Diaspora Chilota A Patagonia
Diaspora Chilota A Patagonia
Diaspora Chilota A Patagonia
Consejo editorial
Santiago Aránguiz Pinto / Soledad Falabella Luco
Marcos García de la Huerta Izquierdo
Eduardo Godoy Gallardo / Thomas Harris Espinosa
Pedro Lastra Salazar / Manuel Loyola Tapia
(†)José Ricardo Morales Malva / Carlos Ossandón Buljevic
Jaime Rosenblitt Berdichesky / José Promis Ojeda
Macarena Urzúa Opazo / Pedro Pablo Zegers Blachet
Dirección editorial
Thomas Harris Espinosa
Diseño editorial
Felipe Leal Troncoso
Asistente editorial
Javiera Mariman Retamal
Periodista editorial
Juan Pablo Rojas Schweitzer
Preparación de archivos
Ricardo Acuña Díaz
9 Presentación
Carlos Ossandón Buljevic
11 HUManiDaDes
158 La diáspora chilota en la Patagonia vista desde los ojos de los que se quedan
(Una historia de familia y la poética de la ausencia)
Sergio Mansilla Torres
175 testiMOniOs
199 reseÑas
200 Ética de la imaginación. Averroísmo, uso y orden de las cosas. Mauricio Amar Díaz
Rodrigo Karmy Bolton
El texto que sigue corresponde a la charla inaugural año 2017 de la Cátedra Abierta
de Pensamiento Latinoamericano, Facultad de Educación y Ciencias Sociales, Uni-
versidad de Magallanes, Punta Arenas, 15 de mayo de 2017. Agradezco la gentil invi-
tación del poeta y amigo Christian Formoso, académico de dicha casa de estudios.
***
/ 159
tenían viejas camionetas Ford o Chevrolet, un par de ellos contaban con lanchas
de cabotaje motorizadas.
La escena antes descrita ocurría en casa de mis tías, tres hermanas de mi madre,
quienes eran entonces jóvenes, bellas, solteras; sus padres, o sea mis abuelos ma-
ternos, ya habían fallecido para 1964; el padre de ellas, José Gracias Torres, había
muerto algunos años antes de una enfermedad fulminante en Punta Arenas y,
según supe después, lo sepultaron en Punta Arenas mismo, en el cementerio mu-
nicipal, es decir, en el “cementerio más hermoso de Chile”, como irónicamente
escribiría el poeta Christian Formoso muchos años después. Mi madre contaba
que su madre, o sea, la viuda, viajó hasta la austral ciudad por una única vez, solo
para sepultar al hombre que había engendrado en ella cinco hijos: un hombre y
cuatro mujeres. Lavinia Ortega se llamaba mi abuela materna y había fallecido
un año antes más o menos de que se desguace su casa, aquejada de un cáncer al
estómago, según decía mi madre; pero bien pudo haber fallecido de un cáncer
intrauterino, mal que por esos años acababa con la vida de muchas mujeres cam-
pesinas habitantes de las abandonadas islas de Chiloé.
Estas tres mujeres —Zulema, Fedima, Emelina— conocidas en el sector como “las
chicas Torres” o simplemente “las Torres”, acababan de deshacerse de sus anima-
les, mal vendiéndolos casi todos, y si no pudieron en ese momento vender casa
y tierra (lo hicieron tiempo después, a distancia) solo fue porque no había quien
dispusiera entonces de dinero contante y sonante para hacerse de una casa de
madera —no del todo terminada pero habitable— y alrededor de 20 hectáreas
que incluían praderas, bosques, vertientes. Sucede que habían decidido emigrar
a Punta Arenas, tal vez a la siga del padre muerto o del hermano mayor, asentado,
decían, desde hacía algunos años en Río Grande, ciudad que solo mucho tiempo
después supe que pertenecía a la República Argentina. Lo último que pudieron
vender fue, precisamente, el guano de oveja, antes de proceder a embarcarse en la
motonave Navarino rumbo a esas lejanas tierras que prometían una vida mejor,
“menos sacrificada”, decían ellas, que les permitiría materializar, vaya a saber
uno, qué sueños de mujeres jóvenes agobiadas, quizás, por la perspectiva de una
vida isleña dedicada a la agricultura de subsistencia; mujeres solas, para remate,
teniendo que lidiar con el ganado, las siembras, los interminables inviernos, la
leña, las reparaciones constantemente requeridas por las casas de madera en un
entorno casi siempre húmedo, como lo es el de las islas de Chiloé. Mi madre,
ya casada entonces con mi padre, tuvo el buen cuidado de asegurarse de que yo
no viera partir a mis tías. El privilegio de la despedida se lo reservó para ella, la
única hermana que se quedaría para siempre en Chiloé, contemplando cómo su
familia de origen se disgregaba en una diáspora que sería, como en efecto lo fue,
sin retorno.
160 /
¿Por qué tener que irse de las islas? ¿Qué promesas venían de esas lejanas tierras
patagónicas que arrastraban a tantos a una aventura de un viaje, la mayoría de
las veces sin regreso, de resultado cuando menos incierto? Es que en la Patagonia
se come carne todos los días, se gana plata, se conoce gente de otros mundos; el
cielo es ahí de veras interminable. Tierras patagónicas que, en la mente infantil
del niño que yo era entonces, se me aparecían como reinos de cuentos; los adultos
mencionaban nombres de ciudades que vagamente asociaba yo con la inescruta-
ble y a la vez seductora Ciudad de los Césares, de la cual mi abuelo paterno me
había hablado en más de una ocasión: esa misteriosa urbe en la que todos comían
en platos de oro, las calles estaban pavimentadas de oro, y hasta el rocío del ama-
necer era dorado como gotas de sol caídas a la tierra.
A principios del siglo XX, Chiloé era visto como un mundo de arcaísmos
y extrema precariedad material. Carl Skotteber que visitó la isla en 1902
dijo: ‘En ningún lugar de Chile se encuentran condiciones tan primitivas
o costumbres tan simples como en Chiloé y sus islas adyacentes’. La
carencia de industrias era la causa por la cual la provincia sobrevivía en
una pobreza endémica propia de una endeble economía de subsistencia,
basada únicamente en una agricultura precaria, muy poco desarrollada
tecnológicamente, y que escasamente permitía obtener una renta que
permitiera vivir (29).
/ 161
El historiador Rodolfo Urbina traza igualmente un panorama bastante desolador,
solo que la escena por él descrita acontece 50 años después de la que describe
García Huidobro:
De ese mundo vengo yo, de una ruralidad de gente descalza, de ropas remendadas
una y otra vez, en el que la energía eléctrica brillaba, pero por su ausencia, en el
que los caminos en invierno simplemente dejaban de existir bajo el agua o bajo
gruesa capa de barro que, con suerte, permitían el paso de cabalgaduras; en el
que los cortos veranos constituían el periodo de mayor trabajo para asegurar las
cosechas, el acopio de las papas, la leña, el forraje para las bestias de tiro; tiempo
para la maja de manzanas y acumular la noble chicha de manzana para, una vez
entibiada, capear los duros fríos invernales; reparar la casa, la bodega, los galpo-
nes si se podía, y un largo etc., que iba desde mariscar en la playa cercana, cultivar
la huerta, hasta secar trigo al sol para disponer de harina y pan producido en la
propia casa. Disponer de dinero contante y sonante fue siempre un problema
endémico; de créditos bancarios ni hablar. Comprar zapatos de fábrica (como
se decía entonces) o un traje de tienda o una radio, en fin, hacerse de productos
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industriales y tecnológicos, era prácticamente una verdadera hazaña; a menos,
claro, que llegara dinero de los parientes que andaban por esas tierras de ensueño
que le decían Patagonia. De hecho, hasta fines de la década de 1960 casi la totali-
dad de los niños campesinos acudíamos a la escuela descalzos, sea invierno o sea
verano, haya escarcha, lluvia o sol, sin importar la dureza cortante de las piedras
filosas de la playa o las espinas de las malezas que se clavaban en nuestros pies
cuando cruzábamos los campos.
De ese mundo escapaban mis tías. Premunidas ellas de la voluntad de querer otra
vida, para sí mismas y para los hijos que vendrían, confiando en su escasa esco-
laridad, en su disposición a trabajar duro en cualquier trabajo, siempre que sea
honrado, emprendieron la monumental tarea existencial de transformarse, de
campesinas, en trabajadoras urbanas proletarias en Punta Arenas: empleadas de
servicio doméstico; dependientes de pequeños almacenes de barrio, de cantinas;
encargadas de la limpieza en edificios públicos o casas de familias acomodadas;
en fin, lo que viniera. Como tantos migrantes, no les hicieron asco a trabajos du-
ros, poco o nada calificados. Mi madre siempre supo de las privaciones y malos
ratos (y malos tratos) que pasaron sus hermanas en la lejana Punta Arenas por
ser mujeres y por ser chilotas (quizás por eso nunca en vida quiso pisar las calles
de la austral ciudad, a pesar de las incontables invitaciones que, por años, recibió
de sus hermanas, pasajes pagados incluidos); quizás saber de esas privaciones
le provocaba tristezas demoledoras que nunca llegó a contar, sino solo a retazos
y muchos años después, cuando esa dura etapa inicial de asentamiento de sus
hermanas migrantes había quedado ya en un pasado lejano. Quizás, a su modo,
mi madre odiaba ese mundo patagónico, de allá lejos, que tanto prometía, que
se llevó a los suyos y que devolvía tan poco o nada. Odiaba, de eso estoy seguro,
el campo —ella, que toda su vida fue una campesina— porque la vida del campo
solo servía, decía ella, para que la gente joven se vaya y no vuelva nunca más.
***
Según contaba mi abuelo paterno Félix Mansilla Zúñiga, tuvo un hijo que se lla-
maba Daniel. No sé si el primero o el segundo de un total de nueve. Un buen día
de un año lejano imposible de identificar —¿habrá sido circa 1945?—, recién cum-
plidos 17 años, se marchó de su casa, de Changüitad, sin decir una palabra a nadie
y llevándose los ahorros de su padre. Según lo que recuerdo que decía mi abuelo,
dio aviso a la policía por la repentina ausencia de su hijo; pero cuando se enteró
de que la desaparición de su hijo coincidía con la recalada de un barco rumbo a
Punta Arenas, supo de inmediato dónde estaba su hijo. Como fuere, al cabo de un
tiempo la policía le dice: “Mire don Félix, su hijo va en un barco a Punta Arenas;
si Ud. quiere lo hacemos desembarcar y lo traemos de vuelta”. Mi abuelo se que-
dó mudo por algunos segundos y luego dijo: “Déjenlo no más; es su vida. ¿Qué le
/ 163
puedo dar yo aquí?”. El joven Daniel nunca más se comunicó ni con su padre, ya
viudo para entonces, ni con sus hermanos; jamás envió ni una miserable carta
mal escrita siquiera (¡quizás no sabía escribir!). Hubo otros isleños que, sin em-
bargo, lo vieron en más de una ocasión en algún lugar de la Patagonia: “Vi a su
hijo Daniel, don Félix”; “¡ah!” exclamaba mi abuelo, y hasta ahí llegaba la conver-
sación. Después se fue Saturnino (Chato, le decían), y durante 20 años tampoco
dio señales de sus andanzas por esas lejanas tierras del fin del mundo. Al cabo
de esos 20 años volvió una vez a Chiloé, como vuelve el náufrago a contemplar
el islote que alguna vez lo mantuvo con vida en mitad del océano. A ese sí lo co-
nocí: ni hablaba siquiera, aunque cuando el alcohol lo achispaba se volvía locuaz
y contaba historias de peones que dormían tirados sobre unos cueros de oveja,
con perros que les calentaban los pies; hablaba con tristeza de amores perdidos.
En su sobriedad, en cambio, era igual a un silencio de piedra. Un día se marchó
antes del amanecer, y desde entonces hasta ahora —conste que han pasado 50
años— nadie en Chiloé ha sabido de él. Después se fue Olegario, se fue Fidelia,
se fue Hernán, se fue Segundo; de los nueve hermanos solo quedaron tres en la
isla, entre ellos mi padre, que anduvo sí yendo y viniendo por algunos años entre
Chiloé y un sin fin de sitios patagónicos de este lado y del otro de la frontera, a los
que habría que agregar Osorno y el Norte Grande chileno.
—No vive ya nadie en la casa -me dices-; todos se han ido. La sala, el
dormitorio, el patio, yacen despoblados. Nadie ya queda, pues que todos
han partido.
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Se van y no se van los que se van. Porque la diáspora es también un desgarro
para los que se quedan: esos que contemplan y contemplarán por el resto de sus
vidas un horizonte en el que solo se materializa la ausencia de los suyos y, a la
larga, una desmemoria o a lo menos una distancia hacia quienes alguna vez fue-
ron incluso carne de su carne, sangre de su sangre. El viaje de los que se quedan
es quizás hacia el abismo de su propio pasado y hacia las dolencias de un futu-
ro que será quizás de enfermedades, de vagas añoranzas, soledades que parecen
días y noches en perfecta sucesión. Como las de tantos padres y abuelos chilotes
que vieron partir uno a uno a sus hijos o nietos, sabiendo que, en la mayoría de
los casos, no los volverían a ver: una huida radical de un mundo de miseria y de
carencias de expectativas. Mi abuelo Félix murió un día de 1969 acompañado de
tres de sus nueve hijos. ¿Y los otros seis? Algunos se enteraron tiempo después
de la muerte de su padre, por correo postal. De otros nunca se supo si llegaron
o no a enterarse; tal vez ya estaban muertos desde mucho antes de que muriera
su padre. Gente dispersa por los andurriales del mundo, añorando a menudo una
isla que, sin embargo, los expulsaba a poco de crecer, y a veces antes de crecer.
Olegario Mansilla Ojeda, o Yayo Mansilla, como le solían decir —uno de mis tíos
paternos—, emigró a la, entonces, hacía poco creada provincia de Aysén, cir-
ca 1947-48 (hoy la zona tiene nombre de militar, nada glorioso hay que decir; le
llaman Región de Aysén del General Carlos Ibáñez del Campo). Se aposentó en
Puerto Ibáñez, a orillas del Lago General Carrera. De oficio carnicero, eso dicen,
pero en realidad era una fachada tras la cual se ocultaba su verdadero trabajo:
activista pagado del Partido Comunista de Chile, en los tiempos en que el Partido
educaba a sus militantes obreros, cuando los activistas eran verdaderos misio-
neros evangelizadores de la causa comunista mundial. Tal vez defendió en su
momento al hoy indefendible Stalin, luego a Khrushchev, y a todos los que vinie-
ron después de Khrushchev en la lejana Moscú, ciudad que mi tío terminaría vi-
sitando y conociendo, allá por 1968. Hablamos de un chilote campesino y obrero
convencido de que el comunismo era la solución para acabar con un capitalismo
despiadado, que fabrica tantas desigualdades, tanta indolencia por el otro, tanta
rapiña. ¿Qué diría hoy si viera en lo que se ha convertido la revolución socialista
mundial? Fiel a su Partido y a Allende hasta el final, pagó cara su fidelidad revolu-
cionaria: septiembre 1973, arresto domiciliario, campo de concentración en Tres
Álamos, exilio en Panamá, retorno por fases: primero a Argentina, y después, a
fines de la dictadura de Pinochet, por fin en Chile, y en un campito en Curicó,
donde acabó sus días. Supongo que para él Chiloé terminó siendo una casa llena
de fantasmas, a los que mejor sería no molestar. Apenas si pisó un par de veces su
isla natal después de su exilio centroamericano.
/ 165
vieron a las islas, la Patagonia, indistintamente si es chilena o argentina, terminó
siendo su hogar y su tumba. De cualquier modo, lo cierto es que la Patagonia no
fue El Dorado para los chilotes. Venidos de las islas y obligados a ejercer los más
variados oficios, mal pagados casi siempre, migrantes analfabetos o semianalfa-
betos la mayoría, muchos de ellos con fenotipo y apellido indígena (morenos,
rechonchos, pelos tiesos), con un vocabulario a veces incomprensible para un no
chilote, de un hablar “cantadito” que hacía reír o por lo menos sorprendía a los
oídos “más educados”, digo, estos migrantes con estas características, recibían el
mote de “chilotes” como marca de desprecio racista y social, sobre todo en Argen-
tina. Se les acusaba, con frecuencia, de ser excesivamente serviles a sus patrones,
de escasa o nula conciencia social, mano de obra barata para cualquier oficio y,
más encima, eficiente y esforzada. A este respecto, en el cuento “El chilote Otey”
de Francisco Coloane, publicado originalmente en 1956, se pone de manifiesto el
desprecio de que es víctima el protagonista, el chilote Bernardo Otey, de parte
de sus propios compañeros, peones de estancia que forman el último pelotón de
resistencia para retardar el avance de las tropas del coronel Varela, que venía ma-
sacrando a los obreros huelguistas, durante la represión de la gran huelga obrera
de 1921 en la provincia de Santa Cruz, Argentina. “Chilote tenía que ser” (39), le
dice con sorna un compañero, a propósito de insistir en devolver a su dueño un
dinero que Otey había ganado en una apuesta.
A propósito [—replica Otey—] ¿por qué miran tan en menos a los chilo-
tes por estos lados? ¿Nada más porque han nacido en las islas de Chiloé?
¿Qué tiene eso?
[…]
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Según consigna Mancilla Pérez, en los años inmediatamente anteriores a la gran
huelga de 1921 en Santa Cruz, a los chilotes se les hacía firmar en Castro mismo,
antes de embarcarse, un contrato de enganche con la Sociedad Explotadora de
Tierra del Fuego —representada por los señores Braun y Blanchard— mediante
el cual quedaban obligados, entre otras cosas, a realizar cualquier trabajo que se
le encomendara, a no afiliarse a la Federación Obrera de Magallanes, a aceptar un
sueldo mensual cuyo monto siempre estaba por debajo de la media que se pagaba
a peones de cualquier origen que no sea chilote, a aceptar que se les descuente
de su escaso salario el costo del pasaje de traslado de ida y vuelta, independiente
de si el peón volvía o no a Chiloé después de concluir las faenas (cf. 58-59). En
esas condiciones no era nada fácil ser activista sindical para un chilote en la Pa-
tagonia. Así y todo, los hubo, y muchos de ellos pagaron con su vida la defensa de
las demandas obreras ante patrones indolentes y crueles, tal como documenta
el libro de Mancilla Pérez. Y tal como, además, lo relata Coloane en su notable
cuento antes citado.
A medida que avanzó el siglo XX las condiciones para los migrantes chilotes —o
“viajeros” como se les llamaba en las islas— se hicieron un poco menos difíci-
les, pero de todos modos los peones chilotes, las empleadas domésticas chilotas,
siempre se vieron obligados u obligadas a disponerse a trabajar en las tareas que
les encomendaran: de todo, de lo que hubiera; a aprender lo que sea; a congra-
ciarse con los patrones, si eso mejoraba en algo sus condiciones de trabajo. Según
Mancilla Pérez, si los chilotes eran de origen indígena, como en efecto muchos lo
eran, el trato era todavía peor que el que se les daba a chilotes blancos, de apellido
hispánico, que a veces se confundían (o los confundían) con gallegos. Como fuere,
una cosa es irredargüible: los chilotes, desde mediados del siglo XIX y a lo largo
de todo el siglo XX, hombres y mujeres por igual, constituyeron el grueso de la
clase obrera que construyó con su trabajo —mal visto, mal pagado— la Patagonia
moderna, tanto de Chile como de Argentina.
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de Santa Cruz en busca de trabajo. Trabajó al comienzo en lo que pudo, en lo que
le ofrecieran. Ya para entonces tenía cuatro hermanos mayores dispersos por la
Patagonia, pero eran como guijarros perdidos en el cosmos. ¿Cómo dar con ellos
en esas inmensidades donde pareciera que prevalece el viento y la desolación? Y
si por alguna remota casualidad hubiera dado con ellos, ¿de qué hubiera servido?
Como peones de estancia no tenían casa alguna que ofrecerle a su hermano; a lo
más un caballo, perros ovejeros, unas lonas para dormir en el descampado. Solo
que él, a diferencia de sus hermanos, sí volvió a Chiloé, y por varios años estu-
vo transitando entre las islas y unas tierras australes que en sus conversaciones
adquirían nombres que me parecían fabulosos: Caleta Olivia, Pico Truncado, Co-
modoro, Perito Moreno, Gallegos, Usuahía, Cerro Sombrero, Última Esperanza,
Fuerte Bulnes, Porvenir, Río Turbio, Puerto Natales, Punta Arenas, Río Grande…,
entre otros que ahora se me escapan. Finalmente resultó ser el único varón de los
nueve hermanos que componían su familia de origen que terminó quedándose
en Chiloé hasta el final de sus días. Hoy sus restos descansan en el cementerio de
Curaco de Vélez, tierra que lo vio nacer un día de mayo de 1927.
Hasta la década del setenta [del siglo XX] los chilotes, en la temporada
de esquila, continúan viajando a la Patagonia. Las comparsas de esqui-
ladores se embarcaban en Castro para ir a Punta Arenas, y después con-
tinuaban viaje a Tierra del Fuego o a la Patagonia Argentina donde las
precarias condiciones de trabajo y alojamiento continuaban como eran
a principios del siglo veinte. Habían pasado más de treinta años [en rea-
lidad más de 40] desde las huelgas en las estancias, y en las estancias
argentinas en nada habían mejorado las condiciones del trabajador chi-
lote: “Nos pasaban [dice un testigo] un lugar donde dormir, uno llevaba
sus pilchas y la estancia daba 3 o 4 cueros de oveja, y eso uno lo tiraba en
el suelo para acostarse. Ni hablar de cama, de sábanas, ni nada” (287)1.
Cierto que de un tiempo a esta parte las cosas han cambiado en Chiloé, y si bien
al día de hoy del archipiélago siguen saliendo emigrantes (a la Patagonia ya son
muy pocos los que van/vienen), su volumen está absolutamente por debajo de
lo que sucedió desde la fundación de Punta Arenas hasta inicios de los años de
1970. El siglo XXI sorprendió a los canales isleños convertidos en inmensas granjas
marinas destinadas al cultivo masivo, para exportación, de salmones y bivalvos.
1 Mancilla Pérez cita el testimonio de Pedro Ulloa Oyarzo, esquilador en la Patagonia en los años 50.
168 /
Grandes compañías trasnacionales, que recuerdan por su tamaño expansivo a
la vieja Sociedad Explotadora de Tierra del Fuego (que tenía una filial en Chi-
loé, dicho sea de paso), aprovechando facilidades de inversión otorgadas por el
Gobierno, literalmente se han apropiado de buena parte de los mares chilotes,
llenos de balsas jaulas hasta reventar. Cuando comenzó a florecer la industria en
1975 se auguraba una promesa de desarrollo, de trabajo, por fin habría circulante;
ahora la juventud no tendría que emigrar a las tierras patagónicas en busca de
mejores horizontes, como de hecho había ocurrido desde los primeros días de la
toma de posesión del Estrecho de Magallanes por parte del Estado chileno en el
ya lejano año de 18432. Y algo de esto ha ocurrido en efecto: el flujo migratorio a
la Patagonia prácticamente se detuvo, si bien el severo deterioro de la economía
argentina hacia fines del siglo XX, que hizo crisis a la vuelta del 2000, contribuyó
de modo notable a espantar posibles inmigrantes a la Patagonia, no solo chilotes
por cierto. A lo que habría que añadir que la crisis económica chilena de los años
de 1980 contribuyó igualmente a que Coyhaique y Punta Arenas dejaran de ser
centro urbanos atractores de emigrantes.
Sin embargo, los costos de la industrialización acuícola en los mares chilotes, he-
cha a marcha forzada, con escasa o nula regulación ambiental (al menos en sus
primeros años), sustentada en un uso masivo e intensivo de los mares, han sido
extraordinariamente altos, tanto para el medio ambiente como para el tejido so-
cial y cultural tradicional. Los efectos de la actividad industrial en el biosistema
marino han sido, en algunos lugares, simplemente catastróficos, y tal vez lo que
más cuesta digerir son los efectos socioculturales de la industria: la proletari-
zación del campesinado, así como la irrupción de la sociedad de consumo, y la
emergencia de un turismo basado en la teatralización constante de lo que alguna
vez fueron las prácticas cotidianas normales (costumbres religiosas, cultura cu-
linaria, relatos de mitos y leyendas, p. e.), han transformado a la sociedad isleña
hasta un punto tal, que hoy resulta difícil determinar si Chiloé es todavía el Chi-
loé de tierra y mar, con sus invitantes paisajes de quietud y memoria, o si se ha
vuelto, de facto, un sitio en el que se acumula sin cesar la chatarra de la moderni-
dad neoliberal chilena.
***
2 La posesión del Estrecho se hizo con la goleta Ancud, al mando de John Williams o Juan Guillermos,
en su forma chilenizada. La mayoría de la tripulación estaba compuesta por chilotes, incluyendo a dos
mujeres. “La dotacion del barquichuelo se componía de un total de 22 personas i entre ellas dos mujeres,
esposas de los soldados de la guarnicion de la goleta”, leemos en Diario de la Goleta “Ancud”, escrito por
el Capitán de Fragata Juan Guillermos.
/ 169
Hojeo un libro de fotografías recopiladas por Rodrigo Muñoz Carreño: Ancud.
Imágenes temporales 1900-1965. Su portada me espeta la imagen de la imponen-
te catedral de Ancud hecha de material sólido, con unas líneas arquitectónicas
que recuerdan, guardando las proporciones, la catedral de Notre Dame de Pa-
rís, aunque más no sea por la fortaleza pétrea que ambas proyectan. Se trata de
una construcción que habla de cuánto la Iglesia Católica en Chiloé —hasta bien
entrado el siglo XX— fue un estamento privilegiado (como en general lo fue en
el mundo hispánico): pudo construir y mantener imponentes templos que con-
trastaban con la modestia de la mayoría de las construcciones habitacionales.
El terremoto de mayo de 1960 dio cuenta de esta catedral que alguna vez fue el
orgullo de los ancuditanos (y la dinamita terminó por convertirla en escombros).
En su lugar se levanta hoy día una deslavada construcción de madera con techo
de dos aguas que remeda, apenas y mal, las antiguas casas chilotas de tejuelas.
Las páginas interiores del libro me llevan a un paseo por escenas pueblerinas de
variada índole, que revelan cierta prosperidad apacible de una “ciudad” que por
muchos años del siglo XIX y XX estuvo a la cabeza del “progreso” chilote. Gente sa-
crificada, sin duda; convencida tal vez de que posar ante la lente del fotógrafo era
un modo de dejar un recuerdo afectuoso a sus hijos y nietos. Muchos rostros de
gente de ascendencia alemana, funcionarios públicos en desfiles cívicos, dueños
de una cervecería que hoy es apenas un bonito recuerdo, bomberos, profesores,
escolares, deportistas aficionados, sacerdotes, paisajes urbanos de una época en
que el progreso parecía todavía una realidad a escala humana.
Las fotografías revelan mucho; pero más revelan quienes jamás posaron para
cámara fotográfica alguna: los olvidados, gente “invisible” cuyo recuerdo se ha
extinguido como el fuego en los fogones de ayer. No vemos sus rostros, no sa-
bemos de sus cuerpos; no hay imagen alguna de sus objetos amados. Podemos
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sí imaginarlos, reconstruirlos apelando a una especie de fantasía especulativa a
partir de una lectura que descentre lo que sí ha quedado del pasado. El trabajo del
historiador, del escritor, del documentalista, en general de quien de uno u otro
modo registra su tiempo, tendría que ir en esta dirección si lo que se quiere es
desplegar un campo de significaciones que ayuden a representar y comprender
el devenir de una sociedad humana con sus grandezas y miserias. Si la escritura
crítica y el registro de la memoria sirven para algo, será para revivir, aunque sea
fugazmente, ese instante supremo en que el ángel de la historia mira en dirección
nuestra y nos indica el pedregoso camino del compromiso con los olvidados.
***
Quien les ha hablado es Sergio Mansilla Torres, hijo de Tulio Armando y de Elva
Edilia, nacido en Achao, viviente de Changüitad, Isla de Quinchao, hasta 1975.
También un migrante: Valdivia, Los Muermos, Osorno, Seattle, Osorno, Valdivia,
Jena, otra vez Valdivia, y siempre con Chiloé en la memoria. Habitante sempi-
terno de la palabra poética, pobre hablante que lenguajea a tirones los misterios
del tiempo, las maravillas de la tierra, las extrañas derivas de las vidas humanas.
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Bibliografía
Guillermos, Juan, Diario de la Goleta “Ancud”. Anotado y editado por Nicolás An-
rique, Santiago de Chile, Imprenta, Litografía i Encuadernación Barcelona,
1901.
Mancilla Pérez, Luis, Los chilotes de la Patagonia Rebelde. La historia de los emi-
grantes chilotes fusilados en las estancias de Santa Cruz, Argentina, durante
la represión de la huelga del año 1921, Impresores y Editores Austral S. A.,
2012 (s/d de lugar).
Urbina Burgos, Rodolfo, Aspectos del vivir de los chilotes. Castro 1950-1960, Con-
cepción, Okeldán, 2013.
Vallejo, César, Obra poética completa. Edición con facísmiles, Lima, Francisco
Moncloa Editores, 1968. Ebook.
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