufrieran
los suyos le causaría un dolor terrible, pero también sería la peor de las afrentas,
porque si Pablo Escobar ni siquiera podía proteger a su familia, sus amigos y
enemigos sabrían que
estaba acabado. Hacía un año y medio que no los veía.
Juan Pablo había asumido las responsabilidades de la crisis, y cada día el capo
dependía más de su hijo para proteger a María Victoria y a Manuela. Tenía que
sacarlos de Colombia no sólo para protegerlos, sino para sentir que tenía las manos
libres.
Con su familia en un lugar seguro, él podría devolverles a sus enemigos todo el
dolor que quisiera. Una campaña de dinamita y asesinatos que pondrían al Gobierno
de rodillas y echaría a correr como ratas a los advenedizos de Cali. Ya lo había
hecho antes, y sabía perfectamente bien cómo arrancar sangre a la élite de
Bogotá; cómo forzarlos a una guerra tan cruel, cuyo horror los haría desistir. Lo
había llevado a cabo hace tres años, cuando le suplicaron que dejara de asesinar y
le ofrecieron lo que él quisiera con tal de detenerle. Así volvería a ser quien era.
Hugo rastreó la primer llamada que Pablo hiciera al Hotel Tequendama el lunes y
el resultado no dio en el blanco. Sin embargo, el martes los puestos de escucha de
Centra Spike y del Bloque de Búsqueda cuyas antenas vigilaban desde las colinas
que rodeaban Medellín fijaron el origen de la señal en el barrio de Los Olivos. El
coronel sabía que faltaba poco. Lo primero que hizo fue pedir autorización para
acordonar las quince manzanas, más o menos todo el barrio, y luego registrar las
casas puerta por puerta. Pero se le negó el permiso, fundamentalmente porque
Santos, de la Fuerza Delta, y otros de la embajada opinaron que no funcionaría:
Pablo era un experto en esfumarse pese a cercos como aquél. Rodear el barrio
sólo le advertiría de la presencia de policías y militares, así que el coronel
infiltró discretamente, poco a poco, a cientos de hombres en el barrio de Los Olivos.
Hugo se ocultó con otros treinta y cinco policías y sus vehículos en un
aparcamiento cuyos altos muros imposibilitaban la vista desde la calle. Escuadrones
similares se hallaban recluidos en otros apartamentos del barrio. Esperaron toda la
noche del martes hasta el miércoles. Tuvieron que mandar a pedir la comida y había
un solo retrete para todos los hombres. Hugo, se pasó prácticamente todas aquellas
horas metido en su coche, esperando que Pablo volviera a llamar. Comió y durmió
en el coche. El miércoles, 1 de diciembre, Pablo volvió a llamar y habló durante
bastante tiempo con su hijo, su mujer y su niña; todos ellos le desearon un feliz
cumpleaños. Acababa de cumplir cuarenta y cuatro años y lo celebró con marihuana,
una tarta y un poco de vino.
Hugo salió a toda prisa del aparcamiento en busca de la señal y descubrió que el
origen era un punto en medio de la calle, cerca de una rotonda de tráfico. La
conversación acababa de terminar, pero no había nadie allí. Hugo estaba seguro
de que su aparato no había fallado. Seguramente Pablo había estado hablando
desde un coche en movimiento. Hugo regresó al aparcamiento descorazonado y sus
hombres se desilusionaron una vez más. Permaneció allí hasta las ocho de la
mañana del jueves,
cuando su padre dio la orden de regresar al cuartel general, darse un baño y
descansar. Hugo llegó a su apartamento en Medellín, se duchó, se echó en la cama y
cayó dormido.
Aquel jueves 2 de diciembre de 1993, Pablo se despertó, como solía, un poco
antes del mediodía. Comió un plato de espagueti y echó su grueso cuerpo de nuevo
en la cama; pero esta vez con el teléfono inalámbrico. Siempre había sido un hombre
pesado, pero en su vida de prófugo había aumentado unos diez kilos, y todos en la
zona abdominal. Lo cierto es que fugitivo no describe la vida de Pablo con precisión.
La mayor parte del día la pasaba tirado en la cama, comiendo, durmiendo y hablando
por radioteléfono. Contrataba a prostitutas, la mayoría adolescentes, para matar el
tiempo. No se podía comparar con las espléndidas orgías que montara en el pasado,
pero su dinero y su notoriedad todavía le permitían ciertos lujos. Ya no encontraba
vaqueros de su talla, y los que podía abotonarse alrededor del perímetro creciente de
su tripa tenían de más unos quince centímetros de pierna. Los largos vaqueros
celestes que se había puesto aquel día habían sido vueltos dos veces. Llevaba
chanclas y un polo azul suelto.
Pablo era propenso a los desórdenes gástricos y quizás aquel día estuviera
sufriendo los excesos de la velada de cumpleaños. Las otras dos personas que
solían estar con él, su mensajero Jaime Rúa y su tía y cocinera, Luz Mila, habían
salido después de prepararle el desayuno. A la una, Pablo intentó varias veces
llamar a su familia haciéndose pasar por un periodista de radio, pero el operador de
la centralita del Tequendama, siguiendo las advertencias del coronel Martínez, le
contestó que había recibido órdenes de no pasar llamadas de periodistas. Le dijeron
que no colgase y, después, que volviera a llamar. En el tercer intento Pablo
«consiguió» hablar brevemente con Manuela, María Victoria y finalmente su hijo.
María Victoria habló entre sollozos. Se sentía deprimida y pesimista.
—Qué resaca, mi amor —dijo Pablo categóricamente, pero ella no dejaba de
llorar—.Sí, todo esto es insoportable, ¿qué piensas hacer?
—No lo sé.
—¿Qué dice tu madre?
—Era como si se hubiera desmayado —dijo María Victoria explicando la
reacción de su madre al verlos partir el viernes hacia Alemania—. No me ha llamado.
Le dije adiós y después...
—¿Todavía no has hablado con ella?
—No, está tan nerviosa —explicó María Victoria; todos los asesinatos del
año anterior casi la habían matado de pena.
A Hugo lo despertó una llamada del coronel:
—¡Pablo está hablando! —exclamó. Y el alférez, algo cansado de la rutina, se
vistió y salió hacia el aparcamiento donde los otros hombres también se estaban
www.lectulandia.com - Página
reuniendo.
—¿Y qué piensas hacer? —le preguntó Pablo cariñosamente a su mujer.
—No lo sé, esperar a ver qué pasa. A saber adónde nos llevan, creo que va a pasar
algo.
—¡No!
—¿No? —preguntó María secamente.
—¡Eh, no me hables así! Dios santo...
—¿Y tú qué?
—Aaah... —exclamó Pablo pensativo.
—¿Y tú?
—¿A qué te refieres?
—¿Qué vas a hacer tú?
—Nada... ¿Qué necesitas? —preguntó para evitar hablar de él mismo.
—Nada —contestó su mujer.
—¿Qué quieres?
—¿Me lo preguntas en serio? —dijo ella con pena.
—Bueno, si necesitas algo llámame, ¿vale?
—Vale.
—No te olvides de llamarme. No te puedo decir mucho más. ¿Qué más puedo
decirte? He hecho lo que debía, ¿no?
—Pero ¿cómo estás tú? ¡Ay, Dios, no tengo ni idea de cómo estás!
—Hay que seguir. Piénsalo bien —respondió Pablo, como sugiriendo que estaba
a punto de rendirse—. Falta muy poco, ¿no es cierto?
—Sí —suspiró su mujer sin entusiasmo alguno.
—Piensa en tu hijo también, y en todo lo demás, y no decidas nada demasiado
rápido. ¿Vale?
—Sí.
—Llama a tu madre otra vez y pregúntale si quiere que te vayas con ella o qué.
—Vale.
—No te olvides de que puedes llamarme al «busca».
—Vale —dijo María Victoria.
—Vale —dijo Pablo.
—Adiós.
—Hasta luego.
El que habló después fue Juan Pablo. Un periodista le había entregado una lista
de preguntas que su padre debía contestar. Cuando Pablo se encontraba en un
aprieto solía utilizar a los medios para hacer llegar sus mensajes y hacer saber sus
condiciones. Otras veces, cuando estaba disgustado con esos mismos medios,
directamente mandaba a matar a directores y a periodistas por igual. Juan Pablo
quería que su padre lo aconsejara acerca de cómo contestar al
cuestionario.
—Mira que esto tiene mucha importancia en Bogotá —aclaró Pablo.
—Sí, sí.
Pablo sugirió que quizá pudiesen vender los derechos del reportaje a
publicaciones extranjeras, lo que les daría la oportunidad de hacer conocer las
dificultades a las que se enfrentaban y quizás así encontrar un país que los acogiera.
De momento, Pablo solamente quería oír las preguntas, luego llamaría para ayudar a
su hijo a contestarlas.
—Esto también es publicidad —explicó Pablo—, explicarles las razones y otros
asuntos. ¿Entiendes? Tienen que estar bien contestadas y bien organizadas.
—Sí, sí —dijo el hijo y leyó la primera pregunta—: «Cualquier país que los acoja
exige como condición la rendición inmediata de su padre. ¿Estaría dispuesto su
padre a entregarse si usted y su familia reciben asilo en algún lugar?»
—Sigue.
—La próxima es: «¿Estaría su padre dispuesto a entregarse antes de que les
concedieran a usted y su familia el asilo en el extranjero?».
—Sigue.
—Hablé con el periodista y me dijo que si había preguntas que no quisiera
contestar que no me preocupara, y que si quería agregar alguna que lo hiciera.
Vale, la siguiente.
—«¿Por qué cree que varios países le han denegado la entrada a su familia?» ¿Sí?
—Sí.
—«¿A qué embajadas ha acudido en busca de ayuda para dejar Colombia?»
—Vale.
—«¿No piensa usted en la situación de su padre, un hombre al que se le acusa
de innumerables crímenes, asesinatos de figuras políticas, un hombre de quien se
dice que es el mayor narcotraficante del mundo...?»—Juan Pablo dejó de leer.
—Sigue.
Pero son muchas, unas cuarenta.
Pablo dijo que llamaría a lo largo del día:
—Quizá me pueda comunicar por fax.
—No —dijo Juan Pablo aparentemente juzgando el uso del fax demasiado
peligroso.
—No, ¿eh? Vale, vale. Buena suerte —concluyó Pablo y cortó.
Hugo y sus hombres no habían llegado a reunirse a tiempo para localizar la
señal, pero los puestos de rastreo fijos de Centra Spike y el Bloque de Búsqueda
habían triangulado sus lecturas y calculado que provenían de Los Olivos, el mismo
barrio del que la señal había salido antes. La unidad de Hugo volvió a su
escondrijo y esperó que Pablo hiciese la llamada que había prometido. Si Pablo iba
a contestar a cuarenta
preguntas iba a estar al teléfono un buen rato.
—Cuántas son —preguntó Pablo temiendo que la llamada fuera a ser demasiado
larga. Había llamado a las tres en punto.
—Un montón —dijo Juan Pablo—. Unas cuarenta más o menos.
Juan Pablo le fue pasando las preguntas del periodista. La primera trataba de
qué condiciones harían falta para que su padre se entregara.
—Dile que tu padre no se puede entregar a menos que garanticen su seguridad.
—Vale.
—Y lo apoyamos plenamente...
—Vale.
—... por encima de cualquier otra consideración.
—Sí.
—Mi padre no se va a entregar antes de que nos hayamos afincado en otro país,
ni mientras la policía en Antioquia...
—La policía y el DAS serían mejores —interrumpió Juan Pablo—, porque el
DAS también está buscándote.
—No, sólo la policía.
—Ah, vale.
—... ni mientras la policía en Antioquia...
—Sí.
—Vale, cambiémoslo por «las fuerzas de seguridad en Antioquia...».
—Sí.
—... sigan secuestrando...
—Sí.
—... torturando...
—Sí.
—... y masacrando en Medellín.
—Bien, ya está.
—Vale, la siguiente.
Inmediatamente después de que su amigo el operador de la centralita del hotel le
hubiese avisado, Hugo ya había salido del aparcamiento en pos de la señal. Pablo
acababa de llamar. Habían reconocido la voz enseguida y seguía haciéndose pasar
por un periodista. Según las instrucciones, lo hicieron esperar y luego lo
comunicaron.
Todos los hombres del aparcamiento siguieron a Hugo y el resto del Bloque
de Búsqueda salían de dondequiera que se estuvieran ocultando. Hugo se sentía a
la vez entusiasmado y nervioso: los que le seguían eran efectivos de su padre,
policías experimentados y veteranos. Desde que encontrara a Zapata, el Bloque de
Búsqueda lo despreciaba un poco menos, pero Hugo sabía que si fallaba de nuevo
con todos aquellos hombres a su mando nunca más lo tomarían en serio.
El pitido de sus audífonos y las ondulaciones de la pantalla llevaron a Hugo a un
edificio de oficinas a pocas calles del aparcamiento. Hugo no dudaba de que Pablo
estaba hablando desde allí con su hijo. Indicó dónde y cómo un rayo la fuerza de
choque irrumpió destrozando la puerta principal y desplegándose velozmente por
todo el edificio.
Pablo seguía hablando como si nada, tranquilamente. Hugo no daba crédito:
¿cómo pudo fallar su detector? Evidentemente no se encontraba en el edificio que
los policías acababan de ocupar. Sintió pánico. Respiró hondo un par de veces
para recobrar la calma y reconoció que mientras Pablo siguiera hablando se lo
podía encontrar. Sentado en el asiento del acompañante de la furgoneta Mercedes
Benz, Hugo cerró los ojos por un instante y volvió a escrutar la pantalla con sumo
cuidado, fue en esa segunda mirada cuando vio el levísimo pico en la línea verde y
horizontal de la pantalla. La línea ocupaba la pantalla entera, lo que significaba que
el origen de la señal era inmediato, pero la ínfima ondulación indicaba algo más. Por
experiencia Hugo sabía que esa variación indicaba una señal rebotada, pero era tan
imperceptible que se la había pasado por alto. Cuando una señal rebotaba sobre la
superficie del agua, la línea verde culebreaba, pero allí no había culebreo alguno.
—¡Aquí no es! ¡Aquí no es! —gritó Hugo por la radio—. ¡Vámonos!
A su izquierda Hugo reparó en una zanja de desagüe paralela a la calle en la
que se encontraban: el agua corría lentamente a lo largo de un profundo
canalón de cemento. Para cruzar al otro lado, de donde provenía la señal, el chófer
tendría que subir un par de manzanas, girar a la izquierda y luego cruzar un puente.
Tras pasar al otro lado del canalón, Hugo vio que sólo un coche lo había seguido.
Una de dos, o no lo habían oído o lo estaban ignorando.
Mientras tanto, Pablo seguía conversando con su hijo.
Juan Pablo repitió la pregunta de por qué tantos países le habían denegado la
entrada a él y a su familia.
—Esos países nos han negado la entrada porque no conocen toda la verdad —dijo
Pablo.
—Sí —respondió Juan Pablo mientras tomaba notas.
—Vamos a golpear las puertas de las embajadas de todo el mundo porque estamos
dispuestos a luchar sin descanso —dijo Pablo y continuó—: porque queremos vivir y
estudiar en otro país, sin guardaespaldas y a ser posible con identidades distintas.
—Ah, para que lo sepas, recibí una llamada de un periodista que sostenía que el
presidente Alfredo Christiani de Ecuador, no, creo que es El Salvador...
—¿Sí? —lo apremió Pablo, consciente de que la conversación había durado
varios minutos.
Veinte segundos era la norma. Pablo miró hacia la calle y a los coches que
pasaban mientras escuchaba.
—Pues ha ofrecido darnos asilo. Oí el comunicado... El periodista me lo leyó por
teléfono.
—¿Ah, sí?
—Dijo que si de algún modo ayudaba a pacificar el país, estaba dispuesto a
darnos asilo, porque muchos países del mundo reciben a dictadores y a personas
malvadas, ¿por qué no iba su país a recibirnos a nosotros?
—Bueno, pero ya veremos, porque ese país está un poco escondido.
—Pero al menos es una posibilidad y lo ha dicho el presidente.
—Mira, respecto a El Salvador...
—¿Qué?
—En caso de que pregunten, diles que la familia agradece las palabras del
presidente, y que todo el mundo sabe que él ha llevado la paz a su país.
—Vale.
Pablo se quedó mirando por la ventana. Cuando Juan Pablo le leyó la pregunta
acerca de las experiencias de la familia mientras estuvo bajo la protección del
Gobierno, su padre le dijo:
—Ésa respóndela tú.
—«¿Quién pagó la manutención y el alojamiento, ustedes o la fiscalía?»
—¿Y quién los pagó?
—Nosotros —respondió Juan Pablo—. Pues, también había alguna gente de
Bogotá a los que les pagaban (De Greiff], pero nunca lo gastaban todo porque
nosotros comprábamos la comida, los colchones, los desodorantes, y casi todo.
Juan Pablo recitó un par de preguntas más pero su padre cortó abruptamente la
conversación:
—Dejémoslo ahí.
—Sí, vale —dijo Juan Pablo—. Buena suerte.
—Buena suerte.
Según el detector, la señal provenía de un sitio que estaba justo delante de él. En
la pantalla, la línea se alargaba y el pitido de sus audífonos se hacía más intenso a
medida que subían por la calle. Continuaron hasta que la señal llegó al máximo y
luego comenzó a perder algo de fuerza, así que dieron la vuelta y volvieron en
sentido contrario más lentamente. La línea verde se alargó una vez más hasta tocar
los bordes de la pantalla.
Hugo y su compañero se encontraban frente a una hilera de casas de dos plantas.
Nadie podía saber en cuál se encontraba Pablo. Varias veces subieron y bajaron por la
calle. Hugo dejó de fijarse en la pantalla y comenzó a observar las casas
detenidamente, una por una.
Y entonces lo vio. Era un hombre gordo asomado a la ventana de la segunda
planta. Llevaba el pelo negro, rizado y largo, y barba. Como una descarga de alto
voltaje, lo que vio dejó a Hugo seco. Sólo había visto a Pablo en fotos y, salvo el
bigote, siempre había estado bien afeitado, pero la policía sabía que se había dejado
crecer la barba, y además hubo algo de la visión del hombre de la ventana que hizo
que Hugo lo viera todo muy claro: el tipo estaba hablando por teléfono contemplando
desde arriba el tráfico de la calle. El hombre se metió de pronto en la casa. Hugo
creyó ver un gesto de sorpresa.
La cara de Pablo Escobar tomó forma lentamente en el cerebro de Hugo y por un
segundo se sintió confuso e incrédulo: ¿Por qué justamente él? ¡Pero había sido él
quien lo había encontrado!
Años de lucha, cientos de vidas perdidas, miles de redadas inútiles, incontables
millones de dólares, de pistas falsas y de horas y hombres, todas las meteduras de
pata, los fallos, las falsas alarmas... y allí estaba. Por fin. Un solo hombre en un país
de treinta y cinco millones de habitantes, una tarea literalmente más difícil que la de
encontrar aguja en pajar. Hugo había encontrado a ese hombre rico, despiadado y
disciplinado, que por sí solo había tenido en su puño al submundo criminal de su
país durante casi dos décadas; un hombre que, en aquella urbe de millones, era
adorado como una leyenda. Hugo sacó medio cuerpo por la ventana y le gritó al
segundo vehículo:
—¡Esta es la casa!
La vivienda se encontraba a mitad de la manzana. Hugo sospechó que la
furgoneta blanca recorriendo lentamente la calle habría asustado a Pablo, así que le
ordenó a su compañero que condujera hasta la esquina. A gritos por la radio pidió
que lo comunicaran con su padre.
—¡Lo tengo localizado! —-le dijo Hugo a su padre.
El coronel Martínez supo que era cierto. Esas eran las tres palabras que no había
oído nunca. Y supo que Hugo no las hubiera dicho si no lo hubiese visto con sus
propios ojos.
—Está en aquella casa —había dicho su hijo.
Hugo le explicó a su padre que únicamente él y otro vehículo estaban en
posición. Estaba seguro de que Pablo los había visto y que sus pistoleros no
tardarían en llegar. Hugo quería salir de allí cuanto antes.
—¡No te vayas a mover de allí! —sonó el trueno de la orden del coronel a su
propio hijo—. Parapétense delante y detrás de la casa y no lo dejen salir.
El coronel avisó a todas las unidades que se encontraban en la zona, inclusive
aquellas que todavía seguían destrozando las puertas del edificio a pocas calles de
allí.
Los dos compañeros de Hugo saltaron del coche y se colocaron a ambos lados de
la puerta principal. Hugo dio la vuelta con la furgoneta y entró por el callejón,
contando las casas dio con la parte trasera de la de Pablo. Muertos de miedo pero con
las armas cargadas, esperaron.
Fueron unos diez minutos.
La puerta principal era pesada, de hierro. Martín, uno de los tenientes asignado al
equipo de asalto del Bloque de Búsqueda, se plantó, alerta, mientras sus hombres
golpeaban la puerta con una pesada masa de acero. Martín no se había puesto el
chaleco antibalas aquel día, y durante unos segundos, mientras la masa percutía
contra la puerta, sintió la ansiedad del arrepentimiento. Fueron necesarios varios
golpes para derribar la puerta que los separaba de Pablo.
Martín entró corriendo en la casa, seguido de cinco hombres de su unidad. De
inmediato comenzaron a sonar los disparos. En medio del barullo y la confusión,
Martín hizo una veloz composición de lugar: planta baja... vacía como un garaje...,
taxi amarillo al fondo..., escalera hacia la segunda planta... Al subir las escaleras,
uno de los hombres tropezó y todos sus compañeros se detuvieron en seco:
pensaron que le habían disparado.
Limón saltó desde la ventana de atrás al tejado apenas el equipo de asalto hubo
irrumpido por el frente. La vivienda constaba de un tejado posterior rodeado de tres
muros, y por la construcción misma de la casa se podía acceder a él dando un brinco
de unos tres metros desde la ventana posterior. Limón saltó, cayó sobre las tejas
y comenzó a correr, al punto los hombres del Bloque de Búsqueda desplegados en
el callejón detrás de la casa abrieron fuego. Docenas de hombres con armas
automáticas se habían apostado a todo lo largo de la calle, algunos de ellos de pie
encima de sus vehículos para mejorar su posición de fuego. Un tirador incluso
había trepado al tejado de la casa contigua.
Limón recibió varios impactos mientras corría, y su propia inercia, unida a la de
los disparos, hizo que cayera del tejado al césped.
El segundo en salir fue Pablo. Se detuvo para quitarse las chanclas de dos
patadas y luego saltó al tejado. Tras ver lo que le había sucedido a Limón, se
mantuvo junto a uno de los muros, el cual le ofrecía algo de protección. El agente
apostado en la casa de al lado no tenía el campo libre como para disparar, así que
hubo una pausa en el tiroteo mientras Pablo se deslizaba hacia el callejón con la
espalda pegada al muro. Ninguno de los policías en la calle podía verlo, pero al
llegar al final del muro, Pablo reconoció su oportunidad.
Se dirigió hacia la cimera del tejado, con la intención de saltar y guarecerse al
otro lado. La andanada de disparos fue atronadora, y antes de llegar a la cimera,
Pablo cayó tendido boca abajo, desplazando varias tejas.
Pero los disparos continuaban. El equipo de Martín, que aún se encontraba
dentro de la casa, comprobó que la primera planta estaba vacía. El teniente asomó la
cabeza para echar un vistazo al tejado, atisbo un cuerpo, pero una nueva
andanada de disparos hizo que tuviera que esconderse rápidamente otra vez. Los
seis hombres se
echaron cuerpo a tierra a esperar mientras los innumerables proyectiles que
entraban por la ventana taladraban las paredes y el techo. Martín creyó que era el
blanco de los guardaespaldas de Pablo y chilló por su radio: «¡Socorro! ¡Socorro!
¡Necesitamos que nos cubran!».
En la calle y el callejón posterior todo el mundo estaba disparando hasta vaciar
los cargadores y los mordiscos de los impactos iban deshaciendo rápidamente los
muros que rodeaban el tejado donde yacía Pablo. A los hombres del Bloque de
Búsqueda les llevó varios minutos darse cuenta de que ellos eran los únicos que
estaban disparando, y finalmente los disparos cesaron.
El tirador del tejado gritó: «¡Es Pablo! ¡Es Pablo!». Y los hombres subieron a ver.
Alguien encontró una escalera y la colocó debajo de la ventana desde la que habían
saltado Limón y el capo y por ella bajaron los del equipo de asalto. El mayor Aguilar
levantó el cadáver por el hombro y le dio la vuelta. La cara ancha y barbuda estaba
hinchada, salpicada de humores, y coronada por una mata de rizos negros que
chorreaban sangre. El mayor cogió la radio y habló directamente con el coronel
Martínez, con tanto entusiasmo que hasta los efectivos que llenaban la calle lo
pudieron oír:
—¡Viva Colombia! ¡Hemos matado a Pablo Escobar!
LAS SECUELAS
Según los policías allí presentes, al cruzar corriendo el tejado Pablo recibió los
impactos de los hombres que disparaban desde el callejón y del mayor Hugo Aguilar,
que se había subido al tejado de la casa contigua. El teniente Hugo Martínez, que
observaba desde la calle, dijo que Pablo salió chillando: «¡Policías, hijos de puta!».
Habría sido un final digno de él, y hasta quizá sea cierto. Pero después de muchos
años viviendo a la fuga, Pablo Escobar nunca se había enfrentado a tiros con sus
perseguidores: siempre huyó. Su reacción habitual cuando la policía le caía encima
era desaparecer por la puerta trasera o, como en este caso, por la ventana, y cuanto
más rápido mejor. Nunca había intentado emprenderla a tiros pues sabía lo inútil —de
hecho, fatal— que había resultado para tantos de sus sicarios. Es posible que Pablo se
diera cuenta de que estaba rodeado y que, habiendo visto morir a Limón, decidiera
jugársela y defender su vida a disparos. Sin embargo, que Pablo hubiera salido a tiro
limpio, como el malo de una película de vaqueros, habría tenido muy poco que ver
con el Pablo real.
La autopsia reveló que Pablo recibió tres disparos. Uno atravesó su pierna
derecha; entró por detrás algo más arriba de la articulación y salió por delante de la
extremidad unos cinco centímetros por debajo de la rótula. Otro proyectil lo alcanzó
en la espalda por debajo del omóplato derecho y se alojó en el cuerpo. El tercer
disparo dio en el centro de su oreja derecha y el orificio de salida se abrió unos
centímetros por delante de su oreja izquierda, atravesándole el cerebro.
Es muy probable que los dos primeros impactos lo hubiesen tumbado, pero no lo
habrían matado. El tercero, sin embargo, acabó con él instantáneamente. Así que los
tres proyectiles impactaron contra él al unísono o el disparo fatal fue hecho una vez
que Pablo hubo caído. Darle de lejos a un hombre que escapa corriendo en el orificio
del oído demuestra una extraordinaria puntería o muy buena suerte; pero fue un
disparo igual de sorprendente el que mató a Limón, que quedó seco tras recibir un
impacto en mitad de la frente. Es decir, lo más probable es que ambos hombres
fueran abatidos de sendos disparos a la cabeza cuando ya estaban heridos.
El coronel Martínez señaló que un disparo hecho desde noventa centímetros
habría dejado quemaduras y restos de pólvora en la piel de Pablo (marcas que no
aparecieron en las fotografías de la autopsia). Sin embargo, un disparo hecho desde
una distancia de noventa a ciento veinte centímetros coincide perfectamente con la
distancia de un «tiro de gracia» descerrajado por un hombre de pie a un hombre
tendido en el suelo. Una prueba de un disparo hecho a aquella distancia sería un
chorro de sangre. Curiosamente, horas después del tiroteo, el agente Steve Murphy
recuerda haber visto a un miembro del Bloque de Búsqueda intentando vender su
camisa y sus pantalones a doscientos dólares por estar salpicados de la sangre de
Pablo.
Matar a Pablo había sido el objetivo de aquella misión desde el comienzo. Nadie
quería ver a Pablo preso de nuevo. Siete años después de los acontecimientos, el
coronel Óscar Naranjo, que por entonces ocupaba el cargo de jefe de inteligencia
de la PNC, aseguró que Pablo fue ejecutado a quemarropa después de haber sido
herido.
—Hay que tener en cuenta que la ansiedad de los hombres era mucha —dijo
Naranjo—. Tras una larga cacería humana, Escobar se había convertido en un
trofeo. Y si se hubiese capturado vivo, pues... nadie hubiera querido hacerse
responsable del desastre que sobrevendría.
Respecto a la salida de Pablo pistola en mano y a los disparos, las fotos de la
escena del tiroteo en el tejado muestran dos armas junto al cadáver, pero la policía
admite haber alterado la escena del crimen al menos en un aspecto: le afeitaron los
extremos del bigote para dejarlo con aquel bigote «hitleriano» que aparecería en
todos los periódicos al día siguiente de su muerte. Era la última indignidad que le
reservaron al hombre que los había avergonzado durante tanto tiempo.
Aquella mañana, el coronel se sentía especialmente bajo de ánimos. Cuando le
dio la orden a su hijo y a sus hombres para que se fueran a descansar fue porque
creyó que Pablo había vuelto a escapar, sólo que aquella vez había sido culpa suya.
En muchas, de hecho en casi en todas las redadas, el coronel se había sentido
presionado a poner en acción a sus hombres prematuramente. Y aquello era algo
que no iba con él: era un hombre precavido. Si hubiera podido, habría preferido
llevar a cabo menos y más escogidas operaciones, pero sus superiores de
Bogotá y los norteamericanos se mostraban descontentos si el Bloque de
Búsqueda no echaba abajo puertas. Como si el empleo de la fuerza fuera un
sinónimo de estar haciendo progresos. Los norteamericanos en particular siempre
insistían en que los colombianos actuaran más rápido, aunque la ubicación de los
objetivos que aquellos localizaban para el Bloque de Búsqueda no fuera nunca lo
suficientemente precisa. El coronel tenía la sensación de que los norteamericanos
podían fijar los escondites de Pablo con una exactitud mucho mayor, pero que no lo
hacían por la sencilla razón de que eso delataría la precisión de sus
instrumentos. La información de los norteamericanos situaba a Pablo en un área
de unos cientos de metros, lo que en Medellín podía incluir una manzana entera.
Sin embargo con la ayuda de su hijo, el coronel estaba seguro de poder reducir aún
más ese perímetro: ésa era la razón de que se hubiese negado a lanzar una redada
total durante las llamadas previas de Pablo al Hotel Tequendama. No lo haría
hasta que Hugo hubiese fijado la señal con total precisión. Lo que apenaba al
coronel era que su prudencia y la demora consiguiente habían dado a Pablo la
oportunidad de huir.
En cuatro ocasiones el coronel había desafiado órdenes directas de Bogotá para
entrar en acción. En los pasillos del poder, los políticos interpretaban aquella
www.lectulandia.com - Página
renuencia de otro modo. Martínez sabía que hablarían a sus espaldas, afirmando
que se había vendido y que había aceptado el dinero de Pablo. Pero lo que el
coronel buscaba era lanzar una redada con «error cero».
Así que esperó, y cuando la voz de Pablo volvió a sonar por el monitor, Martínez
no pudo contener su alegría. Llamó a Hugo que se hallaba dormido profundamente
en su apartamento e hizo regresar a los otros hombres a sus puestos de guardia. La
mujer del coronel estaba en Medellín de visita y juntos planeaban regresar a Bogotá
aquella misma tarde, pero ahora el viaje se había demorado. Pablo le había
prometido a su hijo que lo volvería a llamar.
Cuando lo hizo, el coronel siguió de cerca por radio el asalto al edificio de
apartamentos, y cómo Hugo por su lado había avistado al propio Pablo en la
ventana. Por encima del caótico ruido de fondo del asalto, que podía oírse por la
radio de la policía, el coronel logró distinguir la voz de su hijo pidiendo refuerzos.
El coronel ordenó de inmediato que el grueso de la fuerza se desplazara a apoyar
a su hijo, y después sudó frío durante los diez minutos que los demás hombres
tardaron en llegar. Oyó el comienzo del tiroteo y posteriormente recibió la
jubilosa confirmación de éxito del mayor Aguilar.
De fondo, el coronel oyó a sus hombres disparando sus armas a modo de
festejo. Les comunicó la noticia a sus superiores y poco después la noticia daba la
vuelta al mundo.
El ministro de Defensa, Rafael Pardo, regresaba de un almuerzo cuando al entrar
a su oficina vio todas las luces de su teléfono titilando a la vez. La mayoría de ellas
eran líneas directas con los generales del alto mando, así que algo importante había
sucedido. Pardo cogió la llamada del comandante en jefe del Ejército, que aquel día
se encontraba en Medellín dando una conferencia.
—Ministro, han matado a Escobar.
—¿Qué pasó?
—Murió en una operación [del Bloque de Búsqueda].
—¿Lo han confirmado? —quiso asegurarse Pardo, que en el pasado había
recibido similares informes prematuros—. Consígame las huellas digitales.
—Pero ministro, estoy seguro. Lo tengo delante de mí.
—Consígame las huellas digitales de todos
modos. Pardo llamó al presidente Gaviria.
—Señor presidente, creo que hemos matado a Escobar.
—¿Lo han confirmado?
—Todavía no. En veinte minutos la confirmación.
Pero el ministro de Defensa sabía que era cierto. Al colgar con el presidente,
llamó a su secretaria.
—Tráigame el comunicado de prensa de la muerte de Escobar.
—El de «muerte en un enfrentamiento con la policía» o el de «muerte por causa
naturales».
—El de «muerte en un enfrentamiento con la policía» —anunció Pardo triunfal.
Acto seguido abrió una caja que había sobre su escritorio, sacó un puro cubano
inmenso y lo encendió. Luego puso los pies encima del escritorio, se echó hacia
atrás y disfrutó de unos momentos privados de victoria.
El embajador Morris D. Busby llamó a Washington y pidió hablar con Richard
Canas, jefe de la lucha antidroga del Consejo Nacional de Seguridad cuya sede
ocupaba un viejo edificio del poder ejecutivo en la acera opuesta de la Casa Blanca.
Canas hablaba con un periodista cuando fue interrumpido:
—Es Busby —le dijo su secretaria.
—Cogimos a Escobar —le informó éste a Canas cuando acabó con el periodista.
—¿Estás seguro? —dijo Canas.
—Noventa y nueve por ciento.
—No me alcanza. ¿Lo ha visto alguno de tus hombres?
—Dame unos minutos.
Unos días antes de que mataran a Pablo, Javier Peña había partido hacia Miami,
así que fue Steve Murphy quien sería enviado a Medellín. Peña había viajado para
verificar las fuentes que aseveraban que Pablo se había refugiado en Haití. Los
viajes al norte del país con destino al cuartel general del Bloque de Búsqueda,
en la Academia de Policía Carlos Holguín, se habían convertido en un suplicio para
ambos agentes de la DEA. Steve tenía que dejar a su esposa en Bogotá cada vez
que viajaba, y si bien admiraba a los miembros de la Fuerza Delta y de los SEAL
que rotaban alternativamente por la base, no disfrutaba la vida de privaciones que
los soldados de élite norteamericanos soportaban allí: dormir en colchonetas
hinchables, vivir hacinados en unos pocos cuartos comunicados en los
barracones... Los comandos pasaban horas leyendo, jugando a las cartas o con
la consola de videojuegos, o comiendo pizza y viendo películas en vídeo. De vez
en cuando, de aburridos, los soldados de la Fuerza Delta se llevaban una caja de
granadas y las hacían estallar en un campo de tiro cercano para matar el tedio.
Murphy había sido policía durante casi veinte años y nunca había perdido el
entusiasmo, pero en aquellos días de finales de 1993 empezó a sentirse quemado
por su trabajo.
El cuartel general de la Academia de Policía Carlos Holguín era lo
suficientemente pequeño como para que todo el mundo se enterara cuándo sucedía
algo fuera de lo normal. El agente Murphy y un miembro de los SEAL se
encontraban sentados fuera de sus habitaciones aquel jueves cuando percibieron un
tráfico más intenso que entraba y salía del despacho del coronel. Murphy se acercó y
asomó la cabeza dentro. El coronel tenía un teléfono en una mano y el auricular de la
radio en la otra.
—¿Qué pasa? —le preguntó Murphy a uno de los oficiales colombianos del
despacho.
—Es el hijo del coronel. Cree que ha encontrado a
Pablo. Luego vino el grito del coronel:
—¡Dime exactamente dónde estás!
Y tan pronto se oyó la voz del mayor Aguilar gritando: «¡Viva Colombia!» por la
radio, Murphy salió disparado hacia las dependencias de los norteamericanos para
informar a su jefe, Joe Toft.
Pero Toft ya lo sabía y simplemente dijo:
—Será mejor que muevas el culo, vayas hasta allí y vuelvas con las fotografías.
El vehículo del coronel estaba a punto de salir de la base. El norteamericano le
hizo señas. El coche se detuvo y Murphy partió en él.
Cuando llegaron a Los Olivos, los hombres del coronel estaban colocando
barricadas en las calles, pues apenas se rumoreó que Pablo había muerto habían
comenzado a congregarse los curiosos. Murphy entró en la casa y subió a la primera
planta, allí le indicaron que mirase por la ventana hacia el tejado. Vio el cuerpo de
Pablo tumbado sobre las tejas. Alrededor de él los miembros de la unidad que llevó a
cabo el asalto echaban tragos de una botella de Johnnie Walker. El Bloque de
Búsqueda lo celebraba por todo lo alto desde hacía un buen rato. Habían disparado
tantos tiros al aire después de que Pablo hubiera sido abatido que los vecinos se
pusieron a agitar pañuelos blancos por las ventanas. Hugo creyó que era una manera
de festejar el éxito del Bloque de Búsqueda, pero más tarde cayó en la cuenta de que
los pañuelos significaban que ellos también se rendían.
Murphy gritó a los hombres que rodeaban el cuerpo y éstos levantaron sus
ametralladoras como lo hacen los cazadores alrededor del ciervo macho que
acaban de abatir. El agente de la DEA inmortalizó el momento. Luego bajó al
tejado y sacó más fotografías del cuerpo hinchado de Pablo, de su cara
ensangrentada y más fotografías de policías junto al trofeo.
Luego le pasó la cámara a uno de los francotiradores y posó junto al cuerpo
también.
Pero antes de que pudiera irse, un oficial colombiano le confiscó el carrete.
Cuando se lo devolvieron, ya había sido revelado, pero faltaban varios de los
negativos. La imagen de Murphy con su camisa roja posando junto al cadáver
causaría un escándalo en Colombia, pues sugería que habían sido los
norteamericanos quienes habían seguido el rastro y finalmente matado a Pablo.
Aquella instantánea como tantas otras de aquel carrete acabarían adornando las
paredes de los despachos de muchos militares y funcionarios de Washington que
habían contribuido al éxito de la misión.
Momentos antes de que Murphy lo llamara, Joe Toft había recibido la noticia de
su amigo Octavio Vargas, general de la
PNC.
—¡Joesito! —exclamó Vargas al teléfono, evidentemente jubiloso—. ¡Lo
hemos cogido!
Toft inmediatamente salió al pasillo de la cuarta planta de la embajada y gritó
para que todos lo oyesen:
—¡Han matado a Escobar!
Después subió corriendo a la quinta planta para confirmárselo personalmente al
embajador. Busby estaba eufórico, así que llamó a Canas, el funcionario del CNS.
—Confirmado —le dijo—. Escobar ha muerto. Ya podemos olvidarnos de él.
Canas salió de su despacho botando como un niño. Abandonó el edificio y cruzó
la calle en dirección a la Casa Blanca para compartir las buenas noticias, pero todos
estaban demasiado ocupados como para prestarle atención. Por fin pudo reunirse
con el segundo jefe del Consejo Nacional de Seguridad, Dick Clark, y juntos le
enviaron un mensaje escrito al jefe de ambos, Anthony Lake.
Mientras tanto, en Colombia, Busby disfrutaba de una sensación de satisfacción
profunda. Después de veinte años de dedicarse a su original actividad, sintió que
aquélla había sido la hazaña más impresionante en la que nunca hubo participado.
Se había mantenido firme en la persecución de Pablo durante dieciséis largos,
frustrantes y sangrientos meses. Nunca cesó el esfuerzo militar, diplomático y de las
fuerzas de seguridad a lo largo de dos gobiernos, y en dos países distintos. Habían
dedicado a aquella cacería tales cantidades de dinero y tantos hombres que quizá
nunca llegaría a saberse el total a ciencia cierta. Había sido horrible. Habían
muerto cientos de personas, policías, miembros del cártel y las víctimas inocentes
de los atentados de Pablo. Busby reflexionó sobre todos los servicios de inteligencia
y unidades militares que habían unido sus fuerzas con una osadía sin precedentes,
tantos cadáveres, y ahora... ¡aquel hijo de puta ya no molestaría más!
Por la tarde, Busby se trasladó al Palacio Presidencial para felicitar a Gaviria en
persona. El presidente no podía dejar de sonreír. Los periódicos habían
sacado ediciones extraordinarias. El titular de El Espectador ponía: «finalmente sí
cayó», y Gaviria le firmó una copia al embajador norteamericano.
La página, amarillenta ya, está guardada con otros recuerdos dentro de una
funda de almohada en casa de Busby en el estado de Virginia. Se ha retirado del
Departamento de Estado, pero aún colabora como asesor para varios servicios y
administraciones del Gobierno.
«Sé que es impropio celebrar la muerte de un ser humano, pero el despliegue que
se llevó a cabo para cazar a Pablo Escobar fue un logro increíble —comentó Busby
—. Cuando pienso en todo el personal y las fuerzas que participaron, todo aquel
poderío dirigido a encontrar a un solo hombre... lo único que puedo decirle es que no
hubiera querido estar en el lugar de Escobar por nada del mundo.»
El ex embajador afirmó desconocer cualquier vínculo entre Los Pepes y el Bloque
de Búsqueda tal y como lo señalara el cable de la DEA de entonces, e insiste que la
afirmación a lo sumo podría traducirse en una sospecha. «Si yo hubiese tenido la
certeza de que tal conexión existía —recalcó—, hubiera cancelado toda la operación
sin más.»
Las cadenas de televisión colombianas filmaron cómo los efectivos policiales
bajaban el cadáver de Pablo del tejado amarrado a la camilla y cómo fue cargado en
una ambulancia de la policía. Grabaron su cara hinchada y cubierta de sangre, y su
bigote «hitleriano». El cuerpo fue llevado al instituto forense, y también allí se les
permitió a las cámaras grabar y fotografiar el cuerpo desnudo estirado en la mesa de
autopsias. Para el regocijo de quienes lo mataron, se habló muchísimo del curioso
bigote.
Entre los militares especializados en «operaciones especiales encubiertas» la
muerte de Pablo fue considerada un éxito. Según reza la leyenda, los miembros de la
Fuerza Delta estuvieron directamente involucrados. Si así fue, quizá tomaran parte
en la planificación, pero no hay pruebas de ello. Algunos de los miembros del Bloque
de Búsqueda que entrevisté dijeron que sí había norteamericanos entre los efectivos
de la unidad de asalto, otros sostienen que no. Es posible que sí estuviesen allí y
hasta que hayan matado al capo sin ser vistos. El Bloque de Búsqueda y la
embajada norteamericana sabían desde hacía días en qué barrio se escondía
Pablo. Quizá supieran hasta la casa, y si lo sabían la Fuerza Delta pudo haber
colocado francotiradores para eliminar al fugitivo cuando saliese. Los
francotiradores de la misteriosa unidad están entre los mejores del mundo; aquello
explicaría la precisión de los disparos fatales.
Al repasar las fotos de la autopsia que mostraban la entrada del disparo mortal en
la cabeza del capo, un miembro de la Fuerza Delta comentó: «Buena puntería, ¿a que
sí?».
El «coronel» Santos de la misma unidad asegura que se encontraba en Estados
Unidos cuando Pablo cayó, pero durante la cacería humana docenas de efectivos de la
unidad y soldados de los SEAL habían estado destinados en Medellín. Un miembro
del «Equipó Seis» de los SEAL relató que había pasado toda la jornada en el cuartel
general «leyendo, estudiando español y jugando con su consola. Era como estar en el
camarote de un barco». Cuando hubo llegado la noticia de que Pablo había sido
abatido, dijo: «No nos dejaron salir ni a respirar durante un par de días. Estaban
paranoicos por la posibilidad de que se descubriera que estábamos allí. Después
volamos a Bogotá y de allí a casa».
Analizando la operación, los operadores de Centra Spike se convencieron
finalmente de que el teniente Hugo Martínez había encontrado a Pablo no por su
maestría en el manejo del detector portátil, sino por un golpe de suerte. La unidad
espía ya había informado al coronel en qué barrio encontrarían a Pablo y, desde el
punto de vista norteamericano, los hechos fueron los siguientes: el Bloque de
Búsqueda había recorrido atolondradamente el barrio durante suficiente tiempo,
detrás de las imprecisiones técnicas de Hugo y de su detector, hasta que
casualmente se toparon cara a cara con el capo.
Las cintas de las escuchas demuestran que Hugo se equivocó al creer que Pablo
los había visto por la ventana. En los diez minutos que trascurrieron mientras Hugo
esperaba que llegaran los refuerzos (para lidiar con la posible llegada de los sicarios
del cártel), Pablo hizo varias llamadas cortas, en las que no demostró haber notado
que la policía hubiera rodeado la casa.
Poco importa cómo se habían «cerrado» aquellos últimos cien metros; el hecho
es que los jefes de Centra Spike estaban encantados con los resultados. Se había
hecho justicia en contra de los peores pronósticos. Haber matado a Pablo no
acabaría con el tráfico de cocaína a Estados Unidos; todo el mundo sabía que ni
siquiera los menguaría. Pero los norteamericanos se habían embarcado en
aquella empresa creyendo que lo que estaba en juego era algo más importante: el
acatamiento de la ley y su defensa por el bien de la democracia y de la civilización.
Pablo era demasiado rico, demasiado poderoso y demasiado violento; un tirano en
potencia que había sido al que una sociedad democrática imperfecta, pero al fin y
al cabo libre, se había enfrentado. Y Estados Unidos habían ayudado a acabar
con él. Centra Spike había aprendido mucho en aquellos dieciséis meses y su
trabajo en Colombia aún no había acabado: todavía quedaban el cártel de Cali y los
distintos grupos guerrilleros.
Pero aquel día merecía ser celebrado. Hubo fiestas en Medellín, en Bogotá y en
Cali. Las botellas de champán se envolvían en banderines con las inscripciones «p.
e.
g. ha muerto» y luego se descorchaban.
El mayor Steve Jacoby les confesó luego a los hombres de su unidad que al llegar
a su casa había bajado del estante la polvorienta botella de coñac Rémy Martin por la
que había pagado trescientos dólares allá en 1990, cuando Centra Spike había puesto
a Pablo en su mira. Jacoby se bebió más de la mitad de la botella él solo.
A la muerte de su hijo, Hermilda Escobar predijo una hecatombe. «Que dios se
apiade de nosotros —dijo—, porque van a ocurrir cosas terribles con la guerrilla y
con el que traicionó a mi hijo. Lo que va ocurrir... y no es que yo quiera que suceda...
Yo los perdono. Perdono de todo corazón a los que me han hecho tanto daño al
quitarme a mi hijo. Los perdono.»
Un periodista preguntó si habría represalias en respuesta a la muerte de Pablo.
«Las habrá—aseguró—. Pero le pido a Dios que los ayude [a los asesinos de
Pablo] y que no tengan que pasar por todo lo que pasó mi pobre hijo.»
Después de que Pablo cayera, Hugo entró corriendo en la casa y encontró el
radioteléfono del capo. Ése era su trofeo, y con él llamó a su superior, el mayor Luis
Estupinán, y le dio la enhorabuena.
Aquella noche, los hombres del Bloque de Búsqueda de Medellín celebraron su
victoria hasta la madrugada, pero Hugo y su padre no se unieron a la fiesta. Tales
demostraciones no eran del gusto del coronel, y cuando se comenzó a disparar otra
vez, el coronel puso fin a la fiesta de inmediato. Al día siguiente por la mañana,
Martínez, su hijo y la plana mayor del Bloque de Búsqueda fueron homenajeados en
Bogotá.
Por la noche, en el hogar familiar, el hijo más joven del coronel, Gustavo, de diez
años, inspeccionaba una pila con los artículos personales de Pablo que su padre
había traído consigo. En la bolsa había una pequeña arma y mientras Gustavo la
examinaba se disparó. Estaba cargada.
Gustavo no sufrió daño alguno, pero la bala le pasó lo suficientemente cerca
como para rozarle la piel del abdomen. Fue como si Pablo hubiese disparado un
último tiro desde la tumba. El coronel reunió los efectos personales del capo, los
metió de nuevo en la bolsa y los entregó aquella misma noche al cuartel general de
la PNC en Bogotá, como si aquellas cosas llevaran consigo una maldición.
La muerte del capo aún le quita el sueño. Martínez sintió una gran satisfacción
personal por haber acabado con el narco. Finalmente fue ascendido a general,
aunque había pagado un precio elevadísimo. Los años que pasó persiguiendo al
capo fueron años de vida que perdió junto a los suyos.
«Cuando pienso en Pablo Escobar, lo veo como un episodio que alteró por
completo mi modo de vida —dijo en su pueblo natal de Mosquera—. Lo que yo
quería hacer con mi mujer y mis hijos también cambió considerablemente. No lo
culpo como persona ni nada por el estilo. Sin embargo, por haber tomado parte en
las operaciones abandoné a mi familia y a mis hijos, quienes me necesitaban en
aquella etapa tan crucial de sus vidas. El reto me recuerda algo negativo de mi
vida de policía, negativo en cuanto a la satisfacción personal. Hubo muy pocas
satisfacciones resultado de todas aquellas operaciones, porque yo fui la víctima
de todo lo que ocurre a una persona cuyo nombre es de dominio público.»
Martínez fue acusado de aceptar sobornos del cártel de Cali y de estar
involucrado en las actividades ilegales de Los Pepes, acusaciones que él niega
rotundamente.
«Lo más triste es que había mandos de la policía que creían que era cierto, y
además nos lo hacían saber —afirma Martínez, que estima que aquellas acusaciones
fueron fruto de la astucia de Pablo—. [Pablo] Me acusó de dirigir las operaciones de
Los Pepes. Pablo Escobar nos acusó a mí, al general Vargas y a miembros del cártel
de Cali de formar parte de Los Pepes. Y las acusaciones salieron publicadas en los
medios, casi todo el mundo se enteró de ellas, y quizás aquellas acusaciones dieron
lugar a rumores de que nosotros teníamos algo que ver con ellos.»
Existen pruebas sólidas de una variedad de fuentes que señalan la probabilidad
de que el Bloque de Búsqueda haya cooperado con Los Pepes. Antes de morir
asesinado en 1994, Fidel Castaño admitió que él había sido uno de los líderes del
escuadrón de la muerte y Martínez admite que aquél colaboró con sus hombres.
Los norteamericanos destinados en el cuartel general del Bloque de Búsqueda
de la Academia de Policía Carlos Holguín recuerdan que Diego Murillo, alias don
Berna, y otro de los líderes de Los Pepes, trabajaban codo a codo con los miembros
del Bloque de Búsqueda. Murillo llegó a conocer tanto a Javier Peña, el agente de la
DEA, que le obsequió con un reloj de oro. Quizá Martínez desconociera los
esfuerzos extracurriculares de los hombres bajo su mando, pero resulta muy
improbable. Lo que sí es más posible es que hoy, años después, el general querría
ser recordado como el hombre que dirigió a las fuerzas de la ley que persiguieron
a Pablo, y como el hombre que ganó una batalla a muerte contra el criminal más
peligroso del mundo y prefiera que las actividades de Los Pepes permanezcan en la
sombra. Martínez afirma que la contribución del escuadrón fue inconsecuente:
«Eran un estorbo, una distracción», aclara. Curiosamente el general es el único que
sostiene tal afirmación.
«Los Pepes fueron una pieza clave —puntualiza un soldado norteamericano que
tomó parte en la cacería—, pero usted nunca averiguará toda la verdad acerca de
ellos, porque nadie se la va a contar. Sólo obtendrá conjeturas.»
Nadie ha sido jamás procesado por los crímenes de Los Pepes. En el recuento
oficial del DAS, las bajas «del cártel de Medellín» durante la segunda guerra y las
muertes atribuidas a Los Pepes han sido agrupadas (acaso de forma reveladora)
bajo el epígrafe de bajas causadas por el Bloque de Búsqueda: un total de ciento
veintinueve (los miembros de Los Pepes presumen de haber matado ellos solos al
menos unos trescientos). Ciento veintisiete personas murieron en los atentados
dinamiteros de Pablo. Ciento cuarenta y siete agentes de la policía perdieron la vida
durante la campaña para atraparlo. Y ciento treinta y dos miembros del cártel fueron
arrestados (muchos de los cuales ya se encuentran en libertad).
Ambos, el coronel Martínez y su hijo, fueron condecorados por la policía como
reconocimiento a sus esfuerzos. A Hugo se le ofreció un puesto en el exterior y
residió dos años en Washington trabajando para la embajada colombiana. Cuando
lo entrevisté ya había alcanzado el rango de capitán y era comandante del
destacamento de la policía de la ciudad de Manizales. Posteriormente fue
reasignado a su antigua unidad de vigilancia electrónica y ahora reside en Bogotá.
Después de que el coronel fuera ascendido a general en 1994, dirigió durante un
año la DIJIN. Durante un período fue instructor en jefe de la PNC; más tarde su
inspector general; y en 1997 siguió los pasos de su hijo y se estableció en
Washington, donde ocupó el cargo de agregado militar de la embajada de Colombia.
Al año, cuando el general José Serrano ocupó el cargo más importante de la
institución, Martínez dejó el cuerpo de policía y se retiró, ya que no coincidía en sus
puntos de vista con el nuevo jefe de la PNC, el antiguo compañero cuyo uniforme
había inspirado al general a unirse al cuerpo tantos años antes. En la actualidad
Martínez es dueño de una pequeña granja y pasa los días entre su residencia en el
campo y Bogotá.
Durante un tiempo, por razones de seguridad, consideró dejar Colombia con su
mujer y su familia y establecerse en otro país. Juntos recorrieron Suramérica,
visitaron Brasil, Uruguay, Argentina y Chile y decidieron que sería en los últimos dos
países del cono sur donde se sentirían más a gusto. Pero en el 2000, en la misma
época en que Martínez comenzaba a informarse para emigrar de su país, los medios
informaron de que la viuda de Pablo Escobar y su hijo habían sido arrestados en
Argentina. Por lo que paradójicamente el sitio que el general supuso más seguro
resultó ser el mismo sitio en el que se ocultaba la familia de Pablo.
Por extraño que parezca, Martínez demostró sentir lástima por ellos: Justamente
cuando yo intentaba buscar un sitio donde sentirme seguro, ellos también lo hacían.
Me duele ver que todavía están sufriendo por algo que sucedió hace tanto tiempo.
Ellos también desean alejarse de todo aquello.
En los días que siguieron a la muerte de Pablo, su mujer e hijos fueron
entrevistados hasta el hartazgo por un equipo de periodistas de una cadena de
televisión bogotana, en su suite del Hotel Tequendama. Demacrada pero
serena, María Victoria se presentó como otra víctima de la violencia de su país:
—No existe ningún saldo positivo de todo esto. No sé si se han dado cuenta,
pero nosotros también somos una familia que ha pasado la misma desesperación
que las demás familias colombianas. Y estoy muy preocupada porque no creo
que, psicológicamente, mis hijos logren salir airosos de esta situación tan compleja.
La pequeña Manuela, desde el quicio de una ventana, defendió a su padre:
—Ustedes no pueden decir nada acerca de mi padre..., nada de nada, porque
nadie lo conoce, únicamente Dios y yo... Y para mí, mi padre es una persona
inocente. Es muy doloroso que el presidente de Colombia haya felicitado a los
que... [mataron a mi padre] por haber cazado al hombre más buscado del mundo. Y
no creo que haya sido necesario que mi padre muriera.
El otrora vehemente Juan Pablo, ahora un joven de aspecto apagado, declaraba
que quería poder vivir una vida normal en el futuro.
—No quiero morir violentamente. Quiero darle paz a mi país [...]. La verdad es
que hemos estado aquí demasiado tiempo y ya no aguantamos más. Estamos
desesperados. Lo que más desea la gente en las fiestas navideñas es libertad y
todas las cosas maravillosas que el mundo nos ofrece. Lamentablemente, el
destino ha querido que nos veamos confinados a este lugar. Estamos llegando al
límite de la desesperación. Mi hermanita no lo aguanta más porque esto es una
cárcel [...]. Ya no
nos queda mucha esperanza.
Al poco tiempo de la muerte de su padre, el adolescente hizo una visita
inesperada a la embajada de Estados Unidos en Bogotá. Pidió ver a Busby, pero éste
se negó. No obstante, Busby llamó a Toft, de la DEA.
—Oye, Joe, el hijo de Pablo Escobar está abajo. No lo voy a ver, ¿vale?
Toft accedió a ver a Juan Pablo, sospechoso de ser cómplice de varias muertes
y de instigar contra el Bloque de Búsqueda. Toft lo había oído despotricar en
las escuchas, pero al entrar en la estancia Toft se encontró delante de un joven
obeso, lleno de preocupación y derrumbado. Lo que más impresionó al jefe de la
DEA fue el talante del muchacho en semejantes circunstancias: «Me dijo que él
y su familia corrían peligro y que estaban solicitando visados para poder salvar
sus vidas», recordaba Toft.
—¿Cuánto costaría conseguir visados? —le preguntó Juan Pablo.
Ni toda la cocaína ni todos los narcodólares del mundo te los conseguirían —
replicó Toft.
Al muchacho no pareció sorprenderle la respuesta.
—¿Está seguro de que no se puede hacer nada? —repitió—. ¿No hay nada que
podamos hacer para ganárnoslos?
—No te daríamos visados ni aunque ayudaras a meter preso a todo el cártel de
Cali.
Tras lo cual el joven se marchó.
Finalmente la familia logró huir a Buenos Aires, donde vivieron en relativa calma
hasta ser arrestados en el 2000. Un contable con quien María Victoria había tenido un
romance, al ser rechazado por ella, informó a las autoridades de que supuestamente la
familia había estado blanqueando dinero. María Victoria y su hijo fueron acusados de
asociación ilícita, y ahora se enfrentan a una condena a prisión o a ser deportados de
Argentina.
Después del éxito alcanzado en Colombia, Centra Spike debió enfrentarse a las
consabidas guerras burocráticas. Los antiguos jefes de la unidad de vigilancia y
detección electrónica creen que la capacidad de obtener excelentes resultados con
equipos más pequeños y de menor coste les llevó a ser acosados por la CÍA y les
convirtió en el blanco de investigaciones internas fabricadas por la Agencia (Centra
Spike fue acusada de cometer fraudes en las cuentas de gastos y de
«confraternizar»). Ciertas o no, aquellas acusaciones lograron que la unidad fuese
disuelta. Se truncaron carreras y muchos de los hombres que participaron en la
cacería de Pablo se han retirado del Ejército. Otros todavía realizan el mismo tipo
de trabajo para el Pentágono como empleados contratados.
El Ejército aún posee la unidad conocida por aquel entonces como Centra Spike,
pero sus antiguos responsables sugieren que su efectividad ha sido reducida
www.lectulandia.com - Página
drásticamente.
La muerte de Pablo Escobar quizá haya sido celebrada en los círculos de poder de
Washington y de Bogotá, pero a muchos colombianos, especialmente los habitantes
de Medellín, les causó una profunda pena. Miles de personas acudieron a su funeral y
siguieron su ataúd por las calles. Aquellas personas se agolparon para acercarse, y
algunos hasta abrían la tapa del féretro para tocarle la cara a el Patrón.
Hubo cánticos de «Te queremos, Pablo», vivas por Pablo Escobar y gritos
enojados dirigidos al Gobierno y promesas de venganzas.
El pueblo de Medellín acompañó al cortejo hasta el cementerio, donde la
hermana de Pablo le dijo a un reportero de televisión que su hermano no
había sido un criminal y que todos los actos de violencia que se le atribuían eran
indispensables para poder «defenderse» de la persecución del Gobierno.
La tumba de Pablo en Medellín sigue siendo cuidada hasta el día de hoy. Sobre
la sencilla lápida puede verse una foto del capo con bigote, traje y corbata. Los
arbustos florecidos enmarcan la tumba, y barras de hierro la cruzan
transversalmente en un arco que sostiene sus tres floreros.
Eduardo Mendoza ha vuelto a trabajar para César Gaviria, ahora secretario
general de la Organización de Estados Americanos (OEA). El ex presidente había
perdido el contacto con su viejo amigo, pero logró dar con él cuando le pedí ayuda
para escribir este libro.
Tal y como le habían recomendado los jueces a cargo de la agotadora
indagatoria, el desilusionado ex viceministro de Justicia se marchó de Colombia,
pero su inocencia ante la ley nunca significó que su honor no sufriese mácula.
Desconocidos en restaurantes se le acercaban y le decían: «Lárguese, lo van a
matar». Otros le soltaban: «Usted es un sinvergüenza». El Ejército aún culpaba a
Mendoza por la fuga de Pablo. La institución sostenía que la única razón por la que
Pablo se escapó fue porque tuvieron que asaltar la prisión para rescatar al joven
viceministro. Nadie le dio trabajo y muchos de sus amigos dejaron de hablarle.
Mendoza se había convertido en un paria.
Así que regresó a Nueva York. Se hospedó en el Club Atlético Neoyorquino
durante varias semanas y después se matriculó para hacer un posgrado de
literatura latinoamericana en la Universidad de Yale. Cuatro meses después se le
acabó el dinero. Cuando se entrevistó con el decano para explicarle las razones de
su partida, la facultad le ofreció una beca y así pudo estudiar tres años más hasta
obtener su título de maestría.
Allí, una fría tarde de diciembre, le llegó la noticia de la muerte de Pablo.
Acabadas las clases del día regresó a su apartamento —al que refirió como «mi
celda monástica»— y revisó los mensajes del contestador. En general únicamente
había un mensaje de Adriana, pero aquel día la voz grabada le adelantó que tenía
veinticinco.
El primero era de su hermano:
—Han matado a Pablo Escobar —fue lo que decía.
Cada uno de los otros mensajes decía exactamente lo mismo, y en algunos de
ellos se podía oír el barullo de fondo de la fiesta.
Mendoza reflexionó sobre lo mucho que había cambiado su vida desde el día en
que aceptó ir a Envigado a «formalizar» el traslado de un prisionero. Con los años,
Mendoza desarrolló un mayor rencor contra los funcionarios que lo utilizaron como
cabeza de turco y lo hostigaron contra Escobar. Sus amigos lo habían tratado mucho
peor que Pablo. Y la consecuencia de todo no fue nada más que tristeza. No sentía
satisfacción alguna por la muerte de Pablo. Ahora no era más que una nota al pie de
página de su vida, el último detalle de una historia que ya había acabado mal, pero no
tan mal como pudo haber acabado. Para qué negarlo.
Después de ponerme en contacto con Mendoza, Gaviria contrató a su viejo
amigo. Eduardo finalmente se casó con Adriana y hoy en día tienen mellizos, un niño
y una niña. En la actualidad Eduardo Mendoza ejerce de abogado para la OEA.
Cuando le pregunté a Gaviria por qué su Gobierno trató tan mal a Mendoza, me
contestó:
—Fueron tiempos difíciles para todos nosotros.
Roberto Uribe, el letrado de Medellín que había sido identificado por Los Pepes
por trabajar para Pablo, aún se encontraba enclaustrado cuando oyó que su antiguo
jefe había muerto. Hacía tiempo ya que Uribe había descorrido el harnero con el que
Pablo le ocultaba el cielo. Ya no le cabía duda de que se trataba de un
criminal sanguinario. Al enterarse de la noticia por la radio del coche, no sintió
tristeza sino una sensación de alivio; la. muerte de su ex jefe significaba que él
sobreviviría.
Posteriormente a su euforia inicial, Joe Toft, jefe de la delegación de la DEA en
Colombia, sintió algo parecido a un nudo en el estómago. Lo sintió todo el tiempo
que pasó sonriendo, abrazando a colegas y hablando con la prensa colombiana. Él y
Busby se trasladaron a toda prisa al Palacio Presidencial donde la fiesta se
desarrollaba. Bebieron champán e intercambiaron sonoras muestras de
agradecimiento y congratulaciones, abrazaron a colegas alcoholizados y se dieron
mutuamente palmadas en la espalda. Pero a pesar de las demostraciones de
poderío de su país, a Joe Toft aún le rondaba una inexplicable sensación de
haber salido perdiendo. Pablo había muerto, pero los buenos de la película habían
sido vencidos.
Era una sensación desagradable, pero Toft se sentía acechado por ella. Unas
semanas después de la muerte de Pablo, el agente Kenny Magee hizo imprimir
certificados oficiales para todos los agentes de la DEA involucrados en la cacería
humana. El texto comenzaba así: «Por su dedicación desinteresada, voluntad y
sacrificio, el criminal más buscado del mundo fue localizado y abatido». En la parte
inferior, a la derecha había un hueco para la firma de Toft, a la izquierda un toque de
ingenio: la firma y huella del dígito pulgar de Pablo Escobar. Un periodista
colombiano recibió la copia que le correspondía por su labor y opinó que los
certificados eran de pésimo gusto, en especial la huella digital. Sin embargo, Toft y
muchos de los otros hicieron enmarcar los suyos.
El orgullo del agente de la DEA en Colombia se mezcló con el arrepentimiento.
Sintió que para llegar a Pablo habían vendido su alma al diablo. Y es que desde
hacía unos meses no dejaban de acumularse informes en su oficina, pruebas de
que sus amigos en el Gobierno de Colombia aceptaban sobornos del cártel de Cali.
Incluso se sospechaba que el general Vargas hubiese recibido dinero sucio, y que
todos ellos habían sido los artífices en la sombra de los asesinatos de Los Pepes.
Toft admiraba el concienzudo trabajo detectivesco que finalmente había hecho caer
al capo, la habilidad casi mágica de los técnicos de Centra Spike, la paciencia y
el coraje y tenacidad del coronel Martínez y del Bloque de Búsqueda. Al mirar
hacia atrás Toft deseó que se hubiesen basado sólo en esfuerzos legítimos. No
dudaba de que les habría llevado más tiempo, no cabía duda de ello, pero hubiera
sido mejor. Hubiera sido lo correcto, y Pablo hubiera acabado por caer en la trampa
de todos modos. Pero a su pesar habían tomado un atajo terrible.
Toft, personalmente, se sentía culpable. Sabía que los agentes Peña y Murphy se
habían reunido con don Berna y con otros enlaces de Los Pepes en la academia de
policía que servía de cuartel general al Bloque de Búsqueda. Toft sabía que los golpes
de Los Pepes seguían a rajatabla los informes de inteligencia que la embajada recibía
de sus servicios, y que ésta a su vez transmitía al Bloque de Búsqueda. Sabía que las
fuentes mismas de la DEA eran miembros fundadores del escuadrón de la muerte, y
tal certeza lo desgarraba. En aquella época Los Pepes fueron desmantelando
eficientemente el cártel de Medellín, quitándole la protección a Pablo capa tras capa.
Pero a Toft no le tranquilizaba la conciencia tener que tolerar los métodos violentos e
ilegales que aquellos hombres utilizaban. Así que en lo moral hizo de tripas corazón.
Así que sus peores recelos y la peor evidencia se la guardó para sí mismo; de hecho,
dentro de la embajada fue Toft quien más defendió el uso de la violencia desde el
comienzo. Cuando Busby había aireado sus dudas acerca de la relación entre el
coronel y Los Pepes, fue él quien había presionado para mantener al coronel al
mando del Bloque de Búsqueda y quien le había asegurado al Gobierno de Colombia
que no los dejarían en la estacada. Pero ahora que Pablo ya había muerto, lo que le
preocupaba a Joe Toft era haber creado un monstruo aún peor. Quizá hubieran abierto
un canal de comunicación entre el Gobierno colombiano y el cártel de Cali. Un
vínculo que sería difícil y acaso imposible de cortar.
Después de entrevistarse con altos mandos de la policía colombiana, el agente
Murphy lo había dicho con todas las letras en un memorando cursado al cuartel
general de la DEA unos tres meses antes:
Como sostuviera una fuente de la PNC, a veces es necesario recurrir
a gente de la peor calaña para atrapar a un criminal. [La fuente] Afirmó
que durante esta investigación habían tenido que tratar «con el mismísimo
diablo» [...] con Fidel y Carlos Castaño, los supuestos líderes del
escuadrón de la muerte conocido como Los Pepes, y con los mayores
narcotraficantes y banqueros más corruptos del mundo [...| Y por más
repugnante que pueda parecerle a la PNC este tipo de actividad, es a la vez
necesaria.
Otros agentes de la DEA se sentían desolados por las mismas dudas. Cuatro
meses antes, en el mismo cable en el que describía la formación de Los Pepes,
Gregory Passic (jefe de investigaciones financieras de la DEA) escribía: «Luis
Grajales [uno de los líderes del cártel había informado la Ospina] que el cártel de Cali
fundamentalmente controla a todos los miembros del Gobierno, a excepción de [el
fiscal general] De Greiff». Según el memorando, otro de los capos de Cali le dijo a
Ospina que tenían un «archivo impresionante de cintas y vídeos, en su mayoría
pruebas de pagos de sobornos a políticos y policías». En una de sus reuniones, los
capos de Cali habían considerado los pros y los contras de adelantarle doscientos
mil dólares a un general de la policía. El adelanto cubriría cuatro meses ya que,
siempre según Passic, «un general de la policía recibía cincuenta mil al mes por: i)
asegurarse de seguir la persecución de Escobar y 2) mantener informado al cártel
de Cali sobre las actividades de la DEA para con ellos».
Toft, naturalmente, había recibido su propia información un mes antes, cuando
una de sus fuentes, el senador colombiano (luego asesinado), mantuvo aquella
reunión con Gilberto Rodríguez Orejuela. El capo de Cali había descrito en detalle
cuánto dinero recibían varios oficiales de la policía como premio por la persecución
de Escobar. Para Toft la conexión con Los Pepes era más que obvia.
Pero ¿de qué le hubiera servido discutir? Si alguien en la posición de Passic lo
sabía, ¿por qué tenía que ser él quien insistiese sobre el tema? Toft sospechó que
si por ello hubiera armado un gran barullo y hubiera hecho saber que los
norteamericanos se estaban acostando con el cártel de Cali y con una pandilla de
asesinos, entonces la DEA se habría retirado de la cacería y Pablo seguiría fugitivo
hasta el día de hoy. Así que Toft miró hacia otro lado. Hizo hincapié en que
sus hombres no ayudaran directamente a Los Pepes en ninguna circunstancia, y
se lo comunicó a Murphy, a Peña, a Magee y a los otros. Sin embargo sabía
fehacientemente que toda la información que él proveyera a Martínez sería
compartida por el escuadrón de la muerte. Matar a Pablo era un asunto asqueroso,
pero la DEA tampoco tenía remilgos a la hora de cooperar con criminales para
cumplir con una misión.
Sin embargo, Toft rumiaba sobre quién se beneficiaba, y el gran beneficiario era
el cártel de Cali. Durante años ellos se habían concentrado en Escobar, y mientras
tanto el cártel del sur había aprovechado la relativa paz para consolidar sus
operaciones, fortalecer sus relaciones con el Gobierno colombiano y erigirse en
monopolio de la cocaína. En definitiva, la victoria le dejó a Toft un sabor agridulce.
Odiaba los estragos que las drogas causaban en Estados Unidos, y siempre creyó
que él y todos los demás agentes de la DEA libraban una guerra en defensa del
futuro de su país. Creía en la causa que lo empujaba a seguir, se consideraba
uno de su adalides. Había comenzado arrestando a «camellos» en las calles de
San Diego y ahora había ayudado a sacar de circulación al más importante de todos
los traficantes de cocaína del mundo. Con todo, en su interior, Joe Toft sentía que lo
único que había logrado era empeorar la situación aún más.
Cuando llegó a Colombia por primera vez, al primer frente de la guerra contra el
narcotráfico, las estadísticas lo dejaron pasmado. Las cantidades de cocaína que se
incautaban eran alucinantes. Pero le llevó años caer en la cuenta de que aquellos
grandes envíos no eran más que una ínfima fracción de lo que se enviaba a Estados
Unidos, y que los funcionarios en los que él confiaba estaban ni más ni menos
jugando al gato y al ratón. Complacían al Tío Sam y a la DEA interceptando envíos
aquí y allí, pero lo cierto era que estaban metidos en el narcotráfico hasta las orejas.
Fue entonces cuando Toft comprendió que el verdadero poder en Colombia no
era otro que Pablo Escobar y cuan omnipresente e insidiosa era su influencia. El
jefe de la DEA en Colombia sabía que atrapar a Pablo sería difícil, pero sólo ahora
que Pablo había muerto se hizo cargo de la envergadura de la tarea que aún tenían
por delante.
Haber matado a Pablo no había acabado con la industria; sencillamente se la había
cedido a líderes nuevos, que muy probablemente hubieran aprendido de los errores
de Pablo. ¿Cuántos hombres harían falta para salir victorioso de una nueva
guerra?
¿Cuántas vidas? ¿Cuánto dinero? ¿Hasta dónde llegaría la implicación de Estados
Unidos? Todas aquéllas eran las preguntas que se anudaban en su estómago aquella
tarde y noche, mientras los demás brindaban por haberse librado de Pablo.
Unos meses después, a medida que la policía colombiana renovaba sus
esfuerzos para cercar el cártel de Cali, Toft se convenció de que la victoria
representaba otra nueva fachada. No creía que alguien con verdadero poder fuese a
parar a la cárcel a menos que así lo decidiera. Los narcos estaban dispuestos a que
los regañaran con una palmadita en la mano, si con ello lograban mantener en
funcionamiento un negocio multimillonario. Es cierto que durante la cacería de
Pablo, los envíos de cocaína se habían reducido. Las estimaciones más optimistas
para 1993 calculaban que llegarían entre doscientas cuarenta y tres y trescientas
cuarenta toneladas de cocaína a Estados Unidos. Y entre el 70 y el 80%
provendría de Colombia. Los norteamericanos gastarían a finales de 1993 unos
treinta mil ochocientos millones de dólares[31] en polvo blanco. Y lo peor: los precios
seguían bajando. El hecho innegable era que en 1993 habría más cocaína y a
precios más bajos que nunca. En efecto, durante el resto de la década los precios
de la cocaína no hicieron más que bajar. Y el resultado final fue que si bien se
habían gastado miles de millones de dólares en la guerra contra el narcotráfico, en
Estados Unidos se podía conseguir toda la cocaína que se quisiera.
Por supuesto que matar a Pablo nunca había tenido nada que ver con el
narcotráfico. Fueron su violencia y su ambición las que acabaron con él. Pero Toft
era un agente de la DEA, un «poli», y nunca había perdido de vista la verdadera
razón por la que estaba allí, mientras observaba las rondas de felicitaciones que
duraron días..., semanas..., meses... Toft se volvió más y más cínico acerca de la
importancia de su trabajo.
Seis meses más tarde se jubiló, dejó Colombia y dejó también una pequeña
bomba de tiempo. Molesto por las alabanzas que el Gobierno colombiano recibía de
su socio del norte, amargado por las traiciones silenciosas de su círculo de
poderosos amigos colombianos, Toft apareció en un programa de televisión para
acusar públicamente al presidente electo Ernesto Samper de pertenecer a la lista de
los tantos otros «empleados» del cártel de Cali. Toft entregó al periodismo copias de
escuchas secretas en las que Miguel Rodríguez Orejuela, uno de los narcos más
conocidos del mundo, hablaba de transferir tres millones y medio de dólares a
las arcas de la campaña de Samper. El presidente negó las acusaciones pese a
que las cintas hayan sido autentificadas, y sostuvo que su comité de campaña nunca
aceptó el dinero. Toft no le creyó. Tampoco le creyeron Busby ni los demás
funcionarios de la embajada.
Las «narcocintas» empañaron los cuatro años de mandato de Ernesto Samper y
volvieron algo más tensa la relación entre los dos gobiernos.
Las cintas también lograron que se le declarara la guerra al cártel de Cali.
Avergonzados por las revelaciones, Estados Unidos presionó a Colombia para que
se tomaran medidas enérgicas. El supuestamente corrupto general Vargas fue
reemplazado por el general Serrano, que desató una implacable caza de corruptos
dentro de la PNC y una guerra sin cuartel contra los capos de Cali. En poco menos
de dos meses se arrestó a Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela y a seis de sus
tenientes.
En la actualidad, Joe Toft vive en Reno, estado de Nevada, y juega al tenis
sin descanso. Su hija Jennifer ha seguido sus pasos y se ha convertido en agente
de la DEA.
—No sé cuál será la moraleja de la historia —especula Toft—. Espero que no
sea que el fin justifica los medios.
Agradecimientos
Me gustaría agradecer a todas aquellas personas que desearon permanecer en
el anonimato y sin cuya ayuda escribir este libro no habría sido posible. La
cacería humana que acabó con la vida de Pablo Escobar es otra de esas complejas
misiones en la historia reciente de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos que
—como mi anterior relato bélico, Black Hawk Down— podría haber permanecido
en la sombra para la gran mayoría. La controversia de si Estados Unidos tiene o
no derecho a asesinar a ciudadanos extranjeros fuera de su propio territorio merece
ser estudiada y debatida con rigor, pero creo que esta historia en particular deja
claro que en ocasiones debe hacerse.
Robert J. Rosenthal y David Zucchino, del Philadelpbia Enquirer, me
mostraron su entusiasmo desde el principio de este proyecto y me apoyaron durante
su concreción. Una vez más querría agradecer a Morgan Entrekin por su
cuidadosa edición y corrección del texto y constante apoyo; a Brendan Cahill, por
su ayuda siempre cargada de optimismo y eficiencia; a Michael Hornburg, Beth
Thomas y Bonnie Thompson por su diligencia a la hora de transcribir y editar; a
Don Kennison, Chuck Thompson y Diana Marcela Álvarez por corregir las
galeradas; y a toda la gente amable y talentosa de mi editorial Grove/Atlantic. Y
una vez más gracias a mi agente literaria, Rhoda Weyr, cuyos consejos son siempre
acertados.
Debo agradecerle al mayor Fernando Buitrago de la Policía Nacional de
Colombia su inestimable ayuda en mi primer viaje allí, y a Jay Brent y Gerardo
Reyes, cuya asistencia en mi segundo viaje fue inconmensurable. De la bogotana
María Carrizosa sólo puedo decir que fue un hallazgo, y le doy las gracias a Adriana
Foglia por haberme conducido hasta ella. Eduardo Mendoza me brindó su tiempo
generosamente y su disposición para traducir textos de un momento a otro, lo que
me permitió mantener conversaciones por correo electrónico con fuentes
colombianas. El general Hugo Martínez demostró una educación y solicitud a toda
prueba, incluso al contestar preguntas acerca de los temas más espinosos. En
cuanto al ex presidente César Gaviria, actual secretario general de la Organización
de Estados Americanos, también fue de gran ayuda.
Gracias a Arthur Ferguson de Ballard, Sphar Andrews & Ingeshall, LLP por
haberme prestado parte de su despacho en Baltimore; a Michael Evans, del Archivo
de Seguridad Nacional de Estados Unidos, por compartir conmigo sus
investigaciones; al DEA (Departamento Estadounidense Antidroga) por permitirme
entrevistar a los agentes que tomaron parte en aquella misión. Y por último, gracias
una vez más a mi mujer Gail y a mis hijos por tolerar con entereza mis largas
ausencias, incluso aquellas que ocurren en mi propio hogar.
Notas
[1]
Clubes de campo. Los country clubs no representan sólo el éxito y el
poder, sino el deseo de la burguesía local de separarse físicamente de un entorno
pobre y por ende conflictivo. (N. del T.)
[2]
Un capo narcotraficante de tendencias pronazis, editor de un periódico en tinta
verde (en honor a la marihuana) y dueño de su propia isla caribeña desde la cual
distribuía su producto. Carlos Lehder merecería —como tantos otros personajes que
aparecen en estas páginas—, un libro propio. (N. del T.)
[3]
A la publicación de este libro, un dólar equivale aproximadamente a unas
doscientas ptas. Un millón de dólares, a doscientos millones de pesetas; y mil
millones de dólares, a doscientos mil (2.00.000.000.000) millones de pesetas. (N. del
T.)
[4]
Pablo Escobar no iba a ser despojado de su escaño hasta diciembre de 1984. (N.
del T.)
[5]
El coronel del Ejército involucrado en la venta de armamento norteamericano a
Irán y en el escándalo de la financiación de los «contras» nicaragüenses. (N. del T.)
[6]
Órgano que asesora al presidente norteamericano en materia de inteligencia y
de defensa. (N. del T.)
[7]
Special Air Service: unidad antiterrorista de elite del ejército británico. (N. del
T.
)
[8]
El «sicariado» representa una cantera de jóvenes asesinos a sueldo,
entrenados para atentar contra personajes altamente custodiados. No solo están
dispuestos a matar, sino más que nada a morir, por ese dinero que sacará a sus
familias de la miseria. (N. del T.)
[9]
La unidad de élite de más prestigio de las Fuerzas Armadas norteamericanas,
cuya existencia se debate entre el secreto y el misterio. (N. del T.)
[10]
Siglas en inglés de very bigh frequency, o frecuencia muy alta. (N. del T.)
[11]
Siglas en inglés de very bigh frequency, o frecuencia muy alta. (N. del T.)
[12]
Decreto que prohibe el despliegue del Ejército o de la Fuerza Aérea fuera del
territorio estadounidense, salvo autorización expresa del Congreso. (N. del T.)
[13]
Tropas de élite de la Armada norteamericana, especializadas en operaciones
marinas, terrestres o aerotransportadas, operaciones clandestinas, de
contrainsurgencia y guerrilla «no convencional». (N. del T.)
[14]
Se estimaba que las quince mil muertes ocurridas en los dos años anteriores
estaban relacionadas directa o indirectamente con el narcotráfico.
[15]
Un término que crearía gran confusión entre las autoridades tras la fuga de
Pablo. (N. del T.)
[16]
Koren formaba, junto con Yahir Klein, Mike Tzedaka y Maerot Shoshani, una
oscura delegación israelí de representantes de industrias bélicas, militares en activo
y mercenarios, que, paradójicamente, prestaban sus servicios al Gobierno, los
paramilitares y los cárteles colombianos. (N. del T.)
[17]
Despegar es un eufemismo de la zona de Medellín que significa, naturalmente
"matar", en el sentido de lanzar a alguien al interior de una tumba o acaso al mas
allá.
www.lectulandia.com - Página
[18]
Arma típica de las unidades antiterroristas. La granada ciega y deja sordos
durante cuarenta segundos a todos los que se encuentren a tres metros a la
redonda. (N. del T.)
[19]
La Agencia de Seguridad Nacional protege los sistemas de información
norteamericanos y a la vez recaba y analiza «inteligencia» proveniente de otras
naciones, infiltrándose en sus sistemas informáticos. (N. del T.)
[20]
Según algunos, un término acuñado por Toft, jefe de la DEA en Colombia.
Todos coinciden sin embargo en que fue una etiqueta muy publicitada,
acuñada durante el mandato de George Bush. (N. del T.)
[21]
Inmigrante mexicano que entra ilegalmente a los Estados Unidos cruzando
el Río Grande. (N. del T.)
[22]
Ciudadano norteamericano de padres mexicanos. (N. del T.)
[23]
Tanto el U-2 como el SR-71 (también llamado Blackbird), son aeronaves
militares especializadas en misiones espía, fotografía de alta definición y localización
de objetivos.
[24]
Similares al que causara el reciente conflicto entre Estados Unidos y la
República Popular China.
[25]
Hugo, el mayor de ellos, se había quedado en Colombia pues aún cursaba sus
estudios en la Academia de la Policía en Bogotá.
[26]
Las patrullas del Vietcong asesinaban regularmente a aldeanos anticomunistas
para someter a la población. Cuando esto sucedía, el Ejército norteamericano
maquinaba (indirectamente) las muertes de importantes oficiales, creando todavía
más terror en el bando comunista. (N. del T.)
www.lectulandia.com - Página
[27]
Unidad de operaciones militares y paramilitares, especializada en guerra de
guerrillas, sabotaje y actividades de contrainsurgencia. (N. delT.)
[28]
Típico atuendo paramilitar. (N. del T.)
[29]
Uno de los dos oficiales de Martínez que muriera ahogado. (N. del T.)
[30]
Organismo que aconseja al presidente en materia de inteligencia y defensa.
(N. del T.)
[31]
Unos 6.160.000.000 millones de pesetas. (N del T.)