Grimal. Helenismo y Auge de Roma

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Pierre Grimal

Elenismo y auge de Roma

(capitulos III y IV)


Capítulo III: El Oriente helenistico en el siglo IIIa. de C.
Para todo el mundo mediterraneo, el ano 281 fue una fecha decisiva: no solo se
produjo en Oriente la derrota y el hundimiento de Lisimaco en Cirupedio 1, y luego el
asesinato de Seleuco —acontecimientos que precipitarian la evolucion política de los paises
helenos y helenizados—, sino que, en Occidente, en dicho ano, los tarentinos decidieron
llamar a Pirro en su ayuda contra los romanos, lo que, en un plazo bastante corto, tendria
como consecuencia el sometimiento de toda la Italia meridional a los conquistadores latinos
y, mas aun, la de implicar a Roma en un conflicto contra Cartago, en el que Roma tomaría
el relevo de la politica siracusana, y, finalmente, encontraría el medio (y la obligacion) de
entrar en el grupo de las grandes potencias que se repartian el mundo. A partir de tal
momento, las dos mitades de aquel mundo se ven como lanzadas a dos movimientos
inversos y comp'ementados: al ascenso de Roma responde, en Oriente, el desgaste !
reciproco, la destruccion mutua de los reinos. Pero lo que es cierto en el orden politico no
lo es en el de la vida espiritual y, mas generalmente, de la civilizacion. El helenismo
propiamente dicho se salva del proceso de lenta desintegracion sufrido por los estados
orientales; por el contrario, en el curso del siglo I I I se asiste a la constitucion de una
cultura nueva, que, por contagio y tambien porque algunos de los factores que habian dado
origen a su formacion hacían sentir su accion tanto en Occidente como en Oriente, acabo
propagandose de un extremo al otro del Mediterraneo. Y, por una paradoja a la que no
siempre han sido sensibles los historiadores modernos, se advierte que la desintegracion
politica del Oriente favorecio la supervivencia de un pensamiento y de unas formas de vida
que no debian nada, o muy poco, a los Estados como tales. Para comprender esta
articulacion de fenomenos, debemos desembarazarnos de ciertos habitos y prejuicios
propios de los historiadores del siglo XIX occidental, que, en efecto, ligaban la civilizacion
a la existencia de una nacion y concedían un predominio incondicional a lo ≪politico≫.
Nada hay mas erróneo que aplicar esas categorias a priori al mundo antiguo y, sobre todo,
al helenistico: el marco de la ciudad sigue siendo, en la mayoria de las ciudades
helenizadas, el marco espiritual, cuando la ciudad no tiene ya importancia politica;
inversamente, cuando las realidades espirituales tienden a trascender la ciudad, no piden
ayuda al reino o a la confederacion, sino que avanzan, sin preocuparse de las fronteras ni de
los imperios.
HISTORIA POLITICA DEL ORIENTS HELENISTICO EN EL SIGLO III
Las consecuencias de Cirupedio
La batalla de Cirupedio y el asesinato de Seleuco, ocurrido algunos meses después,
habían creado una situación muy compleja. Ptolomeo Cerauno, el asesino de Seleuco, no
había encontrado inconveniente alguno en hacerse proclamar rey de Macedonia por el
ejército, pero tal proclamación no había sido aprobada por todo el mundo. Antigono
Gonatas, hijo de Poliorcetes, no había renunciado a hacerse un reino, y conservaba
partidarios. Aquel mismo año 281 logró apoderarse de Atenas, y luego, ál año siguiente,
atacó a Macedonia. Contaba, sobre todo, con su flota, pero Cerauno le infligió una grave
derrota, que le obligó a abandonar momentáneamente su proyecto. Inmediatamente —
consecuencia inevitable de su fracaso—, tuvo que hacer frente a un levantamiento en el
Peloponeso. Esparta, quizás impulsada por su rey, Areo, formó contra él una nueva Liga del
Peloponeso. En aquel momento, Antigono se encontraba, probablemente, en Beocia. Para
alcanzarle, Areo desembarcó en Etolia con un ejército, pero no había contado con el
espíritu belicoso y suspicaz de los etolios, que se levantaron contra él y le obligaron a
evacuar su país.
Mas los asuntos de Antigono no mejoraron por eso. Su partido, que dominaba en
Atenas, es expulsado por la oposición nacional, que proclama su fidelidad a la política y al
nombre de Demóstenes.
En el 279, pasa al Asia y, tratando de beneficiarse de la nueva situación que se había
creado en las orillas del Ponto Euxino después de la desaparición de Lisímaco, se une a
Antíoco. Antigono, solo, con las reducidas fuerzas de que disponía, no habría podido,
evidentemente, hacer nada. Pero, inmediatamente después de la derrota de Lisímaco en
Cirupedio, algunas ciudades griegas del Ponto (Heraclea, Bizancio, Calcedonia, así como
Cío, la futura Prusias, y Tío) formaron una Liga del Norte, que proclamó su independencia.
Fueron imitadas por un príncipe de origen persa, Mitrídates, que fundó el reino del Ponto,
incluso antes de la muerte de Seleuco.
La Liga, cuyos miembros habían conquistado su independencia contra Lisímaco, no
estaba dispuesta, en absoluto, a someterse al sucesor de Seleuco, aunque no le quedase otra
salida que la de reconocer a Cerauno y aliarse con él contra el Seléucida. La flota de
Heraclea, que era poderosa, había contribuido a la derrota de Antigono en su intento del
año 280 contra Macedonia.
Unas hordas galas, parientes de las que habían asolado Roma e Italia un siglo antes,
estaban a las puertas de Macedonia y penetraban ya en tierra helena. La invasión de los
«gálatas», como les llamaban los griegos, empezó en la primavera del año 279 procedente
de la región del Danubio, en tres columnas. Cerauno intentó oponerse a una de ellas, cerca
de la frontera, pero el ejército macedónico estaba todavía en sus cuarteles de invierno; los
efectivos de que disponía el rey resultaron insuficientes, y Cerauno fue muerto. Los
invasores tenían el campo libre. Inmediatamente, la confusión empezó a apoderarse de
Macedonia. Desaparecido Cerauno, el ejército no le dio, en principio, más que efímeros
sucesores.
Antigono podía atacar a Macedonia, pero Sostenes, aun prosiguiendo una vigorosa
campaña contra los gálatas, logró infligirle una derrota que desbarató su ofensiva, a
comienzos del 277. En aquel momento, los gálatas habían sufrido una sangrienta derrota,
que les había costado una buena parte de su prestigio. En el invierno del 279-278, una
columna, capitaneada por Breno, había forzado las Termopilas y penetrado hasta Delfos,
con la esperanza de saquear el santuario. Allí chocaron con la encarnizada resistencia de los
habitantes, apoyados por un contingente etolio.
Esta derrota, que levantó la moral de los griegos, tuvo como consecuencia inmediata
la de apartar a los gálatas de la Grecia propiamente dicha, pero no por eso fue contenida la
invasión; continuó su camino, ahora hacia los Estrechos.
En estas circunstancias, desapareció Sostenes, sin haber podido resolver el problema
de la sucesión. Nuevas oleadas de invasores gálatas seguían penetrando en Macedonia.
Aprovechándose de tal situación, Antigono, que había reunido su ejército cerca de
Lisimaquia, i atacó a una horda gala y, por primera vez, en campo abierto, las tropas
griegas pusieron en derrota a los gálatas. Se aseguró que el dios Pan había contribuido a
sembrar el «pánico» entre las filas bárbaras, pero, naturalmente, el prestigio de Antígono se
hizo irresistible. Para los macedonios era el Liberador. Y el ejército le recompensó,
eligiéndole como rey. En unos meses, Antigono había reconstituido un reino de Macedonia
dotado de gran cohesión y prácticamente árbitro indiscutido en las ciudades de la propia
Grecia.
En la primavera del 274, Pirro, de regreso de sus desafortunadas aventuras en Italia
y en Sicilia, invadía el país. Antigono, cuando quiso oponerse a su victorioso avance, no
encontró apoyo más que en sus mercenarios gálatas. Los soldados macedonios le
abandonaron y se pasaron al enemigo. Pirro ocupó su lugar en el trono de Pela, en el 274.
Desde entonces quedaban dibujados los cuadros casi definitivos del mundo
helenístico, al margen de las innumerables fluctuaciones de detalle, que arrojarán hacia un
campo o hacia el otro a tal ciudad o a tal pueblo, y modificarán incesantemente las
fronteras; hasta la conquista romana, la estabilidad será siempre relativa en Oriente.
Sobre las ruinas del Imperio de Alejandro habían surgido tres reinos principales,
Antigónidas en Macedonia, Seléucidas en Asia, Lágidas en Egipto.
Macedonia, en manos de Antigono y de sus sucesores, sigue siendo,
aproximadamente, lo que era en tiempos de Filipo; continúa dominando políticamente a
Grecia hasta las fronteras del Epiro, pero tiene que contar cada vez más con las ligas
locales, la Liga Etolia, la Liga Aquea, cada una de las cuales tiene su política propia, y
también con las ambiciones de ciudades como Esparta e incluso Atenas, minadas por la
solapada diplomacia de los Lágidas, apoyo de todos los partidos anti-macedónicos.
El reino de Egipto, el más sólido de los tres, no fue nunca despedazado por las
guerras que se hicieron los Diádocos: tal como estaba al principio, así será anexionado por
Augusto, después de Áccio.
En apariencia, a los Seléucidas había correspondido la mejor parte: su reino
alcanzaba casi los límites del antiguo Imperio persa, a excepción de Egipto. Pero, en Asia
Menor, hemos visto que ya se habían desprendido importantes territorios: Bitinia, el reino
del Ponto, las ciudades costeras griegas y, muy pronto, el reino de Pérgamo conquistaron su
autonomía.
Las empresas de Ptolomeo I I Filadelfo
Los acontecimientos que siguieron a Cirupedio y que fueron sus consecuencias
directas o indirectas dieron origen a lo que, a veces, se llama «el equilibrio de las
potencias»; cada reino, a pesar de sus debilidades internas y de las guerras en que se
encuentra envuelto, conserva, mal que bien, la apariencia de la grandeza y de la fuerza. Este
equilibrio, en realidad bastante precario, no se romperá definitivamente hasta que la
intervención de Roma en los asuntos orientales introduzca en el mundo helenístico un
factor nuevo. Pero lo que Roma vendrá a trastornar no será un edificio político armonioso.
La fuerza militar o, más frecuentemente, la diplomacia de Roma pondrán fin, en realidad, a
una serie indefinida de intentos sin futuro, de ambiciones siempre fallidas, cuyos mismos
fracasos pueden dar, con la lejanía del tiempo, la ilusión de un equilibrio que realmente no
pasa de ser una caída largo tiempo aplazada.
Un primer período en la historia del siglo III está dominado, sin duda, por la
personalidad y las empresas del segundo de los Lágidas, Ptolomeo II Filadelfo, que había
sido asociado por su padre, Ptolomeo Soter, al poder real en la primavera del 285 y que
reinó solo desde la muerte de-Soter (283) hasta la suya, ocurrida en el 246. Este largo
reinado corresponde, aproximadamente, al de Antigono Gonatas, el otro personaje notable
de esta generación (276-241) y que, en el Asia seléucida, alcanza una duración que abarca
la de dos reinados: el de Antíoco I Soter (280-261) y el de Antíoco II el Divino (261-246)".
Los azares de la cronología acaban de definir un período que presenta una indudable
unidad, debida precisamente a la continuidad de la política lágida.
Ptolomeo I Soter, había establecido en Egipto un reino griego, y sus disputas con
Demetrio Poliorcetes habían mostrado su deseo de estar presente en el mundo egeo. Había
tratado por todos los medios de realizar aquel propósito utilizando, por ejemplo, a Pirro al
comienzo de la carrera de éste ", esforzándose mediante múltiples alianzas por establecer
lazos personales con los soberanos de los otros reinos, tanto el de Líbano como el de
Agatocles 19. Se atraía a las ciudades con presentes y buenas acciones de todas clases, lo
que le había valido el establecimiento de un verdadero protectorado sobre las Islas.
Aquella política de prestigio fue perseguida por Ptolomeo II, llamado después
Filadelfo, tras su matrimonio con su hermana Arsínoe. El nuevo rey era hijo de Ptolomeo
Soter y de Berenice y había sido preferido a los hijos del primer matrimonio. su padre, ya
anciano, había gustado de elevarle al poder, mientras él mismo desde la sombra guiaba sus
primeros pasos de soberano. Filadelfo conservó por su parte una veneración que se tradujo
en el establecimiento de un verdadero culto —sin duda, la «razón de Estado» exigía la
deificación de Soter—, pero parece que Filadelfo sobrepasó, por la magnificencia de las
fiestas que dio en aquella ocasión, la medida que habría bastado para satisfacer las
conveniencias. Unos juegos, los Ptolomaea, debían celebrarse cada cuatro años, lo que los
igualaba con los grandes juegos tradicionales de Grecia. El rey invitó a aquellos juegos con
motivo de su institución, en el 279, a representantes oficiales de la Liga de las Islas, y
aquella fiesta se convertiría en la de toda la dinastía lágida, en la consagración oficial de su
carácter divino.
La primera Guerra Siria
Las hostilidades se desencadenaron a causa de una iniciativa de Ptolomeo I I , que
en el 278, hallándose en posesión de la ciudad de Mileto (disputada, en el pasado, por
Lisímaco, Seleuco y el propio Ptolomeo Soter), le asignó unas tierras pertenecientes a
Antíoco. Este no respondió inmediatamente a la provocación porque se hallaba implicado
en varios conflictos, una revuelta en la propia Siria y la rebelión de la Liga del Norte. Tenía
que hacer también frente a la invasión de los gálatas. Ptolomeo se aprovechó de aquella
situación para invadir Siria en la primavera del 276.
La primera campaña de la guerra se saldaba, pues, con un fracaso militar para
Ptolomeo II. Pero no ocurría lo mismo en el campo de la diplomacia. Ptolomeo, el hijo de
Lisímaco y de Arsínoe, que había escapado a la matanza de Casandria, había encontrado
refugio, como su madre, en Alejandría, y el rey le había confiado el gobierno de las
ciudades de Jonia instalándole en Mileto. Era reunir alrededor del hijo de Lisímaco a los
partidarios del viejo rey, que se negaban a aceptar la autoridad de los Seléucidas. Egipto
instalaba, pues, en Mileto no sólo una eventual «cabeza de puente», sino un loco de
agitación que podía llegar a ser peligroso.
Antíoco decidió tomar, a su vez, la ofensiva y, para no estar en inferioridad en el
campo de las intrigas, fomentó una revuelta en Cirenaica, donde Magas, medio hermano de
Ptolomeo II, gobernaba como virrey,
Así, el Lágida no sólo consolidaba en Asia Menor las posiciones heredadas de su
padre, sino que ocupaba nuevos países: la parte occidental de la Cilicia, la costa de Panfilia,
una buena parte de Caria y de Licia. En Siria posee la Celesitia, que es la parte del país en
que se encontraban los puertos y las tierras más ricas. El reino seléucida es arrojado hacia el
Este y los países no griegos.
Ptolomeo parece estar a punto de realizar su sueño dinástico: imponer su supremacía
sobre el mundo griego. En este momento es cuando envía a Roma una embajada, cuya
realidad es innegable. Filadelfo quería evidentemente, como lo habían hecho los rodios en
el 306, ganarse la «amistad» de la potencia que había dado cuenta de Pirro y que dominaba
a Italia. Roma, integrada, como hemos dicho, al helenismo occidental, no podía dejar de ser
incluida en la cerrada red de las relaciones mantenidas por el Lágida, con todo lo que, de
cerca o de lejos, se refería al mundo griego.

La Guerra de Cremónides
Sin embargo, aquella supremacía diplomática, comercial y espiritual no era todavía
reconocida de un modo indiscutible en la cuenca del propio Egeo: el reino de Macedonia,
surgido definitivamente, según hemos dicho, de la anarquía y de los graves trastornos que
habían seguido a Cirupedio, estaba a punto de recobrar, en manos de Antigono Gonatas, su
posición tradicional en el mundo griego. Antigono, sucesor, en el norte del Egeo, de Filipo,
de Alejandro y de su abuelo Antipatro, era como el protector natural de la Grecia
continental y de las Islas. Macedonia y Egipto no podían, pues, dejar de chocar en la cuenca
del Egeo, donde confluían las ambiciones de la segunda y los vitales intereses de la
primera.
Los Lágidas habían intentado por todos los medios a su alcance impedir el retorno
de Antigono a Macedonia, cuyo trono reservaban para Ptolomeo el hijo de -Lisímaco!J.
Desde el tiempo de Pirro se habían dedicado a consolidar sus partidos en las ciudades de la
Grecia continental y especialmente en Atenas. Esto animó a las ciudades a abandonar a
Antigono, despojado, por algún tiempo, de Macedonia, pero manteniéndose en la mayor
parte de sus restantes posesiones. La inesperada muerte de Pirro había roto los hilos de la
diplomacia egipcia en la Grecia continental. La victoria de Antigono le había granjeado un
considerable prestigio; incluso en Esparta, aliada tradicional de los Ptolomeos, Antigono
contaba ya con amigos —lo que era natural, pues la ciudad le debía su salvación contra las
empresas de Pirro—. Así, el partido pro-macedonio recupera el poder en todas partes,
reduciendo al silencio a los «nacionalistas», que estaban, generalmente, subvencionados o,
al menos, ayudados por Egipto.
Parece que, en muchas ciudades, Antigono, sí no impuso tiranos, ayudó, por lo
menos, a mantenerlos, como Aristodemo en Megalopolis y Aristómaco en Argos. Así,
reducía al mínimo sus propias guarniciones y podía esperar que los «demócratas » le
dejaran en paz pata reorganizar Macedonia.
Las operaciones comenzaron en la primavera del 266. Antígono invadió el Atica,
mientras una flota egipcia, a las órdenes del «estratego», el macedonio Patroclo, tomaba
posiciones a lo ancho del cabo Sunion para dominar la entrada del golfo Sarónico. El plan
de los coligados comprendía una acción combinada entre Patroclo y el ejército de tierra, al
4ue el rey de Esparta, Areo, debía hacer pasar del Peloponeso al Atica. Pero el sistema
estratégico tradicional del imperio macedonio en Grecia, y que se apoyaba en la posesión
de Corinto, se mostró eficaz una vez más.
Pero ya el Lágida intentaba otra maniobra, lanzando contra Antigono al joven
Alejandro, hijo de Pirro, al que Antigono no había disputado, a la muerte de éste, el reino
paterno. Alejandro, pues, invadió Macedonia, lo que obligó a Antigono a dirigirse contra él,
abandonando por algún tiempo el sitio de Atenas. Volvió inmediatamente al Atica; un
ejército que había dejado en Macedonia, al mando nominal de su hijo, Demetrio, de unos
doce años de edad, bastó para expulsar al invasor. Mientras tanto, la Liga del Peloponeso
formada por Esparta (donde Acrótato, hijo- de Areo, había sucedido a su padre como ley)
se había disuelto por sí sola.
Antigono puso fin, de una vez para siempre, a la autonomía de que Atenas había
gozado hasta entonces. La ciudad perdió su derecho de acuñar moneda y, sin duda, también
el de elegir libremente a sus magistrados. Su gobierno fue encomendado a un «estratego»
de Antigono. Atenas comienza entonces el último período de su historia, que es el de una
ciudad «universitaria» —lo que será todavía en el momento de la conquista romana, y lo
que seguirá siendo hasta el final de la cultura antigua viva.

La guerra de Eumenes
La guerra de Cremónides era, en apariencia, una rebelión puramente griega contra el
rey de Macedonia. Antíoco no tenía razón alguna para intervenir. No habría podido hacerlo
más que volando a favor de la victoria, si hubiera querido contrarrestar la diplomacia
lágida, o, de haber tomado la defensa de los coaligados, habría actuado contra sus propios
intereses. Se puede suponer, pues, que permaneció neutral, y tanto más gustosamente,
cuanto que su propia casa sufrió, hacia el momento en que comenzaban las hostilidades en
Grecia, una crisis tan grave que le obligó a poner fin a la co-regencia confiada a su hijo
Seleuco. Después, la muerte de Filetero de Pérgamo, ocurrida probablemente en el 263,
abrió otra, que había permanecido latente durante toda la vida de Filetero. Eumenes, su
sobrino, ya no se contentó con una independencia de hecho. Probablemente apoyado por las
promesas de Ptolomeo, se proclamó rey de Pérgamo y, sin esperar más, atacó a Antíoco y
le venció cerca de Sardes gracias a los mercenarios que le había facilitado el oro egipcio.
Mientras tanto, la flota de Patroclo realizaba varios desembarcos en la costa de Jonia y en la
de Caria. Aprovechando las dificultades de Antíoco, el persa Ariarates establecía, por aquel
tiempo, un reino independiente en la parte de la Capadocia que habían conservado los
Seléucidas. Cuando Antíoco murió, probablemente a comienzos del 261, su hijo, que le
sucedió con el nombre de Antíoco II, se resignó a firmar la paz. Los Seleúcidas quedaban
casi completamente excluidos del Asia Menor. Eumenes había acrecentado el territorio de
Pérgamo, ocupando no sólo todo el valle del Caico, sino la costa a ambos lados de su
desembocadura. Ptolomeo ocupaba Mileto y Efeso, donde estableció como gobernador a
Ptolomeo, hijo de Lisímaco.

El desquite de Antigono y de Antíoco


Mientras esperaban a que estuviera dispuesta aquella' flota para asestar al Lágida un
golpe decisivo, los aliados, Antíoco y Antigono, atacaron a Ptolomeo con las armas de que
éste se había valido tantas veces. Antíoco empezó por provocar en Jonia la rebelión de
Ptolomeo, que consideraba el gobierno de Efeso como una desgracia y no se resignaba a
perder toda esperanza de reinar algún día en Macedonia. Ptolomeo, manejado por Antíoco,
fue asesinado muy pronto, y Antíoco logró recuperar una buena parte de los territorios
ocupados por Egipto en · el curso de las guerras anteriores. Después, prosiguiendo su
ofensiva en Sitia, recobró toda la Fenicia, hasta Sidón.
Mientras comenzaba la aventura de Demetrio el Bello en Cirene, los coaligados
tomaban la iniciativa de un ataque en el mar, hasta entonces dominio indiscutible del
Lágida. Aliados con Rodas (que se mostraba infiel a la alianza egipcia, quizá porque la
creciente influencia de los egipcios en el mundo egeo le parecía peligrosa para su propio
comercio, quizá por otras razones que desconocemos), no sólo impidieron a las flotas
egipcias intervenir en Efeso y en Mileto durante su reconquista por Antíoco II , sino que, en
las aguas de Cos, la fuerza naval organizada por Antigono, que él mismo mandaba, logró
sobre las escuadras de Ptolomeo una victoria decisiva (probablemente, en el 258) ” . En el
255, Ptolomeo tenía que firmar un tratado de paz cón sus vencedores. Antigono le sustituía
como protector de las Islas. Por su parte, Antíoco obtenía el reconocimiento de sus
conquistas a costa de Egipto. Así terminaba lo que, a veces, se llamaba la «Segunda Guerra
de Siria», aunque el principal teatro He operaciones y la decisión misma se situasen en otra
parte, y aunque las ganancias territoriales logradas por el Seleúcida no fuesen más que
consecuencias de la estrategia macedónica.

La inversión de las alianzas y el fin de Filadelfo.


Vencido en ¡os campos de batalla y en el mar, Ptolomeo tuvo que recurrir a su arma
favorita, la intriga. Como Corinto era el principal puerto de Antigono y el corazón mismo
de su flamante potencia naval, fue en Corinto donde el Lágida decidió golpear. Crátero, el
medio hermano de Antigono, había muerto. En el gobierno de Corinto le había sucedido su
hijo Alejandro, pero éste no era tan leal al rey como lo había sido su padre, y, hacia el 253 ó
252, cedió a las instigaciones de Ptolomeo y proclamó su independencia. El reino que se
adjudicó comprendía Corinto y Eubea. Extraño reino, sin cohesión; pero su constitución
paralizaba a Amigono, privándole de bases vitales para su flota y de su flota misma,
capturada en el puerto por Alejandro. Este atacó también a Atenas, pero no logró ocuparla.
En el momento de su «entente cordiale», Atuígono y Antíoco II habían decidido
sellar su alianza con un matrimonio. En el 253, Estratónice, la hermana del Seléucida, se
había casado con el joven Demetrio, hijo de Antigono.
El período que se abre tras la batalla de Andros y tras el hundimiento de la
monarquía lágida presenta menos unidad que el anterior. Las acciones diplomáticas o
militares que enfrentan a los reinos están menos concertadas y son menos coherentes que en
la época en que Ptolomeo Filadelfo, desde su palacio de Alejandría, dirigía las intrigas
personalmente.
Poco después, hace su aparición una nueva dinastía, la de tos Arsácidas, que estaba
llamada a una gran fortuna tras la caída definitiva del reino griego de los Seléucidas. Esto
empezó por la invasión de la Partia, subyugada por una tribu irania, los aparnos,
capitaneados por un jefe llamado Arsaces, cuyo hermano, Tiridates, fundará después el
reino de Partia. Aunque la conquista no fuese efectiva hasta Tiridates, los partos hacían
remontar la era arsácida al año 247. Era el «desquite» político de los iranios, que
reaparecían así, a expensas del helenismo.

La tercera guerra Siria


Esta rápida reconquista de Siria resultó probablemente más fácil para Seleuco
gracias a la acción emprendida al mismo tiempo por Antigono contra Ptolomeo y a la
victoria naval conseguida en Andros contra Egipto42. De todos modos, la campaña no
debió de ser totalmente desfavorable a Ptolomeo, pues sabemos que en el momento de la
paz, en el 241, Egipto aún poseía un gran número de bases alrededor del Egeo. No sólo
continuaron siendo egipcias Efeso y Mileto, sino que también Priene, Samos, Lébedos y la
Jonia meridional, la Caria y una parte de la Licia, así como la Cilicia occidental, siguen
sometidas al imperio de Ptolomeo. Más lejos de su metrópoli, controla el Quersoneso
Tracio, Sesto, Samotracia la costa de Tracia y Cipsela, sobre el Hebro, así como Abdera, en
pleno territorio macedonio
Una vez firmada la paz entre Seleuco y Ptolomeo, el Seléucida tenía que reorganizar
y reagrupar su reino. A instancias de su madre Laodice, Seleuco había confiado a su
hermano Antíoco «Hiérace» el gobierno de las provincias situadas al norte del Tauro, y con
el consentimiento del rey o por su propia autoridad, Hiérace no había tardado en actuar
como soberano independiente. Vuelta la paz, Seleuco se propuso recuperar para la corona
los territorios que le había arrebatado Hiérace. Fue lo que se llamaba «la guerra de los
hermanos».
La Guerra de los Hermanos
La situación se había complicado por el hecho de que el rey Mitrídates, a pesar de
su alianza con Seleuco, había tomado partido a favor de Hiérace. Este, por su parte, había
buscado algunos apoyos más en Asia Menor, de modo que aquella guerra fraticida
degeneró muy pronto en un conflicto más amplio. Con motivo de la primera batalla librada
entre Hiérace y Seleuco ante Ancira, el primero tenía de su parte no sólo al rey del Ponto,
sino a los gálatas, que decidieron la batalla. Seleuco pudo escapar a duras penas y volvió a
sus Estados, abandonando momentáneamente el Asia Menor (hacia el 235) y concluyendo
incluso un tratado en este sentido con su hermano.
Estratónice fue condenada a muerte y Hiérax vencido y obligado a huir, sin que se
sepa muy bien en qué condiciones encontró poco después la muerte. Cuando entre el 22 de
abril del 226 y el 10 de abril del 225 Seleuco I I murió, había restablecido la unidad de la
dinastía y restaurado la autoridad de los Seléucidas sobre una parte de las satrapías
orientales (Jo que le valió en aquellos territorios el sobrenombre de Calínico), pero muchas
provincias seguían fuera del patrimonio real. Sobre todo no había podido impedir la
formación a sus expensas del reino de Atalo, que constituía ya en Asia Menor un temible
punto de apoyo del que podían servirse los Lágidas en sus luchas contra los Seléucidas.
Pero ya se acercaba el momento en que se produciría un notable reajuste con el reinado de
Antíoco III.

Antíoco III
Sin embargo, entre la muerte de Seleuco I I y el advenimiento de su hijo más joven,
que tomó el nombre de Antíoco III, el reino atravesó todavía una crisis muy grave. A la
muerte de Seleuco, el poder había pasado a su primogénito, Alejandro, que había tomado el
nombre de Seleuco III y se había propuesto recuperar las provincias perdidas en Asia
Menor.
Antíoco había recuperado, pues, las provincias perdidas y restaurado la unidad del
reino. Le quedaba por realizar una tercera tarea para devolver a los Seléucidas casi
íntegramente su patrimonio de antaño: liberar el sur de Siria de la dominación egipcia. Al
comienzo de su reinado, el rey había querido empezar por atacar a Egipto, pero se lo había
impedido la rebelión de Molón. Una vez libre de sus restantes preocupaciones, se dedicó a
organizar una gran expedición contra Egipto.

La cuarta Guerra Siria


Antíoco empezó por «liquidar» la cabeza de puente egipcia que subsistía en
Seleucia de Pieria, el puerto de Antioquía. Después, tras hacerse dueño de ella tanto por la
traición como por la fuerza, se dirigió hacia el Sur. El gobernador lágida, un etolio llamado
Teódoto, le entregó las ciudades de Tiro y de Ptolemaida (Acé = San Juan de Acre) y pudo
así ocupar, casi sin lucha, toda la Celesiria.
El Egipto que Antíoco III combatía no era ya el de Ptolomeo Soter o el de Filadelfo.
Evérgetes, al contentarse tras sus efímeras victorias de la tercera guerra siria con
subvencionar a los aliados en Asia Menor y en la propia Grecia, había descuidado el
ejército. Cuando murió, en el mes de febrero del 221, fue sucedido por su hijo, Ptolomeo IV
Filopátor, de unos veintidós años de edad.
El año 217 señala el momento en que parecía que Antíoco I I I debería consumar la
definitiva destrucción del reino Seléucida. En Asia Menor, Aqueo actuaba cada vez más
como rey independiente; las satrapías lejanas, por su parte, se desgajaban sensiblemente de
una monarquía que parecía decadente; los elementos iranios levantaban de nuevo la cabeza
y el helenismo se debilitaba. Pero en pocos años Antíoco acertaría a restablecer la situación
e incluso a lograr un desquite decisivo a costa de Egipto.
En realidad, estos triunfos de los seléucida no habían de ser duraderos y su brillo
incluso atraería contra ellos la hostilidad de Roma, hostilidad diplomática primero y armada
después, que provocaría la definitiva humillación y decadencia de su monarquía. Pero antes
de exponer estos acontecimientos, conviene, sin duda, recordar cuál fue la historia de la
Grecia continental en sus relaciones con la Macedonia, entre la victoria de Andros y este
mismo año de 217, que vio la derrota de Antíoco III en Rafia y la paz de Naupacta, en la
propia Grecia.

El tiempo de las ligas


Polibio ha querido comenzar su historia con el año 220 porque, según nos dice, fue
en ese momento cuando se produjeron dos acontecimientos de una gran importancia: en
Occidente, los pródromos de la segunda guerra Púnica (la «Guerra de Aníbal»), y en
Oriente, la lucha entablada entre la Liga Aquea y el rey de Macedonia —lo que se llama la
«Guerra de los Aliados»50—. Pero esta Guerra de los Aliados no es más que el final de una
evolución política iniciada unos sesenta años antes, y que constituye como el supremo
esfuerzo del helenismo por sobrevivir fuera de la servidumbre de los reinos.
Las dos o tres generaciones anteriores, en los tiempos de los Diádocos, y de sus
inmediatos sucesores después, habían asistido a la eliminación definitiva de la
«ciudad» como potencia política. La causa esencial de esta eliminación había sido la
creciente desproporción entre las fuerzas de que disponían los reyes y las que podían poner
en campaña las ciudades. Estas no podían sobrevivir más que tomando parte en los grandes
tráficos comerciales que se hacían a través del Mediterráneo y fuera de éste, entre los
pueblos todavía bárbaros. Y estos tráficos sólo eran posibles bajo la garantía de potencias
capaces de hacer reinar el orden y la seguridad.
Pero con el final del siglo IV y sobre todo en el curso del II I, se había afirmado
una formación política nueva que parecía capaz de garantizar la libertad apoyándose
en una fuerza militar suficiente para imponer respeto a los reyes. Esto había
comenzado con el triunfo de la Liga Etolia, que había permanecido independiente a pesar
de los esfuerzos de los reyes de Macedonia, acabando por concertar con ellos una especie
de amistad fundada sobre el respeto mutuo.
Sin embargo, la Liga Etolia no podía constituir un modelo susceptible de ser
imitado por los otros griegos. Políticamente, era una formación demasiado arcaica que los
ciudadanos de Atenas, de Esparta o de Tebas miraban con desdén. La Liga no tenía una
ciudad, una capital donde pudiera desarrollarse la pahleia, la cultura que se consideraba
como indispensable a un hombre digno de serlo. No tenía más que un santuario federal en
Termo y un puerto, Naupacto, que no podía rivalizar con ciudades como Corinto.
La Liga Etolia era temible por las cualidades guerreras de sus miembros, turbulentos
e inclinados a obtener del bandidaje los recursos que les negaba la tierra demasiado pobre
de su país. En el mar practicaban la piratería y se hacían temibles en todas las latitudes.
Junto a la Liga Etolia había otras más antiguas que habían desempeñado en otro
tiempo un gran papel y que comprendían ciudades. Pero vivían en precario. Así la Liga
Beocia, que acabaría por inclinarse en el 245 ante la Etolia después de haber sido vencida
en Queronea51. La Liga de las Islas, fundada por Antigono y activa sobre todo en la época
de la supremacía egipcia en el Egeo, no había sobrevivido a la terminación de aquella
supremacía.
Las luchas que en otro tiempo enfrentaban a las ciudades enfrentan ahora a las
Ligas. Los aqueos son los enemigos encarnizados de los etolios. La razón de ello estriba,
sin duda, en una oposición de ambiciones y más profundamente en una antipatía que se
duda en calificar de «racial», pero que se asemeja mucho a una incompatibilidad de
costumbres, de tradición nacional.
La finalidad esencial de la Liga Aquea era, según Polibio, la libertad se proponía
combatir a todos los que «por sí mismos o por mediación de los reyes» intentaban oponerse
a la independencia de las ciudades del Peloponeso.
La Liga Aquea se encontraba alineada en el campo de los enemigos de Antigono, lo
que dio por resultado el acercamiento de éste a la Liga Etolia; junto a ella el viejo rey
preparó un proyecto de guerra contra el Peloponeso con la explícita finalidad de repartir el
territorio de las ciudades que habían sido cómplices de aquella traición. A su vez, Arato
hizo concertar una alianza entre la Liga Aquea y Esparta, y pidió ayuda a Ptolomeo, a quien
hizo nombrar «monarca» de los aqueos. Tras una fracasada tentativa de los etolios para
invadir el territorio aqueo, se firmó la paz en el 241. Macedonia no recobraba Corinto ni
ninguna de las ciudades que habían desertado inmediatamente después de la ocupación de
la ciudad por Arato. En la península no le quedaban ya más que Argos y Megalopolis.

Esparta y sus problemas


Esparta seguía siendo un gran nombre y el grupo de aristócratas que la gobernaban
conservaba un orgullo digno de su pasado. Pero la ciudad ya no era más que la sombra de sí
misma. Los Iguales ya no alcanzaban —se nos dice— más que el número de 700; las tierras
no estaban distribuidas ya de un modo igual entre ellos, según ordenaba —así se se creía—
la antigua constitución de Licurgo, sino que se hallaban concentradas en unas pocas manos
y —lo que era una consecuencia inesperada de aquella constitución— pertenecían
frecuentemente a mujeres. La evolución de las condiciones económicas, la afluencia del
dinero procedente de Oriente y de Egipto habían empobrecido un poco en todas partes a las
clases dominantes, pero en ningún sitio tan gravemente como en Esparta: la subida de todos
los precios había obligado a muchos propietarios a vender sus tierras, lo que había tenido
como consecuencia el privarles de su condición de ciudadanos; otros habían logrado
conservar sus tierras pero no contaban con las disponibilidades necesarias para explotarlas
convenientemente. Proliferaban las deudas y surgía una «proletarización» sin ningún
remedio en una ciudad que no ejercía el comercio.
La Guerra de los Aliados
Filipo, el nuevo rey, sólo tenía diecisiete años y desde su subida al trono hubo de
hacer frente a una situación exterior muy compleja. Los etolios proseguían, un poco por
todas partes y hasta Mesenia, operaciones de bandidaje contra las cuales las ciudades
perjudicadas pidieron, de un modo perfectamente natural, su protección a Filipo, como jefe
de la Liga Helénica. Por otra parte, Roma había puesto ya. su pie en la orilla balcánica del
Adriático61 y constituía allí un elemento nuevo que el joven Filipo debía tener en cuenta.
Así, en el 219, aceptó no sin vacilaciones ponerse en campaña contra Etolia y contra los
aliados que ésta no tardó en encontrar, especialmente Esparta, donde los supervivientes del
partido de Cleómenes volvieron a levantar cabeza. Y todo el mundo griego de Europa se
encontró partido en dos, unos del lado de Filipo, y los otros apoyando a Etolia.

La civilización helenística
Durante el siglo que separa la muerte de Alejandro y este año 217 —cuyo verano
vio, a la vez, la batalla de Rafia, el final de la Guerra de los Aliados y, en Italia, la derrota
de los romanos en Trasimeno—, nació y alcanzó su apogeo lo que se llama la «civilización
helenística», es decir, una civilización griega, sin duda, pero adoptada y asimilada por
poblaciones y reinos extraños al helenismo poco tiempo antes. Es notable que las incesantes
guerras, las matanzas y las destrucciones no impidiesen a aquella civilización imponerse, de
pronto, con un extraordinario vigor.
Las condiciones políticas, en el curso del siglo I I I antes de nuestra era, invitaban a
los espíritus a hacer un esfuerzo de renovación: las tradiciones habían dejado de imponerse
por sí mismas, por su propia fuerza. Los atenienses, después de la guerra Lamíaca y la de
Cremónides, no se atrevían ya a repetir los argumentos de Isócrates o, por lo menos, les
daban un sentido nuevo, separando en sus invocaciones a la hegemonía, ahora ridiculas, el
aspecto político y el espiritual.

La ciudad en el mundo helenístico


En el pasado, la ciudad había sido el marco de la vida política, y seguía siendo,
según hemos dicho, el de la cultura Incluso los intentos de crear unos conjuntos más
amplios —lo que fueron las Ligas— habían utilizado a la ciudad como célula, tendiendo a
limitar lo menos posible la autonomía municipal. Es en la ciudad donde se mantiene y se
afirma la noción de «libertad», tan esencial para, un griego —cualquiera que sea, por otra
parte, el contenido, bastante variable, de esta idea—. Es, pues, muy natural que Alejandro,
desde el principio, tuviese buen cuidado de fundar ciudades, a fin de crear el ámbito
indispensable para la implantación de una población griega. Alejandro deseaba, sin duda, al
multiplicar aquellas fundaciones, constituir otros tantos centros, en los que se aglutinarían,
al menos, ciertos elementos de la población indígena, porque él esperaba llevar a cabo una
fusión tan total como posible entre vencedores y vencidos. Aquellas primeras ciudades (70,
según Plutarco) pueden ser consideradas, pues, como otras tantas «colonias culturales»,
modelos propuestos a la imitación de los súbditos. Pero muchas de ellas tenían también
como finalidad la de dominar el país, consolidando militarmente su ocupación. Eran
colonias de soldados, numerosas, sobre todo, en las fronteras, y sus habitantes no siempre
aceptaban de buen grado la nueva vida que se les imponía.
Las ciudades no se reducían sólo a su territorio urbano, sino que poseían tierras,
cuyos dominios eran propiedad de sus «burgueses» y que contribuían a las rentas de la
ciudad. Pero no todo el campo estaba atribuido a las ciudades. Existían «tierras reales», e
incluso esas tierras constituían la totalidad del territorio sometido a los Seléucidas con
excepción del que se asignaba a las ciudades autónomas. En Asia (como también en el
Egipto lágida) el rey es, en teoría, dueño absoluto de la tierra. Sólo puede conceder parcelas
de ella, mediante un canon, y su propiedad es inalienable.
La tierra real paga el impuesto —en dinero (es el tributo) y en especie—. El rey
percibe una parte considerable de las cosechas: la tercera parte, a veces la mitad —por lo
menos, de las tierras cuya explotación directa se reserva—. El canon es, naturalmente,
menor pata los terrenos concedidos a particulares o a colectividades, puesto que los
usufructuarios retienen una parte de las rentas.

El sentido del Estado helenístico


Heredero de realezas absolutas, el rey helenístico es, en principio, el único señor en
su reino. Los poderes que él no ejerce personalmente no son más que delegados. Puede, en
cualquier momento, recuperarlos. Sin duda, en la práctica, está limitado por la tradición y
no puede entregarse impunemente a la comisión de arbitrariedades, pero todo poder
legislativo emana de él. Puede modificar la ley. Como los griegos gustaban de decir, él es la
«ley viva». Ya hemos hablado de la ficción mediante la cual el «buen deseo» del rey se
transformaba en decretos municipales en las ciudades llamadas autónomas.
La actividad comercial, sin embargo, estaba asegurada por la iniciativa privada. Los
«burgueses» de las grandes ciudades eran frecuentemente comerciantes o, por lo menos,
una parte de los capitales de que disponían estaba invertida en operaciones comerciales
lejanas. El resto de su fortuna solía emplearse en la compra y explotación de propiedades
rurales.

La vida urbana
Lo que el helenismo había aportado al Asia desdé el comienzo de la colonización
griega y más abundantemente que nunca, en el curso del siglo II I, era una forma de
civilización esencialmente urbana. La «ciudad» parece haber perdido, en la misma Grecia,
su fuerza de antaño, aunque sigue siendo el marco natural del hombre civilizado. Sin duda,
ya no es el tiempo en que Sócrates podía enorgullecerse de no haber salido de Atenas más
que en dos o tres ocasiones memorables, y ya veremos que el «campo» empieza a ocupar
un lugar en la vida cultural y también en la vida personal de los griegos, pero no se puede
imaginar que una vida digna de ese nombre se desarrolle enteramente fuera de las ciudades.
En realidad, el urbanismo helenístico no fue inventado en el siglo II I. Tiene sus
raíces en un pasado que a veces se antoja remoto y que en todo caso continúa los esfuerzos
de los arquitectos del siglo V. En aquella época se había generalizado la utilización, para
las ciudades que se fundaban, de un sencillo plano formado esencialmente por un
cuadriculado rectangular, en el que las calles delimitaban áreas sensiblemente iguales
dentro de las que se emplazaban las viviendas particulares. Con arreglo a este estilo se
había reconstruido la ciudad de Mileto, después de su destrucción por los persas en el 494
a. de C.
El elemento esencial, el centro vital de la ciudad sigue siendo el ágora, la plaza
pública donde en otro •tiempo se celebraban las asambleas que decidían soberanamente los
asuntos en las ciudades independientes y fuertes. Ahora los asuntos son menos importantes,
a veces ridículos, pero los resortes tradicionales de la vida pública subsisten, y con ellos su
ambiente, el ágora. En ella se reúnen los hombres libres Pero la forma de las plazas
públicas se modifica, se trata de imponerles una ordenación regular, que no tienen las agoré
de las ciudades antiguas. En las ciudades de nueva creación las agoré son concebidas,
naturalmente, sobre un plano regular, que tiende a incluirlas en el interior de unos pórticos.
Estos pórticos sirven de fachadas a diversos edificios donde se instalan los servicios
administrativos de la ciudad. Allí se abren también tiendas.
En las ciudades de la Grecia clásica, el gimnasio se encontraba generalmente fuera
de la aglomeración, instalado en sitios donde el terreno disponible no escaseaba. A partir
del siglo IV, el gimnasio se convierte en el lugar donde los efebos no sólo se entrenan, sino
además reciben su instrucción «general» y —lo que es más importante aún— donde los
filósofos y los conferenciantes famosos gustan de hacerse escuchar. El gimnasio es
inseparable de la «cultura» helenística. En las ciudades nuevas el gimnasio está ubicado
dentro del casco urbano, como las agorai y los templos. Es significativo que la ciudad
helenística haya concedido un espacio tan amplio al edificio consagrado por excelencia a la
vida intelectual y a la educación de los, jóvenes —nociones todas resumidas en un solo
vocablo: paideia—.
Por último, toda ciudad helenística tenía un teatro que desempeñaba varias
funciones en la vida de la ciudad. No sólo se celebraban en él las representacones a que los
griegos han sido tan grandes aficionados siempre, sino que allí se reunían también las
asambleas del pueblo.
La casa griega, desde siempre, estaba cerrada hacia el exterior y se abría sobre un
patio interior, que daba la luz y servía de pasillo central. Las casas particulares de las
ciudades helenísticas que nosotros conocemos presentan una variedad bastante grande. Es
como si nos hallásemos ante dos tendencias principales: la primera, que triunfa en las
ciudades «coloniales», de plano regular, prefiere las casas relativamente uniformes, que
ofrecen a todos los habitantes un confort aproximadamente igual; equivaldría a la
generalización de lo que se observa en Olinto en el siglo V. La segunda tendencia, que para
nosotros se encuentra sobre todo en Delos, produce casas irregulares, muy desiguales,
algunas de las cuales presentan gran magnificencia

La literatura helenística
La comedia
La comedia antigua (representada para nosotros esencialmente por la obra de
Aristófanes) era una comedia política, sátira más bien que obra dramática (los romanos con
Horacio no se equivocaron en esto), inseparable del medio histórico en que había nacido.

La poesía “alejandrina”
Los .otros géneros literarios no florecieron en Alejandría, tal vez porque tenían
necesidad de libertad y no podían desarrollarse en la atmósfera asfixiante del reino de los
Lágidas.
Hay que agradecer a los «alejandrinos» la creación de nuevas disciplinas, como la
crítica textual, la gramática y la dialectología, la biografía histórica y literaria, la mitografia
y la continuación de géneros ya existentes, como la retórica teórica, la poética —géneros de
los que se apoderaron sobre todo los filósofos, pero que los técnicos del Museo
contribuyeron a perfeccionar recogiendo hechos poco conocidos—.La poesía amorosa
estaba bien representada en Alejandría.

La filosofía
Como es sabido, la filosofía griega está dominada desde finales del siglo V por la
influencia de Sócrates.
Sería erróneo, sin embargo, creer que las distintas escuelas que entofaces surgen —
siendo las dos más importantes, con gran diferencia, el epicureismo y el estoicismo— no se
preocupan más que del hombre, y en absoluto del resto del universo. Para un estoico, · el
alma humana es un verdadero microcosmos, la tazón que en ella se manifiesta es idéntica a
la que anima a toda la creación, y el esfuerzo del sabio consistirá en liberar esa razón que la
habita de todo lo que puede ocultarla o entorpecer su ejercicio.
De igual modo, un epicúreo hace descansar su concepción de la sabiduría sobre una
física, de la que tanto el principio como el detalle han sido tomados de Demócrito por el
fundador de la secta, mientras que la física estoica recoge, en sus grandes líneas, la de
Heraclito. Epicuro admite, siguiendo a Demócrito, que el ser es un compuesto material
formado de átomos muy pequeños, que se combinan entre sí para formar todo lo que existe.
Las cualidades «secundarias» (color, calor, olor, etc.) no son más que el resultado de la
actividad inherente a los átomos, que implica eternamente una agitación incesante —son
sensaciones propias de la conciencia humana, pues la verdadera realidad consiste sólo en
extensión y movimiento—. Los dioses mismos son materiales, viven perpetuamente
jóvenes y bellos en los inmensos espacios que separan los diferentes mundos creados en la
infinidad del tiempo por el movimiento de los átomos. Todo el secreto de la sabiduría —y
por consiguiente de la felicidad— consiste en aceptar estos principios y en sacar de ellos
todas sus consecuencias lógicas: no temer ya a la muerte, porque el alma, también material
y compuesta de átomos, no sobrevive a la disolución del cuerpo.
Estoicismo y epicuteísmo, dos sectas, .desde luego, rivales, si no enemigas siempre,
se asemejan en un punto: las dos proponen como máxima la de «vivir según la Naturaleza»,
aunque no dan el mismo significado a la noción de Naturaleza, pues los discípulos de
Zenón ven en ella, esencialmente, la Razón, que es propia de la naturaleza del hombre (por
oposición a los animales y por analogía con la naturaleza divina), mientras que para los de
Epicuro es la potencia de donde surge toda la vida, ese fecundo mecanismo que «fabrica» a
cada instante lo que es.

El arte helenístico
El segundo gran factor de unidad, para el mundo helenístico, es el desarrollo del
arte. En realidad, la fabricación de las obras de arte es una industria: las estatuas son objetos
de uso corriente, puesto que sirven tanto para las necesidades del culto como para los
honores que se rinden en las ciudades a los ciudadanos distinguidos o a los soberanos. La
obra de arte no es, en absoluto, el producto libremente creado por algunos artistas, gracias a
una inspiración tal vez caprichosa. Los artistas creadores son muy raros, entre una infinidad
de artistas que reproducen tipos determinados.
Las verdaderas tendencias helenísticas del arte son otras: se orientan hacia el
realismo, hacia la expresión de las semejanzas y de los sentimientos violentos o íntimos.

La religión en la época helenística


La conquista griega no había cambiado ni querido cambiar nada en las creencias y
en los cultos de los países conquistados. La religión de los griegos está exenta de todo
proselítismo, no por escepticismo, desde luego, sino porque lo divino no está ligado en ella
necesariamente a tal o cual forma de ritos, a una o a otra fe. La tendencia espontánea de un
griego le induce a tratar de identificar, ante una religión extraña, lo que tiene dé parecido a
su propia creencia. La religión griega clásica es ya, en sí misma, una síntesis de los
diferentes cultos locales, y se sabe, por ejemplo, que el Zeus panhelénico, el que presidía
los Juegos de Olimpia, es un dios compuesto, en el que confluían personalidades divinas
tan diferentes como el Zeus cretense, el Zeus aqueo, el Zeus arcadlo, sin contar otras
formas menos claramente perfiladas y que sólo se revelan en la diversidad de los mitos.
La religión «oficial» en la propia Grecia sobrevive a la decadencia política de las
ciudades. Porque esta decadencia, por real que sea, sólo es consciente a medias. El marco
municipal, según hemos dicho, subsiste y, con él, las tradiciones locales, entre las que
figura la religión «de otro tiempo». Además, los grandes santuarios panhelénicos siguen
ejerciendo una gran atracción sobre las multitudes. Más aún: se hacen esfuerzos por crear
en otras ciudades fiestas rivales con un pretexto u otro. La religión continúa siendo una de
las formas de rivalidad entre las ciudades tratando cada una de dar más brillo, más
esplendor y también más eficacia en el campo temporal a su divinidad protectora.

Capítulo IV

Habla de la desintegración de los 3 imperios sucesores del de Alejandro Magno y sus


respectivas fragmentaciones a lo largo del siguiente siglo.

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