Teoria y Estructura de Generos

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 1: el concepto de género literario. Historia.

TEMA 1. El concepto de género literario. Historia


Géneros, tipos, modos. G. Genette.

Aristóteles distingue los géneros lírico, épico y dramático en su Poética, mas esta clasificación
ha provocado confusiones inadvertidas durante siglos en el corazón de la poética occidental. Según
Austin Warren: “nuestros clásicos de la teoría de los géneros son Aristóteles y Horacio. A ellos
debemos la idea de que la tragedia y la epopeya son las dos categorías características y, por otra
parte, las más importantes. Pero Aristóteles, por lo menos, percibe otras distinciones más
importantes entre la obra de teatro, la epopeya, el poema lírico... Platón y Aristóteles ya distinguían
los tres géneros fundamentales según su “modo de imitación” (o “representación”): la poesía lírica
es la persona misma del poeta; en la poesía épica (o la novela) el poeta habla en nombre propio,
como narrador, pero hace igualmente hablar a sus personajes en estilo directo (relato mixto); en el
teatro, el poeta desaparecía tras el reparto de su obra... La Poética de Aristóteles hace
principalmente de la epopeya, el teatro y de la poesía lírica las variaciones fundamentales de la
poesía”.
Northop Frye afirma: “disponemos de tres términos para distinguir los géneros, legados por los
autores griegos: el drama, la epopeya y la obra lírica”. Philippe Lejeune supone que el punto de
partida de esta teoría es “la división tripartita de los antiguos entre lo épico, lo dramático y lo
lírico”. Robert Scholes precisa que el sistema de Frye “empieza por la aceptación de la división
fundamental debida a Aristóteles, entre las formas lírica, épica y dramática”. Todorov dice que “de
Platón a Emil Staiger, pasando por Goethe y Jakobson, hemos querido ver en estas tres categorías
las formas fundamentales o incluso “naturales” de la literatura. En el S. IV, Diomedes,
sistematizando a Platón, propone las definiciones siguientes: lírica = las obras en las que solo habla
el autor; dramática = las obras en las que solo hablan los personajes; épica = las obras en las que
autor y personajes tienen derecho a la palabra por igual”.
Ya en el S. XVIII, Batteux dedica un capítulo de su ensayo llamado Las bellas-artes reducidas a
un mismo principio a demostrar que Aristóteles distinguía en el arte poético tres géneros o, como
dice Batteux mediante un término tomado de Horacio, tres colores fundamentales. “Estos tres
colores son los del ditirambo o de la poesía lírica, el de la epopeya o de la poesía de relato, y
finalmente el del drama, o de la tragedia y comedia”. El ditirambo es una forma mal conocida hoy
día y no queda casi ningún ejemplo, pero se le describe generalmente como un “canto coral en
honor de Dionisos” y, por tanto, se le sitúa sin dificultad entre las “formas líricas”.
En la República, Platón dice que todo poema es relato de sucesos pasados, presentes o por venir;
este relato, en el amplio sentido de la palabra, puede tomar tres formas: puramente narrativa,
mimética, o sea, como en el teatro, por medio de diálogos entre los personajes, o “mixta”, es decir,
alternada, ya sea relato o diálogo. Platón solo considera aquí las formas de la poesía “narrativa” en
el más amplio sentido de la palabra. Excluye deliberadamente toda poesía no representativa, sobre
todo lo que llamamos poesía lírica, y con mayor motivo, cualquier otra forma de literatura. No
desconocía la poesía lírica, pero la excluye aquí al dar una definición deliberadamente restrictiva.
Platón en la primera página de la Poética define claramente la poesía como el arte de la
imitación en verso (más exactamente: por el ritmo, el lenguaje y la melodía), excluyendo
explícitamente la imitación en prosa y el verso no imitativo, no mencionando ni siquiera la prosa no
imitativa, tal como la elocuencia, a la que se consagra, por su parte, la Retórica. En cuanto a los
poemas que calificaríamos de líricos, Aristóteles no los menciona ni aquí, ni en ninguna otra parte
de la Poética: están manifiestamente omitidos como lo estuvieron para Platón. Las subdivisiones
posteriores solo se ejercerán, pues, en el dominio rigurosamente reducido de la poesía
representativa. Su principio es una encrucijada de categorías directamente unidas al mismo hecho

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 1: el concepto de género literario. Historia.

de la representación: el objeto imitado (¿qué?) y la manera de imitar (¿cómo?). El objeto imitado


consiste exclusivamente en acciones humanas, en seres humanos que actúan y que pueden ser
representados como superiores, iguales o inferiores a “nosotros”. En cuanto a la forma de imitar,
consiste bien en “relatar”, bien en “presentar a los personajes en acción”, o sea, en llevarlos a la
escena actuando y hablando: es la mímesis platónica. Aquí, además, una clase intermedia
desaparece: aquella del mixto platónico.
A excepción de esta desaparición, lo que Aristóteles llama “manera de imitar” equivale
estrictamente a lo que Platón nombraba lexis: no estamos aún en un sistema de géneros; el término
más exacto para designar esta categoría es ciertamente el de modo.
Las dos categorías de objeto, entrecruzadas con las dos categorías de modo, van a determinar
una cuadrícula de cuatro clases de imitación, que corresponden precisamente a lo que llamamos
géneros. El poeta puede relatar o poner en escena las acciones de los personaje superiores, relatar o
poner en escena las acciones de los personajes inferiores. Al modo dramático superior corresponde
la tragedia; al narrativo superior, la epopeya; al dramático inferior corresponde la comedia, y al
narrativo inferior un género peor determinado que Aristóteles no nombra.
El triunfo de la tragedia resulta de valoraciones explícitas y motivadas: superioridad del modo
dramático sobre el narrativo, proclamada a propósito de Homero, uno de cuyos méritos es el de
intervenir lo menos posible en su poema como narrador y también el hacerse tan “imitador” como
puede serlo un poeta épico al dejar la palabra a sus personajes el mayor tiempo posible.
Superioridad formal por la variedad de metros y por la presencia de la música y del espectáculo;
superioridad intelectual por la “penetrante claridad en la lectura y en la representación”;
superioridad estética por la densidad y la unidad; pero también superioridad temática por el objeto
trágico. La tragedia es la imitación de una acción de carácter elevado y perfecto, con una
determinada extensión, en un lenguaje realzado por aditivos de una especie particular según las
distintas partes, imitación hecha por personajes en acción y no por medio de un relato y que,
suscitando piedad y temor, produce la purgación correspondiente a semejantes emociones.
Cuando Aristóteles exige que la acción sea capaz de suscitar temor y piedad en ausencia de
representación escénica y por el simple enunciado de los hechos, parece admitir por esa razón que
el tema trágico puede estar disociado del modo dramático y confiado a la simple narración, sin que
por ello llegue a convertirse en tema épico. Habría, pues, parte de lo trágico fuera de la tragedia, al
igual que hay, seguramente, tragedias sin el sentimiento de lo trágico, o en cualquier caso, menos
trágicas que otras.
Hay, pues, dos realidades diferentes: una genérica, establecida en las primeras páginas de la
Poética, y que es el drama noble, o serio, opuesto al relato noble (la epopeya) y al drama bajo, o
desenfadado (la comedia); esta realidad genérica ha sido bautizadas tradicionalmente como
tragedia. La otra es puramente temática y de índole más bien antropológica que poética: se trata de
lo trágico, es decir, el sentimiento de la ironía del destino, o de la crueldad de los dioses. Estas dos
realidades están en relación de intersección, y el terreno en el que se recubren es el de la tragedia en
el sentido (aristotélico) estricto, o tragedia por excelencia, que cumple todas las condiciones
(coincidencia, cambio brusco, reconocimiento, etc.) para producir terror y piedad, o más bien esa
mezcla específica de terror y piedad que la manifestación cruel del destino provoca en el teatro.
En relación con el sistema de géneros, la tragedia es, pues, una especificación temática del
drama noble, al igual que el vodevil es para nosotros una especificación temática de la comedia, o la
novela negra una especificación temática de la novela. Distinción clara para todos después de
Diderot, Lessing o Schlegel, pero que ha ocultado durante siglos un equívoco terminológico entre el
sentido amplio y el sentido estricto de la palabra tragedia.
Volviendo al sistema inicial, Aristóteles reconoce perfectamente el carácter mixto del método
épico: lo que desaparece en él es el estatuto del ditirambo, a la vez que la necesidad de diferenciar

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 1: el concepto de género literario. Historia.

entre narrativo puro y narrativo impuro. Desde entonces, por poco narrativa que sea y deba ser, la
epopeya se colocará entre los géneros narrativos. En resumen, si para Platón la epopeya procedía
del modo mixto, para Aristóteles se deriva del modo narrativo. Aristóteles habla de este género
como del pasado, por ser puramente narrativo. Lo narrativo puro es una pura posibilidad, casi
privada de realidad a escala de obra completa y de género: resultaría difícil citar una sola novela
corta sin diálogo, y, por lo que respecta a la epopeya o a la novela, el asunto es indiscutible. Si el
ditirambo es un género fantasma, el narrativo puro es un modo ficticio o, al menos, puramente
“teórico”, y su abandono por parte de Aristóteles es también una manifestación marcada de
empirismo.
La noción de poesía lírica no es, evidentemente, ignorada por los críticos alejandrinos, pero
tampoco es puesta en el paradigma junto a las de poesía épica y dramática, y su definición es aún
puramente técnica y restrictiva. El lírico no es aquí sino un género no narrativo y no dramático en
medio de otros, y se reduce en realidad a una forma, que es la oda. De este modo Diomedes (fin del
S. IV) rebautiza como “géneros” los tres modos platónicos: el genus imitativum (dramático) en el
que solo hablan los personajes, comprende las especies trágica, cómica, satírica; el genus
ennarrativum (narrativo), en el que solo habla el poeta, abarca las especies narrativa propiamente
dicha, sentenciosa y didáctica; el genus commune, la epopeya y la lírica.
En resumen, los géneros no representativos no tienen otra elección que optar entre la anexión
valorativa y la expulsión a las tinieblas exteriores, o a los limbos de la “imperfección”.
Francisco Cascales dice que lo lírico, a propósito del soneto, presenta como “fábula” no una
acción, como lo épico y lo dramático, sino un pensamiento. Cascales reviste por lo tanto una idea,
que un poema, al igual que un discurso o una carta, puede tener como tema un pensamiento o un
sentimiento que simplemente expone o expresa. Esta idea, que nos parece hoy día muy trivial, ha
permanecido durante siglos no como algo impensable, pero casi sistemáticamente rechazada porque
parecía imposible integrarla en el sistema de una poética basada en el dogma de la “imitación”.
El esfuerzo de Batteux -último esfuerzo de la poética clásica por sobrevivir, abriéndose a lo que
nunca pudo ignorar ni admitir- consistirá, por lo tanto, en intentar este imposible, al mantener la
imitación como principio único de toda poesía así como de todas las artes, pero haciéndolo
extensible a la propia poesía lírica. Así pues, el poeta expresa sus sentimientos y no imita nada.
“Dos cosas son ciertas: la primera, que las poesías líricas son auténticos poemas; la segunda, que
estas poesías no presentan la característica de la imitación”. En realidad, responde Batteaux, esta
pura expresión, esta auténtica poesía sin imitación no se encuentra más que en los cánticos
sagrados. Dios “no necesita imitar, crea”. En cambio, los poetas “no tienen otro recurso que el de su
genio natural, el de una imaginación inflamada por el arte, el de una exaltación de encargo. El
hecho de que hayan tenido un sentimiento real de gozo es motivo como para cantarlo, pero tan solo
en una estrofa o dos. Si quisiéramos una mayor extensión es deber del arte echar remiendos de
nuevos sentimientos que se parezcan a los primeros”.
Así pues, la poesía lírica es también imitación; imita sentimientos. “Podría ser considerada
como clase aparte, sin perjudicar los principios a que se limitan los demás. Pero no es necesario
separarlos: la poesía lírica está de forma natural e incluso necesaria, dentro de la imitación, con una
única diferencia que la caracteriza y distingue: su particular objetivo. Las otras especies de poesía
tienen como finalidad primordial las acciones; la poesía lírica está consagrada por completo a los
sentimientos.
Batteux y Schlegel se ponen de acuerdo en reconocer que los “sentimientos” expresados en un
poema lírico pueden ser simulados o auténticos; en Batteux, es suficiente que estos sentimientos
puedan ser fingidos para que el conjunto del género lírico quede sometido al principio de imitación.
La gloriosa triada va a dominar por completo la teoría literaria del romanticismo alemán, pero
no sin experimentar a su vez algunas nuevas reinterpretaciones y cambios internos. Fréderic

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 1: el concepto de género literario. Historia.

Schlegel conserva o vuelve a encontrar la división platónica, pero le da una significación nueva: la
“forma lírica” es subjetiva; la dramática es objetiva; la épica es subjetiva-objetiva. Pero ésta no
quedará para los sucesores de Schlegel, que se apartarán un poco más del arquetipo, haciendo del
drama la forma mixta o, más bien, sintética.
Schelling, sin embargo, va a invertir el orden de los dos primeros términos: el arte comienza por
la subjetividad lírica, después se eleva hacia la objetividad épica, y culmina finalmente en la síntesis
o identificación dramática. Hegel dice que en primer lugar la poesía épica, la más primitiva
expresión de la “conciencia de un pueblo”; después, “al contrario”, “cuando el yo individual se ha
separado del todo substancial de la nación”, la poesía lírica; y, finalmente, la poesía dramática, que
“reúne a las dos anteriores para formar una nueva totalidad que permita un desarrollo objetivo y nos
haga asistir al mismo tiempo al resurgir de los sucesos de la interioridad individual”. Sin embargo,
la sucesión propuesta por Schelling acabará por imponerse en los siglos XIX y XX: para Hugo el
lirismo es la expresión de los tiempos primitivos, cuando “el hombre se despierta en un mundo que
acaba de nacer”, lo épico (que incorpora además la tragedia griega) es la expresión de los tiempos
antiguos, en donde “todo se detiene y se fija”, y el drama, de los tiempos modernos, marcados éstos
por el cristianismo y el desgarramiento entre el alma y el cuerpo.
La historia de la teoría de los géneros está caracterizada por estos atrayentes esquemas que
conforman y deforman la realidad, a menudo tan diversa, del campo literario, y pretenden descubrir
un “sistema” natural en donde construir una simetría artificial con el gran apoyo de falsas ventanas.
Estas configuraciones forzadas no son siempre inútiles, muy al contrario: como todas las
clasificaciones provisionales, y a condición de ser bien aceptadas como tales, tienen a menudo una
indiscutible función heurística. La falsa ventana puede, de forma casual, transmitir una luz
verdadera y revelar la importancia de un término ignorado; la casilla vacía o llenada con dificultad
puede encontrar mucho más tarde un ocupante legítimo.
Se han atribuido sucesivamente los tiempos a cada uno de los tres géneros. Hay, de hecho, dos
dominantes claras: la afinidad entre lo épico y el pasado, y la que existe entre lo lírico y el presente;
lo dramático, evidentemente “presente” por su forma (la representación) y tradicionalmente
“pasado” por su objeto, resultaba más difícil de acoplar.
Todas las teorías evocadas hasta aquí constituían tantos sistemas integrados y jerarquizados
como el de Aristóteles, en el mismo sentido que los diversos géneros poéticos se repartían entre las
tres categorías fundamentales, así como en subclases: bajo el épico, epopeya, novela, novela corta,
etc; bajo el dramático, tragedia, comedia, drama burgués, etc.: bajo el lírico, oda, himno, epigrama,
etc. Pero semejante clasificación es aún muy elemental, puesto que los géneros vuelven de nuevo al
desorden dentro de cada uno de los términos de esta tripartición. Surge por tanto la necesidad de
una taxonomía más ajustada que regule según el mismo principio, hasta distribuir cada categoría.
El medio utilizado con mayor frecuencia consiste simplemente en reintroducir la triada en el
interior de cada uno de sus términos. Así, Eduard von Hartmann propone distinguir un género lírico
puro, un lírico-épico, un lírico dramático; un dramático puro, un dramático lírico, un dramático
épico; un épico puro, un épico-lírico, un épico dramático; y de esta manera, al estar cada una de las
nueve clases aparentemente definidas por un rasgo dominante y otro secundario, y al faltar los
términos mixtos inversos se igualarían y el sistema se reduciría a seis términos: tres puros y tres
mixtos.
Pero estos ajustes de triadas no solo aumentan, al igual que un abismo, la división fundamental,
sino que, sin quererlo, muestran la existencia de estados intermedios entre los tipos duros,
cerrándose el conjunto sobre sí mismo en triángulo o en círculo.
En la medida en que toda distinción de géneros no ha desaparecido aún, por ejemplo entre
poesía y prosa, nuestro concepto implícito de la poesía se confunde más o menos con el antiguo
concepto de poesía lírica.

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 1: el concepto de género literario. Historia.

La atribución a Platón y Aristóteles de una división de los “géneros literarios” que su propia
doctrina literaria rechaza ha conocido dos etapas y dos motivos muy diferentes; a finales del
clasicismo, procedía de un respeto aún vigente, a la vez que de una necesidad de seguridad por parte
de la ortodoxia; en el S. XX, se explica más debido a la ilusión retrospectiva, y también es
manifiesto en Frye, por ejemplo, debido a un resquicio legítimo de interés por una interpretación
modal de los hechos genéricos.
En Platón, y también en Aristóteles, como hemos observado, la división fundamental tenía un
estatuto bien determinado, ya que ésta se fundamenta explícitamente en el modo de enunciación de
los textos. A medida que se tomaban en consideración los géneros propiamente dichos, se repartían
entre los modos en cuanto que eran reveladores de tal o cual actitud de enunciación: el ditirambo lo
era de la narración pura, la epopeya de la narración mixta, la tragedia y la comedia, de la imitación
dramática. Pero esta relación de inclusión no impedía que el criterio genérico y el modal fueran
completamente heterogéneos y con un estatuto radicalmente diferente: cada género se caracterizaba
esencialmente por una especificación del contenido que nada señalaba acerca de la definición del
modo del que dependía. La división romántica y post-romántica, por el contrario, examina de hecho
lo lírico, lo épico y lo dramático, no ya como meros modos de enunciación, sino como auténticos
géneros, cuya definición entraña inevitablemente un elemento temático por muy vago que sea.
El paso de un estatuto al otro está ilustrado por Goethe. Goethe opone las meras “clases
poéticas” (Dichtarten), que son los géneros particulares como la novela, la sátira o la balada, a estas
“tres auténticas formas naturales” de la poesía, que son el epos, entendido como narración pura, el
lírico definido como delirio apasionado, y el drama, como representación viva. Estos tres modos
poéticos, añade él, pueden actuar juntos o por separados.
Pero precisamente lo que importa es saber si la calificación de “formas naturales” puede ser
aplicada aún legítimamente a la triada lírica/ épica/ dramática redefinida en términos genéricos.
Los modos de enunciación pueden, en todo caso, ser calificados como “formas naturales”, al menos
en el mismo sentido que cuando hablamos de “lenguas naturales”: alarde literario aparte, el usuario
de la lengua debe constantemente, incluso o sobre todo inconscientemente, elegir entre actitudes de
locución tales como discurso e historia, cita literal y estilo indirecto, etc. La diferencia de estatuto
entre géneros y modos se encuentra principalmente ahí: los géneros son categorías propiamente
literarias, los modos son categorías que dependen de la lingüística, o más exactamente, de una
antropología de la expresión verbal. Pero la triada romántica y sus derivados posteriores no se
sitúan ya en este terreno: lírico, épico, dramático se oponen aquí a los Dichtarten, ya no como
modos de enunciación verbal, anteriores y exteriores a toda definición literaria, sino más bien como
una especie de archigéneros. Archi- porque cada uno de ellos se supone que sobrepasa y contiene,
jerárquicamente, un determinado número de géneros empíricos, los cuales son evidentemente, y sea
cual sea la amplitud, duración o capacidad de recurrencia, hechos de cultura y de historia; pero
también -géneros porque sus criterios de definición incluyen siempre, como ya hemos visto, un
elemento temático que supera la descripción puramente formal o lingüística. Este doble estatuto no
es privativo de ellos, ya que un “género” como la novela o la comedia puede también subdividirse
en “especies” más determinadas -novelas de caballería, novela picaresca, etc.- sin que ningún límite
se haya fijado a priori en esta serie de inclusiones. En suma, todo género puede siempre contener
varios géneros y los archigéneros de la triada romántica no tienen ningún privilegio natural que les
haga ser diferentes. En la clasificación de las especies literarias ninguna instancia es por esencia
más “natural” o más “ideal”. No hay ningún nivel genérico del que pueda afirmarse que es más
“teórico”, o que pueda ser alcanzado por un método más “deductivo” que el resto: todas las clases,
todos los subgéneros, géneros o super-géneros son categorías empíricas, establecidas por la
observación del legado histórico, en última instancia por extrapolación, partiendo de este supuesto,
es decir, por un movimiento deductivo superpuesto a un primer movimiento todavía inductivo y

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 1: el concepto de género literario. Historia.

analítico.
La relación entre géneros y modos es compleja y sin duda no es, como sugiere Aristóteles, una
relación de simple inclusión. Los géneros pueden entremezclarse con los modos, quizá del mismo
modo que las obras se imbrican en los géneros.

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 2: La poesía lírica

TEMA 2. La poesía lírica

La brecha en el tiempo.

Comenzamos con una parábola de Kafka en la que habla de “Él”, que quiere ser árbitro en la
lucha del tiempo, y vencer al presente y al futuro, instalándose como imagen de la experiencia del
presente; esto lo cumple el poeta. Quizá no haya otro rasgo que defina la enunciación lírica de modo
más palmario que el que reflejaría el sueño de un espacio, o de una región, o de un momento, o una
acción de decir en el que el tiempo se colma como actualidad, como presencia, como lugar que ha
logrado ejecutarse a sí mismo para transmitir a los hombres la idea de una creación verbal en la que
el tiempo deja de ser una línea de pasado y es, por encima de ellos, la imagen misma de la
presentez.
Cuando leemos un poema no asistimos a un acto clausurado. Por lejana que sea la situación, el
lector vivencia en el poema una experiencia presente. El “ahora” de la poesía no remite al momento
en que el poema fue escrito, sino al presente de su lectura. Y lo que ocurre con el espacio y el
tiempo del poema valdría para el llamado “Yo lírico” y su posibilidad de intercambio con el “tú”.
Ningún acto enunciativo diferente al de la poesía lírica permite el intercambio de roles por el cual el
Yo incluye en sí mismo, al otro, no sólo en la esfera de desdoblamiento del propio yo, sino en la
posibilidad de incluir al tú como imagen proyectada del yo, experiencia que acontece a cualquier
lector de poemas que no siente el yo del poeta, ni lo dicho en el poema sobre ese yo, como ajeno a
sí mismo.
Hannah Arendt en su libro “La brecha entre el pasado y el futuro” en el que comenta el texto de
Kafka para intentar explicar el fenómeno del pensar. Dice Arendt que el tiempo no es un continuo
fluir sin interrumpida sucesión, sino una brecha en el tiempo. La región del espíritu es la senda que
el pensar traza en el tiempo-espacio de los hombres en la que los hilos del pensamiento, recuerdo,
anticipación… salvan la ruina del tiempo histórico y biográfico. Este pequeño espacio atemporal en
el mismo corazón del tiempo solo puede ser señalado, pero nunca heredado.
La enunciación lírica no sería entonces otra cosa que la creación de una región donde esta brecha
del tiempo se ejecuta y donde la experiencia humana se realiza en el mismo corazón del tiempo,
siendo por ello una constante emergencia de la propia temporalidad como vivencia presente.
La famosa sentencia de Machado define la esencia de la poesía como “palabra en el tiempo”. Esta
definición la ha explicado en muy diferentes lugares de su poética como, por ejemplo, en el
fragmento enviado para la Antología de Gerardo Diego de 1932, donde desarrolla la idea de que la
poesía es “palabra esencial en el tiempo”. Añade que: “La poesía moderna viene siendo hasta
nuestros días la historia del gran problema que al poeta estos dos imperativos: esencialidad y
temporalidad. Pensar lógicamente es abolir el tiempo, pero al poeta no le es dado pensar fuera del
tiempo. El intelecto sirve a la poesía señalándole el imperativo de su esencialidad. Porque tampoco
hay poesía sin ideas ni visiones de lo esencial, pero las ideas del poeta no son cápsulas lógicas y
formales, sino directas intuiciones del ser que deviene, de su propio existir. El poeta profesa
conscientemente una metafísica existencialista en la cual el tiempo alcanza un valor absoluto.
Inquietud, angustia, temores, resignación, esperanza, impaciencia… son algunos signos del tiempo
y al par revelaciones del ser en la conciencia humana” (aunque esté entre comillas faltan trozos del
discurso de Machado porque está resumido).
Antonio Machado es consciente de que Filosofía y Poesía tienen una relación y una aspiración
común. Esa metafísica existencialista del poeta que aspira a convertir todas sus situaciones y temas
en “Intuiciones de ser que deviene, de su propio existir” o “signos del tiempo y revelaciones del ser
en la conciencia humana”. Esto puede decir mucho sobre el acto de la comunicación lírica como

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 2: La poesía lírica

espacio donde esa revelación se ejecuta, en el instante esencial de la vivencia del tiempo existir
actualizado, presencial, lo que supondría que la poesía es el lugar donde se ha realizado el viejo
sueño de la filosofía: pensar en el corazón del tiempo y salvar de ese modo la ruina del tiempo
histórico y biográfico.
Dice Machado que la poesía es definida como diálogo del hombre con el tiempo, y se llama
“poeta puro” a quien lograba vaciar el suyo para entendérselas a solas con él. Ricardo Guillón
admirablemente relacionó la dimensión del tiempo de Machado con la del espacio: “espacio
colmado de tiempo y tiempo espacializado en el que se instalará el poeta”.
El espacio de enunciación lírica crea una zona en la que el yo establece la experiencia del tiempo
no como un tema sino como la dominante de toda su construcción. El tiempo histórico se reescribe
en ese espacio de enunciación lírica como actualidad de la vivencia, que afecta a las propias deixis
personales, por las cuales la vivencia se ejecuta en el presente de la lectura. Esto será lo que
desarrollaremos a continuación.

La lírica en el sistema enunciativo

Es precioso preguntar a Machado, a Ortega y a Hegel por en la medida en que el tratamiento que
la tradicional y moderna teoría de los géneros literarios ha dado a la cuestión de la enunciación
lírica es altamente insatisfactorio. Instalados en la falsa seguridad de tópicos manidos del tipo de
“enunciación del Yo” o naufragando en la ambigüedad del espacio enunciativo lírico del conocido
sintagma “Yo lírico”.
Los problemas que la mala compañía de la enunciación ha acarreado a la teoría de los géneros
son muchos. Ya Claudio Guillén se adelantó a explicar la formación de un sistema triádico en el
Renacimiento. Genette, quien sigue de cerca este modelo propuesto por Guillén, ha ofrecido una
muy difundida explicación histórica de la transición desde el primitivo esquema modal-enunciativo
de Platón y su versión aristotélica hasta su consagración por el Romanticismo y las llamadas
“formas naturales” de Goethe. Por otra parte, que Jakobson acabe sosteniendo la poesía lírica
como el ámbito de la enunciación en primera persona, reafirma desde el rigor del metalenguaje
estructuralista a quienes venían defendiendo que la lírica era el género de la expresión de los
sentimientos subjetivos.
Una de las constantes en la relación de la lírica con la enunciación es la continua mezcla entre
modalidad enunciativa y criterios de contenido, es decir, lo modal se ha contaminado con frecuencia
de la función expresiva. Esta contaminación pervive hoy.
El tratadista actual Jean-Marie Schaeffer dedica un extenso capítulo de su libro a la cuestión de la
enunciacion y los géneros. Renconoce que la lírica escapa a una especifidad, no solo porque sus
marcas sean menos claras que las de la narrativa y la dramática (hablar del narrador y hablar de los
personajes) sino que también porque todos los tipos posibles de enunciación han encontrado
realizaciones en el seno de la poesía lírica.
El poderoso sistema que Hegel construyó en sus “Lecciones sobre la Estética” dejara sin marcar a
la poesía lírica en cuanto a enunciación, pues en el caso de la forma épica había definido que “narra
“ poéticamente una acción, y en el caso de la poesía dramática había recogido el carácter actuante.
Desde Hegel hasta la conclusión de Schaeffer hay un largo camino de fiascos en el intento por
meter la lírica en el esquema modal-enunciativo. G.Genette ha a establecido, junto a los géneros de
la ficción, otra categoría o régimen de literariedad definida por la dicción y que explícitamente
refiere, aunque no exclusivamente, a la poesía lírica, huérfana de un lugar en el sistema enunciativo-
modal de la representación narrativa o dramática de las acciones humanas que forma para Genette
el régimen constitutivo de la literariedad.
K.Hamburger ha defendido radicalmente la definición de la lírica desde el sistema enunciativo de

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 2: La poesía lírica

la primera persona. Otorga Hamburger a la lírica un estatuto algo complejo, pues opone el polo
lírico al polo que forman el drama y el relato épico en tercera persona. Crea así un espacio
enunciativo que se ha denominado YO lírico, para el que sostiene ser “un sujeto de enunciación”.
Ese adjetivo de lírico poco aclara respecto a tal especifidad en términos estrictos de enunciación.
Desde el punto de vista enunciativo Yo es la forma verbal del sujeto que habla, sea en un poema o
en un relato; “lírico” sería de ese modo una forma de confirmar, adjetivando, la inespecifidad en
términos enunciativos y el intento por cubrir algunos rasgos del género que no quedan cubiertos por
el sistema enunciativo como tal y que son precisamente los que se trata de aislar o definir.
Según F.Cabo el concept de “enunciación lírica” tiene sentidos distintos. En primer lugar la
adjetivación “lírico” supone una serie de rasgos para la enunciación lírica anunciada: la
subjetividad, el presente como su dimensión temporal y la soledad o aislamiento del enunciador.
Ninguno de los tres es una marca enunciativa.
Otras veces por Yo-lírico se quiere dar a entender que el yodel que estamos hablando no es el
poeta como tal, sino una fuente ficticia del discurso. Serviría “lírico” como adjetivo que marca la
fuente retórico-irónica de la enunciación. Es muy útil aquí el adjetivo, puesto que frente a los que
creen que el sujeto enunciativo es la persona del poeta como sujeto personal sun una minoría frente
a los poetas-teóricos como Yeats, Elio, Pound, Baudelaire, Pessoa…
Una primera conclusión sería, pues, la dificultad de definir el género lírico desde el estatuto
enunciativo, no solo por su enorme variabilidad histórica, sino por la falta de especificidad de las
formas de la primera persona enunciativa, que le son predominantes.
Los avances teóricos en el campo de la teoría de los contextos, situaciones de habla, los entornos
y todo lo que podríamos llamar de modo genérico “universo del discurso”, pueden a ayudarnos a
salir del atolladero en que nos situó la estricta y reducida aplicación del concepto de enunciación a
la poesía lírica.
Se ha hecho célebre, en el campo de la teoría de la información, la cuestión formulada para
enumerar los cinco factores que intervienen en un acto discursivo, a saber: “Who says what in wich
channel to whom with that effect?” -> ¿Quién dice qué, en qué lugar, a quién y con qué efecto.
Cualquiera de las versiones actuales aportadas por la Lingüística o la Semiótica para el estudio de
lo que se llaman “contextos comunicativos” podría servirnos de base para entender adecuadamente
que también la lírica puede definirse desde ellos, evitando así la posición enunciativa referida al
embrague discursivo, cuestión muy limitada y poco aclaratoria de la enorme variedad y complejidad
de variedades históricas. Era Coseriu en su “Determinación y entorno” el que distinguía ya cuatro
tipos de entornos: la situación, la región (zona, ámbito y ambiente), el contexto y el universo del
discurso (sistema universal de significaciones al que pertenece el discurso).
La enunciación se enriquece con todos los factores posibles en el hecho comunicacional en
sentido amplio, incluidos los saberes que la propia historia de los textos y de las comunicaciones
han provocado, lo que se llama “competencia genérica”: habilidades, conocimientos previos,
presuposiciones, actitud, etc. , con que un lector tiene capacidad de descifrar un mensaje por sus
saberes sobre el “universo del discurso” al que pertenece tal mensaje. En cuanto a la bibliografía
sobre contextos comunicativos, se ofrece muy poco sobre la lírica. Destaca como ejemplo de
variabilidad, dispersión y dificultad de un estatuto claro trasladado a manuales y obras de referencia
el Diccionario de términos literarios de Estébanez Calderón, donde dice que el estudio de los
diferentes tipos de entorno es importante para el análisis de cualquier texto, especialmente para los
narrativos y dramáticos. En ambas modalidades de discurso el entorno juega un papel clave en la
determinación de las circunstancias espacio-temporales en que se desarrolla la acción”.
La primera característica que tendremos que aislar es precisamente para el caso de este género de
un espacio enunciativo propio, que influirá en la posición tanto de la fuente origen del discurso
como de su localización espacial y temporal. En la comunicación hablada el oyente comparte el

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aquí y ahora del productor del discurso, mientras que en la comunicación escrita, la falta de esa
situación se corrige por medio de las informaciones proporcionadas por el propio texto. El emisor
dota al texto de un carácter especialmente estructurado de comunicación IN ABSENTIA.
La lírica no especifica casi nunca la situación de habla, ni el contexto situacional preciso para
situar los objetos, las acciones, los espacios y los tiempos. El texto lírico se halla por voluntad de
género, y por su inespecificidad por mucho menos estructurado y completo. Lejos de llenar los
“vacíos situacionales”, el lenguaje lírico tiende a crearlos, por medio de distintos procedimientos.
En rigor el principal de ellos es dejar la situación de enunciación sin una marca histórica de origen,
de determinacion del origen o fuente del discurso, que parece emerger de la nada. Esta creación de
ESPACIOS DE INDETERMINACIÓN ENUNCIATIVA veremos que es un rasgo estructurador y
dominante que contribuye a crear un contexto enunciativo muy peculiar que requiere del lector una
actitud especial de recepción; no reclama tales contextos y acepta los vacíos situacionales como un
esquema discursivo necesario para el tipo de recepción y para la consecución de los fines de tal
discurso.
Muchos han sido los testimonios de quienes se refieren a un “estado o actitud receptora” especial,
como José Ortega y Gasset, que lo advierte: “Tanto para leer como para crear poesía debiéramos
exigir cierta solemnidad.. aquel aire de estupor íntimo que invade nuestro corazón en momentos
esenciales” (la cita está incompleta, he cogido lo que interesaba, chicas).
Por encima de los rasgos formas de que la especifidad comunicativa de la lírica radicaba en lo
que Genette llamó una “attitude de lecture” que el poema impone a sus lectores: “Una actitud
motivadora… conceden a la totalidad o a parte del discurso esa presencia intransitiva y existencia
absoluta llamada “prominencia poética”. En este caso el lenguaje poético parece revelar su auténtica
“estructura”, que no es la de una forma particular definida por atributos específicos sino la de un
estado, un grado de presenta e intensidad…” (J.Culler).
El propio J.Culler ha desarrollado algunas de las convenciones que intervienen en la competencia
del género y, entre ellas, la distancia e impersonalidad, por el funcionamiento de los deícticos, la
expectativa de totalidad que salva el fragmentarismo, la mayor significación y el esfuerzo para
salvar la intengibilidad. De modo que la indeterminación del espacio enunciativo es la que crea las
condiciones para que se den los rasgos pragmáticos y las principales convenciones de lectura que el
texto lírico sostiene y al que invita. Respecto a la relación de la lírica con la enunciación, lo que
venimos llamado “espacio enunciativo” se corresponde con un “universo de discurso” o “esquema
de discurso”.
(PALABRAS DE STIERLE EN FRANCÉS) ----
No por tanto enunciación lírica, sino IDENTIDAD DE DISCURSO como realización de
esquemas de discurso institucionalmente reconocidos y sobre los que hay una competencia basada
en realizaciones históricas de emisor y de lectura. Este texto puede servir perfectamente como
arranque de una tontería de los géneros literarios que dije el espacio o contexto de enunciación no
en función del concepto restringido de acto de habla, de intervinientes en el acto, o enunciaciones,
sino en los esquemas o competencias de género que nacen y se desarrollan en contextos históricos y
no son catalogables fuera de la historia.
Para la poesía postrromántica, lo que venimos llamado espacio enunciativo, pero que sería mejor
definir como “esquema discursivo”, supondría según Stierle una transgresión de los esquemas de
discurso que condicionan las posibilidades de organización de los estados de hecho y del principio
de realidad que atribuye materialidad a los hechos. En este sentido la lírica se propondría como anti-
discurso, o manera específica de transgredir un esquema discursivo preexistente. La función
reflexiva del yo, la concepción del discurso mismo como una función del sujeto de enunciación, de
tal forma que tal sujeto parece tener una función de sujeto independientemente del enunciado lo que
concierte aquel Yo en una existencia independiente del enunciado lo que convierte aquel Yo en una

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 2: La poesía lírica

identidad problemática, etc. Frente a la construcción teórica de Stierle, quedan sin efecto las tópicas
e inespecíficas atribuciones a la lírica de una “enunciación de yo” como rasgo distintivo.

Un yo en el presente

Creo que tendríamos que comenzar intentando conocer mejor a ese extraño personaje de la fábula
de Kafka que le da título: “Él”. Ese personaje pugna por abolir el tiempo y que H.Arendt
relacionaba con el pensar, con quien ejecuta el acto de pensar. Puede ser, en una analogía, que no
sería rara a A.Machado, el sujeto poético, el yo lírico, el enunciador de la poesía lírica, el que
ejecuta el acto de enunciación del poema.
Para conocerle mejor será preciso acudir a Ortega y Gasset. Su conocido “Ensayo de Estética a
manera de Prólogo” que sitúo frente al libro de poesía “El pasajero”, de Moreno Villa. Pero antes
de exponer sus lúcidas intuiciones sobre el tropo (que considera en realidad una metonimia de lo
poético), elabora Ortega una explicación sagacísima sobre “El YO como lo ejecutivo”, en la que
encuentro la formulación más acertada de la tesis creada por el YO lírico y que, aunque dicho como
un YO estético, el yo que crea el objeto artístico se refiere a la creación del yo enunciativo del
poema. Ha señalado Cabo su contexto intelectual filosófico: la explicación fenomenológica del
fenómeno estético, puesto que es texto penetrado de ideas y vocabulario de la Fenomenología, en
especial la explicación de la Erlebnis (traducido por Ortega como “vivencia”).
Será fundamental el subcapítulo que dedica al YO ejecutivo, en el intento orteguiano de
contraponer una teoría esteticista de “lo bello”, otra teoría que explique dónde radica la
“creatividad” de la poesía”, su construcción de mundo.
“Hacer de algo un yo mismo es el único medio para que deje de ser cosa”.
“El tú, él, son, pues, ficticiamente “yo”.
La primera formulación de la teoría esencial de Ortega, ¿cómo tratarse a sí mismo uno como
objeto siendo sujeto? A Ortega le interesa la “duplicidad del YO”, y llega a ella indirectamente: la
creación de la mimesis de personas que son “ficticiamente” como yo. Esa construcción de la
persona, en rigor sólo puede hacer desde el yo incluso cuando se trata de “él” o de “tú”, o bien se
les trata como una “cosa” o bien se realiza una construcción ficcionalizadora en la cual esas
identidades personales advienen, abdicando de su condición de cosas (objeto), a la categoría de
sujetos, categoría que en propiedad sólo puede radicar en el yo.
Pero, ¿sería posible contraponer el llamado Yo lírico a las otras identidades personales? Pozuelo
cree que sí, y aquí radica su especificidad: en la ficción narrativa y en el drama existen personas
como objetos: hay una “voz” o una instancia de discurso que las construye como voces de otros
diferentes a sí. En el caso de la lírica esa objetualización no se da. El yo, el tú y el él, comunican
precisamente en la medida en que “ficticiamente se traducen como yo”. La dificultad estriba ahora
en advertir que tal subjetivización no puede explicarse como registro discursivo. Si asi se tratara el
yo lírico, en cuanto al yo de la enunciación, no podría distinguirse para nada del yo narrativo
homodiegético. Lo que el esquema del discurso lírico hace es la creación de un espacio en el que se
rompen, haciéndolos intercambiables en la esfera del “yo2, los propios roles de la enunciación, y
esto se hace refiriéndolos a la actividad del yo como tal actividad. El espacio enunciativo lírico es
aquel en el que tú y el el se comportan como imágenes del yo. Ortega ve un deslizamiento ficticio
del espacio enunciativo: una apropiación que de tú y de él hace el yo.
En cuanto al yo como lo único que podemos convertir en cosa, explica Ortega esta idea dentro del
pensamiento fenomenológico con ejemplos sobre la diferencia entre el “yo ando” y él anda” >
“Yo deseo, yo odio, yo siento dolor. El dolor o el odio ajenos , ¿quién los ha sentido? Sólo vemos
una fisionomía contraída, unos ojos que punzan de través la distancia entre “yo” y toda otra cosa,
sea ella un cuerpo inánime, un “tú”, un “él”. ¿Cómo expresaríamos de un modo general esa

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 2: La poesía lírica

diferencia entre la imagen o concepto de dolor y el dolor como sentido, como doliendo? Tal vez
haciendo notar que se excluyen mutuamente: la imagen de mi dolor no duele, más aún, aleja el
dolor, lo sustituye por su sombra ideal... Yo significa, pues, no este hombre a diferencia del otro, ni
mucho menos el hombre a diferencia de las cosas, sino todo, hombres, cosas , situaciones, en cuanto
verificándose, siendo, ejecutándose”.
En este texto se encuentra la primera formulación central del yo lírico , el que es yo
verificándose, siendo, ejecutándose. Ortega ha visto en esta reducción al espacio único del yo, la
auténtica raíz de la “vivencia” que luego dirá “intimidad”. Pero para la cuestión lírica es central la
posibilidad de extender ese yo ejecutivo, siendo, verificándose´, a un espacio que abraza igualmente
al tú y al él. Tú doliente o él doliente no son, en el espacio enunciativo inaugurado por el poema,
túes o ellos, sino que son imágenes proyectadas ficticiamente del propio yo, representaciones de la
conciencia íntima del sujeto. Precisamente porque es imposible que un tú sea un yo ejecutivo,
doliente, un dolor no objeto, se ha creado un espacio lírico: el espacio que abre esa posibilidad de
realizar en la imagen representada la esfera de representación competente en exclusiva al yo. El
espacio de la enunciación lírica ha nacido para dar credibilidad a esa imposibilidad ontológica de la
vivencia con el otro como vivencia. De ahí que sea un espacio intrínsecamente ficticio, que es
precisamente la que permite la distancia señalada por Ortega para con el dolor u odio originales. El
dolor o el odio llevan a la impotencia expresiva de su representación, solo cuando son imagen
construida trascienden de sí. Como dice Ortega:
“Todo mirado desde dentro de sí mismo es yo... Para que yo vea mi dolor es menester que
interrumpa mi situación de doliente y me convierta en un yo vidente. Este yo que ve al otro yo
doliente es ahora el yo verdadero, el ejecutivo, el presente. El yo doliente, hablando con precisión,
fue, y ahora es sólo una imagen, una cosa, un objeto que tengo delante”.
Mirar desde dentro como el objeto como si no fuese objeto y fuese sujeto, transcender el rol al
que obliga la distancia enunciativa, subvertir el mandato de la enunciación, por el cual el sujeto no
es sujeto. Esto será fundamentalmente la lírica. Además, el otro gran rasgo de la enunciación lírica
es la presentez, el ser, como Ortega dice, presente. Pero presente no cronológico, sino de presencia,
como se ve en este otro texto: “Mas tampoco el objeto fantástico es el objeto estético... sino aquello
a que todo esto alude.”.
Esta idea de la absoluta presencia (que se traduce con los verbos en gerundio “ejecutándose”,
“verificándose”, “doliendo”) es la que explica el espacio de enunciación lírico, precisamente por ser
el espacio donde queda abolida la distancia entre el sujeto y su representación por el cual el yo,
siendo representación e imagen, no se da como tal, sino como ser, directamente. La presentez lírica
quiere decir la aprehensión del yo (y sus imágenes proyectadas: tú, él) “doliendo: del dolor
ejecutándose no como imagen o representación sino como vivencia o experiencia.
Ortega añade de inmediato una contraposición de lo que viene sosteniendo con el hablar
narrativo: “Lo narrado es un “fue” y el fue es la forma esquemática que deja en el presente lo que
está ausente, el ser de lo que ya no es... Pues bien: pensemos en lo que significaría un idioma o un
sistema de signos expresivos de quien la función consistiera en narrarnos las cosas, sino en
presentárnolas como ejecutándose. Tal idioma es el arte. El objeto estético es una intimidad en
cuanto tal- es todo cuanto yo”.
La intuición de H. Arendt respecto a que la fábula de Kafka era referida al ser que piensa, al acto
de pensar, al filósofo en cuanto ejecutando en la brecha del tiempo una abolición del tiempo, había
sido conseguida por Ortega: el Pensioroso es la absoluta presencia del acto de pensar ejecutándose.
Y esa es también la creación lírica en cuanto a la brecha del tiempo.
“Todo desde dentro de sí mismo es yo”
Ortega realiza con esta frase un acto lírico; para decirle ha tenido que crear un verso que parece
de J.Guillén. Los primeros poemas de “Cántico”, de este autor, son una evidencia del acto lñirico

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 2: La poesía lírica

como presentez, vivencia de las cosas siendo.


El motivo concreto del yo que se piensa entre el que es y el que fue nutren versos concretos de
“Cántico”:
La luna está muy cerca
quieta en el aire nuestro,
el que yo fui me espera
bajo mis pensamientos
Sobre estos versos escribe E.Llegó: “El yo es suma de consciencia y temporalidad, es sujeto de
pensamiento porque piensa en el instante y desde el instante, y puede además actuar en él”. Ortega
se había referido al sujeto que ve, Lledó desarrolla la idea de la actividad consciencia, luz y
temporalidad presente en versos de Guillén.
El espacio de enunciación lírico es el que desarrolla esa presencia del yo instantáneo que ejecuta
en su acción la temporalidad presente necesaria para rescatarse de su ser efímero.
En el primer poema de “Cántico” vemos la cifra del universo lírico donde se vive el instante del
ser ejecutando su destino en una eternidad en vilo. Es a la luz de esta tesis donde puede entenderse
un texto de Hegel que define la poesía lírica. En este texto, tan mal interpretado, será preciso
recordar que unas lineas más arriba del texto citado, cuando Hegel trata de la poesía lírica, advierte
que la materia épica está con respecto al poeta “alejada de él en cuanto sujeto y para sí conclusa”.
En cambio para la lírica advierte que comunica “lo más sustancial y lo más fáctico como lo suyo,
como su pasión, disposición y reflexión y como testimonio actual de estas”.
Contrariamente a lo que se ha entendido tradicionalmente, no creemos que Hegel esté pensando,
con la contraposición conclusa para el poeta (épica) vs testimonio actual del poeta (lírica) en una
determinación de contenido temático, pues Hegel tenía en cuenta que la lírica puede tratar sucesos
pasados. El matiz de Hegel aquí es la presentez dela lírica, no como tiempo histórico o temático,
sino como tiempo de la vivencia lírica, emisora y receptora; lo que el traductor traduce de manera
excelente como “sujeto sentiente”.
Con posterioridad a Hegel posiblemente sea el fenomenólogo placo Roman Ingarden quien haya
alcanzado una más completa formulación de la idea de “presentez” y del tiempo como vivencia
presente en el género lírico. Establece Ingarden entre el modo de presente que se tiene a sí mismo y
la experiencia pragmática de la identidad del lector con el “Yo lirico”, respecto del cual rompe toda
distancia, y la consiguiente influencia de esta experiencia en la vivencia de un yo intrínsecamente
ficcional.
Uno de los ejes del concepto de concretización, que él aportó a la teoría literaria y que para el
caso la crítica definirá el género en virtud de una experiencia peculiar, en que la vivencia de esa
presencia del presente ha suspendido el fluir temporal como tiempo histórico, y adquiere una
dimensión de emergencia actual, en el momento de la lectura.
Hegel había apuntado otra idea: la relación de este fenómeno con la presentez, de actualidad, de
yo instantáneo, de lo que Hegel llamará claramente emergencia momentánea con la forma métrica,
con el ritmo del verso: “... la emergencia momentánea de los sentimientos y representaciones en la
sucesión temporal de su nacimiento y desarrollo y tiene por tanto que configurar artísticamente el
heterogéneo movimiento temporal mismo”.
Quizá la definición anterior de poesía como “palabra esencial en el tiempo” haya acertado
también con esa idea del ritmo del verso como forma de emergencia de la temporalidad. No es de
extrañar que Roman Jakobson, que inició el concepto de “shifter”, hable de la sensación inmediata
del presente que proporciona el verso. Tras analizar este fenómeno en la experiencia infantil del
lenguaje, pasa a hablar de la teoría de los “shifter” (los embragues de la enunciación o discurso),
teoría que para Jakobson tiene una dimensión eminentemente temporal.

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 2: La poesía lírica

Conclusión

Para quien ejecuta la acción de pensar y para quien anuncia un acto lírico, no puede la
enunciación ser simplemente un atributo formal o forma de embrague discursivo. Lo que llamamos
enunciación lírica guarda una especificidad en la creación de un espacio de enunciación o esquema
del discurso en gran medida propio: el de la vivencia del presente como presencia absoluta de un yo
ejecutivo, sintiente, doliente, que convierte los objetos, los espacios y los sucesos en experiencia
actual. Para ello el poético ha de realizarse no como objeto temático sino como sujeto, el objeto que
fue deviene sujeto que es, siendo, sintiendo, doliendo. La relación sujeto-objeto deviene emergencia
del sujeto o realización plena del acto de su conciencia reflexiva. De ahí que Ortega comience su
ensayo hablando de la poesía no como representación de algo ocurrido en el mundo, no como
creación del mundo, sino como creación de mundo. El yo de la enunciación lírica se proyecta a la
esfera inmediata y presente de su relación con el objeto, no tanto por su tematizar, sino por
realizarse en él la esfera de su conciencia inmediata o experiencia, vivencia... Y de los otros
realizados como yo, puesto que es fundamental la traslación del yo al tú como otro yo, y del tú al
yo. Ese espacio es el que permite la identificación del lector, fenómeno tan común y conocido por
los lectores de poemas como experiencia propia. La identificación del tú no sólo con lo dicho, sino
con la experiencia del yo en lo dicho, en el acto de su vivencia, que coincide con la ejecución de su
lenguaje con el nacimiento del poema y con el acto de su lectura.

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Teoría y estructuras de los géneros literarios TEMA 3: LA NOVELA

TEMA 3. La novela
HACIA UNA DEFINICIÓN DE LA NOVELA.

Los tres problemas de Cervantes.

Cuando Miguel de Cervantes escribía el Quijote no sabía qué era una novela, aunque se
barruntaba que lo que estaba escribiendo iba a ser cosa singular. Y es que la Poética y la Retórica
(las dos ciencias que hablan de la creación literaria y de sus géneros: las que bautizan las cosas que
ya llevan un tiempo existiendo) fueron siempre mecanismos poco ágiles, mejor dispuestos para
definir lo que tiene sus años que para prevenir lo que está en inminencia de parto. Y ese era el caso
de la novela a finales del S. XVI.
Por su parte, nuestro escritor estaba a la sazón en una encrucijada de problemas que los teóricos
intentaban resolver en sus tratados. En primer lugar, subsistía la idea de que la verdadera poesía (la
poesía englobaba cualquier forma de creación literaria) era una expresión luminosa del
conocimiento y, en tal sentido, pariente directo de la ciencia. En su época, Lope de Vega que era un
escritor a la moda y padeció siempre la ansiedad de serlo, soñó con ilustrar con doctrinas ajenas sus
hallazgos literarios más felices y se sintió más satisfecho con sus imperdonables pedanterías que
con sus maneras más espontáneas; como muchos escritores de hoy mismo, se obsesionó con la
“ciencia de la literatura” y buscó referencias y conocimientos en los diccionarios enciclopédicos de
su tiempo.
Cervantes, sin embargo, se sobrepuso a la misma tentación. En el prólogo a la primera parte del
Quijote finge estar cavilando qué grandes cosas ha de poner en ese prólogo todavía no escrito y que
era el territorio abonado para toda clase de exhibición de erudición. Lo que el risueño Cervantes
propone se trata de algo más que la broma de un “ingenio lego”: allí asistimos a la definitiva
degradación de una liturgia que emparentaba la belleza y la erudición, la originalidad y la
artificiosidad, la diversión y la liturgia. Cervantes opta, sin duda, por la belleza, la originalidad y el
entretenimiento en estado puro. Y por la consagración de que la invención fascinante, el saber
narrar bien las cosas, basta y sobra.
Tras haber indultado la diversión, se planteó una segunda cuestión muy próxima que también
resolvió sin saberlo nunca del todo: la que concernía a los límites de la imaginación. Tenía ya una
solución propicia: la verosimilitud. En función de esta, la mentira podía aceptarse en dosis
variables: una sátira podía soportar un buen grado de exageración y una fantasía podía ser muy
atrevida si, al cabo, no se intentaba hacer pasar por verdad. Cervantes se alineó en el bando de
quienes, sin forzar violentamente las cosas, exploraron la ampliación de los límites de la
imaginación; sabían que, en el fondo, los enemigos de la fantasía en libertad tenían su parte de
razón: los lectores no tendrían ningún interés por historias o por ambientes que fueran más allá de
su comprensión, de lo que veían todos los días. Su capacidad de aceptación de realidades nuevas
tenía como punto de partido su experiencia cotidiana y esa era la pared de rebote de las novedades.
Aristóteles lo había sentenciado muchos siglos antes: la literatura es mímesis, imitación de la
vida. Y la ficción no es cosa dispar de la Historia ordinaria; si algo las separa, a favor de la primera,
es que la creación poética habla de lo general y la Historia se ve obligada a hablar de lo particular,
de lo que ya ocurrió de una sola y determinada manera. Lo que quiere decir, al cabo, que lo general
-el territorio de la literatura- estaba destinado a encerrar lecciones morales que eran incompatibles
con personajes excesivamente peculiares.
Cervantes no se opuso a la ley de la verosimilitud pero amplió los casos: intuyó, por ejemplo,
que los personajes locos le iban a servir de mucho. Por supuesto, compartía la vieja creencia de que
los orates poseen una forma extraña de verdad, pero nadie como él se dio cuenta de que pisaban a la

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Teoría y estructuras de los géneros literarios TEMA 3: LA NOVELA

par dos terrenos: el de la verdad ordinaria y el de la fantasía reveladora, el de la lógica común y el


de la libertad creadora. Su Don Quijote es, por encima de todo cuanto quepa decir de él, un loco;
esto es, un explorador de verdades hipotéticas. Mediante el expediente de la locura, se enlazaban
por vía franca los países fronterizos de la verdad y la fantasía y se nos invitaba a reconocer que
todos somos un poco locos cuando leemos con fruición cosas que son mentira.
El tercer problema que la primera novela del mundo hubo de resolver fue una peliaguda
cuestión de legitimidad artística. Para narrar peripecias de personajes heroicos existía la épica, aquel
género supremo entre todos que trataba, en versos bien sonantes, de los acontecimientos de la vida
de los grandes héroes. Desde la Iliada y la Odisea, la epopeya presentaba una línea luminosa de
referencia que, todavía a principios del S. XIX, los críticos románticos pensaban que podía tener
una resurrección. Lo que iba a poner en práctica Cervantes pertenecía a una línea distinta que nunca
había tenido mucho pie en las preceptivas clásicas ni mucho lugar en la historia de la literatura.
El elenco de “novelas” de la Antigüedad clásica es un cajón desastre en el que figuran relatos
muy variados que corresponden a los últimos momentos de la cultura griega, o a la época ya
declinante de la cultura latina.
Todo este curioso y heterogéneo equipaje narrativo no mereció demasiadas líneas a los
preceptistas pero fue un legado trascendental para la imaginación europea. Los contemporáneos de
Cervantes leyeron con fascinación esas historias de personajes peregrinos por países exóticos y, de
hecho, cuando Cervantes quiso presumir de haber escrito una obra inmortal no pensó en el Quijote
sino en Los trabajos de Persiles y Sigismunda, que era una trama basada en las “novelas
bizantinas”. Y cuando habló de continuar sus trabajos literarios, nunca dejó de citar una segunda
parte de La Galatea, su novela pastoril, modalidad que, entre otras cosas, debía algo a la invención
de Longo.
Para un hombre de finales del S. XVI, aquellos singulares textos de ficción y la imagen de la
poesía épica convencional eran los únicos géneros que legitimaban el trabajo que llevaba entre
manos. Dice en el prólogo del Quijote que “la escritura desatada de estos libros da lugar a que el
autor pueda mostrarse épico, lírico trágico, cómico, con todas aquellas partes que encierran en sí las
dulcísimas y agradables ciencias de la poesía y de la oratoria”. Fijémonos que nada está dicho al
azar: no se ha olvidado que es importante que toda narración “tire a la verdad” (formulación muy
divertida y laxa del principio de verosimilitud) y no se ha olvidado (la idea duró hasta el
romanticismo) que el arte instruye deleitando. La novela es el arte supremo de la inclusión y
divagación, pero sin que la erudición pesada avale cada noticia; ficción escrita en tono personal,
sobre personajes privados y curiosos, llevada adelante por el mero gusto de narrar y hacerlo bien.
Eso es lo que llevó a Cervantes a ensayar continuamente modos de ficción que su lector
reconocía. Es sabido que los libros de caballerías de que se burlaba le dieron el pretexto del relato
pero también su modelo de itinerario abierto, de salir a la busca de aventuras e ir enhebrando los
episodios. Pero también el mundo del Quijote está poblado por arquetipos que vienen de otros
libros. Por ejemplo, la literatura de pícaros. Y hay episodios de tono pastoril. Y novelas de enredo
amoroso y ambientación urbana. Y relatos de cautiverio en manos de los moros. La novela es una
galería de personajes invitados pero también de géneros potenciales que se exploran por un
momento. Cervantes fue un hombre de su tiempo y a menudo fiel observante de sus convenciones,
pero también perteneció a un momento de la historia del arte en que los creadores anduvieron muy
cercanos de la autoconsciencia artística, de la convicción de que no eran amanuenses de unas
formas estéticas ya consagradas, sino los dueños de su mundo de imaginación.
Giraldi Cinzio pensaba también que la cuestión esencial del nuevo género es la primacía de la
imaginación y, a renglón seguido, la posibilidad de multiplicar los hilos de la acción y apelar a la
fantasía.

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Teoría y estructuras de los géneros literarios TEMA 3: LA NOVELA

Historia de dos nombres: romans y novelas.

Porque, pese a todo, el Quijote no se llamó novela. Fueron los estudiosos del S. XIX quienes,
atraídos por la idea de que los géneros, como las especies biológicas, venían definidos por una larga
evolución, usaron y abusaron del término novela: Marcelino Menéndez Pelayo partía de ese
principio científico mediante el cual toda forma narrativa era un anticipo de la fórmula definitiva de
la novela, acuñada por Cervantes.
A Northrop Frye debemos una diferenciación útil, pero ya veterana en la crítica anglosajona,
entre romance -género narrativo de la subjetividad y la imaginación más desbocadas- y novela
-forma de ficción analítica y reposada-, así como la determinación de los cuatro modos básicos de
ficción que, además de los citados novela y romance, vendrían a ser la confesión (autobiografía real
o ficticia) y la anatomía (obra panorámica que describe y pormenoriza un ambiente, situación o
lugar). Por supuesto, estos modelos básicos pueden mezclarse entre sí, con proposiciones diferentes.
Pero, de hecho, ni el nombre que hoy recibe la novela es universal: el italiano, en francés y en
alemán, la designación de un relato extenso es la de romanzo o roman, respectivamente, mientras
que en español y en inglés es novela o novel. Para un francés o un italiano, una nouvelle o una
novella es un relato más breve, lo que nosotros llamamos, con una perífrasis significativa, una
novela corta. Cervantes entendió siempre que el término “novela” designaba una narración de
mediano tamaño, como sus propias Novelas ejemplares. “Novela” es un diminutivo de “nova” que,
a su vez, es el plural de la forma neutra del adjetivo “novum”: ese plural latino viene a significar
“las cosas nuevas”, “lo nuevo” o un conjunto de noticias (un relato nos informa de un sucedido que
no conocemos, nos da cuenta de algo). La equiparación de noticias y novelas es muy visible: unas y
otras se cuentan y unas y otras se destinan a satisfacer la curiosidad incansable de los ociosos.
El origen de la familia “roman” fue algo distinto. La voz primitiva francesa era “romanz” y
provenía de un adverbio bajolatino: romanice, esto es “románticamente”, o, por mejor decirlo, algo
que se escribe “en lengua románica”. Directamente, de ese “romanz” francés viene la voz
“romance” que, en nuestro castellano, designa dos cosas: los poemas narrativos breves que, desde
finales del XIV, se integraron en el romancero oral y también la peculiar modalidad de sus versos,
pues “romance” es también una forma estrófica. De la misma voz francesa vino igualmente el
término británico “romance”, que todavía hoy designa una forma especial de “novel”: una narración
de aventuras o de tono más o menos legendario que busca el entretenimiento.

Los romances.

Inicialmente se llamó así a poemas extensos de carácter narrativo que, en la segunda mitad de S.
XII, compitieron con los veteranos cantares de gesta de signo heroico que habían conocido su
florecimiento a partir de mediados de la centuria anterior.
Los nuevos poemas narrativos, los romanz, no tenían, como los cantares de gesta, finalidades
vagamente patrióticas y descaradamente mercantiles. Los nuevos poemas hablaban de una sociedad
que prefería la aventura fantástica, la peripecia amorosa, la intriga imaginaria. Estos nuevos relatos
se leían en voz alta sobre un texto escrito, sin necesidad de aquellas melopeas y fórmulas recitativas
que habían servido a los juglares para memorizar sus textos.
En aquella época nació un concepto del amor -”amor cortés”-. La idea del amor como
depuración espiritual del amante y como vivencia siempre al borde de la tragedia se ha convertido
en una de las constantes más persistentes de la cultura occidental.

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Teoría y estructuras de los géneros literarios TEMA 3: LA NOVELA

El romanticismo y las novelas.

El roman está en la base etimológica misma del romántico y romanticismo, las fórmulas léxicas
que en el S. XIX se aplicaron a una de las mayores revoluciones de la estética occidental.
El último tercio del S. XVIII fue descubriendo en toda Europa el estremecimiento de lo raro y lo
sombrío, el placer estético de lo lúgubre e imponente, la belleza extraña de lo nocturno y funerario.
Fue una moda, por supuesto, pero como todas las modas obedeció a necesidades profundas y resultó
estar llamada a perdurar: el siglo de la Razón y de las Luces tenía también sus sombras y sus
pesadillas.
Lo “romántico” pasó de ser una reprobación de moralistas juiciosos a transformarse en un
mérito estético y en el signo de las ambiciones de aquella nueva literatura que un grupito de
alemanes -August Wilhelm y Friedrich Schlegel- convirtieron desde 1790 en referencia capital de la
nueva sensibilidad. Hacia 1820 en España, la palabra “romántico” había sustituido
mayoritariamente a “romanesco”. Para muchos significaba lo mismo que antes, aunque ya sin
intención peyorativa: aludía a lo fantasioso, exótico, a lo propio de narraciones más que de realidad.
Para no pocos era la marca de una escuela literaria que combatía ferozmente contra los “clasicistas”,
apegados todavía a las anticuadas preceptivas. Para una inmensa mayoría, designaba una
determinación temática que era capital en la nueva escuela: el tratamiento preferente de temas y
ambientaciones medievales.

La novela, un descubrimiento romántico.

Sin embargo, el romanticismo fue mucho más. En el plano de lo más inmediato y aparente,
supuso un cambio radical de motivos literarios. Lo exótico había sido, en gran medida, un
descubrimiento del S. XVIII, que fue una centuria universalista y relativizadora, que se encaprichó
del arte extremo-oriental o con el alquitarado mundo de lo árabe, pero el siglo romántico amplió
hasta límites insospechados la pasión por lo ajeno: descubrió la encrucijada de civilizaciones que
fue el Oriente Medio, los enigmas misteriosos de Egipto, las sobrecogedoras soledades de América
o la inquietante monotonía de los desiertos asiáticos. Pobló de fantasías las montañas más altas y de
melancolía la vasta superficie del mar: montes y océanos dejaron de ser obstáculos en los caminos o
temerosos ámbitos de viaje para convertirse en pretextos de meditación sobre el infinito. Desde
entonces, en cada uno de estos paisajes pudo colocarse una diminuta figura humana que contempla
absorta las fuerzas de la naturaleza.
Y el romanticismo añadió a la sensibilidad de Europa el gusto por las formas artísticas
primitivas, por lo imperfecto: los dieciochescos vieron el arte gótico como un arte propio de los
bárbaros mientras que los románticos lo admiraron.
Vino a concluirse que cualquier arte del pasado, si estaba animado de pasión y espíritu, era
también clásico y podía competir con el legado de Grecia y Roma. Y es que necesitaban nuevos
referentes. Por eso también redescubrieron a Shakespeare, a quien convirtieron en el primer autor
moderno, y a Cervantes: en uno y en otro creyeron ver el ideal de una literatura que era hija de la
humana pasión y de la experiencia de la vida. Una literatura que valía tanto como la filosofía.
Porque esa fue la premisa esencial del romanticismo. La Crítica del juicio de Kant liberó al arte
de la pesada manta de la moral: el principio de “satisfacción desinteresada”, aplicado al placer
estético, rompió para siempre con tantos siglos de más o menos hipócrita adhesión al principio de
“instruir deleitando” o de “mezclar lo útil y lo dulce”. Para Schelling, el arte tenía el mismo fin que
la filosofía -el conocimiento-. Ya no iba a haber diferencias entre uno y otra. El terreno del arte
vendría a ser el lugar privilegiado de experimentación y desarrollo de lo que Friedrich Schlegel
definió como ironía romántica: la actitud del escritor que advierte su propia impotencia para

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Teoría y estructuras de los géneros literarios TEMA 3: LA NOVELA

describir una realidad múltiple y confusa, o, si se prefiere, la conciencia sobrevenida del arte
moderno que quisiera alcanzar la verdad superior y se ve condenado a merodear eternamente en su
búsqueda.
Todos esos iban a ser los legados que los románticos dejaron a los novelistas del S. XIX: una
impresionante nómina de temas nuevos por explorar, una actitud nueva que hacer suya y un montón
no menos estremecedor de preguntas que contestar. Para la mayoría de los tratadistas alemanes que
elaboraron los nuevos conceptos de literatura, la novela era, sin duda, el arte del porvenir. Ningún
otro podía reflejar mejor la vida de los hombres y ser fiel al propósito común de la nueva escuela.
Novalis dice que “una novela es una vida en forma de libro” porque “la novela trata de la vida,
representa la vida [...] La novela como tal no lleva en sí ningún resultado predeterminado, no es
imagen y representación de una sola frase. Es la realización de una idea. Pero una idea no puede
definirse en una frase. Una idea es una consecuencia de un número ilimitado de frases”.
Friedrich Schlegel en “Carta sobre novela” escribe que una novela no es una forma derivada del
género épico, como se creía usualmente; su unidad profunda y su intención la asocian más con lo
dramático y hasta con lo poético. Decía que no podía imaginar una novela sino como una mezcla de
narraciones, cantos y otras formas diversas. Su conclusión es que nada habría más tentador, ni más
difícil, que elaborar “una teoría de la novela”. El mejor comentario de una novela es escribir otra
novela; la mejor manera de entender un relato es volver a contarlo.
Treinta años después, Friedrich Hegel resumía en su Estética toda la poderosa corriente de
pensamiento y acción que había constituido el romanticismo alemán.
Por reflejar las pautas de su tiempo, la novela es el género del porvenir. Ya no hay límites para el
arte que “deja de estar adscrito a un círculo determinado de ideas y de formas. Se consagra a un
nuevo culto: el de la Humanidad. Todo lo que el corazón del hombre encierra en su inmensidad, sus
alegrías y sus sufrimientos, sus intereses, sus actos y sus destinos, llegan a ser dominio suyo. Aquí,
el artista posee verdaderamente su asunto en sí mismo: en el espíritu del hombre inspirado por él
mismo, contemplando la infinitud de sus sentimientos y de sus situaciones, creando libremente,
expresando de igual modo sus concepciones, el espíritu del hombre a quien no es extraño nada de lo
que hace latir el corazón humano. Este es el fondo sobre el que trabaja el arte, y que desde el punto
de vista artístico es ilimitado. La elección de las ideas y de las formas queda abandonada a su
imaginación. Ningún interés resulta excluido, porque el arte no necesita representar solamente lo
que es inherente a una época determinada: todos los asuntos en los que el hombre puede verse de
nuevo en él son de su dominio”.

De Lukács a Camus: novela y filosofía.

Casi todos los novelistas supieron lo elevado de su misión y dejaron alguna huella escrita de sus
ideas sobre la novela, pero la respuesta más clara a la demanda de Schlegel vino de Georg Lukács,
con su Teoría de la novela, uno de los libros más citados y admirables que ha dado la crítica de
nuestro siglo.
En el arranque de si Teoría, Lukács dibujó una melancólica elegía del final de los tiempos
helénicos. “Entre la epopeya y la novela -las dos objetivaciones de la gran literatura épica- la
diferencia no concierne tanto a las disposiciones del escritor, cuanto a los datos históricos-
filosóficos que se imponen a su creación. La novela es la epopeya de un tiempo donde la totalidad
extensiva de la vida no se nos presenta de manera inmediata, de un tiempo para el cual la
inmanencia del sentido de la vida se ha convertido en un problema pero que, no obstante, no ha
cesado de contemplar la totalidad […]. La novela es la forma de la virilidad madura, por oposición
de la infantilidad normativa de la epopeya […]; eso significa que el carácter cerrado de su mundo,
es, desde un punto de vista objetivo, imperfección y, desde el plano subjetivo de la vivencia,

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resignación”.
La parte más comentada del libro de Lukács es la segunda en la que estableció una tipología de
novelas que todavía resulta muy certera. El paradigma más elemental de novela es el que denomina
de “idealismo absoluto”. En él, un héroe de berroqueñas convicciones, un hombre de fe, se enfrenta
a un mundo hostil: el clima espiritual del relato es la oposición de la creencia y la práctica; su
vivencia fundamental, la aventura (Quijote, Dickes, Balzac...). El segundo paradigma narrativo, el
“romanticismo de la desilusión”, abarca con holgura el conjunto esencial de la ficción romántica: en
este caso, el alma del personaje no es un a priori conceptual sino un cosmos complejo y, de esa
manera, la negociación entre la realidad y las aspiraciones conduce habitualmente a la melancolía o
al refugio de la intimidad: La educación sentimental, de Flaubert.
Un carácter más sintético tiene el tercer tipo, la “novela de aprendizaje”: se propone aquí un
compromiso entre la violencia del “idealismo absoluto” y la derrota aceptada del “romanticismo de
la desilusión”; el proceso de formación de una personalidad suele ser una mediación permanente
entre lo posible y lo deseado, entre el sueño y la vulgaridad, entre el ideal y la práctica.
Lukács concede un valor excesivo a la conciencia individual del mundo, como si toda novela
solamente pudiera explicarse a través de esa nueva epopeya menor o degradada: nuestro yo frente a
la realidad. Si eso explica el alma de todas las novelas, difícilmente explica lo que hay en las
novelas. Y lo primero que hay en las novelas son palabras. Las palabras se eligen entre un montón
de otras posibles. La relación del mundo con la conciencia no es exclusivamente reductible a la
solemne tipología lukacsiana que hemos repasado: es una refracción compleja lo que, a los efectos
del analista de novelas, pasa por un análisis del lenguaje, cosa habitualmente desdeñada por los
estudiosos que tienden a creer que el estilo en la novela es algo meramente transitivo.
Mihail Bajtin reparaba en esa deficiencia de los estudios sobre novela y alumbraba un concepto
muy original: el de dialogismo. El dialogismo era un hecho connatural al lenguaje mismo: “El
lenguaje como medio vivo, concreto, en el que vive la conciencia del artista de la palabra, nunca es
único. La existencia social y el proceso histórico de creación generan, en el marco de una lengua
nacional única y abstracta, una pluralidad de mundos concretos, de horizontes literarios,
ideológicamente y socialmente cerrados; los elementos idénticos, abstractos, de la lengua se llenan
en el interior de esos horizontes diversos, de variados contenidos semánticos y axiológicos y suenan
de manera diferente”.
Bajtin proponía abandonar la superstición de un lenguaje único y tener la osadía de ver el
universo del lenguaje como un entremezclarse de órbitas móviles entre las que también está,
perdida su aparente fijeza, la nuestra propia. La novela es, por su naturaleza, el género armonizador
de lenguajes, mucho más que la poesía que tiende al monolingüismo. De este modo, podría
definirse la novela como un discurso ajeno, que se nos presenta como obra de un narrador, que
introduce a su vez nuevos discursos ajenos de sus personajes.
Albert Camus dice que “no se piensa por imágenes. Si quieres se filósofo, escribe novelas”. Su
idea de que la novela era la sucesora natural de la filosofía le inspiró el capítulo que inicia la
segunda parte, “La creación absurda”, de su ensayo El mito de Sísifo. El filósofo es creador. Los
juegos novelescos del cuerpo y de las pasiones se ordenan un poco más con arreglo a las exigencias
de una visión del mundo. Ya no se 'cuentan historias', se crea un universo propio. Los grandes
novelistas son novelistas filósofos, es decir, lo contrario que escritores de tesis.

Psicoanálisis de la novela: bastardos y desterrados.

Una vasta experiencia clínica había enseñado a Freud la frecuencia con que sus pacientes
recordaban una sospecha de su remota infancia; en algún momento todos habían pensado no ser
hijos de sus padres naturales sino de otros. Con el tiempo, los hombres olvidan esa sospecha que,

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sin embargo, aflora en sus neurosis... o en su literatura.


Marthe Robert en Novela de los orígenes, orígenes de la novela, volvía sobre el texto de Freud
y, a partir de él, afirmaba que solamente existen dos tipos de novelas modernas: las protagonizadas
por un bastardo de naturaleza “realista”, que se muestra activo y acometedor, héroe de su propia
existencia, y las narraciones que se centran en un “infante hallado”, soñador, esquivo frente al
mundo real, que procura la huida, la fantasía y la locura como respuestas.

Una frontera tentadora: la obra mundo.

Una novela no es cosa diferente del mundo que describe y tiende ambiciosamente a tener como
propios los límites inciertos de lo que llamamos vida. Franco Moretti ha hablado de las opere
mondo (obras mundo) como una secreta constante de la literatura universal de los dos últimos
siglos: obras que han querido ser, más que cifra, expresión completa de la experiencia humana y
que, no por casualidad, resultan ser mayoritariamente novelas. No son libros cualquiera. Son
monumentos. Textos sagrados que el Occidente Moderno ha escrutado desde hace tiempo, buscando
en ellos su propio secreto. Y, sin embargo, la historia literaria no sabe bien qué hacer con ellos. No
sabe clasificarlos.
El empeño de hallar un lugar para estos libros ha llevado a Moretti a reivindicar un término que
creíamos haber dejado atrás -el de la épica, como forma superior de la expresión literaria-, pero
también a apuntar algunos rasgos que convierte esa nueva épica en algo totalmente distinto de la
antigua. Por ejemplo, al advertir que la mayoría de estas obras postulan una “retórica de la
inocencia”, una angustiosa búsqueda de una explicación del mundo más simple y a la vez completa,
más directa, de la que nos ofrecen las formas artísticas habituales, cómplices a menudo de la
complicación y la hipocresía que debieran aclarar. Y, en el mismo sentido, al advertir que muchas de
estas obras mundo se han producido en territorios humanos y geográficos marcados por un conflicto
de identidad.

LA IMITACIÓN DE LA VIDA.

El Realismo: historia y definiciones.

Asociamos la novela a la idea de “realismo” y merece la pena advertir algo que parecerá muy
obvio: el realismo -la reproducción por medios lingüísticos de un lugar, proceso o comportamiento
que el lector puede asociar a su experiencia cotidiana- no es un mero contagio de la realidad en que
nos movemos; responde a un esfuerzo del autor por traer esa realidad a capítulo e impregnarla de
una intención en orden de la marcha global del relato. El realismo no es la consecuencia de que las
novelas traten de mundos similares al nuestro: más bien, tratan de mundos similares a este, o a
estos, los de sus lecturas, pero poder decir algo nuevo acerca de ellos, para convertir la realidad en
signo literario.
Con el tiempo, los realistas estuvieron en los orígenes del idealismo filosófico, lo que puede
parecer pradójico pero no lo es: el idealismo sustenta que no hay más acceso a la realidad que el
reflejo de esa realidad en nuestra conciencia y, por tanto, que no hay más sustancia que el
pensamiento. Esa aparente renuncia a operar filosóficamente de un modo directo sobre la realidad
los convirtió, de hecho, en los padres de la modernidad; ellos centraron la especulación del
pensamiento en cuestiones gnoseológicas, en teorías del conocimiento, y en la noción del yo, el
lugar donde se juntaban la intimidad y el reflejo del mundo.
Algo de aquella noción de realismo -la idea de que lo concreto remite a lo general- debió haber
en el primer uso estético de esa palabra. Y, sin embargo, lo que se impuso fue el sentido inverso: el

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arte “idealista”, ya a finales del S. XVIII, era aquel que se complacía en la pintura de modelos
imaginarios de bondad y de belleza, mientras que el “realista” era el que reflejaba las cosas tal como
son.
En un comienzo se entendió por realismo la descripción minuciosa de ambientes tanto en las
novelas históricas como en las de tema contemporáneo. El realismo fue una parte del romanticismo
y no su opuesto, como suele pensarse. El reflejo “realista” de la vida venía de muy atrás y que, con
las cautelas debidas, podemos preguntarnos si hay un realismo de la Antigüedad, de la Edad Media,
o del Barroco...

Antropología del Realismo.

Auerbach estableció una auténtica antropología del realismo y vino a concluir que la presencia
del mismo es una demanda relacionada con el movimiento histórico: a mayor aceleración de la vida
histórica, se produce más “constancia realista” de esa materia tan patéticamente mudable.
Tendemos a representar de modo realista lo que se mira con cierta perspectiva: porque se acerca
peligrosamente a nosotros o porque comienza a alejarse. Para Fernando Lázaro Carreter el realismo
es “un fenómeno que se produce en el interior de la serie literaria, como principio dinámico de la
misma, es decir, como ideal que oriente a los artistas en su búsqueda de novedades, y que se somete
siempre a la ley de extrañamiento. Este extrañamiento es una de las múltiples convenciones que
hacen posible la literatura y puede consistir en la búsqueda de perspectivas insólitas para observar,
en mostrar realidades infrecuentes y, por supuesto, en la interposición de variaciones estilísticas”
Y es que, como ha señalado Darío Villanueva existe una interpretación genética del realismo (la
noción vulgar que llega a Émile Zola o a Bertolt Brech: el realismo es consecuencia directa de la
realidad) y una interpretación del realismo consciente (en la que el autor sabe por qué usa de sus
métodos), pero la más acertada sería la que habla de un realismo intencional, que cuenta además
con la percepción del lector, con su complicidad. “La virtualidad del texto y nuestra vivencia
intencional del mismo nos llevan a elevar cualitativamente el rango de su mundo interno de
referencia hasta integrarlo sin reserva alguna en el nuestro propio, externo. Realista, en una palabra”
concluye Villanueva.

Realismo: el Naturalismo

De todo lo dicho, se infiere con facilidad que no hay “realismo” sino “versiones del realismo”,
como no hay temas particularmente “realistas”: un tratamiento realista puede darse a una novela
histórica o a un relato de ciencia-ficción, a una narración fantástica u onírica lo mismo que a un
cuento de actualidad. Y es que se suele confundir el “realismo” con el “naturalismo” que fue una de
sus formas históricas.
El naturalismo (Émile Zola) tuvo siempre un carácter más utópico y polémico que real. Tres eran
los principios de la nueva novela: la “reproducción exacta de la vida”; la desaparición del héroe
convencional, puesto que se busca la “mediocridad corriente”, y el “desinterés del novelista que
afecta desaparecer detrás de la acción que narra”.

Otros realismos: realismo socialista, neorrealismo, nouveau roman, realismo sucio

El único realismo que ha confiado en la tranquilizadora univocidad de la realidad ha sido el


llamado “realismo socialista”: fue la práctica oficial del arte en los países comunistas. Se consagró
una suerte de nuevas églogas de significado presuntamente revolucionario: se presentaban historias
maniqueas llenas de personajes arcangélicos, de exaltaciones del valor del trabajo, de

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abominaciones del todavía reticente espíritu burgués y, por encima de todo, se cernían siempre a los
consejos de un experimente y paternal comisario del pueblo.
La presencia más “real” de la vida cuando la vida política se refugiaba en la propaganda
nacionalista pudo ser una prudente cura de dignidad. Ese fue el caso del neorrealismo.
Ideológicamente, el neorrealismo fue también el fruto de la convergencia de un cristianismo
evangélico y antifascista y un comunismo macerado en la experiencia de la lucha clandestina y
convencido de la necesidad de sumar esfuerzos de liberación.
En tal sentido, el neorrealismo fue el fruto maduro de las esperanzas de reconciliación de una
posguerra, después de haber sido la aventura de un descubrimiento en los turbios años del último
fascismo: vino a ser, en gran medida, un encuentro con la autenticidad. Los primeros relatos que
dieron carta de naturaleza a la realidad en pleno fascismo fueron una novela de ambiente burgués
-Los indiferentes, de Alberto Moravia- y un duro retablo de la vida calabresa -Gente en Aspromonte,
de Corrado Alvaro.
El nombre de neorrealismo que, a veces, se aplica a la narrativa española de hacia 1950 no tiene
nada de descabellado; los muy jóvenes Rafael Sánchez Ferlosio, Jesús Fernández Santos, Ignacio
Aldecoa o Carmen Martín Gaite vinieron con fascinación los filmes italianos de aquellos años y en
ellos aprendieron la lección moral de escribir una literatura a la difícil altura de una posguerra:
cruda, pero sin perder de vista la poesía de las cosas; partidaria, sin llegar a didáctica; popular,
evitando cuidadosamente el populismo; piadosa, sin incurrir en los excesos de ternura. Y de todo lo
primero hay mucho en el cuadro de honor del neorrealismo a la española: El Jarama, Los bravos,
El fulgor y la sangre, Entre visillos...
El novelista “nuevo” tenía prohibida cualquier introspección en el ánimo de sus personajes,
cualquier conjetura sobre los motivos de su comportamiento. Todo debía depender de la
observación y, en la medida de lo posible, había de confiarse a la meticulosa presentación de la
realidad circundante, realizada con la impasibilidad y el método de un agrimensor.
“En este realismo nuevo, no se trata de una cuestión de verismo. El pequeño detalle que 'fait vrai'
no llama ya la atención del novelista, en el espectáculo del mundo o de la literatura: lo que le llama
la atención -y lo que se reencuentra muy a menudo en los trances en que él describe- sería, antes
bien, el pequeño detalle que 'fait faux' (que crea falsedad).
En los Estados Unidos estos años fueron todavía menos complacientes. La sociedad
norteamericana tiende a verse -de forma “realista” también, pero muy idealizada- como el paraíso
de la libertad en la tierra y cultiva, como en pocos países, los ritos de la sociabilidad
autoconmemorativa: verbenas, fiestas escolares, marchas colectivas... Pero, a la vez, que un
realismo almibarado refleja ese mundo habitual, se advierten otras formas de percepción de la vida;
un realismo telúrico muy original caracteriza, por ejemplo, la literatura sureña y, en torno a los años
de la primera guerra mundial y al despertar internacional de los Estados Unidos, se dieron también
meditadas formas de ese realismo para reflejar la continuidad y el engaño de la vida rural.
Después, en los años treinta y los cuarenta, la novela negra fue la expresión más vivaz de la
capacidad de esa vacuna realista-expresionista que reflejó la desolación de la crisis del 29. Y a
finales de los años cincuenta y en los sesenta, la estética pop y luego el hiperrealismo hablaron de
una sociedad provinciana y chillona, sin más horizonte que su estruendo y sin más grandeza que su
despilfarro.
En 1983 el crítico Bill Buford acuñó el término dirty realism (realismo sucio) que ha venido a
ser la última versión de esa ferocidad analítica que periódicamente parece querer encarnarse en la
vida norteamericana.

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El realismo mágico y lo real maravilloso

El escritor italiano Massimo Bontempelli usó el término “realismo mágico” para definir un
nuevo horizonte literario que fuera más allá del naturalismo convencional: postulaba un realismo
“culto” que concediera su lugar al mito, a la visión intelectual de la vida, a la dimensión metafísica
de los acontecimientos. El “realismo mágico” vino a suponer una intelectualización del arte de
contar y, al cabo, una nueva muestra de lo tantas veces dicho: el realismo es una estrategia, la
“realidad” en el arte es una pregunta sobre la solidez y el destino de lo que representa.
El “realismo mágico” vino a descubrir, al cabo, que la apariencia es una envoltura de otras
presencias más profundas y asombrosas. Y otros descubrirían más tarde que, en latitudes diferentes,
la realidad puede ser, por sí misma y sin afeite alguno, una fuente interminable de sorpresas. Ese fue
el caso de un narrador cubano, Alejo Carpentier. En 1933 había explorado por vez primera las
posibilidades de un relato entre etnológico y vanguardista sobre la santería cubana -Ecué-Yamba-O-
y en 1948 había confeccionado, sobre el bastidor de lo que pudo ser una novela histórica, un
atractivo retablo del movimiento independentista de los negros haitianos en tiempos del emperador
Henri-Cristophe (El reino de este mundo), cuyo prólogo fue la primera exposición de “lo real
maravilloso”.
A cada paso hallaba lo real maravilloso. Pensaba que esa presencia y vigencia de lo real
maravilloso era patrimonio de la América entera, donde todavía no se ha terminado de establecer,
por ejemplo, un recuento de cosmogonías. Lo real maravilloso se encuentra a cada paso en las vidas
de los hombres que inscribieron fechas en la historia del continente y dejaron apellidos aún
llevados: desde los buscadores de la fuente de la eterna juventud, de la áurea ciudad de Manoa,
hasta ciertos rebeldes de la primera hora o ciertos héroes modernos de nuestras guerras de
Independencia de tan mítica traza como la coronela Juana de Azarduy.
América era un territorio mágico y solo faltaba que los narradores dejaran actuar, sin
inhibiciones, lo que les rodeaba. Algo que el propio Alejo Carpentier en unas páginas posteriores
identificó con los “contexto” del escritor. Para el novelista cubano, tales “contextos” americanos
eran los que siguen: contextos raciales fraguados por la “convivencia de hombres de una misma
nacionalidad pertenecientes a distintas razas. Indios, negros y blancos, de distinto nivel cultural que,
a menudo, viven contemporáneamente en épocas distintas, si se considera su grado de desarrollo
cultural”; contextos económicos a los que caracteriza la “inestabilidad de una economía regida por
intereses foráneos”; contextos ctónicos que contabilizan “supervivencias de animismo, creencias,
prácticas”; contextos políticos en los que domina la violencia; contextos burgueses que definen al
“pequeñísimo burgués latinoamericano, zarandeado o aupado por la versatilidad de la economía”;
contextos de distancia y proporción que son mucho mayores que en Europa y que invalidan la
noción tradicional y domesticada de “paisaje”; contextos de desajuste cronológico entre las
nociones europeas y las americanas, secundados de contextos culturales que presencian misteriosos
trasvases; contextos culinarios; contextos de iluminación que varían grandemente entre las distintas
ciudades americanas; contextos ideológicos “poderosos y presentes”.
En 1960, el programa de Carpentier preludiaba el éxito internacional que la narrativa
latinoamericana habría de obtener en los dos decenios siguientes, basado en una potenciación
universal de lo propio. El relevo vino a ser propuesto por el universo mágico de Gabriel García
Márquez, de Juan Rulfo, Onetti, Bioy Casares o Julio Cortázar.
Los años sesenta estuvieron, sin duda, dominados por el sortilegio de la narrativa
latinoamericana. Y, en buena medida, lo fue por ofrecer un realismo que el lector percibía cierto y
tangible pero como sobreelevado unos palmos por encima de su experiencia, como en una suerte de
admirable y coherente levitación.

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Teoría y estructuras de los géneros literarios TEMA 3: LA NOVELA

EL ESPACIO Y EL TIEMPO DE LAS NOVELAS.

Metáforas y metonimias: poemas y novelas.

Roman Jakobson dice que el rasgo esencial de la poesía lírica es el principio metafórico; el que
define la narrativa es, en cambio, el principio metonímico. La metáfora es una transposición:
significa la suplencia artística de algo por otra cosa con la que guarda una relación de relativa
identidad, por asociación, parecido o incluso contraste (“sierpe de plata”=río). En la metonimia, el
mecanismo sustitutorio es de naturaleza distinta: los términos que se reemplazan están unidos por
relaciones de causalidad, procedencia o sucesión (“bebo jerez”).
El poeta lírico habitualmente reemplaza unas menciones por otras, elige entre las sugestiones
posibles y se aplica a desplazar lo que menciona hacia campos semánticos más sugerentes y
originales. Tal es el principio metafórico. El narrador busca también que el lenguaje, el hecho de
mencionar de forma original e inolvidable lo que nos dice, cree su propio mundo. Pero no lo busca
del otro lado, sino en las proximidades: se extiende lateralmente ocupando elementos de la realidad
más cercanos, trasegando ingredientes de modo más dilatado. Los escritores metafóricos son
relampagueantes y parecen demandar el verso, forma idónea de la identidad y la brevedad. Los
metonímicos piden la prosa, vía usual que encamina hacia lo contiguo.
Y es que el héroe narrativo no es una exhalación del alma del poeta: es un elemento más del
mundo del que forma parte y está continuamente advirtiendo la singularidad de las cosas. Donde el
poeta ve todo como esencialmente sustituible, el narrador ve todo como irremplazable y camina de
lo parcial a lo total y de lo total a lo parcial, siempre asombrado de la variedad y de la personalidad
de las cosas.
En ese sentido, una novela está destinada a crear espacios y tiempos. Nos presenta complejos de
ficción coherentes que están constituidos por lugares, por climas, por colores, etc... No cree en la
síntesis fulgurante que nos proporciona una serie de imágenes atrevidas y un ritmo de recurrencias.
Su música es mucho más dilatada y, más que en la síntesis, cree en el análisis, en el recuento: sus
explicaciones no son la certeza sobrevenida de un acierto metafórico, sino la paciente
reconstrucción de un itinerario metonímico. Por eso, la novela construye mundos más demorados y,
frente al tiempo instantáneo de la poesía, incorpora su propio reloj interior que desmiente el tiempo
nuestro, el del lector.

Una frontera: la poesía lírica.

El cotejo de poemas y novelas nos conduce a una idea que ya nos resulta familiar a estas alturas:
las fronteras de la novela son siempre confusas.
Respecto a la cuestión del verso, en ningún lugar está escrito que el relato sea incompatible con
la métrica regular. La función originaria y básica de la versificación es, de hecho, facilitar la lectura,
la memorización y la audiencia de textos que, por espacio de muchos siglos, se han compuesto para
vivir en la oralidad: en la lectura en voz alta, en el recitado rítmico. Los romanz y los romances
españoles se escribieron en pareados octosílabos, y son vehículos “abiertos”, propicios como ningún
otro a las largas tiradas narrativas, a la elasticidad y a la continuidad que son exigencias intrínsecas
del relato. Y es no menos natural que esa búsqueda de una forma propicia a la extensión indefinida
acabara por hallar como cosa propia a la prosa, sobre todo cuando la lectura se transformó en un
hecho individual, mental.
Pero tampoco conviene olvidar que las ventajas de la recurrencia (la solemnidad, la densidad
elegiaca, la mitificación, la armonía) que crean las formas métricas han sido añoradas en alguna
ocasión por autores muy modernos. El romanticismo produjo formas para-novelescas en verso

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Teoría y estructuras de los géneros literarios TEMA 3: LA NOVELA

(Lord Byron, Pushkin), particularmente importantes en la historia de la novela rosa. Más cerca, el
uruguayo Mario Benedetti escribió un relato en verso libre, El cumpleaños de Juan Ángel. Benedetti
adoptó el verso libre porque el tenso monólogo narrativo y el ritmo entrecortado de las secuencias
muy breves se adaptaban con facilidad a la forma poética. En segundo lugar, porque se realzaba
adecuadamente la alternancia de lo intimista y lo heroico: el verso potenciaba lo primero hasta la
condición de lo segundo y proporcionaba el tono idóneo a esto último. En el escritor uruguayo se
dan, por tanto, dos condiciones que no son tan raras: la doble condición de poeta y novelista y la
necesidad de explorar registros poéticos en la novela y narrativos en la lírica.
Pero una novela puede ceder a la voz de la poesía por motivos menos “narrativos”: por simple y
legítimo deseo de cambiar de registro expresivo y dar a la intimidad, a la digresión o la
arbitrariedad, el vuelo del veros. Pío Baroja, por ejemplo, lo hacía así. Más de una novela suya de
ambiente vasco (Zalacaín el aventurero) engarza poemillas populares en eusquera. En otros casos
más complejos, los poemas son largos remansos de la acción novelesca que proyectan sobre ella
una luz especial.

¿Novela lírica?

La llamada novela lírica por estudioso alemán Ralph Freedman es, sin embargo, otra cosa. El
trabajo La novela lírica recuerda, de entrada, la tradición romántica alemana que asocia la intimidad
narrativa a la manera poética y, por otro lado, se asoma a otro territorio fronterizo de la literatura: lo
que Baudelaire bautizó como “poema en prosa”. En el “poema en prosa” está presenta el esfuerzo
de contar lo que en la lírica es intuición y tiende a lo exclamativo, a lo estático, a la vez que se
renuncia a la sensación de ámbito cerrado, autosuficiente, que el poema tiende a dar a su lector y
cambiar esa situación por algo más difuso, más abierto e inconcluso. De esos dos ámbitos deriva la
novela lírica. Freedman nos explica que la razón del género estriba en un modo peculiar de
percepción del conflicto conciencia-realidad que hay en toda novela.
Las olas de V. Woolf es un relato que tiene como única apoyatura externa, como escenario, unas
breves referencias contadas con alta densidad poética: la contemplación de las olas, un jardín, un
interior doméstico visto a través de una ventana. Y la trama descansa en los monólogos articulados
de seis personajes que no se conocen ni están juntos pero que se alternan en el uso de la palabra:
tres hombres y tres mujeres que recomponen toda su vida al hilo de sus recuerdos y reflexiones. Y
es que toda novela tradicional tiende a presentarse como construida por la misma realidad que
describe, como un fruto derivado de la misma potencia de su trama y de la alta densidad moral de
sus personajes; la novela lírica, sin embargo, es esencialmente “novela de autor”: confiere al mundo
que despliega una autonomía más limitada, más sometida a la creación de un clima unitario, a una
sensación que se mantiene a lo largo de su desarrollo y que remite, en última instancia, a la decisión
de su creador.
Para Julio Cortázar, la novela ha sido a lo largo de la historia un género que ha fagocitado los
cercanos. Primero, fue lo dramático: “de ahí que la tragedia y toda poesía dramática declinen con la
aparición de la novela, que opera una cómoda partición de las aguas, entrega el material
esencialmente poético al lírico y se reserva la visión enunciativa del mundo”. Luego, será lo poético
mismo hasta llegar a una suerte de género único en el que sobrevivirán, como reflejos del orden
antiguo, los modos que antaño se vieron distintos.

Más fronteras: la música.

La idea de que una novela se someta a un ritmo que le confiera unidad es una aspiración vieja.
Alejo Carpentier, músico a la vez que novelista, hizo de que aquel arte una referencia capital en

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toda su obra. En El acoso la acción se ajusta al tiempo exacto de cuarenta y seis minutos que dura la
ejecución de la III Sinfonía de Beethoven.
Pero casi cien años antes se había escrito la novela que el más lego de los aficionados a la
música o al relato recuerda siempre al respecto de la unión de una y otra cosas: La sonata a
Kreutzer, de Tolstoi.
Coetánea, por tanto de la Tercera sinfonía que evocó Carpentier, la singularizó el vivísimo
diálogo que violín y piano emprenden desde el comienzo; la frase de cuatro compases con que
arranca el violín y que el piano reproduce a renglón seguido prosigue luego en un vibrante diálogo y
pugilato que expresa, una vez más, los sentimientos del último Beethoven: la aspiración a la
grandeza heroica. Para Tolstoi, sin embargo, la armoniosa tensión concertante aparece como una
suerte de letal filtro de amor. Lo que el músico concibió de un modo, el conde ruso lo oyó de otro:
el diálogo más fascinante es, en todo caso, el que establece la música y la vida.

La tentación dramática: el diálogo.

La novela y el teatro se comunican por muchos conductos nada secretos: comparten el diálogo y
la precisión de los escenarios, la apelación a lo visual y a lo auditivo. Y las diferencias que cada
modo tiene con el otro pueden ser añoradas por el respectivo opuesto: el teatro sueña a veces con el
terreno sin final de la fantasía, pero la novela puede añorar espacios concretos y precisos; el drama
puede lamentar verse obligado a centrarse en una trama casi única pero también a veces la novela
lamentará lo que pierde por falta de contención temática.
Con Galdós nació la “novela dialogada” con la que se adquiría una posibilidad de potenciación
de ciertos efectos: reduciendo la novela a diálogo, se escuchaban más nítidamente las voces
específicas de los personajes fundamentales, se densificaba mucho más el conflicto central a costa
de los secundarios, se ejercía más a gusto la dialéctica de las posiciones enfrentadas.

Novela y ensayo.

También la novela se ha aproximado al ensayo, un género de reflexión que se diferencia de la


ciencia pura por su accesibilidad, por su condición de hipótesis simplemente esbozada y, sobre todo,
por el tono personal y casi autobiográfico de su andadura.
Aunque el ensayo pueda entenderse como una pieza autónoma, nunca demasiado extensa, es un
género que tiende a menudo al engarce sistemático de elementos, que juegan con la variedad de los
temas tratados y la unidad de disposición y ánimo de quien los propone.
La historia del ensayismo está, por lo tanto, próxima a la novela moderna que también nació
para explorar relaciones muy abiertas entre el hombre y la realidad, en el seno de una fuerte crisis
de los géneros literarios habituales y en la estimulante cercanía de un público que parecía anhelar
ser lector de relatos.

Delirios metonímicos: el narrador como coleccionista.

Toda novela es un lugar al que afluyen evidencias en virtud de la descripción, porque toda
novela describe y ese es su modo preferente de conocimiento de la realidad. La descriptio es una
forma de la amplificatio del discurso original.
El coleccionismo es la manifestación patológica de algo que su frecuencia en otras novelas nos
hace ver como normal: la sustitución de los datos anímicos o de los climas morales por referencia
de objetos, por enumeraciones de cosas a las que se dota de una singular aura de significado. La
enumeración es, a menudo, una admirable patología de la descripción.

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Teoría y estructuras de los géneros literarios TEMA 3: LA NOVELA

Los cronotopos.

Una novela, aunque no sea una ficción de ficciones, necesita crear un espacio propio de
referencia. Mihail Bajtin ha introducido al respecto la noción de cronotopo: “la conexión esencial
de relaciones temporales y espaciales asimiladas artísticamente en la literatura” que se define como
“la unión de elementos espaciales y temporales en un todo inteligible y concreto”. El recurso
fundamental del cronotopo es la descripción y su objetivo básico es el reconocimiento por parte del
lector, su complicidad. El tiempo que se evoca y el lugar que se describe es una elección del autor
pero que solamente funciona si es aceptada y entendida por el lector: funciona como un pacto y
cada elemento de la descripción como sus detalladas cláusulas.

La novela y su reloj: el tiempo exterior.

La base de una novela es la historia, y una historia es una narración de hechos dispuestos en su
secuencia temporal. Puede que un relato no se proponga contar nada especial pero, en cualquier
caso, creará siempre espacio y tiempo.
Hay un tiempo cronológico -exacto y flexible- que, por supuesto, tiene que ver con la novela:
igual que el autor imagina espacios, proporciona también fechas muy flexibles.
Para Stendhal, como para tantos otros narradores del XIX, la historia es el tiempo de lo
colectivo y la novela es el tiempo de los individuos: el difícil ajuste de uno y otro exige la precisión
temporal, el calendario riguroso, la sacralización de la fecha exacta. Hasta entonces, el tiempo de
las novelas ha sido indefinido.
No es infrecuente, sin embargo, que podamos establecer la cronología interna de una novela y
saber al cabo de su lectura si la acción ha durado tres días o varios años.
La percepción del tiempo no es nunca la de una sustancia compacta y homogénea, igual a sí
misma. El espacio es algo previo y distinto de las materias, de los objetos, que lo llenan. Y el
tiempo es algo más que la sucesión mecánica de los acontecimientos: el tiempo es “duración”
homogénea y a la par elástica, sensación subjetiva de temporalidad, capacidad de asociación,
movilización de recuerdos y reminiscencias que permiten reconocer algo como nuevo o como
reiterado.

Usos del tiempo en la novela.

Un relato no es casi nunca lineal en el sentido temporal de la expresión: sincrónico o, más o


menos, ajustado al desarrollo sucesivo de los acontecimientos que narra. Su forma natural es la
anacronía. Muy a menudo la totalidad del relato surge como una forma de recuerdo y crea, por
consiguiente, dos espejismos temporales que conviven a nuestra experiencia lectora: uno, el
momento presente en que se produce la evocación (el narrador que nos dice cuándo y por qué se
pone a escribirla, o la velada en que alguien comienza a contar la historia que se transcribe); otro, el
tiempo peculiar de lo evocado. Pero la marcha de la narración requerirá, a menudo, pasos atrás o
pasos adelante: su narrador tendrá que rebuscar en el pasado o anticipar algún elemento del futuro.
Esas intrusiones del pasado o del futuro reciben los nombres de analepsis (que es la incursión que
nos trae materia del pasado: flash-back) y prolepsis, que es la anticipación narrativa de lo por venir.
Por otro lado, el ritmo de la narración puede ser muy distinto. Unas veces, se va deprisa y otras
más despacio. Llamamos sumario, por ejemplo, a una acción que se presenta de forma esquemática;
a cambio, llamaremos digresión a lo que aparentemente es una intromisión de lo accidental en la
corriente principal. No es fácil que una acción compleja pueda contarse de modo seguido y con la
misma intensidad en cada una de las partes. Lo habitual es que la acción se concentre en escenas y

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que entre ellas se introduzcan pausas. La ventaja de la escena es la concentración de elementos y,


de ese modo, la posibilidad de que se influyan mutuamente: tendremos así un ambiente
determinado, una acción o acciones dominables fácilmente por el lector, unas posibilidades de
reflexión para los personajes actuantes.
Una de las formas de concentración más fecundas en la narrativa contemporánea ha sido la que
Darío Villanueva ha llamado “novela de tiempo reducido”: en este caso, se trata de la inclusión de
un inflexible reloj en el interior del relato que marca para el desarrollo de la acción un espacio de
tiempo limitado pero que, a la vez, obliga a buscar en multitud de recursos originales el
enriquecimiento del relato. A esto ayudarán las frecuentes prolepsis y analepsis, las experiencias de
simultaneidad narrativa, el enriquecimiento de lo ambiental, la reproducción fiel del pensamiento de
los personajes y, por supuesto, la adecuada parcelación en escenas y la utilización de elipsis que, al
dislocar nuestra idea convencional del curso temporal, multiplican el tiempo interior de la novela.

¿QUIÉN HABLA?: LAS VOCES DE LA NARRACIÓN.

La novela del S. XIX y la novela del S. XX.

Se ha enseñado bastantes veces que hay una notable diferencia entre la novela del S. XIX y la
del S. XX: en el primero, los narradores alcanzan a ostentar un rango y una responsabilidad social.
En el S. XX la huella social del narrador ha sido de otra naturaleza: ya no han existido casi
“escritores nacionales” y los “escritores populares” se han mirado con cierto recelo, pero cualquier
ciudadano de mediana cultura reconocerá en adjetivos como proustiano o como kafkiano algo de
ese mundo que unos y otros nos han aportado. Y ese es otro modo de poder.
Seguramente, la diferencia entre la novela de un siglo y otro tiene algo que ver con esa distinta
proyección social de sus productos. En el S. XIX, el pacto implícito entre autores y lectores revestía
la forma de un contrato leonino por parte de los primeros: su potestad era omnímoda. El narrador de
las novelas del XIX actuaba como único propietario de su mundo narrativo. La novela del XX nació
bajó el signo de la desconfianza y el pacto entre autores y lectores insertó cláusulas de salvaguardia
de los derechos de los últimos (“la hora del lector”).
Cada una de las renovaciones epistemológicas del nuevo siglo dejó su huella en la novela. La
nueva concepción del tiempo como sensación interior rompió la cronología tradicional de los
relatos que alternaron la marcha de su reloj interior. Pero quizás el más llamativo de los cambios
vino de la propia instancia narrativa: el novelista tuvo pudor de su presencia organizadora y decidió
desaparecer detrás del lenguaje del relato. Ya no compareció -como hacía Galdós- al lado o al frente
de sus personajes, administrando nuestro conocimiento de ellos, avisándonos previamente de la
importancia de los acontecimientos o de la inminencia del final. La novela se había hecho
independiente de su autor. Ya no había una voz en el relato, sino voces.

El estatuto del narrador.

Un espacio narrado instituye automáticamente un narrador, alguien que lo cuenta. Los


novelistas modernos, hartos y quizá algo avergonzados de ejercer de dioses, quisieron mitigar esa
función. Pero no es fácil obtener una novela que “se cuente a sí misma”, que ha sido el sueño
secreto de alguna forma neorrealista, o del nouveau roman francés y, en general, del tormentoso
idilio entre la narrativa y el cinematógrafo. Todo apunta siempre a un peculiar lugar de observación
y, en él, a alguien que observa y cuenta: al hacerlo por escrito, lo que se dice y lo que se calla, lo
que se menciona y lo que se obvia, lo que pone en lugar primordial y lo que ocupa un segundo
plano, indican una labor de selección que delata al seleccionador. E incluso la mera existencia de un

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tiempo verbal en lo narrado indica una relación del tiempo del relato con el tiempo de quien lo
cuenta.
Pero lo primero, en cualquier caso, es diferenciar al autor del narrador, ya que no es
exactamente lo mismo. Hablamos de un narrador explícito, creado por el texto y que coincide
parcialmente a veces con el autor real, porque hay también un narrador implícito, figura mucho
más sutil: entendemos por él aquella imagen que el autor proyecta de sí mismo dentro del texto y
que lo relaciona con un lector implícito, potencial y deseado, al que transmite su sistema de valores
o sus juicios (el lector implícito puede adoptar, en más de un caso, la forma de narratario, o sea, de
destinatario en primera instancia de aquello que se narra y con presencia “real” en el texto.

Omnisciencias imperfectas.

Por supuesto, siempre se puede mitigar la omnisciencia del narrador, atributo de condición casi
divina que ha definido al contador tradicional: aquel que todo lo sabe de antemano y por cuyas
manos pasan los destinos todos de los personajes y, lo que es más importante, la dosificación de la
trama que nosotros leemos. Lo que se cuenta debe tener, en definitiva un aire de inevitabilidad, de
ya sucedido, incluso a nuestro pesar; de ahí que pueda ser conveniente fingir que el conocimiento
del creador es insuficiente o parcial. La preparación de esa trampa para lectores ofrece varias
soluciones.
Por un lado, el narrador puede adoptar una perspectiva limitada que oculte algún aspecto de la
acción (novelas policíacas). En otras ocasiones, más frecuentes todavía, el narrador puede
subrogarse en la perspectiva de un solo personaje y saberlo todo de él, pero ofrecernos de lo que
maquinan o hacen los demás la limitada perspectiva que tiene aquel a quien se ha adherido. Y puede
incluso bracear entre varias ignorancias, más o menos cercano al ánimo de muchas de sus criaturas
pero dándonos la impresión de no saber en último término por dónde van a ir las cosas (Guerra y
paz). Y el narrador puede, por último, usar directamente la primera persona, ya sea para que alguien
cuente su propia historia o para que esa instancia narrativa desgrane la historia de otro y,
obviamente, la contamine de su propia sustancia.
En otros casos, investir como narrador a un personaje secundario sirve para magnificar
claramente al protagonista y envolverlo en la propicia bruma del mito (Don Segundo Sombra, de
Ricardo Güiraldes; o El gran Gatsby de Scott Fitzgerald, que emplea idéntica estrategia: los hechos
acontecidos han marcado igualmente la vida de quien los cuenta).
Un caso muy peculiar de omnisciencia limitada es la narración de una historia en segunda
persona, atribuyendo el fluido del relato a un tú que emerge de la reflexión y el recuerdo de un yo
implícito (La modificación, de Michel Butor).
De la práctica de todas estas cautelas ha nacido la fecunda noción del punto de vista en el relato.
Todo pretende realzar aquella peculiar autonomía de lo contado y la importancia de la topología
relativa de autores, tema y lectores. Y es que una novela se puede contar pero fundamentalmente se
muestra, se organiza en torno a una serie de hechos, de síntomas, de pensamientos, de pistas más o
menos perdidas. El crítico Percy Lubbock ha establecido la diferencia básica entre mostrar y
narrar: la presentación directa y circunstancial de las cosas, como si estuvieran sucediendo ante
nosotros; y la presentación directa, en función de un relator que asume la responsabilidad de
presentar los hechos. Por supuesto, las dos tipologías se pueden combinar y lo frecuente es que así
sea. Toda novela es un sistema voraz de inclusiones, como tantas veces se ha dicho, pero, a la vez,
es un incansable filtro que selecciona y ordena la información que compone su textos.
El punto de vista es algo, pues, que se sitúa fuera y, a la vez, muy dentro del relato. Gerard
Genette distingue diversos grados de focalización: focalización cero (que correspondería a lo que se
ha llamado omnisciencia del autor), focalización interna (en la que se asume el punto de vista

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limitado de los personajes: puede ser, a su vez, fija -como en la autobiografía clásica-, variable o
incluso múltiple, como sucede en la novela epistolar de varios comunicantes), y focalización
externa, en la que el narrador observa y cuenta desde fuera de la acción.

Perspectivas y personajes.

La creación de personajes es casi consustancial a la elección de los puntos de vista. En el fondo,


la adopción de estos entraña el reconocimiento de la dificultad de entender cabalmente los motivos
y los pasos de las acciones humanas. La constitución de personajes constituye la actuación más
misteriosa en el mundo de las novelas. Crear un personaje significa para el autor convivir con un
alma que va surgiendo de su imaginación pero también de las honduras de su propio espíritu.
Un personaje es, en definitiva, una instancia productora de acción y es precisamente su
coherencia interna la que lo ajusta a lo que le acontece. Lo que el autor hace, a fin de cuentas, es
concertar dos esfuerzos que no siempre es fácil llevar emparejados: la creación de intimidades y la
continuidad de la trama. ¿Se construye el personaje a partir de la acción, como una consecuencia de
ella, o se plantea previamente, como una percha en la que colgar aventuras y acontecimientos que
resulten idóneos? Casi nunca sabemos cómo ha sucedido en la mente del autor.
No es infrecuente tampoco que los rasgos fijos y muy marcados de los personajes supongan una
llamada de atención a la memoria del lector y a su capacidad de relacionar a estos héroes con la
realidad en la que actúan. En las novelas de serie lo vemos con mucha claridad: el protagonista debe
ser reconocido desde su primera aparición.

Las voces de los personajes: el diálogo.

Las diferentes modalidades de punto de vista establecen también sus pautas y protocolos para la
presentación de los personajes. El narrador omnisciente los introducirá por sí mismo, muchas veces
en el primer capítulo del relato, como hace Cervantes con su don Quijote. O puede preferir darlo a
conocer en acción y poner algo más tarde un capítulo presentativo, donde se clasifican los
antecedentes y relación de los rasgos de carácter que hemos presenciado en vivo, como suelen hacer
las novelas realistas del XIX.
Pero si la óptica elegida por el autor es la de una omnisciencia incompleta, lo normal será que
los necesarios datos del personaje se nos suministren a través de sus acciones mismas, de
incursiones analépticas en su pasado, o de la opinión de otros personajes. De esta última manera, el
narrador creará una suerte de juego de perspectivas internas: unos personajes juzgan a otros y
componen de ese modo un mundo poliédrico que el lector sabe incompleto, quizá mendaz, pero, por
supuesto, mucho más fascinante que si tuviéramos directamente todas las claves de los
comportamientos.
Si hay algo difícil es ese “asomarse al interior” de los personajes. El diálogo es el modo
tradicional de hacerlo y su incorporación al relato es una de las más admirables invenciones del
desarrollo de la narrativa universal.
La lección de Flaubert en Madame Bovary fue mucho más allá de un feliz recurso técnico.
Enseñó a todos los novelistas que las líneas de la vida se escriben con lo explícito pero también con
lo implícito, con lo que dicen las palabras y con lo que pugna en la intención, con lo que sucede
entre los interlocutores y lo que ocurre en torno suyo. Y es que el personaje está dentro y está fuera
de sí mismo: no es nada fácil trazar la frontera entre lo externo y lo interno de una psicología. Por
eso, la función del monólogo ha sido siempre tan importante: el monólogo verbaliza, de hecho, un
diálogo interior que establece el personaje con sus propios deseos, con su estado de espíritu, con los
acontecimientos que presencia y que le conciernen, con la situación más o menos propicia a la

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Teoría y estructuras de los géneros literarios TEMA 3: LA NOVELA

reflexión desde la que habla.

El estilo indirecto libre y el monólogo interior.

Desde el XIX la novela llevó el monólogo a su seno a través del llamado estilo indirecto libre.
En esta fórmula, el narrador no cede paso franco a la voz del personaje: su voz acompaña a la
propia del personaje pero lo que, en principio, es una “visita guiada” por el alma ajena, parece ir
adaptándose flexiblemente al discurrir de aquella, como si se dejara conquistar por su capricho y, de
hecho, brinda en toda su variedad y hasta arbitrariedad el flujo de su pensamiento.
Más allá del estilo indirecto libre, el monólogo interior surge directamente, sin introducción
alguna, y si adopta la forma verbal y las convenciones de la escritura ordinaria, es como una mera
concesión al pacto con los lectores.

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 4: El género cuento

TEMA 4. El género cuento


4.1. El cuento popular.
4.2. “El narrador” de Benjamin.
4.3. La transición del cuento popular y el cuento moderno. Los cuentos de García
Márquez. Análisis de Un día después del sábado y Los funerales de la Mamá Grande.
4.4. Lo fantástico moderno.
4.5. Los escritores y el cuento contemporáneo.
4.6. Julio Cortázar y el cuento contemporáneo. Análisis de Continuidad de los
parques y Las babas del diablo.
4.6.1. Relación entre el cuento y el cine.
4.7. El cuento hiperbreve.

4.1. El cuento popular.

El ingrediente principal de este cuento es que es oral, es preliterario en el sentido etimológico


(preletra). Estos cuentos se han transmitido por gente analfabeta, por comunidades que lo han
cultivado y transmitido. El cuento oral está ya en la propia etimología: contar viene del latín
computare, actividad de registro de cosas que se cuentan. Hay un elemento oral en la transmisión de
ese cuento, vinculado a la sabiduría transmitida por los viejos; esta idea de comunicación oral que
implica la relación “impraesentia”, los locutores y receptores están presente, el cuento nace en ese
momento, rasgo que comparte con otros elementos como los refranes, pues se actualizan al
contarlos. Esta idea del contar y del contar impraesentia da lugar al tópico de la “gracia del contar”;
“unos tienen la gracia en ellos mismos, y otros en la gracia de contarlo” (Cipión, El coloquio de los
perros).
Hay un cuento en el Quijote, la aventura de Los batanes, donde parados en un río por la noche
oyen los ruidos de un molino que les asusta, para vencer el miedo Don Quijote pide a Sancho que
cuento un cuento, pues tiene la habilidad proverbial del contador de cuentos. El cuento narra la
historia de un pasterizo y de su enamorada, otra pastora, pero ella amaba a otro; él, despechado por
los celos se marcha a Portugal, con todo su ganado de cabras; al ir a cruzar el Guadiana un pescador
pasa las cabras una a una y Sancho pide a Don Quijote (el receptor) que cuente las cabras que van
pasando, y si pierde la cuenta se acaba el cuento, perdiéndola Don Quijote y acabando Sancho el
cuento por ello. La esencia de este cuento es la utilidad del cuento, es un cuento para dormir
(muchos cuentos populares tienen una enseñanza o utilidad, no solo para solaz o disfrute) y en ello
reside la utilidad principal del cuento de Sancho, y al perder Don Quijote la cuenta pierde su
finalidad.
El cuento oral depende mucho de una situación pragmática concreta que el propio cuento intenta
reproducir adquiriéndose a una historia. El Filandón es una reunión en las zonas de las montañas de
León, aisladas por las nieves y el invierno, de los vecinos de esos pueblos para contarse cuentos,
donde nace esa tradición del filandón. Filandón viene de hilar, el que hila; un cuento lleva a otro y
se crea así ese hilo. Ahí se ve ese cuento popular, ese elemento impraesentia, pues ese cuento nace
en el momento y el receptor está presente.
El cuento popular pervive hoy en día en lugares menos civilizados, donde hay una gran
tradición oral. La literatura rusa es toda oral hasta el S. XVIII. La oralidad ha sido un elemento
constante en la propia construcción de la literatura, y a través de esos cuentos mucha gente ha
tenido acceso a la literatura y a ese conocimiento, el contacto con la narración en algunas zonas es
ese.

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 4: El género cuento

El cuento popular ha pervivido por los siglos de los siglos, no tiene un origen definido, y lo que
se lee es a partir de ciertas recopilaciones que se hicieron en el S. XIX, fueron los grandes
compendiadores de cuentos. Los hermanos Grimm, Christian Andersen, Perrault... iniciaron una
pesquisa para recopilar cuentos, surge de ese espíritu del Romanticismo de recoger el espíritu
popular y buscar las raíces propias. Esto da lugar a grandes recopilaciones y tipologías: las dos
grandes recopilaciones son las de Grimm entre 1812-15 y también la de Aarne y Thompson llamada
Indice motivos de la literatura tradicional. En cierta medida hay un elemento capital, hay una
unidad en esas recopilaciones, hay un problema real de simbiosis, de intercambio en los cuentos, no
se sabe cuál es el origen; el cuento popular universal tiene toda una serie de motivos en los cuales
sus variaciones pasan de un autor a otro, de una obra a otra, son elementos del folklore respecto del
cual no hay posibilidad de rastrear un origen, que, aun estando en tradiciones culturales distintas
pueden contar lo mismo. Los motivos de los cuentos populares se trasladan de unos a otros, vienen
y van, hay elementos comunes; las versiones perviven simultáneas. Multitud de cuentos se
comunican entre ellos con elementos comunes.
Otro elemento importante del cuento popular es la indeterminación espacio-temporal, pues crea
un tiempo y un lugar completamente indeterminado. Esto es fundamental por el dispositivo de
irrealidad, este dispositivo germinal (de su raíz) no tiene nada que ver con la realidad ni se le exige.
Las transmisiones de los cuentos han sido construidos con una intención pedagógica concreta (por
ejemplo, El conde Lucanor, con los eixemplos, son verdades inductivas de las que se obtenía una
verdad general); estas versiones pedagógicas tiene una voluntad general pero no son realistas, se
quiere expresar un pensamiento general, no tienen voluntad de referencia personal (no hay nombres
y apellidos reales, son fantásticos).
En cierta medida hay un libro de Lyotard sobre la postmodernidad, donde se refiere a la cultura
moderna, a la moderna y a la posmoderna. La premoderna (donde está el cuento popular), significa
un mundo en el cual la sabiduría no depende de la historia con mayúscula, la sabiduría es anterior a
la historia, es de siempre y para siempre, el cuento popular no tiene una articulación vinculada a la
condición humana, la de la humanidad que camina en progreso hacia un lugar donde culminará la
vida del espíritu; es un espíritu de dominio, en la modernidad una cultura se impone a otra, la
premodernidad no tiene es espíritu, los relatos de esta época están fuera de la historia, no han nacido
para ser representantes ni contar esos hechos históricos, son ajenos a esa realidad. Por eso, el cuento
popular ha sido durante muchos siglos el lugar donde se ha albergado lo místico, el mito es una
narración no histórica, es una historia que transmite una verdad fundamental sin origen y sin final,
el mito camina en la dirección de los arquetipos. El cuento popular se vincula pues a la enseñanza
de lo fundamental.
Hay otro elemento en el cuento popular. Esos arquetipos reproducen en el fondo frases
fundamentales. La morfología del cuento de Propp (formalista ruso) se basa en el análisis funcional
de cien cuentos rusos, donde se da cuenta de que reproducen 31 motivos fundamentales. El cuento
popular reproduce pues el mismo esquema gramatical, los cuentos maneja funciones, y la función es
una acción que hace progresar la historia, la historia progresa o no según el progreso de la historia
hacia su lugar. Con esas 31 funciones Propp analiza (final feliz, la fechoría, la traición, etc.) y
obtiene frases populares del cuento, y que son susceptibles de usar en situaciones análogas.
En el cuento, Prop se da cuenta de que los elementos del cuento son intercambiables, como los
7 personajes que define (da igual que sea caperucita, que sea pulgarcito…).

Cuentos

Leemos El pandero Amador (Marruecos), La quenita (quechua), La flor del lilobá (asturiano).
En los tres cuentos aparece la función clave del vínculo padre-hijo, vínculo que se rompe por una

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 4: El género cuento

muerte violenta cometida, además, contra natura; un crimen perpetrado por alguien de la familia.
Hay un elemento también muy común que es la maldad de la madrastra frente a la madre. El
concepto de madrastra suele ser peyorativo en nuestra cultura debido al cuento popular.
Hay un elemento de consanguinidad de intimidad familiar en el cual se produce una injusticia
contra natura en la cual siempre hay una víctima inocente.
Hemos visto que los tres cuentos son muy expeditivos, pues no hay demasiados detalles. La
función clave en el cuento es la alianza entre música y vida; aparece el instrumento musical
directamente conectado con la víctima, pues en el caso del pandero, la piel de éste es la piel de la
víctima. El elemento musical está muy conectado con La Biblia. En los tres hay una conexión del
motivo de la ejecución musical: el pandero, la quena y la flauta indican la muerte y su causante.
Es básica la función de la restitución del orden y siempre lo hace alguien con cierta autoridad.
También es muy interesante la función del hermano menor, de los hermanos malos frente al
hermano bueno. En el cuento hay bien y hay mal, pero no puede haber ambigüedad moral en ellos,
pues siempre se intenta transmitir una lección.

4.2. “El narrador” de Benjamin.

El narrador 1936 es un formidable ensayo de Benjamin que es un homenaje y una elegía al arte
de narrar. No es un ensayo sistemático sobre el cuento; él se fija en esa propiedad del narrador oral,
del contador de historias. Por tanto, la figura del narrador de la que habla Benjamin no es el
narrador que narra la novela, sino una figura muy vinculada al acto de contar. El gran ciclo del
narrador, para él, está terminando, y comienza haciendo una elegía al narrador, al contador de
historias, hablando de cómo la oralidad se está perdiendo, un hecho evidente: si a nosotros nos
dicen que contemos algo, percibimos que nos falta destreza a la hora de contar.
El primer punto de reflexión que Benjamin establece es que el cambio de cultura en la Edad
Moderna ha promovido lo joven frente a lo viejo. Todo tiene que transformarse, todo tiene que
reformarse. El fin de la narración oral es el fin de la sabiduría del viejo, y el viejo es el depositario
de un valor estable y de un valor perenne, en tanto que la burguesía (que quiere sustituir lo viejo por
lo nuevo) elimina esa estabilidad para crear un cambio. La sabiduría no es conocimiento técnico.
El arte de narrar, dice Benjamin “está tocando a su fin porque se está extinguiendo el lado épico
de la verdad: la sabiduría”. Para hacer el diagnóstico de ese recorrido son muy interesantes las
siguientes reflexiones sobre los dos predominios que han sepultado el arte de narrar: la novela y el
periodismo. ¿Cómo se contrapone el viejo arte de narrar con la novela? La novela se separa de la
narración por el hecho de estar esencialmente referida al libro. Además, la expansión de la novela
solo es posible mediante la imprenta (fenómeno moderno), en forma de libro, un producto
sofisticado y técnicamente muy difícil de superar. La novela nace con la imprenta y con la creación
del libro como principio ideológico.
El narrador oral toma lo que narra de la experiencia pero, por ejemplo, no lo pone en duda. No
existe un distanciamiento irónico entre aquello que uno toma de la experiencia y el hecho de su
narración que nace de esa experiencia. Sin embargo, la novela posee un distanciamiento irónico,
primero porque el autor no se sabe ni dónde está (no es anónimo, sino apócrifo). Es un autor que
juega a no estar, por lo cual, el origen de la experiencia se pierde, se desvincula de la propia
experiencia y aparece el juego del autor. Benjamin no se refiere al Lazarillo de Tormes, sino al
Quijote como el primer gran libro de ese nuevo género llamado “novela”. El Quijote enseña que la
magnanimidad, que el arrojo, que la voluntad de ayuda a los débiles no son la verdadera sabiduría,
sino un espejismo en manos de un loco que ha construido un mundo caballeresco que ha perdido la
vigencia. El imperio de la sabiduría es el que se impone respecto a ese valor, respecto a la vigencia

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de ese mundo. Benjamin ve que la novela nace como una especie de sanción del mundo antiguo
épico donde vencen los caballeros.
La segunda razón que Benjamin da, la relación que ha matado la narración es el periodismo y lo
que este implica: una sociedad donde a la sabiduría se impone la información, que se sustituye con
una rapidez enorme (de un día para otro o incluso horas), las cosas se quedan viejas y no interesan,
solo interesa lo nuevo, lo joven; la noticia tiene que ser una novedad. Esto es contrapuesto a la
historia memorable. Estamos asediados por un mundo de información constante. La información no
solo se sustituye, sino que al perder la fuente la fiabilidad llega a ser imposible, una información
solo puede tener relevancia si tiene eco en las fuentes de la información (periódico, televisión...). El
periodismo ha acabado con el conocimiento antiguo y lo ha sustituido por uno nuevo, rápido que
busca la constante noticia y novedad. La información ha de ser precisa, explicarlo todo y darlo
digerido.
Los cuentos populares dan una verdad que se queda ahí, dan su verdad. No es una historia
periodística, sino todo lo contrario, en los relatos no hay una información suficiente, están en cierto
modo faltos de información.
Benjamin también reflexiona sobre la información periodística y el narrador del relato. El
periodismo tiene una dimensión que jerarquiza lo que afecta al lector de manera más directa como
primordial.
Benjamin también da la relación entre el relato y la vida, porque existe el mito del relato oral de
Sherezade. Esta muerte diferida que Sherezade vive es la gran metáfora que está vinculada a la
narración, quien narra vive y cuando deja de narrar, muere. Concluye ahí Benjamin su ensayo sobre
el narrador.

4.3. La transición del cuento popular y el cuento moderno. Los cuentos de García
Márquez. Análisis de Un día después del sábado y Los funerales de la Mamá Grande.

En el S. XIX empieza una fuerte emergencia del cuento de autor (en contraposición al popular).
El libro nació por entregas en revistas semanales, dedicadas a un público burgués, lo que dio gran
éxito al cuento de autor, y éste empieza a tener un vínculo económico, ya que los autores comienzan
a vivir de la literatura. El XIX es el gran siglo del cuento porque se propició una gran relación del
autor con el género, sobre todo como forma para vivir. No ocurre solo en España, se dan autores
que son solo creadores de cuentos, cuentistas, como Chejov (aunque tenga algunas obras de teatro),
Guy de Maupassant, Poe, etc. Luego, en el ámbito hispánico aparece la enorme emergencia de los
autores americanos, los mejores cuentistas hispanos: Cortázar, Borges... El cuento tiene todo o caso
todo el relieve de la obra de los autores hispanoamericanos; esta realidad también puede suponer un
límite de públicos, aunque entre entendidos sean valorados (Zúñiga) al público le cuesta más
acercarse a su obra por ser cuentos.
García Márquez es autor de varios libros de cuentos aunque se le conozca más como novelista.
García Márquez ha heredado como ninguno el cuento tradicional por su manera de contar, que es
como la del cuento tradicional pues tiene características que ha tomado de ese cuento. En 1967 R.
Gullón hace una reseña de G. Márquez de Cien años de soledad, llamada “Gabriel García Márquez
o el olvidado arte de contar”, donde proclamaba que lo que G. Márquez hacía era recuperar al viejo
narrador, al narrador de historias memorables que por entonces la novela estaba entretenida en la
novela estructuralista y existencialista, donde el vínculo con una historia épica se había perdido,
había fragmentarismo. El germen del estilo es el viejo modo de contar cuentos que ya se encuentra
anteriormente a Cien años de soledad. Rodríguez Monreal habla del anacronismo básico que nutre a
la novela de García Márquez. El propio G. Márquez da las claves estilísticas de sí mismo. También
Vargas Llosa escribe un libro sobre ese estilo de G. Márquez, del primer G. Márquez: en él aparece

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una carta donde G. Márquez habla de sus influencias (Hemingway, V. Woolf, Kafka...), y desde un
punto de vista literario dice tres cosas: Las mil y una noches, recopilación de cuentos árabes
tradicionales, que le influyen mucho; Sófocles, donde G. Márquez piensa en Crónica de una muerte
anunciada que recuerda a Edipo rey; y los abuelos maternos, notación que ha especificado después,
y que se refiere al tono, la conexión con esa tradición cuentística tradicional de los abuelos.
García Márquez crea con la datación de las guerras civiles una ambigüedad creciente; es algo
que vio perfectamente también Vargas Llosa. Los funerales de la Mamá Grande da dataciones que
son absolutamente indeterminados, también el lugar es imaginario (Macondo) y allí localizará
muchos cuentos y libros como Cien años de soledad. El elemento inicial de este cuento va a marcar
una analogía o mimetización de los procesos tanto enunciativos como espacio-temporales que dan
lugar al cuento popular.
En ese mismo cuento, nos vamos dando cuenta de que la determinación temporal es imprecisa:
“la Mamá Grande había sido el centro de gravedad de Macondo, como sus hermanos, sus padres,
los padres de sus padres...”. Con esa fórmula de “unos+otros” percibimos la indeterminación, el
“desde siempre” y el “para siempre”.
En Un día después del sábado, donde aparece una situación más concreta, el narrador vacila si
esto que está contando es historia o leyenda. Es una vacilación que el autor hace adrede. Percibimos
también una temporalidad difusa, no hay determinación en el tiempo.
Vargas Llosa se esfuerza por establecer una correspondencia entre las distintas diferencias de las
guerras civiles de Colombia en su libro García Márquez o historia de un deicidio.
García Márquez crea con la datación de las guerras civiles una ambigüedad creciente; es algo
que vio perfectamente también Vargas Llosa. En Los funerales de la mama grande, García Márquez
localiza sus cuentos en ese lugar preciso de Macondo que, posteriormente, volverá a utilizar. Es
importante también la situación pragmática de la enunciación en la cual enuncia el cuento, cómo los
personajes empiezan a contar la historia y dónde. El inicio del cuento va a marcar una mimetización
de los procesos tanto enunciativos como espacio-temporales que dan lugar al cuento popular.
Si seguimos con ese cuento, nos vamos dando cuenta de que la determinación temporal es
imprecisa: “La Mamá grande había sido el centro de gravedad de Macondo, como sus hermanos,
sus padres, los padres de los padres…”. Con esa fórmula de “unos+otros” percibimos la
indeterminación, el “desde siempre” y el “para siempre”.
En Un día después del sábado, que aparece una situación más concreta, el narrador vacila si
esto que está contando es historia o leyenda. Es una vacilación que el autor hace adrede. Percibimos
también una temporalidad difusa, no hay determinación en el tiempo.
Vargas Llosa se esforzó por establecer una correspondencia entre las distintas diferencias de
las guerras civiles de Colombia en su libro García Márquez o historia de un deicidio. “En lo
relativo a las guerras civiles, un día después del sábado no es esclarecedor sino oscurecedor…”.
Aclara Vargas Llosa que la referencia de la guerra del 85.
En Los funerales de la Mamá grande se habla de una visita del Papa que estaba en
Castelgandolfo (lugar cercano a Roma), se entera el Papa de la muerte de Mamá grande, y es capaz
de llegar en una noche de viaje, embarcado en una góndola negra, a Macondo. Vemos aquí un
tiempo mítico, no es posible fijar el tiempo como un límite.
Lo mismo que ocurre con el tiempo, sucede con los espacios, hay un comportamiento
análogo. Bajtin creó una categoría interesante, el clono-tropo, donde el tiempo y el espacio
concurren unidos para crear una atmósfera.

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El tiempo

La temporalidad es siempre de un tiempo incompleto y lejano que se suele indicar con formas
convencionales del tipo Erase una vez... Es importante que las ficciones de los cuentos populares
estén absolutamente indeterminadas, que sea difícil calibrar en que tiempo ocurrió. Uno de los
elementos de las novela realista del siglo XIX es que sí marcan de manera muy precisa el tiempo.
García Márquez parece que lo va a hacer así porque hay una datación concreta con respecto a
las guerras civiles pero crea con esa datación una ambigüedad creciente. Es algo que vio
perfectamente Vargas Llosa. Vamos a fijarnos cómo comienza Los funerales de la Mamá grande
donde vemos como el tiempo se ensancha y se diluye. La primera anotación que podemos tomar es
que el tiempo del que García Márquez va a hablar es anterior a la historia, al de los historiadores.
Las dataciones que da son irónicas. Hay otro elemento que tiene que ver también con el cuento
popular y es la situación pragmática de enunciación en la cual situación del comienzo del cuento,
comienza a enumerar una serie de personajes los cuales han colgado sus toldos, y el narrador es
quien se sienta en un taburete y empieza a contar desde el principio, es la situación de que alguien
cuenta una historia en una situación de un mercado. El elemento inicial de este cuento va a marcar
una analogía o una mimetización de los procesos tanto enunciativos como espacio-temporales que
van a dar lugar al cuento popular. Si seguimos leyendo este cuento nos vamos dando cuenta de que
la determinación temporal es completamente imprecisa (pg. 122) y acaba el cuento diciendo por los
siglos de los siglos, inscripción legendaria.
En Un día después del sábado, la situación espacial es más concreta pero el narrador vacila si
lo que está contando es historia o leyenda, elemento importante en el cuento popular (pg. 90). No
hay una precisión en el tiempo ni tampoco si es historia o leyenda. Esta contraposición es netamente
inscrita la historia en el espacio temporal y la leyenda inscrita en el cronotopo impreciso. Esta
inseguridad cronológica que es necesaria en el cuento tradicional podría haber sido rota con algunas
menciones que hay en la narrativa de García Márquez en las Guerras Civiles de Colombia. Pero
Vargas Llosa se esforzó en su libro “García Marquez o la historia de un deicidio” por establecer una
correspondencia entre la distintas referencias de las distintas guerras civiles de Colombia que están
documentadas.
Esto significa que nos salimos del tiempo, son referencias temporales en el vacío, nos vamos a
un tiempo mítico. Esto lo hace García Márquez para crear esa atmósfera de inseguridad
cronológica. Junto a esta confusión de los tiempos hay otro juego con una temporalidad mítica
legendaria como es hacer introducir anacronismos míticos, ¿cuál es la presencia en el pueblo del
Judío Errante? El judío errante es un mito medieval que trascurre en Centroeuropa. Es un mito que
se pierde en la noche de los tiempos, es una historia tradicional contada, que en cierta medida
reproduce el fenómeno de la diáspora. De la expulsión de los judíos de 1492 nace este personaje del
judío errante. En cualquier caso, este mito aparece en Macondo, pero ¿vive el judío errante? Hace
referencia a un momento anacrónico mítico, que está atravesando el tiempo. Ese visitante lo ve
Rebeca como un elemento indiciario sobrecogedor que podría haber explicado la muerte de los
pájaros contra las alambreras (pg. 107). El que lee esto ve que Rebeca traza una metonimia entra la
visita del judío errante y un fenómeno atmosférico de un asfixiante calor que coincide con que los
pájaros mueran contra las alambreras. Esa presencia de lo anacrónico es lo que explica ese
fenómeno, que tiene unas consecuencias.
El vicario apostólico que aparece de pasada en este cuento dice “era aficionado a unos
complejos acertijos para eruditos que él debía haber inventado y que se popularizaron años después
con el nombre de crucigramas” Pero los crucigramas ya estaban en la china prehistórica. No lo ha
inventado, vemos que el tiempo está trastocado.
Por último, el anacronismo de “Los funerales de la Mamá grande”. Se habla de una visita del

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papa, el cual se entera de una muerte de mama grande y es capaz de llegar en una noche de viaje
embarcado en una góndola negra a Macondo (pg. 135).
Con todo esto vemos que le cuento tradicional funciona con tiempos míticos e imprecisos que
voluntariamente se adscriben a un no tiempo a un tiempo que se pierde, no mensurable.

Los espacios

Hay un comportamiento análogo de los espacios. Bajtin creó una categoría interesante
denominada cronotopo, la cual sirve para medir fenómenos como el que se ha dado aquí: el imperio
Romano del sumo pontífice. Es una categoría donde el tiempo y el espacio concurren unidos para
crear un atmósfera y una situación que es a la misma vez tiempo y espacio. Un cronotopo
contemporáneo es por ejemplo El 11 S, indica una fecha y un lugar (Nueva York).
El cronotopo de la mama grande lo hemos visto vinculado al sumo pontífice a través de
intricados laberintos y ciénagas que comunican en una noche larga el cronotopo del sumo pontífice
que es del imperio romano con el cronotopo de mama grande que es Macondo, o los grandes
dominios de la gran vieja. Comunica por tanto estos dos espacios, separados por el océano y
surcados por una góndola negra (topos vinculado a un elemento veneciano). En ese reino hay
dominios que lo son del poder bien sea religioso, civil o ambos (el romano y la gran vieja). En los
cuentos de García Márquez, como también en los tradicionales, los espacios no son solo las
localizaciones concretas físico-geográficas (la calle o la casa), sino también es un espacio la
atmósfera, por ejemplo. El espacio físico de la casa de Rebeca es cerrado, oscuro, es el espacio del
secreto, hay un elemento metonímico entre la casa y los secretos que guarda Rebeca. Pues este
espacio es tan cerrado como es la atmósfera asfixiante, que también es cerrada, incomunicada,
donde mueren pájaros por un calor asfixiante. Los espacios son contiguos, están comunicados
visiblemente. Eso implica también otro elemento que en el cuento popular se da, la comunicación
entre el espacio natural (real) y el espacio sobrenatural. La casa y la atmósfera, respectivamente.
Los espacios reales y cotidianos comunican con los espacios mágicos, esto ocurre siempre en los
cuentos populares: dormir durante cien años y volver de la muerte por un beso, significa lo mismo
que atravesar una noche en una góndola negra un espacio. De la casa de Rebeca se dice que estaba
destinada a morir entre esas paredes, interminables corredores (pg. 81).

Los personajes

Respecto a los personajes, en Los funerales de la Mamá Grande se ve una reducción de los
mismos a una dimensión tribal, funcionan como tribu, un ambiente cerrado sobre sí mismo en el
que las individualidades no brillan. Crean una intrincada maraña o círculo vicioso de relaciones
intrasanguíneas (primos con sobrinas...). Hay otro elemento de los personajes que es que repiten
escenas de acción que funcionan como actantes, es una sociedad primitiva (por ejemplo: un médico
contrario a los progresos de la ciencia médica); los hombres ejercen el derecho de pernada, y la
Mamá Grande ejerce el poder de elegir los matrimonios del pueblo, es una sociedad arcaica. Esta
idea la canaliza García Márquez para dar una visión estática: una sociedad que no evoluciona no va
a ninguna parte (círculo vicioso).
Bremont? Comparaba los elementos de los cuentos populares con las de los mecano que pueden
ser reutilizadas en otras construcciones. Lo importante es el concepto de reutilización. Son los
motivos tradicionales que pasan de un cuento a otro. Por ejemplo, el motivo de las piedras en la
barriga del lobo y echarlo al río, que puede aparecer en Caperucita y en Los tres cerditos; también
el beso que despierta de la muerte está en Blancanieves y en Cenicienta. García Márquez también
introduce algunos motivos que son suyos pero que los usa como si no lo fueran, es peculiar en él

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referirse a un fenómeno como si no le perteneciera, como si estuviera ahí antes que él. El motivo de
las cartas que el amante envía a la mujer despechada y que no abre aparece en El amor en los
tiempos del cólera y en Crónica de una muerte anunciada; la muerte de José Arcadio Buendía
aparece en Un día después del sábado y Cien años de soledad, que es ocho años posterior. García
Márquez usa mucho estos recursos y motivos. Es peculiar en G. Márquez el mover motivos,
personajes y temas de un lugar a otro de su propia obra; esto podría no ser tan significativo porque
él no utiliza los motivos como si fuesen suyos, no se cita a sí mismo, parece que se refiere a algo
que estaba allí mucho antes que él, cuando en otros autores no suele ser así (se citan a sí mismos).
García Márquez los reutiliza con una apariencia de formar parte de una tradición antigua, lo cual es
también típico del cuento popular, que se construye como un topos, un lugar que visitan diversas
obras.

4.4. Lo fantástico moderno.

La mayoría de los críticos coinciden en subrayar que hay un cambio grande que se produce
básicamente en el Romanticismo con el paso del cuento tradicional al cuento del autor. Con esto
cambia la relación del artista con lo maravilloso. La categoría de lo maravilloso ha estado siempre
en la literatura, acompaña a la literatura durante toda su historia. Lo que ocurre es que fue preterida
o desplazada, fundamentalmente por la intervención del catolicismo, la categoría de lo maravilloso
por el conflicto que supone la creencia de elementos sobrenaturales que no eran cristianos. El
catolicismo crea un dispositivo de comunicación al que llama “milagro” como operación que hace
la divinidad o quienes se están comunicando con la divinidad, con un dispositivo que modifica el
orden natural de las cosas sustituyéndolo por un orden especial (el milagro).
La clasicidad no había contemplado ese horizonte de expectativas de lo milagroso, pero sí
había elementos maravillosos: Venus o Juno disputan en la Ilíada, los dioses intervienen pero no se
dice que eso es un dispositivo milagroso, sino que se trata con naturalidad; Circe en la Odisea o
Polifemo. Todos los elementos de construcción sobrenatural tenían en la clasicidad un horizonte de
expectativas o de recepción que neutralizaba la maravilla y la convertía en algo natural sin
necesidad de explicaciones: simplemente existe una comunicación entre los dioses y los hombres de
la forma más natural. Existía una zona de confluencia o de intersección a la que hemos llamado
“mito” que nos decía que había personajes del otro mundo, del más allá. Esto ha estado en todas las
culturas.
Este elemento mítico le era muy poco grato a la iglesia católica porque Dios es sólo uno y
primo, no tiene que haber tantos dioses. Lo que no pudo hacer ninguna religión es impedir que la
gente piense en la comunicación con el más allá, y que piense, por ejemplo, en que hay un más allá,
pero la administración de ese más allá se llena de elementos incontrolables. Se empiezan a hacer
ritos, hay personajes intermediarios como la bruja, el demonio, el hechicero… que no son sólo los
sacerdotes.
Lo sagrado es una forma de más allá. La frontera de lo maravilloso es siempre lo más allá,
aquello que es inexplicable. En cierta medida, todo comunica con el mundo de vivos y muertos. El
eje vertebrador de lo maravilloso y lo milagroso (que es lo maravilloso cristiano) es un elemento
que se establece como un código. Entonces, cosas increíbles como la resurrección son codificadas
como milagros.
Precisamente, la novela La puerta entreabierta de Fernanda Cubs presenta el caso de las
hermanas Fox, que eran dos hermanas que se les consideran las madres del espiritismo moderno. El
espiritismo es una zona de comunicación de los espíritus de vivos y muertos por medio de una
médium. Las hermanas Fox tenían una gran facilidad para hacer ruidos con sus propios huesos y

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jugaban de niñas a eso. Ellas eran bastante inocentes, pero una prima suya vio en ellas y en sus
capacidades un negocio para comunicarse con los muertos. Así, crearon una consulta para que la
gente se comunicara con el ser querido. Se produjo un hecho muy curioso: ellas estaban un poco
incómodas por el engaño y deciden, en un gesto de honestidad, hacer una declaración pública de la
verdad del asunto. Las acusaron no de farsantes, sino de que eso no era cierto; se descubrió que era
mayor la necesidad que la gente tenía de creer que la evidencia de que ellas no eran capaces de
comunicarse con los muertos.
Es difícil administrar lo maravilloso. Si vemos la literatura de occidente, la judeocristiana, es
muy poco propensa a lo maravilloso; la oriental o la árabe tiene más componentes de este tipo.
Junto al elemento de persecución religiosa de lo maravilloso no cristiano estaba el elemento
del racionalismo, la Ilustración, el positivismo y la ciencia. Una de las cosas que introduce la
modernidad es la explicación de las cosas, de los desastres naturales, por ejemplo. Ya no se vincula
a lo maravilloso. El cuento romántico modifica la relación con lo maravilloso que se tenía antes.
Hoffman, autor de cuentos fantásticos, y Poe, románticos y sin conocerse entre sí, dieron con
cuentos que suponían lo maravilloso moderno, distinto al fenómeno de lo maravilloso cristiano. Se
diferencian en la figura del fantasma. La idea de “fantasma” es la persona que vuelve, la persona
que comunica más allá de la muerte y que se encarna, incluso, como figura. Lo real es quebrado por
irreal pero que no se siente irreal (como las hermanas Fox, que por medio de ruidos se
comunicaban); lo fundamental no es creer o no creer, sino tener algún tipo de presencia (auditiva o
visual) del más allá en el más acá. No es un problema de creencia pues la creencia es una cuestión
de la religión. Se elimina el código de la creencia y lo fundamental es que lo otro comunica con lo
uno como una parte que te hace participar, es decir, que el mundo del más allá invade y amenaza el
del más acá. Freud (psiquiatra) confió en la cura de las enfermedades mentales y se basa en
Hoffman. Habla en uno de sus artículos de “lo ominoso” o “lo siniestro” (alemán: das unheimliche):
“El universo del cuento tradicional ha abandonado de antemano el territorio de la realidad y profesa
abiertamente el supuesto de las convicciones animistas: cumplimientos de deseos, fuerzas secretas,
omnipotencia del pensamiento… De sobra comunes en los cuentos, no pueden ofrecer en ellos
efecto ominoso alguno pues sabemos que para la génesis de ese sentimiento se requiere la
perplejidad de juicio de modo que lo increíble pueda sentirse como lo posible” (BUSCAR PARA
ASEGURAR). Freud se da cuenta de que el universo de los cuentos funciona de modo paralelo.
Silvia es puta. Sin embargo, tu lugar es este, que puede verse invadido (y de ahí el efecto ominoso)
por la irrealidad, como ocurre en el territorio de las pesadillas. Con el cuento no te sientes invadido,
con lo ominoso sí pues es una amenaza real percibida. Lo que ha hecho el cuento contemporáneo
es, básicamente, comunicar el mundo irreal y el real estableciendo lo fantástico como versión, que
es el otro lado de las cosas.
El cuento da cuenta, se fija en esa propiedad que tenemos los humanos y hacerla fenómeno
artístico (el sueño) se llevan temas realistas y no realistas a la literatura, muchos autores nutren sus
obras de elementos fantásticos, sean de terror o no (pesadillas, sueños…). Esa especie de
amueblamiento realista del entorno facilita la transición entre un mundo y otro, y la invasión del
otro mundo en el nuestro para hacerlo parecer también nuestro.
Hay un elemento de transición en el romanticismo que es consciente de darse como
transición, Bécquer hace un prólogo y suele crear un narrador q es testigo, acerca lo ocurrido, actúa
como una especie de médium, como el vehículo por el cual ha llegado. Bécquer empieza el relato
(El monte de las ánimas) pensando que él es un elemento transmisor, no se responsabiliza del
origen pero sí introduce el elemento “la he escrito con miedo…”, él está sintiendo ese miedo real
por si lo que ocurre en la leyenda le ocurre a él. Se da un juego para reducir ese miedo a un
elemento físico, explicable. En el comienzo de esa leyenda ya se intenta dar el tránsito entre lo
maravilloso, lo fantástico, y lo real.

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Poe, como buen romántico, produce la transición que más ha afectado al cuento
contemporáneo. El cuento contemporáneo de Cortázar ha bebido de Poe. De hecho, Poe ha sido
traducido por Cortázar. Es una afiliación de la cual él no adjura. Un caso especial es un texto que
tiene Susana Reich sobre La metamorfosis de Kafka: «La transformación de Gregorio en
insecto…». Kafka revela la alineación del individuo sobre el orden social. Ejecuta la gran
metonimia de la alineación: la deshumanización del modelo de realidad, que no te recibe y te
rechaza.

4.5. Los escritores y el cuento contemporáneo.

El género cuento recibe la mayoría de intervenciones de la teoría del cuento de los escritores, no
de los críticos; los poetas o dramaturgos apenas hablan de poesía o teatro, es la crítica la que teoriza
sobre esos géneros. En el cuento ha habido gran comunicación entre lo que se dice del cuento y los
propios cultivadores (Poe, Quiroga, Chejov, Cortázar...). La teoría del cuento contemporáneo tiene
el elemento pragmático en la definición del cuento, no así en el resto de géneros en general, no hay
intervenciones sobre descripciones del elemento pragmático. No hay nadie que hable del cuento que
no hable del lector, el lector interviene desde el comienzo, su relación con el cuentista.
Quiroga plantea que un cuentista es un hombre que sabe contar, poniendo un ejemplo ofrecido
por Tolstoi: cuatro chicos contándose historias junto al fuego, tres de los cuales se ponen a contar
historias en las que hablan de un animal al que dotan de categorías increíbles por lo que apenas le
toman en serio; el cuarto no exagera nada, a lo que Tolstoi dice que nos entretiene porque es capaz
de despertar la curiosidad del oyente. Cifra las comunicaciones con el oyente, en captar su atención.
Poe, en un prólogo a un poema narrativo, “El cuervo”, escribe su teoría del cuento, que también
aparece en una reseña que hace a Cuentos contados otra vez, de Hawthorne. En el prólogo habla,
frente a los que hablan de la belleza como un atributo de la estética, dice que la belleza no es un
atributo en sí sino que es subjetivo, emerge cuando una composición cumple el objetivo que la
anima. El principio de la originalidad como elemento definitivo aparece en el XIX con Poe, dice
que entre los innumerables efectos que se pueden causar al corazón y al intelecto debe preguntar
cuál elegirá, qué impresión o efecto quiere causar. Esto es revolucionario por tener presente ese
efecto en el lector. Dice que lo primero a considerar es la extensión, si es denominada larga la obra
para leerla de una vez es preciso resignarse a perder el efecto que se deriva de la unidad de
impresión; en toda obra literaria se impone calibrar el límite que precisa para conseguir sus
objetivos: el límite para una sola sesión de lectura es la intensidad que marca el efecto marcado. Poe
marca esa unidad de impresión, de totalidad, que señala el límite de extensión del cuento. En el
cuento cada elemento tiene que tener una funcionalidad, precisamente por esa extensión breve,
limitada, por la economía. Poe es el primero que marca esto pero también Chejov.
Chejov se fija en esto en 1888 en una carta en la que dice que “no debes dar al lector ninguna
oportunidad de recuperarse, tienes que mantenerlo siempre en suspenso, lo que no sería aplicable a
la novela, en los cuentos es mejor no decir suficiente que decir demasiado”. El cuento vive de la
dimensión de lo que no está desarrollado. En otra carta, unos años después, insiste en lo mismo, en
captar el sentido de modo inmediato, como un golpe.
También en el XIX se desarrolla mucho esta teoría. Pardo Bazán tiene un libro llamado Cuentos
de amor donde en su prólogo dice que el cuento es el poema de la prosa, dice que “al cuento le
ocurre como al poema, se concibe de súbito o no cuaja”.

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4.6. Julio Cortázar y el cuento contemporáneo. Análisis de Continuidad en los


parques y Las babas del diablo.

Cortázar se refiere al tema del cuento en dos ensayos, del que destaca “Algunos aspectos del
cuento”. Cortázar es el mejor cultivador del cuento del S. XX. En esos ensayos dice, con una gran
metonimia, que la película es una novela y la fotografía el cuento. Una foto limita el objetivo a un
detalle significativo, una foto es buena cuando te lleva más allá de ella, desarrolla una intensidad
donde está cifrado mucho más de lo que hay; las fotos buenas enseñan una situación o figura que
pueden decir una época, o una situación característica con solo un detalle. La foto se puede asimilar
al cuento cuando va más allá de ella y tiene una significación en germen. “El fotógrafo y el
cuentista se ven precisados a escoger una imagen o acaecimiento que sean significativos, que no
solo valgan por sí mismo, sino que actúen en el espectador o el lector como una especie de apertura
o de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucho más allá de la
anécdota visual y literaria contenida en la foto o en el cuento”. Para Cortázar lo que define el cuento
es una significación en germen, que se desarrolla más allá del mismo y es el lector el que desarrolla
esa significación que está en embrión. Cuando un cuento está bien elaborado es aquél que está en
germen no desarrollado.
Hay un elemento que también se ha llamado la atención sobre el género cuento: Quiroga habla
de la estabilidad del género, pues junto a la poesía es eterno, perdura en la noche de los tiempos.
Dice Quiroga que el concepto de cuento no ha variado, permanece firme, es lo que se ha entendido
como tal, de aquí la sale la idea de la enorme estabilidad del cuento, es el género que menos
variaciones ha sufrido, es el más idéntico a sí mismo. Esto se puede deber o explicar desde la idea
de que el cuento es el más universal de los géneros junto con la canción, porque todo el mundo tiene
experiencia en el cuento, la transmisión del cuento oral favorece que sea una experiencia universal
que comunica todas las culturas. Esto le ha dado cierto conservadurismo, sobre todo en sus formas.
“El cuento es la forma de la vida, es igual de amorfa y de infinita” Torrente.
El cuento de Cortázar Continuidad en los parques comienza y termina con la misma situación,
por lo que es un cuento cerrado, independientemente de que la anécdota está abierta, va a ocurrir
algo pero fuera de la literatura. El cuento tiene vida, toda la vida existe mientras haya lectura, por lo
que depende del lector siempre.
Junto a esta primera evidencia, otro elemento subvierte desde el principio una situación que es
la situación fenomenológica fundamental que es la de separación de mundos: el mundo de dentro de
la novela y el de fuera de la novela se comunican, de ahí el título “continuidad en los parques”. Los
parques son los que están en la novela y los que están en el mundo que rodea al lector de esa novela.
Hay una continuidad del mundo ficticio y el mundo real: aquí hay un mundo real cifrado por un
hombres que es un terrateniente acomodado y que se dispone a leer una novela: a partir de la mitad
del cuento vemos que la historia que se desarrolla no es la del mundo del lector, sino el mundo
leído, donde existe una mujer que se encuentra, supuestamente, con su amante. Finalmente, el
cuento plantea que, donde parecía que había dos mundos, vemos que es uno mismo y que ese lector
respaldo de la cual estaba hablando el cuento, es el marido protagonista-víctima de la novela que
está leyendo.
Cortázar propone aquí un imposible metafísico: nadie puede ser asesinado por el personaje de
una novela que está leyendo. Lo que ocurre dentro del libro no comunica con lo que está fuera. El
lector ve que la eficacia está en proponer este imposible. Aquí lo que ocurre es que Cortázar hace un
homenaje a la ficción en el sentido de que lo que le ocurre a este lector le ocurre a todo lector de la
novela de ficción: cree en lo que lee hasta el punto de meterse en la historia del maese Pedro.
El cuento recorre diferentes situaciones de lectura. Sobre la lectura se habla mucho a lo largo
del cuento y de manera diferente. Hay cinco situaciones de lectura que podemos percibir, vistas por

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Pozuelo. Estas cinco situaciones están presentadas de manera gradual.


1. Lector discontinuo frustrado: empezó a leer la novela, pero la dejó por unos negocios
importantes. Esta situación puede ser común para cualquier lector. A partir de esa tarde todo el
cuento desarrolla una situación de unidad temporal, todo es una escena.
2. Lector pasivo: es representado mediante “volvió a abrirla cuando regresaba a la finca”. El
nombre de esta situación se debe a que deja que la novela le absorba en el momento que la abre de
nuevo, que es cuando va en el tren volviendo a casa. Ese espacio de lectura en tren está relacionada
con el tipo de novela. El lector se deja atrapar lentamente por la trama y por el dibujo de los
personajes.
3. Lector interesado: el deíctico temporal de esa tarde sitúa ya el momento en el que el lector se
ha metido ya en la novela. El cuento ya se entretiene en ir marcando las notas de la situación de
lectura que ese lector se ha creado. Ha dicho adiós al mayordomo, se ha sentado en su sillón
favorito. Hay otro elemento de una inteligencia literaria soberbia: el situarse de espaldas es la puerta
para no ser interrumpido por nada. “Su memoria retenía sin esfuerzos los nombres y las imágenes
de los protagonistas”; “la ilusión novelesca lo ganó casi enseguida”. Cuando hemos construido una
figura de los personajes porque esas imágenes de los protagonistas, que luego adquieren color y
movimiento, están en correspondencia con la ilusión novelesca de “lo ganó casi enseguida”.
4. Lector absorbido: a partir de “palabra a palabra, absorbido... fue testigo del último encuentro”
empieza esta situación de lector absorbido. Se deja ir hacia las imágenes que adquieren solos
movimiento, que son las señales de que el lector ve lo que está leyendo. Es el lector que ya se ha
metido en la novela, que “fue testigo”.
5. Lector co-creador: “primero entraba la mujer, luego el amante”. Antes era “fue testigo” y
después se cambia al imperfecto que permite que un pasado sea presente. Es el lector el que está
viendo que entraba la mujer. Esa situación y retrospectiva que tiene el pretérito imperfecto en el
cual la perspectiva temporal no se ha acabado, sino que se está ejecutando, es muy eficaz para lo
que el lector quiere decir. A lo largo de toda la escena se sostiene este elemento co-creador porque
lo que es fundamental en esta última situación de lectura es que se va dando la propia lectura a la
vez que se cuenta la historia, de tal manera que se cuenta la historia tal como se está leyendo.
Donde mejor se ve esa fusión es en “admirablemente... de sus versos”. Ese adverbio es un juicio, un
adverbio de lector.
El elemento de la continuidad aparece antes de llegar al final: hay una multitud de detalles que
trazan los dos mundos. Podríamos llamarles “relatos 1” y “relatos 2”. El 1 sería la historia de
alguien que lee una novela. El relato 2 es lo leído en la novela: unos amantes se encuentran en una
cabaña y matan al marido, aunque justo ahí se interrumpe. Hay elementos de continuidad entre
ambos relatos, como por ejemplo, cuando habla del mayordomo y de su despida. También cuando
habla del parque de robles en el relato 1 y en la alameda en el relato 2. Estos elementos de
continuidad son lo que favorecen que se de esta deducción del lector. Esta continuidad se ha
establecido casi cinematográficamente, como planos, con un ritmo que, en los últimos planos, se
acelera.
En conclusión, en este cuento se ha reducido un absurdo; un elemento que es absurdo, que es
completamente imposible, que es que algo del libro cobre vida y adquiera color y movimiento, es
un hecho que da sentido a la ficción. Se revuelve los absurdos con el elemento metaficcional. En el
cine también sucede: nos metemos tanto en la historia que ni siquiera nos damos cuenta de que
estamos mirando una pantalla.

El cuento Las babas del diablo, nos lleva a otro lugar de la poética de la ficción de Cortázar.
Habla de poética de ficción porque no es teoría, sino poética. Este también es un cuento
metaliterario, se trata de un cuento metaconstructivo. La lectura tiene que ver bastante con el

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fenómeno de la llamada deconstrucción. El cuento es anterior a él. Cortázar no tenía que ver con
Derrida, pero sí con el elemento parisino, que estaba planteando la crisis de la referencia, un
elemento de llevar la literatura y el arte a la postulación, a la artificialidad de los materiales. Son un
constructo artificial. Esa es la tesis esencial de la deconstrucción.
Es un cuento que tiene una construcción extraña: ¿Quién narra? ¿Qué voz? ¿Quién hay aquí?
Es un cuento muy parisino, no sólo por la atmósfera, sino en el sentido por el cual comunica una
época de construcción artística de la vanguardia, donde entrarían las películas también de Godar (¿).
Estamos en un momento muy importante de la cultura europea que dio lugar a una lucha del arte
por reivindicar su carácter no sólo artificial, sino que mira sobre sí mismo y plantea la ausencia de
un significado único y la ausencia de una referencia segura. En este cuento fraguan algunas de las
ideas como la muerte del autor: el autor aquí también muere por imposibilidad, es un autor que no
es divino y que está sometido a las vicisitudes de su arte, de la palabra y de la representación. Hay,
por un lado, una visión de la vanguardia narrativa que, en definitiva es heredera de la vanguardia
artística en general (no sólo literaria, sino que también hay fenómenos que se han dado en pintura o
fotografía) y cuyo principal problema es la imposibilidad de representación; y, por otro lado está la
capacidad que tiene el cuento de ser autotélico; el cuento ha nacido para ser eso y lo convierte en
arte. Esto ya pertenece a la posmodernidad.

Hay otros contextos que forman parte también del propio Cortázar. En el ensayo de Algunos
aspectos del cuento dice Cortázar: “Casi todos los cuentos que he escrito pertenecer al género
llamado “fantástico” por falta de mejor nombre y se oponen a ese falso realismo que consiste en
creer que todas las cosas puedan describirse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y
científico del siglo XVIII. Es decir, dentro de un mundo regido armoniosamente por psicologías
definidas, der geografías bien cartografiadas…”. Ese optimismo filosófico es el racionalismo. Las
psicologías bien definidas hacen referencia a esa desautomatización de los personajes. Vemos a un
Cortázar teórico que se pregunta qué son sus cuentos. Sus cuentos son racionalismo. Esto dio lugar
a la novela realista, que es hija del racionalismo, de un espíritu científico positivista. El
racionalismo, fundamentado en un principio de optimismo, empezó a cartografiar: describía todas
las calles, todos los objetos… todo con esa naturalidad del realismo. Hay dos elementos que
quiebran esto: la desconfianza del “modernism” (y no el Modernismo de Darío), el movimiento que
dio lugar a Henry James, a Joyce… a toda la renovación de la novela europea; y la fotografía. La
emergencia de la fotografía implicó que se pusiera a hacer aguas ese optimismo realista. No es
casual que Cortázar haya situado a un escritor que de repente se hace fotógrafo. Cuando saca la foto
hace una metonimia, quizá la más próxima a la idea de representación; es una metonimia de querer
fijar el tiempo, de algo que se quiere representar o convertir en realidad.

Junto a eso, hay otro contexto que ya podemos encontrar en Rayuela, en el capítulo XCVII,
donde busca una ruptura con el realismo. Habla de un dibujo en la pared, una caña de pescar… son
elementos de la vanguardia mediante los que quiere postular un sinsentido o un sentido extraño.
Si leemos Las babas del diablo, lo primero que hay que plantearse es si sería posible contar
de otro modo esta historia. La respuesta es sí. Hay un elemento que se generaliza en la historia del
cuento contemporáneo que es precisamente la apertura de significado, no solamente en el término
de detalle, sino no en la estructura global del relato. El jugar con un final completamente abierto a
diferentes posibilidades de interpretación es la principal característica del cuento contemporáneo. El
otro elemento fundamental es decisivo en la versión fílmica que le hace Antonioni, el cual se
preocupa mucho por este fenómeno, que no tiene que ver tanto con el sentido cuanto con el
significante: lo que implica el revelado de la foto. Una cosa es lo que Michel ha visto y otra cosa es
lo que ve a través del revelado, la historia la lleva a un lugar imprevisto, a un ángulo que no queda

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fijado por la cámara en un primer momento pero que luego aparece en el revelado como una
ampliación o extensión de la realidad. Las posibilidades de sentido están presentes en la propia
estructura narrativa: el cuento plantea una subversión del principio de normatividad, porque pone en
duda algunos de los principios en los que se articula el relato. En el comienzo del cuento hay todo
un elemento de ruptura de los elementos pronominales que se plantea el narrador. Cortázar
subvierte el principio narrativo y plantea la artificiosidad del lenguaje o el carácter excelentario del
lenguaje para decir aquello que importa o aquello que quiere decir o que tiene necesidad de decir
Michel, el narrador en este caso. Aunque hay a veces que no parece el narrador.
Este ir al corazón del asunto: el sistema de verbos y el sistema narrativo, es importante porque
marca un elemento fundamental en la vanguardia y es ese carácter excelentario del lenguaje: donde
el lenguaje parece que sobra o que no llega. Al lenguaje le es inaccesible el saber todo. Lo que se
rompe entonces aquí es uno de los principios articuladores básicos de la narrativa tradicional y del
realismos y es esa categoría que se ha conocido como demiurgo, como alguien que todo lo sabe, el
narrador omnisciente (todo lo sabe y nada queda fuera de su arbitrio). Entonces Cortázar aquí
rompe este narrador omnisciente. El narrador aquí se somete a la misma vulnerabilidad del propio
personaje. El narrador y el personaje comparten no saber. Esta especie de déficit de sabiduría es
muy propia del cuento contemporáneo, ya que sería absurdo que esto pasara en el cuento
tradicional. Ese carácter de quedarse más acá es muy contemporáneo, muy de la vanguardia
narrativa. ¿Y esto por qué? Cortázar está interesado por la artificialidad del lenguaje. Pero vamos
a sustituir este concepto de artificialidad por otro que tenga una connotación menos peyorativa: por
artificio. Para los clásicos, el artificio era en sentido positivo, y es que ciertamente la relación que
este cuento quiere mostrar es un artificio. Los constructivistas le hubieran llamado retoricidad, esto
es, su carácter de artificio. En la película Antonioni en este punto es menos dramático de Cortázar,
Cortázar pasa a sentirse molesto con el juego porque el narrador no puede intervenir, la historia va
más allá del relato, le da un sentido dramático al final del cuento. Antonio, en cambio, le da otro
sentido, refleja que es cierto que la representación es un juego y lo admite. Cortázar no; y esto es
por una cuestión moral: ¿le es dado al escritor intervenir en la historia o se queda impotente por ser
atrapado por su lenguaje? Y por esto decir artificio, el arte es artificio.
Pero si damos un paso y decimos que el arte es artificial damos el paso que da Cortázar, el
cual no solo subraya el artificio sino la artificialidad de la construcción artística. Este autor viene a
decir, que es la tesis del cuento, que la historia que el cuento trata que queda reflejada por la visión
de la cámara de fotos y por lo que escribe la máquina de escribir. Hay dos máquinas (la de fotos y la
de escribir) y las dos están asaltadas por un mismo problema, a las dos les pasa que están sometidas
al código que es el del encuadre o el de la palabra, que imponen una reducción: la realidad no puede
ser apresada por la foto porque queda fuera del objetivo, lo importante queda fuera. La foto es un
código de representación que es reductor, minimiza la realidad. Pero también la escritura también es
un código de reducción: la historia no pude decirse entera. Entonces esa pugna del artista por luchar
contra la incapacidad a la que el medio de representación le obliga es lo refleja este cuento. Trata de
la lucha por no poder superar esta incapacidad. Antonioni crea otra metonimia distinta a la del
escritor, utiliza la metonimia de los formantes de una compañía teatral, que da inicio y final a la
película.
Cortázar entonces en este cuento lo primero que hace es “matar” al autor omnisciente: nadie
sabe bien quién verdaderamente está contando. Otro elemento fundamental es que Michel cambia
de persona narrativa. El narrador pasa de la homodiégesis a la heterodiégesis. Cuando Cortázar
habla del Hotel L’Anjour se refiere a una especie de casa o de palacio (por el significado que tiene
en francés) y en esa casa se creó un club de fumadores de hachís y creaban poemas alucinatorios. Y
se refiere a esto por la experiencia alucinatoria o irracional, es una metonimia por contigüidad de la
experiencia irracional del propio cuento. Lo que Cortázar quiere es romper el sujeto de

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conocimiento, lo que hace es cuestionar al propio Michel, al demiurgo, el cual no sabe que es su
historia, no sabe su final ni el papel en esta historia, ni la domina. El sujeto dominativo es
subvertido por Cortázar y lo lleva a una lógica imposible. Para eso hay un texto en la página 84 que
es clave: “No concibo nada, trato más bien de entender”
“Michel sabía que el fotógrafo opera siempre como una permutación de su manera de ver el
mundo por otra que la cámara le impone insidiosa”. Aquí es donde plantea Cortázar la cámara como
reducción de la realidad. Antes había contado “Quién ha de contar esto, mejor ser yo que estoy
muerto”. Cortázar trabaja entonces con otra metonimia y es que quien escribe es la máquina de
escribir, que le impone un código de reducción, el código del lenguaje, pero las palabras están
muertas. Este problema plantea la deconstrucción del cuento narrativo. La cámara es la que ve, hay
un isomorfismo fundamental entre la cámara que ve las nubes que es la de fotos y la máquina que
escribe. Ambas no pueden situarse más allá de la muerte, porque están muertas. Las dos máquinas
comparte algo fundamental: la representación (to play). Las dos tienen el mismo problema, que hay
que contar un agujero, la nada; esto es, una indeterminación de lo que no sabes y tienes que dejar
que la máquina lo cuente. No solo no lo ve todo sino que lo importante queda fuera del objetivo. En
la página 88 está otro texto clave del texto:
En la página 95, 96:
En la vida el escritor no pude intervenir, no la pude modificar y él está atrapado en la fracción
del presente por esa máquina.
La impotencia del escritor queda, entonces, en este cuento reflejado.

4.6.1. Relación entre el cuento y el cine.

Blow up en los títulos de crédito, dice que está inspirada en un cuento de Cortázar. Nos damos
cuenta de que es una película que tiene su guion publicado. En ese guion, Antonioni dice que la idea
de Blow up le vino por un cuento de Cortázar, no le interesaba tanto el argumento como el
mecanismo de las fotografías y se escribió un texto nuevo donde se refleja una sola de las cosas que
aparecen en el cuento. No se puede meter una novela en una película; las películas cuyos guion es
muy fiel a la novela, no funcionan, pues el cine tiene mecanismos propios de significación.
El espectador que haya sido lector del cuento de Cortázar, aunque esté poco informado, se da
cuenta inmediatamente de la metamorfosis. Excepto el núcleo semántico fundamental del revelado
de las fotos y la diferente historia que ese mecanismo genera, el argumento, es muy distinto. Lo más
obvio y lo fácil sería hacer énfasis en las diferencias, pero vamos a explicar cómo el cuento y la
película no se diferencian tanto en lo que es su núcleo de problemas, aunque divergen en la
interpretación que ambos le dan.

Hay una conexión bastante sólida, y más de lo que parece, entre cuento y película en el núcleo
semántico fundamental. Si nos damos cuenta, lo fundamental es el propio cronotopo (tiempo-
espacio). Cortázar es hijo de un cronotopo literario: tenemos París, que es una ciudad muy literaria,
y tenemos un escritor con la máquina de escribir. La película está ambientada en Londres, aunque
Antonioni es italiano. Está en la época de la música moderna, en los años 60, en los que hay una
especie de relaciones en las cuales lo artístico-musical se está transformando; hay una escena en la
que asisten a un concierto de rock y se pelean por la guitarra. Ese es un fenómeno de época.
Hay otra atmósfera que también tiene importancia en la película para los años 60, que es el
mundo de la droga. El estar fumado, en la película, tiene su significación. En el cuento también hay
una referencia al hachís. Hubo un momento en el que el fumar era un elemento vinculado al arte.
También la heroína.
El tercer cronotopo que interesa subrayar son las manifestaciones a propósito de la guerra de

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Vietnam.

Después empezamos a saber que es un fotógrafo de moda en los dos sentidos: se dedica a
hacer fotos para revistas y, además, es muy popular. La película hace énfasis en que el protagonista
está aburrido con su profesión. Después hay una conversación absolutamente clave, que es el eje de
la película: la conversación que tiene con el amigo en un parque en el cual le explica por qué ha
estado en el asilo haciendo esas fotos: estaba harto de que su oficio no le diera campo a la expresión
de sus posibilidades artísticas.
Otra escena significativa es cuando visita a su amigo Bill, que es un pintor de pintura
abstracta, no figurativa. Lo más bonito de ambientación es el estudio que está montado como una
vieja fábrica llena de cuadros. La conversación con Bill es muy importante porque éste muestra un
cuadro que ha hecho y dice que es cosa de cinco y seis años. El elemento metonímico mediante el
que se expresa Antonioni esta vez no es la literatura, lo va a ser la pintura: el arte de la fotografía,
con relación a la realidad, puede tener la misma continuidad que tiene el cuadro abstracto con
relación a esa misma realidad. Es como encontrar la clave de una novela policíaca; este elemento es
el del pequeño detalle. Michael ha ido a un anticuario (escena clave de la película) y compra un
objeto naval. Después sale al parque y hay un momento muy interesante en el cual él percibe una
luz especial y siente que quiere atrapar ese momento y empieza a hacer fotos en el parque a esa
naturaleza. Entonces, una mujer, la antagonista, se enfada y le obliga a que le dé el carrete,
generándose un momento de tensión. Esta es la parte que más se parece al cuento.

A su amiga Patricia el fotógrafo le enseña los negativos y ha hecho ampliaciones de la foto


(blow up). En esa ampliación descubre que hay un cadáver. Esto lo sabemos por el diálogo con
Patricia. El arte difícilmente puede captar la realidad y cuando lo hace habría que ampliarlo (la foto
en este caso) y descubrir lo que detrás hay: el mundo representado.

El final del cuento es dramático porque habla de la impotencia del artista. Sin embargo,
Antonioni no dramatiza y concluye con una escena que se ha hecho famosa, que es el partido de
tenis, o más bien, el no partido de tenis. Hay unos elementos de representación, que son los jóvenes
que hemos visto al comienzo de la película, que hacen una representación de un partido de tenis.
Antonioni considera que lo importante es que quien lo ve, se lo crea.

4.7. El cuento hiperbreve.

El llamado “microrrelato” sufre variaciones en su propia nomenclatura, se dan a la vez


diferentes denominaciones (relato hiperbreve, minificción, microficción...). También hay vacilación
en cuanto a la definición del género (se afirma más cuento que relato).
Irene Andres Suárez en un estudio le llama el cuarto género narrativo (novela, novela corta,
cuento y microrrelato), pero en realidad es una modalidad del cuento aunque hay quien lo considere
un género propio. El microrrelato es una modalidad bastante firme: es reconocible en un esquema
claro de publicación, hay una actividad editorial importante de esta modalidad; se ha desarrollado
mucho más en español que en inglés o francés. Es un género muy desarrollado, con una presencia
enorme de lo latinoamericano. Es un género reconocible, es apoyado por las editoriales y por un
público lector.
También hay otro elemento que apoya a esta modalidad, y es internet: los blogs han favorecido
una abundante publicación de microrrelatos en la relato.
Hay un elemento fundamental en la definición del hiperbrevre, que es la dimensión o la

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 4: El género cuento

extensión, pues es inevitable en este género. En el hiperbreve normalmente encontramos como


máximo 60 lineas. Además, es curioso pero buena parte de los libros de microrrelatos a veces se han
organizado así, en función de un tamaño, como Los cuentos del cercano oeste. La dimensión corta
es la que da sentido a que estemos hablando de él como modalidad.
No todo relato corto o cuento muy breve sería un hiperbreve, porque el éste tiene unos rasgos
fundamentales. En primer lugar hay que destacar la narratividad, es decir, debe de haber algún tipo
de conflicto o de tensión que tenga una historia por muy breve que sea. Un acontecimiento implica
un desplazamiento o transformación desde un punto de partida a un punto de llegada. Los caracteres
o personajes sufren algún tipo de modificación en sus estatus porque les ocurre algo. Esto es lo que
define un hecho narrativo. Irene Andres dice que la unidad de acción también es necesaria; Pozuelo
cree que puede haber dos o tres acciones, pero sí tiene que haber algún tipo de nexo entre las
acciones, que es lo que da lugar a una historia.
Hay, además, elementos importantes en los términos formales. Irene Andres habla de cinco
elementos: de la ausencia de complejidad estructural, mínima caracterización de los personajes,
condensación temporal, el esquematismo espacial y la utilización de un lenguaje esencialmente
connotativo, con lo que puede referirse al elemento de plus de significación al que el microrrelato
obliga. Es decir, la importancia de la elipsis es crucial: es casi más importante lo que no está que lo
que está. También es crucial el título dado al microrrelato, pues a veces sin él el cuento no pueden
entenderse.
Desde el punto de vista del lenguaje, es fundamental en el relato hiperbreve que nada pueda
sobrar. Todos los elementos son en cierta medida necesarios y, sobre todo, es más importante que
falte que que nada sobre. El lector puede añadir ese elemento que falta.
Es importante también su carácter autónomo. Hay gente que ha concebido microrrelatos con
cierta unidad dentro de un libro, pero cada microrrelato tiene que tener su significación por él
mismo. Tiene que ser un cuento y no un fragmento o una parte de algo. Otra cosa es la
comunicación que hay entre ellos en un mismo libro, pues es posible que todos los cuentos puedan
estar relacionados en un libro por algún tipo de vínculo temático.
Basilio Pujante destaca que precisamente el microrrelato es un género muy dado a la
expermentación. Es un género donde las fronteras habituales son completamente subvertidas. Hay
mucho juego. En gran medida esa experimentación ha facilitado un efecto al que Pujante llama
“fagocitador”, pues el microrrelato ha fagocitado otras muchas situaciones anteriores: hay cuentos
hechos a modo de parte metereológico, de receta, de noticia... Son textos fragmentarios que no son
minicuentas pero con los que juega el micrrelato. Integra otros géneros, los fagocita.
Hay otro elemento importantísimo en el microrrelato que es la intertextualidad. La elipsis es
suplida por un texto que está debajo (hipotexto) sobre el que tú haces una versión. Tú intervienes
como una intertextualidad. Para eso, los textos tiene que ser conocidos. Los más conocidos o usados
como intertextos son los bíblicos (a la historia de Caín y Abel se le puede dar la vuelta), los
mitológicos y textos tan emblemáticos como Hamlet, Metamorfosis de Kafka o el Quijote.
La sorpresa es otro elemento importante. Al ser breve, el factor sorpresa puede tener mucha
importancia.

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 5: El teatro: semiótica

TEMA 5. Semiología de la obra dramática.


-CAPÍTULO 1: INTRODUCCIÓN-

El género literario dramático

El teatro no es un género literario paralelo a los otros, a pesar de que la obra dramática tenga,
como la novela o el poema, un texto cuya forma de expresión es el lenguaje verbal, a pesar de que
tenga un autor individual.
Si partimos de una definición convencional de los géneros, podemos admitir que la obra
dramática es “una composición literaria en la que se representa una acción de la vida con sólo el
diálogo de los personajes que en ella interviene y sin que el autor hable o aparezca” (DRAE). A
partir de esto, haremos una análisis científico del mismo.
La definición convencional, que consiste en considerar “teatro” la obra literaria escrita para
ser representada y también la misma representación, no es aceptada por todos los estudiosos de este
género. A. Ubersfeld, por ejemplo, habla de que “el teatro no es un género literario. Es una práctica
escénica”, actitud seguida por muchos críticos; Ortega y Gasset nos habla, por otra parte de que “la
palabra tiene en el teatro una función constitutiva, pero muy determinada […], secundaria a la
representación o espectáculo”. Se discute, por tanto, si la representación está virtualmente en el
texto y procede de la competencia del autor, o se crea en el momento de la puesta en escena y es
competencia del director.
Considerando en principio “teatro” a la obra literaria escrita para ser representada y a todo el
proceso de su representación, comenzaremos señalando diferencias formales entre el teatro y otros
géneros (expresión, distribución de la materia, unidades de construcción, modos de creación de
sentido, etc.) y las diferencias referidas a su naturaleza de proceso semiótico comunicativo.
En su texto escrito, el teatro mantienen una forma de discurso constante: el diálogo. También
aparecen acotaciones monologales del autor y en su representación se constituye con el diálogo oral
y con signos no-verbales presentados en simultaneidad con el diálogo. Sin embargo, el diálogo no
puede tomarse como un criterio suficiente para establecer una oposición excluyente: teatro (diálogo)
/ relato-lírica (no-diálogo); más bien como un rasgo de frecuencia y no de esencia, pues hay obras
construidas con un discurso monológico porque sólo aparece un personaje. Sí es cierto que el
diálogo dramático se diferencia de otros tipos de diálogos por ser siempre directo y no referido por
el narrador, pero aun así, no lo podemos tomar como forma específica del texto dramático. Tampoco
lo es la estructura arquitectónica de la obra dramática (presentación, nudo y desenlace): hay obras
dramáticas sin diálogo (Acto sin palabras, de Beckett), hay obras sin estructura clara (Yerma, de
García Lorca), y obras que no han sido escritas para ser representadas y, aun así, se han
representado con éxito (Cinco horas con Mario, de Delibes).
El teatro difiere también de los otros géneros literarios en el modo de imitación, como ya
advirtió Aristóteles. Presenta unos personajes en acción desarrollada en un tiempo presente, puesto
que el diálogo es palabra en situación presente y se desarrolla en un espacio limitado. La
construcción del texto también está limitada por los movimientos, el espacio y el tiempo de la
representación, algo que no sucede en la novela o en la lírica, donde no se suele poner el lenguaje
en boca de personajes, sino en boca del sujeto lírico que se identifica con la voz del poeta.
Son muy notables también las diferencias en el proceso de comunicación, pues el relato y el
poema inician un proceso de comunicación que culmina generalmente en una lectura individual. El
texto dramático inicia un proceso de comunicación que no culmina en una lectura individual, sino
que se prolonga en una representación, algo que condiciona fuertemente la creación. Esto lo
podemos advertir en el modelo semiótico de la creación literaria, un modelo circular en el se añade

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 5: El teatro: semiótica

un efecto feedback que reconoce una vuelta de la dirección desde el espectador hacia el autor o el
director; esto significa que el hecho de que la recepción final sea pública y colectiva ha sido tenido
en cuenta por el autor. De la misma manera que se ha podido hablar de un Lector Ideal o de un
Archilector implícito y diseñado por el mismo texto narrativo, se puede hablar de un Espectador
Ideal o de un Archiespectador, que sería aquel público que entendiese la obra en la dirección que le
da el autor o el director. (La primera parte es habitual de todas las obras literarias; la segunda es
específica del teatro).
Este efecto es poco objetivable en las formas lingüísticas o literarias no dialogadas, pues es
difícil determinar si ciertos recursos han sido utilizados por el emisor como estrategia expresiva
ante un receptor seleccionado o porque pertenece a su repertorio idiolectal.
En la representación se produce una transducción, la lectura sustituye al texto. El director
tiene que tener en cuenta que es posible que los espectadores no hayan leído la obra. Frente a la
obra literaria escrita que se ofrece a los lectores acabada y cerrada, como corresponde a la
comunicación “a distancia”, la representación es una propuesta que puede renovarse o cambiarse
según sean, por ejemplo, las relaciones del público, pues es una comunicación “in praesentia”. El
director y los actores aquí tienen competencia para realizar la representación, para sustituir y
modificar elementos. Mediante esta realización, que algunos consideran simple traducción del texto
escrito a signos no verbales y otros consideran un proceso de creación nuevo que se sumará a la
creación literaria del autor, se realiza la puesta en escena que estaba virtualmente contenida en el
texto dramático. (En Alemania aparece en un momento dado la figura del Dramaturg, una especie
de adaptador del texto a la escena, una figura intermedia entre la obra y el director).
El teatro es un proceso de comunicación complejo, más que cualquier otro tipo lingüístico y
literario, pues suma fases y añade elementos nuevos al esquema general de la comunicación, porque
tiene más emisores (autor-director-actores) y receptores (lector individual-espectador colectivo) y
porque el proceso de transducción da competencias al director.
Dentro de la obra dramática en su totalidad (o texto dramático) distinguimos dos aspectos: el
texto literario, constituido fundamentalmente por diálogos, aunque puede extenderse a toda la obra
escrita (título, prólogos, acotaciones con valor literario, didascalias…); y el texto espectacular,
formado por todos los signos o indicios que en el texto escrito diseñan una representación virtual
(acotaciones, exigencias quinésicas, proxémicas, etc.). El texto espectacular, en principio, va
dirigido al director y a los actores y no es la representación, sino una lectura. Tiene, además, partes
que no serán nunca oídas por el espectador, sino que sólo se utilizarán para organizar una
construcción imaginaria. No se puede realizar una puesta en escena progresiva, es decir, realizada a
medida que se va leyendo el texto escrito, porque el sentido global resulta imprescindible para dar
los sentidos parciales a cada escena: el personaje dramático se construye de forma discontinua. La
inalterabilidad del texto literario en sus formas no excluye la posibilidad de varias lecturas, y de
modo semejante, el texto espectacular admite varias representaciones.
El narrador se interpone entre el autor de una novela y sus lectores, pero lo hace en los límites
señalados. El director de escena, se sitúa también entre l autor y los espectadores, pero no tiene
límites fijados.
El enfrentamiento texto/representación, se hace más patente en este siglo ya que empieza a
comprenderse que el sistema de signos verbales no es el único que puede crear sentido en escena. El
lenguaje verbal sólo ofrece sucesividad y linealidad, mientras que el no verbal puede manifestar en
simultaneidad signos de diversos códigos. Sin embargo, si nos centramos en la interpretación crítica
de las obras, hay que tener en cuenta que los juicios valorativos se amparan siempre en un sistema
de normas que sirven de canon para señalar errores y aciertos: si la norma impone que el teatro no
use la palabra, se señalarán como mejores las obras que usen otros sistemas de signos. La
interpretación semiótica, no está condicionada por un canon e implica objetividad. Este tipo de

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análisis no deja fuera de su interés a unos signos determinados. Por tanto, la semiología no
considerará el texto y la representación en términos de una relación excluyente, ya que texto y
representación son fases de un único proceso de comunicación, sino que realiza una función
integradora. La semiología se limita a identificar, describir e interpretar lo que el texto dramático le
ofrece en cualquiera de sus fases o manifestaciones.
La idea de una equivalencia semántica, más o menos exacta, entre el texto y la representación,
que se llevaba a cabo mediante la labor del director de escena, parece hoy poco aceptable. El
conjunto de signos del escenario: los auditivos, los visuales o los mixtos, que señala el director y
aportan los actores, los músicos, los decoradores, los técnicos de iluminación, etc., constituyen
unidades sémicas que realizan de modo diverso la capacidad virtual del texto escrito en la
realización escénica y le dan, en cada representación, nuevas posibilidades de creación de sentido,
que no anulan las anteriores, sino que las amplían y diversifican.
Una actitud contraria a la mentalista, ha llevado el enfrentamiento texto/representación al otro
extremo y ha intentado representaciones que prescinden del texto, es decir, realizan teatro sin
palabras, o por lo menos, sin texto previo. Se admite la improvisación y así se evita el carácter
“literario” del teatro. Las dos posiciones (literaria/no-literaria) no resultan antagónicas, pues no es
posible examinar con los mismo criterios los signos del texto (todos ellos verbales) y los de la
representación (verbales, paraverbales y no-verbales).
En conclusión, la recepción colectiva convierte al teatro en un fenómeno social y económico
que se puede ver afectado en distintos aspectos, incluso textuales, por ejemplo, en su extensión, en
las formas de expresión (unas veces se toleran formas groseras; otras, no), e incluso en el número de
personajes (no son rentables las obras que tienen muchos personajes). Por tanto, frente a la libertad
de la que goza la novela o el poema, el teatro se ve limitado por el tiempo de la representación.

Posibilidad teórica de una semiología del teatro

La semiología del teatro, como una forma de estudio de la obra dramática, se inicia en los
países centroeuropeos hacia el año 1930 y se extiende, posteriormente a Italia, Francia, España,
Alemania, etc. Los estudios semiológicos se aplican al teatro en un tiempo y en un espacio
determinados y luego se amplía a toda la teoría dramática europea.
Si por semiología entendemos, en un sentido amplio, la investigación sobre los signos, todo
estudio que tenga por objeto los signos del teatro (verbales y no-verbales, escritos o representados,
en el texto literario y en el texto espectacular) será un análisis semiológico del teatro.
Mounin planteó el tema de la diferencia entre comunicación y significación. Así, entiende
que el verdadero objeto de la semiología es la comunicación, y niega la posibilidad de una
semiología de la significación: “En teatro, la primera cuestión que hay que plantearse es la de saber
si el espectáculo teatral es comunicación o no (…), porque si el teatro no es un proceso de
comunicación, y sólo un hecho de significación, entonces no puede hacerse de una semiología del
teatro”. Buyssens advierte que los actores en el teatro simulan personajes que se comunican entre
sí, pero no comunican con el público, el público no puede intervenir porque pertenece a otro espacio
y otro tiempo. Por tanto, si partimos de este hecho, debemos de concluir que no hay comunicación
en la representación dramática. Dice Buyssens que si existe comunicación, tiene un sentido único, a
diferencia de lo que ocurre en la comunicación propiamente lingüística.
Con estos argumentos, Mounin, y en general los lingüistas estructuralistas, concluyen que no
es posible una semiología del teatro. Sin embargo, estos argumentos tienen escasa consistencia en
semiología, pues los procesos semiológicos son varios: de expresión, de significación, de
comunicación, de interacción, de interpretación, de transducción… Todos ellos pueden darse en el
teatro. No hay razones válidas para excluir de un análisis semiológico ningún proceso que sea capaz

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de crear sentido, ningún signo, ningún formante de signo.


Si la exigencia de Mounin se extendiese a toda la literatura, ninguna obra literaria sería
comunicación, porque ¿qué lector de un poema puede comunicarse con los sujetos textuales del
poema? No hay posibilidad de intervenir en los sermones, en los discursos políticos, en las
conferencias académicas… y nadie ha negado que exista comunicación en estos casos. Para que
haya comunicación basta con que exista un emisor, una forma sémica y un receptor que conozca el
código. El diálogo es una forma concreta de discurso, con unas características de distribución, de
intervención de los sujetos, de roles diferenciados de éstos, etc., y no puede confundirse con la
comunicación, en la que también hay dos sujetos, pero desempeñan roles muy diferentes.
La semiología, como método de análisis, aborda el estudio de los objetos que se propone:
literatura, pintura, lenguaje, teatro, etc., y únicamente quedan fuera de su interés los objetos del
mundo natural porque no significan, simplemente “son”. Todo hecho cultural, por ser humano, es
significante, independientemente de si posee signos codificados, sistemáticos, sueltos, convenciones
o propuestos originalmente, pues todos crean sentido.
El teatro, en su texto escrito, utiliza un único sistema de signos, el lingüístico. El teatro, en su
texto representado sustituye los signos verbales del texto espectacular escrito por signos no
verbales; es un “lenguaje en situación”, es decir, el diálogo. Si el texto artístico es significante, no
cabe duda de que el teatro lo es particular e intensamente: el proceso de comunicación dramática se
logra por esa capacidad del escenario de volver significativo todo lo que está en los límites de su
espacio, con la particularidad de que los signos de sistemas diversos (lingüísticos, luminosos, etc.) y
los formantes de signos concurren en simultaneidad, superando la sucesividad propia y necesaria de
la expresión lingüística.
Concluimos, más bien, que la semiología sería un análisis del funcionamiento de los textos y
de los procedimientos interpretativos que actualizan la capacidad semántica de una obra dramática
en su realización escénica. Y la semiótica, en su nivel pragmático, sustituye el presupuesto
estructuralista de la obra estática y cerrada por otro que considera a la obra de arte como una
entidad dinámica, cuyo sentido es cambiante en el tiempo.
La semiología de la obra dramática tiene, pues, ante sí una serie de propuestas sobre objetos
de estudio y posibilidades de análisis y de teorización que van desde la objetividad racionalista a la
emotividad artística, desde el emisor al receptor, desde el signo lingüístico a los signos no verbales,
además de los temas tradicionales: unidades sintácticas, personajes, discurso dialogado, tiempo,
espacio… que pueden ser planteados desde la nueva perspectiva semiológica y sobre los que se
alcanzarán nuevos conocimientos.

Los inicios de la semiología dramática: aspectos históricos

La semiología nace en Centroeuropa, en Checoslovaquia y Polonia, y se presenta como la


síntesis de varias corrientes, entre ellas, el formalismo del Círculo de Moscú, el estructuralismo de
Praga y la fenomenología alemana.
El teatro interesa a la investigación cultural como una de las creaciones humanas en el
conjunto de los hechos sociales y de los hechos estéticos y literarios. Bogatyrev es etnólogo y
folklorista; Ingarden es filósofo y teorizador de la estética; Mukarovski es esteta y teorizador del
arte, y son a la vez iniciadores de la semiología del teatro.
Seguimiento histórico de la semiología del teatro en sus orígenes:
La escuela checa y la polaca, iniciadoras de la semiología del teatro, dedicaron especial
atención a los signos dramáticos no verbales, es decir, a los signos de la representación que
acompañan al diálogo. En esta época el teatro había evolucionado mucho y se había vuelto más
dinámico; ya no aparece, por ejemplo, el personaje que reflexiona a modo de monólogo interior,

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sino que el escenario se puede partir verticalmente para poner a un lado los pensamientos y
sentimientos y a otro el mundo exterior. Se buscan, por tanto, expresiones más dinámicas.
Zich escribe una obra que servirá de base a los primeros semiólogos, principalmente porque
considera que el lenguaje verbal no es el centro de la representación, ni es necesariamente más
destacado que los lenguajes no verbales. Habla de que el texto literario no es determinante para la
representación escénica; el arte dramático, según él, es autónomo.
Por otro lado, Mukarovski, componente del Círculo de Praga, partiendo de la definición de
signo de Saussure, considera a la obra literaria como una unidad semiótica, resultado de la
concurrencia de dos caras: el significante es la obra en sí misma, y el significado, que está formado
por todas la interpretaciones que se le han dado a la obra. También se apoya en los conceptos de
“estructura” y “función” para sus análisis dramáticos y entiende la estructura como un todo cuyas
partes mantienen relaciones entre sí y con el conjunto, y la función como lo que un elemento es o
hace. Por tanto, el teatro se manifiesta como un sistema artístico formado por un conjunto de artes
que renuncian a su autonomía propia para funcionar en una estructura artística nueva.
Bogatyrev, por su parte, cree que cualquier objeto que aparezca en un escenario en una
representación adquiere unas cualidades que no tiene como “cosa real” y logra un significado
compatible con el conjunto de que forma parte. Además, añade que el signo dramático es
connotativo coincidiendo así con Hjelmslev o Honzl. Para él, por tanto, el signo dramático tiene,
como el lingüístico, la triple capacidad semántica de denotación, connotación y metaforización
(incluyendo también metonimia y sinécdoque como procesos de sustitución y de interacción léxica
o semántica en el teatro). La movilidad del signo dramático es tal que puede traspasar la dimensión
física y prescindir del mismo objeto que denota.
Todos los estudios que hemos reseñado se centran en los signos no verbales de la
representación. Veltruski toma como objeto de sus investigaciones el texto dramático. Para él la
representación es “otro tipo de arte”.
En Polonia, por otro lado, se inicia el estudio del teatro por las mismas fechas que en
Checoslovaquia. Ingarden habla de que los objetos artísticos son objetos del mundo natural que al
añadirles algún valor, se convierten en objetos culturales. Para él, el texto dramático se caracteriza
por incluir dos clases de texto, el principal, constituido por los diálogos, y el secundario formado
por las acotaciones; por otra parte, el texto dramático utiliza tanto lenguaje verbal como signos no
verbales para la representación.
Después de los primeros estudios de semiótica dramática, la semiología del teatro alcanza un
amplio desarrollo en Italia, Francia y en España poniéndose el énfasis y el interés, según las
escuelas y tiempos, en el texto o la representación, en la forma, en los valores semánticos o en los
aspectos pragmáticos de teatro.

El texto dramático. Sus caracteres

El objeto de la semiología es el Texto Dramático, que es un texto escrito de forma dialogada,


un producto humano, por tanto histórico, cultural y de carácter artístico literario, dispuesto para su
representación en la escena. Es un producto (o artefacto según Mukarovski) que forma parte de un
proceso de comunicación y cuya finalidad es la lectura y la representación.
Si en los procesos de comunicación se involucran tres elementos básicos (Emisor-Signo-
Receptor), en la comunicación dramática podríamos hablar de Autor-Obra-Lector. En la
comunicación dramática los tres elementos básicos se hacen muy complejos: la obra dramática en la
representación tiene tres emisores: el autor, el director de escena y el actor; la obra se desdobla en
texto escrito y texto representado; y el receptor para de un lector individual, propio de la
comunicación escrita, a un espectador colectivo, propio de la representación.

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Ruffini llega a la conclusión de que el rasgo específico del texto dramático es el diálogo. La
representación como forma de recepción del texto dramático impone unos condicionamientos en la
forma del discurso (diálogo en presente), en el espacio (escenario a la vista), en el tiempo
(presente), en la composición y amplitud de la historia que se representa… Sería muy difícil
sostener que todas estas circunstancias derivan del diálogo. Todas las formas, relaciones y
circunstancias caracterizan conjuntamente el texto dramático; no es una sola la que da origen a las
demás.
El rasgo más destacado del texto dramático, en el convergen todos los demás que se han ido
señalando, es la disposición para ser representado. En principio, el Texto Dramático está formado
sólo por palabras escritas, y unas se dirigen a su realización oral, y otras son sustituidas en escena
por sus referencias y se transforman en signos no verbales.
Ingarden hace una diferencia del lenguaje del texto escrito al denominar texto principal al
diálogo y texto secundario a las acotaciones. Muchos han considerado las acotaciones como “no-
literaria”, pero esta oposición no es radical, pues en algunas obras las acotaciones están escritas en
un lenguaje literario e incluso las hay en verso. Se diferencian en la forma: el diálogo se recita y las
acotaciones se traducen en signos no verbales. El texto dramático, por tanto, tiene estas dos formas
de discurso, al igual que tiene una finalidad doble dirigido a una lectura individual o a un público
numeroso.
En conclusión, dentro del Texto Dramático está el Texto Literario y el Texto Espectacular, con
finales diferentes. Al igual que el Literario admite varias lecturas, el Espectacular admite varias
interpretaciones.

El texto dramático como objeto de estudio de la semiología

Encontramos diversas posturas:


1) Los que creen que la teoría del teatro debe tener como objeto el texto dramático escrito
(para nosotros el texto literario y el texto espectacular). Para los partidarios de esta
postura, la representación no añade nada nuevo al texto escrito, sino que lo empequeñece
o lo distorsiona. Dentro de este grupo están los idealistas y simbolistas.
2) Los que creen que la representación es el único objeto de estudio de una teoría del teatro,
puesto que es lo específicamente teatral del Texto Dramático. Para ellos la representación
es la finalidad última de la obra y a ella se dirige todo lo anterior: texto escrito y lecturas.
3) Los que creen que es imposible estudiar algo tan fugaz y relativo como la representación,
que cambia no sólo de una puesta en escena a otra, sino incluso en las diferentes sesiones
de una misma puesta en escena.
El objeto de la semiología dramática son todos los signos codificados o no, permanentes o
transitorios, originales o no, que están en el texto dramático y en todas las fases del proceso que éste
sigue en su manifestación. En resumen, todo lo que en el teatro crea sentido y los procesos de
creación de ese sentido.

El texto dramático y la representación

Texto escrito y representación no son términos homólogos. Adoptando una actitud objetiva,
podemos admitir que el texto escrito precede a la representación y que ésta suele realizarse sobre el
texto; además, el texto escrito permanece igual en sus formas, mientras que las puestas en escena
pueden ir cambiando a lo largo del tiempo con los estilos y los directores. El texto escrito
permanece, aun sin lectores; la representación no se concibe sin espectadores; el texto escrito es un
hecho que se independiza de su emisor, mientras que la representación es un acto que realizan los

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actores en un tiempo y desaparece. No hay paralelismo entre texto y representación, sino entre
Texto Literario y Texto Espectacular, o entre lectura y representación.
De Marinis habla de la conversión de los signos del texto en signos de representación:
1) La representación se concibe y se realiza como una traducción del texto escrito.
2) El texto se concibe como un mero pre-texto sobre el que el director de escena crea un
espectáculo autónomo.
3) La representación es un mensaje pluricodificado.
4) El texto es autónomo y la representación también.
En definitiva, el teatro es todo lo que puede ofrecerse en un escenario.

-CAPÍTULO 2: EL SIGNO DRAMÁTICO-

Signos y formantes de signo

El teatro es un proceso que se inicia con la escritura de “una obra de teatro”, que en principio
no difiere de cualquier otra obra literaria, que usa el lenguaje verbal como medio de expresión; y
ese sería el aspecto literario del texto dramático. Pero también tiene un aspecto espectacular, con
todos los indicios necesarios para realizar la obra en un espacio escénico. Es en esta fase donde el
teatro se distancia de los otros géneros literarios, porque se hace espectáculo y utiliza signos no
verbales.
Todo lo que está en el escenario y todo lo que se realiza en escena puede ser interpretado por
los espectadores como signo. Los procesos que se dan en el escenario son desiguales y no afectan
de la misma manera a todos los signos.
Hjelmslev habla del signo y considera que éste no es solamente el resultado de la
concurrencia de una imagen y una forma, sino que es el resultado de un proceso que realizan
simultáneamente el sujeto que lo propone y el sujeto que lo interpreta. El problema inicial para la
semiología del teatro en cuanto al signo dramático se refiere, consiste en dilucidar si las formas que
se semiotizan en el escenario pueden ser consideradas signos en un análisis del texto dramático,
porque a veces se convierte en signo lo que no es signo (varios tipos de luces, por ejemplo, en una
representación; que unas tijeras en una representación de Valle-Inclán representen la muerte). Así
que podríamos denominar formantes de signo o formantes semánticos a las unidades sensibles que
eventualmente adquieren un sentido sobre el escenario. Fuera del escenario, esas tijeras no
significan, simplemente son, porque no son signos, sino objetos.

Integración de los signos en la unidad de sentido

Jansen afirma que los elementos expresivos de la escena no tienen el mismo sentido fuera; ni
siquiera tienen el mismo sentido de un espectáculo a otro, o en la repetición del mismo espectáculo.
Los formantes son unidades sémicas circunstanciales, producto en cada caso de un proceso de
semiosis específicamente literario, artístico y teatral; el código transitorio en el que se integran se
constituye en una obra y desaparece con ella. Los formantes actúan como signos o símbolos
abiertos a varias interpretaciones. Lo que está en el escenario, que en principio, puede admitir
cualquier sentido, se va organizando en diversos campos de significado y de valor. Las tijeras de las
que hablábamos anteriormente pasan a significar “muerte” porque la Mozuela amenaza con tenerlas
debajo de la almohada.
Conviene precisar que estas relaciones están condicionadas también por convenciones
escenográficas históricas o de escuela. Por ejemplo, el constructivismo puede proponer un cubo
como palacio; el expresionismo actúa con elementos difusores de perfiles, sobras, etc., para crear un

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ambiente de inseguridad.
El estudio de los signos dramáticos es difícil porque no hay objeto, natural o cultural, signo,
señal o índice, acción o reacción humana, que no pueda formar parte de una representación y no
pueda ser utilizado en algún proceso semiótico. Cualquier objeto puede convertirse en formante y
puede integrarse no sólo en uno, sino en diversos campos semánticos. Generalmente el desenlace de
los conflictos en la representación nos hace deducir cuáles son los valores de los signos y de los
formantes (los colores de la ropa, por ejemplo, en la La casa de Bernarda Alba). Así, la lectura de la
representación escénica, aunque virtualmente es libre, está encajada en unos límites de coherencia y
significación.
La convergencia de sentidos en el siglo puede convertirse en una divergencia para lograr un
efecto de ruptura: el teatro del absurdo ha aprovecha esta posibilidad para jugar por la expectativas
del público y crear sentido por contrastes.

Caracteres del signo dramático

1) En la representación puede utilizarse un término determinado y puede suprimirse el objeto.


2) Un signo puede referirse a una acción o a una cualidad, no a un objeto como en el caso
anterior.
3) Un objeto está en escena por un signo, o una acción por un concepto, es decir, un anillo con
un cristal vulgar y corriente, al que se le denomina “brillante”, sustituye a un anillo de
brillantes y también aporta en la obra el concepto de “riqueza”.
4) Un objeto remite a otro sin que haya alteraciones en sus posibles sentidos: el agua teñida de
rojo representa al vino.
Otros rasgos del signo dramático señalados por varios semiólogos son:
5) Una intensa connotación.
6) La densidad o posibilidad de que varios significados se expresen con un solo significante en
simultaneidad.

Sistemas de signos dramáticos no verbales: la luz

Las polémicas en torno a la mayor teatralidad de los signos no verbales y sobre la negación del
valor teatral de la palabra en escena, se plantearon a partir del momento en el que se inventa la luz
eléctrica y se aplica a la escena. Los valores emotivos y simbólicos de la luz, además de sus
posibilidades funcionales que se descruben en las técnicas de iluminación con electricidad,
movieron a los directores de escena a investigar sobre las posibilidades expresivas de los sistemas
de signos no verbales. Ocurre esto en el último tercio del siglo XIX cuando estaba triunfando en los
escenarios europeos la comedia burguesa, también llamada "teatro de palabras". Contra este tipo de
teatro actuarán los renovadores escénicos.
Las vinculaciones que se dan entre los distintos sistemas de signos escénicos explican que con
una escenografía como la de las comedias burguesas, llamada "comedia en salón", el teatro haya
derivado a potenciar la palabra como expresión dramática casi exclusiva. El teatro de palabras,
teatro de conversaciones con muchos personajes en escena, pierde la mayoría de los otros recursos
dramáticos expresados mediante signos de sistemas diferentes, para convertirse en una especie de
teatro narrativo en que la conversación no crea enfrentamientos, se limita a comentar lo que ocurre
espacio escénico patente, o lo que ha pasado en otro tiempo: los personajes son narradores de
acciones más que creadores de enfrentamientos mediante la palabra del diálogo.
Contra ese teatro reaccionarán los directores más destacados de la época, que tratan de potenciar
los sistemas de signos que consideran específicamente teatrales. La vuelta a las formas de teatro sin

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texto, como la Comedia del Arte italiana, es sintomática de esta situación, las experimentaciones
con sistemas de signos no verbales se generaliza y el teatro entra en el siglo XX en plena crisis de
expresión y de contenidos, cuando el expresionismo sustituye al realismo, y culminará con la
deconstrucción de los contenidos después de la segunda guerra mundial en el teatro del absurdo.
La experimentación intenta descrubrir y aprovechar las posibilidades de las nuevas formas de
expresión no verbal. Se hacen espectáculos de luz y de color, mímicos o de movimiento.
Paralelamente el Texto dramático elimina a veces el diálogo y queda reducido a los textos de las
acotaciones.
Mientras para unos el teatro empieza con el movimiento, sin necesidad de palabra, para otros el
teatro empieza cuando el espectáculo se une a la palabra. Nos interesa destacar cómo las
experimentaciones sobre aquellos sistemas de signos no-verbales que aparecen en escena,
repercuten sobre la obra dramática en el texto escrito. La explotación más amplia de la luz es uno de
los resultados de las nuevas posibilidades que parecen tener los signos no lingüísticos.
E.Wolf, en "Parejas de trapo", dramatia el coche entre dos formas de vida mediante signos
verbales, a los que se suman con gran eficacia signos no verbales.
Este ajetreo es el signo externo de una insquietud interior, de una falta de equilibrio psíquico, de
un vacío emocional, que podría ser expresado mediante palabras, pero que Wolf ha preferido
escenificar de este modo.
A.Buero Vallejo, en "Madrugada", la tensión se acrecenta progresivamente y se aviva de forma
intermitente con los movimientos de todos, y el sentido conjunto de la es escena procede tanto de la
palabra como de ese continuo movimiento: todos los signos verbales y no verbales se orientan
solidariamente hacia la unidad del drama.
La luz natural que permitía la representación, o la luz artificial que iluminaba los espectáculos en
la noche no tienen más sentido que el funcional de permtir ver al espectador. Por otra partem el
decorado pintado que se utiliza en el teatro a la italiana, que se impone en toda Europa desde el
XVIII hasta finales del XIX, lleva incorporada la luz y las sombras, de modo que cualquier forma
de iluminación que se añadiera debía de ser una luz uniforme y difusa, no polarizada, para que no
entrase en colisión con la que ya tenía el cuadro.
P.Sonrel observa agudamente que quizá la mayor revolución que trajo el uso de la luz eléctrica al
teatro fue la posibilidad de retirar los decorados pintados.
La necesidad de hacer independientes la sala y el escenario, ya la habían experimentado los
decorados de época anteriores. Se habla ya de la conveniencia de que la sala se ilumine con "una
claridad suave" que contraste con "la claridad viva" del escenario, a fin de favorecer la atención del
público.
Los escenógrafos de finales del XIX supieron ver rápida y agudamente las posibilidades que la
luz eléctrica ofrecía al teatro.
Appia considera a la luzcomo un elemento de enorme importancia, el tercero detrás del actor y
del espacio; cree que la función fundamental de la luz es precisamente la de destacar esas dos
categorías escénicas: las relaciones actor-espacio-luz son tan intensas y devisivas que pueden hacer
cambiar una concepción dramática. "Todas las tentativas modernas de reforma escénica se refieren a
ese punto esencial, el modo de conseguir toda la potencia de la luz y por ella dar al lector y al
espacio escénico todo su valor plástico". Según Appia, la luz en la escena llega al espectador como
un signo dinámico que cambia de intensidad, dirección y color. El público nota el cambio de luces,
lo interpreta como un factor de animación, de sugestión, de evocación, de intensificación, como la
música, con la que tiene "una afinidad misteriosa" que quizá procede de que ambas son elementos
expresivos opuestos a la palabra. Los signos de luz y de música pueden diferenciarse de la palabra,
son efectivamente distintos de ella, pero no opuestos, si acaso complementarios.
Un valor funcional muy destacado de la luz eléctrica se encuentra en su posibilidad de signo

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intensificador de otros. La desaparición de los decorados pintados con sus iluminaciones internas,
permite a a luz escénica abarcar todo lo que está sobre el escenario con la misma intensidad, pero
con intensidades variables, pensando de ser una categoría funcional a una categoría sémica activa,
pues con sus cambios de tono y de intensidad puede poner en un primer plano de la atención un
objeto del escenario, la cara de un actor, un gesto; puede saltar de un objeto a otro y señalar así sus
relaciones, puede señalar contraste entre lo que se dice y se ilumina; puede dar mayor expresividad
al escenario y ayudar al decorado en la evocación de una atmósdera diferente según la parte del
espacio escenográfico que ilumine o que deje en sombra. Los objetos del escenario y los actores
adquieren mediante la luz unas posibilidades de movimiento muy grandes.
Puede decirse que la luz es el elemento más abarcador entre todos los que pueden encontrarse en
escena y quizá también el que consigue con más facilidad la integración de todos en la unidad de
sentido global. La luz adquiere valor funcional cuando es capaz de subrayar la figura del actor o los
objetos del decorado y presta unidad de sentido a todo el conjunto escénico, y alcanza un valor
sustancial cuando es capaz de sustituir a otros signos escenográficos para crear sentido.
Gracias a la luz se puede conseguir, según Appia, "las más brillantes evocaciones".
La luz se muestra también como un recurso adecuado para conseguir lo que se ha llamado
"decorado espiritual". El espacio lúdico puede crearse con la luz que sigue a los actores; la luz
puede materializar las relaciones de amistad, amor, odio. y en general los sentimientos. E.G.Craig
interesado en conseguir la unidad de todos los elementos de escena, experimenta en esta dirección
con la luz. Las líneas, los espacios, los colores, la materia y la luz, son para este director de escena
los medios de expresión y composición. La luz tiene un gran pooder de sugestión capaz de expresar
la belleza más allá de lo real.
Después de los primeros tiempos en que la luz eléctrica se usa en el escenario, la aplicación y el
uso se van ampliando con nuevas técnicas y van descubriéndose nuevos valores expresivos, en un
repertorio que se aplica a las representaciones modernas.
Muchos de los contenidos y significados que antes se expresaban mediante la palabra, pasan a
ser expresados por medio de la luz. Podemos advertir que lo que hemos denominado didascalias, en
estos supuestos se mantienen sólo en el diálogo, pero no son representados además por sus
referencias.
La luz pasó a cumplir muchas de las funciones que se le habían encomendado a la palabra.
La luz eléctrica puede sustituir al telón de boca, el efecto de separar la sala de la escena puede
conseguirse mediante la oposición (luz/oscuridad). Una sala iluminada y un escenario a oscuras es
quivalente a tener bajado el telón.
En el escenario es posible la iluminación parcial: a) la luz dirigida a un punto puede aislar a un
actor o a un objeto, del que se limita su lugar material, y se destaca frente a otros situados en la
misma escena, b) escenográficamente esto supone nada menos que un cambio radical en el proceso
de comunicación, pues el director de escena puede ofrecer o imponer al espectador una lectura
"selectiva", una lectura "valorativa·", o simplemente "dirigida", puesto que puede situar en primer
plano y en un orden lo que quiera subrayar, o que se lea en ese orden.
Otro efecto consiste en que técnicamente se pueden evitar con la luz los cambios de
escenografía, que en algún teatro pueden destruir los efectos de la representación. Los cambios de
escenografía en el teatro a la italiana se hacía muy rápidamente, y en ellos la artificiosidad de la
representación era consabida.
Con la luz no es necesario el cambio físico, pues se recorre el escenario por parte, se ilumina una
zona y se deja las otras en penumbra o totalmente a oscuras, que es como si no estuviesen, hasta que
la acción las reclame. Todas las escenas de una obra pueden estar previstas en su escenografía y el
cambio de dcorado puede lograrse con un simple cambio en la dirección de la luz.
El espectador dirige la mirada hacia donde la luz le indica y olvida totalmente que puede ver o

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 5: El teatro: semiótica

entrever el resto de la escena. Pueden lograrse mediante la luz los cambios espaciales que tienen
sucesividad en el tiempo, y también es posible conseguir la simultaneidad de espacios. Los géneros
literarios, debido a la sucesividad que impone el sistema lingüístico, tienen una expresión lineal
obligada.
El efecto de duplicar espacios y tiempos y ofrecerlos en simultaneidad lo consigue el teatro
mediante otro recurso luminoso: las proyecciones que pueden ser fijas o móviles. La proyección
permite superposiciones temporales: sobre el presente riguroso de la fábula representada pueden
añadirse imágenes del pasado o de un futuro previsible; también pueden señalarse ámbitos no
físicos, como el oníriso, el deseo, la imaginación, etc. Estos efectos son semejantes a los que la
novela consigue con ténicas como el monólogo interior.
Es también interesante que el dramatismo de un rostro puede quedar modificado, subrayado,
intensificado, por un modo concreto de iluminación.
Brecht pone todas sus fuentes de luz bien visibles para que nadie se llame a engaño sobre el
sentido que pueden tener en escena: la objetividad puede lograrla el teatro con una luz uniforme y
sin artificios. El punto de vista considerado en la novela como un modificador semántico, es
equivalente en el teatro a modos de iluminar que pueden conseguir los mismos efectos semánticos.
Pragmáticamente hay que interpretar el punto de vista y la iluminación como una función propia de
la expresión literaria y dramática, semejante a las funciones que se han reconocido en el lenguaje.
En una escena del drama "Enrique IV" de Pirandello se proyectaba a los personajes como
sombras alargadas en el escenario, pues se propone una historia sobre la relatividad de la persona, a
la vez que les confería un año de misterio y de distancia.
La visión física que sobre él permitía el escenario, era también fuera de lo normal, extraña. E.
Wolf consigue el realismo estilizado en sus obras mediante luz. Así, organiza los signos hacia el
sentido poético que envuelve la historia: la luz exterior es siempre verde, mientras que la luz de los
interiores es cálida.
En resumen, la luz puede adoptar formas diferentes, puede resolver problemas técnicos y crear
otros; puede organizar sus formas en pequeños sitemas de oposición, y puede usarse
pragmáticamente para señalar relaciones previstas por el director entre los personajes y los
espectadores.
Kowzan, después de describir algunos efectos y algunas posibilidades de la luz, plantea la
cuestión de si constituye un sitema autónomo de signos con unidades lexicalizadas con formas y
contenidos estables y concluye que la luz se utiliza generalmente para subrayar otros signos, pero
también puede llegar a tener para subrayar otros signos.
De Marinis insiste en el tema de los códigos y su autonomía y se pregunta si pueden considerarse
lexemas algunos usos concretos de la luz.
No se puede hablar de un código que tenga los caracteres y las exigencias que se permiten en el
código lingüístico, como la posibilidad de doble articulación de sus unidades. La luz no pasa de ser
un formante de signo, cuya capacidad de denotación y de connotación, cuyo dinamismo es el
correspondiente a los signos no verbales del escenario, según hemos analizado. La organización de
un sistema de oposiciones es real, pero limitada.

-CAPÍTULO 3: EL DISCURSO DRAMÁTICO: EL DIÁLOGO-

El discurso de la obra dramática: diálogo, acotaciones y didascalias

El discurso de la obra dramática se presenta bajo dos formas: una es la constituida por el diálogo
(personajes) y la otra por las acotaciones (autor). Ambas proceden del autor, pero la primera pone la
palabra en boca de los personajes y la segunda es la voz del autor dirigida al director de escena.

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En el teatro francés se dominan "didascalies" a las anotaciones al diálogo dramático. Los


españoles suelen llamarlas acotaciones o anotaciones, aunque también las llaman didascalias.
Nosotros llamaremos diálogo al habla de los personajes, escrita en el texto y realizada
verbalmente en la escena; acotaciones, al habla del autor, que se incluye como anotaciones al
dialogo en el texto escrito, y que no pasa verbalmente a la escena, pues se sustituye por sus
referencias, y didascalias a las indicaciones que, sobre hechos escénicos, pueden encontrarse en el
diálogo, y que pasan a la representación en forma verbales, como parte del diálogo, y en sus
referencias, como las acotaciones. Las tres formas de discurso constituyen conjuntamente el Texto
Dramático y señalan el Texto Literario (diálogo) y el Texto Espectacular (acotaciones).
El director de escena tiene una libertad amplia en la sustitución de las acotaciones por sus
referencias, y no tanta cuando se trata de las didascalias, puesto que no sería tolerable una
discordancia entre lo que dice el diálogo y lo que se realiza en la escena.
Las acotaciones y las didascalias hacen indicaciones sobre el espacio y el tiempo de la escena, y
sobre todos los signos no verbales del escenario, empezando por los paraverbales. Constituyen
también todo el paratexto dramático, es decir, todo lo que permite determinar las condiciones de
enunciación del diálogo sobre el escenario. Y lo que no está aclarado por las acotaciones o por las
didascalias, o por ambos textos a la vez, se remite a la competencia directa del director de escena y
de los actores que encarnan a los personajes.
Las acotaciones cobran mayor o menos importancia según época y autores, y según el tipo de
teatro que se haga. Las llamadas informaciones "intersticiales"explican en qué tipo de personajes
piensa el autor; muchas veces lo que dicen las acotaciones no puede pasaral escenario, y el autor lo
dice como signo intersticial que permite al actor saber qué tipo de personaje debe representar.
Frente a lo que ocurre en el relato donde sólo son imaginarias, las condiciones de enunciación
del texto dramático son a la vez imaginarias y escénicas, lo que hace que las acotaciones y las
didascalias sean ambiguas, puesto que remiten a la fábula ficcionl y al mismo tiempo remiten a algo
tan real como es un escenario determinado donde se representará la obra, con sus condiciones
escénicas concretas: luz, medidas, espacio único o espacios múltiples.
La función de las acotaciones es, pues, doble: por una parte son un conjunto de indicaciones que
permiten al lector construir imaginariamente una escena o un lugar real, o las dos cosas a la vez, y
por otra parte son un texto de dirección con indicaciones del autor a los ténicos que realizarán la
escenografía necesaria para representar. En todo caso, las acotaciones y didascalias son un lenguaje
perlocutivo, pues dirigen la conducta del lector, y dirigen la conducta de los responsables de la
puesta en escena. Por esta razón se entiende que tienen carácter imperativo.
Las acotaciones se utilizan de modos muy diversos, según épocas y autores, y se interpretan en
su valor dramático, también de modos muy diversos. Si el autor de la obra es a la vez el director de
la puesta en escena, como fue el caso de autores como Shakespeare o Lope, o si los códigos de
representación están fijados estrictamente, porque la apariencia de los personajes coincide con los
contemporáneos, las acotaciones pueden reducirse hasta limitarse al nombre de los personajes y a
las indicaciones al comienzo del texto.
La amplitud de las acotaciones tiene sentido cuando el autor aspira a explicar al director su idea
del espectáculo, por eso, la importancia y la extensión de las acotaciones depende del tipo de teatro
y del tipo de espacio escénico en el que se represente; se hacen particularmente abundantes en el
teatro realista del siglo XIX: el espacio dramático es generalmente un espacio del mundo real y el
personaje es un individuo personalizado del que se dan detalles precisos. En la actualidad estas
acotaciones están destinadas a contruir el espacio autónomo correspondiente al texto, con
indicaciones espaciales concretas, con las que el autor se anticipa al director de escena.
Con cierta frecuencia se ha identificado la obra dramática con el discurso dialogado, y se ha
prestado menos atención a las acotaciones. El diálogo, considerado generalmente como "texto

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principal", carece de sentido y podría parecer absurdo en muchos casos si no cuenta con las
acotaciones a las que suele llamarse "texto secundario". Algunos autores construyen sin diálogo no
sólo obras enteras, pero sí algunas escenas importantes en las que sólo aparece acotaciones que
corresponden en escena con elementos visuales: considerar en este caso a las acotaciones "texto
secundario" parece desproporcionado, pues no hay otro discurso.
Veltruski ha mostrado que el diálogo no es autónomo y en muchas obras resulta insuficiente para
construir la fábula: ésta no queda completa sin el concurso de las acotaciones, que suelen llenar los
blancos o vacíos dejados por el diálogo, además de enmarcarlos cronotópicamente.
Es preciso reconocer que en la mayor parte de las oabras dramáticas, la fácula se construye
dundamentalmente con el diálogo de los personajes y que la forma dialogada parece consustancial
al drama. El trabajo de "dialogar y acotar" es de una gran complejidad semiótica; depende de
muchos factores históricos, de convenciones de género literario, de estilos de época, de la particular
visión del mundo del autor, etc.
A lo largo de la historia del teatro occidental podemos observar que todos los dramas utilizan en
su discurso el diálogo y las acotaciones, pero con unas variantes de forma paralelas a las que
observamos en la temática. Los cambios en la concepción de cualquier categoría dramática o
cultural, repercute de un modo directo en el diálogo, en sus formas y en las relaciones del diálogo
con las acotaciones.
Al analizar el diálogo dramático podemos observar que mantiene una relación variable con las
acotaciones, que puede constituirse en criterio eficaz para señalar tipos de discursos dramáticos.
Hay diálogos dramáticos que están cercanos a la autosuficiencia, porque se desarrollan como una
conversación y carecen de una funcionalidad en la fábula; lógicamente son los que tienen menos
acotaciones, porque es un "teatro de palabras"; hay otros que alternan el diálogo con acotaciones
muy extensas, de las cuales alcanzan un papel relevante en la construción de la fábula.
Para comprobar estas afirmaciones, destacamos el funcionamiento de las acotaciones en unos
textos de García Lorca y Valle Inclán, por relación al diálogo en que están insertas.
Las acotaciones de "Yerma", a pesar de ser escasas, tienen una gran capacidad para generar
sentido: los diálogos ocultan a veces actitudes, moticos o modos de relación que se destacan en la
lengua de las acotaciones. El primer cuadro que presenta en escena a Juan y a Yerma; tiene muy
pocas acotaciones, dos de movimiento, una referencia a los movimientos de Juan y otra a Yerma,
ambas irrelevantes.
El segundo cuadro dedica sus Acotqaciones a gestos de Yerma que expresan su actitud
expectante y su evolución. Las acotaciones, sin necesidad de diálogo, dan cuenta bien de los
cambios en el estado anímico de Yerma.
Las escenas con Victor son las más interesantes para analizar la relación del diálogo con las
acotaciones, porque expresan, aún con mayor claridad, lo que el diálogo deja latente´: las
acotaciones escenifican la verdadera relacion entre estos dos personajes. Estos pasajes son
suficientes para comprobar hasta qué punto pueden adquirir relieve las acotaciones en el texto
dramático.
La dificultad de escenificar esas relaciones que no se traducen en un diálogo verbal, y solo se
manifiestan en el lenguaje de las miradas, es seria. Las acotaciones crean un subtexto de
intenciones, dudas, deseos, angustias, renuncias, movimientos incipientes, etc. Que se traslada a la
accion; las acciones van construyendo la fábula y le dan sentido.
En la última escena de "Ligazón", Valle Inclán abandona el diálogo y colocándose en el espacio
del público, asiste a una serie de hechos en escena que, sin necesidad de palabras, dan un final
trágico a las relaciones entre los personajes. Vallen Inclán, eliminando el diálogo, ve lo que ocurre a
la vez que los espectadores y lo recoge en el texto escrito en forma de acotaciones.

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El diálogo primario

D.M Kaplan llamada diálogo primario a la reciprocidad que se establece entre los actores y el
público.
La pasividad que suele adoptar el publico antes de la representación, cuando se apagan las luces
y el silencio está presente no afecta a la participación emocional: el espectador sigue pendiente de
que se suba el telón o se encidan las luces del escenario: está dispuesto a leer los signos de la
escena, a relacionarlos e ir comprendiendo la historia. La participación del espectador como tal está
asegurada con su presencia en el patio de butacas; la impasibilidad física no implia rechazo de la
percepción. El actor desarrolla ante el público una agresividad, provocada por su propio pánico y el
público adopta una actitud de expectativa, no exenta de agresividad. Esta relación primera, no
verbal, es el llamado díalogo primario, que generalmente se reconduce mediante el espectáculo o a
un rechazo que puede desembocar en una bronca o en un aplauso cerrado.
Kaplan cree que esa relación dialógica primaria se establece entre dos seres animados: el público
y los actores, pero creo más bien que es parte de la convención espectacular en general, y que se
origina en todas las formas de presentación de un escenario mediante signos de cualquier sistema
que puedan estar en escena cuando se sube el telón: luces, retraso en subir el telón... Creo que lo
que se origina es una relación física de presencias, que da lugar a un procesa semiótico que exige a
los espectadores que vayan interpretando todo lo que está en la escena, signos o formantes de
signos, que reclaman una lectura.
El escenario hace una oferta de sentido, mediante signos o formantes no codificados, y el
espectador se ve en la necesidad de arriesgarse a dar una interpretación sin disponer de ese cñodigo
mínimo comñun. Las expectativas creadas en la interpretación del espectador pueden confirmarse,
contrariarse e incluso ser ridiculizadas, con lo que la inseguridad del espectador es total.
Kaplan relaciona el diálogo primario con los ámbitos escénicos envolventes: la disposición
circular del ámbito que sitúa la sala en torno al escenario (ámbito en O), o en sus tres cuartas partes
(ámbito en U), intensifica alguno de los aspectos de la relación actor-espectador. Por el contrariom
el teatro a la italiana, con ámbito en T, crea una tensión continuada entre la sala y la escena,
potencia el enfrentamiento, la agresividad y el extrañamiento entre el mundo de la dicción del
escenario y el mundo de la realidad de la sala. Em cambio consigue la participación emocionalo
mental, una mayor intensificación de significación y de interpretación.
El diálogo primario no tiene los caracteres propios del diálogo verbal, pero sí los del dialogismo,
pues es una relación interactiva no verbal, cara a cara, sin turnos, que no da lugar a un discurso
textualizado. Este diálogo es común, en cierto modo, a todos los espectáculos.

Diálogo y dialogismo en el texto dramático

Los formalismos y los estructuralismos centraron su interés en la lengua como forma y dejaron
muy en segundo término el estudio de la lengua como proceso. No admiten que el habla, es decir, la
realización concreta de la lengua en un proceso de comunicación, o una obra literaria concreta, dado
su carácter variable, puede ser objeto adecuado para la investigación científica. Por el contrario,
creen que la lengua presenta los caracteres propios de los objetos científicos: estabilidad y
necesidad en las relaciones estructurales, y de la misma manera la teoría literaria encontrará su
objeto de estudio en lo general a las obras literarias.
La orientación sociológica de la investigación lingüística y literaria llamó continuamente la
atención sobre el hecho indudable de que la lengua, el sistema, es el resultado de una operación
mental. Con esta operación la lingüística se había convertido en el análisis del objeto artificial y se
alejaba de la investigación pragmática, que se ocura de los objetos reales, humanos.

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El dialogismo, como rasgo general del lenguaje en su uso en los procesos de comunicación, y el
diálogo, como forma concreta de un intercambio lingüístico, son temas que ha destacado el enfoque
sociológico fundamentalmente.
La atención del hablante y el interés por las formas se complementarán con la atención del
oyente. El estudio del diálogo ha contribuido a valorar la figura del interlocutor y, de este modo, los
tres elementos del esquema semiótico básico en la comunicación van ocupando el lugar que les
corresponde en la investigación de los hechos lingüísticos y literarios: hablante-habla-oyente//
autor-obra-lector/espectador.
El acto de habla establece una interacción estre los tres elementos del esquema. Hay que admitir
que a la lingüística o a la teoría literaria les interesa la forma lingüistica o literaria y las relaciones
que puedan tener con los sujetos y, a través de ellos, con los hechos exteriores al texto. El estudio
del emisor como autor de un texto o de una obra literaria, sí puede ser tema de estas disciplinas.
El habla es la base para realizar las abstracciones que permitan reconocer ese "objeto científico",
que es el sistema lingüístico, la lengua; no aparece espontánea y autónomamente, sino siempre por
efecto y en relación con el emisor y el receptor.
Además, la sociología literaria y la pragmática semiológica han destacado el carácter dinámico
de los dos sujetos (emisor y receptor), cuando el estructuralismo estaba reduciendo la lengua a su
aspecto sistemático y estable.
El habla es el resultado de un proceso en el que interviene un hablante que emite enunciados para
rigirise a un oyente con el propósito de ser entendido. El sujeto a quien dirige el pensaje puede estar
presente o no, pero que condiciona el mensaje por un efecto feddback.
Pero nos conviene diferenciar dialogismo y diálogo. El primero es un fenómeno general de la
comunicación, consustancial a ella si se hace con signos de un sistema de valor social, dad la
existencia de dos sujetos (emisor/receptor), que se ponen en relación interativa (expresión-
comunicación/interpretación-efecto feddback) y por el hecho de que el código utilizado sea
conocido por ambos sujetos. El diálogo es una forma concreta de discurso en la que dos o más
sujetos alternan su actividad en la emisión y recepción de los enunciados. El dialogismo es la
condición general de la lengua para que sea posible el diálogo en el habla.
En el discurso de todos los géneros literarios aparece o puede aparecer el diálogo, a veces con el
discurso monologal y otras como discurso obligado (drama).
La forma monologal o dialogada pertenece al discurso de la obra, está condicionada por el
género literario, y es independiente del dialogismo que se establece entre el emiso y los receptores
del texto lingüístico o literario.
El diálogo que puede tener el discurso de la novela es alternancia con el monólogo del narrador o
de otro personaje, es siempre un "discurso referido", es decir, una forma de lenguaje incluida en
otro lenguaje: es el habla de los personajes transmitida por el narrador con su propia voz, y quedan
todas asumidas en el mismo discurso polifónico.
El diálogo dramático, discurso directo de los personajes ante el espectador, se diferencia
claramente del dialogismo general de todo uso del lenguaje dirigido y también del diálogo
narrrativo, porque mantiene unos rasgos específicos.

El diálogo dramático como proceso semiótico

El diálogo no es una sucesión de intervenciones desconectadas, sino un conjunto de intenciones


cooperativas. Es una actividad pragmática pues hay unas condiciones que deben aceptar todos los
interlocutores, además de sujetarse a tres tipos de normas fundamentales:
a) leyes lógicas que presiden la secuencia material de las intervenciones, dándoles unidad de fin,
aunque tengan diversidad de emisión,

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b)leyes pragmáticas que organizan el diálogo como actividad social y lo someten a normas de
cortesía, de claridad, de oportunidad, y
c)leyes gramaticales que señalan un canon de correción en las formas y en las relaciones de los
términos lingüísticos.
Para que exista diálogo y no sea repetición de arugmentos de unos interlocutores por otros y no
sea tampoco monñologos segmentados e intercalados, los hablantes deben cederse la palabra
limitando su intervención y señalando con signos lingüísticos perceptibles para los otros el final de
sus intervenciones. Cada interlocutor debe tener muy en cuenta lo que se ha dicho antes e intervenir
en la argumentación de forma pertinente en cada momento de su desarrollo; cada intervención tiene
que asumir lo dico por todos, para argumentar a favor o encontra, para matizar y avanzar.
Cada uno de los hablantes se caracteriza en su ser y su estar por sus posibilidades de verbalizarr,
por sus modos de codificar y por las condiciones particulares de su contexto vital; por tanto, el
diálogo dramático tendrá tantas verbalizaciones, tantas codificaciones y tantas contextualizaciones
como interlocutores intervengan.
El teatro aprovecha estas tres circunstancias de la realización de la palabra para caracterizar a los
personajes, ya que no hay un narrador que pueda presentar con juicios de descrpción o de valor a
sus criaturas. El espectador construirá por su participación en el conjunto y por su ser según se
manifiesta en su forma de hablar.
Todos estos aspectos del personaje concurren en un conjunto de signos que se manifiestan en el
diálogo, y en la unidad semántica que se logra por un marco de referencias único, compartido por
todos los interlocutores, independitemente del acuerdo que puedan tener sobre los temas o puntos
concretos del enfrentamiento.
Las exigencias fundamentales del discurso dialogado son de tipo formal (alternancia de
enunciados de los interlocutores) y de tipo semantico (unidad del conjunto conseguida a partir de la
múltiple verbalización y contextualización).
Kryinski denomina "autor semiótico" a este que equivale al narrador en el relato, pero sin
presencia textual; es el autor de la obra que adopta una determinada actitud ante un tema.
La obra dramática utiliza como forma única de expresiónlos diálogos y con ellos contruye la
historia, caracteriza a los personajes, manipula los tiempos y hace presentes los espacios. Los datos
informativos aparecen de un modo discontinuo a lo largo del texto escrito y con simultaneidades en
la representación. El receptor forma una unidad con todas las informaciones que sucesivamente va
recibiendo en forma discontinua y las organiza en un sentido convergente, que alcanza no sñolo los
datos sino también con todo el contexto: la obra dramática semantiza la distribución de los motivos
en el esquema general de la historia, el orden, la temporalidad relativa de los esquemas que incluye
(simultaneidad/ sucesividad).
La unidad de sentido de la obra dramática procede del autor único, pero también del receptor
único, que debe mantenerse como tal desde el comienzo hasta el desenlance para poder relacionar
los signos, presentados en forma discontinua y en un orden determinado, pero convergentes hacia
una unidad de sentido.
Todos estos signos linüísticos que relacionan el discurso con el hablante tienen como centro al
personaje que habla, que está en "relación constante y necesaria" con su propio discurso. Este rasgo
se encuentra en el diálogo con carácter no específico, sino por ser discurso directo de cada uno de
los hablantes. Los indéxicos de todo tipo (personales, situacionales, temporales), los signos de
ostensión (objetuales) y los signos que remiten al texto (anafóricos), cambian de referencial real al
ser utilizados alternativamente por los diferentes interlocutores como hablantes, es decir, el yo-aquí-
ahora cambia de referencia real.
El diálogo también podemos definirlo por la interacción verbal que se produce entre los sujetos y
que se traduce en la concurrencia de argumentos en progresión que participan de un contenido

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único y de un esquema único, en el conjunto del discurso, manteniendo la verbalización, la


codificación y la contextualización propia de cada uno de los interlocutores.
Pueden darse discursos segmentados o intercalados que no son propiamente diálogos; por
ejemplo, algunos pasajes de los "Diálogos" platónicos. En estos casos hay un comunicante que
informa sobre datos o narra una historia y un receptor que interrumpe para aclarar o pedir una
ampliación. El primero de estos interlocutores utiliza el lenguaje en su función representativa y el
segundo una función fática o de contacto.
Benveniste ha dicho que utiliza bien el lenguaje el que no sitúa al interlocutor en la posición del
Tú con la posibilidad de que asuma la función del Yo, con todas sus posibilidades de alternar en el
uso verbal.
Por el hecho de tomar la palabra, el sujeto se asigna automáticamente la persona gramatical que
le corresponde, es decir, la primera; sitúa en un presente compartido con su interlocutor el tiempo
de su discurso, y se coloca en un "aquí". La situación típica de la enunciación es egocéntrica, puesto
que el habla se convierte en el sujeto y se hace centro del tiempo y el espacio del discurso a los que
se vincula mediante los signos indéxicos de la lengua. Jakobson ha generalizado el término
"shifters" para referirse a estos indicadores textuales. Estos señalan la posición física relativa del
hablante y la relación lingüística con el interlocutor, pero no todas las relaciones.
Algunos autores, entre ellos Benveniste, se resisten a calificar de "egocéntricos" todos estos
índices de locución directa, alegando que en el diálogo son patrimonio no de un sujeto sino de todos
los interlocutos. Efectivamente son patrimonio de todos, pero sólo cuando están en el uso del Yo.
Ortega y Gasset desarrolla los llamados "conceptos ocasionales" o "conceptos circunstanciales".
Entre estos conceptos estarían los índices personales y espaciotemporales, y son palabras vacías, de
valor exclusivamente denotativo.
El Yo y todos los signos indéxicos denotan al que habla y sólo mientras está hablando. El
discurso no es egocéntrico porque el Yo se erija en tema del diálogo, sino porque es lenguaje directo
que el que está usándolo centra todas las referencias personales, espaciales, temporales y
gramaticales del discurso.
La lingüística suele analizar el discurso cono una actiidad del sujeto hablante, (idealismo,
historicismo) o como un produco que resulta de una actividad (estructuralismo); la investigación
lingüística descriptiva toma como objeto de estudio la forma y el contenido del habla, la estructural
fabrica un objeto científico, que es la lengua como sistema. La otra orientación que analizaremos es
la que tiene en cuenta los actos que se realizan mediante el habla, la teoría de "los actos de habla".
Yo-Tú son los términos marcados de la enunciación, se han señalado las notas destacadas del Yo,
pero no tanto las del tú, en el que sñolo se ha visto la capacidad de tomar la alternativa. El Yo usa la
palabra y el Tú la recibe, es decir, éste tiene un estatus propio en la comunicación, como objeto de
un sujeto, y no sólo como sujeto alternativo.
El discurso dramático se construye contando con todas las virtualidades del diálogo en general y
con fecuencia, como todo discurso literario, realiza desviaciones de las normasl para lograr
determinados sentidos literarios. Een el texto dramático cada uno de las intervenciones del diálogo
va precedida del nombre propio del sujeto de la enunciación; en la representación la figura del actor
es suficiente para indicar al personaje que está en el uso de la palabra. En el diálogo narrativo, por
el contrario, los índices personales no resultan suficientes para denotar al hablante en su
individualidad.
Alexandrescu, al refererirse al diálogo dramático, habla de un tercer actante que no interviene en
el habla, que no aparece textualizado. ; esel que se llama actante englobante, u observador, es decir,
el público. Es una convención generalmente admitida que el público debe actuar como si no
estuviera y los actores deben actuar y hablar como si no hubiera público. Batjín habla también de
ese observador al que denomina tercero en el diálogo o superdestinatario, que no interviene en el

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diálogo de los personajes, pero inicia una relación dialógica con el autor. Tal relación no es
propiamente dialogal, sino de comunicación, pues el público se limita a recibir como receptor la
obra.
El actante observador está presente en el diálogo, comparte el ámbito escénico de la
representación, pero no puede intervenir porque no pertenece al mundo ficcional de la obra, sino al
mundo empírico de la realidad. Esta circunstancia es fundamental para caracterizar al diálogo
dramático: todos los presentes pueden actuar como oyentes y también como hablantes, pues todos
conocen el código.
Personaje y espectador no comparten el mismo espacio literario, aunque estén en el mismo
espacio físico. Y volviendo al teatro, en todos sus niveles el teatro es un proceso recursivo en el que
un acto de comunicación completo y cerrado (diálogo) queda envuelto como forma en otro proceso
de comunicación completo (autor-espectador), y ambos son procesos autónomos, sin interferencias,
aunque a veces se traspasen expresamente los límites.
El lector de una novela tiene un papel semejante al de un actante observador y nadie habla de un
escándalo semiótico porque el lector no pueda entrar en el mundo del relato. El escándolo semiótico
de la representación dramática procede de esa convencionalidad que sitúa el tiempo de la escena en
presente, aparentemente como el de la sala, y en la sucesividad espacial del ámbito escénico:
escena-sala.
Tenemos, pues, unos hechos observables en el dialogo dramático, que lo caracterizan en sí y lo
distancian de otras formas de diálogo literario o funcional. Podemos señalar los siguientes:
1. Todo enunciado verbal formulado en signos de valor social es dialógico por el hecho de
dirigirse a un receptor que ha de interpretarlo y que virtualmente podría intervenir. La respuesta que
puede originar no es necesariamente verbal, y tampoco inmediata.
2. El diálogo como forma específica de la interacción verbal es una enunciación directa, entre
un Yo y un Tú alternantes cara a cara.
3. La enunciación directa es la expresión alternativa de dos o más interlocutores, y por tanto
hay más de una verbalización y de una contextualización. Los hablantes utilizan un código común y
tienen unos saberes compartidos que les permiten entenderse. La voluntad de acercamiento o de
enfrentamiento se manifiesta en el diálogo.
4. La múltiple verbalización, codificación y contextualización aportados por los interlocutores
del diálogo, entran en un proceso de interacción caracterizado por la disposición de los hablantes a
informar acercarse o convencer al otro haciéndole cambiar sus modalidades de hablar.
La obra dramática se desarrolla mediante el diálogo entre los personajes, que tiene unos valores
lingüísticos como forma de expresión y un valor pragmático en relación con los sujetos que hablan,
y que el oyente utiliza para construir la historia.
5. El diálogo que se realiza entre varios interlocutores, todos con los mismos derechos y
oportunidades, puede contar con observadores, y así ocurre en el teatro. El observador, situado fuera
del diálogo, está previsto en el diálogo dramático, pero con una modalidad que interesa subrayar
para diferenciarlo de otros tipos de diálogo: los interlocutores dramáticos actúan como si no hubiese
ningún observador.
Uno de los casos patentes de condicionamiento del actante englobante en el discurso dramático
se da en el monólogo de los personajes: el monólogo en voz alta no tiene sentido si no se contase
con la presencia de un observador.

El diálogo como acto de habla

Además de los rasgos lingüísticos, formales y semánticos del diálogo, y además de sus valores
pragmáticos, el diálogo presenta algunos rasgos propios del lenguaje en general, es decir, su

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capacidad de "hacer", añadida a su capacidad de "decir".


Los diálogos son procesos que tienen en sí mismos la naturaleza de actos morales, es decir, son
atos libres con diversos contenidos y formas también diversas. El que dialoga debe tener en cuenta
lo que el otro va diciendo: sus palabras son una acción o una reacción que se materializa en una
relación de igualdad, dominio, sumisión, halago, etc. El interlocutor puede adoptar una determinada
actitud ante los actos de habla de su oponen y expresarla por medio de la palabra, del silencio,
negándose a seguir dialongando, y puede responder con una acción en un sentido o en otro, pues
nada está predeterminado.
La teoría de los Speech Acts puede adoptar algunos conceptos para aclarar las posibilidades del
diálogo. Existen, además de las fórmulas lingüísticas, expresiones y modelos sociales de
comportamiento dialógicos que rigen los turnos de intervención. El que participa en el diálogo o el
actante envolvente del teatro que no participa más que para oír, intenta comprender todo lo que
sucede, y necesita para hacerlo una competencia semiótica más amplia que la lingüística para saber
cuándo puede y debe intervenir, cómo debe escuchr, qué partes debe entender como fórmulas y qué
partes son realmente argumento o información, qué signos pueden tener carácter conativo o
simplemente expresivo, etc.
Los enunciados, aparte de las fórmulas y su expresión lingüística, tienen una fuerza ilocutoria o
perlocutoria y que se apoya en el contexto, en las implicaciones y presuposiciones textuales que
afectan a todos los signos y relaciones del diálogo.
Destacamos como conceptos básicos para el estudio del diálogo, el de la "estrategia
conversacional" que apunta directamente a la capacidad de los interlocutores para intervenir cuando
les corresponde y cuando les conviente; el de "implicación" que se refiere a la interpretación de lo
ya dicho en todas sus dimensiones; el "principio de cooperación conversacional", que se refiere a la
voluntad de los hablantes para intervenir pertinentemente y no salirse del tema para impedir el
diálogo.
Las implicaciones pueden ser de varios tipos: las convencionales, de carácter lingüístico y social,
las conversacionales, creadas por el texto y válidas solo en sus límites. Podríamos añadir un tercer
tipo, las textuales, referidas a los peronajes en sus relaciones con el autor: su credibilidad, su
distancia, su visión irónica, etc. Y que es necesario tener en cuenta para interpretar sus palabras
adecuadamente. Como ejemplos de textos dramáticos donde pueden advertirse este tipo de
implicaciones. La escena primera de "Ligazón" es un diálogo entre la Mozuela y la Raposa: el valor
ilocutivo de este diálogo se concreta en una "petición" por parte de la vieja y una "negación de la
joven; aparte de las formas de cortesía que tienen una finalidad pragmática de "halago" para captar
la benevolencia del joven y predisponerla a favor, los términos del diálogo no llegan a expresar
directamente esa petición, que queda latente así en una "implicación conversacional".
Los ejemplos de implicaciones conversacionales y las formas de cooperación conversacional son
muy diversas en el texto dramático, dado su carácter literario y sus posibilidades de abrirse a
múltiples sentidos en las lecturas. El cuadro segundo del acto II de "Yerma" es un diálogo entre
Víctor, Yerma y Juan. Dice Victor: "tu marido ha de ver su haciendo colmada". No hace falta que se
diga quién hablam ha de ser alguien fuera del matrimonio: estas implicaciones gramaticales nos
permiten establecer relaciones con los términos lingüísticos, por ejemplo, de presencia (el uso de
"tu") o de relación ("tu marido" implica referirse directamente a la mujer).
Para que el diálogo transcurra normalmente debe haber entre los hablantes una actitud de
cooperación, que se manifiesta en una diposición favorable a interpretar los enunciados . Además,
no basta comprender el tema y reconocer las implicaciones que pueda tener, es preciso situarlo en el
esquema de valores y relaciones que hacen coherente el diálogo con el conjunto de la obra. Los
interlocutores saben que están hablando de un tema comú, y lo relacionan con la situación
extralingüística hasta donde les permite su propia competencia.

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Las normas del principio de cooperación se deducen de una general propuesta por Grice: "la
contribución de cada uno de los hablantes debe corresponder a lo que se exige de él". Aceptado este
principio general, los enunciados de los interlocutores añaden un análisis por contraste con las
cuatro categórias kantianas: cantidad, calidad, relaci´lon y modalidad.
-La cantidad se refiere a la información que debe aportar cada uno de los hablantes (hablar de lo
que se pide, no de más).
-La calidad exige que la aportación sea veraz.
-La relación se refiere a que la información sea pertienente
-La modalidad exige que sea clara, evitar la oscuridad, la ambigüedad, ser breve, ser unívoco.
Searle ha dicho también algunas observaciones: los actos de habla pueden manifiestarse en
forma de mayor o menos urgencia o intensidad; por ejemplo, una petición puede formularse como
un ruego, una orden, de forma indirecta...
La mecánica del diálogo, los modos de conexión de los enunciados y las fórmulas de apertura y
cierre pueden adquirir un valor semántico y sumarse al sentido de los términos lingüísticos que lo
expresan. T.van Dijik habla de tres modos generales de conexión: por el sentido, por el contexto,
por la forma gramatical; se podría añadir la coherencia que procede y se basa en el valor
ilocucionario de las intenciones que no se expresan directamente, pero están latentes en el subtexto.
A no ser que se trate de una expresión retórica, la pregunta puede considerarse siempre como un
imperativo epistémico. Las preguntas, no obstante, pueden apartarse del modelo y adquirir sentidos
diversos, que se aclararán en el contexto. Muy frecuentes en el diálogo dramático son las preguntas
que tienen como finalidad intensificar la expresión en puntos álgidos.
La unidad que forma la pregunta ccon su respuesta se basa en el esquema:
"norma/cumplimiento" y en un contenido común: lo que se pretende saber, lo que se sabe; lo que se
quiere oír y lo que se quiere decir. Las preguntas directas suelen tener efectivamente un
componente imperativo y otro epistémico. El diálogo dramático está lleno de preguntas latentes, de
enunciados conativos para que el otro hable, con deseos de saber que no se planten preguntas
directas sobre el tema de que se habla.
Ootro problema que la teoría pregunta-respuesta como fórmula del diálogo debe afrontar es la de
la pertienencia de la respuesta, es decir, su "informatividad" en relación con el conocimiento que
directa o indirectamente se solicita. La contestación es una noción pragmática y para valorar su
perteniencia debe tenerse en cuenta: a) el propósito del que pregunta b) el conocimiento que tiene
cuando pregunta c) el conocimiento que pretende saber.
En el discurso dramático la pertinencia de las preguntas y respuestas oscila y el propósito con el
que hacen varía bastante. La pregunta, al igual que la exclamación, la orden, el ruego... son
enunciados conductales, que requieren un comienzo extraverbal.
Un diálogo empieza con una pregunta de Yerma: "¿cómo están las tierras?"; Juan contesta con
un enunciado conducta: "ayer estuve podando los árboles". La respuesta responde al componente
imperativo (contesta), pero no al epistémico, no da la información requerida sobre las tierras, sino
sobre el trabajo de Juan en ellas; sin embargo, es una respuesta pertinen, que implica un deseo de
cooperación más allá de su propia formulación, pues a Yerma no le interesan las tierras para nada
sino lo que Juan haga.
En las preguntas pueden distinguirse varios aspectos. Su estructura gramatical, su contenido real
y las presuposiciones implicadas. Las normas gramaticales del lenguaje rigen la estructura
superficial de la pregunta; el contenido semántico es su valor epistémico y las presuposiciones son
el conjunto de datos anteriores a la formulación de la pregunta, que conducen a ella. Además
añadimos las implicaciones literarias que son siempre contextuales.
La forma más sencilla es aquuella en la que el diálogo sigue las fórmulas de la lenguaje
cotidiana, pero esto ocurre pocas veces en el diálogo dramático. Es preciso un análisis del diálogo

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dramático que permite acceder a los sentidos lingüísticos, pero también a los valores literarios,
porque "si las frases de una obra de ficción sirven para realizar actos diferentes a los que
corresponden a su sentido literal, es preciso que tengan otro sentido" (Searle). Searle enumera las
normas generales que rigen el diálogo cotidiano "normal":
1. Condiciones inciales: el diálogo se realiza sobre el esquema semiótico general; el hablante,
las formas significativos, el oyente y las relaciones entre todos estos elementos son las mismas del
habla monologal, es decir, el diálogo es un acto de habla normal.
2. Condiciones sobre el contenido de los enunciados: los actos de habla pueden tener diversos
contenidos: peticiones, amenazas, promesas... de forma directa o indirecta.
3. Condiciones de los hablantes: el hablante expresa su interés por informar, pedir, convencer
o realizar cualquier tipo de acto ilocutorio bajo formas directas o indirectas, de forma que pueda ser
entendido.
4. Condiciones en las formas de relacioón: pueden establecerse diálogos en una actitud de
sinceridad, de rechazo, de ironía, de engaño, etc. Los interlocutores tantean las posibilidades, toman
posiciones, se ponen previamente de acuerdo, o de hecho el diálogo se desenvuelve con actitudes
que se traslucen en el discurso.
5. Condiciones de sencialidad: los interlocutores coinciden en lo que es un acto ilocutonario
concreto y si uno hace una impetición, el otro debe interpretarla como tal.
6. Condiciones de significados: son un desarrollo de las anteriores. El hablante intenta
producir en el oyente el conocimiento del contenido real de su enunciado. El oyente debe darse por
enterado para que el diálogo avance y sea eficaz.
Hay tesis sobre los actos de habla que permiten completar la lectura de los diálogos literarios y
crean una competencia en el espactor. Desde una perspectiva semiótica y de la teoría de los "Speech
Acts" podemos decir que el texto dramático es en su totalidad un acto de habla ilocucionario de tipo
normativo: "el discurso del drama consiste... en una serie de instrucciones para los actores sobre el
modo en que deben actuar" (Searle).
La semiotización de los recursos expresivos intensifica el valor de los términos del diálogo y
convierte el mensaje verbal en mensaje literario, polivalente, intenso, ambiguo.

Los procesos semiósicos

En el teatro se pueden encontrarlos mismos procesos semiósticos que en la vida cotidiana. Para
establecer la serie de procesos semiósicos posibles, partiremos del que hemos llamado "esquema
semiótico básico", constituido por tres elementos: un emisor, un signo y un receptor, que
intervienen siempre en todos los procesos, lo hacen de modo diverso. El signo está presente
siempre en los procesos semióticos, pues en caso contrario estos procesos no tendrían carácter
semiótio, serían otro tipo de acciones: su presencia confiere a la actividad humana su carácter
semiótico; el signo cre a los sujetos semióticos, es decir, la presencia de un signo hace que la
persona que lo use se convierta en sujeto de un proceso sémico.
Para que algo sea signo tiene que significar y para que signifique tiene que haber un sujeto que
lo use o lo interprete como signo. El signo sin los sujetos no lo es, es un objeto.
El signo es creación de los sujetos, y éstos como sujetos semiósicos son creación del signo. La
actividad en los procesos semiósicos es desarrollada por dos sujetos, pero no son siempre del
mismo modo; son posibles variantes diversas en las que pueden actuar los dos, quedar uno en
latencia, o actuar alternativamente. Frente al signo, los sujetos pueden internvenir los dos o sólo
uno, según las funciones que desempeñen.
El signo como tal debe estar presente en todos los procesos semiósicos como una realidad
material en la que se manifiesta objetiviamente lo que un sujeto quiere expresar. No parece posible

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admitir que sólo los signos codificados dan lugar a aquellos procesos semióticos, porque quedarían
fuera todos aquellos usos que proponen signos circunstanciales en un acto creativo inmediato, como
puede ser el uso literario y más concretamente el uso en escena de objetos-signo, o de función
´signos, que son válidos solamente en el límite del texto; en realidad los signos literarios tienen ese
carácter porque se proponen para cada uso concreto. Los signos literarios en este sentido no
adquieren validez en un código fuera del discurso en que se intengran; como signos literarios no
son estables: la estabilidad es precisamente lo contrario a la literariedad.
Un ejemplo es el soneto de J.Guillén "Muerte a lo lejos", donde propone como forma de
contenido "muerte" al lexema "muro", y a lo largo del poema se mantiene válido este sentido, que
fuera del poema no tendría sentido.
El signo sistemático no es real, es un ente de razón que se caracteriza por su potencialidad
semántica, capaz de concretarse en sentidos diversos en el uso. El signo, desde esta perspectiva,
podemos definirlo como "una capacidad de significar" que el Diccionario recoge y que los usos
realizan en sentidos concretos.
El proceso semiótico es siempre una actividad dinámica realizada por un sujeto que pone en
relación una forma y un sentido, y este es el resultado de una selección entre sus posibles
acepciones. Hay que distinguir, por tanto, dos posibilidades en la actividad semiótica de los sujetos:
1) que el signo utilizado proceda de un sistema contituido, con sus propias normas de codificaión y
con unas capacidades semióticas establecidas y aceptadas socialmente 2) que el signo propuesto sea
nuevo y no tenga, por tanto, una relación previa entre su forma y el sentido que se le da. Trata,
pues, de un proceso de selección de posibilidades y fijación de una en el texto (discurso lingüístico)
o de un proceso de creación de signos (discurso literario).
Los usos lingüísticos pertecen a la primera forma; los usos literarios a la segunda.
El signo sistemático es un conjunto de virtuales sentidos, un esquema de posibilidades sémicas
que serán actualizadas en los usos concretos. El signo real es siempre el resultado de un proceso
sémico, de carácter dinámico, en el que interviene al menos un sujeto que activa algunas de las
posibilidades de relación entre una forma y un sentido, codificado o no.
La capacidad de relación de una forma con un significado es más amplia de la que el uso puede
establecer entre ella y uno de sus sentidos; la significación de un término es el conjunto de sentidos
virtuales que esa forma puede activar en los usos; la significación es la suma de acepciones. El uso,
a la vez que concreción de una de las posibles acepciones, es también ampliación de las
posibilidades reconocidas, por ejemplo, mediante procesos de mataforización.
El signo es en principio, en su ser material, una forma a la que se le añade una dimensión nueva,
el significado. El ser es una situación, el significar es un proceso, y el signo es el resultado de ese
proceso. Es un objeto que se convierte en signo. El signo se crea en un acto pragmático
desarrollado en unas condiciones sociales por lo general privamente fijadas en sus límites.
Las dos situaciones canónicas de los procesos semiósicos son el diálogo y el monólogo exterior
dirigido. Las dos situaciones presentan concurrencia de signos verbales y no verbales, y funciones
diversas. Esto respecto a los signos; respecto a los procesos en los que intervienen, hay autores que
creen que todo uso del lenguaje es dialógico. Batjín adirma que toda comunicación verbal se
desarrolla bajo la forma de un intercambio de enunciados, es decir, como diálogo. Otros mantienen
la misma tesis respecto al texto: todo texto tiene un carácter dialógico, puesto que tiene un emisor
externo (autor) y un receptor externo (lector).
Admitiendo el carácter dialógico de todos los textos verbales, si utilizan signos de un sistema
social, no pueden utilizarse como criterio un rasgo formal (discurso dialogado o no) para oponer
dialogismo y diálogo, teniendo en cuenta que también el diálogo puede actuar como forma de
dialogismo.
Por de pronto, no todo uso del lenguaje da lugar a un discurso dialogado, aunque sí todo uso es

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dialógico, cuando va dirigido a alguien capaz de entenderlo y competente para responder. En


segundo lugar, no todo discurso formalmente dialogado constituye realmente un diálogo, ya que
puede tratarse de monólogos segmentados y aternantes, con apariencia externa de diálogos. En
tercer lugar, no todo proceso semiósico es verbal, pues hay procesos no verbales y mixtos.
Para contestar a los interrogantes que plantean estas afirmaciones, vamos a esquematizar los
hechos que hemos ido describiendo: 1) el esquema semiótico básico consta de tres elementos:
emisor, signo (discurso), receptor; 2) los procesos semiósicos pueden presentar variantes en las
relaciones y en la participación de esos tres elementos. Si tenemos en cuenta la actividad de los
sujetos y su participación en el proceso, podemos distinguir las siguientes variantes:
1. Proceso de expresión: el emisor realiza una actividad por medio de la cual da sentido a formas
que no están codificadas como signos. Este proceso se caracteriza porque admite el uso de signos
no codificados y porque no requiere un receptor. Es un proceso que encontramos con frecuencia en
la lírica.
La novela utiliza estilísticamente el llamado "monólogo interior", discurso realizado
interiormente, sin ánimo de contar, que recoge el fluir de la conciencia, con la convención de que
no se escribe para nadie y solo se da de forma lingüística a pensamientos, sentimientos, etc.
2. Proceso de significación: realmente no deberíamos utilizar el término "proceso" en este
supuesto, ya que no intervienen los sujetos; nos referimos con "procesos de significación" a los
casos en que el signo parece tener una actuación autónoma; el signo parece adquirir una
independencia de los sujetos cuando al estar en un contexto, parece establecer con otros signos
próximos relaciones.
3. Procesos de comunicación: intervienen los tres elementos del esquema básico con la misma
relevancia, pero los dos sujetos tienen funciones diferentes. El emisor usa el signo con ánimo de ser
entendido y está obligado a utilizar signos convencionales aceptados y conocidos por el receptor.
La actividad de los dos sujetos queda bien diferenciada: el emisor actúa siempre como emisor y el
receptor siempre como receptor.
4. Proceso de interacción: estamos ante un proceso que formalmente es como el anterior, pero
los sujetos emisor y receptor se alternan en sus funciones.
5. Procesos de interpretación: es una situación paralela a la de expresión, pero del lado del
receptor. Este interpreta algo, un objeto natural o cultural, aunque no haya sido propuesto como
signo, como si de un signo se tratase, como la ropa, el peinado o el aspecto, que puede ser leído
como signo que remite a una clase social, a una época o a un estado de ánimo.
Los procesos de interpretación metafórica o simbólica no se apoyan en la dimensión histórica o
en la relación entre hechos externos y actitudes internas, sino que ante un objeto el intérprete
proyecta una lectura que no tiene nada que ver con el sentido que se le da: el olmo seco con unas
ramas verdes es descrito en su ser por el poeta, que le da una interpretación simbólica y lo califica
de "milagro de la primavera".

Caracteres comunes y diferenciales de los procesos semiósicos

Los procesos de expresión (hablar) se ajustan a un esquema semiósico en el que actúa un solo
sujeto, el emisor. Los procesos de significación prescinden de la actividad de los sujetos, y
establecen relaciones autónomas que podrán ser reconocidas por el emisor y el receptor.
Los procesos de comunicación (hablar a) exigen dos sujetos, el emisor y el receptor, que
respectivamente habla y escucha. Los procesos de interacción (hablar con) tienen el mismo
esquema básico de la comunicación, pero añaden la exigencia de alternar los sujetos en sus papeles
de emisor y receptor.
Por último, los procesos de interpretacion mantienen el esquema semiótico básico en el que un

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signo no intencionalmente emitido por su emisor es interpretado por el receptor, que resulta sujeto
activo.
En los procesos de comunicación hay un efecto feedback virtual ya que el emisor sabe que esta
dirigiéndose a alguien con unas características personales, que va a interpretarlo, y procura en
general adaptar su discurso a las posibilidades de su receptor. Las diferencias, pues, entre los cinco
procesos básicos se establecen sobre varios criterios: número de sujetos, actividad de los sujetos,
dirección y reprocidad.
Teniendo en cuenta los tres elementos y su presencia o latencia en el proceso, así como la
dirección de la actividad desarrollada (lineal o circular), pueden esquematizarse las cinco variantes
en el cuadro siguiente:

Expresión Yo ---> Signo [Tú]


Significación [ Yo ] <--Signo--> [Tú]
Comunicación Yo--> Signo--> Tú
Interacción Yo --> y <-- Signo --> y <-- Tú
Interpretación [ Yo ] Signo Tú

(Chicas, cuando pongo --> y <-- quiere decir que una flecha va encima de la otra)

Los cinco procesos se integran progresivamente, de modo cada uno comprende a los anteriores
y avanza un paso: la interpretación incluye los otros procesos: interacción, comunicación,
significación y expresión; por el contrario, la expresión no implica a los otros cuatro y puede darse
expresión sin comunicación, incluso sin significación. La expresión puede realizarse con signos que
no tengan valor social, que sean solo conocidos por el emisor.
Lo distintivo de la expresión resulta ser la falta de intención comunicativa y el sincretismo
emisor-receptor, ya que el emisor no se dirige si no es a sí mismo (caracterización positiva). Usar
formantes de signo en el teatro no indica falta de intención, sino falta de sistematicidad y
codificación del objeto que se está usando como signo: el espectador puede interpretar como signo
cualquier objeto que esté en escena.
La diferencia última del proceso expresivo estriba en la actitud del sujeto del proceso: el emisor
no pretende ser entendido y prescinde de todo receptor. El emisor que pretenda realizar un proceso
exclusivamente expresivo no está obligado a utilizar signos socialmente válidos. La libertad en el
uso de los signos no reconoce límite en el proceso de expresión. El texto dramático utiliza con
relativa frecuencia procesos expresivos, por ejemplo, los apartes de "La Celestina" donde los
criados quieren ser oídos, pero no entendidos.
Las normas presiden los procesos sémicos en razón de su finalidad: la claridad, la propiedad, la
univocidad, la ambigüedad de sentido, etc. Son cualidades pragmáticas del discurso. El discurso
literario se presenta como un proceso expresivo en el monólogo interior de la novela o en el del
drama, al no reconocer receptor, pues el personaje está pensando o que hay una cuarta pared en el
teatro y habla para sí.
La expresión no exige las que podemos considerar normas "ténicas". El monólogo interior
directo sigue la corriente de la conciencia de un personaje y puede tener las más absurdas y
sorprendentes asociaciones subjetivas, la falta de lógica formal y discursiva.
Entendemos, con Morris, que el discurso "técnico" es aquel que se rige por una norma de tipo
general que puede ser enunciada así: "Si quieres ser entendido, debes someter tu discurso a las
normas del lenguaje que uses", pero si no pretendes ser entendido, sobran las normas. En la obra

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literaria, además del discurso, hay un proceso envolvente, de carácter comunicativo, que se origina
en el autor y culmina en el lector.
Eco insiste en que el proceso de comunicación es posible porque se apoya en un sistema de
significación, pero también puede existir comunicación con signos circunstanciales. Los sujetos de
la comunicación se fijan mediante los índices personales de primera y segunda persona
gramaticales, y el proceso sémico sigue una dirección lineal del Yo al Tú.
La comunicación exige la relación afectiva de los dos sujetos en el proceso, y la aceptación de
los roles de emisor y receptor, como hablante y como oyente, si el emisor y el receptor se
intercambian por turnos su papel. El texto literario permite distinguir, tanto en el relato como en el
drama un discurso dialogado y una comunicación dialógica. Ésta es la mantenida por medio del
texto entre dos sujetos, autor y lector.
El concepto de dialogismo es más amplio que el de diálogo. El tema despierta gran interés como
criterio para diferenciar tipos de discurso. Podemos encontrar discursos que tienen una estructura
dialogada, a pesar de que pragmáticamente no son diálogo, frente a discursos que parece diálogos
por su aparato retórico y no son sino monólogos segmentados e intercalados. En el teatro la
variedad de los diálogos es enorme y están en relación con sistemas éticos, con posiciones
epistemológicas, esquemas estilísticos, sociales, etc. Y obedecen también a razones literarias.

El proceso de transducción

Existe otro proceso, el de transducción, que amplía el esquema de los anteriores duplicándolo.
La transducción repite el esquema básico a partir de una lectura: el receptor de un primer
proceso se convierte en emisor de un segundo proceso y ofrece como nuevo texto su lectura del
primero.
Hay un cambio de función (receptor/emisor) de uno de los sujetos, que trambién actúa como
elemento dinámico para convertir el texto del primer proceso en el texto del segundo proceso.
El proceso de transducción es el más amplio de los procesos semiósicos, ya que inicia un nuevo
proceso tras la interpretación mediante formas sémicas nuevas, que modifican el significado del
primer texto. La ampliación del proceso y la inevitable transformación del texto son los dos rasgos
fundamentales de un proceso de transducción.
La transducción puede producirse en todos los mensajes verbales o no verbales, artísticos o
funcionales, pero es necesario en los de comunicación teatral en el paso del texto dramático escrito
al texto dramático representado, ya que la figura del director de escena es precisamente la del
receptor-emisor.
Los otros cinco procesos pueden encontrarse en el discurso de la obra dramática, y el de
trasnducción, aunque puede aparecer en cualquier texto literario, se encuentra necesariamente en el
proceso de representación: el director de escena lee un texto dramático y lo comprende de un modo
subjetivo, y al darle forma escénica, representa su lectura del texto, no el texto, que es imposible.
Admitimos que la obra dramática, y el drama, es susceptible de lecturas diversas, pero en
cualquier caso cada una de las lecturas se hace sobre el texto otiginal. La representación des la
lectura de un director, que sustituye con ella al texto original, y la ofrece a los espectadores.
Toda transducción se presenta como un proceso con dos caras: una de transmisión de un texto y
otra de transformación. La operación de transformación es posterior a la de interpretación y se
localiza en la segunda de las fases señaladas por Segre para la comunicación literaria:
a) emisor-mensaje;
b) mensaje-receptor (Segre). Despúes de reducir el significado del drama al sentido que le da su
lectura, el Director efectuará una transformación al poner en escena el texto, primero porque el
discurso dialogado se realizará como "lenguaje situación" y por tanto irá acompañao de los signos

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que exige el lenguaje directo, y en segundo lugar porque deberá sustituir las acotaciones y las
didascalias por sus referentes y hacerlos presentes en el espacio donde se realiza el diálogo.
Por una parte la obra dramática escrita es polivalente semánticamente; queda reducida en la
lectura del Director a un sentido, pero al invertir este sentido de una nueva expresión objetivizada
en la representación escénica, y al ampliar el discurso verbal con signos no verbales se crea una
nueva obra, oral y situacional, que resultará ser ambigua y polivalente semánticamente.
La transducción se da en otro proceso que se inicia a partir de una forma(la obra dramática
escrita) que ya tiene un significado, que se interpreta.
Steiner define al intérprete de la obra literaria como un "descifrador y comunicador de
significados".
El término transducción fue instroducido en el ámbito de las ciencias literarias por L. Doležel, y
lo utilizó años más tarde para designar un proceso de transmisión con transformación. En 1988,
Pozuelo considera a la transducción en paralelismo con la desautomatización, la ficcionalidad y el
carácter diferido de la comunicación, como rasgos generales de la comunicación literaria.
En 1989 indeitifiqué y describí los 5 procesos que se realizan en el esquema semiótico básico; al
aplicar los modelos a la comunicación teatral, pude comprobar que para explicar la comunicación
dramática desde que se crea al texto escrito hasta que culmina el proceso en la interpretación
escénica, era necesario cambiar el modelo, considerando dos, encadenados por la presencia de un
sujeto común, aunque con distinta función (receptor-emisor9, y un cambio en las formas de
expresión, y por consiguiente un en el contenido, de los signos del segundo esquema respecto a los
del primero. La trasnducción literaria como transmisión y transformación de sentidos se encuentra
en el proceso de comunicación dramática necesariamente, y el sujeto que actúa de eslabon
necesario entre los dos esquemas es el Director de escena, mientras que el texto del primer proceso
es el drama escrito, y el texto del segundo es el drama representado.
La lectura aberrante, sería aquella interpretación que traiciona de un modo consciente el
significado del texto, reduciéndolo a un sentido que el mismo texto rechaza claramente. También
pueden darse en el teatro "puestas en escena aberrantes", cuando existe una voluntad directa de
aprovechar la inevitable lectura intermedia del Director, para presentar como interpretación válida,
una distorsión del significado en sentidos políticos, éticos, culturales, etc. Que el texto rechaza.

Pragmática del diálogo

Pasamos ahora a destacar algunos caracteres del diálogo en sí mismo, en sus formas y sentidos,
que luego enfocaremos hacia el diálogo dramático, como discurso lingüístico y literario. Señalamos
a este propósito los rasgos más inmediatos.
1. El diálogo es una actividad sémica, es decir, utiliza signos, concretamente verbales, lo que
implica que los sujetos del diálogo tienen un conocimiento del código lingüístico.
2. El diálogo es un proceso interactivo, de carácter social, no individual, lo que supone un
pacto inicial de los interlocutores de respetar las normas comunes.
3. El diálogo es un acto de habla directo, que tiene un determinado fin: intercambiar
conocimientos, recorrer las distancias que separan a los interlocutores.
4. El diálogo es la actividad de unos sujetos sometidos a mediaciones sociales comunes.
5. El diálogo es una actividad enmarcada en una presuposiciones, de las que parte el emisor
para realizar su discurso y para insertarse en un marco contextual en el que su palabra adquiere
sentido.
6. El diálogo es una actividad "in fieri", y tiene unas implicaciones conversacionales creadas
en la sucesión del diálogo.
7. El diálogo es un lenguaje en situación, no a distancia, que mantiene una estrecha relación

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con el espacio inmediante. La relación con el entorno presente puede seguir, según Veltruski, tres
direcciones: por el sentido con el que los hablantes introducen el tema; por la actitud, de mayor a
menor subjetividad, y por la valoración con que se relaciona cada uno con aquel entorno en que
transcurre el diálogo (distancia, ironía, compasión...).
En cualquier caso, el diálogo no responde a un esquema determinado. Se trata de una actividad
cara a cara (Face-to-face), lo que implica unas determinadas normas impuestas por la cortesía.

El diálogo como discurso verbal

El diálogo es una actividad lingüística, ya que se realiza fundamentalmente con signos verbales.
Como discurso verbal, el diálogo está sometido a las normas generales del lenguaje de su concreta
forma de discurso. Las notas más destacadas desde la perspectiva lingüística son:
1. El diálogo es un discurso formalmente segmentado, aunque tenga unidad en su conjunto.
2. A pesar de su presentación segmentada, el diálogo tiene unidad semántica, que debe
mantenerse a pesar de que los enunciados proceden de varios emisores.
3. La vinculación del diálogo a la situación implica en el aspecto lingüístico un especial
tratamiento del discurso, que se adverte en la proligeración de signos deícticos, en la abundancia de
signos mímicos...
4. La alternancia de turnos en los díalogos exige la alternancia de roles de los sujetos, pues
mientras uno actúa de hablante, el otro actúa de oyente.

El diálogo como discurso literario dramático

El diálogo ha sido utilizado como discurso en el teatro, en formas muy diferentes a lo largo de la
historia. La tragedia clásica hizo del diálogo el discurso específico del teatro. Podemos decir que se
inicia el teatro cuando el corifeo destaca del coro para hablar con un actor.
El discurso dramático, se manifiesta siempre en presente, como todo lenguaje directo, y
construye una historia que convencionalmente están viviendo los interlocutores. El tiempo presente,
el espacio inmediato, la convencionalidad de la historia vivida ante el espectador, son los rasgos
más destacados del diálogo dramático, de donde derivarán otros. El presente es vivido por unos
personajes que son humanos, y por tanto, tienen una dimensión histórica, lo que implica que tienen
un pasado que puede entrar en el presente por medio del recuerdo, o mediante alguna de las
estrategias dramáticas que han sido utilizadas por los dramaturgos.
El Texto Dramático en sus dos aspectos de Texto Literario y Texto Espectacular recorre las fases
de un proceso de transducción, en el que se pueden reconocer fases de lectura del texto escrito, de
representación y de lectura de la representación. El Texto Literario se expresa en forma lineal y es
recorrido por un lector que puede volver atrás en cualquier momento.
El Texto Espectacular, destinado a crear la situación en la que se vivirá el diálogo, transforma la
expresión única lineal al pasarla al escenario en una expresión de signos verbales simultánea de
signos no verbales.
La diferencia que existe entre las dos formas de recepción, la lectura y la representación, y las
diferencias que pueden proceder del enfoque metdológico que se siga han dado lugar a diálogos
dramáticos muy diversos en sus formas y en sus temas y en las relaciones de los signos verbales
con los no verbales.
Los actores emiten signos o síntomas (mensajes emitidos sin intención) que remiten a una época,
una clase social, un estado de ánimo... y que se caracterizan porque son estáticos, al menos
relativamente. Un gesto o un movimiento puede cambiar de un momento a otro.
Sobre las posibilidades de desarrollar un diálogo dramático sin palabras se ha experimentado en

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 5: El teatro: semiótica

el teatro de este siglo en forma que resultaría inverosímil en otros tiempos. El teatro anterior al
siglo XX, con una concepción del drama que privilegia la gama, mantiene una gran dependencia de
la palabra. El teatro de este siglo XX que busca su identidad frente al gran desarrollo que ha tenido
la novela en sus recursos expresivos, y frente a la aparición del cine que desarrolla ampliamente los
recursos espectaculares, experimenta sobre sus posibilidades específicas de espectáculo con
palabras y otros signos simultáneos, llega en ocasiones a la negación de la palabra escénica y
desarrolla en otros casos ampliamente las virtualidades del diálogo verbal. En tales experiments, el
teatro ha demostrado que es posible reconocer dialogismo e incluso establecer un discurso dialogal
por medio de signos no verbales, pero en el juego de acciones que se escenifican con gestos,
movimientos, luves, etc. Se limitan bastante las posibilidades de significación, por relación a las
que tiene la palabra.
El escenario, en la mayor parte de los textos dramáticos, utiliza signos verbales y no verbales en
simultaneidad y se expresa mediante el diálogo verbal, en concurrencia con signos no verbales.
Generalmente las teorías del teatro han destacado la palabra sobre los demás sistemas de signos. g
No puede permitirse que el diálogo sea rasgo específico del teatro porque encontramos diálogo
en la novela y en el poema. Por otra parte hay que señalar que el texto dramático no es el único
género que provee de textos al teatro: frecuentemente se escenifican textos narrativos y textos
líricos.
Partimos, pues, de dos hechos: el teatro suele utilizar el diálogo como forma de discurso y
generalmente como diálogo verbal, aunque también concurren signos no verbales. El diálogo es la
forma de discurso más frecuente en el lenguaje verbal dramático, pero no es exclusivo del género;
tampoco son exclusivos del drama los signos no verbales, que son utilizados también en otras
expresiones sociales, discursos, clases, etc.
Admitidos estos hechos, podemos adirmar que la expresión canónica del drama es el diálogo
lingüístico; los monólogos esceníficados son generalmente un par en la presentación de la fábula,
en la que un personaje cuenta su pasado (narración) o reflexiona sobre su presente, y no vive, como
sería normal en el presente escénico in fieri. En estas obras con monólogos, el análisis de las
modalidades del lenguaje manifiesta conductas interactivas de dos o más personajes visibles u
ocultos que tratan de modificar el saber, el querer o el poder de otros.
El texto dramático en su conjunto es un proceso de comunicación, como todo texto literario,
pero con unos caracteres propios desde el punto de vista semiológico; en este sentido es un proceso
RECURSIVO en el que el lenguaje actúa como forma envolvente de sí mismi; esto es posible
porque la expresión se hace con signos lingüísticos, ya que ningún otro sistema de signos es capaz
de recursividad. La rescursividad del lenguaje se amplía en un proceso de transducción que es
propio del texto dramático representado. La situación del diálogo en el proceso de lectura y
representación del texto dramático se atiene el siguiente esquema:
1. Emisor (Autor dramático)
2. Forma: a)diálogo (Texto principal)
b) acotaciones (Texto secundario)
3. Receptor (lector)
Esta fase coincide con la de los demás textos literarios y envuelve una situación, la de la
interacción de los personajes, que sigue así:
1. Emisor (personaje)
2. Forma (diálogo)
3. Receptor (personaje)
El autor inicia un proceso de comunicación por el que propone al espectador un modelo de
interactividad humana que se vive en la escena en un presente, mediante el diálogo. Los dramas
podrían entenderse como modelos de comportamiento, y es probable que la fuerza social que

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siempre ha tenido el teatro derive de su valor como "modelo" de conducta humana en la sociedad
familiar. Las acotaciones parecen acciones que se islustren con palabras de diálogo: el esquema
sería "haz esto y la vez di esto".
El análisis del diálogo dramático como proceso semiótico de comunicación y transducción
permite diferenciar algunos niveles y establecer relaciones entre sus elementos. Los dos procesos
tienen respectivamente por sujetos al autor-espectador y al personaje-personaje, y pueden
diferenciarse bien.
Hay que tener en cuenta que entre el autor y el receptor hay una diferencia fundamental: el autor
es una persona única y singular, mientras que el receptor es cualquier persona. El autor decide la
constitución de la obra, mientras que el receptor la recibe terminada (Mukarovski)
La interatividad que se da en el proceso de comunicación, fijada por parte del emisor y variable
para el receptor es diferente de la que se produce en el proceso dialogado del texto entre los
personaje, ya que "el rol activo del sujeto hablante le incumbe alternativamente a cada uno de los
interlocutores y el individuo oyente no está en ninguna manera privado de la posibilidad de tomar la
palabra. Esta es la fórmula fundamental de la manifiestación lingüística, el diálogo (Mukarovski).
Los dos procesos se dan en forma convergente en el texto del drama y quedan diferenciados en todo
su recorrido. El autor emite un mensaje dialógico pero lo hace con las formas de un diálogo entre
personajes. La interactividad verbal que realizan los personajes pertenece al mundo ficcional de la
obra; pero el proceso de comunicación con el espectador se sitúa en el nivel exterior,
envolvente del primero.
El diálogo dramático discurre como un esquema polémico entre los interlocutores, cuyos
recorridos, diferentes y con frecuencia opuestosm, van a encontrarse en sus trayectorias en el
desenlace. Y este diálogo sirve de "modelo" que el autor propone al espectador.
La comunicación dialogada implica un hacer persuasivo y modalizante: cada sujeto quiere
convencer al otro y cambiar su grado de saber, proporcionándole información; su grado de querer,
ofreciéndole argumentos para la voluntad; su grado de poder, limitando o ampliando su libertad de
elección.
El diálogo dramático, además, es también la concurrencia interactiva de dos modalizaciones. El
diálogo parte de una especie de "contrato incial" que se avienen a hablarm a tratar un temam a
utilizar un marco de referencias común, y hay una especie de "contrato fiduciario" que implica la
confianza de cada uno en que podrá convencer al otro. A medida que avanza la obra se organizan en
grupos los ayudantes, los oponentes. Para esa organización se siguen las modalizaciones más
adecuadas: con los ayudantes se sigue la informativa, pues no interesa cambiar su "querer", frente a
los oponentes tratan de cambiar su "poder" o su "saber".
El drama moderno se inicia en el Renacimiento y está basado en una visión antropológica del
mundo, que supera el teocentrismo tipico de la cultura medieval. Sus temas no son las relaciones
con los dioses y los arumentos de los personajes para justificar sus acciones o sus posiciones;
tampoco pretende exponer en forma visual y didáctica los misterios de la fe. El teatro Renacentista
analiza las relaciones del hombre con el hombre, en dos vertientes fundamentales:
a) la interior: el hombre como sujeto de pensamientos, de sentimientos y de pasiones, tiene como
tema central la jerarquización armoniosa de las fuerzas de la pasión y en general de la vida: el amor,
el ansia de poder, los celos, la riqueza, etc.
b) exterior: las relaciones familiares y sociales de convivencia, que el teatro español de capa y
espada y las comedias de honor centran en los temas de la libertad y la responsabilidad de hombres
y mujeres.
El teatro es enfrentamiento de posiciones y no puede limitarse a la historia mental, sentimental o
interior de un sujeto, aunque sea para jerarquizar sus propias vivencias. El teatro clásico, el
medieval y todas las formas del drama moderno utilizan el diálogo con variantes, desde luego, a

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pesar de que su centro anecdótico no sean las relaciones interpersonales. Podemos decir que el
diálogo moderno presentó al diálogo como la gran esperanza de entendimiento social, pero el
fracaso llegará con el "teatro de palabras", que lo sustituye por la conversación insustancial.
La totalidad del teatro, no sólo el drama moderno, tiene un origen dialéctico en el que son
necesarios dos sujetos enfrentados en un discurso verbal sobre sentimientos, pensamientos,
acciones, etc. De los hombres. El drama no surge de un Yo épico que desde una posición alejada de
los hechos los ponga en orgen en un discurso determinado. El teatro se incia en una tensión
dialéctica interpersonal, que se objetiviza en el diálogo. Las relaciones verbales interpersonales
están en todo episodio escénico. Así podemos admitir las palabras de Szondi: "El diálogo es soporte
del drama. La posibilidad del drama dependerá de la posibilidad de diálogo". Y añadimos que la
tensión crea un desequilibro que genera necesariamente un diálogo para acercar las posiciones
alejadas y converger hacia un desenlace de equilibrio.

Diálogo dramático/diálogo épico

El discurso narrativo suele utilizar el monólogo del narrador en el que, a veces, incluye algunos
diálogos entre los personajes. La diferencia que estos diálogos tienen respecto a los dramáticos es
que son siempre "discurso referido", es decir, un discurso de unos sujetos contado por otro. En el
relato, la palabra del narrador envuelve la expresión de los personajes, para anunciarla, para
resumirla, para trasladarla.
Antes o después del diálogo de los personajes, incluso cuando se trata de un diálogo directo,
interviene el narrador para anunciar quiénes hablan, qué posturas adoptan, qué tono utilizan, en qué
tiempo y en qué espacio se mueve... Esa actitud resulta imposible en el diálogo dramático, pues la
ausencia de un narrador la impide.
La articulación de los turnos en el diálogo dramático es más rigurosa y está generalmente más
formalizada que en el diálogo narrativo, probablemente debido a la exigencia del tiempo presente
en que discurre la historia y por la falta de una tercera persona que pueda introducir un relativismo
entre su tiempo y el de los personajes. Tal interrupción sería imposible en un diálogo dramático: no
se puede detener la acción y mantener a los personajes inmovilizados.
Los diálogos de la jovela pueden ser reiterativos, pero en el diálogo dramático esto es imposible:
sólo el diálogo singulativo es admitido por el convencionalismo del tiempo en presente: cada
escena tiene su diálogo, que le da tiempo y en ningún caso es la síntesis de dos o más diálogos
superpuestos.
Los deícticos y los signos de ostensión en general que relacionan la palabra con la situación y al
diálogo dramático con el espacio escénico y escenográfico no son tan frecuentes en el diálogo
narrativo como en el dramático. El diálogo narrativo no suele repetir palabras y utiliza la anáfora
con cierta frecuencia. El diálogo dramático puede repetir términos para señalar un estado de ánimo
de un personaje, para presentarlo y caracterizarlo; puede repetir también términos para darles un
sentido irónico, de duda, de sorpresa, etc.
Por el contrario, el diálogo dramático no suele repetir los términos de los objetos que cita,
porque mantienen la referencia ostensivamente y el objeto persiste con su presencia en escena. La
repetición de términos es cfrecuente en el diálogo narrativo en condiciones y por razones
sensiblemente diferentes de las que explican las repeticiones en el diálogo dramático. El narrador
generalmente ironiza poniendo el mismo término con diferente sentido en los enunciados de dos o
más personajes.
Las estrategias en el uso de los términos y sus conexiones, los turnos de participación en el
habla, la introducción de temas y su cierre son también diferentes en el diálogo dramático y en el
narrativo. El espectador, al que llegan todos los enunciados sin poder deternerse en ellos o volver

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atrás, debe construir su lectura, única, coherente y cerrada, con todos los elementos que le llegan de
un diálogo que en principio se presenta como espontáneo, pero que realmente responde a unas
normas y está intensamente manipulado para alcanzar unos efectos determinados.
Las diferencias, pues, entre el diálogo dramático y el narrativo derivan del mismo hecho: la
presencia del narrrador en la novela, frente a la necesidad de limitarse a un diálogo directo en la
novela.
Partimos, pues, de la idea de que el diálogo es consustancial al teatro y que éste existe con las
posibilidades que le proporcionan los enfrentamientos interiores o exteriores entre personas,
expresados en las dormas del diálogo como discurso normal.
El drama planteará conflictos, los analizará y los desenlazará por medio de la palabra dialogada.
Los diálogos que la novela incluye en su discurso tienen un carácter voluntario; son el efecto de una
elección por parte del narrador. Por el contrario, el discurso dramático es el diálogo directo de los
personajes, que llega a los lectores o espectadores, con lo cual no es necesaria la figura interpuesta
de un narrador o sujeto épico. De esta circunstancia deriva el carácter absoluto que tiene el drama
frente a la novela: el autor dramático. No se sitúa este como foto para ver, oír o decir, ni elige un
punto de vista en relación a sus propios personajes, sólo éstos pueden establecer relaciones entre
ellos.
Aunque sean frecuentes las "estrategias escénicas" para darr información al público, el
espectador, cuando se levanta "la cuarta pared" asiste a un diálogo de otro tiempo, de otro espacio...
en el que no puede entrar, más bien los actores, pueden penetrar en el mundo de la realidad del
público que asistente a la sala.
En algunos textos dramáticos se ha intentado poner un narrador que actúe como intermediario
entre el mundo de ficción y el mundo que acoge el proceso envolvente autor-espectador.
La temporalidad dramática y el espacio escénico se alteran y se amplían con estos recursos que
se reconocen como narrativos, y que no encuentran un modo verosímil de integrarse en el diálogo
dramático. Este busca siempre "un efecto de espontaneidad", lo que excluye explicaciones que
pueden ser conocidas en el mundo ficcionaol, aunque sean desconocidas para el espectador. El
teatro del Absurdo, que ha desmantelado muchos mitos, no ha podido eliminar el diálogo como
expresión directa y apariencia de espontaneidad.
Hay varios tipos de interacción conversacional que presiden los enunciados dialogales. Se trata
de una serie abierta que puede ampliarse:
a) el primer enunciado exige el segundo, aunque realizado por otro locutor.
b) la unidad de análisis es una pareja de enunciados (pregunta-respuesta, condición-
condicionado, etc.)
c) el primer enunciado sobre una alternativa a dos clases de enunciados que debe elegir el
interlocutor.
1. el segundo enunciado es selección de una alternativa que señala el primero.
El diálogo dramático, además de lograr apariencia de espontaneidad, tiene que lograr también su
propia autosuficiencia y excluir explicaciones sobre conductas y actitudes que verosímilmente han
de ser conocidas ya para el interlocutor, aunque no lo sean para el público: los diálogos dramáticos
son intensos, responden a una oralidad "teatral" específica de la que se excluyen los vacíos. Veltrusi
señala que en el texto dramático los interlocutores pueden permanecer en escena y alargar su
conversación fuera del tema manteniendo el sentido trágico o cómico de la obra, pero no suelen
permanecer sin intercambiar palabra.

Los diálogos dramáticos: sus tipos

Lo normal es que el discurso de una obra dramática conste de diálogos y acotaciones. A lo largo

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de la historia del teatro el diálogo cambia por relación a la historia de la lengua y también al estilo
de la obra y a las distintas categorías dramáticas. Vamos a señalar algunas de las formas más
destacadas del diálogo dramático a lo largo de la historia del teatro:
a) diálogo argumentativo: propone la búsqueda de la razón o de la verdad mediante el discurso
verbal, de modo que puedan los hombres exponer sus posiciones en las que, salvando la justicia por
los dioses, ose organizan en torno a una fábula en la que dos personajes discuten razonablemente en
un diálogo de intervenciones extensas, organizadas y bien estructuradas lingüística y retóricamente.
Esto no quiere decir que toda la tragedia griega utilice este tipo de diálogo y sólo este tipo, en
cada obra se encuentran diálogos variados.
El diálogo retórico equilibrado, los diálogos desiguales, los de asentamiento, los que tienen el
valor y la función de un monólogo interior o exterior, todos están al servicio del sentido que va
construyendo la fábula. Siempre es diálogo la expresión dramática, pero siempre es diálogo
cambiante en sus formas, donde se elaboran, se clarifican, se matizan posiciones y conductas
respecto a cánones éticos impuestos al hombre.
b) Diálogos de inversión cómica: una comedia latina, que se estructura en contrapunto con la
realidad social y sus valores mediante procesos de inversión, con tipos estándar que persistirán
como prototipos en todo el teatro cómico occidental, se manifiesta en un diálogo chispeante,
festivo, pícaro, en el que el engaño a la vista y el parecer prevalecen sobre la realidad y el ser. El
diálogo se mueve desde el ser hasta la ficción.
Los matices del diálogo son escasos, pues todo se espera de un desenlace en el que la realidad
acabará por imponerse.
c) diálogos informaticos: el teatro medieval, centrado en su didactismo, discurre como un
proceso informativo en el que la trayectoria de conocimiento de los personajes se firige siempre
hacia un desenlace de apoteosis que trasciende la razón y arriba a la fe ayudada por los sentidos.
Los misterios medievales muestran un diálogo expositivo sin grandes enfrentamientos dialécticos.
Un esquema básico del diálogo: los sabios y teólogos responden a las preguntas que plantea el
pueblo y le explican los misterios de la fe.
d) diálogos de pasión y de vida: el llamado drama moderno matiza su diálogo en dos vertientes
que corresponden a las dos formas de tematizar el teatro del español e inglés respectivamente. El
teatro de Shakespeare y en general el isabelino, sitúa los conflictos y enfrentamientos en el interior
del hombre.
Las relaciones que dramatizan no sob interpersonales, sino intrapersonales: es la jerarquización
de sentimientos, de pasiones, de pensamientos frente a sentimientos, etc: la pasión de poder frente
al deber, el amor frente a los celos, interferencias de lo familiar y lo social en el sentimiento. Los
diálogos que se suscitan podrían ser formulados como monólogos y son las reflexiones que un
personaje hace sobre los sentimientos.
En el teatro francés las anécdotas tomadas de historias bíblicas, clásicas o españolas, interiorizan
los conflictos. En el drama isabelino las posiciones de cada personaje tienen su propio recorrido y
el diálogo se da cuenta de los acercamientos y alejamientos que se suceden en su ánimo; cada
personaje dispone de su palabra para dar testimonio, dispone de la voluntad y del pensamiento para
reflexionar.
En el drama español el conflicto se plantea efectivamente en el ámbito de las relaciones entre
personas, y concretamente en el ámbito de las relaciones familiares y sociales entre los hombres y
las mujeres; la forma metrificada de nuestras comedias y el estilo barroco de su discurso y su
disposición, constituyen trabas indudables para un diálogo vital, directo y ágil.
Esquemando las sucesivas etapas históricas, podemos decir que el teatro toma a la humanidad
como sujeto de reflexión sobre las relaciones del hombre con los dioses, y el diálogo como un
proceso de conocimiento que hace interactuar verbalmente a sujetos con distintas oponiones o

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grados de saber y se organiza con argumentos presididos por la razón o por la fe (misterios
medievales). Otra forma de teatro (isabelino) busca sus temas en los enfrentamientos que el hombre
sufre en su interior o en los conflictos que éste plantea a la razón; el conflicto se interioriza y el
desenlace trágico invita a reflexionar sobre la necesidad de una jerarquización de valores internos.
El diálogo que dará forma a tales enfrentamientos ha de ser necesariamente impetuoso, movido por
la pasión.
e) diálogos conversacionales y narrativos y en la "comedia de salón": el teatro realista de la
segunda mitad del siglo XIX deriva hacia la llamada "comedia de salón", por los espacios que elige
("sala decentemente amueblada") y llamada "obra bien hecha" por la ténica perfecta que alcanza en
su desarrollo y presentación. Drama de ideología burguesa pero coincidentes en su conjunto en ser
"teatro de palabras". Quizá el teatro más tópico dentro de este tipo sea el de Jacinto Benavente.
"El diálogo en la comedia de salón y del teatro burgués en general sirve, más que nada, para
informar y entretener, y en este último aspecto el diálogo suele distinguirse por su elegancia e
ingenio".
El teatro de Benavente se representa en un ámbito escénico "a la italian" y con la convención de
la "cuarta pared" que señala límites imprenetables entre los dos mundos. La novedad de la
representación estaba constituida por la sustitución que venía haciéndose desde los últimos años del
siglo XIX de los decorados pintados, que tenían luz incorporada a los cuadros, con espacios
abiertos entre bastidores y un mundo ideal creado escenográficamente, por una escena con
elementos tridimensionales, y con una tendencia a reproducidor en esa escena los salones de los
burgueses.
f) diálogos icónicos en el realismo psicológico_ señalamos como tales diálogos icónicos en su
forma algunos que parecen discurrir independientemente de la acción, que se retira al subtexto. Los
personajes no se centran en el tema de su propia tragedia, hablan de trivialidades, no acaban las
frases, no conservan la lógica pregunta-respuesta, sus enunciados están llenos de puntos
suspensivos, de comentarios ligeros y el espectador descubre sólo por indicios de la hisotria. Están
muy lejos de los diálogos argumentivos el teatro clásico y bastante lejos también de los diálogos-
conversación del teatro realista. Los consideramos icónicos sin acabar, sin interés... porque remiten
a través de ella a una visión del mundo que se caracteriza también por la duda, por el despiste, por
la sorpresa, y reproducen el modo de hablar de una sociedad despreocupada y sin rumbo.
g) diálogos esticomíticos: es el que adopta una forma esticomítica o estíquica, es decir, el
formado por una sucesión de intervenciones iguales, paralela, entre los hablantes.
El diálogo, con argumentos prolijios en extensas intervenciones es el campo donde se lucha y se
discurre para exponer posturas enfrentadas donde cada uno defiende su propio punto de vista, Lo
que consiguen estos diálogos es escenificar, mediante la palabra, una lucha igualada.
h)diálogos "interiores" y monólogos líricos: a veces un estado de duda sobre el
autorreconocimiento o sobre el conocimiento del contrincante se manifiesta con un diálogo que
tiene el valor de un monólogo. El personaje habla por desahogarse más que para comunicar o
informar a sus oyentes.
Generalmente la expresión de estados de conciencia se realiza en el teatro mediante monólogos
de los personajes. La expresión dramática deriva hacia "la lírica de la soledad". El monólogo se
aloja dentro del diálogo: una temática monológica, lírica, adquiere un enunciado dialogado.
Strindberg crea una dramaturgia centrada en el Yo, pues niega la posibilidad de conocer a los
demás en su vida íntima, y al dar realidad dramática del propio yo, deriva hacia el monólogo, y
parece rechazar el diálogo.
i)otros tipos de diálogo: en muchos de sus discursos el teatro actual pretende no tener en cuenta
la norma económica del discurso dramático. Por lo general, los diálogos teatrales no desperdician
los términos ni el tiempo. Plantear un primer acto de apariencia lúdica, grauita, de familiaridad, con

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distensión casi excesiva son signos de "valor conversacional" que suelen usarse con una función
fática, para evitar la tensión del silencio, o con una función fática, para evitar la tensión del silencio,
o con una función testimonial, para dar cotidianeidad a la escena, con la finalidad de implicar al
espectador en una escena a la que "asiste".

La unidad semiótica del diálogo dramático

El último rasgo que vamos a considerar en el diálogo dramático es su unidad semiótica. El tema
que desarrolla la obra afecta a todos los personajes: todos intervienen como sujeto unas veces y
como objeto otras del discurso dialogado, y todos se integran en la unidad del drama.
La mentalidad que los personajes muesttan a través de la palabra y su competencia cognoscitiva
y lingüística va dando forma al tema en el espacio escénico, pues cada uno de los hablantes aporta
su contexto.
Los personajes del drama, manifestados en el diálogo, quedan caracterizados por él, y la unidad
del conjunto queda comprometida por la diversidad de situaciones o de caracteres que cada uno de
los interlocutores asume en la parque que le corresponde. Murakovski e Ingarden mantienen que la
unidad del texto dramático se apoya en todos los elementos que lo integran; la suma de sentidos
aportados por las diversas intervenciones en los diálogos es convergente hacia un único sentido. El
diálogo dramático, por ser un discurso literario, crea su propia referencia, y por tanto es cerrado y
autosuficiente, a pesar de que la obra está abierta a diversas lecturas y a varias interpretaciones
semánticas.
Frente al diálogo de la vida cotidiana que se da o no en una situación, el diálogo dramático crea
la situación e integra en ella todas sus relaciones formales y semánticas: es una sola secuencia
emitida por el autor, en las voces de los diferentes locutores textuales.
El narrador es una creación textual y logra explícitamente la unidad de cada reato con su
presencia continuada en el discurso y el control que impone a los enunciados a de los personajes.
La unidad se consigue situando el punto de fuga en el exterior de la obra, por la latencia de un autor
único, y por la unidad del espectador en cada lectura.
El diálogo dramático suele ofrecer su argumentación hasta el máximo de su capacidad.
Los recursos para cortar el diálogo pueden ser de dos tipos: los que pertenecen a la estructura
misma del lenguaje por turnos y los que pueden proceder de una interferencia de la situación
exterior con la palabra.
Semánticamente el diálogo dramático está regido por las mismas normas de la expresión
lingüística: el tema se cierra o se abre con argumentos y con recursos lógicos o situacionales. La
entonación sigue las pausas canónicas.
La acumulación de significados de los diálogos se logra mediante la suma de unidades de
sentido parciales que proceden de las intervenciones de cada personaje, por lo que dice, por las
modificaciones que introduce en su expresión, por el uso de los signos no verbañes y por las
implicaciones que su figura y su actuación han ido creando.

-CAPÍTULO IV LAS CATEGORÍAS DEL TEXTO DRAMÁTICO-

LA FÁBULA

La fábula: historia y argumento

Pasamos ahora al análisis de la materia dramática: la fábula con sus unidades de acción o de
situación, los sujetos y las coordenadas de tiempo y espacio en las que los sujetos viven las

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acciones.
La fábula es un conjunto de motivos "narrativos" que adquieren unidad en la obra y tienen
además coherencia interna y externa, es decir, son compatibles entre sí y en el conjunto cerrado que
forman y cobram un sentido en el marco de las iddeas en que se crea la fábula o se interpreta.
Existe otra coherencia, la externa, que se puede apreciar al leer o representar una obra dramática
de otro tiempo y de una cultura distinta de la que la rodeó cuando fue escrita.
La semiología dramática trata de buscar unidades válidas en el texto y en la representación, en
todas sus dimensiones posibles, puesto que considera ue el teatro es todo el proceo de la
comunicación dramática. Iremos presentando las otras categorías y sus unidades:
b) el personaje y conceptos con él relacionados.
c) el tiempo, como elemento que se manipula para conseguir una determinada disposición de
las acciones en un orden de sucesividad o de simultaneidad, en relación con el espacio.
d) el espacio, tal como aparece en el texto dramático, espectacular y tal como se realiza en el
ámbito escénico, en un escenario limitado físicamente. La obra literaria ofrence gran complejidad
porque los mundos ficcionales que crea deben someterse a los límites físicos que impone el tiempo
de representación y el espacio de la escena.
Estas cuatro categorías tienen un valor significativo propio en los límites de la obra dramática y
pueden ser interpretadas intratextualmente y en las relaciones extra o intertextuales en que las
sitúan el autor o los receptores.
Aristóteles define la tragedia caracterizándola en su génesis, en su expresión, en el modo de
imitación, en su finalidad y también por el objeto imitado. Señala también las partes cualitativas de
la tragedia: la fábula, los caracteres, el pensamiento, la elocuión, la melopeya, el espectáculo; y las
partes cuantitativas: el prólogo, el episodio, la parte coral y el éxodo.
La fábula es el conjunto de las acciones que se suceden de modo que sin ella no puede existir
tragedia. Ésta se ordenará como una fábula completa y total que debe tener, por tanto, principio,
medio y fin.
La extensión de la fábula ha de ser tal que la memoria de los espectadores puedan retenerla. El
orden de los hechos será el exigido por la secuencia de modo que si se trastoca o remueve cualquier
parte se transforme y mude el todo. Para Aristótes:
Las acciones que constituyen la fábula pueden ser de dos tipos, las que se refieren a los hechos,
cuyos cambios se resumen en la peripecia y las que se refieren a los personajes a través de la
anagnórisi. La organización de la fábula se realiza mediante el enlace que va desde el principio
hasta que se produce el cambio y el desenlace.
De todos los conceptos aportados por la Poética, sin duda el de la unidad de acción fue el que en
la teoría y en la práctica posteriores tuvo mayor relieve y el que se cumplió. El mismo Lope
defiende la unidad de acción. Para que haya unidad de acción en una tragedia tiene que haber una
sola acción principal, pero sí puede haber acciones secundarias que acompañen a la principal.
La doctrina clásica sobre la unidad de acción se mantendrá prácticamente hasta el romanticismo,
bajo determinadas condiciones:
1. Que las acciones secundarias estén relacionadas con la principal de modo que ninguna
pueda suprimirse sin que la principal se vuelva inexplicable.
2. Que todas las acciones secundarias se inicien al principio de la obra y prosigan hasta su
desenlace.
3. Que todas las acciones, la principal y las secundarias, dependan de una causa intrínseca, sin
dejar espacio al azar.
El Romanticismo rompió con todas las normas, incluso la de la unidad de acción, y en el teatro
moderno es frecuente el drama con fábula episódica. Posiblemente el límite lo señala el teatro del
absurdo, que rompe no con la fábula única, sino también con la fábula episódica y en realidad

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destruye cualquier tipo de fábula.

La segmentación del texto dramático

La segmentación del objeto de estudio suele ser el punto de partida para el análisis que realizan
los métodos históricos, los estructurales y los semiológico.
Las teorías literarias realistas describen la obra literaria en sus formas externas, señalan las
partes que reconocen desde sus presupuestos (compositio) y estudian las relaciones de distribución
y orden (dispositio).
El estructuralismo clásico considera la obra como un producto acabado y realiza la identificación
y clasificación de sus unidades a fin de reconocer el conjunto estructurado de relaciones
sistemáticas específicas que, según sus presupuestos, son específicos de los objetos culturales.
La semiología tiene estas mismas pretensiones: identificar y clasificar las unidades mínimas en
el conjunto de la obra, y tener en cuenta también el valor sémico de las unidades y de las relaciones
que hay entre ellas.
La obra artística es "un signo que, excepto en los casos límite más simples, es, a su vez, una
estructura de signos "(Morris).
A la identificación de unidades como partes discretas de un conjunto, que realizan los métodos
históricos, añade el estructuralismo el criterio funcional para identificar, bajo variantes diversas, las
unidades funcionalmente idénticas, y la semiología añade la posibilidad de señalar procesos de
semiosis de tipo metafóricos, simbólico, irónico, etc.
Las unidades de una obra artístico tienen la particularidad de que reproducen el sentido total de
la obra y, por tanto, el análisis de las partes es el camino para la comprensión de toda la obra. Esta
es una idea que desarrollará ampliamente la semiología.
La obra artística es formalmente cerrada, según admite el estructuralismo, pero es
semánticamente abierta a las interpretaciones de los lectores de todos los tiempos y de todos los
espacios, y éste es uno de los rasgos específicos de lo literario.
La deconstrucción ha dado un paso más en la Estética de la Recepción al destacar el hecho de
que lo literario no admite ninguna lectura definitiva y correcta, ya que todas pueden considerarse
imcompletas, y el lector puede alcanzar su propia interpretación destacando unas unidades o unas
relaciones nuevas en la disposición de la materia literaria, o en la visión desde la que se sitúa, etc.
El lector no es sólo un descubridor de las unidades ya establecidas en el conjunto estructural de la
obra, sino un observador que crea con la materia que se le ofrece nuevas interpretaciones. Las
uniadades de que parte no son tan decisivas como el sentido que puede encontrarles en relaciones
de sus propios esquemas de lectura.
La sucesividad de los signos verbales exige que la segmentación se haga horizontalmente en las
obras literarias, pero la simultaneidad que es posible en el escenario con los signos visuales y
acústicos, exige que la segmentación se realice en forma vertical, teniendo en cuenta todos los
signos que en una unidad de tiempo tienen expresión simultánea. Por otra parte, el discurso
dramático en su representación no permite al espectador volver atrás ni detener el tiempo.
Se ha protestado en la consideración de privilegio que la crítica y la teoría literaria han
concedido históricamente al texto escrito, y sin embargo, se ha pretendido sacralizar una
representación. Ninguna interpretación agota los sentimientos posibles del texto dramático, todas
las lecturas son imcompletas y paralalelamente no se agota el texto espectacular en una
representación.
La propuesta de considerar las dos dimensiones escritas del Texto Dramático, es decir, el Texto
Literario y el Texto Espectacular como dos aspectos que se realizarán verbal o no verbalmente en
escena, puede empezar a poner las cosas en su sitio: si el Texto Literario admite, por el hecho de ser

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artístico, varias lecturas, el Texto Espectacular, también por ser artístico, admite varias puestas en
escena (que son sus "lecturas"). El texto literario expresado por medio de signos verbales permite
una lectura literal y muchas lecturas literarias; el texto dramático es semánticamente abierto, admite
diversas realizaciones.
El problema está en cómo se segmenta el complejo texto dramático: cuál es el objeto de la
segmentación: el texto literario o el espectacular, la lectura (como interpretación), o la
escenificación (como interpretación del conjunto verbal y no verbal); qué códigos o qué formantes
de signo de los muchos que utiliza la esecena deben tenerse en cuenta para identidicar las unidades
que efecticamente puedan ser consideradas "unidades dramáticas".
La semiología dramática intenta, sin negarlas y usándolas en el nivel de análisis sintáctico,
superar la segmentación lineal propia del modelo lingüístico y aún del narratológico, puesto que el
texto teatral supera la linealidad en la representación y es capaz de expresarse en simultaneidad con
signos de varios sistemas; intenta también superar la segmentación funcional, propia del
estructuralismo.
Las funciones siguen un orden lineal (no cronológico, sino que van sucesivamente una detrás de
otra) en el relato e indudablemente isguen un orden también lineal en el texto dramático, pero su
expresión en éste no se hace solamente por medio de signos lingüísticos sino que admite la
expresión mediante otros signos de sistemas que se emiten en simultaneidad con los lingüísticos.
Un posible camino para solucionar la segmentación del texto dramático podría partir del texto
verbal que crea esa función, y analizar qué otros signos del texto espectacular se reiteran, la
subrayan, la amplían, la confirman... El lenguaje podría servir de punto de partida para señalar
unidades de sentido dramático y en las que se integrasen todos los signos no verbales, que las
acompañan en escena.
La mayor dificultad en la segmentación del texto dramático desde una consideración total de los
signos de representación se encuentra en la falta de coincidencia entre las unidades
correspondientes a sistemas diferentes.

Unidades de la fábula según la segmentación narratológica

El método usado en la narratología consiste en determinar primero las unidades que


desempeñan una función en la trama, y luego en precisar las relaciones que hay entre ellas y la
disposición en que se han situado. Como en el relato, se puede distinguir en la obra dramática una
historia con un principio, un medio y un final, compuesta por una suma de acontecimientos,
dispuestos en un orden no necesariamente cronológico, para formar en el texto literario una trama.
La obra literaria narrativa se presenta a la lectura y al análisis en su trama y es necesario
descomponerla en unidades narrativas más pequeñas que se disponen a lo largo de la narración.
Esas unidades, las identificó la poética histórica con los motivos, o unidades temáticas que se
repiten en distintos relatos. Estos motivos pueden ser libres, si actúan de forma autónoma, y ligados,
si actúan en relación con otros; pueden ser estáticos, si no hacen avanzar la acción, y dinámicos,
cuando la acción avanza con ellos.
Una situación está constituida fundamentalmente por un grupo de personajes ligados entre sí por
intereses y relaciones diversas, que encarnan un grupo de fuerzas relacionadas entre sí en un
momento del desarrollo de la fábula. La acción dramática se iría desenvolviendo horizontalmente
mediante el paso de una situación a otra; el paso se realiza mediante un resorte dramático que
constituye el nudo de cada articulación. Las articulaciones dramáticas serían elementos estáticos,
mientras que los resortes dramáticos serían elementos dinámicos, y entre unas y otros se produce la
tensión necesaria para que la obra vaya avanzando.
El equilibrio de la situación inicial es un equilibrio inestable, pues ha de generar el proceso

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dramático, mientras que el equilibrio final tiene que cerrar todo el proceso. Sin embargo, en la
historia del teatro, como en la historia del relato, hay obras que no cierran su fábula y quedan
abiertas en el texto, y dejan que el lector o el espectador las desenlace y les dé sentido cuando, al
reflexionar sobre su lectura o sobre la representación que ha visto, interpreta el conjunto.
La consideración “narrativa” del drama es, sin embargo, muy discutible, porque la mayor parte
de las obras de teatro no atienden tanto a la historia (que suele ser lo que se cierra) como a la
tensión planteada entre dos posiciones, o fuerzas, o personajes encontrados, o al enfrentamiento de
modos de estar o de ser.
Las situaciones pueden ser funcionales y no funcionales o libres. Las primeras se corresponden
con lo que Barthes denomina “funciones cardinales”, y se caracterizan por hacer avanzar la acción
de la trama; las funciones libres, por el contrario, suelen ser connotadoras de mimesis y forman el
marco de referencias en el que se hace comprensible el drama. Los datos iniciales que se encuentran
en todas las funciones cardinales o libres orientan al espectador sobre el desarrollo de la obra,
aunque a veces le dan pistas falsas para crear expectativas que luego se descartan, con la finalidad
de mantener el interés del espectador haciéndole trabajar con datos diversos.
Este modo de segmentación tiene una segunda parte: una vez determinadas las situaciones de
una obra, se pasa al análisis de su disposición y también de las relaciones que se crean entre ellas.
Se parte de una situación inicial y se consideran desconocidas las siguientes (sucesión); las posibles
relaciones funcionales serán de yuxtaposición, es decir, de independencia formal y semántica, o de
anteposición, es decir, de dependencia.
La oposición expresión/contenido se corresponde en la obra dramática con la oposición
texto/representación. La forma de la obra dramática en la representación presupone la forma del
texto, ya que éste funciona como invariante y es “el conjunto de las diferentes representaciones de
la obra”.
El texto se divide en dos planos: plano textual y plano escénico. En el primero hay dos partes:
los diálogos y la dirección (acotaciones). El plano escénico se divide en unidades sucesivas que
pertenecen a dos categorías: el personaje y la decoración. Barajando los dos planos, pueden
señalarse cuatro elementos: diálogo, dirección, personaje y decorado. Las unidades del texto deben
contener al menos uno de los cuatro elementos y todos ellos deben poder colocarse en ellas.
Sea cual sea el alcance y las posibilidades de la segmentación del texto dramático en
“situaciones”, este concepto resulta identificable y se ha utilizado en la semiología dramática para el
análisis de textos concretos.
En resumen, el análisis de las unidades dramáticas, su identificación y clasificación, así como la
segmentación del texto dramático desde una perspectiva narratológica, se han llevado a cabo a
partir de diferentes categorías: partiendo de la acción, partiendo del personaje, en su paralelismo
con la acción.
En todos los casos se intenta, de algún modo, poner en relación el texto escrito con la
representación y dejar campo abierto al análisis de los signos no verbales de la puesta en escena.

La segmentación lingüística: los deícticos.

Para superar las objeciones que se han formulado respecto al análisis narratológico de los textos
dramáticos, se han buscado otros modos de segmentación que se apoyan en datos del discurso y en
sus formas lingüísticas. Los más destacados son probablemente los que toman como criterio los
términos egocéntricos y, en general, los elementos deícticos de la lengua.
P. Gullì-Pugliatti parte del texto literario como creación lingüística, porque cree que la lengua de
una obra dramática contiene, al menos en parte, su propia determinación escénica; concluye que no
puede hablarse de una lengua específicamente teatral, y, por tanto, los análisis dramáticos no

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pueden agotarse en el texto escrito. Desde esta afirmación se puede admitir que el autor, al crear su
obra, tiene in mente una determinada puesta en escena, a la que da forma escrita ateniéndose a las
convenciones que acepta.
El lenguaje teatral es siempre un lenguaje directo, aunque no espontáneo, y hace referencias
continuas a la situación inmediata, es decir, al contexto escénico, por medio de las acotaciones en el
texto escrito y mediante los gestos, el movimiento, la luz, etc., en el escenario. Pero, además, el
mismo lenguaje dialogado está lleno de indicaciones deícticas que lo vinculan a una situación
presente en un espacio y en un tiempo escénicos inmediatos.
La tercera articulación se suma a las dos que aportan los signos del sistema lingüístico, y lo hace
a través de las acotaciones y las didascalias que se refieren al mismo diálogo, a sus signos
paralingüísticos, a los interlocutores, a la situación que crea, a los objetos inmediatos, al tiempo y al
espacio en que se desarrolla la acción.
El lenguaje funcional, es decir, el no literario, utiliza la deixis para señalar referencias y destacar
la función representativa de los términos, que desglosan así sus contenidos semánticos de sus
posibilidades denotativas. El lenguaje dramático desarrolla una función performativo-deíctica que
establece una correlación de los actos lingüísticos con un contexto pragmático reproducido
escenográficamente. Y este sería el rasgo más relevante del discurso dramático: un discurso
dialogado que se relaciona con una situación escénica mediante el lenguaje de las acotaciones que
crean ambiente, precisan relaciones, indican cómo y cuándo se verbaliza el diálogo, etc.
Pirandello definió el teatro como “acción hablada”, porque la acción dramática procede y es
creada por la palabra que tiene un valor ilocucional (el hablante hace algo con sus enunciados: pide,
promete, amenaza...) y también un valor perlocutivo: todo lo que consigue de los otros personajes,
lo consigue por medio de la palabra. El lenguaje del teatro no desarrolla la función “representativa”,
es decir, no está en escena para suplir ausencias de objetos o acciones de personajes; el lenguaje
teatral es la expresión de un compromiso entre los sujetos y entre ellos y el entorno.
Este lenguaje teatral es, por tanto, un lenguaje performativo, pues no se limita a dejar constancia
de lo presente o ausente, sino que implica acciones en los hablantes y las genera en los oyentes
escénicos, orientándolos hacia una determinada conducta. En resumen, el lenguaje escénico es un
lenguaje pragmático, ya que todos sus sentidos derivan de vincular a los interlocutores entre sí y
con la situación. Y precisamente los deícticos toman sus significado ocasional de la situación y
relacionan los sujetos con el contexto pragmático por medio de la actividad lingüística de los
mismos sujetos. El discurso narrativo puede dar sentido a sus formas deícticas mediante
indicaciones verbales, el discurso dramático lo hace preferentemente de modo pragmático, en
situación.

Otros intentos de segmentación.

Ruffini considera presemióticos todos los intentos de segmentar el texto dramático, ya que
parten de una consideración del texto como “producto”, es decir, algo acabado, y esto es más propio
del estructuralismo que de la semiología propiamente dicha, para la cual el texto es un elemento
intersubjetivo de un proceso de comunicación, que concluye con el público.
La segmentación del texto dramático es tema central en la sintaxis semiótica; la identificación
de unidades sintácticas permite analizar el orden y disposición que adoptan en un texto concreto, y a
partir de los esquemas canónicos, de tipo cronológico, de tipo causal, o absurdos, se podrá
comprender el sentido de las manipulaciones que cada texto presente, y este es el camino hacia la
semántica textual semiológica o no semiológica.

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EL PERSONAJE DRAMÁTICO

El personaje

La narratología considera al personaje como una de las categorías fundamentales de la sintaxis


del relato, en paralelismo con las funciones cuyo conjunto da lugar a la fábula, y el cronotopo
(tiempo y espacio).
Al personaje dramático se le puede considerar como unidad del texto literario y del texto
espectacular que pasará a la representación encarnado en una figura, la de un actos, que le da unidad
de presencia y de acción.
El sentido que adquieren los personajes de una obra es diferente en su ser intrínseco y en las
relaciones que pueden establecer con otros o con las realidades y conceptos extraliterarios, en las
diferentes interpretaciones escénicas. Como todo signo literario, el personaje no es un ente acabado
y perfecto, tiene un dinamismo que procede de las relaciones en que se le sitúe en el momento de la
lectura textual o escénica.
El personaje se ha convertido en el centro de todos los problemas literarios y de todas las dudas
en torno al teatro.
Históricamente el personaje ha sido considerado de diferente forma por las distintas corrientes.
El teatro naturalista y el realista fueron considerados comúnmente como teatro de personajes,
porque solían organizar su fábula en torno a una figura destacada, presentada como una persona
bien dibujada en su fisonomía y en sus posiciones ideológicas, éticas, sociales, profesionales, etc. el
personaje era con frecuencia la categoría más trabajada y su construcción era minuciosamente
perfilada en todos sus aspectos.
La quiebra del concepto de mímesis, que se inicia con en el movimiento romántico y va calando
poco a poco entre los tópicos más arraigados que llegan a hacerlo incompatible con el proceso de
creatividad artística, es la segunda de las causas de la reacción contra el concepto de personaje.
Y aún señalaríamos una tercera, que está en relación con las dos anteriores, pues si la seguridad
de la creación literaria y la seguridad del procedimiento (mimesis) para copiar o crear personajes
tan bien dibujados mueve reacciones en contra, el modelo de que parten para reproducirlo y
conseguirlo, es decir, la persona, como realidad extraliteraria social, que es el objeto que se copia,
también se pone en duda desde perspectivas sociales y psicológicas. Ya no se reconocen personas-
modelo que representen a una sociedad asumiendo sus valores positivos.
Estas tres causas motivaron que desde principios del siglo actual y desde varios frentes se
produzca un verdadero asalto a la persona y al personaje como creación literaria. Los personajes
con vida propia, con unos perfiles ontológicos, morales y funcionales claros, parece que ha decaído
bastante, y una buena parte de la crítica anuncia la desaparición del personaje y otra buena parte ha
negado su existencia.
Todos los movimientos culturales de este siglo (teatro moderno) acusan el peso de las ideas
psicoanalíticas, aunque las rechacen directamente y, por de pronto, se ha perdido el optimismo que
implicaba el considerar posible el conocimiento del hombre en su totalidad, e incluso el pensar que
mediante el contraste y la suma de las experiencias de varios observadores podía alcanzarse un
conocimiento total de las historias. El expresionismo concibe a los personajes como perfiles, como
siluetas vacías de contenido, los limita a uno de sus rasgos, el más definitorio. El surrealismo pone
en escena personajes distorsionados, cortados, compuestos de trozos, incoherentes y contradictorios.
Por otra parte, la filosofía del lenguaje empieza a aclarar algunos conceptos semánticos, que van
a influir decisivamente en la creación textual del personaje literario y en la manipulación lingüística
del discurso. La idea del signo como resultado de la concurrencia de un significante y un
significado, y la idea de que tanto el significante como el significado son entidades claras, definidas

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y presentes de modo paralelo en todos los usos de la lengua, es sustituida por la idea, más acorde
con la realidad, del significado como fenómeno complejo, en el que han de analizarse aquellos
aspectos que se van concretando en conceptos como referencia, denotación, intensión, extensión,
connotación, imagen asociada, unidades mínimas de significación, rasgos semióticos, isotopías,
recurrencias semánticas además de las fónicas, etc.

El diálogo y el personaje.

El diálogo crea y define al personaje en su propio idiolecto, en su competencia cultural, en sus


acciones morales, puesto que realiza acciones con la palabra. La palabra de las acotaciones ofrece
datos sobre la apariencia física, el traje, el peinado, los movimientos, las distancias en el escenario,
los gestos y la actitud corporal de todos los personajes. No resulta equivocado decir que todo el
drama gira en torno a los personajes y sus relaciones: todo lo dicen ellos, lo hacen y lo sufren ellos,
a pesar de lo cual se ha negado su existencia.
Los ámbitos en los que se ha anunciado la desaparición del personaje en el drama, son
fundamentalmente tres: el lingüístico, el sociológico y el psicocrítico.
Es indudable que el personaje que aparece hoy en las obras dramáticas no se parece en nada, o se
parece muy poco, al personaje del drama clásico, isabelino, español, romántico o realista; es
indudable que las viejas seguridades han desaparecido y aún no han sido sustituidas por otras
nuevas y, por tanto, no existe una teoría estable sobre el personaje, ni sobre el teatro siquiera, pero
podemos asegurar, repasando las teorías que lo niegan o intentan su deconstrucción, que lo que ha
desaparecido no es el teatro, no es el personaje, es sencillamente una forma de teatro, un concepto
de personaje, y está emergiendo una forma nueva de teatro, un concepto nuevo de personaje, que
serán más claros cuando en las obras dramáticas vaya afirmándose algunos de sus rasgos, o de sus
negaciones.

Cómo se construye un personaje dramático.

La construcción del personaje se atiene a dos principios generales y fundamentales: el de


discrecionalidad y el de unidad.
En principio el personaje dramático se presenta con un nombre, que es una etiqueta semántica y
funcional en blanco; a medida que avanza el diálogo se va construyendo el personaje mediante
datos discretos y discontinuos, procedentes de tres fuentes: sus propias palabras, sus propias
acciones y lo que los demás personajes dicen de él. Al final de la obra la etiqueta semántica del
personaje está completa en varios niveles y aspectos: el personaje considerado en sí mismo, en su
figura física, en su modo de ser y de estar; su participación en el conjunto de cuadro actancial, en
sus funciones literarias de sujeto, objeto, ayudante, oponente, destinador o destinatario; y en sus
valores pragmáticos, ya que el lector o espectador lo relacionará necesariamente con prototipos
sociales, con actitudes morales, con formas de conocimiento, etc.
El principio de unidad obliga a la construcción de personajes coherentes, y así las etiquetas
semánticas que en principio se ofrecen en blanco irán llenándose con predicaciones y
adjetivaciones, con verbos de acción o de situación que no sean contradictorios entre sí. El principio
de unidad o coherencia exige que no se produzca un rechazo interno en la construcción de la figura
física y anímica de los personajes.

La desaparición del personaje: deconstrucción del concepto.

Los movimientos vanguardistas del teatro del presente siglo y una buena parte de la teoría

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literaria han llevado a cabo una sistemática deconstrucción de la noción de personaje. Rastier
extiende esa labor deconstructiva del personaje a varios aspectos: como estructura mimética, es
decir, como ser de ficción creado por copia directa u homológica de la persona real; como función
dialéctica en relación de identidad ideológica con el autor o el lector del texto, es decir, como
manifestación de las ideas del autor o del espectador que lo interprete; y como unidad narrativa
autónoma que participe en la creación de la fábula.
El personaje no es más que el sujeto, objeto o circunstante de las acciones y no tiene un sentido
en sí mismo, solo tiene un sentido funcional, y no puede, por tanto, adquirir ningún relieve, carece
de importancia en un género como el teatro en el que lo decisivo es la acción; en la obra dramática
no interesa “quién” o “a quién” se hace algo, sino lo que se hace.

La desaparición del personaje: enfoque sociológico.

A. Ubersfeld, Rossi Landi, Garroni y otros teóricos del drama no niegan totalmente la existencia
del personaje, pero claman por su desacralización, porque, según aseguran, es un concepto que nos
llega con una enorme carga mixtificadora por haberse apoyado en nociones hoy “superadas”, como
sustancia, alma, sujeto trascendente, esencia, etc.
La noción de personaje necesita una revisión y en este sentido Ubersfeld considera que la
desacralización realizada por Rastier del concepto tradicional de personaje es una reflexión crítica
pertinente y suficiente para demostrar que se trataba de un metadiscurso sin más apoyo que el
propio concepto de que se partía. Es decir, se quería demostrar la existencia del personaje partiendo
del concepto de personaje. Sin embargo, Ubersfeld no admite las conclusiones a que llega Rastier
sobre la inexistencia del personaje, porque:
a) por encima de las variaciones de función y calificación, por encima del rol actancial, hay algo
que permanece: es el actor, la existencia de una unidad física, el cuerpo del actor, que remite a una
unidad de sentido.
b) Rastier considera al personaje como “mera ilusión referencial”, pero hay que reconocer que
en el teatro el actor es precisamente el referente construido por el texto. El actor es la mimesis del
personaje-texto.
c) el personaje-texto unifica los signos discontinuos que el texto ofrece y el personaje-actor los
presenta en simultaneidad en el escenario.
El concepto de personaje es una noción necesaria para la semiología literaria, pero no se puede
caer, al definirlo, en metafísicas que no proporcionan conocimientos científicos al considerarlo
como una sustancia (persona, alma, carácter, individuo único, etc.); su apoyo debe tomarse en la
noción de actor como entidad física (lugar) donde concurren diversas estructuras.
Conviene distinguir, sin embargo -y tenerlos presentes-, dos niveles: uno es el del personaje
como unidad textual (del texto literario y del espectacular), y otro es el concepto de personaje que
proponen las diferentes teorías de la literatura a partir de los presupuestos y de los métodos de
investigación que siguen. El personaje que ofrecen en sus textos las obras realistas tienen una
génesis que parte del concepto de persona aceptado en la cultura del S. XIX. El personaje que hoy
ofrecen los textos dramáticos está construido por autores y representado por actores que conocen las
ideas que actualmente son aceptadas por nuestra cultura, tanto en el arte, como en la vida, sobre la
persona y el personaje.
Lo que advierte, sin duda, la teoría literaria actual es que el héroe ha sido despojado de sus
atributos tradicionales y adopta una figura de antihéroe, es decir, se le atribuyen los contravalores
respecto a las cualidades que tenían los héroes y que se consideraban valores humanos, aunque
realmente eran valores sociales, propios de una sociedad, no de todas. Pero esto no significa que
haya desaparecido el personaje, sino simplemente que ha cambiado su forma de presentación.

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Teorías psicoanalíticas sobre el personaje dramático.

La tesis general de que se parte en las teorías psicoanalíticas es que no puede mantenerse hoy
una noción de personaje después de que la psicología ha desmantelado las nociones de “Yo” y de
“persona”.
El personaje dramático, que tiene como marco de referencia pragmático las ideas y
conocimientos sobre la persona humana, sufre el cambio profundo que ha experimentado el
concepto de persona en el presente siglo: la psicología conductista, el existencialismo, el
psicoanálisis han desmantelado la pretendida “unidad” de la persona, que sirvió de esquema
canónico para el dibujo de los personajes realistas.
Ha sido deconstruida una concepción del personaje que se basaba en una correspondencia
unívoca y universal del exterior con el interior de la persona en la realidad y del personaje en el
mundo de ficción. Las viejas y confortables seguridades del autor en la creación de sus personajes y
del espectador en la interpretación de los mismos ha desaparecido; no ha desaparecido el Yo en su
valor lingüístico (“persona que está en el uso de la palabra”), pero sí ha desaparecido el Yo como
índice ingenuo de una seguridad interior que asume todas las referencias posibles a un sujeto que
habla o actúa.
En general podemos concluir que el personaje se multiplica, se complica y se acompleja en el
discurso dramático como una imagen en una galería de espejos, y sin embargo, no podemos decir
que no exista, pues es una unidad funcional (actante) en relación con la unidad de acción (función),
es una unidad de representación (en el actor), y es una unidad lingüística como sujeto de todas las
predicaciones y referencias textuales.

Concepto semiótico de personaje.

La teoría literaria semiológica busca una noción de personaje que sea literaria y textual y evite
los apoyos en referencias externas al texto, es decir, las llamadas ilusiones referenciales. Pero
lógicamente, además de reconocer el valor sintáctico de la categoría “personaje”, admite su
consideración pragmática, es decir, las relaciones que puede mantener con realidades extratextuales,
tanto en el momento de la emisión como en el momento de la interpretación.
El personaje, desde un punto de vista sémico tiene, como todas las unidades literarias, un
sentido (contenido semántico), puede intervenir en unas determinadas funciones (relaciones
sintácticas) y mantiene unos valores pragmáticos que se concretan en el texto (Literario y
Espectacular) a través de la lectura y de la representación, con las presuposiciones y el marco de
referencia cultural que exija.
El texto literario describe al personaje por su etiqueta semántica: por la apariencia, por las
acciones, por el ser interior, por lo que los demás personajes dicen de él, por todo lo que de un
modo directo o de un modo indirecto se predica de él.
Como unidad sintáctica, el personaje tiene dos dimensiones bien diferenciadas, una de tipo
sintagmático (sus posibilidades de combinación en el discurso) y otra de tipo funcional (sus
posibilidades de entrar a formar parte en las funciones de la fábula). Sintagmáticamente el personaje
se organiza en relación de oposición, sincretismo o recurrencia con otras unidades de su mismo
paradigma (es decir, otros personajes) en un cuadro que da y adquiere sentido en cada drama en
concreto. Funcionalmente interviene como sujeto, objeto o circunstante en las funciones.
El personaje sería sujeto de acciones, situaciones, enfrentamiento, tensiones, conocimientos, etc.
y su funcionalidad quedaría marcada en cada texto concreto. Incluso, si se admite como modo de
segmentación la orientación deíctica, el personaje tendría el relieve que le diese su categoría
gramatical personal.

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 5: El teatro: semiótica

El ser literario del personaje va haciéndose en el texto progresivamente, de forma discontinua y


en relación con los demás personajes que intervienen en el drama. Luego, su sentido procede de
fuentes diversas no solo verbales, ya que la mera participación en un conjunto, puede dar un nuevo
sentido a un personaje diseñado individualmente.
El personaje se construye a lo largo del texto como un producto, más o menos complejo, que
reúne bajo un término denotativo, inicialmente vacío, unas notas de ser y de conducta, que tiene en
exclusiva o en un grado diferente a los otros personajes. El término propuesto como nombre inicial
actúa como un campo magnético de los rasgos de significación que se van acumulando y adquiere
una capacidad denotativa respecto de una realidad física en la representación (actor) y respecto a
una construcción imaginaria en los lectores, cuyos límites son más o menos estables en cada
interpretación o en cada lectura del texto dramático.
El Teatro del Absurdo ha experimentado con las posibilidades de caracterización lingüística de
los personajes y también con algunos otros aspectos, y la conclusión a que ha llegado resulta un
tanto sorprendente: el personaje puede prescindir casi por completo de su funcionalidad, pero no
puede abandonar su dimensión como unidad de descripción, porque perdería la posibilidad de
formar parte de oposiciones del ser y el parecer, o del ser opuesto a otros modos de ser.
El personaje en este esquema semiótico no puede confundirse con las otras categorías: ni con el
actante, que es una entidad abstracta considerada funcionalmente y un elemento de la estructura
sintáctica, mientras que el personaje es un conjunto de rasgos acumulados discretamente sobre el
nombre o etiqueta vacía, y una unidad de referencias, y es también una unidad lingüística en el
discurso; no puede confundirse con el actor, que puede cambiar de una representación a otra, e
puede incluso ocurrir que varios personajes sean representados por un solo actor y al revés que
varios actores representen a un solo personaje, en varios momentos de su historia, o incluso en
simultaneidad.
El actor resulta ser una unidad básica de la representación, y frente al actante y al personaje, no
es una unidad del texto literario ni del espectador, sino solo de la representación.
El actor es una unidad básica de la representación, como el personaje es unidad básica del
discurso y el actante es la unidad básica de la sintaxis de la obra.
El personaje es a la vez icono (tiene rasgos de modelos reales), es índice (testimonio de clase
social, de tipo psicológico), es significante en su forma y en su sentido por relación al marco de
referencias en que se inserta, es símbolo y metáfora; es decir, es todo lo que puede ser una unidad
semiótica y realiza en la obra todas las funciones que pueden originar un proceso semiótico.
Por último queremos destacar que el personaje dramático puede funcionar dentro del texto con
más o menos originalidad, más o menos fuerza, con voz más o menos autoritaria, según lo haya
concebido el autor, según sus manifestaciones en el texto y según la interpretación que de él hagan
los lectores o espectadores. Su dimensión pragmática justifica las variantes de relación y de sentido
en que puede hallarse, como ocurre con todas las unidades semióticas, para su interpretación en el
conjunto de la obra.

EL TIEMPO EN EL DRAMA

El tiempo dramático.

El drama encuentra en las categorías de espacio y tiempo, y en los modos en que la acción
dramática y el personaje se inscriben en ellas, uno de sus rasgos fundamentales como género.
Las formas espaciales son muy complejas en el drama, y también lo son las formas temporales;
entre unas y otras existe una estrecha vinculación que se traduce en el lenguaje: es frecuente
referirse al tiempo dramático con términos y metáforas espaciales, y es frecuente referirse al espacio

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 5: El teatro: semiótica

dramático con términos y metáforas temporales. Bajtín ha propuesto una consideración común de
las dos coordenadas espaciotemporales bajo el término cronotropo.
Todo análisis del tiempo dramático y toda teorización sobre esta categoría de la obra de teatro se
apoya en dos premisas textuales:
1. La historia creada en el texto se destina a una representación que dispone de un espacio
limitado en su extensión y en las formas de relación proxémica que permite.
2. La expresión del texto dramático es el diálogo directo, o lenguaje en situación, que transcurre
en un presente convencionalmente simultáneo de la representación.
El tiempo, al igual que los motivos de la historia, el personaje y el espacio, puede ser utilizado
como un elemento arquitectónico del drama, con mayor o menor relieve en su concurrencia con las
demás unidades. El orden temporal, seguido o en escenas sueltas, da lugar a dramas con una fábula
cerrada o a dramas en estaciones; la sucesividad, en progresión o en regresión, es la base de una
organización de la historia que puede remitir a un punto de vista (panorámica del pasado/ escénica
del presente); la simultaneidad de varias acciones, o la circularidad del tiempo, significa en el teatro
lo mismo que puede significar el mito y la anulación del tiempo, el eterno retorno, la presentación
recurrente o intermitente, etc., además de implicar una determinada estructuración de la obra.
El drama y, debido a su forma de expresión, el diálogo, tiene limitaciones en el uso de la
oposición temporal “presente / pasado”. El diálogo es habla en situación, es decir, en riguroso
presente, porque los diálogos dramáticos son directos, mientras que los diálogos que eventualmente
incluye el relato, aunque se transcriban en presente, son siempre lenguaje referido.
El texto dramático no puede disponer más que del tiempo presente del personaje, es decir, no
puede oponer la temporalidad de dos figuras y señalar “pasado / presente” en relación a los
personajes (enunciado) y al narrador (enunciación).
El drama dispone solo del presente porque, al utilizar el diálogo como forma expresiva, no tiene
acceso, mediante el monólogo interior o mediante un relato panorámico, al pasado como recuerdos.
El drama exige un presente in fieri, hecho con palabras y que éstas construyan las acciones y
motivos de la historia.
El tiempo presente resulta, pues, el marco limitado en el que se organizan las unidades del
drama, mediante la palabra de los personajes situados en la representación, pero abiertos al tiempo
del hombre. El tiempo escénico es el presente, pues el pasado no es dramático.
El tiempo seguirá un orden determinado, que puede ser progresivo (presente → futuro) o
regresivo (presente → pasado); puede ser continuado, en cuyo caso puede darse una coincidencia
cronológica entre la historia y el discurso; y puede ser segmentado en cuadros que van dejando
blancos o vacíos entre ellos.
Hay, pues, muchos modos de organizar el tiempo en el teatro, a pesar de las limitaciones que
impone el género.

Tiempo de la historia / tiempo del discurso

Los signos de tiempo se manifiestan en formas muy diferentes, según sea el estilo y la
naturaleza de la obra: un drama realista procura que su marco temporal sea reproducción del marco
cronológico real; una obra de teatro simbolista expone sus signos en el tiempo, de modo que queden
desligados de la realidad para buscar un sentido reiterativo, una disposición circular, o simplemente
una anulación del tiempo; una obra de acción, que generalmente admite una segmentación
narratológica, suele medir el tiempo del discurso por las funciones, es decir, por el tiempo
implicado en los verbos que señalan sus acciones o situaciones y se desarrolla en secuencias que
tienen un orden cronológico progresivo.
El tiempo cronológico no es el marco del discurso dramático, aunque es el marco en el que se

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miden y donde se sitúan las acciones que sirven de argumento al drama.

Tiempo de la representación

A. Ubersfeld afirma que el tiempo en el teatro se mide por relación a un “aquí-ahora”, que es el
presente y la situación de la representación, y que es a la vez el presente del espectador.
La dirección lineal del tiempo, con su orden, su sucesividad, tanto en progresión como en
regresión, y el sentido circular del tiempo, pueden dar lugar a estructuras sintácticas y a valores
semánticos y pragmáticos diversos, a pesar de que se manifiesten invariablemente en un diálogo
directo, en presente, es decir, “palabra en situación”.
Los que nunca son simultáneos son los presentes de la representación y del espectador, a pesar
de que convencionalmente lo sea. Esa simultaneidad es tan convencional como la contigüidad
espacial de la sala y el escenario, en cuanto éste, al levantar el telón, acoge al mundo ficcional del
drama.
El diálogo en la representación, lo mismo que en el texto, discurre en presente, sea cual sea la
estructura temporal del drama y sea cual sea la relación cronológica de las escenas de la obra.

LOS ESPACIOS DRAMÁTICOS

Introducción

Según algunos teóricos del teatro, el espacio es la categoría más relevante del género dramático.
El espacio impone al drama unos condicionamientos que afectan a todas sus unidades: en primer
lugar al discurso, que adopta la forma de diálogo o “lenguaje en situación”, por tanto en presente y
en unos límites de fonación y audición propios, y en segundo lugar las unidades materiales de la
historia: a las funciones (situaciones) de la fábula, a los actantes (personajes en su funcionalidad), al
tiempo y sus posibilidades escénicas; y lo mismo a toda relación que pueda establecer entre esas
categorías.
El espacio en la novela no condiciona los movimientos de los personajes, ni limita su número,
tampoco condiciona la situación de los objetos, ni las funciones de la historia, mientras que en el
teatro todo lo que aparece en el texto literario y en el espectacular debe ser representable. El espacio
en el teatro es una conjunción de espacios imaginarios (los dramáticos y los lúdicos) que han de
concretarse en espacios reales (los escénicos y los escenográficos).
La obra de teatro se representa, lo que supone darle una dimensión fuera del texto escrito, y se
representa para un público presente, lo que significa que debe ajustarse a las coordenadas de un
espectáculo en directo.

Los ámbitos escénicos: relaciones escenario-sala

Entendemos por “ámbito escénico” el conjunto formado por la sala y el escenario, es decir, el
lugar físico donde se realizará la representación y donde se establecerán de un modo concreto las
relaciones entre el lugar de la acción que representa al mundo ficcional (escenario) y el lugar de la
espectación (sala), donde los espectadores se disponen a ver y comprender lo que se haga y diga en
el escenario.
Desde que se abre el círculo del teatro griego primitivo, se señalan en el interior del teatro al
menos dos espacios bien diferenciados: el escenario -o lugar de los actores- y la sala -o lugar de los
espectadores-.
La disposición de los ámbitos escénicos son reductibles a dos: la envolvente y la enfrentada,

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cada una de las cuales tiene sus propias leyes, que se realizan de modos diversos.
G. A. Breyer enumera los siguientes ámbitos escénicos, y los caracteriza mediante una letra que
les sirve de símbolo icónico:
1. Ámbito en O: la sala dibuja un círculo alrededor del escenario, que ocupa el centro. Es el
ámbito propio del rito, de acuerdo con el carácter religioso que el teatro tuvo en su origen;
predispone a los espectadores a la participación y potencia el carácter y el tono ritual del espectador.
2. Ámbito en U: la escena se desplaza del centro y se sitúa en un lado del círculo, que se abre;
la sala se dispone de modo que permite al público rodear el escenario por tres lados.
3. Ámbito en T: la escena extiende su eje en perpendicular al eje visual de la sala. Es la
disposición que genera el máximo enfrentamiento entre los dos espacios del ámbito escénico. Es un
ámbito escénico que propicia el sentido lúdico del teatro, y de hecho surge con obras
preferentemente de comedia en Roma.
4. Ámbito en T invertida: es variante del ámbito en T, y se consigue mediante el desdoblamiento
de la sala; tienen en común un escenario que ocupa su vértice y pasa a tener dos bocas y dos fondos,
pero elimina prácticamente los laterales. Es un ámbito que se encuentra en el teatro oriental.
5. Ámbito en H: es una variante del ámbito en T, con desdoblamiento de la sala en dos paralelas
y escenario en el centro, que elimina los fondos de la escena. El actor se sitúa entre las líneas de
espectadores, y la tensión que genera es intermedia entre la máxima del ámbito en T, de total
enfrentamiento, y la propia del ámbito envolvente.
6. Ámbito en E: la escena tiene un frente muy amplio, y se despliega paralela al patio de
butacas. Se adapta muy bien a la llamada “técnica de retablo” de las representaciones: el actor está
siempre de frente al espectador y suele ralentizar sus gestos, en una aproximación al rito.
7. Ámbito en X: el público ocupa el centro; la escena, múltiple, se sitúa en los cuatro puntos
extremos, o bien todo a lo largo del círculo envolvente. Genera una tensión máxima en el
espectador que se ve rodeado por todas partes de un escenario que no puede abarcar en su totalidad.
Todas estas disposiciones de los ámbitos escénicos podemos reducirlas a dos fundamentales, y
sus variantes: la envolvente y la de enfrentamiento. La primera es la que tienen básicamente los
teatros nacionales y la segunda es la que crea el teatro romano y se generaliza con el escenario de
“medio cajón”, o teatro “a la italiana”.

Espacios representados / espacios narrados

Los espacios escénicos son fundamentalmente de cuatro tipos y están vinculados u originados
por la obra, los actores, el escenario y los objetos del escenario. Los denominaremos: espacios
dramáticos (lugares que crea el drama para situar a los personajes); espacios lúdicos (los creados
por los actores con sus distancias y movimientos); espacios escenográficos (que reproducen en el
escenario, mediante la decoración, los espacios dramáticos) y espacios escénicos (escenario, plaza,
tablado, etc., lugar físico donde se representan los otros espacios).
Los dos primeros podrían coincidir con los espacios de la narración en cuanto a su
ficcionalidad, pero no coinciden porque su posterior realización en escena los condiciona por un
efecto feefback, desde su origen; el hecho de estar destinados a ser representados en los los límites
físicos, más o menos estrictos de un escenario, hace que los espacios dramáticos y los espacios
lúdicos no puedan exceder tales límites. Los espacios imaginarios de la obra dramática están
virtualmente limitados por el espacio real del escenario donde se va a representar, que tiene unas
dimensiones físicas determinadas, y a las que tendrá que atenerse la teatralidad que conciba el autor
para su obra.
Frente a estas limitaciones, más o menos flexibles, del texto dramático y de su realización
escénica, el relato y el poema se mueven por espacios imaginarios y oníricos sin limitación alguna.

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El teatro, por el contrario, está limitado por los ámbitos escénicos y por el escenario, tanto en la
amplitud de los lugares, como en el movimiento y el número de personajes posibles en escena.

Clases de espacios escénicos

Los cuatro espacios escénicos: los que son previos a la obra, aunque no son totalmente
independientes de ella en cuanto que ambos (obra, espacio teatral), pertenecen a la misma cultura y
tienen identidad semiótica en su base, y los espacios creados por la obra, que se realizan en los
anteriores llenándolos con la presencia, las acciones y los movimientos de los personajes y también
con la decoración que exige la obra. A partir de este criterio señalamos de una parte el espacio
escénico y el escenográfico, y de otra el espacio dramático y el lúdico.
Estos espacios pueden semiotizarse icónicamente y tener un sentido que se integra en el de la
obra, sin que sea necesario una identificación por medio de la palabra, por ejemplo, un escenario
que se llena de objetos que agobian al personaje es signo icónico de una situación incómoda. La
disposición de la escenografía, del espacio lúdico, de los espacios escenográficos en los límites
físicos de un determinado escenario adquiere un sentido y se convierte en un sistema de signos, o de
formantes de signos, que es preciso leer.
Una segunda posibilidad es que los espacios se semioticen simbólicamente mediante sentidos
acumulados, por ejemplo, el que procede de las luces violentamente frías que remiten a espacios
oníricos.
Los espacios anteriores a la obra, que no tienen un significado establecido y propio, adquieren
en la representación un valor de formantes de signo y se integran en el sentido conjunto del drama,
como elementos recurrentes o contrarios de otros signos codificados y expresados directamente en
el texto.
Los espacios anteriores ala obra son fundamentalmente dos: el edificio teatral donde se acogen
los ámbitos escénicos, cuyos cambios a lo largo de la historia, tanto en las formas como en su
situación respecto a la ciudad, son el resultado de cambios en la concepción del teatro que afecta
también a los textos dramáticos y a la consideración social y cultural del teatro. El escenario, cuya
disposición ha experimentado también notables cambios en el tiempo.
Los espacios que crea el texto dramático son también de dos clases: uno el creado por la acción
de la fábula, semejante a los espacios del relato, que es el que llamamos espacio dramático.
El espacio que crea la obra al ser representada, es decir, al instalar en un escenario el espacio de
los personajes, es el espacio lúdico.
El decorado, las luces, la disposición de los actores y todo lo que está en escena configura el
espacio escénico en una forma concreta de espacio escenográfico.
El espacio creado por el texto (espacio dramático) que adquiera forma concreta (espacio
escenográfico), sobre un escenario determinado (espacio escénico), por donde se mueven unos
personajes (espacio lúdico).
La configuración escénica del espacio escenográfico se logra mediante signos y formantes
visuales principalmente estáticos, aunque a veces los cambios se logran con elementos dinámicos,
como las luces; el espacio lúdico se crea mediante signos y formantes visuales dinámicos en
relación inmediata con el actor: movimientos y gestos principalmente.

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 6: El ensayo

TEMA 6. El ensayo
El género ensayo ha de ser precisado. Ocurre que muchas veces los nombres de las categorías se
extienden hasta llegar a decir muy poco. Es necesario hablar de “ensayo literario”, es decir, en
términos solo de literatura. En el ensayo literario entraría Ortega y Gasset, pero no entraría una tesis
doctoral sobre la lírica en el Renacimiento. El ensayo como monografía no es el ensayo como
categoría literaria. Hay muchas monografías académicas de cualquier tema, pero no todas tienen la
categoría de ensayo, pues no tienen una distinción peculiar en función de quién la ha escrito.
Llamamos ensayo a las obras que tienen un vínculo con el estilo de un autor, en la monografía
no se propendia a distinguirse por su estilo, no hay una marca, una peculiaridad. El ensayo literario
tiene una peculiaridad vinculada a la función autor. En la monografía prima lo general temático
sobre lo particular estilístico, donde en el ensayo literario esto último es decisivo.
Otro rasgo es que el género ensayo tiene un corpus donde no hay seguridad sobre su formación,
una novela es una novela y un poema un poema, con una claridad que no tiene el ensayo, o no
siempre. Nietzsche entraría en la categoría de ensayo, pero La crítica de la razón pura de Kant
suscita más dudas.
En la caracterización del género ensayo hay que desbozar el objeto al que nos estamos
refiriendo, que iría desde Montaigne o El príncipe de Maquiavelo llegando hasta los ensayos de
Luckas, Ortega, Adorno, Nietzsche o de autores que tienen unas obras ensayísticas y otras no.
La otra paradoja histórica del género ensayo es que quedó fuera de la triada literaria, y ha sido
metida con calzador. Es decir, hablar de teatro, lírica, narrativa y “argumentación”. También se lo ha
denominado como “géneros didácticos”. Sin embargo, en el Renacimiento lo tenían muy claro, hay
un elemento muy importante que merece la pena estudiarse. En ensayo en el Renacimiento son
diálogos, es el diálogo platónico plasmado en esa época; Platón sería el primer ensayista en la forma
del diálogo. Cervantes se encuentra con esto, y curiosamente el final del diálogo coincide con un
momento simultáneo en la convergencia de dos grandes obras: Los ensayos de Montaigne 1582 y El
quijote de 1605; en la misma época se da el final del diálogo renacentista y el nacimiento de los dos
grandes nuevos géneros: el ensayo y la novela. En este momento se da la nueva configuración
literaria europea, de la modernidad.
Cervantes canaliza vía novelística el ensayo dialógico, El Quijote es un discurso entre Don
Quijote y Sancho, y también personajes como el canónico de Sevilla que habla sobre la poética, hay
muchos personajes que desarrollan otros temas que antes se canaliza por la vía del diálogo (forma
pre-ensayo de la modernidad).
Montaigne llama The essays a los ensayos, e inaugura un tipo de escritura llamada “escritura del
yo”, pues consideramos que hay una familia de géneros que se definen desde la relación directa con
quien escribe, básicamente, no son géneros de la ficción sino que intentan establecer un testimonio
del YO de algún modo. Lo central de las escrituras del yo no es que traten de un YO persona,
porque el YO personal puede estar disfrazado, es decir, Lázaro de Tormes es una novela donde hay
un YO personal, que se manifiesta porque tiene forma de una autobiografía. Pero el problema está
en que hay que distinguir las ficcionalidades del YO “no ficticio”.
Hay un cuento de Borges llamado “El espejo y la máscara” donde Borges se refiere a una
historia en la que el rey de Irlanda pide al poeta Oyán que escriba una oda sobre sus hazañas, y
entonces Oyán escribe una oda que no gusta al rey; es una oda llena de hazañas hecha a imitación
de los modelos antiguos. Convida el rey al poeta al cabo de un año a que vuelva a hacer otro poema,
y este segundo poema es muy diferente, pues no respeta las normas y la oda ya no es imitación de
los modelos antiguos, sino imitación propia. Esta obra sí que gusta al rey, pues ve que es una
creación propia. Este cuento metaliterario se está refiriendo a un fenómeno fundamental de la
Modernidad, que es cuando se adquiere conciencia en la cultura literaria de que no basta con la

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 6: El ensayo

imitación de los modelos, lo que había dado lugar a la tradición clásica. Lo que Borges subraya en
esta intervención nueva es precisamente su novedad y que ese escrito que Oyán lee, emocionado, es
una escritura propia, es decir, un YO que ofrece su perspectiva. Esa idea de un YO que está
imaginando algo nuevo es lo que Borges quiere subrayar y es fundamental en la creación de un
nuevo estilo más personal, un nuevo estilo en el que el YO queda como una especie de tentativa,
como una especie de acento nuevo. Nace así la idea de originalidad en el nacimiento de los asuntos,
vinculándolo al YO, algo que no estaba en la antigüedad.
Otro fenómeno fundamental para entender lo que Montaigne hace está en el prólogo de The
essays, y dice que es algo nuevo que solo de mí nace y para mí nace. Esto es muy importante y nos
da la idea de lo que es el ensayo.
Además de la manifestación de un yo que se siente como algo nuevo, otro fenómeno importante
para el nacimiento del ensayo es la categoría del autor, el que escribe es alguien que ha adquirido
esa categoría, una categoría que va ganando terreno en el cuatrocento italiano, a partir del
nacimiento de ciertas obras muy vinculadas a la persona de su autor, como la de Dante Mi vida
nueva como enamorado (Dante cuenta su encuentro con Beatriz y la transformación que eso
supone). Esta es una historia individual que se vincula a la experiencia del autor, que se hace como
autor vinculada a esa experiencia, puesto que tiene necesidad de contarle.
La otra obra es el Cancionero de Petrarca, que como novedad tiene la unidad, ya que los
cancioneros no tenían unidad y no estaban vinculados a un solo autor, sino que reunían a distintos
poetas. Sobre este fenómeno encontramos un ensayo de Francisco Rico “Del códice al libro”.
Aunque nos encontramos ante una poesía amorosa con todos los tópicos del amor cortés platónico,
Petrarca le da una historia casi biográfica y les da una utilidad: “Canciones nacidas en vida de
Laura” y “Canciones nacidas tas la muerte de Laura”. Vemos un YO que se expresa y que ya no
reúne canciones de aquí y de allá, sino que están vinculados como si fueran la manifestación de una
experiencia individual. Se abre una nueva ventana de la literatura donde la literatura dice ahora la
experiencia, es decir, se vincula a la primera persona y se vincula a la vida propia, y es aquí donde
nace el ensayo. Dice Montaigne en el prólogo de The essays que la tradición clásica ha dejado fuera
al YO privado. Habla del autorretrato también, pues “soy yo mismo a quien pinto”, y esto lo dice
porque se trata de la figuración. Hay un énfasis de la manifestación de la persona sin artificio, y esto
es una manera de concebir la creación que no se había dado con anterioridad y por eso se ha hecho
tan importante.
Hay también una relación del YO junto al libro, y una confusión de que su YO no es otra cosa
que su libro, o que lo acabará siendo, puesto que el libro lo ha hecho y lo ha moldeado. Lo
interesante, por tanto, es que el nacimiento del ensayo es la vinculación de un yo que crea el
discurso desde sí mismo pero que a la vez el discurso lo crea a él.
Otra idea muy poderosa de Montaigne es la libertad en el tratamiento de los asuntos y los
límites de los cuales él mismo es consciente, es decir, Montaigne va a venir a decirnos que no es tan
importante el asunto del que trata en sí, ya sea la amistad, el gobierno de la República... como su
perspectiva acerca del tema. Esto es muy importante para el ensayo, pues este será importante no en
lo que aporte en cuanto al tema, sino en lo que aporte en cuanto a la visión que tiene el autor. De
esta manera lo dice Montaigne: el juicio es necesario para el tratamiento de estos temas. También
dirá que tocará aquellos asuntos que pueda tocar, puesto que ciertos asuntos son demasiado
profundos, y que cuando los toca no puede agotarlos pues todos los asuntos no merecen su entera
consideración. Algunos asuntos solo los toca y otros son “penetrados hasta el fondo”. También dice
que no está obligado a tratar una sola materia y finalmente dice que los ensayos son imperfectos
puesto que son sus manera de ser.
Como nota central del ensayo diremos que lo importante es la posición del autor, propia,
personal, que se vincula también al propio título del libro: Tentativa o The essays.

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 6: El ensayo

El estilo sería la actitud, el modo y la forma de tratar un asunto. El ensayo es, pues, una
exploración del modo en que un individuo trata unos asuntos, donde es muy importante ese YO del
autor.
Montaigne da paso a una conservación del ensayo relativa al propio autor. Lo que define el
ensayo no es tanto el tema tratado como la perspectiva, como visión, opinión que alguien da de un
asunto o tema concreto. Es más importante aquello que elige decir o con el estilo que elige decir el
autor. No importa tanto el asunto del Quijote como tal sino el punto de vista de Ortega sobre el
mismo. La nota fundamental del ensayo la proporciona la tensión discursiva del autor, el modo que
da relieve a lo que quiere decir, la orquestación, que no depende de la naturaleza del tema, se
impone a él, no está constreñido a temas académicos, se personaliza el tema, su tratamiento se hace
dependiente del autor que lo trata.
Benveniste hace una distinción entre historia y discurso, dice que la primera tiene como tiempo
el “aoristo” y el tiempo del pasado, tiempos de lo que ya fue; el discurso es la forma del presente, la
tensión viva del presente que alguien realiza cuando habla. Ese fenómeno de la tensión discursiva,
cuando uno va al ensayo de Ortega, de Arndt o de cualquier ensayista, no está intentando ver lo que
pensó el autor como si fuese un hablar histórico, sino que el ensayo se actualiza (igual que el
poema), el presente discursivo se impone, si el ensayo está bien se le ve nacer, asistimos al discurrir
del discurso, al tiempo presente, no a lo que fue o pasó, lo principal del ensayo está no en el nivel de
los hechos, sino en la tensión del diálogo del autor con el tema, es una tensión viva y actual, no
muere.
El ensayo, si es un muy buen ensayo, permanece más allá de la virtual actualidad del tema, por
ejemplo, hay muchos ensayos cuyo tema podría estar sobrepasado, pero si es un buen ensayo no
ocurre esto, no se sobrepasan.
El YO del ensayo es reflexivo. El YO lírico está ejecutando la vivencia del amor, del tiempo, de
la muerte, de la soledad... En esto se parecen: son ejecutivos pero uno más especializado en lo
reflexivo, y otro más especializado en lo evidencial. Se diferencian en que el YO lírico es
ficcionalizable y el ensayístico es una forma de la no ficción. Azorín ha jugado en la frontera entre
los dos: una creación que es un discurrir con temas esenciales (habla de Garcilaso, del Quijote, de
los paisajes...) y formas ficcionales.
Entre los autores contemporáneos que han tratado el ensayo, quizás uno de los más agudos sea
Lukács, con su ensayo “El alma y las formas”, que es un ensayo en el que habla de que el ensayo se
parece más al arte que a la ciencia, porque en la ciencia impera el contenido en tanto que en el
ensayo impera el arte de las formas. Por eso, el ensayo, a diferencia de la ciencia no es progresivo:
no podemos pensar que el pensamiento de Joyce está más avanzado que el de Aristóteles, y
viceversa.
Para Lukács crítico y ensayístico es lo mismo. El momento crucial del crítico es aquel por el
cual devienen formas, el momento en el que los sentimientos y las vivencias, que estaban más allá y
más acá, reciben una forma, porque el ensayista necesita la forma solo como vivencia.
Hay otro texto interesante, el de Max Bense, que habla de que el ensayista redacta
experimentando, examina, penetra en su objeto y crea las condiciones de la escritura.
Adorno dice “el ensayo es la forma de categoría crítica de nuestro espíritu, pues quien hace
crítica tiene necesariamente que experimentar, tiene que crear condiciones bajo las cuales un objeto
se haga de nuevo visible, de manera diversa que en un autor dado, y ante todo tiene que poner a
prueba y ensayar la fragilidad del objeto”. Es muy importante la experimentación del crítico con el
objeto o con el tema intentando ligeras variaciones.
Dice Bense “por medio del procedimiento ensayístico será patente el contorno, por tanto, no hay
un límite sustancial, sino que es independiente de la sustancia o del objeto”. No importa, por tanto,
el tema como tal ni el progreso en el tema (sustancia), sino la forma.

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 6: El ensayo

La forma ensayo, el YO del ensayo es el que está configurando el YO narrativo de algunas


novelas actuales.
Usa Doubrousky “autoficción” para hablar de un tipo de novela en la cual el YO se ha
fragmentado. El concepto de autoficción lo están desarrollando demasiado; allí donde la gente no
puede explicar el sentido del YO, utiliza autoficción. La autoficción es un yo personal del autor que
con su nombre y apellidos se instala en la novela para reconstruir a partir de ella elementos
ficcionales mezclados con elementos reales. Sin embargo, no se puede predicar la autoficción para
las novelas, por ejemplo, de Javier Marías, donde explota un yo personal nacido en Todas las almas.
Ahí, ese yo tiene nombre, no se llama Javier Marías. Además, ese yo dice estar casado y tener una
hija, cosa que no le ocurre a Javier. Diez años después, en otra obra, el autor aparece con el nombre
de Jacobo, Jaime, Jack... Resulta que al padre de Jacobo le ocurren las mismas cosas que le pasaron
a Javier Marías: denunciado en la posguerra como republicano, estuvo detenido, etc.
El yo no es siempre una autoficción, pero puede ser una figuración del yo. La figuración del yo
es la concepción de una figura que se parece a lo real. De ahí viene el concepto de dibujar, como
Cervantes, que pintaba a Dulcinea como él deseaba. Después de haber desarrollado esta
investigación, Pozuelo se encontraba en la tesitura de tener que explicar un yo personal que no tiene
por qué ser autoficcional en los términos biográficos, pero que puede responder a un yo personal
que sea una figuración del autor, una figuración del yo. Es entonces cuando Pozuelo habla del yo
ensayístico. Se da cuenta de que hay yoes narrativos reflexivos, yoes que la gente ha tendido a
explicarlos desde la categoría de autobiografía o la autoficción cuando se explican mejor a partir de
la categoría de ensayo: un yo reflexivo con una diferencia: el yo figural reflexivo de la novela no es
un yo real, sino un yo representado, figurado o fantaseado. Esto sucede en Castilla de Azorín.
Donde mejor se da el yo reflexivo de Marías, aunque nace en Todas las almas, es en Negra
espalda del tiempo, una novela posterior. Quiere volver a ese yo de su primera obra y habla de la
muerte y del tiempo. Es un gran ensayo sobre los libros, sobre cómo alguien puede escribir después
de haber muerto.

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 7: La autobiografía y los géneros del yo

TEMA 7. La autobiografía y los géneros del yo

1. La frontera autobiográfica.

Insistir en el concepto de frontera tiene sentido porque el género autobiográfico no ha hecho


sino consolidar tal lugar. Entonces, como categoría inherente a la literatura, se delimita lo
autobiográfico precisamente como lugar complejo en relación con el estatuto de ficcionalidad que
se había presupuesto para toda manifestación literaria. Además, la teoría posterior no ha hecho sino
aumentar la dimensión fronteriza, que entonces se fundamentaba sobre la pareja ficción / no ficción.
Laura Marcus defendía la esencial inestabilidad e hibridad del género en tanto fuente
particularmente valiosa para una variedad de tópicos argumentativos como la contraposición
sujeto / objeto, privado / público, factual / ficcional. Es más, toda su monografía está basada sobre
el concepto de fractura de identidad que en la modernidad se dio y que fue la que propició el gran
desarrollo del género. Asimismo, en una síntesis posterior, esta autora argumentaba que la
proliferación de autobiografías había supuesto un remedio para esa identidad fracturada de la
modernidad.
Independientemente de lo señalado por Laura Marcus, ciertamente, la autobiografía no ha
hecho sino crecer en la dirección de ocupar lugares muy claramente fronterizos de la propia
especulación teórica. De esa forma, con la autobiografía nos situamos en un lugar privilegiado para
contemplar todo el convulso paisaje de la teoría posmoderna. Así, el adjetivo “fronterizo” es
consustancial a su tratamiento teórico, en gran medida porque es un género que desde su aparición
hasta sus formulaciones más recientes, nunca ha dejado de jugar con su propio estatuto dual, en el
límite entre la construcción de una identidad, que tiene mucho de invención, y la relación de unos
hechos que se presentan y testimonian como reales.
Por tanto, en la discusión teórica, se focalizaba el género en el marco de discusión de su
estatuto no ficcional, pero partícipe de muchos de los ingredientes que definen las ficciones, aunque
puede decirse que es un género que traspasa muchas veces la frontera de la ficción para instalarse
en ese otro territorio. Las relacione de la autobiografía y la ficción son difíciles, puesto que la
autobiografía ha sido defendida como género no ficcional por algunos autores, en tanto que para
otros es uno de los lugares en que se ajusta la necesaria e intrínseca ficcionalización de toda
escritura narrativa.
Por otro lado, a través del estudio de la autobiografía, se vuelve a insistir en el necesario
estatuto pragmático de toda definición de género, toda vez que el análisis formal de los textos no
puede discriminar por si solo su consideración ficcional. Ocurre que, en la propia configuración de
los géneros en su historia, ha habido un singular juego con el límite de la ficción: la literatura querrá
siempre jugar con el límite de la ficción / verdad, que quiere situar en el testimonio de un yo que
defiende la verdad sobre sí mismo. El espacio, pues, de la ficción novelesca moderna se ha ganado
en el debate-juego con el límite fronterizo de un género testimonial de veracidad como el
autobiográfico.

1.1 La autobiografía como problema.

El autobiográfico es uno de los géneros mejor estudiados y, a diferencia de lo que ocurre con
otros géneros, lo publicado sobre la autobiografía muestra que no son sólo teóricos de la literatura
los interesados en ella, ni historiadores o teóricos de la historia, sino también filósofos, porque la
discusión sobre la autobiografía es un campo de batalla donde se enfrentan otras muchas y variadas
cuestiones: la lucha entre ficción / verdad, los problemas de referencialidad, la cuestión del sujeto,

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 7: La autobiografía y los géneros del yo

la narratividad como constitución de mundo, etc.


Posiblemente, uno de los aspectos que más contribuyan a la problematicidad de la cuestión
autobiográfica es la enrome dispersión y variedad de las formas que adopta este género, así como la
dificultad de la separación estricta de la autobiografía de otras variedades como las memorias, el
diario íntimo, etc. Así, una autobiografía puede ganar un premio de novela, en tanto que para otras
su lectura ficcional sería gravosa e imposible, por pretender ser el testimonio de un documento de
época, pero, en el otro lado, una novela, que para nada es una autobiografía, adopta la forma
confesional típica de las autobiografías.
La cuestión se hace más espinosa cuando vemos que estas transiciones han operado según
las épocas con parámetros muy distintos en el eje mismo de definición de la individualidad o de la
identidad autobiográfica. G. Gusdorf planteó la siguiente cuestión: la autobiografía, tal como la
conceptualizamos hoy, no se ha dado siempre y de hecho no se ha dado tampoco en todas partes.
Gusdorf relaciona la introspección en el yo con una práctica que supone el producto tardío de cierta
civilización y que históricamente arranca del cristianismo y de la confesión.
Del mismo modo, Bajtin, al estudiar las formas autobiográficas de la clasicidad greco-
latina, pudo constatar que el eje de su construcción no era el individuo como hoy lo conocemos, que
la separación de la autobiografía y de los géneros paralelos de las series genéricas de las biografías
es muy difícil, y que la contraposición entre hombre interior-mundo exterior no ha sido posible en
tales obras, porque el cronotopo que las animaba era el ágora y no la privacidad íntima, que no
afloraba en ellas.
La mayor parte de los problemas que aquejan al estatuto del género autobiográfico derivan
de un error de óptica: el que adviene cuando se pretende reglamentar un género en términos
abstractos o teóricos, sin advertir que todas las cuestiones de género implican horizontes normativos
de naturaleza histórica y cultural: una cultura en la que la confesión como práctica tiene vigencia
entenderá mejor la autoexhibición de la individualidad y lo que toda autobiografía tiene de
autojustificación; sin embargo, es muy difícil precisar los términos de la identidad para obras que
han partido ya desde su inicio del juego con los nombres propios.
Por otra parte, la autobiografía es un género en la misma medida en que contiene estilos muy
distintos y no ha sido literaturizada solo en el sentido apuntado por la picaresca, sino que también
hay una práctica actual de ficcionalización de toda ocurrencia del yo, con la crisis de la idea de
sujeto del discurso, que ha alimentado la modernidad y acentuado la posmodernidad estética. Pero,
ni siquiera el yo es una referencia indiscutible, no siempre ha incluido igual mundo en su referencia.
Asalta precisamente al problema autobiográfico la evidencia de que todo género es una concepción
del mundo y sus categorías no pueden ser abstraídas sino desde el origen de su epistemología
categorial. Asimismo, la autobiografía está directamente vinculada con otros géneros y su desarrollo
tiene elementos de proximidad con la epístola, incluso, fue precisamente la caída en desuso de esta
última la que pudo favorecer el enorme desarrollo de las autobiografías como forma de intimidad y
espontaneidad.
Puesto que hablamos de autobiografía y su influencia en otros géneros, como por ejemplo
en la picaresca, cabe mencionar el hecho destacado por Claudio Guillén, Lázaro Carreter y F.
Rico de que la primera novela del género, El Lazarillo, sea simultáneamente una epístola, una
confesión autojustificadora ante un narratario superior y adopte la forma autobiográfica. Además,
implica prácticas sociales conocidas y una tradición genérica que liga la forma autobiográfica tanto
a la confesión como a la semi-privacidad que representa la epístola. Hay aquí un juego con el
género autobiográfico que cabe entenderlo como una opción estilística en un horizonte de
posibilidades no infinito, sino contextual e históricamente determinado, que a su vez ha de influir
notablemente en el espacio ganado para la ficción por la novela, frente a géneros de verdad como la
autobiografía confesional. Del mismo modo, cuando Torres Villarroel escribe la suya, la

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autobiografía ha abandonado ya este parámetro confesional y puede hablarse de una autobiografía


“burguesa”.
Hay ya, por tanto, como punto de partida, la constatación de un carácter mixto en que un yo
se propone historia en el acto mismo de su configuración textual, un discurso que es no sólo
discurso, un sujeto que lo es de la enunciación, pero que es también enunciado de esa enunciación,
en simultaneidad. Pero, el problema viene cuando quien dice ese yo narra su vida pasada, el que fue
y ha sido durante años, como la verdad, y construye un discurso autentificador, el autobiográfico,
que pretende ser leído como la verdadera imagen que de sí mismo testimonia el sujeto, su autor.
Este problema autobiográfico, tal como se plantea hoy, enfrente dos corrientes críticas, dos
interpretaciones:
a. Quienes piensan que toda narración de un yo es una forma de ficcionalización. Es una línea
que arranca de Nietzsche y lo que se conoce en general como deconstrucción, que plantea un
intrínseco carácter ficcional al género autobiográfico. Lo que la deconstrucción hace es
invertir la proposición haciendo que también toda autobiografía sea una literaturización, por
el procedimiento de la ficcionalización, de tal práctica.

b. Quienes, aun admitiendo que algunas formas autobiográficas utilizan procedimientos


comunes a la novela, se resisten a considerar toda autobiografía una ficción. Precisamente,
buscarán definir los términos por los que la autobiografía se propone como discurso que
afirma una especificidad de alguna naturaleza: histórica, pragmática o en el horizonte de las
convenciones genéricas, toda vez que las autobiografías no son novelas ni la mayor parte de
ellas entran siguiera en la categorización de obras literarias.

Así, que sea posible sostener tan dispar criterio se explica por la imposibilidad de discernir
un estatuto formal de lo autobiográfico, puesto que autobiografías que se proponen como no
ficcionales y novelas construidas con forma autobiográfica comparten idénticas formas discursivas.

1.2 Del formalismo al pacto autobiográfico.

Según Kate Hamburger, toda narración en primera persona queda fuera de la ficción,
puesto que remite a un sujeto de la enunciación que lo predica suyo realmente y garantiza su
ocurrencia, pero esta autora admite que buena parte de las ficciones están construidas en primera
persona, por lo que establece tratarse de una forma mixta o especial en tanto se comporta como un
enunciado de realidad fingido.
El relato en primera persona no es un enunciado de realidad, porque no posee sujeto de
enunciación real, pero cumple y se halla sometido a las leyes estructurales del enunciado de
realidad. Ello lleva a Hamburger a resolver la cuestión hablando de que el relato en primera persona
no es la mímesis de una realidad, sino la mímesis de un acto de lenguaje, un enunciado de realidad
fingido.
Ahora bien, respecto a su forma y al funcionamiento del sistema de enunciación, la autora
concluye que solamente el contexto, y no la forma textual, podrá discriminar cuándo el yo es
fingido y cuándo responde a una realidad histórica. Por ello, estructuralmente, el relato en primera
persona no puede formar parte de los géneros ficcionales y es calificado de forma especial o mixta.
El centro y punto crucial del debate en torno a la autobiografía se encuentra planteado
preguntando si existe la posibilidad de discriminar cuándo el yo es una persona real y cuándo es
simplemente un personaje fingido. El límite separador de relato fingido, la novela en primera
persona, y el relato autobiográfico sería contextual: en el segundo, el sujeto de enunciación es una
persona real, histórica, documentable; en el primero no lo es.

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Ph. Lejeune ha intentado precisar sistemáticamente una definición del género


autobiográfico: Es el contrato de lectura que identifica al yo textual con el yo del autor el que da
origen y especificidad al género autobiográfico. Parte este autor de la siguiente definición de
autobiografía:
Relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, poniendo
énfasis en su vida individual y, en particular, en la historia de su personalidad.
Tal definición, según el propio Lejeune, pone en juego elementos pertenecientes a cuatro categorías
diferentes:
a. Forma del lenguaje: narración y en prosa.

b. Tema tratado: vida individual, historia de una personalidad.

c. Situación del autor: identidad del autor (nombre de persona real) y del narrador.

d. Posición del narrador: identidad del narrador y el personaje principal y perspectiva


retrospectiva de la narración.
Para Lejeune, solamente tenemos autobiografía en una obra que cumple a la vez cada una de
las seis características, que son las que nos van a permitir distinguir la autobiografía de los géneros
vecinos.
Por su lado, D. Villanueva sostiene que las tesis de Lejeune son fácilmente acomodables al
esquema semiótico de Morris:
- Sintáctica: primera y cuarta categorías.
- Semántica: segunda categoría.
- Pragmática: tercera categoría.
En efecto, la autobiografía y la ficción o novela autobiográfica, se diferencian por la
situación del autor. Ése es el rasgo fundamental que Lejeune destaca como específico de la
autobiografía, frente a las formas autobiográficas de la ficción.
El problema ahora es definir a qué llamamos identidad. Para ello, Lejeune remite a la firma,
al contrato social establecido por un autor y sus lectores, en torno a un escrito. Firma y nombre
propio se autorreclaman, pero, además, no cualquier tipo de nombre propio, sino la firma de un
autor, porque un autor es más que una persona: es una persona que escribe y publica. Pero, un autor
es también la persona socialmente responsable de sus escritos, es el productor, la obra, y el lector
sabe que detrás del nombre de la cubierta hay alguien capaz de producir ese escrito y a quien remitir
esa identificación, porque en la autobiografía hay un hecho relevante socialmente: el lector entiende
que el autor es productor de textos, que su obra justifica su narración y quizá su vida.
Asimismo, esa identidad se obtiene y la identificación es el fruto de un pacto o contrato de
lectura. Ese pacto de lectura autobiográfica obliga a que los hechos se presenten y testifiquen por
quien dice haberlos vivido como reales y puede remitir, incluso, a una verificación histórica.
No obstante, la autobiografía no es solamente un discurso de identidad, lo es en la esfera de
contrato convenido, al otro lado de la frontera de la ficción, como discurso con origen y
consecuencias sociales, nacido en un momento y con fines específicos, diferentes a los que rigen los
textos de ficción.

1.3 Construcción y deconstrucción del “yo autobiográfico”.

Mientras Lejeune planteó la resolución de la cuestión de la identidad del yo autobiográfico


remitiendo a la firma, una importante dirección de estudios de la autobiografía parte del problema
de la identidad como “construcción” del yo. El yo autobiográfico no remite a una categoría hecha,

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conocida. Por el contrario, el género autobiográfico ha podido plantearse el problema crucial de la


constitución de la idea de sujeto y la construcción lingüística, textual, de tal identidad. Las
corrientes posteriores no plantean la textualidad como un simple resultado del sujeto, sino al
contrario: es el yo quien resulta construido por el texto. De ahí que el principal énfasis se ponga en
el modo en que el discurso autobiográfico refigura, retoriza, el proceso de la identidad que será
entonces figurado o retórico.
En este sentido, puede hablarse de un desplazamiento del centro de gravedad del problema
autobiográfico y la relación se establecerá entre ese texto narrativo y su sujeto. Con ese
desplazamiento se genera una crisis de identidad y de autoridad, la autobiografía pierde la calidad
de testigo documental y pasa a convertirse en el proceso de búsqueda, por un sujeto, de una
identidad.
Según ha glosado Gusdorf, la narración o retrato de sí mismo conseguirá restituir o atrapar
una identidad siempre postergada, pero en lucha permanente para ofrecer la verdadera imagen de sí
mismo. Para algunos autores de biografías políticas y de hombres públicos, esa restitución tenía un
fin autojustificador, aclarador y reivindicativo de sus hechos o sus obras. Pero, a partir de un cierto
momento, comienza la narración de sí mismo a ser también un fenómeno de salvación personal, de
restitución del pasado como modo de conjurar la fugacidad y restauración de la vida perdida, como
postergación de la muerte, pero postulación falsa, como figurada, de un sentido que construye la
inteligibilidad narrativa y depende de ella. Gusdorf hace un agudo planteamiento del proceso de
“creación narrativa de la imagen de identidad”. Sin embargo, la postulación de sentido, ligada a una
inteligibilidad narrativa y a la idea de que la memoria puede restituir y construir el acontecimiento
pasado como realmente fue, es una simulación de sentido.
Además, son muchos los autores allegados con la intención de mostrar hasta qué punto la
autobiografía se ve inmersa en el drama de la autodefinición, la relación lenguaje-identidad, la
narración como falseamiento, etc., que son lugares que han visitado diferentes ciencias. La
autobiografía se ha convertido, pues, en uno de los lugares donde se experimentan esas nociones
básicas que han ocupado la contemporaneidad filosófica.
Volviendo al desplazamiento del centro de gravedad, lo aleja mucho de los términos de su
ser genérico y de su ser pragmático, esto es, de la relación que establece un emisor con un receptor.
Deja la autobiografía progresivamente de ser una comunicación de un yo con un tú para construirse
en la relación de ese yo con ese texto, en el modo como el texto construye ese yo. Aquí, hay un
fenómeno constatable: el debate teórico ha puesto en juego incluso el futuro de la autobiografía,
toda vez que los autores mismos que escriben autobiografías contemporáneas han convertido el yo
autobiográfico en un juego de ironías, guiños y desplazamientos de la identidad del sujeto.
Este fenómeno impone nuevos desafíos a la teoría, pero tampoco es aventurado suponer que ha sido
también la teoría la que ha generado, con su insistencia en la crisis de la identidad, un rebrote.
Además, sería injusto ignorar que la profunda crisis de la idea de sujeto e identidad que propone
hoy la bibliografía sobre este género alcanza la médula de la filosofía contemporánea. Así,
Nietzsche llevó al extremo la cuestión de quién es el que habla, forzado, en última instancia, al
incluirse a sí mismo en dicha cuestión y basarla en sí mismo como sujeto que habla. El sujeto, para
Nietzsche, no es algo dado, sino algo añadido, inventado y proyectado sobre lo que hay. Esta
interpretación sobre sí mismo ha inspirado desde Nietzsche toda la teoría que sobre el fenómeno
autobiográfico expone la corriente denominada deconstrucción.
De esta manera, ha sido Paul de Man quien de modo más preciso ha procedido a
deconstruir el yo autobiográfico, relacionándolo con la ficcionalidad. Reacción De Man contra los
intentos de establecer una distinción entre autobiografía y ficción. Frente a la idea de una
referencialidad resultado de una vida, la del autor, que se narra en la obra, plantea si no sería más
acertado decir que es la obra la que produce la vida; lo que el escritor hace está determinado por el

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proyecto y los recursos del medio.


Lo característico de la teoría de De Man no es sólo afirmar la ficcionalidad inherente a la
autografía, sino la indecidibilidad de su contraposición. La relación entre ficción y autografía es
indecidible en la medida en que la autobiografía comparte la retoricidad del lenguaje. La base
referencial de la autobiografía es, entonces, una ilusión producida por la estructura retórica del
lenguaje. El momento especular inherente a todo acto de entendimiento revela la estructura
tropológica que subyace a toda cognición, incluido el conocimiento de uno mismo. La autobiografía
muestra esta naturaleza tropológica y especular de un yo que cuando dice yo dice otro. Un sujeto
representa a otro, son dos sujetos reemplazables e intercambiables, pero precisamente porque son
dos hay un tropo, un desplazamiento sustitutorio.
Por otro lado, asimila De Man la autobiografía a la figura retórica de la prosopopeya:
Es la figura de la prosopopeya la ficción de un apóstrofe a una entidad ausente,
muerta o sin voz, por la cual se le confiere el poder de la palabra. […] La prosopopeya es el
tropo de la autobiografía. Nuestro tema se ocupa del conferir y el despojar de máscaras, del
otorgar y deformar rostros, de figuras, de figuración y de desfiguración.

En la parecida línea, Olney ha presupuesto que la autobiografía es siempre un tropo, para él


la metáfora, la sustitución del yo por las metáforas que lo conjuran, pero que al mismo tiempo lo
esconden.
Pero, en relación con la retoricidad misma, y con la idea de tropo y prosopopeya, Á.
Loureiro argumenta que una lectura contextualizada de los documentos de la retórica clásica
obligaría a plantearse la relación de la prosopopeya con la apóstrofe, es decir, la figura por la cual se
concede al acto del decir tal tropo una consideración apelativa, que Loureiro entiende fundamental
y que refiere a su teoría de que la autobiografía remite a una postulación ética. Si consideramos la
autobiografía como un acto del decir mismo y como una actividad que en el presente realiza un
sujeto, nos encontramos que su retoricidad remite también a una postulación ética que el sujeto
hace, a un acto performativo, realizado en el presente de su acción y sujeto inevitablemente a su
propia acción creativa. El discurso autobiográfico no es una recreación, sino una creación
discursiva, una acción que no incluye sin más sus relaciones semánticas con la pretendida realidad
suplantada, sino también las éticas, las políticas, las pragmáticas en su sentido amplio, de su
relación con el apóstrofe, figura complementaria y correlativa a la de la prosopopeya.
Las cuestiones de la autobiografía atraviesan también todo el pensamiento de Jacques
Derrida. Especialmente afectan a la cuestión autobiográfica sus análisis sobre el nombre propio,
sobre la firma y la fecha, sobre el mutuo endeudamiento de lector y autor y, en definitiva, la
recurrente idea de la imposibilidad de fijar la unidad, la autenticidad de conceptos como el de
“pensamiento del autor”, “originalidad”, o propiedad, es decir, de citar a un autor sin traicionarle.
Para Derrida, la “racionalidad” que dirige la escritura así ampliada y radicalizada ya no surge de un
logos e inaugura la destrucción, sino la deconstrucción de todas las significaciones que tienen su
fuente en este logos, en particular, la significación de verdad.
La autobiografía se ve afectada de lleno por todo el aparato de metaforización, de recurso a
las metáforas, como tropos del discurso que ha caracterizado a la deconstrucción. La escritura es
metaforicidad, desplazamiento, sustitución. Toda la filosofía de Derrida tiende a mostrar
básicamente que el lenguaje no puede dar cuenta de sí mismo.
Además, en uno de sus ensayos, Derrida planteó hasta que punto era vulnerable el
presupuesto pragmático del contexto de los actos de habla y, en especial, el contexto de autor como
fuente singular y original de ese acto: se es autor en la medida en que la firma es reconocible y su
acto iterable, repetible. Pero tal firma reconocible es paradójicamente la manifestación de la
ausencia. La autobiografía comparte la misma vulnerabilidad del concepto de firma, del acontecer

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en un contexto irrepetible, que afecta a toda escritura. De ahí la costumbre de autentificar la firma
con la presencia en su acto del firmante con su documento de identidad, para evitar la falsificación.
De modo paralelo a la crítica deconstructivista al yo autobiográfico como predicación de
verdad sobre sí mismo y como no ficcional, se suelen convocar como argumentos que refuerzan esa
ficcionalización del yo conceptos claves de la teoría psicoanalítica. Así, D. Villanueva piensa que la
autobiografía puede ser abordada desde el punto de partida del escepticismo. En efecto, el sujeto no
puede ejercer nunca la soberanía sobre sí mismo, sino que únicamente puede surgir en el discurso
intersubjetivo con el Otro. El inconsciente está estructurado como lenguaje y es por tanto
intersubjetivo. Más radicalmente afecta aun a la autobiografía la idea de que la identidad del yo sea
una construcción significante y no una referencia, lo que genera su especularidad, su relación con el
espejo.
Las críticas deconstruccionistas y psicoanalíticas han dejado virtualmente aquejada de
muerte la creencia en el principio de identidad del yo como fuente de un fundamento de verdad para
el discurso autobiográfico. En cierta medida, son argumentos que vienen a querer situar la
autobiografía en un lugar análogo al de la ficción, y parecen contradecir el principio por el que
Lejeune venía justamente a situar su especificidad: la identidad entre el autor, el narrador y el
personaje. Es más, la bibliografía sobre la cuestión está procediendo a contraponer dos órdenes
analíticos que son irreductibles y que no se dan en el mismo lugar epistemológico. Que el yo
autobiográfico sea una construcción discursiva no impide que la autobiografía sea propuesta y
pueda ser leída como un discurso con atributos de verdad. Como un discurso en la frontera de la
ficción, pero marcando su diferencia con ésta.
Cuando Lejeune responde a las críticas hechas a su teoría sí dice al menos que los
considerandos psicoanalíticos, filosóficos, etc. de la cuestión de la identidad no se habían tenido en
cuenta. Ahora bien, esos considerandos no tienen por qué contraponer la ficcionalidad que de facto,
en tanto construcción discursiva suplantadora de hechos, se da en todo discurso autobiográfico con
la hipótesis de autenticidad que de iure (por virtud, de hecho) contrae ese discurso con sus lectores
en el funcionamiento social. En rigor, si hay quien ha hablado para el espacio autobiográfico de
“impostura”, es precisamente en la medida en que el fondo de verdad actúa presupuesto; sin
embargo, el espacio autobiográfico, en la medida en que actúa en un marco convencionalmente
verdadero, sí admite nociones como las de impostura o mentira, en un orden por tanto diferente al
ficcional. Tales calificativos confirman el presupuesto del estatuto pragmático de autenticidad que
posee el discurso autobiográfico: aquél que permite esperar por parte del narrador una actitud de
compromiso con la verdad que no sea susceptible de ser calificado como una “impostura” o
“máscara”. Por lo mismo que se puede en la autobiografía postular una impostura, se puede
reprochar un olvido, algo no dicho, un silencio que, en el caso de la autobiografía, podría acercarse
a un acto mendaz, callar es ocultar algo que debería decirse. Este fenómeno de la postulación
significante de los olvidos o silencios proporciona a la autobiografía una especificidad que la aleja
de ser un mero discurso ficcional.
También es importante la conveniencia de no olvidar, cuando hablamos de cualquier género
de discurso, lo que éste supone en cuanto producción y recepción, pragmática, social e
históricamente condicionadas. Ningún discurso es un texto donde un yo pueda verse como instancia
separada del momento de su producción, de su relación el tú que lo interpreta y de los contextos
socioideológicos que afectan a esa relación. Solamente en ese contexto podrá entenderse que la
autobiografía se inscriba como género no ficcional.
Asimismo, decía Lejeune que la autobiografía era relato de la vida de una persona real,
poniendo énfasis en su vida individual y en particular, en la historia de su personalidad. Tal énfasis
formaría parte del pacto de lectura de un lector contemporáneo y de las autobiografías posteriores a
la de Rousseau.

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Ahora bien, este desliz de la definición de Lejeune afecta a la compatibilidad entre el


discurso autobiográfico sea ficcional y, sin embargo, esté situado convencionalmente, en su
funcionamiento pragmático, en la estructura que socialmente ordena los discursos de verdad: el
espacio de la ficción, también el autobiográfico, se define pragmáticamente y afecta a su estatuto
convencional con el entendimiento de los que lo leen. Pacto que, por cierto, se origina en un
contexto social e histórico que rige también las consecuencias de tal convención.

1.4 Los marcos de la autobiografía: dialogismo social.

La resistencia actual a reconocer en las autobiografías un pacto de lectura que suponga una
sanción de discurso de verdad y la paralela crisis del concepto de identidad y de apropiación del
discurso por parte de un autor personal, ha nacido y se explica en un amplio contexto
epistemológico. A partir del siglo XIX, tanto la filosofía como la literatura convergen en su intento
por ficcionalizar su experiencia, es más, por revelar en la escritura una experiencia en la que queda
cuestionado el valor mismo del discurso que se escribe y el estatuto, la figura misma del autor. En
definitiva, queda cuestionado el valor de la práctica literaria como tal.
Hay, además, una paradoja de nuestro tiempo. A la vez que se cuestiona el contrato de
lectura y la práctica de autentificación que la autobiografía establece en una relación social con un
lector, al tiempo que se margina el estudio de la función de los discursos de verdad en nuestra
cultura, se realiza una progresiva dimensión mercantil de la escritura y un triunfo decisivo del
nombre de autor como valor de comercio y garantía para el consumo. El mercado editorial es, cada
vez más, un mercado de nombres propios y el mayor problema de cualquier autor que empiece es el
de hacerse un nombre.
La ficcionalización del género autobiográfico y la insistencia en la teoría sobre él por marcar
sus límites en el interior de la textualidad se explica también por otros contextos epistemológicos.
En primer lugar, la modernidad y la posmodernidad han allegado progresivamente la literatura a la
esfera de la experiencia lírica entre sujeto y texto, atendiendo en mucha menor medida el gran peso
que en la autobiografía ha tenido el trasfondo retórico-argumentativo de su propia configuración
discursiva: tú autobiográfico, su estructura apelativa, las relaciones intertextuales con las epístolas,
con la confesión, etc.; es decir, relaciones que se imponen necesarias a una caracterización del
género autobiográfico.
Son esas relaciones las que pueden ayudar a entender el pacto de lectura y la dimensión de
autenticidad que para sí reclama el autor en este pacto. La convencionalidad de ese estatuto de
verdad sería tanto más visible cuanto más analicemos los contextos socioculturales y el fenómeno
de la producción autobiográfica como texto público y publicado con fines casi siempre apologéticos
o reivindicativos.
Asimismo, la ficcionalización del yo autobiográfico y la disolución de la frontera entre
textos de ficción y de verdad propuesta por la crítica deconstructivista se inserta, además, en otro
contexto: la ruptura de los límites de los géneros y la progresiva literaturización del propio discurso
filosófico. Ello ha llevado a una absolutización de lo literario-ficcional, que penetra toda
experiencia de escritura. En efecto, el estructuralismo y la crítica universitaria americana hicieron
que se aislase el texto como entidad, inmanente y separada de sus espacios culturales, temporales y
sociales. Tal reducción a la textualidad ha favorecido una postergación de lo que la autobiografía
tiene de relación pragmática, social, de contrato y pacto de lectura en un momento concreto y ligada
a modelos de conducta y a relaciones intertextuales con otras prácticas discursivas vecinas como la
confesión, la apología o encomio (alabanza) y la propia estructura argumentativa del género. Por
último, hay una dificultad para entender el fenómeno de la firma y el nombre propio como lugares
sociales, que se dan en la relación productiva. Si concebimos el yo al margen de la firma y si no

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percibimos que en la autobiografía la firma y lo que ella implica no está en el margen del texto, sino
que explica el yo y alcanza tanta importancia como el yo, estamos ficcionalizando toda escritura
autobiográfica.
Sin embargo, ello no puede hacernos olvidar que el pacto de lectura la propone como
discurso de verdad para ser leído con tal valor y es preciso atender a esta dimensión pragmática, de
producción y recepción sociales, de la autobiografía, sin la cual su propia textualidad resulta
ininteligible.
Con frecuencia, se ha intentado equiparar y situar en un mismo plano el concepto del otro
psicoanalítico con el dialogismo bajtiniano y, por tanto, se ha hecho una lectura postestructuralista
de Bajtin, que singularmente ha relacionado el dialogismo y la otredad con la ambivalencia y con la
pluralidad. La aportación fundamental de Bajtin a la cuestión de la otredad es haber marcado que la
comunicación entre hablantes lo es entre sujetos sociales, conciencias interactuantes en un
acontecimiento, voces o conciencias que interactúan en la comprensión o búsqueda responsable del
conocimiento.
De ahí proviene el constante interés de Bajtin por situar los textos culturales dentro del
marco ideológico-social, entendiendo el dialogismo de los discursos y lenguas múltiples que se
interrelacionan como diálogo interactuante de discursos entendidos como prácticas sociales que
coexisten y que ponen de manifiesto relaciones de poder o de conocimiento. Cualquier género
literario es una parte integrante de un fenómeno comunicativo, social. En este contexto, se entiende
el enfoque dado por Bajtin a la autobiografía.
Asimismo, Bajtin pone en relación, cuando trata ya en concreto de la autobiografía antigua,
los rasgos del género con los discursos sociales-retóricos-políticos imperantes, porque tal era el
cronotopo donde la autobiografía surgió:
Estas formas clásicas de la autobiografía y biografía no eran obras literarias de
carácter libresco, aisladas del acontecimiento socio-político concreto y de su publicidad en
voz alta. Al contrario, estaban totalmente determinadas por ese acontecimiento, al ser actos
verbales y cívico-políticos de glorificación pública o de autojustificación pública de
personas reales. Por eso no sólo es importante aquí su cronotopo interno, sino, en primer
lugar, el cronotopo externo real en el que se produce la representación de la vida propia o
ajena como acto cívico-político de glorificación y autojustificación públicas. Es
precisamente en las condiciones de ese cronotopo real donde se revela la vida propia o
ajena, donde toman forma las facetas de la imagen del hombre y de su vida y se pone bajo
una determinada luz. Ese cronotopo real es la plaza pública. En la plaza pública se reveló y
cristalizó por primera vez la conciencia autobiográfica del hombre y de su vida.
La distinción en la autobiografía de un cronotopo interno y un cronotopo externo puede
ayudarnos en la indagación de género fronterizo que estamos haciendo.
En realidad, la autobiografía tiene ese carácter bifronte: por una parte es un acto de
conciencia que construye una identidad, un yo; pero, por otra parte, es un acto de comunicación, de
justificación del yo frente a los otros, el público. Es en la convergencia de ambos donde nace el
género autobiográfico, porque ese yo autobiográfico solamente existe en la nueva ágora, la nueva
forma de publicidad que es el libro publicado.
C. Castilla del Pino argumentaba que el proceso de autorreflexión, de pensarse a sí mismo,
de manera que un sujeto se haga objeto para sí mismo, no justificaría la escritura autobiográfica. En
ella, hay un proceso de ponerse en orden uno mismo, que implica selección, pero también
autodefinición de cara al otro. Además, dice Castilla del Pino que la autobiografía se lleva a cabo
porque se quiere que el autor sea objeto para otros. No hay autobiografía sin el acto de la escritura,
de modo que lo escrito se convierte en objeto para los demás. En resumen, con la autobiografía no
sólo se pretende la autoordenación, sino la demostración a los demás de quién se es realmente. Ésa

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 7: La autobiografía y los géneros del yo

es la ilusoria pretensión el escritor. Éste es el carácter bifronte, del cronotopo interno y del externo,
que sitúa la frontera autobiográfica.
En realidad, la lectura deconstruccionista que ha tendido a una ficcionalización del yo ha
hecho prevalecer el fenómeno de la escritura en su dimensión de cronotopo interno, mientras que
Lejeune y las lecturas pragmáticas hacen hincapié en el cronotopo externo. .
De la investigación de Bajtin sobre la autobiografía y la biografía antigua podemos también
extraer otras enseñanzas útiles para una caracterización global del género: la distinción entre una
autobiografía- biografía antigua (que entiende el camino de la vida como búsqueda del verdadero
conocimiento) y la autobiografía retórica (que se basa en el encomio). De hecho, el género
autobiográfico se ha podido configurar sobre la base de esos dos tipos puesto que la “vida como
conocimiento” viene unida a un encomio o al menos a una autojustificación pública que el sujeto
hace.
También reviste interés general el hecho de la ausencia en la autobiografía durante siglos de
lo privado-íntimo.
Por último, se refiere Bajtin a la doble influencia del cristianismo para una modificación
profunda del género autobiográfico.
En definitiva, la autobiografía será entendida en el marco de un dialogismo donde la
construcción misma del sujeto se establece en el triángulo comunicativo yo-tú-acontecimiento
social. Un dialogismo social como cronotopo donde insertar el otro cronotopo, el de la construcción
del yo como vida.
Las teorías que Foucault propone sobre la interdependencia de discurso y poder, de posición
del hablante y de estructura de los géneros conforman el contexto teórico donde situar la
concepción de la autoría. La función de autor es característica de un modo de existencia, de un
modo de circulación y operación de los discursos en una sociedad, pero no se ha dado siempre del
mismo modo. Antes bien, el concepto mismo de autoría tiene mucho que ver con el de obra y éste
con el de firma. El funcionamiento del nombre propio en la función autor goza de un estatuto
especial, ya que el nombre de autor caracteriza un tipo especial de discurso; decir que un escrito es
de un autor es rescatarlo de la palabra anónima e indiferente, es situarlo en una posición o estatuto
que está fuera y dentro del texto, por cuanto a la vez que unifica una obra, que él ha creado,
depende por entero de ella, puesto que es la obra la que construye al autor, que fuera de ella, de ese
conjunto de textos que lo singularizan, es sólo un ente de razón o una persona no tenida en cuenta.
Por ello, es muy importante el recorrido que Foucault hace de las formas de apropiación de las
obras, que no en todas las culturas ni en todas las épocas se ha producido del mismo modo: mientras
que en etapas anteriores al XVII era fundamental la firma del autor para sustentar cualquier tesis
científica, como fundamento de su autoridad, en el discurso científico contemporáneo ha cedido en
importancia, se ha generalizado. En cambio, en los discursos literarios, frente al anonimato de otras
épocas, ha sido creciente la importancia de su autoría.
Así, a partir del descubrimiento de las teorías de Emmanuel Levinas, se podría enfocar el
problema de la identidad autobiográfica en un nuevo cuadro epistemológico, que le permite salir de
las contraposiciones verdad / ficción, testimonio / tropo hechas en términos de referencia. Junto a la
impronta de Levinas es importante tener en cuenta que el propio corpus de autobiografías elegidas
para su análisis invita también a considerar el género desde una óptica del compromiso social de
estos escritores. Además, Levinas permite a Loureiro reformular la categoría de sujeto, siendo el
sujeto ya impensable sin la construcción discursiva, y ésta requiere a la vez una consideración ética,
en el sentido definido por Levinas. En realidad, Loureiro inserta la teoría de Levinas en un lugar
que va confirmándose como el giro más importante dado por las teorías de la autobiografía en los
últimos quince años: superara los aspectos meramente cognitivos y referencialistas del concepto de
identidad autobiográfica para hacer ver que una concepción del yo solamente puede realizarse en

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diálogo con los otros, a quienes el texto autobiográfico se dirige y que convierte esa construcción
discursiva en un acto ético.
Por lo mismo, el sujeto ha llegado a ser ya una categoría cambiante, interdependiente de su
construcción discursiva y, por tanto, mucho más un efecto de la escritura que un origen. Para
Levinas, el “yo” no es una autónoma conciencia de sí, sino que surge como un interrelación ética
con el otro. Llevar el marco teórico de Levinas al problema de la autobiografía permite a Loureiro
afirmar que los autores de autobiografías necesariamente escriben a través de la mediación de
discursos científicos, filosóficos, sexuales, políticos, morales, religiosos, etc. De forma que podría
afirmarse que el llamado “real inconsciente” viene formado por este cúmulo de prácticas
discursivas de las que el sujeto participa en su interacción con el otro. Pero, Loureiro se separa de
que tales asunciones de un yo que vive en la otredad impliquen necesariamente que la autobiografía
se inscriba en el patrón discursivo de la ficción. Además, sitúa la relación de la autobiografía con la
identidad en el “decir” y no en “lo dicho”, no es una cuestión de si los hechos referidos son o no
verdaderos. Precisamente, porque la autobiografía es, en última instancia, un acto performativo y no
una operación cognitiva, se puede reinterpretar.
De esta manera, podremos considerar que la autobiografía sí se deja ver en su
funcionamiento pragmático desde el contrato de lectura que tácitamente gobierna su
funcionamiento social como discurso de autenticidad. Así ha sido durante siglos y solamente dese
esta presunción se han escrito autobiografías de personalidades políticas, filosóficas, literarias, etc.
La firma y el nombre del autor, en suma, funcionan en una práctica social de la escritura,
con acuerdos y convenciones genéricas que tácitamente afectan al modo de ser leídas las obras.

1.5 El “tú” de la autobiografía.

En el funcionamiento pragmático del discurso autobiográfico ha tenido singular importancia


la forma de un dialogismo particular que ha animado las obras de este género y que da lugar a que
no se deba hablar solo de un yo autobiográfico, sino que también reviste importancia el dialogismo
con un tú, con el receptor, que está en la base del pacto y que ha tenido importancia en los orígenes
mismos del género.
G. Gusdorf comentó la importancia del cristianismo en la configuración del género
autobiográfico. La nueva espiritualidad a que da origen el cristianismo, y singularmente el
fenómeno de la confesión, proporcionó al examen de conciencia ante Dios un carácter a la vez
sistemático y obligatorio. En esta retórica, se incluye el fenómeno de la apelación al otro para
presentarle la verdad sobre lo que uno es, por encima de la imagen exterior o primera, y, en esa
presentación, hay un carácter reivindicativo de la verdad sobre uno mismo, de la propia imagen. La
autobiografía dialoga siempre con un tú en la medida en que el autobiógrafo quiere que se haga
justicia. En toda biografía hay un principio de autojustificación ante los demás.
Esta dimensión es muy visible en el planteamiento que Rousseau hace de sus Confesiones,
una de las obras que más han influido sobre el género. Tal libro está sometido también a esa retórica
de veracidad que situamos en la base de toda confesión. De hecho, el gesto autobiográfico implica
una desnudez sobre sí mismo, que no tiene más remedio que ser la construcción de una imagen,
pero implica necesariamente un principio de veracidad sobre los hechos narrados, el único que
sustenta el gesto, y el pacto con los demás. Es debido a esto que la autobiografía concede
generalmente un lugar preeminente a su narratario. Justifica éste la existencia del discurso en sí y es
figura que otorga la comunicación su dimensión de pacto, pero de pacto personal con un tú cifrado
en su calidad de receptor inmanente, codificado en el texto como receptor. El tú autobiográfico, el
del narratario, es un tú textual, pero no se puede interpretar desde la sola semántica del texto, hay

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que referirse a la secular prevención que el individuo, durante siglos, ha tenido para la exposición
de la privacidad, para auto-exhibirse. Pero, durante siglos, el pudor de la autoexhibición se ve
mitigado por la elección de un receptor personal, un tú concreto, al que, en forma de carta privada,
se exponen los hechos de una vida.
Ahora bien, hay otro fenómeno significativo en este narratario de la autobiografía:
normalmente se trata de una persona superior, honorable sin duda alguna, cuya mayor relevancia
implica dos cosas: un cierto aminoramiento del carácter privado y el propio estatuto de sinceridad y
autentificación que supone la relevancia social y personal del narratario.
Por otro lado, la manera como la novela juega con las formas autobiográficas muestra la
dimensión fronteriza y la conciencia que de esa frontera se ha tenido. La autobiografía, al igual que
todo género, es diacrítica. Dice quién es en función de su separación del otro, del que está en el
límite pero al otro lado de la frontera.
Asimismo, autobiografías actuales están recorriendo el camino inverso. Del mismo modo
que la novela tomó la forma autobiográfica y la contaminó tantas veces, hay autobiografías
literarias que se ficcionalizan, al tomar para su construcción las romas y el espíritu de la propia
novela, y construyen, otra vez, entidades ficcionales, precisamente jugando con la presunción de
verdad que hay en las formas autobiográficas, y que el receptor implícito, el tú autobiográfico viene
a reforzar. Esto es así, porque en todo hecho retórico, hay un tú que fundamenta la forma persuasiva
del discurso. La retórica es también una apelación y, por ello, a la autobiografía le es inherente esta
dimensión retórica de justificación frente al otro, de juicio sobre sí, pero dirigido al otro.
Las distintas formas de la presencia del tú en la autobiografía se sitúan en el pacto de
lectura, que es una dimensión retórico-argumentativa, también apelativa. El proceso, pues, en el que
inscribir el espacio autobiográfico es la construcción de una identidad como retórica de la imagen,
como signo para y por los otros. Ése es el fundamento de autojustificación que soporta toda
autobiografía. Es tal dimensión retórica del espacio autobiográfico la que avala la dimensión no
ficcional de su pacto pragmático, la propuesta que el yo hace de credibilidad y que el lector asume.
Gómez-Moraina ha hablado del fundamento argumentativo de la narración autobiográfica
en un contexto social. Así, no podríamos dar cuenta del yo sin tener cuidado en establecer para la
construcción de ese yo la influencia del super-ego. Del mismo modo, la autobiografía tiene mucho
de curriculum vitae, por eso, sería un error plantearla en términos de la relación de ese texto con su
sujeto, sin establecer al mismo tiempo que tal texto y tal sujeto están insertos en un marco
pragmático.
Por su lado, Kaplan ha vuelto a insistir en el esquema retórico para ese sentido
comunicativo de la autobiografía, y lo ha relacionado en concreto con el género epidíctico. La tesis
fundamental es que la invención narrativa el yo se inscribe en el acto persuasivo. Su retoricidad,
esta vez, lejos de apoyar una ficcionalización del yo, es el marco en el que se desarrolla el valor de
verdad que se autoatribuye como discurso.

1.6 De instituciones y géneros.

Aceptar hoy la autobiografía como pacto de lectura con valor no ficcional no podría hacerse
si no tuviésemos presente el lugar del género como cuadro o marco que rige, no sólo las formas,
sino también la historización y la socialización de las conductas discursivas. Hoy, se habla
comúnmente de “competencia textual”, pero es término ambiguo, ya que no da cuenta del carácter
pragmático, social e histórico de esa competencia. Por ello, se prefiere hablar de “subcódigos”, que
comprenden el dominio de saber, asunción de presuposiciones y sistemas de creencias que dirigen
la legibilidad de un texto.
Comúnmente, los problemas de género han venido siendo allegados en un orden distinto al

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predicado por las tesis de Bajtin o Foucault, precisamente por el dominio cuasi filológico-formalista
al que se circunscribió con frecuencia la cuestión del género. Sin embargo, hoy tenemos excelentes
monografías que pretenden una definición del género en los términos más rigurosos de
“institución”, con un funcionamiento de práctica discursiva, histórica, que preside los macro-actos
de habla. También la autobiografía se inscribe como una institución que socialmente rige un tipo de
conducta y de acción.
Por su lado, E. Bruss enfoca el texto autobiográfico como una categoría cuya existencia es
la de su experimentación como acto de escritura y de lectura, que rige el sentido de las acciones y
de sus interpretaciones. La base de su teoría es la analogía de género y acto ilocucionario, por lo que
el género distingue no tanto el estilo o construcción de un texto, sino más bien cómo deberíamos
esperar tomar aquel estilo o modo de construcción, qué fuerza debería tener para nosotros. Esta
fuerza se deriva del tipo de acción que se supone tiene el texto. Inmediatamente argumenta Bruss
que la autobiografía es una convención social y literaria, cuyo funcionamiento se administra
institucionalmente por los sistemas de reglas que rigen su acción. Además, este autor insiste en que
tales reglas tienen una variabilidad histórica y valorativa. Con todo, considera una serie de reglas
que son cubiertas por todas ellas:
- Regla nº 1. Un autobiógrafo representa un doble papel. Él es el origen de la temática y la
fuente para la estructura que se encontrará en su texto:

a. El autor exige responsabilidad individual para la creación y ordenación de


su texto;

b. el individuo que se ejemplifica en la organización del texto pretende


compartir la identidad de un individuo al cual se hace referencia a través de la
temática del texto;

c. la existencia de este individuo, independientemente del texto en sí mismo, se


presupone que es susceptible de apropiarse de procedimientos de verificación
pública.

- Regla nº 2. Se afirma que la información y hechos relatados en conexión con el


autobiógrafo han sido, son o tienen el potencial para ser el caso:

a. bajo convenciones existentes, se hace un llamamiento al valor de la verdad


de lo que el autobiógrafo relata;

b. se espera que la audiencia acepte estos relatos como verdaderos y es libre de


comprobarlos o intentar desacreditarlos.

- Regla nº 3. Ya pueda lo que se relata desacreditarse o no, ya pueda volverse a formular o


no de algún modo más generalmente aceptable desde otro punto de vista, el autobiógrafo
da a entender que cree en lo que afirma.
Leyendo a Bruss se entiende que las críticas hechas a la tesis de Lejeune como
consideración extratextual, jurídica, no tienen fundamento, puesto que en la firma del género
autobiográfico hay algo más que una dimensión jurídica, hay inserción de una competencia
genérica, compartida en el horizonte de las expectativas de los escritores y lectores. Esa dimensión
no puede predicarse extratextual, ya que es la que gobierna la propia configuración del texto como
acto comunicativo. Influye, pues, sobre el estilo y dimensiones sintácticas y semánticas de la

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autobiografía.
Según lo dicho, la ficcionalidad de la autobiografía no puede predicarse sobre la base de la
textualidad, habría que considerar su lugar como acto comunicativo, como género y, en ese lugar, la
autobiografía se sitúa en un horizonte no ficcional. La autenticidad o no del pacto autobiográfico
sólo puede resolverse en el espacio de su lectura y éste es un horizonte de reglas intersubjetivas,
supraindividuales, institucionales, genéricas.
Por otra parte, F. Cabo entiende el género como una categoría superior al macro-acto de
habla, como el lugar donde puede resolverse el objeto común a escritores y lectores, donde es
posible la comunicación entre ellos. Los autores no realizan actos, sino que comunican actos, por
ello, es tan importante el género, porque la textualidad no es allí una consecuencia automática de un
esquema cognitivo, su valor como horizonte social, histórico, es la realización de esquemas
simbólicos de comunicación que son contexto donde entender los textos y los textos mismos como
referente de ese contexto.

2. Silencios, olvidos. El tejido del otro texto.

La autobiografía es un género en cuya configuración los olvidos pueden ocupar un lugar tan
destacado como los recuerdos. Francisco Ayala no duda en proclamara que pueden los olvidos
explicarse por el hecho de que la memoria que evoca el propio pasado se ordena selectivamente en
la dirección de conferir a las experiencias pretéritas una estructura acorde con el sentido profundo
de la vida personal y de la inevitable deformación que tal estructura de interés proporciona a los
datos, iluminándolos a una nueva luz, diferente a la que tuvieron en el momento de la experiencia.
Pero, sería incierto situar el olvido como mera forma de ausencia, como un desván adonde fueron
aquellos que no está.
Asimismo, son muy complejas las relaciones que el binomio memoria / olvido contrae cuando
aparece la escritura, pero puede ayudarnos a plantear a una nueva luz algunas de las más debatidas
polémicas actuales en torno al género de la autobiografía y el lugar que en su especificidad como
género tiene la dialéctica memoria / olvido cuando se contempla desde el silencio de la escritura.

2.1 El silencio de la escritura, una forma de olvido.

Acostumbrados como estamos hoy a relacionar de modo casi natural la actividad intelectual
con las letras, con la escritura, y perdidas la mayor parte de las vinculaciones de los textos con las
formas de oralidad que acompañaron a la literatura durante siglos, nos parece difícil entender que la
escritura haya sido no sólo una manifestación relativamente reciente de la cultura humana, sino que
su generalización en el intercambio intelectual supusiera un giro que sobrevino muy controvertido.
Todos los géneros, judiciales, filosóficos, oratorios y religiosos, se vieron afectados por la denuncia
de quienes entendieron que la escritura suponía o bien una debilitación comunicativa, o bien un
instrumento de engaño.
De esta manera, E. Lledó comenta la medida en la cual el debate en torno a la escritura
remite a los contenidos sobre la temporalidad esencial de la memoria, modo de trazar el istmo del
tiempo y comunicar de ese modo con la orilla esencial del hombre y su condición efímera. Pero,
también su reverso: el tiempo en la escritura impone una distancia, una separación tal de la
inmediatez o presencia de la voz, que proyecta la energeia o dinamismo comunicativo más allá del
presente. Por eso, la escritura ambiciona a reconstruir el pasado desde el presente, pero el presente
de la escritura es, a su vez, silencio. El silencio de las letras que solamente será capaz de

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recuperarse como voz desde los ojos que leen. Es, entonces, la escritura una mezcla de memoria y
olvido.
Para el debate en torno a la autobiografía, la idea de esta nueva temporalidad será
fundamental, no sólo porque la escritura impone ese olvido de la voz originaria, sino también
porque será inevitable que la constituyente soledad de la palabra escrita consiga convertir la autoría
y la dependencia respecto al hombre y su experiencia inmediata en un asunto muy complejo. La
forma autobiográfica se verá directamente afectada por la dialéctica memoria / olvido.
También es importante la insistencia de Lledó en la contraposición interioridad /
exterioridad que afecta tan directamente a la autobiografía. La oposición dentro / fuera es
convocada por Platón para cubrir con ella la que se da entre verdad y apariencia, entre lo propio y
auténtico de la sabiduría que nace de dentro y lo ajeno que viene de fuera y que no puede sustentar
la verdadera sabiduría. Las letras constituyen, por ello mismo, una original forma de experiencia, ya
que no se percibe con ellas lo real, sino una cierta representación aparencial de lo real, que sólo
puede sustentar la voz originaria que nace de dentro y a la que responde un hombre concreto en su
tiempo presente.
Por su lado, Jacques Derrida desarrolla la idea del origen del logos en la voz y la
subsiguiente metáfora platónica de la “orfandad de la escritura”. Además, comenta extensamente la
idea de la escritura huérfana, que emparenta luego con la idea sostenida por Platón frente a los
sofistas de la vinculación de logos y zôon, la imagen del logos como vida, frente a la escritura
muerta.
En otro ensayo, Derrida muestra su oposición a un concepto de escritura como imitación
comunicativa sustitutoria, y propiamente comunicativa en el sentido de ser el contexto lingüístico
de la acción comunicativa un sentido propio y su representación gráfica o escrita un
desplazamiento, un sustitutivo que reproduce tal acción. El contexto de situación comunicativa para
Derrida no es determinable, ni reproducible, y ello desemboca en otra concepción de la escritura,
una suplementación y desplazamiento de ella, que implica una marca de la ausencia. La escritura
no es un medio de representación de la comunicación oral o gestual. Para Derrida, el predicado
básico de la escritura es su diferencia específica de tipo especial en su sentido absoluto: escribir es
producir una marca cuyo rasgo característico es la iterabilidad (ser repetible o legible en sus
términos, al margen de la actuación de su emisor) que constituiría una especie de máquina
productora que la desaparición del escritor no impedirá que siga funcionando, dándose a leer, a
rescribir, a ser repetida, en sentido estricto legible.
Esta desviación esencial que considera la escritura separada de la responsabilidad, de la
conciencia de su creador, supone una ruptura, radical, del concepto de comunicación y de la
representatividad del sentido como referido al horizonte semántico de su intencionalidad. Se
vincula, en cambio, la escritura al concepto derrideano de diseminación, que desoriente el contexto
de realidad y el contexto lingüístico como profundamente imposibles en su determinación teórica.
Derrida, por consiguiente, deconstruye los predicados esenciales de un concepto clásico de
escritura para hacer ver que l marca de lo escrito es una forma significante que no se constituye sino
por su iterabilidad, por la posibilidad de ser repetida no sólo en la ausencia de su referente, sino
también en la ausencia de un significado determinado o de la intención de significación. La
escritura es, por tanto, una marca de esas ausencias.
Derrida concluye su ensayo haciendo ver cómo la firma, que suele acompañar a la escritura
como indicación de su fuente, no es tanto la representación de una presencia como la constatación
de una ausencia. La autenticidad de la firma revela la presencia del ejecutor de la firma, pero
cuando ese acto ya se ha desplazado en el tiempo y ya no es reproducible, es un imposible tal
garantía: toda firma es por naturaleza imitable fuera del momento de su inscripción original.

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2.2 La memoria autobiográfica contra el olvido de la escritura.

La vinculación platónica de la escritura al olvido es comentada por E. Lledó y puede


articularse toda una teoría de la forma autobiográfica, contraponiendo la memoria autobiográfica a
la forma de olvido que la escritura supone, pues la autobiografía no será otra cosa que un modo de
combatir, de atemperar el olvido de la escritura. Ciertamente, la autobiografía se esfuerza en
combatir por el procedimiento de ligarse al hombre determinado y a su voz y, en ese sentido, es la
menos escritural de las formas literarias, e incluso, el más oral del os géneros.
El fundamento de la escritura autobiográfica es establecer la presencia de una voz que,
sustentando su verdad, quiere trascender la propia escritura. La lucha del narrador es por recuperar
el espacio en el que la escritura no se ha liberado de la voz originaria, del hombre que la dejó
escrita. Aquí radica una de las razones de la dimensión fuertemente apelativa de la escritura
autobiográfica, que pretende recuperar el circuito primario, originariamente oral de la
comunicación, salvando de se modo la grieta de la escritura como forma de olvido y de silencio.
La escritura autobiográfica, en su intento por recuperar el aliento originario y el sentido
testimonial de su valor conativo, establece una relación hombre-voz, en su dimensión de presencia
actualizada contantemente. En la Antigüedad y en la Edad Media, la letra escrita todavía estaba
asociada a la expresión oral y el lector articulaba lo que leía aunque estuviera solo. Esto ha
evolucionado tanto que ahora tenemos la experiencia de la lectura asociada a una sola lectura
mental, en silencio, separada ya de la voz. De este modo, la forma autobiográfica imagina muchos
modos de recuperar esta dimensión de la presencia. A un lector, alejado ya de las experiencias que
son ahora solamente escritura, la memoria autobiográfica le supone la constante inmersión en la
escritura de la presencia de un autor que le está diciendo al oído que aquellas letras con palabras que
reproducen una experiencia real de cuya verdad el autor es testigo. Ello explica el enorme poder de
las sensaciones en la rememoración autobiográfica, ya que el modo de reclamar la presencia de la
experiencia, que es el fundamento de la escritura autobiográfica, es convocar constantemente la
sensación como modo de anclar esa memoria y recuperarla de la abstracción. Así, se entiende la
mucha importancia que en el estilo de las autobiografías suelen tener los pequeños detalles. Estas
acumulaciones de detalles tienen la función de remitir lo escrito a una experiencia propia e
irrepetible de quien lo ha vivido y de quien de esa vida se ofrece como testigo.
Hay en el comentario de Lledó otro contenido: la cuestión de la ambigüedad y la
subsiguiente de la interpretación. La escritura es una forma de olvido que la desligarse de la
experiencia concreta e inmediata, permite el desarrollo de la ambigüedad y abre el juego de las
interpretaciones: es una forma de liberación, al ganar en abstracción, respecto a la inmediatez y
concreción de la experiencia individual y permite la generalización necesaria a todo proceso
simbólico. Pero, la autobiografía es un género que pretende dejar a la interpretación un paso muy
estrecho. En cierta medida, la interpretación nace del olvido; para que se abra al mundo del diálogo
que toda interpretación supone, es preciso que la memoria de la cosa ceda su lugar a un espacio de
mayor sombra, a aquel en el que la objetividad histórica deja paso a la subjetividad. Sin embargo, la
autobiografía camina en sentido contrario, ya que, justamente, una de sus dominantes es el control
de la interpretación que el narrador-autor ejerce. El emisor sobredetermina el texto, imponiendo
entre el texto y el lector la verdad de la referencia, el testimonio del autor sobre ella.
Así, para que sean posibles estas presencias, la autobiografía instaura como eje dominante
de toda su forma estilística una nueva temporalidad, reinstaura en cada paso el tiempo de la
inmediatez. La autobiografía tiene como dominante de su estructura la convocatoria por la escritura
de la presencia del pasado. Por ello, la actividad escritural autobiográfica no remite nunca al pasado
como un todo, sino a los puntos sucesivos del pasado, durables.
Ahora bien, la forma autobiográfica sobrepasa el tiempo histórico de la inmediatez y el de la

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individualidad, lo que justifica su capacidad de ser una estructura simbolizadora, más allá del latido
monocorde de la propia individualidad.
De esta manera, todo el interés de la forma autobiográfica radica aquí, en el dramatismo del
encuentro del ser humano consigo mismo y con su responsabilidad en el acontecer histórico. La
autobiografía casa de ese modo con la importancia de la memoria, con lo que es consustancial al
hombre interior: salvarse en la mirada a su propia vida como historia con un sentido, con un
proyecto. Constituirse como ser histórico, verdadero, es esencial al acto autobiográfico, de ahí que
haya insistido en que sea necesario inscribir el hecho autobiográfico en un lugar diferente al de la
era figuración ficcional.

3. Del tropo al acto de lenguaje. Un comentario a Paul de Man.

Como conclusión a todo lo expuesto anteriormente, vamos a terminar este tema con un
comentario a Paul de Man (resumido) realizado por José María Pozuelo Yvancos. Su obra La
autobiografía como (des)figuración ha servido como divisa y compendio de la posiciones de De
Man sobre el fenómeno autobiográfico. Divisa y compendio que se cita una y otra vez, y que ha
sostenido una tesis fácilmente emblematizable: el emblema del tropo, que implica la sustitución del
yo por su figura, lo que ha llevado a sostener por algunos comentaristas e historiadores de la teoría
que toda autobiografía es intrínsecamente una construcción ficcional. De Man se refiere en este
ensayo a la prosopopeya como fictio personae, y ése es el tropo que condensa su teoría sobre el yo
autobiográfico. Si el yo es sustituido por su (des)figura, si el cuerpo del texto es una máscara que
sustituye como la prosopopeya a la persona convocada, la verdad del texto autobiográfico no es
predicable fuera del lenguaje que (des)figura su voz y, por tanto, la vela a la vez que revela.
No es común el hecho de que un autor como Paul de Man tan comprometido con el
problema de la figuración del yo autobiográfico comience su comentario de este texto con las
siguiente palabras, que vendrían a desmentir al menos aparentemente su propia tesis en el ensayo
paralelo referido a la (des)figuración:
Los textos políticos y autobiográficos tienen en común el compartir un momento de la
lectura referencial integrado explícitamente en el espectro de sus significaciones, por muy oculto
que puede estar este momento, tanto en su modo como en su contenido temático.
En estas palabras, junto con las que concluye el capítulo, De Man advierte una fisura teórica
en la simple caracterización de la autobiografía como tropo, y eso justamente en la medida en que,
cuando adoptan el estatuto de la autojustificación, las autobiografías no podrían nunca resolverse
desde el solo estatuto lingüístico-referencial a partir del que se puede definir un tropo, sino que
tiene que plantearse simultáneamente el estatuto performativo, esto es, la cualidad del acto de
lenguaje que una petición de excusa, una confesión, cumple. De Man habla de la convergencia de
los dos sistemas. Ese doble estatuto, el referencial (que De Man llama cognitivo) y el performativo
son inseparables en todos los textos autobiográficos. Por tanto, la retoricidad de la autobiografía no
tendría que resolverse solamente en el estatuto textual, sino que tiene que resolverse también en el
estatuto del “acto del lenguaje” frente al destinatario y, por consiguiente, como acto ilocutivo con
consecuencias performativas (autojustificación y justificación frente a los otros).
Asimismo, De Man había advertido, en efecto, a lo largo de su ensayo, que la
referencialidad de la autobiografía responde a dos tipos de actos diferentes:
La distinción entre la confesión afirmada en el modo de verdad revelada y la confesión
afirmada en el modo de excusa es que la evidencia de la primera es referencial, mientras que la
evidencia de la última sólo puede ser verbal.
El problema planteado por De Man es crucial para una teoría del género autobiográfico,

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sobre todo en la medida en que se puede probar al hilo de su propio razonamiento que, la
especificidad del acto narrativo autobiográfico radica en que no es posible delimitar en él fácilmente
la metáfora espacial dentro / fuera, ni, por consiguiente, el doble estatuto epistemológico de lo
asertivo (lo declarado) y lo performativo (excusa). El acto narrativo autobiográfico tiende a fundir, a
unir en uno solo esos dos espacios, de modo que la “verdad revelada” y la “confesión afirmada” (en
la excusa) proceden del mismo acto. Sobre la verdad afirmada, asegura De Man, podemos tener un
procedimiento de verificación referencial, en tanto que la evidencia de la excusa es solo verbal.
Ahora bien, esto puede darse y es da en las autobiografías también fuera del acto de la
“excusa”, en la constitución de otros muchos actos, como por ejemplo, cuando se comunica un
sentimiento, una percepción, una sensación o una valoración, en los que el único procedimiento
discernidor es la palabra del narrador-autor.
Las autobiografías son específicas desde el momento en el que solo en una dimensión de
ellas la referencialidad se constituye en y desde la palabra de quien hace la declaración, la
percepción, la valoración o reproduce la sensación. La referencialidad autobiográfica es verbal en
su origen y en su término para buena parte de los acontecimientos narrados, pero también ocurre
que las autobiografías se llenan de otros episodios que sí son contrastables (como una manifestación
o inundación). Únicamente en ese caso los hechos están literalmente disponibles fuera de su
verbalidad.
Además, la singularidad del acto narrativo autobiográfico radica en que autor-narrador y
persona se constituyen en el mismo acto y en simultaneidad, lo que confiere al género un estatuto
ontológico particular: no se puede poner en cuestión lo dicho por el narrador en tanto su estatuto es
el personaje, sin poner en cuestión a la vez al propio narrador. Esto explica que el género suscite
tantos debates en el estatuto de “sinceridad” que en realidad le es exclusivo, pero el énfasis que la
bibliografía ha puesto en esas condiciones confirma que la autobiografía convierte el acto
cognoscitivo y el performativo en una sola y misma cosa: y se constituyen ambos al nivel de la
palabra del narrador.
Con respecto a la sinceridad de los silencios o de los olvidos, no se puede medir, la cuestión
es implanteable, pero no se sitúa en otro lugar diferente al de la confesión íntima, cuya sinceridad es
tan implanteable como la del olvida: resulta inverificable.
De Man se refiere a esta cuestión dando la vuelta al argumento: la retoricidad de Rousseau
estriba en que la culpa nace para hacer que la excusa tenga sentido.
Por otra parte, De Man se fija en que los olvidos y los silencios pueden responder a un
intento de coherencia, de trazado de una isotopía que se quiere predominante. Este fenómeno,
común en toda autobiografía, es ciertamente ejemplo de la figuralidad de la que habla De Man, de
ser toda la historia el objeto deducido de la máquina textual, pero lo curioso es que l selección (que
traen como consecuencia los olvidos) revela también otro fenómeno: el interés por no deshacer el
pacto de performatividad, el de la confesión como estatuto de verdad.
Así, en una novela, por ejemplo, no podría predicarse tan problema, ya que en ella, no hay
olvidos. En la autobiografía, el olvido tiene un estatuto diferente: se define como correlato de la
memoria y en el mismo nivel de responsabilidad que ella. En la novela, en la ficción, lo no dicho no
opera como entidad señalable, mientras que en la autobiografía lo “no dicho” se sitúa en la esfera de
correspondencia interna con lo revelado, lo recordado, lo dicho. De ahí que el olvido sea, en el
proceso de discusión el género autobiográfico, un lugar bifronte.
Por último, el hecho de que De Man asegure la “no inocencia” de las supresiones y de los
olvidos lleva lo autobiográfico a un lugar diferente al de la figuralidad afirmada en la teoría
propuesta en su ensayo La autobiografía como (des)figuración. El olvido es así el espejo en que
toda referencia se mira como “su otra cara”, la otra cara del rostro real que se presenta como tal en
ese espejo.

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 8: La parodia

TEMA 8. La parodia
Ha habido un cambio enorme en la historia de la literatura universal con la función de la risa, y
el fenómeno de la risa como arte. Durante mucho tiempo hubo muchos géneros de la fiesta de la
risa. Si uno mira la literatura griega y latina ya encontramos representaciones paródicas. El arte y la
literatura universal se han ido convirtiendo cada vez en algo más serio. En Quevedo, la poesía
satírica es la mitad de la obra poética, al igual que en Góngora.
Si uno mira la poesía actual, no encontramos poetas satíricos, festivos. Ha desaparecido la fiesta
y la risa de la literatura occidental. Uno se tiene que plantear cuál es la función de la parodia: la
parodia es uno de los géneros de la risa (también está, por ejemplo, la ironía). No es género literario
propiamente dicho, sino que formaría parte de los modos de expresión intergenéricos: hay parodias
líricas, parodias teatrales... La parodia forma parte de una vertiente festivo-lúdica donde la risa y la
crítica tienen un lugar fundamental, algo que ocurrió en estadios anteriores de nuestra cultura
occidental. Durante mucho tiempo, la risa es, quizá, uno de los pocos instrumentos que ha tenido el
débil frente al fuerte; el poder no resiste a la risa, se enflaquece. La risa es un instrumento
destructivo.
Hay muy poca literatura sobre la parodia y, por lo tanto, poca teoría sobre la parodia. La primera
modernidad, el humanismo renacentista. Italia ha desarrollado un pensamiento que marginó la risa y
se incorporan tratados acerca de la tragedia y la epopeya, pero no de la comedia. Hay un elemento
que podría ser explicativo: el desarrollo de esa modernidad facilitó las formas del individualismo.
La burguesía promueve arte individual frente al colectivo. El anonimato, además, desaparece. El
anonimato era una de las manifestaciones de lo colectivo: era de muchos. Las formas de la risa
estaban bastante vinculadas a las formas colectivas.
La risa la podemos definir como la cara amable y alegre de la vida. La experiencia del mundo
tiene la fiesta y el duelo. Los calendarios, por ejemplo, están vinculados también con la risa. El día
de descanso dominical responde a la alternancia entre día de fiesta y día de trabajo. El descanso va
generando manifestaciones de rito festivo, se regula posteriormente. La situación es también muy
antigua y universal; está vinculada fundamentalmente a la irrupción de la primavera y a los ciclos
solares.
El proceso de civilización va convirtiendo, en cierta medida, las fiestas agrícolas en fiestas
religiosas y después políticas. Hay, por tanto, una simbiosis entre el elemento del ciclo natural que
luego se culturiza con algún tipo de mito. El resultado de esta ritualización es la pérdida de la
espontaneidad.
En toda fiesta hay un elemento que permanece, y que será fundamental en todos los géneros
literarios de la risa, y es que por un momento la desigualdad desaparece. Existe la presunción de
que lo que es habitual deja de serlo. Esto es, por ejemplo, la desigualdad social desaparece si
estamos en fiesta, todos participamos de lo mismo. Es muy importante la brevedad de la
representación colectiva de lo festivo y de la risa.
Junto a este fenómeno hay ciertas figuras que la cultura occidental ha dado para representación
de la risa, Luis Beltrán, en su Antología de la risa, habla de varias de ellas:
1. La risa del niño: el niño tiene en todas las culturas un ámbito propio de la risa: la risa
vinculada a la inconsciencia. El niño dice cosas de manera espontánea. Muchas veces esa inocencia
ha estado vinculada a la esfera de lo animal: los dibujos animados y la fábula presentan también esa
inocencia, esa ausencia de maldad, ese elemento instintivo.
2. La risa del tonto: la figura del infeliz o del bobo, es la del débil. Hoy en día convertimos en
políticamente incorrecto reírnos de alguien, aunque en todas las culturas se ha hecho. La figura del
que no entiende o el que mete la pata siempre está presente. El teatro del S. XVII lo representa en la
figura del gracioso.

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 8: La parodia

3. La risa del cínico: es el sarcástico, el lúcido, el que no cree o al que no engañan con
facilidad y se ríe de los otros. Es una figura muy representada en la sátira menipea.
Tradicionalmente ha habido poca información sobre la parodia, pero en los últimos diez o doce
años ha pasado a un lugar totalmente diferente del que estaba. Uno de los elementos base de la
posmodernidad es haber llevado a la parodia a un lugar muy desarrollado. Hay quien ha afirmado,
como Linda Hutcheon, que la parodia es el mejor modo de visitar el concepto mismo de
posmodernidad. Uno se da cuenta que de no ser nada en los estudios literarios ha pasado a ser
mucho, a estudiarse incluso demasiado.
No es solamente un problema de la literatura. Si vemos a un artista como Warhol nos damos
cuenta de que ahí sí podríamos decir que el juego paródico es fundamental, porque hay una
concepción del arte como juego o como parodia con los propios objetos (botes de tomate). Coincide
esto también con la llamada metaliteratura: la literatura vuelve sobre la literatura, la literatura es un
espejo. Ya no se puede hablar de la parodia solamente desde el Quijote. Cervantes se dio cuenta de
hasta qué punto era importante esa construcción de la obra especular, una obra que se convierte en
comentario sobre sí misma.
Ha habido una descolocación del propio concepto de parodia: conforme se ha ido extendiendo en
su dimensión, intentando abarcar mucho más, la parodia empieza a perder perfiles y se va haciendo
en cierta forma ubicua y pierde acento y especificidad. Hay dos maneras de perder esa
especificidad. Genette tiene un libro sobre la intertextualidad al que ha llamado Palimpsesto, que
muestra la literatura en segundo grado, que es la literatura que mira a la literatura. No trata solo de
la parodia, también por ejemplo, de las citas que se introducen en algunas novelas, la relación que
tienen con ella. Genette describe la parodia como “transformación lúdica que un hipertexto B hace
de un hipotexto A”. Aquí lleva la parodia a un juego, y esta no es solo lúdica, no es ligera: ha habido
parodias absolutamente satíricas e ideológicamente muy marcadas en los términos de ruptura, de
confrontación. Quien lo vio bien fue Bajtin, pues vio la parodia como una lucha, como una
confrontación y no como un juego. Entiende que en la parodia existe esa doble dimensión: no
quiere decir que no haya un aspecto lúdico, pero que no es una transformación exclusivamente
lúdica. La parodia puede ser jocosa y suele serlo, pero el concepto de lúdico no ha de eliminar lo
que la risa tiene de estructura.
Es muy preciso hacer un recorrido por tres estadios distintos que son en realidad históricos
dentro de la parodia:
1. Estadio premoderno: se encarna sobre todo en el carnaval. Es una parodia festiva de los ritos
del poder. Es una parodia de la ritualización que tanto la liturgia como el poder político suponen. El
carnaval es un enfrentamiento festivo, de ridiculización, aunque serio. Durante días, en la fiesta
carnavalesca, se rompe la superposición de mundos con una vocación unificadora: pretende que no
haya dos mundos, sino un texto unificador que subvierta la diferencia y la ropa. Por ejemplo: en el
carnaval un hombre se disfraza de mujer, se comporta como una mujer y reconocen que es un
hombre. Ahí se produce una ruptura.
Lo propio del carnaval es que la dualidad intenta romperse (ya sea sexual, del poder si uno se
viste, por ejemplo, de rey...) para que de ahí resurja la ilusión de una nueva vida. El carnaval es una
fiesta epifánica en su origen.
Bajtin se dio cuenta de esa dimensión que el carnaval tenía de fiesta unificadora, pero antes de
esto, decía que nosotros no entendemos a Rabelais. El carnaval perdió sus textos de base y solo nos
han quedado ecos de esa dimensión. Durante la fiesta se anulan las condiciones normales de la vida:
uno se comporta de cierta forma y no se interpreta en un contexto fuera del carnaval. En el mundo
alternativo que se construye en la parodia carnavalesca el poder no castiga, la religión no considera
pecado lo que se hace... La esencia del carnaval es la fusión de la vida y el texto, que elimina la
dualidad.

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 8: La parodia

2. Estadio moderno: el mejor ejemplo es el de el Quijote. La permanente lección cervantina es


que existen dos textos enfrentados: el texto del mundo ideal donde el protagonista vive, el mundo
del pasado, y el mundo real. La parodia moderna no elimina la dualidad, sino que la subraya: hay
una dualidad en constante conflicto. Pozuelo piensa que el Quijote no es carnavalesco, sino que
empieza a serlo en algunos episodios. Existe como una almendra semántica en esta obra: en el
primer episodio, el del mozalbete que es auxiliado por D. Quijote, el mundo de la crueldad aliviado
por D. Quijote aparentemente. En el capítulo XXXI Don Quijote se vuelve a encontrar con el
mozalbete y maldice haberse encontrado con él, porque fue todavía más fuertemente azotado. La
dualidad, por tanto, permanece aunque se suspenda por un momento. La fusión de mundos del
carnaval no se realiza y Don Quijote está constantemente enfrentando los dos textos. A eso ha
llamado Pozuelo “parodia moderna”.
Don Quijote no deja de percibir nunca que es imitador de los modelos y que su mundo es la
literatura. Esa autoconciencian del héroe parodiado lo convierte en sujeto paródico, porque él
mismo crea la parodia (como en la cueva de Montesinos, donde es él mismo el narrador).
3. Estadio postmoderno: a este estadio le va a ocurrir lo inverso del carnaval, va a haber una
fusión, va a haber el intento de eliminación de la dualidad, pero al contrario que en el carnaval. En
el carnaval era la vida que invadía el escenario y lo eliminaba; esto es, la vida prorrumpe y elimina
la dualidad del escenario y de las confrontaciones. La visión postmoderna tiende a eliminar la
dualidad pero al contrario, haciendo que el arte invada a la vida sustituyéndola. Lo específico de lo
postmoderno es el simulacro. Baudillard tiene un libro que se llama Cultura y simulacro que dio
con esta idea: la condición postmoderna tiende a convertir el espejo en la verdadera realidad, es
decir, lo secundario se convierte en primario, de tal manera que hay una afirmación de que lo
importante es la textualidad, y que la textualidad es más importante que la vida. Todo es texto.
La época postmoderna ha venido a ser un subrayado de este pensamiento: de la cultura como
espejo, como secundario. El ejemplo más conspicuo, el más ilustrativo es el museo Guggeheim de
Bilbao: nadie va ahí a ver lo que se expone, sino que la gente quiere pasearse por el museo. La
distinción entre continente y arte se ha suprimido. Este concepto postmoderno del arte arranca de
las vanguardias, de Duchamps, por ejemplo.
Una parodia postmoderna ha subrayado el hipertexto y el hipotexto, deja de existir porque se ve
invadido.
Hay otro elemento fundamental que es la existencia vinculada a su representación: las cosas que
se representan existen y las que no se representan, no existen. Lo vital acaba adaptándose a su
representación hasta tal punto que se elimina su dimensión. El mundo de la información lo conoce
muy bien, pues está hablando en todo momento de los elementos que dejan de existir: el dolor o la
tragedia de un secuestro pervive, pero ya no se representa. Esa especie de protuberancia de la
representación es el índice mayor de la postmodernidad. Es la importancia que tiene el pastiche.

El primer texto teórico antiguo sobre la parodia es de Aristóteles y el primer texto renacentista es
el de Scaligero. Aristóteles simplemente se refiere a la parodia como la existencia de un texto
perdido de Homero paródico, una burla de la epopeya y lo entiende como una vulgarización de lo
heroico.
Es ya más claro Scaligero en 1561 cuando explica el origen de la parodia y escribe que la
parodia nace como una rapsodia del texto épico. Los héroes aquí se convierten en ridículos.
Scaligero afirma que la parodia acompañó siempre al texto serio. Cuando Bajtin hace un recorrido
histórico de las parodias de la antigua Grecia, deduce que las formas parodicotransformistas eran
como una especie de contrapartida, esto es: el texto paródico es como un doble, una contrapartida,
la esfera artística, la esfera religiosa, la esfera filosófica, la investidura de un presidente... sea cual
sea el texto, éste es invertido y escrito como si fuera su doble para parodiarlo. Es fundamental que,

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 8: La parodia

en cierta medida, el paródico se enfrente al texto parodiado de tal manera que tenemos dos
dialécticas o dos movimientos siempre en la parodia:
1. La parodia se enfrenta a un lenguaje o texto previo (no siempre es un género, puede ser un
evento como la coronación de un rey), pero ese lenguaje previo debe ser algún tipo de esquema
autoritario de esquema establecido o canonizado, porque el texto, para que la parodia funcione,
tiene que ser muy reconocido. Para que exista la parodia, el texto parodiado tiene que tener algún
tipo de relieve, fama o autoridad. Luego, ese relieve, el texto parodiador, lo subraya
hipertrofiándolo. A esta parte la podemos llamar hipertrofia: un texto no se describe en su
literaridad, sino que se exagera (como sucede en las caricaturas, que es otra forma de parodia).
2. Si te enfrentan al texto es porque tiene en cierta forma algún tipo de relieve autoritario. Para
explicar esta doble dialéctica podemos centrarnos en un texto teórico de C. Baudelaire sobre la risa.
El ensayo de Baudelaire desarrolla un pensamiento fundamental y es que la autoridad (doxa) no
soporta la risa y, además, el comienzo de la caída o de la erosión del poder se da en forma de su
ridiculización por risa. El poder no soporta la risa, Baudelaire dice: “lo cómico desaparece desde el
punto de vista de la ciencia y del poder absoluto”. No dice también que lo cómico y lo caricaturesco
es el resultado de algún tipo de caída o degradación. Hay un elemento que es claro y es la
comicidad de la caída. Te ríes de la caída porque le ocurre a otro, pero en cierta medida estás
preservado y estás por encima, y aquí hay un elemento muy sutil: si alguien se ríe de algo es porque
se siente superior a ello. Tú no te ríes de algo que para ti es sagrado. La parodia implica también
una mofa, un no reconocimiento a una autoridad; si nos reímos de algo es porque, para nosotros, no
es sagrado.
En la parodia literaria hay una textualidad base muy marcada, está muy hipertrofiada, subrayada.
La parodia tiene una doble dialéctica porque es también en cierta forma una sanción y un
ajusticiamiento. Quien mejor capta esta duplicidad es Bajtin: “igual que en la estilización el autor
habla mediante la palabra ajena (lo estás imitando hablando con sus palabras), en la parodia, a
diferencia de la estilización, se introduce en tal palabra una orientación de sentido completamente
ajena a la orientación ajena, esto es, cambia de sentido. La segunda voz al anidar en la palabra ajena
entre en hostilidades con su dueño primitivo y lo obliga a servir a propósitos totalmente opuestos.
La palabra llega a ser arena de lucha entre dos voces. En la parodia las voces se contraponen con
hostilidad”. Es decir, la palabra ajena la haces tuya no con el sentido que tenía, sino con el sentido
contrario. Bajtin se imagina las voces como dos pájaros y un nido: el texto parodiado quiere
desplazar al primitivo. La palabra que se quiere parodiar se pone en evidencia. Las dos voces
compiten entre sí para que la una venza a la otra.

Monarquía – Quim Monzó (cuento que le profesor lee)

Es un texto paródico que tiene como hipertexto un cuento, y que desde el comienzo tiene como
hipotexto el cuento tradicional de la Cenicienta. Lo fundamental es que este cuento, además de
contar una historia nueva, va reproduciendo la historia anterior pero desde el desencanto. Todo el
cuento va vinculándose a partir de comentarios sobre el otro cuento base, pero desde la situación de
ya casados, y esa situación de reina es la vida de la Cenicienta después de la boda. Le ocurre
entonces lo que a muchas reinas: que el rey le es infiel y ella debe guardar silencio por el favor a la
monarquía. Hay una situación de intriga inicial porque realmente el lector no sabe, hasta que llega a
la situación ede casada con marido infiel, y aquí llegan entonces las hipótesis. Siembra entonces la
pesquisa que nos va a adelantar el final, y es el número que calzan las embarazadas.
Este cuento tiene un planteamiento original con un final sorprendente.

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Oda a Venecia ante el mar de los teatros es un poema de Jean Ferré, de los llamados novísimos,
que tiene un antetexto de Federico Garcia Lorca: Las copas falsas, el veneno y las calaveras de los
teatros, y una dedicatoria a Joaquín Marcó.
P. Gimferrer la parodia con la llamada Oda a Barna ante el bar de los templarios y el ante-texto
se convierte Las coplas falsas, el barreno y las carabelas de los pintores. Lleva los elementos
culturalistas a una estética cutre. Es una parodia del texto base desmontándolo en sus atributos
culturalistas.

EL QUIJOTE

La concepción romántica del Quijote de Anthony Clouse* viene a confirmar lo que Jauss decía
con su horizonte de expectativas (cada siglo lee de una manera y tiene una perspectiva diferente).
TS Elliot nos dice que la literatura del futuro modifica a la del pasado, y es una básica que ya
encontramos en Borges.
Este primer autor nos dice que ha sido la novela europea y americana desde Stendhal,
Dostoievski, Galdós, Dickens... los que han hecho al Quijote decir lo que dice, es decir, han sido los
hijos del Quijote los que han modificado al padre y los que lo han hecho. Junto a esos textos
creadores citados fueron los románticos alemanes los que llevan la figura del Quijote a un lugar que
no estaba. En la lectura del XVIII el Quijote era una parodia de risa y el protagonista era un héroe
cómico. Según Clouse los románticos hacen que el Quijote pasa a ser un héroe dramático y agónico,
que será convertido por Unamuno por una especie de Jesucristo. Ciertamente Clouse tiene razón en
una interpretación historico-crítica, pues puede verse esa especie de cambio en el horizonte, pero no
creemos que esto se deba solo a la lectura posterior, sino que esa lectura es posible hacerla porque
no eran arbitrarias ni la lectura cómica ni la trágica, sino que Don Quijote, que comienza siendo un
héroe festivo, conforme la obra se desarrolla adquiere otra dimensión que está en el principio
mismo de su diseño. Cuando entra en Sierra Morena la novela da un giro, pues la parodia sobre Don
Quijote pasa a ser de segundo grado, pues demuestra que era consciente de lo que estaba haciendo;
no te ríes de alguien que es un ignorante que del que está jugando a hacerse el ignorante para
conseguir sus fines. Esto quiere decir que los "tropezones" que se va dando, él sabe que se los está
dando, entonces la obra cobra otro sentido.
Ese juego de conciencia que el héroe tiene sobre el juego paródico, se convierte en segundo
grado porque no es objeto parodiado sino sujeto parodiado. Pasa a ser entonces un administrador de
sus propios límites. Es ahora el héroe parodiador y no solo parodiado.
En el diseño artístico de la obra hay un desengaño: Don Quijote se va dando golpes
constantemente con la realidad. Los primeros 20 capítulos repiten casi siempre el mismo esquema,
que es muy cansado y donde la gente se queda. El mecanismo, se da cuenta Cervantes de que era
repetitivo y no podía seguir por ahí, entonces imaginó unos artificios de los cuales luego se
arrepiente, y es convertir el Quijote en una especie de novela marco, donde empieza a haber
historietas intercaladas. Junta una novela italiana de amores típicamente entrecruzados con otros
protagonistas diferentes.
Había un diseño que se ve en el episodio del zagal, capítulo cuarto de la primera parte, pues
salva al zagal de los azotes y luego se lo vuelve a encontrar en otro capítulo, y el niño le reprocha lo
que había hecho, reforzando la tesis del desengaño que se va acentuando conforme va
transcurriendo la obra.
En una carta de Goethe a Schiller, en 1805, le dice que había leído el Amadís de Gaula y que le
había causado impresión. Lamenta, además, no haberla conocido antes “sino a través de la parodia
que de ella se había escrito”. Obviamente se está refiriendo al Quijote. Pues el Quijote es el que
permitió la difusión del Amadís. Se ve en Goethe esta doble dimensión de la parodia: el Quijote por

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un lado; por otro, permite difundir una serie de libros que a la altura en la que el Quijote está siendo
escrito, esos libros estaban casi muertos.
Hay una duplicidad que el propio Cervantes hace a partir de comentarios en el propio escrutinio
de los libros. Allí permite elogios tanto al Amadís como a Tirante el Blanco. También se permite
elogios hacia una versión que puede ser clave en la configuración del propio Quijote que es
Orlando furioso de Ariosto. No todos los libros de caballerías son expulsados de la valoración
positiva. Cervantes no tiene una opinión uniforme sobre todos y los coloca a todos en el mismo
saco. A partir de la lectura de los famosos capítulos teóricos (47, 48, 50), en los que está
concentrada la teoría literaria, vemos cómo habla Cervantes de la novela y es justo ahí cuando
sanciona la escritura desatada de esos libros, a los que califica de epopeya en prosa. Cervantes ahí
está teniendo una visión de que hay que modernizar a la novela y que para ello hay que desligarse
de los libros de caballerías en cuanto a elementos como la exageración, pero no en lo que se refería
a la escritura desatada.
El capítulo en el que Cervantes explora las posibilidades de cambio del esquema de risa (el héroe
dándose tropezones con la realidad), es cuando el Quijote está desarrollando más la parodia de
primer grado (capítulo 18); hay una degradación visible, un rebajamiento con respecto al nombre,
un juego con los nombres: el primero que el Quijote ve es el Alifanfaraón; luego le continúa el
señor de Trapoyana, el Pentapolín del Arremangado Brazo; Timonel de la Carcasona, donde
podemos apreciar una similitud con la palabra “carcajada”. Vemos la parodia en esa invención del
nombre de los personajes. Es una parodia de primer grado porque es la más sencilla de hacer,
porque genera risa fácil.
Cuando entra en Sierra Morena (capítulo 23) ya se va a dar el cambio. Es aquí donde se narra el
episodio de Marcela y Grisóstomo. Ahí hay una especie de correlación con un mundo que ya no es
caballeresco. Ellos no son caballeros andantes. Cervantes se da cuenta de que la parodia
exclusivamente lo caballeresco quedaba corta o repetitiva: se ha limitado la forma de armarse
caballero, el episodio de la venta... Ahora aparece un personaje loco, un personaje loco de amor
(Grisóstomo). Este personaje hace intervenir ya otro elemento y allí se encuentra Don Quijote con
él, de tal manera que un loco se encuentra con otro loco. Lo primero es que D. Quijote percibe al
otro como loco, habiendo así un elemento de razón. Esa duplicidad es fundamental en la estructura
del Quijote: unas veces Don Quijote hace de loco y otras ocupa un lugar más cuerdo. Es en el
capítulo 25 donde Don Quijote comenta que se está haciendo el loco.
En el capítulo 3 de la segunda parte aparece Sansón Carrasco, estudiante en Salamanca que
quiere acabar con la locura de Don Quijote. Llega a Salamanca y dice haber leído allí impreso el
libro El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha 1605. Cervantes hace que Don Quijote se
encuentre con alguien que ya conoce su historia. Sansón Carrasco se pone a hacer una mofa o una
parodia de cómo uno debe tratar a un caballero andante, se arrodilla, lo halaga... A Don Quijote le
interesa mucho que haya ya un libro acerca de su historia y lo comenta con Sansón. Después
Sancho le pregunta si él también está incluido en el libro, entusiasmándose, y además le pregunta si
aparecen Rocinante y Rufio (episodio paródico). Eso le molesta a Don Quijote y afirma que “no hay
libro en el mundo que no tenga sus altibajos”.
La historia sigue un poco más adelante a propósito precisamente de Dulcinea. En esa
conversación en Sierra Morena, antes de enviarle la carta, Don Quijote le da las señas a Sancho de
la dónde debe ir para poder encontrarla y entregarle la carta. Sancho cuando oye a quién se refiere
Don Quijote se sorprende y dice que “tira una barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo
[…] y de pelo en pecho...”. Esto es un segundo grado de la parodia, pues Don Quijote le dice a
Sancho que pinta en su imaginación a Dulcinea como él quiere y él desea.
Don Quijote es un imitador literario a conciencia: él está haciendo la parodia que quiere hacer, el
sujeto parodiador. Parodia a los enamorados y él hace con Dulcinea lo mismo que hacen los poetas

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 8: La parodia

con sus amadas. Esa conciencia se va desarrollando a lo largo de toda la obra, pero llega a su punto
álgido en el Quijote de 1615, y muy en concreto, en el episodio en el que Don Quijote baja a la
cueva de Montesinos. La bajada del héroe a la ultratumba (o al infierno como en Dante, o al Hades
en Homero) donde penan o disfrutan los héroes de la tradición es un topos clásico que Cervantes no
evita. Es un capítulo que mueve un comentario del copista: Cide Hamete, al ir a contar esta historia,
siente reparo porque puede exceder los límites de la verosimilitud.
Don Quijote va con el primo y Sancho, que se quedan fuera de la cueva. Don Quijote entra en la
hora de la siesta. Cuando cuenta lo que ha visto, hay dudas entre su fue un sueño o no lo que vio
dentro de la cueva de Montesinos, pensando Sancho que dentro se había echado una siesta. Dentro
se encuentra con Merlín, con el héroe Montesinos y también con Dulcinea, pero con una Dulcinea
encantada. Todo el episodio de lo que Don Quijote ve en la cueva de Montesinos no lo narra un
narrador externo, sino que lo cuenta el propio Don Quijote. Don Quijote narrador ha construido un
episodio en el cual está parodiando la ultratumba y está bromeando con que en el más allá le piden
dinero. Sabemos que este episodio es inventado en el momento en el cual, en el episodio 41 de la
segunda parte, se hace el juego de que Don Quijote está volando por los aires. Don Quijote no cree
lo que le está contando Sancho y crea un pacto: que crea lo que le contó en la cueva de Montesinos.
Está jugando al juego de la literatura: la realidad modificada, invertida, creada...
Carlos Castilla hace un análisis del último capítulo del Quijote. Comenta éste que la fuerza
literaria puede incluso más de lo que acaba de decir el propio libro, pues aunque se presenta Don
Quijote como Alonso Quijano, se le vuelve a nombrar inmediatamente como Quijote.

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Teoría y estructura de los géneros literarios TEMA 9: La ironía

TEMA 9. La ironía
Descripción global del fenómeno. La ironía como figuración

Es posible hablar de la ironía no como un je en sais quoi, sino como de un conjunto de rasgos
susceptibles de ser aislados y definidos.
Puede concebirse el fenómeno de una determinada manera, y ésa es la de entender la ironía como
una figuración. La integración dinámica de cuantos rasgos contiene la ironía no permite definirla
como un simple tropo, pues sabemos que es capaz de alterar la significación de obras enteras, ni,
por el otro extremo, solo como una cierta concepción escéptica de la realidad, porque su
representación literaria toma cuerpo en contextos positivamente analizables y mucho menos vagos
que una caracterización de ese tipo.
La ironía es, pues, según Claudio Guillén: “unas modalidades literarias, tan antiguas y
perdurables muchas veces como los géneros, cuyo carácter es adjetivo, parcial y no a propósito para
abarcar la estructura total de una obra. Son aspectos de ésta, cualidades, vertientes principales, vetas
que la recorren transversalmente. Su función suele ser temática, aunque también puede ser relevante
su intención intertextual. […] Son modalidades, por ejemplo, la ironía (cualidad casi intangible de
una manera de contar, del tono de un prosista, de un sistema o periodo como el Romanticismo), la
sátira, lo grotesco, la alegoría, o la parodia -que se practican con motivo de distintos géneros-.”
El estatuto “transversal” de la ironía no es obstáculo alguno para que dicha modalidad no pueda
gobernar estructuralmente la totalidad de una obra, pues esa misma cualidad es la que le permite
instalarse por igual en el discurso como en el plan de presentación del material que adopte la obra,
sea cual sea el género al que pertenezca.
Aún así es preciso sustituir el nombre modalidad por el de figuración. En tanto que derivado de
figura, el término es fiel al origen de la ironía como forma del discurso que modifica la expresión
del pensamiento -lo que la distingue apropiadamente de modalidades como la sátira o lo grotesco-,
al tiempo que el carácter de la palabra, más abstracto y menos modular que el de figura, indica la
mayor flexibilidad del fenómeno, su licencia para rebasar los estrechos lindes del tropo. Por
añadidura, figuración tiene las connotaciones de simulación y fingimiento que la ironía
efectivamente posee, y designa a la vez la acción y el efecto de producir unos enunciados con ese
valor.
Como se sabe, Morris planteó la semiótica como un paradigma teórico construido sobre tres
niveles: en el primero de ellos, la atención se dirige a las relaciones que mantienen los signos entre
sí, y es la sintaxis la encargada de ponerlas de manifiesto; en segundo lugar, la semántica denota las
relaciones del signo con su referente; por último, en el tercer estrato, la pragmática expresa las
relaciones que los signos establecen con sus usuarios. La transposición al análisis de la ironía de
estos tres tipos de relaciones (signo/signo, signo/denotado, signo/intérprete) no puede revelarse más
fructífera, como vamos a detallar.
Inscrita en un eje sintáctico, la ironía presenta al estudioso interesantes conexiones con otras
instancias de su misma índole formal. En concreto, enjuiciaremos las correspondencias que entabla
la figuración con el conjunto de las metáboles retóricas, en una verificación definitiva de las
diferencias que la separan de ella. Por otra parte, es también el lugar y la ocasión de analizar el
estatuto especial de que se reviste la ironía en su comercio con los distintos géneros literarios, en
cuyos dominios respectivos activa unos dispositivos u otros según las posibilidades que cada medio
expresivo le brinda.
En su vertiente semántica, la ironía lleva a hablar de sus contenidos, del ethos que dibujan, así
como de sus temas más recurrentes. La concepción del mundo que desde siempre ha anidado en la
ironía, afín como ella a la paradoja y a lo relativo, no puede ser examinada más que a este nivel,

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aunque sin perder de vista que a veces la ironía se ha vaciado de su sentido más filosófico para
convertirse en un instrumento de vindicación, sirviendo a los intereses de la sátira.
Finalmente, atender a la complejidad de lo irónico es analizar también su componente
pragmático. Cabe estudiar con esas miras cómo el emisor del texto irónico codifica su “doble”
información, y distribuye en el discurso una serie de marcadores que facultarán al receptor, en el
otro extremo de este circuito comunicativo, para poder naturalizar cuantos significados, aparentes y
reales, le son suministrados.

NIVEL SINTÁCTICO

Figuración irónica y figuras del lenguaje: la ironía como modo de discurso

Debido a su rango originariamente figural, la ironía mantiene unas estrechas relaciones con el
cuadro general de las anomalías o desvíos del código comunicativo, y por tanto con el conjunto de
las figuras retóricas que en él pueden ser inscritas. La ironía se puede decir que es una figuración
proyectable a todas las figuras del lenguaje, esto es, capaz de dirigir cualquier operación retórica de
desvío respecto de la norma, así como de superponerse y dar sentido al funcionamiento de cualquier
metábole, sea cual sea su nivel de significación dentro de la jerarquía del sistema lingüístico. Se ha
destacado la facilidad con que la ironía se acompaña en sus apariciones de otras figuras retóricas.
Lausberg, como emblema de le óptica tradicional sobre el fenómeno, relaciona tanto a la ironía-
tropo con otros tropos, como a la ironía-figura, propia de un discurso continuo, con una “parsimonia
de los medios expresivos”. La habitual coexistencia de la ironía con una serie muy determinada de
recursos ha llevado a explicar esa preferencia en términos de parentesco, y se habla de dichas
figuras como pertenecientes “a la familia de la ironía”. Esa supuesta familia puede no tener más
límites que los que la misma nómina de figuras retóricas impone, y que la ironía es, trasladada a
cualquiera de los niveles de la lengua, un huésped tan acomodaticio como poco exigente.
La ironía coincide también con toda figura retórica en que disminuye siempre la previsibilidad
del mensaje, pues su efecto es el de aguzar la atención del receptor. La ironía admite que el discurso
aluda de vez en cuando en forma directa a la realidad que todo el contexto irónico desmiente, como
para proveer al lector de un esporádico dato fiable que le permita afianzar sus interpretaciones.
No se puede circunscribir el área de actuación de la ironía a un solo modo operativo, porque,
llegado el caso, es perfectamente dable que los enunciados irónicos invadan los cuatro existentes
(supresión, adjunción, supresión-adjunción y permutación).
En principio, cualquier desvío del lenguaje, sea cual sea su mecanismo y función, es susceptible
de cobrar un valor irónico adicional. Esto no sería factible, como es natural, si la ironía no fuese
otra cosa que una sustitución de valores opuestos. Basta con tomar en consideración dos factores
primordiales en un concepto lato de ironía como son la capacidad de parodia y la violación
consciente del propio código, para advertir esa vasta abertura de compás de lo irónico: cualquier
figura de la lengua puede servir a los fines de un ironista que pretenda parodiar una determinada
dicción, un estilo, una manera de razonar.
En el ámbito de la significación, el papel de la figuración irónica se revela todavía más pujante.
Solo con retener su carácter de contradicción entre valores argumentativos de diferente signo puede
efectivamente superponerse tanto a metasememas como a metalogismos.
Díaz Migoyo es quien mejor ha entendido la naturaleza real de las relaciones que la ironía puede
mantener con cualquier género de lenguaje figurado. Ante la evidencia de que las expresiones
figuradas son usadas frecuentemente con valor irónico, Díaz Migoyo se interroga sobre el principio
que debe regular el concurso de operaciones semánticas dispares. Por ejemplo, la verosimilitud y
contradicción de la ironía con la inverosimilitud de la metáfora. El autor escoge una metáfora muy

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socorrida, como “las perlas de su boca”, para demostrar que puede cobrar de inmediato
significación irónica así que sea dirigida a una persona desdentada. La pátina irónica de
verosimilitud puede barnizar cualquier figura semántica a pesar de sus contenidos específicos, pues
siempre es posible crear unas condiciones de aplicación tales que aseguren la felicidad pragmática
de esa ironía.

Ironía y géneros literarios. Implicaciones específicas.

Otra de las relaciones que la figuración irónica entabla en un plano sintagmático es la que la liga
coyunturalmente a ese conjunto de convenciones textuales y de organización del material poético al
que solemos poner el polémico marchamo de géneros literarios. En su trato con cada una de esas
pautas de representación literaria, la ironía puede adquirir fisonomías muy distintas. La óptica más
usual en la disciplina ha sido la de obviar casi siempre que cada género imprime un sello
inconfundible a la práctica de la ironía, en la convicción casi general de que la categoría se agota en
un paradigma de recursos verbales común a cualquier manifestación literaria.
La ironía de un poema puede comunicar un idéntico estado de ánimo o la misma visión de la
realidad que la ironía de una novela o de una pieza teatral, pero a buen seguro lo hará valiéndose de
unos procedimientos bien dispares a los de aquellas otras. La ironía incide en la poesía lírica
básicamente en la construcción de la identidad poética, al tiempo que se propone como un antídoto
de todo juicio moral tajante. La narrativa, por su parte, ofrece a la figuración irónica la posibilidad
de gobernar todos sus niveles de significación, extremando los contrastes entre la visión de los
personajes, la de los lectores y la del narrador. El teatro es per se una fuente natural de ironías: el
espectáculo de unos seres que son observados directamente en su existencia inmediata y que, por
convención, no son conscientes de ello genera por sí mismo una ironía latente que el autor puede
potenciar a voluntad, con la facultad adicional de poder incluir en el tejido dramático toda suerte de
ironías situacionales y de acontecimientos.

Ironía y poesía

El modo irónico no resulta apto para un tipo de creaciones que, como la poesía lírica, aspiren a
comunicar pureza, sublimidad, intensidad de sentimientos. Según esta postura, la ironía tendría
efectos recusables en aquellas obras que persiguen la perfección formal y una expresión absoluta.
La conciencia de que toda interpretación de la realidad es incompleta -sentido último de la
ironía, que el Romanticismo se encargó de elevar al primer plano- ha hecho que la poesía de los dos
últimos siglos haya escogido unos derroteros bien distintos a los que guiaban esta actividad en
épocas más lejanas, cuando aún el mundo tenía, para el pensador, el científico y el poeta, un sentido
firme. Quien mejor ha sentado las bases para un estudio del importe irónico en la poesía moderna es
sin dudad Robert Langbaum, en The Poetry of Experience, y que tuvo como motivación primera
hacer un análisis del llamado monólogo dramático en la tradición literaria inaugurada por el
Romanticismo.
La opinión de Laugbaum es que, a pesar de sus diferencias específicas, los movimientos
literarios de los siglos XIX y XX están conectados por la misma visión nihilista del mundo y por un
idéntico desamparo ante una realidad que ya no ofrece certezas. El empirismo extremo de los
iluministas tuvo como consecuencia que quedaran desligados los hechos de la realidad de sus
significaciones, y, ante el marasmo, los románticos decidieron buscar la certidumbre perdida
desplazando el criterio de verdad al dominio de su experiencia vital, cuyos datos pasaron a cobrar
así un auténtico valor epistemológico. Este giro y una imprescindible cautela en la escritura, que ya
no podía consentir que el poeta totalizase axiomáticamente la realidad, iban a configurar un modo

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poético enteramente nuevo. Para el poeta que nace con el Romanticismo, que sabe que el sentido
dado de las cosas es una creación personal, la distinción entre lo subjetivo y lo objetivo se anula, y
el poeta necesita enmascarar el origen subjetivo de su idea, servirse del arte para objetivarla.
La ironía hace en la poesía moderna las veces de un regulador de los excesos tanto ideológicos
como sentimentales en que puede incurrir el poeta. Pero la ironía no solo ayuda al poeta a ponerse
en guardia ante los desmanes de la subjetividad.
En el poema moderno la idea emana de la emoción y ambos elementos provienen, a su vez, del
objeto percibido, pero todo ello es, al nivel de las palabras del texto, indivisible. Las
yuxtaposiciones de la poesía sentimental son sustituidas a partir del Romanticismo por una fusión
de todos los componentes del poema.
Así se comprende que la ironía desempeñe a todos los efectos un papel de aval de la eficacia
expresiva del poema: sin ella no podría el sujeto poético imbrincar en una identidad la anécdota y el
juicio extrapolable, integración que, de nuevo gracias a la ironía, da a entender que no pretende
alcanzar valores de dominio absoluto, universal. Para el poeta Jaime Gil la principal aspiración de la
poesía es la unificación de la sensibilidad, que, si bien durante la infancia constituye un campo
continuo, es parcelada más tarde a causa del desarrollo natural de la conciencia unido al efecto de la
educación. Pero la afinidad entre la sensibilidad del poeta y la del niño difiere en un punto esencial:
en poesía la sensibilidad continua actúa a través de una moderna sensibilidad de adulto. Mientras
que la visión infantil se resuelve en lo que al niño le parece un sistema de significaciones objetivas,
válidas más allá de su experiencia, la visión poética se agota en sí misma y sólo alcanza validez
objetiva en el marco del poema que la expresa, del cual es imposible de abstraer.
Con la ayuda de las estrategias irónicas, la poesía que se reconoce heredera del Romanticismo
resuelve por tanto la fractura entre el mundo lírico personal y las instancias sociales, pero lejos de
hacerlo de modo simplista, se esfuerza en dejar constancia de tal factura y de la dificultad de
conciliar ambas postulaciones.
No es preciso que el mundo de la consideración del poeta sea un mundo público o de
experiencias y sentimientos comunes y compartidos; más bien, a lo que parece, será todo lo
contrario: será el mundo de las experiencias de cada uno dentro de la realidad de todos. La justeza
del tono consistirá en la adaptación de la voz del poeta a la realidad de su experiencia, en la
realización de su voz como voz efectiva en el mundo, como voz de la experiencia del mundo.
La imposibilidad de una reconstrucción literaria de la experiencia en términos absolutos obliga a
conjugar constantemente una duplicidad de tonos de la que la ironía es el fiel: el tono emotivo, que
canaliza las efusiones sentimentales de la voz poética, y el crítico, que objetiva con su
distanciamiento las afirmaciones teñidas de excesivo lirismo.
En la última instancia, pues, la ironía es la herramienta de que el poeta dispone para dotas a sus
versos de un acento interpersonal que los ampare del histrionismo, la falsa impostación y el
engolamiento retórico.

Ironía y narración

La narrativa es el dominio irónico por excelencia, aquel en el que la figuración puede revestirse
de más ambiguas y sofisticadas formas. La ironía depende sobre todo de la referencialidad del texto
que la contiene, una referencialidad que la narrativa cultiva más que ningún otro género, y que, al
remitirnos a un mundo conocido, nos faculta para detectar las incongruencias de que se acompaña la
intromisión irónica. El equilibrio entre bromas y veras, entre sinceridad y fingimiento, permite al
escritor de ficciones extender el alcance de sus ironías a todo el discurso: la impersonalidad del
narrador constituirá una forma de irónica dissimulatio, mientras que adoptar la perspectiva de uno
de los personajes de la historia equivale a asumir la simulatio clásica.

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Según D. C. Muecke, esta riqueza de posibilidades se debe a la capacidad sin par que tiene la
narración de presentar, yuxtapuestos, mundos muy diferentes y a veces en conflicto: la realidad
interior de los personajes, que conocemos por la “transparencia” de sus mentes suele chocar
frontalmente con el devenir de los sucesos exteriores, y nuestra percepción privilegiada de una y
otra instancias es una fuente innegable de ironías.
Como ha hecho notar María de Lourdes Ferraz, existe una ironía potencial y previa a cualquier
posible distorsión de la trama en toda narración ulterior, por cuanto son contados en pretérito unos
acontecimientos que ya han tenido lugar y el narrador finge desconocer su desarrollo, en virtud de
una ilusoria simultaneidad del tiempo de la historia con el del momento mismo de la narración.
Pero, de hecho, el ironista puede hacer efectivos otros muchos recursos que atañen igualmente al
tiempo del relato, como por ejemplo alterar deliberadamente el orden de los hechos de la historia.
Por lo que respecta a las cuestiones de duración y frecuencia, la ironía opera sobre ellas del mismo
modo que con la hipérbole y la lítote, es decir, por exceso o por defecto.
Está en la mano del escritor el transgredir a conciencia los diversos niveles narrativos de su
relato, sorprendiendo al lector y poniendo en quiebra su ilusión estética, al uso de los efectos más
comúnmente asociados a la ironía romántica.
Sin embargo, el provecho que la ironía puede obtener de esa clase de resortes es accesorio y de
un valor que solo puede resultar estimable por acumulación en una obra concreta. Si de verdad cabe
hablar de un tipo de ironías genuinamente entroncadas en la esencia de lo narrativo, hay que
referirse por fuerza a los aspectos más claramente modales del relato. Puesto que la ironía es
también una forma de ver y referir las cosas, la regulación de la información narrativa, centrada en
la posibilidad de contar “más o menos” los acontecimientos de la historia y de hacerlo desde
ángulos diferentes, será el dominio en que la figuración podrá tener una actuación más sustantiva.
Como es sabido, el modo comprende para Genette todas las formas y grados de la representación
narrativa mimética, que son analizados en el marco de dos modalidades principales, la distancia y la
perspectiva. La ironía ha desarrollado en ambas unas técnicas expresivas particulares, ligadas, en un
caso, a un tipo específico de discurso -el estilo indirecto libre- y, en el otro, a una acentuación
consistente de la parcialidad de la información narrativa, conseguida mediante la creación por parte
del autor de narradores no fidedignos.
El estilo indirecto libre, debido a su singularidad mimética y gramatical, a caballo del discurso
directo y del indirecto, ha sido uno de los de mayor rendimiento narrativo como coadyuvante de la
ironía.
Para el narrador, acceder “desde dentro” a la conciencia del personaje sin por ello tener que
hacerse solidario de sus sentimientos representa un privilegio muy propio de la adhesión incompleta
que define a la figuración irónica.
Según Warning, la ironía de Flaubert no es e absoluto una estrategia retórica de persuasión, sino
una maniobra mucho más trascendente, que se instala en el distanciamiento y en el dialogismo. Un
dialogismo que no sustituye una instancia falsa por otra verdadera, sino que se limita a establecer
una polaridad indecible; aquí el asunto ironizado es el discurso tejido de clichés románticos que
emplea Emma, pero que el narrador, a su vez, asume, y esa asunción marca tanto la diferencia entre
el mundo del narrador y el personaje como su proximidad.
Escoja un medio u otro, la ironía es siempre, como quería Friedrich Schlegel, una forma
especialmente brillante de la paradoja, que no se niega ni el demérito ni la piedad respecto de sus
víctimas.
Respecto a la perspectiva, se trata de un factor determinante de la posible aparición de ironías en
el relato, puesto que su dominio abarca el enfoque de la historia según esta sea narrada desde un
ángulo de visión u otro, y, al mismo tiempo, la amplia serie de implicaciones que conlleva la
elección de un determinado personaje como focalizador. Se comprobará ahora que la ironía

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convirtiendo al narrador en un observador aséptico sin acceso alguno a las conciencias de los
personajes es un recurso casi obligado, en la medida en que el narrador reconoce, explícita o
tácitamente, que los personajes son juguetes de un destino del que nadie más que él tiene las
riendas; desde la omnisciencia resulta fácil sonreírse de los afanes a veces mezquinos de unos
personajes que no son conscientes del insignificante lugar que ocupan y que ni siquiera sospechan
lo lejos que están sus ilusiones de volverse realidad. El prisma desde el que las cosas son vistas en
el relato puede a veces reservar al lector una percepción del mundo tan chocante que la lectura
irónica y distanciada sea la única recomendable.
Es importante distinguir al narrador del focalizador incluso en casos tan sutiles como el de las
narraciones retrospectivas en primera persona: en ellas, foco y narrador, pese a ser ambos un único
individuo, representan en realidad dos tos independientes -el que experimentó los hechos y el que
los cuenta-, y la mayor o menor distancia entre uno y otro puede constituir, en efecto, un
disparadero de ironías.
Wayne Booth habla de que en la lectura hay siempre un diálogo implícito entre el autor, el
narrador, el resto de los personajes y el lector, de tal manera que cada uno de los cuatro se mueve,
en relación a los demás, entre la identificación y la oposición total, en referencia a sistemas de
valores y juicios de toda índole. La validez de esa consideración resulta mucho más obvia hoy que
sabemos apreciar exactamente la estructura comunicativa que despliegan los relatos; las figuras del
autor y el lector implícitos resulta inestimables para determinar con precisión el espacio en que se
origina la ironía. Habla Chatman de la ironía como de una comunicación secreta entre un hablante y
un oyente, en contradicción con las palabras empleadas y a expensas de un tercero. Si tal
comunicación se establece entre el narrador y el narratario a expensas de un personaje, diremos que
el narrador es irónico. En cambio, si la comunicación hace cómplices al autor y al lector implícitos
a costa del narrador, cabe decir que el irónico es el autor implícito, y que el narrador pertenece al
género de los no fiables.
Las ironías que pueden deslizarse entre todas las figuras virtuales de la narración hacen que el
lector real deba orientarse dejando de creer a ciegas en lo que el texto dice y pasando a considerar
que cuanto ocurre en la historia es el producto de una percepción de las cosas tan contradecible
como cualquier otra.

Ironía y teatro

El teatro tiene en el fenómeno de la ironía no solo uno de sus resortes más vistosos, sino un
ingrediente cuya presencia condiciona las mismas raíces del género. El potencial irónico de las
obras teatrales fue ya defendido en 1935 por G. G. Sedgewick, que postulaba incluso la existencia
de una “ironía dramática general” previa a cualquier otro recurso irónico que pueda darse sobre un
escenario. El teatro, para Sedgewick, es en sí mismo una especie de convención irónica, pues
permite que el espectador, cómodamente sentado, por así decir, en el mundo real, tenga la
oportunidad de contemplar un mundo ilusorio cuyos existentes no se saben espiados. La vieja
concepción de la escena como una habitación a la que le falta la cuarta pared hace posible que el
privilegiado espía acabe por saber mucho más que quienes viven en ese lugar, lo que da pie a un
curioso placer estético, que Sedgewick adscribe abiertamente a la ironía.
La consideración tiene un valor notable, si se atiende sobre todo a los supuestos que
implícitamente recoge: en primer lugar, la observación acerca de la especial dinámica que la ironía
pone en juego entre la simpatía y el distanciamiento; asimismo, el apunte en relación a que lo
irónico puede no tener siempre un desenlace en que el espectador se sienta simplemente superior a
las víctimas y ello le mueva a risa: como se verá, precisamente son las ironías del teatro aquellas
que con mayor facilidad pueden resolverse dando un carácter trágico al curso de los

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acontecimientos. Por último, cabe notar el papel primordial que en la interpretación de toda ironía
compete al observador. El espectador debe ser un ironista en la medida en que ha de ser capaz de
desarrollar al máximo su sentido de captación de las complejas relaciones que pueden entablarse
entre las ideas, los objetos y los individuos.
En este sentido, la ironía que una pieza dramática puede poner en movimiento difiere bastante de
las propias de la narrativa. La inmediatez temporal del teatro, en que todo parece suceder con
simultaneidad a su representación misma, se opone claramente al carácter diegético de una novela.
Ello hace que en el teatro el desarrollo de las ironías adquiera un curso más apremiante. Este
carácter de perentoriedad es todavía subrayado por el hecho de que la representación dramática es
algo vivo, en que intervienen seres de carne y hueso a los que uno no puede detener del mismo
modo en que cierra un libro, circunstancia que da aún mayor verosimilitud a la simulación de un
destino que nada puede torcer. Así, es importante destacar que el “suspense” que genera una ironía
dramática es, por lo general, muy diferente a la común intriga en que el espectador se pregunta
“¿qué pasará?”. Con todo, hay que decir también que la ironía del teatro está generalmente privada
de la complejidad a la que estas últimas pueden llegar en su elaboración.
Los asistentes a una función dramática son perfectamente conscientes de la barrera que separa lo
real de lo ficticio, de manera que cualquier referencia en escena a uno u otro de los múltiples
aspectos contextuales de la representación adquiere un inmediato valor irónico, en tanto que supone
una deliberada “ruptura del marco”.
Sea como fuere, lo cierto es que tanto la ironía que aturde al espectador fundiendo realidad y
ficción en un único plano, como aquella otra que juega con él dejándole ser testigo de excepción de
unos avatares que sus mismos protagonistas desconocen, son más moldeables en el teatro que en
ningún otro género.

CONCLUSIÓN

El por qué de la ironía

A tenor de las múltiples vías de análisis que, en todas direcciones, recorren la superficie de lo
irónico, no creo desatinado reivindicar para el fenómeno un carácter nuclear en las reflexiones
teóricas suscitadas por la modernidad literaria, así como admitir que se halla justificado el auge que
en lo cotidiano tienen -aunque su empleo suela ser puramente intuitivo- la idea de ironía y, sobre
todo, su denominación.
La analogía por la que los hechos del mundo y la estrella de los hombres son parangonables al
juego de añagazas que dispone el ironista -una analogía que subrepticiamente empezó a funcionar a
finales del S. XVIII- constituyó un paso decisivo en el camino de la promoción definitiva de lo
irónico. Consumado el salto de la literatura de la vida, nada podía ya estorbar el que las ironías que
se bautizaron como “general”, “cósmica” y “del destino”, ganasen la plaza en la interpretación de lo
vital. Balzac, no mucho más tarde, entendía la ironía como “piedra de toque del carácter de la
Providencia”, y del mismo modo, ya en nuestro siglo, el poeta Carner iba a aconsejar a sus lectores
no perder la calma por las contrariedades y obstáculos que depara la vida, pues ellos no son sino un
efecto de la “ironía de Déu”. El avance del fenómeno, tan afín a su naturaleza de negación
recurrente, es hoy notable tanto en la creación, como en la teoría y la crítica literarias, y, cuando
menos nominalmente, también en la calle.
El arte cuenta, sin duda, con técnicas innumerables para que los creadores puedan encauzar y
transmitir su personal imagen del mundo, pero seguramente ninguna tan especial como la figuración
irónica, que permite a la vez negar lo que se afirma y decir algo no diciéndolo.
De algún modo, implicar la ironía en un discurso conscientemente literario no es sino hacer

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visible y dar rango de tema a la irónica situación que, latente, supone toda lectura.
Así pues, quien lee literatura debe empezar por ser consciente de la irrealidad del mundo al que
aquélla va a llevarle, pero al mismo tiempo, por un tácito pacto con el texto sin el cual no habría
comunicación posible, debe también disimular que se da perfecta cuenta de la estrategia de ficción
en que la obra se sustenta. Tal fingimiento no pasa muchas veces de ser una condición pasiva cuyo
solo fin es asegurar la comprensión y recreación del texto. Sin embargo, la cosa cambia cuando la
obra misma se encarga, a través de la ironía, de poner de manifiesto que ese mundo fiable del texto
puede también, como la vida, albergar contradicciones e incoherencias.
La comunidad que la ironía permite fundar entre quienes aceptan sus sobreentendidos y saben
que no es preciso deletrearse el conocimiento implícito que poseen, puede llegar a ser mucho más
fuerte que la establecida por el trato cotidiano con el prójimo. Como ha señalado Wayne Booth, la
ironía consigue que dos perfectos extraños -como lo son casi siempre el ironista y su lector- realicen
juntos una complicada danza intelectual y se sepan, en cierta manera, afines.
Hablar de ironía conlleva también negociar con valiosos capitales estéticos, y no solo porque su
incidencia literaria puede determinar en grado considerable la belleza formal de las obras en
cuestión, sino, sobre todo, porque sus figuraciones poseen una cualidad fundamental, cuyo efecto
sobre la aisthesis del texto es decisivo.
No es otro el proceder de la ironía, que problematiza las ideas que le sirven de pretexto, al
tiempo que vuelve tortuosas las vías por las que el lector debe acceder al sentido de la obra. Su
recurso es, por tanto, desautomatizar los clichés, obligando al lector a cuestionarse, como si fuera la
primera vez que los examinase, sus juicios y asunciones, y reclamando así una atención renovada
para las ideas con que el texto se ha puesto a jugar. La densidad semántica y el carácter incierto es
la garantía misma de que el lector, por así decir, deberá poner sus cinco sentidos en naturalizar lo
escrito. Desde luego, no para alcanzar una mera “traducción” de aquello que proponen tal o cual
enunciado irónico, sino para hacerse completo cargo del valor cobrado en el conjunto de la obra por
el empleo consciente de tales ironías.
Pozuelo dice que el poético debe entenderse como un sistema “no únicamente sustitutorio del
sistema usual de comunicación lingüística, sino como un sistema superpuesto a él necesariamente”,
de manera que “al lado de la consciencia inmediata de la identidad entre el signo y el objeto se sitúa
la consciencia inmediata de la ausencia de esta identidad”. Esta percepción simultánea que el signo
poético brinda de dos sistemas antinómicos paro coexistentes, y que es el principal efecto de la
desautomatización, es también a mi entender el mecanismo último que regula y da razón a la
figuración irónica. Pues cuanto se dice en ella a la vez significa y no significa lo que se dice, de
suerte que el lector percibe también, en un solo acto intelectivo, la ruptura del automatismo y la
maniobra impelente de un texto que busca connivencias, más allá de la palabra escrita, para
consumar su ambicioso efecto estético.
El uso de la ironía favorece el valor estético del texto, en especial porque consuma la paradoja
bartheana de que “una obra es eterna, no porque impone un sentido único a hombres diferentes;
sino porque sugiere sentidos diferentes a un hombre único”. En su honesta imitación de una realidad
que es poliédrica, la ironía crea complejas ficciones que implican al receptor y le invitan a perderse
por sus laberintos. El placer del texto, último destino de la figuración irónica es, en esa clase de
creaciones, la percepción de un sentido que huye, camino de un lejano, y siempre cambiante, punto
de fuga.

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