Calvo, Yadira - de Mujeres, Palabras y Alfileres

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De mujeres, palabras

y alftleres
DE MUJERES, PALABRAS Y ALFILERES
Consejo editorial

María Eugenia Aubet - Manuel Cruz Rodríguez - Josep M. Delgado


Ribas - Oscar Guasch Andreu - Antonio Izquierdo Escribano - Raquel
Osborne - R. Lucas Platero - Oriol Romaní Alfonso - Amelia Sáiz
López - Verena Stolcke - Olga Viñuales Sarasa

Serie General Universitaria  -  194


YADIRA CALVO

DE MUJERES, PALABRAS
Y ALFILERES

El patriarcado en el lenguaje
  

edicions bellaterra
Diseño de la colección: Joaquín Monclús

Ilustración de la cubierta: Fernando Vicente Sánchez

© Yadira Calvo, 2017

© Edicions Bellaterra, S.L., 2017


Navas de Tolosa, 289 bis. 08026 Barcelona
www.ed-bellaterra.com

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente
previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
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(Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear
algún fragmento de esta obra.

Impreso en España
Printed in Spain

ISBN: 978-84-7290-817-8
Depósito Legal: B. 7.122-2017

Impreso por Prodigitalk. Martorell (Barcelona)


Índice

Portal, 9

  1. Arsénico y palabras,  11
Dosis mínimas,  11  •  Estrategias discursivas de la dominación,  14  • ​
La involuntaria complicidad, 22 • Referencias bibliográficas, 25

  2. El sujeto de los sujetos,  27


El gran arquetipo,  27  •  La mujer es hombre, o… ¿más bien no?,  30  • ​
Gente y no gente,  36  •  Referencias bibliográficas,  40

  3. La lengua que nos habla,  43


El agua que prende fuego,  43  •  Canguros y calabazas,  47  •  El género
hace su parte, 49 • Referencias bibliográficas, 53

  4. La marca de lo no marcado,  57
Mamitas, negritas y reinitas,  57  •  Del discurso a la norma,  59  •  El
masculino: ni neutro, ni genérico, ni universal,  62  •  Porque él no es
ella ni nosotros somos nosotras,  66  •  Referencias bibliográficas,  69

  5. El lenguaje inclusivo y los policías del idioma,  71


Una lengua muerta,  71  •  Los furibundos policías del idioma,  77  •  Las
horribles palabras de las mujeras,  79  •  Referencias bibliográficas,  84

  6. El castellano derecho,  87
Limpia, fija y da esplendor,  87  •  La enorme minoría,  92  •  Añadir, su-
primir, enmendar, 96 • Referencias bibliográficas, 102
8  De mujeres, palabras y alfileres

  7. El club de Toby,  105


Reina por un día,  105  •  La divina Tula y «los nuevos estatutos»,  108  • ​
Las enaguas de la condesa,  113  •  Para que no hagan sombra,  122  • ​
Referencias bibliográficas,  128

  8. El sexo parlanchín,  131


Palabra de mujer no vale un alfiler,  131  •  Parlanchinas, porfiadoras,
chocarreras…,  132  •  «Que no diga naa / naaah naaah…»,  136  •  Ha-
blar es cosa de hombres,  139 • Palabras nuevas y lenguas secre-
tas, 142 ​
• ​
Referencias bibliográficas, 144

  9. Mujeres de Planilandia,  147


El habla desviada,  147  •  Nada es lo que parece,  153  •  El cristal con
que se mira, 155 • Insegura y vacilante, 156 • Planilandia, 160 • ​
Referencias bibliográficas,  162

10. Látigos y canciones,  165


Cancioncitas para mejor dominar,  165  •  Dale con el látigo,  170  • ​
Asesinatos cantados, 173 • Los posos de la violencia, 176 • Referen-
cias bibliográficas,  178

11. Mariquita Pérez y la monja alférez,  181


¿Los hornos crematorios que nunca existieron?,  181  •  Mandamases y
señorones,  183  •  Mandamases, mandamuchos, violaciones y otras
agresiones, 190 • Referencias bibliográficas, 194

12. La mitad irracional,  199


Metáforas para pensar,  199  •  Las metáforas y la verdad,  200  •  La
metáfora animal, 203 • Madres biológicas, padres tecnológicos, 206 • ​
Bombas bebés y misiles fálicos,  207  •  Cráteres y misiles,  209  •  Re-
ferencias bibliográficas,  211

13. De tajos y cojones,  213


El corral de los hombres,  213  •  De tajos y cojones,  218  •  Referencias
bibliográficas, 225
Portal

Según algunos autores, el origen de la lingüística no está en el hecho evi-


dente de que hablemos, sino en la pregunta de por qué las cosas se llaman
como se llaman. Y ahí mismo ya, de entrada, aparece Adán, poniéndole
nombre a todo por orden del Jefe; incluso a su compañera de paraíso, a la
que, según algunas versiones, llamó Eva por ser la madre de todas las
criaturas o Varona por surgida del varón o Hembra por ser sacada del
Hombre. La conjetura nos dice que esto daría cuenta de dos fenóme-
nos: en el idioma, la derivación; y en la sociedad, la dependencia.
Los mitos tienen eso: explican y justifican un estado de cosas y
permiten validarlo y prolongarlo. Son, en términos de Rollo May,
como las vigas de una casa, que van por dentro aguantando el edificio
para que se pueda vivir en él. Aceptando que son como las vigas, ha-
bría que aclarar que ese vivir es, en algunos mitos como este, un vivir
de escalera, en el que cada cual debe ocupar el peldaño que le corres-
ponde, porque nació en cierta clase, porque nació en cierto país, por-
que nació de cierto color, de cierto sexo o con ciertas inclinaciones.
Todo esto lo expresa el lenguaje, lo amarra y lo mantiene vigente.
Por eso no es asunto menor un primer miembro de la especie
poniendo nombre a cada cosa y ser que encuentra a mano, tema en el
que hurgó Mark Twain con su pluma de oro, y en clave de humor. De
pronto Adán se vio involucrado en los pronombres, obligado a cam-
biar el yo por el nos y discutiendo con «la criatura de pelo largo» que
se le adelantaba quitándole los nombres buenos que él iba pensando, y
poniendo otros que a ella le parecían mejores; y hasta clavando avisos
de no pisar el césped. Y es que Twain, entre burlas e ironías, pespun-
tea un planteamiento serio sobre el poder, que en última instancia es
lenguaje y se manifiesta en verbos, en sustantivos, en pronombres, en
frases y en discurso.
10  De mujeres, palabras y alfileres

La presente obra es producto de muchas preguntas además de


aquella sobre el nombre de las cosas que según se supone que dio pie
a la lingüística. Sus diferentes capítulos intentan contestar por qué de
ciertos grupos se dice lo que se dice; por qué el hablar se estimula, se
limita, se regula, se prohíbe, según el peldaño que se ocupe en la esca-
lera; por qué la gramática va del brazo con el patriarcado, el léxico se
confabula con la dominación; y el pensamiento hegemónico, no im-
porta cuán falso sea, a fuerza de repetirse se convierte en verdad. Por-
que si el lenguaje es un reconocido y maravilloso trenzador social, es
también un arma dispuesta para dividir y estrujar. En fin, que se trata
de cavilaciones sobre ese fenómeno que, planteado en el Génesis, ha
hecho sonreír a Twain y pensar a tanta gente.
En busca de orden y disposición, se divide la totalidad del texto
en trece capítulos, relacionados, los seis primeros, con el modo en que
la lengua oficial estructura un punto de vista, al cual sirven los voca-
blos, el discurso y las instancias e instrumentos que se crean para con-
firmarlo y darle validez, establecer lo correcto y lo incorrecto, y ende-
rezarlo todo para que se ajuste a lo que se debe ajustar. El 7 se centra
en el modo en que la Real Academia, mantenida por siglos como un
sitio de exclusividad masculina, se negó a aceptar a algunas autoras
que igualaban en méritos cuando no superaban con mucho a un buen
puñado de los mismos que terca y ciegamente las rechazaron. El 8 y el
9 van por la vía de los estereotipos referidos al habla o reflejados y
alojados en ella, desde donde cumplen su labor de trucar, que es parte
de lo que les corresponde. En los restantes capítulos, del 10 al 13, se
explora el modo en que la ideología patriarcal, en fino o en vulgar,
corre libre y sin trabas; el insulto machista se vuelve lugar común en
hombres con poder; el rebajamiento de las mujeres se asume metáfora
o metonimia, lenguaje de seducción para mejor atar el nudo y apretar-
lo, cosa que intenta a veces con música, a veces con prédicas, con lite-
ratura y, en fin, con lo que se preste, que todo vale para que cada quien
entienda y acepte el peldaño que le corresponde.
Este es, de un vistazo, el recorrido que aquí se hace por los sen-
deros y vericuetos del lenguaje y la sociedad. No pretende pasar por
verdad absoluta. Es solo una toma del paisaje desde un ángulo particu-
lar, y con un fin específico: mostrar lo que se ve desde donde la cultu-
ra dominante estima que no es válido ver.
1.
Arsénico y palabras

¿Y si la lengua culta se ha formado a partir de elementos tóxicos o


se ha convertido en portadora de sustancias tóxicas? Las palabras
pueden actuar como dosis mínimas de arsénico: uno se las traga
sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un
tiempo se produce el efecto tóxico.
Viktor Klemperer, La lengua del Tercer Reich

La paradoja está en que una forma de pasar de las palabras a la


acción consiste en la acción de hacerse con el control de las pa-
labras.
Teodoro León Gross, «El lenguaje y la guerra»

Dosis mínimas

Algunas de las reflexiones más profundas sobre el poder negativo que el


lenguaje puede alcanzar surgieron a raíz de los regímenes autoritarios
en Alemania a partir de finales del siglo xix. La primera de ellas en el
tiempo es la del filólogo judío Viktor Klemperer, que sufrió en carne
propia no solo el poder de los nazis sino el de su jerga. Basándose en los
diarios que llevaba durante el tiempo que duró la pesadilla, escribió La
lengua del Tercer Reich,1 publicada en Alemania Oriental en 1946.
Klemperer, comentando un verso de Schiller según el cual «la
lengua culta crea y piensa por ti», plantea el tema de la toxicidad que
puede estar en su origen y de la que puede ser portadora, del arsénico
que con las palabras, inadvertidamente nos podemos tragar. Porque,
afirma él, el lenguaje no solo crea y piensa por mí, sino que «guía a la
vez mis emociones, dirige mi personalidad psíquica», tanto más cuanto
mayores son la naturalidad y la inconsciencia con que me entrego a él.
Refiriéndose al nacionalsocialismo, Klemperer afirma que su
mayor impacto no lo conseguían discursos, artículos, octavillas, carte-

1.   Viktor Klemperer, La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo, en línea.
Todas las citas que en adelante se hagan de Klemperer proceden de este texto.
12  De mujeres, palabras y alfileres

les ni banderas, «nada que se captase mediante el pensamiento o el


sentimiento conscientes». «La palabra aislada permite de pronto vis-
lumbrar» el pensamiento general de una época, en el que se inserta el
pensamiento individual, que es «influido y tal vez dirigido» por aquel.
El nazismo penetraba «en la carne y en la sangre de las masas a través
de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas» que impo-
nía «repitiéndolas millones de veces» y «eran adoptadas de forma me-
cánica e inconsciente». «En un momento dado —dice— todo mi saber
sobre el engaño, toda mi atención crítica no me sirven en absoluto»,
porque la mentira impresa avasalla cuando bombardea «desde todos
lados», «cuando son pocas, cada vez menos, las personas que la ponen
en entredicho, y al final nadie duda de ella».
El otro de los dos grandes enjuiciadores de aquel lenguaje fue el
crítico y teórico literario francés George Steiner, quien en su ensayo
«El milagro hueco», de 1959, ubica un poco antes de Hitler y sus se-
cuaces el inicio de la manipulación de la lengua alemana con desig-
nios torcidos. Él lo remonta a los finales del siglo xix, con Otto von
Bismarck, el «Canciller de Hierro», el primero que se propuso esta-
blecer la supremacía alemana y crear el Reich. Ya para entonces, se-
gún Steiner, «el idioma y la literatura oficiales de Alemania contenían
los elementos de la disolución» a la que contribuyeron «historiadores
partidistas», filólogos y metafísicos «incomprensibles», «andarines
del nuevo imperio prusiano que parieron aquel horroroso remiendo de
ingenuidad gramatical e insulsez que convirtió lo alemán en sinónimo
de lo plúmbeo», e hicieron practicar al idioma «una instrucción con
herraduras». De este modo se introdujeron, en la lengua y en la ciuda-
danía, usos y costumbres tales como «la terrible debilidad por las fór-
mulas y los clichés pomposos» del tipo «el peligro amarillo» o «las
virtudes nórdicas», y «la reverencia ante la palabra larga o la voz
alta».
Y así, dice Steiner, «cuando los soldados partieron para el frente
en la guerra de 1914, las palabras fueron con ellos. Los supervivientes
regresaron cuatro años más tarde atormentados y abatidos»; en cam-
bio las palabras «quedaron en el frente y alzaron una muralla de mitos
entre el cacumen alemán y los acontecimientos». Así fue como empe-
zaron las grandes mentiras que hablan de «el heroico ejército alemán»,
«los traidores, los degenerados y los bolcheviques», «los codiciosos
enemigos», «la pérfida Inglaterra». Luego de «un breve medio día»,
Arsénico y palabras  13

llegaron los nazis, cuyos lingüistas hicieron de la lengua «un arma


política más absoluta y efectiva que cualquier otra conocida por la
historia», degradaron «la dignidad del habla humana» y la redujeron
«al nivel del aullido de lobos». Porque, afirma Steiner, «el idioma ale-
mán no fue inocente de los horrores del nazismo»: este régimen en-
contró en él «exactamente lo que necesitaban para articular su salva-
jismo».
La importancia que revisten las observaciones de Steiner y las de
Klemperer estriba en el hecho de que destacaron el modo y la eficacia
con que los dominadores pueden poner el idioma al servicio de sus
intereses mediante la persuasión y la manipulación. Mucho más tarde,
Teun A. van Dijk contribuyó con sus reflexiones a ponernos en guar-
dia ante los abusos de los grupos de poder; es decir, los que controlan
más recursos sociales, políticos o económicos, gozan de más dinero,
fama, propiedades o posibilidad de tomar decisiones sobre más gente,
y tienen mayor acceso al discurso público. Porque la dominación es
poder abusivo, poder utilizado en beneficio propio y «contra los más
altos intereses de los grupos sobre los cuales se ejerce».2
Una de las formas de dominar es limitando el acceso a los recur-
sos sociales en general. Si ocurre entre grupos étnicos diferentes, es
racismo; si entre clases rica y pobre, es clasismo; y es sexismo cuando
se da entre hombres y mujeres. A van Dijk le interesa fundamental-
mente la dominación étnica, pero aclara que lo analizado sobre aque-
lla «puede aplicarse también al sexismo y a otras formas de margina-
lización».
En lo que aquí concierne, es importante el concepto de ideolo-
gía, definida por este autor como un sistema que sustenta «las cogni-
ciones sociopolíticas» de un grupo (representaciones sociales, creen-
cias, conocimientos y actitudes), las cuales pueden adquirirse por la
socialización en la casa, en la escuela, en el trabajo o en el bar… Pero
como «práctica discursiva» que es, la ideología se adquiere funda-
mentalmente a través del habla y el texto. Y puesto que ella se encuen-

2.   Para lo relacionado con la posición de Teun A. van Dijk, me baso aquí en sus tex-
tos «Discurso y dominación» y «Discurso, poder y élites simbólicas», Discurso, poder
y cognición social (Conferencias)»; y en Antonieta Muñoz Navarro, «Teun van Dijk:
“Las élites son las primeras responsables en la reproducción del racismo”», todos en
línea.
14  De mujeres, palabras y alfileres

tra en la base de toda cosmovisión y sirve de filtro para explicar cada


cosa que observamos, leemos o escuchamos, aunque por sí misma no
es ni buena, ni mala, ni falsa, se vuelve peligrosa cuando nos la quie-
ren imponer.3
El dominio va acompañado de poder discursivo: la palabra oral o
escrita, que permite implantar la ideología de quienes mandan en be-
neficio propio, y con ella mantener y reproducir la desigualdad y la
injusticia social. Discursos, campañas, libros de texto y demás son
medios de manipulación ideológica que les sirven para persuadir, ma-
nipular, manufacturar consenso, influir en las mentes y, por lo tanto,
en la cognición social y los actos de las personas. Ellos definen quién
puede hablar, sobre qué y cuándo. El control se ejerce a través del
discurso.
Van Dijk denomina élites simbólicas a los grupos que lideran la
política, los medios de comunicación, la educación o la ciencia y tie-
nen acceso preferencial a los discursos dominantes: presidentes, pe-
riodistas, docentes, escritores, entre otros que controlan los discursos
políticos, mediáticos, educativos, científicos, legales y burocráticos y
a quienes se refiere más frecuentemente el discurso público. Estas éli-
tes, cualesquiera que sean sus diferencias, «tienden a tener las mismas
opiniones e ideologías fundamentales» y pueden controlar la mente o
los modelos mentales de quienes les escuchan.

Estrategias discursivas de la dominación

Esto es exactamente lo que ocurre con el sexismo como sistema de


dominación que es. Ofrece, en el decir de Mercedes Bengoechea, una
serie de explicaciones sensatas y adecuadas que producen ciertos tipos
de relaciones entre los sexos, vistas como normales y razonables. La
concepción del mundo del grupo que tiene el control se basa en reglas

3.   Teun A. van Dijk, «Estructura discursiva y cognición social»; José Antonio Díaz
Rojo: «Lengua, cosmovisión y mentalidad nacional», ambos en línea. La cosmovisión,
para Díaz Rojo, es más abarcadora que la ideología, porque incluye no solo cognicio-
nes sociales sino «las representaciones mentales compartidas por un grupo social que
pretende explicar la totalidad del universo».
Arsénico y palabras  15

que sirven para entender la realidad según sus propios intereses, crear
las actitudes que a ellos les convienen y juzgar los comportamientos
según se ajusten a los fines que pretenden conseguir. Es una represen-
tación falsa, interesada y distorsionada, pero «tiene la suficiente apa-
riencia de validez explicativa, “dadas cómo son las cosas” —es decir,
la biología de los sexos y la historia pasada de nuestra civilización—,
que parece “natural” y “de sentido común”, por lo tanto puede acep-
tarse casi sin fisuras».4
Tal como lo ve M.ª Jesús Buxó Rey, la desigualdad y la domina-
ción, una vez constituidas, necesitan preservarse manteniendo las asi-
metrías «en el acceso y en el uso de la lengua, el ritual, la religión y
los mitos que validan y regulan la producción y reproducción sociales,
especialmente la división sexual del trabajo y la reproducción físico-
social». El sistema se orienta a favorecer y mantener el mayor poder y
estatus socioeconómico del hombre.5 Ritual, religión, lengua, mitos:
son parte del sistema simbólico en que se asienta la dominación
masculina.
Hay estrategias discursivas utilizadas en general por todos los
grupos dominadores a fin de imponer su propia ideología, y en el se-
xismo existen además recursos específicos que a primera vista pare-
cen nimiedades en las que no vale la pena detenerse. Es el caso de
asociaciones cristalizadas como «mujer y familia», tal como se en-
cuentra en muchos libros de historia o de antropología; o «el Señor
Perico Pérez y señora» de las invitaciones, lo que supone una incapa-
cidad para percibir a las mujeres como seres autónomos; o las enume-
raciones del tipo «hombres, mujeres y niños», «profesores y profeso-
ras», «padre y madre», «ciudadanos y ciudadanas», en las cuales
siempre el vocablo masculino se enuncia antes del femenino, lo que
implica una visión jerarquizada de los sexos.
De igual modo, en los tratamientos de cortesía un hombre es «se-
ñor» cualquiera que sea su edad o su estado civil, pero una mujer es
«señorita» si es joven o soltera; al casarse o madurar se convierte en

4.   Mercedes Bengoechea Bartolomé, «Las miradas cruzadas: ideología e interven-


ción humana en la confección del DRAE», en Ana Vargas et al., Lo femenino y lo
masculino en el Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española, p. 134.
5.   M.ª Jesús Buxó Rey, Antropología de la mujer. Cognición, lengua e ideología
cultural, p. 72.
16  De mujeres, palabras y alfileres

«señora», lo cual ofrece dos datos: se ve vieja o tiene dueño. Lo del


dueño se indica mediante el «señora de…» mientras viva el marido y
el «viuda de…» si él muere.
Hay también ciertas expresiones que suponen dependencia, utili-
zadas hasta por las mujeres mismas, como cuando se habla de que los
hombres «llevan» o «no llevan» a sus esposas, novias, amigas, hijas al
cine o a cenar; o las «sacan» o «no las sacan» de paseo, como hace-
mos con los perros. Parecen minucias pero todas estas fórmulas se
despliegan sobre el telón de fondo del desnivel entre unas y otros,
aceptado como cosa normal.
Este desnivel se apoya en la idea consensuada de la polarización
entre el grupo dominante y el grupo dominado, una estrategia discur-
siva del poder, denunciada por van Dijk: Nosotros/Ellos, con sus con-
secuentes representaciones, positiva para Nosotros, negativa para
Ellos. El sexismo polariza Nosotros/Ellas, con la idea subyacente de
que la virilidad es una suerte de nobleza, un premio que se obtiene con
el nacimiento, porque los hombres al nacer traen consigo en sus partes
bajas, al decir de cierto psicólogo, una «herramienta cósmica», «la
gran espada del heroísmo».6 Como dato ilustrador, las espadas de los
heroicos caballeros medían entre un metro diez y un metro treinta, de
modo que podemos sonreír discretamente. Pero el mito continúa, y a
partir de ahí todo lo que se relaciona con ese «Nosotros» masculino y
sus sinónimos se representa como mejor y más valioso. Mary Daly lo
vio clarísimo cuando afirmó que «los pronombres portan mensajes po-
derosos», trasmiten «claves subliminales», «son medios para identifi-
carse con o separarse de ciertos roles y conductas».7
En el siglo vii Isidoro de Sevilla había establecido en sus Etimo-
logías una diferencia entre los sexos justificada en el origen de las
palabras: «varón», vir, procede de «fuerza», vis, mientras que «mu-
jer», mulier, procede de «blandura», mollities. Por lo tanto, la diferen-
cia sustancial entre los sexos está en que el uno es fuerte y el otro dé-
bil. Según Isidoro, todo cuanto existe sigue un orden funcional
perfecto señalado por Dios. Así pues, el reparto de fuerza y debilidad

6.  Eugene Monick, Phallos. Símbolo sagrado de la masculinidad, p. 21.


7.  Mary Daly, Gin/Ecology. The metaethics of Radical Feminism, p. 25. Las versio-
nes al castellano de este y cualquier otro texto cuyo título en la presente obra se cite en
inglés son mías.
Arsénico y palabras  17

se correlaciona con mando y obediencia. La mujer no tiene más reme-


dio que someterse al hombre. Si tuviera la misma o mayor fuerza,
podría oponérsele y rechazarlo, pero más le valdría no hacerlo, porque
en ese caso, él, llevado por la lujuria, correría peligro de caer en la
homosexualidad.8 Todo un plan muy bien urdido, como que venía de
Dios.
Isidoro apela a Aristóteles como soporte de su razonamiento: el
cuerpo de la mujer es «inacabado como el de un niño y carece de se-
men como el de un hombre estéril». Es «enfermo por naturaleza», «se
constituye más lentamente en la matriz, a causa de su debilidad térmi-
ca, pero envejece más rápido». Todas estas desgracias les ocurren a las
mujeres «porque las hembras son por naturaleza más débiles y más
frías, y hay que considerar su naturaleza como un defecto natural».9
Esta creencia era moneda común en la medicina, en la filosofía, en la
teología, y en qué no. Se extendió de tal modo que la llegaron a admi-
tir hasta las mujeres mismas. Por anticuada, acientífica y torcida que
resulte, y a pesar de los grandes cambios sociales ocurridos a partir
del siglo xx, permanece de algún modo sedimentada en el lenguaje.
Un buen indicio de lo que comentamos son las definiciones de
los vocablos masculino y femenino y sus sinónimos, compuestos y
derivados. Hasta la 22.ª edición del Diccionario de la Real Academia
(o sea la anterior a la actual), femenino se definió como «débil, ende-
ble». Débil es, según la acepción 3, «escaso o deficiente en lo físico o
en lo moral»; y endeble es «flojo», «de resistencia insuficiente». Afe-
minar era hasta entonces, según el Diccionario, hacer que un hombre
perdiera «la energía atribuida a su condición viril»; amujerado es
«afeminado» y afeminado es «homosexual», «disoluto». Disoluto es «li-
cencioso, entregado a los vicios». En síntesis, lo femenino se asociaba
en el Diccionario, hasta el otro día, con flojedad, vicio y debilidad no
solo física, sino moral. Por su parte, masculino se definía como «varo-
nil, enérgico»; varonil era «esforzado, valeroso, firme», con lo cual la
idea de sexos opuestos era, desde este punto de vista, una estrategia
para devaluar a las mujeres.
En la edición 23.ª se eliminaron las referencias negativas de lo
femenino y positivas de lo masculino, pero se mantienen en uso, y en

8.   Ana Martos, Historia medieval del sexo y del erotismo, en línea.
9.  Ibid., p. 115.
18  De mujeres, palabras y alfileres

el mismo Diccionario hay una cantidad de vocablos enaltecedores que


solo aplican a hombres: caballero, caballerosidad, caballeroso, hom-
bría, todos asociados a «nobleza», «generosidad», «probidad», «hon-
radez», «valentía», «firmeza», con lo cual se sigue manteniendo de
otras formas lo que se borró.
A partir del «Nosotros» que implica todo eso, la cultura inventó
la complementariedad. Si nos atenemos a lo que dice el Diccionario,
complemento es en su primera acepción una «cosa, cualidad o circuns-
tancia que se añade a otra para hacerla íntegra o perfecta». Cuando se
habla de los sexos como complementarios, la idea es que cada cual se
completa en la otra persona. El modo en que se completan como pare-
ja no es el esperable en razón de su anatomía, sino el ideologizado en
razón de una distribución ficcional de características morales e inte-
lectuales.
Cómo se distribuyeron es lo que se debe examinar: fuerza, inte-
ligencia, razón, valor, intelecto, objetividad, de un lado; debilidad,
sentimiento, intuición, cobardía, emoción, subjetividad, del otro. No
hace falta explicar cuáles van de cada lado. Pero sí hace falta notar
que las de la primera lista son mucho más valoradas que las de la se-
gunda. El discurso sobre ese Nosotros fuertes y ese Ellas débiles no se
refiere precisa y solamente a músculos, sino a cerebros, a carácter, a
espíritu; y ahí están en juego los valores más preciados para la huma-
nidad. Cuando se atribuye a los sexos una lista de rasgos supuesta-
mente complementarios, se apela a una concepción ancestral y admi-
tida, pero también falaz, puesto que cada ser humano es completo en
sí mismo y presenta en mayor o menor grado todos esos atributos no
según el sexo sino de acuerdo a su singularidad. La balanza de la dis-
tribución está trucada, es interesada, sexista y maniquea.
Tendemos a aceptar esa distribución y hasta a identificarnos con
las supuestas características que nos corresponden, porque estamos
ante un acontecimiento discursivo que se viene produciendo desde
hace miles de años; y, como dice Foucault, lo que se ha venido dicien-
do se convierte en «verdad». Pero como él mismo aclara, lo que en
una sociedad funciona como verdadero es producto de «múltiples
coacciones». Por eso, «al valorar un texto reviste tanta o más impor-
tancia lo que se excluye que lo que se dice». «Todo discurso manifies-
to —afirma Foucault— reposaría secretamente sobre un “ya dicho”, y
ese “ya dicho” no sería simplemente una frase ya pronunciada, un tex-
Arsénico y palabras  19

to ya escrito, sino un “jamás dicho”, un discurso sin cuerpo, una voz


tan silenciosa como un soplo, una escritura que no es más que el hue-
co de sus propios trazos». Todo lo que el discurso formula «se encuen-
tra ya articulado en ese semisilencio que le es previo, que continúa
corriendo obstinadamente por debajo de él, pero al que recubre y hace
callar».
Así, «el discurso manifiesto no sería a fin de cuentas más que la
presencia represiva de lo que no se dice, y ese “no dicho” sería un
vaciado que mina desde el interior todo lo que se dice».10 A la verdad
patriarcal le bastó con mirar los cuerpos y sacar conclusiones. «La
anatomía es destino», dijo Freud, sintetizando toda la historia humana.
Y a partir de ahí, repetir, que en eso estriba el éxito de las representa-
ciones sociales. Las mentiras se convierten en verdades porque se
aceptan como tales y se repiten una y otra vez.
Eso se hizo en la Alemania de Hitler contra la población judía;
eso hicieron los pueblos invasores contra los pueblos invadidos; los
grupos esclavistas contra los grupos esclavizados, los hombres de
cualquier nacionalidad, pueblo y grupo contra las mujeres de cual-
quier grupo, pueblo o nacionalidad. Grabadas en piedra, en arcilla o
en papiros, vienen rodando por los textos escritos, explicaciones del
mundo que justifican el estado de cosas. Unos y otros cuentan aproxi-
madamente el mismo cuento: las notables excelsitudes innatas de un
lado y las notables deficiencias innatas del otro: razones naturales
para el desigual reparto contra las cuales nada se puede hacer. Pero
como para el grupo al que le tocó lo peor, lo peor es muy difícil de
aceptar, eso que le tocó se le enmascara, se le atenúa, se le maquilla,
se le distorsiona.
En otras palabras, se acude al eufemismo. No al que aparece en
los libros de estilo, una forma piadosa de atenuar verdades duras,
sino a una variante que Luis Carlos Díaz denominó toxifemismo. El
toxifemismo hace todo eso no para atenuar una verdad difícil, sino
para ocultar acciones censurables a fin de manipular la realidad re-
torciendo los vocablos para hacerles decir lo contrario de lo que sig-
nifican.

10.   Sobre estos conceptos de Foucault, ver Liliana Vásquez Rocca, «Foucault: mi-
crofísica del poder y constitución de la subjetividad; discurso-acontecimiento y poder-
producción», en línea.
20  De mujeres, palabras y alfileres

Se llamó «la solución final» al exterminio del pueblo judío; «el


camino hacia el cielo» a la vereda por la que se llegaba a las cámaras
de gas del campo de Treblinka, y «tratamientos especiales» a los ase-
sinatos. Son «metáforas corrosivas» que persiguen lavar la imagen
pública del emisor a costa de engañar, tergiversar, manipular o mentir
y «anestesiar el entendimiento».11 Un lenguaje muy propio de la domi-
nación, del ejército, de aquellos grupos que intentan presentar lo cen-
surable como justo, lo malo como bueno, lo feo como bonito, lo in-
aceptable como normal.
Este recurso, como todos los demás mecanismos discursivos de
la dominación, se ha utilizado con frecuencia contra las mujeres. An-
tes del siglo xix, se les recetaba obediencia y acatamiento apelando a
una acordada inferioridad e incapacidad generalizada que las destina-
ba a vivir bajo control. La idea gozaba de tal autoridad que ninguna se
atrevería a rebatirla. No había miedo a un desmentido. Pero a partir
del momento en que algunas y luego muchas empezaron a alzar la voz
a coro para replicar, la estrategia cambió. Ya no solo se hablaba de
incapacidades naturales, sino también de bienestar.
En Francia, Augusto Comte acusa a sus contemporáneas de que-
jarse por puro gusto. Están como quieren: cuando no las protege un
marido, un hijo o un padre, las protegen las leyes que han creado para
ellas «industrias y labores productivas», «en consonancia» con su na-
turaleza. Max Nordau afirma que la mujer goza de «una situación ele-
vada y magnífica, porque se contenta y se satisface con ser el comple-
mento del hombre y reconocer su superioridad material».12 En Perú, a
principios del siglo xx, Clemente Palma escribe sobre lo bien que sus
contemporáneas se lo pasan sin derechos ni oficios ni cargos, libres de
preocupaciones, gozando, sin esfuerzo, «del botín de la vida».13 Algu-
nos años antes, y probablemente porque ese tipo de discurso ya era
moneda común hacia mediados del siglo xix, Concepción Arenal es-
cribía: «En cuanto a los privilegios del sexo, renuncio solemnemente
a ellos, por haber notado que cuestan más de lo que valen».14

11.   Luis Carlos Díaz Salgado, «Eufemismos y toxifemismos», en línea.


12.  Max Nordau, Las mentiras convencionales de la civilización, pp. 304, 334.
13.   Clemente Palma, «Contra el feminismo», La Revista Nueva, octubre 1902-marzo
1903, en R. Jay Glickman, Vestales del templo azul, pp. 154-157.
14.   Carta a Jesús de Monasterio, hacia 1859, cit. por Amalia Martín-Gamero, Antolo-
gía del feminismo, p. 125.
Arsénico y palabras  21

Otro ideólogo, el sacerdote Vicente Jiménez, lo ponía en térmi-


nos de ligereza y divinidad: «La mujer es ciertamente mariposa, aérea
y fina, pero mariposa agitada de ansias divinas, que tiende natural-
mente a su luz y flor propias, también divinas: EL CIELO, DIOS»15
(sic). Y como a las mariposas cualquier golpe de viento las abate, y
como el cielo queda tan arriba y Dios tan lejos, pues de la oferta poco
aprovechable les quedaba.
Una figura muy socorrida para que cada cual ocupara el lugar
que le correspondía, era la metáfora de la cabeza, que nos legó san
Pablo y se repitió y se sigue repitiendo como el gran estribillo de
la cultura. Se utilizaba sobre todo para aleccionar a las mujeres en la
obediencia conyugal. Aquí una versión del presbítero Ricardo Ara-
gó, en su obra El matrimonio, de 1941: «El marido es superior, es
cabeza de la mujer, y ella, no obstante, le es igual; y así el marido la
ha de tratar como inferior, mas sin lesionar los deberes de la amis-
tad, y la ha de tratar como igual, sin perder los derechos de la supe-
rioridad. La mujer es súbdita, está supeditada al hombre». 16 Y así, el
botín que nos auguraba Clemente Palma estaba del otro lado, pero
había que ponerlo en términos de que las cosas no parecieran lo que
eran.
Otras metáforas intentaban disfrazar la servidumbre: «reinas del
hogar» y «ángeles domésticos» no significaban otra cosa que escobas,
pañales, fogones y obediencia. Estos discursos tóxicos tenían la clara
finalidad de presentar la situación de las mujeres, sin acceso a univer-
sidades, cargos, honores ni salarios, como la mejor parte, la gran gan-
ga, el premio mayor de la lotería; sobre todo si aceptaban que como
inferiores les estaba yendo muy bien y podían estar dando gracias. Así
los hombres se libraban de fogones y bebés, hasta el más miserable se
sentía amo de alguien a su servicio, y todos preservaban el poder in-
cuestionable sobre el que jineteaban. Con suerte, a la mitad comple-
mentadora, puesta así, bonita, la servidumbre, hasta podía ser que les
pareciera honrosa. Como dice Pierre Bourdieu, construida como «gra-
cia, carisma, libertad, la sumisión femenina aporta una forma irreem-
plazable de reconocimiento, justificando al que hace de ello el objeto
de existir y de existir como existe». Por eso, él cree probable que «el

15.   Cit. por Luis Otero, Mi mamá me mima, p. 78. Las mayúsculas son del original.
16.  Ibid.
22  De mujeres, palabras y alfileres

proceso de virilización en favor del cual conspira todo el orden social


no pueda llevarse a cabo por entero más que con la complicidad de las
mujeres».17

La involuntaria complicidad

Refiriéndose al nazismo, Bertolt Bretch propuso que no pudo haber


triunfado «por su sola voluntad, por la fuerza de sus dirigentes», sin
un pueblo que lo permitiera. Para él, «las víctimas son raramente ino-
centes. Hay a menudo en su sumisión una oscura adhesión que las
pervierte y las degrada». Bourdieu ha observado que en general los
grupos dominados se vuelven cómplices de sus dominadores, aun
cuando esta complicidad sea involuntaria. Sucede que el poder sim-
bólico deriva su efectividad del aprendizaje precoz, de su inculcación
temprana. Esto explica cómo se consigue que las mujeres se piensen
a sí mismas con las categorías impuestas por los hombres. Ellas se
someten al comportamiento prescrito, y con él, a la violencia simbó-
lica, difícil de detectar porque es amortiguada, insensible e invisible,
ejercida sobre todo «a través de los caminos puramente simbólicos
de la comunicación y del conocimiento o, más exactamente, del des-
conocimiento, del reconocimiento o, en último término, del sen­ti­
miento».18
A modo de ejemplo, transcribo aquí dos textos usados para adoc-
trinar esposas:

No haga la mujer gala de sus conocimientos si es que posee una forma-


ción intelectual mejor que la del esposo. Al hombre le gusta sentirse
siempre superior a la mujer que ha elegido como compañera.

Si le niegas este derecho a sentirse superior, que tienen todos los hom-
bres, entonces a cada cosa que le propongas te responderá con una ne-
gativa, para hacerte ver su superioridad.

17.  Pierre Bourdieu, La dominación masculina, en línea.


18.   J. Manuel Fernández, «La noción de violencia simbólica en la obra de Pierre
Bourdieu: una aproximación crítica», en línea.
Arsénico y palabras  23

Aunque parecen escritos por la misma mano, no lo son. El segundo


procede de El marido y tú, una obra publicada en 1969 por el jesuita
español Vicente Lousa; el primero, publicado en 1957, pertenece a La
mujer y su hogar, de la licenciada en Filosofía y Letras Matilde Ruiz
García, inspectora de Enseñanza Primaria en España durante el régi-
men franquista.19
Se trata de palabras, de discurso, uno de ellos discurso cómplice,
y en ambos casos, con arsénico, procedentes de una y un miembro de
las élites simbólicas: un hombre con autoridad religiosa, una mujer
con autoridad política, ambos insertados en el poder, con la diferencia
de que él lo utiliza en beneficio de su propio sexo, y ella lo utiliza en
beneficio del sexo de él. De entrada, se entiende que el jesuita diga lo
que dice: como hombre, sentirse superior le tiene cuenta; pero al me-
nos para una mujer de nuestros días es muy difícil entender que estas
cosas las diga alguien de su propio sexo. Sin embargo, sentirse infe-
rior y aleccionar a las demás para que también lo hagan, es la otra cara
de la misma moneda: el jesuita y la inspectora aprendieron cada cual
lo que les correspondía.
Igual lo hizo, varios decenios antes, Pilar Pascual de Sanjuán,
una profesora de «primera enseñanza superior», «regente de la escuela
práctica agregada a la Normal de Barcelona» y socia honoraria de va-
rias corporaciones literarias y filantrópicas. Esta señora escribió un
Resumen de urbanidad para las niñas, en el que les explica a sus des-
tinatarias el comportamiento adecuado para cada situación. En el capí-
tulo dedicado a los «Deberes de superior a inferior», plantea la pre-
gunta: «¿Qué inferiores tienen las niñas? Y de inmediato contesta:
«En realidad ninguno».20 Está claro que sin la «gran espada del heroís-
mo» de Monick, no es que se baje mucho en la escalera social, sino
que ni siquiera hay escalera.
Puesto que este tipo de complicidad «paradójicamente consenti-
da» se ejerce «al margen de los controles de la conciencia y de la
voluntad»,21 es algo cruel culpar a la víctima aunque para no hacerlo
haya que morderse la lengua. Ella solo actúa según se le enseñó, y

19.   Ambos citados por Luis Otero, op. cit., pp. 75-76.


20.   Pilar Pascual de Sanjuán, Resumen de urbanidad para las niñas. Las cursivas
son del original.
21.   J. Manuel Fernández, op. cit.
24  De mujeres, palabras y alfileres

además le es difícil hacerlo de otro modo, porque la coerción a la que


se nos somete en mente y cuerpo es con frecuencia imperceptible, su-
til, anónima y difusa, no percibida como coerción sino como parte de
«el orden natural de las cosas».22
Dominación y complicidad, relaciones que se somatizan. Unas y
otros aprendemos a vivirlas porque, como hace ver Bourdieu, «la su-
misión política se inscribe en las posturas, en los pliegues del cuerpo
y los automatismos del cerebro».23 No solo nos enseñan de qué lado
está el poder, sino también cómo actuar para que siga estando de ese
lado.
A las mujeres desde niñas se nos exige moderación de la voz,
continencia en el gesto, recogimiento en la actitud… todo lo que a la
vista pueda interpretarse como asentimiento y humildad. Y puesto que
es parte del mismo plan, todo lo que implica convertirnos en desea-
bles. Las madres chinas quebraban los pies de sus hijas porque así las
deseaban los hombres; las mujeres árabes se cubren enteramente por-
que así las desean los hombres; las occidentales muestran el cuerpo y
se implantan silicona porque así las desean los hombres. La domina-
ción se inscribe en los cuerpos. Nos ajustamos a ella igual si queremos
o si no queremos. Los patriarcas nos han impuesto los modelos feme-
ninos a su gusto; y, ante los modos sutiles en que se imponen, la resis-
tencia se vuelve casi imposible.
Desde luego la discriminación sexual a través del lenguaje no se
queda en consejos matrimoniales y normas de conducta. Actúa tam-
bién, y tal vez sobre todo, a través del vocabulario de una lengua y aun
de su gramática, que contribuyen en buena parte a establecer un pun-
to de vista que preserva y mantiene la dominación.
A pesar de eso, es perfectamente posible hablar con autoridad sin
tener autorización para hacerlo; el discurso dominante es expropiable,
y por lo tanto se le puede resignificar.24 Y además, como reconoce van
Dijk, el grupo con poder «no siempre es todopoderoso y el otro grupo
no siempre es tan desvalido». Al menos no lo es tanto cuando cae en
la cuenta de lo que pasa. Así como privar de los recursos para resistir-

22.  Ibid.
23.   Didier Eribon, «Entrevista a Pierre Bourdieu. ¿Qué significa hablar?», en línea.
Las cursivas son del original.
24.  Judith Butler. Lenguaje, poder e identidad, p. 253.
Arsénico y palabras  25

se o para construir modelos diferentes es el trabajo previo de los


dominadores,25 conocer y reconocer los mecanismos con los que se
nos domina mediante la gramática, el vocabulario, las falacias, los
cuentos que se nos quieren hacer tragar, los discursos tóxicos y arseni-
cados, es el trabajo previo a las reivindicaciones.

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2.
El sujeto de los sujetos

En la epistemología corriente, en la organización dominante del


conocimiento, las mujeres hemos quedado fuera. Porque tradicio-
nalmente, el sujeto del pensamiento, el sujeto del discurso, el su-
jeto de la historia, el sujeto del deseo es un ser masculino que se
declara universal, que se proclama representante de toda la huma-
nidad.
M.ª Milagros Rivera Garretas,
Nombrar el mundo en femenino

El gran arquetipo

Es un hecho conocido y reconocido que, como había señalado a


principios del siglo xx George Simmel, el sexo masculino no solo
ocupa una posición superior al femenino, sino que se convierte,
además, en el representante y la medida de toda la humanidad. «Lo
que el hombre hace, dice o piensa —afirma él—, aspira a tener la
significación de una norma, porque revela la verdad y exactitud ob-
jetivas, válidas por igual para todos, hombres y mujeres».1 Se trata
de hegemonía, en el sentido en que la define van Dijk: un poder que
se impone a través de la persuasión, se basa en el consentimiento y se
le cree y obedece, en apariencia no mediante coerciones sino por el
libre albedrío.2 De este modo se consigue que el grupo bajo domi-
nio acepte la bota en la espalda y además crea que la acepta por
voluntad.
Se suele pensar esto como un fenómeno capitalista, pero la hege-
monía más extendida es la masculina, un fenómeno patriarcal. Vivi-
mos bajo el poder de lo que Amparo Sardá denomina el arquetipo vi-
ril, representado por el hombre que «aparece como protagonista de la
historia y, en consecuencia, como sujeto del discurso de las restantes

1.   George Simmel, «Cultura femenina», en Cultura femenina y otros ensayos, p. 75.
2.   Teun A. van Dijk, «Discurso y dominación», en línea.
28  De mujeres, palabras y alfileres

ciencias sociales».3 Esta figura, excelsa y plena, es la misma que se


puede encontrar en los libros de filosofía, en los de ciencia, en los de
teología: san Agustín, santo Tomás, Ortega y Gasset, Marañón, Kant,
Schopenhauer, Darwin, Spencer… y dónde no. Lo difícil es no hallar-
la. Es ficcional, pero funcional, capaz de imponer el orden masculino
prevaleciente.
El arquetipo viril es más viejo que los registros escritos y se ha
valido de la literatura, los mitos, la ciencia, las religiones y, en fin, de
todas las manifestaciones culturales como carta de naturalización. El
poeta griego Hesíodo, en el siglo vii a.C., cuenta que al comienzo los
«seres humanos» vivían exentos de males, hasta que Zeus, por casti-
go, creó a Pandora, una obra «perniciosa» de la que proceden las mu-
jeres, destinada a instalarse y a habitar entre los hombres como «un
mal». Aristóteles le dio carácter y autoridad de ciencia a la idea de que
la especie es masculina y la mujer un varón deficiente, un fallo, una
malformación, una desviación, un macho mutilado, un fracaso de la
naturaleza.4
Esta fantasía se coló en la medicina a través de Galeno en el si-
glo ii, y fue divulgada por todos los que en los siglos siguientes lo tu-
vieron por maestro, que fueron muchos. Para él, las mujeres eran ver-
siones masculinas desmejoradas, «hombres al revés», inválidos y
enfermos.5 Pero tal vez el discurso más autorizado es el que se exten-
dió a partir del siglo xiii apoyado en dos grandes personalidades teoló-
gicas, Alberto Magno y Tomás de Aquino, para quienes las mujeres
son «un fallo de la creación», un «defecto», varones frenados en su
desarrollo.6 Ya de todos modos la idea de la mujer como instrumento
defectuoso era aceptada en el mundo judeocristiano a partir del relato
de Génesis 2, en el cual Eva es creada a partir de Adán y en función de

3.   Amparo Moreno Sardà, De qué hablamos cuando hablamos del hombre, p. 145.
Las cursivas son del original.
4.   Cf. Mercedes Madrid, La misoginia en Grecia, p. 322; Jean-Marie Aubert, La
mujer, pp. 119-120.
5.   Para un estudio más detenido de las teorías de Galeno, ver Amparo Rodríguez, La
estirpe maldita, pp. 50-55; Josephine Lowndes Sevely, Los secretos de Eva. Nueva
teoría de la sexualidad femenina, p. 33.
6.   Ver sobre Aristóteles, Robert Archer, Misoginia y defensa de las mujeres. Antolo-
gía de textos medievales, pp. 58-59; sobre la influencia de Aristóteles en la Iglesia,
Jean-Marie Aubert, op. cit., pp. 118-120; Uta Ranke Heinemann, Eunucos por el reino
de los cielos. Iglesia católica y sexualidad, en línea.
El sujeto de los sujetos  29

él. En este mito se basa san Pablo y tras él la tira de frailes, teólogos,
curas, sermoneros y moralistas para afirmar que solo los varones están
hechos a imagen de Dios.
A finales del siglo vi, en el concilio de Maçon, un obispo recla-
maba que la mujer no podía «ser llamada hombre». Doce siglos más
tarde, uno de los redactores de la Enciclopedia menciona cierta «diser-
tación anónima» que repite lo mismo: mulieres homines non esse.7 No
serían tan zoquetes ni el obispo ni el disertador como para llover sobre
mojado. Lo que intentaban era establecer que no son seres humanos, o
al menos no en igual grado que ellos. Esa es la misma razón de por
qué en 1791, cuando se redactó la Declaración de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano, se quedaron por fuera los derechos de la
mitad de la humanidad.
Para Aristóteles el macho era el sexo formal (morphe), genera-
dor, activo, el que trasmite la forma del nuevo ser; la hembra, un prin-
cipio material (hyle), pasivo, el que se limita a recibir el esperma y
solo aporta el lugar y la materia de que se forma el embrión. En pocas
palabras, ella es la tierra y él la semilla. Antes de Aristóteles, Hipócra-
tes de Cos (460-377 a.C.) afirmaba que el embrión se formaría a partir
de dos espermas, aportado uno por cada sexo, pero sus ideas quedaron
aparcadas ante el gran prestigio de Aristóteles y el enorme valor de su
teoría para legitimar la desigualdad.
Con el tiempo, mucho tiempo, la verdad biológica empezó a aso-
mar; la ciencia aceptó que la mujer no era vaso o vasija como se de-
cía, y ya en el siglo xix quedó patente y claro que esperma y óvulo se
reparten su trabajo por partes iguales. Pero el hecho es que, «aunque
el lobo pierda las lanas, no pierde las mañas».
En 1984, Alain Daniélou, en un libro sobre Shiva y Dionisio, se
refiere al esperma como «el principio creativo» que «contiene poten-
cialmente toda la herencia ancestral y racial y las características ge-
néticas del futuro ser humano».8 En una obra de 2009, La biología de
la transformación,9 sus autores, puestos al día en una gran cantidad
de saberes, de pronto nos sorprenden diciendo cosas como esta: «El

7.   Cf. Alicia H. Puleo (ed.), La ilustración olvidada. La polémica de los sexos en el
siglo xviii, p. 44.
8.   Cit. por Eugene Monick, Phallos. Símbolo sagrado de la masculinidad, pp. 33-34.
9.   Bruce H. Lipton y Steve Bhaerman, La biología de la transformación, p. 107.
30  De mujeres, palabras y alfileres

espermatozoide, creado esencialmente como una herramienta para


entregar genes, solo transporta información. Desde ese punto de vis-
ta, su función es equivalente a la de la onda que se une a la materia
física en el óvulo de la madre. […] A partir de la información y la
materia emerge una nueva existencia, algo que no puede predecirse
estudiando el espermatozoide y el óvulo como separados». Asentado
eso, se preguntan: «¿Es posible que al integrar opuestos como espí-
ritu y materia, energía y partícula, masculino y femenino, podamos
crear una sociedad humana nunca vista antes, cuya expresión sea
totalmente imprevisible, estudiando lo que tenemos y lo que somos
ahora?».
Sorprendente. A los autores se les olvidó el dato básico y resabi-
do de que el óvulo contiene la mitad de la información. Y algo más: en
su cadena de oposiciones colocan espíritu, energía y masculino, frente
a materia, partícula y femenino. De modo que su esperanzado futuro
no se ve tan claro: ¿de dónde va a salir una sociedad humana nunca
vista antes a partir de preconceptos vistos desde siempre?

La mujer es hombre, o… ¿más bien no?

En 1991 Fowler, y en 1993 Simpson, constataron que los diarios britá-


nicos categorizan de formas distintas a mujeres y hombres, mediante
las frases nominales con las que se les describe e identifica. Por lo
general, ellos son descritos por su roles ocupacionales (doctor, aboga-
do, ingeniero, profesor, diputado); ellas por su estado civil y su situa-
ción familiar (esposa, señorita, señora, ama de casa, viuda, di­vor­cia­
da).10 Examinando la presencia y representación de las mujeres en los
medios, encontraron lo que usted en quince minutos puede encontrar
también en el primer periódico que esté a mano: que las mujeres apa-
recen menos; tienen una presencia secundaria o no tienen ninguna;
«en todos los espacios prestigiados como el laboral, el económico o el
científico» difícilmente se las muestra «como autoridades, expertas o
portavoces»; comparadas con los hombres, en general aparecen más

10.   Oscar Alberto Morales y Carolina González Peña, «Consideraciones discursivas


sobre el género en el discurso académico e institucional: ¿dónde está ella?», en línea.
El sujeto de los sujetos  31

jóvenes, bien parecidas, y con frecuencia casadas y sin un trabajo


remunerado,11 o sea, amas de casa.
Todo esto permite deducir que cuando en lenguas como el caste-
llano se identifica al «hombre» con el varón, no estamos ante un dato
neutro, sino ante una antigua y persistente ideología sedimentada en la
cultura. El DRAE define hombre en su primera acepción como «ser
animado racional, varón o mujer»; en la segunda como sinónimo de
varón, «persona del sexo masculino». Pero muy a menudo la segunda
acepción invade a la primera, y «el hombre» en el sentido de «la hu-
manidad» se convierte en «el hombre» en el sentido de «el varón», de
modo que, yo, en cuanto mujer, puede que a veces sea hombre y puede
que a veces no lo sea; si usted es varón, está libre de esa ambigüedad.
«Hombre», en este sentido, constituye una sobrerrepresentación. De
rabo a oreja, igual abuso que cuando se le dice «América» a Estados
Unidos y «americanas» o «americanos» a las personas naturales de
ese país, como si poseyeran un mayor y más legítimo grado de ameri-
canidad. No simple azar: apropiarse del nombre es el resultado de
apropiarse del poder. La identificación de «hombre» y humanidad,
hombre y «varón» ocurre también en muchas otras lenguas como la
francesa (homme/hommes) o la inglesa (man/men), con los mismos
resultados.
En la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano,
de 1789, como se ha dicho antes, la palabra «hombre» no incluía a las
mujeres. Olympe de Gouges redactaría en 1791 una respuesta: La De-
claración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, en la que
reivindica los mismos derechos para las mujeres. Asimismo, criticaría
la revolución que les negaba, entre otros, su derecho a votar o ser vo-
tadas. Crítica que le valió morir en la guillotina el 3 de noviembre de
1793. Thomas Jefferson, uno de los redactores de la Declaración de
Independencia de los Estados Unidos de América (1776), tampoco
pensó en las mujeres al declarar: «All men are created equal» (todos
los hombres son creados iguales) y «all governments are instituted
among men…» (todos los gobiernos son instituidos entre hombres…),
como lo demostraron Lucretia Mott y Elizabeth Cady Stanton.

11.   Claudia Vallejo Rubinstein, «Representación de la violencia contra las mujeres


en la prensa española (El País/El Mundo) desde una perspectiva crítica de género. Un
análisis crítico del discurso androcéntrico de los medios», en línea.
32  De mujeres, palabras y alfileres

El milagro de la multiplicación de los panes contado en el Evan-


gelio de Marcos (6, 44) habla de 5.000 hombres. Si no tuviéramos la
versión de Mateo (14, 21), en la que nos dice que en esa cifra no esta-
ban contadas las mujeres y tampoco los niños, no nos habríamos ente-
rado de que el milagro era verdaderamente milagroso: asumiendo que
habría habido por lo menos la mitad de esa cantidad de mujeres y una
cuarta parte de menores, se habrían alimentado más de 9.000 perso-
nas. ¿Se equivocó Marcos?, ¿se equivocó Tomás?, ¿o Jesús no era
como se dice?
La ambigüedad de los genéricos puede ilustrarse con la interven-
ción del diputado costarricense Ernesto Chavarría en el Congreso, en
octubre de 2012, cuando habló para oponerse a un proyecto de ley de
protección a la vida silvestre. «El hombre —dijo— es el que hace todo
lo malo, incluyendo a la mujer». Obviamente, aunque en la Asamblea
Legislativa ha habido y hay más de un zopenco, no parece que la idea
fuera la que de entrada parecía ser y con la cual dejó sorprendidas a sus
mismas compañeras de bancada. El diputado luego, con igual torpeza,
aclaró que «las mujeres son la parte principal de la compañía del hom-
bre», «no son algo malo, sino que representan lo contrario», de donde
podemos deducir que lo que quiso aclarar en aquella intervención es
que al decir «hombre» incluía a la mujer.12 Para lo que aquí interesa,
este señor utiliza el vocablo en cuestión una vez como genérico, dando
pie a la ambigüedad que le obligó a ofrecer aclaraciones a la prensa, y
otra vez como particular, cuando quiso deshacer el embrollo.
Mercedes Bengoechea pone el ejemplo de una noticia de televi-
sión aparecida en Antena 3, el 15 de abril 1997, sobre una obra de
Mario Vargas Llosa, Los cuadernos de don Rigoberto, anunciada por
la periodista como «un canto al erotismo del hombre y a su capacidad
para fantasear sobre el sexo». Para aclarar el sentido del vocablo,
hubo que esperar —dice ella— a la declaración del propio autor, en la
que afirmó haber pretendido «abordar el erotismo humano, y la facul-
tad de todas las personas para tener fantasías sexuales».13
En inglés ocurre el mismo fenómeno. Judy C. Pearson y sus cole-
gas señalan que varios estudios realizados sobre la terminación -man o

12.   crhoy.com (2/10/2012), «El hombre es el que hace todo malo, incluyendo a la
mujer», dijo el diputado del ML, en línea.
13.   Mercedes Bengoechea, «Lenguaje y sexismo», en línea.
El sujeto de los sujetos  33

un sufijo similar, en determinados sustantivos, demostraron que se les


relacionaba de modo preeminente con individuos de sexo masculino.
Por ejemplo, en 1973, Schneider y Hacker pidieron a estudiantes de uni-
versidades que entregaran fotografías, procedentes de diarios y revistas,
adecuadas para la portada e ilustraciones interiores de los capítulos de
un libro cuyo título sería Introducción a la sociología. A un 50 por 100
de las personas se les entregó la lista de los capítulos, con títulos como
«El hombre social», «El hombre urbano», «El hombre político», «El
hombre industrial» y «El hombre economista». Al 50 por 100 restante se
les entregó un contenido de capítulos diferentes, bajo títulos más neu-
tros, como «La cultura», «La población», «Racismo y grupos minorita-
rios», «La familia», «Crimen y delincuencia» y «Ecología». Un 65 por
100 de las personas del primer grupo y solo un 50 por 100 del segundo,
entregaron fotografías que presentaban hombres.14 La conclusión es que
el vocablo «hombre» evoca fundamentalmente a seres masculinos.
Hay un pasaje de la novela Moby Dick, de Herman Melville, so-
bre la falta de valor del alma. En él se nos dice que «el hombre, como
idea, es tan noble y tan centelleante, tan grande y esplendente criatura,
que, ante cualquier mancha ignominiosa que cayera sobre él, todos
sus compañeros deberían correr para tender ante él sus más costosas
vestiduras». De entrada sentimos inclinación a pensar que ese «hom-
bre» somos los seres humanos, como se insiste en hacernos creer. Pero
pronto salimos del error al leer lo que sigue: «Esta inmaculada virili-
dad que sentimos dentro de nosotros […] sangra con la más aguda
angustia ante el desnudo espectáculo de un hombre de arruinado valor.
Ni aun la piedad puede sofocar esa sublevación contra las estrellas
que permiten un cuadro tan vergonzoso».15
Aparte del narcisismo manifiesto en el párrafo citado, tomando
en cuenta que los sexos se perciben como polaridades, identificar al
varón con el ser humano implica asumir que la feminidad represente
todo lo contrario de la nobleza, grandeza, centelleo y esplendor atri-
buidos a la virilidad. Como dice Virginia Woolf, «durante todos estos
siglos, las mujeres han sido espejos dotados del mágico y delicioso
poder de reflejar una silueta del hombre de tamaño doble del natural.

14.   Judy C. Pearson, Lyn H. Turner y W. Todd-Mancillas, Comunicación y género,


p. 122.
15.  Herman Melville, Moby Dick (La ballena blanca), p. 107.
34  De mujeres, palabras y alfileres

Sin este poder, la tierra sin duda seguiría siendo pantano y selva. Las
glorias de todas nuestras guerras serían desconocidas… Sea cual fuera
su uso en las sociedades civilizadas, los espejos son imprescindibles
para toda acción violenta y heroica».16
En 1965, Jorge Luis Borges distingue, en una conferencia, entre
el buen tango, que es un canto de guapos y compadritos, anterior a
Gardel, y el tango gardeliano «quejoso y llorón» que le sucedió, des-
preciable por «afeminado», «lacrimógeno» y «sentimental». El primer
momento, al que denomina la «épica de las orillas», a la que se refiere
con evidente admiración, es la de los «tiempos bravos», cuando «unos
asesinos podían hacerse famosos durante un año por matar a un co-
merciante de la calle Bustamante». Era la época en la que, según le
contó «un malevo» que lo «honró» con su amistad, se creía que «el
hombre que piensa cinco minutos seguidos en una mujer no es un
hombre, es un maricón». Y «ningún compadre se habría quejado de
que una mujer no lo quisiera, porque eso hubiera pasado por una ma-
riconería».
Ese era, para Borges, el verdadero tango y su clima «valeroso y
peleador», y el verdadero mundo tanguero, «de alma masculina», ma-
nifiesto en las letras de Celedonio Flores: «Y yo me hice en tangos /
porque es bravo, fuerte, / tiene algo de Vida, / tiene algo de muerte»,
que en versiones posteriores sufrió leves modificaciones. Por ejemplo,
según lo cantaba Roberto Quiroga: «Porque el tango es bravo, / por-
que el tango es fuerte, / tiene olor a vida / tiene gusto a muerte»; o en
la de Julio Sosa: «Porque el tango es macho, / porque el tango es
fuerte».17 De modo que «bravo», «fuerte» y «macho» se agrupan en la
misma línea semántica, opuesta a «afeminado», «lacrimógeno» y
«sentimental». Y es que la magia de ese espejo en que se miran algu-
nos hombres, al amplificarlos al doble de su tamaño, les hace creer
que ellas solo miden la mitad de lo que miden.
La idea del varón como género humano es tan incisiva y persis-
tente que se refleja desde luego y de modo notable en el empleo de los
masculinos como genéricos, pero no solo ahí. La fuerza del androcen-

16.   Virginia Woolf, Una habitación propia, p. 51.


17.   Borges, Audio de conferencia, en Martín Rodríguez Yebra, «Borges tanguero:
revelan audios inéditos en los que critica a Gardel»; Gonio Ferrari, «Luis Borges: el
tango no era ni debía ser necesariamente triste», ambos en línea.
El sujeto de los sujetos  35

trismo, observa Eulàlia Lledó, «se descubre en el hecho de que pres-


cinde de cualquier justificación y no es “no marcado” solo en la len-
gua sino también “en la percepción social”».18 Alojado en el cerebro
durante siglos, es capaz de teñir casi cualquier dato, cualquier idea,
cualquier concepto, y distorsionar la realidad.
En 1999, apareció en la revista española Más Allá n.º 127, un ar-
tículo que supone plantear un razonamiento objetivo. Dice así:

Una de las cuestiones sobre la inteligencia que más intriga a los cientí-
ficos es por qué las mujeres parecen constituir la excepción a la regla
de que la capacidad intelectual está en proporción directa con las di-
mensiones de la cabeza. Simplificando la regla dice: cuanto más volu-
men craneal, más inteligencia. Y suele cumplirse, salvo en el caso de
las mujeres, que tienen un volumen craneal inferior al de los hombres,
pero igual inteligencia (las cursivas son mías).

Resulta al menos curioso si no claramente vergonzante, que se estime


a poco más de la mitad de la población mundial como una «excepción
a la regla», a tal grado ha llegado el hábito de identificar a los varones
con la humanidad y ver el mundo a través de sus lentes.
Según el DRAE, «humano» y «ser humano» se refiere, a «un
ser» «que tiene naturaleza de hombre»; y nos aclara que se usa fre-
cuentemente en plural «para referirse al conjunto de hombres». Lo
ejemplifica con las frases: «La relación entre un dios y una humana.
El lenguaje de los humanos». En una segunda acepción nos lo define
como «perteneciente o relativo al hombre», y en una tercera, como
«propio del hombre». En los tres casos indica que se trata de la acep-
ción referida a hombre como «ser racional». Es algo semejante a men
en inglés, man en alemán, uomo en italiano, homme en francés. Pero
con bastante frecuencia lo referido al hombre y lo humano como seres
racionales excluye a las mujeres. Por ejemplo, un texto de Freud, el
padre del psicoanálisis, dice: «Pienso que, desde el principio, el “re-
pudio a la feminidad” habría sido la descripción correcta de esta nota-
ble característica de la vida síquica de los seres humanos».19 Tratándo-
se de un rasgo de «los seres humanos», ¿debo entender que el repudio

18.   Eulàlia Lledó Cunill, «Nombrar a las mujeres, describir la realidad: la plenitud
del discurso», en línea.
19.   Cit. por Eugene Monick, op. cit., p. 48.
36  De mujeres, palabras y alfileres

a la feminidad también va conmigo? Y si no va, ¿me falta uno de los


rasgos síquicos de los que me tendrían que diferenciar de mi mascota?
Eso de ver el mundo a través de un solo lente, al que nos ha ha-
bituado la cultura, se manifiesta muy bien en el hecho de que cuando
no se conoce el sexo de alguien se emplea el masculino, una regla que,
enunciada por Mercedes Bengoechea, dice: «Toda persona es del gé-
nero masculino, a no ser que se especifique lo contrario».20 Como con-
secuencia, asegura Silvia Molina, «la mente identifica por rutina, de
modo inconsciente, el masculino con lo total, el varón con la persona,
produciendo ocultación de la existencia y participación de la mujer»:21
Y esa regla sí que la aplicamos unas y otros queramos o no, nos
guste o no nos guste. Si alguien que venía manejando detrás de usted,
y a quien usted no ve, hizo una mala maniobra, ¿cuál será su comenta-
rio? De fijo iría por la línea de «¡Qué estúpido!», «¡Vaya tonto!»,
«¡Ese tipo no sabe manejar!». Irremediablemente la regla se cumple.
Y por supuesto, si se descubre que es una mujer: ¡Tenía que ser!

Gente y no gente

Judy C. Pearson y sus colegas hacen notar que «una gran parte del
lenguaje asume la presencia de una audiencia masculina o estándar sin
ni siquiera emplear un término masculino.22 Ellas citan un anuncio
publicitario de la Compañía de Seguros Knights of Columbus: «Sus
propiedades inestimables… Su mujer e hijos»; otro, de una revista
dedicada al golf: «Un buen curso de golf es como una mujer hermosa.
Bella… pero siempre un poco bruja».23 Bengoechea incluye este de El
País (noviembre 1999): «Desayune con Einstein, suba al Everest a
mediodía y acuéstese con Marilyn».24 Esto lo encontramos tan genera-
lizado que casi parece natural.

20.   Mercedes Bengoechea, «El lenguaje instrumento de igualdad», en línea.


21.   Silvia Molina Plaza, «Próximas bodas de plata de la investigación sobre Lengua
y discriminación genérica», Investigaciones filológicas anglo-norteamericanas. Actas
del I Congreso de Lengua y Literatura anglo-norteamericana, p. 136, en línea.
22.   Judy C. Pearson, Lyn H. Turner y W. Todd-Mancillas, op. cit., p. 103.
23.  Ibid.
24.   Mercedes Bengoechea, «El lenguaje instrumento de igualdad», op. cit.
El sujeto de los sujetos  37

Bajo la asunción de que la humanidad es macho, las mujeres


pueden estar fuera incluso cuando se utilicen palabras neutras o colec-
tivas. El vocablo gente se refiere a una «pluralidad de personas» y se
debería asumir que incluye a seres de uno y otro sexo. Pero ¿hay segu-
ridad de que eso es así? Resulta que no. En un artículo titulado «El
funcionamiento del organismo», publicado en Información (Alicante
3-12-92), Camilo José Cela escribe: «La gente cree que el colesterol y
las señoras se reparten de balde». Dejando aparte el hecho de que el
colesterol no es problema exclusivamente masculino, cuando el lau-
reado escritor español habla de repartir señoras a la gente, se refiere a
las señoras como si fueran cosas y a la gente como si fueran hombres.
Concedamos que Cela era un machista y se vanagloriaba de ser-
lo, de modo que escribir esto podría ser una de sus clásicas salidas de
burro. Pero personas más sensibles han incurrido en la misma torcedu-
ra idiomática. En España, durante los años de la transición del fran-
quismo a la democracia, surgió la canción Libertad sin ira, del grupo
Jarcha, que se convirtió en un himno extraoficial de aquel momento
histórico. Volvió a tener vigencia en las manifestaciones del 14 de ju-
lio de 1997 para condenar el asesinato de Miguel Ángel Blanco, y
nuevamente en 2007, en las del Partido Popular en Madrid contra la
política antiterrorista del gobierno. En una de sus estrofas se escucha:
«Dicen los viejos que este país necesita / palo largo y mano dura / para
evitar lo peor. / Pero yo solo he visto gente / que sufre y calla, dolor y
miedo / gente que solo desea / su pan, su hembra y la fiesta en paz»
(las cursivas son mías). ¿Oímos mal o ha dicho gente que desea su
hembra? Oímos bien. Los progresistas autores, al hablar de gente, es-
taban pensando como el reaccionario Cela.
En un texto titulado «El volcán» y publicado en El País (11-12-
88), Manuel Vicent escribe: «En este país la gente guapa zampaba,
diseñaba, fornicaba, especulaba, cabalgaba el BMW, se apareaba con
duquesas en un terraplén mientras por el cielo pasaban bandadas de
patos con la tripa llena de dólares baratos». Obviamente la gente que,
como colectivo, se aparearía «con duquesas», y por lo tanto la que
diseñaba, fornicaba y todo lo demás, pertenecía al grupo de quienes
tienen testículos. Así de poderoso es el androcentrismo.
Lo mismo ocurre con el vocablo pueblo, definido en su segunda
acepción como «un conjunto de personas de un lugar, región o país».
No obstante, en el himno nacional de Costa Rica cantamos a un pue-
38  De mujeres, palabras y alfileres

blo «valiente y viril» dispuesto a trocar en armas «la tosca herramien-


ta». Que sepamos, durante el episodio de la invasión de William
Walker a Nicaragua que dio pie a la guerra del 56 aludida en el Him-
no, las mujeres no trocaron herramientas por armas. Su patriotismo,
salvo en el caso de Pancha Carrasco, consistió en hornear totopostes
para que la otra parte del pueblo pudiera hacer el trueque, porque si no
comen no se mueven. Pero a lo que vamos: en el pueblo al que se re-
fiere la letra del himno no hay mujeres.
El vocablo persona se define en el DRAE en su primera acep-
ción como «individuo de la especie humana» y en las tres siguientes
como «hombre o mujer» «cuyo nombre se ignora», «hombre o mujer
distinguidos en la vida pública», «hombre o mujer de prendas, capaci-
dad, disposición y prudencia». O sea que se trata de un nombre epice-
no en cuanto tiene un género gramatical determinado, pero ninguna
marca formal que permita indicar su sexo. Es el mismo caso de voca-
blos como víctima, personaje, pariente o rehén. Pues bien, en un ar-
tículo recientemente publicado en la red, se puede leer:

Hay dos tipos de personas en el mundo: las que se atreven y las que no
se atreven, las que están borrachas de forma natural y dicen las cosas
desinhibidamente, y las que están anudadas de temores y diplomacia, y
viven en el “hubiera”. Estos son los que nunca se atreven a sacar a bai-
lar a la mujer que les gusta y se quedan toda la vida arrepintiéndose;
los otros son los que se levantan de su asiento y simplemente lo hacen».25

Habiéndonos sacado de la categoría de personas, ¿en qué casillero de


la zoología nos habrá colocado a las mujeres este autor?
Hay un cuentecillo popular denominado «el enigma del ciruja-
no», que más o menos se resume así: un hombre y su hijo van en moto
a mucha velocidad, la moto derrapa, el hombre muere y al niño lo
llevan, malherido, al hospital más cercano. Al llegar al quirófano, y
ante la gravedad de las heridas, se decide ponerlo en manos de una
eminencia en la materia, que se desplaza hasta allí. Cuando llega, se
desarrolla el siguiente diálogo:
—¿Será usted capaz de salvarlo?
—¿Cómo no voy a hacerlo? ¡Es mi hijo!

25.   Paul Brito, «Ebrios de azufre», El Diablo Viejo, en línea. Las cursivas son mías.
El sujeto de los sujetos  39

La pregunta es ¿Cómo puede ser? Y la respuesta: «porque la


eminencia es su madre». El estupor que de pronto nos invade se diluye
en cuanto caemos o se nos hace caer en la cuenta de esto. Y es que,
aunque un vocablo no sea genérico, puede proyectar una imagen
masculina, dado el poder hipnótico del androcentrismo.
Las palabras comunes se aplican a seres de uno y otro sexo sin
cambiar su terminación. En taxista, bañista, cantante, pediatra, suici-
da, espía, modelo, testigo, mártir, joven, el sexo se indica con marca-
dores como el, la, alguna, algún, etc. En esta categoría estaría el voca-
blo tlacotli, tlatlacotín en plural, que define José Lara Galisteo como
«hombres y mujeres» que, en la sociedad azteca, «se habían vendido
voluntariamente, servidores que una familia ponía a disposición de un
amo para saldar una deuda». Ha dicho «hombres y mujeres». Pero un
poco más adelante nos ofrece otra información: «El tlacotli era aloja-
do y alimentado y vestido como cualquier indio, tratado con dulzura,
podía poseer bienes. Le estaba permitido casarse con una mujer
libre».26 Y así de pronto, nos deja con la duda de si el permiso de casa-
miento solo se otorgaba a seres masculinos, o si las mujeres también
se casaban con mujeres, un dato antropológico fundamental para juz-
gar el tipo de sociedad; o se le olvidó que este grupo estaba conforma-
do por seres de diferente sexo; o por arte de birlibirloque, en un pesta-
ñeo todos se le convirtieron en hombres. Igual ocurre en expresiones
tan leídas o escuchadas como la del siguiente titular: «Jóvenes, muje-
res e inmigrantes lideran el repunte del empleo en los últimos doce
meses».27 Jóvenes e inmigrantes, al ser comunes (no genéricos), de
lógica incluyen a los dos sexos; pero el haber agregado mujeres, es un
indicio de que aquí se infiltró la percepción de que ellas no cuentan en
el grupo de jóvenes ni en el de inmigrantes. En otras palabras, hay una
incapacidad para verlas, una ceguera cultural.
El gentilicio se define en el DRAE en su primera acepción como
«perteneciente o relativo a gentes y naciones». El Word Reference
precisa algo más señalando que «indica el origen o la nacionalidad de
las personas». De toda lógica es que no tendría por qué interpretarse

26.   José Lara Galisteo, «Urbanismo y sociedad azteca», en línea. Las cursivas son
mías.
27.   idealista/news, «Jóvenes, mujeres e inmigrantes lideran el repunte del empleo en
los últimos doce meses», en línea.
40  De mujeres, palabras y alfileres

en un sentido exclusivamente referido a hombres, pero con mucha fa-


cilidad se vuelve masculino en la mente de quienes lo utilizan. Vea-
mos, por ejemplo, un pasaje de la famosa novela Corazón de piedra
verde, de Salvador de Madariaga: «Eran totonaques y traían modestas
ofrendas, al uso de los indios, con el ruego de que Cortés les prestase
auxilio para resistir a Moctezuma, cuyos calpixques los tiranizaban,
llevándose su oro y sus mujeres».28 Así pues, para Madariaga las mu-
jeres totonaques no eran totonaques, sino parte de los bienes de una
población conceptuada según Aristóteles y santo Tomás. Es lo que
dice M.ª Milagros Rivera Garretas, que el sujeto del pensamiento, del
discurso, de la historia, del deseo, «es un ser masculino que se declara
universal, que se proclama representante de toda la humanidad.29
Habría que agregar que ese su declararse universal y su represen-
tar la humanidad entera viene soportado por un edificio ideológico que
lleva milenios construyéndose con ciencia, arte, política, literatura, fi-
losofía, religión y aparece en general en cualquier discurso que preten-
da colarse como verdad. Se le han empezado a hacer melladuras y
agujeros a partir del siglo xix, y aunque se retuerzan de furia los pa-
triarcas, ya son muchas las manos que ponen puntos sobre las íes. Sin
duda ellos van a seguir discurriendo nuevos modos y más trucos, pero
igual a sus íes se les van a ir poniendo puntos, y los acentos que falten.

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28.   Salvador de Madariaga, Corazón de piedra verde, p. 229, en línea. Las cursivas
son mías.
29.   M.ª Milagros Rivera Garretas, Nombrar el mundo en femenino, p. 82.
El sujeto de los sujetos  41

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3.
La lengua que nos habla

La visión del mundo se manifiesta a través de un conjunto de jui-


cios configurados lingüísticamente y reconstruidos a partir de in-
formación sistemática, convencional y textual o discursiva. Esta
visión del mundo lingüística incluye estereotipos; es decir, imáge-
nes de personas, lugares y sucesos relacionados con hechos que se
consideran normales en una cultura.
Francisco Moreno Fernández, Sociolingüística cognitiva

Quien posee o controla la semántica de un grupo social es el gru-


po que controla y manipula la realidad ideológica y su conciencia.
M.ª Jesús Buxó Rey, Antropología de la mujer

El agua que prende fuego

Desde hace muchos y largos años, se viene estudiando el tipo de rela-


ciones del lenguaje con el pensamiento. Se ha debatido si lo determina
o nada más lo influye o si se necesitan como abeja y flor, o si son dos
que caminan a la par sin rozarse, o están unidos como la uña y la carne
o si como siameses comparten un cuerpo. Dos formas de enfocar el
problema centraron los análisis: eran interdependientes como planteó
el alemán Johann Gottfried von Herder, en el siglo xviii. O más que
interdependientes, como planteó en el siglo xix otro alemán, Wilhelm
von Humboldt, quien pensaba que la lengua era un modo de compren-
der y percibir la realidad, «una manera peculiar de entender el
mundo».1
A principios del siglo xx, el estadounidense Edward Sapir sugi-
rió que los hábitos lingüísticos nos impulsan a ver, escuchar y experi-
mentar de cierto modo porque nos predisponen hacia ciertas formas
de interpretación.2 Él creía que de alguna manera «el lenguaje y nues-

1.   Rubén Alonso Casino, «El pensamiento lingüístico de Humboldt y su influencia


en el siglo xx», en línea.
2.   Edward Sapir, cit. por Benjamin Lee Whorf, Lenguaje, pensamiento y realidad, p. 155.
44  De mujeres, palabras y alfileres

tros hábitos de pensamiento son una sola cosa», y «el contenido mis-
mo del lenguaje está íntimamente relacionado con la cultura». Cultura
es, para Sapir, el conjunto de «costumbres y creencias que constituyen
una herencia social y determina la contextura de nuestra vida»; y tam-
bién para él, la historia de la cultura y la de la lengua fluyen por cau-
ces paralelos: el vocabulario «refleja con mayor o menor fidelidad la
cultura a cuyo servicio se encuentra». Es decir, no disponemos de vo-
cablos para referirnos a objetos, seres o fenómenos desconocidos.
«Una sociedad que no conozca la teosofía no necesita tener un nom-
bre para designarla»; los aborígenes que no sabían de los caballos,
cuando los vieron por primera vez, tuvieron que inventarse una pala-
bra o adoptarla de otra lengua para referirse a ellos.3 De cajón. Igual
que en castellano no teníamos vocablos para casi ningún objeto tecno-
lógico y los tomamos del inglés. Posiblemente también nos faltan para
lo que teniendo presencia y existencia nos negamos a reconocer.
Uno de los debates más ardientes sobre las palabras se generó a
partir de que, en 1911, el antropólogo alemán Franz Boas, discípulo de
Humboldt, planteó que cada lengua es una particular clasificación de
la experiencia, reflejada tanto en su gramática como en su léxico.4 Él
observó que los esquimales tenían muchos términos para nieve. Des-
pués alguien se dio cuenta de que no eran tantos, y que otros pueblos
con diferente clima no tenían menos. El resultado fue que sus ideas
cayeron en desprestigio. Pero también con el tiempo alguien más ad-
virtió que las lenguas de comunidades de zonas cálidas, como las de
ciertos grupos indígenas de Colombia, no tienen ninguno. Eso es al
menos un indicio de que en estos temas la balanza viene y va. Puede
ser que Boas alterara los datos, como se sospechó, pero clavó una fle-
cha hacia un camino por el que otras gentes han pasado, comprobando
que el vocabulario es causa y consecuencia del modo en que se perci-
be la realidad.
A raíz de las investigaciones de Boas, Benjamin Lee Whorf pen-
só que la abundancia del vocablo nieve en el pueblo esquimal se debía
a que pensaban en ella más que los otros pueblos. Su interés en el
tema había surgido durante su trabajo de investigador, como ingeniero
químico que era, en una compañía de seguros contra incendios, y

3.  Edward Sapir, El lenguaje. Introducción al estudio del habla, pp. 235, 247-248.


4.   José Antonio Díaz Rojo, «Lengua, cosmovisión y mentalidad nacional», en línea.
La lengua que nos habla  45

mientras estudiaba lingüística. Analizó cientos de informes sobre las


circunstancias en que se había originado un fuego o una explosión.
Aunque su análisis iba dirigido hacia una instalación eléctrica defec-
tuosa, la presencia o ausencia de espacios de aire entre los tubos de
metal de las calderas y la obra de carpintería de los edificios, con el
tiempo se fue dando cuenta de que la situación física no era el único
factor importante en el comienzo de un incendio: también entraba en
juego el significado común y corriente que la gente daba a expresio-
nes como bidón vacío, piedra caliza o estanque de agua, puesto que
ese significado tenía influencia sobre su conducta.
Así, cuando se está cerca del almacenamiento de una mercancía
que comúnmente llamamos «bidones de gasolina», se tiende a tener
más cuidado que cuando se está cerca de una pila de «bidones de
gasolina vacíos», pero que contienen o pueden contener vapor ex-
plosivo. En este caso ese adjetivo, vacíos, al sugerir ausencia de pe-
ligro, puede inducir, por ejemplo, a tirar colillas de cigarrillos. Algo
semejante ocurre con el uso de nombres como piedra caliza y estan-
que de agua. La percepción de que la piedra es un material no com-
bustible provocó fuego cerca del recubrimiento aislante de unos des-
tiladores; y la de que el agua apaga el fuego indujo a un operario de
una planta industrial a tirar un fósforo en un estanque, sin tomar en
cuenta que allí se habían producido gases de residuos animales des-
compuestos.
De este modo, Whorf dedujo que las palabras o las fórmulas lin-
güísticas pueden promover ciertas formas de comportamiento porque
ellas, hasta cierto punto, analizan, clasifican y colocan la situación
inconscientemente en un mundo conformado según los hábitos lin-
güísticos del grupo.5 Esto significa que cada lengua encauza hacia de-
terminadas formas de actuar, de ver y de pensar.
Los planteamientos de Sapir y de Whorf se llegaron a conocer
como «la hipótesis Sapir-Whorf». Reducida a lo fundamental, la idea
implica que «el mundo se experimenta de un modo diferente en dife-
rentes comunidades lingüísticas» («relativismo lingüístico»); y que la
estructura de la lengua es responsable del establecimiento de modos
particulares de interpretar la realidad», por lo que la vida mental de la

5.  Benjamin Lee Whorf, op. cit., pp. 156-158.


46  De mujeres, palabras y alfileres

gente «difiere según su lengua» («determinismo lingüístico»).6 Se le


llama «versión fuerte» al planteamiento según el cual el lenguaje de-
termina por completo el pensamiento, y se le atribuye a Whorf, aun-
que él creía que cultura y lengua se influyen mutuamente. Desde lue-
go, creía también que la influencia de la lengua es predominante
puesto que la gramática es más resistente al cambio que la cultura.7
A Sapir y a Franz Boas se les reconoce como padres de la «versión
débil», según la cual el medio ambiente determina en algún grado la
cultura, pero las lenguas no reflejan de un modo mecánico el mundo
real sino que lo interpretan.8
Posteriormente, otros planteamientos desacreditaron la hipótesis,
sobre todo en su aspecto determinista, pero en general lo que se ha he-
cho son más bien enmiendas y correcciones. Por ejemplo, José Antonio
Díaz Rojo afirma que no hay una «mentalidad o cultura única de toda
una comunidad lingüística», sino «distintas culturas y subculturas», y
que en «comunidades culturales muy extensas geográficamente, hete-
rogéneas y diferentes, como es el caso del español», no hay una «corre-
lación o conexión causal» entre cultura y lengua. Reconoce, sin embar-
go, que existe entre ambas «una relación estrecha», «no determinista».
El planteamiento de Díaz Rojo implica que al no haber una cul-
tura única, tampoco hay una única visión del mundo, sino varias. El
vocabulario reflejaría solo de modo indirecto y parcial «la mentalidad
o visión del mundo de una comunidad más o menos homogénea y
cohesionada», pero no común. Reconoce que «toda lengua carece de
determinadas palabras concretas para algunos conceptos», pero atri-
buye esta carencia a la falta de necesidad o de interés en nombrarlos,
o a que el azar no ha contribuido a ello. No admite que se pueda deber
necesariamente a que tal concepto le resulte irrelevante a esa comuni-
dad y menos a que sea incapaz de concebirlo.9 No obstante, algunas
investigaciones en el campo de la lingüística están contribuyendo a
determinar de qué parte está la razón y qué implicaciones tiene la len-
gua en la mente y la conducta humana.

6.   Mauricio Figueroa Candia, «Elementos teóricos de la hipótesis Sapir-Whorf apli-


cados a la oposición letrado / iletrado: escritura, oralidad y visión de mundo», en línea.
7.   Karin Schut, «La hipótesis de Sapir-Whorf. Relativismo versus Racionalismo», en
línea.
8.   Mauricio Figueroa Candia, op. cit.
9.   José Antonio Díaz Rojo, op. cit.
La lengua que nos habla  47

Canguros y calabazas

Soonja Choy y Melissa Bowerman se interesaron en saber si el lengua-


je interviene en la cognición no lingüística, y si las diferentes lenguas
influyen de diferente modo, especialmente en lo referido a las relacio-
nes espaciales. En 1991, realizaron un estudio intercultural entre bebés
de Inglaterra y Corea de aproximadamente veinte meses, para determi-
nar su conducta en relación con la manipulación de objetos.10 A esta
edad, que es cuando se comienza a hablar, ambos grupos lingüísticos
respondieron de manera diferente a experimentos en los cuales se les
pedía que compararan y agruparan acciones como colocar (piezas de
un rompecabezas, juguetes en una bolsa…) y poner (el capuchón a un
bolígrafo, un sombrero a una muñeca…). Las respuestas dependieron
de las características léxicas y gramaticales de sus respectivos idiomas.
Esto sugirió que la lengua determina en parte la visión del mundo de
sus hablantes, aunque solo sea porque contribuye a resaltar de manera
sistemática algunos aspectos de la realidad e ignorar o postergar otros.11
Algunos estudios realizados a partir de las dos últimas décadas del
siglo xx ponen de manifiesto que hasta emociones primitivas o pulsio-
nes básicas, como la ira o el deseo sexual, se interpretan, justifican o
rechazan de modo diferente en cada sociedad en virtud de unos concep-
tos lingüístico-culturales que se aprenden a manejar desde la infancia.12
El lingüista Guy Deutscher afirma que el idioma afecta nuestro
pensamiento de manera diferenciada, no porque nos permite hablar de
cierta forma, sino porque nos obliga a hacerlo. Por ejemplo, una perso-
na que habla en inglés puede tener una conversación entera sobre una
amistad sin tener que revelar el sexo de esta. Sin embargo, en castella-
no no queda más remedio que dejar ver si se trata de un hombre o una
mujer en cuanto se emplea un adjetivo.13 Para que se entienda: habrá
que decir, por ejemplo, «estaba emocionada» o «iba vestido de blanco».
Una de las grandes contribuciones respecto del vínculo entre
mente y lenguaje es la de Gary Lupyan y Emily Ward, quienes, para

10.   Juan de Dios Luque, Aspectos universales y particulares del léxico de las len-
guas del mundo, en línea.
11.  Ibid.
12.  Ibid.
13.   Guiomar Ramírez-Montesinos, «¿Afecta el lenguaje la forma en que pensa-
mos?», en línea.
48  De mujeres, palabras y alfileres

mostrar hasta qué punto las palabras pueden influir en la percepción,


utilizaron la «técnica del flash continuo»: ponían ante uno de los ojos
de cada persona sometida al experimento la imagen de una silla, una
calabaza o un canguro, algo que les resultara familiar. Ante el otro ojo,
una serie de líneas intermitentes con flash,14 a fin de enmascarar lo
que fuera que se les había mostrado. Segundos antes de mirar la com-
binación de las líneas intermitentes y el enmascaramiento, se les hacía
escuchar la palabra que denominaba al objeto enmascarado, por ejem-
plo, calabaza; otra, sin relación con él, por ejemplo, canguro, o no se
decía nada. A continuación se les pedía indicar si veían algo o no. Por
término medio, las personas identificaron el objeto el 80 por 100 de
las veces, pero entre quienes escucharon el nombre, el porcentaje su-
bió a 85 por 100, y quienes escucharon un nombre no coincidente solo
acertaron aproximadamente en el 75 por 100 de los casos. La investi-
gación puso de manifiesto que escuchar la palabra que denominaba al
objeto suprimido ayudaba a verlo.
Lupyan y Ward han llegado a concluir que el nombre ayuda a
percibir, que el lenguaje influye en la visión igual si el vocablo se
dice, se escucha o se piensa.15 Aunque sus experimentos se han reali-
zado con palabras escritas o habladas, y encuentran difícil y a veces
imposible experimentar con el lenguaje interiorizado, creen que nues-
tro monólogo personal también tiene «un efecto significativo» en la
cognición.
A juicio de Lupyan, las palabras podrían haber ayudado a nues-
tra especie a aprender qué animales eran peligrosos y cuáles no, o qué
bayas son o no son venenosas; y la evocación de imágenes mentales
con las palabras podría haber facilitado la búsqueda de alimentos, por-
que es más fácil encontrar una baya si se sabe su nombre. Otras de sus
investigaciones indican que tener una palabra para un determinado
concepto puede ser de mucha ayuda para «clasificar el mundo» y ven-
tajoso para «clasificar elementos».16
Gabriella Vigliocco vio que la audición de verbos asociados con el
movimiento vertical, como «escalar», «subir» o «gotear» afecta a la sen-

14.  Libre Pensar, «El papel del lenguaje en la percepción de las cosas», en línea.
15.  Ibid.
16.   Sobre los experimentos de Lupyan y Ward ver: David Robson, «What’s in a
name? The words behind thought»; Libre Pensar, op. cit.; Javier Valenzuela, «¿Para
qué sirve el lenguaje? El experimento de la discriminación de aliens», todos en línea.
La lengua que nos habla  49

sibilidad del ojo para el movimiento correspondiente; y Lera Boroditsky


descubrió que las lenguas también se relacionan con aspectos básicos de
la percepción visual, como la capacidad de distinguir los colores.
En ruso hay dos palabras para diferentes tonos de azul (claro y
oscuro), en inglés solo hay una (blue). Las personas de habla rusa ma-
nifiestan mayor rapidez en distinguir los dos tonos de azul que las an-
gloparlantes, y, señala Boroditsky, «no hay diferencias comparables
en el tiempo de reacción». Sus investigaciones en China, Grecia, Chi-
le, Indonesia, Rusia y Australia aborigen, han establecido que quienes
hablan idiomas diferentes piensan de manera diferente y que incluso
pequeñas variaciones gramaticales pueden afectar de manera profunda
la forma en que vemos el mundo. «El lenguaje —afirma ella— es fun-
damental para nuestra experiencia de ser humano, y los idiomas que
hablamos dan forma profundamente a nuestra manera de pensar, nues-
tra forma de ver el mundo, la forma en que vivimos nuestras vidas.»

El género hace su parte

En la manera de pensar, vivir y percibir, entran en juego, por supuesto,


los prejuicios de toda clase. En las lenguas indoeuropeas y sus deriva-
das románicas, como el castellano, que tienen género gramatical, se
cuelan más fácilmente los estereotipos sexuales, porque en ellas se da
una relación entre el género de los sustantivos y el sexo de sus referen-
tes. Allí hay una zanja peligrosa para las mujeres, en la que algunas ya
han puesto cintas amarillas. Por ejemplo, Patrizia Violi advierte que el
género gramatical no es solo algo que regula «hechos concordantes
puramente mecánicos», sino «una categoría semántica que manifiesta
dentro de la lengua un simbolismo profundo ligado al cuerpo: su senti-
do es precisamente la simbolización de la diferencia sexual». Analizar
el modo en que la describe la lingüística «nos dará la forma de recorrer
una de las muchas reducciones de las que ha sido objeto lo femenino.17
Otra cinta amarilla la colocó Violeta Demonte, quien advierte
que muchas lenguas no tienen una correlación entre género gramatical

17.  Patrizia Violi, El infinito singular, pp. 36-37.


50  De mujeres, palabras y alfileres

y género sexual pero igual atribuyen rasgos de género a algunos obje-


tos inanimados; rasgos que se identifican mediante pronombres. Pero
cree que las lenguas en que sí existe esa correlación, ofrecen un cam-
po interesante para contrastar la hipótesis de que «la discriminación
sexual pueda estar de alguna manera gramaticalizada».18
Puesto que el género se aplica a todos los nombres, Lera Boro-
ditsky cree que está afectando a la forma en que la gente piensa sobre
lo que sea que pueda ser designado por un sustantivo. Y «¡Eso —afir-
ma Lera— son muchas cosas!». En este sentido, hay modos muy fáci-
les y a la mano de observar que no es lo mismo los que las, porque,
como ella señala, lo que significa para un lenguaje tener género gra-
matical es que las palabras de géneros diferentes son tratadas de ma-
nera gramaticalmente diferente; y las palabras que pertenecen al mis-
mo género gramatical son tratadas de forma gramaticalmente igual.
Aquí entra en juego la fuerza que ejercen los estereotipos, y no solo en
el lenguaje verbal.19
Desde ese mismo enfoque se están poniendo en evidencia unas
cuantas verdades. Por ejemplo, aunque los objetos inanimados como
mesa o banco y las abstracciones como muerte o pecado no tienen
sexo, en algunos idiomas como el castellano sí tienen género gramati-
cal (la mesa, el banco; la muerte, el pecado) que, al ser fortuito o arbi-
trario, varía en las diferentes lenguas.20 Esta asignación arbitraria podría
afectar al modo en que percibimos esos objetos y esas abstracciones.
Boroditsky afirma que con solo mirar en una galería de arte algunos
ejemplos famosos de personificaciones del pecado, la muerte, la vic-
toria, la hora, etc., se puede constatar que en el 85 por 100 de los ca-
sos, la elección de una figura masculina o femenina depende del géne-
ro gramatical de la palabra en el idioma natal de quien la plasmó. Así,
por ejemplo, en la pintura alemana hay más propensión a pintar la
muerte como un hombre, y en la rusa a pintarla como mujer, porque
los vocablos con que se la denomina son masculino en alemán y feme-
nino en ruso.21

18.  Ibid.
19.   Lera Boroditsky, «How does our language shape the way we think?», en línea.
20.   Yasmina Okan, Stephanie M. Müller, Rocío García-Retamero, «Relación entre
pensamiento y lenguaje: cómo el género gramatical afecta a las representaciones se-
mánticas de los objetos», en línea.
21.   Todas las referencia a Lera Boroditsky están tomadas de su texto «How does…».
La lengua que nos habla  51

De igual modo, autoridades como Vigliocco, Vinson, Paganelli


y Dworzynski sostienen que aprendemos a asociar relaciones especí-
ficas entre el género gramatical y el género natural de las palabras, de
forma tal que aquel afectaría al modo en que categorizamos nuestro
ambiente. De hecho, junto con la interpretación de los objetos inani-
mados en función del género, se infiltra el estereotipo. Por ejemplo,
la palabra llave tiene género masculino en alemán y femenino en cas-
tellano. Cuando en experimentos las personas tuvieron que describir-
la, quienes hablaban alemán empleaban con más frecuencia palabras
como «duro», «pesado», «serrado», «metal», «útil». Quienes habla-
ban castellano empleaban términos como «dorada», «intrincada»,
«pequeña», «bonita», «brillante» y «minúscula». Puente, que es fe-
menino en alemán, fue descrito como «bella», «elegante», «frágil»,
«que inspira paz», «bonita» y «estilizada»; mientras que en castella-
no lo describían como «grande», «peligroso», «largo», «fuerte», «ro-
busto» y «majestuoso». La palabra sol es femenina en alemán,
masculina en nuestra lengua, de modo que el sol se percibiría como
fuerte, poderoso y amenazante en castellano; cálida y reconfortante
en alemán. En síntesis, hay una tendencia a evaluar como más fuertes
o potentes los términos que en la propia lengua son gramaticalmente
masculinos.22
Los estereotipos de género son tan poderosos que casi no hay
modo de evitarlos. José Biedma señala que, por ejemplo, «los medios
de comunicación rápidos y fuertes como el avión y el tren» son
masculinos gramaticalmente; «los más lentos y frágiles, como la avio-
neta o la bicicleta, son femeninos»; y que cuando un artilugio de géne-
ro femenino adquiere importancia, «puede cambiar a masculino».23
También se ha constatado que quienes hablamos castellano clasifica-
mos diferentes objetos como masculinos o femeninos en función del
género gramatical de nuestra lengua con mayor frecuencia que quie-
nes hablan inglés, cuyos nombres no tienen género gramatical; y que
este afecta incluso a la tarea de asignar voces a objetos inanimados24
como se hace en las fábulas. Los estereotipos que incluye la visión
lingüística del mundo; es decir, las imágenes de personas, lugares y

22.   Yasmina Okan et al., op. cit.


23.   José Biedma, «Lenguaje y visión de mundo», en línea.
24.   Yasmina Okan et al., op. cit.
52  De mujeres, palabras y alfileres

sucesos están relacionados con hechos que se consideran normales en


una cultura.25
Mirando hacia atrás en la historia, se puede constatar cómo una
visión masculina y patriarcal saturada de clichés sexuales se ha estruc-
turado gramaticalmente, y de qué modo lo considerado normal respec-
to de los sexos quedó enganchado en la gramática. En 1553, Wilson
fue uno de los primeros en aportar argumentos ideológicos para las
cuestiones gramaticales. Para él, son incorrectas expresiones del tipo
«mi madre y mi padre están en casa», porque según el «orden natural»
se debe nombrar primero al hombre que a la mujer puesto que «el más
fuerte es preferido y se nombra antes». White condena como incorrec-
tas expresiones del tipo «John Smith se casó con Mary Jones» o «se
casaron John Smith y Mary Jones», puesto que, para él, un hombre no
desposa a una mujer, o se casa con ella, ni se casan uno con el otro:
«es solo la mujer quien se casa con el hombre, ella la que pierde su
apellido, la que se ata a él por un lazo legal». Puesto que él «es más
grande, más fuerte, el más importante individualmente», es ella la que
se casa con él, igual que no se habla de «amarrar un barco a un bote,
sino de amarrar un bote a un barco».26
Han pasado muchos años desde White y, no obstante, es bien
común por lo menos en Costa Rica oírle a un hombre decir: «Yo no
estoy casado: la que está casada es mi mujer», lo que nos sugiere que
su fantasma y el de otros como él siguen susurrando cosas al oído de
algunos y que a esos algunos les viene de perilla.
Pool, a mediados del siglo xvii, dijo que las oraciones relativas
deben concordar con el antecedente masculino, puesto que este es un
género «más digno que el femenino».27 Por eso se dice «niñas y niños
que juegan juntos» en vez de niñas y niños que juegan juntas». Esto
nos explicaría también por qué en castellano, en asunto de concordan-
cia, tenemos que decir: «María y Pedro son amigos» en vez de «María
y Pedro son amigas». Se me dirá que en el segundo caso parecería que
se trata de dos mujeres, pero, si no fuera por el hábito lingüístico, tam-
bién parecería que en el primer caso se trata de dos hombres.

25.   Francisco Moreno Fernández, Sociolingüística cognitiva, p. 73.


26.   Ambos cit. por Teresita Juan Bunyakarte, «Prescriptivism and the Personal Pro-
nouns: “They”, “He” and “He” or “She”», en línea.
27.   Cit. por Laura Paterson, «Who is the Generic Masculine?», en línea.
La lengua que nos habla  53

Violeta Demonte se refiere a una observación descubierta en una


gramática inglesa de finales del siglo xix, en la que su autor, H. Sweet,
aconseja el «principio general» de dar el género masculino (en casos
de conflicto) «a las palabras que sugieran ideas tales como fuerza,
fiereza, terror, y el género femenino a las ideas opuestas de amabili-
dad, delicadeza y belleza, junto con la fertilidad». «Consideraciones
como esta —dice ella— despejan cualquier duda acerca del origen (al
menos parcial) de ciertas clasificaciones de la gramática, y también
permiten entender por qué estas son precisamente las zonas en que es
esperable que deban y puedan producirse cambios».28
Todo esto nos indica que las personas no solo hablamos una len-
gua oficial: la lengua también nos habla en tanto que somos habladas
por ella, construidas, definidas, estereotipadas, juzgadas y colocadas
en el sitio que el grupo hegemónico nos asignó. Se le llama materna,
pero obedece a la ley del padre, y es sexista como la cultura a la que
sirve de expresión.

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4.
La marca de lo no marcado

La diferencia sexual no se reduce, entonces, a un simple don natu-


ral, extralingüístico. La diferencia sexual informa la lengua y es
informada por esta.
Luce Irigaray, Yo, tú, nosotras

El concepto de lengua común y, por tanto, la idea de que conviene


fijar unas normas de corrección idiomática […] que hagan útil y
efectiva dicha comunidad no es algo que surja en las sociedades
por simple naturaleza. Generalmente obedece a necesidades pro-
pias del poder político, de la administración, de la actividad legis-
lativa o del comercio y concierne a grupos sociales ligados a tales
actividades.
Juan Ramón Lodares, El porvenir del español

Mamitas, negritas y reinitas

El lenguaje, como ha señalado Héctor Islas Azaïs, contribuye a man-


tener invisibles algunas de las relaciones de dominación y margina-
ción que tienen lugar bajo la superficie, aparentemente neutral, del
orden establecido, de lo que se considera convencionalmente «correc-
to» o «normal». El hecho de que los usos lingüísticos se revistan de
naturalidad nos impide captar «una serie de supuestos jerárquicos»
que fomentan la subordinación de grupos humanos completos.1
En Estados Unidos, McConel-Ginet observó que «la mayoría de
los vocativos llevan la marca genérica de la persona a la que nos diri-
gimos. Las mujeres reciben más términos afectivos que los varones y
sus nombres los emplean los niños para ridiculizarse entre sí o se uti-
lizan para “identificar a un hombre como homosexual” (auntie, drag
queen, femme)».2 En nuestras comunidades, «marica», mariquita,

1.   Héctor Islas Azaïs, «Lenguaje y discriminación», en línea.


2.   Silvia Molina Plaza, «Próximas bodas de plata de la investigación sobre Lengua y
discriminación genérica». Investigaciones filológicas anglo-norteamericanas», Actas
del I Congreso de Lengua y Literatura anglo-norteamericana, en línea.
58  De mujeres, palabras y alfileres

«reina», «reinona», «maricona», y para los cobardes, «mujercitas» y


«mamitas», todos con sentido despectivo.
El personal de servicio de bares, cafeterías y otros, según reve-
lan los trabajos de Wolfson y Manes, se dirige a sus clientas con
vocativos familiares como «hon», «honey» y «dear»; en tanto que a
sus clientes los tratan respetuosamente de «sir».3 Este tipo de trata-
mientos confianzudos son lo que Gabriela Castellanos denomina
«estrategias de inferiorización», utilizadas para impedir que la per-
sona a quien nos dirigimos participe en un intercambio lingüístico
igualitario. Tienden a ubicarla en un nivel inferior y, por lo general,
van acompañados de la tendencia a hacer caso omiso de lo que ella
diga. Las mujeres, en su mayoría, se acostumbran a escucharlos,
hasta el grado de que ni les extraña ni los cuestionan.4 Ocurre cuan-
do se emplea el término «muchachas» para referirse a las servidoras
domésticas independientemente de su edad, o cuando alguien se re-
fiere a una mujer desconocida llamándole «mamita», «doñita» o «rei­
nita».
En Costa Rica, los vendedores de las tiendas, y otros hombres,
en diferentes circunstancias, con frecuencia se dirigen a clientas y
otras mujeres en términos familiares y supuestamente cariñosos. Y así
tratan a todas, sea cual sea su estatus o su jerarquía. En 1998 se divul-
gó en la prensa que algunos de los subalternos de la política Laura
Chinchilla, en ese entonces ministra de Seguridad, se dirigían a ella
con expresiones como «negrita» y «mi amor». No se trataba de una
ministra de tres al cuarto. En 1997 dos periódicos del país le habían
hecho reconocimientos importantes: La República la había designado
«mejor funcionaria del gobierno», y La Nación la había elegido «per-
sonaje noticioso del año». Mucho más tarde, en 2010, se convirtió en
la primera presidenta del país.
Resulta difícil imaginar a un ministro al que sus subordinadas se
dirijan llamándole «negrito», «reyecito» o «mi amor». Cuando le pre-
guntaron a la señora Chinchilla qué pensaba de ese «negrita» y ese
«mi amor», dijo que se lo tomaba «a vacilón» porque «no se puede ser
como esas feministas radicales de los años sesenta y setenta». A conti-

3.  Ibid.
4.   Gabriela Castellanos Llanos, «¿“Lenguajes incluyentes”, o lenguajes “política-
mente correctos”?», en línea.
La marca de lo no marcado  59

nuación contó que «nunca ha tenido que lidiar con actitudes machistas
en su trabajo».5 ¡Si ella lo dice…!

Del discurso a la norma

Los «amorcitos», «reinitas», «negritas» y otros tratamientos semejan-


tes constituyen una estrategia discursiva, no gramatical, evitable, ali-
neada con una visión del mundo en la cual a las mujeres se les puede
bajar el piso incluso sin que lo noten. Pero cuando esa infravaloración
está implícita en la gramática misma de la lengua, en su estructura,
como es el caso del genérico, se pasa del discurso a la norma, por lo
que se vuelve prácticamente inevitable: afecta al sustantivo y a la con-
cordancia. La Real Academia lo precisa así: «En la designación de
personas y animales, los sustantivos de género masculino se emplean
para referirse a los individuos de ese sexo, pero también para designar
a toda la especie, sin distinción de sexos, sea en singular o en plural».
Y para que entendamos bien, ejemplifica: «Así, están comprendidas
las mujeres en Un estudiante universitario tiene que esforzarse mucho
hoy en día para trabajar y estudiar a la vez, o en Los hombres prehis-
tóricos se vestían con pieles de animales». No obstante, a continua-
ción admite: «Sin embargo, razones extralingüísticas o contextuales
pueden dar a entender que se habla solo de varones, como en el núme-
ro de mexicanos que han sido ordenados sacerdotes en los últimos
diez años, o en Los hombres solo dicen mentiras».
A continuación ofrece algunos recursos para deshacer la ambi-
güedad «cuando no queda suficientemente claro que el masculino plu-
ral comprende por igual a los individuos de ambos sexos». En este
caso admite que se utilicen «fórmulas desdobladas» (Los españoles y
las españolas pueden servir en el Ejército), o «modificadores» restric-
tivos del sustantivo (empleados de ambos sexos), o apostillas diversas
(empleados, tanto hombres como mujeres).6 Resulta casi sorprenden-
te, si no fuera porque en materia de sexismo ya nada nos sorprende,

5.   Larissa Minsky Acosta, «El arsenal de Laura», en línea.


6.  Real Academia Española, Nueva gramática de la lengua española. Manual, 2.1.3 a,
2.1.3 c.
60  De mujeres, palabras y alfileres

observar cómo, aunque defienden que el propósito del empleo genéri-


co del masculino es la economía del idioma, aconsejen fórmulas tan
antieconómicas como las de sus ejemplos acabados de citar.
No hay que darle muchas vueltas al porqué de una norma como
esa. El dominio masculino se ha venido construyendo ideológicamen-
te desde todas las manifestaciones y discursos de la cultura, hasta lle-
gar a parecer tan necesario como beber, comer y respirar. Por lo tanto,
no tiene nada de raro que, en nuestra lengua y en muchas otras, el
masculino se considere genérico o «no marcado» como le llama la
Academia, lo que en sencillo significa que si digo «hombres» se tiene
que asumir que he dicho también «mujeres»; si digo «ciudadanos» se
tiene que asumir que he dicho también «ciudadanas». El masculino,
afirma Violeta Demonte, se asocia con varones aun cuando se conozca
su valor genérico.7
En Suecia, hasta 2015, se usaban dos pronombres personales de
tercera persona del singular: hon y han, para referirse respectivamente
a mujeres y a hombres, lo que vendría a ser el equivalente de ella y él
en castellano. Y cuando se hacía referencia a una persona cuyo sexo o
género no se conocía, o a un grupo mixto, se usaba el masculino han
del mismo modo que en nuestra lengua se usa él o en inglés he.
En inglés británico, según observa Laura Paterson, «es una
convención general prescriptiva» referirse a antecedentes humanos
de sexo desconocido («cualquiera», «todo el mundo», «alguien»)
utilizando el pronombre masculino genérico he (él) o his (de él). Por
ejemplo, «Everyone loves his mother» (Todo el mundo ama a su ma-
dre). Anne Bodine, John Gastil y Laura Paterson, entre otras muchas
personas, han demostrado que tiende a interpretarse como mascu-
lino.
La Academia y un buen grupo en corro y a coro defienden que el
genérico es un dato neutro, inocente, puramente gramatical, sin mali-
cia ni consecuencia. Del mismo modo que se suele alegar para el cas-
tellano, Strunk y White afirman que el empleo de he como pronombre
para los sustantivos que abarcan ambos sexos «es una sencilla con-
vención práctica, arraigada en los inicios de la lengua inglesa», que
«ha perdido toda indicación de masculinidad en estas circunstancias.

7.   Violeta Demonte, «Naturaleza y estereotipo: la polémica sobre un lenguaje feme-


nino», en línea.
La marca de lo no marcado  61

No es peyorativa; nunca es incorrecto».8 Pero eso no lo ratifican las


investigaciones realizadas a partir de las dos últimas décadas del si-
glo xx.
Miguel Ángel Sarmiento cree que es difícil de establecer si obe-
dece a razones solamente lingüísticas o a «alguna motivación de otra
índole», pero cita un par de explicaciones que inclinan a pensar en las
de «otra índole». Una es del gramático inglés H. Sweet, a la que me he
referido en el capítulo anterior, que asienta como principio general, en
casos de conflicto, dar género masculino a las palabras asociadas con
fuerza, fiereza, terror, y femenino a las asociadas con lo contrario. La
otra explicación sería la ofrecida en 1982 para la lengua sueca por
Esaias Tegnér, quien atribuyó el empleo genérico del pronombre han
a que «el masculino es el sexo más fuerte tanto en la lengua como en
la vida».
Esta segunda explicación significa que, aunque su empleo gené-
rico se suele considerar de origen incierto y arbitrario, es, dice Sar-
miento, «el resultado de la percepción histórica del rol inferior de la
mujer en la sociedad», como también del aprendizaje de un uso cuya
legitimidad, hasta hace poco, no había sido puesta «en tela de juicio».
Por lo tanto, el rechazo a esta convención lingüística es «un asunto de
necesidad de justicia antes que de dogmas gramaticales, cuya legitimi-
dad, además, es cuestionable».9
La realidad demuestra que cuando se dice «hombres» se piensa
fundamentalmente en hombres y cuando se dice «ciudadanos» tam-
bién se piensa fundamentalmente en hombres, igual que cuando se
dice él en la lengua que sea. Una noticia hallada en Internet, proceden-
te de Bolivia, se titula: «Defensoría: Mujeres y ancianos, los sectores
más vulnerados».10 ¿Los ancianos a que se refiere el titular son todos
hombres? Desde luego que no. Lo que ocurre es que el genérico no es
genérico. Y como no lo es, su empleo afecta la forma en que se nos
percibe y la forma en que nos autopercibimos. Nosotras no somos él,

8.   John Gastil, «Generic Pronouns and Sexist Language: The Oxymoronic Character
of Masculine Generics. Sex Roles», en línea.
9.   Miguel Ángel Sarmiento Salinas, «La e para la desexualización del género en be-
neficio de la motivación de ELE en Suecia. Revitalizando la propuesta de Álvaro Gar-
cía Meseguer», en línea.
10.   Gabriel Díez Lacunza (25/01/2016), <http://www.paginasiete.bo/sociedad/​2016/​
1/25/defensoria-mujeres-ancianos-sectores-mas-vulnerados-84480.html>.
62  De mujeres, palabras y alfileres

ni ellos ni el campesino ni los ancianos, salvo cuando el contexto per-


mite inferir que lo podríamos ser. Y aun cuando se puede inferir, como
en el ejemplo citado, hay algo en la mente que tiende a cruzarle una X.
Por lo tanto cada vez que alguien quiera, nos saca del genérico. Se le
considera universal solo porque los sexos no comparten iguales dere-
chos ni ocupan posiciones simétricas. Eso lo captan y lo perpetúan las
estructuras del sistema gramatical.
Si los hombres han venido arrogándose la representación de la
humanidad entera, cae por su peso que la función de la gramática en
ese sentido es registrar el fenómeno, asimilarlo, acogerlo y normali-
zarlo tanto porque lo vuelve norma como porque lo hace parecer nor-
mal. Que obedece a historia, poder y jerarquía, resulta claro cuando
conocemos algunas de las justificaciones que para otros idiomas se
han ofrecido, tales como la de Sweet y la de Tegnér.

El masculino: ni neutro, ni genérico, ni universal

Se encuentra en la red el siguiente acertijo: «Si un pato pone un huevo


en la frontera de Estados Unidos y Canadá, a quién pertenece el hue-
vo?». La gente empieza a conjeturar si a este país o al otro o incluso al
mismo pato, hasta que alguien, razonablemente, cae en la cuenta de
que los patos no ponen huevos. Pero aparte de que esta sea una forma
de tomarnos el pelo, vuelve evidente, al llevarla al límite, la incon-
gruencia de los genéricos.
En un expendio de verduras, un único hombre espera su turno
entre varias señoras, cuando entra una más y, para situar su vez, pre-
gunta: «¿Quién es el último?». Una de ellas le responde: «Yo». Esto es
cosa cotidiana y familiar. Gramaticalmente correcto, pero tan incohe-
rente como los huevos del pato. Llevadas por el hábito, las mujeres
decimos expresiones como «uno no está seguro», «uno está conten-
to», y hasta se escuchan alguna vez absurdos del tipo de «cuando uno
da a luz» y «a uno a veces le duele la cicatriz de la cesárea». Así de
insidioso resulta el patriarcado en el idioma.
En francés (y por lo general en las lenguas románicas) ocurre lo
mismo que en castellano: los sustantivos masculinos se usan en senti-
do universal. Para 1998, algunas ministras se habían empezado a hacer
La marca de lo no marcado  63

llamar «madame la ministre» (señora ministra) en lugar de «madame


le ministre» (señora ministro) como prescribe su lengua. Debido a
esto, Maurice Druon, secretario perpetuo de la Academia francesa, la
historiadora Hélène Carrère d’Encausse y el novelista Hector Bian-
ciotti enviaron una carta al presidente Jacques Chirac: «No nos consta
—exponen— que, entre sus atribuciones, los ministros tengan la capa-
cidad de modificar a su conveniencia la gramática francesa y el uso
de la lengua». Y se refieren a que si Pamela Harriman, ambassadeur de
Estados Unidos se convirtiera en ambassadrice (esposa del embaja-
dor), «hubiese visto cómo le retiraban las cartas credenciales». Tan
fácil de resolver como agregar la nueva acepción; pero tan difícil
como que les quepa en la mollera a quienes ocupan los sillones desde
los que se pretende decidir sobre el lenguaje.
Su argumento es que el masculino «es un género no marcado al
que también se puede denominar extensivo», el cual permite decir que
«todos los hombres son mortales» o que «esa ciudad cuenta con vein-
te mil habitantes»,11 sin necesidad de precisar el sexo. Resulta curioso
que no tengan inconveniente en aceptar la variante femenina en bou-
langère (panadera), directrice (directora) o institutrice (maestra), pero
—dice Martí— se niegan a feminizar ingénieur (ingeniero) ministre
(ministro), o ambassadeur (embajador).
A raíz del aguacero, la ministra Ségolène Royal, titular de la car-
tera de Enseñanza Escolar, respondió: «Deseo que la próxima etapa de
la evolución gramatical conduzca a la Academia a suprimir la regla
de lo masculino, teniendo siempre preferencia sobre lo femenino».12
Este tipo de admoniciones para que a una ministra se le diga
«señora ministro» no se dan para que una panadera se haga llamar
«señora panadero»; porque, para comenzar, no le dirán señora, lo que
ya de por sí sugiere la idea de que el género gramatical también se
asocia a otras jerarquías sociales.
Una posible explicación de por qué el genérico masculino es mu-
cho más masculino que genérico la encuentra Mercedes Bengoechea
en el hecho de que, al adquirirse la lengua durante la niñez, el proceso
de generalización con el que viene su empleo es posterior al aprendi-

11.   Vale aclarar que habitante en singular en castellano no es masculino sino común.
12.   Octavi Martí, «Académicos contra señoras ministras. Las carteras ocupadas por
mujeres trastornan el idioma en Francia», en línea.
64  De mujeres, palabras y alfileres

zaje de los significados masculino y femenino de una palabra. Eso


implica que primero se aprende la interpretación masculina que la ge-
nérica, y este primer significado pareciera invadir la memoria, estru-
jando los sentidos genérico y femenino, de modo que llega a ocupar
«el mayor espacio semántico». En consecuencia, mujeres y niñas
«aprendemos a no ser nombradas y a expresar esta ausencia con
naturalidad».13
Yasmina Okan y sus colegas, a partir del análisis de diferentes
trabajos interculturales, constataron que el masculino usado como uni-
versal puede determinar las representaciones mentales que activamos:
reduce el número de mujeres que se recuerdan, y podría incluso afec-
tar a la nominación para diferentes puestos laborales, como cargos
políticos; o potenciar los estereotipos de género.14
Muchos estudios realizados para el inglés dan resultados pareci-
dos: tanto he (él) como man (hombre) son percibidos por las mujeres
como ambiguos y excluyentes. A juicio de Judy C. Pearson y colegas,
debido a que la autoestima se desarrolla a través de experiencias, inte-
racciones humanas y mensajes culturales, parece probable que las per-
sonas comprendamos nuestro respectivo valor «a través de la visibili-
dad relativa en el lenguaje»; en el caso de las mujeres, esto supone
infravaloración, puesto que las palabras producen un impacto impor-
tante sobre las percepciones y autopercepciones.15
Así pues, la gramática contribuye a mantener las desigualdades.
Debido a ella, las mujeres aprendemos a ser invisibles, a desaparecer
de forma callada, y nos volvemos conscientes también de ocupar un
lugar provisional en la lengua, tal como plantea Montserrat Moreno; lu-
gar que debemos ceder «inmediatamente cuando aparezca en el hori-
zonte del discurso un individuo del sexo masculino».16 En el mismo
sentido, anota Mercedes Bengoechea que, como «según la convención
lingüística, el femenino no puede englobar al masculino, si a un grupo
de mujeres se agrega un solo hombre, ya no somos nosotras sino no-

13.   Mercedes Bengoechea Bartolomé, «El lenguaje instrumento de igualdad», en lí-


nea.
14.   Yasmina Okan et al., «Relación entre pensamiento y lenguaje: cómo el género
gramatical afecta a las representaciones semánticas de los objetos», en línea.
15.   Judy C. Pearson, Lyn H. Turner y W. Todd-Mancillas, Comunicación y género,
pp. 103, 120.
16.   Cit. por M. Bengoechea, «El lenguaje, instrumento de igualdad», op. cit.
La marca de lo no marcado  65

sotros». A las mujeres, dice ella, los genéricos primero nos ocultan
para después mostrarnos «explícitamente subordinadas y excluidas».
Por lo tanto, «debe tener implicaciones psicológicas» el hecho de que
nos veamos obligadas a interpretar por el contexto cuándo estamos y
cuándo no.17
En general unos y otros estudios concuerdan en que los genéri-
cos producen ambigüedad, entorpecen la comunicación, inducen a
imaginar referentes masculinos; mejoran en los hombres el autocon-
cepto y hasta les promueven la sobreidentidad, en tanto que a las mu-
jeres las ocultan, excluyen, desdibujan e infravaloran; les provocan
subidentidad, autonegación, alienación, menor autoestima; y las colo-
can en una posición de dependencia y provisionalidad en el lenguaje.
De todo esto se concluye que refuerza, de una manera sutil y psicoló-
gica, actitudes y comportamientos sexistas.18
Ann Bodine asume que el uso del masculino como universal
procede de la visión prevaleciente de los gramáticos del siglo xviii,
cuando se estimaba que «los seres humanos debían ser considerados
masculinos salvo prueba en contrario».19 Pero la verdad, este uso
universal ya estaba consagrado, siglos antes, por los gramáticos de la
lengua latina, y posiblemente deriva de esa idea que ella apunta, re-
lacionada con lo señalado por Patrizia Violi cuando afirma que «en
la medida en que las mujeres son personas y seres humanos, son
“hombres”».20
De hecho hay buenas razones para sospechar que su origen va
mucho más allá de la gramática. Si en vez de un asunto de mayor tras-
cendencia fuera una simple prescripción gramatical, ¿por qué algunos
echarían sapos y culebras y otras sabandijas cuando se le intenta tocar
un pelo a la gramática? ¿Por qué reaccionarían tan enojados como si
les hubieran hecho una ofensa personal? Tal vez por lo que dijo Julian
Huxley: que un cambio en el lenguaje puede transformar nuestra apre-

17.   Todos los planteamientos de M. Bengoechea Bartolomé a que nos referimos aquí
proceden de ibid. y de la entrevista que le hace Florinda Salinas, titulada «Mercedes
Bengoechea, filóloga: “El castellano es sexista”».
18.   Véanse: Mercedes Bengoechea Bartolomé, op. cit.; Luce Irigariay, Yo, tú, noso-
tras, p. 28; Yasmina Okan et al., op. cit.; Silvia Molina Plaza, op. cit., John Gastil, op.
cit.; Mykol C. Hamilton, «Using masculine generics: Does generic he increase male
bias in the user’s imagery?», todos en línea.
19.   Cit. por Laura Paterson, «Who is the Generic Masculine?», en línea.
20.  Patrizia Violi, El infinito singular, p. 150.
66  De mujeres, palabras y alfileres

ciación del cosmos.21 Y ellos no quieren que su «cosmos» se altere ni


un tantito así.

Porque él no es ella ni nosotros somos nosotras

Algunas han puesto en práctica, en conferencias y reuniones mixtas,


el empleo del femenino como si fuera genérico: «Nosotras», «todas
las presentes», «las aquí reunidas», para hacer experimentar a los
hombres el efecto que esto produce. Siempre, de inmediato, alguno
reclama por no verse incluido. Bengoechea propone sensibilizarlos
haciéndoles imaginarse por un momento «cómo se sentirían en una
cultura que devaluase la masculinidad, en la que las mujeres controla-
sen las grandes instituciones: Estado, Poder Judicial, Iglesia y medios
de comunicación», y donde su lenguaje utilizara el femenino para ha-
blar de ambos sexos, advirtiéndoles a ellos que eso los incluye porque
el femenino es universal.22
Gabriela Castellano aventura otras estrategias: imaginar que al-
gún comentarista deportivo, al hablar de todos los equipos que partici-
pan en un campeonato de fútbol, utilizara siempre el nombre de uno
solo de ellos para referirse a todos. O que un diplomático europeo,
encontrando difícil pronunciar los nombres de países como Paraguay
o Uruguay, se refiriera a todos los países de América Latina con el
nombre de Brasil, por considerar más fácil su pronunciación.23 La ver-
dad es que esto nos parecería una falta de respeto inadmisible. En
cambio, una actitud semejante para con las mujeres pasa como si
nada, tal vez porque, como dijo Goethe, «el hábito es el más imperio-
so de todos los amos».
Lo que estas autoras buscan es sensibilizar hacia lo que psico-
lógicamente suponen los genéricos, y muchas otras personas admi-
ten que se requiere un cambio, contra las que se suele replicar que
esto no puede ocurrir porque forma parte de la estructura del idioma.

21.   Stuart Chase, «Prólogo», en Benjamin Lee Whorf, Lenguaje, pensamiento y rea-
lidad, pp. 8, 10.
22.  Florinda Salinas, op. cit.
23.  Gabriela Castellanos, op. cit.
La marca de lo no marcado  67

Y en efecto, forma parte de su estructura. Pero las lenguas no son


inalterables y, aunque a cuentagotas, van ajustándose a las transfor-
maciones sociales, a pesar de los intentos de las academias por dete-
nerlas.
El caso de Suecia es indicador de que si se quiere se puede.
Como he señalado antes, en su lengua se empleaba el pronombre
masculino han (él) para referirse, bien a una persona cuyo sexo o gé-
nero no se conocía, o bien a hombres y mujeres conjuntamente. En los
años sesenta, bajo presión feminista, se empezó a proponer sustituirlo
por el pronombre hen, que es neutro (ni masculino ni femenino), como
fórmula sencilla para promover la igualdad. Al principio fue como pre-
dicar en el desierto hasta que, al iniciar el siglo, aliados los grupos
feministas con la comunidad transexual, la propuesta empezó a gene-
ralizarse en medios de comunicación, novelas, libros de texto, aulas
universitarias, discursos políticos y tribunales. Finalmente, en 2015, la
Academia sueca decidió incluirlo para aquellas situaciones en las que
no se sabe o no interesa conocer el sexo de la persona o cuando esta es
transgénero. Un recurso parecido ya existía en Finlandia debido al im-
pulso de distintas asociaciones de mujeres. Algo semejante se está em-
pezando a debatir para otros idiomas, entre ellos el inglés. Como dice
Miguel Ángel Sarmiento, primero la justicia antes que los dogmas
gramaticales.
El problema es cómo hacerlo. García Meseguer, que en otros
tiempos se daba cuenta del sexismo de la lengua (después lo dejó de
notar), había planteado la necesidad de una señal gramatical nueva
para referirnos no solo a grupos, sino cuando se desea aludir a una
persona sin conocer su sexo. El masculino, decía él, debe quedar redu-
cido al específico, como el femenino. Así, al dirigirnos a

un grupo en una conferencia, en una carta circular, etc., podríamos ha-


cerlo con la fórmula «querides amigues». Les trabajadores podrán es-
cribir en sus pancartas reivindicativas «estamos hartes de ser explota-
des». Les polítiques podrán llamar compañeres a sus partidaries. Les
progenitores podrán educar a sus hijes más fácilmente en forma no se-
xista. En los periódicos, los anuncios por palabras solicitarán une coci-
nere, une abogade o une secretarie.24

24.   Álvaro García Meseguer, «Sexismo y lenguaje», op. cit.


68  De mujeres, palabras y alfileres

Hay quienes arguyen tres impedimentos para que esto sea viable: la
ausencia de precedentes en otras lenguas; la dificultad de generalizar-
lo «sin el concurso masivo y opresivo de medios institucionales que
deberían obrar contra la costumbre; y la falta de garantía de que el
nuevo genérico no se asociará con la figura sexualmente dominante».25
Las dos primeras objeciones carecen de fuerza: la ausencia de
precedentes no indica falta de posibilidad. Si nos hubiéramos atenido
a precedentes, todavía las mujeres no votaríamos ni iríamos a las uni-
versidades. Si se consiguió en Suecia y en Finlandia, significa que se
puede. En cuanto al «concurso masivo y opresivo», con que un grupo
empiece a utilizarlo, se puede ir generalizando aunque al principio
pudiera resultar chocante o raro. Respecto de la posibilidad de que el
nuevo genérico se vuelva a asociar con lo masculino, puede que no
falte razón. El patriarcado es proteico y siempre encuentra acomodo.
Pero ya no estamos en los tiempos en que la gramática castellana que-
dó fijada por Nebrija. Ahora las mujeres no tenemos la misma dispo-
sición a quedarnos de lado y a no hacernos oír; a trancas y barrancas
hemos ido adquiriendo mayores cuotas de poder, hemos ido cambian-
do esa percepción histórica de inferioridad y poniendo en tela de jui-
cio la legitimidad de un orden social antes incuestionado. Podemos
hacer lo que dice van Dijk, «sustentar el contrapoder», la resistencia,
la contraideología.26
Y si bien no hemos llegado a algo tan radical como el «querides
amigues» de Meseguer, sí se ha conseguido crear la necesaria con-
ciencia social como para que algunas instituciones se preocupen por
utilizar un lenguaje en que al menos se atenúe la invisibilidad de las
mujeres sin afectar las normas idiomáticas; porque, ya se sabe, la Aca-
demia de inmediato nos daría un palmetazo, como se hacía en las
aulas en los tiempos de «la letra con sangre entra».
Así pues, y con ese fin y con ese miedo o respeto, según se vea,
se han propuesto diferentes textos o guías, morigeradas si se quiere,
pero respetables como lo es todo intento de lucha contra la desigual-
dad. Aun así, la Academia reaccionó con ceja levantada y dedo acusa-
dor. Y con ella algunos señores a quienes solo pensar en cambios les
quita el hambre y el sueño y el sosiego. Probablemente porque en el

25.   Violeta Demonte, op. cit., pp. 220-221.


26.   Teun A. van Dijk, Discurso, poder y cognición social, en línea.
La marca de lo no marcado  69

fondo saben que el cambio en el lenguaje es parte del cambio en la


mentalidad, y el cambio en la mentalidad es parte del declive del pa-
triarcado, y el declive del patriarcado es más que parte de la pérdida
de su poder.

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5.
El lenguaje inclusivo y los policías del idioma

No debemos olvidar que al usar palabras en femenino y masculino


se lucha contra el poder de las palabras mismas y de esa forma se
contribuye a salir del orden simbólico que este poder define.
Idsa Alergia Ortega,
«El sexismo en la lengua española», Claridad

Las recomendaciones académicas son como tirones de orejas a un


elefante. Los académicos serán aplastados como hormigas.
Clarín, Apolo en Pafos

Una lengua muerta

En su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, la escri-


tora Toni Morrison crea la alegoría de una anciana ciega, negra y sa-
bia, de la que unos jóvenes se quieren burlar preguntándole si el pája-
ro que tienen en las manos está vivo o muerto. La anciana representa
a una escritora experimentada y el pájaro es el lenguaje, al que consi-
dera «como un sistema, en parte como una cosa viviente sobre la cual
una tiene control, pero sobre todo como una operación, un acto con
consecuencias». Está preocupada —dice Morrison— por cómo el len-
guaje con el cual «sueña, y que le fue dado al nacer, es manejado,
puesto al servicio de diversos intereses, incluso apartado de ella con
nefastos propósitos». La pregunta de si está vivo o muerto «no es
irreal porque ella piensa al lenguaje como algo susceptible de muerte,
de erosión».1
Una lengua muerta —dice Morrison— no es la que se ha dejado
de hablar o escribir, sino «la obstinada lengua que se contenta con la
admiración de su propia parálisis», «estática, censurada y censurado-
ra», «despiadada en su actividad policial», sin otro deseo ni propósito

1.   Toni Morrison, «Discurso al recibir el Premio Nobel de literatura», en línea. Todas
las referencias a Morrison proceden de este texto.
72  De mujeres, palabras y alfileres

que «mantener el campo abierto de su propio narcisismo narcótico, su


exclusividad y dominio». Esta lengua «frustra activamente el intelec-
to, ahoga la conciencia, suprime la potencia humana», «no puede for-
mar o tolerar nuevas ideas, armar nuevos pensamientos, contar otra
historia, llenar los desconcertantes silencios». En su lugar, sanciona la
ignorancia, preserva privilegios, «es una armadura pulida para dar bri-
llo, una cáscara de donde el caballero se ha ido hace mucho tiempo.
Y sin embargo, ahí está: tonta, predatoria, sentimental. Excitando la
reverencia en las escuelas, dando resguardo a los déspotas, reuniendo
falsas memorias de estabilidad y de armonía entre la gente».
Las palabras de Morrison parecieran dichas para algunos que,
ajenos a todo lo que no sea sus propios intereses patriarcales, defien-
den que los vocablos masculinos son generosamente abarcadores. El
jueves 1 de marzo de 2012, la Academia aprobó el informe de Ignacio
Bosque, «Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer», cuyo fin de-
clarado es atacar los intentos de atenuar el sexismo de la lengua. Por
el académico Arturo Pérez Reverte nos enteramos de que «no fue fá-
cil» conseguir consenso en torno al documento puesto que algunos
«colegas» —él aclara que «muy pocos»— a los que califica de «cor-
deros mansos y esquilables», estaban en contra, o al menos «eran rea-
cios» a asumir públicamente que la institución entrara en «asuntos
conflictivos» y «se negaban a refrendarlo hasta que tuvieron que ple-
garse a la mayoría». Porque, claro, siempre hay en la Academia, «algún
tonto del ciruelo y alguna talibancita tonta de la pepitilla», «acomple-
jados y timoratos», «pusilánimes» y «estúpidos» que no contribuyen a
su esplendor. Confiesa que hasta le han dado ganas de renunciar a su
sillón, pero luego se lo repiensa y decide que es «mejor seguir dentro
dando por saco, peleando por el sentido común, llamando cada jueves
pusilánimes a los que lo son, y estúpidos a quienes creen que por me-
ter la cabeza en un agujero no se les queda el culo al aire». Porque
para él, la Real debe mantenerse como «notario de la lengua española
y vértebra capital de una patria de 500 millones de hispanohablantes
cuya bandera es El Quijote».2
Cabe preguntarse dónde estuvo la dificultad de aprobar el infor-
me de Bosque, si fueron tan pocos los tontos y tontas que se opusieron

2.   Arturo Pérez Reverte, «No siempre limpia y da esplendor», en línea.


El lenguaje inclusivo y los policías del idioma  73

y al rato les apabullaron al grado de que «tuvieron que plegarse». Lo


que sí resultó evidente es que la Academia entró en el asunto y se sus-
cribió el informe que Pérez Reverte consideró un «texto magnífico»
«sobre la estupidez de género y génera» y «un zapatazo en la boca a
los que ceden al chantaje y al miedo al qué dirán».3
Ciertamente, Pérez Reverte ya venía desde años atrás rechinando
los dientes, según él mismo dice, por el cada vez más extendido em-
pleo del femenino en nuestra lengua. Empleo que constituye parte de
su evolución, que intenta evitar el uso abusivo de los vocablos mascu-
linos para referirse a los dos sexos. Porque notarlo, lo hemos notado
siempre; pero no siempre, sino desde hace unos cuantos años, hemos
tenido la fuerza colectiva necesaria para señalarlo y protestar. Esto
ofende en el alma al señor Pérez, que se propone a sí mismo como uno
de los pocos capaces de «afrontar consecuencias en forma de etiqueta
machista, o verse acosado por el matonismo ultrafeminista radical,
que exige sumisión a sus delirios lingüísticos bajo pena de duras cam-
pañas por parte de palmeros y sicarios analfabetos en las redes so­
ciales».4
El citado académico, que nunca reclamó contra femeninos como
«asistenta», «dependienta» y «sirvienta», en un artículo del año 2000,5
tres años antes de que pasara a ocupar la silla T de la Academia, se
refiere o más bien resopla y ruge como suele hacer, a raíz de la palabra
clienta (hoy registrada en el DRAE), que él califica de «soplapollez»
propia de «radicales» y «tontos» contra un uso «neutro» que «ha fun-
cionado tranquilamente toda la puta vida». Palabras textuales. Por la
misma razón le parece estúpido el uso de «jueza» (hoy también regis-
trada), y se burla imaginando pares como «jóvenes y jóvenas, respon-
sables y responsablas, votantes y votantas»; femeninos como «tenien-
ta, sargenta, caba, cantanta, imbécila». A la par, y a fin de seguir con
su salida «salerosa», anuncia que para no desdeñar «la personalidad
masculina», «tal vez fuera mejor, en ese caso, que escribiese jóvenos,
responsablos y votantos. Así cada cual tendría lo suyo, y no habría

3.  Libertad Digital, «Pérez Reverte celebra el “zapatazo en la boca” de la RAE a los


que ceden al chantaje», en línea; Arturo Pérez Reverte, «No siempre limpia y da es-
plendor», op. cit.
4.   Arturo Pérez Reverte, «No siempre limpia y da esplendor», op. cit.
5.   Pérez Reverte, «Clientes y clientas», en línea.
74  De mujeres, palabras y alfileres

dudas al respecto: electricisto, dentisto, ebanisto, ciclisto, cliento, gi-


lipollo».
Visto lo visto, era lógico que, ante el informe de Ignacio Bosque,
saltara de puro contento como el perro que huele un hueso. Animado
por el aval académico, calificó las guías de «disparatadas», produc-
to del «feminazismo orgánico», que han terminado siendo «coreadas
o asumidas» por el «rebaño habitual de ignorantes, de imbéciles, de
demagogos y de cantamañanas», y que él considera «un negocio del
que trincan pasta muchos. Y sobre todo, muchas».6 Ya se ve por dónde
respira.
Por aquí podemos notar el ambiente en que se produjo el informe
de Bosque, que, aunque se refiere a las guías de lenguaje inclusivo
producidas en territorio español, va para todo el mundo hispanoha-
blante como corresponde a un documento emanado de la Real Acade-
mia Española. Su texto dice:

Hay un acuerdo general entre los lingüistas en que el uso no marcado (o


uso genérico) del masculino para designar los dos sexos está firmemen-
te asentado en el sistema gramatical del español, como lo está en el de
otras muchas lenguas románicas y no románicas, y también en que no
hay razón para censurarlo. Tiene, pues, pleno sentido preguntarse qué
autoridad (profesional, científica, social, política, administrativa) po-
seen las personas que tan escrupulosamente dictaminan la presencia de
sexismo en tales expresiones, y con ello en quienes las emplean.7

Para darse cuenta del firme asentamiento del masculino como genéri-
co, basta con tener que hablar. Es una norma y es un uso, pero las
normas no se escriben en piedra y en cuanto al uso, si no cambiara,
hoy estaríamos diciendo «fermosura», «veredes» y «non fuyáis»,
como don Quijote. Respecto del también presumible acuerdo de los
lingüistas en que «no hay razón para censurarlo», estamos ante un
juicio de valor. Como señala Miguel Ángel Sarmiento, no queda cla-
ro «por qué se les asigna a los lingüistas la facultad de decidir lo que
es inamovible en la lengua castellana», sobre todo conociéndose el
papel que quienes la hablan desempeñan «en su sobrevivencia o

6.  Libertad Digital, «Pérez Reverte celebra el “zapatazo en la boca”», op. cit.


7.   Ignacio Bosque, «Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer», en línea.
El lenguaje inclusivo y los policías del idioma  75

transformación».8 Muchas personas lingüistas o no lingüistas, sobre


todo mujeres, encuentran sobrada razón para censurarlo. Y tanta que
por eso mismo han surgido las guías que la Academia descalifica.
Pero Bosque o la Academia, que parecen personalizar esa cáscara de
que habla Toni Morrison, de donde el caballero se ha ido hace mucho
tiempo, no encuentran aceptables esas razones.
Él adelanta la presumible respuesta de quienes intentan atenuar
el impacto de los genéricos: que la autoridad que se les reclama «pro-
cede de su sensibilidad ante la discriminación de la mujer en el mundo
moderno». Y de inmediato la objeta diciendo que «el argumento es
insostenible, puesto que califica arbitrariamente de sexista al grupo
—absolutamente mayoritario— de mujeres y hombres con una sensi-
bilidad diferente». Una réplica falaz. Está claro que lo que se intenta
no es atacar a la comunidad hablante sino corregir el sexismo de la
lengua.
Uno de los recursos más utilizados para incluir lo femenino, por
ser el más fácil, es el desdoblamiento: señoras y señores, las niñas y
los niños… los y las. Pues bien, el informe de la Academia escrito por
Bosque lo encuentra innecesario puesto que el masculino nos incluye
y basta y sobra. ¡Y qué curioso!, porque el desdoblamiento es tan an-
tiguo como la lengua. Casi de fijo que su padre oyó alguna vez a La
Argentinita, en una grabación de 1931, mucho antes de la sensibilidad
moderna ante la discriminación sexual, en aquellas coplas del si-
glo xviii: «Vivan los sevillanos y sevillanas». Y seguro que en el cole-
gio leyó la más antigua obra conocida en nuestra lengua: el Poema de
Mio Cid, escrita hace más de 800 años por una mano anónima. El
poema narra, como bien se sabe, las gestas heroicas, y algunas no tan-
to, de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. En cierto momento,
camino al destierro al que lo condenó el rey Alfonso VI, el Cid pasa
por Burgos con sesenta abanderados. En la ciudad —dice el Cantar—
«exiénlo ver mugieres e uarones, / burgeses e burgesas por las finies-
tras sone», lo que en castellano moderno sería: «a los que a ver salían
mujeres y varones / burgaleses y burgalesas a las ventanas se asoma-
ban». Este desdoblamiento, a juicio de la Academia, solo se debe usar

8.   Miguel Ángel Sarmiento Salinas, «La e para la desexualización del género en be-
neficio de la motivación de ELE en Suecia. Revitalizando la propuesta de Álvaro Gar-
cía Meseguer», en línea.
76  De mujeres, palabras y alfileres

para deshacer la ambigüedad «cuando no queda suficientemente claro


que el masculino plural comprende por igual a los individuos de am-
bos sexos», pero por lo visto ese criterio no es el que históricamente
ha regido en la lengua.
Tal vez lo más grave del informe de Bosque no es que nos diga
de los vocablos genéricos lo que ya sabemos desde que aprendimos a
hablar, sino que niegue cualquier autoridad profesional, científica, so-
cial, política y administrativa a quienes lo encuentran sexista. Por
cierto que la autoridad administrativa y política de la Academia no
parece suficiente criterio como para erigirse en verdad absoluta res-
pecto de la lengua, como tampoco lo parece la autoridad social de sus
integrantes. Y de hecho bastantes personas con autoridad científica y
profesional han manifestado su desacuerdo con la Academia. Pero no
hablemos ya de autoridad alguna para tachar de sexismo a la lengua.
Hablemos solo de malestar. Un malestar digno de ser tomado muy en
cuenta por el hecho mismo de que vivimos y percibimos, sentimos el
mundo por medio del lenguaje y nos autoconceptuamos a través de él.
Como parte de su admonición contra las guías, el Informe de
Bosque advierte:

Aunque se analizan en ellas no pocos aspectos del léxico, la morfología


o la sintaxis, sus autores parecen entender que las decisiones sobre to-
das estas cuestiones deben tomarse sin la intervención de los profesio-
nales del lenguaje, de forma que el criterio para decidir si existe o no
sexismo lingüístico será la conciencia social de las mujeres, o simple-
mente, de los ciudadanos contrarios a la discriminación.

Si entendemos bien, esto significa que las mismas afectadas, o las per-
sonas conscientes, no tienen autoridad para señalar lo que les molesta
en una lengua que usan todos los días y aprendieron desde que anda-
ban a gatas. Afirmar que el sexismo de la lengua solo lo pueden seña-
lar los profesionales del lenguaje, es tanto como decir que el encareci-
miento de la vida solo lo pueden notar quienes tengan un título en
economía. Y por otra parte, muchas de las fundamentaciones idiomá-
ticas que hace Bosque están apoyadas en el trabajo «¿Es sexista la
lengua española?», de Álvaro García Meseguer, humanista e ingenie-
ro de caminos. O sea que para tratar de evitar el sexismo requerimos
de titulaciones en lenguaje pero para defenderlo no.
El lenguaje inclusivo y los policías del idioma  77

Los furibundos policías del idioma

La andanada académica traía ya una cola muy larga, con la que habían
ido por delante barriéndole y alisándole el piso algunos personajes
como Javier Marías, Arturo Pérez Reverte, Gregorio Salvador y Juan
Manuel Prada por nombrar tan solo a los más furibundos de entre los
policías del idioma. En 1995, Marías escribe una biliosa aclaración a
una «amable lectora», sobre un paréntesis que utilizó en uno de sus
artículos en el cual dice: «El hombre contemporáneo… (y utilizo la
palabra hombre en su acepción genérica, que no hay por qué abolir en
favor de la cursilería feminista o más bien hembrista)…». La «amable
lectora» le reprochaba el empleo de la palabra «hombre» y del voca-
blo «hembrista», que —dice él— «era entendido como alguna suerte
de insulto». O sea, como lo que era. Él le explica que lo que llama
«hembrismo» es «tan condenable como el machismo y equivalente a
él». Se trata, dice, de «la actitud maniquea que no pretende igualdad,
sino favoritismo (a menudo con trampas)»; «el espíritu policial o in-
quisitorial que trata de imponer censuras al habla y a la opinión con
pretextos y subterfugios machistas o sexistas». Ahí se extiende sobre
el supuesto «hembrismo», del Instituto de la Mujer. Y luego, condes-
cendiente como un maestro de kínder, le aclara a su amable lectora
que «la lengua no se cambia por decreto o porque lo desee un determi-
nado grupo social, ni siquiera la cambia el Diccionario, que se limita a
registrar los términos que le parecen suficientemente instalados en el
uso y habla de los ciudadanos».
Le explica también a la lectora: «El habla es lo más libre que hay
después del pensamiento, y es inadmisible que nadie intente coartarla
o restringirla según sus gustos o su hipersensibilidad; es algo vivo y sin
dueño, y con infinitas posibilidades, de las cuales cada hablante elige
unas y rechaza otras, pero siempre sin tratar de imponer sus criterios o
preferencias a otros».9 ¡Qué raro! Si es así, y creemos que lo es, enten-
demos que él pueda crear su propia definición de hembrismo, que aún
no está en el Diccionario académico. Lo que no entendemos es por qué
lo de la lengua libre, sin dueño, coerciones ni restricciones, vale para él
y los que piensan como él, pero no para quienes piensan diferente. Ni

9.   Javier Marías, «Cursilerías lingüísticas», en línea.


78  De mujeres, palabras y alfileres

tampoco entendemos, asumiendo sus puntos de vista, por qué la Aca-


demia, una simple institución, intenta imponer sus propios criterios y
preferencias sobre la masa de hablantes, que somos millones.
En 2006, una comisión del Parlamento andaluz había consultado
a la Academia sobre el uso de los desdoblamientos para evitar el
masculino no marcado o universal. Se le contestó lo que obviamente
se le iba a contestar: que eran innecesarios. Entonces la directora del
Instituto Andaluz de la Mujer manifestó que la Academia lo que hacía
era «invisibilizar a las mujeres». De inmediato Pérez Reverte, que ca-
lifica los reclamos feministas de «chillidos histéricos», le cayó encima
furibundo por «la osada creación del verbo “invisibilizar”», con el
comentario de que «la estupidez aliada con la ignorancia tiene huevos
para todo».10 Un lenguaje muy académicamente correcto, de parte de
un autor cuyo renombre le ha llevado a obtener la medalla de la Aca-
demia de Marina Francesa, la Gran Cruz del Mérito Naval de España,
el nombramiento de Caballero de la Orden de las Letras y las Artes de
Francia, y de la Orden Nacional del Mérito del gobierno francés. De
donde podríamos pensar que lo de los «huevos para todo» encaja me-
jor en este menú.
En 2007, Juan Manuel Prada, periodista de derechas, crítico lite-
rario y laureado autor de Coños, que trata al detalle de lo que anuncia
el título, y aun de un relato sobre «El coño de las diputadas», que ter-
mina de confirmar su fijación, se manifestó furioso porque, según
dijo, las feministas cordobesas propusieron incluir vocablos como
«jóvena», «miembra» o «marida» en el Diccionario. Para él todo esto
va mucho más allá de minucias lingüísticas más o menos desacerta-
das, que podrían pasar. Lo que no puede pasar es el monstruo treme-
bundo del feminismo que se agazapa detrás de tales propuestas; y no
cualquier feminismo, sino el «belicoso» o «marxista», el que ha triun-
fado, «basura cósmica» que «arroja» a «las pobres mujeres demoli-
das», «migajillas» como la discriminación positiva, las cuotas, la pa­
ridad (a la que él califica de «parida») y «la tergiversación desquiciada
del lenguaje».
Ese feminismo que busca la igualdad, en la mente de Prada con-
vierte a las mujeres en «una papilla humana pasada por la trituradora

10.   Pérez-Reverte, «La osadía de la ignorancia», en línea.


El lenguaje inclusivo y los policías del idioma  79

de la ideología», y así «destruidas», «consideran medidas benéficas»


las que «en realidad no son sino su certificado de defunción». «Pues
solo las mujeres muertecitas —dice él— pueden sentirse satisfechas
con semejantes migajillas». Prada al final concede que quizás a las
que proponen las palabras que a él le dañan el hígado «no les falta
razón». Pero no alegrarse. Es que para él «hacen falta vocablos nue-
vos para designar a esas mujeres que solo alcanzarán la felicidad satis-
fecha de los lacayos cuando sientan que les crece una miembra virila
entre las piernas»11 ¡Y una que creía que las palabras feas eran «puta»
y otras así que ofenden a Dios y alargan el purgatorio!

Las horribles palabras de las mujeras

En junio de 2008, Bibiana Aído era en España ministra de Igualdad, y


en función de su cargo se presentó ante el Parlamento para referirse al
Informe de la comisión que redactó un plan para prevenir la violencia
machista. Durante su intervención, la ministra dijo estar convencida de
la relevancia que tendría el compromiso con la igualdad «de los miem-
bros y miembras» de aquella comisión a la hora de conseguir los obje-
tivos de la sociedad española. ¿Para qué abrió la boca? Literalmente,
le llovió granizo y más de uno en su fantasía soñó con desmembrarla.
Habló Bibiana y de inmediato la machacó un batallón de policías
del buen hablar: periodistas, escritores y académicos levantaron la voz
para calificar el miembras de, entre otras cosas, «aberración», «burra-
da», «estupidez», «sandez» y «muestra de feminismo salvaje». El aca-
démico Gregorio Salvador tachó, además, de «estúpidos e ignorantes»
a quienes feminizan el vocablo,12 con lo cual hizo evidente que no
hablaba en nombre de ninguna autoridad lingüística, profesional,
científica, política o administrativa, puesto que las autoridades no acu-
san de estupidez e ignorancia a quienes no siguen sus dictados. Al
menos no en público.

11.   Juan Manuel Prada, «Las miembras virilas», en línea


12.   Cit. por Luis Carlos Díaz Salgado, «Historia crítica y rosa de la Real Academia
Española», en Silvia Senz y Montserrat Alberte (eds.), El dardo en la Academia,
pp. 112-113.
80  De mujeres, palabras y alfileres

Pero, como dice Olga Castro, «lo realmente sorprendente de la


que se montó a raíz del uso de “miembras” por parte de la ministra, a
quien se acusó de ignorante por no conocer las normas de su idioma,
es que no se monte el mismo escándalo cada vez que una personalidad
política dice cosas como “friki”, “coffee-break”, “overbooking” o
“freelance” que tampoco están en la lengua de las Academias».13 Y de
hecho, tampoco nadie dijo ni pío con el «hembristas» y el «hembris-
mo» de Javier Marías, a las que el Diccionario ya debe de tener en
lista de espera. Y este mismo señor, esta vez a cuenta de las «miem-
bras», acude como andante caballero a defender el idioma contra los
«absurdos engendros» o «arbitrariedades» de «los plastas» que quieren
«hacer de la lengua algo odioso, inservible y soporífero». Para él, decir
«miembra» es «tan estúpido» como si los varones empezaran «a decir
ahora —y aún más grave—, a exigir que se diga “víctimo” o “colego”
o “persono” o “pelmo”». Marías parece a punto de infartarse de la ira
cuando acomete contra lo que él llama la «insistencia», la «cerrilidad»
y la «falta de disposición a entender», por parte de «los feministas
profesionales» que «tienen decidido que la lengua es machista».
Obsérvese que en su afán de reivindicar la universalidad del
masculino hasta a las feministas las convierte en «los». Aquí no pierde
la ocasión para acudir al viejo tópico de la estupidez de las mujeres
cuando aclara: «Y digo “los” a conciencia, porque cada vez hay más
varones cobistas, que razonan con aún mayor simpleza que las poli-
cías de la feminidad». Estos «defensores» (también en masculino) de
una lengua más igualitaria son para él «de una ignorancia tan desco-
munal que, cuando se les señala, hacen como si no se hubieran entera-
do y a las pocas semanas vuelven a la carga con un nuevo engendro o
arbitrariedad». O bien «se enfurecen» e «insultan» a quienes, como él,
han «tratado de hacerles ver lo absurdo de sus propuestas». «Eso
—dice el señor Marías—, los encorajina más, como suele ocurrirles a
cuantos se dan cuenta tarde de que no llevan razón». En este caso, nos
queda la duda de por qué se encorajinan tanto hombres como él, como
Prada, como Pérez Reverte, que creen tener toda la razón del mundo.
En seguida especifica pacientemente para quienes «no entende-
mos» que hay vocablos invariables cuya terminación en a o en o no

13.   Olga Castro Vázquez, «Rebatiendo lo que otros dicen del lenguaje no sexista»,
en línea.
El lenguaje inclusivo y los policías del idioma  81

indica género (en realidad, lo que no indica es sexo pero él no entiende


de qué va la cosa) y exclama exasperado: «¿Tan difícil de entender es
esto, Santa Virgen?». Y resulta que no, que no es nada difícil de enten-
der: vocablos como víctima» o «persona» o «personaje» pueden apa-
recer en el diccionario como de género femenino (en los dos primeros
casos) o masculino (en el segundo), pero son epicenos y por lo tanto
esa «-a» o esa «-e» o la letra en que terminen no indica el sexo. Para
poderlo indicar, hay que utilizar aclaraciones (la víctima masculina, o
el personaje femenino; la rata macho o hembra) Por poner un ejemplo,
el DRAE califica «persona» como femenino pero la define en sus tres
primeras acepciones como «hombre o mujer».
El problema para Marías y los otros patriarcas es que les resulta
muy difícil entender que cuando los epicenos son en masculino, como
por ejemplo «miembro», «miembros», por una inveterada costumbre
de la lengua, tendemos a identificar con varones a los seres que desig-
nan. Igualmente les resulta difícil de entender, y no sabemos qué papel
tenga en eso la Santa Virgen, que vocablos como «pelma» o «colega»,
que terminan en «-a», no son femeninos sino comunes, lo que signifi-
ca que son invariables, o sea, que se aplican igual a mujeres y hom-
bres. En estos casos, para reconocer el sexo hay que hacerlo mediante
modificadores: «un» o «una» pelma, «una» o «un» colega. Pero cuan-
do estos vocablos comunes se utilizan para situaciones que compren-
den a seres o personas de distinto sexo, la norma nos obliga a utilizar-
los en masculino: «Juana y Paco son buenos colegas, Pepe y Luisa son
unos pelmas». Por lo tanto, las burlas de «pelmos» y «colegos» solo
indican desconocimiento del idioma, aun cuando como en estos casos
procedan de señores que semana a semana se sientan en los sillones de
la llamada «docta casa».
A raíz de ser elegido miembro de la Real Academia el 29 de ju-
nio de 2006,14 Marías había empezado a incordiar, calificando de «ab-
surdo» y «dictatorial» que «diferentes grupos —sean feministas, re-
gionales o étnicos— pretendan, o incluso exijan, que la RAE
incorpore tal o cual palabra de su gusto, suprima del Diccionario aque-
lla otra de su desagrado o “consagre” el uso de cualquier disparate o
burrada que les sean gratos a dichos grupos». Y aunque reconoce que

14.   Javier Marías, «No esperen por las mujeres», en línea.


82  De mujeres, palabras y alfileres

«a la lengua no se le ponen rejas ni barreras nunca», intenta ponerlas


él al atacar «las pretensiones de acabar con el “lenguaje sexista”».
A su juicio, no puede suprimirse una expresión como «mujer pú-
blica» en su acepción de prostituta, ni «coñazo», y encuentra innece-
sarios femeninos como «cancillera», «bedela», «ujiera», ya que, se-
gún afirma, «la terminación en “-er”» rara vez indica género masculino
ni femenino.15 ¿¡Rara vez!? Que sepamos, nuestra lengua tiene casi
500 millones de hablantes; la palabra «mujer» está marcada con una
«f» en el Diccionario y denomina a la mitad de esos casi 500 millones.
A fuerza de estirar su argumentación hasta el ridículo, Marías termina
diciendo: «A este paso se acabará exigiendo que no se diga “mujer”
sino “mujera”». ¡Otra salida salerosa! Con lo cual nos comprueba con
gran claridad que disparates y burradas hay en todos los bandos.
Cuando se observa lo difícil que les resulta a estos señores no confun-
dir las cosas, y la cantidad de despropósitos tan parecidos que vomitan
unos y otros, está clarísimo que a todos les indigesta el mismo plato, y
también cuál es el plato que les indigesta.
A juzgar por las torceduras que los citados académicos le hacen
al lenguaje para confundir y ridiculizar las demandas de las mujeres,
hablando de «víctimos», «colegos», «dentistos» y otras tonterías, es
obvio que ignoran los mecanismos de la lengua, o que conociéndolos
los desvirtúan con el fin de confundir a la gente para que esas deman-
das parezcan igual de absurdas e insensatas. De modo que estamos o
ante un caso de ignorancia, o ante un caso de mala fe; o ante un caso
de ignorancia y mala fe.
Con estos señores, paciencia y un garabato. En 1996, ya se había
admitido la palabra «jueza». El periodista Joaquín Vidal le pregunta a
Fernando Lázaro Carreter, para entonces presidente de la Real Acade-
mia, cómo pudo haberse admitido una palabra «tan horrenda e innece-
saria». Este agrega que además es «gramaticalmente incorrecta» y
espantosa, se introdujo antes de que él fuera director, y están «inten-
tando llegar a un acuerdo para eliminarla del diccionario».16 Afortuna-

15.  Canciller como masculino se califica de desusado: en la actualidad se considera


común pero sigue definiéndose en masculino; bedela está aceptado y ujier sigue cali-
ficándose y definiéndose como masculino.
16.   Joaquín Vidal, «El maltrato del español es suicida», entrevista a Lázaro Carreter,
El País, en línea.
El lenguaje inclusivo y los policías del idioma  83

damente al parecer el acuerdo no prosperó y hoy las juezas han dejado


de ser jueces.
El entrevistado se queja de la «obsesión feminista por modificar
el vocabulario», y de la presión «incluso oficial: el Ministerio pidió
que se le dieran nombres femeninos a los títulos académicos que expi-
de y se le unieron las presiones feministas. Hubo mucha discusión en
las sesiones de trabajo, pues se caía en contradicciones. Un ejemplo,
entre muchos: bachiller-bachillera, cuando en español bachillera tiene
un significado bien distinto a bachiller». Ya sabemos: bachillera fue,
por mucho tiempo, cuando las mujeres no tenían acceso a las univer-
sidades, sinónimo de presumida, ridícula y sabelotodo. Pero en la épo-
ca de Carreter, sí tenían acceso. Probablemente para entonces persistía
la asociación negativa, pero no la podían tener «profesora», «doctora»
y «licenciada». A él se le ocurre mencionar el único ejemplo en el que
el título en femenino podía evocar un concepto equívoco.
El rechazo al cambio se relaciona con el hecho de que la lengua
es, según la define la misma Academia, un «instrumento expresivo y
conformador de una misma visión del mundo y de la vida»,17 pero la
visión que ha venido conformando no es la de toda la comunidad ha-
blante. Su mirada es en buena parte androcéntrica y sexista y ha con-
tribuido a preservar privilegios patriarcales. Los insultos y groserías
con que algunos reaccionan vienen a ser como el letrerito aquel de
«Cuidado con el perro».
Asumo que el desconocimiento puede ser lo que induce a muchas
personas a creer que decir una u otra palabra no tiene mayor importan-
cia, y que los intentos de cambio son babosadas. Asumo a la vez que el
conocimiento de que el lenguaje es «un acto con consecuencias» es lo
que provoca tanta ira, tanto susto y tanto espanto a los patriarcas como
Reverte, Marías, Salvador y Prada, a quienes todavía les sirve de res-
guardo. Por eso le salen al paso a las demandas de igualdad en el len-
guaje con acusaciones de soplapollez, estupidez, chillidos, feminazis-
mo, basura, rebaño, parida, histeria, tontería, disparate, ignorancia,
demagogia, guerra y dictadura. Y por lo mismo vuelven evidente el es-
cozor que les provoca, con lo cual nos confirman en la certeza de que le
estamos tocando los huevos al águila. ¿O tal vez más bien al «águilo»?

17.   Real Academia Española, «Preámbulo», Diccionario de la lengua española, 21.ª


edición.
84  De mujeres, palabras y alfileres

Estamos hablando de académicos y Academia, o sea, de la posi-


ción oficial, en la que asoma eso mismo que denuncia Toni Morrison:
el deseo de una lengua, paralizada, estática, policial, narcisista y cen-
suradora. Pero no debemos olvidar lo que la posición oficial con fre-
cuencia olvida, aunque lo deja claro en el Preámbulo a la 22.ª edición
del Diccionario, y es que el uso es «árbitro, juez y dueño en cuestiones
de lengua».18 Así que el informe no le va a dar a nadie un zapatazo en
la boca como quiere Revete, sencillamente porque no puede, porque
los jueces, las juezas, las árbitras, los árbitros, los dueños y las dueñas
de esta lengua que hablamos, somos las mujeres y los hombres que la
mantenemos viva y la queremos libre y liberadora, sin privilegios y
sin censuras. Una lengua que nos permita armar nuevos pensamientos
y contar otra historia.

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18.   Real Academia Española, «Preámbulo», Diccionario de la lengua española, 22.ª,


Tomo I.
El lenguaje inclusivo y los policías del idioma  85

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6.
El castellano derecho

Cuando uso una palabra, significa lo que me da la gana que signi-


fique. Ni más ni menos. El problema —dijo Alicia— es el de si se
puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
El problema —dijo Humpty Dumpty— es el de saber quién man-
da. Eso es todo.

Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas

Por aparentar (y por cobrar), los inmortales se juntan de cuando


en cuando y pasan revista a unas cuantas palabras para ver si están
limpias o no, y votan si aquello es español o deja de serlo.

Clarín, Apolo en Pafos

Limpia, fija y da esplendor

Aunque se tiende a creer que las lenguas representan una cosmovisión


o visión del mundo común a la generalidad de sus hablantes, esto no
es tan así. Más que datos de la mentalidad colectiva, la lengua ofrece
datos de la realidad y la mentalidad de los sectores con poder. Los
países colonialistas imponen su propia lengua sobre las de los pueblos
y naciones que colonizan; y dentro de una misma cultura, nación o
lengua, los grupos hegemónicos imponen el léxico, sus variedades y
codificaciones lingüísticas y con ellas su propia cosmovisión sobre
todos los demás.
En 1992, la Academia afirmaba que «más de trescientos millones
de seres humanos» se valen de nuestro idioma «como instrumento ex-
presivo y conformador de una misma visión del mundo y de la vida».1
Con eso parece dar a entender que se refiere a homogeneidad, pero se
trata sobre todo de la visión compartida por quienes consiguen impo-
ner y generalizar sus propios criterios y conceptos.

1.   Real Academia Española, «Preámbulo», Diccionario de la lengua española, 21.ª


edición.
88  De mujeres, palabras y alfileres

Un vistazo al pasado puede aclarar mucho esta historia. En el


siglo xiii, Alfonso X el Sabio fue el primero que empezó a intervenir
nuestra lengua desde arriba. En su pretensión de establecer el «cas-
tellano derecho», impuso como modelo no los usos más comunes
sino la forma de hablar de su corte y la de escribir de su cancillería.
De este modo, señala Luis Fernando Lara, eligió y privilegió «para
la literatura ciertos usos ortográficos, léxicos y gramaticales», de
donde derivaron las normas implícitas ortográficas.2 Solo por lo su-
gerente de la comparación, es bueno saber que también en Alemania,
como se ha visto, durante el Tercer Reich, «unos cuantos individuos
proporcionaban a la colectividad el modelo lingüístico válido para
todos».3
Durante el Renacimiento, otra vez los usos literarios de los de
arriba se convirtieron en modelo para el concepto de corrección, como
se puede observar en el Prólogo a la Gramática de la lengua castella-
na, de 1492. Su propio autor, Antonio de Nebrija, afirma que «la len-
gua siempre fue compañera del imperio». Como señala Díaz Salgado,
«lengua e imperio, lengua y nación, lengua y poder en definitiva han
sido y son binomios constantes a lo largo de la historia».4
Cuenta además Nebrija que, cuando en Salamanca la reina Isabel
le preguntó para qué podía aprovechar su libro, el obispo de Ávila
arrebatándole la respuesta le contestó que los «pueblos bárbaros y na-
ciones de peregrinas lenguas» sometidos por ella bajo el dominio es-
pañol necesitaban recibir las «leyes que el vencedor pone al vencido,
y con ellas nuestra lengua».5 Lengua y leyes con facilidad se vuelven
instrumentos de dominación.
En 1713 se fundó la Academia de la Lengua Española por inicia-
tiva del marqués de Villena, durante el reinado de Felipe V, el primer
rey Borbón del país. Entonces se creía que el castellano había alcanza-
do su mayor perfección, por lo que su emblema consistió en un crisol
puesto al fuego, con la leyenda Limpia, fija y da esplendor.

2.   Ver Luis Carlos Díaz Salgado, «Historia crítica y rosa de la Real Academia Espa-
ñola», en Silvia Senz y Montserrat Alberte (eds.), El dardo en la Academia, pp. 325-
326.
3.   Viktor Klemperer, La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo (fragmen-
tos), en línea.
4.   Luis Carlos Díaz Salgado, op. cit., p. 73.
5.   Antonio de Nebrija, «Prólogo a la Gramática de la lengua castellana», en línea.
El castellano derecho  89

A juicio de Silvia Senz, en ese momento se juzgó necesario ela-


borar «una forma estandarizada, es decir, un modelo artificial y homo-
geneizado de lengua», de conformidad con la variante lingüística del
grupo en el poder. La recién fundada Academia se proponía y consi-
guió crear un diccionario, una ortografía y una gramática para depu-
rar, fijar, glorificar e implantar «la nueva lengua nacional, también
lengua hegemónica de las colonias americanas y filipinas, en detri-
mento de sus idiomas aborígenes.6
Establecer un estándar, dice Díaz Salgado, consiste «en reves-
tir de prestigio social» determinados usos lingüísticos «para conver-
tirlos en modelos que imitar (de ahí que acabemos imitándolos), y
esa es la principal función de las ortografías, gramáticas y dicciona-
rios normativos», con la cual fomentan «el sentimiento de unidad».
Pero para que los privilegios no se concedan de modo parcializado
a «una única y exclusiva variedad geográfica o social», ese deber
ser tiene que parecerse en lo posible a su ser normal, tomando en
cuenta «las necesidades de la gente».7 Esto es lo que al parecer se
viene pasando por alto en nuestro idioma desde los tiempos de Al-
fonso X.
En 1611 Sebastián Covarrubias publicó su Tesoro de la lengua
castellana o española. Un gran mérito: con él se describía en Europa
por primera vez una lengua vulgar. Entre 1726 y 1739, surgió el Dic-
cionario de autoridades. Como su nombre lo indica, la norma era el
castellano culto, el utilizado, según el Prólogo, principalmente por
aquellos escritores que lo han tratado «con la mayor propiedad y ele-
gancia: conociéndose por ellos su buen juicio, claridad y proporción».
Cierto que también incluye «las voces de la “jerigonza” o “germanía”,
de que suelen usar los que vulgarmente se llaman Gitanos, y los pre-
ciados de guapos para entenderse entre sí», pero se las incluye a través
de su uso en «algunas obras jocosas de prosa y verso de autores clási-
cos, a fin de que se entienda y perciba el sentido en que las usaron».
Este diccionario fue creado «venerando el noble pensamiento de Co-
varrubias», y siguiéndole «en las voces en que halló proporción y
verisimilitud».8 Al parecer esa veneración fue mayor de la que recono-

6.   Silvia Senz, «Política de la lengua ¿Qué metrópoli?», Revista ñ; en línea.


7.   Luis Carlos Díaz Salgado, op. cit., pp. 54-55.
8.   «Prólogo», en línea.
90  De mujeres, palabras y alfileres

cen sus autores, puesto que, al decir de Manuel Seco, lo explotaron


ampliamente «en su caudal y en sus definiciones».9
Dice Ester Forgas, y coincidimos con ella, que «todo diccionario
es una cosmovisión», «pero una cosmovisión particular, tamizada,
orientada e interpretada por alguien en concreto» cuya visión «acos-
tumbra a coincidir» con la de quienes mandan, la élite ilustrada que
dicta las normas, y «cuya óptica social no tiene por qué coincidir ne-
cesariamente con la visión del mundo de esta mayoría silenciosa que
forma el grueso de la sociedad».10
Esto se puede ver con solo seguirle el rastro a algunos vocablos.
Por ejemplo, la población de una villa era villana por eso, porque la
habitaba, y por eso también vio su nombre convertido en sinónimo de
«ruin, indigno o indecoroso». La palabra mariconada en su segunda
acepción, coloquial y malsonante, significa «mala pasada, acción ma-
lintencionada o indigna de alguien». Y puesto que esta palabra se de-
fine en la primera acepción como «acción propia de un maricón», es
obvio que se establece una correspondencia semántica entre maricón,
mala intención e indignidad. Igual ocurre con judiada, cuya primera
acepción es «mala pasada o acción que perjudica a alguien»; la segun-
da, «multitud o conjunto de judíos». Cafre no solo se refiere a un «ha-
bitante de la Cafrería»: también se define como «bárbaro y cruel»,
«zafio y rústico». Zulú es la persona «de un pueblo de raza negra que
habita en el África austral», pero es también sinónimo de «bárbaro,
salvaje, bruto».
Las personas de raza negra se encontrarán asociadas, en la acep-
ción 13 del vocablo que las denomina, con lo infeliz, lo infausto y lo
desventurado; mientras las de raza india, se verán definidas como
incultas en Bolivia, Colombia, Guatemala, Nicaragua y Venezuela,
con la aclaración en paréntesis de que esto debe entenderse como «de
modales rústicos». Y puesto que a la vez rústico es lo que se relacio-
na con lo rural, otra mayoría silenciosa, la población campesina, es
definida, percibida juzgada, mirada, desde el punto de vista de las
élites.

9.   Cit. por Dolores Azorín, «Ideología y diccionario. La mujer en el imaginario so-
cial de la época a través del Tesoro de la lengua castellana o española de Covarru-
bias», en línea.
10.   Esther Forgas Berdet, «Diccionario e ideología», en línea.
El castellano derecho  91

El Diccionario se puso de lado también de la religión católica.


Por lo mismo, ignora olímpicamente los femeninos de cargos religio-
sos como obispesa y párroca, y si bien incluye diaconisa, la define
como una «mujer que en la antigüedad era consagrada o bendecida
para ejercer determinados ministerios en las iglesias cristianas». La
Real Academia parece no darse cuenta de que en la actualidad hay
mujeres que ocupan estos cargos en algunas confesiones.
Igualmente cuando se trata de asuntos teológicos, pareciera que
las definiciones proceden del Vaticano. En algunos casos, por ejemplo
cuando se define cielo o reino de Dios, se especifica que el concepto
procede de «la tradición cristiana»; pero en muchos otros el dogma
católico se da por verdad válida para todas las personas: ateas, agnós-
ticas, musulmanas, judías o lo que sean, como ha observado Ricardo
Soca.11 Y así, para la Academia, el culto indebido es el «supersticioso
o contrario a los preceptos de la Iglesia»; es temor de Dios el «miedo
reverencial y respetuoso que se debe tener a Dios, y que es uno de los
dones del Espíritu Santo»; unción es la «gracia y comunicación espe-
cial del Espíritu Santo, que excita y mueve al alma a la virtud y per-
fección»; espíritu, el «don sobrenatural y gracia particular que Dios
suele dar a algunas criaturas»; Anunciación, el «anuncio que el arcán-
gel san Gabriel hizo a la Virgen del misterio de la encarnación»; la
encarnación, el «acto misterioso de haber tomado carne humana el
Verbo Divino en el seno de la Virgen María»; y avemaría, la «oración
compuesta de las palabras con las que el arcángel Gabriel saludó a la
Virgen María, de las que dijo santa Isabel y de otras que añadió la Igle-
sia». Es como leer el catecismo.
Para la Academia, amazona es una «mujer guerrera mítica del
mundo antiguo», pero para el mundo cuyas convicciones no coinciden
con las de los creyentes, igual son de míticos el arcángel san Gabriel,
la Virgen María, santa Isabel, el Verbo Divino y los relatos de la anun-
ciación y la encarnación. Al menos debería especificarse que se trata
de seres y narraciones pertenecientes a cierta tradición religiosa.

11.   Ricardo Soca, «La Academia, el diccionario y la Iglesia», en línea.


92  De mujeres, palabras y alfileres

La enorme minoría

Minorías son, en el contexto de la discriminación, no los grupos me-


nores en número sino los grupos menores en poder, entre los cuales
las mujeres conforman el número mayor. El Diccionario, invadido de
una a la otra punta por el androcentrismo y el masculinismo, tiende a
ocultarlas y a infravalorarlas. Solo para comenzar, a pesar de que se
organiza bajo un estricto ordenamiento alfabético, y que en ese orden,
la «a» precede a la «o», este ordenamiento se rompe en las palabras de
doble terminación, porque se coloca a los vocablos masculinos antes
que a los femeninos, a los que menciona con una partícula: «palmá-
ceo, a»; «hortelano, na»; réprobo, ba». Curioso, ¿no? Pues tal vez no.
Es que aquí, aunque no se diga, en toda la obra se sigue otro ordena-
miento: el patriarcal, para el cual lo masculino está primero porque
ocupa un mayor rango en la jerarquía de los sexos. De modo que el
ordenamiento alfabético se va al canasto sin ningún rubor ni explica-
ción, y lo peor es que casi nadie parece notarlo.
Fuera de eso nos encontramos con que las voces de oficios, pro-
fesiones y cargos aparecen mayoritariamente en masculino, e incluso
numerosos vocablos comunes, que se utilizan de modo invariable para
los dos sexos, aparecen definidos solo en masculino. Por ejemplo, asi-
milista, belicista, abolicionista, pacifista se definen como «partidario
de» el asimilismo, el belicismo, el abolicionismo, el pacifismo, respec-
tivamente. No deberían definirse así, pero es usual que no acaten cómo
hacerlo bien porque tratándose de mujeres siempre se les va la pajarita.
En general, en los diccionarios y tesauros, «la proporción de tér-
minos referentes a mujeres y hombres es de tres a uno favorable al
sexo masculino y la relación de términos con evocaciones positivas
se duplica incluso de seis a uno».12 Se ha demostrado además la ten-
dencia de los vocablos que designan a las mujeres a adquirir matices
peyorativos.13 Por ejemplo, profesional si se habla de una mujer, pue-
de que se refiera a una catedrática universitaria, o puede que se refie-

12.   A. Nilsen, cit. por Silvia Molina Plaza, «Próximas bodas de plata de la investiga-
ción sobre lengua y discriminación genérica», Investigaciones Filológicas Anglo-nor-
teamericanas, Actas del I Congreso de Lengua y Literatura anglo-norteamericana,
p. 135, en línea.
13.   Silvia Molina Plaza, ibid.
El castellano derecho  93

ra a la que se para en la esquina en espera de cliente y venérea. Si


usted es un hombre galante o desenvuelto o público, lleva la marca
del triunfador social; si usted es una mujer con esos mismos adjeti-
vos, lleva la marca necesaria para que en cualquier descuido la suban
a una perrera.
Silvia Molina ha corroborado que el DRAE recoge 67 expresio-
nes de la palabra hombre: 37 laudatorias, 23 neutras y 7 denigrantes,
mientras que para la palabra mujer recoge 12 expresiones, entre las
que 2 son laudatorias, 1 neutra y 9 denigrantes.14 En esto el Dicciona-
rio registra la realidad, pero a la vez la anima y la mantiene vigente. Si
buscamos razones históricas, podríamos pensar que vienen de muy
lejos en el tiempo. De hecho, aun si prescindiéramos de otros discur-
sos, su texto bastaría para constatar de qué modo se nos ve y se nos
valora en razón del sexo, al menos desde principios del siglo xvii.
Como hemos dicho, el Tesoro de la lengua castellana o española
se dio a conocer en 1611; entre 1726 y 1739, se publicó el Diccionario
de autoridades que se declaró hijo suyo y fue a la vez el padre recono-
cido de todas las demás versiones, como lo admite la Academia en el
Preámbulo de edición 22.ª.15 Por lo tanto, gran parte de nuestra heren-
cia léxica proviene del Tesoro. Dolores Azorín16 se entretuvo en él sa-
cando perlas y haciendo cuentas. Buscó la palabra mujer, y solo en
plural para reducir la búsqueda, que para saber cómo está un plato,
con la punta de la cuchara basta. Encontró que, en 130 de los 285 con-
textos en que aparece, está ideológicamente marcada no solo en las
definiciones sino en los comentarios o apostillas añadidos a la defini-
ción, todos los cuales articulan el estereotipo de mujer engañosa, en-
vidiosa, mudable, enredadora, inquieta, andariega, parlanchina, húme-
da de cabeza y fácil para el demonio; ni más ni menos que como la
representan los demás autores de la época. Tiene sí, tres virtudes in-
dispensables para vivir inclinada y a la sombra: es casta, devota y re-
catada.
Dolores Azorín se pregunta «hasta qué punto las fijaciones que
en torno a la condición femenina toman cuerpo en el ideario de Cova-
rrubias son propias —influidas y alentadas por su calidad de clérigo—,

14.  Ibid., p. 136.
15.  Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, 22.ª edición, tomo I.
16.  Dolores Azorín, op. cit.
94  De mujeres, palabras y alfileres

o más bien reflejo de las que circulaban en el imaginario social de la


época». Posiblemente las dos cosas: era clérigo, capellán del rey Feli-
pe II, canónigo de la catedral de Cuenca y consultor del Santo Oficio.
Como nota marginal, la definición de santo que nos ofrece el
DRAE es «perfecto y libre de toda culpa», y bien sabemos las atroci-
dades que el llamado Santo Oficio solía hacer a las personas a las que
acusaba de herejía, brujería, blasfemia u homosexualidad: las tortura-
ba, las hacía quemar vivas y si al final se reconciliaban con la Iglesia,
la misericordia solo le alcanzaba para estrangularlas y luego quemar
el cadáver. Puesto que aquel era un oficio de crimen, este par, «Santo
Oficio», viene a ser del tipo de «bomba ecológica», «catástrofe huma-
nitaria» o «guerra preventiva», «términos enemigos —dice Ángeles
Maeso— obligados a guerrear en un feroz contrasentido, para que al-
guno de los dos imponga su significado». Y lo imponen, por supuesto,
los «adjetivos mercenarios»: «ecológica», «preventiva», «humanita-
ria», que «engordan su significado aniquilando el de su vecino». Por-
que, dice ella, «el contrasentido es tan fuerte que debemos elegir rete-
ner uno de los dos términos». Sí que nos llegan ecos del otro, pero no
lo vemos porque su significado unido al adjetivo inadmisible es como
pinchazos de espinas en el cerebro.17 Peor aún cuando el nombre del
otro es algo tan neutro como «oficio» y su adjetivo tan inocente como
«santo».
Dados la carrera y los cargos de Covarrubias, Dolores Azorín
encuentra comprensible que se sujetara a los dogmas y preceptos de la
Iglesia, «arremetiendo al tiempo contra cualquier forma de heterodo-
xia»; y dada la sociedad en la que escribió, es también comprensible
que en su obra el número de sustantivos que denotan hombres supere
en dos tercios a los que designan mujeres, y que toda ella está recorri-
da por una vena misógina. Esta vena se mantiene en el DRAE sobre
todo en los numerosos vocablos despectivos referidos a mujer, que se
repiten hasta la más reciente edición: chancleta si es recién nacida;
amular si estéril; albendera si callejera y ociosa; harpía si aviesa o
fea; circe la «astuta y engañosa»; suripanta la ruin y moralmente des-
preciable; cobijera la encubridora y alcahueta; la desvergonzada y de-
senvuelta es corralera; y atropellaplatos la criada o fregona torpe. Te

17.   Ángeles Maeso, «Los adjetivos mercenarios», en línea.


El castellano derecho  95

pueden llamar cacatúa si entrada en años te pintás más de la cuenta


para extender un poco la ilusión de juventud; y si te dicen tarasca es
que estás rompiendo todos los códigos de la conducta femenina: agre-
siva, fea, desaseada y sin vergüenza. Total, un asco de persona.
En el imaginario que da origen a esa lista de descalificaciones,
ocupan un lugar de privilegio las prostitutas: individua, fulana, lagar-
ta, pécora, zorra, bagasa, buscona, bordiona, cantonera… y así hasta
llegar por lo menos a 909 sinónimos,18 y lo peor es que, a juzgar por el
refranero, tampoco es que nos ofendan: «Llámala puta, aunque no lo
sea, pero no vieja ni fea». Junto a esto, tantísimos años después de que
Covarrubias plasmara el ideal femenino de recato, castidad y devo-
ción, el DRAE sigue definiendo honor, en su acepción 3, como «ho-
nestidad y recato de las mujeres y buena opinión granjeada con estas
virtudes», lo cual ubica esas conductas exactamente como si viviéra-
mos cuando El alcalde de Zalamea.
Puesto que en todas partes se cuecen habas, cosa parecida ocurre
prácticamente en todas las lenguas. La estadounidense Tennessee Cla-
flin, en un texto escrito entre 1871 y 1872, se refería al diferente y hasta
contradictorio significado que adquieren palabras como libre y virtud
dependiendo del sexo de la persona a que se apliquen: «Un hombre
libre —advierte ella— es un ser noble; una mujer libre es un ser des-
preciable». La libertad para él supone emanciparse

de unas condiciones degradantes que impiden que su alma se desarrolle


hacia una grandeza y una nobleza que le asemejan a Dios, y que se pre-
supone como una tendencia natural cuando es libre. La libertad para la
mujer es, por el contrario, escaparse de unas condiciones restringentes
necesarias para evitar que su alma se hunda en la degradación y en el
vicio, lo cual se considera que es su inconsciente tendencia natural.

Igual ocurre con virtud, que ya desde su origen deriva de vir (hombre)
con el significado de «hombría», y llegó a significar «rectitud moral,
o una conformación general de la vida entera a ideas elevadas y pro-
pósitos morales», pero no para las mujeres, en cuyo caso la virtud
«queda confinada a una estrecha e insultante especificación. Significa

18.   M.ª Ángeles Calero Fernández, Sexismo lingüístico. Análisis y propuestas ante la
discriminación sexual en la lengua, p. 110.
96  De mujeres, palabras y alfileres

que una mujer no ha sido nunca abordada, de una manera especial, por
un hombre —ni más ni menos que eso». Todo esto es para Tennessee,
«sencillamente execrable. Es degradante, es una burla insultante».19
Como detalle curioso y demostrativo del modo en que la ideolo-
gía puede contaminar las definiciones, es bueno saber que las mujeres
ingresamos en el Diccionario académico español con pie izquierdo ya
desde la entrada misma de la primera edición, la de 1739, que definía
así la letra «A»:

En el orden es la primera, porque es la que la naturaleza enseña al hom-


bre desde el punto de nacer para denotar el llanto, que es la primera señal
que da de haber nacido y aunque también la pronuncia la hembra, no es
con la claridad que el varón, y su sonido, como lo acredita la experien-
cia, tira más a la E que a la A, en que parece dar a entender que entran en
el mundo como lamentándose de sus primeros padres Adán y Eva.20

De modo que estos hombres oían llorar a las criaturas recién nacidas y
ya por ahí sin más distinguían no solo las diferencias vocálicas sino
los futuros destinos.

Añadir, suprimir, enmendar

Bien sabemos que para ocupar un sillón en la Real no se requiere en


absoluto ser una autoridad lingüística o filológica. El único requisito
ineludible es tener amigos sentados allí. Por lo tanto se recurre a di-
versas comisiones, cuyas sugerencias no siempre se toman en cuenta,
y al Instituto de Lexicografía, que colabora en las tareas relacionadas
con la puesta a punto del Diccionario: añadir, suprimir y enmendar.
El supuesto es que para ser añadido, un vocablo tiene que estar
presente en el uso de gran parte del universo hispanohablante, y no
responder a modas, a innovaciones de vida efímera, a avances tecno-

19.   Tennessee Claflin, «¡Lo que es y lo que no es la virtud!», en Amalia Martín-Ga-


mero, Antología del feminismo, pp. 86-87.
20.   Joaquín Serrano Serrano, «Polémicas de Antonio de Valbuena con sus contempo-
ráneos sobre la corrección gramatical y los “defectos” del Diccionario de la Acade-
mia», en línea.
El castellano derecho  97

lógicos que en un futuro próximo serán superados por otros.21 Sin


duda, según avanza la tecnología, se van a superar todos los vocablos
tecnológicos por desaparición del artefacto al que denominan, como
ha ocurrido con bíper, casete, disquete, significantes sin significado,
nombres que se quedaron sin cosa que nombrar.
Sin embargo, por poner solo un par de ejemplos, no se han aña-
dido aún vocablos como clitoridectomía, referido a una práctica de
mutilación genital sufrida a la fecha por 125 millones de mujeres y
niñas según datos de la OMS. Tal vez esto se relaciona con el concep-
to de clítoris, que se mantuvo hasta la 21.ª edición, cuando se le defi-
nía como un «cuerpecillo carnoso eréctil, que sobresale en la parte
más elevada de la vulva». Más tarde se cambió el «cuerpecillo» por un
«órgano», pero posiblemente el despectivo de aquella definición siga
rondando en las mentes de los lexicógrafos, a quienes les parecerá di-
fícil entender para qué puede servir. Y digo lexicógrafos, en mascu-
lino, porque asumo que las lexicógrafas sí lo sabrán.
Tampoco se ha añadido el vocablo género en el sentido en que se
utiliza desde hace más de veinte años por todos los organismos e instru-
mentos internacionales preocupados por la discriminación sexual. Glo-
ria Steinem lo definió con gran acierto como «lo que queda del sistema
de castas que todavía establece divisiones con suficiente profundidad, y
se propala lo bastante como para que se le confunda con las leyes de la
naturaleza».22 De momento está fuera, pero tenemos ya aceptadas, en
cambio, un alud de palabras surgidas apenas ayer: gigabyte, hacker,
wifi, tunear, tuitear… amigovio, birra y papichulo. Los académicos
saben, como Humpty Dumpty, que en estas cuestiones el problema es
saber quién manda. Y quien manda sabe también que ninguna de esas
palabras pone en jaque el poder patriarcal. En este potaje se cocina
mucho más que gramática. Como decía Clarín: «Roma no admite que
la tierra gire alrededor del sol hasta principios del siglo xix, cuando ya
a la tierra la van dando ganas de pararse; la Academia no tolera ciertas
palabras hasta que ya el uso las va abandonando. ¿Qué criterio tiene la
Academia para admitir o desechar palabras? Probablemente ninguno».23

21.   Faustino Juan Yáñez López, «Cambio léxico: las palabras nunca mueren», en línea.
22.  Gloria Steinem, Ir más allá de las palabras. Rompiendo las barreras del género,
p. 24
23.  Clarín, op. cit.
98  De mujeres, palabras y alfileres

Pareciera acertar Cándido cuando ve en esa institución un «or-


gasmo semántico» larguísimo: «Se queda en éxtasis fisiológico duran-
te años —dice— mientras que las palabras creadas por el pueblo se
entrecruzan, chocan, se pelean, levantan el vuelo como la alondra de
Shelly y muchas de ellas caen y mueren (pasan a arcaísmos) sin haber
transitado por el Diccionario».24
Y es que, como dice Héctor Islas Azaïs, «las palabras importan
no tanto por lo que hacen sino por lo que nos hacen»; no solo puede
resultar prejuicioso cierto vocabulario o determinados accidentes gra-
maticales: muchas veces es la falta de palabras «en áreas de importan-
cia para los grupos históricamente más vulnerables» lo que sirve para
excluirlos, para hacerlos invisibles a ellos o algunas de sus caracterís-
ticas.25
Ya había advertido Herbert Marcuse que «el lenguaje no solo
refleja un control social sino que llega a ser en sí mismo un instrumen-
to de control, incluso cuando no transmite órdenes sino información;
cuando no exige obediencia sino elección, cuando no pide sumisión
sino libertad».26 Y es que, como dice Antonio García de León, «en
manos de la lingüística la metáfora de la lengua como artefacto no
solo es una metáfora, y en manos del Estado, la lengua oficial no será
simplemente una norma compartida sino una herramienta de
dominación».27
En el Preámbulo a la edición 22.ª del DRAE, se cita una frase del
Arte poética, de Horacio: «Al igual que los bosques mudan sus hojas
cada año, pues caen las viejas, acaba la vida de las palabras ya gasta-
das, y con vigor juvenil florecen y cobran fuerza las recién nacidas.
[…] Renacerán vocablos muertos y morirán los que ahora están en
boga, si así lo quiere el uso, árbitro, juez y dueño en cuestiones de
lengua». Pero, como tanto tiempo antes había visto Clarín, aludiendo
al mismo texto horaciano, «nuestros académicos deciden por votación
qué hojas del bosque han caído y cuáles han brotado, en vez de tomar-

24.   Ver Juan Carlos Moreno Cabrera, «“Unifica, limpia y fija”. La RAE y los mitos
del nacionalismo lingüístico español», en El dardo en la Academia. Esencia y vigencia
de las academias de la lengua española, vol. I, p. 289.
25.   Héctor Islas Azaïs, «Lenguaje y discriminación», en línea.
26.   Juan Antonio Molina, «¡Cuidado con las palabras!», en línea.
27.   Antonio García de León, «El poder por los caminos del lenguaje», Cuadernos
Políticos, pp. 67-81, en línea.
El castellano derecho  99

se el trabajo de darse una vuelta por la selva para ver qué hojas brotan
y florecen y cuáles acabaron su vida.28
Por eso, aunque en dicho Preámbulo la Real declara mantenerse
«atenta a la evolución del uso», da la impresión de que esto no siem-
pre se cumple. Y no se cumple porque ella considera una misión esen-
cial no borrar términos o acepciones «hirientes para la sensibilidad
social de nuestro tiempo» por la necesidad de facilitar, al menos, cla-
ves para comprender «textos escritos desde el año 1500». Debido a
eso «no tiene más remedio» que incluir «esas voces molestas, sin que
ello suponga prestar aquiescencia a lo que significan o significaron
antaño». Bien se sabe que en las obras de esa época suele haber anota-
ciones que aclaran voces empleadas entonces. Lo usual es que nadie
tenga a la par un diccionario cuando lee La Celestina o El Lazarillo de
Tormes. Y por otra parte, si las incluye el diccionario de uso común
¿para qué entonces el Diccionario histórico?
Nuevamente en el Preámbulo a la 23.ª edición, la Academia
vuelve a referirse a las demandas que recibe para eliminar «ciertas
palabras o acepciones que, en el sentir de algunos, o reflejan realida-
des sociales que se consideran superadas, o resultan hirientes para de-
terminadas sensibilidades». Y asegura que las examina con cuidado
procurando «aquilatar al máximo las definiciones para que no resulten
gratuitamente sesgadas u ofensivas». Por si alguien notara todas las
que se cuelan, aclara también que «no siempre puede atender a algu-
nas propuestas de supresión, pues los sentidos implicados han estado
hasta hace poco o siguen estando perfectamente vigentes en la comu-
nidad social». Y a propósito, ya que la forma en que se define algo es
sustancial para entenderlo, nos preguntamos por qué, por ejemplo, el
vocablo sexismo en su segunda acepción se define como «discrimina-
ción de personas de un sexo por considerarlo inferior a otro». ¿Es que
no saben ellos cuál es el sexo discriminado?
Puesto que las palabras «no solo expresan conceptos y signifi-
cados sino también evaluaciones asociadas a dichos significados, la
selección lexical es un medio obvio, y aún poderoso, para manejar las
opiniones» y «polarizar los modelos mentales», dice Teun van Dijk.29
Es una de las formas en que el discurso dominante ejerce su control

28.  Leopoldo Alas, «Clarín», Apolo en Pafos, en línea.


29.   Teun A. van Dijk, «Discurso y dominación», en línea.
100  De mujeres, palabras y alfileres

en cuanto que fomenta ciertas representaciones, unifica la interpreta-


ción de la realidad y «anula cualquier posibilidad de construir otra
visión».30
Esto lo han de saber muy bien en la Academia. Hemos dicho
antes que una de sus tareas es enmendar, para lo que, por lo común, se
eliminan algunas de las acepciones de un vocablo, aunque no quedan
claros los criterios con que se hace. De la voz rural, por ejemplo, se
ha eliminado la acepción de «inculto, tosco, apegado a cosas
lugareñas».31 Igualmente el vocablo gitano era, en su cuarta acepción,
alguien «que estafa u obra con engaño». El pueblo romaní hizo un
reclamo para que esta definición ofensiva se enmendara, y la Acade-
mia la enmendó. Sí, pero la cambió por trapacero, que hace referencia
a quien «con astucias, falsedad y mentiras procura engañar a alguien
en un asunto», lo que suena a trapacería por parte de la Academia.
Sería interesante saber por qué esta institución no puede, apelando a
su «valor normativo», dejar de incluir definiciones ofensivas para al-
gunos grupos sociales, aunque estén en uso, dado que se trata de una
obra de consulta obligatoria. Y con más razón, la ingente cantidad de
términos insultantes que están en desuso o son poco usados. Sobre
todo si es que considera estar cooperando a mantener «la unidad lin-
güística» de los millones que somos y la visión de mundo que supues-
tamente compartimos.
Creo, con Julio Casares, que «mientras nuestro Diccionario ofi-
cial no quiera renegar de su tradición y de la soberana función regula-
dora que lo caracteriza, no podrá aspirar nunca a ofrecerse como una
representación cabal de la lengua española, de toda la lengua», y no
podrá servir para su conocimiento pleno y científico, «de igual modo
que un censo de habitantes no serviría para basar estudios demográfi-
cos o estadísticos si incluyera tan solo a los ciudadanos con certifica-
do de buena conducta».32
En el Preámbulo a la edición 23.ª, se aclara que entre los muchos
propósitos de la lengua está la de descalificar al prójimo o sus conduc-
tas, reflejar «creencias y percepciones que han estado y en alguna me-
dida siguen estando presentes en la colectividad». Al plasmarlas, el

30.  Juan Antonio Molina, op. cit.


31.   Faustino Juan Yáñez López, op. cit.
32.  Julio Casares, Introducción a la lexicografía moderna, p. 14.
El castellano derecho  101

Diccionario «está haciendo un ejercicio de veracidad, está reflejando


usos lingüísticos efectivos, pero ni está incitando a nadie a ninguna
descalificación ni presta su aquiescencia a las creencias o percepcio-
nes correspondientes».
Por cierto, si prójimo es para el Diccionario un «hombre respec-
to de otro, considerado bajo el concepto de solidaridad humana»; has-
ta la edición 22.ª, prójima, en entrada separada, era una «mujer de
poca estimación pública o de dudosa conducta». Ahora lo sigue sien-
do, aunque en entrada compartida y en la acepción cuarta.
Si le ponemos cuidado al texto de los Preámbulos a la ediciones
22.ª y 23.ª, vemos que cuando habla de su revisión continua y atenta al
uso para eliminar referencias inoportunas a raza y sexo, estas afirma-
ciones van restringidas por peros: «pero» sin ocultar arbitrariamente
los usos reales de la lengua; «pero» no tiene más remedio que incluir-
las para que entendamos obras del siglo xvi.
En cuanto a suprimir vocablos después de atender a la pérdida de
vigencia en el uso, nos preguntamos qué hace en el Diccionario la
enorme cantidad de palabras referidas a oficios y profesiones defini-
das en femenino como «mujer de»: jefa, «mujer del jefe»; presidenta,
«mujer del presidente»; ministra, concejala, maestra, comisaria, al-
caldesa, escribana, intendenta, jueza, abogada, alguacila, consulesa
y una larga tira más. En algunas acepciones lo más cerca que se las
considera del cargo es que se acuestan legalmente con el hombre que
lo desempeña, como en los tiempos del sombrero de tres picos. En la
mayor parte de esos vocablos se indica que son desusados o poco usa-
dos, pero igual se siguen incluyendo, como que los académicos no se
toman el trabajo que les recomendaba Azorín de darse una vuelta por
la selva y ver qué está naciendo y qué dejó de ser.
Igual cabe preguntarse qué pitos toca en el Diccionario un hidal-
go de bragueta, definido como «padre que, por haber tenido en legíti-
mo matrimonio siete hijos varones consecutivos, adquiría el derecho
de hidalguía». Ni siquiera lleva marca de desusado, aunque desde
hace ya siglos que perdieron vigencia los hidalgos; y los de bragueta
son una curiosidad antropológica. ¿Qué explicación tiene que sigan
ahí? No hay que andar buscando pelos en la sopa para darse cuenta de
que la ideología interfiere en la redacción de las definiciones, en el
mantenimiento de arcaísmos y voces desusadas que explicarían, como
aseguran Aurora Marco y Carmen Alario, «la búsqueda de una reali-
102  De mujeres, palabras y alfileres

dad desaparecida y añorada» no solo por las personas directamente


responsables, sino también por «los posibles lectores».33
La Academia se refiere a las demandas de cambio como «inge-
nua pretensión» por parte de quienes piensan que «el diccionario pue-
da utilizarse para alterar la realidad». Y aleccionadoramente nos ad-
vierte que «la realidad cambia o deja de hacerlo en función de sus
propios condicionamientos y de su interna dinámica». «Cuando cam-
bia, se va modificando también, a su propio ritmo, la lengua que es
reflejo de ella; y es finalmente el diccionario —en la culminación del
proceso, no como su desencadenante— el que en su debido momento
ha de reflejar tales cambios».34
No parece aceptable hablar de ingenuidades en este caso. Es evi-
dente que una gran parte de los cambios sociales no se refleja en el
Diccionario porque él no le sigue el paso ni el pulso a la sociedad.
Y por otra parte, si bien «la corrección del lenguaje para eliminar sus
elementos discriminatorios no afecta de inmediato a los estereotipos
culturales», tarde o temprano lo hará. La Academia se niega a ver lo
que hace ya muchos años planteó Benjamin Whorf: que aunque cultura
y lengua se influyen mutuamente, es mayor la influencia de la lengua
en la cultura que la de la cultura en la lengua. Si no fuera así, ciertos
viejos hidalgos no andarían aún en el Diccionario por méritos de bra-
gueta. Si apelamos a la autoridad del uso más que a la de la Academia,
el castellano derecho no ha de ser el que ella nos imponga, sino el que
mejor represente a toda la comunidad a la que sirve de expresión.

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7.
El club de Toby

Reina por un día

En 1784, es decir, setenta y un años después de que Felipe V, el primer


rey Borbón en España, crease La Real Academia de la Lengua, ingresó
la primera mujer, y la única durante casi un siglo: tuvieron que trans-
currir noventa y tres años más para que llegara la segunda. Respecto
de sus capacidades, las opiniones están divididas. Hay quienes asegu-
ran que su solo mérito era ser hija de un amigo entrañable del rey, y
hay quienes la consideran una niña prodigio. El hecho es que no fue
elegida sino impuesta y no de número, sino honoraria y ni siquiera
llegó a ocupar su sillón. Se trata de María Isidra Quintina de Guzmán
y de la Cerda, cuyo tutor, Antonio de Almarza, se dice que defendía
públicamente la capacidad de las mujeres para cultivar el intelecto.
María Isidra era una joven de la nobleza; el monarca era Car-
los III, el rey ilustrado, ese que captó el pincel de Mengs en pose de
solemnidad, nariz de pegote, minúscula peluca blanca, entre el negro
brillante de la armadura y las sedas rojas de los lazos, cintas, condeco-
raciones y cortinajes palaciegos. Según parece, María Isidra destacaba
por sus ganas de aprender, gozaba de una memoria portentosa y un
juicio agudo, por lo que el rey quería hacerla académica honoraria de
la lengua, a pesar de que no hubiese «exemplar semejante». En apa-
riencia, la idea era convertirla en prototipo y modelo de imitación para
las demás mujeres. La verdad iba por otro lado.
El capricho real era todo un reto porque parece ser que, para in-
gresar en la Academia por ese entonces, se requería tener el grado de
doctor, o al menos a ella se le exigió. Pero en aquella época y aún va-
106  De mujeres, palabras y alfileres

rios siglos después, las aulas universitarias estuvieron cerradas a cal y


canto para las mujeres, y el claustro universitario, como era de espe-
rar, insistió en mantenerlas así. Pero la voluntad del soberano se res-
petaba gustara o no gustara; y, aunque el cuerpo de profesores todos a
una torcieron el gesto, la Universidad de Alcalá de Henares tuvo que
aceptar someter a Isidra a exámenes de suficiencia, otorgarle título y
modificar el ceremonial tradicionalmente aplicado a los varones. Al
cabo de un año la joven se magisteró y doctoró en Filosofía y Letras
Humanas tras haber disertado sobre el capítulo tercero del libro De
Anima, de Aristóteles, ante más de seiscientas personas. Se dice que
cerca de seis mil más se habían acercado por los alrededores, pero tal
cosa no pudo ser porque esa era más o menos la población entera de
Alcalá en la época.1
María Isidra dedicó su disertación al rey y a la Inmaculada Con-
cepción, y al terminar fue «aclamada por toda la Universidad con mil
vítores y vivas». Luego, según se narra en los documentos, con «ner-
vio, magisterio, sólidos fundamentos, eficaces raciocinios» soportó y
satisfizo plenamente los argumentos de los doctores que la examina-
ron, de modo que pudo probar sus conocimientos de moral, teología,
dos lenguas muertas y tres lenguas vivas (griego, latín, italiano, fran-
cés y español). Terminadas las pruebas, una enorme comitiva la acom-
pañó al teatro académico para proceder a la investidura. Ella en silla
de manos, escoltada por los criados de su casa vestidos con libreas de
gala. Cerraban el séquito sus padres y hermanos «en carroza de cris-
tal» y varios coches más de la familia, como las princesas que se ca-
san en los cuentos de hadas.
Eso sí, en el acto de graduación se suprimió el abrazo que el rec-
tor y los doctores debían darle en señal de fraternidad, presumible-
mente por motivos de «decencia», aunque a juzgar por la rotunda ne-
gativa con que se habían plantado al inicio, bien se podría pensar en
motivos menos confesables. Al día siguiente, 6 de junio, «en solemne
ceremonia, … el cancelario le puso el bonete con borla de Doctora
que, en una bandeja, le habían presentado su padre y su hermano». De

1.   Para conocer más detalles sobre el caso, ver Manuel Blas, «La doctora de Alcalá»;
María Dubón Permalink, «La primera doctorada en España»; Francisco Arias Solís,
«María Isidra de Guzmán y de la Cerda»; Paloma Fernández-Quintanilla, «Una espa-
ñola ilustrada. Doña María Quintina de Guzmán y de la Cerda», todos en línea.
El club de Toby  107

este modo, doña María Isidra, apenas con dieciséis años, obtuvo ofi-
cialmente el título de maestra y doctora en Filosofía y Letras Huma-
nas y fue nombrada, además, por aclamación universal, catedrática
honoraria de Filosofía Moderna y consiliaria perpetua de la Universi-
dad de Alcalá. Se trataba de un honor hasta entonces reservado única-
mente a los doctores en Teología, Derecho, Cánones, Leyes o Medici-
na. Como en su caso se trataba de nombramientos de oropel, tal
generosidad costaba poco.
Le siguieron los discursos de dos autoridades de la universidad:
el del consiliario y orador mayor y el del canciller. Ambos subrayaron
«el carácter singular del acontecimiento que estaban viviendo». El se-
gundo, además, destacó que este ejemplo, nunca antes visto ni oído,
hacía dudar de los «tenaces prejuicios» de aquellos que afirmaban sin
ambages que «la parte más cultivada de la República no apreciaba las
letras», o que «el bello sexo y los estudios no hacían buena mezcla»,
señalando que las condiciones intelectuales de la joven sobrepasaban
de lejos a las de un buen número de eminentes profesores.
El 28 de diciembre de 1784, con uniformidad de votos y bajo
presión de la corte, María Isidra Quintina Guzmán y de la Cerda es
nombrada académica honoraria. Contra la costumbre de pronunciar
los discursos de aceptación en latín, ella lo hizo en castellano. A lo
mejor no conocía ni una sola lengua muerta. Según Luis Carlos Díaz,
al ser solo honoraria «la Academia no la consideró nunca un miembro
de pleno derecho, y apenas si queda algún recuerdo de su efímero
paso por la institución».2
En cuanto a la universidad, si Isidra constituyó un ejemplo «nun-
ca visto ni oído», fue a la vez un ejemplo nunca seguido: hubo que
esperar hasta 1882, es decir, casi cien años, para que otra mujer, Mar-
tina Castell y Ballespi consiguiera vencer las resistencias y obtener un
doctorado en Alcalá; ese sí sin bambollas de teatro y a puro esfuerzo
personal. También a ella se negaron a darle el abrazo de rigor los
miembros del tribunal no fuera a ser que se les contagiara el virus de
la feminidad. Lamentablemente ejerció durante poco tiempo porque
murió unos tres años después.

2.   Luis Carlos Díaz Salgado, «Historia crítica y rosa de la Real Academia Española»,
en Silvia Senz y Montserrat Alberte (eds.), El dardo en la Academia. Esencia y vigen-
cia de las academias de la lengua española, vol. I, p. 141.
108  De mujeres, palabras y alfileres

Para Paloma Fernández-Quintanilla, es obvio que todo el espec-


táculo alrededor del nombramiento de María Isidra era un montaje
entre los distintos poderes para hacer que hacían sin hacer nada; algo
más o menos equivalente a las actuales «Reinas por un día»: «Al Rey
no le interesaba sentar un precedente que pudiera estimular al resto de
las mujeres cultivadas del país a seguir el ejemplo de María Isidra,
sino establecer un hecho que, por su carácter excepcional, no pudiera
ser fácilmente imitado». Lo que, visto desde la actualidad, «llevaba
implícito […] el no reconocimiento serio y profundo de los méritos
reales de todas aquellas mujeres de la época que sí lo merecían».
Parece ser que posteriormente la joven Guzmán ingresó también
en la Academia de Historia y en la Sociedad Económica Matritense,
pero no consta su presencia en ninguna de esas instituciones. De he-
cho, la exhibidísima doctora de Alcalá hizo en su vida lo que en ver-
dad se esperaba de ella: casarse y tener hijos. Según afirma Paloma
Fernández, Carlos III estaba seguro de que María Isidra, «por sus cir-
cunstancias personales y familiares, era una garantía de que, una vez
recibido su Grado, volvería de nuevo al seno paterno», preparándose
para su futuro papel de esposa y madre sin que «ni por asomo» se le
ocurriera representar el papel de «mujer sabia» o de «peligrosa “inno-
vadora ilustrada”».3
En setiembre de 1789, María Isidra se casó con el XIII Marqués
de Guadalcázar, Rafael Alonso de Sousa, con el que estaba compro-
metida desde los catorce años, se fue a vivir a Córdoba y murió en
1803, a los treinta y cinco años dejando cuatro descendientes y por
toda obra escrita, solo tres pequeñas conferencias de seis o siete fo-
lios, juzgadas de escaso valor.

La divina Tula y «los nuevos estatutos»

Tras esa salida de potro andaluz, en la Academia se estableció una


parada de burro manchego que duró casi doscientos años hasta que en
1978 ingresó Carmen Conde, 265 años después de fundada la institu-

3.   Paloma Fernández Quintanilla, op. cit.


El club de Toby  109

ción. Una y otra vez les dio con la puerta en las narices a mujeres de la
talla de Emilia Pardo Bazán, Concepción Arenal, Gertrudis Gómez de
Avellaneda, Blanca de los Ríos, Concha Espina o María Moliner. Esta
reiterada negativa fue ejemplo para otras academias que también se
negaron a abrir sus puertas a las mujeres. Un caso de misoginia pato-
lógica fue el de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, que se
negó a admitir a Concepción Arenal en el puesto que se había ganado
por oposición.4 Esto nos lleva a recordar a La pequeña Lulú, la histo-
rieta creada por la caricaturista norteamericana Marjorie Henderson
Buell, Marge, en la que los niños varones, liderados por Toby, fundan
un club en cuya entrada escriben: «No se admiten mujeres». En África
del Sur, en 1989, un cartel en una playa de Durban indicaba que esta-
ba reservada solo para los miembros de la raza blanca; y en Alemania
nazi abundaban los carteles de «No se admiten judíos». Un aire de
familia los une a todos.
La primera rechazada de plano por la Academia de la Lengua fue
Gertrudis Gómez de Avellaneda. La divina Tula, como la llamaban,
era poetisa, dramaturga y novelista, una de las grandes escritoras ro-
mánticas reconocida en su época. El 2 de febrero de1853, esto es, a
dos años de elegido por unanimidad como miembro honorario el pri-
mer latinoamericano, Andrés Bello, sesenta y nueve años después de
la comedia de María Isidra, y a 140 años de fundada la Academia, los
dramaturgos Francisco Martínez de la Rosa y Ángel Saavedra, duque
de Rivas, junto con otras destacadas personalidades del mundo de las
letras, propusieron a Gertrudis para ocupar el sillón vacante a la muer-
te del zamorano Juan Nicasio Gallego. Parecía contar con todos los
puntos para obtenerlo. Años antes, el mismo Juan Nicasio, después de
asistir al estreno de uno de los dramas de Avellaneda, asombrado de su
talento, exclamó: «¡Esta mujer es mucho hombre!», expresión que en
esa época, e incluso ahora, pasa por ser uno de los mayores cumplidos
y dignificaciones que una pueda recibir.
De igual modo José Zorrilla, el famoso autor del Don Juan Teno-
rio, había considerado, en alabanza de su inteligencia, que la naturale-
za, «por distracción», había puesto «un alma de hombre en aquella
envoltura de carne femenina». Y José Martí encontraba que había en

4.  Ya Veremos (8/03/2012), «La RAE y las mujeres», en línea.


110  De mujeres, palabras y alfileres

su poesía «ruda y enérgica», «un hombre altivo, a las veces fiero», y


que en ella no había mujer sino «un ánimo potente y varonil», dos
vocablos que suelen ser sinónimos. La verdad es que hasta la misma
Emilia Pardo Bazán, reconocida por su feminismo, se refiere a ella,
años después de fallecida, como «poeta de alto vuelo y estro fogoso»,
«aplaudidísimo autor dramático» y «hablista correcto y puro.5 Pero
nada de eso le valió. Y, si la Naturaleza se distrajo con ella, la Acade-
mia no se distrajo, porque no importa cuán viril se la considerara, la
carne femenina siempre ha sido un obstáculo para los honores.
Ya que la habían propuesto y que empezaban a circular rumores,
Tula se siente obligada a buscar apoyo. Entre el 31 de enero y el 10 de
febrero de 1853, escribió cuatro cartas a un amigo cuyo nombre no
menciona.6 En la primera declara: «Advierto a Vd. […], que el jueves
primero ya se dará conocimiento de mi solicitud, y que sé que la clase
de guerra que tratan de hacerme comenzará su plan de operaciones
desde el instante mismo». Le comenta que «todavía se vuelve a la
objeción del sexo, a falta de otra, y se rebuscan sutilezas pueriles en
que fundar diferencias de los actuales reglamentos con los anteriores,
aparentando por las modificaciones (obra de ellos mismos) un respeto
tan tímido como si se tratase de las leyes fundamentales de un Esta-
do». Gertrudis estima como un exceso lo que es un exceso. Según ella
lo ve, todo mundo sabe que su caso es aislado y por lo tanto «especia-
lísimo y rarísimo». ¡Claro!, como que a ninguna otra contemporánea
le habían alabado tanto la virilidad. Y continúa explicando:

… se habla de los abusos a los que se abrirán las puertas, como si en


España fuese muy común el que las mujeres prestasen gran valor al tí-
tulo de académicas, o como si no pudieran existir tantos abusos ahora,
que no hay ninguna mujer, como cuando hubiera una. Si por entrar yo
en la Academia, cualquier mujer pudiera creerse en la posibilidad de
alcanzar otro tanto, me parece que también por ser académicos los dig-
nos señores que componen aquella corporación, podrán todos los hom-

5.   Ver Antonina Rodrigo, «Los doctos misóginos ceden el asiento», en línea; Julio
César Pagés, «Feminismo y masculinidad: ¿mujeres contra hombres?», en línea; Emi-
lia Pardo Bazán, carta I a Gertrudis Gómez de Avellaneda, en línea.
6.   Todas incluidas por F. Vior, «Las mujeres en la Academia. Cartas inéditas de la
Avellaneda», El Correo, domingo 24 de febrero de 1889 (año X, n.º 3.250, p. 1, cols. 1-2),
en línea.
El club de Toby  111

bres creerse capaces de competirlos. La presunción ridícula no es patri-


monio exclusivo de ningún sexo, lo es de la ignorancia y de la tontería,
que aunque tienen nombres femeninos, no son por eso mujeres.

La divina Tula estima «cosa singular» que una distinción no se pudie-


ra dar «por temor de que la incapacidad pretendiera otro tanto» y pien-
sa que aun cuando, en el caso de elegirla a ella, acudieran «un ejército
de damas» a «invadir sus asientos», se trataría de «individuos con tí-
tulos iguales» a los suyos, y en ese caso «la Academia y la España
deben felicitarse de un suceso tan sin ejemplo en el mundo». Y si la
pretensión careciera de «fundamento racional», no tendría por qué
alarmarse «un cuerpo tan respetable». Finalmente le explica que le
cuenta todo eso para que se entere de «cuáles son las risibles razones
que andan esparciendo ciertas personas, y comprenda el por qué» le
ruega a él y a todos sus amigos que no dejen de asistir a la reunión
donde «es muy probable que se presente como cuestión previa», si
puede o no aceptarse su solicitud.
En la segunda carta, fechada el jueves 3 de enero, le pide que
interceda con el académico Lajoyosa, a quien no da el título por no
saber si es conde, marqués o [barón], a fin de que «alcance una honro-
sa distinción la pobre mujer poeta que se ve privada por su sexo de
aspirar a ninguna de las gracias que están alcanzando del gobierno sus
compañeros literarios, no cediendo a ninguno en laboriosidad y en
amor a las letras». Ella cree que aquel señor «hallará justo, y debido,
y honroso para la Academia» el compensarla, «en cierto modo, mos-
trando que no es en España un anatema el ser mujer de alguna instruc-
ción; que el sexo no priva del justo galardón al legítimo merecimien-
to». Pero el hecho es que sí era anatema ser mujer instruida y una falta
de urbanidad y de respeto en ellas hacer buenos versos, y el tal conde,
marqués o barón de Lajoyosa, se opuso rotundamente a mover un
dedo por su ingreso. De hecho, Gertrudis se había colgado de un pri-
mario porque, según dice Lorenzo Abdala, era un misógino carcomido
por la envidia, «opuesto militantemente a la entrada de mujeres a la
Institución».7
Según se ve por la tercera carta, con fecha probable de 7 de fe-
brero, ya sabe que se habla de darle el nombramiento a otra persona y

7.   Lorenzo Abdala (22/01/2013): «La Divina Tula: El bello sexo y la RAE», en línea.
112  De mujeres, palabras y alfileres

piensan crear para ella una plaza supernumeraria, a lo que le pide que
no transijan «a menos que vean imposible la victoria completa». En la
cuarta, del 10 de febrero, parece estar muy segura y confiada en sus
«sostenedores» y se despide: «Adiós, pues, hasta que nos veamos para
celebrar el triunfo».
Según relata Luis Carlos Díaz Salgado, con la petición de Gó-
mez de Avellaneda sobre la mesa, se desarrollaría uno de los plenos
más surrealistas en la historia de la institución. Tras un arduo debate
—y después de rezar una antífona en latín como se sigue haciendo en
todos los plenos— […], por catorce votos a favor y seis en contra
(faltaron cuatro académicos) se decidió que no estaba permitida la
entrada de mujeres en la Academia.8 El marqués de la Pezuela, amigo
suyo y uno de los defensores de su postulación, escribió una carta
comunicándole el resultado final de su candidatura: «En mi juicio,
casi todos valíamos menos que usted, por ahora, entre nuestros acadé-
micos, y para nadie es mayor esa pena que para su apasionado
servidor».9
Cuando los niños de la historieta de Marge le impiden a la pe-
queña Lulú entrar al club, ella pide a Toby que entonces le devuelva
un caramelo que le había dado, y se retira enojada. Ellos comentan:
«Ojalá y fuera niño. Sería uno de los mejores miembros de nuestro
club».
Por si para Gertrudis no fuera poco el dolor del desengaño, algu-
no se empeñó en echarle agua hirviendo sobre la quemadura. El conde
de San Luis, Aureliano Fernández Guerra, le dedicó unos versos obs-
cenos titulados: «Propuesta de una individua que solicitó serlo de la
Academia y fue desairada». Está por demás aclarar que el Diccionario
de la Academia aún ahora define «individua», en su séptima acepción,
como «mujer despreciable». El hecho es que a pesar de que se la ad-
miraba por su gran belleza física, y se la elogiaba por la supuesta viri-
lidad, o sea, por la excelsitud de su pluma, sus ovarios la inhabilitaban
para entrar al club de los elegidos.
A pesar del desaire, al morir, la divina Tula, en febrero de 1873,
donó todas sus obras a la Real Academia «en testimonio de aprecio».

8.   Luis Carlos Díaz Salgado, op. cit., p. 142.


9.  Brígida Pastor, El discurso de Gertrudis Gómez de Avellaneda: identidad femeni-
na y otredad, en línea.
El club de Toby  113

Además, pide perdón, según sus palabras por «las ligerezas e injusti-
cias en que pude incurrir, resentida, cuando acordó la Academia, hace
algunos años, no admitir en su seno a ningún individuo de mi sexo».10

Las enaguas de la condesa

Treinta y seis años después de que se presentara la candidatura frus-


trada de Gertrudis, o sea, en 1889, Emilia Pardo Bazán se plantea la
posibilidad de ingresar en el mismo lugar espinoso que rechazó a Ger-
trudis. Si la postulación de la divina Tula había provocado innumera-
bles insidias y recelos, la de Emilia fue tal vez el mayor escándalo en
las letras españolas del siglo xix.
El Correo Catalán, en su número 24, correspondiente al mes de
febrero de ese año, comienza la polémica al publicar, bajo el título
«Las mujeres en la Academia», las cartas al amigo anónimo que había
escrito Gertrudis casi cuatro décadas atrás, cuando intentó ingresar.
Estas iban precedidas por una nota del tal Vior que las publicó, dirigi-
da al director del periódico, acusando a Gertrudis de ser «avezada a
las mañas conventuales», por lo que «se arreglaba a las mil maravillas
para enterarse de las cábalas y deliberaciones de los inmortales». Vior
atribuye el rechazo a que los académicos pensaban como el Rey Sa-
bio, que «ninguna mujer quanto que sea sabidora… non es … nin ho-
nesta cosa que tome officio de varón, estando públicamente embuelta
con los hornos, porque se vuelve desvergonzada, e entonces es fuerte
cosa de oyrlas e de contender con ellas».11 Con esto, dice Lorenzo
Abdala, «acababa de encender la mecha, presionando sutilmente a la
prensa y a los propios académicos de entonces, para evitar que doña
Emilia Pardo Bazán ocupara el puesto que pretendía y merecía. Y así
fue».12
Doña Emilia escribe dos cartas tituladas «A Gertrudis Gómez de
Avellaneda (en los Campos Elíseos)» que se publicaron en el segundo
tomo de La España Moderna en febrero de 1889 y son el inicio de una

10.  Manuel Lorenzo Abdala, op. cit.


11.  Ibid. Las cursivas son del original.
12.  Ibid.
114  De mujeres, palabras y alfileres

polémica que continuaría en los años siguientes, en parte alimentada


desde la revista y también desde la editorial homónima, ambas propie-
dad de José Lázaro.
En la primera, se refiere a las cartas de Gertrudis recién publica-
das en El Correo con la advertencia de Vior augurándole a ella iguales
resultados, y, dice, «eso es lo que sazona con sal y pimienta de actua-
lidad las rancias páginas de tu epistolario de postulante». Y esto a pe-
sar de que Emilia confiesa haber evitado cuidadosamente «el olor de
la intriga en un asunto en que la intriga parece estar como en su casa».
Refiriéndose a Tula, y por supuesto a sí misma, advierte que «recla-
mar lo que se ha ganado en buena lid no es desdoro».
Por la segunda carta nos enteramos de que solo un académico
sostiene el derecho de las mujeres a compartir los codiciados sillones.
Según afirma, el aura de su «supuesta candidatura» «sopló desde afue-
ra, y desde adentro le dieron un portazo temerosos de una pulmonía».
Doña Emilia ya sabe que alguno la considera «excluida de la Corpora-
ción por carecer de derechos electorales» y, se lamenta de que a las
mujeres el sexo las prive no solo de provecho sino también de hono-
res. Ella se imagina lo que habría pasado si Santa Teresa resucitara y
«con la contera del báculo abacial […] llamase a las puertas de la
Academia Española». Algún vozarrón estentóreo le contestaría desde
dentro:

Señora Cepeda, su pretensión de usted es inaudita. Usted podrá llegar a


ser el dechado de habla castellana, porque eso no lo repartimos noso-
tros: bueno; usted subirá a los altares, porque allí no se distingue de
sexos: corriente; usted tendrá una butaca de oro en el cielo, merced a
cierto lamentable espíritu demagógico y emancipador que aflige a la
Iglesia: concedido; ¿Pero sillón aquí? Vade retro, señora Cepeda. Mal
podríamos, estando usted delante, recrearnos con ciertos chascarrillos
un poco picantes y muy salados que a última hora nos cuenta un acadé-
mico (el cual lo parla casi tan bien como usted, y es gran adversario del
naturalismo) [Recordemos que Emilia fue precisamente la impulsora
del naturalismo en España]. En las tertulias de hombres solos no hay
nada más fastidiosito que una señora, y usted, doña Teresa, nos impor-
tunaría asaz.

Luego dice no imaginarse qué respondería la santa de Ávila a este


«manoseado argumento del orden ojival». Refiriéndose a la cita de
El club de Toby  115

Alfonso X llamando desvergonzadas a las mujeres que hacen «oficio


de varón», incluida por Vior a modo de censura, señala que por su
época y por la de Gertrudis, «el rey es una dama» [se refiere a Isabel
II], y el oficio desempeñado por Alfonso el Sabio «lo ejercen muje-
res». A continuación se plantea: «Si no es cosa guisada nin honesta el
andar las mujeres embueltas con los omes, ¿cómo se las arreglará una
reina para presidir Consejos de ministros, visitar barcos y cuarteles,
abrir Cortes y revisar tropas?».
Ella tiene la certeza de su derecho a «no ser excluida de una dis-
tinción literaria como mujer, no como autor», pero precisamente no se
la ha excluido «en concepto de autor y por deficiencia de méritos»
sino como mujer. Por tal razón, se considera en el deber de declararse
«candidato perpetuo a la Academia» [sic]. Mientras tanto aguardará,
pero no sentada, sino escribiendo; y así, dice a su fallecida destinata-
ria, la divina Tula: «Tendré ocasión de hacer justicia a tus cualidades
de poeta y estilista, y acaso de mejorar mi hoja de servicios de acadé-
mica desairada».13
El mal ambiente en que se desarrolla su candidatura se puede
observar a través de una carta que envía el académico Marcelino Me-
néndez Pelayo a Pereda el 6 de marzo de 1889, en la que le cuenta que
«de doña Emilia nadie ha dicho una palabra, dejando que la pobre se-
ñora disparate a sus anchas en las impertinentes cartas o memoriales
que ha publicado». Esto significa que en las sesiones ni siquiera se
tomaron la molestia de referirse a ella.
Pardo Bazán considera que su rechazo ha afectado el prestigio y
la autoridad de la Academia, pero aun así, y aunque «al mal escritor
no le enseña a escribir bien el calorcito del sillón famoso», sentarse en
él «es todavía de muy buen efecto» por lo «decorativo» del título, al
cual «a no mediar razones especiales, ninguno le hace ascos […] y la
mayoría lo pretende con empeño. […] El mismo ruido de tempestad
que se alza al vacar un sillón, prueba que la cosa algo significa y algo
vale».14 En carta a Galdós, del 13 de marzo de 1889, le confiesa su
amargura al respecto: lo que antes le daba risa, dice, ahora la malhu-
mora y le echa a perder el hígado, aunque entiende que en ochenta

13.   Emilia Pardo Bazán, «La cuestión académica. A Gertrudis Gómez de Avellane-
da» (Cartas 1 y 2, 27 de febrero de 1889), en línea. Las cursivas son del original.
14.  Ibid.
116  De mujeres, palabras y alfileres

años «¡… la gente se reirá de tantas cosas!».15 Mala profetisa: a 125


años de estos sucesos, a muchas nos sigue doliendo.
En 1890 fallece el académico Tomás Rodríguez y Díaz Rubí, y
Emilia ve allí una nueva oportunidad. También quiere el sillón Anto-
nio María Fabié. Clarín de inmediato se refiere a esas candidaturas
como «la lucha del histerismo y del cretinismo» (Revista mínima. En
La Publicidad, n.º 4.541, 27-VIII-1890).
Nuevamente dos días más tarde, en «Palique» (Madrid Cómico,
n.º 393, 30-VIII-1890)16 vuelve a la carga:

Mal hace, por carta de más, Fabián Fabié en aspirar a tanto honor.
Pero peor hace, por carta de menos, Doña Emilia Pardo Bazán en
pretender la misma honra disparatada.
¿Para qué quiere Doña Emilia ser académica?
¿Quiere que la llamen la Latina? Pues se lo llamarán sin que se
meta entre tantos hombres.
¿Cómo quiere que sus verdaderos amigos le alabemos esa manía?
Más vale que fume.
¡Ser académica! ¿Para qué? Es como si se empeñara en ser guar-
dia civila o de la policía secreta.

Se cuenta que Juan Valera le propuso a Manuel Tamayo y Baus, secre-


tario de la Academia, para disuadir a doña Emilia, llevarla a la institu-
ción, mostrarle que no cabía en los sillones dado su volumen, y que
hacerle uno especial estropearía el conjunto.17 Pero no contento con
sacar chistes malos, en 1891, bajo el seudónimo de Eleuterio Filogyno,
escribe Las mujeres en las Academias. Cuestión social inocente. El 11
de julio se dirige a Marcelino Menéndez Pelayo para decirle que ese
día saldrán ya ejemplares en la Imprenta de Fe. El 22 del mismo mes
le envía una segunda nota, preocupado de si han recibido el folleto él
y otro amigo, Amós Escalante, al que se lo envió por su medio. Y sí,
Pelayo lo recibió, lo leyó con gusto y regodeo, comparte su opinión y
cree que hay que sacar a Pardo Bazán del error en el que está por tratar

15.   Emilia Pardo Bazán, «Miquiño mío», Cartas a Galdós, carta n.º 30, en línea.
16.   Ambos artículos en Ermitas Penas, Clarín, crítico de Emilia Pardo Bazán, en lí-
nea. Las cursivas son del original.
17.   Julián Moreiro (2014), «Escritoras pioneras del siglo xx. Cuando la literatura era
cosa de hombres», en línea: <http://umer.es/wp-content/uploads/2015/05/n84.pdf>.
El club de Toby  117

de entrar en la RAE. La animadversión hacia la autora se nota clara-


mente en las hirientes palabras que utiliza: «Al fin llegó ayer ese pre-
cioso opúsculo, tan racional y sensato en su fondo como lleno de dis-
creción, chiste y agudeza. Si a doña Emilia después de leerle le quedan
ganas de renovar su estrafalaria pretensión, demostrará que no tiene
sentido común, además de ser una cursilona empecatada».18
El día 28, en nuevo mensaje a don Marcelino, Valera dice ale-
grarse de que lo haya leído «con gusto». Curándose en salud, le afir-
ma que al escribir su folleto no le movió «el más imperceptible pruri-
to de contrariar o de vejar a D.ª Emilia, sino la firme convicción de la
disparatada cursilonería» de que la trajesen «a pedantear entre noso-
tros». Y aun eso no sería lo peor, sino «la turba de candidatos» que
saldrían: «Tendríamos a Carolina Coronado, a la Baronesa de Wilson,
a D.ª Pilar Sinués y a D.ª Robustiana Armiño. Por poco que abriése-
mos la mano, la Academia se convertiría en aquelarre».19 Desde luego,
como que los presumibles «candidatos» a que se refiere, eran todas
candidatas.
En el citado folleto, Juan Valera primero niega la existencia de
razón alguna para que una mujer no pueda ocupar un puesto académi-
co, pero asume que España no puede ser el primer país en permitirlo,
porque incurriría en el ridículo. Había que esperar a que lo hicieran
naciones con mayor autoridad.20 Afirma no pretender argumentar si
las mujeres merecen entrar o no. Su preocupación es la de la conve-
niencia, y su argumento el de la complementariedad. A su juicio, la
mujer no tiene que ser académica de número porque sería identificarla
al hombre y se produciría algo antinatural: «No comprendo cómo no
se enoja la mujer sabia cuando sabe que pretenden convertirla en aca-
démica de número. Esto es querer neutralizarla o querer jubilarla de
mujer. Esto es querer hacer de ella un fenómeno raro». Además, con
cierto airecillo de sorna, subraya que es peligroso que se junten en una
misma sala académicos de ambos sexos, porque abandonarían su tarea
como tales para tratar otros asuntos que nada tienen que ver con su
cargo. Como que la Academia se convertiría en algo así como el Cru-
cero del Amor.

18.   Juan Valera y Marcelino Menéndez Pidal, volumen 11 Cartas, en línea.


19.  Ibid.
20.   Rocío Charques Gámez, op. cit.
118  De mujeres, palabras y alfileres

El lugar de la mujer, sigue explicando Valera, no está en las Aca-


demias sino en el hogar. El respaldo de su argumento es el socorrido
tema bíblico al que se viene apelando una y otra vez desde san Pablo:
«En la mujer quiso Dios dar al hombre una ayuda semejante a él […]
es en la mujer pecaminosa rebeldía contra los decretos de la Providen-
cia el afán de tornarse sobrado independiente del hombre y de campar
por sus respetos».21 Valera, además de sus argumentos bíblicos, agrega
otros de la más burda frivolidad: el temor de que los atractivos físicos
de la presunta compañera sembrasen inquietudes entre los académi-
cos, el embarazo, la lactancia y… que al haber señoras entre ellos no
podrían disfrutar del placer de contar chistes verdes. A esto último
doña Emilia replicó que si las reuniones de la Academia eran para
contar chistes verdes, ella también los contaba, y no menos gra­
ciosos.22
En el número 3 del Nuevo Teatro Crítico —correspondiente al
mes de marzo de 1891— doña Emilia escribe un artículo dirigido al
secretario del Museo Pedagógico Rafael Altamira, quien había publi-
cado, en el número de febrero de La España Moderna, una carta
abierta dirigida a ella en la que defendía su candidatura. Altamira es
claro sobre la razón del rechazo: «Lo que se discutía —dice— no era
el derecho de usted a ser académico, sino el derecho y las aptitudes de
la mujer para alcanzar esa sanción oficial y externa».
Ella contesta que «como cuestión objetiva y de principios, vale
cuanto vale toda reivindicación del derecho, toda afirmación de la
igualdad y la justicia, toda protesta contra exclusiones irritantes, que,
sentenciadas ya en la conciencia, lo estarán en el orden de los hechos,
tarde o temprano, opóngase quien se oponga». Se trata, para ella, de
«un derecho que debe tener cualquier ser humano», y considera que,
«si a título de ambición personal» no debe insistir ni postular, en nom-
bre de su sexo hasta tiene «el deber de sostener, en el terreno platóni-
co, y sin intrigas ni complots, la aptitud legal de las mujeres que lo
merezcan para sentarse en aquel sillón, mientras haya Academias en el
mundo». Puesto que se la ha acusado de tener una «arrogancia desme-
dida», reconoce que viene a ser «un detestable candidato femenino al
sillón». Quiere que se suprima, de una vez por todas su candidatura,

21.   Para este asunto, ver ibid.


22.   Antonina Rodrigo, op. cit.
El club de Toby  119

porque entorpece el nombramiento de otras mujeres. Después de estas


afirmaciones, anima a la juventud ilustrada a que continúe defendien-
do el derecho de la mujer a un puesto académico.
Ricardo Palma, el laureado autor de las Tradiciones peruanas,
miembro en su país de las correspondientes academias de la Lengua y
de la Historia, llegó en 1892 a la península, donde se relacionó exten-
samente con el mundo intelectual. A raíz del viaje, escribió Recuerdos
de España, donde narra sus impresiones y experiencias. Después de
sugerir maliciosamente que la fama de Emilia está por debajo de sus
méritos, se refiere a ella como «una de las más altas glorias literarias»
de su país y de su siglo, pero advierte que «esa gloria sería tanto ma-
yor» cuando menores fueran sus «aspiraciones varoniles», y continúa:

¿A qué pretender que en homenaje a ella, a su ilustración, a su inteli-


gencia, que nadie ha osado negar, rompa la Academia Española con
seculares tradiciones, abriéndola de par en par sus puertas? ¿La acadé-
mica aumentaría, por ser tal, en un quilate la bien conquistada reputa-
ción de literata? Consérvese mi amiga doña Emilia siempre mujer, y no
renuncie a las prerrogativas de su sexo, que la severidad autoritaria del
académico, cuadra mal en boca que habla de trajes y modistas.23

¿Acudiría Palma a bostezar en las tertulias de la autora mientras ella


hablaba de su nuevo modelo de corsé y sombrerito con pluma de ma-
rabú? O sería más bien que se fastidiaba cuando ella exponía sus co-
nocimientos de literatura rusa o francesa porque creía él, como su pro-
pio hijo Clemente, que las mujeres intelectuales estaban robándole
parcelas a los hombres? De hecho, las maliciosas insinuaciones de
Palma sobre el mérito y la fama de doña Emilia vuelven evidente que
el amarla «con cariño de viejo» que declara ahí mismo es puro hablar
con la boca pequeña.
En la península la polémica siguió, propiciada por El Heraldo.
Lo que quedó claro al final de todo el asunto, lo dice la misma doña
Emilia, en un artículo de 1893: «Reconozco que para decir contra mí
una cosa muy maligna, que levante ampolla, no hay más que sacar a
relucir mi ambición desapoderada, mi inmenso afán de ser académica.

23.   Ricardo Palma (1897), Recuerdos de España, notas de viaje, esbozos, neologis-
mos y americanismos, pp. 140-141.
120  De mujeres, palabras y alfileres

Día y noche pienso en el sillón; cuanto hago y digo lleva esa segunda:
mi vida tiene un objeto, mis actos una clave: entrar en la Academia.
Por ahí, por ahí me duele; aprieten bien; ciérrenme esas puertas bendi-
tas y habrán logrado matarme de pena».
Al final de cuentas, el sillón se lo dieron a Antonio María Fabié
y a Emilia la pena no la mató pero lo ocurrido sí le dolió y con justa
razón. Por eso cuando en 1912 quedan dos vacantes por la muerte de
Eduardo Saavedra y Juan José Herranz, conde de Reparaz, le envía al
director de la Academia, Alejandro Pidal y Mon, solicitud para ser
designada en una de ellas, y le adjunta su currículo y numerosos tele-
gramas de personalidades gallegas, como Alejandro Barreiro, director
de La Voz de Galicia, quien monta una campaña a su favor.
Desde El País, y en general desde la prensa (La Época, El Im-
parcial, La Mañana, España Nueva, La Tribuna, La Noche, Diario
Universal, España Libre, El Radical, Gedeón, El Mundo…), se or-
questó una campaña de apoyo. La Coruña se movilizó a su favor: el
Ayuntamiento, la Asociación de la Prensa, la Academia Galega, la Es-
cuela Normal, la Liga de Amigos, El Eco Ortegano, la Gaceta de Ga-
licia, el Sporting Club, la Comisión Provincial y la Universidad Popu-
lar entre otros. Se unieron el obispo de Jaca, Antolín López Peláez, y
el deán de la catedral de Santander. La Reunión de Artesanos incluso
envió a la Academia un millar de firmas. La Voz de Galicia se erigió
en portavoz de la campaña de manera continua del 20 de marzo al 18
de abril. En Portugal, el periódico A Lucia se unió a ella, y la noticia
se propagó a París y Nueva York.24
No obstante, el por entonces secretario de la Real Academia Es-
pañola afirma que no presentarán su candidatura por falta de tres aca-
démicos que firmen la propuesta. En carta del 10 de abril, Emilia le
solicita apoyo al académico Antonio Maura, un personaje político fa-
vorable al ingreso de mujeres en la Docta Casa, que había sido presi-
dente del Consejo de Ministros en cinco ocasiones. Le dice que Pérez
Galdós la apoya con su firma y, si él también lo hace, solo queda un
académico que sería muy fácil de encontrar.25 El caso es que no encon-
tró al tercero, y el segundo le falló. Por nueva carta que le dirige en

24.   Cristina Patiño Eirín, op. cit.


25.   María del Carmen Simón, «Correspondencia de Antonio Maura con Emilia Pardo
Bazán, Sofía Casanova y Concha Espina», en línea.
El club de Toby  121

abril de 1913, nos enteramos de que Maura ni siquiera la presentó.


Cuando Pidal y Mon lee su solicitud «en la sesión del 28 de marzo»,
los de siempre vuelven a echar mano del acuerdo de 1853, con el que
se rechazó a Gertrudis Gómez de Avellaneda.26 Y por si acaso, además
le indican que, según los Reglamentos de 1858, no se pueden hacer
presentaciones personales. Al señor Barreiro le comunican, el 13 de
abril de 1912, que no se la puede elegir por «no consentirlo» los Esta-
tutos y el respeto que «merecen tradicionales acuerdos de la Academia
que forman, por decirlo así, parte de su interna constitución».
Nuevamente el 20 de octubre de 1913, le escribe a Maura: «Algo
creo que pueden haber cambiado las circunstancias. La Academia ha
sufrido pérdidas que modifican su contextura interna. Muchos, yo en-
tre ellos, creen que Vd. debe presidirla. Y aun cuando no la presida,
porque no quiere, pues otra razón no podrá haber, han desaparecido
los reparos que me pareció notar que ataban a V. las manos y la volun-
tad para que, opinando como opinó, no se resolviese, sin embargo, a
presentarme».27 Nuevamente echaba agua en un colador.
Doña Emilia, que por entonces divulga recetas de La cocina es-
pañola antigua, manifiesta, en una carta dirigida en 1913 al director
de La Voz de Galicia: «Espero que sus fórmulas salgan un poco más
castizas que las definiciones de cocina del Diccionario de nuestra ami-
ga la Academia, no de los Cinocéfalos, sino de la lengua, para lo cual
no necesito ciertamente ser Cervantes, ni Fray Luis».28
El 7 de febrero de 1917, declaró al periódico El Día que el ingre-
so en la Academia solo le llegó a interesar «por un concepto ideal, por
el aspecto feminista», «por defender un derecho indiscutible» de las
mujeres. «A mí —dice— no se me ha admitido […], no por mi perso-
nalidad literaria —según han dicho todos los que podían votarme—,
sino por ser mujer […]. Y como esto suponía, hablando en términos
jurídicos, “menosprecio de sexo”, estoy dispuesta a reanudar mi cam-
paña para reivindicar nuestro derecho en cuanto pueda». Refiriéndose
a los académicos, comentó: «De una organización de tiempos de Feli-
pe V hacen una cosa inmutable e intangible, como si se tratara de
dogmas religiosos y como si los reglamentos, por disposición sobre-

26.  Ibid.
27.  Ibid.
28.   Cit. por Rocío Charques, op. cit.
122  De mujeres, palabras y alfileres

natural, fuesen inderogables […]. Y vean ustedes hasta dónde llega la


terquedad y la intransigencia: ni en los Estatutos, ni en el Reglamento,
ni en ninguna regia disposición, hay nada que se oponga a que una
mujer sea académica». Pardo asegura que «mientras la Academia se
elija a sí misma, enteramente y sin cortapisas de opinión, habrá que
lamentar siempre idénticos errores y anacronismos». Ante una última
pregunta del periodista, afirma que no espera entrar nunca en la Aca-
demia, «pero en este caso especial la lucha vale más que el triunfo».29
Rafael Gil López vio claramente lo que era claro: que «pesaban dema-
siado las enaguas de la Condesa».30 Y tanto que pesaron más que su
talento.
Algo y con mucha demora les remordió la conciencia a los aca-
démicos, porque años más tarde acordaron cederle la primera vacante
que se produjera, pero la escritora no vivió lo suficiente para conse-
guirlo.31

Para que no hagan sombra

A raíz de estos sucesos, y aunque ya Emilia se había dado cuenta de


que en realidad no existían las disposiciones en nombre de las cuales a
ella y a Gertrudis se les había negado el ingreso en la Academia, al
parecer esto no era de conocimiento general, puesto que en 1914 va-
rias mujeres se dirigieron al Ministerio de Instrucción Pública para pe-
dir que se modificaran los Estatutos de la RAE. El ministerio remitió
el caso a la propia institución, que contestó, con un descaro sin nom-
bre, «…ni los Estatutos ni el Reglamento se oponen a que sean admiti-
das las mujeres a formar parte de este Cuerpo literario; de lo contrario,
esta excepción debería consignarse expresamente. No cree, pues, la
Academia que proceda la reforma de los Estatutos en el sentido que
dichas señoras solicitan, y así tiene la honra de informar a V. I.».32

29.   Cristina Patiño Eirín, op. cit.


30.  El Globo, 29 de marzo de 1912. Cit. por ibid.
31.   Para todo lo relacionado con la segunda candidatura de doña Emilia, ver Rocío
Charques Gámez, op. cit.
32.  Gaceta de Madrid, n.º 157, 6 de junio de 1914: 640. Cit. por Luis Carlos Díaz
Salgado, op. cit., p. 143.
El club de Toby  123

O sea que reconocieron ante el país que a Gertrudis y a Emilia se


las quisieron dar con queso al rechazarlas apelando a una norma que no
existía. Una vez que se vieron obligados a destapar el tamal, cabía es-
perar que en adelante no habría obstáculos para la postulación de mu-
jeres a la Academia. Pero como dice Luis Carlos Díaz Salgado, «debie-
ron de pensar con buen tino los académicos que sacar a la luz aquella
votación les causaría más perjuicio que beneficio ante la opinión públi-
ca, de ahí que optaran por una salida mucho más airosa y simple: bas-
taba con no votar a las candidatas… y asunto resuelto».33 En adelante
la misoginia tendría que agarrarse a otros argumentos. Y se agarró.
En 1927, a cinco años de la muerte de Pardo Bazán, ya que se
había descubierto la tramoya sobre el famoso acuerdo con que la des-
airaron a ella y a la divina Tula, y al parecer, por la presión de un de-
creto, había cierta esperanza de que las cosas hubieran cambiado. Se
mencionaban las candidaturas de Concha Espina, Blanca de los Ríos y
Sofía Casanova.
Concha Espina fue una escritora precoz que, decía el periodista
César González Ruano, de niña componía versos sin saber aún escribir-
los. Sus obras fueron traducidas al alemán, al inglés, al polaco, al fran-
cés, al italiano, al sueco, al ruso, al checo y al portugués. Autodidacta,
escribió poesía, novela y teatro con un estilo y belleza que cautivaron
rápidamente y recibió varios premios. Tres veces, en 1926, 1927 y 1928,
se pidió para ella el Premio Nobel de Literatura. Esta última vez fue
propuesta desde la Academia Chilena y desde una universidad sueca.
La poetisa, novelista y crítica literaria sevillana Blanca de los
Ríos, era muy estimada en su ciudad y respaldaban su candidatura la
Academia de Bellas Artes y el Ateneo de Sevilla.34 En 1928 fue pro-
puesta para el Nobel de Literatura por dos académicos, uno de ellos, el
obispo Leopoldo Eijo Garay, el cual, no obstante, se opuso a su ingre-
so en la RAE, como se había opuesto al de Pardo Bazán y al de Con-
cha Espina. Sus palabras textuales: «En esta academia las únicas fal-
das que entrarán son las mías».35
Sofía Casanova era poetisa, escritora y periodista. Nacida en Ga-
licia, al casarse con un intelectual polaco se desplazó a Polonia, donde

33.   Luis Carlos Díaz Salgado, ibid.


34.  Ibid., p. 143.
35.  Escritoras.com, «El Premio Nobel de literatura y las escritoras», en línea.
124  De mujeres, palabras y alfileres

vivía la mayor parte del tiempo o viajando por Europa en su función


de corresponsal de guerra de periódicos madrileños como ABC, La
Época, El Liberal, El Mundo y El Imparcial, así como de la revista
Galicia y algunas publicaciones de la prensa internacional como la
Gazeta Polska y The New York Times.36 En 1926 su nombre se barajó
para el Premio Nobel de Literatura.37 Ese mismo año, Jacinto Benaven-
te y otros cinco académicos la proponen para la Academia.
Habiendo, cosa inusitada hasta entonces, tres candidatas para
ocupar un sillón en el lugar sagrado, el 4 de febrero de 1927 el perió-
dico Mundo Nuevo se lanzó a encuestar a algunos académicos.38 Con
guasa, el entrevistador comienza diciendo: «Los vientos feministas
que corren en estos tiempos, a las veces con furioso ímpetu de venda-
val, ululante, han pasado en ráfagas más de una vez por los muros de
la Academia de la Lengua Española y han chocado contra sus puertas
macizas pesadotas. Los goznes antiguos, un tanto mohosos, apenas
han chirriado un poco, y ha surgido una rendija súbita, pero fácilmen-
te, prontamente evanescida». El periodista pregunta, a cada uno de los
entrevistados, qué opina de «la entrada de las mujeres en la Academia
de la Lengua» y a cuál de las escritoras votaría.
Azorín, a quien localiza en una biblioteca pugnando por alcanzar
un tomo de un estante alto, se declara no muy partidario «de la entrada
de las mujeres en estos organismos», al menos no «por simple mani-
festación feminista».
Otro entrevistado, el «sabio catedrático» D. José Alemany, se en-
cuentra en la Biblioteca de la Universidad. El periodista lo describe
como un tipo que «impone hasta que habla», alto, enteco, «con el ros-
tro de un bolchevique ruso» y su «barbita puntiaguda que ha debido
ser roja». El «sabio», que al parecer está en humor chacotero, mani-
fiesta, de entrada, ser tan poco antifeminista que en cuanto pudo se
casó, pero no está dispuesto a votar a ninguna mujer. Apoya su recha-
zo con una cita de Sófocles, el cual «dice que “en el pensar no está el
placer de la vida”». Y aunque del fragmento citado del dramaturgo
griego pareciera deducirse que se refiere al pensar en general, Ale-

36.  Sebastián Moreno, op. cit.


37.   Javier Mosquera, «La escritora gallega Sofía Casanova, la gran desconocida», en
línea.
38.   Ver Antonina Rodrigo, op. cit.
El club de Toby  125

many concluye: «Ellas están para otra cosa más grande que para nues-
tros menesteres. ¡Mujeres intelectuales! ¿Usted no ha pensado en el
fruto de la unión de un hombre y una mujer intelectuales? ¡Serán unos
hijos neurasténicos! ¡Imposible, imposible!…».
El literato militar Leopoldo Cano resulta menos cavernícola que
el «sabio» catedrático, aunque sabe muy poco de la Academia en la
cual se sienta cada jueves, puesto que asegura que Carolina Coronado
fue académica. A su juicio la cosa es tan sencilla como que «¿Lo man-
da el Gobierno? ¡Pues que entren!». Para Pedro de Novo y Colson,
otro excelentísimo (pues todos los entrevistados lo son), las mujeres
con méritos podrían entrar, pero «será difícil en competencia con los
hombres».
Luego el periodista visita al marqués de Villa-Urrutia, que le re-
cuerda a un caballero del Greco, quien «discreto, fino, cortés», le con-
testa: «No hay prohibición; no hay tal precedente tampoco… Las ha
habido, es cierto, pero honorarias… No iban por la Academia; no mo-
lestaban… Ahora bien; el Decreto no dice que habrá una plaza para
mujer. Dice que pueden entrar… No es ninguna novedad esto de la
entrada de las mujeres en la Academia». (Como que se le habían olvi-
dado los portazos a doña Emilia y a la divina Tula.) Y luego añade que
el trabajo académico «no es divertido» y no cree que, «aparte del ho-
nor», «satisfaría a ninguna mujer». (Lástima que no le preguntaran a
ninguna de las candidatas.) Luego, con mucha reticencia declara que
tres señoras le han pedido ya el voto y si no tiene más remedio que de-
cidir por una, esa sea Blanca de los Ríos.39 Pero «si hubiera sido aca-
démico cuando la Pardo, la hubiera votado. Como si hubiera vivido
cuando Gertrudis». ¡Claro! Pero la cosa es que ya estaban muertas y
no le podían estorbar. Así es muy fácil ser generoso.
Cuando entrevistó al «ilustre poeta» Sandoval, este exclamó:
«No había antes precepto prohibitivo. Hubo una época en la que exis-
tían dificultades porque las mujeres no tenían voto; así es que estimo
el decreto un poco superfluo. El no haber entrado D.ª Emilia dificulta
mucho cualquiera elección. Usted mismo lo comprenderá; es muy di-
fícil ahora. Y no se pueden citar nombres…, aunque reconozco que
hay escritoras de muchísimo talento».40

39.  Ibid.
40.   Ver Antonina Rodrigo, op. cit.
126  De mujeres, palabras y alfileres

En 1928, dice Sebastián Moreno, la Asociación Nacional de Mu-


jeres Españolas envió a la Academia una terna con los nombres de
Concha Espina, Blanca de los Ríos y Sofía Casanova para cubrir la va-
cante de José Rodríguez Corracido. «Se le comunicó que no había
vacantes, y asunto resuelto». Nuevamente en 1930 Benita Azas, su
presidenta, la vuelve a enviar con resultados parecidos.41
Como por el hilo se saca el ovillo, ya podrían saber las tres can-
didatas a qué atenerse. La candidatura de Concha Espina fue rechaza-
da no solo en 1928 sino en 1930; la de Blanca de los Ríos fue admitida
pero en la votación quedó en último lugar, y la de Sofía Casanova
probablemente ni se discutió.
Vemos que, al comprobarse la falsedad de la prohibición, se sa-
caron otros argumentos: a las mujeres no les iba a gustar porque no
era divertido; si no fue elegida Pardo Bazán ya no podía ser elegida
ninguna otra; y el efectista y contundente razonamiento de Novo y
Colson, el de la inferioridad mental: las mujeres tenían poco que hacer
en competencia con los hombres. Obviamente no se refiere a las zan-
cadillas y matráfulas de que ellos se valían para impedirles el ingreso,
sino a la gran superioridad masculina de que por esas fechas hablaban
otros sabios como Ortega y Gasset y Gregorio Marañón.
Transcurridos aproximadamente cuarenta años del rechazo de
Blanca de los Ríos, fue propuesto el nombre de María Moliner, autora
de un Diccionario de uso del español de aproximadamente 3.300 pá-
ginas que la convierte, a juicio de Díaz Salgado, en «La mejor lexicó-
grafa de la historia de España». A ella, como a Blanca, sí se la votó,
pero la venció el gramático Emilio Alarcos Llorach «por una abruma-
dora mayoría de votos»,42 lo cual constituyó «una gran pérdida cientí-
fica para la institución», por más que en esta ocasión el sillón le fuera
dado a otro lingüista de gran talla…43
Años después de todo esto, en 1996, el entonces presidente de la
Academia, Lázaro Carreter, que, entrevistado por el periodista Joa-
quín Vidal,44 se queja de la «obsesión feminista por modificar el voca-
bulario», afirma que en la Academia «jamás hubo una actitud discri-

41.  Sebastián Moreno, La Academia se divierte, en línea.


42.   Luis Carlos Díaz Salgado, op. cit., pp. 143-144.
43.  Ibid., p. 144.
44.   Joaquín Vidal, «El maltrato del español es suicida», en línea.
El club de Toby  127

minatoria». Tal vez de inmediato silbó mirando hacia otro lado, con
las manos en los bolsillos, pero probablemente cree lo que dice: la
escasez de representación femenina se debe a que las mujeres no dan
la talla: «Muchas veces —afirma— consideramos escritoras y nos pa-
rece que aún están muy en ciernes. Será terrible tener que decirlo,
pero es la realidad». Y agrega: «Creo que aumentarán las mujeres en
la Academia cuando las novelistas y las periodistas actuales tengan
más años», lo que hay que entender como «cuando tengan más cali-
dad». Acepta que al nombrar algunos varones «a veces se equivoca»,
pero «quizá en casos muy concretos».
Clarín, que tanto había combatido a Pardo Bazán, en un texto de
1887 nos ofrece un tema para cavilar:

Todos sabemos —dice—, y no hay para qué andar con tapujos ni hipó-
critas atenuaciones, todos sabemos cómo se hacen los académicos; que
si de tarde en tarde se impone la opinión pública y a regañadientes se
admite en la Academia a un Castelar, a un Zorrilla, a un Echegaray (no
sin que voten en contra muchos), lo usual es que venza la cábala reac-
cionaria, o mejor, la cábala de la envidia y del orgullo, y se afecte des-
preciar a los escritores que el pueblo aclama…[…] Y ¿a quién se prefie-
re? Al que no hace sombra.45

Puesto que a juicio de Carreter, Concha Espina, Blanca de los Ríos,


Sofía Casanova no ingresaron a la Academia por no dar la talla, y
puesto que en su momento las tres fueron propuestas para el Nobel,
habrá que suponer que el Nobel exige menos requisitos que la Acade-
mia, que, aunque a veces se equivoque al nombrar autores, no puede
correr ese riesgo con las autoras, pero tampoco con una especialista de
la talla de Moliner. O tal vez más bien es que esto de la sombra resulta
más perturbador cuando se trata de sombra de mujer. De hecho, el
mismo Azorín, que atribuía a Pardo Bazán «desenvoltura femenina y
profundidad varonil», reconoció: «Vale por diez hombres, y por eso
los hombres no le perdonan su talento».46 Cuidadosamente evitó la
primera persona del plural.

45.  Leopoldo Alas, «Clarín», Apolo en Pafos, en línea.


46.   Cit. por Julián Moreiro, «Escritoras pioneras del siglo xx. Cuando la literatura
era cosa de hombres», en línea.
128  De mujeres, palabras y alfileres

Por las dudas, repasemos datos. La Academia cumplió tres siglos


en 2013, rechazó a autoras de la talla de Pardo Bazán, Moliner, Gómez
de Avellaneda, Espina, Casanova y de los Ríos; admitió a la primera
académica de número en 1978; solo siete mujeres ocupan alguno de
sus 46 sillones en la actualidad y solo suman diez a lo largo de toda su
historia. Se hace difícil creer que durante tres siglos y aun ahora las
escritoras se mantengan tan en ciernes como aseguraba Carreter. Lo
que más bien ocurre es que la Academia sigue funcionando como el
club de Toby.

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8.
El sexo parlanchín

Somos / en el lenguaje. / La palabra / nos hace / y empodera / por


eso / toda dictadura / lleva una mordaza / como estandarte.
Marjorie Ross, «Poema cuatro»

El lenguaje nos usa tanto como lo usamos.


Robin Lakoff, «Language and woman’s place»

Palabra de mujer no vale un alfiler

Sucesivos estudios han venido demostrando, una vez sí y otra tam-


bién, que las palabras de las mujeres se cotizan a la baja. Sheryl San-
dberg y Adam Grant comienzan su artículo, «Speaking While Fema-
le», contando que mientras se producía la famosa serie televisiva The
Shield, el productor, Glen Mazzara, notó que las jóvenes guionistas
guardaban silencio durante las reuniones. Él las animó a participar
más, pero, casi cada vez que ellas empezaban a hablar, sus compañe-
ros varones las interrumpían. Cuando una expresaba una buena idea,
alguno saltaba antes de que pudiera terminar de exponerla.
Algo semejante encontró Grant en una compañía de cuidados de
la salud y asesoramiento de un banco internacional. Cuando los varo-
nes empleados aportaban ideas para atraer nuevos ingresos, obtuvie-
ron las evaluaciones de desempeño significativamente más altas por
parte de sus directivos, pero no ocurrió lo mismo con las empleadas
que expusieron ideas igualmente valiosas. De igual modo, a ellos,
pero no a ellas, se les conceptuó tanto más útiles cuanto más hablaron.
Otros estudios como el de Victoria L. Brescoll, psicóloga de Yale,
constataron que en entornos profesionales, cuando las mujeres hablan,
se las juzga demasiado agresivas, pero cuando los hombres hablan
prácticamente lo mismo, sus jefes asienten en agradecimiento por sus
buenas ideas. Brescoll encontró que el tiempo del uso de la palabra en
los senadores varones, pero no en las senadoras, estaba en relación
directa con su poder «medido por tenencia, posiciones de liderazgo y
trayectoria de la legislación aprobada». Sospechando que las mujeres
132  De mujeres, palabras y alfileres

hablaban menos por temor a la reacción, pidió a profesionales de los


dos sexos evaluar la competencia de los jefes ejecutivos que expresa-
ban sus opiniones más o menos frecuentemente. Según los resultados,
los ejecutivos varones que hablaban con más frecuencia que sus com-
pañeros fueron premiados con un 10 por 100 más alto en calificación
de competencia, pero las mujeres ejecutivas, en las mismas condicio-
nes, fueron castigadas con un 14 por 100 más bajo.
Resultados parecidos arrojó la investigación realizada por
Ethan Burris, de la Universidad de Texas. Él informaba a un miem-
bro elegido al azar, dentro del grupo sometido a estudio, que el sis-
tema de inventario de la librería era defectuoso, y le suministraba
datos sobre un mejor enfoque para que los expusiera como sugeren-
cias personales. Los análisis posteriores mostraron que las sugerencias
hechas por las mujeres se descartaban más, se seguían menos, e in-
cluso provocaban que se juzgara a sus proponentes como menos
leales. Hasta se desechaba la información de un sujeto femenino,
aun cuando se sabía que era única y podría beneficiar al grupo. 1
O sea, que sigue vigente aquello de que «palabra de mujer no vale un
alfiler».

Parlanchinas, porfiadoras, chocarreras…

Una de las acusaciones ancestrales ligadas a esa peor estima del habla
de las mujeres es la de parlanchinería, tema en el que abundan refra-
nes y textos eruditos. En el imaginario popular, en realidad ellas no
conversan, dialogan o platican sino que parlotean, chismorrean, coti-
llean, cotorrean, chacharean… y en su parlotear son «murmuradoras»,
«detractoras», «porfiadoras», «chocarreras», «necias» y «mentirosas».2
Además, no solo hablan demasiado sino que lo hacen para hacer daño,
porque, ya se sabe, «el alacrán tiene la ponzoña en la cola y la mujer
en la boca».
Como señalan López y Morant, las mujeres «ocupan en la mito-
logía popular el podio de la verbalidad», pero «solo en cantidad»,

1.   Sheryl Sandberg y Adam Grant, «Speaking While Female», en línea.


2.   Cfr. A. Martínez de Toledo, Corbacho, pp. 64, 71, 81, 84.
El sexo parlanchín  133

puesto que «se dice que hablan mucho más, pero que hablan peor, y de
ahí que la conversión de sus emisiones verbales en producto cultural
—en literatura, en suma— haya venido rodeada de toda suerte de
recelos».3 Pero de hecho, la charlatanería femenina es uno más de los
mitos de larga vigencia y no resiste la carga de la prueba.
Al parecer, las mujeres se inclinan hacia el habla privada y afec-
tiva primariamente para establecer y mantener relaciones, mostrar
similitudes y compartir experiencias, y tienen mayor fluidez verbal
con diferencias estadísticamente significativas. En grupos mixtos ha-
blan menos que en espacios femeninos y sus intervenciones son más
breves.
En un ensayo de 1935, Victoria Ocampo afirma: «Creo que,
desde hace siglos, toda conversación entre el hombre y la mujer, ape-
nas entran en cierto terreno, empieza por un: “No me interrumpas” de
parte del hombre», cuya expresión predilecta es el monólogo: él «se
contenta con hablarse a sí mismo».4 Alguien diría que esto sí, pero en
los tiempos de los colochos de Shirley Temple. Esto es de hoy. Diver-
sas investigaciones permiten afirmar que los hombres propenden al
«habla pública» y las «conversaciones informativas», más monolo-
gantes; buscan intercambiar información y expresar opiniones perso-
nales con el fin de hacerlas prevalecer; procuran desplazar a las mu-
jeres fuera del espacio conversacional, reformulan lo que ellas dicen,
ignoran sus intentos por introducir nuevos temas o entablar diálogo,
las castigan con el silencio; dan lecciones, interrumpen más, hablan
más y durante más tiempo; se resisten a ceder la palabra; incurren en
más pláticas cruzadas y parecen emplear menos señales de refuerzo;
es decir, cosas como mover la cabeza, asentir, dar una respuesta mí-
nima.
Tannen ha observado que en sus propias conferencias, cuyos te-
mas se refieren particularmente a las mujeres, más allá de la propor-
ción de uno y otro sexo en el auditorio, invariablemente son ellos
quienes formulan la primera pregunta, intervienen con más frecuencia
y durante más tiempo; exhiben sus conocimientos y habilidades y cap-
tan el interés a través de anécdotas, chistes e información. Esto, a su
juicio, se relacionaría con el hecho de que, para la mayor parte de

3.   Ángel López García y Ricardo Morant, Gramática femenina, p. 11.


4.   Victoria Ocampo (08/1935), «La mujer y su expresión», en línea.
134  De mujeres, palabras y alfileres

ellos, «hablar es una manera de preservar su independencia y de nego-


ciar y mantener su estatus en un orden social jerárquico».5
Como bien había observado Virginia Woolf, «en contra de lo que
afirma el saber popular, el sexo parlanchín no es el femenino, sino el
masculino. En todas las bibliotecas del mundo —dice ella— se oye
al hombre hablando para sí y casi siempre hablando de sí mismo».6
Y, habría que agregar, en más de un caso con alto concepto de su sexo,
como se puede deducir de la frase de Ralph Waldo Emerson: «Dame
palabras que tengan iniciativa, que sean espermáticas, que profeticen,
que sean hechas por los hombres».7
Las diferencias de uso de la palabra según el sexo comienzan
muy temprano. Varios estudios sobre coeducación a partir de las dos
últimas décadas del siglo xx han mostrado que, en relación con las
niñas, los niños hablan por término medio tres veces más, emplean
más vocablos, más turnos, más tiempo, y dan mayor número de res-
puestas en voz alta, en una proporción de ocho a una. Pero no es que
se trate de una conducta natural. El personal docente tiene su respon-
sabilidad en esto. Maestras y maestros les aceptan respuestas no pedi-
das mientras regañan a las niñas que las dan; mantienen menos inte-
racciones verbales con ellas, les hablan menos, perciben como
excesiva su habla cuando ocupan el mismo tiempo que los niños y
sienten que les prestan mucha atención cuando se les atiende igual.
Esto a más de muchas otras diferencias, como, por ejemplo, dirigirse
a ellas con más frecuencia llamándolas «guapas», lo que indica, a jui-
cio de Marina Subirats y Cristina Brullet, que, si bien el mensaje ex-
plícito de género ha desaparecido de la escuela, permanece de una
manera implícita, puesto que esto indica que para el personal docente

5.   Ver Violeta Demonte, «Naturaleza y estereotipo», op. cit., p. 217 y «Sobre la ex-
presión lingüística de la diferencia», en Cristina Bernis et al. (eds.), Los estudios sobre
la mujer. De la investigación a la docencia, p. 296; M.ª Jesús Buxó Rey, Antropología
de la mujer. Cognición, lengua e ideología cultura, p. 52; Irene Lozano Domingo,
Lenguaje femenino, lenguaje masculino, pp. 169-170, 177; Anthony Mulac et al., «The
gender-linked language effect: an empirical test of a general process model»; Deborah
Tannen, Tú no me entiendes, ¿por qué es tan difícil el diálogo hombre-mujer?, pp. 36,
65-66; Maitena Etxebarria Arostegui, «Mujeres lingüistas en el ámbito de los estudios
sociolingüísticos», en línea.
6.   Virginia Woolf, «Hombres y mujeres», Las mujeres y la literatura, p. 76.
7.   Cit. por Elizabeth Russell, «El sueño de un lenguaje común», en Àngels Carabí y
Marta Segarra (eds.), Mujeres y literatura, p. 101.
El sexo parlanchín  135

la niña es «cuerpo que debe ser contemplado, ser que ha de tener en


cuenta ante todo la dimensión estética de sí misma». Pero lo que es ya
para quedarse bizca es que ni se dan cuenta y creen tratar a unas y
otros por igual.8
Así pues, las mujeres no son más habladoras que los hombres, en
parte porque desde la niñez se les coarta el uso de la palabra, pero esto
no quita que se las perciba como tales. Deborah Tannen se pregunta
por qué, y acude a la sugerencia de Dale Spender, según el cual mu-
chas personas sienten instintiva (si no conscientemente) que «las muje-
res, tal como los niños, deben ser miradas pero no escuchadas». A par-
tir de ahí, independientemente de cuánto hablen, «siempre resulta
demasiado». Pareciera confirmarse que la percepción del sexo feme-
nino como parlanchín se relaciona fundamentalmente con interdiccio-
nes milenarias sobre su palabra, originadas en el ideal de la feminidad
sumisa y obediente. «Si una mujer te habla —dice un refrán chino—
sonríe y no la escuches.»
En las colonias americanas, los castigos para las que hablaban
más de lo que se estimaba oportuno iban desde atarlas a una silla de
chapuzar que sumergían en agua hasta casi ahogarlas, colocarles ce-
pos con letreros alusivos, amordazarlas o clavarles una estaca en la
lengua. Hoy, nos advierte Deborah Tannen que nos cuenta estos he-
chos, «los antiguos castigos corporales dejaron lugar a otros nuevos,
de tipo informal, a menudo psicológicos» y «los estereotipos actuales
no son tan distintos de aquellos que dieron origen a los antiguos pro-
verbios. Se sigue pensando que las mujeres hablan demasiado».9
Esto viene de muy atrás. A finales del siglo xvi, fray Martín de
Córdoba afirmaba que las mujeres abundan en palabras más que el
varón, vicio que han de enmendar si son cuerdas y prudentes, «ponien-
do freno en sus lenguas». Francisco Eiximenis, en el siglo xv, cuenta
una anécdota según la cual Dios había hecho a Eva sin lengua, y como
Adán no dejaba de suplicarle que se la pusiera, se la hizo de la cola de
una cabra, no sin antes advertirle que ella «difícilmente hablaría en su
provecho». Y lo esperable: Eva, de inmediato, habló con la serpiente y

8.   Violeta Demonte, «Sobre la expresión lingüística de la diferencia», op. cit., p. 296;
Mercedes Bengoechea, «Influencia del uso del lenguaje y los estilos comunicativos en
la autoestima y la formación de la identidad personal», ambos en línea.
9.  Deborah Tannen, op. cit., p. 35.
136  De mujeres, palabras y alfileres

arruinó la olla de leche. Entonces Dios amonestó a Adán advirtiéndole


que en adelante no la oyera más ni creyera nada de lo que ella dijese,10
con lo cual todo queda bien calzado y el dominio en su punto. Pero
claro, como diría Victoria Ocampo, en todos estos casos se trata de
«testigos que la ley no aceptaría» por tendenciosos y sospechosos.
Y al fin y al cabo, la cosa no es quién hable más sino por qué.
Algunos estudios sugieren que el uso de la palabra se relaciona con el
estatus y el poder, y puesto que las mujeres en general han tenido y si-
guen teniendo menos poder y estatus, es fácil que se atribuyan al géne-
ro diferencias de habla que se podrían relacionar más bien con qué
sexo está en qué lugar.11 Y si en la escuela se admite lo que se admite,
se rechaza lo que se rechaza en razón de niña o niño, y todo sin propó-
sito expreso, es porque inconscientemente se da por hecho el lugar de
cada cual, de modo que «tú lo ganaste, Juan, y a Pedro se lo dan».

«Que no diga naa / naaah naaah…»

Sabemos que el discurso y la comunicación constituyen los recursos


principales de los grupos dominantes. Ellos establecen las limitacio-
nes de los tópicos determinando quién debe hablar, sobre qué y en qué
momento. Los otros, los grupos dominados, tienen acceso activo so­
lamente a conversaciones privadas, acceso pasivo a los medios de co-
municación y un acceso parcialmente controlado a los diálogos insti-
tucionales.12
Como observa Irene Lozano, «el lenguaje no es solo una forma
de reafirmación del poder sino también de expresión de la libertad»;13
pero históricamente el poder y la libertad son bienes ajenos a las mu-
jeres, por lo que hay que mantenerse en guardia para que no los usur-
pen. Por eso las prevenciones sobre el habla femenina nunca aparecen
solas: van irremediablemente en piña con los recelos sobre cualquier

10.   Para las referencias a Martín de Córdoba y Eiximenis, siguiendo el orden de las
citas, ver Robert Archer, Misoginia y defensa de las mujeres, pp. 163-164, 211-212.
11.   Jaime Nubiola, «Esencialismo, diferencia sexual y lenguaje», en línea.
12.   Teun A. van Dijk, Discurso, poder y cognición social, en línea.
13.   Irene Lozano Domingo, op. cit., p. 26.
El sexo parlanchín  137

otra conducta que pudiera cuestionar el poder masculino. De modo


que la acusación de parlanchinas y «murmurantes» casi siempre va
acompañada de la condena de otras conductas —andariegas, volunta-
rias, bravas y ventaneras— que también pudieran cuestionar ese poder.
En el siglo xvi, fray Ambrosio de Montesino, en su poema «Doc-
trina de reprehensión de algunas mujeres», encuentra que «las donce-
llas ventaneras, / trotahuertos y negocios / presto se rompen de ente-
ras», porque «toda desmesura / so color de desenvuelta / siempre pone
en aventura / toda honra y hermosura».14
Carmen Martín Gaite llama la atención sobre el hecho de que el
vocablo «ventanera», que aparece «en toda la literatura clásica espa-
ñola», nunca viene usado «más que en género femenino». Así, en las
Epístolas familiares de fray Antonio de Guevara: «Guardaos de ser
vana, liviana, ventanera, habladora y chocarrera», y en los Coloquios
matrimoniales de Pedro de Luján: «Nadie se casaba sino con la hija de
su vecino con quien se criaba, porque ya se habían visto muchas ve-
ces: sabía si era parlera, si ventanera, si salidera o desperdiciada». En
El pícaro Guzmán de Alfarache está claro el propósito de estas prohi-
biciones: «No tome ni ponga la doncella ni la viuda su blanco en la
libertad».15
Para justificar este constreñimiento se acudió a muy diversos
pretextos. Los más recurridos fueron quizás la falta de inteligencia y
la necesidad de sumisión, basada esta, desde san Pablo, en el deber de
silencio y obediencia, por el mayorazgo de Adán, creado primero.
Y ese mayorazgo le da a todos los demás Adanes muchos privilegios
sobre las Evas; el más importante: someterlas sin que puedan rechis-
tar. Para fray Luis de León «es justo que se precien de callar todas, así
aquellas a quienes les conviene encubrir su poco saber, como aquellas
que pueden sin vergüenza descubrir lo que saben: porque en todas es,
no solo condición agradable, sino virtud debida, el silencio y el hablar
poco».16 Su argumento va por la vía de la inferioridad intelectual, por-
que «el hablar nace del entender», una facultad que a ellas les limitó
«la naturaleza», puesto que no las hizo «para el estudio de las cien-

14.   Justo de Sancha, Romancero y cancionero sagrados, en línea, p. 411.


15.   Carmen Martín Gaite, Desde la ventana, pp. 25, 34.
16.   Fray Luis de León, La perfecta casada, en Escritores místicos españoles, t. 28,
p. 362.
138  De mujeres, palabras y alfileres

cias, ni para los negocios de dificultades, sino para un solo oficio sim-
ple y doméstico». O sea que Dios las fabricó mentalmente equipadas
para los fogones y las escobas. Fray Luis, recurriendo a citas de auto-
ridades clásicas como Demócrito y Plutarco, insiste una y otra vez
sobre la necesidad de que las mujeres no hablen. Para el primero, su
aderezo y su hermosura es «el hablar escaso y limitado»; para el se-
gundo, «han de guardar siempre la casa y el silencio».17 Por su parte,
Pedro de Luján, sencillamente y sin más, advierte que «el oficio del
marido es saber bien hablar, y el de la mujer preciarse de callar».18 Por
aquí se entiende bien por qué pronostica el refrán que «a quien Dios le
ayuda la mujer se le queda muda».
Todo eso es cosa añeja y anticuada. ¿Lo es? Los integrantes del
dúo colombiano de pop, Cali y el Dandee, nacieron uno en 1988 y el
otro en 1993, lo cual significa que en 2016 el mayor de los dos no alcan-
za los treinta años. Un vistazo a su canción La muda nos puede aclarar
las cosas: «Quiero una mujer bien bonita callada que no me diga naa​
/ que cuando me vaya a la noche y vuelva en la mañana / no diga naaa /​
que aunque no le guste que tome se quede callada y / no diga naaa
/ quiero una mujer que no diga naa / naaah naaah naaah naaah naaah».
Vale la pena saber que en solo tres años, de 2011 a 2014, han recibido
doce reconocimientos musicales.
Es de asumir que, aunque el ideal de «calladita más bonita», si-
gue vigente, desde siempre ha de haber existido cierta mala concien-
cia porque someter a un grupo humano, privarlo de expresión, limitar
su desarrollo, es obvio que no está bien. Y como no lo está, hay que
enmascararlo de algo bueno y deseable. Por eso, el silencio femenino
se ha propuesto maliciosamente como muestra de virtud, sabiduría,
inteligencia, belleza, bondad y deseabilidad, y por eso dice el refrane-
ro que «gallina ponedora y mujer silenciosa valen cualquier cosa».
Desde luego los escritores, pensadores, filósofos, teólogos, sabios y
eruditos no se quedan atrás. Kierkegaard ve en el silencio no solo «la
mayor sabiduría de la mujer, sino también su mayor belleza»; para
Erasmo y para Luis Vives es un adorno y un atractivo,19 lo cual nos
recuerda aquel «me gustas cuando callas…» de Pablo Neruda y aque-

17.  Ibid., p. 363.
18.   Irene Lozano Domingo, op. cit., p. 28.
19.   Irene Lozano Domingo, ibid., pp. 22-23.
El sexo parlanchín  139

llos versos de la Rima XXXIV de Bécquer: «¿Que es estúpida? ¡Bah!


Mientras callando / guarde oscuro el enigma, / siempre valdrá lo que
yo creo que calla / más que lo que cualquiera otra me diga». En otras
palabras, todos ellos han querido una mujer bonita, callada, que no
diga naa naaah naaah naaah.

Hablar es cosa de hombres

Una de las evidencias más antiguas del mandato de silencio y su rela-


ción con el poder aparece en un pasaje de la Rapsodia I de la Odisea,
probablemente escrita hacia mediados del siglo viii a.C. Cuando Pené-
lope le pide al aedo Femio que no narre los acontecimientos tristes del
regreso de los aqueos de la guerra de Troya, Telémaco, su hijo, la
manda a su habitación a ocuparse del telar y la rueca, porque, dice él,
«de hablar nos cuidaremos los hombres, y principalmente yo, cuyo es
el mando en esta casa».20 El derecho de hablar aparece al menos ya
desde entonces asociado al derecho de mandar.
Mucho tiempo después de la Odisea, hacia el siglo v a.C., flore-
ce en Grecia la tragedia, en la cual se puede observar la continuidad
de ese pensamiento. En Ayante de Sófocles, un personaje femenino,
Tecmesa, cuenta al coro cómo, ante los desvaríos de Ayante, ella in-
tentó detenerlo, pero él le contestó «con el refrán sabido: “Ornato es
de las hembras el silencio”», lo que la hizo callar «reverente».21 En
Siete contra Tebas, de Esquilo, Eteocles se dirige al coro de mujeres
advirtiéndoles: «A los hombres toca, cuando los enemigos intentan
atacar, ofrecer sacrificios a los dioses, y consultar los oráculos; a ti
callar y permanecer dentro de la casa».22 En las Fenicias, Andrómaca
y Suplicantes, de Eurípides, aparecen varias alusiones negativas al ha-
bla de las mujeres. En la primera, el ayo le advierte a Antígona: «Mu-
jeril es hacer de todo crítica: oye un dicho dudoso, y lo repite luego,
pero lo aumenta»;23 en la segunda, ante las quejas de Andrómaca hacia

20.  Homero, Odisea, p. 14.


21.  Sófocles, Ayante.
22.  Esquilo, Siete contra Tebas, p. 56.
23.  Eurípides, Las diecinueve tragedias, p. 384.
140  De mujeres, palabras y alfileres

Menelao, que la tomó por esclava para convertirla en su concubina, el


corifeo, aunque reconoce que de su mente ha salido mucha discreción,
le advierte: «¡Demasiado has dicho para ser mujer que con varones
contiende».24 Y finalmente, en Suplicantes, Teseo duda de que «la sa-
biduría hablar pueda por boca femenina». No obstante, le pide a Etra,
su madre, que hable, y ella contesta: «¡No callaré, no! No ha de haber
ocasión en lo futuro en que yo me censure por haber callado. No im-
porta esa palabra de que la voz de la mujer no vale. No callo, y doy el
dictamen que mi pensamiento cree saludable».25
Dice Irene Lozano que, según las leyendas clásicas, «los atenien-
ses levantaron a la puerta de la fortaleza una estatua de una leona de
bronce sin lengua para mostrar que el silencio en la mujer es una gran
virtud», pero que «en realidad aquella estatua se había esculpido para
honrar a una mujer que pese a ser torturada no reveló ninguno de los
secretos que conocía sobre una conjuración que se fraguaba contra
los tiranos». O sea que transformaron «un silencio heroico» en «un
modelo de constante imitación para la mujer común, requerido en
cualquier acto de su vida cotidiana y a través de siglos de historia».26
Roma, por su parte, rendía culto a Tácita Muda, una diosa que
callaba, y a Aius Locutius, un dios que era solo voz. La primera era
una divinidad de la muerte, cuyo nombre, señala Eva Cantarella, tie-
ne dos referencias al silencio: tácita y muda; el segundo era un dios
con dos referencias al habla: aius y locutius. La única vez que en toda
la historia de Roma se presentó este dios fue precisamente en la forma
de una voz misteriosa que en el 390 a.C. puso en guardia a la ciudad
contra la invasión de los galos. Al no tomarse en cuenta su adverten-
cia, la ciudad fue saqueada, por lo que, en señal de arrepentimiento, se
le honró con un santuario en el ángulo norte del Palatino, donde se le
escuchó.
La diosa, según el relato de Ovidio, había sido una náyade muy
locuaz, hija del río Amon, llamada Lala o Larunda, nombre más o
menos equivalente a «Habladora». Hablaba mucho y a destiempo. Un
día le contó a una de sus hermanas que Júpiter, el padre de los dioses,
la cortejaba sin que ella le hiciera caso. El dios, en revancha, le arran-

24.  Ibid., p. 132.
25.  Ibid., p. 211.
26.   Irene Lozano Domingo, op. cit., p. 23.
El sexo parlanchín  141

có la lengua y la mandó al reino de los muertos, acompañada por Mer-


curio, quien de paso la violó y la embarazó de gemelos. Un relato
aleccionador para las mujeres. Como dice Cantarella, «Lara no había
hecho mal uso de la palabra por un simple “desliz” o por un defecto de
su carácter» sino por ser mujer; esto es, «respondiendo a un defecto
típicamente femenino». De otro modo, a su mito no se le habría con-
cedido la importancia que tiene.
Como está claro en ambos relatos, a diferencia de Tácita Muda,
castigada por hablar lo que no debía, Aius Locutius «era el hombre
identificado por su capacidad de expresarse, por su característica de
saber formular y comunicar el pensamiento. Su historia mostraba que
en la palabra de varón sí se podía y se debía creer».27
Reforzando la figura de Tácita Muda, aparece en Roma otra divi-
nidad femenina, Angerona, a la cual se representa con el índice colo-
cado en forma vertical sobre los labios, e incluso se habla de una ima-
gen suya en la que aparece amordazada. Se han sugerido muchas
explicaciones para esto, incluso una más reciente que la interpreta
como el silencio de los cementerios. Pero, dice Cantarella, «sea cual
sea su explicación originaria, el silencio de Angerona hoy, al igual que
el silencio de Tácita Muda, puede ser interpretado como un símbolo,
como un nuevo símbolo del deber que las mujeres tienen de no hablar,
de ser discretas y obedientes», escuchadoras, pero no interlocutoras de
los hombres.28 Como mínimo, resulta al menos sospechoso que no
haya deidades masculinas representantes del silencio.
En la mitología romana, el dios Júpiter le hizo cortar la lengua a
Larunda por habladora. En la mitología griega, el rey Tereus le cortó
la lengua a Filomela después de violarla para que no lo contara; y en
la leyenda griega, Casandra hablaba y profetizaba, pero de poco le
valía porque no solo vaticinaba desgracias sino que nadie la creía y la
consideraban loca.29
Por lo que sabemos, aunque la comunicación es la función prima-
ria y tal vez la más amplia del lenguaje, no es la única ni la más impor-
tante, puesto que también se emplea para mediatizar la esfera psicoló-
gica; adquirir conocimientos y experiencias; regular, organizar y

27.  Eva Cantarella, Pasado próximo, pp. 19-22.


28.  Ibid., p. 65.
29.  Elizabeth Russell, op. cit., p. 102.
142  De mujeres, palabras y alfileres

expresar las impresiones emocionales y afectivas; regular y organizar


la memoria, la atención, y toda nuestra vida en general.30 Esto significa
que las limitaciones y restricciones sobre el lenguaje nos limitan y em-
pobrecen psicológica, intelectual, social, afectiva y emocionalmente.

Palabras nuevas y lenguas secretas

Algunas feministas angloparlantes, convencidas de que muchos de los


vocablos en uso no captan matices o energías que a ellas les interesa
destacar, han optado por resemantizar palabras ofensivas como bruja
y solterona, confiriéndoles significados positivos; o crear nuevos vo-
cablos mediante composición tales como biofilismo (amor a la vida),
hagiología, para significar escritos o personas sagradas, sororidad
(hermandad entre mujeres), falotecnología, ginocrítica, ecofeminis-
mo, metodolaltría, metodicida… Pero también existe alguna evidencia
etnográfica de que en ciertas épocas y culturas las mujeres han desa-
rrollado alguna forma privada y secreta de comunicación.
A juicio de Elaine Showalter, en las religiones extáticas, por
ejemplo, ellas hablan con mayor frecuencia que los hombres en len-
guas secretas, fenómeno que la ciencia antropológica atribuye a su
relativa inarticulación en el discurso religioso formal. Viajeros y mi-
sioneros de los siglos xvii y xviii hablaron de «lenguajes femeninos»
entre los indios de América del Norte, los africanos y los asiáticos,
aunque las diferencias de estructuras lingüísticas que relataron fueron,
por lo general, superficiales. Para Showalter la idea de un lenguaje tal
es muy antigua y aparece con frecuencia en el folclor y el mito, donde
su esencia consiste en su carácter secreto, aunque a su juicio, lo que
realmente se describe es la fantasía masculina de la naturaleza enig-
mática de lo femenino.31
Pero tal vez no es que mito y folclor contengan una verdad so-
ciológica sobre la idea que los hombres tengan sobre las mujeres, sino

30.   Luis Quintanar Rojas y Yulia Solovieva, «Análisis neuropsicológico de las alte-
raciones del lenguaje», en línea.
31.   Elaine Showalter, «La crítica literaria en el desierto», en Marina Fe (coord.),
Otramente: lectura y escritura feministas, p. 92.
El sexo parlanchín  143

más bien que la necesidad femenina de expresarse sin censuras resulte


enigmática para ellos. En este sentido, hay una pista interesante en el
mito de Filomela, y se trata de que aunque el rey, su cuñado, después
de violarla le cortó la lengua, ella habló, de otro modo, bordando las
escenas de la violación en un manto que le regaló a su hermana. Este
detalle mitológico parece cobrar relevancia cuando sabemos que en
China existía una lengua escrita, dominada solo por las mujeres y tras-
mitida de madres a hijas: el nushu, cuyos textos contienen reflexiones
íntimas, consejos, correspondencia y descripciones de bombardeos y
guerras.
Se afirma que surgió debido a que las chinas estaban privadas de
educación formal y vivían encerradas en las casas de sus padres o de
sus maridos, sometidas a su autoridad, sin posibilidades de aprender a
leer y escribir el idioma de los hombres. Al nushu se le considera un
sistema de comunicación único porque no tiene ningún paralelo ha-
blado; contaba con entre 1.500 y 2.000 palabras y se escribía o se
bordaba en columnas verticales, de izquierda a derecha, en diarios,
abanicos, y las llamadas «cartas del tercer día»: folletos que se envia-
ban a las novias el tercer día de la boda. En ellos les trasmitían conse-
jos sobre el matrimonio, pero también canciones en las que expresa-
ban sueños, esperanzas y sentimientos. A diferencia del mandarín
como fundamento institucional de la cultura, el cual tiene una estruc-
tura autoritaria, el nushu era la lengua de la vida cotidiana, de las emo-
ciones, de la espontaneidad, del mundo natural, de los sueños, de los
deseos. Y, para preservar sus secretos, todos esos textos se iban a la
tumba con sus dueñas.
En 1949, tras la purga que significó la revolución china, y al re-
celar las autoridades de unos trazos ininteligibles, los tacharon de
«lenguaje de brujas» y persiguieron a sus autoras. Con el paso de los
años, el nushu se fue perdiendo hasta desaparecer por completo en
2004 con la muerte de la última mujer que lo utilizó, Yang Huanyi,
una de las principales representantes de China en la Conferencia de
las Naciones Unidas sobre la Mujer en Pekín, de 1995. En esa ocasión
entregó gran parte de las cartas, poemas y artículos que había escrito
en ese lenguaje. Posteriormente fueron recopilados en un libro por la
Universidad de Qinghua. Al referirse a esta lengua, Huanyi afirmó:
«Hizo nuestras vidas mejores, porque nos ofreció un modo de poder
expresarnos». Uno de los documentos recuperados dice: «Los hom-
144  De mujeres, palabras y alfileres

bres se atreven a salir de casa para enfrentarse al mundo exterior, pero


las mujeres no son menos valientes al crear un lenguaje que ellos no
pueden entender». Otro señala: «Debemos establecer relaciones de
hermanas desde la juventud y comunicarnos a través de la escritura
secreta».32 Y es que, si decir «pío» es un ruidal ensordecedor para los
patriarcas, las mujeres siempre deben de haber comprendido que no
decirlo equivale a tomarse la píldora azul y quedarse varadas en la
realidad que nos fabricaron.

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9.
Mujeres de Planilandia

… tal como están ahora las cosas, nosotros los varones tenemos
que dirigir una especie de existencia bilingüe y casi podría decir
que bimental. Con las mujeres hablamos de «amor», «deber»,
«bien», «mal», «piedad», «esperanza» y otros conceptos irracio-
nales y emotivos, que no tienen existencia alguna, y cuya inven-
ción no tiene más objeto que el de controlar las exaltaciones fe-
meninas; pero entre nosotros, y en nuestros libros, tenemos un
vocabulario, y casi puedo decir un idioma, completamente distin-
to. «Amor» se convierte entonces en «la previsión de beneficios»;
«deber» se convierte en «necesidad» o «aptitud» y se transmutan
correspondientemente otras palabras. Además, utilizamos con las
mujeres un lenguaje que indica la máxima deferencia hacia su
sexo; y ellas creen a pies juntillas que ni el propio círculo jefe es
objeto de más devota adoración de lo que lo son ellas. Pero a es-
paldas suyas se las considera y se habla de ellas (todos menos los
muy jóvenes) como si fueran poco más que «organismos sin inte-
ligencia.
Edwin A. Abbott,
Planilandia, una novela de muchas dimensiones, 1884.

El habla desviada

El epígrafe con que se inicia este texto pertenece, como se ve, a finales
del siglo xix y se inscribe, como también se ve, en el género satírico.
Esto último, no lo primero, explica la alusión a la irracionalidad y
emotividad de los temas con que presumiblemente los hombres de Pla-
nilandia condescienden al hablar con las mujeres, y la fingida deferen-
cia con que lo hacen, aun asumiendo que carecen de juicio. Se trata de
un estereotipo, una idea preconstruida, exagerada, inmutable y simpli-
ficada, cuya finalidad es explicar, racionalizar y justificar por qué las
cosas están como están. Ayuda a mantener la raya invisible que acota
el territorio en el que nos movemos. Eso en cuanto a la presunta irra-
cionalidad, emotividad y exaltaciones que a las mujeres se atribuyen.
En cuanto al idioma «casi» completamente distinto, otras perso-
nas después de Abbot, independientemente de su sexo, parecen corro-
148  De mujeres, palabras y alfileres

borarlo. Las investigaciones de Anthony Mulac1 probaron que los es-


tereotipos dan cuenta de algunos fenómenos del habla normal y
cotidiana, pero también lo dan los esquemas de lenguaje relacionados
con el género, o sea, con lo que inconscientemente asumimos que es
hablar como Juana o como Juan.
En estos fenómenos entra en juego la diferencia, un concepto sin
importancia ideológica si se trata de diferenciar frijoles de arroz, na-
ranjas de zapotes, pero aplicado a seres humanos se puede volver pe-
ligroso. Como advierte Alice Freed, este concepto conduce invariable-
mente a establecer un rango o privilegio de un grupo, considerado
estándar o norma, sobre otro, visto por lo tanto como «desviado, defi-
ciente, o solo un poco al margen». Esto es precisamente lo que ocurre
entre los sexos: la naturaleza de las mujeres es medida y determinada
por cómo difieren de los hombres; y se hace circular la idea de que
esas diferencias son «naturales, estáticas e inmutables».2 Igual señala
Deborah Tannen, «cuando personas que se identifican como diferentes
desde el punto de vista cultural tienen diferentes estilos conversacio-
nales, sus modos de hablar se convierten en base de estereotipos
negativos».3 Por eso algunas temen justificadamente que cuando se
habla de diferencias, se entienda que «son ellas las que difieren de un
estándar que es siempre el masculino» y «hay solamente un paso muy
corto, y quizás inevitable, entre “distinto” y “peor”».4
Esto podría explicar por qué se ha puesto tanta energía en esta-
blecer y definir el habla femenina, y en atribuirle vicios y deficiencias,
en muchos casos de buena fe y con afán de ayuda. Una de las primeras
que hizo saltar esa liebre fue Robin Lakoff,5 quien, basándose en la
introspección y en la observación de su entorno social, concluyó que
la forma en que hablan las mujeres y el modo en que el lenguaje las
trata no solo se basan en la desigualdad, sino que le proporciona vi-
gencia. Implica negarles sistemáticamente el acceso al poder.

1.   Anthony Mulac et al., «The gender-linked language effect: an empirical test of a
general process model», en línea.
2.   Alice F. Freed, «Epilogue: «Reflections on Language and Gender Research», en
línea.
3.  Deborah Tannen, Género y discurso, p. 80.
4.  Deborah Tannen, Tú no me entiendes, p. 5.
5.   Robin Lakoff (1973), «Language and woman’s place», en línea. Todas las referen-
cias a ella proceden de esta fuente.
Mujeres de Planilandia  149

Lakoff sostiene que, colocadas las mujeres en posición de mar-


ginales y consideradas ajenas a los intereses serios de la vida, apren-
den desde la infancia la conducta «correcta», que es «correcta» y ne-
cesaria para ellas porque no se las estima realmente como personas
con individualidad propia. De ahí que se les enseñe un habla cortés,
suave, indecisa, sumisa, y a emplear expresiones «triviales». Ese esti-
lo tiene sus consecuencias: hará que se las considere ridículas, inca-
paces de discutir y pensar con claridad y, en cierto modo, «menos
plenamente humanas». Además sumerge su identidad personal al ne-
garles el medio de expresarse con fuerza, de todo lo cual podemos
deducir que su habla se identifica fundamentalmente con las pala­
britas.
En oposición, niños y hombres gozan de la potestad de las pala-
brotas, si es que esto es alguna clase de privilegio. Aquí tienen su par-
te el núcleo familiar y las amistades, que desde el lenguaje indicarían
a cada sexo su lugar. Niñas y mujeres que intentan hablar con brusque-
dad reciben críticas, burlas y censuras. Lo mismo ocurre con hombres
y niños que hablan con alguna delicadeza. Incluso en determinados
sectores sociales, señala Maitena Etxebarria, el lenguaje masculino
«ha tenido, tradicionalmente, la exclusividad de las palabras groseras,
de las blasfemias y del argot, ámbito lingüístico al que la mujer no
podría acceder sin sufrir una fuerte sanción».6 Se trata de un léxico
que constituiría señal de fuerza y dureza, de «aquí mando yo».
De hecho, hay campos culturales acotados por y para los hom-
bres. Dado que históricamente se han distribuido por sexo rasgos
como duro/blando, fuerte/débil, y todas las oposiciones que usted
quiera siempre que las asociadas a lo masculino sean o se estimen
mejores, el lenguaje no puede escapar de ese reparto. Para Lakoff, la
elección del vocablo está en función de cuán fuerte se permita alguien
sentir, aunque creo que más bien debía decir expresarse, sobre algo.
Las mujeres deben ser «damas» o «damitas» y, como tales, abstenerse
de gritar, vociferar, mostrar temperamento o rabia, cosa que sí pueden
hacer los hombres, aunque se les trate de caballeros, en tanto que re-
fuerzan su posición de poder.

6.   Maitena Etxebarria Arostegui, «Mujeres lingüistas en el ámbito de los estudios


sociolingüísticos». Todas las referencias a esta autora en el presente capítulo están to-
madas de este texto.
150  De mujeres, palabras y alfileres

Y claro, si ellas no deben blasfemar ni decir groserías, tienen que


utilizar eufemismos. Ya desde muy antes de Lakoff, el lingüista danés
Otto Jespersen había señalado que lo que para un hombre sería «una
mentira infernal», para una mujer sería «una mentira terrible»; donde
él diría «infierno», ella diría «un lugar muy incómodo» o «muy calien-
te», expresiones que han pasado después a ser de uso general. De igual
forma, ellas, en otras épocas, evitarían términos como «desnudo», «in-
decente», «piernas» y «pantalones». Claro que desde Jespersen ya nos
hemos vuelto menos remilgadas, pero Javier García González, que nos
cuenta esto, señala ese mismo fenómeno para el español, pues ahora
menos, pero siempre, «la mujer “femenina” deberá evitar el uso de
términos tabúes, en especial los de origen sexual y escatológico».7
Alice James, una mujer del siglo xix, hermana del novelista
Henry y del psicólogo y filósofo William, padecía múltiples males que
la terminología médica etiquetaba de «histeria», y estaba confinada a
un diván. Cierta vez, según cuenta en su diario, se le estaba cayendo el
chal «por el lado izquierdo, los almohadones por el derecho y el edre-
dón por las rodillas». En suma, que pasaba —dice ella— por «una de
esas crisis de infortunio que son el pan nuestro de cada día para una
persona inválida». Su mejor amiga, que la acompañaba, exclamó: «Es
una verdadera pena que no puedas decir puñetas». Alice, que declara
haber coincidido con ella «de todo corazón», comenta: «¡Es una in-
mensa pérdida que te hayan refinado todas las interjecciones robustas
y consoladoras! En momentos tales de malestar los refinamientos son
una vara endeble en la que apoyarse». Esto sugiere que los eufemis-
mos han sido vistos por las mujeres, o al menos por algunas, como
una más de las restricciones impuestas; o, en términos de Lakoff,
como uno de los mecanismos para mantener la desigualdad.
También había señalado Jespersen, y por aquello de que diferen-
te puede significar peor, que en las mujeres la gradación entre las res-
pectivas ideas no se marca de modo gramatical sino emocional, por el
acento y la entonación; su lenguaje es más afectado, poco lógico, con-
servador, con un léxico escaso y tendencia a la hipérbole. A su juicio,
las mujeres hablan más, están más dotadas para lo concreto y cercano
(con lo cual quiere decir menos dotadas para lo abstracto, lo que era

7.   Javier García González, «¿Qué lengua enseñamos a nuestros alumnos extranje-
ros?», en línea.
Mujeres de Planilandia  151

lugar común en esos tiempos), y empiezan frases que no acaban, por-


que comienzan a hablar sin saber qué van a decir; su habla, anodina y
superficial, huye siempre de los extremos de la adjetivación. Nótese
que antes les ha atribuido hipérboles y eufemismos. Por si acaso, él
aclara que no se refiere a diferencias absolutas sino a preferencias.
Reconoce que ellas aprenden a hablar antes que los hombres, e igual si
se trata de una lengua extranjera. Pero por eso mismo, por haber
aprendido tan precipitadamente, les ha faltado y falta reflexión sobre
su idioma. Jespersen llega a afirmar que «cualquiera que haya leído
libros escritos por mujeres habrá comprobado lo trillado que es el es-
tilo y la cantidad de léxico antiguo, dialectal o palabras raras que usan
las autoras».8 También al gramático portugués João da Silva Correia,
le parecía «…como si a la mujer le fuera difícil encadenar rosarios de
pensamientos».9 Esto indica que también los eruditos pueden ser bu-
rros con orejeras.
Por cierto, Javier García González coincide en que las mujeres
se complacen en la exageración, cosa que se notaría en el uso que ha-
cen de los adverbios de intensidad, utilizándolos a veces con un signi-
ficado desviado que les ha hecho sufrir poco a poco un desplazamien-
to semántico. Pienso que si un rasgo semejante se hubiera observado
en el habla masculina, en vez de «complacencia» se hablaría de «crea-
tividad» y en vez de «desvío» se hablaría de «innovación». Pero es
que además cabe preguntarse cómo se probarían todas esas afirmacio-
nes. Por ejemplo, ¿cómo probaría Jespersen que las mujeres comien-
zan a hablar sin saber qué decir?; y ¿cómo probaría Correia que a las
mujeres se les dificulte encadenar los pensamientos?, y ¿cómo proba-
ría Javier García que alteran el sentido de los adverbios de intensidad?
Y si lo pudieran probar, ¿qué explicaciones veraces o al menos verosí-
miles podrían ofrecer, no contaminadas de prejuicios?
Porque, por ejemplo, el mismo Javier García se refiere a un estu-
dio de Náñez, de 1973, en el que este autor afirma que en el uso de
diminutivos en La Gaviota, de Cecilia Böhl de Faber, se pone de ma-
nifiesto su «sensibilidad femenina»; pero en el mismo estudio se pue-

8.   María Dubón, «Mujeres charlatanas», en línea; Pilar García Mouton, Cómo ha-
blan las mujeres, pp. 59-60.
9.   João da Silva Correia (1935), A linguagem da mulher, cit. por Irene Lozano Do-
mingo, Lenguaje femenino, lenguaje masculino, p. 63.
152  De mujeres, palabras y alfileres

de observar que Pérez Galdós los utiliza más que ella. «Se trata, por
tanto —asegura él—, de un tópico más, aunque coincide en muchos
casos con la realidad, pues es cierto que determinadas mujeres usan
muchísimo el diminutivo con valor afectivo o persuasivo». Incluso
señala que Ramón Menéndez Pidal, advirtiendo su abundante empleo
en los textos de santa Teresa, llegó a afirmar que sin su «hábil uso» no
lograría su lenguaje «muy matizadas delicadezas».
Hasta ahí, eufemismos e hipérboles en boca de mujeres llevan
con frecuencia la acusación implícita de mojigatería y exageración,
como que siempre andan por las puntas, y eso es censurable. Pero hay
otras observaciones que sugieren más bien habilidades, aunque tam-
poco les reportan créditos. Por ejemplo, según ya habían observado da
Silva Correia en 1935, y G. Steiner en 1977, ellas manifiestan «una
mayor habilidad y exactitud» para designar matices de colores: malva,
rosado púrpura, beis, crudo, aguamarina, lavanda… Algo bueno ha-
bría de haber. Pero no. Según afirma Lakoff, precisamente por tratarse
de una habilidad femenina, podemos concluir que cuando un hombre
usa esos adjetivos, «está imitando a una mujer sarcásticamente, a un
homosexual o a un decorador de interiores». Y es que a ellos esas dis-
tinciones les parecen tan irrelevantes y triviales como lo son «amor»,
«deber», «bien», «mal», «piedad» y «esperanza» para los hombres de
Planilandia. La pregunta es por qué algo bueno parece malo. En este
caso, se podría asumir que se debe a lo que apunta Javier García: se
toma como indicio de una mayor necesidad y preocupación por el ves-
tuario y lo que con él se relaciona y con cosas como la decoración del
hogar, que a ellos no les preocupan.
Algunas investigaciones aluden al empleo más abundante de vo-
cabulario participativo en las mujeres. Por ejemplo, verbos y nombres
que expresan estados psicológicos, emoción y motivación o la espe-
cialización en el vocabulario de la vida doméstica así como preferen-
cia por expresiones cariñosas del tipo de «querida», «cariño» y así; o
el gusto por los intensificadores como «tan» y «muy». Se destaca tam-
bién el empleo frecuente de matizadores del tipo de «creo», «supon-
go», «diría»; o las expresiones llamadas «cercas», del estilo: «algo así
como», «una especie de», etc.10 Pero todo esto, en última instancia,

10.   Violeta Demonte, «Naturaleza y estereotipo: la polémica sobre un lenguaje feme-


nino», p. 217.
Mujeres de Planilandia  153

¿qué valor o demérito tiene?, ¿de qué es indicio? Si se trata de estable-


cer diferencias solo por constatarlas, igual daría contar hormigas. Si se
trata de entender que el habla femenina es un desvío del estándar, pa-
reciera que puede estarse dando el paso de «diferente» a «peor».

Nada es lo que parece

Y con esto pareciera que lo malo no está en qué lenguaje usemos sino
en cómo se interpreta en función del sexo, sobre todo porque parece
sorprendente la devaluación del habla femenina cuando está bien do-
cumentado que las mujeres en general hablan mejor en el sentido de
utilizar las formas más correctas y más cercanas a la norma, o sea, las
de mayor prestigio.11 Todos los estudios sociolingüísticos, en distintos
países del mundo en los últimos veinte años, indican que su habla «es
cualitativamente mejor que la de los hombres» aun cuando sus posibi-
lidades de socialización sean mucho más reducidas, e incluso «la que
se queda confinada en el ámbito doméstico suele expresarse mejor
que su marido».12
Esto sí que está documentado, y como lo está, parece romper la
ecuación según la cual la calidad del lenguaje está en proporción di-
recta de la jerarquía social. Para decirlo en términos de Ángel López y
Ricardo Morant, «el lenguaje de las clases altas es mejor que el de las
clases bajas, el de los universitarios supera al de los analfabetos, pero
el de los hombres es peor que el de las mujeres. Y si bien no se trata de
situaciones objetivamente comparables, en cada caso la cultura las ha
equiparado: el rico, el titulado y el hombre son dominantes; el pobre,
el ignorante y la mujer están dominados».13
Puesto que el habla mejor de las mujeres se manifiesta en una
pronunciación más cuidada y en el empleo de palabras más «finas»,
esto se puede relacionar con la asociación de masculinidad y rudeza o
tosquedad. Pero tal vez también se deba a que, dada su posición social

11.   Dorothy Rissel, «Diferencias entre el habla femenina y la masculina en español».


Todas las referencias que en adelante se hagan de esta autora proceden de esta fuente.
12.   Ángel López García y Ricardo Morant, Gramática femenina, p. 13.
13.  Ibid.
154  De mujeres, palabras y alfileres

subordinada, las mujeres juzguen necesario indicar su estatus por


otros medios, mediante una conducta más cuidadosa y constreñida,
porque para ellas las únicas fuentes inmediatas de prestigio son las
que tienen que ver con la apariencia.14 Claro que quienes lo quieren
ver por el lado malo, suponen que hablan mejor porque son más con-
servadoras, y ser más conservadoras no es nada de qué vanagloriarse.
Pero de hecho, la cualidad del sonido es empleada distintivamente por
las diversas lenguas y culturas para diferenciar el estereotipo mascu-
lino del femenino, sin que haya un uso universal de tales medios.15
Y quizás todo eso del conservadurismo idiomático de las muje-
res no sea más que una «coartada susceptible de salvaguardar la auto-
estima masculina», como creen Ángel López y Ricardo Morant, y ten-
ga el propósito de quitarle peso a esa mayor relevancia por parte de las
mujeres, haciéndola ver como una rémora antes que como una venta-
ja. Esta conjetura se basa en que «los dialectos marginales tienden a
inhibir los rasgos evolutivos, y los centrales los potencian conducien-
do en última instancia al cambio lingüístico». El argumento de que las
mujeres representan la franja conservadora y los hombres la progre-
sista parece fácilmente desmontable porque no toma en cuenta que
«los dialectos marginales no solo son conservadores, sino sobre todo
rudimentarios», con un léxico pobre y una sintaxis elemental. En cam-
bio, «la lengua normativa, hecha sobre el modelo de los dialectos cul-
turalmente centrales —el habla de París o la de Florencia por ejem-
plo—, pueden adecuarse a todas las situaciones, a todos los dominios
de la vida y a todos los pliegues del pensamiento».16
Esto sin tomar en cuenta que además del prestigio abierto, ape-
gado a la normativa, ese al que se dice apelan las mujeres, hay un
prestigio encubierto, alejado de la norma, solo aplicable a usos lin-
güísticos masculinos. Consiste en apartarse de lo teóricamente presti-
gioso en aras de la rudeza, la matonería, la masculinidad característi-
cas de un inferior nivel social. Como señala Maitena Etxebarria,
puesto que ellos no sufren la misma presión sobre el lenguaje, la indi-
ferencia ante la norma se interpreta como un rasgo de «masculinidad».

14.  Maitena Etxebarria Arostegui, op. cit. Todas las referencias a esta autora en el
presente ensayo están tomadas de este texto.
15.   Violeta Demonte, «Naturaleza y estereotipo», op. cit. p. 217.
16.   Ángel López García y Ricardo Morant, op. cit., pp. 13-14.
Mujeres de Planilandia  155

Cuando las mujeres emplean ese mismo léxico, los hombres las miran
con el rabo del ojo, porque, asegura María Azucena Penas Ibáñez,17
«estarían usurpando un poder que no les corresponde». En otras pala-
bras, se mire desde donde se mire, en última instancia, todo este asun-
to se reduce a poder o a no poder.

El cristal con que se mira

Puesto que la pronunciación pareciera un terreno apto para observar la


medida de los cambios, lo es también para detectar las contradicciones
y, por lo tanto, las sospechas de parcialidad en cualquiera de las vías.
Algunas investigaciones observan que las mujeres son más conserva-
doras también cuando se trata de adoptar nuevas variables fo­no­ló­gi­
cas;18 pero otras señalan que muestran en su pronunciación un mayor
cambio estilístico que los hombres y que, sobre todo las de clase me-
dia, desempeñan un papel activo en los procesos de cambio.19 Inde-
pendientemente de lo que al final resulte ser la verdad, mayor o menor
variabilidad de un lado u otro, parece que eso no es lo que cuenta sino
qué sexo lo represente.
Por ejemplo, Mercedes Bengoechea20 afirma que mientras los ni-
ños presentan una entonación más monótona, timbres más graves y
con menos cambio, y tienden a formular preguntas con final descen-
dente, en las niñas se observa una entonación más expresiva: cambios
de timbre más frecuentes y acusados, registros elevados, tiempos más
rápidos, tonos agudos entre otros, y tendencia a entonación final as-
cendente en las preguntas. Según señalan quienes han estudiado este
fenómeno, las diferencias físicas influyen, pero solo en parte, en la
existencia de tales contrastes; los sonidos no tienen en sí connotación
masculina ni femenina, y ninguna variable de los cambios fonológicos

17.   María Azucena Penas Ibáñez, «Semántica del discurso: la variable género. Una
investigación sobre el sexismo», en línea.
18.  Dorothy Rissel, op. cit.
19.  Maitena Etxebarria Arostegui op. cit.
20.   Mercedes Bengoechea, «Influencia del uso del lenguaje y los estilos comunicati-
vos en la autoestima y la formación de la identidad personal», en línea. Todas las refe-
rencias a esta autora en el presente ensayo están tomadas de este texto.
156  De mujeres, palabras y alfileres

en la mayoría de los casos, salvo el tonema o tonillo, ha sido de uso


exclusivo de un solo sexo. Por lo tanto, las variantes se deben a «fac-
tores culturales», producto de la diferente socialización.21
De forma parecida, Dorothy Rissel, siguiendo a Thorne y Hen-
ley, afirma que, debido a la fuerza de las asociaciones sicológicas, una
mujer que use las variantes masculinas puede ser calificada de dema-
siado agresiva y varonil, así como se consideraría afeminado a un
hombre que usara demasiado las variantes femeninas. Es decir, que
existe una fuerte presión social para que unas y otros se mantengan
dentro de las normas fonológicas que se estiman correctas y adecua-
das para cada sexo. No obstante, la interpretación androcéntrica ha
asociado estas respectivas diferencias, en los varones —dice Ben-
goechea—, con «objetividad de pensamiento»; y en las mujeres con
recursos para mantener la atención, por «su falta de poder» y de
«equilibrio emocional». Así que no importa cómo caigan los dados: la
jugada está trucada de antemano.

Insegura y vacilante

Más allá de trucos e interpretaciones sesgadas, el trabajo de Robin


Lakoff nos deja más dudas que respuestas. Según sus observaciones,
las mujeres aprenden un uso preferencial por las preguntas y formas
de entonación de «duda», «cortesía» y «sorpresa», que implican
ausencia de una fuerte afirmación. La idea es no imponer su voluntad
o sus propios puntos de vista, puesto que una orden abierta, como un
imperativo, expresa la conjetura, a menudo descortés, de que quien
habla está en posición superior a la persona a la que se dirige, con
derecho a hacerle cumplir. Se trata de aprendizajes, pero se interpretan
como reflejo del carácter y forma de ser insegura, poco seria y des-
confiable.
Cabe la posibilidad de que no sea solo que las mujeres pregunten
más y hagan menos afirmaciones categóricas, sino que los invasivos
estereotipos están siempre detrás de todo, como una sombra negra. En

21.  Dorothy Rissel, op. cit.


Mujeres de Planilandia  157

una investigación psicológica, Robert y David Siegler y Nora New­


combe pedían a personas adultas que descubrieran el sexo de la gente
que hablaba, y cuando surgían esta clase de expresiones de cortesía,
duda e inseguridad, «inferían que se trataba de una mujer». De igual
modo, Nora Newcombe y Diane Arnkoff presentaban a grupos graba-
ciones en las cuales hombres y mujeres las utilizaban en igual número,
y los grupos percibían que eran ellas quienes las empleaban más. Pero
ahí no termina: Patricia Hayes Bradley demostró que cuando las mu-
jeres las utilizan se las juzga menos inteligentes.
De igual modo, cuando no explican sus argumentos, también se
las considera menos capaces y menos conocedoras de un tema; pero
no sucede lo mismo a los hombres que no dan razones de lo que dicen.
En otras palabras, el empleo de ciertas formas percibidas como feme-
ninas produce un juicio negativo solo cuando las emite una mujer. En
conclusión, el problema no está en preguntar o afirmar, sino en la di-
ferente forma de juzgar las conductas según el sexo.22
Después de Lakoff, diversas investigaciones también respalda-
ron la idea de que el habla (y la escritura) de las mujeres es más inse-
gura, indirecta, emocional e incierta que la de los hombres, cuyo estilo
comunicacional es más dominante, directivo y controlador. A partir de
los años setenta y hasta la actualidad, se han venido realizando mu-
chos estudios más o menos en esa línea. Aunque las diferencias comu-
nicativas entre los sexos son mucho más amplias, parece aceptado que
la vacilación y la inseguridad lingüística están entre los rasgos univer-
sales y generalizables atribuidos al habla femenina.23 Pero aquí como
en todo, las cosas son del color del cristal con que se mira, y no todas
las miradas son desaprobadoras.
Por ejemplo, Mercedes Bengoechea considera «un hecho proba-
do que las mujeres formulan el doble de preguntas que los hombres»,
y los hombres el doble de frases afirmativas; y que ellas, desde niñas,
tienden a justificarse cuando usan imperativos, a disfrazar su conoci-
miento y experiencia en un campo o tarea específica, a evitar la jac-
tancia y asumir la modestia. Pero nada de eso constituye una señal de
debilidad, indecisión, vacilación, incertidumbre, falta de valor, de po-

22.   Ver al respecto, Deborah Tannen, Tú no me entiendes, p. 121.


23.   Pilar García Mouton, op. cit., pp. 59-60; Javier García González, op. cit.; Irene
Lozano Domingo, op. cit., p. 63.
158  De mujeres, palabras y alfileres

der, o incapacidad de dirigir, organizar, coordinar. Más bien indica


tacto, apoyo, cortesía y sensibilidad social. Se trata de lo que ella de-
nomina un comportamiento afiliativo, mediante el cual se busca mini-
mizar diferencias con otras personas, procurar apariencia de consenso
negociado y afirmarse en la modestia como medida de igualitarismo.
Tampoco las niñas se expresan con rodeos necesariamente porque du-
den de lo que desean decir, sino porque se preocupan por el efecto de
sus palabras. A menudo suenan imprecisas por el afán de solo consen-
suar, o para no parecer arrogantes en la elección de un término excesi-
vamente técnico o por temor a equivocarse o ser censuradas o repren-
didas. Por la misma razón, eligen con cuidado sus palabras, que
descubren con lentitud, siempre receptivas a los mensajes ajenos, lo
que las lleva a veces a no terminar las frases, o a recurrir a sobreenten-
didos y puntos suspensivos.
La cosa es que entre esto y lo que nos dice Lakoff no hay mucha
diferencia: en ambos casos se trata de hablas gentiles, no impositivas,
no confrontativas, no ofensivas, no autoritarias; lo que pareciera con-
firmar la sospecha de Lakoff y de quienes después de ella han visto en
las diferencias de habla un reflejo de la situación relativa y la distribu-
ción de poder, y tal vez incluso una de las estrategias de dominación.24
Pensado así, las mujeres están mal apuntadas en cuestiones de lengua-
je. Pareciera que lo correcto es hablar como lo hacen los hombres.
No obstante, algunas feministas hasta describen un lenguaje fe-
menino y supuestamente digno de imitarse, en el que muchas no nos
podemos reconocer. Un lenguaje que Christiane Makward define
como abierto, no lineal, inacabado, fluido, desarticulado, fragmenta-
do, polisémico…, «en oposición o contraste con los lenguajes precon-
cebidos, orientados, magistrales o “didácticos”». La siguieron Hélène
Cixous y Luce Irigaray, quienes a veces han intentado escribir en ese
estilo, pero, dice Nina Baym, «ambas admiten que un lenguaje tal
nunca ha existido antes». ¿Y entonces? Se trata, afirma ella, de teoría
que conduce a un lenguaje «intensamente privado, políticamente in-
eficiente, diseñado para fracasar»; un lenguaje que «va de acuerdo con
la idea del “sexo débil” irremediablemente irracional y desorganizado
que el Otro masculino desea». Por otra parte, parece razonable su

24.   Anthony Mulac et al., «The gender-linked language effect: an empirical test of a
general process model», en línea.
Mujeres de Planilandia  159

planteamiento de que «“las mujeres” y a medida que, cada vez más


numerosas, entramos en la plaza pública […] como queremos hablar
para lograr un resultado, usamos el discurso racional secuencial, y es
evidente que lo usamos bien», lo que no nos ha convertido «en hom­
bres».25 De hecho, Christabel Pankhurst cuenta cómo las sufragistas
inglesas, entre las cuales se contaba ella, «eran capaces de dirigirse a
cinco mil personas con absoluta serenidad y eran capaces también de
ganar la partida en cualquier discusión», incluso con oponentes como
Winston Churchill.26
Para distinguir entre lo natural y lo social, es útil aclarar que du-
rante el siglo xix se consideraba escandaloso e inmoral para una mujer
subirse a un estrado. La activista norteamericana Frances Wright, da-
dos los disturbios que se producían cuando impartía sus charlas, se ve
obligada a iniciar una de ellas advirtiendo por si «alguien trata de in-
terrumpir […] con gritos de alarma», que «el edificio está vigilado por
la policía».27 A las hermanas abolicionistas y feministas Sara y Ange-
lina Moore Grimké, de Carolina del Sur, famosas por su elocuencia, la
Asociación General de Ministros Congregacionistas de Massachusetts
las amonestó mediante una pastoral, leída en todos los templos, según
la cual la influencia de la mujer debía ser «privada y recatada». Su
poder, les advierten los clérigos, «radica en su dependencia, y fluye de
su conocimiento de esa debilidad que Dios le ha concedido para su
protección». Al enterarse, Sara le escribe a su amiga Mary S. Parker,
el 17 de junio de 1837, comentando que lo que la pastoral defiende es
«la situación de dominio» injustamente impuesta bajo el suave nom-
bre «de protección».28 Estos casos apuntan a que la supuesta tendencia
de las mujeres al habla privada puede ser resultado de mandatos y
restricciones sociales más que de tendencias innatas.
Y si esto es así, y si tiene las consecuencias que tiene, ¿por qué
no cambiarlo? Algunas creen que no porque forma parte de su identi-

25.   Nina Baym, «La loca y sus lenguajes. Por qué no hago teoría literaria feminista»,
en Marina Fe (coord.), Otramente: lectura y escritura feministas, pp. 58-59. Las cursi-
vas son del original.
26.   Christabel Pankhurst, «Liberadas. La historia de cómo ganamos el voto», en
Amalia Martín-Gamero, Antología del feminismo, p. 179.
27.   «Curso de conferencias populares», en Amalia Martín-Gamero, Antología del
feminismo, p. 94.
28.  Ibid., pp. 102-104.
160  De mujeres, palabras y alfileres

dad y de su cultura femenina, de su forma de entender y negociar las


relaciones. Es el caso de Mercedes Bengoechea,29 quien piensa ade-
más que les resultaría difícil adoptar «“otro” estilo y convertirse en
hablantes revestidas de autoridad masculina (es decir, “travestidas” en
varones)». Para ella, quienes de buena fe las instan a cambiar han caí-
do en una trampa. Porque entender sus diferencias comunicativas en
forma descalificadora es otra manera de infravalorar y despreciar su
«seña de identidad», lo que puede contribuir más a despreciarlas y
solo ayuda a que «interioricen una inseguridad básica y una falta de
autorrespeto». A su juicio, las diferencias deben considerarse iguales
en valor y valiosas en sí mismas. Lo que se debería hacer —piensa
ella— es «favorecer el discurso femenino», las pautas lingüísticas de
las mujeres, el cambio social que modificaría «la valoración de los
códigos lingüísticos»; o sea, «la alternativa es necesariamente que la
sociedad cambie». El problema es que esta sería una espera muy larga,
y ya llevamos muchos años esperando. Y por otra parte, ¿por qué se-
guir utilizando estrategias devaluadas si contribuyen a devaluarnos?
Y luego está por verse si de verdad es tan hondo el pozo de las
diferencias, como nos cuentan, porque algunas investigaciones han
hecho notar que no. Para comenzar, todos los estudios que se han ve-
nido haciendo sobre sexo, género y lenguaje, están concebidos desde
un modelo dicotómico y esencialista.

Planilandia

Con nuevos enfoques, desde principios de 1990 se ha replanteado la


validez de tomar el sexo y la diferencia de género como punto de par-
tida para este tipo de trabajos. A juicio de Cynthia Fuchs Epstein, las
investigaciones sobre los medios de comunicación y sobre «las dife-
rencias de comportamiento y de actitud entre los sexos, indican que
“lo que todo el mundo sabe” que es verdad puede resultar no ser cierto
en absoluto». Las diferencias «tienden a ser superficiales», y «a me-
nudo están vinculadas» al poder y el estatus diferencial de los sexos,

29.  Mercedes Bengoechea, op. cit.


Mujeres de Planilandia  161

«pero no necesariamente se combina con ellos». Y por otra parte, dice


Cynthia, «independientemente de estos hallazgos, la investigación
muestra que muchas diferencias ampliamente asumidas resultan ser
meros estereotipos; que hay más similitudes en los comportamientos
de hombres y mujeres de lo que comúnmente se cree».30
En el mismo sentido hace ver Violeta Demonte que en vez de un
lenguaje propio de mujeres, lo que hay son «registros femeninos» y
«registros masculinos»; y puesto que tales registros son «situacional-
mente variables», podemos hablar también del lenguaje como «un
elemento decisivo en la interiorización de los estereotipos de género y
en la adopción del papel interpersonal y político que los grupos social-
mente privilegiados quieran que adoptemos». «Los estudios sobre va-
riabilidad sexual en el lenguaje —afirma Demonte— están orientados
a precisar cómo hablan las mujeres, pero no pueden dar cuenta de lo
que en sentido estricto es el problema del sexismo en el lenguaje»,
esto es, de cómo se habla de ellas y cómo se les habla.31
De hecho, al parecer hay similitudes y diferencias, pero más si-
militudes que diferencias. En muchos casos, hombres y niños hablan
según se espera que lo hagan las mujeres; y en muchos otros, mujeres
y niñas no hablan como se supone que lo hacen.32 Pero los estereotipos
siguen ahí, constituyen «un mecanismo muy eficaz para reforzar y
mantener la impresión de diferencias de sexo y género como un as-
pecto normal del ser humano». Esto significa que un fundamento
ideológico de fondo, profundamente arraigado y casi invisible, mol-
dea nuestros sistemas de creencias, se infiltra en las instituciones pú-
blicas y privadas y «alimenta el interés y la confianza en el sistema de
dos géneros». Sirve para mantener un statu quo que da ventaja a los
hombres sobre las mujeres y a las personas heterosexuales sobre las
homosexuales y lesbianas. Ayuda a establecer y mantener normas de
comportamiento femenino y masculino, incluso aunque estas genera-

30.   Cynthia Fuchs Epstein, Sex, Gender and the Social Order, 1988, cit. por Alice F.
Freed, op. cit.
31.   Violeta Demonte (1991), «Sobre la expresión lingüística de la diferencia», en
Cristina Bernis et al. (eds.), Los estudios sobre la mujer. De la investigación a la do-
cencia, p. 295, en línea.
32.   Nicholas A. Palomares, «Gender schematicity, gender identity salience, and gen-
der-linked language use»; Violeta Demonte, «Sobre la expresión lingüística de la dife-
rencia», en Cristina Bernis et al. (eds.), op. cit.
162  De mujeres, palabras y alfileres

lizaciones no reflejan la realidad social o lingüística. Para Alice Freed,


eso explica por qué la representación pública de cómo unas y otros
hablan «es casi idéntica a la caracterización hecha treinta años atrás».
Y explica también, habría que agregar, por qué en este mundo real en
que vivimos sigue sonando todo tan parecido al mundo de ficción de
Planilandia.

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Wright, Frances, «Curso de conferencias populares».
10.
Látigos y canciones

Y pensar que, pese a tantos estímulos de este tipo, aún hay gente
normal… Parece un milagro de fray Leopoldo.
Alberto Granados,
«La maté porque era mía (misoginia y canciones)»

Cancioncitas para mejor dominar

Si el discurso sexista se ha venido vistiendo a través de los siglos de


sotanas, togas, birretes, corbatas, corbatines y otros ropajes de autori-
dad, también se viste ahora con insistencia, desde los escenarios musi-
cales, de blue jeans, pantalones de cuero, sombreros tejanos y chaque-
tas con tachuelas.
Por la lejana época de oro del bolero, se podía escuchar a la
mexicana Elvira Ríos cantando Una mujer, de Paul Misraki y Ben
Molar, en la que se hacía del amor la palabra definitoria de lo femeni-
no: «La mujer que al amor no se asoma / no merece llamarse mujer
/…/ Una mujer debe ser soñadora, coqueta y ardiente / debe darse al
amor / con frenético ardor / para ser una mujer». Muchos años des-
pués, la colombiana Chaquira confirma ese deber ser, contándonos
cantando, el efecto del amor en la protagonista de una de sus cancio-
nes: «Bruta, ciega, sordomuda, torpe, traste y testaruda /…/ ojerosa,
flaca, fea, desgreñada / torpe, lenta, necia, desquiciada / completa-
mente descontrolada». Nada nuevo. Es lo mismo que decía Carl Jung
cuando aseguraba que así como el Logos era el «principio supremo»
del hombre, Eros era «el verdadero dominio de la mujer»,1 solo que
aquí exagerado y en sencillito para que cunda más.
Y por supuesto, ese al que debemos darnos con frenético ardor, y
que nos vuelve ciegas, sordas y brutas, es el mismo que nos pone or-

1.  Minima Trota, Carl Gustav Jung. Sobre el amor, p. 29.


166  De mujeres, palabras y alfileres

den, como poseedor del Logos que es; en los años sesenta, el mundo
de habla hispana entraba en fiesta con olés, taconeos y palmeos cuan-
do Manolo Escobar cantaba aquello de «a mi novia le he prohibío que
vaya sola a la plaza»; y aplaudía a rabiar cuando Luis Eduardo Aute
negociaba con otro amigo la posesión de una novia como si estuvieran
en taparrabos junto a una hoguera en los confines del mundo y de la
historia: «Una de dos o me llevo a esa mujer, o entre los tres nos orga-
nizamos, si puede ser… o te la cambio por dos de quince, si puede
ser». Nadie se extrañaba, a nadie le parecía al menos curioso que en un
país civilizado se pudieran alcanzar muchos aplausos cantado algo así.
Sin duda porque a eso, o a algo muy parecido, nos habíamos en-
frentado desde que en el colegio nos dieron a conocer la Ilíada y la
Odisea, las obras cumbres de la antigüedad occidental, en donde una
mujer tiene el mismo valor de cambio que un trípode o dos caballos
con carro. Pero tampoco se sigue extrañando nadie al parecer cuando
el cantante de Calibre 50, después de darle unos cuantos consejos a un
Fulano para contentar a una novia enojada, termina diciendo: «Y si
después de eso ella no es feliz / para retirarle toda su amargura / con
todo respeto préstamela a mí». Se prestan, se venden, se intercambian
objetos, chunches, aparatos y, al menos en el deseo y la imaginación
masculina, mujeres conceptuadas como objetos, chunches y aparatos.
Al parecer, una corriente subterránea de su psique anhela meterlas en
esa misma lista de cosas que se venden, se prestan, se intercambian.
Al fin y al cabo, durante siglos les han hecho creer y sentir que Dios
hizo a Eva por encargo de Adán y durante siglos también, en algún
rincón de su psique, sobrevive el hombre «salvaje»; ese que, al decir
de Lévi-Strauss, intercambiaba mujeres, palabras, alimentos, bienes y
servicios para establecer alianzas. Como por aquellos años algunos se
imaginaban haciendo transacciones bajo este sistema de trueque, y
hasta lo musicalizaban, podemos conjeturar que el «pensamiento sal-
vaje» sale con solo raspar un poco.
Mientras Manolo Escobar le prohibía a su novia que fuera sola a
la plaza, el payo Juan Manuel, al que apodaban «el rumbero verde» no
por ecológico sino por procaz, popularizó Niña no te modernices; una
letra «festiva» que, según se dice, fue «un temazo al nivel de la calle,
los andamios, las tabernas o los cuarteles». Y es que, explican quienes
se refieren a él, «sintonizaba con el imaginario colectivo» de cierto
estrato de la sociedad (obviamente de la parte masculina de ese estra-
Látigos y canciones  167

to). Consistía en una especie de protesta por las nuevas conquistas


femeninas en el campo laboral y social: «Las mujeres / todo lo saben
hacer / juegan al futbol y al tenis / y hasta torean también /…/ ninguna
coge un pico / ni se pone a currar / a hacer ninguna autopista / no sa-
ben las tías naa». Y para que no quepa duda sobre la naturaleza del
discurso, en la siguiente estrofa agrega: «Yo opino que la mujer / lo
mejor que sabe hacer / es casarse y tener hijos / y estar en su casa bien».
Aunque ese estar en su casa bien, se matiza de un modo sorprendente
cuando el estribillo nos cuenta: «La cogí del cuello / la tiré al colchón
/ me lancé hacia ella / le di un palizón».
Por la misma época y lugar, a Emilio el Moro, otro cantante
«festivo», se le ocurrió parodiar canciones y un Te quiero vida mía de
León y Algueró, se convirtió en Te pego vida mía. La canción se iba
ajustando al propósito del parodiante: «De por qué te estoy pegando /
no me pidas la razón, / pues yo mismo no comprendo / que no se rom-
pa el bastón. / Al llegar la madrugada / cuando estés medio baldada, /
te daré la explicación». Y luego, con un ritmo más ligero: «Porque si
parto el bastón / te doy diez mil puntapiés / en un riñón»… y ahí sigue
con su flamenca sarta de lo que sea que eso se llame. Igual, en la pa-
rodia de Tu nombre me sabe a hierba, de Serrat, cambia «tu nombre
me lleva atado / en un pliegue de tu talle / y en el bies de tu enagua»,
por «tu cuello llevo atrincado / y te arrastro por las calles / y te dejo
sin enagua».
Podríamos pensar que eso pasaba porque la España de la vuelta
atrás que aplaudía las canciones de El Moro tenía ambiente para eso y
más. No obstante, en la España democrática de 2013, el sello Belmon-
do creó una colección de discos, Spanish Bizarro, «para disfrutar con
humor», al decir de su portavoz, Fernando Muñiz. Según sus declara-
ciones, la colección nos sirve además para «echar un vistazo a nuestro
acervo cultural más chusco (pero que sin embargo forma parte impor-
tante de nuestro subconsciente colectivo)». ¡Ojalá que no!
La idea de la colección es «ofrecer al público canciones a las que
hay que mirar con una sonrisa y amplias dosis de ironía». Por supues-
to que al decir de Muñiz, uno de los «favoritos» es Emilio el Moro,
cuyas parodias encuentra «doblemente hilarantes». Reconoce que les
podría molestar a las feministas, pero, argumenta: «En los fusilamien-
tos de Goya lo que sale dibujado es tremendo (personas que van a
morir en cuestión de segundos) pero nadie cuestiona que sea una obra
168  De mujeres, palabras y alfileres

de arte, pues sin querer comparar a don Emilio con el señor Goya, no
confundamos el tocino con la velocidad».2
Y claro que, para ver eso como obra de arte, habría que redefinir
el arte; pero además la obra de Goya era una denuncia, lo de El Moro
es denunciable, por hilarante que alguien lo encuentre. De modo que
ahora podemos volver a «divertirnos» con la violencia de Moro, aun-
que Moro esté bajo tierra hace un buen puño de años, si no optamos por
la de Alejandro Fernández, que está vivo y guapo. Con fondo de maria-
chis podemos ver y oír al mexicano amenazar a alguna con darle «unas
nalgadas con pencas de nopal». «Una lección que te mereces. / Unos
rasguños con espina de maguey / hoy se me antoja jugar gato en tus
cachetes». Lo criticaron, pero la censura no alteró su fama. «El Potri-
llo», así le dicen y así se autodenomina, sigue siendo uno de los cantan-
tes latinos más exitosos y más seductores, ¡qué pena!, para muchas.
En los años sesenta la gente se movía al ritmo de músicas cuyas
letras hablaban de mujeres cercadas de prohibiciones, prestables y ne-
gociables, cuando no aparecía alguno en plan cómico, como el payo
Juan Manuel, a contarnos su opinión, que era la misma del franquismo,
la misma de los curas, la misma de siempre. Hoy han cambiado los rit-
mos, pero no el discurso: la misoginia de que alardean no impide a sus
autores e intérpretes ganar fortunas y convertirse en ídolos juveniles.
El grupo Los Ilegales, considerado uno de los mejores de Astu-
rias, cuando sus miembros —según declara su cantante—, a finales de
los ochenta se estaban dedicando «al sexo deportivo con extrema fre-
cuencia» y parecían «una manada de monos en celo», popularizó Eres
una puta: «Eres una puta… / pero no lo bastante. / Tu boca huele /
como un escape de gas / Todo ese culo, / lleno de peligros. / Vámonos
al wáter, / haremos un guateque, / encima del retrete», y por ahí sigue,
si tenemos los hígados suficientes para continuar oyendo.
Los tiempos en que Emilio el Moro mandaba a las mujeres a
«estar en su casa bien» transcurrían en los oscuros años de rebozo y
pañoleta. Luego, con la democracia y los gobiernos socialistas, las
cosas cambiaron o se supone que cambiaron. Si por la música popular
se conjetura el imaginario masculino juvenil, se impone pensar que la
cerrazón de mollera en el modo de percibir a las mujeres, es desconso-

2.  F-MHop (25/02/2005), «Spanish Bizarro, el lado más pintoresco de la música es-


pañola», en línea.
Látigos y canciones  169

ladora. A finales del siglo xx, entre los ochenta y los noventa, surgió
Radio Futura, catalogado como uno de los grupos más importantes de
la historia musical del país, el más importante e influyente de la re-
ciente historia de la música pop española: el mejor de la década de
1980, el mejor «de los últimos 25 años», e incluso la «cúspide creativa
de la Movida». Este grupo popularizó la canción Corazón de tiza, que
repite una y otra vez: «Y si te vuelvo a ver pintar / un corazón de tiza
en la pared / te voy a dar una paliza por haber / escrito mi nombre
dentro».
Y si en la Madre Patria, el Moro les recetaba a las mujeres el
encierro doméstico, muchos años después, en México, el muy popular
cantante grupero Julión Álvarez manifiesta la misma opinión. En abril
de 2016, cuando la revista de espectáculos TV Notas le preguntó por
su vida sentimental, declaró que se había enamorado muchas veces,
«pero lo que me gusta —dijo— es que sean muy damitas. Estoy edu-
cado a la antigüita, me agrada que les guste agarrar un trapeador, por-
que puede estar hermosa y ser buena para lo que sea, pero si no tiene
ese detalle, pues para mí no sirve».3
Luego, tras el granizo de críticas que le cayó encima, salió a dar
explicaciones, en las que confirmó: «Es cierto que me gustan las mu-
jeres que sean de casa y más por mi trabajo, me gusta que me atienda
y que esté dedicada 100 por 100 de un servidor». «Me gusta que mi
mujer sepa barrer, trapear, planchar, que si tengo pocos días libres me
pueda preparar un caldito».4 Todavía no nos ha hecho una cancioncita
con el tema, pero apostaría que Julión era uno de aquellos niños que
escuchaban cantar, alborozados y felices, a los graciosos payasitos del
circo la vieja canción infantil sobre la niña que ningún día de la sema-
na podía jugar porque tenía que limpiar, lavar, coser, barrer, cocinar,
rezar: «y así limpiaba así así, y así limpiaba que yo la vi».
Aquí la idea explícita era que aprendieran los días de la semana;
la idea implícita, aleccionar a las niñas sobre los deberes «femeninos»
o lo que antes llamaban «oficios propios del sexo». «El sexo», ya se
entiende, eran las mujeres. No tan ingenua la canción, puesto que en-

3.   Abril Mulato (21/04/2016), «A Julión Álvarez solo le gustan las mujeres que usan
el trapeador», en línea.
4.  La Opinión, «Julión Álvarez da explicaciones después de sus comentarios machis-
tas», en línea
170  De mujeres, palabras y alfileres

tre los once y trece años aproximadamente se forma la «gramática de


valores» en la que se «comienza a comprender el significado de lo que
serán los grandes principios que regirán la vida de la persona».5 Re-
sulta inquietante saber que Julión ha anunciado sus intenciones de
postularse para diputado federal, y que en 2013, durante una gira por
Chiapas, el político Enrique Peña Nieto afirmó de él que es «un gran
ejemplo para la juventud mexicana».6

Dale con el látigo

Los palizones cantados no pierden vigencia, pero se han teñido de


erotismo. El puertorriqueño Daddy Yanquee, el Rey del Reguetón,
aconseja: «Dale un latigazo / ella se está buscando el fuetazo. / Castí-
gala, dale un latigazo / en la pista te voy a dar yo pal de azotazos y
palmetazos». Y en América Central, a ritmo de reggae en la vocecita
aniñada del panameño Toby Toon: «… y ahora que soy malo / no me
paras de llamar / porque quieres que te dé duro en la cama /…/ y si
ella se porta mal, dale con el látigo, / se sigue portando mal, / dale
con el látigo», un estribillo repetido nueve veces por un coro de hom-
bres. «Por delante por detrás / por delante por detrás / por delante por
detrás pa’ que te duela». Un coro de chicas bailan en su entorno, ves-
tidas con poco gasto; lo abrazan o mueven sensualmente el trasero,
foco predilecto de la cámara, como pidiendo lo que la letra ofrece.
Las implícitas asociaciones sexuales no atenúan sino más bien inten-
sifican las connotaciones sadomasoquistas. Un doble mensaje en el
que pene y látigo entran en un juego de sinonimias, de acuerdo con la
teoría del psicoterapeuta Eugene Monick, de que el falo, asociado por
él al vigor, la estabilidad, la determinación, la eficacia, la penetra-
ción, la rectitud, la dureza, la fuerza, es «la fuente de autoridad
masculina» y «el ejemplo más perfecto de un símbolo», «el símbolo
del dios».7

5.   Universidad Antonio Nariño, «Influencia de la música y de los videoclips en la


conducta de adolescentes», en línea.
6.   Abril Mulato, op. cit.
7.  Eugene Monick, Phallos, Símbolo sagrado de la masculinidad, pp. 34, 38.
Látigos y canciones  171

Lo que Monick plantea disfrazado de psicología es la misma vi-


rilidad tipo chimpancé que se canta y se representa en los escenarios
musicales. En Estados Unidos Robin Thicke popularizó Blurred Lines
(Líneas borrosas), cuyo video, a mediados de 2016, rozaba ya el me-
dio millón de visitas en You Tube. Esta canción se posicionó en los
primeros lugares de diversos rankings, se convirtió en un éxito instan-
táneo, fue número uno en gran cantidad de países, incluyendo el Rei-
no Unido y Estados Unidos, y proporcionó a su cantante un espacio en
la cultura pop.8 Un vistazo a su letra nos dice que en este punto las
culturas anglosajonas están hermanadas con las hispánicas: «Eres la
zorra más caliente que hay en este lugar; / han intentado domesticarte,
pero eres un animal, está en tu naturaleza; te voy a dar algo lo sufi-
cientemente grande como para partirte el culo en dos; haz como si te
doliese…». En el video del tema, Thicke, vestido, se pasea junto a
otros dos hombres entre mujeres semidesnudas y dispuestas que sacan
la lengua o se meten un dedo en la boca en actitud erótica; montan
sobre un perro, sujetan corderitos, tocan el banjo, posan a cuatro patas
o juguetean con una ristra de salchichas. Lo que dice Bourdieu: «el
prejuicio produce su propia confirmación y las víctimas se ajustan al
destino al que socialmente están consagradas».9
No todas, por supuesto: siempre hay las que se rebelan y protes-
tan. Y esto ocurrió: un grupo de mujeres jóvenes, estudiantes de dere-
cho, originarias de Auckland, creó una parodia feminista de Blurred
Lines, en el que cambian el sentido de la canción y reemplazan a las
modelos por hombres en ropa interior. Pero si las víctimas se rebelan,
las instituciones están allí para ponerlas en orden. Este video sí que
fue bloqueado de YouTube por aparente «contenido inapropiado», con
lo que habría que desentrañar cuándo y por qué, tratándose de lo mis-
mo, lo que en unos casos es propio en otros no.
Ante las críticas de sexismo, sorprendentemente el cantante afir-
ma que más bien «el tema trata sobre difuminar las fronteras entre
hombres y mujeres y permitir que el deseo guíe sus acciones». Y ade-
más revela que fueron su propia esposa y sus amigas quienes se empe-
ñaron en que lanzara la versión del video en que las modelos que le

8.   Cristián Palma, «Blurred Lines de Robin Thicke: Polémica por letra sexista contra
las mujeres», en línea.
9.  Pierre Bourdieu, La dominación masculina, en línea.
172  De mujeres, palabras y alfileres

acompañan aparecen en topless (hoy censurada). Si esa es la manera


en que algunos hombres entienden la difuminación de las fronteras
entre los sexos, no estamos entendiendo lo mismo con el verbo «difu-
minar».
«Los videos —señala Silvia Morón refiriéndose a Blurred Li-
nes— son el reflejo de la sociedad que tenemos y construimos»: hay
un público que los aprueba y los disfruta. Ante un rechazo generaliza-
do no se lanzarían estos temas; una canción abiertamente homófoba o
racista no llegaría al número uno de todas las listas de éxitos, no la
emitirían a cada rato, nadie la toleraría, pero sí se tolera que se degra-
de a las mujeres.10 Y esto es así porque la cultura dominante lo avala,
lo aplaude; lo valora, le da, complacida, su aprobación.
Aprobado, aplaudido, valorado, Juan Magán es un compositor,
letrista y cantante español-dominicano, nominado cuatro veces al La-
tin Grammy, seis a los Billboard Latin Music Awards, y cinco a los
Premios, lo que indica que estamos ante un hombre muy exitoso. Ma-
gán es autor de la canción Suave en la que una apelación a «todas las
mujeres en esta fiesta», va seguida de las órdenes: «Pongan la pierna
derecha delante, pongan la pierna izquierda también, relajen su culo y
bajen bien suave, abre esa boca linda, lo que quiero es que todas me
coman la…, lo que quiero es que me coman la…». A esto le sigue un
prolongado «¡ahhhh!» de satisfacción como cuando con mucha sed
nos tomamos de corcor un largamente esperado vaso de agua. En el
video, ellas, que son muchas ellas, aparecen bailando al ritmo del re-
petitivo turuntun tun tun al que se reduce toda la música.
En 1987 hacía su debut otro grupo de rock, Los Ronaldos, a
quienes la multinacional EMI publicó su primer álbum del que forma
parte la canción Sí, sí, uno de sus primeros éxitos, con la cual su can-
tante, Coque Malla, de solo dieciocho años, se convirtió en un ídolo
juvenil, idolatrado por las jovencitas, a pesar de que, o tal vez porque,
en uno de los temas más populares del disco, dice: «Tendría que be-
sarte, desnudarte, pegarte y luego violarte / hasta que digas sí, hasta
que digas sí». Unos años más tarde, esto es, en 2005, alguien, sin duda
una feminista de ceño fruncido y mirada extraviada, cayó en la cuenta

10.  Véanse: La Vanguardia, «Provocación sexista en la música». Actualidad, «¿Es


«Blurred Lines machista?»; Paulestodo, «Un hit con dos videos: mujeres desnudas y
versión censurada», todas en línea.
Látigos y canciones  173

de que esa frase podría constituir una «apología de la violencia ma-


chista», y a partir de entonces en España, cuando se interpreta la can-
ción, hay que omitirla, pero en YouTube cualquiera la puede oír com-
pleta y tal cual. Además en el mundo de la música popular, estas
actitudes se mantienen, y según se comenta en La Vanguardia, respec-
to del año 2013, pasaron del hip-hop o el reggaeton a los temas pop de
moda en el verano.
Lamentablemente debemos reconocer que también algunas mu-
jeres se ajustan al programa. Y así, Malú nos dice cantando: «Dispues-
ta a hacer todo a tu voluntad / dispuesta a hacer todo lo que te dé la
gana. / ¡¡¡Qué me importa!!! /…/ Toda / de arriba abajo / toda / entera
y tuya. / Toda / aunque mi vida corra peligro». De este modo, la mesa
está servida, el apoyo garantizado y la erotización de la violencia en-
cuentra campo abierto para extenderse y prosperar.

Asesinatos cantados

Si estos temas hablan del sexo como violencia y hasta como servi-
dumbre, hay quienes encuentran muy gracioso o muy sensual o muy
romántico, según la música o el tono, matar a las mujeres. En 1992, el
trío humorístico Académica Palanca hacía reír a su público con la pie-
za cómica Me llaman mala persona: «Al llegar a casa tras un largo día
de trapicheo / esa mujer cruel no tenía listo todavía el papeo / y la tuve
que matar».
Para entonces ya los asesinatos de mujeres eran tema de la músi-
ca popular en la que el hecho exalta la figura heroica de un hombre
bueno víctima de la infidelidad, como ocurre con El preso número
nueve que la mató y no se arrepiente y si vuelve a nacer la vuelve a
matar, lo que no le quita ser «un hombre muy cabal»; o en el tango
Noche de Reyes, tan bueno el hombre, que la mató y llora eso sí (¡es
un tipo muy sensible!) por el niño al que ha dejado huérfano.
Loquillo y los Trogloditas era una banda de primer orden del
rock español, cuando en 1987 lanzaron el álbum Mis problemas con
las mujeres, en el que se encontraba una celebradísima canción titula-
da La mataré, de Sabino Méndez, con la que —dice Miguel Núñez—
«alcanzaron el estrellato, ganaron un disco de oro, y todos los premios
174  De mujeres, palabras y alfileres

de 1987 que podían concederse: críticos, revistas especializadas, emi-


soras de radio con pedigrí». La canción, que creó escuela, se convirtió
en uno de los platos fuertes de los conciertos de Loquillo y en una es-
pecie de himno a finales de los ochenta. Luego parece ser que el roc-
kero cayó en la cuenta o le nació la conciencia, o más bien le crecieron
las protestas de algunas que dijeron ver en ella lo que se ve, y la retiró
del repertorio por un tiempo, aunque a partir de 2008 la volvió a in-
cluir. Desde entonces lo podemos escuchar cantando, en una fusión de
rumba y rock: «Quiero verla bailar entre los muertos […] que no la
encuentre jamás o sé que la mataré / Uuuuh, por favor. / Uuuuh, solo
quiero matarla… / Uuuuh, a punta de navaja, / besándola una vez
más». La sombra tétrica de Calígula parece deslizarse suavemente en
el fondo, haciendo coro con Nerón y Barbazul: Uuuuh, Uuuuh.
Loquillo, molesto por los rezongos de las muchas que se indigna-
ron, opina que con ese argumento habría que dejar de interpretar el
Otelo, de Shakespeare, algunos tangos y varias películas que transitan
por el mismo camino como Átame, o Hable con ella, de Pedro Almo-
dóvar.11 Y tiene razón. Que no se deje de interpretar a Shakespeare ni
de exhibir a Almodóvar. Que se queden ahí esas obras como testimonio
de la permanencia del terrorismo simbólico contra las mujeres. Que se
queden discursos como el suyo, como el de los roqueros gallegos Si-
niestro Total: «Hoy voy a asesinarte nena, te quiero pero / no aguanto
más, hoy voy a asesinarte nena, / no me volverás a engañar». Que se
queden para que no se hagan ilusiones quienes ingenuamente piensan
que el patriarcado está a punto de recibir cuatro velas y un cajón.
Gerardo Ortiz es, junto con Julión Álvarez, uno de los más popu-
lares cantantes gruperos mexicanos y a sus conciertos asisten miles de
personas, muchas de ellas adolescentes. En los videos de la música
grupera es común ver que los protagonistas maltratan a mujeres, pero
el 28 de enero de 2015, fecha de estreno de su canción Fuiste mía, que
versa sobre la infidelidad de una esposa y el consecuente castigo que
recibe, el video que colocó Ortiz en su cuenta oficial en YouTube, se
pasó de la raya. En él, el esposo ofendido mata al amante de un balazo
y a ella la toma del cuello, la ata, la empuja a la fuerza en la cajuela
del carro, le prende fuego y se va sonriendo tan pancho. En junio de

11.   José María Sanz, «Loquillo», El Periódico, en línea.


Látigos y canciones  175

2016, en Irak, los yihadistas quemaron vivas a 19 mujeres por negarse


a tener sexo con ellos. En el video de Ortiz, un hombre quema viva a
su compañera por no tener sexo solo con él. No tan diferentes los ca-
sos si pensamos en la fuerza simbólica que pueden alcanzar las imáge-
nes televisivas de un video que, para cuando empezó a despertar polé-
mica, dos meses después, ya llevaba poco más de 25 millones de
reproducciones en la plataforma. A raíz de las muchas quejas, lo tuvo
que retirar el 9 de abril, pero algunos usuarios lo habían subido a sus
cuentas. Según los cálculos de la revista electrónica Debate, ha sido
visualizado 43 millones de veces en seis meses. Finalmente, a raíz de
esas imágenes, Ortiz fue acusado de apología del delito, pero se man-
tiene en libertad tras pagar una fianza de 50. 000 pesos. Y la verdad es
que debe estar muerto de risa porque esa cifra es un grano de anís
junto a los 102.900 dólares que, según cálculos, puede haber obtenido
a mediados del 2016 solo con esta canción.12
Alejandra Cartagena López, vicecoordinadora de CLADEM en
México, recalcó que en ese país, matar y desaparecer a una mujer es
normal y eso «está reflejado en las canciones». Según datos del Insti-
tuto Nacional de Geografía y Estadísticas, allí cada día siete mujeres
mueren asesinadas, y dos de cada tres reconocen haber sufrido algún
tipo de violencia en sus casas, escuelas, trabajo o en el transporte pú-
blico. De acuerdo con organizaciones defensoras de derechos huma-
nos, el 98 por 100 de los casos nunca se resuelve. Según las cifras más
recientes referidas a todo el mundo, en algún momento de su vida una
de cada tres mujeres ha sufrido violencia física y / o sexual infligida
sobre todo por su esposo o compañero, a quien se debe también un 38
por 100 de los femicidios. Entre los factores asociados están «la acti-
tud de aceptación y las desigualdades de género».13 Ortiz insiste en
que «no fomenta la violencia» y declaró en una conferencia de prensa
en Los Ángeles que «cada quien sabe si lo quiere ver o no lo quiere
ver».14 Esto no es así de simple, porque escuchar reiteradamente los
temas produce un efecto de sedimentación.

12.  El Debate, «¿Porqué [sic] Gerardo Ortiz ganó 102 mil dólares con Fuiste mía?»,
en línea; Animal Político, «El cantante Gerardo Ortiz queda libre tras pagar una fian-
za», en línea.
13.   OMS, «Violencia contra la mujer», nota descriptiva n.º 239, en línea.
14.   Alberto Nájar, «La música de México que está acusada de fomentar la violencia
contra las mujeres», en línea.
176  De mujeres, palabras y alfileres

Los posos de la violencia

La Universidad de Iowa realizó cinco experimentos distintos pensa-


dos para establecer los efectos de la violencia de las canciones popu-
lares en los pensamientos y sentimientos de jóvenes adolescentes. Se-
gún se concluyó, ya sean serias o cómicas, las canciones violentas
producen más elevados niveles de hostilidad, con un efecto acumula-
tivo; inducen a dar significados agresivos a palabras ambiguas de nue-
vas canciones y a identificar palabras agresivas más fácilmente que
otros vocablos. El estudio concluye que este tipo de música puede re-
sultar tóxica para el bienestar emocional en esas edades.15
Si es verdad que en la adolescencia se «fija definitivamente la
jerarquía de valores, las convicciones» que guiarán nuestro comporta-
miento «consciente y libre»,16 ¿cuánto de consciente y de libre se pue-
de alcanzar después de someterse a esta programación? El hecho de
que la gente joven frecuentemente pase por alto los temas sexuales
de las letras17 no alienta mucho, puesto que la mente humana no deja
pasar por alto nada. El psicólogo norteamericano John Bargh creó el
«test de las palabras revueltas», mediante el cual comprobó que, en
solo cinco minutos que dura la prueba, se podía influir en la conducta
de una persona. El test consiste en entregar a cada participante una
lista de grupos de cinco palabras colocadas en desorden y pedirle
crear frases gramaticalmente correctas utilizando cuatro palabras de
cada grupo: «Le estaba preocupada ella siempre», «De son Florida
naranjas temperatura», «Pelota la arroja lanza silenciosamente», «Za-
patos de cambia viejos los», «La observa ocasionalmente gente mira»,
«Sentirán sudor se solos ellos», «Cielo el continuo gris está», «Debe-
ríamos ahora olvidadizos retirarnos», «Nos bingo canta jugar deja»,
«Sol produce temperatura arrugas el».
Construir las frases es tan sencillo como multiplicar uno por uno,
pero en realidad no se trata de una prueba de habilidad gramatical,
sino de averiguar cómo ciertos vocablos predisponen a determinadas
conductas. Malcolm Gladwell, que aplicó la prueba a sus estudiantes,

15.  Tendencias Sociales (7/05/2003), «Las canciones agresivas provocan reacciones


violentas entre los jóvenes», en línea.
16.  Universidad Antonio Nariño, op. cit.
17.  Ibid.
Látigos y canciones  177

notó que al salir de su despacho al pasillo caminaban más despacio


que cuando entraron y se dio cuenta de que las palabras «preocupada»,
«Florida», «viejos», «solos», «gris», «bingo» y «arrugas» les había
provocado la disposición a actuar como si fueran gente mayor. Al hacer
la prueba de completar frases, no sabían que se les estaba predispo-
niendo para pensar en la vejez, e incluso después de salir lentamente
de la habitación y continuar por el pasillo, seguían sin ser conscientes
de que se había influido en su comportamiento.18
En otra ocasión John Bargh y sus colegas de la Universidad de
Nueva York, Mark Chen y Lara Burrows, prepararon dos tests de pa-
labras revueltas y presentaron uno de los dos a cada estudiante que
integraba un grupo. El primero estaba salpicado de términos como
«agresivamente», «descaro», «grosero», «fastidiar», «molestar», «in-
tromisión», «infracción». En el otro, los términos eran «respeto»,
«considerado», «apreciar», «pacientemente», «ceder», «educado» y
«cortés». El número de palabras de este tipo que se emplearon no era
en ninguno de los casos suficiente para que se percatasen de lo que
estaba en juego. Después de los cinco minutos que dura el ejercicio, se
les pidió cruzar el recibidor y hablar con la persona responsable del
experimento para que les indicara qué debían hacer a continuación. Al
llegar, la encontrarían siempre conversando con una colaboradora
que, de pie en el pasillo, obstruía la puerta del despacho. El resultado
fue que quienes se habían predispuesto con palabras corteses tardaron
más en interrumpir la conversación que quienes lo habían sido con
palabras groseras.
A juicio de Gladwell, esto corroboró los siguientes hechos: el
lenguaje predispone y sugiere; lo que consideramos libre albedrío es
en buena medida una ilusión; casi siempre funcionamos con el piloto
automático, y la forma en que pensamos y actuamos —y lo bien que
pensamos y actuamos sin detenernos a razonar— es mucho más sensi-
ble de lo que creemos a las influencias externas.19
Si las palabras captadas inconscientemente son capaces de su-
gestionarnos en unos pocos minutos y predisponernos a ciertas formas
de acción, ¿qué puede estar pasando cuando la juventud adolescente,

18.   Malcolm Gladwell (2006), Inteligencia intuitiva. ¿Por qué sabemos la verdad en
dos segundos?, pp. 25-26.
19.  Ibid., p. 122.
178  De mujeres, palabras y alfileres

principal consumidora de los videos musicales, ve una y otra vez las


mismas imágenes, escucha una y otra vez las mismas palabras? Imá-
genes y palabras mediante las cuales se ofende, degrada, escarnece,
humilla a las mujeres, y se las intimida con avisos de palizas y muerte.
En verdad, como dice Alberto Granados, es un milagro que pese a
tantos estímulos haya gente normal.
Sobre todo porque la sugestión a que nos predispone el patriarca-
do lleva siglos haciendo su trabajo. Por eso el látigo que se levanta
amenazante en la música juvenil nos resulta conocido. Es el símbolo
de una masculinidad patriarcal que solo puede pensarse a sí misma
sobre un trono y con un cetro; cejijunta y admonitoria en los tratados
morales de los tiempos de la cofia y el corsé, se volvió discotequera y
ruidosa pero sigue igual, uña y carne con la subyugación, uña y carne
con la violencia, uña y carne con el poder.

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11.
Mariquita Pérez y la monja alférez

El lenguaje opresivo hace más que representar la violencia; es


violencia.
Toni Morrison,
Discurso de Aceptación del Premio Nobel de Literatura

El dominio masculino está suficientemente bien asegurado como


para no requerir justificación: puede limitarse a ser y a manifes-
tarse en costumbres y discursos que enuncian el ser conforme a la
evidencia, contribuyendo así a ajustar los dichos con los hechos.
Pierre Bourdieu, La dominación masculina

¿Los hornos crematorios que nunca existieron?

En 1979, un belga nazi llamado Léon Joseph Marie Ignace Degrelle


vivía en España, país en el que se había refugiado bajo el amparo del
régimen franquista. Para entonces gozaba de la nacionalidad española
y había adoptado el nombre de José León Ramírez Reina. Al enterarse
por la prensa de que el papa Juan Pablo II visitaría en Polonia los cam-
pos de concentración, le escribió una «Carta abierta» en la que, entre
otras cosas, le dice, en referencia a Auschwitz, que los gaseamientos
masivos de millones de personas nunca fueron realidad.1 En contra de
lo que pretendía la carta, el comentario del papa al llegar allí fue:
«¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto?».
En 1985 Degrelle insistió sobre el tema, declarando ante las cá-
maras televisivas y para la revista Tiempo que la matanza de judíos en
los campos de concentración nazi nunca había ocurrido: «Si hay tan-
tos ahora resulta difícil creer que hayan salido tan vivos de los hornos
crematorios […]. El problema con los judíos es que siempre quieren

1.   Betzabé Marciani Burgos, «El lenguaje sexista y el hate speech: un pretexto para
discutir sobre los límites de la libertad de expresión y de la tolerancia liberal»; Bene-
dicto XVI, «Discurso del Santo Padre. Visita al campo de concentración de Aus-
chwitz», ambos en línea.
182  De mujeres, palabras y alfileres

ser las víctimas, los eternos perseguidos, si no tienen enemigos, los


inventan. Falta un líder, ojalá que viniera un día el hombre idóneo,
aquel que podrá salvar a Europa… Pero ya no surgen hombres como
el Fürher».2 En ese año, tras la exhumación del cadáver de Mengele, el
Ángel de la Muerte, Degrelle protestó por «la profanación» y manifes-
tó que su único arrepentimiento era que Hitler hubiese perdido la gue-
rra. Poco después, en la revista Tiempo, volvió a cuestionar la existen-
cia de los hornos crematorios.
Por esa época vivía en España Violeta Friedman, una judía que a
los catorce años fue confinada con su familia en el campo de Aus-
chwitz, donde sus padres, sus abuelos y su bisabuela fueron gaseados
no más entrar. Ella y su hermana permanecieron allí un año, durante el
cual se contagió de tifus y adquirió una tuberculosis ósea que le dañó
la columna y la obligó a ocupar en sus últimos años una silla de rue-
das. Ante las declaraciones de Degrelle, Violeta le interpuso una de-
manda por violación de su derecho al honor. La demanda fue rechaza-
da en las sucesivas instancias judiciales por «falta de legitimación
activa», puesto que el nazi no la había mencionado a ella sino que «se
limitó a poner en duda la existencia de las cámaras de gas y el holo-
causto judío». Finalmente Violeta acudió al Tribunal Constitucional,
el cual en 1991 anuló las sentencias anteriores y reconoció su derecho
al honor frente a las afirmaciones de Degrelle, que tenían, según la
sentencia, «una connotación racista y antisemita», constituían «una
incitación antijudía», atentaban «contra la dignidad humana de todo
un pueblo» y contra el honor de Friedman y de aquellas personas que,
«como ella y su familia, estuvieron internadas en los campos nazis de
concentración».3
Se trata de una sentencia histórica por cuanto señala el carácter
personalista de la protección constitucional al honor, «no impone que
los ataques o lesiones […] hayan de estar necesariamente perfecta y
debidamente individualizados»; y agrega que, si no se estimara así, el

2.   Vicente Gimeno Sendra, «Libertad de expresión y derecho al honor (Caso Violeta
Friedman)», en línea.
3.  Véanse: El País, «El Constitucional ampara a Friedman frente a la “incitación
antijudía” del ex jefe de las SS Degrelle»; El País, «El juicio contra la absolución del
nazi Degrelle enfrenta a Violeta Friedman con grupos “ultras”»; José F. Beaumont,
«Mientras viva seguiré luchando contra el nazismo»; El País, «Rechazado el recurso
de Violeta Friedman contra la absolución del nazi Degrelle», todos en línea.
Mariquita Pérez y la monja alférez  183

Estado español de derecho permitiría «el surgimiento de campañas


discriminatorias, racistas o de carácter xenófobo, contrarias a la ley».
La sentencia añadió que «ni la libertad ideológica ni la libertad de
expresión» comprendían «el derecho a efectuar manifestaciones, ex-
presiones o campañas de carácter racista o xenófobo», ya que ofen-
dían «otros bienes constitucionales como el de la dignidad humana»,
incompatible con «el odio y el desprecio a todo un pueblo o a una
etnia»4 a quienes «se ofende y desprecia genéricamente».5
Con esta sentencia, en España se cayó en la cuenta de la incom-
patibilidad entre la dignidad humana y el odio y desprecio genéricos a
grupos étnicos o raciales, y a raíz de ese juicio surgió en 1995 la ley
que, considerada como «una aportación legal decisiva para la defensa
de la democracia», tipifica la apología del delito de genocidio y la in-
citación a la discriminación.6
Un gran logro, evidentemente, pero se les quedó por fuera el se-
xismo, la más antigua, pertinaz y extendida de todas las formas de
dominación, entendida esta como el control abusivo por parte de un
grupo sobre los actos, las estructuras mentales, la libertad, el acceso a
los recursos sociales de otro grupo.7 Por otra parte se entiende el olvi-
do, porque de haberse incluido la discriminación, el desprecio y el
odio a las mujeres, los primeros en ir a los tribunales serían algunos de
los mandamases de turno y buena parte de los grandes personajes
masculinos de la cultura.

Mandamases y señorones

Recojo aquí unos cuantos botones de muestra de las ofensas y desca-


lificaciones a las mujeres, no ya de las que cundían en los desteñidos
tiempos de Aristóteles o Platón o Rousseau o Comte, que fueron mu-
chas y muy maliciosas, sino del siglo xxi. Las utilizan presidentes,

4.  El País, «El Constitucional ampara a Friedman…», op. cit.


5.   Fundamento octavo de la STC 214/1991, cit. por Betzabé Marciani Burgos, op. cit.
6.   Antonio Elorza, «Auschwitz desde España», en línea.
7.   J. Manuel Fernández, «La noción de violencia simbólica en la obra de Pierre
Bour­dieu: una aproximación crítica», en línea.
184  De mujeres, palabras y alfileres

diputados y ministros para desautorizar a sus colegas de sexo femeni-


no, posiblemente porque intuyen que el campo político es «un espa-
cio de luchas por la definición e interpretación del mundo social».8
A ellos, como a los académicos, no les interesan definiciones nuevas
que puedan alterar el espejo que les devuelve las imágenes entremez-
cladas de Terminator, Platón y Superman.
En diciembre de 1981, Soledad Becerril se convirtió en la prime-
ra mujer ministra en España desde Federica Montseny. Alfonso Gue-
rra la definió como «Carlos II vestido de Mariquita Pérez».9 Por si al-
guien no lo sabe, a Carlos II se le describe como débil, estéril,
raquítico, oligofrénico, enfermizo, feo, con signos de degeneración.
Mariquita Pérez era, como es sabido, una muñeca de unos 40 centíme-
tros, de vestuario muy variado y siempre a la moda, que se fabricó
desde 1939 a 1976.
Loyola de Palacio desempeñó, entre otros cargos, los de minis-
tra, diputada y senadora. En 2010 este mismo político la llamó «monja
alférez». Es bien conocido que esta monja históricamente famosa, era
una transexual que dejó los hábitos para convertirse en soldado y vivir
como hombre. Con igual fin de basureo, en 2010, cuando era presiden-
te de la Comisión Constitucional del Congreso, el famoso político es-
pañol se dirigió al candidato socialista por la Comunidad de Madrid,
Tomás Gómez, como «señor Gómez», pero en el mismo acto a la mi-
nistra de Sanidad, Trinidad Jiménez, la llamó «señorita Trini».10
Carme Chacón, ministra de Defensa de Zapatero, era, para Fran-
cisco Javier León de la Riva, «la señorita Pepis vestida de soldado».11
Para quien lo ignore, la Señorita Pepis es una muñeca. De la política
Isabel Tocino dijo Juan Hormaechea, exalcalde de Santander y expre-
sidente de Cantabria: «La Tocino no me sirve ni para masturbarme».12
Para Manuel Fraga en 1997, la diputada Clementina Díez de Balde-
león «lo único interesante» que exhibió «fue su escote».

8.   Norberto Emmerich, «Del lenguaje performativo a la performatividad del lengua-


je político», en línea.
9.   Ángel Sánchez de la Fuente, «El lenguaje grosero-machista no distingue entre
derecha e izquierda», en línea.
10.   EFEEFE, «Las ministras critican a Guerra al referirse a la “señorita Trini”», en
línea.
11.   David Aragonés, «Las diez frases más controvertidas del alcalde de Valladolid,
León de la Riva», en línea.
12.   Sánchez de la Fuente, op. cit.
Mariquita Pérez y la monja alférez  185

Como señala Héctor Islas Azaïs, «no nos interesa tanto que la
persona insultada sepa lo que pensamos de ella; generalmente busca-
mos dañarla, rebajar su autoestima y hacerla sentir menos digna» que
el insultante. «Muchas veces es solo un sucedáneo de la violencia físi-
ca, y en ocasiones tanto o más poderoso», y esto no puede justificarse,
«al menos tan fácilmente, como forma de libertad de expresión». Su
carácter vejatorio no debe soslayarse por el hecho de que «no es lo
mismo insultar que asesinar o condenar a la miseria a las personas», o
por la idea emanada de la sociología de que la discriminación es más
que actos individuales aislados «un sistema de relaciones sociales».
Porque, dice Islas, «no son los grupos, ni las clases, ni los géneros, ni
las razas», sino las personas concretas, quienes la padecen.13
Otro tipo de descalificaciones tiene que ver con la idea aún vi-
gente de que lo de las mujeres son las chanclas y el delantal. En 1990,
la diputada socialista Cristina Alberdi preguntó al entonces ministro
de Justicia de Felipe González, y más tarde defensor del Pueblo, Enri-
que Múgica, sobre la conveniencia de una mayor representación de
mujeres en el Consejo General del Poder Judicial. Este le contestó:
«¿Es que han hecho cocinas en las nuevas oficinas?»14
Independientemente de la ordinariez del ministro, él lo que hace
es ajustarse a las ideas de su cultura. No por nada se le llama cocini-
llas, según el DRAE, al «hombre que se entromete en las tareas do-
mésticas, especialmente en las de cocina». Puesto que, según el mis-
mo DRAE, «entrometer» o «entremeter» es meterse una persona
«donde no la llaman», «inmiscuirse en lo que no le toca», estos hom-
bres están apelando a un histórico reparto cultural de actividades, con-
sagrado en la lengua y expresado en el refrán «La mujer y la sartén en
la cocina están bien». En la lógica binaria con que funciona la socie-
dad patriarcal, que los hombres no tengan cabida en la cocina es solo
la otra cara de que las mujeres no tengan cabida en la cosa pública.
En febrero de 2006, el presidente de México, Vicente Fox, du-
rante una gira de trabajo en Mazatlán, Sinaloa, se vanagloriaba de que
para entonces el 75 por 100 de los hogares de México tenían una lava-
dora. Y luego aclaró: «Y no de dos patas o de dos piernas, una lavado-
ra metálica». En España, en marzo de 2013, Jesús Ferrera, secretario

13.   Héctor Islas Azaïs, «Lenguaje y discriminación», en línea.


14.   Ángel Sánchez de la Fuente, op. cit.
186  De mujeres, palabras y alfileres

de Organización del PSOE de Huelva, ante las malas cifras de empleo


dijo que la ministra del ramo, Fátima Báñez, del Partido Popular, esta-
ría mejor «haciendo punto de cruz». En 2016, el concejal del Partido
Popular en Palafolls, Óscar Bermán, manifestó, refiriéndose a Ada
Colau, la alcaldesa de Barcelona, que «en una sociedad seria y sana,
estaría limpiando suelos». En 2012, en palabras de Alberto Ruiz-Ga-
llardón, ministro de Justicia, en un debate del Senado sobre la modifi-
cación de la ley del aborto, «la libertad de la maternidad es la que hace
a las mujeres auténticamente mujeres».
Es muy probable que las haya entre ellas que manifiesten ideas
ofensivas sobre los hombres, pero, como ha hecho ver van Dijk, cuan-
do un miembro del grupo dominante en posición de poder describe de
una manera negativa a los miembros de un grupo dominado (él se re-
fiere al gobierno de Holanda e inmigrantes de Zelandia), esto tiene
«consecuencias formidables sobre las leyes y la política oficial» por-
que «sustenta la dominación»; pero si un miembro del grupo domina-
do hace lo mismo, no tiene iguales consecuencias. Esto es, a su juicio,
«fundamental en el análisis de los discursos sobre el racismo»,15 como
lo tiene que ser, forzosamente, para los discursos sexistas. De igual
modo opina Betzabé Marciani: «Los insultos a minorías tienen un
efecto diferente al del insulto común y corriente» porque «ocurren en
un contexto de discriminación, lo que puede verificarse en el hecho de
que el lenguaje ha ideado epítetos especiales para referirse a grupos
tradicionalmente excluidos».16 Expresiones como «fascista» o «cer-
do» no producen el mismo sentimiento que la palabra «nigger» puesto
que, al no ejercer la misma fuerza, «no pueden socavar las condicio-
nes sociales para el ejercicio de los derechos y libertades fundamenta-
les de las personas a las que se apela», no provoca el mismo miedo de
sufrir violencia y subordinación.17
Alguno ya se está diciendo que las mujeres somos muchas y por
lo tanto no calificamos como minoría. Obviamente eso tuerce la reali-
dad, en tanto un grupo no califica como minoría por la cantidad de
personas que lo conforman sino por su posición de menor poder so-

15.   Teun A. van Dijk, Discurso, poder y cognición social, en línea.


16.   Betzabé Marciani Burgos, «el lenguaje sexista y el hate speech», en línea.
17.  Ibid.
Mariquita Pérez y la monja alférez  187

cial, económico, jurídico, político…18 Por poner un par de ejemplos,


en Sudáfrica, durante el apartheid, la población blanca era de solo un 21
por 100; en Guatemala la población blanca o criolla es de apenas el
20 por 100, pero ese escaso porcentaje poblacional en uno y otro sitio
está en posición inversa al goce de privilegios, como ocurre en cual-
quier país colonizado.
John Austen creó el neologismo performativo, del inglés to per-
form para referirse a aquellas expresiones que en el momento mismo
de ser enunciadas, realizan una acción. Para ello necesitan de un pro-
cedimiento convencional que incluye emitir ciertas palabras por parte
de ciertas personas en ciertas circunstancias. Por ejemplo, cuando un
juez, ubicado en su sitial, durante un juicio, dice «dictamino en favor
de…», «fallo que…». Para que un performativo sea «afortunado», o
sea, para que tenga efecto, requiere que las personas y circunstancias
particulares sean «las apropiadas para recurrir al procedimiento par-
ticular que se emplea». No se trata de «un mero decir algo», sino de
un decir algo que realiza la acción que comunica.19 Cuando alguien sin
la investidura dice «yo fallo» o «yo dictamino», no hay performati­
vidad.
Refiriéndose al discurso racista, Judith Butler le da un giro dis-
tinto a la definición austiniana. Para ella, la eficacia del performativo
depende más bien de un patrón de comportamiento autorizado. A su
juicio, este discurso «no podría actuar como tal si no fuera una cita-
ción de sí mismo; solo porque ya conocemos su fuerza por instancias
anteriores sabemos que es ahora tan ofensivo, y nos preparamos con-
tra sus futuras invocaciones». En otras palabras, no requiere de inves-
tidura sino de la autoridad que le proporciona su aceptación preexis-
tente, el darse por un hecho. En términos de Butler, las expresiones
ofensivas no solo «reflejan condiciones sociales previas» y apoyan un
mensaje de inferioridad, sino que con ese apoyo realizan lo mismo
que comunican, producen efectos sociales, institucionalizan verbal-
mente la discriminación y efectúan la subordinación.20

18.   Xinwei Zhao, «El lenguaje no discriminatorio y la traducción entre el chino y el


español», en línea.
19.  John Langshaw Austin, Cómo hacer cosas con palabras, en línea.
20.   Judith Butler, «Soberanía y actos de habla performativos», en línea; Lenguaje,
poder e identidad, p. 255.
188  De mujeres, palabras y alfileres

El discurso sexista deriva su fuerza de lo mucho que se repite:


son débiles, son débiles, son débiles…; son tontas, son tontas, son
tontas…; y así durante siglos de siglos, poniendo en evidencia la mi-
soginia ancestral. Y a propósito, es culturalmente significativo que si
bien lleva larga existencia en castellano un vocablo para referirse al
desprecio, aversión u odio a las mujeres, misoginia; y otro para refe-
rirse a la aversión al trato humano, misantropía, ambos compuestos
con el griego miseo (μισέω), odiar, no se ha registrado misandria
como «aversión a los varones» sino en la última edición del Dicciona-
rio. Según la teoría del foco cultural, esto podría interpretarse en el
sentido de la importancia que nuestra cultura concede a las actitudes
respecto de unas y otros. Entonces, la falta de necesidad, ya por sí
misma, habla y significa. Esta larga ausencia constituye un mensaje.
De acuerdo con Mary Matsuda, el efecto de las formas del dis-
curso del odio basadas en el sexo o en la raza es degradar o disminuir
a las personas insultadas. Pueden reducir su capacidad para el trabajo
o el estudio, o para gozar de sus derechos y libertades: «La víctima se
convierte en una persona sin Estado». El insulto racista es equivalente
a «recibir una bofetada en la cara», produce una herida «instantánea»
y algunas de sus formas hasta provocan «síntomas físicos que tempo-
ralmente dejan inválida a la víctima»; «los mensajes, menosprecios,
amenazas, difamaciones y epítetos […] “golpean las tripas” de los
miembros del grupo a quienes se dirigen».21
Para Judith Butler, solo tenemos que recordar cómo se incorpora
la historia cuando se nos ha insultado, «cómo las palabras penetran en
los miembros, modelan los gestos, te hacen doblar la espalda», cómo
las injurias basadas en la raza o en el género viven y crecen en la carne
de quien las padece, y cómo «se acumulan a lo largo del tiempo, disi-
mulan su historia, cobran un aspecto natural, configuran y limitan ese
doxa que llamamos “realidad”».22
El sexismo tabernario entre políticos se exhibe como una prueba
de desenfado y en algunos casos como ostentación de lo macho que se
siente el señor al micrófono, de que todo le vale. Algunos, como el ci-
tado Juan Hormaechea, suman más puntos que otros. En los años no-
venta declaró: «Me encantan los animales, y si son hembras y con dos

21.   Pedro Muerza, «Palabras que hieren», en línea.


22.  Op. cit., p. 255.
Mariquita Pérez y la monja alférez  189

patas, mejor». Y aun aclaró: «Soy racista, pero no con las mujeres».23
En Estados Unidos, otro político, el ahora presidente Donald Trump,
trata regularmente de «loca» en Twitter a la famosa periodista del ca-
nal Fox News Megyn Kelly, quien en agosto, durante el primer debate
republicano, le recordó que él llamaba «cerdas gordas», «perras»,
«puercas», «zorras» y «animales asquerosos» a las mujeres que no le
gustaban. Irritado, Trump le respondió que no quería perder el tiempo
siendo políticamente correcto. En seguida la acusó de ser una mentiro-
sa y de estar sobrevalorada y en su contra. Después del debate, a modo
de descalificación, dijo que ella estaba menstruando: «Uno podía ver
que la sangre le salía por los ojos, que le salía por todas partes». En
otro lugar, refiriéndose a sus comentarios negativos contra las mujeres
declaró que «los políticos dicen cosas aún peores cuando están detrás
de puertas cerradas».24 Y ahí sí que le podemos creer.
Como advierte Ana Valero, las expresiones sexistas, en tanto di-
rigidas a grupos, no pueden subsumirse dentro de las figuras de la di-
famación, la calumnia o la injuria: el discurso del odio incluye todas
las «expresiones que no solo estén motivadas por el odio» sino que,
sobre todo, traten de transmitirlo e incentivarlo. Se relaciona no solo
con exclusión de recursos económicos sino con la reiteración en el
tiempo de prejuicios y estereotipos negativos,25 en cuya transmisión el
lenguaje desempeña un papel crucial.
Entre los estereotipos en vigencia a que estos hombres apelan,
está el de la gran superioridad intelectual masculina frente a las muje-
res, a despecho de los títulos o méritos que ellas tengan. En 1989, Al-
fonso Guerra dijo de Pedro Pacheco, alcalde de Jerez: «Pasa tantas
horas en las peluquerías de señoras que no se le ocurren más que
chorradas».26 En mayo de 2014, otro político, Miguel Arias Cañete,
hoy comisario europeo de Acción por el Clima y Energía, y entonces
candidato del PP al Parlamento Europeo, mantuvo un debate electoral

23.   Ángel Sánchez de la Fuente, op. cit.


24.  Mundo, «EE.UU: Megyn Kelly, la incisiva periodista de Fox News que puso a
Donald Trump contra las cuerdas», en línea; Mundo, «“Cerda gorda”, “loca” o “hue-
ca”, así llama Trump a mujeres que no le simpatizan», en línea. El Ciudadano, «Las
mujeres son el talón de Aquiles de Donald Trump», en línea.
25.   Betzabé Marciani Burgos, op. cit.; Ana Valero, «La libertad de expresión del
fascista», en línea.
26.   Ángel Sánchez de la Fuente, op. cit.
190  De mujeres, palabras y alfileres

contra su oponente Elena Valenciano, a quien acusó de «enarbolar


banderas feministas trasnochadas». Al día siguiente le preguntaron so-
bre el asunto. Su respuesta: «El debate entre un hombre y una mujer
es muy complicado porque si haces un abuso de superioridad intelec-
tual, o lo que sea, parece que eres un machista que está acorralando a
una mujer indefensa […]. Si en tu intervención aparece que pudiera[s]
ser superior, se puede considerar machista».27 Este mismo hombre,
trece años atrás, cuando era ministro de Agricultura de Aznar, afirmó
que «el regadío hay que utilizarlo como a las mujeres, con mucho
cuidado, que le pueden perder a uno».
Los políticos que aquí he mencionado son triunfadores: presi-
dentes de sus respectivos países, o diputados o alcaldes, en algunos
casos reelegidos hasta por varios períodos a pesar de hablar como los
bueyes. Y es que, como dice Pierre Bourdieu, «el dominio masculino
está suficientemente bien asegurado como para no requerir justifica-
ción: puede limitarse a ser y a manifestarse en costumbres y discursos
que enuncian el ser conforme a la evidencia, contribuyendo así a ajus-
tar los dichos con los hechos».28
En otras palabras, que cuando estos tipos mandan a las ministras,
alcaldesas o diputadas a cocinar, fregar suelos o hacer punto; cuando
les recetan a las mujeres por libertad la sala de partos, no están hacien-
do otra cosa que acudir a un poso que ha ido acumulando la cultura,
formado a partir de los discursos de la ciencia, la filosofía y las reli-
giones. Y es la reiteración, precisamente, uno de los aspectos que
vuelven tóxico el discurso del odio. Como dice Manuel Cruz, «hay
palabras que, hoy, no son simples palabras».

Mandamases, mandamuchos, violaciones y otras agresiones

En 2007, Soraya Rodríguez era candidata del PSOE a la alcaldía de


Valladolid. Francisco Javier León de la Riva, el mismo que llamó a
Carme Chacón señorita Pepis, ginecólogo de oficio y alcalde de esa

27.   F. Manetto, «Arias Cañete dice que fue benévolo con Valenciano para no parecer
machista», en línea.
28.  Pierre Bourdieu, La dominación masculina, en línea.
Mariquita Pérez y la monja alférez  191

ciudad, dijo entonces: «Me han acusado de todo menos de violar a


Soraya, pero se comprende…».29 De lo que se deduce que si la hubiera
encontrado bonita, no habría tenido inconveniente alguno, y que vio-
lar es normal y natural, casi como silbar. León de la Riva no constitu-
ye excepción. Un tipo de Huelva escribió en su cuenta de Twitter que
con las mujeres «el truco está en escucharlas como psicólogo y follár-
telas como si te estuviesen pegando». Otro tipo dijo que «las leyes son
como las mujeres. Están para violarlas». El primer tipo es un policía
local de Aljaraque; el segundo era José Manuel Castelao Bragaña, y
sus palabras fueron pronunciadas en 2012, cuando lo acababan de
nombrar presidente del Consejo General de la Ciudadanía Exterior.30
En 2014, una autoridad política fue entrevistada a causa de unas
violaciones ocurridas en Valladolid y en Málaga. Su respuesta fue:
«Hay veces que a las seis de la mañana una mujer sola tiene que cui-
dar un poco por dónde va». Y todavía agregó: «Tú piensa que entras
en un ascensor y hay una chica con ganas de buscarte las vueltas. Se
mete contigo en el ascensor, se arranca el sujetador o la falda y sale
dando gritos de que la has intentado agredir. Por lo tanto, ojo con ese
tema, que tiene doble lectura. De ida y vuelta». ¿Entendimos bien?
Por una parte, los hombres son tan agresivos que si alguna se quiere
pasear a las seis de la mañana mejor que sea por el patiecito trasero de
su casa y alrededor de la caseta del perro; por otra parte, las mujeres
son tan calientes y malintencionadas que cualquiera se desviste en un
ascensor para tentar a un pobrecillo y después lo acusa de violación.
La autoridad de esta entrevista es el mismo León de la Riva cuyos
desbarros hemos citado dos veces antes, y que era en ese tiempo alcal-
de de Valladolid por el Partido Popular.
Este mismo señor, que, según sus declaraciones al llegar al ayun-
tamiento vallesolitano, llevaba la intención de limpiar la ciudad de
«piojos, pulgas y putas», se negó en 2007 a cumplir con la ley de pa-
ridad porque, según declaró, «las paridades me parecen paridas». Cu-
riosamente, la misma expresión y el mismo año en que el ultradere-
chista y ultramisógino Juan Manuel Prada hablaba de «la parida de la

29.  El confidencial, «15 salidas de tono de León de la Riva, candidato del PP a la


alcaldía de Valladolid», en línea.
30.  El Huffington Post, «Políticos machistas: los comentarios más sexistas de repre-
sentantes públicos», en línea.
192  De mujeres, palabras y alfileres

paridad». Un venenoso juego de paranomasia que les parece el cul-


men del ingenio.
Hombres como estos saben que «la compañía de una palabra
afecta a su vecina hasta el punto de crear un significado latente.31 Sin
duda porque en nuestra cultura tiende a verse todo desde el ojo mascu-
lino, parida no solo significa hembra que hace poco tiempo parió,
sino que también se ha asociado a «sandez», «despropósito» y «sim-
pleza». Y así lo recoge el Diccionario y al recogerlo lo avala.
En Palestina, en 2013, se estaba celebrando una vista de la Comi-
sión de Apelaciones de la Seguridad Social, en la que no estaba pre-
sente la víctima, una niña que fue violada por cuatro hombres cuando
tenía trece años. En medio del debate, el juez Nisim Yeshaya, de re-
pente, dijo en voz alta: «Hay algunas chicas que disfrutan de que las
violen».32 En 2014, el juez canadiense Robin Camp le preguntó a una
mujer víctima de violación si no «podía haber mantenido las rodillas
juntas» y por qué no bajó «el culo para que no la pudiera penetrar».
Puso en duda la denuncia cuando supo que ella le había preguntado al
agresor si tenía un preservativo. Para Camp, eso llevaba a «una con-
clusión clara»: de haberlo tenido, no se habría opuesto.33 Tras la pro-
testa de colegas juristas por sus declaraciones, el juez decidió acudir
«por iniciativa propia» a un curso de sensibilización de género.
Todos estos hombres apelan, ya que no al garrote, que está mal
visto, a la violencia simbólica, una forma de reproducir las relaciones
de poder. En algunos casos ese tipo de comentarios reviste mayor pe-
ligro porque procede de autoridades religiosas cuya palabra tiende a
ser seguida y creída por sus feligresías. En Colonia, Alemania, en la
última noche del año 2015, un millar de hombres asaltaron, acosaron y
en algunos casos violaron a un centenar de mujeres que celebraban la
Nochevieja. De entrada se habían presentado noventa denuncias, pero
luego se vio que algo parecido había ocurrido en Hamburgo y en
Stuttgart. A la fecha en que tomo esta noticia, las denuncias llegaban a
quinientas. A raíz de estos sucesos, la televisión rusa REN TV entre-

31.  Álex Grijelmo, La seducción de las palabras, p. 162.


32.  Excelsior, «Juez israelí desata polémica “algunas chicas disfrutan de ser viola-
das” asegura», en línea.
33.  Público, «Un juez canadiense, a la víctima de una violación: “¿No podías haber
mantenido las rodillas juntas?”», en línea.
Mariquita Pérez y la monja alférez  193

vistó a diversas personalidades de Colonia, entre ellas al imán de la


mezquita salafista, Sami Abu-Yusuf, quien atribuyó la culpa de los
asaltos sexuales a las víctimas «porque —dijo— iban medio desnudas
y llevando perfume». Por eso «no extraña que los hombres quisieran
atacarlas», puesto que su atuendo era «como añadir gasolina al fuego».34
En diciembre de 2012, en Italia, donde muere una mujer cada
dos días por violencia machista, Piero Corsi, párroco en Lerici, pro-
vincia de La Spezia, el día de Navidad colgó en el portón de la iglesia
una nota titulada «Donne e il femminicidio» (mujeres y uxoricidio).
La nota es, según se dice, una revisión crítica de la carta apostólica
Mulieris dignitatem, de Juan Pablo II, sobre la dignidad y la vocación
de la mujer, publicada recientemente por el sitio Póntifex.
El cura pretende hacer una «sana crítica» y señala que muchas
veces «una prensa fanática y desviada» echa la culpa de todo al hom-
bre. Se pregunta si es posible que de una «sola tacada todos» los hom-
bres hayan enloquecido, y se contesta que «no», que no lo cree: el
problema está en el hecho de que las mujeres «cada vez más, provo-
can, se vuelven arrogantes y se creen autosuficientes y acaban por
exasperar las tensiones»; «ellas se lo buscan». Por su culpa, en defini-
tiva, «los niños son abandonados a su suerte, las casas están sucias…»,
«las ropas mugrientas, las comidas frías, compradas en tiendas de co-
midas rápidas. […] Si una familia acaba en el desastre y se llega al
delito […], muchas veces la responsabilidad es compartida». Y aun
agrega: «¡Cuántas veces vemos a muchachas y señoras maduras cami-
nar por la calle con vestidos provocadores y ceñidos!, ¡cuántas traicio-
nes se consuman en los lugares de trabajo, en los gimnasios y los ci-
nes! Podrían evitarse, ya que desatan los peores instintos y después se
llega a la violencia o al abuso sexual». Luego, obligado por las críticas
a retirar el cartel, confirmó ante los medios de comunicación que com-
partía una a una todas esas afirmaciones. Como plantea Soraya Mel-
guizo, en resumen, «lo que el cura viene a decir es que el feminicidio
es culpa de las mujeres».35 Pero el párroco no solo piensa que ellas se
lo buscan cuando las matan: también se lo buscan cuando las violan

34.  La Información.com, «Un imán de Colonia culpa de las violaciones al perfume y


el vestido de las mujeres», en línea.
35.   Soraya Melguizo, «Un sacerdote italiano, sobre el maltrato a las mujeres: “Ellas
se lo buscan”», en línea.
194  De mujeres, palabras y alfileres

por ir con vestidos provocadores. En fin, que visto así, las criminales
son las víctimas.
En costa Rica hace unos cuantos años en el asilo Chapui, un lu-
gar para personas con problemas mentales, fue internado un campesi-
no por copular con las gallinas del vecindario. No es que la gente es-
tuviera preocupada por la moral del gallinero sino que al hacerlo las
mataba. Preguntado por el personal por qué hacía eso, el hombre de-
claró: «Es que uno está sentado en una piedra y pasa una gallina para
allá, pasa para acá… pasa para acá, pasa para allá… ¡y diay, uno no es
de piedra!». Es que es eso, como los hombres no son de piedra, las
mujeres, como las gallinas, deberían estar encerradas.
Como afirma Antonio García de León, «a diferencia de lo que
generalmente considera válido la lingüística tradicional (o las aproxi-
maciones a ella desde otras perspectivas), las estructuras cambiantes
y arborescentes del lenguaje no solo sirven para comunicar, sistemati-
zar, clasificar o mostrar la realidad; sino también para opacarla y
oscurecerla».36 El discurso de estos hombres tiene la misma finalidad
que tenía Degrelle cuando negaba la existencia de los hornos crema-
torios, y habría que preguntar a la sociedad, como el papa le preguntó
a su Dios, por qué calla y por qué tolera lo que no se debe callar ni
tolerar.

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12.
La mitad irracional

Las metáforas pueden crear realidades, especialmente realidades


sociales. Una metáfora puede así convertirse en guía para la ac-
ción futura. Estas acciones desde luego se ajustarán a la metáfora.
Esto reforzará a su vez la capacidad de la metáfora de hacer cohe-
rente la experiencia. En este sentido, las metáforas pueden ser
profecías que se cumplen.
George Lakoff y Mark Johnson,
Metáforas de la vida cotidiana

La metáfora es seductora por naturaleza, porque produce sorpresa y


ayuda a salir de la realidad visual para pasar a la realidad imaginada.
Álex Grijelmo, La seducción de las palabras

Metáforas para pensar

Cuando nos referimos a un grupo selecto de la población como «la flor


y nata» de la sociedad, o a un grupo muy marginal como «la escoria
humana», estamos haciendo metáforas en el sentido de «comprender un
aspecto en términos de otro»; pero, como señalan George Lakoff y
Mark Johnson, cuya teoría seguimos en este texto, no se trata simple-
mente de una figura literaria sino de «una manera cognitiva» que im-
pregna la vida cotidiana, el lenguaje, el pensamiento y la acción. «Nues-
tro sistema conceptual ordinario —afirman ellos—, en términos del cual
pensamos y actuamos, es fundamentalmente de naturaleza metafórica».1
Por lo tanto una metáfora es un concepto metafórico,2 y al parecer, nues-
tros valores forman «un sistema coherente con los conceptos metafóri-
cos de los que vivimos […] y están profundamente establecidos».3
El planteamiento de estos autores tiene varias implicaciones so-
ciales importantes. Primero, al entender un concepto en términos de
otro, por ejemplo, al llamarle «mula» a una persona terca, nos concen-

1.   George Lakoff y Mark Johnson, Metáforas de la vida cotidiana, p. 39.


2.  Ibid., p. 42.
3.  Ibid., p. 60.
200  De mujeres, palabras y alfileres

tramos en un rasgo de su carácter que puede impedirnos ver otros, in-


consistentes con esa metáfora. Tal vez es terca pero inteligente y bue-
na y noble, pero al llamarle «mula» solo le vemos la terquedad. Una
segunda implicación deriva de que toda metáfora se relaciona con la
experiencia, sin la cual no se puede entender ni representar (para el
caso, la conocida terquedad de las mulas); y por último, «los valores
más fundamentales en una cultura» son coherentes «con la estructura
metafórica de sus conceptos fundamentales».4 Y la terquedad es mal
vista en una sociedad que requiere obediencia.
Puesto que las metáforas tienen la capacidad de crear realidades,
especialmente realidades sociales, pueden convertirse en guías para
las acciones futuras, en profecías autocumplidas. Esto refuerza su po-
der para hacer coherente la experiencia.5 Pienso, por ejemplo, en el
conocido fenómeno de lo expuesto a la agresión en que se encuentra
un grupo dominado al que un grupo dominante le imponga calificati-
vos que persigan deshumanizarle. En 1994, «los ruandeses hutus deno-
minaban a los tutsis cucarachas», lo que, señala Luis Carlos Díaz Sal-
gado, parecía justificar la decisión de masacrarlos hasta el exterminio,
porque «en fin, ¿qué puede tener de malo terminar con una plaga?».6
George Steiner se dio cuenta de cómo, bajo el régimen nazi, las
palabras perdían su significado original y adquirían acepciones de pe-
sadilla. Judío, polaco, ruso, «vinieron a significar piojos con dos pa-
tas, bichos pútridos que los maravillosos arios debían aplastar “como
cucarachas que corren por una pared mugrienta”, como decía un ma-
nual del partido».7 Metáforas que tenían por finalidad el exterminio de
todo un pueblo.

Las metáforas y la verdad

Si las metáforas descalificadoras sobre la población tutsi y la judía


justificaron la masacre, forzosamente habría que relacionar las que se

4.  Ibid., p. 59.
5.  Ibid., p. 198.
6.   Luis Carlos Díaz Salgado, «Eufemismos y toxifemismos», en línea.
7.   George Steiner, «El milagro hueco», en línea.
La mitad irracional  201

han venido empleando contra las mujeres en la cultura hegemónica,


con la privación de derechos políticos, económicos, educacionales y
civiles; con la explotación y la discriminación.
La verdad, afirman Lakoff y Johnson, «es siempre relativa a un
sistema conceptual […] definido en gran medida, por medio de metá-
foras», desarrolladas, la mayor parte de ellas, durante largos periodos
de tiempo»; pero muchas, también, impuestas por quienes tienen el
poder. «En una cultura donde el mito del objetivismo está vivo y la
verdad es siempre verdad absoluta, la gente que consigue imponer
sus metáforas sobre la cultura consigue definir lo que es verdad, lo
que consideramos que es verdad —absolutamente y objetivamente
verdadero».8
Alicia Genovese se refiere a dos o tres imágenes que en Hispa-
noamérica son lugares obligados en una lectura discursiva de la filo-
sofía y particularmente de la lírica. Una sería «“poesía eres tú”, el re-
petido verso de Bécquer donde la mujer queda inmovilizada como
fetiche amoroso»; otra, elaborada por el modernismo, es la que «le da
a la mujer el lugar de objeto suntuoso dentro de esta utilería de hadas
y princesas que tanto escenificó Rubén Darío». Otras se constituyen
con «la amada inmóvil inalcanzable de Amado Nervo, con la mujer
ángel heredada del dolce stil nuovo: mujeres que, hechas solo con la
materia del discurso amoroso, suelen reforzar los lugares comunes de
la exclusión, el silencio y la ausencia».
Estas tres imágenes funcionan «dentro del entramado de discur-
sos que conviven en el espacio social», construyendo o validando
«sentidos que circulan socialmente: la mujer fetiche amoroso, objeto
suntuoso, la mujer silenciosa que es identificada con una marca de
ausencia». Sentidos a los que «les otorga mayor validez el uso reitera-
do a través de tiempos y autores».9
Por cierto, Béquer, en sus Cartas literarias a una mujer, le expli-
ca a su destinataria: «La poesía eres tú, te he dicho, porque la poesía
es el sentimiento, y el sentimiento es la mujer».10 Nada halagador aun-
que ese fuera el propósito. Es la conocida dicotomía mediante la cual
los hombres dejan para sí la razón.

8.   G. Lakoff y M. Johnson, op. cit., p. 202.


9.   Alicia Genovese, La doble voz, pp. 18-19, en línea.
10.  Bécquer, Cartas literarias a una mujer, «Carta 1», en línea.
202  De mujeres, palabras y alfileres

Hasta ahí, la poesía va sosteniendo un ideal femenino patriarcal


aunque inciensando de algún modo las imágenes que crea. Pero desde
la literatura no solo se ha construido y validado a las mujeres como
objetos suntuosos y como ausencia, sino también como utensilios, flo-
res, animales y alimentos. Edmundo Magaña,11 analizando la poesía
de los chilenos Pablo de Rokha, Pablo Neruda, Nicanor Parra, Rosa-
mel del Valle y Vicente Huidobro, ha hecho notar que en algunos de
ellos las mujeres son evocadas por y / o asociadas a gallinas, peces,
palomas, golondrinas, cabras, terneras, potrancas, yeguas… lirios, ro-
sas…, sandías, duraznos, manzanas, uvas, naranjas, melones, zapa-
llos…, ollas, botellas, tacitas… y alimentos elaborados típicos de la
cocina chilena: jamón, pantrucas, chunchules… Las asociaciones cu-
linarias sugieren que una mujer puede ser «comida» en el sentido de
«poseída sexualmente». En otras imágenes aparece como paisaje, con
la función de destacar su anatomía o la de confundir mujer y madre; y
en ambos casos debe ser «cultivada», como se cultiva el maíz o los
frijoles.
Judy C. Pearson y colegas han observado que en el habla inglesa
las mujeres con frecuencia son comparadas con productos alimenti-
cios: azúcar, miel, galletitas, pasteles, caramelos; o con animales:
«vaca», «foca», «cerda» y «perra», «conejito», «gata», «gatita»,
«cordera».12 Deborah Tannen señala que en Estados Unidos, durante
la campaña presidencial de 1984, en un artículo se dijo de Geraldine
Ferraro, la primera mujer en la historia del país en ser candidata a la
Vicepresidencia, que estaba «dispuesta a “arañar a Ronald Reagan en
los ojos”, reforzando la típica metáfora de la gata. Cada vez —dice
ella— que alguien utiliza un término asociado con esta metáfora, la
refuerza», sugiriendo en las mujeres en general un carácter «gatuno».
De Geraldine se destacaba que «azuzaba» a Reagan acerca de las
cuestiones morales y «cacareaba» sobre la campaña de Reagan-Bush,
ya que estos no deseaban debatir con ella. Si invirtiésemos el sujeto y
el objeto de estas oraciones —dice Tannen—, las palabras azuzar y
cacarear no podrían ser consideradas elogios de las habilidades ver-

11.   Edmundo Magaña, «La mujer “comida”», en línea.


12.   Judy C. Pearson, Lyn H. Turner y W. Todd-Mancillas, Comunicación y género,
p. 145; Pedro J. Chamizo Domínguez, «La función social y cognitiva del eufemismo y
del disfemismo», en línea.
La mitad irracional  203

bales de Reagan o Bush. Ella cree que, aunque probablemente no se


intentaba denostarla sino elogiarla, la estaban subestimando y ponien-
do de manifiesto la incongruencia de una candidatura femenina.13
Todavía ahí no se nota tras las metáforas una intención plena y
francamente denigratoria que se extienda a la totalidad de las mujeres,
pero esta existe de forma paralela y posiblemente retroalimentándose
con las metáforas de la mujer para ser catada, vista o tragada. Durante
siglos, se las mencionaba en singular, una estrategia para hacerlas ver
como colectivo unitario, sin diferencias ni individualidad: todas una,
todas la misma, todas «la mujer». Y así la mujer fue para Tertuliano,
«la puerta del infierno»;14 para Roger de Caen, «vil estiércol»;15 para
Bernardo de Morlaas, «víbora terrible», «pulcra putrefacción», «sen-
dero resbaladizo», «horripilante búho», «puerta pública», «arma de
voracidad», etc.16 Está claro: el lenguaje metafórico utilizado por estos
hombres es coherente con la sociedad en que viven, es coherente con
la religión que practican, es coherente con la cultura que nos legaron.

La metáfora animal

Un lugar preferente respecto de las mujeres es la metáfora animal,


cosa que se entiende desde que hombres como san Metodio las consi-
deraron «la mitad irracional de la humanidad».17 A juicio de Michèle
Le Dœuff «la idea de que la razón fundamenta la diferencia entre
hombres y mujeres circula de contrabando desde hace dos siglos por
encima de la diferencia sexual y por encima de la razón».18 Puesto que
san Metodio vivió en el siglo ix, está clarísimo que, antes de circular
de contrabando, la idea iba a cara descubierta, firme y segura, con la
firmeza y la seguridad que le daba saber que de esa «sustancia llama-
da mujer» se puede decir lo que se quiera «sin demostración, como si

13.  Deborah Tannen, Tú no me entiendes, p. 242.


14.   Cit. por Jean-Marie Aubert, La mujer, p. 63.
15.   Cit. por Merce Puig Rodríguez-Escalona, Poesía misógina en la Edad Media
Latina, p. 59. El monje Roger de Caen escribió en el siglo xi.
16.  Ibid., p. 81. Morlaas se ubica a mediados del siglo xii.
17.   Episcopales latinos.org., «Opiniones de los Santos Padres», en línea.
18.   Michèle Le Dœuff, El estudio y la rueca, p. 86.
204  De mujeres, palabras y alfileres

no se corriera el riesgo de ningún desmentido».19 Y como se puede


decir lo que se quiera, y parte de lo que se quiere es rebajarles el esta-
tuto humano, ¿qué mejor cosa que compararlas con animales?
En Grecia, entre los siglos vii y vi a.C., vivió Semónides de Amor-
gos, quien en su Yambo de las mujeres, atribuye el origen de cada ta-
lante femenino a un animal: las sucias provienen de las cerdas; las
gruñonas e impulsivas, de las perras; del asno las lujuriosas; las desa-
gradables, de la comadreja; de la yegua las que se cuidan mucho; las
feas, de la mona; las hacendosas, de la abeja; y todas son «el mayor
mal que Zeus creó».
Más tarde, a juicio de Irene López Rodríguez, el cristianismo
basó «gran parte de sus enseñanzas en la alegoría animal». Teólogos y
clérigos medievales reforzaron la asociación de las mujeres especial-
mente con «reptiles y especies domésticas» para enfatizar la necesi-
dad de controlar su naturaleza presuntamente «sexual y pecaminosa».
La imagen resultó tan coherente con los valores compartidos que la
recogió el médico Avicena como verdad científica cuando afirmó que
si se enterraban los «cabellos de una mujer» en «tierra bien sazona-
da», con el calor de la primavera o el estío engendraba serpientes que
seguidamente darían nacimiento «a otras de la misma especie».
La imagen bíblica que las representa como encarnación de la
maldad a través de la simbología animal pasa a la literatura. Unos y
otros las llaman «animales» y «bestias» y las comparan con lobas,
anguilas, erizos y abejas.20 En el refranero se las asocia con piojos,
mulas, truchas, cabras, gatos, burros, caballos, perros y ovejas: «La
mujer es el piojo del hombre»; «La cabra, donde nace, la oveja, donde
pace, y la mujer, donde hable»; «Truchas y mujeres, por la boca se
pierden»; «A la mujer y a la cabra, soga larga»; «Gatos y mujeres,
buenas uñas tienen»; «Una buena mujer y una mala bestia, dos bestias
de mala carga».
M.ª Jesús Salinero se refiere al escarnio del cuerpo femenino en
poetas franceses y españoles del siglo xvii, y afirma que «aunque de-
crece en épocas posteriores, sobre todo en el siglo xx, aparece todavía
formando parte de la obra de algún escritor». Por ejemplo, en el esta-

19.  Ibid., p. 125.
20.   Irene López Rodríguez, «La animalización del retrato femenino en el Libro de
Buen Amor», en línea.
La mitad irracional  205

dounidense Henry Miller, con «imágenes animales de clara connota-


ción peyorativa», tales como «caballos, serpientes, batracios, gorilas,
chimpancés, pulpos, aves rapaces…». Salinero cita, a modo de ilustra-
ción, algunos fragmentos de Trópico de capricornio: «Si la agarrabas
por las tetas, chillaba como una cotorra; si le metías la mano bajo el
vestido, culebreaba como una anguila; si la apretabas demasiado, te
mordía como un hurón».21
Y es que, como dice Álex Grijelmo, «la metáfora es seductora
por naturaleza, porque produce sorpresa y ayuda a salir de la realidad
visual para pasar a la realidad imaginada».22 Pero también es que —lo
dijo Goebbels, el siniestro ministro de propaganda del régimen nazi—
«toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel al menos inte-
ligente de los individuos a los que va dirigida; cuanto más grande la
masa a convencer, más pequeño el esfuerzo mental por realizar».23
Igual señaló Klemperer, «cuanto más tangible sea un discurso, cuanto
menos dirigido al intelecto, tanto más popular será. Y cruza la frontera
hacia la demagogia o la seducción de un pueblo cuando pasa de no
suponer una carga para el intelecto a excluirlo y a narcotizarlo de ma-
nera deliberada».24
Las metáforas, advierte Paola Calderón, «funcionan como un
instrumento de evaluación ideológica de la realidad». A través de ellas
podemos conocer la realidad en la que han vivido y continúan viviendo
las mujeres. Es necesario pensar qué estructuras cognitivas se ponen
de manifiesto en los textos que «circulan a toda hora, por casi todos
los medios de reproducción» y cuáles de ellas «reproducen ideologías,
formas de ver el mundo» que «influyen en el sostenimiento de deter-
minadas formas de poder».25 Un programa difícil de cumplir porque,
tal como la cosa pinta, casi no hay texto de la cultura hegemónica que
no reproduzca de alguna forma el sexismo, el clasismo, el racismo; y,
por lo tanto, que no influya en el sostenimiento del poder clasista, ra-
cista y sexista.

21.   M.ª Jesús Salinero Cascante, «El cuerpo femenino y su representación en la fic-
ción literaria», en M.ª Azpeitia, et al., Piel que habla, p. 60.
22.  Álex Grijelmo, La seducción de las palabras, p. 84.
23.   Goebbels, «Los once principios de la propaganda», en línea.
24.   Viktor Klemperer, La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo (Fragmen-
tos), en línea.
25.  Paola Calderón, op. cit.
206  De mujeres, palabras y alfileres

Madres biológicas, padres tecnológicos

El discurso de la maternidad es viejísimo como lo es la comparación


de la maternidad humana con la animal, y se encuentra por todas par-
tes. Durante el Renacimiento, por ejemplo, fray Antonio de Guevara
en Reloj de príncipes, con la intención de persuadir a sus contemporá-
neas de criar a sus propios hijos, les pone como modelo de maternidad
ideal a la mona, que lleva siempre a los críos desde que pare «hasta
que están destetados».26 Pero fundamentalmente a partir del último
tercio del siglo xviii, se extendió la idea de la existencia del instinto
maternal, que no solo obligaba a las mujeres a ser ante todo madres
sino que por eso mismo eran ante todo animales. Valoradas principal-
mente por su capacidad de dar a luz, había que mantenerlas atadas a
esa función biológica, en nombre de la cual se pretendía impedirles el
ingreso a la educación superior y a la vida pública. Por tal razón se les
ponían como modelos óptimos las vacas y las gallinas o se apelaba a
los insectos hembras a fin de establecer que maternidad y actividad
eran incompatibles: lo «probaba» la inmovilidad de lombrices, tijere-
tas, cochinillas, orugas, estrisipteros, o la degradación de las hormigas
tras el acoplamiento.27
Médicos y pensadores de toda laya habían establecido una suerte
de poderosa transnacional con el fin de combatir el feminismo, que
por la época ya empezaba a asustar a algunos. El modo de reaccionar
al susto era animalizar a las mujeres y tal vez intentar persuadirlas de
que su presencia en el mundo solo se justificaba por la reproducción.
En ese contexto, insectos, vacas y gallinas no eran simples figuras li-
terarias sino instrumentos ideológicos al servicio del requerimiento
cultural plasmado en el refrán: «La mujer, como la escopeta, siempre
cargada y en un rincón».

26.   Emilie L. Bergmann, «Mujer y lenguaje en los siglos xvi y xvii: Entre humanis-
tas y bárbaros», en línea.
27.   Ver Edmundo González Blanco, El feminismo en las sociedades modernas,
pp. 36-37; Arthur Schopenhauer. El arte de tratar a las mujeres, p. 31; Elizabeth Badi-
ner, «¿Existe el instinto maternal?», p. 210; Catherine Jagoe et al., La mujer en los
discursos de género, p. 387; Moebius, La inferioridad mental de la mujer, p. 9.
La mitad irracional  207

Bombas bebés y misiles fálicos

Aceptando ese poder que confiere a la metáfora el hecho de compren-


der un aspecto de un concepto en términos de otro, resulta inquietante
observar, por ejemplo, como ha hecho ver Carol Cohn,28 que desde sus
comienzos la ciencia nuclear haya apelado a la religión para nombrar
aparatos y sucesos bélicos. Los inventores de la bomba atómica llama-
ron a la primera prueba «Trinidad», por la Santa Trinidad, la unión de
Padre, Hijo y Espíritu Santo, «las fuerzas masculinas de la creación».
Mientras la bomba explotaba en la primera prueba, su principal inven-
tor, Robert Oppenheimer, pensó en unas palabras de Krishna en el
Bhagavad Gita: «Me he convertido en la muerte, el destructor de los
mundos». Y los hombres que hoy idean la doctrina estratégica llaman
a su comunidad «el clero nuclear».
Otras son metáforas de nacimiento a través de un varón, que si
las mujeres hacen el trabajo «animal» de parir seres humanos, algunos
hombres hacen el trabajo «intelectual» de parir artefactos para la des-
trucción de esos seres humanos y de muchos más. En diciembre de
1942, el premio Nobel Ernest Lawrence (al que se le reconoce la pa-
ternidad del ciclotrón) envió un telegrama a los físicos de Chicago
(creadores del primer reactor nuclear artificial del mundo): «Felicida-
des a los nuevos padres. Casi no puedo esperar para ver al nuevo re-
cién llegado». En Los Álamos se hablaba de la bomba atómica como
«el bebé de Oppenheimer». Uno de los físicos que trabajaban ahí, Ri-
chard Feynman, de baja temporal por la muerte de su esposa, recibió
un telegrama en el que se le anunciaba la proximidad de la llegada de
«el bebé». Según dice Cohn, en el exultante telegrama que en 1952
envió Edward Teller a Los Álamos anunciando la exitosa prueba de la
bomba de hidrógeno «Mike», en el atolón Eniwetok en las islas Mar­
shall, se lee: «Es un niño».
En el laboratorio Lawrence Livermore, la bomba de hidrógeno
era «el bebé de Teller», y los que menospreciaban su contribución
decían que él no era su padre, sino su madre: el verdadero padre, el
que tuvo la gran idea, era Stanislaw Ulam, quien se la «inseminó».
Cuarenta años más tarde, este concepto de la maternidad como simple

28.   Carol Cohn, «Sex and Death in the Rational World of Defense Intellectuals», en
línea.
208  De mujeres, palabras y alfileres

acto receptor, dice Cohn, «parece incorporado a fondo en la mentali-


dad nuclear». Ella cuenta que mientras visitaba el Comando Espacial
de Estados Unidos en Colorado Springs, se discutió un nuevo siste-
ma de satélites todavía no puesto en uso. El oficial, haciendo una rápi-
da recitación emocionada de sus capacidades técnicas, y luego una
explicación del rol del nuevo Comando Espacial Unificado, declaró
modestamente: «Vamos a hacer el papel de mantenimiento de la ma-
ternidad: telemetría, seguimiento y control».
En síntesis, los físicos eran padres de bebés-bombas. Y como en
los mitos religiosos, el nacimiento a través del varón solo produce
varones, pero además varones destructivos: «Little Boy» (Muchachi-
to), que explotó en Hiroshima, «Fat Man» (Hombre gordo) que explo-
to en Nagasaki, «Mike», que explotó en las islas Marshall.
Según el relato de Cohn, durante las primeras pruebas de las dos
bombas atómicas, antes de tener seguridad sobre su funcionamiento,
expresaban su inquietud manifestando la esperanza de que «el bebé
fuera un niño, no una niña, en otras palabras que no resultase un chas-
co». Después del éxito de la primera prueba, el general Leslie Groves
envió un cable al ministro de guerra, Henry Stimson: «El doctor acaba
de volver entusiasmado y seguro de que el niño pequeño será igual de
fornido que su hermano mayor. La luz de sus ojos era visible de aquí
a Highhold y se podían oír sus gritos desde mi finca». Stimson, a su
vez, escribió a Churchill: «El nacimiento de los bebés ha sido satisfac-
torio». Carol comenta: la historia entera del proyecto de la bomba
«parece estar impregnada de metáforas» que confunden el poder de
destruir con el poder de crear.
En concordancia con este imaginario, el simbolismo que rodeó la
explosión de Fat Man fue el de nacimiento. William L. Laurence, tes-
tigo de la Fuerza Aérea, la describió en estos términos: «El gran auge
llegó a unos cien segundos después del gran destello —el primer grito
de un mundo recién nacido—». Observando su ensamblaje, el día an-
tes de ser lanzada en Nagasaki, él describió haber visto cómo parecía
una cosa viva. Décadas después, el general Bruce K. Holloway, co-
mandante en jefe del Comando Aéreo Estratégico de 1968 a 1972,
imagina una guerra nuclear en términos de «una gran explosión, como
el inicio del universo».
La mitad irracional  209

Cráteres y misiles

Otras metáforas militares son fálicas y reflejan la autoadoración ona-


nista de los hombres que las utilizan y el dominio masculino hetero-
sexual. Ellos hablan de «energía cinética penetradora» que proporcio-
nará «una potencia eficiente para negar o retrasar significativamente
las operaciones del campo de aviación enemiga»; hablan de aparatos
diseñados «para maximizar la formación de cráteres de pista mediante
el óptimo mejoramiento de la dinámica de penetración y el empleo de
la ojiva más eficiente que se ha diseñado». Y, aclara Cohn, «en caso
de que el simbolismo de “formación de cráteres” parezca inverosímil,
debo señalar que no soy la primera en verlo. Francia usó el atolón de
Mururoa en el Pacífico Sur para sus pruebas nucleares y asignó un
nombre de mujer a cada uno de los cráteres que hicieron en la tierra».
El periodista William Laurence, llevado a Nagasaki por la Fuer-
za Aérea para presenciar el bombardeo, parece más bien describir una
apoteósica eyaculación:

Entonces, justo cuando parecía como si la cosa se hubiera establecido


en un estado de permanencia, se produjo el rodaje de la parte superior
de un hongo gigantesco que aumentó el tamaño de la columna a un total
de 45.000 pies. La parte superior del hongo estaba incluso más viva que
el pilar, hirviente y en ebullición, en una furia blanca de espuma cremo-
sa, chisporroteando hacia arriba y luego descendiendo hacia la tierra, un
millar de géiseres en uno.

Junto a toda esa imaginería fálica, Cohn halló, en el discurso nuclear,


un vocablo de uso frecuente: virginidad. Un profesor habló de la ex-
plosión de una bomba de la India como «perder su virginidad». La
metáfora de la iniciación en el mundo nuclear se plantea en términos
de «ser desflorada», «perder la inocencia», «conocer el pecado». La
negativa de Nueva Zelanda a permitir buques de guerra con armas
nucleares o de propulsión nuclear en sus puertos provocó reflexiones
similares. Incluso el general retirado de la Fuerza Aérea, Ross Milton,
tituló su columna en el Aire Force Magazine, «Virginidad nuclear».
Metaforizada Nueva Zelanda en mujer y Estados Unidos en hombre,
su tono es del seductor desairado en sus avances sexuales. Manifiesta
desprecio e indignación por la protesta del país que quiere permanecer
libre de armas nucleares, al que él ve como «una mujer que hemos
210  De mujeres, palabras y alfileres

pagado», y sugiere retirarle los bienes y servicios, para ver «cuánto


tiempo trata de aferrarse a su virtud». Y así, señala Cohn, «aunque el
viril Estados Unidos no es virgen, y está orgulloso de ello, el doble
estándar levanta su cabeza en la cuestión de si una mujer todavía vale
o no vale la pena para un hombre, una vez que ha perdido su virgi­
nidad».
Lo interesante del asunto, cree Carol, no son tanto los orígenes
psicodinámicos de las imágenes, sino cómo sirven para posibilitar el
trabajo macabro de los planificadores estratégicos y otros intelectua-
les de la defensa; cómo funciona en la construcción de un mundo de
trabajo que se siente sostenible.
¿Y sostenible sobre qué? Obviamente sobre un elemento social-
mente corrosivo que David Tjeder llama la «misoginia implícita», en-
tendiendo por misoginia no solo lo que indica su sentido etimológico
(«odio a las mujeres»), sino «cualquier idea que implícitamente las
excluya de una posición equitativa de poder en relación con los nom-
bres», así se trate de negarles la capacidad de raciocinio, o de alabar-
las «como criaturas maravillosas y virtuosas».29 Criaturas que en su
papel de dependencia y abnegación doméstica se convierten en el so-
porte invisible del sistema que las excluye. Esto significa que no solo
son misóginas las declaraciones descaradamente insultantes sobre las
mujeres o sus capacidades, sino incluso los discursos que sin mencio-
narlas para nada o casi para nada asumen implícitamente un punto de
vista y un interlocutor masculinos. Y sobre todo el discurso bélico que
vincula destrucción, armas y virilidad con grandeza y excelsitud como
este de los intelectuales de la defensa. Creo que por ahí va todo ese
saber virilmente consensuado con metáforas de machos que procrean
bombas; bombas que son de sexo masculino; misiles que son falos;
cráteres que son ya se sabe qué. Y por consiguiente, el discurso que
ensalza la destrucción de la vida es un jinete montado sobre todo un
sistema ideológico de la masculinidad como poder, del poder como
violencia y del género como elemento fundamental de legitimación de
la violencia, del poder y de la masculinidad.

29.   David Tjeder, «Las misoginias implícitas y la producción de posiciones legíti-


mas: la teorización del dominio masculino», en Juan Carlos Ramírez Rodríguez y Gri-
selda Uribe Vázquez (coords.), Masculinidades. El juego de género de los hombres en
el que participan las mujeres, p. 62.
La mitad irracional  211

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Madrid.
13.
De tajos y cojones

La fuerza de la metáfora, su uso durante siglos, provoca que el


receptor confíe en su veracidad, le otorgue crédito como lo han
hecho generaciones enteras con los sabios y los escritores que las
empleaban.
Álex Grijelmo, La seducción de las palabras

No a todas las palabras se las lleva el viento, algunas palabras nos


dejan huella, tienen capacidad de marca, las palabras tienen poder,
qué duda cabe.
Pedro Muerza, «Palabras que hieren»

El corral de los hombres

Según observa Enrique Gil Calvo, la masculinidad heroica es contras-


tada siempre por su oposición a las mujeres, «piedra de toque que ac-
túa como prueba de heroísmo», igual si se trata de aquellas a las que el
caballero protege como de las peligrosas, que pueden provocarle la
caída con sus «armas de mujer». A estas últimas, «simbolizadas por
una iconografía zoológica de zorras, sirenas, víboras o vampiresas,
hay que domarlas como a las fieras salvajes, pero tratándolas no con
la violencia del cazador, sino con la astucia del torero», como lo de-
muestran «Ulises con las sirenas, Casanova en sus Memorias, don
Juan en sus burlas de amor o James Bond en sus hazañas de cama».1
Pero esta idea de la doma aparece también en la masculinidad no he-
roica, como se observa, por ejemplo, en La fierecilla domada, de
Shakespeare, una obra con la que se supone nos mondamos de risa.
Petruccio, el protagonista, casado con Catalina, una «mujer brava», o
sea, rebelde, arisca, plantada, valiente, la somete a fuerza de hambre,
de insomnio, de contrariedades, hasta hacerle entender quién es el úni-
co con derecho a bravura en una casa. Al final la «fiera» queda con-
vertida en una dócil servidora dispuesta a aceptar y a enseñar a otras la

1.   Enrique Gil Calvo, Máscaras masculinas, p. 153.


214  De mujeres, palabras y alfileres

lección: «Tu marido es tu señor, tu vida, tu guardián, tu jefe, tu sobe-


rano», lo que justifica afirmando que las mujeres son «gusanillos de
tierra insolentes y débiles».2
El escritor inglés Anthony Burgess, ve en Catalina la representa-
ción de una «virago» una «harpía», una «mujer incontrolable», una
«hembra dominante»; y en Petruccio al «prototipo del varón creativo»,
«retrato del mismo Schakespeare». A su juicio, la originalidad de esta
obra «reside en la provisión de una cura permanente contra el mal ge-
nio» y afirma que el parlamento final de Catalina (el de los gusanillos)
«parece razonable». Para Burgess, no se trata de «una historia de do-
minación del macho, de los valores brutales de una sociedad patriar-
cal», aunque las feministas vean allí «los perfiles de un punto de vista
masculino impuesto sobre el papel de la mujer en el matri­monio».
Su interpretación deriva de dos afirmaciones hechas por él en el
mismo artículo: una es que «las mujeres quieren dominar a los hom-
bres»; la otra, que el logro de Petruccio radica en domesticar a una
«hembra salvaje» y convertirla en «un modelo de sumisión racional
no al ego masculino, sino a los principios del orden social».3 Parte de
su alegato consiste en oponerse a la interpretación feminista, y funda-
mentalmente a la de Germaine Greer, para quien «Petruccio ve en Ca-
talina las cualidades de un caballo excelente, que el jinete debe domar
y someter».
El hecho de que a Burgess le parezca razonable que Catalina
acabe sometiéndose al orden patriarcal indica de qué modo muchos
hombres asumen ese orden con la naturalidad de una dominación nun-
ca puesta en duda, tal y como se muestra en el refranero: «A la mujer
y a la mula, vara dura»; «El burro flojo y la mala mujer, apaleados han
de ser», «Escuela quiere el bueno y mal caballo; y la mujer mala y
buena, palo», «A la mujer y al can, el palo de una mano y de la otra el
pan», etc.
La asociación de mujeres con animales que se jinetean es tan
antigua que, en el siglo vi a.C., el poeta griego Anacreonte, en su poe-
ma 59, ve a una tracia como una potra a la que le falta «un jinete há-
bil» que pueda ponerle freno y montarla. Muchos siglos después de
Anacreonte y algunos después de Shakespeare, en la cultura popular

2.  Shakespeare, La fierecilla domada, p. 90


3.   Anthony Burgess, «La fierecilla domada».
De tajos y cojones  215

sigue vigente la metaforización de las mujeres en yeguas y potrancas


como animales que requieren amo y doma. En El herradero, de Pedro
Galindo Galarza, que, curiosamente, han popularizado las voces de
Chayito Valdés y Lola Beltrán, se habla de una «yegua alazana y paja-
rera» a la que el hombre quiere «montar» y «quitarle lo matrera». Pero
en la segunda estrofa, se apela a esta idea de hembra domada como
metáfora ejemplarizante para las mujeres. Ellas «han de ser como to-
das las potrancas / que se engrían y se amansan con su dueño / y no
pueden llevar jinete en ancas». En Te solté la rienda, de José Alfredo
Jiménez, nuevamente la mujer es yegua: «Como al caballo blanco / te
solté la rienda / a ti también te suelto / y te me vas ahorita». Imagen
que se repite en una bomba guanacasteca: «No te rías mucho mamita /
diciendo que no me querés / que pa’ la yegua que vos sos / con un re-
lincho tenés».4
Las metáforas animales igual se usan para hombres y mujeres y
no todas tienen una finalidad degradante: tienden a enaltecer o envile-
cer según el sexo de la persona metaforizada y a reforzar la domina-
ción. Al parecer, se trata de un reparto metafórico aceptado sin mayor
problema igualmente por los enaltecidos y por las envilecidas. Un
caso paradigmático es el del par «gallo / gallina». Así como «gallina»
supone cobardía merecedora de burla, «gallo» es el no va más de la
virilidad entendida como valor para pelearse con cualquiera y sexo al
estilo del que se canta en El polvorete: «el gallo sube», «se echa su
polvorete y se sacude». La misma idea de los refranes guanacastecos:
«Amarrá tus pollas que mi gallo anda suelto».5
Escuchamos en El gallo celoso, de Joan Sebastian: «No le hagan
ruedo a esa pollita porque es de mi gallinero»; en Traigo la sangre
caliente, de Los Tigres del Norte: «Yo quiero aventarme un tiro con el
negro, con el blanco, y con el giro / en este corral yo mando / no se
metan con lo mío». Y el Juan Charrasqueado de Antonio Aguilar,
perseguido, por sus fechorías, muere gritando orgullosamente a sus
perseguidores: «Estoy borracho» «y soy buen gallo».
El «buen gallo» del corrido de Aguilar es un alcohólico predador
sexual para quien valor y riesgo significan seducir incautas, pero cual-

4.   Marlen Calvo Oviedo, «Develando el identitario de la masculinidad popular crio-


lla guanacasteca desde algunos enunciados característicos de la región», en línea.
5.  Ibid.
216  De mujeres, palabras y alfileres

quier gallo en el imaginario colectivo es «un macho», con toda la carga


de excelsitud de que este vocablo goza. Y la imagen debe ser tan recon-
fortante y representativa de la masculinidad que regresa una y otra vez
con música o sin ella. En México, en las canciones de Beto Quintanilla,
el gallo y su canto se asocian siempre con el valor, incluso el del narco-
traficante, del que se hace apología.6 En la otra punta del continente, el
poeta Nicanor Parra escribe en La cueca de los poetas: «Dice la gente,
sí, / no cabe duda / que el más gallo se llama / Pablo Neruda»; en Cos-
ta Rica, a mitad de la cintura del reloj de arena que forma América:
«Yo soy hombre entre los hombres y entre las gallinas gallo»; mientras
que el refranero de larga herencia cultural, sigue aconsejando: «A la
mujer y la gallina, tuércele el cuello y date a la vida».
Tania Rodríguez7 señala cómo, en 2004, en México, a raíz de la
filtración a la prensa de varios videos que demostraban la corrupción
de algunos representantes del gobierno del Distrito Federal, se generó
una polémica en la que López Obrador, en tres diferentes declaraciones
a Notimez, recurrió a la metáfora del gallo como sinónimo de valentía.
En todas ellas afirma que al gallo «no le quitaron ni una pluma», y va-
ticina: «Seguramente van a arreciar los ataques, cada vez gritan más, a
veces escucho a algunos que no nos quieren que gritan como chachala-
cas […] No nos molestan, no tenemos la piel de gallina».
Tania hace notar que «el político, mediante autoalabanzas, resu-
me la idea de la masculinidad como poder». «Ser un hombre de poder
—dice ella— supone ser valiente, arrojado, honorable, potente, y a
veces prepotente». De cara al público, el gallo, al sintetizar todos es-
tos valores, le proporciona síntesis al discurso, evita el hastío de la
autoalabanza y «el riesgo de pasar por chocante»; le permite hablar de
lo que «no puede ser dicho porque no alcanzan las palabras» u «ocul-
tar las palabras que no quieren decir su nombre». Debido a eso, aun-
que la metáfora del gallo alguna vez se aplica a las mujeres, en ese
caso se trata de un gallo vencido, como se puede esperar. En el tango
«Esta noche me emborracho», se describe a una antigua belleza des-
tartalada por los años y los cabarés, que «parecía un gallo desplumao
/ mostrando al compadrear el cuello picoteao».

6.   Pueden escucharse en este sentido sus canciones Pa cantar hay que ser gallo, El
gallo de mil palenques y El gallo fino.
7.   Tania Rodríguez Mora, «Porque no es lo mismo decir gallo que gallina», en línea.
De tajos y cojones  217

Remontándonos unos siglos atrás, damos con una de las obras


señeras de Lope de Vega, Fuenteovejuna, escrita entre 1612 y 1614. La
obra trata de los abusos de un Comendador y la reacción final del pue-
blo. En la trama sobresale un pasaje en el que la heroína, Laurencia,
anima a los hombres a tomar venganza del abusador, llamándoles «lie-
bres cobardes», «bárbaros», «gallinas», «hilanderas», «maricones» y
«amujerados». Se trata de una enumeración que coloca las palabras en
orden de intensidad, lo que confiere a «amujerados» el mayor poder
insultante. Y para que esto se entienda en todo su valor, les manda
llevar, en vez de viriles estoques, «ruecas en la cinta», «tocas y bas-
quiñas, / solimanes y colores».
La riqueza metafórica con que Lope de Vega le da fuerza al re-
clamo de Laurencia está enteramente basada en la degradación de lo
femenino. Los hombres del pueblo se han comportado como «lie-
bres», «gallinas», «mujeres», amarradas todas con el lazo identifica-
dor de la cobardía. Ser liebre, ser gallina equivale a ser mujer. Cuatro
siglos después la metáfora sigue viva y activo el vitriolo que la ali-
menta. Es tan fuerte su poder cultural que, en una época mucho más
reciente, la cantante, compositora y actriz colombiana Margarita Rosa
Francisco, al igual que Laurencia en su parlamento, nos cuenta en La
caponera a modo de consolación: «Como me hicieron así / yo bendi-
go este regalo. / A pesar de ser gallina / tengo más plumas que un ga-
llo». Y claro, el gallo no solo «sube» sino que «canta». El canto de la
gallina es una infracción al código de conducta. Por eso el dicho cos-
tarricense «cantarle la gallina» a un hombre constituye un insulto: sig-
nifica que se deja mandar por aquella con quien habitualmente com-
parte las sábanas, que es incapaz de imponer sobre ella su dominio de
macho.
Tal como lo ven Lakoff y Johnson, gran parte de las realidades
sociales se entienden en términos metafóricos: «Las metáforas como
expresiones lingüísticas son posibles precisamente porque son metá-
foras en el sistema conceptual de una persona»; ellas sancionan accio-
nes, justifican inferencias, nos ayudan a establecer fines y «pueden
adquirir un estatus de verdad».8 Por lo tanto, entender a los sexos en
términos de gallo y gallina ratifica la dominación, le da permanencia,

8.   George Lakoff y Mark Johnson, Metáforas de la vida cotidiana, pp. 188, 42, 184,
respectivamente.
218  De mujeres, palabras y alfileres

la hace aceptable. Es una herramienta sexista al servicio del patriarca-


do, del mismo modo que lo son todas las metáforas en las que las
mujeres son animales o alimentos y los machos cobardes son mujeres.

De tajos y cojones

La metonimia ocurre cuando, por ejemplo, hablamos de fuga de cere-


bros para referirnos a personas inteligentes que abandonan su país en
busca de mejores oportunidades. Aquí cerebro es una metonimia de
persona. Su base, como se ve, es más obvia que la de la metáfora,
puesto que conlleva «asociaciones directas físicas o causales». Hay
metonimia cuando decimos «pan» por «alimento», tomarse unas «co-
pas» por tomar unos tragos; tener «buena pluma» por «escribir bien».
Los conceptos metonímicos y los conceptos metafóricos tienen rasgos
compartidos: ambos estructuran no solo nuestro lenguaje, sino tam-
bién nuestros pensamientos, actitudes y acciones, y ninguno de los
dos es arbitrario, sino sistemas coherentes en términos de los cuales
conceptualizamos nuestras experiencias.9
En el caso de la metonimia de la parte por el todo (llamada sinéc-
doque por la retórica tradicional) hay muchas partes que pueden repre-
sentar el todo. La parte que escogemos determina en qué aspecto del
todo nos centramos, puesto que se utiliza para indicar una característi-
ca particular de la persona.10 O, como dice Grijelmo, «dando la parte
por el todo, se hace énfasis en la parte para ocultar el todo (y no para
significarlo)».11 Esto se hace frecuentemente en el discurso sexista.
Para que mejor se entienda, narraré una conversación escuchada
en un bus de San José por alguien a quien conozco: un joven le pre-
gunta a otro si va a ir a la fiesta. El otro le contesta:
—No mae.
—¿Por qué? —replica el primero.
—Porque yo soy muy resbaloso: llega un culo y me pela el dien-
te, y me voy con todas.

 9.  Ibid., pp. 77, 79.


10.  Ibid., p. 74.
11.  Álex Grijelmo, La seducción de las palabras, pp. 202-203.
De tajos y cojones  219

Entender a las mujeres por esa sola parte de su cuerpo es un con-


senso cultural. En Costa Rica, una mujer muy bella es un culazo, y la
que se oiga llamar así, puede asumirse como candidata a la pasarela o
hasta esposa de futbolista de algún equipazo de primera división.
En 1972, el grupo musical Los Socios del Desierto estrenó en
vivo, en el teatro Atlantic de Buenos Aires, la canción Me gusta ese
tajo, interpretada originalmente por la banda Pescado Rabioso y lan-
zada en un disco simple en 1973. Esta pieza ocupa la posición n.º 57
entre las 100 mejores de la historia del rock argentino y se convirtió
en parte del cancionero popular juvenil. Su letra dice: «Me gusta ese
tajo / que ayer conocí, / ella me calienta, / la quiero invitar a dormir».
Cosa de juventud callejera y vulgar, ¿o no? Pues no. En El ser y la
nada, el mundialmente reconocido filósofo Sartre usa una metonimia
semejante cuando se refiere al sexo femenino como un agujero, «una
nada» que el hombre ha de llenar con su propia carne. Carne que
«debe transformarla en plenitud de ser por penetración o por di­so­lu­
ción».12
Dicho con sorna y gracia por Hannelore Schulz, «para eliminar a
sus competidoras naturales (que son las mujeres) los hombres han
descubierto dentro de sus pantalones una especie de cucurucho mara-
villoso, mientras que, en su opinión, no se puede encontrar nada, ab-
solutamente nada de que valga la pena hablar, en el lugar homólogo
de las mujeres». Ella nos recomienda comprobarlo observando las es-
tatuas de parques y museos, en las que no podemos observar ninguna
abertura «en el arranque común de las dos piernas de las ninfas»,
mientras que en las figuras masculinas, «las broncíneas hojas de parra
revientan soportando apenas la presión de algo que, en realidad, no
suele rebasar los nueve centímetros».13
Torciendo el famoso aforismo de Simone de Beauvoir según el
cual la mujer no nace sino que se hace, el patriarcado está dispuesto a
defender que no se hace sola: la hacen los hombres, precisamente por-
que el cucurucho bajo la hoja, mida los centímetros que mida, goza de
la capacidad simbólica de fabricar mujeres. La frase «Te hice mujer»
constituye una afirmación permanente en la música popular: La pode-
mos escuchar en notas románticas con Polo Montañez: «Y es que con-

12.   Michèle Le Dœuff, El estudio y la rueca, pp. 123-124.


13.  Hannelore Schulz, La mujer domada, p. 19.
220  De mujeres, palabras y alfileres

migo tú fuiste mujer»; en el plan pachanguero de Rubinho Da Silva:


«Y no olvides que yo te marqué con mi piel / y te hice mujer a mi
manera»; con música de llanera venezolana en la voz de Luis Silva:
«Yo sé que te casarás / me costó mucho creer / pero debes recordar /
yo fui quien te hizo mujer»; o en la voz del puertorriqueño Justin Qui-
les en Sinceridad: «Dile que fui yo quien te hizo mujer / y que aún
extrañas mi roce con tu piel». En términos sartreanos, se trata de la
transformación «en plenitud» de un ser que es agujero, proeza que
consigue el macho amante. Así pues, está clarísimo en cuanto a qué
parte por el todo entiende la cultura cuando se trata de ese que Scho-
penhauer antes que Simone de Beauvoir llamó sexus sequior o «se-
gundo sexo», pero él con toda la mala baba.
Como contrapartida a este tipo de degradación de lo femenino
representado por un órgano sexual, «tajo» o «agujero», que el ma-
cho debe llenar y completar, aparece la sobrevaloración de lo mascu-
lino en la metáfora referida a los «cojones», que en nuestra cultura son
la repera. Y no solo en plan charralero y popular, sino entre los gran-
des talentos poéticos. En una carta a García Lorca, Miguel Hernández
le dice: «Usted sabe bien que en este libro mío hay cosas que se supe-
ran difícilmente y que es un libro de formas resucitadas, renovadas,
que es un primer libro y encierra en sus entrañas más personalidad,
más valentía, más cojones […] que todos los de casi todos los poetas
consagrados». Lorca le responde: «Tu libro es fuerte, tiene muchas
cosas de interés y revela a los buenos ojos “pasión de hombre”, pero
no tiene más “cojones”, como tú dices, que los de casi todos los poetas
con­sa­grados».14
Y bueno, eso ocurría en España antes de cumplirse la primera
mitad del siglo xx. Hoy, cuando ese siglo se fue con la llegada del
nuevo milenio, la expresión sigue estando presente. Dos años antes de
llegar al Congreso de los Diputados, votado por más de cinco millones
de personas, Pablo Iglesias, líder de Podemos, animando a su público
a vivir «de una manera revolucionaria», anuncia el modelo de gobier-
no de su partido: «La clave del poder además no está en las institucio-
nes: aquí está en nuestras pelotas». «Por supuesto, si nos pegan no
vamos a ir a un cuartel de la Guardia Civil, esa institución burguesa

14.   Bruno Marcos, «El poeta pastor y Lorca», en línea. El subrayado es mío.
De tajos y cojones  221

que protege los intereses de la clase dominante. Nosotros hacemos


política masculina, con cojones». De ahí en adelante explica un poco
lo de la «política con cojones»: tomar las armas, hacer barricadas, fa-
bricar cócteles molotov, «de los que incendian y de los que explotan».
«A mí me gusta ese estilo», dice, y cuenta sobre su anterior militancia
en un movimiento de protesta, cuando en Génova, «con escudo y con
cascos», se enfrentaban a los antidisturbios en un «épico momento
masculino».15
En Costa Rica, el diputado libertario Otto Guevara, criticando en
el Plenario Legislativo al presidente Luis Guillermo Solís por no exi-
gir al Banco Central que revocara el nombramiento de la intendente
de Pensiones, dijo estar «muy desilusionado por la poca testosterona
que está demostrando tener el presidente de la República», a quien
acusó de «blandengue», y le recomendó «una inyección» con la cual
se pueden «recuperar los niveles»16 que le faltan. Como se puede no-
tar, hay un sendero que pasa por el gallo de López Obrador, los cojo-
nes de García Lorca y Miguel Hernández, las pelotas de Pablo Iglesias
y la testosterona de Otto Guevara. España, México, Costa Rica, etc.,
no importa la época, el país o el continente, o la condición del perso-
naje, en ese sentido todos caminan por ahí.
En 1954, John Maloney, un alcohólico amigo del escritor nortea-
mericano Norman Mailer, apuñaló a su amante y huyó. Mailer, al en-
terarse, exclamó: «Me gustaría tener el coraje de apuñalar a una mujer
así. Ese fue un acto con cojones». Unos años después, Adele Morales,
su esposa, durante una borrachera compartida como era frecuente en
la pareja, lo acusó de no tener el prodigioso par. Y Mailer consideró la
ofensa tan grave que, para demostrarle su error, la atacó con un cuchi-
llo que penetró siete centímetros en el abdomen y en la espalda.
En 1991, fue asesinado en Guadalajara el violento y sanguinario
capo y gatillero Manuel Salcido, al que se le atribuyeron más de 75
asesinatos. El antes citado Beto Quintanilla le compuso el corrido El
gallo de mil palenques, en donde pone en boca del mismo Salcido la
explicación de cómo estuvo en la cárcel por no delatar a los miembros

15.   Antonio Jesús Gutiérrez Fernández, «Política de hombres y sus pelotas, según el
iluminado Pablo Iglesias», en línea.
16.   Otto Guevara, «Al Presidente le falta testosterona para exigir transparencia en la
gestión pública», en línea.
222  De mujeres, palabras y alfileres

de su grupo, o sea, por aguantarse «a lo macho»: «Yo le dije al coman-


dante, se me hace que usted no sabe, / que los hombres cuando nacen,
/ ya traemos una clave, / en medio de la entrepierna / atocándoles se
sabe». No está claro si eso que hacía tan valiente a Salcido era el «cu-
curucho maravilloso» de que habla Hannelore Schulz, o los gemelos
que lo acompañan y parecen ser asiento de tanta nobleza y grandeza.
Pero por otra de sus canciones, El gallo fino, nos enteramos de «la
clave»: «Yo no cargo chuparrosa, ni camaleón embrujado, / lo que
traigo es natural, / es un par que Dios me ha dado / me cuelgan como
campana / y no son dados cargados». Si un toro lo oye se muere de
envidia.
En Taranto, Italia, en 2012, se dictó una sentencia mediante la
cual acusar a un hombre de no tenerlos se constituyó en delito de inju-
ria. Según el alegato del magistrado consejero del Supremo, Maurizio
Fumo, con esa acusación «se quiere insinuar no solo la falta de virili-
dad del destinatario, sino su debilidad de carácter, la falta de determi-
nación, de competencia y de coherencia, virtudes que, con razón o sin
razón, siguen siendo connotativas del género masculino». En conse-
cuencia, la persona insultada puede pedir indemnización por daños y
perjuicios, «máxime si ha recibido el epíteto “en un ambiente labo-
ral”». Según la nota de prensa, el defensor del insultado había aducido
que «no es lo mismo decirle a uno “no [me] rompas las pelotas”», una
invitación a no estorbar, que sugerir, como en el caso juzgado: «no
tienes los atributos, o sea, vales menos que los demás hombres».17
El hecho de que este tipo de discusiones se tome tan en serio
como para llevar a alguien a los tribunales y dictar sentencias es un
buen indicador del alto concepto en que la cultura hegemónica tiene a
la virilidad. Convertidos en símbolo, los gloriosos colgantes se des-
prenden del lugar físico en que se ubican y la función fisiológica que
desempeñan para representar los altos ideales del coraje y el valor,
aun cuando ese valor y ese coraje sean como los de Norman Mailer.
Y puesto que lleva años de años repitiéndose, la gente le otorga crédi-
to, confía en su veracidad. En eso consiste su fuerza. Por lo tanto, si
bien a una mujer no se la puede insultar echándole en cara que carezca
de aquella condecoración natural, porque, según la mentalidad con

17.  Rossend Domènech, «Decir “No tienes cojones” es delito en Italia», en línea.


De tajos y cojones  223

que se utiliza el insulto, no es un fallo suyo sino de la naturaleza que


la castigó, sí se la puede elogiar, a modo de excepción y como un ho-
nor especial, diciéndole que los tiene.
En 1937, en medio de la guerra civil española, la dramaturga es-
tadounidense Lillian Hellman y el novelista Ernest Hemingway coin-
cidieron en el mismo hotel madrileño mientras redactaban informes
para la prensa. En determinado momento, cuando ella se disponía a
dirigirse a la radio para una transmisión, se les informó que un bom-
bardeo había golpeado la emisora, por lo que resultaba peligroso que
se dirigiera allí. A pesar de la advertencia, Lillian decidió no suprimir
el programa. Hemingway, tomándola del brazo, intentó disuadirla, y
al ver que era imposible, le dijo dulcemente: «Veo que tienes cojones,
a fin de cuentas».18 Por lo que sigue del relato, se nota que ella lo tomó
como el cumplido que pretendía ser.
Dada la credibilidad que la repetición le ha conferido a esta me-
tonimia, algunas mujeres la utilizan también y con el mismo propósi-
to. En 2010, en Estados Unidos, la excandidata a vicepresidenta por el
Partido Republicano, Sarah Palin, acusó a Obama de no tenerlos para
hacer cumplir la ley contra la inmigración indocumentada; en cambio
sí los tenía Jan Brewer, la gobernadora de Arizona.19 En Francia, en-
trevistada a raíz de su ochenta cumpleaños, la famosísima actriz y
antigua sex symbol Brigitte Bardot se refirió a la abogada y política
francesa Marine Le Pen como «la única mujer con un par de co­
jones».20
Y aquí mismo en nuestro continente, la cantante mexicana Pa-
quita la del Barrio pasa por ser la gran antimacho, pero el antimachis-
mo de Paquita, a quien siguen y aplauden las mujeres empoderadas
según se comenta, es muy cuestionable y en la línea de la ofensa a la
masculinidad con letras como Taco placero o Pobre pistolita, en que
se burla de lo poco funcional que resulta alguno en el colchón, pero
apela también a la clásica ofensa sexista que encontramos en Fuenteo-
vejuna, que intenta degradar a los hombres atribuyéndoles algún rasgo
estereotipadamente femenino. En No seas cobarde, los versos son

18.  Lillian Hellman, Mujer inacabada, p. 114.


19.   Ricard González, «Palin dice en español que a Obama le faltan “cojones” en la
cuestión migratoria», en línea.
20.  El Corro, «Marine Le Pen es la única mujer con un par de cojones», en línea.
224  De mujeres, palabras y alfileres

para quedarse de piedra: «No seas cobarde / no seas poco hombre / así
demuestras / que vales menos / que una mujer». ¡Y viva México!
Aunque nos deje a punto de trepar por las paredes, esto no resul-
ta extraño. Es el producto de lo que el filósofo francés Gabriel Marcel
denominó «técnicas de envilecimiento». Él las definió como «el con-
junto de procedimientos llevados a cabo deliberadamente para atacar
y destruir, en individuos que pertenecen a una categoría determinada,
el respeto que de sí mismos pueden tener y, ello, a fin de transformar-
los poco a poco en un desecho que se aprehende a sí mismo como
tal».21 Eso es exactamente lo que produce el discurso misógino del que
la del Barrio y muchas otras se han vuelto portadoras.
De acuerdo con la Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la
Violencia Contra las Mujeres, algunos estudios demuestran que «hasta
el 70 por 100 de ellas ha experimentado violencia física y / o sexual por
parte de un compañero sentimental durante su vida». En el mismo do-
cumento se advierte que «los hombres no se sentirían con el derecho a
maltratar a sus compañeras si la sociedad no les hubiera enseñado que
ellas son seres inferiores de su pertenencia. Y las mujeres no se dejarían
maltratar si no se les hubiera enseñado a ser seres dependientes».22
Pienso que algunas, en su alienación, nunca llegan a darse cuen-
ta, pero, cada vez que para insultar o rebajar a un hombre apelan al
valor simbólico de lo que en la entrepierna «atocándole se sabe», es-
tán contribuyendo a afianzar la dominación masculina hermanada con
el lenguaje y rubricada por los diccionarios.
La Academia define «cojonudo» como «estupendo, magnífico,
excelente». Es un superlativo. El Word Reference lo opone a «coña-
zo», que la RAE define en su primera acepción como «persona o cosa
latosa, insoportable». Al menos desde Teun van Dijk y desde George
Lakoff, se ha reconocido sobradamente no solo la eficacia de las me-
táforas y metonimias para expresar y dar forma a la manera en que
pensamos, sino el hecho de que estas imágenes son coherentes con
nuestra cultura. Como no podemos desprendernos de asociaciones que
vienen rodando y fortaleciéndose durante siglos, y como se usan por

21.   «Las técnicas de envilecimiento», en línea.


22.   Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia Contra las Mujeres,
«¿Conoce algunas estadísticas sobre las modalidades de la violencia contra las muje-
res?», en línea.
De tajos y cojones  225

todas partes una y otra vez, a las mujeres nos quedarían, entre otras,
dos opciones: o hablando el castellano derecho del Diccionario, soñar
con un lugar bien «cojonudo» en el que no nos estén dando el «coña-
zo» con estas letanías; o privándonos, por nuestros principios, del
efecto de palabrotas montadas sobre la misoginia, ponerle cascabeles
al lenguaje que, aun cuando supone elogiar, rebaja y envenena. Que lo
oigamos venir, que lo podamos seguir, que todas sepamos de dónde
viene, con quién se asocia y a dónde va.

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