En Esta Unidad Tenemos Por Objetivos Que Los Alumnos:: Unidad #1: El Saber y La Filosofía
En Esta Unidad Tenemos Por Objetivos Que Los Alumnos:: Unidad #1: El Saber y La Filosofía
En Esta Unidad Tenemos Por Objetivos Que Los Alumnos:: Unidad #1: El Saber y La Filosofía
1. Ejerciten una actitud filosófica que problematice los conceptos habituales que
orientan nuestra vida cotidiana y que generalmente no analizamos.
2. Diferencien entre “saber” y “filosofar”.
3. Analicen la actitud socrática como modelo del preguntar filosófico.
4. Vinculen el carácter personal y político del preguntar filosófico, tomando como
ejemplo el caso de Sócrates.
5. Conozcan los términos que utilizamos cuando estudiamos filosofía.
¿Qué es saber? Esta sencilla pregunta atraviesa miles de años. Y atraviesa también la
totalidad del texto que aquí se inicia.
Es una pregunta de una gran sencillez y por eso mismo es una pregunta desconcertante.
Es una pregunta breve, que usa palabras de nuestro lenguaje cotidiano (qué... es...
saber...), nada abstruso1 ni extravagante2.
Esta pregunta va al fondo de la cuestión, como en la experiencia de saltar hacia el fondo
de un pozo. No preguntamos por algo lejano y extraordinario, como lo haríamos si
preguntásemos si hay vida en una galaxia lejana. No preguntamos por algo cuya
comprensión requiere destrezas y competencias especiales, como lo haríamos si
preguntásemos por la fórmula de la relatividad en la física contemporánea.
¿No podría resolverse buscando el significado de la palabra “saber” en un diccionario?
No, porque no preguntamos estamos preguntando por el uso de la palabra tal como lo
entiende un diccionario. Pretendemos que esta pregunta nos haga cuestionar nuestros
fundamentos y que sea capaz de movilizarlos.
No se trata de una pregunta teórica, sino de ese conjunto difuso de ideas no del todo
pensadas sobre las que cotidianamente nos apoyamos para tomar decisiones.
Justamente, cuando cada día actuamos en nuestra vida, cuando tomamos decisiones,
sean fáciles o difíciles como emprender un viaje, buscar un trabajo, mandar un mensaje a
alguien, siempre contamos con que disponemos de un saber, suponemos que sabemos
algo.
Creemos poder diferenciar la verdad del error o del engaño, nos parece que tenemos en
claro qué cosas sabemos bien y cuáles ignoramos. Pero esta confianza puede llegar a
tambalearse cuando nos ponemos a pensar en ella: ¿qué es lo que realmente sé? ¿Cómo
me doy cuenta de que sé algo, en lugar de simplemente creerlo? ¿Cuál es la diferencia
entre saber y creer? ¿Puedo estar engañándome acerca de cosas de las que creía estar
seguro? ¿Acaso no me pasó alguna vez que estaba seguro de algo, para darme cuenta
después de que lo ignoraba? ¿Tengo que recurrir a los otros para que reafirmen mi saber
o los otros pueden ser también fuentes de error para mí? ¿Tendré que apelar a una
1
Abstruso: algo que es difícil de comprender.
2
Extravagante: algo extraño, que se aparta de lo común.
Cuando nos hacemos otras preguntas vinculadas a la pregunta sobre ¿qué es saber?, la
sencillez inicial de esa pregunta, ahora nos desconcierta: una pregunta puede llevarnos,
antes que a una respuesta inmediata, a hacernos otras preguntas. Esto no es una
posición cómoda: por el contrario, en la velocidad de la vida actual, facilitada por la
tecnología que nos hace todo más rápido y más sencillo (o al menos eso es lo que nos
gusta creer), nos molesta perder el tiempo pensando, porque preferimos creer que ya hay
respuestas para todo. “No me traigas problemas, quiero soluciones” es un refrán que
suele repetirse con frecuencia en las labores cotidianas.
La vida apurada no ve con buenos ojos que nos demoremos en una pregunta, ni en darle
un valor por sí misma. “Son las respuestas las que valen –nos decimos- las preguntas no
tienen demasiado valor”. Nuestra experiencia en las escuelas y universidades nos lleva a
habituarnos a que lo valioso no son las preguntas y que nuestro pensamiento debería
reposar en las respuestas. Si la pregunta insiste y no logramos responderla lo más rápido
posible, podemos llegar a angustiarnos, como pasa en las noches de insomnio, o
fastidiarnos, como cuando conversamos con un niño que atraviesa la “edad de las
preguntas” y no se contenta con ninguna respuesta que le demos.
Las preguntas no gozan de prestigio en un mundo regido por la eficacia de la técnica. Más
aún si se trata de preguntar por algo tan sencillo y fácil como el saber: ¿qué es saber?
Quizás las preguntas más sencillas sean las más difíciles –como las de las noches de
insomnio o las de la edad de los porqués-, no porque se refieran a asuntos
extraordinarios, sino por ir a fondo, en un solo impulso, hacia las cuestiones ordinarias.
Como vivimos en un entramado de ocupaciones diarias que a cada momento requieren
ser resueltas, es raro que nos detengamos a preguntarnos por las cosas ordinarias, que
ya parecen comprendidas antes de tomarse el trabajo de pensar. Pero, aún así, estas
preguntas persisten: ¿qué es el tiempo?, ¿qué es la verdad?, ¿qué es la justicia?, ¿qué
es la belleza?, ¿qué es propiamente trabajar?, ¿qué es saber?.
La actitud filosófica
Esta manera de preguntar es propia de la filosofía. Es una actitud del pensamiento que se
vuelve sobre sí mismo y a la vez forma parte del diálogo que nos lleva a discrepar con
otros.
Esta práctica humana, que nació hace más de 2500 años en Grecia, en la antigua Atenas,
en circunstancias históricas determinadas que favorecieron que los ciudadanos se
detuvieran a debatir sobre los problemas compartidos.
Desde el principio, eso que llamamos filosofía se consagró a preguntar por lo ordinario
antes que por lo extraordinario; no especialmente por lo lejano, sino por lo más cercano;
no por los asuntos de los especialistas, sino por las cosas comunes a todos.
Pero el carácter peculiar de la filosofía consiste en tratar a las cosas de todos los días
como si posáramos la vista en ellas por primera vez. Porque sucede que creemos saber
muy bien, por ejemplo, de qué se trata la justicia, hasta que descubrimos que
necesitamos tener una noción precisa de lo que es justo, dado que preferimos no cometer
injusticias ni ser víctimas de ellas, y entonces nos damos cuenta de que el límite que
separa a los actos justos de los injustos es problemático. Así es como nos detenemos a
pensar en ella.
Preguntarnos “¿qué es la justicia?” no necesariamente es algo que nos propongamos
hacer por una iniciativa personal, sino un problema que nos asalta, muchas veces a pesar
de nuestra voluntad.
Y aunque a lo largo de 2500 años abundaron las respuestas a preguntas de esta índole, a
pesar de que se escribieron innumerables tratados acerca de la justicia por ejemplo,
sentimos que, cuando una pregunta así nos aparece, es como si la pensáramos por
primera vez.
A veces sucede que una pregunta nos retiene y nos demoramos en ella, más allá de
nuestra voluntad o contra ella. Es una experiencia que tiene que ver con el deseo. Nos
atrae demorarnos en un pensamiento antes que darlo por resuelto.
Por tanto, el “philosophós” no es el sabio sino el amigo del saber; esto significa: no el que
sabe, sino aquel que siente un impulso hacia el saber, un amor por el saber, una amistad
hacia el saber; en definitiva: un deseo de saber.
El filósofo es aquel que, admitiendo no saber, experimenta un impulso por saber. Por eso,
es filósofo quien se pone en una situación distinta del sabio, pero también distinta del
ignorante. Porque tanto el sabio como el ignorante pueden reposar en su condición: uno
ya sabe y no necesita saber; el otro no sabe ni le preocupa saber.
Filósofo es aquel que advierte que le falta saber pero se ve impulsado en busca de
aquello que le falta. No se trata de una profesión, ni de una facultad humana, ni de una
condición permanente: podríamos decir que, según la antigua noción griega y ateniense
de la filosofía, alguien puede filosofar en la medida en que necesita saber algo que admite
no saber.
3
Revelador: es algo que descubre algo que permanecía oculto o no visto.
hablar luego de él? Y sin embargo, ¿qué cosa más familiar y conocida
mentamos en nuestras conversaciones que el tiempo? Y cuando
hablamos de él, sabemos sin duda qué es, como sabemos o
entendemos lo que es cuando lo oímos pronunciar a otro. ¿Qué es,
pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero
explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin
vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si
nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría
tiempo presente. Pero aquellos dos tiempos, pasado y futuro, ¿cómo
pueden ser, si el pasado ya no es y el futuro todavía no es? Y en
cuanto al presente, si fuese siempre presente y no pasase a ser
pasado, ya no sería tiempo, sino eternidad”. (Confesiones, XI, 14, 17)
En muy pocas líneas Agustín instala una de las preguntas más sencillas y a la vez más
difíciles de la historia de la filosofía y expone a la vez esa sencillez y esa dificultad,
íntimamente relacionadas una con otra, que muestran las preguntas filosóficas.
Porque en la época de Agustín y en la nuestra también, en las tareas cotidianas siempre
contamos con tiempo o sentimos que el tiempo nos falta, necesitamos saber qué hora es,
cuántos años tenemos, cuánto falta para llegar al fin de semana o al fin del año.
Una duda que asoma en momentos críticos de nuestra vida, pregunta difícil de encarar
por lo que nos significa, nos lleva a preguntarnos cuánto tiempo de vida nos queda,
cuándo se nos acabará el tiempo.
Es que nuestra existencia consiste en tiempo y el tiempo que tenemos es limitado. Pese a
esa familiaridad cotidiana con el elemento temporal, la simple pregunta “¿qué es el
tiempo?” nos deja perplejos por el solo hecho de ser formulada.
“Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé”
podría ser el rasgo más típico que nos permite reconocer los problemas filosóficos.
Las preguntas filosóficas suelen tener esa estructura sencilla. Como ya dijimos: “¿qué
es… tal cosa?” (por ejemplo, el tiempo, la verdad, la justicia, la valentía, el saber, etc).
Pero su sencillez nos atrae hacia una experiencia profunda, porque nos enfrenta a esos
fundamentos sobre los que nuestra vida reposa cuando no pensamos.
Cuando pensamos filosóficamente, sentimos que el piso se nos mueve. La actitud propia
del preguntar filosófico difiere de otras formas de preguntar que practicamos
cotidianamente: cuando queremos saber cómo hacer algo, cómo obtener un cierto
resultado, por ejemplo, cómo construir un edificio, cómo preparar una comida o cómo
resolver el problema de la inflación, se trata de preguntas técnicas.
Mencionábamos más arriba la interrogación de Agustín acerca del tiempo como una de
las formulaciones más concisas del modo de preguntar filosófico.
El hecho de que esta pregunta aparezca en su libro Confesiones nos dice algo acerca del
grado de intimidad que alcanza la filosofía cuando es capaz de ir al fondo de la cuestión,
de modo que aquel que se pregunta se ve personalmente involucrado en ella y no le
resulta posible guardar una distancia puramente contemplativa respecto de eso por lo que
se pregunta.
Así, decíamos, preguntar filosóficamente por el tiempo es a la vez preguntar por el tiempo
del que dispongo o el tiempo que me falta y eso nunca admite ser tratado como una mera
curiosidad teórica: la pregunta filosófica interpela4 en primer lugar a quien la formula.
Preguntar “¿qué es saber?” conduce de manera irresistible a hacerme la pregunta por mi
propio saber: ¿qué sé?, ¿cómo reconozco el saber o el error en mí?
Pero estas preguntas comparten la doble condición de ser muy personales, porque
conmueven el fundamento en que se apoya la existencia de cada uno, y a la vez comunes
a otras personas, en la medida en que son cuestiones que nos ligan a ellas.
El carácter comunitario que alcanzan las preguntas fundamentales se reconoce también
por el hecho de que una pregunta formulada por San Agustín hace 2000 años puede
repercutir con igual fuerza en las personas del siglo xxi: preguntándonos, formamos parte
de comunidades que no se limitan a un solo lugar o a una sola época, sino que atraviesan
continentes y se extienden por siglos.
4
Interpelar: exigir explicaciones sobre un asunto.
5
Dar cuenta: exponer, revisar.
La dinámica de la filosofía consiste en descubrir esos supuestos que los otros o nosotros
mismos no sabemos cómo sostener.
Las preguntas filosóficas atañen a cada persona que es capaz de cuestionarse y al mismo
tiempo inquietan el vínculo que nos une con los otros.
Podría decirse de este modo: todo preguntar filosófico es a la vez personal y político,
porque siempre se pregunta en el marco de una comunidad, incluso cuando para sostener
una pregunta debamos quedarnos solos o ir en contra de los otros.
Quedarse solos o ponerse contra los otros son actitudes que únicamente puede hacer
alguien que vive en comunidad. El vivir con otros es la condición previa no solo para
acordar un proyecto común sino también para aislarse, disentir o ser condenado al exilio.
El pensar filosófico antiguo surge en el ámbito de la polis (ciudad) ateniense, allá por los
siglos VI y V AC., en un contexto en el que las deliberaciones en las asambleas, las
discusiones en la plaza pública (el Agora) y la posibilidad de caer en el engaño eran
hábitos cotidianos.
Un contexto en el que la sofística (la técnica para pasar por sabio sin serlo realmente,
mediante el manejo de los vericuetos del discurso) era un arma polémica, requerida y
criticada al mismo tiempo por los ciudadanos.
Un pueblo apasionado por la discusión, como excepcionalmente lo fue el ateniense en el
mundo antiguo, se familiarizó con las técnicas del engaño y la confusión, riesgos que era
necesario reconocer para no ser víctima de ellos, o también para tratar de persuadir o de
cautivar a los otros.
Así los atenienses desarrollaron una capacidad especial para sospechar de lo que se dice
públicamente, y para considerar el habla como un arma de poder. Ese clima social
propicia el surgimiento de una agudeza nueva para despejar los problemas de la
comunicación, para tratar de formularlos con precisión, para hacer distinciones donde
otros quieren crear una confusión, para denunciar los supuestos no declarados, para
detectar las formas tramposas del discurso.
Sócrates y Platón
6
Impoluta: sin mancha. Limpia.
al dios Apolo, si había alguien más sabio que Sócrates. La pitonisa le respondió que no,
que no había nadie más sabio que Sócrates.
Para que la sentencia del oráculo le resultara irrefutable, después de consultar a los
políticos, Sócrates indagó a los poetas y descubrió que no sabían lo que hacían sino que
actuaban por inspiración divina. Ellos también creían ser más sabios que los otros pero no
lo eran.
Finalmente indagó a los artesanos, que se mostraban capaces de ejecutar bien su oficio,
pero ante las preguntas de Sócrates no podían explicar en qué consistía. En cada una de
sus indagaciones, las preguntas de Sócrates generaban hostilidad en los que se veían
descolocados al quedar de manifiesto que su saber era solo aparente y que esa
apariencia escondía una ignorancia.
Sócrates conducía esos diálogos con una ironía que no se permitía declarar abiertamente
la ignorancia del otro.
A los grandes guerreros les preguntaba qué es la valentía. A los artistas, qué es la
belleza. A los políticos, qué es la justicia. Sus interlocutores intentaban sucesivas
definiciones de aquello que regía su especialidad y Sócrates simulaba aceptar en una
primera instancia las definiciones que ellos le brindaban, pero mediante un procedimiento
de preguntas agudas e indirectas, mostraba la inconsistencia de esas definiciones de los
sabios.
Al ver desbaratarse sus opiniones, los interlocutores de Sócrates perdían muchas veces
la calma y entraban en contradicciones a las que él no encontraba dificultad en
desmontar. Cuando ellos estaban ya lo suficientemente confundidos, Sócrates daba por
terminada la conversación, agradeciéndoles que se hubieran prestado al diálogo y que
hubieran cooperado en descubrir la dificultad que encerraba la pregunta por el “¿qué
es…?” que se planteaba en cada caso. Le bastaba haber conducido a la otra persona
hasta el umbral en el que no podía sino reconocer su confusión y su falta de certezas.
Sócrates comprendía esta práctica como un servicio que le prestaba al otro. No quería
hacerlo quedar mal, sino que fuera capaz de admitir lo que no sabía.
Sócrates tenía un grupo de jóvenes aristócratas que lo seguían y admiraban su talento
para desvelar el error en la vida de la ciudad. Qué grado de soberbia o de auténtico
servicio a su comunidad ponía él en juego en su extraña misión es algo imposible de
determinar: hay quienes vieron en él a una especie de héroe capaz de exponerse al
riesgo de los malentendidos en honor a la verdad, como el propio Platón, y muchos otros
en Atenas lo consideraron un impostor capaz de ejercer un tipo de crueldad discursiva
contra personas prestigiosas que producía un efecto corrosivo ante la mirada de los
jóvenes que lo seguían. De ahí la acusación de corromper a la juventud.
“…en cada ocasión los presentes creen que yo soy sabio en aquellas cosas
en que refuto a otro; pero en realidad el dios es el sabio, y con aquella
sentencia quiere decir esto: que la sabiduría humana vale poco y nada. Y
cuando dice ‘Sócrates’ parece servirse de mi nombre como para poner un
ejemplo. Algo así como si dijera: “El más sabio entre ustedes, seres
humanos, es aquel que, como Sócrates, se ha dado cuenta de que en punto
a sabiduría no vale en verdad nada’. Todavía hoy sigo buscando e
indagando, de acuerdo con el dios, a los conciudadanos y extranjeros que
pienso que son sabios, y cuando juzgo que no lo son, es para servir al dios
que les demuestro que no son sabios. Y por causa de esta tarea no me ha
quedado tiempo libre para ocuparme de política en forma digna de mención,
ni tampoco de mis propias cosas. Antes bien, vivo en extrema pobreza a
causa de estar al servicio del dios”. (AP, 23a-b, pág. 130)
Lo que él descubrió no es que decía más verdades que los otros, sino que era capaz de
reconocer su ignorancia y esa era la base necesaria de una verdad posible. Su praxis 7 de
enseñanza, si puede hablarse de esta manera, tenía un efecto negativo, puesto que no
había trasmisión de doctrina positiva alguna, sino un difícil acompañamiento del otro, una
ayuda para que se preparara a renunciar a sus falsas opiniones, que dejaría al otro en las
puertas de encontrar la verdad por sí mismo. Sócrates entendió que el señalamiento que
hizo el oráculo encerraba una misión para él: el dios, de esa forma, le había encargado
que ayudara a los atenienses a advertir los engaños en que incurrían.
Esa es la función de veracidad (parrhesía) que Foucault sostiene que Sócrates
encarnaba.
En el ejercicio de su misión, llevada a cabo de un modo tan extremo, Atenas terminó
odiando a Sócrates y condenándolo a muerte.
Así describe François Chatelet en su libro "Una historia de la razón" el efecto paradójico
de la praxis filosófica de Sócrates:
“…Sócrates es llevado delante de los tribunales; rechaza defenderse, es
condenado a muerte, se le ofrece escapar –a los atenienses no les gustaba
demasiado condenar a muerte a sus conciudadanos; esta condena era
formal, y los magistrados que lo habían condenado esperaban que
escapara-. El rechaza esa posibilidad, bebe la cicuta, muere. De esta
enseñanza y de esta muerte ejemplar va a nacer la filosofía…” (pág. 23)
7
Praxis: práctica.
Sócrates asumió esa condena como una parte necesaria de su misión, a pesar de que no
se consideraba culpable. Pensó que, si quería sostener esa verdad, debía hacerlo hasta
el fin, aún a riesgo de muerte.
Si se desdecía, si escapaba de la cárcel, como algunos de sus discípulos le propusieron
una noche, o si iba al exilio, consideraba que no estaba dando testimonio de la verdad,
algo que era necesario hacer en resguardo de esa verdad, de sí mismo (aunque le
costara la vida) y de sus propios vecinos de Atenas (aunque ellos lo rechazaran).
Decir la verdad era un servicio para unos y otros, pensó. Así, en su gesto, se alinearon de
manera inseparable su misión singular (la que el dios le encomendó) y su función cívica,
personal y política.
Sócrates apostó a que el recurso extremo de su muerte dejara instalado en las almas de
sus vecinos un gesto de veracidad. La muerte como su última ironía. Por lo menos en uno
de ellos Sócrates provocó ese efecto: en Platón.
La muerte de Sócrates fue irónicamente productiva para su discípulo, la escena de la
acusación, de la condena, de la negativa a escaparse y de la serenidad que Sócrates
mantuvo en el momento de su muerte configuran una cadena de experiencias traumáticas
para Platón. Y la manera de elaborar ese trauma es sostener sus preguntas: ¿cómo es
posible que Atenas haya tratado al mejor entre ellos como a un reo? ¿Cómo pudo ser que
no reconocieran el servicio que les prestaba y cuánto necesitaban de él? E invirtiendo la
perspectiva: ¿cómo tendría que ser una ciudad ideal en la que Sócrates no terminara
condenado a muerte sino consagrado rey?
Quizás nada estuviera más alejado del propósito socrático que ocupar un lugar de poder,
sin embargo, el efecto que provocó en sus semejantes fue indudablemente político: no se
condena a muerte a una persona si no se considera que ejerce un poder peligroso para la
sociedad.
Y ese choque político, resuelto de manera trágica, desencadenó en Platón la necesidad
de postular un estado ideal, una negación del orden de cosas establecido, aunque más no
fuera en un plano utópico. Platón, al presenciar la muerte de su maestro en manos de
Atenas, no propuso ninguna revolución: en cambio, escribió numerosos libros en los que
delimitó durante siglos el ámbito del pensar filosófico. Desde entonces, la filosofía no pudo
esquivar su dimensión política.