Alain Roger - Breve Tratado Del Paisaje

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BREVE TRATADO DEL PAISAJE


00-Primeras 27/3/07 18:11 Página 4

Colección Paisaje y Teoría

Colección interdisciplinar de estudios sobre el paisaje


dirigida por

Federico López Silvestre


Javier Maderuelo
Joan Nogué

Consejo asesor
Miguel Aguiló, Lorette Coen, Fernando Gómez Aguilera,
Yves Luginbühl, Claudio Minca, Nicolás Ortega,
Carmen Pena, Florencio Zoido, Perla Zusman
00-Primeras 27/3/07 18:11 Página 5

Alain Roger

BREVE TRATADO
DEL PAISAJE

Traducción de Maysi Veuthey

Edición de Javier Maderuelo

BIBLIOTECA NUEVA
00-Primeras 27/3/07 18:11 Página 6

Cubierta: José M.ª Cerezo

Título original: Court traité du paysage, Éditiones Gallimard, 1997

Edición digital, 2014

© Éditions Gallimard
© Alain Roger
© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid
Almagro, 38
28010 Madrid
www.bibliotecanueva.es
[email protected]

ISBN: 978-84-16095-06-3

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de


reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta
obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelec-
tual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de
delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El
Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el
respeto de los citados derechos.
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índice

Prefacio .......................................................................... 11

1. Naturaleza y cultura: LA DOBLE ARTEALIZACIÓN .... 15


La revolución copernicana de Wilde ......................... 17
La doble artealización ............................................... 21
El genio del lugar ...................................................... 25
País, paisanos, paisajes .............................................. 30

2. Del jardín al LAND ART ........................................... 37


La necesidad de cercar y el modelo paradisíaco ......... 37
Ut pictura hortus ...................................................... 44
Convertir en paisaje el planeta... ............................... 49

3. Los protopaisajes ................................................... 55


Los cuatro criterios de Augustin Berque .................... 55
La Biblia, Grecia y Roma .......................................... 57
La «ceguera» medieval .............................................. 64
El paisaje en China .................................................... 67

7
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índice

4. El nacimiento del paisaje en occidente .............. 71


La naturaleza laicizada. El Tacuinum sanitatis y los
calendarios ............................................................ 73
La invención de la ventana ........................................ 80
Durero y Patinir ........................................................ 83
El campo ................................................................... 87

5. Hacia nuevos paisajes ............................................ 91


Del «país horrible» a los «sublimes horrores» ........... 94
La invención del mar ................................................. 106
De lo bello a lo sublime ............................................. 109
El nacimiento del desierto ......................................... 114
¿Muerte del paisaje? .................................................. 120

6. Viaje y paisaje: EL EXTRAÑAMIENTO ......................... 127


El autismo del vacío .................................................. 128
El autismo del desplazamiento .................................. 129
El autismo de la renuncia .......................................... 132

7. Paisaje y medio ambiente ....................................... 135


La «reducción» del paisaje ........................................ 136
Un poco de historia ................................................... 140
La verdolatría ........................................................... 143
Los valores del paisaje ............................................... 145
El complejo de la cicatriz .......................................... 150

8. Dueños y protectores de la naturaleza: CONTRI-


BUCIÓN A LA CRÍTICA DE UN PRETENDIDO «CONTRA-
TO NATURAL» ......................................................... 155
Descartes y Galileo .................................................... 156
El «contrato natural» ................................................ 163
Del derecho de la Naturaleza .................................... 168
El interés «econológico» ........................................... 171

8
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índice

9. ¿Puede ser erótico un paisaje? ............................. 177


Lomos y mamelones. La metáfora reversible ............. 178
Tres figuras de la mujer-paisaje ................................. 182
Zola. El Edén en femenino ........................................ 186
Proust. Epifanía de la feminidad ............................... 189

Epílogo. Historia de una pasión teórica O CÓMO CON-


VERTIRSE EN UN «RABOLIOT» DEL PAISAJE ..................... 197

9
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prefacio

Este libro intenta paliar una laguna. A pesar de la proli-


feración —desde hace una veintena de años,— de obras, la
mayoría de las veces colectivas, cuyo tema de estudio es el
paisaje, en Francia carecemos de un verdadero tratado teó-
rico y sistemático sobre la cuestión. Y esto es debido a dos
razones, por otra parte, contrarias. La primera es una cier-
ta carencia conceptual. Nadie, salvo quizá Augustin Berque,
ha intentado elaborar una doctrina del paisaje. Nos atene-
mos habitualmente a puntos de vista especializados —el del
geógrafo, el del historiador, el del paisajista, etc.—, con fre-
cuencia estimulantes pero nunca decisivos. La segunda es la
falta de informaciones históricas, indispensables si no se
quiere producir un discurso exangüe, arbitrario o frívolo. El
paisaje, o mejor, los paisajes son adquisiciones culturales y
no se entiende cómo podría tratarse sobre ellos sin conocer
bien su génesis. Existen, desde luego, excelentes obras sobre
‘la invención’ del campo (Piero Camporesi), de la montaña
(John Grand-Carteret) o del mar (Alain Courbin). Pero estos
estudios nunca se han reunido, integrado ni —me atrevería
a decir— digerido en un todo orgánico en el que la historia
nutra a la teoría y que ésta, por su parte, ilumine a aquélla.
He intentado resistir a dos tentaciones. En primer lugar,
a la del enciclopedismo. Es cierto que la brevedad impuesta

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breve tratado del paisaje

a este Breve tratado me protegía de él; y ya cedí a esta ten-


tación cuando publiqué, hace tiempo, una gruesa antología
—La teoría del paisaje en Francia. 1974-1994—, que presen-
ta las grandes corrientes de la investigación francesa en este
campo desde hace un cuarto de siglo. Por otra parte, la del
eclecticismo del manual de divulgación, un género que inva-
de el campo editorial. No hay duda de que estos produc-
tos son útiles, pero la honestidad que alimenta a los autores
no es suficiente para ocultar la ausencia de toda ambición teó-
rica.
Breve tratado: no es cuestión simplemente de hablar del
paisaje, de vagar por él al azar —en una especie de paseo más
o menos pintoresco— sino de tratarlo sistemáticamente, lo
que exige una disposición conceptual rigurosa. Por ello he
propuesto de entrada la ‘doble articulación’: por una parte,
país/paisaje; por otra, artealización in situ/artealización in visu,
que, lejos de bloquear la teoría, permite, por el contrario, abar-
car en su más amplia extensión el campo del paisaje y redu-
cir al silencio (al menos eso espero) las pretensiones natura-
listas. El valor de una teoría se mide también por su capacidad
de suscitar polémicas. Se comprobará que no esquivo ningún
debate y que este tratado se muestra intransigente con la Deep
Ecology, por citar sólo un ejemplo.
Breve tratado: creo, al igual que los matemáticos, que la
‘elegancia’ de una demostración no es un lujo. Me gusta la
concisión, aborrezco la plétora, la ampulosidad de las tesis,
esas somníferas sumas, esa adiposidad que, demasiado a
menudo, segrega la Universidad, diluyendo en mil páginas
lo que podría condensarse en cien para mayor beneficio de
los lectores. Así pues, aquí no se encontrará una historia
exhaustiva de los jardines (las hay excelentes), sino una refle-
xión sobre su función milenaria. Tampoco se encontrará una
historia de todos los paisajes, sino una reflexión sobre la ‘gran-
deza de los comienzos’, es decir, el nacimiento de una sensi-
bilidad paisajística en algunos lugares y tiempos privilegia-

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prefacio

dos. Por último, no se encontrará ese muestrario de erudi-


ción que pretende intimidar al lector más que informarlo. Las
referencias indispensables se concentran en las notas, a modo
de otras tantas incitaciones para seguir investigando. Cada
cual que las use según su voluntad.
Este libro es una herramienta que he querido discreta y mane-
jable, «sin nada en él que sea pretencioso o pesado». Mi maes-
tro es Oscar Wilde que, en La decadencia de la mentira (1890)
y bajo la forma de una paradoja —es la vida la que imita al
arte—, llevó a cabo la revolución copernicana de la estética.
Con este modelo, me estaba prohibido forzosamente recurrir
al estilo austero, abigarrado o universitario, como también al
argot filosófico, incluso aunque algunas veces he tenido que
forjar algunos neologismos. Mi experiencia como novelista no
me ha sido inútil para buscar una escritura eficaz.
Habría podido subtitular este tratado: Para una metafí-
sica del paisaje, pero este subtítulo podría llevar a confusión.
La teoría del paisaje que yo propongo no es ‘metafísica’ en
el sentido que comúnmente se le da a este término y que supo-
ne la creencia en alguna instancia trascendente, Dios, las
Ideas, el Espíritu absoluto, la Noosfera, el Alma del Mundo,
o cualquier otra. Si, no obstante, recurro a este vocablo, es
para subrayar que un paisaje nunca es reductible a su reali-
dad física —los geosistemas de los geógrafos, los ecosistemas
de los ecólogos, etc.—, que la transformación de un país en
paisaje supone siempre una metamorfosis, una metafísica,
entendida en el sentido dinámico. En otros términos, el pai-
saje nunca es natural, sino siempre ‘sobrenatural’, en la acep-
ción que Baudelaire daba a esta palabra cuando, en El pin-
tor de la vida moderna, elogiaba el maquillaje, que hace
‘mágica y sobrenatural’ a la mujer, mientras que, dejándola
como es, sería ‘natural’, es decir, ‘abominable’ (Mi corazón
al desnudo).
Me sitúo, pues, a medio camino entre los que creen que
el paisaje existe en sí —un naturalismo ingenuo que la his-

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breve tratado del paisaje

toria de las representaciones colectivas no deja de desmen-


tir, como tendré numerosas ocasiones de verificar— y los que
se imaginan que «tantas bellezas sobre la tierra» no pueden
explicarse más que por alguna intervención divina —este
viejo argumento físico-teológico desmantelado por Kant,
como todas las demás pruebas de la existencia de Dios—. Pero
si el paisaje no es inmanente, ni trascendente, ¿cuál es su ori-
gen? Humano y artístico, ésta es mi respuesta. El arte cons-
tituye el verdadero mediador, el ‘meta’ de la metamorfosis,
el ‘meta’ de la metafísica paisajística. La percepción, histó-
rica y cultural, de todos nuestros paisajes —campo, monta-
ña, mar, desierto, etc.— no requiere ninguna intervención mís-
tica (como si descendiera del cielo) o misteriosa (como si
subiera del suelo); se opera según eso que yo llamo, retoman-
do una palabra de Montaigne, una ‘artealización’, cuyo
mecanismo pretende desmontar este libro.
Ésta es mi metafísica. Se quiere ligera, si no lúdica, a ima-
gen de su modelo, la revolución wildiana, y, por lo menos, ale-
jada de ese embrollo filosófico-religioso que destila moralina
y con el que nos atormentan algunos. No tengo ninguna fe:
creo en la ‘Gaya Ciencia’. Y si consigo demostrar que una teo-
ría puede aliar esta ‘alegría’ con la eficacia y seguir siendo rigu-
rosa sin hacerse aburrida, entonces tendré la sensación de no
haber escrito en vano este Breve tratado del paisaje.

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1
naturaleza y cultura

La doble artealización

Hace ya dos milenios que Occidente es víctima de una ilu-


sión erigida en dogma: el arte es, debe ser, una imitación per-
fecta o acabada de la naturaleza. Ésta sería su función, su dig-
nidad, su razón de ser. No abordaré los avatares de semejante
principio desde los griegos hasta finales del siglo xix y me
limitaré a recordar que este «desgastado concepto de la imi-
tación de la naturaleza1» se enuncia y se inscribe en una era
y una área por lo demás, limitadas. Las otras culturas lo igno-
ran o lo desdeñan, y precisamente el descubrimiento y la explo-
ración de las sociedades prehelénicas, orientales, ‘arcaicas’, etc.,
nos ha permitido revisitar nuestro propio pasado artístico y
revisar este prejuicio milenario, al mismo tiempo que nos obli-
ga a hacerlo.
Incluso en Occidente, si exceptuamos la pintura y la escul-
tura, las artes no fueron nunca imitativas, a menos que

1 Heinrich Wölfflin, Principes fondamentaux de l’histoire de l’art,


1915, trad. fr. París, Gallimard, 1952, pág. 18. Hay edición en español:
Heinrich Wölfflin, Conceptos fundamentales en la Historia del Arte,
Óptima, Barcelona, 2002. Traducción: José Moreno Villa.

15
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breve tratado del paisaje

supongamos, contra toda evidencia, que el lenguaje, poéti-


co o no, es mimético; por no nombrar la arquitectura y la
música. La pintura, por otra parte, desmiente su propio
designio, incluso cuando se pretende ‘realista’ o ‘naturalis-
ta’. Hegel, al comentar a los maestros holandeses del siglo xvii,
en quienes la figuración parece haber alcanzado su perfec-
ción mimética, señala precisamente que esta representación
está trabajada por la negatividad, aunque sólo sea por la abo-
lición de la tercera dimensión y la transferencia del objeto
—naturaleza muerta o paisaje— a un elemento abstracto, la
tela. El hecho mismo de re-presentar es suficiente para arran-
carle su naturaleza a la naturaleza. Tan fiel como se quiera,
la imagen pictórica es «una especie de burla y, si se quiere,
de ironía en detrimento del mundo exterior»2. Ya sólo los pin-
tores de los domingos y los amantes de cromos evalúan su
obra con el rasero del parecido.
El artista, cualquiera que sea, no tiene por qué repetir la
naturaleza —¡qué aburrimiento, qué engorro!—, su vocación
es la de negarla, la de neutralizarla con vistas a producir los
modelos que, al contrario, nos permitan modelarla. «Yo
tacho lo vivo», escribía Valéry3: se trata, en primer lugar, de
tachar la naturaleza, de desnaturalizarla, para dominarla
mejor y convertirnos, por medio del proceso artístico y del
progreso científico, «en dueños y poseedores de la naturale-
za». El arte, según Lévi Strauss, «constituye, en el más alto
grado, esta toma de posesión de la naturaleza por medio de

2
Georg Wilhelm Friederich Hegel, Leçons d’esthétique, L’idée du
Beau, París, Aubier, 2 vol., I, págs. 120-121. Hay edición en español: Georg
Wilhelm Friedrich Hegel, Lecciones sobre la estética. La idea de lo Bello,
Madrid, Akal, 1989. Traducción: Alfredo Brotons Muñoz.
3 Paul Valéry, Monsieur Teste, París, Gallimard, 1947, pág. 19. Hay

edición en español: Paul Valéry, Monsieur Teste, Barcelona, Montesinos,


1980. Traducción: Salvador Elizondo.

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naturaleza y cultura. la doble artealización

la cultura, que es el tipo de fenómenos que estudian los etnó-


logos»4.

La revolución copernicana de Wilde

En el fondo, es como si el arte nos hablara hipócritamen-


te: Larvatus prodeo. Yo también me acerco enmascarado. Sí,
a veces, simulo imitar esta naturaleza, pero es para limitar-
la mejor en sus exorbitantes pretensiones, para contener su
exuberancia y sus desórdenes, su tendencia entrópica, e impo-
nerle por mi parte, a través de la mirada, la sentencia del arte,
las modas y los modelos de su aprehensión. «La naturaleza
es cada vez una función de la cultura5» y «cada vez que, impul-
sada por una aspiración al estilo Rousseau, intenta [la con-
ciencia] retornar a la naturaleza, la cultiva»6. Esto significa
que hay que volver a trazar una historia filosófica, teológi-
ca, epistemológica7 de esta naturaleza, pero también que

4 Georges Charbonnier, Entretiens avec Lévi-Strauss, París, Plon, 1969,

pág. 130. Hay edición en español: Georges Charbonnier, Arte, lenguaje,


etnología: entrevistas de Georges Charbonnier con Claude Lévi-Strauss,
México, Siglo XXI, 19754. Traducción de Francisco González Arambu-
ru.
5 Oswald Spengler, Le Déclin de l’Occident, París, Gallimard, 1964,

2 vol., I, pág. 167. La cursiva es mía. Hay edición en español: Oswald Spen-
gler, La decadencia de Occidente: bosquejo de una morfología de la his-
toria universal, Espasa-Calpe, Madrid, 1998, 2 vol. Traductor: Manuel
García Morente.
6 Carl Gustav Jung, Problèmes de l’art moderne, Ginebra, Buchet-Chas-

tel, 1960, pág. 122. Cursivas del autor.


7 Serge Moscovici, Essai sur l’histoire humaine de la nature. París, Flam-

marion, 1968, y François Dagognet, Une épistémologie de l’espace con-


cret, París, Vrin, 1977.

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breve tratado del paisaje

hay que volver a trazar su historia estética8. La idea de una


moda de la naturaleza sorprenderá únicamente a aquellos que
se obstinan en creer que, regida por leyes estables, la natu-
raleza es en sí misma un objeto inmutable, sin embargo, la
historia y la etnología nos muestran con toda evidencia que
la mirada humana es el lugar y el medium de una metamor-
fosis incesante: «¿Acaso esta indefinible ‘naturaleza’ no se
modifica perpetuamente, no es diferente en el salón de 1890
y en los salones de hace treinta años, y no hay una ‘natura-
leza’ de moda —fantasía cambiante como los vestidos y los
sombreros?9»
Esta pregunta no es una salida de tono, no más que el famo-
so aforismo, en forma de paradoja, que Oscar Wilde propuso,
en ese mismo año 1890, a sus lectores, llevando a cabo lo
que yo no dudo en denominar la revolución copernicana de
la estética: «La vida imita al arte mucho más de lo que el arte
imita a la vida. [...] ¿A quién sino a los impresionistas debe-
mos esas admirables neblinas leonadas que se deslizan en nues-
tras calles, difuminan las farolas de gas y transforman las casas
en sombras monstruosas? ¿A quién sino también a ellos y a
su maestro [Turner, añadido por mí], debemos las exquisi-
tas brumas de plata que se recrean en nuestras riberas y
mudan en débiles siluetas de gracia evanescente los puentes
incurvados y las barcas bamboleantes? El prodigioso cam-
bio que se ha producido en los últimos diez años en el clima
de Londres se debe por entero a esta escuela de arte. ¿Les hace
gracia? Consideren los hechos desde el punto de vista cien-
tífico o metafísico y estarán de acuerdo en que tengo razón.
¿Qué es, en efecto, la naturaleza? No es una madre fecunda

8 Robert Lenoble, Historie de l’idée de nature, París, Albin Michel, 1969.

Estudio limitado al campo literario.


9 Maurice Denis, Théories, París, Hermann, 1964, pág. 35.

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naturaleza y cultura. la doble artealización

que nos ha dado la vida, sino más bien una creación de nues-
tro cerebro: es nuestra inteligencia lo que le da la vida a la
naturaleza. Las cosas son porque nosotros las vemos, y la recep-
tividad así como la forma de nuestra visión dependen de las
artes que han influido en nosotros. Actualmente, la gente ve
la neblina no porque haya neblina, sino porque los pintores
y los poetas les han enseñado el encanto misterioso de tales
efectos. Sin duda, en Londres hay neblina desde hace siglos.
Es infinitamente probable pero nadie la veía, por lo que no
sabemos de su existencia. No existió mientras el arte no la
inventó [...] Esta luz blanca trepidante que ahora vemos en
Francia, con sus singulares manchas malvas y sus móviles som-
bras violetas, es la última fantasía del arte, que la naturale-
za, hay que reconocerlo, reproduce de maravilla. Donde
antes componía corots y dauvignys, ahora nos ofrece adora-
bles monets y encantadores pissarros»10.
El narrador proustiano no dice nada distinto cuando
expone a Albertina su concepción del artista oculista: «La gente
con clase nos dice ahora que Renoir es un gran pintor del
siglo xviii. Pero cuando lo dicen, se olvidan del Tiempo y de
que ha hecho falta mucho, incluso en pleno xix, para que
Renoir fuera saludado como gran artista. Para conseguir ser
reconocido así, el pintor original, el artista original actúa como
hacen los oculistas. El tratamiento a través de su pintura, a tra-
vés de su prosa, no siempre es agradable. Cuando ha termi-
nado, el cirujano dice: ahora mire. Y he aquí que el mundo
(que no ha sido creado una sola vez, sino cada vez que ha
aparecido un artista original) se nos presenta totalmente
diferente al antiguo, pero perfectamente claro. Mujeres que

10 Oscar Wilde, Le Déclin du mensonge, en Oeuvres, París, Strock,


1977, 2 vol. Vol I, págs. 307-308. Hay edición en español: Oscar Wilde,
La decadencia de la mentira, Siruela, Madrid, 2004. Traductora: María
Luisa Balseiro.

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breve tratado del paisaje

pasean por la calle, diferentes de las de otra época, porque


son renoirs, esos reonoirs en los que antes nos negábamos a
ver mujeres. También los coches son renoirs, y el agua y el
cielo: nos apetece pasear por un bosque igual que ese que,
el primer día, nos parecía cualquier cosa excepto un bosque,
y, por ejemplo, un tapiz con todos los matices pero en el que
faltaban precisamente los matices propios de los bosques. Así
es el nuevo y perecedero universo que acaba de ser creado.
Durará hasta la próxima catástrofe geológica desencadena-
da por un nuevo pintor o un nuevo escritor originales»11.
¿Se podría objetar que se trata de una estética elitista, que
supone una cultura reservada a algunos aficionados (la gente
con clase) lo bastante ricos y ociosos como para frecuentar
las galerías de arte? No lo creo. Nuestra mirada, aunque la
creamos pobre, es rica y está saturada de una profusión de
modelos, latentes, arraigados y, por tanto, insospechados: pic-
tóricos, literarios, cinematográficos, televisivos, publicita-
rios, etc., que actúan en silencio para, en cada momento, mode-
lar nuestra experiencia, perceptiva o no. Por nuestra parte,
nosotros somos un montaje artístico y nos quedaríamos estu-
pefactos si se nos revelara todo lo que, en nosotros, procede
del arte. Lo mismo sucede con el paisaje, uno de los lugares
privilegiados donde se puede verificar y medir este poder
estético. Éste es el objeto de este libro.

11 Marcel Proust, Du Côté de Guermantes, en À la recherche du temps

perdu, París, Gallimard, «Bibl. de la Pléiade» 1953, 3 vol., II, pág. 327.
Hay edición en español: Marcel Proust, La parte de Guermantes (En
busca del tiempo perdido), Barcelona, Lumen, 2002. Traductor: Carlos
Manzano.

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naturaleza y cultura. la doble artealización

La doble artealización

No obstante, conviene distinguir dos modalidades de la


operación artística, dos formas de intervenir en el objeto
natural o, como me gusta decir a mí, retomando una pala-
bra de Charles Lalo12, que él mismo debía a Montaigne13,
de artealizar la naturaleza. La primera es directa, in situ; la
segunda, indirecta, in visu, por mediación de la mirada.
Emplearé aquí una analogía a la que recurro a partir de Nus
et Paysages14. Si tomamos como ejemplo el cuerpo femeni-
no, para el arte hay, efectivamente, dos formas de convertir
una desnudez, que en sí misma es neutra, en objeto estético:
lo que los caduveo de Lévi-Strauss llaman con desprecio ‘el

12 Charles Lalo, Introduction à l’esthétique, París, Armand Colin,


1912, pág. 131. «La naturaleza, sin la humanidad, no es ni bella ni fea.
Es anestética» (pág. 133) «la belleza de la naturaleza se nos presenta
espontáneamente a través de un arte que le es extraño» (pág. 128). Sin
duda, no es casual que ese mismo año de 1912 fuera expuesta una tesis
vecina por Benedetto Croce, en su Bréviaire d’Esthétique, y por Georg Sim-
mel en su Philosophie du paysage. Hay edición en español: Georg Sim-
mel, «Filosofía del paisaje», en El individuo y la libertad. Ensayos de crí-
tica de la cultura, Barcelona, Península, 1986, págs. 175-186. La idea de
una naturaleza estetizada por la mirada del artista no es, por otra parte,
en absoluto nueva. Haller, Voltaire, Diderot, el abad Delille ya la habían
sugerido. Hay edición en español: Benedetto Croce, Breviario de Estéti-
ca, Barcelona, Planeta-De Agostini.
13 Montaigne, Essais, III, 5, «Sur des vers de Virgile», donde aparece,

en un contexto distinto, la expresión «naturaleza artealizada». Hay edi-


ción en español: Montaigne, Ensayos, Madrid, Cátedra, 1987, 3 vols.
14 Alain Roger, Nus et Paysages. Essai sur la fontion de l’art, París,

Aubier, 1978, 20012.

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breve tratado del paisaje

individuo estúpido’. Una consiste en inscribir en la sustan-


cia corporal el código estético, in vivo, in situ, y se trata de
todas esas técnicas, consideradas arcaicas, bien conocidas por
los etnólogos: pinturas faciales, tatuajes, escarificaciones,
que pretenden transformar a la mujer en obra de arte ambu-
lante, a veces veteada, cincelada, esculpida, según que el afo-
rismo del arte se aplique, se imprima, se incruste o se incar-
ne. Lo mismo sucede con nuestro maquillaje, del que ya
decía Baudelaire que «acerca inmediatamente el ser huma-
no a la estatua», barniz sobre la naturaleza, sobrenatural. El
segundo procedimiento es más económico, pero más sofisti-
cado. Consiste en elaborar modelos autónomos: pictóricos,
escultóricos, fotográficos, etc., que se incluyen bajo el con-
cepto genérico de Desnudo, por oposición a desnudez. Pero
en adelante se requiere un intermediario, el de la mirada, que
debe impregnarse de estos modelos culturales para arteali-
zar a distancia y, literalmente, embellecer por medio del acto
perceptivo la que Musil llamaba ‘la delgada bestia blanca’.
Lo mismo sucede con la naturaleza, en el sentido corrien-
te del término. A semejanza de la desnudez femenina, que sólo
se juzga bella a través del Desnudo, variable según las cultu-
ras, un lugar natural sólo se percibe estéticamente a través
del Paisaje, que, así pues, realiza en este ámbito la función
de artealización. A la dualidad Desnudez Desnudo propon-
go que se asocie su homólogo conceptual, la dualidad País
Paisaje, que tomo, entre otros, de uno de los grandes jardi-
neros de la historia, René-Louis de Girardin, el creador de
Ermenonville: «Recorriendo largos caminos e incluso en los
cuadros de artistas mediocres, sólo se ve país; pero un pai-
saje, una escena poética, es una situación elegida o creada por
el gusto y el sentimiento»15. Hay país, pero también hay pai-

15
René-Louis de Girardin, De la composition des paysages, Seyssel,
Champ Vallon, 1992, pág. 55. Cursiva del autor.

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naturaleza y cultura. la doble artealización

sajes, como hay desnudez y desnudos. La naturaleza es inde-


terminada y sólo el arte la determina: un país no se convier-
te en paisaje más que bajo la condición de un paisaje, y esto,
de acuerdo con las dos modalidades, móvil (in visu) y adhe-
rente (in situ), de la artealización. Esta diferenciación léxica
reciente (no se remonta más allá del siglo xv) se encuentra
en la mayoría de las lenguas occidentales: land-landscape en
inglés, Land-Landschaft en alemán, landschap en neerlandés,
ladskap en sueco, landkal en danés, [pays-paysage en fran-
cés], país-paisaje en español, paese-paesaggio en italiano,
pero también en griego moderno topos-topio, y también, pare-
ce ser, aunque sin radical común, en árabe, bilad-mandar. El
país es, en cierto modo, el grado cero del paisaje, lo que pre-
cede a su artealización, tanto si ésta es directa (in situ) o indi-
recta (in visu). Así nos lo enseña la historia, pero nuestros
paisajes se nos han vuelto tan familiares, tan ‘naturales’, que
nos hemos habituado a creer que su belleza es evidente; y es
a ellos, a los artistas, a los que corresponde recordarnos esta
verdad primera, pero olvidada: que un país no es, sin más,
un paisaje y que, entre el uno y el otro, está toda la elabora-
ción del arte.
Ésta es, pues, la ‘doble articulación’ País Paisaje, in situ/in
visu, que querría poner a prueba a lo largo de todo este ensa-
yo, la hipótesis heurística que me servirá de hilo conductor.
A falta de modelos y de palabras para decirlo, el país se
queda en la indiferencia estética o, como mucho, en la apro-
ximación ligüística cuando la emoción, sometida ella misma
a las condiciones culturales, empieza a balbucear. Nos lo
confirma de manera divertida la invención de la Beauce por
Gargantúa: «Así alegremente hicieron su camino, y siempre
con grandes comilonas hasta que pasaron Orleans. En aquel
lugar había un bosque muy grande de treinta y cinco leguas
de largo y diecisiete de ancho, más o menos. Este bosque era
horriblemente fértil y abundante en moscas bovinas y abe-
jones, de suerte que era un verdadero saqueo para los pobres

23
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breve tratado del paisaje

asnos, yeguas y caballos. Pero la yegua de Gargantúa vengó


honorablemente todos los ultrajes que se perpetraron en las
bestias de su especie con una jugada que no se esperaban. Pues,
en cuanto entraron en dicho bosque y los asaltaron los abe-
jones, ella desenvainó la cola y, escaramuceando, los desmos-
có tan bien que abatió todo el arbolado. A tontas y a locas,
por aquí y por acá, por allí y por allá, por encima y por deba-
jo, abatía los árboles como un segador hace con las hierbas,
de suerte que después ya no había ni árboles ni abejones, sino
que toda la región fue reducida a campo. Viendo esto, Gar-
gantúa se regocijó mucho pero sin vanagloriarse y dijo a los
suyos: ‘Encuentro bello esto’*, por lo que desde entonces, a
este país se lo llamó la Beauce»16.
Es evidente que Rabelais, en 1534, no parece que dispon-
ga del término ‘paisaje’, cuya primera mención oficial figu-
ra en el diccionario latín/francés de Robert-Estienne (1549),
aunque se han podido señalar algunas ocurrencias anterio-
res, siempre en el sentido de ‘cuadro que representa un país’
(Molinet, 1493), sin duda sobre el modelo del neerlandés lands-
chap17 atestiguado en el neerlandés medieval, pero con la acep-

* En francés, la expresión es: «Je trouve beau ce». [N. de la T.].


16 Rabelais, Gargantua, XVI. Hay edición en español: F. Rabelais, Gar-

gantua, Madrid, Akal, 2004. Traductor: Juan Barja.


17 No es ésta la opinión de Jean-Pierre Le Dantec en la notable anto-

logía que acaba de publicar: «La palabra paisaje, cuya construcción a par-
tir de la palabra país servirá de modelo a todas las lenguas europeas, apa-
reció por primera vez en francés: en 1493 exactamente, según el Diccionaire
étymologique et historique du français de J. Dubois, H. Mitterand y
A. Dauzat, que atribuye esta innovación a un poeta originario de Valen-
ciennes (así pues, de Flandes): Jean Molinet (muerto en 1507), que lo uti-
liza para designar un «cuadro que representa un país» (Jardins et paysa-
ges, París, Larousse, 1996, pág. 93). Yo me inclino a creer que el «flamenco»
Molinet no hizo más que traducir el landschap neerlandés y me adhiero

24
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naturaleza y cultura. la doble artealización

ción no estética de una delimitación territorial (parece ser que


lo mismo sucede con Landschaft, en alemán), y ‘reinventa-
do’ a finales del siglo xv para designar un cuadro. En cual-
quier caso, Gargantúa inventa preciosamente la ‘Beauce’
para designar sólo el paisaje, por otra parte reciente (véase
más adelante), que aprecia el hombre occidental, un país
roturado, domesticado, un país apacible, un país amable, es
decir, un paisaje... Pero la palabra tarda en imponerse. Mon-
taigne, algunos decenios más tarde, ya dispondrá de ella.

El genio del lugar

«Hay lugares que sacan al alma de su letargo, lugares


envueltos, bañados de misterios, elegidos desde toda la eter-
nidad para ser la residencia de la emoción religiosa. La estre-
cha pradera de Lourdes, entre un roquedal y su rápido torren-
te; la playa melancólica desde donde las Saintes-Maries nos
orientan hacia la Sainte-Baume; la abrupta roca de Sainte-
Victoire bañada de horror dantesco cuando se llega a ella por
el vallejuelo de sangrantes tierras; el heroico Vézelay, en Bor-
goña; el Puy de Dôme. [...] Y, no lo dudemos, en el mundo
hay infinidad de puntos espirituales que todavía no se han
revelado, parecidos a esta almas ocultas cuya grandeza nadie

a la opinión de Jeanne Martinet: «Por tanto, todo hace pensar que la pala-
bra francesa, si no se ha forjado a partir del modelo neerlandés landschap,
al menos sí se ha adoptado como su calco o equivalente. La idea de pai-
saje en sí misma podría habernos sido propuesta por la visión de los pin-
tores, y el interés habría llevado finalmente de la representación al mode-
lo» («Le paysage: signifiant et signifiée», dans Lire le paysage, lire les
paysages, Université de Saint Etienne, 1984, pág. 64). Por lo demás, como
lo señala el propio J.-P. Le Dantec, nuestro desacuerdo no es más que una
cuestión «de detalle» (ob. cit., pág. 606).

25
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breve tratado del paisaje

ha reconocido. ¡Cuántas veces, por el azar de una feliz y pro-


funda jornada, no hemos encontrado la linde de un bosque,
una cima, un manantial, una simple pradera, que nos obli-
gaban a mandar callar nuestros pensamientos y a escuchar
hasta lo más profundo de nuestro corazón! ¡Silencio! los
dioses están aquí»18.
«¿De dónde viene el poder de estos lugares?», se pregunta
enseguida Barrès. ¿Quiénes son esos dioses misteriosos o, para
descender un grado en la jerarquía religiosa, quiénes son los genios
silenciosos de esos lugares? Como yo me siento poco inclina-
do a la mística encantadora de Barrès, adelantaré más bien una
hipótesis profana: esos buenos genios no son ni naturales ni
sobrenaturales, sino culturales. Si frecuentan esos lugares es
porque habitan en nuestra mirada y, si habitan en nuestra
mirada, es porque nos vienen del arte. El espíritu que respira
aquí e ‘inspira’ estos sitios no es otro que el del arte, que, por
medio de nuestra mirada, artealiza el país en paisaje19.
Volvamos a los ejemplos de Barrès, el de la Sainte-Victoi-
re en particular. Estamos en 1912. Cezánne ha muerto en 1906
y, desde entonces, su fama no ha hecho más que crecer.
¿Conocía Barrès su obra? Podemos dudarlo, porque esta
‘roca’ está, para él, «bañada por completo en horror dantes-
co», mientras que nosotros ya vemos la Sainte-Victoire con
los ojos, no de Dante, sino de Cézanne. Como escribe Char-
les Lapicque: «La colina de Montmartre se parece a Utrillo,
el puerto de Rouen a Marquet, la campiña de Aix en Pro-
vence a Cézanne. Qué digo yo parecerse: la montaña de la

18
Maurice Barrès, La Colline inspirée, principio del primer capítulo:
«Hay lugares en los que respira el espíritu.»
19 Me uno, pues, al punto de vista de Agustin Berque: «En sí mismo,

el genio del lugar no existe» (Être humains sur la terre, París, Gallimard,
«Le Debat», 1996, pág. 187).

26
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naturaleza y cultura. la doble artealización

Sainte Victoire acaba por no ser más que un Cézanne20. Por


otra parte, Cézanne era perfectamente consciente de que, para
sus contemporáneos, empezando por los campesinos de Pro-
vence, ningún ‘espíritu’ respiraba en la Sainte-Victoire, nada
de una ‘montaña inspirada’, puesto que, como escribe a su
amigo Gasquet, ¡ellos ni siquiera la ‘veían’! «Con los cam-
pesinos, fíjate, a veces he dudado de que sepan lo que es un
paisaje, un árbol. Sí, esto os parece extraño. A veces, he
dado paseos. He acompañado detrás de su carreta a un gran-
jero que iba a vender patatas al mercado. Nunca había visto,
lo que nosotros llamamos visto, con el cerebro, en conjunto
nunca había visto la Sainte-Victoire».
Y con razón: precisamente le debemos al genio de Cézan-
ne la Sainte-Victoire, su ‘inspiración’, su artealización de
país en paisaje. En la autopista A8, que atraviesa el macizo,
nos conminan, por medio de carteles, a admirar la Sainte-Vic-
toire y los ‘Paisajes de Cézanne’, nos hablan del genio del lugar,
como si, sin esta referencia, el paisaje corriera el riesgo de
volver a caer en la indiferencia —nulidad del país, lugar sin
genio—. Otro signo revelador: la Sainte-Victoire, no hace
mucho devastada por un incendio, será restaurada ‘a la
Cézanne’, como un cuadro, tal como, en definitiva, la cam-
bió Cézanne en sí misma... De una artealización (in visu) a
la otra (in situ).
Esta restauración, donde el genio del arte infunde respe-
to a la naturaleza ciega, me recuerda una anécdota graciosa
y reveladora a la vez. Se refiere al monte Fuji, ‘montaña ins-
pirada’ para los ojos de los japoneses y tema obligado para
todos los pintores, incluso los abstractos. No creo que haya
otro lugar en el mundo que haya sido objeto de tal devoción
estética ni de tantas representaciones codificadas, pues exis-

20 Charles Lapicque, Essais sur l’espace, l’art et la destinée, París,


Grasset, 1958, pág. 135.

27
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breve tratado del paisaje

te una verdadera cartografía de los puntos de vista, que todo


artista y todo aficionado se obliga a respetar. Pues bien, hace
unos años, me encontraba en Tokyo con ocasión de un colo-
quio sobre el paisaje. Pronuncio mi comunicación y, cuál no
es mi estupor cuando oigo, en traducción simultánea, la si-
guiente desconcertante pregunta: «Honorable colega, nos
gustaría conocer su opinión sobre el destino del Fuji. Está enfer-
mo, se fisura, se desmorona. ¿Hay que dejar actuar a la natu-
raleza o debemos intervenir nosotros? La tecnología nos lo
permite. ¿Qué piensa usted? Lo que yo pienso... El monte Fuji...
3.800 metros... Me pregunto si se trata de una broma japo-
nesa y miro a mi alrededor, no, los asistentes tienen aspecto
de lo más serio...
Entonces, durante cinco minutos, quizá más, exalto el
Fuji, esta obra de arte, obra de arte ancestral, creación de
Hokusaï y de generaciones de pintores, eminentes y oscuros,
pero eso qué más da, puesto que todos participamos de esta
gloria del Fuji y puesto que ¡el Fuji son ellos! No me olvido
de los poetas, los haikus, paisajes concisos, modelos reduci-
dos a unas pocas palabras, no me olvido de los novelistas,
no, el Fuji no es ya un ser natural, sino la creación milena-
ria de esos miles de genios de la cultura japonesa; veo que se
esboza una sonrisa en el rostro de los asistentes, sí, el Fuji es
un monumento que hay que salvaguardar y, por tanto, res-
taurar, del mismo modo que Versalles o Venecia, sería un cri-
men contra el espíritu sacrificarlo a la erosión natural, aban-
donarlo a esta naturaleza, estúpida y taciturna, desde el
momento en el que el aliento del arte dejara de inspirarlo...
Hice más para convencer a mis auditores de lo bien funda-
do de la artealización en los cinco minutos de esta arenga
improvisada que en una hora de comunicación.
El genio del lugar depende, en lo esencial, de la artealiza-
ción in visu, que insufla su aliento, inspira su espíritu. Cruzo
tarareando los puentes de Avignon («on y danse, on y
danse...»), melancólicamente el puente Mirabeau, con Apo-

28
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naturaleza y cultura. la doble artealización

llinaire («Sous le pont Mirabeau coule la Seine / Et nos


amour, faut-il qu’il m’en souvienne [Bajo el puente Mirabe-
au fluye el Sena / Y nuestros amores, es necesario que me los
recuerde...]») y de nuevo alegremente el puente des Arts, en
compañía de Brassens («Si par hasard / Sur l’pont des Arts,
[Si por azar / En el puente des Arts...]»). Tengo un amigo que
sólo quiere ver Clermont bajo la nieve, porque la descubrió
a través de la película de Rohmer Mi noche con Maud y ya
no la entre-vé, en el sentido literal, más que a través de ella,
lo que demuestra que el genio del lugar puede ser despótico
y excluir, abusivamente, a los otros pretendientes. La Solog-
ne de mi infancia fue, en primer lugar, El gran Meaulnes de
Alain-Fournier, después Raboliot, de Maurice Genevoix,
genios gemelos de mi mirada. El Livradoix es Gaspard des
montagnes, de Henri Pourrat. Así nos lo indican, otra vez por
medio de carteles, en la carretera de Ambert; y Les Copains
de Jules Romains no están lejos... Doble felicidad: la de la
lectura en primer lugar, la de la aventura después, cuando,
yendo por los caminos siguiendo las huellas de Gaspard, se
siente pasar el soplo del espíritu.
El propio Barrès nos da hermosos ejemplos de esta ‘ins-
piración’ por artealización que, sin contradecir su propia
tesis, permite iluminarla con una luz profana. La Colline ins-
pirée, la de Sion, en Lorena, ¿no es para muchos obra suya?
¿no es su espíritu el que respira allí? Aiguesmortes y su torre
de Constance también inspiraron a Barrès una hermosa nove-
la, Le Jardin de Bérénice, que, por su parte, —por supuesto
para quien haya leído este libro— inspira a este lugar un genio
poético que tiñe de melancolía el poder histórico de la vieja
ciudad medieval.

29
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breve tratado del paisaje

País, paisanos, paisajes*

«Louis, ¿cómo dices: es bello, este paisaje? Me mira y com-


prendo que le planteo un problema difícil. Tras un largo silen-
cio, por fin declara: ‘se dice, es un buen país.’ Acabo de com-
prender: la palabra paisaje no existe en occitano (de hecho, no
aparece en la lengua francesa hasta finales del siglo xvi). La
incomprensión de partida no se debía sólo a la habitual difi-
cultad de la lengua, sino a la incomprensión del propio con-
cepto de paisaje. El paisaje, para él, para la gente, es el país»21.
Es un buen país: respuesta sorprendente y, en su coheren-
cia, muy significativa, puesto que, por dos veces en cuatro
palabras —bueno en lugar de bello y país en lugar de paisa-
je— elimina el punto de vista estético. El campesino de Cueco
no es, en absoluto, algo excepcional. Michel Conan señala-
ba no hace mucho, con ocasión de un coloquio en Lyon, que,
según una encuesta efectuada en Finisterre, la idea de paisa-
je parece escapársele a los campesinos, que, más cercanos que
cualquier otra persona al país, estarían tanto más alejados
del paisaje22. Por eso no puedo suscribir las palabras de
Michel Corajoud cuando menciona «una obligada conniven-
cia entre paisaje y campesino»23; a menos que admita, como

* Cuando en esta obra utilizo el término paisano, lo hago con su sig-


nificado de «persona que vive y trabaja en el campo» (DRAE). Dado que
esta acepción está ya prácticamente en desuso, lo he sustituido, siempre
que su uso no fuera indispensable, por «campesino». [N. de la T.].
21 Henri Cueco, «Approches du concept de paysage», Milieux, 7/8, 1982,

reeditado en La Théorie du paysage en France, 1974-1994, Seyssel, Champ


Vallon, 1995, págs. 168-169.
22 Michel Conan, en Mort du paysage?, Seyssel, Champ Vallon, 1982,

pág. 186.
23 Michel Corajoud, «Le paysage, c’est l’endroit où le ciel et la terre

30
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naturaleza y cultura. la doble artealización

invita el contexto, que se trata de una complicidad laborio-


sa, con la mediación de la herramienta, pero, entonces, ya
no deberíamos hablar de ‘paisaje’. Cueco lo expresa muy bien:
«El paisaje no existe, tenemos que inventarlo.» Y podríamos
multiplicar los testimonios. Kant: «Lo que, preparados por
la cultura, llamamos sublime, se presenta al hombre rudo,
sin educación moral, simplemente como pavoroso. [...] Así,
el buen campesino saboyano (del que habla Saussure), que
no carecía de buen sentido, trataba de locos a todos los
amantes de las montañas de hielo, sin dudarlo»24.
Este ‘buen campesino’ nos recuerda al viejo pastor que
intenta disuadir a Petrarca y a su hermano de continuar con
su famosa ascensión del Ventoux (1336): «En la hondona-
da de la montaña, nos encontramos con un pastor de remo-
ta edad que, tras buen número de discursos, se esforzaba en
disuadirnos de nuestra ascensión. Cincuenta años antes,
decía, el mismo ardor juvenil le había llevado a escalar el pico
culminante y sólo había obtenido arrepentimiento y fatiga.»
Wilde lo resume en unas cuantas sabrosas palabras: «Donde
el hombre cultivado capta un efecto, el hombre inculto atra-
pa un constipado»25. Y Cézanne, ya citado, que duda de que
los campesinos provenzales «sepan lo que es un paisaje».
Varias encuestas recientes confirman todo esto, aunque con-
venga matizar sus conclusiones en la medida en que los ‘rura-
les’ de hoy no podrían asimilarse al pastor de Petrarca ni tam-
poco al buen saboyano de Horace Benedict de Saussure o a

se touchen», en Mort du paysage?, ob. cit., reeditado en La Téorie du pay-


sage en France, 1974-1994, ob. cit., pág. 147.
24 Emmanuel Kant, Critique de la faculté de juger, París, Vrin, 1974,

§ 29. Immanuel Kant, Crítica del juicio, Pozuelo de Alarcón, Espasa


Calpe, 200510. Traductor: Manuel García Morente.
25 O. Wilde, Le Declin du mensonge, ob. cit., pág. 307, traducción modi-

ficada.

31
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breve tratado del paisaje

los campesinos de Cézanne, puesto que ellos ya disfrutan, a


semejanza de los habitantes de la ciudad, de una cultura
masivamente difundida por los medios de comunicación. No
por ello se deja de apreciar una carencia estética real en la
percepción de su propio país, que sigue siendo, en lo esen-
cial, el lugar de la labor y de la rentabilidad, como testimo-
nian la investigación que lleva a cabo Martin de la Soudière
con los campesinos de la Margeride: «El paisaje es el aspec-
to de los lugares, es el vistazo, es una distancia que se adop-
ta con respecto a la visión cotidiana del espacio. Para estos
agricultores, el entorno raramente es ‘paisaje’, pues lo más
a menudo, el trabajo agrícola es incompatible con esta dis-
ponibilidad de tiempo y de espíritu. De hecho, el término pai-
saje es casi siempre inadecuado para ellos. [...] El registro esté-
tico parece estar fagocitado por el utilitarismo, lo bello
definido por lo útil. La mayoría de las respuestas recogidas
van en el mismo sentido. Otro indicio que ha experimenta-
do cualquier buscador de terrenos: el quid pro quo respecto
al sentido de la propia palabra bello. Yo: ‘Es bello este prado’.
El hijo de Fage: ‘Sí, produce mil gavillas [de heno]’»26.
La percepción de un paisaje, esa invención de los habitan-
tes de las ciudades, como veremos en breve, supone a la vez
distanciamiento y cultura, una especie de recultura, en defi-
nitiva. Esto no significa que el campesino esté desprovisto de
toda relación con su país y que no sienta ningún vínculo por
su tierra, muy al contrario; pero este vínculo es tanto más
poderoso porque es más simbiótico. Le falta, por tanto, esa
dimensión estética que se mide, parece ser, con la distancia
de la mirada, indispensable para la percepción y la delecta-
ción paisajísticas. El paisano es el hombre del país, no el del

26
Martin de la Soudière, «Regards sur un terroir et ailleurs. Le pay-
sage sage à l’ombre des terroirs», Paysage et aménagement, septiembre 1985,
págs. 21 y 23.

32
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naturaleza y cultura. la doble artealización

paisaje, y quizá habría que oponer, con la requerida pruden-


cia, al paisano el paisajano, es decir, el hombre de la ciudad
y, probablemente, ese mismo paisano cuando visita otro país
diferente al suyo y adopta, para la ocasión, con mayor o menor
dificultad, la mirada ociosa del turista.
«Los campesinos siguen siendo, todavía hoy, la única
clase social que no manifiesta ningún entusiasmo por las
bellezas naturales»27; habría que precisar que estas bellezas
no son nunca ‘naturales’, si no los campesinos las percibirían
y ‘se entusiasmarían’ como lo hacen los habitantes de la ciu-
dad. Esto mismo es un argumento determinante a favor de
la hipótesis culturalista, que encuentra ‘sobre el terreno’ la
oportunidad de una contraprueba decisiva. Armand Frémon
nos ofrece un nuevo testimonio con los campesinos norman-
dos: «Los agricultores apenas mencionan los paisajes. Esta
actitud parece profundamente significativa. Se habla muy
poco de la vida cotidiana, sobre todo cuando se es norman-
do. Los valores que se le conceden a los lugares son los del
trabajo, de la tierra y de la familia, eventualmente los del pro-
greso agrícola y los del empleo. Frente a estas realidades de
todos los días, el ‘paisaje’ mencionado por los urbanos, los
extraños, se considera, en el peor de los casos, amenazador
y alienante, en el mejor de ellos, irrisorio»28.
Un dibujo muy divertido de Pierre Samson nos dice lo
mismo de otra manera. Se ve a dos campesinos, Ange y Luce

27 Kenneth Clark, L’Art du paysage, París, Gérard Monfort, 1994,


pág. 9. Hay edición en español: Kenneth Clark, El arte del paisaje, Bar-
celona, Seix Barral, 1971.
28 Armand Frémont, «Les profondeurs des paysages géographiques.

Autour d’Ecouves, dans le Parc régional Normandie-Maine», L’Espace géo-


graphique, 2, 1974, reeditado en La Théorie du paysage en France, ob.
cit., pág. 34.

33
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breve tratado del paisaje

Millet, en la postura obligada del famoso Angelus, inter-


cambiando estos reveladores comentarios. Ange: «Lo que pasa
es que nos falta distanciamiento. Pero siento que estamos junto
a un verdadero filón turístico.» Luce: «No lo veo, Ange.» Ange:
«Lo presiento, Luce»29. Sophie Bonin, que ha estudiado las
aplicaciones del famoso artículo 19 de la Política agrícola
común (1985), señala con razón la imprecisión y la indeci-
sión del legislador cuando se trata de distinguir los valores
ecológicos (del medio ambiente) y estéticos (paisajísticos), mien-
tras que esta distinción es esencial (véase más adelante) si se
quiere instar a los agricultores a salvaguardar su marco tra-
dicional, «las zonas sensibles desde el punto de vista del
medio ambiente», es decir, «las zonas que revisten sobre
todo un interés reconocido desde el punto de vista de la eco-
logía y del paisaje». Sophie Bonin denuncia con razón el
carácter ‘impreciso’ de una disposición como ésta: «El pai-
saje se presenta como el pescado que se ahoga. [...] Pero
como las medidas del artículo 19 intentan, sobre todo, inte-
resar a los agricultores, se llega a orientar el proyecto ‘pai-
sajístico’ hacia una gestión mínima, un ‘mantenimiento’, que
es, de hecho, el mantenimiento del espacio dentro de una cier-
ta ‘limpieza’: un paisajismo de acondicionamiento activo, efi-
caz, en estas condiciones, con estos instrumentos, no puede
tener éxito.» Y Sophie Bonin, por su parte, señala —y su estu-
dio tiene el mérito de transcribir y de verificar en la práctica
más concreta y más actual la hipótesis teórica que yo pro-
pongo— el carácter utilitario, de rentabilidad inmediata, de
la visión campesina: «Lo visual es, efectivamente, algo muy
importante para los agricultores. Pero no se trata de lo visual
cartográfico o fotográfico, sino más bien de los signos, apli-
cados a los elementos que tienen sentido a nivel agrícola

29
Pierre Samson, en CIVAM, Le Tourisme du pays, AIDR, diciembre
de 1994.

34
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naturaleza y cultura. la doble artealización

(funcional, en particular). Un agricultor no se pasea por el


campo (o rara vez): su aprehensión más habitual es la ‘vuel-
ta del propietario’, en la que su atención se centra, en primer
lugar, en los límites de la parcela o en los de sus tierras y las
de los vecinos, y en los ‘sucesos’ visuales que tienen sentido
para la práctica agrícola. [...] He podido comprobar cuál es
frecuentemente la reacción en términos de medio ambiente
y contaminación cuando a los agricultores se les habla de pai-
saje, en particular en las zonas poco turísticas. La palabra
paisaje evoca en ese caso la presión exterior que se ejerce sobre
los agricultores en este ámbito de las normas (para los edifi-
cios, las condiciones de la cría ganadera, el empleo de pro-
ductos químicos).
No es en absoluto sorprendente, por tanto, que los ‘neo-
rurales’, de origen urbano, sean los que se muestren más favo-
rables a la aplicación activa y concertada del artículo 19. Dis-
ponen, efectivamente, «de un distanciamiento importante
con respecto a su profesión» y «con respecto a su espacio».
«He creído que el hecho de que ellos no hubieran pasado su
infancia en el medio agrícola podía jugar también a favor de
este distanciamiento» En todo caso, «ellos son los únicos que
me han hablado de ‘paisaje agrícola magnífico’»30. Verifica-
mos de nuevo que, cuando se trata de validar una hipótesis
teórica que el lector, espontáneamente naturalista en este
campo, se aventuraría a juzgar de temeraria, siempre es indis-
pensable, si no decisiva, una contraprueba concreta.

30 Sophie Bonin, «Agriculture, paysage, espace de montagne. Repré-


sentations et politiques de développement rural», Mémoire de DEA, Jar-
dins, paysages, territories, EHESS et École d’architecture de Paris-la-Villet-
te, 1995, págs. 65, 67, 78, 81, 82, 106, 108.

35
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2
del jardín al LAND ART

Antes de inventar paisajes por mediación de la pintura y


de la poesía, la humanidad creó jardines, que corresponden
a lo que Pauline Cocheris, cuando describe las técnicas del
tatuaje y de la escarificación, llamaba «los adornos primiti-
vos». Son ropajes, ornamentos y tormentos que el hombre
impone al país, gayándolo, tatuándolo, escarificándolo en pai-
saje, sintiendo, desde los comienzos, ese «soberbio placer de
forzar la naturaleza» del que habla Saint-Simon a propósito
de Versalles.

La necesidad de cercar y el modelo paradisíaco

Sin embargo, esta analogía no debe engañarnos: la volun-


tad de convertir en paisaje directamente el país se presenta,
a primera vista, como un equivalente del arte, o mejor dicho,
como un arte, de ningún modo arcaico; como testimonia la
presencia de los jardines suspendidos de Babilonia entre las
siete maravillas del mundo. El jardín se ofrece a la mirada
como un cuadro vivo, que contrasta con la naturaleza cir-
cundante. De ahí la necesidad de encerrarlo. «Por jardín se

37
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breve tratado del paisaje

entiende un recinto cerrado, separado, un espacio interior,


cultivado por el hombre para su propio dleite, más allá de cual-
quier utilidad inmediata. La etimología de jardín tiene una
raíz indoeuropea (ghorto) común a todas las lenguas del
grupo (cerramiento, cerca)»31. «La naturaleza, en conjunto,
es todavía el ámbito del desorden, del vacío y del miedo; con-
templarla lleva a mil pensamientos peligrosos. Pero, en este
espacio salvaje, se puede encerrar un jardín (man may enclo-
se a garden)»32, Se trata, al igual que en la actividad artísti-
ca, de delimitar un espacio sagrado, una especie de templum,
en cuyo interior se encuentra concentrado y exaltado todo
lo que, fuera del cercado, se difumina y se diluye, librado a
la entropía natural. El jardín, a semejanza del cuadro, se pre-
tende mónada, parte total, islote de quintaesencia y de delec-
tación, paraíso paradigmático. Pairidaeza, en antiguo persa,
significa un cercado, de pairi, ‘alrededor’ y daeza, ‘muralla’.
Paradeisos, testificado en Jenofonte, en la Anábasis, para desig-
nar un parque, un lugar plantado con árboles, donde se tie-
nen animales, será retomado en la Traducción de los Seten-
ta a propósito del Eden.
El texto del Génesis es revelador, si bien no hace mención
a un cerramiento33 —la prohibición de volver a él es conse-
cuencia de la ‘falta’—, señala, sin embargo, que el jardín es,
originalmente, un lugar ideal, una ‘plantación’ divina. «Yahvé

31 Antonella Pietrogrande, «Le jardin imaginé» en Paysage mediterra-

néen, Milán, Electa, 1992, pág. 74. Hay edición en español: Antonella Pie-
trogrande, «El jardín imaginado», en Paisaje mediterráneo, Milán, Elec-
ta, 1992.
32 K. Clark, L’Art du paysage, ob. cit., pág. 15.
33 Sin embargo, la necesidad de cercarlo es tan fuerte que Milton, en

El paraíso perdido (1674), que, en el libro IV, capítulo V, describe la intru-


sión de Satán en el jardín del Edén, menciona su «verde cerca» y «la mura-
lla verde del paraíso».

38
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del jardín al LAND ART

plantó un jardín en Edén, en oriente, y puso allí al hombre


que había modelado. Yahvé Dios hizo brotar del suelo toda
clase de árboles, que eran atrayentes para la vista y apetito-
sos para comer; el árbol de la vida en medio del jardín y el
árbol del conocimiento del bien y del mal. De Edén nacía un
río que regaba el jardín, y desde allí se dividía en cuatro bra-
zos.» Pisón, Guijón, Tigris y Eufrates, lo que permite locali-
zar este amplio oasis en Mesopotamia. La continuación es
enigmática: «Yavhé Dios tomó al hombre y lo puso en el jar-
dín de Edén, para que lo cultivara y lo cuidara» Podemos pre-
guntarnos, efectivamente, en qué consistía este ‘cultivo’, en
ausencia de aperos y al margen de cualquier trabajo (el
‘sudor’ es la sanción al ‘pecado’). En cualquier caso, este Edén
se presenta, en el origen, como un jardín de las delicias, lugar
de infinita felicidad, un Tiergarten (‘parque zoológico’), dirá
Hegel, estigmatizando ese «sombrío estado de inocencia sin
interés» del que Adán, gracias a Dios, se vio excluido por su
‘felix culpa’.
Esta imagen del oasis, la retoma el Corán de forma recu-
rrente: «Aquellos que hayan creído y practicado las obras pías,
Nosotros los haremos entrar en Jardines en los que fluirán
los arroyos; allí, inmortales por toda la eternidad, tendrán
esposas purificadas y Nosotros los haremos entrar en una densa
sombra» (sura IV). Y el Profeta, no sin crueldad, opone este
frescor paradisíaco (el oasis) al fuego infernal (el desierto) que
azota a los condenados: «Los Moradores del Fuego gritarán
a los Moradores del Jardín: «¡Derramad sobre nosotros algo
de agua y algo de lo que Alá os ha provisto!» (sura VII) En
vano. Sucede incluso que el Corán, más voluptuoso que la
Biblia, distingue los licores de estos cuatro ‘arroyos’: «Eh aquí
la representación del Jardín prometido a los Piadosos, en él
habrá arroyos de agua incorruptible, arroyos de leche de
gusto inalterable, arroyos de vino, delicia para los bebedo-
res, arroyos de clara miel» (sura XLVII). Canaán sólo pro-
metía miel y leche. La sura del Profeta anuncia un oasis afro-

39
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breve tratado del paisaje

disíaco, con huríes y efebos a voluntad para toda la eterni-


dad...
El jardín islámico, en su encierro, no es más que la répli-
ca, aquí abajo, del modelo coránico. «Tanto si el jardín está
asociado a un palacio o a una simple morada, es, en todo caso,
la antítesis del desierto, así como un espacio cerrado por altos
muros y lleno de vida. Representación en la tierra del Paraí-
so prometido por Alá, el agua —don escaso y precioso— reco-
gida en un pilón, marca la convergencia de caminos, trans-
cripción de los cuatro ríos del Edén. [...] El ryad, palacio-jardín
interior, expresión particular del Magreb, constituye un
remanso de sensualidad, de placer, y también de paz, una paz
tan buscada para olvidar las agresiones del mundo exte-
rior»34. Por otra parte, parece ser que el jardín islámico le
debe mucho al persa, que lo precedió históricamente. El
modelo del ferdows, elaborado a partir de la época de los Sasá-
nidas (224-651), instaura, en particular, la estructura del jar-
dín con cuatro partes, marcadas por una avenida o una línea
de agua, con un pabellón o un estanque en el punto de
encuentro de los dos ejes. Este arte de los jardines, cuyo ais-
lamiento y fertilidad (frutas, flores, frescor) son como la
negación de la sequedad y de la esterilidad exteriores, se
repite en el de las alfombras-jardín, a veces inmensas —la del
palacio de Khosrow (siglo vi) no medía menos de 140 metros
de largo por 27 de ancho—, accediendo así a la dignidad de
modelos casi autónomos, poniendo de relieve la artealización
in visu.
Este beneficioso cerramiento, que asegura el orden, la
abundancia y la delectación frente a la naturaleza austera,
hostil y entrópica, volvemos a encontrarlo en la tradición helé-

34 A. Audurier-Cros y A. Quiot, «Les jardins de l’Islam» en Paysage médi-

terranéen, ob. cit., pág. 100. Hay edición en español: A. Audurier-Cros y


A. Quiot, «Los jardines del islam», en Paisaje mediterráneo, ob. cit.

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nica. En el jardín de Alcinoo, en el canto VII de la Odisea:


«Y, más allá del patio, cerca de las puertas, había un gran
jardín de cuatro arpendes, rodeado por todos lados por un
cerco. Allí crecían grandes árboles que florecían y producían,
unos peras, otros granadas, bellas naranjas, dulces higos y
verdes aceitunas. Y jamás faltaban estos frutos y duraban todo
el invierno y todo el verano [...] Y había dos manantiales de
los que uno corría a través de todo el jardín, mientras que el
otro brotaba bajo el umbral del patio.»
Lo mismo ocurre en la tradición del jardín medieval o hor-
tus conclusus, sea este el ‘claustral’ o el ‘cortesano’, y cuya
simbología parece referirse, en su origen, al Cantar de los Can-
tares (según la interpretación que hace de la Sulamita una pre-
figuración de la Virgen): «jardín bien cerrado, fuente sella-
da». Hay bellas ilustraciones, profanas y tardías (siglo xv)
«Jardincito del Paraíso», del Maestro del Alto Rin, llamado
también «Maestro del jardín cercado» (Il. 1), Edén erótico
al abrigo de las murallas almenadas; «Maulgris y Oriande la
bella» (Il. 2) de Reinaldo de Montalbán; «Enamorados en un
jardín», en El Rustican de Pietro de Crescenzi; o también «El
Autor acogido por Naturaleza en el Vergel deseado», en el
Livre des échecs amoureux de Évrard de Conti. También a
la literatura le gusta mucho estos jardines cerrados y delicio-
sos. Bocaccio, al principio de la «Tercera Jornada» del Deca-
merón, se complace en describirnos un paraíso profano, con
su cerramiento, sus árboles frutales, sus flores, su verde pra-
dera central, con un manantial en medio. La misma delecta-
ción en Le Roman de la Rose de Gillaume de Lorris: «El ver-
gel, bien dibujado, formaba exactamente un cuadrado, igual
de largo que de ancho. Todos los árboles frutales, excepto
los que serían demasiado feos, se encuentran representados
por uno o dos ejemplares, o incluso por más». Sigue la enu-
meración de estos árboles: granados, nogales, almendros,
higueras, palmeras. Después todas las especias: clavo, rega-
liz, cedoaria, anís, canela... Se vuelve a los ‘árboles de nues-

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breve tratado del paisaje

tro país’: nísperos, ciruelos, cerezos, sebales, olivos, cipreses,


hayas, etc. Y «sabed que los árboles están plantados a buena
distancia los unos de los otros, aproximadamente a cinco o
seis toesas...» Siempre esta exigencia de orden frente a la anar-
quía de la naturaleza.
Evidentemente, Oriente no escapa a la regla, según el tes-
timonio de Marco Polo, que no deja de extasiarse con las rea-
lizaciones gigantescas de sus anfitriones, como Aloadin, ‘El
Viejo de la Montaña’: «Había cercado en un valle, entre dos
montañas, el jardín más bonito y más grande que jamás se
haya visto, lleno de todos los frutos del mundo. [...] Había
canales que transportaban vino, leche, miel y agua. Y esta-
ba lleno de las mujeres más bellas del mundo, que sabían tocar
todos los instrumentos, cantar maravillosamente y bailar tan
bien que era una delicia verlas. Y les hacía creer, el Viejo, que
este jardín era el Paraíso». Todo está allí: los cuatro arroyos,
convertidos en ‘canales’ en el relato del viajero y las huríes
indispensables para la felicidad. La misma magnificencia en
la descripción del jardín del ‘gran kan’ Cublay: «Alrededor
de este palacio, hay un muro que encierra por lo menos die-
ciséis millas de tierra, donde hay fuentes, ríos y arroyos y
muchas bellas praderas...»
Encierro colosal del que encontramos un eco onírico en
el Kubla Khan de Coleridge: «Dos veces cinco millas de tie-
rra fértil fueron rodeadas de muros y de torres.» El fantas-
ma sólo puede desplegar sus fastos, —«barranco profundo
y mística», «jadeos rápidos y roncos» (fast thick pants),
«océano sin vida» (lifeless ocean), «grutas de hielo» (caves
of ice), «virgen de Abisinia» y «leche del paraíso» (milk of
paradise)— en el interior de un recinto sagrado, tan measu-
reless como sea su perímetro. En primer lugar hay que reticu-
lar el país para inscribir en él un paisaje, por muy fantástico
que sea. Y, para seguir en los jardines míticos, volvemos a
encontrar este mismo cerramiento en Rousseau, en ‘el Elíseo’
de Julie: «El frondoso follaje que lo rodea no permite que pene-

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del jardín al LAND ART

tre la mirada [...] Sabéis que la hierba era allí bastante árida,
los árboles bastante desparramados, por lo que daban poca
sombra, y que no había nada de agua. Ahora es fresco, verde,
está vestido, adornado, florido, regado», alegoría del Edén,
cuyo benévolo Dios sería el señor Wolmar, el esposo de
Julie35. Otra alegoría, la de ‘Paradou’ en La caída del abate
Mouret, de Zola, inmenso jardín cerrado, donde Serge reen-
cuentra, en el instante de la felix culpa, la inocencia y la inte-
gridad de Adán (véase más adelante).
Pero sin duda, es en el jardín japonés donde se ilustra mejor
la función monádica del arte, que consiste en concentrar lo
máximo en lo mínimo. Este deseo, tan a menudo expresado
por los artistas —el torrente del mundo en un «ápice de
materia» (Cézanne), «all world in a nutschell» (Joyce)—, nunca
se ha realizado mejor que en estos jardines en miniatura, donde
la artealización in situ, a fuerza de reducción, acaba por abs-
traerse de su propia materia, por transformarse en cuadro.
«La vocación de Ruysdael, de Corot, de Claude Monet o de
Cézanne no está muy alejada de la del ikebana, que, en un
ramo de algunas flores o en un minúsculo jardincillo, con-
centra y resume la totalidad del universo»36. «El jardín enano,
cuanto más pequeño sea tanto más vasta es la parte del
mundo que abarca»37. Lo mismo podemos decir, a otra esca-
la, de los ‘jardines secos’, los de —Ryoan-ji o de Daisen-in,

35 J.-J. Rousseau, Julie ou la Nouvelle Héloïse, IVª parte, carta XI.


36 Gilbert Durand, Structures antrhropologiques de l’imaginaire, Gre-

noble, Allier, 1960, pág. 297. Hay edición en español: Gilbert Durand, Las
estructuras antropológicas del imaginario, Madrid, Fondo de Cultura
Económica, 2005. Traducción: Victor Goldstein.
37 Michel Tournier, Les Météores, París, Gallimard, 1975, pág. 468.

Hay edición en español: Michel Tournier, Los meteoros, Madrid, Alfagua-


ra, 1986. Traducción: Clemente Lapuerta.

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breve tratado del paisaje

en Kyoto. Nada vegetal, sólo musgo y algunos grupos de pie-


dras sabiamente repartidos sobre una alfombra de grava. De
nuevo, la materia se atenúa, y el jardín, despojado de toda
sugerencia y seducción naturalistas, impone a la mirada su
austeridad de tela abstracta38.

UT PICTURA HORTUS

Puede objetarse que no es posible generalizar esta inter-


pretación al conjunto de los jardines, que el siglo xviii, en
particular, se caracteriza por el rechazo a todo cerramiento
y reclama una vuelta a la naturaleza, que contradice la volun-
tad de artealización en la que he creído descubrir la función
del jardín. La objeción parece consistente y, sin embargo, lejos
de invalidar la hipótesis, la verifica en la medida en que esta
pretendida vuelta a la naturaleza siempre se ha llevado a cabo
bajo el signo del arte. Contrariamente a lo que pueda decir-
se, o creerse, la reacción a las simetrías francesas no se tra-
duce por una naturalización del paisaje, sino por una picto-
rización del país. Cuando Joseph Addison, en el Spectator del
25 de junio de 1712, se rebela contra la manía de mutilar los
árboles para reducirlos a ‘conos, globos y pirámides’, este pro-
ceso de geometrización traduce únicamente un cambio de refe-
rencia artística: el modelo arquitectónico, representado por
Le Nôtre, se sustituye por un modelo pictórico, simbolizado
algo más tarde por Claudio de Lorena. Algunos decenios des-

38
Esta pictorización abstracta del jardín ha seducido a algunos de los
más grandes paisajistas contemporáneos. «Mi idea de lo que debería y podría
ser un jardín, desde el punto de vista estético, procede de la pintura abs-
tracta» (Roberto Burle-Marx, «Jardins au Brésil», Techniques et architec-
ture, núm. 7/8, 1947). Volvemos a encontrar la misma idea en Russel Page
y en Geoffrey Jellicoe, que hacen referencia a Burle-Marx.

44
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del jardín al LAND ART

pués, así lo señala Girardin: «El famoso Le Nôtre, que pros-


peraba el siglo pasado, acabó por masacrar la naturaleza some-
tiéndolo todo al compás de la arquitectura; no era necesario
tener más ingenio que el de tirar líneas y prolongar con una
regla las de las crujías del edificio; inmediatamente la plan-
tación siguó el tendel de la fría simetría; el terreno se apla-
nó, con elevados costes, al nivel de la monótona planimetría;
los árboles fueron mutilados de todas las formas, las aguas
fueron aprisionadas entre cuatro paredes; la vista se encerró
por medio de tristes macizos; y el aspecto de la casa fue cir-
cunscrito en un plano parterre recortado como un damero.
[...] No es, pues, como arquitecto ni como jardinero, sino como
poeta y como pintor como hay que componer los paisajes para
le interesen a la vez a la mirada y al alma»39.
Ut pictura hortus40, ésta podría ser la divisa de los jardi-
neros ingleses, de Kent a Shenstone pasando por Henry
Hoare. William Kent, por ejemplo, concibe el jardín a imi-
tación de los cuadros ‘romanos’ de Claudio de Lorena y de
Gaspard Dughet. Así, en Stowe o en Rousham, el jardín se
ofrece al aficionado como una sucesión de cuadros tridimen-
sionales, donde el artista, trabajando al natural, puede ahorrar-
se el trampantojo. El mismo pictoricismo en Stourhead, crea-
ción de Hoare, gran admirador de Claudio y de Gaspard
Dughet, y en los Leasowes de Shenstone, uno de los más nota-
bles teóricos del landscape gardening: «Creo que el pintor de
paisajes es el mejor diseñador para el jardinero.» De ahí su

39 R. L. de Girardin, De la composition des paysages, ob. cit., pági-


nas 12 y 21.
40 Utilizo esta fórmula desde 1982 en «Ut Pictura Hortus», Mort du

paysage?, ob. cit., John Dixon Hunt, por su parte, recurre a ella en su artícu-
lo «Ut pictura poesis. Jardins et pittoresque en Anglaterre. 1710-1750»
en Histoire des jardins, París, Flammarion, 1991, pág. 227.

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breve tratado del paisaje

empleo de Claude glass, instrumento de óptica con un espe-


jo oval convexo que permite recortar en el país paisajes de
perfil claudiano.
Los escritos teóricos confirman este pictoricismo. Pope dice,
en 1734, que «todo el arte de los jardines depende de la pin-
tura de paisajes [...] como si fuera un paisaje colgado» (all
gardening is landscape painting [...] just like landscape hung
up)41. Y Sir Horace Walpole, en una famosa página de sus
Anecdotes on Painting, rinde un insistente homenaje al ‘natu-
ralismo’ de Kent —«el golpe maestro, el paso que condujo
a todo lo que siguió, fue la destrucción de cerramientos amu-
rallados y la invención de fosos. [...] Franqueó la valla y vio
que toda la naturaleza es un jardín»—, se apresura a apor-
tar un correctivo artístico a este aparente naturalismo: «Así,
el pincel de su imaginación prodigó todos los artificios (arts)
de un bello paisaje a las escenas que dibujó. Los grandes prin-
cipios con los que trabajaba eran la perspectiva y el claro-
oscuro (light and shade). Así fue como «realizó las compo-
siciones de los grandes pintores»42.
William Mason es aún más categórico cuando, en su
poema The English Garden (1772), prescribe al jardinero que
tome modelo en la pintura, su hermana mayor: «Aprende cuán-
to debe recurrir tu arte a la pintura; la pintura es la herma-
na de la jardinería: instrúyete con sus reglas» (and lear how
much on Painting aid thy sister art depends, learn now its
laws)43. Y una de esas reglas es, precisamente, la de los tres
planos de la perspectiva atmosférica (ocre, verde, azul), inven-
tada y codificada por los pintores del siglo xv (véase más ade-
lante). Humphery Repton, en sus Sketches and Hints on

41
Citado por Marie-Madeleine Martinet, en Art et nature en Gran-
de-Bretagne au XVIII siècle, París, Aubier, 1980, pág. 10.
42 Citado por M.-M. Martinet, ibíd., págs. 184 y sigs.
43 Citado ibíd., pág. 203.

46
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del jardín al LAND ART

Landscape Gardening (1794), discutirá esta consanguini-


dad. La alianza es más bien conyugal: «No son artes herma-
nas, nacidas del mismo tronco, sino naturalezas con afinida-
des, unidas como marido y mujer» (brought together like man
and wife)44. Pero la artealización sigue siendo fundamental.
Se trata de instaurar un justo término entre la anarquía (la
naturaleza salvaje) y el despotismo (el jardín francés), «del
mismo modo que la constitución inglesa es un justo término
(happy medium) entre la libertad de los hombres primitivos
y las imposiciones del gobierno despótico».
Esta subordinación al modelo pictórico no es menor en
René-Louis de Girardin, como puede juzgarse en su tratado,
De la composition des paysage, donde la comparación entre
el «cuadro en el terreno» y el «cuadro en la tela»45 es cons-
tante. «Es como Poeta y como Pintor como hay que compo-
ner los paisajes»46. «Pero, para componer un paisaje y lle-
varlo sobre el terreno, el cuadro es la única manera de escribir
la idea para verla exactamente antes de ejecutarla»47. El cua-
dro supone, pues, un esquema de composición que, aplica-
do al país, lo esquematiza en paisaje y «opera en la natura-
leza el mismo efecto que en vuestro cuadro»48. Y Girardin
detalla toda una técnica de tabulación que permite inscribir
«el marco de un cuadro en el terreno»49. Es cierto que las
referencias a los modelos arcadios no son tan explícitas como
en Kent o en Shenstone. Pero esta reserva desde luego no auto-
riza a sostener, como hace Michel Conan en su comentario
final, por otra parte notable, que Girardin habría defendido

44 Citado ibíd., pág. 245.


45 R.-L- de Girardin, De la composition des paysages, ob. cit., pág. 23.
46 Ibíd., pág. 21.
47 Ibíd., pág. 29.
48 Ibíd., pág. 31.
49 Ibíd., pág. 39.

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breve tratado del paisaje

«a su manera la opinión contraria a la de los ingleses» y que


«propone crear un arte del paisaje solo endeudado consigo
mismo y con la naturaleza, de tal manera que los espectácu-
los creados por este arte pudieran, a su vez, inspirar a los pin-
tores»50 si fuera así, se entendería mal por qué Girardin se
procuró los servicios de los pintores Meyer y Hubert Robert
para la realización de Ermenonville. Y el propio Michel
Conan está de acuerdo en que Girardin se ‘acordó’ del Et in
Arcadia ego de Poussin. Así lo confirma el continuador y
comentador de Girardin, el autor anónimo de Promenade ou
itinéraire des jardins d’Ermenonville: «El arte de los jardi-
nes [...] consiste únicamente en llevar al terreno Cuadros,
siguiendo las mismas reglas que en la tela; [...] Así hemos visto
metamorfosearse la estancia más triste en un soberbio cua-
dro», es decir, literalmente, el país convertirse en paisaje. Y, en
su celo pedagógico, el buen guía no teme prodigar las refe-
rencias pictóricas para indicar al neófito qué cuadros ‘rea-
les’ han presidido la composición del paisaje: este es «un cua-
dro compuesto al estilo de Claudio de Lorena»51, ese «un cuadro
perfectamente bien compuesto al estilo de Robert»52; un
poco más lejos «una cadena rocosa coronada de pinos forma
el primer plano de este cuadro de Salvator»53; más lejos aún,
hay un «paisaje que recuerda el estilo de Ruysdaal [sic] y de
Vangoyen54.

50 Ibíd., pág. 239.


51 Ibíd., págs. 129, 137, 160, 164.
52 Ibíd., pág. 137.
53 Ibíd., pág. 160.
54 Ibíd., pág. 164.

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del jardín al LAND ART

Convertir en paisaje el planeta...

Goethe ha dado una versión a la vez novelesca y didácti-


ca de este deseo de artealizar materialmente la naturaleza, como
se hace en el arte de los jardines, en Las afinidades electivas,
particularmente en el capítulo VI, donde Eduardo y el capi-
tán consultan «descripciones de parques ingleses acompaña-
das de grabados», antes de reformar sus dominios. «Abrie-
ron libros donde se veía el plano de la región y su aspecto
campestre, en su estado natural primitivo y salvaje; después,
en otras hojas, los cambios que el arte había hecho», es decir,
enfrentados país y paisajes, según la técnica de los Red Books
de Repton. Y sabemos que a Goethe le influyó el jardín a la
inglesa de Wörlitz, cerca de Dessau. Pero seguramente ha sido
Edgar Poe quien ha creado la parábola más impresionante
de «este soberbio placer de forzar la naturaleza» en El domi-
nio de Arnheim55, cuyo propietario, Ellison, siente una voca-
ción antinaturalista, que ya nos es familiar: «En la naturale-
za no existe ninguna combinación decorativa como la que
podría producir la pintura de un genio. En la realidad no
encontramos paraísos parecidos a los que estallan en las telas
de Claudio de Lorena56 [...] No existe un lugar en la vasta

55 Título original: The Landscape Garden.


56 La influencia de los modelos clásicos, claudianos en particular, sigue

siendo muy fuerte en Estados Unidos durante el siglo xix. «Los fuegos de
nuestros jinetes iluminan nuestros barrancos y lanzan fuertes masas de luz
sobre grupos dignos del pincel de Salvator Rosa. [...] El follaje tenía ya un
tinte dorado que daba al paisaje el tono armonioso y rico de los cuadros
de Claudio de Lorena» (Washington Irving, En las praderas del Fair West,
1832). Pero la influencia de «estos viejos modelos europeos» irá declinan-
do poco a poco, como señala John Dixon Hunt en su artículo «Le paysa-

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breve tratado del paisaje

superficie de la tierra natural donde el ojo de un contempla-


dor atento no se sienta lastimado por algún defecto en lo que
se llama la composición de paisajes.» En resumen, solo hay
países, nunca paisajes...
De ahí el proyecto de Ellison, este Cublay yankee: con-
vertir en paisaje todos sus dominios, pictorizarlo de arriba
abajo, tarea gigantesca que su fortuna le permite llevar a cabo,
como si el Gran Kan se reencarnara en El Gran Gatsby57.
¿Lo que quiere Ellison? Rivalizar en sus dominios con el
Creador, o más bien, reparar sus errores, reformar su natu-
raleza, pues, contrariamente a lo que creen las almas simples
y los teólogos, su sentido físico-teológico deja mucho que desear.
Ellison ocupa, así pues, una posición intermedia entre los jar-
dineros humanos, que convierten en paisaje un país restrin-
gido y el Ser divino, que, desgraciadamente, ha chapuceado
el planeta. «Supongamos que esta expresión del diseño del
Todopoderoso se rebaje un grado, bien poniéndola en armo-
nía con el sentimiento del arte humano, bien acomodándo-
la para formar una especie de intermediario entre los dos [...],
el arte nuevo, del que estará llena la obra, le dará el aspecto
de una naturaleza intermediaria o secundaria —una natura-
leza que no es Dios ni una emanación de Dios, sino que es
la naturaleza tal cual sería si hubiera salido de las manos de
los ángeles que planean entre el hombre y Dios.»

ge americain est-il devenu no européen?», Le Debat, núm. 65, 1991, pági-


nas 60 y sigs.
57 El jardín de Gatsby no tiene menos de «veinte hectáreas». La misma

desmesura se encuentra en Citizen Kane, de Orson Welles. Kane acondicio-


na un jardín, llamado «Xanadou», y el comienzo de la película cita el prin-
cipio del Kubla Khan de Coleridge. Pero los modelos pictóricos de Elli-
son han desaparecido para dejar su lugar al eclecticismo heteróclito del
nuevo rico.

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del jardín al LAND ART

Resultaría un espectáculo de una maravillosa ‘limpieza’.


«No se vería ni una rama muerta, ni una hoja seca; ni una
piedra perdida, ni una mota de tierra marrón.» Nos recuer-
da la descripción del bosque sagrado que alberga la tumba
de Confucio: «el agua y los árboles parecen tan limpios y tan
bellos que los viajeros que se acercan a este lugar se creen
casi en el paraíso». «En Trianon, decía Le Nôtre, no se ve
nunca una hoja muerta...» Pero la reforma de Ellison no se
detiene en esta limpieza: «Había una simetría misteriosa y
solemne, una uniformidad conmovedora, una corrección
mágica...» ¿Cómo no aplicar a este rostro-paisaje las fórmu-
las casi contemporáneas de Baudelaire en su Éloge du maqui-
llage: «La moda debe [...] ser considerada como [...] una defor-
mación sublime de la naturaleza, o más bien como un intento
permanente y sucesivo de reforma de la naturaleza. [...] Quien
no ve que el empleo del polvo de arroz, tan infantilmente ana-
temizado por los filósofos cándidos, tiene por objeto y por
resultado que desaparezcan del cutis todas las manchas que
ultrajantemente la naturaleza ha sembrado y crear una uni-
dad abstracta en el grano y el color de la piel, cuya unidad,
como la conseguida con por el maillot, acerca inmediatamen-
te el ser humano a la estatua, es decir, a un ser divino y supe-
rior»58. Lo que hace la esteticista sobre el modesto soporte
que es el rostro femenino, Ellison lo opera en un vasto país.
La cosmética se ha vuelto cosmológica, cosmetología ange-
lical... Este era el sueño de Miguel Ángel, como nos cuenta
Condivi: «Un día que recorría el país a caballo, vio un monte
que dominaba la costa. El deseo de esculpirlo entero se apo-

58 Charles Baudelaire, Le Peintre de la vie moderne. Hay edición en


español: Charles Baudelaire, El pintor de la vida moderna, Murcia, Cole-
gio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de Murcia, 1994. Tra-
ducción: Alcira Saavedra.

51
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breve tratado del paisaje

deró de él. Lo hubiera hecho si hubiera tenido tiempo y si se


lo hubiesen permitido...»
El sueño hecho realidad. Desde el siglo xvi, Vicino Orsi-
ni, duque de Bomarzo, esculpe, con la ayuda de Pirro Ligo-
rio, el jardín llamado ‘de los Monstruos’, que lleva desde enton-
ces su nombre. La misma ambición colosal la siente Filippo
Bentivegna, que, durante treinta años, cerca de Sciacca, en
Sicilia, se consagró obstinadamente a tallar, en la roca y en
los árboles, más de tres mil rostros, como para humanizar,
dar rostro a una naturaleza ciega, y Adolphe Fouré, que
durante veinticinco años esculpió, frente al mar, las rocas gra-
níticas de Rothéneuf, en Bretaña59.
Pero la imaginación puede desplegarse mucho más, y casi
hasta el infinito. De este modo, Saint-Simon, en L’Organisa-
teur (1819) se plantea muy seriamente ajardinar Francia
entera: «La totalidad del suelo francés debe convertirse en
un soberbio parque a la inglesa, embellecido con todo lo que
las Bellas Artes puedan añadir a la naturaleza...»60. Y Gilles
Clément amplía aún más esta ambición cuando declara que
«vamos a ajardinar el planeta»61. ¿No es también éste, a menor
escala, el proyecto de los Land Artist americanos y el secre-

59 Para la iconografía, véase Michael Random, L’Art visionnaire, París,

Natham, 1979.
60 Quizá un eco de la eufórica comprobación de Horace Walpole en

su Essais sur l’art des jardins modernes (1770): «Ved cómo la superficie
de nuestro país se ha vuelto rica, alegre y pintoresca. [...] Por todas par-
tes, se viaja a través de una sucesión de cuadros.» Trad. español: Ensayo
sobre la jardinería moderna, Olañeta, Palma de mallorca, 2003; «Ensayo
sobre la jardinería moderna», en: El espíritu del lugar, Abada, Madrid,
2006.
61 Gilles Vlément, «La Planète, objet d’art», Architecutres, nº 36, junio

1993.

52
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del jardín al LAND ART

to de su predilección por los grandes espacios, preferentemen-


te desérticos? Con menores costes, sin duda, y sin las trabas
por sus intervenciones in situ, pero también porque nada debe
escapar a la máxima del arte. Michael Heizer: Dissipate,
1968, Nevada; Complex I, 1972-1974, Nevada; Doble Nega-
tive, 1969-1970, Nevada; Five conic Displacements, 1969,
Mojave Desert; Primitive Dye Painting, 1969, Mojave Desert;
Isolated Mass/Circumflex, 1968, Nevada; Rift, 1968 (Il. 3),
Nevada. Walter De Maria: Cross, 1968, Nevada; The Ligt-
ning Fields, 1977, Nuevo México. Nancy Holt: Sun Tunnels,
1973-1976, Utah. Charles Ross: Star Axis, 1988. Christo: Run-
ning Fence, 1972-1976, California. Robert Smithson: Spiral
Jetty, 1970, Utah62. Podríamos incluso preguntarnos si, en lugar
de landscape, no hubiera sido más apropiado forjar landart
(en una sola palabra), remarcando así el origen y la dimen-
sión artísticas de todos los paisajes (o ‘paisartes’), en tanto
que países artealizados, in situ o in visu.
Voluntad de pintar la naturaleza, de enlucirla, necesidad
de acribillarla de signos, de extender hasta el infinito la máxi-
ma artística a fin de que su dominio alcance límites del mundo
y, ¿por qué no?, más allá, hacer del universo un campo de
paisajes...

62 Para un comentario erudito y una iconografía impresionante, véase


Gilles Tiberghien, Land Art, París, Carré, 1993.

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3
los protopaisajes

Los cuatro criterios de Augustin Berque

En Les Raisons du paysage, Agustin Berque enumera los


«criterios de la existencia del paisaje como tal; a saber:

1. Representaciones lingüísticas, es decir, una o varias


palabras para decir ‘paisaje’;
2. Representaciones literarias, orales o escritas, que can-
ten o describan las bellezas del paisaje;
3. Representaciones pictóricas cuyo tema sea el paisaje;
4. Representaciones jardineras que traduzcan una apre-
ciación estética de la naturaleza (no se trata, pues, de
jardines de subsistencia).

En numerosas sociedades puede encontrarse uno u otro


de los tres últimos criterios, pero sólo en las sociedades pro-
piamente paisajeras, que son también las únicas en presen-
tar el primero, se encuentran reunidos los cuatro criterios»63.

63 Agustin Berque, Les Raisons du paysage. De la Chine antique aux


environnements de synthèse, París, Hazan, 1995, págs. 34-35.

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breve tratado del paisaje

Durante mucho tiempo, he sostenido esta tesis radical, que


conduce a conceder el título de ‘sociedad paisajera’ sólo a la
China antigua, como mínimo desde la dinastía Song (960-
1279) y, sin duda, mucho antes, y a la Europa occidental pos-
terior al siglo xv. No hay duda alguna de que la ausencia de
las cuatro condiciones indica que se trata de una sociedad
no paisajera. Es el caso del Paleolítico superior, cuyo arte parie-
tal, rico en figuraciones animales, carece de toda representa-
ción vegetal y del entorno. El medio del cazador magdale-
niense es hoy bien conocido gracias a la antracología y a la
palinología, y Josette Renault-Miskovsky ha dedicado una
exhaustiva obra a esta cuestión64. Pero este entorno no les
interesa a los pintores. Cuando los prehistoriadores interpre-
tan el friso de ciervos de Lascaux como representación de «la
travesía de un río» porque sólo están representadas las cabe-
zas, que parecen emerger de la corriente, se trata sólo de una
hipótesis no verificable, puesto que ningún signo, ni siquie-
ra discreto, sugiere el río. Nos encontramos pues, en el esta-
do actual de nuestros descubrimientos —y los, recientes, de
las cuevas de Cosquer y Chauvet corroboran esta conclusión—
frente a una sociedad no paisajera, y si Josette Renault-Mis-
kovsky emplea el término ‘paisaje’ para referirse a los geo-
sistemas, a la díada bosque-estepa, por ejemplo, lo hace, evi-
dentemente, por negligencia o por proyección anacrónica65.
¿Hay, por eso, que reconocerle a cualquier sociedad un
‘protopaisaje’, en el sentido en que lo entiende Berque? «Este
protopaisaje es la relación visual que necesariamente existe
entre los seres humanos y su entorno»66. Quizá, pero yo pre-
fiero reservar esta denominación para las culturas que reú-

64
Josette Renault-Miskovsky, L’Environnement au temps de la pré-
histoire, París, Masson, 1985.
65 Ibíd., págs. 97, 98, 168.
66 A. Berque, Les Raisons du paysage, ob. cit., pág. 39.

56
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los protopaisajes

nen al menos una de las cuatro condiciones planteadas por


Berque. Consecuentemente, las sociedades antiguas y las
medievales merecen ser llamadas protopaisajeras, puesto que
en ellas encontramos jardines (condición 4) y, más o menos,
representaciones literarias o pictóricas (condiciones 2 y 3).
Se podría incluso plantear una tipología jerarquizada depen-
diendo del número de condiciones que se cumplen. Toda
sociedad productora de jardines de recreo (artealización in
situ) sería protopaisajera de grado uno. Cuando se añadan
representaciones literarias y/o pictóricas, sería protopaisaje-
ra de grado dos o tres. Si, finalmente, aparece el nombre, sería
totalmente paisajera.

La Biblia, Grecia y Roma

La mayoría de los especialistas son categóricos. «Sólo en


China, según Berenson, parece que se haya cultivado el pai-
saje en una fecha tan antigua como la del primer milenio, es
decir, cinco siglos, al menos, antes de que nosotros, europeos,
hubiéramos seguido el mismo camino»67. Ya opinaba esto
Victor de Laprade en su suma monumental, Le Sentiment de
la Nature68, que destaca particularmente esta carencia en La
Biblia, a pesar del gusto de la obra por las metáforas. ¿Pero
es esto así de sencillo y debemos negarle toda sensibilidad pai-
sajística a las sociedades de este tipo por el hecho de que no
exista la palabra en su lengua y de que sus representaciones
sean concisas, por oposición a las descripciones elaboradas
y a las vistas panorámicas a las que estamos tan familiariza-

67 Bernard Berenson, Esthétique et histoire des arts, París, Albin


Michel, 1953, pág. 186.
68 Victor de Laprade, Le Sentiment de la nature, 3 vol., París, 1866,

1868, 1882.

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breve tratado del paisaje

dos? No estoy tan seguro de ello. El Cantar de los Cantares,


por ejemplo, ¿es sólo metafórico cuando asocia a la amada
con el rebrote primaveral? «Ven pues, mi bien amada/ Mi bella,
ven/ Pues ha pasado el invierno/ Cesaron y se fueron las llu-
vias/ Se muestran las flores sobre la tierra/ Llegó el tiempo
de las alegres canciones/ Se oye el arrullo de la tórtola/ En
nuestra tierra/ La higuera dio sus primeros frutos/ Y las viñas
en flor exhalan su perfume». Se trata, sin duda, de una natu-
raleza ajardinada, pero se extiende más allá de la artealiza-
ción in situ. Lo mismo sucederá en Occidente, a finales de la
Edad Media, cuando la mirada estética se ampliará al campo
circundante. Es cierto que la sensibilidad bíblica no está
acompañada de ninguna representación pictórica, lo que se
explica por la interdicción de las imágenes. Diremos, enton-
ces, con la requerida prudencia, que se trata de una sociedad
protopaisajera de grado dos, pues responde a los criterios dos
y cuatro.
Algo semejante sucede en Grecia. «En un primer momen-
to, escribe Dauzat, el sentimiento de la naturaleza parece ausen-
te de la literatura griega. Buscaríamos casi en vano vestigios
entre los prosistas e, incluso, entre los poetas bucólicos. Al
releer desde este punto de vista, por ejemplo, a Teócrito, sor-
prende la indigencia de las descripciones, vagas, indecisas,
donde apenas se indica imprecisamente un paisaje en algu-
nas líneas»69. Pero ¿no pueden «algunas líneas» ser suficien-
tes para describir o, mejor aún, circunscribir un paisaje? En
Las Talisias (siglo iii a.C.): «Por encima de nosotros, nume-
rosos chopos y olmos se agitaban e inclinaban sus hojas
sobre nuestras cabezas; muy cerca, el agua sagrada caía mur-
murando desde un antro consagrado a las Ninfas. Contra las
sombreadas ramas, las cigarras, quemadas por el sol, parlo-

69
Albert Dauzat, Le Sentiment de la nature et son expression artisti-
que, París, Alcan, 1914, pág. 177.

58
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los protopaisajes

teaban con gran esfuerzo; la verde rana, a lo lejos, hacía oír


sus gritos en la espesura de las zarzas espinosas; las alondras
cantaban, y los jilgueros; la tórtola gemía; las abejas de ama-
rillo oro revoloteaban alrededor de las fuentes. Todo exha-
laba el aroma de la opulenta primavera, el aroma de la esta-
ción de las frutas.» Paisaje visual, sonoro y olfativo. Lo
mismo encontramos en El Cíclope: «Hay laureles, esbeltos
cipreses, hay hiedra negra, hay una viña de dulces frutos, hay
agua fresca, divino brebaje que el Etna cubierto de árboles
deja fluir de su blanca nieve para mí. ¿Quién preferiría habi-
tar el mar y sus olas a esto?» En Hilas: «Enseguida vio una
fuente, en un lugar bajo; alrededor, brotaban juncos en abun-
dancia, la oscura celidonia y el pálido adianto, el apio silves-
tre de opulento follaje y la grama de sinuosa raíz.» Por últi-
mo, en Los Dióscuros: «Encontraron un manantial vivo al
pie de una roca lisa, llena de una límpida agua; los guijarros
de su lecho brillaban en el fondo del agua como cristal y plata;
cerca habían crecido altos pinos, chopos blancos y plátanos
y cipreses de copa frondosa, y flores olorosas queridas para
la labor de las vellosas abejas, todas las flores que, a finales
de primavera, abundan en las praderas.» Obsesión por el agua
‘serena’ en oposición al mar espumoso...
Si nos remontamos en la historia literaria de Grecia, no
está menos viva la sensibilidad paisajística. Homero no sólo
describe los jardines de Laertes y de Alcinoo, sino que multi-
plica las sugerencias ‘naturales’. Nada prueba, efectivamen-
te, que la metáfora recurrente de la «Aurora con dedos de
rosa» (al principio del canto XII de La Odisea, por ejemplo)
no sea una fórmula paisajística. ¿Un cliché? Sin duda, pero
tanto más eficaz si Homero, como asegura Platón, es «el edu-
cador de Grecia». No acabaríamos de enumerar clichés como
este, las «cuevas cóncavas», la de Calipso en particular, cuyos
alrededores nos describe Homero al principio del canto V:
«Y un florido bosque de alisos, de copos negros y olorosos
cipreses, donde anidaban las aves que despliegan sus alas: los

59
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breve tratado del paisaje

búhos, los halcones y las charlatanas cornejas marinas que


se inquietan siempre con las olas. Y una joven viña cuyas uvas
maduraban rodeaba la cueva, y cuatro fuentes de agua clara,
que corrían a veces cercanas unas a otras, otras cada una hacia
un lado, reverdecían suaves prados de violetas y apios.» De
nuevo una naturaleza ‘ajardinada’, con el tema, claramente
arquetípico, de «las cuatro fuentes de agua», nos confirma
que la artealización in situ tiende a ampliarse a la naturale-
za ‘natural’ (artealización in visu), siguiendo una evolución
que encontraremos pronto en el Occidente cristiano. Tam-
poco están ausentes en la Odisea los paisajes hostiles por la
maldición de Poseidón: Escila, «hundida de la mitad para abajo
en la cóncava cueva», y Caribdis: «Allí crece un gran cabra-
hígo cubierto de follaje y debajo de él, la divina Caribdis sorbe
ruidosamente la negra agua» (Canto XII).
La sensibilidad griega es también bucólica, como atesti-
gua Platón cuando se complace en describir, al principio de
Fedro (230 b, c), el marco en el que se produce el diálogo,
como para invitarnos a oír hablar de amor: «¡Por Hera! ¡el
encantador asilo! Este plátano es de una anchura y una altu-
ra sorprendentes. Este sauzgatillo tan alargado procura una
deliciosa sombra, y está en plena floración, tanto que todo
el lugar está embalsamado; y aquí bajo el plátano hay una
fuente tan agradable, si me fío de mis pies. [...] Fíjate, ade-
más, qué suave y agradable de respirar es la brisa aquí; acom-
paña con su armonioso canto de verano al coro de cigarras;
pero lo mejor es esta hierba en dulce pendiente que está a punto
para echarse sobre ella y apoyar confortablemente la cabe-
za. Serías un guía excelente para los extranjeros, mi querido
Fedro.» Polisensorialidad. La sombra, la brisa, la hierba y la
filosofía... Sólo falta una palabra para decir paisaje, pero ¿era
indispensable?
Las artes plásticas no van a la zaga y Gérard Siebert, en
un estimulante artículo en el que evoca los ‘paisajes soñados’
de los vasos áticos, señala que «es una pintura de gente urba-

60
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los protopaisajes

na para gente urbana»70. En Oriente y en Occidente sucede-


rá lo mismo algunos siglos más tarde. Esta tradición proto-
paisajística es, de hecho, muy antigua si juzgamos por los fres-
cos de Santorini (dos milenios a. C.), que nos ofrecen auténticos
paisajes, incluso aunque la representación no obedezca a
nuestros cánones modernos —pero ¿por qué debería obede-
cer a ellos?— en particular a los de la perspectiva: «La Pri-
mavera» con sus rocas sembradas de azucenas y sus golon-
drinas, «Los Tres Papiros», «El Paisaje semitropical», con su
gato y su pato al borde del río, y el famoso friso de «La Flota»
con su fondo montañoso71.
La civilización romana, sobre todo en el período imperial,
presenta los mismos caracteres protopaisajísticos: jardines,
frescos y poesía elíptica, por ejemplo, la de Virgilio, de la cual,
los especialistas se limitan, de nuevo, a subrayar los ambien-
tes vagos y no localizables. ¿Por qué? ¿Es acaso necesario loca-
lizar el principio de la primera Bucólica? «Tityre, tu patulae
recuban sub tegmine fagi...» (Títiro, tú que estás recostado
a la sombra de un haya extendida). Aquí, todo está dicho,
en pocas palabras, como en La Fontaine: «En la corriente de
un agua clara» (El lobo y el cordero), «El más suave viento
que por ventura / arruga el rostro del agua [...] En los húme-
dos bordes de los reinos del viento» (La encina y la caña).
Actualmente, me inclino a pensar que la concisión podría ser
el modo de expresión de la sensibilidad paisajística en las socie-
dades que no tienen, como la nuestra, una visión panorámi-
ca —en anchura y profundidad—del paisaje; lo que, por otra

70 Gérard Siebert, «Paysans et paysages attiques», en Tranquillitas.


Mélanges en l’honneur de Tran ran Tinh, Quebec, Editions Hier pour Aujour-
d’hui, 1994, pág. 528.
71 Véanse también los frescos minoicos llamados «de la perdiz», «de

las flores de lis», «del pájaro azul», y, en Egipto, las «flores de nenúfares
con patos», que datan de la XVIIIª dinastía.

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breve tratado del paisaje

parte, no es el caso de la Roma imperial, que producía una


auténtica pintura de paisaje, como testimonian, muy particu-
larmente, los frescos pompeyanos del Museo arqueológico
de Nápoles. Evitaré entrar en el análisis de los estilos y pro-
nunciarme respecto a la pertinencia de las delimitaciones
—‘realismo’, ‘ilusionismo’, ‘impresionismo’—a las que han
recurrido a veces los especialistas. Para este punto, reenvío
al estudio que Willem Peters ha dedicado al «Paisaje en la
pintura mural de Campania»72. Tampoco tengo intención de
abordar la espinosa cuestión de la perspectiva antigua, que
Panofsky ya trató en el segundo capítulo de su libro, tan famo-
so como polémico, La Perspectiva como forma simbólica; pero
estoy de acuerdo con él cuando señala que «en las pinturas
de los Antiguos conservadas hasta nuestros días, no pode-
mos descubrir ninguna que poseyera un punto de fuga
único»73. Los efectos de profundidad no son menos eviden-
tes, como puede uno convencerse ante los frescos de la «casa
del Vergel», de la «casa de los Vetii», de la «casa de los Pig-
meos» (Il. 4), de la «casa del Amor fatal», de la «casa de Mele-
agro», del templo de Isis, de la «casa de Pompeyo».
¿Se puede decir que no se cumple la primera condición de
Berque, puesto que no existe la palabra paisaje? No es en abso-
luto seguro, si juzgamos por este testimonio de Plinio el Viejo:

72
Willem Peters, «Le paysage dans la peinture murale de Campanie»,
en La Peinture de Pompéi, París, Hazan, 1993, págs. 227-291. Véase
también Erich Lessing y Antonio Varone, Pompéi, París, Terrail, 1995.
73 Erwin Panofsky, La Perspective comme forme simbolyque, París,

Ed. de Minuit, 1975 pág. 71, Panofsky se refiere también a las «represen-
taciones auténticamente perspectivas de lo que se llama el segundo estilo
pompeyano» (pág. 83). Véase igualmente su análisis de la «escenografía»
de Vitruvio. Hay edición en español: Erwin Panofsky, La Perspectiva
como forma simbólica, Barcelona, Tusquets, 1986, 1999. Traducción:
Virginia Careaga.

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los protopaisajes

«Tenemos que hacer justicia a Studius, de la época del divi-


no Augusto, que, el primero, inauguró un género encantador
de decoraciones murales, formado por villas, pórticos y diver-
sos tipos de paisajes (ac topiaria opera): bosques sagrados, coli-
nas, piscinas, fosos, ríos, playas, todo lo que se pueda desear;
y hombres trabajando, que se pasean o que vuelven a sus villas
montados en un asno o en carreta; o también que pescan, apun-
tan a los pájaros, salen de caza o vendimian»74. ¿Es forzar el
texto latino traducirlo por ‘tipos de paisajes’? Más bien pare-
ce que tenemos representaciones artísticas (opera), país (topia-
ria), ‘topiarias’, y, por tanto, ‘paisajísticas’. ¿Se trata de un caso
aislado? No, puesto que ‘topia’, en neutro plural, está presen-
te en la obra de Vitruvio, que, al describir las «primeras deco-
raciones parietales», destaca que esta decoración se fundaba
«en la diversidad de paisajes» (varietatibus topiorum) y, unas
líneas después, habla del «vagar de Ulises por los otros pai-
sajes y por todos los otros ambientes creados por la natura-
leza» (Ulixis errationes per topia ceteraque, quae...)75. Topia-
ria ya designa en Cicerón el arte del jardín decorativo, mientras
que con topiarius se nombra al jardinero. Tendríamos, pues,
un fenómeno artístico y lingüístico comparable al que cono-
ció Occidente quince siglos después; la aparición de un neo-
logismo (aquí un helenismo), para designar a la vez —pues
es difícil determinar la prioridad—la representación artística
y el objeto natural.
Incluso estaríamos tentados de ir más lejos, al testimonio
de Plinio el Joven, que, en su carta a Domitius, donde des-
cribe su villa de Toscana, ofrece una mirada que no está muy

74 Plinio el Viejo, Histoire naturelle, XXXV, 116, 117, citado y tradu-


cido por W. Peters, art. citado, pág. 279. Hay edición en español: Plinio
(ed. Esperanza Torrego), Textos de Historia del Arte, Madrid, Antonio
Machado, 1987.
75 Vitruvio, De Architectura, VII, 5, 2.

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breve tratado del paisaje

alejada de lo que yo llamo artealización in visu: «El país es


muy bello (Regionis forma pulcherrima). Imaginaos un inmen-
so anfiteatro (Imaginare amphitheatrum aliquod immen-
sum). [...] Sentiréis el más vivo placer en ver el conjunto del
país desde la montaña, pues lo que veréis no os parecerá una
campiña, sino un cuadro de paisaje de gran belleza.» Se
puede, por supuesto, contestar la traducción, bastante anti-
gua, de las Cartas, que abusa un poco del ‘paisaje’; pero ¿cómo
puede resistirse esta tentación cuando, unas líneas después,
Plinio se emociona con ‘jucundum prospectum’, el maravi-
lloso espectáculo de las viñas que ve desde su ventana?
Tenemos muchas razones para concederle a la Roma impe-
rial y aristocrática, la de las villas pompeyanas y de sus pin-
tores, la dignidad paisajera. Pero, en cualquier caso, hay que
hacer una observación metodológica: no se ha de tener la obse-
sión del léxico, como si la ausencia de las palabras significa-
ra siempre la de las cosas y la de cualquier emoción. No hay
duda de que la denominación es esencial; pero la sensibili-
dad, paisajística en este caso, puede mostrarse por otras vías,
expresarse con otros signos, visuales o no, que requieren
una atención escrupulosa del intérprete: ni recelo ni supers-
tición con respecto al lenguaje.

La «ceguera» medieval

Debemos ejercer esta vigilancia respecto a la Edad Media.


Una lectura rápida nos lleva a concluir, en efecto, que ésta habría
eliminado, junto con el paganismo, toda representación natu-
ralista y, por tanto, paisajística. No es así, y comprobamos que
el arte bizantino se complació, por el contrario, en multipli-
car los signos profanos, aunque para acomodarlos a las esce-
nas sagradas, de quien son los emblemas y, por tanto, los saté-
lites. Por ejemplo, en Rávena, en el mausoleo de Gala Placidia,
el «Luneto del Buen Pastor» (siglo v), en Sant’Apollinare

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los protopaisajes

Nuovo, «Los Reyes Magos» (siglo vi), en Sant’Apollinare in


Classe, «La pradera mística» (siglo vi). Así pues, estrictamen-
te hablando, no hay paisajes, incluso aunque la edificación de
los fieles en estos lugares famosos no deje de inducir una sen-
sibilidad ‘protopaisajística’ mediante escenas recurrentes: «La
Huida a Egipto» (baptisterio de San Juan, Florencia, siglo xii),
«Creación de Eva» (San Marco, siglo xii), etc.
La literatura parece ser, a veces, más audaz. Además de
la descripción de los jardines (véase más arriba), da testimo-
nio de una creciente sensibilidad respecto al campo, en el Per-
ceval de Chrétien de Troyes, por ejemplo: «Tenían alrededor
la más bella campiña que pueda imaginarse y pronto entra-
ron en la más bella de las ciudades. El mar baña sus paredes
y su puerto está lleno de barcos que vienen de lejanos países
del mundo. Los bosques de alrededor son soberbios y abun-
dantes en caza; las laderas están cubiertas de viñas; hasta el
horizonte pueden verse campos trabajados, jardines, verge-
les de rica apariencia»76. Pero tan viva como sea esta sensi-
bilidad hacia el país circundante (y ajardinado), ciertamen-
te no autoriza a traducirla por la palabra paisaje, evidentemente
anacrónica: «Le asalta el deseo de ir a ver el paisaje desde lo
alto de la torre. Sube con el barquero por la escalera de cara-
col bajo la bóveda hasta la cúspide. Vieron el país circundan-
te, más bello de lo que se podría expresar»77. Pero esta sen-
sibilidad es rara, si no excepcional, y Marco Polo, a lo largo
de sus peregrinaciones, con todo fabulosas, que le conducen
hasta las regiones y las islas más exóticas, sólo se extasía ante

76 Chrétien de Troyes, Perceval ou le Roman du Graal, París, Galli-


mard, 1974, pág. 313. Hay edición en español: Chrétien de Troyes, Per-
ceval o el cuento del Grial, Pozuelo de Alarcón, Espasa Calpe, 1999. Tra-
ducción: Martín de Riquer.
77 Ibíd., pág. 191.

65
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breve tratado del paisaje

los jardines. Del resto del país nombrado («se divisa...) no


hay nada que decir.
Otros viajeros nos los confirman. Christiane Deluz ha
comentado que los peregrinos del siglo xiv, si bien tienen,
en ocasiones, un sentimiento de la naturaleza, no tienen,
estrictamente hablando, el sentido del paisaje, ni siquiera cuan-
do descubren los altos lugares de la Biblia. Si, por casuali-
dad, emplean el epíteto pucher, siempre es refiriéndose a jar-
dines o vergeles. Así, Jacobo de Verona, volviendo del Sinaí
y al llegar a este valle, «in qua est unum pulchrum jardinum
ser hortus, qui irrigatur ab uno fonte et est plenus vineis, arbo-
ribus, oliveis». No es de extrañar: el único país convertido
en paisaje entonces (in situ) es el jardín, fresco, húmedo,
apacible y que asegura la subsistencia. «Los lugares de las
delicias sólo podían estar en los jardines [...] Nunca se ha dicho
que fuera bello el desierto, como tampoco el mar», ni la ‘alta
montaña’. No seamos injustos, ni ingenuos, nosotros que
hemos tenido que esperar hasta el siglo xviii para ser sensi-
bles a ellos (véase más adelante). «Se trata todavía, sigue dicien-
do Charles Deluz, de una mirada a ras de suelo, al borde del
camino»78. Precisamente, será necesario modelar otra mira-
da, distante, panorámica, para inventar el paisaje.

78 Christian Deluz, «Sentiment de la nature dans quelques récits de pèle-

ringe au XIVe», en Études sur la sensibilité au Moyen Age, París, CTHS,


1979, págs. 74-76. La misma ceguera tiene el cronista de Saint Louis:
«Por más que Joinville se embarque en Aigües con San Luis, asista a la
toma de Damiette, a la crecida del Nilo, que combata a los mamelucos en
Mansurah, que sufra la dura cautividad musulmana; del Nilo sólo ve sus
amarillas aguas, responsables del desastre. Ningún comentario de las ciu-
dades egipcias, de las costumbres, de los habitantes, del clima, de la fauna,
de las arenas desierto...» (Roger Mathé, L’Éxotisme, París, Bordas, 1985,
pág. 49).

66
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los protopaisajes

El paisaje en China

Es fácil medir esta ‘ceguera’ si se compara la sociedad medie-


val, ciertamente protopaisajera, con la de la China antigua,
que, varios siglos antes, reúne las cuatro condiciones de
Berque. El paisaje, género que hasta fecha reciente se ha con-
siderado inferior en la jerarquía de las academias occidenta-
les, goza, por el contrario, de una posición eminente, que ori-
ginariamente estaría ligada a la influencia del taoísmo, a los
ojos de los ilustrados chinos79. Lo que no es óbice para que
estas figuraciones paisajísticas parezcan profanas, puesto que
las escenas no comportan ninguna referencia religiosa explí-
cita, como sucederá en Europa hasta principios del siglo xvi.
La lengua china posee una palabra, e incluso dos, para
designar el paisaje: shanshui, literalmente ‘montaña-agua’, y
fengjing, «forma del carácter ‘viento’ y de un carácter que
significa ‘escena’, con una fuerte connotación de luminosi-
dad [...] fengjing evoca más bien el ambiente del paisaje y sahns-
hui preferentemente los motivos. En resumen, como en fran-
cés, estos dos términos pueden designar tanto la cosa como
la representación de la cosa»80.
La cultura china es profusa en representaciones literarias.
No es raro que los pintores caligrafíen en sus rollos comen-
tarios más o menos poéticos, y, sobre todo, abundan los escri-
tos sobre el paisaje a lo largo de las dinastías. Nicole Vandier-
Nicolas81 elabora una impresionante lista de ellos: Intrducción
a la pintura de paisajes, de Tsong Ping (siglo v), houa chan-
chouei louen, atribuido a Wang Wei (siglo viii), Chan-chouei

79 James Cahill, La Peinture chinoise, Ginebra, Skira, 1995, pág. 25


80 A. Berque, Les Raisons du paysage, ob. cit., pág. 73.
81 Nicole Vandier-Nicolas, Estétique et peinture de paysage en Chine

(des origines aux Song), París, Klincksieck, 1982.

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breve tratado del paisaje

k’iue, atribuido a Li Tch’eng (siglo x), Chan-chouei tch’oen,


ts’iuanki, de Hang Tchouo (siglo xi), etc. En la lectura de estos
escritos, sin equivalente en Occidente, sorprende su carácter
altamente intelectual y su meticulosa precisión en cuanto a códi-
gos y preceptos. Nicole Vandier-Nicolas insiste, en particu-
lar, en el empleo sistemático, en cuanto a la técnica pictórica,
de la oposición del yin y del yang82. Sería temerario preten-
der descubrir una unidad temática en estos textos, que se
escalonan a lo largo de varios siglos, pero impresionan por la
exigencia espiritual que los anima y que, sin duda, se debe al
hecho de que «el interés por la pintura paisajista parece haber-
se desarrollado sobre todo en la intelligentsia»83, al menos bajo
la dinastía de los Song del Norte. «Cuando se pinta un pai-
saje, la idea (yi) precede al pincel»84. De donde podemos
extraer una consecuencia que ya nos es familiar: «En Asia orien-
tal, al igual que en otros lugares, el campesino está en el pai-
saje que él elabora; se supone que no lo ve y, por otra parte,
efectivamente, no lo mira como paisaje»85. En cualquier caso
admira el rigor y la sutileza de las prescripciones de Kouo Sseu,
en sus Comentarios sobre el paisaje: «Insistir demasiado en
las figuras humanas es pecar de vulgaridad; dar demasiada
importancia a los pabellones y a los templos, es pecar de con-
fusión; dedicarse demasiado a [la representación de] las pie-
dras, es mostrar solo la osamenta [del paisaje]; insistir dema-
siado en [la representación de] la tierra, es darle demasiada
carne. [...] la montaña tiene las corrientes de agua por arte-
rias, las hierbas y los árboles por cabellera, las brumas y las
nieves por tez. Por eso, la montaña le debe al agua la vida que
la anima, a las hierbas y a los árboles su belleza, a los vapo-

82 Ibíd., págs. 12, 34, 37, 50, 53, 57.


83 Ibíd., pág. 41.
84 Ibíd., pág. 31.
85 A. Berque, Les Raisons du paysage, ob. cit., pág. 80.

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los protopaisajes

res y a la nieve su encanto. El agua tiene a la montaña por


rostro, los kioscos y los pabellones como cejas y ojos, la pesca
como fuente de animación. Así, el agua debe a la montaña su
seducción, a los kioscos y a los pabellones su claridad y ale-
gría, a la pesca su poesía. De este modo están armonizadas
las montañas y las aguas»86.
Las representaciones pictóricas, algunas de las cuales,
como La Ninfa del río Lo, se remontan al siglo iv, confir-
man la eminencia del género, y enseguida su preponderan-
cia, bajo los T’ang, las «Cinco dinastías», los Song y los
Yuan. Si no siempre se respeta la perspectiva lineal, a los ojos
de un occidental formado en la disciplina albertiana, porque
el horizonte se sitúa demasiado alto, a semejanza de los que
hacían los iluminadores del ‘Calendario’ de Las muy ricas
horas del duque de Berry (véase más adelante), sin embar-
go, está bastante bien conseguida —Primera nieve sobre el
río de Kao K’o-ming (siglo xi), Un pueblo a orillas del río
(anónimo, siglo xi y xii) (Il. 5), Luz de atardecer sobre un
pueblo de pescadores, atribuido a Mouk’i (siglo xiii) (Il. 6),
Habitación en los montes Fou-tch’ouen, de Houang Kong-
wang (siglo xiv)— lo que parece probar que la ‘perspectiva
ascendente’, si es que puede utilizarse un concepto así, no es
una torpeza sino una decisión estética. Por otra parte, la téc-
nica de la aguada, por ejemplo en Kouo Hi, que escalona las
manchas cuya claridad aumenta en función de la lejanía res-
pecto al espectador, permite producir una perspectiva atmos-
férica análoga, en su tipo, a la que inventará en el siglo xv
la pintura occidental con la profundidad de los tres planos,
ocre, verde y azul.

86 Kouo Sseu, Comentarios sobre el paisaje, citado por N. Vandier-


Nicolas, Esthétique et peinture de paysagae en Chine, ob. cit., págs. 92 y
sigs.

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breve tratado del paisaje

Por último, se añade el arte de los jardines, empezando


por el de Cublay (ver más arriba). A este respecto, es nota-
ble que Marco Polo, que se extasía ante la obra del Gran Khan,
no haga nunca mención alguna a la pintura de paisajes, aún
floreciente durante la dinastía Yuan, con Ts’ien Siuan, Tchao
Mong-fou, Kao K’o-kong, por citar sólo algunos nombres.
Nuevo signo de ‘ceguera’ occidental. Habrá que esperar a los
siglos xiv y xv para que Europa, tan celosa de sus priorida-
des estéticas, acceda al fin, y muy trabajosamente, como
veremos, al estatus de sociedad paisajera.

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4
el nacimiento del paisaje en occidente

Vico pretendía que «las ciencias deben tomar como punto


de partida el comienzo del objeto de que tratan», y Lévi-
Strauss, al final de Tristes Trópicos, menciona, en una pági-
na famosa, «la grandeza de los comienzos». El comienzo del
paisaje europeo es en el siglo xv, y yo me propongo descu-
brir los rasgos esenciales del modelo pictórico tal como se ela-
bora en esa época, mucho antes de recibir su nombre y de
modelar, artealizar in visu, siglos de percepción occidental.
Evidentemente, no es una casualidad que, con la perspec-
tiva pictórica y su codificación albertiana, se constituyan
simultáneamente el ‘cubo escénico’ (Francastel), el Raumkas-
ten (Panofsky), por una parte, y el fondo de paisajes, por otra.
Sin embargo, esta solidaridad no autoriza a hablar, como dice
Anne Cauquelin, de un «nacimiento conjunto del paisaje y
de la pintura» y menos aún a decretar que el ‘problema’ de
la pintura «desde su nacimiento ha sido el problema del pai-
saje, hasta el punto de que el uno no puede prescindir de la
otra»87. Es cierto que el paisaje occidental, en tanto que

87 Anne Cauquelin, L’Invention du paysage, París, Plon, 1989, pági-


nas 79 y 131.

71
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breve tratado del paisaje

esquema de visión, es originariamente pictórico, como, por


otra parte, el shanshui chino, y que durante mucho tiempo,
incluso en literatura, siguió siendo esencialmente reticular;
pero lo contrario es especioso. No fue la pintura la que indu-
jo el paisaje, sino esta pintura concreta la que, inventando
un nuevo espacio en el Quattrocento, inscribió en ella, pro-
gresiva y laboriosamente, ese paisaje concreto.
He dicho Quattrocento por mala costumbre, pues nues-
tro paisaje nos viene del Norte y no de Italia. Pero no hay
que forzar esta observación. Se ha llegado incluso a preten-
der que el paisaje era un invento ‘protestante’. Yo no veo por
qué ‘la ética del protestantismo’ habría creado la represen-
tación paisajística. En todo caso, esta referencia es anacró-
nica si nos remontamos a los comienzos, es decir, al princi-
pio del siglo xv. La interpretación, propuesta por Humboldt
y Schlegel, de que el paisaje sería la creación del «hombre urba-
nizado del Norte»88 parece ya más plausible. Pero ¿por qué
fueron las ciudades flamencas más inspiradoras, instaurado-
ras de paisajes que las italianas? Se puede meditar hasta el
infinito sobre esta propensión del Norte a la pintura de pai-
sajes. ¿Es de origen geográfico, climático, sociológico? Con
gusto me alinearía en esta hipótesis, pero sin poder validarla.
En cualquier caso, las grandes escuelas del paisaje son sep-
tentrionales: flamenca en el siglo xv, neerlandesa en el xvii,
inglesa en el xviii y xix, y por último, francesa en el xx con
la escuela de Barbizon, además de los impresionistas, este canto
del cisne de la pintura de paisajes, que declinará algunos dece-
nios después de haber sido reconocida como género mayor.

88 Véase Roland Recht, La Lettre de Humboldt, París, Bourgois, 1985,

págs. 52-53. Esta tesis sería de origen italiano y se remontaría al siglo xvi
(Paolo Pini, 1545).

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el nacimiento del paisaje en occidente

La naturaleza laicizada. El TACUINUM SANITATIS


y los calendarios

La historia del arte es enigmática. ¿Por qué la pintura ita-


liana, tan innovadora en el Trecento, no inventó el paisaje?
¿Por qué la audacia de un Lorenzetti no tiene un mañana?
Se acepta ver en Los efectos del buen Gobierno (hacia 1340)
uno de los primeros paisajes occidentales. Con menor frecuen-
cia se mencionan, sin duda debido a su formato, dos minúscu-
los cuadros del mismo Lorenzetti, conservados en la pinaco-
teca de Siena, Castillo al borde del lago y Ciudad a orillas
del mar (Il. 7 y 8), cuya profundidad es, sin duda, defectuo-
sa según las reglas de las perspectivas lineal y atmosférica,
pero que testimonian una voluntad de laicizar el país libe-
rándolo de toda referencia religiosa. Se aprecia incluso, en
el ángulo inferior derecho del segundo cuadro, una pequeña
escena eminentemente profana: una mujer desnuda que se moja
los pies en el agua de una cala... Pero, como señala Kenneth
Clark, estos paisajes no tienen continuidad hasta casi un
siglo después89.
Algo semejante sucede con los herbarios de finalidad médi-
ca, a los que Otto Pächt ha dedicado un importante capítu-
lo en su libro Le Paysage dans l’art italien. Sus cualidades
naturalistas son impresionantes, pero sin verdadera influen-
cia en la representación pictórica, todavía bajo el feudo reli-
gioso. «No fue Italia quien recogió los frutos de estas excep-
cionales proezas que, al precio de encarnizados esfuerzos,
abrieron nuevas dimensiones al mundo de la experiencia
visual. A excepción de Pisanello, los pintores italianos del Quat-
trocento sacaron rara vez provecho del descubrimiento del
mundo animal y vegetal, tratando los inmensos recursos de

89 K. Clark, L’Art du paysage, ob. cit., pág. 13.

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breve tratado del paisaje

este nuevo material como una curiosidad que servía para real-
zar la ornamentación y los elementos secundarios. Fue en el
Norte, en Francia y sobre todo en Flandes y en los Países Bajos,
donde los pintores asimilaron la lección implícita del natu-
ralismo descriptivo y diferenciador descubierto por los artis-
tas de la Italia septentrional en la época del Trecento. Y fue-
ron también ellos los que, casi inmediatamente, crearon un
estilo naturalista homogéneo. Las escuelas del Norte enfo-
caron el problema desde un ángulo totalmente diferente: en
sus estudios o en sus pinturas, estos artistas no representa-
ban los especímenes botánicos como objetos aislados, como
hacían los especialistas italianos, sino que concebían el ani-
mal o la planta como inseparable de su entorno natural, de
su espacio vital, de su medio. En consecuencia, en el Norte,
el descubrimiento de la naturaleza solo podía desembocar
en el descubrimiento de la pintura del paisaje. Es un hecho
indiscutible, unánimemente aceptado, que este éxito se debe
al arte del Norte. Pero, al igual que en el grafismo de las figu-
ras y de las representaciones del espacio, tampoco en este caso
hay que desdeñar la aportación de Italia. De hecho, cualquier
investigación imparcial señalaría que fueron los italianos los
primeros en individualizar los ambientes de paisaje y que fue
su influencia la que llevó a experiencias similares en el Norte,
donde la pintura de paisajes acabó por convertirse en un géne-
ro independiente»90.
La cuestión de los Tacuina (o Theatra) sanitatis, señala-
da también por Otto Pächt, parece aún más compleja en cuan-
to que estos tratados, a diferencia de los herbarios, expresan,
incontestablemente, una voluntad paisajística que va mucho
más allá de las leyendas higiénicas. «Tacuinum es una pala-

90
Otto Pächt, Le paysage dans l’art italien. Les premières études d’a-
près nature dans l’art italien et les premiers paysages de calendriers, Sain-
Pierre-de-Salerne, Gérard Monfort, 1991, págs. 66-68.

74
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el nacimiento del paisaje en occidente

bra forjada a partir del árabe, que no se ha intentado tradu-


cir, sino que se le ha añadido una terminación latina. El títu-
lo árabe era Taqwim as-sihha, Taqwim significa ‘tabla de mate-
rias’ y as-sihha, ‘de la salud’. Así pues, la finalidad estaba clara:
se trataba de proponer, de modo inteligible y muy visual, una
síntesis de los conocimientos médicos de la época relativos
bien a los alimentos, bien a todo lo que podía influir en la
salud: la vida en la casa y fuera de ella, las diferentes activi-
dades, las emociones y los humores, hasta la elección del ves-
tuario y la influencia de las estaciones»91. El texto, traduci-
do del árabe, ofrece una recensión, por lo demás apasionante,
de preceptos y de recetas. «En cuanto a las ilustraciones, refle-
jan, con asombrosa fidelidad, la vida en la Italia del Norte
de finales del siglo xiv»92, lo que sin duda llevó a los edito-
res a publicar íntegro el Tacuinum sanitatis de la Biblioteca
Nacional de Austria con un título de cariz sociológico: El arte
de vivir en la Edad Media.
Impresiona la calidad de las láminas y su voluntad de lai-
cización, como si el artista, en este campo autorizado, pudie-
ra dar rienda suelta a su inspiración profana y paisajística so
capa de la farmacopea, de origen árabe, pero de inspiración
hipocrática (la teoría de los humores) y galiana. «La idea bási-
ca de las ilustraciones de este Tacuinum era la de represen-
tar el objeto mencionado en el texto (planta, animal, etc.) no
como un ‘espécimen de museo’ aislado, sino en su entorno
natural»93. «Se trata de un manual de dietética, acompaña-
do de todos los preceptos que permiten vivir saludablemen-

91 Daniel Poirion y Claude Thomasset, L’Art de vivre au Moyen Âge.


Codex Vindobonensis Series Nova 2644 conservé à la Bibliothèque natio-
nale d’Autriche, París, Éditions du Félin, 1995 N. d. E., pág. 7.
92 D. Poiron y C. Thomasset, ibíd., N. d. E., pág. 8.
93 O. Pächt, Le paysage dans l’art italien, ob. cit., pág. 76.

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breve tratado del paisaje

te, y que tiene en cuenta, igualmente, lo que nosotros llama-


ríamos el entorno»94. «Alrededor de cada árbol se esboza una
escena de género, a veces prerromántica»95, epíteto eviden-
temente anacrónico pero que expresa muy bien la sorpresa
y la admiración del lector ante este tipo de escenografía, que
no siempre ignora la profundidad, aunque no domine la
perspectiva: la recolección de melones dulces, la de berzas
(Il. 9), la de espinacas, «pescado fresco» (Il. 10), la lámina
del agua aluminosa, la caza de animales terrestres96, cuya pers-
pectiva ‘ascendente’ anuncia la ya más elaborada del Calen-
dario de Las muy ricas horas del duque de Berry. Desorien-
ta que estos Tacuina y Theatra sanitatis de Viena, de Roma
(Biblioteca Casanatense) o de París no hayan influido en el
arte italiano llevándolo a la vía paisajística antes de que lo
hiciera el Norte. Me inclino a creer que se trata de una cues-
tión de géneros. La ‘gran’ pintura, de inspiración religiosa,
se desarrolla en otros lugares y sobre otros soportes, al mar-
gen de las representaciones profanas, reducidas a los trata-
dos especializados y, sin duda, reservadas a un público res-
tringido. En cualquier caso, se tiene la sensación de que el
paisaje se esconde, o se desliza discretamente, si no subrep-
ticiamente, en producciones menores, formatos reducidos
de Lorenzetti, láminas médicas o ‘calendarios’ de los ilumi-
nadores.
Con la distancia, podemos decir que la invención del pai-
saje occidental suponía la conjunción de dos condiciones. En
primer lugar, la laicización de los elementos naturales: árbo-
les, rocas, ríos, etc. Mientras estaban sometidos a la escena
religiosa, no eran más que signos distribuidos, ordenados, en

94
D. Poirion y C. Thomasset, L’Art de vivre au Moyen Âge, ob. cit.,
pág. 49.
95 Ibíd., pág. 29.
96 Sucesivamente: ffos 21 rº, 23 rº, 27 rº, 82 rº, 90 rº y 97 rº.

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el nacimiento del paisaje en occidente

un espacio sagrado que, sólo él, les confería cierta unidad.


Por eso, en la Edad Media, la representación naturalista no
ofrece ningún interés; podría perjudicar a la función edifican-
te de la obra. Por tanto, es necesario que estos signos se des-
prendan de la escena, tomen distancia, se alejen; y éste será,
precisamente, el papel de la perspectiva. Ésta, al establecer
una verdadera profundidad, deja en la distancia estos elemen-
tos del futuro paisaje y, al mismo tiempo, los laiciza. Ya no
son satélites fijos, dispuestos alrededor de los iconos centra-
les, sino que conforman el segundo plano de la escena (en
lugar del fondo dorado del arte bizantino), y esto es algo com-
pletamente diferente, pues allí se encuentran al margen y al
abrigo de lo sagrado, pero condenados a forjarse su unidad.
Esta es la segunda condición: ahora es necesario que los ele-
mentos naturales se organicen entre sí en un grupo autóno-
mo, con el riesgo de que perjudiquen la homogeneidad del
conjunto, como puede constatarse en numerosos cuadros
del Quattrocento italiano, en los que es manifiesto el dispa-
rate entre la escena y el fondo.
Encontramos los esbozos de esta doble operación en los
miniaturistas franceses. Como señala Jirina Sokolova, el
taller de Jacquemart de Hesdin acondiciona, a partir de la
segunda mitad del siglo xiv, los elementos del futuro dispo-
sitivo paisajístico: «El espacio de las escenas de paisajes
empieza a tomar profundidad [...] con ayuda, por una parte,
de la multiplicación de los planos del paisaje y, por otra, con
la disminución de los detalles que están alejados»97. No creo
que pueda hablarse realmente de una ‘construcción en pers-
pectiva98’, pero es indudable que la profundidad se elabora
alejando y desacralizando los elementos paisajísticos según

97 Jirina Sokolova, Le Paysage dans la miniature française à l’époque


gothique (1250-1415). Praga, 1937, pág. 297.
98 Ibíd.

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breve tratado del paisaje

lo que podríamos llamar una ley de laicización creciente. Tam-


poco creo que se pueda sostener, con Panofsky, que la minia-
tura «incluso sin Gutenberg, habría muerto de una overdose
de perspectiva»99. Pero el gran historiador tiene razón cuan-
do subraya que, en los «Meses» de Jean Pucelle, «ya sólo tene-
mos paisajes ante nuestros ojos, con árboles desnudos en enero,
una fuerte lluvia en febrero, ramas con brotes en marzo, flo-
res en mayo, un campo de trigo maduro en julio, hojas que
caen durante los meses de otoño. [...] Tan esquemáticos y rudi-
mentarios como sean, estos pequeños paisajes —coronados,
cada uno, con una arcada por encima de la cual el sol se des-
plaza de izquierda a derecha a medida que avanza el año—
anuncian un desplazamiento del interés, verdaderamente
revolucionario, de la vida del hombre a la vida de la natura-
leza; son los modestos antepasados de las miniaturas del
calendario de Las muy ricas horas del duque de Berry, de
Chantilly, y, más alejados, de las Estaciones de Pieter Brue-
gel»100. Por otra parte, le debemos al Maestro de Boucicaut

99Erwin Panofsky, Les Primitifs flamands, París, Hazan, 1992, pági-


na 62. Hay edición en español: Erwin Panofsky, Los primitivos flamen-
cos, Madrid, Cátedra, 19983. Traducción: Carmen Martínez Gimeno.
100 Ibíd., págs. 71-73. Igualmente, en Les Heures de Bruxelles, «asis-

timos al nacimiento del naturalismo en la pintura de paisajes septentrio-


nal. Los peñones italianizantes, antes simples accesorios de decorado, se
transforman en vistas panorámicas de pendientes o de cadenas montaño-
sas» (págs. 100-101) El libro monumental de Panofsky no es menos decep-
cionante. La preocupación erudita de las atribuciones impide al célebre
historiador conceder a las pinturas flamencas del siglo xv la importancia
que se merecen en cuanto a la invención del paisaje, de lo que, a decir ver-
dad, Panofsky no se ocupa en absoluto, lo que no deja de resultar asom-
broso. Lo mismo puede decirse de Svetlana Alpers y de su libro, por lo
demás estimulante, L’Art de depeindre. La peinture hollandaise au XVIIe
siècle, París, Gallimard, 1990. Hay edición en español: Svetlana Alpers,

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el nacimiento del paisaje en occidente

un invento considerable: «Al observar que cerca de la tierra


el cielo perdía parte de su sustancia y de su color, observó
que los objetos perdían también parte de sus sustancia y de
su color, desvaneciéndose en la lejanía: los árboles, las altu-
ras y las construcciones más alejadas adquirían aspectos fan-
tasmales, sus contornos se disolvían en la atmósfera y su color
local se ahogaba en una bruma azulada o grisácea. En resu-
men, el Maestro de Boucicaut descubrió la perspectiva atmos-
férica y podemos imaginarnos lo que esto suponía a princi-
pios del siglo xv si pensamos que Leonardo da Vinci tuvo
todavía que combatir la errónea creencia de que un paisaje
se ensombrecía, en lugar de aclararse, en proporción a su dis-
tancia con relación al espectador»101.
Con Pol de Limbourg se franquea una etapa aún más
espectacular. En el ‘Calendario’ de Las muy ricas horas del
duque de Berry (principios del xv), la laicización —espacial,
pero también temporal puesto que el ciclo de las estaciones
sustituye a la cronología litúrgica— parece ya lograda y la mayo-
ría de los elementos, tomados de la realidad histórica (casti-
llo de Lusignan, de Dourdan, isla de la Cité, etc.), están inte-
grados en un todo autónomo al que no falta más que la
organización rigurosa de la profundidad, en razón de lo que
yo he llamado la perspectiva ‘ascendente’, como puede com-
probarse en el mes de febrero (Il. 11), donde las escenas supe-
riores, en un empeño de visibilidad, muy seductor, por otra

El arte de describir. El arte holandés en el siglo XVII, Madrid, Hermann


Blume, 1987. Es cierto que la obra trata un período posterior, pero, pues-
to que la autora no duda en remontarse hasta el siglo xv, podríamos espe-
rar un análisis de los orígenes del paisaje neerlandés. Esperanza decepciona-
da. La doble hipótesis del papel decisivo de la «cámara oscura» (págs. 47,
69 y sigs., 91, 97, 105, etc.) y de un modelo kepleriano no podría, eviden-
temente, aplicarse al arte septentrional del siglo xv.
101 E. Panofsky, Les Primitifs flamands, ob. cit., págs. 115-116.

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breve tratado del paisaje

parte, están situadas demasiado alto y, por tanto, demasiado


cerca en relación al primer plano, donde una impúdica pare-
ja se calienta el bajo vientre frente a una chimenea; o en el
mes de agosto (Il. 12), en la que los bañistas, semejantes a ranas,
así como los vendimiadores, están suspendidos sobre el cor-
tejo que, en primer plano, encaja mal en el paisaje. Por esto,
no comparto la opinión de Jirina Sokolova cuando pretende
que «el paisaje del retablo de Gante o el de la Virgen del can-
ciller Rolin (Il. 13), [si] supera, por supuesto, en muchos
aspectos las escenas de paisajes del Calendario de Chantilly,
[...] no por eso no es esencialmente semejante a él»102. El jui-
cio valdría, en todo caso, para el retablo cuyo panel central
—La Adoración del Cordero— es, a nuestros ojos, desde el
punto de vista de la construcción espacial y a pesar de su visión
panorámica, algo arcaico. En cambio, es muy discutible, res-
pecto a la veduta del «canciller Rolin», cuya organización es
totalmente diferente y representa un progreso considerable.
Paradoja: en un sentido, Las muy ricas horas van más lejos,
puesto que el paisaje, totalmente laicizado, accede a la auto-
nomía. Pero estas miniaturas van menos lejos en la medida
en que, en sus vedute, Van Eyck elabora verdaderos paisajes.
Basta mirar ‘por la ventana’ para apreciar la diferencia.

La invención de la ventana

Porque el suceso decisivo, que creo que los historiadores


no han destacado lo suficiente, es la aparición de la ventana,
esta veduta interior del cuadro, pero que lo abre al exterior.
Este hallazgo es, sencillamente, la invención del paisaje occi-
dental. La ventana es, efectivamente, ese marco que, aislán-

102 J. Sokolova, Le paysage dans la miniature française…, ob. cit., pági-

na 312.

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el nacimiento del paisaje en occidente

dolo, encajonándolo en el cuadro, convierte el país en pai-


saje. Una sustracción de este tipo —extraer el mundo profa-
no de la escena sagrada— es, en realidad, una adición: el aje
que se añade al país.
El Quattrocento, que crea el cubo escénico, es decir, un
volumen cuadrangular en el que inscribir, en perspectiva,
una escena, se enfrenta a un obstáculo: el carácter cerrado
de ese cubo. Por supuesto, nos libramos de él por delante,
por el lado del pintor y del espectador, pero esta liberación
es sólo ficticia porque, por principio, no se ve nada excepto
si la inserción de un espejo —otro hallazgo flamenco, pare-
ce ser— introduce un efecto de reflejo en el interior del cua-
dro. Pero la verdadera solución es, evidentemente, la venta-
na, que orada, ilumina y laiciza el oscuro cerramiento de la
escena. ¿Por qué esta segunda veduta si el cuadro, de acuer-
do con la fórmula de Alberti, es en sí mismo una ‘ventana
abierta’? ¿No puede abrirse directamente a un paisaje, cer-
cano o lejano? Sin duda, pero en los pintores italianos que
adoptan esta solución, Piero della Francesca, por ejemplo, com-
probamos que sus fondos de paisaje se ajustan mal a la esce-
na, que caen como un decorado de teatro103, sin verdadera
profundidad, o bien que, cuando la escena está construida,
el fondo se dispone torpemente a lo largo de las líneas de fuga.
Apreciamos, a contrario, la superioridad de la ventana fla-
menca104: el paisaje puede organizarse libremente en ella, indi-

103 Pierre Francastel lo destaca a propósito de Alegoría del triunfo del


duque de Urbino de Piero della Francesca: «El paisaje cae [...] en ángulo
recto contra el suelo como un telón de fondo» (Peinture et Société, Lyon,
Audin, 1951, reed. París, Gallimard, 1965, pág. 88.) Hay edición en espa-
ñol: Pierre Francastel, Pintura y sociedad: nacimiento y destrucción de un
espacio plástico, del Renacimiento al Cubismo, Madrid, Cátedra, 19845.
Traducción: Elena Benarroch.
104 «En varias miniaturas del Maestro de Boucicaut, hay una ventana

81
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breve tratado del paisaje

ferente como es a los personajes que ocupan el primer plano.


La ventana, mejor que el fondo de paisaje, reúne las dos con-
diciones que planteaba para empezar: unificación y laiciza-
ción. Será suficiente con dilatarla hasta las dimensiones del
cuadro, donde todavía está inserta como una miniatura, para
obtener el paisaje occidental105. Resulta más convincente
cada vez que se examinan o reproducen aisladamente estas
ventanas, realizadas con extrema minucia, signo de que el pin-
tor es absolutamente consciente de estar elaborando un cua-
dro en un cuadro.
Tomemos el ejemplo de Campin, el Maestro de Flémalle.
Veamos en primer lugar su Madona con la pantalla de mim-
bre (Il. 14). Aislemos la ventana (Il. 15): se desvelan algunas
torpezas, pero es un verdadero paisaje. Consideremos ahora
la Natividad del Museo de Bellas Artes de Dijon (Il. 16): no
hay ventana sino un fondo. En el ángulo superior derecho,
la representación está cuidada, la perspectiva elaborada; pero
este paisaje se ajusta torpemente a la escena que, de golpe,
parece un añadido. El disgusto se acentúa si se observan los
elementos naturales que ocupan el ángulo superior izquier-
do y que parecen provenir del siglo precedente (se aprecia un
fenómeno parecido en La agonía en el huerto de los olivos
de Mantegna. Aquí leemos, como en hueco, la función ins-

abierta que, sin embargo, sólo deja ver el cielo y todavía no un paisaje»
(E. Panofsky, Les Primitifs flamands, ob. cit., pág. 297). Véase también,
págs. 119-120, la reproducción de «El nacimiento de la Virgen» que figu-
ra en el Leccionario del duque de Berry.
105 No podríamos pretender, con Jacob Burckhardt, que «los grandes

maestros de la escuela flamenca, Hubert y Jan van Eyck, encuentran de


golpe el secreto de la descripción fiel de la naturaleza» (La Civilisation de
la Renaissance en Italie, París, Gonthier, 1958, 2 vol, vol II, pág. 18). Hay
edición en español: Jacob Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Ita-
lia, Tres Cantos, Akal, 1992, 2004.

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el nacimiento del paisaje en occidente

tauradora de la ventana; y las mismas constataciones, las mis-


mas comparaciones podríamos hacer con Van Eyck, Bouts
o Memlinc. Sin duda, se pueden mejorar los fondos de pai-
saje —así lo demuestra la evolución de la pintura italiana en
la segunda mitad del siglo xv—, es decir, su integración en
la escena según las reglas de la codificación albertiana, pero
esta solución es laboriosa y, finalmente, mucho menos satis-
factoria. Sólo el paso por la veduta, aparentemente paradó-
jico porque se paga con una reducción, es decir, una minia-
turización del país, permite, al aislarlo, convertirlo en paisaje.
De ahí concluyo que este último entró por la puerta peque-
ña, o, mejor dicho, por la ventana pequeña... Esta minucia
se repite, de hecho, cuando los pintores flamencos llevan el
refinamiento hasta representar —reflejar— la ventana en el
espejo, que, como un ojo saltón, condensa y ‘globaliza’ el pai-
saje exterior. Por ejemplo, en El matrimonio Arnolfini de Van
Eyck, el San Juan Bautista de Campin, San Eloy y los des-
posados de Christus, y, más tardíamente, El cambista y su
mujer de Metsys. Se llega incluso a que la ventana se refleje
en el ojo de los personajes, en Durero, por ejemplo, Los cua-
tro Apóstoles, Santa Ana, la Virgen y el niño, La Virgen del
clavel...

Durero y Patinir

Es habitual entre los historiadores, acordar a Patinir


(1475-1524) el título de primer ‘paisajista’ occidental. Si por
esto entendemos que fue él el primero en pintar paisajes
autónomos, este título es una doble usurpación. Primero, por-
que siempre hay una escena, aunque sea pequeña, en los
cuadros de Patinir. La extensión del paisaje a la casi totali-
dad del cuadro ya la encontramos, a finales del siglo xv, en
Geertgen Tot Sint Jans, con su San Juan Bautista en el de-
sierto (Il. 17), por ejemplo, un pequeño formato (42x28) en

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el que ya está dominada la doble perspectiva, sin embargo, el


personaje parece un añadido. Además, porque el primero en
realizar paisajes sin personajes no es Patinir, sino, según mis
conocimientos, Durero, en sus acuarelas y guaches de juven-
tud (en los años 1490), tan singulares e innovadores que la
comparación con Cézanne nos viene espontáneamente a la
mente. Pues «en ningún sitio todavía se habían encontrado
imágenes como la de Vista de Innsbruck, Vista de Arco,
Laguna en el bosque (Il. 18), Wehlsch Pirg (Il. 19) y Refugio
en ruinas. Nunca se habían realizado con tal economía de
medios, de forma tan vigorosa, vistas topográficas tan exac-
tas, que, sin embargo, mantienen el carácter de lo que se ve»106.
Se trata siempre de pequeños formatos, algunos de los cua-
les ni siquiera exceden el de nuestras tarjetas postales, nuevo
signo de que el paisaje seguía siendo un género menor. De
hecho, estas acuarelas no fueron conocidas entre el público
coetáneo y Durero abandonó pronto este ‘tachismo’ (el mac-
chiato), tan seductor y moderno a nuestros ojos, pero que
no convenía a las obras nobles.
La originalidad de Patinir —«der gute Landschaftsmaler»,
el buen pintor de paisajes, como lo llamaba Durero— se
debe a su especialización, sin precedentes en la historia de la
pintura occidental, puesto que todas las obras que hoy se le
atribuyen son escenas religiosas, pero incluidas, encerradas
y a veces perdidas en grandes paisajes, cuya superficie exce-
de la de los personajes. Se podría decir que Patinir se con-
tentó —pero esto fue decisivo— con dilatar la veduta, con
ensancharla hasta las dimensiones del cuadro, invirtiendo así
la relación de la ventana y la escena. Ésta ya no reina, majes-
tuosa, delante de aquélla, entra en ella y se aloja allí modes-
tamente. Ensanchar: el verbo debe tomarse en el sentido

106
Friederich Piel, Albrecht Dürer. Aquarelles et dessins, París, Adam
Biro, 1990, pág. 25.

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estricto. La ventana no solo se agrandó, sino que amplío su


anchura, mientras que su altura disminuía. De ahí el adve-
nimiento de una visión panorámica, particularmente espec-
tacular, incluso en los pequeños formatos, que siguen sien-
do numerosos.
Esta representación sigue conservando las características
de la ventana flamenca: misma vista ‘a vuelo de pájaro’, misma
división del espacio en tres planos, marrón-ocre para el pri-
mer plano, verde para el plano medio, azul para la lejanía,
misma ausencia de degradados, puesto que, cualquiera que
fuera la distancia, los detalles se representan con la misma
minuciosidad, la misma luminosidad que en las vedute de Van
Eyck o Campin. Todo sucede como si ‘el buen paisajista’, cons-
ciente de ofrecer al ojo una superficie próxima (el cuadro),
tuviera el empeño de representar en él todos los detalles de
su país (el paisaje). Entonces, aunque reduce el tamaño de
los objetos, salvaguarda su visibilidad. El primer paisaje es
escrupuloso, meticuloso, como para imponerse mejor a la mira-
da, que quiere la verdad, incluso aunque sea inverosímil.
Acostumbrémonos a esta idea de que la invención del paisa-
je, a pesar de las apariencias, no fue realista ni naturalista,
aunque se haya podido pretender que Patinir había querido
representar las vertientes del Mosa en los tormentosos relie-
ves de sus telas.
Falta hablar del estatus de los personajes. Al dilatar la ven-
tana, Patinir se encuentra con el mismo problema, pero a la
inversa, que tenían los pintores italianos del siglo anterior.
Mientras que éstos no sabían como encajar su fondo de pai-
saje en la obligada majestuosidad de la escena, Patinir tiene
dificultades para incluir sus personajes en este inmenso pai-
saje de aspecto poco hospitalario. Dos soluciones: o bien cubre
la escena con todas las piezas como en sobreimpresión, sobre
todo en los grandes formatos, donde se diría, a veces, que se
ha hecho entre dos personas; de hecho fue Quentin Metsys
quien se encargó de los personajes en La tentación de san Anto-

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nio del Museo del Prado (155x173 cms) (Il. 20). El efecto es,
por otra parte, prodigioso y no se sabe qué admirar más, si
estas mujeres de busto luminoso o este paisaje sombrío y cena-
goso. O bien elimina la escena, o al menos la reduce, la
miniaturiza, solución liliputiense que gusta a Patinir107. Por
ejemplo, en San Jerónimo en un paisaje rocoso (36,5 x 34 cm,

107No es él el único. Lo hemos visto en Geertgen Tot Sint Jans y en


Durero. Todo sucede como si el paisaje autónomo, o casi autónomo, una
vez hecha la parte del encargo —la escena religiosa o alegoría—, tuviera
que hacerse discreto para obtener el derecho de ciudadanía. La lengua ita-
liana parece ser que ignora, a principios del siglo xv, el palabra paesag-
gio y emplea un diminutivo para referirse a los cuadros de paisaje. En su
artículo, «La théorie artistique de la Renaissance et l’essor du paysage»
(en L’Écologie des images, París, Flammarion, 1983, pág. 18), Ernest
Gombrich cita a Marcantonio Michiel, que señalaba en 1521 «que había
molte tavolette de paesi en la colección del cardenal Grimani». Hay tra-
dución al español: Ernest Gombrich, «La teoría del arte renacentista y el
nacimiento del paisajismo», en Estudios sobre el arte del Renacimiento, 1,
Madrid, Debate, 1999, págs. 107-121. La Tempestad de Giorgione se desig-
naba bajo el término paessetto. «Un “paessetto”, término que Michel Conan,
en su hermoso artículo [...] «Généalogie du paysage» traduce (me parece
a mí que equivocadamente) por “pequeño paisaje”» (J.-P. Le Dantec, Jar-
dins et Paysages, ob. cit., pág. 93). Le Dantec tiene razón: más habría vali-
do traducir paessetto por «paisito». Pero también se puede suponer que
los Italianos, antes de forjar el término paesaggio, hubieran traducido el
«trozo de país» (landschap) por paesetto, al corresponderse el sufijo ita-
liano bastante bien —mejor que el age francés, el schaft alemán y el scape
inglés— con el schap neerlandés. Habría pues que traducir paesetto por
«paisito» o, sencillamente, por «paisaje». Las obras contemporáneas de
Altdorfer, Paisaje del Danubio (30x22 cm), son también pequeños forma-
tos. No sé qué es lo que autoriza a Gombrich a sostener que «es en Vene-
cia, y no en Amberes, donde se aplicó por primera ver este término, «un
paisaje», a una pintura en particular» (ibid.).

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Londres, National Gallery), donde el desgraciado santo se ve


relegado a una esquina del cuadro, ya bastante exiguo, y, sobre
todo, en El Éxtasis de Santa María Magdalena (26 x 36 cm,
Kunsthaus, Zürich) (Il. 21), que se nos presenta como una
adivinanza: ¿dónde está la santa? ¿Por la peña? En vano se
la busca, y qué importa, después de todo, puesto que está en
éxtasis y, por tanto, en otro sitio o en todas partes. Salida María
Magdalena, ha nacido el paisaje.

El campo

A decir verdad, y cualquiera que sea su importancia a los


ojos de los historiadores del arte, ni Durero ni Patinir pare-
ce que influyeran en la visión de sus contemporáneos. Pues
el paisaje que se instala en la mirada del siglo xvi es el
Campo, un país amable, vecino de la ciudad, valorizado y
domesticado por decenios de pintura flamenca, después ita-
liana y, pronto, relevada por la literatura. Lo hemos visto con
‘la invención’ de la Beauce por Rabelais (el bosque transfor-
mado en ‘campo’). Montaigne nos lo confirma algo después
en su Diario del viaje a Italia: «Más allá encontramos un valle
muy ancho que atraviesa el río Inn, que va a confluir en Viena
con el Danubio. [...] Este valle le parecía al señor Montaig-
ne representar el paisaje más agradable que jamás hubiera
visto; tan pronto, estrechándose, las montañas se acercaban,
y después se ensanchaba por nuestro lado, que estábamos a
mano izquierda del río, y ganaba país para cultivar y para
labrar en la misma pendiente de los montes que no eran tan
verticales; tan pronto, por la otra parte; y, después, descu-
briendo llanuras a dos o tres pisos la una sobre la otra, todo
lleno de bellas casas y de hombres y de iglesias, y todo esto
encerrado y amurallado por montes de altura infinita. [...] A la
bajada de este monte, se nos presentó una llanura bellísima
y muy grande, en la que corre el Tíber [...] vista que repre-

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breve tratado del paisaje

senta bastante bien la que se ofrece en la Limaigne de Auver-


nia a los que descienden del Puy de Domme en Clermont»108.
La misma sensibilidad paisajística, es decir, respecto al
campo, artealizada nuevamente por la pastoral antigua, se
expresa al comienzo del siglo siguiente en Honoré d’Urfé, que,
por ejemplo, describía al principio de L’Astrée el marco de
sus ‘pastoriles’: «Cerca de la antigua ciudad de Lyon, por el
lado de la puesta de sol, hay un país llamado Forez que, en
su pequeñez, contiene lo que es más escaso en el resto de la
Galia, pues, al estar dividido en llanuras y montañas, las unas
y las otras son tan fértiles y situadas con un aire tan tempe-
rado que la tierra es allí capaz de todo lo que puede desear
el labrador. En el corazón del país está lo más hermoso de la
llanura, cercada, como por una fuerte muralla, por montes
bastante vecinos y regada por el río de Loire, el medio, toda-
vía no demasiado engreído ni orgulloso, sino amable y apa-
cible. Varios arroyos en diversos lugares la van bañando con
sus claras aguas, pero uno de los más bellos es el Lignon, que,
con su curso vagabundo, y ambiguo en su manantial, va ser-
penteando por esta llanura[...]».
El fenómeno parece que es europeo. Así es como Piero Cam-
poresi ha podido consagrar a la invención del campo italia-

108 Montaigne, Journal de voyage en Italie, en Œvres complètes, París,

Gallimard, «Bibl. de la Pléiade», 1962, págs. 1164 y 1258. Respecto a la


predilección de Montaigne por la fertilidad y las «praderas muy agrada-
bles», véase también págs. 1129, 1163, 1243, 1248, etc. La montaña, por
el contrario, sólo suscita la repulsión. Es mal país (véase más adelante):
«El Apenino, el prototipo de país desagradable, lleno de jorobas y de pro-
fundas gargantas, incapaz de recibir en él la conducción de hombres de
guerra en orden: el terreno nudo sin árboles, una buena parte estéril» (pág.
1203). Véase también pág. 1330. Hay edición en español: Michel de Mon-
taigne, Diario de viaje a Italia, Madrid, Debate-CSIC, 1994. Traducción:
José Miguel Marinas y Carlos Thiebaut.

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el nacimiento del paisaje en occidente

no en el siglo xvi una notable obra, Les Belles Contrées. Nais-


sance du paysage italien. Aunque no haga alusión a los fenó-
menos de artealización in visu, es decir, al papel decisivo de
los artistas en la transformación de la mirada colectiva —Cam-
poresi se interesa sobre todo por la ‘base económica’ e igno-
ra lo que yo he llamado ‘la función socio-trascendental del
arte’109, como condición de posibilidad de la visión y de la
experiencia colectivas, que resuena, recíprocamente, sobre esta
misma base económica, la famosa ‘acción recíproca’ de los
marxistas—, recuerda, desde el primer capítulo, oportuna-
mente titulado «Del país al paisaje», que, «en el siglo xvi,
no se conocía el paisaje en el sentido moderno del término,
sino el país, algo en cierto modo equivalente a lo que para
nosotros es hoy el territorio y, para los franceses, el environ-
nement, lugar o espacio considerado desde el punto de vista
de sus características físicas, a la luz de sus formas de asen-
tamiento humano y de recursos socio-económicos. De una
materialidad casi tangible, no pertenecía a la esfera estética
más que de forma totalmente secundaria. «La adquisición cul-
tural del paisaje, ha señalado Eugenio Turri, nace lenta y tra-
bajosamente de la realidad natural y geográfica». La estima-
ción económica, podríamos añadir, tiene prioridad absoluta
sobra la explotación estética»110. Y Camporesi muestra muy
bien que en Italia —pero lo mismo sirve para la Europa sep-
tentrional—, opuestamente al ‘país estéril’ y ‘muy salvaje’111
la imagen preponderante en la sensibilidad estética es la del
‘país jardín’112, es decir, una extensión de este último al

109 Alain Roger, Nus et Paysages. Essai sur la fonction de l’art, París,
Aubier, 1978, 2001, pág. 37.
110 Piero Camporesi, Les Belles Contrées. Naissance du pausage ita-

lien, París, Gallimard, «Le Promeneur», 1995, págs. 11-12.


111 Ibíd., pág. 47.
112 Ibíd., pág. 85.

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breve tratado del paisaje

campo circundante, «Apéndice de la ciudad, el campo debía


domesticarse, colonizarse, anexarse a la vida urbana»113.
Otra vez el país amable, poco a poco domesticado. Múlti-
ples citas subrayan la obsesión del tema paradisíaco, con la
omnipresencia, en Italia, de las viñas. «Paraísos terrestres arti-
ficiales, formados varios milenios después de la creación de
Adán, por los numerosos brazos de sus descendientes. Aquí,
como en muchos lugres, la historia del paisaje coincide con
la del trabajo, y, en particular, con la historia del vino y de
la cultura de la viña, cuya historia humana es, ya se ha dicho,
un amugronamiento»114.
Así es el paisaje que durante dos siglos habitará la mirada,
reinando en ella en exclusiva, hasta que el siglo de las Luces,
y siempre bajo el signo del arte, invente nuevos paisajes, el
mar y la montaña, añadiendo a lo bello la categoría de lo
sublime y transformando de arriba abajo la sensibilidad occi-
dental.

113 Ibíd., pág. 143.


114 Ibíd., pág. 190. Véase también págs. 144, 160, 172 y sig., 180, 189.

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hacia nuevos paisajes

La mayoría de los especialistas coinciden en reconocer que


la transformación de la montaña en paisaje se produjo en el
siglo xviii. Hubo, sin duda, precedentes, pero aislados, sin
posteridad. Se mencionan siempre dos famosas ascensiones,
la de Petrarca al Ventoux en 1336 y la de Antoine de Ville al
monte Aiguille en 1492. Los relatos de estos primeros ‘alpi-
nistas’ son muy diferentes respecto a la sensibilidad estética,
sin duda más desarrollada en el poeta que en el soldado. Sin
embargo, el texto de Petrarca descubre un cierto malestar.
Ocurre como si durante todo el ascenso, esta naciente sensi-
bilidad se viera contrariada. Para empezar, por el viejo pas-
tor que, como hemos visto en el capítulo primero, quiere disua-
dir a los viajeros (Petrarca y su hermano) de lanzarse a una
empresa que sólo podía aportar ‘arrepentimiento y fatiga’;
después, durante la escalada, que, efectivamente, se revela muy
penosa; pero la laxitud se supera y se sublima comparándo-
la con las tribulaciones de la existencia, en cuya metáfora se
convierte: «Después de haberme desanimado más de una
vez, me siento en una cañada. Aquí, mis pensamientos vue-
lan rápidamente del mundo de las cosas materiales al de las
cosas inmateriales y me increpo a mí mismo en estos térmi-

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breve tratado del paisaje

nos: las pruebas que hoy has soportado tantas veces duran-
te el ascenso a esta montaña, debes saber que también te las
has encontrado, tú y tantos otros, en el camino hacia la feli-
cidad»; por último, al término de las ‘pruebas’, cuando alcan-
za ‘la felicidad’ bajo la forma de una visión grandiosa que
abarca la totalidad del país circundante. El gozo es indiscu-
tiblemente estético, pero conviene señalar que está menos liga-
do a la montaña misma que al panorama que se puede des-
cubrir desde la cima; y entonces, enseguida queda inhibido
por una meditación religiosa inspirada en las Confesiones de
San Agustín, de las que jamás se separa Petrarca y que abre
al azar: «El sexto libro se ofrece a mi vista. Mi hermano, deseo-
so de oír por mi boca algunas palabra de Agustín, se mante-
nía de pie con los oídos atentos. Pongo a Dios por testigo y
a mi propio hermano, que estaba allí; el pasaje sobre el que
cayó mi mirada contenía estas líneas: ‘Los hombres van a admi-
rar la altura de las montañas y las enormes olas del mar y la
anchura de los ríos y la inmensidad del océano y el curso de
los astros, y se abandonan ellos mismos.’ Quedé desconcer-
tado, lo confieso; y rogando a mi hermano, impaciente por
oírme leer, que no me molestara, cerré el libro. Estaba irri-
tado contra mí mismo por seguir admirando las cosas de la
tierra cuando desde hace mucho tiempo debería haber apren-
dido de los filósofos, incluso de los paganos, que solo el espí-
ritu es digno de admiración, a cuya grandeza nada es com-
parable»115.
El relato de Antoine de Ville es, sin embargo, más instruc-
tivo. El escudero de Carlos VIII está aquí para llevar a cabo
una misión, acompañado de algunos hombres, entre los que
hay un ‘escalador’ —la pared vertical del monte Aigulle se
escala como la de una fortaleza—, con el objetivo de acome-

115
Respecto a la ascensión de Petrarca al monte Ventoux, véase Phi-
lippe Joutard, L’Invention du mont Blanc, París, Gallimard/Julliard, 1986.

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hacia nuevos paisajes

ter una hazaña en honor de su rey. El informe que dirige al


presidente del parlamento de Grenoble lo demuestra: «Es el
paso más horrible y espantoso que jamás haya visto.» Pero
la recompensa está al final de la prueba, visión panorámica
del país con el descubrimiento de un lugar hospitalario y casi
bucólico: «Para hablaros de la montaña, tiene por la parte
superior una legua francesa de circunferencia, o poco falta,
un cuarto de legua de longitud y un tiro de ballesta de tra-
vés, y está cubierta de una hermosa pradera por encima y
hemos encontrado un bello vivar de gamuzas, que nunca
podrán irse de allí, y crías de este año con ellas, una de las
cuales se mató, a pesar nuestro, cuando entramos»116. ‘Una
hermosa pradera’, ‘un bello vivar’, estas son las únicas ano-
taciones estéticas del informe. Allí arriba, hay una especie de
recinto paradisíaco, y varios comentaristas, Serge Briffaud,
en particular, han planteado la hipótesis de que de Ville,
a semejanza de su contemporáneo Cristóbal Colón, iba en
busca del Edén, siguiendo una vieja creencia que lo localiza-
ba en la cumbre de una montaña inaccesible. En cualquier
caso, forzado es constatar que la emoción estética, lejos de
ser innovadora, reviste aquí una forma tradicional, la que pro-
duce un jardín, providencial en este caso, tanto más aprecia-
do en cuanto que su revelación se ha visto precedida de una
ascensión más peligrosa.

116 He transcrito en francés moderno el texto del informe. Respecto a


la ascensión del monte Aiguille por Antoine de Ville, véase Jack Lesage,
«Pour l’amour du nom du Roy». Le mont Aiguille, Grenoble, Publialp,
Éd. Du Grésivaudan, 1992.

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breve tratado del paisaje

Del «país horrible» a los «sublimes horrores»

Las primeras señales, discretas, de una sensibilidad nueva


aparecen hacia finales del siglo xvii, con John Dennis y Mme.
Sévigné (véase más adelante). Pero, respecto a lo esencial, es
decir, respecto a la mirada colectiva, la montaña sigue sien-
do un ‘país horrible’. Esta fórmula se repite sin cesar en los
relatos de los viajeros, impacientes por alejarse de estos ‘mon-
tes altivos’. Sin duda, hay quien se aventura en ellos, por nece-
sidad, a veces por interés, la mineralogía, por ejemplo, pero
nunca por el placer estético. Grand-Carteret menciona a esos
amantes de las ‘minas’ que «no advertían el menor rincón de
paisaje, aunque hubieran visto un país»117. El ejemplo más
asombroso y más divertido es el de un tal Le Pays —nombre
predestinado— que, en una carta del 16 de mayo de 1669,
dirigida desde Chamony-en-Fossigny (sic) a su cruel aman-
te, no duda en compararla con ese ‘país horroroso’, «cinco
montañas que se os parecen, como si fuerais vos misma [...]
cinco montañas, Madame, que son de hielo puro desde la cabe-
za hasta los pies; pero de un hielo que puede llamarse per-
petuo» Y concluye: «Pero sin embargo, si hay que morir de
frío, vale más que mi muerte la cause el hielo de vuestro cora-
zón que el de estas montañas. De este modo, Madame, estoy
resuelto a salir lo antes que pueda de este país para ir a morir
a vuestros pies»118. Prodigiosa retórica, en la que la monta-
ña no adquiere más sentido a los ojos del enamorado ‘tran-
sido’ que como metáfora de la mujer ‘de hielo’, que espere-
mos al menos que no sea perpetua.

117
John Grand-Carteret, La Montagne à travers les âges, 2 vol., Gre-
noble, 1903-1904, reimpresión Ginebra, Slatkine, 1983, vol I, pág. 313,
la cursiva es mía.
118 Citado por J. Grand-Carteret, ob. cit., págs. 301-302.

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hacia nuevos paisajes

Al alba de la Ilustración, la experiencia de la montaña sigue


siendo igual de negativa, como testimonia el Diario de Mon-
tesquieu: «Es muy extraño, cuando se deja la bella Italia
para entrar en el Tirol. Hasta Trento no se ven más que mon-
tañas [...] Todo lo que he visto del Tirol, desde Trento hasta
Insprück [sic] me ha parecido un país muy malo. Siempre
hemos estado entre dos montañas. [...] Se llega de Trento a
Bolzano, siempre entre dos montañas»119. No podemos supo-
ner, como hace J. Chouillet, que «Montesquieu ni siquiera
se dio cuenta de que había montañas en el Tirol»120, puesto
que ¡solo vio montañas! Pero si percibe un país, un ‘país muy
malo’, no percibe ningún paisaje, de ahí su abatimiento. Esta
orofobia es tenaz. En 1748, en su Physique de la beauté
—una apología de las curvas de la que encontramos otra ver-
sión en Análisis de la belleza de Hogarth (1753), que define
la belleza por la línea ondulante y la gracia por la línea ser-
pentina—, Morelly recomienda dejar «las rocas escarpadas»
a los «amantes desgraciados, a los hipocondríacos y a los osos»,
y preferir «la pendiente redondeada de una colina», «la
depresión de un bello valle» y «el curso serpenteante de un
río», es decir, atenerse a la visión tradicional, que solo cono-
ce el campo, aquí feminizado, si no erotizado, según el espí-
ritu de la época.
Las causas de esta orofobia no son solo objetivas: clima
riguroso, esterilidad (este argumento es una constante), difi-
cultades y peligros del viaje. Lo mismo que sucede con la tala-
sofobia (véase más adelante), se añaden razones religiosas que,
como ha señalado Alain Corbin, están ligadas al tema del Di-
luvio. «Se entiende que el océano, reliquia amenazadora del
Diluvio, haya podido inspirar el horror, igual que la monta-

119 Montesquieu, Voyage de Gratz à La Haye, [1713], en Œvres com-


plètes, París, Gallimard, «Bibl. de la Pléiade», t. I, 1949, pág. 803.
120 J. Chouillet, L’Estétique des Lumières, París, PUF, 1974, pág. 116.

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breve tratado del paisaje

ña, otro rastro caótico de la catástrofe, ‘pudenda de la natu-


raleza’, desagradable y agresiva verruga que ha salido en los
nuevos continentes»121. La maldición puede de hecho preci-
sarse y localizarse. Por ejemplo, a propósito de los glaciares:
«Los lugares en los que se extienden actualmente, en otros
tiempos estaban cultivados y eran ricos; se cubrieron de hielo
como consecuencia del castigo divino. Este sería el origen del
mar de Hielo»122. Saussure nos lo confirma: «El pueblo
humilde de nuestra ciudad y de los alrededores da al Mont
Blanc y a las montañas cubiertas de nieve que lo rodean el
nombre de montañas malditas; y yo mismo, en mi infancia,
he oído decir a los campesinos que estas nieves eternas eran
debidas a una maldición que por sus crímenes habían atraí-
do sobre sí los habitantes de estas montañas»123. En este aspec-
to, la Ilustración ejerció una función purgativa al disipar las
tinieblas de la superstición. No sin esfuerzo, y esto podría expli-
car, al menos parcialmente, por qué fue necesario casi un siglo
para conquistar estas «montañas malditas» al precio de un
alpinismo a la vez atlético y estético.
«La sociedad del siglo xviii procederá, en sus aspiracio-
nes hacia la naturaleza, por evoluciones sucesivas. En primer
lugar, con Haller, se vuelve hacia la montaña por oposición
a la llanura, después, con Rousseau, se fijará en las orillas
del Leman frente a ese decorado perfecto que da, en el pri-
mer plano, las alturas risueñas y fértiles, en el segundo plano,
en una lejanía lo suficientemente alejada para no provocar
ninguna impresión de temor, los montes áridos del Valais, de

121
Alain Corbin, Le Territoire du vide. L’occident et le désir du riva-
ge. 1750-1840, París, Aubier, 1988, pág. 16. Hay edición en español:
Alain Corbin, Territorio del vacío, Barcelona, Mondadori, 1993.
122 Ph. Joutard, L’Invention du mont Blanc, ob. cit., pág. 21.
123 Horace Benedict de Saussure, Voyages dans les Alpes, citado por

Ph. Joutard, ob. cit., págs. 21-22.

96
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altivas cumbres. Después, por fin, poco a poco, con Pezay,


con Boufflers, con Bourrit, con de Saussure, con De Luc, con
Dusaulx, se acercará a esos sublimes horrores —¡qué digo!—
ya no verá más que eso»124. En primer lugar, Haller, siem-
pre citado como el inventor de los Alpes. Las cuarenta y nueve
estrofas de su poema, Die Alpen (1732), se tradujeron a
todas las lenguas (diez ediciones en Francia, de 1749 a 1772).
Por primera vez, parece ser, ‘el horroroso país’ se convierte
en un paisaje, como dan testimonio estos subtítulos de la tra-
ducción francesa: Païsage des Alpes. La Nature montrant à
un berger un beau païsage. Es habitual asociarle a Gessner,
poeta y pintor, y, sobre todo, al Rousseau de La Nouvelle
Héloïse, cuyo éxito fue también considerable. Gracias a él,
el Valais ha pasado de ser un modesto país a un paisaje, poco
‘hosco’, es cierto. «La asombrosa mezcla de la naturaleza sal-
vaje y la naturaleza cultivada», esto es todo lo que Saint-Preux
vio en el Valais y para eso no es necesario sobrepasar los altos
valles»125.
El interés de la célebre carta XXIII de Saint-Preux a Julie
es triple:

124 J. Grand-Carteret, La Montagne..., ob. cit., pág. 384. Serge Brif-


faud, en un destacado artículo («Découverte et représentation d’un pay-
sage. Les Pyrénées du regard à l’image, XVIII-XIX siècles», en Pyrénées:
un paysage à la croisée des regards, XVIII-XIX siècles, Ville de Toulou-
se-Ascode, 1989, reeditado en La Théorie du paysage en France, 1974-
1994, Seyssel, Champ Vllon, 1995) señala que los Pirineos fueron objeto
de una ascensión similar, aunque más tardía. «El paisaje pirenaico es de
reciente invención» (pág. 224), es decir, «varios decenios» posterior (pági-
na 234). La transformación del uno en el otro fue también progresiva: «El
primer gran sitio de los Pirineos no fue el circo de la Gavarnie, sino el valle
de Campan» (pág. 235). Del campo a la montaña vía los valles...
125 Daniel Mornet, Le sentiment de la nature en France, de Jean Jac-

ques Rousseau à Bernardin de Saint-Pierre, París, Hachette, 1907, pág. 273.

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breve tratado del paisaje

Nos hace asistir, participar en la metamorfosis del país en


paisaje por medio de la escritura. En primer lugar, al princi-
pio de la carta: «Apenas he empleado ocho días en recorrer
un país que exigiría años de observación». Después, al fina-
lizar la descripción: «Me habría pasado todo el tiempo de mi
viaje hechizado por el paisaje, si no hubiese sentido un hechi-
zo aún más dulce en el trato con los habitantes»126. Sigue des-
pués la evocación de esas comidas en las que se «embriaga-
ba por reconocimiento» y de «esas jóvenes y tímidas bellezas»,
que, sin embargo, le llamaban la atención por «la enorme ampli-
tud de sus pechos», púdicamente opuestos a los de Julie.
Este paisaje, intermediario y contrastado, está claramen-
te circunscrito: «Tan pronto inmensas rocas en ruinas colga-
ban sobre mi cabeza. Tan pronto altas y ruidosas cascadas
me inundaban con su espesa niebla. Tan pronto un torrente
eterno abría a mi lado un abismo cuya profundidad no osa-
ban sondear mis ojos. A veces, me perdía en la oscuridad de
un tupido bosque. A veces, al salir de una depresión, una agra-
dable pradera alegraba de pronto mi vista. Una mezcla asom-
brosa de naturaleza salvaje y de la naturaleza cultivada mos-
traba por todas partes la mano de los hombres donde se
hubiera creído que jamás habían penetrado: al lado de una
cueva se encontraban casas; se veían pámpamos secos donde
sólo se habrían buscado zarzas, viñas en tierras desprendi-
das, excelentes frutas en las rocas y campos en los precipi-
cios.» Todo sucede como si la sensibilidad paisajística, tra-
dicionalmente vinculada al campo, se extendiera, poco a
poco, a las vertientes de las montañas, sin elevarse por ello
hasta las cumbres nevadas. «La nieve me ahuyenta», dice Saint-
Preux al principio de su carta. Rousseau «no es el hombre
de los sublimes horrores»127.

126 País y paisaje, cursivas mías.


127 J. Grand-Carteret, La Montagne..., ob. cit., pág. 378.

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Lo pictórico, entonces preponderante en la representación


paisajística128, preside la metamorfosis, la pintura informa
la escritura, que adopta sus valores ópticos para elaborar un
cuadro poético: «Añadid a todo esto las ilusiones de la ópti-
ca, las cumbres de las montañas diferentemente iluminadas,
el claroscuro del sol y de las sombras y todos los accidentes
de luz resultantes por la mañana y por la tarde; os haréis una
idea de las continuas escenas que no dejaron de suscitar mi
admiración y que parecía que se me ofrecían en un verdade-
ro teatro; pues la perspectiva de las montañas, al ser verti-
cal, alcanza a la vista de una vez y más poderosamente que
la de las llanuras, que no se ve más que oblicuamente, como
huyendo, y donde cada objeto os esconde otro.» Por otra parte,
no olvidemos a los que, tanto como los poetas, jugaron un
importante papel en la invención de la montaña, en particu-
lar para los viajeros ingleses, de lejos mayoritarios, estoy
hablando de los dibujantes-grabadores, Aberli, Rieter, Cas-
par Wolf, los hermanos Linck, etc. Ellos serán los que pro-
seguirán la ascensión, inaugurando lo que Grand-Carteret
llama «el período de los glaciares»129, «los glaciares y no las
cumbres»130.
El gusto ha cambiado y la consulta de la Enciclopedia es,
en este aspecto, muy instructiva. El artículo «Glaciares o
Gletschers» (vol. VII), probablemente debido a Holbach,
expresa con claridad el advenimiento de una nueva sensibi-
lidad que se eleva cada vez más. Ninguna definición, pero de

128 Un signo casi caricaturesco de esta preponderancia nos los provee


el artículo «Paisaje» de la Enciclopedia (vol. XII), debido al caballero de
Jaucourt, y que sólo habla de cuadros: «Es el tipo de pintura que repre-
senta los campos y los objetos que se encuentran en él.» Doble reducción:
el paisaje ya solo es un campo pintado.
129 J. Grand-Carteret, ob. cit., pág. 445.
130 Ph. Joutard, L’Invention du Mont Blanc, ob. cit., pág. 98.

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pronto, un juicio estético: «Puede que no haya un espectácu-


lo más impresionante en la naturaleza que el de los glaciares
suizos.» Sigue la descripción del de Grindelwald, entonces el
más famoso (los ‘glaciares’ de Faucigny no se frecuentaron
hasta más tarde), que el autor, sin embargo, jamás había visto.
Trabaja, en efecto, de segunda mano, y su artículo, en lo esen-
cial, no es más que un resumen entusiasta de la obra de J. G.
Altmann (otro nombre predestinado), «un tratado de las
montañas heladas y de los glaciares de Suiza» (1753). He aquí,
según nuestro enciclopedista de café, «uno de los más bellos
espectáculos que puedan imaginarse en la naturaleza, es un
mar de hielo [...]. Este amasijo de pirámides o de montañas
de hielo se asemeja a un mar agitado por los vientos, cuyas
olas hubieran sido súbitamente atrapadas por el hielo, o
mejor aún, se ve un anfiteatro formado por un ensamblaje
inmenso de torres o de pirámides hexagonales. [...] Esto
forma una vista de una belleza maravillosa.» El artículo
merecería un largo comentario, pero me contentaré con des-
tacar sus rasgos esenciales: el ditirambo, que prueba que la
alta montaña se ha convertido, aunque solo sea de oídas, en
una moda estética; y esta fusión de la montaña y del mar, para-
lizadas en su naciente sublimidad; la metáfora, por último,
de las ‘pirámides’ (diez veces en el artículo), un cliché arqui-
tectónico en adelante recurrente, puesto que lo volvemos a
encontrar en Saussure —«altas pirámides» y de «grandes obe-
liscos»— en Kant, que, también de oídas, exalta la sublimi-
dad de las Eispyramiden.
En este grado de la ascensión, parece que el espíritu de con-
quista, científico y deportivo, hayan tomado el relevo al de
la sensibilidad poética. Parece ser que Haller, que nunca
había recorrido el Faucigny, aconsejó a Saussure que fuera
allí. El gesto es simbólico. Al poeta de los Alpes, la natura-
leza, condescendiente, le ofrecía algún bello paisaje. Al sabio,
que se izó mucho más alto, le proveía del más sublime de los
laboratorios: «El físico, como el geólogo, encuentra en las altas

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montañas grandes objetos de admiración y de estudio. Estas


grandes cadenas, cuyas cimas taladran las regiones elevadas
de la atmósfera, parecen ser el laboratorio de la naturaleza
y la reserva de donde saca los bienes y los males que derra-
ma sobre nuestra tierra, los ríos que la riegan y los torrentes
que la devastan, las lluvias que la fertilizan y las tempesta-
des que la asolan. Todos los fenómenos de la Física general
están allí presentes con una grandeza y una majestad de la
que no tienen ni idea los habitantes de la llanura»131.
Los pintores se han quedado en el valle o a media ladera.
Hasta los glaciares, podían ‘componer’ según los modelos con-
sagrados. Lo vemos claramente con Aberli: «No sabéis toda-
vía cuántos y qué tesoros encierra Suiza para nuestros pince-
les y nuestros lápices. [...] Por un lado, escenas salvajes, más
terribles que en cualquier otro lugar, debido a la gran eleva-
ción de nuestras montañas; por otro lado, bellas llanuras, lo
bastante extendidas como para recordar la vista de los Países
Bajos, e incluso marinas en los grandes lagos, de modo que
un paisajista puede fácilmente encontrar modelos para com-
posiciones de cualquier género. En nuestro trayecto, incluso
hemos llegado a exclamar los dos a la vez: ¡Salvator Rosa!,
¡Poussin!, ¡Savari!, ¡Ruisdal! [sic] o ¡Claudio!»132. Extrañas
referencias, tratándose de la montaña, pero que confirman la
hegemonía de estos modelos pictóricos en la cultura occiden-
tal (véase más arriba). Y basta con leer las leyendas, con fre-
cuencia bilingües, turismo obliga, que acompañan a las estam-
pas para constatar que este pictoricismo sigue siendo
preponderante para los ojos de los amantes de paisajes. Por
ejemplo, para esta View of the Source of the Arve, Drawn of
the Spot an Painted by L. Belanger, Engraved by S. Merigot:

131 H.B. de Saussure, Voyages dans les Alpes, citado por Ph. Joutard,
L’Invention du mont Blanc, ob. cit., pág. 126.
132 Citado por J. Grand-Carteret, La Montagne..., ob. cit., pág. 440.

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Las montañas de nieve que son las de Argentières y del Col


Ferret, de donde surge el Arve, no son las más altas del país,
pero se muestran de la manera más importante y forman con
las peñas de delante del cuadro y las diferentes vertientes el
anfiteatro más magnífico. Hay, en el conjunto de esta escena,
así como en sus detalles, una riqueza y una grandeza que supe-
ran todo lo que ha creado la imaginación de los Salvator
Rosa y de los Ruysdale [sic], y tiene esa feliz proporción entre
las partes del paisaje que hace que se destaquen mutuamen-
te. Los glaciares proporcionan el carácter del país, pero no
están lo suficientemente cerca del ojo como para perjudicar
a la armonía del cuadro y, después de entregarse al entusias-
mo que una escena semejante no puede dejar de provocar en
todo hombre sensible a las bellezas de la naturaleza, el espec-
tador, si es pintor, puede considerar esta vista según las reglas
de su arte y encontrar un nuevo tema de admiración»133. Esce-
nografía, tabulación, pictoricismo. Y siempre esa distinción,
fundamental, del país y del paisaje. Pero, precisamente, es nece-
sario ser pintor para pasar del uno al otro, integrar el país en
el marco de un paisaje. Desgraciadamente, pronto faltarán estos
modelos. Sin duda, como señala Starobinski, «el recuerdo de
los cuadros pintorescos, a lo Salvator Rosa, jugó un papel
importante en el descubrimiento de la montaña. La pintura
había instruido a la mirada»134; pero todos estos nombres,
Salvator Rosa, Poussin, Savari, Ruysdael y Claudio, invoca-
dos por Aberli, están ya ‘superados’ desde el momento en que
nos acercamos a la región superior.
Algo semejante sucede con los pintores contemporáneos,
incapaces de convertir en paisaje estos países, y Grand-Car-
teret, implacable, constata «el fracaso de Vernet», «el fraca-

133
Citado ibid., pág. 423.
134
Jean Starobinski, L’Invention de la liberté, 1700-1789, Lausanne,
Skira, 1964, pág. 160.

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so de la pintura»135. Otra leyenda de una estampa —Vista


del manantial del Trient y del glaciar del que surge— es sig-
nificativa en este aspecto, puesto que la pintura se autoex-
cluye: «Las montañas majestuosas que delimitan el horizon-
te son tras las que tiene su origen el Drance. Si se avanza más,
ya sólo se ven montañas y valles de nieve y rocas de grani-
to, y sin las huellas de los cazadores de gamuzas se estaría
completamente separado de todo lo que recuerde al hombre:
entonces, estas escenas, aunque sublimes, ya no son de la natu-
raleza apropiada para ser reproducidas por la pintura»136.
Este fracaso parece definitivo y es un suceso importante
en la historia de las artes. Los pintores, sin duda, no capitu-
lan tan pronto y veremos a Töppfer (en 1832) recordarles sus
deberes: «Que esta poesía de la zona superior alpestre sea acce-
sible al arte, que todavía solo toca tímidamente estas esce-
nas de las cumbres...» Un año antes, en sus Neuf Lettres sur
la peinture de paysage, Carus atribuye incluso una misión

135 J. Grand-Carteret, La Montagne..., ob. cit., págs. 466 y 490. S. Brif-

faud hace la misma constatación para los Pirineos: «El artista aquí solo
podrá andar tras las huellas del sabio. Va con retraso en este mundo nuevo
que sus pinceles no están adiestrados para reproducir.» Gustave Doré
«firma la renuncia casi definitiva de la pintura a servir de prolongación a
la mirada del naturalista» (art. Citado, págs. 243 y 254).
136 Citado por J. Grand-Carteret, La Montagne..., ob. cit., pág. 517.

La misma abdicación volvemos a encontrarla un poco después, en Pierre-


Henri de Valenciennes, en sus Reflexions et conseils à un élève sur la pein-
ture et particulièrement sur le genre du paysage: «Los glaciares de los Alpes
y de los Pirineos son muy curiosos para los sabios y los naturalistas. No
ofrecen la misma ventaja al pintor. No obstante, aconsejamos a los jóve-
nes artistas que los vean e incluso que hagan algunos estudios, cuyos deta-
lles podrán serles útiles en algunas ocasiones. Pero, lo repetimos, estos fenó-
menos son más admirables que pintorescos. En consecuencia, hay que
emplearlos con moderación.»

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breve tratado del paisaje

mesiánica, a la vez artística y científica, al pintor: ‘desvelar


la historia de las montañas’. «¡Con qué claridad se expresa
esta historia en ciertos estratos y en ciertas formas de mon-
tañas, hasta el punto de imponer, incluso al ignorante, la idea
de esta historia! ¿No es el artista, entonces, libre para desta-
car todo esto y proporcionar, en un sentido superior, paisa-
jes históricos? [...] Ese artista llegará, estoy seguro. Un día
aparecerán paisajes de una belleza más grande y más signi-
ficativa que los pintados por Claudio y por Ruysdael. Serán
cuadros puros de la naturaleza, pero de la naturaleza vista
con los ojos del espíritu, que se mostrará en ellos en una ver-
dad superior, y la técnica, cada vez más perfeccionada, les apor-
tará un brillo del que no eran capaces las obras anteriores.»
Lo que quiere Carus es, con el espíritu de Saussure y de la
Ilustración, «un paisaje verdaderamente geognósico» o, como
dice también, «una fisiognomía de las montañas»137.
Combinemos los dos deseos: acceso a la zona superior
(Töppfer) y «geognosia» (Carus). Lo que obtenemos es la foto-
grafía, y no la pintura, de montañas que, a pesar del talento
de los Diday, Clame, Hodler y Segantini, no dejará de decli-
nar, antes de ser definitivamente suplantada por su rival en
las publicaciones científica y turísticas. Los verdaderos dis-
cípulos de Saussure son Braun, Bisson, Martens, Civiale.
Carus recomendaba al ‘joven pintor paisajista’ que «respe-
tara las relaciones que armonizan necesariamente ciertas for-
mas montañosas con la estructura interna de sus masas». Civia-

137 Carl-Gustav Carus, Neuf Lettres sur la peinture de paysage, segui-

do de L’Esquisse d’une physyognomie des montagnes, trad. Fr. en De la


peinture de paysage dans l’Allemagne romantique, París, Klincksieck,
1983, págs. 104-105 y 134-136. Hay edición en español: Carl Gustav Carus,
Cartas y anotaciones sobre la pintura de paisaje. Diez cartas sobre la pin-
tura de paisaje con doce suplementos y una carta de Goethe a modo de
introducción, Madrid, Visor, 1992. Traducción: José Luis Arántegui.

104
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hacia nuevos paisajes

le señala que él «buscaba naturalmente los puntos mejor


situados para hacer salir la estructura de las rocas, la dispo-
sición regular o anormal de los estratos, las fragmentaciones
o los pliegues que presentan [...], es decir, todas las circuns-
tancias que hacen que el recorrido por los Alpes sea tan fruc-
tífero para el geólogo como interesante para el turista»138.
¿Cómo explicar la seducción de estas fotografías? Para-
doja: los fotógrafos, al plantearse objetivos científicos y ale-
jarse de los modelos pictóricos, se convirtieron en auténti-
cos artistas, en inventores de paisajes, incluso aunque a
menudo —empezando por Civiale— pretendieran lo contra-
rio. A nosotros, que tenemos la mirada grabada con imáge-
nes, películas, carteles, tarjetas postales, etc., nos cuesta ima-
ginar que los contemporáneos de Martens y de Bisson no
hubieran visto nunca eso. Algunos pudieron haber percibi-
do la montaña, pero nadie la había visto así. Tomemos Le
Pic d’Azpiglia de Civiale (Il. 22). Desde Caspar Wolf a Cala-
me, decenas de pintores han representado cumbres. Y esta
fotografía las relega a todas a la prehistoria de los museos.
¿Entonces, qué pasó? Sencillamente esto: el nacimiento del
‘paisaje histórico’, en el que se percibe, por primera vez, la
fuerza del relieve. Doble impresión: que el paisaje viene a nues-
tro encuentro, que surge ante nuestros ojos por una especie
de didactismo orográfico, pero también que el objetivo ha atra-
vesado la costra del macizo para, taladrándolo, sacarlo a la
luz. Geognosia. Radiografía de la roca. Nunca el verbo per-
cibir había tomado un sentido tan activo, tan agudo: perci-
bir para ver. ¿Quién se atrevería ya a hablar de registro ruti-

138 Aimé Civiale, Rapport présenté à l’Academie des sciencies et rela-


tif à des études photographiques sur les Alpes, faites au point de vue de
l’orographie et de la géographie physique, 1866. He analizado esta con-
quista final de la montaña en Montagne. Photographies de 1845 a 1914,
París, Denoël, 1984.

105
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breve tratado del paisaje

nario, de «archivos de la memoria» según la fórmula que Bau-


delaire, en su Salon de 1859, aplica a la fotografía? Si, como
intento demostrar, la función del arte es la de instaurar en
cada época modelos de visión (y de comportamiento), enton-
ces Bisson (Il. 25), Civiale, Soulier (Il. 23 y 24), Donkin son
artistas, puesto que nuestra mirada depende todavía, en gran
parte, de los ‘paisajes históricos’ que ellos crearon hace ahora
más de un siglo.

La invención del mar

Mencionaré más rápidamente la invención del mar, cuyas


etapas ha trazado Alain Corbin, en Le Territoire du vide139.
Del mismo modo que la montaña se escalona en niveles
—valles altos, glaciares, cumbres— cuya conquista ha sido
progresiva (extensión vertical), el mar se diversifica en figu-
ras —la playa, la duna, los acantilados, el puerto, la alta mar,
la tempestad, etc.—, cuya apreciación estética supone mira-
das diversas, es decir, modos de artealización diferentes.
El siglo xvii, orófobo, no ignoró ni aborreció el mar. Pero
se trata de un mar cercano, apacible y domesticado, una pro-
longación de ese campo que agrada a la mirada cultivada. Por
ejemplo, precisamente, la Campanie, visitada muy pronto, sobre
todo por los ingleses, y que se convertirá, en el siglo xviii, en
etapa obligada de uno de esos viajes pintorescos y pedagógi-
cos en los que se delectan los Ilustrados. De nuevo aquí, la
artealización pictoricista es requisito indispensable, con nom-
bres que ya nos son familiares, Poussin, Claudio y Salvator
Rosa, pero con frecuencia enriquecidos con referencias lite-

139
A. Corbin, Le Territoire du vide, ob. cit., La crítica de P. Campo-
resi, Les Belles Contrées, ob. cit., «La mer et le littoral» págs. 113 y sigs.
me parece poco pertinente.

106
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rarias, de Virgilio en particular. Lo mismo puede decirse de


los Países Bajos, donde Scheveningen constituye, desde media-
dos del siglo xvii, un paisaje, un mar artealizado por una pic-
torización intensa, las marinas de Van Goyen, Ruysdael,
y muchos otros. Lo que aporta el siglo xviii es, fundamental-
mente, una visión diferente del mar, violenta, salvaje, gran-
diosa, en una palabra: sublime. Supone otra modelización, en
la que el pintor, en alta mar al igual que en alta montaña, des-
cubre sus límites y tiene que ceder su sitio al poder de la escri-
tura y, más tarde, al de la fotografía y el cine.
A finales del siglo xvii y a principios del xviii, salvo algu-
nos sitios pintorescos, como los que acabamos de mencio-
nar, el mar está todavía en lo que yo he llamado el grado cero
del paisaje. Abundan los testimonios y Corbin precisamen-
te les ha dedicado su capítulo inicial. «Les racines de la peur
et de la repulsion». «En el Telémaco, que no es más que una
sucesión de escenas a orillas del mar, la playa, lugar de la huida,
de los naufragios, de los llantos nostálgicos, es también el tea-
tro favorito de los adioses y de las quejas desgarradoras [...].
En el alba del siglo xvii, Daniel de Foe sintetiza y reacondi-
ciona estas imágenes nefastas de la orilla. [...] La playa no es
ya sólo el teatro de las catástrofes cuyas huellas conserva»140.
Al malestar de Montesquieu cuando atraviesa los Alpes y que,
decididamente rendido, sufre de «un mareo espantoso» entre
Génova y Porto Venere, le hace eco, en 1739, el abatimien-
to del presidente de Brosses, que había salido de Antibes para
ir a Génova, un «abatimiento del alma tal que uno no se dig-
naría volver la cabeza para salvar la vida»141.

140 A. Corbin, Le Territoire du vide, ob. cit., págs. 24 y 26. Les Aven-
tures de Télémaque, de Fénelon, se publican en 1699, Robinson Crusoe,
en 1719.
141 Président de Bosses, Journal du voyage en Italie, citado por A. Cor-

bin, ibíd., pág. 29.

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breve tratado del paisaje

Esta repulsión no es solo física. Se funda en razones reli-


giosas. Como la montaña, y sin duda incluso más, el mar está
ligado a la maldición. Rostro y vestigio del Diluvio. «El océa-
no se considera entonces, según los autores, el instrumento
del castigo y, en su configuración actual, la reliquia de la catás-
trofe»142. Igual que para el ‘país horrible’, la conquista esté-
tica de este mar maléfico supuso una operación negativa y
purgativa, la disolución de los prejuicios que pesan sobre la
mirada. En esta doble historia —ascensión de la montaña,
extensión del mar— dos fechas tienen un valor simbóli-
co: 1761: La Nouvelle Heloïse, pero también los poemas de
Ossian-Macpherson, Fingal y Temora (1760-1763). «La ori-
lla caledonia se opone radicalmente a la escena arcadia. En
Occidente se opera una renovación completa de las imáge-
nes del mar»143. 1787: ascensión del Mont Blanc por Saus-
sure y Balmat, pero también Paul et Virginie de Bernardino
de Saint-Pierre. Todo sucede como si la artealización cami-
nara en conserva, o mejor dicho, al mismo ritmo en las dos
dimensiones, la altitud y la amplitud, y, sorprendentemente,
con la misma entrega de poder de la pintura a la escritura.
Hemos visto el ‘fracaso’ de Vernet en la alta montaña. En alta
mar es menor. Sus Tempestades, como las de Loutherbourg,
jugaron un papel incuestionable en la educación de la mira-
da. «Sus marinas, claros de luna, atardeceres, tempestades y
naufragios acostumbraron a los visitantes de los Salones a
unir las bellezas violentas o luminosas de las olas al ‘horror
sublime’ de las montañas»144. Esta influencia, sin embargo,
no puede compararse a la ejercida por Bernardino de Saint-
Pierre, que anuncia los grandes escritores del mar del siglo
siguiente, Chateaubriand, Hugo, Melville. También en este

142 Ibíd., pág. 29.


143 Ibíd., pág. 150.
144 D. Mornet, Le sentiment de la nature..., pág. 290.

108
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hacia nuevos paisajes

caso se dibuja, mucho antes de la invención de la fotografía,


el declinar de la pintura figurativa, excluida de estos paisa-
jes en los que se siente, de alguna manera, desterrada, o mejor
dicho, despaisajeada*, y condenada a la naturaleza próxima,
y pronto a la abstracción, sin duda la única con capacidad
para rivalizar con las palabras.

De lo bello a lo sublime

Cada paisaje tiene su lenguaje. Si el idilio arcadio encuen-


tra normalmente el suyo en las composiciones claudianas, su
defección es manifiesta en cuanto se trata de expresar lo
sublime, que fue, en los últimos decenios del siglo, el paisa-
je por excelencia, pero también la categoría dominante de la
nueva estética, hasta el punto de suplantar a veces a lo bello.
Génesis ejemplar: vemos cómo la invención de una noción,
o su reinvención, depende de una gestación artística, que la
precede y la prefigura en la mirada cultivada, y más concre-
tamente, cómo lo sublime se ha producido, en esa misma mira-
da, por el encuentro de dos paisajes recientes, la montaña y
el mar: así lo sugiere el artículo «Glaciares» de la Enciclope-
dia y el comentario de Mornet sobre a las marinas de Ver-
net y de Loutherbourg.
Hay una historia de lo sublime occidental, cuyo comien-
zo los especialistas datan en 1674, fecha de la traducción de
Boileau del tratado Sobre lo sublime, de Pseudo-Longino. Inclu-
so pudiendo contestarse la distinción tradicional entre un subli-
me retórico (Longino-Boileau) y un sublime ‘natural’145 no

* El autor hace aquí un juego de palabras: depaysée (extraño al


país)/depaysagé (extraño al paisaje), destacando así la diferencia entre país
y paisaje y enfatizando en este último. [N. de la T.].
145 El tratado de Pseudo-Longino ya menciona un sublime natural: «De

109
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breve tratado del paisaje

por ello es menos cierto que la mutación ya se llevó a cabo


en el siglo xviii. «Im 18. Jahrhundert erweitet sich der Begriff
des Sublime aus das Sublime dans les choses (Marmontel)146:
El concepto de lo sublime se amplia al «sublime en las cosas».
J. Chouillet no se equivoca, por tanto, al afirmar que la esté-
tica de la Ilustración «ganó la adquisición de una nueva cate-
goría, lo sublime» —aunque la palabra no sea nueva— pero
no puede sostenerse que la «iniciativa se le deba a Burke»147,
que recoge, en efecto, la herencia de una tradición bastante
larga, cuyo origen se remonta a finales del siglo precedente
con la aparición de una sensibilidad paradójica, una especie
de fascinación mezclada con repulsión por la montaña. Así,
en Mme. Sévigné, que habitualmente manifiesta su aversión
por todo lo que no sea el campo, el de Livry en particular,
(siempre la proximidad a la ciudad). El Ródano, tumultuo-
so, y muy peligroso para la navegación, le resulta odioso (carta
a Mme. De Grignan del 3 de marzo de 1671). Teme las
«grandes olas», lo mismo que los Alpes, «cuyos caminos son
más estrechos que vuestras literas» (carta a Mme. De Grig-
nan del 2 de junio de 1672). Y, sin embargo, al final de su
vida manifiesta una emoción extraña y premonitoria: «Nues-

ahí viene que, por una especie de inclinación natural, nuestra admiración
por Zeus no se dirija a los pequeños ríos, a pesar de su transparencia y de
su utilidad, sino al Nilo, al Danubio o al Rin, y mucho más aún al Océa-
no; la pequeña llama que hemos encendido, que conserva la pureza de su
brillo, nos sorprende menos aún que los fuegos celestes, aunque a menu-
do los alcance la oscuridad, y ésta merece menos nuestra admiración que
los cráteres del Etna» (Du Sublime, XXXV). Hay edición en español:
Demetrio / ‘Longino’, Sobre el estilo. Sobre lo sublime, Madrid, Gredos,
1979, 2002. Traducción: José García López.
146 Peter-Eckhard Knabe, Schlüsselbegriffe des kunsttheoretischen

Denkens in Frankreich, Düsseldorf, Schwan, 1972, pág. 452.


147 J. Chouillet, L’Esthétique des Lumières, ob. cit., pág. 169.

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tras montañas son maravillosas en su exceso de horror; todos


los días deseo tener un pintor para que represente la ampli-
tud de todas estas espantosas bellezas» (carta a M. de Cou-
langes del 3 de febrero de 1695).
Pero serán los ingleses los que se internarán resueltamen-
te en esta vía que conduce a lo sublime y a su teorización por
Burke, cuyo verdadero precursor es John Dennis, en su famo-
sa carta de Turín, del 2 de octubre de 1688, en la que relata
su travesía por la Saboya y su paso del monte Aiguebelette:
«un espectáculo horrible» (a horrid prospect), pero que pro-
cura «un horror delicioso» (a delightful horror), «un goce terri-
ble» (a terrible joy), dos oximorones que pronto harán for-
tuna. En primer lugar con Addison, que evoca a su vez, en 1702,
«el agradable horror» de las montañas y, diez años más tarde,
en el célebre Spectator, «el exquisito horror» del océano; des-
pués, con Shaftesbury148; y, por último con Burke, que,
en 1757, conceptualiza el oximorón para oponer mejor la cate-
goría de lo sublime, entonces naciente, a la de lo bello, toda-
vía prevaleciente. Lo bello procura placer (pleasure), lo subli-
me, delectación (delight): «No placer, sino una especie de
horror delicioso, una especie de tranquilidad teñida de
terror»149 («not pleasure, but a sort of delightful horror, a sort

148 «En Los Moralistas, Rapsodia filosófica, Shaftesbury se confiesa


conquistado por lo sublime de los lugares salvajes, las altas montañas y
los abismos, y explica el extraño placer que nos producen a la vez por su
belleza intrínseca, por el testimonio de una finalidad superior de la natu-
raleza, por el sentimiento de la presencia del tiempo que deja las huellas
de su despliegue en la diversidad de las capas geológicas, y, por último,
por los símbolos que nos ofrecen del poder divino» (Baldine Saint Girons,
Prólogo a su traducción de la Recherche philosophique sur l’origine de nos
idées du sublime et du beau de Burke, París, Vrin, 1990, pág. 30). El texto
de Shaftesbury es de 1709.
149 E. Burke, Recherche philosophique..., ob. cit., pág. 179. Hay edi-

111
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breve tratado del paisaje

of tranquility tigned with terror»). No se trata de una diferen-


cia de grado, sino de una oposición de naturaleza. El campo
es bello, ‘placentero’, el océano es sublime, ‘terrorífico’. «Una
llanura muy lisa y de vasta extensión no es seguramente una
representación mediocre; la perspectiva puede extenderse tan
lejos como la del océano; pero ¿llenará el alma de una idea
tan imponente? De las numerosas causas de esta grandeza, el
terror que inspira el océano es la más importante. El terror
es, en efecto, en todos los casos posibles, de manera más o
menos manifiesta o implícita, el principio de lo sublime»150.
Esta distinción la retomará inmediatamente Kant en su
Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime
(1764): «El aspecto de una cadena montañosa, cuyas cimas
nevadas se elevan por encima de las nubes, la descripción de
un huracán o la que hace Milton del reino infernal, nos pro-
duce un placer mezclado de espanto. Y la visión de los pra-
dos salpicados de flores, de los valles donde serpentean ria-
chuelos, donde pacen rebaños, la descripción del Eliseo o la
pintura que hace Homero de la cintura de Venus nos produ-
cen también sentimientos agradables, pero que son sólo ale-
gres y risueños. Para ser capaz de recibir con toda su fuerza
la primera impresión, hay que poseer el sentimiento de lo subli-
me, y para degustar bien la segunda, el sentimiento de lo
bello»151. Por eso, mientras que las mujeres tiene el sentimien-
to de lo bello, los hombre tienen el de lo sublime. Porque este
último no reside en el objeto natural, sino en la disposición

ción en español: Edmund Burke, Indagación filosófica sobre el origen de


nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello, Madrid, Tecnos, 1987. Tra-
ducción: Menene Gras Balager.
150 Ibíd., págs. 98-99.
151 Kant, Observations sur le sentiment du beau et du sublime, París,

Vrin, 1969, págs. 18-19. Hay edición en español: Kant, Lo bello y lo subli-
me. La paz perpetua, Madrid, Espasa Calpe, 1946, 19827.

112
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hacia nuevos paisajes

subjetiva de aquel que lo juzga, de ahí su función ética. En


cualquier caso, me parece que los comentaristas de Kant no
han subrayado bastante la función genética y genérica de los
ejemplos. En este aspecto, es destacable que los dos pasajes
más espectaculares de la Crítica del juicio (1791), aquellos en
los que la doctrina kantiana de lo sublime encuentra sus fór-
mulas más fuertes, asocian precisamente el mar y la monta-
ña, a partir de entonces inseparables y como confundidos en
la misma visión, mar de hielo y montañas encrespadas:

De donde se deduce, que lo sublime verdadero no está


más que en el espíritu de aquel que juzga y que no hay que
buscarlo en absoluto en el objeto natural cuya considera-
ción suscita esta disposición del sujeto. ¿Quién llamaría,
pues, sublimes a las masas montañosas sin forma, amon-
tonadas unas sobre otras en salvaje desorden, con sus pirá-
mides de hielo (Eispyramiden), o bien al sombrío mar en
furia (die düstere tobende See)? [...] Peñas que se destacan
audazmente y como una amenaza sobre un cielo en el que
borrascosas nubes se juntan y se acercan durante los relám-
pagos y los truenos, volcanes con todo su poder devasta-
dor, los huracanes a los que sigue la desolación, el inmen-
so océano en su furia (der grenzlose Ozean in Empörung
gesetzt), las cascadas de un río poderoso, etc., éstas son cosas
que reducen nuestro poder de resistir a algo insignifican-
te en comparación con la fuerza que les es propia. Pero si
nos encontramos en seguro, el espectáculo es tanto más
atractivo (anziehend) cuanto más terrorífico (furchtbar);
y llamamos a estos objetos sublimes porque elevan las
fuerzas del alma por encima de la media habitual y nos per-
miten descubrir en nosotros un poder de resistencia de un
género totalmente distinto, que nos da el valor de medir-
nos con el aparente poder-total de la naturaleza152.

152 Kant, Critique de la faculté de juger, ob. cit., §§ 26 y 28.

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breve tratado del paisaje

El nacimiento del desierto

Podríamos multiplicar los ejemplos de invenciones de este


tipo. Nuestro siglo las prodiga y su fecundidad, en este
campo, es casi ilimitada, puesto que no hay entidad geográ-
fica que no haya accedido o no acceda hoy a la dignidad pai-
sajera. Empezando por el bosque, durante mucho tiempo hos-
til en el imaginario occidental, pero que el higienismo del
siglo xix153 y el ecologismo del xx han idealizado con el refuer-
zo decisivo, como siempre, de las representaciones artísticas
(la escuela de Barbizon para el bosque de Fontainebleau,
etc.), hasta el extremo de que, según una reciente encuesta,
está a punto de suplantar al mar y a la alta montaña en la
predilección de los franceses. Pero hay también otros luga-
res que no gozan, como el bosque, de la plusvalía clorofíli-
ca del ‘verde’ (véase más adelante), por ejemplo las ciénagas,
consideradas hasta hace poco malsanas hasta el punto de ser
sistemáticamente desecadas y que actualmente están siendo
rehabilitadas por razones no sólo ecológicas, sino también
estéticas. Incluso los baldíos, que, a los ojos de algunos,
están adquiriendo un valor paisajístico... Sin olvidar, por
supuesto, todos los paisajes que nos descubren o, más bien,
nos inventan la microfísica y la exploración espacial y que,
sin duda, destacan, en lo esencial, avances tecnológicos, pero
que nunca se inscribirían en la mirada colectiva si no estu-
vieran mediatizados, artealizados, como lo muestran con
evidencia, para los paisajes submarinos, las películas de Cous-
teau y El Gran Azul de Luc Besson, o, para los paisajes pla-
netarios, las producciones del space art americano y las obras

153
Véanse los trabajos de Bernard Kalaoba, en particular Le Musée
vert. Radiographie du loisir en fôret, París, Anthropos, 1981, reed. París,
L’Harmattan, 1993.

114
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hacia nuevos paisajes

de ciencia ficción. Por no mencionar los ‘paisajes virtuales’,


cuyas primeras aplicaciones prácticas pueden parecer decep-
cionantes, pero que, sin embargo, parecen tener un futuro ili-
mitado.
Consecuentemente, tenemos que preguntarnos qué puede
significar la cuestión tan querida por los Casandras ecologis-
tas de ‘la muerte del paisaje’, cuando asistimos, por el con-
trario, a una proliferación pletórica de los mismos, hasta el
punto de que más bien habría que temer su saturación y debe-
ríamos preguntarnos sobre la capacidad de nuestras pobres
miradas para absorber todos estos modelos que se nos ofre-
cen. Volveré sobre ello al final de este capítulo, pero antes,
querría examinar un último ejemplo, el del Desierto, que ilus-
tra de forma particularmente didáctica y espectacular, la
transformación de un país en paisaje.
Partamos, como de costumbre, de lo que yo llamo el grado
cero del paisaje, en este caso, el país más ingrato, inhóspito
y abandonado, salvo por los nómadas y por algunos locos ere-
mitas. Chantal Dagron y Mohamed Kacimi han descrito mag-
níficamente la repulsión que, desde el alba de los tiempos, se
ha sentido por el desierto: «De Herodoto a Flaubert, de Estra-
bón a Nerval, cualquiera que holle el país sólo mirará lo que
el paranoico índice le prescribe que vea desde hace tres mil
años: el Nilo, sólo el Nilo. Nunca el desierto que lo rodea»154.
La mirada bíblica no es, en el fondo, diferente, aunque ahí el
desierto se vea investido de una función iniciática y purifica-
dora, extrañamente ligada al número cuarenta: la travesía del
desierto del pueblo hebreo dura cuarenta años. El ayuno de
Jesús en el desierto dura cuarenta días (el desierto acuático
del Diluvio ya había durado cuarenta días...) La visión islá-
mica es aún más negativa. Lo hemos visto con el paraíso

154 Chantal Dagron y Mohamed Kacimi, Naissance du désert, París,


Balland, 1992, pág. 38.

115
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breve tratado del paisaje

coránico, que exalta la sombra y los licores y relega a los con-


denados a la hoguera del desierto. «El Corán, como si quisie-
ra esconder a su tierra natal, Arabia, hasta qué punto su suelo
era estéril, callará la existencia del desierto. Hemos hecho del
agua todo ser viviente», dice Dios a su Profeta. Nacido del
desierto, el Islam se mostrará completamente amnésico res-
pecto al desierto. Se trataba de liberar a los árabes del domi-
nio de las arenas, de darles una tierra prometida, envés abso-
luto de la suya. [...] El Islam, por tanto, habría conseguido
exorcizar espiritualmente el desierto y superarlo temporalmen-
te. En cuanto murió el Profeta, La Meca se vació. Lo que más
temía era, decía, que su pueblo volviera un día al desierto. El
Islam, entonces, se apresuró a abandonar su cuna para ir a
establecerse a las orillas del Eufrates, del Tigris y del Guadal-
quivir. A Bagdad, Damasco y Granada»155.
Esta eremofobia, análoga a la oro y a la talasofobia, ya
mencionadas antes, perdurará a lo largo de los siglos. ‘País
horrible’ donde los haya. La colonización francesa solo se aven-
tura en el Sahara en escasas expediciones, siempre arriesga-
das, a menudo desventuradas y a veces desgraciadas (la época
patética de René Caillé). Habrá que esperar hasta el siglo xx,
con el progreso de la mecanización (la célebre ‘misión Citroën’)
y, sobre todo, el descubrimiento de yacimientos petrolíferos
y después el surgimiento del turismo ‘ascético’ para que el
Sahara, emblemático para la mirada occidental, de país que
era, reservado a los nómadas y a los ‘aventureros’ (Ch. de
Foucauld, Psichari, Peyré, Saint-Exupery, etc.), se convierta,
por fin, en paisaje. Es verdad que no cualquier país. Michel
Roux ha demostrado perfectamente que el país elegido como
paisaje no es el preponderante desde el punto de vista geo-

155 Ibíd., págs. 46-47. Sin embargo, no puede excluirse una cierta mís-

tica del desierto si «Sahara» (Al-shara) significa «desierto», «ocre», «ardien-


te», pero también «verdad».

116
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gráfico, sino todo lo contrario: aunque el reg, «una superfi-


cie plana, de débil declive, cubierta de un enlosado de pie-
dras mezcladas con arena gruesa, de limo o de arcilla», «es
indudablemente la forma dominante de los desiertos»156,
«en el imaginario occidental, se ha suplantado por el erg, for-
mación arenosa a menudo cruzada por souf, dunas de aris-
tas sinuosas, importante, cierto (80.000 km2 el gran erg occi-
dental), pero en absoluto preponderante. Así es como la
duna se ha convertido en la forma paisajística emblemática»157.
«La arena es una metonimia del Sahara»158. «No hay más
desierto que el de arena»159. El reg sigue siendo un país, mien-
tras que el erg se convertía en paisaje (conviene, no obstan-
te, añadirle los relieves tabulares, los hamadas y los tasilis,
que también han gozado, aunque en menor medida, de ‘pro-
moción’ paisajística).
¿Cómo explicar esta hegemonía de la arena160, que carac-

156 Michel Roux, Le Desert de sable. Le Sahara dans l’imaginaire des


Français (1900-1994), París, L’Harmattan, 1996, pág. 8.
157 Ibíd., pág. 10.
158 Ibíd., pág. 11.
159 Ibíd., pág. 67.
160 Michel Roux proporciona los resultados de una encuesta que efec-

tuó entre trescientos alumnos de un instituto de secundaria: «Se suponía


que todos habían estudiado el medio desértico. La primera pregunta les
invitaba a enumerar los tipos de paisaje del Sahara. El examen de las res-
puestas resultó muy significativo: las palabras erg, duna y arena represen-
taban el 79% de las referencias léxicas, mientras que la palabra reg y las
expresiones que pueden hacer alusión a ella, como llanura pedregosa, repre-
sentaban sólo el 4,3%» (ob. cit., pág. 8). Un estudiante chileno, Daniel
Pardo, me relató hace poco una anécdota sintomática a propósito del des-
ierto de Atacama. Si se les pregunta a los niños y a los adolescentes de las
ciudades alejadas sobre cómo se representan el desierto, mencionan dunas,
oasis y palmeras, totalmente ausentes en este desierto.

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breve tratado del paisaje

teriza, tanto en la iconografía como el texto, no sólo los


catálogos turísticos —«Los precios de los circuitos son prác-
ticamente proporcionales a la cantidad de arena»161—, sino
también las obras pedagógicas y científicas? Me inclino a creer,
como Michel Roux, que la selección, la elección del erg en
detrimento del reg, incluso entre los geógrafos, que, sin
embargo, no ignoran la preponderancia del segundo sobre
el primero, se realiza por la proyección estética del modelo
marino (duna y ola), ya instalado en la mirada occidental;
una artealización sin duda más o menos consciente en la lite-
ratura erudita, pero totalmente deliberada en el discurso
turístico. «Cuando se hace un recuento de las metáforas
marinas, es sorprendente su número, su constancia y sus
similitudes en todos los autores. [...] El erg es para todos un
océano de dunas; con sus islas, sus archipiélagos, con sus ori-
llas batidas por las olas»162.
Podríamos realizar una investigación comparable a pro-
pósito del desierto americano. «Hasta el siglo xix, no se hizo
célebre como paisaje el espacio salvaje (wilderness) en Esta-
dos Unidos»163. John Dixon Hunt señala, por su parte, que
la transformación de este país en paisaje no se hizo de golpe
y que América tuvo que forjarse sus propios modelos de
artealización, tanto in visu como in situ (véase más arriba la
predilección del Land Art por el desierto), y renunciar, poco

161 Ibíd., pág. 141.


162 Ibíd., pág. 49. Véase también los cuadros de las páginas 124 y 125,

particularmente edificantes. La misma hipótesis «marina» en Virginie Cos-


tanza, en su memoria de D. E. A.: Le Désert, premier voyage, dernier pay-
sage, École d’architecture de Paris-la-Villete y EHESS, 1992.
163 Augustin Berque, «Paysage, milieu, histoire», en Cinq propositions

pour une théorie du paysage, Seyssel, Champ Vallon, 1994, pág. 28. Ber-
que remite al libro de R. Nash, Wilderness and the American Mind, New
Haven y Londres, Yale University Press, 1973.

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hacia nuevos paisajes

a poco, a los modelos heredados de la vieja Europa (Pous-


sin, Claudio, Salvator Rosa), cada vez más obsoletos a medi-
da que se avanzaba hacia el oeste. «En el valle del Hudson,
al norte de la ciudad de Nueva York, los pintores se afana-
ron por realizar paisajes en términos tomados prestados de
la pintura paisajista europea —de Poussin, de Salvator Rosa—
pero, y esto es significativo, frente al paisaje inmenso, des-
mesurado, irreductible, su tentativa fracasó. Más lejos, por
supuesto, las llanuras del Centro-Oeste, los desiertos occiden-
tales, las montañas Rocosas, todo sobrepasaba incluso lo subli-
me europeo en la colosal imprecisión, imponiendo así al pin-
tor un desafío imposible»164. «Robert Frost y Wallace Stevens
evocan un paisaje sin orden, estéril, gris, desértico, informe,
un país “que se hace realidad vagamente hacia el oeste”,
vaguely realising westwards, “sin historia, sin arte, sin ador-
nos” unstoried, artless, unenhanced»165. De nuevo encontra-
mos aquí buenos ejemplos de lo que yo llamo artealización
‘perversa’ —lo que no le resta ni un ápice de eficacia ni
podría condenarla en nombre de no sé qué ética, que la esté-
tica no necesita para nada—, cuando el arte, contra toda obje-
tividad (¿pero, qué objetividad?), impone su sentencia a la
realidad. De este modo, el desierto del western, ese paisaje
emblemático, es una pura invención holliwoodiana: «Los
lugares donde se han desarrollado los acontecimientos argu-

164 J. D. Hunt, «¿Le Paysage américain est-il devenu non européen?»


art. cit. (pág. 43, n. 2), pág. 64. Yves Berger restablece la tradición euro-
pea cuando artealiza las mesas americanas: «Las que, en el desierto de arena
plegada como olas, son como marcas. Las que, cerca de Chama en la fron-
tera de Colorado, se separan para que el viajero descubra praderas inun-
dadas de sol, donde pacen vacas agrestes, y entonces atravesáis, en la Amé-
rica súbitamente abolida, un cuatro de Daubigny...» (La Pierre et le
Saguaro, París, Grasset, 1990, pág. 23).
165 Artículo citado, pág. 61.

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breve tratado del paisaje

mentales del western y que son los que han marcado la for-
mación de la nación americana no están situados allí y no
corresponden a los que se han utilizado como decorado natu-
ral. [...] Dicho de otro modo, el paisaje tipo, convertido en
modelo de referencia permanentemente retomado e imitado,
en suma, la convención, corresponde a lugares y a paisajes
que no fueron el escenario de los sucesos de la conquista del
Oeste»166. ¿Qué razones comerciales, culturales, estéticas ins-
piraron la elección de los productores y de los realizadores?
Lo ignoro. En todo caso, es este paisaje el que, mediante la
ilusión cinematográfica, se impuso a la mirada planetaria.

¿Muerte del paisaje?

¿Qué significa «muerte del paisaje»? Éste fue, hace una


quincena de años, el título, interrogativo, de una obra colec-
tiva ahora ya histórica167. Ya he respondido parcialmente a
esta pregunta, por cuanto estoy convencido de que, lejos de
empobrecerse, nuestra visión paisajística no deja de enrique-
cerse, hasta el punto de que esta exuberancia —cada dece-
nio nos entrega su lote de nuevos paisajes, en los que el arte
y la técnica se prestan mutuo apoyo— podría recargar la mira-
da y provocar, con la saciedad, la nostalgia de un tempo en
el que solamente el campo bucólico, tan querido por algu-
nos ecologistas, tendría derecho de ciudadanía (iba a decir
de ceguera*) en nuestra mirada estética. Pero querría reto-

166
Michel Foucher, «Du désert, paysage du western», Hérodote, 7,
1977, págs. 131-132, reimpreso en La Théorie du paysage en France
(1974-1994), ob. cit., pág. 74.
167 Mort du paysage? ob. cit. (supra cap. I).

* El autor hace un juego de palabras facilitado por la cercanía foné-


tica de los términos cité (ciudad) y cecité (ceguera). [N. de la T.].

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hacia nuevos paisajes

mar esta cuestión más radicalmente recurriendo, otra vez más,


a la herramienta teórica con la que me he pertrechado, la doble
articulación: país/paisaje, por una parte, y artealización in
situ/in visu, por otra.
In situ. La confirmación de defunción significaría que, efec-
tivamente, hemos deteriorado, si no destruido, nuestros pai-
sajes tradicionales, reducidos al estado de ‘país’ por nuestras
agresiones y nuestra incuria. A pesar de algunas iniciativas, por
lo demás equívocas (véase más arriba), cada vez está menos
asegurada la conservación del territorio rural por parte de los
agricultores, con la extensión de los eriales como horizonte.
Algo semejante sucede con nuestras ciudades, y sobre todo con
sus inmediaciones, zonas industriales saturadas de paneles
publicitarios, a pesar de la ley de 1979, extrarradios siniestros,
viviendas ilegales, ‘rurbanización’, letanía constante.
In visu. La cuestión se plantea de forma totalmente dife-
rente: ¿disponemos de modelos que nos permitirían apreciar
lo que tenemos ante los ojos? Parece ser que no. Ante nues-
tras ciudades, e incluso ante nuestros campos, estaríamos en
la misma indigencia perceptiva (estética) que un hombre
del xvii respecto al mar y a la montaña. Es un ‘país horri-
ble’ que solo suscita repulsión.
De la conjunción de estos dos factores —deterioro in situ,
desamparo in visu— procede la crisis actual del paisaje. ¿Pero
es una crisis tan grave? Yo creo que descubre, sobre todo, la
esclerosis de nuestra mirada, que quiere lo viejo (recordemos
el hermoso texto de Proust sobre el artista oculista), y el recur-
so nostálgico a modelos bucólicos, más o menos caducos,
a años de país, país con años*. Todavía no sabemos ver nues-

* De nuevo el autor se complace con las posibilidades que le ofrece


la similitud fonética e incluso gráfica de estos tres términos (paysage/pay-
sâge/paysâgés) y que le permite crear unos neologismos cargados de refe-
rencias. [N. de la T.].

121
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breve tratado del paisaje

tros complejos industriales, nuestras ciudades futuristas, el


poder paisajístico de una autopista. Somos nosotros los que
tendremos que forjar los esquemas de visión que nos los
conviertan en estéticos168. Por ahora, nos complacemos con
la crisis, pero quizá sea de esta delectación crítica de donde
saldrán los modelos de mañana.
Respecto a esto, me ha impresionado mucho el volumen
—Paysages Photographies169— publicado hace poco por
Datar*. Este balance de los años ochenta es sintomático:
pocos paisajes rurales o ‘naturales’, por el contrario, una
insistente predilección por la decrepitud: vertidos, escombros,
terrenos baldíos, suburbios obreros, ciudades siniestradas,
fábricas desafectadas, etc. Incluso las dunas están mancilla-
das de desperdicios. Paisajes de de-, de la decepción, del des-
echo. ¿Hay que imputar a los responsables de la obra una volun-
tad deliberada de des-terrar, des-paisajear, en el sentido
violento, brutalmente defectivo, del prefijo. Le pregunté su opi-
nión a Lucien Chabason, entonces jefe de gabinete del minis-
tro de Medioambiente. Me respondió: «Es el anti-cromo.
Pero no hay lugar para sorprenderse cuando los artistas expre-
san algo tan fuerte. Es su papel. Están, como siempre, por delan-
te de nosotros, anticipan nuestra experiencia»170.

168
¿Hay que llegar incluso a forjar los esquemas del caos, como he
creído poder aventurar, cierto que en otro contexto, con «Éloge du désor-
dre», Chaos-Harmonie-Existaence, École d’architecture de Clermont-
Ferrand, 1994. Kasouo Shinohara alababa, no hace mucho, «la belleza
del caos» en «Villes, chaos, activités», Cahiers du C.C.I., nº 5, 1988.
169 Paysages Photographies. En France les années quatre vingt. Mis-

sion photographique de la Datar, París, Hazan, 1989.


* Datar (Delegación para la Ordenación del territorio y acciones
regionales.). [N. de la T.].
170 Lucien Chabason, «Entretien avec Alain Roger», en Maîtres et pro-

tecteurs de la nature, Seyssel, Champ Vallon, 1991, pág. 319.

122
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hacia nuevos paisajes

Admito gustoso, con Lucien Chabason —y también algu-


nos otros: Adorno, Francastel, Mac Luhan, etc.—, que el arte
ejerza esta función de anticipación171.
Pero creo que las fotografías de la Datar son más bien pai-
sajes críticos, en el doble sentido del término. Sí, muerte del
paisaje tradicional: el anti-cromo, el anti-Corot. En este aspec-
to, el balance está lejos de ser tan negativo como podría cre-
erse en una ojeada por encima de la obra, al ver en ella solo
un escaparate de la abyección contemporánea. La fealdad
nunca es definitiva, nunca irreparable, y la historia nos demues-
tra que el arte siempre puede reducirla, neutralizarla, meta-
morfosearla172. E.S. Casey menciona «la insistencia» y «la rude-
za prosaica» —«Whitout shadows, without magnificence / The
flesh, the bone, the dirt, the stone»— sólo para destacar hasta
qué punto «incluso estas ‘cosas’ pueden resultar poéticas;
cualquier cara de la naturaleza tiene la posibilidad permanen-
te de ser vista como poética, sobre todo cuando se enfoca a
través de un poema»173. La carne, el hueso, la mugre, la pie-
dra, ¿cómo no pensar en nuestros suburbios leprosos y en los
cuerpos humillados que se empeñan en sobrevivir? Lo que no
significa que haya que dejar la mugre y la piedra en su esta-
do y contentarse con ‘poetizarla’. La evidencia, en su grave-
dad poética, habla, al contrario, de la urgencia de elaborar
un nuevo sistema de valores y de modelos que nos permita
artealizar in situ, y también in visu, ‘el horroroso país’ que
estamos condenados a habitar. Queda por saber si se trata de
un voto piadoso o si nos es posible descubrir los signos pre-
cursores de una próxima modelización, en resumen, si esta-

171 Alain Roger, Art et anticipation, París, Carré, 1997.


172 He desarrollado esta tesis de la «redención» de la fealdad por el
arte en Nus et Paysages, ob. cit., cap. IV, «La laideur», págs. 217-269.
173 E. S. Casey, «Le poétique», Revue d’esthétique, 1996, pág. 321.

Los dos versos citados son de Wallace Stevens.

123
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breve tratado del paisaje

mos en condiciones de prever el futuro. No me aventuraré a


responder y me contentaré, modestamente, con reunir algu-
nos indicios, descubrir algunas huellas, seguir algunas pistas.
La primera es la que abrió, hace ya más de cuarenta años,
Francastel. En lugar del espacio euclidiano, él veía en los pin-
tores (de ahí los límites de su prospectiva) la gestación de nue-
vos espacios, por lo demás heterogéneos: espacios-curvos, espa-
cios-fuezas, espacios-polisensoriales, etc. «Nuestra época se
empeña en adquirir una especie de experiencia directa de las
fuerzas de la naturaleza. Se deja de considerar que el univer-
so esté hecho para el hombre-rey y a su imagen y que el ros-
tro de la tierra sea, por hipótesis, el rostro del mundo. Se aban-
dona la idea de que el universo es la ampliación al infinito
del cubo escenográfico en cuyo centro se desplaza el hom-
bre-actor. La figuración del espacio deja de ser una descrip-
ción pintoresca y decorativa para convertirse en un registro
de gestos o de acciones elementales y de sensaciones experi-
mentadas en el plano de la consciencia, con arreglo a la coin-
cidencia de los diferentes sentidos. [...] ¿Quién no ve que esta-
mos muy cerca de llegar a experimentar sensaciones familiares
al hombre que vuela, al hombre que hace surgir, hasta bajo
la influencia de la razón, los juegos complejos de su incons-
ciente? Figuración espacial moderna, figuración espacial fun-
dada en el análisis de reflejos, figuración psico-fisiológica y
ya no óptica en el sentido euclidiano del término»174.
Este análisis me parece totalmente transferible al del pai-
saje. La invasión de lo audiovisual, la aceleración de las velo-
cidades, las conquistas espaciales y abisales nos han enseña-
do y obligado a vivir en nuevos paisajes, subterráneos,
submarinos, aéreos: en Nadar, ya encontramos hermosas

174
P. Francastel, Peinture et Société, ob. cit., págs. 198-199. «Parece
probable que nuestra época inaugure la edad de una la exploración poli-
sensorial del mundo». Ibíd., pág. 212.

124
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hacia nuevos paisajes

páginas sobre la embriaguez de la ‘fotografía aerostática’;


paisajes más dinámicos: hace ya casi un siglo que Proust des-
cubría (inventaba) el paisaje ‘en coche’; paisajes sonoros (los
soundscapes de Murray-Schafer y las creaciones de Jean-
François Augoyard), olfativos (Nathalie Poiret), y tantos otros
registros todavía no explorados, o aún insospechados; paisa-
jes también más agresivos, que el cine nos impone, al contra-
rio que el mito arcadio, tan querido por la vieja Europa.
La segunda pista es la del palimpsesto. Me sorprende la recu-
rrencia a este tema actualmente. François Dagognet lo desarro-
llaba hace poco en el centro Georges Pompidou. Michel Conan
hace, por su parte, «el elogio del palimpsesto», que opone a
lo ‘panorámico’, impuesto por el Renacimiento: «Las formas
modernas de apreciación del paisaje suponen una parte cre-
ciente en esta exploración de la naturaleza construida o más
o menos cultivada, al abordarla como un palimpsesto sobre-
cargado con múltiples escrituras»175. Y volvemos a encontrar
esta idea en Bernard Lassus, la de un «paisaje milhojas», que
tiene mil capas y mil profundidades, ópticas, hápticas, kines-
tésicas, cenestésicas, memorizadas, imaginarias, etc.176.
¿Cómo nombrar a esta concreción dinámica, a esta con-
densación polisensorial, a esta constelación virtual? A veces,
me parece que si yo inventara este vocablo, sería, con humor,
humildad, semejante a aquel que, en otro tiempo, en algún
lugar de Flandes, reinventó Landschap, y que este breve tra-
tado podría cambiar de título o, al menos, enriquecerse con
un ensayo de arte-ficción paisajística.

175 Michel Conan, «Eloge du palimpsesto», en Hypothèses pour une


troisième nature, Londres, Coracle Press, 1992, pág. 51.
176 Bernard Lassus, «Pour une poétique du paysage. Théorie des fai-

lles», en Maîtres et protecteurs de la nature, ob. cit., pág. 253. «El paisa-
je debe interpretarse como un palimpsesto» (Marcel Roncayolo, «Le pay-
sage du savant», en Les Lieux de la mémoire, t. II, La Nation, París,
Gallimard, 1986, pág. 517).

125
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6
viaje y paisaje

El extrañamiento

Exiliado en el año 8 d.C. por haber escrito su escandalo-


so Arte de amar (es el objeto principal de la acusación ofi-
cial), también, sin duda, por haber sido el amante de Julia,
hija de Augusto, y por muchas otras razones, Ovidio se
lamenta en estos términos: «Excercent illi sociae commeri-
ca linguae («Ellos usan una lengua común a todos») Per ges-
tum res est significanda mihi (Yo debo hacerme entender por
gestos») Barbaus hic ego, qui non intelligor ulli («Aquí el bár-
baro soy yo, que nadie me entiende»)177.
La fórmula de Ovidio —Barbarus hic ego—, me parece
que es adecuada para extenderla al viaje cuando éste se vive
como un exilio, extrañamiento, desamparo. Uno se siente per-
dido, en el abandono, privado de sus referencias habituales,
condenado a una especie de autismo, la pérdida del contac-
to vital con la realidad, de la que hablan los psiquiatras. La
‘barbarie’ no es sólo ni esencialmente lingüística: aunque
casi dominemos la lengua indígena, podemos sentirnos recha-

177 Ovidio, Tristes, libro V, x, 37. Hay edición en español: Publio Ovi-

dio Nasón, Tristes. Ponticas, Madrid, Gredos, 2001.

127
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breve tratado del paisaje

zados, como un cuerpo extraño, por la falta de modelos cul-


turales que nos permitan apreciar el país o, sencillamente, apre-
henderlo. Éste es el extrañamiento que querría comentar
brevemente, pues constituye la contraprueba (dolorosa) de
la tesis expuesta en este libro y como el revés de la artealiza-
ción.

El autismo del vacío

La primera forma de autismo es la del vacío. Esperába-


mos un paisaje y sólo encontramos un país, es decir, las penas
o la inquietud, si no la hostilidad. ¿Desterrados? Más val-
dría decir ‘enterrados’, reducidos a este país, a este sucio país
sin paisaje. No nos sentimos desterrados sino despaisajados,
desprovistos de paisaje. Recordemos el hastío de Montesquieu
cuando atraviesa el Tirol, y este ‘horrible país’ (Chamonix)
estigmatizado por el desventurado Le Pays, en su carta del
16 de mayo de 1669. De ahí la importancia del turismo, ese
arte de viajar, porque el itinerario está organizado, arteali-
zado a golpes de modelos pictóricos, literarios, etc. A partir
del siglo xvii, el viaje a Italia es un peregrinaje en el que debe
reencontrarse a los poetas latinos (Virgilio) y las pinturas
‘romanas’ (Claudio de Lorena). En el siglo siguiente, el viaje
a los Alpes estará (véase más arriba) inspirado por Rousseau,
Aberli y Saussure. Lo mismo sucede con el ‘viaje pintoresco’
tal como lo organiza Gilpin178 en los últimos años del siglo.
La guía turística es, en primer lugar, un viático artístico, un
manual de artealización. Se entiende, pues, la sorpresa de esos

178
William Gilpin, Trois Essais sur le beau pittoresque, París, Éd. Du
Moniteur, 1982. Hay edición en español: William Gilpin, Tres ensayos sobre
la belleza pintoresca, Madrid, Abada, 2004. Traducción: Maysi Veuthey.

128
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viaje y paisaje. el extrañamiento

viajeros cultivados cuando se enfrentan a ese beocismo local,


yo preferiría escribir be-autismo*, el autismo de la mirada
vacía, el del «buen campesino saboyano (del que hable M.
de Saussure) al que no faltaba razón cuando trataba de locos
a todos los amantes de las montañas de hielo, sin dudarlo»179.

El autismo del desplazamiento

Existe una segunda forma de autismo, más compleja y más


irritante. La mirada no está vacía sino que es incongruente;
la artealización no es deficiente sino inadecuada. Me he des-
plazado pero, ironías del viaje, todos mis modelos están... des-
plazados, en falso, un malentendido o, mejor, un malvisto ince-
sante. Aquí estoy, como un pánfilo, descubriendo con estupor
que sus divisas ya no son válidas o que sus cheques de viaje
no son negociables. ¡No, no puedo conversar con este país!
Como Rimbaud, en su «Adieu», «he sido devuelto al suelo,
con un deber que buscar y con la rugosa realidad por abra-
zar. ¡Campesino!»180. Sí, campesino: ese que no ve nada, nada
estético, en todo caso, consagrado como está a la labor taci-
turna. «Pero ¡ni una sola mano amiga! Y ¿dónde hallar soco-
rro? Barbarus hic ergo, «Ya no sé hablar»181, es decir, dia-
logar con el paisaje.
¿Quién no ha sufrido este infortunio, esta injusticia, tener
la idea de que todo estaba previsto, y, sin embargo no ver nada,

* La maestría del autor en crear relaciones contextuales con los homó-


fonos le lleva a sugerir bé-autisme como sustituto de béotisme. [N. de la T].
179 Kant, Critique de la faculté de juger, ob. cit., § 29.
180 Arthur Rimbaud, Une saison en enfer, «Adieu». Hay edición en

español: Arthur Rimbaud, Una temporada en el infierno. Iluminaciones,


Madrid, Alianza Editorial, 2001. Traducción: Julia Escobar.
181 Ibid., «Martin».

129
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breve tratado del paisaje

en todo caso nada que se corresponda con lo que se espera-


ba, con lo que, en cierto modo, se exigía, como un deber cul-
tural? Me acuerdo de mi primera estancia en Flandes. Fue
en julio de 1976, días caniculares, tendría que haber descon-
fiado, diferido este viaje... Brujas calentada al rojo blanco,
radiante al sol, no tenía, evidentemente, nada que ver con Bru-
ges-la-Morte, la novela de Rodenbach que era mi viático, y que
buscaba en vano, reventado de calor, en el agua sin alma de
sus canales. Después, Ostende, pesadilla estética. Tampoco
nada que ver con la canción de Léo Ferré «comme à Osten-
de, sous la pluie… (como en Ostende, bajo la lluvia...)» Ciu-
dad asfixiada, calcinada, siniestrada, toda Bélgica se reducía
al «plat pays (país plano)» de Brel, pero en el sentido indi-
gente de esta locución*.
Tengo un celebre predecesor, Théophile Gautier, que acu-
dió a Flandes «a la caza de lo rubio», en búsqueda de un
Rubens encarnado (El Toisón de oro). «Está decidido, se dijo
al salir de la galería, quiero una flamenca. Como Tiburcio
era el hombre más lógico del mundo, se hizo este razonamien-
to, a saber, que las flamencas debían ser mucho más comu-
nes en Flandes que en ningún otro sitio, y que le urgía ir a
Bélgica a la caza de lo rubio. Este Jasón de nuevo corte, a la
búsqueda de otro toisón de oro, cogió esa misma tarde la dili-
gencia de Bruselas. [...] Pero ni una sola rubia; si hubiera hecho
un poco más de calor, podríamos creer que estábamos en Sevi-
lla. [...] Viendo que Bruselas sólo estaba habitada por anda-
luzas de tostado escote, lo que, por otra parte, se explica fácil-
mente por la dominación que durante mucho tiempo pesó
sobre los Países Bajos, Tiburcio resolvió ir a Amberes. [...]
Se adentró resueltamente en el corazón de la vieja ciudad, bus-
cando lo rubio con un ardor digno de los antiguos caballe-

* El autor hace referencia a una conocida canción de Jacques Brel sobre


su tierra: Le plat pays.

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viaje y paisaje. el extrañamiento

ros de aventuras. [...] Tiburcio, esperando encontrar en la clase


inferior el verdadero tipo flamenco y popular, entró en las
tabernas y en los cafés.» En vano, y al día siguiente, en el alber-
gue: «Mein Herr, aquí está vuestra comida, dijo una vieja negra
hotentota, sirvienta del hotel, poniendo en un velador una
bandeja cargada con vajilla y plata. ¡Ah, ya!, tendría que haber
ido a África para encontrar rubias, refunfuño Tiburcio al tiem-
po que atacaba desesperado su bistec. [...] No fue más afor-
tunado que el día anterior, pardas ironías, que salían por todas
las calles, le lanzaban solapadas sonrisas burlonas. India,
África, América desfilaron ante él, en muestras más o menos
cobrizas...»
Tranquilicémonos, Tiburcio pronto quedará deslumbra-
do por la «Magdalena» del Descenso de la Cruz de Rubens,
nueva mediación artística que dirige su impaciencia y con-
densa su ‘lirismo trascendental’ antes de que, por fin, encuen-
tre a Gretchen, Magdalena encarnada, que se apresura a
raptar para instalarla en París, es más seguro. Y, «adivinan-
do entre ella y su amante una rival invisible», aceptará posar,
transformándose, de este modo, en un ‘cuadro viviente’,
según la feliz expresión de Gautier, y reuniéndose, en la his-
toria literaria, con la Gillette de Balzac (La Chef-d’Œuvre
inconnue) y con la Christine de Zola (L’Œvre). Es cierto que
se trata, en este caso, de un rostro más que de un paisaje, pero
la desventura es similar, cualquiera que sea el final, feliz en
este caso por la gracia del novelista. Yo sentí la misma decep-
ción cuando hice mi primer peregrinaje a Illiers, el Combray
de Proust. Había previsto la Vivonne, los trayectos legenda-
rios, y sólo veía un riachuelo no demasiado limpio, seguí tris-
temente mi circuito «Marcel Proust», que, desgraciadamen-
te, ya no tenía mucho ‘que ver’ con las dos ‘partes’ de
Méséglise y de Guermantes.
Descendamos un grado para mencionar el turismo contem-
poráneo, que apuesta, más que nunca, por el exotismo y el
extrañamiento. En realidad, lo que se le vende al cliente no

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breve tratado del paisaje

es, lo más a menudo, más que una mercancía adulterada, un


paisaje de pacotilla, made in Europe. Se decide que allí se encon-
trará la ‘tierra prometida’ (por la agencia), algo listo-para-vivir
y listo-para-ver, paisaje asegurado, laguna y cocotero (o sus
equivalentes), para mayor seguridad, se fabrican y se aíslan
in situ (el club), un gueto turístico, fuera es peligroso, está sucio,
con mendigos, ladrones, polvo, miseria. Os llevarán allí, si así
lo deseáis, en autobús climatizado, para hacer algunas com-
pras, pero tened cuidado y la vuelta a las dieciséis horas.
A veces hace falta mucho valor y ascesis para rechazar este
neo-colonialismo turístico y volver al país, en lo que pueda
tener de más pobre a nuestros ojos: de alguna manera, bar-
barizarse y purgarse la mirada, a riesgo de caer en la cegue-
ra, para intentar ver o, al menos, entrever otro paisaje, sabien-
do en todo caso que siempre necesitaremos un modelo, exótico
o indígena, para convertir en paisaje ese país.

El autismo de la renuncia

Hay, por último, un tercer tipo de autismo, no ya por defec-


to ni por desplazamiento, sino por exceso, plétora, intempe-
rancia estética. ¿Para qué irme, si corro el riesgo de encon-
trar, en Flandes, sólo ‘pardas ironías’? Por qué no quedarme
en casa, donde el arte me prodiga a mi gusto y sin esfuerzos
los placeres más refinados o los más fuertes? ¿Por qué exi-
liarme cuando puedo viajar a domicilio y deleitarme, sin
incomodidades (lo indígena [indigêne*]), en todos los paisa-
jes? Conozco a un esteta que ya no va a Rouen: ¡la catedral
es mucho más hermosa en las epifanías de Monet!

* Gêne = molestia, incomodidad; indigène = indígena. Indigêne-Indi-


gène, otra similitud fonética que no le pasa desapercibida a Alain Roger.
[N. de la T.].

132
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viaje y paisaje. el extrañamiento

Huysmans nos ha dado la figura emblemática de este


autismo paradójico, pues el exceso conduce a la abstinencia:
Des Esseintes, el personaje central de À rebours, enclaustra-
do en su fortín de Fontenay y rodeado de esas esencias encin-
tadas, esas esseintes182, que son las obras de arte. Aquejado
de anemia, tiene, sin embargo, que decidirse a salir y elegir
Inglaterra, bajo la influencia de Dickens. No irá muy lejos:
hasta la ‘Bodega’, una taberna inglesa, pero que está en la
calle de Rivoli. «Soñaba, evocando delante de la púrpura de
los oportos que llenaban los vasos, con las criaturas de Dic-
kens a las que tanto les gusta beberlo, poblando imaginaria-
mente la bodega con personajes nuevos, viendo aquí los
cabellos blancos y la tez encendida del señor Wickfield, allí
el semblante flemático y astuto, y la mirada implacable del
señor Tulkinghorn, el fúnebre procurador de Bleak-house. [...]
La ciudad del novelista, la casa bien iluminada, bien calde-
ada, bien servida, bien cerrada, las botellas que lentamente
vierte la pequeña Dorrit, Dora Copperfield, la hermana de
Tom Pinch, se le aparecían navegando como un arca tibia en
un diluvio de fango y hollín.» Para qué seguir este viaje del
que solo pueden resultar «crueles desilusiones», como cuan-
do des Esseintes «había salido de París y visitado las ciuda-
des de los Países Bajos, una por una. [...] Se había imagina-
do una Holanda como la de las obras de Teniers y de Steen,
de Rembrandt y de Ostade, figurándose previamente, como
era su costumbre, incomparables juderías tan doradas como
los cueros de Córdoba por el sol; imaginándose prodigiosas
kermeses, continuas jaranas en el campo, esperándose esa bon-
dad patriarcal, ese jovial desenfreno celebrado por los viejos
maestros.» De ahí esa decisión tan sensata: «En suma, sentí

182 He intentado analizar esta asombrosa condensación en Nus et


Paysages, ob. cit., págs. 228 y sigs., y en «Glose pour des Esseintes», en
Huysmans, Cahiers de l’Herne, París, 1985.

133
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breve tratado del paisaje

y ví lo que quería sentir y ver. Estoy saturado de vida ingle-


sa desde mi partida; habría que estar loco para ir a perder,
por culpa de un torpe desplazamiento, sensaciones impere-
cederas»183.
He empezado este capítulo tristemente, con Ovidio lamen-
tándose en la lejanía. Lo termino con humor con Huysmans
disfrutando at home de Inglaterra. Y para persistir todavía
un poco, concluiré con esta bonita reflexión de Oscar Wilde,
que era entendido en viajes domésticos: «Los japoneses son,
como ya he dicho, sencillamente una forma de estilo, una
exquisita fantasía artística. Y así, si deseáis ver los efectos japo-
neses, no os hagáis viajero, no vayáis a Tokio. Por el contra-
rio, quedaos en casa sumergios en el estudio de algunos artis-
tas japoneses; después, cuando hayáis asimilado el espíritu
de su estilo y asimilado bien su método imaginativo de visión,
id a sentaros alguna tarde al Parque o, incluso, a Piccadilly;
y si ahí no podéis ver efectos absolutamente japoneses, no
los veréis en ningún sitio»184.

183 Joris-Karl Huysmans, À rebours, capítulo XI, cursiva mía. Este «torpe

desplazamiento» sería también el que he mencionado en la sección prece-


dente. Hay edición en español: Joris-Karl Huysmans, Contra natura, Bar-
celona, Tusquets, 19972. Traducción: José de los Ríos.
184 O. Wilde, Le Déclin du mensonge, ob. cit., págs. 310-311.

134
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7
paisaje y medio ambiente

Se considera evidente que el paisaje forma parte del medio


ambiente, del que sería uno de sus aspectos, uno de sus tipos,
y, por tanto, que también merece ser protegido, del mismo
modo que nos preocupamos por salvaguardar el medio
ambiente. Esta postura, que parece sensata, es tan falsa en
sus principios como perjudicial en sus efectos. Hablando
estrictamente, el paisaje no forma «parte» del medio ambien-
te. Este último es un concepto reciente, de origen ecológico,
y, por esta razón, susceptible de tratamiento científico. En cuan-
to al paisaje, es una noción más antigua, de origen artístico
(véase más arriba), y que, como tal, compete a un análisis
esencialmente estético. Cuando el biólogo Haeckel (1866)
inventa la palabra Ecología, lo que quiere nombrar es un con-
cepto científico. Cuando Möbius (1877) forja el concepto de
biocenosis, y Tansley (1935) el de ecosistema, que pronto fecun-
dará todas las teorías del medio ambiente, son los intereses
científicos los que animan a estos pioneros. No se compren-
de cómo podrían aplicarse estos conceptos al paisaje si no es
por medio de una reducción de este último a su zócalo natu-
ral. Conviene, pues, distinguir sistemáticamente lo que tiene
relación con el paisaje y lo que depende del medio ambien-

135
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breve tratado del paisaje

te. Esto no quiere decir que no haya que articular ambos tér-
minos, muy al contrario; pero la articulación pasa por la pre-
via disociación de los mismos. Este es el objeto del presente
capítulo.

La «reducción» del paisaje

Partamos de esta confusión para disiparla mejor. Mi pro-


pósito no es incoar el proceso de los que, con toda su buena
fe, la mantienen, con falta de tiempo de atención o de herra-
mientas teóricas apropiadas. Los análisis que siguen, tan crí-
ticos como sean, tienen sólo una función didáctica, exenta
de toda intención polémica.
Tomemos como primer ejemplo el Plan national por l’en-
vironnement (Plan nacional para el medio ambiente), publi-
cado en junio de 1990 por Lucien Chabason y Jacques Theys,
un trabajo, por otra parte notable, pero que traduce la difi-
cultad, para los «hombres del medio ambiente», alimenta-
dos de ecología, de elevarse a lo que podríamos llamar la auto-
nomía del paisaje.

PROTECCIÓN DE LA NATURALEZA Y POLÍTICA


DEL PAISAJE

Los textos votados desde hace veinte años, las estruc-


turas creadas para aplicarlos han acercado singular-
mente estas dos nociones, la una biológica, la otra esté-
tica.
Así, los parques nacionales y naturales regionales, la
conservación del litoral dirigen sus esfuerzos a proteger
y a administrar a la vez biotopos y paisajes destacables.
Las leyes de protección votadas tras la descentralización,
ley de la montaña y ley del litoral, operan igualmente esta
articulación. Por último, la investigación científica con el

136
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paisaje y medio ambiente

desarrollo de la «ecología del paisaje» va en la misma direc-


ción185.

Este texto es totalmente sintomático. No ignora que (y ya


es mucho) la distinción de los valores biológicos y estéticos.
Pero se desarrolla como si quisiera reducirla, por supuesto
en provecho de los primeros, más objetivos. Así es, sin duda,
como hay que comprender la referencia final y «científica»
a ‘la ecología del paisaje’, una vieja conocida, puesto que este
monstruo conceptual aparece —y probablemente no se trate
de una casualidad— con la pluma del biogeógrafo alemán
Troll en 1939 (Landschaftökologie), antes de dispersarse a
los países del Este y al pensamiento anglosajón (landscape
ecology). En lo que a mí respecta, ignoro lo que quiere decir
«ecología del paisaje», a no ser que sea: la absorción del pai-
saje en su realidad física, la disolución de sus valores en las
variables ecológicas, en resumen, su naturalización, mientras
que un paisaje no es nunca natural, sino siempre cultural.
A partir de aquí, y por muy positivas que sean las pro-
puestas del Plan, éstas siguen siendo prisioneras de una con-
cepción patrimonial del paisaje: lo que hay que salvaguar-
dar. Es manifiesto que el ministro del Medio ambiente, cuando
se ocupa del paisaje, no puede desarrollar en absoluto otra
estrategia: «Nuevos instrumentos financieros deberían con-
currir a la preservación de los paisajes»186. ¿Preservar el
qué? ¿Por qué? ¿En nombre de qué? ¿Hay que convertir a
Francia en un museo del paisaje?
Mi segundo ejemplo lo tomo del «informe Carrère» —Trans-
port destination 2002. Le débat national—, en la versión que se
me remitió en 1992. Este informe sobre los transportes había

185 Lucien Chabason y Jacques Theys, Plan national pour l’environ-


nemet, 1990, pág. 95.
186 Ibíd., pág. 155. Cursiva en el texto.

137
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breve tratado del paisaje

sido encargado por el ministro de Infraestructuras (entonces


Paul Quilès) a Gilbert Carrère. La carta era muy explícita,
pues todo un párrafo recomendaba la mayor atención al
medio ambiente y al paisaje. Ahora bien, si al informe pre-
vio (abril 1992) le quedan todavía algunos rastros de esta reco-
mendación, en el capítulo VI («Transporte y Medio ambien-
te»), que hace alusión al famoso 1% afectado al paisaje de
los tramos de autopistas no concedidas (disposición amplia-
da desde entonces) y se pregunta, con pertinencia, «cómo medir
un daño al paisaje» (mientras que un daño al medio ambien-
te sí es cuantificable), el informe final, en sus «Recomenda-
ciones para la acción», por lo demás excelentes en muchos
aspectos, se mantiene totalmente mudo respecto al proble-
ma del paisaje, que, de alguna manera, se ha volatilizado con
el soplo de la primavera. En efecto, solamente he encontra-
do una única aparición de la palabra ‘paisaje’, y es significativa:

El debate nacional ha estado dominado por la idea gene-


ral de que la tarificación no desempeñaba su papel de equi-
librio y que el conjunto del sector de los transportes esta-
ba sub-tarifado: no tiene en cuenta ni los costes sociales
(seguridad, sanidad, calidad de vida...) ni los costes a
largo plazo de la preservación del patrimonio natural (cli-
mas, energías renovables, calidad del aire, del agua, de los
paisajes...) ni siquiera, a veces, el verdadero coste clási-
co187.

Pobre paisaje, exiliado entre paréntesis, a la cola de la lista


y ahogado en la preocupación conservadora y naturalista del
medio ambiente: la preservación del patrimonio natural.
Pero, ¿qué pasa con las definiciones oficiales? En este
aspecto, la consulta de los diccionarios y enciclopedias es

187 Rapport Carrère, pág. 61.

138
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paisaje y medio ambiente

instructiva. Tomemos, por ejemplo, el artículo «Paisajes»


de la Encyclopedia Universalis. Primera indicación: este
artículo lleva como subtítulo y entre paréntesis la palabra
«medio ambiente». Está claro que, desde el principio, el pai-
saje se postula como un subconjunto del medio ambiente
y que no va a tardar en llegar la reducción ecológica. Así
lo confirma la primera sección del artículo, «Paisajes y eco-
logía. Ambigüedades del paisaje», debida a dos eminentes
especialistas, Patrick Blandin y Maxime Lamotte, que no
dejan de «lamentar» estas «ambigüedades». ¿Cómo desha-
cerse de ellas? Eliminando los valores subjetivos, vincula-
dos a la percepción, para refugiarse en la ecología, esta abra
de objetividad. De ahí la referencia obligada a los padres
fundadores, Tansley y Lindeman, y al concepto de ecosis-
tema, pronto relegado por el de ecocomplejo, forjado por
nuestros dos autores: «Este término evita las ambigüeda-
des de la palabra ‘paisaje’, pues designa una categoría de
sistemas ecológicos considerados sin ninguna referencia a
los fenómenos de percepción.» Nos deja confundidos. Es
cierto, las «ambigüedades» han desaparecido, pero ¡a qué
precio! El escamoteo del paisaje. ¿Qué queda de él, en efec-
to, cuando se lo ha separado de su percepción? Toda la his-
toria del paisaje occidental, así como del extremo Oriente,
lo demuestra con evidencia: el paisaje es, en primer lugar,
el producto de una operación perceptiva, es decir, una deter-
minación sociocultural.
Apreciamos tanto más el correctivo propinado por Jean-
Rober Pitte, al principio de la sección siguiente, «Paisajes y
geografía»: «Situándose en contra de toda posición natura-
lista y cuantitativa, se puede decir que el paisaje es la reali-
dad del espacio terrestre percibido y deformado por los sen-
tidos y que su evolución descansa enteramente en manos de
los hombres, que son sus herederos, sus autores, sus respon-
sables.» Se trata, desgraciadamente, de un ‘concepto vago’
(las ‘ambigüedades’...) y, como ya sabemos, los geógrafos están

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breve tratado del paisaje

divididos, por eso la ‘necesidad de una síntesis’, en la que la


geografía cultural es habitualmente la víctima, porque siem-
pre se quiere volver a los ‘valores seguros’ (entiéndase: obje-
tivos), los de la geografía física.
Contra los ecólogos, diré que un paisaje no puede nunca
reducirse a un ecosistema. Contra los geógrafos, que menos
aún puede reducirse a un geosistema. Por muy decepcionan-
te que sea, en apariencia, esta propuesta, sin embargo, hay
que mantenerla con firmeza: el paisaje no es un concepto cien-
tífico. En otros términos, no puede haber una ciencia del pai-
saje, lo que no significa, sino muy al contrario, que no pueda
mantenerse un discurso coherente respecto a este tema.

Un poco de historia

No basta con denunciar esta confusión reduccionista, hay


que procurarse los medios para remediarla y dos decenios de
reflexión teórica me han convencido de que es indispensable
una genealogía de los conceptos en este campo. Ésta nos des-
vela, en efecto, que el paisaje y el medio ambiente tienen orí-
genes e historias diferentes, que deberían asegurarse sus res-
pectivas autonomías. El hecho de que, desde hace un siglo,
en nombre del rigor científico, la geografía y la ecología
hayan querido apropiarse del paisaje y como fagocitarlo, no
le quita nada a la irreductibilidad estética del mismo y nos
impone, al contrario, que rechacemos este ecolonialismo y
esta geofagia, si se me permiten estos neologismos, y que con-
tengamos a la ecología y a la geografía en los límites de su
competencia.
Conviene, en primer lugar, recordar que el paisaje, nues-
tros paisajes, son adquisiciones relativamente recientes. No
volveré sobre ello, puesto que ha sido el objeto de los capí-
tulos precedentes. Cualquiera que sea la modalidad de la artea-
lización, in situ o in visu, el paisaje es siempre una invención

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paisaje y medio ambiente

histórica y esencialmente estética, como lo demuestran todos


los diccionarios hasta finales del siglo xix. Entre todos los
calificativos relacionados con paisaje, los más frecuentes son:
bello (19 veces en 30 definiciones), rico, risueño, agradable,
delicioso. También encontramos algunas menciones muy
raras de paisajes con connotaciones negativas: horribles, de-
sierto, triste. El paisaje es un objeto que no deja indiferente
y que, muy generalmente, se percibe como positivo; por
ejemplo, la cita más frecuente es : «Estoy rodeado del paisa-
je más bello del mundo» (atribuido a Voltaire). [...] El pai-
saje, durante dos siglos, no se ha considerado como un bien
geográfico. Es lo que se ve en determinadas condiciones de
situación y de sentimiento del espectador. Es una selección
de objetos entre los que se ofrecen a la vista, que, sin embar-
go, se miran como componentes de paisajes sólo en los casos
en los que el conjunto visto place o satisface»188.
¿Qué sucede con el medio ambiente desde el punto de vista
de esta historia del paisaje occidental, situado desde el ori-
gen bajo el signo del arte? La palabra en sí no es reciente.
Está atestiguada ya en el siglo xvi, en Bernard Palissy, por
ejemplo, pero entonces designa un ‘circuito’. Littré (1877),
en un artículo de cinco líneas, da un solo sentido: «acción
de rodear, resultado de esta acción». Hay que esperar al
siglo xx para que el vocablo tome el sentido, o mejor, los
sentidos que nos son familiares: «Entorno / Medio ambien-
te*, n. m. (de rodear) 1. Lo que rodea por todo los lados:

188 François Pierre Tourneux, «De l’espace vu au tableau, ou les défi-


nitions du mot paysage dans les dictionnaires de langue française du XVII
au XIX siècle», Revue géographique de l’Est, nº 4, 1985, págs. 336 y 345;
reimpreso en La Théorie du paysage en France (1974-1994), ob. cit., pági-
nas 198 y 208.
* En francés a los términos españoles «entorno» y «medio ambien-
te» le corresponde un único término: environnement. [N. de la T.].

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breve tratado del paisaje

un pueblo en su entorno de montañas. —2. Conjunto de ele-


mentos (bióticos o abióticos) que rodean a un individuo o
a una especie, algunos de los cuales contribuyen directamen-
te a satisfacer sus necesidades: protección del medio ambien-
te. —3. Conjunto de los elementos objetivos (calidad del aire,
ruido, etc.) y subjetivos (belleza de un paisaje, calidad de un
sitio, etc.) que constituyen juntos el marco de vida de un indi-
viduo. —4. Atmósfera, ambiente, clima en el que uno se
encuentra; contexto psicológico y social...» Grand Dictio-
naire encyclopédique Larousse. Se habrá observado que esta
red de definiciones permite, una vez más, capturar el paisa-
je como ‘elemento subjetivo’ del medio ambiente, es verdad
que salvaguardando su valor estético.
Si la noción de paisaje es de origen artístico, el concepto
de medio ambiente es de inspiración científica. Se entiende
claramente con Haeckel y su definición de ecología: «Por Eco-
logía entendemos la totalidad de la ciencia de las relaciones
del organismo con el medio ambiente, comprendidas, en sen-
tido amplio, todas las condiciones de existencia»189. Pero
sobre todo es con Tansley y su teoría de los ecosistemas con
lo que el medio ambiente, enriquecido con determinaciones
abióticas, se impone como concepto científico, sintético y con-
quistador, listo para absorberlo todo, incluido el paisaje.
Evitaremos aquí toda polémica en cuanto a la pretensión de
la ecología de erigirse en ciencia del medio ambiente. Reco-
nozco gustoso que tal pretensión está justificada, que la eco-
logía, bien llevada, puede ser una ciencia de pleno derecho,
y precisamente por esta razón le niego el derecho de erigir-
se en ciencia del paisaje, bajo el nombre de landscape eco-
logy o de cualquier otro. Y me plantaré en mi postura en tanto
no se me haya demostrado que es posible una ciencia de lo

189 Ernst Haeckel, Generelle Morphologie der Organismen, Berlín, 1866,

t. II, pág. 286.

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paisaje y medio ambiente

bello, que esto último es cuantificable y que existe una uni-


dad de medida estética, o cualquier otro patrón, análoga al
decibelio del ruido ambiental. Eso no quiere decir que un estu-
dio geográfico o ecológico del lugar —eso que yo he llama-
do el país por oposición al paisaje— sea superfluo. El cono-
cimiento de los geosistemas y de los ecosistemas es
evidentemente indispensable, pero no nos hace avanzar un
solo paso en la determinación de los valores paisajísticos, que
son socioculturales. El análisis objetivo de un biotopo, la medi-
da del grado de contaminación de un río no tienen, literal-
mente, nada que ver con el paisaje, como hace poco señala-
ba Bernard Lassus en su artículo decisivo: «Hay una diferencia,
una irreductibilidad de un agua limpia a un paisaje. Se puede
imaginar fácilmente que un lugar contaminado constituya un
paisaje bello y que, a la inversa, un lugar no contaminado
no sea necesariamente bello»190.

La verdolatría

Querría denunciar, respecto a esto, un prejuicio: la obse-


sión por lo verde, alimentada por los ecologistas y por nume-
rosos defensores del medio ambiente. ¿Por qué esta ‘verdo-
latría’? ¿Porque el verde remite a lo vegetal, por tanto a la
clorofila, por tanto a la vida? Sin duda, pero ¿es esta una razón
para erigir este valor biológico en valor estético, este valor
ecológico en valor paisajístico? (Se podrían citar numerosos
pintores e ingenieros que consideran, por el contrario, que
el verde no es un ‘buen color’.) ¿Un paisaje tiene que ser una
gran lechuga, una sopa de acederas, un caldo vegetal? En Le
Roman des jardins de France, Denise y Jean-Pierre Le Dan-

190 Bernard Lassaus, «Les continuités du paysage», Urbanismes et


architecture, núm. 250, pág. 64.

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breve tratado del paisaje

tec denuncian ‘verdemente’ la «descalificación del jardín en


green». «El espacio verde no es un lugar, sino una porción
de territorio indiferenciado cuyos límites se deciden en el uni-
verso abstracto del plano. Ya no hay historia: el espacio se
burla del contexto y de la tradición. Nada de cultura: el
espacio verde es sólo un green acondicionado siguiendo sólo
las ‘reglas’ de la comodidad; se ha despedido al arte, o se ha
reducido al ‘embalaje’. Atópico, acrónico, anartístico, al
espacio verde le importan poco los trazados, las proporcio-
nes, los elementos minerales y acuáticos, la composición pai-
sajística o geométrica. Es un nada vegetal reservado a la
purificación del aire y al ejercicio físico»191. Éste es, otra vez,
el grado cero del paisaje, y no hemos progresado ni un paso
en la creación paisajística cuando nos hemos contentado con
instalar espacios verdes, incluso aunque, desde el punto de
vista del medio ambiente, esta mejora sea mesurable.
Esta verdolatría me recuerda un monólogo muy diverti-
do de Charles Cros, La journée verte (1880): el horrible
domingo en el campo de M. Galipaux, un empleado parisi-
no que va, durante todo el día, a verdearse mucho. Porque
todo es verde: el chal de Mme. Oscar, el periquito, que no
deja de gritar ‘¡guisantes verdes!’, el merendero, recubierto
de pintura verde, la comida, ternera con acedera, tortilla de
espinacas y ‘la ensalada, mucha ensalada’... Tomamos el tren
de París. Nueva pesadilla: «Una hora en la estación [...] fren-
te a un anuncio de la Belle Potagère, ¡un anuncio de un verde
manzana que hace daño a la vista!» De vuelta, por fin...
«Oscar da mi dirección: cochero, farol verde, es su barrio.

191
Denise y Jean Pierre Le Dantec, Le Roman des jardins de France,
París, 1987, pág. 261. Carmontelle, en Les Jardin de Monceau (1779), seña-
la ya que un «verde demasiado inmenso y del mismo tono entristecería
demasiado nuestra alma, que sólo desea impresiones dulces, vivas y ale-
gres».

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paisaje y medio ambiente

Ya me creía salvado; ¡en París, ya no más campo, ya no más


verde! ¡Horror! El coche enfila el bulevar Haussmann. Todos
esos árboles a la derecha y a la izquierda... Creía que me moría.
Cuando volví en mí, estaba en la cama, un príncipe de la cien-
cia, un enfermero, una hermana de la caridad me rodeaban.
La hermana me pone la mano en la boca para impedirme
hablar. Yo me revuelvo, me indigno. Ante mi armario de espe-
jo, reculo cuando veo mi imagen. Estaba verde como un
puré de guisantes. ¡Había cogido la ictericia!»

Los valores del paisaje

Llego a lo esencial. Mi experiencia, tanto teórica como prác-


tica —en el seno del comité de expertos Environnement et
paysage, creado por la dirección de carreteras en el ministe-
rio de Infraestructuras—, me ha convencido de que la mayo-
ría de los problemas ligados al medio ambiente, con su cor-
tejo de malentendidos y de diálogos sordos, podrían resolverse
más fácilmente si no se mezclara todo y si hiciera un esfuer-
zo por distinguir cuidadosamente los valores ecológicos y los
valores paisajísticos. Tan ardua como pueda ser, a veces, esta
tarea —porque también se mezclan en ella los interesen eco-
nómicos—, es indispensable y siempre beneficiosa.
Tomaré un primer ejemplo, el de la ‘ley del paisaje’, pro-
puesta no hace mucho por Ségolène Royal, que se proclamó
‘ministra del paisaje’, un título prometedor, pero que no deja
de inquietar, pues el ministerio del Medio ambiente está
demasiado inclinado a defender una concepción conservado-
ra y patrimonial del territorio. El discurso de Ségolène Royal
me ha confirmado, efectivamente, mi aprensión: no se trata
de ‘preservar’, ‘proteger’, ‘salvaguardar’, etc. Está claro que,
sencillamente, se han transferido al paisaje los valores eco-
lógicos, que no son los suyos. ¿Por qué habría que preservar
los paisajes a todo precio? ¿Cuáles? y ¿según qué criterios?

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breve tratado del paisaje

Eso no está nunca precisado, ni siquiera se aborda. Muy sig-


nificativa, en este aspecto, es la disposición relativa al per-
miso de construcción, con la instauración espectacular de una
‘pantalla de paisaje’: «El objetivo de esta pantalla paisajísti-
ca no es el de burocratizar los procedimientos de los permi-
sos de construcción, por ejemplo debido a la obligación de
consultar a un CAUE o [...] por la imposición de la firma de
un paisajista. El objetivo es que, con cada permiso de cons-
truir, se instale en los constructores, en los responsables loca-
les y en los maestros de obras el reflejo de pensar en la cons-
trucción en términos de paisaje192.
Es increíble. ¿Quién va a crear ese ‘reflejo’? ¿Con qué
pedagogía o qué política? ¿Y en nombre de qué, si no del mayor
conservadurismo? A menos que se defina el paisaje como «lo
que debe ser imperativamente preservado» —sobrentendido:
todo atentado contra el paisaje actual es una contaminación
visual asimilable a una contaminación ecológica, postulado
aberrante—, es imposible darle la mínima consistencia a esta
‘pantalla de paisaje’, y lleva directamente querellas y a litigios
insolubles o a la no aplicación de la ley. Dicho de otro modo,
esta disposición solo tiene sentido si se incluye el paisaje en
el medio ambiente, con, en último extremo, la ‘clasificación’
de todo el territorio, puesto que cada intervención corre el ries-
go de dañar el paisaje actual. Es fácil entender, por tanto, lo
que sería ese ‘reflejo’ que quería suscitar la ministra de medio
ambiente. Es: «¡No toques mi paisaje!», una transformación
de esa vieja gloria, la idea de integración. Por contraste, y en
este mismo número de La Feuille du paysage, destaca esta decla-
ración de Alexandre Chemetoff a propósito de los ‘planes de

192
«Ségolène Royal: créer un reflexe paysage» La Feuille du paysage,
diciembre, 1992, pág. 2. La ministra de Medio ambiente responde a una
pregunta de la redacción (CAUE: Consejo de Arquitectura, Urbanismo y
Medio ambiente).

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paisaje y medio ambiente

paisaje’ —en este caso el de Belle-Ile-en-Mer, del que es res-


ponsable— que, es cierto que dependen del Ministerio de
Infreaestructuras, evidentemente menos conservador: «La
cuestión de tomar en cuenta el paisaje lleva a considerar la
transformación del paisaje como una evolución y no sólo
como algo que se conserva y que se protege. En lugar de
hablar en términos de protección, podríamos entender los fenó-
menos que hacen evolucionar los paisajes y fundamentar, a
partir de este conocimiento, otra manera de acondicionar los
sitios, de administrarlos, de proyectar el conjunto de fenóme-
nos que conducen a fabricar la identidad de un territorio»193.
Iría incluso a decir que hay que proteger el paisaje de sus
‘protectores’, quitarles la gestión, como la creación, a todos
los que se afianzan en una concepción conservadora, véase
reaccionaria, del acondicionamiento del territorio. ¡Cuántos
ecologistas tienen sólo una visión bucólica y arcaica del pai-
saje francés! ¡Cuántas asociaciones de ‘defensa’ enarbolan inge-
nuamente como paisaje ‘natural’ que hay que preservar un
modelo cultural, heredado del siglo xix y a menudo obsole-
to, la Ile-de-France de Corot, la de los impresionistas, etc.!
Segundo ejemplo: el consejo regional de Auvernia publi-
có, en noviembre de 1992, una Charte architecturale et pay-
sagère muy reveladora. Después de haber recordado las
«características de la arquitectura de Auvernia», la carta, ani-
mada de un encomiable celo pedagógico, nos enseña, con
fotografías de apoyo, las «lamentables opciones» y los
«aspectos positivos»; dicho de otro modo: lo que hay que
hacer y lo que no hay que hacer, por supuesto, en nombre
de la sacrosanta integración, que se encuentra entre las
«nociones elementales y familiares»194 (sic). Pero el conser-

193 Ibíd., pág. 4. Cursiva mía.


194 Charte architecturale et paysagère, conseil régional d’Auvergne, 1992,

pág. 22.

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breve tratado del paisaje

vadurismo no se limita a lo edificado, se extiende a las plan-


taciones, para las que deberá «preferirse el follaje caduco al
follaje perenne, plantas locales y no exóticas, sin mezclar-
las: tilos, castaños, plátanos, avellanos, arces, fresnos, evi-
tar los ciruelos, los sauces llorones, los pinos de Austria, las
tuyas y otras especies extranjeras»195. Una recomendación
como ésta, aparentemente anodina, es muy inquietante. Los
autores de la carta, con su buen sentido auvernés y su inge-
nuidad ecológica, ignoran, sin duda, que sencillamente reto-
man una de las principales tesis de los grandes jardineros-
paisajistas del Tercer Reich, Mäding, Eiepking, Seifert,
Tüxen, etc. Exoten raus!, «los extranjeros fuera!», éste era,
efectivamente, su eslogan. Para empezar, las plantas exóti-
cas, después, poco a poco, todos esos metecos, esos inmi-
grantes que, como se dice actualmente, nos invaden y con-
taminan nuestro paisaje...
«El mismo año (1942) en que Mäding promulga, en cola-
boración con Wiepking, las reglas del paisaje, un grupo de
botánicos sajones, apoyados por Tüxen, compara la lucha
contra las plantas extranjeras y la de los nazis contra los otros
pueblos y contra “la peste del bolcheviquismo”. Este grupo
de trabajo hace suyo un llamamiento lanzado por Kästner,
y reclama una “guerra de exterminio” (Ausrottungskrieg) con-
tra la “balsamina de flores pequeñas” (Impatiens parviflo-
ra), bajo el pretexto de que esta “extranjera” se propaga e
incluso entra en ‘competencia’ con la ‘balsamina de flores gran-
des’ (Impatiens noli me tangere), amenazando así, parece ser,
la pureza del paisaje alemán. El llamamiento termina con la
frase siguiente: “¡Del mismo modo que, en el combate con-
tra el bolchevismo, es toda nuestra cultura occidental lo que
está en juego, en la lucha contra el intruso mongol (Impa-
tiens parviflora), es uno de los fundamentos esenciales de nues-

195 Ibíd., pág. 27.

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paisaje y medio ambiente

tra cultura, a saber, la belleza de nuestros bosques, lo que se


encuentra amenazado!”.
En este final del siglo xx, volvemos echar pestes [...] con-
tra las especies exóticas, que, parece ser, caracterizan «el aspec-
to de nuestros jardines como República federal» y a exigir que
se destierren las plantas extranjeras del jardín alemán, una rei-
vindicación cercana a las ideas de Seifert, Mäding, Wiepking
y Tüxen. [...] Así, por ejemplo, en los bosques berlineses, a veces
en áreas considerables, se eliminan actualmente (1989) los
prunos de floración tardía (Prunus serotina), con el pretexto
de que no corresponderían a la imagen que nos hacemos de
una vegetación natural, definida, entre otros, por Tüxen, y que
parte de la idea de que podría determinarse, en un momento
y para un paisaje dados, la mejor combinación de plantas en
su estado natural, es decir, exentas de toda intervención huma-
na. Estas especies exóticas —el Prunus serotina nos viene del
noreste de América— perturban, en Berlín, la representación
de un bosque “cercano a la naturaleza” (naturnah), y, por tanto,
deben ser exterminadas como la peste, así lo hizo saber un repre-
sentante del responsable de la protección de la naturaleza y del
mantenimiento de los paisajes ante el Senado de Berlín»196.

196 Gret Gröning, «Y a-t-il un changement dans la compréhension du


paysage? Sur les recommandations pour éviter la cultures de plantes étran-
gères en Allemagne au XXe siècle», en Maîtres et Protecteur de la nautre,
Seyssel, Champ Vallon, 1991, págs. 284-286. Los apóstoles del paisaje «natu-
ral» e «indígena» deberían leer todo el artículo. Este problema no es
reciente. Adolphe Alphand, en Les Promenades de Paris (1867), elogia las
plantas exóticas y prescribe «cuidarlas con todo el esmero que reclama
esta aristocracia vegetal». «Recomendamos las plantas exóticas» declara
Wiliam Robinson en Le Jardin de fleurs anglais, en 1883. Sin embargo,
André Véra, en Le Nouveau Jardin (1911), desaconseja «los vegetales extran-
jeros y, sobre todo, los exóticos», en nombre de un nacionalismo que le
conducirá a apoyar al mariscal Pétain.

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breve tratado del paisaje

Pobre Prunus, desterrado por los berlineses y por los


auverneses... Si nuestros antepasados hubieran practicado una
política tan ‘racista’ en el campo de la horticultura, no ten-
dríamos ni los claveles, ni las begonias, ni el romero, ni los
melocotones, ni las cerezas de Olivet, ni los viñedos de Bor-
goña (¡no quiero ni pensarlo!), y, como decía, en 1938, el gran
jardinero judío Borchardt, víctima de los nazis, «todavía
viviríamos de bellotas» (Wir lebten gärtnerisch noch heute
von Eicheln).

El complejo de la cicatriz

Seamos claros y firmes: debemos recordarles incansable-


mente, a los ecologistas y a otros defensores del medio
ambiente, los derechos del paisaje, que no se limitan a la pre-
servación del medio ambiente, verde o no, y mostrarles que
le hacen un parco servicio a su causa cuando practican esta
confusión reduccionista. A los poderes públicos y a los pro-
fesionales de las infraestructuras, debemos, por supuesto,
recordarles las exigencias del medio ambiente, pero también,
con mayor razón, las del paisaje, y hacerles ver que están lejos
de haber acabado su tarea cuando han respetado el medio
ambiente, demasiado a menudo reducido a su valor fónico.
Sin embargo, me parece que muchos ingenieros y técni-
cos, tras un período en el que, no sin razón, se les reprocha-
ban sus métodos tecnocráticos, adoptan ahora un perfil un
poco demasiado bajo ante las pretensiones ecologistas, legí-
timas, sin duda, pero dentro de unos límites que deben defi-
nirse, sin los cuales cedemos a la ecolocracia. Sucede como
si, culpabilizados en exceso, tuvieran vergüenza de ese pai-
saje que ‘desfiguran’ con pesar. Lo que quiero denunciar es
ese complejo de la cicatriz, pues postula un paisaje en sí que
habría que preservar a todo precio y, por tanto, el carácter
criminal de la autopista, puesto que ése es actualmente el blan-

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paisaje y medio ambiente

co de todas las pasiones: una herida que, mal que bien, habría
que intentar reducir o, al menos, disimular. Como señala Pie-
rre-Marie Tricaud, «puesto que quien concibe una carrete-
ra, considera que su proyecto sólo puede tener un impacto
negativo tanto sobre el paisaje como sobre el medio ambien-
te, recurre al paisajista para camuflarlo»197. Triste vocación
la del que se creía investido de una misión creadora, inven-
tar el paisaje del mañana, y que se ve reducido al camuflaje,
sí ¡qué desaire!
Yo creo que conviene abandonar esta visión avergonza-
da de la autopista. No solo constituye, en sí misma, un autén-
tico paisaje, sino que, como en otro tiempo el TGV, produ-
ce otros nuevos. No se trata, pues, de esconder el tajo, ni de
cicatrizar sus accesos a golpe de apósitos vegetales, una con-
cepción decorativa y curativa, en una palabra: decurativa, que
resume bastante bien la misión que se le asigna al paisajista.
Tomemos el problema a la inversa: si llevamos hasta el extre-
mo, es decir, hasta el absurdo, este complejo de cicatriz y su
lógica del camuflaje, acabaremos teniendo que enterrar las
autopistas, no sólo en las aglomeraciones y en otras zonas
sensibles (lo que se justifica), sino en el conjunto del territo-
rio. Todo el país minado por este nuevo metro... Ya no hay
heridas, pero tampoco paisajes a nuestro alrededor, a no ser
para aquellos que, de tarde en tarde, volvieran a subir por
alguna ‘boca’ de este metrormiguero hexagonal. Por el con-
trario, nos corresponde a nosotros saber transformar esta cica-
triz en un rostro y esta herida en paisaje.
Emplearé una analogía. Se nos repite hasta la saciedad que
los postes desfiguran el paisaje. Aquí, de nuevo, se postula
un paisaje en sí, a priori intocable. No se les pasa por la cabe-
za a los llorosos ecologistas que una ‘armada de postes en el

197 Pierre-Marie Tricaud, «Route et Paysage: encore un effort», Pay-


sage et Aménagement, 15 de mayo de 1991, pág. 24.

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breve tratado del paisaje

campo’ pueda constituir y generar un nuevo paisaje, tan fuer-


te, si no más, que el antiguo. Como oportunamente recuer-
da Thierry Grillet, «sin duda, los postes han crispado a
mucha gente en nombre de una idílica protección del paisa-
je. Pero, ya en 1914, Fernand Léger tronaba contra los que
consideraban preferible suprimir inmediatamente los postes
telegráficos, las casas y dejar sólo los árboles, suaves armo-
nías de árboles»198.
Este complejo de cicatriz no sólo provoca escalofrío, sino
que lleva a la contradicción. Por un lado, la autopista es inva-
sora, por sus propias normas y por el dominio que impone.
Pero, por otra parte, habría que hacer todo lo posible para
que fuera discreta. A la lógica del disimulo, se une la de la simu-
lación, una lógica del ‘como si’: como si esta autopista fuera
sólo una carretera un poco más ancha, con derecho al mismo
tratamiento, sobre el modelo de nuestras viejas y queridas
‘nacionales’, tan ‘convivibles’, con sus tradicionales hileras de
árboles. Con frecuencia me ha sorprendido este tema recu-
rrente en boca de las direcciones departamentales de infraes-
tructuras, esta pobre panacea de los alineamientos de árbo-
les y los bordes vegetales. Literalmente creo que se va por mal
camino al recurrir sistemáticamente a soluciones como éstas.
No pretendo que todas y en todas partes sean incongruentes,
digo que convendría intentar otras más apropiadas a las
dimensiones y a los trazados de las autopistas. Como señala-
ba hace poco Anne Dazelle, directora del CAUE de Loire-Atlan-
tique, «se cree que es suficiente con plantar árboles para hacer
un bonito jardín y se cometen muchos errores». Yo diría: «se
cree que es suficiente con plantar árboles para hacer una boni-
ta autopista y se cometen muchos errores».

198
Thierry Grillet, Catálogo de la exposición «Création industrielle
et paysage. Ouvrages EDF en Nord-Pas-de-Calais)» Ed. du CCI, septiem-
bre de 1991.

152
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paisaje y medio ambiente

Esto es lo que tenemos que hacer, cada uno en su come-


tido y según sus medios: inventar el futuro, alimentar la
mirada de mañana y, sobre todo, no acurrucarse en el pasa-
do. Con la práctica paisajística sucede lo mismo que con toda
creación artística: no podría obstinarse en el letargo de los
museos199.

199 Este capítulo estaba redactado cuando conocí, gracias a la antolo-


gía de J.-P. Le Dantec, el artículo de Ambroise Dupont, «La problématique
française», Métropolis, núms. 101-102, 1994, cuyas posturas coinciden con
las mías: «Hay que aceptar el hecho de que la red de autopistas no puede
crear el mismo paisaje que en los siglos xvii y xviii, y no pedir a los paisa-
jistas que inventen soluciones cosméticas y poco sólidas»; «la situación
actual se caracteriza [...] por una confusión entre medio ambiente y paisa-
je, dos nociones que, sin duda, convendría desunir en el futuro» (citado por
J.-P- Le Dantec, en Jardins et Paysages, ob. cit., págs. 597 y 601).

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dueños y protectores de la naturaleza

Contribución a la crítica de un pretendido


«contrato natural»

La filosofía desconfía de la naturaleza. Podemos, incluso, pre-


guntarnos si su vocación no es, original y esencialmente, anti-
naturalista. Aunque es cierto que han sido frecuentes las reac-
ciones y que la historia está jalonada de ‘vueltas a la naturaleza’:
en el Quattrocento, con Rousseau, en la Naturphilosophie
romántica, o, en nuestro fin de milenio bajo el signo de la eco-
logía, esa voluntad proclamada, si no predicada por algunos,
de renovar una Alianza, de establecer un «contrato natural»
que asegure, tras siglos de hostilidad y de vandalismo, las con-
diciones de una auténtica «simbiosis con la naturaleza».
Aunque sólo sea debido a la extrema confusión o, por decir-
lo más precisamente, a la indeterminación de esta ‘naturale-
za’, parece que esta vuelta no sea de muy buena ley. Las obras
de Lenoble, Van Melsen, Moscovici, etc., han impuesto defi-
nitivamente la idea, vislumbrada ya desde el siglo xviii (y,
sin duda, incluso antes) de una historia estética, epistemoló-
gica, tecnológica de la naturaleza200, de la que, a partir de

200 Véanse las primeras páginas de este libro. Se podrían dar gran can-

155
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breve tratado del paisaje

entonces, no puede hablarse en términos de lo absoluto, sino


como un X hipotético análogo a la «cosa en sí» de Kant. Desde
este punto de vista, el proyecto de un «contrato natural» es
ilusorio mientras no se precise qué naturaleza se pretende ins-
taurar como sujeto de derecho, suponiendo, por otra parte,
que una operación de este tipo tenga sentido.

Descartes y Galileo

Tradicionalmente, la vuelta a la naturaleza va acompaña-


da de la incoación de un proceso contra la ciencia, la técni-
ca y contra aquellos que, al alba de la modernidad, serían
sus funestos fundadores: Descartes y Galileo, culpables, con su
imperialismo teórico, de haber avasallado la Naturaleza y envi-
lecido la Vida. Este proceso es doblemente inquietante. En
primer lugar, porque la acusación se sustenta en una lectura
más o menos deshonesta de los textos, además, y sobre todo,
porque la insistente referencia a la Naturaleza y a la Vida,
con sus mayúsculas, recuerda desagradablemente el natura-
lismo y el biologismo que, hace más de medio siglo, bajo la
bandera de Blut und Boden (sangre y suelo), inspiraron, en
todas las áreas, incluidas la de la fauna y la de la flora, el racis-

tidad de referencias: «Se trata siempre de una naturaleza cultivada pero


que, debido a su mayor o menor permanencia y a su estabilidad, nos resul-
ta familiar y, por eso, creemos que tratamos una única naturaleza. Sólo
con la retrospectiva histórica descubrimos hasta qué punto esta naturale-
za es cultural» (A. G. Van Melsen, Science and Techology, Pitsburg, 1961,
pág. 291). «Vuestra naturaleza es la de Linneo, la de Lamarck, la mía es
la de Einstein, la de Heisenberg» (Vasarely, Plasti-Cité, París/Tournaï,
Castermann, 1970, págs. 47-48). La idea de una naturaleza cultural ya
está presente en Voltaire, en su Diccionario filosófico y en Marx, en La
ideología alemana.

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mo más obtuso. Los perdonavidas de la ‘barbarie’ y los pre-


dicadores del «contrato natural», evidentemente, protesta-
rán ante esta comparación y proclamarán su buena fe huma-
nista. Pero, tanto si les gusta como si no, esta invocación
obsesiva a la Naturaleza y a la Vida, erigidas en valores
absolutos, es todo lo contrario al humanismo; y sólo por el
recuerdo de las prácticas, idiotas en el mejor de los casos, inno-
bles en el peor, que avalaron, deberían pensárselo dos veces
antes de seguir enarbolando su bandera.
¿No es sorprendente que notables intelectuales, formados
en la disciplina filosófica, sientan esa aversión, en nombre de
no se sabe qué ‘Naturaleza’, contra la modernidad científi-
ca y preconicen con tono profético una especie de milenio eco-
lógico? Mientras se trataba de Heidegger, podía hacerse caso
omiso. Tan ilustre como sea el rector de Friburgo, su nostal-
gia del ‘viejo puente de madera’ y su teoría de la «estructu-
ra técnica» (Gestell) como «peligro» (Gefahr) contra la cul-
tura occidental participan, indiscutiblemente, de una ideología
retrógrada201, y no se puede más que estar de acuerdo con
la opinión de François Guéry cuando escribe que Heidegger
«representa los prejuicios más mojigatos respecto al sentido
de la técnica»202. De hecho, esta especie de melancolía no era

201 «La verdadera amenaza ya ha alcanzado al hombre en su esencia.


El reino de la Imposición nos amenaza con la eventualidad de que pueda
rechazársele al hombre volver a una revelación más originaria y oír así la
llamada de una verdad más inicial» (Martin Heidegger, «La question de
la technique», 1953, trad. fr. en Essais et conférences, París, Gallimard,
1958, págs. 37-38). A pesar de estas laboriosas explicaciones, siempre me
he preguntado por qué el traductor había elegido para Gestell «arraison-
nement», vocablo que desde entonces, contra todo rigor, ha invadido la
vulgata heideggeriana. Hay edición en español: Martin Heidegger, Con-
ferencias y artículos, Barcelona, Del Serbal, 2001.
202 François Guéry, La Société industrielle et ses ennemis, París, Orban,

1989, pág. 45.

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nueva. Más de veinte años antes, Duhamel, en Scènes de la


vie future (1930), y Spengler, en El hombre y la técnica man-
tenían ya propuestas alarmistas que prefigurarían los discur-
sos ecologistas: «La mecanización del mundo ha entrado en
una fase de hipertensión extremadamente peligrosa. El pro-
pio semblante de la Tierra, con sus plantas, sus animales y
sus hombres, ya no es el mismo. En unos decenios, la mayo-
ría de los grandes bosques han desaparecido, se han volati-
lizado en papel de periódico, y con esto se ha dado lugar a
que hayan empezado a producirse cambios climáticos que
ponen en peligro la economía rural de poblaciones enteras
[...] Todo ser viviente agoniza en la tenaza de la organización.
Un mundo artificial se apodera del mundo natural y lo enve-
nena. La Civilización misma se ha convertido en una máqui-
na que hace o intenta hacerlo todo mecánicamente. Ya sólo
pensamos en términos de ‘caballos de vapor’. No podemos
mirar una cascada sin transformarla mentalmente en ener-
gía eléctrica»203. Y hay que estar corrompido por el pecado
de la técnica para no ver «que todo esto tiene un carácter dia-
bólico»204. Pero, a Dios gracias, «se propaga un hastío, una
especie de pacifismo en la lucha contra la Naturaleza»205. Seis
decenios después, Serres proclamará sus deseos de un «armis-
ticio»...
Difiramos por el momento la cuestión del contrato para
interesarnos por este proceso contra la modernidad y contra
sus fundadores, Descartes y Galileo. Hasta fecha reciente, se
contentaban con incriminar desordenadamente el cientifismo,

203 Oswald Spengler, L’Homme et la Téchnique, 1931, trad. Fr., París,

Gallimard, 1958, págs. 142-144. Hay edición en español: Oswald Spen-


gler, El hombre y la técnica y otros ensayos, Pozuelo de Alarcón, Espasa
Calpe.
204 Ibíd. 131. Cursiva mía.
205 Ibíd., pág. 147.

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el positivismo y la vulgata marxista (digamos, para simplifi-


car, el Anti-Dürhing de Engels y sus sucedáneos soviéticos).
Pero ahora la han tomado también con el idealismo alemán,
con Hegel a la cabeza, responsable, parece ser, de todos los
totalitarismos y de sus crímenes contra la humanidad, Shoah,
Goulag, etc. ¿Y por qué detenerse? No hubo antes un Saint-
Just y un Robespierre, y sus inspiradores, los pensadores de
la Ilustración? Incluso, no hace mucho, esta caza de brujas
de culpables se convirtió en una especialidad de los «Nue-
vos Filósofos». De ahí procede, en el estilo de Gavroche, la
letanía de los anatemas: por culpa de Voltaire, por culpa de
Rousseau, por culpa de D’Alembert, por culpa de Didetot.
Por supuesto, no se podían quedar ahí, así que hubo que incul-
par, para acabar con nuestra perversa modernidad, a los ver-
daderos criminales, los dos pecadores originales, Descartes
y Galileo, Adán y Eva de esta Biblia imbécil.
Primer inquisidor, el Torquemada del «Dimensional exta-
tique», Michel Henry. En La Barbarie, se anatemiza la téc-
nica en nombre de la Vida y de la Cultura como ‘movimien-
to’ de la vida, en unos términos cuya violencia deja perplejo:
«Es la barbarie, la nueva barbarie de nuestro tiempo, en el
lugar de la cultura. Puesto que pone fuera de juego la vida,
sus prescripciones y sus regulaciones, no es sólo la barbarie
bajo la forma más extrema y más inhumana que el hombre
haya conocido, es la locura»206. Y ¿quién está en el origen
de esta locura? ¿Quién es el Gran Bárbaro, el Gran Demen-
te, el Gran Satán? Galileo. Parece que estamos soñando. Nos
preguntamos si habría escapado a la hoguera bajo el ponti-
ficado de Michel Henry... «El proyecto galileano [...] es el de
la cultura moderna en su conjunto en tanto que cultura cien-
tífica —lo que la convierte, a decir verdad, no en una cultu-

206 Michel Henry, La Barbarie, París, Grasset, 1987, pág. 95. Hay edi-

ción en español: Michel Henry, La Barbarie, Madrid, Caparrós, 1997.

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breve tratado del paisaje

ra, considerando siempre ésta como de la vida, sino propia-


mente en su negación: la nueva barbarie, cuyo saber especí-
fico y triunfante se cobra el precio más elevado, la oculta-
ción por el hombre de su propio ser»207.
Segundo imprecador, el Savonarola de la «transe simbió-
tica», Michel Serres. En su Contrat nature (Contrato natu-
ral)208, el estilo es menos atrabiliario, la predicación más líri-
ca, pero la actitud viene a ser la misma. Se trata, de nuevo,
de oponer la ‘verdadera vida’ —anclada en la naturaleza, la
del marinero, en la «divina cortesía»209 (sic), o la del cam-
pesino «con los pies hundidos, hasta la muerte, en la gleba
tradicional»210 (sic)— a los excesos y las fechorías de la
dominación tecnológica. ¿Y quién es el culpable? «Galileo
fue el primero en cercar el terreno de la naturaleza»211, inau-
gurando así nuestra modernidad. Ha llegado la hora de
ponerle fin a esta era desgraciada y por tanto, a la famosa
expresión —¡Eppur, si muove!, y, a pesar de todo, ella [la tie-
rra] ¡se mueve!— Serres, nuestro (anti-)Galileo de la post-
modernidad, opone otra, que abre el nuevo milenio: «¡La Tie-
rra se conmueve! Se mueve la Tierra inmemorial, fija, de
nuestras condiciones o fundamentos vitales, la tierra funda-
mental tiembla»212.
Galileo, pero igualmente Descartes, también él autor de
una expresión famosa que atrajo la vindicta de Serres (aun-
que no sólo de él, desgraciadamente) sobre la engreída hege-

207 Ibíd., págs. 129-130. Véase también págs. 10, 16, 19, 119, 122 y sigs.
208
Michel Serres, Le Contrat nautrel, París, François Bourin, 1990.
Hay edición en español: Michel Serres, El contrato natural, Valencia, Pre-
textos, 1991.
209 Ibíd., pág. 70.
210 Ibíd., pág. 36.
211 Ibíd., pág. 133.
212 Ibíd., pág. 136.

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monía de la ciencia moderna. «Dominio y posesión, ésta es


la expresión maestra lanzada por Descartes en la aurora de
la edad científica y técnica, cuando nuestra razón occidental
partió a la conquista del universo [...] Por tanto, hay que cam-
biar de dirección y dejar el rumbo impuesto por la filosofía
de Descartes. [...] La historia se bifurca: o la muerte o la sim-
biosis»213. O Descartes o Michel Serres. Nietzche pretendía,
en sus momentos de megalomanía, «partir en dos la histo-
ria de la humanidad». Serres no está lejos de investirse con
una misión comparable cuando, en una entrevista para Le
Nouvel Observateur, define su intención del siguiente modo:
«Esquematizando, podemos decir que el Discurso del méto-
do inauguró la era en que la ciencia y la técnica van domi-
nando y poseyendo el mundo. Mi Contrato natural intenta
cerrar este período»214.
Volveré sobre este «contrato natural», calificado de «armis-
ticio» y de «simbiosis», pero conviene antes resituar la expre-
sión incriminada en el contexto del que con tanta frecuencia
y tan indebidamente se ha extraído, y con ello incluso ren-
dir justicia a Descartes, que nunca profesó el imperialismo
científico que se le imputa: «Es posible llegar a conocimien-
tos muy útiles para la vida, y [...] en lugar de la filosofía espe-
culativa que se enseña en las escuelas, es posible encontrar
una práctica por la cual, conociendo la fuerza y las acciones
del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de
todos los demás cuerpos que nos rodean tan distintamente
como conocemos los diversos oficios de nuestros artesanos,
podríamos aprovecharlas del mismo modo, en todos los usos
para los que sean propias, y así convertirnos como en due-
ños y poseedores de la naturaleza. Lo cual es muy de desear,
no sólo para la invención de una infinidad de artificios que

213 Ibíd., págs. 58-61.


214 Le Nouvel Observateur, 29 de marzo de 1990.

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breve tratado del paisaje

nos permitirían gozar sin esfuerzo de los frutos de la tierra


y de todas las comodidades que hay en ella, sino también,
principalmente, para la conservación de la salud, que es, sin
duda, el primer bien y el fundamento de los otros bienes de
esta vida»215.
«Este bellísimo texto, escribe François Guéry, ha sido más
comentado que leído, más traicionado que lealmente desci-
frado»216. Por tres razones que son otros tantos olvidos:
olvido del ‘como’, evidentemente teológico. Olvido de la
referencia, aunque modesta, a los «oficios de nuestros arte-
sanos». Olvido, por último, de la finalidad ‘principalmente’
médica de todo el párrafo, como recordaría Alain Boyer en
un notable artículo que, por adelantado, rebatía toda la
interpretación de Serres: «las matemáticas servirán para cons-
tituir una física de la que se deducirá una medicina: este
rodeo es lo que es nuevo. Pues el fin «principal» del domi-
nio de la Naturaleza es la conservación de la salud, es decir,
el alargamiento de la duración de la vida. A menudo se olvi-
da esto cuando sólo se ve en la frase de Descartes una orgu-
llosa declaración dominadora. Sin embargo, el dominio es un
medio para aliviar el sufrimiento»217.

215
Descartes, Discours de la métode, VIª parte, cursiva mía. Hay edi-
ción en español: Descartes, Discurso del método: para dirigir bien la razón
y buscar la verdad en las ciencias, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999.
216 François Guéry, en Didier Deleule, François Guéry y Pierre Osmo,

Le Commentaire de textes philosophiques, París, Nathan, 1990, pág. 40.


217 Alain Boyer, «Le respect de la nature est-il un devoir?», en Ques-

tions de philosophie, París, 1988, pág. 9.

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El «contrato natural»

Convinamos en que, después de siglos y, especialmen-


te, después de las grandes revoluciones industriales, la
humanidad no ha cuidado la naturaleza o, para decirlo
mejor, se ha aprovechado repetida y abusivamente de ella.
¿Qué pasa entonces con ese contrato natural que nos pro-
pone Michel Serres en términos dramáticos: «o la muerte
o la simbiosis»; o la guerra, que acabará fatalmente por el
exterminio recíproco de los dos protagonistas, o el armis-
ticio, que es el único que puede garantizar su superviven-
cia común?
En su entrevista para Le Nouvel Observateur, Serres
declara haberse «dedicado a auténticos estudios de derecho.
Para un jurista, el término «contrato natural» es, efectiva-
mente, casi contradictorio. Un contrato se hace sólo con una
persona que habla y firma, mientras que la Naturaleza ni habla
ni firma. Actualmente se abre camino, incluso entre los ver-
daderos técnicos del derecho, la idea de que la naturaleza pudie-
ra ser un sujeto de derecho.» Es totalmente cierto y, para con-
vencerse de ello, basta con leer la imponente obra colectiva,
L’Homme, la nature et le droit, publicada bajo la dirección
de Bernard Edelman y Marie-Angèle Hermitte218. No dudo de
que Serres lo haya consultado, pero no deja de extrañar-
me que nunca se refiera a él: no habría encontrado en esta
obra ningún argumento que le permitiera fundar jurídicamen-
te su contrato de simbiosis. Es tanto como decir que ha esca-
moteado el debate, muy complejo y actualmente contradic-
torio, sobre la institución de la naturaleza como sujeto de
derecho. El subterfugio consiste en personificar a esta últi-

218 Bernard Edelman y Marie-Angèle Hermitte, L’Homme, la nature


et le droit, París, Christian Bourgois, 1988.

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breve tratado del paisaje

ma a golpe de metáforas y de mayúsculas para que adquiera,


a los ojos de un lector superficial o imbuido de un ecologis-
mo incondicional, el estatus de una entidad o deidad antro-
pomorfa, por tanto, de un casi-sujeto: «La Tierra se conmue-
ve...», «La Tierra tiembla...», «¿Es la Tierra una Virgen que
dio a luz a su Creador? ¿A su Creadora?219 La jugada está
hecha y podemos afirmar, con toda tranquilidad, que «la natu-
raleza se comporta como un sujeto»220.
Augustin Berque se muestra aún más crítico, aún más
caústico: Serres «¿acaso no nos revela Serres —¡Mohamed
de la inmanencia, Moises del animismo!— que ha escrito su
último libro al dictado de la propia Naturaleza? Hasta el punto
de sentir escrúpulos en reconocerse su autor: «¿Debo dejar-
la firmar?»221. En los medios de comunicación que saluda-
ron la aparición de la obra, nadie, ni siquiera el filósofo que
daba cuenta de ella en Le Monde, ha hecho notar que este
texto es radicalmente irracional; que es incompatible con las
bases elementales del pensamiento organizado, al menos tal
como lo ha practicado Occidente desde Aristóteles a Eins-
tein (es cierto que el autor reivindica la inauguración de una
nueva era). ¿Quién ha señalado que este libro no es de un
filósofo sino de un chamán en trance? Pues, como el chamán
de Siberia con el tigre de las nieves, pero además cósmico,
Serres dice querer hacer un contrato con la Tierra (la Natu-
raleza). Regulación, sin duda justa, pues ésta ya es su «aman-
te»222: él se acopla con ella durante los temblores, «comul-
gando los dos, con amor, ella y yo, doblemente desamparados,
palpitando juntos, reunidos en un aura»223, probablemente

219 M. Serres, Le Contrat naturel, ob. cit., pág. 188.


220 Ibíd., pág. 64.
221 Ibíd., pág. 191, última frase del libro.
222 Ibíd., pág. 191.
223 Ibíd., pág. 190.

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dueños y protectores de la naturaleza

una aurora boreal, el fenómeno magnético del que se acom-


pañan a veces los seísmos224...
Cualquiera que sea este orgasmo telúrico, que nos gusta-
ría compartir con el autor, incluso en la escala de Richter, es
absolutamente necesario, según Serres, «proceder a una revi-
sión desgarradora del derecho natural moderno, que supo-
ne una propuesta no formulada en virtud de la cual el hom-
bre, individualmente o en grupo, es el único que puede ser
sujeto de derecho»225. Pero, ¿basta con que «sea necesario»
para que esta «revisión» —que Serres decide que «desgarra»
al jurista, pero no al filósofo, según parece— instituya la natu-
raleza como sujeto? De nuevo, las mayúsculas y las metáfo-
ras sirven de pruebas: «De hecho, la Tierra nos habla en tér-
minos de fuerzas, de vínculos y de interacciones, y esto es
suficiente para hacer un contrato»226. ¡Pues no, no es sufi-
ciente! Pero para empezar, ¿quién contrata con quién? Y ¿a
qué nivel?, ¿regional?, ¿nacional?, ¿planetario? Y ¿este con-
trato es tácito (incluso si la Tierra «habla»...), o debe inscri-
birse en un registro y con disposiciones reglamentarias? De
esto ni palabra y, manifiestamente, estas consideraciones tri-
viales no interesan al que reconoce a la Tierra como su madre,
su hija y su amante a la vez227. Es cierto que este contrato
natural es «metafísico», va más allá de las limitaciones ordi-
narias de las distintas especialidades locales»228. La metafí-
sica tiene las espaldas anchas y la naturaleza es buena chica.
No seamos demasiado injustos. Serres nos porpone dos
modelos: la tripulación y la cordada. Pero confieso mi per-

224 Augustin Berque, Médiance. De milieux en paysages, Montpellier,


Reclus, 1990, págs. 63-64.
225 M. Serres, Le Contrat naturel, ob. cit., pág. 65.
226 Ibíd., pág. 69.
227 Ibíd., pág. 191.
228 Ibíd., pág. 78.

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breve tratado del paisaje

plejidad. ¿Desde cuándo los marineros, incluso animados


por una «divina cortesía», contratan con el mar? Sin embar-
go, eso es lo que afirma el marino-filósofo, como le gusta a
él llamarse: «El pacto social de cortesía en el mar equivale,
de hecho, a lo que yo llamo contrato natural»229. Esta «equi-
valencia» da que pensar. Se admite que haya un contrato entre
los miembros de la tripulación, bien entendido en el interés
de todos y cada uno de ellos, y no es necesario «haber nave-
gado»230 para comprenderlo. Pero ¿cómo atañe esto al mar
sino por una proyección poética (el Mar ruge, como la Tie-
rra tiembla), que, en el estilo homérico, lo anima con inten-
ciones fastas o nefastas?
Lo mismo sucede con la montaña. Estábamos ‘embarca-
dos’231, ahora estamos ‘encordados’. Está claro que, otra vez,
los conceptos jurídicos se diluyen en el pathos: «Que la mon-
taña [...] se vuelva difícil, es decir, abominable, y el contrato
mismo cambia de función: no sólo liga a los caminantes entre
sí, sino que, además, busca sujeciones en puntos precisos y
resistentes de la pared; el grupo está ligado, referido, no solo
a sí mismo, sino al mundo objetivo. El pitón necesita la resis-
tencia de la pared, a la que nadie confía una atadura más que
después de haberla comprobado. Al contrato social se añade
un contrato natural»232. Pregunta ingenua del que ‘nunca ha
pitonado’: ¿Cómo es que el hecho de escalar establece una rela-
ción contractual con la pared? Que se trate del mar, de la roca
o de cualquier otro elemento natural, el contacto no crea nin-

229
Ibíd., pág. 70.
230
«¡Aquí estamos, pues, embarcados! Por primera vez en la historia
Platón y Pascal, que jamás navegaron [sic] tienen los dos razón al mismo
tiempo» (M. Serres, Le Contrat naturel, ob. cit., pág. 72). Nos pregunta-
mos cómo consiguió Platón llegar dos veces a Sicilia...
231 Ibíd., pág. 72.
232 Ibíd., pág. 163.

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gún contrato, ni el miedo ningún pacto. Sin embargo, eso es


lo que pretende el filósofo de las cumbres: «Un contrato no
presupone forzosamente el lenguaje: basta con un juego de
cuerdas. Ellas comprenden sin palabras [sic]. Etimológicamen-
te y en la naturaleza de las cosas [sic], un contrato compren-
de»233. A mí también me gustaría comprender.
Seamos serios. Desde el momento en que se renuncia a fun-
dar en derecho el contrato natural, ya no queda otra solución
que caer en imágenes biológicas (simbiosis) y bíblicas (la tie-
rra se conmueve). De ahí esta «religión diligente del mundo»234
que Serres nos invita a practicar y esta «comunión» final con
la «Tierra espasmódica». Evidentemente, hemos abandona-
do el terreno de la reflexión filosófica por el del vaticinio, en
el que cada uno toma sus delirios por realidades, y Pascal Acot
tiene toda la razón cuando se pregunta, al final de su Histo-
ria de la ecología: «¿Por qué esta vuelta a lo Sagrado, y, sobre
todo tan constante, entre los ecologistas?»235.

233 Ibíd., pág. 167.


234 Ibíd., pág. 81.
235 Pascal Acot, Histoire de l’écologie, París, PUF, 1988, pág. 241. «Un

sentimiento religioso (una religión emergente, y no sólo revelada) irriga


todas las actividades de la ecosociedad. Sobrentiende y valora la acción.
Confiere la esperanza de que algo puede ser salvado» (J. de Rosnay, Le
Macroscope, París, Éd. du Seuil, 1975, pág. 283) «Religión emergente»,
«religión diligente» (Serres), yo diría con gusto religión indigente, la de
todos los teólogos, oficiales o hipócritas, cuyas imbecillitas ya denuncia-
ba Spinoza, y que, a falta de argumentos, os obligan a «refugiaros en la
voluntad de Dios, ese asilo de la ignorancia». Dios simplemente ha cam-
biado de nombre. Hay edición en español: Pascal Acot, Historia de la eco-
logía, Madrid, Taurus, 1990. Traducción: Lourdes Prieto del Pozo. J. de
Rosnay, El Macroscopio, Madrid, Alfa Centauro, 1997. Traducción: Fer-
nando Sáez Vacas.

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breve tratado del paisaje

Del derecho de la Naturaleza

Una de dos: o bien la naturaleza es un sujeto y, como tal,


es detentora de una especie de «derecho natural», sin embar-
go, este «iusnaturalismo» inédito supone, como ya hemos visto,
una teología o, al menos, una mitología más o menos subrep-
ticia, que, como en el antiguo derecho germánico, es la única
que puede garantizarle apariencia de validez; o bien, la natu-
raleza no es sujeto de derecho y hay que instaurarlo por
medio de la herramienta jurídica, tal como hace Marie-Angè-
le Hermitte en su artículo fundamental, «Le concept de diver-
sité biologique et la création d’un statut de la nature». Vea-
mos la tesis: «Hacer de la diversidad biológica y, más
ampliamente, de la naturaleza un sujeto de derecho es el
punto clave de mi razonamiento. [...] Por tanto, nos separa-
ríamos completamente de todos los sistemas que hayan hecho
de la naturaleza un objeto de derecho»236. Sea. Pero si esta
institución es una decisión unilateral, puesto que, a pesar de
la prosopopeya de Serres, la naturaleza nunca tendrá «una
palabra que decir», ¿podemos hablar verdaderamente de
sujeto de derecho si no lo hacemos, otra vez, metafóricamen-
te y bajo el ‘como si’? Augustin Berque, en su última obra,
se muestra categórico: «Así, el concepto de ‘derechos de la
naturaleza’ es incoherente en su principio mismo. Es, por tanto,
imposible fundar sobre este concepto una ética del medio
ambiente»237.
Consideremos únicamente el problema, por otra parte
crucial, de la ‘representación’. Está claro que la naturaleza,

236
Mari-Angèle Hermiette, «Le concept de diversité biologique et la
création d’un statut de la nature», en B. Edeman Y M.-A. Hermiette, L’Hom-
me, la nature et le droit, ob. cit., págs. 254-255.
237 Augustin Berque, Être humains sur la terre, ob. cit., págs. 65-66.

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al no poder defenderse ni protestar, tendrá que delegar en cier-


tos organismos el cuidado de representarla y de evaluar, por
ejemplo, el importe de los perjuicios sufridos, es decir, la repa-
ración que se acordará, no a la naturaleza misma, sino a aque-
llos perjudicados por su deterioro. Supongamos, pues, que
se decide ‘repararla’—restaurar los bosques, el litoral, etc.—
No hay duda de que toda la operación, en sus modalidades
jurídica, financiera y técnica, se efectuará pensando en la huma-
nidad y en función de ella, cuyos intereses no son, por otra
parte, exclusivamente económicos sino también estéticos,
sociológicos, etc. En todo caso, no porque el hombre se
imponga deberes respecto a la naturaleza, ésta se convierte
en sujeto de derecho.
Sin embargo, Mari-Angèle Hermitte cita un texto que
contradice la interpretación restrictiva que yo propongo. Se
trata del «proyecto de convención internacional sobre la
conservación de la diversidad biológica». «El preámbulo
declara que ‘las especies salvajes tienen el derecho de existir
independientemente de los beneficios que puedan reportar a
la humanidad’. Más general, el artículo 2 dispone: ‘Los Esta-
dos reconocen que la diversidad biológica constituye un
patrimonio que debe ser conservado en beneficio de las gene-
raciones presentes y futuras, así como basándose en su pro-
pio derecho’»238. Pero ¿cuál? ¿Con qué derecho decretar
que todas las especies tiene derecho a existir, en sentido abso-
luto, si no es porque nos asignamos a nosotros mismos el deber
absoluto de protegerlas, es decir, en el fondo (pero eso no se
dice nunca, hasta tal punto es aquí la hipocresía, como en
todas partes, la regla planetaria), porque nos otorgamos el
papel providencial de Dios (no cualquiera: un dios preocu-
pado por su ‘capital’), o de vicario de Dios, nuevos Noé

238Marie-Angèle Hermiette, «Le droit et la vision biologique du


monde», en Maîtres et protecterus de la nature, ob. cit., pág. 88.

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encargados de esta arca moderna, la diversidad biológica? Aquí


estamos, otra vez reconducidos a la teología que, decidida-
mente, inspira todas estos discursos. Y para cerrar este deba-
te o, al menos aclararlo, no puedo hacer nada mejor que citar
a Martine Rémond-Gouilloud: «Como ningún intermedia-
rio podría garantizar perfectamente la defensa de la natura-
leza, algunos autores proponen, radicalmente, que se le con-
ceda a ella ese derecho. Una determinada personificación de
los elementos naturales les proporcionaría un interés por
actuar y bastaría para permitir reparar verdaderamente los
daños de que son objeto. Este procedimiento, aunque sea
seductor desde el punto de vista filosófico [¿?] por ir en con-
tra de ese imperialismo humano que rehúsa a cualquiera que
no sea el hombre la cualidad de sujeto de derecho, no pare-
ce de una utilidad decisiva. Suponiendo que determinadas cosas
estén dotadas de embriones de derecho, éstas seguirán sien-
do incapaces de ejercerlos: el problema de su representación
se habría desplazado pero no se habría resuelto. Por eso, este
artificio no es admisible. Al espíritu demasiado cartesiano como
para darse por satisfecho con esta ficción le parece que el repre-
sentante de la naturaleza sería designado para administrar,
no los intereses de la naturaleza considerada en sí misma sino,
sencillamente, el interés colectivo de la sociedad por su pre-
servación»239.

Algunos querrían, como en otras épocas, personificar


la naturaleza, reconocerle los derechos que le permitirían
protegerse. [...] Estas tentativas, fecundas para los filóso-
fos [¿?], no satisfarían, sin embargo, al jurista. Antropo-
centrico por formación, no conoce otros intereses que
proteger sino los de los seres humanos, y los únicos lími-

239
Martine Rémond-Gouilloud, «Le prix de la nature», en B. Edel-
man y M.-A. Hermiette, L’Homme, la nature et le droit, ob. cit., pág. 217.

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tes que acepta a sus prerrogativas lo son en nombre de


otros intereses humanos directamente perceptibles. Por eso,
entre nosotros, la protección de los recursos naturales no
puede entenderse ni los límites que impone pueden admi-
tirse si no es dentro del interés de nuestros contemporá-
neos240.

El interés «econológico»

El concepto de interés, en el sentido amplio del término,


nos lleva al centro de la cuestión. Renunciar a esta preten-
sión ilusoria de instituir la naturaleza como sujeto de dere-
cho no significa que capitulemos ante la altivez tecnocrática
ni que sigamos saqueando el planeta con total impunidad.
Bernard Edelman señala claramente la idea fundamental del
interés común, tal como figura explícitamente en numerosas
convenciones internacionales sobre el espacio extra-atmos-
férico, la Antártida, los océanos, etc.241. Esto es suficiente para
comprometernos, para obligarnos a contratar entre nosotros
y en todos los niveles, sin que sea necesario mitificar o deifi-
car la naturaleza y hacer más engorrosas nuestras resolucio-
nes con consideraciones éticas o patéticas. Como señala Alain
Boyer, «no es inmoral en sí contaminar un mar, incluso aun-
que esto pueda conllevar efectos inesperados sobre el hom-

240 Martine Rémond-Gouilloud, «Ressources naturelles et choses sans

maître», en B. Edelman y M.-A. Hermiette, L’Homme, la nature et le droit,


ob. cit., pág. 229. Es notable, y absolutamente beneficioso para este volu-
men colectivo, que los artículos de M.-A. Hermiette y de M. Rémond-Goui-
lloud figuren uno junto al otro; hermoso ejemplo de un debate del que nos
habría gustado encontrar rastros en el libro de Serres.
241 Bernard Edelman, «Entre personne humaine et matériau humain

le sujet de droit», en B. Edelman y M.-A. Hermiette, ibíd., págs. 136 y sigs.

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bre, que sería injusto y estúpido no tener en cuenta. Las


ideas de ‘respeto a la Naturaleza’ o, incluso, de ‘respeto a la
vida’, en tanto que tales, me parece que proceden del fetichis-
mo en el sentido de Comte»242. En última instancia, la regla
siempre es nuestro interés, a condición de no reducirla a su
expresión más corta y más pobre. El interés ecológico exige
un cálculo a largo plazo, en el que, sin duda, entran nume-
rosos factores.
Acabo de decir que nuestro interés no era sólo económi-
co. Tomemos el ejemplo del animal, cuya protección consti-
tuye, en este aspecto, un precedente instructivo. ¿Existe un dere-
cho del animal? Estrictamente hablando, no. Es cierto que si
inflijo un mal trato a un animal, en Francia, puedo ser obje-
to de persecución jurídica. Sin embargo, nunca he firmado un
contrato con mi víctima. Únicamente sucede que, desde hace
poco (el xix), el sufrimiento de los animales, sobre todo de
algunos de ellos (y esta selección es reveladora), se ha vuelto
insoportable para los occidentales, que decidieron, por su
interés sentimental (sufrir, incluso por compasión, es un pre-
juicio) no tolerarlo más. Una decisión unilateral en la que el
animal no ha sido instituido como sujeto de derecho, más que
como metáfora o contaminación analógica, pero, en tanto que
objeto de derecho, pasa a ser un ser protegido que, a falta de
poder reclamar justicia, se ve representado por la Sociedad Pro-
tectora de Animales o cualquier otro abogado, que no recla-
ma nada para la víctima en sí, pero que exige el castigo del
culpable para, de esta manera, recordarle sus deberes y, sobre
todo, para que sirva de ejemplo.
Lo mismo vale, a fortiori, para la naturaleza orgánica. El
hombre se compromete a respetar los bosques, el mar, la Antár-
tida, la capa de ozono, etc., unilateralmente. El pretendido con-
trato con una pretendida naturaleza no es ni será nunca más

242 A. Boyer, «Le respect de la nature...», art. citado, págs. 12-13.

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que una obligación jurídica que los hombres se imponen a sí


mismos respecto a un objeto o sector natural bien definido,
cuya salvaguarda deciden garantizar, en un propio interés bien
entendido. Esto se hace patente, actualmente, con el debate
que divide a las potencias occidentales y a los países en vías
de desarrollo. Está claro que estos últimos rehúsan estable-
cer un contrato, no con la ‘Naturaleza’, sino con nosotros,
a quien acusan de una ingerencia que, a veces, es cierto que
reviste un cariz escandaloso, y rechazan encerrarse en un sis-
tema de obligaciones que juzgan leoninas y, al menos a corto
plazo, nefastas para su economía. Es decir, que la verdadera
ecología no necesita para nada un contrato simbiótico con
una naturaleza simbólica, pamplina de la que se mofa cual-
quier jurista serio, pero que exige una serie de convenciones
precisas, equitativas y garantizadas por una instancia inter-
nacional. En una entrevista en L’Express, Brice Lalonde,
entonces ministro de Medio ambiente, mencionaba incluso
la posibilidad de una política ecológica: «Veremos nacer, sin
duda, organismos comunes a todas las naciones para vigilar,
decretar e incluso intervenir. Estamos en la ingeniería plane-
taria: habrá que rectificar y crear tanto como proteger. Quizá
hablaremos de una fuerza de intervención ecológica, de ‘Cas-
cos verdes’»243. ¿Quién no se da cuenta de que esta fuerza
de intervención no tendría en absoluto como misión el hacer
respetar un ‘derecho de la naturaleza’ sino, más sencilla y seria-
mente, el vigilar que se aplicaran las reglas que los hombres
habrían dictado para ellos mismos, en su propio interés bien
entendido, es decir, ampliado a la escala del planeta y del largo
plazo.
Tomemos otro ejemplo, la salvaguarda de la diversidad
biológica. Se puede abordar de dos formas. La primera es la
teológica: el hombre, vicario de Dios, está a cargo de su Crea-

243 L’Express, 7 de abril de 1989.

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ción. Es, si se quiere, el complejo de Noé, siervo de Zoé (la


Vida), cuando se anuncia el segundo Diluvio y del que, de
nuevo, somos responsables, no ya por una falta ética, sino
por un pecado tecnológico: si creemos a Norman Mayers, el
hombre habría destruido, desde hace un siglo, cerca del 75%
de las especies vivas. La segunda es pragmática. Sabemos que
las revoluciones farmacológicas están a menudo ligadas al des-
cubrimiento de las propiedades medicinales que tienen cier-
tas especies vegetales (la adormidera para la morfina, el sauce
para la aspirina, etc.) o algunos hongos microscópicos (peni-
cilina, ciclosporina, etc.). También se dice que los bosques
tropicales albergan el 60% de las doscientas cincuenta mil
especies catalogadas. La deforestación, cualquiera que sea el
interés económico inmediato, constituye, pues, la dilapida-
ción insensata de una reserva cuya importancia ni siquiera
somos capaces de evaluar. No se trata de establecer una
‘alianza simbiótica’ con el bosque tropical, sino, por el inte-
rés común de la humanidad, de negociar con los que lo des-
truyen para vivir; lo que plantea, otra vez más, la cuestión
fundamental, a la vez económica y ecológica, en resumen eco-
nológica, de las relaciones ‘Norte-Sur’.
La expresión que da título a este capítulo no es anticar-
tesiana, muy al contrario: explicita y actualiza la del Discur-
so del método. No se domina ni se posee verdaderamente la
naturaleza más que protegiéndola. Suscribo, en este punto,
la opinión de Serres: hay que «en adelante, intentar dominar
nuestro dominio»244. El verdadero dominio es el dominio de
uno mismo, pronominal, y la verdadera posesión lo opues-
to a la opresión: gestión ordenada de un caudal que hay que
preservar. No se trata de arrodillarse ante la Virgen Vida o
nuestra Madre Naturaleza para profesarle un culto pueril.
La naturaleza no es una persona, ni siquiera una entidad, a la

244 M. Serres, Le Contrat naturel, ob. cit., pág. 61.

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dueños y protectores de la naturaleza

que tendríamos que venerar por sí misma, no es más que una


reserva, cierto que colosal, de posibilidades que todos nues-
tros intereses, económicos, ecológicos, estéticos, etc., nos
exigen que explotemos, no solo racionalmente (lo sabemos),
sino razonablemente (tenemos que aprenderlo), un patrimo-
nio común que debemos proteger contra nuestra propensión
al pillaje, pero sin ceder nunca a este pathos ecologista, que,
la mayoría de las veces, no es más que un lodazal de biolo-
gismo y de teología. «La filosofía, decía Schopenhauer, no está
hecha para llevar agua al molino de los curas.» Su adverten-
cia sigue siendo pertinente. Desconfiemos de los nuevos Tar-
tufos.

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¿puede ser erótico un paisaje?

Me gustaría dar un último ejemplo en esta teoría del pai-


saje, que desde hace años me esfuerzo en elaborar, y aportar
con él, espero, el toque erótico o lúdico que quizá faltaba en
este ensayo. Recordaré una última vez la hipótesis que me
sirve de hilo conductor: no hay belleza natural, o más exac-
tamente, la naturaleza sólo se hace bella a nuestros ojos por
mediación del arte. Nuestra percepción estética de la natu-
raleza siempre está mediatizada por una operación artística,
una ‘artealización’, tanto si ésta se efectúa directa como indi-
rectamente, in situ o in visu. Ahora bien, la erotización es una
variedad particularmente espectacular de la artealización
paisajística. Aunque inmediatamente se presiente que, salvo
excepciones (o provocación...), no podría operar in situ y que
la transformación de un país (asexuado) en paisaje (erotiza-
do) se efectúa sobre todo in visu, por mediación de la pintu-
ra, de la fotografía, de la literatura.

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breve tratado del paisaje

Lomos y mamelones. La metáfora reversible

Paradójicamente, son los geógrafos, con la terminología


que emplean para la descripción del medio físico, los que nos
proporcionan los primeros indicios de esta erotización. Los
militares también toman este vocabulario, que me fascinaba
cuando era lanzagranadas en el 5º regimiento de infantería.
En los mapas del estado mayor, no había más que ‘lomos’ y
‘mamelones’. La maniobra parecía convertirse en un juego
licencioso en este ‘Mapa de lo Sensible’... «Lomo: parte abul-
tada de una montaña» (Littré). «Mamelón: prominencia
redondeada en el terreno» (Littré). En Victor Hugo, por ejem-
plo: «Detrás de un mamelón, la guardia estaba agrupa-
da245...» Un mamelón, no una loma, el primero ya es sufi-
ciente para disimular a la guardia imperial, que tiene el
tiempo contado, estamos en Waterloo, «sombría planicie»...
Resulta inquietante, esta guardia agrupada detrás de su
«mamelón» antes de surgir, rígida, para ser barrida por la
metralla inglesa.
Es cierto que sólo se trata de indicaciones rudimentarias,
pero dan testimonio ya de una cierta inclinación a proyectar
en el país signos sexuales, si no eróticos, y en todo caso, feme-
ninos. Esto me sugiere dos comentarios. 1) De entrada, la ero-
tización parece efectuarse preferentemente en lo femenino,
como si existiera alguna afinidad entre la configuración geo-
gráfica y la anatomía de la mujer: curvas y cavidades, línea
de gracia hoghartiana, «unir las curvas de las mujeres a las
cimas de las colinas» (Cézanne)... 2). Esta metaforización
somera es reversible. La mujer puede, con mayor facilidad
que el hombre, convertirse en paisaje. Dentro de lo que es
bastante convencional, mencionaremos la colina de sus senos,

245 Hugo, Les Châtiments, «L’Expiation», II.

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¿puede ser erótico un paisaje?

el valle de sus pechos, el abismo de su sexo, sin duda el más


expuesto a esta metaforización, trivial o poética: mata, mon-
tículo, monte de Venus, surco, gruta, «jardín cerrado, fuen-
te sellada»246.
Yo mismo he cedido a esta tentación cuando construí una
de mis novelas en torno a la metáfora de la «zarza ardiente», de
la «maleza crematoria», la de una adolescente pelirroja que
se levanta el vestido y se exhibe al narrador. «El gesto sagra-
do de Eleusis fue un acto prodigioso, cuando Baubo, brus-
camente, desvela a Deméter su malicioso vientre. Pero el que
yo vi me aterrorizó. Estaba invadido por un enorme pelaje,
leonado, salvaje, llameante. Deslumbrado, me tape los ojos
con las manos, pero el vellón seguía ardiendo en la noche.
Entonces me dije: vas a acercarte para considerar este extra-
ño espectáculo y ver por qué no se consume esta zarza. Pero
permanecí inmóvil y, cuando por fin me atreví a mirar, el cuer-
po había crecido aún más, subía de las brasas como un humo
pálido, y comprendí entonces que la grama de las hembras
más grandes no podría nunca igualar el fuego de este pela-
je247...» O también, algunas páginas después, la clase de las
alumnas de instituto con blusa azul, metaforizadas en ‘polí-
pero’: «Formaban a mis pies como un gran animal, un bello
antozoario, coral cerúleo, celentéreos de azul. A veces, uno
de los pólipos osaba hacerme una pregunta. Entonces yo
respondía con una voz asexuada, lejana, universal, la que pedía
la colonia marina»248. Este polípero evidentemente no es
más que una reminiscencia del ‘zoofito’ proustiano, el de las
‘muchachas en flor’: «Como para mí este estado amoroso divi-
dido simultáneamente entre varias muchachas. Dividido o,
más bien, indivisible, pues lo más a menudo lo que me pare-

246 Cantar de los Cantares, IV, 12.


247 Alain Roger, Le Misogyne, París, Denoël, 1976, pág. 15.
248 Ibíd, pág. 36.

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breve tratado del paisaje

cía delicioso, diferente al resto del mundo, lo que empezaba


a resultarme querido hasta el punto de que encontrarlo al día
siguiente era la mayor alegría de mi vida, era más bien el grupo
entero de muchachas...» Los fotógrafos, por su parte, no dejan
de jugar con estas metamorfósis: muchachas de agua, mucha-
chas de arena, muchachas de piedra. Por ejemplo, Lucien Cler-
gue y sus mujeres marinas, o esos artistas japoneses, más sen-
sibles a la mineralidad luminosa de los cuerpos.
Ya sospechamos que esta reversibilidad metafórica puede
producir lo peor y lo mejor. Lo peor, la vulgaridad, un pai-
saje de pacotilla, sexualizado a toda prisa, incluso ‘sin mira-
mientos’, pero también lo mejor, una estetización sutil en la
que la desnudez y el país, realidades naturales, se erotizan
mutuamente para crear las figuras del arte que son el desnu-
do y el paisaje. En el capítulo de lo peor figura el compla-
ciente y cómodo recurso al psicoanálisis, que permite, eso se
cree, proyectar en cualquier lugar una lectura libidinosa.
Como no es usual que el terreno sea totalmente plano, con
poco esfuerzo uno se permite interpretar todo en términos
genitales, cualquier relieve es fálico y toda cavidad, vulvar.
Siempre hay un árbol o un campanario para falizar el paisa-
je —qué no se les ha hecho pasar a los tres campanarios prous-
tianos de Martinville y de Vieuxvicq— cualquier charca y cual-
quier arroyo para feminizarlo. No olvidemos que los cuatro
elementos de las cosmogonías arcaicas eran sexuadas —aire
y fuego, masculinos, tierra y agua, femeninos—, hasta el
punto de que nada puede escapar a esta sexualidad univer-
sal, una especie de cama redonda elemental, puesto que los
intercambios y las relaciones se multiplican, engendrando esas
expresiones poéticas en las que Bachelard es un especialista:
el barro (tierra + agua) y las fumarolas (fuego + aire) son homo-
sexuales, mientras que los vapores (agua + aire) y la lava (agua
+ fuego) son heterosexuales.
No está desprovista de interés ni de encanto esta erotiza-
ción, como podemos comprobar leyendo los ensayos de

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¿puede ser erótico un paisaje?

Bachelard o los tratados del paisaje de la China antigua


(véase más arriba): «El cometido del pincel es esbozar la
forma y la sustancia de las cosas, el de la tinta, establecer la
distinción entre el yin y el yang. [...] Así se obtienen los efec-
tos de distancia. La alternancia del yin y del yang permite dis-
tinguir las lejanías de los primeros planos, las partes de delan-
te y de detrás de las montañas; también puede modelar los
relieves al oponer las cavidades, pintadas en tinta oscura
(yin) y las prominencias, pintadas en tinta pálida (yang)»249.
Pero esta codificación de los elementos y su sistemática sexua-
lización, a pesar de las relaciones y de algunas interferencias,
amenazan con perjudicar la erotización, como sucede en psi-
coanálisis, donde la aplicación mecánica de la simbología freu-
diana lleva a menudo a la caricatura.
¿Hay que imputarle a Freud la responsabilidad de esta
sexualización, a la vez ingenua y escolástica, del paisaje? Sin
duda, si lo juzgamos por algunas de las indicaciones que nos
da en La Interpretación de los sueños: «No es difícil recono-
cer que en el sueño muchos paisajes, en particular los que repre-
sentan puentes o montañas con bosques, son descripciones
de órganos genitales»250. Freud nos confirma nuestra sospe-
cha inicial: «El órgano genital masculino representado por
una persona, el órgano genital femenino por un paisaje»251.

249 N. Vandier-Nicolas, Esthétique et peinture de paysage en Chine,


ob. cit. (cap. III), págs. 53 y 57.
250 Freud, L’Interpretation des rêves, trad. Fr. París, PUF, 1971, pági-

na 306. Véase también el hermoso sueño de «dioses jardines» cuya inter-


pretación Freud desgraciadamente sólo esboza. Hay edición en español:
Sigmund Freud, Obras Completas t. 1, Madrid, Biblioteca Nueva, 2002.
251 Ibíd., pág. 314. Me inclino a creer que para Freud el paisaje depen-

de de la misma interpretación que la «ilusión del déjà vu», es decir «el órga-
no genital de la madre» (ob. cit., pág. 343). Por otro lado, el «déjà vu» lo
más habitual es que sea un paisaje. En cualquier caso, me parece difícil

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breve tratado del paisaje

El paisaje es, para el inconsciente, congénitamente femeni-


no, incluso aunque, por imprudencia, algún signo fálico se
aventure en él.

Tres figuras de la mujer-paisaje

Encontramos bellos ejemplos de esto en literatura y en algu-


nos escritores que, casi siempre ignorándolo todo del psico-
análisis, feminizan sus paisaje según diversas y justificables
modalidades de una tipología fundada sobre las figuras de
la femineidad, que dirigen la metáfora.
Coleridge, Kubala Khan, el orgasmo telúrico... Es signi-
ficativo que este poema onírico comience con la evocación
del gran jardín cerrado del kan Cublay, un jardín que, súbi-
tamente, da paso al abismo, cuando el sueño se convierte en
exaltado delirio erótico: «¡Pero qué profundo y místico abis-
mo (deep romantic chasm), a través de un bosque de cedros,
se abría, oblicuo, en la verde montaña! ¡Lugar salvaje! Nada
más sagrado, nada más mágico fue nunca frecuentado, bajo
la demacrada luna, por mujer cuyos gemidos invocan a su
demonio amante (By woman wailin gor her demon lover). En
el fondo de este abismo, borboteando en el fragor del true-
no, como si esta tierra respirara con jadeos rápidos y roncos

seguir a Françoise Chenet cuando enuncia la hipótesis de que «si como


todo el mundo conviene, el jardín es la metáfora del vientre materno, el
paisaje está del lado del padre» («Le paysage comme parti pris» en Enon-
ciation et parti pris, Actas del coloquio de la Universidad de Amberes, 1990,
págs. 90-91, reimpreso en La Théorie du paysage en France, 1974-1994,
ob. cit., pág. 277). Para un psicoanálisis del paisaje, véase también J. Gui-
llaumin, «Le paysage dans le regard d’un psychanaliste» Universidad de
Lyon II, 1975, núm. 3, y Michel Collot, «Points de vue sur la perception
des paysages», L’Espace géographique, 1986, núm. 3.

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(As if this earth in fast thicks pants were breathing), una fuen-
te surgía en súbitos brotes y, en su brusca subida intermiten-
te, arrojaba fragmentos enormes. [...] y en medio de esta danza
de rocas, al mismo tiempo y sin cesar, el abismo proyectaba
a cada instante el río sagrado...»
Todos los elementos ‘geográficos’ son aquí femeninos:
chasm (‘abismo’), fountain (‘fuente’), sacred river (río sagra-
do), después, en los versos siguientes, caverns measureless to
man (grutas cuya medida no puede conocer el hombre’), life-
less ocean (‘océano sin vida’), caves of ice (‘cuevas de hielo)252,
y su violenta erotización, ‘viril’ y como ‘volcánica’ (metáfo-
ra de la metáfora) es lo que las organiza, las orgasmiza como
paisaje fantástico.
Huysmans, La Bièvre, la chica del arroyo... «La naturale-
za sólo es interesante cuando es débil y está desconsolada. No
niego en absoluto sus atractivos cuando, por la potencia de su
risa, hace estallar su corsé de lóbregas rocas y expone al sol
sus pechos de puntas verdes, pero confieso que ante estos exce-
sos de vigor, no siento la apiadada seducción que provocan en
mí un rincón desolado de una gran ciudad, el cerrillo desolla-
do o un reguero de agua que llora entre dos árboles dañados.
En el fondo, la belleza de un paisaje está hecha de melancolía.
Por eso La Bièvre, con su actitud desesperada y el aspecto medi-
tabundo de los que sufren, me seduce más que cualquier otra.»
De nuevo, la metáfora es reversible: si la prostituta es una
«cloaca seminal» (Parent-Duchâtelet, 1836), el cauterio nece-
sario del estupro, el Bièvre, «este guiñapo de río», este «ester-

252 Coleridge, Kubla Khan, traducción al francés de Germain D’An-


gest, ligeramente modificada. Ya he mencionado este poema, pero en otro
aspecto, en el capítulo II de este libro. Es recurrente en la Odisea (Calip-
so, en el canto V, Escila, en el canto XII, etc.) el tema de las «cuevas pro-
fundas» asociado a la feminidad maléfica, y omnipresente en los mitos y
en los cuentos.

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colero que se mueve», «este cauterio de todas las mugres» no


es más que una pobre chica, simplemente una ‘chica’, una chica
de la calle, o mejor del ‘arroyo’, es esta miseria ‘desconsola-
da’ lo que fascina a Huysmans y lo que le inspira estas mag-
níficas y ya nostálgicas líneas: «¿Nunca han mirado este extra-
ño río, este cauterio de todas las mugres, esta sentina color
pizarra y plomo fundido, en el que borbotean aquí y allá remo-
linos de espuma verduzca, sembrado de escupitajos, que gor-
gotea en una compuerta y se pierde, sollozando, en los agu-
jeros del muro? En algunos lugares, el agua parece que está
tullida y corroída por la lepra; se estanca, después, remueve
el hollín suelto y sigue su marcha ralentizada por el cieno253...»
Recuerdo un río, el Yévrette, que fluía por Brujas, diga-
mos más bien que se estancaba allí, podrido y mefítico, y yo
no podía dejar de asociarlo con mi vecinita, una niñita acha-
cosa y cubierta de impétigo, a la que llamaban «la pobre Yvet-
te», de manera que el Yévrette, me parecía el compendio de
esta pobre Yvette (pauvre Yvette), su doble compasivo, mi Biè-
vre brujense... Donde se ve que la onomástica secunda aquí
la metáfora. Hay un Yvette en la región parisina, también un
Nonnette, cerca de Senlis: «bonito este nombre, e imagina-
ba un enjambre de novicias, beguinas achispadas, salpicán-
dose los senos en medio de la corriente»254. El Sena es el Sein
en femenino, el Loire, es el Loir en femenino, como también,
y pienso en el Jardin de France de Max Ernst, esa mujer acu-
rrucada entre el Indre y el Loira; el Garona, un compendio
de garçonne y luronne, pero que, al ir creciendo, se convier-
te en una chica guapa (gironde), la Gironda...*

253 Huysmans, «La Bièvre», en Croquis parisiens, reed. Lausana, Mer-

mod, 1955, págs. 109-110.


254 Alain Roger, Rémission, París, Grasset, 1990, pág. 86.

* garçonne (adolescente con formas femeninas aún no definidas),


luronne (barbiana), gironde (guapa). [N. de la T.].

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Sartre, La Náusea, la obscenidad en femenino... «Las


cosas se han desembarazado de sus nombres. Están ahí, gro-
tescas, obstinadas, gigantes y resulta imbécil llamarlas ban-
quetas o decir cualquier cosa de ellas: estoy en medio de las
Cosas, las innombrables.» Sabemos que esta experiencia de
la ‘existencia’ se repite y culmina, dos páginas después en la
famosa descripción del jardín público de Bouville; pero, en
mi opinión, los comentaristas no han destacado lo suficien-
te que esta descripción está animada desde el interior y
como inseminada por una feminización universal y obsce-
na de las Cosas: «Ese barniz se había fundido, quedaban
masas monstruosas y blandas, en desorden —desnudas, con
una desnudez horrible y obscena. [...] Todas las cosas se deja-
ban llevar por la existencia, dulcemente, tiernamente, como
esas mujeres fatigadas que se abandonan a la risa y dicen
con una voz húmeda: ‘es bueno reír’; se desplegaban unas
frente a otras, se hacían la abyecta confidencia de su exis-
tencia. Comprendí que no había término medio entre la
inexistencia y esta abundancia extasiada. Si se existía, había
que existir hasta ahí, hasta el moho, el abotargamiento, la
obscenidad»255.
Paradoja: habríamos creído que la ‘existencia’ sería la regre-
sión a lo neutro. No lo es en absoluto. Todo sucede como si
esta vuelta a la ‘cosa’, esta vuelta por el ‘esto existe’ no tuvie-
ra otra función que la de engendrar, por inseminación meta-
fórica —y Robbe-Grillet no dejará de reprochárselo a Sar-
tre— otro paisaje, más poderoso, más inquietante también,
evidentemente fantasmal, por estar bajo el signo de lo feme-
nino, misoginia cósmica...
Existen muchas otras modalidades de erotización paisa-
jística (Hugo, Flaubert, Verlaine, Bram Stoker, Colette, Giono,

255 Sartre, La Nausée, París, Gallimard, 1938, págs. 177-181. Hay edi-

ción en español: Jean Paul Sartre, La náusea, Madrid, Alianza, 1996.

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Dalí256, Ernst, Saudek, etc.) pero querría estudiar particular-


mente dos de ellas, las de Zola y de Proust, muy diferentes,
después de todo, pero igualmente afortunadas y más o menos
paradisíacas.

Zola. El Edén en femenino

‘El Paradou’ es sin duda un lugar destacado en la obra de


Zola. Su larga descripción, incansablemente retomada y
renovada, ocupa la parte central de La caída del abate Mou-
ret, de la que es, indiscutiblemente, el protagonista. Con su
fuerza vital y su femineidad exuberante, induce al ‘pecado’
a Serge y Albine, Adán y Eva de esta parábola un poco pesa-
da, pero, como escribe Huysmans, «Zola era Zola, es decir,
un artista un poco tosco pero dotado de poderosos pulmo-
nes y grandes puños»257. En efecto, retoma todos los elemen-
tos del relato edénico, empezando por ese paraíso ‘meridio-
nalizado’, inmenso jardín cerrado, en el que Serge vuelve a
encontrar la inocencia pueril y la integridad física de Adán.
Los animales son mansos, cómplices y, sobre todo, ejempla-
res de la sexualidad universal. Por último, Eva, es la instiga-
dora: es ella la que lleva a Serge bajo el gran árbol —de la
Ciencia, pero confundido aquí con el árbol de la Vida, pri-
mera subversión del mito—, a cuya sombra se estrechan, tras
una abstinencia un poco larga a nuestros ojos de lectores habi-
tuados a mayor celeridad erótica. Sigue, como conviene, la

256He mencionado la erotización del paisaje «vampírico» en mi aná-


lisis del Drácula de Bram Stoker, en Héresies du désir, Freud, Dracula, Dali
(Syssel, Champ Vallon, 1986, págs. 132 y sigs.). La misma obra contiene
un comentario del famoso cuadro de Dalí Le Grand Masturbateur, que
es en principio un paisaje erotizado.
257 Huysmans, prefacio (1903) a la reedición de À rebours, ob. cit.

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vergüenza, el pudor y pronto los remordimientos, se cubren


el cuerpo y disimulan cuando surge el hermano Archangias,
paladín de la maldición. Serge sale del Paradou, cuya entra-
da guardará ferozmente a partir de ahora el hermano, espe-
cie de Leon Bloy con sus atronadoras imprecaciones.
Es un poco ruda (los «grandes puños»), pero está pode-
rosamente construida (los «poderosos pulmones»). El abate
Mouret conoce en primer lugar la tentación, el deseo del Para-
dou, cuya femineidad enloquecedora siente hasta el desfalle-
cimiento. Entra, a pesar suyo (ha perdido el conocimiento),
lo descubre y lo prueba, un día tras otro, sucumbe, se va y
vuelve, pero en vano, muerto para la vida. Aquí la escritura
de Zola es sugerente, describiendo de maravilla esta induc-
ción del deseo debido a la feminización progresiva y fabulo-
sa del Jardín que, a semejanza de la serpiente, es quien ver-
daderamente lo tienta: es él quien ha «querido el pecado»258.
Veamos los momentos fuertes de esta metáfora:

— Antes incluso de entrar en el Paradou, el deseo conte-


nido de Serge inviste el campo circundante de una poderosa
femineidad, rut rustique, que hace de este pobre país, no un
«paisaje del alma» (Amiel), sino de mujer extasiada: «Por la
noche, este campo ardiente se tendía en una extraña postu-
ra de pasión. Ella dormía, descuidada, dislocada, retorcida,
con los miembros separados, mientras exhalaba fuertes sus-
piros tibios, aromas poderosos de durmiente sudorosa. Se diría
una Cibeles tumbada de espaldas, con los pechos hacia delan-
te, el vientre bajo la luna, saciada de los ardores del sol y soñan-
do aún con la fecundación. [...] Nunca el campo lo había
inquietado como a esta hora de la noche, con sus pechos gigan-

258 Zola, La faute de l’abbé Mouret, libro II, cap. XV. Hay edición en
español: Emile Zola, La caída del abate Mouret, Llinars del Vallés, Edi-
tors, 1985.

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tes, sus sombras blandas, sus brillos de piel de ámbar, toda


esta desnudez de diosa, apenas oculta bajo la muselina pla-
teada de la luna»259.
— En el Paradou260, primer abrazo, pero casto, bajo el
signo de las rosas, detallado con un lujo erótico deslumbran-
te del que no encuentro equivalente más que en Huysmans
(las flores exóticas de À rebours) y en Proust (los espinos blan-
cos de Combray).
—La escena a la entrada de la gruta cuya simbología es
bien conocida. ¿Es el paisaje el que por su exuberancia sus-
cita el deseo o es el ansía de los amantes lo que induce, por
proyección metafórica, este paisaje? Sin duda, las dos cosas.
Simbiosis, pero femenina: «Cabellera inmensa de verdor pun-
teada de una lluvia de flores, cuyos mechones desbordados
por todas partes en un loco desmelenamiento sugerían una
muchacha gigante, tendida a lo lejos sobre la espalda, volvien-
do la cabeza en un espasmo de pasión, en un desbordamien-
to de crines, extendidas como un charco de perfumes»261.
— Por último, el árbol de la Vida, evidentemente viril pero
cuyo falismo se sacia de femineidad: La savia tenía tal fuer-
za que fluía por su corteza; lo bañaba con un vaho de fecun-
dación; hacía de él la virilidad misma de la tierra. [...] A veces,
crujían los riñones del árbol, sus miembros se tensaban como
los de una mujer de parto, el sudor de vida que fluía de su
corteza llovía con más intensidad sobre la hierba circundan-
te, exhalando la blandura de un deseo, inundando el aire de
abandono, palideciendo el claro con un goce. El árbol, enton-
ces, se extinguía con su sombra, su alfombra de hierba, su
cintura de bosquecillo espeso. Ya sólo era voluptuosidad»262.

259 Ibíd., libro I, cap. XVI.


260 Ibíd., libro II, cap. IV.
261 Ibíd., libro II, cap. XV.
262 Ibíd., libro II, cap. XV.

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«Era el jardín quien había querido el pecado». Es una lás-


tima que Zola sienta la necesidad de recalcarnos la explica-
ción (siempre los «grandes puños»), una explicación, por otra
parte, discutible, porque mutila la metáfora al amputarle su
reversibilidad, simbiosis de Albina y del Paradou. El jardín
sólo puede «querer el pecado» si él mismo está erotizado por
el deseo de los amantes.

Proust. Epifanía de la feminidad

El camino de Proust es, evidentemente, diferente. Proust


era Proust, es decir, un artista un poco débil, pero dotado de
una mirada esteta y de un sexo sutil263. La erotización del
paisaje es más sabia, siguiendo una técnica elaborada muy
pronto, puesto que el Narrador la practica mucho antes de
darle su nombre, la ‘metáfora’, la de las marinas de Elstir.
Así, desde su primera estancia en Balbec, desde la ventana
de su hotel, erotiza, artealiza el mar por medio de modelos
estéticos —la ninfa Glaucómene, de belleza perezosa y que
respiraba suavemente... (II, 64-65 y I, 705), compárese con
la rústica Cibeles de Zola—, de los que el jóven se desemba-
razará pronto, como si tuviera que liberarse del pictoricis-
mo de Swann para inventar su propia metáfora, su propio
paisaje. Por ejemplo, durante su segunda estancia en Balbec,
cuando se esfuerza en burlar su deseo de Albertina: «Inten-
taba distraerme de este deseo yendo hasta la ventana a mirar
el mar de ese día. Como el primer año, los mares rara vez

263 Véase más arriba el comentario de Huysmans sobre Zola. Para mayor

comodidad y a fin de evitar la multiplicación de las notas, indico para cada


cita y entre paréntesis las referencias a las dos ediciones de la Pléiade (París
Gallimard, 1986-1989) cuatro volúmenes, y 1954, tres volúmenes).

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eran los mismos de un día a otro. Pero, por otra parte, no se


parecían en nada a los de ese primer año, bien porque ahora
era primavera, con sus tormentas, bien porque, aunque hubie-
ra venido en la misma fecha que la primera vez, tiempos dife-
rentes, más cambiantes, habrían podido desaconsejar esta costa
a algunos de esos mares indolentes, vaporosos y frágiles que,
en los días ardientes, había visto dormir en la playa levan-
tando imperceptiblemente su seno azulado con una suave pal-
pitación» (III, 179 y II, 783).
Paisaje soñado, nostálgico, visiblemente inducido por el
deseo de la muchacha. Pero esta metáfora del «seno azula-
do», que no confiará su secreto hasta mucho más tarde, en
Le Temps retrouvé264 es reversible, como vemos un poco más
adelante, cuando Albertina, desnuda a su vez, provoca el pai-
saje: «arranqué esa túnica que se adaptaba celosamente al
pecho deseado, y atrayendo a Albertina hacia mí:

Pero tú, indolente viajera ¿no quieres,


Soñar sobre mi hombro apoyando en él tu frente?
le digo cogiéndole la cabeza entre las manos y mostrán-
dole las grandes praderas inundadas y mudas que, al caer
de la tarde, se extendían hasta el horizonte cerrado sobre
las cadenas paralelas de ondulaciones lejanas y azuladas
(III, 259 y II, 865-866).

Nos acercamos a los esencial, la metáfora constitutiva del


paisaje proustiano. Sabemos que esta figura de retórica la
emplea el Narrador para caracterizar las marinas de Elstir:
«El encanto de cada una consistía en una especie de meta-
morfosis de las cosas representadas, análoga a la que en poe-

264 Al menos así es como he creído poder interpretar la revelación final

del Narrador, en Proust. Les plaisirs et les noms, París, Denoël, 1985, pági-
nas 89 y sigs.

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sía se llama metáfora» (II, 191 y I, 835). Cabría discutir la


pertinencia de este término para designar tales metamorfo-
sis. En la poética tradicional, la metáfora supone la conser-
vación de los dos signos, mientras que Elstir opera una sus-
titución, por cuanto que lleva a su límite el dinamismo de la
metáfora, es decir, la metamorfosis ‘elemental’, no sin resta-
blecer el equilibrio, puesto que ésta es reversible: del mar a
la tierra, y viceversa. Yo estaría tentado de aplicarle al Narra-
dor la misma fórmula que él emplea para Elstir: «Una de sus
metáforas más frecuentes...» En Proust, ‘la más frecuente’ es,
sin lugar a dudas, la feminización erótica. Desde el principio
de En busca..., el país se convierte en un paisaje, colmándo-
se de deseo y de femineidad. Todo transcurre como si, úni-
camente por el movimiento de la descripción, cierto que lán-
guida, indujera esta femineidad, bien afeminándose él mismo
con curvas sugestivas, bien despertando, como su verdad
viviente, su esencia visible, la epifanía de la mujer, que lo habi-
ta y lo anima al mismo tiempo. Destaquemos de nuevo los
momentos privilegiados de este proceso metafórico:

— En Combray, la bella descripción del «reino vegetal de


la atmósfera» por Legrandin, que, antes que Elstir, merece
el título de educador ocular. La secuencia es la siguiente: nubes
violetas y azules, nubes rosas, «colorido de flor, de clavel y
de hydrangea», «reino vegetal de la atmósfera», bahía de Bal-
bec, «ramilletes celestes azules y rosas», «pétalos azufre y
rosas» (el cielo como parterre, metáfora de Legrandin),
«rubias Andrómedas» (I, 128-129 y I, 130).
— Unas páginas después, en Méseglise, nueva secuencia:
olor a lilas, «pequeños corazones verdes y frescos de sus
hojas», «penachos de plumas malvas y blancas», «alminar
rosa. Las Ninfas de la primavera habrían parecido vulgares
junto a estas jóvenes huríes que guardaban en este jardín fran-
cés los tonos vivos y puros de las miniaturas de Persia. A pesar
de mi deseo de enlazar su flexible talle y de atraer hacia mí

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los bucles estrellados de su olorosa cabeza...» (I, 134 y I


135-36; véase, en eco, II, 455 y II, 157).

El camino de espinos blancos. Secuencia: espinos blancos,


después, «A ti que te gustan los espinos blancos, mira esta
espina rosa; ¡¿no es bonita?! En efecto, era una espina, pero
rosa, más bella todavía que las blancas», inflación del rosa,
color de Eros, parece ser, en esta primera parte de En busca...
y primera inducción femenina con «la joven en vestido de fies-
ta» y «el mes de María». Y la erotización se amplifica bajo
el signo del rosa: «El seto, que dejaba ver en el interior del
parque un paseo bordeado de jazmines, de pensamientos y
de verbenas entre los que los alhelíes abrían sus frescas cáp-
sulas, con el rosa oloroso y descolorido de un antiguo cuero
de Córdoba [...]. De pronto me paré, ya no podía moverme,
como sucede cuando una visión no sólo llega a los ojos sino
que requiere percepciones más profundas y exige todo nues-
tro ser. Una muchacha de un rubio rojizo, que parecía vol-
ver de paseo y llevaba en la mano una laya de jardinería, nos
miraba levantando su rostro sembrado de manchas rosas»
(I, 136-139 y I, 138-140).
Así pues, se trata literalmente de una ‘visión y, en razón
del contexto, saturada de religiosidad, de una verdadera epi-
fanía, de la espina, después femenina, inducida por esta pro-
fusión del rosa. La inducción es tan fuerte que las pecas se
convierten en manchas rosas*, signo de que Gilberte forma
parte del paisaje o, más bien, de que ella es a la vez el alma
y la emanación del mismo. Ocurre como si este paisaje flo-
ral se hubiera preparado para Gilberte, como si se conden-
sara en ella, su metáfora y su metonimia finales. Gilberte no
es sólo una ‘muchacha’ que ‘vive allí’. Por una especie de paga-

* Proust se refiere a las pecas (tâches de rousseur, manchas rojizas)


como tâches roses (manchas rosas). [N. de la T.].

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nismo metafórico y metamórfico, ella encarna este lugar, lo


significa y, por supuesto, lo erotiza, porque en adelante ya
no podremos separarla de la espina rosa, la los espinos blan-
cos de Tansonville.
— Después de Tansonvielle, Roussainville, ese lugar des-
tacado del deseo. Es allí donde, por primera vez, el Narra-
dor enuncia su ley de reversibilidad, de simbiosis entre la mujer
y el paisaje: «Para mí, todo lo que en ese momento tenía en
la mente, el reflejo rosa del tejado de teja, los hierbajos, el
pueblo de Roussainville donde desde hacía tiempo deseaba
ir, los árboles de su bosque, el campanario de su iglesia, tenía
el mérito añadido de despertar en mí esta emoción nueva que
solamente me los hacía parecer más deseables porque yo
creía que eran ellos los que la provocaban, y porque parecía
que esa emoción quería únicamente llevarme hacía ellos más
deprisa, hinchando mi vela con una brisa poderosa, desco-
nocida y propicia. Pero si ese deseo de que apareciera una
mujer le añadía algo más exultante a los encantos de la natu-
raleza, los encantos de la naturaleza, por su parte, amplia-
ban lo que el de la mujer habría tenido de demasiado limi-
tado. Me parecía que la belleza de los árboles era también la
suya y que el alma de esos horizontes, del pueblo de Rous-
sainville, de los libros que leía ese año me la desvelaba su
beso...» (I, 154 y I, 156).
— El Bois de Bolonia, ese «jardín de las mujeres». Secuen-
cia: «Poderosa y blanda individualidad vegetal», flores, val-
ses, «bellas invitadas», «la Sra. Swann» (I, 410 y I, 418). Nueva
inferencia, algunas páginas después: «Miraba los árboles
con una ternura insaciable que los dejaba atrás y que se diri-
gía, sin saberlo yo, hacia esa obra de arte de las bellas pase-
antes que ellos contienen durante algunas horas cada día.»
Estos árboles que «se ven obligados desde hace tanto tiem-
po, por una especie de injerto, a vivir en común con la mujer».
¿Dónde empieza la mujer y dónde acaba el paisaje? El Narra-
dor subraya esta fusión esencial: «Bastaba con que la Sra.

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Swann no llegara exactamente igual en el mismo momento


para que toda la Avenida fuera otra» (I, 410-419 y I 417-
427). Hay jardines como hay mares, igual de cambiantes, por-
que la Mujer los frecuenta, sea realmente o metafóricamen-
te. Basta con tener la mirada, no de un observador, sino de
un artista.

Para terminar, me gustaría mencionar una de las epifanías


más turbadoras de En busca..., y de las más significativas en
cuanto a la poética proustiana del paisaje. Se trata de la apa-
rición de la lechera, al alba, en el andén de la estación: «El
paisaje se volvió accidentado, abrupto; el tren se paró en una
pequeña estación entre dos montañas. Al fondo de la gargan-
ta, al borde del torrente, sólo se veía una casa de guarda hun-
dida en el agua que fluía al ras de las ventanas. Si un ser puede
ser el producto de un suelo cuyo encanto particular se sabo-
rea, más aún que la campesina que tanto había deseado ver
aparecer cuando estaba solo cerca de Méséglise, en el bos-
que de Roussainville, ésa debía ser la gran muchacha que vi
salir de la casa y, por el sendero que iluminaba oblicuamen-
te el sol del amanecer, venir hacia la estación llevando una
tinaja de leche» (II, 16 y I, 655).
El texto es explícito: la erotización manifiesta del paisaje
induce la aparición de la lechera, precedida ella misma por
el recuerdo de la campesina de Roussainville. Y, como en otros
casos, la metáfora es reversible: «Yo no sé si haciéndome creer
que esta muchacha no era semejante a las otras mujeres, el
encanto de estos lugares se añadía al suyo, pero ella se lo devol-
vía.» Es ella la que erotiza la naturaleza, hasta el punto de
que, por una duplicación fantástica de la metáfora, su ros-
tro se convierte en un paisaje: «Le hice una seña para que
viniera a traerme un café con leche. Necesitaba que se fijara
en mí. No me vio, la llamé. Por encima de su cuerpo, muy
grande, la tez de su rostro era tan dorada y tan rosa que pare-
cía que se la veía a través de una vidriera iluminada. Volvió

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sobre sus pasos, yo no podía quitar mis ojos de su rostro, cada


vez más ancho, parecido a un sol que pudiéramos enfocar y
acercar hasta venir muy cerca, dejándose mirar de cerca,
deslumbrándonos de oro y rojo» (II, 17-18 y I, 657).
A través de esta vidriera, «deslumbrante de oro y rojo»
se reconoce a la duquesa «amaranto» Oriane de Guerman-
tes, tan decepcionante entonces, en la iglesia de Combray, pero
aquí sublimada en altiva lechera...
Sin duda, habría podido, sin sobrecargarme de teoría,
contentarme con proponer algunos «paisajes escogidos»,
preferentemente pictóricos, con desnudos: Eva en el jardín
del Eden o Venus lánguida. Pero si he podido despertar las
ganas de releer a Huysmans, a Zola o a Proust, de volver a
sumergirse en este mundus muliebris, con sus metáforas y sus
epifanías, si he podido sugerir que un paisaje a menudo no
es más que una mujer difusa, que erotiza a placer el país, enton-
ces tendré la sensación de haber abierto una pista, modesta,
pero nueva, en la investigación paisajística.

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epílogo
historia de una pasión teórica

o
Cómo convertirse en un «Raboliot» del paisaje

Nada me destinaba a escribir sobre el paisaje. De forma-


ción filosófica, me consagraba más bien a Epicteto, a Spinoza
o a Nietzsche, mis pensadores predilectos, y me habría sorpren-
dido mucho, hace veinticinco años, si alguien me hubiera pre-
dicho mi predilección actual. Ha sido necesario un concurso
de circunstancias un tanto insólito para que, poco a poco, lle-
gara a interesarme apasionadamente, si no exclusivamente, por
los paisajes, pero siempre con el sentimiento de cazar en terre-
no ajeno, terrenos que no eran realmente los míos sino que per-
tenecen de pleno derecho a los geógrafos, a los historiadores,
a los paisajistas, en resumen, de ser un poco el Raboliot265 del

265 Maurice Genevoix, Raboliot, París, Grasset, 1925. Raboliot caza


furtivamente en Sologne, un paisaje que me resulta querido, fue el de mi
infancia. Magnífica figura de la anarquía rural, tan rara, contra todos los
poderes, de la policía y de los propietarios. Podría suceder también que
mi vocación «de furtivo» proceda de mi admiración por Julien Carette,
cazador furtivo legendario de Las reglas del juego de Jean Renoir. De ahí,
ese «elogio a la caza furtiva» en mi libro precedente, L’Art d’aimer ou la
fascination de la féminité, Seyssel, Champ Vallon, 1995.

197
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breve tratado del paisaje

paisaje. Pero todo el mundo sabe que los cazadores furtivos


son a menudo más hábiles y, en todo caso, más astutos que
muchos de los tiradores titulares, dicho esto con humor y sin
ningún ánimo de fanfarronear. De hecho, es ese lado ‘furtivo’
lo que me ha impulsado a ‘husmear’ en la espesura del paisa-
je para levantar de allí a los especialistas de todo tipo y publi-
car la antología, La Théorie du paysage en France (1974-
1994) a la que debe mucho este libro.
Originalmente, mi interés por el paisaje era literario. Me
había entregado a una especie de carrera paralela con el pro-
yecto de escribir novelas cuya intriga estuviera en parte indu-
cida por paisajes, que, por otro lado, tendía a feminizar,
siguiendo el modelo de mis ilustres predecesores, Flaubert,
Huysmans, Zola o Proust. En Le Mysogyne, los lugares y las
ciudades juegan un papel decisivo: Brujas, la Sologne, Orleans
bajo la lluvia, Carnos y «sus saurios hembra», por último,
Clermont-la-Noire, hogar infernal del relato. En La Traves-
tie266, la heroína, Nicole, se metamorfosea continuamente,
cambia de sexo y de condición, pero siempre en simbiosis con
el paisaje, y si la adaptación cinematográfica de Yves Bois-
set me ha decepcionado un poco, es por que no ha sabido o
querido imaginar (poner en imágenes) esta simbiosis.
La etapa decisiva fue la redacción simultánea de una nove-
la Le Voyeur ivre, y de mi tesis de Estado, Nus et Paysages. Essais
sur la fonction de l’art. Fue en esta época (de 1975 a 1980) cuan-
do sentí la necesidad de reforzar mi trabajo de novelista con
una verdadera reflexión estética, aún embrionaria, pero que marca
mi entrada, cierto que discreta y como furtivamente, en esta área,
entonces ‘reservada’ —los tiempos han cambiado mucho y,
desde hace algunos años, cualquier mandadero se pone a dar
su ‘conferencia’ al azar de los coloquios sobre el ‘paisaje’, cuya

266
Alain Roger, La Travestie, París, Grasset, 1987. La película de Yves
Boisset, que tiene el mismo nombre, se estrenó en 1988.

198
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epílogo

proliferación metastática no deja de preocupar, incluso aunque,


en un principio, pudiera alegrarnos—. Como testimonio de esta
época bisagra, presento dos textos contemporáneos, dos ver-
siones, una literaria y otra teórica, de una convicción, enton-
ces naciente, de que todo paisaje es un producto del arte, de
una artealización, concepto que acababa de tomar furtivamen-
te de Montaigne. El primer extracto describe mi llegada a Jeru-
salén en compañía de Claudia-Cecilia, el segundo expone mi
credo estético, mi fe en la fuerza del arte.
«Entramos en la ciudad. Temía el instante de poner pie a
tierra, como un caballero franco, baldado, en su armadura,
pero no sucedió nada. La magia se explicaba por el color de
las piedras y los juegos del sol, cuya luz parecían absorber
—¿porosidad?, ¿usura?—, más que reflejar. Íbamos en silen-
cio, y, cuanto más nos acercábamos al King David Hotel, más
tenía yo la impresión de que ella se soleaba a imagen de las
piedras, confirmando su poder de impregnarse de los luga-
res, de identificarse con ellos, chica-ciudad versátil, lengua-
je a su imagen, rostro paisaje, Proteo-Prostituta que se fue
llamando Brujas, Roma, Florencia, Venecia y Agrigento,
antes que Jerusalén; de manera que si un día tuviera que vol-
ver a estas ciudades, las entrevería a través de Cecilia, que se
había alimentado de ellas, había condensando sus esencias,
como el arte pero instintivamente, no por imitación conscien-
te y laboriosa sino por un mimetismo innato, instantáneo.
Brujas era Claudia, su impermeable chorreando y su calvi-
cie negra, Sicilia, Cecilia, naranja al pie de los templos; y vién-
dola andar, Cecilia Gradiva, soñaba con un amante, protei-
co a su vez, que desfloraba a Florencia, sodomizaba a Venecia,
amaba a Jerusalén. De hecho, jamás la había visto evolucio-
nar en un medio habitual, sino siempre en lugares que eran
fabulosos, o que ella hacía fabulosos, o los dos, por ósmo-
sis, y de los que, al cabo de algún tiempo, ella sentía que tenía
que huir, por miedo a paralizarse en el color local, a ser ya
solo Brujas, Agrigento o Venecia... Ni siquiera Jerusalén la

199
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breve tratado del paisaje

paralizaría, de ahí su imperativo: Necesitamos otras ciuda-


des…»267.
«¿Podríamos percibir las nudosidades rugosas de los oli-
vos como si Van Gogh no las hubiera pintado, la catedral de
Rouen, como si Monet no la hubiera representado en los dife-
rentes momentos del día, en sus epifanías fugitivas? Nuestra
vida, quizá, no sea más que una sucesión de instantes privi-
legiados que no sabemos identificar. No hay ningún lugar
donde no ‘respire el espíritu’, que los esquemas no animen
con su actividad silenciosa. La Sologne y la Camargue, ade-
más de sus modelos específicos (Alain-Fournier, Genevoix,
Barrès, Daudet, Audouard, etc.) han sido favorecidas por el
esquematismo de Elstir, tal como Proust lo inventó: el cam-
bio de los elementos en determinado periodo del año, a tal
hora del día, cuando el agua, la tierra y el cielo se desequili-
bran y se invierten, no por una turbulencia geográfica o
meteorológica, sino por orden de nuestra mirada, que (entre)vé
el paisaje bajo el dominio del arte»268.
Esta teoría de la artealización, que, contra toda previsión,
iba a conocer cierta fortuna en Francia, y después en el
extranjero —la encuentro, a veces, en algunos colegas, anó-
nima, ¿pero no la he cogido furtivamente yo mismo?—, era
todavía rudimentaria y estaba marcada por un excesivo este-
tismo. Es cierto que me inspiraba mucho en Wilde y en
Proust, a quien consagré varios artículos y un ensayo269.
Pero sentía confusamente que mi aparato conceptual seguía
siendo frágil y con lagunas. Si mi principio de ‘doble artea-

267Alain Roger, Le voyageur ivre, París, Denoël, 1981, pág. 239.


268Ídem, Nus et Paysages, ob. cit., pág. 109.
269 Ídem, Proust. Les Plaisir et les Noms, París, Denoël, 1985; «Proust

ou le désir de Venise» en Amoureux fous de Venise, París, Orban, 1985,


reimpreso en L’Art d’aimer, ob. cit.; «Poétique du paysage proustien», Bulle-
tin de la Société Marcel Proust des Pays Bas, 1991.

200
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epílogo

lización’ funcionaba correctamente en el terreno del desnu-


do, estaba, sin embargo, mucho menos seguro de mí en el
terreno del paisaje, donde, astutamente y a falta de informa-
ciones suficiente, me mantenía en la artealización indirecta,
por modelización, limitándome, por otra parte, a algunas suge-
rencias más o menos anecdóticas y tratando, de forma some-
ra, un único ejemplo, la invención de la montaña en el siglo
xviii. Así pues, necesitaba, por una parte, ampliar el campo
de mis verificaciones y abordar el estudio de los ‘comienzos’
(el nacimiento del paisaje en Occidente), pero también, por
otra parte, el otro postigo de la artealización paisajística, el
que opera directamente sobre el terreno.
Pronto se me presentó la ocasión con motivo de la invi-
tación al coloquio que tuvo lugar en Lyon en 1981270. Sentí
que había llegado el momento de acometer la historia de los
jardines, totalmente desatendida en Nus et Paysages. Y fue
así como conseguí llenar el compartimento vacío de mi dis-
positivo conceptual: a la dualidad ‘Desnudez-Desnudo’, deci-
dí asociar la del País y Paisaje, tomada furtivamente de René-
Louis de Girardin, entre otros. Este artículo —«Ut pictura
hortus. Introducción al arte de los jardines»—, del que no
esperaba nada más que la íntima satisfacción de haber cum-
plido mi contrato de ponente y colmar, de paso, una laguna
de mi tesis, me ha valido una reputación, entonces usurpa-
da, de especialista, y numerosas invitaciones, en Francia y en
el extranjero, donde me encontré o reencontré con verdade-
ros especialistas del paisaje, de los que tenía mucho que
aprender, pues ellos no eran cazadores furtivos novelescos,
ellos ocupaban el terreno desde hacía mucho tiempo y tra-
bajaban en él a tiempo completo. Estos encuentros me obli-
garon a trabajar sin descanso, aunque sólo fuera para mere-

270 Mort du paysage?, ob. cit., supra. Sin duda el volumen colectivo
más conocido sobre el tema.

201
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breve tratado del paisaje

cer la confianza que se me testimoniaba. Seguía escribiendo


mis novelas y mis ensayos de estética erótica271, pero cada
vez más mi centro de gravedad, o más bien de alegría —en
el sentido de la «Gaya Ciencia»— se desplazaba hacia el lado
del paisaje, que me inspiraba, o más bien, me aspiraba cada
día más. Decidí, pues, imponerme un programa rígido y en
lugar de cazar furtivamente al azar de los matorrales, me dedi-
qué a reforzar mi armazón conceptual.
Durante los coloquios o congresos en Francia y en el
extranjero, a veces encontré resistencias, cuando no sufría atra-
ques frontales, por parte de los anglosajones en particular,
cuyo naturalismo, incluso mermado, sigue siendo combati-
vo. Mejoré, pues, mi teoría de la doble artealización, aplica-
da o móvil, adherente o modelizante. Estas dos determina-
ciones no siempre se entendían bien. Propuse otras dos, más
locuaces, más pedagógicas y, diría, más internacionales: artea-
lización in situ (sobre el terreno) y in visu (en y por la mira-
da). Esta ‘doble articulación’ —artealización in situ y in visu,
por una parte y, país y paisaje, por otra— me ha permitido
denunciar más eficazmente las reducciones de que es habi-
tualmente víctima el paisaje: reducción «geográfica» a los geo-
sistemas, reducción «ecológica» a los ecosistemas. Ya no me
ponía a la defensiva y, acusado de estetismo, podía contraa-
tacar vigorosamente y mostrar, con ejemplos precisos y con-
cretos, las debilidades y las contradicciones del naturalismo.
Con los años he adquirido seguridad. Nunca degenera en
condescendencia. Una teoría, nos lo enseñó Popper, siempre
debe ser refutable. Nunca es más que una herramienta per-
fectible, que debe cuestionarse sin descanso, cuyas piezas
hay que cambiar si fallan y forjar otras más eficaces, golpe
a golpe, con un proceder que depende a menudo del brico-
laje y del hurto furtivo (incluso aunque el racionalismo más

271 Reunidos en L’Art d’aimer, ob. cit.

202
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epílogo

intransigente siga siendo, en última instancia, mi regla de oro).


Y precisamente, siempre estaré protegido contra la tentación
totalitaria por mi convicción de que, cualesquiera que sean
mis capturas en la maleza, seguiré siendo un Raboliot...

203
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índice de autores y artistas citados

Aberli, Jean-Louis, 99, 101-102, Balzac, Honoré de, 131.


128, 205. Barrès, Maurice, 26, 29, 200.
Acot, Pascal, 167. Baudelaire, Charles, 13, 22, 51,
Addison, Joseph, 3, 111. 106.
Adorno, Theodor, 123. Belanger, L., 101.
Alain-Fournier, 29, 200. Bentivegna, Filippo, 52.
Alberti, Leon Battista, 81. Berenson, Bernard, 57.
Alembert, D’, 159. Berger, Yves, 119.
Alpers, Svetlana, 78. Bernardino de Saint-Pierre, 108.
Alphand, Adolphe, 149. Berque, Augustin, 11, 26, 55-57,
Alto Rin, Maestro del, 41. 62, 67-68, 118, 164-165, 168.
Altdorfer, Albrecht, 86. Besson, Luc, 114.
Altmann, Jean-Georges, 100. Bisson, Louis-Auguste et Augus-
Amiel, Henri, 187. te-Rosalie, 104-106.
Angest, D’, Germain, 183. Blandin, Patrick, 139.
Apollinaire, Guillaume, 28. Bloy, Leon, 187.
Aristóteles, 164. Bocaccio, Giovanni, 41.
Audouard, Yvan, 200. Boileau, Nicolas, 109.
Audurier-Cros, A., 40. Boisset, Yves, 198.
Augoyard, Jean-François, 125. Bonin, Sophie, 34-35.
Agustín (san), 92. Borchardt, Rudolf, 150.
Boucicaut, Maestro de, 78-79,
Bachelard, Gaston, 180-181. 81.

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Índice de autores y artistas citados


Bouts, Thierry, 83. Clark, Kenneth, 33, 38, 73.
Boyer, Alain, 162, 171-172. Clément, Gilles, 52.
Brassens, Georges, 29. Clergue, Lucien, 180.
Braun, Adolphe, 104. Cocheris, Pauline, 37.
Brel, Jacques, 130. Coleridge, Samuel, 42, 50, 182-
Briffaud, Serge, 93, 97, 103. 183.
Brosses, Charles de, 107. Colette, 185.
Bruegel, Pieter, 78. Collot, Michel, 182.
Burckhardt, Jacob, 82. Comte, Auguste, 172.
Burke, Edmund, 110-112. Conan, Michel, 30, 47-48, 86,
Burle-Marx, Roberto, 44. 125.
Condivi, Ascanio, 51.
Cahill, James, 67. Conti, Évrard, 41.
Caillé, René, 116. Corajoud, Michel, 30.
Calame, Alexandre, 105. Corbin, Alain, 95-96, 106-107.
Campin, Robert, 82-83, 85. Corot, Jean-Baptiste, 43, 123,
Camporesi, Piero, 11, 88-89, 147.
106. Costanza, Virginie, 118.
Carette, Julien, 197. Cousteau, Jacques-Yves, 114.
Carmontelle, 144. Crescenzi, Pietro de, 41.
Carrère, Gilbert, 138. Croce, Benedetto, 21.
Carus, Carl-Gustav, 103-104. Cros, Charles, 144.
Casey, E.S., 123. Cueco, Henri, 30-31.
Cauquelin, Anne, 71.
Cézanne, Paul, 26-27, 31-32, Dagognet, François, 17, 125.
43, 84, 178. Dagron, Chantal, 115.
Chabason, Lucien, 122-123, Dalí, Salvador, 186.
136-137. Dante, 26.
Charbonnier, Georges, 17. Daubigny, Charles-François,
Chateaubriand, François-René 119.
de, 108. Daudet, Alphonse, 200.
Chemetoff, Alexandre, 146. Dauzat, Albert, 24, 58.
Chenet, Françoise, 182. Dazelle, Anne, 152.
Chouillet, Jacques, 95, 110. Deleule, Didier, 162.
Chrétien de Troyes, Christo, 65. Delille, Jacques, 21.
Christus, Petrus, 83. Deluz, Christiane, 66.
Cicerón, 63. Denis, Maurice, 18, 143-144,
Civiale, Aimé, 104-106. 206.

206
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Índice de autores y artistas citados


Dennis, John, 94, 111. Geertgen Tot Sin Jans, 83, 86.
Descartes, René, 156, 158-162. Gellée, Claudio (llamado De
Dickens, Charles, 133. Lorena), 44-45, 48-49, 128.
Diday, François, 104. Genevoix, Maurice, 29, 197,
Diderot, Denis, 21. 200.
Donkin, William, 106. Gessner, Salomon, 97.
Doré, Gustave, 103. Gilpin, William, 128.
Dughet, Gaspard, 45. Giono, Jean, 185.
Duhamel, Georges, 158. Giorgione, 86.
Dupont, Ambroise, 153. Girardin, René-Louis de, 13, 22,
Durand, Gilbert, 43. 45, 47-48, 201.
Durero, Albrecht, 83-84, 86-87. Goethe, Johann Wolfgang, 49,
104.
Edelman, Bernard, 163, 170- Gombrich, E. H., 86.
171. Grand-Carteret, John, 11, 94,
Einstein, Albert, 156, 164. 97-99, 101-103.
Engels, Friedrich, 159. Grillet, Thierry, 152, 185, 207.
Epicteto, 197. Gröning, Gert, 149.
Ernst, Max, 184, 186. Guéry, François, 157, 162.
Estienne, Robert, 24. Guillaumin, J., 182.
Estrabón, 115.
Haeckel, Ernst, 135, 142.
Fénelon, 107. Haller, Albrecht von, 21, 96-97,
Ferré, Léo, 130. 100.
Flaubert, Gustave, 115, 185, Hang Tchouo, 68.
198. Hegel, Georg Wilhelm Friedrich,
Foe, Daniel de, 107. 16, 39, 159.
Foucauld, Charles de, 116. Heidegger, Martin, 157.
Foucher, Michel, 120. Heisenberg, Werner, 156.
Fouré, Adolphe, 52. Heizer, Michael, 56.
Francastel, Pierre, 71, 81, 123- Henry, Michel, 45, 159.
124. Hermitte, Marie-Angèle, 163,
Frémont, Armand, 33. 168-169.
Freud, Sigmund, 181, 186. Herodoto, 115.
Frost, Robert, 119. Hoare, Henry, 45.
Hodler, Ferdinand, 104.
Galileo, 156, 158-160. Hogarth, WilIiam, 95.
Gautier, Théophile, 130-131. Hokusaï, 28.

207
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Índice de autores y artistas citados


Holbach, de, 99. Lalonde, Brice, 173.
Holt, Nancy, 53. Lamarck, 156.
Homero, 59, 112. Lamotte, Maxime, 139.
Houang Kong-Wang, 69. Lapicque, Charles, 26-27.
Hugo, Victor, 108, 178, 185. Laprade, Victor de, 57.
Humboldt, Wilhelm von, 72. Lassus, Bernard, 125, 143.
Hunt, John Dixon, 45, 49, 118- Le Dantec, Denise, 144.
119. Le Dantec, Jean-Pierre, 24-25,
Huysmans, Joris-Karl, 133-134, 86, 144, 153.
183-184, 186, 188-189, 195, Léger, Fernand, 152.
198. Lenoble, Robert, 18, 155.
Le Nôtre, André, 44-45, 51.
Irving, Washington, 49. Leonardo da Vinci, 79.
Le Pays, 94, 128.
Jacquemart de Hesdin, 77. Lesage, Jack, 93.
Jacobo de Verona, 66. Lessing, Erich, 62.
Jaucourt, Louis de, 99. Lévi-Strauss, Claude, 17, 21, 71.
Jellicoe, Geoffrey, 44. Ligorio, Pirro, 52.
Jenofonte, 38. Linck, Antoine, 99.
Joinville, Jean de, 66. Linck, Conrad, 99.
Joutard, Philippe, 92, 96, 99, Lindeman, R. L., 139.
101. Linneo, Karl von, 156.
Joyce, James, 43. Li Tch’eng, 68.
Jung, Carl Gustav, 17. Littré, Émile, 141, 178.
Longino (Pseudo-), 109-110.
Kacimi, Mohamed, 115. Lorenzetti, Ambrogio, 73, 76.
Kalaora, Bernard, 114. Lorris, Guillaume de, 41.
Kant, Emmanuel, 14, 31, 100, Loutherbourg, Philippe, 108-
112-113, 129, 156. 109.
Kao K’o-Ming, 69-70.
Kästner, 148. MacLuhan, Marshall, 123.
Kent, William, 45-47. MacPherson, James, 108.
Knabe, Peter-Eckhard, 110. Mäding, Ehrard, 148-149.
Kouo Hi, 69, 207. Mantegna, Andrea, 88.
Kouo Sseu, 68-69. Marco Polo, 42, 65, 70.
Maria, Walter de, 53.
La Fontaine, Jean de, 61. Marmontel, Jean-François, 110.
Lalo, Charles, 21, 207. Marquet, Albert, 26.

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Índice de autores y artistas citados


Martens, Friedrich, 104-105. Palissy, Bernard, 141.
Martinet, Jeanne, 25, 208. Panofsky, Erwin, 62, 71, 78-79,
Martinet, Marie-Madeleine, 46. 82.
Marx, Karl, 156. Pardo, Daniel, 117.
Mason, William, 46. Parent-Duchátelet, Alexis, 183.
Mathé, Roger, 66. Pascal, Blaise, 166-167.
Mayers, Norman, 174. Patinir, Joachim, 83-87.
Melville, Herman, 108. Peters, Willem, 62-63.
Memlinc, Hans, 83. Petrarca, Francesco, 31, 91-92.
Merigot, S., 101. Peyré, Joseph, 116.
Metsys, Quentin, 85. Piel, Friedrich, 84.
Miguel Ángel, 51. Piero della Francesca, 81.
Michiel, Marcantonio, 86. Pietrogrande, Antonella, 38.
Milton, John, 38, 112. Pini, Paolo, 72.
Möbius, 135. Pisanello, Antonio, 73.
Molinet, Jean, 24. Pitte, Jean-Robert, 139.
Monet, Claude, 43, 132, 200. Platón, 59-60, 166.
Montaigne, 14, 21, 25, 87-88, Plinio el Joven, 63-64.
199. Plinio el Viejo, 62-63.
Montesquieu, 95, 107, 128. Poe, Edgar, 49.
Morelly, 95. Poiret, Nathalie, 125.
Mornet, Daniel, 97, 108-109. Poirion, Daniel, 75-76.
Moscovici, Serge, 17, 155. Pol de Limbourg, 79.
Mouk’i, 69. Pope, Alexander, 46.
Murray-Schafer, Robert, 125. Popper, Karl, 202.
Musil, Robert von, 22. Pourrat, Henri, 29.
Poussin, Nicolas, 48, 102, 106,
Nadar, 124. 119.
Nash, R., 118. Proust, Marcel, 20, 121, 125,
Nerval, Gérard de, 115. 131, 186, 188-192, 195,
Nietzsche, Friedrich, 197. 198, 200.
Psichari, Ernest, 116.
Orsini, Vicino, 52. Pucelle, Jean, 78.
Osmo, Pierre, 162.
Ovidio, 127, 134. Quiot, Alain, 40.

Pächt, Otto, 73-75. Rabelais, François, 24, 87.


Page, Russel, 44. Random, Michel, 52.

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Índice de autores y artistas citados


Recht, Roland, 72. Sartre, Jean-Paul, 185.
Reinaldo de Montalbán, 41. Saudek, Jan, 186.
Rembrandt, 133. Saussure, Horace-Benedict de,
Rémond-Gouilloud, Martine, 31, 96-97, 100-101, 104,
170-171. 108, 128-129.
Renault-Miskovsky, Josette, 56. Savari, 101-102.
Renoir, Auguste, 19. Schlegel, Friedrich von, 72.
Renoir, Jean, 19, 197. Schopenhauer, Arthur, 175.
Repton, Humphrey, 46, 49. Segantini, Giovanni, 104.
Rieter, Heinrich, 99. Seifert, Alwin, 148-149.
Rimbaud, Arthur, 129. Serres, Michel, 158, 160-168,
Robbe-Grillet, Alain, 185. 171, 174.
Robert, Hubert, 48. Sévigné, Mme de, 94, 110.
Robespierre, 159. Shaftesbury, 111.
Robinson, William, 149. Shenstone, William, 45, 47.
Rodenbach, Georges, 130. Shinohara, Kasuo, 122.
Roger, Alain, 21, 89, 122-123, Siebert, Gérard, 60-61.
132, 179, 184, 198, 200. Simmel, Georg, 21.
Rohmer, Éric, 29. Smithson, Robert, 53.
Romains, Jules,29. Sokolova, Jrina, 77, 80.
Roncayolo, Marcel, 125. Soudière, Martin de la, 32.
Rosa, Salvator,49, 101-102, 106, Soulier, Charles, 106.
119 . Spengler, Oswald, 17, 158.
Rosnay, J. de, 167. Spinoza, 167, 197.
Ross, Charles, 53. Starobinski, Jean, 102.
Rousseau, Jean-Jacques, 17, 42- Steen, Jan, 133.
43, 96-98, 128, 155, 159. Stevens, Wallace, 119, 123.
Roux, Michel, 116-118. Stoker, Bram, 185-186.
Royal, Ségolene, 145-146. Studius, 63.
Rubens, Peter-Paul, 130-131.
Ruysdael, Jacob Isaac Van, 43, Tansley, A., 135, 139, 142.
102, 104, 107. Tchao Mong-fou, 70.
Teniers, David, 133.
Saint-Exupery, Antoine de, 116. Teócrito, 58.
Saint Girons, Baldine, 111. Theys, Jacques, 136-137.
Saint-Just, 159. Thomasset, Claude, 75-76.
Saint-Simon, 37, 52. Tiberghien, Gilles, 53.
Samson, Pierre, 33-34. Tourneux, François-Pierre, 141.

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13-Indice onomastico 27/3/07 18:11 Página 211

Índice de autores y artistas citados


Tournier, Michel, 43. Varone, Antonio, 62.
Tricaud, Pierre-Marie, 151. Vasarely, Victor, 156.
Troll, 137. Véra, André, 149.
Ts’ien Siuan, 70. Verlaine, Paul, 185.
Tsong Ping, 67. Vernet, Horace, 102, 108-109.
Turner, William, 18. Vico, Giambattista, 71.
Turri, Eugenio, 89. Ville, Antoine de, 91-93.
Tüxen, Reinhold, 148-149. Virgilio, 61, 107, 128.
Vitruvio, 62-63.
Urfé, Honoré d’, 88. Voltaire, 21, 141, 156, 159.
Utrillo, Maurice, 26.
Walpole, Horace, 46, 52.
Valenciennes, Pierre-Henri de, Wang Wei, 67.
24, 103. Welles, Orson, 50.
Valéry, Paul, 16. Wiepking, Heinrich, 148-149.
Vandier-Nicolas, Nicole, 67-69, Wilde, Oscar, 13, 17-19, 31,
181. 134, 200.
Van Eyck, 80, 82-83, 85. Wolf, Caspar, 99,105.
Van Gogh, Vincent, 200. Wölfflin, Heinrich, 15.
Van Goyen, Jean-Joseph, 107.
Van Melsen, A. G., 155-156. Zola, Émile, 43, 131, 186-187,
Van Ostade, Isaac, 133. 189, 195, 198.

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14-Colección 27/3/07 18:11 Página 213

colección paisaje y teoría

títulos publicados

La construcción social del paisaje, Joan Nogué (ed.).


Breve tratado del paisaje, Alain Roger.
El arte del paisaje, Raffaele Milani.
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14-Colección 27/3/07 18:11 Página 216
Ilustraciones 14/3/07 16:39 Página 17

22. Le Pic d’Azpiglia, Aimé Civiale, 1865, en Montagne, Fr. Guichon,


pág. 71. Colección Sociedad francesa de fotografía
Ilustraciones 14/3/07 16:39 Página 18

23. Cabane des Grands-Mulets, Charles Soulier, hacia 1860, en Montagne,


Fr. Guichon, pág. 75. Colección Gérard Levy
Ilustraciones 14/3/07 16:39 Página 19

24. Le Welhorn et Wetterhorn à Rosenlauï, Charles Soulier, hacia 1860, en


Montagne, Fr. Guichon, pág. 74. Colección Gérard Levy
Ilustraciones 14/3/07 16:39 Página 20

25. Les séracs des Bossons, hermanos Bisson, 1862, en Montagne, Fr.
Guichon, pág. 61. Colección Sociedad francesa de fotografía
Ilustraciones 14/3/07 16:38 Página 1

1. Jardincito del Paraíso, Maestro del Alto Rin, siglo xv, Kunstinstitut,
Fráncfort

2. Maulgris y Oriande la bella, Reinaldo de Montalbán, siglo xv, Biblioteca


Arsenal, París
Ilustraciones 14/3/07 16:38 Página 2

3. Rift, Michael Heizer, 1969 (deteriorado), Desplazamiento n. 1 (sobre 9),


15’60 x 0’42 x 0’30, Jean Dry Lake, Nevada
Ilustraciones 14/3/07 16:38 Página 3

4. Casa de los Pigmeos, fresco, Museo Arqueológico, Nápoles


Ilustraciones 14/3/07 16:38 Página 4

5. Un pueblo a orillas del río, anónimo, siglos xi o xii, Taichung


(Formosa), colección del Museo de Palacio

6. Luz de atardecer sobre un pueblo de pescadores, atribuido a Mouk’i,


mitad del siglo xiii, Museo de arte Nezu, Tokio
Ilustraciones 14/3/07 16:38 Página 5

7. Castillo al borde del lago, Ambrogio Lorenzetti, Pinacoteca de Siena

8. Ciudad a orillas del mar, Ambrogio Lorenzetti, Pinacoteca de Siena


Ilustraciones 14/3/07 16:38 Página 6

9. La recolección de berzas, en Tacuinum sanitatis, fº 23 rº, Biblioteca


Nacional de Austria, Viena. Codex Vindobonensis series nova 2644
Ilustraciones 14/3/07 16:38 Página 7

10. Pescado fresco, en Tacuinum sanitatis, fº 82 rº, Biblioteca Nacional de


Austria, Viena. Codex Vindobonensis series nova 2644
Ilustraciones 14/3/07 16:38 Página 8

11. Calendario (febrero), de Las muy ricas horas del duque de Berry, her-
manos Limbourg, Museo Condé, Chantilly
Ilustraciones 14/3/07 16:38 Página 9

12. Calendario (agosto), de Las muy ricas horas del duque de Berry, her-
manos Limbourg, Museo Condé, Chantilly
Ilustraciones 14/3/07 16:38 Página 10

13. Virgen del canciller Rolin, Jan van Eyck, hacia 1433, Museo del Louvre,
París
Ilustraciones 14/3/07 16:38 Página 11

14. Madona con la pantalla de mimbre, Robert Campin, el maestro de Flémalle,


hacia 1420-1425, Galería Nacional, Londres
Ilustraciones 14/3/07 16:38 Página 12

15. Madona con la pantalla de mimbre, detalle


Ilustraciones 14/3/07 16:38 Página 13

16. Natividad, Robert Campin, el maestro de Flémalle, hacia 1420-1425,


Museo de Bellas Artes, Dijon
Ilustraciones 14/3/07 16:38 Página 14

17. San Juan Bautista en el desierto, Geertgen Tot Sint Jans, hacia 1490-1495,
Staatliche Museum Preussischer Kulturbesitz, Berlín
Ilustraciones 14/3/07 16:38 Página 15

18. Laguna en el bosque, Alberto Durero, hacia 1495, Museo Británico,


Londres

19. Wehlsch Ping, Alberto Durero, hacia 1495, Museo Ashmolean de Arte
y Arqueología, Oxford
Ilustraciones 14/3/07 16:38 Página 16

20. La tentación de san Isidro, Joachim Patinir, 1515, Museo del Prado,
Madrid

21. El Éxtasis de santa María Magdalena, Joachim Patinir, hacia 1512-


1515, Kunsthans, Zürich

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