Humberto Costantini - Siete Cuentos
Humberto Costantini - Siete Cuentos
Humberto Costantini - Siete Cuentos
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Siete
Cuentos
Humberto Costantini
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Siete
Cuentos
Humberto Costantini
Colección Ficciones
La Comuna Ediciones
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Gracias a Violeta, Ana y Daniel Costantini por su
generosidad al permitirnos publicar este libro.
Costantini, Humberto
Siete cuentos / Humberto Costantini; compilado por Facundo Báñez; Omar
Giménez; Soledad Franco. - 1a ed . - La Plata : La Comuna Ediciones, 2019.
200 p. ; 21 x 13 cm. - (Ficciones / Báñez, Facundo)
ISBN 978-987-4447-06-7
1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. 3. Cultura Política. I. Báñez, Facundo,
comp. II. Giménez, Omar, comp. III. Franco, Soledad, comp. IV. Título.
CDD A863
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Pasen y lean
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Este libro, que incluye cuentos de distintas épocas,
vuelve a recorrer sus obsesiones: el amor y su derrota, el
tango, la amistad, los bares, la ciudad, el fútbol… Flota
una ética gramsciana en estos siete relatos: un pesimismo
de la inteligencia sólo soportable por el optimismo de
la voluntad. Nada sucede como debería ocurrir. Y eso
es un alivio. El crack que se resiste al gol, el músico
despedazado por amor, el artista que pega lentejuelas,
Reynaldo Sietecase
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Háblenme de Funes
(Relato con voces)1
A Sara
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el gusto al fracaso, sin encontrar variante, y sin un peso, y
solo, y con mis años, borrándose mi nombre del ambiente,
póngase en mi lugar, y allí de golpe, aquel contrato en el
Palermo Palace, y para todo el año, uno llega a pensar,
la providencia, Dios que le echa una cuarta, el batacazo;
ya ni sé cómo vino, un dueño nuevo, se acordaba de mí,
del Nacional, tal vez, vaya a saberlo, creyó que yo tenía
mi orquesta todavía, y yo, claro, acepté, dije que sí, le
contesté como si la tuviera, quién se acordaba de esos
doce años; ya puede suponer, firmé el contrato, piense,
cómo no iba a firmarlo, apenas me quedaba una semana
y empecé a buscar gente, no era fácil, vaya a dar con
sus músicos después de doce años, Juan Paladino y su
fulera fama, cuántos no se lo han dicho: yetatore, ahora
diga que usted no lo sabía, pero qué iba a encontrar,
Demarchi el único, dejó su puesto para venirse aquí, un
amigo de ley, y tan buen músico, es cierto que después él
también vino a entrar por la variante, ya le van a contar,
no me pregunte, pero de aquello tuvo la culpa Funes, o
yo pensando bien, yo que de pavo, lo tomé así nomás,
con la primera prueba, sin preguntarle nada, sin saber
nada de él, no sé, fue algo muy raro ahora que pienso, no
sé qué me pasó por la cabeza.
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Osiris Demarchi
(Primer bandoneón)
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vacío del Palermo, casi en la oscuridad, y el escenario
igual, frío, en penumbra, con la luz amarilla y moribunda
de una sola bombita en un costado, el Viejo siempre con
su cara de esgunfio, más parecía un velorio aquello que
otra cosa; y en un momento de esos llegó Funes, el Viejo
ahí encorvado sobre sus partituras ni lo miró venir, yo sí
lo vi, lo campanié de entrada, venía por el medio de ese
salón vacío, el violín enfundado bajo el brazo, la mano
en el bolsillo, lo vimos caminar, irse acerando, con ese
tranco lento, desgarbado y canyengue que después se iba
a hacer tan conocido, tan de Funes llegando, su porra
renegrida, y ese aire de artista de otro tiempo, flaco, alto,
todo trajeado en negro, buena pinta, se acercó al director,
el Viejo allí peleando en sus arreglos, saludó en general y
dijo así: yo soy Funes el Músico, así dijo.
Julito Díaz
(Cantor)
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al mismo Demarchi, o Valenzuela, o a mí sin ir más
lejos, profesionales, gente con su nombre, pero hágame
el favor, “Funes el Músico”, por eso yo de atrás le dije
aquello, una cosita suave por ser recién llegado, no sé
si hablé de murgas, de kermeses, o de la banda lisa en
la colimba, bajito, para que el Funes ese me escuchara,
se me bajara un poco del caballo, se le fueran los aires,
me comprende, pero qué, ni se mosquió el fulano, ahí
quedó quieto, esperándolo al Viejo, contemplándolo
con sus ojos oscuros, pestañudos, o a lo mejor mirando
como a través de él, haciendo tiempo, el Viejo sin pensar,
atolondrado, sólo alcanzó a decir “me habían hablado”,
que Kraimer le había hablado, y allí nomás sin preguntar
ni nada, sin saberle ningún antecedente, no va y le dice
“bueno suba, vamos a hacer alguna cosa”, con una voz
muy baja, desteñida, y dejando en el piso los arreglos, sin
tomarse el trabajo de semblantearlo al menos, se arrimó
al piano el Viejo y empezó a darle al tema “Mala Junta”.
Kraimer
(Primer violín)
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era “Íntimas”, naipe muy manoseado para el Viejo, algo
como el saludo de su vieja orquesta; si lo estoy viendo
a Paladino, suave, como rozando apenas los primeros
arpegios, Demarchi que se afana en hacernos llegar las
partituras, yo que acomodo sobre el atril de Funes las dos
partes de segundo violín, que le hago una guiñada como
para alentarlo, y él que ladea la cabeza y me sonríe, pero
estándose quieto, la mano en el bolsillo, no sé si distraído
o escuchando los arreglos del Viejo, era el solo de piano
con el apoyo en ritmo de los fuelles, trate de imaginar,
Funes allí escuchando sin moverse, el Viejo que no sabe
qué hacer, tal vez tragando bronca pero nada, nosotros
que tomamos la cosa medio en broma, y la pieza que
sigue, trate de imaginar, de verlo a Funes quieto y como
lejos, cuando ahí está Demarchi que termina su estribillo
en los bajos, yo que me prendo a la primera voz bien lisa
y fuerte, y el cantor acercándose, en fin, recién allí y a las
cansadas, Funes deja pensar que va a hacer algo, lento,
como indeciso desenfunda el violín, le encuentra el tono,
y se arrima al atril para leer, fíjese que me acuerdo de
estos detalles sonsos, que era la parte de Julito Díaz, que
el Viejo le hizo no con la cabeza, y que el cantor se fue
medio amoscado.
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Juan Paladino
(Piano)
José Valenzuela
(Contrabajo)
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Hacienda, sí, claro, es cierto que toqué en el Colón, y eso
qué tiene, yo entonces era joven y creía, bueno, creía en
fin algunas cosas, vea mejor no hablemos de eso, quiere,
ahora vengo, llego siempre a la hora, leo lo que está aquí,
gano unos pesos y chau, me voy, no tengo casi nada que
ver con esta orquesta; por supuesto me acuerdo de esa
noche, una sonsera, un tipo que inventaba, qué viento, ni
espiral, ni centelleo, pura chapucería ya le dije, lo único
su aire, medio extraño, como si no estuviera allí, como si
fuera, no sé, un espectador, uno de abajo, como si aquella
cosa le pasara por él, bueno algo de eso, un tipo raro
Funes, los muchachos, qué le puedo decir, se divertían.
Osiris Demarchi
(Primer bandonéon)
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como jugando, a ritmo lento, hasta dejar después como
si nada, era para extrañarse, se lo juro, había que verlo al
Viejo aquella noche, su tonito irritado cuando dijo “eso
no estaba ahí”, y Funes como en babia “no, no estaba”, y
nada más, el Viejo enfurruñado, tal vez sin animarse a
reprenderlo, cosa muy rara el Viejo, tan de no perdonar,
de pegar gritos, y a Funes tolerarle, como copado el Viejo
por su música.
Juan Paladino
(Piano)
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luego, cuando noche tras noche, en aquel juego fueron
entrando todos, cuando noche tras noche se me iba
la orquesta de las manos, y lo seguían a Funes, y con
vergüenza me crecía una fama que no era mía, yo me fui
quedando, me callé, no hice nada, pasé por un estúpido,
usted me dice que perdí autoridad, sí puede ser, no es
tan sencilla de entender la cosa, fue culpa mía, y qué,
no se lo dije, ingenuidad tal vez, flojera a lo mejor, qué
voy a hacerle, mi nombre se prendió al violín de Funes
y la muerte de Funes lo perdió, lo borró del afiche y del
recuerdo, lo sacó de la fama y para siempre.
Kraimer
(Primer violín)
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Funes nunca entendió lo que era aquello, le parecía
que todo andaba bien, que Paladino dirigía la orquesta,
y que él tocaba allí como cualquiera, nunca pensó lo que
tragaba el Viejo, nosotros sí pero qué se iba a hacerle,
la cosa andaba bien, tuvimos suerte, renació del olvido
Paladino, tuvo renombre y éxito, y la gente llenaba la
milonga del Palermo, tal vez no fuera sólo por la orquesta,
pienso que había algo en Funes, algo extraño, pregúntele
mejor a las mujeres.
José Valenzuela
(Contrabajo)
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lo que es más, sintiendo, estoy seguro que sintiendo, la
alegría mezquina de ese éxito, que no era el suyo, que
era de ese Funes, es duro de admitir, para la gente, bueno
para la gente del Palermo, Juan empezó a crecer Juan
Paladino, se lo atendía, se le decía maestro, volvió su
nombre, grande, en los afiches, Juan Paladino con su gran
orquesta, qué bruta que es la gente, qué iba a entender,
señor, lo que escuchaba, si creyó a lo mejor que eran
arreglos, cosas del director, genialidades, ese es el lindo
público, ahora entiende, vale algo tocar para la gente, ve,
por eso, por cosas como esa, yo rajé de la música, le estoy
hablando en serio de la música, porque esto es otra cosa.
Kraimer
(Primer violín)
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entre las minas, aplicado estudiante de violín, conocedor
de escuelas y de libros, cómo no iba a admirar al mago
Funes, a la magia de ser Funes el Músico, si había que
verlo como lo veíamos, había que estar allí para saberlo,
tan Funes, tan sorpresa, tan él siempre; algunas veces
yo lo iba a buscar, vivía en un bulín, por Villa Urquiza,
matéabamos, mirábamos crecer la tarde de domingo, se
charlaba, más bien yo le charlaba, ya le dije, era como un
maestro, nadie sabe de qué manera me golpeó su muerte,
esa mancha en el piso del Palermo, sueño con ella a veces
y la veo hacerse enorme y roja y tengo miedo, mejor no
ponga eso, más bien diga algo así, que él siguió siendo
el mismo, que tenía un diablo en el violín y una locura,
y un silencio amistad, y su sonrisa, y un matear en las
tardes de domingo, y una manera Funes de pasar por la
vida, eso nomás, y que yo fui su amigo.
Julito Díaz
(Cantor)
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un chiste, en fin, una verdad sin vueltas, negándome que
fuera echao patrás, hablándome de genio, fijesé, si al
final, digo yo no era pa tanto, cómo dice, ni piense, qué
iba a tener con él, un segundo violín al fin de cuentas, un
segundón, un músico cualuncue, cuál atracción me iba a
robar, quién dijo, si el público de aquí siempre conmigo,
siempre con el cantor, o usted qué cree, aquí como me ve
me han ofrecido una actuación por radio, me ha llamado
un maestro que no puedo nombrar, otra que Paladino, ni
lo piense, qué me podía sacar el flaco ese, qué me podía
robar, con qué, de dónde, las únicas las minas, quién,
las locas, los yiros del Palermo, medio emberretinadas
con el flaco, claro, cosas de putas, no sé qué le verían, la
porra a lo mejor, je je, la pinta, vaya a saber qué cosa le
encontraban, la música le han dicho, no, qué música, qué
sabrán esas yeguas lo que es música.
Osiris Demarchi
(Primer bandoneón)
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tal vez, bueno, decía que las minas de aquí lo idolatraban,
le parece que es mucho esa palabra, creamé, no exagero,
había que verlas como yo las vi, mirándolo embobadas,
llamándolo, sonriéndole, acariciándolo al pasar, chau
Funes, y él, señor, un paciente yigoló, un consentido, un
fioca, que se ayuntara en serio con alguna no lo creo,
fatos sí, por supuesto, con más de una tal vez, y bueno
fuera, con la ternura que le demostraban, la Rosario ya ve
sin ir más lejos, esa que fue la hembra del cantor, claro, el
que usted conoce, una morocha alta, ojos tremendos, de
pelambre imponente, ya ve cómo la ubica, no es de pasar
por alto, usted lo ha dicho, bueno, con la Rosario, pero
más bien con todas, con ninguna, un yigoló, Gardel, no
sé si me comprende, quiero decir, a mí no se me escapan
las cosas, y esto lo vi también, no se celaban, es la pura
verdad; un acuerdo me dice, no un acuerdo pero algo
así, mejor lo protegían, como si fuera de ellas, quiero
decir de todas, y lo regaloneaban, lo cuidaban, como si
lo supieran parte de la noche, del humo del salón, de la
milonga, de la música pegándose a sus cuerpos, es muy
difícil de explicar, señor, he visto casos.
Mary
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nosotras la alegría, vio las mañanas, ciertas mañanas
de verano cuando al salir del baile o qué sé yo, una se
acuerda que fue piba, dice, vamos al Rosedal, y va, pasea,
se olvida de la noche, mira cielos, toca así con la mano una
corteza, mastica una ramita, se come el sol, los pájaros,
un carro, vuelve a sentirse amanecida, tierna, bueno, algo
así, Funes el Músico, su música envolviendo como un
perfume, piense en el Rosedal, en la glicina que hay en
el Rosedal en primavera, ahora piense en su música, su
música meciéndonos, besándonos, creciéndonos adentro
como un hijo, su música latiéndonos, llamándonos,
diciéndonos que sí, que esa es la noche, que esa es la noche
nuestra del Palermo, con malevos, y otarios, y nosotras, y
espejitos, y luces, y perfumes que a veces son recuerdos,
y chinche, y amasijo, y cana y miedo, y que Dios está allí,
y está en el aire, la música de Funes lo decía, que Dios
estaba allí también, en la milonga, y en el violín, y en
el salón vacío, y en la calle al salir, y en el gusto infantil
de una ramita, todo aquello su música, no, cómo celos,
quién que no fuera una infeliz podía tenerle celos, no le
dije, era nuestro, era de todas, era la noche nuestra del
Palermo, quiere más, con Rosario, rogábamos a Dios que
no se fuera.
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Rosario
Kraimer
(Primer violín)
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mostraba a parientes y a vecinos como algo de él, como
algo de la casa, su inquilino, su músico, su orgullo; Funes,
de agradecido, bajaba en ocasiones su violín, y era una
fiesta, si me parece verlo, tan contento, tocando arias de
ópera, viejas cosas de Italia, canzonetas, don Pedro y su
mujer se enternecían, se derretían mirándolo, aplaudían,
seguían pidiendo más, invitaban a todos los vecinos, le
juro que era lindo, en aquel patio, el jaulón con canarios,
las macetas, bajo el jazmín del país, junto a la diosma, los
pibes apretándose en la puerta, tan para ser feliz en serio
aquello, tan otra cosa que la ojerosa noche del Palermo,
nunca lo vi tan bien plantado a Funes como en aquellas
tardes de domingo, y una tarde de aquellas vino Lidia.
Don Pedro
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envolvió en su música, nos alegró, nos puso tristes, nos
encendió recuerdos, era Funes el Músico poniendo alas,
campanas, sueño, maravilla, vino de primavera en este
patio, acunando al amor, llamando a Lidia, diciendo Lidia
amor con su violín de fiesta, esa primera vez que la vio a
Lidia, esa primera vez que Lidia y Funes se encontraron
aquel domingo en este mismo patio, lo demás ya lo sabe,
Lidia y Funes, y de pronto el amor, de pronto el gusto
del amor alegrando la casa, era tan lindo verlos, tardes
y tardes que pasaron aquí, la música, el jazmín, Funes
y Lidia, y el amor madurando en este patio; yo le hacía
bromas, claro, lo llamaba sobrino, nos reíamos, si iba
en serio la cosa, si ellos nunca trataron de ocultar, tan
luego Lidia, el amor le asomaba en la mirada, estábamos
contentos todos, claro, mi mujer, Lidia, Funes, yo que
veía quererse a dos que yo quería, pensándolos unidos
para siempre, pensándolos unidos y en mi casa, con el
violín, con Lidia, la alegría de tenerlos aquí, de verlos
juntos, qué tardes esas tardes, cuánto gorrión en el violín
de Funes, qué primavera nueva en este patio, mírelo bien
ahora, no le parece oscuro, mudo, frío, la época tal vez, o
el abandono, de a ratos me parece que llorara.
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Osiris Demarchi
(Primer bandoneón)
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dejó solas, las dejó murmurar, decirle cosas sucias, yo
las conozco, usted no sabe lo que son, celosas, malas, les
quitaban su lindo yigoló, su consentido, la rabia las ganó,
las ganó el odio, y un despecho feroz, sucio, asesino, así
como le digo, en poco tiempo, su ternura con él se hizo
un cuchillo.
Rosario
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El Patio
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duele, duele el temblor que llega, duele el grito que
despierta los pájaros del miedo, por favor no se vaya,
escucha, pasos, pasos en la vereda, no hay un alma en
la calle, sólo un terror de pasos desalados que buscan
esa puerta, que dejan otros pasos atrás, y algo jadea,
Lidia que ya va a entrar, Lidia que quiere dejar atrás algo
terrible y mudo, aquellos pasos de impaciencia y sombra,
Lidia y la sombra, Lidia, un no, por favor, Lidia y un grito,
y una mano de sombra que silencia, que busca silenciar
el ronco grito, que no grites, te digo, voz y sombra, pasos
de felpa y sombra en la vereda, Lidia sin grito ya, Lidia
que cae, que se derrumba, allí, junto a esa puerta.
La Sombra
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acababa, pero la quise hablar, quise primero, decirle que
venía pensando en ella, que mi bulín, mi vida, mi coraje,
la estaban esperando, que lo dejara al cajetilla ese, que yo
no era de aguantarme su desprecio, que tuviera cuidado,
que se viniera ya, que fuera mía, eso quería decir, juro
que eso, pero ella qué, me vio, me tuvo miedo, corrió
como una sonsa, y yo mandándola parar, diciendo Lidia,
yendo tras ella por esa calle oscura, tratándola de hablar,
luego insultándola porque no me escuchaba, ella corría,
cuando llegué a la puerta la alcancé, quise que me mirara,
que me oyera, que se supiera mía ente mis brazos, ella
gritó, yo no podía dejarla, apenas le tapé la boca, apenas
le mandé no gritar, si no hice fuerza, si no hice más que
sujetarla a Lidia, cuando se me aflojó, volteó los ojos,
se me cayó en el hombro y se me iba, entonces la dejé,
solté el abrazo, la vi junto al umbral y como un miedo
me apresuró los pasos calle arriba. Ese soy yo, ya sabe,
un muerto, nadie, ponga Sombra nomás, sombra entre
sombras, a veces vuelvo sombra hasta esa esquina.
Kraimer
(Primer violín)
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cara del amor, cómo es su gesto, señor, Lidia era eso, un
palpitar de amor, era el amor, un vuelo, una campana, un
canto de alegría en aquel patio, mire, señor, hay muertes
que dan rabia, que hacen dar ganas de sopapiarlo a Dios,
ella tan vida, tan prodigio de amor, tan hembra y niña,
morirse así, usted no se imagina, y para colmo medio
turbio todo, nunca se supo bien, parece que corría, había
ido al almacén a hablar con Funes, de noche, tarde,
alguien la oyó gritar, parece que algún tipo la quiso, qué
sé yo, como digo, nunca se va a saber, la calle como boca
de lobo, sin un alma, y ella corriendo hasta la puerta,
dicen que disparando de alguien, cayó junto al umbral,
síncope dijo el médico, quién sabe.
Juan Paladino
(Piano)
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nuevo en las revistas, Juan Paladino en casas grabadoras,
y yo creyendo o no creyendo, pero viendo crecer mi
nombre, viendo crecer mi fama sin justicia, dejando
hacer, callando, yéndome a baraja, dudaba a lo mejor, no,
no dudaba, más bien quería dudar, pero sabía, y usted
también sabía, quién iba a empujar todo sino Funes, no
me diga que no, Funes con su violín, su disparate, su
música lujosa y prepotente, decían que eran arreglos, así
decían, usted lo puede creer, si es de morirse, era Funes
nomás, no sólo su violín, tal vez su estampa, su no sé qué
fatal con las mujeres, su acaudillar miradas, voluntades,
diga que no, atrévase a negarlo, si cuando empezó
aquello, quiero decir su metejón, su Lidia, cuando a las
locas esas las amuró el encono, nadie me va a negar que
echamos malas, que empezamos a echarlas por lo menos,
se acabaron los sueños como dicen, la gente aplaudía
menos, daba menos, no llegaba a entregarse, nos seguía
tal vez por la costumbre, pero ya era otra cosa, el tipo de la
casa grabadora no volvió por aquí, casualidad, casualidad
tal vez, pero la orquesta ya no fue la misma, había algo
en el ambiente que ceñía, que apagaba, que enfriaba, yo
no sé, tal vez las minas, tal vez esa que llaman la Rosario,
no, no estoy loco, la vi, les vi las caras, les vi el odio, las
ganas de hacer mal, el gesto sucio, tal vez las minas, digo,
sin embargo, ahí recién empezaba mi fracaso, fue mucho
pero después, vaya, averigüe.
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José Valenzuela
(Contrabajo)
38 |
el sábado a la noche, ya con bastante gente en el salón, y
decidimos no contar nada a nadie, sobre todo a las minas,
ni una palabra, nada, uno no sabe cómo lo han de tomar,
qué escándalo tal vez podrán hacer, hay tanta gente, se
imagina, un sábado, así que nada, mus, disimulamos,
y se empieza a tocar, lo estoy viendo a Demarchi, que
arranca, fuerte, solo, sin esperar al piano, una milonga.
Osiris Demarchi
(Primer bandoneón)
Oigo tu voz
engarzada en los acordes de una lírica guitarra
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prendida a las polleras
de un bailongo guapo y rompedor
como jamás ha de volver
Kraimer
(Primer violín)
40 |
terminar la noche, vi el patio, los vecinos, don Pedro en
un rincón y como loco, nadie podía entender, se daban
nombres, se quería recordar alguna cosa, un gesto, una
palabra, un signo de su mal, una molestia, algo que
pudiera dar rumbos, no hubo caso, la policía se llevó
el cadáver, dicen que hubo batidas, que detuvieron a
algunos del boliche, no hallaron pruebas, tuvieron que
soltarlos, además no hubo golpe, no hubo herida, la
policía aclaró, se descartaba el crimen, que fue síncope,
un susto, ya puede imaginar lo que era eso, esa muerte
brutal, allí, de pronto, esa visita absurda de la muerte,
cómo, por qué, quién era Lidia, cuándo alcanzó a gritar,
quién la había oído, cómo es que nunca había contado
nada, tal vez por no alarmarlo a Funes uno piensa, tal
vez para cuidarlo, tal vez para evitarle una desgracia,
quién lo puede saber, si a lo mejor hasta eso de la sombra
fueron habladurías, y no había nadie atrás, y estaba sola,
y allí murió su muerte, aquella muerte que a la entrada
del patio la esperaba; Funes como de mármol, como
el hielo, lo abracé, dije algo, uno no sabe francamente
qué hacer, ya ni me acuerdo, sé que lloré abrazándolo,
que me quedé con él, que me dormí de a ratos, que de
a ratos escuchaba llorar, Funes no hablaba, creo que no
lloró en toda la noche, ni cuando la llevó la policía, ni
cuando al otro día la enterraron, quiso quedarse solo, no
volvió hasta su casa, sé que anduvo las horas y las horas
caminando.
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Osiris Demarchi
(Primer bandoneón)
Julito Díaz
(Cantor)
Kraimer
(Primer violín)
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Las Voces
44 |
Julito Díaz
(Cantor)
| 45
Osiris Demarchi
(Primer bandoneón)
Kraimer
(Primer violín)
Juan Paladino
(Piano)
46 |
José Valenzulea
(Contrabajo)
Osiris Demarchi
(Primer bandoneón)
| 47
algunas, secreteando, o volviéndose falsas, temblonas,
mascaritas, algo como electricidad, o miedo, o nervio a
lo mejor, no le puedo explicar, algo jodido; hablé poco
con Funes y me quedé mirando a las mujeres, como antes
se juntaron, como antes hubo risas, porquerías, pero algo
más, no sé, las risas más nerviosas, más duras, histéricas,
me entiende, ahora me acuerdo de esas risas y me recorre
un frío por la espalda.
Kraimer
(Primer violín)
48 |
Juan Paladino
(Piano)
Osiris Demarchi
(Primer bandoneón)
| 49
Rosario
Mary
Osiris Demarchi
(Primer bandoneón)
Kraimer
(Primer violín)
50 |
de atrás, se amontonaban, la Rosario, puede casualidad,
quedó de golpe frente a Funes, lo miraba, tenía un
modo jodido de reírse y lo miraba, alguna dijo viudo y
pobrecito, y se rieron todas sin moverse.
Rosario
Funes me manotió.
Demarchi
Mary
Kraimer
| 51
Rosario
Demarchi
Kraimer
Demarchi
52 |
Kraimer
Demarchi
Juan Paladino
| 53
54 |
El 42 y las lentejuelas 1
| 55
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Lo del terciopelo naranja no era para calentarse
mucho de movida. Porque entre las lentejuelas verdes,
amarillas y tornasoles, el bordado del número 42 en
azul marino, los corazones de fieltro, los flecos blancos
y colorados, y algunos otros materiales que yo más o
menos tenía calculado, como ser un par de espejitos si
venían al caso, o unas argollitas de metal para entreverar
con los flecos, que también podrían ir, el terciopelo
naranja por más vistoso que fuera, a mí me parecía que
no. Más que la única estampita de seda con la figura de
San Cristóbal que pude conseguir era medio tirando a
rosada. Así que francamente no se me ocurría dónde
encajar ese terciopelo naranja.
Pero el Viejo Tomás tiene sus salidas. Y con el tiempo
yo me acostumbré a respetárselas. No que me insistiera
ni nada de eso porque no es hombre de cargosear. Pero
resultó que lo había visto en una vidriera y le pareció
que me podía servir. Entonces, sin pensarlo dos veces,
lo había comprado, y me lo había traído envuelto en un
paquetito. “Gran puta si va a quedar lindo”, me dijo.
De modo que tanto por no desairarlo al Viejo yo
me puse a calcular qué podría hacer con el terciopelo
naranja. Me fui caminando despacio para el bulín,
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y todo el camino pensando cómo me las arreglaría
para combinarlo con las lentejuelas, y la seda azul, y
los corazones, y el celeste del fondo, y el color medio
rosado de la estampita. A veces me enculaba un poco y
me decía: si por ahí me sale a la manera de que quede
bien, lo pongo. Si no, me seguía diciendo, la amistad y el
agradecimiento y el respeto por el Viejo, es un asunto; y
el gusto por el trabajo es otro asunto. Y el Viejo sabe bien
que en estas cosas no se puede transar. Porque la única
vez que transé, me parece, él fue el primero en ponerme
una cara de nada que a mí me hizo sentir poco menos
que el último de los chantas. Y últimamente, me volvía
a decir, ya medio abriéndome el paraguas, si en una de
esas, mañana le digo al Viejo que no le metí el terciopelo
porque no lo vi, o porque no me salió de adentro, o
porque no me decía nada, el Viejo me va a decir: “está
bien, Rengo”, o “vos sos dueño”, o “cualquier día le vas a
encontrar el guay”. Porque el Viejo entiende bien y sabe
cómo funcionan estas cosas.
Llegué a la pieza entonces, y ya medio olvidado del
terciopelo naranja, me alisté a trabajar. Coloqué todos los
materiales a mano, las cajitas con lentejuelas, el ovillo de
seda, el paño del fondo, en fin, todo. Hasta un lápiz y
un cacho de papel, por las dudas. Que me disculpara el
Viejo, pero tengo que confesar que ni me acordé de abrir
su paquetito.
Bueno, desparramé como dije los materiales, y como
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siempre, les fui echando una ojeada despacio, a uno por
uno, como preguntándoles, o escuchándolos. Después
me quedé quieto, encendí un cigarrillo, y esperé a ver qué
me decían.
No alcancé a dar dos pitadas, cuando, clarito, como
si ya lo hubiera sabido desde antes, o como si alguien me
lo estuviera cantando, me di cuenta de todo lo que tenía
que hacer. Y allí nomás, como en un chispazo, se me
apareció lo del reborde en terciopelo naranja. Y entonces,
sobre el pucho, pensé que a algunas mariposas les iría a
poner un poco de terciopelo naranja para que hicieran
juego. Y a lo mejor también, un toquecito dentro de los
números, pero eso después se vería.
O sea que ya sabiendo más o menos para dónde iría
a rumbear, dejé el papel, agarré lo que iría a ser el paño
del fondo, y me puse a trabajar. Calculo que serían las
diez de la noche.
Estaba queriendo amanecer cuando me pareció que
la base ya estaba casi lista. Quiero decir, la forma general
ya cortada, con el San Cristóbal abajo, y el número 42
grande arriba, las marcas donde iban a ir las mariposas, y
las marcas para los corazones de fieltro (que al final no los
puse), las lentejuelas verdes del borde, que después iría a
terminar con una tirita de terciopelo naranja, y los flecos,
en el caso de que decidiera ponerle flecos.
Entonces, aunque no tenía nada de sueño, largué.
Corté un poco de salame, tomé un trago de vino, me
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fumé el último cigarrillo mientras oía cantar los gallos,
y me tiré a dormir.
Me desperté inquieto mucho antes de mediodía.
Mientras calentaba el agua para el mate me puse a mirarlo.
No estaba bien. A primera vista parecía que sí pero había
algo que no andaba. No me podía dar cuenta qué era. Me
apartaba, le tapaba una parte y le tapaba otra, le agregaba
y le quitaba cosas, lo tendía sobre la mesa, y lo colgaba
de la pared. Casi toda la tarde se me fue así, mirando
y mirando como un boludo sin poder hacer nada. Me
decía: a lo mejor será cuestión de seguirlo nomás, y ya va
a aparecer más tarde el defecto, si es que tiene un defecto.
Pero no había caso. No podía. Y miraba, y volvía a mirar,
y más de una vez tuve ganas de mandar todo al carajo, y
más de una vez me pregunté quién me había mandado a
mí meterme a hacer esas boludeces.
Fue a la nochecita recién. Ya estaba por plantar todo
y mandarme a mudar al boliche, cuando de golpe y como
por milagro, se me aclararon las cosas. Y vi que eran los
números. Exactamente el azul de la seda de los números
que resultaba demasiado oscuro, casi negro, y me rompía
toda la combinación. Así que no había más remedio que
cambiarlo. Sí, pero cambiarlo por qué, me preguntaba.
Al principio pensé en otro azul. Pero yo no lo tenía, y
quién sabe si lo iba a encontrar en la tienda. Entonces
pensé en las lentejuelas azules que, aunque eran un
poco grandes para el tamaño de los números, me daba
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justo el tono, que tenía que ser un azul marino tirando a
turquesa. Pensé que podía hacer un poquito más grandes
los números, pero también pensé que, en ese caso tenía
que modificar las alas de las mariposas que los abrazaban
por los costados. De otra manera, todo el centro iba a
quedar muy cargado.
Me metí pues a deshacer. Saqué lentejuelas y puse
lentejuelas. Agrandé, achiqué, recorté, añadí. Modifiqué
prácticamente todo porque una modificación obligaba
a la otra. No descansé hasta que lo vi otra vez bien
encaminado. Serían las once más o menos. Dejé las cosas
como estaban y rumbié para la fonda.
En la fonda me encontré con el Viejo Tomás. No
me preguntó nada sobre el trabajo. En cambio dio un
rodeo y me empezó a hablar de aquellas vez que, cuando
muchacho, ayudó, por unos meses, a pintar los telones
en un teatro. Y me volvió a hablar de cómo preparaban
la pintura y de cómo ataban los pinceles en la punta de
palos larguísimos, y cómo él le alcanzaba los tachos a un
italiano que le regalaba libros, y le hablaba del “supremo
ideal”, y de la “fuerza libertaria de la belleza”.
Le agradecí por dentro que no me hiciera preguntas.
Tal vez por eso, entre una cucharada de sopa y otra, le
dije: “Va saliendo”. “Ajá”, me dijo el Viejo, y se puso a
frotarse la barba haciéndose el distraído. A lo mejor por
si yo soltaba algo más. “Va saliendo lindo, me parece”, le
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dije. Se sonrió, y me llenó el vaso de vino. Del terciopelo
naranja, ni una palabra. Levantó la copa como para
chocar, pero salió hablando no sé qué de un aviso de
televisión que pasaban en ese momento.
Es que el Viejo sabe que no se puede hablar mucho
de lo que uno está haciendo. Porque hablar es como una
trampa, me dijo una vez. Y yo creo que tiene razón. Así
que terminamos de comer, nos quedamos mirando un
rato la televisión, y no volvimos más sobre el asunto.
Esa noche, al volver a la pieza, decidí meterle hasta
bien tarde. Seguí con las modificaciones que había
empezado. Se me ocurrió después lo del relleno para
darle relieve a una parte, y se lo puse. Me calenté bastante
con el trabajo, y algunas partes quedaron definitivamente
listas. Cuando largué, me pareció que todo andaba bien,
y que ya me faltaba poco para terminar.
Al otro día, en cuanto abrí los ojos, lo primero
que hice fue sentarme a mirarlo. Ni había encendido el
cigarrillo siquiera. Tenía miedo de volver a encontrarle
un defecto como la otra mañana. O peor todavía. Que, de
pronto, se me apareciera, allí sobre la mesa, un frangollo
espantoso que la calentura de la noche no me había
dejado de ver.
Por suerte no. Lo miré, y me pareció bien. Me pareció
que todo estaba justo y en su sitio. Era cuestión de meterse
a terminar algunos detalles y de veras quedaría listo. Me
largué de cabeza entonces. Sin titubear, sin pensar en
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nada más. Y a la tardecita de ese mismo día el trabajo
estaba terminado.
Me quedé echado en la cama, mirándolo. Después
me levanté, volqué un poco de ginebra en un vaso,
encendí un cigarrillo, y me volví a echar. Me entró esa
especie de pereza o ablandamiento que viene después de
la puntada final. Estaba contento. Pensé en el Viejo Tomás,
en sus telones, y en su maestro italiano, y en aquello de la
“fuerza libertaria”, y del “supremo ideal”. Imaginaba lo que
diría cuando se lo mostrara. Creo que me sonreía solo.
Después pensé en el gordo Ballivián que me había
encargado el trabajo ese. Y pensé en los pesos con que
me iría a juntar tal vez esa misma noche. Y, cosa rara,
pensar en el gordo Ballivián, en la guita, no me alegraba
nada. Al contrario, era como si me ensuciara un poco la
alegría.
Me pregunté por qué y no lo vi muy claro al principio.
Lo que pasa, pensé, es que uno dice: “me lo encargaron”,
y a veces no es así justamente. Y en el caso del gordo
Ballivián, también pensé, hubo que convencerlo un buen
rato para que se decidiera. Hubo que decirle que a su
colectivo con el tapizado flamante le vendría al pelo, que
quedaría bien, allí, contra el espejo, y a un costado del
volante, que me dijera cómo lo quería. Y además que no
le saldría muy caro, y aunque el gordo conoce bien mis
cosas porque hice varias para la 107, tuve que decirle que
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se quedara tranquilo, que le iba a hacer un buen trabajo.
Esas cosas que casi siempre se suelen decir.
Pero lo pensé mejor, y no tenía que ser eso, me
dije. Porque si se apartan algunos tipos inteligentes
que entienden de entrada lo que uno les ofrece, o a lo
mejor hasta me lo piden directamente, a la mayoría de
los colectiveros hay que convencerlos. Casi todos son así,
tienen plata, les gusta ver el colectivo pintón, pero no
entienden, y hay que explicarles todo.
No, lo que me molestaba entonces era otra cosa.
Tal vez ese gesto de canchero del gordo cuando al final
dijo que sí. Y cuando, medio distraído, y contando las
monedas, me habló de un número 42 grande, dentro
de un corazón, y de un San Cristóbal. Como si en ese
momento le diera lo mismo colgar un almanaque, o el
escudito de Boca. O como si así, medio con desgano,
me diera a entender que me estaba haciendo un favor.
O como demostrándome que para él la guita era lo de
menos, y que se permitía tirarla, si le daba la gana, en
pavaditas como la que yo le ofrecía. “Ningún apuro”, me
había dicho, para colmo, cuando me estaba por ir.
Pensé también para conformarme que, a lo mejor,
todas esas eran ideas que yo me hacía. Y que el gordo
no había dicho nada jodido después de todo. Y que eso
del almanaque, y de que me estaba haciendo un favor,
lo había estado carburando yo nomás, y por mi cuenta.
De todas maneras me saqué de la cabeza el asunto del
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gordo Ballivián, y me tiré por ahí, esperando que se
hiciera la hora de encontrarme con el Viejo. De a ratos
me levantaba, y le echaba una ojeada al trabajo.
Estaba lindo. La forma general representaba una
corbata, pero grande: sesenta de alto, por veinte de
ancho. En lo que vendría a ser el nudo, que quedaba
acolchado y en relieve, tenía escrito: “Línea 107”, en
lentejuelas blancas sobre fondo celeste, que es el color de
la línea. Alrededor de las lentejuelas, como unos rulos
bordados en seda color borravino. Y por fuera de todo,
es decir: sobre los bordes del nudo, una guardita hecha
con lentejuelas verdes que, aunque parezca mentira, era
el color que estaba pidiendo la guarda.
Más o menos en la mitad superior de lo que sería
la parte suelta de la corbata, el número 42, bien claro,
que al final lo hice nomás en lentejuelas azules, pero
dentro de una especie de óvalo, y no de un corazón,
como me había dicho el gordo Ballivián. Después, abajo,
y no demasiado grande para que no me desequilibrara
el conjunto, la estampita de seda de San Cristóbal con
su colorcito tirando a rosa viejo, que ni que la hubiera
pintado a propósito.
Y entre el San Cristóbal y el 42, o sea, un poquito más
abajo del medio, una gran mariposa en lentejuelas tornasoles,
verdes y azules. Como las alas eran bastante grandes y con
salientes, como las de los galerones, medio abrazaban, como
dije, por los costados al 42 y al San Cristóbal.
No me acuerdo si me los había pedido el gordo o no,
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pero los corazones de paño no se los puse. Lo que le puse
en cambio fueron otras mariposas chicas que hacían
juego con la grande del medio. Y todo alrededor, una
guarda de triangulitos, como quien dice inspirados en
el triángulo grande y acolchado que venía a ser el nudo.
Alrededor de esa guarda, o sea, por fuera de la última
hilera de lentejuelas, una tirita, de no más de medio
centímetro, de terciopelo naranja. El color naranja se
repetía después en otras tres partes. Una, era una especie
de tajo o medialuna muy finita, que iba por dentro y en
un solo costado del óvalo. Las otras eran dos mariposas
chiquitas, una por abajo a la izquierda, y otra por arriba
a la derecha. Flecos le puse nada más que en el borde de
abajo, de color blanco y rosado, que era justo lo que pedía.
Por atrás del nudo, y en la parte de arriba, le coloqué un
ganchito para colgarla, y para que se pudiera agarrar de
ahí sin manosearla.
Fue, me animaba a decirlo, una de las mejores cosas
que hice desde que empecé con esto, ya van para siete años.
A pesar de que estaba tocando fondo, y de que
contaba con esas lucas para pagar la pieza, no tenía
demasiado apuro para llevársela al gordo Ballivián.
En cambio, unas ganas bárbaras de mostrársela al
Viejo. De pronto pensé que se me iba a hacer muy largo
esperar hasta la noche para encontrarlo en la fonda. Así
que ahí nomás envolví la corbata, primero con un papel
de seda, después con un papel madera arreglado como
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funda, la agarré con mucho cuidado por el ganchito, y
me fui hasta la terminal de la 94.
En el café no estaba. En la oficina de la terminal,
tampoco. Recorrí con la vista los tres o cuatro coches
estacionados en la calle, hasta que lo vi. Ahí estaba el Viejo
haciendo su trabajo, metido en uno de esos cachivaches
que tiene la línea. Se me ocurrió darle una sorpresa, así
que me acerqué, y medio me acomodé detrás de un árbol,
cuidando que el paquete con la corbata no se me arrugara.
Me quedé quieto, y entonces me puse a mirarlo.
Serio estaba el Viejo dándole a la regadera, al lampazo
y a la escoba, como si estuviera ocupado en la cosa más
importante del mundo. Amagué arrimarme al colectivo
para caerle de golpe con el paquete, pero en ese momento
se metió un tipo que debía ser el patrón del coche. Por
lo que se vio, a buscar un diario olvidado en el asiento.
Subió, y se puso a revolver por ahí. “Momentito”, le gritó
el Viejo con autoridad. Levantó la escoba, y por poco
no lo saca carpiendo. Cuando el hombre se fue con su
diario, cerró la puerta, puteando en voz baja, y se agachó
para apretar el trapo en el balde. Me dije que era mejor
esperar a que terminara. Colgué el paquete de un ojal
para encender un cigarrillo, y me quedé por ahí. Ni falta
hacía que me escondiera porque el Viejo no miraba
más que su trapo y su colectivo. Me salía de la vaina
por golpearle la ventanilla y mostrarle desde afuera el
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paquete, pero esperé. El Viejo pasó con furia el trapo por
todo el piso. Varias veces estrujó el trapo en el balde, y
siguió fregando. Recién cuando terminó de fregar, abrió
la puerta, metió la escoba debajo de un asiento, bajó el
balde con el trapo y el cepillo, y los acomodó en una
especie de cajón con manija que sabe guardar el Viejo
en la terminal. En ese momento me volví a meter detrás
del árbol, por las dudas, y pude mirarlo más de cerca.
Entonces lo que vi me pareció una cosa de locos. El Viejo
revolvió adentro del cajón, y con mucha parsimonia, sacó
de allí un frasquito. Creía que era desinfectante. Pero
alcancé a verle la etiqueta. Agua de colonia Atkinsons,
decía. Lo destapó, lo olió, echó un chorrito dentro de la
regadera, le apretó la tapa, y siempre con mucho cuidado,
lo volvió a guardar.
Pasó sin verme muy cerca de donde yo estaba, subió
otra vez al colectivo, y le dio el último toque a su trabajo.
Con mucha calma, balanceó la regadera a un lado y a
otro para hacer llegar los chorritos a todos los rincones.
Hasta la nariz me llegaba el fuerte perfume del agua de
colonia. Gusto debería dar, me acuerdo que pensé, con
el calor de esa noche, entrar en ese colectivo fresquito y
perfumado como una mujer.
Bajó con cara de satisfecho el Viejo. “Listo”, le gritó
no sé a quién, y se fue a guardar la regadera en el cajón.
Al pasar de nuevo junto al árbol fue cuando me vio. Echó
una ojeada al paquete que tenía colgado de la mano, y
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con los ojos brillantes como si estuviera maquinando una
diablura, me dijo que lo esperara en el café de enfrente.
“Guardo esto, y enseguida voy para allá”, me dijo rápido
y como en secreto.
Fui hasta el café, y me senté a esperarlo. Antes de
que alcanzara a pedir algo, lo vi aparecer por la puerta
del café, secándose la cara con un pañuelo. Me buscó con
la vista, arrimó una silla, y pidió una vuelta de semillón.
Después se apoyó en los codos, señaló con la cabeza el
paquete que yo había colgado en el respaldo de una silla,
y sonriendo me dijo: “Qué tal”. Me encogí de hombros
haciéndome el chiquito, y muy despacio, fui haciendo
deslizar la funda hasta que la corbata quedó solamente
envuelta en el papel de seda.
La volví a colgar en el respaldo, y más despacio
todavía, casi como si la estuviera desnudando, le desdoblé
primero un lado del papel de seda, y después el otro.
Y ahí quedó, brillando contra el fondo oscuro de la
pared del café, moviéndose apenas por el ventilador del
techo. Titilaba, y las lentejuelas se llenaban por momentos
de luz. La vi hermosa y estrellada, azul y guiñadora como
un cielo en verano.
El Viejo la miró largo con los ojitos entrecerrados.
Encendió, sin convidar, un cigarrillo, y se apartó para
verla de lejos.
Después se acercó con la cabeza un poco ladeada,
estiró la mano, y amagó pasarle la punta de los dedos
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sobre el reborde de terciopelo naranja, pero al mirarse
las manos mugrientas se contuvo. Dio una pitada larga a
su cigarrillo, y me dijo en voz baja, como de confidencia:
“Una belleza, Rengo”. Y enseguida: “Vamos a festejar”.
Le contesté que iríamos a festejar más tarde, una vez
que le entregara el trabajo a Ballivián. No quería decírselo
al Viejo, pero esperaba cobrar esos pesos para convidar
yo. Quedamos en encontrarnos en la fonda.
Me fui para el recorrido de la 107, a ver si lo
campeaba al 42 del gordo. Paré en Mosconi y Avenida
San Martín, y empecé a preguntar a algunos colectiveros.
Por lo que pude saber, tenía salida a las diez y treinta y
cinco, de Núñez. Eso quería decir que faltaba una hora
larga para que el colectivo 42 apareciese por allí. Era
una hermosa noche de verano. Vi un bar, de casualidad
encontré una mesa desocupada en la vereda, colgué el
paquete en el respaldo de una silla, y me senté. De paso
podía echarle una ojeada a los 107 que venían de Núñez.
Llamé al mozo, y pedí un balón.
Estaba tranquilo. Un buen trabajo terminado, los
pesos que, si Dios quería, me iría a hacer en cuanto lo
encontrara al gordo, la cena dentro de un rato con el
Viejo Tomás. Todo andaba bien esa noche, pensaba,
como esa silla en la vereda, y los horarios del gordo, y la
frescura de la cerveza.
El encuentro con el gordo Ballivián, misteriosamente,
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me volvía a producir la misma sensación de disgusto. Pero
no quería pensar en eso. Lo que quería más bien era mirar
la calle, descansar, tomar tranquilo mi cerveza. Y sobre
todo, entretenerme, pensar macanas, como se dice, viajar
un poco con el mate, cosa que, de un tiempo a esta parte,
se me ha hecho como un vicio.
Mientras miraba de tanto en tanto los colectivos,
me puse a pensar en el Viejo Tomás. Pensé en lo que
me había dicho esa noche, y pensé que para mí era
importante que el Viejo lo hubiera dicho. Pensé en esa
manera suya de apreciar un trabajo, y de dar a entender
que lo aprecia, sin decir las huevadas que dicen algunos
cuando quieren elogiar. Y no solamente de apreciar, me
dije, de hacer juicio también. Y al decir hacer juicio me
acordé de pronto de aquella vez, cuando, yo no sé por qué,
las cosas no me habían querido salir. Y que entonces, en
vez de demorarme en averiguar por qué no salían, o de
esperar esa vocecita de adentro que con paciencia a veces
lo aclara todo, por apuro, o por pereza, o vaya a saber
por qué, me había puesto a macanear. Había agregado
detalles de grupo, esas combinaciones facilongas que
uno sabe que a los colectiveros les gustan. Espejitos,
piedras de colores, fotos de Gardel, esas cosas. Me acordé
entonces de la cara que había puesto el Viejo en cuanto
las vio. Ni una palabra dijo, las miró de reojo apenas, y
puso aquella cara de cambiar de conversación que me
hizo sentir de golpe un chanta y un mentiroso. Creo que
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desde esa vez no volví a macanear nunca más. Pero esa
noche el Viejo había dicho: “Una belleza, Rengo”, y yo
estaba contento. Porque dentro de un rato festejaríamos,
y todo nos parecería bárbaro, y el Viejo, ya medio en
pedo, se pondría a hablar de cuando pintaba los telones
en un teatro, y de su maestro italiano, y de la fuerza
libertaria de la belleza. Y a mí me vendría esa especie
de paz, o de piyadura, pero que no ha de ser piyadura,
porque aun en medio de la piyadura y del pedo, voy a
estar sabiendo que al otro día voy a querer hacer algo
como la gente y me puede salir un bodrio, y me voy a
quedar las horas y las horas mirando los materiales sin
saber qué hacer, y me voy a llamar inútil y pajero, y me
voy a jurar que es la última vez en la vida que me meto a
hacer esas pelotudeces.
Después me puse a pensar en cuando lo conocí al
Viejo Tomás. Y como un recuerdo va trayendo al otro,
en aquellos meses, que en aquel entonces me parecieron
tan bravos, pero que ahora, mirados desde lejos, creo que
no fueron para tanto. Quiero decir, los meses después del
accidente, cuando ya antes de salir del hospital, empecé
con estas cosas. Tanto como para ir tirando, y hasta que
consiguiera algo fijo.
Y entonces, mientras masticaba manises y le miraba
la espuma al segundo balón, me vino a la memoria
aquella noche en que lo conocí al Viejo. Y me volví a
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ver recién salido del hospital, con aquellos adornos de
goma para la palanca de cambio que yo me había largado
a hacer por hacer algo. Me sonreí, y pensé que no eran
tan fuleros después de todo, si se tenía en cuenta mi total
falta de experiencia. Y me acordé de cómo los hacía.
Cómo buscaba pedazos de cámara, negros o colorados,
y los recortaba con tijeras y cortaplumas, y los pintaba,
y los claveteaba con tachuelas de tapicero. Y me acordé,
parece mentira, de cada una de las flores, y estrellas, y
mariposas, y figuras de fantasía que hice en aquella
época. Y me acordé también de la poca confianza que
me tenía cuando las llevaba a los cafés donde paraban los
colectiveros.
Pero me acordé sobre todo de la noche aquella. Y
de aquellos dos trabajitos, y del tiempo que hacía que los
llevaba en la mano sin poderlos ubicar. Y de la semana
que me había pasado trabajando, estropeando material,
y corrigiendo como loco, para que al final ni me los
miraran. Y de lo pelotudo que me sentía de a ratos.
En eso pasó el 71 de la 107, y frenó en la esquina
por el semáforo. Como lo tenía ahí, parado a unos veinte
metros, me levanté, y me acerqué para confirmar la salida
del gordo. Por el 71 me enteré que el gordo no salía a las y
treinta y cinco sino a la hora, y que venía detrás del 58. Me
volví a sentar, acomodé el paquete con la corbata, y pedí
otra cerveza. Me sobraba tiempo, hacía mucho calor, y
además quería seguir pensando en lo que estaba pensando.
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En esta flor y esta estrella de goma recortada que
ahora tengo en la mano. He tardado mucho en terminarlas.
Seguramente demasiado. Pero me estoy empezando a
dar cuenta de que este asunto es así. Hace un mes que
me largué a hacer estos trabajos con pedazos de cámara
y tachuelas. Nada más que por un tiempo, me dije, y para
ganarme unos pesos. Pero pronto me ha empezado a
pasar algo raro. Me metí a hacer estos adornos porque
algo había que hacer, y porque, después de todo, era un
trabajo como cualquier otro. Pero empecé a trabajar, y
de buenas a primeras me olvidé para que los hacía. Y me
calenté, y gasté tanto tiempo en terminarlos que al final
creo que no compensa, o a lo mejor, salgo perdiendo
plata. No tengo experiencia, claro, y estas cuestiones
nuevas que se me van presentando me preocupan y me
desconciertan. Me pregunto si a los que pintan cuadros,
o hacen estatuas, o tocan el bandoneón en una orquesta
les pasará lo mismo.
Hace dos días que ando con estos dos adornos de
goma. Recorrí boliches, terminales de colectivos, casas
de repuestos, y no los pude ubicar. Me empiezo a sentir
bastante pelotudo. Me empiezo a preguntar si realmente
vale la pena seguir perdiendo tiempo en esto.
Estoy en un boliche de Puente Saavedra. Me acerco
a una mesa de tres colectiveros, y los muestro. Uno de
los tres es un gallego medio bruto. Los mira, y después
habla en voz alta con los dos que tiene enfrente. Dice que
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esas cosas no sirven para nada, y que seguramente han de
molestar al hacer los cambios.
Me siento más pelotudo que nunca y no le contesto
nada. Pienso que el gallego tal vez tenga razón, que esas
cosas no sirven para nada, y que, en serio, tal vez molesten
al hacer los cambios. Y que por lo tanto, todo el tiempo
gastado, y la preocupación, y la calentura, y los trabajos
empezados y tirados a la basura, y las modificaciones de
último momento que me los retrasaron casi dos días, todo
es lisa y llanamente una pelotudez, un entretenimiento
de chiquilines, algo así como una puñeta, me digo.
Me viene como un cansancio, y como la pierna
estrolada me duele algo todavía, en vez de irme me siento
por ahí, en una mesa apartada, a tomar un café.
Veo junto al mostrador un viejo que mira con
insistencia para mi lado. Lo conozco de vista. Hace unos
meses changueaba en un mercado de avenida Maipú. Sé
que ahora barre los coches en la terminal de la 68. Tal vez
esté un poco en pedo. Sin dejar el apoyo del mostrador,
dice fuerte, como hablándole al patrón, y señalando con
la cabeza mis adornos: “Lindos, ¿no?” Se baja de un trago
su ginebra, y dice más fuerte todavía, mirando para la
mesa de los colectiveros: “Además no molestan un carajo”,
y “No hay como ser gallego para decir gansadas”.
Deja el mostrador, medio tambaleando se viene
hasta mi mesa, se sienta y me dice: “A verlos, Rengo. ¿Me
los mostrás? ¿Qué vas a tomar?”
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Un gesto, claro. Un gesto que yo, en medio del
esgunfio, aprecio como una mano tendida, aunque, por
supuesto, para nada creo en el interés que me demuestra
el Viejo. Sin contestar nada, se los doy para que los mire.
El Viejo se pone a revisarlos minuciosamente. Me da risa,
pero empiezo a sospechar que tal vez no sea solamente el
gesto. Chispeado o no, parece que al Viejo le interesan en
serio esa flor y esa estrella que tiene en la mano. Las mira,
las toca, las estira sobre la mesa, y me pregunta cómo
las hago, cómo se me ocurren los dibujos, y qué pintura
les pongo. Me dice también algo que en ese momento
me parece un soberano disparate. Que “debe ser lindo
trabajar en estas cosas”.
Le contesto como puedo, pedimos una copa, y nos
quedamos charlando. Al ratito nomás me doy cuenta,
o me parece darme cuenta, que el Viejo es de los que
entienden. Y siento que, sin hablar mucho, sin hacer
mucho escombro, el Viejo a su manera olfatea lo otro, lo
que no se dice, lo que no hay por qué decir: las noches
en vela de puro caliente con algún detalle, los trabajos
empezados y tirados con bronca a la basura, las tardes
pasadas en la pieza como un pelotudo pensando si ponía
dos o tres hileras de tachuelas, eso parecido a la piyadura,
y que no es piyadura, en el momento de terminar un
trabajo, y el esgunfio, y la chinche, y el convencimiento a
veces de que uno es definitivamente un negado, y el otro
convencimiento si no, el de estar perdiendo el tiempo en
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pajerías cuando pasan cosas como las que habían pasado
hacía un rato.
Sé que nos vamos a seguir encontrando. Me pide
que le muestre otras cosas, y me dice que me espera el
sábado en la fonda. Me dice que se llama Tomás Alderete,
y que cuando muchacho pintó los telones en un teatro.
Me pregunta el nombre, pero igual me sigue llamando
Rengo, tal vez cariñosamente. Antes de irme, me dice:
“Yo te voy a mostrar unos diarios a vos”.
Estaba pensando en unas fotos de diario, muy
manoseadas, donde aparecían algunos actores sobre un
escenario que casi no se veía, cuando de pronto lo vi
pasar al 58.
Como detrás de él venía el 42 del gordo, llamé al
mozo, pagué, y con el paquete sobre el brazo, me fui
caminando despacio hacia la parada. Antes de que
terminara el cigarrillo lo vi aparecer por Campana. Lo
conocí enseguida. Y ya me puse a pensar en la carrocería
nuevita, con su hermoso tapizado color negro mate. Y ya
vi la corbata colgada en su lugar, junto al volante. Y la vi
resaltando, con las lentejuelas, y los flecos, y el reborde
de terciopelo naranja sobre el negro del fondo. Y la vi
rebrillando, y centelleando, y cambiando de color con el
balanceo del colectivo. Convidando a los ojos a mirarla.
Convidando a creer en las cosas, tal vez distintas, que a
cada uno le diría.
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Mientras pensaba en todo eso, y miraba embobado
el colectivo, me distraje, y me olvidé de hacerle seña. Tal
vez pensé que no hacía falta, que al verme allí, junto al
poste, el gordo me iba a conocer y me iba a parar. En
cambio no me vio, o no me conoció, porque pasó al ladito
mío, y siguió de largo. Tuve que chiflar fuerte dos veces, y
después, pegar un grito llamándolo por su nombre para
que el hombre finalmente frenara, bastante más allá de
donde yo estaba. Trotando como pude lo alcancé, y subí.
Pensé que lo único que faltaba era que me cobrara el
boleto. Pero no, al subir le dije: “Que tal, Ballivián”, pensó
un poco y se acordó. “Ah sí, el chirimbolo aquel, me había
olvidado”, dijo. Todavía resoplando por el trote, eché una
ojeada a la tapicería, y le dije: “Va a quedar lindo”. No me
contestó nada, frunció los labios y se puso a revisar las
planillas. Me estaba por ubicar en el estribo del lado de
la puerta cerrada, pero no sé por qué, preferí sentarme
en el primer asiento. Esperé. Al doblar por Del Carril,
levantó apenas la vista hasta el espejo, y me dijo: “¿Te lo
había encargado, no?” “Y, sí”, le dije, “cuando hablamos
del tapizado. Fue el lunes de la otra semana”.
“Ah, sí, claro”, dijo. Frenó para que subiera un
pasajero. Después arrancó, cobró el boleto, y se quedó
como escuchando algo antes de dar el vuelto.
“¿Oíste el diferencial?”, me dijo, “veinte días que lo
saqué del taller. Doscientos mil pesos. Oí como está”.
“Zumba un poco”, dije, por decir algo.
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“Otros doscientos mil la semana que viene. Es una
barbaridad”.
“Es una barbaridad, de veras”, le dije.
Por un rato no hablamos más. Seguí mirando el
tapizado, calculando el sitio justo donde poner la corbata.
Se me habían ido las ganas de abrir el paquete.
“¿Lo trajiste?”, me dijo de pronto.
“¿Cómo?”, le contesté, porque estaba en otra cosa.
“El chirimbolo, el adorno, digo si lo terminaste”, me dijo.
Le señalé el paquete, y le dije que ahí lo tenía.
“Bueno”, me dijo, y se puso a acomodar sin apuro las
monedas y los billetes.
Otro rato sin decir nada. Estábamos ya por Mariano
Acosta, o sea cerca de la otra terminal, cuando sin mirar
por el espejo, se echó hacia atrás y me dijo: “Te lo voy
a pagar. Yo soy un tipo de palabra, sabés. ¿Cuánto me
dijiste que me cobrabas?”
Se lo dije.
“Está bien. Escuchá el diferencial. Qué cosa bárbara.
En la terminal arreglamos. Después te traigo si querés.
Todavía tengo otro viaje”.
En la terminal arreglamos. Bajaron los pocos
pasajeros que quedaban, bajó Ballivián, me dijo que iba
hasta el control, y que enseguida volvía. Lo esperé. Llegó
a los pocos minutos hablando a los gritos con alguien
de adentro de la oficina. Traía la billetera en la mano.
Todavía riéndose, se acomodó frente al volante, contó los
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billetes, y por encima del hombro, me los alcanzó.
“Ponélo aquí arriba”, me dijo, “mañana o pasado
lo hago colocar”.
No aguanté más, y le dije: “¿Pero no lo querés ver
primero?”
“Sí, sí, después. Ahora ya salgo. Ponélo ahí nomás”,
me dijo.
“Tengo que poner eso. Tengo que poner el cartelito
con las tarifas nuevas, que todavía ni tuve tiempo. Y tengo
que poner la propaganda del negocio de mi cuñado. Me
la trajo a casa y no sé dónde la voy a meter. Un despelote”.
Le dije: “Mirá Ballivián, yo bajo. Tengo que hacer
por aquí. Chau, otro día me decís qué te pareció”.
Y me bajé. Me fui caminando por Balvastro, doblé
por Pedernera, hice un par de cuadras, y volví por
Santander.
Tal vez puteaba por dentro. Tal vez me dije que por
algo sentía ese disgusto cuando pensaba en el gordo.
Tal vez me enchinché conmigo, y me pegué un levante,
y me pregunté por qué carajo andaba amargado. Había
terminado un trabajo, lo había entregado, lo había
cobrado en el momento, y ahora tenía la guita fresca allí,
en el bolsillo.
Me acuerdo de que en algún momento hable solo,
como un piantado, y dije: “Como si fuera un repuesto.
Che Rengo, dame unos aros de cilindro de tal medida.
Mañana o pasado los hago colocar”. Cosas así.
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Después dije: “Pero no, ni siquiera un repuesto.
Un repuesto se necesita. Se lo va a comprar. En cambio
este. Yo soy un tipo de palabra. A mí no me importa lo
que vos hiciste. Si ni siquiera me acordaba. Yo te pago
porque soy así. Porque tengo guita, y no soy pijotero.
Oí el diferencial, como para chirimbolos está el asunto.
¿Cuánto dijiste que me ibas a cobrar? Aquí tenés la plata.
¿Qué más querés?”
Cuando volvía a la parada, sé que me la estaba
agarrando con el cartelito de las tarifas y con la
propaganda del cuñado, que seguramente tenía que ser de
una pizzería. Y entonces veía una pizza enorme, pintada
de colorado, y blanco, y amarillo, y verde, con aceitunas,
y muzzarella, y anchoas, y tomates, y rodajitas de cebolla,
ocupando todo el techo del colectivo. Y detrás de la pizza,
asomando apenas detrás de una aceituna, un pedacito de
terciopelo naranja, y cuatro o cinco lentejuelas.
Eran cerca de las doce cuando llegué a la fonda. En
la mesa de siempre estaba el Viejo, mirando la televisión.
Se había puesto una camisa recién planchada, y se había
hecho lustrar los zapatos. Pensé que ya había comido
porque tenía una botella sobre la mesa, y ya estaba
un poco chispeado. Pero no, me dijo que me estaba
esperando. Así que me senté. Pedimos algo para picar, y
otra botella.
Le empecé a contar algo de lo que había pasado con
el gordo Ballivián, pero de pronto, frente al Viejo, me
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parecieron pavadas, y me callé.
Seguimos chupando, y mirando de a ratos la
televisión. Cuando en la fonda empezaron a levantar las
sillas, nos metimos en un bar.
Nos agarramos tal peludo esa noche, que yo canté, y
el Viejo dijo un verso, y después nos pusimos a pulsear,
y le pagamos la vuelta a todos los que estaban mirando.
Cuando salimos del bar le dije al Viejo que largaba,
que no iba a trabajar más en esas cosas. El Viejo se me
plantó de frente, levantó el dedo como para decir una
frase importante. Pero como con la mamúa no le salió, o
se la olvidó, me agarró fuerte el brazo y me dijo que no
fuera pelotudo. Seguimos caminando abrazados, y nos
metimos en otro bar.
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Bandeo 1
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Habría que decirle a Hernández que se tranquilice y
empiece por el principio, puesto que él, seguramente ya
un poco borracho, se ha largado otra vez a hablar de esa
confusa noche en la cual “pasaron un montón de cosas”,
“un montón de cosas horribles, no te imaginás”, aunque
nunca se alcanza a comprender claramente cuáles fueron
esas horribles cosas que, al parecer, dejaron imborrable
huella en ese pobre tipo, enfermo de recuerdos, charlatán,
cargoso, tal vez un poco sonado, que desde hace un rato
está dándole vueltas a su habitual manijita, y que ahora
ha agarrado del brazo a su interlocutor de turno en el
café para reclamarle una especialísima atención, para
que deje de mirar distraído hacia la calle, y deje de decir
que sí con la cabeza, y entienda bien cuáles fueron, cómo
llegaron a suceder esas “cosas” en las que confusamente
se mezclan un tipo llamado Thompson, una mujer
llamada (a veces) Lidia Cámara, un pescado con cuerno
en la frente, y el tiempo, y un polaco, y un curda que
despanzurraba a Borges, y una “rubita”, y algunos otros
detalles tan inofensivos o tan absurdos como esos,
pero que demostraban, “que palpablemente venían a
demostrar”, “o no lo estás viendo”, lo terrible que había
sido esa noche.
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Pero sería totalmente inútil pedirle a Hernández
que empiece por el principio porque entonces volvería
con aquello de que en esa noche no se puede hablar de
principio ni de fin porque todas las cosas sucedieron,
“tuvieron que haber sucedido”, al mismo tiempo, “en
el mismo tiempo”, y que si bien él lo había dejado a
Thompson sentado en una mesa de Los 36 antes de
meterse por Corrientes y apechugar con aquello que
después iría a ser el monótono tema de sus futuras
charlas, el tiempo de Thompson, el tiempo durante el
cual había estado sentado frente a Thompson en una
mesa de Los 36, no había transcurrido, todavía estaba allí,
a lo mejor pegando una segunda vuelta de espiral, dice,
“pero antes de que la otra se hubiera disipado del todo,
entendés”, sin correr vertiginosamente hacia atrás como
los postes desde la ventanilla de un tren, sino “atascado”,
o “embotellado”, o tal vez “flotando rezagado en medio de
esa noche”, que por eso fue realmente terrible, y por eso,
en algunos sitios, Hernández insiste en que se alcanzaba
a ver como un segundo trazo de lápiz sobrepuesto al
primero, como remarcándolo, haciendo por lo tanto
evidente que el tiempo, vaya a saber por qué desajuste
de su mecanismo, sencillamente no había podido correr.
“Porque vos date cuenta”, dice Hernández, y vuelve
por centésima vez a hablar de Thompson, a contar
cómo a él, a Hernández, justamente esa noche no se le
había dado la santísima gana de aguantarle a Thompson
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su tremendo esgunfio, “un esgunfio de la gran puta,
creéme”, y entonces le había dicho que chau, que más
valía volver a encontrarse en otro momento si le parecía,
pero no en ese, en el cual el esgunfio de Thompson se
hacía realmente insoportable, sobre todo al mezclarse
o sumarse a lo de Hernández, que no era precisamente
esgunfio sino bandeo. A raíz de lo cual Hernández inicia
una breve, didáctica explicación acerca de las diferencias
sustanciales entre esgunfio y bandeo, y a cuya terminación
se llega a saber que el esgunfio es una especie de niebla
sórdida, o mejor una bufanda pegajosa como un chicle, o
mejor una gruesa envoltura de telgopor; y que en cambio
el bandeo vendría a ser hormigas en el culo, que vendría
a ser una desazón, que vendría a ser una permanente e
insaciable necesidad de. Frase que se resuelve en un gesto
ambiguo y más bien giratorio de la mano derecha.
Por lo tanto era una verdadera estupidez, “era
totalmente al pedo”, dice, que él siguiera allí, aguantando
su propio bandeo, viendo cómo Thompson masticaba
minuciosamente un especial de matambre, y con esa
cara de esgunfio que volteaba se pusiera a hablar de que
“el amor remedia todos los males”, y que “la esperanza
es lo último que se pierde”, y que “la vida comienza
a los cuarenta”, y que ahí estaba Descartes, que era un
Rosacruz, para no dejarlo mentir. “Cosas por el estilo”,
dice Hernández, “imagináte todas esas payasadas
viniendo de un tipo como Thompson, si no era para
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romperle la jeta. Diciendo esas boludeces, poniéndose de
a ratos a mirar por la vidriera de Los 36, viendo la calle
como si estuviera contemplando el desierto de Sahara,
mientras, con una mancha de vino que había caído sobre
la mesa, dibujaba algo parecido a un pescado con un
cuerno en la frente, yo qué iba a hacer”.
Rajar, naturalmente. Decirle aquello de que era
mejor “dejar la copa para otro día”, para otro día con
menos esgunfio había querido decir Hernández, pero
qué se iba a poner a aclararle a Thompson lo de esa
media tonelada de niebla sórdida depositada lo más
pancha sobre la mesa, lo de aquella blanca y enorme
bufanda de Yum-yum que los estrangulaba a los dos
“como una boa constrictor”, con todo lo cual no se podía,
no digo ponerse amistosamente en onda, pero ni siquiera
intentar una conversación medianamente entretenida.
“Para colmo Thompson con su pescado y su
larguísimo cuerno en la nariz”, y después el pucho que
desmenuzó entre sus dedos mochos de comerse las uñas, y
los hilitos de tabaco mezclados con ceniza que espolvoreó
primero sobre la mesa y fue empujando después hacia
el borde hasta formar una especie de cordillera. “Esos
dedos mochos horribles”, dice Hernández, cumpliendo
con mucha parsimonia su asquerosa operación mientras
decía muy seriecito que el amor remedia todos los males
y que la esperanza afortunadamente era lo último que
se perdía, y se le arrugaba de pronto toda la cara en un
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gesto doloroso y lamentable a consecuencia del ruido
que había hecho un cenicero de lata al caer por ahí, y
trabajosamente se recomponía y, aunque todavía con la
frente arrugada, volvía a hablar de lo bueno que es un
poco de gimnasia respiratoria a la mañana, y que en
realidad la vida comenzaba a los cuarenta, “decime si no
era para matarlo”.
De modo que Hernández parece que dijo algo como
“bueno, hermanito, nos vemos otro día”, o “mejor nos
encontramos otro día”, tal vez agregando algo acerca
del esgunfio, de lo inútil que era intentar un pica-pica
con el esgunfio, pero sin mencionar seguramente la
bufanda de chicle, ni el telgopor, ni la niebla sórdida que
se había congelado sobre la mesa y estaba pesando una
barbaridad, y la ibas a sacar de ahí si eras brujo.
Y Thompson que había aceptado sonriendo la
despedida, “el hacerse humo” de Hernández, sonriendo,
fijáte, dice Hernández, una sonrisa angelical, totalmente
boluda o resignada, como si el tipo admitiera que era
realmente al pedo pelear contra el esgunfio, como si,
ante la incuestionable presencia de la niebla y la bufanda
y el telgopor, reconociera caballerescamente el derecho
de cada cual a tomarse el raje. Y todavía ese gesto de
Primer Lord del Almirantazgo, paternal o tolerante
con los tipos piantados como Hernández, “vos hacéte
cargo”, Thompson sonriendo y diciendo, “claro, claro”, a
él, a Hernández, cuyas perdonables hormigas en el culo
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lo obligaban a salir casi rajando de Los 36, y a dejarlo
plantado a Thompson, metido en su cubierta de telgopor,
envuelto en su pegajosa bufanda tratando, a lo mejor ni
siquiera tratando, de sacársela de encima, sonriendo
como un Buda, sin arrugar otra vez la cara porque no
volvió a caerse ningún cenicero, simplemente sonriendo
como un Buda, o un retardado frente a su pescado
cornudo y el montoncito alargado de tabaco y ceniza
contra el borde de la mesa.
Todo eso no más que como aburrida introducción a
partir de la cual Hernández se larga a hablar “en serio” de
esa famosa noche, si es que todavía le queda un oyente a
mano y no lo dejaron plantado en la mesa del café, como
él dice que dejó a Thompson en medio de sus idioteces
plásticas y de su esgunfio. Entonces lo probable es que
empiece a hablar de la jaula, o de cierta vertiginosa,
ululante encamada con Lidia Cámara, interrumpida
bruscamente por un inesperado y “terrible” segundo
trazo de lápiz. Pero más probable todavía es que ya
empiece con el vinoso encuentro en el Ramos con
Trovato y con Silva. Vinoso o ginebroso encuentro que
intentará (vanamente) describir paso a paso como si cada
detalle de esa conversación de mamados fuera de capital
importancia para comprender las “cosas que pasaron esa
noche”, o tal vez, vaya a saber, con el solo motivo de dar a
entender a su interlocutor (seguramente ya otro distinto
que el del comienzo) el grado de su bandeo, tema sobre el
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que ha de volver frecuentemente porque dice que hay que
saber perfectamente lo que es el bandeo para tener una
idea aproximada acerca de la jaula, del embotellamiento
del tiempo, y sobre todo, de la segunda marca de lápiz,
“casi en el mismo sitio que la primera, entendés”.
“Trovato y Silva, vos los conocés, allí, en una mesita
del Ramos, chupando ginebra desde las cuatro de la tarde,
y eran como las diez, imagináte”. Y por supuesto que al
interlocutor no le cuesta gran cosa imaginarse a Trovato
con su curda cargosa, babosa y manoseadora, proclive a
las lágrimas y las explosiones de ternura, y Silva con su
increíble apariencia de sobriedad, apenas un hablar lento,
discurseador y pedregoso. “Se la estaba agarrando con la
literatura argentina, me parece”, dice Hernández, “lo que
me acuerdo es que, como siempre, se la daba a todos”.
Ese parecido a Gardel, ese tonito profesoral, silabeante
y canyengue de Silva, demoliendo minuciosamente a
Borges y después a casi todo el mundo, dirigiéndose a
Hernández, quien, a causa de su espantoso bandeo no
estaba para trenzarse en discusiones boludas, y aun si
hubiera estado o hubiera tenido ganas de mandarlo
al carajo, tampoco hubiera podido hacerlo porque el
hincha pelotas de Trovato no había dejado en ningún
momento de convidarlo con ginebra, y de abrazarlo,
y de zamarrearle la cabeza, y de llamarlo con tiernos
diminutivos, por lo que no le había quedado más remedio
que convidar él también, y aguantar el baboseo de Trovato
| 91
junto a su oreja, y verlo a Borges hecho picadillo bajo
el hacha demoledora de Silva, revolviéndose como un
indefenso gusanito bajo el tonito monótono, y la lengua
ligeramente trabada, y la mirada sombría e implacable
de Fray Girolamo Savonarola, “vos sabés cómo son”, dice
Hernández.
Vos sabés cómo son estos tipos que andan entre
La Paz y el Ramos, entre el Politeama y La Giralda,
había querido decir Hernández. “Pero esa noche yo no
estaba para andar eligiendo compañía, entendéme. Y
me quedé con Trovato y con Silva, y las cuatro o cinco
copitas que tomé con ellos me cayeron verdaderamente
como la mona porque estaba sin comer desde qué sé yo
cuándo a consecuencia del bandeo”. De modo que en
algún momento dijo que tenía que irse porque lo estaban
esperando. Nada más que para rajar del Ramos, de la
pringosa compañía de Trovato y de Silva, o para rajar
simplemente, “porque eso es precisamente el bandeo”,
trata de explicar Hernández, la permanente e insaciable
necesidad de (el gesto), ese no estar bien en ningún sitio,
hincharse enseguida de todo y creer que sólo es cuestión
de rajar para encontrarse a la vuelta de la esquina con. Y
aquí otro gesto con la mano derecha, un gesto distinto
al anterior, lento, horizontal, con la palma vuelta hacia
abajo; gesto que tal vez quisiera significar algo parecido
a la paz, o a una cama, o al amor, o a un lago, o a una
quinta con lechugas y rabanitos recién regados, o a una
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losa de mármol con inscripción RIP y dos fechas exactas
e irrevocables marcando un preciso y bien delimitado
tiempo sin cabida para la insaciable necesidad de, ni
para el bandeo.
Pero difícil que a la curda de Trovato se la pudiera
conformar con un pretexto tan escueto como que “lo
estaban esperando” por más que Hernández hubiera
querido dar a la frase, seguramente con total ineficacia,
un tonito de cita programera para hacerla más verosímil,
porque Trovato, dice Hernández, acercándole mucho la
cara y pretendiendo mirarlo fijamente con esos ojitos
enrojecidos y llorosos que siempre tiene, “vos viste”,
aunque no esté en curda, le preguntó dónde tenía que
ir, y quién carajo lo podía estar esperando a él a esa
hora, mientras Silva interrumpía momentáneamente su
trabajo de demolición para mirarlo también y hacerle
sentir el fastidio de su sonrisita inmóvil y desconfiada.
Entonces Hernández había contestado
inmediatamente, “me está esperando Thompson en Los
36”; así, que Thompson lo estaba esperando en Los 36, “sin
intención de macanear, fijate”, agrega Hernández, “te lo
digo en serio, creyendo en serio que me estaba esperando
Thompson, cuando, como te dije, lo había dejado, yo
me había hecho humo y lo había dejado, hacía apenas
un ratito, atrapado en su bufanda, diciendo que el amor
remedia todos los males y esas boludeces, qué me decís”.
“Yo no sé qué hubiera pasado si hubiera dicho otra
cosa”, dice Hernández, cómo hubieran reaccionado
| 93
aquellos dos, quiere decir, sobre todo Trovato que quería
seguirla a muerte y no aceptaba ninguna excusa, “pero
cuando, sin quererlo, creéme, macanié y, creyendo lo que
decía, dije que me estaba esperando Thompson, se nos
vino encima como un silencio. Un silencio incómodo
que nadie sabía cómo romper; y entonces Silva le hizo
una seña al mozo para que trajera otra ginebra, y Trovato
se puso a jugar con el platito como pensando en otra cosa,
y yo me encontré que como un gil me había quedado
pensando en Thompson, en esas pavadas que decía
Thompson a las que a toda costa quería encontrarles
un significado inteligente, mirá qué estupidez. Y era
que el tiempo de Thompson se nos había metido en el
Ramos, en la segunda vuelta de espiral, entendés, porque
no se había podido borrar del todo ese tiempo y había
arrastrado hasta allí la bufanda, había volcado en esa
mesa del Ramos un lindo baldazo de la niebla sórdida
de Los 36, “algo horrible, che, hubieras visto. El hecho es
que, como si de golpe se les hubiera pasado la curda a los
dos, se dejaron de joder, y entones me fui”.
No a buscarlo a Thompson, claro, sino a la jaula “con
las ginebras que me habían caído mal, la boca hinchada
y el estómago hecho un asco, y los discursos de Silva, y
el franeleo de Trovato. Y de pronto, hambre, así como lo
oís, porque no había almorzado nada a causa del bandeo,
ya te voy a contar”.
Pero no contará, naturalmente, el motivo de su
bandeo, y lo que contará en cambio es cómo salió del
94 |
Ramos, “eran más de las doce” y tomó por Corrientes hasta
Cerrito, no a paso de atorrantear que era lo que realmente
estaba haciendo porque no se dirigía a ningún lugar
preciso, sino apurado, ansioso, impulsado por frenéticas
hormigas en el culo, apurado por dejar atrás vaya a saber
qué, por encontrarse a la vuelta de la esquina con.
Y que así, caminando apurado, llegó hasta Cerrito,
enseguida dio marcha atrás y vuelta a caminar por
Corrientes hacia Callao, enjaulado en esas ocho cuadras
donde la noche iría a dar (estaba dando) una segunda
vuelta de espiral, donde un tiempo rezagado y enfermo
lo estaba esperando atascado en esas ocho cuadras,
de las cuales no es posible salir, “hacé la prueba”, dice
Hernández, “recorriendo de punta a punta la jaula,
sin decidirme por ningún boliche, o entrando a uno y
después levantándome a causa de las hormigas en el culo
cuando tardaban más de cinco minutos en atenderme,
vos sabés lo que es”.
El bandeo, quiere decir Hernández, la certidumbre
de encierro, de tiempo embotellado y congelado entre
los barrotes de esas ocho cuadras; vidrieras, y boliches,
y carteles de cine, insoportables de puro conocidos,
recorridos qué sé yo cuántas veces, “a ver si en una de
esas te encontrás con el barrote flojo, a lo mejor”. Y se lo
oirá hablar del Broadway, y del Foro, y del Vesubio, y de
la vidriera de Fausto, y del Ramos, que “se te incrustan en
la piel”, que te joden con luces, y caras descomunales, y
L’art des Esquimaux, y tipos, y bocinas, mientras se llega
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hasta Callao y se vuelve de Callao a Cerrito porque es
indispensable escapar de, con Thompson crucificado
en su mesa de Los 36, no preguntándole a Elí por qué
lo había abandonado, sino diciendo “claro, claro”,
admitiendo que no había Cristo que pudiera soportarle
el esgunfio, todavía esperando en medio de esa niebla
sórdida, metido hasta el pescuezo en ese tiempo que,
vaya a saber por qué desajuste, “patina dos veces en el
mismo sitio antes de seguir adelante, entendés”.
Punto en que el interlocutor suele tomar una
vaga actitud de terapeuta para decir que en esos casos
especiales…, etcétera…, etcétera, sobre todo con varias
ginebras encima, suele ocurrir…, etcétera…, etcétera.
A lo que Hernández responderá moviendo repetidas
veces la cabeza a un lado y a otro, y diciendo: “no, no, no,
querido, eso yo también lo entiendo, pero aquí se trata
de otro asunto. Los dos trazos de lápiz, casi en el mismo
sitio, entendiste. Una cosa espantosa, yo te voy a contar”.
Pero no contará, y el interlocutor se quedará otra vez
sin saber bien qué es eso de los dos trazos de lápiz, porque
Hernández, después del baldazo de niebla en el Ramos,
y de la furiosa caminata por la jaula, se meterá a hablar,
“porque esto es importantísimo, ya te vas a dar cuenta”,
del casual encuentro con una mujer, “con una mina”,
dice, cuando por razones caballerescas se acuerda de no
recordar su nombre, a pesar de que, en alguna versión
anterior, ya la ha mencionado más de una vez con nombre
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y apellido, cosa que seguramente volverá a ocurrir con
este nuevo interlocutor dentro de unos minutos.
“Una mina”, dice Hernández, “una mina conocida”,
con la que se encontró frente al Lorca mientras él
cumplía su rabioso itinerario Callao-Cerrito, Cerrito-
Callao, y con la que después de trabajosos y distraídos
“qué tal”, y “qué es de tu vida”, y “cómo van las cosas”, y
de unas tropezantes cuadras por Corrientes, había ido a
parar al Pippo. Y que allí en el Pippo, entre tallarines con
tuco, papeles mugrientos, vino de la casa y un bochinche
de la gran puta, Madame X, “una alta, flaca, de aspecto
aristocrático”, le había empezado a hablar de teatros, de
cursos, de no sabía qué revista literaria, de novelas por
escribir, de cine de vanguardia y de relación de pareja;
a raíz de lo cual Hernández se vino a enterar que Lidia
Cámara dice que anda, que sale, en fin que se entiende
con Tagliabue. “Fijate vos, Tagliabue”, dice Hernández,
y el interlocutor debe esforzarse para recordar a un
cineasta, y letrista de tangos, y miembro de alguna
cooperativa de poetas, al que no se le conoce ninguna
película, ni ningún libro, ni ningún tango, pero al que
se suele encontrar a cualquier hora por Corrientes con
muchos libros y papeles y carpetas bajo el brazo, “medio
boludo pero buen tipo, cómo no te vas a acordar. Bueno,
pero no interesa.”
Porque lo que interesa, volverá a insistir Hernández,
lo que en realidad interesa de todo este asunto, no es Lidia
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Cámara, ni Tagliabue, ni Trovato, ni Silva, sino Thompson,
“enténdelo bien”, el esgunfio terrible de Thompson que “a
todo esto”, mientras la relación de pareja, y los tallarines,
y el quilombo del Pippo, todavía está allí clavado en una
mesa de Los 36, envuelto en su sobretodo de telgopor,
diciendo “claro, claro” y despidiéndolo con su sonrisa
de Buda para que Hernández, en la mugrienta mesa de
Pippo pudiera escuchar a Lidia Cámara hablando de una
tapa y de un segundo número, mirándolo con los ojos
brillantes de vino de la casa, y acusando de pronto el
contacto de las rodillas por debajo de la mesa.
Aunque el “a todo esto”, o sea que Thompson
estuviera todavía sentado frente a la misma mesa de
Los 36, el interlocutor que lo considera una presunción
evidentemente gratuita, puede cuestionarlo y decirle a
Hernández por ejemplo que “cómo supone”, o “por qué
habla en esa forma”, en cuyo caso Hernández defenderá
su “a todo esto” como un artículo de fe, no aceptará que
se lo discuta, y volverá a hablar de tiempo embotellado,
y de las dos marcas de lápiz, y de los postes inmóviles
desde la ventanilla de un tren corriendo a toda velocidad,
“pero cómo no te avivás”.
Y entonces de la cena en el Pippo se llega en forma
totalmente natural a la encamada con Lidia Cámara;
todo a partir de ese casual encuentro de rodillas debajo
de la mesa del Pippo, que decidió la supresión súbita del
flan con dulce de leche, e influyó notablemente para que
98 |
ambos se levantaran enseguida y se encaminaran rápido,
“como si se nos estuviera escapando el último tren”, a su
pensión en el segundo piso de la calle Rodríguez Peña.
Encamada acerca de la cual el interlocutor presume
que no pudo ser tan gloriosa como Hernández pretende
darlo a entender, dado su confeso bandeo, sino más bien
desesperada, o frenética, o violenta, particularidades
estas que bien lo pudieron haber hecho confundir a
Hernández respecto de las capacidades amatorias tanto
de él como de Lidia Cámara, pero que de todas maneras
Hernández insistirá en describir morosamente, con
nada lujuriosa obscenidad, simplemente con el tono
parsimonioso y objetivo con que se podría contar un
aburrido partido de primera B, o demostrar que la suma
de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la
hipotenusa, sin ahorrarle al interlocutor ningún detalle
y sin darle tampoco especial importancia a ninguno,
porque así seguramente deben ser contadas las cosas,
según parece, para que se llegue a entender bien lo de las
dos marcas de lápiz y el tiempo embotellado.
Por lo tanto se escuchará a Hernández hablar con
una cara llena de tristeza, y con una voz totalmente
inexpresiva, de mutuas chupadas y de ululantes orgasmos
de Lidia Cámara, y de inusuales posturas en las que
participan sillas, almohadas y una especie de cómoda, y
de las muchísimas veces que acabó Lidia Cámara, y de
los después de todo simplemente discreto par de polvos,
| 99
y de cómo, mientras descansaba y fumaba un cigarrillo,
miraba hacia la mesa de luz y entonces veía la mano de
Lidia Cámara, “una mano fina, de dedos larguísimos”,
que se apretaba contra un par de puchos que habían
quedado por ahí hasta destrozarlos totalmente, y después
mezclaba el tabaco con un poco de ceniza, y empujaba
todo hacia el borde, y formaba allí, contra el borde de la
mesita de luz, una especie de cordillera. Una asquerosa
cordillera empujada por aquellos dedos mochos de
comerse las uñas mientras decía que la esperanza era lo
último que se perdía y que el amor remediaba todos los
males, con el desierto de Sahara frente a su mesa de Los
36, y la bufanda, y el esgunfio, y “que se fuera a la puta
que lo parió”, dice Hernández, “porque después de eso,
de esa esgunfiada cordillera mirándome desde la mesa
de luz, no se me volvió a parar más la pija, y entonces
me vestí, nos vestimos rápidamente, y bajamos otra
vez a Corrientes, yo sin decir una palabra, pensando
en la gimnasia respiratoria y en que la vida comienza
a los cuarenta, y en su tremendo esgunfio llamándome
desde una mesa de Los 36, y en el tiempo que hacía una
segunda marca de lápiz justo en la cabecera de mi cama,
caminando apurado, despavorido, como escapando
de, mixto de nuevo en la sucia trampera del bandeo,
sintiendo de nuevo un millón de hormigas, o termitas, o
marabuntas prendidas en el culo”.
Urticantes, frenéticas hormigas en el culo que lo
100 |
apremian a dejar a Lidia Cámara junto a la portezuela de un
providencial taxi libre, y que después de un inconsistente
“te llamo cualquier día” y saludo con la mano, lo empujan
irreprimiblemente otra vez a la jaula, otra vez atacado
por el más movedizo y feroz de los bandeos, “vos no
te imaginás, metido allí, recorriendo otra vez las ocho
jaulas, quiero decir las ocho cuadras, de Cerrito a Callao,
y de Callao a Cerrito, rajando como para apagar un
incendio, totalmente bandeado, y ansioso, y revirado, y
esta vez además con una intempestiva calentura, tenés
que creerme, una calentura de la gran puta, a pesar de
que hacía un ratito nomás con Lidia Cámara, y de golpe
una tremenda necesidad de mujer”, dice, aunque tal
vez debiera entenderse como una tremenda necesidad
de, simplemente, necesidad de sumergirse en algo, de
recalar en algo que bien podría ser un cuerpo de mujer,
necesitando creer que allí, en la tibieza de una piel de
mujer; en ese prodigioso tiempo fuera del tiempo,
sacudido de eléctricas caricias, y ternura, y ancestrales
gemidos, y vértigo, y unción, y empecinada, generosa
entrega, ha de encontrarse, aunque sea transitoriamente,
con eso sólo definido por el segundo gesto de la mano, el
cantero con las lechugas y los rabanitos recién regados, la
losa con las dos fechas, exactas e irrevocables, pero que
también podría ser un lago, o el amor por ejemplo.
Volviendo a recorrer entonces los barrotes de la
jaula, mientras Thompson sonríe como un Buda y dice
| 101
“claro, claro”, prisionero en su niebla, despidiéndolo con
gesto de Primer Lord del Almirantazgo, de capitán que
permanece sonriendo junto a su barco que se hunde; y
para colmo esa tremenda calentura en medio del (a causa
del) bandeo, mirando por lo tanto a las mujeres, a las
pocas mujeres que todavía quedan por la calle, “serían las
dos y media”, con ojos de deseo tal vez, pero seguramente
con una tremenda cara de piantado, transpirando a
mares a causa de su frenética maratón, y de las ginebras
mal recibidas por su hígado bandeado, lobo aullando
en medio de la estepa, cazador en trajinado safari por
la jungla de Corrientes, distribuyendo los cebos, y
aparejando las trampas, y observando las huellas, y
olfateando el aire, el cuidado fusil sin el seguro y la mano
nerviosa en el gatillo, cuando de pronto, algo que ha
mordido su cebo, dos chistidos llamando a sus espaldas,
dos clarísimos chistidos dirigidos indudablemente a él
desde una mesa del La Paz junto a una de las ventanas
de Montevideo.
Entonces el rápido giro sobre los talones con el fusil
en posición de tirar, mientras los porteadores abandonan
sus fardos en medio de la selva y huyen despavoridos,
listo para estamparle cuatro onzas de plomo entre el
esternón y la primera costilla a esa pantera negra de
Java que ha chistado dos veces desde la ventana del La
Paz, decidido a no dejar escapar ese fresco cantero con
lechugas y rabanitos recién regados, que “finalmente no
102 |
resultó un cantero, ni una pantera negra de Java, ni una
mina, como el bandeo me hizo pensar que era”, sino el
“piantado del Polaco” que desesperadamente le hacía
señas con la mano desde una mesa del La Paz, “imagináte
vos la jeta que puse”.
Y por supuesto no hay que hacer demasiado
esfuerzo para imaginarse la cara de Hernández,
creyendo ser llamado desde una mesa del La Paz por
lo menos por Raquel Welch en busca de un pintoresco
amante latinoamericano, rufián y bailarín de tangos, y
encontrarse de súbito con la cara barbuda y gesticulante
del polaco Mirkauek, que no es polaco sino descendiente
de checos, pero que seguramente es el tipo al que en
general menos se desea encontrar en cualquier caso, y
con mayor motivo en el caso de un frenético bandeo
como el de Hernández.
“Totalmente piantado”, dice Hernández, “vos lo
conocés”, de modo que ni siquiera entró en La Paz, se
acercó de mala gana a la ventana con intención de
largarlo enseguida, y desde allí, desde la vereda, por decir
algo le preguntó qué carajo estaba haciendo, solo, en una
mesa del La Paz, frente a una botella de Coca-Cola pero
aparentemente con una curda de siglos, a lo que el Polaco
no contestó mayormente sino que, sin previo aviso y
con la mayor naturalidad le empezó a explicar muy
seriamente sus últimas adquisiciones en refinamientos y
proezas eróticas lo cual, “vos lo sabés, es una piantadura
| 103
como cualquier otra”. Una mitomanía como cualquier
otra, traduce el interlocutor, porque cualquiera sabe, y el
interlocutor también por supuesto, que hay testimonios
femeninos, resentidos pero fehacientes, de su casi
impotencia, “quién lo diría, con esa pinta de galán, no
es cierto”. “Pero no era eso lo que me reventaba” sino
su tonito confidencial y cómplice, como si le estuviera
suministrando a Hernández importantísimos secretos
de Estado o algo así, hablando misteriosamente de
sus nuevos descubrimientos, “cosas que francamente
daban asco, che”, mientras se pasaba una mano por la
cara agitada por un millón de tics, y se echaba la porra
para atrás, y apoyaba un dedo de la otra mano sobre un
charquito de Coca-Cola, y con el dedo estirado empujaba
el charquito y dibujaba, allí, sobre la mesa, una especie de
rana o de pescado con un cuerno en la frente.
“Un larguísimo cuerno en la frente, entendés”,
debajo de la niebla, porque no había caso, patinaba y
no quería correr el tiempo de Thompson, y allí estaba
otra vez sobre esa mesa del La Paz haciendo su segunda
marca de lápiz, “llamándome, ya te lo dije, no es cierto,
haciéndome señas desde el fondo del pozo, diciéndome
muy seriecito que la esperanza es lo último que se pierde,
devastado por aquella tonelada de esgunfio, náufrago,
y agonizante, y arrugando la frente ante la caída del
cenicero, hablando de gimnasia respiratoria a la mañana,
diciendo ‘claro, claro’ y sonriendo como un lord, en vez
104 |
de prenderse de las primeras solapas que encontrara, de
agarrarme a mí por las solapas sin ir más lejos, y putear,
y desesperarse, y sacudirlas fuerte a las solapas, y gritar:
‘me estoy muriendo, carajo, tírenme un salvavidas’, eso,
no te parece”.
Y el Polaco todavía allí, con su voz de pasar
datos, y sus tics, y su piantadura, y por lo tanto rajar
urgentemente, “qué otra cosa si no, retroceder como un
boludo con la vista clavada en la mancha de Coca-Cola
que seguía diciendo ‘claro, claro’, perfectamente al tanto
de mi bandeo, muy tolerante y comprensiva respecto a
mis disculpables hormigas en el culo, retroceder como
escapando de esa mancha sobre la mesa, y del Polaco que
me dice, ‘pero che, no te vayas, escucháme’, queriendo,
necesitando volver a mi recorrido por la jaula, en el
momento en que pasa una mujer frente a mí, se mete
decidida en La Paz, y se sienta en la mesa, frente al Polaco”.
“Un amigo”, dijo entonces el Polaco, y la mujer, “una
rubia chiquita, con cara de estudiante de psicología”, que
se llamaba Ruth, le tendió la mano.
Por lo que Hernández se volvió a acercar a la mesa,
“simplemente porque la calentura era más fuerte que las
ganas de rajar de allí”, y siempre desde la vereda, sin poder
quitarle la vista a lo que quedaba del pescado cornudo, le
dio también la mano a la mujer; e inmediatamente a partir
de ese contacto, que no fue insinuante ni prolongado ni
nada por el estilo, “te lo juro”, sino más bien rápido y de
| 105
compromiso, supo, sencillamente supo que dentro de un
rato estaría en la cama con ella.
Cosa que efectivamente ocurrió cuando el Polaco,
de pronto, y con el mismo fervor y el mismo tonito
confidencial de unos minutos antes cuando explicaba
sus lujuriosos descubrimientos, se largó a hablar de una
revolucionaria experiencia teatral, en la cual él participaba
por supuesto, y en la que intervenía el subconsciente, la
glosolalia, el ácido lisérgico, la yerba, el andar en pelotas,
el amor universal y la homosexualidad, todo mezclado
con una actitud de protesta contra los degenerados que
asesinaron a Marilyn Monroe, “entendés, flaco”, mientras
Ruth, que seguramente ya había escuchado varias veces
todo eso, se levantaba y buscaba unas monedas para
hablar por teléfono.
De modo que Hernández se olvidó
momentáneamente del Polaco, la siguió con la vista,
venteó la presa, dio órdenes precisas a los porteadores
para que permanecieran en sus puestos, alistó el arma,
y se metió por la puerta del La Paz derechamente
hasta el teléfono donde Ruth acababa de introducir la
primera moneda de diez pesos. El interlocutor no ha
de entender muy bien lo que ocurrió después, porque
oirá a Hernández hablar de una mano en la cintura, y
de palabras dichas rápidamente y en voz baja, “porque
el bandeo es así”, y del gesto no demasiado asombrado
de Ruth, y del teléfono devolviendo la moneda porque el
106 |
llamado no alcanzó a producirse.
Creerá entender en cambio que Hernández se
despidió drásticamente del Polaco diciendo que la iba a
acompañar a Ruth, y que huyendo del pescado y acuciado
por la tremenda necesidad de, se dirigió por Corrientes,
dobló por Rodríguez Peña, y subió otra vez a su pensión
del segundo piso, con Ruth arrimada a él y tomándolo
del brazo con el gesto de un matrimonio a los veinticinco
años de casado, y poniendo una cara de no entender
un pito y de estar hablando con un loco cada vez que
Hernández insistía en preguntarle si se había fijado bien
en eso que el Polaco había dibujado sobre la mesa, y que
cómo podía ser que no lo hubiera visto.
“Cómo que no viste nada, pero acordáte”, volvió
a insistir Hernández todavía cuando Ruth se estaba
desnudando, y, con la mayor eficacia y prolijidad, iba
poniendo toda la ropa bien doblada encima de una silla,
“como si se fuera a pegar un bañito antes de irse a dormir”,
o sea, pensó Hernández, que la cosa pintaba bastante
decepcionante o aburrida, y que el gesto de veinticinco
años de matrimonio era probable que fuera a repetirse
espantosamente en la cama dentro de un ratito. Más
cuando Ruth le dijo, “querido, acabala con lo del dibujo”,
como si estuviera hablando con un chico y le estuviera
pegando un reto, y se le acostó de espaldas a su lado, con el
mismo entusiasmo y la misma expectativa de acomodarse
en un sillón y esperar al peluquero leyendo Vosotras.
| 107
Pese a lo cual, o tal vez debido a eso, porque las
bodas de plata no dejan de ser emocionantes después
de todo, trata de explicarse el interlocutor, las cosas no
fueron tan lamentables como pintaban al principio,
según Hernández, sobre todo cuando Ruth, después
de desperezarse y apagar el cigarrillo, empezó, como
cumpliendo una estudiada y conocida ceremonia,
una minuciosa, inteligente faena sobre el cuerpo de
Hernández, que respondió como era debido y, aunque de
una manera totalmente distinta que con Lidia Cámara,
dice que volvió a escaparle por unos minutos a su
bandeo, y volvió a sumergirse en un paradisíaco cantero
con rabanitos y lechugas recién regados junto a la rubita
que, a pesar de su pose de mujer experimentada, “era
muy dulce”, y a pesar de ser estudiante de sociología (no
de psicología como calculaba) no hablaba de “relación
de pareja”, sino que le pasaba la mano por la frente
a Hernández, y le decía tiernamente “piantado”, y le
hablaba del amor.
“Hablaba del amor, así, en general, entendés”, pero
lo que no dijo, lo que ahora Hernández está seguro que
no pudo haber dicho de ninguna manera, fue “la boludez
esa de que el amor remedia todos los males”. “Pero a mí
me daba mucha bronca que, como una estúpida, me lo
negara cuando yo se lo había oído tan clarito”. “Cómo
que no lo dijiste, si lo dijiste recién”, le dije, y le dije que
no se hiciera la viva porque no estaba hablando con
108 |
ningún piantado. “Y ella me seguía pasando la mano
por el mate, y me decía pobrecito, cuánto debés sufrir,
quedáte tranquilo y dormí un rato, me parece que tenés
un poco de fiebre”.
Y a Hernández que se le cerraban los ojos, muerto
de cansancio y de sueño, diciendo que estaba lo más
bien, y preguntándole a la rubita por qué carajo negaba
que había dicho que el amor remedia todos los males si
él se lo había escuchado perfectamente, justo antes de
caerse el cenicero, “bien metidito debajo de la niebla
el cenicero, bien en medio de la bufanda, no es cierto,
cuando le dije que nos íbamos a ver otro día”, otro día
con menos esgunfio.
Y la rubita le preguntó quién era Thompson, y
Hernández levantó la cabeza y le preguntó a su vez de
dónde lo conocía a Thompson, y la rubita dijo que él lo
había nombrado en sueños, y Hernández no le creyó,
negó con la cabeza, y volvió a insistir en que lo que
pasaba era que no quería confesar que lo había dicho, y
dijo “has visto, has visto”, y así, diciendo “has visto, has
visto”, parece que se quedó dormido.
Y contará luego que se despertó sobresaltado, “no
había pasado más de media hora, creéme”, porque estaba
soñando que se caía, que “se venía en banda desde una
cornisa altísima”, y sintió la almohada empapada y el
previsible dolor de cabeza. “No veía un pito”, y tuvo que
pasar un rato antes de que se acordara que estaba en la
pensión de Rodríguez Peña y que se había quedado
| 109
dormido hablando con una mujer, y otro rato más para
acordarse, dificultosamente, que la mujer se llamaba Ruth.
“Empecé a tantear la cama”, dice Hernández,
“buscando a la rubita”, pero la rubita se había ido, por lo
que buscó la perilla, encendió la luz, y se encontró con el
papel, “una hoja de cuaderno Avón cortada muy prolijita
por la mitad”. En el papel estaba anotado un número de
teléfono, y además decía, “Chau piantado. En la mesa
tenés un vaso de agua y dos aspirinas”. “Lo que faltaba
era que me dejara una lista de cosas para comprar en el
almacén”, dice Hernández, aunque confiesa que le gustó
encontrarse con el papel, y el vaso con el platito, y las
aspirinas encima de la mesa, y que en ese momento tuvo
ganas de volver a ver a la rubita.
Pero además, que se había puesto a pensar otra vez
en Thompson, en el esgunfio terrible de Thompson, y en
aquella bruta cubierta de telgopor que no lo había dejado
arrimarse y preguntarle qué carajo le pasaba, qué carajo
estaba haciendo allí, en una mesa de Los 36, masticando
un especial de matambre, diciendo boludeces, y ubicado
como a diez kilómetros de la Tierra, preso en la “zona
fantasma”, al lado de Luthor y los demás malandras, “vos
leés Súperman, no”, dice Hernández.
Y todo mientras se tomaba las aspirinas, y se enteraba
que eran las cinco de la mañana, y se vestía para volver a
salir porque “ya no tenía nada de sueño”, y porque se daba
cuenta que le estaba haciendo falta un buen café doble
110 |
después de las aspirinas, y porque seguramente no quería
quedarse “despierto como un boludo” mirando el techo;
y porque volvía a sentir otra vez la insistente necesidad
de, o sea algunas pocas y madrugadoras hormigas en el
culo, “así que me metí la carta de la rubita en el bolsillo y
bajé otra vez a la calle”, dice Hernández.
Y enseguida a la jaula, claro, “a qué otro lugar si
no”, con el dudoso pretexto de un café doble y de un
teléfono para marcar el número de la rubita, con casi
todos los boliches cerrados, y las diligentes hormigas
madrugadoras despertando muy apuradas a sus
diligentísimas compañeras, instándolas a cumplir
dignamente su tarea de prenderse en el culo como Dios
manda, y los pulmones empastados de tanto cigarrillo,
y entonces lo de la gimnasia respiratoria, y entonces
Thompson, y el amor remedia todos los males y la rubita
y Thompson. Y el sitio donde tomar el café que, además
del requisito más bien indispensable de estar abierto a esa
hora, debe reunir también otras características no menos
importantes, como ser, teléfono que funcione, mozo que
no se haga esperar como un hijo de puta, y mesa cerca de
la ventana y no demasiado lejos del teléfono.
Y por lo tanto, recorrer otra vez a marcha forzada
toda la jaula, de punta a punta las ocho cuadras de la
jaula, desechando boliches a causa de mozo hijo de
puta, estudiando las cosas desde afuera, o metiéndose
a investigar estado de teléfono, vale decir otra vez en el
| 111
mejor, y más exquisito, y más rajador de los bandeos, con
el hormiguero completo cumpliendo su patriótica labor,
y la desazón, y el apuro, y la tremenda necesidad de, que
es el bandeo.
Hasta que después de llegar a Cerrito, y de volver
de Cerrito hasta Callao, y de volver de Callao otra vez
para el centro, pudo encontrar, medio escondido en una
calle transversal, “Libertad o Talcahuano, me parece”,
el boliche ansiosamente requerido por su bandeo.
Y entró, y pidió el café doble, y consiguió monedas, y
sacó del bolsillo el papel con el número de la rubita,
y abandonando el café recién servido se dirigió al
teléfono (no demasiado lejos de la mesa), y levantó el
tubo, y puso las monedas, e hizo girar el disco. “Pero no
marqué el número de la rubita, fijáte vos, sino que así,
automáticamente, el de Thompson, por la costumbre,
claro”. Y que ya que sin querer lo había llamado, intentó
comunicarse con Thompson, “con Thompson por favor,
es un asunto urgente, por la hora, sabés”, dijo, y que
entonces una voz de gallego medio cabrero le informaba
llena de resentimiento que el señor Ricardo Thompson
había fallecido, que se había amasijado, como lo vinimos
a saber después, que se había tomado los dos tubitos
de Seconal y se había amasijado esa misma noche,
“porque tuvo que ser a la salida de Los 36, no te parece”,
dice Hernández, y se mete a hacer unos descabellados
cálculos en los que relaciona el esgunfio de Thompson,
112 |
“los llamados de Thompson”, dice, con supuestos horarios,
y el pescado con cuerno, y la cordillera, y todas las cosas
horribles que habían pasado esa noche donde el tiempo
había patinado y había hecho una segunda marca de lápiz
encima de la primera, “ahora te das cuenta”. Y deja de
pronto los cálculos para contar que el café doble se había
enfriado y estaba hecho una porquería, por lo que pidió
otro café y una ginebra, y los tomó mientras lo puteaba
interminablemente a Thompson, y salió del café, y volvió a
recorrer los ochocientos barrotes de la jaula, con el tiempo
de Thompson todavía en el aire de esa hora, todavía
rezagado y flotando en medio de la jaula, “entendés”, y “eso
que a veces se me apretaba y me dolía en la garganta”, y el
tiempo embotellado y enfermo en esas ocho cuadras, y los
tipos que ya salían para el laburo, y el baldazo de algún
gallego que limpiaba el boliche, y esa voz ronca y medio
misteriosa, “Clarín, Crónica de la mañana, diario, que
siempre tiene algo de jodida, no es cierto, y el papel de la
rubita que se me había perdido, y dónde iba a encontrar
el número ahora, y los pulmones, y el dolor de cabeza, y
doblar otra vez en Cerrito, y el bandeo”.
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114 |
Cacería sangrienta o la daga de Pat
Sullivan1
(A Graciela y a Luis)
1- Este cuento fue escrito durante el exilio del autor en México y resultó
ganador del Concurso Hispanoamericano de cuentos de Puebla en el año
1978. En Argentina fue publicado por primera vez en 1985, incluido en el
volumen de relatos En la noche, de editorial Bruguera.
| 115
116 |
En el marco coyuntural de una alternativa poco
favorable a nivel de descuelgue, me está diciendo el pibe
este (cara de aseo muy bueno, conducta muy buena) y
por lo que se conoce de él, es como si Ireneo Leguisamo
se pusiese a hablarme de la relación de pareja entre
los menonitas, o el Cid Campeador, de las virtudes de
la soja en la alimentación macrobiótica, cosas por ai2
importantísimas para que aparezca un Ireneo Leguzamo
o un Cid Campeador en este piojoso mundo, pero que
a mí, Celestino Vinelli (ex futuro poeta, hoy Harold
Dream, o Jeff Matterson, o Dick Heller, según mande
para la Serie Negra, la Coleección Terror o la Súper
Crimen) me interesan tanto como si abuelita me estuviera
aleccionando sobre las dificultades del punto cadena,
pero hay que joderse.
Aflojá pibe y vamos a los números, estoy por decirle
a cada momento, pero de puro bien educado aguanto
como un hombre que el muchacho siga hablando de
la dinámica de la lucha de clases en función de una
perspectiva estratégica estructurada en vaya a saber
qué desbole, y con una paciencia que ya la quisiera
Krishnamurti para los días de fiesta, espero que Fray
Servando el bueno acabe con todo ese bla bla para que
de una vez por todas empiece a desembuchar lo que tiene
que desembuchar.
2- La escritura del adverbio sin h y sin tilde, presente en la edición de Bru-
guera, acerca al lector al tono del personaje. Lo mismo sucede con expresio-
nes como “nocau” o “espiantadas”.
| 117
O para qué corno se creen que los traje a los dos,
a su encantadora mujercita y a él, a este departamento
de colonia Polanco, cuyo alquiler mensual, así como los
confortables sillones de paja donde estamos sentados,
y el whisky que serví hace un rato y que me acabo de
tomar yo solo, y todas las bonitas cosas que nos rodean
(sarapes, amates, arbolitos de la vida, pajaritos de madera
tallada, terracotas dudosamente olmecas, etcétera) son
productos más bien directos de todos los Pat Sullivan
y Chuck Benson y Fred Barret, y por supuesto, de sus
complicadas, audaces y violentísimas acciones que,
cada vez más dificultosamente, brotan de mi estrolado y
fatigado marote.
Para qué, digo yo, casi los secuestré de esa mesita
del bar La Habana en donde estratégicamente nos
había presentado el Barba González, y los cargué en
mi Volskwagen, y me los traje rápidamente aquí, sino
para que, a través de cierta historia —según el Barba
“de novela” y ya lo iba a ver— estos muchachitos me
ayudaran a fabricar un guión más o menos decente,
habida cuenta que tanto Pat Sullivan, como Cuck
Benson y Fred Barret, como todo el mundo sabe,
tipos tremendos, imperturbables, violentos (y según
expresa petición de la editorial, bastante sádicos) que al
principio le encantaban al Dire, provocaban afirmativos
sacudimientos de papada, y sin mucho perendengue
entraban como por tubo en cualquiera de las series, a esta
118 |
altura del partido es evidente que ya lo están empezando
a aburrir; la papada permanece estática, o lo que es peor,
se hincha ligeramente en lo que aparenta ser un amago
de bostezo ante tanto cuchillo clavado en la yugular,
tanto cartucho de dinamita en la vagina, tanto cadáver
sin lengua pendiendo de una reata, sugerentes hallazgos
temáticos en los que el que te jedi vació lo mejor de su
delicado talento narrativo.
O sea que si pretendo continuar en este coqueto
depto de Polanco, en México, a donde vine a recalar
no por motivos políticos como el pibe, claro, sino por
razones de espantosa mishiadura en el ispa, y si no quiero
que todas estas bonitas chucherías, bargueño y cama de
dos plazas incluidos, vayan a parar al carajo, tengo que
entregar urgentemente el guión que me rehabilite ante
los ojos y la papada del gordo, vale decir, una docena
de prolijas paginitas a dos columnas que, en vez de los
habituales gestos de esgunfio, provoquen un vigoroso
ganador sacudimiento, tal vez hasta acompañado de
un par de golpecitos en el hombro, embajadores por lo
general de puntuales cheques al portador, en fin.
Nutricias razones por las cuales, y como
consecuencia de una de las frecuentes alcahueterías del
Barba —transformada por esta única vez en fraternal
y salvadora sugerencia— previa presentación en el bar
La Habana, armé este encuentro en el bulo esta noche,
alegando, con relativa honestidad, que “quería escribir
| 119
algo” acerca de lo que unos meses atrás les había ocurrido
en Buenos Aires.
Porque —siempre según el Barba, gran recopliador
de chismes de toda laya sobre la surtida colonia
argentina en México— yo tenía que saber que estos
pibes, que pertenecían a la pesada de no sé qué orga,
habían intervenido, poco antes de rajar del país, en
una acción que entraba sin remilgos en la primera A
del género épico, “en una acción de la gran puta”, para
emplear la poética imagen del Barba, al lado de la cual,
todas las fechorías de Pat Sullivan (para nombrar al más
demoledor y sanguinario de mis engendros) eran meros
intentos de chorrito aficionado. Acción digna de figurar
por lo tanto, a través de las eminentes plumas de Harold
Dream o de Dick Heller, en número especial de la Serie
Negra, o tal vez de la Súper Crimen, ya se vería.
Pero qué Serie Negra ni Súper Crimen ni tapa a
cuatro colores en papel ilustración con mina en pelotas y
cuchillo sangrante de maniático sexual en primer plano, si
hace como dos horas que el candidato a Pat Sullivan, ante
el silencio aquiescente y admirativo de su compañerita,
prosigue con su apasionante introioto, cuyo fin es, según
él, que “un intelectual” como yo perciba perfectamente
las circunstancias objetivas, o sea el enmarcamiento
coyuntural dentro del cual se desarrollaron los hechos,
los que sería antidialéctico tomar fuera de un contexto
sociopolítico, o sea…
120 |
Dijo los hechos, y como debe ser la única palabra
clara para mí de todo el espiche, mi diablito guardián me
susurra en la oreja que lo frene allí mismo y le largue por
ejemplo esta prosa: “Justamente pibe, ¿qué te parece si
vamos directamente a los hechos?, la única alternativa,
como vos sabés, que me puede dejar un saldo positivo
a nivel de requerimientos biológicos, o sea en un marco
más bien cercano de futura corrida de liebre por causa de
guiones un tanto repetidos”.
Y ya me estoy riendo al pensar en las caras que
pondrían los dos si me les saliera con un disparate por el
estilo, cuando de golpe, y sólo para darme un ejemplo, no
sé si de enmarcamiento, de alternativa o de coyuntura,
el muchacho se larga a hablar, como sin muchas ganas,
de su “caída”. Dice caída como si dijera resfrío pasajero
o fugaz descolocamiento de meniscos, y no entra en
detalles acerca del interrogatorio porque “más o menos
es lo que han pasado miles de compañeros”, me explica, y
por lo tanto yo tengo que saberlo casi de memoria.
Pero yo no sé nada de memoria, y como en cambio
necesito datos bien concretos para el guión, y mientras
más jodidos mejor, me pongo algo cargoso e insisto en que
me cuente detalles. Ante lo cual no le queda más remedio
que hablar someramente del interrogatorio, antes de
volver a lo verdaderamente importante que, como sabe,
es el marco sociopolítico a nivel de explotación de la
clase trabajadora y esas cosas.
| 121
De modo que entre dos andanadas de coyunturas
y enmarcamientos me entero que “ellos” (fuerzas de
seguridad, canas, milicos, o lo que fueran) que ya
habían atado, amordazado y golpeado a su compañerita,
y encerrado a Robertito de tres meses y a la abuela
en el baño, lo están esperando dentro de la casa. La
compañerita, que hasta ahora no ha hecho otra cosa
que sonreír melancólica y dulcemente, abre la boca para
aclarar, “en la cocina”, y de paso para decir que mientras
esperan, los tiras se dedican a una minuciosa operación
de afano, lo cual naturalmente ya lo dábamos por sentado,
con lo que sus palabras, para ser honestos, no agregan
mayor dramatismo a la cosa.
Vuelve a hablar el muchacho, y me entero que a
consecuencia de su poco espíritu de colaboración, de
algún forcejeo y de alguna inesperada piña en plena jeta
de uno de los tiras, recibe un balazo. “Aquí en el muslo, así
que no interesó órganos vitales”, especifica con lenguaje
de crónica policial, y que por supuesto, una vez caído,
recibe además una violenta y colectiva pateadura dirigida
al parecer, esta sí, contra órganos totalmente vitales.
Me alegro porque la cosa se está poniendo movida,
y me sirvo otro whisky ansioso por conocer el episodio
siguiente. Pero en vez de seguir el hilo como corresponde,
el muchacho considera oportunísima una larga digresión
sobre lo que él llama “el crimen oficializado”, o “el terror
militar”, o “el terror oficial en la Argentina”, o algo así.
122 |
Y menciona algo de eso que a veces salta en diarios
mexicanos o en los chimentos de algún compatriota,
pero que uno, vaya a saber por qué, prefiere no darse
por enterado: tortura, secuestros, cadáveres mutilados,
asesinatos de presos, miles de desaparecidos y la mar
en coche. “Única alternativa que le queda al sistema —
me dice con una sonrisa entre angelical y triunfadora—
para mantenerse en el poder en un marco de entrega
al imperialismo y explotación de las clases populares,
no es cierto”. Y después, más sonriente y ganador que
nunca, más angelical y comprensivo que nunca: “Y
claro, los militares están muertos de miedo, a nivel de
que sus días están contados”, agrega, casi podría jurar
que compadeciéndose cristianamente de los pobrecitos
milicos. Y yo pienso, chau guión y chau cama de dos
plazas, y chau departamento en Polanco, porque uno
esperaba encontrarse frente a frente y whisky de por
medio con Pat Sullivan, y no con San Francisco de Asís,
qué joder.
Terminado por fin el sermón dominical, prosigue el
muchacho con el relato del secuestro, y me cuenta que,
encapuchados, su compañerita y él son llevados hasta
una casa que, según calculó, debía quedar por Flores,
pero, como después se vio, estaba en Caballito.
“Una casa grande, vieja, de dos pisos. Al llegar, los
autos tocaban bocina, y entonces se abría una cortina
metálica”, me dice ahora con precisión informativa y,
gracias a Dios, en un lenguaje cristiano.
| 123
“En el sótano, algo como un garage, con aparejos,
poleas, cadenas y una camilla. La sala de tortura”,
me explica por si no me había dado cuenta. Y está
por empezar otra conferencia sobre la tortura como
procedimiento normal del sistema en una coyuntura de
avance de las fuerzas populares, etcétera, cuando, esta vez
sí, me pongo firme, lo paro en seco, y compulsivamente
lo obligo a continuar con la cosa.
El muchacho me observa con cara de resignación.
Después clava la vista en un amate coloreado que está
en la pared a mi izquierda, y habla con una voz apagada,
extrañamente inexpresiva. Viene entonces lo de los
cuerpos desnudos de su compañera y de él colgando de
las muñecas con los brazos hacia atrás, los golpes, las
bestialidades que le dicen, la previsible picana eléctrica,
la elección de los lugares más sensibles, las convulsiones,
los alaridos, el dolor. Es decir, más o menos lo de
siempre, lo que yo tenía que saber de memoria como dijo
el muchacho, y en realidad sé, no macaniemos.
A pesar de todo pienso sin mucha convicción
en un primer plano con muñecas de mujer atadas a
enorme polea. Abajo, globo con “Vas a cantar, hija de
p…” Cuadro siguiente: cuerpo desnudo de mujer con
sugestivas manchas de sangre, y atrás, cara de cretino
libidinoso babeando de placer. La mujer con bombacha y
corpiño, claro, el Dire que no quiere líos con la Comisión
Calificadora de Revistas. O sea que hasta a ahora, ninguna
124 |
diferencia que valga la pena mencionar con los casi
doscientos guiones presentados por Celestino Vinelli,
frustrada promesa de las letras argentinas, a poncho y
sin ninguna clase de documentación previa, o sea, minga
de guión brillante y original, o sea, previsible cara de
esgunfio del Dire, y habitual consejito sobre vacaciones
en Acapulco y lectura atenta de las nuevas series italianas
y norteamericanas, y al carajo.
Por preguntar algo, pregunto: “¿Cuánto tiempo?”. El
muchacho despega con dificultad la vista del amate, mira
a su compañerita como consultándola, y me contesta:
“No mucho. Pudieron haber sido unas cuatro o cinco
horas”. El cálculo procede de que ya sobre el final alguien
dijo: “che, ya son más de las dos”, que tenía sueño, y que
era mejor dejar algo para el otro día.
La pausa le viene al pelo al muchacho para explicarme
que el sistema, ante el cuestionamiento que el pueblo y
sus vanguardias hacían de los viejos moldes ideológicos,
estaba recurriendo a los elementos más retrógrados a
nivel de conciencia. Con lo que aparentemente acaba
de lanzar el más abominable insulto que le oí esa noche
contra toda aquella cáfila de hijos de mil puta que casi los
amasijan. ¡Ay Harold Dream, qué mal te veo!
Demoledora blasfemia después de la cual no le
puedo sacar nada que valga la pena, porque el muchacho,
ya sin impedimentos de mi parte por causa de decepción
y agotamiento, se lanza con nuevos bríos a su brevemente
| 125
interrumpida disertación sobre alternativas, marcos y
niveles.
Aunque para decir verdad, a esta altura de la noche
ya no me interesa demasiado lo que al hombre le queda
por contar, y me juego la cabeza que todo debe tratarse
nomás que de uno de los tantos macaneos del Barba
González. Así que historia de novela, ¿no? Así que vos
sos el que se las sabe todas, ¿no? Andá, morite, Barba.
Porque, vamos a poner las cosas en su punto: si bien es
cierto que a estos pibes les dieron como en la guerra, y
que al parecer quedaron bastante enteros, si esto es lo
que los diarios llaman “gente de acción”, yo soy Isabel la
Católica, puta madre.
Y para matar el opio que irrefrenablemente me
provocan los enmarcamientos y las coyunturas me
pongo a pensar en Pat Sullivan, como todos mis lectores
saben, un tipo de mirada dura, de poquísimas palabras
y terribles silencios, que viste generalmente de negro,
y acostumbra a liquidar a sus incontables enemigos
introduciéndoles en el espacio entre la quinta y sexta
costilla una filosa daga tibetana que vaya a saber de
dónde mierda la saqué, pero que no se le cae de las manos
hace veinte libritos por lo menos. Pat Sullivan empuja
con violencia la puerta de vaivén del saloon, tranquea
lento y amenazante hacia el mostrador ante la mirada de
pánico de los parroquianos, pide un scotch doble, se lo
manda de un trago, y acodándose en el estaño le dice al
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cantinero con su bronca y temible voz: “Lo que ocurre,
mi amigo, es que debemos tomar en cuenta los avances
del proletariado y de las clases populares en general,
aun en un marco de desconcierto ideológico a nivel de
populismo, ¿me entiende?”
Y me mato de risa viendo al gordo pelado del
cantinero —cuya figura, tengo que confesar, se parece
bastante a la del Dire— que llora a moco tendido ante
las terribles confesiones de Pat. Después se enjuga las
lágrimas con el mugriento delantal, silenciosamente se
agacha, busca debajo del mostrador un tremendo garrote,
y siempre con cara compungida, se lo parte en la cabeza
al negro jinete de la daga tibetana porque el gordo está
convencido de que su cuate está totalmente piantado.
Todo eso mientras me pesan enormemente los párpados,
y el cantinero, que lo ha desmayado limpiamente a Pat
Sullivan con su soberbio garrotazo, ahora se inclina sobre
él, lo sacude por los hombros, y le dice al oído: “Rodolfo,
vamos, despertáte”.
O sea que el que se ha quedado dormido como un
tronco he sido yo, debido a lo cual tengo que disimular,
poner cara de que no se me ha escapado una palabra, y aun
a riesgo de recibir sin anestesia otra mortífera andanada
de alternativas y coyunturas, le hago una pregunta más
bien estúpida, con la taimada intención de que vuelva la
página y me cuente el episodio que me perdí durante el
involuntario apoliyo, y que calculo debe ser importante.
| 127
Y entonces es la muchacha, que se llama Betty, la
que con una vocecita suave, arrastrada, ligeramente
maternal, toma a su cuidado mi evidente taradez, y me
explica que cuando los tipos se fueron a dormir, cerraron
la puerta del garage, y a ella la dejaron atada a la camilla.
“¿Y Rodolfo?”, digo, acordándome de pronto que el
muchacho se llama Rodolfo. Y me entero que, a todo
esto, a Rodolfo ya se lo habían llevado, y lo habían tirado
totalmente grogui en una especie de calabozo.
“No se oía ningún ruido”, me dice, por lo que
calcula que en la casa han dejado solamente a la guardia.
“Panorámica de casa en penumbras. Al fondo, mujer
atada a camilla. Sigue primer plano senos de mujer y
gesto de angustia. Una rata asoma hocico por ángulo
inferior izquierdo”, piensa Harold Dream.
Pero el gran Harold Dream no puede proseguir con
su brillante guión porque la muchacha, siempre con voz
desganada y maternal, se demora en una explicación
más bien técnica acerca de cuerdas, nudos y corriente
eléctrica. De la que vengo a saber que el nylon es mal
conductor de la electricidad, y que por eso lo usan para
atar a los que picanean.
Explicación no del todo superflua, según puedo
enterarme enseguida, pues el hecho de que las sogas
fueran de nylon, unido a que ella estaba bastante flaca,
le permitió, después de largos y concienzudos tironeos,
aflojar poco a poco la ligadura de la mano derecha.
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Y ya totalmente despabilado escucho ahora cómo
la piba —con una voz de explicar la manera correcta de
plegar los pañales— me cuenta que con la mano derecha
libre consigue desatarse la izquierda, y después, sin
mucha dificultad, las ligaduras de los tobillos. No sé si
disculpándose o disculpando a los canas, me da a entender
que, reventada como estaba, los tipos no creyeron
necesario ajustarlas muy fuerte. Como seguramente ha
de mandar el manual del perfecto torturador, estoy por
decir, pero no lo digo.
“Lo primero que hice fue ir a buscar la llave del
calabozo, que habían dejado colgada de un clavo”. Pero
recién caigo en que una de las cosas que me perdí durante
el breve apoliyo fue cierto astuto pedido de viaje al baño,
durante el cual la piba evidentemente debió hacer un
minucioso relevamiento de terreno. Bastante útil como
se iría a ver, porque ahora está diciendo que recordó que
cuando la llevaban al baño había visto “muchas armas
depositadas en una piecita de arriba”. De modo que,
tambaleándose porque le dolía todo el cuerpo, “subí la
escalera y me fui para allá”, dice su vocecita nasal.
Y aquí, mirándolo al muchacho, y juro que bajando
la cabeza y poniéndose levemente colorada, una grave
autocrítica. ¿Por qué? Porque entre mareos, dolores,
náuseas y hemorragia en un sitio que no aclara, después
de subir la escalera, llega a la pieza, y toma dos metras
de un modelo que no conocía bien y media docena
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de cargadores que no correspondían. “Fíjese qué
chambonada”, me dice.
Por suerte para mí, Betty es menos afecta que
Rodolfo a las disertaciones a nivel de marxismo-
leninismo, y prosigue contando que, cargada con armas y
chirimbolos, camina por un largo pasillo hasta el calabozo
donde sabía que estaba su cumpa. Abre la puerta, y lo
encuentra tirado en el suelo, completamente dormido o
nocáu. Así que después de llamarlo inútilmente porque
el muchacho, muy reventado, no puede salir de su
modorra, tiene que sacudirlo por los hombros, y decirle
varias veces: “Rodolfo, vamos, despertate”. Que vendría a
ser la parte en que yo también me desperté.
Y a partir de aquí agarra otra vez el mazo el hombre
de las alternativas y los contextos, el cual, seguramente
muy apenado porque ahora no le queda más remedio
que relegar en parte su conferencia (pero aún en medio
de otra docenita de enmarcamientos y coyunturas
mechados por ahí) se larga por fin a contar algo que
realmente parece sacado de una novela, y que tal vez
termine por reconciliarme con el Barba.
Amparado pues en mi experiencia aparto
inteligentemente toda la sociología como quien aparta el
yuyaje de la planta buena, y reconstruyo, creo que con
bastante aproximación, algunos hechos. Y de acuerdo a
mi vieja costumbre de guionista trato de darles un orden
más o menos cronológico, que sería este: 1) Marcha
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sigilosa por el pasillo. Los dos descalzos, medio desnudos
y casi irreconocibles por los golpes. El muchacho renguea
por el balazo en la pierna pero ya no pierde sangre. 2)
Descenso por la escalera. A diez metros del pie de la
escalera hay una puerta que da al lugar donde suponen
está la guardia. 3) De pronto, desde atrás de esa puerta,
disparos de pistola 45. Fácilmente puedo imaginarme
el cagaso de los canas ante aquellos dos fantasmones
que acababan de torturar, armados con metralletas, y
evidentemente dispuestos a cualquier barbaridad. 4) Los
pibes se arriman a una pared e intentan responder el fuego.
Aquí es cuando se dan cuenta de que los cargadores no
sirven. 5) La muchacha sube otra vez la escalera en busca
de nuevos cargadores, mientras el muchacho la cubre
apuntando hacia la puerta con la metralleta inservible.
Casi al final de la escalera la muchacha recibe un
balazo en la espalda. La bala le ha atravesado el pulmón
derecho. 6) Desesperado, el muchacho se adelanta hacia
la puerta para intimidar a los canas. Los canas por
supuesto ignoran que la metralleta está descargada, y
retroceden. Y con eso dan el tiempo justo a la muchacha
para bajar de nuevo la escalera. 7) Regreso de Betty con
los nuevos cargadores. Pierde sangre y está a punto de
desmayarse. 8) Ráfaga contra la puerta donde están los
canas, mientras la muchacha con otra ráfaga hace saltar
la cerradura de una pequeña puerta de salida. 9) La
calle. Siguen los disparos, primero desde una ventana, y
| 131
después, sorpresivamente, desde la esquina. Es evidente
que los tipos han buscado la calle por otra salida. Temor
de que en cualquier momento puedan aparecer los otros.
Es de madrugada, y los pocos transeúntes los miran
asustados, como a marcianos o a ánimas espiantadas
del Infierno. 10) Caminan, pero todavía no saben hacia
dónde. La herida de la pierna ha empezado a sangrar otra
vez. Primer desmayo de la muchacha. Felizmente vuelve
en sí después de unas palabras y unos masajitos en la
nuca. 11) Llegan a un garage. Sin dificultad aprietan al
sereno y levantan el primer vehículo que ven: un camión.
12) Puesta en marcha del camión, y rápido embalaje
hasta la esquina. Segundo desmayo de la muchacha que
sigue perdiendo bastante sangre. 13) Giro en la esquina y
problemas para ubicarse en ese caos que le muestran sus
ojos en compota y el mate obnubilado. 14) Viaje a través
de la ciudad que empieza a despertar, con la cabeza de la
muchacha apoyada en su hombro. 15) Llegada a casa de
un compañero quien, por supuesto, al principio no los
reconoce. 16) Ocultamiento en la casa (el muchacho dice:
“quedamos guardados”). Extracción de bala, curaciones,
mejoría y, después de un tiempo, salida del país. Ajá.
Bueno, claro que habrá que buscarle otro final, eso
de cajón, pero de cualquier modo, como me lo anticipó
el Barba, el asunto fue bastante movido, y hay que
reconocerlo.
Está bien, pero no te olvides Vinelli que ahora viene la
132 |
parte realmente jodida. Es decir, ahora hay que ver de qué
manera la metedora Olympia de Harold Dream cocina
todo este material sin mayor significación artística, y lo
transforma en un guión para la inmortalidad. Porque,
ojo, no es cuestión de sacar una fotocopia de los hechos
(despelotes en la Argentina, repre parapolicial, tortura,
etcétera) y meterlos tal cual en un librito de la serie como
lo haría cualquier novato. Es cuestión de tomar lo que
me contaron los pibes, sí, pero agregándole detalles de
suspenso, dramatismo y otros yeites del oficio como para
que el lector se meta en el asunto, ¿estamos?
Pienso que la cosa podría empezar por ejemplo
con Pat Sullivan encerrado en la mugrienta cárcel de
Oak Ridge junto a Sally, una putita que conoció en el
saloon. Pat hecho bolsa por la feroz paliza que le han
administrado los malandras del sheriff Grose. Sally atada
como un salame después de haber sido violada por medio
Oak Ridge. Entonces, cárcel en penumbras, carceleros
durmiendo la mona después de la orgía, mina que se
desata, abre la puerta del calabozo, toma un Colt de una
cartuchera colgada por ahí, y “¡Pat! ¡Pat! ¡Aquí tienes este
Colt!”, y sobre el pucho balacera de por lo menos página
y media. Pat Sullivan encuentra en el escritorio del
sheriff su daga tibetana, y ¡pa qué! Amasijo sangriento y
colectivo de otras dos páginas fácil. La mina ama a Pat y
quiere guerra naturalmente, pero Pat, después de limpiar
su daga tibetana en el cadáver del sheriff Grose, camina
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hacia la puerta, y desde allí le dice lacónicamente: “Good
bye, Sally”. Escena final: Pat Sullivan trotando en su negro
caballo hacia Maurice Place donde debe saldar una vieja
cuenta, o sea amasijar a otros cuatro o cinco a fin de que
aparezca el próximo librito.
Los pibes se han que dado callados. Con cara
de sueño, la muchacha mira la hora, y dice: “Es tarde,
Rodolfo, tenemos que volver”. Un poco por compromiso
les insisto que se queden, y me contestan que lo sienten
pero que hay que prepararle la mamadera a Robertito, y
que mañana hay que levantarse temprano para laburar.
En el auto vamos silenciosos. Creo que los tres
estamos un poco cansados. El muchacho le ha pasado
el brazo por encima del hombro a la piba, y ella se
acurruca y le acaricia tiernamente el pecho. Parecen
muy enamorados. No puedo dejar de pensar en aquel
otro viaje con la piba desmayada, tal vez en esta misma
posición.
Poco antes de llegar a su casa, el muchacho se seca
la frente con un pañuelo, pero esta vez se olvida de su
repertorio, y muy sencillamente me dice: “Es muy
importante que se conozcan las cosas que pasan allá en
el país. Por eso se las conté”. Acomoda la cabeza de la
piba, que se ha quedado dormida, y dice después que por
suerte existen intelectuales como yo, comprometidos con
el pueblo, que se encargan de difundirlas.
Yo miro la larga fila de luces perdiéndose en la
134 |
noche, y no sé por qué, me acuerdo de un poema que
escribí a los diecisiete años, y de aquella manifestación
adonde fuimos con mi hermana, y de mi amigo Héctor
que a veces hablaba como este pibe, y de Harold Dream,
y de Jeff Matterson, y de Dick Heller, y enciendo un
cigarrillo, y digo, “Claro, claro”, y meto el acelerador a
fondo, y dejo atrás a un Dodge y después a un Mercedes,
y entro a toda velocidad por la lomita de Viaducto, y sigo
diciendo, “Claro, claro”, pero no digo por qué esa noche
me voy a agarrar una curda padre, ni por qué el cigarrillo
tiene un gusto asqueroso, ni por qué en ese momento
tengo tantas ganas de pegarme un tiro.3
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Insai derecho 1
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Pero dejá, pibe, qué me venís a preguntar por qué
lo hice. A lo mejor un día, solito, te vas a dar cuenta.
Hay cosas fuleras, cosas que no se pueden explicar así
nomás. Cosas que vienen de lejos, que te van trabajando
adentro, hasta que un buen día, paf, se aparecen ahí,
frente a vos, como para probarte, o enterrarte, andá a
saber. Además ya está hecho, qué te vas a amargar. Mejor
rajá, honestamente te lo digo. Te estoy pidiendo que te
rajes, que no te dejes ver por aquí, a ver si me querés
entender. Es que no ganás nada con quedarte, y de
yapa te comprometés. En serio que te comprometés, no
viste los diarios: “insólita actitud antideportiva”, “gesto
indigno de un profesional”, fijate vos. Y la hinchada, otra
que gesto indigno, más vale no acordarse. Pero qué te la
voy a contar si vos estabas ahí, la oíste bien, no. Como
para no oírla estaba el asunto. Al que no oíste fue a don
Ignacio. Ayer me llamó por teléfono, sabés. Uh, lo
hubieras escuchado. De entrada nomás me putió. “Te
anduve buscando para encajarte un tiro”, me dijo. Me le
reí. No se lo tome a la tremenda, don Ignacio, le digo.
Cosas de viejo, vio. De viejo gordo y patadura, qué le va
a hacer. Me volvió a putiar y colgó. Pero que el domingo
me quería hacer la boleta, ponele la firma. El Cholo me lo
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vino a contar. Que andaba echando putas por el vestuario,
hablando solo y manotiándose el sobaco. Y me podrás
creer, pibe, a mí no me importaba. Te lo juro que en ese
momento no me importaba. Mirá, tenía ganas de volver
y encontrarlo, reírmele en la cara, cargarlo, qué sé yo.
Estaba como loco, yo. Como en otro mundo. Fue el
Cholo el que me sacó del estadio. De prepo, y en cuanto
terminó el partido. Me tiró un sobretodo encima de la
camiseta, y me metió en su auto. Ves esto, un cascotazo o
algo así, justo al subir al auto. Y a mí que me da por
reírme, querés creer. Nervios, supongo. Cruzaba las
manos sobre el mate, así, sabés, y puro decir gracias,
gracias, y saludar a la hinchada. Como en pedo, viste.
Viste cuando estás en pedo, y las cosas te patinan, y no te
calentás por nada, bueno, así. Pero vos no, vos no estás en
curda, no es cierto. Vos te das perfectamente cuenta de lo
que te jode, y de lo que no te jode, no es cierto. Buen,
entonces decime, qué hacés aquí. De veras, pibe, por qué
no te las tomás. Qué querés, hacerme ver que estás
conmigo. Pero si ya sé que estás conmigo. Lo que pasa es
que no te conviene, cómo te lo tengo que decir.
Escuchame, no salís más de la tercera, aunque seas un
crack, aunque el sábado te metas cinco goles. No sabés lo
que es don Ignacio, vos. Pensá si te llegan a ver en mi
casa, nada más que eso. No, del club no van a venir.
Quién va a venir del club. Digo, periodistas, fotógrafos,
vos sabés cómo son. Nos sacan juntos, y después me
140 |
contás la que se te arma. Ayer nomás vinieron, ahí tenés.
Y querés que te cuente cómo los recibí. Qué plato, los
recibí en piyama, medio en pedo, y regando las plantitas
del patio. Ah, y con un funyi viejo que encontré por ahí,
bien derechito sobre el mate. Les hubieras visto las jetas.
Querían preguntarme, y no sabían por dónde arrancar. Y
yo, serio, sabés, meta regar las plantitas y esperarlos. Al
final me hacen la pregunta, y les digo que sí, que me
retiro definitivamente del fútbol. Me arreglo el saco, toso,
y les largo: para atender mis negocios particulares.
Entonces quieren tomarme una foto, y me piden que me
saque el funyi. No, les digo, el sombrero no, por el sol, me
hace tanto mal el sol. Así, viejo, gordo y asmático, me
puede agarrar una insolación, imagínense. Y me tiro
chanta en una silla baja, resoplando y apretándome la
cintura. No Zatti, no nos haga eso, me dice el del Gráfico,
y guarda la máquina. Buen pibe, una cara de velorio
ponía. Así, como la que tenés vos ahora. Como la que
tenías el domingo en la cancha, vos. No me vengas a
decir que no, si te juné al salir del túnel. Llorabas, che, o
me pareció. Vamos, pibe, que no es para tanto. Me ves
cara de amargado a mí, vos. Y entonces. Es que vos no
podés entender, sos muy pichón todavía. Mirá, pibe, hay
veces que el hombre tiene que hacer su cosa. A lo mejor
es una sola vez en toda la vida. Como si de golpe Dios te
pasara una pelota, y te batiera: tuya, jugala. Entonces,
qué vas a hacer, tenés que jugarla. Si no, no sos un
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hombre. Si no, no sos vos. Sos una mentira, un preso, qué
sé yo. No sé cómo decirte. Como si en un cachito así de
tiempo, se te amontonara de repente todo el tiempo. Y
entonces, todo lo que vos hiciste, todo lo que vas a hacer,
no vale un pito, no interesa. Nada más que ese cachito de
tiempo interesa. Nada más que ese cachito así de tiempo
en que vos tenés tu pelota, y estás solo, entendés. Claro,
vos pensás que estoy un poco sonado. Para peor lo de la
insólita actitud y el gesto indigno. Pero no, no estoy
sonado. Sí, ya sé que perdí cosas, no me lo vas a decir a
mí. Pucha si perdí. Pero no sé, algún día me vas a
entender. Qué querés que te diga, pibe, yo antes era como
vos, sabés. Para mí no había más que un cuadro. El
cuadro donde uno empezó de abajo y fue subiendo. Ni se
me pasaba por la cabeza jugar en otro lado. Y eso que
más de una vez me hicieron ver el paco. De River, de
México, del Real Madrid, y vos sabés que esto no es
grupo. Pero a mí no me interesaba, aunque el club
hubiera ligado en forma con la transferencia. Y no, nada,
firme en el cuadro. Un año, y otro año. A que no sabés
cuántos años. Ah, lo sabés. Sí, pibe, dieciséis años, nueve
en primera, qué me decís. Claro que hubo momentos
lindos, como si yo no lo supiera. Otra que lindos,
gloriosos. Te acordás aquella final con Independiente.
Dos a cero perdíamos. Íbamos por la mitad del segundo
tiempo. En eso, Devizia que me pasa una pelota sobre el
banderín del corner. Primero se me vino Puente. Un
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jueguito de cintura y lo pasé. Entonces se me aparecen
Antorena y Sanguinetti a darme con todo. Nada menos
que Antorena y Sanguinetti, tipos con prontuario, te
acordás. Cada nene había en aquella época que los
zagueros de ahora son pastores evangelistas. La cuestión
es que me les voy a los dos, amago un centro con la
derecha, y con la zurda le hago un túnel a Martínez.
Camino dos metros, se la pongo en los pies a Díaz, y gol.
Y sobre el pucho, el empate. Un tiro cruzado de
D´Alessandro, y yo la mato con el pecho. Otra vez
Sanguinetti a la carrera como para estrolarme. Justo
cuando lo tengo al lado, la subo de taquito y se la paso
por encima. Ni la vio el rubio, pobre. Me adelanto, la
vuelvo a agarrar de cabeza, y bang, a la red. Y a los
cuarenta y tres minutos, pibe, la locura. Cuello se la
entrega con la mano a Fandiño, y Fandiño, de
emboquillada, a mí. Los dos al ladito del área nuestra. Yo
camino unos pasos, y se la vuelvo a Fandiño. Y él, lo
mismo, un par de gambetas y me la devuelve. Yo la tomo
de empeine, le hago la bicicleta no me acuerdo a quién, y
otra vez se la vuelvo. Nos recorrimos la cancha de punta
a punta. Así, a pasecitos cortos, como dibujando. Él a mí,
y yo a él. Llegamos casi a la puerta del arco. Yo amago un
tiro esquinado, y de cachetada, otra vez a Fandiño. El
gallego la empuja, y gol. Esa tarde, pibe, me trajeron en
andas hasta la puerta de casa. Ahí fue cuando empezaron
con lo de la Bordadora, te acordás. Y claro que era lindo.
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Los pibes te miraban como a la estatua de San Martín.
Los muchachos del café, puro palmearte y convidarte a la
mesa. Hasta los hinchas de otros cuadros, sabés. Eso
quién te lo quita. Tipos que te paraban por la calle.
Muchachos que te seguían a muerte todos los partidos. Y
de pronto la guita, y la casa nueva. Y vos en la tapa del
Gráfico, en colores. Y a la tribuna que le daba por
aplaudirme cada jugada, sabés lo que es eso. Y los de las
revistas y las radios que te ponían al lado de Cherro y de
De la Mata. Y cada gol que era una fiesta nacional. Te
acordás, pibe, una vez armaron un muñeco que era una
vieja bordando, y lo pasearon por toda Avellaneda.
Después aquí en la puerta hicieron como una murga, y
cantaban aquello de que vino la Bordadora, te acordás.
Cuántos años hace. Ocho decís, y sí, más o menos. Yo
andaba por los veinticinco. Che, cuánto pesás vos. No, yo
ya pesaba más, pero en aquella época no le hacía. Era
otro fútbol. Qué tanto correr como un desesperado los
noventa minutos. Decime, hace falta, qué va a hacer falta.
Pero de golpe, a todos los directores técnicos les dio por
ahí. Atletas querían, no jugadores. La cosa parece que
venía de Europa. Y bueno, vos sabés, yo me aguanté
como dos años de carreritas, y calistenia, y
concentraciones. Pero don Ignacio ya me tenía entre ojo.
Claro, el quía se muñequiaba la presidencia del club, y
dese la comisión directiva empezó con aquello de que
había que renovar todo. Primero, la sede, después, las
144 |
finanzas, y después, estaba cantado, la modalidad de
juego, y por supuesto, el equipo. Estilo europeo, decía.
Fútbol europeo. Vos sabés cómo los embalurdó a todos
con eso, no. Y ese año, en las elecciones, natural, don
Ignacio Gómez, presidente. Lo primero que hizo, se trajo
a aquel director técnico húngaro, cómo se llamaba, no
me acuerdo, Y a mí me quisieron pasar a la reserva.
Entonces me rajé. Te parece que lo iba a aguantar. Me
apareció aquel contrato en Colombia, y a la semana
estaba jugando en Bogotá. Cinco temporadas en
Colombia, che. Que iba a hacer capote por allá, cualquiera
se lo palpita. Salvo dos o tres uruguayos y un argentino
que había, los tipos jugaban un fútbol de la época de
Colón. Y conmigo se enloquecieron. Sabés cómo me
llamaban allá. La Araña, me decían. Fijate que si yo me
quedaba en Colombia, a lo mejor, todavía… pero qué te
vas a poner a pensar. Un buen día, después de cinco años,
me fueron a buscar, y aquí me tenés. Te lo juro, pibe, que
me fueron a buscar, si no, yo no volvía. Vos sabés bien
como fue la cosa. El húngaro ese resultó un fracaso, y casi
nos manda al descenso. Lo pusieron otra vez a Bruno, y
don Ignacio se la tuvo que aguantar. Te imaginás la
bronca que habrá tragado. Para colmo lo obligan a
meterme a mí en el equipo. Y él, claro, tuvo que quedarse
en el molde porque, te imaginás, otra campaña desastrosa,
y chau presidencia. Y chau acomodo, y chau coima, y
chau negocios con el gobierno. Así que el tipo hizo como
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si todo fuera cosa suya. Hasta lo declaró en los diarios,
sabés. Que él personalmente había decidido mi inclusión
para darle más fuerza a la línea de ataque, así dijo. Te das
cuenta qué ñato, otra que ministro inglés. Así que para la
gente, para los diarios, para todo el mundo, el responsable
de mi vuelta era don Ignacio. Hasta a mí me la quisieron
hacer tragar, fijáte vos. Y a mí qué corno me importaba.
La cuestión era que me habían ido a buscar, pibe, y
entonces volví. Con treinta y cuatro encima volví. Pero
contento, sabés. Volver a ser otra vez la Bordadora… Y
unas ganas de jugar en la cancha nuestra, y en la
Bombonera, y en el Monumental. Reírme un poco de
estos atletas, y enseñarles lo que es el fútbol. Contento,
aunque los diarios, al poquito de llegar nomás, me
entraron a dar tupido. Que estaba viejo, decían. Que
estaba pesado. Que había sido un lamentable error
incluirlo a Zatti, “último exponente de un periclitado
fútbol de filigranas”, así pusieron. Me acuerdo bien
porque leía eso, y pensaba: yo te voy a dar viejo, sí, yo te
voy a dar último exponente. Vas a ver cuando agarre la
pelota vos, y estos yeseouen entren a no saber ni dónde
tienen las patas. Esas cosas pensaba cuando me sacudían.
Quién se iba a imaginar, pibe, que me iba a aparecer el
viejo asunto de los meniscos. Fijáte si no es mala leche.
Una caída pava en el entrenamiento, me revisan, y no hay
vueltas, los meniscos salidos, tengo que operarme. ¿Es o
no es mala leche? Porque eso nomás fue lo que me mató.
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No, la operación no. De qué operación me hablás si
quedé lo más bien de la operación. Quiero decir el
descanso, el mes entero sin moverme, entendés, eso me
mató. Yo tengo tendencia a engordar, siempre la tuve. Y
un mes haciendo sebo, imagináte. Chupando un poco,
fumando, comiendo en casa. Cuando volví al
entrenamiento andaba con unos kilitos de más. Pero no
era para hacer tanto escombro. Si jugué como siempre, y
en la práctica me mandé un gol que mama mía. Hasta los
muchachos me felicitaron. Pero los diarios, dale con que
estaba gordo, dale con que estaba jovato y que me agitaba
al correr. De dónde carajo sacaban esas cosas los tipos no
sé. Me daba una bronca. Pero pensaba en la hinchada, y
la bronca se me olvidaba un poco, sabés. Vas a ver cuando
Zatti se corte solo hasta el arco, pensaba. Vas a ver cuando
el cemento se venga abajo al grito de dale Bordadora. A
la hinchada sí que no me la van a engrupir con lo de
gordo y asmático y último exponente. A lo mejor por eso
estaba algo nervioso el domingo. Bueno, no nervioso
pero preocupado. Venir a reaparecer justo en una
semifinal no es joda. Pero no fueron los nervios, ni la
preocupación. Qué sé yo lo que fue. La mufa, la mala
suerte, andá a saber. De entrada nomás la pierdo
boludamente frente a Rodolfi. Después erro un tiro libre
a dos metros del área que era como para colgar los
botines. Después viene Kelly a marcarme de frente como
un estúpido, y me la saca. Y después ya no la veía. Es la
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verdad, qué te voy a macanear si no veía una pelota. ¿A
vos no te pasa que alguna tarde no ves una pelota? Yeta,
qué sé yo, pero no la ves. Al principio te parece que es
casualidad, que otra jugada y te vas a rehabilitar. Pero
después entrás a correrla, y a pifiar, y a descolocarte. Y no
la ves, y no la ves. Y qué vas a hacer. Bueno, yo el domingo
andaba así. El único centro que me pasaron, me quedé
corto en el pique, y la vuelvo a perder. Y ahí empezaron.
Dale gordo, comprate una motoneta, gritó uno, y fue
como si lo estuvieran esperando. Porque al ratito se
largaron todos, o a mí me parecía que eran todos. A
dormir la siesta, viejito, me gritaban. Vaya a regar las
plantitas, abuelo, me gritaban. Todo eso, y yo allí
oyéndolo, sabés, tragándomelo todo, entendés lo que es
eso. La hinchada me lo decía, nuestra hinchada. Como
un campeonato era, a ver quién decía la cosa más chistosa.
En una de esas oigo algo de obeso y asmático, y me parece
que me avivo de algo. Me avivo de que por lo menos eso
no lo habían inventado allí. Yo lo había leído eso, en
algún diario. Y entonces quería decir que la hinchada,
que mi hinchada, también se había dejado engrupir. O
no se había dejado engrupir, y entonces todo lo que
gritaban era cierto y yo era una especie de bofe. Porque la
verdad es que yo andaba cada vez peor. Ya ni me la
pasaban, sabés, si parecía un poste. Es cierto que me
agitaba un poco pero no era eso. Era que sencillamente
no la veía. Y tras que no la veía, los muchachos no me
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daban juego. Pero a ellos no les digo nada, está bien. Hay
días en que un tipo no anda, y no anda. Y entonces, qué
vas a hacer, vas a arruinar una jugada pasándosela, para
qué, si igual sabés que el tipo la va a perder, de pura mala
pata. Pero lo de la tribuna era alevoso. Hasta patadura me
gritaron. Patadura, oíste. Fue lo que más me dolió. Me
acordaba de cuando me aplaudían cada gambeta, me
acordaba del muñeco y de la tapa del Gráfico, y te juro
que lloré. Se me hizo como un nudo en la garganta y
lloraba de bronca. Y era peor, porque con la bronca y la
desesperación por embocar un tiro no veía ni medio.
Qué decían en la radio. Está bien, no me digas nada, para
qué, ya me imagino. Terminó el primer tiempo, y en el
vestuario no hablé con nadie. Me quedé solo, amufado,
con la garganta seca, y con aquel patadura golpeándome
en los oídos como una locomotora. Cuando volvimos a
la cancha, al subir el túnel, algo me pegó aquí con fuerza.
Miré, y era una moneda. Me hice el gil, y al pasar te vi a
vos prendido al alambre, y llorando, sabés qué pinta
tenías. No me viste que te sonreí. Bueno, empieza el
segundo tiempo, y al rato, otra vez a chingarla, y otra vez
los gritos y las cosas jodidas. Y claro, no me enderecé,
por qué me iba a enderezar. Después vino el gol de ellos,
y entonces, el apuro por igualar. Y a mí, con el apuro, se
me vuelve a escapar una pelota servida, y vuelven los
largá viejito, y a casa gordo, y sentate asmático. Para peor
la bronca esa que te enturbia la vista y no te deja ver nada.
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Ojalá que nunca lo pases, pibe, vos no sabés lo que es. Te
gritan patadura, y a vos te vienen ganas de matarlos a
todos. O si no, de morirte, en serio te lo digo. Porque
después ya ni la buscaba más. Ya ni esperaba que me la
pasaran, qué sé yo. Estaba ahí parado como un pavo,
como una visita, como en otro mundo, decí que no. Si ya
era un muerto yo cuando, de golpe, se me apareció el tiro
ese de Monestés, vos lo viste. Todavía no sé por qué me la
pasó. Se equivocó a lo mejor. O lo salieron a marcar y no
le quedó más remedio. O a lo mejor de lástima, quién te
dice. Lo que yo vi fue que Monestés se la estaba por
entregar al arquero, pero perdió tiempo y quedó tapado.
Entonces me vio solo, allí, junto al área chica, y apurado
me la pasó. Un tiro corto, a media altura, justo para que
yo se la volviera de cabeza. Yo salto apenas y en vez de
cabecear, la paro con el pecho, la bajo, y la dejo morir
quietita ahí en el pasto. Me acomodo para volvérsela
enseguida, y en el momento que se la voy a entregar no sé
qué me pasa. Como una voz, sabés. Como una voz que
me dijera: tuya, jugala. Entonces, claro, sin saber bien por
qué, la retengo. Y cuando Monestés levanta el brazo
pidiéndola, me hago el que no lo veo. Y en vez de
devolvérsela, la amanso un poco, la toco, y empiezo a
caminar para adelante. Allá, en la otra punta de la cancha,
veía el arco contrario como si fuera un sueño, como si se
terminara el mundo allí, una cosa rara. Y yo, casi
caminando, con la pelota pegada a los pies. Kelly, que
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estaba ahí cerca marcándolo a García, me la vino a sacar
como si se la sacara a un poste. Me ladeo apenas sin soltar
la pelota, le hago un movimiento con el cuerpo, Kelly
queda pateando el aire y se pasa de largo. Oí algunos
gritos, no muchos, desparramados por la tribuna. Y
seguí. Entonces se vino otro, quién era, Ramos decís, sí,
me parece que era Ramos. Por atrás se me vino el loco, a
toda carrera. Yo la paré, hice la calesita, no sé cómo me lo
saqué a Ramos de encima, y me fui con la pelota. Ahí
empecé a escuchar gritos, pero gritos en serio, sabés, de
toda la tribuna. Dale Bordadora, solo Bordadora,
escuché. Lo mismo que antes, cuando me llevaron hasta
la puerta de casa. Pero la locura vino cuando lo pasé a
Deambrosi. Se me había prendido al lado con ganas de
pecharme. Me paré en seco, Deambrosi se descolocó, y
yo empecé a trotar solo para el lado del arco. La oíste a la
hinchada, enloquecida. Querés que te diga una cosa,
nunca la había oído gritar así, en serio, ni cuando la final
con Independiente. Arriba Zatti, dale Bordadora, todo el
estadio gritaba, parecía que se reventaban las tribunas. Y
yo engolosinado o abombado por esos gritos, cuando en
eso, Vaghi que se me tira fuerte a los pies. A ese sí, te juro
que no lo vi. Pero qué sé yo, yo estaba de una manera
especial, como sabiendo todo, como manejando todo. Y
así, como en un relámpago, supe, la verdad es que supe
que no me la iban a sacar. Mirá que se me tiró de
planchazo, y yo que casi sin mirar me lo salto limpito por
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encima. Apoyo mal al caer pero me quedo con la pelota.
Te juro que no sé cómo lo hice pero salió. La tribuna se
venía abajo. Ya ni sé bien a cuántos pasé. A cuatro, o a
cinco, me parece. A seis, me decís, sí, puede ser. Lo que
me acuerdo bien es que cuando el arquero se me tiró, yo
lo esquivé, y el tipo quedó en el suelo, pagando, y con el
arco descubierto. Bueno, el delirio. Lo tenía ahí, para mí
solo, al arco, sin nadie con tiempo para taparme. La oía a
la hinchada gritando, ya enloquecida del todo con el gol
que se venía. La oía, sabés, pero era como si la tuviera
lejos. Como si no me gritaran a mí sino a otro, cómo te
puedo decir, a un tipo que yo no conocía. Y de golpe me
pareció que todo eso de los gritos y de dale Bordadora y
arriba Zatti, yo me lo estaba acordando, o imaginando. Y
que si paraba un cachito la oreja para escuchar mejor, iba
a oír otra vez clarito: largá obeso, sentate asmático. Todo
eso me zumbaba en el mate cuando me arrimé hasta la
entrada del arco. Me acuerdo que alcancé a mirar a la
tribuna, y que de golpe me subió algo como una tremenda
bronca. Porque la oí, te aseguro que la oí, la palabra
patadura como flotando sobre el cemento, en medio de
los gritos. Amasaba la pelota sobre la línea de gol, miraba,
y la bronca me crecía cada vez con más fuerza, se me
apretaba en los dientes. Y en eso sentí, te lo juro que lo
volví a sentir, el golpecito de la moneda aquí, lo mismo que
al salir del túnel. Sí, ya sé que no puede ser pero yo, pibe, lo
sentí, justo cuando jugaba con la pelota sobre la línea.
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Entonces no sé qué me pasó. Campanié a la tribuna, me
reí, y de un guadañazo tiré la pelota afuera, lejos. Tan lejos
que entre el terremoto que venía de la hinchada alcancé a
verla llegar picando hasta el lateral izquierdo. Lo que no
me gritaron. Pechaban y querían voltear la alambrada para
amasijarme. Todavía me parece estar oyendo el fulero
crujir de los parantes, vos lo oíste. No faltó nada para que
atropellaran, y para que en malón se metieran en el campo.
Más cuando al verlos así, furiosos, insultando y tirándome
de todo, levanté la cabeza, me acomodé, y me mandé un
soberano corte de manga, tranquilo, mirándola de frente a
la tribuna. Y vos me preguntás por qué lo hice. Dejá, pibe,
ahora. Algún día lo vas a entender, qué sé yo, a lo mejor sos
muy pichón todavía.
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La patada
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Juan Germelli subió del subterráneo en la estación
Pasteur, compró El Laborista, echó una ojeada al almacén de
comestibles de la esquina —¡pero mire que les da por comer
cosas raras a estos rusos!— y enderezó su acompasado
taconeo por Pasteur derecho, rumbo a la Facultad.
Lavalle, Tucumán, Viamonte, Córdoba, Paraguay.
Pensar que hace seis meses casi no conocía por ese
barrio. ¡Pero ahora! ¡Como para no conocer! ¡Como para
no saberse de memoria el nombre de todos los boliches
de esas cinco cuadras!
El aire fresco de la mañana lo despejó del sueño.
Entonces, el ritmo de su paso se hizo más ágil y un tanto
más canyengue y empezó a silbar un tango audazmente
desfigurado por trinos y firuletes.
—Córdoba. La que viene. Ahí está el Instituto de
Neurología. ¿Qué hora es? Las siete menos cuarto. Hoy
voy a ser de los primeros.
Subió de un salto los tres escalones de la puerta y se
fue derecho a mesa de entradas. Saludó a la enfermera
que, como ya lo conocía, le dio número para el doctor
Zabala Ruiz sin preguntarle nada. Número cuatro. ¡No te
digo! Hoy me voy temprano a casa.
Los pasillos del hospital ya estaban repletos de gente.
Sentados, parados, recostados contra la pared, mujeres
con pibes en la falda o en los brazos. Juan los miró de
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reojo mientras se dirigía al consultorio del doctor Zabala
Ruiz por el pasillo de la izquierda.
Llegó a la puerta, en cuya parte superior y sobre
un rectángulo de vidrio esmerilado se veía escrito con
letras azules: Electroterapia. El único banco del estrecho
pasillo ya estaba ocupado por esa señora que viene con el
pibe de Mataderos, otras dos mujeres que no conocía y el
viejito español de la operación en la cabeza.
—Buen día, señora. Vamos a tener un día bravo, ¿eh?
Y Juan se acomodó contra la pared, observando
concienzudamente el labrado de sus zapatos negros. La
señora de Mataderos lo miraba con ganas de conversar.
Muy gaucha esa señora; cuando Juan vino por primera
vez al instituto, ella ya hacía tiempo que se hacía este
viajecito desde Mataderos, tres veces por semana, con el
pibe de cuatro años en los brazos. Parálisis infantil. Juan
recuerda aquella mañana que jugando con el pibe —un
morocho delgadito, de ojos muy vivarachos— entró en
conversación.
Recuerda cuando la señora le contó detenidamente,
como hacían todos, la aparición de la enfermedad.
—Un resfrío, sabe, nada más que un resfrío. Él
siempre fue muy sanito. Y un poco de fiebre, eso, apenas
un poco de fiebre y nada más. Y un buen día, las dos
piernitas flojas, así como ahora. ¡Lo hemos llevado de
tantos médicos! ¡Usted no sabe!
Y recuerda cuando a su turno él también contó lo
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suyo. Le gustaba hablarle a esa señora que lo escuchaba
con una atención seria y concentrada.
—Parálisis del nervio cubital, ¿sabe? Es el nervio
que viene por aquí. Toda esta parte de la mano, ¿ve?, uno
ni la puede mover. Un accidente, claro.
Y Juan le contó con detalles lo del accidente,
exagerando aquí, simplificando allá, acompañándose
con justos ademanes, en un deseo inconsciente de dar
mayor vida a su relato o hacerlo más importante.
—Yo venía por Nazca. Como quien va para el centro,
¿no? Iba con la bici y llevaba dos caños de una pulgada al
hombro. Bueno, llego a José Cubas, lo más tranquilo, ¡ma yo
qué iba a pensar! Y ¡zas!, un camión con acoplado que se me
viene encima. Yo me pude esquivar, pero los caños pegaron
en el acoplado y me tiraron al diablo. De la fractura curé
bastante rápido y la herida casi ni se nota, ¿ve?
Y Juan, con su gesto habitual, se remangó
parsimoniosamente el brazo, desabrochó el puño de la
camisa y con el índice de la mano izquierda siguió el
serpenteo rosáceo de su cicatriz.
Después, mientras se abrochaba el puño y daba unos
tironcitos cortos a la manga para volverla a su sitio, dijo
muy serio y casi como si hablara consigo mismo:
—Y ahora, ahí tiene, parálisis del nervio cubital.
Recuerda cómo la señora le preguntó con sincera
curiosidad por su trabajo, y entonces Juan, ingenuamente,
simplemente, le fue contando todo su gran problema.
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—¿Mi trabajo? Yo soy tornero, ¿sabe? Antes trabajaba
en una fábrica. Pero ahora trabajo por mi cuenta. ¡Mire
si no es andar con yeta! Cuando me agarró el acoplado
hacía tres meses justos que trabajaba por mi cuenta. Tres
meses justos que había comprado el tornito mecánico.
Un tornito flor, muy buena marca; lo compré a plazos,
claro, y lo pensaba pagar con el trabajo. Y ahora, ¡como
para trabajar con esta mano! Algo se puede hacer, pero
muy poco. Diga que alguna plata tenía ahorrada y lo pude
seguir pagando. ¡A duras penas, pero lo seguí pagando
hasta el mes pasado, que si no! Pero ahora no sé cómo
me voy a arreglar. Para peor el tiempo que uno podría
aprovechar en ir haciendo algo, tiene que perderlo así,
¿ve?, con estos plantones que uno se agarra cada vez que
viene para el tratamiento eléctrico.
Las ocho y media; el pasillo se va llenando cada
vez más. Juan oye al viejito español de la operación en
la cabeza contar las alternativas de su enfermedad y
su famosa operación. Sólo escucha algunas palabras
aisladas que son las mismas de siempre y, después, a su
lado, el infaltable comentario:
—Sí, tenía un tumor en el cerebro. Una operación
muy difícil. Lo operó el doctor Martínez. Es jovencito,
¡pero tiene una mano!
Hace calor. Juan, que ya ha leído el diario, camina a lo
largo del pasillo hasta el hall de entrada. Dos enfermeras
chacotean con ese empleado que una vez le hizo apagar el
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cigarrillo; un pibe llora desconsoladamente en los brazos
del padre que lo pasea. Pasa un médico y una mujer sale
del grupo en que se encontraba para correr detrás de él;
al fin lo alcanza cuando está por entrar en una sala; no
escucha a la mujer, pero observa su mirada anhelante, su
gesto de tensión; toda ella parece una pregunta, una sola
pregunta. Ve cómo el médico la palmea confianzudamente
y escucha un sonoro y pretendidamente paternal “mijita”,
que resuena durante un momento en todo el hospital.
Juan vuelve a su puesto detrás de la puerta con letras
azules. Llega alguien y le pregunta por el doctor Zabala
Ruiz. Él, como viejo de la casa, informa con detalles.
—Sí, es aquí. Tendría que venir a las nueve, pero
nunca empieza a atender antes de las diez y media. Usted
tiene que venir a sacar número más temprano; después
de las ocho no dan más números. No, ¡y sin número no
lo va a atender! —Busca la confirmación de sus palabras
en los cuatro o cinco que tiene más cerca y la opinión es
unánime:
—Sin número no lo va a atender. —El hombre se va,
y entre los que se quedan se inicia una conversación.
Conversar. Eso es lo único que se puede hacer allí.
Conversar de cualquier cosa. Conversaciones en voz
baja, como las de los velorios, cortadas de súbito por el
paso de un médico o de una enfermera. Conversaciones
interminables en las que cada uno esconde su nerviosidad,
su miedo, su aburrimiento.
El calor se hace sofocante. Juan se abanica con el
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diario, como hacen todos. Se siente medio mareado. De
hambre, de cansancio, de estar allí esperando, esperando
siempre, en ese pasillo lleno de hombres y mujeres
cansados y aburridos como él.
Le había dicho a Nélida que iba a ir más temprano.
Sí, temprano, ¡estoy listo que voy a ir temprano! Pobre
Nélida. ¡Qué changa se fue a agarrar cuando se casó
conmigo! Recuerda aquella mañana cuando en el
camioncito de su cuñado trajeron el tornito flamante.
¡Qué contenta estaba Nélida! ¡Y eso que ni la miraban
cuando les alcanzaba el mate, de puro emberretinados
que estaban con el nuevo chiche! ¡Pobre petisa! ¡Quién
le iba a decir que tendría que volver a la fábrica! ¡Si me
da una bronca!
Y Juan se descubrió dando un puñetazo contra la
pared del pasillo. Para disimular se fue de nuevo hacia el
hall, como si fuera a mirar la hora.
—Diez menos cuarto. ¿Por qué no vendrá más
temprano este coso? Eso es lo que yo quisiera saber.
Pasó frente a un espejo y casi sin darse cuanta se
quedó mirándose. Se tocó la barba, que no se había
afeitado en dos días, la cara demacrada, ojeroso, la frente
transpirada, el traje arrugado… ¡Qué pinta de croto!
Justo como para hacer de croto en una película.
Una enfermera de trasero imponente pasó al lado
suyo protestando a los gritos, y despareció en una sala
dando un tremendo portazo.
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Juan seguía elucubrando. —Bueno, pero yo no soy
el único que tiene pinta de croto. Si uno se pone a mirar
a la gente. Aquel que está al lado de la columna, aquellos
sentados en la escalera. Los únicos que no tiene pinta de
croto, al final son los de guardapolvo blanco.
Las diez menos cinco. Y yo que podría estar
haciendo algo en casa. La fábrica de bicicletas me pidió
cuarenta pedales para fin de mes. Claro que no los voy
a poder hacer todos. Pero al menos, los pocos que haga
son unos pesos más que entran…
Juan, que vio cómo se llevaban a una mujer
descompuesta, volvió a sentirse mareado, le transpiraban
las manos. Se sentía mal —en serio que se sentía
mal—. Para tranquilizarse se puso a releer la página de
deportes, artículo por artículo. Cuando terminó llevó
maquinalmente la vista hacia el gran reloj de la entrada.
Las diez y trece minutos.
Juan veía todo como lejano y borroso. El murmullo
apagado del hospital, el vaivén incesante de diarios y
sombreros usados como abanicos, la conversación de
piso a piso y a los gritos entre dos enfermeras, el paso
olímpico y silencioso de algún médico, todo se perdía en
medio de esa niebla cálida que lo envolvía.
Dio un cabezazo como para disipar el sueño y siguió
caminando por el hall. Justo al pasar frente al espejo
estaba bostezando y eso le dio risa.
—Qué pinta de croto —repitió entre dientes y se
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encaminó de nuevo al consultorio del doctor Zabala Ruiz.
En la pared no había ni lugar para apoyarse y se
quedó ahí parado, mirándose los zapatos y contando por
centésima vez los agujeritos del labrado.
La mujer de Mataderos tenía al pibe dormidito en
la falda y lo abanicaba con papel. ¡Pobre señora, los líos
que debía tener en la casa! Sabía que tenía otro hijo más
chico, al que dejaba con una vecina, y que su marido
(metalúrgico o ferroviario, no se acuerda bien) llegaba
al mediodía con el tiempo contado para calentarse la
comida y salir de nuevo al trabajo.
Juan tiene ganas de hablarle, de consolarla —qué sé
yo —pero se siente raro, como incapaz de decir y hacer
cosas sensatas.
Un enfermero pasa golpeando las manos y grita:
—¡Dejen el pasillo libre, por favor! —Todos y Juan entre
ellos se arriman lo más que pueden contra la pared,
durante unos segundos, hasta que el enfermero se va.
Humillado. Esa es la palabra, se siente humillado.
Qué saben estos todo lo que el tiempo significa para
él, para esa señora, para todos los que están allí esperando
desde hace cuatro horas, achicados y humillados como él.
A ver, ¿por qué hay que sacar número antes de las ocho si
el doctor aparece a las diez y media? A ver, ¿por qué? ¿Por
qué lo menosprecian así? ¿Por qué no entienden nada estos
tipos? ¿Por qué lo tutean? Eso, ¿por qué tutean los médicos
a todo el mundo como si estuvieran tratando con criaturas
o con perritos? ¡Le da una rabia cuando lo tutean!
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¡Y este calor! ¿Por qué los médicos parecen todos
limpios y fresquitos como si recién salieran del baño,
como si jamás hubieran tenido que pasarse una mañana
de pie frente a la puerta de un consultorio de hospital,
como si todos los problemas del mundo resbalaran
impotentes sobre sus biabas de gomina y sobre sus
cuellos inmaculados?
¡Qué calor! Juan se da cuenta que está pensando
pavadas. El hambre quizás. O el calor. ¡Porque hace un calor!
De pronto mira hacia el extremo del pasillo y ve
que se acerca un médico. No, por lo jovencito más bien
parece un practicante. Es alto, grueso, impecable. El
guardapolvo pulcramente almidonado y aún desprendido
—es evidente que acaba de llegar— ondula con la gracia
de un peplo. Camina a pasitos cortos y mirándose los
botones del puño que se viene prendiendo con elegante
negligencia. El cigarrillo que cuelga de sus labios inunda
el pasillo con un aroma nuevo y agradable. Un Dios,
eso es lo que parece, un Dios homérico, marchando
incontaminado y etéro sobre las miserias de los mortales.
Ahora lo tiene de espaldas, ahí a dos pasos. Los
pliegues del guardapolvo se mueven como invitándolo y
Juan ya no sabe lo que hace…
Una patada. Una patada irreprochable se estampa
una cuarta por debajo del almidonado cinturón del
médico. Una patada, no con la punta del pie, no de
puntín, digamos, sino con todo, con punta, planta
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y talón, con todo el pie, con toda la rabia, con toda la
humillación juntada en esos meses de hospital, con todos
los viajes desde Mataderos de esa pobre mujer que lo
mira asustada, con toda la fuerza de su ser manoseado,
empobrecido en esas esperas absurdas. Una patada, en
fin, de esas que sólo se ven en los sueños y en los dibujos
de historietas: olímpica y perfecta.
El médico, rojo de asombro primero y luego de santa
indignación, se levantó del suelo como para echársele encima.
Juan lo vio, percibió el remolinar de la gente en
torno suyo, oyó una voz pidiendo socorro y en cuatro
zancadas se escurrió por el pasillo en busca de la salida.
Bajó de un salto los escalones de la puerta y a paso rápido
tomó por Pasteur.
El corazón le latía con fuerza. Al llegar a Córdoba y
ver que nadie lo seguía, disminuyó el ritmo de su marcha.
Su taconeo resonaba nítido y alegre por las veredas de los
boliches que ahora lo saludaban como viejos amigos.
En Lavalle se paró frente a un quiosco, en donde
un viejito judío despachaba cigarrillos. —¿Me da un
Particulares liviano, abuelo?
Y después, marcando su paso con un taconeo más
canyengue que nunca y silbando un tango audazmente
desfigurado por trinos y firuletes, se coló por la escalera
del subte, rumbo a Villa Devoto.
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Un señor alto, rubio, de bigotes
1- “Un señor alto, rubio, de bigotes” se publicó por primera vez en Stilcograf,
Buenos Aires, 1963. Seguimos la edición de Razón y Revolución, Buenos
Aires 2010.
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Es aquí. Pero este ascensor… la portería… yo los
conozco, me parece. ¿Cuándo vine yo aquí? ¿Una semana?
¿Un año? No puedo darme una idea. ¡He caminado tanto
en este tiempo!
Además todas las oficinas, más o menos… y los
ascensores también. Subo a un ascensor y ya me veo
buscando a alguien, preguntando, corriendo de aquí
para allá. Sí, ha de ser eso.
Y sin embargo… el tablero… las puertas. Yo esto lo
conozco. Alguna vez estuve aquí, estoy seguro.
Bueno, pero no interesa. ¿Dónde está la tarjeta?
Es esta. Señor García, de parte del señor Perrondo.
Séptimo piso, oficina 712.
—¡Al séptimo!
…de esto algo tiene que salir… segundo… tercero…
señor García de parte del señor Perrondo. Vamos a ver
qué pasa.
…quinto… sexto… García de parte de Perrondo.
García de part…
—¡Gracias!
Y este pasillo también… pero ¿cuándo?
¿Cuándo?
Setecientos ocho, diez, doce. Es aquí.
—Buenos días, señorita. El señor García por favor…
—Sí, como no señorita…
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Los dos sillones, la mesita… el cuadro… el ruido de
la máquina… pasos en el corredor…
Sí, yo le digo que soy amigo de Perrondo, ¡total! …la
corbata en su sitio, los puños… ¿Qué hora será? Y este
dolor en el pecho que me joroba ahora. Bostezo, me miro
las uñas. Espero.
El tiempo. Uno se mete en él como en una carpa.
Afuera pasos, voces… el ruido del ascensor… una
bocina. ¡Pero todo eso lejísimos! ...En otro mundo.
Aquí el tiempo lo cubre completamente a uno.
Uno mismo es el tiempo. Creo que hace falta un
poco de entrenamiento para sentir esto.
Antes me molestaba esperar. Ahora no. Me meto en
la carpa, cierro todas las aberturas y espero. ¿Qué quiere
decir “las diez y media”?
Pienso que esperar es una cosa importante. Algo así
como una ocupación fundamental. Uno espera y cumple
su vida.
¡Estoy macaneando! ¿Qué hora es? Lo que hay
que hacer es mostrarse dinámico, optimista. Cara de
triunfador. Así se consiguen las cosas. La corbata en su
sitio, los puños, caminar erguido. Muy bien.
¡Pucha cómo tarda! ¿Se habrá olvidado de que estoy
aquí?
El tiempo… García de parte de Perrondo. Yo lo
conozco a Perrondo. Perrondo es amigo mío. ¿Del
trabajo? No, de la familia. Amigo de la familia desde hace
diez años. Eso es.
170 |
¿Se habrá olvidado? Diez minutos más y pregunto.
El tiempo.
—Señorita, ¿el señor García?
— Ah… perdón, perdón. Pensé que se había ido.
…los sillones …la mesita …el cuadro.
¿Qué será este dolor? Juego con los dedos en la
madera. Espero. No existe el tiempo. Me meto en la carpa
………………………………….…….…….…….………
—Ah, sí, sí. ¡Gracias señorita!
—El señor García. ¡Encantado! Sciardys, a sus
órdenes.
—Bien, señor García, el señor Perrondo me indicó…
me dijo que usted podría…es decir, me dio esta tarjeta
para…
……………………………………………………………
La calle otra vez. No me gusta caminar por la calle
cuando ando así. Sobre todo si uno tiene los zapatos
gastados. Uno se mira los zapatos y está listo.
Además las paredes, crecen, crecen hasta el cielo, se
amontonan allá arriba y lo aplastan a uno.
Llámeme dentro de dos meses. No, no. ¿Cómo era?
Venga a verme de aquí un par de meses. Así me dijo. Y que
lo viera al señor Bucini, director de Radiar, de parte suya.
Todos los días, después de las catorce y treinta.
Lavalle al mil quinientos. Lo veo hoy. ¿Qué hora es?
No hay tiempo para volver a casa. Me quedo por aquí
entonces. Lavalle al mil quinientos. Señor Bucini de
parte del señor García.
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Un espejo. ¿Para qué me habré mirado? Yo me
imaginaba bien plantado, rozagante. Así como para
presentarme y conseguir cualquier cosa. Me vi flaco,
desgarbado… ¡y con una cara! Cara como para que
digan que no. Cara que invita a decir que no. ¡Mire señor,
usted puede decirme que no, con toda confianza! No hay
peligro de que me extrañe o que lo tome a mal. Estoy
acostumbrado a que me digan que no. ¡Dígalo señor!
¡Dígalo sin miramientos! ¿No ve que lo estoy invitando
con esta cara a que me diga que no?
No, esas son pavadas. Si empiezo a pensar así no voy
a ningún lado. Lo que tengo que hacer es componerme
un poco antes de entrar. Una cuadra antes empiezo a
sonreir. Así, ¿ves? Saco pecho… levanto la cabeza…
camino ligero… tra la… la la. Eso.
La cara no quiere decir nada.
Pero este dolor… voy a tener que ir al médico un
día de estos.
No, no hay que mirarse los zapatos.
Y las casas que se hacen más altas. Esas ventanas
allá arriba que lo miran como despreciando. Como
haciéndolo caminar a uno por una zanja. Y la gente.
Toda apurada. Todos haciendo algo…
¡Es horrible caminar así por la calle! ¿Dónde hay un
café?
Bucini de parte de García, a las dos y media. Radiar
es una casa importante. Yo la conozco. Si este Bucini
pudiera hacer algo...
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—¡Un café con leche, mozo!
Hasta las dos y veinte no salgo. De aquí a Lavalle al
mil quinientos son diez minutos. Me quedo en el café.
Cualquier cosa antes que andar por la calle haciendo
tiempo. Están las paredes. Están los espejos en las
vidrieras. Y además me veo los zapatos.
Está la gente. Todos ocupados. Todos aprovechando
los minutos. Haciendo cosas importantes. ¿Por qué no
podré estar así yo? Ocupado, ¡ocupadísimo! Caminar
rápido por el centro, o sentarme frente a un escritorio
y hablar por teléfono. Decir por ejemplo: ¡vení a verme
a las cinco en punto! Antes no porque estoy ocupado.
Tenemos quince minutos justos para charlar. Y ¡plaf!,
colgar el tubo. Señor Sciardys, ¿qué hacemos con esto?
¡Páselo a tal lado! ¡Pim! ¡paf! con seguridad, con firmeza,
ocuparme de cosas importantes.
¡Qué se yo! Estoy cansado de vivir así esperando.
Como si en el mundo, o en la vida, o en ese juego
misterioso que tiene la gente, no hubiera lugar para mí.
Este dolor debe ser el cigarrillo. Empezó hace una
semana y no me deja tranquilo. Cuando me canso un
poco me duele más y se extiende hasta el brazo. ¿Justo
ahora tiene que venir esto? Me da rabia porque me parece
que me quita seguridad, que me deprime, y que todo eso
se debe notar.
No, no se puede notar. Son ideas mías. Es cuestión
de presentarse bien. De mostrar alegría. Señor Bucini,
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¡encantado! Con soltura, con optimismo. Eso es lo
principal.
Las dos y cuarto. —Mozo, ¿cuánto es?
Caminar rápido. No mirar a los costados. No mirar
los zapatos. No ponerse a pensar en las paredes. Las
paredes lo aplastan a uno. Lo escupen desde las ventanas.
Yo también ando apurado. Soy igual que la gente.
Es en esta cuadra. La sonrisa. Así, de oreja a oreja.
Después la cara se acostumbra y uno parece sonriente.
Radiar…
—El señor Bucini por favor…
—Segundo piso. Gracias.
—El señor Bucini por favor. ¿Mi nombre? Sciardys.
Ese, ce, i, a, ere, de, y griega, ese.
—Sí, gracias, señorita.
La sonrisa. La corbata en su sitio. Caminar
derecho.
Espero. Me paseo.
—¡El señor Bucini? Scyardis, ¡encantado!
—Yo estuve recién con el señor García… el señor
García me dijo que viniera a verlo…
……………………………………….…….…….…….…
La calle. Las paredes. Estoy cansado.
¿Por qué hay tipos que tienen como una cáscara
alrededor? Uno quiere llegar a ellos, acercarse. Y es
imposible. Pero mejor es que no piense en Bucini. Por
aquí no hay nada que hacer. Eso es seguro.
De todas maneras me dio un dato. No creo que lo
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conozca a este señor Domingo Márquez. Ni siquiera me
dijo que fuera de parte suya. Pero es un dato y hay que
aprovecharlo. ¿Iré ahora? Sí, voy ahora. Quién me dice
que a lo mejor…
Además así las paredes no me atrapan… Me muevo,
corro. Las agujas del reloj y la tacita de café no van a estar
allí, mirándome, estudiándome, sabiendo cada cosa que
hago y cada pensamiento que se me cruza. No me van a
mirar cómo mato el tiempo.
Señor Domingo Márquez, gerente, Belgrano 774.
¿Qué se toma para ir?
—Señor, ¿para Belgrano al setecientos, por favor?
—Gracias.
No pienso en Bucini. No pienso en nada.
El colectivo. La gente que empuja. ¿Saldrá algo de aquí?
No alcanzo a ver la calle. ¿Dónde estamos?
Tengo que presentarme bien. Con soltura, con
alegría. Márquez es un tipo importante...
—¡En la primera, chofer!
Belgrano 774. Es allí enfrente. Cruzo la calle ahora
—¡qué raro!— no me duele nada el pecho.
El ascensor otra vez. Otra vez la sensación de estar
corriendo, buscando a alguien.
—¡Al cuarto!
Sonrío. Me compongo el saco. ¿No habrá salido
este Márquez?
—Ah… ¿el cuarto? Gracias.
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—Buenas tardes, quisiera hablar con el señor
Domingo Márquez.
—Sí, Fernando Sciardys. Ese, ce, i, a, ere.
—¿Señor Márquez? ¡Encantado!
—Mire, señor Márquez, yo venía porque me enteré…
me dijeron que había una posibilidad y entonces yo vine
para preguntar, para ver si es posible.
……………………………………………………………
¡Abajo!
Córdoba 2552. ¡Voy ahora mismo! El señor Otero.
Esta vez me lo dijo bien claro. Otero con seguridad
tiene algo. Vaya a verlo.
Sí, voy, voy ahora mismo. No quiero perder
un minuto. ¡A ver si lo alcanzo! Córdoba al dos mil
quinientos. Llego hasta Córdoba y de allí tomo cualquier
cosa. ¡Rápido! ¡Rápido!
Señor Otero. Esta vez es seguro. Señor Otero.
Córdoba al dos mil quinientos. ¡Ojalá no se haya ido
todavía!
¡Quince minutos, señor Otero! ¡Quince minutos y
estoy allí! ¡Espéreme, por favor!
Se hace tarde... ¡Yo tomo un taxi! ¡Espere quince
minutos más, señor Otero, no se vaya!
—¡Taxi!
—A Córdoba al dos mil quinientos, ¡rápido, por favor!
Fumo. Miro la calle. Voy más rápido que la gente.
Más ocupado. ¡Pucha, el tráfico! ¿Por qué no pasará
de una vez?
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La corbata en su sitio, los zapatos… no, no hay que
mirarse los zapatos.
Otero con seguridad tiene algo. Así me dijo.
¡Gracias, señor Márquez! ¡Y yo que casi no pensaba
ir! ¡Cómo vienen las cosas, así, de pronto, cuando uno
menos las espera!
Ya falta poco. Mil novecientos… dos mil… Llego
justo a tiempo. ¿Estará todavía en la oficina? Dos mil
doscientos… dos mil trescientos… ¡Ese camión que no
deja pasar! Dos mil cuatrocientos. En la otra.
—¡Aquí nomás, cobresé!
El saco. La corbata. Me arreglo los puños. —El señor
Otero, por favor.
—¿Esta escalera? Gracias. ¿Se habrá ido?
—Buenas tardes, señorita. ¡El señor Otero por favor!...
—¿Qué? ¿No está?
—¿Pero va a venir? Sí, sí, yo lo voy a esperar.
¡Cómo no!
—No, no, prefiero esperarlo aquí.
—Fernando Sciardys. Ese, ce, i, a, ere, de, y griega, ese.
—Sí, gracias, señorita. ¿Usted me avisa cuando llega
entonces, porque yo no lo conozco. —Muy bien, muy
bien, espero nomas.
…Espero. No puedo quedarme sentado. Me paseo.
…las puertas …los sillones …el reloj…
Enciendo un cigarrillo.
Pero al rato me aburro de caminar y me siento.
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El sillón que se hunde… el techo… el ruido de las
máquinas…
El tiempo. Uno se mete en él como en una carpa…
Pero el señor Otero vendrá en seguida. No hace falta la
carpa.
Espero. Otro cigarrillo.
Me está doliendo el pecho otra vez. ¿Qué será esto?
Señor Otero, usted me va a salvar. Usted es mi
esperanza, señor Otero.
El tiempo. Espero. Yo siempre espero a alguien. Pero
esta vez es seguro. Márquez me lo dijo bien claro.
El tiempo. Me meto en la carpa. Cierro todas las
aberturas y espero.
El guardapolvo blanco de la empleada… el vidrio de
la puerta… los dibujos del parquet.
¡Qué tarde se hizo!
…los ruidos de la calle …un timbre …alguien que tose.
Tengo miedo de que no pase por aquí. O de que la
empleada se olvide. El tiempo.
…El cesto de los papeles …pasos que se alejan.
Espero.
—Señorita… quería preguntarle…, ¿cómo es el señor
Otero? Por si usted se va, ¿sabe? Así yo sé cuando él
viene… lo saludo, me presento.
—¿Cómo? ¿Alto, rubio, de bigotes?
—Sí, sí, lo voy a conocer.
—Gracias, gracias.
Alto, rubio, de bigotes. El señor Otero es un señor
alto, rubio, de bigotes.
“Con seguridad tiene algo. Vaya a verlo.”
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Pero el tiempo me aplasta. Me borra la sonrisa de la
cara. Me paseo. No hay que mirar los vidrios. No hay que
mirarse los zapatos. La corbata en su sitio. Los puños.
—¡Cómo me duele el pecho!
Es tarde. Oigo puertas que se cierran… oigo voces que
dicen “hasta mañana”. Han apagado la luz en la otra oficina.
Un señor alto, rubio, de bigotes. Un señor alto, rubio,
de bigotes. Yo lo voy a conocer.
Me levanto. Me asomo al corredor. Oigo pasos en
la escalera. Sube alguien. Debe ser él. Debe ser el señor
Otero. ¡Por fin!
Lleva un traje azul… sombrero claro… lo tengo de
espaldas… ahora se da vuelta.
No… no… me había parecido.
Espero. Tiene que venir.
Camino. El corredor… la baranda… Bajo la escalera.
¿Y si subiera en este momento? Me detengo. Pero es
mejor bajar. Es mejor estar abajo para verlo.
Bajo. Salgo a la puerta.
La gente… los autos… Se está haciendo de noche.
…¿eh? ¿Este que viene aquí? Es alto, rubio… ¡Viene
para este lado! No… no tiene bigotes. No es el señor Otero.
El señor Otero es un señor alto, rubio, de bigotes.
Un señor alto, rubio, de bigotes que me va a salvar. Va a
hacer un lugar para mí en el mundo. Me va a quitar todos
los problemas. También este dolor al pecho, ¿no es cierto
señor Otero?
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…un señor alto …tiene un portafolios en la mano…
No, no es.
La gente no entiende nada. No saben que estoy a
punto de salvarme. Los pobres no esperan al señor Otero.
Me dan lástima. Yo estoy mucho mejor que la gente.
…¿Este? Tampoco. Parecía, pero no es rubio.
Yo espero al señor Otero. Un señor alto, rubio, de
bigotes que tiene todo en la mano. Con seguridad tiene algo.
¡Y la gente no se da cuenta! ¡Pasan al lado mío y no
entienden nada! Yo quisiera llamarlos, explicarles. ¡Eh!,
¡señor! Yo no estoy aquí haciendo tiempo, ¿me entiende?
Antes sí, pero ahora no. Ahora estoy esperando al señor
Otero. Un señor alto, rubio, de bigotes, que me va a salvar.
¿Usted no lo conoce? ¿No sabe quién es el señor Otero?
¡Verdaderamente es una lástima! ¡Él podría ayudarlo
a usted también! Sí, pero ahora yo lo estoy esperando.
Él con seguridad tiene algo y me va a dar un sitio en el
mundo, ¿sabe, señor? ¡Gracias, gracias señor! No, no me
felicite. En realidad es nada más que un poco de suerte.
¡Adiós, señor!
¡Cómo tarda!
Los árboles parecen hombres que levantaran los
brazos. La luna es un señor rubio que los mira cómo se
agitan y se va acercando lentamente para calmarlos.
¿Por qué tarda tanto, señor Otero?
Yo no levanto los brazos pero también estoy agotado.
Me duele el pecho. Quisiera llamarlo, señor Otero.
180 |
Porque usted no sabe que estoy aquí esperándolo y por
eso no se apura en llegar. En traerme la calma que usted
tiene con seguridad en la mano.
Es muy tarde. Es de noche y usted no viene. Pero yo
lo voy a esperar. Yo lo voy a conocer en seguida.
…la gente… los negocios que cierran.
¿Qué tengo en el pecho? ¿Por qué me duele más ahora?
Un señor alto, rubio, de bigotes, que me va a quitar este
dolor del pecho, que va a llegar lentamente para calmarme.
Los hombres siguen de largo. Ninguno es un señor
alto, rubio, de bigotes. Son gente como yo. Andan
apurados. También se miran los zapatos. También
necesitan de usted, señor Otero. ¿Por qué no viene?
Si usted no viene yo me voy a quedar aquí toda la
noche, levantando los brazos… y la gente va a preguntar:
¿qué pasa?, y yo les voy a decir que lo estoy esperando a
usted, señor Otero. Y entonces todos van a levantar los
brazos, y se van a agitar, y todos lo van a llamar a usted
para que venga a calmarlos.
¡No puede ser! ¡No puede ser! ¿No dijo que vendría?
Me lo dijo bien claro la empleada.
Los árboles. Los árboles se mueven, levantan los brazos.
¿Eh? Sí, es él. Cruza la calle. Viene para este lado.
Sí, sí, sí, no hay duda. Es el señor Otero. Un señor
alto, rubio, de bigotes.
Camina despacio… viene hacia aquí.
—¡Buenas noches, señor Otero! Yo lo estaba
esperando. Me dijeron que usted tiene algo y yo venía
para que usted.
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—¿Cómo, señor Otero? ¿Qué lo acompañe a su
oficina? ¡Sí, sí, cómo no, señor Otero!
Me pasa la mano por el hombro. Me trata como a un
hijo. Me dice que me quede tranquilo.
¿Pero cómo sabe mi nombre, señor Otero?
¿Todos los problemas, señor Otero? ¿Todos los
problemas? ¡Gracias, señor Otero! ¿También este dolor
al pecho? ¿Pero usted cómo sabe?
¡Me duele, me duele mucho ahora! No se sonría.
Es cierto. Casi no puedo caminar.
¿Que pronto se me va a pasar todo? ¿Cómo puede
usted saberlo, señor Otero? ¿Cómo supo que me dolía
terriblemente el pecho?
Yo simplemente quería una ocupación. Algo así
como un sitio en el mundo.
No, no me sonría. No me mire así. Yo le hablo en
serio. Lo que ocurre es que hace mucho tiempo que
espero. ¡Siempre corro de aquí para allá! ¡Busco, busco!
Y de pronto me lo encuentro a usted.
¿Todos los problemas dice, señor Otero? ¿Por qué
se sonríe?
Pero… usted…
No, no, no, no puede ser, no quiero nada. Yo quiero irme.
Y el pecho me duele. Se me cierra.
Las cosas se borran. Se hacen oscuras.
¿Por qué lo veo solamente a usted? Usted que me
mira sonriendo, me toma del brazo. Conoce mi nombre.
¡No, no, yo no quiero! Usted es…
182 |
Un señor alto, rubio, de bigotes, que es. Que me
sonríe, que me toma del brazo. ¡No quiero! ¡No, no, no!
Me falta el aire. ¡Déjeme ir!
¡No, no, no, no quiero! ¡No quiero!...
| 183
184 |
ÍNDICE
Háblenme de Funes 9
El 42 y las lentejuelas 55
Bandeo 83
La patada 155
| 185
186 |
Autoridades Municipales
Intendente
Julio Garro
| 187
Este libro se terminó de imprimir en el
188 |
|188