Historia de Las Ideas y de Las Formas Políticas (UNED)
Historia de Las Ideas y de Las Formas Políticas (UNED)
Historia de Las Ideas y de Las Formas Políticas (UNED)
PRIMER PARCIAL
TEMA 1
1. LA CIUDAD-ESTADO
A pesar de que la mayor parte de los ideales políticos modernos se gestaron con la reflexión de
los pensadores griegos sobre las instituciones de la ciudad-Estado, el significado de sus términos
ha ido variando de modo diverso, evidenciando que los ideales políticos siempre deben enten-
derse a la luz de las instituciones que deben ponerlos en práctica y de la sociedad en la que ope-
ran.
Clases sociales
• Metecos. Ex tranjeros residentes sin derechos políticos, pero libres y sin discriminación social.
Al margen de viejos tópicos sobre la ociosidad de los griegos, éstos no eran ni mucho menos
ricos, viviendo con un estrecho margen económico y llevando una vida sencilla. La mayoría de
ellos eran comerciantes, artesanos o agricultores, y sus actividades políticas debían desarrollarlas
en el tiempo que pudieran distraer de sus ocupaciones laborales.
Por otra parte, los griegos no consideraban la ciudadanía como algo poseído sino como algo
compartido, por lo que no se trataba de conseguir para el hombre unos derechos, sino de ase-
gurarle el lugar que le corresponde en la sociedad según sus cualidades.
Instituciones políticas
a) Los demos. Los atenienses se dividían en unos cien demos (barrios, distritos), que eran las
unidades de gobierno local, y cuya pertenencia era hereditaria (aunque un ateniense se
trasladase a otra localidad seguía perteneciendo al mismo demos), lo que hacía que el
sistema no fuese puramente de representación local.
Aunque las demos contaban cierto grado de autonomía local, su función más importante
era la de presentar candidatos para cubrir los cargos públicos del gobierno central, quie-
nes, a su vez, eran elegidos por sorteo. Resulta relevante señalar que en este modo de
nombrar los cargos públicos residía el concepto griego de democracia.
En general los cargos de magistrados no eran individuales, sino desempeñados por grupos
de diez ciudadanos, uno de por cada una de las tribus, por lo que la mayoría de los magis-
trados tenía poco poder, y además los plazos de ejercicio de los cargos eran breves (exis-
tía una disposición contraria a la reelección, a fin de que interviniesen el mayor número de
ciudadanos en los asuntos públicos). Por todo ello, en realidad los dos cuerpos clave del
control popular eran el Consejo de los Quinientos y los Tribunales de jurados populares.
b) La Asamblea o “ecclesia”. Formada por todos los ciudadanos varones mayores de veinte
años, se reunía regularmente diez veces al año, y de modo ex traordinario si la convocaba
el Consejo. Sin embargo, la democracia directa regida por todo el pueblo reunido es más
bien un mito político que una forma de gobierno, pues a lo que se aspiraba era a seleccio-
nar un cuerpo suficientemente amplio que reflejase a todo el cuerpo de ciudadanos.
d) El Consejo de los Quinientos. En los Estados aristocráticos, como Esparta, el consejo era un
senado de ancianos, elegidos de por vida y sin responsabilidad ante la Asamblea. En Ate-
nas, sin embargo, el Consejo era un comité ejecutivo y directivo de la Asamblea (cuya masi-
ficación hacía inviable la toma rápida de decisiones), y estaba compuesto por cincuenta
miembros de cada una de las diez tribus. A su vez, un Comité de Cincuenta, compuesto por
los cincuenta miembros de una tribu junto a un consejero de cada una de las demás tri-
bus, asumía el control real durante la décima parte del plazo anual de ejercicio del cargo,
tramitando los asuntos en nombre de todo el Consejo.
Sin embargo, los grandes poderes del consejo dependían siempre de la buena voluntad
de la Asamblea, pues ésta decidía sobre los asuntos que le presentaba el Consejo, pro-
mulgando las medidas legislativas, modificándolas o rechazándolas, de modo que cues-
tiones importantes, como declaraciones de guerra, formación de alianzas o imposición de
impuestos directos, debían ser sometidos a la Asamblea.
e) Los Tribunales. Puesto que lo realmente importante del gobierno ateniense no era la
Asamblea del pueblo sino los medios políticos para controlar a los magistrados y funciona-
rios, los Tribunales representaban la clave de todo el sistema democrático ateniense.
Los Tribunales no sólo ejercían el poder judicial en los casos particulares, sino que también
podían juzgar una ley, lo que les daba verdadero poder legislativo al poder impugnar una
decisión del Consejo o de la Asamblea. Cualquier ciudadano podía presentar una queja,
y entonces se suspendía la entrada en vigor de dicha ley hasta que decidía un Tribunal.
Los miembros de los Tribunales eran nombrados por los demos, los cuales designaban una
lista anual de hasta seis mil ciudadanos, a los que se destinaba por sorteo a los distintos
Tribunales (entre 201 y 501 miembros, a veces mayores), en los que ejercían de jueces y
jurado. Las partes litigantes estaban obligadas a defender personalmente sus posiciones. El
Tribunal se limitaba a votar: primero sobre la cuestión de culpabilidad, y si el veredicto era
culpable sobre la pena a imponer. No existía sistema de apelación, ya que el Tribunal ac-
tuaba y decidía en nombre de todo el pueblo.
Ex istía un férreo control de los Tribunales sobre los magistrados, en tres modos: examen per-
sonal sobre su capacidad para ocupar el cargo, lo cual restaba importancia al azar del
sorteo; al concluir el mandato, revisión de los actos realizados ante un Tribunal; y ,finalmen-
te, una auditoria especial de cuentas sobre su administración de los dineros públicos.
Ideales políticos
El historiador Tucídides (460-400) ex puso el significado que tenía la democracia para los atenien-
ses en la famosa “Oración Fúnebre”, atribuida a Pericles (495-429): por encima de todas las fac-
ciones y grupos menores de cualquier clase está la ciudad, que da a todos ellos su sentido y
valor. La familia, amigos y propiedades solo se gozan si constituyen elementos de ese supremo
bien, que consiste en tener un lugar en la vida y las actividades de la ciudad. M ientras los Esta-
dos modernos son grandes, remotos e impersonales, los intereses de los atenienses se centra-
ban en la ciudad como su mayor valor y la ciudadanía su mayor gloria: su arte era arte cívico,su
religión era la religión de la ciudad, su Constitución era un “modo de vida” (Aristóteles). Por tan-
to, el pensamiento fundamental de toda la teoría política griega era la armonía de la vida en
común.
El gobierno ateniense se denominaba “democracia” porque “la administ ración está en manos
de la masa de ciudadanos, no de una minoría”, y, de ese modo, la ciudad constituía una co-
munidad cuyos miembros debían llevar una vida en común armónica, en la que había que per-
mitir tomar parte activa a tantos ciudadanos como fuese posible, sin discriminaciones ni exclu-
siones, y en la que encontrasen canalización las capacidades de todos sus miembros. Sin em-
bargo, la participación política popular presuponía un cálculo optimista de la capacidad política
del hombre medio, por lo que el espíritu del político aficionado ocupó un gran papel. A ello ha-
bría que añadir la “feliz despreocupación” o ciega confianza de los atenienses en su sistema polí-
tico, algo que llenaba de orgullo a Pericles pero, tras la guerra del Peloponeso, Platón no dudó
en catalogar como un defecto imposible de desarraigar.
Aunque la Atenas de Pericles consiguió realizar el ideal de una vida en común en un grado con-
siderable, habría que admitir que en ello la polis sólo tuvo un éx ito parcial. Las ciudades-Estado
eran muy propensas a convertirse en presa de querellas de facción y rivalidades de partido,fun-
damentalmente por la tendencia a prestar lealtad a una determinada forma de gobierno o a
un partido y no a la polis”. Así, Platón apuntó que “t oda ciudad, por pequeña que sea, est á
dividida al menos en dos ciudades enemigas: la de los pobres y la de los ricos”.
Por otro lado, no es que los atenienses despreciasen la costumbre, sino que nunca creyeron que
un código fuese obligatorio por el mero hecho de ser antiguo, prefiriendo ver en la costumbre
la presunción de un principio latente capaz de soportar la crítica racional. Este problema de la
interrelación entre costumbre y razón está presente en toda la teoría de la ciudad-Estado. Mien-
tras que el escepticismo no verá en el derecho nada que no sea la costumbre ciega, y en las
instituciones políticas un modo de conseguir ventajas para los beneficiarios del sistema, Platón
representaba la fe griega originaria en que el gobierno se basa en último término en la convic-
ción y no en la fuerza, y en que sus instituciones ex isten para convencer y no para coaccionar:
“la tiranía es el peor de t odos los gobiernos” y no tiene la polis peor enemigo que el déspota.
Aunque en la actualidad la teoría política apunta al equilibrio entre un Estado eficaz y la liber-
tad ciudadana, para los atenienses no ex istía tal diferenciación, pues para ellos la libertad y el
imperio de la ley son dos aspectos complementarios del buen gobierno. Las actividades de la polis
se realizan con la cooperación voluntaria de los ciudadanos, y el instrumentos principal su parti-
cipación es a través de la libre discusión de la política, origen y punto de partida de la filosofía
política.
Podría resumirse el ideal ateniense en una sola frase: la concepción de la ciudadanía libre en un
Estado libre, en el cual la ley es soberana, no los gobernantes. Así, los actos del gobierno son los
actos de una ley imparcial, que es obligatoria porque es justa, y la libertad de los ciudadanos es
La gran época de la vida pública ateniense corresponde al tercer cuarto del s. V a. C. (450-
425), en el que se desarrolló un pensamiento y una discusión muy activos respecto a los pro-
blemas políticos. Sin embargo, la gran época de la filosofía política sólo se produjo tras la derrota
con Esparta (404 a. C.), por lo que, como en muchos casos en la historia, la reflexión siguió a los
resultados.
Los atenienses del s. V estaban inmersos en la discusión de la política, en una atmósfera de con-
versación y discusión de toda clase de problemas políticos que el hombre moderno sólo puede
imaginar con dificultad. El griego sentía una vívida curiosidad por las leyes e instituciones ex is-
tentes en el mundo, por lo que un tema recurrente era el “gobierno comparado” o teoría del
gobierno, básicamente centrado en el contraste entre Atenas y Esparta, entre el Estado progresis-
ta y el conservador, o entre el democrático y el aristocrático, aunque por el oriente se proyec-
taba la sombra terrible de Persia, a la cual apenas consideraban como auténtico gobierno,o
bien como un tipo de gobierno que sólo los bárbaros merecían. En todo caso, ya Herodoto (484-
420) afirmó que, dado que todo hombre debe vivir su vida con arreglo a ciertas pautas, era
natural que se prefiriesen las costumbres del propio país, pues “el uso y la costumbre son señores
de t odo”, y en sus “Hist orias” ya debatió los argumentos clásicos entre monarquía,aristocracia y
democracia.
Así, aunque Esparta podía enorgullecerse de su estabilidad política, Atenas podía enorgullecerse
de su progreso, a pesar de la escasa antigüedad de sus instituciones y los persistentes problemas
políticos interiores, cuyas causas latentes eran básicamente económicas. El conflicto estaba plan-
teado entre la aristocracia, dominada por las familias antiguas de noble cuna cuyas propieda-
des eran inmuebles, y la democracia, dominada por los intereses comerciales y que aspiraba a
desarrollar el poder naval de Atenas. Ya Solón señaló que la finalidad de sus leyes era el triunfo
de la justicia entre ricos y pobres, cuya diferencia de intereses suponía para Platón la principal
fuente de desarmonía y campo de batalla en el gobierno griego.
ideas utópicas de la democracia radical planteada por Platón, en tanto defensor de los dere-
chos de las mujeres, la abolición del matrimonio y los hijos comunitarios.
Así, pues, el pensamiento y la discusión activos de las cuestiones políticas y sociales precedieron
a la teoría política ex plícita, y por tanto, las concepciones políticas ex istían antes de ser expues-
tas en forma abstracta como principios filosóficos.
El pensamiento básico en la idea griega de Estado es la armonía de una vida compartida por sus
miembros, y, en ese sentido, ya Solón ex presó que con sus leyes pretendía el equilibrio entre
ricos y pobres. Por tanto, la idea de armonía (≈ proporción, justicia) surge desde el inicio de la
filosofía griega, tanto aplicada a los principios físicos como a los éticos o políticos, es decir,con-
cibiéndola como principio de la naturaleza en general y de la humana en particular. Así, el pri-
mer desarrollo del principio de la armonía fue durante el s. V en la filosofía natural, bajo la hipó-
tesis de una base física o natural de una esencia inmutable y eterna sobre la cual se construía el
mundo cambiante y transitorio. Esta formulación culminó con la teoría atómica (Demócrito),ba-
sada en partículas inmutables y eternas cuyas diferentes combinaciones producían el mundo y
los objetos.
A mediados del s. V la preocupación por el mundo físico osciló hacia los estudios humanistas,
(gramática, música, retórica, oratoria, psicología, lógica, ética, política, religión...), en base al
creciente desarrollo de la riqueza, la urbanización y la nueva preocupación por la educación.
Los instrumentos del cambio fueron por un lado los maestros trashumantes o sofistas, que ofre-
cían instrucción a quienes pudiesen pagarla, y a la formidable personalidad de Sócrates. El resul-
tado de ambos factores fue el equivalente a una revolución intelectual, la cual supuso el aban-
dono de la preocupación por la filosofía natural hasta el s. XVII en pro de la filosofía humanista.
Los sofistas destacaron por su carencia de filosofía, limitándose a enseñar lo que sus alumnos
deseasen aprender, sin ocultar su escepticismo hacia el mundo físico: el conocimiento es crea-
ción de los sentidos y facultades humanas, y por tanto “el hombre es medida de t odas las co-
sas” (Protágoras), por lo que debía constituir el estudio propio de la humanidad. Sin embargo,el
nuevo humanismo sofista fracasó en su intento de eliminar la filosofía natural, pues lo que en
realidad se produjo fue un cambio de rumbo en la filosofía, y la búsqueda de la sustancia última
de los físicos reapareció como búsqueda de una “ley de la naturaleza humana”, eterna e inmu-
table en medio de las infinitas cualificaciones de las circunstancias humanas, una ley permanente
que llevase al hombre hacia la racionalidad, buscando la permanencia en medio del cambio y
la unidad en medio de la multiplicidad. Así, los filósofos se orientaron a la búsqueda de los prin-
cipios permanentes de las relaciones humanas que subsisten bajo las curiosas formas con que los
han revestido las convenciones, así como a debatir las posibles consecuencias de encontrarlos.
Salvo para los escépticos, que defendieron que tan natural era una cosa como otra, los más
defendieron la ex istencia de alguna ley que podría ex plicar por qué obran los hombres como
lo hacen.
Naturaleza y convención
En esa línea se muestran algunos personajes de Platón, como Trasímaco (“La República”),para el
cual “la just icia es el int erés de los más fuert es”, o Calicles (“Gorgias”), para quien la justicia na-
tural es el derecho del fuerte y la justicia legal no es más que la barrera establecida por la multi-
tud de los débiles para salvarse. Sin embargo, la teoría que identifica a la naturaleza con el
egoísmo no tiene por qué comportar necesariamente consecuencias antisociales, pues como
defiende Glaucón en “La República”, ésta sería una especie de contrato social por el que los
hombres acuerdan no dañarse mutuamente; aunque el egoísmo permanece, se trataría de un
egoísmo ilustrado compatible con el derecho y la justicia como forma de convivencia.
Por tanto, a finales del s. V el contraste entre naturaleza y convención había comenzado a desa-
rrollarse en dos direcciones: una concebía a la naturaleza como una ley de justicia y rectitud inhe-
rente a los seres humanos y al mundo, esencialmente moral y religiosa (teoría contractualista);
la otra concebía a la naturaleza como no-moral, y se manifestaba en los hombres como auto-
afirmación o egoísmo, deseo de placer o poder (≈ doctrinas de Nietzsche, o a un utilitarismo
moderado).
Sócrates
Quien convirtió todas las ideas sugestivas sobre naturaleza y convención en filosofía ex plícita
fue sin duda Sócrates (470-399), cuya ex cepcional personalidad influyó en personajes tan dispa-
res como Antístenes (“ética de misantropía”: el secreto de la personalidad está en el dominio
de sí mismo) o Aristipo (“ética de placer”: el secreto de la personalidad está en el poder ilimita-
do de goce). En todo caso, en todos sus discípulos se consuma la reacción humanista iniciada
por el sofismo.
En esa línea humanista, el máx imo interés de Sócrates lo constituyó la ética, es decir, el proble-
ma de las muchas convenciones locales y mudables y la justicia verdadera y permanente. Sin
embargo, al contrario que los sofistas, orientó su humanismo hacia la tradición de la filosofía físi-
ca, defendiendo la ex istencia de una norma de acción general y válida. Así, para Sócrates la
virtud es conocimiento, y por tanto puede aprenderse y enseñarse (→ doctrina del intelectualismo
TEMA 2
1. “LA REPÚBLICA”
Después de perder su imperio tras la Guerra del Peloponeso (404 a. C.), Grecia se fue convir-
tiendo cada vez en mayor grado en el centro educativo del mundo mediterráneo. Aunque en la
era de Pericles se hubiese considerado como una decadencia la especialización académica del
genio ateniense, lo cierto es que sus escuelas de filosofía, ciencia y retórica (la Academia plató-
nica, el Liceo aristotélico, la Stoa estoica, el Jardín epicúreo) fueron las primeras grandes institu-
ciones europeas dedicadas a la educación superior y a la investigación, a las que acudían es-
tudiantes todo el mundo antiguo, señalando el comienzo de la filosofía griega, en especial en sus
relaciones con la política y los estudios sociales. Su importancia fue tal, que el esquema general
del conocimiento fijado por el corpus aristotélico (323 a. C.) perduró hasta el Renacimiento eu-
ropeo (1450-1600).
Aristocles, conocido como Platón (427-347 a. C.) por sus “anchas” espaldas, nació en el seno de
una prominente familia ateniense. Compartía con Aristóteles su desconfianza hacia la democra-
cia, y como discípulo de Sócrates mantuvo la idea de que la virtud es conocimiento, lo que signi-
ficaba que existe objetivamente una vida buena, tanto para los individuos como para los Esta-
dos, a la que se puede definir intelectualmente, y por tanto óbice de llevar a la práctica.
La esperanza de Platón de hacer carrera política se diluyó con la nefasta oligarquía aristocrática
de los Treinta Tiranos (404-403 a. C.) y con la no menos lamentable democracia restaurada
(403), cuya ineptitud propició la ejecución de Sócrates (399). De todo ello, concluyó que “todas
las polis, sin excepción, est án mal gobernadas”, y que el ser humano no mejoraría hasta que los
filósofos asumiesen la autoridad política, o bien hasta que los gobernantes se convirtiesen en
filósofos.
Tras prolongados viajes, a su vuelta a Atenas Platón fundó la Academia (≈ 387), que aunque
sería ex agerado afirmar que la concibió como institución para el estudio científico de la política
y la educación de estadistas, sí la planteó para proporcionar a los hombres una adecuada pre-
paración intelectual que les permitiese aguzar la percepción de la vida buena, discriminando el
verdadero conocimiento de la apariencia, la opinión y la ilusión (secuela del problema de la
distinción entre naturaleza y convención). Por tanto, la Academia diseminaría el conocimiento y
la filosofía verdaderos, y no artes espurias como la retórica.
M ovido por su propia doctrina de que la política necesitaba de la filosofía, Platón acudió a Siracu-
sa en los años 367 y 361 para ayudar a su amigo Dion en la educación y guía del rey Dionisio el
Joven, concibiendo su misión como una ex celente ocasión para emprender una reforma políti-
ca radical. Sin embargo, el proyecto fracasó en ambas ocasiones, en parte por la incapacidad
de Dion para presentar a los siracusanos una política conciliatoria aceptable. Por otra parte,en
muchos diálogos platónicos se estudian cuestiones más o menos conex as con la filosofía política,
pero hay tres que comprenden sus teorías fundamentales: “La República”, “El Político” y “Las Le-
yes”.
La virtud es conocimiento
“La República” desafía todo intento de clasificación moderno, pues en el momento de su re-
dacción aún no ex istía distinción entre las ciencias (ética, economía, política, arte...). Además
de que la técnica literaria del diálogo permitía a Platón una amplitud y libertad de composición
que no toleraría un tratado, en la polis la vida no estaba clasificada y subdividida en el grado
en que hoy lo está, pues todas las actividades del hombre estaban relacionadas con su ciudada-
nía: el hombre bueno era necesariamente un buen ciudadano, y lo que era bueno para él
también lo era para la ciudad (y viceversa); por tanto, era forzoso que en el diálogo Platón en-
tretejiera los problemas psicológicos con los sociales, las consideraciones éticas con las políticas.
A pesar de la riqueza y variedad de su temática, “La República” posee una estructura lógica
bastante simple, basada en unas pocas proposiciones básicas deducidas mediante un proceso
de razonamiento abstracto. Así, la teoría del Estado platónica está dominada por una sola idea:
la vida política de la ciudad-Estado, cuyo fundamento básico es la “doctrina del intelectualismo
moral” socrática: la virtud es conocimiento; ello implica la ex istencia de un bien objetivo,suscep-
tible de ser investigado, conocido y enseñado. Por tanto, puesto que el bien es objetivamente
real, la voluntad desempeña un papel secundario, ya que lo que el hombre quiere depende de
lo que ve del bien, y nada es bueno por el simple hecho de desearlo. De ello se sigue el “princi-
pio del despotismo ilustrado”: el hombre que conoce es el que debe tener el poder decisivo en
el gobierno, y sólo el conocimiento debe dar título a ese poder. La desgraciada ex periencia
política personal de Platón reforzó en él esa idea, que acabó por cristalizar en la fundación de la
Academia con el fin de situar el conocimiento como base de un arte político filosófico.
A modo de resumen, la teoría de Platón consta de dos tesis principales: que el gobierno debe
ser un arte basado en un conocimiento ex acto, y que la sociedad es una mutua satisfacción de
necesidades entre personas cuyas capacidades se complementan entre sí.
La incompetencia de la opinión
ción entre naturaleza y convención, y en ese sentido, el canon para un arte político que Platón
pretendía fundar precisaba fijar algo que fuese real y objetivamente bueno, problema planteado
en muchas de sus obras, señalando a los artistas como hombres que consiguen un efecto sin
saber cómo ni por qué, y a los grandes estadistas como gobernantes guiados por una especie
de “divina locura”; obviamente, ni las “musas” ni la “divina locura” eran óbice de enseñarse. En
ese sentido, “La República” era un estudio crítico de la ciudad-estado, cuyas dificultades, a juicio
de Platón, no eran sólo resultado de una educación defectuosa o de deficiencias morales en
sus estadistas, sino más bien se originaban en una enfermedad de la misma naturaleza humana,
en permanente conflicto entre el hombre inferior y el superior (“S an Plat ón”). Así, Platón expuso
su teoría de polis ideal, revelando los principios eternos de naturaleza (≈ canon político platónico ≈
bien objetivo) que las polis ex istentes trataban de desafiar.
Uno de los principales abusos atacados por Platón era la ignorancia e incompetencia de los polí-
ticos atenienses, en una época en que se tendía a admirar la seriedad y disciplina de la militari-
zada Esparta, pero la idea de un técnico especialmente preparado para el ejercicio de su profesión
que él defendía ya era vieja en Grecia (Ifícrates y las tropas militares profesionales, Isócrates y
la oratoria profesional). Su importancia radica en señalar que más allá de la preparación está la
necesidad de saber qué es lo que se quiere enseñar a los hombres y para qué, y lo realmente
distintivo fue la unión de la enseñanza con la investigación, en el sentido de que nunca basta con
los conocimientos disponibles, sino que siempre se precisan mayores conocimientos. En ello con-
siste la originalidad de su teoría de la educación superior ex puesta en “La República”,y lo que sin
duda le movió a la fundación de la Academia.
La teoría de Platón postula que hay un bien, tanto para los hombres como para los Estados,y
captarlo, ver lo que es y por qué medios se puede conseguir y gozar, es un problema de cono-
cimiento. Así, la indagación en el conocimiento del bien apunta de inmediato a dos de sus ca-
racterísticas primordiales: su garantía racional, encontrando justificación en alguna facultad hu-
mana distinta de la mera opinión; y ser uno e inmutable, siempre y en todas partes, es decir,algo
de la naturaleza y no de los vientos mudables de la costumbre y la convención. En base a ello,
Platón defiende el conocimiento profesional o científico en todas las áreas del saber, el cual dife-
rencia al filósofo del charlatán (conocimiento del bien objetivo), al estadista del embaucador
(conocimiento del bien del Estado), o al médico del matasanos (conocimiento del bien del
cuerpo).
La proposición de que el estadista debe ser un hombre científico que conozca la idea del bien
llevó a Platón a defender la regla de la especialización, señalando que, desde su punto de vista,
las sociedades surgen como consecuencia de las necesidades de los hombres, que sólo pue-
den ser satisfechas cuando se complementan. Así, en toda sociedad ex iste alguna forma de
satisfacción de necesidades mutuas basada en el intercambio de servicios. Por tanto, para Pla-
tón la sociedad se constituye en un sistema de servicios en el que todo hombre aporta y recibe
algo (todos realizan tareas necesarias) y el papel del Estado consiste en regular ese intercambio
mutuo en pro de la satisfacción más adecuada de las necesidades. Obviamente, dicha formu-
lación de la sociedad difiere de las teorías contractualistas, las cuales consideran a la sociedad
como fruto de un pacto y al Estado como mantenedor de la libertad de elección, a las que
Platón rechaza en tanto se formulan basándose únicamente en la voluntad humana,despojan-
do a la justicia de su virtud objetiva (naturaleza) y equiparándola a la voluntad de la mayoría
(convención).
pericia aplicándose a la obra para la que se es más apto. Por tanto, el filósofo gobernante no
es algo peculiar, sino que su pretensión de gobernar se justifica mediante el mismo principio de
especialización de tareas que el resto de la sociedad; su conocimiento constituye tanto la justifi-
cación de su derecho a gobernar, como la causa de su deber a hacerlo. Además, aunque di-
cho principio conlleva múltiples incógnitas (cómo utilizarse, a quién se debe aplicar, cómo afec-
ta a la educación…), éstas sólo pueden resolverse adecuadamente a la luz del “conocimiento
del bien”, función especial del filósofo, y por tanto su resolución recae en el ámbito de sus com-
petencias.
Clases y almas
Platón supone que las capacidades individuales son de tal tipo que, desarrolladas mediante una
educación planeada y controlada, propiciarán un grupo social armónico. Con ello, da por sen-
tado que en los seres humanos ex iste un potencial desarrollo perfecto de las facultades individua-
les, descartando la posibilidad de que posean nada radicalmente asocial o antisocial que pue-
da producir desarmonía. Así, para Platón cuando surgen conflictos es cuestión de educación y
desarrollo, y no de represión y fuerza, pues lo que el individuo insocial precisa es una mejor
comprensión de su naturaleza y un mayor desarrollo de sus facultades.
Así mismo, Platón asimila Estado y hombre, pues supone que el Estado no es sino el individuo “des-
crito en caracteres mayores”, asumiendo que la estructura subyacente, tanto en el hombre co-
mo en el Estado, es la misma. Ello implica que no considere separación entre los intereses de los
individuos y los de la sociedad, y que el problema de la justicia se transforme de la búsqueda de
una virtud individual en búsqueda de una propiedad del Estado.
El análisis platónico del Estado señala la necesidad de realizar tres funciones: satisfacer las nece-
sidades físicas (trabajadores), protección (guardianes) y gobierno (gobernantes-filósofos). Puesto
que la división de funciones se basa en la diferencia de aptitudes, Platón concluye que existen
tres especies de hombres: los por naturaleza aptos para el trabajo, pero no para el gobierno;los
aptos para gobernar, pero sólo bajo la dirección de otros; y los aptos para los más altos debe-
res del hombre de Estado (elecciones de fines y medios). Esas tres aptitudes implican en el as-
pecto psicológico tres facultades o almas vitales, cuya interrelación o armonía supondrá la Justi-
cia, tanto en las clases del Estado como en las facultades del individuo:
Cabeza RACIONAL Razón - I nt elect o Prudencia - Sabiduría Legis ladores -Filós ofos
Pecho EJECUTIVA Valor - I ras cibilidad Fort aleza- Valent ía Guardianes -Guerreros
clase que Aristóteles, su teoría, basada en que el buen gobierno es cuestión de conocimiento,y
que éste sólo lo posee una clase de técnicos, le obligó a suponer que toda la inteligencia del
Estado se concentra en los gobernantes, dando poca o nula importancia a la ex periencia. Por
tanto, en el Estado ideal platónico los trabajadores no tienen otra obligación más que la de
obedecer, pues se los supone carentes de capacidad política, viéndose reducidos a meros es-
pectadores; su única capacidad para el servicio público sería a través de sus oficios, lo que equi-
vale a borrar del Estado ideal cualquier vestigio de la tradicional discusión libre en la Asamblea
o en el Consejo, es decir, de democracia, y asemejándolo más bien a una especie de despo-
tismo ilustrado.
La justicia
La teoría del Estado contenida en “La República” culmina en la concepción de la justicia,o víncu-
lo que mantiene unida a una sociedad, entendida como una unión armónica de individuos,cada
uno de los cuales ha encontrado la ocupación de su vida con arreglo a su aptitud natural y a su
preparación. Es decir, que se trata tanto de una virtud pública como privada. También puede
definirse como “el principio de una sociedad compuest a de diferent es t ipos de hombres que se
han unido bajo el impulso de su necesidad recíproca y que por su combinación en una socie-
dad y su concent ración en sus diversas funciones han const it uido un t odo que es perfecto por
ser el product o y la imagen de la t ot alidad de la ment e humana” (E. Barker, 1925). Esta expo-
sición platónica de justicia se resume en “dar a cada uno lo suyo”.
Puesto que la meta del Estado es el ajuste perfecto de los seres humanos a las posibilidades de
empleo que proporciona, el estadista cuenta con dos medios para conseguirlo: eliminando los
obstáculos especiales que se oponen a la buena ciudadanía (teoría del comunismo), o desarro-
llando las condiciones positivas de la buena ciudadanía (teoría de la educación).
La propiedad y la familia
El comunismo platónico planteado en “La República” se aplica sólo a la clase de los guardianes
(soldados y gobernantes), y consta de dos vertientes: la prohibición de la propiedad privada
(casas, tierras o dinero), con la disposición de que vivan en cuarteles y coman en una mesa
común; y la abolición de una relación sexual monógama permanente, que es sustituida por una
procreación regulada por mandato de los gobernantes, con el fin de conseguir la mejor des-
cendencia posible. Por contra, Platón deja a los artesanos en posesión de propiedades y fami-
lias, aunque apenas se molesta en desarrollar su plan con mucho detalle, e incluso omite cual-
El origen de estas teorías platónicas se sitúa en su convicción de los perniciosos efectos de la ri-
queza sobre la estabilidad del gobierno. Eurípides (480-406) ya había dividido a los ciudadanos
en tres clases (ricos, clase media y pobres), y él mismo había dividido las polis en dos partes en-
frentadas: la ciudad de los ricos y la de los pobres, en una Grecia donde tradicionalmente los
ciudadanos pudientes defendían el estado oligárquico con el mismo encono con que los po-
bres defendían el democrático. Por tanto, la diferencia económica era la clave de la distinción
política, y ello llevó a Platón a concluir que la riqueza era incompatible con el buen gobierno,
señalando como mejor remedio para erradicar el mal a la abolición de la riqueza en soldados y
gobernantes. Sin embargo, Platón se encuentra radicalmente alejado del socialismo moderno,
pues no le importan lo más mínimo las desigualdades de riqueza injustas, ni pretende utilizar el
gobierno para igualar la riqueza o mejorar su reparto; su finalidad, estrictamente política, era
conseguir el máximo grado posible de unidad dentro del Estado, y dado que la propiedad pri-
vada se muestra incompatible con ella, determina su eliminación como una presencia pertur-
badora.
Los mismos argumentos en pro de la unidad del Estado sirven a Platón para justificar la abolición
del matrimonio y del cuidado de los hijos propios, pues considera que el afecto familiar es un po-
deroso rival del Estado para conseguir la lealtad de los gobernantes, y que la posición marginal
de la mujer en tareas domésticas suponía privar al Estado de la mitad de sus potenciales go-
bernantes, pues muchas estaban tan capacitadas como los hombres para asumir obligaciones
políticas y aún militares. Desde luego, no se trata en ningún sentido de un argumento en favor
de los derechos de las mujeres, sino meramente de un plan que aspira a conseguir para el Esta-
do toda la capacidad natural de que fuera posible disponer. Además, Platón considera la preo-
cupación por los hijos como una forma de egoísmo mayor que la propiedad, que su educación
en los hogares es una mala preparación para la devoción al Estado, y que la mejora de la raza
ex ige un tipo de unión más controlado y selectivo que el casual apareamiento humano.
Todo ello sitúa a Platón en una especie de radicalismo doctrinario: hay que conseguir la unidad
del Estado, y puesto que la propiedad y la familia son obstáculos para ello, deben desaparecer.
Obviamente, ello supone ex igir a los ciudadanos un grado utópico de control y de dominio de sí
mismos que no se ha podido poner en práctica en población humana alguna a lo largo de to-
da la historia.
La educación
Para Platón, la educación representaba el medio positivo gracias al cual el gobernante puede
modelar la naturaleza humana en la dirección conveniente para producir un Estado armónico. Si
la virtud es conocimiento, puede enseñarse, y por tanto el sistema educativo para enseñarla
debe formar parte indispensable de una Estado bueno. Desde esa perspectiva, para Platón el
Estado es, principalmente, una institución educativa, y tan ex traordinario es el papel de la educa-
ción en su Estado ideal que algunos autores lo han llegado a considerar el tema principal de “La
República”, e incluso Rousseau afirmó que ésta era sin duda la obra más grande jamás escrita
en materia de educación.
b) Educación superior (20-35 años). Destinada a aquellas personas selectas de ambos sexos
que fuesen a ser miembros de las clases gobernantes. Su plan de estudios era consciente-
mente profesional, y consistía en estudios científicos de matemáticas, astronomía y lógica,
pues Platón creía que estos estudios eran la introducción adecuada al estudio de la filoso-
fía, a fin de que sus estudios de la idea del bien diesen resultados ex actos y precisos.
el ser humano adulto no es ciertamente un enfermo social que necesita del cuidado de exper-
tos; entre otras cosas, necesita el privilegio de cuidarse por sí mismo y de actuar con responsabi-
lidad.
La omisión en “La República” del derecho y la opinión pública es perfectamente lógica,ya que si
Platón considera a los gobernantes cualificados para serlo meramente por su superior conoci-
miento, y dado que supone el conocimiento científico como siempre superior a la opinión po-
pular, no hay base para un respeto a una opinión pública que la convierta en el poder sobe-
rano del Estado. Además, el derecho pertenece a la categoría de las convenciones: surge me-
diante el uso y la costumbre, y es el producto de una ex periencia que se desarrolla poco a po-
co de precedente en precedente; por tanto, la sabiduría científica platónica, que surge me-
diante una penetración racional en la naturaleza, no puede abdicar frente al derecho. Obvia-
mente, con todo ello el Estado ideal platónico de “La República” era sencillamente una nega-
ción de la fe política de las polis, y de lo que a juicio de un griego los diferenciaba de los bárba-
ros: el sentido de su propia libertad bajo el derecho, ex presado en el principio de que “los gobier-
nos derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados”.
El sentido de que la teoría contenida en “La República” no había llegado hasta el fondo de
todos los problemas sociales, y la sospecha de que había errado al tratar de convertir al Estado
en una institución educativa, llevó a Platón, en los últimos años de su vida, a considerar el lugar
que ocupa el derecho en el Estado, y a formular en “Las Leyes” otro tipo de Estado en el que la
fuerza dirigente había de ser el derecho y no el conocimiento.
La filosofía política de Platón contenida en “El Polít ico” y “Las Leyes” es muy posterior a la “La
República”, y nos ofrece los resultados finales de su reflex ión sobre los problemas de la ciudad-
Estado, presentando un marcado contraste. Frente a “La República”, una de las obras maestras
de la filosofía, cuyo desarrollo sigue una sola línea de pensamiento, y que constituye un libro
para todos los tiempos porque la generalidad de sus principios es casi atemporal, “Las Leyes”
fue una obra de senectud en la que, aunque se evidencia cierta decadencia en las facultades
del filósofo (lectura difícil, desordenada, verbosa, llena de repeticiones), trata de enfrentarse a
las complejidades de la realidad política, presentando mayor influencia en la filosofía política
posterior.
En “La República” (390-375) Platón planteó una teoría en la que todo se subordina al ideal del
filósofo-rey, cuyo título de autoridad es su supuesto conocimiento de lo bueno, tanto para el
Estado como para los hombres, de lo que resultaba la exclusión del derecho del Estado y la con-
cepción del Estado como institución educativa, donde los ciudadanos se encuentran bajo tutela
permanente. Por supuesto, todo ello era contrario a la tradición democrática griega, basada
en el valor moral de la libertad bajo el derecho y en la participación ciudadana en las tareas
de gobierno.
Platón redactó “Las Leyes” (353) buscando restaurar a la ley en el lugar que ocupaba en la es-
timación moral de los griegos, del que había intentado desplazarla, pues en el Estado “ordina-
rio” que bosqueja la ley es suprema, y gobernante y súbdito están sometidos a ella. Aunque a
menudo se ha pretendido ver en el fracaso de sus aventuras políticas en Siracusa (367-361) la
desilusión que le llevó a “Las Leyes” en detrimento de “La República”, lo cierto es que es impo-
sible suponer que fuese allí con la esperanza de fundar el Estado ideal, pues las pruebas eviden-
cian que desde un principio estaba decidido a producir allí un Estado sometido a normas jurídi-
cas, recomendando en todo momento la constitución de una “comisión legislativa” que redac-
tase nuevas leyes.
Sin embargo, Platón jamás afirmó que la teoría política de “La República” fuese errónea, sino
más bien que su propósito con “Las Leyes” era presentar un Estado segundo en orden de prefe-
rencia. Platón estuvo convencido hasta el fin de que en un Estado ideal debía prevalecer el im-
perio de la razón encarnado en el filósofo-rey, sin los obstáculos de la ley o la costumbre “por-
que ninguna ley u ordenanza es más poderosa que el conocimient o”. Por tanto, para él el Es-
tado regido por leyes es una concesión a la frágil naturaleza humana, pues sin leyes los hombres
“no difieren en absolut o de las best ias salvajes”, y el gobierno con arreglo a ley es mejor que el
gobierno de hombres.
Ahora bien, si Platón pretendía hacer sitio al derecho en su filosofía política planteada en “La Re-
pública”, era imprescindible modificar su estructura. La ex clusión de la norma jurídica del Estado
ideal era el resultado de dos premisas: que el arte del estadista (razón) se debía fundar en una
ciencia ex acta, y que el conocimiento empírico (percepción) no aportaba nada, lo cual se ba-
saba en la distinción inteligencia-percepción (alma-cuerpo). Por tanto, chocaban el concepto
platónico de arte (aplicación consciente de causas científicamente comprobadas para legar a
un fin previsto) y el derecho positivo griego, basado en el uso y la costumbre, un saber jurídico
basado en la sabiduría de la ex periencia que se iba abriendo camino de precedente en pre-
cedente, el cual nunca llega a un conocimiento preciso de sus principios. Dado que los asuntos
ordinarios de la vida, sus valoraciones y esperanzas cotidianas, se producen en una matriz cam-
biante de usos y costumbres, ¿cómo situar las instituciones sobre una base racional? ¿Debe inter-
pretarse la base consuetudinaria de la vida (valoraciones e ideales con los que regulan los
hombres sus ambiciones personales y sus tratos con los demás) como enemiga de la inteligen-
cia? Aunque Platón aprendió de Sócrates a aferrarse a la razón, durante su vida no legó a estar
tan seguro de que debía despreciar la convención, lo que le llevó a plantearse el problema del
lugar que debe asignarse al derecho en el Estado.
El dilema del lugar del derecho en el Estado se basa en la discordia planteada entre dos pris-
mas opuestos: el de Platón (“La República”), defensor del símil Estado ≈ padre ≈ maestro ≈ mé-
dico ≈ pastor, en el que el estadista es un artista que tiene derecho a gobernar porque sólo él
conoce el bien; y el de Aristóteles (“La Polít ica”), defensor de que el Estado y la familia son gru-
pos de distinta especie, y que por tanto ésta no ofrece un buen símil de gobierno civil. Se trata,
en definitiva, de la discordia histórica entre los defensores del Estado absoluto y del Estado liberal,
cuyo nudo gordiano residía en considerar a los súbditos respecto de los gobernantes en la mis-
ma relación que los niños con sus padres, o bien suponerlos responsables y autónomos.
Los argumentos del Estado ideal platónico han servido históricamente para justificar el despotis-
mo ilustrado (absolutismo político): el gobernante, en tanto conocedor científico del bien, no
necesita del consentimiento de sus súbditos para gobernar, ya que no es injusto obligarlos a ser
mejores de lo que han conseguido con sus costumbres, y resultaría lamentable atar con leyes o
tradiciones las manos de un gobernante ex perto que conoce su arte. A pesar de la lógica ar-
gumental, Platón no acabó de decidirse a aceptar con todas las consecuencias sus propias
conclusiones, lo que le llevó (“El Polít ico”) a trazar la distinción rey-tirano: mientras el primero po-
see el arte de hacer que su gobierno se acepte voluntariamente por sus súbditos, el segundo
gobierna por la fuerza a unos súbditos que no desean su gobierno. Sin embargo, Platón no con-
siguió hacer compatibles el ideal del filósofo-gobernante que puede obligar a sus súbditos a
cambiar de costumbres para ser mejores (¿rey o tirano?) con el tradicional odio griego hacia el
gobierno basado en la fuerza.
La clasificación de los Estados que Platón incluye en “El Polít ico” también se aleja de “La Repú-
blica”, en la que se planteaba una escala Estado ideal → timocracia → oligarquía → democra-
cia → tiranía, considerando a los estados sucesivas degeneraciones de otros. Ahora, Platón ex-
trae el Estado ideal (monarquía pura de un filósofo-rey donde impera el conocimiento sin nece-
sidad de leyes) de su posición entre los Estados reales, para situarlo como un “paradigma celes-
tial” que los hombres deben esforzarse en imitar sin posibilidad de alcanzarlo jamás. Bajo él,en-
tre los Estados reales Platón señala tres modelos de Estado, divididos entre su forma jurídica y
antijurídica: monarquía ↔ tiranía, aristocracia ↔ oligarquía, y democracia moderada ↔ extrema-
da. Lo más sorprendente es que Platón (“Las Leyes”) llegó a aceptar al Estado segundo en or-
den de bondad como una combinación monarquía-democracia, en una admisión tácita de que
en el Estado real no se pueden dejar de considerar los factores del asentimiento y participación
populares.
Por tanto, la nueva teoría política platónica consiste en una teoría del “Estado segundo en orden
de bondad”, lo que implica aceptar el contraste entre la ciudad celestial (Estado ideal) y la ciu-
dad terrena (Estado segundo o real). Con ello, Platón acepta amargamente que, puesto que
el Estado ideal resulta inalcanzable, la solución humanamente mejor es apoyarse en la sabiduría
que puede encarnar el derecho y en la natural reverencia de los hombres hacia la sabiduría del
uso y la costumbre, ya que la norma es mejor que el capricho, y el gobernante que se somete a
leyes mejor que la voluntad arbitraria de un tirano, una plutocracia o un populacho.
En “Las Leyes” Platón plantea un símil: imaginar que cada persona es un títere de los dioses,los
cuales tiran caprichosamente de sus hilos; el hombre siente dichas afecciones íntimas, pero hay
una que siempre debe seguir: el hilo de oro conductor del cálculo o ley pública del Estado, a fin
de asegurar que lo que hay de áureo en nosotros venza a lo demás. Ello implica que el principio
ético de organización del nuevo Estado platónico es distinto del de “La República”,pues ahora
la ley ocupa en el Estado segundo el lugar de la razón en el Estado ideal; es decir, que la sabi-
duría ha cristalizado en la ley, aceptando que, en conjunto, las regulaciones hechas por la ley a
través de la costumbre son las mejores posibles. En consecuencia, y dado que el fin supremo es
la armonía, la suprema virtud para alcanzarla en dicho Estado será la templanza o moderación
(dominio de sí), con la que aceptar la sumisión a la ley, el respeto a las instituciones del Estado y
la buena voluntad de someterse a sus poderes legítimos (en el modelo de Estado espartano
era el valor).
Como principio de organización política en el Estado ideal de “La República” Platón postula la
división del trabajo y la división de los ciudadanos en tres clases; sin embargo, para el Estado
segundo de “Las Leyes” planteó la teoría de la forma “mixta” de gobierno, destinada a conseguir
la armonía mediante el equilibrio de fuerzas políticas opuestas (≈ separación de poderes),com-
binando el principio monárquico de la sabiduría y el principio democrático de la libertad.
Puesto que “Las Leyes” se ocupa de los Estados reales, la necesidad de descubrir las leyes de
estabilidad política que debe observar el estadista para controlar y dirigir los cambios que ace-
chan a la sociedad le mostró la necesidad de estudiar las causas reales de la ascensión y caída
de los Estados (obviando las causas ideales ex puestas en “La República”), describiendo una
especie de historia filosófica del desarrollo de la civilización humana. Esta unión entre el estudio
de la política y el de la historia de la civilización señala el comienzo de la tradición de los estu-
dios sociales. Así, Platón pasa a describir el desarrollo de las instituciones helénicas, desde la exis-
tencia de familias aisladas dedicadas al pastoreo en una especie de “edad natural” o “estado
de naturaleza” (feliz, sin guerras), hasta la reunión de familias en aldeas, y la unión de éstas en
ciudades.
Sin embargo, la forma mix ta de gobierno no consiste sólo en un equilibrio de fuerzas meramente
política, sino también de ciertos factores subyacentes (físicos, económicos y sociales: situación
geográfica, clima, suelo...). Así, Platón descarta la costa, dadas las corrupciones que provoca el
comercio con el ex tranjero y el peso político prodemocrático que supone la posesión de una
armada naval, y afirma que el ideal es una comunidad principalmente agrícola, situada en un
suelo que le permita satisfacer sus necesidades, pero abrupto, ya que a su parecer este tipo de
terreno es la cuna de un tipo de población más vigoroso y moderado, siendo deseable la co-
munidad de idioma, raza, leyes y religión, con tal de que no den demasiado peso a la costum-
bre.
El análisis de “Las Leyes” muestra que Platón seguía considerando el comunismo como el ideal,
pero cede ante la fragilidad humana en dos puntos principales: la propiedad privada y la orga-
nización familiar, manteniendo su plan educativo, la equiparación de la mujer y la idea de divi-
sión del trabajo. Para ello, Platón postula una regulación estricta de la propiedad privada,tanto
en su monto como en su uso: por una parte, defiende la división de la tierra en lotes iguales, los
cuales se transmiten por herencia, sin posibilidad de enajenación o división; por otra, permite la
distribución desigual de bienes muebles, pero limitando su monto máximo al valor de cuatro lotes
de tierra. Con todo ello, Platón pretendía eliminar del Estado las diferencias ex cesivas entre ri-
cos y pobres, motivo fundamental de la tradicional inestabilidad del gobierno.
En cuanto a las personas, Platón diseña una nueva división del trabajo que sustituye a las tres cla-
ses de ciudadanos de “La República”: los esclavos, dedicados a la agricultura; los metecos (ex-
tranjeros libres), dedicados a la industria y el comercio; y los ciudadanos, a los que se prohíbe su
dedicación a la industria o al comercio, así como que tengan oficio o negocio, ex clusivamente
dedicados a funciones políticas, y cuyo número se limita a 5 040. Con ello, surge el problema de
la participación, puesto que se plantea un Estado en el que la ciudadanía se limita a una clase
de personas privilegiadas que pueden permitirse el lujo de dejar sus asuntos privados (rentas) a
esclavos y ex tranjeros, es decir, que se trataría de un Estado basado en el privilegio económico.
En cuanto al sistema social, Platón establece en la constitución política las formas principales de
las instituciones que ex istían en todas las ciudades griegas (Asamblea, Consejo y magistrados).
Así, la labor fundamental de la Asamblea general de ciudadanos era la designación de los ma-
gistrados (37 miembros) mediante el procedimiento de la elección con arreglo al método aris-
tocrático (denominados por Platón “guardianes de la ley”). Para la elección del Consejo (370
miembros), Platón divide a los ciudadanos en cuatro clases según su propiedad de bienes mue-
bles (valor de 1, 2, 3 o 4 parcelas de tierra), y plantea unas elecciones en las que cada una de
las clases elige la cuarta parte de los miembros, lo cual beneficia claramente a la clase más
opulenta, que, siendo la más reducida, salía sobrerrepresentada. Además, a dicho favoritismo
prooligárquico se unía al hecho de que ciertos cargos sólo podían ser ocupados por miembros
de los grupos superiores, lo que venía a formular un sistema de clases basadas en la propiedad.
El plan general educativo de “Las Leyes” sigue siendo muy semejante al de “La República”:
permanece la educación obligatoria de todos los ciudadanos, la igualdad de la mujer, la ense-
ñanza de gimnasia y música, así como una rigurosa censura de la literatura y el arte. Sin embargo,
al abandonar el concepto de Estado educativo Platón presta mayor atención a la organización
educativa, postulando un sistema de instituciones educativas sometidas a una regulación pública,
con profesores pagados para dar una instrucción completa en los grados elemental y secunda-
rio.
Al igual que la educación, Platón postula que, puesto que está íntimamente relacionada con la
conducta moral, la religión tiene que estar sometida a la regulación y vigilancia del Estado. Ade-
más, puesto que una religión privada aparta a los hombres de su fidelidad al Estado, defiende
la prohibición de toda clase de ejercicios religiosos privados, y establece que los ritos sólo pueden
practicarse en templos públicos y por sacerdotes autorizados, facilitándoles una especie de
credo basado en la prohibición del ateísmo bajo pena de prisión o muerte. Obviamente, estas
propuestas se apartan mucho de la práctica religiosa griega, y dan a “Las Leyes” el dudoso
privilegio de ser la primera defensa razonada de la persecución religiosa.
Platón concluye “Las Leyes” con la idea de una nueva institución, el “Consejo Nocturno”, com-
puesto por los diez guardianes más ancianos, el director de educación y ciertos sacerdotes, y
que Platón sitúa enteramente más allá de la ley, con el poder de controlar y dirigir las institucio-
nes jurídicas del Estado. Es evidente que el Consejo Nocturno representa una flagrante violación
de la lealtad jurídica al Estado segundo, y parece obvio que ocupa en éste el lugar del filósofo-
rey en el Estado ideal de “La República”, aunque con un desagradable sabor añadido de cleri-
calismo.
Lo que aportó “La República” a la teoría de la ciudad-Estado fue un análisis consumado de los
principios más generales latentes en la sociedad, concibiéndola como un cambio mutuo de
servicios, con el cual se desarrolla la capacidad humana frente al fin de alcanzar la satisfacción
personal y el tipo más elevado de vida social. Dicha teoría se desarrolló casi por entero en tér-
minos de la doctrina socrática de que la virtud es conocimiento del bien, y el conocimiento se
concebía por analogía al procedimiento deductivo y ex acto de las matemáticas. Por esta
causa, Platón concebía la relación entre gobernantes y súbditos como una relación entre los
sabios y los ignorantes, eliminando el derecho del Estado, pues no había espacio en la teoría del
conocimiento para el desarrollo gradual de la sabiduría mediante la ex periencia y la costumbre.
Sin renunciar al Estado ideal, y si bien casi a regañadientes, en “Las Leyes” Platón busca restaurar
la ley en el lugar que le corresponde dentro de un Estado real o “segundo en orden de bon-
dad”, lo que suponía una completa revisión de su teoría del conocimiento encaminada a hacer
entrar en ella la ex periencia y la costumbre. Así, Platón emprendió un intento serio de abordar
el problema de la ciudad-Estado, iniciando un cuidadoso análisis de las instituciones y leyes,sugi-
riendo la necesidad de conectar tales estudios con la historia, así como de poner en práctica el
principio de equilibrio, buscando conciliar los intereses de la propiedad con el interés democráti-
co representado por la masa. Esa fue, precisamente, la fuente de la que bebió Aristóteles para
edificar el sistema general de su filosofía política.
TEMA 3
Hijo de un médico, Aristóteles (384-322 a. C.) nació en Estagira (Tracia), permaneciendo como
discípulo de Platón en la Academia durante 20 años hasta la muerte del maestro (367-347). Tras
ocupar diversas ocupaciones, en el año 343 pasó a ser maestro del príncipe Alejandro de Mace-
donia. En el año 335 abrió en Atenas su escuela, el Liceo, y durante los siguientes doce años es-
cribió la mayor parte de sus obras, hasta su muerte en Eubea el año 322 a. C.
Al contrario que los diálogos platónicos, los escritos aristotélicos presentan el problema de no
haber sido en su mayor parte redactados para su lectura por un público, sino más bien para ser
empleados para la enseñanza en el Liceo, y de hecho no se publicaron hasta el s. II. Parece pro-
bable que Aristóteles encabezó a sus discípulos en amplios proyectos de investigación de carác-
ter empírico (p. e., la historia constitucional de 158 ciudades griegas), con cuyos resultados iba
realizando modificaciones y adiciones a su cuerpo de escritos. Entre ellos, destaca el tratado de
“La Política”, que en ningún caso puede ser considerada una obra unificada y acabada,al pun-
to que la temática ha aconsejado a algunos editores la alteración en el orden de los libros. Se-
gún la hipótesis de Werner Jaeger, en “La Política” Aristóteles trató de construir un tratado sobre
una ciencia, pero aúna en sus tex tos dos estadios del pensamiento aristotélico, redactados en dos
etapas distintas:
a) Primera etapa. Tras abandonar la Academia, Aristóteles redactó los Libros II, III, VII y VIII,
basados en la construcción del Estado ideal y las teorías políticas anteriores. El estagirita
aún concibe la filosofía política como construcción de un Estado ideal, siguiendo las líneas
establecidas en “El Polít ico” y “Las Leyes”, y conservando el interés ético del pensamiento
platónico: el hombre bueno, el ciudadano bueno, el Estado bueno...
b) Segunda etapa. Tras la apertura del Liceo, Aristóteles redactó los Libros IV, V y VI,basados
en el estudio de los Estados reales (sobre todo oligarquía y democracia). En esta etapa,el
estagirita concibió una ciencia o arte de la “La Política” en escala mucho más amplia y ge-
neral, abarcando tanto las formas de gobierno reales como las ideales. Así, contempla el
estudio del arte de gobernar y organizar Estados de un modo empírico y descriptivo, al
margen de toda finalidad ética, comprendiendo desde el conocimiento del bien político
(absoluto y relativo) hasta el de la mecánica política más llana o práctica. El Libro I fue el
último en redactarse, a modo de introducción general al conjunto de la obra, y en él Aris-
tóteles dio su última palabra sobre el problema filosófico de la distinción entre naturaleza
y convención.
Aristóteles comienza “La Polít ica” con un ex amen de lo escrito sobre el Estado ideal por otros
autores, incluyendo su crítica de Platón. El resultado es la repudiación del comunismo, con sus ob-
jeciones a la abolición de la propiedad privada y la familia. Su tono parece sugerir que veía las
obras de Platón como brillantes y sugestivas, pero demasiado radicales y especulativas (nunca
vulgares, siempre originales). Él será más sobrio y menos original, pues siente que un alejamiento
ex cesivo de la ex periencia común probablemente contenga una falacia, aunque aparente de
una lógica irreprochable (“no debe desdeñarse la experiencia de los t iempos; sin duda que de
ser buenas est as cosas, no habrían pasado inadvert idas”).
Por otra parte, el Estado ideal de “La República” no fue aceptado nunca por Aristóteles, ni si-
quiera como ideal, pues el ideal aristotélico era el gobierno con arreglo a normas jurídicas y nunca
el despótico; por tanto, lo que él denomina Estado ideal se corresponde con el Estado segundo
en orden de bondad platónico, aceptando que en todo Estado bueno el soberano último debe
ser la ley y no persona alguna (“Las Leyes”), no como concesión a la fragilidad humana, sino
como parte intrínseca del buen gobierno y como característica del Estado ideal.
Además, Aristóteles consideraba como uno de los más serios errores de Platón el haber asimi-
lando Estado y familia (“El Polít ico”). Él distinguió entre diferentes especies de autoridad según la
naturaleza de sus miembros: padre-hijo (el hijo menor es de distinta naturaleza que el padre
ex perimentado, del que precisa su guía), amo-esclavo (el esclavo es de distinta naturaleza de
su amo, pues pertenece a una especie inferior e incapaz de gobernarse a sí mismo)...,y señaló
que el Estado ideal (si bien aún no una democracia) constituía “una comunidad de iguales que
aspira a la mejor vida posible” (comunidad de personas de la misma naturaleza). Por tanto,la
autoridad entre un gobernante que se atiene a las leyes y sus súbditos (ambos de la misma
naturaleza) era necesariamente de distinta especie a la imperante en el seno familiar.
El imperio de la ley
El dilema sobre si es mejor ser regido por el mejor hombre o por las mejores leyes lo resuelve
Aristóteles en sentido contrario a Platón, afirmando la supremacía de la norma jurídica como
marca distintiva del buen gobierno, y señalando que ni siquiera el gobernante más sabio puede
prescindir de la ley, ya que ésta tiene una calidad impersonal que ningún hombre puede alcan-
zar: “la ley es la razón desprovista de pasión”. Así, la ley permite que el súbdito no abandone por
entero su juicio y responsabilidad, pues tanto el gobernante como el gobernado se encuentran
en una situación determinada por ella; en definitiva, el gobierno con arreglo a derecho es com-
patible con la dignidad del súbdito, en tanto que el despótico o personal no lo es. Así,y aunque
Aristóteles no lo definió nunca, se distingue en él tres elementos básicos: es el gobierno en inte-
rés público o general (no en interés de una clase o individuo); es un régimen jurídico a través de
regulaciones generales (no decretos arbitrarios); y significa gobierno de súbditos que obedecen
voluntariamente.
Además, Aristóteles señaló que la ley no debe consistir en una apariencia, sino que es una condi-
ción indispensable de una vida moral y civilizada, ya que mediante la acumulación de la expe-
Por otra parte, el ideal político aristotélico coincide enteramente con el de Platón al señalar
como finalidad principal del Estado un propósito ético. Así, la finalidad real y el autentico significa-
do de un Estado es la mejora moral de sus ciudadanos, y Aristóteles considera que en ese senti-
do el Estado es “autárquico”, pues sólo él proporciona todas las condiciones con las cuales pue-
de producirse el más alto tipo de desarrollo moral. Quizás por ello, como Platón, Aristóteles limitó
su idea de Estado ideal a la ciudad-Estado, el grupo pequeño e íntimo en el que la vida del Es-
tado es la vida social de sus ciudadanos, y que solapa los intereses de familia, religión y trato
personal.
En resumen, la teoría política aristotélica del Estado ideal (≈ Estado segundo en orden de bondad
platónico) se basa en los fundamentos platónicos desarrollados en “El Polít ico” y “Las Leyes”,
con ciertos cambios para hacerla clara y congruente: la ley como elemento indispensable del
Estado, la admisión de que la ley comprende una sabiduría verdadera acumulada en la cos-
tumbre social, la sumisión de la autoridad política a la ley, la libertad y consentimiento de los súb-
ditos... Aristóteles también coincide con Platón en la necesidad de contar con ciertos factores
subyacentes (físicos, económicos y sociales: situación geográfica, clima, suelo...),aunque se mos-
tró más partidario de una ubicación sobre el mar o próx ima a él; aceptó la necesidad de un
sistema de educación obligatorio, que la propiedad debe ser poseída en privado pero utilizada
en común, que el suelo ha de ser trabajado por esclavos, que se prohíba a los ciudadanos cual-
quier vinculación al trabajo manual... Sin embargo, Aristóteles nunca pretendió construir el Esta-
do ideal con detalle, sino tan sólo un bosquejo de él, por lo que “La Política” no constituye tanto
un libro acerca de un Estado ideal como acerca de los ideales del Estado.
La construcción de un Estado ideal fue siendo cada vez menos simpática para Aristóteles, que
acabó relacionándola con la necesidad de un estudio empírico de las clases de Estados existen-
tes, poniendo mayor interés en él que en su finalidad. Así, partiendo del ideal político platónico
que identifica ciudad y ciudadano, Aristóteles define tres conceptos: Estado, como asociación
de hombres encaminada a conseguir la mejor vida moral posible; constitución, como el modo
de vida que organiza a los ciudadanos; y gobierno, como modo de vida que el Estado trata de
fomentar. De ello concluye que un Estado dura lo que dura su forma de gobierno, ya que un
cambio en la forma de gobierno significa un cambio de constitución o del “modo de vida” que
los ciudadanos estén tratando de llevar a la práctica. En cualquier caso, derecho, constitución,
Estado y gobierno tienden a coincidir, pues son igualmente relativos a los fines de la comunidad.
Aristóteles también difiere de Platón en el camino deductivo empleado en la formulación del Es-
tado ideal, pues si bien éste defendía que había que llegar primero a la idea del bien,y utilizarla
después como pauta para la crítica de los Estados reales, él señaló que se debía comenzar con
la observación y descripción de los Estados reales, y con sus elementos ir construyendo el Estado
ideal. Sin embargo, este planteamiento le obligó a hacer distinciones; puesto que ciudadano
bueno y Estado bueno sólo pueden coincidir en el Estado ideal, ello implica que los Estados
reales cuentan con ciudadanos con diferentes niveles de “virtud”. Por tanto, concluye que, al
margen de que la identidad del Estado cambie con su forma de gobierno, una constitución no
es sólo un modo de vida de los ciudadanos, sino también una organización de magistrados para
llevar adelante los negocios públicos, la cual prevalece frente a los cambios gubernamentales.
Dichas complejidades mostraron a Aristóteles la dificultad de construir un Estado ideal que sirvie-
se de pauta a todos los Estados ex istentes.
En cuanto a la clasificación de las formas de gobierno, Aristóteles adoptó los seis términos em-
pleados por Platón en “El Polít ico”, distinguiendo entre Estados sujetos a la ley o formas puras
(monarquía, aristocracia y democracia) y Estados despóticos o formas impuras (tiranía,oligarquía
y demagogia). Sin embargo, la diferente concepción de la ley entre ambos filósofos obliga a
realizar una distinción, pues mientras Platón presenta a las formas puras como Estados “someti-
dos” a la ley, Aristóteles las plantea como Estados “gobernados para el bien general”. Además,
Aristóteles planteó ciertas dificultades vinculadas al modelo clasificatorio, en particular señalando
la superficialidad de la clasificación popular basada en el número de gobernantes (monarquía
→ aristocracia → democracia), pues si bien es cierto que hay pocos ricos y muchos pobres,no
es su número el que describe las clases de Estado, sino más bien los distintos títulos de poder em-
pleados en cada caso, uno basado en los derechos de la propiedad (oligarquía) y otro en el
bienestar del mayor número posible de seres humanos (democracia).
que la riqueza no es un título moral absoluto para ejercer el poder, pero a nadie escapan sus
consecuencias morales y políticas (educación, costumbres, poder), mientras que el número de
personas a quienes afecta una medida es también una consideración moral importante. Así,
Aristóteles observa que hay objeciones válidas contra todo título de poder, al tiempo que todos
cuentan cierto mérito. Además, la aceptación de que ninguna clase tiene un titulo absoluto de
poder refuerza el principio de que la ley debe ser suprema, ya que su autoridad impersonal está
menos sujeta a la pasión de lo que puedan estarlo los hombres. Pero Aristóteles reconoce que
ni siguiera esto (una de sus convicciones más profundas) puede afirmarse en términos absolutos,
puesto que la ley es relativa a la constitución: un Estado bueno tiene que ser gobernado con
arreglo a derecho, pero ello no implica que todo Estado gobernado con arreglo a derecho sea
bueno.
Fue el ex amen de los títulos contrapuestos de democracia y oligarquía lo que llevó a Aristóteles
a abandonar la búsqueda de un Estado ideal, y a buscar la mejor forma de gobierno que fuera
posible encontrar. Así, Aristóteles creía que sólo la monarquía y la aristocracia tienen algún título
que pueda permitir que se les considere como Estados ideales. Respecto de la monarquía ideal,
afirma que es teóricamente la mejor forma de gobierno, siempre que fuese posible encontrar
un rey sabio y virtuoso (el filósofo-rey de Platón); pero tan ex cepcional persona sería como un
dios entre los hombres, y sería tan injusto hacerle gobernar sometido a leyes como relegarlo al
ostracismo. E incluso Aristóteles duda de que un hombre así contara con un derecho indiscutible
a gobernar, pues ello coartaría el principio de igualdad entre los ciudadanos al tratarlo como
una ex cepción. Por tanto, para él la monarquía ideal es algo perfectamente académico. Respec-
to a las monarquías reales (ex istentes), conoce dos formas puras de monarquía, la espartana y
la dictadura, pero ninguna de ellas es una constitución; y dos clases de constitución monárquica,
la monarquía oriental (más bien una tiranía) y la de los tiempos heroicos (cuestión de conjetu-
ra). Por tanto, concluye que la monarquía real equivale en sustancia a la de Persia, aunque la
clasificación de las formas de gobierno había perdido para él todo el sentido.
A modo de conclusión, resulta obvio que los ideales políticos de Aristóteles no dieron por resul-
tado la construcción de un Estado ideal, pues éste representaba una concepción de la filosofía
política heredada de Platón y poco acorde con el espíritu aristotélico. Por tanto, plantea una
nueva concepción de la teoría política, más amplia, que consistía en unir la investigación empírica
con la consideración más especulativa de los ideales políticos. Los ideales morales (supremacía
de la ley, libertad e igualdad de los ciudadanos, gobierno con arreglo a derecho, perfecciona-
miento de los hombres...) son para él los fines a los que debe aspirar el Estado, y siempre tienen
que ex istir, no como el paradigma celestial de Platón, sino como fuerzas que operen como ins-
trumentos en los ajustes de las condiciones de los Estados reales.
En el Libro IV de “La Política” Aristóteles postula una nueva concepción de la filosofía política,ba-
sada en dos puntos básicos. En primer lugar, concibe que toda ciencia o arte debe abarcar la
totalidad de una materia; ello implica que quien se dedique a la ciencia política debe conocer
cómo construir un Estado ideal si no hubiese obstáculos para ello, pero también saber qué es lo
mejor según las circunstancias, aunque no sea lo mejor en términos ideales. Por tanto, el arte
completo del político consiste en asumir los gobiernos tal como son y hacer de ellos lo mejor
que pueda con los medios a su alcance. En segundo lugar, plantea la diferenciación entre políti-
ca y ética, señalando el inicio de las dos disciplinas como objetos de investigación distintos;
puesto que el político debe organizar el Estado lo mejor que pueda según las circunstancias,la
legislación constituye una rama de investigación distinta del estudio de la forma más noble de
ideal ético.
Como continuación al análisis de las formas reales de gobierno iniciado en el Libro III, donde dis-
tingue los diferentes tipos de monarquías, Aristóteles continúa con la oligarquía y la democracia,
pues concluye que lo que el estadista práctico necesita saber para operar en un gobierno real
es cuántas clases ex isten de ambos y qué leyes son adecuadas a cada tipo de constitución.
Ello le llevó de nuevo al concepto de constitución, que inicialmente había definido como una
“organización de ciudadanos” o “modo de vida”, y posteriormente como la “ordenación de
cargos o magistraturas” del Estado. Ahora amplia dicho concepto, señalando la necesidad de
distinguir la constitución de la ley, a la que define como el conjunto de normas que deben seguir
los magistrados en la práctica de sus cargos. Además, apunta la necesidad de estudiar no sólo
la estructura política, sino también la estructura económica de los Estados, la cual resulta a menu-
do decisiva para determinar la forma de la constitución política. De ello concluye que ex isten
tantas clases de Estados como formas de combinar las clases económicas en una vida social.
Por tanto, en el estudio de los Estados reales Aristóteles realiza varias distinciones importantes que
evidencian su comprensión de las fuerzas políticas. En primer lugar, la discriminación entre política
y ética, distinguiendo entre constitución real e ideal, defendiendo la definición de constitución
como ordenamiento de magistraturas; incluso señaló que una cosa es la constitución y otra la
forma en que realmente opera (un gobierno democrático en la forma puede gobernar oligár-
quicamente, en tanto que uno oligárquico puede gobernar en forma democrática). En segun-
do lugar, distinguió entre la ley y la estructura política del gobierno, desvinculando a los magistra-
dos de la ley que deben observar. Por último, distinguió entre la estructura política y la estructura
socioeconómica, apuntando un análisis del Estado en tanto unión de órganos políticos y clases
sociales.
Aristóteles concluye que en un Estado ex isten dos factores básicos: las regulaciones políticas,que
pueden ser características de la oligarquía o de la democracia; y las condiciones económicas,
que lo predisponen en un sentido o en otro. En cualquier caso, tanto los arreglos políticos como
los económicos presentan variaciones de grado, y el número de sus posibles combinaciones es
muy grande. Por tanto, un gobierno opera dependiendo de la combinación entre los factores
políticos, de la combinación entre los económicos, y del modo en que ambos se combinen en-
tre sí.
Según Aristóteles, las democracias pueden diferir según su constitución, según la forma en que
usen o no una cualificación (propiedad, capacidad), según la estructura económica del Esta-
do... En su opinión, la mejor democracia es aquella que cuenta con una gran masa del pueblo
con mucho poder pero con poca disposición y tiempo para ocuparse de los asuntos públicos
(agrícola), dejándolos en manos de una clase gobernante que los emplee con moderación
(patriciado); sin embargo, cuando una gran población pretende usar su poder para resolver los
asuntos públicos en la Asamblea, lo que se produce es una demagogia, que en la práctica
apenas se diferencia de la tiranía. Por tanto, el problema de la democracia consiste en unir el
poder popular con una administración inteligente.
En las oligarquías es normal el uso de una cualificación (propiedad, capacidad...) para participar
en los asuntos públicos. Además, puede tener una base amplia en la población o limitar el poder
a una pequeña facción, sea un grupo cerrado, unas pocas familias e incluso una sola que asuma
el poder de modo hereditario. En cuanto a su forma de gobierno, si posee una base de pobla-
ción amplia con la riqueza repartida con cierta igualdad puede funcionar como una oligarquía
sometida a ley; sin embargo, si la propiedad se concentra en unas pocas manos muy ricas que
acumulan el poder, en la práctica puede no diferenciarse de una tiranía.
Respecto a los órganos de gobierno tanto de una democracia como de una oligarquía,Aristóte-
les diferenció entre una rama deliberante, que ejerce el poder jurídico del Estado; un grupo de
magistrados o funcionarios administrativos, que pueden ser elegidos o designados; y una judica-
tura, cuyos tribunales pueden ser populares, designados o escogidos por algún procedimiento.
Por tanto, una constitución puede estar organizada del modo democrático en algunas ramas,
por el oligárquico en otras, o por cualquier combinación entre ambas.
Tras analizar monarquía, oligarquía y democracia, Aristóteles estudia la forma del gobierno me-
jor para la mayoría de Estados, al margen de sus circunstancias particulares, lo que supone susti-
tuir la búsqueda del Estado ideal por la del Estado mejor en función de las circunstancias. Al Esta-
do resultante Aristóteles lo denomina gobierno constitucional o democracia moderada,y consiste
en una forma mixta de gobierno que combina prudentemente oligarquía y democracia. Su fun-
damento social es la ex istencia de una gran clase media (Eurípides), compuesta de quienes no
son tan pobres como para estar degradados ni tan ricos como para resultar facciosos, confor-
mando un grupo lo bastante desinteresado como para hacer responsables a los magistrados,y
lo bastante selecto para evitar la demagogia. Como Platón, Aristóteles recurre a la propiedad
como sustituto de la virtud; ninguno de los dos creía que la propiedad fuese signo de bondad,
pero ambos llegaron a al conclusión de que para fines político-prácticos ofrece la aproximación
más adecuada.
Para Aristóteles, el Estado de clase media representa el equilibrio entre dos factores: la calidad
(familia, educación, poder, propiedades...) y la cantidad (peso de la masa). La constitución de-
be contener a ambos, equilibrándolos donde sea necesario a fin de evitar los ex tremos (oligar-
quía-demagogia). Ello se consigue mejor allí donde ex iste una clase media grande,tanto por la
sabiduría colectiva implícita en una opinión pública moderada, como por la dificultad para co-
rromper a un número grande de personas. En cualquier caso, Aristóteles soslaya un grave pro-
blema: la dificultad de la política exterior de la polis, dado que la ciudad-Estado era demasiado
pequeña para gobernar un mundo frente a potencias como Persia y M acedonia.
En el Libro V Aristóteles estudia las causas de las revoluciones. Afirma que tanto la oligarquía co-
mo la democracia se encuentran en un equilibrio inestable, y ambas corren el riesgo de degene-
rar en tiranía (oligarquía-demagogia) por la pugna lógica de sus instituciones en alcanzar su ex-
tremo, es decir, por la tendencia a ser gobernada por una facción opresora o por el populacho.
Además, a la larga ninguna forma de gobierno puede ser permanente, a menos que tenga el
apoyo de las fuerzas políticas y económicas del Estado. Por tanto, Aristóteles aconseja al esta-
dista práctico que evite que las instituciones progresen en sus aspiraciones internas,y pugne por
ganarse la lealtad de la clase media; pero también sorprende el cinismo con que aconseja al
tirano ( ≈ M aquiavelo, “El Príncipe”, 1532), cuya táctica debe consistir en degradar y humillar a
los potencialmente peligrosos, mantener a los súbditos en la impotencia y crear divisiones y
desconfianza entre ellos.
Con todo, Aristóteles no pretendió en ningún momento abandonar los ideales platónicos fun-
damentales, pues el objetivo seguía siendo el mismo: desarrollar un arte del hombre de Estado
capaz de dirigir la vida política hacia fines moralmente valiosos a través de medios racionales;
lo que hizo fue elaborar una nueva concepción del arte (≈ ciencia) basado en dicho ideal. El mé-
todo especulativo o de libre construcción intelectual que empleó Platón era incompatible con la
inclinación innata de la mente de Aristóteles, por lo que se vio en la necesidad de adaptar los
ideales platónicos a su propio sistema filosófico, basado en el método empírico y realista. Así,el
arte de la política aristotélico consistirá en el uso inteligente de los medios disponibles por parte
del estadista para llevar los asuntos públicos a un fin digno y deseable.
En cuanto al tipo de comunidad que es el Estado, Aristóteles emplea el método de definición por
aproximación, basado en la discriminación de casos límite, concluyendo que está en una posi-
Frente a quienes sostenían que la ley y la moral son cuestiones convencionales, Aristóteles ar-
gumenta que el Estado es una sociedad de ciencia y arte, lo que supone una vigorosa redefini-
ción del término “naturaleza”. Para ello, señala la regla según la cual lo más sencillo y primitivo
aparece primero en el tiempo, en tanto que lo más completo y perfecto sólo adviene tras su
desarrollo, mostrando la verdadera “naturaleza”. El símil idóneo es el de una semilla,la cual sólo
descubre su verdadera naturaleza como planta cuando germina, crece y se desarrolla,legan-
do entonces a ser de modo ex plícito lo que sin duda ya estaba implícito en la semilla.
El uso que hace Aristóteles de la “naturaleza” con referencia a la sociedad tiene un significado
doble. Por un lado, la naturaleza humana se despliega de modo más característico en el desa-
rrollo de aquellos poderes que pertenecen ex clusivamente al hombre, al margen de los pura-
mente biológicos que comparte con otros animales (sex o, apetito, protección...),y el Estado es
el único medio en el que se pueden desarrollar esas facultades; por tanto, el Estado es “natural”
en el sentido de que en ciertos aspectos es lo contrario de lo instintivo. Por otro lado, nada implica
que el desarrollo deba llevarse a efecto inevitablemente, pues la ausencia de las condiciones
físicas necesarias puede impedirlo; por tanto, el Estado es “natural” en el sentido de que requiere
de ciertas condiciones físicas para poderse desarrollar, lo cual presenta, además, que sea un
campo de acción para el estadista.
Sin duda, uno de los grandes méritos de Aristóteles fue su método de investigación, quizás el más
sólido y fructífero de todos los que ha desarrollado el estudio de la política, basado en extraer
conclusiones de la observación empírica y del análisis histórico.
TEMA 4
Introducción
Quizás resulte sorprendente, pero la obra de Platón (las relaciones humanas pueden ser objeto
de estudio racional y orientadas) y la teoría política de Aristóteles (el Estado debe ser una rela-
ción entre ciudadanos libres y moralmente iguales basada en el consentimiento) resultaron un
rotundo fracaso entre sus coetáneos. Pese a que ninguna ciudad-Estado había realizado sus
ideales, mantuvieron que sólo eran aplicables a ella, pues sólo ella reunía las condiciones nece-
sarias para una vida buena, constituyendo el único fundamento sólido de las formas superiores
de civilización. Sin embargo, su defensa del concepto de ciudadanía como un privilegio para unos
pocos, reservado a quienes disponían de propiedades y ocio suficientes para gozar del lujo de
una posición política, dejaba fuera a una gran masa de artesanos, labradores y jornaleros que
empezaron a ver la polis como una forma de sociedad que no sólo necesitaba mejoras, sino
que debía ser superada, o al menos como algo de lo que podían prescindir quienes buscasen
una vida buena.
Así, frente al ideal de Platón y Aristóteles de que una vida buena implicaba la participación en
la vida del Estado, se fueron desarrollando ciertas filosofías de protesta o indiferencia, según las
cuales para vivir una vida buena el hombre tiene que vivir fuera de la polis, o caso de estar en
ella no ser de ella, postulando tanto una nueva escala de valores, en la que el Estado cede el
primer lugar a la persona, como un nuevo modelo de sabio, con poca o nula relación con la polí-
tica. De ese modo, la autarquía que Platón y Aristóteles habían concebido como atributo del
Estado pasó a ser concebida como un ideal de autarquía personal, y la idea del bien vinculado
al Estado se formula como un bien íntimo o personal. El desarrollo de este tipo de teoría ética es
lo que señala el inicio del ocaso de la ciudad-Estado.
El fracaso de la ciudad-Estado
La filosofía política de Platón y Aristóteles que definía una ciudad-Estado moralmente autárquica
implicaba suponer a sus gobernantes como agentes libres, capaces de corregir los defectos
internos mediante la elección de políticas sabias; obviamente, ninguno de los dos percibió el
peso de los asuntos exteriores. En realidad, el supuesto de que la ciudad-Estado podía elegir su
modo de vida sin tomar en cuenta los límites fijados por los asuntos ex teriores era esencialmen-
te falso, pues su destino no dependía de la sabiduría con la que dirigiera sus asuntos internos,
sino de sus interrelaciones con el resto del mundo.
Como señaló W. S. Ferguson, la polis griega se enfrentó a un dilema político que nunca pudo su-
perar: la autarquía económica y política implicaba una política de aislamiento, pero no podían
aislarse sin sufrir estancamiento en su cultura y civilización; por contra, si decidía no aislarse la ne-
cesidad política le obligaba a buscar alianzas con otras ciudades griegas, lo cual siempre entra-
ñaba una reducción de independencia. Así, ese particularismo griego (denunciado por Gorgias,
Lisias, Isócrates...) abocó al fracaso de la ciudad-Estado en los asuntos exteriores. El Tratado de
Antálcidas (387 a. C.) estableció la soberanía de Persia sobre el mundo griego, y dos siglos des-
pués pasaría a manos de Roma. Además, aunque las polis hubiesen llegado a estabilizar sus
relaciones en una confederación, ésta habría tenido que lidiar con las grandes fuerzas políticas y
militares que los rodeaban (Persia, M acedonia, Roma), y los griegos eran doblemente incapa-
ces de tal cosa.
A pesar de todo, en realidad nunca fue posible separar en las polis los asuntos exteriores de los
interiores, ya que los intereses de clase eran similares de ciudad en ciudad y hacían continua-
mente causa común. Así, las clases acomodadas estaban por lo general al lado de Macedonia,
mientras que los grupos democráticos ex presaban mayor patriotismo local. Significativamente,
las diferencias de clase entre ricos y pobres (Platón, Aristóteles) persistieron, a pesar de que la
intervención ex terior trazase nuevas líneas divisorias, como evidencian los tratados entre Alejan-
dro y la Liga de Corinto (obligación de reprimir en las ciudades todo movimiento de abolición de
deudas, de redistribución de tierras, de confiscación de propiedades, de liberación de escla-
vos...).
Lo cierto es que los problemas sociales y políticos del mundo griego no podían ser resueltos por
las ciudades-Estado, y el auge de M acedonia evidenció dos hechos: que la ciudad-Estado era
demasiado pequeña y belicosa para gobernar aún el mundo griego (ningún perfeccionamiento
hubiese sido capaz de hacerla congruente con la economía del mundo en que vivía),y que la
supuesta superioridad griega sobre los bárbaros no era viable en el M editerráneo oriental.
Apartamiento o protesta
El vínculo común entre todas estas escuelas filosóficas es que no siguieron las pautas de Platón y
Aristóteles, sino que inauguraron una nueva dirección, iniciando corrientes intelectuales de gran
importancia futura, y planteando de nuevo los principios primeros. Presuntos seguidores de las
enseñanzas de Sócrates, de ellas destaca el auge del ideal de autarquía individual, que obligó
por primera vez a los griegos a considerar ideales de carácter personal y de felicidad privada (lo
cual se evidencia por el desarrollo de gran número de sociedades privadas: religiosas, socia-
les...); y su nuevo planteamiento del viejo problema de la relación entre naturaleza y convención
(normas, leyes), pues si la polis planteaba serias dudas como panacea de una vida civilizada,se
hacía necesario reconsiderar cuáles eran los factores esenciales del ser humano con los que
podía formularse una nueva teoría de la vida buena.
Los epicúreos
El virtuoso Epicuro de Samos (341-270) fue el fundador de la Escuela “El Jardín” (306), cuya finali-
dad básica era la búsqueda de la autarquía individual. Su doctrina de la felicidad enseñaba que
una vida buena consiste en el goce del placer, y que la felicidad consiste en la evitación de to-
do dolor, preocupación y ansiedad, todo lo cual implicaba el alejamiento de vida pública.
Además, Epicuro consideraba que, aunque ex isten, los dioses no se preocupan de los hombres ni
participan en sus vidas, realizando una crítica cáustica de toda clase de prácticas y creencias
supersticiosas.
Los epicúreos son defensores de un materialismo radical: por un lado, la naturaleza es algo físico,
adoptando como doctrina el atomismo; por otro, naturaleza humana significa egoísmo, pues
todo el deseo del hombre se ciñe en alcanzar su propia felicidad y su propio bien, y todas las
demás regulaciones de la conducta humana son convenciones, pues no hay virtudes ni valores
morales intrínsecos salvo la felicidad. Por tanto, el bien es un sentimiento que se goza privada-
mente, y los arreglos sociales sólo se justifican como artificios para alcanzar el mayor bien priva-
do posible.
En cuanto al Estado, los epicúreos defendieron la teoría contractualista: puesto que los hombres
son esencialmente egoístas y sólo buscan su propio bien, el de cada uno se ve amenazado por
el bien de los demás, por lo que acaban llegando a un acuerdo de no infligirse daños unos a
otros; de ese modo, el Estado y el derecho nacen como un contrato encaminado a facilitar las
relaciones entre los hombres. Bajo dichas circunstancias, es obvio que lo que los hombres consi-
deran como conducta recta y justa variará con las circunstancias, el tiempo y el lugar;por tanto,
el sabio actuará con justicia, no por su supuesto bien intrínseco, sino porque los frutos de la injus-
ticia (sanciones, prisión...) no merecen la pena de arriesgar el ser descubierto y castigado. Por
tanto, para los epicúreos la moral es idéntica a la utilidad, y el modo de probar la bondad de las
leyes y las instituciones políticas reside únicamente en la utilidad. Además, aunque en principio
no daban importancia a las formas de gobierno, en general manifestaron su preferencia por la
fortaleza de la monarquía, lo cual evidenciaba que la mayor parte de ellos pertenecía a las cla-
ses poseedoras o pudientes, para quienes la seguridad constituye siempre un bien político de
primordial importancia.
La filosofía social de los epicúreos estaba respaldada por una teoría del origen y desarrollo de
las instituciones humanas basada en estrictos principios materialistas que recuerda en gran me-
dida la actual hipótesis de la selección natural, en la que el hombre no posee ningún impulso na-
tural a la sociedad ni otro impulso que la incesante búsqueda de la felicidad; partiendo de una
vida errante y solitaria, fue descubriendo el fuego, las primeras ropas de pieles, las chozas, el
lenguaje… todas las formas de vida social, sus instituciones políticas y sociales, las artes y las
ciencias, se han producido sin intervención de otra inteligencia que la del hombre. La creencia
en los dioses surge de los sueños, pues en realidad no toman parte alguna en los asuntos huma-
nos.
una filosofía política basada en el egoísmo y el contrato, todo lo cual recuerda al contemporáneo
Thomas Hobbes (1588-1679). Y si bien es cierto que tendió a fomentar un tipo de esteticismo,lo
cierto es que el epicureismo constituyó, en términos generales, una filosofía de evasión, incapaz
de influir en el curso de los asuntos humanos, ni de participar en el progreso de las ideas políti-
cas.
Los cínicos
La Escuela cínica (cinismo ≈ “como perros”, gimnasio Kynosarges), fundada por Antístenes de
Atenas (445-365), representa una ex presión de protesta contra la ciudad-Estado y sus clasificacio-
nes sociales. Su evasión consistió en una actitud de renuncia de los bienes materiales,en la nive-
lación de las distinciones sociales y en el abandono de las convenciones sociales.
En general, sus miembros procedían de ex tranjeros y desterrados, esto decir, de entre quienes
ya se encontraban fuera de la ciudadanía del Estado, siendo sus máx imos ex ponentes Diógenes
de Sínope (412-323), Crates y su esposa Hiparquia. Sin embargo, los cínicos formaban un grupo
vago y desorganizado de maestros errabundos y filósofos populares, que adoptaban una vida
de pobreza (≈ órdenes mendicantes). Su base filosófica era que el sabio debe bastarse entera-
mente a sí mismo, y su doctrina se dirigía principalmente hacia los pobres, a los que enseñaban
el desprecio de todos los convencionalismos: propiedad, matrimonio, familia, ciudadanía…en una
palabra, todas las convenciones de la vida civilizada, las cuales sometieron a una crítica demo-
ledora.
Sin embargo, la escuela cínica no llegó nunca a constituir el medio apropiado para el desarrollo
de una doctrina social, pues su modelo de filosofía de renunciación no era el del esteta (epicu-
reismo), sino tendente a formas ascéticas, puritanas y nihilistas. Aunque tanto Antístenes como
Diógenes escribieron libros políticos, ambos parecen haber bosquejado una especie de comu-
nismo idealizado, tal vez de anarquía, en el que la propiedad, el matrimonio y el gobierno des-
aparecían, el cual, sin embargo, no afectaba a la mayoría de los hombres. En efecto, puesto
que la mayor parte de los hombres, cualquiera que sea su clase social, son estúpidos, la vida
buena sólo es para el sabio, que es capaz de reconocerla. Por tanto, para los cínicos el único
verdadero Estado es aquel en el que el requisito para la ciudadanía es la sabiduría, y tal Estado
no tiene ni lugar ni ley, pues el sabio no necesita hogar, ni patria, ni ciudad, ni ley, ya que su pro-
pia virtud es para él la ley. Igualmente, para un hombre que ha conseguido bastarse a sí mismo
todas las instituciones sociales le resultan innecesarias. Así, Diógenes se autodefinió de “cosmo-
polita”, ciudadano del mundo, puesto que todos los sabios de todas partes del mundo forman
una sola comunidad. Por tanto, la protesta del cínico contra las convenciones sociales era una
doctrina de vuelta a la naturaleza en el sentido más nihilista de la palabra.
TEMA 5
1. EL DERECHO NATURAL
El individuo y la humanidad
El declive de la ciudad-Estado conllevó una reinterpretación de las relaciones sociales, pues la rup-
tura del lazo íntimo que había mantenido unidos a los ciudadanos dejó simples hombres aisla-
dos. En dichas circunstancias, destacó el papel cada vez mayor de la religión en los intereses de
los hombres, lo que se evidencia en la creciente importancia de las instituciones religiosas,siendo
fácil descubrir en ello una ayuda emotiva para personas que se sentían obligadas a enfrentarse
al mundo solas. Así, todas las filosofías postaristotélicas se convirtieron en instrumentos de ense-
ñanza y consolidación éticas, adoptando progresivamente las características propias de una
religión. Como resultado ello, surgió una conciencia de sí, un sentido de recogimiento e intimidad
(idea de individuo): los hombres empezaban a fabricarse almas. Sin embargo, y por otro lado,
la carencia de circunstancias tendentes a crear una conciencia de grupo propició que, en la me-
dida que el hombre no era una mera individualidad, fuese y se sintiese un hombre como cual-
quier otro, y por tanto, un miembro de la especie humana (idea de universalidad).
Así, pues, el pensamiento político tuvo que aclarar dos ideas: la idea de individuo, en tanto ejem-
plar distinto de la especie humana con una vida personal y privada; y la idea de universalidad,
que alcanza a toda la humanidad, en tanto todos los hombres cuentan con una naturaleza
humana común (semejanza de especie). Respecto a ambas, se produjo un cambio radical res-
pecto a la ciudad-Estado, donde el Estado prevalecía moralmente sobre el ciudadano;ahora
la vida íntima será el origen de todos los demás valores, lo que suponía la adición de un sentido
ético a la idea de universalidad, añadiendo a la semejanza de especie la semejanza de espíritu.
Por tanto, se trataba de la concepción de una sociedad universal de individuos autónomos,que
proyectaba a un ámbito global los ideales confinados en la ciudad-Estado, aunque con ciertas
variaciones: la igualdad de todos los hombres (griegos, esclavos, ex tranjeros, bárbaros…),un go-
bierno cuyo título de autoridad se basase en el derecho, y la concepción de un derecho com-
prensivo, del que cada uno de los derechos de las diversas ciudades se redujese a un caso par-
ticular.
Por tanto, lo que amenazaba con significar un desastre (el ocaso de la ciudad-Estado) se convir-
tió en un nuevo punto de partida, fundamentado en dos concepciones que pasaron a formar
parte de la conciencia de los pueblos europeos: los derechos del hombre, y una norma de justi-
cia y humanidad universalmente obligatoria. Junto a ello, perduró la concepción de que las nor-
mas, costumbres, privilegios, poder… no sólo debían justificarse ante el Tribunal de una norma
superior, sino también ser sometidos a la crítica y la investigación racional.
Concordia y monarquía
En su comienzo, el estoicismo fue una rama del cinismo (Zenón fue discípulo de Crates), y así en
su libro sobre el Estado ideal Zenón señala que los hombres vivirán como un solo “rebaño”, sin
familia, sin propiedad, sin distinción de raza ni rango, sin necesidad de dinero ni de tribunales.
Zenón abandonó a los cínicos por la indecencia de su naturalismo ex tremo, pero persistió en su
estoicismo un elemento utópico doctrinario del que nunca logró desprenderse por entero,a pesar
de que la S t oa media fue adaptando su doctrina a los usos que interesaban a los romanos,
fundamentalmente en la adopción de la idea de concordia, la cual se vinculó a la teoría de la
monarquía.
Tras la muerte de Alejandro M agno (322), las nuevas monarquías (Ptolomeos en Egipto,Seléuci-
das en Persia, Antigónidas en M acedonia) estaban predestinadas a ser absolutas, ya que no
ex istía otra forma de gobierno capaz de aunar a griegos y orientales. Por tanto, el rey no sólo
era el jefe del Estado, sino que se identificaba con él, pues era la única fuerza de cohesión ca-
paz de mantenerlo unido. Ello produjo la distinción entre el derecho regio (≈ común) y el derecho
local, propiciando que el rey pasase a ser el símbolo de la unidad y el buen gobierno. Sin em-
bargo, este absolutismo helenístico se aunó con la convicción griega de que el gobierno debe
ser algo más que despotismo militar, encontrando para ello la sanción de la religión. Ello dio co-
mo resultado la divinidad del rey como el mejor medio para dar unidad y homogeneidad al
Estado, así como para proporcionar a la autoridad regia un título jurídico: la procedencia divina.
Dicha creencia persistió hasta la Edad M oderna como la creencia en “la divinidad que rodea al
rey”: un verdadero rey es divino porque lleva la armonía a su reino (≈ Dios lleva la armonía al
mundo), es decir, que posee una divinidad que el hombre común no comparte y que lleva al
desastre al usurpador. Por tanto, persistió la convicción de que monarquía y despotismo eran
esencialmente distintos.
La ciudad universal
Con Crisipo de Cilicia (280-205) la S t oa se consolidó como la más grande y honrada de las es-
cuelas atenienses, dotándola de su forma más sistemática. Así, Crisipo dotó de un significado
moral positivo las ideas de un estado mundial y un derecho universal, que los cínicos habían for-
mulado como mera negación de la ciudad-Estado. La finalidad ética del estoicismo era ense-
ñar a sus alumnos la autarquía y el bienestar individual mediante una rigurosa educación de la
voluntad; sus virtudes eran la resolución, la fortaleza, la devoción al deber y la indiferencia ante
las solicitaciones del placer. Su vigorosa creencia en la divina providencia les llevó a considerar
sus vidas como vocación, como un deber asignado por Dios, considerando al hombre como un
actor cuyo deber es representar bien el papel que se le ha señalado en el orden moral de la
naturaleza. Así, para los estoicos vivir con arreglo a la naturaleza (providencia) significaba la re-
signación a la voluntad de Dios y la cooperación con las fuerzas del bien, lo que suponía una fir-
me creencia en el valor de las finalidades sociales, haciendo del estoicismo una fuerza moral y
social.
Así, pues, para los estoicos ex iste una adecuación moral entre la Naturaleza y la naturaleza hu-
mana, ya que, a diferencia del resto de seres, el mismo fuego divino que anima al mundo ha
prendido una chispa divina en el alma del hombre: la razón. Puesto que todos son hijos de Dios,
en consecuencia todos los hombres son hermanos e iguales (Crisipo afirma que ningún hombre es
esclavo “por nat uraleza”), dando consistencia filosófica a un Estado universal en el que la recta
razón es la ley de la naturaleza, patrón universal de lo justo y lo bueno, de principios inmutables y
obligatoria para hombres y dioses, y por tanto semejante a la Ley de Dios.
A nivel jurídico, los estoicos defendieron la doctrina de los dos derechos que coex istían para todo
hombre: el derecho consuetudinario (≈ ley de la ciudad ≈ ley de la costumbre) y el derecho de la
naturaleza (≈ ley de la ciudad universal ≈ ley de la razón). Puesto que las costumbres son diver-
sas y contradictorias, mientras que la razón es una, la ley universal debe prevalecer y contar con
superior autoridad, y a ella se deben ajustar las convenciones locales. Por tanto, con dicha doc-
trina el estoicismo tendía a concebir un sistema jurídico de ámbito mundial, pues si bien las auto-
ridades locales contaban con cierta autonomía jurídica, las monarquías las mantenían unidas
mediante el derecho común o regio, al cual siempre se podía apelar. Ello propició una compara-
ción de costumbres, una apelación a la equidad, y en último término el desarrollo de un dere-
cho común, así como la percepción clara de que la justicia no podía identificarse con el derecho
positivo.
La dificultad del estoicismo primitivo, tal y como había quedado formulado por Crisipo,derivaba
en gran parte de los elementos de cinismo que habían perdurado en él (concepto de sabio al
margen de la realidad social, dificultad para poner en relación el derecho natural y los usos y
costumbres…). La causa de su reajuste fue, en gran parte, por la demoledora crítica negativa del
escéptico Carnéades de Cirene (214-129), que lo atacó en su teología, en su psicología, en su
teoría de la justicia natural, en su concepto de sabio... La respuesta no fue una reconstrucción,
sino más bien una modificación del estoicismo incluyendo ideas extrañas a él, pues difícilmente
sería una filosofía adecuada para su aceptación popular a menos que pudiese constituir un sin-
cretismo de elementos de muchas y muy diversas fuentes. De ese modo, el estoicismo perdió
Esta fue la labor que realizó Panecio de Rodas (180-109), quien reexpuso el estoicismo en un mo-
do aceptable para los romanos de clase aristocrática, nulos en filosofía pero entusiastas del sa-
ber griego. Ningún otro sistema griego era tan apropiado como el estoico para ensamblar con
las virtudes con que se enorgullecían los romanos (dominio de sí mismo, devoción al deber y al
servicio público), mientras que su doctrina política del Estado universal introducía cierto idealismo
en la ambición de conquista romana, justificando su imperialismo en tanto llevaban la paz y el
orden a un mundo políticamente incompetente. Así, Panecio convirtió el estoicismo en una es-
pecie de filosofía del humanitarismo: justificó moralmente las ambiciones y pasiones nobles y
humanitarias, negó que el sabio deba esforzarse en cesar el sentimiento, reemplazó la autar-
quía por el servicio público, afirmó que la razón es ley para todos los hombres y no exclusiva de
los sabios… De él destaca una teoría del Estado en la que no sólo todos los hombres son iguales,
sino que además todos deben tener un mínimo de derechos sin el cual es imposible la dignidad
humana, y la justicia ex ige que la ley reconozca tales derechos; de ello se deduce que la justi-
cia es norma para los Estados, pues constituye el lazo o base de armonía que los mantiene inter-
namente unidos.
Al historiador Polibio (203-120) se debe el primer estudio de las instituciones políticas romanas y
la más antigua de las historias de Roma que se conservan, en la que acepta el Estado universal
bajo el dominio de Roma como un hecho. Según su teoría del ciclo ex iste una tendencia a pasar
de una forma de gobierno no mix ta a otra, en base a la inevitable ley de crecimiento y deca-
dencia, según la cual todas las formas de gobierno no mix tas tienden a degenerar en sus ex -
tremos: aristocracia en oligarquía, monarquía en tiranía, democracia en demagogia… Polibio
ex plica que la fortaleza de Roma consiste en que ésta se había dotado de una forma mixta de
gobierno en la cual los elementos se encontraban “exact ament e ajust ados y en perfecto equi-
librio”: cónsules (factor monárquico), senado (factor aristocrático) y asambleas populares (factor
democrático); los tres poderes se frenaban y contrapesaban recíprocamente, impidiendo la
natural tendencia a degenerar de cada uno (p. e., mediante el principio jurídico de la colegiali-
dad, un magistrado podía vetar la decisión de otro magistrado con igual o menor imperium).
El desarrollo de todas estas ideas bajo el Imperio llevó a la concesión de la ciudadanía a todos
los súbditos imperiales, a la abolición de distinciones entre clases… Sin embargo, la teoría de la
forma mix ta de gobierno de Polibio sólo contó una importancia temporal, y aunque tuvo gran
influencia en el pensamiento de Cicerón, éste ya sólo era la última y remota esperanza de la
República.
El círculo de Escipión
El círculo de Escipión constituía un foro literario fomentado por el general Escipión Emiliano (184-
129), del que participaban, además de aristócratas y gobernantes romanos, Polibio, Panecio,
Terencio y Lelio. Precisamente, uno de los resultados más duraderos del estoicismo fue su in-
fluencia en dicho círculo, pues a través de él afectó a los hombres que emprendieron los prime-
ros estudios de jurisprudencia romana, a quienes impregnó de su ideal de humanitas: cultivo del
arte y de las letras impregnados por una amplia simpatía y buena voluntad.
El derecho romano, como la mayor parte de los sistemas jurídicos antiguos, fue en un comienzo
el derecho de una ciudad, o más bien de un cuerpo muy limitado de ciudadanos que lo adqui-
rían por nacimiento (herencia cívica), impregnado de ceremonias religiosas y fórmulas ancestra-
les. Pero a medida que aumentó el poder político y la riqueza de Roma fue creciendo el núme-
ro de ex tranjeros residentes, cuyo estatus económico y social hacía necesario dar a sus actos un
reconocimiento jurídico. Para ello, los romanos crearon un juez especial, el “praetor peregrinus” (s.
III a. C.), el cual, carente de un derecho adecuado al que apelar, fue desarrollando un cuerpo
de derecho formal que apelaba a consideraciones de equidad, justicia y sentido común, acep-
tando como modelo lo que la buena práctica de los negocios consideraba como justo y equi-
tativo, y carente de formalismos ancestrales y religiosos, al que los juristas denominaron “ius gen-
tium” o derecho común a todos los pueblos. Dado que este derecho era más equitativo y razo-
nable y estaba mejor adaptado a las necesidades de los tiempos, era inevitable que, junto a
otros factores, cooperara a mejorar la práctica de todo el cuerpo del derecho romano.
En la práctica, el “ius gentium” romano tendía a confundirse con “ius naturale” estoico, y de ese
modo se llegó a la cooperación entre la norma jurídica ideal de los estoicos y el derecho positivo
de los Estados. El efecto de su influencia mutua sobre la jurisprudencia fue muy beneficioso,pues
contribuyó a la aceptación de una crítica inteligente de la costumbre, a destruir el carácter reli-
gioso y ceremonial del derecho, a fomentar la igualdad de la ley… En definitiva, ofreció a los
juristas romanos el ideal de hacer de su profesión un “ars boni et aequi” (arte bueno y equitati-
vo).
Por último, destacar la importancia de la filosofía política estoica en el largo camino recorrido
desde la muerte de Aristóteles, pues comparado con la Atenas del 322 el mundo mediterráneo
de dos siglos después era casi moderno. Tras la ruina de la ciudad-Estado y la imposibilidad de
su provincianismo, el estoicismo emprendió la tarea de reinterpretar los ideales políticos al gran
Estado, postulando la igualdad de todos los hombres, un derecho común para todos ellos,y sos-
teniendo que el gran Estado también era una unión ética que debía crearse un título moral an-
te sus súbditos. Frente a la ciudad-Estado, ahora el mundo romano representaba una sociedad
que abarcaba todo el orbe conocido, en el que era habitual la comunicación y en el que las
diferencias locales tenían una importancia cada vez más reducida.
El desarrollo de las ideas estoicas contó con dos líneas básicas: la jurídica (su influencia en la ju-
risprudencia romana) y la teológica (las influencia de su idea de providencia divina en la cons-
trucción de una teología y una organización eclesiástica). En ambos casos, el desarrollo de la
filosofía política fue algo incidental, y el único que trató de formular una teoría política fue Cice-
rón a través de su estudio de los problemas políticos de la república romana. Sin embargo,las
formas de pensamiento político resultantes se alejaron de las formas griegas con la adopción
de la “juridicidad” o juridicismo: la presunción de que el Estado es una criatura del derecho que
debe estudiarse en términos de competencia jurídica y de derechos, y en modo alguno como
un hecho sociológico o ético. Obviamente, ello conllevó cambios importantes en las relaciones
entre el Estado y las instituciones religiosas, y entre la filosofía política y la teología.
Por tanto, en el análisis de las dos tendencias se adopta el estudio de Cicerón (106-43) respecto
a la jurídica, en tanto sus ideas políticas parecen tener un tono secular que lo relaciona con los
jurisconsultos, y a Séneca (4 a. C. – 65 d. C.) respecto a la teológica, en tanto imprimió a su filo-
sofía una tendencia decididamente religiosa. Sin embargo, aunque la aparición del cristianismo
y su instauración como religión oficial del Imperio fueron la consumación de notables cambios
sociales e intelectuales, ello no conllevó una nueva filosofía política, pues en general los Padres
de la Iglesia adoptaron las ideas políticas de Séneca y Cicerón.
El escritor, político y orador romano Marco Tulio Cicerón (106-43) no destaca por su originalidad,
pues sus libros eran compilaciones, sino por su capacidad de divulgación. Su pensamiento políti-
co coincidía con la filosofía estoica que Panecio había elaborado para un público romano y
transmitido al círculo de Escipión. El fin moral que perseguía era encomiar la tradicional virtud
romana del servicio público y la preeminencia del papel del estadista, mientras que su objeto
político consistía en restaurar la constitución republicana anterior al tribunado de Tiberio Graco
(163-133). Del conjunto de su obra contrasta su fracaso total inmediato con su enorme influen-
cia posterior.
En su teoría política Cicerón adopta dos ideas: la ex celencia de la forma mixta de gobierno (Pa-
necio) y la teoría del ciclo histórico de las formas de gobierno (Polibio), con las cuales pretendía
formular una teoría del Estado perfecto adaptándolas a la realidad romana. En ese camino,
Cicerón concebía la constitución de Roma como la forma más estable y perfecta de gobierno
creada por la ex periencia política, por lo que se propuso bosquejar una teoría del Estado en ín-
tima relación con la historia de las instituciones romanas, algo que no consiguió llevar a buen fin.
La trascendencia de Cicerón para la historia política consistió en dar a la doctrina estoica del
derecho natural la formulación con que fue universalmente conocida, pasando de él a los juris-
consultos romanos y a los Padres de la Iglesia. Dicha doctrina postula un derecho natural univer-
sal, que surge al tiempo del gobierno providente del mundo por Dios y de la naturaleza racional
y social de los hombres; es como la constitución del Estado universal: una ley única, eterna e inmu-
table, la misma en todo lugar y tiempo, que obliga a todos los hombres y a todas las naciones,
sobre la cual ex iste un gobernante común: Dios, su autor, intérprete, juez y ejecutor. Por tanto,
puesto que todos los hombres están sometidos a la misma ley y son por ello conciudadanos,se
concluye que todos los hombres son iguales: en su posesión de razón, en su estructura psicológica,
en su actitud respecto a lo que creen bueno o malo, en su capacidad de ex periencia y apren-
dizaje... Para Cicerón, la igualdad es una exigencia moral, defendiendo la obligación de dar a
todo hombre una medida mínima de dignidad humana y respeto en tanto todos somos
miembros de la gran fraternidad humana (≈ Kant: tratar al hombre como un fin y no como un
medio); todo ello supone un cambio radical respecto a la sociedad de clases de Platón y Aris-
tóteles, resultando asombroso que Crisipo y Cicerón se encuentren más cerca de Kant que de
ellos.
La deducción política de Cicerón de este ax ioma ético es que un Estado es una comunidad
moral, un grupo de personas que poseen en común el Estado y su derecho, el cual no podrá
perdurar a menos que se base en la conciencia y reconocimiento de las obligaciones y dere-
chos mutuos que unen a los ciudadanos entre sí. Por ello, Cicerón denomina al Estado “res publi-
ca”, “la cosa del pueblo” (≈ Commonwealt h), y la base de su argumento contra los epicúreos y
los escépticos es que la justicia es un bien intrínseco o esencial del Estado, pues a menos que
esté unido por vínculos morales no será más que “bandidaje en gran escala” (San Agustín).
Por tanto, el Estado ex iste para dar a sus miembros las ventajas de la ayuda mutua y de un go-
bierno justo, de lo que siguen tres consecuencias o principios de gobierno: (a) la autoridad del
Estado surge del poder colectivo del pueblo; (b) el poder político ejercido recta y legítimamen-
te (con respaldo del derecho) es en realidad el poder del pueblo; y (c), el Estado y su derecho
están siempre sometidos a la Ley de Dios (derecho natural), es decir, que sólo están justificados
por razones morales. Así, aunque con bastantes lagunas respecto a su aplicación práctica que
han propiciado notables diferencias de criterio, estos principios pasaron a ser parte integrante
de la herencia común de ideas políticas.
El periodo clásico de la jurisprudencia romana corresponde a los s. I y II, aunque los escritos de
los grandes jurisconsultos no fueron publicados hasta el año 533 en el “Digesto” (≈ “Pandectas”)
por orden del emperador Justiniano I (482-565). Sin embargo, los jurisconsultos eran juristas, no
filósofos, y nunca se propusieron formular una filosofía política ni inyectar una filosofía en el dere-
cho, limitándose a ciertas concepciones generales, sociales y éticas que consideraban útiles para
sus finalidades jurídicas, básicamente procedentes de la tradición estoica, mientras que la filoso-
fía política subyacente es una reex posición de las teorías políticas de Cicerón. Su argumentación
juridicista y su aportación de principios y categorías hicieron del Derecho romano una de las más
grandes fuerzas intelectuales de la historia de la civilización europea.
Los jurisconsultos romanos reconocen tres tipos de derecho: el Ius civile, el Ius gent ium y el Ius na-
t urale. M ientras el Ius civile contempla las leyes o el derecho consuetudinario de un determina-
do Estado (≈ derecho positivo interno), el Ius gentium (ex presión propia de los juristas romanos) y
el Ius naturale (terminología filosófica griega) tienden inicialmente a confundirse entre los prime-
ros jurisconsultos, consistiendo en principios que gozaban del reconocimiento general, siendo
comunes a los diferentes pueblos, es decir, principios en sí razonables y justos, sin referencia a
ningún sistema jurídico positivo. Posteriormente, a partir del s. III se los empieza a diferenciar,
asimilando el Ius nat urale a una reserva moral cuya legalidad era indiscutible (≈ Ley de Dios),y
al Ius gent ile a un derecho positivo ex terno. Ninguno de los jurisconsultos dudaba de la existen-
cia de un derecho superior al positivo de cada Estado (Ius nat urale), concebido como racional,
universal, inmutable y divino, al cual el derecho positivo (Ius gent ile) debía adaptarse lo más
posible, lo que suponía admitir que el derecho positivo sólo es una aproximación a la justicia (de-
recho perfecto). Así, a modo de ejemplo, un punto básico en que discrepaban el Ius naturale y
el Ius gent ium era la esclavitud, pues mientras el primero consideraba a todos los hombres libres
e iguales, el segundo la aceptaba amparándose en principios históricos, sociales y económicos.
La distinción entre un derecho superior o natural y el derecho positivo, así como el esfuerzo jurí-
dico de los juristas romanos por acercar el derecho positivo al natural, fue lo que llevó al “Digesto”
a afirmar que “La jurisprudencia es el conocimient o de las cosas divinas y humanas, la ciencia
de lo just o y de lo injust o”, equiparando al jurisconsulto a un “sacerdot e de la just icia”. Sin duda,
los juristas romanos constituyeron el cuerpo de derecho más ilustrado de los ex istentes,y Rudolf
Stammler apuntó a la creencia en la justicia como la mayor gloria de la jurisprudencia romana,
pues “t uvieron el valor de elevar su mirada por encima de los problemas cot idianos, dirigien-
do sus pensamient os hacia la realización de la justicia en la vida”. Su acercamiento al derecho
natural propició concepciones como la igualdad ante la ley, la equidad, la liberación de forma-
lismos, la ruptura del control absoluto del padre sobre hijos y esposa, la igualdad de derechos
de la mujer respecto al manejo de sus propiedades y la potestad sobre los hijos, salvaguardias
para los esclavos...
Es de destacar que estas formas del Derecho romano no se debieron al cristianismo, pues la
influencia humanizadora correspondió al estoicismo, mientras que la influencia cristiana se limitó a
asegurar la situación jurídica de la Iglesia o de sus dignatarios.
Por último, recordar que el Derecho romano cristalizó la teoría de que la autoridad del gobernan-
te deriva del pueblo, ya contenida en Cicerón. Como afirma el jurista Ulpiano en frase muy cita-
da, “Lo que place al príncipe t iene fuerza de ley, porque el pueblo, mediant e la Iex regia, le
ha t ransferido y conferido su imperium y su pot est as”; sin embargo, ello no justifica el absolutis-
mo regio ni el gobierno representativo, sino que más bien afirma la teoría de que el derecho
consuetudinario tiene el consentimiento del pueblo. Aunque el derecho pueda surgir de muy diver-
sas fuentes (decreto real, plebiscito popular, decreto del senado, edicto de un magistrado...),
en último término todas sus formas arrancan de la actividad jurídica inherente a un pueblo polí-
ticamente organizado, pues todo órgano de gobierno “representa” al pueblo en algún grado y en
alguna capacidad. Sin embargo, conviene aclarar que el derecho es una “razón impersonal”,y
que el “pueblo” es una entidad totalmente distinta de las personas incluidas en él en un mo-
mento dado, siendo especialmente notable la célebre afirmación de Cicerón de que “Todos
somos siervos de la ley para poder ser libres”.
...
TEMA 6
Introducción
El centralizado sistema de autoridad del derecho romano refleja tanto la unidad administrativa
del Imperio como su convicción de que el Estado es supremo sobre todas las instituciones, al
cual se debía toda la lealtad. Sin embargo, entre el Cicerón (106-43) que consideraba la carrera
política como el cenit de la felicidad humana y la lealtad fatigada del emperador Marco Aurelio
(121-180) se fue abriendo una fisura en la ex periencia moral de los hombres, aguzándose el con-
traste entre la ciudad terrena y la ciudad celeste. El fruto de todo ello fue una Iglesia que preten-
día ser portavoz de una vida espiritual superior a todo cuanto ofrecía la Tierra.
Aunque compartían un estoicismo ecléctico, mientras Cicerón (106-43) vive los primeros días del
naciente Imperio con Julio César y Octavio Augusto, y ex presa la ilusión de que aún puede re-
gresar el esplendor de la República, Lucio Anneo Séneca (4 a.C. – 65) vive la senilidad, la corrup-
ción y el despotismo del decadente Imperio de Nerón, anticipando la desesperanza y el pesi-
mismo característicos del s. II. Ahora el problema no consiste en si debe haber un gobierno ab-
soluto, sino sólo quién deba ser el déspota, mientras la masa de ciudadanos está tan viciada y
corrompida como el tirano.
En aquellas circunstancias, la carrera política poco tenía que ofrecer al hombre bueno. Sin em-
bargo, Séneca rechazó tanto la posición epicúrea de un sabio apartado de la sociedad y que la
satisfacción privada debe prevalecer a los intereses públicos, como la de Cicerón de que la de-
dicación pública es la máx ima ex presión de la virtud y cenit de la felicidad; entre ambos ex -
tremos, fue capaz de idear un servicio social que no implicaba el desempeño de ningún cargo
público o función política. Para ello, adoptó la doctrina estoica de que el hombre es miembro de
dos repúblicas: la república civil de la que es súbdito, cuyos lazos son jurídicos y políticos, y la re-
pública humana o gran Estado al que todo hombre pertenece, cuyos lazos son morales y reli-
giosos, de lo que concluye que el hombre sabio y bueno ya presta un servicio a la humanidad
aunque no tenga poder político, sea por su relación moral con los demás, sea por la mera con-
templación filosófica. De ese prisma bebieron los primeros apologetas cristianos al señalar que
la adoración a Dios es en sí un verdadero servicio humano.
Convencido defensor de la separación entre los intereses mundanos y los espirituales, el estoicismo
de Séneca (≈ M arco Aurelio) era sustancialmente una fe religiosa orientada hacia una vida espiri-
tual (el cuerpo es “cadenas y oscuridad para el alma”, “el alma t iene que luchar continuamen-
t e cont ra la carga de carne”). La creciente necesidad espiritual de la sociedad romana fue
dando a la religión un lugar cada vez más independiente de los intereses seculares,al margen o
incluso por encima del Estado, llegando a encarnar en una institución propia, la Iglesia cristiana,
en representación de los derechos y deberes que los hombres compartían en tanto miembros
de la Ciudad Celestial (≈ representación terrena del gobierno de la Ciudad Celestial). Así, la in-
terpretación que hace Séneca de las dos repúblicas es uno de los muchos paralelos entre su
pensamiento y el cristiano, dado el tono básicamente religioso de su filosofía: intensa conciencia
del carácter pecaminoso de la naturaleza humana, la paternidad de Dios, la miseria como cua-
lidad humana universal, la fraternidad de los hombres, y una ética con evidente tendencia al
humanitarismo, cuyos efectos también se pueden observar en el Derecho romano clásico.
Todo ello evidencia el notable alejamiento de Séneca respecto a la creencia clásica del Estado
como instrumento superior de perfección moral, al punto que describió con brillantez y detalle
la Edad de Oro o “Estado de la naturaleza” que habría precedido a la actual edad corrompida
de la civilización: los hombres eran felices e inocentes, de vida sencilla, sin necesidad de go-
bierno ni de leyes pues atendían a los más sabios; fue la aparición de la propiedad privada lo
que destruyó la situación de primitiva pureza, pues los hombres se volvieron egoístas bajo el
deseo de apropiarse de las cosas y los gobernantes se convirtieron en tiranos, todo lo cual hizo
necesarias las leyes y la coacción para dominar sus vicios, surgiendo el gobierno como remedio
de la maldad. Dicha concepción del derecho como remedio del pecado era enteramente con-
traria a la de los juristas, quienes lo presenta como “verdadera filosofía” y “ars boni et aequi”
(Ulpiano); además, en lugar del supremo valor de la ciudadanía defiende una igualdad común
entre los hombres de toda suerte y condición, y en lugar de ver en el Estado el órgano positivo
de la perfección humana ve un poder coactivo que lucha sin éx ito por hacer tolerable la vida
terrena…
Sin embargo, a pesar de sus discrepancias respecto a las concepciones clásicas del Estado,Sé-
neca no plantea ningún ataque subversivo contra la propiedad, el derecho o el gobierno, sino
que sólo se limita a apuntar que dichas instituciones sólo representan un segundo ideal ético apro-
piado para este mundo, y que en una naturaleza humana purificada serían innecesarias. En
cualquier caso, el gobierno es el medio divinamente dispuesto para gobernar a la humanidad
después de la caída, y por ello cuenta con un título inviolable de obediencia para todos los
hombres buenos.
La obediencia cristiana
La aparición de la Iglesia cristiana como institución independiente del Estado autorizada para
gobernar los asuntos espirituales de la humanidad puede considerarse el cambio más revolu-
cionario de la historia europea por lo que respecta a la ciencia y filosofía políticas. Sin embargo,
el cristianismo era una doctrina de salvación, no una filosofía ni una teoría política, por lo que las
División de la lealtad
Las propiedades del cristianismo como religión “espiritual” eran compartidas en mayor o menor
grado por otras religiones ya ex istentes, todas las cuales coincidían en ofrecer la salvación y la
vida eterna. Por tanto, el principio de que todo hombre es ciudadano de dos Estados,el terrenal y
el espiritual, era en cierto sentido antiguo, pero la aplicación de la Iglesia cristiana será nueva,
pues romperá con la vieja tradición que hacía de la religión un adjunto del Estado.
El Imperio universal había sido siempre imposible sin apoyo religioso, pues no ex istía otro lazo de
unión tan eficaz y poderoso como una religión común. Paulatinamente, el aumento de poder
de la religión hizo posible y necesaria la deificación del emperador, por lo que para el pagano los
más altos deberes morales y religiosos confluían en el Estado y simbólicamente en la persona
del emperador, que era a la vez la suprema autoridad civil y una divinidad. Así, aunque el res-
peto a la autoridad legítima era un deber que ningún cristiano negaba, su fe en la naturaleza
dual del hombre (temporal-espiritual, carne-alma) conllevaba la necesidad de dos tribunales,
paralelos pero independientes, el civil y el espiritual, lo cual les impedía la aceptación de un
emperador deificado que aunase ambas potestades; para ellos, los deberes religiosos constituían
una obligación suprema, debida directamente a Dios, y resultado de la relación directa entre la
deidad espiritual y la naturaleza espiritual del hombre. Obviamente, dicha convicción cristiana
era constitutiva de traición, y ya Marco Aurelio (121-180), bajo cuyo reinado floreció la persecu-
ción, la señaló como incompatible con la virtud romana de la ilimitada obligación del súbdito
con respecto al Estado.
De ese modo, el cristianismo planteó un problema desconocido para el mundo antiguo: el pro-
blema de las relaciones entre Iglesia y Estado. Una vez que Roma desechó su pretensión de ser la
fuente de la autoridad religiosa a la vez que de la política, se abrieron las puertas a que el cris-
tiano pudiese cooperar lealmente como ciudadano o como soldado del Imperio. Además,la
Iglesia contaba con la organización apropiada para dar apoyo a la autoridad secular,enseñar
las virtudes de la obediencia y la lealtad, y educar a sus miembros en los deberes de la ciuda-
danía. Por tanto, la verdadera razón de que Constantino I el Grande (274-337) declarara al cris-
tianismo religión oficial del Imperio (325) fue el apoyo que la disciplina de la Iglesia podía dar al
Estado.
Así, pues, la posición cristiana implicaba dos clases de deberes, espirituales y seculares, lo que
análogamente implicaba dos organizaciones institucionales: la Iglesia y el Estado, cuya indepen-
dencia también comprendía la ayuda mutua, ya que los dos eran instrumentos divinamente
designados para el gobierno de la vida humana en este mundo. Sin embargo, resulta obvio el
conflicto y ambigüedad de tal concepción a lo largo de la historia en la delimitación de jurisdic-
ciones; en realidad, Iglesia y Estado no eran realmente independientes, y tanto el emperador se
veía obligado a apoyarse en la Iglesia para mantener la estabilidad interna del Estado,como
intervenía en materias doctrinales en defensa de la doctrina ortodox a frente a los postulados
maniqueos, arrianos, donatistas… (p. e., la doctrina de la trinidad fue establecida por edicto im-
perial de Constantino en el Concilio de Nicea frente a las tesis arrianas, año 325). Por ello,en un
principio la necesidad fundamental de la Iglesia consistía en subrayar su autonomía en materias
espirituales.
Entre los grandes pensadores cristianos tras el establecimiento de la Iglesia cristiana como reli-
gión oficial del Imperio se encuentran San Ambrosio, San Agustín y San Gregorio, en cuyas ideas
se evidencia una notable falta de discriminación en los conceptos, pues ninguno de ellos trató de
elaborar una filosofía sistemática de la Iglesia y de su relación con el Estado, sino que pertene-
cían más bien al periodo formativo del pensamiento cristiano, ocupándose de los problemas que
presentaban urgencia inmediata.
San Ambrosio
Padre y Doctor de la Iglesia, San Ambrosio (340-398) destacó por su defensa de la autonomía de
la Iglesia en materias espirituales, en las cuales la Iglesia tiene jurisdicción sobre todos los cristianos,
incluyendo al emperador, que, como cualquier otro cristiano, “est á dent ro de la Iglesia, no por
encima de ella”. En una epístola al emperador Valentiniano, afirmó que en materias de fe “son
los obispos los que deben ser jueces de los emperadores crist ianos y no los emperadores de los
obispos”, y que no era sólo un derecho, sino también deber de un sacerdote reprender a los go-
bernantes seculares en materia de moral. Sin embargo, argumentó que el derecho de la Iglesia
debía mantenerse por medios espirituales y no por la resistencia, descartando la más mínima
desobediencia, rebelión o resistencia a la autoridad civil. Además, admitía la autoridad del em-
perador sobre la propiedad secular, incluyendo las tierras de la Iglesia, pero negaba el derecho
del emperador sobre los edificios eclesiásticos dedicados al culto.
San Agustín
Discípulo de San Ambrosio, Padre y Doctor de la Iglesia, San Agustín de Hipona (354-430) abarcó
casi todo el saber de la antigüedad, siendo sus ideas más características la concepción de una
comunidad cristiana y una filosofía de la historia que la coloca como culminación del desarrollo
espiritual del hombre. Precisamente, su gran obra “La Ciudad de Dios” (413-426) fue escrita no
sólo para ex onerar al cristianismo de su responsabilidad de la decadencia de Roma, sino para
tratar de colocar la historia de Roma en la perspectiva adecuada. Para ello, reexpuso desde el
punto de vista cristiano la vieja idea de que la naturaleza del hombre es dual: cuerpo y espíritu,y
por tanto, el hombre es ciudadano de dos ciudades: de un lado de la ciudad terrena, sociedad
fundada en los impulsos terrenos, apetitivos y posesivos de la naturaleza humana inferior,reino
de Satán, cuya historia comienza con la desobediencia de los ángeles rebeldes; por otro,de la
ciudad de Dios, sociedad fundada en la esperanza de la paz celestial y la salvación espiritual,
reino de Cristo, que encarnó primero en el pueblo hebreo y después en la Iglesia y el Imperio
cristianizado. Agustín hizo de dicha distinción la clave para comprender la historia humana,vien-
do en su narración dramática la lucha entre las dos sociedades, cuyo dominio final corresponde
a la ciudad de Dios. Y esta es, precisamente, su interpretación de la caída de Roma: todos los
reinos meramente terrenos tienen que desaparecer, ya que el poder terreno es por su propia natu-
raleza mudable e inestable, pues se basa en los aspectos de la naturaleza humana que produ-
cen la guerra y la sed de dominación.
Sin embargo, para Agustín la Iglesia como organización humana visible no era lo mismo ni equi-
valía al reino de Dios, ni el gobierno secular coincidía con los poderes del mal. Él estaba con-
vencido de que “las potestades que son, de Dios son ordenadas”, tanto eclesiásticas como secula-
res, y, en consecuencia, aunque concebía la ciudad terrena como el reino del diablo y de todos
los hombres malos, y a la ciudad celestial como la comunión de los redimidos, no consideraba a
las dos ciudades separadas durante la vida terrena, sino mezcladas para no separarse sino con el
Juicio Final.
Uno de los aspectos más influyentes de Agustín fue la fuerza que dio a la concepción de la Igle-
sia como institución organizada, pues su esquema de la salvación humana y de desarrollo de la
ciudad celestial pasaba necesariamente por hacer de la Iglesia una unión social de todos los
creyentes a través de la cual operase la gracia de Dios. En ese sentido, la filosofía de la historia
agustiniana presenta la historia humana como el majestuoso desarrollo del plan de salvación divi-
na; puesto que la vida humana era el teatro de una lucha cósmica entre la bondad de Dios y la
maldad de los espíritus rebeldes, la aparición de la Iglesia cristiana constituía el punto culminan-
te de la historia, pues marcaba un punto de inflex ión en dicha lucha. Desde entonces, la salva-
ción humana quedaba ligada a los intereses de la Iglesia, cuya historia pasó a coincidir con lo
que afirmó Hegel del Estado: “la marcha de Dios sobre la tierra”.
Frente a Cicerón y otros autores precristianos, para los cuales correspondía al Estado la tarea de
realizar la justicia, Agustín defiende vigorosamente la necesidad de que una verdadera república
sea cristiana. En su opinión, desde el advenimiento del cristianismo ningún Estado podía ser justo
a menos que fuese cristiano, pues bajo la nueva ley debían servir a una comunidad cristiana
cuyos intereses espirituales estaban por encima de todos los demás; por tanto, de un modo u
otro el Estado tenía que ser también una Iglesia, ya que la forma última de organización social
era la religiosa. Indiscutiblemente, la teoría del Sacro Imperio Romano se basó en dicha concep-
ción de la Ciudad de Dios agustiniana.
San Gregorio
La distinción entre lo espiritual y lo temporal constituye una parte esencial de la fe cristiana,la cual
considera la combinación en las mismas manos de la autoridad secular y la espiritual una institu-
ción típicamente pagana. Así, bajo la ley cristiana es ilegítimo que el mismo hombre sea a la
vez monarca y sacerdote. Dicha posición, típica de la época patrística, fue conocida como
“doctrina de las dos espadas” (≈ doctrina de las dos autoridades), la cual fue ex puesta a finales
del s. V por el papa San Gelasio I († 496), convirtiéndose desde entones en tradición aceptada.
La doctrina de las dos espadas sugería una organización y dirección dual de la sociedad humana,
presidida por jerarquías gemelas con diferente jurisdicción: por un lado, los intereses espirituales y la
salvación eterna, que están bajo la guarda de la Iglesia y deben formar la base esencial de la
enseñanza, dirigida por el clero; de otro, los intereses temporales o seculares y el mantenimiento
de la paz, el orden y la justicia, que corresponden a la guarda del gobierno civil mediante el
esfuerzo de los magistrados.
Entre ambos órdenes debe prevalecer un espíritu de mutua ayuda, y aunque ex istían circuns-
tancias ex traordinarias que en momentos de crisis autorizaban a atravesar la línea divisoria
(anarquía temporal, corrupción espiritual…), en principio ambas jurisdicciones debían permanecer
invioladas, respetando cada una los derechos ordenados por Dios para la otra. Sin embargo,de
ello se sigue que la Iglesia debe contar con jurisdicción sobre todas las materias eclesiásticas, ya
que de otro modo no podría configurarse como una institución independiente y autónoma. En
ese sentido, Gelasio sostiene que, al menos allí donde van envueltas materias espirituales, los
eclesiásticos deben ser juzgados ante tribunales eclesiásticos por los delitos que cometieren,y no
Sin embargo, a pesar de la distinción de jerarquías, la Iglesia no era un grupo distinto de perso-
nas unidas por su doctrina cristiana, sino que los hombres seguían formando una sola sociedad,
aunque bajo dos gobiernos, dotados con sus derechos, normas jurídicas y órganos legislativos y
administrativos propios. Ello propiciaba una situación nueva, pues dividía la lealtad y obediencia
de los hombres entre dos ideales y dos gobiernos, dando lugar a graves controversias. Además,
el cristianismo añadió a la ex igencia de justicia en el lado terreno la obligación de mantener
una pureza de culto que hiciese de esta vida la puerta de entrada a la ultraterrena. Pero, en
cualquier caso, el derecho de libertad espiritual dejó un residuo histórico sin el cual serían muy
difíciles de entender las ideas modernas de intimidad y libertad individuales.
TEMA 7
EL PUEBLO Y SU LEY
Introducción
El período patrístico, centrado en las ideas políticas romanas, concluye entre los s. VI y VII. Tras
las invasiones germánicas del s. V, el Imperio Romano se fue constriñendo paulatinamente al
Imperio Romano de Oriente o Bizantino, que sobreviviría hasta el 1453, con capital en Constanti-
nopla, mientras que el Imperio Romano de Occidente cayó definitivamente en el año 476, y el
Imperio Franco de Carlomagno apenas conservó nada del poder del antiguo Imperio,salvo los
títulos de emperador y augusto. Paralelamente, la Iglesia cristiana también había sufrido una
división similar, causada por el problema de la ortodox ia del culto de las imágenes: la Iglesia
ortodoxa de Constantinopla se escindió de la Iglesia romana, quedando ésta como iglesia de la
Europa occidental, y, a través de su pacto con el Imperio Franco, como gobernante temporal
de la Italia central.
Así, entre los s. VI-IX el destino político de Europa occidental pasó a manos de los bárbaros ger-
mánicos, lo cual no permitió mucha actividad filosófica o teórica, pues éstos aún eran incapaces
de asimilar el saber antiguo que estaba a su disposición, conservando la reverencia tributada a
la Escritura, a la autoridad de los Padres de la Iglesia y a los escritores paganos como Cicerón. El
derecho natural, la obligación real de gobernar de acuerdo a la ley, la santidad de la autoridad
constituida tanto en la Iglesia como en el Estado, y la unidad de la cristiandad bajo los poderes
paralelos del imperium y el sacerdot ium eran cuestiones sobre las que ex istía un acuerdo com-
pleto y universal. Sin embargo, durante los primeros tiempos de la Edad M edia surgieron nuevas
concepciones sobre el derecho y el gobierno que no habían ex istido en la Antigüedad, pues las
ideas de los pueblos germánicos se fueron desarrollando en contacto con el derecho romano.
Los pueblos germánicos concebían el derecho como un atributo de la tribu o grupo, en tanto pro-
piedad común de todos sus miembros, e inicialmente no era escrito, sino que se componía de
costumbres perpetuadas oralmente. Así las cosas, los pueblos bárbaros que se adentraron en el
Imperio romano llevaron con ellos su derecho, que evolucionó en un atributo personal de cada
uno de sus miembros donde fuera que fuesen; por ello, aunque un bárbaro se estableciese en-
tre personas regidas por el derecho romano, seguía bajo la tutela del derecho germánico. Los
“códigos bárbaros”, redactados en latín entre los s. VI-VIII, recogieron por escrito tanto las cos-
tumbres germánicas para los habitantes germanos, como frecuentes formulaciones del derecho
romano para los habitantes romanos. Obviamente, los conflictos de jurisdicción abocaron al
desarrollo de complicadas reglas para resolver los casos en que las partes contaban con dife-
rente derecho.
propio de las comunidades sedentarias, la concepción del derecho personal o tribal fue deri-
vando en la concepción del derecho como inherente a un territorio o localidad. Ya en el s. VII exis-
tió un código de derecho común para todos los súbditos del reino visigodo español, mientras
que ello no se produjo en el Imperio Franco hasta el s. IX. Sin embargo, esa costumbre local no
era idéntica al derecho del rey, ni al derecho común de todo el reino, ni al derecho eclesiástico;
en realidad, la diversidad jurídica permaneció, sobre todo en el derecho privado, cuya unifica-
ción no se alcanzó en Inglaterra hasta el s. XII, y en Francia hasta después de la Revolución
Francesa (1789).
Dado el carácter estable de la sociedad rural, durante la Edad M edia ex istía el convencimiento
de que un estado de cosas que hubiese ex istido durante largo tiempo poseía la presunción de
justo y legítimo, y que la costumbre inmemorial cubría todos los problemas que fuese necesario
enjuiciar. Por tanto, ex istía una ramificación del derecho por todas las relaciones de la vida,co-
mo si fuese una estructura permanente emanada de la providencia divina, dentro de la cual se
desarrollaban los asuntos humanos. Desde ese punto de vista era correcto afirmar que el dere-
cho no se crea, sino que se “descubre”; es decir, que se presumía que el derecho ex istía ya por
completo y desde siempre, y lo que los eruditos hacían era irlo “descubriendo”. Así,los decretos
o capitulares de los reyes francos no eran pues “legislación”, sino simplemente lo que la sabidu-
ría del consejo real, a la luz de la práctica predominante, había descubierto sobre ello en el de-
recho.
La poderosa influencia de la costumbre en las ideas jurídicas de la Edad M edia se pone de mani-
fiesto en que, aun después de la resurrección del derecho romano, algunos juristas afirmaban
que la costumbre “funda, abroga e interpreta” el derecho escrito. De ello se concluía que,puesto
que el derecho ex istía desde tiempo inmemorial siendo el pueblo su depositario, el derecho
pertenece al pueblo al que gobierna, el cual debe ser consultado para su reforma. Así,los encabe-
zamientos de las capitulares medievales sugieren que el derecho era publicado por el pueblo,
pues “la ley se hace con el consent imient o del pueblo y mediant e la declaración del rey”
(edicto, 864).
Por tanto, la creencia en que el derecho pertenece al pueblo y se aplica o modifica con su apro-
bación y consentimiento era universalmente aceptada, pero en lo que se refiere al procedi-
miento de gobierno la creencia era muy vaga, hasta que finalmente aparecieron los primeros
parlamentos en los s. XII-XIII. En conclusión, históricamente el aparato de gobierno fue posterior a
la idea de que el pueblo se expresaba a través de sus magistrados. Quiénes fueran esos jefes,
cómo se les designase y aún quien fuese ese “pueblo” al que representaban, son cuestiones
que no cobraron importancia hasta que no se emprendió la tarea de crear los instrumentos que
hiciesen efectiva dicha representación.
Puesto que el derecho pertenecía al pueblo, y éste era quien en última instancia lo autorizaba,
se seguía que el rey no era más que un factor en su regulación, estando obligado a obedecer la
ley como sus súbditos; además, puesto que la ley se concebía como un medio que regulaba
toda clase de relaciones humanas, ello incluía las que ex istía entre súbdito y gobernante. Por
tanto, el rey estaba obligado no sólo a gobernar con justicia, sino también a administrar el dere-
cho del reino tal como era y como se podía averiguar consultando su práctica inmemorial. Así
mismo, el rey no podía legítimamente obviar o cancelar los derechos garantizados a sus súbdi-
tos por la costumbre, o que sus predecesores habían declarado como ley del país, pues nadie
dudaba de que un hombre tenía derecho al trato y la posición que él y sus antepasados ha-
bían gozado durante mucho tiempo. El derecho creaba un vínculo obligatorio para todo el pue-
blo, garantizando a todo hombre los privilegios, derechos e inmunidades propios de su rango,y
el rey no constituía una ex cepción: como gobernaba por la ley, estaba sometido a ella.
Sin embargo, aunque todo el pueblo, incluido el rey, estuviese sometido a la ley no equivalía a
una igualdad de trato o condiciones, pues el arraigo de la idea del status hacía justificable cual-
quier desigualdad concebible. Así, no sólo todo hombre tenía derecho a gozar del derecho de
acuerdo a su rango y orden, sino que además la vaguedad de las concepciones constitucionales
hacía que la posición del rey fuese única en muchos aspectos: puesto que en la Edad Media casi
no había ningún procedimiento de definir con ex actitud ninguna autoridad constitucional, se
podía sostener que el rey estaba obligado por la ley, pero en realidad no se podía entablar
ninguna acción contra él, pues ello no estaba regulado: el rey era “singulis maior universis minor”.
Ex istía una diferencia fundamental entre la concepción del rey en las capitulares medievales y la
encarnada en el derecho romano. Aunque ambos consideraban la autoridad real como deriva-
da del pueblo, para los jurisconsultos la cesión de poder era irrevocable, y una vez que el empe-
rador había sido investido de su autoridad, quod principi placuit legis habit vigorem;por el con-
trario, la teoría medieval da por supuesta una cooperación continua entre el rey y sus súbditos,
considerándolos a ambos como órganos del reino al que pertenece el derecho. Quizás la ex-
plicación de ello se encuentre en las enormes diferencias de sociedad, pues mientras la tradición
del derecho romano era la de una administración altamente centralizada dotada de una legis-
lación común, un reino medieval no estaba centralizado ni en la teoría ni en la práctica, pues no
ex istía una definición precisa de los poderes y deberes de sus órganos, ni aún conciencia de
que debiesen estar estrictamente coordinados. Lejos quedan aún el concepto del rey como
“jefe del Estado” al modo de los Estados absolutos, o el concepto moderno del Estado como
“persona artificial”.
Aunque ex istía una ausencia de ideas jurídicas precisas sobre lo que constituía un título legítimo
de autoridad, las ideas medievales sobre la elección del monarca reflejan la combinación de tres
clases de títulos al poder regio: el rey heredaba su trono (derecho hereditario, primogenitura),
pero también era elegido por su pueblo, y, desde luego, gobernaba “por la gracia de Dios”;es
decir, que se combinaban tres factores: el hereditario, el electivo y el divino, los cuales no eran al-
ternativos, sino que ex presaban tres hechos sobre el mismo estado de cosas. Dichos factores
coincidían con los que participaban en la promulgación de una assisa (disposición legislativa): su
validez era en último término divina, siendo enunciada por el rey con el consentimiento del
pueblo.
A medida que las prácticas constitucionales fueron haciéndose más regulares y definidas,se fue
distinguiendo con claridad entre elección y derecho hereditario. Así, las dos monarquías medieva-
les más relevantes pasaron a ser definitivamente electivas: la Iglesia a fines del s. XI, organizan-
do un proceso de elección papal por el clero, y el Imperio con la “Bula de Oro” de Carlos IV
(1365), documento constitucional que fijaba el número e identidad de los electores y estable-
ció la decisión por voto de la mayoría. M ientras, en los reinos prevaleció el principio hereditario
de primogenitura, pues bajo el feudalismo la monarquía hereditaria tenía mayor probabilidad
de llegar a ser fuerte, aunque perduró el sentimiento de que el rey seguía siendo, en cierto sen-
tido, elegido por el pueblo. En cualquier caso, tanto si el rey llegaba a serlo por elección como
por herencia, siempre gobernaba por la gracia de Dios, pues nadie dudaba de que el gobierno
secular era de origen divino y el rey el vicario de Dios. Sin embargo, la concepción de la autoridad
divina del rey no implicaba una teoría de legitimidad dinástica (como así ocurriría tras su evolu-
ción en el derecho divino de los reyes del s. XVI), pues no implicaba la obligación de obedien-
cia pasiva del súbdito sin tener en cuenta la justicia o tiranía del rey; es decir, que en casos de
violación real de la norma fundamental el vasallo podía apelar al derecho moral y legal de resis-
tencia.
Señor y vasallo
Aunque las instituciones feudales dominaron la Edad M edia de modo tan completo como la
ciudad-Estado dominó la antigüedad, resulta difícil definir el feudalismo porque su desarrollo fue
muy desigual en los diferentes tiempos y lugares, abarcando principalmente desde la quiebra
del Imperio franco (s. IX) hasta su pleno desarrollo en los s. XI y XII. La clave de la organización
feudal reside en que, en un periodo de desorden y en ocasiones cercano a la anarquía, y con
unos medios de comunicación de lo más primitivo, eran imposibles grandes unidades políticas y
económicas, por lo que los Estados tendían a ser de tamaño reducido, y la organización de la so-
ciedad y del gobierno era básicamente local, mientras que el carácter primordial de la agricultu-
ra hacía de la comunidad aldeana una unidad casi autárquica. Dado que la tierra era la única
forma importante de riqueza, todas las clases, desde el rey al jornalero, dependían directamente
de sus productos; además, el control de la tierra estaba en manos de una pequeña comunidad
que lo ejercía con arreglo a normas consuetudinarias. El final de la época se iniciará con el auge
de las ciudades comerciales (s. XII), aunque muchos de los efectos del feudalismo afloraron des-
pués.
Lo peculiar del derecho feudal se ex presa en el dicho de que “el vasallo del vasallo no es vasallo
del señor”; así, aunque el rey otorgase unas tierras a un barón por los servicios prestados,hacien-
do de él su vasallo (cuya forma típica de contrapartida solía ser el servicio militar mediante un
número fijado de hombres en caso de conflicto), los vasallos de éste no eran en modo alguno
vasallos del rey, pues las relaciones entre ellos (rey-barón, barón-vasallo) eran semejantes a un
contrato en el que las dos partes conservaban su interés privado. Por ello, aunque la concesión al
vasallo solía comportar el derecho a administrar justicia en su baronía, las obligaciones entre un
señor y sus vasallos eran siempre mutuas: el señor estaba obligado a dar ayuda y protección a
sus vasallos, ateniéndose a las costumbres o a la carta que definía sus deberes (siempre limita-
dos), derechos e inmunidades, al punto que el vasallo tenía derecho legal a repudiar sus obliga-
ciones si el señor le negaba los derechos que le correspondían. Por tanto, en la organización
feudal coex istían los aspectos de obligación mutua, de acción voluntaria y de contrato implícito.
Es de destacar que todo el sistema de administración pública tendía a seguir el modelo de po-
sesión de tierras (administrar un molino, cobrar un impuesto, ejercer determinado cargo públi-
co...), por lo que también los cargos públicos tendían a convertirse en posesión hereditaria. Como
consecuencia, quien ocupaba un cargo público no lo hacía como agente del rey, sino porque
tenía un derecho a ocuparlo; por tanto, su autoridad no era delegada, sino poseída, de modo
que no eran tanto funcionarios públicos como personas que cumplían una relación contractual.
La corte feudal
La institución feudal típica era la corte de un señor con sus vasallos, o consejo para la resolución
de las diferencias surgidas entre ellos en función de sus relaciones feudales. Teóricamente, la
corte feudal garantizaba a todo vasallo un juicio ante sus pares, con arreglo a la ley de la tierra y
a los acuerdos o cartas específicos del problema. Por tanto, lo más destacado era que tanto el
señor como el vasallo tenían precisamente el mismo remedio en el caso de que creyeran que
su derecho había sido lesionado: apelar a la decisión de los demás miembros de la corte. La
decisión del tribunal podía ser llevada a la práctica por el poder conjunto de sus miembros,y en el
caso ex tremo se concebía que era aplicable incluso contra el rey; por ello, en una organización
feudal típica al rey se lo denominaba “primus inter pares”. Puesto que la corte (o el rey y la cor-
te conjuntamente) aunaba y ejercía las funciones legislativa, ejecutiva y judicial, resulta obvio
que el sistema desembocase con frecuencia en algo parecido a una rebelión organizada.
Por otra parte, la antigua concepción de que un pueblo constituye una comunidad política,orga-
nizada bajo su derecho y capaz de ejercer a través de sus gobernantes una autoridad públicas,
se mezclaba y entrecruzaba con la tendencia medieval al particularismo. A la larga, de esta
concepción dual de una comunidad el mayor beneficiado fue el rey, ya que era el representan-
te del interés público (≈ relación contractual con sus vasallos) y hasta cierto punto el depositario
de la autoridad pública (≈ cabeza de la comunidad política). Sin duda, fue este hecho lo que
hizo del rey feudal el punto de partida del desarrollo de la monarquía nacional.
Ello llevó también a una concepción dual del rey, pues por un lado se lo concebía como creado
por el derecho y sometido a él (relación contractual con sus vasallos), mientras que por otra se
admitía que “El rey no debe t ener igual en el reino... el rey no debe estar sometido a ningún
hombre, sino a Dios y a la ley”, y que por tanto “no cabe ninguna demanda cont ra el rey” (en
tanto cabeza o jefe de la comunidad política). Así, por un lado el rey es el principal terrateniente
del reino, por lo que en tanto miembro de la corte (un “primus int er pares”) se puede proceder
contra él; por otro, el rey es el titular de la autoridad pública inherente al reino o pueblo,capaci-
dad que no comparte con la corte (está por encima de la corte) y por la que no es posible
demandarle, pues descansa en último término en su propia conciencia y al juicio de Dios.
Sin embargo, es de destacar que el que el monarca llegase a ser absoluto es un proceso desarro-
llado en los Estados modernos, y no en los medievales. El rey medieval tenía siempre debía ac-
tuar a través de su consejo o corte, y éstos o sus ramas siempre conservaron algunos vestigios
de su derecho feudal a ser consultados. De hecho, en Inglaterra el derecho a legislar nunca
quedó atribuido en último término al rey, sino “al rey en parlament o”.
TEMA 8
Introducción
La última parte del s. XI contempló una elevación general del nivel intelectual en todas las ramas
del saber, iniciándose la recuperación de gran parte del saber antiguo, lo que incluyó la reanu-
dación del interés intelectual sobre el cuerpo de ideas sociales y políticas conservado en la tra-
dición de los Padres de la Iglesia. Aunque los escritos políticos de los s. XI-XII fueron especialmen-
te polémicos, centrados en la disputa acerca de los límites jurisdiccionales entre las autoridades
secular y eclesiástica, así como en la investidura de los obispos por los seglares, el feudalismo
comenzó a cristalizar en un sistema más definido del que surgirían los principios constitucionales
transmitidos por la Edad M edia a la Europa moderna. En cualquier caso, la teoría política surgió
con mayor lentitud que otras ramas de interés filosófico, ensombrecida durante los s. XI-XV por
los grandes sistemas de teología y metafísica de la filosofía escolástica.
La Iglesia-Estado medieval
El punto de partida de los polemistas del s. XI respecto a las relaciones entre las autoridades
secular y espiritual fue la teoría gelasiana de las dos espadas, la cual resumía la enseñanza de los
Padres de la Iglesia: por ordenación divina, la sociedad humana debe estar gobernada por dos
autoridades, la espiritual y la temporal; ningún hombre podía aunar a la vez el sacerdotium y el
imperium, y en cuanto partes de un plan divinamente unificado, cada una de las autoridades
debía ayuda y apoyo a la otra. Por tanto, esta sociedad tenía bajo Dios dos cabezas (Papa-
emperador), dos principios de autoridad (espiritual-temporal), y dos jerarquías de magistrados
(sacerdotes-funcionarios reales), pero un solo cuerpo social o sociedad cristiana que abarcaba el
mundo entero (San Agustín, “La Ciudad de Dios”), pues no había un cuerpo que formase el Es-
tado y otro que constituyese la Iglesia, sino que todos los hombres estaban incluidos en ambos.
Obviamente, el problema latente versaba sobre los límites propios de la autoridad y sobre lo que
podía legítimamente hacer cada una de las jerarquías dentro de los límites ex presos o implíci-
tos de su cargo
Por tanto, lo que se planteaba era un conflicto de competencias entre dos cuerpos de magistra-
dos investidos de autoridad, y sólo en ese sentido había controversia entre Iglesia y Estado an-
tes de la cuestión de las investiduras. De hecho, la separación de las dos autoridades no había
sido nunca llevada a la práctica literalmente, y ambas podían señalar hechos históricos que
podían interpretarse como control de una jerarquía sobre la otra. En cualquier caso, ex istían
razones políticas que impelían a los emperadores a ejercer su influencia en la elección papal,y
al menos hasta el s. XI el control del emperador sobre el papado fue más ostensible que al con-
trario.
La independencia de la Iglesia
Entre otros pensadores, ya San Agustín (354-430) había presentado a Europa como una socie-
dad esencialmente cristiana, San Gelasio († 496) afirmó que la responsabilidad del sacerdote
era más pesada que la del rey porque se dirigía hacia la salvación eterna, y el arzobispo Hinc-
mar de Reims (806-882) apuntó que los hombres “en el día del juicio no serán juzgados por la
ley romana o la sálica o la guendobadia, sino por las leyes divina y apost ólica”, por lo que era
difícil que el primer gran esfuerzo de la civilización cristiana, iniciado en el s. IX e intensificado en
el s. XI, se hubiese dirigido a otra cosa que a realizar el ideal de una sociedad cristiana en el que
la Iglesia fuese la fuerza dirigente tras un Estado cristiano.
Así, el breve renacimiento intelectual del s. IX propició en la Iglesia dos movimientos en pro de
la consecución de un Estado cristiano: la centralización de la autoridad papal y de la organiza-
ción eclesiástica en el seno de la Iglesia (decretales pseudoisidorianas) y la intensificación del
espíritu militante de los eclesiásticos respecto al ideal cristiano (reformas cluniacenses).
Es importante considerar que la reforma gregoriana o cluniacense fue una respuesta al exten-
dido abuso de que muchos eclesiásticos ejercían de grandes terratenientes, lo que les convertía
tanto en vasallos de señor como en señores con vasallos, y sus intereses coincidían en gran me-
dida con los de la nobleza feudal, estando intensamente vinculados a la política secular en tan-
to señores cuyo poder e influencia ningún monarca podía obviar. Además, su superior educa-
ción les convertía en el grupo más apto para proporcionar al monarca los funcionarios superio-
res de su reino, consolidándose como los agentes más capacitados para desarrollar la política
secular regia. En consecuencia, en el alto clero se superponían la Iglesia y el Estado, resultando
imposible en la práctica una separación radical de las dos jerarquías.
La teoría del gobierno de la Iglesia de Gregorio VII era monárquica, pues consideraba al papa la
cabeza soberana de toda la Iglesia, pero no en el sentido de una monarquía feudal, sino más
bien en el de la tradición imperial romana: el Papa era absoluto y sometido sólo a Dios y a la ley
divina (teoría “petrinista”, o supremacía de los papas en tanto sucesores de San Pedro). Obvia-
mente, ello chocaba abiertamente con las pretensiones del emperador y los reyes.
Aunque ambos contendientes aceptaban teóricamente la doctrina gelasiana de las dos espa-
das, ambos desplegaron argumentos que hasta cierto punto la descartaban, en su pretensión
de presentarse por encima del otro. Por una parte, los partidarios del Imperio deseaban la conti-
nuación del estado de cosas, haciendo de la doctrina gelasiana su piedra angular en pro de la
independencia secular, y apuntando a la histórica carencia de dirección en la Iglesia para asu-
mir el liderazgo que demandaba. Por su parte, Gregorio VII sostenía que un gobernante secular
es un cristiano y, por tanto, en cuestiones morales y espirituales tiene que estar sometido a la
Iglesia; así, después de prohibir las investiduras por laicos y declarar contumaz al emperador,
quiso imponerle sus decretos con su ex comunión, afirmando que no sólo podía ex comulgarlo
por ser cristiano, sino que además ello dispensaba a sus súbditos del juramento de fidelidad. Por
tanto, para Gregorio VII el derecho a excomulgar comportaba el derecho a deponer,lo que hacía
del papa un tribunal del que en última instancia dependía la legitimidad del gobernante.
dad de la Iglesia. De ello se encargaron los eclesiásticos del s. XII y sus sucesores en el papado
de los s. XIII-XIV.
Cabe a Honorio de Augsburgo (“S umma gloria”, 1123) el haber sido el primero que, basándose
en su interpretación de la historia hebrea, sostuvo que la autoridad temporal deriva de la espiri-
tual. Según ésta, los judíos habían sido gobernados por sacerdotes desde M oisés,y el primer rey,
Saúl, fue ungido por el sacerdote Samuel; además, la “Donación de Constantino” (falsificación
papal del s. VIII) probaba que con su conversión había abandonado todo poder político en
manos del papa, y por tanto desde Constantino todos los emperadores tenían su autoridad impe-
rial por concesión pontificia, de lo que se concluía que los emperadores debían ser elegidos por
los Papas, aunque en materias seculares debían ser honrados y obedecidos aún por los sacer-
dotes.
Poco después, Juan de Salisbury (1115-1180) adopta en su “Policraticus” (1159) una posición más
ex trema, basándose en la superioridad inherente al poder espiritual para afirmar que ambas
espadas pertenecen por derecho a la Iglesia, y que ésta confería al príncipe el poder coactivo.
Por tanto, el gobernante secular posee un “ius ut endi” (derecho de uso), pero no propiedad del
cargo en sentido estricto. Así, defendió el poder papal de deposición basándose en la afirma-
ción del “Digesto” (533) de que “quien puede legít imament e dar, puede legít imament e qui-
t ar”.
La piedra angular de la posición imperial de Enrique IV era la doctrina de que todo poder deriva
directamente de Dios, tanto el del emperador como el del papa, y, por tanto, el emperador sólo
era responsable de su ejercicio ante Él, no pudiendo ser depuesto sino por herejía. Su justifica-
ción se basaba en la tradición de los Santos Padres, como San Gregorio respecto al deber de
obediencia pasiva, o la teoría gelasiana de que las dos espadas no pueden recaer en la misma
mano, acusación que formula contra Gregorio VII, quien bajo la falsa apariencia de independi-
zar la Iglesia pretendía ligarla aún más a los asuntos seculares. Sin embargo, esta defensa teoló-
gica del derecho divino del rey no ofrecía muchas oportunidades de desarrollo lógico, y a la lar-
ga fueron los juristas los más eficaces defensores del poder secular.
La tendencia a defender el poder secular sobre bases jurídicas la inició Pedro Crasso (“Defensio
Henrici IV regis”, 1084). En plena controversia entre Enrique IV y Gregorio VII, su argumento se
basaba en la inviolabilidad del derecho de sucesión hereditaria, vinculando el derecho divino a un
derecho hereditario imprescriptible. En base a ello, señaló que el emperador no puede ser despo-
jado del reino, al igual que ninguna persona puede ser despojada de su propiedad privada.
Una argumentación más sólida se haya en los Folletos de York (“York Tract s”, ≈1100), donde se
afirma que la autoridad de un rey es superior a la de un obispo, que debe regir a los obispos,y es
competente para convocar concilios y presidirlos, aunque se niega su autoridad para investir los
obispos de autoridad espiritual. Además, atacan a la autoridad suprema de Gregorio VII en la
Iglesia al negar el derecho del papa a disciplinar a otros obispos, sosteniendo que en materias
espirituales todos los obispos son iguales, que todos gozan de la misma autoridad derivada de
Dios, estando igualmente ex entos de ser juzgados ex cepto por Dios. Por tanto, no se debe obe-
diencia a Roma, sino sólo a la Iglesia, y ello inicia la tendencia a interpretar la autoridad espiritual
no como poder, sino como derecho a enseñar y predicar (Marsilio de Padua, “Defensor pacis”,
1324).
TEMA 9
UNIVERSITAS HOMINUM
Introducción
Es de destacar que como la obra de Aristóteles llegó a Europa a través de fuentes judías y ára-
bes, la primera inclinación de la Iglesia fue prohibirla, como hizo en 1210. Pero, con el tiempo,no
sólo fue recibido, sino convertido en piedra angular de la filosofía católica, principalmente a tra-
vés de Alberto M agno y su discípulo Santo Tomás de Aquino, aunque el Aristóteles cristianizado
de Santo Tomás convivió con el Aristóteles anticristiano de la tradición averroísta.
Juan de Salisbury
como para el súbdito. En ese sentido, Juan distingue radicalmente entre un verdadero rey y un
tirano, y su obra tiene el dudoso honor de presentar la primera defensa explícita del tiranicidio de
la literatura política medieval: “quien usurpa la espada merece morir por la espada”.
Salvo en la defensa del tiranicidio, la concepción de la ley sostenida por Juan era compartida
por Santo Tomás, aunque él la ex presó en términos derivados en gran parte de Cicerón,en tan-
to que el aquinatense la elaboró adaptando los términos técnicos de Aristóteles.
El dominico, filósofo y teólogo italiano Santo Tomás de Aquino (1225-1274) es uno de los máximos
representantes de la filosofía escolástica, destacando especialmente por organizar el conoci-
miento de su tiempo y ponerlo al servicio de la fe, esforzándose por reconciliar fe e intelecto.
La filosofía tomista del conocimiento constituye un intento de realizar una síntesis universal, un siste-
ma omnicomprensivo cuya clave es la armonía. Así, afirma que todo el conocimiento humano
forma una sola pieza, en cuya base están las ciencias particulares, cada una con su objeto;por
encima de ellas se encuentra la filosofía, que basada en la razón trata de formular los principios
universales de todas las ciencias; y en la cúspide está la teología cristiana, basada en la revela-
ción divina. Por tanto, el sistema tomista lo forma la trilogía ciencia-filosofía-teología, no como
compartimentos estancos sino en continuidad. Por ello, aunque la revelación está por encima
de la razón, no es de ningún modo contraria a ella, pues la fe es la realización plena de la razón.
La filosofía tomista de la sociedad sigue al sistema natural, en tanto es un sistema de fines y pro-
pósitos en el que lo inferior sirve a lo superior, y lo superior dirige y guía a lo inferior. Así,describe
la sociedad como un intercambio mutuo de servicios encaminados a la vida buena (≈ Aristóteles),
cuyo bien común ex ige que el sistema cuente con una parte dirigente. De ahí que el gobierno
es una magistratura o un fideicomiso de toda la comunidad, y que el gobernante esté justificado
en todo lo que hace sólo porque contribuye al bien común. Por tanto, la finalidad moral del go-
bierno es primordial, pues debe dirigir la acción de todas las clases de tal modo que los hombres
puedan vivir una vida feliz y virtuosa, la cual les lleve en último término a un bien superior más
allá de la sociedad terrena: a una vida celestial. Obviamente, para Tomás tal cosa sobrepasa
los poderes humanos, y es más bien función de los sacerdotes que de los gobernantes.
En cuanto a la teoría tomista de la política, afirma que la finalidad moral para la que ex iste el
gobierno implica que la autoridad debe ser limitada y debe ejercerse sólo de acuerdo a la ley.
Consideraba la sedición como pecado mortal, pero la resistencia justificada a la tiranía no cons-
tituía sedición, aunque repudia la defensa del tiranicidio de Juan de Salisbury. Aunque señala que
el poder está justificado sólo en la medida en que sirve al bien común, su interés radicaba
esencialmente en las limitaciones morales a los gobernantes, y no parecían preocuparle los as-
pectos jurídicos o constitucionales, no añadiendo nada nuevo a lo ex puesto por Aristóteles en
“La Polít ica”. Así, aunque defiende la monarquía y señala la necesidad de la “legitimidad” del
gobierno, dice muy poco sobre las formas de gobierno, no define con precisión qué entiende
por autoridad legítima, ni llegar a definir teoría alguna sobre el origen de la autoridad política.
Santo Tomás estaba inmerso en la tradición medieval de la santidad de la ley, dando por su-
puesto que su autoridad le era inherente y no dependía de ningún origen humano. Así,su inten-
to constante es relacionar la ley humana con la ley divina. Dado que su concepto de ley divina
regula las relaciones entre todas las criaturas, animadas e inanimadas, animales y humanas,la
ley humana sólo representa una parte de la totalidad del sistema de gobierno divino por el
cual se rige todo. Por tanto, un gobernante ilegítimo no es sólo un infractor de los derechos e
instituciones humanos, sino también un rebelde contra el sistema divino mediante el cual Dios
rige el mundo.
En la clasificación tomista de las leyes sólo una de las cuatro categorías es humana,pues conside-
raba la sociedad humana sólo como uno de los niveles del orden cósmico. Así, las cuatro clases
de ley son cuatro formas de razón que se manifiesta en cuatro niveles distintos de la realidad
cósmica, pero las cuales constituyen una sola razón en todos ellos.
1. Ley eterna (≈ razón divina). Es el plan eterno de la divina sabiduría con arreglo al cual está
ordenada toda la creación. Esta ley está por encima de la naturaleza física del hombre,y
por entero fuera del alcance de la limitada comprensión humana, aunque el hombre par-
ticipa de ella en tanto se reflejan en él la sabiduría y bondad de Dios.
2. Ley natural. Es el reflejo de la razón divina en las cosas creadas, se manifiesta en la inclina-
ción que la naturaleza implanta en todos los seres según sus dotes naturales. En el caso del
hombre, es su inclinación a vivir en sociedad, a conservar la vida, a procrear, proteger y
educar los hijos, a buscar la verdad, a desarrollar la inteligencia… Siendo producto de la
razón, la ley natural es común a todos los hombres, tanto cristianos como paganos.
3. Ley divina. Consiste en la revelación divina, y su mejor ejemplo es el código especial de le-
yes dado por Dios a los judíos como pueblo escogido, o las normas de moral o legislación
dadas a los cristianos a través de la Escritura o de la Iglesia. En cualquier caso,la revelación
añade a la razón, pero nunca la destruye, en tanto forman parte de la misma estructura.
4. Ley humana (≈ derecho positivo), dividida en “ius gentium” (derecho común de todos los
pueblos) y “ius civile” (derecho particular de un pueblo). Se trata de una aplicación parti-
cular de la ley natural destinada a regular las vidas de los hombres, atendiendo a las pro-
piedades distintivas de la especie. Dado que el hombre se distingue de los demás seres
por su racionalidad, la pauta básica de la ley humana la establece la razón;además,como
Respecto a los gobernantes, Tomás afirma que su poder sobre el derecho positivo surge
de la necesidad de mantenerlo según ley natural, por lo que considera que la promulga-
ción de una ley es en realidad un reajuste de la ley natural a los tiempos y las circunstancias.
Además, dado que los gobernantes están tan obligados por la ley como los súbditos, la
resistencia a la tiranía es un derecho y un deber, ex istiendo circunstancias en las que es legí-
timo para la Iglesia deponer a un gobernante y dispensar a sus súbditos de la fidelidad
que le deben. En cualquier caso, y aunque Tomás asume que el sacerdotium es superior al
imperium, se mantiene en la tradición gelasiana, por lo que no llega a plantearse la trans-
formación de la superioridad espiritual en supremacía jurídica (→ canonistas).
El escritor, filósofo y pensador político italiano Dante Alighieri (1265-1321) representa la posición
contraria a la de Santo Tomás y Juan de Salisbury, pues aunque coincide con ellos en la con-
cepción de Europa como una comunidad cristiana gobernada por dos autoridades, Iglesia e
Imperio, su teoría de la monarquía universal constituye la defensa de la independencia imperial
frente al control papal. Sin embargo, quizás condicionado por la época convulsiva que le tocó
vivir, su defensa del Imperio no es más que la idealización de la paz universal, pues no veía otra
esperanza de paz que la unidad del Imperio bajo la autoridad absoluta del emperador. Así,en
“De monarchia” (1310) se aferra a la teoría gelasiana de que los dos poderes están unidos úni-
camente en Dios, y, si el poder del emperador deriva directamente de Dios, es independiente de
la Iglesia.
Como Santo Tomás, Dante colocó su teoría de la comunidad universal dentro de un armazón de
principios derivados de Aristóteles. Así, puesto que toda asociación humana se forma para al-
gún fin, Dante atribuye el lugar más alto entre todas las comunidades al Imperio universal;ade-
más, toda empresa cooperativa necesita una dirección, y por consiguiente toda comunidad ha
de tener un gobernante, que, para ser perfecto, debe comprender a todos los hombre bajo una
sola autoridad, el cual se constituya en un juez supremo enteramente por encima de la ambi-
ción y la parcialidad que pueda juzgar las disputas entre reyes y príncipes.
Por otra parte, para Dante la voluntad de Dios está manifiesta en la historia, y, en ese sentido,la
historia de Roma presenta en su ascenso a una posición de poder supremo los signos de una
guía providencial. A su parecer, el Imperio romano era el quinto de los intentos históricos de con-
seguir el Imperio universal y el único que había tenido éx ito, de modo que Roma estaba desti-
nada por la providencia de Dios a gobernar el mundo. Ello se evidenciaba en que los romanos
buscaban el imperio no por ambición, sino para el bien común de los conquistados y los con-
quistadores (“ese pueblo sant o, piadoso y glorioso, parece haber descuidado sus propios in-
t ereses para procurar la salud pública al género humano”). Así, Dante hace derivar el Imperio
medieval directamente del Imperio romano, haciéndolo heredero de su autoridad universal para
gobernar el mundo.
Sin embargo, aunque Santo Tomás, Juan de Salisbury y Dante estaban en lados opuestos de la
controversia papa-emperador, estaban por entero de acuerdo en sus convicciones básicas.
Para los tres autores, la especie humana forma una sola comunidad, cuya ex istencia implica la
necesidad de una sola cabeza; además, puesto que el rasgo característico de la naturaleza hu-
mana es su combinación de un principio espiritual y un principio físico, en el gobierno del mundo
se debe distribuir entre un poder espiritual y otro temporal, cada uno de los cuales tiene su pro-
pia jurisdicción. La autoridad deriva a la vez de Dios y del pueblo; el rey es la cabeza del siste-
ma jurídico y está sometido al derecho, poseyendo un poder que ex cede al de los súbditos
pero menor que el de toda la sociedad. Por tanto, la sociedad universal (se denomine república
o Iglesia) se asemeja a una comunidad orgánica donde cada parte ejerce una función, el de-
recho es el principio organizador, y cuya finalidad es el bienestar de sus miembros, lo cual inclu-
ye en último término su salvación eterna. Así, desde Dios hasta la última de las criaturas, todos
desempeñan el papel que les corresponde en el drama divino que conduce a la vida eterna.
En síntesis, el estímulo intelectual del nuevo aristotelismo en los s. XII-XIII propició una sistematiza-
ción de la tradición, pero la dificultad de aplicar al Imperio su concepción de una sociedad au-
tárquica, de encajar una Iglesia de origen sobrenatural, autoridad teocrática, derecho ultra-
mundano y verdad revelada por fuerzas situadas más allá de la razón en su sistema social natu-
ralista, el bienestar del espíritu concebido como distinto del cuerpo, el destino del alma después
de una vida terrena… todo ello estaba muy lejos de armonizar con el tono de la filosofía aristo-
télica. Por ello, durante los s. XIII-XIV los teólogos Guillermo de Ockham y Marsilio de Padua per-
manecerán en el aristotelismo, pero se alejarán progresivamente de la tradición cristiana.
TEMA 10
Introducción
Durante los s. XIII-XIV numerosos factores conspiraron para hacer del papa el tema principal de
la teoría política: la hostilidad contra la teoría de la soberanía papal, el fracaso de las grandiosas
pretensiones de Bonifacio VIII (1235-1303), la afrancesada “Iglesia de Aviñón” (1309-1377), la
repugnancia que causaba la “teoría petrinista” del papado a muchos católicos fervientes,la vio-
lenta controversia del papa con una parte influyente de la orden franciscana respecto al pro-
blema de la pobreza de los clérigos… Así, el intento de Juan XXII de intervenir en una discutida
elección imperial desembocó en la repudiación del intento papal de situarse como poder arbi-
tral internacional; la “Declaración de Rense” (1338) afirmó que una elección de emperador no
requería la confirmación pontificia, y la “Bula de Oro” (Carlos IV, 1356) omitió toda referencia al
papa en el procedimiento que estableció para las elecciones imperiales.
La controversia Juan XXII-Luis IV de Baviera (1316-1334) puso fin al centro de la discusión política,
quedando establecida la independencia de la autoridad temporal respecto de la espiritual. Dos
grandes escritores tomaron a su cargo la defensa de Luis de Baviera: M arsilio de Padua y Gui-
llermo de Ockham. Sin embargo, posteriormente el fracaso del movimiento encaminado a re-
formar la Iglesia a través de su constitucionalización (teoría conciliar) abocó a que el problema
cambiase de forma, convirtiéndose en el de la relación entre un soberano y el cuerpo de sus
súbditos, es decir, el de la monarquía absoluta frente a la representativa o constitucional.
1. MARSILIO DE PADUA
El teólogo, filósofo y teórico político italiano M arsilio de M ainardini, Marsilio de Padua (1275-
1343), estudió medicina en Padua y llegó a ser rector de la Universidad de París (1313). Su prin-
cipal obra, “Defensor pacis” (1324), constituyó una defensa de los poderes imperiales,encarnados
en Luis IV de Baviera (emperador del Sacro Imperio Romano, 1328-1347), frente al dominio de
los asuntos temporales que reivindicaba Juan XXII para el Papado. Su teoría del gobierno secular
se basaba en la práctica y las concepciones de las ciudades-Estado italianas, y su ataque con-
tra el Papado como causa de la desunión de Italia apunta al futuro M aquiavelo. Sin embargo,
en realidad M arsilio no escribía tanto en defensa del Imperio como para destruir el sistema im-
perialista Papal que se había desarrollado con Inocencio III y la teoría del derecho canónico. Su
objeto era definir y limitar de un modo categórico las pretensiones de la autoridad espiritual enca-
minadas a controlar la acción de los gobiernos seculares, llegando a colocar la Iglesia bajo el
poder del Estado.
La base filosófica marsiliana deriva de Aristóteles, pues él mismo consideraba su obra como un
suplemento a “La Política” en el estudio de las causas de las revoluciones y las discordias civiles,
Marsilio: el Estado
El “Defensor pacis” (1324) consta de tres partes: (1) una ex posición de los principios aristotélicos,
(2) conclusiones acerca de la Iglesia, las funciones de los sacerdotes, su relación con la autori-
dad civil y los males que aquejan a estas cuestiones, (3) y una ex posición de 42 tesis o conclu-
siones.
Siguiendo a Aristóteles, M arsilio define el Estado como una especie de “ser vivo”, compuesto de
partes que desarrollan las funciones necesarias para su vida, y señala a la ciudad como una
“comunidad perfecta”, en tanto es capaz de subvenir a todo lo necesario para una vida buena,
la cual implica tanto lo bueno en esta vida (objeto de la filosofía a través de la razón) como en
la vida futura (objeto de la revelación a través de la fe). Así, la razón muestra la necesidad de
gobierno civil como medio de paz y de orden, mientras la fe muestra una necesidad de religión,
la cual tiene sus usos en esta vida en tanto constituye el medio de salvación en la venidera.
Siguiendo también a Aristóteles, M arsilio enumera las clases sociales que contribuyen a formar
una sociedad: labradores y artesanos que proporcionan bienes materiales, y soldados, magistra-
dos y sacerdotes que constituyen el Estado en sentido estricto. Es precisamente el clero la clase
más problemática en cuanto a ubicar su lugar en la sociedad, pues su finalidad ultraterrena no
puede ser comprendida por la razón; en cualquier caso, tanto paganos como cristianos coinci-
den en la necesidad de una clase especial dedicada al culto, cuya función para M arsilio “consis-
t e en aprender y enseñar aquellas cosas que, según la Escrit ura, es necesario creer, hacer o
evit ar, con objet o de conseguir la salvación et erna”. Por tanto, al naturalismo aristotélico de
“La Polít ica”M arsilio añade una religión de esencia sobrenatural y más allá de todo examen ra-
cional, afirmando que, cualquiera que pueda ser la reverencia que merezca la fe como medio
de salvación eterna, desde un punto de vista secular es irrelevante e irracional, por lo que las
cuestiones seculares deben ser juzgadas en términos exclusivamente racionales, sin hacer referen-
cia a la fe.
En resumen, M arsilio postula una separación radical entre razón y fe, afirma que el clero no es más
que una de las clases sociales, y desde un punto de vista racional considera al clero cristiano
como cualquier otro clero, ya que lo que enseña sobrepasa los límites de la razón y sólo se apli-
ca a una vida futura. Por tanto, la religión es un fenómeno social (≈ comercio, agricultura),y pues-
to que la Iglesia afecta a los asuntos temporales, empleando instrumentos materiales y produ-
ciendo consecuencias sociales, forma parte del Estado secular y debe estar sujeta a regulación
social.
M arsilio lleva su radical distinción espiritual-temporal a la ley. Así, en el “Defensor pacis” (y en “De-
fensor minor”) distingue cuatro clases de ley, pero destacando su nítida distinción entre:
• Ley divina. M andato directo de Dios, sin deliberación humana, acerca de lo que debe reali-
zarse o evitarse en este mundo con vistas al fin mejor en el mundo futuro. Su cumplimiento
o violación no comporta recompensas o penas terrenales, sino sólo penas de ultratumba.
Ambas leyes se diferencian básicamente en sus sanciones. Así, puesto que toda norma que im-
plique una penalidad terrena corresponde ipso fact o a la ley humana, M arsilio concluye que la
ley humana no deriva de la divina, sino que difiere de ella, en agudo contraste con Santo Tomás,
quien presentaba ambas leyes como partes del mismo todo, subrayando que la ley humana
derivaba de la divina. Por tanto, puesto que para M arsilio la ley entraña una norma de razón o
de justicia intrínseca caracterizada por emanar de una autoridad constituida y comportar una
pena en caso de violación, para él la enseñanza espiritual de los sacerdotes no constituye un po-
der o autoridad, pues carece de fuerza coactiva en esta vida.
Dado que su concepto de la ley implica un legislador, M arsilio afirma que “el legislador, o causa
eficiente primera y verdadera de la ley, es el pueblo o la t ot alidad de los ciudadanos o la parte
de más valor de aquél”. Por tanto, la ley humana surge por la acción conjunta de un pueblo que
establece normas para gobernar las acciones de sus miembros (a modo contrario, también se
puede afirmar que un Estado constituye un conjunto de hombres que obedecen a un determi-
nado cuerpo legal). Aunque el modo de elección difiere según la costumbre local, la fuente de
la autoridad legal es siempre el pueblo, pues la parte ejecutiva y judicial del gobierno o principa-
do (“principat us”) es elegida por el cuerpo de ciudadanos (“legislat or”). Por tanto, toda autori-
dad debe concebirse como acto del pueblo y ejercerse en nombre de él. Además, concebía la
costumbre como parte del derecho, e incluida en la legislación.
Siguiendo su radical separación entre lo religioso y lo jurídico, M arsilio señala que,puesto que todo
magistrado ejerce su autoridad por mandato del pueblo, no sólo el clero carece del más mínimo
poder coactivo, sino que niega el derecho canónico como jurisdicción distinta al secular. El clero,
en tanto clase dedicada a practicar los servicios religiosos, está sometido a regulación como
cualquier otra clase, y por tanto sus miembros son responsables ante los tribunales civiles por sus
violaciones de la ley humana como las demás clases. Además, puesto que sólo pueden acon-
sejar e instruir, pueden amonestar y señalar las consecuencias futuras del pecado, pero no pue-
den forzar a hacer penitencia, pues ello es jurisdicción de la ley divina en la vida futura.
En la misma línea, para M arsilio la propiedad eclesiástica constituye una concesión de la comuni-
dad para el culto público, pues el clero no posee derecho a diezmos o a la ex ención de tribu-
tos, salvo que le sea concedido por la comunidad. Así mismo, los cargos eclesiásticos son dados
por los funcionarios civiles, y todo eclesiástico, desde el papa hasta los clérigos, puede ser de-
puesto por acción civil; ello implica que todos los sacerdotes son iguales, pues ni obispos ni papas
poseen ninguna cualidad espiritual que no posea un simple sacerdote, lo que ex cluye la sobe-
ranía papal de la organización de la Iglesia. A esta completa repudiación de los poderes espiri-
tuales de la jerarquía eclesiástica, M arsilio añadió la tendencia a considerar que la ex periencia
íntima era suficiente, pues en relación a la confesión, la penitencia, las indulgencias, la absolu-
ción y la ex comunión no dudó en subrayar que lo único esencial es el arrepentimiento por los
pecados y el poder divino: si un pecador se ha puesto a bien con Dios, la absolución es completa
aun sin ceremonias. Además, consideraba como única fuente de revelación divina a la Biblia,
descartando el valor de las decretales, bulas y encíclicas pontificias; sólo las creencias conteni-
das en la Escritura son necesarias para la salvación.
Así, pues, y a pesar de su crítica demoledora, M arsilio conserva un núcleo de creencia cristiana
acerca del cual la Iglesia puede hablar con autoridad, lo cual le obliga a aceptar la necesidad
de una institución en la que discutir y establecer los artículos de fe. Dado descarta la autoridad
superior del papa y la jerarquía eclesiástica, M arsilio escogió para ese fin el concilio general (≈
ecuménico), en tanto cuerpo representativo universal de los fieles cristianos. Las principales divisio-
nes territoriales de la cristiandad (“provinciae”) debían elegir representantes en proporción al
número y cualidad de su población cristiana, los cuales deberían decidir en el concilio a la luz de
la Escritura cualquier cuestión dudosa en materia de fe, siendo sus decisiones obligatorias para
todos los cristianos, especialmente para los sacerdotes.
Sin embargo, resulta obvio que esta cesión constituye un desliz en la teoría marsiliana, pues la
autoridad de un concilio general es tan nebulosa como la corporación universal de fieles que
representa; en tanto institución humana, en materia de fe no puede ser más infalible que un
papa; e implica admitir que los ciudadanos son miembros de dos corporaciones: su Estado y la
Iglesia universal. Así, el concilio general constituye en Marsilio el único contacto entre fe y razón,pues
supone que en él la inspiración divina se une a la razón humana para dar una versión autorizada
de la ley divina dada en la Escritura. Obviamente, la concepción social de M arsilio no aportaba
base para una organización internacional como la Iglesia, por lo que su propuesta del concilio
general fue ineficaz como medio para restaurar la unidad de la república cristiana medieval.
En esencia, M arsilio representa una sustancial rebaja a las pretensiones de importancia sostenidas
por el cristianismo, reduciendo la religión a la condición de una fe privada sin importancia,en la
que toda acción pública estuviese bajo el control del gobierno secular. Su filosofía política es una
nueva forma de la teoría de la ciudad-Estado, competente para regular todas las ramas de la
vida, y a ese respecto representó la forma más pura de aristotelismo naturalista de la filosofía
medieval. Tomada en conjunto, la teoría marsiliana es una transacción, pues sus ciudadanos
siguen siendo miembros de dos corporaciones, el Estado y la Iglesia, pero ésta última ha perdido
por entero su autoridad a favor de la primera. Dado que M arsilio mantiene la idea de una
creencia común y una disciplina eclesiástica universal, su comunidad autárquica se encuentra en
la peligrosa situación de tener que actuar como agente de una iglesia sobrenatural. La experiencia
demostraría que ello era imposible; se podía eliminar el absolutismo papal, pero sólo a condi-
ción de que los gobiernos seculares diesen a sus súbditos una libertad religiosa mayor,y en mo-
do alguno asumiendo las funciones eclesiásticas.
2. GUILLERMO DE OCKHAM
El filósofo y teólogo escolástico inglés Guillermo de Ockham (1285-1349) es el máx imo represen-
tante de la escuela nominalista, rival de la tomista y la escotista. Aunque su obra presenta me-
nos consistencia y está diseminada en una enorme serie de obras, representó la reacción de
una gran parte de la opinión cristiana frente al imperialismo papal. Básicamente dialéctico y
teólogo, se constituyó en portavoz de aquel grupo de la orden franciscana denominados “espi-
rituales”, defensores de la pobreza clerical y ex comulgados por Juan XXII: una minoría persegui-
da por motivos de conciencia que en nombre de la libertad apelaba a la opinión ilustrada de
la época contra la autoridad constituida, representada por “pot est at is” papal. Por tanto,para
Guillermo la soberanía papal es, desde un punto de vista cristiano, una herejía, y su finalidad
primordial fue afirmar la independencia de todo el cuerpo de creyentes cristianos contra las pre-
tensiones de un papa herético: el problema se planteaba, pues, entre la Iglesia universal-
apostólica y la “Iglesia de Aviñón”.
Guillermo proseguirá la labor del franciscano Duns Scoto (1266-1308) en la distinción entre razón y
fe, considerando que la teología refería principalmente a cosas sobrenaturales, conocidas sólo
para la fe por medio de la revelación, y sobre todo con usos morales, en tanto que la filosofía se
dirigía en busca de verdades teóricas dentro de la razón natural. Por tanto, la quiebra de la es-
tructura tomista de razón y fe no se debió en primer término a un esfuerzo por liberar la razón,
sino más bien a causa de un esfuerzo por liberar la fe, pues la razón consiguió su libertad reivindi-
cando para la razón el reino, grande pero nebuloso, de lo incognoscible. Además de la distin-
ción razón-fe, Guillermo también postuló la distinción razón-voluntad, considerando la voluntad
en Dios y en el hombre como una fuerza y un poder espontáneo de acción no determinado
por ninguna razón.
Hijo de su tiempo, Guillermo participaba del arraigado aborrecimiento medieval del poder arbi-
trario o del empleo de la fuerza fuera de lo autorizado por el derecho. Coincidiendo con Santo
Tomás, concebía que el cuerpo del derecho comprendía la voluntad revelada de Dios (ley divi-
na), los principios de la razón natural (ley eterna), los dictados de la equidad natural (ley natu-
ral), las prácticas comunes de los países civilizados (ley humana: ius gent ium) y el derecho posi-
tivo de los diversos pueblos (ley humana: ius civile). En definitiva, todo ejercicio de autoridad
tiene que estar justificado por el bien común y por su consonancia con la justicia natural y la
sana moral.
La creencia en la omnipotencia del derecho, así como su defensa del saber crítico y el juicio ilus-
trado, llevaron a Guillermo a su decidida oposición a lo que consideraba como tiranía dentro de
la Iglesia, pujando por dotarla de un gobierno que pudiese decidir con menor arbitrariedad los
puntos debatidos de la creencia y la práctica cristianas. En ese sentido, la solución más práctica
no era otra que un concilio general que pusiese frenos al poder de la jerarquía, aunque él no es-
taba más dispuesto a admitir la infalibilidad de un concilio que la de un papa. Como escolásti-
co, compartía una creencia implícita en la razón y una absoluta confianza en la fe, estando con-
vencido de que la decisión final de cualquier punto de doctrina correspondía al cuerpo vivo de
la Iglesia, continuo a lo largo de su historia y depositario de la revelación divina. Por tanto, un
concilio también podía errar, aunque era menos probable que se equivocase. Además, Gui-
llermo daba por supuesto que una sólida erudición y una investigación honrada pondrían de
Aunque la filosofía política de Guillermo se mueve aún dentro de los límites de la vieja discusión
acerca de la relación entre imperium y sacerdot ium, su mérito fue colocar en el centro de la
discusión política el problema de la relación entre un soberano y sus súbditos, y el derecho de és-
tos a resistir a aquél por razones de conciencia. Tal como se desarrolló la historia,el problema se
planteó primero en el seno de la Iglesia, pues la teoría de la plenitudo potestatis fue la primera
pretensión de definir un poder absoluto, imprescriptible y soberano formulada en la Edad Me-
dia. Así, el Gran Cisma de Occidente (1378-1417) produjo la primera gran controversia entre las
pretensiones de soberanía y el principio del gobierno constitucional y representativo.
SEGUNDO PARCIAL
TEMA 11
1. NICOLÁS MAQUIAVELO
Tras el fracaso del partido conciliar, se produjo mediado el s. XV la resurrección del absolutismo
papal, el cual tuvo su parangón en un tremendo desarrollo del poder monárquico en casi toda
Europa occidental, casi siempre a ex pensas de las instituciones rivales (nobleza, parlamento,
ciudades, clero). Por doquier, el eclipse del sistema representativo medieval fue permanente (ex-
cepto en Inglaterra). El poder político, que hasta entonces había estado disperso entre feuda-
tarios y corporaciones, se condensó rápidamente en manos del monarca, que fue el principal
beneficiario de la unidad nacional. Así, en el s. XVI la concepción de un soberano que es la fuente
de todo poder político pasó a ser una forma habitual de pensamiento político.
Dichos cambios económicos tuvieron consecuencias sociales y políticas profundas, pues la so-
ciedad europea contó por primera vez con una clase de hombres que poseían dinero y espíritu
de empresa: la burguesía. Por razones obvias, esta clase era el enemigo natural de la nobleza y
de las divisiones y desórdenes fomentados por los aristócratas; sus intereses necesitaban de un
gobierno fuerte, tanto fuera como dentro del país, y de ahí que su aliado natural fuese el rey. Por
tanto, y alejada aún de sus futuras aspiraciones políticas parlamentarias, la nueva clase se limitó
a ver aumentar el poder de los monarcas, estando dispuesta a subordinar las instituciones repre-
sentativas a la monarquía, pues le resultaba ventajosa la concentración del poder militar y la
administración de justicia en manos del monarca. Así, el poder regio llegó a ser, sin duda,arbitra-
rio y con frecuencia opresor, pero su gobierno era mejor que lo que pudiera ofrecer la nobleza
feudal.
El absolutismo moderno
A principios del s. XVI la monarquía absoluta había llegado a ser el modelo de gobierno predo-
minante en Europa occidental, si bien a sangre y fuego; basada enteramente en la fuerza,de-
rrocó el constitucionalismo feudal y las ciudades-estado libres en los que se había basado la civili-
zación medieval, y la propia Iglesia fue presa de ella: los monasterios fueron ex propiados, los
gobernantes eclesiásticos fueron sometidos al control real, y desapareció la autoridad jurídica de
la Iglesia, la cual pasó a ser una asociación voluntaria, o bien un socio del gobierno nacional.
La monarquía absoluta se desarrolló en casi todos los países de Europa occidental: en España la
unión de Aragón y Castilla con los Reyes Católicos inició la formación de una monarquía absoluta
que la convirtió en la mayor potencia europea durante gran parte del s. XVI; en Inglaterra el
final de las guerras de las Dos Rosas y el reinado de Enrique VIII iniciaron el periodo de absolu-
tismo de la dinastía Tudor; Alemania constituye una aparente ex cepción, ya que la debilidad
del Imperio permitió la anarquía, aunque la tendencia no se detuvo sino que solo se retrasó,y
el ascenso de Prusia y Austria fue similar al de otros países; Francia es el país que representa más
típicamente el desarrollo de un poder real altamente centralizado, el cual hizo de ella la nación
más unida, compacta y armónica de Europa. Así, con Carlos IV (1403-1461) se aprobó la orde-
nanza de 1439, la cual agrupó toda la fuerza militar de la nación en manos del monarca, con-
cediéndole un impuesto nacional con que sostenerla; con ello, los estados generales perdieron
su control sobre los impuestos, y con ello su poder de influir sobre el monarca, que también ha-
bía establecido su poder sobre la Iglesia francesa: el monarca se había convertido en el único
representante de la nación.
Italia y el papa
En la época de M aquiavelo, Italia estaba dividida en cinco estados: el reino de Nápoles, el du-
cado de Milán, las repúblicas de Venecia y Florencia, y los Estados Pontificios, vigorosamente res-
taurados tras el fin del Gran Cisma (1417). Quizás uno de los cambios más sensibles de la política
europea fue el que transformó al papa en un gobernante italiano, pasando de pujar por consti-
tuirse en árbitro de las disputas de la cristiandad al ejercicio más mundano de soberano de Ita-
lia central. Así, aunque la tendencia a la concentración italiana ya se había iniciado, no podía
completarse por la ausencia de un poder capaz de unir toda la península. Las divisiones entre los
tiranos italianos dejaban al país como una presa al alcance de las manos de franceses,españo-
les y alemanes, y, en ese sentido, M aquiavelo consideraba que la Iglesia era especialmente res-
ponsable: demasiado débil para unir Italia, suficientemente fuerte para impedir que ningún otro
gobernante lo hiciera, y frecuente instigadora de la intervención ex tranjera.
Sus obras más importantes fueron “El Príncipe” (1513) y los “Discursos sobre la primera década de
Tito Livio” (1531), resultando significativo el distinto modo de considerar el gobierno en ambas
obras. M ientras en “El Príncipe” trata de las monarquías o gobiernos absolutos, en los “Discursos”
se ocupa de la ex pansión de la república romana, ex presando su entusiasmo por el gobierno
popular, el cual no aparece en “El Príncipe” al considerarlo impracticable en la Italia de la épo-
ca.
Sin embargo, ambas obras presentan distintos aspectos del mismo problema: las causas del
auge y decadencia de los estados, y los medios para que los estadistas hagan que perduren,
presentando por igual las cualidades por las que se conoce a M aquiavelo: la indiferencia por el
uso de medios inmorales para fines políticos, y la creencia de que el gobierno se basa en gran par-
te en la fuerza y la astucia. Por ello, sus escritos pertenecen más bien a la literatura diplomática
que a la teoría política. De hecho, el juego diplomático no se ha desarrollado nunca con mayor
dureza que en las relaciones entre los Estados italianos de la época. De hecho, los escritos di-
plomáticos tienen méritos y defectos característicos, siendo especialmente propensos a exage-
rar la importancia del juego por el juego y a reducir al mínimo la que corresponde a las finalida-
des por las que es de presumir que se juega, dando por supuesto que la política es un fin en sí
misma.
Por tanto, M aquiavelo escribe casi únicamente sobre la mecánica del gobierno, de los medios
para fortalecer al Estado y de los errores que llevan a su decadencia. Las medidas políticas y
militares son casi el único objeto de su interés, y las separa casi por completo de toda conside-
ración religiosa, moral o social. Para él, la finalidad de la política es conservar y aumentar el poder
político, y el patrón para juzgarla es su grado de éx ito en ese propósito. Que una política sea
cruel, desleal o injusta es para M aquiavelo cosa indiferente, aunque tales cualidades pueden
influir en su éx ito. En ese sentido, la mayor parte de su obra no es tanto inmoral como amoral,
pues se limita a abstraer la política de toda otra consideración, y escribe acerca de ella como si
fuera un fin en sí.
La indiferencia moral
Lo más próx imo a la separación entre la conveniencia política y la moralidad establecida por
M aquiavelo se encuentra “La Polít ica” de Aristóteles, donde se refiere a la conservación de los
Estados sin consideración de su bondad o maldad. Sin embargo, se conex iona más directamen-
te Marsilio de Padua (“Defensor pacis”, 1324), con quien, además del odio hacia el papado co-
mo causa de la desunión italiana, compartía ideas sobre la utilidad política que debía tener la
religión. Sin embargo, el secularismo de M aquiavelo va mucho más allá, pues mientras Marsilio
defendía la autonomía de la razón haciendo ultramundana la moral cristiana, M aquiavelo la
condena precisamente por ser ultramundana, señalando que además las virtudes cristianas pro-
ducían un carácter servilista, lo que contrastó con las religiones viriles de la antigüedad: “Nuestra
religión coloca el supremo bien en la humildad, la abnegación y el desprecio de las cosas
mundanas, en t ant o que la pagana, por el cont rario, la ponía en la grandeza de ánimo, la
robust ez corporal y t odas las demás cualidades que hacían fuert es a los hombres” (“Discursos”,
1531).
A pesar de ello, M aquiavelo no era indiferente a los efectos de la moral y la religión sobre la vida
social y política. Aunque sancionaba el uso de medios inmorales por los gobernantes en pro de
una finalidad, nunca dudó que la corrupción moral de un pueblo hace imposible el buen go-
bierno. En base a ello, postuló la doctrina del doble patrón de moralidad para el gobernante y
para el ciudadano, pues mientras al primero se lo juzga por el éx ito en el mantenimiento y au-
mento del poder, al segundo se lo juzgará por el vigor de su conducta en el grupo social. Por
tanto, como el gobernante está fuera del grupo, o al menos en una situación muy especial,
está por encima de la moralidad que debe imponerse dentro del grupo, pues un ejército lucha
tanto con la moral como con los cañones, y un gobernante debe proveer ambas cosas.
El egoísmo universal
Un principio que M aquiavelo defendió fue el supuesto de que la naturaleza humana es profun-
damente egoísta y ambiciosa, y que su agresividad natural hace de la lucha y la competencia
rasgos normales de toda sociedad, al punto que el gobierno se funda en la debilidad e insufi-
ciencia del individuo para protegerse contra la agresión de los demás. Dado que los hombres
aspiran a conservar lo que tienen y a conseguir más, y que tanto el poder como las posesiones
están limitados por la escasez natural, la lucha y competencia constantes amenazan con dege-
nerar en anarquía, a menos que las limite la fuerza que hay tras el derecho. Por tanto,el poder
del gobernante se basa en la inminencia de la anarquía y en el hecho de que la seguridad sólo
es posible cuando el gobierno es fuerte.
El legislador omnipotente
Otro principio que M aquiavelo defiende es la suprema importancia del legislador en la sociedad.
En su opinión, un Estado afortunado debe ser fundado por un solo hombre, y las leyes y el go-
bierno por él creados determinan el carácter nacional de su pueblo. Además, cuando una so-
ciedad se ha corrompido no puede reformarse por sí misma, si no que tiene que tomarla en sus
manos un legislador (≈ estadista) hábil que la restaure a los principios establecidos por su funda-
dor.
Para M aquiavelo, prácticamente no hay límites a lo que un estadista puede hacer, pues no es
sólo el arquitecto del Estado, sino también de la sociedad, con todas sus instituciones políticas,
morales, religiosas y económicas. Esta noción ex agerada de un gobernante reproducía el mito
del legislador de Cicerón y Polibio, y reflejaba el problema de un gobernante en la corrupta Ita-
lia del s. XVI. Por tanto, la lógica de su filosofía política se resumía en que si el individuo es por
naturaleza egoísta, el Estado y la fuerza que hay tras el derecho son el único poder que puede
mantener unida a la sociedad. Todas las circunstancias de su tiempo conspiraban contra Ma-
quiavelo para hacerle ver en un gobernante absoluto el mejor árbitro del destino de la nación.
Desde ese punto de vista, resulta más fácil comprender el doble patrón de conducta estadista-
ciudadano que constituye el “maquiavelismo”: el gobernante, como creador de la ley, está
fuera de ella, y si la ley impone una moral, está también fuera de la moralidad; no hay otro pa-
trón para juzgar sus actos sino su éx ito para ampliar y perpetuar el poder de su Estado (“con-
viene que cuando el hecho le acuse, el result ado le excuse”), para lo cual M aquiavelo sancio-
nó el uso de la crueldad, la perfidia, el asesinato o cualesquiera otros medios, con tal de ser
empleados con suficiente inteligencia y discreción (“es digna de censura la violencia destructi-
va, no la violencia que const ruye”).
Republicanismo y nacionalismo
El único sentimiento que mitigaba el cinismo de las opiniones políticas de M aquiavelo era el
patriotismo nacional y el deseo de unificación de Italia, liberándola de los desórdenes internos y
los invasores ex tranjeros. Afirmaba que el deber con la patria supera a todos los demás debe-
res y a todos los escrúpulos, pues “es indispensable salvar, ant e t odo y por encima de todo, la
exist encia y la libert ad del país”, una Italia a la que veía “sin jefe ni ley, vencida, despedazada,
despojada, conquist ada y asolada”. Él confiaba que de entre los tiranos de Italia, tal vez en la
casa de los Médicis, surgiese un príncipe con capacidad y audacia para pensar en una Italia uni-
da. Sin embargo, su esperanza de paz y unidad para Italia era más bien un sentimiento que un
plan definido, ya que no ofreció nada a lo que se pudiera denominar política de unificación
italiana.
Penetración y deficiencias
Fue M aquiavelo el creador del significado del Estado en el pensamiento político moderno,en tan-
to fuerza organizada, suprema en su propio territorio, que persigue una política consciente de
engrandecimiento. Dicho modelo de Estado se convirtió no sólo en la típica institución política
moderna, sino en la institución cada vez más poderosa de la sociedad, lo cual ex presa el índice
de claridad con que percibió M aquiavelo la tendencia de la evolución política. Sin embargo,
concebía los factores morales, religiosos y económicos como fuerzas que un político puede utilizar en
provecho del Estado, lo cual no sólo invierte un orden normal de valores, sino también el orden
usual de eficacia causal. Por ello, y aunque la indiferencia de M aquiavelo por la verdad o la
falsedad de la religión acabó por ser una característica común del pensamiento moderno, si
hubiese escrito en otro país, o después de la Reforma (Lutero, 1517) o la Contrarreforma (Conci-
lio de Trento, 1545), es imposible creer que hubiese tratado la religión con la indiferencia en que
lo hizo.
La Reforma protestante (Lutero, 1517-Paz de Augsburgo, 1555) mezcló la teoría política con dife-
rencias de credo religioso y problemas de dogma teológico, pero no ex iste ninguna fórmula sen-
cilla que ex prese esa relación. Tanto católicos como protestantes partían de la misma herencia
cristiana y del mismo cuerpo de ex periencia política, en los cuales la dependencia entre el sis-
tema teológico y político era muy lax a. Así, la Reforma no produjo nada similar a una teoría polí-
tica propia, y las diferencias políticas que se produjeron fueron más bien resultado de las diversas
situaciones concretas en que se encontraban la Iglesias que de las diferencias teológicas. Sin
embargo, en todas partes perduró la concepción de una sola Iglesia como guardián de la única
verdad revelada; que el protestantismo hubiese reemplazado la autoridad de la jerarquía por la
infalibilidad de la Escritura no hizo que las Iglesias reformadas fuesen menos autoritarias que la
Tras la ruptura con Roma se quebrantó la unidad de la Iglesia, de modo que en vez de una Igle-
sia hubo un número creciente de ellas, y la relación Iglesia-Estado varió con la situación religiosa
de cada país. Además, la religión dependía en mayor grado que nunca de la política. Dado
que los eclesiásticos creían que la autoridad pública debía mantener la doctrina pura, y ésta
veía a la unidad religiosa como una condición indispensable para el mantenimiento del orden,
el mantenimiento de la fe quedó a cargo de las autoridades civiles, lo cual dejó al gobierno como
encargado de la imposible tarea de decidir qué constituía la verdad religiosa.
Por tanto, la Reforma aceleró la tendencia a aumentar y consolidar el poder de las monarquías,
pues los reyes quedaban en toda Europa como único punto alrededor de cual pudiera realizar-
se la unidad nacional, y el éxito correspondió a la facción religiosa que acertó a aliarse con una
política interna poderosa. Así, en Alemania con los príncipes y en Inglaterra con Enrique VIII la Re-
forma triunfó, mientras que en España o Francia, donde se alió con la nobleza o las ciudades,se
vio derrotada; pero, venciesen protestantes o católicos, los reyes siempre ganaron. Además,los
grupos reformistas mayores se vieron abocados a fortalecer en mayor medida su alianza regia,
pues mantenían una lucha en dos frentes: contra el Papa y contra los movimientos reformistas
más radicales (anabaptistas, menonitas, separatistas de Brow ne…). Por tanto, la monarquía no
sólo recibió el apoyo de la creciente clase media y la burguesía (temerosas tanto de la nobleza
como de los grupos reformistas radicales), sino también de católicos y reformistas, lo que hizo
del gobierno regio, investido de poder absoluto en el interior y con manos libres en la política exte-
rior, la forma típica del Estado europeo.
Sin embargo, el protestantismo produjo a la larga efectos inesperados, pues en la mayor parte
de países del norte surgieron minorías religiosas relativamente fuertes que aspiraban a conseguir
los beneficios de religión oficial, lo que supuso una fuente potencial de desorden. Sólo lenta-
mente, y bajo la presión de las circunstancias, fue tendiéndose hacia una política de tolerancia
religiosa, a medida que se observó que era posible una común lealtad política entre distintas
confesiones.
Entre tanto, la amalgama entre religión y política era completa, pues el respaldo a los gobernan-
tes se convirtió en un artículo primordial de la fe religiosa, y la defensa de un credo distinto al
del gobernante se consideraba como un ataque contra él. Por tanto, el punto más controverti-
do de la filosofía política pasó a ser si los súbditos tienen una obligación de obediencia pasiva a
sus gobernantes o un derecho de resistencia frente a ellos. En definitiva, se traba de la histórica
pugna entre la teoría del derecho divino monárquico (la obediencia cívica es una virtud cristiana
ordenada por Dios, lo cual no descarta que el poder pueda derivar del pueblo) y la teoría del
derecho popular (el rey deriva su poder del pueblo, y pueden ser llamados a cuentas por él).
Con el tiempo, durante el s. XVI se especializarían en teoría monárquica y teoría antimonárquica.
Martín Lutero
Obviamente, la fuerza quedaba ex cluida como medio para fomentar una religión así entendi-
da, pues Lutero era contrario por naturaleza a la coacción religiosa. Sin embargo, no pudo conce-
bir que la religión prescindiese de la disciplina y autoridad eclesiásticas, por lo que se sintió obli-
gado a admitir la necesidad de reprimir la herejía, y puesto que la Iglesia no podía corregir sus
propios defectos, la esperanza de una Iglesia purificada quedaba en manos de los gobernantes
seculares. Así, el resultado práctico de su ruptura con Roma fue que el gobierno secular se convir-
tió en agente y árbitro de la Reforma, con lo que en realidad contribuyó a crear una Iglesia na-
cional, algo que inicialmente habría considerado como una monstruosidad religiosa.
Una vez la Reforma quedó en manos de los príncipes, a Lutero no le resultó difícil adherirse a la
doctrina del deber de obediencia pasiva, pues, a pesar de su defensa de la libertad personal,
sentía tanto respeto por la autoridad civil y sus magistraturas como escaso respeto por las perso-
nas y nulo por las masas (“prefiero soport ar un príncipe que obra mal ant es que a un pueblo
que obra bien”, “no es de ningún modo propio de un crist iano alzarse cont ra su gobierno”, “la
desobediencia es un pecado mayor que el asesinat o, la lujuria, el robo y la deshonest idad”).
Sin embargo, mostró inconsistencia lógica al admitir que los príncipes, que a su vez debían obe-
diencia al emperador, sí estaban capacitados para resistírsele si se ex cedía en su autoridad im-
perial.
Por tanto, las circunstancias históricas dieron como resultado que el luteranismo adquiriese rasgos
muy diferentes a las ideas de Lutero, pues ayudó a instituir Iglesias de Estado luteranas domina-
das por las fuerzas políticas y en la práctica en ramas del Estado. Además, la insistencia de Lute-
ro en el carácter íntimo de la ex periencia religiosa, cercano al misticismo, inculcó una actitud
quietista y sumisa al poder terreno. La religión ganó acaso en espiritualidad, pero el Estado ganó
sin duda en poder. Todo ello contrasta con el calvinismo, donde la actividad mundana y el éxi-
to terreno figuraban como deberes cristianos.
Pese a que el teólogo francés Juan Calvino (1509-1564) compartía con Lutero
el deber de obediencia pasiva, y era aún mucho más legalista y autoritario que
él, el calvinismo fue una de las vías de justificación de la resistencia a los gober-
nantes, pues en ciertos lugares se encontraba frente a gobiernos a los que no
tenía posibilidad de someter a su dominio (Francia, Escocia, Holanda),y sus par-
tidarios, empezando por John Knox, fueron dejando que se perdiesen las vigorosas declaracio-
nes de Calvino y las sustituyeron por la doctrina de resistencia.
Inicialmente, el calvinismo no sólo defendía la obediencia pasiva, sino que también carecía de
toda inclinación al constitucionalismo o los principios representativos. Donde pudo implantarse,
se convirtió en una teocracia, una especie de oligarquía entre el clero y la nobleza de segundo
orden, con ex clusión de las masas, comportándose como antiliberal, opresora y reaccionaria.
Además, Calvino se oponía a combinar Estado e Iglesia (por lo cual rompió con la reforma de
Zw inglio en Zurich), y aún menos a admitir al rey como jefe de una Iglesia, pues defendía que la
Iglesia debe estar en libertad de fijar sus cánones de doctrina y moral, y debe tener el pleno
apoyo del poder secular para imponerla. En base a ello, calvinista y jesuita llegaron a ser casi
sinónimos, pues ambos defendían la primacía e independencia de la autoridad espiritual y el uso
del poder secular para poner en práctica sus juicios en materia de ortodox ia y disciplina moral.
Así, dondequiera que pudo el calvinismo dio la dirección de la autoridad secular al clero, dando
como resultado un intolerable gobierno de los santos en el que quedaban regulados hasta los
asuntos más privados.
Las doctrinas de la elección de gracia y la predestinación, basadas en que los hombres no se sal-
van por sus méritos sino por libre obra de la gracia de Dios, llevaban el calvinismo a una ética de
acción, eliminando de ella todo rastro del misticismo y quietismo luteranos. Puesto que se consi-
deraba el hombre como un instrumento escogido por la voluntad de Dios, formalizando la creencia
en un sistema cósmico de disciplina cuasi militar bajo la soberanía de Dios, su moral enseñaba
no tanto el amor hacia los semejantes como el dominio de uno mismo, la disciplina y el respeto
por los camaradas en la batalla de la vida, virtudes que pasaron a ser claves en el puritanismo.
M ientras Lutero sólo atribuía a las instituciones seculares una importancia mundana,para Calvino
constituían el “medio externo de salvación”, de ahí que “El propósit o del gobierno t emporal,
mient ras vivimos ent re los hombres, es foment ar y apoyar el cult o ext erno de Dios, defender
la doct rina pura y la posición de la Iglesia”, debiendo colaborar en desterrar la idolatría,el sacri-
legio, la blasfemia y la herejía. Por ello, el calvinismo aspiraba primordialmente a la censura en
materia de moral y la disciplina en materia de doctrina.
nistrar en la Iglesia el gobierno regio, y por ello el episcopalismo pasó a ser la forma natural de
gobierno de las Iglesias nacionales, mientras que el calvinismo estaba predestinado a ser la for-
ma de gobierno eclesiástico defendida por los partidos de oposición.
Calvino defendió vigorosamente el deber de obediencia pasiva, pues definió al poder secular
como “el medio ext erno de salvación” y al magistrado como el vicario de Cristo, por lo cual la
resistencia que se le oponga es resistencia a Dios. Sin embargo, la sumisión no se debe a la per-
sona, sino a la magistratura, la cual tiene una majestad inviolable. De hecho, la sumisión se le
debe incluso a un mal gobernante, pues la Ley inmutable de Dios obliga a todos, y por ello el
castigo de un magistrado que incumple sus deberes compete a Dios y no a sus súbditos.
Quizás inspirado en los tribunos de la plebe en el Imperio Romano, Calvino aceptó que en algu-
nas constituciones ex istiesen ciertos “magistrados inferiores” con el deber de resistir a la tiranía del
jefe del Estado y de proteger al pueblo contra él. Sin embargo, señaló que en esos casos el de-
recho a resistir también deriva de Dios, y no es en ningún sentido un derecho general del pueblo.
Para Calvino la obligación del gobernante de actuar con arreglo al derecho es una obligación
para con Dios y no con respecto al pueblo, su poder está limitado por la ley de Dios y no por los
derechos del pueblo, y si en cierta constitución hay un derecho a resistírsele también proviene
de Dios y no del pueblo.
Las opiniones políticas y sociales de Calvino poseen una tendencia marcadamente aristocrática,
defendiendo la forma mixta de gobierno, y esgrimiendo una agria crítica tanto a la monarquía
hereditaria, a la democracia y a los anabaptistas. Sin embargo, Calvino presenta cierta inestabi-
lidad en sus postulados, pues mientras por un lado defiende enfáticamente la obligación de
obediencia pasiva a la autoridad constituida, por otra postuló que el principio fundamental del
calvinismo era su derecho a declarar la verdadera doctrina. Por tanto, ello dio pie a que en
aquellos Estados cuyos gobernantes se negaran a admitir la doctrina calvinista se abandonase
el deber de obediencia para afirmar el derecho de resistencia, como así ocurrió (Escocia, Fran-
cia).
John Knox
reforma religiosa, justificando el uso de la rebelión, aunque, en cualquier caso, su posición siem-
pre se basó en el deber religioso y no en los derechos del pueblo.
TEMA 12
JUAN BODINO
Introducción
La obra más significativa del filósofo, jurista y economista francés Jean Bodin
(1530-1596) fue “Los seis libros de la república” (1576), motivada por las guerras
civiles con el propósito de fortalecer la posición del monarca. Alejándose del par-
tidismo religioso, trató de formular un sistema filosófico de ideas políticas moder-
nas en la línea de Aristóteles en “La Polít ica”. Su importancia radica en haber sa-
cado la idea del poder soberano del limbo de la teología (teoría del derecho
divino), llegando a un análisis de la soberanía y a su inclusión en la teoría constitucional.
La tolerancia religiosa
Hijo del pensamiento filosófico del s. XVI, Bodino había dejado de ser medieval sin llegar a ser
moderno. Así, junto a su defensa de la tolerancia religiosa, la administración liberal e ilustrada,el
estudio histórico y comparativo del derecho, no sólo a la luz de la historia (derecho romano)
sino también a la del medio físico del hombre (clima, topografía y raza), y autor del quizás pri-
mer tratado de economía política, encaminado al bienestar material y económico de la na-
ción, Bodino fue igualmente autor de un manual sobre hechicería destinado a los magistrados
para el descubrimiento de brujas, defendió el estudio de la astrología y su influencia en la historia
de los Estados, y creía en un mundo físico poblado de espíritus y demonios. Tan profundamente
religioso como crítico de toda secta religiosa, su pensamiento era una amalgama de supersti-
ción, racionalismo, misticismo, utilitarismo y tradicionalismo.
Crítico de M aquiavelo por haber prescindido de la filosofía en sus escritos, a lo cual atribuía la
tendencia inmoral de sus escritos, Bodino pretendía combinar filosofía e historia, ya que “La filoso-
fía muere de inanición en medio de sus precept os si no est á vivificada por la hist oria”. Así,y en
línea aristotélica, su método consistía en estudiar un tema empírico, enmarcado dentro de unos
principios generales, al que los hechos darían solidez y la razón sentido. Sin embargo, los resulta-
dos no se corresponden con sus propósitos, pues carecía tanto de aptitud literaria como de un
sistema que le permitiera ordenar su material histórico. En general, sus libros están mal organiza-
dos y dispuestos, llenos de repeticiones, inconexiones y digresiones casi inacabables,y aunque en
algunas de sus partes resulten claros e interesantes, su interés se reduce más bien a cierta facili-
dad para hacer definiciones formales antes que a una autentica facultad de construcción filosó-
fica.
El Estado y la familia
Bodino adopta en “La República” un orden similar al de Aristóteles en “La Polít ica”, estudiando
en primer lugar los fines del Estado y luego los fines de la familia (matrimonio, relación padres-
hijos, la propiedad privada, la esclavitud…).
En el estudio del Estado Bodino descubre su debilidad en filosofía política por su carencia de una
teoría clara del fin del Estado, al que define como “recto gobierno de varias familias y de lo que
les es común, con potestad soberana”, lo que resulta impreciso respecto al fin que el poder sobe-
rano debe tratar de conseguir para sus súbditos. Aunque distinguió en el Estado entre un cuerpo
y un alma, diferenciando entre fines materiales (paz, seguridad, servicios) y fines superiores,nunca
llegó a dar una ex plicación clara de éstos últimos, abocando a un sistema incapaz de explicar
las razones de la obligación de obediencia del ciudadano hacia el soberano.
En el estudio de la familia, que considera compuesta de pat er familias, madre, hijos, criados y la
propiedad común, Bodino señala que constituye una comunidad natural de cuya unión surgen
progresivamente las demás sociedades: pueblos, ciudades y Estados, a los que define como
una unión de familias dotada de una autoridad soberana. Por tanto, y en tanto defensor de la
concepción romana de que el poder del Estado concluye en los umbrales del hogar, Bodino
defendió la potestad absoluta del pater familias sobre las personas y propiedades de la unión
familiar; por tanto, para Bodino en realidad es el pat er familias quien se convierte en ciudadano
cuando sale de su casa y actúa en concierto con los demás cabezas de familia.
Con todo ello Bodino pretendía una radical separación entre la esfera privada y la pública,entre
la familia y el Estado, al punto que consideraba propiedad y soberanía poderes de diferente
especie: la propiedad pertenece a la familia (esfera privada), y la soberanía al príncipe y sus
magistrados (esfera pública); además, el príncipe dispone del poder soberano pero no de la
propiedad del dominio público, por lo que en modo alguno puede enajenarlo. Ese deseo de
construir un baluarte inex pugnable a la propiedad privada lo llevó a la crítica del comunismo
(Platón, Tomás M oro, anabaptistas). Sin embargo, sus argumentos sobre el poder del padre se
basaban básicamente en razones de autoridad (Biblia, Derecho romano) y en Aristóteles (los
hombres son la encarnación de la razón, frente a la naturaleza apasionada de las mujeres y la
inmadurez de los niños), radicando el derecho de propiedad en el derecho natural. Así las cosas,
combinar un derecho inalienable de la familia (la propiedad) con un poder absoluto del Estado (la
soberanía) abocaba a una dificultad lógica insuperable.
En realidad, Bodino carecía de una teoría clara de los fines que debía perseguir el Estado, atribu-
yendo el origen de la familia y los grupos de familias (aldea, ciudad) a las necesidades y deseos
naturales de los hombres (sex ualidad, seguridad, abrigo), y el origen del Estado a la conquista,
aunque estaba lejos de aceptar que la fuerza se justificase a sí misma, o que constituyese el
atributo primordial del Estado. Tampoco aclara cuales son las necesidades naturales superiores
satisfechas por la familia y los demás grupos, ni por qué debe el ciudadano prestar obediencia a
su soberano, ni cuál es la naturaleza del cambio que transforma a un grupo de familias en Esta-
do. Lo único que deja claro es que no puede existir un Estado a menos que se le reconozca un
poder soberano, y que las unidades de que se compone son las familias. Por tanto, su doctrina de
la soberanía queda como mera definición de algo que sólo ex iste a veces, pero que deja sin
ex plicar, eliminando el mandato de Dios que la teoría del derecho divino presentaba como
fundamento de la autoridad del monarca, pero sin llenar su vacío con una ex plicación natural.
La soberanía
El siguiente paso de Bodino fue definir la soberanía como “poder supremo sobre los ciudadanos y
súbditos, no sometido a las leyes”, lo que lo caracteriza como un poder perpetuo, no delegado,
inalienable, no sujeto a prescripción y no sometido a leyes: el soberano es la fuente del derecho,y
sólo debe responder ante Dios y la ley natural. Así, el atributo primario de la soberanía es el po-
der de dar leyes a los ciudadanos sin precisar el consentimiento de nadie; el resto de atributos
(declarar la guerra, concluir la paz, designar magistrados, acuñar moneda…) son consecuencia
de la posición del soberano como jefe jurídico del Estado, por encima de cualquier derecho con-
suetudinario: la ley puede modificar la costumbre, pero la costumbre no puede modificar la ley.
Bodino apunta al principio de la jefatura jurídica unificada como signo distintivo de un verdade-
ro Estado, y señala que toda “república bien ordenada” debe poseer en algún lugar esa fuen-
te indivisible de autoridad, pues las diversas formas de gobierno se diferencian en el lugar don-
de resida dicho poder. Con ello, defiende una radical distinción entre Estado y gobierno: el Estado
consiste en la posesión del poder soberano, mientras que el gobierno es el aparato por medio
del cual se ejerce dicho poder; es decir, que para Bodino no hay formas de Estado, sino formas
de gobierno. Así, si la soberanía reside en el rey, y la función de los Estados generales y provincia-
les es sólo asesora, nos encontramos con una monarquía, en la que todas las instituciones (socia-
les, religiosas, municipales...) y magistraturas del Estado deben sus poderes y privilegios a la vo-
luntad del soberano. Sin embargo, si e rey está obligado por los actos de los Estados generales
la soberanía reside en la Asamblea, por lo que se trata de una aristocracia, y si el poder final de
decisión y revisión reside en alguna forma de cuerpo popular se trata de una democracia. Por
tanto, en tanto la soberanía no puede ser compartida, para Bodino no existe la forma mixta de
gobierno, pues la soberanía residirá enteramente en el rey, en la Asamblea o en el pueblo. En
cualquier caso, su intención era construir un baluarte para los derechos de la monarquía frente a
todas las supervivencias de la época feudal, presentando al rey de Francia como cabeza de
toda la organización política.
Limitaciones de la soberanía
I. Bodino señala que el soberano está limitado por la ley de Dios o natural, que acepta como
superior a la ley humana, la cual establece ciertos cánones inmutables de justicia. Por tanto,
aunque la ley humana debe ser, a la vez, la voluntad del soberano y ex presión de la justicia
eterna, en la práctica ambas leyes pueden estar en conflicto, y no hay medio de hacer al
soberano legalmente responsable de la violación de la ley natural, aunque Bodino acepta
para los magistrados el derecho de desobediencia ante casos flagrantes.
II. Bodino señala la existencia las “Leges imperii”, una clase especial de leyes conex as con el
ejercicio de la soberanía que ni siquiera el soberano puede modificar, y cuya violación haría
desaparecer la soberanía misma (normas de sucesión a la corona, imposibilidad de enaje-
nar el dominio público...). Así, el soberano es fuente de la ley, pero está sometido a ciertas
normas constitucionales que no ha hecho ni puede cambiar. Con ello, Bodino intentaba
combinar dos ideas: la monárquica y la constitucionalista, pues mientras tras el concepto
de soberanía la corona se configuraba como el principal órgano legislativo y ejecutivo del
reino, las “Leges imperï” reflejaban que la corona no podía tener ex istencia ni poder salvo
como elemento del reino. Por tanto, para elaborar una teoría realmente sistemática de la
soberanía Bodino hubiera tenido que decidir cuál de los dos conceptos era el fundamental,
dado que si la soberanía significa la supremacía del príncipe, la comunidad política no tenía
ex istencia salvo por la relación príncipe-súbditos, y era imposible que el reino tuviese unas
leyes que el príncipe no pudiese cambiar; por otro lado, si el Estado es una comunidad polí-
tica con leyes y constitución propias, resulta imposible identificar al soberano con la sobera-
nía. Obviamente, en sus circunstancias históricas Bodino difícilmente hubiera conseguido la
lealtad ciudadana a una abstracción jurídica, y no resultaba sencillo insertar en ella a un
monarca visible. Así, Bodino fracasó en su intento de combinar filosofía e historia,y señaló el
inicio controversia entre el método analítico y el histórico en la ciencia del derecho.
III. Bodino señala la inviolabilidad de la propiedad privada, a la que considera como un dere-
cho garantizado por la ley natural. Tan sagrada es la propiedad privada, que el soberano
no puede tocarla sin autorización del propietario; por tanto, concluye que los impuestos re-
querían la autorización de los Estados generales o Asamblea, considerándolos como una limi-
tación inherente a la soberanía similar a las “Leges imperï ”.
Por último, Bodino compara las tres formas de gobierno apuntando la superioridad de la monar-
quía; pese a que había admitido que la soberanía puede residir en una aristocracia o en el
pueblo, ahora apunta que en la práctica esto lleva a la anarquía, y que el único Estado “bien
ordenado” es en el que la soberanía reside indivisa en una sola persona. Esta distinción entre los
estados posibles y el estado bien ordenado (lo necesario y lo deseable) es una de las mayores
fuentes de confusión en toda la obra de Bodino, aunque no la mayor: las dos caras de “La Re-
pública”, el constitucionalismo y el poder centralizado, no llegan a ensamblarse; la ley natural se
acepta como tradición, sin someterla a análisis ni darle fundamento sólido; la teoría de la sobe-
ranía queda en el aire, más como definición que como ex plicación; quedan sin definir los fines
del Estado, la naturaleza de la obligación del súbdito hacia el soberano, la relación entre Estado
y familias...
De esta falta de claridad surgieron dos teorías que en el s. XVII ocuparían buena parte de la
filosofía política: la Teoría de la soberanía, ex puesta en términos de poder, y desarrollada por
Hobbes; y la Teoría iusnaturalista, modernizada y secularizada, buscando un fundamento ético y
no meramente autoritario al poder político, obra de Grocio y Locke.
TEMA 13
Introducción
Con el s. XVII se inició en filosofía política un proceso gradual de liberación de la teología, posible
gracias al retroceso de la controversia religiosa, a la secularización de los intereses intelectuales,
y a la difusión de la admiración por Grecia y Roma, cuyo estoicismo, platonismo y una interpre-
tación modernizada de Aristóteles dieron por resultado un grado de naturalismo y racionalismo
impensable en el s. XVI. A ello también contribuyó el gigantesco avance en las ciencias físicas y
matemáticas, comenzándose a concebir los fenómenos sociales en general, y a las relaciones polí-
ticas en particular, como hechos naturales, abiertos al estudio por medio de la observación, el
análisis lógico y la deducción, obviando todo papel de la revelación o proceso sobrenatural.
Esta tendencia a liberar la teoría política y social de la teología ya era perceptible en los escrito-
res jesuitas (Francisco Suárez, 1548-1617), los cuales subrayaban el origen secular y humano del
gobierno con objeto de reservar el derecho divino al Papa, buscando alojarlo en una categoría
única en el sistema de autoridades. Por su parte, los calvinistas afrontan una análoga seculariza-
ción; aunque su doctrina de la predestinación ligaba todos los problemas morales y sociales con
la libre gracia de Dios, haciendo de todo fenómeno natural un incidente en un gobierno perso-
nal y voluntario del mundo, una vez los sistemas protestantes eliminaron el derecho canónico les
abocó a una ruptura más radical con la Edad M edia de la que tuvieron que realizar los jesuitas.
1. ALTUSIO
La relación derecho natural-teología había empezado a perder importancia para algunos escri-
tores de tendencia calvinista, destacando el jurista alemán Johannes Althaus (1557-1638),cono-
cido como Altusio o Althusius, quien desarrolló la teoría antimonárquica de los calvinistas france-
ses.
En su “Análisis sistemático de la política” (“Polít ica met hodice digest a”, 1603), Altusio ex puso un
tratado sistemático de todas las formas de asociación humana, clasificándolas en cinco gran-
des grupos de menor a mayor complejidad: familia, corporación voluntaria, comunidad local,
provincia y Estado, de modo que cada nuevo grupo superior se encarga de regular sólo aque-
llos actos que son necesarios para su finalidad, dejando el resto bajo el control de los grupos
más primitivos. Por tanto, para Altusio ex isten una serie de contratos sociales, mediante los cuales
van naciendo diversos grupos sociales; precisamente, una de las características de la teoría del
Estado de Altusio es su estructura federal, pues las partes contratantes que crean el Estado no
son individuos, sino comunidades, las cuales continúan realizando sus propios fines. Así, el último
grupo en ser creado es el Estado, y aunque Altusio coincide con Bodino en que se diferencia de
cualquier otro grupo por contar con un poder soberano, se distancia de él al afirmar que la so-
beranía del Estado reside en el pueblo como cuerpo de modo inalienable (soberanía popular).
M ediante el segundo contrato (político), el pueblo imparte a sus administradores el poder ne-
cesario para llevar a la práctica los fines del cuerpo social, revirtiendo de nuevo en él si cual-
quiera de ellos lo pierde por cualquier causa, o lo ejerce al margen del contrato suscrito (dere-
cho del pueblo a resistir a la tiranía), situación vigilada por ciertos magistrados especiales deno-
minados “éforos”, que ejercían de guardianes de los derechos de la comunidad.
2. HUGO GROCIO
El jurista, filósofo, filólogo y político holandés Hugo Grocio (1583-1645) dio mayor
importancia a los poderes constitucionales de los gobernantes que a los princi-
pios teóricos de la soberanía, por lo que su fidelidad al derecho positivo obsta-
culizó la claridad de sus principios filosóficos. Así, tras definir la soberanía como un
poder “cuyos act os no est án sujet os a ot ro derecho, de suert e que puedan
anularse por al arbit rio de ot ra volunt ad humana”, distingue entre un sujeto
común o poseedor (Estado, pueblo) y un sujeto especial o fiduciario (príncipe, gobierno, magis-
trados). Por consiguiente, y en línea con los civilistas, para Grocio el pueblo sí puede despren-
derse en parte o por entero de su poder soberano.
de Grocio radica en los principios filosóficos en que se fundamentó. Dado que tras la quiebra de
la unidad cristiana, ni la Iglesia, ni la Escritura, ni la revelación podían servir de base autorizada,
recurrió al derecho natural clásico, al que sometió a ex amen en los Prolegómenos de “Sobre el
derecho de la guerra y la paz” (“De jure belli ac pacis”, 1625) en la forma de un debate con el
crítico escéptico de la filosofía estoica, Carnéades (214-129).
Frente a la refutación de la justicia natural de Carnéades, que apunta que toda conducta hu-
mana está motivada por el egoísmo y que el derecho es una mera convención social, Grocio
argumenta que los hombres son seres sociales por naturaleza, y que el mantenimiento de la co-
munidad es una conveniencia de primera importancia. Por tanto, la conservación de un orden
social pacífico constituye por sí solo un bien intrínseco, al punto que el mantenimiento de la so-
ciedad constituye la fuente del derecho. En base a ello, Grocio ex puso que “El derecho natural es
un dict ado de la rect a razón, que señala que una acción, según que sea o no conforme a la
nat uraleza racional, t iene en sí una calidad de fealdad moral o necesidad moral; en conse-
cuencia, t al act o es prohibido u ordenado por el aut or de la nat uraleza, Dios”. Es decir,que el
derecho natural contempla las condiciones mínimas que deben darse para que pueda perdurar
una sociedad ordenada (seguridad de la propiedad, buena fe, honestidad en los tratos, santi-
dad de los pactos...), las cuales darán origen posteriormente al derecho positivo de los Estados.
En su teoría del derecho natural, Grocio pretendía presentar unas proposiciones jurídicas axiomáti-
cas (claras, simples y evidentes por sí mismas), con las que construir un sistema racional de teo-
remas. Precisamente poco después, René Descartes (1596-1650) ofreció la
ex posición filosófica clásica de este método en su “Discurso del método”
(1637): resolver todo problema en sus elementos más simples; proceder por
pasos contados, con avances visibles y forzosos; no admitir nada que no sea
perfectamente claro y distinto… El método era aceptable para todos los
hombres de ciencia, en particular para estudiosos del derecho y la política, no porque espera-
sen aprovechar el ya considerable aparato matemático de la época, sino porque los ideales
lógicos de análisis, simplicidad y claridad evidente por sí misma les permitía disolver y reemplazar
el dogmatismo y la mera creencia en la tradición como bases de autoridad.
También surgió una nueva ambigüedad entre necesidad lógica y necesidad moral,dado que la
necesidad de un ax ioma en geometría y la de que un derecho sea justo en política son esen-
cialmente de especies distintas. El sistema de derecho natural daba por supuesto que sus pro-
posiciones evidentes por sí mismas eran normativas, y que establecían un canon ideal, no sólo
de lo que es, sino también de lo que debía ser; por ello, para Grocio la idea de justicia consistía
en la conformidad del derecho con los principios subyacentes en la naturaleza humana. Sin em-
bargo, resulta obvio que ésta última es complicada, diversa y mudable. Por tanto, ¿tienen los
valores lugar en la naturaleza? A ello se enfrentaron Spinoza (reducir los derechos a fuerzas natu-
rales), Hobbes (materialismo radical, negación de valores trascendentes) y Bentham (utilitaris-
mo, negación del derecho natural), aunque el análisis crítico definitivo del derecho natural no
llegaría hasta el s. XVIII con David Hume (1711-1776).
Paulatinamente, fue imponiéndose de modo ax iomático que para que una obligación sea
realmente obligatoria debe haber sido asumida libremente por las partes. Por tanto, y puesto
que no había ningún medio “racional” de concebir y justificar la obligación de un hombre hacia
la comunidad, sólo restaba atribuirla a una promesa o compromiso personal.
Como consecuencia, una teoría política basada en el derecho natural contenía dos elementos
necesarios: un estado de naturaleza previo, fuese pacífico o anárquico, y un contrato, por el cual
nacía una sociedad, un gobierno o ambos, aplicable tanto a las relaciones entre individuos par-
ticulares como a las relaciones entre Estados. Por tanto, el contrato daba origen tanto al dere-
cho positivo interno como al derecho internacional, sujetos a los principios del derecho natural, y
obligatorios porque son impuestos por las propias partes que se obligan a través del pacto.
En cuanto a la teoría del contrato, ex istieron diferentes perspectivas. Altusio, Pufendorf y Locke
defendieron la ex istencia de dos contratos: uno que formaba la comunidad, y otro entre la co-
munidad y sus magistrados; por su parte, Hobbes defendió un contrato, fundador a un tiempo de
comunidad y Estado. Además, y aunque la teoría en su conjunto contenía una inclinación gene-
ral hacia el liberalismo político, Hobbes y Spinoza la adaptaron para defender el poder absoluto;
Altusio y Locke la para defender la tesis de que el poder político es necesariamente limitado;
Locke también la empleó para defender una revolución liberal triunfante; y Grocio y Pufendorf
para subrayar las limitaciones morales de los gobernantes.
Así, el hombre del s. XVII, con una gran confianza en sí mismo, hija legítima de los éx itos conse-
guidos en la física matemática, creía posible comenzar la construcción de la sociedad desde los
cimientos mismos, sin otra guía que la razón, buscando el agente del bienestar humano en la
inteligencia ilustrada, el liberalismo, el cosmopolitismo y el individualismo, en franca,consciente y
deliberada ruptura con el pasado. De hecho, la filosofía moderna no podía encontrar nada
aparentemente tan sólido e indudable como la naturaleza humana individual (“pienso, luego
exist o”, Descartes, 1637), que por primera vez se presentaba como el fundamento básico sobre
el que debía construirse una sociedad estable. A pesar de sus innegables diferencias locales y
raciales, debía ex istir alguna unidad de naturaleza o núcleo inmutable de la naturaleza humana,
cuyo conocimiento llevaría a descubrir las normas fundamentales de buena conducta y buen
gobierno que ningún gobernante podría desafiar.
Por tanto, para la filosofía del s. XVII las relaciones aparecen siempre como menos importantes
que las sustancias: el hombre era la sustancia, la sociedad la relación. Se acepta que el individuo
humano es también ciudadano o súbdito, pero por primera vez se ve con claridad con la socie-
dad es para el hombre, no el hombre para la sociedad, puesto que el hombre es lógica y ética-
mente anterior a ella. Esta supuesta y novedosa prioridad del individuo pasó a ser la calidad
más notoria y persistente de la teoría del derecho natural, y lo que diferencia de modo más
claro a la teoría medieval de la moderna, desarrollada especialmente por Hobbes y Locke.
TEMA 14
THOMAS HOBBES
Introducción
La evolución durante el s. XVII hacia un gobierno centralizado dominado por un solo poder sobe-
rano se debía a causas sociales y económicas, y pronto se evidenció que ese poder soberano
debía ex presarse principalmente en la creación y aplicación del Derecho, aunque la guerra,
tanto en Inglaterra como en Francia, iba a obligar al pensamiento político a mantenerse al
compás de los hechos. Todo ello propició cambios radicales en teoría política: M aquiavelo (polí-
tica basada en el egoísmo y la fuerza), Bodino (la soberanía como atributo básico del Estado),
Altusio (teoría del contrato), Grocio (modernización del derecho natural)…
El materialismo científico
Hobbes fue el primero de los grandes filósofos modernos que intentó poner la teoría política en
íntima relación con un sistema de pensamiento enteramente moderno, buscando construir un
sistema omnicomprensivo de filosofía formado de principios científicos con los que ex plicar todos
los hechos naturales, incluida la conducta humana, tanto en sus aspectos individuales como so-
ciales; a dicho sistema hoy lo denominaríamos materialismo. Como fundamento del sistema,
Hobbes sugirió la idea revolucionaria de que el mundo físico es un sistema puramente mecánico
en el que todo puede ex plicarse por el desplazamiento de los cuerpos: todo acontecimiento es
un movimiento, y todos los procesos naturales complejos pueden reducirse a una composición
de movimientos simples subyacentes. Así, Hobbes concibió el proyecto de un sistema filosófico
dividido en tres áreas: la primera se ocuparía de los cuerpos (geometría y mecánica –o física–),
la segunda de los seres humanos (fisiología y psicología), y la tercera del cuerpo “artificial” de-
nominado Estado.
Así, pues, la filosofía de Hobbes era un plan encaminado a asimilar la psicología y la política a las
ciencias físicas exactas. Dado que la ciencia del s. XVII se encontraba bajo la batuta de la
geometría, Hobbes empleó su método: partir de las cosas más sencillas, y avanzar hacia solu-
ciones complejas empleando lo previamente demostrado. Por tanto, y partiendo del axioma
Sin embargo, Hobbes no pudo realizar ese ideal de su sistema, dado que, sumido en una ambi-
güedad típica de su época, confundía verdad lógica (geometría) y verdad empírica (física),y el
salto directo de la geometría a la física resultaba imposible. Además, no consiguió reducir la
sensación, emoción y conducta humanas (psicología) a sus leyes del movimiento (física). En
consecuencia, al llegar a la psicología tuvo que adoptar un nuevo punto de partida,adoptan-
do un principio o ax ioma como ley fundamental de la conducta humana, y, de un modo deduc-
tivo, fue mostrando el modo de operar de dicha ley en el caso particular de los grupos sociales.
Aunque Grocio liberó el derecho natural de su vínculo con la teología, lo seguía considerando
un principio teológico, y a pesar de los esfuerzos de Spinoza por acercar ética y religión a la
ciencia matemática, a principios del s. XVII la ley natural aún contaba un doble significado: en
física y en astronomía significaba un principio mecánico, como las leyes de gravitación de New-
ton, en tanto que en ética y en jurisprudencia significaba una norma jurídica trascendente per-
cibida por intuición. Obviamente, para Hobbes el origen cósmico de aquel derecho resultaba
ininteligible.
Aunque tanto las teorías iusnaturalistas clásicas como Hobbes pretendían derivar sus principios
básicos para el derecho y el gobierno de la naturaleza humana, ambos recorrían el camino en
sentido opuesto: mientras para las primeras el derecho natural impone unas normas morales
básicas para la vida humana y civilizada a las que debe aprox imarse el derecho positivo,para
Hobbes lo que controla la vida humana no es un fin (vida humana y civilizada), sino una causa
(interna): el mecanismo psicológico del animal humano; por tanto, las condiciones necesarias pa-
ra una unión humana estable no son la justicia, la honestidad o un ideal moral, sino las causa-
efecto en el ser humano que provocan un tipo de conducta cooperativa. Es decir, que para
Hobbes la convivencia de las sociedades es resultante de las acciones-reacciones recíprocas
entre sus miembros, y ello hace que su sistema fuese el primer intento de considerar la filosofía
política como parte de un cuerpo mecanicista de conocimiento científico.
Por tanto, y al contrario de lo que harían sus sucesores (Hume, Bentham), Hobbes no sólo con-
servó el concepto de leyes naturales, sino que además todos sus esfuerzos se encaminaron a
interpretarlas de acuerdo con los principios de su propia psicología, al punto que las definió co-
mo las normas con arreglo a las cuales un ser idealmente razonable buscaría su propia ventaja.
Así, pues, asumir su teoría de la motivación llevó a Hobbes a afirmar que todo ser humano está
movido sólo por consideraciones de su propia seguridad, y que los demás sólo le importan en la
medida que afecten a dicho objetivo. Por tanto, en un estado de naturaleza al margen de la
sociedad la situación sería la de una “guerra de t odos cont ra t odos”, cuya norma de vida con-
sistiría en que “sólo pert enece a cada uno lo que puede t omar y sólo en t ant o pueda conser-
varlo”.
Para Hobbes, en la naturaleza humana coexisten dos principios, sometidos al principio de la pro-
pia conservación: el deseo, que impulsa a los hombres a tomar lo que otros desean, y represen-
ta un impulso apresurado, espontáneo e instintivo que engendra antagonismo; y la razón,que
les enseña a “huir de una disolución ant inat ural”, y representa un egoísmo calculador que en-
gendra la sociedad, buscando conseguir la máx ima seguridad que permitan
las circunstancias. En base a ello, Hobbes contrasta los estados presocial y so-
cial, que representan al hombre presocial casi como no-racional, y al social
como dotado de unas facultades preternaturales de cálculo, señalando que
ello no deja de esconder una paradoja, pues si el hombre hubiese sido tan
salvaje jamás hubiese llegado a establecer un gobierno, y de haber sido tan
social jamás habría estado sin él. Por tanto, Hobbes precisa que, en efecto,la
materia prima de la naturaleza humana se compone dos elementos distintos y opuestos: el de-
seo y la aversión primitivos, de los que surgen los impulsos y emociones, y la razón, mediante la
cual puede encauzarse la acción de modo inteligente hacia la finalidad de la propia conserva-
ción, y que en ese poder regulador de la razón se basa la transición de la vida salvaje y solitaria
a la civilizada y social, la cual se realiza a través de las leyes naturales. Así, definió una ley natural
como un “precept o o norma general, est ablecida por la razón, en virt ud de la cual se prohí-
be a un hombre hacer lo que puede dest ruir su vida o privarle de los medios de conservarla; o
bien, omit ir aquello mediant e lo cual piensa quedar su vida mejor preservada”.
Hobbes formuló hasta tres listas de leyes naturales distintas, pero semejantes en la sustancia: a
la larga, la paz y la cooperación son más útiles a la propia conservación que la violencia y la com-
petencia. Por tanto, “cada hombre debe esforzarse por la paz mient ras t iene la esperanza de
lograrla”, por supuesto, “si los demás consient en t ambién” en renunciar al derecho de tomar
todo para sí y en compartir el mismo grado de libertad. Así, la primera condición para una socie-
dad es la mutua confianza y el cumplimiento de los pactos, consolidándose las leyes naturales
como el árbitro que equilibra la competitividad humana individual y la necesidad social de con-
fianza mutua.
Así, la sociedad se basa en la confianza mutua, pero Hobbes reconoce que la seguridad de-
pende de la ex istencia de un gobierno con la fuerza necesaria para mantener la paz,dado que
“los pact os que no descansan en la espada no son más que palabras”. Para justificar la fuerza,
Hobbes adoptó la antigua doctrina del contrato, por el cual los individuos renuncian a tomarse la
justicia por su mano y se someten a un soberano: “Aut orizo y t ransfiero a est e hombre o asam-
blea de hombres mi derecho a gobernarme a mí mismo, con la condición de que vosot ros
t ransferiréis a él vuest ro derecho y aut orizaréis t odos sus act os de la misma manera”. Por tan-
to, el pacto obliga a los individuos, pero ex cluye al gobernante de toda obligación; y estricta-
mente hablando, el pacto supone una ficción antisocial, pues dicha cooperación supone que los
hombres tienen que hacer lo que les disgusta, so pena de sufrir consecuencias que les disgusta-
rán aún más.
duce que la sociedad es una mera ficción, que sociedad sólo puede significar el soberano,y que
sin soberano no hay sociedad.
Hobbes también postula que nunca puede justificarse la resistencia a la autoridad, salvo que el
gobierno fuese incapaz de garantizar la seguridad ciudadana, única razón de sumisión de los
súbditos. Para Hobbes la legitimidad equivalía a capacidad de conservar y ejercer el poder; sin
poder no cabía pretensión de legitimidad (algo inaceptable para los monárquicos), por lo que
si un rey perdía el poder dejaba ipso fact o de ser soberano, liberando a los ciudadanos para
una nueva elección. Por ello, y aunque consideraba la monarquía como el modelo más eficaz,
su teoría de la soberanía era aplicable a cualquier tipo de gobierno capaz de mantener el poder
y asegurar la paz, como así hicieron posteriormente tanto gobiernos republicanos como parla-
mentarios. Por ello, y dado que todo gobierno cuenta con el poder soberano en alguna parte,
para Hobbes no existen formas puras o impuras de gobierno (es indiferente donde resida el po-
der soberano), así como cualquier forma mix ta o limitada de gobierno (la soberanía es indivisi-
ble), pues quienquiera que posea la última palabra y pueda imponerla será el poseedor del
poder soberano.
Hobbes definió el derecho civil o positivo como el “mandat o de aquella persona… cuyo pre-
cept o cont iene en sí la razón de obediencia”. Dado que lo que hace obligatorio el precepto es
el poder de imponer su cumplimiento, Hobbes afirmó que el derecho natural sólo es derecho en
sentido figurado, ya que es el aspecto coercitivo del derecho positivo lo que constituye su
esencia. Por tanto, las leyes naturales no hacen sino ex poner los principios racionales que permi-
ten construir un Estado, pero no son limitaciones a la autoridad del soberano. Para Hobbes, nin-
guna ley civil puede ser nunca contraria a la ley de la naturaleza; la propiedad puede ser un de-
recho natural, pero es el derecho civil el que define la propiedad, y si se ex tingue un determi-
nado derecho deja con ello de ser propiedad y de estar incluido en la ley de la naturaleza. Lo
que limita al soberano no es la ley natural, sino el poder de sus súbditos.
El Estado y la Iglesia
Hobbes completa el proceso de subordinación de la Iglesia al poder civil, iniciado con M arsilio
de Padua. Para un materialista como él, lo espiritual se convierte en un mero fantasma, y aun-
A este respecto, el pensamiento político inglés avanzó rápido entre 1650-1700, pues cuando
Locke escribe, cuarenta años después, la separación de los problemas políticos y los religiosos
en Inglaterra es un hecho, mucho más allá de lo que jamás imaginó Hobbes.
El individualismo de Hobbes
Aunque no partía en modo alguno de una observación política realista, la filosofía política de
Hobbes es, sin comparación, la estructura más imponente del periodo de las guerras civiles in-
glesas. No era tanto una descripción de los hombres como son, cuanto una demostración de lo
que tienen que ser. El gobierno resultante era enteramente secular y de un frío y absoluto utilita-
rismo: las ventajas del gobierno deben ser tangibles para los individuos en forma de paz,como-
didad y seguridad de su persona y propiedad, única justificación de la ex istencia del gobierno.
Por tanto, el bien general no ex iste, sólo individuos que desean gozar de protección para sus
medios de vida. Este individualismo es el elemento plenamente moderno de Hobbes, y consti-
tuye el aspecto en que captó con mayor claridad la época venidera. De hecho, el egoísmo,y
aún el egoísmo ilustrado, fueron los argumentos más empleados en filosofía política durante los
dos siglos siguientes. El poder absoluto del soberano era en realidad el complemento necesario
de su individualismo, pues de no ex istir un poder superior a quienes presten obediencia los
hombres sólo habrá seres individuales, cada uno de ellos movido por sus intereses privados.
A modo de resumen: para Hobbes la comunidad como tal es una pura ficción, y no tiene ex is-
tencia salvo en la cooperación de sus miembros, la cual se debe siempre a las ventajas que de
ella derivan para sus miembros como individuos, y sólo llega a ser comunidad porque algún in-
dividuo es capaz de ejercer un poder soberano. Por tanto, en toda forma de gobierno es inevi-
table la sujeción, e ideas tales como el contrato, la representación y la responsabilidad carecen
de sentido a menos que estén respaldadas por un poder soberano.
TEMA 15
HALIFAX Y LOCKE
Introducción
Tras las ex periencias de la guerra civil (1642-1649), la República (1649-1653), el católico Jacobo
II (1685-1688) y la Revolución Gloriosa (1688), los ingleses se sabían dos cosas: por un lado, in-
quebrantablemente protestantes, cuya supremacía se hizo efectiva a través de las “Test Acts”
(“Ley de Pruebas”, 1673), ex igiendo ser protestante para ocupar ciertos cargos públicos,entre
ellos la Corona; por otro, indudablemente monárquicos. Así, la monarquía fue reestablecida en
Guillermo III de Orange, pero desde entonces sería ya una monarquía controlada por el Parla-
mento, cuyos principios de funcionamiento serían resumidos por Halifax y Locke.
Desde entonces, no sólo el rey será la cabeza de la Iglesia, sino que se asistirá a la separación
práctica entre Iglesia y Estado, desapareciendo las disputas teológicas de la escena política,al
punto que Halifax y Locke podían enfrentarse a ellas con la más mortífera de las armas: la indi-
ferencia. Así, incluso Locke, cuya vida personal fue la quintaesencia de las mejores cualidades
del puritanismo, pudo pasar por alto en su obra toda problemática religiosa.
En base a ello, Halifax concebía el gobierno como formado por una clase gobernante inteligen-
te y altruista, cuya principal virtud es el compromiso práctico entre poder y libertad: lo bastante
fuerte para mantener la paz, lo bastante liberal para no incurrir en la represión. Sin embargo,tras
el gobierno está la nación, y son las naciones las que hacen los gobiernos, y no al revés (un pueblo
que pierde a su rey sigue siendo pueblo, pero un rey que pierde su pueblo deja de ser rey). En
ello, Halifax descubre un principio de vida y autoconservación nacional, un poder supremo o “ra-
zón nat ural de Est ado” que modifica la constitución con la frecuencia con que lo requiere el
bien del pueblo. No sólo no se debe poner frenos a ese impulso interno de desarrollo inherente a
un pueblo, sino que el verdadero poder de un gobierno dependerá de su capacidad de res-
ponder a él. Por ello, el mejor medio de dar voz a las aspiraciones de una nación es el cuerpo
representativo, aunque siempre dejando espacio suficiente al indefinible poder del liderazgo,que
“en algunas circunst ancias crít icas puede salvar a una nación de la ruina”.
En su “A Rough Draught of a New Model at Sea” (1694), Halifax ex pone, a la luz de la experiencia
política inglesa, tres posibilidades de gobierno: la monarquía absoluta, que presenta la ventaja
de unidad y rapidez de ejecución, pero destruye el “conveniente estado de libertad” en que
deben vivir los hombres, e imposible en Inglaterra por su tradición nacional y comercial;la repú-
blica, que tropieza con la objeción insuperable de que los ingleses no la quieren, pues su recien-
te ex periencia republicana (1649-1653) acabó en dictadura (1653-1659); y una “monarquía mix-
ta”, un gobierno constitucional dividido entre rey y Parlamento, término medio entre la monar-
quía absoluta y la república, evitando tanto el poder absoluto del monarca dejándole el nece-
sario para gobernar, como la confusión y licencia de la república conservando la preocupación
por la libertad.
Sin embargo, el juicio de Halifax presentaba dos debilidades: el nombramiento de los ministros,
que en vez de tener su origen en la elección personal del monarca debían llegar a depender
del Parlamento; y el papel de los partidos políticos, que habían llegado a ser parte integrante del
sistema parlamentario, y ante los que mantenía una abierta hostilidad, identificándolos con las
desacreditadas camarillas de la restauración y las facciones intransigentes del periodo revolu-
cionario, y considerándolos, en el mejor de los casos, como una conspiración contra el resto de
la nación. Además, la disciplina de partido le parecía incompatible con la libertad de juicio pri-
vado.
A modo de resumen, y aunque es cierto que apenas tenía teoría política, lo cierto es que Hali-
fax adoptó en las grandes cuestiones la postura que la historia política acabaría por adoptar,
anticipando el temperamento conciliador y la voluntad de transacción para juzgar con criterios
de utilidad los ajustes políticos, presagiando el utilitarismo político y ético típico del s. XVIII.
2. JOHN LOCKE
El individuo y la comunidad
En sus “Tratados sobre el gobierno civil” (1690) Locke ex puso los principios de su teoría política,
defendiendo la monarquía constitucional frente al poder monárquico absoluto. El primer tratado
(“Del gobierno”) estaba dedicado rebatir a Robert Filmer (1589-1653), quien en su “Pat riarca"
(1680) defendía la monarquía absoluta de derecho divino, y comparaba el poder real con la
autoridad paterna, empleando argumentos bíblicos; Locke rechazó sus tesis, criticando su uso
de la Biblia como base de argumentación, y afirmando que la ley natural no ordena la sumisión
a un poder absoluto hereditario, sino que, por el contrario, favorece la libertad.
Fue en el segundo tratado (“Del gobierno civil”) donde Locke desarrolló su filosofía política,fun-
dada en que dos derechos básicos e irrenunciables del ser humano: el derecho a la familia (que
deriva de la necesidad de procreación y educación de los hijos) y el derecho a la propiedad
(que deriva del trabajo). El problema surge cuando pretende realizar una síntesis entre la tradi-
ción política medieval (en términos de funciones: los individuos y las instituciones efectúan un
trabajo socialmente útil para beneficio de todos; el gobierno es responsable ante la comuni-
dad, y está limitado por el derecho, la ley moral, las tradiciones y las convenciones constitucio-
nales) y la filosofía política de Hobbes (en términos de satisfacción personal: la sociedad la com-
ponen personas movidas por intereses egoístas, que tratan de conseguir el mayor bien privado;
el gobierno ejerce un poder soberano). Según las circunstancias, Locke adoptó ambas tradicio-
nes: por un lado, supuso que el pueblo inglés era un grupo social que persistía a través de los
cambios de gobierno, y establecía pautas morales de conducta que sus gobernantes debían
respetar (≈ principio de vida y autoconservación nacional de Halifax ), lo que equivalía al punto
de vista social de la teoría medieval; por otro, interpreta el derecho natural como derechos
innatos e inviolables inherentes a cada individuo, y que el gobierno y la sociedad ex isten para
mantenerlos, lo que equivalía al punto de vista individualista de Hobbes. Lamentablemente,no
ex iste ninguna ex plicación admisible por la cual Locke pudiera adoptar en ocasiones como
principios últimos a los individuos, y en otras a la sociedad, y que ambos puedan a la vez ser
absolutos.
En el polo opuesto a Hobbes, Locke sostenía que el estado de naturaleza era de “paz, buena
volunt ad y asist encia mut ua”, y que en él ya estaba vigente la ley natural, a la que definió co-
mo un sistema completo de deberes y derechos humanos, atributos innatos e inviolables del
individuo. De ello, Locke concluía que los derechos y deberes morales son intrínsecos y tienen prio-
ridad sobre el derecho positivo (lo que es “injusto” lo es siempre y en todo lugar, esté o no regu-
lado en el derecho positivo), y los gobiernos están obligados a regular por la ley positiva aque-
llo que es justo natural y moralmente. Por tanto, la diferencia entre el estado de naturaleza y el
social es que el primero carece de organización (magistrados, derecho escrito, sanciones) que
ponga en práctica las normas de justicia de la ley natural, aunque permanece la ambigüedad
sobre de dónde derive su fuerza la moralidad: voluntad divina, ser racional por sí misma,la natu-
raleza humana…
En línea con la teoría medieval (la propiedad común era un estado más perfecto o “natural”,
perdido con la caída de Adán) o el derecho romano (la propiedad privada se origina con la
apropiación de cosas que habían sido de uso común sin ser de propiedad comunal), Locke
creía que en el estado de naturaleza la propiedad era común (todo el mundo tenía derecho a
sacar sus medios de subsistencia de lo que ofrece la naturaleza), pero difería de ambas teoría al
considerar que la propiedad privada es un derecho natural, en el sentido de que un hombre tie-
ne un derecho natural sobre aquello con lo que ha “mezclado” su trabajo. Así, para Locke el
derecho a la propiedad privada surge porque un hombre ex tiende, a través de su trabajo, su
propia personalidad a los objetos producidos (al gastar su energía interna en ellos los convierte
en parte de sí mismo). Dado que en general se ha aceptado que el valor de los objetos de-
pende del trabajo empleado en su fabricación, la teoría de Locke condujo a las posteriores
teorías del valor trabajo de las economías clásica y socialista (Adam Smith, David Ricardo, Kart
M arx ).
Por tanto, para Locke el derecho a la propiedad no sólo es anterior a la sociedad, sino incluso al
estado de naturaleza, pues ex iste “sin pact o expreso de t odos los individuos”. De ahí que la so-
ciedad no crea ese derecho, y salvo ciertos límites tampoco puede regularlo, puesto existe,al
menos en parte, para protegerlo. Puesto que Locke considera a todos los derechos naturales
con las mismas cualidades que el de propiedad (“vida, libert ad y posesiones”), todos son atri-
butos del individuo, nacidos con él, y, por ende, títulos inviolables, tanto frente al gobierno como
frente a la sociedad, salvo las limitaciones obvias para hacer efectivos los derechos de otra per-
sona.
Ambigüedades filosóficas
Salvando el diferente concepto de estado de naturaleza, en general la teoría de Locke era tan
egoísta como la de Hobbes; no sólo confirma que la sociedad ex iste para proteger la propiedad
y otros derechos privados, sino que en su psicología de la conducta humana se limita a suplir la
teoría de la propia conservación de Hobbes por una teoría en términos de placer y dolor. Por
tanto, ambos ligaron a la teoría social la presunción de que el egoísmo del individuo es claro y
vigoroso, en tanto que el interés social o público es débil. Además, no sólo conservó la teoría del
derecho natural, con todas sus resonancias emocionales y religiosas, sino que cambió el signifi-
cado que le atribuye Hooker como derecho que ordena el bien común de la sociedad por el
de un cuerpo de derechos individuales innatos e inviolables, que limitan la competencia de la
comunidad.
Además, Locke difícilmente podía justificar filosóficamente su teoría de los derechos naturales, ya
que de la proposición “todos los individuos están dotados de derecho a la vida, a la libertad y
a la propiedad” difícilmente es posible dar ninguna prueba empírica, salvo sostenerla como evi-
dente por sí misma análoga a un ax ioma en geometría. Y aunque se admita que algunos valo-
res morales son evidentes por sí mismos, está lejos de ser obvio que sean derechos individuales
innatos.
También resultaba poco justificable su creencia en que una proposición al parecer evidente por
sí misma sea por esa razón verdadera. Así, en su “Ensayo sobre el entendimiento humano” (1690)
dedica el primer capítulo a demostrar que ninguna idea es innata (proceden de los sentidos),lo
que, a efectos prácticos, equivale a decir que el hecho de ser evidente por sí misma no hace
que una proposición sea verdadera, pues incluso una proposición falsa puede aparecer como
De acuerdo con su teoría empírica del origen de las ideas, Locke abandonó la creencia de que
toda ciencia empírica podía ser una verdad demostrable, en tanto dependiente del informe
de los sentidos sobre las ex istencias físicas. Sin embargo, sostuvo que toda ciencia plenamente
fidedigna puede ser demostrable, pues la razón era capaz de percibir “acuerdos y desacuerdos”
entre algunas ideas (racionalismo), y ello bastaba para apoyar unas cuantas ciencias demos-
trables, como las matemáticas o la ética. Por consiguiente, Locke creía que su teoría política se
apoyaba en las verdades evidentes por sí mismas de una ciencia demostrable de la ética. Con
ello, su filosofía presenta la anomalía de aunar una teoría empírica general con una teoría de la
ciencia política racionalista. El resultado fue una teoría marcadamente tolerante en cuanto a la
libertad religiosa, y por contra altamente dogmática en cuanto al derecho de propiedad.
La influencia de Locke en filosofía se inclinó hacia el empirismo, esto es, hacia una psicología en
la que el conocimiento y la conducta humanos se ex plican por los sentidos; obviamente,su re-
futación de las ideas innatas no permitía pasar como ax iomas indiscutidos su concepto de de-
rechos naturales. Sin embargo, su teoría de la conducta en términos de placer y dolor fue reex-
puesta por sus sucesores (Jeremy Bentham, radicalismo filosófico) en una teoría del valor (la
conducta entendida como resultado de un cálculo matemático-moral de los placeres y las pe-
nas), aunque eliminando por entero los derechos naturales, el estado de naturaleza y la doctri-
na del contrato.
Locke definió el poder civil como “el derecho de hacer leyes, con penas... para la regulación y
conservación de la propiedad, y de emplear la fuerza del común en la ejecución de t ales le-
yes... t odo ello sólo por el bien público”. Dado que su ex istencia deriva del derecho individual
de cada hombre a protegerse a sí mismo y a su propiedad, sólo puede surgir por el consenti-
miento de cada uno de los individuos de la sociedad, y se justifica sólo porque constituye un mo-
do mejor de proteger los derechos naturales que el individual, de modo que los poderes legisla-
tivo y ejecutivo no son sino el poder natural de cada hombre puesto “en manos de la comuni-
dad”. Así, para Locke la sociedad deriva del consentimiento de sus miembros, y en ello radica el
“pacto original” por el que los hombres “se unen en una sociedad”.
Aunque Locke no dice claramente qué es lo que surge con el “pact o original” (sociedad, go-
bierno o ambos), en el “S egundo Trat ado” afirma que sociedad y gobierno son dos cosas distin-
tas, pues en general los cambios de gobierno no disuelven la comunidad. Así, en línea con Altu-
sio y Pufendorf, Locke parece situarse en la teoría del doble contrato: uno que formaba la comu-
nidad (social), y otro entre la comunidad y sus magistrados (político). Con ello, Locke pretendía
unir dos ex tremos: la teoría de Hooker de suponer a la comunidad capaz de hacer a sus magis-
trados moralmente responsables (contrato político, buscando que los gobiernos sirvan a las ne-
cesidades de la sociedad), y la de Hobbes de suponer sólo a individuos y sus intereses particula-
res (contrato social, buscando que gobierno y sociedad sean instrumentos para proteger los
intereses individuales: vida, libertad y propiedad).
Locke resolvió la aparente lejanía de ambos postulados mediante un vínculo ciertamente pre-
cario: el principio del gobierno de la mayoría, según el cual el acuerdo de una mayoría es idénti-
co al acto de toda la sociedad, afirmando que el contrato obliga a los individuos a someterse
a la mayoría. Las objeciones eran obvias: si los derechos de un individuo son inviolables,lo serán
siempre, tanto para un tirano como para una mayoría; y si una mayoría podía imponer su volun-
tad, ya M arsilio postuló que la “parte predominante” de una comunidad tanto podía pesarse
por la cantidad como por la calidad (lo que habría las puertas al voto censitario).
Sociedad y gobierno
Locke daba mayor importancia al pacto original que constituye la sociedad civil que al esta-
blecimiento de un gobierno, cuya forma dependerá del uso que la comunidad (≈ la mayoría)
haga de su poder, sea conservarlo o delegarlo de una u otra forma. Para Locke, una vez que la
mayoría ha acordado constituir un gobierno, “todo el poder de la comunidad está naturalmente
con él”, quedando el pueblo privado de su poder en tanto éste cumpla con sus deberes; sin
embargo, el poder del gobierno no deja de tratarse de un poder fiduciario, pues el pueblo
siempre conserva el poder supremo de modificarlo cuando considere que no actúa según la
confianza en él depositada. Rousseau señaló lo arbitrario de dicha teoría, por la cual el poder
absoluto del pueblo se limita a la elección de un legislativo.
Con su teoría política, el propósito de Locke es defender el derecho moral a la revolución,de ahí
que en su “S egundo Trat ado” defendiese el derecho de resistencia a la tiranía: dado que la so-
ciedad y el gobierno son dos cosas distintas, y éste ex iste para procurar el bienestar de la pri-
mera, un gobierno que pone en peligro los intereses sociales puede ser justamente cambiado.
Así, afirmó que toda invasión de la vida, la libertad o la propiedad de los súbditos es ipso facto
nula, tanto si procede del poder ejecutivo (rey) como del legislativo (Parlamento), en cuyo ca-
so el poder revierte al pueblo. Además, para Locke validez moral y fuerza son dos cosas distintas,
y la última no puede nunca dar origen la primera (teoría desarrollada por Rousseau),por lo que
un agresor no consigue adquirir ningún derecho; el orden moral es permanente, se perpetúa a sí
mismo, y el gobierno es un factor del orden moral (≈ Ley natural de Cicerón, Séneca y Edad Me-
dia).
Sin embargo, Locke creó una grave confusión en el uso de la palabra “legítimo”,a la que emplea
como sinónimo de justo o recto, sin hacer distinción entre lo moralmente justo y lo legalmente
justo. A menudo habla de actos ilegítimos del ejecutivo o del legislativo, aún siendo jurídica-
mente legales, y habla de derecho legítimo de resistencia, cuando en realidad está hablando
de un recurso ex trajurídico pero moralmente defendible, todo lo cual revela en Locke la persis-
tencia de la creencia en las limitaciones morales del Parlamento.
Aunque las circunstancias hicieron de Locke el defensor de una revolución, no era en modo al-
guno radical, y por temperamento intelectual era el menos doctrinario de los filósofos. Su filosofía
política supone un esfuerzo encaminado a combinar el pasado con el presente, buscando los
núcleos de acuerdo entre los hombres de todos los partidos; por ello, y dado que no sintetizó
todo lo que combinó, su teoría política carece de la estructura lógica adecuada a una materia
tan compleja, propiciando que de ella surgiesen posteriormente teorías diversas.
Dado que nunca llegó resolver el problema de qué era ex actamente lo fundamental y qué lo
derivado, la teoría política de Locke coex isten no menos de cuatro explicaciones:
1. El individuo y sus derechos son el fundamento de todo el sistema, por lo que la teoría revis-
te básicamente una defensa de la libertad individual frente a la opresión política.
4. Dentro del gobierno, el poder legislativo controla al ejecutivo, aunque en defensa de la li-
bertad ambos poderes deben recaer en manos diferentes.
Con la Revolución de 1688 y las obras de Locke se cierra el asombroso medio siglo de filosofía
política creadora que acompañó a las guerras civiles inglesas, y, aunque el gobierno inglés era
oligárquico y aún corrompido, en comparación con el resto de Europa era liberal. En cualquier
caso, el desarrollo del sistema de partidos y de la responsabilidad ministerial fue más resultado
de ex perimentos y ajustes que de una teoría consciente. Así, durante el s. XVIII el sistema del
derecho natural fue perdiendo gradualmente su posición dominante: el progreso general del
método empírico, la ex plicación psicológica de la conducta en términos de placer-dolor,la teo-
ría utilitarista del valor moral, político y económico… A mediados de siglo, Hume demostró que
este desarrollo, llevado a sus últimas consecuencias, permitía prescindir por entero de la teoría
del derecho natural, lo que destruía definitivamente la filosofía política lockiana. Sin embargo,
buena parte de sus propósitos pasaron al utilitarismo: la idealización de los derechos individuales,
la creencia en el liberalismo, la importancia de los derechos de propiedad, y sobre todo la con-
vicción de que los intereses públicos deben entenderse en términos de bienestar privado.
TEMA 16
Si bien en el s. XVII la filosofía política creadora tuvo su centro en Inglaterra, en el s. XVIII el centro
de la teoría política pasó a Francia, hasta entonces puntera en matemáticas, metafísica y teolo-
gía, pero con escasos avances en materias políticas y sociales, entre las que sólo cabe destacar
la defensa de la teoría del derecho divino de los reyes de Jacques B. Bossuet (1627-1704, “Dis-
curso sobre la historia universal”, 1681), quien afirmó que “el t rono regio no es el t rono de un
hombre, sino el del mismo Dios”. Obviamente, la teoría política y las guerras civiles inglesas no
habían pasado desapercibidas en Francia, pero el aplastante absolutismo de Luis XIV (1643-
1715) evidenció que las ideas políticas son impotentes a menos que respondan a las situaciones
políticas.
La decadencia del gobierno absoluto a principios del s. XVIII hizo que la filosofía francesa volviese
una vez más los ojos en dirección de la teoría política y social, lo que se manifestó en la asom-
brosa cantidad de libros publicados: históricos sobre las instituciones de Francia, descriptivos de
gobiernos europeos (en especial del inglés)… Entre 1750 y la Revolución la discusión llegó a ser
obsesiva, tratándose de un remolino de ideas políticas desde todos los ámbitos intelectuales: Vol-
taire (poesía), Rousseau (novela), Diderot (ciencia), D’Alembert (ciencia), M ontesquieu (sociolo-
gía)...
Sin embargo, la filosofía política francesa tenía poco de nuevo, y más que crear la discusión popu-
larizó ideas, aunque, dado que una idea vieja en un marco nuevo no es ex actamente la misma
idea, acabaron por surgir nuevas concepciones. Así, los derechos naturales evidentes por sí mis-
mos defendidos por el racionalismo fueron siendo desplazados por un creciente empirismo,aun-
que un utilitarismo ético y político eminentemente empírico se entrecruzaba una y otra vez con
ellos, mientras un romanticismo filosófico, hostil al empirismo y al racionalismo, formularía una in-
compatibilidad más seria, a pesar de que se seguía ex presando en la vieja terminología. De
entre todo ello, se alza como figura señera del s. XVIII francés Jean-Jacques Rousseau (1712-
1778), a quien se reserva el siguiente capítulo, pasando a ex poner a continuación el pensa-
miento político francés previo a la Revolución, cuya filosofía deriva principalmente de John Lo-
cke.
La recepción de Locke
La crítica a la autocracia de Luis XIV no fue producto de la filosofía política, sino una reacción de
hombres conscientes de los efectos lamentables del mal gobierno. Entre ellos destaca François
S. M. Fénelon (1651-1715), que en “Las aventuras de Telémaco” (1699) postula frente al absolu-
tismo la independencia de los gobiernos locales y las asambleas provinciales, la restauración de
los estados generales, la resurrección del poder e influencia de la nobleza y la independencia
de los “parlament s”. Pero, al contrario que en Inglaterra, en Francia no ex istía ningún Parlamen-
to que pudiera recoger el guante, pues el absolutismo no había dejado en pie constitución tra-
dicional alguna que un partido reformador pudiera tratar de restaurar. La crítica de la monar-
quía absoluta necesitaba de una filosofía, y dado que en el s. XVIII el cartesianismo se había
convertido en una especie de escolasticismo, fue suplantado por la filosofía de Locke y la ciencia
de Newton.
Tras la aplastante autocracia de Luis XIV (1643-1715), el ideal de una norma fundamental que
Francia compartió con Europa en el s. XVI ya había perdido todo su significado; hablar de dere-
chos de los franceses era una ex presión sin sentido, y la consecuencia fue unos derechos del
hombre más abstractos y abiertos a la interpretación especulativa que los presentados por Locke.
Elaborada bajo el despotismo, sin poder apelar a una transición gradual de ideas, autores e
instituciones nacionales, y en su mayor parte por hombres sin ex periencia de gobierno, la filoso-
fía política francesa colocó a la razón en franca oposición a la costumbre y la realidad,como nun-
ca lo había estado en Locke, destacando por su carácter dogmático, apriorístico y radical. En
general, se trata de una filosofía literaria y libresca, no académica, escrita para los salons y la
burguesía educada, plagada de generalizaciones tajantes, y por lo habitual más negativa que
constructiva.
Además de causas políticas, también operaban causas sociales que proporcionaron a la filosofía
francesa un tono de amargura sin contrapartida en Locke. La sociedad francesa era un tejido
de privilegios que hacía que la separación entre clases fuese más consciente e irritante que en
Inglaterra. El clero contaba con enormes propiedades, ex enciones fiscales y privilegios, pero
carecía de preeminencia moral o intelectual. La nobleza conservaba rentas y privilegios, pero
carecía de poder político. La clase media consideraba a clero y nobleza parásitos protegidos
por privilegios sociales, tratándose de una burguesía urbana típica, propietaria de casi todo el
capital, y el principal acreedor del Estado. En la agricultura no ex istía nada similar a los campesi-
nos libres ingleses, contando con gran número de campesinos propietarios. Por todo ello,en el
pensamiento político francés ex istía un sentimiento de clase y explotación que apenas asomaron
en Inglaterra, justificando que la Revolución francesa fue una revolución social como no lo fue la
inglesa, y en 3 o 4 años realizó una ex propiación de tierras de Iglesia, Corona y nobles emigra-
dos comparable a la realizada en Inglaterra en 60 años con Enrique VII (1485-1509) y Enrique
VIII (1509-1547). Así las cosas, la teoría lockiana se empleó en Francia antes de la Revolución
para justificar el ataque a los intereses creados, y en Inglaterra tras la Revolución para defender-
los. Por tanto, entre Francia e Inglaterra no sólo ex istían distancias espaciales, sino también dis-
tancias cronológicas, en el hecho de que Locke perteneciera en Inglaterra al s. XVII y en Francia
al s. XVIII.
Pese a la reverencia a la Ilustración, gran parte de su ética o política racional era una forma de
moralización sin penetración intelectual. Aún así, la confianza en la razón no era producto de la
familiaridad, sino también de unos resultados sólidos a raíz de la publicación de los “Principios
mat emát icos de la filosofía nat ural” de New ton (1687); hasta entonces la ciencia estaba so-
metida a prueba, pero desde dicha obra nada caracterizó de modo tan completo el pensa-
miento social ilustrado como la creencia en la posibilidad del progreso y la felicidad humanos ba-
jo la guía de la razón; el destino del hombre residía en su inteligencia, y ello constituía una fe
más honrada que la religión de la autoridad que la precedió, o la religión del sentimentalismo
que la siguió.
De entre los filósofos políticos franceses, el que tuvo la concepción más clara
de las complejidades políticas fue Charles-Luis de Montesquieu (1689-1755),
quien se esforzó en la búsqueda de una filosofía política aplicable a la mayor
diversidad posible de circunstancias. Así, sin dar de lado el aparato racionalis-
ta, en “El espíritu de las leyes” (1748) abandonó las teorías de una ley natural
inmutable de justicia evidente por sí misma y del contrato social, y esbozó una teoría sociológica
del gobierno y del derecho, basada en que su estructura y funcionamiento dependen de las cir-
cunstancias en que vive un pueblo (relativismo sociológico): condiciones físicas (clima, suelo),ar-
tes, comercio, modos de producción... todo lo cual suponía ejercía una influencia directa sobre
la mentalidad nacional; por tanto, para M ontesquieu una forma de gobierno precisa del ajuste
mutuo de todas las instituciones de un pueblo. Con todo ello, la finalidad práctica de su obra era
analizar las condiciones constitucionales de que depende la libertad, a fin de descubrir el medio
de restaurar las antiguas libertades de los franceses.
En “Cartas persas” (1721) M ontesquieu ofrece una sátira de la situación de Francia, ilustrando su
aborrecimiento del despotismo como una forma de gobierno en el que han sido aplastados to-
dos los poderes intermedios entre el rey y el pueblo, y un derecho que ha venido a ser idéntico
a la voluntad del soberano. Así, afirma que el mejor gobierno es el que “conduce a los hombres
del modo más adecuado a su disposición”, presentando su amor a la libertad como algo princi-
palmente ético, fruto de su admiración por los clásicos y los modelos republicanos de Maquia-
velo, M ilton y Harrington. Sin embargo, posteriormente sus viajes por Europa (1728-1731) le sugi-
rieron la idea de que la libertad no sólo puede ser el resultado de una moralidad cívica superior,
sino también de una organización adecuada del Estado.
Ley y miedo
M ontesquieu definió una ley como “las relaciones necesarias que surgen de la nat uraleza de
las cosas”, lo que referido a la sociedad sugería una regla o norma de conducta que se presume
debe ser observada, aunque con frecuencia sea violada, bien por la libertad humana, bien por
la defectuosa inteligencia de los hombres al desconocer la perfección señalada por la razón
natural. Por tanto, contrariando a Hobbes, para M ontesquieu la naturaleza aporta un canon de
justicia absoluta anterior al derecho positivo, el cual, al operar en diferentes medios (clima,suelo,
gobierno, comercio, religión, costumbres…), produce diferentes instituciones en los distintos luga-
res. Esta relación entre las condiciones físicas, psíquicas e institucionales es lo que para Montes-
quieu constituye el “espíritu de las leyes”.
Que las leyes deban adaptarse a las circunstancias físicas y sociales, y que el buen gobierno de-
be serlo en ese sentido relativo, no era una idea nueva, pues ya aparece en Aristóteles y en Bo-
dino, e incluso el viajero francés Jean Chardin (1643-1713) subrayó los efectos del clima en el
carácter de los pueblos (“J ournal”, 1711). Sin embargo, M ontesquieu no creía que las infinitas
circunstancias posibles propiciasen infinitas formas de gobierno, sino que los tipos de gobierno
eran fijos, y que la influencia del medio no hacía sino modificarlos, pudiendo ser republicanos (fu-
sión de democracia y aristocracia, basado en la virtud cívica del pueblo), monárquicos (con le-
yes fijas preestablecidas y poderes intermedios, como la nobleza o los municipios,basados en el
sentido del honor de la clase militar) o despóticos (sin leyes, arbitrarios y caprichosos,basados en
el temor o la esclavitud de los súbditos). En cualquier caso, en su análisis M ontesquieu no se
mueve por consideraciones estrictamente empíricas, sino por sus prejuicios: su república (≈ ro-
mana) carecía de relación con las modernas, su despotismo era una descripción de lo que hu-
biera llegado a ser Francia bajo Luis XIV, y su monarquía era la que admiraba en Inglaterra y
deseaba para Francia.
Por tanto, si algún plan posee “El espírit u de las leyes” es seguir las modificaciones jurídicas e insti-
tucionales apropiadas a cada forma de gobierno según las circunstancias físicas e institucionales,
aunque resulta casi imposible resumir las conclusiones de M ontesquieu. En ellas, oscila entre dos
tendencias. Por un lado, suponer que el derecho humano es racional, y, aunque las circunstancias
ambientales y sociales actúan sobre la capacidad mental y moral de los individuos, ello es una
buena razón para su uso amplio y permanente; dicha ex posición llevada a su extremo conduce
al relativismo moral. Por otro lado, suponer que ciertas instituciones (esclavitud,endogamia) son
condiciones adversas a la buena moral que deben ser compensadas mediante la legislación;ello
implica aceptar que la moral es independiente de la causación social, y, por tanto, plantea la
duda de que las demás circunstancias físicas o sociales también pueden ser consideradas acep-
tables o no según convenga. Por tanto, las ideas más célebres de M ontesquieu (las leyes de-
ben adaptarse a las circunstancias de la nación, el uso del método comparativo en el estudio
de las instituciones sociales) deben tomarse con toda clase de reservas a la luz de sus propios
tex tos.
La separación de poderes
Sin embargo, M ontesquieu no contemplaba una separación absoluta entre los poderes: el legisla-
tivo debía reunirse cuando lo convocase el ejecutivo, el cual conservaba un veto sobre la legis-
lación, y el poder legislativo podía ejercer poderes judiciales ex traordinarios; es decir, que con-
servaba un principio contradictorio: la supremacía o mayor poder del legislativo.
La teoría política de “El espírit u de las leyes” (1748), con su relativismo político,
no era característica del s. XVIII, pues en general los escritores franceses creían,
con la misma firmeza que los del XVII, que la razón ofrece un canon absoluto,
mediante el cual pueden justificarse o desacreditarse toda conducta humana
e institucional. La física de Newton y la psicología de Locke se habían erigido en
dos de los pilares de dicha interpretación, y a su popularización en Francia se
afanó François Marie Atouet, Voltaire (1694-1778), aunque su admiración por In-
glaterra no estaba tan motivada por su gobierno representativo como por su libertad de discu-
sión y publicación. La opresora censura francesa hacía de la libertad de publicación un proble-
ma vital, y ningún escritor trabajó de modo más incansable por esta causa, destacando su ata-
que contra el cristianismo perseguidor.
Sin embargo, Voltaire sentía poco interés por la política, y ninguno por las masas humanas,a las
que consideraba crueles y estúpidas. Pero tenía un gran interés por la libertad de los investiga-
dores y era lo bastante humano para levantarse contra las brutalidades del derecho penal
francés, constatando que la libertad civil era inalcanzable a menos que fuera unida a la libertad
política. Como era imposible discutir con instituciones que no tenían seso, y además ex istía la
censura, su arma más eficaz fue el ridículo, aunque principalmente por inferencia y de modo indi-
recto.
Por otra parte, las ideas de Voltaire eran poco novedosas respecto a Locke, pero en Francia
tomaron un tono radical del que habían carecido por completo en Inglaterra, ya que, frente al
gobierno y la Iglesia franceses, las ideas más moderadas resultaban subversivas. Así, la filosofía
que tenía un tono conservador y aliado del st at us quo en Inglaterra fue perseguida en Francia.
Tras las obras de Berkeley (“Nueva t eoría de la visión”, 1709) y Hume (“Trat ado”, 1739), la ley
psicológica de asociación de ideas llegó a ser en psicología lo que la ley de la gravedad en físi-
ca, basada en que las ideas derivaban de los sentidos, y ex plicando los procesos mentales co-
mo elementos sensoriales que evolucionan según la ley de asociación. Frente a ella, las ideas
éticas y políticas de Locke se vieron pronto abocadas a una revisión, pues dependían del poder
intuitivo de la razón para captar verdades manifiestas. Así, a mediados del s. XVII surgió una teo-
ría de la conducta humana basada en la asociación de ideas, cuya hipótesis era suponer dos
fuerzas de motivación, deseo de placer y aborrecimiento del dolor, y postular que el fin de la
conducta humana es gozar de tanto placer y sufrir tan poco dolor como sea posible.
En base a ello, Helvecio desarrolló una teoría psicológica de la conducta opuesta a la influencia
ambiental de M ontesquieu, afirmando que, dado que la formación de asociaciones depende
de la atención, y ésta a su vez del motivo impulsor proporcionado por el placer o el dolor, no
hay diferencias innatas de capacidad intelectual, ni tampoco facultades morales innatas. Así, la
calidad moral de una nación dependerá de su legislación, según cree o no los incentivos para
las virtudes que se deseen, colocando incrementos de placer o de dolor en los puntos estraté-
gicos.
Por tanto, la psicología asociacionista y la ética utilitarista suponían una simplificación de la teoría
política de Locke, pues sustituían un número indeterminado de derechos naturales evidentes por
sí mismos por un solo canon de valor: la mayor felicidad del mayor número. Llevada a su ex -
tremo, dicha simplificación suponía la destrucción del derecho natural, pues aunque el utilitarismo
y el derecho natural compartían el mismo objetivo de progreso social, diferían por completo en los
medios prácticos para alcanzarlo. Así, mientras el principio utilitarista defendía que el legislador
debía emplear penas y castigos para armonizar los intereses de los hombres (cosa que cierta-
mente no implicaba un grado elevado de libertad), el derecho natural postulaba que los in-
tereses de los hombres eran naturalmente armónicos si se los dejaba actuar en libertad (princi-
pio defendido por los economistas para el comercio).
Resulta relevante destacar que para los fisiócratas la libertad económica no implicaba derechos
políticos, siéndoles indiferente una monarquía absoluta siempre que ejerciese una política eco-
nómica ilustrada. Como para todos los filósofos franceses (ex cepto Rousseau), se encontraban
más preocupados por las libertades civiles que del gobierno popular o representativo.
Aunque en sus principios generales se aprox ima a Helvecio, Holbach tenía menos interés en la
psicología y más en el gobierno, y en toda su acusación destaca cierta conciencia de clase,la
de la clase media ex cluida del gobierno, la cual encarna para él la representación del bienestar
social. Ambas ideas, el gobierno como instrumento de explotación y la conciencia del conflicto de
clases, fueron llevadas a Inglaterra por el utilitarismo, siendo el germen del que bebería Karl
M arx . En base a ambas, Holbach concluyó que los hombres no nacen malos, sino que los hace
malos el mal gobierno, los cuales han estado en manos de tiranos y sacerdotes, cuyo interés no
es gobernar, sino ex plotar. El remedio es la educación, ya que los hombres son racionales y sólo
necesitan ver cual es su verdadero interés para seguirlo. Dado que para él el soberano es un
órgano que ejerce la autoridad de la sociedad para reprimir la conducta antijurídica, el despo-
tismo es una perversión de la soberanía, pues en él los intereses de la clase gobernante usurpan
el lugar del interés general. Por ello, “convénzase a los gobernant es de que sus intereses son los
mismos que los de sus súbdit os y se producirá casi de modo aut omát ico una condición feliz de
la sociedad”, es decir, que el verdadero reformador debe ser el soberano.
Sin embargo, Holbach no era en ningún sentido un revolucionario, sino más bien un liberal mode-
rado, y menos un demócrata, ya que por ciudadanos sólo entendía a quienes podían vivir “res-
pet ablement e de los ingresos de sus propiedades y t odo cabeza de familia propiet ario de
t ierra”, y en modo alguno al “est úpido populacho, privado de ilust ración y buen sent ido”,los
cuales “deben ser prot egidos por el Est ado al que sirven út ilment e cada uno a su manera,
pero no son verdaderos miembros de él hast a que por su t rabajo y su indust ria han adquirido
t ierra”. Por tanto, la creencia en la omnipotencia de la Ilustración no era una doctrina democrá-
tica, porque la educación universal parecía una utopía imposible. El gran demócrata del s. XVIII
fue Rousseau, y aún sus ideas atribuían la mínima importancia a la ilustración intelectual.
A través de toda la literatura del s. XVIII circula la idea del progreso humano, implícita en la idea
de un orden social natural y en la visión de una ciencia general de la naturaleza humana,siempre
en la creencia de que el bienestar social es producto del conocimiento y la ex periencia,y que
la evolución de las artes y las ciencias es la clave del desarrollo social (Voltaire).
Por su parte, Jean Antoine Condorcet (1743-1794) postuló la ex istencia de tres épocas prehistóri-
cas hipotéticas, y seis épocas en la historia europea, dos para la Edad Antigua, dos para la Edad
M edia y dos para la Edad M oderna, para la cual la Revolución Francesa señala el inicio de una
nueva época, más gloriosa en tanto surgía de la difusión y el poder del cono-
cimiento. Dicho progreso social debía seguir tres direcciones: una creciente
igualdad entre las naciones, la eliminación de las diferencias de clase y una
mejora mental y moral general. En la nueva época, es posible que todas las
naciones y razas lleguen a ser tan ilustradas como han demostrado norte-
americanos y franceses con sus respectivas revoluciones, la democracia aca-
bará con la ex plotación de las razas atrasadas, y será posible eliminar las
desventajas de educación, oportunidad y riqueza que han impuesto las desigualdades de cla-
ses sociales. Condorcet esperaba que el progreso se iría produciendo por acumulación,ya que el
perfeccionamiento de los sistemas sociales mejoraría las facultades mentales, morales y físicas
de la especie: libertad de comercio, eliminación de la miseria y el lujo, igualdad de derechos
para las mujeres, igualdad de oportunidades, educación universal…
A modo de resumen, se ha llamado al s. XVIII la edad de las enciclopedias, más importante por la
ex tensión del público en que influyó que por la novedad o profundidad de sus ideas,en la que
Europa consolidó las ganancias conseguidas por el genio, más original, del siglo anterior. Ni la
ciencia ni los estudios sociales pudieron resistir ante la aplicación amplia y firme de los métodos
empíricos, aunque, no obstante, se trataba de un empirismo que conservaba todos los prejuicios
tendenciosos del racionalismo: pretensión de omnisciencia, búsqueda de una simplicidad arbitra-
ria… Incluso el utilitarismo y la nueva economía política pretendían apoyarse en una realidad
empírica de los motivos humanos basada en una supuesta armonía de la naturaleza de la que
no tenían prueba empírica alguna. Así, pues, el pensamiento del s. XVIII reiteró una filosofía en la
que, en realidad, sólo creía a medias, y profesó un método que sólo a medias practicaba. Y,a pe-
sar de todo, la importancia práctica de esta filosofía popular fue muy grande, pues extendió por
toda Europa la fe en la ciencia, fomentó la esperanza de que la inteligencia podría hacer a los
hombres los amos de su destino social y político, y defendió con apasionamiento los ideales de
libertad e igualdad de oportunidad y vida humana.
TEMA 17
JEAN-JACQUES ROUSSEAU
La importancia de Rousseau reside en que puso de su lado la filosofía contra la propia tradición
de ésta. Kant aprendió de él el valor de la voluntad moral frente a la investigación científica,y
su filosofía supuso una nueva distinción entre ciencia y moral-religión, donde la filosofía se decantó
más como protectora de la religión que como aliada de la ciencia. La ciencia debía limitarse al
mundo de los fenómenos, donde no pueda dañar a las verdades del corazón, la religión y la ley
moral, lo que sugiere la ex istencia de otro medio para conocer las verdades. Por ello,la descon-
fianza hacia la inteligencia opera sobre toda la filosofía del s. XIX.
Al anteponer los sentimientos morales a la razón, la filosofía política de Rousseau rechazó el libera-
lismo tradicional, pues negó que el egoísmo racional fuese un motivo moral bueno, y propugnó
una doctrina de la igualdad más radical, basada en que “son las gent es comunes las que com-
ponen la especie humana; lo que no es el pueblo apenas merece ser t omado en cuenta”. Sin
embargo, una democracia de este tipo no tiene que implicar sino escasa libertad,pues sus pau-
tas son más bien las del grupo que las del individuo, y su moralidad señala a la sumisión al grupo
y la conformidad con los deberes consuetudinarios. Por tanto, las virtudes de lealtad y patriotismo
que Rousseau admiraba, así como el afán de encontrar la felicidad en el bienestar del grupo,
no tienen por necesidad que hacer referencia especial a la democracia.
Aunque en todas las obras de Rousseau abundan las ideas lógicamente incompatibles,y ningu-
na de ellas puede ser reducida a un sistema lógicamente consistente, conviene establecerles
una distinción de dos periodos: un periodo formativo, en el que dio forma a sus ideas en oposi-
ción a Diderot, tratando de liberarse del individualismo imperante, y en el que destaca el “Dis-
curso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres” (1755); y un periodo de madurez,en el
que redactó el “Contrato social” (1762), intentando ex presar una contrafilosofía propia.
La filosofía social de la que tuvo que desligarse Rousseau era el individualismo lockiano,caracte-
rizado por la cooperación del egoísmo ilustrado, el minucioso cálculo de las ventajas individua-
les, la defensa del derecho de propiedad, el utilitarismo... Inspirado en Platón, Rousseau adoptó
la filosofía de la ciudad-Estado, basada en la convicción de que la sujeción política es fundamen-
talmente ética, y que la comunidad es el principal instrumento de moralización, representando el
valor moral más elevado. Dentro de una sociedad puede haber individualidad, libertad,egoís-
mo, respeto a los pactos...; fuera de ella no hay nada moral. De ella obtienen los individuos sus
facultades mentales y morales, y por ella llegan a ser humanos. Por tanto, para Rousseau la ca-
tegoría moral fundamental no es el hombre, sino el ciudadano.
propiedad privada, y llegó a decir que el Estado debía ser el único propietario, ciertamente
Rousseau no era comunista; en su artículo sobre “Economía política” (“Enciclopedia”, Tomo V,
1755) se refiere a la propiedad como “el más sagrado de t odos los derechos de ciudadanía” y
un derecho social indispensable. Es cierto que el medio siglo anterior a la Revolución produjo en
Francia planes de comunismo utópico, pero Rousseau no contemplaba seriamente la idea de
abolir la propiedad, ni tenía un concepto claro de la posición que le debiera corresponder en la
comunidad. Su contribución al socialismo utópico fue la idea más general de que todos los dere-
chos, incluido el de propiedad, son derechos dentro de la comunidad y no contra ella.
Tratando de determinar qué hay de natural y qué de artificial en la naturaleza humana, Rous-
seau señala que la respuesta no puede sacarse de la historia, puesto que ya no existen “hom-
bres naturales”, y lo que sobre ellos se pueda afirmar son cábalas: un animal de conducta instin-
tiva, carente de lenguaje y moral, y desconocedor del concepto “propiedad”, ya que éste es
fruto del conocimiento. Por tanto, de lo que corresponde hablar es del “hombre social”, pues el
egoísmo, la libertad, las artes, la guerra, la esclavitud, el vicio, el afecto conyugal y parental... no
ex isten sino en cuanto el hombre es un ser social que convive en grupos y comunidades.
Para Rousseau, la tendencia a constituir sociedades es un rasgo universal: dondequiera que los
individuos tienen un interés común, constituyen una sociedad, permanente o transitoria,y toda
sociedad tiene una “voluntad general” que regula la conducta de sus miembros. Sin embargo,las
sociedades mayores no están compuestas directamente de individuos, sino de sociedades más
pequeñas, y cada sociedad mayor establece los deberes de las sociedades menores que la
componen. De ese modo, Rousseau deja en pie la “gran sociedad” de la especie humana,cuya
voluntad general es el derecho natural, pero como sociedad y no como especie.
La voluntad general
ella, Rousseau pretende averiguar qué es lo que hace “legítima” la esclavitud del hombre en so-
ciedad (“¿por qué art e inconcebible se ha encont rado un medio de hacer a lo hombres libres
haciéndolos esclavos?”). Para ello, sus bases teóricas fueron la “voluntad general” y la crítica del
derecho natural, aunque su creencia la ciudad-Estado como el mejor ejemplo de la voluntad
general le impidió estudiar la política contemporánea con mayor penetración.
En su desarrollo teórico, el “Cont rat o social” aparece envuelto en paradojas. En primer lugar,la
palabra “contrato” es equívoca; puesto que toda la argumentación de Rousseau se basa en
que la comunidad es única y coetánea de sus miembros, carece de sentido hablar de los dere-
chos y libertades de los individuos previos o fuera de la comunidad, pues carecen de ex istencia
ex cepto en la medida en que los hombres son ya miembros de un grupo. En segundo lugar,ese
“contrato” no tiene nada que ver con los derechos y poderes del gobierno; puesto que Rous-
seau defendió la doctrina organicista, basada en que el gobierno es un órgano del pueblo y,
por tanto, carente de poder independiente, ello implica que el gobierno no puede ser objeto de
un contrato. En tercer lugar, Rousseau no logra demostrar la ventaja para los individuos de ser
miembros de la sociedad, y, de hecho, no podía hacerlo si el estado de naturaleza era una
quimera; la pregunta de qué es lo que hace a una comunidad mejor que otra es legítima,pero
no una comparación entre una comunidad y la ausencia de comunidad. Por tanto, Rousseau
sostuvo que una mala comunidad podía imponer cadenas a sus miembros, pero lo hacía por
ser mala y no por ser comunidad.
Así, siguiendo la analogía del organismo, para Rousseau la voluntad general representaba un
hecho único: que la comunidad tiene un bien colectivo que no es lo mismo que los intereses pri-
vados de sus miembros. Por tanto, y contrario al derecho natural que se los atribuía al hombre
en cuanto tal, para Rousseau los derechos de los individuos son en realidad derechos de los ciuda-
danos, pues los hombres llegan a ser iguales o libres “por convención y por derecho”.
La paradoja de la libertad
Una de las contradicciones más notorias de Rousseau es la paradoja de la libertad. Por una par-
te, Rousseau se defendió que el hombre puede estar en la comunidad en una situación de li-
bertad tal que “no obedezca más que a sí mismo”; por otra, postuló que cuando un hombre
desea algo distinto de lo que el orden social le ofrece es porque no quiere sino su capricho,y
no sabe en realidad cuál es su propio bien ni cuáles son sus propios deseos, y, por tanto, en la
sociedad no se produce nunca una verdadera coacción, pues es lícito obligar a un hombre a
ser “libre”. Obviamente, este tipo de argumentos, pretendiendo demostrar que la restricción de
la libertad es en realidad un medio de aumentarla, no llevan sino a la distorsión del concepto
“libertad”. Puesto que la teoría de la voluntad general postula que incluso la libertad de con-
ciencia es en realidad un bien social y no meramente individual, todo ello apunta a que un
hombre cuyas convicciones morales sean contrarias a las generalmente aceptadas es capri-
choso, y o bien debe ser eliminado, o bien sometido a prestar obediencia ciega a la masa.
Rousseau afirmó reiteradamente que la voluntad general siempre tiene razón, pues representa el
bien social, que es la pauta de justicia. Sin embargo, ¿quién tiene derecho a decir lo que es jus-
to? Sus respuestas son contradictorias y poco convincentes: a veces dijo que la voluntad gene-
ral afecta sólo a temas generales, mientras en otras afirma que también afecta al juicio priva-
do; a veces señala que la voluntad general equivale a la decisión de la mayoría, lo que implicaría
que la mayoría siempre tiene razón, algo ciertamente discutible; a veces habla de la voluntad
general como si se registrase automáticamente, como si las comunidades tuviesen una facultad
inescrutable de discernir cual es su bienestar y su destino, algo imposible de demostrar. Sea co-
mo fuere, mientras el racionalismo centraba sus valores en la cultura del individuo, la ilustración
intelectual y la independencia de juicio, Rousseau dio origen al culto romántico del grupo, subra-
yando su engrandecimiento, las satisfacciones derivadas de la participación en él y el cultivo de
lo no-racional.
Por otra parte, la teoría de la voluntad general disminuía mucho la importancia del gobierno,ya
que, en tanto la soberanía pertenece sólo al pueblo como cuerpo, el gobierno es un mero ór-
gano con poderes delegados por la voluntad general. Puesto que para Rousseau la soberanía
no puede ser representada, el único gobierno es la democracia directa de los ciudadanos presen-
tes en la asamblea comunal. Sin embargo, Rousseau no detalla por qué la voluntad general
deba estar restringida a esta forma de ex presión, pues tan portavoces u “órganos” suyos pudie-
ran ser un gobierno, una junta de portavoces, un comité de representantes o un partido políti-
co.
El nacionalismo
La filosofía política de Rousseau era tan vaga que apenas puede decirse que apuntase en una
dirección específica, aunque su teoría de la soberanía popular y su negación de todo derecho ad-
quirido por los gobiernos revelan cierta influencia doctrinal de Robespierre y los jacobinos. Por
otro lado, su entusiasmo por la ciudad-Estado democrática y su creencia de que la libre ciudada-
nía era imposible en ninguna forma de Estado de tamaño superior eran un anacronismo, pero
con ello contribuyó a idealizar el Estado como encarnación de todos los valores de la civiliza-
ción nacional. Sin embargo, el nacionalismo no era una doctrina simple que apuntase a una
sola dirección, y tanto podía venir impulsado por una democracia y los derechos del hombre,
como por una aristocracia de terratenientes, o por una burguesía enriquecida de clase media.
Su significación plena, en especial su idealización de la voluntad colectiva y de la participación en
la vida común, apareció en la filosofía alemana con el idealismo de Hegel.
A modo de resumen, el racionalismo cartesiano típico del s. XVII-XVIII que liberó la razón del hom-
bre de la servidumbre de la autoridad y la tradición, y edificó todo el sistema iusnaturalista,fue
apartado a un lado por el sentimentalismo de Rousseau, quien relegó la razón y el individualismo
en favor del colectivismo, la costumbre y el sentimiento; sería el idealismo de Hegel el que volve-
ría a entretejer razón y tradición en una sola unidad, en pro del valor de la unidad nacional.
TEMA 18
GEORG W. F. HEGEL
Hegel no atribuía mucha importancia a la voluntad de los individuos, pues pensaba que las fuer-
zas impersonales inherentes a la sociedad construyen su propio destino. Por ello, en su interpreta-
ción de la historia la nación constituye la unidad significativa, más que el individuo u otro grupo,
considerando a la historia de la civilización como una sucesión de culturas nacionales. Para He-
gel, dicho genio o espíritu de la nación (Volksgeist ) actúa a través de los individuos, pero inde-
pendiente de su voluntad e intención consciente, y el Estado nacional es la plasmación de ese
impulso innato, cuyo papel es clave como rector y fin del desarrollo nacional. Con ello, Hegel
separó el nacionalismo del radicalismo, igualitarismo e individualismo de la etapa revoluciona-
ria.
Por tanto, la filosofía política de Hegel presentaba dos elementos básicos: la dialéctica,que ex-
ponía un nuevo método lógico-intelectual de investigación en ciencias sociales, y la teoría del
Estado nacional como encarnación del poder político. Sin embargo, no había razón lógica entre
ambos, por lo que en Hegel se combinaron dos líneas de pensamiento que más tarde se sepa-
raron y se opusieron entre sí: la teoría conservadora y antiliberal del Estado como poder nacional,
y la dialéctica como punto arranque del radicalismo proletario del socialismo marxista.
El método histórico
En la filosofía social del s. XIX confluyeron tres generalizaciones semejantes pero discrepantes,
propiciando una increíble confusión: la idea ilustrada del progreso humano universal (Turgot,
Condorcet, Comte), la idea del orden lógico necesario del desarrollo histórico (Hegel) y la teoría
de la evolución orgánica (Darw in). Ni las dos primeras precisaban de una evolución orgánica,ni
ésta implicaba evolución moral o social alguna; el historicismo contaba una inclinación conser-
vadora que difería de las implicaciones revolucionarias de la teoría del progreso ilimitado;y,en
el terreno teórico, la dialéctica hegeliana era más una teoría lógica que de empírica, mientras
que los defensores del progreso ilimitado afirmaban que la mejor evidencia del mismo era em-
pírica, basado en la continua acumulación de conocimientos de la conducta humana.
Hasta entonces, los estudios sociales sólo habían empleado una lógica de conocimiento analíti-
co, dividiendo los todos orgánicos en partes, lo que les había impedido considerarlos como algo
creador y en continuo crecimiento. Para Hegel, ahí radicaba el error de la base filosófica de la
Era Revolucionaria, el individualismo, el cual fomentaba la ilusión de que los hombres pueden
reconstruir la sociedad de acuerdo con su capricho. Así, su propósito era mostrar las etapas ne-
cesarias mediante las cuales la razón humana se aproxima al Absoluto, y, a modo inverso,mostrar
el orden en que la Razón Absoluta se despliega en las ideas e instituciones de la civilización. Pa-
ra ello, su base especulativa era la dialéctica, considerada como una ley de síntesis entre la natu-
raleza del espíritu y la naturaleza de las cosas, entre el pensamiento y el acontecer, mediante la
cual la razón pueda percibir las fuerzas reales subyacentes que controlan el proceso histórico.
Por tanto, el fin de la dialéctica era aportar un aparato lógico capaz de revelar la “necesidad”
de la historia, una “necesidad” entendida por Hegel como síntesis de causación lógica,de rela-
ción causal y de finalidad progresiva (“lo que es debe ser y t iene que ser”).
trascender las limitaciones del análisis lógico. Sin embargo, ¿cómo podrían ser discernidas las
fuerzas cósmicas que él suponía operaban tras los hechos históricos?; ¿podía la dialéctica recibir
una formulación metodológica precisa que permitiese someterla a un ex amen crítico? De las
respuestas a estas preguntas depende la valoración del sistema filosófico de Hegel.
El espíritu de la nación
El principal interés del joven Hegel no era tanto la política como la religión, pues sus especula-
ciones partieron de la idea de Herder y Lessing de que la sucesión de religiones es una revelación
progresiva de la verdad religiosa, y que los credos y rituales son las formas ex teriores de los que
se reviste simbólicamente una verdad espiritual. Junto a ello, Hegel se formó la convicción de
que la civilización occidental es el producto de dos grandes fuerzas: la libre inteligencia de Grecia,
caracterizada por una filosofía y una religión que eran parte inseparable del Estado; y la visión
moral más profunda y religiosa del cristianismo, cuyo misticismo y universalismo se relacionaban
con la pérdida de las libertades cívicas en pro de fortalecer la conciencia de la humanidad uni-
versal.
Así, la primera especulación filosófica de Hegel consistió en la idea de que todos los elementos de
una cultura forman una unidad, de tal modo que religión, filosofía, arte y moral se afectan mu-
tuamente ex presando el “espíritu del pueblo”. A su vez, la “historia de un pueblo” es el proceso
en el que éste desarrolla su contribución al conjunto de la civilización humana, es decir, que el
“espíritu nacional” es una manifestación del “espíritu universal” en una etapa particular de su
desarrollo histórico, y su valor debe estimarse según su contribución al progreso de la humani-
dad.
Reflex ionando sobre ello, Hegel creyó descubrir un proceso al que denominó “Idea”,compuesto
de tres fases: (1) periodo de espontaneidad, feliz y juvenil, en gran medida inconsciente; (2) pe-
riodo de frustración, dolorosa y autoconsciente, en la que “el espíritu se vuelve sobre sí mismo” y
pierde su creatividad espontánea; y (3) periodo de reencuentro, en que “el espíritu vuelve a en-
contrarse” en un nivel superior. Posteriormente, Hegel racionalizaría esta “Idea” en su dialéctica
como tesis, antítesis y síntesis, y su filosofía de la historia constituiría un intento de ejemplificarla a
gran escala con la historia de la civilización occidental: (1) la ciudad griega; (2) Sócrates y el
cristianismo; y (3) la Reforma y el resurgimiento de las naciones germanas.
Basado en la convicción de que todas las ideas e instituciones forman parte de una cultura total,y
que su historia es una clave para entender su valor presente y su papel futuro en el desarrollo
de una cultura universal, Hegel señaló a la “frustración de espíritu” propia del cristianismo como
la característica de su propia época, y la clave de los cambios sociales y espirituales que pre-
veía para Alemania. Por ello, entre el espíritu de Alemania y el estado real de la política alema-
na encontraba una discrepancia total, al punto que en su “Constitución de Alemania” (1802)
afirmó que “Alemania no es ya un Est ado”, sino una serie anárquica de elementos virtualmente
independientes. Por tanto, ¿cómo podía convertirse Alemania en un verdadero Estado?
Un Estado alemán
En base a ello, Hegel aconsejaba para Alemania un remedio que un inglés o francés hubiese
considerado políticamente atrasado, poniendo sus esperanzas de unificación y modernización en
la aparición de un gran líder militar, pues no creía que se llegase a unificar jamás por consenti-
miento común ni por sentimiento nacionalista. No ex traña, por tanto, que sus dos figuras heroi-
cas en la política moderna fuesen Maquiavelo y Richelieu, admirando “El Príncipe” como “la au-
t ént ica concepción de un verdadero genio polít ico, con el fin más elevado y más noble”,y el
principio de unidad nacional francesa que Richelieu representaba. No en vano, un aforismo ca-
racterístico suyo reza que “El genio político consiste en identificarse con un principio”.
Por tanto, en su temprana obra “Constitución de Alemania” (1802) se pueden destacar dos as-
pectos. En primer lugar, Hegel ya concebía el Estado como la encarnación espiritual de la volun-
tad y destino de una nación, distinto de la sociedad civil y sus reglas económicas y morales; la
realización de las potencialidades espirituales de la nación es una contribución a la causa del
progreso de la civilización y un momento en la realización del Espíritu Universal; identificaba la
“libertad” del individuo en el marco de la obra de la autorrealización nacional, que es al mismo
tiempo autorrealización personal; considera la monarquía como la forma más elevada de go-
bierno constitucional; y disentía del individualismo de la teoría revolucionaria. En segundo lugar,
ya se observa que la concepción hegeliana de la dialéctica está dominada por un fin moral
más que científico, y que su objeto es ex poner la historia política no como arbitraria sino como
necesaria, pues se trata de “un sistema regido por un espíritu” en el que “lo que debe ser tiene
que ser”.
La “Filosofía del Derecho” (1821) es un libro fundamentalmente mal construido, cuya estructura
surgió del contraste entre el conocimiento y la razón; así, evidencia una seria distorsión de los
temas a causa de un desarrollo lógico dictado por el desarrollo dialéctico, y muestra a la teoría
del derecho como fuente de antítesis inevitables desde el punto de vista del conocimiento. En
resumen, sus dos conclusiones básicas son: que las instituciones políticas, económicas y morales son
socialmente interdependientes, y que el Estado es moralmente superior a la sociedad civil. En base
a ello, una comprensión crítica de su filosofía gira en torno a dos puntos fundamentales: la ele-
vada pretensión de la dialéctica de constituirse en un nuevo método que revela dependencias
y relaciones en la sociedad y en la historia que no se pueden determinar por otros medios,y la
identificación de la filosofía política hegeliana con la declaración clásica del nacionalismo, en
una forma que descarta el individualismo y el cosmopolitismo implícitos en los derechos del
hombre.
Hasta entonces, la naturaleza humana había sido considerada siempre la misma y en todas
partes, la historia como resultado del arte de estadistas y legisladores, en la creencia de que
puede orientarse mediante una manipulación hábil, y las filosofías, religiones e instituciones co-
mo “invenciones” humanas conscientes para fines prácticos. Sin embargo, la reflexión de Hegel
parte de la creencia de que la historia de un pueblo registra el desarrollo de una mentalidad na-
cional única que se ex presa en todas las fases de su cultura, que las realidades y causas efecti-
vas de la historia son fuerzas impersonales y generales, y que la historia de la civilización es el
desarrollo o realización progresiva del Espíritu Universal. En dicho marco, el individuo es sólo una
variante accidental de la cultura que lo crea, lo cual se evidencia en que sus deseos y satisfac-
ciones son sacrificados en pro de los fines de la nación, por lo que su valor depende de la labor
social que realiza; incluso los grandes hombres son instrumentos de las fuerzas sociales imperso-
nales que yacen bajo la superficie de la historia, cuyo genio no lo es tanto por su propio cono-
cimiento como por el hecho de saber identificarse con el principio adecuado en un momento
dado. Por tanto, para Hegel los hombres ni crean ni guían la historia, limitándose a cooperar con
fuerzas generales superiores a su voluntad y entendimiento, y sólo llegando a una clara com-
prensión de un sistema social cuanto ya está en vías de ex tinción. Así, puesto que la historia está
sometida a una forma más elevada de razón que la del conocimiento analítico, se precisa de un
aparato lógico distinto: la dialéctica.
Hegel adoptó el antiguo dogma griego de la oposición de los contrarios como propiedad univer-
sal de la naturaleza, basado en que toda tendencia que se desarrolla al máx imo leva en sí una
tendencia opuesta que la destruye, en base al cual afirmó que los procesos históricos se desarro-
llan a través de la oposición de contrarios. Puesto que ni la oposición es absoluta, ni el equilibrio
permanente, las fuerzas contrarias aportan la dinámica de la historia, dándole continuidad y
dirección, en un proceso al que denominó “dialéctica”: ambos contrarios poseen parcialmente
razón y error, y de su “contradicción” (≈ oposición fructífera entre sistemas o fuerza impulsora) sur-
ge una tercera posición que une la verdad contenida en ambos, conduciendo a un sistema
más amplio y coherente. Por tanto, en un sentido absoluto los problemas no se resuelven nun-
ca, y en un sentido relativo siempre están en vías de resolverse, mientras que la sociedad y to-
das las partes fundamentales de su estructura (ley, moral, religión, instituciones…) progresan bajo
la tensión continua de fuerzas internas y su interminable reajuste a través de la Idea (tesis + antí-
tesis = síntesis).
Obviamente, la dialéctica es considerada la clave para una teoría del cambio social. Sin embar-
go, dado que la dialéctica implica dos movimientos, negativo en la contradicción tesis-antítesis
y afirmativo con el pase a un nivel superior de la síntesis, y que todo cambio es al mismo tiempo
continuo (prolongando el pasado) y discontinuo (rompiendo con él para crear algo nuevo),el
acento de la historia social puede recaer tanto en la continuidad o “cambio gradual” (Hegel),
como en la discontinuidad o “cambio revolucionario” (M arx ), siendo adecuado afirmar que la
historia social es una sucesión de periodos de desarrollo punteados por periodos de revolución.
Crítica de la dialéctica
Hegel formuló la dialéctica como una ley de la lógica, construida sobre el principio de que un
mismo presupuesto puede ser a la vez verdadero y falso, algo que ningún otro filósofo ha to-
mado en consideración. Además, los científicos sociales no han aceptado el supuesto de que
sus materias requieran una lógica radicalmente diferente de la aplicada a otras ciencias. En
filosofía, ello ha conducido al irracionalismo (que es necesaria una facultad distinta de la razón
para conocer la naturaleza del organismo, como la “intuición” de Bergson) o el subjetivismo
(que las normas racionales o científicas no son aplicables a las ciencias sociales). Por tanto, la
filosofía de Hegel pretendía ser racional y al mismo tiempo superar la teoría de las proposicio-
nes lógicas.
En realidad, la dialéctica como ética era en realidad mucho más fácil de entender que como
lógica. Así, en nada creía menos Hegel que en los simples buenos sentimientos, afirmando que
no es el sentimiento lo que hace a las naciones sino la voluntad de poder nacional que se traduce
en instituciones y en una cultura nacional. Por tanto, para Hegel es la aceptación de la tarea
nacional como una causa moral y de los deberes impuestos por el lugar que cada uno ocupa
en ella lo que libera los esfuerzos creadores del individuo y lo eleva a una persona moral,libre y
activa.
La dialéctica también imponía sus propias peculiaridades a la interpretación del derecho. Puesto
que los opuestos se encuentran en una absoluta contradicción entre sí antes de alcanzar la su-
peración en la síntesis, ello representa la sociedad como una constelación de fuerzas opuestas
más que como un cuerpo de relaciones humanas que deban conciliarse y armonizarse. Por tan-
to, la dialéctica no ofrecía un criterio de justeza de ninguna etapa, salvo el éx ito del resultado.
Por tanto, la dialéctica hegeliana era una curiosa amalgama de visión histórica y realismo, de
apelación moral, idealización romántica y misticismo religioso. En la práctica jugaba con los va-
gos contrastes del lenguaje popular (real-aparente, esencial-accidental, permanente-transitorio),
a los que no podía asignar un significado preciso ni un criterio claro. Además, la mayor parte de
sus juicios históricos y valoraciones morales estaban no poco condicionados por el tiempo y lugar.
En definitiva, la dialéctica sólo ofreció un falso aire de certidumbre lógica a los juicios históricos,
que para ser verdaderos necesariamente deben basarse en la evidencia empírica, y a los juicios
morales, que para ser sólidos deben depender de conceptos éticos abiertos a todos.
Así, mientras en Francia e Inglaterra el sentimiento de unidad nacional ya era antiguo, y los de-
rechos naturales habían encarnado la defensa de una revolución nacional contra la monarquía,
Alemania carecía del sentimiento de unidad nacional y no había sufrido revolución. Por ello,y al
contrario que para un francés o inglés, para Hegel la palabra “Estado” aún revestía una aspira-
ción real, postulando un federalismo basado en la imposición de un Estado fuerte sobre las unida-
des locales, con un gabinete responsable ante el monarca (no ante un parlamento nacional), y
cuya modernización y ex pansión económica tuviese lugar bajo una firme dirección política (no
mediante el laissez-faire). Básicamente, se trata de la diferencia entre dos modos de concebir las
realizaciones políticas de la Revolución Francesa: el punto de vista liberal (triunfo de los derechos
del hombre frente a los poderes dictatoriales del monarca, libertad individual, gobierno repre-
sentativo, limitaciones constitucionales que protegen las libertades civiles, responsabilidad de los
funcionarios frente al electorado), y el punto de vista de Hegel, para quien la única realización
positiva de la Revolución fue la consumación de un Estado nacional, barriendo los restos del
feudalismo.
Por tanto, Hegel interpreta la diferencia Estado feudal-Estado moderno como un contraste entre
el derecho público y el privado. Así, frente a un feudalismo en el que las funciones públicas po-
dían ser vendidas y compradas como una propiedad privada, para Hegel el Estado moderno
surge cuando aparece una verdadera autoridad pública, reconocida como superior a la socie-
dad civil, y competente para guiar a la nación en su misión histórica; en definitiva,se trata de un
proceso de nacionalización de la monarquía. Para Hegel, la cumbre de la evolución política es el
surgimiento del Estado y su aceptación como un nivel de evolución política por encima de la so-
ciedad civil, lo que también redunda en un nivel superior de autorrealización personal, pues en la
nueva sociedad el hombre alcanza una nueva altura de libertad y de síntesis hombre-
ciudadano.
Por otra parte, Hegel condenaba la Revolución Francesa porque pensaba que perpetuaba la
vieja falacia del feudalismo en una nueva forma, basado en que sus ideales de libertad e igual-
dad reducían las diferencias funcionales de las capacidades sociales de los hombres a una
igualdad política común y abstracta, y a las instituciones y el Estado a simples recursos utilitarios
para satisfacer necesidades privadas. Para Hegel, la Revolución erraba al no reconocer en la
personalidad del ciudadano a un ser social que cuenta con una necesidad moral de participa-
ción en su sociedad civil, y en no reconocer que las instituciones de la sociedad civil son órganos
de la nación. En cualquier caso, la Revolución Francesa cerró una época intelectual y una era polí-
tica; la teoría del derecho natural quedó obsoleta, y la idealización radical de la ciudadanía
(Rousseau) y la idealización conservadora de la tradición (Burke) trazaron las líneas filosóficas
que Hegel sistematizó, planteando como problema central de la ciencia social y la ética social
la naturaleza de la persona individual y su relación con su sociedad.
Libertad y autoridad
En definitiva, para Hegel la estructura psicológica de la personalidad del individuo está íntimamen-
te relacionada con la estructura de su sociedad y la posición que ocupa; es decir, que las leyes,
costumbres, instituciones y valores morales de un pueblo reflejan su mentalidad, pero también
la modelan, haciendo que la concepción moral e intelectual del individuo sea inseparable de su
sociedad. Aunque ello no implicaba una interpretación ex clusivamente económica, fue el ger-
men de la teoría de Marx de que la ideología depende de la posición social, argumento básico
de su defensa de la lucha de clases.
En base a ello, para Hegel la libertad no constituye un don individual, sino un fenómeno o propie-
dad del sistema social, impartido al individuo a través de las instituciones legales y éticas de la
comunidad. Por tanto, la libertad no debe identificarse con la voluntad personal y las realizacio-
nes privadas, sino con la búsqueda de “mi papel y sus deberes”, pues los derechos y libertades
individuales serán los que la sociedad asigne a cada papel (≈ rol, status), de un modo similar a la
libre ciudadanía de las polis griegas en Platón y Aristóteles. Así, para Hegel en el Estado la “liber-
tad negativa individual” es sustituida por la “libertad real de la ciudadanía”.
Sin embargo, esta interpretación de la libertad abocaba a conclusiones paradójicas. Puesto que
Hegel interpretaba la individualidad con el capricho, el sentimentalismo o el fanatismo, la so-
ciedad civil se constituía éticamente anárquica, en tanto resultante de las fuerzas irracionales
del deseo individual. Así, puesto que los fines morales habían sido ex cluidos tanto de la persona-
lidad individual como de la sociedad, el Estado se constituye en el único factor moral del proceso
social, en tanto es el que “domina” y controla la anarquía de la sociedad civil. Obviamente,
pues, el Estado debía ser absoluto, puesto que él y sólo él encarna los valores éticos. Sin embar-
go, las declaraciones de Hegel sobre los derechos políticos concretos eran absolutamente va-
gas. A menudo consideraba el juicio privado como algo “superficial”, el deber como simple
obediencia, identificaba la buena ciudadanía con adaptarse al estado de cosas y a las reglas
establecidas por el gobierno, e incluso llegó a negar el derecho a criticar al Estado,aunque por
otra parte también llegó a creer que el gobierno constitucional moderno había creado una
forma superior de libertad personal, y que respetaba más la independencia y el derecho de
autodeterminación del individuo que cualquier otra forma de gobierno en el pasado. Por otra
parte, sus declaraciones acerca del arte y la religión eran ciertamente incongruentes, pues a
menudo los consideraba como creaciones del espíritu nacional, y, sin embargo, no podía consi-
derar que el cristianismo fuese prerrogativa de una sola nación, ni que la literatura o el arte fue-
sen ex clusivamente nacionales.
Para Hegel, la teoría del Estado depende de la naturaleza de la relación Estado-sociedad civil,y
en la suya postula que las funciones sociales pertenecen a la sociedad civil (administrar justicia,
servicios públicos, vigilancia policial, regular la economía…), mientras que las funciones del Estado
son la supervisión inteligente y el sentido moral; por tanto, la dependencia es mutua, pues la socie-
dad depende de la guía y supervisión del Estado, y éste depende de la sociedad en cuanto al
suministro de los medios necesarios para sus fines. Sin embargo, ambos corresponden a niveles
dialécticos distintos, pues mientras la sociedad civil es el reino de la inclinación ciega y la necesi-
dad causal, el Estado no es un medio sino el fin, representando el ideal racional en desarrollo y el
elemento espiritual de la civilización (“la marcha de Dios por el mundo”).
No obstante la superioridad moral del Estado, ello no implicaba desprecio alguno respecto a la
sociedad civil por parte de Hegel, el cual consideraba sus instituciones (gremios, corporaciones,
Por otra parte, para Hegel el poder del Estado es absoluto, pero no arbitrario; su absolutismo refle-
ja su posición moral superior, pero, siendo una encarnación de la razón, debe ejercer siempre sus
poderes bajo las formas legales. Por ello, las reglas deben limitar las facultades discrecionales de
los funcionarios, pues la acción oficial ex presa la autoridad del cargo y no la voluntad ni el juicio
privado del funcionario. Así, Hegel defendió la ex istencia de una clase gobernante oficial, la “cla-
se universal”, que por nacimiento y formación es apta para gobernar, pues encarna una larga
tradición de autoridad jerárquica, representa la voluntad general y la “razón” de la sociedad,y
se constituye en la guardiana del interés público.
Para Hegel, la propiedad esencial de todo el sistema es que está arraigado en la costumbre
inmemorial, en grados por largo tiempo aceptados de rango y autoridad. Así, y en sentido
opuesto a las ex periencias francesas e inglesa, defendió que las constituciones no se hacen, sino
que son obras de siglos. En su opinión, el constitucionalismo depende de una tradición de auto-
gobierno, la cual es inseparable de las diferencias de rango social, de un equilibrio aceptable
entre una clase gobernante y los estratos inferiores, y de una aristocracia leal a la corona,cuya
función principal es mantener el equilibrio, en tanto símbolo visible del espíritu o Estado nacional;
por tanto, el equilibrio no depende de una separación de poderes, sino de una distinción de funcio-
nes. Para Hegel, el paso significativo era el surgimiento de la autoridad nacional con la monar-
quía, no el control del poder ejecutivo por el legislativo. Además, consideraba la representación
sobre la base del territorio y la población como carente de sentimiento, pues antes que miem-
bro del Estado el individuo es miembro de una o más asociaciones de la sociedad civil;por tan-
to, lo que debe estar representado son los círculos significativos o unidades funcionales,aunque He-
gel nunca llegó a un plan practicable de gobierno representativo sobre este principio.
Dado que las reflex iones de Hegel reflejaban el lamentable estado de cosas en Alemania tras
las Guerras Napoleónicas, su aspiración a la unidad política con la creación de un Estado nacional
acorde a la grandeza de la cultura alemana centraron la filosofía política y jurídica alemana a
lo largo del s. XIX. En esencia, se trataba de una teoría política antiliberal, una idealización del
poder que colocaba a la nación en un pináculo metafísico, ajeno al control internacional y a la
crítica moral, basada en un autoritarismo monárquico en el que el nacionalismo ocupaba el lugar
de la legitimidad dinástica (“un gobierno no de hombres sino de leyes”). Por ello, no implicaba
nada en relación con los procedimientos democráticos, pero sí mucho con respecto a la admi-
nistración burocrática ordenada, reservada a una clase de funcionarios nacidos para gobernar
supuestamente por encima de los conflictos económicos y sociales.
La idea central de la filosofía de Hegel era su teoría de la historia universal, en la que refundía el
concepto de voluntad general de Rousseau y la visión religiosa de la historia de Burke,buscando
en la creación de la dialéctica un instrumento de investigación científica que permita poner al
descubierto “la marcha de Dios en el mundo”. El cambio significativo en dicha filosofía fue seña-
lar que la fuerza cósmica en desenvolvimiento (≈ Razón, Espíritu Absoluto) se manifiesta en los gru-
pos sociales, naciones, culturas e instituciones más que en los individuos; sin embargo, con ello la
sociedad se convertía en un sistema de fuerzas más que en una comunidad de personas, y la
historia se convertía en el desarrollo de instituciones. Por tanto, los juicios morales e intereses
personales de los individuos empezaron a perder importancia en favor del estudio de las institu-
ciones.
Por último, considerar que de las elaboraciones de teoría política que surgieron directamente
del hegelianismo destacan: el materialismo dialéctico de Karl M arx , la revisión del liberalismo in-
glés por los idealistas de Ox ford, y el hegelianismo fascista italiano.
TEMA 19
EL LIBERALISMO
1. EL LIBERALISMO RADICAL
A pesar de la crítica de Rousseau, Burke y Hegel, la tradición del individualismo, desarrollada du-
rante los s. XVII-XVIII en el marco de los derechos naturales, produjo sus principales consecuen-
cias prácticas en el s. XIX, donde los principios de la Era Revolucionaria, enunciados por Locke
(“Trat ados sobre el gobierno civil”, 1690) y plasmados en la “Declaración de Independencia”
de EEUU (1776), la “Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano” francesa (1789) y
el “Bill of Right s” de EEUU (1791), parecían abocados a su realización progresiva en todos los
países del mundo civilizado. Dichos principios incluían las libertades civiles (pensamiento, expre-
sión, asociación), la seguridad de la propiedad y el control de las instituciones políticas por la opi-
nión pública, y debían llevarse a cabo mediante formas de gobierno constitucionales (gobierno
sujeto a la ley, la autoridad política reside en los poderes legislativos representativos). En la base
de todo ello residía un postulado fundamental: todo valor es inherente a las satisfacciones y rea-
lizaciones de las personas, o, como ex presó Kant, “tratar a las personas como fines y no como
medios”.
Sin embargo, entre el Liberalismo de la Era Revolucionaria y el Liberalismo moderado del s. XIX
ex istía una profunda diferencia de tono y espíritu, la cual se produjo básicamente por tres cir-
cunstancias relacionadas: primero, los ex cesos de la Revolución Francesa provocaron en muchos
sectores sociales una reacción contra la Revolución, lo que abocó a una moderación de la acti-
tud liberal (“Debemos conservar la obra polít ica frut o de la Revolución, pero debemos erradi-
car la Revolución de est a obra”, F. R. de Chateaubriand); segundo, la autoridad del racionalis-
mo, impulsor de la teoría de los derechos naturales, se fue viendo socavada por el auge del
empirismo, el cual no veía modo científico de defender unos derechos naturales individuales
imprescriptibles, lo que se alejaba de la fe en que una declaración pueda ser considerada
ax iomática sólo por parecer obvia; y tercero, los cambios en las clases sociales, pues mientras la
nobleza terrateniente fue declinando, y los asalariados aún poseían escasa conciencia política y
ninguna organización efectiva, la clase media comercial e industrial, como punta de lanza de la
reforma liberal, se fue haciendo progresivamente menos revolucionaria a medida que fue ase-
gurando e incrementando su posición e influencia social.
Por tanto, los ideales del liberalismo nacieron en la era revolucionaria, pero sus realizaciones fue-
ron el resultado de un alto nivel de inteligencia práctica aplicada a problemas específicos. Su
filosofía, de base racionalista, tendió a convertirse en utilitaria en vez de revolucionaria, y la re-
forma política fuese pasando del campo de la ideología al de la reconstrucción institucional:
modernización de la administración, mejora de los procedimientos legales, reorganización de los
tribunales...
En general, el liberalismo político se hizo sentir en todos los países de Europa occidental y EEUU,
aunque con notables diferencias. En Alemania la filosofía liberal siguió siendo básicamente aca-
démica y jurídica, sin arraigo en el pensamiento popular. En Francia tendió a una filosofía social
de clase, de carácter aristocrático y de defensa de la clase propietaria, a pesar de que la Re-
volución había creado cinco millones de campesinos propietarios políticamente inertes que
identificaban sus intereses con la burguesía. En Inglaterra, el país más industrializado, se produjo
el desarrollo más característico, pues su liberalismo fue a la vez una filosofía y una política nacio-
nal, y siempre se lo consideró como una teoría del bienestar general de toda la comunidad, lo-
grándose primero la libertad de la industria y los derechos ciudadanos para la clase media, y
posteriormente para la clase trabajadora; en gran medida, ello fue posible porque allí el desni-
vel entre las clases sociales y económicas nunca coincidió con las líneas entre los partidos políti-
cos, y éstos aprendieron a cooperar para fines morales y sociales específicos sin ex igir el acuerdo
ideológico. Por tanto, el liberalismo político inglés siempre fue menos doctrinario que su teoría,
pues los intelectuales aportaban ideas que los políticos aplicaron o no según las ex igencias de
las circunstancias, y con el tiempo la conciliación de diversos intereses se convirtió en una parte
esencial de su filosofía.
A efectos didácticos, la filosofía liberal inglesa observa dos etapas. Un liberalismo radical inicial,
más práctico que lógico, basado en el individualismo y el reconocimiento de la realidad y el
valor de los intereses sociales y comunales; su supuesto empirismo estaba lleno de presupuestos
no analizados, y su máx imo ex ponente fue el utilitarismo, siendo sus representantes J. Bentham,
J. M ill y D. Ricardo. Posteriormente, se habla de un liberalismo modernizado, basado en una revi-
sión general de la teoría liberal en torno a la naturaleza y funciones del Estado, y cuyo propósito
era conservar las libertades civiles y políticas en su adaptación a los cambios progresivos del
industrialismo, haciéndolo mucho más accesible a un mayor número de personas, y por tanto
en un auténtico bien social; sus máx imos representantes fueron J. S. M ill, H. Spencer y T. H.
Green.
Así, la teoría del conocimiento de Bentham era rígidamente nominalista, pues estaba convencido
de que todo nombre es el nombre de algo, y ese algo debe ser necesariamente un fragmento
concreto de experiencia sensorial. Por tanto, aunque los “entes ficticios” sean necesarios para “la
conveniencia del discurso” (p. e., “relación”), la referencia a los hechos reales debe ser conoci-
da (qué “objetos” se “relacionan”), de modo que siempre sea posible poner el dedo en la ex-
periencia tangible a la que se hace referencia.
En la aplicación del nominalismo a la política y la jurisprudencia, Bentham señaló que gran parte
de la confusión y oscuridad histórica se había producido al confundir entes ficticios como si fuesen
entes reales, los cuales se habían empleado para justificar algo que de otro modo sería injustifi-
cable (en general intereses creados): derechos, propiedad, corona… Desde ese punto de vista,
para Bentham, cualquier organismo corporativo es ficticio (sociedad, Estado…), pues lo que se
haga en su nombre siempre es hecho necesariamente por alguien, y su bien es “la suma de los
int ereses de sus miembros”. Por tanto, para Bentham el principio de la mayor felicidad es un “di-
solvente” de las ficciones, porque implica que el verdadero sentido de una ley o una institución
debe ser juzgado en función de lo que hace a individuos específicos. En definitiva, como el valor
es idéntico al placer, y el placer sólo puede producirse en un ser humano, el valor de la ley y el
gobierno reside en sus efectos sobre la vida de los hombres reales.
Frente al método técnico, que supone la reducción de los conceptos legales a cierto orden for-
mal, Bentham adopta un método natural, el cual concibe los procedimientos en función de su
utilidad, es decir, de lograr la mayor felicidad para el mayor número; por ello, los fines de su juris-
prudencia eran más críticos que descriptivos. En general, para Bentham la utilidad de la legisla-
ción debe medirse en términos de su efectividad, el precio de su aplicación y en sus consecuen-
cias para producir un sistema de cambios que sea ventajoso para la mayoría de los miembros
de la comunidad. En definitiva, la utilidad es la única base razonable para hacer obligatoria una
acción.
En cuanto al derecho civil, para Bentham un derecho supone para una persona que su libertad
de acción está garantizada por una sanción que impide que otra persona la invada. Así,los de-
rechos de propiedad se justifican por la necesidad de seguridad, de hacer calculables las conse-
cuencias de la acción, y de evitar la frustración de la incertidumbre. Como política, el derecho
debe tender a una distribución comparativamente equitativa de la propiedad, o al menos no ten-
der a crear desigualdades arbitrarias; pero, en la práctica, de lo que se trata es de lograr un
equilibrio funcional entre la seguridad y la igualdad.
En cuanto al derecho penal, mientras el método técnico parte del principio de que el delito
“merece” castigo, el método natural de Bentham parte del principio de que el castigo es siem-
pre un mal, porque causa dolor, y se justifica sólo en tanto evita un mal mayor futuro o repara un
mal ya provocado. En base a ello, Bentham trata de llegar a una teoría racional de las sanciones,
basándose en una clasificación realista de los delitos y de los castigos a aplicar. La regla debe
ser que el dolor ocasionado por un castigo deba ex ceder del beneficio obtenido al cometer la
ofensa, pero lo menos posible del mal provocado por la ofensa. Con ello, y en línea con Samuel
Romilly, Bentham pretendía eliminar las sanciones salvajes e ineficaces del derecho penal inglés,
aunque se sentía más estimulado por la búsqueda de la eficacia que por motivos humanitarios,
pues le preocupaban más los intereses del público en general que la reforma de los delincuen-
tes.
Fue en su teoría del procedimiento legal y la organización judicial donde Bentham se alejó más
de la tradición liberal, pues en su deseo de simplificar los procedimientos y mejorar la eficiencia
de los tribunales propuso abandonar casi del todo los controles y protecciones considerados nece-
sarios para proteger los derechos de los súbditos, fundados en la creencia en que el derecho es
sustancialmente malo y el gobierno peligroso; por ello, lo que se debe hacer no es debilitar a los
tribunales, sino mejorar la ley. El formalismo, la oscuridad y los tecnicismos del derecho resultaban
en un máx imo de gastos, demoras y molestias para los litigantes, propiciando un sistema al que
Bentham consideró como una conspiración por parte de la profesión legal para perjudicar al
público, sobre todo por parte de la “raza pasiva e ineficaz” de los abogados. Su ideal era “que
cada hombre sea su propio abogado”, para lo cual propugnaba la sustitución de los alegatos
formales por procedimientos informales ante un árbitro, el cual debía aceptar cualquier tipo de
prueba pertinente y poseer una gran medida de discreción judicial.
Sin embargo, la jurisprudencia de Bentham no estaba tan absolutamente determinada por el prin-
cipio de utilidad como él suponía. Por ejemplo, cuando afirmaba que “un hombre vale lo mismo
que cualquier ot ro hombre” y que “debe cont ar por uno y nadie por más que uno” estaba
adoptando un principio de igualdad liberal del derecho natural, obviando toda referencia a la
eficacia o el principio de la mayor felicidad. Además, la regla de que una ley debe ser juzgada
por sus efectos en los seres humanos era más fácil de aplicar en algunos tipos de derecho que
en otros; por ejemplo, mientras que en el derecho de propiedad resulta muy evidente para
todos, en la protección de la salud pública no resulta tan fácil de observar que el mejoramiento
de la salud pública mejore necesariamente la salud de una persona determinada.
En cualquier caso, la teoría del derecho de Bentham estableció el punto de vista de la jurispru-
dencia analítica, y, aunque no se adoptaron la totalidad de sus ideas, contribuyó en gran medi-
da al plan que revisó y modernizó la administración de justicia inglesa durante el s. XIX.
Como la jurisprudencia de Bentham, la naciente economía clásica estaba marcada por los fines
de reforma práctica de sus creadores, sobre todo propugnando el sistema de libre comercio. En
base a ello, tras la reforma parlamentaria de 1832 y la abrogación de las Leyes del Trigo de
1846, se produjo el surgimiento de Inglaterra como la primea de las naciones industriales mo-
dernas, comprometida con las políticas liberales de comercio ilimitado, el gobierno representa-
tivo y el ideal del concierto internacional de naciones igualmente liberales.
Sin embargo, la economía clásica abrazaba dos concepciones muy distintas de la naturaleza y la
sociedad, definidas por Ricardo en el contraste que denominó teorías estática y dinámica:
• Teoría de la dinámica social. Basada en la idea de que el orden natural está desprovisto
de atributos éticos, y que sus leyes no tienen relación con la justicia, la razón ni el bienestar
humano, defiende que la teoría de la distribución del producto total entre los productores,es
decir, la “división del product o de la indust ria ent re las clases que concurren a su forma-
ción”. Ello supone concebir una sociedad económica integrada por clases o grupos socia-
les antes que por individuos, y, dado que los intereses las clases son necesariamente anta-
gónicos, abocada al conflicto de clases.
La primera discrepancia entre ambas teorías la planteaba la teoría del valor-trabajo: en un mer-
cado libre, el valor de una mercancía se fija por la cantidad de trabajo necesario para producirla.
Para Ricardo (al margen de fluctuaciones temporales oferta-demanda), sólo el precio daba
una medida definida de la cantidad de trabajo invertida en una mercancía, de modo que con
un precio libre compradores y vendedores aportan y obtienen cantidades de valor equivalen-
tes, produciéndose un sistema de justicia “natural”. Ello apunta a que el libre juego de los motivos
humanos, todos egoístas en sí mismos, funciona para el mayor bien de la comunidad (“la persecu-
ción del beneficio individual est á admirablement e relacionada con el bien universal de todos”,
≈ la “mano invisible” de Smith). Así, para Ricardo la armonía se producía por la ausencia de legis-
lación. Sin embargo, ello chocaba con el utilitarismo de Bentham, para quien la armonía de in-
tereses y la mayor felicidad de todos no era una condición natural, sino algo que sólo se consi-
gue mediante la coacción legislativa; en base a ello, para él el principio de la utilidad justifica
cualquier “interferencia” en el comercio, siempre que haga más bien que mal.
La segunda discrepancia era la diferencia entre el cuadro conflictivo presentado por las leyes
que rigen la distribución del producto (teoría dinámica) y la armonía implícita en el sistema de
la libertad natural (teoría estática). La primera era la Ley de la población (M althus), y afirmaba
que la fecundidad humana incontrolable pone un límite inevitable al progreso social, ya que
cualquier aumento del nivel de vida resulta en un aumento de la población que nulifica la me-
jora, propiciando que la masa de la humanidad se mantenga en el mismo nivel de subsistencia.
La segunda era la Ley de la renta (M althus, Ricardo), basada en que la tierra está limitada en su
cantidad y difiere en su productividad, en función de lo cual los agricultores abonan la cuantía
de sus rentas. Así, para un nivel dado de precios, la renta es la diferencia entre la productividad
de cualquier pedazo de tierra y la productividad de la tierra que no cubriría el costo de su ex-
plotación. De ello, Ricardo dedujo que el terrateniente es una especie de parásito económico
que cobra un tributo al resto de clases económicas, puesto que la renta no contribuye de nin-
guna manera a la producción, y su interés se opone al de todas las demás clases de la socie-
dad. La tercera es la Ley de salarios (Ricardo), según la cual los salarios no pueden subir ni bajar
del nivel de subsistencia, dado que un aumento en el precio de los alimentos aumentará las
rentas (al provocar el cultivo de tierras menos fértiles), pero dicho aumento propiciará un au-
mento de la población que abocará a un aumento de los precios, manteniendo el salario en el
nivel inicial. En base a las tres leyes, Ricardo señaló que la tendencia normal de una economía
progresiva donde vaya en aumento la producción será que los terratenientes reciban una par-
ticipación mayor (aunque no contribuyan en nada al progreso), que los capitalistas reciban una
participación menor, y que el trabajador reciba sólo el “precio natural del trabajo”, definido co-
mo el que permite a los trabajadores subsistir y perpetuar su raza, sin aumento ni disminución. En
definitiva, las leyes de la distribución iniciadas por M althus y desarrolladas por Ricardo concluían
en la supuesta imposibilidad de mejorar la suerte de los asalariados, algo que, obviamente, no
fue compartido por los liberales humanitarios.
Lo que dio cohesión a ambas teorías (la idea de una sociedad naturalmente armónica y la
idea del conflicto natural entre las clases) no fue la lógica, sino que ambas parecían resultar en
una política de libre comercio, basada en la teoría de que la sociedad económica es natural-
mente autorreguladora mediante la competencia. Como resultado, la legislación inglesa inició
en 1820 la supresión de las restricciones al comercio, las leyes fabriles y la supresión de las limita-
ciones a los trabajadores para organizarse: en definitiva, adoptó una legislación liberal de “lais-
sez-faire”.
Por su parte, Karl Marx dirigió los argumentos de Ricardo a un fin diferente, pues si bien éste sub-
rayó el antagonismo de los intereses de los terratenientes con los del trabajo y el capital,nada
le impedía que sostener que los intereses del capitalista eran antagónicos a los del trabajo,ya que
si el terrateniente monopolizaba la tierra, el capitalista monopolizaba los medios de producción.
Por tanto, la economía clásica ofreció a M arx un cuadro ya trazado de la explotación del traba-
jo.
Aunque la teoría política de Bentham tuvo un papel menor en el liberalismo radical que su teo-
ría jurídica o la economía clásica, lo primero que se hacía evidente era que el monopolio de los
intereses terratenientes en el Parlamento tenía que ser quebrantado para hacer posible una re-
forma legal o económica. Por ejemplo, James M ill estimó que la Cámara de los Comunes era
escogida por unas 200 familias, y que entre los dos partidos políticos existentes no había práctica-
mente ninguna diferencia, pues ambos representaban a una pequeña clase dominante.
La teoría política utilitaria surgió como una ex tensión de los principios que Bentham había em-
pleado en su jurisprudencia (“Fragment on Government ”, 1776), y su principio fundamental era
que el gobierno liberal no puede equipararse a un gobierno débil. Para Bentham, las limitaciones
legales a la soberanía, claves en la teoría liberal y principales garantías de libertad (Declaracio-
nes de Derechos, separación de poderes), eran confusas en la teoría y engañosas en la prácti-
Por su parte, James Mill (1773-1836, “Essay on Government”) creía que todos los
hombres son impulsados por un deseo de poder que las limitaciones institucio-
nales no pueden controlar. Por ello, como Bentham, rechazaba toda concep-
ción de la división o equilibrio de poderes, y afirmó que el problema de la res-
tricción de poder a los gobernantes podría resolverse mediante un poder legis-
lativo con intereses idénticos a los ciudadanos, de modo que sus miembros no
tengan motivo para utilizarlo sino en interés general. Con ello, M ill ambicionaba la participación
política de la clase media industrial (“la part e más sabia de la comunidad”), aunque nunca valo-
ró la posibilidad de que ésta pudiera utilizar el poder para su propio beneficio. Por tanto,su pen-
samiento político reunía la difícil combinación de una teoría egoísta de la motivación individual
(soberanía del Parlamento) con la creencia en la armonía natural de los intereses humanos (su-
fragio universal), en base al supuesto de que si todos los hombres buscan razonablemente sus
intereses individuales resulta el mayor bien del mayor número. Por ello, M ill señaló la necesidad
de “culturizar” y educar a los ciudadanos, a fin de que mediante el sufragio designasen un poder
legislativo adecuado, el cual, una vez que no representase un interés de clase, tendería a de-
fender el interés general.
En definitiva, el liberalismo radical fue una fuerza intelectual de enorme importancia práctica en
la política del s. XIX, pues diseminaron ideas a la luz de las cuales se barría con mucho andamia-
je político anticuado, y la legislación, la administración y el proceso judicial se hicieron más efi-
cientes y democráticos, destacando su fe en la razón y el ideal de competencia profesional.
Respecto a las críticas al radicalismo filosófico, las más acertadas señalaban que había descui-
dado las instituciones y su desarrollo histórico, y que trabajaba con una concepción falsamente
esquemática de la naturaleza y los motivos humanos. Pero, sin duda, su debilidad fundamental
era que, como filosofía, nunca fue clara ni crítica acerca de sus supuestos y deducciones; a veces
pretendía ser racionalista, pero sin una teoría del conocimiento que ex plicara sus apelaciones a
la naturaleza, mientras que en otras proclamaba su empirismo, pero hacía pocos esfuerzos por
comprobar sus premisas. En definitiva, en realidad el radicalismo filosófico fue una filosofía ad hoc,
y un vocero de un interés social que identificaba con el bienestar de toda la comunidad. Su
debilidad como filosofía social era su individualismo egoísta, el cual le hacía carecer de una con-
cepción positiva del bien social, mientras que su debilidad como filosofía política era que su teo-
ría de gobierno era casi en su totalidad negativa, cuando era irremediable que el gobierno asu-
miera más responsabilidades en pro del bienestar social.
2. EL LIBERALISMO MODERNIZADO
La cúspide de la influencia del radicalismo liberal se dio en 1846 con la abrogación de las leyes
arancelarias del trigo y el establecimiento del libre comercio como política nacional. Sin embargo,
aunque ya en 1830 el Parlamento británico había empezado a promulgar leyes fabriles regu-
lando las condiciones de trabajo, en 1841 una Comisión Real reveló los efectos sociales negativos
del industrialismo en la industria del carbón (ex plotación infantil, insalubridad, horarios extenuan-
tes, inseguridad…), dando inicio a una corriente permanente de crítica sobre bases morales y es-
téticas. Ello propició que la legislación social fuese creciendo gradualmente, pudiéndose afirmar
que hacia 1875 el Parlamento había descartado el individualismo como principio orientador en
favor del “colectivismo”. Curiosamente, la legislación utilitaria promulgada hasta entonces en
interés del bienestar social (la mayor felicidad para el mayor número) iba en contra de las nue-
vas ideas liberales. En cualquier caso, esta reacción contra el liberalismo económico clásico no era
fruto de una filosofía antitética, sino más bien de una defensa espontánea contra la destructivi-
dad social de la revolución industrial, basada en que el industrialismo y el comercialismo suponían
una amenaza a la seguridad social. Así, todos los países implantaron restricciones al “laissez-faire”,
debido al humanitarismo despertado por las condiciones inhumanas de los trabajadores indus-
triales.
El carácter distintivo del liberalismo inglés fue que no se quedó en un vocero de los intereses in-
dustriales de la clase media, como fue en su nacimiento, sino que acabó convirtiéndose en un
movimiento político nacional, pues aunque los industriales habían alcanzado un grado de poder
político considerable, sin par en ningún otro país, formaban parte de una sociedad profunda-
mente convencida de su solidaridad nacional y de la comunidad de sus intereses nacionales.
Ello ex igió de la revisión general de la teoría liberal, buscando un replanteamiento de la naturale-
za y funciones del Estado, y de la naturaleza de la libertad y de la coacción social. Ello reabrió el
viejo problema de la relación entre la naturaleza humana individual y su medio social,pero ya no
buscando soluciones en el individualismo, sino tendentes a hacia una concepción colectivista.
La revisión de la teoría liberal se produjo en dos fases: la primera consistió en las filosofías rela-
cionadas de John Stuart Mill (revisión del utilitarismo y concepción de la libertad personal) y Her-
bert Spencer (esfuerzo por integrar la filosofía social en el contex to de la evolución orgánica y
de las ciencias sociales); la segunda fue la filosofía de los idealistas de Oxford (neo-hegelianismo),
especialmente Thomas Hill Green.
En general, M ill nunca pudo ver con imparcialidad crítica la filosofía en que se formó, conser-
vando como marco de fondo la psicología (asociación de ideas), la teoría conductual (cálculo
hedonista) y el utilitarismo (individualismo egoísta); sin embargo, su importancia filosófica radica
en la crítica y revisiones de la tradición utilitaria que supuestamente trataba de conservar. Así,por
ejemplo, en su revisión del liberalismo iniciada en su obra “Utilitarismo” (1836) comenzó acep-
tando el principio hedonista de Bentham: el deseo de lograr el mayor placer es el único motivo
que guía al individuo, por lo que la mayor felicidad de todos debe ser la norma del bien social;
sin embargo, casi de inmediato rechazó dicho argumento como el único criterio válido para
juzgar la utilidad de la legislación, buscando ex presar una concepción del carácter moral en
función de su idealismo personal. En base a ello, abandonó el egoísmo, afirmó que el bienestar
social concierne a todos los hombres de buena voluntad, y consideró la libertad, la integridad y
el respecto a la persona como bienes intrínsecos, al margen de su contribución a la felicidad.
Algo notable del pensamiento de M ill es que no se dirige al Estado, sino a la sociedad,relegando
las cuestiones estrictamente políticas. Para él, la amenaza a la libertad no provenía tanto del
Estado como de una mayoría social intolerante, suspicaz frente a las minorías divergentes y dis-
puesta a utilizar el peso de su mayoría para reprimirlas. Ello era una posibilidad que no había
preocupado a los primeros liberales, cuyo problema era arrebatar el gobierno a una minoría
atrincherada. Así, M ill no dudó en afirmar que detrás de un gobierno liberal debe existir una socie-
dad liberal, lo que equivalía a señalar que el individualismo del primer liberalismo era inadecua-
do, pues la sociedad constituye un factor preponderante en la relación individuo-gobierno.
utilitarista. De hecho, M ill nunca supuso que pudiera darse una libertad significativa al margen
de la ley, sino más bien que la libertad personal dependía de los derechos y obligaciones sociales.
Toda esta debilidad argumental se evidenció en su falta de claridad para definir los límites de la
legislación en casos reales, pues su criterio humanitario lo llevó a aceptar la necesidad de una
legislación social sin disponer de una teoría clara de sus límites justificables. Así, consideraba la
prohibición de venta de alcohol como un atentado a la libertad, pero no así a la educación
obligatoria, o aceptaba la regulación del comercio y la industria en interés de la salud y el bie-
nestar públicos. Por tanto, para M ill la legislación es un buen medio para crear, argumentar o
igualar las oportunidades, por lo que el liberalismo no puede imponer límites arbitrarios a su apli-
cación, desvinculándose del dogma de Bentham de que la libertad está relacionada con la
falta de legislación.
M ill también mostraba similares deficiencias de claridad lógica en el terreno económico. Así,partió
de las ideas de Ricardo y los teóricos clásicos, pero pronto señaló su tendencia a considerar los
conceptos económicos como absolutos, sin tomar en cuenta las condiciones históricas, y se
convenció de que ello los había llevado a confundir las condiciones de producción con las de
distribución, las cuales surgen del desarrollo histórico de las instituciones económicas y sociales;
por tanto, en tanto éstas recaían en el ámbito de la política pública, defendió que debían estar
sujetas a cierto tipo de control legislativo al que denominó “socialismo”, lo que en la práctica
suponía el abandono de las leyes económicas naturales y el laissez-faire, es decir, del dogma de
un sistema económico competitivo autorregulado. Todo ello abocaba a la dificultad de com-
binar un sistema capitalista de producción con un sistema socialista de distribución. En cualquier
caso, toda la filosofía de M ill giraba alrededor de su indignación moral contra las injusticias de
una sociedad capitalista que distribuía el producto del trabajo “casi en proporción inversa al
t rabajo realizado”.
El liberalismo de Mill es un perfecto ejemplo de intentar “depositar vino nuevo en odres viejos”,
pues sus teorías resultaban invariablemente inadecuadas para el peso que se les hacía cargar.
Por paradójico que parezca en un pensador racional, sus más notables concepciones eran intui-
tivas, fruto de su fina sensibilidad moral y su profunda conciencia de obligación social. En base a
ello, su contribución a la filosofía liberal cuenta con cuatro puntos:
• Rescató al utilitarismo de la marchita ética del hedonismo con la que pretendía valorar la mo-
ral en términos placer-dolor, reemplazándola por el respeto a los seres humanos como idea
central, abandonando el concepto de personalidad como un dogma metafísico por algo
que debe realizarse en las condiciones reales de una sociedad libre.
• La libertad política y social es un bien en sí, pues vivir la propia vida y desarrollar los propios
rasgos personales no son un medio para alcanzar la felicidad, sino una parte sustantiva de
la propia felicidad.
• La libertad no es sólo un bien individual, sino también un bien social, relacionando un derecho
individual con la utilidad pública: silenciar una opinión no sólo ofende a la persona que la
emite, sino que además priva a la sociedad de una posible crítica constructiva.
• La función de un Estado liberal en una sociedad libre no es negativa, sino positiva, pues no
puede hacerse libres a los ciudadanos simplemente absteniéndose de legislar, sino que
más bien la legislación puede ser un medio para crear, aumentar o igualar las oportunida-
des.
La filosofía social de Auguste Comte (1798-1857), en boga a mediados del s. XIX, fue una culmi-
nación de la especulación social iniciada con la idea de la “voluntad general”
de Rousseau: el concepto de la sociedad como un ente colectivo, con sus propios
caracteres y valores, que supera los fines y voluntades de sus miembros. Aunque
la filosofía social de Hegel y el marx ismo también fueron distintas elaboraciones
de la misma, Comte aportó la esperanza de que especulación fuera sustituida por
la ciencia, de modo que el concepto de sociedad pudiera ser analizado y sus
leyes descubiertas por métodos empíricos. En cierto sentido, Comte no fue una culminación,
sino un punto de partida para llevar los estudios sociales al nivel de la ciencia moderna, siendo
origen de nuevos métodos y campos de ex perimentación, como la antropología cultural y la
psicología social.
Obviamente, la filosofía comtiana atrajo a M ill, pues suponía la convicción de que las relaciones
humanas son susceptibles de comprensión, y su pretensión última era desvelar la “ley rectora” del
crecimiento y desarrollo de las sociedades. Dicha ley supuso la fascinación especulativa del pen-
samiento social del s. XIX, y ya estaba implícita en la creencia en el progreso de Turgot y Con-
dorcet, en la filosofía de la historia de Hegel y en la evolución biológica de Spencer,todos coin-
cidentes en el “método comparativo”. Aunque hoy pocos antropólogos aceptarían que las cul-
turas sigan una línea de crecimiento general, M ill se mostró ansioso por complementar su filoso-
fía social con dicha ley, aceptando la idea de una ciencia social general y una filosofía de la
historia. Así, afirmó que “la mente humana tiene cierto orden de progreso posible” y que ex isten
“diferent es et apas en el progreso humano”, lo que equivalía a decir que el desarrollo de la
mente es correlativo al avance de la civilización. Por tanto, la psicología individual del liberalismo
ya no bastaba, sino que debía ser complementada por un estudio del desarrollo de las institu-
ciones sociales.
En definitiva, M ill ex presa dos ideas fundamentales: la dependencia de las instituciones políticas
respecto de las instituciones sociales, es decir, la conciencia de la sociedad y el hecho de que la
Por otra parte, en su “Sistema de la Lógica” (1843) mostró la necesidad de ampliar el campo de
los estudios sociales y de hacer más rigurosos sus métodos. Así, asumió que el método de las
ciencias sociales suponía la doble aplicación de la inducción y la deducción. Por ejemplo,la políti-
ca ex igía leyes de conducta psicológica que sólo pueden descansar en la inducción, pero la
ex plicación de los acontecimientos políticos debe ser en gran medida deductiva. En ese senti-
do, M ill aceptaba la posibilidad de establecer inductivamente algunas leyes del desarrollo his-
tórico, como hacía Comte (método deductivo indirecto), pero seguía considerando esas leyes
como ex plicables únicamente deduciéndolas de la psicología (método deductivo directo).
El teórico social inglés Herbert Spencer (1820-1903) compartía con M ill unos orí-
genes en el radicalismo filosófico y el liberalismo político; sin embargo, M ill era
descendiente intelectual del empirismo de Bentham, y puso la filosofía social en
contacto con la sociología, mientras Spencer bebió del racionalismo de los
economistas clásicos, y puso la filosofía social en conex ión con la biología.
simplificado hasta casi desaparecer, pues con la industrialización creciente sus funciones recae-
rían cada vez más en la empresa privada. Por tanto, Spencer se oponía a toda reglamentación
de la industria, aunque también a todas las formas de caridad pública y al subsidio público a la
educación.
Las filosofías de M ill y Spencer dejaron la teoría liberal en una confusión ininteligible, pues el libe-
ralismo parecía una serie de fórmulas que habían dejado de significar lo que siempre habían signi-
ficado. No obstante, un observador avezado podía observar dos hechos importantes: primero,
el sufragio y la organización de los trabajadores otorgaban un poder político a una clase que
no tenía intenciones de aceptar sin lucha que su nivel de vida estuviese fijado permanente-
mente en el nivel de subsistencia; segundo, la opinión pública, fuese por razones éticas,religiosas
o humanitarias, estaba dispuesta a fomentar y apoyar esta demanda. En base a ello,surgió una
nueva generación de liberales que no estaba dispuesta a aceptar la creencia de que el go-
bierno sólo tuviese un papel negativo en la liberación de los hombres.
Dado que Green falleció joven (46 años), su ex periencia fue casi por completo académica y sus
libros se publicaron póstumos (“Prolegómenos a la Ét ica”, 1883; “Lect uras sobre los principios de
la obligación polít ica”, 1895), su notable influencia se mide por el efecto de sus enseñanzas en
los estudiantes, destacando el fuerte sentido de la injusticia moral de una sociedad que privaba
a una gran parte de sus miembros de los bienes, materiales y espirituales, que creaba (“el habi-
t ant e subaliment ado de una vecindad inglesa apenas part icipa en la civilización de Inglaterra
más de lo que part icipaba un esclavo en la de At enas”). Para Green, la plena participación
moral en una vida social era la más alta forma de desarrollo personal, y crear esa posibilidad era
el fin de una sociedad liberal. Por tanto, para él el fin esencial de la política es crear las condicio-
nes sociales que hacen posible el desarrollo moral.
La mejor ex presión del liberalismo de Green fue su conferencia “La legislación liberal y el libre
contrato” (1880), propiciada por la controversia sobre un liberalismo que pretendía limitar el de-
recho de contratación. En ella, Green distinguió entre la “libertad negativa” defendida por Bent-
ham, basada en que la ley es la única restricción a la libertad y apostando por su máx ima limi-
tación, y una “libertad positiva”, basada en la capacidad del individuo tanto para contribuir al
bien común como para participar de los bienes producidos por la sociedad. Green explicó que
la coacción puede provenir no sólo del gobierno, sino de muchas y variadas fuentes; así, la coac-
ción real de un terrateniente para imponer las condiciones de un contrato de arrendamiento es
mucho más opresiva y destructiva de la libertad que la coacción legal ejercida por el Estado
cuando restringe el derecho de contratación para proteger a la parte más débil. Obviamente,
dicho argumento se podía aplicar a otros aspectos sociales, como la salud pública o la educa-
ción pública.
Aunque el liberalismo originario iba orientado a otros fines más inmediatos, como erradicar una
legislación inoperante y arrancar del poder a una clase aferrada a él, para Green la política libe-
ral siempre debe seguir la orientación de los fines morales, pues es esencialmente un esfuerzo por
propiciar un modo de vida humano para un mayor número de personas; por tanto,es imposible
que un gobierno sea liberal simplemente por permanecer al margen y abstenerse de legislar.
Obviamente, el gobierno no puede hacer que la gente sea moral, pero sí puede suprimir obs-
táculos que infieren en su desarrollo moral.
Respecto al derecho, Green sostuvo que debe contar con dos elementos. Primero,un derecho es
una demanda de libertad de acción, pues debe responder al impulso del individuo para realizar
sus propias facultades, la cual no se justifica sólo por el simple deseo, sino por un deseo racionali-
zado que toma en cuenta las demandas de los demás. Segundo, un derecho es un reconoci-
miento social de que la demanda se otorgue siempre que el bien general permita esa libertad
de acción. Por tanto, para Green una comunidad moral es aquella en la que los individuos limi-
tan sus demandas de libertad a la luz de los intereses generales, y la comunidad apoya sus de-
mandas porque el bienestar general sólo puede realizarse en las personas concretas (“no hay
felicidad en absolut o salvo la experiment ada por los hombres y mujeres individuales”). En defi-
nitiva, para Green el bienestar general sirve de criterio para los derechos y deberes del individuo,
pues no es distinto ni opuesto a su felicidad: no es que el individuo pueda compartir el bien ge-
neral, sino que su participación en él es una parte significativa de su felicidad.
“S i podemos juzgar a cada hombre por su cont ribución a la comunidad, t enemos el mismo
derecho a pedir cuent as a la comunidad de lo que hace por ese hombre”; por tanto, para
Green un gobierno liberal debe responder con una legislación y una política pública que apro-
x imen la comunidad a un ideal de justicia, equidad y humanidad. Obviamente, el Estado no
puede hacer morales a los hombres, pero puede crear las condiciones sociales adecuadas para
que puedan desarrollar un carácter moral responsable, como reconocer el derecho a la edu-
cación o potenciar la sanidad pública. Por tanto, para Green la libertad moral del individuo con-
siste en seguir su propia conciencia e inteligencia, y la libertad moral de una sociedad liberal en
respetar ese derecho y en crear las condiciones para que sus juicios sean cada vez más dignos
de confianza.
En resumen, para Green las libertades y obligaciones del individuo son dos aspectos de la misma
relación social, la cual le ofrece tanto los deberes de su papel en la estructura social como una
personalidad que puede ser investida de derechos. Por tanto, una sociedad es un complejo de
instituciones en cuyo seno viven los seres humanos, y cuya personalidad consiste en gran medida
en la participación que implica dicha pertenencia. El papel del gobierno en este complejo social
es de reglamentación y control, y la justificación de la coacción legal es compensar o neutralizar
otras formas de coacción menos tolerables. Para Green, la diferencia entre las civilizaciones an-
tiguas y la moderna es que ésta pone al alcance de sus miembros los bienes que aquellas re-
servaban a la aristocracia.
Al contrario que lo ex presado por el viejo liberalismo, que las veía como áreas distintas o inde-
pendientes, para Green lo político y lo económico son instituciones entrelazadas que deben con-
tribuir juntas a los fines éticos de una sociedad liberal; en base a ello, el mercado es una institu-
ción social más, y posiblemente hacía falta su regulación legal para mantenerlo libre. Así,el libe-
ralismo de Green consistió en la aceptación del Estado como factor “positivo”, cuya legislación
debía contribuir al bienestar general en cualquier área en la que contribuyese a evitar males
mayores que los que pudiese causar. Precisamente, el fin principal de su revisión consistió en
forzar al Estado a seguir una línea legislativa de la que hasta entonces se había abstenido: edu-
cación, salud, vivienda, contratos de trabajo, derechos de propiedad... En cierto sentido,la filo-
sofía política de Green podría ser descrita como una forma más amplia e idealizada de utilita-
rismo, así como una ampliación del concepto de la mayor felicidad, aunque incorporando al
liberalismo un cuerpo de valores y políticas sociales que habían pertenecido característicamente
al conservatismo, como por ejemplo considerar la estabilidad y la seguridad como elementos
básicos del bienestar general y condiciones necesarias para la libertad.
El propósito de Green con su revisión era transformar el liberalismo de una filosofía social basada
en la perspectiva de una clase determinada a una filosofía social basada en el punto de vista del
bien general de la comunidad. Sin embargo, la vaguedad de sus términos éticos propició que la
teoría política idealista sufriese dos formulaciones: una autoritaria, conservadora o hegeliana
(Bosanquet), y otra más liberal (Hobhouse), cuya pugna se basó en dos puntos:
Aunque el liberalismo de Green podía inclinarse de ese modo al conservatismo, también acep-
taba una forma liberal de socialismo, siempre que no implicase lucha de clases, como por ejem-
plo el postulado por la Sociedad Fabiana (1884), pues ambos defendían el empleo creciente
del poder legislativo y administrativo del Estado para corregir los abusos de la empresa privada
y humanizarla. En los “Ensayos fabianos” (1889), publicados por Georg B. Shaw (1856-1950), se
ex plica que el socialismo no es la supresión sino la realización de la personalidad y la individuali-
dad, por lo que no sería difícil ver el socialismo fabiano como un esfuerzo por aplicar la “libertad
positiva” de Green. No obstante, los fabianos se proponían ir mucho más allá que Green,propo-
niendo la nacionalización de las industrias básicas y el control de la producción y la distribución,
anhelando la posibilidad de recuperar la ganancia no merecida para fines sociales. Uno de sus
máx imos ex ponentes, el político y economista inglés Sydney Webb (1859-1947), ex puso dichos
principios en su obra “El laborismo y el nuevo orden social” (1918), dándoles la forma de unos mí-
nimos nacionales de ocio, salud, educación y subsistencia. La Sociedad Fabiana también cola-
boró en la fundación del Partido Laborista (1900), cuya Ejecutiva reafirmó en 1942 su confianza
en que una sociedad planificada puede ser “una sociedad mucho más libre” que una sociedad
competitiva.
En principio, el término “liberalismo” cuenta con dos acepciones: en un sentido restringido,se defi-
ne como una posición política intermedia entre el conservatismo y el socialismo, favorable a la
reforma pero opuesta al radicalismo, y congruente con el punto de vista de la clase media;en
un sentido amplio, se lo equipara a la “democracia”, en contraste con el comunismo o el fascis-
mo, y acepta las instituciones populares de gobierno y principios de filosofía social o moral polí-
tica, sin identificarse con ninguna clase social ni ningún programa determinado de reforma polí-
tica.
En sus comienzos, el liberalismo inglés fue un movimiento político de la clase media, orientado a
obtener una posición política acorde a su creciente importancia económica. Su política se diri-
gía a la abolición de las restricciones para la industria y el comercio, y, obviamente,su opositora
era la clase terrateniente, cuyos intereses se centraban en el st at u quo. Este primer liberalismo
se presentaba como doctrinario en su teoría, en tanto defendía una ex presión estereotipada de
la conducta humana en un mercado competitivo; y temerario en su política, en tanto pasaba
por alto la destructividad social de un capitalismo no regulado, obviando que, aunque la ley
limite la libertad, la libertad sin ley es imposible. En cualquier caso, y aunque la doctrina del lais-
sez-faire era un dogma liberal, en realidad nunca abarcó todo el programa del liberalismo,y a
fines del s. XIX legislación liberal llegó a ser sinónimo de regulación de la competencia económica.
Sin embargo, ello planteó el dilema de si una economía planificada era compatible con la liber-
tad política.
Tanto el comunismo como el fascismo eran enemigos confesos del liberalismo, pues barrían con
las libertades sociales y políticas, negando que la protección de los derechos y libertades fuera
un propósito primario del gobierno, y, dado que ambos definían a un ente colectivo (la raza el
fascismo, la sociedad el comunismo), definían a los seres humanos como agentes de dicha co-
lectividad, negándoles que fuesen jueces competentes de sus propios intereses. En base a ello,
ambos consideraban la política como algo por encima del hombre corriente que precisaba de
una capacidad especial, como el instinto o el genio (el líder del fascismo), o como un tipo supe-
rior de ciencia prerrogativa de ex pertos preparados para conocer el curso del progreso históri-
co (comunismo). Obviamente, todo ello era incompatible con el liberalismo, el cual considera-
ba las facultades superiores del líder fascista como las pretensiones de un charlatán, y a las re-
laciones sociales de los seres humanos como relaciones morales, y por tanto irreducibles al mero
conocimiento científico. El liberalismo no discutía la ex istencia de ex pertos políticos, pero siem-
pre los había considerado como subordinados a quien “hace” la política, cuya decisión final no
es simplemente un simple cálculo de causas y fines, sino un juicio ético acerca de lo que debe-
ría suceder. Por tanto, la pretensión comunista de sustituir el concepto de lo justo por el del pro-
greso no aparentaba más que una forma de decir que es justo todo lo que tiene éx ito, algo
inaceptable para un liberal.
El análisis de estos contrastes evidencia que la filosofía liberal siempre dependió de tres postu-
lados: el individualismo, en contraste con toda forma de colectivismo; las relaciones morales en-
tre los individuos de una comunidad; y, como corolario de Green de los dos anteriores, que el
ser humano es intrínsecamente un ser social, es decir, que los dos primeros postulados no se con-
tradicen.
Respecto al primer postulado, el individualismo, en la ética liberal se desarrolló según dos mode-
los: una ética del bien, basada en que “los int ereses individuales son los únicos int ereses reales”
(Bentham), pues el valor surge siempre de una ex periencia humana real (principio de la mayor
felicidad); o una ética de la obligación, basada en “t rat ar a los hombres como fines y no como
medios” (Kant), según la cual el valor de una práctica social debe medirse por su efecto sobre
las personas individuales, las cuales deben ser la norma de medida. La ex presión política más
directa de todo ello fue la teoría del derecho natural, con su afirmación de que los hombres son
creados iguales y que el gobierno deriva sus poderes del consentimiento de los gobernados;sin
embargo, los primeros liberales se interesaban más por la eficacia que por la libertad (utilitaris-
mo), e incluso la afirmación de Hegel de que los seres humanos pueden ser utilizados en interés
de las naciones no era en modo alguno un punto de partida para una filosofía política liberal
(como intentaron los idealistas de Ox ford), por lo cual el individualismo de la filosofía liberal ha
recurrido una y otra vez a alguna forma del derecho natural que defienda al hombre como
única fuente de valor.
El segundo postulado, que las relaciones entre los miembros de una comunidad son irreductible-
mente relaciones morales, implica que ex iste una comunidad porque sus miembros se reconocen
entre sí como fuentes de valor (≈ “Reino de fines”, Kant), y que, por tanto, un problema político es
en última instancia un problema de relaciones humanas que debe resolverse mediante el mutuo
reconocimiento de derechos y obligaciones; el problema surge al pretender encontrar una ba-
se práctica sobre la cual puedan resolverse las innumerables transacciones de la comunidad. El
presupuesto liberal es que la solución debe encontrarse en la discusión, la negociación y la
transacción, considerando a las instituciones la capacidad de aportar medios para terminar la
discusión reduciendo la coacción al mínimo indispensable. Ello implica aceptar la comunidad
como algo tan “natural” como sus miembros, pues éstos nacen y se desarrollan en ella,y tienden
a sentirse en ella más bien cómodos que oprimidos; por ello, la historia de una comunidad es un
interminable reajuste, pero nunca se pierde ni se rompe su continuidad.
Respecto al tercer postulado, tan unilateral era la concepción de la sociedad de Hegel como una
constelación de instituciones, un sistema de fuerza que engendra el cambio mediante su ten-
sión interna, como el concepto individualista del laissez-faire de un mercado sin estructura institu-
cional, donde el interés personal ilimitado actúa automáticamente en beneficio de todos,o el
concepto marxista de sociedad de clases, abocada a la lucha de clases para derrocar el capita-
lismo. Es precisamente la tendencia a pensar en las sociedades como combinaciones de abs-
tracciones personificadas (la nación, las clases, el mercado) lo que hace que estos plantea-
mientos no sean liberales. Fue Green quien insistió en que los seres humanos son seres naturalmen-
te sociales, y que pueden cumplir con los papeles requeridos por las instituciones únicamente
porque son seres humanos y tienen personalidad. Sin embargo, la derrota de Green fue su ex-
cesiva abstracción y generalización, pues la “sociedad” sigue siendo una abstracción que ex-
presa una increíble complicación de grupos y asociaciones intermezclados, los cuales son tan
misteriosos como el mecanismo biológico de un ser humano. De hecho, toda persona es miem-
bro de numerosos grupos, ninguno la absorbe completamente, conserva una capacidad innata
para ser miembro de otros muchos, y aunque puedan darse conflictos de pertenencia a grupos
contrapuestos, ello no es lo habitual. Por todo ello, Green concluye afirmando con rotundidad
que el problema planteado acerca de cómo los seres humanos se convierten en seres sociales
es artificioso y gratuito, pues los seres humanos son sociales simplemente porque son humanos.
La consecuencia de todo este análisis del liberalismo político es que una cosa es la sociedad y
otra el Estado. La sociedad es amplia y pluralista, no necesita ninguna autoridad u organización
para mantenerse unida, y hablar de la “función de la sociedad” no tiene ningún sentido; por
contra, el Estado es una de las numerosas formas de asociación a las que pertenecen los hom-
bres, obviamente no lo abarca todo, y es perfectamente razonable hablar de sus “funciones”.
Precisamente, una característica esencial de un gobierno liberal es la cualidad negativa de no ser
totalitario, pues dentro del marco de los derechos y obligaciones legales con los que rige la so-
ciedad siempre deja un área privada en la que los individuos pueden hacer lo que deseen por
su propia responsabilidad, así como deja que otras asociaciones y grupos realicen otras funcio-
nes con un campo de acción considerable.
TEMA 20
KARL MARX
Marx y Hegel coincidían en dos principios básicos: en su fe en una filosofía de la historia en la que
la base de todo cambio social es su “necesidad” o “inevitabilidad”, y en que la fuerza impulsora
del cambio social es la lucha, pues la pugna por el poder no es susceptible de arreglo pacífico.
Sin embargo, M arx cambió las naciones por las clases sociales como unidades efectivas de la
historia social, sustituyendo la lucha de naciones por la lucha de clases; con ello,Marx transformó
el hegelianismo nacionalista, conservador y contrarrevolucionario en una teoría política radical-
revolucionaria, origen del socialismo y comunismo posteriores. Para M arx , el poder es más bien
económico antes que político, y confiaba que su radicalismo revolucionario desembocara en
una forma de socialismo, en la igualdad social y en una auténtica libertad, que completarían los
de la democracia política. Sin embargo, no aportó ninguna razón convincente de que el poder
del radicalismo fuera a ser menos autoritario que el poder del nacionalismo conservador, evi-
denciando una seria discrepancia entre sus aspiraciones democráticas y la lógica interna real
del sistema.
La revolución proletaria
M arx supo ver como nadie un cambio social fundamental durante el s. XIX: el surgimiento de la
conciencia política y el ascenso hacia el poder de la clase trabajadora industrial o proletariado,
cuya fuerza de trabajo se fue constituyendo en una mercancía, dejando la relación patrón-
obrero desprovista de sentido humano y obligación moral, pues la única obligación del com-
prador es la de pagar el precio establecido. En base a ello, M arx interpretó el liberalismo político
como una ideología propia de la clase media (propietaria de los medios de producción),con-
cibió el capitalismo no como un resultado definitivo sino como una fase en la evolución “nece-
saria” de la sociedad, e ideó una filosofía social para el proletariado, apropiada para su lucha
por el poder.
En su filosofía de la historia, M arx consideró que la Revolución Francesa (1789-1799) había signifi-
cado el fin del feudalismo, transfiriendo el poder de la clase feudal (nobleza-clero) a la clase
media industrial-comercial, la cual había creado el Estado como su órgano de represión y explo-
tación; su filosofía liberal, basada en los derechos naturales, era la justificación y racionalización de
su derecho para ex plotar al trabajador, cuya forma más desarrollada era la república democrá-
tica. Pero M arx no consideraba todo ello como la culminación, sino más bien como un paso
previo a una aún más profunda revolución social por la clase obrera, la cual desplazaría a su vez
del poder a la clase media. Dado que la filosofía proletaria sería la afirmación socialista de los
derechos humanos de los desposeídos, dicha revolución no se limitaría simplemente a transferir
el poder de ex plotar, sino que aboliría la explotación como un primer paso hacia una sociedad
sin distinción de clases, dando verdadero inicio de la historia como realización plena del hombre.
Resulta relevante destacar el paralelismo entre Hegel y Marx. Ambas filosofías eran profunda-
mente prácticas, pues compartían una filosofía de la historia por la cual la acción política efecti-
va dependía de la comprensión de la dirección general de la marcha de la historia, cuyo curso
era racionalmente necesario, una serie de etapas desenvolviéndose según un plan lógico. En
cualquier caso, la fe común en un curso histórico “necesario”, lógico o inevitable no era sinónimo
de pasividad, y ni los nacionalistas hegelianos ni los comunistas marx istas fueron ciertamente
quietistas; para ambos, la “necesidad” de la historia requería de la participación y cooperación
activa, cuya certeza de éx ito final concebían como un aguijón para la acción y la dedicación
personal. Sin embargo, Hegel suponía que la culminación de la historia social era el surgimiento
de las naciones, mientras M arx señalaba a la clase proletaria; para Hegel la fuerza impulsora era
un principio espiritual nacional, y para M arx era el sistema de fuerzas productivas; para Hegel el
mecanismo de progreso era la guerra entre naciones, para M arx era el antagonismo de las cla-
ses sociales; Hegel apelaba al patriotismo nacional, M arx a la fidelidad a la clase.
La filosofía social de M arx responde a dos periodos. El primer periodo (1836-1849) se inicia con su
estudio de Hegel en la Universidad de Berlín, cuyos seguidores se dividían en un ala idealista
(hegelianismo) y un ala materialista (hegelianismo disidente, Feuerbach), a la que se adscribió.
Su vínculo con el socialismo francés lo llevó a París (1843), donde conoció a Engels (1844), y allí
constató que la teoría socialista había sido superficial porque el idealismo dialéctico de Hegel
carecía de comprensión de la dinámica de la evolución social. Ello le hizo concebir el materia-
lismo dialéctico, esbozado en el “Manifiesto comunista” (1848), basado en la teoría de que el
desarrollo social depende de la evolución de las fuerzas de producción. El segundo periodo
(1849-1883) se inicia con su traslado a Inglaterra tras las Revoluciones de 1848, donde puso fin a
su actividad como revolucionario activo. Allí redactó una “Crítica de la economía clásica” (1859),
de la que destaca su teoría de la plusvalía, y publicó su obra cumbre, “El capital” (1867, 1885,
1894). No obstante, la filosofía social de M arx nunca fue sistemáticamente ex puesta por él,sal-
vo en ex posiciones resumidas y trabajos ocasionales, destacando la tesis de que la evolución de
la producción económica determina la superestructura institucional e ideológica de una sociedad.
El materialismo dialéctico
Es importante aclarar el concepto del término “materialismo”, pues para las obras
francesas prerrevolucionarias constituía una filosofía que sostenía que las expli-
caciones mecánicas de la física y la química podían ex tenderse a todos los
campos, vitales, mentales y sociales. Hegel y M arx coincidían en que la ex plicación mecánica
era aplicable a la física y la química porque éstas afectan a temas que no plantean problemas
de desarrollo histórico, pero no así al estudio de la historia social. En base a ello, M arx defendió
que la dialéctica era el único método lógico capaz de ex plicar una materia de estudio en cons-
tante desarrollo como la vida social, así como de revelar la “necesidad” de su desarrollo. Tras la
publicación de “El origen de las especies” (1859) M arx aceptó cierta afinidad entre su teoría del
desarrollo social y la evolución orgánica, incluso entre la lucha de clases y la selección natural;
sin embargo, la de Darw in era un mera teoría causal del cambio que no implicaba ningún pro-
greso, mientras que la dialéctica pretendía ser una ley de la lógica que suponía una teoría a priori
del progreso. Así, el modelo adecuado para el materialismo dialéctico no era el mecanicismo,
sino un vitalismo naturalista.
En base a ello, para M arx el materialismo presentaba tres significados. En primer lugar, M arx
tendía a identificar “materialismo” con “científico”, pues consideraba que con la dialéctica los
estudios sociales podían alcanzar la precisión y certeza de la física. Así, en línea con Feuerbach,
no dudó en catalogar de imaginarias las ideas hegelianas de “Espírit u Absolut o” o “Espírit u de
la época”, y afirmó que las verdaderas fuerzas motivadoras de la historia de una sociedad son
sus condiciones materiales. Además, la dialéctica favorecía en M arx cierta flexibilidad entre la
probabilidad y la rígida necesidad, mostrándose tan libre al formular predicciones como al plan-
tear ex cepciones. Así, tanto podía afirmar que la revolución era inevitable como que podía no
ocurrir en ciertos lugares (EEUU, Inglaterra), o que el capitalismo era una etapa necesaria previa
al socialismo pero que en Rusia éste quizás podría surgir directamente de las comunidades al-
deanas.
En tercer lugar, para M arx el materialismo representaba una revolución social. La Revolución Fran-
cesa abolió el feudalismo, pero sus derechos naturales no eran más absolutos que los dogmas
de la religión, por lo que el Estado espiritualizado de Hegel no podía ser la síntesis última de la
dialéctica; era necesaria una nueva forma de sociedad que sobrepasase a la república demo-
crática y superase al Estado. Para alcanzar esta etapa superior no era necesaria una nueva re-
volución política, sino una revolución social, pues las revoluciones políticas se limitaban a transferir
el poder de una clase a otra, manteniendo a los hombres en la doble vida de una libertad
imaginaria y una servidumbre real (≈ religión). Además, la raíz de la servidumbre no es política,
sino que descansa en un sistema de producción que permite a una clase monopolizar los medios
de producción, y en la división del trabajo que trae consigo la propiedad privada;puesto que la
raíz de la desigualdad es económica, toda reforma política es superficial, pues perpetúa la fuen-
te de la desigualdad. Por tanto, se requiere una revolución social que socialice la producción,
identifique al hombre con el ciudadano y destierre las raíces de la ex plotación y la desigual-
dad. El proletariado es la única fuerza que, al liberarse, será capaz de liberar la sociedad, y al
abolir la desigualdad social crear una sociedad sin clases. En última instancia, para Marx el mate-
rialismo tenía un sentido ético, pues el ilimitado relativismo que la dialéctica parecía imponer a la
historia está coronado por un fin último y absoluto: el ciudadano libre en una sociedad sin cla-
ses.
El determinismo económico
La teoría del determinismo económico de M arx parte de considerar que las fuerzas impulsoras de
la historia social son económicas, pues cada modo de producción conlleva cierta forma de distri-
bución del producto social, la cual determina una estructura de clases sociales específica. Por
tanto, el modo de producción en una sociedad ex plica su situación política y cultural, y en ello
se fundamenta el sentido social y político concreto del materialismo dialéctico de M arx .
Con esta teoría, M arx interpretó la Revolución Francesa como una revolución burguesa o política,
con la que la nueva clase capitalista de la sociedad industrial barrió los privilegios de la clase
feudal (nobleza-clero) y el derecho y el gobierno feudales. Sin embargo, los nuevos derechos del
hombre y el gobierno democrático-liberal no eran más que la racionalización de los fines de la
clase media dominante, pues los supuestos derechos de representación eran simples formalis-
mos o disfraces de un despotismo disimulado de clase. En cualquier caso, esta típica sociedad de
clase media no carecía de valor, pues era una etapa “necesaria” en la evolución social hacia la
posterior y más elevada etapa gobernada por el socialismo, el cual ex tendería la libertad polí-
tica.
Así, M arx estableció una teoría evolucionista de la sociedad que comienza con el feudalismo,si-
gue en el capitalismo y acaba con el socialismo, con una forma de producción y una organiza-
ción política adecuada a cada una de ellas. El mecanismo que inicia el proceso son los intere-
ses incompatibles entre las clases, y la consiguiente lucha de clases por dominar a la sociedad
en su propio interés: la Revolución Francesa liberó a la clase media de su ex plotación por las
clases feudales, pero la mantuvo a ella misma como ex plotadora de la clase obrera,de modo
que la revolución proletaria completará el proceso, aboliendo las clases y poniendo fin a la ex-
plotación. En todo caso, el propio M arx reconoció al historiador francés Augustin Thierry (1795-
1856) como el verdadero padre de la tesis de la lucha de clases, aunque objetó a la historiogra-
fía francesa su creencia en que la lucha de clases había finalizado con el ascenso al poder de la
clase media o burguesía.
M arx incidió en que la estructura de clases de una sociedad en un momento dado es un pro-
ducto histórico que evoluciona en función de los cambios en las fuerzas de producción de la so-
ciedad (“las relaciones legales y las formas de est ado no pueden ser explicadas en sí mismas…
sino que est án arraigadas en las condiciones mat eriales de la vida”); por tanto, las relaciones
legales, institucionales, morales y religiosas que conforman el Estado son una superestructura
construida sobre el fundamento económico de la sociedad civil, pues “no es la conciencia la que
det ermina la vida, sino la vida la que det ermina la conciencia”. En ello se basa su afirmación
de que en Hegel “la dialéct ica est aba puest a cabeza abajo” (ideas → vida) y que el materia-
lismo dialéctico “puso de pie” a la dialéctica (vida → ideas). Así, con M arx la dialéctica ya no se
mueve en el campo de las abstracciones sino en el de las fuerzas reales. En cualquier caso,es
importante advertir que M arx no cambió la dialéctica, que es un método, sino que realizó una
nueva interpretación de ella.
En “La miseria de la filosofía” (1847) M arx aplicó el materialismo dialéctico a su crítica de la cien-
cia económica. Aunque aceptaba que las ex plicaciones dadas por la economía clásica sobre el
capitalismo eran sustancialmente correctas, lamentó su increíble ingenuidad histórica al conside-
rar que todos los sistemas económicos estaban destinados a confluir en el capitalismo,como si
sus relaciones y categorías fuesen naturales y eternas. Así, M arx sostuvo que la economía es una
ciencia histórica, y que las leyes no son aplicables a todo tiempo y lugar, sino que cada etapa
de producción económica posee sus propias leyes. Por tanto, para M arx la economía era una
combinación del análisis de las relaciones de producción y de la historia del auge y desarrollo
de su sistema.
Por otra parte, M arx se mostró hostil hacia el humanitarismo, el utopismo y el reformismo, pues
consideraba que todos estos proyectos insistían en algún plan para eliminar lo malo en el capi-
talismo, en general intentando unir la producción capitalista con la distribución socialista, y ob-
viando que la distribución, las clases y el sistema político derivan directa y necesariamente del
modo de producción. Por tanto, Marx descartó todo intento de reforma, y se mantuvo en la idea
esencialmente utópica de que destruir un sistema es la manera segura de crear un sistema me-
jor.
Para M arx , la clase es una unidad colectiva (≈ nación de Hegel) que actúa en la historia como
un todo, produciendo sus ideas y creencias características como sobre sus fundamentos mate-
riales y sus relaciones sociales con las demás clases; por su parte, el individuo cuenta básicamen-
te por su participación en la clase, porque sus ideas y moral son un reflejo de las creadas por
ella. De hecho, para M arx las ideas reflejan y disfrazan una realidad económica, es decir,que son
apariencias o manifestaciones de algo muy distinto a su naturaleza real, pues no radican en la
conciencia del individuo, sino que son algo latente en la posición social de la clase. Por tanto,
puesto que las fuerzas de producción son diestras para crear todo tipo de ilusiones y mistifica-
ciones con el fin de alcanzar su propósito, las clases dan origen a sus propias ideologías.
Aunque le fue sugerida por su ex periencia francesa, la teoría de la estructura de clases de Marx
en las sociedades industriales modernas se basaba en la sociedad inglesa, pues pensaba que su
esquema era válido para todas las sociedades industriales. Su teoría contempla cuatro clases:
una clase media, principalmente urbana y comercial, dedicada políticamente a las libertades
civiles y políticas; una clase proletaria, principalmente urbana, más preocupada por la seguridad
económica que por la libertad política; y una clase campesina y una clase pequeño-burguesa,
ambas de ideología pequeño-burguesa y políticamente inertes. Obviamente, se trataba de
una teoría a priori, construida para adaptarse a la dialéctica, la cual obligaba a Marx a encontrar
dos oponentes que generasen el cambio mediante sus tensiones mutuas; de ahí que la teoría
incluyese observaciones de la sociedad en general pero no la observación detallada de una
sociedad en particular, colocando en una “pequeña burguesía” a elementos con poco o nada
en común: campesinos, artesanos, tenderos, profesionales, empleados de oficina…;precisamen-
te, la vaguedad de la concepción de clase social fue responsable de algunos de los peores
errores de predicción de M arx , mientras que algunas de sus más penetrantes predicciones so-
bre las tendencias del capitalismo fueron hechas a pesar de la dialéctica.
Resumen de Marx
En “Crítica de la Economía Política” (1859), M arx realizó un resumen de su teoría del materialismo
dialéctico: “En la producción social de su vida, los hombres cont raen det erminadas relaciones
necesarias e independient es de su volunt ad, relaciones de producción, que corresponden a
una det erminada fase de desarrollo de sus fuerzas product ivas mat eriales. El conjunt o de es-
t as relaciones de producción forma la superest ruct ura económica de la so-
ciedad, la base real sobre la que se levant a la superest ruct ura jurídica y polí-
t ica… El modo de producción de la vida mat erial condiciona el proceso de la
vida social, polít ica y espirit ual en general. No es la conciencia del hombre la
que det ermina su ser sino, por el cont rario, el ser social es lo que det ermina
su conciencia. Al llegar a una det erminada fase de su desarrollo, las fuerzas
product ivas mat eriales de la sociedad chocan con las relaciones de produc-
ción… Al cambiar la base económica se revoluciona, más o menos rápida-
ment e, t oda la inmensa superest ruct ura erigida sobre ella… Ninguna formación social desapa-
rece ant es de que se desarrollen t odas las fuerzas product ivas que caben dent ro de ella, y
jamás aparecen nuevas y más alt as relaciones de producción ant es de que las condiciones
mat eriales para su exist encia hayan madurado en el seno de la propia sociedad antigua. Por
eso, la sociedad se propone siempre únicament e los objet ivos que puede alcanzar”.
Así, la Teoría del desarrollo cultural de M arx cuenta cuatro puntos principales. Primero, una suce-
sión de etapas, cada una dominada por un sistema típico de producción e intercambio de pro-
ductos, el cual genera una superestructura económica, jurídica y política con su propia ideología
característica. Sin embargo, M arx admitió que el desarrollo de las fuerzas de producción ha sido
desigual en los distintos países y en las distintas industrias de un mismo país, y que, en conse-
cuencia, pueden ex istir distintas ideologías en diferentes estratos de la población. Segundo,se
trata de un proceso dialéctico y cíclico, cuya fuerza motivadora son las tensiones internas entre un
nuevo sistema de producción y la ideología del periodo anterior; cuando esta tensión alcanza
su punto crítico, una nueva clase social con una ideología apropiada al nuevo sistema entra en
conflicto con las antiguas clases. Tercero, las fuerzas de producción o materiales son siempre
“reales” (primarias), mientras que las relaciones ideológicas son sólo “aparentes” (secundarias).
Cuarto, el desarrollo dialéctico es un proceso interno que se realiza desenvolviéndose en forma
vitalista, es decir, que las fuerzas productivas inherentes a toda sociedad se desarrollan plenamente
antes de que tenga lugar una nueva transformación dialéctica.
De todo ello, el tercer punto, la primacía de los factores de producción, es el más característico
de M arx , pues es el que califica de “materialista” todo el sistema, y brinda la pretensión de un
enfoque “científico” de los problemas sociales. Sin embargo, Marx nunca distinguió con claridad
entre fuerzas y relaciones de producción, lo que plantea muchas dificultades en su análisis; por
ejemplo, las fuerzas de producción incluyen las materias primas y las rutas comerciales, pero es
obvio que su ex tracción y distribución depende de la tecnología disponible, la cual depende
del conocimiento de la sociedad, y éste de la conciencia o superestructura. En definitiva,resulta
obvio que hay cambios que se deben a factores como el conocimiento, el cual lleva al desa-
rrollo tecnológico sin tener relación directa con el sistema de producción, por lo que es opor-
tuno afirmar que en una red de instituciones sociales no tiene sentido afirmar que algún cambio
singular es siempre la “causa” de todos los demás cambios. Lo cierto es que la distinción de
M arx entre superestructura y fundamento no era en modo alguno empírica.
Engels: La dialéctica
Aunque M arx completó su teoría del materialismo dialéctico sobre 1850,no fue
sino hasta finales del s. XIX que la explicación económica de la historia empezó
a cobrar la importancia que merecía, y por entonces (M arx falleció en 1883)
fue a su amigo, el pensador y economista político alemán Friedrich Engels
(1820-1895), a quien correspondió la ulterior ex posición de su teoría. Lamen-
tablemente, a pesar de su gran sentido común, no era filosóficamente muy
agudo ni en absoluto original, por lo que los tex tos oscuros quedaron sin clari-
ficarse.
Tanto M arx como Engels se fundaban en Hegel, pero ambos rechazaban la interpretación idea-
lista de la dialéctica como un desarrollo autónomo del pensamiento; por el contrario,defendían
la dialéctica como un desarrollo de la naturaleza reflejado en el pensamiento, sustituyendo la
metafísica idealista hegeliana por una metafísica materialista. La diferencia fundamental entre
ambas es que la versión materialista de la dialéctica de M arx supone que las ideas no son fuer-
zas, como suponía Hegel, sino sólo “imágenes” o “reflejos” de cosas reales. Ello implicaba dos
ideas importantes: que la ideología es relativamente insustancial en comparación con las fuerzas
económicas, pero que, en todo caso, las ideas siempre tienen contrapartidas reales en el mun-
do, lo que negaba por completo el subjetivismo.
M arx y Engels también coincidían en que el auténtico valor de la dialéctica era que permitía el
descubrimiento de una evolución necesaria en la historia, cuyo proceso es de por sí selectivo,y
supone una autorrealización más que una causación. Por tanto, compartían una concepción
vitalista o teleológica del desarrollo histórico, cuya “necesidad” de desarrollo era esencialmente
una “necesidad moral”.
Otro punto de coincidencia era su interés en la dialéctica como herramienta para acabar con el
dogmatismo, pues demostraba que no hay verdades absolutamente evidentes en la ciencia ni
derechos naturales inalienables en la sociedad; nada es absoluto, definitivo ni sagrado, y lo más
que puede decirse de una teoría científica es que es “adecuada” a su tiempo, siempre óbice
de ser suplantada por algo “superior”.
Por otra parte, ambos jugaron ocasionalmente con la idea de que la dialéctica era simplemen-
te una hipótesis de trabajo, y que no suponía una conclusión sustantiva, es decir, que en realidad
no prueba nada y que es sencillamente un modo de avanzar hacia nuevas esferas de investi-
gación. Sin embargo, ello equivaldría a equiparar la dialéctica con el “método comparativo”,e
iba en contradicción con innumerables afirmaciones de ambos, como “férrea necesidad hacia
un fin inevit able”, o “fases nat urales de evolución”. Por tanto, o bien la dialéctica es un método
que hace posible la predicción histórica, o bien nada garantiza la afirmación gratuita de que la
revolución proletaria es “inevit able”.
Así, según Engels, M arx se había limitado a subrayar un factor en los estudios sociales que había
sido pasado por alto o minusvalorado, lo cual le ha valido ser llamado el “padre de la ciencia
económica”. Sin embargo, la filosofía de M arx dependía del supuesto de que la estructura in-
fluye sobre la superestructura, pero no a la inversa, pues sin ello no tiene sentido lamarla “mate-
rialismo” o suponer que sólo una revolución proletaria (≈ social, económica) modificará el capi-
talismo. Por tanto, al afirmar que ocasionalmente la superestructura puede influir en la estructura
en realidad Engels minó el significado que M arx atribuía a la “inevitabilidad” histórica.
Sin embargo, Engels y M arx coincidían en considerar la superestructura ideológica como una
“conciencia falsa”, un reflejo engañoso de los intereses que el sistema de producción asigna a
las diversas clases. Así, definieron las abstracciones ideológicas (“justicia”, “libertad”, verdades
estéticas y religiosas) como “racionalizaciones”: defensas bellas de la idealización encubierta de
los intereses de clase.
Para M arx , conceptos como “ideología”, “determinismo económico” o “lucha de clases” de-
bían constituir un estímulo para la revolución proletaria, pues a su parecer la misión de la filosofía
no es interpretar el mundo, sino transformarlo. Sin embargo, la mayor parte de sus conceptos,pe-
se a presentar un alto grado de originalidad intelectual, acusaban una irritante indefinición.
La teoría del determinismo económico estaba ex puesta a fantásticas exageraciones,en gran me-
dida propiciadas por el propio M arx al insistir en la prioridad de la ex plicación económica sobre
las demás, en su definición de los factores económicos como materiales, y por tanto más “cien-
tíficos” o susceptibles de observación que otros, así como por su pretensión de convertirla en
una filosofía de la historia. Sin embargo, una vez planteadas las objeciones, la explicación eco-
nómica es enormemente útil en la historia política y social, y ya nadie duda que economía, políti-
ca, derecho, moral y arte configuran un complejo intrincadamente relacionado. Por tanto, el
determinismo económico colaboró en un estudio más realista de la política, más acertado que la
separación utilitarista entre política y economía, iniciando su puesta en contacto con la historia
social y cultural, la antropología y la psicología social.
En cuanto a la teoría de la lucha de clases, M arx la formuló como una teoría a priori, destinada a
adaptarse a la dialéctica y su teoría de la revolución social, y de hecho nunca realizó un estudio
empírico de la estructura de clases de una sociedad. Aunque supuestamente se inspiró en la
sociedad industrial inglesa, ninguno de sus postulados sobre clases se adecuaba a la realidad de
Inglaterra; por ejemplo, la agricultura capitalista había desplazado en gran medida a su supues-
ta masa de agricultores, y la nobleza no había desaparecido, pues parte de la clase media en-
riquecida se había ligado a ella por matrimonio. Por otro lado, para M arx una clase social es
una entidad colectiva, y sus miembros “personificaciones” o “representantes” de categorías
económicas, intereses y relaciones de clase; sin embargo, la dialéctica ex ige que este argu-
mento sea contradictorio en algún punto, pues necesariamente la clase debe producir ocasio-
nalmente individuos que se liberen de ella y creen la ideología de la nueva clase ascendente.
Además, M arx y Engels atribuían la ex istencia de clases a la división del trabajo, pero sin explicar
cómo una sociedad cada vez más industrializada y especializada podría aspirar a una sociedad
sin clases.
Los capítulos históricos de “El Capit al” apenas han sido superados en la actualidad, y con ellos
Marx abrió los caminos al estudio histórico del capitalismo, especialmente en cuanto a cómo el
nuevo sistema industrial afectaba a la historia social. Su rasgo distintivo fue su acento en los
cambios de las relaciones humanas y sociales que resultaban de los cambios industriales y co-
merciales, particularmente en la deformación de las vidas de los trabajadores debido al au-
mento creciente de la división del trabajo. Su tesis general era que los trabajadores habían sido
sometidos por la organización industrial a un régimen contrapuesto con la profesión de libertad e
igualdad propugnada por la filosofía democrático-burguesa. M arx creía, erróneamente,que el
auge del capitalismo dependía de una reducción progresiva de los niveles de vida del trabaja-
dor, pero no erraba respecto a las inhumanas condiciones laborales en las minas y fábricas britá-
nicas, lo cual le llevó a poner el acento en las repercusiones sociales de la industrialización,en su
tendencia a debilitar los grupos sociales primarios (familia) y en los problemas humanos que
creaba. Así, se admiró de la paradójica unión en el capitalismo de organización tecnológica de
la producción junto a la casi absoluta anarquía del cambio social, basada en la indiferencia casi
completa por la adaptación de los medios industriales a los fines humanos.
M arx nunca perdió de vista el contraste entre el capitalismo y una economía planificada y so-
cializada, destinada a producir bienes cuándo y dónde ex istiera una necesidad legítima de
ellos. Sin embargo, y a pesar de describir el capitalismo no regulado como un parásito que devora
la sustancia humana de la sociedad, su fe en la dialéctica siempre le hizo considerar el capita-
lismo como un avance respecto al feudalismo, y un paso necesario hacia el socialismo;por ello,
tampoco consideró que los capitalistas fuesen crueles personalmente, sino que trabajadores y
capitalistas se encuentran presos en el sistema por igual, y que deben ejercer como el sistema
requiera. De hecho, y en tanto el curso de la historia es inevitable y racional, el sistema es auto-
destructivo, pues él mismo lleva los gérmenes de un sistema superior y mejor que está luchando
por surgir. Por tanto, lo que M arx desarrolló fue una fuerte llamada moral a participar en la mar-
cha de la civilización, y fue ésta llamada la que atrajo verdaderos ejércitos de trabajadores al
socialismo marxista.
El objeto primordial de “El Capital” era, pues, mostrar que el capitalismo, al destruirse a sí mismo,
debe dar origen al socialismo, su antítesis. Para ello, M arx aceptó la teoría del valor trabajo que
Ricardo había convertido en principio central de la economía clásica como válida para el capi-
talismo (en un sistema de libre cambio todos reciben a largo plazo un valor equivalente al que
aportan al mercado), pero sólo para demostrar que era dialécticamente incoherente,pues en un
sistema industrial donde los capitalistas monopolizan los medios de producción el trabajo siem-
pre se verá obligado a producir más de lo que recibe, permitiendo al capitalista apropiarse de
la plusvalía mientras mantiene al obrero con un salario al nivel de subsistencia (teoría de la plus-
valía).
Según M arx , el proceso que concluirá con la destrucción del capitalismo prosigue cuando la
competencia entre capitalistas lleva a la industria a concentrarse en unidades de producción
cada vez mayores con tendencia monopolística, concentrando las fortunas cada vez en menos
manos; paralelamente, la necesidad de mantener altas las ganancias les lleva a incrementar la
explotación de los obreros, que se empobrecen cada vez más. En ese punto, la economía será
crónicamente incapaz de consumir todo lo que produce, por lo que estará sujeta a periodos de
superproducción, depresión y desempleo. Todo ello abocará a una situación revolucionara en la
que los ex propiadores serán ex propiados y los medios de producción socializados.
En la ex plicación del proceso M arx alternó penetrantes intuiciones sobre la industria capitalista
con estrepitosos desaciertos. Así, acertó al apuntar la tendencia creciente en el tamaño de las
industrias, pero éstas también tendieron a ex tender la propiedad, desviando el pronóstico so-
bre la acumulación en pocas manos. La predicción de que la clase trabajadora se vería progre-
sivamente empobrecida erró, pues las sociedades industriales elevaron indudablemente el nivel
de vida. El pronóstico de que la clase media baja sería absorbida por el proletariado también
erró, pues se consolidó como un grupo de técnicos de cuello blanco que más bien pasaron a
constituir una pequeña burguesía. Así mismo, la clase trabajadora de los países más desarrolla-
dos no mostró una tendencia a unirse para una lucha de clases internacional, ni la revolución
estalló en los lugares previstos (Inglaterra, Alemania), sino en Rusia y en China. En términos com-
parativos, las sociedades industriales han resultado menos estratificadas que las sociedades ar-
tesanales, sus divisiones de clase son más fáciles de atravesar, y están siendo extremadamente
estables.
Respecto al pronóstico de que el colapso del capitalismo sería seguido por una economía socia-
lizada, ello era una especulación propiciada por la dialéctica, pues el desarrollo debe conducir
a lo opuesto, y lo opuesto del capitalismo es el comunismo. Así, según M arx la anarquía de la
producción debida a la propiedad privada y a la competencia sería seguida por una economía
planificada, “una asociación de individuos libres, que t rabajan con medios de producción de
propiedad conjunt a”. El primer paso para este fin es colocar a la producción “bajo el cont rol
conscient e y planificado de la sociedad”, es decir, bajo la propiedad del Estado. Sin embargo,
contradictoriamente, Engels afirmó que en ese punto “el Est ado se desvanecerá”, puesto que
es un órgano de represión en una sociedad basada en la ex plotación, e, inex plicablemente,la
especialización y la división del trabajo dejarán de ser necesarias.
En cualquier caso, todo ello era una visión apocalíptica necesaria para hacer convincente una
teoría de la revolución social: las relaciones humanas que a lo largo de la historia han sido do-
minadas por la fuerza y la ex plotación deben ser sustituidas por otras relaciones plenamente
idealizadas fundadas en la cooperación. Así, M arx se mantuvo en que la reforma era imposible,
y que la sociedad tenía que ser “destruida” para comenzar de nuevo, confiando lo que había de
seguir al nuevo orden, “necesariamente” superior. Obviamente, su vaguedad sobre el “nuevo
orden” lleva a considerar que M arx no llegó nunca a considerar que llegara a producirse la re-
volución.
Aunque M arx consideró siempre su filosofía como la orientación para una revolución proletaria,
en realidad sugirió dos líneas distintas de estrategia que abocaron a dos grandes movimientos
políticos, socialismo y comunismo, cualquiera de las cuales podría ser considerada como la con-
secuencia justa de su filosofía.
En primer lugar, hacia 1848 M arx creía que era inminente una revolución socialista en Francia,
que a su vez impulsaría una revolución burguesa en Alemania. Sin embargo, del fracaso de los
intentos revolucionarios de 1848 dedujo que sería necesario un largo periodo preparatorio. De
acuerdo con su teoría de la evolución social, seguía creyendo que la revolución era inevitable,
pero que no sería posible mientras la sociedad burguesa no hubiese desarrollado todas las po-
tencialidades del sistema capitalista, y simultáneamente la industrialización no fuese creando en
los trabajadores una conciencia de clase revolucionaria. M ientras tanto, la estrategia de un
partido socialista debía ser la de presionar por reformas que fortaleciesen a la clase trabajadora,
pero conservando su pureza ideológica, negándose a cooperar con partidos burgueses. Sin
embargo, a medida que un partido consigue más reformas mediante el voto, conserva menos
razones para seguir siendo revolucionario, como ocurrió con los social-demócratas alemanes
hacia 1895. Así, una sociedad comunista se fue convirtiendo en un ideal al que había que acer-
carse a través de métodos políticos liberales, mediante un proceso infinitamente largo.
En segundo lugar, puesto que según su teoría de la evolución social la revolución sólo tendría
éx ito en una economía desarrollada (donde la sociedad burguesa hubiese desarrollado las po-
tencialidades del sistema capitalista), a M arx le quedaba por establecer la estrategia a seguir
en los países marginales. Así, redactó un “Discurso al Comité Central de la Liga Comunista” (1850)
en Alemania, país al que consideraba de economía atrasada, donde ex puso que allí un partido
socialista debía cooperar con los revolucionarios de clase media hasta que triunfe la revolución;
mientras tanto, debían emplear la subversión y obstrucción para impedir que el gobierno o la
economía se estabilizasen: instigar a los campesinos pobres contra los ricos, luchar por la naciona-
lización de la tierra, atacar la propiedad privada… En definitiva, el grito de batalla debía ser “La
revolución permanente”, adoptado por Trotsky en 1906 y por Lenin en 1917. Pero aún más explí-
cito se mostró M arx en su “Crítica al Congreso de Gotha” (1875). Puesto que la clase trabajado-
ra de Alemania estaba integrada en su mayor parte por campesinos, no por proletarios, y los
campesinos son políticamente impotentes para cualquier propósito constructivo, su desconten-
to debía canalizarse para apoyar a la minoría proletaria, la única que podía asumir la dirección
de una auténtica revolución socialista. Por tanto, para M arx en el periodo de transición entre
capitalismo y comunismo “el est ado no puede ser más que la dictadura revolucionaria del prole-
tariado”, argumento adoptado posteriormente por Lenin.
En definitiva, la filosofía social de Marx fundó dos concepciones de estrategia política que se
mostraron divergentes en la práctica: el socialismo marxista de partido, que esperaba que la
evolución de la industrialización produjese un proletariado con conciencia de clase que al cre-
cer en fuerza llegase a asumir el poder en una sociedad políticamente democrática; y la del
comunismo, convertido en el ideal de una élite intelectual o de una minoría proletaria sumergi-
da en una sociedad predominantemente campesina, para el cual la revolución era una ante-
cedente indispensable para la transformación política y económica.
ÍNDICE
4. El ocaso de la ciudad-Estado 27
7. El pueblo y su ley 45
9. Universit as Hominum 55