Catecismo Nros. 422 Al 483 y 522 Al 667
Catecismo Nros. 422 Al 483 y 522 Al 667
Catecismo Nros. 422 Al 483 y 522 Al 667
LA PROFESIÓN DE LA FE
SEGUNDA SECCIÓN:
LA PROFESIÓN DE LA FE CRISTIANA
CAPÍTULO SEGUNDO
CREO EN JESUCRISTO, HIJO ÚNICO DE DIOS
422. "Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley,
para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4, 4-5). He
aquí "la Buena Nueva de Jesucristo, Hijo de Dios" (Mc 1, 1): Dios ha visitado a su pueblo (cf. Lc 1, 68), ha
cumplido las promesas hechas a Abraham y a su descendencia (cf. Lc 1, 55); lo ha hecho más allá de toda
expectativa: Él ha enviado a su "Hijo amado" (Mc 1, 11).
423 Nosotros creemos y confesamos que Jesús de Nazaret, nacido judío de una hija de Israel, en Belén en el
tiempo del rey Herodes el Grande y del emperador César Augusto I; de oficio carpintero, muerto crucificado
en Jerusalén, bajo el procurador Poncio Pilato, durante el reinado del emperador Tiberio, es el Hijo eterno de
Dios hecho hombre, que ha "salido de Dios" (Jn 13, 3), "bajó del cielo" (Jn 3, 13; 6, 33), "ha venido en carne"
(1 Jn 4, 2), porque "la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria
que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad [...] Pues de su plenitud hemos recibido
todos, y gracia por gracia" (Jn 1, 14. 16).
424 Movidos por la gracia del Espíritu Santo y atraídos por el Padre nosotros creemos y confesamos a
propósito de Jesús: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16). Sobre la roca de esta fe, confesada
por San Pedro, Cristo ha construido su Iglesia (cf. Mt 16, 18; san León Magno, Sermones, 4, 3: PL 54, 151;
51, 1: PL 54, 309B; 62, 2: PL 54, 350C-351A; 83, 3: PL 54, 432A).
425 La transmisión de la fe cristiana es ante todo el anuncio de Jesucristo para conducir a la fe en Él. Desde el
principio, los primeros discípulos ardieron en deseos de anunciar a Cristo: "No podemos nosotros dejar de
hablar de lo que hemos visto y oído" (Hch 4, 20). Y ellos mismos invitan a los hombres de todos los tiempos a
entrar en la alegría de su comunión con Cristo:
«Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que
contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, —pues la Vida se manifestó, y nosotros
la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la vida eterna, que estaba con el Padre y se nos manifestó
— lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros.
Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo. Os escribimos esto para que vuestro
gozo sea completo» (1 Jn 1, 1-4).
426 "En el centro de la catequesis encontramos esencialmente una persona, la de Jesús de Nazaret, Unigénito
del Padre [...]; que ha sufrido y ha muerto por nosotros y que ahora, resucitado, vive para siempre con
nosotros [...] Catequizar es [...] descubrir en la Persona de Cristo el designio eterno de Dios [...]. Se trata de
procurar comprender el significado de los gestos y de las palabras de Cristo, los signos realizados por Él
mismo" (CT 5). El fin de la catequesis: "conducir a la comunión con Jesucristo [...]; sólo Él puede
conducirnos al amor del Padre en el Espíritu y hacernos partícipes de la vida de la Santísima Trinidad". (ibíd.).
427 «En la catequesis lo que se enseña es a Cristo, el Verbo encarnado e Hijo de Dios y todo lo demás en
referencia a Él; el único que enseña es Cristo, y cualquier otro lo hace en la medida en que es portavoz suyo,
permitiendo que Cristo enseñe por su boca [...]. Todo catequista debería poder aplicarse a sí mismo estas
misteriosas palabras de Jesús: "Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado" (Jn 7, 16)» (ibid., 6).
428 El que está llamado a "enseñar a Cristo" debe por tanto, ante todo, buscar esta "ganancia sublime que es el
conocimiento de Cristo"; es necesario "aceptar perder todas las cosas para ganar a Cristo, y ser hallado en Él"
y "conocerle a Él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a
Él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos" (Flp 3, 8-11).
429 De este conocimiento amoroso de Cristo es de donde brota el deseo de anunciarlo, de "evangelizar", y de
llevar a otros al "sí" de la fe en Jesucristo. Y al mismo tiempo se hace sentir la necesidad de conocer siempre
mejor esta fe. Con este fin, siguiendo el orden del Símbolo de la fe, presentaremos en primer lugar los
principales títulos de Jesús: Cristo, Hijo de Dios, Señor (artículo 2). El Símbolo confiesa a continuación los
principales misterios de la vida de Cristo: los de su Encarnación (artículo 3), los de su Pascua (artículos 4 y
5), y, por último, los de su glorificación (artículos 6 y 7).
ARTÍCULO 2
“Y EN JESUCRISTO, SU ÚNICO HIJO, NUESTRO SEÑOR”
I. Jesús
430 Jesús quiere decir en hebreo: "Dios salva". En el momento de la anunciación, el ángel Gabriel le dio
como nombre propio el nombre de Jesús que expresa a la vez su identidad y su misión (cf. Lc 1, 31). Ya que
"¿quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?"(Mc 2, 7), es Él quien, en Jesús, su Hijo eterno hecho
hombre "salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt 1, 21). En Jesús, Dios recapitula así toda la historia de la
salvación en favor de los hombres.
431 En la historia de la salvación, Dios no se ha contentado con librar a Israel de "la casa de servidumbre"
(Dt 5, 6) haciéndole salir de Egipto. Él lo salva además de su pecado. Puesto que el pecado es siempre una
ofensa hecha a Dios (cf. Sal 51, 6), sólo Él es quien puede absolverlo (cf.Sal 51, 12). Por eso es por lo que
Israel, tomando cada vez más conciencia de la universalidad del pecado, ya no podrá buscar la salvación más
que en la invocación del nombre de Dios Redentor (cf. Sal 79, 9).
432 El nombre de Jesús significa que el Nombre mismo de Dios está presente en la Persona de su Hijo
(cf. Hch 5, 41; 3 Jn 7) hecho hombre para la Redención universal y definitiva de los pecados. Él es el Nombre
divino, el único que trae la salvación (cf. Jn 3, 18; Hch 2, 21) y de ahora en adelante puede ser invocado por
todos porque se ha unido a todos los hombres por la Encarnación (cf. Rm 10, 6-13) de tal forma que "no hay
bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" ( Hch 4, 12; cf. Hch 9,
14; St 2, 7).
433 El Nombre de Dios Salvador era invocado una sola vez al año por el sumo sacerdote para la expiación de
los pecados de Israel, cuando había asperjado el propiciatorio del Santo de los Santos con la sangre del
sacrificio (cf. Lv 16, 15-16; Si 50, 20; Hb 9, 7). El propiciatorio era el lugar de la presencia de Dios (cf. Ex 25,
22; Lv 16, 2; Nm 7, 89; Hb 9, 5). Cuando san Pablo dice de Jesús que "Dios lo exhibió como instrumento de
propiciación por su propia sangre" (Rm 3, 25) significa que en su humanidad "estaba Dios reconciliando al
mundo consigo" (2 Co 5, 19).
434 La Resurrección de Jesús glorifica el Nombre de Dios "Salvador" (cf. Jn 12, 28) porque de ahora en
adelante, el Nombre de Jesús es el que manifiesta en plenitud el poder soberano del "Nombre que está sobre
todo nombre" (Flp 2, 9). Los espíritus malignos temen su Nombre (cf.Hch 16, 16-18; 19, 13-16) y en su
nombre los discípulos de Jesús hacen milagros (cf. Mc 16, 17) porque todo lo que piden al Padre en su
Nombre, Él se lo concede (Jn 15, 16).
435 El Nombre de Jesús está en el corazón de la plegaria cristiana. Todas las oraciones litúrgicas se acaban
con la fórmula Per Dominum nostrum Jesum Christum... ("Por nuestro Señor Jesucristo..."). El "Avemaría"
culmina en "y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús". La oración del corazón, en uso en Oriente, llamada
"oración a Jesús" dice: "Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí pecador". Numerosos cristianos
mueren, como santa Juana de Arco, teniendo en sus labios una única palabra: "Jesús".
II. Cristo
436 Cristo viene de la traducción griega del término hebreo "Mesías" que quiere decir "ungido". Pasa a ser
nombre propio de Jesús porque Él cumple perfectamente la misión divina que esa palabra significa. En efecto,
en Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían recibido
de Él. Este era el caso de los reyes (cf. 1 S 9, 16; 10, 1; 16, 1. 12-13; 1 R 1, 39), de los sacerdotes (cf. Ex 29,
7; Lv 8, 12) y, excepcionalmente, de los profetas (cf. 1 R 19, 16). Este debía ser por excelencia el caso del
Mesías que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino (cf. Sal 2, 2; Hch 4, 26-27). El Mesías debía
ser ungido por el Espíritu del Señor (cf. Is 11, 2) a la vez como rey y sacerdote (cf. Za 4, 14; 6, 13) pero
también como profeta (cf. Is 61, 1; Lc 4, 16-21). Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple
función de sacerdote, profeta y rey.
437 El ángel anunció a los pastores el nacimiento de Jesús como el del Mesías prometido a Israel: "Os ha
nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor" (Lc 2, 11). Desde el principio él es "a
quien el Padre ha santificado y enviado al mundo"(Jn 10, 36), concebido como "santo" (Lc 1, 35) en el seno
virginal de María. José fue llamado por Dios para "tomar consigo a María su esposa" encinta "del que fue
engendrado en ella por el Espíritu Santo" (Mt 1, 20) para que Jesús "llamado Cristo" nazca de la esposa de
José en la descendencia mesiánica de David (Mt 1, 16; cf. Rm 1, 3; 2 Tm 2, 8; Ap 22, 16).
438 La consagración mesiánica de Jesús manifiesta su misión divina. "Por otra parte eso es lo que significa su
mismo nombre, porque en el nombre de Cristo está sobreentendido Él que ha ungido, Él que ha sido ungido y
la Unción misma con la que ha sido ungido: Él que ha ungido, es el Padre. Él que ha sido ungido, es el Hijo, y
lo ha sido en el Espíritu que es la Unción" (San Ireneo de Lyon,Adversus haereses, 3, 18, 3). Su eterna
consagración mesiánica fue revelada en el tiempo de su vida terrena, en el momento de su bautismo, por Juan
cuando "Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder" (Hch 10, 38) "para que él fuese manifestado a
Israel" (Jn 1, 31) como su Mesías. Sus obras y sus palabras lo dieron a conocer como "el santo de Dios"
(Mc 1, 24; Jn 6, 69; Hch 3, 14).
439 Numerosos judíos e incluso ciertos paganos que compartían su esperanza reconocieron en Jesús los
rasgos fundamentales del mesiánico "hijo de David" prometido por Dios a Israel (cf. Mt 2, 2; 9, 27; 12, 23; 15,
22; 20, 30; 21, 9. 15). Jesús aceptó el título de Mesías al cual tenía derecho (cf. Jn 4, 25-26;11, 27), pero no
sin reservas porque una parte de sus contemporáneos lo comprendían según una concepción demasiado
humana (cf. Mt 22, 41-46), esencialmente política (cf. Jn 6, 15; Lc 24, 21).
440 Jesús acogió la confesión de fe de Pedro que le reconocía como el Mesías anunciándole la próxima pasión
del Hijo del Hombre (cf. Mt 16, 23). Reveló el auténtico contenido de su realeza mesiánica en la identidad
transcendente del Hijo del Hombre "que ha bajado del cielo" (Jn 3, 13; cf. Jn 6, 62; Dn 7, 13), a la vez que en
su misión redentora como Siervo sufriente: "el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a
dar su vida como rescate por muchos" (Mt 20, 28; cf. Is 53, 10-12). Por esta razón, el verdadero sentido de su
realeza no se ha manifestado más que desde lo alto de la Cruz (cf. Jn 19, 19-22; Lc 23, 39-43). Solamente
después de su resurrección su realeza mesiánica podrá ser proclamada por Pedro ante el pueblo de Dios:
"Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien
vosotros habéis crucificado" (Hch 2, 36).
441 Hijo de Dios, en el Antiguo Testamento, es un título dado a los ángeles (cf. Dt 32, 8; Jb 1, 6), al pueblo
elegido (cf. Ex 4, 22;Os 11, 1; Jr 3, 19; Si 36, 11; Sb 18, 13), a los hijos de Israel (cf.Dt 14, 1; Os 2, 1) y a sus
reyes (cf. 2 S 7, 14; Sal 82, 6). Significa entonces una filiación adoptiva que establece entre Dios y su criatura
unas relaciones de una intimidad particular. Cuando el Rey-Mesías prometido es llamado "hijo de Dios" (cf. 1
Cro 17, 13; Sal 2, 7), no implica necesariamente, según el sentido literal de esos textos, que sea más que
humano. Los que designaron así a Jesús en cuanto Mesías de Israel (cf. Mt 27, 54), quizá no quisieron decir
nada más (cf. Lc 23, 47).
442 No ocurre así con Pedro cuando confiesa a Jesús como "el Cristo, el Hijo de Dios vivo" ( Mt16, 16)
porque Jesús le responde con solemnidad "no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que
está en los cielos" (Mt 16, 17). Paralelamente Pablo dirá a propósito de su conversión en el camino de
Damasco: "Cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien
revelar en mí a su Hijo para que le anunciase entre los gentiles..." (Ga 1,15-16). "Y en seguida se puso a
predicar a Jesús en las sinagogas: que él era el Hijo de Dios" (Hch 9, 20). Este será, desde el principio (cf. 1
Ts 1, 10), el centro de la fe apostólica (cf. Jn 20, 31) profesada en primer lugar por Pedro como cimiento de la
Iglesia (cf. Mt16, 18).
443 Si Pedro pudo reconocer el carácter transcendente de la filiación divina de Jesús Mesías es porque éste lo
dejó entender claramente. Ante el Sanedrín, a la pregunta de sus acusadores: "Entonces, ¿tú eres el Hijo de
Dios?", Jesús ha respondido: "Vosotros lo decís: yo soy" (Lc 22, 70; cf. Mt 26, 64; Mc 14, 61). Ya mucho
antes, Él se designó como el "Hijo" que conoce al Padre (cf.Mt 11, 27; 21, 37-38), que es distinto de los
"siervos" que Dios envió antes a su pueblo (cf. Mt 21, 34-36), superior a los propios ángeles (cf. Mt 24, 36).
Distinguió su filiación de la de sus discípulos, no diciendo jamás "nuestro Padre" (cf. Mt 5, 48; 6, 8; 7,
21; Lc 11, 13) salvo para ordenarles "vosotros, pues, orad así: Padre Nuestro" (Mt 6, 9); y subrayó esta
distinción: "Mi Padre y vuestro Padre" (Jn 20, 17).
444 Los evangelios narran en dos momentos solemnes, el Bautismo y la Transfiguración de Cristo, que la voz
del Padre lo designa como su "Hijo amado" (Mt 3, 17; 17, 5). Jesús se designa a sí mismo como "el Hijo
Único de Dios" (Jn 3, 16) y afirma mediante este título su preexistencia eterna (cf. Jn 10, 36). Pide la fe en "el
Nombre del Hijo Único de Dios" (Jn 3, 18). Esta confesión cristiana aparece ya en la exclamación del
centurión delante de Jesús en la cruz: "Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios" (Mc 15, 39), porque es
solamente en el misterio pascual donde el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título "Hijo de Dios".
IV. Señor
446 En la traducción griega de los libros del Antiguo Testamento, el nombre inefable con el cual Dios se
reveló a Moisés (cf. Ex 3, 14), YHWH, es traducido por Kyrios ["Señor"]. Señor se convierte desde entonces
en el nombre más habitual para designar la divinidad misma del Dios de Israel. El Nuevo Testamento utiliza
en este sentido fuerte el título "Señor" para el Padre, pero lo emplea también, y aquí está la novedad, para
Jesús reconociéndolo como Dios (cf. 1 Co 2,8).
447 El mismo Jesús se atribuye de forma velada este título cuando discute con los fariseos sobre el sentido del
Salmo 109 (cf. Mt 22, 41-46; cf. también Hch 2, 34-36; Hb 1, 13), pero también de manera explícita al
dirigirse a sus Apóstoles (cf. Jn 13, 13). A lo largo de toda su vida pública sus actos de dominio sobre la
naturaleza, sobre las enfermedades, sobre los demonios, sobre la muerte y el pecado, demostraban su
soberanía divina.
448 Con mucha frecuencia, en los evangelios, hay personas que se dirigen a Jesús llamándole "Señor". Este
título expresa el respeto y la confianza de los que se acercan a Jesús y esperan de Él socorro y curación
(cf. Mt 8, 2; 14, 30; 15, 22, etc.). Bajo la moción del Espíritu Santo, expresa el reconocimiento del misterio
divino de Jesús (cf. Lc 1, 43; 2, 11). En el encuentro con Jesús resucitado, se convierte en adoración: "Señor
mío y Dios mío" (Jn 20, 28). Entonces toma una connotación de amor y de afecto que quedará como propio de
la tradición cristiana: "¡Es el Señor!" (Jn 21, 7).
449 Atribuyendo a Jesús el título divino de Señor, las primeras confesiones de fe de la Iglesia afirman desde el
principio (cf. Hch 2, 34-36) que el poder, el honor y la gloria debidos a Dios Padre convienen también a Jesús
(cf. Rm 9, 5; Tt 2, 13; Ap 5, 13) porque Él es de "condición divina" (Flp 2, 6) y porque el Padre manifestó esta
soberanía de Jesús resucitándolo de entre los muertos y exaltándolo a su gloria (cf. Rm 10, 9;1 Co 12,
3; Flp 2,11).
450 Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la
historia (cf. Ap 11, 15) significa también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de
modo absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor Jesucristo: César no es el "Señor"
(cf. Mc 12, 17; Hch 5, 29). " La Iglesia cree que la clave, el centro y el fin de toda historia humana se
encuentra en su Señor y Maestro" (GS 10, 2; cf. 45, 2).
451 La oración cristiana está marcada por el título "Señor", ya sea en la invitación a la oración "el Señor esté
con vosotros", o en su conclusión "por Jesucristo nuestro Señor" o incluso en la exclamación llena de
confianza y de esperanza: Maran atha ("¡el Señor viene!") o Marana tha("¡Ven, Señor!") (1 Co 16, 22):
"¡Amén! ¡ven, Señor Jesús!" (Ap 22, 20).
Resumen
452 El nombre de Jesús significa "Dios salva". El niño nacido de la Virgen María se llama "Jesús" "porque
él salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt 1, 21); "No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por
el que nosotros debamos salvarnos" (Hch 4, 12).
453 El nombre de Cristo significa "Ungido", "Mesías". Jesús es el Cristo porque "Dios le ungió con el
Espíritu Santo y con poder" (Hch 10, 38). Era "el que ha de venir" (Lc 7, 19), el objeto de "la esperanza de
Israel"(Hch 28, 20).
454 El nombre de Hijo de Dios significa la relación única y eterna de Jesucristo con Dios su Padre: el es el
Hijo único del Padre (cf. Jn 1, 14. 18; 3, 16. 18) y Él mismo es Dios (cf. Jn 1, 1). Para ser cristiano es
necesario creer que Jesucristo es el Hijo de Dios (cf. Hch 8, 37; 1 Jn2, 23).
455 El nombre de Señor significa la soberanía divina. Confesar o invocar a Jesús como Señor es creer en su
divinidad "Nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!" sino por influjo del Espíritu Santo"(1 Co 12, 3).
ARTÍCULO 3
"JESUCRISTO FUE CONCEBIDO POR OBRA Y GRACIA
DEL ESPÍRITU SANTO Y NACIÓ DE SANTA MARÍA VIRGEN"
Párrafo 1
EL HIJO DE DIOS SE HIZO HOMBRE
456 Con el Credo Niceno-Constantinopolitano respondemos confesando: "Por nosotros los hombres y por
nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo
hombre" (DS 150).
457 El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios: "Dios nos amó y nos envió a su Hijo
como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 10). "El Padre envió a su Hijo para ser salvador del mundo"
(1 Jn 4, 14). "Él se manifestó para quitar los pecados" (1 Jn 3, 5):
«Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos
perdido la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que
nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador.
¿No tenían importancia estos razonamientos? ¿No merecían conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar
hasta nuestra naturaleza humana para visitarla, ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable
y tan desgraciado?» (San Gregorio de Nisa, Oratio catechetica, 15: PG 45, 48B).
458 El Verbo se encarnó para que nosotros conociésemos así el amor de Dios: "En esto se manifestó el amor
que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él" ( 1 Jn 4,
9). "Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino
que tenga vida eterna" (Jn 3, 16).
459 El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: "Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended
de mí ... "(Mt 11, 29). "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí" (Jn 14, 6). Y el
Padre, en el monte de la Transfiguración, ordena: "Escuchadle" (Mc 9, 7;cf.Dt 6, 4-5). Él es, en efecto, el
modelo de las bienaventuranzas y la norma de la Ley nueva: "Amaos los unos a los otros como yo os he
amado" (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo (cf. Mc 8, 34).
460 El Verbo se encarnó para hacernos "partícipes de la naturaleza divina" (2 P 1, 4): "Porque tal es la razón
por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre al entrar en
comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios" (San Ireneo de
Lyon, Adversus haereses, 3, 19, 1). "Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios" (San
Atanasio de Alejandría, De Incarnatione, 54, 3: PG 25, 192B). Unigenitus [...] Dei Filius, suae divinitatis
volens nos esse participes, naturam nostram assumpsit, ut homines deos faceret factus homo ("El Hijo
Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que,
habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres") (Santo Tomás de Aquino, Oficio de la festividad del
Corpus, Of. de Maitines, primer Nocturno, Lectrua I).
II. La Encarnación
461 Volviendo a tomar la frase de san Juan ("El Verbo se encarnó": Jn 1, 14), la Iglesia llama "Encarnación"
al hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una naturaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra
salvación. En un himno citado por san Pablo, la Iglesia canta el misterio de la Encarnación:
«Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo: el cual, siendo de condición divina, no retuvo
ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose
semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta
la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 5-8; cf. Liturgia de las Horas, Cántico de las Primeras Vísperas de
Domingos).
«Por eso, al entrar en este mundo, [Cristo] dice: No quisiste sacrificio y oblación; pero me has formado un
cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo [...] a
hacer, oh Dios, tu voluntad!» (Hb10, 5-7; Sal 40, 7-9 [LXX]).
463 La fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana: "Podréis
conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios" (1
Jn 4, 2). Esa es la alegre convicción de la Iglesia desde sus comienzos cuando canta "el gran misterio de la
piedad": "Él ha sido manifestado en la carne" (1 Tm 3, 16).
465 Las primeras herejías negaron menos la divinidad de Jesucristo que su humanidad verdadera (docetismo
gnóstico). Desde la época apostólica la fe cristiana insistió en la verdadera encarnación del Hijo de Dios,
"venido en la carne" (cf. 1 Jn 4, 2-3; 2 Jn 7). Pero desde el siglo III, la Iglesia tuvo que afirmar frente a Pablo
de Samosata, en un Concilio reunido en Antioquía, que Jesucristo es Hijo de Dios por naturaleza y no por
adopción. El primer Concilio Ecuménico de Nicea, en el año 325, confesó en su Credo que el Hijo de Dios es
«engendrado, no creado, "de la misma substancia" [en griego homousion] que el Padre» y condenó a Arrio
que afirmaba que "el Hijo de Dios salió de la nada" (Concilio de Nicea I: DS 130) y que sería "de una
substancia distinta de la del Padre" (Ibíd., 126).
466 La herejía nestoriana veía en Cristo una persona humana junto a la persona divina del Hijo de Dios.
Frente a ella san Cirilo de Alejandría y el tercer Concilio Ecuménico reunido en Efeso, en el año 431,
confesaron que "el Verbo, al unirse en su persona a una carne animada por un alma racional, se hizo hombre"
(Concilio de Efeso: DS, 250). La humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la persona divina del Hijo de
Dios que la ha asumido y hecho suya desde su concepción. Por eso el concilio de Efeso proclamó en el año
431 que María llegó a ser con toda verdad Madre de Dios mediante la concepción humana del Hijo de Dios en
su seno: "Madre de Dios, no porque el Verbo de Dios haya tomado de ella su naturaleza divina, sino porque es
de ella, de quien tiene el cuerpo sagrado dotado de un alma racional [...] unido a la persona del Verbo, de
quien se dice que el Verbo nació según la carne" (DS 251).
467 Los monofisitas afirmaban que la naturaleza humana había dejado de existir como tal en Cristo al ser
asumida por su persona divina de Hijo de Dios. Enfrentado a esta herejía, el cuarto Concilio Ecuménico, en
Calcedonia, confesó en el año 451:
«Siguiendo, pues, a los Santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo
Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y
verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo; consubstancial con el Padre según la divinidad,
y consubstancial con nosotros según la humanidad, "en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado"
(Hb 4, 15); nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra
salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad.
Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio,
sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino
que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola
persona» (Concilio de Calcedonia; DS, 301-302).
468 Después del Concilio de Calcedonia, algunos concibieron la naturaleza humana de Cristo como una
especie de sujeto personal. Contra éstos, el quinto Concilio Ecuménico, en Constantinopla, el año 553 confesó
a propósito de Cristo: "No hay más que una sola hipóstasis [o persona] [...] que es nuestro Señor
Jesucristo, uno de la Trinidad" (Concilio de Constantinopla II: DS, 424). Por tanto, todo en la humanidad de
Jesucristo debe ser atribuido a su persona divina como a su propio sujeto (cf. ya Concilio de Éfeso: DS, 255),
no solamente los milagros sino también los sufrimientos (cf. Concilio de Constantinopla II: DS, 424) y la
misma muerte: "El que ha sido crucificado en la carne, nuestro Señor Jesucristo, es verdadero Dios, Señor de
la gloria y uno de la Santísima Trinidad" (ibíd., 432).
469 La Iglesia confiesa así que Jesús es inseparablemente verdadero Dios y verdadero Hombre. Él es
verdaderamente el Hijo de Dios que se ha hecho hombre, nuestro hermano, y eso sin dejar de ser Dios, nuestro
Señor:
Id quod fuit remansit et quod non fuit assumpsit ("Sin dejar de ser lo que era ha asumido lo que no era"), canta
la liturgia romana (Solemnidad de la Santísima Virgen María, Madre de Dios, Antífona al «Benedictus»; cf.
san León Magno,Sermones 21, 2-3: PL 54, 192). Y la liturgia de san Juan Crisóstomo proclama y canta: "¡Oh
Hijo unigénito y Verbo de Dios! Tú que eres inmortal, te dignaste, para salvarnos, tomar carne de la santa
Madre de Dios y siempre Virgen María. Tú, Cristo Dios, sin sufrir cambio te hiciste hombre y, en al cruz, con
tu muerte venciste la muerte. Tú, Uno de la Santísima Trinidad, glorificado con el Padre y el Santo Espíritu,
¡sálvanos! (Oficio Bizantino de las Horas, Himno O' Monogenés").
470 Puesto que en la unión misteriosa de la Encarnación "la naturaleza humana ha sido asumida, no
absorbida" (GS 22, 2), la Iglesia ha llegado a confesar con el correr de los siglos, la plena realidad del alma
humana, con sus operaciones de inteligencia y de voluntad, y del cuerpo humano de Cristo. Pero
paralelamente, ha tenido que recordar en cada ocasión que la naturaleza humana de Cristo pertenece
propiamente a la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido. Todo lo que es y hace en ella proviene de
"uno de la Trinidad". El Hijo de Dios comunica, pues, a su humanidad su propio modo personal de existir en
la Trinidad. Así, en su alma como en su cuerpo, Cristo expresa humanamente las costumbres divinas de la
Trinidad (cf. Jn 14, 9-10):
«El Hijo de Dios [...] trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de
hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en
todo semejante a nosotros, excepto en el pecado» (GS 22, 2).
471 Apolinar de Laodicea afirmaba que en Cristo el Verbo había sustituido al alma o al espíritu. Contra este
error la Iglesia confesó que el Hijo eterno asumió también un alma racional humana (cf. Dámaso I, Carta a los
Obispos Orientales: DS, 149).
472 Este alma humana que el Hijo de Dios asumió está dotada de un verdadero conocimiento humano. Como
tal, éste no podía ser de por sí ilimitado: se desenvolvía en las condiciones históricas de su existencia en el
espacio y en el tiempo. Por eso el Hijo de Dios, al hacerse hombre, quiso progresar "en sabiduría, en estatura y
en gracia" (Lc 2, 52) e igualmente adquirir aquello que en la condición humana se adquiere de manera
experimental (cf. Mc 6, 38; 8, 27; Jn 11, 34; etc.). Eso correspondía a la realidad de su anonadamiento
voluntario en "la condición de esclavo" (Flp 2, 7).
473 Pero, al mismo tiempo, este conocimiento verdaderamente humano del Hijo de Dios expresaba la vida
divina de su persona (cf. san Gregorio Magno, carta Sicut aqua: DS, 475). "El Hijo de Dios conocía todas las
cosas; y esto por sí mismo, que se había revestido de la condición humana; no por su naturaleza, sino en
cuanto estaba unida al Verbo [...]. La naturaleza humana, en cuanto estaba unida al Verbo, conocida todas las
cosas, incluso las divinas, y manifestaba en sí todo lo que conviene a Dios" (san Máximo el
Confesor, Quaestiones et dubia, 66: PG 90, 840). Esto sucede ante todo en lo que se refiere al conocimiento
íntimo e inmediato que el Hijo de Dios hecho hombre tiene de su Padre (cf. Mc 14, 36; Mt 11, 27; Jn 1, 18; 8,
55; etc.). El Hijo, en su conocimiento humano, mostraba también la penetración divina que tenía de los
pensamientos secretos del corazón de los hombres (cf Mc 2, 8; Jn 2, 25; 6, 61; etc.).
474 Debido a su unión con la Sabiduría divina en la persona del Verbo encarnado, el conocimiento humano de
Cristo gozaba en plenitud de la ciencia de los designios eternos que había venido a revelar (cf. Mc 8,31; 9,31;
10, 33-34; 14,18-20. 26-30). Lo que reconoce ignorar en este campo (cf. Mc 13,32), declara en otro lugar no
tener misión de revelarlo (cf. Hch 1, 7).
476 Como el Verbo se hizo carne asumiendo una verdadera humanidad, el cuerpo de Cristo era limitado (cf.
Concilio de Letrán, año 649: DS, 504). Por eso se puede "pintar" la faz humana de Jesús ( Ga 3,2). En el
séptimo Concilio ecuménico, la Iglesia reconoció que es legítima su representación en imágenes sagradas
(Concilio de Nicea II, año 787: DS, 600-603).
477 Al mismo tiempo, la Iglesia siempre ha admitido que, en el cuerpo de Jesús, Dios "que era invisible en su
naturaleza se hace visible" (Misal Romano, Prefacio de Navidad). En efecto, las particularidades individuales
del cuerpo de Cristo expresan la persona divina del Hijo de Dios. Él ha hecho suyos los rasgos de su propio
cuerpo humano hasta el punto de que, pintados en una imagen sagrada, pueden ser venerados porque el
creyente que venera su imagen, "venera a la persona representada en ella" (Concilio de Nicea II: DS, 601).
478 Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y a cada uno de nosotros y
se ha entregado por cada uno de nosotros: "El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2,
20). Nos ha amado a todos con un corazón humano. Por esta razón, el sagrado Corazón de Jesús, traspasado
por nuestros pecados y para nuestra salvación (cf. Jn 19, 34), "es considerado como el principal indicador y
símbolo [...] de aquel amor con que el divino Redentor ama continuamente al eterno Padre y a todos los
hombres" (Pio XII, Enc.Haurietis aquas: DS, 3924; cf. ID. enc. Mystici Corporis: ibíd., 3812).
Resumen
479 En el momento establecido por Dios, el Hijo único del Padre, la Palabra eterna, es decir, el Verbo e
Imagen substancial del Padre, se hizo carne: sin perder la naturaleza divina asumió la naturaleza humana.
480 Jesucristo es verdadero Dios y verdadero Hombre en la unidad de su Persona divina; por esta razón Él
es el único Mediador entre Dios y los hombres.
481 Jesucristo posee dos naturalezas, la divina y la humana, no confundidas, sino unidas en la única Persona
del Hijo de Dios.
482 Cristo, siendo verdadero Dios y verdadero Hombre, tiene una inteligencia y una voluntad humanas,
perfectamente de acuerdo y sometidas a su inteligencia y a su voluntad divinas que tiene en común con el
Padre y el Espíritu Santo.
483 La encarnación es, pues, el misterio de la admirable unión de la naturaleza divina y de la naturaleza
humana en la única Persona del Verbo.
Párrafo 3
LOS MISTERIOS DE LA VIDA DE CRISTO
512 Respecto a la vida de Cristo, el Símbolo de la Fe no habla más que de los misterios de la Encarnación
(concepción y nacimiento) y de la Pascua (pasión, crucifixión, muerte, sepultura, descenso a los infiernos,
resurrección, ascensión). No dice nada explícitamente de los misterios de la vida oculta y pública de Jesús,
pero los artículos de la fe referente a la Encarnación y a la Pascua de Jesús iluminan toda la vida terrena de
Cristo. "Todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el principio hasta el día en que [...] fue llevado al cielo"
(Hch 1, 1-2) hay que verlo a la luz de los misterios de Navidad y de Pascua.
513 La catequesis, según las circunstancias, debe presentar toda la riqueza de los misterios de Jesús. Aquí
basta indicar algunos elementos comunes a todos los misterios de la vida de Cristo (I), para esbozar a
continuación los principales misterios de la vida oculta (II) y pública (III) de Jesús.
514 Muchas de las cosas respecto a Jesús que interesan a la curiosidad humana no figuran en el Evangelio.
Casi nada se dice sobre su vida en Nazaret, e incluso una gran parte de la vida pública no se narra (cf. Jn 20,
30). Lo que se ha escrito en los Evangelios lo ha sido "para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios,
y para que creyendo tengáis vida en su nombre" (Jn 20, 31).
515 Los evangelios fueron escritos por hombres que pertenecieron al grupo de los primeros que tuvieron fe
(cf. Mc 1, 1; Jn 21, 24) y quisieron compartirla con otros. Habiendo conocido por la fe quién es Jesús,
pudieron ver y hacer ver los rasgos de su misterio durante toda su vida terrena. Desde los pañales de su
natividad (Lc 2, 7) hasta el vinagre de su Pasión (cf. Mt 27, 48) y el sudario de su Resurrección (cf. Jn 20, 7),
todo en la vida de Jesús es signo de su misterio. A través de sus gestos, sus milagros y sus palabras, se ha
revelado que "en él reside toda la plenitud de la Divinidad corporalmente" (Col 2, 9). Su humanidad aparece
así como el "sacramento", es decir, el signo y el instrumento de su divinidad y de la salvación que trae
consigo: lo que había de visible en su vida terrena conduce al misterio invisible de su filiación divina y de su
misión redentora.
516 Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos,
su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: "Quien me ve a mí, ve al Padre" ( Jn14, 9), y el Padre: "Este
es mi Hijo amado; escuchadle" (Lc 9, 35). Nuestro Señor, al haberse hecho hombre para cumplir la voluntad
del Padre (cf. Hb 10,5-7), nos "manifestó el amor que nos tiene" (1 Jn 4,9) con los rasgos más sencillos de sus
misterios.
517 Toda la vida de Cristo es misterio de Redención. La Redención nos viene ante todo por la sangre de la
cruz (cf. Ef 1, 7; Col 1, 13-14; 1 P 1, 18-19), pero este misterio está actuando en toda la vida de Cristo: ya en
su Encarnación porque haciéndose pobre nos enriquece con su pobreza (cf. 2 Co 8, 9); en su vida oculta donde
repara nuestra insumisión mediante su sometimiento (cf. Lc 2, 51); en su palabra que purifica a sus oyentes
(cf. Jn 15,3); en sus curaciones y en sus exorcismos, por las cuales "él tomó nuestras flaquezas y cargó con
nuestras enfermedades" (Mt 8, 17; cf. Is 53, 4); en su Resurrección, por medio de la cual nos justifica
(cf.Rm 4, 25).
518 Toda la vida de Cristo es misterio de Recapitulación. Todo lo que Jesús hizo, dijo y sufrió, tuvo como
finalidad restablecer al hombre caído en su vocación primera:
521 Todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en Él y que Él lo viva en nosotros. "El Hijo de Dios
con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre"(GS 22, 2). Estamos llamados a no ser más
que una sola cosa con Él; nos hace comulgar, en cuanto miembros de su Cuerpo, en lo que Él vivió en su
carne por nosotros y como modelo nuestro:
«Debemos continuar y cumplir en nosotros los estados y misterios de Jesús, y pedirle con frecuencia que los
realice y lleve a plenitud en nosotros y en toda su Iglesia [...] Porque el Hijo de Dios tiene el designio de hacer
participar y de extender y continuar sus misterios en nosotros y en toda su Iglesia [...] por las gracias que Él
quiere comunicarnos y por los efectos que quiere obrar en nosotros gracias a estos misterios. Y por este medio
quiere cumplirlos en nosotros» (San Juan Eudes, Tractatus de regno Iesu).
Los preparativos
522 La venida del Hijo de Dios a la tierra es un acontecimiento tan inmenso que Dios quiso prepararlo durante
siglos. Ritos y sacrificios, figuras y símbolos de la "Primera Alianza"(Hb 9,15), todo lo hace converger hacia
Cristo; anuncia esta venida por boca de los profetas que se suceden en Israel. Además, despierta en el corazón
de los paganos una espera, aún confusa, de esta venida.
523 San Juan Bautista es el precursor (cf. Hch 13, 24) inmediato del Señor, enviado para prepararle el camino
(cf. Mt 3, 3). "Profeta del Altísimo" (Lc 1, 76), sobrepasa a todos los profetas (cf. Lc 7, 26), de los que es el
último (cf. Mt 11, 13), e inaugura el Evangelio (cf. Hch 1, 22; Lc16,16); desde el seno de su madre
( cf. Lc 1,41) saluda la venida de Cristo y encuentra su alegría en ser "el amigo del esposo" (Jn 3, 29) a quien
señala como "el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29). Precediendo a Jesús "con el
espíritu y el poder de Elías" (Lc 1, 17), da testimonio de él mediante su predicación, su bautismo de
conversión y finalmente con su martirio (cf. Mc 6, 17-29).
524 Al celebrar anualmente la liturgia de Adviento, la Iglesia actualiza esta espera del Mesías: participando en
la larga preparación de la primera venida del Salvador, los fieles renuevan el ardiente deseo de su segunda
Venida (cf. Ap 22, 17). Celebrando la natividad y el martirio del Precursor, la Iglesia se une al deseo de éste:
"Es preciso que él crezca y que yo disminuya" (Jn 3, 30).
El misterio de Navidad
525 Jesús nació en la humildad de un establo, de una familia pobre (cf. Lc 2, 6-7); unos sencillos pastores son
los primeros testigos del acontecimiento. En esta pobreza se manifiesta la gloria del cielo (cf. Lc 2, 8-20). La
Iglesia no se cansa de cantar la gloria de esta noche:
526 "Hacerse niño" con relación a Dios es la condición para entrar en el Reino (cf. Mt 18, 3-4); para eso es
necesario abajarse (cf. Mt 23, 12), hacerse pequeño; más todavía: es necesario "nacer de lo alto" (Jn 3,7),
"nacer de Dios" (Jn 1, 13) para "hacerse hijos de Dios" (Jn 1, 12). El misterio de Navidad se realiza en
nosotros cuando Cristo "toma forma" en nosotros (Ga 4, 19). Navidad es el misterio de este "admirable
intercambio":
«¡Oh admirable intercambio! El Creador del género humano, tomando cuerpo y alma, nace de la Virgen y,
hecho hombre sin concurso de varón, nos da parte en su divinidad» (Solemnidad de la Santísima Virgen
María, Madre de Dios, Antífona de I y II Vísperas: Liturgia de las Horas).
528 La Epifanía es la manifestación de Jesús como Mesías de Israel, Hijo de Dios y Salvador del mundo. Con
el bautismo de Jesús en el Jordán y las bodas de Caná (cf. Solemnidad de la Epifanía del Señor, Antífona del
"Magnificat" en II Vísperas, LH), la Epifanía celebra la adoración de Jesús por unos "magos" venidos de
Oriente (Mt 2, 1) En estos "magos", representantes de religiones paganas de pueblos vecinos, el Evangelio ve
las primicias de las naciones que acogen, por la Encarnación, la Buena Nueva de la salvación. La llegada de
los magos a Jerusalén para "rendir homenaje al rey de los Judíos" (Mt 2, 2) muestra que buscan en Israel, a la
luz mesiánica de la estrella de David (cf. Nm 24, 17; Ap 22, 16) al que será el rey de las naciones (cf. Nm 24,
17-19). Su venida significa que los gentiles no pueden descubrir a Jesús y adorarle como Hijo de Dios y
Salvador del mundo sino volviéndose hacia los judíos (cf. Jn 4, 22) y recibiendo de ellos su promesa
mesiánica tal como está contenida en el Antiguo Testamento (cf. Mt 2, 4-6). La Epifanía manifiesta que "la
multitud de los gentiles entra en la familia de los patriarcas"(San León Magno, Sermones, 23: PL 54, 224B ) y
adquiere la israelitica dignitas (la dignidad israelítica) (Vigilia pascual, Oración después de la tercera
lectura: Misal Romano).
529 La Presentación de Jesús en el Templo (cf. Lc 2, 22-39) lo muestra como el Primogénito que pertenece al
Señor (cf. Ex 13,2.12-13). Con Simeón y Ana, toda la expectación de Israel es la que viene al Encuentro de su
Salvador (la tradición bizantina llama así a este acontecimiento). Jesús es reconocido como el Mesías tan
esperado, "luz de las naciones" y "gloria de Israel", pero también "signo de contradicción". La espada de dolor
predicha a María anuncia otra oblación, perfecta y única, la de la Cruz que dará la salvación que Dios ha
preparado "ante todos los pueblos".
530 La Huida a Egipto y la matanza de los inocentes (cf. Mt 2, 13-18) manifiestan la oposición de las tinieblas
a la luz: "Vino a su Casa, y los suyos no lo recibieron"(Jn 1, 11). Toda la vida de Cristo estará bajo el signo de
la persecución. Los suyos la comparten con él (cf. Jn 15, 20). Su vuelta de Egipto (cf. Mt 2, 15) recuerda el
éxodo (cf. Os 11, 1) y presenta a Jesús como el liberador definitivo.
532 Con la sumisión a su madre, y a su padre legal, Jesús cumple con perfección el cuarto mandamiento. Es la
imagen temporal de su obediencia filial a su Padre celestial. La sumisión cotidiana de Jesús a José y a María
anunciaba y anticipaba la sumisión del Jueves Santo: "No se haga mi voluntad ..."(Lc 22, 42). La obediencia
de Cristo en lo cotidiano de la vida oculta inauguraba ya la obra de restauración de lo que la desobediencia de
Adán había destruido (cf. Rm5, 19).
533 La vida oculta de Nazaret permite a todos entrar en comunión con Jesús a través de los caminos más
ordinarios de la vida humana:
«Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el
conocimiento de su Evangelio. [...] Su primera lección es el silencio. Cómo desearíamos que se renovara y
fortaleciera en nosotros el amor al silencio, este admirable e indispensable hábito del espíritu, tan necesario
para nosotros. [...] Se nos ofrece además una lección de vida familiar. Que Nazaret nos enseñe el significado
de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable. [...]
Finalmente, aquí aprendemos también la lección del trabajo. Nazaret, la casa del "hijo del Artesano": cómo
deseamos comprender más en este lugar la austera pero redentora ley del trabajo humano y exaltarla
debidamente. [...] Queremos finalmente saludar desde aquí a todos los trabajadores del mundo y señalarles al
gran modelo, al hermano divino (Pablo VI, Homilía en el templo de la Anunciación de la Virgen María en
Nazaret (5 de enero de 1964).
534 El hallazgo de Jesús en el Templo (cf. Lc 2, 41-52) es el único suceso que rompe el silencio de los
Evangelios sobre los años ocultos de Jesús. Jesús deja entrever en ello el misterio de su consagración total a
una misión derivada de su filiación divina: "¿No sabíais que me debo a los asuntos de mi Padre?" María y
José "no comprendieron" esta palabra, pero la acogieron en la fe, y María "conservaba cuidadosamente todas
las cosas en su corazón", a lo largo de todos los años en que Jesús permaneció oculto en el silencio de una
vida ordinaria.
El Bautismo de Jesús
535 El comienzo (cf. Lc 3, 23) de la vida pública de Jesús es su bautismo por Juan en el Jordán (cf.Hch 1, 22).
Juan proclamaba "un bautismo de conversión para el perdón de los pecados" (Lc 3, 3). Una multitud de
pecadores, publicanos y soldados (cf. Lc 3, 10-14), fariseos y saduceos (cf.Mt 3, 7) y prostitutas (cf. Mt 21,
32) viene a hacerse bautizar por él. "Entonces aparece Jesús". El Bautista duda. Jesús insiste y recibe el
bautismo. Entonces el Espíritu Santo, en forma de paloma, viene sobre Jesús, y la voz del cielo proclama que
él es "mi Hijo amado" (Mt 3, 13-17). Es la manifestación ("Epifanía") de Jesús como Mesías de Israel e Hijo
de Dios.
536 El bautismo de Jesús es, por su parte, la aceptación y la inauguración de su misión de Siervo doliente. Se
deja contar entre los pecadores (cf. Is 53, 12); es ya "el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1,
29); anticipa ya el "bautismo" de su muerte sangrienta (cf Mc 10, 38; Lc12, 50). Viene ya a "cumplir toda
justicia" (Mt 3, 15), es decir, se somete enteramente a la voluntad de su Padre: por amor acepta el bautismo de
muerte para la remisión de nuestros pecados (cf. Mt26, 39). A esta aceptación responde la voz del Padre que
pone toda su complacencia en su Hijo (cf. Lc 3, 22; Is 42, 1). El Espíritu que Jesús posee en plenitud desde su
concepción viene a "posarse" sobre él (Jn 1, 32-33; cf. Is 11, 2). De él manará este Espíritu para toda la
humanidad. En su bautismo, "se abrieron los cielos" (Mt 3, 16) que el pecado de Adán había cerrado; y las
aguas fueron santificadas por el descenso de Jesús y del Espíritu como preludio de la nueva creación.
537 Por el Bautismo, el cristiano se asimila sacramentalmente a Jesús que anticipa en su bautismo su muerte y
su resurrección: debe entrar en este misterio de rebajamiento humilde y de arrepentimiento, descender al agua
con Jesús, para subir con él, renacer del agua y del Espíritu para convertirse, en el Hijo, en hijo amado del
Padre y "vivir una vida nueva" (Rm 6, 4):
«Enterrémonos con Cristo por el Bautismo, para resucitar con él; descendamos con él para ser ascendidos con
él; ascendamos con él para ser glorificados con él» (San Gregorio Nacianceno, Oratio 40, 9: PG 36, 369).
«Todo lo que aconteció en Cristo nos enseña que después del baño de agua, el Espíritu Santo desciende sobre
nosotros desde lo alto del cielo y que, adoptados por la Voz del Padre, llegamos a ser hijos de Dios. (San
Hilario de Poitiers, In evangelium Matthaei, 2, 6: PL 9, 927).
539 Los evangelistas indican el sentido salvífico de este acontecimiento misterioso. Jesús es el nuevo Adán
que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. Jesús cumplió perfectamente la vocación
de Israel: al contrario de los que anteriormente provocaron a Dios durante cuarenta años por el desierto
(cf. Sal 95, 10), Cristo se revela como el Siervo de Dios totalmente obediente a la voluntad divina. En esto
Jesús es vencedor del diablo; él ha "atado al hombre fuerte" para despojarle de lo que se había apropiado
(Mc 3, 27). La victoria de Jesús en el desierto sobre el Tentador es un anticipo de la victoria de la Pasión,
suprema obediencia de su amor filial al Padre.
540 La tentación de Jesús manifiesta la manera que tiene de ser Mesías el Hijo de Dios, en oposición a la que
le propone Satanás y a la que los hombres (cf Mt 16, 21-23) le quieren atribuir. Por eso Cristo ha vencido al
Tentador en beneficio nuestro: "Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras
flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado" (Hb 4, 15). La Iglesia se une todos
los años, durante los cuarenta días de la Gran Cuaresma, al Misterio de Jesús en el desierto.
541 "Después que Juan fue preso, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: El tiempo
se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1, 15). "Cristo, por
tanto, para hacer la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el Reino de los cielos" ( LG 3). Pues bien, la
voluntad del Padre es "elevar a los hombres a la participación de la vida divina" (LG 2). Lo hace reuniendo a
los hombres en torno a su Hijo, Jesucristo. Esta reunión es la Iglesia, que es sobre la tierra "el germen y el
comienzo de este Reino" (LG 5).
542 Cristo es el corazón mismo de esta reunión de los hombres como "familia de Dios". Los convoca en torno
a él por su palabra, por sus señales que manifiestan el Reino de Dios, por el envío de sus discípulos. Sobre
todo, él realizará la venida de su Reino por medio del gran Misterio de su Pascua: su muerte en la Cruz y su
Resurrección. "Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" ( Jn 12, 32). A esta unión con
Cristo están llamados todos los hombres (cf. LG 3).
«La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al
pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el
tiempo de la siega» (LG 5).
544 El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir, a los que lo acogen con un corazón humilde.
Jesús fue enviado para "anunciar la Buena Nueva a los pobres" (Lc 4, 18; cf. Lc7, 22). Los declara
bienaventurados porque de "ellos es el Reino de los cielos" (Mt 5, 3); a los "pequeños" es a quienes el Padre se
ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes (cf. Mt 11, 25). Jesús, desde el pesebre
hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre (cf. Mc 2, 23-26; Mt 21,18), la sed (cf. Jn 4,6-
7; 19,28) y la privación (cf. Lc9, 58). Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor
activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino (cf. Mt 25, 31-46).
545 Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: "No he venido a llamar a justos sino a pecadores"
(Mc 2, 17; cf. 1 Tim 1, 15). Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les
muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos (cf. Lc 15, 11-32) y la
inmensa "alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta" (Lc15, 7). La prueba suprema de este amor
será el sacrificio de su propia vida "para remisión de los pecados" (Mt 26, 28).
546 Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza (cf.Mc 4, 33-34).
Por medio de ellas invita al banquete del Reino (cf. Mt 22, 1-14), pero exige también una elección radical para
alcanzar el Reino, es necesario darlo todo (cf. Mt 13, 44-45); las palabras no bastan, hacen falta obras
(cf. Mt 21, 28-32). Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o
como una buena tierra (cf. Mt 13, 3-9)? ¿Qué hace con los talentos recibidos (cf. Mt 25, 14-30)? Jesús y la
presencia del Reino en este mundo están secretamente en el corazón de las parábolas. Es preciso entrar en el
Reino, es decir, hacerse discípulo de Cristo para "conocer los Misterios del Reino de los cielos" ( Mt 13, 11).
Para los que están "fuera" (Mc 4, 11), la enseñanza de las parábolas es algo enigmático (cf. Mt 13, 10-15).
547 Jesús acompaña sus palabras con numerosos "milagros, prodigios y signos" (Hch 2, 22) que manifiestan
que el Reino está presente en Él. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías anunciado (cf,Lc 7, 18-23).
548 Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado (cf. Jn 5, 36; 10, 25). Invitan a
creer en Jesús (cf. Jn 10, 38). Concede lo que le piden a los que acuden a él con fe (cf. Mc 5, 25-34; 10, 52).
Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquel que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que él es
Hijo de Dios (cf. Jn 10, 31-38). Pero también pueden ser "ocasión de escándalo" (Mt 11, 6). No pretenden
satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por
algunos (cf. Jn 11, 47-48); incluso se le acusa de obrar movido por los demonios (cf. Mc 3, 22).
549 Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre (cf. Jn 6, 5-15), de la injusticia (cf. Lc 19,
8), de la enfermedad y de la muerte (cf. Mt 11,5), Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino
para abolir todos los males aquí abajo (cf. Lc 12, 13. 14; Jn 18, 36), sino a liberar a los hombres de la
esclavitud más grave, la del pecado (cf. Jn 8, 34-36), que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y
causa de todas sus servidumbres humanas.
550 La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás (cf. Mt 12, 26): "Pero si por el Espíritu de
Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios" (Mt 12, 28). Los exorcismos de
Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios (cf Lc 8, 26-39). Anticipan la gran victoria de Jesús
sobre "el príncipe de este mundo" (Jn 12, 31). Por la Cruz de Cristo será definitivamente establecido el Reino
de Dios: Regnavit a ligno Deus ("Dios reinó desde el madero de la Cruz", [Venancio Fortunato, Hymnus
"Vexilla Regis": MGH 1/4/1, 34: PL 88, 96]).
551 Desde el comienzo de su vida pública Jesús eligió unos hombres en número de doce para estar con Él y
participar en su misión (cf. Mc 3, 13-19); les hizo partícipes de su autoridad "y los envió a proclamar el Reino
de Dios y a curar" (Lc 9, 2). Ellos permanecen para siempre asociados al Reino de Cristo porque por medio de
ellos dirige su Iglesia:
«Yo, por mi parte, dispongo el Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y
bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentéis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Lc 22, 29-30).
552 En el colegio de los Doce, Simón Pedro ocupa el primer lugar (cf. Mc 3, 16; 9, 2; Lc 24, 34;1 Co 15, 5).
Jesús le confía una misión única. Gracias a una revelación del Padre , Pedro había confesado: "Tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios vivo". Entonces Nuestro Señor le declaró: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré
mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella" (Mt 16, 18). Cristo, "Piedra viva" (1 P 2, 4),
asegura a su Iglesia, edificada sobre Pedro, la victoria sobre los poderes de la muerte. Pedro, a causa de la fe
confesada por él, será la roca inquebrantable de la Iglesia. Tendrá la misión de custodiar esta fe ante todo
desfallecimiento y de confirmar en ella a sus hermanos (cf. Lc 22, 32).
553 Jesús ha confiado a Pedro una autoridad específica: "A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo
que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos"
(Mt 16, 19). El poder de las llaves designa la autoridad para gobernar la casa de Dios, que es la Iglesia. Jesús,
"el Buen Pastor" (Jn 10, 11) confirmó este encargo después de su resurrección: "Apacienta mis ovejas" (Jn 21,
15-17). El poder de "atar y desatar" significa la autoridad para absolver los pecados, pronunciar sentencias
doctrinales y tomar decisiones disciplinares en la Iglesia. Jesús confió esta autoridad a la Iglesia por el
ministerio de los Apóstoles (cf. Mt 18, 18) y particularmente por el de Pedro, el único a quien éÉl confió
explícitamente las llaves del Reino.
554 A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Maestro "comenzó a
mostrar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén, y sufrir [...] y ser condenado a muerte y resucitar al tercer
día" (Mt 16, 21): Pedro rechazó este anuncio (cf. Mt 16, 22-23), los otros no lo comprendieron mejor
(cf. Mt 17, 23; Lc 9, 45). En este contexto se sitúa el episodio misterioso de la Transfiguración de Jesús
(cf. Mt 17, 1-8 par.; 2 P 1, 16-18), sobre una montaña, ante tres testigos elegidos por él: Pedro, Santiago y
Juan. El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes como la luz, Moisés y Elías aparecieron y le
"hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén" (Lc 9, 31). Una nube les cubrió y se oyó una
voz desde el cielo que decía: "Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle" (Lc 9, 35).
555 Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también
que para "entrar en su gloria" (Lc 24, 26), es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían
visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías
(cf. Lc 24, 27). La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios
(cf. Is 42, 1). La nube indica la presencia del Espíritu Santo: Tota Trinitas apparuit: Pater in voce; Filius in
homine, Spiritus in nube clara("Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu
en la nube luminosa" (Santo Tomás de Aquino, S.th. 3, q. 45, a. 4, ad 2):
«En el monte te transfiguraste, Cristo Dios, y tus discípulos contemplaron tu gloria, en cuanto podían
comprenderla. Así, cuando te viesen crucificado, entenderían que padecías libremente, y anunciarían al mundo
que tú eres en verdad el resplandor del Padre» (Liturgia bizantina, Himno Breve de la festividad de la
Transfiguración del Señor)
556 En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la Pascua, la Transfiguración. Por el
bautismo de Jesús "fue manifestado el misterio de la primera regeneración": nuestro Bautismo; la
Transfiguración "es es sacramento de la segunda regeneración": nuestra propia resurrección (Santo Tomás de
Aquino, S.Th., 3, q. 45, a. 4, ad 2). Desde ahora nosotros participamos en la Resurrección del Señor por el
Espíritu Santo que actúa en los sacramentos del Cuerpo de Cristo. La Transfiguración nos concede una visión
anticipada de la gloriosa venida de Cristo "el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo
glorioso como el suyo" (Flp 3, 21). Pero ella nos recuerda también que "es necesario que pasemos por muchas
tribulaciones para entrar en el Reino de Dios" (Hch 14, 22):
«Pedro no había comprendido eso cuando deseaba vivir con Cristo en la montaña (cf.Lc 9, 33). Te ha
reservado eso, oh Pedro, para después de la muerte. Pero ahora, él mismo dice: Desciende para penar en la
tierra, para servir en la tierra, para ser despreciado y crucificado en la tierra. La Vida desciende para hacerse
matar; el Pan desciende para tener hambre; el Camino desciende para fatigarse andando; la Fuente desciende
para sentir la sed; y tú, ¿vas a negarte a sufrir?» (San Agustín, Sermo, 78, 6: PL 38, 492-493).
557 "Como se iban cumpliendo los días de su asunción, él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén" (Lc 9,
51; cf. Jn 13, 1). Por esta decisión, manifestaba que subía a Jerusalén dispuesto a morir. En tres ocasiones
había repetido el anuncio de su Pasión y de su Resurrección (cf. Mc 8, 31-33; 9, 31-32; 10, 32-34). Al
dirigirse a Jerusalén dice: "No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén" (Lc 13, 33).
558 Jesús recuerda el martirio de los profetas que habían sido muertos en Jerusalén (cf. Mt 23, 37a). Sin
embargo, persiste en llamar a Jerusalén a reunirse en torno a él: "¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos,
como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas y no habéis querido!" (Mt 23, 37b). Cuando está a la vista de
Jerusalén, llora sobre ella (cf. Lc 19, 41) y expresa una vez más el deseo de su corazón:" "¡Si también tú
conocieras en este día el mensaje de paz! pero ahora está oculto a tus ojos" (Lc 19, 41-42).
559 ¿Cómo va a acoger Jerusalén a su Mesías? Jesús rehuyó siempre las tentativas populares de hacerle rey
(cf. Jn 6, 15), pero elige el momento y prepara los detalles de su entrada mesiánica en la ciudad de "David, su
padre" (Lc 1,32; cf. Mt 21, 1-11). Es aclamado como hijo de David, el que trae la salvación ("Hosanna" quiere
decir "¡sálvanos!", "Danos la salvación!"). Pues bien, el "Rey de la Gloria" (Sal 24, 7-10) entra en su ciudad
"montado en un asno" (Za 9, 9): no conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la
violencia, sino por la humildad que da testimonio de la Verdad (cf. Jn 18, 37). Por eso los súbditos de su
Reino, aquel día fueron los niños (cf. Mt 21, 15-16; Sal 8, 3) y los "pobres de Dios", que le aclamaban como
los ángeles lo anunciaron a los pastores (cf. Lc 19, 38; 2, 14). Su aclamación "Bendito el que viene en el
nombre del Señor" (Sal 118, 26), ha sido recogida por la Iglesia en el Sanctus de la liturgia eucarística para
introducir al memorial de la Pascua del Señor.
560 La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías llevará a cabo
mediante la Pascua de su Muerte y de su Resurrección. Con su celebración, el domingo de Ramos, la liturgia
de la Iglesia abre la gran Semana Santa.
Resumen
561 "Para quien la contempla rectamente la vida entera de Cristo fue una continua enseñanza: su silencio,
sus milagros, sus gestos, su oración, su amor al hombre, su predilección por los pequeños y los pobres, la
aceptación total del sacrificio en la cruz por la salvación del mundo, su resurrección, son la actuación de su
palabra y el cumplimiento de la revelación" (CT 9).
562 Los discípulos de Cristo deben asemejarse a él hasta que él crezca y se forme en ellos (cf.Ga 4, 19). "Por
eso somos integrados en los misterios de su vida: con él estamos identificados, muertos y resucitados hasta
que reinemos con él (LG 7).
563 Pastor o mago, nadie puede alcanzar a Dios aquí abajo sino arrodillándose ante el pesebre de Belén y
adorando a Dios escondido en la debilidad de un niño.
564 Por su sumisión a María y a José, así como por su humilde trabajo durante largos años en Nazaret,
Jesús nos da el ejemplo de la santidad en la vida cotidiana de la familia y del trabajo.
566 La tentación en el desierto muestra a Jesús, humilde Mesías que triunfa de Satanás mediante su total
adhesión al designio de salvación querido por el Padre.
567 El Reino de los cielos ha sido inaugurado en la tierra por Cristo. "Se manifiesta a los hombres en las
palabras, en las obras y en la presencia de Cristo" (LG 5). La Iglesia es el germen y el comienzo de este
Reino. Sus llaves son confiadas a Pedro.
568 La Transfiguración de Cristo tiene por finalidad fortalecer la fe de los apóstoles ante la proximidad de la
Pasión: la subida a un "monte alto" prepara la subida al Calvario. Cristo, Cabeza de la Iglesia, manifiesta lo
que su cuerpo contiene e irradia en los sacramentos: "la esperanza de la gloria" (Col 1, 27) (cf. San León
Magno, Sermo 51, 3: PL 54, 310C).
569 Jesús ha subido voluntariamente a Jerusalén sabiendo perfectamente que allí moriría de muerte violenta
a causa de la contradicción de los pecadores (cf. Hb 12,3).
570 La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías, recibido en su
ciudad por los niños y por los humildes de corazón, va a llevar a cabo por la Pascua de su Muerte y de su
Resurrección.
ARTÍCULO 4
“JESUCRISTO PADECIÓ BAJO EL PODER DE PONCIO PILATO,
FUE CRUCIFICADO, MUERTO Y SEPULTADO”
571 El Misterio Pascual de la cruz y de la resurrección de Cristo está en el centro de la Buena Nueva que los
Apóstoles, y la Iglesia a continuación de ellos, deben anunciar al mundo. El designio salvador de Dios se ha
cumplido de "una vez por todas" (Hb 9, 26) por la muerte redentora de su Hijo Jesucristo.
572 La Iglesia permanece fiel a "la interpretación de todas las Escrituras" dada por Jesús mismo, tanto antes
como después de su Pascua ((Lc 24, 27. 44-45): "¿No era necesario que Cristo padeciera eso y entrara así en
su gloria?" (Lc 24, 26). Los padecimientos de Jesús han tomado una forma histórica concreta por el hecho de
haber sido "reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas" (Mc 8, 31), que lo "entregaron a
los gentiles, para burlarse de él, azotarle y crucificarle" (Mt 20, 19).
573 Por lo tanto, la fe puede escrutar las circunstancias de la muerte de Jesús, que han sido transmitidas
fielmente por los evangelios (cf. DV 19) e iluminadas por otras fuentes históricas, a fin de comprender mejor
el sentido de la Redención.
Párrafo 1
JESÚS E ISRAEL
574 Desde los comienzos del ministerio público de Jesús, fariseos y partidarios de Herodes, junto con
sacerdotes y escribas, se pusieron de acuerdo para perderle (cf. Mc 3, 6). Por algunas de sus obras (expulsión
de demonios, cf. Mt 12, 24; perdón de los pecados, cf. Mc 2, 7; curaciones en sábado, cf. Mc 3, 1-6;
interpretación original de los preceptos de pureza de la Ley, cf. Mc 7, 14-23; familiaridad con los publicanos y
los pecadores públicos, (cf. Mc 2, 14-17), Jesús apareció a algunos malintencionados sospechoso de posesión
diabólica (cf. Mc 3, 22; Jn 8, 48; 10, 20). Se le acusa de blasfemo (cf. Mc 2, 7; Jn 5,18; 10, 33) y de falso
profetismo (cf. Jn 7, 12; 7, 52), crímenes religiosos que la Ley castigaba con pena de muerte a pedradas
(cf. Jn 8, 59; 10, 31).
575 Muchas de las obras y de las palabras de Jesús han sido, pues, un "signo de contradicción" (Lc2, 34) para
las autoridades religiosas de Jerusalén, aquéllas a las que el Evangelio de san Juan denomina con frecuencia
"los judíos" (cf. Jn 1, 19; 2, 18; 5, 10; 7, 13; 9, 22; 18, 12; 19, 38; 20, 19), más incluso que a la generalidad del
pueblo de Dios (cf. Jn 7, 48-49). Ciertamente, sus relaciones con los fariseos no fueron solamente polémicas.
Fueron unos fariseos los que le previnieron del peligro que corría (cf. Lc 13, 31). Jesús alaba a alguno de ellos
como al escriba deMc 12, 34 y come varias veces en casa de fariseos (cf. Lc 7, 36; 14, 1). Jesús confirma
doctrinas sostenidas por esta élite religiosa del pueblo de Dios: la resurrección de los muertos (cf. Mt 22, 23-
34; Lc 20, 39), las formas de piedad (limosna, ayuno y oración, cf. Mt 6, 18) y la costumbre de dirigirse a Dios
como Padre, carácter central del mandamiento de amor a Dios y al prójimo (cf. Mc12, 28-34).
576 A los ojos de muchos en Israel, Jesús parece actuar contra las instituciones esenciales del Pueblo elegido:
– contra la sumisión a la Ley en la integridad de sus prescripciones escritas, y, para los fariseos, según la
interpretación de la tradición oral.
– contra el carácter central del Templo de Jerusalén como lugar santo donde Dios habita de una manera
privilegiada.
I. Jesús y la Ley
577 Al comienzo del Sermón de la Montaña, Jesús hace una advertencia solemne presentando la Ley dada por
Dios en el Sinaí con ocasión de la Primera Alianza, a la luz de la gracia de la Nueva Alianza:
«No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir sino a dar cumplimiento. Sí,
os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una "i" o un ápice de la Ley sin que todo se haya
cumplido. Por tanto, el que quebrante uno de estos mandamientos menores, y así lo enseñe a los hombres, será
el menor en el Reino de los cielos; en cambio el que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de
los cielos» (Mt 5, 17-19).
578 Jesús, el Mesías de Israel, por lo tanto el más grande en el Reino de los cielos, se debía sujetar a la Ley
cumpliéndola en su totalidad hasta en sus menores preceptos, según sus propias palabras. Incluso es el único
en poderlo hacer perfectamente (cf. Jn 8, 46). Los judíos, según su propia confesión, jamás han podido
cumplir la Ley en su totalidad, sin violar el menor de sus preceptos (cf.Jn 7, 19; Hch 13, 38-41; 15, 10). Por
eso, en cada fiesta anual de la Expiación, los hijos de Israel piden perdón a Dios por sus transgresiones de la
Ley. En efecto, la Ley constituye un todo y, como recuerda Santiago, "quien observa toda la Ley, pero falta en
un solo precepto, se hace reo de todos" (St 2, 10; cf. Ga 3, 10; 5, 3).
579 Este principio de integridad en la observancia de la Ley, no sólo en su letra sino también en su espíritu,
era apreciado por los fariseos. Al subrayarlo para Israel, muchos judíos del tiempo de Jesús fueron conducidos
a un celo religioso extremo (cf. Rm 10, 2), el cual, si no quería convertirse en una casuística "hipócrita"
(cf. Mt 15, 3-7; Lc 11, 39-54) no podía más que preparar al pueblo a esta intervención inaudita de Dios que
será la ejecución perfecta de la Ley por el único Justo en lugar de todos los pecadores (cf. Is 53, 11; Hb 9, 15).
580 El cumplimiento perfecto de la Ley no podía ser sino obra del divino Legislador que nació sometido a la
Ley en la persona del Hijo (cf Ga 4, 4). En Jesús la Ley ya no aparece grabada en tablas de piedra sino "en el
fondo del corazón" (Jr 31, 33) del Siervo, quien, por "aportar fielmente el derecho" (Is 42, 3), se ha convertido
en "la Alianza del pueblo" (Is 42, 6). Jesús cumplió la Ley hasta tomar sobre sí mismo "la maldición de la
Ley" (Ga 3, 13) en la que habían incurrido los que no "practican todos los preceptos de la Ley" ( Ga 3, 10)
porque "ha intervenido su muerte para remisión de las transgresiones de la Primera Alianza" (Hb 9, 15).
581 Jesús fue considerado por los judíos y sus jefes espirituales como un "rabbi" (cf. Jn 11, 28; 3, 2; Mt 22,
23-24, 34-36). Con frecuencia argumentó en el marco de la interpretación rabínica de la Ley (cf. Mt 12, 5; 9,
12; Mc 2, 23-27; Lc 6, 6-9; Jn 7, 22-23). Pero al mismo tiempo, Jesús no podía menos que chocar con los
doctores de la Ley porque no se contentaba con proponer su interpretación entre los suyos, sino que "enseñaba
como quien tiene autoridad y no como los escribas" (Mt 7, 28-29). La misma Palabra de Dios, que resonó en
el Sinaí para dar a Moisés la Ley escrita, es la que en Él se hace oír de nuevo en el Monte de las
Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1). Esa palabra no revoca la Ley sino que la perfecciona aportando de modo
divino su interpretación definitiva: "Habéis oído también que se dijo a los antepasados [...] pero yo os digo"
(Mt 5, 33-34). Con esta misma autoridad divina, desaprueba ciertas "tradiciones humanas" (Mc 7, 8) de los
fariseos que "anulan la Palabra de Dios" (Mc 7, 13).
582 Yendo más lejos, Jesús da plenitud a la Ley sobre la pureza de los alimentos, tan importante en la vida
cotidiana judía, manifestando su sentido "pedagógico" (cf. Ga 3, 24) por medio de una interpretación divina:
"Todo lo que de fuera entra en el hombre no puede hacerle impuro [...] —así declaraba puros todos los
alimentos— . Lo que sale del hombre, eso es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón de
los hombres, salen las intenciones malas" (Mc 7, 18-21). Jesús, al dar con autoridad divina la interpretación
definitiva de la Ley, se vio enfrentado a algunos doctores de la Ley que no aceptaban su interpretación a pesar
de estar garantizada por los signos divinos con que la acompañaba (cf. Jn 5, 36; 10, 25. 37-38; 12, 37). Esto
ocurre, en particular, respecto al problema del sábado: Jesús recuerda, frecuentemente con argumentos
rabínicos (cf. Mt 2,25-27; Jn 7, 22-24), que el descanso del sábado no se quebranta por el servicio de Dios
(cf. Mt 12, 5; Nm 28, 9) o al prójimo (cf. Lc 13, 15-16; 14, 3-4) que realizan sus curaciones.
583 Como los profetas anteriores a Él, Jesús profesó el más profundo respeto al Templo de Jerusalén. Fue
presentado en él por José y María cuarenta días después de su nacimiento (Lc. 2, 22-39). A la edad de doce
años, decidió quedarse en el Templo para recordar a sus padres que se debía a los asuntos de su Padre
(cf. Lc 2, 46-49). Durante su vida oculta, subió allí todos los años al menos con ocasión de la Pascua (cf. Lc 2,
41); su ministerio público estuvo jalonado por sus peregrinaciones a Jerusalén con motivo de las grandes
fiestas judías (cf. Jn 2, 13-14; 5, 1. 14; 7, 1. 10. 14; 8, 2; 10, 22-23).
584 Jesús subió al Templo como al lugar privilegiado para el encuentro con Dios. El Templo era para Él la
casa de su Padre, una casa de oración, y se indigna porque el atrio exterior se haya convertido en un mercado
(Mt 21, 13). Si expulsa a los mercaderes del Templo es por celo hacia las cosas de su Padre: "No hagáis de la
Casa de mi Padre una casa de mercado. Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: 'El celo por tu Casa
me devorará' (Sal 69, 10)" (Jn 2, 16-17). Después de su Resurrección, los Apóstoles mantuvieron un respeto
religioso hacia el Templo (cf.Hch 2, 46; 3, 1; 5, 20. 21).
585 Jesús anunció, no obstante, en el umbral de su Pasión, la ruina de ese espléndido edificio del cual no
quedará piedra sobre piedra (cf. Mt 24, 1-2). Hay aquí un anuncio de una señal de los últimos tiempos que se
van a abrir con su propia Pascua (cf. Mt 24, 3; Lc 13, 35). Pero esta profecía pudo ser deformada por falsos
testigos en su interrogatorio en casa del sumo sacerdote (cf. Mc 14, 57-58) y serle reprochada como injuriosa
cuando estaba clavado en la cruz (cf. Mt 27, 39-40).
586 Lejos de haber sido hostil al Templo (cf. Mt 8, 4; 23, 21; Lc 17, 14; Jn 4, 22) donde expuso lo esencial de
su enseñanza (cf. Jn 18, 20), Jesús quiso pagar el impuesto del Templo asociándose con Pedro (cf. Mt 17, 24-
27), a quien acababa de poner como fundamento de su futura Iglesia (cf.Mt 16, 18). Aún más, se identificó
con el Templo presentándose como la morada definitiva de Dios entre los hombres (cf. Jn 2, 21; Mt 12, 6).
Por eso su muerte corporal (cf. Jn 2, 18-22) anuncia la destrucción del Templo que señalará la entrada en una
nueva edad de la historia de la salvación: "Llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al
Padre"(Jn 4, 21; cf. Jn 4, 23-24; Mt 27, 51; Hb 9, 11; Ap 21, 22).
587 Si la Ley y el Templo de Jerusalén pudieron ser ocasión de "contradicción" (cf. Lc 2, 34) entre Jesús y las
autoridades religiosas de Israel, la razón está en que Jesús, para la redención de los pecados —obra divina por
excelencia—, acepta ser verdadera piedra de escándalo para aquellas autoridades (cf. Lc 20, 17-18; Sal 118,
22).
588 Jesús escandalizó a los fariseos comiendo con los publicanos y los pecadores (cf. Lc 5, 30) tan
familiarmente como con ellos mismos (cf. Lc 7, 36; 11, 37; 14, 1). Contra algunos de los "que se tenían por
justos y despreciaban a los demás" (Lc 18, 9; cf. Jn 7, 49; 9, 34), Jesús afirmó: "No he venido a llamar a
conversión a justos, sino a pecadores" (Lc 5, 32). Fue más lejos todavía al proclamar frente a los fariseos que,
siendo el pecado una realidad universal (cf. Jn 8, 33-36), los que pretenden no tener necesidad de salvación se
ciegan con respecto a sí mismos (cf. Jn 9, 40-41).
589 Jesús escandalizó sobre todo porque identificó su conducta misericordiosa hacia los pecadores con la
actitud de Dios mismo con respecto a ellos (cf. Mt 9, 13; Os 6, 6). Llegó incluso a dejar entender que
compartiendo la mesa con los pecadores (cf. Lc 15, 1-2), los admitía al banquete mesiánico (cf. Lc 15, 22-32).
Pero es especialmente al perdonar los pecados, cuando Jesús puso a las autoridades de Israel ante un dilema.
Porque como ellas dicen, justamente asombradas, "¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?"
(Mc 2, 7). Al perdonar los pecados, o bien Jesús blasfema porque es un hombre que pretende hacerse igual a
Dios (cf. Jn 5, 18; 10, 33) o bien dice verdad y su persona hace presente y revela el Nombre de Dios
(cf. Jn 17, 6-26).
590 Sólo la identidad divina de la persona de Jesús puede justificar una exigencia tan absoluta como ésta: "El
que no está conmigo está contra mí" (Mt 12, 30); lo mismo cuando dice que él es "más que Jonás [...] más que
Salomón" (Mt 12, 41-42), "más que el Templo" (Mt 12, 6); cuando recuerda, refiriéndose a que David llama al
Mesías su Señor (cf. Mt 12, 36-37), cuando afirma: "Antes que naciese Abraham, Yo soy" (Jn 8, 58); e
incluso: "El Padre y yo somos una sola cosa" (Jn 10, 30).
591 Jesús pidió a las autoridades religiosas de Jerusalén que creyeran en él en virtud de las obras de su Padre
que él realizaba (Jn 10, 36-38). Pero tal acto de fe debía pasar por una misteriosa muerte a sí mismo para un
nuevo "nacimiento de lo alto" (Jn 3, 7) atraído por la gracia divina (cf. Jn6, 44). Tal exigencia de conversión
frente a un cumplimiento tan sorprendente de las promesas (cf.Is 53, 1) permite comprender el trágico
desprecio del Sanedrín al estimar que Jesús merecía la muerte como blasfemo (cf. Mc 3, 6; Mt 26, 64-66). Sus
miembros obraban así tanto por "ignorancia" (cf. Lc 23, 34; Hch 3, 17-18) como por el "endurecimiento"
(Mc 3, 5; Rm 11, 25) de la "incredulidad" (Rm 11, 20).
Resumen
592 Jesús no abolió la Ley del Sinaí, sino que la perfeccionó (cf. Mt 5, 17-19) de tal modo (cf.Jn 8, 46) que
reveló su hondo sentido (cf. Mt 5, 33) y satisfizo por las transgresiones contra ella (cf. Hb 9, 15).
593 Jesús veneró el Templo subiendo a él en peregrinación en las fiestas judías y amó con gran celo esa
morada de Dios entre los hombres. El Templo prefigura su Misterio. Anunciando la destrucción del Templo
anuncia su propia muerte y la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación, donde su cuerpo será
el Templo definitivo.
594 Jesús realizó obras como el perdón de los pecados que lo revelaron como Dios Salvador (cf. Jn 5, 16-
18). Algunos judíos que no le reconocían como Dios hecho hombre (cf. Jn 1, 14) veían en él a "un hombre
que se hace Dios" (Jn 10, 33), y lo juzgaron como un blasfemo.
Párrafo 2
JESÚS MURIÓ CRUCIFICADO
I El proceso de Jesús
595 Entre las autoridades religiosas de Jerusalén, no solamente el fariseo Nicodemo (cf. Jn 7, 50) o el notable
José de Arimatea eran en secreto discípulos de Jesús (cf. Jn 19, 38-39), sino que durante mucho tiempo hubo
disensiones a propósito de Él (cf. Jn 9, 16-17; 10, 19-21) hasta el punto de que en la misma víspera de su
pasión, san Juan pudo decir de ellos que "un buen número creyó en él", aunque de una manera muy imperfecta
(Jn 12, 42). Eso no tiene nada de extraño si se considera que al día siguiente de Pentecostés "multitud de
sacerdotes iban aceptando la fe" (Hch 6, 7) y que "algunos de la secta de los fariseos ... habían abrazado la fe"
(Hch 15, 5) hasta el punto de que Santiago puede decir a san Pablo que "miles y miles de judíos han abrazado
la fe, y todos son celosos partidarios de la Ley" (Hch 21, 20).
596 Las autoridades religiosas de Jerusalén no fueron unánimes en la conducta a seguir respecto de Jesús
(cf. Jn 9, 16; 10, 19). Los fariseos amenazaron de excomunión a los que le siguieran (cf. Jn9, 22). A los que
temían que "todos creerían en él; y vendrían los romanos y destruirían nuestro Lugar Santo y nuestra nación"
(Jn 11, 48), el sumo sacerdote Caifás les propuso profetizando: "Es mejor que muera uno solo por el pueblo y
no que perezca toda la nación" (Jn 11, 49-50). El Sanedrín declaró a Jesús "reo de muerte" (Mt 26, 66) como
blasfemo, pero, habiendo perdido el derecho a condenar a muerte a nadie (cf. Jn 18, 31), entregó a Jesús a los
romanos acusándole de revuelta política (cf. Lc 23, 2) lo que le pondrá en paralelo con Barrabás acusado de
"sedición" (Lc23, 19). Son también las amenazas políticas las que los sumos sacerdotes ejercen sobre Pilato
para que éste condene a muerte a Jesús (cf. Jn 19, 12. 15. 21).
597 Teniendo en cuenta la complejidad histórica manifestada en las narraciones evangélicas sobre el proceso
de Jesús y sea cual sea el pecado personal de los protagonistas del proceso (Judas, el Sanedrín, Pilato), lo cual
solo Dios conoce, no se puede atribuir la responsabilidad del proceso al conjunto de los judíos de Jerusalén, a
pesar de los gritos de una muchedumbre manipulada (Cf. Mc15, 11) y de las acusaciones colectivas
contenidas en las exhortaciones a la conversión después de Pentecostés (cf. Hch 2, 23. 36; 3, 13-14; 4, 10; 5,
30; 7, 52; 10, 39; 13, 27-28; 1 Ts 2, 14-15). El mismo Jesús perdonando en la Cruz (cf. Lc 23, 34) y Pedro
siguiendo su ejemplo apelan a "la ignorancia" (Hch 3, 17) de los judíos de Jerusalén e incluso de sus jefes.
Menos todavía se podría ampliar esta responsabilidad a los restantes judíos en el tiempo y en el espacio,
apoyándose en el grito del pueblo: "¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!" (Mt 27, 25), que
equivale a una fórmula de ratificación (cf. Hch 5, 28; 18, 6):
Tanto es así que la Iglesia ha declarado en el Concilio Vaticano II: «Lo que se perpetró en su pasión no puede
ser imputado indistintamente a todos los judíos que vivían entonces ni a los judíos de hoy [...] No se ha de
señalar a los judíos como reprobados por Dios y malditos como si tal cosa se dedujera de la sagrada Escritura»
(NA 4).
598 La Iglesia, en el magisterio de su fe y en el testimonio de sus santos, no ha olvidado jamás que "los
pecadores mismos fueron los autores y como los instrumentos de todas las penas que soportó el divino
Redentor" (Catecismo Romano, 1, 5, 11; cf. Hb 12, 3). Teniendo en cuenta que nuestros pecados alcanzan a
Cristo mismo (cf. Mt 25, 45; Hch 9, 4-5), la Iglesia no duda en imputar a los cristianos la responsabilidad más
grave en el suplicio de Jesús, responsabilidad con la que ellos con demasiada frecuencia, han abrumado
únicamente a los judíos:
«Debemos considerar como culpables de esta horrible falta a los que continúan recayendo en sus pecados. Ya
que son nuestras malas acciones las que han hecho sufrir a Nuestro Señor Jesucristo el suplicio de la cruz, sin
ninguna duda los que se sumergen en los desórdenes y en el mal "crucifican por su parte de nuevo al Hijo de
Dios y le exponen a pública infamia" (Hb 6, 6). Y es necesario reconocer que nuestro crimen en este caso es
mayor que el de los judíos. Porque según el testimonio del apóstol, "de haberlo conocido ellos no habrían
crucificado jamás al Señor de la Gloria" (1 Co 2, 8). Nosotros, en cambio, hacemos profesión de conocerle. Y
cuando renegamos de Él con nuestras acciones, ponemos de algún modo sobre Él nuestras manos criminales»
(Catecismo Romano, 1, 5, 11).
«Y los demonios no son los que le han crucificado; eres tú quien con ellos lo has crucificado y lo sigues
crucificando todavía, deleitándote en los vicios y en los pecados» (S. Francisco de Asís, Admonitio, 5, 3).
599 La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias.
Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica san Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su
primer discurso de Pentecostés: "Fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de
Dios" (Hch 2, 23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han "entregado a Jesús" ( Hch 3, 13) fuesen
solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios.
600 Para Dios todos los momentos del tiempo están presentes en su actualidad. Por tanto establece su designio
eterno de "predestinación" incluyendo en él la respuesta libre de cada hombre a su gracia: "Sí,
verdaderamente, se han reunido en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, que tú has ungido, Herodes y
Poncio Pilato con las naciones gentiles y los pueblos de Israel (cf. Sal 2, 1-2), de tal suerte que ellos han
cumplido todo lo que, en tu poder y tu sabiduría, habías predestinado" (Hch 4, 27-28). Dios ha permitido los
actos nacidos de su ceguera (cf. Mt 26, 54;Jn 18, 36; 19, 11) para realizar su designio de salvación (cf. Hch 3,
17-18).
601 Este designio divino de salvación a través de la muerte del "Siervo, el Justo" (Is 53, 11;cf. Hch3, 14)
había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que
libera a los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36). San Pablo profesa en una
confesión de fe que dice haber "recibido" (1 Co 15, 3) que "Cristo ha muerto por nuestros pecados según las
Escrituras" (ibíd.: cf. también Hch 3, 18; 7, 52; 13, 29; 26, 22-23). La muerte redentora de Jesús cumple, en
particular, la profecía del Siervo doliente (cf.Is 53, 7-8 y Hch 8, 32-35). Jesús mismo presentó el sentido de su
vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente (cf. Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio esta
interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 25-27), luego a los propios apóstoles
(cf. Lc 24, 44-45).
602 En consecuencia, san Pedro pudo formular así la fe apostólica en el designio divino de salvación: "Habéis
sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con
una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del
mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros" (1 P 1, 18-20). Los pecados de los hombres,
consecuencia del pecado original, están sancionados con la muerte (cf. Rm 5, 12; 1 Co 15, 56). Al enviar a su
propio Hijo en la condición de esclavo (cf. Flp 2, 7), la de una humanidad caída y destinada a la muerte a
causa del pecado (cf. Rm 8, 3), "a quien no conoció pecado, Dios le hizo pecado por nosotros, para que
viniésemos a ser justicia de Dios en él" (2 Co 5, 21).
603 Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado (cf. Jn 8, 46). Pero, en el amor redentor
que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8, 29), nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro
pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?" (Mc 15, 34; Sal 22,2). Al haberle hecho así solidario con nosotros, pecadores, "Dios no perdonó
ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros" (Rm 8, 32) para que fuéramos "reconciliados con
Dios por la muerte de su Hijo" (Rm 5, 10).
604 Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio
de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: "En esto consiste el amor: no en que
nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros
pecados" (1 Jn 4, 10; cf. Jn 4, 19). "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía
pecadores, murió por nosotros" (Rm 5, 8).
605 Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es sin excepción: "De la
misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños" (Mt 18, 14).
Afirma "dar su vida en rescate por muchos" (Mt 20, 28); este último término no es restrictivo: opone el
conjunto de la humanidad a la única persona del Redentor que se entrega para salvarla (cf. Rm 5, 18-19). La
Iglesia, siguiendo a los Apóstoles (cf. 2 Co 5, 15; 1 Jn2, 2), enseña que Cristo ha muerto por todos los
hombres sin excepción: "no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo"
(Concilio de Quiercy, año 853: DS, 624).
606 El Hijo de Dios "bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado" ( Jn 6,
38), "al entrar en este mundo, dice: [...] He aquí que vengo [...] para hacer, oh Dios, tu voluntad [...] En virtud
de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo"
(Hb 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su
misión redentora: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra" (Jn 4, 34).
El sacrificio de Jesús "por los pecados del mundo entero" (1 Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor
con el Padre: "El Padre me ama porque doy mi vida" (Jn 10, 17). "El mundo ha de saber que amo al Padre y
que obro según el Padre me ha ordenado" (Jn 14, 31).
607 Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús (cf. Lc 12,50;
22, 15; Mt 16, 21-23) porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación: "¡Padre líbrame de esta
hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!" (Jn 12, 27). "El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a
beber?" (Jn 18, 11). Y todavía en la cruz antes de que "todo esté cumplido" (Jn 19, 30), dice: "Tengo sed"
(Jn 19, 28).
608 Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores (cf. Lc 3, 21; Mt 3, 14-
15), vio y señaló a Jesús como el "Cordero de Dios que quita los pecados del mundo" (Jn 1, 29; cf. Jn 1, 36).
Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero ( Is 53, 7;
cf. Jr 11, 19) y carga con el pecado de las multitudes (cf. Is53, 12) y el cordero pascual símbolo de la
redención de Israel cuando celebró la primera Pascua (Ex 12, 3-14; cf. Jn 19, 36; 1 Co 5, 7). Toda la vida de
Cristo expresa su misión: "Servir y dar su vida en rescate por muchos" (Mc 10, 45).
Jesús acepta libremente el amor redentor del Padre
609 Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, "los amó hasta el extremo"
(Jn 13, 1) porque "nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" ( Jn 15, 13). Tanto en el
sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que
quiere la salvación de los hombres (cf. Hb 2, 10. 17-18; 4, 15; 5, 7-9). En efecto, aceptó libremente su pasión
y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: "Nadie me quita [la vida]; yo la
doy voluntariamente" (Jn 10, 18). De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios cuando Él mismo se encamina
hacia la muerte (cf. Jn 18, 4-6;Mt 26, 53).
610 Jesús expresó de forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en la cena tomada con los doce Apóstoles
(cf Mt 26, 20), en "la noche en que fue entregado" (1 Co 11, 23). En la víspera de su Pasión, estando todavía
libre, Jesús hizo de esta última Cena con sus Apóstoles el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre (cf. 1
Co 5, 7), por la salvación de los hombres: "Este es mi Cuerpo que va a ser entregado por vosotros" (Lc 22,
19). "Esta es mi sangre de la Alianza que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados"
(Mt 26, 28).
611 La Eucaristía que instituyó en este momento será el "memorial" (1 Co 11, 25) de su sacrificio. Jesús
incluye a los Apóstoles en su propia ofrenda y les manda perpetuarla (cf. Lc 22, 19). Así Jesús instituye a sus
apóstoles sacerdotes de la Nueva Alianza: "Por ellos me consagro a mí mismo para que ellos sean también
consagrados en la verdad" (Jn 17, 19; cf. Concilio de Trento: DS, 1752; 1764).
La agonía de Getsemaní
612 El cáliz de la Nueva Alianza que Jesús anticipó en la Cena al ofrecerse a sí mismo (cf. Lc 22, 20), lo
acepta a continuación de manos del Padre en su agonía de Getsemaní (cf. Mt 26, 42) haciéndose "obediente
hasta la muerte" (Flp 2, 8; cf. Hb 5, 7-8). Jesús ora: "Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz..."
(Mt 26, 39). Expresa así el horror que representa la muerte para su naturaleza humana. Esta, en efecto, como
la nuestra, está destinada a la vida eterna; además, a diferencia de la nuestra, está perfectamente exenta de
pecado (cf. Hb 4, 15) que es la causa de la muerte (cf. Rm 5, 12); pero sobre todo está asumida por la persona
divina del "Príncipe de la Vida" (Hch 3, 15), de "el que vive", Viventis assumpta (Ap 1, 18; cf. Jn 1, 4; 5, 26).
Al aceptar en su voluntad humana que se haga la voluntad del Padre (cf. Mt 26, 42), acepta su muerte como
redentora para "llevar nuestras faltas en su cuerpo sobre el madero" (1 P 2, 24).
613 La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los
hombres (cf. 1 Co 5, 7; Jn 8, 34-36) por medio del "Cordero que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29; cf. 1
P 1, 19) y el sacrificio de la Nueva Alianza (cf. 1 Co 11, 25) que devuelve al hombre a la comunión con Dios
(cf. Ex 24, 8) reconciliándole con Él por "la sangre derramada por muchos para remisión de los pecados"
(Mt 26, 28; cf. Lv 16, 15-16).
614 Este sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios (cf. Hb 10, 10). Ante
todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo para reconciliarnos consigo (cf. 1
Jn 4, 10). Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor (cf. Jn 15,
13), ofrece su vida (cf. Jn 10, 17-18) a su Padre por medio del Espíritu Santo (cf. Hb 9, 14), para reparar
nuestra desobediencia.
617 Sua sanctissima passione in ligno crucis nobis justificationem meruit ("Por su sacratísima pasión en el
madero de la cruz nos mereció la justificación"), enseña el Concilio de Trento (DS, 1529) subrayando el
carácter único del sacrificio de Cristo como "causa de salvación eterna" (Hb5, 9). Y la Iglesia venera la Cruz
cantando: O crux, ave, spes unica ("Salve, oh cruz, única esperanza"; Añadidura litúrgica al himno "Vexilla
Regis": Liturgia de las Horas).
618 La Cruz es el único sacrificio de Cristo "único mediador entre Dios y los hombres" (1 Tm 2, 5). Pero,
porque en su Persona divina encarnada, "se ha unido en cierto modo con todo hombre" (GS 22, 2) Él "ofrece a
todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida [...] se asocien a este misterio pascual" (GS 22,
5). Él llama a sus discípulos a "tomar su cruz y a seguirle" (Mt 16, 24) porque Él "sufrió por nosotros
dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas" (1 P2, 21). Él quiere, en efecto, asociar a su sacrificio
redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios (cf. Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24). Eso lo
realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento
redentor (cf. Lc 2, 35):
«Esta es la única verdadera escala del paraíso, fuera de la Cruz no hay otra por donde subir al cielo» (Santa
Rosa de Lima, cf. P. Hansen, Vita mirabilis, Lovaina, 1668)
Resumen
619 "Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras"(1 Co 15, 3).
620 Nuestra salvación procede de la iniciativa del amor de Dios hacia nosotros porque "Él nos amó y nos
envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 10). "En Cristo estaba Dios reconciliando
al mundo consigo" (2 Co 5, 19).
621 Jesús se ofreció libremente por nuestra salvación. Este don lo significa y lo realiza por anticipado
durante la última cena: "Este es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros" (Lc 22, 19).
622 La redención de Cristo consiste en que Él "ha venido a dar su vida como rescate por muchos" ( Mt 20,
28), es decir "a amar a los suyos [...] hasta el extremo" (Jn 13, 1) para que ellos fuesen "rescatados de la
conducta necia heredada de sus padres" (1 P 1, 18).
623 Por su obediencia amorosa a su Padre, "hasta la muerte [...] de cruz" (Flp 2, 8), Jesús cumplió la misión
expiatoria (cf. Is 53, 10) del Siervo doliente que "justifica a muchos cargando con las culpas de ellos" (Is 53,
11; cf. Rm 5, 19).
Párrafo 3
JESUCRISTO FUE SEPULTADO
624 "Por la gracia de Dios, gustó la muerte para bien de todos" (Hb 2, 9). En su designio de salvación, Dios
dispuso que su Hijo no solamente "muriese por nuestros pecados" (1 Co 15, 3) sino también que "gustase la
muerte", es decir, que conociera el estado de muerte, el estado de separación entre su alma y su cuerpo,
durante el tiempo comprendido entre el momento en que Él expiró en la Cruz y el momento en que resucitó.
Este estado de Cristo muerto es el misterio del sepulcro y del descenso a los infiernos. Es el misterio del
Sábado Santo en el que Cristo depositado en la tumba (cf. Jn 19, 42) manifiesta el gran reposo sabático de
Dios (cf. Hb 4, 4-9) después de realizar (cf. Jn 19, 30) la salvación de los hombres, que establece en la paz el
universo entero (cf. Col 1, 18-20).
625 La permanencia de Cristo en el sepulcro constituye el vínculo real entre el estado pasible de Cristo antes
de Pascua y su actual estado glorioso de resucitado. Es la misma persona de "El que vive" que puede decir:
"estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos" (Ap 1, 18):
«Y este es el misterio del plan providente de Dios sobre la Muerte y la Resurrección de Hijos de entre los
muerte: que Dios no impidió a la muerte separar el alma del cuerpo, según el orden necesario de la naturaleza,
pero los reunió de nuevo, una con otro, por medio de la Resurrección, a fin de ser Él mismo en persona el
punto de encuentro de la muerte y de la vida deteniendo en Él la descomposición de la naturaleza que produce
la muerte y resultando Él mismo el principio de reunión de las partes separadas» (San Gregorio
Niceno, Oratio catechetica, 16, 9: PG 45, 52).
626 Ya que el "Príncipe de la vida que fue llevado a la muerte" (Hch 3,15) es al mismo tiempo "el Viviente
que ha resucitado" (Lc 24, 5-6), era necesario que la persona divina del Hijo de Dios haya continuado
asumiendo su alma y su cuerpo separados entre sí por la muerte:
«Aunque Cristo en cuanto hombre se sometió a la muerte, y su alma santa fue separada de su cuerpo
inmaculado, sin embargo su divinidad no fue separada ni de una ni de otro, esto es, ni del alma ni del cuerpo:
y, por tanto, la persona única no se encontró dividida en dos personas. Porque el cuerpo y el alma de Cristo
existieron por la misma razón desde el principio en la persona del Verbo; y en la muerte, aunque separados el
uno de la otra, permanecieron cada cual con la misma y única persona del Verbo» (San Juan Damasceno, De
fide orthodoxa, 3, 27: PG 94, 1098A).
627 La muerte de Cristo fue una verdadera muerte en cuanto que puso fin a su existencia humana terrena.
Pero a causa de la unión que la persona del Hijo conservó con su cuerpo, éste no fue un despojo mortal como
los demás porque "no era posible que la muerte lo dominase" (Hch 2, 24) y por eso "la virtud divina preservó
de la corrupción al cuerpo de Cristo" (Santo Tomás de Aquino,S.th., 3, 51, 3, ad 2). De Cristo se puede decir a
la vez: "Fue arrancado de la tierra de los vivos" (Is 53, 8); y: "mi carne reposará en la esperanza de que no
abandonarás mi alma en la mansión de los muertos ni permitirás que tu santo experimente la corrupción"
(Hch 2,26-27; cf. Sal 16, 9-10). La Resurrección de Jesús "al tercer día" (1Co 15, 4; Lc 24, 46; cf. Mt 12,
40; Jon 2, 1; Os 6, 2) era el signo de ello, también porque se suponía que la corrupción se manifestaba a partir
del cuarto día (cf. Jn 11, 39).
Resumen
629 Jesús gustó la muerte para bien de todos (cf. Hb 2, 9). Es verdaderamente el Hijo de Dios hecho hombre
que murió y fue sepultado.
630 Durante el tiempo que Cristo permaneció en el sepulcro su Persona divina continuó asumiendo tanto su
alma como su cuerpo, separados sin embargo entre sí por causa de la muerte. Por eso el cuerpo muerto de
Cristo "no conoció la corrupción" (Hch 13,37).
ARTÍCULO 5
"JESUCRISTO DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS,
AL TERCER DÍA RESUCITÓ DE ENTRE LOS MUERTOS"
631 "Jesús bajó a las regiones inferiores de la tierra. Este que bajó es el mismo que subió" ( Ef 4, 9-10). El
Símbolo de los Apóstoles confiesa en un mismo artículo de fe el descenso de Cristo a los infiernos y su
Resurrección de los muertos al tercer día, porque es en su Pascua donde, desde el fondo de la muerte, Él hace
brotar la vida:
Párrafo 1
CRISTO DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS
632 Las frecuentes afirmaciones del Nuevo Testamento según las cuales Jesús "resucitó de entre los muertos"
(Hch 3, 15; Rm 8, 11; 1 Co 15, 20) presuponen que, antes de la resurrección, permaneció en la morada de los
muertos (cf. Hb 13, 20). Es el primer sentido que dio la predicación apostólica al descenso de Jesús a los
infiernos; Jesús conoció la muerte como todos los hombres y se reunió con ellos en la morada de los muertos.
Pero ha descendido como Salvador proclamando la buena nueva a los espíritus que estaban allí detenidos
(cf. 1 P 3,18-19).
633 La Escritura llama infiernos, sheol, o hades (cf. Flp 2, 10; Hch 2, 24; Ap 1, 18; Ef 4, 9) a la morada de los
muertos donde bajó Cristo después de muerto, porque los que se encontraban allí estaban privados de la visión
de Dios (cf. Sal 6, 6; 88, 11-13). Tal era, en efecto, a la espera del Redentor, el estado de todos los muertos,
malos o justos (cf. Sal 89, 49;1 S 28, 19; Ez 32, 17-32), lo que no quiere decir que su suerte sea idéntica como
lo enseña Jesús en la parábola del pobre Lázaro recibido en el "seno de Abraham" (cf. Lc 16, 22-26). "Son
precisamente estas almas santas, que esperaban a su Libertador en el seno de Abraham, a las que Jesucristo
liberó cuando descendió a los infiernos" (Catecismo Romano, 1, 6, 3). Jesús no bajó a los infiernos para
liberar a los condenados (cf. Concilio de Roma, año 745: DS, 587) ni para destruir el infierno de la
condenación (cf. Benedicto XII, Libelo Cum dudum: DS, 1011; Clemente VI, c. Super quibusdam: ibíd.,
1077) sino para liberar a los justos que le habían precedido (cf. Concilio de Toledo IV, año 625: DS, 485; cf.
también Mt 27, 52-53).
634 "Hasta a los muertos ha sido anunciada la Buena Nueva ..." (1 P 4, 6). El descenso a los infiernos es el
pleno cumplimiento del anuncio evangélico de la salvación. Es la última fase de la misión mesiánica de Jesús,
fase condensada en el tiempo pero inmensamente amplia en su significado real de extensión de la obra
redentora a todos los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares porque todos los que se salvan se
hacen partícipes de la Redención.
635 Cristo, por tanto, bajó a la profundidad de la muerte (cf. Mt 12, 40; Rm 10, 7; Ef 4, 9) para "que los
muertos oigan la voz del Hijo de Dios y los que la oigan vivan" (Jn 5, 25). Jesús, "el Príncipe de la vida"
(Hch 3, 15) aniquiló "mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo y libertó a cuantos, por
temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud "(Hb2, 14-15). En adelante, Cristo resucitado
"tiene las llaves de la muerte y del Infierno" (Ap 1, 18) y "al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo,
en la tierra y en los abismos" (Flp 2, 10).
«Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey
duerme. La tierra está temerosa y sobrecogida, porque Dios se ha dormido en la carne y ha despertado a los
que dormían desde antiguo [...] Va a buscar a nuestro primer Padre como si éste fuera la oveja perdida. Quiere
visitar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte. Él, que es la mismo tiempo Dios e Hijo de Dios, va
a librar de sus prisiones y de sus dolores a Adán y a Eva [...] Yo soy tu Dios, que por ti y por todos los que
han de nacer de ti me he hecho tu Hijo. A ti te mando: Despierta, tú que duermes, pues no te creé para que
permanezcas cautivo en el abismo; levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos»
(Antigua homilía sobre el grande y santo Sábado: PG 43, 440. 452. 461).
Resumen
636 En la expresión "Jesús descendió a los infiernos", el símbolo confiesa que Jesús murió realmente, y que,
por su muerte en favor nuestro, ha vencido a la muerte y al diablo "Señor de la muerte" (Hb 2, 14).
637 Cristo muerto, en su alma unida a su persona divina, descendió a la morada de los muertos. Abrió las
puertas del cielo a los justos que le habían precedido.
Párrafo 2
AL TERCER DÍA RESUCITÓ DE ENTRE LOS MUERTOS
638 "Os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros,
los hijos, al resucitar a Jesús (Hch 13, 32-33). La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe
en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como
fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte
esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz:
El sepulcro vacío
640 "¿Por qué buscar entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado" (Lc 24, 5-6). En el marco de
los acontecimientos de Pascua, el primer elemento que se encuentra es el sepulcro vacío. No es en sí una
prueba directa. La ausencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro podría explicarse de otro modo
(cf. Jn 20,13; Mt 28, 11-15). A pesar de eso, el sepulcro vacío ha constituido para todos un signo esencial. Su
descubrimiento por los discípulos fue el primer paso para el reconocimiento del hecho de la Resurrección. Es
el caso, en primer lugar, de las santas mujeres (cf. Lc 24, 3. 22- 23), después de Pedro (cf. Lc 24, 12). "El
discípulo que Jesús amaba" (Jn 20, 2) afirma que, al entrar en el sepulcro vacío y al descubrir "las vendas en
el suelo"(Jn 20, 6) "vio y creyó" (Jn 20, 8). Eso supone que constató en el estado del sepulcro vacío (cf. Jn 20,
5-7) que la ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana y que Jesús no había vuelto
simplemente a una vida terrenal como había sido el caso de Lázaro (cf. Jn 11, 44).
641 María Magdalena y las santas mujeres, que iban a embalsamar el cuerpo de Jesús (cf. Mc16,1; Lc 24, 1)
enterrado a prisa en la tarde del Viernes Santo por la llegada del Sábado (cf. Jn19, 31. 42) fueron las primeras
en encontrar al Resucitado (cf. Mt 28, 9-10; Jn 20, 11-18). Así las mujeres fueron las primeras mensajeras de
la Resurrección de Cristo para los propios Apóstoles (cf. Lc 24, 9-10). Jesús se apareció en seguida a ellos,
primero a Pedro, después a los Doce (cf. 1 Co 15, 5). Pedro, llamado a confirmar en la fe a sus hermanos
(cf. Lc 22, 31-32), ve por tanto al Resucitado antes que los demás y sobre su testimonio es sobre el que la
comunidad exclama: "¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!" (Lc 24, 34).
642 Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los Apóstoles —y a Pedro en
particular— en la construcción de la era nueva que comenzó en la mañana de Pascua. Como testigos del
Resucitado, los Apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de
creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y de los que la mayor
parte aún vivían entre ellos. Estos "testigos de la Resurrección de Cristo" (cf. Hch 1, 22) son ante todo Pedro
y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de más de quinientas personas a las que se
apareció Jesús en una sola vez, además de Santiago y de todos los Apóstoles (cf. 1 Co 15, 4-8).
643 Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no
reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la
prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por Él de antemano (cf. Lc 22, 31-
32). La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que los discípulos (por lo menos, algunos de ellos) no
creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad
arrobada por una exaltación mística, nos presentan a los discípulos abatidos ("la cara sombría": Lc 24, 17) y
asustados (cf. Jn 20, 19). Por eso no creyeron a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y "sus palabras
les parecían como desatinos" (Lc 24, 11; cf. Mc 16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde
de Pascua "les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían
visto resucitado" (Mc 16, 14).
644 Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos
dudan todavía (cf. Lc 24, 38): creen ver un espíritu (cf. Lc 24, 39). "No acaban de creerlo a causa de la alegría
y estaban asombrados" (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda (cf. Jn 20, 24-27) y, en su
última aparición en Galilea referida por Mateo, "algunos sin embargo dudaron" (Mt 28, 17). Por esto la
hipótesis según la cual la resurrección habría sido un "producto" de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles
no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació —bajo la acción de la gracia divina—
de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado.
645 Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (cf. Lc 24, 39; Jn 20,
27) y el compartir la comida (cf. Lc 24, 30. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les invita así a reconocer que él no es un
espíritu (cf. Lc 24, 39), pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante
ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado, ya que sigue llevando las huellas de su pasión
(cf Lc 24, 40; Jn 20, 20. 27). Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo al mismo tiempo, las propiedades
nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su
voluntad donde quiere y cuando quiere (cf. Mt 28, 9. 16-17; Lc 24, 15. 36; Jn 20, 14. 19. 26; 21, 4) porque su
humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre
(cf. Jn 20, 17). Por esta razón también Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer como quiere: bajo
la apariencia de un jardinero (cf. Jn 20, 14-15) o "bajo otra figura" (Mc 16, 12) distinta de la que les era
familiar a los discípulos, y eso para suscitar su fe (cf. Jn 20, 14. 16; 21, 4. 7).
646 La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que él
había realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naím, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos
milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a tener, por el poder de Jesús, una vida terrena
"ordinaria". En cierto momento, volverán a morir. La Resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su
cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección,
el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria,
tanto que san Pablo puede decir de Cristo que es "el hombre celestial" (cf. 1 Co 15, 35-50).
647 "¡Qué noche tan dichosa —canta el Exultet de Pascua—, sólo ella conoció el momento en que Cristo
resucitó de entre los muertos!". En efecto, nadie fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la
Resurrección y ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Menos aún, su
esencia más íntima, el paso a otra vida, fue perceptible a los sentidos. Acontecimiento histórico demostrable
por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los Apóstoles con Cristo resucitado, no
por ello la Resurrección pertenece menos al centro del Misterio de la fe en aquello que transciende y
sobrepasa a la historia. Por eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (cf. Jn 14, 22) sino a sus
discípulos, "a los que habían subido con él desde Galilea a Jerusalén y que ahora son testigos suyos ante el
pueblo" (Hch 13, 31).
648 La Resurrección de Cristo es objeto de fe en cuanto es una intervención transcendente de Dios mismo en
la creación y en la historia. En ella, las tres Personas divinas actúan juntas a la vez y manifiestan su propia
originalidad. Se realiza por el poder del Padre que "ha resucitado" (Hch 2, 24) a Cristo, su Hijo, y de este
modo ha introducido de manera perfecta su humanidad —con su cuerpo— en la Trinidad. Jesús se revela
definitivamente "Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los
muertos" (Rm 1, 3-4). San Pablo insiste en la manifestación del poder de Dios (cf. Rm 6, 4; 2 Co 13, 4; Flp 3,
10; Ef 1, 19-22; Hb 7, 16) por la acción del Espíritu que ha vivificado la humanidad muerta de Jesús y la ha
llamado al estado glorioso de Señor.
649 En cuanto al Hijo, él realiza su propia Resurrección en virtud de su poder divino. Jesús anuncia que el
Hijo del hombre deberá sufrir mucho, morir y luego resucitar (sentido activo del término) (cf.Mc 8, 31; 9, 9-
31; 10, 34). Por otra parte, él afirma explícitamente: "Doy mi vida, para recobrarla de nuevo ... Tengo poder
para darla y poder para recobrarla de nuevo" (Jn 10, 17-18). "Creemos que Jesús murió y resucitó" (1 Ts 4,
14).
650 Los Padres contemplan la Resurrección a partir de la persona divina de Cristo que permaneció unida a su
alma y a su cuerpo separados entre sí por la muerte: "Por la unidad de la naturaleza divina que permanece
presente en cada una de las dos partes del hombre, las que antes estaban separadas y segregadas, éstas se unen
de nuevo. Así la muerte se produce por la separación del compuesto humano, y la Resurrección por la unión
de las dos partes separadas" (San Gregorio de Nisa, De tridui inter mortem et resurrectionem Domini nostri
Iesu Christi spatio; cf. también DS 325; 359; 369; 539).
651 "Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe"(1 Co 15, 14). La
Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades,
incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la
prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.
652 La Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento (cf. Lc24, 26-27. 44-
48) y del mismo Jesús durante su vida terrenal (cf. Mt 28, 6; Mc 16, 7; Lc 24, 6-7). La expresión "según las
Escrituras" (cf. 1 Co 15, 3-4 y el Símbolo Niceno-Constantinopolitano. DS 150) indica que la Resurrección de
Cristo cumplió estas predicciones.
653 La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. Él había dicho: "Cuando hayáis
levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy" (Jn 8, 28). La Resurrección del Crucificado
demostró que verdaderamente, él era "Yo Soy", el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo pudo decir a los
judíos: «La Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros [...] al resucitar a Jesús, como está
escrito en el salmo primero: "Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy"» (Hch 13, 32-33; cf. Sal 2, 7). La
Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud
según el designio eterno de Dios.
654 Hay un doble aspecto en el misterio pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos
abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios
(cf. Rm 4, 25) "a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos [...] así también nosotros
vivamos una nueva vida" (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva
participación en la gracia (cf. Ef 2, 4-5; 1 P 1, 3). Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten
en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: "Id, avisad a
mis hermanos" (Mt 28, 10;Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta
filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en
su Resurrección.
655 Por último, la Resurrección de Cristo —y el propio Cristo resucitado— es principio y fuente de nuestra
resurrección futura: "Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron [...] del mismo
modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo" (1 Co 15, 20-22). En la espera de que
esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En Él los cristianos "saborean [...] los
prodigios del mundo futuro" (Hb 6,5) y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina (cf. Col 3, 1-
3) para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (2 Co 5, 15).
Resumen
656 La fe en la Resurrección tiene por objeto un acontecimiento a la vez históricamente atestiguado por los
discípulos que se encontraron realmente con el Resucitado, y misteriosamente transcendente en cuanto
entrada de la humanidad de Cristo en la gloria de Dios.
657 El sepulcro vacío y las vendas en el suelo significan por sí mismas que el cuerpo de Cristo ha escapado
por el poder de Dios de las ataduras de la muerte y de la corrupción . Preparan a los discípulos para su
encuentro con el Resucitado.
658 Cristo, "el primogénito de entre los muertos" (Col 1, 18), es el principio de nuestra propia resurrección,
ya desde ahora por la justificación de nuestra alma (cf. Rm 6, 4), más tarde por la vivificación de nuestro
cuerpo (cf. Rm 8, 11).
ARTÍCULO 6
“JESUCRISTO SUBIÓ A LOS CIELOS,
Y ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DE DIOS, PADRE TODOPODEROSO”
659 "Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios"
(Mc 16, 19). El Cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las
propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre (cf. Lc 24,
31; Jn 20, 19. 26). Pero durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos
(cf. Hch 10, 41) y les instruye sobre el Reino (cf. Hch 1, 3), su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una
humanidad ordinaria (cf. Mc 16,12; Lc 24, 15;Jn 20, 14-15; 21, 4). La última aparición de Jesús termina con la
entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube (cf. Hch 1, 9; cf.
también Lc 9, 34-35; Ex13, 22) y por el cielo (cf. Lc 24, 51) donde él se sienta para siempre a la derecha de
Dios (cf. Mc16, 19; Hch 2, 33; 7, 56; cf. también Sal 110, 1). Sólo de manera completamente excepcional y
única, se muestra a Pablo "como un abortivo" (1 Co 15, 8) en una última aparición que constituye a éste en
apóstol (cf. 1 Co 9, 1; Ga 1, 16).
660 El carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo se transparenta en sus palabras
misteriosas a María Magdalena: "Todavía [...] no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a
mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios" (Jn 20, 17). Esto indica una diferencia de manifestación
entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez
histórico y transcendente de la Ascensión marca la transición de una a otra.
661 Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera es decir, a la bajada desde el cielo
realizada en la Encarnación. Solo el que "salió del Padre" puede "volver al Padre": Cristo (cf.Jn 16,28).
"Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre" ( Jn 3, 13; cf, Ef4, 8-10). Dejada a sus
fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la "Casa del Padre" (Jn14, 2), a la vida y a la felicidad de
Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, "ha querido precedernos como cabeza nuestra para
que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino" (Prefacio
de la Ascensión del Señor, I: Misa Romano).
662 "Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí"(Jn 12, 32). La elevación en la Cruz
significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la
Alianza nueva y eterna, "no [...] penetró en un Santuario hecho por mano de hombre [...], sino en el mismo
cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro" (Hb 9, 24). En el cielo, Cristo
ejerce permanentemente su sacerdocio. "De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a
Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor"(Hb 7, 25). Como "Sumo Sacerdote de los bienes
futuros"(Hb 9, 11), es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos (cf. Ap 4,
6-11).
663 Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: "Por derecha del Padre entendemos la gloria
y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos como Dios y
consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue
glorificada" (San Juan Damasceno, Expositio fidei, 75 [De fide orthodoxa, 4, 2]: PG 94, 1104).
664 Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del
profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: "A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos,
naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será
destruido jamás" (Dn 7, 14). A partir de este momento, los Apóstoles se convirtieron en los testigos del
"Reino que no tendrá fin" (Símbolo de Niceno-Constantinopolitano: DS 150).
Resumen
665 La ascensión de Jesucristo marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celeste de
Dios de donde ha de volver (cf. Hch 1, 11), aunque mientras tanto lo esconde a los ojos de los hombres
(cf. Col 3, 3).
666 Jesucristo, cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros
de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con Él eternamente.
667 Jesucristo, habiendo entrado una vez por todas en el santuario del cielo, intercede sin cesar por nosotros
como el mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo.