Pozuelo Yvancos - El Ensayo

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Recogido en Jose María Pozuelo Yvancos: Desafios de la teoría.


Literatura y Géneros. Venezuela, El otro & el mismo, 2007
pp.235-252

El género literario “Ensayo”.


José M. Pozuelo Yvancos
Universidad de Murcia

Con las categorías asociadas a un nombre de larga tradición ocurre


que propenden a ser consideradas hechos y no categorías propiamente
metadiscursivas o metaliterarias. Y con ellas descubrimos pronto que si les
aplicamos una interrogación ingenua, de esas fundamentales que parecen
nacer de la inocencia, la perplejidad alcanza un cierto rendimiento
operativo. ¿Es el ensayo un género literario No sabría responder
afirmativamente (tampoco me atrevería a negarlo) me cuesta hacer ambas
cosas, y esa dificultad provendría tanto de la parte del sustantivo, su
carácter de género, como de su adjetivo literario.
Y sin embargo la categorización del ensayo funciona socialmente
sin duda como marbete caracterizador de una clase de textos. Tuve ocasión
de actuar como miembro del Jurado de la última edición (2003) de los
Premios Nacionales de Literatura, y precisamente en el correspondiente a
“Ensayo”. La categoría funcionaba sin mayores problemas para la
Secretaría de Estado de Cultura, organismo convocante. Había un Jurado
para Novela, y otros para Poesía y Teatro y parecía natural, y es ya
tradición, que hubiera otro para “Ensayo”. El problema vino cuando entre
los libros seleccionados que pasaron a las votaciones figuraban por igual,
dentro del mismo estatuto, el libro de Maria Luisa López Vidriero sobre el
Speculum Principum, excelente monografía acerca de las bibliotecas y
libros de educación de los Príncipes en el Setecientos, otro que estudiaba la
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figura de Mon y Pidal y el nacimiento de la Hacienda Pública, junto al de


Rafael Sánchez Ferlosio dedicado a Hija de la guerra y madre de la
patria, o el que fue ganador, de Daniel Innerarity titulado La
transformación de la política. Lo que teníamos frente a nosotros, en estos
cuatro ejemplos, carecía realmente de unidad como clase de textos, pues
conviven en esta pequeña muestra varios de los que Pedro Aullón de Haro
(1992:105-113), distinguiéndolos del “Ensayo” propiamente dicho, ha
calificado de familia de “Géneros Ensayísticos”: Monografías académicas,
Tratados y ensayos argumentativos se mezclaban allí con los pocos que
contenían una construcción personal, más o menos propiamente “literaria”.
Precisamente algunos miembros del Jurado quisimos utilizar como criterio
valorativo que el Ensayo, si se trataba de un Premio Nacional de Literatura,
tendría que discernir un estatuto particular dentro de la prosa, que dejase
fuera la que está disciplinariamente reglado dentro de los usos y formas del
libro científico o académico y nos atuviéramos a las propuestas
susceptibles de un “estilo”, de una configuración en que la intervención del
autor fuese decisiva para su forma definitiva.
Si he bajado a tal anécdota es porque creo interesante, para una
caracterización posible del género literario “Ensayo”, desbrozar desde el
principio su separación de la clase de libros que comúnmente se
autodenominan “Ensayos” sin ser propiamente los que necesitan una
aclaración respecto a su estatuto, es decir, debemos dejar fuera los que
podríamos agrupar como Monografías o Tratados, de índole científica y /o
académica, cuyas constricciones de contenido y formales están
suficientemente acotadas en al tradición de cada disciplina científica y /o
humanística y en el conjunto de todas ellas.
El tipo de libros que denominaremos Ensayo como género literario,
si hemos de admitir su existencia provisional, tendría que ver en su
filiación y en su forma, o bien con los que dieron acta de nacimiento al
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género en el Renacimiento, es decir los de Michel de Montaigne y Francis


Bacon así titulados, o bien con aquellos que estaban en el horizonte de
reflexión de Lukács, Max Bense o Theodor Adorno en sus fundamentales
intervenciones sobre nuestro asunto. Podríamos entonces decir que hay un
saber o una competencia mucho más que intuitiva que nos ayuda a
considerar ensayos dentro de nuestro discurso sobre ellos, los escritos por
F. Nietzsche, Walter Benjamin, Simone Weil, J. Ortega y Gasset o algunos
de los de Unamuno y Octavio Paz, en una tradición que inmediatamente
asociamos a una clase de textos que quizá nunca debió haber abandonado
el estatuto de su consideración como textos literarios.
Y la paradoja es que ha sido precisamente el adjetivo “literario” el
que mayores problemas proporciona a una nítida consideración de la clase
de textos de los que hablamos. No porque crea yo que los ensayos de los
citados no deban reintegrarse a la familia “literaria”. Todo lo contrario.
Pero cada categorización tiene su propia historia y es el caso que
posiblemente sea esa historia la que explique las dificultades que arrostra
este género desde sus orígenes. En otro lugar (Pozuelo, 1988: 77-78 ) he
explicado, siguiendo a Claudio Guillén (1971) a quien asimismo Gerard
Genette (1979) sigue muy de cerca, que la configuración triádica del
sistema de géneros literarios, que hunde sus raíces en la cobertura que la
tradición de la Poética renacentista y luego romántica dio a la embrionaria
caracterización de los modos enunciativos que Platón distinguió en el libro
III de De Republica, desembocó en un sistema que nació como
clasificación de modalidades de la enunciación y que se desarrolló empero
como modelo desde el que clasificar los géneros literarios, que eran y son
muy otra cosa que simples modalidades del discurso. Las formas literarias,
como sistemas complejos de expectativas, con un funcionamiento histórico
muy variado y complejo, se atenían muy mal a las categorizaciones
enunciativas. No tengo que convocar el problema de la casilla vacía, que el
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sistema rellenó con la lírica, forzando mucho el propio sistema, pues lo que
cabría entender como lírica en el Renacimiento, cuando Cascales,
siguiendo a Minturno, se atreve a introducirla en el esquema triádico,
casaba muy mal, si habíamos de considerarla en el plano enunciativo, con
las realizaciones históricas de la poesía mélica, bucólica, sátira, la oda o la
elegía, que eran solamente algunas de sus realizaciones como géneros
históricos, de muy variada raigambre enunciativa.
Si allí vindiqué el concepto de norma, atrayendo a la literatura el
que Eugenio Coseriu había reclamado para la Lingüística, fue convencido
de que un género no es nunca una casilla en un sistema, en todo caso se
salva de la individualidad del habla literaria solo si es considerado como
norma histórica, que define el horizonte de expectativas de los modelos
intertextuales en un funcionamiento en todo caso polisistémico, que
comprende junto a posiciones enunciativas, tradiciones temáticas, moldes
estilísticos y niveles de lengua, como la propia Rota Virgilii del bajo
medioevo nos había enseñado. Mi concepción de género está por tanto más
cerca de la concepción clásica de “estilo” que de la de modo.
Pero fue la fortaleza del sistema triádico vinculado a la Poética
literaria, fuente constante de confusión en torno a la nueva categoría del
ensayo, para la que hubo de imaginar otra casilla. Los géneros literarios
eran tres, y tres habían de serlo, y cuando se trató de incluir el ensayo, y
podemos seguirlo de cerca en los recorridos de Paul Hernadi (1972) o del
propio G.Genette, todo era un intento de miscelánea compleja donde bajo
la categoría de “Didácticos” (tomada del viejo Diomedes), o bien
“Argumentativos” (en la tradición de la Retórica) se intentaba aunar dentro
de un criterio enunciativo y expresivo-temático (prosa doctrinal) todo
aquello que permitiera incluir al mismo tiempo la Biografía, la
Historiografía, la Filosofía, la Estética (Tratados de Pintura o de Música) el
libro de educación de Príncipes, etc. De ese modo se amalgamaron en tal
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casilla tradiciones normativas y géneros con una historia muy variada,


donde el Reloj de Príncipes de Fray Antonio de Guevara, o el Examen de
Ingenios de Huarte de San Juan pudieran convivir con la variada gama de
Diálogos Humanistas como los de Castiglione o los hermanos Valdés, las
Epístolas y otros muchos, por citar tan solo los que tenían relieve en el
siglo XVI, siglo en el que Montaigne dio acta de nacimiento al género del
que ahora hablamos.
La historia de la Poética y los esfuerzos a que acabo de referirme
para aunar en una casilla del sistema géneros muy distintos nos muestra
cómo, otra vez, los géneros, les llamemos literarios o no, dejan de ser
normas históricas, para poder entrar en el sistema, a condición de perder
todo cuanto les hacía ser operativos como “invitaciones a una forma” en un
horizonte de expectativas o de recepción muy concreto, único hábitat
posible para un género.
Y el caso es que la denominación nueva y su sentido en Montaigne
tiene que ver con su autoconciencia de los géneros al uso y su necesidad de
salirse de ellos, impelido como estaba el alcalde de Burdeos por la
necesidad de hacer emerger una nueva norma histórico-literaria, que
habremos de calificar como la “escritura del yo”. En muy distintos lugares
de su libro Montaigne se muestra consciente de que su propuesta se sale de
la gama de clases de textos que tiene frente a sí, ninguno de los cuales le
servía a su propósito. No nació con su libro únicamente una nueva
denominación, Essais. Esta nació porque había nacido una escritura
diferenciada y precisaba diferenciarse, había nacido un género, un estilo
nuevo. De este modo no sería oportuno pasar por alto la necesidad del
nuevo término, y a qué responde su opción por dejar fuera la gama de
términos que dejó aparte para una prosa doctrinal y que el lector podrá
seguir en la monografía de Arenas Cruz (1997:85-95).
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Montaigne alcanzó a denominar Essais a los suyos, porque


delimitaba un nuevo modo de escritura, la escritura del yo, con énfasis
muy notable en su intervención personal, y en cierta medida autobiográfica.
Y no podemos nosotros pasar por alto la coincidencia de esa nueva forma
con el propio estatuto autobiográfico que también comenzaría a afirmarse
como género diferenciado en el Renacimiento. Los Essais conviven con sus
primos hermanos, las formas de la autobiografía, formulaciones ambas de
un estatuto escritural que va afirmando o ganado sus normas, su lugar
propio en el horizonte textual de su momento y que habría de situar lo
personal como isotopía definitoria de su configuración discursiva. Subrayo
“discursiva”, y he de referirme a un término Discurso, ya existente en la
época, aunque Montaigne quiere diferenciarse de él. Lo utilizo por tanto en
un sentido muy distinto a como Quevedo titulo sus Discursos o la Retórica
los contempló. Nos servirá en cambio como término muy útil en la
acepción que le da E. Benveniste. Volveremos luego sobre ello. Antes
aclaremos ese horizonte de “escritura del yo”, como el contexto necesario
para el nacimiento y vida del Ensayo.

Las escrituras del yo.


En el cuento “El espejo y la máscara”, incluido en El libro de arena
(1975) refiere Borges la historia de las sucesivas tres versiones que el rey
de Irlanda va exigiendo al poeta Ollan para cantar sus hazañas. El poeta,
instado por el rey, compone una primera versión en forma de oda que
declama ante su Señor; es una oda sometida a todas las reglas del arte y a
las imágenes consagradas por la tradición antigua, en perfecta imitación de
sus modelos. Pero esa Oda, declamada, no gusta al rey: aunque perfecto, el
poema es inerte: “Todo está bien y sin embargo nada ha pasado, en los
pulsos no corre más aprisa la sangre. Las manos no han buscado los arcos.
Nadie ha palidecido...”. Conmina entonces el rey al poeta a que dentro de
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un año vuelva con otro poema. El que trae Ollan, puntual al cabo del año,
es muy diferente al anterior. No respeta las reglas, sean estéticas o sean
retóricas (“Las metáforas eran arbitrarias o así lo parecían”), la obra no es
ya imitación de los modelos antiguos, sino invención propia. El poeta esta
segunda vez lee su oda, no la declama con la seguridad del molde antiguo;
nos dice Borges que “lo leyó con visible inseguridad, omitiendo ciertos
pasajes, como si él mismo no los entendiera del todo o no quisiera
profanarlos” Esta segunda versión no es ya imitación, sino invención: y
escribe el argentino: “ No era la descripción de una batalla. Era la batalla.”
Este segundo poema captura a los oyentes. Dice Borges, haciendo un guiño
con el lenguaje metaliterario barroco que “suspende, maravilla y
deslumbra”. Hemos pasado pues la frontera que comunica con la creación
literaria moderna, con la invención de una nueva realidad, en cierto modo
liberada, como textualidad y como horizonte de los hechos, pero también
de los modelos repetidos, de la simple ejercitación retórica de los topoi
antiguos.
Muchas y muy diversas lecciones pueden extraerse de esta diferencia
entre aquella oda declamada y el poema leído. Pero la más evidente ha
pasado desapercibida a los exegetas: no solo ha habido un tránsito desde la
imitación a la invención, también lo ha habido desde la oralidad (la primera
oda fue declamada, recitada) y la escritura (el poema de Ollan es leído,
aunque lo sea en voz alta es ya escritura).
Sobre escritura y sobre esta diferencia quiero tratar brevemente.
Porque considero fundamental y el primer rasgo definitorio de las
coincidencias de las nuevas modalidades de la escritura del yo, el ser
precisamente eso, “escrituras”, es decir que a diferencia de otros géneros
(como la lírica, la novela, el cuento, la epopeya, el teatro) la modalidad de
la escritura que aquí nos convoca, dentro de la familia de “escrituras del
yo”, no han tenido formulaciones orales en nuestra tradición literaria.
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Mientras que otros géneros han tenido una dilatada vida oral (incluso puede
decirse que en su misma configuración les ha sido fundamental la
recitación o el canto, así la épica y la lírica y aun la tragedia y en general
todo el teatro se oyen declamados y de hecho vivieron durante siglos
ligados al verso); no se concibe empero para las que ahora nos ocupa una
formulación oral.
Ello puede llevarnos a concluir, como primera hipótesis que quiero
adelantarles la estricta interdependencia, cuando hablamos de “escrituras
del YO” entre ambos funtivos de la función: la emergencia del yo en la
cultura Occidental es “escritural”, viene vinculada a un cambio notable de
las condiciones de creación pero también de transmisión de los propios
textos. Quizá esto explique la inexistencia de autobiografías propiamente
dichas en el mundo antiguo. Bajtín (1975: 284) lo explicaba con otro
metalenguaje, decía que el cronotopo de la autobiografía era individual y
privado, frente al del panegírico o las biografías (muy abundantes en el
mundo antiguo) cuyo cronotopo era el ágora. El encomio, panegírico, la
loa, (la oda que primeramente compone Ollán en el texto de Borges), las
biografías de hombres ejemplares, es un ejercicio que expulsa lo privado,
ámbito en el que Montaigne sin embargo insiste mucho, y las formas de lo
íntimo. No puedo entretenerme ahora en todas las consecuencias,
extremadamente importantes de esta vinculación.
De hecho la primera formulación, el origen cifrado por todos en la
obra Confesiones de San Agustín, no sólo es escritural, sino que va
marcando en sus dos etapas de desarrollo (puesto que hay una posible
separación entre los primeros nueve capítulos y el resto, no un proceso
abstracto del yo, sino de adquisición del yo en la propia conciencia de la
conversión que es además ineludiblemente ligado a la obra que le lector va
leyendo (o escuchando leer en otro tiempo), de forma que el yo, el hombre
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nuevo es explicado como historia de una conversión pero esa historia es la


misma escritura de sus pasos.
Parece que San Agustín puede ayudarnos a dar un salto decisivo en
las coincidencias que tiene el género ensayo de Montaigne con la propia
autobiografía. No es solamente preciso que haya escritura, y que esta
escritura tenga como protagonista al yo (eso lo comparten la lírica, o la
picaresca), es asimismo si no indispensable, sí una forma de sus
realizaciones históricas, que el yo sea un AUTOR, esto es, que pertenezca a
una forma dada de unidad creativa que bien tenga carácter representativo
previo, o lo obtenga como consecuencia de su propia obra autobiográfica o
confesional o ensayística. Aunque no indispensable sí es cierto que las
Memorias obtienen no solo su sentido pragmático, sino también la clave de
la constitución de su textualidad en la configuración de una Obra, sea esta
literaria, cívica, política o sindical, es decir que la Vida que se narra obtiene
algún tipo de dimensión ejemplar, en le sentido clásico, y así la configura
Agustín al proponer la unidad de sus Confesiones con la dimensión
ejemplarizante que siempre tuvo la confesión (y que el Lazarillo ironiza al
ser la narración del Caso la formulación irónica de la confesión, no lo
olvidemos siempre vinculada tanto a la Epístola como a la autobiografías,
las dos líneas que lo constituyen como texto).
Considero posible y necesario (y primeramente R. Foucault luego
Florence Dupont y Roger Chartier ha realizado pasos excelentes en esa
dirección) ir trazando en qué momento de la cultura de Occidente esta
dimensión de Obra va creando la categoría de Autor, porque en ese trance
se compromente a la vez la categoría aneja del YO como Objeto de
representación y no solo como sujeto de ella. Porque además en ese
proceso podremos contemplar la constitución del fenómeno mismo de la
literatura tal como lo concebimos en Occidente. La Literatura del yo ( y el
cuento de Borges puede inspirarnos de nuevo, por eso el propio Roger
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Chartier (2000: 89-91) lo allega) nace cuando se hacen solidarios los


espacios del sujeto y del objeto de la representación, creando, con la
invención, un espacio de creación imaginaria, que se sostiene en su propia
verosimilitud. No es ya el documento que fija el evento (las batallas del rey
de Irlanda) sino la “representación” es decir la sustitución de lo que
realmente ocurrió (que es objeto de la Historia) por el signo que da entrada
a la poiesis como sinónimo de construcción, de configuración. No ya la
descripción (ekfrasis) de la batalla, sino la batalla creada en la poiesis (con
sus metáforas arbitrarias); el signo de la representación ha creado unas
circunstancias de enunciación que sean o no reales, son imaginadas por el
sujeto en el curso de su propia intervención sobre un asunto, y entendiendo
que esa intervención es decisiva. Cobran su fuerza en la forma de esa
representación, en sus metáforas arbitrarias y en el status enunciativo
imaginario (el hablar imaginario del que ha escrito la critica y la teoría
literaria fenomenológica desde Ingarden), un estatus enunciativo
imaginario que le es anejo pero del que dependen muy por entero.
Aunque Foucault (1966) los refería al siglo XVIII, precisamente
porque su enfoque fue mucho más sociológico que critico literario,
podremos ir precisando que fue mucho antes cuando se configuro la Obra
de un AUTOR en condiciones de decir su propio YO. Para ello tendríamos
que remitir al fenómeno mismo de cómo la escritura va emergiendo como
forma de procesamiento de los textos vinculable no ya al códice o a un
conjunto misceláneo de códices diversos, sino al libro que se concibe
unitario plegado ya a una obra concreta. El siglo XIV parece esencial a este
respecto. Francisco Rico en su monografía Entre el códice y el libro ha
llamado “politextuales” a las obras que reunían textos, géneros diversos,
códices varios, pero que no poseían la unidad mínima para configurar la
OBRA. Se sabe que fue la transmisión del Canzoniere y sobre todo los
Trionfi de Petrarca, pero también del Dante de la Vita nuova, decisivo en
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esa nueva unidad, visiblemente desconocida antes, en que la estructura del


libro se ha asociado ya a una obra, separada de las vecinas, editada y
consumida en su peculiar unidad y una vinculación muy sutil en los
ejemplos toscanos que acabo de allegar entre una vida y el Libro que da
cuenta de ella, aunque no sea estrictamente una autobiografía o un ensayo.
No podemos, si queremos entender el entronque y coincidencias
profundas de los géneros de la escritura del yo, de las Memorias, de la
autobiografía, del diario íntimo, del ensayo, eludir por tanto la
interdependencia que hay, en el proceso de constitución de la categoría
literaria del yo, entre escritura, autor y obra, como espacios sin los cuales
no se entiende la emergencia progresiva y consecuente de los géneros
llamados autobiográficos y el hecho de que esa emergencia coincida con el
Humanismo, en el arco que va del Dante y Petrarca y sus comentadores,
hasta llegar a Montaigne.
Atendamos a lo que éste nos dice. En el Prólogo “El autor al lector”
escribe
Este es un libro de buena fe, lector. Desde el comienzo te advertirá que con él no
persigo ningún fin que no sea privado y familiar; tampoco me propongo con mi obra prestarte
ningún servicio, ni con ella trabajo para mi gloria. Lo consagro a la comodidad particular de mis
parientes y amigos, para que cuando yo muera (lo que acontecerá pronto) puedan encontrar en él
algunos rasgos de mi condición y humor, y por este medio conserven más completo y más vivo
el conocimiento que de mí tuvieron. Si mi objetivo hubiera sido buscar el favor del mundo,
habría echado mano de adornos prestados; pero no, quiero sólo mostrarme en mi manera de ser
sencilla, natural y ordinaria; sin estudio ni artificio, porque soy yo mismo a quien pinto. Mis
defectos se reflejarán a lo vivo; mis imperfecciones y mi manera de ser ingenua, en tanto la
reverencia pública lo consienta. Si hubiera yo pertenecido a esas naciones que se dice que viven
todavía bajo la dulce libertad de las primitivas leyes de la naturaleza te aseguro que me hubiese
pintado bien de mi grado de cuerpo entero y completamente desnudo. Así lector sabe que yo
mismo soy el contenido de mi libro, lo cual no es razón para que emplees tu vagar en un asunto
tan frívolo y tan baladí. Adiós, pues. (Montaigne, 1580-1595: 76)
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Ningún resquicio de duda puede quedarnos sobre la novedad y fuerza


de este pintarse a sí mismo, unir su libro al YO, en toda su dimensión de
testimonio personal, con ambición de mostrarse desnudo, y por tanto
ninguna duda arroja Montaigne sobre el parentesco de este programa con el
propiamente autobiográfico. Importa antes que el tema o el artificio el
sujeto, su visión, su persona. Una profunda novedad supone esto en la
literatura de Occidente, consciente según dice en otro lugar (I, XXV) de
que “El verdadero espejo de nuestro espíritu es el curso de nuestras vidas”
(cit. p. 189)
Ahora bien, lo interesante es el vínculo entre este Prólogo y otros
muchos lugares en los que Montaigne hace una autodescripción de sus
propósitos y de su estilo. Es entonces cuando surge el concepto de
“Ensayo”. Titula así su obra en la medida en que ésta mide el modo de
tratar los asuntos, totalmente adaptado a los límites de su propio yo, limites
de conocimiento, de capacidad o de conveniencia. Importan menos aquí
los temas que su perspectiva acerca de ellos, importa menos la perfección o
redondeo que el intento, el sondeo, lo entrevisto, lo acariciado y hecho
carne de su propio yo, con la libertad de un pensamiento que afirma no
tener ataduras de autoridad sino las que admite a discreción su propia
voluntad.
Es el juicio un instrumento necesario en el examen de toda clase de asuntos, por eso yo
lo ejercito en toda ocasión en estos Ensayos. Si se trata de una materia que no entiendo, con
mayor razón empleo en ella mi discernimiento, sondeando el vado de muy lejos; luego, si lo
encuentro demasiado profundo para mi estatura, me detengo en la orilla.... Elijo de preferencia
el primer argumento; todos para mí son igualmente buenos, y nunca formo el designio de agotar
los asuntos, pues ninguno se ofrece por entero a mi consideración: no declaran otro tanto los que
nos prometen tratar todos los aspectos de las cosas. De cien carices que cada una ofrece, escojo
uno, ya para acariciarlo solamente, ya para desflorarlo, a veces hasta penetrar hasta la médula;
reflexiono sobre las cosas no con amplitud sino con toda la profundidad de que soy capaz, y las
más de las veces tiendo a examinarlas por el lado más inusitado que ofrecen. Aventuraríame a
tratar a fondo alguna materia si me conociera menos y tuviera una idea errónea de mi valer.
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Desparramando aquí una frase, allá otra, como partes separadas del conjunto, desviadas, sin
designio ni plan, no estoy obligado a ser perfecto, ni a concentrarme en una sola materia, varío
cuando bien me place, entregándome a la duda y a la incertidumbre, y a mi manera habitual que
es la ignorancia” (Apud. P.Aullón de Haro, 1992: 9)

En este texto hay todo un programa en el que queda definido el


nuevo género asociado al proceder de tentativa, de libertad de juicio, pero
también de no ser exhaustivo en su desarrollo e imprimirle la impronta de
su sello personal. Todos los rasgos que podrían extraerse de este programa,
o bien del que enuncia en el fundamental capítulo I, XXVI sobre “La
educación de los hijos” y en otros muchos lugares, están delimitando no un
género como clase de textos ya definida, sino una attitud, un modo de
proceder en la organización del discurso, un estilo, entendido como
propiedad en la que convergen la personalidad del autor, su manera de ser,
con la manera no exhaustiva , ni fundada en autoridades, sino asimilada y
perspectivizada desde su misma personalidad, de abordar cuanto asunto
trate.
Hay un texto precioso en el que se funden los dos que acabo de citar
de Montaigne. Lo encontramos en el capítulo II, XVIII donde advierte:
“Moldeando en mí esta figura me fue preciso con tanta frecuencia acicalarme y
componerme para sacar a la superficie mi propia sustancia que el patrón se fortaleció y en cierto
modo se formó a sí mismo. Pintándome para los demás heme pintado en mí con colores más
vivos que los primitivos. No hice tanto mi libro como mi libro me hizo a mí. Este es
consustancial a su autor... parte de mi vida y no de una ocupación y fin terceros y extraños como
todos los demás libros” (p.52)

Conciencia, pues, de diferenciarse de los demás libros, porque éste se


ha moldeado en el vínculo con su propio yo, que también ha contribuido a
forjar. YO y LIBRO forman una unidad indisoluble, plenamente
consciente, en el que le modelo de la escritura, tentativa, ensayo de
explicación, perspectiva, crea al propio sujeto y lo convierte en medida de
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las cosas. He aquí la afirmación más importante del Ensayo como


traducción de una nueva actitud, de un nuevo Estilo, que define una actitud
ante la escritura y un modo de ser tentativa personal cuanto esa escritura
moldea, y afirma.
Es mucho lo que se ha escrito sobre este genero, y a algunos hitos
fundamentales como los de Lukács y Adorno me referiré enseguida. Pero
no podemos soslayar que Montaigne dejó una impronta que será
fundamental, que es la medida en que el Asunto refiera a un YO y se
configure con él, en una Tensión insustituible del Discurso con la impronta
del Autor.
Para mí la nota fundamental que aportaría una definición del Ensayo
sería esa: la Tensión del Discurso desde el Autor, la manera como el yo
afirma su relieve en la orquestación de la forma. Y esa orquestación no
depende de la naturaleza del tema, antes bien los sobrepasa desde la
dimensión de su perspectiva sobre él, que impone sus fueros como
apropiación, como personalización desde el presente y para ser ejecutada
precisamente en el presente de su Discurso.
Es ahora cuando podemos allegar para nuestro propósito indagatorio
sobre el género, la clásica distinción de Emile Benveniste (1966:242) sobre
Historia y Discurso. El eminente lingüista estudiando las relaciones de
tiempo en el verbo francés, distinguió la enunciación histórica, como relato
de acontecimientos pasados, del Discours, como enunciación que supone
un locutor y un oyente y la intención del primero de influir sobre el
segundo. El aoristo, le pasado simple, sería el tiempo de la Historia, en
tanto que el passé composé, con una aspectualidad en al que permanece
presente el acto locutivo, sería el tiempo del Discurso, donde no sólo no
desaparece la enunciación, sino que todo cobra relieve a partir de ella.
Starobinski (1970:88) advirtió que la escritura autobiográfica era desde el
punto de vista locutivo una mixtura de los dos tiempos, en la medida en que
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el autobiógrafo remite a los hechos y a su vivencia, en simultaneidad. El


ensayo, desde mi punto de vista, da un paso más, y deshace tal mixtura,
para hacer que prevalezca el tiempo del Discurrir mismo, de la enunciación
como punto dominante de la nueva forma. En un ensayo no nos importan
tanto las cosas como fueron para un autor, que pudo por ello en el nivel de
los hechos, equivocarse o ser sobrepasado por el avance de los
conocimientos en cada uno de los asuntos. Mirados desde una perspectiva
de los hechos, es decir desde una perspectiva solamente histórica, las
propias afirmaciones o argumentos de los ensayos verían decaer su interés
desde el momento en que la progresión del conocimientos sobre los hechos
que tratan los dejan sin actualidad. Muchos de los asuntos tratados por
Montaigne han encontrado una cabal descripción pormenorizada en de la
sicología o la sociología posterior. Pero que eso sea así no mueve un ápice
el interés de su intervención personal, ni la menoscaba.
Si por el contrario hacemos desaparecer la Tensión discursiva del
Autor, no hay ensayo que resista el paso del tiempo, y por ello el valor
literario de su forma no se dirime nunca en el compás de sus afirmaciones
certeras o erróneas, sino en la ejecución de tales afirmaciones como
arquitectura o mejor cimiento de la propia forma. Es así que el Ensayo
compartiría con la lírica una temporalidad del Discurso que emerge como
fuerza ejecutiva en el presente de su formulación y cobra desde ese
presente toda su fuerza.
En otro lugar, (Pozuelo, 1998) comentando precisamente un ensayo
de H. Arendt y otro de Ortega y Gasset, me referí a esa categoría del yo
ejecutivo que atraje entonces para la caracterización del yo lírico, y que me
parece asimismo posible allegar al Ensayo en cuanto forma ejecutante del
Discurso y no forma simplemente histórica. Precisamente en la medida
además que ambos comparten esa Tensión del Yo con el evento,
acontecimiento, asunto o situación.
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Habría empero una diferencia que acotaría una particularidad del


Ensayo como forma del Discurso ejecutivo. En tanto que otras escrituras
del yo (la autobiografía, la propia lírica y por supuesto las formas
personales de la narrativa) implican una construcción ficcionalizada de la
instancia del Discurso, el Ensayo sería aquella escritura del yo no
susceptible de ser ficcionalizada, es decir, que impone su resistencia a que
se separen las categorías de la Enunciación y la del Autor. No quiero decir
que el YO , y lo afirma Montaigne de modo explícito, no sea propiamente
una construcción del Libro, pero es un Autor no ficcional, aunque su
“Persona” como individuo histórico pueda velarse o metamorfosearse tras
la apropiación que de ella hace el Discurso. No me estoy refiriendo por
tanto a que el Yo del Ensayo no sea una forma interesada y construida por
el libro, pero no es una forma ficcional. Todo en los grandes ensayos remite
a un Autor en la ejecución de su Discurso, y esa ejecución referida
precisamente a su intervención sobre un asunto es fundamental en la
pervivencia de su forma.
Tanto Lukács (1910) en el ensayo que abre El alma y las formas
como Max Bense (1947) pueden iluminar mucho la idea que vengo
exponiendo. Como se sabe Lukács había formulado que el tipo de intuición
y configuración del ensayo acercaba éste mucho más al arte que a la
ciencia. Si en la ciencia, dice, imperan los contenidos en el arte las formas,
y Lukács se esfuerza por allegar el Ensayo al dominio de éstas. Pero para
entender la idea de forma que Lukacs está pensando será fundamental
atender a lo que nos dice sobre el carácter no progresivo, en el orden de los
estados de cosas, de la intervención crítica o ensayística y su propio valor
autónomo del progreso de los conocimientos sobre ello. Se podrá escribir
otra Dramaturgia que hable sobre Corneille frente a Shakespeare, pero ¿en
qué puede perjudicar ésta a la de Lessing? (Lukacs, 1910: 17). Por lo
mismo en qué ha podido cambiar Burkhartd o Nietzsche en el efecto de los
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sueños de Winckelman sobre los griegos? Y no deja de advertir algo que es


precioso para apoyar cuanto he venido diciendo:
“hay -dice- un modo enteramente diferente de manifestación de temperamentos
humanos cuyo modo de expresión es las más de las veces escribir sobre arte. Digo las más de
las veces: pues hay muchos escritos nacidos de sentimientos semejantes que no entran en
contacto con la literatura ni con el arte, escritos en los que se plantean las mismas cuestiones
vitales que los que se llaman crítica, solo que directamente enderezadas a la vida;... De este tipo
son precisamente los escritos de los más grandes ensayistas” (p.23) (subrayado mío)

Lukács saca el Ensayo de la sola Estética y de la Crítica literaria, las


formulaciones más comunes, y lo allega a un tipo de escrito, citando
entonces a Platón, a Montaigne, a Kierkegaard, en las que es fundamental
la impronta vital del temperamento del escritor y lo que llama vivencia
concreta de la ideas, puesto que hay vivencias que no podrían ser
expresadas por ningún otro gesto y precisan expresión. Cuestionarse sobre
la vida, el hombre, el destino, y permaneciendo como preguntas más
importante si cabe que las respuestas, en tanto muestran la tensión del autor
en su lucha por afirmarlas, acariciarlas, moldearlas.
Hay un momento de la argumentación de Lukács en que compara el
Ensayo y la Poesía, para marcar diferencias solamente de acentuación. “Las
vivencias —nos dice— para cuya expresión nacen los escritos del
ensayista, no se hacen conscientes en la mayoría de los hombres más que
en la contemplación de las imágenes o en la lectura de los poemas” (p. 26).
Dice Lukács que si la poesía recibe del destino su perfil, su forma, en los
escritos de los ensayistas la forma se hace destino, principio de destino. Por
eso los ensayistas tienen en la forma su gran vivencia. “El momento crucial
del crítico [sinónimo en Lukács de ensayista] el momento de su destino, es
pues aquel en el cual las cosas devienen formas; el momento en que todos
los sentimientos y todas las vivencias que estaban más acá y más allá de la
forma reciben una forma... pues el ensayista necesita la forma solo como
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vivencia, y solo la vida de la forma, la realidad anímica contenida en ella”


(ibidem, p. 25).
Molestó mucho a Adorno, como se sabe, esta mística de la forma, y
esa separación radical de Arte y Ciencia que por ella intentó Lukács.
Prodigó Adorno en su estudio “El ensayo como forma” no pocos
mandobles e ironías sobre esta vindicación del Arte haciendo ver que los
folletines suelen tener idéntica forma a las grandes novelas y que
igualmente el dilentatismo, a los ojos de Adorno, de Stefan Zweig o el
psicologismo de aficionado pueden incluirse nivelados con los grandes
maestros, por esta que le parecía al de Francfurt, una dejación de la
responsabilidad del ensayo en su vínculo con la forma. Pero hay un fondo
de la reflexión de Lukács que excede todo esteticismo y que no puede
remitir a él. Es esa idea de que el Ensayo es vivencia y otra vía de la
imagen, y distinta a ella, pero que logra igual dimensión vitalizadora, que
excede la propiedad o impropiedad de sus contenidos, y que por tanto se
salva del devenir histórico de los conocimientos en cuanto tales, para
erigirse en el privilegio del punto de vista como legitimidad artística
cuando ha conseguido hacerse isnseparable de una feliz formulación del
pensamiento.
Por ello el tercer gran ensayo, al que también se refiere Adorno, el de
Max Bense, puede resultar aclaratorio del verdadero pensamiento
albergado en el de Lukács, y también de la idea que vengo defendiendo y
que resumo en la Tensión discursiva de un pensamiento ejecutándose, para
mí fundamental la propiedad fundamental del género Ensayo. Para Max
Bense, y estas citas las recoge el propio Adorno, en su argumentación a
favor de un ensayo científico pero antipositivista:
“escribe ensayísticamente quien redacta experimentando, quien
vuelve y revuelve, interroga, palpa, examina, penetra en su objeto con la
reflexión, quien lo aborda desde diferentes lados, y reúne en su mirada
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intelectual lo que ve y traduce en palabras, lo que el objeto permite ver bajo


las condiciones creadas en la escritura” (apud Adorno, p.27). También es
iluminadora esta otra cita, recogida asimismo por Adorno: “El ensayo es la
forma de la categoría crítica de nuestro espíritu, pues quien critica tiene
necesariamente que experimentar, tiene que crear condiciones bajo las
cuales un objeto se haga de nuevo visible, de manera diversa que en un
autor dado, y ante todo tiene que poner a prueba, ensayar la fragilidad del
objeto, y precisamente en esto consiste el sentido de la ligera variación que
el objeto experimenta en manos de su crítico” (apud. Adorno, p. 29)
Lo curioso es que los textos que ponderativamente cita Adorno de
Bense son precisamente textos que se alejan muy poco de los de Lukács,
tanto en la vindicación de la vivencia, como de la imagen y la dependencia
de esa vivencia con la forma de la escritura. Por lo demás no es el momento
ahora de retener las muchas veces en que Max Bense se refiere al
paralelismo del Ensayo y la Poesía, lo que sin duda Adorno pasa por alto.
Será precisamente una reflexión de Max Bense la que mejor pueda
centrar esa Tensión discursiva de la que vengo hablando como nota
definitoria del Ensayo. Dice: “Por medio del procedimiento ensayístico
será patente el contorno de una cosa, tanto de su exterior como de su
interior, el contorno del <<ser así>> para mí. Esto quiere decir que en esa
manifestación del contorno no hay un límite sustancial, al menos no de
principio. El experimento ensayístico es por principio independiente de la
sustancia, del objeto”. (apud Aullón de Haro, 1992: 48)
“<<Ser así>> para mí”, y serlo de diferentes modos y con relieves
distintos, según más adelante vindicará el propio Adorno, quien parece
estar homenajeando a Montaigne cuando en la parte final de su ensayo,
habla de la pequeñez, de la heterogeneidad, del carácter libérrimo del
ensayista, de un campo de fuerzas que es múltiple y abierto, que no precisa
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ser total para ser verdadero, antes al contrario, muestra en la configuración


de su movimiento crítico su mayor fuerza persuasiva. (Adorno, pp.22-23).
Movimiento crítico, pensamiento ejecutándose, objeto
experimentándose, también eso que Aullón de Haro llamó “libre discurso
reflexivo” (Aullón de Haro: 21), que tiene a un yo en el espejo de su propia
forma, mirando los objetos y haciéndolos ser imagen que coincide en todo
con su mirada. Esa capacidad de hacer vivencia de la contemplación de los
objetos, de convertir esa misma mirada y el acto que la ejecuta en la
principal dimensión de su forma, de manera que los contenidos no están ya
en el estrecho campo de lo refutable, que es un tiempo del decurso
histórico, sino que logran sobrepasarlo, hasta erigirse en valores del
presente, como si continuase vivo el diálogo con su interlocutor, que
Montagine quiso que fuese su forma más amable, pues con varios
interlocutores habla en sus Essais.
El ensayo, sí, es quizá la forma que mejor ha heredado la fortuna del
diálogo, por ese tiempo presente de la Tensión discursiva, que, o es un
tiempo compartido de la vivencia que el escritor tiene de la idea, o no logra
ser nada.
José María Pozuelo Yvancos

BIBLIOGRAFÍA CITADA

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Completa. Vol. 11.Madrid, Akal, 2003

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Pozuelo Yvancos, J.M, 1988: Del formalismo a la Neorretórica. Madrid,


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