Una Cita en Averoigne

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UNA CITA EN AVEROIGNE

CLARK ASHTON SMITH

GÉRARD de l'Automne meditaba pensando


las rimas de una nueva balada en honor de
Fleurette, mientras seguía el sendero,
tapizado de hojas, que desde Vyones
atravesaba los bosques de Averoigne.
Teniendo en cuenta que estaba de camino
para encontrarse con Fleurette, quien había
prometido reunirse con él entre los robles y
las hayas como cualquier chica campesina,
Gérard avanzaba más deprisa que su balada.
Su amor había llegado a ese estado en que,
incluso para un trovador profesional, era
más causa de distracción que de inspiración,
y se encontraba de una manera recurrente
en la meditación sobre felicidades que no
eran las del verbo.
La hierba y los árboles habían adquirido el
fresco barniz de un mes de mayo medieval;
el suelo estaba decorado con pequeñas
flores azules, blancas y amarillas, como un
repujado tapiz, y había un arroyo lleno de
guijarros que murmuraba junto al camino, y
parecía como si las voces de las ondinas
estuviesen hablando de una manera
deliciosa bajo sus aguas. El aire, acunado por
el sol, estaba cargado con una corriente de
juventud y de aventura, y el anhelo que se
desbordaba desde el corazón de Gérard
parecía mezclarse místicamente con los
bálsamos del bosque.
Gérard era un trovador cuyos escasos años y
muchos vagabundeos le habían traído un
cierto renombre. De acuerdo con la
costumbre, había andado de corte en corte,
de château en château. y él era ahora el
invitado del conde de La Frênaie, cuyo
elevado castillo dominaba la mitad del
bosque circundante. Visitando un día la
ciudad catedralicia de Vyones, de exquisito
arcaísmo, que queda tan cerca del antiguo
bosque de Averoigne, Gérard había visto a
Fleurette, la hija de un próspero comerciante
llamado Guillermo Cochin, y había quedado
más sinceramente prendado de su rubia
picardía de lo que podía esperarse de alguien
que se había mostrado impresionable con
tanta frecuencia. Había conseguido hacer
que ella conociese sus sentimientos, y, tras
un mes de notas amorosas, serenatas y
entrevistas a escondidas concertadas con la
ayuda de una dueña complaciente, ella había
concertado esta cita de enamorados en
medio de los bosques durante una ausencia
de su padre de Vyones. Acompañada por una
doncella y un sirviente, ella partiría de la
ciudad al caer la tarde para reunirse con
Gérard bajo cierta haya de tamaño y
antigüedad enormes. Entonces los sirvientes
se retirarían discretamente, y los amantes,
para todos los efectos e intenciones, estarían
solos. No era probable que fuesen vistos o
interrumpidos; porque el retorcido bosque,
de antigüedad inmemorial, tenía mala
reputación entre los campesinos.
En algún lugar de estas forestas estaba el
château maldito y funesto de
Faussesflammes; y además había una tumba
doble, dentro de la cual el Sieur Hugh de
Malinbois y su castellana, quienes habían
sido famosos por brujería en sus tiempos,
habían yacido sin consagrar durante más de
doscientos años. Sobre éstos y sobre sus
fantasmas, se contaban historias horribles, y
había relatos de loup—garous y duendes,
sobre las hadas y los demonios y los
vampiros que infestaban Averoigne. Pero
Gérard había prestado escasa atención a
estos cuentos, considerando improbable que
criaturas semejantes se moviesen por el
exterior bajo la plena luz del día. La alocada
Fleurette había declarado ser igualmente
intrépida, pero fue necesario prometer a los
lacayos una sustanciosa pourboire, dado que
compartían completamente las
supersticiones del lugar.
Gérard se había olvidado por completo de
las leyendas de Averoigne, mientras se
apresuraba por el sendero salpicado de sol.
Se estaba acercando al haya acordada, que
un recodo en el camino debería dejar al
descubierto enseguida, y su pulso se aceleró
y se volvió tembloroso, al preguntarse si
Fleurette ya habría llegado al lugar de la cita.
Él abandonó todos sus esfuerzos para
continuar con su balada, que, en los cuatro
kilómetros y medio que había andado desde
que salió de La Frênaie, no había progresado
más allá de la mitad de una primera estrofa
de ensayo.
Sus pensamientos eran los que
correspondían a un amante ardiente e
impaciente. De pronto, fueron interrumpidos
por un agudo grito que se elevaba a un tono
insoportable de horror y miedo, surgiendo
de la verde tranquilidad de los pinos a la vera
del camino. Sorprendido, miró a través del
denso ramaje y, mientras el grito se
desvanecía hasta el silencio, escuchó el
sonido de pisadas apagadas corriendo, y la
refriega como de varios cuerpos. De nuevo,
el grito se levantó. Era claramente la voz de
una mujer en algún grave peligro. Aflojando
su daga de su funda y agarrando con más
firmeza el largo bastón de carpe que había
traído consigo como protección ante las
víboras que se decía que habitaban en
Averoigne, se arrojó, sin planearlo ni
dudarlo, a través de los ramajes bajos desde
los cuales la voz había parecido surgir.
En un pequeño claro más allá de los árboles,
vio a una mujer que estaba forcejeando
contra tres rufianes de aspecto
excepcionalmente malvado y brutal. Incluso
en medio de la prisa y vehemencia del
momento, Gérard se dio cuenta de que
nunca había visto hombres o mujer
semejantes. La mujer llevaba un vestido de
color verde esmeralda que hacía juego con
sus ojos; su rostro tenía la palidez de las
cosas muertas junto a una belleza propia de
un hada, y sus labios tenían el color escarlata
de la sangre que comenzaba a manar. Los
hombres eran morenos como moros, y sus
ojos eran rojas ranuras de llamas bajo cejas
oblicuas con pelo como de animal. Había
algo muy raro en la forma de sus pies, pero
Gérard no se dio cuenta de la naturaleza
exacta de su rareza hasta mucho más tarde.
Entonces recordó que todos ellos parecían
ser cojos, aunque eran capaces de moverse
con una agilidad sorprendente. De alguna
manera, después nunca fue capaz de
recordar cuál era la ropa que tenían puesta.
La mujer le dirigió a Gérard una mirada
suplicante cuando él saltó de entre el
ramaje. Los hombres, sin embargo, no
parecieron notar su llegada, aunque uno de
ellos sujetó en un abrazo peludo las manos
que la mujer pretendía extender a su
salvador.
Levantando el bastón, Gérard se arrojó
contra los rufianes. Propinó un golpe
tremendo a la cabeza del más próximo..., un
golpe que debería haberle arrojado por los
suelos al individuo. Pero el bastón descendió
sobre aire que no ofrecía resistencia, y
Gérard se tambaleó y casi cayó de bruces
intentando recuperar el equilibrio. Atontado
y sin comprender, notó que el grupo de
figuras enfrentadas se había desvanecido por
completo. Al menos, los tres hombres se
habían desvanecido, porque, desde las
ramas intermedias de un alto pino, más allá
del claro, las facciones, blancas como la
muerte, de la mujer le sonrieron durante un
momento con una astucia tenue,
inescrutable, mientras se derretían entre las
agujas.
Gérard comprendió entonces y tuvo un
escalofrío mientras se persignaba. Había sido
engañado por fantasmas o demonios, sin
duda para ningún propósito bueno, siendo el
objeto de un hechizo sospechoso.
Claramente, había algo detrás de las
leyendas que había escuchado después de
todo, en el mal nombre del bosque de
Averoigne.
Retrocedió sobre sus pasos hasta el sendero
que había estado siguiendo. Pero, cuando
pensó que alcanzaría de nuevo el punto
desde el cual había escuchado ese agudo
grito ultraterrenal, noto que ya no existía un
sendero, ni tampoco, en verdad, rasgo
alguno del bosque que pudiese reconocer o
recordar. El follaje alrededor suyo ya no
mostraba un brillante verdor: era triste y
funerario, y los propios árboles parecían
cipreses afectados por el otoño y la
enfermedad. En lugar del arroyo cantarín,
había frente a él un lago pequeño con aguas
tan apagadas y oscuras como sangre que se
coagula, y que no ofrecían reflejo alguno del
ramaje marrón otoñal que colgaba sobre
éste como el pelo de los suicidas, o a modo
de esqueletos en descomposición que se
retorcían allí arriba.
Entonces, más allá de toda duda, Gérard
supo que era la víctima de un embrujo
malvado. Al contestar la engañosa llamada
de socorro, él se había expuesto a sí mismo a
ese hechizo, y había sido atraído dentro de
su círculo de poder. No podía suponer qué
fuerzas, mágicas o demoniacas, habían
deseado atraerle de esta manera, pero sabía
que su situación estaba cargada de
amenazas sobrenaturales. Sujetó más
firmemente entre sus manos el bastón de
carpe, y rezó a todos los santos que pudo
recordar, mientras escudriñaba a su
alrededor en busca de una presencia
tangible del peligro.
El paisaje era completamente desolado y sin
vida, como un lugar donde los cadáveres
podrían tener una cita amorosa con
demonios. Nada se movía, ni siquiera una
hoja seca, y no sonaba un susurro sobre las
secas hojas, ni el follaje, ni el canto de los
pájaros ni el zumbido de las abejas, ni el
suspiro ni la risa de las aguas. Los cielos
sobre él, grises como un cadáver, parecía
que nunca hubiesen contenido un sol, y la
fría e inmutable luz no tenía ni fuente ni
destino, ni rayos ni sombras.
Gérard examinó su entorno con ojo
cauteloso y, cuanto más lo miraba, menos le
gustaba, porque un nuevo detalle
desagradable se hacía evidente cada vez que
miraba. Había luces moviéndose en el
bosque que se desvanecían si las miraba
fijamente; rostros de ahogados en el lago
que subían y bajaban como burbujas antes
de que pudiese distinguir sus facciones. Y,
mirando a través del lago, se preguntó por
qué no se había fijado en el castillo de
piedra tosca, con muchas torres, cuyas
murallas más próximas se asentaban en las
aguas muertas. Era tan vasto, gris y
tranquilo, que parecía haberse levantado
durante lustros entre el lago estancado y los
cielos igualmente estancados. Era más
antiguo que el mundo, más viejo que la luz;
era coetáneo del miedo y la oscuridad, y en
él habitaba un horror que se arrastraba,
invisible pero palpable, a lo largo de sus
bastiones.
No había señal de vida en el castillo, y no
ondeaban banderas sobre sus torreones o
sobre su alcázar principal. Pero Gérard, con
tanta seguridad como si una voz hubiese
hablado en voz alta para advertirle, supo que
ahí estaba la fuente de la hechicería por
medio de la cual había sido engañado. Un
pánico creciente susurraba en su cerebro. le
parecía escuchar el roce de plumas malignas,
el susurro de amenazas y conspiraciones
demoniacas. Se dio la vuelta y escapó entre
los fúnebres árboles.
Entre su desesperación y su pasmo, incluso
mientras huía, pensó en Fleurette y se
preguntó si le estaría esperando en el lugar
de la cita, o si ella y sus acompañantes
habían sido atraídos y descarriados hasta
este lugar de ilusiones malditas. Renovó sus
oraciones, e imploró a los santos por su
seguridad, además de por la propia.
EI bosque a través del que corría era un
laberinto de confusión y extrañeza. No había
mojones, no había señales de animales o de
hombres, y los apretados cipreses y los
tristes árboles otoñales se volvieron más
densos. como si, obedeciendo a una
voluntad malvada, se estuviesen juntando
para frenar su avance. Las ramas eran como
brazos implacables que pretendían frenarle;
podría haber jurado que notaba cómo se
retorcían en torno a él con la fuerza y la
flexibilidad de seres vivientes. Luchó contra
ellas, locamente, desesperadamente, y le
pareció escuchar el crujido de una risa
infernal entre las ramas mientras luchaba.
Por fin, con un suspiro de alivio, se abrió
paso hasta una especie de sendero. A lo
largo de este sendero, con la esperanza loca
de una eventual fuga, corrió como alguien a
quien persigue el diablo; y, después de un
breve intervalo, llegó de nuevo a las orillas
del pequeño lago, cuyas aguas inmóviles
eran todavía dominadas por los altos y
toscos torreones del castillo olvidado por el
tiempo. De nuevo, dio la vuelta y escapó, y,
tras similares vagabundeos y esfuerzos,
volvió al inevitable lago.
Con el corazón pesadamente abatido, como
en un definitivo pantano de desesperación y
terror, se resignó y no hizo nuevos intentos
de escapar. Su misma voluntad estaba
atontada, aplastada como por la
intervención de otra superior que no estaba
dispuesta a seguir tolerando su patética
obstinación. Fue incapaz de resistir cuando
una compulsión, fuerte y odiosa, condujo sus
pasos a lo largo de los márgenes del lago en
dirección al descollante castillo. Cuando se
acercó más, vio que el edificio estaba
rodeado por un foso cuyas aguas estaban tan
estancadas como las del lago, y cubiertas con
la porquería iridiscente de la corrupción. El
puente levadizo estaba bajado y las puertas
abiertas, como para recibir a un invitado
inesperado. Pero todavía no había signos de
ocupación humana, y los muros del gran
edificio gris estaban tan silenciosos como los
de un sepulcro. Y el cuadrado y elevado
calabozo tenía todavía más aspecto de
tumba que el resto.
Impulsado por el mismo poder que le había
conducido a través de los márgenes del lago,
Gérard atravesó el puente y cruzó bajo la
ceñuda barbacana hasta el vacío patio.
Ventanas cerradas miraban abajo sin
adornos, y, en el extremo opuesto del patio,
una puerta estaba misteriosamente abierta,
mostrando un oscuro salón. Mientras se
acercaba al umbral, vio que un hombre
estaba de pie en la entrada, aunque un
momento antes habría jurado que no estaba
ocupado por forma visible alguna.
Gérard había conservado su bastón de carpe,
y, aunque su razón le indicaba que un arma
semejante era inútil ante un enemigo
sobrenatural, algún oscuro instinto le instaba
a sujetarlo con valentía mientras se acercaba
a la figura que le aguardaba en el umbral de
la puerta.
El hombre era desusadamente alto y de
aspecto cadavérico, y estaba vestido con
prendas negras de una moda anticuada.
Entre su barba azulada y la palidez mortuoria
de su rostro, sus labios eran extrañamente
rojos, semejantes a los de la mujer que,
junto a sus asaltantes, había desaparecido de
una manera tan sospechosa cuando Gérard
se había aproximado a ellos. Sus ojos eran
pálidos y luminosos como luces de pantano,
y Gérard tembló ante su mirada y la fría e
irónica sonrisa escarlata, que parecía
esconder un mundo de secretos, todos
demasiado horribles y asquerosos como para
ser revelados.
—Soy el Sieur du Malinbois —anunció el
hombre. Sus tonos eran, a un tiempo,
zalameros y huecos, y sirvieron para
aumentar la repugnancia que sentía el joven
trovador. Y, cuando sus labios se abrieron,
Gérard tuvo un vislumbre de dientes que
eran antinaturales por lo pequeños y
afilados, como los de alguna fiera salvaje.
—La fortuna ha deseado que fueses mi
huésped —continuó el hombre—. La
hospitalidad que puedo ofreceros es tosca e
inadecuada, y puede ser que encontréis mi
morada un tanto triste. Pero, al menos,
puedo aseguraros que os ofrezco una
bienvenida que no es menos dispuesta que
sincera.
—Os agradezco vuestra amable oferta —dijo
Gérard—. Pero tengo una cita con una
amiga, y parece que, de una manera
inexplicable, he perdido mi camino. Os
quedaría profundamente agradecido si
pudieseis orientarme hacia Vyones. Debería
haber un sendero no lejos de aquí, y he sido
tan estúpido apartándome de él.
Las palabras sonaron huecas y sin esperanza
en sus propios oídos mientras las
pronunciaba, y el nombre que su extraño
anfitrión había dado —el Sieur du Malinbois
— estaba resonando en su cabeza como los
sonidos funerales de un toque de difuntos,
aunque no conseguía recordar en este
momento cuáles eran las ideas macabras y
espectrales que ese nombre tendía a evocar.
—Desgraciadamente, no existen caminos
desde mi château a Vyones —replicó el
desconocido—. Y, respecto a su cita, se
cumplirá de otra manera, en otro lugar no
pactado. Debo, por tanto, insistir en que
acepte mi hospitalidad. Entre, se lo ruego,
pero deje su bastón de carpe en la entrada.
Ya no lo necesitará más.
Gérard pensó que hacía un mohín de
disgusto y asco con sus labios excesivamente
rojos mientras pronunciaba las últimas
frases, y que sus ojos se demoraban en el
bastón de carpe con un oscuro miedo. Y el
extraño énfasis de sus palabras y su
conducta sirvió para despertar en la mente
de Gérard pensamientos macabros y
fantasmales, aunque no pudo formularlos
por completo hasta más tarde. Y, de alguna
manera, se sintió impulsado a conservar su
arma, sin importarle lo inútil que fuese
frente a un enemigo de naturaleza
demoniaca o espectral. Así que dijo:
—Debo rogar vuestra indulgencia si conservo
el bastón. He hecho una promesa de llevarlo
conmigo, en mi mano derecha o nunca más
allá del alcance de mi mano hasta que haya
dado muerte a dos víboras.
—Es una extraña promesa —replicó su
anfitrión—. Sin embargo, tenedlo con vos si
os place. No es asunto mío si elegís
embarazaros con un palo de madera.
Se dio la vuelta abruptamente, indicando a
Gérard que le siguiese. A desgana, el
trovador le obedeció, con un vistazo a los
cielos desiertos y el patio vacío a sus
espaldas. Vio, sin gran sorpresa, que una
repentina y furtiva oscuridad había caído
sobre el château, sin luna ni estrellas, como
si tan sólo hubiese estado esperando para
descender a que él entrase. Era tan densa
como los pliegues de un sudario. Era tan
falta de ventilación y asfixiante como la
oscuridad de una tumba que hubiese estado
cerrada durante siglos, y Gérard fue
consciente de una verdadera opresión, una
dificultad corporal y mental para respirar,
mientras cruzaba el umbral.
Vio ahora que las antorchas estaban
ardiendo en el oscuro salón al que su
anfitrión le había conducido, aunque no
había notado ni el momento ni el agente de
su encendido. La iluminación que
proporcionaban era singularmente vaga e
indistinta, y las sombras que se
amontonaban en el salón eran
inexplicablemente numerosas, y se movían
con misteriosa intranquilidad, aunque las
propias llamas estaban tan inmóviles como
los cirios que arden para los muertos en una
cripta sin viento.
Al final del pasaje, el Sieur du Malinbois
abrió de golpe una pesada puerta de madera
oscura y sombría. Más allá, se encontraba
claramente el comedor del château, en el
cual había varias personas sentadas junto a
una larga mesa a la luz de unas antorchas no
menos tristes y siniestras que las de la
entrada.
Bajo el extraño, incierto brillo, sus rostros
parecían señalados por una oscura sospecha,
por una vívida distorsión; y le pareció a
Gérard que sombras que apenas se podían
distinguir de las figuras estaban agrupadas
en torno a la mesa. Pero, sin embargo,
reconoció a la mujer vestida de verde
esmeralda que había desaparecido de
manera sospechosa entre los pinos cuando
Gérard había respondido a su llamada de
socorro. A un lado, con un aspecto muy
pálido, desdichado y asustado, estaba
Fleurette Cochin. En la parte inferior,
reservada para los sirvientes y criados,
estaban la doncella y el lacayo que habían
acompañado a Fleurette a su cita con
Gérard.
El Sieur du Malinbois se volvió hacía Gérard
con una sonrisa que expresaba sardónica
diversión.
—Creo que has sido ya presentado a todos
los que se sientan a esta mesa —observó—.
Pero no has sido formalmente presentado a
mi esposa, Agathe, quien la preside. Agathe,
te traigo a Gérard de l'Automne, un joven
trovador de mucha fama y mérito.
La mujer inclinó la cabeza ligeramente, sin
hablar, y señaló una silla enfrente de
Fleurette. Gérard se sentó, y el Sieur du
Malinbois tomó, de acuerdo con la
costumbre feudal, asiento en la cabecera de
la mesa al lado de su esposa. Por primera
vez, había sirvientes que entraban y salían
del cuarto, colocando sobre la mesa distintos
vinos y viandas. Los servidores eran
sobrenaturalmente veloces e insonoros, y de
alguna manera resultaba difícil darse cuenta
de cuáles eran sus rasgos concretos o sus
ropas. Parecían andar en una sombra de un
siniestro e indisoluble crepúsculo. Pero el
trovador se sentía molesto por la idea de que
se parecían a los rufianes peludos que
habían desaparecido junto a la mujer de
verde al acercarse a ellos.
La cena que siguió fue algo extraño y
fúnebre. Una sensación de insuperable
sofoco, horror asfixiante y temible opresión,
recaía sobre Gérard, y, aunque deseaba
hacer a Fleurette cien preguntas, y además
exigir una explicación sobre varios puntos a
su anfitrión y anfitriona, fue totalmente
incapaz de encontrar las palabras o de
pronunciarlas. Tan sólo podía mirar a
Fleurette, y leer en sus ojos un reflejo de su
propio asombro impotente y una
mansedumbre de pesadilla. Nada dijeron el
Sieur du Malinbois y su dama, quienes
intercambiaron miradas de una siniestra y
secreta complicidad durante la cena, y la
sirvienta y el lacayo de Fleurette estaban
evidentemente paralizados por el terror,
como pájaros bajo la mirada hipnótica de
dos mortíferas serpientes.
Los platos eran ricos y de extraño sabor; y los
vinos, de una fabulosa antigüedad, parecían
retener, en sus profundidades de topacio o
violeta, un fuego de siglos que no se había
apagado. Pero Gérard y Fleurette apenas
podían probarlos; y vieron cómo el Sieur du
Malinbois y su dama no comían ni bebían en
absoluto. La oscuridad del cuarto se hizo más
profunda; los servidores se convirtieron en
más furtivos y espectrales en sus
movimientos; el aire asfixiante estaba
cargado con una amenaza informulable,
constreñido por el embrujo de una negra y
letal nigromancia. Sobre los aromas de las
raras comidas, los bouquets de los antiguos
vinos, se arrastraba la mohosidad sofocante
de ocultas criptas y la corrupción
embalsamada de siglos, junto con la
fantasmal especia de un extraño perfume
que parecía emanar de la persona de la
chatelaine. Gérard recordaba muchas de las
historias de entre las leyendas de Averoigne,
que había escuchado y de las que había
hecho caso omiso; estaba recordando la
leyenda del Sieur du Malinbois y su dama, el
último de su apellido y el más malvado,
quien había sido enterrado en algún lugar
del bosque hacía cientos de años y cuya
tumba era evitada por los campesinos, ya
que se decía que continuaba con sus
brujerías incluso después de la muerte. Se
preguntó qué influencia había atontado su
memoria, para que no las hubiese recordado
por completo cuando escuchó el nombre por
primera vez. Y estaba recordando otras cosas
y otras historias, todas las cuales
confirmaban su creencia instintiva respecto a
la naturaleza de la gente en cuyas manos
había caído. Además, recordó una
superstición del folklore respecto a uno de
los usos que cabía dar a una estaca de
madera; y se dio cuenta de por qué el Sieur
du Malinbois había mostrado un interés
peculiar por el bastón de madera de carpe.
Gérard lo había colocado junto a su silla
cuando se sentó, y se quedó aliviado al
comprobar que no había desaparecido. Muy
discretamente y con tranquilidad, colocó un
pie sobre él.
La sorprendente cena llegó a su fin, y su
anfitrión y la chatelaine se levantaron.
—Les conduciré ahora a sus cuartos —dijo el
Sieur du Malinbois, incluyendo a todos sus
invitados bajo una oscura, inescrutable,
mirada.
—Cada uno de ustedes puede disfrutar de
una habitación separada, si así lo desea, o
Fleurette Cochin y su doncella Angélique
pueden permanecer juntas, y el lacayo Raoul
puede dormir en el mismo cuarto con
Messire Gérard.
Una preferencia por el último arreglo fue
expresada por Fleurette y el trovador. La
idea de una soledad sin compañía en ese
castillo de innombrable misterio y
medianoche intemporal era repugnante en
un grado insoportable.
Los cuatro fueron conducidos entonces a sus
respectivas habitaciones, en los lados
opuestos de un salón cuya longitud era
mostrada sólo indeterminadamente por las
débiles luces. Fleurette y Gérard se dieron el
uno al otro unas tristes y desganadas buenas
noches, bajo la mirada de su anfitrión, que
les coartaba. Su cita era difícilmente aquella
que habían deseado tener, y los dos estaban
impresionados por la situación sobrenatural,
con cuyos sospechosos horrores e
inevitables brujerías se habían visto
envueltos de alguna manera. Y, tan pronto
como Gérard se hubo apartado de Fleurette,
comenzó a maldecirse a sí mismo como un
pusilánime por no haberse negado a
separarse de ella, y se asombró ante el
hechizo de involuntariedad, semejante a una
droga, que parecía haber adormecido todas
sus facultades. Parecía que su mente no le
perteneciese, sino que había sido empujada
y aplastada por un poder extraño.
El cuarto asignado a Gérard y a Raoul estaba
amueblado con una cama de cortinas
anticuadas en su moda y en su tejido, e
iluminado con velas que sugerían un funeral
por su forma, y que ardían apagadamente en
un aire que estaba estancado con la
mohosidad de años muertos.
—Ojalá durmáis profundamente —dijo el
Sieur du Malinbois. La sonrisa que acompañó
y siguió a estas palabras fue no menos
desagradable que el tono, aceitoso y
sepulcral, en que fueron pronunciadas. El
trovador y el sirviente fueron conscientes de
un profundo desahogo cuando se marchó,
cerrando la puerta con un sonido metálico
de plomo. Y su alivio apenas se vio
disminuido cuando escucharon el chasquido
de una llave en la cerradura.
Entonces, Gérard inspeccionó el cuarto, y se
dirigió a una de las ventanas, a través de
cuyos pequeños y pro fundos paneles sólo
podía ver la oscuridad apremiante de la
noche, que era verdaderamente sólida,
como si todo el lugar estuviese enterrado y
rodeado por la tierra que se pegaba.
Entonces, en un ataque de cólera
incontrolable ante su separación de
Fleurette, corrió a la puerta y se arrojó
contra ella, la golpeó con sus puños
cerrados, pero en vano. Dándose cuenta de
su tontería, y desistiendo al fin, se volvió a
Raoul.
—Bien, Raoul —le dijo—. ¿Qué piensas de
todo esto?
Raoul se santiguó antes de contestar, y su
rostro tenía una expresión de miedo mortal.
—Creo, Messire —replicó por fin—, que
todos hemos sido apartados de nuestro
camino por hechicería maléfica, y que usted,
yo mismo, la Demoiselle Fleurette y la
doncella Angélique, todos estamos en un
peligro mortal de cuerpo y alma.
—Ésa es también mi opinión —dijo Gérard
—. Y creo que estaría bien que tú y yo
durmiésemos sólo por turnos, y que quien
mantenga la vigilia sujete entre sus manos
mi bastón de carpe, cuyo extremo afilaré
ahora con mi daga. Estoy seguro de que
conoces la manera en que debe emplearse si
hubiese intrusos, porque, si alguno llegase,
no habría duda sobre su naturaleza e
intenciones. Estamos en un castillo que no
tiene existencia legítima, como invitados de
personas que llevan muertas, o
supuestamente muertas, más de doscientos
años. Y personas semejantes, cuando salen
al exterior, son pro pensas a costumbres que
no necesito especificar.
—Sí, Messire —Raoul tembló, pero miró el
afilamiento del bastón con considerable
interés. Gérard talló la dura madera en una
punta como de lanza, y ocultó con cuidado
las virutas. Incluso labró la silueta de una
pequeña cruz cerca de la mitad del bastón,
pensando que esto podría aumentar su
eficacia o protegerlo de daño. Entonces, con
el bastón en sus manos, se sentó sobre la
cama, desde donde podía vigilar el pequeño
cuarto a través de las cortinas.
—Puedes dormir primero, Raoul —dijo,
indicando la cama que estaba cerca de la
puerta.
Los dos conversaron inciertos durante unos
minutos. Después de escuchar la historia de
Raoul sobre cómo Fleurette, Angélique y él
mismo habían sido desviados de su camino
por los lloros de una mujer entre los pinos y
después habían sido incapaces de volver
sobre sus pasos, cambió de tema. Y a partir
de entonces habló plácidamente sobre
asuntos que eran remotos de sus verdaderas
preocupaciones, para luchar con su
preocupación por la seguridad de Fleurette,
que le torturaba. De repente, se dio cuenta
de que Raoul había dejado de contestarle, y
vio que el lacayo se había quedado dormido
sobre el sofá. En el mismo momento, una
irresistible somnolencia cayó sobre el propio
Gérard, a pesar de toda su voluntad, a pesar
de los terrores sobrenaturales y los
presentimientos que todavía murmuraban
en su cerebro. Escuchó, a través de su
creciente sopor, el susurro de sombrías alas
en los salones del castillo, captó el silbido de
voces ominosas, como las de demonios
familiares que respondiesen a la invocación
de brujos, y le parecía escuchar, hasta en las
criptas, las torres y las cámaras remotas, la
pisada de pies que se estaban apresurando
para cumplir secretos y malignos recados.
Pero el olvido le rodeaba como las mallas de
una red de arena, y se cerró sin tregua sobre
su mente inquieta, y ahogó las
preocupaciones de sus agitados sentidos.

Cuando Gérard se despertó al fin, las velas


habían ardido hasta sus bases, y una luz del
día triste y sin sol se estaba filtrando a través
de la ventana. El bastón estaba todavía en su
mano, y, aunque sus sentidos estaban aún
torpes a causa del extraño sopor que los
había drogado, sintió que no había sufrido
daño. Pero, mirando por las cortinas, vio que
Raoul estaba tumbado sobre el sofá
mortalmente pálido y sin vida, con el aire y la
expresión de un moribundo exhausto.
Atravesó el cuarto y se inclinó sobre el
lacayo. Había una pequeña herida roja en el
cuello de Raoul; su pulso era lento y débil,
como los de alguien que hubiese perdido
una gran cantidad de sangre. Su mismo
aspecto era marchito y se le marcaban las
venas. Y una especia fantasmal surgía del
sofá..., un resto del perfume que llevaba la
chatelaine Agathe.
Gérard consiguió por fin levantar al hombre,
pero Raoul estaba muy débil y somnoliento.
No podía recordar nada de lo que había
sucedido durante la noche. Y su horror fue
patético de contemplar cuando se dio cuenta
de la verdad.
—Usted será el próximo, Messire —lloró—.
Estos vampiros tienen la intención de
retenernos entre sus brujerías malditas hasta
que nos hayan exprimido la última gota de
sangre. Sus hechizos son como la
mandrágora o como los dulces del sueño de
Cathay; y ningún hombre puede permanecer
despierto contra su voluntad.
Gérard estaba tanteando la puerta y, para su
sorpresa, la encontró sin cerrar. El vampiro,
al marcharse, había sido descuidado a causa
del letargo de su saciedad. El castillo estaba
muy tranquilo; le pareció a Gérard que el
espíritu del mal que lo animaba estaba ahora
tranquilo; que las alas sombrías de horror y
malignidad, los pies que corrían en siniestros
encargos, los brujos invocantes, los
demonios familiares que contestaban, todos
se habían adormecido en un temporal
reposo.
Abrió la puerta, anduvo de puntillas a lo
largo del salón desierto, y golpeó la puerta
de la cámara asignada a Fleurette y a su
doncella. Fleurette, completamente vestida,
contestó a sus golpes inmediatamente, y la
tomó entre sus brazos sin mediar palabra,
escudriñando su pálida cara con tierna
ansiedad. Por encima del hombro, podía ver
a Angélique, la doncella, que estaba sentada
rígida sobre la cama con una marca sobre su
pálido cuello parecida a la herida que había
sido infligida a Raoul. Supo, incluso antes de
que Fleurette comenzase a hablar, que la
experiencia nocturna de la demoiselle y de
su doncella había sido idéntica a la suya y del
lacayo.
Mientras intentaba calmar a Fleurette y darle
ánimos, sus pensamientos estaban ocupados
con un problema bastante curioso. Nadie
estaba fuera en el castillo, y era más que
probable que el Sieur du Malinbois y su
dama estuviesen ambos dormidos después
del festín nocturno del que sin duda habían
disfrutado.
Gérard se imaginó el lugar y la manera de su
reposo, y se volvió incluso más reflexivo
cuando se le ocurrieron ciertas posibilidades.
—Ten ánimo, corazón mío —le dijo a
Fleurette—. Se me ocurre que pronto
escaparemos de esta abominable red de
hechizos. Pero debo dejarte un rato y hablar
con Raoul, cuya ayuda necesitaré para cierto
asunto.
Volvió a su propio cuarto. El sirviente estaba
sentado en la cama, haciendo la señal de la
cruz débilmente y murmurando plegarias
con una voz débil y hueca.
—Raoul —dijo el trovador con un poco de
firmeza—, tenéis que reunir todas vuestras
fuerzas y acompañarme. Entre los tristes
muros que nos rodean, los sombríos salones,
las altas torres y las pesadas murallas, sólo
hay una cosa que tenga una existencia
verdadera, y todo el resto no es sino un
tejido de ilusión. Debemos encontrar esta
realidad a la que me refiero,. y tratar con ella
como verdaderos y valientes cristianos.
Venid, ahora registraremos el castillo antes
de que el señor y la chatelaine despierten de
su letargo de vampiros.
Se abrió camino a través de retorcidos
corredores con una velocidad que indicaba
muchos planes anteriores. Él había
reconstruido en su mente la tosca pila de
bastiones y torretas tal y como las había
visto el día anterior, y pensaba que el gran
calabozo, siendo el centro y punto fuerte del
edificio, podría ser el lugar que buscaba. Con
el bastón afilado en sus manos, y Raoul
arrastrándose, desangrado, a sus talones,
atravesó las puertas de muchos cuartos
secretos, la multitud de ventanas que daban
al patio desierto, y llegó por fin al piso
inferior del calabozo—fortaleza.
Era un cuarto grande, sin mobiliario,
construido por entero con piedra, e
iluminado tan sólo por delgadas hendiduras
que estaban altas en la pared, diseñadas
para ser utilizadas por arqueros. El lugar se
hallaba muy oscuro, pero Gérard podía ver
los contornos fosforescentes de un objeto
que, de ordinario, no buscaría en una
situación semejante, levantado en mitad del
suelo. Era una tumba de mármol, y,
acercándose más, vio que estaba
extrañamente desgastada por las
inclemencias del tiempo y manchada con
líquenes grises y amarillos, como solamente
florecen donde da el sol. La losa que la
cubría era de tamaño y anchura dobles, y
haría falta la fuerza completa de los dos
hombres para levantarla.
Raoul se había quedado mirando
estúpidamente la tumba.
—¿Ahora qué, Messire? —preguntó.
—Tú y yo, Raoul, vamos a introducirnos en el
dormitorio de nuestros anfitriones.
Siguiendo su orden, Raoul tomó uno de los
extremos de la losa, y él mismo tomó el otro.
Con un gran esfuerzo que dejó sus huesos y
músculos a punto de romperse, intentaron
moverla, pero la losa apenas se arrastraba.
Por fin, sujetando la misma esquina al
unísono, fueron capaces de inclinar la losa, y
ésta se deslizó al suelo y cayó con un sonoro
estrépito como de trueno. Dentro había dos
ataúdes abiertos, uno de los cuales contenía
al Sieur Hugh du Malinbois, y el otro, a su
dama Agathe. Ambos parecían estar
durmiendo pacíficamente igual que bebés;
una mirada de maldad tranquila, de
malignidad pacificada, estaba marcada sobre
sus facciones; y sus labios estaban teñidos
todavía más rojos que antes.
Sin vacilación o retraso, Gérard hundió el
extremo de su bastón, parecido a una lanza,
en el seno del Sieur du Malinbois. El cuerpo
se deshizo como si estuviese hecho de
cenizas amasadas y pintadas para darles una
semblanza de humanidad, y un leve olor,
como de una corrupción antigua, se elevó
hasta las fosas nasales de Gérard. Entonces,
el trovador atravesó de igual manera el seno
de la chatelaine. Y, simultáneamente con su
disolución, las murallas y las paredes del
calabozo parecieron disolverse en un adusto
vapor, y se apartaron a cada lado con un
choque como de un trueno no escuchado.
Con una sensación de extraño vértigo y
confusión, Gérard y Raoul vieron que el
château entero se había desvanecido como
las torres y las murallas de una tormenta que
ha pasado, y el lago muerto y sus orillas en
putrefacción no ofrecían ya su maléfica
ilusión a la vista Estaban de pie en un claro
del bosque, a la plena luz sin sombras del sol
del mediodía, y todo lo que quedaba del
lúgubre castillo era la tumba abierta, forrada
de líquenes, que se encontraba junto a ellos.
Fleurette y su doncella estaban a una corta
distancia, y Gérard corrió hacia la hija del
mercader y la tomó entre sus brazos. Ella
estaba atontada por el asombro, como
alguien que emerge del laberinto que ha
durado la noche de un mal sueño, y
descubre que todo esta bien.
—Creo, corazón mío —dijo Gérard—, que
nuestra próxima cita no se verá interrumpida
por el Sieur du Malinbois y su chatelaine.
Pero Fleurette estaba todavía confundida
con el prodigio, y sólo pudo contestar a sus
palabras con un beso.

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