Nehamas Alexander El Arte de Vivir 1 26

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EL ARTE DE VIVIR

Reflexiones socráticas
de Platón a Foucault

Alexander Nehamas

Traducción de
J orge B rioso

p r e -t e x t o s
Título de la edición original en lengua inglesa:
The Art ofLiving. Socratic Reflectionsfrom Plato to Foucault

Diseño cubierta: Pre-Textos (S. G. E.)

© de la traducción: Jorge Brioso


© 1998 The Regents o f the University o f California
Published by arrangement with the University
o f California Press
© de la presente edición:
p r e - t e x t o s , 2,005
Luis Santángel, 10
46005 Valencia

IMPRESO EN ESPAÑA / PRINTED IN SPAIN

ISBN: 84-8191-701-X
V-3974-2005
D e p ó s ito le g a l:

GUADA IMPRESORES - TEL. 9 6 l 519 0 60 - MONTCABRER 26- 4 6 9 6 0 ALDAIA (VALENCIA)


Esta traducción no hubiera sido posible sin la ayuda financiera y el
apoyo institucional de Carleton College. Quiero dejar constancia tam­
bién de mi agradecimiento a varios amigos que me ayudaron en la re­
visión de este texto: Celia Pérez Ventura, Antonio Calvo y Teresa Del­
gado. Quiero, por último, agradecer de un modo muy especial a mi
esposa, Yansi Pérez, sin cuyo apoyo y ayuda este proyecto no hubie­
ra sido posible.
¿Cuándo vas a empezar a vivir virtuosamente?, le pre­
guntó Platón a un anciano que le había mencionado que
estaba asistiendo a una serie de conferencias sobre la vir­
tud. No se puede especular toda la vida. En algún mo­
mento hay que empezar a pensar sobre cómo llevar a
la práctica nuestras teorías. Sin embargo, hoy por hoy
concebimos a los que viven según lo que predican como
soñadores.
Im m a n u el K a n t
La Enciclopedia filosófica

Cuando no se tiene carácter hay que seguir un método.


Albert Cam us
La caída
La filosofía es una disciplina teórica. Tiene pocas conse­
cuencias prácticas en la vida cotidiana. Los diferentes campos
de la filosofía “aplicada” que han aparecido en los últimos años
-por ejemplo, la ética médica o de negocios—han sido rápida­
mente absorbidos por las profesiones concernientes. En la me­
dida en que son realmente prácticos, estos campos pertenecen
más a la medicina o a los negocios que a la propia filosofía.
La filosofía tiene pocas consecuencias en las vidas de aquellos
que la practican. No se asume que lo que los filósofos estu­
dian afecte más a sus vidas que lo que el trabajo de los físi­
cos, matemáticos o los economistas afecta a las suyas. Sin
embargo, persiste la idea, para la mayoría de la gente y tam­
bién para algunos filósofos, de que las cosas no deberían ser
así; el hecho de que la vida de los filósofos no refleje sus con­
vicciones provoca un sentimiento de desilusión y confusión.
“La filosofía es una disciplina teórica”: como muchas aser­
ciones generales, esta también esconde una clara marca de his­
toricidad tras su aparentemente eterno “es”. La verdad es que
la filosofía se ha convertido en una disciplina teórica con el
tiempo y como resultado de muchos desarrollos históricos corn­
il
piejos. El “hecho” de que su “naturaleza” sea teórica no tiene
ningún otro sentido más que la siguiente realidad histórica: la
filosofía ha sido practicada mayormente como disciplina teó­
rica. por un tiempo equivalente al que abarcan la memoria y
el conocimiento de los filósofos. Ya que, generalmente, tene­
mos la tendencia a considerar lo que es cierto para nuestra
época como algo verdadero en todo momento y lugar e iden­
tificamos los productos de la historia con los fenómenos de la
naturaleza, también creemos que nuestra práctica actual mani­
fiesta la esencia inmutable de la naturaleza. Lo que no quiere
decir que la filosofía sea “realmente” una disciplina práctica: eso
sería simplemente confundir otra de sus fases históricas con su
naturaleza; revelaría la misma ausencia de sentido histórico.
Durante el periodo que comenzó con la Grecia clásica y ter­
minó con la antigüedad pagana tardía, la filosofía era más que
una simple disciplina teórica. Aun cuando Aristóteles identifi­
caba la filosofía con la “teoría”, su propósito era probar, como
lo hace en el décimo y último libro de la Ética N icom áquea,
que una vida de actividad teórica, la vida de la filosofía, era la
mejor vida que los seres humanos podían llevar. No se podría
llevar este tipo de vida a menos que se adquiriera no sólo un
número de ideas filosóficas sino también, con el tiempo y con
gran esfuerzo, el muy singular tipo de carácter cuyos elemen­
tos y presupuestos Aristóteles describía y justificaba en ios
nueve libros anteriores de la Ética. La vida teórica, a su vez,
afecta al carácter de aquellos que la viven. La teoría y la prác­
tica, el discurso y la vida, se afectan entre sí; los hombres se
hacen filósofos porque pueden y quieren ser el mejor tipo de
ser humano y vivir de la mejor manera posible.1 Hay una in­
fluencia directa entre lo que uno cree y cómo se vive.
Desde mi propio punto de vista, no existe ningún tipo de vida
que sea mejor para todos los hombres, y la vida filosófica es
solamente una dentro de las muchas maneras loables de vivir;
por eso, no insto a “regresar” a la concepción de la filosofía
como un modo de vida, o, como lo llamaré frecuentemente
en este libro, el arte de vivir. Pero sí creo que debemos reco­
nocer que esta concepción existe, debemos estudiar cómo so­
brevive en algunos importantes filósofos modernos y darnos
cuenta de que esto es lo que algunos de nosotros estamos ha­
ciendo hoy. Este libro intenta abrir un espacio para una manera
de hacer filosofía que constituye una alternativa, aunque no ne­
cesariamente un contrincante, al modo en el cual la filosofía
es practicada en nuestros tiempos. Algunos filósofos quieren
encontrar respuestas a preguntas generales e importantes, in­
cluyendo preguntas acerca de la ética y la naturaleza del bien
vivir, sin creer que sus respuestas tengan mucho que ver con
el tipo de persona que ellos terminan siendo. Otros creen que
estas ideas, cuando se organizan de forma correcta y tienen
un real impacto en la vida cotidiana, terminan creando una vida
buena -tal vez muy buena, tal vez simplemente inolvidable y,
en ese grado, admirable-. Lo único que importa, en el caso
de la teoría pura, es si las respuestas a las preguntas son co­
rrectas o no; en el de la teoría que afecta a la vida la verdad
de nuestras ideas todavía tiene una importancia central, pero
lo que también importa es el tipo de persona, el tipo de ser,
que se logra construir como resultado de su aceptación.
El tipo de yo que uno construye como resultado de la acep­
tación de ciertas teorías no es un tema simplemente biográfico.
Es, lo cual es mucho más importante, un logro literario y filo­
sófico. El tipo de yo que proponen los filósofos estudiados en
este libro se encuentra en sus obras. Puede funcionar como
un ejemplo que otros, dependiendo de sus ideas y preferen­
cias, pueden imitar o eludir. Es una especie de modelo que
aquellos que tienen un propósito similar pueden seguir, igno­
rar o negar en el proceso de formación de sus propios “yo”.
Es un logro filosófico porque el contenido y la naturaleza del
yo creado, en el proceso que voy a intentar describir más ade­
lante, depende de la capacidad que se tenga para defender cier­
tas opiniones sobre temas que han sido tradicionalmente
considerados filosóficos y no sobre cualquier otra cosa. Es un
logro literario porque la conexión entre esas ideas filosóficas
no sólo es un problema de interrelaciones lógicas de un ca­
rácter sistemático sino que también, y sobre todo, es un pro­
blema de estilo. La cuestión radica en poner esas ideas juntas
para que, aun cuando las conexiones entre ellas no sean es­
trictamente lógicas, tenga sentido psicológico e interpretativo
el atribuírselas a un personaje único y coherente y sea razo­
nable pensar que una sola persona pueda sostener todas estas
opiniones. La defensa de estas ideas, para decirlo de otra ma­
nera, crea un personaje de la misma manera en que se crean
los personajes literarios cuya existencia consiste en todo lo que
dicen y hacen dentro de las obras donde aparecen. Los filóso­
fos del arte de vivir, sin embargo, usualmente desarrollan un
rol más complejo y dual. Con la notable excepción de Sócra­
tes, con el cual se origina su tradición, y algunos otros (el nom­
bre del escéptico Pirro me viene enseguida a la mente)2 que no
escribieron obras propias, los filósofos del arte de vivir son tanto
los personajes qüe sus escrituras generan como los autores de
las escrituras en las que existen sus personajes. Ellos son crea­
dores y criaturas a la vez.
Por lo tanto, nos enfrentamos con, al menos, dos concep­
ciones de la filosofía. Una evade lo más posible el estilo per­
sonal y la idiosincrasia. Su propósito es borrar la personalidad
particular que brinda respuestas a las preguntas filosóficas ya
que lo único que importa es la calidad de las respuestas y no
la naturaleza del personaje que las brinda. La otra requiere es­
tilo e idiosincrasia porque sus lectores nunca deben olvidar que
las ideas que los confrontan son las ideas de un tipo de per­
sona particular y no de ninguna otra persona. Esto explica la
importancia de la autoconciencia literaria en su composición;
y es una de las razones por la cual los filósofos modernos que
considero en este libro -Montaigne, Nietzsche y Foucault- han
pertenecido mayormente a las facultades de literatura, historia
o antropología y no al canon tradicional de la filosofía analítica
como ha sido practicada hasta ahora. Para los filósofos teóricos
la construcción de un carácter parece ser simplemente una em­
presa literaria. Y si pensamos, como solemos hacerlo, la filo­
sofía en términos impersonales, será, como ha pasado hasta
ahora, difícil pensar a estos autores como filósofos. Creo que
lo mismo se puede decir de otras figuras de las que no me
ocupo aquí: entre las que se incluyen (y esta es una lista par­
cial) Pascal, Schopenhauer, Kierkegaard, Emerson, Thoreau y,
al menos desde cierto tipo de lectura, también Wittgenstein.
Por mucho tiempo, cada bando ha sospechado del otro. Los
filósofos sistemáticos ven a los filósofos del arte de vivir, en el
mejor de los casos, como “poetas” o figuras literarias y, en
el peor, como charlatanes que escriben para adolescentes pre­
coces o, lo que para muchos es lo mismo, para profesores de
literatura. Los filósofos del arte de vivir acusan a los filósofos
sistemáticos de constituir una manera falsa y errónea de hacer
lo que ellos consideran es la verdadera filosofía. Piensan que
sus seguidores son unos pedantes y cobardes que desean la ob­
jetividad científica porque son incapaces de crear una obra que
sea realmente suya y utilizan el desinterés y la distancia para
enmascarar su propia esterilidad. Ambos están equivocados por
la misma razón. Ninguno de los dos se percata del hecho de
que cada una de estas aproximaciones responde a un desarrollo
histórico legítimo de la filosofía desde que empezó a ser prac­
ticada en Grecia; ninguna de estas dos aproximaciones está
en posesión exclusiva de la esencia de la filosofía (la cual, en
todo caso, no existe).
Todos los filósofos del arte de vivir que estudio en este libro
consideran el “yo” no como un hecho dado sino como una
entidad construida. Los materiales para la construcción del yo
son reunidos, por lo menos al principio, de modo accidental,
y están formados por las ideas y los sucesos que se generan de­
bido a las circunstancias particulares en que uno se encuentra
y que, de acuerdo con la naturaleza del caso, son diferentes
para cada individuo. Uno, como demostraré más tarde, adquiere
o crea un “yo”, se convierte en un individuo, al integrar esos
materiales con otros adquiridos y construidos en el camino.
Cuando la obra está acabada (si alguna vez llega a estarlo) que­
dan pocos “accidentes”, ya que la totalidad de los elementos
que constituyen el individuo producido son parte de un “todo”
metódico y organizado. Cada elemento realiza una contribu­
ción específica a ese todo que sería diferente sin la misma. Por
lo tanto, cada elemento es, en esta medida, significante, esen­
cial para el “todo” del que ahora es una parte y ya no es más
accidental.
Expresiones como “crear” o “modelar” un yo suenan para­
dójicas. ¿Cómo se puede realizar cualquier tipo de actividad si
no se tiene, o se es, de antemano, un “yo”? ¿Cómo se puede no
tener un yo, o serlo, si se supone que debemos ser conscien­
tes de las experiencias e ideas que integraremos en este pro­
ceso autoformativo? Esa paradoja puede ser mitigada si
distinguimos esta noción del “yo” de la estricta idea filosófica
presupuesta por el hecho de que soy consciente de que mis
experiencias me pertenecen. No es esto lo que Kant llamó la
“unidad trascendental de la percepción”, el “yo pienso” que
como principio acompaña a todas mis experiencias y es re­
querido para que sea un agente, una persona. Esta es una no­
ción conocida. Crear un “yo” supone tener éxito en convertirse
en algu ien , en hacerse un person aje, esto es, alguien inusual
y distintivo. El que crea un yo se convierte en un individuo,
pero no en el sentido estricto en el que el individuo es algo que
podemos señalar e identificar, algo que, como los seres hu­
manos y las cosas materiales, existe independientemente en
el espacio y el tiempo. Convertirse en un individuo es adqui­
rir un carácter no común e idiosincrásico, un conjunto de fi­
guras y un modo de vida que lo separan a uno del resto del
mundo y lo hacen memorable por lo que uno hizo o dijo pero
también por lo que uno fue.
Podría parecer que estoy abogando por el uso de términos
filosóficos en un sentido no filosófico. Se ha pensado que
Nietzsche hace eso: en su propio pensamiento y escritura, pone
el sentido filosófico de un término (que generalmente rechaza)
entre comillas y continúa usándolo en un sentido no filosó­
fico sin comillas. Se supone, por ejemplo, que niega la exis­
tencia de la “verdad” (que muchos filósofos entienden como
la “correspondencia” de nuestras ideas con los hechos del
mundo) mientras, a su vez, utiliza su propia noción de la ver­
dad (una noción no filosófica de la verdad que ha causado mu­
chos problemas a sus exégetas) sin contradecirse. Yo encuentro
confusa la distinción entre los sentidos filosóficos o no filosó­
ficos de los términos, especialmente dentro de la escritura de
los mismos filósofos. Prefiero pensar que en muchos de esos
casos nos enfrentamos con dos usos diferentes, aunque igual­
mente filosóficos, del mismo término. La distinción entre ellos,
especialmente en el caso de términos como “yo” o “individuo”,
es una cuestión de generalidad. En el sentido más general y
débil del término, cada persona como principio, tiene un “yo”
y es un individuo. En el sentido más estrecho y más fuerte,
del que me ocuparé después, solamente algunas personas, con
el tiempo, se crean a sí mismas o se convierten en individuos.
Estas son personas que recordamos por lo que son, personas
que podemos admirar aun sí rechazamos muchas de sus ideas,
de manera muy similar a como aceptamos, admiramos y hasta
amamos a nuestros amigos a pesar de sus debilidades y de­
fectos. Como solemos decir, conocemos a nuestros amigos
como individuos. Nos interesa su carácter en su totalidad y no
necesariamente cada una de sus características separadas. Hasta
sus debilidades son. esenciales para que sean las personas con
las que estamos felices y que tenemos a nuestro lado. Sin em­
bargo, es difícil creer que podamos seguir siendo amigos de
una persona que nunca piensa en nada verdadero y nunca hace
nada bien. Es difícil creer que los filósofos puedan practicar el
arte de vivir exitosamente, que puedan convertirse en indivi­
duos, si todas y cada una de sus ideas, a pesar de lo bien que
estén hilvanadas entre sí, son errores flagrantes. En ambos casos,
debemos tener algo de respeto por el contenido de lo que está
organizado en el “todo” que amamos y admiramos. Pero de la
misma manera que podemos equivocarnos al escoger a nues­
tros amigos, podemos admirar a los filósofos equivocados. Así
como el tipo de amigos que elegimos dice algo sobre nuestro
propio carácter, igualmente los filósofos que admiramos reve­
lan algo acerca de nuestra personalidad. El estudio de la filo­
sofía como el arte de vivir revela nuestras preferencias éticas
y nos obliga a revelar parte ele nosotros mismos. Este tipo per­
sonal de filosofía se refleja en nuestra propia persona, y es
personal en este sentido adicional también. El estudio de esta
filosofía conlleva su práctica.
No todos los que han construido una vida inusual han sido
filósofos. Grandes autores literarios, artistas visuales, científicos,
figuras públicas e incluso generales han dejado muchas veces
legados similares. ¿Qué distingue a los filósofos de esos otros?
Para empezar, debemos darnos cuenta de que la distinción es
fluida: en sus extremos, el proyecto de construir una vida filo­
sófica no se separa fácilmente de las actividades o las metas
de una figura literaria como Proust, Rimbaud u Oscar Wilde.
Y así es como debe ser. Las fronteras de la filosofía nunca han
estado absolutamente claras: así como en un extremo la filo­
sofía se aproxima a las matemáticas, a la psicología y hasta a
la física, se desliza hacia la literatura en el otro extremo. Pero
las diferencias perduran.
Aquellos que practican la filosofía como el arte de vivir cons­
truyen sus personalidades a través de la investigación, la crítica
y la producción de ideas filosóficas -ideas que pertenecen al
repertorio de la filosofía como hemos llegado a entenderla-. La
conexión es histórica: aunque los filósofos del arte de vivir
frecuentemente introducen nuevas preguntas, su inspiración
siempre viene de la tradición que ya aceptamos como la tradi­
ción de la filosofía. Y lo que es más importante todavía, los fi­
lósofos del arte de vivir convierten la articulación de un modo
de vida en el tema central de su pensamiento: es al reflexio­
nar sobre los problemas de construir una vicia filosófica cuando
construyen la vida que su obra constituye. La obra que refle­
xiona sobre la vida filosófica es el propio contenido de la vida
que ella misma, crea. El proyecto de establecer una vida filo­
sófica es en gran medida autorreferencial. Las vicias filosóficas
se diferencian de otras, en la medida en que lo hacen, porque
proceden de una preocupación por temas que han sido tradi-
cionalmente considerados filosóficos y porque esos temas pro­
veen el material con el cual son construidas.
La filosofía como el arte ele vivir empezó con Sócrates. Dos
características separan a Sócrates de aquellos que han seguido
sus pasos, especialmente en los tiempos modernos. Lina, como
ya señalamos, es el hecho de que Sócrates no escribió nada.
El Sócrates que fue el primero en practicar el vivir como un arte
es la figura que encontramos en los diálogos socráticos de Pla­
tón.3 Y aunque, por razones que explico en el capítulo 3, ahora
nos parece difícil creer que el Sócrates de Platón no es el Só­
crates de la historia, la verdad es que, en realidad, la figura li­
teraria de Platón es un personaje ficticio. Aun si pudiéramos
aislar aquellos elementos en la representación de Platón que
corresponden a su original histórico, es el personaje en su to-
talidad que nos confronta en esas obras, y no alguno de sus
rasgos, el que ha servido de inspiración a la tradición que él
mismo creó. Y eso, por supuesto, suscita la pregunta de si fue
Sócrates y no el mismo Platón quien originó esa tradición: el Só­
crates platónico es también el Platón socrático. Goethe dijo al­
guna vez: “Aquel que pueda explicarnos cuándo un hombre
como Platón habla en serio, cuándo en broma o medio en
broma; qué escribió por convicción y qué simplemente para
tratar de demostrar un argumento, nos haría un gran servicio
y contribuiría grandemente a nuestra educación”.4 Ese es un
caso que nunca nadie explicará.
La segunda característica que distingue a Sócrates del resto
de sus seguidores es que sabemos mucho menos de su vida
que de la de ellos. Conocemos muchas de las ideas y sucesos que
Montaigne, Nietzsche y Foucault tuvieron que enfrentar, orde­
nar y darles sentido mientras intentaban combinar sus diferen­
tes tendencias en una. Los podemos seguir, más o menos, en
su esfuerzo de crearse a sí mismos. Pero cuando Sócrates apa­
rece en ios diálogos de Platón, aparece ya formado: ya es uno;
nunca hace ningún esfuerzo. Su propia unidad es tan extrema
que hasta llega a creer que el alma humana, el yo, es indivisi­
ble y que es imposible para nosotros hacer algo aparte de lo
que consideramos que es el bien. Aparte de nuestro juicio que
afirma que algo es digno de hacerse, Sócrates no cree que haya
otra fuente de motivación, ningún conjunto de valores o de­
seos en conflicto que podrían empujarnos hacia otra dirección:
no hay lugar para la multiplicidad en su idea del alma. En la re­
presentación de Platón, Sócrates ejemplifica constantemente
esta idea en su propia vida: hace sólo lo que considera que es
correcto hacer; nunca vacila en lo más mínimo sobre el camino
que ha escogido como el mejor, aun a la hora de la muerte.
No hay un huerto de Getsemam, ni un monte de los Olivos
en su historia.
¿El hecho de que Sócrates es un personaje literario lo distin­
gue de otros filósofos como Montaigne, Nietzsche y Foucault
cuyas biografías podemos leer? La diferencia es menos decisiva
de lo que parece, ya que los logros más importantes de estos
pensadores modernos son los autorretratos a los que nos en­
frentan sus escritos. Sus biógrafos han debatido hasta los he­
chos más básicos ele sus vidas y personalidades. Sus lectores,
sin embargo, pueden encontrar en sus obras modelos convin­
centes ele cómo una vicia coherente y llena de sentido puede
ser construida a partir de los hechos azarosos c¡ue la constitu­
yen. Tal vez estos filósofos tuvieron éxito al aplicar estos mo­
delos a sí mismos; tal vez no. Si lo tuvieron es una cuestión
de biografía y probablemente siga siendo tema ele discusión.
Pero la imagen de vicia contenida en sus obras es una cues­
tión filosófica, aunque también permanecerá abierta a la dis­
cusión: el debate versará sobre si la imagen es o no es coherente
o admirable. El problema en este caso es totalmente diferente.
Concierne a la naturaleza del personaje construido en sus obras
y a la pregunta de si la vicia puede ser vivida, y si vale la pena
vivirla, como ellos afirman. Este es un problema que nos con­
cierne a nosotros más c]ue a ellos. Lo mismo es verdad para el
Sócrates ele Platón. ¿Es posible y deseable que alguien viva
como se demuestra que vivió Sócrates? ¿Vale la pena vivir así?
Esa es la pregunta que importa, no la pregunta de si el perso­
naje de Platón realmente vivió la vida que Platón le atribuye,
si corresponde a la figura histórica cuya vida ya está más allá
de nuestro alcance y quien, si aprendiéramos más ele lo que
ya sabemos sobre él, posiblemente se volvería aún más con­
trovertido ele lo que ya es.
El arte de vivir, aunque es un arte pragmático, se practica
en la escritura. La pregunta de si. sus practicantes lo aplicaron
exitosamente en sus vielas es secundaria y, en muchos casos,
imposible de contestar. Queremos un tipo de filosofía que con­
sista de ideas que están en armonía con la acción, con el modo
de vida de aquellos que las producen. Pero la pregunta prin­
cipal no es si históricamente alguien tuvo éxito viviendo de esa
manera sino saber si uno puede construirse tal tipo vida. Eso
puede hacerse de dos mañeras. Se puede tratar de aplicar la
concepción de otra persona a nuestra vida y de esa manera vivir
bien pero carecer de originalidad; o se puede formular un arte
de vivir propio. Pero es difícil imaginar que se pueda formu­
lar un propio arte de vivir sin que se escriba sobre él porque
es difícil imaginar que la complejidad de las ideas que ese tipo
de vida requiere puedan ser expresadas de ninguna otra ma­
nera. Además, a menos que uno escriba sobre él, este arte no
podrá constituirse en modelo de vida para otros a largo plazo.
Y cuando alguien escribe sobre el arte de vivir, la pregunta que
necesitan hacerse sus lectores no es si su creador tuvo éxito lle­
vándolo a la práctica, sino saber, en cambio, si ellos pueden
practicarlo en sus propias vidas. Sócrates no escribió nada. Pero
si Platón no hubiese creado un arte de vivir con su nombre -y
por escrito-, no habría nada sobre qué pensar, ningún arte o
modelo que aceptar, rechazar, manipular o hasta dejar pasar
con indiferencia; y se podría decir lo mismo de Montaigne,
Nietzsche y Foucault. El propósito de la filosofía como un arte
de vivir es, por supuesto, vivir. Pero la vida que requiere este
arte es una vida dedicada en gran parte a la escritura. El mo­
numento que uno deja es, al final, una obra permanente, no
la vida pasajera.
Es, entonces, la segunda característica distintiva de Sócrates
lo que lo separa de sus discípulos: Sócrates aparece ya hecho,
no tenemos idea de cómo llegó a ser lo que era. Uno de los
personajes más llenos de vitalidad en la literatura mundial es
también el menos entendido. Es un misterio por su ironía, su
silencio persistente acerca de sí mismo, el silencio que ha dado
origen a un remolino de voces a su alrededor que han tratado
de hablar por él para explicar quién era y cómo llegó a ser de
esa manera. Pero ninguna interpretación, ninguna otra voz, ha
llenado el silencio que permanece como el principal legado de
Sócrates.
La primera de estas voces es la de Platón. En las obras que
siguen a sus diálogos socráticos, Platón nos ofrece una hipó­
tesis acerca de qué fue lo que le permitió a Sócrates llevar la
vida buena que le atribuye en sus primeros diálogos. Los diá­
logos socráticos reflejan a Sócrates sin reflexionar sobre él. En
sus últimos diálogos, Platón, seguido por Montaigne, Nietzsche
y Foucault, nos ofrece nuevas representaciones de esta figura
de Sócrates a la vez que reflexiona sobre ella. Los filósofos del
arte de vivir siguen regresando a las obras socráticas de Pla­
tón porque ellas contienen tanto el modelo más coherente que
poseemos de una vida filosófica como el menos explicable.
Como una hoja en blanco, Sócrates nos invita a escribir; como
un silencio inmenso, nos incita a gritar. Pero permanece intacto,
observando con una mirada irónica, colocándose, a la vez, más
allá de sus reflejos5 y no existiendo sin la suma total de los
mismos.
El arte de vivir puede hallarse en tres variedades, tres géne­
ros. Uno es el de Sócrates en los primeros diálogos de Platón.
Sócrates, que practica su arte en público y ele esa manera se
compromete con el bienestar de sus interlocutores, todavía no
puede demostrar que su modo de vida es el correcto para todos.
Convencido de que sí lo es, Sócrates no tiene argumentos para
persuadir a otros de que su convicción es correcta. Insta a la
gente a que se una a la vida contemplativa, la única vida que
él considera que vale la pena vivir, pero no tiene nada que decir
cuando alguien como Eutifrón simplemente abandona el de­
bate que tienen entre ellos. Su ideal puede que sea universa­
lista, pero no tiene manera de comprobar que tiene razón. Su
ideal es todavía .tentativo y protréptico.6
Un segundo género se puede encontrar en las obras inter­
medias de Platón, especialmente en el F edón y la República.
Allí Platón afirma que el modo de vida inspirado en la vida de
Sócrates (aunque no absolutamente idéntico a su vida), la vicia
de la filosofía como la define detalladamente en estas obras,
es el mejor para todos. Ofrece una serie de argumentos con-
troversiales para convencer a todos los que estén capacitados
para escoger este tipo de vida de que lo hagan, y a los que no
pueden que al menos traten de aproximarse a este tipo de vida
lo más posible en la medida que sus habilidades se lo permi­
tan.7 En. otras palabras, Platón (y en eso lo siguen otros gran­
des filósofos quienes, como Aristóteles y tal vez Kant, también
pertenecen a esta versión de la tradición del arte de vivir) trata
de probar que un tipo de vida es el mejor para toda la gente.
Tanto su idea, que comparte con Sócrates, como su método,
que no lo comparte, son universales.
El tercero y último género del arte de vivir es el tema de este
libro. Es el menos universal de todos. De acuerdo con este gé­
nero, la vida humana se construye de muchas formas y ningún
modo de vida es el mejor para todo el mundo. Filósofos como
Montaigne, Nietzsche y Foucault articulan un modo de vivir que
solamente ellos, y quizás algunos cuantos más, pueden seguir.
Ellos no insisten en que su vida es un modelo para el mundo
en general. No quieren ser imitados, por lo menos no directa­
mente. Creen que aquellos que quieran imitarlos deben desa­
rrollar su propio arte de vivir, su propio yo, tal vez mostrarlo a
otros pero no para que otros los imiten. La imitación, en este
contexto, se entiende como el acto de convertirse en alguien
por sus propios medios; ese “alguien” en el cual uno se con­
vierte tiene que ser diferente al modelo que uno sigue.
Este último género del arte de vivir es esteticista. Como en
las artes reconocidas, no hay reglas para producir obras nue­
vas y estimulantes. No hay una obra que se considere “la mejor”
-y tampoco se puede hablar de una vida m ejor- por la cual
se puedan juzgar tocias las otras. Esto no quiere decir que el
juicio estético sea imposible, que toda obra sea tan buena como
las otras. Como en las artes reconocidas, el propósito es pro­
ducir la mayor cantidad posible de obras nuevas y diferentes
-así como también nuevos y diferentes modos de vida- ya que
la proliferación de diferencias y multiplicidades estéticas, aun­
que no siempre está al servicio de la moralidad, enriquece y
mejora la vida humana.
Es dentro de este tercer género clonde la noción de individuo
ocupa un lugar central. Aquellos que practican el arte de vivir
individualista necesitan ser inolvidables. Como los grandes ar­
tistas, deben evitar la imitación, tanto de sus precursores como
de sus posibles sucesores. No deben imitar a otros: si lo hacen,
ya no son originales sino derivativos y olvidables, dejando el
campo para aquellos que ellos imitan. No deben ser imitados
por muchos otros: si lo son, su propia obra va a dejar de ser re­
cordada y aparecerá como la manera normal de hacer las cosas,
como un hecho de la naturaleza en vez de parecer un logro
individual. Veremos en el capítulo quinto cómo Nietzsche, en
particular, se vio tiranizado por este problema.
Este género esteticista del arte de vivir prohíbe la imitación
directa de modelos. ¿Por qué entonces Montaigne, Nietzsche
y Foucault tienen un modelo? ¿Y por qué su modelo siempre
es Sócrates? ¿Qué le permite a Sócrates ser capaz de jugar ese
papel? La respuesta, de nuevo, la ofrece la ironía de Sócrates,
por el silencio que envuelve su vicia y su intimidad. Sócrates, el
protagonista de innumerables conversaciones, “un amante del
hablar” como se describe a sí mismo en el F ed ro, permanece
silencioso acerca de sí mismo en las primeras obras de Platón.
En él vemos una persona que se creó a sí misma sin nunca
haberle demostrado a nadie cómo lo hizo. A estos filósofos
les importa más el hecho de que Sócrates hizo algo nuevo de
sí, que se constituyó corno un tipo de persona sin precedentes,
que el tipo particular de persona en que se convirtió. Lo que
toman de él no es el modo de vida específico, el yo particular
que él creó para sí, sino el proceso general de autocreación.
Sócrates es el artista prototípico del arte de vivir porque al dejar
abolutamente indeterminado el proceso que él siguió para crear
su vida, también presenta el producto final como algo que no
necesariamente tiene que ser imitado: un procedimiento dife­
rente, con diferentes materiales, puede crear otra vida y toda­
vía puede ser parte de su proyecto. Imitar a Sócrates, entonces,
es crearse a uno mismo, como lo hizo Sócrates; pero también
es distinguirse de cualquier otro yo, y ya que esta categoría
incluye al mismo Sócrates, es distinguirse de Sócrates también.
Es por eso por lo que puede funcionar como el modelo para
los artistas del vivir individualista y esteticista cuyo propósito
principal es no ser como los otros que vienen antes o después
de ellos.
Ya que la ironía de Sócrates es tan importante para mi con­
cepción del arte de vivir, dedico la primera mitad de este libro
al estudio de sus diferentes aspectos. El capítulo 1. comienza
abruptamente con una discusión de un tema que parece irre­
levante: él uso de la ironía por parte de Thomas Mann en La
m on tañ a m ágica. Cuando Mann sitúa a sus lectores en la apa­
rentemente privilegiada posición de observar a Hans Castorp
(su joven héroe) engañarse a sí mismo, provoca que sus lec­
tores también se autoengañen de la misma manera. Platón,
como yo argumento, pone a los lectores de sus primeros diá­
logos en la misma situación. Mientras que Sócrates vence a va­
rios de sus oponentes, nos unimos a él en contra de ellos; pero
Platón nos obliga a ocupar, sin que seamos conscientes de ello,
la misma posición que provocó el sentimiento de desprecio
hacia ellos y nos priva de cualquier razón para podernos sen­
tir -com o de hecho lo hacem os- superiores. Además, Hans
Castorp es una figura esencialmente ambigua; es imposible
saber si él es totalmente ordinario o extraordinario. Esa, tam­
bién., es una característica del Sócrates de Platón, quien está to­
talmente integrado en su mundo y a la vez está totalmente fuera
de él. Ambos mecanismos -provocar el autoengaño en sus lec­
tores, a la vez que se incorpora este autoengaño como parte de
la trama y los personajes del diálogo, y construir un héroe a
quien es imposible comprender de una vez y para siempre- es­
tablecen una relación profundamente irónica entre el autor y
su audiencia. Mann ofrece un claro caso contemporáneo de una
práctica que se originó con Platón y un ejemplo de la ironía
que rodeaba a Sócrates, sin mencionar el nombre de Sócrates
ni tan sólo una vez. Este constituye el reflejo socrático más
distante, el eco más débil, planteado en el libro. A partir de esta
reflexión, me concentro, en el resto del capítulo, en el estudio
de uno de los reflejos más cercanos, y uno de los ecos más fuer­
tes, en el Eutifrón de Platón y en la manera en que la ironía
de Platón es dirigida a sus lectores.
Platón puede ser irónico con sus lectores porque los seduce
y engaña para que se identifiquen con Sócrates. Ya que la ac­
titud de Sócrates con sus interlocutores es irónica, la de noso­
tros también lo es. Y nuestra ironía comprueba nuestra propia
ruina ya que, aunque los ironistas siempre afirman de un modo
implícito su superioridad con respecto a sus víctimas, Platón
nos demuestra que carecemos de base para hacer esta afirma­
ción. El capítulo 2, entonces, se centra en la estructura de la iro­
nía de Sócrates hacia los otros participantes en los diálogos de
Platón. Afirmo -e n contra de la idea común, ejemplificada en
la reflexión sobre Sócrates de Gregory Vlastos- que la ironía no
consiste en expresar lo que se quiere decir diciendo lo con­
trario sino que sólo consiste en expresar lo que se quiere decir
diciéndolo de un modo diferente. En el penúltimo caso, si sa­
bemos que nos enfrentamos con la ironía también sabemos lo
que realmente quiere decir el ironista; lo único que necesita­
mos hacer es anular las palabras que oímos para entender lo
que el ironista está pensando. En el último ejemplo de ironía,
aun cuando sabemos que nos enfrentamos con la ironía, no te­
nemos ninguna manera segura de saber lo que quiere decir el
ironista: lo único que sabemos es que no es exactamente lo que
hemos oído. La ironía, entonces, no nos permite observar con
detenimiento la mente del ironista, que permanece sellada e
inescrutable. La ironía socrática es de ese tipo. Nunca indica
lo que él piensa: nos deja con sus palabras, y la duda de que
realmente expresen su sentir. Por eso pienso la ironía socrá­
tica como una forma de silencio.
En el capítulo 3, argumento que el propósito de Sócrates era
esencialmente individualista. Buscaba el conocimiento de la
“virtud”, la cual consideraba necesaria para vivir bien y feliz­
mente, pensando en su propio beneficio. Aunque invitaba a
otros a que lo acompañasen en su búsqueda, su propósito era
su propia mejoría. Esta es otra razón por la que ha podido fun­
cionar como modelo para los artistas del vivir cuyo propósito
también era igualmente individualista aunque no por esa razón
egoísta o inconsciente hacía los otros. Uno puede cuidarse sin
descuidar a los otros: uno puede ser un buen ser humano
sin que sea necesario dedicar nuestra vida a los otros. También
afirmo que el silencio de Sócrates no se limita a sus interlocu­
tores y a los lectores de Platón. Sostengo, no sin darme cuenta
de lo rara que debe de parecer esta afirmación, que Sócrates
también es irónico -silencioso- hacia el mismo Platón, a pesar
de que es la creación de este. En uno de los más grandes lo­
gros literarios que conozco, Platón admite implícitamente (ya
que nunca aparece en sus diálogos, no podría haberlo hecho
de otra manera) que él no entiende al personaje que ha crea­
do. En sus primeros diálogos, Platón representa a Sócrates como
un personaje paradójico; convencido de que el conocimiento
de la “virtud” es necesario para el bien vivir, Sócrates admite
que carece de ella y, sin embargo, lleva una vida tan buena
como ninguna otra que Platón haya conocido. Platón no re­
suelve esa paradoja. Su Sócrates es completamente opaco, y su
opacidad explica por qué, desde que el Romanticismo trajo la
ironía a nuestra conciencia literaria, las primeras obras de Pla­
tón y no, como antes, las escrituras de Jenofonte han sido nues­
tra principal fuente para esta figura histórica. La opacidad, la
existencia de un personaje más allá del alcance de su autor y
no sujeto a su voluntad, se ha convertido en uno de los aspectos
centrales de su verosimilitud. La verosimilitud, a su vez, apa­
rece como una marca de lo real.
Platón, sin embargo, no permaneció satisfecho por mucho
tiempo con su retrato temprano de Sócrates. En sus obras tar­
días, inició una serie de esfuerzos para explicar cómo Sócra­
tes se convirtió en lo que era. En el proceso, también produjo
una representación de Sócrates que se diferenciaba de la que
había hecho anteriormente e inició una tradición de tales re­
presentaciones. En el capítulo 4, examino la dependencia de
Montaigne respecto de la figura de Sócrates en su propio es­
fuerzo de crearse a sí mismo mientras escribía sus Ensayos, par­
ticularmente en conexión con el ensayo “De la fisonomía”.
Montaigne, quien afirmaba alejarse de los asuntos mundanos
para pensar sólo en “Michel”, apela explícitamente a Sócrates
como modelo de lo que puede ser un ser humano casi perfecto.
“De la fisonomía” contiene el núcleo tanto de su enfrentamiento
con Sócrates como de su apropiación de esta misma figura.
Montaigne quiere imitar a Sócrates, pero afirma que la apa­
riencia fea y sensual de Sócrates, tan diferente de su bella y con­
trolada naturaleza, es totalmente diferente de su propia cara
abierta y honesta, la cual refleja perfectamente su “yo” interno.
Sostengo que de hecho Montaigne rechaza que “el principio fi~
sonómico”, de acuerdo con el cual la apariencia externa de
una cosa debe reflejar su realidad interna, se aplica a Sócra­
tes, al propio Montaigne o a sus obras, incluyendo el mismo
ensayo “De la fisonomía”: ninguno de ellos puede ser tomado
al pie de la letra. El esfuerzo de Montaigne por emular a Só­
crates, cuando el ensayo se lee pensando en ese tema, termina
siendo su esfuerzo por reemplazarlo y lograr algo que sea real­
mente suyo. Lo que Montaigne aprende de Sócrates es que se­
guirlo es ser diferente a él. Practicar el arte de vivir socrático
termina siendo, de nuevo, una creación de un “yo” que es tan
diferente de Sócrates como Sócrates era diferente del resto del
mundo.
Nadie trató de ser más diferente de Sócrates que Nietzsche,
quien luchó consistentemente en contra de todo lo que Sócra­
tes representaba, lo que, para él, muchas veces significaba todo
lo que estaba mal en el mundo según él lo entendía. El capí­
tulo 5 examina la relación de Nietzsche, a lo largo de toda su
vida, con Sócrates. Me pregunto por qué Nietzsche, quien era
extraordinariamente capaz de ver todo desde muchos ángulos
y quien permaneció agradecido a Schopenhauer y Wagner des­
pués que denunció sus ideas de la manera más vil, nunca de­
mostró la.misma generosidad hacia Sócrates. Todo lo que
sabemos sobre Nietzsche sugiere que intentó construirse como
un personaje que rechazaba, en su totalidad, lo que entendía
que Sócrates representaba, especialmente la idea que una única
manera de vivir, la vida de la razón, era la mejor para todo el
mundo. Y su odio sin respiro hacia. Sócrates, bajo una inspec­
ción más detenida, termina siendo causado por la profunda y
no inverosímil sospecha de que ellos dos, a pesar de las in­
mensas diferencias que los separan, estaban a fin de cuentas
involucrados en el mismo proyecto de automodelación. Si es
así, Nietzsche se enfrentó con dos problemas serios. Primero,
terminó siendo menos original de lo que quería pensar que era:
era más imitador de lo que su propia concepción del mundo le
permitía creer. Segundo, el hecho de que el proyecto privado
de autocreación de Sócrates pudiera haber sido tomado como
un elogio universalista de la vida de la razón como la mejor
vida posible para todos sugiere que el esfuerzo de Nietzsche
para “convertirse en quien era” podría algún día tomarse de la
misma manera. Tal vez, entonces, el destino de los esfuerzos
exitosos de autocreación es que dejan de parecer logros per­
sonales. Pero en ese caso, Sócrates y Nietzsche, a pesar de todas
las diferencias que los separan, podrían terminar siendo alia­
dos después de todo. ¿Qué nos indica esta posibilidad acerca
del esfuerzo de Nietzsche por escapar de la filosofía “dogmá­
tica” universalista que él creía que Sócrates había empezado?
Escaparse de Sócrates puede que resulte ser tan imposible como
escaparse de sí mismo.
El aborrecimiento de Nietzsche hacia Sócrates no se reflejaba
en la actitud de su mejor discípulo del siglo xx. En el capítulo
6, estudio las últimas conferencias de Michel Foucault en el
Collége de France. Foucault se niega a aceptar la idea de Niet­
zsche de que las últimas palabras de Sócrates en el Fedón reve­
lan que siempre había pensado la vida como una enfermedad
y que se sentía aliviado por la inminencia de su muerte. Por
el contrario, Foucault afirma que Sócrates amaba la vida, Ate­
nas y el mundo y que se dedicó a la mejoría de sus compa­
triotas. Foucault, quien se identifica con Sócrates hasta el punto
de mezclar su propia voz con la de él de un modo tal que pa­
rece querer eliminar la distinción entre ellos, insiste en la uti­
lidad que tenía Sócrates para Atenas y para el mundo
en general. Por mi parte, afirmo, y esta es la base del argumento
que corre a través de este libro, que el proyecto de Sócrates era
más privado de lo que la lectura de Foucault sugiere. Sócrates
estaba preocupado mayormente por el cuidado de su propio
yo e incitaba a sus compatriotas a tomar un proyecto privado
similar al suyo. Ofrezco un resumen del desarrollo intelectual
de Foucault, desde su posición como pensador de temas ta­
búes, el irónico y distante historiador de sus primeras obras a
la figura compasiva que aboga por “una estética de la existen­
cia” de sus últimos textos. Y afirmo que insistía en la utilidad
de Sócrates porque creía que él también podía ser útil a aque­
llas personas por las cuales sentía solidaridad y cariño. Foucault
pensaba que había creado un yo y una vida que podría ser
importante para otros como él. Y aunque no se dirigió a una
audiencia amplia, a todo el estado, como creía, que lo había
hecho Sócrates, estaba convencido de que su proyecto de au-
tomodelación, el “cuidado de sí”, podría servir como modelo
para diferentes grupos, particularmente para los homosexuales
y otras minorías oprimidas que, por la represión que sufren
en el mundo de hoy, no pueden hablar con voz propia.
MÍ resumen de cómo Sócrates fue tratado por varios filóso­
fos que se preocupaban más por establecer nuevos modos de
vida que por contestar preguntas filosóficas de un carácter abs­
tracto y general termina conteniendo su propia versión de quién
fue Sócrates. La objetividad histórica que tenía como propó­
sito cuando empecé a pensar en las conferencias de las cuales
salió este libro engendraron -parcialmente, espero- una rela­
ción más personal con la figura que está a la cabeza de la tra­
dición y con los otros filósofos que estudio. Poco a poco me
di cuenta de que yo también traté de encontrar un modelo en
Sócrates para mi propio acercamiento a las cosas que rae im­
portan. Mi propio interés ha pasado del arte de vivir a la prác­
tica de este arte; o, más bien, he descubierto que estudiar el
arte de vivir es comprometerse con una de sus formas. Este es
un interés que descubrí recientemente y no estoy seguro hacia
dónde me llevará. Y aunque, como todos los proyectos simi­
lares, el mío también está y permanecerá sin terminar, espero
que esto no sea cierto con respecto a la parte del proyecto que
este libro constituye.

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