El Pueblo de Las Piedras

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CENTRO PEDAGÓGICO Y CULTURAL SIMÓN I.

PATIÑO

EL PUEBLO DE LAS PIEDRAS

Manuel Vargas (1952)

Con este cuento tengo una larga amistad. Fue el primero que adapté, hace ya
muchos años, partiendo de un pequeño relato en aymara: "Ma sarir jaqi".
contado por un campesino del altiplano paceño.

Encorvado bajo el bulto de su espalda, el hombre parecía arrastrarse por el


sendero. Había vencido los desfiladeros y cruzado las cumbres hasta llegar
al seco altiplano. Ya era tarde y necesitaba descansar. A lo lejos, entre los
remolinos de polvo, vio unas murallas de piedra y avivó el paso.

Cruzó un río seco, torció una curva de espinas y llegó a una calle, donde
retumbaron sus pasos. Se sentó, apoyando su espalda en la ancha pared y
los codos en su bulto. El viento caminaba por las calles y peinaba las casas
sin techos. Ni siquiera un perro, se dijo, sólo piedras. Los ojos se le
nublaron; el cielo se tornó rojizo. Quiso limpiarse el sudor de la frente, pero
sus manos apenas lograron asirse del bulto.

Alguien se acercaba. Era un joven de sombrero gris, caminaba como dando


saltos, vestía ropas apretadas, descoloridas. De más cerca, el viajero pudo
ver sus ojos como brasas, y cuatro pelos de bigotes. Se saludaron, luego
habló el viajero:

—¿Cómo se llama este pueblo?

—Este es el Pueblo de las Piedras.

—Ah. Yo soy un viajero. Camino por estas regiones ganándome la vida.

—¡Qué bien que has venido! Aquí ya no hay agua ni alimentos. Ya no pasan
por aquí los comerciantes ni los viajeros.

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—¿Y quién eres tú? ¿Por qué vives aquí entonces?

—Bueno... yo vivo aquí con mis hermanos. Aquí no hay comida, pero
tenemos mucho oro, al otro lado del cerro. ¿Qué traes para vender?

—Ají de los Yungas.

—Vendeme pues tu ají. ¿Cuánto tienes? Quisiera media arroba.

—Bueno, podemos charlar.

—Mis hermanos tienen hambre —dijo el joven mostrando los dientes


amarillos bajo los bigotes.

—Te venderé pues.

—Pero tienes que darme de fiado. Cuando vuelvas por aquí te pago, tengo
que ir allá, al otro lado del cerro a buscar mi plata.

El viajero no supo qué decir. Comenzó a escuchar un tropel detrás de la


pared. El joven parecía sonreír.

—No tengas miedo —dijo—. Son mis hermanos que sufren de hambre.
Dame pues de fiado, medio bulto, y cuando vuelvas por acá te pago.

El hombre tomó su bulto y el otro tendió un aguayo en el suelo. Dividieron


el bulto en dos mitades. Un acre olor se levantó del ají apretado.

—Bueno —se levantó el viajero—, ahora seguiré mi camino. La próxima


semana volveré a cobrar.

—Está bien —dijo el joven—. Entonces te esperaré con plata.

—¿Dónde te busco?

—En la Calle de las Piedras. ¿Ves allá, la capilla de piedras? Pues ahí
detrás, en un agujerito vivo.

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El viajero se levantó entre risas, echó a su espalda el bulto y se fue.

Al dejar el pueblo, le pareció que las campanas sonaban, que los perros
ladraban y que había un olor a tierra húmeda y a flores, y risas de niños,
silbar de quenas y alboroto de animales. Luego el viento cambió de
dirección y desapareció el encanto.

Un día, volvió a toparse con el Pueblo de las Piedras. Como la primera vez,
no había nadie. En la calle de las Piedras, al lado de la capilla, no había
nadie. Se sentó cerca de una pared deshecha. No había viento. Sólo calor.
Y piedras. Ni siquiera un perro, suspiró. Pero entonces sintió algo vivo en
sus espaldas. Se agarró las sienes, se frotó los ojos, se rascó las costillas
adormecidas, y miró el suelo.

Junto a sus abarcas correteaban muchos ratones pisando restos de tela y


semillas de ají. Un ratón de ojos de fuego se perdió entre las piedras.

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