Madre Piedad
Madre Piedad
Madre Piedad
Desde muy niña, en su Primera Comunión, sintió que Dios la llamaba a consagrarle su
vida, y decía: «Cuando recibí por primera vez la Sagrada Comunión, quedé como
anonadada y experimenté que Jesús me llamaba a la Vida Religiosa».
Recibió su formación humana y espiritual en el Colegio de Loreto de las Religiosas de la
Sagrada Familia de Burdeos, en Valencia. Quiso ingresar en ese Instituto, pero su padre
la obligó a volver a casa; lo que no fue obstáculo para que se dedicase a hacer el bien a
los niños pobres, ancianos y enfermos de su pueblo llevando, a la vez, una vida de piedad
y oración profunda.
Transcurrido unos años y ya mayor de edad, ingresó al convento de Carmelitas de
clausura en Valencia, sin embargo, una enfermedad la obligó a volver con su familia.
Confundida por estos sucesos le rogaba a Dios que le mostrara con más claridad qué
quería de ella: «Tuya, Jesús mío, tuya quiero ser, pero dime dónde».
Más adelante, y con la convicción de que Dios la llamaba a seguirle, se dirigió a
Barcelona. Allí, en plena búsqueda vocacional, tuvo una experiencia extraordinaria; en
la que el Corazón de Jesús, le dijo: «Mira cómo me han puesto los hombres con sus
ingratitudes, ¿quieres tú ayudarme a llevar esta cruz?». A lo que ella respondió: «Si
necesitas una víctima y me quieres a mí, aquí estoy, Señor». Entonces, Jesús le dice:
«Funda, hija mía, que de ti y de tu Congregación siempre tendré misericordia».
Esta experiencia marcó su vocación. Ya no hay duda: Dios le pedía formar un nuevo
instituto religioso; ella quería ayudar a Cristo a llevar su Cruz, la cruz de los pobres y
enfermos.
En el año 1884, las inundaciones del río Segura destrozaron la huerta murciana. La
escasez de congregaciones religiosas en la zona, la hizo orientarse hacia ese territorio
de mayor necesidad. Así que un día, acompañada de tres postulantes, salió de Barcelona
camino de Puebla de Soto, a 1 km. de Alcantarilla, para fundar allí la primera Comunidad
de Terciarias de la Virgen del Carmen.
Tomasa, que tomó por nombre religioso Piedad de la Cruz, junto con las demás
hermanas y otras que iban ingresando, se multiplicaban en el cuidado de los enfermos
y las niñas huérfanas en un hospitalillo que ella llamó de «La Providencia». La Casa
pronto se quedó pequeña y abrió otra en Caudete.
Al principio, cuando decidió fundar, pidió al Corazón de Jesús hacerlo en tribulación
como signo de que todo aquello era de Dios y no invento personal. El Corazón de Jesús
se lo concedió con creces. Un día las hermanas de Caudete llegaron a Alcantarilla y se
llevaron las novicias, porque decían, que el Instituto aún no tenía la aprobación
diocesana; y dejaron a la Madre Piedad sola con Sor Alfonsa.
Fueron días de mucho dolor, y en su aflicción acudió al Obispo de Cartagena, que la
envió, junto a su compañera Alfonsa, al Convento de la Visitación de las Salesas Reales
en Orihuela. Es aquí, donde el Espíritu Santo la iluminó con fuerza, y en unos ejercicios
espirituales se fraguó el proyecto de la nueva Fundación que tendrá como patrono a San
Francisco de Sales. Por fin, el 8 de septiembre de 1890 nace la Congregación de las
Hermanas Salesianas del Sagrado Corazón de Jesús.
Su Carisma es acercar el amor y la Providencia de Dios a los más pobres y sencillos, por
medio del Corazón misericordioso de Cristo, abierto de brazos en la Cruz.
Piedad de la Cruz vivió pobre y murió pobre el 26 de febrero de 1916. La gente del pueblo
decía con profundo sentimiento: ¡Ha muerto una santa! ¡Ha muerto nuestra madre!
El 21 de marzo de 2004 fue beatificada en Roma por San Juan Pablo II.
Reflexión:
“Para ser santa nací”, decía la madre Piedad de la Cruz. “Sed perfectos, como vuestro
Padre celestial es perfecto.”, acabamos de escuchar en el evangelio
La santidad es el fin al que tiende todo bautizado. Desde el bautismo nuestro destino es
volver a Dios. Estamos llamados a la santidad. Ser santo no consiste en que nos hagan
una estatua y nos pongan en un pedestal, sino que es regresar a donde salimos, volver
a los brazos del Padre Eterno, Dios y creador nuestro.
«Nos hiciste para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». (Las
Confesiones, 1, 1) Con estas palabras, que se han hecho célebres, san Agustín se dirige
a Dios en las Confesiones, y en estas palabras está la síntesis de toda la vida de uno de
los santos más grandes de la Iglesia.
«Inquietud». Esta palabra hace reflexionar, ¿por qué Madre Piedad y san Agustín viven
una intranquilidad fundamental en su vida? Porque viven una permanente búsqueda
espiritual, la inquietud del encuentro con Dios, la inquietud del amor.
El destino está claro, lo que es más complicado es el proceso que se desarrolla a lo largo
de toda la vida hasta llegar a la meta.
En muchas ocasiones, las circunstancias nos bambolean, nos llevan de un lado a otro o
de arriba abajo como si de una montaña rusa se tratara, por eso es necesario que en
ocasiones nos detengamos a pensar y examinemos nuestro camino y en qué tenemos
que fundar el proceso de santidad:
1. Humildad
2. Encuentro con Cristo
3. Oración
Sin duda que hay otros más, pero podríamos decir sin temor a equivocarnos que estos
son tres pilares fundamentales en los que nos hemos de apoyar para alcanzar la
salvación.
1º Humildad
Todos los santos, por muy grandes y sabios que hayan sido, han tenido que ser humildes:
“Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”.
Decía Miguel de Cervantes en una de sus novelas: “La humildad es la base y fundamento
de todas las virtudes”. La humildad es la virtud más volátil, basta con que diga que soy
humilde para que se difumine y desaparezca la virtud de la humildad. La humildad nos
ayuda a conocernos de verdad.
Tenemos un magnífico ejemplo en la Madre Piedad, que buscó aquí y allá dónde la
quería el Señor, sin poner condiciones, sabiendo siempre que el que actúa es Dios a
través de ella. “No soy yo, es Cristo quien vive en mí”. (Gal 2, 20)
No puedo vanagloriarme de nada de lo que hago, porque igual que no puedo añadir un
centímetro a mi estatura, no puedo presumir de lo que digo, porque no hablo por mí,
soy instrumento del Señor. Si algo hago de mérito, no soy yo quien lo hace, es Cristo que
actúa a través de mí. Él nos da la fuerza, porque sin El no podemos nada: “Todo lo puedo
en Cristo que me fortalece” (Flp 4:13)
Por tanto, vivamos en la humildad de ver los que de verdad somos
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