Gila, Miguel - Y Entonces Nací Yo

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Y entonces nací yo,

Memorias para desmemoriados

Miguel Gila

Colección España Hoy/36


Temas de Hoy Miguel Gila Cuesta, 1995
Ediciones Temas de Hoy, S.A. 1995
Paseo de la Castellana, 93. 28046 Madrid
Impreso en Grafiris Impresores, S.A. (España)
Compuesto en: Fernández Ciudad, S.L.
ISBN.: 84-7880-503-6 Depósito Legal: M. 4.956-1995
Miguel Gila Y entonces nací yo

Texto de contratapa
Pocos serán los que no hayan reído alguna vez con la “guerra” de Gila, la narración de su peculiar
nacimiento o sus hazañas como gángster a las órdenes de Al Capone.
Pero lo que Miguel Gila cuenta de sí mismo en los escenarios no ocurrió tal como nos lo relata en
sus magistrales monólogos. Es cierto que su padre no estaba en casa el día que nació, pero no porque
trabajara en Londres como tambor de la Orquesta Sinfónica: había muerto con la mirada congelada a las
puertas del Hospital Clínico de Barcelona, a los veintidós años, esperando una cama libre; es cierto que
vivió una guerra, pero no una guerra tierna e hilarante como esa a la que nos tiene acostumbrados, sino
otra, cruel y fratricida, en la que fue mal fusilado, y de la que, junto al recuerdo amargo, conserva
imágenes que provocarán la sonrisa o la carcajada; es cierto que vivió en Latinoamérica, pero no al
servicio de una mafia, sino escapando del asfixiante clima político y moral de la España de los años
cincuenta y sesenta, de la humillación de verse perseguido por vivir con la mujer a la que amaba.
En las páginas de estas memorias, el genial humorista recuerda la humilde buhardilla de Zurbano 68
en la que vivió su infancia, su paso por el 5° Regimiento y la durísima posguerra que le tocó sufrir, de la
que es capaz de rescatar anécdotas divertidas; revive sus dificiles comienzos en el mundo del espectáculo;
rememora su relación con Tono, Mihura o Álvaro de Laiglesia y su trabajo en La Codorniz, los felices
días de estreno junto a Tony Leblanc y Lina Morgan, sus encuentros con Anthony Quinn, Hemingway,
Fidel Castro, el Che o tantos otros.
Esta obra, fiel testimonio de una vida, hará reír en ocasiones, como no podía ser menos siendo
quien es su autor, pero en otras pondrá un nudo de emoción en la garganta de los lectores.
Como todo lo que les pueda contar sobre mi vida está escrito en las páginas de estas memorias —
fechas, datos, estudios, alegrías y tristezas me resulta complicado decir algo nuevo.
Si me he animado a contar mi vida ha sido sólo con el propósito de establecer las distancias entre el
ayer y el hoy; y, si consigo que ustedes, los lectores, tomen conciencia de que estamos en el mundo de
visita, daremos, entonces, la espalda a los que actúan como si fuesen inmortales.
Creo que no necesito tarjeta de presentación, pero por si alguien no me conoce, me llamo Miguel
Gila y soy humorista.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

ÍNDICE

Texto de contratapa ...................................................................................... 2

INTRODUCCIÓN .............................................................................................. 6

Y ENTONCES NACÍ YO .................................................................................... 8


Zurbano 68 ....................................................................................... 13
Manuela Reyes ................................................................................ 18
Cómo llegar al cielo......................................................................... 27
Antonio Gila .................................................................................... 28
Los cantacrímenes ........................................................................... 29
Mis tíos ............................................................................................ 33
El pan y quesillo, el palo fumeque y otras porquerías .................... 38
Mi abuelo el trapero......................................................................... 39
Mi tía la rica ..................................................................................... 40
Pepe el de la Carola, el Nenín, el Gregorio y varios más................ 43
Pedro Tabares .................................................................................. 46
La novela por entregas..................................................................... 47
Juegos y maldades ........................................................................... 53
Confesión y comunión ..................................................................... 58
Alfonso XIII abandona Madrid ....................................................... 61
Se acabaron los frailes, la gramática y el catecismo ....................... 64
Mi primera novia ............................................................................. 67
El straperlo, la crisis y el paro......................................................... 73

JULIO DEL 36 ............................................................................................... 76


Pienso que... ..................................................................................... 78
Sigüenza........................................................................................... 79
La disciplina como arma eficaz ....................................................... 82
El tiro en el culo............................................................................... 84
El nicho ............................................................................................ 85
Un enemigo amigo........................................................................... 86
Guadalajara ...................................................................................... 87
Vocación de piloto ........................................................................... 90
El Zapatones .................................................................................... 94
El cochinillo ..................................................................................... 98

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Miguel Gila Y entonces nací yo

MEMORIAS PARA DESMEMORIADOS ........................................................... 100


Nos fusilaron mal........................................................................... 102
Caín y Abel .................................................................................... 105
Otra cárcel improvisada ................................................................. 109
El burdel de La Patata.................................................................... 115
Piojosos y sarnosos ........................................................................ 118
La playa de la Barceloneta, llamada de San Sebastián ................. 130
Y más trabajo ................................................................................. 135
Edgar Neville y Conchita Montes ................................................. 138
Madrid............................................................................................ 140
Mi primer contrato ......................................................................... 149
El teatro.......................................................................................... 152
Tengo momia formal ..................................................................... 157
Barcelona ....................................................................................... 167
La gente del toro ............................................................................ 168
Tánger ............................................................................................ 172
Una oportunidad perdida ............................................................... 176
Buenos Aires.................................................................................. 184

MÉXICO ..................................................................................................... 194


Los pelados .................................................................................... 205
Las balaceras.................................................................................. 207
La mordida ..................................................................................... 210
Hemingway .................................................................................... 219
Los Agachados .............................................................................. 223

EL REGRESO............................................................................................... 225
Éste y yo, Sociedad Limitada......................................................... 229
La nena y yo ................................................................................... 232
Una noche de fin de año ................................................................ 236
Gente de teatro ............................................................................... 247
¡Es de suave...!............................................................................... 249
Matrimonio “Vía Paraguay” .......................................................... 253
Humor muy gráfico ....................................................................... 260

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Miguel Gila Y entonces nací yo

A Manuela Reyes y Antonio Gila, que me criaron,


me educaron y que murieron antes de que pudiera
pagarles lo que hicieron por mí.

La vida es un camino que comienza en el nacer y


termina en el morir. Camino áspero si se recorre
con los pies desnudos del fracaso.
M. Gila

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Miguel Gila Y entonces nací yo

INTRODUCCIÓN
Luis Buñuel, en su libro de memorias Mi último suspiro, dedica una parte a decir lo que le gustaba y
lo que aborrecía. Me he tomado la libertad de, imitando a Buñuel, manifestar las cosas que me gustan y
las que aborrezco.
Me gusta la música clásica, preferentemente Mahler, Mozart, Smetana, Bartok y Dvorak, prefiero
los adaggios a los allegros. Me entusiasma el jazz, en particular el interpretado con saxo —Gerry
Mulligan es, sin lugar a dudas, mi preferido—, y por supuesto el tango, tal vez porque durante muchos
años ha sido el fondo musical de mi vivir feliz en ese Buenos Aires donde tuve la oportunidad de
descubrir los afectos. Según mi estado de ánimo elijo entre Astor Piazzolla, Aníbal Troilo con El Polaco
Goyeneche o el maestro Osvaldo Plugiese, sin que esto signifique que no me gusten Canaro, Roberto
Firpo, Osvaldo Piro, el negro Rubén Juárez, Susana Rinaldi y muchos más con los que compartí
escenarios y que, aparte de sentir por ellos una gran admiración, son amigos entrañables. Aborrezco el
rock, salvo cuando quien lo canta es gente a la que quiero, como Miguel Ríos o Loquillo. Personalmente,
la música me entra por las orejas o por la piel. La que me entra por las orejas se va por el sumidero del
olvido, la que me entra por la piel se hace imborrable, como esos tatuajes que lucen algunos marinos en
sus brazos. Lloro feliz con Serrat, porque en el contenido poético de sus canciones hay siempre un algo
que hemos vivido y que teníamos olvidado en quién sabe qué oscuro rincón de la memoria. Me enternece
Joaquín Sabina, me inyectan ideología Víctor Jara, Quilapayún, los Parra, Víctor Heredia, Ana Belén y
Víctor Manuel. Me asombro y me divierto con Facundo Cabral. Me hinchan las pelotas el pasodoble y el
chotis. Creo que las canciones que más me han impresionado son Si la muerte pisa mi huerto de Joan
Manuel Serrat y Ay, Carmela de Jesús Munárriz y Luis Eduardo Aute, cantada por Rosa León,
posiblemente porque me transporta a mis dieciocho años, cuando estaba combatiendo en el frente de
Madrid. Lo cierto es que no la puedo escuchar sin que se me haga un nudo en la garganta. También
Aleluya de Luis Eduardo Aute. Tengo un gran respeto y una gran admiración por Montserrat Caballé,
José Carreras y Plácido Domingo, pero, como he dicho anteriormente, con toda la música me ocurre lo
que con el tango, depende de mi estado de ánimo el elegir una u otra; lo que es innegable es que no podría
ser feliz sin la música.
Dedico muchas horas a la lectura, tal vez porque ahora, a esta altura de mi vida, cuando he superado
la barrera de los setenta, hay en mí una necesidad de acercarme a todo lo que me fue negado por haber
vivido una infancia en una familia de condición, no pobre, pero sí humilde y, más tarde, una juventud
perdida en una guerra civil y en una dictadura que no me dieron posibilidad de leer. Me aburre la novela,
soy un entusiasta de los cuentos. Admiro a los rusos Chejov, Averchenko y Pushkin, a los
latinoamericanos Borges, Cortázar, Horacio Quiroga, Marco Denevi, Beatriz Guido, Ernesto Sábato,
Múgica Laínez y a la norteamericana Flannery O.Connors. Admiro y envidio la personalidad narrativa de
Gabriel García Márquez. Me gustan los libros testimoniales como los del antropólogo Oscar Lewis y las
biografias, si son de los grandes hombres de la literatura, de la música, del arte, o recorren una vida
curiosa, y al mismo tiempo interesante y divertida, como es la de Terenci Moix.
Aborrezco las biografias de los que deben su fama a triunfos militares, las de los dictadores, las de
los millonarios y las de aquellos que su popularidad es debida a un título nobiliario o a algo tan estúpido
como pertenecer a una familia de aristócratas.
Estoy convencido de que el ruido es el enemigo natural del pensamiento, por esa razón aborrezco
las motos y los coches, y si estuviera en mis manos el poder para borrarlos del planeta, ya no existirían
ninguno de estos vehículos.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Me gusta el avión, por su comodidad y su rapidez. Me gustan los viajes en barco, de los que he
disfrutado durante muchos años. Aborrezco los viajes en tren, donde por lo general nos toca compartir
asiento con alguien que se empeña en contarnos su vida, la de su familia y la de sus amigos, o duerme
dando ronquidos con la boca abierta. Sin embargo, puede parecer una paradoja, pero me gustan las
estaciones. Hay en ellas el eco de voces que están flotando, tal vez desde hace cien años, en el techo,
donde algunas palomas hacen sus nidos; personajes que parecen haber nacido ahí, en ese mismo banco
donde dormitan con la barbilla sobre el pecho o con la cabeza colgando hacia atrás, como si estuviera a
punto de desprendérsele del cuello. Hay en las estaciones un arco iris de olores y colores que se mezclan
con el ruido y el chirriar de los vagones, el sobresalto que nos produce el tren que anuncia su salida con
un pitido que nos provoca una momentánea y breve arritmia. Despedidas con la incertidumbre de cuándo
volveremos a ver al amigo o al familiar que se nos aleja en ese tren, que se va achicando hasta perderse.
Hay algo de magia en las estaciones. Pero el vehículo que amo por encima de todos, son mis piernas.
Creo que no hay nada comparable a un paseo por las calles. Me gustan esas plazas donde sentados en un
banco hay varios ancianos que son amigos de tomar el sol.
Me gusta el invierno, aborrezco el verano y aborrezco a los turistas de playa. Aborrezco a la gente
que habla a gritos. Aborrezco a esa gente que entra en un restaurante donde están vacías todas las mesas y
se sientan precisamente en la que está junto a la nuestra. Aborrezco a los que, mientras me están contando
algo, repiten cada dos minutos: No sé si me entiendes, de la misma manera aborrezco a los que
acompañan sus palabras dándonos golpecitos en el pecho, en el estómago o en el brazo. Aborrezco a los
que cuando sale en la pantalla del cine la torre Eiffel, le dicen a su mujer: Mira, París.
Esto puede parecer irreal, onírico, pero envidio a los pobres, no a los pobres que padecen hambre y
no consiguen o no pueden mantener una familia, amo a los pobres vocacionales, a los que han dado la
espalda a la sociedad, envidio su libertad, su haber sabido descolgarse de la burocracia, de las cuentas
bancarias, de los créditos y los préstamos.
Supongo que no debe ser agradable dormir los inviernos tapado con una vieja manta en el hueco de
un portal, pero creo que no debe ser mucho más agradable despertarse rico, con la constante preocupación
por el dinero a conseguir para invertirlo en comprar el afecto, la amistad y hasta el amor.
En uno de los muchos viajes que hice en barco desde Buenos Aires a Barcelona, viajaba un
millonario brasileño, hablaba de lo importante que es tener una gran fortuna. Cuando el barco pasaba
junto a la isla Fernando de Noronha, el millonario brasileño dijo:
—Con dinero se puede comprar todo. Si yo quisiera me compraba esa isla.
Y un hombre de pelo cano que escuchaba al millonario, dijo:
—No lo crea. Yo también tengo mucho dinero. Cuando se casó mi hija, le quise comprar la Quinta
Sinfonía de Beethoven y lo único que le pude comprar fue un long play.
Aborrezco ese trapo de colores conocido con el nombre de corbata. Amo el calzado y la ropa
cómoda.
Hay muchísimas cosas más que amo y aborrezco, pero si tuviera que citar todas no terminaría
jamás. Lo dejo en éstas que he mencionado y que creo son suficientes para definir, de alguna manera, mi
modo de pensar.

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Y ENTONCES NACÍ YO

Yo tenía que nacer en invierno, pero como hacía mucho frío y en mi casa no tenían estufa, me
estuve esperando para nacer en verano, con el calorcito. Así que nací por sorpresa. En mi casa, ya ni me
esperaban. Mi madre había salido a pedir perejil a una vecina, así que nací solo, y bajé a decírselo a la
portera. Dije: “¡Señora Julia. Soy niño!” Y dijo la portera: “Bueno, ¿y qué?” Dije: “¿Cómo que y qué?
Que he nacido y no está mi madre en casa, y a ver quién me da de mamar”. Y me dio de mamar la
portera, poco porque estaba ya la pobre que ni para un cortado, de joven había sido nodriza y había dado
de mamar a once niños y a un sargento de caballería, que luego ni se casó con ella ni nada. Un
desagradecido, porque me enteré que era un tragón, que cuando mamaba mojaba bizcochos en la teta.
Después de que la portera me dio de mamar, me fuí a mi casa y me senté en una silla que teníamos para
cuando nacíamos y cuando vino mi mamá con el perejil, salí a abrir la puerta y dije:
“¡Mamá, he nacido!” Y dijo mi mamá: “¡Que sea la última vez que naces solo!” Entonces le
escribimos una carta a mi papá, que trabajaba de tambor en la Orquesta Sinfónica de Londres, y vino y se
puso muy contento porque hacía más de dos años que no venía por casa. Y dijo: “Ahora sí que hay que
trabajar”, porque ya éramos muchos en mi casa. Éramos siete hermanos, mi papá, mi mamá y un señor de
marrón, que no le conocía nadie y que estaba siempre en el pasillo. Le vendimos el tambor a unos
vecinos, que no tenían radio ni gramófono, y con el dinero que nos dieron por el tambor, en lugar de
gastárnoslo en champaña y en taxis y eso, lo echamos a una tómbola y nos tocó una vaca. Nos dieron a
elegir la vaca o doce pastillas de jabón, y dijo mi padre: “La vaca que es más gorda”. Y dijo mi madre:
“Tú, con tal de no lavarte, lo que sea”. Y nos quedamos con la vaca. La llevamos a casa y le pusimos de
nombre Matilde, en memoria de una tía mía que se había muerto de una tontería. Mi tía se murió porque
tenía un padrastro en el dedo gordo, empezó a tirar y se peló toda. La vaca la pusimos en el balcón para
que tuviera la leche fresca. Se conoce que tenía un cuerno flojo, se le cayó a la calle y se le clavó en la
espalda a un señor de luto. Al poco rato llamaron al timbre y cuando salió mi papá a abrir la puerta dijo el
señor de luto: “¿Es de usted este cuerno?” Y dijo mi papá: “¡Yo qué sé!” Porque mi padre era muy
distraído. Total, que el señor de luto se murió y a mi papá lo metieron preso por cuernicidio. Se escapó un
domingo por la tarde que estaba lloviendo y no había taxis y empezó a gritar: “¡Estoy libre! ¡Estoy libre!”
¡En qué hora se le ocurrió gritar que estaba libre! Se le subieron ocho encima. Ahí murió, en el tumulto.
Entonces, como éramos muy pobres, mi madre hizo lo que se hacía en aquella época con los niños
huérfanos. Nos fue abandonando por los portales. A mí me abandonó en el portal de unos marqueses que
eran riquísimos, tenían corbatas y sopa y cuando estaban enfermos se hacían las radiografías al óleo, y en
la cisterna del retrete ponían agua mineral. Por la mañana salió el marqués, me vio, me levantó y me
preguntó cómo me llamaba. Dije: “Como soy pobre, sólo me llamo Pedrito”. Y dijo: “Pues desde hoy te
vas a llamar Jorge Javier, Luis Alfredo, Juan Carlos y Sebastián”. Y luego me llamaban Chuchi para
abreviar. Los marqueses querían que estudiara el bachillerato, para aprender los ríos y las montañas y
todo eso que, cuando somos mayores, nos sirve para hacer crucigramas, pero a mí no me gustaba estudiar,
así que me escapé y me metí de ladrón en una banda, pero lo tuve que dejar, porque me puse enfermo del
estómago y todo lo que robaba lo devolvía. Luego me puse a trabajar con un fotógrafo buenísimo que en
las fotos te sacaba muy favorecido. Retrataba a un sargento de Infantería canijo y en la foto le salía un
almirante de Marina con los ojos azules que daba gloria, pero un día me equivoqué y en lugar de poner el
magnesio para una foto, puse dinamita y maté una boda. Bueno quedó un invitado, pero torcido, ni
parecía invitado ni parecía nada, así que me fui a Londres y me coloqué de agente en Scotland Yard. Yo
fui el que descubrí lo del asesino ese tan famoso que lo habrán oído nombrar, Jack El Destripador, que
nunca lo he contado por modestia, pero se lo voy a contar a ustedes. La cosa fue así. Resulta que apareció
un hombre en la calle como dormido, pero como hacía más de un mes que estaba allí, dijo el sargento: No

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sé. Mucho sueño para un adulto. Entonces llamamos al forense, que ni era médico ni nada, pero como
tenía un Ford le llamábamos El Forense. Vino corriendo, se acercó al tumbado, le dio seis patadas en los
riñones y dijo: Una de dos, o está muerto o lo que aguanta el bestia este. Y estaba muerto. Entonces
llamamos a Sherlock Holmes, vino con la lupa, le echó una mirada al tumbado y dijo: Ha sido Jack El
Destripador, y dijimos: ¿Por qué lo sabe? Y dijo: Porque soy Sherlock Holmes y a callar todo el mundo.
Me enteré dónde se hospedaba Jack El Destripador, alquilé una habitación en el mismo hotel y como yo
no soy partidario de la violencia, le detuve con indirectas. Nos cruzábamos en el pasillo y decía yo:
Alguien ha matado a alguien. Al día siguiente nos volvíamos a cruzar y decía yo: Alguien es un asesino.
Hasta que a los quince días dijo: He sido yo, lo confieso, no me torture más, y le detuve. Y lo de Londres
lo dejé porque había mucha niebla y tenía que hacer la ronda palpando y me daba cada leñazo en la frente
que dije: Me voy a matar, mejor lo dejo.
Y lo dejé y ya me dediqué a esto que hago ahora.
Durante muchos años y como parte de mi repertorio, he estado contando esta absurda y disparatada
historia de mi vida, pero la realidad es totalmente distinta. El que no estaba en casa cuando yo nací era mi
padre.
Mi padre era ese soldado de Ingenieros que había en una fotografia descolorida, colgada en una de
las paredes del comedor de la buhardilla en que nací y viví mi niñez y mi juventud, hasta el comienzo de
la Guerra Civil.
Mi padre era cornetín de órdenes del Cuartel de la Montaña en Madrid. Se hizo novio de la que
después sería mi madre por el sistema sencillo y al mismo tiempo complicado de aquella época, el piropo,
el rubor, la palabra, la cita para el domingo y la laboriosa tarea de la insistencia hasta llegar al beso. Ese
primer beso que produce calor en el estómago. Después, los paseos y el contarse cosas de su vida
cotidiana.
Ni los padres de mi madre ni los de mi padre eran partidarios de que aquella relación se hiciera
firme. Argumentaban que no tenían ni edad ni medios para casarse. Finalmente, mis abuelos maternos
aceptaron que el matrimonio se llevara a cabo. Creo — nunca lo supe, ni me preocupa— que la prisa por
la ceremonia se debía a que mi madre estaba embarazada, algo que no estaba bien visto en aquel
entonces. Mis abuelos paternos, no sólo se negaron a este casamiento sino que ni siquiera fueron a la
boda.
Como, efectivamente, no tenían dónde vivir ni de qué vivir, mis padres se alojaron en la casa de los
padres de mi madre, mis abuelos maternos. Mi padre siguió cumpliendo con su servicio militar como
cornetín de órdenes y mi madre trabajando de estuchadora de azúcar.
Al mes de estar casados, el que iba a ser mi padre, el cornetín de órdenes del Cuartel de la Montaña,
recibió una bofetada de un sargento, y sin medir las consecuencias que esto le podía traer, respondió con
un puñetazo en la boca. El sargento, que estaba cerca de la escalera, cayó rodando por ella, hasta el final,
y en la caída sufrió la fractura de un brazo y de varias costillas, aparte de otras lesiones. Mi padre huyó
del cuartel, llegó a su casa, metió alguna ropa en una pequeña maleta y, sin ningún comentario, se fue a la
estación de Atocha, se metió debajo de uno de los vagones de un tren, se acostó sobre las tablas que
hacían de fondo en el vagón y así, de esa manera incómoda y peligrosa, viajó de polizón hasta Barcelona.
En Madrid, mi padre era buscado por agresión a un superior y por prófugo. Nadie de la familia, ni
siquiera mi madre, sabía nada de él.
Días más tarde mi madre recibió una carta de su marido, en la que decía que estaba en Barcelona,
en casa de la tía Clotilde, que ya había encontrado trabajo como ebanista y que le giraba dinero para que
cogiera un tren y viajara hasta Barcelona, donde la esperaba. Así lo hizo mi madre, y en Barcelona, en
casa de la tía Clotilde —hermana de mi abuela Manuela Reyes—, que tenía una peluquería de señoras en
el primer piso de la ronda de San Antonio 18, se instalaron. Allí vivieron un par de meses, hasta que
alquilaron un pequeño piso en la Barceloneta.
Mi padre era simpático y muy amigo de sus amigos. Los domingos iban hasta el rompeolas y,
valiéndose de un palo largo que tenía al final un lazo corredizo hecho con alambre de cobre, pescaban

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Miguel Gila Y entonces nací yo

cangrejos. Uno de esos domingos, cuando estaban pescando, una ola muy fuerte arrastró a mi padre, que
aún no lo era, y le golpeó contra las rocas. Los esfuerzos y los gestos que hacía para mantenerse a flote
provocaron la risa de todos sus amigos, pero las carcajadas se apagaron cuando, después de aferrarse a las
rocas y salir, vieron el gesto de dolor que se reflejaba en el rostro de mi padre, del que iba a ser mi padre.
No dijo nada al llegar a su casa, no hizo ningún comentario, se limitó a acariciar el vientre de mi
madre, ya con embarazo de seis meses.
Habían pasado varios días desde el accidente. Al que iba a ser mi padre le brotaron en un costado, a
la altura de la cadera, unas pequeñas manchas rojas que le molestaban, lo comentó con mi madre y con su
tía Clotilde, pero no le dieron importancia, dijeron que seguramente serían picaduras de pulgas, que en la
Barceloneta eran muy comunes. Las pequeñas manchas se fueron agrandando y comenzaron a tomar un
color violáceo. El que iba a ser mi padre sentía que aquello era algo más que la picadura de unas pulgas.
Tenía —se lo comentó a mi madre— un fuerte escozor interno allí donde había sufrido el golpe, algo así
como un fuego que le abrasaba.
Aquello se agravó, y el que iba a ser mi padre sufrió un derrame interior o una gangrena, nunca
quedó claro.
Le subieron a un tranvía y le llevaron hasta el Hospital Clínico. No había camas. Esto no es un
patrimonio de la monarquía ni del pasado, ahora, en una democracia y después de más de setenta años,
seguimos sin camas en los hospitales.
El que iba a ser mi padre murió sentado en una silla, en la puerta del Hospital Clínico, con los ojos
muy abiertos, como si el asombro de morir con veintidós años le hubiera provocado una hipnosis para un
viaje sin retorno.
La muerte del que había de ser mi padre hizo que mi madre, viuda con diecinueve años, se viera
obligada a viajar a Madrid con un billete de caridad, para dar a luz en la casa de mis abuelos.
Esto me lo contó mi madre unos años antes de morir, en un viaje que hicimos desde Colmenar
Viejo a Madrid. Hasta ese momento yo no tenía muy claro el porqué de mi orfandad. Aunque,
sinceramente, nunca me preocupó. Sabía que al igual que Alfonso XIII, yo era hijo póstumo. El resto de
la historia no me importaba. Yo era un niño feliz, pero...
En 1969, José María Gironella publicó un libro titulado Cien españoles y Dios. El libro se basaba en
una serie de preguntas sobre la fe en Dios, hechas a varios hombres y mujeres populares. En ese año,
Franco estaba más obsesionado que nunca con la masonería. De modo que contestar a aquellas preguntas,
salvo para los muy católicos, era algo comprometido, a tal punto que el propio Gironella me contó que
habían sido muchos los que se habían negado a responder, bien con evasivas o sencillamente con un no.
Acepté el desafio y me presté a dar respuesta a sus preguntas, que eran: “¿Cree usted en Dios?, ¿Cree
usted que hay algo en nosotros que sobrevive a la muerte corporal?, ¿Cree usted que Cristo era Dios? y
varias más, todas referentes a Dios, a la Iglesia y al Vaticano. No voy a reproducir cuáles fueron mis
respuestas porque todas ellas fueron muy extensas. Me limitaré a recordar, únicamente, la que me pareció
que tenía que ver conmigo, con mi orfandad, la que decía:
¿Cree usted en Dios? Y a la que respondí: La capacidad de considerar la existencia de Dios depende
de la medida en que cada ser humano la sienta, la reconozca y la palpe individualmente. Yo no tengo
definidos ni la forma ni el concepto de Dios. De niño creía que la muerte le estaba destinada a los
ancianos, no aceptaba la muerte de los jóvenes y mucho menos la de los niños. Cuando pregunté por
primera vez por qué mi padre había muerto con veintidós años, me dijeron: Porque Dios lo necesitaba a
su lado. ¿Para qué necesitaba Dios, que todo lo tenía, a un humilde y sencillo carpintero de veintidós
años? ¡Yo sí lo necesitaba! ¡Y lo necesitaba mi madre! La respuesta que dieron a mi pregunta, nunca me
ha convencido.
Pero sigo con la historia. Mi madre, viuda, viaja con su billete de caridad hacia Madrid. A través del
vidrio sucio de la ventanilla se ven algunas luces que parpadean, denunciando tímidamente la presencia
lejana de humildes casas donde algunas familias duermen la noche de un año que tiene solamente dos
meses de vida. La gente, en el compartimiento del vagón, reposa su cansancio en ridículas posturas, con

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Miguel Gila Y entonces nací yo

caras grotescas que recuerdan las pinturas de Solana. Sólo una mujer joven permanece despierta, sus
manos se apoyan sobre su vientre. Ahí dentro, en ese vientre, estoy yo en posición fetal.
La Primera Guerra Mundial ha terminado. Europa está ocupada en recomponer su geografia según
los dictados de la paz. La mujer joven no es capaz de entender la muerte de su marido, no puede abarcar
en toda su dimensión el significado de la palabra viuda.
En Europa los cañones han enmudecido, pero la situación es complicada; cada país en particular
tiene sus problemas, y a la vez, todos los países en general se disponen a afrontar a un monstruo que se
agita implacable con sus miles de cabezas, la posguerra.
La mujer joven tiene en sus ojos la imagen de su marido agonizante y en sus oídos aún suenan las
palabras de los empleados del Hospital Clínico: No tenemos camas, no tenemos lugar.
Se firman tratados de paz, el de Versalles con Alemania, el de Neuilly con Bulgaria, el de Saint
Germain con Austria. Alemania va de convulsión en convulsión, se funda el Partido Nacionalsocialista y
entretanto se propagan los disturbios comunistas. En Italia se crea el partido de los fasci y en Moscú la
Tercera Internacional. Gandhi inicia en la India su movimiento emancipador.
Un hombre de cejas gruesas que viaja frente a la mujer joven, frente a la viuda joven o joven viuda,
ronca ruidosamente y luego mastica su propia saliva con sabor amargo de mal dormir. Yo continúo en mi
posición fetal, sin sentir siquiera el calor de esas manos que sujetan el vientre donde viajo, sin pasaje,
hacia un destino que ignoro.
El tren se ha detenido en una estación, aún es de noche, pero en el cielo comienza a clarear.
Algunos pasajeros se han despertado al frenar el tren y tratan, con ojos soñolientos, de averiguar dónde
están. El tren arranca de nuevo y el hombre de cejas gruesas vuelve a sus ronquidos. Los campos ahora ya
tienen luz del día, las alondras levantan el vuelo al paso del tren y, en algunos caminos cercanos a las
vías, se recortan las siluetas de los labriegos que con sus caballerías van hacia los campos a trabajar las
tierras. El tren está llegando a su destino, va disminuyendo su marcha lentamente, hasta detenerse. La
gente que espera en el andén da pequeños saltitos o se alza sobre la punta de los pies para ver a los que
llegan. La gente que llega saca la cabeza por las ventanillas para ver a la gente que espera. Cuando el tren
se detiene definitivamente, se mezclan chirridos de hierros con gritos de júbilo. La mujer joven, hijo en el
vientre y maleta en la mano, va al encuentro de los que para marzo van a ser mis abuelos paternos. Tan
sólo ellos, a través de la tía Clotilde, saben de la muerte de su hijo.
El que va a ser mi abuelo escucha atentamente lo que le cuenta la nuera viuda, con embarazo de
siete meses, mientras la que va a ser mi abuela trata de adivinar, en el vientre de su nuera joven, la
reencarnación del hijo que ha muerto en una silla, en la puerta del Hospital Clínico de Barcelona.
El andén se está vaciando de gente, algunas palomas picotean entre las vías. En la calle, los
vendedores de periódicos vocean las últimas noticias, algunos mendigos muestran sus deterioros fisicos,
al tiempo que extienden el único brazo que les queda en espera de una moneda. Alfonso XIII ha salido a
cazar. De las churrerías sale un fuerte olor a aceite hirviendo. Sentado en el tope de un tranvía viaja un
muchacho de aspecto raquítico y pelo grasiento. A mí me quedan dos meses para abandonar el vientre de
mi madre viuda, ser testigo presencial de todo esto y entrar a formar parte de esta comparsa.
Mi madre, para ganarse la vida, trabaja como asistenta en varias casas, donde le dan un sueldo de
miseria y una comida. Como tenía que amamantarme, me llevaba con ella. En algunas casas le permitían
que me dejara sobre una cama mientras ella fregaba los suelos y hacía la limpieza, en otras no lo
consentían, entonces me ataba a sus espaldas con un mantoncillo o una pañoleta y, arrodillada, fregaba
los pisos conmigo a sus espaldas como un pequeño jinete.
Cuando mi madre cumple los veinte años y yo comienzo a dar mis primeros pasos, me deja en la
casa de mis abuelos paternos durante las horas que dedica a su trabajo de asistenta. Mis abuelos tratan de
convencer a mi madre para que se case de nuevo y rehaga su vida. Pretendían que ese matrimonio fuese
con un hermano de mi padre, dos años mayor que él; pero mi madre rehusó esta unión, tal vez, nunca se
sabrá, para no herir el recuerdo de su joven marido, y prefirió mantener su condición de viuda.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Seguía fregando pisos. Pasado un año conoció a un hombre, estuchista de profesión, de nombre
Ramón Sanmartín, gran persona, con quien se casó.
Mis abuelos paternos, tal vez porque veían en mí la reencarnación del hijo que habían perdido y,
posiblemente, por sentir cierta culpa por no haber asistido a la boda, convencen a mi madre para que yo
siga con ellos algún tiempo más, al menos hasta que esté segura de que su nuevo marido me va a aceptar
como un hijo propio. Este tiempo se prolonga y lo que en principio era provisional, se va transformando
en algo fijo.
Mi madre tiene hijos con su nuevo marido, y yo me crío y crezco con mis abuelos, a los que llamo
padre y madre; en la misma casa viven tres hermanos de mi padre que aún están solteros, Antonio,
Manolo y Ramón, mis tíos.
Mi madre sigue viniendo a verme a casa de mis abuelos, siempre me trae alguna cosa, un juguete,
unos zapatos, algo, y ayuda a mi abuela a lavar la ropa, a coser y planchar. En cada visita que hace intenta
llevarme a vivir con ella, pero ya hay una relación entre mis abuelos y yo dificil de romper. Mi abuela
argumenta que ella, mi madre, ya tiene hijos y ellos, en cambio, me necesitan a mí para no quedarse solos
cuando mis tíos se vayan casando.
A mi madre la llamo Jesusa y por más que ella me dice: Yo no soy Jesusa, yo soy mamá, yo, con mi
media lengua, repito insistentemente: Te llamas Jesusa.
Y por más que lo intenta, no me puede convencer. Desde que aprendí a decir mis primeras palabras,
llamaba madre a mi abuela y padre a mi abuelo, y aunque ellos me decían que sí, que mi madre se
llamaba Jesusa, pero que también era mi mamá y ellos mis abuelos, a mí aquello no me entraba en la
cabeza.
Durante mi niñez no tuve muchos juguetes, alguna pelota, algún coche de hojalata, que mis tíos me
traían el día de Reyes. Los domingos, mi tío Manolo acostumbraba a ir al Rastro y me traía un Nicanor
tocando el tambor, un pequeño monigote de cartón que tenía un pito y tirando de una cuerda daba
golpecitos en un pequeño tambor, o un “Bartolo meando solo”, que era un niño hecho de vaya usted a
saber qué material, al que se le apretaba la cabeza y le salía agua por el pito; también, una madera con una
gallina, que tenía en la parte de abajo un cordelito con una bolita de plomo que, girándola, hacía que la
gallina picara unos granos de arroz pegados a la madera. Había otro juguete, hecho con unos listones en
forma de equis que tenían en un lado un torero y en el otro un toro, y moviendo los listones de afuera
hacia adentro y de adentro hacia afuera se conseguía que el torero se arrimara al toro. O construcciones y
soldados de cartulina, que yo recortaba con unas tijeras y luego pegaba con Sindeticón. Me gustaba
mucho dibujar con lápices de colores. Mi abuelo llevaba con él uno de mis dibujos, que enseñaba a sus
clientes y amigos con orgullo.

Cuando me dispuse a escribir este libro, entré en el desván de mi memoria.


Me llegaron conversaciones de muy lejos. Me llegaron risas mezcladas con el murmullo del viento.
Un fuerte oleaje golpeando en el acantilado de alguna costa, mientras en algún bosque las hojas doradas
de los olmos se desprendían de las ramas, para ir a morir sobre el campo agonizante del otoño. Algunas
plazas donde los gorriones picotean la hierba quemada por la escarcha en busca de alimento. Se
mezclaban nieves y veranos calurosos. Se escuchaban los gritos de los chicos en el patio de una escuela.
Una zanja con olor a pólvora y a sangre. Unos pies caminando por el barro. Dos monjas cruzando una
calle. Titulares de periódicos donde se publican guerras y muertes. Varias parejas de jóvenes besándose
en los parques. En alguna iglesia una anciana arrodillada reza una oración. Un mendigo duerme
encogiendo su desnutrición en un oscuro portal. Una madre joven, sentada al borde de una cama
amamanta a su hijo. Un perro vagabundo olisquea en la basura. Algún borracho, una alcahueta, un militar
con su pecho cubierto de medallas, un soldado sin vida yace boca abajo en el barro, un grito, un balcón...
Y en el rincón más oculto del desván, entre todas estas imágenes, estaba yo, descansando mi fatiga
del vivir, con los ojos cerrados y mis oídos abiertos, adormecidos mis brazos y mis piernas.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Había en el desván de mi memoria aguafuertes de mi niñez, de mi juventud y de mi hoy, y en esos


aguafuertes estaban las caras de los que se fueron y de los que aún están.
Es imposible que en el desván de mi memoria estén ordenados todos esos aguafuertes; pero, de
cualquier modo, ahí están, como en una de esas cajas donde se guardan las fotografías familiares,
mezcladas las épocas, las gentes y los lugares.

Zurbano 68

La casa de ladrillo del 68 de la calle de Zurbano (que ahora es el 82), con sus dos patios, sus cuatro
escaleras y sus sesenta y dos viviendas, más la taberna del señor Urbelino y la tienda de comestibles del
señor Andrés y la señora Edelmira, estaba habitada por familias de condición humilde, aunque algunos
vecinos, como los Tabares, tuvieran piano. La casa de ladrillo rojo de la calle de Zurbano era una isla
pobre situada en un archipiélago donde había otras islas con palacetes de nobles, como el del conde de
Alcubierre o palacios como el del conde de Romanones. En otras islas habitaban políticos como Luis
Bello, Niceto Alcalá Zamora, Ruiz de Alda y Francisco Largo Caballero, este último en una casa de
vecinos de García de Paredes, y grandes artistas como Sorolla y Mariano Benlliure. Y como un océano de
calles mal pavimentadas que rodeara este archipiélago, muchos solares abandonados, algunos sin nada,
otros con zanjas hechas para una edificación, que luego no se llevó a cabo y a las que la lluvia y el tiempo
les dieron el aspecto de un campo de batalla después de finalizada una guerra. Al final de la calle, frente a
Bretón de los Herreros, el Colegio de Sordomudos y, en la otra esquina con Ríos Rosas, el campo de
fútbol de La Tranviaria; en Abascal, los depósitos de agua de Santillana, esa agua que llamábamos agua
gorda y que tenía un sabor extraño, y en Zurbano, Boetticher y Navarro, la fábrica de toldos, el alquiler de
carros de mano de El Borracha, los estudios de cine Ballesteros y el Parque Avícola, donde los pavos
reales durante la noche lanzaban sus graznidos, que a mí me daban terror porque eran lo más parecido a
los lamentos de un espíritu vagando en la noche. Al final de la calle, cruzando Ríos Rosas, el hipódromo,
y a la derecha, subiendo una pequeña loma, el museo de Ciencias Naturales, con el esqueleto del
Diplodocus y los huevos de avestruz. Detrás del museo el canalillo y, donde ahora están instalados unos
grandes almacenes, el lavadero que los chicos llamábamos del tiñoso, y la huerta que habíamos bautizado
con el nombre del tío, coge y vete, donde robábamos lechugas y tomates. Y el ojo de lagarto, nombre con
el que alguien llamaba a aquella extensión de terreno sin edificios, con tan sólo el campo de fútbol de
Chamartín, del Real Madrid, con la carretera de Maudes y el asilo de San Rafael en uno de sus costados.
En esa casa de vecinos, de ladrillo rojo, vivíamos nosotros.
Vivíamos en una buhardilla, decía mi abuela que el vecino de arriba era Dios. La buhardilla tenía
dos habitaciones, una cocina y un comedor. Los techos de cada habitación y el de la cocina y el comedor
empezaban a una altura de cuatro metros y luego iban descendiendo hasta llegar a un metro setenta, más o
menos. El lado bajito lo usábamos para las camas, el lado alto para los armarios de caoba, hechos por mi
abuelo. Ni el comedor ni ninguna de las habitaciones tenían ventana, se ventilaban por un tragaluz que
daba al tejado y por ese tragaluz, que en mi casa llamaban montante, entraba la luna blanca, cuadrada, a
sentarse en los baldosines del comedor y de las habitaciones.
Sobre las tejas que formaban el techo de la buhardilla se acumulaba en los inviernos la nieve, y eso
suponía vivir y dormir a veces con temperaturas de bajo cero. Mi abuela, con una plancha de hierro,
calentaba las sábanas antes de acostarnos y luego nos metía en la cama, en la parte de los pies, una botella
con agua muy caliente. Mis tíos, en invierno, se subían en una silla con una olla llena de café, sacaban
medio cuerpo por el montante, le daban vueltas a la olla de café sobre la nieve acumulada encima de las
tejas y hacían café helado, un lujo que no nos podíamos permitir en el verano, que es cuando hubiera sido
lógico, pero en el verano no había nieve sobre el tejado. En el verano el sol castigaba y calentaba las tejas
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Miguel Gila Y entonces nací yo

durante todo el día. Acostarse, dada la cercanía de la cama con el techo, era una verdadera tortura, pero
milagrosamente uno se acostumbra a todo eso y lo acepta como algo natural. Cuando tenía mucho calor,
llenaba un vaso de agua fresquita del grifo, le añadía un poco de vinagre y azúcar y me hacía unos
refrescos que estaban deliciosos. Mis tíos hacían unos refrescos más elegantes, con agua y polvos de dos
sobres: uno de los sobres era blanco y el otro, que se echaba después, azul, y aquel refresco sí que debía
de ser bueno, porque hacía burbujas como la gaseosa.
Pagábamos veinticinco pesetas de alquiler por la buhardilla. Después, más tarde, durante la Guerra
Civil, a los que tenían algún familiar combatiendo en el frente, el Gobierno de la República les rebajó el
precio del alquiler al cincuenta por ciento; así, durante el tiempo que duró la guerra, pagábamos
solamente doce pesetas con cincuenta céntimos.
La única ventana que había en la buhardilla estaba en la cocina. En una casa donde vive mucha
gente, la ventana no descansa nunca. La ventana de la cocina servía para dejar la leche al fresco y para
que mi abuela tendiera la ropa, para tener el botijo con agua fresca y para saber si afuera hacía sol o
llovía. La ventana servía también para que cuando yo jugaba en la calle mi abuela me tirara por ella la
merienda envuelta en un papel de periódico; la merienda que era siempre la misma, pan con aceite y sal,
aunque algunas veces cambiaba por pan y una onza de chocolate marca Elgorriaga, aquella onza de
chocolate que tenía en relieve un niño tomando chocolate en un tazón. En la ventana teníamos también
una fresquera, que había hecho mi abuelo con estantes y alambrera metálica para que pasara el fresco y
no entraran las moscas; ahí se ponían los tomates y las otras verduras, y había macetas con geranios. En
esas macetas jugaba yo a las guerras. Mis soldados eran las pinzas de madera de tender la ropa y el campo
de batalla las macetas; si las pinzas iban solas se suponía que era la infantería y si colocaba una sobre
otra, la caballería. Cuando me castigaban sin salir a la calle, me asomaba a la ventana y escuchaba las
risas y los gritos de mis amigos en sus juegos, entonces le pedía perdón a mi abuela para que me dejara
bajar. Si el castigo había sido impuesto por ella, después de pedirle perdón seis o siete veces, al final de
rodillas, terminaba por dejarme bajar, pero si el castigo me había sido impuesto por mi abuelo, aunque
estuviese fuera y no viniera hasta la noche, no había perdón. Los castigos de mi abuelo se cumplían a
rajatabla. Nadie en la casa, ni siquiera mi abuela, era capaz de concederme el indulto de un castigo
impuesto por mi abuelo.
La comida de cada día, el arreglo que llamaban en mi casa, donde éramos muchos hombres, era el
cocido diario. Los domingos comíamos arroz, pero sólo los domingos, y por las noches para todos
lentejas, judías pintas con arroz, empedraíllo que es como lo llamaban en Jaén, o patatas guisadas, menos
mi abuelo que cenaba una rodaja de merluza hervida, que aliñaba con unas gotas de aceite de oliva y un
poco de limón, o dos huevos pasados por agua. Mi abuelo me dejaba las cáscaras para que yo las rebañara
con una cucharilla. Algunas veces no me gustaba la cena y cuando decía: Esto no me gusta, me mandaban
a la cama sin cenar, al día siguiente me levantaba para ir al colegio, pedía el desayuno y por orden de mi
abuelo me ponían lo que no había querido en la cena, y si no lo quería, me lo ponían a la hora de comer y
así hasta que el hambre hacía que me lo comiera. De esa forma no me quedó otro remedio que comer de
todo. Mi tío Manolo, cuando me mandaban a la cama sin cenar, se acercaba hasta la habitación y me
llevaba pan, aceitunas o algo de fruta, pero todo esto en el mayor de los secretos, sin que mi abuelo se
enterase. Lo único que nunca pude comer, ni a la hora de la cena ni al siguiente día ni a la siguiente
noche, fueron las sopas de ajo; cuando el hambre me obligaba a comerlas a la fuerza me provocaban
vómitos. A todo lo demás me acostumbré, no me quedaba otro remedio. El desayuno era un tazón de café
con leche con picatostes, los picatostes eran el pan que había sobrado del día anterior frito.
En Semana Santa mi abuela hacía pestiños, gusanillos que los llamaban en mi casa, algunos con
miel por encima. Y también comíamos hornazos que nos mandaban de Jaén, unos bollos con un huevo
cocido en la parte de arriba, y otros bollos que tenían pimentón dulce encima y que llamaban ochíos.
Solamente cuando venía mi tía Capilla de París había comidas especiales.
En la casa había una sola pila, que estaba en la cocina y servía para que mi abuela lavara la ropa,
para lavarnos la cara, para fregar los cacharros con estropajo y asperón, para que mis tíos se afeitaran
frente a un espejo que colgaban en la pared, y para beber agua cuando teníamos sed, con un jarrito rojo de

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Miguel Gila Y entonces nací yo

porcelana que estaba colgando de una escarpia. La pila era de hierro. Para lavar la ropa, mi abuela ponía
una tabla de aquellas de surcos ondulados que le había hecho mi abuelo y en esa tabla frotaba la ropa con
un cepillo de raíz, jabón Chimbo o Lagarto y un poco de añil. A veces usaba el jabón que nosotros
mismos hacíamos con los desperdicios del tocino y la grasa que sobraba del cocido. Metíamos todo ese
sobrante en una lata grande, se ponía al fuego en la placa de la cocina, se le añadía sosa cáustica y se le
daba vueltas con un palo hasta que tomaba consistencia, después se sacaba, se ponía en un molde y
cuando se enfriaba se cortaba en trozos con un alambre de cobre.
Mi abuela me contó que cuando mi padre tenía dos años se bebió un bote de sosa cáustica que mi
abuelo tenía preparado para quitar la pintura de unas sillas, y que se le puso en carne viva desde los labios
hasta el estómago y no podía comer; le daban cucharadas de aceite de oliva para curarle, se había
quedado tan flaquito que parecía la cría de un mono y, para que no le vieran los vecinos, le tenían detrás
de la puerta de entrada. Fue un milagro que se salvara.
La única forma de bañarnos era poniendo en el centro de la cocina un barreño de cinc con agua
caliente y refregarnos con estropajo y jabón. Nos bañábamos una vez a la semana, los sábados por la
tarde, y también la ropa interior nos la cambiábamos una vez por semana, los sábados por la tarde después
del baño, que estábamos limpitos.
En otro lado de la cocina, sobre una especie de pequeño banco de madera, teníamos una orza grande
de barro llena de aceitunas que llamábamos de machacamoya. Eran aceitunas que nos mandaban de Jaén
y que yo machacaba con una piedra antes de echarlas a la orza y que luego mi abuela aliñaba con laurel,
tomillo, aceite y no sé cuántas cosas más, y que al cabo de un par de semanas estaban riquísimas.
Encima de la puerta de entrada a mi habitación había un jaulón donde mi abuelo criaba canarios,
que después vendía a buen precio. El jaulón tenía dentro un pequeño arbolito seco, para que los canarios y
los jilgueros volaran de una rama a otra, y en un lado del jaulón una diminuta ventanita, en la que mi
abuelo había puesto una rejilla para que los pájaros no se le escaparan y tomaran sol. Para abrir la
ventanita había que tirar de un cordel. Ya los costados del jaulón los nidos y un puñado de estopa, de la
que mi abuelo usaba para tapizar los sillones, con la que los canarios, laboriosamente, hacían sus nidos
para poner los huevos; después de incubarlos la hembra se rompían y asomaban del nido unos pequeños
canarios sin plumas que pedían el alimento asomando sus pequeñas cabecitas y piando. Una de las
grandes habilidades de mi abuelo era el cruce de jilguero con canario o canaria, de ahí salían los llamados
mixtos, que parece ser que eran mas caros porque cantaban mejor.
Mi abuelo me enseñó a aprovechar el alpiste que los canarios tiraban al comer:
se sujetaba un plato con una mano y con la otra en alto, se iba dejando caer el alpiste lentamente y
se soplaba; el alpiste bueno, con el peso, caía en el plato y las cascaritas de poco peso, con el soplido, se
separaban. También me enseñó a machacar los cañamones con una botella: los colocaba en un papel de
periódico y hacía rodar la botella sobre los cañamones; esto facilitaba a los canarios el comerlos, sin tener
que hacer ningún esfuerzo para romper con el pico la cascarilla. Y me enseñó a quitar las cañas que
cruzaban la jaula de un lado a otro, porque en su interior se ocultaban los piojillos. Se quitaba la caña, se
sacaba de la jaula y se golpeaba la caña contra una chapa, entonces caían los piojillos, y con alcohol y una
cerilla los quemábamos.
Me hice un experto en la cría y cuidado de los canarios.
Teníamos también una tórtola que andaba suelta por la casa y que se pasaba el día cantando el
mismo soniquete: ¡Tórtola! ¡Tórtola! ¡Tórtola! Le habíamos puesto de nombre Claudia y a la hora de
comer daba un vuelo y se subía a la mesa. Pero la pasión de mi abuelo eran los canarios.
Recuerdo la muerte de uno de los preferidos de mi abuelo y mío. Yo le había puesto de nombre
Turpin como uno de los personajes de las aventuras que más me gustaban, las de Dick Turpin.
Turpin, como algunos otros elegidos, no dormía ni habitaba en el jaulón, ni iba a ser vendido a
nadie, Turpin tenía una jaula para él solo, hecha con alambres dorados.
Turpin murió mientras dormíamos. Su cuerpo inerte yacía en el metálico piso de su pequeña prisión
de alambres dorados. Un terrón de azúcar picoteado en sus esquinas, una mustia hoja de escarola y el

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Miguel Gila Y entonces nací yo

diminuto columpio con su balanceo velaban el pequeño cadáver. Sus últimos trinos tal vez se habían
escapado por entre los finos barrotes y habían salido por la ventana de la cocina, buscando respuesta en
alguna hembra de su especie que como él estaba presa en alguna jaula.
Llevé el pequeño puñado de frío y plumas a uno de los solares que había en la esquina de nuestra
calle. Hice un hoyo y enterré a Turpin. Coloqué sobre la diminuta tumba una crucecita de madera, con
una pequeña corona que hice con unas flores amarillas que crecían en el solar.
Cuando, ya de noche, pasé por la cocina para ir a mi habitación eché una mirada a la jaula vacía y
muda y creo que antes de dormirme sentí en mis oídos el canto alegre de Turpin.
En una de las paredes, en la única que quedaba libre, teníamos los vasares, donde se ponían los
vasos y la jarra del agua y los tazones del desayuno.
Los vasares estaban decorados con un papel que vendían en la cacharrería y que tenía dibujados un
gato, una flor, una hoja, una taza y seguía luego otra vez el gato, la flor, la hoja, la taza, y así desde el
principio al final del papel.
Recordando aquella buhardilla, sus dimensiones, sus muebles, las camas y, en particular, la cocina
con sus sillas, la mesa camilla, el barreño colgado de la pared, el jaulón de los pájaros, la orza de las
aceitunas, la pila, la cocina, el banco de carpintero de mi abuelo, las tablas, los vasares con los platos, los
tazones, las ollas y tantas y tantas cosas, me pregunto si será cierta esa ley de la impenetrabilidad de los
cuerpos de la que nos habla la fisica.
Lo que no había en la buhardilla era retrete. El retrete estaba en el pasillo y lo compartíamos todos
los componentes de las seis familias que vivíamos en ese pasillo. Estaba al fondo del todo, cerca de
nuestra puerta, y era de dimensiones reducidas. El lugar para hacer nuestras necesidades estaba en un
rincón, era de pizarra negra, con un agujero redondo en el centro. Para no poner el culo en la pizarra casi
todos los vecinos del pasillo tenían su tabla para sentarse, con forma triangular y el agujero redondo en el
centro. La tabla nuestra era la mejor de toda la vecindad, mi abuelo se había esmerado y la había hecho de
buena madera, bien lijada y pulida y hasta le había dado una mano suave de barniz. Algunos no usaban
tabla, se colocaban en cuclillas y con una gran puntería hacían diana en el agujero. En el otro rincón del
retrete había una pequeña pila de hierro con un grifo y en una de las paredes un gancho de alambre, en él
se colgaban trozos de periódico, cuidadosamente cortados en cuadritos, que usábamos como papel
higiénico. Lo que significaba que nos limpiábamos el culo con la noticia de un crimen o con la dimisión
de algún ministro. La ventana del retrete que daba al estrecho patio estaba junto a la de nuestra cocina. En
verano, algunos vecinos cagaban con la ventana abierta y desde nuestra cocina escuchábamos los pedos,
entonces mi abuelo, que tenía un par de pelotas, salía al pasillo, golpeaba en la puerta del retrete y decía:
—Haga el favor de cerrar la ventana marrano, o marrana, y guárdese los pedos para cuando esté en
su casa.
Compartir con tantos vecinos aquel pequeño retrete era muy complicado, y más con aquella manía
que tenían en esa época de purgarnos una vez al mes. El aceite de Ricino o el agua de Carabaña hacían
que las puertas de todos los vecinos se abrieran constantemente, en espera de que el retrete se desocupara,
y volvían a cerrarse y se abrían de nuevo. Cuando el retrete quedaba libre, se organizaban carreras para
llegar los primeros, cada uno con su tabla bajo el brazo. Y si el que lograba entrar el primero tardaba en
salir, empezaban las voces de los vecinos: Vamos, vamos, que ya está bien.
En aquel retrete compartido, un día apareció una rata. Aquella rata tenía atemorizados a todos los
vecinos. La señora Petra, la vecina de la letra D, fue quien la vio por primera vez, salió gritando,
sacudiéndose la falda; corría sin parar y gritaba:
—Una rata, una rata. Nos asomamos todos los vecinos al pasillo. La rata había desaparecido. Con
rata o sin rata, no había más remedio que seguir yendo al retrete, pero siempre con el miedo de que la rata
apareciese de nuevo. Unos la vieron y otros no; pero lo cierto es que la rata seguía haciendo visitas de vez
en cuando. Algunos días después, mientras mi abuela vaciaba en el retrete un cubo de agua sucia,
apareció la rata; mi abuela hizo un intento de ahuyentarla, la rata se le metió entre la falda y la enagua, mi
abuela con una mano sujetó a la rata, que estaba entre las dos prendas de vestir, dejó el cubo sobre la

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Miguel Gila Y entonces nací yo

pizarra del retrete y, ya con las dos manos, apretó y apretó hasta que la rata cayó muerta. Mi abuela, sin
dar ni un grito ni comentar nada a nadie, entró en casa y con la mayor naturalidad dijo:
—He matado a la rata.
Aunque en la vecindad ya conocían los lados opuestos de Manuela Reyes, su bondad y su valor,
aquello fue comentado, no sólo en el edificio entero, también en el barrio y en el mercado.
Para contrarrestar la falta de un retrete, teníamos debajo de la cama un orinal, porque en invierno
salir al pasillo durante la noche era correr el riesgo de coger una pulmonía. Pero era obligación, por orden
de mi abuelo, que cada uno se encargara por la mañana de ir hasta el retrete y vaciar su orinal.
La puerta de la buhardilla no tenía timbre, había una campanilla dentro del comedor, que tirando de
un tirador que había a un costado de la puerta sonaba como las que se usan en las misas. Tampoco
teníamos contador de la luz, lo que teníamos se llamaba limitador, era un aparato que si se pasaba del
consumo contratado con la compañía, saltaba y se quedaba la casa a oscuras, pero mi tío Manolo, que era
muy habilidoso, había puesto una trampa y si nos pasábamos de consumo, el limitador hacía un ruido
extraño que desaparecía con un golpe de escoba.
Tampoco teníamos teléfono; pero mi tío Manolo había puesto un alambre que bajaba por el rincón
del patio hasta la tienda del señor Andrés, y cuando nos llamaba alguien para hacerle algún encargo a mi
abuelo, el señor Andrés o su mujer, la señora Edelmira, tiraban del alambre y en la cocina de mi casa
sonaba una campanilla, que tenía un sonido distinto a la de la puerta, y nos avisaba para que bajáramos a
atender la llamada.
Ningún vecino del pasillo tenía radio de galena, nosotros sí. Como todo lo que se hacía en mi casa,
que no fuese carpintería, la había hecho mi tío Manolo con una bobina de cartón forrada de hilo de cobre
y para oír la música había que pinchar una piedrecita de galena con un muellecito de alambre de cobre
que tenía una afilada punta. Lo malo de la radio de galena es que para escucharla había que ponerse unos
auriculares en las orejas. Nosotros teníamos dos auriculares, uno para cada oreja, y un casco de alambre
para sujetarlos y escuchar la radio con las manos libres. Mi abuela no se acordaba nunca de lo del casco y
cuando llamaban a la puerta o se salía la leche, se levantaba y se llevaba colgando la radio de galena y
detrás iba el cable de la antena.
Casi todos los días teníamos que esperar a que volviera mi tío Manolo del trabajo y lo colocara todo
de nuevo en el mismo sitio. Cuando ya lo había colocado, pinchábamos la piedra de galena con el
muellecito y mi abuela volvía a sus zarzuelas, hasta que se salía la leche otra vez y mi abuela arrancaba
todo de la pared de nuevo.
A mí lo que más me gustaba oír en la radio eran los anuncios. Había uno de cafés La Estrella que lo
cantaba un hombre y decía: Las broncas de don Facundo, al ir a desayunar, eran lo más tremebundo que
se puede imaginar.
Antes de ir a la oficina le servían el café, que era un agua de cocina mezclada con no sé qué.
Y el hombre aquel, cambiado en basilisco, el panecillo el plato y el tazón cada mañana
transformaba en cisco, contra los hierros del balcón.
Y la pobre cocinera, que era la mayor culpable, dentro de la carbonera, se ponía negra y hasta
indeseable.
Si queréis un buen consejo, le diréis a la doncella ponga en vuestro desayuno café torrefacto marca
de La Estrella.
Para mi abuela, tanto si se sentaba a coser como si estaba planchando, aquella radio de galena era su
felicidad. Que nadie la interrumpiera si estaba escuchando La verbena de La Paloma, Agua, azucarillos y
aguardiente o Doña Francisquita. Algunas veces, siguiendo lo que estaba escuchando, la oía cantar:
“Lagarteranas somos, venimos todas de Lagartera...” Era un placer ver su cara con una sonrisa y toda su
atención puesta en la música, esa música que era su única compensación a la complicada y al mismo
tiempo sufrida tarea de cuidar la casa, la comida, la ropa, lavar y planchar, coser y zurcir, ir a la compra,
en una casa donde no había más mujeres que ella, donde la única ayuda que tenía era la que yo le podía
prestar, como era ir a la carnicería a comprar el arreglo del cocido o ir por las tardes a buscar la leche.
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Miguel Gila Y entonces nací yo

Mientras escuchaba la radio, sonreía, me miraba y, con su atención puesta en lo que estaba
escuchando, me decía:
—Cucha, cucha, cucha.
Yo no escuchaba nada, pero correspondía a su sonrisa, como para de alguna manera compartir su
felicidad.
¡Bah! No sé si mi abuela era feliz o se resignaba a su destino como algo irremediable, pero aquella
galena era para ella todo un mundo.
Como ya era costumbre y sabía que a mí me gustaban las canciones de los anuncios, en cuanto
ponían alguno me llamaba:
—Miguelito, Miguelito.
Me pasaba los auriculares y durante el tiempo que duraban los anuncios yo era dueño y señor de
aquella galena.
Me gustaba mucho el del señor que rompía el plato y el tazón contra los hierros del balcón y otro
del teatro Fuencarral, que cantaban animando a la gente a ir al teatro porque habían puesto acomodadoras:
Están las chicas más guapas y las más encantadoras, y allí te vuelves tarumba, Ay mi madre!,
con las acomodadoras.
Y terminaba diciendo: Risa para todo el año, con Heredia y con Bretaño.
Recuerdo otro de una peletería, cantado por una mujer, éste con música de chotis. Decía: Pekan es
hoy día lo mismito que La Dalia la mejor peletería que tenemos en Madrid, pero, sin embargo, tiene
precios reducidos, por eso la Greta Garbo sus encargos hace allí.
Maura y Lerroux, Belmonte y Valle Inclán compran allí su piel para el gabán.
Si desea agradar a una dama, cómprele usted pieles, porque viendo un Renard o un Armiño ya se
hacen de mieles; pero deben comprar en La Dalia, que es lo más juicioso, dirigirse a la calle del Carmen,
Carmen dieciocho, Carmen dieciocho.
Pero como decía antes, a mí el que más me gustaba era el de las broncas de don Facundo, el del café
torrefacto, porque en aquellos años era costumbre poner en las puertas de las tiendas de ultramarinos una
especie de globo terráqueo de hierro, metían dentro el café en grano, le añadían azúcar, le ponían fuego
debajo y daban vueltas al globo, que despedía un olor a café que alimentaba.
En el invierno los chicos nos calentábamos las manos arrimándonos a esos globos terráqueos.
En el verano las cosas no eran igual, en las tabernas donde servían comidas ponían un letrero en el
escaparate que decía: “Las comidas dentro, por el calor”. Y daba mucha tristeza asomarse a aquellos
escaparates y no ver el jamón ni los chorizos ni las albóndigas con salsa ni el conejo desollado que
siempre tenía los ojos abiertos, como si en lugar de haberle matado de una perdigonada le hubieran
matado de un susto.
Mis abuelos eran andaluces, de Jaén, como esos aceituneros altivos de que nos habla Miguel
Hernández, y en busca de un horizonte mejor y más amplio, con cinco hijos varones habían emigrado a
Madrid, pero en su hablar y en su comportarse seguían teniendo el andalucismo muy arraigado. Cuando
yo me balanceaba en una silla, mi abuelo me decía:
—Nene... Para ya con la silla, joé, que la vah ajolillar.

Manuela Reyes
Mi abuela se llamaba Manuela Reyes. Mi abuela era ágil, menudita, despierta. Los ojos de mi
abuela eran azules, de un azul claro. Los ojos de mi abuela habían visto crecer cinco hijos varones. En su
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Miguel Gila Y entonces nací yo

fatiga estaba siempre el recuerdo de la única hija que vino, pero que murió sin llegar a hacerse mujer. Y
en su bregar diario estaban la incomprensión y el dolor de haber perdido aquella niña, que hubiera
compartido con ella el duro trabajo de tener limpios cinco hijos, un marido y un nieto.
Mi abuela bajaba a la calle docenas de veces y siempre se le olvidaba algo y volvía a bajar los cinco
pisos y los volvía a subir otra vez y su fatiga la escondía detrás de una sonrisa.
Manuela Reyes era buena y cariñosa; pero tenía sus métodos particulares de educarme. Una de las
cosas que no soportaba era que cuando me mandaba hacer algún recado yo respondiera: Luego. Y lo que
no aceptaba de ninguna forma era que dijera malas palabras o le diera una mala contestación. Tenía un
sistema muy particular de castigarme. Me obligaba a sacar la lengua y me la restregaba con una guindilla.
La lengua me picaba como demonios.
Y lo que más la sacaba de quicio era que cuando trataba de darme un azote o un sopapo, yo diera
vueltas alrededor de la mesa camilla, esquivando el golpe. Eso la ponía furiosa y si estaba lavando, me
tiraba a la cabeza la pastilla de jabón o lo que tuviera en la mano, y cuando conseguía alcanzarme, me
agarraba de una oreja con una mano y con la otra me daba capones en la cabeza.
Cuando mi comportamiento superaba los límites de su paciencia, me decía: “¡No te aguanto más
Ahora mismo te llevo con tu madre y que te aguante ella!” No sé por qué razón, después, cuando me hice
hombre y lo meditaba, para mí el hecho de ir a vivir con mi madre y dejar la casa de mis abuelos era algo
tremendamente dramático. No tenía motivo para preocuparme, después de todo, no me llevaba a ningún
orfanato; pero vaya usted a saber por qué, aquella amenaza me horrorizaba.
Algunos días, mi abuela se vestía de calle, me vestía a mí, me ponía en una bolsa una manzana o un
panecillo y una onza de chocolate, llegábamos por Zurbano hasta Martínez Campos, por donde pasaba el
tranvía 18, su recorrido era: Obelisco, Puerta del Sol, San Francisco, subíamos en el tranvía, Martínez
Campos arriba y Eloy Gonzalo abajo. Yo ya sabía, porque esto ya se había repetido varias veces, que si al
llegar a la glorieta de Quevedo, el tranvía giraba a la derecha por Bravo Murillo, íbamos en dirección a la
casa de mi madre y si daba la vuelta a la plaza y giraba a la izquierda, era para ir por la calle de
Fuencarral y aunque esto me lo había hecho muchas veces, sólo cuando el tranvía daba la vuelta a la plaza
y entraba en la calle de Fuencarral yo me quedaba tranquilo.
Bajábamos en la parada de Fuencarral y la calle Olid y nos metíamos en el cine Proyecciones, no
sin antes prometerle que me iba a portar bien con ella y no le iba a dar ni una mala contestación ni un
disgusto.
Ahí, en ese cine, con mi abuela, veía películas de Tom Mix, de Cayena, de Tom Tyler, Chispita y
Vivales, de Charlot, Tomasín, Ben Turpin, Sandalio, el Gordo y el Flaco. Las películas eran mudas, pero
en el foso que había junto al escenario, cerca de la pantalla, un quinteto de músicos o un pianista
amenizaba la proyección. Y aunque las películas tenían, de vez en cuando, un letrero con lo que decían o
pensaban los personajes, a veces ponían un explicador que se situaba sobre el escenario, a un costado de
la pantalla, y con un puntero largo la señalaba y decía: “Ahora viene el malo y se lleva a la chica con el
caballo. Y entraba el malo, que siempre tenía un pequeño bigotito, y se llevaba a la chica con el caballo.
Y seguía el explicador: “Pero llega el bueno y al enterarse de que el malo se ha llevado a la chica, sale en
su persecución. Y aparecía el bueno y, tal como había dicho el explicador, salía en persecución del malo.
Y así, de esta manera tan peculiar, a los espectadores no se nos pasaba nada por alto. Yo sentía una gran
admiración por aquel explicador que sabía todo lo que iba a pasar en la película.
Una vez vimos una que se titulaba Honrarás a tu madre. Era la historia de una mujer viuda que tenía
dos hijos y uno de ellos se iba al extranjero y se colocaba en un sitio donde ganaba mucho dinero y le
ponía giros a su madre todos los meses. El otro hermano, que se había quedado con la madre, era un
degenerado y el dinero que mandaba su hermano, en lugar de dárselo a su madre, se lo gastaba en las
tabernas con los amigos o con mujeres de mala vida y se emborrachaba. Después de dos años, el hermano
que se había ido al extranjero vuelve para visitar a su madre y los vecinos le dicen que está en un asilo.
Con un marcado gesto de dolor y de rabia se va hasta el asilo y ve a su madre arrodillada fregando el
suelo y, ante el asombro de todos los ancianos, le da una patada al cubo y se lleva a su madre a casa, la
deja en un sillón y se va a buscar a su hermano, al borracho. Después de recorrer varias tabernas lo
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Miguel Gila Y entonces nací yo

encuentra abrazado a una mujer de mala vida, le da una paliza y cuando está en el suelo, lo coge del
cuello de la chaqueta y lo lleva arrastrando por la calle, ante las burlas de la gente, hasta llegar a su casa,
donde le hace ponerse de rodillas y pedir perdón a su madre.
Mi abuela empapó el pañuelo de lágrimas y todas las mujeres al salir del cine, lo mismo que mi
abuela, iban secándose las lágrimas.
A mí la película me gustó, pero no como las de Tom Mix, que él solo con dos pistolas mataba seis o
siete bandidos y veinte o treinta indios.
Muchos días, mientras mi abuela estaba en la compra, yo me subía en una silla y con un trapo le
limpiaba el polvo de la cómoda y el de aquellos retratos de parientes para mí desconocidos. Mi abuela me
decía: “¡Qué lástima que no fueses una niña! ¡Cómo me ayudarías!”, aunque la ayudaba mucho, lo mismo
que a mi abuelo Yo iba a buscar la leche todos los días, a la vaquería de Martínez Campos. Algunas veces
hacía trampa, me daba una carrera y me iba hasta Fernández de la Hoz, a la lechería de Kananga, allí
valía cinco céntimos más barato el litro, pero mi abuela se daba cuenta, porque decía que no hacía la
misma nata, y me daba un pescozón. En invierno yo bajaba a encender el brasero en la calle. Y le
ayudaba cada quince días a limpiar las camas de chinches. Quitábamos el colchón, mi abuela me daba
unas tenacillas de la cocina con un algodón mojado en alcohol, luego con una cerilla le prendíamos fuego
y pasábamos el algodón ardiendo por todos los rincones y los muelles del somier, las chinches explotaban
con un olor nauseabundo. También le cuidaba el cocido, nuestro menú cotidiano. Me decía: “Nene abre el
tiro”, “Nene, quita una arandela”, “Nene cierra el tiro”, “Pon la arandela”. Y le ayudaba a pelar patatas y
a limpiar las lentejas y a cortar las judías verdes. La verdad es que, sin ser una niña como ella hubiera
deseado, le ayudaba mucho.
Manuela Reyes me enseñó las letras y los números, mojando su dedo índice con saliva y
escribiendo en un baldosín de la cocina. Al cumplir los seis años fui a mi primer colegio.
El colegio estaba en la plaza de Chamberí, encima del parque de bomberos, en el único piso que
había sobre el parque, donde estaban los coches y los bomberos, siempre atentos a cualquier llamada.
El maestro tenía el pelo blanco y una muy cuidada barba que nos impedía ver con claridad si estaba
sonriente o serio. Vestía siempre de negro y camisa blanca con cuello de pajarita, se llamaba don Juan.
Los chicos le llamábamos don Juan Chistera y cuando no nos oía, le cantábamos: “Don Juan Chistera con
la cara de palo y las orejas de madera”. Don Juan poco a poco nos enseñaba a componer frases con
palabras, la ortografía y las cuatro reglas, que entonces se aprendían cantando todos a coro: “Cinco por
una, cinco; cinco por dos, diez; cinco por tres, quince”. Y así cada día, hasta que las memorizábamos. Yo
no era muy estudioso, me gustaba más pintar monigotes en los cuadernos, que hacer cuentas de sumar o
de restar. Por eso don Juan me castigaba casi todas las tardes. A mí no me entraba en la cabeza que a don
Juan le gustaran más los números que los soldados que yo dibujaba. Cuando don Juan colocaba su mirada
por encima de las estrechas gafas de armadura de plata, yo ya sabía lo que venía detrás.
—¿Qué estás haciendo? Ven aquí. ¡No, no escondas nada! Y cuando todos los chicos del colegio se
habían ido a sus casas y ya la plaza donde estaba el colegio vestía luz de gas, yo seguía en la clase,
recogiendo papeles. Don Juan se quedaba estudiando hasta muy tarde, pero a la hora me mandaba
marchar a casa.
Una tarde del mes de noviembre en que yo, como ya era costumbre, estaba castigado, don Juan me
pidió que avisara al portero. El portero subió y habló con don Juan. Y fue el portero, con su cara de mono,
el que me mandó a casa aquella tarde.
Al día siguiente don Juan no volvió al colegio. Don Juan estaba muy enfermo y murió pocos días
después. Ojalá nunca le hubiera cantado aquello de Don Juan Chistera con la cara de palo y las orejas de
madera.
Gracias a una recomendación, de alguno de los clientes de mi abuelo supongo, cuando ya sabía leer
de corrido me consiguieron una plaza en el colegio de frailes de la Inmaculada Concepción, en la calle
Raimundo Lulio, cerca de la Plaza de Olavide. Desde Zurbano y Abascal hasta Raimundo Lulio había una
distancia muy considerable; pero en mi casa pensaron que mejor que los frailes no me iba a educar nadie.

20
Miguel Gila Y entonces nací yo

Así, al cumplir los ocho años, edad exigida para el ingreso en este colegio, empecé a hacer mis cuatro
viajes diarios, los dos de la mañana y los dos de la tarde.
La tarde del jueves no había colegio. En aquellos años, tal vez porque apenas había coches y muy
pocas casas con calefacción, en Madrid eran frecuentes las grandes nevadas todos los inviernos, y cada
mañana, al ir al colegio, caminaba sobre la nieve.
Al mismo colegio iba Juanito García Sellés, un hijo de los porteros de Boetticher y Navarro.
Hacíamos el trayecto Zurbano, Martínez Campos, glorieta de la Iglesia, Eloy Gonzalo, Juan de Austria y
Raimundo Lulio. Los dos usábamos el mismo tipo de cartera. Nos la habían hecho en nuestra casa, era de
lona roja y se colgaba al hombro. Nunca se cumplió mi sueño de que me compraran una mochila o un
portalibros como llevaban otros chicos del colegio.
Subiendo por Martínez Campos, antes de llegar a la glorieta de la Iglesia había un convento de
monjas de clausura. Juanito y yo entrábamos en el oscuro portal del convento y poniendo voz de pobre
decíamos:
—Una limosnita, que Dios se lo pagará.
Y a los pocos instantes, el torno de madera giraba y en él venían media docena de bizcochos, que
Juanito y yo devorábamos muertos de risa. Después, y ya cruzando la glorieta de la Iglesia, en Eloy
Gonzalo esquina a la calle Castillo, había una churrería. Los churros estaban dentro, pero en la puerta
ponían unas bandejas grandes, de chapa, con los churros y porras que se habían roto al hacerlos, los
vendían más baratos y los llamaban puntas. Juanito García Sellés y yo, cuando estábamos cerca de la
churrería, nos parábamos, tomábamos impulso, dábamos una carrera y al pasar por las bandejas donde
estaban las puntas metíamos la mano y nos llevábamos con nosotros un puñado de aquel desecho, que no
tenía buena presentación, pero que estaba igual de rico que las porras o los churros perfectos.
Juanito y yo nos parábamos en el escaparate de una pastelería que había en la calle de Eloy
Gonzalo, mirábamos a través del cristal y decíamos:
—Me pido los merengues.
—Y yo me pido la tarta de fresas.
—Y yo la de chocolate.
Y así, nos hacíamos los dueños y disfrutábamos el sabor de todos aquellos pasteles que estaban en
el escaparate, aunque tan sólo con la mirada.
A mí el colegio no me gustaba nada, es decir, no me gustaba nada de lo que los frailes querían que
me gustara. Demasiado catecismo, demasiados rezos. Se me atravesaba la Gramática y las Matemáticas y
nadie en mi familia me ayudaba a la hora de hacer la tarea, los deberes que lo llaman ahora. Esto
motivaba que sacara muy malas notas, con la consiguiente bronca cada vez que las tenía que firmar mi
abuelo.
Lo único que me interesaba y me divertía era la Historia. La Sagrada por lo de Noé metiendo en el
arca dos conejos, dos jirafas, dos canguros, dos leones, dos cangrejos y dos de todo. Me imaginaba al
pobre Noé buscando en la selva dos animales de cada especie, mirando cuál era el macho y cuál la
hembra, y me preguntaba cómo sabría Noé si una tortuga era macho o era hembra. Y también imaginaba
a Moisés, en la cestita de mimbre, navegando por el Nilo, y a David dándole una pedrada en la frente a
Goliat. Y Dalila, que le cortó el pelo a Sansón y lo dejó sin fuerzas. Lo de no tener fuerza con el pelo
corto me tenía preocupado, porque a mí me lo cortaban al dos con flequillo. Con todas estas historias yo
me lo pasaba bárbaro.
También me entusiasmaba con la Historia de España. La batalla de Lepanto, Cristóbal Colón
descubriendo América y Hernán Cortés luchando contra los indios en la selva. Todo aquello me hacía
soñar aventuras en el mar y en las selvas tropicales, tribus de indios que cazaban con flechas. Nunca
podía imaginar que, con el correr de los años, visitaría y viviría en esos países, aunque ya sin indios que
me tiraran flechas. También me gustaba el Dibujo, la Geometría y la Geografia. En todas estas materias
siempre sacaba un sobresaliente que ensuciaba con el cero en Conducta, el suspenso en Gramática y el
aprobado o el notable en Matemáticas.
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Miguel Gila Y entonces nací yo

La clase del colegio olía a tinta barata y a humedad, la sotana de los frailes, a rancio. Decía Mariano
Cifuentes, uno de mis compañeros de clase, que era porque los frailes después de mear no se la sacudían,
y uno, que se apellidaba Sanabria, decía que los frailes no se la sacudían porque sacudírsela era pecado y
Cifuentes le decía que sacudírsela no era pecado, que lo que era pecado era meneársela y el Maceda, que
se sabía de memoria el catecismo, decía que meneársela no era pecado, que era pecado si se la meneabas
a otro. Nunca se ponían de acuerdo.
Un día nos fuimos de campo a Villaviciosa de Odón, que para nosotros, que no viajábamos nunca,
era como ir a Australia. Nos llevaron en un viejo y destartalado autocar. Era un hermoso día de sol del
mes de marzo. Bajamos del autocar dando gritos de júbilo, echamos a pies, elegimos cada uno a los que
creímos mejores para nuestro equipo y empezamos a jugar un partido de fútbol. Cuando estábamos en
pleno juego se acercó una vaquilla, primero muy despacio, pero inmediatamente tomó carrera con
intención de corneamos; perseguidos por la vaquilla, corrimos hasta el autocar, abrimos la puerta y nos
metimos dentro precipitadamente. Cuando entramos encontramos al hermano Arsenio, que, arrodillado,
masturbaba a un compañero de la clase. El hermano Arsenio y nuestro compañero, que no se esperaban
aquella repentina entrada nuestra, quedaron como esas imágenes que en el cine llaman imágenes
congeladas, el hermano Arsenio sin soltar el pequeño miembro del chico y el chico sin saber cómo
reaccionar. Aquello fue entre dramático y divertido. Al hermano Arsenio lo cambiaron de colegio, al
chico lo expulsaron y a nosotros se nos complicaron más las dudas que teníamos sobre la masturbación.
Ya no sabíamos si era un pecado o era un delito.
Cuando regresábamos en el autocar nos mirábamos, pero nadie decía nada ni se cantaba ninguna
canción, como habíamos hecho a la ida. El hermano Arsenio en uno de los asientos delanteros, junto al
conductor, y el masturbado en el asiento de atrás. Creo que todos, dentro de nuestra mentalidad de chicos,
sentíamos pena de aquel compañero.
Hasta la clase nos llegaba el pregón del hombre de los zapatitos de caramelo: Ha bajado el
calzado...
son a cinco, a perra chica.
¡Ay, señora María..., qué bonito y qué barato...
A perra chica el par.
O pasaba el de: “Al bueeeeen requeeeeesón de Miraflores de la Sierraaaaa. A treinta el molde
entero y a probarlo”. O el de “Vaya toallas que voy a dar por seis perras grandes” o
“Gaaaammchooooossss para la ropa, a treiiiiiiiintaaaaaa” o el de los “Pichones, buenos pichones, a doce
reeeeales pareja” o el “paragüero lañaor” o el afilador. Todos estos pregones ponían una nota musical en
los aburridos silencios de la clase.
Recuerdo al hermano Agustín con su libro en la mano y nosotros con los codos sobre el pupitre y
las orejas atentas:
—Cuando Dios quiso crear el hombre, dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza y
tenga dominio sobre la Tierra”. Formó pues el Señor el cuerpo del hombre con barro, le infundió el alma
y le dio vida.
Y llegaba la Gramática: Presente imperativo del verbo amar: ama, ame, amemos, amen.
Entonces era cuando me aburría. Pero al día siguiente, mi plato favorito, la Historia: “Pese a la
superioridad de la flota turca, los hombres de don Juan de Austria, animados por el ejemplo de su
generalísimo, combatieron con gran heroísmo, alcanzando por fin la victoria. Murieron veinticinco mil
turcos y cinco mil cayeron prisioneros. Cerca de ocho mil hombres de la flota de don Juan hallaron la
muerte”.
Cuando por la tarde regresaba a mi casa, le contaba a mi abuela lo de la flota turca; pero a mi abuela
le importaban tres puñetas los turcos y don Juan de Austria.
A mi abuela lo que le gustaba era que le leyera en voz alta la página de sucesos de La Libertad, que
era el periódico que cada mañana nos echaban por debajo de la puerta. Y mientras ella planchaba, yo se
los leía: Dolores Sancta, vecina de Pueblo Nuevo de la Concepción, fue mordida por un perro el día 26
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Miguel Gila Y entonces nací yo

del pasado mes de noviembre. El perro fue muerto a tiros por un hermano político de Dolores, llamado
Mariano Mayoral, éste le cortó la cabeza al perro y la llevó al Instituto Nacional de Higiene establecido
en La Moncloa. Como el día que ocurrió el hecho era domingo, la cabeza del perro quedó depositada en
la cámara frigorífica del Instituto, a disposición de los doctores que habrían de proceder al análisis de la
masa encefálica. A la víctima se le dijo que volviera el martes siguiente, para darle el resultado de las
investigaciones llevadas a cabo por los médicos; así lo hicieron la víctima y su acompañante, el matador
del perro. Un señor, cuyo nombre ignoran, les mostró un libro en el que se hacía constar que del análisis
practicado se había sacado en consecuencia que el perro no estaba hidrófobo. Y aunque la mordida pidió
que le aplicasen las inyecciones, se negaron a hacerlo, alegando que podía resultar contraproducente. Así
quedaron las cosas, hasta que a los treinta y cinco días de ocurrir el hecho se le presentaron a Dolores
Sancta los primeros síntomas de la hidrofobia que ha acabado con su vida a las cuarenta y ocho horas. La
muerte de esta infeliz ha sido horrible. En el hospital intentaba morder a todo el que se ponía a su alcance
y entre varias enfermeras y enfermeros lograron, al fin, atarla con cuerdas y sujetarla.
En tan horribles circunstancias ha dejado su vida la infeliz mujer. ¿Y qué dicen a esto los
encargados de hacer los análisis en el laboratorio del Instituto Nacional de Higiene Alfonso XIII? Cuando
terminaba de leerle la noticia, mi abuela decía:
—¡Pobre mujer! ¡Qué muerte horrible! Y me contaba algo parecido que había pasado en un pueblo
de Jaén cuando ella era joven.
Además de La Libertad, cada semana mi tío Manolo nos compraba el Mundo Gráfico, que era más
interesante y más ameno que La Libertad porque traía fotos del fútbol, donde se veía a Zamora haciendo
una parada a Samitier, y fotos de las carreras de bicicletas, con Cañardo, Berrendero, Luciano Montero,
Carretero y otros ciclistas de fama. También venían muchas fotos de artistas y de las Infantas. En una
foto, estaban las Infantas en Santander y debajo de la foto decía: Sus altezas reales las infantas doña
Beatriz y doña Cristina, durante un paseo por las calles de Santander, dando limosna a un ciego, acto de
generosa espontaneidad que conmovió al público que las seguía. En el Mundo Gráfico también venía una
foto de Sus Majestades los Reyes haciendo consumo en un puesto de refrescos instalado, con motivo de la
fiesta de la flor, por los señores marqueses de Urquijo en el paseo de la Castellana, y noticias de robos, de
crímenes y de accidentes en Madrid y en las provincias, pero a mí lo que más me gustaba eran los
anuncios. Había uno que decía que curaba la impotencia, se llamaba Orkidina Universus. Yo no tenía la
menor idea de qué quería decir la impotencia y, como siempre, cuando no sabía qué quería decir algo se
lo preguntaba a mi abuela.
—¿Qué es la impotencia? Y no me contestaba.
Los anuncios que más me gustaban eran los que llamaban telegráficos. Había algunos llenos de
misterio como uno que decía: Buena. Apenada situación. Plazo interminable. Necesito otra solución,
próximajornada. Tranquila, sin sueños. Engorda. Te idolatra, E.
Por más vueltas que le daba a la cabeza no entendía nada. La sección de anuncios telegráficos
estaba llena de cosas extrañas que yo intentaba descifrar: Para hacerse amar locamente, dominar a los
hombres, conquistar a las mujeres, basta mandar sello de 0,25 a Buenavista 11 en Barcelona y en una
semana recibiréis La Llave del Amor. ¿Qué sería La Llave del Amor? Lo que no me gustaba nada era
cuando en verano mi abuela me llevaba a la Corredera a comprarme ropa.
Con un sol de castigo subíamos por la empinada acera de la Corredera mirando los escaparates.
Bajábamos de nuevo hasta donde habíamos iniciado la subida y otra vez a subir la cuesta, cuando
habíamos recorrido la mitad entrábamos en una de las tiendas. Mi abuela le decía al comerciante:
—¿Qué precio tienen esos pantalones que hay en el escaparate?
—¿Los marrones?
—Sí, los marrones.
—Catorce pesetas.
—Si me los deja en once me los llevo.
—Lo siento, señora, pero no puedo.
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Miguel Gila Y entonces nací yo

Entonces me decía a mí:


—Vamos, nene.
Y otra vez a subir la cuesta con el sol abrasador. Y cuando ya habíamos caminado unos treinta
metros, se asomaba el hombre de la tienda:
—Señora, señora, venga.
Y mi abuela:
—Vamos, nene.
Y otra vez a bajar la cuesta.
—Se los puedo dejar en trece.
Y mi abuela:
—Once.
Y el hombre:
—Lo siento, señora, no puedo.
—Vamos, nene.
Y vuelta a subir la cuesta con el sol de castigo. Y otra vez el hombre asomado a la puerta:
—Señora, señora.
—Vamos, nene, que nos los deja en once.
Y llegábamos a la tienda. Y el hombre:
—Ni para usted ni para mí, en doce.
Y mi abuela:
—Once.
—Está bien, señora, once.
Y mi abuela entonces se sentía satisfecha. Nos llevábamos los pantalones.
—¿No te lo decía yo? Sabía que me los dejaba en once pesetas. Pero éstos para los domingos.
Y sólo los domingos me ponía aquellos pantalones, que habíamos conseguido como una medalla a
la insistencia. Para los días de diario tenía otros, con remiendos en cada nalga por bajar las cuestas de los
solares sentado en una lata o en un cartón, aunque los parches del culo los tapaba el guardapolvos, que era
la prenda habitual de los chicos de entonces. Cuando jugábamos a algo que había que correr nos
anudábamos el guardapolvos a la cintura, y entonces se veían los parches del culo, pero ni a mí ni a
ninguno de los chicos del barrio nos importaba.
Con los zapatos no teníamos problema, durante la semana alpargatas marca El Indio y los días de
paseo o para ir de visita las botas, unas botas que me compraron grandes, por aquello de que los chicos
crecen cada día. Las botas, no recuerdo a qué edad me las compraron, pero metiendo algodones en la
punta, que iban sacando a medida que me crecía el pie, me duraron hasta que hice la Primera Comunión.
Las botas se compraban en Calzados Segarra que decían que eran las que duraban más. No sé de qué
estarían hechas, pero a la media hora de caminar con ellas puestas los pies pedían a gritos una
amputación. Algún tiempo después me compraron unas de crêpe, que las llamaban, de suela de tocino.
Los niños ricos del barrio, que eran muy pocos, Raniero, Gustavo y alguno más, usaban pantalón
bombacho y medias altas.
Otra cosa que no me gustaba nada era ir al dentista. En mi casa solo mi tío Antonio tenía cepillo de
dientes, los demás nos limpiábamos con el dedo, lo mojábamos en el grifo y luego lo metíamos en la sal o
en la ceniza del fogón de carbón de encina, que estaba junto al que se usaba para el cocido, y nos
refregábamos los dientes. Yo usaba la dentadura para abrir botellas, para doblar alambres y para docenas
de cosas que hacían que se me rompiera alguna muela. Como aún eran las muelas que llamaban de leche,
la mejor solución era la extracción. íbamos hasta la Puerta del Sol, allí estaba nuestro dentista, nos
sentábamos en la sala de espera llena de gente, algunos con un pañuelo anudado en la cabeza, como para
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Miguel Gila Y entonces nací yo

que no se les cayera al suelo el flemón. Pedíamos la vez. Se abría la puerta donde tenía el sillón el
dentista y salía un hombre o un chico con la cara desencajada, seguramente del sufrimiento. Se asomaba
la enfermera y decía:
—A ver, el siguiente.
Se miraban todos con el terror de ser “el siguiente”. Finalmente, como una cortesía, los de la sala de
espera señalaban al “siguiente”. Cuando entraba y se cerraba la puerta, los de la sala de espera creo que
sentían un gran alivio sabiendo que aún no eran “el siguiente”. Había un silencio total, como intentando
detectar algún gemido o algún grito desgarrador del que acababa de entrar con la enfermera.
La gente en la sala de espera se miraba sin decir nada, pero en el rostro de todos estaba reflejado el
terror.
No lo sé, supongo que era el miedo, pero cuando había pasado un rato yo le decía a mi abuela:
—Ya no me duele nada.
Y la convencía para irnos a casa.
Si por la noche me volvía el dolor, en mi casa se usaba un remedio para combatirlo. Me llenaban la
boca de vinagre y me decían que lo tuviera un rato y luego lo escupiera. En efecto el dolor disminuía;
pero cuando me llegó la edad de analizar el remedio casero del vinagre, descubrí que era tan solo un
juego mental, lo que realmente ocurría era que al tener la boca llena de vinagre el dolor aumentaba de tal
manera que al escupirlo daba la sensación de que el dolor había disminuido, pero sin lugar a dudas era el
mismo que se tenía antes.
En aquella época, cuando se escuchaba el ruido del motor de un avión, la gente se asomaba a las
ventanas gritando:
—¡Un aeroplano, un aeroplano! Y se quedaban boquiabiertos viendo pasar el aeroplano.
El día que pasó el zeppelín, la calle estaba repleta de gente que miraba hacia arriba, viendo con
asombro aquella cosa tan grande flotando por los aires. Fue algo parecido a lo que años más tarde nos
mostró Fellini en Amarcord con el trasatlántico gigantesco. Aquello, como en la película de Fellini, nos
dejó hipnotizados. Al día siguiente no se hablaba de otra cosa.
Una semana después en el Mundo Gráfico venía una foto del zeppelín volando sobre Madrid. Por
eso digo que los periódicos eran mejor que lo que nos explicaban los frailes en el colegio, porque nunca
en el Mundo Gráfico venía una foto de San Sebastián atado a un árbol, con la noticia de que le habían
matado a flechazos. Las únicas fotos de San Sebastián que venían en el Mundo Gráfico eran las de los
veraneantes bañándose en la playa de La Concha.
Por eso a mí me gustaba más leer los periódicos que los libros. Los libros que leía en el colegio eran
muy aburridos, con el presente indicativo y el pretérito pluscuamperfecto. En el periódico explicaban todo
muy claro, mientras que para entender lo de los libros los frailes nos tenían que poner ejemplos en la
pizarra. Yo me hubiera sacado un sobresaliente si en lugar de preguntarme la conjugación del verbo
cantar en todos los tiempos del modo indicativo me hubieran preguntado sobre la mujer a la que mordió
un perro rabioso, al que después le cortaron la cabeza.
Otra noticia que le leí a mi abuela, mientras me hacía un jersey de lana de ochos, que estaban de
moda, fue la del sangriento crimen de Atocha.
Ocurrió en mayo de 1929, cuando yo acababa de cumplir los diez años. En la estación de Atocha,
en un baúl, que estaba depositado en consigna desde el mes de diciembre de 1928, se encontró el cadáver
de un hombre al que le faltaba la cabeza. El baúl había sido remitido desde Barcelona.
El cadáver era el de un tal Pablo Casado, que se hallaba en la Ciudad Condal en viaje de negocios.
Las sospechas sobre el autor del crimen recayeron en Ricardo Fernández, el criado del asesinado. Ricardo
Fernández alegó en su defensa que estaba harto del trato despótico. Lo de despótico no lo entendí muy
bien, mi abuela me explicó que el muerto trataba con despotismo al criado. Tampoco entendí qué era el
despotismo, pero seguí leyendo la noticia. El criado había matado a su señor golpeándole con una

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Miguel Gila Y entonces nací yo

plancha, después serró el cadáver, lo metió en un baúl y lo facturó para Madrid. Lo que no apareció nunca
fue la cabeza, decía el periódico que a lo mejor el asesino la había tirado al mar en el puerto.
Las noticias le gustaban mucho a mi abuela. A mí me gustaban más los anuncios. El anuncio que
más se repetía era el de una pomada para curar las hemorroides. Decía: “Hemorroides irritantes. No hay
palabras adecuadas para expresar el exquisito alivio que se consigue y el bienestar que se obtiene con la
crema Azeline.
Ensáyelo hoy. Y había otra pomada, también para curar las hemorroides, que se llamaba Pomada de
Nuestra Señora de Lourdes, con la que, según decía el anuncio, en tres días se curaban.
Con las hemorroides me pasaba como con la impotencia. Yo no sabía qué eran las hemorroides y se
lo preguntaba a mi abuela.
—¿Qué son las hemorroides?
—Pues una enfermedad.
—¿Qué enfermedad?
—Pues una.
Pero nunca me explicaba qué eran las hemorroides ni la blenorragia ni las enfermedades venéreas,
que también venían en los anuncios.
Un día, mi tío Ramón me dijo que las hemorroides eran almorranas. Seguí sin enterarme, pero la
palabra almorranas me pareció una palabra graciosa y me pasaba el día entero repitiendo en voz alta:
almorranas, almorranas, hasta que mi abuela decía:
—¿Te quieres callar, tonto, que pareces tonto? Una noticia que me causó una gran impresión fue la
de los doscientos pobres envenenados en Chamartín. También se la leí a mi abuela: Un descuido en las
cocinas de los padres jesuitas en Chamartín de la Rosa ha sido la causa de que se intoxicasen más de
doscientos pobres, de los cuatrocientos que diariamente son socorridos con la clásica sopa por aquella
comunidad. A las seis de la tarde comenzaron a llegar los primeros intoxicados a la casa de socorro de
Tetuán de las Victorias, donde se hallaban de guardia los doctores Infante, Fernández Alfañaque y Biesa,
con el practicante don David Sánchez, todos los cuales se desvivieron y se multiplicaron para auxiliar a
los pacientes que, en numerosos grupos, llegaban demandando su asistencia facultativa. Gracias a su
actividad y a su ciencia, al auxilio prestado por la Cruz Roja y por la profesora de cirugía doña Dolores
Burnes, y a los trabajos del alcalde, el suceso no revistió caracteres de catástrofe. En la foto podemos ver
al religioso encargado del reparto de sopa a los pobres, distribuyendo limosnas de veinte céntimos a los
que concurren después del suceso.
Y en la foto se veía a un cura de espaldas y un pobre con la mano extendida recogiendo los veinte
céntimos.
En la misma página donde venía la noticia del envenenamiento de los pobres venía un anuncio que
decía: Fosfatina Falieres es el alimento más recomendado para las personas de estómago delicado. Y
pensaba yo que por qué los padres jesuitas, en lugar de darle a los pobres una sopa envenenada, no les
habían dado la Fosfatina Falieres, porque los pobres, pensaba yo, tienen el estómago delicado de comer
poco y mal.
A mí, esto de que hubiera pobres que hacían cola para que les dieran una sopa no me parecía
normal, no me entraba en la cabeza que hubiera gente tan pobre que no tuviese dinero para comerse una
sopa. Y dándole vueltas al asunto se me ocurrió un invento para acabar con los pobres en diez años. Se lo
expliqué a mi abuela, era muy sencillo. Todos los domingos, cada uno de los veintiocho millones de
españoles le dábamos dos pesetas al Gobierno y el Gobierno, el lunes las repartía entre veintiocho pobres.
De esta manera, cada semana, veintiocho pobres disponían cada uno de dos millones de pesetas, que yo
calculaba era el capital que tendría en aquel entonces el conde de Romanones.
Teniendo en cuenta que en diez años hay quinientos domingos, multiplicados por veintiocho, en
diez años catorce mil quinientos sesenta pobres serían millonarios. No sé el número de pobres que hay en
España en la actualidad, pero estoy convencido de que si mi abuela me hubiera hecho caso, habría ahora

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Miguel Gila Y entonces nací yo

en España alrededor de cien mil pobres menos y cien mil millonarios más, pero mi abuela, siempre que
yo le contaba algún invento raro, decía: “¡Este chico es tonto!”

Cómo llegar al cielo


Los frailes nos daban unos vales de distintos colores y distinto valor —azules, verdes, rojos,
amarillos—, decían que juntando siete mil puntos ya nos habíamos ganado el cielo. Yo se los cambiaba a
los chicos de mi clase por una barra de regaliz o por paloduz. Nunca llegué a tener puntos, ya no para
subir al cielo, ni siquiera para subir a un entresuelo. Tampoco sé si los que me daban el regaliz y el
paloduz a cambio de los vales llegaron a juntar siete mil puntos y están en el cielo.
A la salida del colegio, en el invierno, por la tarde, jugábamos a tirarnos bolas de nieve, y después
venían los sabañones que picaban como diablos. Los dedos de las manos y de los pies se hinchaban, se
ponían rojos y a veces se producían grietas que reventaban y escocían a rabiar. El remedio, recomendado
por no se sabe quién, era mearse en los dedos. Este método curativo también se usaba en mi casa cuando
nos hacíamos un corte con algún formón o con cualquier otra herramienta. Decían que así se curaban los
sabañones. Algunos de mis amigos los tenían en las orejas y nos moríamos de risa cada vez que le
decíamos: “Agáchate, que te meamos las orejas”.
En aquellos inviernos fríos, en la buhardilla nos pasábamos la vida en la cocina, en la mesa camilla
con su larga falda, como si fuese una señora antigua con su miriñaque, y las ranuras para meter las
piernas. Cuando llegaba la hora de comer mi abuela ponía un hule, que era el mapa de España de tamaño
gigante con todas sus provincias. En el sitio donde yo comía estaba Málaga y a mí me parecía que
comiendo en la parte de Málaga estaba más calentito que mi tío Ramón, que comía en la parte de los
Pirineos, justo donde empezaba Francia. Debajo de la mesa estaba el brasero. Mi abuelo, de vez en
cuando, me decía:
—Nene, échale una firma.
Y yo me agachaba, metía la cabeza debajo de la mesa y con la badila movía el cisco del brasero y
luego lo apretaba para que conservara el calor. A veces nos visitaba una prima, que se llamaba Sagrario.
La tal Sagrario ayudaba a mi abuela a lavar la ropa. Tenía dos enormes tetas que con el movimiento de
lavar la ropa le bailaban, y a mí me excitaba. Cuando la Sagrario terminaba de lavar se sentaba con
nosotros a la mesa y yo, cada vez que mi abuelo me decía eso de “Nene, échale una firma”, aprovechaba
para verle a mi prima Sagrario los muslos y el vello que le asomaba por la entrepierna de las bragas.
Creo que mi prima Sagrario fue la que despertó en mí los primeros deseos sexuales.
Tal vez por haber nacido y haberme criado en aquella buhardilla, donde cada invierno la nieve se
acumulaba encima de nosotros, yo no he tenido frío nunca. No usé un abrigo hasta que cumplí los treinta
años. Durante mi infancia, como mucho, un jersey de lana hecho a mano por mi abuela y, eso sí, una
bufanda también de lana; pero si en pleno invierno tenía que salir a la calle, a buscar la leche o a cualquier
otro mandado, usaba la misma prenda que tenía puesta en mi casa, una camiseta de mi abuelo, que me
llegaba por debajo de las rodillas, y en los pies unas alpargatas. La portera cuando me veía salir decía:
“Ahí va Adán el Pillo, desnudo y con las manos en los bolsillos”.
El frío es algo que nunca ha existido para mí. Ni siquiera durante la guerra, en Somosierra, ni en el
frente de Teruel, he sentido el frío. Es posible, insisto, que esto sea debido a que encima de mi cama, cada
invierno, había dos palmos de nieve y el techo era de un grosor que no llegaba a los quince centímetros,
esto lo comprobé el día que se prendió fuego la chimenea de nuestra cocina y los bomberos derribaron el
techo.
Estábamos los chicos del barrio jugando en un solar, esquina a García de Paredes, cuando
escuchamos la campana de los bomberos. Abandonamos el solar y corrimos detrás del coche de los
bomberos. Se detuvo en el portal de Zurbano 68. Ahí los chicos hicimos cálculos pensando dónde sería el

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fuego, hasta que alguien me dijo: “Es en tu casa”. Subí los escalones de dos en dos y cuando llegué a mi
casa, me encontré con los bomberos derribando a golpes de pico y hacha el techo de la cocina y echando
cubos de agua en las maderas que mi abuelo tenía preparadas para su trabajo. En el montante o tragaluz
del comedor habían puesto una escalera de mano y arriba del todo estaba subida la Julia, una vecina
solterona de muy buen ver que vivía sola. Me pedía cubos de agua que yo le llevaba con entusiasmo,
porque la Julia no llevaba bragas y desde abajo de las escaleras yo le veía el conejo.
Lo que no podía entender es que en mi casa hubiera un fuego, si en el portal de la casa de ladrillos
había un letrero que decía: “Esta casa está asegurada contra incendios”. Siempre, hasta ese día, creí que
ese cartel quería decir que no podía haber ningún incendio porque la casa estaba asegurada contra este
tipo de catástrofe.
Para incendio tremendo, el del teatro Novedades. Desde nuestro barrio se veían las llamas. Los
chicos, con nuestro espíritu de nómadas, sin ningún temor a las distancias, nos acercamos hasta donde la
policía nos permitió y fuimos testigos de aquel trágico siniestro. Decían que la culpa de que quedaran
atrapadas tantas personas había sido de un cojo al que, cuando la gente bajaba las escaleras
atropelladamente, se le enganchó la muleta entre los barrotes de la barandilla y los que bajaban
tropezaban con la muleta del cojo y caían por las escaleras, y que por eso no pudieron llegar hasta la
puerta.
La verdad es que nunca se supo el motivo de aquella catástrofe.

Antonio Gila
Mi abuelo se llamaba Antonio y era carpintero o ebanista, nunca he sabido muy bien cuál es la
diferencia entre una cosa y otra; creo, según escuché alguna vez, que el ebanista es más fino que el
carpintero, que el trabajo de los ebanistas es más delicado que el de los carpinteros, aunque en mi abuelo
era dificil establecer la diferencia, ya que lo mismo hacía puertas y ventanas para alguna obra, que tallaba
con su juego de gubias un mueble biblioteca, tapizaba un sillón o barnizaba a muñequilla y, como un arte
muy particular, hacía caj as para peines, cortando maderas muy finas en largas tiras que luego barnizaba
con distintos colores, las embutía cubriendo toda la caja con dibujos, que recordaban el arte de los árabes,
y en el interior de la tapa de la caja ponía un espejo. Recuerdo que mi abuela tenía una de esas cajas de
peines, que era admirada por todas las mujeres de la vecindad. Mi abuelo era un artesano de su profesión.
Trabajaba por cuenta propia. Tenía su taller instalado en la cocina, junto al puchero del cocido estaba el
bote de la cola.
Mi abuelo era excesivamente serio, son contadas las veces que le vi reír, pero tenía un gran sentido
del humor. Cuando en nuestra casa no iba bien el trabajo y nos lamentábamos de la falta de dinero, él, en
lugar de ponerse de mal humor, si entraba por la puerta después de no haber cobrado algún pago
pendiente, cantaba: No tenemos dinero, no tenemos dinero, pondremos el culo por candelero, pondremos
el culo por candelero.
Y nos íbamos agregando a la canción hasta formar un coro.
No tenemos dinero, no tenemos dinero, pondremos el culo por candelero.
Nos reíamos y se nos olvidaba el problema del dinero.
A mi abuelo le importaban tres puñetas las leyes laborales y me hacía trabajar con él después de que
yo saliera del colegio, íbamos a las casas a hacer lo que él llamaba chapuzas y yo le acompañaba con una
pequeña maleta de madera donde llevaba sus herramientas.
Una de las cosas que más recuerdo de mi abuelo es que antes de colocar un tomillo en algún
mueble, se metía el tomillo dentro del oído y le daba un par de vueltas, decía que con la cera del oído el
tomillo entraba con más facilidad; pero yo pensaba que cualquier día se iba a trepanar el oído. Y cuando
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tapizaba un sillón se llenaba la boca de tachuelas, que iba sacando a medida que las clavaba; yo pensaba
siempre en un estomudo o en un golpe de tos, pero nunca se tragó ni una sola tachuela. Mi abuelo tenía
sus clientes fijos, don Antonio, un abogado que vivía en el paseo de Recoletos; don Alfredo, que vivía en
la calle de Barceló y otros que vivían en otros sitios, en otras calles. Los sillones que rompían las visitas
de don Alfredo entraban en mi casa con los muelles asomando. Mi abuelo les metía los muelles dentro y
los cosía; algo así como hacían entonces con los caballos de los picadores en las plazas de toros, cuando
el caballo era corneado. Luego tapizaba el sillón con telas de colores sobrios y lo remataba con una greca
dorada, llena de pelotitas colgando. Las visitas de don Alfredo volvían a sentarse hasta que los muelles
del sillón volvían a salirse.
Cuando mi abuelo me colocaba el sillón terminado encima de la cabeza para que se lo llevara a don
Alfredo, me advertía que no me sentara en él durante el trayecto. El trayecto era desde Zurbano y Abascal
hasta Barceló, esquina a Fuencarral.
A los veinte minutos de andar con el sillón encima de la cabeza se me empezaba a poner cara de
chino y tenía la sensación de que, como hacen las tortugas, la cabeza se me estaba metiendo dentro del
cuerpo. Pedía ayuda a alguien que pasara por la calle, dejaba el sillón en el suelo y me sentaba en el
bordillo de la acera y después de un rato, cuando el cuello volvía a su longitud normal, con la ayuda de
algún transeúnte me ponía de nuevo el sillón sobre la cabeza y llegaba hasta la casa de don Alfredo,
donde su señora o la criada me daban veinte céntimos de propina, al tiempo que me colocaban en la
cabeza otro sillón con los muelles asomando y faltándole algunas pelotitas que había arrancado el gato.
Mi abuelo me mandaba al almacén de maderas de Adrián Piera, a por tablas y a llevar sillas con un
carrito de mano, y a la calle Vargas, donde tenían máquinas de serrar, de labrar, de sacar a grueso, de
cepillar y una Tupí, que era la que hacía los dibujos en los cantos de las maderas. El que manejaba la Tupí
se llamaba Pedro, pero todos le conocíamos por Pedrín. Le faltaban varios dedos de las manos, se los
habían segado las cuchillas de la Tupí. Mi abuelo me mandaba también a por clavos y a por cola. Me
hacía bastante la puñeta, pero yo le quería porque él quería mucho a mi abuela, a quien yo quería con
locura.

Los cantacrímenes
De todo lo que mi abuelo me mandaba hacer, lo que más me gustaba era ir a la Farmacia Obrera,
que estaba en la glorieta de Iglesias, a buscar los medicamentos que le recetaba don Baltasar, nuestro
médico de cabecera, ya que según lo complicada que fuese la receta, don Julián, el boticario, me mandaba
volver a recogerla en una hora o en media hora; el tiempo que tardaba el boticario en preparar la medicina
me servía a mí para escuchar a los ciegos que, en la puerta de la iglesia de Santa Teresa y Santa Isabel,
cantaban los últimos crímenes. El crimen de las encajeras, el vampiro de Vallecas y las niñas
desaparecidas. No eran ciegos los dos, sólo el que tocaba el violín y cantaba, el otro sostenía en una mano
un palo largo que, apoyado en el suelo, servía de sostén a una especie de pancarta con varios cuadritos en
colores, y en cada uno de los cuadritos había pintada una escena del suceso. Señalaba alguno de los
cuadros y decía: Aquí vemos al vampiro llevándose a su víctima hacia una cueva desconocida, y aquí, en
este otro, podemos ver cómo el vampiro le rompe el vestido a la víctima. En la otra mano sostenía los
papeles con las letras de las canciones y cuando el ciego terminaba de cantar, el otro, el que no era ciego,
voceaba:
—Conforme se van cantando, van escritas en el papel. Cinco la primera parte, diez la colección
completa. El vampiro de Vallecas, que las cogía del pelo y las arrastraba a una cueva, con intenciones
siniestras.
Frente a estos dos cantadores de crímenes siempre había un grupo de gente con el corazón encogido
y los ojos muy abiertos, particularmente mujeres. Recuerdo una de las canciones, se trataba de una niña
que había sido secuestrada por un desconocido, que la llevó a un campo y la violó.
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De aquel suceso, de aquella violación, como de todo lo que ocurriera y que despertara el interés de
la gente, los cuentacrímenes sacaban tajada. Y de este suceso mucho más, porque al tratarse del secuestro
y la violación de una niña, le llegaba más a la buena gente que escuchaba a los dos hombres.
El ciego del violín que tenía voz de barítono desafinado, era el que la cantaba.
La engaña con caramelos porque con ella gozar quería.
El hombre quiso abrazarla, pero la niña se defendía.
Ven mamita, ven, que este hombre me hace mucho daño.
Ven mamita, ven, ven corriendo, te estoy esperando.
Y aquel sádico malvado violó a la pobre Rosa María, después la dejó amarrada, mientras el cielo se
oscurecía.
Ven mamita, ven, que este hombre me ha hecho mucho daño.
Ven mamita, ven, ven corriendo, te estoy esperando.
Y al terminar la canción, el compañero, el que no era ciego, el de la voz ronca, entraba a vocear:
—Conforme se van cantando van escritas en el papel. Cinco la primera parte, diez la colección
completa.
Después de escuchar a los de los crímenes, volvía a la farmacia a buscar la medicina, que casi
siempre era la misma, porque lo que mi abuelo tenía es que tosía mucho, ya se lo había dicho don
Baltasar: O deja de fumar o se muere. Y eso es lo que le pasó a los ochenta y siete años de haber nacido,
que por no dejar de fumar se murió de tanto toser.
Otras veces, mientras el boticario me preparaba la receta, me acercaba a escuchar a aquella mujer
que, en Eloy Gonzalo esquina a Trafalgar, estaba sentada en una silla, con los ojos vendados, y que
adivinaba todo. El hombre que estaba con ella se acercaba a alguien de los que formaban corro a su
alrededor, le pedía cualquier prenda, como un pañuelo, y le preguntaba a la adivina de los ojos vendados.
—¿Qué tengo en la mano? Y la de los ojos vendados decía:
—Un pañuelo.
—¿De señora o de caballero?
—De señora.
—Concéntrate bien y dime. ¿De qué color es el pañuelo?
—Verde.
Y acertaba. Luego hacía lo mismo con una pluma o con una cartera, un bolso o un paraguas.
Después vendían una pomada curativa que decían lo curaba todo, no importaba si eran diviesos,
verrugas o sabañones.
En el barrio, los chicos jugábamos a imitar a la adivina, a uno le vendábamos los ojos y le
preguntábamos:
—¿Qué tengo en la mano?
—Una pluma.
—¿De qué estilo?
—Estilográfica.
O si era un pañuelo decíamos:
—Escucha, compañuelo, ¿qué tengo en la mano?
—Un pañuelo.
—¿A ver de qué color es?
—Verde.
Y nos matábamos de risa.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Cuando yo tenía tos nunca llamaban a don Baltasar o sí le llamaban, pero no había que ir a la
Farmacia Obrera, me pintaban en el pecho una especie de reja con tintura de yodo o me ponían un parche,
que se llamaba Parche de la Virgen y que luego no lo despegaba ni Dios.
Algunas veces tampoco llamábamos a don Baltasar cuando mi abuelo tosía. Mi abuela le ponía
ventosas en la espalda. Con miga de pan hacía una especie de pequeñas palmatorias, colocaba una cerilla
en cada una, las ponía sobre la espalda de mi abuelo, encendía las cerillas y la espalda de mi abuelo
parecía un paso de Semana Santa con las velas encendidas, sobre cada una de las cerillas colocaba un
vaso boca abajo, las cerillas se apagaban y en la espalda de mi abuelo se iba haciendo un bulto en el
interior de cada vaso, las dejaba un rato y luego retiraba los vasos. Aquello olía que apestaba y en la
espalda de mi abuelo quedaban marcados unos círculos de un color violáceo, abultados como si le
hubieran salido chichones en la carne.
Tenía también otro remedio casero para aliviar la tos. Mi abuela le ponía sobre la mesa una olla con
agua hirviendo y en la olla un puñado de sal y hojas de eucalipto, mi abuelo colocaba la cara cerca de la
olla y se ponía una toalla sobre la cabeza, así pasaba un buen rato y sudaba mucho, pero decía mi abuela
que eso le ablandaba la tos.
Pero seguía tosiendo mucho, porque siempre trabajaba con un cigarro en la boca. A veces se le
apagaba y se convertía en una colilla amarillenta, que después guardaba en una de las muchas jaulas
vacías que había en la pared de la cocina. Cuando ya estaban secas de saliva, las deshacía y con ellas liaba
otro cigarro.
Teníamos familia en Jaén y en úbeda. No recuerdo si por parte de mi abuelo o de mi abuela; una
hermana de alguno de los dos estaba casada con un señor muy rico, que se llamaba Lorenzo y que tenía
en úbeda una fábrica de aceites y jabones. Llamaron a mi abuelo para que les hiciera la carpintería de una
casa que se estaban construyendo, para vivir lejos del olor a aceite. Le encargaron las puertas, las
ventanas y también los muebles. Mis abuelos, aprovechando que era verano y no tenía colegio, me
llevaron con ellos para estar allí durante el tiempo que durase la obra. Era la primera vez que yo hacía un
viaje en tren. Lo hice de pie, asomado a la ventanilla viendo los pueblos, los ríos y los rebaños de ovejas.
Sólo me senté para comerme el bocadillo de tortilla que me había hecho mi abuela. La gente que iba en el
tren era muy simpática y cuando iban a comer decían:
—¿Si gustan? Y mi abuela decía:
—Muchas gracias, que aproveche.
Y la gente cortaba el pan y el chorizo o el queso con una navaja.
Y yo, asomado a la ventanilla:
—Madre, un río; madre, ovejas; madre, un pueblo...
Y llegamos a Jaén, donde nos esperaban mis primos, que nos llevaron en un coche hasta úbeda.
Nos alojaron en la casa de mi bisabuela Eloísa, yo dormía con ella. Mi bisabuela se tiraba pedos en
la cama, sin ruido, pero con olor. Yo me tapaba la nariz con los dedos y ahuecaba la sábana para que se
fuera el olor.
Detrás de la casa tenían una huerta con pimientos, tomates, rábanos y lechugas, también había dos
higueras. Tenían camiones para transportar los pellejos de aceite, hechos de piel de vaca. Mis primos, los
dos más jóvenes, Luis y Vicente, eran los que manejaban los camiones.
A veces, cuando tenían que hacer un reparto, me llevaban con ellos en el camión, a Jaén, a Baeza y
a otros pueblos de la provincia.
Había una especie de pilón grande de ladrillo y allí, a un costado del pilón, amontonaban los
rábanos, yo me encargaba de lavarlos y quitarles la tierra.
En aquella casa tampoco había retrete privado, el único retrete estaba en la parte de atrás del corral.
Tenía unas paredes de ladrillo y un techo de chapa. Sobre dos piedras, que servían de sostén, había una
tabla con un agujero y ahí había que cagar. Y mientras se hacía de vientre, que es como le llamaban a

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cagar para ser más finos, las gallinas picoteaban en la caca. Para mear no era necesario el retrete, bastaba
con salir al campo y hacerlo en un árbol o en una chumbera.
De vez en cuando me subía a las higueras y comía los higos, que estaban maduros y dulces, pero
calientes. Mi bisabuela me decía que era malo comer los higos calientes, que me podían dar
descomposición, y yo pensaba si los pedos que se tiraba en la cama serían por comer higos calientes, pero
a mí nunca me pasó nada por comer los higos calientes, ni descomposición ni pedos, tampoco me pasó
nada por comer los higos chumbos que se criaban en el campo, a las afueras de úbeda. Sólo me pasaron
dos cosas que nada tuvieron que ver con los higos.
Aparte de los rábanos, las lechugas, los tomates y los pimientos, también criaban un cerdo todos los
años para la matanza.
A mí, el cerdo no me caía ni simpático ni antipático, era un bicho sucio que hozaba en el barro, y
recuerdo que le dije a mi abuela:
—Qué acertado estuvo el que le puso a este animal el nombre de cerdo, porque mira que es guano.
Pero, por una de esas malas pasadas que nos juega el destino, llegó el día de la matanza.
Yo había visto en mi casa, por las Navidades, cómo mi abuelo le cortaba el pescuezo a una gallina o
a un pavo, o cogía de las patas a un conejo y le daba con el canto de la mano un golpe seco en la nuca que
acababa con su vida, aunque aquello me resultaba cruel, no tenía nada que ver con la crueldad de la
matanza del cerdo.
Entre todos los hombres de la casa sujetaron al cerdo y lo pusieron sobre una mesa, lo único que
quedaba fuera era la cabeza, le ataron el hocico, colocaron debajo de la cabeza del cerdo un barreño de
barro. El cerdo, a pesar de tener atado el hocico, chillaba como si supiera ya lo que iban a hacer con él.
Yo no tenía idea de qué forma lo matarían. Los gruñidos o los gritos o los llantos de aquel animal,
intentando soltarse de sus verdugos, me daban escalofríos.
Uno de los hombres, con un cuchillo afilado, de un solo y certero tajo en la garganta del cerdo, hizo
que brotara un chorro de sangre que salpicó la ropa de todos, el cerdo seguía gritando o chillando o
llorando, no lo sé, al tiempo que seguía intentando soltarse de sus verdugos.
La sangre comenzó a llenar el barreño y alguien, uno de los hombres, me dijo:
—Mientras se va desangrando dale vueltas al rabo para que la sangre salga más deprisa.
Obedecí y comencé a darle vueltas al rabo del cerdo, como si fuese la manivela de un organillo. Mi
colaboración en la matanza no duró mucho, sentí que todo daba vueltas a mi alrededor, se me aflojaron
las piernas y caí al suelo desvanecido.
Cuando recobré el conocimiento, un corro de hombres a mi alrededor se reía a carcajadas.
Cuando llegó la hora de la cena, en los platos había una especie de filetes con agujeros, algo
parecido al queso de gruyére, pero de color negro, era la sangre frita del cerdo que habían degollado por
la tarde. Me acosté sin cenar y me alegré: cuando se acostase mi bisabuela yo estaría dormido y aunque se
tirase pedos, no los sentiría.
Durante muchas noches antes de quedarme dormido tuve conmigo la imagen de aquel degüello.
Estos actos, esta crueldad de los hombres se transmite a los chicos, que de alguna manera practican
como un juego la tortura de animales, desde matar gorriones, arrancar las alas de las moscas, sacarle el
aguijón a una avispa y meterle dentro una pluma de pájaro para que al volar fuese un insecto extraño,
hasta darle pedradas a los perros vagabundos. Yo, lo digo con mucho orgullo, nunca hice mal a ningún
animal, pero sí mataba gorriones con el tirador que siempre llevaba conmigo en el bolsillo trasero del
pantalón, y puse cepos para cazar tordos.
Los chicos del barrio decíamos que emborrachando a una lagartija tocaba la guitarra.
Cazábamos una lagartija en cualquiera de los solares, la sujetábamos, con un palillo le abríamos la
boca y le metíamos tabaco de alguna colilla. La lagartija quedaba panza arriba, le colocábamos entre las
patas delanteras un palito y los chicos disfrutábamos viendo cómo la lagartija tocaba la guitarra moviendo
las patitas.
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La lagartija no tocaba la guitarra, el movimiento de sus pequeñas patas eran convulsiones,


producidas por el veneno del tabaco que le habíamos metido por la boca. Cuando moría dejaba de tocar la
guitarra.
Estas pequeñas o grandes crueldades son, sin lugar a duda, la herencia que los chicos reciben de los
adultos.
Los días iban pasando, mi abuelo hacía su faena mientras yo limpiaba los rábanos o me subía a las
higueras.
Mis primos me seguían llevando con ellos en el camión. Un día que yo jugaba en la calle con varios
aros de los que se usan para sujetar las tablas de los barriles, mi primo Luis salía de viaje con su camión.
Me dijo que no me llevaba porque iba muy lejos y no volvería hasta dentro de tres días. Puso en marcha
el camión y yo, sin soltar los aros, me subí en el parachoques trasero, intenté agarrarme a la parte de
arriba, me enredé con los aros y caí del camión en marcha. La gente le gritaba a mi primo:
—Que ha atropellado a un chico, que ha atropellado a un chico! Pero mi primo, con el ruido del
camión, no escuchó nada y siguió su marcha. Cuando me levantaron, aparte de algunas pequeñas heridas
en los brazos y en las rodillas, tenía un fuerte dolor en el hombro. Llegué a la casa y dije que me había
subido a una tapia a ver una matanza y que, igual que la otra vez, me había mareado y me había caído de
la tapia. Ni se me pasó por la cabeza decir que había sido por subirme a la trasera del camión. Aquella
noche no pude dormir del dolor. Al día siguiente me llevaron a un médico. Tenía, dijo, fractura de
clavícula, me hizo un vendaje provisional hasta que regresáramos a Madrid y me hicieran una radiografía.
Se me acabó el subirme a las higueras.
Mi abuela y yo hicimos el viaje a Madrid. Mi abuela preocupada y yo con un dolor cada vez mayor.
En Madrid, después de hacerme una radiografía, me escayolaron el brazo en una postura incómoda: la
mano derecha sobre el hombro izquierdo, el codo a la altura de la barbilla y un raro armazón de alambre
que no me dejaba bajar el brazo. Tenía problemas para dormir y para comer con el brazo en aquella
incómoda postura.

Mis tíos
El mayor de los hermanos de mi padre se llamaba Mariano, cuando yo nací ya estaba casado con
una gallega que había heredado de sus padres una gran fortuna. Gracias a esa herencia, mi tío había
montado un gran taller de carpintería en Tetuán de las Victorias. Se dedicaba a la instalación de Cines,
teatros y grandes almacenes.
Mi tío Mariano tenía un hijo de mi misma edad, que se llamaba Pedrito. Los dos tendríamos cinco
años. Cuando algunas veces, muy pocas, venían a mi casa a visitar a mis abuelos, el tal Pedrito me veía
sentado en algún lugar y decía:
—Yo quiero sentarme ahí, donde está mi primo.
Y mi abuela me decía:
—Deja que se siente ahí tu primo.
Yo me levantaba y me sentaba en otro sitio y él, de nuevo, decía:
—Ahora me quiero sentar ahí.
Y otra vez a levantarme para que se sentara él. A mí aquello no me preocupaba, porque yo sabía
que él era así. En una ocasión mi madre, que había venido a yerme, me había traído un tren de hojalata.
Mi primo, que estaba de visita, me pidió que le prestara el tren. Le dije que no, que me lo había traído mi
mamá y era mío. Los dos queríamos el tren y forcejeabamos por él, mi primo lloraba y yo no soltaba el
tren. En medio de aquella pelea, mi tío Mariano se levantó, cogió a su hijo de la mano y se fueron a la

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Miguel Gila Y entonces nací yo

calle. A la media hora volvieron. Mi tío Mariano le había comprado a su hijo un tren con vías que
funcionaba dándole cuerda, un tren muy superior al que mi madre me había regalado.
Mi tío Mariano hacía años que insistía en que yo tendría que vivir con mi madre y que si mi madre
no quería que viviera con ella, que me metieran en un asilo de huérfanos. Nunca supe el porqué de aquel
odio de mi tío Mariano hacia mí. No lo sé, lo único que recuerdo es que cada vez que venía de visita se
originaba algún lío con mi primo Pedrito.
No he sabido nunca si aquel niño tenía algún tipo de problema, porque murió antes de cumplir los
diez años. Puede que ese fuera el motivo del odio de mi tío Mariano hacia mí, no lo sé. La cuestión es que
un día les hizo un planteamiento a mis abuelos que los dejó sumidos en el mayor de los asombros: “El
niño o yo”. Se refería a él y a mí.
Mis abuelos no lo dudaron y mi tío Mariano no volvió nunca más por la buhardilla.
Mi tío Antonio, también hermano de mi padre, que seguía en edad a Mariano y con quien habían
pretendido que se casara mi madre al quedarse viuda, era también ebanista. Había aprendido el oficio de
mi abuelo y también trabajaba por su cuenta. Tampoco quería depender de ningún patrón. Era muy serio
y, al contrario que Mariano, me quería mucho. Había estado en Marruecos y me contaba cosas de la
guerra con los moros, del desembarco en Alhucemas y de un tal Abd el-Krim. Para mí, mi tío Antonio era
un héroe, como los que venían en los libros de Historia. También se dedicaba a trabajos importantes,
como instalaciones de tiendas, bares y almacenes. Siempre que volvía de su trabajo me traía algo, un
paquete de galletas o un puñado de caramelos y a veces una lata de anchoas, que en mi casa no se
conocían ni en foto. Él sabía que me gustaban. Aunque no era bebedor, algunos días antes de la comida
entraba a tomar un vermut en la taberna del señor Urbelino y me daba el palillo de aperitivo que le ponían
con el vermut y que tenía pinchada una aceituna y una anchoa. Aquella anchoa para mí era un manjar.
Lamentablemente, con mi tío Antonio tuve muy poco trato, se casó cuando yo era muy niño. Lo mismo
que mi abuelo, era serio, pero educado. De no haberse casado yo hubiera aprendido mucho de él.
La boda se celebró en un merendero de Cuatro Caminos que se llamaba Casa Angulo. Palmira, su
mujer, era muy cariñosa conmigo. Y como había hecho su hermano Mariano, mi tío Antonio, que tenía
algunos ahorros, compró un local y montó su propio taller de carpintería, también en Tetuán de las
Victorias.
A medida que se casaban mis tíos, mi abuela iba teniendo menos trabajo y, aunque la vivienda no
cambiaba de tamaño, se iba haciendo más amplia.
Mi tío Manolo, al contrario que todos sus hermanos, era mecánico, trabajaba en Boetticher y
Navarro y era considerado uno de los mejores en su oficio. Ganaba doce pesetas diarias y cuando quería
una subida de salario nunca recurría a ningún tipo de huelga, la exigía apoyándose en sus valores como
profesional. Se iba directamente a ver al ingeniero jefe y le decía: “Quiero queme suban el sueldo a
catorce pesetas”. Si el ingeniero jefe decía que lo tenía que consultar con sus superiores, mi tío Manolo le
daba un plazo de una semana para tener una respuesta y si a la semana no se la daban, le decía al
ingeniero jefe: “Como veo que no hay respuesta ami petición de aumento de sueldo, a partir del lunes me
dan de baja”. Y le concedían el aumento, porque en los talleres del Parque de Artillería estaban locos por
conseguirlo como operario, no sólo con un sueldo mayor sino con la propuesta de nombrarle encargado.
Mi tío Manolo tenía veintiséis años y una bicicleta. En verano, todos los domingos, salíamos a las
siete de la mañana, me llevaba hasta el puente de San Fernando, al río Jarama, sentado en un sillín de
madera que él había colocado en el cuadro. Me gustaba el canto de las cigarras que había en los árboles
de los costados de la carretera.
Cuando llegábamos al río, buscábamos un sitio donde el agua nos llegara hasta la cintura, nos
bañábamos y comíamos unos bocadillos que nos había preparado mi abuela.
Al caer la tarde regresábamos a casa. Yo le contaba a mi abuela mis proezas de nadador y cómo me
había tirado de cabeza desde el “tronco de la muerte”. Con este nombre había bautizado yo a un viejo
tronco que en perezosa agonía se asomaba a las escasas aguas del Jarama.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Mi abuela, que no conocía el lugar, imaginaba el tronco de la muerte como algo fantástico y
peligroso. Mi tío, cuando yo me descuidaba, le explicaba a mi abuela en qué consistía ese tronco, y ella,
más tranquila, ponía una atención a mis narraciones que me hacían sentirme una especie de Tarzán.
Mi tío Manolo me enseñó a cazar grillos, que metidos luego en una jaulita pequeña nos daban la
tabarra durante los meses de verano. Había dos formas de que los grillos salieran del agujero, o urgando
con una pajita o meando en él.
Cuando un domingo por la tarde volvíamos del río, al subir la cuesta de Canillejas, la respiración de
mi tío se hizo fatigosa. Paró la bicicleta, nos bajamos y subimos a pie. Caminamos con la bicicleta de la
mano, hasta llegar a la calle de Alcalá, que era cuesta abajo.
Aquel día se acabaron las excursiones. Yo pesaba mucho para llevarme en el sillín y en mi casa no
había dinero para comprarme una bicicleta.
No sé si el tronco de la muerte seguirá en el mismo sitio o si murió y fue transportado al sepulcro en
las sucias parihuelas de alguna crecida del río.
Sentí una gran tristeza al no poder seguir con aquellas excursiones, pero me alegré al saber que me
estaba haciendo hombre, sin darme cuenta de que al hacerme hombre ya nunca más volvería a ser niño.
Mi tío Manolo, al igual que sus hermanos, se casó, con Gloria, una guapa mujer de Pamplona, con
la que llevaba muchos años de novio, y se fueron a vivir a Cuatro Caminos a la calle de los Artistas. La
buhardilla comenzó a resultar más espaciosa y ya solo vivíamos en ella mis abuelos, mi tío Ramón y yo.
Mi tío Ramón, el más pequeño de los hermanos, también era ebanista, aunque no trabajaba por su
cuenta, sino como obrero en una empresa. Había trabajado también en una cristalería y tenía un dedo que
no podía mover porque se había cortado un tendón al cambiar la luna de un escaparate. Ya le habían
echado de varios talleres por faltar al trabajo.
Con mi tío Ramón no tenía buena relación, no se parecía en nada a sus hermanos. Mi tío Ramón,
además de ser un inútil, era un guarro. A la hora de acostarnos, mientras se desnudaba se tiraba pedos,
pero no silenciosos como los de mi bisabuela la de úbeda, al contrario, se esforzaba en que los pedos
fueran muy sonoros. Después siempre me gastaba la misma broma:
—El que no lo quiera para él. ¿Lo quieres tú? Si yo decía que no, él decía:
—Pues para ti.
Y si yo decía que sí, me decía:
—Pues para ti.
Mi tío Ramón era el más conflictivo, o el único conflictivo. Le gustaba el juego y, a veces, para
pagar sus deudas metía la mano en un cacharro donde mi abuela guardaba el dinero y sacaba algunas
pesetas. Por supuesto que nunca había sido él. A veces se iba de casa y no volvía en varios días.
Mi abuelo tenía un sistema muy particular para la educación de sus hijos. En un cajón dentro del
banco de carpintero guardaba una correa sin la hebilla. Con esa correa nos golpeaba, y digo nos golpeaba
porque yo también la probé en varias ocasiones. Cuando me encerraban castigado en mi cuarto, a través
del montante me subía al tejado y desde ese tejado pasaba al patio de una casa vecina, para después
alcanzar la calle deslizándome por la cañería de desagüe. Esto, teniendo en cuenta que vivíamos en un
quinto piso y que las tejas eran muy resbaladizas, de las llamadas alicantinas, era muy peligroso, aparte de
que al bajar por la cañería corría el riesgo de que ésta se desprendiera y de matarme en la caída. Algunas
veces conseguía, después de estar jugando un buen rato en la calle con mis amigos, regresar a mi casa
usando un sistema parecido al de la fuga, pero con menos riesgo: subía sigilosamente las escaleras hasta
el quinto piso y, una vez en el pasillo, que era estrecho, apoyando un pie en cada una de las paredes y
ayudándome con las manos, escalaba hasta el tragaluz que había en el techo; después, por el tejado
llegaba hasta mi habitación y me metía por el montante. Algunas veces, antes de mi regreso, abrían mi
cuarto y descubrían que no estaba en él. Al no encontrarme, adivinaban que me había fugado de aquella
manera peligrosa y de ahí lo de los correazos.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Mi abuelo tenía además de la correa dos cosas que a mí me impresionaban mucho: una navaja curva
muy afilada, con la que capaba los gatos de toda la vecindad, y una faca enorme que, de joven, cuando
vivía en Jaén, llevaba metida en la faja, porque me contaba que en sus años mozos eran muy frecuentes
los duelos. La faca la conservo yo, está hecha en Albacete y tiene nueve muelles, el solo hecho de abrirla
impresiona. También tenía un arma de verano, pero sólo la utilizaba para matar las moscas que se
atrevían a entrar en casa, el arma era una goma elástica que manejaba con envidiable maestría; cuando
una mosca se posaba en la mesa o en cualquier otra parte, mi abuelo con el dedo índice y el pulgar de la
mano derecha sujetaba la goma, con el índice y el pulgar de la otra mano la estiraba, apuntaba a la mosca,
soltaba los dedos de la mano izquierda y la mosca caía fulminada. El arma de mi abuelo, lo digo sin
ningún pudor, la uso yo en la actualidad y si alguno de ustedes viene de visita a mi casa, no verá una sola
mosca.
Pero es curioso que mi abuelo, hombre serio, del que de forma vaga recuerdo una sonrisa de vez en
cuando, tuviese paradójicamente aquel gran sentido del humor. No recuerdo en qué año, el Gobierno de la
dictadura creó una cosa o un decreto o una ley, que llamaban “el plato único”. Se suponía que todos los
viernes, cada familia española tenía que abonar el importe de una comida para ayuda a Auxilio Social.
Me contó mi abuela, que una mañana que estaba sola vinieron dos falangistas.
—Buenos días, señora. Venimos a cobrar el plato único.
Mi abuela, como no entendía de qué iba la cosa, dijo:
—Vengan por la tarde, porque ahora estoy sola y a la tarde estará aquí mi marido.
Cuando llegó a casa mi abuelo y se sentaron a comer, mi abuela le contó lo del plato único. Mi
abuelo no hizo ningún comentario. Como era costumbre en él, después de comer se recostó en un
silloncito que teníamos en el comedor y durmió lo que él llamaba la siesta del cura. Se recostaba
sujetando en la mano un llavero con varias llaves y cuando el llavero se desprendía de la mano, las llaves
caían al suelo, el ruido de las llaves le despertaba y mi abuelo comenzaba su trabajo de la tarde.
Llegaron los falangistas. Mi abuelo les abrió la puerta.
—Buenas tardes, señor. Venimos a cobrar el plato único.
Mi abuelo como si estuviera “gagá”, dijo:
—Es que nosotros ya tenemos sociedad médica y no queremos hacernos socios de nada.
Los falangistas quedaron desconcertados. Uno de ellos trató de aclarar el porqué de su visita.
—Perdone usted, señor, no se trata de una sociedad médica, se trata de una ley del Gobierno por la
que cada familia tiene que pagar un día a la semana el plato único.
Mi abuelo hizo como que no había oído bien.
—Perdón, joven, ¿cómo dice? Y el falangista intentó repetir la misma cantinela.
—Digo que no se trata de una sociedad médica, se trata...
Y mi abuelo le cortó.
—Es que también estamos pagando la cuota del entierro, porque entra en nuestra sociedad médica.
Por eso le digo, joven, que lo siento, pero no queremos hacernos socios de nada.
El falangista, que debía ser muy tenaz, insistía:
—No se trata de una sociedad, abuelo, se trata del plato único.
Y mi abuelo dijo:
—¡Ah, ya entiendo! Pues sí, nosotros comemos plato único, unos días unas lentejas, otro día unas
patatas, otro día unas pescadillas, pero siempre plato único.
Los dos falangistas se rindieron, dieron media vuelta y se fueron, supongo que diciendo: “¡Qué
viejo más imbécil!”
Mi abuela escuchaba desde la cocina con un ataque de risa. Mi abuelo siguió con su trabajo.
Otra cosa que no me estaba permitida era abrir la boca mientras comíamos si no era para meterme
en ella la cuchara. Si alguna vez se me ocurría hacer algún comentario, me decían: Tú, cuando digan
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Miguel Gila Y entonces nací yo

bacín, dices presente!; o me daban un revés en la boca. Entiendo que no era un buen sistema de educarme,
pero los disculpo, pienso que no conocían otro.
Por las noches, al terminar de cenar, yo era un simple espectador de las conversaciones de los
mayores. Casi siempre, los temas eran siniestros, O se comentaba algún crimen reciente o contaban
aquello de que durante la epidemia de cólera, en Jaén, habían enterrado a mucha gente creyéndolos
muertos y lo único que tenían era un ataque de catalepsia y cuando se despertaban no podían salir del
ataúd; lo comprobaron porque abrieron uno y se encontraron con que el muerto, en un intento de salir,
había desgarrado con las uñas el interior. El forense comprobó después que la causa de la muerte había
sido un infarto producido por el terror. Para evitar que esto se repitiera, tomaron la determinación de antes
de sepultarlos, amontonar apilados a todos los muertos del cólera, pero esto fue más grave, porque cuando
alguno volvía de su estado de catalepsia, salía del cementerio con el horror de verse entre tantos
cadáveres y aparecía en su casa, donde sus parientes le estaban llorando: cuando éstos le veían entrar
imaginaban que era un espíritu, con lo que el terror se apoderaba de toda la familia. También contaban
como suya esa anécdota que estoy seguro se la atribuían muchas familias, porque se lo he oído contar a
docenas de gentes. Eso de que un familiar se había apostado una cena con un amigo a que era capaz de
cruzar el cementerio de noche y que cuando lo estaba cruzando se le enganchó la capa en una tumba y
creyó que era un muerto el que le sujetaba y murió del susto. De todos modos, esa costumbre de hablar de
muertos y de cementerios me tenía aterrorizado. Detrás de la puerta de mi alcoba había una percha donde
se colgaban los abrigos, las gabardinas y las gorras. Algunas noches me despertaba, miraba fijamente
hacia las prendas de la percha, y, a causa de la luz de la luna que entraba por el montante, me parecían
fantasmas o ladrones.
Entonces, el terror se apoderaba de mí y en voz muy baja, decía:
—Tío, tío, hay un hombre detrás de la puerta.
Y mi tío Ramón, con un gran vozarrón, me gritaba:
—¿Te quieres callar, coño, y dejarme dormir? El vozarrón de mi tío aumentaba mi miedo y yo
pensaba si el hombre que había detrás de la puerta le habría oído y nos apuñalaría.
Aquellas conversaciones de sobremesa después de la cena me tenían aterrorizado. Detrás de cada
sombra o de cada ruido de la noche imaginaba a uno de aquellos muertos del cólera. Y lo peor de todo es
que no me dejaban tener encendida la luz de mi cuarto, porque comentaban que se pagaba mucho, cosa
que yo no entendía, porque con darle un escobazo al limitador, asunto resuelto, pero me decían que para
acostarme tenía bastante con la luz que entraba de la cocina.
Tampoco me dejaban leer en la cama, y eso que en mi habitación había una bombilla de quince
vatios que daba menos luz que una vela. Por suerte, el estar jugando todo el día hacía que al caer en la
cama me quedara frito en diez segundos.
Y cuando la conversación no venía por el lado del terror, venía por el lado de la política. Mi abuelo,
mi tío Antonio y Manolo eran socialistas, mi tío Ramón decía que él era anarquista, pero nadie le hacía
caso. Mi abuela en estas conversaciones no opinaba, sólo cuando hablaban de algo relacionado con los
curas decía que no los tragaba, y es que parece ser, según escuché alguna vez, que siendo joven un cura se
había propasado con ella, y desde entonces los odiaba. Yo no podía opinar, pero saber que mi abuela
odiaba a los curas me daba la oportunidad, cuando estábamos solos y había tenido algún problema en el
colegio, de hablar de los frailes, con la intención de culparles de mis malas notas. Pero mi abuela me
decía que los frailes no eran como los curas, que los frailes hacían una buena labor en la enseñanza,
mientras que los curas sólo pensaban en llenarse la barriga. El que mi abuela odiara a los curas no quiere
decir que no fuese católica. Nunca iba a misa, pero antes de dormir rezaba sus oraciones y tenía sobre su
cama una reproducción en grande de la Santa Faz de Jaén y, colgando de una de las barras del cabecero
de la cama, un rosario, que me imagino usó en alguna ocasión.
También estaba prohibido cortar el pan con cuchillo, decía mi abuela que era una ofensa a Dios,
porque él, en la Santa Cena, cuando repartió el pan con los apóstoles lo cortó con las manos, y si se caía
un trozo de pan al suelo, había que besarlo antes de ponerlo sobre la mesa. Mi abuelo y mi tío Antonio
hablaban mucho de Pablo Iglesias y de un tal Primo de Rivera que decían que era un dictador. Yo les
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escuchaba, pero no entendía qué querían decir con eso de que era un dictador; pero debía de ser algo muy
malo, porque un día leyeron en el periódico una noticia en la que decía que el tal Primo de Rivera había
muerto en París y mi abuelo y mis tíos se pusieron muy contentos.
Yo lo único que hacía era escuchar, pero no entendía por qué unas veces se ponían tan contentos y
otras veces no. Una noche hablaron de que en Jaca había habido un intento de sublevación y que habían
fusilado a dos militares que se llamaban Fermín Galán y García Hernández, y de que estaba a punto de
caer la monarquía y entrar una república. Luego hablaban de un tal Berenguer y de un tal Franco, que se
llamaba Ramón, como mi tío.
Cuando estaba a punto de dormirme, después de cenar, y ya la conversación de los mayores era para
mí solamente un murmullo, me mandaban a la cama, pero antes tenía que retirar mi plato, mi vaso y mi
cubierto, llevarlo a la pila y fregarlo.
Y al día siguiente, otra vez a aguantar a los frailes con su catecismo y la conjugación de los verbos.
Cuando volvía del colegio, después de hacer la tarea bajaba a la calle a jugar con los chicos, hasta
que pasaba el farolero con su largo palo al hombro, encendiendo los faroles de gas, que era el momento
obligado para subir a cenar.

El pan y quesillo, el palo fumeque


y otras porquerías
Ahora, a mis años, pienso de qué estaría hecho el estómago de los chicos de mi época; nos
comíamos unas flores blancas, pequeñas que llamábamos “pan y quesillo”, que nacían en no recuerdo qué
árboles, creo que en las acacias, y también comíamos una cosa que llamábamos “panecillos”, que
arrancábamos de unas plantas que nacían en los solares, masticábamos unos rodillos que tiraban también
en los solares, que eran de las máquinas de las imprentas, de sabor a miel y hechas sabe Dios de qué
material. En el verano íbamos hasta un puesto de agua de cebada y horchata que había en la calle Miguel
Ángel esquina a Martínez Campos, metíamos la mano en un cubo grande donde tiraban el sobrante de las
chufas machacadas y nos comíamos aquella cosa que era lo más parecido al serrín. Cuando hacían alguna
zanja en la calle o derribaban algún árbol, cogíamos las raíces, las dejábamos secarse al sol y cuando
estaban secas las fumábamos, lo llamábamos “palo flimeque”. Cerca del río se criaban unas plantas que
creo se llamaban hinojo, al menos así la llamábamos nosotros, y masticábamos aquella planta que tenía
sabor a anís, y de anís eran los cigarrillos que vendían en los quioscos, en cada paquete venía un puro que
también era de anís. Aquellos cigarrillos eran mejores que el “palo flimeque”, porque sabían y olían a
anís y no picaban. Otras veces buscábamos colillas, las deshacíamos, nos acercábamos a las terrazas del
paseo de la Castellana, recogíamos de entre las mesas los papeles que protegen las pajas de tomar la
horchata, los llenábamos con el tabaco de las colillas y nos hacíamos unos cigarros largos que
compartíamos entre todos los chicos. Llenábamos un frasco con agua, metíamos dentro una barra de
regaliz, lo agitábamos y luego lo bebíamos como si fuese un licor traído de un país tropical,
masticábamos paloduz, comíamos algarrobas, que hacíamos caer de los árboles a pedradas, y almendras
verdes a las que llamábamos “almendrucos”, moras, zarzamoras y majuelas.
Había que ser muy experto con las majuelas, porque había unas plantas muy parecidas con bolitas
del mismo color que no se podían comer, porque decían que eran venenosas, las llamábamos “tapaculos”,
porque aparte del dolor de barriga, si se comían, no había manera de ir al retrete en varios días. Como no
teníamos pañuelo para los mocos, nos restregábamos la nariz con las mangas del guardapolvos y en sus
mangas se formaba una corteza brillante y dura. También comíamos collejas, una hierba que cogíamos
del campo y que se comía en ensalada o en tortilla.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Enfrente de mi puerta, en la letra B del pasillo de la buhardilla, vivía doña María, una señora viuda
que tenía tres hijos. Pablo, el mayor, había querido ser boxeador y contaban que para dedicarse al boxeo
tenían que romperle la ternilla de la nariz, lo que hacían de tres puñetazos, uno cada quince días, y se
comentaba en la vecindad que después de recibir el primero se le quitaron las ganas de dedicarse al
boxeo, pero la nariz le quedó deformada para toda la vida; el otro hermano, el mediano, José Luis,
trabajaba de botones en un hotel. El más pequeño, que tendría mi edad, se llamaba Ángel, Angelín le
llamábamos los chicos, y estaba enfermo. El médico le había recetado unos frascos con una leche especial
de color marrón que tenía un sabor extraño a medicina. Ahora deduzco que lo que tenía el Angelín era
una tremenda anemia, o tal vez tuberculosis. Me daba mucha pena de aquel chico con la cara pálida, que
se pasaba la vida sentado en un sillón o en la cama, apenas salía a la calle y cuando salía lo hacía
acompañado de su madre o de la abuela, y nunca jugaba como los otros chicos, ni al “rescatao” ni a la
“toña” ni al “traspasao no visto y salvo”.
Los días de sol le llevaban a la Castellana y le sentaban en un banco. Yo, muchas tardes, en lugar de
bajar a la calle a jugar con los amigos, me metía en su casa y le hacía compañía. Yo era muy aficionado a
dibujar guerras, y luego a cada uno de los soldados le ponía un globo que salía de la boca y decía: “Ay,
madre, qué tiro!” o un soldado le decía a un soldado enemigo: “Yo qué te he hecho para queme mates” o
Ten cuidado, imbécil, me has dado un tiro en una pierna!” El Angelín se lo pasaba en grande con aquellos
dibujos. Otras veces hacíamos casitas con las construcciones que vendían en las cacharrerías. No le
gustaba tomar aquella leche de color marrón y cuando su madre o la abuela le ponían el vaso en la mano,
él se esperaba a que salieran de la habitación y me decía que lo tirase al retrete; pero había que salir al
pasillo, porque la familia del Angelín, como todos los vecinos que vivíamos en las buhardillas, compartía
retrete. Yo sabía que aquello era para que se curase de su enfermedad y trataba de convencerle para que
se lo tomara. A veces me obedecía y otras veces me lo tenía que beber yo, para evitar que le regañasen.
Realmente, el sabor de aquella cosa era asqueroso, pero como digo, ignoro de qué estaba hecho el
estómago de los chicos de aquel entonces.
El Angelín murió antes de cumplir los doce años. Aquello para mí fue un golpe muy duro, por esa
idea que tenía yo de que los únicos que se podían morir eran los viejecitos, salvo, como en el caso de mi
padre, por algún accidente.

Mi abuelo el trapero

Mi abuelo materno se llamaba Abdón y era trapero, recorría las calles con un pequeño carro tirado
por un borrico y atado en la parte de abajo del carro el Sultán, un perro golfo, pero muy inteligente. Mi
abuelo Abdón recorría las calles gritando: ¡El trapeeerooooo!. Tenía una casa en un campo pasando el
paseo de Ronda. Allí apartaba el papel, los trapos, las botellas, el hierro, el plomo, el metal y ganaba
mucho dinero. En la casa criaba gallinas y cerdos.
Yo iba de vez en cuando a hacerle una visita. Siempre me daba pan con chorizo o pan con jamón y
una cesta con huevos, para queme los llevara a casa. Mi abuelo Abdón era muy cariñoso conmigo, pero
cuando pasaba por la calle de Zurbano gritando: ¡El trapeeroooo!, yo me hacía el distraído y me escondía,
porque los chicos del barrio, cuando mi abuelo decía lo de trapero, gritaban: Haber nacido ministro! y
luego echaban a correr. Otras veces esperaban y cuando se llevaba la mano a la boca y estaba a punto de
lanzar su pregón, decían: Quién es un gilipollas Y mi abuelo decía: El trapeeeerooooo. Y los chicos se
desternillaban de risa. Por eso nunca les dije que aquel era mi abuelo.
Mi abuela materna se llamaba Isidora y aparte de cuidar a sus hijos, tres hembras y dos varones,
ayudaba a su marido a criar las gallinas y los cerdos y a hacer el apartado de los trapos, el papel, el metal,

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Miguel Gila Y entonces nací yo

el plomo y todo lo demás. Conmigo era muy cariñosa y tengo muy vivo el día de su muerte. El féretro
estaba en el suelo y, agarrado a él, llorando a gritos, el pequeño de sus hijos, mi tío Crescencio. Es una
imagen que parece sacada de una película de Buñuel. Tendría yo diez o doce años y aquellos gritos y
aquel llanto me quedaron grabados en la memoria durante mucho tiempo.
En esa misma casa vivieron después mi madre y mis hermanos, de donde fueron saliendo para
casarse.
Los hermanos de mi madre eran Antonio, Evarista, Lucía y Crescencio; el mayor de todos, al que
no conocí hasta pasados muchos años, se llamaba Luis, vivía en Santander y era sordomudo.
Aunque yo iba a visitarlos de vez en cuando, no tuve mucha relación con ellos. Sólo con mi tío
Crescencio, que era cuatro años mayor que yo y alguna vez me tuvo en brazos cuando yo tenía un año.
Mi tía Lucía se casó en Francia con Indalecio, un exiliado que había estado primero en los campos
de concentración franceses, vigilados por soldados coloniales que los maltrataban. Estuvo en Argelés,
Colliure y después en Septfrond. Cuando los campos de concentración franceses se fueron desalojando,
unos optaron por alistarse en la Legión Extranjera francesa y otros se ofrecieron para integrar las
compañías de trabajo militar destinadas a construir fortificaciones urgentes ante el alud ofensivo alemán.
Mi tío Indalecio luchó en la resistencia francesa, fue hecho prisionero por los alemanes y pasó a los
campos de prisioneros nazis, de donde logró fugarse y seguir luchando en la resistencia francesa. Nunca
más volvió a España. Después de finalizada la guerra, en los viajes que hice a París seguí visitándolos. Mi
tía Lucía moriría años más tarde, de un cáncer. De su marido, de mi tío Indalecio, nunca más he vuelto a
saber nada.
Si para mí mis abuelos eran mis padres, es lógico que sus hermanos fuesen también mis tíos. Una
hermana de mi abuelo era organista de un convento de clausura en Alcalá de Henares. Mi abuela me
llevaba de visita al convento. Nunca supe cuál era su verdadero nombre, en el convento la llamaban sor
Patrocinio de San José. Yo sólo conocía de sor Patrocinio de San José la dulzura de su voz, a través de la
tupida y oscura celosía del convento, y su bondad, a través del torno por el que me hacía llegar las
almendras garrapiñadas que hacían las monjas, los bizcochos, las aceitunas, las yemas de San Leandro y
los polvorones. Como yo cantaba en el coro del colegio, cada vez que iba de visita, mi tía hacía que sus
compañeras se acercaran a aquella oscura y tupida reja y me pedía que cantara. Le cantaba el Corazón
Santo y el Corazón Divino mientras ella tocaba el órgano, y al finalizar, las monjas me aplaudían.
Sor Patrocinio tenía una ambición, que yo llegara a ser solista del coro del colegio. Se lo prometí.
Conseguí ser solista del coro, pero demasiado tarde. En una de nuestras visitas, la hermana portera
del convento nos dijo que sor Patrocinio de San José había sido elegida por Dios, algo parecido a lo que
me dijeron cuando pregunté por qué mi padre había muerto con veinte años, aunque esta vez pensé que
era más lógico que Dios se llevara a una monja que a un ebanista.
Aquel día ni siquiera entramos en el convento. Ese día no comí bizcochos ni yemas de San Leandro
ni almendras garrapiñadas.
Cuando cantaba en la pequeña iglesia del colegio, después de su muerte, sentía dentro de mí que era
sor Patrocinio de San José la que hacía vibrar el teclado del órgano, cumpliendo así su promesa de
acompañarme cuando yo consiguiera ser solista, y me sentía tan feliz que no echaba de menos ni las
garrapiñadas ni los bizcochos ni las aceitunas rellenas ni las yemas de San Leandro.

Mi tía la rica
Mi tía Capilla, hermana de mi abuelo, era rica y sabía hablar varios idiomas. Era, en París, ama de
llaves de unos príncipes rusos huidos del comunismo. Cuando venía mi tía Capilla, en mi casa había un
tremendo cambio. No se ponía en la mesa el hule con el mapa de España, se ponía el mantel blanco de
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hilo que se usaba también en Nochebuena y Navidad. Cuando venía mi tía Capilla de París, yo bajaba a la
tienda de la señora Edelmira y al pedir una docena de huevos ya sabían en la tienda que había venido mi
tía Capilla de París, porque pedir una docena de huevos rompía la costumbre de los “dos huevos de a
real” que yo compraba todas las semanas para que mi abuelo cenara los domingos huevos pasados por
agua, que ya era costumbre en él. También el frutero, al pedirle una docena de plátanos, sabía que había
venido mi tía Capilla, porque en mi casa sólo se comía postre cuando venía mi tía Capilla, y lo sabía
también Guillermo, el carnicero, cuando le pedía un kilo de filetes de ternera en lugar de los cuarenta y
cinco céntimos de morcillo, la punta de jamón, el tocino y todo lo necesario para el cocido, que en mi
casa era el menú de cada día. Yo odiaba a Guillermo, el carnicero, porque tenía la costumbre de untarme
la nariz con manteca y reírse a carcajadas, por eso, cuando se daba la vuelta con su delantal a rayas verdes
y negras horizontales, metía un ganchito de alambre por el hueco que había entre el cristal y el mármol
del mostrador y le robaba un trozo de jamón.
Para mí, las visitas de mi tía Capilla eran un placer. Por falta de camas me acostaban en la cocina,
echando un colchón en el suelo, cosa que me divertía mucho porque rompía la monotonía de dormir
siempre en el mismo lugar, aunque más tarde, cuando ya mi tío Ramón estaba en Málaga, si venía mi tía
Capilla de París, dormía en la cama que quedaba libre; pero para mí, compartir la habitación con ella no
era como compartirla con el cerdo de mi tío, porque mi tía Capilla era una señora, elegante y educada que
no se tiraba pedos, ni con ruido ni sin ruido.
Cuando venía mi tía Capilla no se aprovechaba el pan del día anterior, comíamos huevos fritos
mojando pan tierno y hasta bebíamos un vaso de leche antes de irnos a la cama, pero lo que más me
gustaba de cuanto ocurría en sus visitas era el ir a buscar el taxi para que, cuando tenía que volver a París,
la llevara a la estación. Lo iba a buscar lejos, para que el paseo fuera más largo. Cuando llegaba al portal
de mi casa, los chicos del barrio también sabían que había venido mi tía Capilla de París, porque
solamente cuando ella venía usábamos taxi.
Al día siguiente de haberse marchado, Alejo, el trapero que recogía la basura, sabía que había
venido mi tía Capilla de París, porque en el cubo de la basura había cáscaras de plátano y cáscaras de
huevo.
Todo el mundo sabía que había venido mi tía Capilla de París y a mí no me importaba, porque
cuando ella venía yo era muy feliz.
Otro de mis tíos, hermano de mi abuela, mi tío Pepe, era guardia civil, vivía en Jerez de la Frontera
y murió en la guerra, defendiendo el santuario de Santa María de la Cabeza en Andújar. Tal vez parezca
muy extraño que un guardia civil tuviera un sentido del humor tan especial, pero cuando por razones de
servicio venía a Madrid, cenaba con nosotros y, con su marcado acento andaluz, contaba chistes y
anécdotas de gitanos que nos mataban de risa. A mí, el que más me gustaba era el del cerdito. Decía que
iba un gitano con un cochinillo al hombro y de pronto se tropieza con una pareja de la Guardia Civil. Y
uno de los guardias le dice:
—De dónde has sacado ese cochinillo? Y dice el gitano.
—Qué cochinillo?
—El que llevas en el hombro.
El gitano, como si no se diera cuenta, distraídamente, se mira el hombro, mira al cochinillo y como
si fuera una mosca, le da con la mano y dice:
—Vamos, bicho, bájate de ahí.
Luego mira al guardia civil y se sonríe.
—Pues eso es que al pasar por el campo se ma posao ahí arriba y menos mal que ma avisao usté,
porque si no me llega a avisar, me mancha la camisa que me la ha lavao mi muj é esta mañana.
Los frailes seguían enseñándonos para que de mayores fuésemos chicos preparados para la vida.
Juanito García Sellés y yo seguíamos yendo juntos al colegio, ya estábamos en tercera clase.
En la glorieta de la Iglesia, el ciego y su acompañante seguían cantando los sucesos de actualidad.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Los periódicos habían publicado una noticia en la que se decía que un prestamista había contratado
a un barrendero para que, en el carrito de la basura, llevara a cierto lugar unas bolsas con dinero. En el
trayecto, según el periódico, dos individuos asaltaron al barrendero, le mataron y le robaron el dinero. Los
cantacrímenes o cuentacrímenes, como siempre que ocurría algún acontecimiento que se prestara a ello,
le hicieron una canción.
Cuatro tiros le pegaron al pobre del barrendero, cuando iba custodiando los saquitos del dinero.
Y él creyendo que salvando los saquitos, le darían para poder establecerse con una peluquería...
—Conforme se van cantando van escritas en el papel. Cinco la primera parte, diez la colección
completa! “El vampiro de Vallecas”, “El crimen de Fuencarral”, “El barrendero asesinado”! En Martínez
Campos, entre Fernández de la Hoz y Modesto Lafuente, estaba el campo del Racing de Madrid. Casi
todos los días había entrenamiento. Yo era admirador de los tres hombres que defendían la portería, el
portero Martínez y los defensas Perico Calvo y Perico Escobar, también admiraba a Ricardo Zamora y a
Ciriaco y a Quincoces y a Gaspar Rubio y a Alcántara, pero como para ir al colegio tenía que pasar,
forzosamente, por el campo del Racing, me era más fácil presenciar los entrenamientos. En la portería
estaba Martínez, me situaba detrás de él, dejaba la cartera de los libros en el suelo y estaba pendiente de
algún fallo de Martínez para hacer mi parada. Varios jugadores del equipo le iban disparando balones a
puerta, a veces Martínez tenía un fallo y yo conseguía detener el balón, entonces me aplaudían todos. Un
día, en uno de esos fallos de Martínez, recibí un balonazo en la boca del estómago que me dejó sin
respiración. Creí que me moría. Pero no por eso dejé de seguir asistiendo a aquellos entrenamientos. Y
cuando seguía camino del colegio me soñaba defendiendo los colores de un equipo importante,
ovacionado por una multitud de aficionados.
Aquella afición mía al fútbol me ocasionó un accidente del que salí con vida milagrosamente. Fue
en el campo de la Gimnástica, que estaba al final de la calle Marqués de Zafra.
No puedo recordar qué equipos jugaban, sólo sé que faltaban muy pocos minutos y estaban
empatados a dos goles. Las porterías no tenían red. Yo, como era mi costumbre en los entrenamientos del
campo del Racing, me puse detrás de una de las porterías. Un delantero chutó y yo, impulsivamente, y
creyendo que el balón había rebasado la línea de gol, hice una parada digna de Ricardo Zamora. Se armó
una batalla. Unos que el balón iba a gol, otros que iba fuera. Afortunadamente, salí con vida de aquel lío.
Una multitud de jugadores y espectadores se abalanzaron sobre mí, con la firme intención de matarme.
No sé cómo lo hice, pero conseguí escabullirme y huir del campo. La pelea, me contaron al día siguiente,
duró más de veinte minutos y hubo heridos.
Los domingos, cuando había partido en el campo de Chamartín, los chicos del barrio y otros que no
eran del barrio íbamos a la carretera de Maudes y, como la tapia del campo era muy baja, veíamos el
balón pasar por el aire de un lado a otro. Cuando el balón salía a la carretera, todos los chicos nos
abalanzábamos para apoderarnos de ese balón que nos servía como pase especial para entrar en el campo
sin pagar. Al final del partido, me acercaba a Ricardo Zamora, que me daba sus guantes, y se los llevaba
hasta la entrada de los vestuarios. Para mí aquello era un orgullo. Cuando llegaba a mi casa se lo contaba
a mi abuela:
—Le he llevado los guantes a Zamora.
Por supuesto que a mi abuela le importaba un pimiento Zamora, pero como venía tan contento,
aprovechaba para mandarme a algún recado. Bajaba los escalones de dos en dos o me agarraba a la
barandilla, tomaba impulso y me lanzaba hasta el siguiente descansillo. Curiosamente, durante muchos
años estuve soñando con esa forma de bajar las escaleras, pero en el sueño no bajaba de un descansillo a
otro sino que bajaba las escaleras hasta abajo del todo, con un solo impulso; otro sueño que tuve, durante
muchos años, es que tomaba impulso, me elevaba y con los brazos abiertos volaba por encima de los
edificios. Tal vez un psicoanalista fuese capaz de interpretar estos sueños; pero vuelvo al fútbol que es lo
que estaba recordando. Con Mariano García de la Puerta no era necesario esperar a que el balón saliera
del campo para entrar. Cuando jugaba Mariano García de la Puerta los chicos nos colocábamos a la
entrada y cuando llegaba, le gritábamos vivas. Con Mariano García de la Puerta la cosa era muy sencilla,

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Miguel Gila Y entonces nací yo

decía: Si no entran los chavales no juego. Así de sencillo. Y por más que le rogaran los directivos del
club, o entrábamos los chicos o no jugaba.
Mariano García de la Puerta ha sido, sin lugar a dudas, aunque olvidado, el mejor delantero de la
historia del fútbol español. Hacía cosas que ningún jugador sería capaz de hacer en la actualidad. Si
faltaban veinte minutos para terminar el partido y su equipo iba perdiendo por dos goles a cero, García de
la Puerta hablaba con sus directivos y decía: “Si me dan treinta duros, meto tres goles”. Y los metía.
Decían que, además de ser un gran jugador, era carterista y maricón. Tal vez fuese verdad, pero
para mí y para todos los chavales del barrio, García de la Puerta era un ídolo, porque no sólo era un
fenómeno con el balón en los pies sino uno de los mejores saltadores de trampolín de la época. Él me
enseñó, en la piscina Tritón, todos esos saltos que, años más tarde, me permitieron ganar el campeonato
de saltos de Castilla en la piscina Samoa de Valladolid, dos años consecutivos.
Había en el fútbol grandes jugadores a los que los chicos admirábamos, Samitier, Gaspar Rubio,
Monjardín, Alcántara, Quesada, Valderrama..., pero ninguno como Mariano García de la Puerta.
Hoy, un jugador como Mariano García de la Puerta causaría asombro en los aficionados al fútbol.
También los domingos, nos juntábamos los chicos en el portal para ver salir a los joqueis, que se
hospedaban en algunas viviendas de la casa de vecinos pobres. Salían hacia el hipódromo con sus vistosas
camisas de seda roja con lunares blancos o azules con lunares negros o verdes con lunares blancos y su
pantalón, sus botas de montar, su gorrita con visera y su fusta en la mano. Los chicos los acompañábamos
hasta la entrada al hipódromo.
Ya estaba en cuarta clase, pero los días que había Gramática no iba al colegio, me iba hasta el río
Manzanares, y si ya hacía calor, me bañaba. Mi abuela sabía muy bien cuándo no iba al colegio porque
mi ropa y yo teníamos un olor especial, y lo que no dejaba lugar a dudas era mi pelo, sucio, áspero y con
un apagado color pardo. Lo más curioso es que yo no me daba cuenta de estos detalles hasta la segunda
bofetada de mi abuela.
Los frailes del colegio seguían educándonos:
—Y David, llevando en una mano una espada y en la otra la cabeza de Goliat, entró en la ciudad, en
medio de los aplausos de la multitud que cantaba: “Saúl ha muerto a mil y David a diez mil”.
En mi casa no había muchos libros, pero uno de ellos era de fotografías de toreros famosos, El
Guerra, Frascuelo, Lagartijo... Para mí, esa entrada de David con la espada en una mano y la cabeza de
Goliat en la otra, en medio de los aplausos de la multitud, me resultaba lo más parecido a una buena faena
de alguno de aquellos toreros famosos. Y eso me inspiró para hacer un dibujo donde David, vestido de
torero, llevaba en una mano la espada y en la otra la cabeza de Goliat, y abajo, en la arena, botas de vino,
ramos de flores y abanicos que le habían tirado los aficionados. Mis compañeros de clase se mataban de
risa viendo el dibujo, que se iban pasando de uno a otro, pero hubiera sido dramático que hubiera caído en
manos del hermano Isidro. El dibujo humorístico era mi gran vocación.

Pepe el de la Carola, el Nenín,


el Gregorio y varios más
En la casa de ladrillos de Zurbano nos juntábamos alrededor de veinte chicos de la misma edad y,
como los tres mosqueteros, teníamos hecho un juramento: “Todos para uno y uno para todos”. A todos
ellos los recuerdo; pero de algunos en particular tengo un recuerdo imborrable, Pepe el de la Carola. A
Pepe el de la Carola le llamábamos Pepe el de la Carola porque en la casa había muchos Pepes.
Pepe el de la Carola era uno de nuestros héroes. Tenía un perro llamado Canelo, era un perdiguero,
pero no conocía la caza, no hubiera sabido distinguir una perdiz de una pescadilla. El Canelo tenía cara de
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Miguel Gila Y entonces nací yo

sacristán de pueblo y era holgazán como la madre que lo parió, la perra del alquiler de carros de El
Borracha, que no se levantaba ni para ladrar. Pepe el de la Carola, con mucha frecuencia, se escapaba de
su casa, se hacía una chabola con latas y cartones en algún solar cercano y vivía varios días alejado de sus
padres y sus hermanas. Dentro de la chabola también vivía el Canelo. Los chicos robábamos en nuestras
casas tomates, pan y naranjas, metíamos en un pedazo de pan el tocino y la carne del cocido y se lo
llevábamos a Pepe el de la Carola. Era nuestro héroe, porque sólo él era capaz de fugarse de casa.
La Carola no se preocupaba ni de su Pepe ni del Canelo.
Cuando Pepe el de la Carola se cansaba de vivir en la incómoda chabola, volvía a su casa con los
riñones doloridos y los ojos irritados por el humo de las hogueras que hacía para matar el frío. También el
Canelo volvía con él, con su cara de sacristán de pueblo.
A mí me hubiera gustado mucho tener un perro como el Canelo, pero en mi casa no estaban
permitidos ni los perros ni los gatos. Lo único que me dejaban tener eran los gusanos de seda en una caja.
Todos los chicos del barrio teníamos nuestra caja con gusanos de seda, que hacían el capullo, y salía una
mariposa que ponía huevos pequeñitos, para que después de cada uno de ellos saliera un gusano; pero
teníamos que ir a buscar las hojas de morera hasta el parque del Oeste, y aunque criar gusanos era muy
entretenido, yo hubiese dado cualquier cosa por tener un perro como tenía Pepe el de la Carola.
Pepe el de la Carola murió en la Guerra Civil. Durante muchos meses, ya en la posguerra, la Carola
sacaba una silla a la calle, la arrimaba a la pared cerca del portal y se sentaba en ella con la vista perdida
en el fondo de la calle, seguramente pensando que su hijo y el Canelo vendrían algún día. Pero Pepe el de
la Carola no volvió, porque esta vez se había ido para siempre.
A todos los chicos del barrio nos tenía intrigados el Bizco. Nos tenía intrigados porque nunca
sabíamos con cuál de los dos ojos nos miraba. El Bizco era gracioso, tenía siempre el chiste oportuno y la
broma adecuada. Era el menor de la pandilla y todos sentíamos un deseo común de protegerle, no por
bizco, ya que en las peleas desconcertaba al contrario con su mirada y colocaba el puñetazo antes que
nadie, todos sentíamos deseo de protegerle por su pobreza. En casa del Bizco comían sólo pan con aceite,
tomates con sal y sardinas arenques.
El Bizco no tenía padre. Decía que se había muerto del susto al nacer él, para hacernos reír, claro,
porque el padre del Bizco había muerto de una borrachera de aguardiente. Su madre también se
emborrachaba, y al Bizco, que ya se había acostumbrado, no le importaba nada, porque decía que el señor
Andrés, el tendero, le había prometido colocarlo de dependiente cuando tuviera la edad para trabajar,
porque el señor Andrés había dicho que teniéndole detrás del mostrador nadie, creyéndose vigilado por la
mirada del Bizco, aunque en esos instantes el Bizco estuviera mirando la báscula o el techo, se atrevería a
robar.
En el invierno, robábamos patatas y castañas, hacíamos una fogata en un solar de la esquina de
Abascal y mientras las asábamos, el Bizco, con sus ojos descolocados, irritados por el humo, nos contaba
el chiste del loro que se comía el chorizo del cocido y el de la beata que regañó con San Pedro. Nosotros
se los habíamos oído contar cientos de veces, pero nos reíamos siempre con las mismas ganas, porque el
Bizco ponía cara de loro, cara de beata y cara de San Pedro.
El mismo día que enterraron a la madre del Bizco, vinieron a buscarle unos señores. Le vimos salir
de su casa con la ropa metida en una caja de cartón atada con una cuerda, con los ojos descolocados,
enrojecidos y el pelo sucio y revuelto como siempre. Cuando estaba a punto de doblar la esquina de
García de Paredes, volvió la cabeza y no supimos si su mirada iba dirigida a nosotros o a la casa donde
había nacido y vivido su niñez. Ninguno recordábamos su nombre, pero le dijimos adiós con la mano y
todos silenciamos su apodo. El Bizco quedaba en nuestras reuniones alrededor de la fogata contándonos
el cuento del loro que se comía el chorizo del cocido y el de la beata que regañaba con San Pedro. El que
se iba con su ropa en una caja de cartón era nuestro amigo, huérfano y desnutrido, que ya nunca trabajaría
en la tienda del señor Andrés.
Otro personaje típico era el Gregorio, de nuestra misma edad, pero que sabía boxear como un
profesional. Siempre que alguien de otro barrio se ponía gallito, llamábamos al Gregorio. El Gregorio se
colocaba frente a su contrincante, cerraba los puños, colocaba sus brazos al mejor estilo pugilístico, daba
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varios saltitos, colocaba la guardia y el contrario no le duraba más de tres minutos. Tenía una habilidad
especial para el boxeo. En una ocasión estaba yo con tres chicas del barrio en el cine Luchana, que en
aquel entonces era un cine al aire libre, cuando desde unas filas detrás de la nuestra empezaron a tirarnos
pequeñas piedras, resistimos creyendo que dejarían de hacerlo, pero insistieron y le dieron en la cabeza a
una de las chicas, yo no pude aguantar más, me salté las sillas y al que creí era el que había tirado la
piedra le di un puñetazo en la boca. Ni él ni sus amigos dijeron nada, dejaron de tirar piedras. Al terminar
la película salimos del cine y paramos en un puesto que había a la entrada a comprar pipas. Poco después
bajábamos por el paseo del Cisne y al llegar a la altura del colegio de los maristas, la pandilla nos estaba
esperando, a las chicas no les hicieron nada, fueron a por mí. Me arrimé a la tapia para así proteger mis
espaldas, tenerlos de frente y defenderme, pero eran como seis u ocho y no pude evitar que me dieran una
paliza. Al día siguiente, lo conté en el barrio.
Pero el destino quiso que unos días después, el más grande de la pandilla acertara a pasar por mi
barrio. Le reconocí y ya me iba a por él cuando el Gregorio me dijo:
—Déjamelo a mí, que estoy falto de entrenamiento.
Se dirigió al muchacho y señaló hacia mí.
—,Te acuerdas de este chaval? El muchacho, que era mayor que nosotros y con un fisico fuerte,
dijo:
—Pues no, no me acuerdo.
—Pero sí te acuerdas que hace unas noches estuviste en el cine Luchana. El muchacho trató de
evadirse y esbozó una sonrisa. El Gregorio no esperó más.
—Ponte en guardia, que vamos a ver si eres tan fuerte como aparentas. El muchacho, a pesar de su
estatura mucho mayor que la nuestra, no quería pelea, pero el Gregorio le incitó a pelear. Se colocaron
uno frente al otro y como si fuese un profesional, el Gregorio esquivaba cada puñetazo que le lanzaba el
grandullón, al mismo tiempo que le encajaba golpes en el hígado y en el mentón.
Finalmente, el grandullón salió corriendo, mientras todos los chicos levantamos la mano del
Gregorio como hacían con los boxeadores cuando ganaban un combate.
El Gregorio tenía un hermano mayor que él, se llamaba Luis, y cuando jugábamos al fútbol en la
calle, los dos hermanos se daban patadas y se ponían zancadillas. Al final decían: Ahora este partido lo
vamos a jugar a cabreo, y ahí valía todo, la patada en la espinilla, el codazo y todo el juego sucio que
justificara que el partido era a cabreo. Poco a poco, los demás chicos nos íbamos retirando hasta que se
quedaban solos el Gregorio y su hermano Luis.
Luis, durante la Guerra Civil se hizo piloto. En un combate un aparato enemigo alcanzó con su
ametralladora al caza que pilotaba. Luis logró saltar con el paracaídas, pero cuando se abrió y descendía
lentamente hacia la tierra, el mismo caza alemán que le había alcanzado con sus disparos dio otra pasada
y ametralló el cuerpo que descendía colgado del paracaídas. Llegó atierra, pero ya sin vida.
Gustavo era alemán. Era hijo del señor Guido, ingeniero de Boetticher. En casa de Gustavo todo era
distinto. No tenían botijo en verano ni brasero en el invierno y no tenían hacha en la cocina, ni soplillo de
paja, ni barreño grande de chapa colgando de la pared. En la casa de Gustavo no olía ni a humedad ni a
cocido. También los juguetes de Gustavo eran distintos, su aro tenía timbre, sus canicas eran de cristal, su
peón de música y su patín tenía ruedas de goma y radios de alambre, como los de las bicicletas, y de lado
a lado del pasillo tenía una barra para hacer ejercicios, pero yo lo que más envidiaba era su Meccano.
El día de su cumpleaños nos invitaba a merendar, pero antes de damos la merienda, su madre nos
obligaba a lavamos las manos y nos colocaba una servilleta en el cogote.
Cuando me cansaba de vivir la vulgaridad de mis otros amigos del barrio, chicos como yo, de hacha
en la cocina, de soplillo de paja y barreño de chapa colgado de la pared, me llenaba los bolsillos de cajas
de cerillas vacías, chapas de las botellas de cerveza y “güitos” y con este equipaje me iba a casa de
Gustavo, que era como ir al extranjero. Sus padres no le dejaban jugar con aquellas cosas sucias y
extrañas, por eso yo se lo daba todo a escondidas, como un traficante de drogas, y él, a cambio, me dejaba
que jugara con el Meccano.
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Miguel Gila Y entonces nací yo

De todo lo que había en casa de Gustavo lo que más envidiaba, aparte del Meccano, era la bañera,
grande, en la que cabía una persona mayor. Hubiera dado cualquier cosa por tener una bañera como la de
Gustavo, para llenarla de agua y echar en ella los barcos que yo me hacía con la herramienta de mi abuelo
y un trozo de madera. Sin embargo, a mí me daba mucha pena de Gustavo, porque no tenía trampa en la
luz y no vivía la emoción de sentir un vuelco en el corazón cada vez que venían a hacer revisión los de la
compañía de electricidad. Al empezar la Guerra Civil, Gustavo y toda su familia se fueron a Alemania.
No volvieron nunca. Años después nos llegaron noticias de que había muerto en la Segunda Guerra
Mundial. Las guerras iban acabando con los amigos como una epidemia. De un lado Franco y de otro
lado Hitler, los iban eliminando de a poco, Luis Cerezo, Pepe el de la Carola, Gustavo y algunos más
dejaron su vidajoven al servicio de unos dictadores.
También eran amigos míos los hijos de Luis Bello Trompeta, que durante la República sería, creo
que algo así como ministro de Educación. Se llamaban Carlos y César y vivían en una de esas pequeñas
islas que formaban el archipiélago donde estaba la casa de ladrillos rojos de Zurbano 68. Vivían en un
pequeño chalet en la esquina de Zurbano y la calle de Málaga. Tanto don Luis Bello como su mujer
sentían un cariño especial por los chicos de familias humildes y nos invitaban a merendar con mucha
frecuencia. Julia, una de las criadas, nos ponía en los pies unos paños con los que patinábamos por el
parqué del pasillo y, al mismo tiempo que nos divertíamos, le sacábamos brillo a la cera que habían dado
al parqué. Al cumplir los catorce años, a Carlos y a César los mandaron a estudiar a El Escorial. A partir
de entonces se acabaron los patinajes y aquellas meriendas que nos hacían tan felices.
Nos escribíamos cartas muy divertidas, en las mías yo les contaba cosas del absurdo que tenían el
sello o el estilo de humor de los artículos y dibujos que publiqué muchos años más tarde en La Codomiz.
Cuando terminó la guerra, a Carlos y César los fusilaron.

Pedro Tabares
Uno de mis mejores amigos era Pedro Tabares. En su casa, tenían piano y aunque su hermana
Consuelo era la pianista de la casa, Pedro tocaba de oído. Pedro y yo nos llevábamos muy bien, hicimos
una “agencia privada de detectives”. Buscábamos en las basuras cartas rotas, juntábamos con mucha
paciencia los pedacitos, los pegábamos y nos enterábamos de enredos de hombres casados que tenían una
querida, o de alguna mujer, también casada, que tenía un amante. No ejercíamos el chantaje, pero
estábamos al corriente de todos los líos de la vecindad. Fuimos amigos durante muchos años, y hasta
llegamos a tener novias que eran amigas.
Cuando comenzó la Guerra Civil, fuimos juntos a Francos Rodríguez para alistamos como
voluntarios, pero a él lo destinaron al Batallón Alpino y a mí al 5° Regimiento.
Pedro Tabares fue el que subió conmigo a coger el cajón que nos mandaron bajar los milicianos el
20 de julio y que finalizada la guerra nos costó la cárcel. Tabares lo pasó peor que yo. Estuvo muchos
meses en alguna de las muchas prisiones improvisadas por el franquismo y muchos años en el penal de
Burgos. No sé qué ha sido de él, pero le recuerdo con cariño porque formábamos yunta.
Aparte de tocar el piano de oído, manejaba el idioma como un profesional de la literatura. Recuerdo
una carta que le escribió a una chica que había conocido en Valencia, decía: Distinguida señorita: Aún no
han transcurrido dos días desde que nos conocimos en esa hermosa ciudad del Turia, cuando ya comienzo
a sentir nostalgia; pero no la nostalgia pura y axiomática que pudiera sentir un ciego si recobrara la vista y
después de descubrir los colores y la luz, volviera a sumirse en la oscuridad, yo siento la nostalgia de la
dulzura de su voz, del calor de su mirada y del tacto de sus manos. Espero volver a ver mi imagen
reflejada en sus hermosos ojos y no desisto de la idea de que nuestro próximo encuentro sea más duradero
y nos dé la oportunidad de conocemos en profundidad.

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Reciba un cariñoso y respetuoso saludo de su admirador.


Pedro Tabares A mí, esta forma de expresarse me tenía alucinado, porque a esa edad, en el barrio,
se acostumbraba a mandar a un chico menor que nosotros con un mensaje de palabra: “Que dice el
Angelín que si quieres ser su novia”. Y la que recibía el mensaje, por el mismo mensajero, le mandaba la
respuesta: “Dile que no”. Y el mensajero venía y decía: “Ya se lo he dicho y me ha dicho que no”.
El amor de mi vida era Katharine Hepbum. Tenía una caja llena de fotos de “mi amor” y en la pared
de mi cuarto, encima de la mesilla de noche, un cartón que había forrado con terciopelo azul, sobrante del
que mi abuelo usaba para tapizar sillones, y pegado al terciopelo un corazón rojo y junto al corazón una
fotografía de “mi Katharine”.
Pedro Tabares me escribió una carta, que después copié de mi puño y letra y que iba destinada a mi
amor de Hollywood. Recuerdo la carta porque hice una copia que tuve en mi poder hasta muchos años
después, tantos que la puedo memorizar, decía: Distinguida y admirada Katharine: Aunque la distancia y
los años crean entre nosotros un abismo imposible de salvar, no puedo resistirme a la tentación de
escribirle esta carta.
Tengo tan sólo quince años, pero eso no impide que esté profundamente enamorado de usted. Con
esta carta no pretendo ser correspondido en lo que al amor se refiere, porque sería una utopía o un sueño.
Lo que sí le puedo asegurar es que la amo y seguiré amándola toda mi vida.
A cambio de ese amor imposible, lo único que le pido es que me envíe una foto dedicada. Me llamo
Miguel, Miguel Gila, y vivo en Madrid (España), en la calle de Zurbano 68, Escalera Principal, Piso
Quinto, letra A.
En espera de ser correspondido en mi petición, aprovecho para desearle lo mejor de la vida.
Atentamente, besa su mano.
Miguel Gila Y escribimos en el sobre: “Katharine Hepburn. Hollywood. Estados Unidos”.
Nunca recibí contestación a aquella carta, ni siquiera sé si la recibió. Yo pensaba que tal vez no
habíamos escrito bien la dirección y que teníamos que haber puesto en el sobre la calle donde vivía, el
número y el piso. De cualquier manera, eso no impidió que durante muchos años siguiera siendo el amor
de mi vida.

La novela por entregas


Cada semana por debajo de la puerta entraba un cuadernillo, un capítulo de la novela por entregas
Gorriones sin nido. Los dos gorriones sin nido eran Carabonita y Perragorda, dos huerfanitos
desamparados que dormían en la calle y vivían de la caridad. El autor, no recuerdo su nombre, les hacía
pasar hambre y frío. Los cuadernillos estaban ilustrados por un dibujante de la época y en cada uno de
ellos había varias ilustraciones que a mi abuela y a mí nos partían el corazón. Carabonita, la niña, tendría
siete años y Perragorda nueve o diez y, aún hoy, a pesar del tiempo transcurrido desde entonces, en mi
memoria fotográfica permanece una de aquellas ilustraciones en la que los huerfanitos, cubriendo sus
cuerpos con periódicos viejos, dormían acurrucados en un portal rodeados de nieve.
Aquellos folletines duraban meses y meses y cada semana terminaban en una situación dramática
con la palabra “continuará”.
También, por debajo de la puerta, nos echaron La hija del pueblo y El soldado desconocido, pero no
eran de tanta pena como Gorriones sin nido porque, como decía mi abuela, sólo eran de amor.
Hicimos una banda, nos pusimos de nombre “Los leones” y Emilio Sáez, el Nenín que le
llamábamos los chicos, cuatro años mayor que nosotros, nos hizo un tatuaje en el brazo, que representaba
la cabeza de un león. Nos lo hizo con el sistema de aquella época, seis agujas de coser atadas con un hilo
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que mojaba en tinta china y nos iba pinchando punto por punto el dibujo de la cabeza del león en el brazo
derecho. A mí, aquello me costó una paliza en mi casa. Se me puso el brazo como el de Popeye y durante
varios días estuve con una fiebre muy alta. Durante la guerra me lo quise borrar quemándomelo con el
cigarrillo, pero sólo lo conseguí a medias, aún lo llevo conmigo.
Para entrar en la banda de “Los leones” teníamos que pasar dos pruebas de valor.
El Hospital Obrero estaba en un edificio con forma de castillo, que aún existe, en el paseo de
Ronda, antes de llegar a Cuatro Caminos. Allí era donde los que queríamos ser de la banda de “Los
leones” teníamos que pasar nuestra primera prueba de valor.
Por una ventana, que estaba a unos dos metros de altura, se podía ver el lugar donde hacían las
autopsias.
Nuestra prueba de valor consistía en demostrar que mirando por la pequeña ventana, éramos
capaces de aguantar hasta que los demás contaran hasta diez, viendo hacer una de aquellas autopsias.
Como no alcanzábamos a la altura de la ventana, uno de nosotros se apoyaba en la pared con las dos
manos y el que iba a pasar la prueba de valor, con la ayuda de los demás, se subía sobre los hombros del
que estaba apoyado en la pared. Cuando ya su mirada estaba frente a la ventana y podía presenciar la
autopsia, los que estábamos abajo empezábamos a contar, uno, dos, tres, cuatro... Ninguno llegábamos
hasta el diez, aunque después nos disculpábamos diciendo que el de abajo se había movido. Alguno
cuando no habíamos llegado al cuatro, gritaba: ¡Abajo, abajo! Le bajábamos y ya en el suelo resoplaba
por la nariz, con el terror reflejado en la cara. El muerto estaba desnudo sobre la mesa y apenas el forense
comenzaba a manejar la sierra y el escalpelo, venía el derrumbe.
La segunda prueba no tenía el carácter macabro de la anterior. Consistía en meterse en una
alcantarilla en la calle de Miguel Ángel o Abascal y salir por la calle de Vargas. Todo el trayecto de una
alcantarilla a otra había que hacerlo solo y sin más luz que la de una vela. Cuando el aspirante a león
entraba en la alcantarilla, los chicos subíamos Abascal arriba y le esperábamos en la salida de la calle
Vargas. Ante el asombro de la gente que pasaba por allí en ese momento, se levantaba la tapa de hierro de
la cloaca y por ahí aparecía el aspirante a león, con la cabeza llena de telarañas y las alpargatas mojadas.
Aunque este recorrido por las alcantarillas lo hacíamos muy a menudo, llegando incluso hasta
Bravo Murillo, hacerlo en grupo no era lo mismo que hacerlo solo. Por la alcantarilla corrían ratas del
tamaño de una liebre que impresionaban.
Otra prueba, ya no para entrar en la banda de Los leones sino para demostrar nuestro valor y nuestro
aguante, era la que llamábamos la prueba del esquimal. La hacíamos en invierno, en aquellos inviernos
crudos del Madrid de mi infancia, cuando las heladas de la noche formaban una capa de hielo en el agua
depositada en los alcorques de los árboles. Nos descalzábamos y, rompiendo la capa de hielo, metíamos
los pies dentro del agua y lo mismo que en la ventana de las autopsias contábamos, uno... dos... tres..,
cuatro... Por supuesto que ninguno aguantábamos más de seis o siete segundos. Solo el Nenín, el que nos
había hecho el tatuaje, era capaz de hacerlo. El Nenín tenía una gran habilidad con el lazo, como los
mejores vaqueros del Oeste. A veces estábamos bebiendo agua en la fuente, llegaba el Nenín con el lazo,
lo hacía girar sobre su cabeza y después de darle unas cuantas vueltas lo lanzaba. La mano con que
estábamos apretando el grifo quedaba aprisionada con la fuente por el lazo del Nenín.
Paradójicamente, de todo el barrio los más golfos eran los de la calle de Las Virtudes y muy
particularmente uno al que llamaban el Judas. El Judas era tan malo que cuando el ciego que cantaba los
crímenes abría la boca, el Judas le metía dentro un moñigo de caballo o la cagada de un perro.
Los de la banda de Los leones los desafiábamos a pedreas. Elegíamos el campo de batalla en alguno
de los solares y allí organizábamos las pedreas, con onda, tirador o a mano. Algunos salían escalabrados.
Las chicas del barrio colaboraban con nosotros en calidad de enfermeras.
Un día en nuestro recorrer alcantarillas nos encontramos un feto, estaba envuelto en trapos. Nos
causó mucha impresión aquel hallazgo; pero como siempre que había algo que a todos nos impresionaba,
Pepe el de la Carola se hizo cargo del feto. Lo llevamos a la comisaría de Chamberí, que estaba entonces,
creo recordar, en la calle de Santa Feliciana, y se lo entregamos a uno de los policías, nos preguntó dónde

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Miguel Gila Y entonces nací yo

lo habíamos encontrado, se lo dijimos y lo escribió con una máquina de escribir, luego nos dio cinco
pesetas. A partir de aquel día, de vez en cuando, alguno de nosotros ponía voz de vendedor de un
mercado, gritaba:
—¿Quién se viene a buscar fetos? Algunos, los más aprensivos, se negaban a esta búsqueda; pero
los más nos metíamos en las alcantarillas y buscábamos algún feto para llevarlo a la comisaría y que nos
dieran diez pesetas, pero no encontramos ninguno más.
Todo lo que encontrábamos era un gato muerto o un preservativo, que llenábamos de agua en la
fuente y lo volteábamos en el aire para asustar a la gente que pasaba junto a nosotros.
Los solares que abundaban en el barrio estaban tapiados con vallas de tablas, nos juntábamos los
chicos, nos agarrábamos a las tablas y al grito de “Ya!”, las arrancábamos, después las hacíamos astillas,
las juntábamos en los guardapolvos a modo de bolsa, íbamos hasta las pastelerías y desde la puerta
gritábamos:
—¡Hay leña por escorza! Salía alguien de la pastelería y a cambio de la leña nos daba todos los
pasteles que se les habían roto. Llamábamos escorza a los pasteles rotos y garulla a las galletas rotas.
Aparte de los amigos, en el barrio había personajes típicos, que ya eran clásicos. Eran gentes que
por distintas circunstancias estaban involucrados en nuestra infancia, como si nos pertenecieran.
La Jaleo debía tener alrededor de veinticinco años. Tenía también dos cejas anchas y negras y un
culo gordo que movía mucho al andar, de aquí para allá o de allá para aquí.
La Jaleo no se llamaba Jaleo, pero ninguno sabíamos su nombre y a ella no le importaba que la
llamáramos Jaleo. La llamábamos así porque cantaba siempre eso de: Señores, vengajaleo.... La Jaleo se
reía siempre. Era como si sólo tuviera una expresión, ésa. Los chicos nunca le estropeábamos su risa
porque hacíamos lo que le gustaba a ella, que era mirarle los muslos y el vello que asomaba por los
laterales de las bragas cuando se levantaba la falda. Nos dejaba que le pasáramos la mano por la
entrepierna, pero siempre por encima de las bragas.
La Jaleo no lo hacía gratis, cobraba diez céntimos, el mismo precio que costaba ver dos películas en
un cine al aire libre. Decía el Julián, el de la escalera B, que él le había visto el chocho a la Jaleo y que
hasta había dejado que se lo tocara por dos pesetas, pero nadie se lo creía.
La Jaleo vivía sola en una de las buhardillas más pequeñas del mismo pasillo donde vivíamos
nosotros, en la casa de vecinos pobres; era la primera buhardilla, estaba al principio del pasillo, daba a un
patio interior y sólo tenía la cocina y una habitación, claro que a ella le bastaba con esto, porque no tenía
más muebles que una mesa de cocina, dos sillas y un camastro, ni más parientes que una gata, que no era
pariente, pero como si lo fuera.
Años después, cuando los chicos nos hicimos hombres, la Jaleo pasaba junto a nosotros con la
misma sonrisa; pero ya no nos enseñaba los muslos. Hacía constantes viajes a la taberna del señor
Urbelino a buscar una jarra de vino y un poco de escabeche, debía ser para tomarse el vino con algo, y
volvía a pasar junto a nosotros, con su misma sonrisa; pero sus muslos no debían ser los de antes, porque
su andar ya no era firme. No sé cuándo habrá muerto ni dónde estará enterrada. Ni siquiera sé si su
nombre está escrito en alguna lápida, pero la Jaleo es uno de los aguafuertes que aún están vivos en el
desordenado desván de mi memoria.

Tenía el aspecto de un busto de Benlliure que iba a ser colocado en alguna glorieta. El hombre del
carrito venía casi a diario y se detenía junto a la acera, cerca del portal de nuestra casa. Pelo negro y cejas
tupidas, los pómulos como dos pequeñas pirámides colocadas a los costados de la cara, las dos piernas
cortadas muy por encima de las rodillas. Nunca supimos la causa de su mutilación, nos llamaba más la
atención el carrito en que iba subido. Un carrito con dos ruedas de una pequeña bicicleta y como animal
de tiro un perro blanco con manchas negras, o negro con manchas blancas, que cuando se detenía sacaba
la lengua para evacuar por ella el esfuerzo de tirar del carrito con aquel busto humano.
El hombre del carrito no pedía, no era necesario, la gente del barrio le daba comida para él y para su
perro, también algunas monedas.
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Miguel Gila Y entonces nací yo

El hombre del carrito tocaba la armónica, como si su mutilación no fuera suficiente para justificar
su mendigar.
Cuando terminaba su actuación y recogía el premio en alimentos o monedas se alejaba, hasta
hacerse un punto en el fondo de la calle.
En aquella época, cuando se inauguraba una frutería, una huevería, una tienda de comestibles o
cualquier otro tipo de negocio, los dueños contrataban una banda de músicos, ponían en la calle varias
mesas con limonada y a veces algunos dulces o almendras, nueces y avellanas, y era libre el consumo
para cualquiera que pasara por allí en ese instante. Los chicos del barrio nos acercábamos a los músicos,
nos poníamos frente a ellos y chupábamos medio limón. A los que tocaban instrumentos de cuerda esto
les traía sin cuidado, pero a los de instrumentos de viento se les llenaba la boca de saliva y no podían
hacer sonar su trompeta o su saxofón. Este es un fenómeno extraño que ni sé de quién lo aprendimos,
pero no fallaba nunca. Para los músicos de viento era algo insuperable: por más que trataran de
ignorarnos acababan mirándonos y dejaban de tocar; después venía el “La madre que os parió, hijos de
puta!” y la carrera, esquivando los golpes que nos lanzaban. Luego, nos moríamos de risa.
Otro de nuestros juegos favoritos era el de espantar parejas. Este juego lo practicábamos de noche.
Pegado al museo de Ciencias Naturales había un cuartel de la Guardia Civil y cerca del cuartel unas
canchas de tenis, que durante la noche estaban abandonadas. En un costado de la cancha había un muro
de ladrillo y ahí iban las parejas a hacer “guarrerías”, que decíamos los chicos. Cada uno de nosotros
llevaba una lata grande y un palo. Nos acercábamos sigilosamente y cuando las parejas estaban al borde
del orgasmo, comenzábamos a golpear las latas, que armaban un gran estruendo. Las mujeres, asustadas,
se subían las bragas y se bajaban las faldas, mientras los hombres nos llamaban hijos de puta, se cagaban
en la madre que nos parió y, con la bragueta desabrochada y la pilila fláccida por el susto, trataban
inútilmente de darnos alcance.
Era curioso que en aquellos solares de mi barrio crecieran matas con tomates de un tamaño superior
al de cualquier huerto. Nosotros, día a día, vigilábamos la mata y cuando los tomates tenían el color rojo y
un tamaño considerable, los arrancábamos y con un poco de sal, que llevábamos en un papel, nos los
comíamos; aquello era un festín. Alguien, un día, nos explicó por qué aquellos tomates sabían tan ricos.
En aquel barrio entonces lleno de solares, cualquier ciudadano entraba en uno de ellos, se bajaba los
pantalones y hacía sus necesidades, después se limpiaba con una piedra o con un manojo de hierba y si el
individuo había comido tomate, expulsaba las pepitas, que con el abono de su caca hacían que creciera
una mata que daba unos tomates superiores a los de los huertos. Algunos no volvieron a comerlos nunca,
por el contrario otros nos pasábamos los días vigilando los solares para comer aquellos tomates tan ricos a
los que les pusimos de nombre “tomates culones”.
A pesar de haber tantos solares, un día, al volver del colegio, bajando por García de Paredes no
pude llegar a ninguno. No puedo saber qué fue lo que me provocó aquellos retortijones, tal vez los
altramuces, que los chicos llamábamos “chochos” y que había comido en cantidad, lo cierto es que de vez
en cuando me tenía que parar y apretar las piernas con fuerza. El retortijón se paralizaba un instante, pero
apenas había dado unos pasos, me volvía de nuevo. No lo pude evitar y antes de llegar a Zurbano me
cagué.
Llegué hasta mi casa caminando con dificultad, tratando de evitar que la cosa no pasara de los
calzoncillos y lo conseguí. Cuando mi abuela abrió la puerta notó que algo extraño me pasaba, pero no
dije nada. En la casa no había nadie más. Me metí en mi habitación, me quité los pantalones y los
calzoncillos. Los pantalones milagrosamente no se habían ensuciado, pero los calzoncillos olían que
apestaban.
Como no me atrevía a decir nada, metí los calzoncillos en un paraguas con idea de lavarlos
aprovechando que mi abuela saliera a hacer algún recado. Me puse unos calzoncillos limpios. Mi abuela
no salió, dejé los calzoncillos dentro del paraguas.
Ese día no pasó nada; pero el destino quiso que, al día siguiente, viniera de visita una amiga de mi
abuela, que estaba casada con un senador. Cuando terminaron de hablar y la señora del senador se
disponía a salir empezó a llover. Mi abuela le dio el paraguas. Cuando la señora del senador llegó al
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Miguel Gila Y entonces nací yo

portal, abrió el paraguas para salir a la calle y los calzoncillos le cayeron en la cabeza. Se armó la de Dios
es Cristo.
Aparte de la paliza, me hicieron lavar los calzoncillos. Y eso no fue lo más grave, lo peor fue que
alguien que estaba en el portal cuando abrió el paraguas la señora, lo comentó y se enteró todo el barrio
de que me había cagado en los pantalones.
En otro solar, no el de las zanjas ni el de los tomates culones, en otro, en la esquina de Zurbano y
Abascal, estaba la cabra de la señora Luisa.
La cabra de la señora Luisa debía ser muy lista, estoy seguro que hasta sabía que el destino de las
cabras es el de surtir de leche durante su juventud y servir unos cuantos kilos de dura carne en su vejez.
La cabra de la señora Luisa se pasaba el día en el solar. Se alimentaba de hierba, cardos y trozos de
periódicos. Lo mismo se comía una flor silvestre, que la noticia de un cambio de Gobierno.
Todas las tardes, a las cinco como en el poema de Lorca, a las cinco en punto de la tarde, la señora
Luisa soltaba a la cabra de la larga cuerda con que estaba atada, abría la puerta del solar y la cabra
emprendía una carrera hasta la tienda de la señora Luisa. Allí era ordeñada y dormía hasta el día
siguiente, en que volvía de nuevo al solar.
A las cinco de la tarde de un día de sol, yo jugaba con otros chicos del barrio a la pelota. Vi venir a
la cabra en su veloz carrera, como todos los días, me quité el guardapolvos y me dispuse a darle un pase
que dejara boquiabiertos a mis amigos. Yo no debía estar muy ducho en materia taurina porque la cabra
acertó a toparme en la barriga, obligándome a expulsar el aire de mi estómago y el de mis pulmones. Caí
de espaldas, mis amigos se desternillaban de risa y gritaban: "¡Que le den la oreja, que le den la oreja!”
No cesaron de reír hasta que la cabra de la señora Luisa estuvo en la tienda ordeñada y dormida.
Creo que este percance no me hubiera ocurrido de haber nacido en otro país, pero mi sangre
española fue la que me dio ese impulso taurino con la cabra de la señora Luisa que en paz descanse.
Por el barrio desfilaban toda clase de atracciones, los gitanos con la cabra, el mono y el camello.
Los chicos nos subíamos en el camello y nos llenábamos de pulgas. El mono tenía un palo en la mano, el
gitano decía: “Cómo hacen los pastores cuando llevan las ovejas al campos” y el mono se colocaba el
palo por detrás del cuello y ponía sus brazos sobre los extremos del palo; cuando el mono terminaba la
actuación le tocaba el turno a la cabra, el gitano tocaba la trompeta y la cabra subía por una escalera hasta
que al llegar a la cima se quedaba quieta con sus cuatro patas en un pequeño tocho de madera.
Los chicos seguíamos a los gitanos, y eso que en casa nos advertían que nos podían raptar, pero
bastante tenían los gitanos con tener que alimentar a la cabra, al mono y al camello.
A los que también seguíamos siempre era a los de las marionetas, que los chicos llamábamos
curritos. Hacían una corrida de toros con los muñecos y a la hora de matar el currito que hacía de matador
se colocaba delante del toro con su muleta y el estoque y con su voz aflautada de currito preguntaba:
—¿Por dónde le pincho? ¿Por el morrillo o por detrás que tiene un agujerillo? Y los chicos
gritábamos:
—¡Por el agujerillo! Había otro personaje típico que frecuentaba el barrio, éste, al igual que los
cantadores de crímenes, hacía su espectáculo en la glorieta de la Iglesia o en Quevedo. Era un negro.
Ponía en el suelo un pañuelo extendido para que le echaran en él las monedas. La gente se iba acercando
hasta que se formaba un grupo a su alrededor. No hacía su número si en el pañuelo no había dos pesetas.
Cuando contaba las monedas y se cercioraba de que ya había alcanzado la cantidad exigida para su
actuación, recogía las monedas se las metía en el bolsillo, sacaba varios ladrillos de una bolsa y se los
rompía contra la frente. A cada ladrillazo que se daba el público respondía con aplausos. En la frente tenía
un abultado callo de los golpes que se daba para romper los ladrillos.
Ahora, a mi edad, sigo sin entender el grado de crueldad a que puede llegar el ser humano. Y no me
estoy refiriendo a aquellos años donde la ignorancia era lo cotidiano; aún hoy, cuando está a punto de
finalizar el siglo XX, se celebran fiestas en nuestro país en las que mozos del pueblo arrojan una cabra
desde un campanario o pasan con sus caballos al galope y arrancan las cabezas de unas gallinas o gallos
vivos, que están atados a una cuerda por las patas, o se corre detrás de un lechón untado de manteca a ver
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Miguel Gila Y entonces nací yo

quién es capaz de cogerlo. A veces se hace con un conejo sin untarle grasa. En el año 1953, mientras
rodaba una película en un pueblo cercano a Madrid, fui testigo de cómo soltaban un conejo, todos los
mozos del pueblo corrían persiguiendo al conejo, se abalanzaban sobre él y al finalizar se levantaban
muertos de risa, llevando cada uno en las manos un trozo del conejo.
Aquella crueldad morbosa de la gente alrededor del negro que se rompía los ladrillos en la frente es
uno de los aguafuertes que tengo archivados en el desván de mi memoria.
Lo dijo Mark Twain: “A mi edad, cuando me presentan a alguien, ya no me importa si es rico,
pobre, negro, blanco, judío, musulmán o cristiano, me basta y me sobra con saber que es un ser humano.
Peor cosa no podía ser. Por suerte no todos los personajes que pasaban por el barrio eran siniestros. Había
uno, del que nunca supimos el nombre, que iba siempre con sandalias, un pantalón de tela muy fina y una
camisa, lo mismo en invierno que en verano. Llevaba en una bolsa de red frutas de varias clases,
manzanas, peras, ciruelas y también zanahorias y tomates. Nunca, ni en los inviernos más crudos,
cambiaba de ropa.
Tenía una larga barba blanca y una larga melena, blanca también, para nosotros era como un
apóstol o el propio Mesías.
Dejaba la bolsa en el suelo y con un gesto hacía que nos acercáramos a él. Ni pedía ni daba. Nos
contaba historias en verso. Siempre, todo lo que decía era en verso. Recuerdo una de las historias: Era una
hermosa doncella, en un castillo encerrada en lo más alto del monte.
Pasaba noches enteras, siempre fija su mirada en el lejano horizonte, esperando a un caballero que
luchaba en las cruzadas.
El caballero murió,
en un cruzarse de espadas.
Y la princesa siguió, en el castillo encerrada, y en el castillo murió, sin saber del caballero, a quien
ella tanto amaba.
Los chicos nos divertíamos con aquellas historias en verso, pero lo más divertido de todo era que si
alguno decía algo, él contestaba en verso.
Algún chico:
—¡Más fuerte que no oigo nada! Y el hombre, sin inmutarse, decía:
—Para lo que estás pagando, bastante estás escuchando.
Un día me puso una mano en la cabeza, en mi corte de pelo al rape —o al dos con flequillo que
viene a ser lo mismo, era el corte de pelo clásico de casi todos los chicos del barrio—, paseó su mano por
mi cabeza y metió los dedos de su otra mano en su cabellera y dijo: La melena en el león, es un signo de
arrogancia, en el hombre de prestancia, y en algunos de ignorancia, darle forma de melón.
Era un personaje encantador y al mismo tiempo misterioso. ¿Qué hacía? ¿De qué vivía? ¿Quién
era? ¿Cómo se llamaba? ¿De dónde venía? Nunca lo supimos. Y lo que les digo a continuación les puede
parecer extraño, pero le seguí viendo después de finalizar la guerra, exactamente igual que como le veía
de niño, con la misma ropa, la misma melena, la misma barba y su bolsa de red con la fruta dentro. No
creo en los milagros, pero algo hay de misterioso en este personaje. Estoy convencido de que existe, que
aún está entre nosotros.
Otro personaje que recuerdo con cariño es Gerardo, el peluquero que, cumpliendo órdenes de mi
abuelo, me cortaba el pelo al dos con flequillo. La peluquería estaba en la calle de Trafalgar cerca de la
plaza de Olavide, el corte de pelo valía treinta y cinco céntimos, pero en mi casa me daban cinco
céntimos más para la propina, que Gerardo nunca me aceptaba. Me decía: “Para que te compres una
bicicleta”. Gerardo, mi peluquero, tenía un sentido del humor fuera de lo común.
Un día, mientras me pasaba la máquina de cortar el pelo por la cabeza, en los dos sillones que
estaban junto al mío había dos individuos que hablaban de caza y presumían de tener, cada uno de ellos,
el mejor perro de caza. Gerardo me guiñó un ojo, se dirigió a los dos individuos y dijo:
—El mejor perro de caza que hay es el mío, no se le escapa un conejo y eso que es cojo.
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Los dos individuos le miraron sin decir nada. Luego uno de ellos dijo:
—¿Cojo? Y Gerardo siguió:
—Sí, un día, estando de cacería en un monte de Toledo mi perro corría detrás de un conejo y uno de
los que venían conmigo disparó la escopeta y en lugar de darle al conejo le dio a mi perro. Le tuvieron
que cortar una pata delantera menos mal que fue la izquierda.
Los individuos estaban intrigadísimos.
—¿Y cómo puede cazar con tres patas? Gerardo dijo:
—No caza con tres patas, caza con dos.
Los individuos estaban cada vez más asombrados.
—Con dos?
—Sí, porque cuando el veterinario le cortó la pata, yo le puse una pata de palo y en la punta de la
pata una tuerca de las que se usan para sujetar las traviesas de las vías del tren. Se esconde y cuando pasa
un conejo le sujeta con la pata buena y con la de la tuerca le da un golpe en la nuca al conejo que lo deja
tieso.
Al concluir, los dos individuos empezaron a reírse —y yo también—, pero le habían creído hasta la
mitad de la historia.
Gerardo era un tío simpático y gracioso, siempre de buen humor.
Faustino, el cartero, también era muy querido por toda la vecindad. Entraba en el portal, andando de
costado por el peso de la cartera de cuero que llevaba colgando del hombro, llegaba hasta el patio, sacaba
un puñado de cartas, hacía sonar un silbato, esperaba unos segundos y luego gritaba: “Aurora Panado,
Domingo Belmonte, Consuelo Tabares, María del Pilar Montesa, Alfonso Gómez Paz, Isidoro Ruiz,
Mercedes Olivos Castro, José Ganchegui”. Y los aludidos bajaban a buscar las cartas, o las postales, así,
los vecinos nos enterábamos de que habían recibido carta Aurora Panado y Domingo Belmonte y
Consuelo Tabares y todos los que Faustino había ido nombrando a gritos.
Unos días antes de las Navidades, Faustino encargaba en una imprenta sus tarjetas de felicitación,
que nos pasaba a cada vecino para recoger su aguinaldo.
Chamberí, mi barrio, como todos los barrios de Madrid, tenía su tonto.
El tonto de mi barrio se llamaba Benito.
Benito, el tonto de mi barrio, se ganaba la vida rifando pichones. Vendía cartas de aquellas barajas
pequeñitas que había en las cachanerías. Las vendía a la entrada del mercado o en la puerta de la
carnicería, de la pescadería o de la frutería. Cuando al día siguiente algún comprador de la rifa le
preguntaba a Benito qué carta había salido en el sorteo, Benito respondía con una pregunta:
—¿Qué carta tiene usted? Y si la señora o el señor decían que el seis de bastos, Benito decía que la
carta premiada había sido el as de copas. A veces le hacían decir primero la carta premiada y si coincidía
con la que había comprado el que preguntaba, al reclamar los pichones que había ganado, Benito, con su
voz medio tartamuda, decía:
—Se man, se man volao. Los tenía en el hombro y se man, se man volao.
Nadie exigía nada a Benito, porque en realidad aquella rifa era sólo un motivo para ayudarle.

Juegos y maldades
A la salida de la misa de la iglesia de los Paúles, pintábamos en el suelo una raya con carbón, desde
la pared hasta el árbol que estaba en el bordillo de la acera, y cuando estaban a punto de llegar las mujeres

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donde estaba la raya, gritábamos: "¡Cuidado con el alambre!” Miraban al suelo, veían la raya, se subían
un poco la falda y levantaban los pies para pasar sobre ella. Y nosotros otra vez a revolcarnos de risa.
En los solares tiraban el carburo sobrante de los talleres de soldadura autógena, los chicos
recogíamos el carburo, íbamos a un solar, hacíamos un agujero y echábamos en él el carburo con un poco
de agua. A una lata vacía le hacíamos un agujero en la parte de abajo. Poníamos la lata sobre el carburo,
la taponábamos bien con barro para que no tuviese más respiración que la del agujero, prendíamos un
papel, lo arrimábamos al pequeño agujero y la lata salía disparada hacia arriba, como un cohete. Si la lata
no salía disparada, es que no estaba bien taponada con el barro, entonces, por el pequeño agujero de
arriba salía una pequeña llama y los chicos decíamos: Candileja, candileja, apagábamos la pequeña llama,
nos asegurábamos de no dejarle ni un resquicio por dónde respirar, arrimábamos de nuevo un papel
ardiendo y ahí se disparaba, con el júbilo de todos. Aquello era como un cabo Kennedy en barato.
Nuestros juegos eran muy variados, cada uno tenía su época. Durante los veranos jugábamos a las
bolas, haciendo un gua, o a las tapas de las cajas de cerillas; marcábamos en el suelo un círculo con una
tiza o un carbón, colocábamos dentro del círculo las tapas de las cajas de cerillas y desde una raya a unos
diez metros de distancia tirábamos el tacón de un zapato, a ver quién sacaba más de cada taconazo.
También jugábamos a los "güitos", que llamábamos a los huesos de los albaricoques: al igual que
hacíamos con las tapas de las cajas de cerillas colocábamos los "güitos" en el círculo hecho con tiza o
carbón, atábamos una tuerca grande a una cuerda, girábamos con fuerza la cuerda en cuyo extremo estaba
la tuerca y con ella golpeábamos los güitos hasta sacarlos del círculo que habíamos marcado. Y
jugábamos a la "toña", cortábamos un trozo del palo de una escoba, con una navaja le hacíamos una punta
por cada uno de sus extremos y con el resto del palo que nos quedaba golpeábamos a la "toña", que subía
por los aires y había que acertar a golpearla antes de que cayera al suelo y ver quién la mandaba más
lejos; también jugábamos a las "chapas", al "rescatao", al "rondi", al "traspasao no visto y salvo", a "a la
una andaba la mula", al "Rusia al uno", a "pídola", al "zurriago por detrás", al "zurriago escondido", a las
"tabas", que unas veces eran mete, saca, metecinco y arrebanche y otras, hoyo, tripa, liso y carnero.
Cuando nos cansábamos de jugar, nos sentábamos en el escalón de piedra de un colegio que estaba
en la acera de enfrente de nuestra casa, muy cerca de García de Paredes, y cantábamos a coro canciones
picantes.
Estaba un curita, estaba un curita sentado en la cama, sentado en la cama, a la medianoche, a la
medianoche, llamó a la criada, llamó a la criada.
Dame chocolate, dame chocolate.
No me da la gana, no me da la gana.
Métete en la cama, métete en la cama.
No me da la gana, no me da la gana.
Pero aquel curita, pero aquel curita, la metió en la cama, la metió en la cama.
La quitó las bragas, la quitó las bragas.
y ella se dejaba, y ella se dejaba.
La tocó una teta, la tocó una teta, y ella se dejaba, y ella se dejaba.
La tocó el culito, la tocó el culito, y ella se dejaba, y ella se dejaba.
La tocó el chochito, la tocó el chochito, y ella se dejaba, y ella se dejaba.
Para aquel curita, para aquel curita, no hubo chocolate, no hubo chocolate,
pero la criada, pero la criada, tuvo aquella noche, leche merengada, leche merengada, leche
merengada.
Los mayores del barrio, ya hombres, jugaban al chito en la acera de tierra de la calle Abascal.
Colocaban el chito —un palo corto, redondo en el suelo y encima del chito las monedas. Marcaban una
raya, a unos veinte metros de distancia, y desde esa raya lanzaban los tejos, unos discos hechos de hierro
pulido. Eran cuatro tejos, dos pequeños llamados pulsos y dos más grandes que llamaban tacos. Los
pulsos tenían que quedar cerca del chito y los tacos debían de golpearlo. Cuando acertaban a darle, el
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chito salía disparado. Las monedas que quedaban más cerca del tejo pulso que del chito eran las ganadas;
por el contrario, las que se quedaban más cerca del chito eran las perdidas.
Uno de nosotros, de los chicos, hacíamos de lo que llamaban de robatero. La misión del robatero
era recoger el chito, los tejos y todas las monedas desparramadas, y colocar cada cosa en su sitio después
de que cada jugador hiciera su tirada. También en las tareas de robatero entraba el trabajo de dar el queo
cuando venían los guardias, porque el juego por dinero estaba prohibido.
Otras veces, los mayores compraban una sandía, la colocaban en la acera contra la pared de un
edificio y lanzaban monedas de perragorda contra la sandía. Las monedas se clavaban en la sandía,
ganaba el que conseguía que la moneda entrara por completo en la sandía.
En el campo de las calaveras, en Vallehermoso, donde antes había habido un cementerio, jugaban al
cané y hacían sus ensayos los trileros; también allí se podía sacar una buena propina dando el queo. Pero
los que jugaban al cané eran gente muy peligrosa. Un día en que yo estaba dando el queo, se armó una
pelea y en ella le clavaron una navaja a un hombre joven; el hombre trataba de taponarse la herida que
sangraba abundantemente, con un pañuelo. Todos echaron a correr y me dejaron solo con él. Me pidió
que le ayudara a llegar a la casa de socorro. Pasó su brazo por detrás de mi cuello y apoyó en mi hombro
la mano que le quedaba libre. Apenas habíamos dado unos cuantos pasos cuando el de la navaja pasó
corriendo junto a nosotros y, sin detenerse, le dio dos puñaladas más. A mí me temblaban las piernas.
Conseguí llegar con él hasta la casa de socorro, pero nunca más volví por el campo de las calaveras.
¡A la mierda las propinas! Yo me las rebuscaba para llegar al domingo con dos pesetas. Les limpiaba los
zapatos a mis tíos, cada uno me daba diez céntimos; compraba una caja de cerillas y al anochecer me iba
a la Castellana, a donde estaba la parada de los simones, y les encendía los faroles, cada cochero me daba
cinco céntimos. Durante la semana, a la hora en que las mujeres venían de la compra cargadas con los
capachos, yo me apoyaba en el portal y cada vez que llegaba una mujer decía: Señora Gloria, o señora
Antonia —o como se llamara la señora—: ¿quiere usted que le suba el capacho? Como en la casa no
había ascensor y sí mucha escalera, casi todas me decían que sí, y de cada una sacaba cinco o diez
céntimos. Apenas subía un capacho, ya estaba de nuevo en el portal esperando a la siguiente. También me
iba hasta el hipódromo, a abrir las puertas de los coches y ayudaba a vender periódicos al señor Matías, el
del quiosco de la calle Miguel Ángel, subiéndome en marcha en el estribo de los tranvías.
Con todo aquello me ganaba algunas monedas, me las arreglaba para que cada domingo no me
faltara mi peseta, y a veces superaba esa cifra.
En la calle Fuencarral vendían unos bocadillos de calamares que costaban veinte céntimos y los de
dos sardinas de lata y un pimiento morrón quince, más diez céntimos para ir al cine de la Flor o al cine al
aire libre de la calle Luchana, ahora convertido en un cine normal, y aún me quedaba para el pan de higo,
las almendras, la caja de jalea, las pipas y el caramelo de coco.
Un día, en la calle de Hortaleza me encontré un billete de veinticinco pesetas, el corazón se me salía
del pecho, corría con el billete en la mano pensando que sería falso. No podía creer que alguien hubiera
perdido un billete de tanto valor. No paré de correr y mirar hacia atrás hasta llegar a la glorieta de Bilbao.
Abrí la mano y miré el billete, me parecía bueno. Decidí que lo mejor era comprobarlo. Con la cara pálida
y temblor en las piernas me acerqué a una pastelería, en el escaparate había todo tipo de pasteles, el más
grande se llamaba un chino y valía setenta céntimos. No me atrevía a entrar, porque pensaba que si el
billete no era bueno, me podían detener por intentar pasar un billete falso. Di un pequeño paseo por la
calle de Luchana y traté de calmarme. Al fin lo conseguí.
El miedo había desaparecido, fui hasta la pastelería, entré y me compré dos chinos, el hombre estiró
el billete que yo había arrugado con el miedo, me dio los pasteles y la vuelta. Salí de la pastelería con los
dos chinos envueltos y me metí por Cardenal Cisneros. Ahora tenía el temor de que el dueño del billete
me hubiera seguido. Cada persona que pasaba a mi lado me hacía temblar.
Después de comerme los dos pasteles, hice cuentas de lo que me quedaba, aún tenía veintitrés
pesetas con sesenta céntimos, eran las cinco de la tarde y no quería llevar dinero a mi casa; me compré un
peón, varios tebeos y me bebí una horchata, pero siempre que hacía cuentas me quedaba tanto dinero que
no había manera de acabar con aquello. El tiempo iba pasando y yo no podía ir a mi casa con ningún
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Miguel Gila Y entonces nací yo

dinero en el bolsillo y, aunque tenía un escondite cerca de mi cama había levantado un baldosín donde
guardaba mis tesoros que consistían en tabas, bolas o güitos—, si mi abuela, mi abuelo o alguno de mis
tíos descubrían tanto dinero me interrogarían y no se tragarían que aquel billete me lo había encontrado
en la calle. Antes de ir a mi casa tenía que consumir lo que me quedaba.
Encontré una única solución, en un puesto donde vendían libros y tebeos usados me compré novelas
de Salgari y de Zane Grey, en mi casa dije que me las habían prestado. Gracias a Emilio Salgari y a Zane
Grey logré librarme de aquel billete y llegar a mi casa sin dinero en los bolsillos. Sé que a quién lea esto
en la actualidad le puede parecer extraño, pero les doy mi palabra de que gastarse en una tarde veinticinco
pesetas era realmente imposible, al menos para mí.
Cuando recuerdo el valor del dinero de entonces, se me viene a la memoria una canción que me
cantaba mi abuelo, decía: Le voy a pedir a mi padre una perra gorda para comprarme un pito y una pelota,
un molino de viento y un Nicanor, se tira de la cuerda y hace pim pam pom.
Una de las cosas que más asombro me producen ahora, cuando voy a Madrid y tengo que
desplazarme de un lugar a otro, son las distancias. Es como si en Madrid, alguien con poderes mágicos
hubiera desplazado los monumentos y los lugares colocándolos más lejos. Los chicos de mi época éramos
nómadas y nos desplazábamos de un lugar a otro como si no hubiera distancias. Lo mismo íbamos con el
aro desde Zurbano o Abascal hasta Canillejas, que nos desplazábamos jugando a la toña hasta Atocha, lo
mismo nos acercábamos al estanque de El Retiro a pescar carpas —que después metíamos en un frasco y
las vendíamos a real—, como a bañarnos en el estanque de Puerta de Hierro. Para bañarnos en el
Manzanares nos daba igual ir hasta el Puente de los Franceses que al Puente de Segovia y, aunque
algunas veces usábamos el tope de los tranvías como medio de transporte, casi siempre —sobre todo con
el aro lo hacíamos a pie. Para nosotros estaba igual de lejos el Viaducto que la plaza de Castelar, era
como si las distancias no existieran, como si todo lo que buscábamos estuviera ahí, junto a nosotros.
Cuando íbamos a bañarnos al Manzanares, cruzábamos el parque del Oeste y al llegar al Puente de
los Franceses doblábamos a la derecha, buscando un sitio donde poder nadar, que no era nada fácil
porque el agua en ese poco caudaloso río nos llegaba como mucho por encima de las rodillas; por eso,
algunas veces optábamos por irnos más allá del Puente de Segovia, donde el río ya estaba canalizado y
cubría un poco más, aparte de que el agua, que salía por una gruesa cañería, salía calentita, imagino hoy,
ya pasados los años, que eran aguas residuales de alguna fábrica que había cerca del río, pero nunca,
milagrosamente, nos pasó nada. Otras veces cambiábamos de idea. Cruzando por la Dehesa de la Villa
había dos estanques, uno que llamábamos el estanque de los caballos porque alguna vez habíamos visto
bañar caballos en él y otro estanque, muy peligroso, que estaba al borde de una estrecha carretera cerca de
Puerta de Hierro. Este estanque era profundo y en el fondo había mucho cieno, ya se habían ahogado en
él algunos chicos. El agua estaba estancada y con un olor asqueroso. Era un estanque abandonado, que
seguramente alguna vez se había usado para regadío. Después cuando la República, hicieron la playa de
Madrid, cerca de El Pardo, y aquello nos parecía El Sardinero de Santander.
También íbamos a la piscina del Niágara. Una piscina instalada en el interior de un edificio de
varios pisos en la cuesta de San Vicente, justo enfrente del Palacio Real y donde no entraba el sol en todo
el día. El agua estaba fría, pero podíamos nadar y hasta tirarnos de cabeza desde unos salientes que había
colocados en cada una de las columnas que servían de apoyo a aquel edificio, que era lo más parecido a
una corrala. Era más o menos como uno de los patios de nuestra casa de Zurbano, sólo que en lugar de ser
de piedra tenía agua.
Para ir hasta el estanque de Puerta de Hierro teníamos que hacerlo en el tope de un tranvía que
bajaba por la Ciudad Universitaria. Apenas salir de la Moncloa, tirarse en marcha era jugarse la vida
porque las vías eran iguales a las del tren, con traviesas y piedras, y el tranvía cuesta abajo iba a una
velocidad endiablada. Si algún cobrador nos descubría subidos en el tope, corría la ventanilla y nos
golpeaba en la cabeza con una caja de aluminio que usaban para llevar los billetes, otras veces nos tiraban
a la cara puñados de arena, que utilizaban en los tranvías cuando le patinaban las ruedas, eso hacía que
nos tuviéramos que lanzar en marcha, cosa que no era complicada en la ciudad, pero sí cuando teníamos
que hacerlo en aquel tranvía de Puerta de Hierro.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Ahora, a mis años, no soy capaz de entender la crueldad que muchos de los cobradores empleaban
contra los chicos; aunque no todos eran crueles, a algunos ya los conocíamos y sabíamos que con ellos no
corríamos ningún peligro, lo más que nos hacían era, cuando el tranvía paraba, decir que nos bajásemos;
pero eran los menos, la mayoría tenían mala leche y disfrutaban golpeando con su caja de aluminio en
nuestras cabezas o tirándonos arena en la cara.
Muchos días nuestro juego era coger el tope del tranvía en la plaza de Isabel la Católica, llegar hasta
la Cibeles y volver en otro de Cibeles a Isabel la Católica. Decía que no todos los cobradores eran crueles,
pero había uno al que llamábamos El Zanahoria, porque era pelirrojo, con una enorme nariz también
como el pelo, muy colorada. Era sin lugar a dudas el más cruel de todos los de la compañía de tranvías.
Sabía que íbamos subidos en el tope, pero disimulaba hasta que el tranvía alcanzaba la máxima velocidad,
entonces sacaba su mano por la ventanilla y nos golpeaba en la cabeza con la caja de aluminio; con los
golpes no nos quedaba más remedio que tirarnos del tope con el riesgo de rompemos una pierna, un brazo
o abrirnos la cabeza. Y lo que más nos dolía era su risa al vernos caer.
Mi compañero de tope era Felipe, un chico tres años mayor que yo, que se ganaba la vida como
limpiabotas. Felipe tenía una increíble habilidad para subirse a los topes en marcha. Se la tenía jurada a El
Zanahoria.
El Zanahoria, igual que otros cobradores, llevaba, a un lado de la plataforma trasera, una banqueta
parecida a una mesita que en la parte de arriba tenía una almohadilla para sentarse; la banqueta tenía una
puerta sin llave y dentro, El Zanahoria llevaba una fiambrera, tartera que le llamaban en mi casa, con la
comida o el almuerzo y una botella de vino. No sé cómo se las arregló mi amigo Felipe el limpiabotas,
pero con su gran habilidad arriba del tope de los tranvías, aprovechó que El Zanahoria estaba en la
plataforma delantera hablando con el conductor, se puso de pie en el tope, llegó hasta el estribo, metió la
mano y la sacó con la fiambrera de El Zanahoria, y sin bajamos del tope nos comimos la tortilla y los
boquerones fritos que había en la tartera, y Felipe, tengo presente la imagen, subido en el tope, se bajó el
pantalón, se cagó dentro de la tartera y la puso de nuevo en el lugar de donde la había cogido. Luego nos
tiramos del tope y nos sentamos en un banco de la Castellana a morimos de risa imaginando la cara de El
Zanahoria cuando llegara la hora del almuerzo, abriese la fiambrera y se encontrara dentro una mierda.
Felipe cuando cumplió los diecisiete años se quiso ir de polizón en un barco a América, y para llegar
hasta Valencia lo hizo subido en el techo de un tren. La Guardia Civil le detuvo y en un descuido se
escapó y de nuevo se subió al techo del tren. Cuando corría por el techo, huyendo de la pareja de la
Guardia Civil, le dispararon y murió de dos balazos en el vientre. Aquello fue un crimen. Felipe era un
excelente muchacho y no merecía morir de esa manera.
En el colegio nos seguían explicando lo de la Santa Cena y lo del cielo y el infierno y lo del
purgatorio y que el Ebro nacía en Fontibre cerca de Reinosa y que desembocaba en el Mediterráneo por
Amposta y que tenía afluentes por la derecha y por la izquierda que se llamaban Arga, Aragón, Gállego y
Segre y alguno más y que el río Ebro recorría 928 kilómetros. Yo me lo aprendía de memoria y aún a esta
altura de mi vida me lo sé, pero me sigue pasando lo que me pasaba entonces, que me importa tres
puñetas si el Ebro nace en Fontibre, como si nace en Lugo. Nunca, ni siquiera ahora sé dónde nace el
Manzanares, que era mi río, el río donde yo iba a bañarme cuando hacía novillos y no iba al colegio, y no
solamente no sé dónde nace ni dónde muere, sino que ni siquiera me tomo la molestia de informarme,
pero en los colegios tratan o pretenden convertir el cerebro de los niños en enciclopedias. Todavía no
logro entender por qué los frailes se empeñaban en que nos aprendiésemos de memoria el nombre de los
reyes godos que en paz descansen, pongo por caso. Para mí era algo así como si nos dieran un paseo por
el cementerio de la Almudena y al salir supiésemos de memoria los epitafios de las tumbas. De todos
modos, esas cosas que nos enseñaban los frailes me han sido muy útiles en algunos momentos de ocio
para llenar crucigramas.
Y a propósito de los reyes godos, los chicos hacíamos maldades a los que pasaban por nuestra calle
y que no eran del barrio, o a los que llegaban como nuevos inquilinos a la casa de Zurbano 68.
Uno de los juegos era el del rey cojo. Uno de nosotros hacía de rey cojo, andaba saltando sobre un
solo pie, porque con el otro pie, con el que no apoyaba en el suelo, intencionadamente, había pisado un

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Miguel Gila Y entonces nací yo

moñigo de caballo o la cagada de un perro. Otro hacía de caballo y al novato le decíamos que hiciera de
estribo. El que hacía de caballo se agachaba, el que no era del barrio hacía de estribo, entrelazaba los
dedos y colocaba las manos en forma de estribo. Llegaba el rey cojo andando sobre un solo pie,
apoyándose en el que hacía de lacayo, colocaba en las manos del que hacía de estribo el pie, que se
suponía no le funcionaba, y se subía encima del que hacía de caballo. Las manos del que hacía de estribo
se untaban de mierda y le decíamos, para consolarle, que era pintura, pero se olía las manos y decía:
—No es pintura, es mierda.
Y los chicos nos retorcíamos de risa.
Teníamos otro, el del “palo”. Nos acercábamos a un solar y untábamos un palo en una mierda (en
aquella época la gente se bajaba los pantalones en cualquier solar). Cuando veíamos aparecer por nuestra
calle algún otro chico que no era del barrio, simulábamos una pelea.
—A que te mojo la oreja.
—Si eres valiente, mójamela.
—Te la mojo y te rompo la cara.
—¿A quién, a mí?
—Sí, a ti.
No hay nada que despierte más curiosidad en un chico que presenciar una pelea. El que pasaba, el
que no era del barrio, se paraba a mirar y los dos que estaban compinchados seguían discutiendo.
—Anda, mójame la oreja si eres valiente.
—Porque tienes el palo.
Y el que tenía el palo le decía al que no era del barrio:
—Chaval, tenme el palo.
El que no era del barrio cogía el palo por la punta que estaba untada de mierda y lo soltaba
rápidamente, se miraba la mano y le decíamos:
—Es pintura.
Se la olía y decía:
—Es mierda.
Y lo mismo que con lo del “rey cojo”, los del barrio nos retorcíamos de risa.
También teníamos la costumbre de untar con mierda el picaporte de la taberna del señor Urbelino.
Y es que en mi barrio había mierda para regalar.
Inauguraron en la calle de Abascal, entre Zurbano y Fernández de la Hoz, en lo que antes era
Wateler, un restaurante-jardín con orquesta muy elegante, que durante la noche se llenaba de gente rica.
Se llamaba Jardines Abascal. Las cocinas del restaurante estaban en un semisótano y tenían unas ventanas
con rejas, que quedaban a la altura de la acera de la calle de Málaga. Abajo los cocineros preparaban las
cenas, los chicos del barrio nos hicimos unas cañas con un clavo en la punta y cuando los cocineros se
distraían metíamos la caña por entre los barrotes de la ventana y nos subíamos, pinchado en el clavo, una
croqueta o un muslo de pollo.

Confesión y comunión
Todos los primeros viernes de mes teníamos que comulgar y antes había que confesarse. Yo no
sabía si lo del “palo” y lo del “rey cojo” era pecado o no lo era, pensaba que más bien era una travesura,
así que nunca lo confesaba. Antes de acercarme al confesionario, repasaba los mandamientos de la ley de
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Miguel Gila Y entonces nací yo

Dios. Mis pecados se centraban concretamente en cuatro, el cuarto, el quinto, el séptimo y el octavo. Lo
de honrar padre y madre no lo entendía en su totalidad, porque no conocía en profundidad la palabra
honrar, suponía que se refería a obedecer y yo a veces lo hacía y a veces no. El quinto también tenía para
mí cierta duda, porque a veces con el tirador que siempre llevaba en el bolsillo había matado algún pájaro
o alguna lagartija, el séptimo, el de no hurtar no lo cumplía, porque en la frutería de García de Paredes y
Fernández de la Hoz robaba manzanas y plátanos y en la churrería de Eloy Gonzalo las puntas, ese sí lo
confesaba. Y el octavo, que era el de no mentir, también lo confesaba porque si en mi casa decía dónde
había estado o dónde había ido, me podía costar una paliza. A ningún chico nos gustaba confesarnos con
el padre Nicolás, porque tenía siempre la obsesión de preguntarnos si nos masturbábamos, si jugábamos
con las chicas a las casitas y qué hacíamos con ellas. Lo que nunca le confesaba ni al padre Nicolás ni a
ninguno, era lo de la Jaleo.
A mí el catecismo no me acababa de entrar, porque había cosas que me eran complicadas como
aquello de: Los enemigos del alma son tres: mundo, demonio y carne. Lo de la carne no terminaba de
entenderlo bien. Yo suponía que aquello tenía que ver con las tetas de mi prima Sagrario, que cuando
ayudaba a mi abuela a lavar la ropa se le movían de un lado a otro.
No obstante, y aunque con muchas dificultades, iba pasando de una clase a otra superior, ya estaba
en la cuarta.
Le seguía leyendo a mi abuela las noticias del periódico: Hoy ha llegado a Buenos Aires el Plus
Ultra, hidroavión pilotado por los españoles Franco, Ruiz de Alda, Durán y Rada. Como se sabe, el vuelo
sobre el Atlántico Sur fue iniciado el pasado día 22 de enero, desde Palos de Moguer (Huelva), y en él ha
venido centrándose la atención mundial, debido a la heroica audacia que el empeño suponía. Ahora, y ya
felizmente coronada la empresa, los protagonistas reciben las muestras de júbilo desbordante de la
población bonaerense, que se une así al júbilo que en España ha producido la noticia de este gran
acontecimiento.
Y llegó el año 1931. Dos años más y dejaría el colegio y con él, los frailes. Pero en ese año las
cosas iban a cambiar, 1931 fue un año muy complicado.
De Boetticher y Navarro salieron los obreros en manifestación, dando gritos contra la explotación
de los trabajadores. Hubo varias huelgas. Los frailes de mi colegio estaban asustados —algunos, otros no,
pero en el colegio se respiraba un clima muy raro, como que algo tremendo iba a pasar.
Hubo un asalto a las tiendas de comestibles. Recuerdo que la gente rompía las lunas de los
escaparates y se llevaban todo lo que había dentro, otros colocaban sobre el borde de las aceras los
bidones de aceite y abrían el grifo, el aceite corría hacia las alcantarillas como el agua en los días de
lluvia mientras que los dueños aterrorizados observaban desde la calle a aquella multitud enloquecida.
Todos los chicos del barrio nos metimos en una de las tiendas y, aprovechando aquella locura de la gente,
nos llenamos los bolsillos de caramelos, de galletas y de chocolate. Cuando llegué a mi casa y le enseñé a
mi abuela el botín que había conseguido, me cogió de una oreja.
—¿Tú por qué te tienes que meter en esos líos? ¿No te das cuenta de que te puede pasar algo?
Nunca más. ¿De acuerdo?
—Está bien, madre, nunca más.
Pero luego, en la calle, nos reunimos los chicos y disfrutamos del botín.
En España había grandes conflictos políticos. En Barcelona es asaltada la cárcel Modelo y son
liberados seiscientos presos. El 27 de abril se impone la bandera tricolor como enseña nacional.
Como era costumbre, al volver del colegio y después de hacer la tarea, bajaba a la calle un rato a
jugar con mis amigos, luego subía y ayudaba ami abuela a poner la mesa, siempre comíamos en la cocina,
el comedor sólo se usaba en las Navidades o cuando venía mi tía Capilla de París.
En las Navidades, los chicos del barrio salíamos con nuestras panderetas y nuestras zambombas —o
una sartén o una cacerola, que golpeábamos con un palo—, y nos recorríamos primero toda la vecindad y
luego el barrio, intentando cantar villancicos, y digo intentando porque antes de aguantar el ruido y el
escándalo de las zambombas, las latas, las sartenes, las panderetas y los pitos, muchos preferían darnos
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Miguel Gila Y entonces nací yo

algo para que nos fuésemos con la música a otra parte. Con tanto ruido lo único que hacíamos era darle la
tabarra a la gente. Yo creo que, cuando nos daban algo, lo hacían con la única intención de perdernos de
vista. No obstante, al final, al sentarnos a hacer el reparto disfrutábamos con las nueces, el turrón, las
almendras, las castañas y el mazapán, pero sobre todo con el dinero, que nos servía para comprar
rodamientos y hacernos los carros de roza, como llamábamos a los carros y los patines que nos
fabricábamos con las ruedas de rodamientos.
En mi barrio sólo había una calle asfaltada, la calle Fortuny, y ahí era donde íbamos a disfrutar con
nuestros carros de roza.
Los carnavales se celebraban en el paseo de la Castellana, muy cerca de nuestra casa. Casi todos los
chicos nos disfrazábamos de destrozona. El disfraz de destrozona consistía en ponernos una falda y una
blusa de alguna mujer de nuestra casa y un pañuelo en la cabeza, rellenábamos con trapos el pecho para
simular las tetas y nos poníamos una almohada debajo de la falda en la parte de atrás, para simular el
culo, en la mano una escoba y en la cara una careta de cartón. Nos íbamos hasta la Castellana y
pretendíamos mezclarnos con la gente, que iba detrás de las carrozas con unos disfraces vistosos. Los
guardias, que mantenían a la gente en las aceras, no nos dejaban pasar.
—Nosotros podemos pasar porque estamos disfrazados —decíamos.
—¿Disfrazados? ¡Vamos niños, iros a hacer puñetas! Pero siempre encontrábamos un hueco y
conseguíamos colarnos. Nos poníamos detrás de las carrozas y recogíamos caramelos y serpentinas.
Pepe el de la Carola se disfrazó de vagabundo con un abrigo, una gorra y unos zapatos viejos. En el
hombro llevaba un palo y en el extremo del palo un pañuelo anudado lleno de piedras. Hacía como que no
se daba cuenta y cuando pasaba alguien que no era del barrio se giraba y le golpeaba en la cabeza con las
piedras que llevaba en el pañuelo, luego pedía perdón, pero el que recibía el golpe se llevaba la mano a la
cara o a la cabeza y decía: Joder, casi me salta un ojo. Y nosotros nos mondábamos de risa.
Un año me disfracé de Charlot con una chaqueta negra y unos pantalones que me prestó el señor
Domingo, un vecino de la buhardilla, que era músico, mejor dicho, había sido músico y ahora se dedicaba
a copiar partituras, pero aún conservaba un traje de etiqueta; él me consiguió también un sombrero muy
parecido al de Charlot, un bastón y unos zapatos, que me estaban grandes. Me pinté el bigote y las cejas
con un corcho quemado y me fui a la calle pensando que nadie me reconocería. Todos los que pasaban a
mi lado me decían:
—¡Adiós, Miguelín, qué disfraz tan bonito! Al principio me dio rabia que me identificaran, pero
luego me empezó a gustar. Ese año, los guardias me dejaron pasar, porque ese año sí que iba disfrazado.
Hubiera deseado que el Carnaval durase todo el año.
En el mes de julio se celebraba la verbena del Carmen, todos los juegos y las tómbolas se montaban
en las calles de Eloy Gonzalo, Álvarez de Castro y Trafalgar. La verbena olía a aceite de churros. Los
chicos de mi barrio íbamos a la verbena y como los caballitos funcionaban a mano, el dueño nos
contrataba para empujar.
Cuando los caballitos, gracias a nuestro impulso, empezaban a dar vueltas, nos dejaba subirnos en
marcha y viajar gratis, hasta que se paraban y volvíamos a empujar de nuevo. En la calle instalaban
merenderos, a los que se podía llevar comida, sólo había que comprar la bebida; algunas noches, mi
abuela preparaba una tortilla y unos filetes empanados y cenábamos en uno de ellos. Para mí aquello era
una fiesta. Había un aparato para probar la fuerza, en ese aparato por un real daban un mazo para golpear
en una madera que había en la parte de abajo, al golpear con el mazo una pieza de hierro pesada subía por
un carril y si la pieza de hierro llegaba a la parte de arriba se encendía una luz, sonaba un timbre, se abría
una pequeña sombrilla o paraguas y el hombre encargado del aparato daba como premio una palomita de
yeso, con una especie de escarcha brillante, que se sujetaba con un imperdible. Cuando alguno, con
aspecto de hombre fuerte, pagaba el real y cogía en sus manos el mazo, la gente esperaba el golpe, el
hombre le daba la chaqueta a su mujer o a su novia, se escupía las manos, echaba el mazo hacia atrás y lo
dejaba caer con fuerza sobre la madera que hacía de resorte, la pesada pieza de hierro subía hasta arriba,
se encendía la luz, sonaba el timbre, se abría la sombrilla y la gente le aplaudía, el encargado del mazo le

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daba la palomita de yeso con escarcha y el ganador y su novia se iban cogidos del brazo, él con actitud de
héroe y ella con una sonrisa y mirando a la gente como diciendo: “¡Qué macho es mi hombre!” También
las barcas había que empujarlas a mano, hasta que los que iban subidos en ella hacían un movimiento que
les permitía manejarse por sí solos. La noria sí tenía motor y también tenía motor eso que llamaban el
“güitoma”, que eran unos pequeños asientos colgados de una cadena que al girar a gran velocidad hacían
que las mujeres gritaran y los hombres se desternillaran de risa.
Había muchas barracas de tiro al blanco, algunas con pelotas de trapo y otras con escopetas de aire
comprimido. La más famosa era una en la que, cuando se daba en la diana, se abría una puerta y por ella
salía un muñeco; por unas vías el hombrecito llegaba hasta el tirador llevando en las manos una bandeja
con una botella de sidra o una pulsera, dependía de si era hombre o mujer el que acertaba en la diana.
Antes de que se abriera la puerta se escuchaba una voz que decía: “Rosita para una niña” o “Rosita para
un caballero”.
A los chicos las que más nos gustaban eran unas que tenían una cama y en la cama una mujer
acostada con un camisón transparente. Se tiraba con unas pelotas de trapo muy duras y cuando el tirador
acertaba a dar en la diana, la cama se volcaba y la mujer caía al suelo, con su camisón transparente.
A veces se les salía una teta y los hombres le decían cosas mientras los chicos disfrutábamos.
En todas las verbenas había maricas que se aprovechaban del bullicio para meter mano a los
chavales.
Una de las noches que estábamos en una tómbola viendo el sorteo, vino el Pedrín, uno de los
chavales de mi barrio que usaba gafas y me dijo:
—Miguel, Miguel, ahí hay un señor que te hace una paja y no te cobra.
A todos nos dio un ataque de risa.
Lo que le pasó al Pedrín le pasó porque, además de ser miope, era medio “gilí”, y como nos había
oído decir que en la cuesta de Moyano había unas pajilleras que por veinte céntimos te hacían una paja,
debió creer que lo suyo había sido una ganga.
Los maricas también merodeaban por los barrios y aprovechaban para meter mano a los chavales.
Un día pasó uno por nuestra calle, estábamos jugando al fútbol y se acercó a nosotros.
—Soy representante del Real Madrid y estoy buscando chavales para el equipo infantil.
Uno a uno nos fue tocando los músculos de las piernas por fuera y por dentro. Quedó en volver al
día siguiente para llevarnos al campo del Real Madrid y hacernos una prueba. No volvió nunca más, pero
el marica nos dio un magreo a todos.

Alfonso XIII abandona Madrid


Ya estábamos en el mes de marzo, yo cumplí los doce años, luego vendrían las vacaciones, acabaría
la cuarta clase y ya me quedarían solamente dos para terminar el colegio y buscar un trabajo en cualquier
oficio, que era lo que yo quería y lo que querían en mi casa.
En abril de ese año leímos en el periódico una noticia que habría de provocar grandes cambios en el
país.
El rey Alfonso XIII ha abandonado Madrid con su familia, rumbo a un puerto del Mediterráneo
desde el que se supone saldrá para el extranjero. Aunque no ha abdicado ni renunciado formalmente al
trono, Alfonso XIII antes de partir ha manifestado que acepta la voluntad nacional. El que hasta ahora fue
comité revolucionario, compuesto por Niceto Alcalá Zamora, Manuel Azaña, Indalecio Prieto, Largo
Caballero, Miguel Maura y algunos otros dirigentes republicanos, se ha erigido en Gobierno provisional
de la República. El cambio de régimen, que se ha celebrado en toda España con gran entusiasmo, se ha
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Miguel Gila Y entonces nací yo

llevado a cabo sin alteraciones de orden público y sin que haya habido que lamentar incidentes de
ninguna clase.
Había un gran revuelo en las calles, gentes que gritaban. Los obreros de Boetticher y Navarro
abandonaron el trabajo dando vivas a la República. Era el 14 de abril. Hacía un mes que yo había
cumplido los doce años, ya sólo me faltaban dos para estar entre aquellos obreros, porque mi tío Manolo
ya había hablado para que al cumplir los catorce entrara de aprendiz. Uno de los obreros me colgó un
letrero al cuello que decía: “Viva la República!” Nos acercamos hasta la casa de don Niceto Alcalá
Zamora, en Martínez Campos casi esquina a Zurbano.
Yo no tenía idea de qué significaba la República, ni de si era buena o mala, pero como vi a los
obreros tan contentos, imaginé que era buena, y me uní a ellos coreando los gritos y los vivas.
Alcalá Zamora se asomó a uno de los balcones de su casa y después de un saludo con la mano, nos
dirigió un breve discurso. Desde ahí nos fuimos a la Puerta del Sol. La Puerta del Sol estaba abarrotada de
gente. Llevaban pancartas que, como en la que a mí me habían colgado del cuello, se leía: “Viva la
República!” Ya en el barrio, un grupo de gente me incitó a que pusiera una bandera republicana en la
mano de la estatua del general Concha, conmemorativa de la batalla de Castillejos, que está en la
Castellana, entre Abascal y María de Molina. Haciendo grandes esfuerzos y ayudado por algunos chicos
del barrio, conseguí subir hasta la estatua, pero cuando me deslizaba por el brazo hacia la mano del
general, perdí el equilibrio y caí desde aquella altura hasta el suelo, me hice una brecha en la cabeza y me
dejé la mitad de un diente en el pedestal de piedra de la estatua. No me maté de milagro, pero me
aplaudieron como si hubiera ganado una batalla.
Desde abril de 1931 hasta el comienzo de la Guerra Civil, ocurrieron muchísimas cosas que para mí
resultaban muy confusas. En mi casa, como cada noche durante la cena, comentaban los acontecimientos
del día, y yo, aunque seguía siendo nada más que un chico sin voz ni voto, empezaba a tomar conciencia
de que algo grave iba a pasar en España.
Seguía yendo al colegio, pero había habido cambios: algunos frailes se pusieron del lado de la
República y continuaron dando clases, otros habían abandonado el colegio y no se sabía nada de ellos.
Juanito García Sellés y yo seguíamos, cartera al hombro, con nuestros cuatro viajes diarios de casa al
colegio y del colegio a casa. En el mes de junio, como cada año, nos dieron las vacaciones y como cada
verano nos lo pasamos en la calle jugando al fútbol hasta que se hacía de noche y no se veía la pelota.
Alguno de mis tíos, no sé cuál de ellos, me hizo de una cosa que no sé si era del Partido Socialista o
del Partido Comunista, algo así como, después, durante la dictadura, los Flechas y Pelayos. Se llamaba
Salud y Cultura y nuestro uniforme era nuestra ropa de diario, pero llevábamos en la cabeza un gorro
como el de los marinos americanos, que llamaban “merengue” y en el que mi abuela me había bordado
con hilo rojo las siglas S. C. También llevábamos en el cuello un pañuelo rojo. Bajábamos por la cuesta
del parque del Oeste hasta la Casa de Campo, cantando: Somos de Salud y Cultura nos queremos como
hermanos y el que nos quiera pegar en la Casa Campo estamos.
Se le empinó, se le empinó se le empinó para marchar, para marchar, y aunque venga la Legión, va
adelante el batallón.
Se le empinó, se le empinó.
En la Casa de Campo nos daban charlas sobre el mal trato que le daban los patronos a los obreros,
sobre la explotación de los campesinos a manos de los terratenientes y que esto se iba a acabar, que
España era el país con más analfabetos del mundo y que un político republicano había dicho que España
no sería una nación hasta que, en los pueblos, la escuela fuese más alta que la torre de la iglesia; que
nosotros éramos el futuro y que teníamos que aprender a defender los derechos de los trabajadores.
Después nos daban una merienda y jugábamos hasta el final de la tarde, que volvíamos a casa.
Y en una de esas tardes en que volvía a casa, me llegó la liberación: mi tío Ramón se había alistado
al cuerpo de Guardias de Asalto y le habían destinado a Málaga. Se fue tres días después. Para mí, aquello
era un sueño, se acabaron los pedos y los sustos. Toda la habitación y la cama eran sólo y exclusivamente
para mí. Se crearon las escuelas de Artes y Oficios nocturnas; como a mí me gustaba mucho el dibujo, me

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Miguel Gila Y entonces nací yo

anoté en una de estas escuelas en la calle de la Palma, y aunque a mí el dibujo que me gustaba era el
artístico, mi tío Manolo me convenció para que estudiara dibujo lineal, argumentando que cuando
empezara a trabajar en Boetticher y Navarro me iba a ser muy útil. Y así fue como todas las tardes,
después del colegio, me iba hasta la calle de la Palma a estudiar dibujo lineal. Esto me quitaba muchas
horas de juego con los amigos del barrio, pero el dibujo me iba gustando cada día más. Mi tío me había
comprado una caja de dibujo con un compás y un tiralíneas, una goma de borrar, un lapicero, un
cuaderno, un cartabón y una regla. Aquel material era para mí un tesoro. Durante muchos años había
soñado con tener una de esas cajas.
Y alternando el colegio con las clases en la escuela de Artes y Oficios y mis juegos con mis dibujos
llegó 1932. En marzo había cumplido los trece años, me faltaban sólo tres meses para terminar la quinta
clase y en otro año más la sexta y última. Ya con catorce años dejaría el colegio y empezaría a trabajar de
aprendiz. Pero cometí la torpeza de gastarle una broma pesada al hermano Serafin, el de la quinta clase.
Yo estaba, como era mi costumbre, haciendo modificaciones en el libro de Historia. En una ilustración
estaban los Reyes Católicos recibiendo a Cristóbal Colón a su regreso de las índias. Pinté un globo sobre
la cabeza de Isabel la Católica y dentro del globo una frase que decía: Si no fuese porque mi marido es
muy celoso, le daba un beso en el morro que se lo destrozaba. Y de la boca del rey salía otro globo que
decía: Pues por mí no lo dejes, que si te apetece, me hago el tonto.
El hermano Serafin era alto y gordo, pero tenía voz de vicetiple, era como si en lugar de hablar él lo
hiciera un enano que llevara oculto debajo de la sotana. Cuando más nos hacía reír era cuando se
enfadaba, porque parecía como si al enano que llevaba debajo de la sotana se le atiplara más la voz.
No sé cómo lo hizo, ni le oí acercarse, pero de un tirón me quitó de las manos el libro de Historia,
miró el grabado de los Reyes Católicos, leyó lo que yo había puesto en boca de cada uno de ellos, cerró el
libro y me hizo extender la mano con la palma hacia arriba. Intentó darme un golpe con la regla de
madera, pero retiré la mano y dio un reglazo en el vacío. Había puesto tanto énfasis en el golpe que debió
hacerse daño, porque sin soltar la regla, con un marcado gesto de dolor, se llevó la mano al hombro
derecho. Se enfureció más, y aunque el enano que suponíamos llevaba debajo de la sotana no dijo nada,
en el rostro del hermano Serafin se reflejó la mala leche por el fallo. Con un reglazo certero me golpeo
con saña en la espalda, luego me ordenó que me sentara en la tarima donde él tenía su mesa. Me dolía la
espalda del golpe. No dije nada, no quise darle el gusto de que disfrutara del castigo, apreté los dientes y
disimulé el dolor, pero se la guardé. Dejé que pasaran unos días y me porté bien, hasta que una vez,
aprovechando que pasaba junto a mi pupitre, le enganché en la sotana con un alfiler, a la altura del culo,
un letrero que decía: No tocar, peligro de pedo. No se dio cuenta, pero cada vez que nos daba la espalda,
la clase era una carcajada unánime. Ni él ni el enano que suponíamos llevaba debajo de la sotana sabían el
porqué de aquellas carcajadas, porque cuando se volvía de cara, los chicos, aunque con grandes esfuerzos,
contenían la risa. Al final descubrió el cartel, no anduvo con interrogatorios, vino derecho hacia mi
pupitre con la regla en la mano. No le di la oportunidad de llegar, comencé a dar vueltas alrededor de las
mesas. El hermano Serafin, regla en alto, detrás de mí. Los chicos me pusieron los libros y los cuadernos
sobre el pupitre más cercano a la salida, los cogí en mi carrera y abandoné la clase y el colegio.
Aún faltaban dos meses para las vacaciones de verano, los dos meses me los pasé yendo a El Retiro,
al río Manzanares y a otros lugares, esperando el mes de junio.
Para no cargar con la cartera, me llevaba un único libro, argumentando que ese día sólo teníamos
Gramática, Cálculo o Geometría.
Y así llegó el mes de junio, las vacaciones y con ellas mi liberación. Lo que haría al año siguiente
prefería pensarlo cuando llegara el momento.
El Gobierno de la República mandó construir varios grupos escolares, uno de ellos en la calle Cea
Bermúdez, cerca de mi casa. Yo pensaba que tal como estaban las cosas —las huelgas y la quema de
conventos—, acabarían por cerrar los colegios de frailes y con ello se me daría la oportunidad de terminar
mis estudios en un colegio nuevo, sin tener que explicar en mi casa lo que me había pasado con el
hermano Serafin.
Pero el colegio de la Inmaculada Concepción seguía en pie y al final del verano abriría sus puertas.
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Miguel Gila Y entonces nací yo

Todo lo que ocurrió durante la República está en los libros de historia y en las hemerotecas. La
quema de conventos, la renuncia del príncipe de Asturias a la Corona, su matrimonio con la cubana
Edelmira Sampedro, el levantamiento anarcosindicalista en Madrid, Cataluña y Valencia, la huelga
general revolucionaria y las sublevaciones en Asturias y Cataluña o la represión en Casas Viejas. No voy
a relatar nada de lo que, políticamente, aconteció en aquellos años, porque creo que esa labor le
corresponde a los historiadores y porque sé que existe un gran abismo entre la visión de los hechos
contados por un historiador y mi visión de chico. Aparte de que estoy convencido de que los historiadores
escriben la historia influenciados por su ideología. He leído muchos libros de historia y en todos ellos hay
una tendencia a contarla según el pensar y el sentir de cada historiador, de la misma manera que cada
lector acepta como cierta la que más se adapta a lo que él piensa y a lo que siente. En estos últimos años
han salido unas seis biografias de Franco, ninguna es coincidente, en todas el biógrafo cuenta a su manera
o condicionado por su ideología, la vida del que fue durante la dictadura el caudillo de los españoles.
Pretendo solamente contar mis vivencias de aquel entonces usando, como único medio, lo que esté
archivado en el desván de mi memoria. Y lo que está archivado, en lo que a política se refiere, es muy
poco, que en las elecciones de febrero de 1936 todos los chicos del barrio y yo fuimos al colegio de
Sordomudos en el paseo de la Castellana, donde habían instalado las urnas para emitir los votos y le
gritábamos a la gente que había que votar al Frente Popular. A esa edad, aunque en mi casa a la hora de la
cena se hablaba de política, yo no tenía ni la menor idea de qué era y qué significaba el Frente Popular ni
qué era la CEDA o la FM, ni quiénes eran Berenguer o Sanjurjo. Tan sólo trato de rescatar del desván de
mi memoria aquellos aguafuertes de las cosas que más me impactaron.

Se acabaron los frailes,


la gramática y el catecismo
Habían transcurrido varios meses desde que el hermano Serafin me echara del colegio, ya estaban
por terminar las vacaciones del verano y muy pronto me llegaría el momento de fingir que volvía al
colegio. Hasta marzo del año siguiente no cumpliría los catorce años y el sólo hecho de pensar que aún
me quedaba uno para poder entrar de aprendiz en algún taller me producía una angustia dificil de
soportar. Y lo que era peor, tenía que estar nueve meses sin ir al colegio y fingir que lo hacía.
Me llegó la liberación cuando mi abuelo me dijo:
—Se que esto no te va a gustar, pero se acabó el colegio. Tus tíos se han ido casando y necesitamos
que trabajes para ayudar a la casa.
No sabía mi abuelo lo que aquello significaba para mí. Se acabaron los verbos, el catecismo, la
historia sagrada, la misa diaria y el comulgar todos los primeros viernes de mes, con la angustia de la
confesión.
Cuando dejé el colegio para empezar a trabajar, me hicieron mi primer pantalón largo. Mi primer
pantalón de hombre era de color caqui. Me lo hizo mi abuela de un uniforme que trajo mi tío Antonio de
Marruecos cuando le licenciaron.
Mi primer pantalón de hombre sirvió para que mis amigos me gastaran bromas, preguntándome si
iba a trabajar de cobrador en un tranvía (en aquellos años los conductores y cobradores de los tranvías
usaban ropa de color caqui). Mi primer pantalón de hombre tuvo la culpa de que yo le rompiera las gafas
de un puñetazo al Pedrín y por culpa del color de mi primer pantalón de hombre, la madre del Pedrín
discutió con mi abuela, diciendo que le tenía que pagar unas gafas nuevas. Mi abuela, con aquello de la
discusión, olvidó que tenía la comida en la lumbre y se quemó. Mi abuelo se cansó de oír a la madre del

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Pedrín, dio un portazo y se vino abajo el clavo que sujetaba un retrato grande de mis bisabuelos,
haciéndose añicos el cristal. Días más tarde, mi tía Gloria se clavó un trocito de cristal en un dedo, se le
infectó y no pudo ayudar a mi abuela en una semana. Como esa semana que mi tía no pudo ayudar a mi
abuela hacía sol, por las tardes nos íbamos a pasear por El Retiro. Mi tía se distrajo y se enganchó en uno
de esos alambres con púas que ponen en los jardines, como el alambre estaba a la altura de los tobillos, mi
tía cayó al suelo, con tan mala suerte que se rompió un brazo.
Tal vez si mi primer pantalón de hombre no me lo hubieran hecho de color caqui, no hubiera pasado
nada, pero el destino quiso que mi tío trajese de Marruecos aquel uniforme y que mi abuela lo
aprovechara. Y cuando el destino se empeña en una cosa...
Mi primer trabajo, ya con mi pantalón de hombre, fue en El Cafeto, una fábrica de café y chocolate
que estaba en el paseo del Pacífico. Mi trabajo consistía en meter una bolsa en un tubo que salía de un
recipiente de cristal lleno de café, tirar de una pequeña palanca, esperar a que la bolsa estuviera llena,
después pasársela a un compañero que se encargaba de cerrarla, y éste se la pasaba a otro que ponía a la
bolsa el precinto y el sello de El Cafeto. El café se dividía en varias clases o categorías: común,
caracolillo, torrefacto, mezcla y no recuerdo en cuántas más.
Durante toda una semana trabajaba en el café y la siguiente empaquetando chocolate. La semana
que me tocaba el chocolate disfrutaba, porque de vez en cuando me comía una o dos onzas. A la salida
nos registraban, nos cacheaban palpándonos la ropa, pero yo me metía entre los calcetines una libra de
chocolate, que luego les llevaba a los amigos del barrio. La libra de chocolate con el calor del tobillo se
deformaba y quedaba como una masa; pero ningún chico le hacía ascos al chocolate.
Mi sueldo era de nueve pesetas a la semana. Tenía que coger el metro en la glorieta de la Iglesia
hasta Pacífico. El billete me costaba treinta céntimos, ida y vuelta, lo que suponía multiplicado por los
seis días de trabajo, una peseta con ochenta céntimos, es decir, que mi sueldo se quedaba en siete pesetas
con veinte céntimos. No era mucho, pero a mí me parecía un sueño cuando llegaba a mi casa el sábado y
le daba a mi abuela un duro de plata y dos pesetas, más dos monedas de cobre de diez céntimos, perras
gordas que se llamaban. No era gran cosa, pero llegaba para comprar el pan y eso suponía una ayuda. Los
domingos, como ya ganaba un sueldo, me daban dos pesetas, que para un chico de trece años era una
fortuna.
Me las ingenié para ahorrar algún dinero y añadirlo a las dos pesetas que me daban cada domingo.
El billete del metro valía de Iglesia a Pacífico veinte céntimos; pero de Iglesia a Chamberí o a la
inversa sólo diez céntimos y lo mismo desde Pacífico a Vallecas o de Vallecas a Pacífico.
Para comodidad de los usuarios, vendían unos tacos de billetes sin fecha que se podían usar
cualquier día de la semana. Compré uno de esos tacos y el primer día, en lugar de subir en el metro de
Iglesia, subí en el de Chamberí y me guardé el billete, después, a la vuelta, en lugar de subir en el metro
de Pacífico me subí en el de Vallecas. Por la tarde, al salir del metro en Iglesia di el billete que tenía
guardado de Chamberí. y al día siguiente al bajarme en Pacífico di el billete de Vallecas. Haciendo esto
todos los días ahorraba diez céntimos diarios, que cada semana suponían sesenta céntimos más para mis
caprichos.
Lo de El Cafeto sólo duró tres meses, era mucho gasto de metro y comida. Estaba buscando algo
más cómodo y como decían en mi casa, un trabajo más de hombre, porque eso de empaquetar café era un
trabajo para mujeres que no tenía futuro. Tanto mis abuelos como mis tíos querían que entrara como
aprendiz en Boetticher y Navarro, pero aún no tenía la edad y además estaban muy solicitados los puestos
de trabajo en aquella empresa.
Un día, mi abuelo llegó a casa con una buena noticia, me había encontrado un trabajo en un taller de
carrocerías en la calle de Eloy Gonzalo.
—Pasaba por la puerta, he visto un letrero: Se necesita aprendiz y lo he arreglado todo. El lunes te
tienes que presentar a las ocho de la mañana, preguntas por el señor Luis y le dices que te llamas Miguel
Gila.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Para mí, aquello fue como si de un solo salto hubiera pasado de chico a hombre. Me compraron un
mono de peto y una camisa de cuadros y me sentí importante.
Y llegó el esperado lunes, me presenté en el taller de carrocerías, di mi nombre y de inmediato me
pusieron a trabajar. Los talleres eran de cuatro socios, Mariano, Emilio, Luis y Leandro. El nombre del
taller lo habían hecho con las iniciales de los cuatro dueños, se llamaba Carrocerías MEL.
En aquella época, los coches se hacían a mano y por encargo. Se traía un chasis con motor, que
solía ser un Hispano Suiza, el señor Luis era el chapista, el señor Emilio era el que hacía el trabajo de
toda la parte eléctrica y el señor Mariano el guarnicionero, el que tapizaba y hacía el forrado de las
puertas y los asientos. El señor Leandro tenía a su cargo el trabajo de pintura.
Me pusieron al servicio del señor Leandro, en la sección de pintura, la más ingrata de todas. Mis
primeras lecciones para llegar a ser un perfecto profesional de la pintura consistían en meterme en un foso
sobre el que había un coche; yo, con una espátula, le quitaba el barro y la grasa que tenía pegado, lo
lavaba luego con petróleo y, cuando estaba seco, pintaba los bajos con una brocha y una pintura que olía
que apestaba. Como para pintar los bajos tenía que hacerlo con el brazo en alto, la pintura me corría por el
brazo hasta el sobaco y entre el barro, la grasa y la pintura, cuando terminaba la jornada de trabajo no me
hubieran reconocido ni en mi casa. Por eso, todas las tardes me lavaba en una fuente que había en el
patio; pero a pesar del lavado, llegaba ami casa con tanta mugre encima que mi abuela gastaba en jabón
casi más de lo que yo ganaba; pero la teoría de mi familia era que no hay nada como ser un profesional.
Mi abuelo tenía un lema y me lo repetía constantemente: Cuando seas un hombre, no me importa el oficio
que tengas, si no eres el mejor, déjalo y búscate otro.
Aparte de pintar los bajos de los coches tenía que hacer los mandados. Eso lo llevaba peor que
nada, aunque algunos, como ir a buscar una pieza a la calle de San Bernardo o una cajetilla al estanco, no
eran pesados y me daban la oportunidad de salir a la calle; había uno en particular que era odioso: llevar a
cromar los parachoques, los faros, las carcasas de los radiadores y los embellecedores de las ruedas.
El taller de niquelado y cromado estaba en la calle Cadarso, cerca de la cuesta de San Vicente y
Carrocerías MEL en Eloy Gonzalo, casi esquina a Álvarez de Castro.
No se cómo se las arreglaban para colocar sobre mis hombros, bajo mis brazos y colgando del
cuello tantos accesorios que debía llevar al taller de cromado, pero lo conseguían: faros, parachoques,
tapacubos, embellecedores de radiadores...
Cuando enfilaba Eloy Gonzalo hacia la glorieta de Quevedo, lo único que era visible de mí eran las
piernas y la cabeza. Llegaba a la calle Cadarso y, ayudado por alguien, descargaba la mercancía. Me
colocaban otro cargamento de piezas ya cromadas, y de vuelta a Eloy Gonzalo.
En el barrio, era admirado por los chicos de mi edad que seguían yendo al colegio. Aún llevaban
pantalón corto, y yo, en cambio, mono de peto con sus tirantes, su bolsillo en el pecho, y una camisa de
cuadros. Para las chicas era ya un hombre. Algunas veces me vendaba un dedo y lo manchaba con pintura
roja, eso hacía que las chicas del barrio se interesaran por mí, y me preguntaran qué me había pasado. Yo
ponía voz de hombre y decía: Gajes del oficio.
Los talleres tenían un gran patio. En un rincón de ese patio se iban depositando los trozos de chapa,
de cuero, las latas de pintura vacías y toda la chatarra que se sacaba de las naves. Una tarde, cuando me
disponía a tirar unas latas, encontré acurrucados sobre un viejo asiento de coche cinco ratoncitos blancos,
no dije nada, busqué una lata limpia y vacía, metí uno de los ratoncitos y lo llevé ami casa. Busqué una
jaula pequeña de las que mi abuelo usaba cuando vendía un canario y le puse un pedacito de queso. Metí
la jaula en mi mesilla de noche con idea de al día siguiente enseñarle a mis amigos el ratón.
Por dónde y cómo se escapó, no lo sé. Al día siguiente la jaula estaba vacía. No dije nada,
esperando que alguien gritara o en mi casa o en el pasillo y así fue. Se armó un alboroto cuando alguien
vio pasar junto a ella el ratón, digo ella porque sólo una mujer es capaz de gritar de esa manera.
Por suerte, nunca se supo nada del ratón, creo que si le hubieran matado yo me habría llevado un
disgusto.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Al día siguiente fui hasta el lugar donde había visto los ratoncitos y ya no estaban, seguramente la
madre los trasladó a un lugar más seguro.
De todas formas me arrepentí de haberme llevado a casa aquel ratoncito,
porque, pensaba yo, hubiera estado mejor con su madre y sus hermanos.
El señor Leandro me tenía un gran aprecio y yo sentía por él verdadera admiración. Cuando un
coche estaba terminado, el señor Leandro, con un pincel muy fino, de pelo largo, fileteaba los costados de
la carrocería sin que le temblara el pulso y si el coche era para algún conde o alguien con titulo de
nobleza, el señor Leandro pintaba en las puertas traseras del coche el escudo que correspondía.
Le hicimos un coche a Victoriano de la Serna, un Hispano Suiza grande de lujo, y le hicimos otro
coche, éste deportivo, rojo, a Pedro Terol.
Yo iba ascendiendo de categoría, ya el señor Leandro me mandaba hacer trabajos de mayor
responsabilidad como lijar el plaste y la pirisulina gris, que después él pintaría al duco con pistola, y me
encargaba sacar brillo a la pintura. Entró un nuevo aprendiz, que me relevó en la dura tarea de limpiar y
pintar los bajos y de llevar a cromar toda aquella parafernalia hasta la calle Cadarso.
El señor Leandro llegó a encargarme que pintara los radios de madera de algunos coches. No cabe
duda que yo iba en ascenso. Ya ganaba tres pesetas diarias.
Y llegó el 12 de marzo de 1933, yo cumplía mis catorce años, la edad exigida para entrar como
aprendiz en Boetticher y Navarro. La petición de mi tío Manolo había sido aceptada. Sentía una gran
alegría por empezar a trabajar en aquella empresa, ya que, suponía, iba a ser el principio de lo que con los
años sería mi porvenir, pero al mismo tiempo me daba mucha pena dejar al señor Leandro y a mis otros
compañeros de Carrocerías MEL, sobre todo al Chaparro, el aprendiz de chapista, con el que me llevaba
muy bien.
En mi nuevo trabajo tenía que presentarme el lunes, aún no había dicho nada en Carrocerías MEL, y
aunque en mi casa me dijeron que tenía que decirles que me iba a trabajar a Boetticher y Navarro, no
encontraba ni la forma ni el momento de hacerlo. Al acostarme, daba vueltas y vueltas en la cama sin
poder dormir. Tenía la sensación de que irme del taller en el que había recibido tanto afecto era traicionar
a mis compañeros y a mis jefes, y de una manera muy particular al señor Leandro, que había puesto un
gran empeño en hacer de mí un buen pintor, capaz de llegar a filetear como él y hasta de pintar en las
puertas de los coches el escudo de la gente de la nobleza.
Para darles la noticia de que me iba porque tenía el ingreso en Boetticher y Navarro tuvo que
acompañarme mi abuela. En la despedida, cuando le di la mano al señor Leandro, se me hizo un nudo en
la garganta y vi en su cara un gesto de tristeza. Recordé lo que me dijo un día durante una pausa en el
trabajo:
—No tengo hijos, pero si hubiera tenido alguno, me hubiera gustado que fuese como tú.

Mi primera novia
Y cuando ya usaba pantalón de hombre, tuve mi primera novia, se llamaba Teresa y tenía doce
años. Nos habíamos conocido en un cine de verano. No puedo recordar de qué hablamos ni qué hice para
declararme, sólo sé que nos hicimos novios. Vivía en la calle de Viriato y todas las tardes, al salir de
trabajar, iba hasta muy cerca de su casa y dábamos un paseo. Cuando pasaba alguien cerca de nosotros,
disimulábamos nuestro noviazgo, porque los dos sentíamos la misma vergüenza.
Por primera vez besé a una chica en los labios y por primera vez sentí en el estómago ese calor del
beso, que como un fuego me subía hasta la cabeza.
Teresa tenía unos ojos grandes y despiertos, un pelo largo y fino que descansaba sobre sus hombros
y una risa limpia, como su alma de niña que empezaba a ser mujer.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Nuestra cita diaria empezaba a las seis y media de la tarde y terminaba con los gritos de su madre
que se asomaba al balcón, ya con la mesa puesta para la cena.
Nuestro noviazgo fue corto. Teresa murió.
Fui hasta Fernández de la Hoz, salté la tapia del convento de los Paúles y arranqué las rosas más
hermosas que encontré en el jardín.
Me colé en casa de Teresa y me asomé entre las personas mayores. Dormía, ya para siempre,
vestida de Primera Comunión. Fui un intruso en su entierro.
Teresa se fue con mis rosas, se fue con doce años, y yo, viudo con catorce años recién estrenados,
regresé a mi casa con la incomprensión de haber perdido aquella mi primera novia, que al igual que mi
amigo Angelín no tenía edad para morir.
Meses después tuve una segunda novia, pero no era lo mismo. Se llamaba Dionisia Cañete y lo
mismo su nombre que su apellido eran la burla constante de los chicos del barrio, me decían:
—¿Cómo vas con la coñete? Aquello no duró mucho.
Tres días antes de incorporarme a mi nuevo trabajo, mi abuela me llevó a la calle Fuencarral, a una
tienda que se llamaba Los azules de Vergara y me compró un mono azul, después me hizo un delantal de
lona rojiza, igual al que llevaba mi tío Manolo para no ensuciarse tanto el mono.
Y llegó el lunes.
En Boetticher y Navarro había alrededor de mil trabajadores, distribuidos en las distintas secciones.
A mí me destinaron a la nave donde estaban los tornos, las fresadoras, los cepillos y las taladradoras. En
otra nave, enfrente, estaba la maquinaria más sofisticada, las máquinas de mayor precisión y acabado. En
esa nave trabajaba mi tío Manolo.
Aquella fábrica con tanta gente y tanto ruido me asustaba. Recordaba el taller de carrocerías y su
plantilla, que era como una familia, y pensaba si no hubiera sido mejor seguir junto al señor Leandro. No
podía olvidar sus palabras: No tengo hijos, pero si hubiera tenido alguno, me hubiera gustado que fuese
como tú. Una frase como esa no me la habían dicho en mi casa, porque estoy seguro que me querían, pero
nunca tenían una palabra cariñosa para demostrarme su afecto. Nunca en mi infancia oí decir a nadie en
mi casa un te quiero.
Las dos primeras semanas de trabajo en Boetticher me las pasé mirando, barriendo y, diez minutos
antes de sonar la sirena de salida, colocando la herramienta en su sitio.
La jornada de trabajo era por la mañana de siete y media a doce y media y por la tarde de dos a
cinco y media. En total ocho horas y media, la media hora de más era para poder hacer semana inglesa el
sábado por la tarde y no trabajar.
Para ir al trabajo sólo tenía que cruzar la calle, Boetticher y Navarro estaba justo enfrente del 68 de
la calle de Zurbano, eso me permitía comer en mi casa.
Los que vivían lejos se llevaban la comida en una tartera y después de comer, hasta las dos que
entrábamos de nuevo al trabajo, jugaban a lo que llamaban el moscardón, que era un juego muy bestia.
Uno cualquiera se tapaba la cara con una mano, colocaba la otra mano debajo del brazo con la palma
hacia afuera, los demás se ponían detrás y otro le daba un fuerte golpe en la palma de la mano que
asomaba por debajo del brazo, a la altura del sobaco, y todos movían la mano en el aire imitando el
zumbido del moscardón; el que había recibido el golpe tenía que adivinar quién había golpeado y sólo
cuando lo adivinaba dejaba de recibir golpes cediendo el puesto al agresor que había sido descubierto.
Eran unos golpes tremendos, dados con fuerza y mala leche. Nunca entendí la diversión de ese juego.
Otros días organizaban partidos de fútbol con una pelota hecha con estopa, de la que usaban para
limpiarse las manos. El día que había fútbol yo terminaba de comer la sopa, los garbanzos y las patatas
del cocido, metía en un trozo de pan el tocino, el chorizo y la carne, me bajaba a jugar con los otros
aprendices y entre patada y patada iba mordiendo el bocadillo que me había preparado. En mi casa no se
comía postre, salvo los domingos en verano que mi tío Manolo traía un melón o una sandía, o cuando nos
visitaba mi tía Capilla.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Todos los que trabajábamos en la nave teníamos un apodo, mote que es como se le llamaba, el
Caraolla, el Chino, el Violeta, el Cochero, el Latiguillo, el Culebrilla, el Tiralíneas, el tío Cuco, el
Milagroso, el Verduras, el Ostión, el Mojarra...
Seguía asistiendo a la escuela de Artes y Oficios de la calle de la Palma. El dibujo lineal, tal como
me había dicho mi tío Manolo, me era muy útil en mi trabajo. Poco a poco iba adquiriendo práctica.
Empecé en una máquina sencilla, se llamaba cepillo, luego pasé a un torno revólver y de ahí a la
fresadora, primero con trabajos fáciles y a medida que las semanas iban pasando, me confiaban trabajos
más complicados. Cuando tenía alguna duda lo hablaba con mi tío Manolo y él me echaba una mano.
En aquellos talleres, cuando se distraía el encargado, cada uno se hacía un trabajo para él. Algunos
se hacían patas para muebles, otros, yo entre ellos, hacíamos sortijas en forma de sellos con metal delta,
un metal que no se oxidaba ni se ponía feo, también me hacía herramientas, escuadras o compases, y
aprovechando que se trabajaba mucho el acero inoxidable, hacía sortijas que después regalaba a las chicas
del barrio; algunas vecinas me encargaban copias de llaves que hacía a lima, cobraba a tres pesetas cada
una.
En Boetticher unos pertenecían a la CNT y otros a la UGT Los de UGT eran mayoría. Me hice de
UGT, no por convicción, ya que a esa edad yo no sabía cuál era la diferencia entre un sindicato y otro, lo
hice porque mi tío Manolo era el delegado y qué mejor que estar de su lado. A veces le acompañaba a la
calle Piamonte, a la Casa del Pueblo, como se llamaba el lugar donde tenían sus reuniones.
Al finalizar la guerra mi tío Manolo fue encarcelado en una de las muchas cárceles improvisadas
por el franquismo. Le pusieron en libertad gracias a la intervención de un senador de la monarquía,
cliente de mi abuelo, pero mi tío salió de la cárcel con una tremenda tuberculosis.
Intentó volver a Boetticher y Navarro, pero le habían despedido y para encontrar otro trabajo tenía
que presentar un certificado de la Guardia Civil como que estaba limpio de intervenciones políticas.
Como había sido delegado de la UGT, ni siquiera se tomó la molestia de acercarse a buscar el certificado.
Ya tenía mujer y dos hijos. Habló con su hermano Mariano y éste le dio trabajo: ir con un carrito de mano
a llevar y traer maderas. Este trabajo, que hacía en pleno invierno, bajo el frío y la lluvia, agravó su
tuberculosis y le hacían, me parece recordar que le llamaban, neumotórax artificial. Con un aparato
especial le introducían aire limpio en la cavidad pleural, pero no pudo superar su enfermedad y al cabo de
unos meses murió.
Una de las cosas más importantes de aquel entonces para saberse hombre era que en casa te dieran
la llave del portal. Las llaves de los portales de entonces eran de hierro y pesaban un cuarto de kilo.
En el cine, los chicos del barrio armábamos un verdadero escándalo. Cuando la película estaba a la
mitad, uno de nosotros se subía al anfiteatro y gritaba: ¡Antonio! Y el otro desde abajo, desde el patio de
butacas, miraba hacia arriba y decía: Qué Y el de arriba: Yo me voy a casa, te tiro la llave del portal. En
el patio de butacas se armaba un revuelo, la gente se cubría la cabeza con las manos y gritaba: Que no tire
la llave. Está loco. Los acomodadores con sus linternas trataban de localizar al que iba a tirar la llave. A
veces encendían la luz de la sala intentando descubrir quién era el loco que iba a lanzar la llave al patio de
butacas, pero se escabullía y no daban con él.
Mi primera experiencia sexual fue muy accidentada y azarosa. Mi primera experiencia sexual la
realicé bajo una amenaza.
Raniero, uno de los chicos del barrio que usaba pantalón bombacho, era italiano y hablaba muy mal
nuestro idioma, pero a los chicos nos hacía mucha gracia su forma de pronunciar el español. Vivía en la
casa nueva que habían construido en la esquina de Zurbano y Abascal; no sé cuál era el cargo del padre
de Raniero, tan sólo recuerdo que trabajaba en la embajada italiana.
Hoy, un chico de catorce años no hubiera vivido aquella experiencia como yo la viví, pero dados
tanto los conocimientos políticos como la educación sexual en aquel entonces, era normal que a los
catorce años nuestra mentalidad fuese muy inferior a la de un chico de diez de hoy. En las casas, cuando
la conversación de los mayores iba a tocar el tema del sexo, nos ordenaban abandonar la reunión. Y en los
colegios nunca se hablaba de sexo, porque además de ser tabú, era pecado.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Yo, en algún descuido de mi tío Ramón que era el único aficionado a las novelas verdes, encontraba
alguna que tenía escondida y en el retrete, cuando no era la hora punta, me la leía. Recuerdo una que se
titulaba Juana, Juanita y Juanón y lo que pasó en aquel vagón.
La novela relataba un viaje en tren. En un compartimiento de primera clase iba Juanita con doña
Juana, que era su madre, y un hombre joven, fuerte y guapo. El hombre joven, fuerte y guapo entablaba
conversación con las dos mujeres, doña Juana se quedaba dormida y el hombre conquistaba a Juanita y
mientras Juanita contemplaba el paisaje a través de la ventanilla, el hombre le subía la falda, le bajaba las
bragas y le hacía de todo. Al terminar, Juanita, cansada por lo que el hombre le había hecho, se sentaba y
se quedaba dormida, en ese momento doña Juana se despertaba y entablaba conversación con el hombre
joven y fuerte, que lo mismo que había hecho con Juanita le decía que se asomara a ver el paisaje y le
hacía todo lo que le había hecho a Juanita, que dormía plácidamente. Después el hombre se bajaba en una
estación y se despedía de las dos. El autor de la novela en un alarde de ingenio finalizaba la novela
poniendo en boca del joven: “Me ha dado mucho gusto conocerlas, y ellas, a dúo, decían: “A nosotras
también nos ha dado mucho gusto. Y en la novela venían ilustraciones, en las que se veía a las dos
mujeres asomadas a la ventanilla y al hombre joven detrás de ellas penetrándolas. Estas novelas me
excitaban, pero no eran suficiente para desarrollar mis conocimientos sexuales. Pero volviendo a lo que
iba a contar, mi primera experiencia sexual, la cosa fue así: yo no frecuentaba mucho la casa de Raniero,
porque siempre que hablaba su madre lo hacía en italiano y porque mi pantalón con remiendos en el culo
y mis alpargatas no encajaban en aquel piso lujoso; pero Raniero me tenía un gran afecto porque cuando
llegó nuevo al barrio, los chicos le querían gastar la broma del palo untado de mierda y yo lo impedí. Salí
en su defensa y me hice su protector durante mucho tiempo. Eso llevó a que me considerara su mejor
amigo y me invitara a jugar a su casa, algo que para mí era algo extraordinario, particularmente en
invierno, porque en el piso de Raniero tenían calefacción.
Raniero tenía una criada que se llamaba Adela, que era la que nos daba la merienda cuando llegaba
la hora de merendar. Adela era gordita y yo calculo que de unos veintisiete años, tenía la piel muy blanca,
tal vez de no tomar sol, pero sus carrillos eran colorados y tenía un hermoso culo y dos tetas grandes,
aunque muy tapadas por el uniforme que usaba, que era como el que llevaban las doncellas de las
películas, delantal con encaje de puntilla y cofia.
Raniero juntaba cromos de los álbumes del chocolate Nestlé, yo anotaba los que le faltaban y los
domingos que mi tío Manolo me llevaba al Rastro se los conseguía.
Una tarde, subí a llevarle unos de “Fenómenos de la naturaleza” que le había conseguido. Toqué el
timbre de la puerta, me abrió Adela, pregunté por Raniero y me dijo que había salido con sus padres pero
que volvería enseguida. Intenté irme, pero me hizo pasar y cerró la puerta.
—No tardarán mucho. Siéntate ahí y espéralos.
Aunque era un hombre simpático, que hablaba muy bien español y sabía que su hijo me apreciaba
mucho, yo tenía un gran respeto por el padre de Raniero, y temía que al llegar no le gustara mi presencia.
Le dije a Adela:
—No importa, vengo mañana, sólo venía a traerle estos cromos.
—A ver, a ver.
Y los miró uno a uno.
—¡Qué bonitos! Yo no me había sentado, estaba cerca de la puerta. Me dijo:
—Ven, que te quiero enseñar unas postales preciosas que tengo yo.
Me cogió de un brazo y me llevó a su cuarto. Señaló un pequeño sillón.
—Siéntate.
No sé si aquella mujer me atraía con su hermoso culo y sus grandes tetas o si es que le tenía temor,
la cuestión es que obedecí y me senté en el silloncito. Ella sacó de un pequeño armario una caja con
postales, se llegó hasta la cama y golpeó en ella con la mano.
—Ven, siéntate aquí.

70
Miguel Gila Y entonces nací yo

Yo estaba como hipnotizado, obedeciéndola, me senté en la cama. Apenas me había mostrado tres o
cuatro postales cuando sacó, de no sé dónde, uno de aquellos alfileres que llamaban de cabeza gorda con
los que las chicas del barrio jugaban en la calle y que cuidadosamente pinchaban en un acerico hecho de
papel. Me acercó el alfiler a la cara.
—Si te mueves te lo clavo en un ojo.
Tragué saliva y me quedé inmóvil. Ella se subió la falda, me desabrochó la bragueta metió la mano
y comenzó a acariciar mi identidad de muchacho hasta que logró la erección. Se quitó las bragas, se abrió
de piernas y sin retirar el alfiler de mi cara, me dijo:
—Si no me la metes, con este alfiler te saco los ojos.
No podía hablar, tenía la boca seca y la cara ardiendo como si tuviese cuarenta grados de fiebre y al
mismo tiempo un sudor frío en la frente. Intenté hablar y no podía. Me acercó el alfiler a los ojos. Dije:
—¿Y si vienen los señores?
—Los señores no regresan hasta la noche, así que haz lo que te digo o te saco los ojos con el alfiler.
¿Y qué podía hacer? O cumplía sus deseos o me dejaba ciego.
Fue mi primera experiencia sexual. Y con toda sinceridad a pesar del susto aquello me gustó
muchísimo.
El tiempo iba pasando, los chicos íbamos creciendo.
Todos los amigos del barrio conseguimos tener una bicicleta, unas buenas y otras una basura; la de
Gustavo tenía freno contra pedal, y la mía las dos bielas, pero un solo pedal. Yo llevaba siempre conmigo
una llave fija y cuando habíamos recorrido varios kilómetros cambiaba el pedal de una biela a otra. Meses
más tarde, mi tío Manolo, como regalo de cumpleaños, me regaló dos pedales, con sus rastrales, aquello
ya era otra cosa. Cada domingo, a las cinco de la mañana, en verano, salíamos de casa todos juntos y
dábamos la vuelta al Hoyo o íbamos hasta Miraflores, subíamos el puerto de la Morcuera volvíamos por
los llanos de San Agustín y nos bañábamos en el Jarama, que suponía un gran sacrificio, porque la orilla
del río estaba plagada de tábanos y nos devoraban a picotazos; cada vez que salíamos del agua nos
llenábamos el cuerpo de arcilla, un barro rojo que cuando se secaba nos dejaba duros, como de cartón, y
que sólo volviendo a metemos en el agua se nos iba.
Después de bañamos, nos alejábamos del río y a la sombra de un árbol nos comíamos un bocadillo
que nos habían preparado en nuestra casa, aunque a veces el presupuesto familiar alcanzaba tan sólo para
dos tomates con sal y un huevo duro. Cuando se celebraba la vuelta a España íbamos hasta el alto de Los
Leones a esperar la llegada de los ciclistas y bajábamos detrás de ellos, pero los ciclistas pedaleaban a
tumba abierta y los perdíamos de vista en apenas unos kilómetros.
Por la tarde nos arreglábamos y nos íbamos a bailar al Barceló o al Metropolitano.
Estaba de moda el pelo a lo Gardel, brillante, con raya en medio y muy pegado a la cabeza. Como
en mi casa no había fijador me llenaba el pelo de jabón, me lo peinaba a lo Gardel y cuando estaba seco,
me lo untaba con aceite. Ninguna chica me dijo nada, pero imagino que mi cabeza tendría un olor
asqueroso. Más tarde vino la moda de la brillantina, y en cada peinado nos poníamos tanta cantidad que
en el baile las chicas temblaban sólo de pensar que les acercásemos la cabeza al vestido.
También nos gustaba mucho el cine. Veíamos las películas de los Barrymore, de Greta Garbo, de
Douglas Fairbanks, de Mary Pickford y algunas españolas de Faustino Bretaño y de un cómico que se
llamaba Pitouto. En el cine Chamberí de la glorieta de Iglesia vimos la primera película sonora, que no
era sonora, tan sólo se escuchaban los ruidos de la tormenta, la película se llamaba El diluvio. Luego, ya
cuando se inventó el cine sonoro, vimos una que se llamaba Río Rita, que hasta cantaban canciones y
todo. Después vimos King Kong y unas que nos gustaban mucho, en las que trabajaba Boris Karloff, El
doctor Frankenstein y La momia. La que más nos gustó fue Melodías de Broadway, la vimos muchas
veces. También nos gustaba mucho James Cagney y Vallace Weery. A mí, personalmente me gustaba
Chaplin, La quimera del oro y El chico; son para mí películas inolvidables.

71
Miguel Gila Y entonces nací yo

Los domingos, mi abuelo me prestaba su reloj para que presumiera con los amigos y en el inviemo
me prestaba una gabardina que tenía un cuello hecho con la piel de un conejo, la piel estaba llena de
peladas y los amigos del barrio cuando me veían con la gabardina decían:
—Hoy no se te resiste ninguna chavala, con el Longines y la gabardina con el cuello de visón te las
llevas de calle.
Acababa de cumplir los dieciséis años cuando por primera vez fui con mis amigos a un cabaret. Se
llamaba La Cigalle Parisien y estaba en la calle de la Aduana. La entrada con derecho a una botella de
cerveza costaba dos pesetas con cincuenta céntimos. Fue una experiencia que recordaré toda mi vida. El
espectáculo lo hacían mujeres que llevaban tan sólo una especie de bata o camisón de seda transparente
que dejaba a la vista las tetas, se quitaban muy poco a poco aquella bata o camisón hasta quedarse sólo
con las braguitas. Una de ellas llevaba al cuello una piel de zorro —supongo que en realidad era de
conejo—, y mientras se frotaba entre las piemas con la piel, cantaba una canción que decía: No me miren
el conejo, que me da mucho complejo.
Hay un viejo muy pellejo, que se llama don Vicente y le gusta mi conejo.
Pero yo soy muy decente, y al viejo nunca le dejo, que me toque mi conejo.
Tan sólo yo me lo veo, cuando me miro al espejo.
Y seguía con su canción mientras se acercaba hasta donde estábamos los chicos y nos pasaba la piel
por la cara con picardía. Nosotros estábamos entre azarados y tratando de comportarnos como hombres.
Otra, igual que la anterior, muy ligera de ropa, llevaba una jeringuilla en la mano, se subía la falda,
se bajaba la braga, fingía que se ponía en la nalga una inyección y cantaba una canción cuya letra no
recuerdo, pero sí el estribillo: “No me la saque doctor que me entra aire”.
Aquella noche salimos del cabaret muy crecidos.
Empezó a aburrirnos la bicicleta, y aprovechando que desde muy pequeños jugábamos al fútbol y lo
hacíamos bastante bien, formamos un equipo, le bautizamos con el nombre de Peña Sañudo, como
homenaje a un delantero del Real Madrid por el que sentíamos una gran admiración. Fuimos a uno de los
entrenamientos en Chamartín, se lo dijimos y se hizo padrino del equipo. Nos compró las camisetas, las
botas, los pantalones, las medias y nos regaló un balón. Yo jugaba de interior izquierda y, modestia
aparte, lo hacía bastante bien, apuntaba para profesional.
Jugábamos contra los Maristas, contra La Elipa, contra la Peña Zabala y contra muchos colegios.
Uno de los colegios donde íbamos a jugar estaba en la calle Rodríguez San Pedro, a mí no me gustaba
nada porque, aunque ya el campo de las calaveras estaba lleno de edificios, era obligado pasar por las
cocheras donde estaban los coches de los muertos, con los caballos de penacho en la cabeza, y aquel lugar
despedía un olor especial y desagradable. Salíamos de casa equipados y llevando con nosotros el balón,
uno de aquellos con correílla que al rematar de cabeza nos dejaba atontados un par de minutos.
Los peores contrarios eran los del barrio de La Elipa. Un día que jugábamos un partido se armó una
bronca descomunal, yo no quise participar y me quedé algo alejado. La bronca vino por una zancadilla.
Como yo no había participado en la jugada pensé que lo mejor era mantenerme al margen, porque los de
La Elipa eran de armas tomar. Estaba distraído, contemplando a distancia la pelea, cuando alguien me dio
un golpecito suave en un hombro, me volví a mirar y no me dio tiempo a reaccionar, ni siquiera a saber
quién había sido, recibí un puñetazo tremendo en un ojo, que me hizo ver estrellitas. Cuando llegué a mi
casa, el ojo estaba casi cerrado.
Y en aquella época no existían las tarjetas amarillas ni las expulsiones por agresión a un contrario.
Nunca más volvimos a jugar contra La Elipa.
Después pasé a jugar en la Balompédica de Chamberí, que ya era un equipo más serio, un equipo
que era observado por algunos enviados de los equipos de alto nivel. Creo que de no ser por la Guerra
Civil hubiera llegado a convertirme en un buen interior izquierda. Ésta es una de las muchas cosas que no
le perdono a Franco. A veces me pregunto: “Cómo se le ocurrió organizar una cruzada cuando yo estaba a
punto de ser un gran futbolista, aclamado por las multitudes”

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Miguel Gila Y entonces nací yo

El straperlo, la crisis y el paro


En mi casa seguían hablando de política, de la crisis económica y del paro. En febrero de 1935, el
paro obrero seguía en aumento. En España había, según un comentario de mi abuelo durante la cena,
cerca de setecientos mil parados.
En el mes de septiembre se armó el escándalo del straperlo. Dos turbios individuos, Strauss,
austríaco nacionalizado en México, y Perlo, holandés, inventaron una especie de ruleta. La legislación
prohibía en España los juegos de azar, pero David Strauss sabía moverse entre personas influyentes,
intentando hacerles creer que en su aparato no decidía el azar, sino la rapidez en el cálculo y el poder
retentivo. Se le concedió autorización para instalarlo en el casino de San Sebastián, pero intervino la
policía y lo clausuró a las tres horas de ser iniciado el juego. Habían instalado otro en Formentor, en
Mallorca, que siguió la misma suerte.
Strauss envió una denuncia al presidente de la República, pretendiendo una indemnización por los
daños ocasionados. El asunto saltó al Congreso y a la prensa. Una de las personas influyentes a las que
había acudido Strauss era Aurelio Lerroux, sobrino del presidente del consejo de ministros, éste pese a no
haber pruebas contra él, no tuvo más remedio que dimitir. Le sustituyó un tal Chapaprieta. Pero hasta
Lerroux llegaron las salpicaduras de aquel escándalo.
Los cuentacrímenes, o cantacrímenes, el ciego del violín y su acompañante se habían politizado.
Con motivo del straperlo cantaban una canción con la música de una canción cómica, entonces de moda,
que se titulaba La Cirila, a la que le cambiaron la letra para que estuviera relacionada con el asunto del
straperlo, decía: El estraperlo proporcionaba unas ganancias sin parangón.
Y los ministros se preparaban, a ver quién era el más ladrón.
Lerroux el joven, le dijo al viejo: Maura desea también jugar, don Alejandro le dio un consejo: Pide
permiso a Salazar.
Se reunieron por un buen rato y discutieron sobre el contrato.
Sigfrido Blanco tuvo que ver al presidente, que era Samper.
En Gobernación, hubo timba con gran animación, en Gobernación.
Salazar vio jugar al estraperlo, con muchísima emoción.
¡Ay qué ladrón, qué ladrón, el Partido Radical! Hay que terminar con estos radicales que nos
quieren robar, Salazar, Salazar, Salazar.
—¡Cinco la primera parte, diez la colección completa! ¡Conforme se van cantando van escritas en
el papel! Lo de la colección completa lo voceaba el que acompañaba al ciego del violín, porque cantaban
otra canción también con contenido político, de la que sólo recuerdo el estribillo, que decía: Pero señores,
qué cosas que pasan en mi nación, querer que vuelvan las Lises, es una equivocación.
Y llegó el 16 de febrero de 1936, me faltaba un mes para cumplir los diecisiete años. Se celebraron
elecciones, por primera vez en la historia de España se habían unido los partidos de izquierdas y ganó el
Frente Popular.
En Boetticher y Navarro los obreros estaban enloquecidos. Nosotros, los chicos del 68 de la calle
Zurbano, seguíamos nuestro curso para llegar a hombres.
En mi casa había división de opiniones. Mi abuelo, que era entusiasta de Largo Caballero, decía que
no le gustaba que el nuevo Gobierno estuviera hecho solamente con republicanos y que se hubieran
quedado fuera los socialistas. Falange Española dijo que no acataría los resultados de las urnas. Largo
Caballero había amenazado con la guerra civil si el Frente Popular perdía.
Todo esto se hablaba en mi casa y se comentaba en Boetticher. Mientras, nosotros, los chicos,
permanecíamos al margen. Lo nuestro era jugar al fútbol y salir con chicas de nuestra edad.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Pedro Tabares y yo teníamos novia, ambas vivían en la misma casa, en Fernández de la Hoz, frente
al campo de fútbol de la Tranviaria y eran muy amigas. Nuestro único quehacer, marginados de los
conflictos políticos, era salir con nuestras novias, unas veces a bailar, otras al cine y si algún día no
teníamos dinero, nos conformábamos con un paseo y unos besos de despedida en el portal. La de Pedro
Tabares se llamaba Patricia y la mía Maruja. Me dedicó una foto. En la dedicatoria decía: Cuando esta
foto hable, dejaré de amarte.
Pero yo de quien estaba enamorado era de una chica preciosa que vivía en una casa cercana a la
mía. Aquella casa no era muy lujosa; pero tenía jardín con parrales y una verja con enredaderas y flores.
La chica se llamaba Susana Villar Deloney. Su padre era español y la madre francesa. Susana había
nacido en París y había venido al barrio hacía poco tiempo. Me enamoré de ella porque aparte de poseer
unos ojos y un tipo bellísimos, hablaba el español con un acento que a mí me tenía sin dormir. Sus
palabras tenían una musicalidad que despertó en mí un amor apasionado. Nos veíamos a escondidas,
porque su padre le había prohibido que hiciera amistad con ningún chico del barrio, a los que calificaba
de golfos. No sé a qué se dedicaba el padre de Susana, pero al año siguiente de haber llegado al barrio se
fueron de nuevo a París.
Seguí mi noviazgo con Maruja, pero siempre con el recuerdo de Susana de la que nunca más volví a
saber nada, pero que dejó en mi boca el sabor de unos besos que dificilmente podía olvidar.
Maruja era muy tímida y muy formal. Me había costado trabajo conseguir sus besos, pero nuestra
relación se mantenía, aunque no pasaba de aquellos besos que tanto me había costado conseguir y que no
se parecían en nada a los de Susana. Yo le hubiera cambiado la letra a esa canción que dice: La española
cuando besa, es que besa de verdad, por otra que dijera: La francesa cuando besa, sí que besa de verdad.
Mi abuelo, hombre con grandes conocimientos políticos y socialista de alma, comentó a la hora de
la cena que durante la celebración de un mitin de Indalecio Prieto en Écija, éste había sufrido un atentado
por partidarios de Largo Caballero que boicotearon el acto, y que se habían efectuado varios disparos.
La dirección del Partido Socialista se divide. El ala izquierda agrupa a Largo Caballero con
Araquistáin y algunos otros, Prieto es partidario de una línea centrista con González Peña, De los Ríos y
Zugazagoitia, y se forma un ala derecha con Besteiro, Trifón Gómez y Saborit, entre otros, todos ellos,
según el comentario de mi abuelo, eran viejos funcionarios sindicales de la dictadura.
Aunque no logro entender con toda claridad lo que está pasando, leyendo los titulares de los
periódicos empiezo a presentir que algo grave está por llegar.
A causa de los comentarios de mi abuelo y las reuniones de los obreros en Boetticher y Navarro,
empiezo a interesarme por la política y ya no me limito a leer los titulares. Leo los artículos, pregunto,
indago, consulto, analizo, saco mis conclusiones y tomo conciencia de la gravedad de lo que se avecina.
El 28 de junio, algunos militares, aduciendo que luchan contra la anarquía y el comunismo, llevan a
cabo un levantamiento. Asustados por las profundas reformas sociales programadas por el Frente Popular,
muchos aristócratas, terratenientes, mandos militares y grandes financieros deciden apoyar la sublevación
contra un Gobierno que sospechan será comunista y anárquico. Los militares constituyen la fuerza
esencial del levantamiento. Algunos de los que se unen a la conspiración son monárquicos, Orgaz,
Sanjurjo y Fanjul; unos están en la lucha contra la República desde 1932, otros se han formado en la
guerra de Marruecos: Mola, Franco, Goded. La mayor parte de ellos carecen de ideología política, pero la
espoleta para que estalle la guerra es el asesinato del teniente Castillo, socialista, y la muerte del político
Calvo Sotelo como represalia.
El 17 de julio nos llega una noticia que nos hace pensar que la guerra contra la República es un
hecho. Elementos de la Legión y el Ejército se apoderan de la ciudad de Melilla. En mi casa hay una gran
preocupación, y en Boetticher y Navarro los obreros dicen que hay que estar prevenidos porque se
avecina un golpe militar contra la República. Los de la CNT y los de la UGT deciden unir sus fuerzas si
se produce el esperado golpe militar. Influido por lo que escucho y por lo que leo, hablo con mi amigo
Pedro Tabares y nos hacemos militantes de las Juventudes Socialistas. Al día siguiente, el 18 de julio,
comienza la Guerra Civil.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

En el portal de nuestra casa, chicos y grandes observan desconcertados el revuelo que hay en la
calle. Se escuchan disparos, Madrid es al mismo tiempo un desconcierto y una locura total. Nadie tiene
una noción clara de lo que está pasando. En la radio hablan de una sublevación militar. Los obreros piden
armas al Gobierno. Pasan camiones cargados de hombres armados con escopetas de caza que se dirigen
hacia la sierra, donde se supone están los frentes de batalla. Un coche se detiene delante de nuestra casa,
bajan varios milicianos, nos señalan con el dedo a Pedro Tabares y a mí:
—Tú y tú, subid con nosotros, vamos.
Se meten en el portal y fusil al hombro suben las escaleras, paran en una puerta, golpean. abre una
mujer, los milicianos entran con violencia, hacen un registro y de debajo de una cama sacan un cajón de
madera. Nos ordenan:
—Coged ese cajón y bajadlo al coche.
Pedro y yo obedecemos, bajamos el cajón y lo metemos en el coche. Detrás de nosotros bajan los
milicianos, se meten en el coche, lo ponen en marcha y se alejan.
El 19 de julio la Guerra Civil ya es un hecho.
Pedro Tabares y yo tomamos una decisión, vamos a la calle de Francos Rodríguez y nos alistamos
como voluntarios en el 5° Regimiento.
En la casa de ladrillos de Zurbano 68 se han quedado mi niñez, mis juegos, mis amores jóvenes y
mis intentos de hacerme hombre.
La etapa que me espera va a ser dura y de sufrimientos.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

JULIO DEL 36
Los aristócratas cedieron sus caballos de pura sangre a los coroneles y jugaron al bridge a beneficio
de los hospitales. La Iglesia aprendió el saludo romano y multiplicó las bendiciones a los generales que
colocaban obreros y campesinos delante de los piquetes de ejecución.
Bartolí en su libro Calibán Previa autorización de mi buen amigo José Luis Coll, voy a reproducir
un artículo que escribió para Diario 16 y que me viene como anillo al dedo. El artículo se titula “Olvidar”
y dice: Existe una corriente inhibicionista con propensión a la ceguera pretérita que cuando oye hablar de
los “terribles tiempos” de la conflagración fraterna hispana, dice, asegura y pontifica, que “mejor es
olvidarse de aquello”, no remover cadáveres muertos y muy muertos, punto y aparte, colorín colorado y
aquí no pasa nada. Pero como dice Wisenthal: “¿Qué derecho tenemos nosotros para perdonar en nombre
de estos muertos?” Comprendo, hasta cierto punto, el perdón, pero jamás el olvido. Entre otras razones
porque no se puede olvidar. El olvido es contrario a la razón. Es una imposibilidad mental. Un
contrasentido cerebral. Y el hecho de que algo se quiera olvidar es suficiente para reforzar su recuerdo.
A cierto rey, le dijo cierto sabio astuto que le enseñaría a fabricar oro. El rey, como todo el que no
fuera rey, se puso muy contento. Pero el astuto sabio le puso una sola condición, sin la cual le sería
imposible la fabricación del oro. La condición era que no debería pensar en un elefante blanco mientras
estuviera fabricando el oro.
Es obvio decir que precisamente esa condición hacía imposible el olvido. Yo también propondría
una amnistía mental, lo cual sería una estúpida pérdida de tiempo. Muchos son los que toman el camino
del perdón. Y hasta llegan a él con absoluta sinceridad. Pero no concibo ser humano que diga que ya no
recuerda el objeto de su perdón.
Los grandes acontecimientos vitales se aposentan en la base del cráneo, que son esas vivencias que
ya jamás se van de vacaciones; por la sencilla razón, repito, de que el olvido es una entelequia
inasequible. A uno, tal vez, “se le pueden” olvidar ciertas nimiedades, pero nunca podrá olvidarlas por
propia voluntad.
No olvidemos nunca, jamás. Digamos, me gustaría no recordar. Porque el olvido es la negación de
los cimientos de la propia vida.
José Luis Coll “Con la mano izquierda se sujeta el fusil a la altura de la cintura, se tira del cerrojo
hacia arriba, después se corre hacia atrás, se coloca el cargador, se empuja el cerrojo hacia adelante, se
gira hacia abajo y ya tenemos una bala en la recámara. Después se apoya la culata contra el hombro,
aseguraos de que la culata esté bien apoyada en el hombro, porque si no lo hacéis así, el retroceso del
fusil puede romperos la clavícula. Se apunta con un solo ojo, observando que esta ranura de arriba
coincida con el punto de mira, se aprieta el gatillo y de esta forma se dispara. El gatillo tiene dos tiempos,
uno que prepara el percutor y otro que golpea en el casquillo de la bala. Cada vez que se termina el
cargador, se vuelve a hacer la misma operación. Es muy conveniente durante el combate tener la bayoneta
calada por si tenéis que entrar en el cuerpo a cuerpo. ¿Enterados? Bien. ¡Rodilla en tierra! ¡Carguen!
¡Apunten! ¡Fuego!” “Para lanzar las granadas de mano se aprieta esta palanca, se saca el seguro tirando
de la anilla y una vez quitado el seguro, siempre con la palanca apretada, se espera el momento de
lanzarla; cuando llega ese momento, antes de arrojarla se suelta la palanca abriendo la mano, contáis diez
segundos y la lanzáis. No lo hagáis antes de contar diez segundos porque os la pueden devolver”.
Éstas fueron todas las instrucciones que recibimos durante cinco días; después, con tres cartucheras
llenas de balas, un fusil Mauser con su machete y dos granadas de mano, nos subieron a los camiones. Yo
buscaba a Pedro Tabares. No lo veía por ninguna parte.
Adelante milicianos a luchar con el valor que nos da nuestro coraje empujando el corazón.
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Miguel Gila Y entonces nací yo

A aplastar a los fascistas, la canalla sin igual, que por no ceder sus fueros quiere ahogar la libertad.
Camaradas, camaradas, todos juntos a luchar en la vanguardia.
Venceremos, venceremos, que es de acero el Regimiento Pasionaria.
venceremos, venceremos, nuestra consigna es aplastar, a traidores y a fascistas, que jamás han de
pasar.
Y me preguntaba yo: si me he alistado en el 5° Regimiento de Líster, ¿qué hago en el Regimiento
Pasionaria? ¡Qué más da! Lo importante es luchar contra los fascistas. Hacía mucho calor por aquella
carretera en la que apenas había árboles, pero en el camión, con el aire, ni se notaba. Y seguí cantando
como todos los demás: Ay, ay, ay tirano burgués ¡Ay, ay, ay, qué mal te vas a ver! Ay, ay, ay, que viva
nuestra unión que somos comunistas ¡hasta el corazón! O sea, que por lo que cantábamos, yo no era
socialista, era comunista. Pero, pensaba yo, si pertenezco a las Juventudes Socialistas, ¿quién me ha
hecho comunista? En fin, tampoco era momento de cuestionarme si era comunista o era socialista. Ni
siquiera sabía cuál era la diferencia entre una cosa y otra.
Y así, subidos a los camiones, íbamos hacia el frente. Ese frente que iba a ser nuestro bautismo de
fuego.
Yo seguía tratando de encontrarme con Pedro Tabares, pero alguien me dijo que lo habían
destinado al Batallón Alpino. Lo mismo que me pasaba con lo del comunismo y el socialismo, no tenía ni
idea de qué quería decir lo de batallón alpino, si le habían destinado a un pinar o a los Alpes.
Cuando llegamos a Sigüenza, nos dividieron en pelotones y cada pelotón en escuadras de cinco
individuos. Vimos gente corriendo de un lado a otro alocadamente. Algunos hombres llevaban escopetas
de caza y otros esgrimían armas rudimentarias, sables, hoces, horquillas de hierro de las usadas para
recoger las parvas, hachas, azadones, piquetas. Nos dijeron que estaban buscando fascistas. Aquello
parecía la escenificación de algún cuadro de El Bosco. Mi escuadra la componíamos Fernando, Fraguas,
Medrano, Cabral y yo. Llegamos hasta una casa en la que había un gran revuelo, se oían gritos de
mujeres. Entramos, cruzamos el comedor y fuimos hasta la cocina. En la cocina había una puerta trasera
que daba a un pequeño campo mezcla de huerta y corral. En el suelo, en un gran charco de sangre, dos
cuerpos tendidos, uno de ellos llevaba puesto el uniforme de la Guardia Civil, el otro una camisa y un
pantalón, habían sido abatidos a tiros de escopeta; la cara del guardia civil era un amasijo irreconocible, la
del otro, la del que vestía camisa y pantalón, tenía el espanto en sus ojos desmesuradamente abiertos,
había recibido los disparos en el vientre y sobre la camisa se podían ver sus intestinos. Los hombres que
los habían matado estaban con sus escopetas bajo el brazo y una sonrisa en el rostro. Nos recibieron en
actitud de héroes, con su cara, su boina o su gorra quemadas de sol. Nos miraban a nosotros y a los dos
hombres que yacían en aquel charco de sangre, y sujetaban sus escopetas bajo el brazo sin dejar de
sonreír, solamente les faltaba poner un pie sobre cada uno de los muertos para hacerse una fotografía,
como si hubieran ido a un safari y hubiesen capturado dos leones. Unas mujeres, con los ojos cegados por
el llanto, contemplaban a aquellos dos hombres caídos, mientras daban gritos desgarradores. Unos niños
se abrazaban a las piernas de las mujeres, en sus caras se reflejaban el temor y la incomprensión.
Uno, nos dijeron los de las escopetas, era el boticario y se llamaba Betegón, el otro era un teniente
de la Guardia Civil, los habían cazado, ésa fue la palabra que utilizaron, cuando trataban de huir por la
parte trasera de la casa. Eran, nos dijeron, dos fascistas.
La visión de los intestinos del hombre con camisa y pantalón y la cara del guardia civil
completamente destrozada me provocaron un vómito que no pude evitar. Comencé a sospechar que la
guerra iba a ser dura y sangrienta. Cuando tomé la determinación de alistarme como voluntario no supuse
que esa guerra civil iba a ser aprovechada por muchos para realizar una serie de venganzas llevadas a
cabo con la disculpa de estar del lado de la derecha o del lado de la izquierda.
Si dijera que al enrolarme lo hice apoyado en un profundo conocimiento de la política o de la
ideología, estaría faltando a la verdad. A pesar de mi escuchar, de mi leer y de mi preguntar, tanto mis
conocimientos ideológicos como políticos eran muy limitados, tan limitados que no sabía distinguir entre
el comunismo y el socialismo, lo único que tenía claro, porque así me lo habían explicado en mi casa, era

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Miguel Gila Y entonces nací yo

que los trabajadores corrían el riesgo de perder los derechos conseguidos gracias a la República, y que por
eso había que defender la República, aunque para ello fuese necesario jugarse la vida.
Mi ideología se iría formando más adelante, durante los primeros meses de vivir la guerra con todos
sus horrores, después de que me llegara la noticia de los fusilamientos de Badajoz, después del
bombardeo de Guernica por la aviación alemana, después de los continuos bombardeos de Madrid, donde
las mujeres aterrorizadas corrían con sus hijos en los brazos a buscar refugio en las estaciones del metro,
y se afirmaría algunos meses antes de terminar la guerra, después de ser testigo directo del cruel
comportamiento de los mercenarios traídos por Franco de África, después de las humillaciones que
padecí y vi padecer a otros hombres jóvenes como yo en los campos de prisioneros y en las improvisadas
cárceles de la dictadura. Porque aunque algunos traten de negarlo, la posguerra fue muchísimo más cruel
que la guerra misma. Si durante la guerra hubo muchas venganzas personales, la posguerra la superó con
creces en ese tipo de ajuste de cuentas.
Yo, a mis diecisiete años, pensaba que la guerra, aun tratándose de una guerra civil, iba a ser una
lucha limpia entre dos bandos con distinta ideología o con distinta forma de pensar. Y de lo que estaba
plenamente convencido era de que el levantamiento de Franco contra la República iba a ser cuestión de
días.

Pienso que...
Se han escrito tantos libros sobre la Guerra Civil española que sería estúpido por mi parte dedicar
decenas de páginas a este acontecimiento, que ya ha sido tratado por escritores, historiadores y periodistas
con más autoridad que yo para hacerlo; me voy a limitar a bosquejar algunos aguafuertes de lo que viví
de manera directa y de los que, estoy seguro, no fueron testigos esos periodistas ni esos historiadores. Es
posible que aunque no sea esa mi intención, mi condición de humorista haga que, más allá de la tragedia
que conlleva una guerra civil, alguno de estos aguafuertes esté en total oposición con el tono dramático,
pero siempre, desde muy niño, el humor ha sido para mí fundamental.
De la misma manera que los aguafuertes de mi infancia éstos, los que se refieren a la Guerra Civil,
tal vez estén desordenados; no hay un orden cronológico, ni creo que esto importe. Sólo pretendo
rescatarlos para poner de manifiesto lo absurdo y cruel de aquella guerra, nacida de un golpe militar
provocado por un general vanidoso y prepotente, tal vez herido en lo más profundo de su orgullo porque
en Oviedo era conocido por El Comandantín. Más tarde, con el apoyo de Hitler y Mussolini, le creció la
vanidad y hasta llegó a creerse muy importante, luchando contra algunos millones de ignorantes que no
estábamos capacitados para ganar una guerra que, ahora estoy seguro, teníamos perdida desde el primer
día. Y no utilizo la palabra ignorantes en tono peyorativo. Sé distinguir entre el bruto y el ignorante. De
toda mi vida he sabido que el bruto es bruto desde que nace hasta que muere y el ignorante lo es porque
no tiene acceso a la cultura.
No sé si Franco lo sabía, seguramente que sí. Para Hitler, España era el lugar ideal para ensayar lo
que más tarde sería la Segunda Guerra Mundial, para Franco suponía sacar pecho y salir del destierro a
que había sido condenado al ser destinado a Canarias.
No soy psicólogo, ni creo estar capacitado para entender en toda su dimensión el comportamiento o
las decisiones de Franco. Me limito a escribir lo que creo o pienso que le sucedió. Para mí que Franco
había fracasado como gallego. Mientras sus paisanos se atrevían a emigrar hacia las Américas en busca
de lo que Galicia les negaba (el mayor ejemplo lo tenía en su propio padre que se fue a Cuba y más tarde
a Filipinas), él, incapaz de imitar a aquellos arriesgados paisanos suyos, daba la espalda al mar. Toda su
ambición y su orgullo radicaban en ser el general más joven de España, algo así como el niño precoz
capaz de tocar de oído una sinfonía de Wagner para orgullo de sus papás. Deduzco, por todo lo que he
leído sobre la niñez del que después fuera largos años nuestro Caudillo, que el comportamiento de su
padre y de sus hermanos Nicolás y Ramón fue el detonante para que, a cualquier precio, intentara lavar la
78
Miguel Gila Y entonces nací yo

mala imagen que tenía de su familia, y la única forma de hacerlo era con un comportamiento totalmente
opuesto al de su padre y al de sus hermanos. Después, con el mando en su poder, más allá de sus motivos
personales, se sintió un enviado de Dios, cuya misión consistía en conducir de la mano a los españoles
hasta el mismo Dios. Esta idea que él tenía, se pone de manifiesto cuando, sin ningún pudor, ordena o
permite que en las monedas se acuñe: Francisco Franco, Caudillo de España por la gracia de Dios.
También sobre Franco se ha escrito tanto que no voy a intentarlo yo, tan sólo pretendo establecer la
gran diferencia que había entre un ejército disciplinado y unos hombres, la mayoría de una cultura
mediocre; obreros y gente del campo, sin más conocimientos que la mula, el arado, el pico y la pala o el
martillo, y sin más escuela que una fábrica, un andamio, una cantera, una mina o un campo lleno de
surcos y el sudor que, día a día, soportaban para ganar un sueldo de miseria que les permitiera llevar a sus
casas el pan para sus hijos.
La espléndida película de Frederic Rosiff, Morir en Madrid, tiene un comienzo escalofriante. Sobre
el plano de un campesino, que camina por el campo árido de Castilla a lomos de un borrico, con el fondo
musical de una guitarra española, van apareciendo estos datos: España 1931 503.061km. cuadrados.
24 millones de personas.
En ese año de 1931, la mitad de la población, doce millones, es analfabeta. Hay ocho millones de
pobres y dos millones de campesinos sin tierra.
20.000 personas poseen la mitad de España.
Provincias enteras son propiedad de un solo hombre.
Salario medio de los trabajadores de una a tres pesetas diarias.
El kilo de pan vale una peseta.
20.000 frailes, 31.000 sacerdotes, 60.000 monjas y 5.000 conventos.
15.000 oficiales, entre ellos 800 generales. Un oficial por cada seis hombres, un general por cada
cien soldados.
Un rey, Alfonso XIII, decimocuarto soberano desde Isabel la Católica.

Sigüenza
Estábamos en Sigüenza, mi primer frente de batalla, donde curiosamente no había ningún frente de
batalla, ni siquiera sé si había enemigos; tal vez, puede que sí que los hubiese, pero yo no vi a ninguno, o
estaban muy lejos o se escondían en alguna parte, el caso es que la primera misión que me fue asignada
como combatiente fue hacer de centinela en un lugar del viejo castillo en el que había unas tumbas de
momias, vaya usted a saber desde qué época y de quién. Por un agujero que habían abierto en el suelo de
una especie de patio cubierto circular se veían las momias, que habían sido sacadas de sus ataúdes y
estaban recostadas en las paredes o esparcidas por el suelo. Parece ser que alguien, no sé si gente del
pueblo o milicianos, había intentado encontrar algún tesoro oculto en aquel cementerio, en el que estaban
enterrados varios obispos, cardenales y algunos nobles, que eran parte de la historia de Sigüenza. A mí,
aquellos esqueletos esparcidos por el suelo y todos aquellos ataúdes abiertos me tenían aterrorizado.
Durante las dos horas que me asignaron como centinela de aquel lugar, me produjeron más temor los
muertos que la posibilidad de que un enemigo se presentara de improviso. Yo sabía que el fusil que tenía
en mis manos era capaz de matar a un hombre, pero tenía mis dudas sobre si ese fusil era capaz de acabar
con alguna de aquellas momias, que aparentemente estaban quietas, pero que a mí, después de mirarlas
fijamente durante varios minutos, me daban la impresión de que se movían.
Me senté frente al agujero por el que se veían las momias, con la espalda contra la pared, una pared
en la que había dos ventanas con rejas; me senté entre las dos ventanas y, durante las dos horas que duró
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Miguel Gila Y entonces nací yo

mi guardia, no perdí de vista el pequeño cementerio en semipenumbra. Cuanta más atención ponía en las
momias, más grande era la sensación de que se movían, de que me estaban mirando, de que en cualquier
momento me iban a atenazar con sus huesos, cubiertos de aquella piel apergaminada, y me iban a meter
en uno de aquellos ataúdes de donde las habían sacado a ellas.
Pensaba que aquello no tenía nada que ver con guerra alguna, al menos con las que yo había visto
en el cine, como Sin novedad en el frente.
Durante el día también hacíamos guardia; pero yo seguía sin ver ningún enemigo. Estuvimos varios
días sin establecer contacto con nadie. De vez en cuando se producía un tiroteo ciego y después, de nuevo
la calma.
Queríamos ordeñar una vaca, ninguno de nosotros tenía ni la más remota idea de cómo se hacía
aquello. Habíamos vivido siempre en la capital. Lo intentaron algunos, apretaban las ubres del animal,
pero de allí no salía nada. Yo había visto alguna vez a Kananga —el lechero de mi barrio que tenía
apellido de jefe de tribu africana— ordeñar, y recordaba que se escupía en la palma de la mano antes de
cerrarla sobre uno de los pezones después de haber doblado el dedo pulgar; al tiempo que apretaba, daba
un pequeño tirón, de esa manera salía un chorrito de leche que iba a parar al cántaro o al cubo que tenía
colocado bajo la teta de la vaca.
Yo, imitando a Kananga, me escupí en la mano, doblé mi dedo pulgar, cogí uno de los pezones de
la teta y comencé a apretar con fuerza, al mismo tiempo que estiraba. Se produjo el milagro, comenzó a
salir un chorro blanco que, con fuerza, iba cayendo en el cubo que habíamos puesto justo debajo de la
ubre.
Aquello fue como cuando en una película, después de muchos días de perforar el suelo de un
desierto, sale un chorro de petróleo. Todos mis compañeros daban saltos de júbilo y gritaban a mi
alrededor. Algunos, los más ansiosos, metieron la cabeza debajo de la vaca y bebieron la leche sin dejar
que ésta llegara al cubo.
Apoderarse de algo que no nos pertenecía se llamaba “requisar”. Así, en las casas donde había
corral y que nos decían que eran propiedad de algún facha, “requisábamos” todo lo que fuese comestible,
gallinas, conejos, cerdos... Algunos “requisaban” objetos o ropas y otras muchas cosas más que no eran
comestibles. En aquel entonces no imaginábamos que más adelante, pasados dos años, nos veríamos
obligados a comer cigüeñas y gatos. Muchas casas, las de gente de dinero, habían sido abandonadas por
sus dueños, que se habían ido por temor a ser ejecutados por los rojos. En su huida se habían llevado lo
justo para sobrevivir. Lo que hacíamos tenía más de saqueo y atraco que de “requisa”. Aunque yo no era
muy culto, desde mi niñez había aprendido a tener respeto por todo lo que me pertenecía, y mucho más
por lo que pertenecía a otra gente. En ese ayudar a mi abuelo en sus chapuzas íbamos a casas donde había
cuadros, lámparas, relojes, y, sobre algunos muebles, objetos de valor o pequeñas esculturas de bronce o
mármol, y fue de mi abuelo de quien aprendí el valor de aquellas pinturas o de aquellas lámparas y
objetos, hechos todos por artistas de gran talento, y el respeto por todo aquello que formaba parte de la
cultura. Así, cuando me negaba a participar en alguno de los saqueos, que para mí no tenían otra finalidad
que la destrucción, alguno de mis compañeros me decía: “¿No será que eres fascista?” Y pensaba yo qué
tenía que ver la destrucción de un piano, la quema de cuadros, de libros y de imágenes con la defensa de
la República; pero el hecho de no participar en alguno de aquellos actos era motivo de sospecha para mis
compañeros.
Y llegó el primer enfrentamiento con el enemigo. La Guardia Civil y algunos militares se habían
hecho fuertes en la catedral y ahí, sin ningún tipo de disciplina militar por nuestra parte, tuvo lugar, como
bautismo de fuego, una de las batallas más absurdas que me tocó vivir. Aquello era lo menos parecido a
lo que yo pensaba que era una guerra. Disparábamos hacia no se sabía dónde ni contra quién. Tampoco
yo sabía quiénes ni desde dónde nos disparaban. Corríamos de un lado a otro tratando de esquivar las
balas que venían del campanario o de los ventanales, y disparábamos contra el campanario y los
ventanales. Todo sucedía en un desmadre absoluto. Los heridos pedían socorro, algunos con
amputaciones importantes; los menos graves también pedían ayuda, más por el pánico que por la
importancia de sus heridas. En aquel desorden se evacuaba a los que se podía. Los muertos quedaban

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Miguel Gila Y entonces nací yo

tendidos y abandonados sobre el mismo lugar donde habían caído. A fin de cuentas, en una guerra un
muerto es un soldado que ya no sirve para matar. Aquello era lo más parecido al infierno de Dante.
Al día siguiente, alguien con voz de mando ordenó la retirada. Obedecimos y salimos de Sigüenza
en los mismos camiones que nos habían traído de Madrid. Nunca he sabido si aquella batalla la ganamos
nosotros o el ejército enemigo. Ni si los disparos que hice con mi fusil alcanzaron a algún soldado
enemigo. Es más, ni siquiera me he tomado la molestia de buscar en los libros de historia si después de
aquello Sigüenza quedó en poder de las tropas franquistas o de los rojos. Para mí, lo más importante de
aquel traslado era dejar de contemplar las momias que me tenían acojonado.
Nuestro siguiente destino fue Navalcarnero, donde se instaló nuestro cuartel general. Desde allí nos
mandaron a combatir contra las tropas que avanzaban por la carretera de Extremadura hacia Madrid.
Llegamos hasta Calzada de Oropesa. Allí entablamos el primer combate, del que salimos malparados.
Retrocedimos hasta Oropesa, nos hicimos fuertes en Talavera de la Reina, pero los continuos disparos de
la artillería nos obligaron a retiramos hasta Santa Olalla y más tarde a Maqueda. Ahí, en Maqueda, vimos
por primera vez los aviones enemigos. Lanzaban algo que brillaba con el resplandor del sol.
—¡Están tirando panfletos de propaganda! —decíamos.
Hasta que escuchamos el silbido de las bombas, que nada tenían que ver con los panfletos.
Seguimos en retirada, las bombas lanzadas por los aviones y el fuego de la artillería del enemigo eran
muy superiores a nuestro armamento y no servía de nada el valor, ni sirvió de nada el famoso tren
blindado que se suponía que sería capaz de detener el avance de las tropas traídas de Marruecos,
adiestradas para combatir.
Los días 27 y 28 de agosto los aviones alemanes bombardeaban Madrid por primera vez. Aquello
influyó en nosotros en dos sentidos: de un lado provocó las ganas de acabar con aquellos mercenarios
traídos de África, y por otro desató el temor de que aquellos bombardeos —como así ocurrió— se
hicieran costumbre diaria. Tratamos de hacer frente a aquellas tropas que avanzaban hacia Madrid, pero
nuevamente nos vimos obligados a retiramos. Las columnas del ejército de África llegaron a Talavera de
la Reina.
Nos instalamos a las afueras de Santa Cruz del Retamar, tratando de reponer fuerzas y a la espera de
un armamento que no llegaba; ya no teníamos nada con qué combatir, estábamos sin munición y sin nada
que comer, ni siquiera teníamos agua para beber. Intentábamos apagar la sed comiendo sandías, y hasta
las usábamos para lavamos las manos, que nos quedaban pegajosas. Allí aguantamos un par de días, pero,
de nuevo, los bombardeos de los aviones y el fuego nutrido de la artillería nos obligaron a una retirada
más, hasta llegar a Valmojado, muy cerca ya de Navalcamero. Ahí, tal vez para reponer fuerzas, el
ejército enemigo detuvo sus ataques. El teniente Galindo, que sentía por mí un gran aprecio, me dijo:
—Chaval, esto es muy duro para ti. Quédate conmigo como asistente y no vayas más al frente.
Pasaron algunos días sin que el enemigo diera señal de vida o, dicho de otra manera, sin que diera
señal de muerte.
De pronto, al sargento que hacía de ayudante del teniente Galindo le llegó la noticia de que dos mil
anarquistas se habían negado a obedecer las órdenes de Riquelme y se retiraban hacia Madrid en
autocares. El teniente Galindo no estaba en el puesto de mando, había ido a primera línea a conectar con
los milicianos.
El sargento me dio una pistola y me dijo:
—Toma. Ponte en la carretera, y a los que intenten alejarse del frente, les das el alto, y si no te
obedecen, dispara, pero nada de disparar al aire, dispara a matar.
Y obedeciendo la orden y con mi ingenuidad de diecisiete años me coloqué a un costado de la
carretera, dispuesto a disparar a quienes intentaran huir del frente. De pronto apareció una muy larga
columna de autocares y, asomando por las ventanillas, los anarquistas, con sus pañuelos rojos y negros al
cuello o en la cabeza, al estilo de los piratas, y los fusiles apuntando hacia adelante. Por supuesto que ni
se me ocurrió darles el alto. Me limité a saludarlos.
Los combates quedaron paralizados en aquella zona.
81
Miguel Gila Y entonces nací yo

La disciplina como arma eficaz


Por un decreto o una orden del Gobiemo había que hacer un cambio en las tropas de la República.
Teníamos que pasar de ser milicianos a ser soldados. Nada de “¡Oye tú!”, ni “compañero”, ni ninguna de
esas libertades tan libertinas, valga la redundancia, que usábamos los milicianos. La única forma de ganar
la guerra era poniendo en funcionamiento el mismo sistema de disciplina que usaban las tropas de Franco.
Para este fin enviaron unos oficiales instructores, que nos enseñarían cómo había que entender la
disciplina: se trataba de cambiar el “¡Oye tú!” por el “¡A sus órdenes!” Como primera clase nos pusieron
como tarea la petición de un permiso a un superior, dando a conocer el motivo. Se suponía que éste tenía
que ser un problema grave, así que cada uno de nosotros tratamos de encontrar un problema grave que
justificara la petición.
El teniente instructor, militar de carrera, se colocó en un lugar que se suponía que era el puesto de
mando, y cada uno de nosotros entraba para pedir el permiso. Aquello más que una clase teórica fue lo
más parecido a un circo. Entró el primero, y de entrada —no había puerta— con la boca imitó el ruido de
una llamada, “tam, tam”, al tiempo que golpeaba en el aire con el puño. Los que esperábamos turno no
pudimos evitar una carcajada, pero el teniente instructor no se dio por enterado y dijo:
—¡Adelante soldado! El soldado, un madrileño castizo de Vallecas, pero bruto bruto, dijo:
—A tus órdenes, oye, teniente.
El teniente, con mucha paciencia, le explicó lo de el usted a los superiores y le dijo que suprimiera
el “oye” y lo cambiara por “mi teniente”, luego le mandó salir y entrar de nuevo. El de Vallecas obedeció
y volvió a golpear en el aire con el puño y otra vez con la boca el “tam, tam”. Y el teniente:
—¡Adelante soldado! Y entró el de Vallecas. Esta vez al pie de la letra:
—¡sus órdenes, mi teniente! Nos dieron ganas de aplaudirle.
—¿Qué desea, soldado?
—Quiero que me des, o sea que..., coño me se olvida lo del usté, que me dé usté permiso pa irme a
mi casa, porque han bombao el Puente Vallecas y a mi hermana lan jodío una pierna.
El teniente le corrigió:
—Han bombardeado.
—Bueno, sí, eso.
—Está bien, soldado, tiene usted cinco días de permiso. El siguiente.
Y el siguiente, más bruto que el de Vallecas, dijo:
—¿su permiso pa. entrar?
—Adelante.
—Muchas gracias, teniente mío.
Aquello nos provocó otra carcajada. El teniente también estuvo a punto de reír, pero su condición
de teniente se lo impidió; no obstante, con un gran sentido del humor, dijo:
—Procura decir “mi teniente” en lugar de “teniente mío”, porque lo de teniente mío se presta a que
yo te conteste: “Pasa vida mía”.
Las peticiones de permiso eran de lo más variado y absurdo, pero de algún modo intentábamos
alcanzar esa disciplina de obediencia a los superiores.
Subidos en los camiones, cantando las mismas canciones de siempre, nos trasladaron a Somosierra,
concretamente a Buitrago. Ahí nos destinaron a distintos lugares de la sierra. Hicimos parapetos con

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Miguel Gila Y entonces nací yo

sacos de tierra y se cavaron algunas trincheras. Nos distribuyeron por varios pueblos: Paredes de
Buitrago, Gandullas... El enemigo estaba en algún lugar; pero, lo mismo que me había pasado en
Sigüenza, yo no lo veía, aunque se sabía que estaba por allí. De vez en cuando surgía lo que llamábamos
un tiroteo ciego. Algún centinela creía haber visto algo que se movía y disparaba su fusil. De inmediato se
armaba un tiroteo y nadie sabía el porqué. Disparábamos hacia adelante, disparos inútiles que sólo servían
para gastar munición.
Durante el día, como nos aburríamos, disparábamos a una botella o a una lata que habíamos
colocado a cincuenta metros. Esto hizo que los mandos nos descontaran una peseta del duro diario que
cobrábamos los que éramos voluntarios por cada bala que nos faltara al hacer el recuento de la munición.
Se moderó el juego de tirar al blanco. Otro de los entretenimientos era matar los piojos que nos
devoraban. Yo, y creo que mis compañeros tampoco, no los conocía. Alguna vez, cuando niño, se habían
nombrado los piojos de la cabeza, algunos chicos los tenían en el colegio; los del cuerpo los tenían los
vagabundos que dormían en los solares. Por mucho que lavábamos las camisetas, los piojos sobrevivían,
la única manera de acabar con ellos era cociéndolas, junto al jersey, en una lata grande, pero las liendres
sobrevivían, anidaban en las costuras de la ropa y la única forma de exterminarlas era quemándolas.
Poníamos un palo en el fuego, y cuando en el palo se formaba ascua, lo pasábamos por las costuras y las
liendres explotaban.
Y ahí, en el frente de Somosierra, pasaban los días y las semanas. De vez en cuando nos visitaba
Rafael Alberti o Miguel Hernández, nos sentábamos y ellos nos recitaban poesías al tiempo que nos
animaban a combatir.
Nos enseñaron a hacer bombas de mano con las latas de tomate vacías. Decían que era un invento
de El Campesino. Las latas se llenaban de pólvora o dinamita, dentro se metían clavos, tuercas o trozos de
pedernal, luego se colocaba una mecha, se cerraba la lata herméticamente, con el cigarro prendíamos la
mecha y cuando la llama llegaba a nuestro dedo pulgar, lanzábamos la lata bomba; algunos se
precipitaban y la arrojaban apenas habían encendido la mecha, esto retrasaba la explosión, y entonces
venía la bronca del teniente, que nos decía: “Si hacéis eso, el enemigo os la puede mandar a vuelta de
correo”.
Un día vino a visitarnos La Pasionaria, se acercó a mí, me midió con la mirada y me preguntó:
—¿Cuántos años tienes? Mentí:
—Dieciocho.
Mentí porque en la guerra, si una madre reclamaba a un hijo porque no había cumplido los
dieciocho años, lo mandaban a casa. Yo temía que mi abuela lo supiera y hablara con mi madre para que
me reclamara por ser menor. Me parece que La Pasionaria no me creyó, pero disimuló. Yo tenía en mis
manos una de las latas bomba que había hecho. Ella me preguntó qué era eso que tenía en la mano y se lo
expliqué. La Pasionaria me dio un mechero que tenía en un costado la piedra y en la tapa una mecha de
algodón.
—Toma, para que enciendas la mecha sin tener que usar el cigarro. Eres muy joven para fumar.
La mirada profunda y la voz de aquella mujer me quedaron grabadas para siempre. No obstante,
debo confesar que cuando estaba en el campo de prisioneros de Valsequillo y nos llegaron las noticias de
que la guerra había finalizado y que muchos políticos, entre ellos La Pasionaria, habían huido al
extranjero, recordé aquella frase suya que decía: “Es mejor morir de pie que vivir de rodillas”, y pensé
por qué, no solamente ella sino todos los que se habían ido al exilio, no se habían quedado ni a morir de
pie ni a vivir de rodillas. Para mí, aquello era como si me hubieran traicionado.
Años más tarde, siendo profesional del humor, en un viaje que hice a Chile por razones de trabajo,
tuve un enfrentamiento con un exiliado que me reprochó el que yo fuese a La Granja a trabajar para
Franco. Le recordé la frase de La Pasionaria y le dije que yo me había quedado a morir de pie y terminé
viviendo de rodillas. Eso le cerró la boca, la bocaza diría yo.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Luego, cuando ya tuve un conocimiento más claro de la política, entendí aquel exilio de los que de
haberse quedado en el país habrían sido fusilados y no hubieran tenido la posibilidad de regresar en algún
momento a España y continuar la lucha contra la dictadura.
En diciembre de 1985, con motivo del noventa cumpleaños de La Pasionaria, en el Palacio de
Deportes de Madrid se celebró un acto homenaje a esta mujer, que tanto luchó por los desposeídos. El
acto fue presentado por Pepe Sacristán, Imanol Arias y Enriqueta Carballeira. Cantamos La Internacional.
María Asquerino, con voz emocionada, recitó el poema de Miguel Hernández “Pasionaria”. Yo dije
algunas palabras que no recuerdo bien; pero me emocioné y ahí, en ese momento, me alegré de que se
hubiera ido a Rusia. De otra manera no hubiéramos podido tenerla de nuevo con nosotros. Recordaba las
palabras que me había dicho en Somosierra cuando me regaló aquel mechero:
—Toma, para que enciendas la mecha sin tener que usar el cigarro. Eres muy joven para fumar.

El tiro en el culo
Al Ignacio, el de Campo de Criptana, le dieron un tiro en el culo. Nos meábamos de risa. Decía:
—Estaba cagando tan tranquilo y estos hijos de puta me han dado un tiro en el culo —y añadía—:
A traición, porque no tienen cojones para atacar de frente.
Y el Ferrán, que era un cachondo le replicó:
—Pues tú tampoco estabas muy de frente, porque estabas mirando al enemigo con el ojo del culo. O
sea, que estabas cagando en retirada.
Le sacaron la bala que se le había alojado en una nalga, le taponaron la herida y, como no le podían
vendar el culo, le pusieron una gasa con un esparadrapo en forma de cruz. El cachondeo fue en aumento.
—Ahora mira dónde cagas, porque con la equis en el culo eres como un tiro al blanco.
Entre el lugar donde nosotros estábamos parapetados y el lugar donde se suponía que estaba el
enemigo, había un valle, y en el valle un pequeño pueblo abandonado, creo recordar que se llamaba
Sieteiglesias. Durante el día y con mucho cuidado, nos acercábamos hasta el pequeño pueblo y
entrábamos en un bar abandonado en el que había un organillo. Tocábamos el organillo y el enemigo de
inmediato nos disparaba, con fusiles o con ametralladora. Por la distancia no nos llegaban las balas, pero
disfrutábamos haciendo que gastaran su munición. En esa aldea nos encontramos una cabra flaca, nos la
llevamos de mascota y le pusimos de nombre Margarita. La cabra no tenía leche ni para un cortado. Sus
ubres estaban arrugadas y secas y era imposible ordeñarla como habíamos hecho en Sigüenza con la vaca.
Nos encariñamos con aquella cabra. Le dábamos de comer para ver si engordaba y se llenaba de leche,
pero ni por esas. De Madrid no nos llegaban provisiones, ya habíamos terminado con todo lo comestible,
y allí, en la sierra, no había dónde buscar comida. Después de discutirlo, se llegó a la conclusión de que la
única solución para matar el hambre era comernos la cabra. Pero, ¿quién tenía valor para matar a
Margarita? La cabra, cada vez que nos acercábamos a ella, dejaba de comer hierba, levantaba la cabeza y
nos miraba con una mirada muy particular. Nadie se atrevía a terminar con la mascota, unos por
superstición —“Matar a la mascota nos va a traer mala suerte”, argumentaban—, otros por razones
humanitarias. De todos modos, por una u otra razón, nadie tenía valor para matar a aquella cabra flaca
que, estoy convencido, había adivinado nuestras intenciones. Y pasaron los meses con tiroteos y
desplazamientos cortos, vino el mes de diciembre y empezaron los fríos. La sierra se cubrió de nieve.
Como no nos llegaban alimentos, decidimos comemos a Margarita. Alguien tuvo coraje para matarla,
trocearla y asarla al fuego. Yo me sentí incapaz de comer aquella carne, y como yo, algunos más; otros no
tuvieron ningún reparo en hacerlo. Y como para que nos sintiéramos culpables de aquella crueldad, al día
siguiente nos anunciaron el envío de mantas y comida.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

El nicho
Teníamos establecida la primera línea en Las Navas de Buitrago y el camión que nos traía el
suministro sólo podía llegar a Lozoyuela. Era necesario bajar desde primera línea, hasta Lozoyuela, a
buscar el pan y los víveres. Cada día, nos tocaba a dos cumplir esta misión.
La noche que me tocó bajar a buscar los víveres a mí, me acompañaba el Ginés, que tendría uno o
dos años más que yo. Nos metimos en la taberna del pueblo a esperar el camión de los suministros. Su
llegada se retrasaba, en la taberna había una estufa igual a la de mis abuelos, hecha con un bidón vacío de
los que se usaban para el alquitrán. Nos dieron unas sardinas arenques y las comimos. El camión llegó
muy entrada la noche, habían tenido una avería. Nos dieron los sacos con los víveres, yo me cargué el del
pan y Ginés el de las latas. Había caído una gran nevada y los caminos estaban cubiertos por la nieve.
Ginés y yo caminábamos sin otra orientación que el fuego que se veía a lo lejos, donde estaban refugiados
nuestros compañeros. Nuestros pies se hundían en la nieve y de vez en cuando, en la oscuridad,
pisábamos un charco en el que el hielo había formado una capa sobre el agua. Nuestras botas se
empapaban de aquella agua helada. Perdí el equilibrio resbalé y caí entre unas zarzas, las espinas se me
clavaron por todo el cuerpo, quedé en una posición extraña, las piernas enganchadas en la parte alta de la
zarza y el resto del cuerpo colgando. Hice varios intentos para liberarme de aquellas púas que tenía
clavadas en las piernas, pero los brazos no me alcanzaban. Fue inútil mi intento de liberarme y opté por
esperar a que alguien viniera en mi ayuda. El saco del pan se había escapado de mis manos. Comencé a
dar gritos llamando a mi compañero. Lo único que me llegaba era el eco de mi voz, ni una señal del
Ginés. Estuve un par de horas en aquella ridícula postura. Estudié la situación y la forma de
desengancharme, no me fue fácil, pero lo conseguí. Ni siquiera me tomé la molestia de buscar el saco del
pan, en la oscuridad intenté inútilmente llegar hasta la casa donde estaban mis compañeros del batallón.
Había perdido el sentido de la orientación, ya ni siquiera veía el fuego, tampoco al Ginés. Comencé a
caminar. Cuando me di cuenta estaba en el cementerio de Lozoyuela, seguía nevando. Pensé que era
inútil, en la oscuridad, intentar llegar hasta la casa y decidí quedarme a dormir en el cementerio hasta que
se hiciera de día. Entré, vi un nicho vacío y pensé que era el mejor lugar para pasar la noche. Al igual que
me había ocurrido en Sigüenza, sentía temor a quedarme entre los muertos, pero si no lo hacía, estaba
condenado a morir de frío. Mi dilema estaba en si era mejor meterme en el nicho con los pies hacia dentro
o con los pies hacia fuera, pensaba que si me metía con los pies hacia fuera, alguien me podía tapar el
nicho y si lo hacía con los pies hacia dentro, algún muerto podía, tirando de mis piernas, meterme hacia la
muerte. Finalmente tomé la decisión de hacerlo con los pies hacia dentro, y me desaté la manta que
llevaba en bandolera. Aunque estaba muy húmeda, algo me resguardaría del frío. Me metí en el nicho, al
menos me protegía de la nieve. No pude dormir, el temor era más fuerte que mi sueño. Al hacerse de día
me orienté y comencé a caminar. Apenas había avanzado doscientos metros cuando vi al Ginés tendido
sobre la nieve. No tenía ninguna herida. Había muerto por congelación. Yo había oído decir que los que
morían por congelación tenían un gesto en la cara como de reír. Siempre creí que se trataba de un chiste,
pero en ese momento pude comprobar que lo que me habían dicho era cierto: el Ginés tenía en su cara
una sonrisa. Lo levanté, lo cargué a mis espaldas y lo llevé hasta la casa que usábamos como refugio. No
me fue fácil hacerlo. Estaba congelado, y por esa tendencia mía al humor, recordé el chiste de aquel señor
que encuentran muerto en un sillón, y como no podían ponerlo derecho para meterlo en el ataúd, le llevan
al cementerio sentado en el pescante con el cochero. A mí, en muchos momentos de la vida, el humor me
ha jugado malas pasadas, como en esta ocasión. Afortunadamente lo supero y tomo conciencia de la
realidad, pero no deja de ser tremendo ese verlo todo bajo el prisma del humor.
Llegaron las Navidades y nos dieron una botella de coñac, ¿de coñac? Me inclino a pensar que se
trataba de alcohol de quemar. Me la bebí entera mientras hacía la guardia. Cuando me llegó el relevo, en
mi intento de llegar hasta la casa donde teníamos instalado el cuartel-refugio, caí al suelo y ahí quedé
hasta el día siguiente, con la cara sobre el barro. Milagrosamente, no morí de frío. Fue la primera
borrachera de las tres que he cogido a lo largo de mi vida.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Teníamos la costumbre de poner delante de nuestras trincheras una bandera republicana,


clavábamos el mástil (no estoy muy seguro de si es conecto llamar mástil a ese palo que le poníamos a la
bandera para que se sujetara, pero creo que le da más dignidad y más empaque a la bandera decir “el
mástil” en lugar de “el palo”), bueno, pues como les decía clavábamos el mástil en la tierra y luego, para
sujetarlo, poníamos piedras en la base.
Durante la noche, el enemigo, aprovechando la oscuridad, con el mayor de los sigilos, llegaba hasta
donde estaba la bandera y se la llevaba. Aquello nos tenía de muy mala leche. Era como que se
cachondeaban de nosotros. Entonces recordé lo que hacíamos en mi barrio cuando yo era chico. Cagamos
varios, untamos todo el mástil con mierda y colocamos la bandera como cada noche. El que vino a
arrancarla no pudo evitar un “¡La madre que parió a los rojos!” Había conseguido arrancar la bandera,
pero se llenó las manos de mierda. Y la mierda no mata, pero humilla.
Pasaban los días y no estaba claro en qué consistía esta guerra. Los tiroteos se provocaban por algún
disparo que involuntariamente se le escapaba a un centinela, pero les doy mi palabra que yo no veía a
ningún enemigo, salvo alguno que a lo lejos pasaba de un lado a otro, agachándose. Nuestra misión era
evitar que los nacionales avanzaran en dirección a Madrid, pero una de dos, o el enemigo no tenía
intención de hacerlo o lo estaba intentando por otro frente. Los días se hacían largos y aburridos. Algunas
veces salíamos a hacer intercambio, los nacionales nos daban tabaco de Canarias y nosotros les dábamos
papel de fumar de Alcoy. El día primero de año de 1937 desafiamos al enemigo a un partido de fútbol.
Concertamos la hora, salimos de las trincheras, construimos las porterías con ramas de árbol clavadas en
el suelo y se inició el partido. Les ganamos por seis goles a dos. Cuando volvíamos y ya estábamos a
punto de metemos en nuestras trincheras, comenzaron a dispararnos; pero creo que no lo hacían porque
éramos rojos y ellos nacionales, sino porque les habíamos metido seis goles. Esto fue lo que les cabreó.

Un enemigo amigo
Llegó el mes de febrero de 1937, los nacionales se habían acercado a Madrid y trataban de rodearlo.
Nos trasladaron al frente de La Peraleda, en Aravaca. A la derecha de la cuesta de las Perdices, en la
carretera de La Coruña, teníamos nuestras trincheras; en el lado izquierdo de la carretera estaban las de
los nacionales, sólo nos separaba el ancho de la carretera. Las trincheras estaban cubiertas con maderas y
sacos de tierra, ya que la escasa distancia que las separaba hacía posible lanzar granadas de mano desde
cualquiera de ellas a la otra. Las trincheras se extendían a lo largo de toda la cuesta de las Perdices hasta
Puerta de Hierro. Explicar cómo estábamos situados unos y otros sería como describir un puzzle
gigantesco. En el sector de La Peraleda, hacia Aravaca, habíamos excavado otras trincheras. Delante de
ellas, había unos campos cultivados, llenos de fresones. Cuando había un momento de tranquilidad, los
más arriesgados salíamos de la trinchera con el casco en la mano (nos habían dado unos cascos, decían
que eran franceses) y en medio de los disparos de los fusiles y de las ametralladoras de los enemigos,
cubiertos por el fuego de nuestros compañeros, recogíamos fresones a una velocidad de vértigo, que
íbamos depositando en el casco; cuando lo teníamos lleno, nos dejábamos caer dentro de la trinchera.
Una de las noches que estaba de guardia, escuché a uno que cantaba en la trinchera enemiga. Me
sentía tan solo que no pude evitar tomar contacto con él, aunque sólo fuese de palabra. Le di un grito:
—¡Eh, tú, el cantante! Me respondió:
—¿Qué quieres?
—Nada. Es que te he oído cantar y por tu manera de cantar me parece que eres vasco o asturiano.
—No. Soy de Pamplona. ¿Conoces Pamplona?
—No. No la conozco, pero he oído hablar de los San Fermines. Creo que os lo pasáis bárbaro.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

—Muy bien. Cuando termine la guerra te invito a mi casa en Pamplona para que los conozcas. Te
vas a divertir.
Le pregunté cómo se llamaba y dijo:
—Y cómo quieres que me llame, coño? Fermín.
Y se echó a reír.
—¿Y tú?
—Miguel.
Cada noche, la hora y media que duraba la guardia era un diálogo permanente entre Fermín y yo.
Ya se había hecho una costumbre. Yo, desde mi trinchera le preguntaba a qué hora tenía guardia al día
siguiente, luego le pedía a mi sargento que me pusiera la guardia a la misma hora que la de Fermín.
Me contó que tenía novia, le dije que yo también, me dijo que le gustaba mucho el fútbol, a mí
también. Me contó que trabajaba de camarero en un hotel, yo le conté que trabajaba de mecánico.
Fueron muchas noches de hablar y contamos cosas. Fue un enemigo amigo, del que sólo llegué a
conocer su voz. Ojalá que en el momento en que escribo esto aún viva y que al final de la guerra se haya
casado con aquella novia de la que me habló y que junto a ella viva rodeado de sus hijos y sus nietos.
Creo que de esa situación me nació el gran rechazo hacia los que, con la disculpa de defender una
bandera, mandan a los jóvenes a ese matadero que es una guerra. Ya lo dijo Victor Massuk: “La fauna
política ha reducido las masas a un soñoliento rebaño unificado estúpidamente en el aplauso, en el slogan
y la hipnosis de la propaganda”. Y yo repito lo que ya he dicho cientos de veces: “Un país es una nación a
la que los militares llaman patria”.
Yo tenía en el frente una bicicleta, con ella, subiendo la cuesta de la Dehesa de la Villa, me
acercaba hasta mi casa a ver cómo estaban mis abuelos (mi madre y mis hermanos, que vivían en Tetuán
de las Victorias muy cerca del frente habían sido evacuados a Alcira). Les llevaba algo de comida,
algunas latas de carne rusa, algunas de sardinas en aceite y algo de pan. A veces me quedaba a dormir en
mi cama de la buhardilla, pero pasaba más miedo que en el frente. En la trinchera tenía un arma para
defenderme y en la buhardilla me sentía indefenso cuando los aviones dejaban caer sus bombas o los
proyectiles de la artillería silbaban por encima de la casa. La gente de Madrid se había acostumbrado a los
bombardeos, y cuando sonaban las sirenas, ya ni se molestaban en bajar a buscar el refugio más cercano.
El 12 de marzo de 1937 era mi cumpleaños. Le pedí permiso al sargento y, cuesta de la Dehesa de
la Villa arriba, pedaleando en mi bicicleta, llegué a mi casa. Esa noche no regresé al frente, me quedé a
dormir en mi cama.

Guadalajara
Al siguiente día, cuando regresé al frente de Aravaca me encontré con que mi regimiento, el
Regimiento Pasionaria, había sido integrado en el 5° Regimiento que comandaba Líster y trasladado al
frente de Guadalajara, porque por allí pretendían entrar en Madrid los italianos de Mussolini. En la
bicicleta, me fui hasta Torija. Al llegar me encontré con algunos compañeros de mi batallón que estaban
descargando un camión con botas y ropa para los soldados que estaban en primera línea. Me pidieron que
les ayudara. Estábamos en plena faena cuando aparecieron los Junkers, o las “pavas”, que también con
ese apodo se les llamaba. Comenzaron a lanzar sus bombas, nos metimos debajo del hueco de la escalera
de una casa. Una de las bombas hizo blanco en un costado del edificio y éste se vino abajo. Y ahí
quedamos atrapados. Los escombros habían bloqueado la puerta y eran inútiles nuestros esfuerzos por
salir. Dentro del hueco éramos cuatro personas que intentábamos respirar y tragábamos el polvo de los
escombros. Golpeábamos en las paredes desesperadamente y después de intentarlo repetidas veces,

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Miguel Gila Y entonces nací yo

conseguimos hacer un agujero en uno de los tabiques. Los aviones se habían ido, de todas las casas del
pueblo apenas quedaban en pie diez o doce, las otras se habían venido abajo por las bombas o por la onda
expansiva. Por suerte, ninguno de los cuatro estábamos heridos, tan sólo teníamos la garganta seca, eso
era todo.
Me quedé en Torija hasta que se hizo de noche. Dejé allí mi bicicleta y caminando en la oscuridad
traté de tomar contacto con mi batallón. Había llovido intensamente y los campos y los caminos estaban
llenos de barro.
Vi el fuego de una hoguera a lo lejos y me dirigí hacia él. Cuando llegué, vi que unos cuantos
soldados estaban a su alrededor. Pregunté:
—¿Sabéis dónde está el 5° Regimiento? Sin inmutarse, como si se tratara de lo más natural, me
dijeron:
—Nosotros somos nacionales. Tu regimiento creemos que está por allí.
Y en la oscuridad me señalaron hacia el otro lado de la carretera.
Yo, también con la mayor naturalidad, les di las gracias y me dirigí hacia donde me habían
señalado. El terreno era chato, con arbustos y piedras en los sembrados empapados por la lluvia. Llegué
hasta una paridera de ganado, y ahí estaban mis compañeros, que se llevaron una gran alegría al yerme.
También, como los nacionales, habían hecho una hoguera; me acerqué y me senté a calentarme las manos
y los pies, que estaban helados. Era tan grande la confusión que ninguno de los mandos había notado mi
ausencia. Fernando, uno de mis amigos, me había traído el fusil y la munición que me había dejado en el
frente de Aravaca.
Pasamos parte de la noche en aquella paridera, y antes de amanecer nos situaron estratégicamente a
los costados de la carretera. En Torija se habían concentrado varios tanques rusos. Los italianos venían
subidos en camiones, sin sospechar que a los dos lados de la carretera estábamos nosotros, tumbados con
nuestros fusiles y los pequeños cañones antitanques a punto. En uno de los camiones traían una banda de
músicos que tenía la intención de entrar en Madrid tocando alguna marcha que adornara su toma de
Madrid. Teníamos orden de no disparar, de dejarles pasar y sólo cuando los tanques hicieran fuego contra
los camiones, cerrarles la retirada. No habían terminado de pasar todos los camiones cuando alguien, tal
vez por nerviosismo, comenzó a disparar. Los italianos se dieron cuenta de la emboscada y trataron de dar
marcha atrás pero los tanques avanzaron y comenzaron a disparar sus cañones. Los camiones, incluido el
de la banda de músicos, volaban por los aires.
La retirada de los italianos fue desordenada, dejando los muertos sin enterrar y, desparramados por
el suelo, armas, cantimploras y macutos con ropa. Los mandos italianos también abandonaron a los
heridos. Los recogimos y los trasladamos al hospital de Guadalajara. Al anochecer caminamos por los
surcos del campo empapados de lluvia, desde Torija hasta Gajanejos, sin encontrar ningún enemigo, sólo
los muchos cadáveres abandonados en su retirada. Tal vez para frenar nuestro avance habían colocado a
algunos de los muertos en pie, apoyados en un árbol, algunos sosteniendo en sus brazos una rama, como
si estuvieran a punto de disparar. Aquello no era más que un truco macabro, bastaba darles un ligero
empujón para que cayeran al suelo.
Pensaba yo, viendo aquellos cadáveres, hasta dónde llega la estupidez humana, cómo aquellos
individuos habían elegido para morir un lugar que ni les importaba y que ni siquiera conocían.
Llegamos a la entrada de Gajanejos. Un hombre, un campesino, nos esperaba con un farol de
carburo en la mano. Nos dijo que los italianos se habían retirado hasta el valle que había en una
hondonada pasando Gajanejos, pero que un buen número de ellos se habían ocultado en una pequeña
ermita que había a la entrada del pueblo. Los tanques rusos hicieron un cerco alrededor de la ermita y
dispararon los cañones. Aquello fue una masacre. No quedó ni uno solo con vida. Murieron como los que
habíamos encontrado durante nuestra larga caminata, estúpidamente lejos de sus casas, en un país
desconocido.
Entramos en el pueblo y encontramos galletas, tal vez de los italianos, duras como baldosines, pero
que nos sirvieron de alimento. Antes del amanecer, el comandante que estaba al mando del batallón nos

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dijo que abandonásemos el pueblo, porque estaba seguro de que apenas se hiciera de día vendría la
aviación a bombardear. Salimos de Gajanejos y nos tumbamos esparcidos por el campo. El comandante
no se equivocó, instantes después de amanecer llegaron los Junkers y, en vuelo cruzado, de tres en tres
comenzaron a lanzar bombas. En el pueblo no quedó ni una sola casa en pie. Pero no se conformaron con
la destrucción del pueblo. Comenzaron a lanzar bombas contra nosotros. Me tumbé boca abajo y junto a
mí, Fernando y Fraguas, compañeros míos desde el principio de la guerra. Mientras las bombas bajaban
hacia donde estábamos nosotros, a mí me dio por cantar un tango: “La muerte agazapada marcaba su
compás. En vano yo alentaba febril una esperanza...” Y de pronto, aquello se convirtió en un infierno de
gritos desgarradores y de muerte. Cuando los aviones se retiraron comenzó el auxilio a los heridos, no
había suficientes camillas, los llevábamos en una manta hacia las pocas ambulancias que venían con
nosotros.
Uno de los más graves era un muchacho de diecisiete años al que llamábamos Pancho, porque como
cada uno de los milicianos vestía de acuerdo con su gusto o sus posibilidades, el muchacho en cuestión
llevaba un sombrero de paja de ala ancha lo más parecido a un sombrero mexicano, de ahí el apodo de
Pancho. No pude hacer nada por él, se me murió en los brazos. Saqué de su bolsillo una cartera empapada
de sangre en la que había algunas fotografias, entre ellas una de su novia. Días más tarde le llevé la
cartera a sus padres. La muerte de aquel muchacho aumentó mi rencor hacia los alemanes: “Por qué
mierda tienen que venir a matarnos en nuestra propia casas” Lo mismo pensaba de los italianos, de los
moros y hasta de los rusos. ¿Quién coño son para intervenir en un problema nuestro? Al día siguiente nos
situamos a las afueras de lo que había sido, que ya no lo era, Gajanejos. Las lluvias se habían
intensificado y todo el terreno era un barrizal. Los italianos se habían retirado hacia Utande y Muduex,
pueblos que estaban en una hondonada. Los tanques rusos resbalaban en el barro que había acumulado en
las carreteras de tierra, que además eran muy empinadas. No se pudo perseguir a los italianos. Aquello se
paralizó. Al hacerse de noche nos situaron en línea, en el mismo borde de la empinada pendiente desde
donde se divisaba el valle. Nos dieron órdenes de calar la bayoneta. Si algo me daba temor en la guerra
era la orden de calar la bayoneta, el pensar en un cuerpo a cuerpo me producía escalofríos. Obedecimos la
orden y calamos la bayoneta, mientras en la mano teníamos preparada una granada. Tal y como había
pensado nuestro comandante, la Infantería italiana, sigilosamente, intentó ascender hasta Gajanejos.
Teníamos orden de dejarles que se acercaran y sólo cuando estuvieran a diez metros de distancia, a la voz
de “¡Ahora!”, lanzar las granadas y preparar la bayoneta por si alguno lograba alcanzar el llano.
Esperábamos en silencio, escuchando cómo subían en la oscuridad, arrastrándose como reptiles. Cuando
estaban cerca, el comandante gritó: “¡Ahora!” No lo pude evitar, grité: “¡ésta por mi amigo Pancho!” y
lancé mi granada. Los italianos cayeron rodando por la empinada cuesta, unos sin vida y otros heridos.
Ahí dejaron de jodernos.
Dormimos unas horas, envueltos en las mantas empapadas de lluvia. Cuando se hizo de día nos
dedicamos a enterrar a los italianos que sus propios compañeros habían abandonado sobre los sembrados
o entre los matorrales; algunos, muy pocos, estaban a medio enterrar, tal vez por la retirada tan
precipitada a que se habían visto obligados. Para la desagradable labor de enterradores, los mandos nos
organizaron en parejas. El que venía conmigo era medio gilipollas o lo era del todo. Buscando cadáveres
por el campo encontramos uno medio sepultado, le asomaban los pies, y en los pies unas botas flamantes.
Mi ayudante de enterrador miró las botas del muerto, luego miró las suyas y advirtió que las del muerto
eran mejores; no lo pensó dos veces: se agarró a una de las botas del muerto y comenzó a tirar con fuerza
hasta que cayó de espaldas con la bota en la mano. Pero dentro de la bota estaba el pie y parte de la pierna
del muerto. Se puso lívido, lanzó la bota con el pie lejos de donde estábamos y comenzó a frotarse las
manos en el pantalón como para borrar el espanto.
Como los italianos en su retirada no habían tenido tiempo de enterrar a sus muertos, habían dejado
junto a cada uno de ellos un palo con una botella o una lata, para saber dónde estaban. Tal vez pensaban
volver y como Pulgarcito seguir el rastro por aquellas señales, pero no volvieron. Llovía sin cesar, ni los
carros blindados ni la artillería podían subir la empinada y resbaladiza cuesta que había desde el valle
hasta Gajanejos.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Aquello se paralizó y regresamos hacia el frente de Madrid. Aproveché que pasamos por Torija y
recuperé mi bicicleta. Nos llevaron de nuevo al frente de El Pardo.

Vocación de piloto
Yo estaba aburrido de aquella lucha desordenada y decidí tomar otro rumbo distinto. Habían pedido
pilotos para manejar los cazas rusos. Me presenté como voluntario y me llevaron a Alcantarilla, en
Murcia, y allí ingresé en aviación. Para ser piloto había que hacer las prácticas en Rusia. Antes, en la base
de Alcantarilla, dábamos las clases de teórica. Tuve que aprender álgebra y trigonometría. Cuando estaba
a punto de salir hacia Rusia, me llamaron de la Capitanía.
—¿Te llamas Miguel Gila?
—Sí.
—No puedes ir a Rusia.
—¿Por qué?
—Es una orden.
—¿De quién?
—Del jefe de la base de “hidros” de Cartagena.
Era el hermano de mi tía Palmira, Mariano Perea. Pedí permiso para ir a verle. Me recibió.
—¿Por qué no puedo ir a Rusia?
—Porque vas a ser más útil para la República como mecánico que como piloto.
—Es que me gusta la idea de pilotar un caza.
—Mira, Miguel, todo lo que te van a enseñar en Rusia en dos meses tan sólo te va a servir para ser
un piloto mediocre. Quédate conmigo como mecánico y convéncete de que cuando la guerra termine,
llegarás a ser un número uno en la mecánica.
Tan sólo aguanté dos semanas en la base de “hidros”. Me sentía desplazado de mi condición de
combatiente. No podía entender que mientras otros luchaban yo era lo más parecido a un empleado. Tenía
la sensación de haber abandonado la guerra. Así se lo hice saber a Mariano Perea y él lo entendió.
—Está bien. ¿Quieres combatir?
—Sí.
—En vista de los continuos bombardeos a que nos tienen sometidos los alemanes, estamos creando
un cuerpo que se va a llamar la DECA, Defensa Especial Contra Aeronaves. Ahí tienes una oportunidad
de combatir.
Aquello me gustaba más que reparar motores de aviones. Tal vez se me presentaba la oportunidad
de vengarme de los que en Gajanejos habían terminado con la vida de mi amigo Pancho.
Mariano Perea me hizo todas las gestiones, estuve practicando y tomando clases en Alcantarilla con
cañones traídos de Checoslovaquia, unos grandes del 7,7 y otros más pequeños de marca Oerlikon,
también como los anteriores de origen checo. Estos últimos cargaban balas trazadoras que permitían
corregir el tiro siguiendo la trayectoria del proyectil.
Me destinaron a Valencia. Por primera vez vi el mar, que me impresionó.
El cuartel estaba instalado en las Escuelas Pías, en la calle Carniceros. Teníamos cañones en el
campo de fútbol de Mestalla, en el faro de El Grao y Oerlikons en algunos edificios altos repartidos por
todo Valencia. Me asignaron una pequeña terraza circular, arriba de un edificio en la plaza de Castelar
que después se llamaría igual que todas las plazas españolas, del Caudillo, y que ahora se llama plaza del

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Miguel Gila Y entonces nací yo

País Valenciano. Desde aquel emplazamiento vigilaba con una Oerlikon y unos prismáticos la llegada de
los aviones alemanes. Los cañones instalados en el campo de Mestalla, cuando los aviones estaban sobre
la capital, abrían fuego, pero no era fácil acertar. Los sistemas antiaéreos de entonces eran muy
rudimentarios: goniómetro, altímetro. Antes de disparar era necesaria toda una serie de datos, casi
siempre sin tiempo para hacer un cálculo exacto. Altura, velocidad y distancia. Así, cuando se disparaban
los cañones todo había cambiado: la velocidad, la distancia, la altura. Los proyectiles hacían explosión
muy lejos de los aviones que dejaban caer sus bombas.
Del improvisado cuartel de las Escuelas Pías de la calle Carniceros no nos dejaban salir, para que si
venían los aviones estuviéramos listos para entrar en acción.
Recuerdo que alguno de los soldados, con cualidades poéticas, había escrito en una de las paredes
de la escalera:
¡Oh, cuartel! ¡Oh, maravilla! Tu nombre de mucha peca.
¿Eres cuartel de la DECA?, ¿o eres penal de Chinchilla? Valencia, además de sufrir los bombardeos
aéreos, sufría los de los barcos de guerra. Nuestra artillería costera también era muy limitada.
Pero les había dicho que no iba a escribir un libro sobre la Guerra Civil y de manera inconsciente
estoy cayendo en la trampa de hacerlo. Voy a intentar dejar la guerra a un lado para seguir con mis
vivencias.
En el café Martí de Valencia actuaban Miguel de Molina, Amalia de Isaura y Pirúlez. En la calle de
Ruzafa había tres compañías de revista, representaban Las mujeres de la cuesta, Las tocas y otra revista
más, que creo que se llamaba ¡Qué más da! Había en una de ellas un cómico genial en ese género llamado
Gometes. Me gustaba el teatro, iba casi a diario y de una manera muy particular a ver a Gometes y a
Miguel de Molina. Pirúlez era un cómico que contaba chistes y hacía una parodia de Mi jaca que titulaba
Mi burra. Los cómicos, que entonces se denominaban caricatos, tenían casi todos una manera de trabajar
común: Sepepe, Arthur, Pirúlez, todos ellos usaban el mismo sistema, el chiste burdo y la parodia. Tan
sólo Roberto Font manejaba un humor original. Su monólogo era siempre el mismo. Salía al escenario y
decía: Estaban aquí y ya no están. Y estaban, pero se han ido, por eso no están, porque estaban pero como
se han ido ya no están. Y con ese constante repetir Que estaban pero ya no están enfatizaba la soledad del
ser humano y a medida que repetía aquello, sus ojos se iban humedeciendo con un llanto contenido, y
cuando abandonaba la escena, los espectadores, que habían reído al principio, terminaban con un nudo en
la garganta y rompían en aplausos. De todos los que he conocido era el más original. Estando en México,
a la salida de un cabaret le apuñalaron y estuvo varias semanas entre la vida y la muerte. Años más tarde,
en el teatro Victoria de Barcelona tuve la oportunidad de compartir escenario con él. Desconozco la causa
que le llevó a esa situación, pero estaba totalmente alcoholizado, aunque cuando salía a escena
interpretaba como si estuviera sobrio por completo. Su mujer le vigilaba, pero Roberto Font llenaba un
botijo con vino blanco, lo dejaba en la cabina de los electricistas del teatro y antes y después de su
monólogo, se pegaba un largo trago del botijo. Su mujer, me decía:
—No lo entiendo, Gila. Lo estoy vigilando, no bebe más que agua y sin embargo, le noto que está
borracho.
A Ramper nunca tuve oportunidad de verle trabajar, pero por lo que me han contado, tenía una gran
habilidad para manejar el humor político, con mucha audacia y una gran inteligencia. Dicen, aunque no sé
si será cierto, que cuando Madrid estaba entre rendirse o no a los nacionales, Ramper salió a la pista del
circo Price con un saco al hombro lleno de serrín. Daba vueltas a la pista voceando: Serrín de Madrid.
Serrín de Madrid. Y también cuentan —hay gente que me lo atribuye a mí y debo desmentirlo, por
aquello de que al César lo que es del César y a Ramper lo que es de Ramper— que cuando Franco ya era
Caudillo de España, Ramper salía a la pista del circo con una bicicleta y unos alicates y que después de
urgar en la bicicleta, decía: Voy a ser franco, ni la arreglo ni me voy. Y que salió con una foto grande de
Franco diciendo: Le quiero colgar, pero no sé dónde.
Aun a esta altura se me atribuyen cosas que nunca hice o que nunca me pasaron. Cuentan que en
una ocasión iba yo de viaje y me paré en una carretera, y que en el campo había un hombre con un arado.
Dicen que me acerqué a él y que se estableció el siguiente diálogo:
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—¿Qué tal maestro? ¿Cómo va el campo?


—Pues ahí andamos, luchando con la tierra.
—¿Sabes quién soy yo?
—No.
—Sí, hombre, me tienes que conocer, que salgo mucho en la televisión vestido de soldado.
—¡Ah, sí! Ya sé quién eres, Franco.
Como éste, gran cantidad de anécdotas chistosas, que ni tienen nada que ver conmigo, ni caben
dentro de mi estilo de humor.
La gente es muy dada a inventar cosas que llegan a creer ellos mismos que son ciertas. Como
pasaría en los años cincuenta con las portadas de La Codorniz. Hablan de una portada en que había una
pareja de novios sentados en un campo y encima de ellos, en un pequeño terraplén, un hombre con una
piedra gigante en la mano, y abajo del dibujo decía: “¿Se la tirará o no se la tirará?” Gran estupidez que
nada tiene que ver con el talento y el ingenio que había en La Codorniz, o aquella otra en la que contaban
que había dibujado un huevo y decía: “El huevo de Colón. La próxima semana el otro huevo”.
Pero me está pasando con Valencia como con la guerra, que sin darme cuenta me voy de una época
a otra. Y aunque ya he advertido que estos aguafuertes no están ordenados cronológicamente, quiero
seguir con lo que les contaba de Valencia.
Había cerca de la calle Carniceros un estrecho callejón llamado el callejón del Gato, ese era el lugar
elegido por las prostitutas para conseguir su clientela, en el callejón, una taberna o un bar, donde nos
reuníamos los amigos a tomar nuestro aperitivo. Ahí, en esa taberna o en ese bar del estrecho callejón,
paraban las prostitutas Charo, Inés, Conchita y una de nombre Inmaculada, nombre que sonaba tan mal en
su oficio que la llamaban Macu; y había otra, ya entrada en años, a la que llamaban Dens de ferro, porque
cuando abría la boca enseñaba un puñado de dientes de acero inoxidable. Decía mi amigo Tomás que la
Dens de ferro era una fiera en la cama, pero nadie salvo él se acostaba con aquella mujer. Su dentadura
impresionaba. Tenía el aspecto de una tenaza con la que en cualquier momento, en un arrebato de placer
te podía cortar la lengua o lo que es peor, el miembro.
Yo no había ido nunca “de putas”. En mi barrio no era costumbre este tipo de aventura. Estábamos
más por la bicicleta y el baile que por otra cosa. Salvo mi aventura con la criada de Raniero, toda mi
experiencia sexual no pasaba del magreo; pero ya con dieciocho años se habían despertado del todo mis
instintos sexuales. En parte por esos instintos y en parte por los amigos, que me incitaron a ello, se llevó a
cabo mi primera experiencia. No me resultó nada agradable aquel acto sexual con una mujer desconocida
que antes de meternos en la cama me pidió que le pagara, aquella palangana donde me lavó mis
intimidades, su fingir que lo estaba pasando muy bien conmigo, cuando sus exagerados jadeos y sus
movimientos epilépticos eran tan sólo el deseo de que aquello terminara lo antes posible para “ocuparse”,
que decían ellas, con otro hombre, que al igual que yo le pagaría unas pesetas. A pesar del orgasmo,
aquello no me dio ninguna satisfacción. No volví nunca por ese bar. Aquel día, con todos mis respetos a
las que ejercen la prostitución como medio de vida, se me quitaron las ganas de ir a la cama con una
prostituta. Para mí, era más excitante el beso de una novia o una masturbación.
Mi condición de mecánico me ha sacado de muchas dificultades. Uno de los jefes se enteró de que
yo era mecánico y me liberó de aquella terraza, donde con la Oerlikon trataba de derribar algún avión de
los que venían a bombardear Valencia, y me destinó al garaje y taller del paseo de San Vicente donde
estaban los camiones de la DECA.
Yo no había conducido nunca un coche y mucho menos un camión, pero si disponía de algún rato
libre, asesorado por Juan Reyes, un malagueño que me tenía una gran estima, cuatro años mayor que yo y
excelente conductor, dentro del garaje aprendía a manejar el freno, el cambio de marchas por el sistema
usado en los camiones, el del doble embrague. Y poco a poco me fui haciendo experto en el manejo de
los turismos y de una furgoneta francesa Chenard Walker.
El garaje era amplio y me permitía maniobrar y aparcar donde había un hueco. Juan Reyes me
corregía si cometía alguna equivocación. Fue amigo y maestro al mismo tiempo. Años más tarde,
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finalizada la guerra, nos vimos en Barcelona, se había casado con Carmen, también malagueña. No he
vuelto a verle nunca más. No sé si vivirá, pero no quiero que nadie me diga que murió. Quiero conservar
la imagen de cuando hablamos por última vez, sentados en un banco de la Puerta del Ángel.
Mi debut como conductor fue un fracaso. Juan Reyes cuidaba su camión como si se tratara de su
amante. Acababa de llegar de un viaje, me dijo:
—Te voy a dar la oportunidad de conducir. Mientras salgo a comerme un bocadillo, llévame el
camión a lavar y engrasar.
No me alcanzaban los pies hasta los pedales en aquel camión de diez toneladas. Me puse un cojín
en la espalda y salí con el camión, nervioso, pero al mismo tiempo orgulloso de poder manejar aquel
vehículo fuera del garaje. Miraba a un lado y a otro como si por allí fuese a aparecer de repente mi
abuela, mis tíos o mis amigos de la infancia y sentir la misma emoción que sentía yo. Aquella emoción
que sentía cuando siendo chico iba a buscarle el taxi a mi tía Capilla. El lugar donde hacían el lavado y
engrase estaba muy cerca, pero yo quería conducir durante más tiempo, y sobre todo hacerlo por las calles
céntricas, como si el mundo se fuese a paralizar ante mi hazaña y la gente sufriera un ataque de asombro.
Me metí por la calle de Ruzafa, di la vuelta a la plaza de Castelar y enfilé en dirección a la Gran Vía
Germanías. De repente, una camioneta que estaba aparcada en un lateral salió sin avisar. Pisé el pedal del
freno, pero tarde, choqué contra la parte trasera de la camioneta, que no sufrió ningún daño, pero el
camión de Juan Reyes se quedó sin los faros delanteros, con el radiador perdiendo agua y con uno de los
guardabarros medio colgando. Como pude, llegué hasta el garaje. Juan no estaba, aparqué el camión, en
el lugar más oculto, y le eché una mirada; aquello no tenía fácil arreglo, el radiador perdía agua por varios
sitios. Dejé el camión en aquel rincón y me puse a trabajar en el motor de uno de los camiones averiados.
Cuando llegó Juan de comerse su bocadillo me preguntó por el camión, por su camión.
—Ahí está —y salí disparado para la calle.
Al día siguiente me dijeron que Juan Reyes me buscaba con una navaja para matarme.
Por suerte se le pasó el enfado y con mi ayuda reparamos todas las averías.
Después de unos exámenes duros, entre ellos el psicotécnico, me dieron el carnet de primera
especial, que me autorizaba a conducir camiones de hasta quince toneladas, pero no tuve suerte, me
dieron un camión ruso, un 3.HC, conocidos familiarmente como “Tres Hermanos Comunistas”.
Los camiones rusos eran una basura, se calentaban tanto que el agua del radiador hervía hasta que el
tapón salía disparado por los aires; luego, para poder seguir, había que esperar un buen rato, llenarlo de
agua de nuevo y a falta de tapón, ponerle un trapo; otras veces las membranas de goma de la bomba de
gasolina se pegaban y había que mojar un trapo en el agua fría de algún arroyo, si lo había, colocarlo
sobre las membranas y esperar a que con el frío se despegaran. Cuando no lo conseguíamos, el ayudante
que venía conmigo se subía en el techo de la cabina con una lata llena de gasolina y un tubo de goma que
iba directamente al carburador sin pasar por la bomba.
Cuando era soldado de infantería en los frentes de Madrid, pensaba que los que manejaban los
camiones eran unos privilegiados. Me equivocaba por completo. Ignoraba entonces los sufrimientos que
me iban a deparar los camiones. En un día de lluvia y frío intenso, camino de Teruel, el camión se me fue
de las manos y se metieron dos ruedas en una zanja, que a un costado de la carretera servía de desagüe.
Bajé del camión, imposible sacarlo de allí. Después de más de dos horas en aquella situación, pasó un
camión White de los que servían para transportar los tanques. Le hice una seña al conductor y paró.
Estos camiones llevaban un carrete grande con un cable de acero que usaban para cargar el tanque.
Le pedí al compañero que me ayudara a salir de aquella situación. Desenganchó el cable del carrete, se
metió debajo de mi camión, enganchó el cable y se subió en su camión, puso en marcha el carrete y el
cable se fue tensando hasta que una vez tirante sacó mi camión de aquella zanja. Desde mi camión le di
las gracias, él correspondió a mi saludo desde la cabina de su White y se fue. Puse en marcha el motor,
metí la palanca de cambio y solté el embrague, el camión hizo un ruido extraño y se paró. Lo intenté de
nuevo, fue inútil. Cada vez que lo intentaba el camión no sólo no avanzaba sino que se calaba el motor.
Me bajé para ver cuál era la causa. Me quedé de piedra cuando vi que una de las ruedas delanteras miraba

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Miguel Gila Y entonces nací yo

al norte y la otra al sur. Me agaché. El tarado aquel, en lugar de enganchar el cable al eje de las ruedas, lo
había enganchado en la barra de la dirección y la había doblado, de tal manera que ninguna de las dos
ruedas estaba derecha. La lluvia y el frío iban en aumento a medida que pasaba el tiempo. No me quedó
otro remedio que tirarme debajo del camión, soltar la barra de la dirección e irme hasta el pueblo más
cercano, como cinco kilómetros andando bajo aquella lluvia que caía sin cesar; llegué hasta la herrería del
pueblo, el herrero, con fuego y golpe de martillo, enderezó la barra, y de nuevo siete kilómetros bajo la
lluvia hasta donde había dejado el camión, me metí debajo, sobre el barro, y coloqué la barra de la
dirección. Éste era uno de los muchos momentos en que hubiera deseado recibir un tiro que acabara
conmigo y con tanto sufrimiento.
En otra ocasión llevaba una lata de aceite para el camión. Con la mano derecha conducía y en la
mano izquierda, con el brazo fuera de la ventanilla, llevaba la lata, de diez litros de aceite. Por la falta de
higiene tenía debajo de las axilas unos dolorosos y muy abultados golondrinos. En un bache, el peso de la
lata tiró de mi brazo hacia abajo y la puerta del camión golpeó en los golondrinos: sentí un dolor tan
intenso que solté la lata y el volante. El camión volcó, pero por suerte lo hizo hacia el lado donde había
pared. Del otro había un gran barranco.
Fueron muchos sufrimientos los que padecí con los camiones. Con tantas y precipitadas retiradas,
apenas tenía tiempo para dormir: aprovechaba los momentos en que cargaban el camión para dormitar y
me dormía cuando iba conduciendo. Curiosamente cuando un conductor se duerme sigue viendo la
carretera, pero en sueños. Sólo me despertaba cuando pasaba sobre algún montón de grava que había en
los costados de la carretera; en una guerra no sirve decir: “Voy a dormir un rato y después sigo”. Ni
siquiera me compensaba ir en el interior de la cabina: el camión no tenía cristales en las ventanillas y el
frío era insoportable.

El Zapatones
Durante algún tiempo, mi misión fue abastecer de munición a una batería que estaba instalada en
Sagunto y a otra en el frente de Teruel.
Había un hidroavión, al que bautizamos con el nombre de Zapatones, por los dos flotadores que le
servían para amerizar. Aquel “hidro” era temido por nosotros. Como la carretera de Valencia a Sagunto
tenía una recta de varios kilómetros, el Zapatones volaba bajo, sobre la carretera, ya que el único
obstáculo eran los naranjos. El Zapatones cuando veía venir un camión de los rojos, encendía dos faros
como los de los coches y daba la señal de cruce. A pesar de que durante la noche no encendíamos los
faros, valiéndonos como única luz el resplandor de la luna, si el conductor no lo sabía, caía en la trampa,
hacía también la señal de cruce y el “hidro” disparaba ráfagas de ametralladora, que la mayoría de las
veces hacían blanco en el camión. Los que conocíamos el truco no nos dejábamos engañar, pero a pesar
de todo y aprovechando una noche de luna llena, el “hidro” me largó una de sus acostumbradas ráfagas.
Volaba tan bajo que los proyectiles entraron por el parabrisas y salieron por la ventanilla trasera de la
cabina. Ese día llevaba en el camión además de a Vicente, que era mi ayudante, al teniente pagador que
iba a abonar el sueldo a los de la batería de Sagunto. Vicente y yo salimos ilesos, pero al teniente
pagador, uno de los proyectiles le perforó el pecho.
Los viajes con mi ayudante de Valencia a Sagunto y a Teruel teníamos que hacerlos casi a diario,
bien a llevar munición o para llevar comida, siempre pendientes del Zapatones. En uno de los viajes de
regreso, ya con el camión vacío, vimos un cerdo a un lado de la carretera; Vicente y yo nos pusimos de
acuerdo para “requisar” aquel cerdo que estaba solo, sin ningún tipo de vigilancia, pero el cabrón del
cerdo, a medida que nos acercábamos, aceleraba el paso y nos hacía regates; por fin le alcanzamos y
mientras Vicente le sujetaba de una pata, yo le até el cinturón al cuello, creyendo que, como si fuese un

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Miguel Gila Y entonces nací yo

perro, iba a venir conmigo. ¡Una leche! El cerdo iba de un lado a otro sin que hubiera manera alguna de
controlarlo. Pasó un paisano subido en un burro y vio la lucha que nos traíamos con el cerdo.
—Así no lo van a poder llevar.
Vicente y yo sudábamos en aquella pelea. El hombre del burro, nos dijo:
—Métanle el dedo en el culo y lo llevarán donde quieran.
Creímos que el hombre nos estaba tomando el pelo. Ni Vicente ni yo nos animamos a seguir el
consejo de aquel hombre. Se bajó de su cabalgadura, llegó hasta donde estábamos nosotros, metió el dedo
índice de la mano derecha en el ano del cerdo y como si fuese un teledirigido lo llevó hasta el camión. El
cerdo no opuso ninguna resistencia, el dedo del hombre marcaba dentro del ano del cerdo la dirección y el
cerdo la seguía.
Para subirlo al camión bajamos la trampilla trasera y colocamos dos tablones apoyados sobre el
lugar destinado a la carga. El hombre, sin sacar el dedo del culo del cerdo, le hizo subir por los tablones,
después cerramos la trampilla trasera, el hombre montó en su burro y siguió su camino, nosotros nos
llevamos el cerdo. Y ya con el camión en marcha y el cerdo arriba, yo pensaba lo que se puede aprender
de esa gente a la que despectivamente llamamos ignorantes. Y comentábamos, Vicente y yo, si el cerdo
sería maricón y le gustaría que le metieran el dedo en el culo y nos atacábamos de risa.
Antes de llegar a Sagunto, a un costado de la carretera había un miliciano con su macuto y su
manta, nos hizo una señal para que parásemos, paramos.
—¿Vais para Valencia?
—Sí.
—¿Me podéis llevar?
—Sube.
Y el miliciano con un salto ágil se subió al camión.
Como los cerdos tienen las patas cortitas y mucho peso en cada curva el cerdo perdía el equilibrio y
rodaba de un lado al otro del camión, y en su rodar se llevaba por delante al miliciano. Daba la sensación
de que en la caja del camión había una bolera: el cerdo hacía las veces de bola y el miliciano de bolo.
Cuando llevábamos recorridos varios kilómetros y bastantes curvas, el miliciano nos golpeó arriba de la
cabina y nos hizo señas de que parásemos, se bajó al tiempo que decía:
—No me han matado en la guerra y me va a matar este cabrón de cerdo. Gracias por llevarme, pero
prefiero ir andando, total ya estamos cerca de Valencia.
Y se puso a caminar por un costado de la carretera.
Dos semanas más tarde, el “hidro”, en uno de esos vuelos bajos, calculó mal la altura y se precipitó
en el mar. Decían, no sé si será cierto, que en ese “hidro” llamado Zapatones fue donde murió el general
Mola.
La guerra seguía, los nacionales querían alcanzar el Mediterráneo para dividir la zona roja.
Me destinaron a una batería antiaérea manejada por algunos españoles y varios voluntarios
checoslovacos de las Brigadas Internacionales. Detrás del camión me engancharon un cañón Wikers del
7,7, arriba la munición y los soldados que manejaban el cañón, en total eran doce. Nos dirigimos hacia
Segorbe. Después de pasar Sagunto paramos a hacer un corto descanso y una paella. El teniente que
estaba al mando de la batería colocó a Josele, un extremeño que además de medio sordo era bruto de
concurso, subido en las ramas de un árbol para que con unos prismáticos vigilara el horizonte y nos
avisara si venía algún avión enemigo. Ninguno teníamos mucha fe en aquel centinela porque, por regla
general, lo primero que anunciaba la llegada de los aviones era el ruido de sus motores, que seguro que el
extremeño no oiría, y después sí se les podía ver como pequeños pájaros en ordenada formación. Hicimos
la paella que tenía un aspecto y un olor que alimentaba. Cuando nos disponíamos a meterle mano a la
paella, el Josele, con su clásica voz de sordo, gritó: “¡Aviones por el oeste en diresión batería!” Hacía
tiempo que los demás habíamos oído el ronquido de los motores. Nos tiramos de cabeza a los costados de
la carretera y allí, tumbados boca abajo en la pequeña hondonada que formaban las cunetas, aguantamos
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Miguel Gila Y entonces nací yo

el bombardeo. La suerte quiso que no hubiera ni un solo herido, pero una de las bombas alcanzó la
paellera.
¡La madre que parió a los alemanes! ¡Con lo grande que es el país y qué puntería la de estos hijos
de puta! Había que vemos, agachados, dando vueltas alrededor de la paellera, intentando encontrar alguna
pieza de conejo. Cuando alguien conseguía encontrar una, la limpiaba frotándola en el pantalón y se la
comía.
El Josele, obedeciendo órdenes, seguía en el árbol. De pronto, dio otro grito, con su hablar de sordo
y su acento extremeño gritó: — ¡Güerven lohavione con las mismah intensiones! ¿Y con qué intenciones
iban a volver? ¿A pedimos disculpas por haber destruido la paella?¡La madre que los parió! Esta vez no
eran Junkers, eran cazas, enfilaban hacia donde estábamos, en vuelo rasante disparando ráfagas con sus
ametralladoras. Esta vez yo no me tiré a la cuneta, me subí a uno de los camiones que tenía arriba una
Oerlikon de balas trazadoras, que yo había aprendido a manejar en los ensayos de tiro, con muy buena
puntería. La Oerlikon tenía en la parte delantera una chapa de acero de un grosor de más de un centímetro
para proteger al tirador. Esperé la llegada de los cazas que pasaron en vuelo rasante por encima de los
camiones, disparando sus ametralladoras y aguanté agachado detrás de la chapa de acero, solté el seguro
que sujetaba la rueda de giro de la Oerlikon y cuando pasó el último de los cazas, di una patada en la
cureña, apunté hacia el último de los cazas y comencé a disparar sin respiro hacia el avión que se alejaba.
La gran ventaja de aquellas balas trazadoras era que se podía ir modificando el tiro sobre la marcha sólo
con seguir la estela que el proyectil iba dibujando en el aire, así fui modificando la dirección de los
disparos hasta que alcancé al caza, que cayó envuelto en llamas. Creo, sin lugar a dudas, que es el único
testimonio que tengo de haber matado a alguien durante la guerra, pero era un alemán de mierda y que
sejoda. Más se perdió con la paella.
Cuando llegamos a Segorbe no había nadie. Segorbe había sido bombardeado por los Junkers y las
pocas casas que quedaban en pie eran tan sólo ruinas. Nules y Vall de Uxó habían sido borradas del
mapa.
Por ese ir y venir que he comentado tantas veces y que nunca conseguí entender, volvimos a
Valencia, sin ni siquiera instalar la batería.
En el cine Rialto de la plaza de Castelar, nos pasaban películas rusas, El acorazado Potemkin, Los
marinos de Krostand...
Cerca del colegio que teníamos como cuartel, en la misma calle, vivía la familia Benavides. El
padre, la madre y seis hijos, Manolo, Nati, Encarnita, Angelines, Antonio e Ignacio. Eran de derechas y
no lo estaban pasando bien. Tenían dificultades para conseguir comida. Me enamoré de Encarnita. Nos
hicimos novios, pero sin que sus padres se enterasen, porque un rojo no era muy bien visto en aquella
casa. No obstante me aceptaron y hasta llegué a llamarles papá, mamá y hermanos. A pesar de los años
que desde entonces han transcurrido aún hay alguien que me dice: “Yo conozco mucho a su hermano
Nacho” o “Soy muy amigo de su hermano Antonio”. Nunca lo desmiento, porque en la familia Benavides
yo era un hijo más.
Encarna tenía un gran parecido con Katharine Hepburn, el amor de mis quince años. Tal vez fue eso
lo que hizo que me enamorara de ella.
Nuestro noviazgo era muy simple, tan sólo algunos besos cuando estábamos en su casa y nadie nos
veía. Algunas veces íbamos al cine. Ahí vi por primera vez a los hermanos Marx en Una noche en la
ópera.
A la familia Benavides, al no tener a nadie en el ejército rojo, le era dificil conseguir alimentos. Yo
les llevaba fruta, pan y algunas otras cosas para comer y ellos me pagaban con cariño. Ignacio y Antonio,
los más pequeños que tendrían ocho y nueve años respectivamente, subían conmigo en el camión y
hacíamos excursiones por Valencia. Lo pasaban muy bien.
También muy a menudo iba hasta Alcira para ver a mi madre y a mis hermanos. Cada uno de ellos
se alojaba en la casa de una familia distinta. Tan sólo mi hermana Antonia y Ramón, los más pequeños,
vivían con mi madre en lo que antes había sido el cuartel de la Guardia Civil. Mi hermana Adela vivía en

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Miguel Gila Y entonces nací yo

la casa de una familia que tenían abajo de la vivienda una funeraria. Mi hermana Adela ayudaba a hacer
los ataúdes, era la encargada del decorado final, de aquellas grecas doradas o de las puntillas blancas que
los remataban. La primera vez que fui a visitarla me llevé el susto de mi vida cuando entré la vi dentro de
un ataúd y me impresionó mucho. Se había acostumbrado a dormir la siesta en aquella caja porque decía
que en la casa había mucha corriente y pasaba mucho frío.
La vida en Valencia se hacía aburrida, tan sólo el cine o el teatro eran lugares de entretenimiento.
Mi noviazgo con Encarna no tenía encanto, la falta de libertad para ejercer nuestra relación me empezaba
a resultar aburrida. Aquellos besos a escondidas, con el miedo a que en cualquier momento nos
descubrieran, tan sólo me alcanzaban para una erección que luego se frustraba. Yo estaba convencido de
que aquello terminaría en cualquier momento. Cada día se repetía la misma historia, las sirenas, los
bombardeos y el refugio o la carrera.
Yo seguía llevando alimentos y munición a las baterías de Mestalla, de Sagunto o del faro de El
Grao.
En el camino paraba junto a los naranjos o los ciruelos y llenaba un cajón que llevaba debajo del
asiento. Cuando me tocaba llevar munición a Alicante, paraba cerca de las huertas y llenaba el cajón de
tomates, que después comía a bocados con un poco de sal.
En uno de esos viajes de camino a Alicante vi un hombre tumbado en la carretera, paré el camión y
le levanté. Era un miliciano. Tenía una herida en la cabeza de la que le brotaba sangre, le subí a la cabina
del camión y le senté junto a mí. A medida que iba conduciendo, el hombre se me venía encima,
particularmente al tomar una curva, yo le empujaba para ponerle derecho al tiempo que le decía:
—Tranquilo que pronto estaremos en el hospital de Alicante.
El hombre no decía nada, se mantenía sentado junto a mí. Yo trataba de darle ánimos, le daba
palmaditas en la cara y le hablaba sin cesar.
Llegué al hospital de Alicante, que estaba instalado en el castillo, y se lo entregué a uno de los
médicos. Le observó y dijo:
—Este hombre hace más de seis horas que ha muerto.
Un escalofrío me corrió por el cuerpo. Me había pasado más de cincuenta kilómetros hablando con
un muerto.
Posiblemente se había caído de un camión en marcha y se había golpeado en la cabeza, porque no
tenía ningún otro tipo de herida.
Por suerte, o tal vez por ingenuidad, me llevé una gran alegría cuando me destinaron al frente de
Extremadura donde, aparte de los combates del Ebro, se estaban llevando a cabo los combates más
importantes de aquel invierno de 1938. Teníamos el cuartel general en Pozoblanco y desde allí
actuábamos defendiendo de los bombardeos aéreos a los combatientes de Hinojosa del Duque, de El
Viso, Villaralto, Alcaracejos, Belalcázar y otros pueblos más donde se estaban desarrollando combates
contra las tropas del general Yagüe.
Puede que a algunos lectores les parezca estúpido lo que voy a decir a continuación, pero yo me
había alistado como voluntario en el 5° Regimiento para combatir, no para estar llevando la comida a los
que se jugaban la piel.
Naturalmente la comida era necesaria no sólo para los que combatían en el frente, también para mi
madre y mis hermanos.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

El cochinillo
Un día que me estaba bañando en el río, completamente desnudo, acertó a pasar por allí un
cochinillo que aún no se había hecho adulto; me lancé en plancha y le agarré de una pata trasera, el
cochinillo chillaba sin parar, alcancé con la mano libre un cuchillo de monte que llevaba siempre
conmigo y acabé con los chillidos del pequeño cerdo, lo metí en uno de los cajones de munición, lo tapé
con varios proyectiles y seguí con mi baño. Al rato apareció un paisano con boina, y me preguntó:
—Perdón, ¿ha visto pasar por aquí un cochinillo?
—Sí —le dije—. Se ha ido por ahí.
Y señalé hacia unas encinas. El hombre se fue. Y yo, sin pensar en la distancia que había desde
Pozoblanco hasta Alcira, carretera adelante con el cochinillo dentro del cajón de la munición me puse en
camino. Por lo que yo acababa de hacer con el cochinillo, se me vino a la memoria la matanza de úbeda,
pero pensé, tal vez como para descargarme de culpa, que una guerra es una guerra, donde vale todo.
Cuando llegué a Alcira era de noche. Golpeé con fuerza en el aldabón de hierro de la enorme puerta
del cuartel de la Guardia Civil donde dormían mi madre y mis hermanos pequeños y no sé si por miedo o
porque estaban profundamente dormidos, nadie me abrió. Di la vuelta al camión, un camión inglés marca
Autocar que tenía la parte destinada a carga de chapa dura. Puse el camión de espaldas a la puerta, metí la
marcha atrás y las enormes puertas del cuartel que servía de refugio se abrieron de par en par, con tanto
estrépito que la gente salió al patio despavorida. Cortamos el cochinillo, lo asamos y lo comimos, sin pan,
sin sal, tan sólo con hambre, acompañado de alguna fruta que había cogido por el camino. Esa noche mi
madre y mis hermanos tuvieron una de las mejores cenas de su exilio. Guardé la mitad para llevárselo a la
familia Benavides. Al día siguiente, apenas amaneció, me dirigí a Valencia. Durante el camino iba
parando y llenando de naranjas el cajón que llevaba siempre debajo del asiento. Cuando llegué a casa de
los Benavides me recibieron con una gran alegría, que aumentó cuando les di todo lo que llevaba de
comer. Quería volver a Pozoblanco, pero Encarna me pidió que me quedara al menos un día más. Dejé el
camión en la calle, fuimos de paseo y por la noche dormí en un sofá. Al día siguiente, cuando salí a la
calle, el camión había desaparecido. Alguien se lo había llevado. Aquello para mí significaba un grave
problema. Me fui hasta el garaje donde estaban los camiones de la DECA. Allí estaba el mío. Un sargento
que lo había visto en la calle era quien se lo había llevado. Por una escalera de mano me hicieron subir
hasta un agujero que había en una de las paredes del garaje, luego retiraron la escalera. Aquel agujero
hizo las veces de calabozo. Desde Valencia se habían puesto en contacto con mi regimiento en
Pozoblanco y me esperaba un juicio por desertor, pero por esas cosas que siempre me han sacado de los
malos momentos, el coronel encargado de juzgarme, no sólo era franquista sino que formaba parte de la
llamada quinta columna. Pensó que yo era de los suyos y que había desertado voluntariamente.
Me condenó a la pena menor. En un momento que nos quedamos solos me dijo muy
confidencialmente, convencido de que yo era franquista:
—No puedo hacer otra cosa. Lo que has hecho te podía haber puesto frente a un piquete de
ejecución. Te he condenado a que vuelvas al frente de Extremadura, pero no en calidad de conductor de la
DECA, sino como un soldado de Infantería, más no puedo hacer.
Así fue: me incorporé al frente de Extremadura en calidad de soldado de Infantería.
En la guerra había una gran confusión. Nos trasladaban de un lugar a otro, de acuerdo con las
necesidades de cada frente. Nos llegaban noticias del frente del Jarama y de la feroz batalla del Ebro. Las
tropas de Franco estaban por alcanzar el Mediterráneo, a punto de llegar a Tortosa, lo que supondría la
ruptura del frente de Levante. Las informaciones no eran muy claras, pero precisamente por ello, nuestra
lucha en Extremadura era también confusa y desordenada. La lluvia y el barro obstaculizaban cualquier
estrategia que organizara los combates. Acosados por la artillería y sin armamento que nos diera fuerza
para resistir, iniciamos una retirada hacia Pozoblanco donde habíamos tenido nuestro cuartel general. No
teníamos munición para los cañones antiaéreos. Los camiones pinchaban y no nos quedaban ruedas de
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recambio, por lo que se hacía necesario llevarlos cargados y con el único recurso de sustituir las ruedas
pinchadas con las ruedas gemelas. Los camiones, con tan sólo dos ruedas traseras, eran incapaces de
soportar todo el peso.
Con grandes apuros llegamos a El Viso de los Pedroches. Ahí una de las dos ruedas traseras reventó
y el camión dijo: “No va más”, y se paró, apoyándose en su cojera. Intentamos inútilmente que alguno de
los camiones que venían en la caravana nos prestara una rueda, pero ninguno de los camiones tenía rueda
de repuesto. Abandonamos el camión y comenzamos a caminar en dirección al pueblo, la lluvia menuda,
pero constante, calaba los huesos.
Cuando nos dimos cuenta, los moros de la IV División de Yagüe nos habían cercado y nos hacían
prisioneros.
Para mí, la guerra había terminado, pero me faltaba pagar el precio de la derrota.
Y como dijo Joan Manuel Serrat en su programa La radio con botas (sin lugar a dudas el mejor
programa de radio testimonial de todos los tiempos), yo, como la mayoría de los españoles, iba a
descubrir que “El arma más terrible de todas las guerras es la posguerra”.

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MEMORIAS PARA DESMEMORIADOS

A todos los jóvenes que tuvieron la suerte de nacer cuando


ya había muerto la dictadura.
A María Dolores Cabo que compartió conmigo
persecuciones y un exilio de veinte años.
A Isabel, que también compartió con nosotros viajes,
momentos de felicidad y momentos amargos, pero que se
nos fue antes de que yo terminara de escribir esto.
A Malena, mi hija.

A través de los siglos fueron los llamados héroes los que


construyeron la mayor fábrica de odio entre los hombres,
conocida con el pomposo nombre de Historia.

M. Gila

Dos mil republicanos fueron ejecutados en la plaza de toros de Badajoz durante la primera semana
del dominio franquista. Aunque esta cifra ha sido confirmada por muchas fuentes, me inclino por la más
digna de crédito, la de Thomas Whitaker, que actuaba como corresponsal durante los primeros meses de
la guerra, junto a las tropas del general Franco.
Cuando Whitaker hizo una observación sobre aquellos fusilamientos, el propio general Yagüe
respondió: “¡Naturalmente que los hemos fusilado! ¿Qué suponía usted? ¿Que iba a llevar los mil
prisioneros con mi columna teniendo que avanzar a contrarreloj? ¿O iba a dejarlos en la retaguardia para
que Badajoz fuese rojo otra vez? De todos los datos recogidos por los historiadores, periodistas y
escritores tomo el que contiene la cifra menor, el del escritor Hugh Thomas que se inclina a la
indulgencia a la hora de calcular las muertes cometidas por la dictadura franquista. Este escritor, tras
minuciosas averiguaciones, considera que en los nueve meses comprendidos entre el 1 de abril y el 31 de
diciembre de 1939, las fuerzas del gobierno de la dictadura ejecutaron a nueve mil personas.
En el año 1976 la Editorial Planeta me publicó un libro que titulé Un poco de nada.
Ese “poco de nada” es lo que los vencedores de la Guerra Civil española nos dejaron de herencia a
los jóvenes que habíamos combatido en defensa de la República. Aunque el libro se publicó en 1976,
cuando ya el dictador había fallecido, aún quedaban en mi mente secuelas de esa larga dictadura, que
durante muchos años trató de convencer a los jóvenes de mi generación de que la única verdad y la
salvación de España estaba en ese sistema de gobierno. Era dificil el conocimiento de otras formas de
gobernar. Los medios de comunicación de la posguerra nos hablaban del caos mundial y del progreso
nacional. Bastaba contemplar un NODO, que nos mostraba el contraste de nuestro progreso con el
desastroso y caótico vivir del resto de los países. La Sección Femenina, el Auxilio Social, los Coros y
Danzas y otras no menos patrióticas organizaciones eran las que hacían esa España “Una, Grande y
Libre”, que proclamaban los amantes de la dictadura. Solamente algunos privilegiados que tenían la
posibilidad de viajar y entrar en contacto con la vida y los sistemas de otros países podían tomar
conciencia de que la dictadura no era el régimen idóneo. Eran únicamente esos pocos privilegiados que
salían del país los que tenían acceso a los libros prohibidos o a ver películas que no llegaban a España, y
si llegaban se exhibían mutiladas por la censura y, por si no era bastante la mutilación, se tergiversaban en
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Miguel Gila Y entonces nací yo

el doblaje. Tan sólo esos privilegiados podían ser testigos de la libertad de que gozaban otros países, de
esa libertad que nos era negada a los españoles.
Es posible que esos años de dictadura influyeran en mi mente joven hasta el extremo de arrinconar
algunas vivencias que no relaté en Un poco de nada. Es posible también que algunas de las que puse por
escrito fuesen, de manera inconsciente, suavizadas por el miedo y por ese haber crecido, como muchos
jóvenes de mi generación, encerrados en la armadura de una dictadura que hizo que nuestro cerebro se
desarrollara con un tremendo raquitismo.
Decía el filósofo Pascal que “todas las desdichas del ser humano tienen como único motivo no
saber permanecer en reposo en una habitación”. Tal vez la dictadura nos recetó a los jóvenes españoles
este pensamiento de Pascal, pero en esa habitación en que reposábamos había una ventana abierta, y por
esa ventana abierta entraban las voces de otros pensadores, escritores, poetas y luchadores que no
pensaban igual, porque si Pascal trató de convencemos de que el reposo era nuestra única solución,
Marcuse dijo que “olvidar los sufrimientos pasados es olvidar las fuerzas que los causaron y olvidarlas sin
vencerlas”. Y con ese pensamiento me lancé a escribir Un poco de nada.
El libro no fue muy difundido. El editor, don José Manuel Lara, esperaba que un libro de Gila fuese
un libro de humor como todos los que su editorial publicaba de Álvaro de Laiglesia, José Luis Coll o El
Perich. Tanto es así que el día en que se hizo la presentación del libro a los medios de comunicación, en
Barcelona, Lara se acercó al micrófono y anunció:
—Esta noche tenemos el placer de presentar un libro divertidísimo del humorista Gila.
Y cedió el micrófono a Vázquez Montalbán, que dijo:
—No es un libro de humor, es un libro testimonial y tremendo.
Lara no se inmutó, se acercó de nuevo al micrófono y dijo:
—Está bien, si Gila lleva tantos años haciéndonos reír, le creo capaz de hacemos llorar. Y no es
malo llorar de vez en cuando.
Y aunque los libros que estaban a la cabeza en ventas eran los de Álvaro de Laiglesia, los de José
Luis Coll y los de El Perich, y no era lógico que un humorista escribiera un libro que no fuese de humor,
José Manuel Lara aceptó el desafio y me dio la oportunidad de que Un poco de nada fuese editado en la
Editorial Planeta, lo que para alguien que como yo no es un profesional de la literatura fue muy
gratificante. ¡Gracias Lara! De cualquier modo aquel Un poco de nada, a mí, personalmente, no me dejó
muy satisfecho.
Ahora que puedo escribir, sin dictadura y sin miedos, pretendo mostrar mis vivencias de la
posguerra tal como realmente fueron. Es posible que reitere algunas cosas escritas ya en Un poco de nada,
pero tendrán esta vez un valor añadido positivo, porque ahora están expresadas sin ningún tipo de
condicionamiento y, lo que es más importante, cuando ya puedo sacar del desván de mi memoria cosas y
hechos que tenía ocultos en el rincón de los miedos.
Creo —es decir, estoy seguro— que mi identidad política terminó en diciembre del año 1938 en el
frente de Extremadura, cuando, unos instantes antes de caer prisionero en manos de los moros de la IV
División del general Yagüe, tuve que romper mi camet de las Juventudes Socialistas; pero la ideología
que mamé en mi niñez, en mi casa de gente humilde y en las fábricas o talleres donde trabajé, sigue
latente en mí. Lo que van a leer es el testimonio de un hombre que fue joven en una generación en la que
el hambre, las humillaciones y los miedos eran los alimentos que nos nutrían.
“Cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos
militares. La guerra ha terminado.
Burgos, 1 de abril de 1939.
Año de la Victoria.
El Generalísimo Franco”.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Bajé del camión que nos traía del campo de prisioneros de Valsequillo en la provincia de Córdoba y
tomé el metro que me llevaría a mi casa. En algunas ventanillas habían colocado unos letreros que decían:
“Nada tienen que temer ni aun aquellos que influenciados por la propaganda marxista lucharon como
voluntarios en las filas del ejército rojo”.
Aquellos letreros me dieron cierta tranquilidad. Cuando me pusieron en libertad hacía cerca de un
mes que había terminado la guerra, y varios desde que en El Viso de los Pedroches me hicieran prisionero
los moros de la IV División del general Yagüe. Esto ocurría en diciembre del año 1938.
Los moros nos quitaron las cazadoras o los tabardos, la manta y las botas, luego nos ordenaron
sentamos en el suelo, bajo la lluvia. Una mujer, que tendría unos treinta años, salió de una casa gritando
vivas a Franco, los moros llegaron hasta ella, la metieron en la casa y sus vivas a Franco se convirtieron
en gritos desgarradores. Instantes después, los moros salían satisfechos, habían violado a la mujer y
llevaban en las manos gallinas, botellas de vino y algunos objetos robados con el “ábrete Sésamo” de los
vencedores de batallas. Dicen, o decían, nunca supe si esto era cierto o no, que los mandos de la división
del general Yagüe, cuando sus tropas tomaban un pueblo les daban veinte minutos para apropiarse del
botín que encontrasen en el lugar conquistado. Ni lo puedo asegurar ni lo puedo desmentir, me limito a
contar lo que oí decir. Lo de la violación lo puedo afirmar porque los moros nos ordenaron que nos
levantásemos y nos encerraron en la misma casa de aquella mujer que había gritado los vivas a Franco y
que, aterrorizada y con sus ropas desgarradas, lloraba sentada sobre la cama en que los moros habían
abusado de ella.
En el corral de la casa había un pozo, pero el agua estaba estancada y verdosa. Con tres
cantimploras en la mano, me acerqué al moro que vigilaba la entrada y le rogué que me dejara salir a
buscar agua. El moro sin decir ni una palabra me golpeó con la culata de su fusil en una cadera. Fue un
golpe dado con saña, que me produjo un dolor tremendo. Desistí de mi petición y volví de nuevo al corral
de la casa. A los pocos instantes de haber recibido el golpe en el costado me brotó un hematoma de un
color morado. Recordé la gangrena que había causado la muerte de mi padre por un golpe en el mismo
lugar donde el moro me había golpeado y pensé que, tal vez, mi muerte iba a ser igual a la suya. Pensaba
si el destino no me habría buscado la misma forma y la misma edad para morir. No le tenía miedo a la
muerte. Estaba tan agotado, tan devorado por los piojos, por el hambre, el frío, el cansancio y la sed, que
morir podía ser una liberación.
Como la sed iba en aumento no tuvimos otra opción que beber agua del pozo, nos quitamos los
cinturones, los unimos uno con otro y conseguimos que la cantimplora llegara hasta el fondo. Bebimos el
agua y a los pocos minutos nos retorcíamos de dolores en el estómago. El dolor nos duró tan sólo un par
de horas. Cuando estaba por anochecer, los moros nos sacaron de la casa y nos empujaron hasta un
descampado a las afueras del pueblo. Ya nos habían despojado de la ropa de abrigo.

Nos fusilaron mal


Nos fusilaron al anochecer, nos fusilaron mal.
El piquete de ejecución lo componían un grupo de moros con el estómago lleno de vino, la boca
llena de gritos de júbilo y carcajadas, las manos apretando el cuello de las gallinas robadas con el ya
mencionado “ábrete Sésamo” de los vencedores de batallas. El frío y la lluvia calaba los huesos. Y allí
mismo, delante de un pequeño terraplén y sin la formalidad de un fusilamiento, sin esa voz de mando que
grita: “¡Apunten! Fuego!”, apretaron el gatillo de sus fusiles y caímos unos sobre otros.
Catorce saltos grotescos en aquel frío atardecer del mes de diciembre. Las gallinas tuvieron poco
tiempo para respirar, el que emplearon los del piquete de ejecución en apretar sus gatillos. Y sobre la
tierra empapada por la lluvia nuestros cuerpos agotados de luchar día a día.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Catorce madres esperando el regreso de catorce hijos. No hubo tiro de gracia. Por mi cara corría la
sangre de aquellos hombres jóvenes, ya con el miedo y el cansancio absorbidos por la muerte. Por las
manos de los moros corría la sangre de las gallinas que acababan de degollar. Hasta mis oídos llegaban
las carcajadas de los verdugos mezcladas con el gemido apagado de uno de los hombres abatidos. Ellos,
los verdugos, bañaban su garganta con vino, la mía estaba seca por el temor. No puedo calcular el tiempo
que permanecí inmóvil. Los moros, después de asar y comerse las gallinas, se fueron. Estaba
amaneciendo.
La muerte en las guerras tiene mucho trabajo. La muerte en las guerras nunca tiene prisa. Se lleva a
unos y deja a otros para más adelante. Me dejó a mí y dejó al cabo Villegas. De mí no se llevó nada, del
cabo Villegas se llevó una pierna, la izquierda. Sangraba abundantemente, me arranqué una manga de la
camisa y le hice con ella un torniquete a la altura del muslo.
Me fue dificil cruzar el río, sucio y revuelto por las lluvias. Lo crucé con mi carga al hombro. El
cabo Villegas no pesaba mucho y yo, con mis veinte años, era un muchacho fuerte, pero el temor del
fusilamiento había aflojado mis piernas. Al otro lado del río quedaba un paisaje gris de llovizna, con
sabor amargo de guerra y doce hombres jóvenes con la vida quebrada en el sueño de alcanzar el final de
esa guerra, no importa si como vencedores o vencidos.
El llanto por aquellos hombres jóvenes brotaría más tarde, cuando la espera de doce madres se
hiciera dolor por la noticia. La muerte de las gallinas sólo se haría maldición en la boca de algún
campesino.
Conseguí llegar con el cabo Villegas sobre mis hombros hasta Hinojosa del Duque, ya en poder de
los nacionales, fui hasta la parroquia y se lo entregué al cura. Pensé en huir hacia Portugal cruzando sierra
Trapera, pero sabía que si alguien del ejército rojo entraba en tierras portuguesas, era entregado a las
tropas de Franco. Así las cosas, tomé la determinación de buscar dentro de aquel desbarajuste algún
vestigio de gente con vida. Llegué a Villanueva del Duque, vi una hoguera en el interior de una casa y
entré. El miedo se había quedado atrás, en el lugar del fusilamiento. Entré sin importarme quiénes eran
los que estaban alrededor del fuego, si rojos o nacionales, el hambre y el frío me habían dado el valor o
me habían eliminado la cobardía, lo mismo da.
Mi entrada y mi aspecto asombró a los que estaban alrededor del fuego. Ninguno echó mano a su
fusil, mi cara demacrada y mis pies, que aunque me los había envuelto con trapos me sangraban, los
desconcertó. Les dije que pertenecía al ejército rojo y que formaba parte de una columna de prisioneros
que venía hacia el pueblo. Ellos, los de la hoguera, eran legionarios y odiaban a los moros. Uno de los
legionarios al oírme hablar me preguntó si yo era de Madrid, le dije que sí, él también, y estuvimos
charlando unos instantes. Me dejaron que secara mi ropa y mis pies, me dieron agua, una lata de carne,
otra de sardinas, pan, tabaco, algunos tomates, una manta y unas alpargatas, después me dijeron que me
fuese, para que si llegaba alguno de sus mandos no se vieran comprometidos. Así lo hice. Me senté a las
afueras del pueblo y esperé la llegada de la columna de prisioneros en la que iban algunos de mis
compañeros. Cuando llegaron donde estaba yo se llevaron una gran alegría al verme vivo. Me uní a ellos.
En dos columnas, en fila, una a cada lado de la carretera caminábamos bajo la lluvia, vigilados por
los moros desde sus caballos. Muchos de los prisioneros cargaban a sus espaldas sacos llenos de vainas
vacías de los Mauser y si alguno, por debilidad, caía al suelo, los moros le disparaban y allí, en la cuneta
de la carretera, amortajado por la lluvia, terminaba su sufrimiento.
Antes de llegar a Valsequillo y ya muy entrada la noche, hicimos una parada en Peñarroya. Seguía
lloviendo lo mismo que cuando nos fusilaron, una lluvia menuda que calaba hasta los huesos, los moros
nos entregaron a la Guardia Civil, se fueron, la Guardia Civil nos instaló en un solar, que era la parte
trasera de un horno donde estaban haciendo pan. Llegó un teniente de Infantería acompañado de dos
oficiales alemanes y un médico también alemán. Querían probar, nos dijeron, una vacuna contra el tifus y
pidieron voluntarios para la prueba, con la promesa de darnos doble ración de comida. Con aquel mi
temperamento de entonces no lo dudé un momento, fui el primero en dar el paso al frente, conmigo
algunos más. Nos pusieron una inyección en el vientre, una aguja curva que parecía un gancho de los que
usan en las pollerías para colgar los pollos, y tal como nos habían prometido nos dieron pan y comida

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abundante, que compartí con algunos de mis compañeros, con los más débiles. Los oficiales y el médico
alemán dejaron pasar unas horas para ver qué efecto causaba la inyección. La cosa no fue muy grave,
unos cuantos pequeños granos en la piel que picaban endemoniadamente, tal vez algo de fiebre y nada
más. Apenas se hizo de día fuimos conducidos hasta Valsequillo, un pueblo destruido por la aviación y la
artillería, que habría de ser durante algunos meses nuestro lugar de sufrimiento y humillaciones,
obligados a trabajos forzados con pico y pala desde las seis de la mañana hasta las cinco de la tarde,
cuando nos daban la única comida del día, una onza de chocolate, dos sardinas en aceite y dos higos
secos, el alimento necesario para mantenernos con vida. Nos habían distribuido por grupos y nos habían
alojado en aquellas casas, semiderruidas a causa de los bombardeos. En la que me instalaron a mí, junto
con otros prisioneros, no tenía techo. En un rincón había una lata grande llena de judías blancas,
seguramente dejadas por los que antes de abandonar el pueblo habían habitado aquel lugar. Las judías
debían llevar allí muchos días, tenían encima un dedo de moho verde, apartamos el moho con una
cuchara y comimos aquellas judías, frías, a ninguno nos pasó nada. Al día siguiente, apenas amaneció,
nos afeitaron la cabeza y nos dieron palas y picos para trabajar. Al llegar la noche y apoyar la cabeza en
las baldosas para dormir teníamos la sensación de que se nos iba a reventar alguna vena.
Yo, durante la noche, corría por las calles del pueblo y, esquivando los disparos de los centinelas,
llegaba hasta las cuadras donde estaban los caballos de la Guardia Civil, metía la mano en la bolsa que
tenían colgada del cuello y les robaba puñados de algarrobas, después, haciendo oídos sordos a los gritos
de ¡Alto! de los centinelas, corriendo en zig zag para burlar las balas, llegaba hasta donde estaban mis
compañeros de cautiverio. En una lata cocíamos las algarrobas, bebíamos el caldo y después comíamos
las algarrobas cocidas.
A veces me escapaba del campo de prisioneros, iba hasta la sierra y buscaba bellotas, que también
nos servían de alimento, y si pasaba por algún lugar en el que hubiera habido trincheras, recogía colillas,
que deshacíamos y fumábamos liadas con no importaba qué papel tuviéramos a mano.
El jefe del campo de prisioneros era un comandante de la Guardia Civil con gafas oscuras y muy
mala leche. Nos ordenó cavar una zanja de tres metros de ancho por dos de profundidad, alrededor de
todo el pueblo, para, decía él: Que no se me fugue ningún prisionero.
Cada día al amanecer nos marcaban desde dónde y hasta dónde teníamos que cavar y sólo al
terminar la tarea asignada íbamos a buscar la única comida del día, las dos sardinas, la onza de chocolate
y los dos higos.
Un gato, seguramente tan hambriento como nosotros, tuvo la mala fortuna de entrar en el campo de
prisioneros. Uno de los que compartían aquella casa derruida en que nos alojaron nos avisó de que había
visto cómo el gato se metía en un agujero. Era un individuo cachazudo que llevaba en la boca una pipa,
siempre sin tabaco, que formaba parte de su fisico. Le preguntamos dónde estaba metido el gato y nos
dijo que no nos preocupásemos, que él había tomado medidas para evitar que se fugara. Había tapado el
agujero con una piedra grande. Llegamos hasta donde estaba el gato atrapado, quitamos la piedra, nos
dispusimos a cazarlo, pero el gato se resistía a salir. Uno de nosotros se quitó la camiseta, la pusimos en
la boca del agujero, le prendimos fuego y con el humo, el gato salió. Nos abalanzamos sobre él. No
disponíamos de navaja ni cuchillo; Ignacio, un individuo capaz de todo, se encargó de matarlo con la
varilla de un paraguas y, acostumbrado a limpiar conejos, despellejó y limpió al animal. Decían que era
necesario esperar que el gato estuviera al relente durante toda la noche porque, según los entendidos, el
gato al morir de esa manera conservaba en la sangre la rabia, que podía ser venenosa, y que sólo si
permanecía durante la noche al relente, la rabia le desaparecía, pero teníamos tanta hambre que decidimos
comérnoslo inmediatamente. Total, lo que nos pudiera pasar no iba a ser peor que lo que nos estaba
pasando.
Ese día, aparte de las dos sardinas, nos habían dado un trozo de chorizo a cada uno. Cocimos el gato
en una lata con el chorizo y nos lo comimos. Ahora, en el momento que escribo esto, me horroriza
recordarlo, pero entonces para mí como para el resto de mis compañeros lo que hicimos fue algo natural,
como si aquel gato fuese el más exquisito de los conejos.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Durante la retirada del frente de Extremadura, cuando ya habían pasado los últimos camiones
republicanos, para evitar el paso de las tropas de Franco, alguien había volado con dinamita el puente de
Berlanga, por el que había que cruzar el río Matachel.
Durante dos días, apenas había amanecido nos formaban y el comandante de la Guardia Civil hacía
una pregunta:
—¿Quién de vosotros puso la dinamita en el puente Berlanga? Nadie respondía. Los prisioneros
éramos mudos. El comandante hacía la misma pregunta tres o cuatro veces; como no conseguía respuesta,
comenzaba a pasear por delante de la fila y señalando a los prisioneros iba contando, uno, dos, tres,
cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez. Y sacaba de la fila al que hacía el número diez, lo colocaba
frente a nosotros, le obligaba a arrodillarse, sacaba la pistola y con la mayor sangre fría, le disparaba en la
nuca. Y de nuevo la misma pregunta:
—¿Quién de vosotros puso la dinamita en el puente Berlanga? Y otra vez el silencio, y de nuevo a
contar hombres, y de nuevo el que hacía el número diez de rodillas y de nuevo el tiro en la nuca.
A esto se le llamaba diezmar.
Así estuvimos dos días hasta que alguien, que tal vez no era el que había puesto la dinamita en el
puente, pero que no podía soportar por más tiempo aquellas ejecuciones dijo:
—Yo.
Sorprendentemente, a ése no le dio el tiro en la nuca, se lo llevaron, no sabíamos dónde, pero lo
imaginamos, porque aparte del tiro en la nuca, tenían métodos de tortura para convertir al prisionero en
delator. La mayor obsesión de aquel comandante era acabar con los rojos llamados dinamiteros, casi
todos ellos asturianos, que habían trabajado en las minas y conocían bien el manejo de la dinamita, y que
eran los que más trastornos les causaban o les habían causado a la hora de avanzar.

Caín y Abel
Dos días a la semana nos traían un cura, nos sentábamos en el suelo y el cura nos hablaba de la fe
en Dios, de su infinita bondad y de su gran misericordia. No nos era fácil entender ni la infinita bondad ni
la gran misericordia en las condiciones en que nos tenían dentro del campo de prisioneros, pero los días
que venía el cura no teníamos que cavar con pico y pala, lo que ya significaba para nosotros un acto de
infinita bondad y gran misericordia.
Después de hablarnos de la fe y otros temas relacionados con Dios, el cura nos invitaba a que le
hiciéramos cualquier pregunta sobre la religión. Eran muy pocos los que hacían preguntas, algunos por
temor y otros por ignorancia. Uno de los prisioneros que compartía conmigo la casa derruida donde
dormíamos, que había sido marino del Císcar, le hizo una pregunta. Es posible que no fuese exactamente
como yo la recuerdo, pero fue más o menos así:
—Padre, yo he leído que Adán y Eva tuvieron dos hijos, Caín y Abel, y que Caín mató a Abel. ¿No
es así?
—Sí, hijo.
—Y dice la historia sagrada que Dios le dijo a Caín: “Serás maldito y andarás errante por la tierra
que has manchado con la sangre de Abel”. Y que Caín, desesperado, abandonó su familia y se retiró al
oriente del Paraíso terrenal, donde fundó la población más antigua del mundo a la que puso el nombre de
Henoquia, derivado de Henoc, que era su hijo primogénito. Y dice la historia sagrada que los hijos de
Caín fueron numerosos; pero que la maldición de Dios pesaba sobre ellos y sólo se distinguieron por sus
crímenes y por su impiedad. Y me gustaría saber, ¿con quién tuvo los hijos Caín, porque la historia
sagrada nos habla tan sólo de una mujer, Eva.

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El cura quedó pensativo unos instantes tal vez tratando de encontrar una salida a tan complicada
pregunta. En la cara de todos los prisioneros había una sonrisa de complicidad y, al mismo tiempo, el
asombro que nos había causado el conocimiento que tenía aquel marino del Císcar de la historia sagrada.
Todos miramos hacia el comandante de la Guardia Civil, que estaba cerca del cura, y pensamos que el
marino del Císcar se había jugado la vida con su pregunta.
El cura salió airoso de la pregunta, diciendo:
—Mi condición de sacerdote se limita a la fe en Jesucristo. El resto es patrimonio de los teólogos.
Después, por la noche, cuando estábamos alrededor de la hoguera, preguntamos al marino del
Císcar por qué sabía todo eso de Caín y Abel y de Adán y Eva y de dónde le venía su conocimiento de la
historia sagrada.
Antes de la guerra había sido seminarista. Aunque él no tenía vocación, la familia quería que se
hiciera sacerdote y aprovechó la persecución que durante la República habían sufrido los curas para
convencer a sus padres de dejar el seminario y estudiar para marino.
Y cosa rara, el comandante de la Guardia Civil no tomó represalias.
Algún tiempo después, el comandante de la Guardia Civil fue relevado por un teniente, que
pertenecía al tercio requeté Virgen de los Reyes. Un tercio requeté en el que había muchos vascos,
gudaris de Aguirre, que habían sido hechos prisioneros en el norte y después fueron obligados a combatir
en aquel tercio requeté. Aquello cambió nuestras vidas.
El nuevo jefe del campo de prisioneros se interesó por nuestro trabajo y nuestra alimentación.
Cuando le dijeron lo que nos obligaban a trabajar y lo que nos daban para comer, se llevó las manos a la
cabeza. No podía creer que aquello fuese una realidad. Ordenó suspender los trabajos de pico y pala,
ordenó que se buscaran utensilios en los que se pudiera cocinar, mandó traer garbanzos, patatas, tocino,
sal, aceite, carne y todo lo necesario para guisar, preguntó quién sabía algo de cocina y a los dos días
teníamos frente a nosotros algo que nos parecía un sueño, un cocido completo. Algunos estómagos,
empequeñecidos por el anterior sistema de alimentación, no fueron capaces de soportar la digestión de
aquellos garbanzos y fueron varios los que murieron. Resulta insólito que habiendo tanta gente que muere
de hambre éstos murieran por comer, pero lo que les cuento es una realidad.
Aquello no duró muchos días, parece ser que a los mandos superiores al teniente les llegó la
información y vino una orden suprimiendo aquellas comidas, que decían que eran de un hotel de lujo;
volvimos a las conservas, pero en mayor cantidad y sin el castigo de los trabajos forzados, que habían
sido suprimidos por el teniente.
Al campo de prisioneros llegaban caciques de pueblo subidos a caballo, escopeta en bandolera,
llevando uno o dos nombres escritos en un papel. Los prisioneros que respondían a esos nombres eran
entregados a los caciques, que les ataban los dedos pulgares o las muñecas con cuerdas o alambres a un
extremo de la silla de montar y se los llevaban detrás del caballo, que primero iba al paso, luego al trote y
más tarde al galope; el hombre que iba atado a la silla del caballo pasaba de caminar a ser arrastrado por
el campo para acabar convirtiéndose en un amasijo, un despojo humano irreconocible. Hechos así se
produjeron durante el tiempo que mandaba el comandante de la Guardia Civil. El teniente de los requetés
no permitió a ningún cacique de pueblo entrar en el campo de prisioneros.
Yo, durante la guerra, había combatido junto a algunos vascos y había aprendido a decir muchas
frases en euskera y a entenderme en ese idioma.
Mi amistad con aquellos gudaris fue para mí de una gran riqueza. De ellos, aparte de un mucho de
euskera, aprendí a valorar cosas como la nobleza, el valor y el amor por sus raíces.
Pero al mismo tiempo aprendí la musicalidad de su forma de hablar castellano, y eso me fue de
mucha utilidad en el campo de prisioneros.
Por uno de sus soldados de confianza supe que el teniente, antes de la guerra, trabajaba en el Banco
de Vizcaya en Bilbao. Aunque ya había oído que cuando hablaban de él le llamaban el teniente Alcorta,
me interesé por saber su nombre y apellidos. Se llamaba Ignacio Alcorta Menchaca y su cargo en el
banco era el de subdirector.
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Un día, me acerqué a él y en el mejor de los tonos con que los vascos hablan el castellano,
dejándome caer, dije:
—Yo a usted le conozco mucho. Personalmente no, pero he oído mucho su nombre. ¿Usted se
llama Alcorta Menchaca? Se quedó pensativo unos instantes y yo seguí con mi historia, siempre imitando
la musicalidad del castellano hablado por los vascos.
—¿Usted no era subdirector del Banco de Vizcaya en Bilbao? Me respondió algo desconcertado y
al mismo tiempo con curiosidad.
—¿Y por qué sabes?
—Porque yo antes de la guerra trabajaba de botones en el Banco de Vizcaya en Madrid y oí hablar
mucho de usted.
Es increíble cómo el solo hecho de pertenecer a una misma profesión puede influir en el
comportamiento de la gente. Es como si el hecho de ejercer la misma profesión motivara un acercamiento
familiar.
Aquella mentira mía, aquella pequeña estafa, me sirvió para que el teniente me autorizara a ir a la
casa habitada por los mandos, quitar la mesa, fregarles los platos y los cubiertos y llevarme, a cambio, el
sobrante de las comidas en una lata. Con la lata llena de comida llegaba a la casa medio derrumbada
donde estábamos alojados y la repartía, pero apenas nos llegaba para dos cucharadas por individuo, así
que tomamos una decisión: que cada vez que llegara con la lata de comida fuesen dos los que comieran.
Así lo hicimos, de esta manera, al menos dos comían en abundancia, aunque fuese de forma alterna.
En una de aquellas visitas a la casa, al entrar a buscar la comida vi al prisionero que se había
declarado culpable de la voladura del puente Berlanga; le habían quitado los pantalones y estaba
arrodillado sobre garbanzos y cuando intentaba descansar apoyándose en los talones, un sargento le daba
una patada en los riñones. Se había meado y se había cagado encima, despedía un olor que no se podía
soportar. Me extrañó que aquel teniente, al que yo había tomado un gran afecto, permitiera esta tortura,
pero no dije nada, pensé que como prisionero lo mejor que podía hacer era cerrar la boca y así lo hice,
pero aquella imagen se me quedó grabada para siempre. Y lo que más me dolía era pensar que esto
ocurría cuando ya no estaba al mando del campo aquel comandante de la Guardia Civil, que diezmaba
hombres sin inmutarse.
Al teniente le caí bien; después de todo, ¿qué le importaba que él fuese el subdirector de un banco y
yo un simple botones: los dos estábamos en lo mismo y es posible que él, antes de llegar a subdirector,
hubiera sido botones como yo?.
Para sacarme de aquella casa destruida en la que era necesario dormir sobre las baldosas, me
propuso ponerme a trabajar en la oficina que tenían instalada en la casa de mandos, pero argumenté que
yo no tenía un gran conocimiento de cómo manejar una máquina de escribir. Esta vez no le estaba
mintiendo. Aceptó mi disculpa y me destinó a Intendencia, donde se almacenaban los alimentos
destinados a la tropa que estaba bajo su mando y los destinados a los prisioneros.
Aquel puesto me fue de mucha utilidad, no sólo para mí, sino para mis compañeros de cautiverio,
para aquellos que hasta el día de mi destino al almacén de Intendencia habían compartido conmigo la casa
medio derribada y los puñados de algarrobas robados a los caballos de la Guardia Civil.
En el almacén de Intendencia había apiladas latas de conservas de todas clases, aceite y legumbres.
Yo entre el pecho y la camisa me metía algunas latas, que después distribuía entre mis compañeros, a los
que ya nunca les faltaba comida. También, día a día, fui sacando de aquel depósito alpargatas, que fueron
sustituyendo los trapos con que mis compañeros se cubrían los pies.
Años más tarde, siendo artista, en una de mis actuaciones en Radio Madrid, a través de los
micrófonos le pedí disculpas al teniente Alcorta por aquel engaño. No sé si en ese momento me estaría
escuchando, pero fue un gran alivio para mí aquella confesión.
Mi estancia en el campo de prisioneros duró varios meses. En ese tiempo no había tenido ninguna
noticia de nada ni de nadie. Supe, supimos, alguien nos dijo, que la guerra había terminado, que la
habíamos perdido, pero nada más. A causa de ese no saber nada, mi regreso a la paz estaba lleno de una
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gran incertidumbre acerca de lo que iba a ser mi futuro y qué me iba a encontrar en mi casa, si mis
abuelos muertos o mis abuelos vivos, pero enfermos.
Mi llegada fue recibida con risas y lágrimas, muchos vecinos y amigos habían dejado su vida en el
frente y de mí hacía más de cinco meses que no tenían noticias. Mi regreso significaba algo así como un
milagro. Tan sólo una vez durante toda la guerra estuve herido en el frente de Madrid y no de gravedad.
Mi primera intención fue irme hasta Valencia y reencontrarme con la familia Benavides, y de
manera muy particular con Encarna. Pero cuando llegué las cosas habían cambiado. Su padre, que antes
de la guerra era comisario de policía, ahora era el gobernador civil de Valencia. Encarna tenía novio.
Todo ese cambio y mi condición de rojo tal vez me originarían serios problemas. Lo mejor que podía
hacer era regresar a Madrid. Así lo hice.
Intenté reinsertarme en mi trabajo como mecánico. Gracias a uno de los encargados del taller, el
señor Emilio, que me apreciaba como persona y me consideraba como profesional, conseguí recuperar mi
puesto; pero en Boetticher y Navarro se respiraba un ambiente extraño. El señor Guido, el padre de mi
amigo Gustavo, se había ido con su familia a Alemania apenas comenzar la guerra. Había un nuevo
ingeniero, de nombre Amadeo, que era, me dijeron, un individuo sospechoso. Dedicaba más tiempo a
investigar el comportamiento político de los obreros que el profesional. Su acoso y sus preguntas eran el
menú cotidiano, aunque las hacía en un tono amable, como si se tratara tan sólo de una curiosidad: Dónde
has estado durante la guerra? ¿En qué frentes has combatido Y un sinfín de preguntas que justificaban el
recelo de los obreros. Aquello, más que una fábrica, parecía una comisaría.
Mi tío Manolo, que había trabajado muchos años en Boetticher y Navarro, uno de los mejores
oficiales, y que había sido durante la época de la República delegado de la UGT, fue detenido y
conducido a una prisión, de la que salió en libertad con una tuberculosis que algunos meses más tarde fue
la causante de su muerte. Yo, en parte, iba a correr la misma suerte, aunque sin contraer la enfermedad.
Una noche llamaron a la puerta de mi casa. Una pareja de la Guardia Civil preguntó por mí, me
esposaron y me llevaron a la cárcel de Yeserías sin ningún tipo de explicación. Hasta el año 1951 no supe
el porqué de aquella detención.
Unos días después me trasladaron a una prisión de Carabanchel, que antes había sido reformatorio y
que habían habilitado como cárcel. No teníamos celdas, nos hacinábamos en unas galerías donde nos
asignaron un espacio de dos baldosas de anchura por individuo, y en un generoso rasgo de humanidad nos
dieron a cada uno para cubrirnos una manta, de las que se utilizaban en el ejército. Dos días después del
ingreso, nos desnudaron, se llevaron nuestra ropa y las mantas, luego nos afeitaron la cabeza, trajeron
unos cubos llenos de zotal, nos hicieron levantar los brazos y empapando escobas en el zotal nos
refregaron todo el cuerpo, desde la cabeza a los pies, y nos dejaron sobre las baldosas de la galería que
tenían dos dedos de zotal encima. Ahí dormimos esa noche, desnudos sobre el zotal, apretándonos unos
contra otros para sentir en nuestros cuerpos algo de calor. A la mañana siguiente nos trajeron la ropa que
habían metido en unas calderas de agua hirviendo, dijeron que para desinfectarlas y evitar el entonces
llamado piojo verde. Era del todo imposible reconocer nuestra ropa, el color de algunas había teñido el
color de otras. Era tan intenso el frío que cuando dejaron la ropa amontonada y dijeron que cada uno
buscara la suya, nos abalanzamos sobre aquellas prendas irreconocibles, cogiendo cualquiera, sin
importarnos si era o no la nuestra, lo importante era protegernos del frío. Yo me abalancé sobre un abrigo
gris, que debió pertenecer a algún chófer de una familia rica. El abrigo tenía botones dorados y estaba
abierto por la parte de atrás desde la cintura hasta abajo. Como no tenía calzoncillos, cada paseo mío por
la galería provocaba que se abriera aquella ranura y se me viera el culo. Eso hacía que me piropearan y
me aplaudieran. ¡Qué fenómeno tan curioso se produce en los hombres! Ahora, en la distancia de tantos
años, me asombra que en aquella situación tan dramática aún hubiera sentido del humor. Es posible que
estas situaciones trágicas hayan influido en mí para dedicarme al humor. No lo sé. Tan sólo es una
reflexión. Los zapatos también los habían hervido junto con la ropa y el intento de calzarnos fue inútil:
aquellos zapatos sólo hubieran servido para calzar niños de cuatro o cinco años. Estuvimos paseando
descalzos sobre el zotal de la galería y sobre la tierra del patio hasta que de nuestra casa nos trajeron
calzado, a los que teníamos familia en Madrid, naturalmente. Los demás siguieron descalzos.

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Nos daban de comer una vez al día y siempre lo mismo, cáscaras de habas cocidas con agua y un
poco de sal, sin más. Nos sorprendía que en nuestros platos sólo depositaran las cáscaras de las habas
flotando en aquel agua verdosa.
—¿Y las habas?
—Las habas son para los enfermos.
Las cáscaras de habas no alcanzaban para todos, así que en el momento que llegaban con la perola y
la ponían en medio de la galería, nos matábamos por ser los primeros en llegar a la fila. Ni Ovidio, un
preso corpulento al que habían nombrado jefe de galería, era capaz, golpeándonos con un palo grueso en
la cabeza, de poner orden. Ni a golpes paraba nadie a aquellos hombres hambrientos. Nos acercábamos
hasta la perola, metíamos el plato de aluminio y sacábamos las cáscaras de las habas, que devorábamos. A
algunos presos, entre ellos me cuento yo, nos traían de nuestra casa algo de comer; recuerdo a mi abuela,
con una fiambrera llena de arroz con caracoles, un arroz blanco sin ningún condimento y unos caracoles
capturados en algún solar de los que había cerca de nuestra casa. Los que no tenían quien les trajera nada
pedían las cáscaras de las naranjas, que devoraban con avidez.
Nos estaba prohibido leer ni tener ningún juego de entretenimiento, pero nos inventamos un
parchís. Metimos un pañuelo en el agua, lo escurrimos, lo pusimos sobre las baldosas y con un lápiz, de
aquellos llamados de tinta, dibujamos las rayas y los cuadros del parchís, hicimos dados con miga de pan
y como fichas usábamos los botones de las mangas de las chaquetas. Cuando llegaba algún vigilante
recogíamos todo y guardábamos el pañuelo en algún bolsillo.
Al anochecer nos formaban en fila, y en pie firme, con el brazo en alto al estilo nazi, nos hacían
cantar el Cara al sol. Mientras cantábamos, alguno de la fila se desplomaba. Nos estaba prohibido
prestarle ayuda. Sólo cuando terminábamos de cantar el Cara al sol y después de los gritos de ¡España!
¡Una! ¡España! ¡Grande! ¡España! ¡Libre! ¡Viva Franco! ¡Arriba España!, se podía levantar al que se
había derrumbado. Estaba muerto. La disentería hacía estragos cada día. Después, los muertos eran
cargados en un carro tirado por una mula que los llevaba no sabíamos dónde. También nos obligaban a
cantar el himno creo que de los requetés. Aquel que decía: Por Dios, por la Patria y el Rey, lucharon
nuestros padres.
Por Dios, por la Patria y el Rey, lucharemos nosotros también.
Lucharemos todos juntos, todos juntos en unión, defendiendo... (no recuerdo qué).
Nosotros, no sé si como una burla, un desafio, una rebeldía, o simplemente una diversión, y hasta es
posible que se tratara de una terapia para curar nuestra amargura, le habíamos cambiado la letra y
cantábamos muy bajito, entre dientes: Por el vino el coñac y el ojén, lucharon nuestros padres, Por el vino
el coñac y el ojén, lucharemos nosotros también lucharemos todos juntos, todos juntos en unión,
defendiendo el anís del Mono y el coñac Napoleón.
A pesar de nuestra debilidad nos llevaban a construir la que más tarde iba a ser la actual cárcel de
Carabanchel. Ahí trabajábamos durante toda la mañana y después, a comer las cáscaras de habas.

Otra cárcel improvisada


Semanas después me trasladaron a la prisión de Torrijos, que al igual que la de Carabanchel era una
prisión improvisada; ésta en un convento. De mi casa me traían papel y lápiz y cuando salíamos al patio,
yo me entretenía en dibujar los edificios de la calle de Juan Bravo, algunas veces dibujaba chistes con
unos personajes de grandes narizotas que yo había creado. Una mañana en que yo dibujaba, se acercó a
mí uno de los presos y me preguntó:

109
Miguel Gila Y entonces nací yo

—¿Eres dibujante? Le dije que no, que sólo era aficionado desde muy pequeño, desde que iba al
colegio. Él me mostró un dibujo, era un niño con una cabra junto a un árbol.
—A mí también me gusta dibujar. Este dibujo es para mi Manolito.
Y se retiró. No hablamos más. Cuando pasaron unos minutos se me acercó otro de los presos y me
dijo:
—¿Sabes quién es ese que ha estado contigo?
—No.
—Es Miguel Hernández, el poeta.
Yo le había conocido, en alguna ocasión en que, como Rafael Alberti, había ido al frente de batalla
a recitarnos poemas, pero el Miguel Hernández que yo había conocido en Somosierra, en Paredes de
Buitrago, no tenía ningún parecido con este Miguel Hernández, ahora demacrado, enfermo y destruido
por el sufrimiento y las humillaciones.
Por otra parte, mi falta de cultura no me daba posibilidad de conocer la dimensión poética de mi
compañero de cautiverio. Fue necesario que pasaran muchos años para poder leer Viento del pueblo.
El 23 de julio de 1939, el Gobierno dicta un decreto según el cual: “Los que no hayan sido juzgados
en el día de la fecha quedan en libertad”.
Y por ese decreto salí de la prisión de Torrijos y por esa misma puerta y por ese mismo decreto
salió Miguel Hernández.
Mi intención era volver de nuevo a mi trabajo como mecánico, pero no en Boetticher y Navarro,
aun sacrificando la comodidad que suponía para mí, ya que me bastaba con cruzar la calle para
incorporarme al trabajo, lo que evitaba la incomodidad de tener que llevarme la comida como hacían
todos, ya que en hora y media que teníamos para comer no les era posible desplazarse hasta sus casas;
tampoco tenía que madrugar, me bastaba con levantarme media hora antes de que sonara la sirena de
entrada al trabajo, pero sospeché que mi detención y la de mi tío Manolo habían sido motivadas por una
denuncia de aquel nuevo ingeniero de nombre Amadeo, y como no me merecía confianza trabajar con el
riesgo que suponía mi condición de “rojo”, traté de tomar otro camino.
Mi tía Palmira, casada con mi tío Antonio, tenía un hermano, que era, sin ninguna duda, aparte de
un gran piloto en acrobacia aérea, el mejor mecánico de aviación que había en España, Mariano Perea.
Tan buen mecánico que como durante la guerra había sido coronel en jefe de la base de “hidros” de
Cartagena, fue condenado a pena de muerte, pero por su gran calidad como mecánico le conmutaron la
pena de muerte, a condición de que se hiciera cargo de Construcciones Aeronáuticas. (Era tan buen
mecánico que cuando el Plus Ultra en su viaje hacia Buenos Aires tuvo una avería en Portugal fue
Mariano Perea quien se tuvo que desplazar, porque Rada, que figuraba como mecánico, no tenía ni idea
de cómo reparar aquella avería. Lo hizo Mariano Perea, pero como tantas otras cosas de nuestra historia,
esto nunca se contó). Por supuesto, tenía que presentarse a la Guardia Civil cada quince días y no tenía
pasaporte.
Me puse en contacto con él y me explicó que para entrar a trabajar en esta empresa, que pertenecía
al Estado, era imprescindible acompañar la solicitud con un certificado de buena conducta extendido por
la Guardia Civil. Por supuesto que ni se me pasó por la cabeza solicitar el certificado, sabiendo que mi
paso por las prisiones constaba en los ficheros; pero por otra parte, no quería renunciar a esta oportunidad
que se me brindaba de trabajar al lado de Mariano Perea y salir del acoso a que me tenía sometido el tal
Amadeo. Uno de mis compañeros de trabajo, de apodo El Tiralíneas por su gran habilidad en el dibujo,
me dio la solución, que aunque arriesgada era la única posible. Fui al cuartel de la Guardia Civil y pedí un
impreso de certificado de buena conducta, se lo llevé a El Tiralíneas, le pedimos a Vargas, otro
compañero nuestro que tenía un certificado auténtico con el que pensaba ingresar en la Marconi, que nos
lo prestara por un par de horas. El Tiralíneas lo puso delante de él y con un lápiz de aquellos llamados de
tinta, muy bien afilado, hizo una falsificación exacta del sello de la Guardia Civil, luego colocó encima un
pañuelo húmedo, falsificó la firma y solamente un gran experto hubiera podido distinguir entre uno y otro
certificado. Creo que es muy importante señalar que El Tiralíneas tenía un solo ojo, el otro lo había
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Miguel Gila Y entonces nací yo

perdido en el taller, en una de aquellas bromas que se acostumbraban a gastar: se estaban tirando virutas
de hierro y por evitar que le dieran agachó la cabeza, con tan mala suerte que se clavó en el ojo derecho
una broca que estaba puesta en un taladro.
En este momento, cuando escribo esto, quisiera recordar el nombre de aquel habilidoso muchacho
que hizo aquello por mí, pero la costumbre de llamar a los compañeros por su apodo y los años
transcurridos lo hacen imposible. Desde estas páginas quiero darle las gracias por lo que hizo.
Aunque en Construcciones Aeronáuticas pretendieron asignarme la categoría de aprendiz de cuarto
grado, que era la que tenía al comienzo de la guerra, como durante el tiempo que estuve en Boetticher y
Navarro me había interesado en aprender, observando y preguntando a los mejores profesionales, me
sentía capacitado para ser más que un aprendiz de cuarto grado, y exigí una prueba como especialista de
primera. Me pusieron la que entonces era la más complicada: hacer un piñón helicoidal. Me salió perfecto
y en mucho menos tiempo del que me habían dado para terminarlo.
El trabajo en Construcciones Aeronáuticas era muy duro, no por las ocho horas de la jornada, sino
por el desplazamiento diario.
Para llegar a la estación de Atocha, de donde salía el tren para Getafe, me tenía que levantar a las
cinco y media, mal desayunar y caminar hasta la glorieta de la Iglesia, coger el primer metro que pasaba a
las 6.20, bajar en Atocha y coger el tren que nos llevaba hasta la estación de Getafe, desde donde había
que andar más de un kilómetro para llegar a los talleres. El regreso suponía el mismo recorrido, a la
inversa. El resultado era que cuando llegaba por la tarde —ya de noche en invierno— a mi casa, el
cansancio y el sueño me tenían destruido. Pero trabajar en aquellos talleres que pertenecían al Estado
tenía algunas ventajas que no tenían en otros talleres privados: nos daban cada semana diez kilos de
patatas que en mi casa se hervían con tomates y algunos boquerones y nos servían para, durante algunas
noches, salir de la rutina de los chicharros, las gachas de harina de almortas, el puré de San Antonio y los
boniatos, que eran el plato del día de los españoles de familia humilde.
Los sábados por la tarde, que hacíamos semana inglesa y no se trabajaba, me compraba un pan de
higo de cuarto kilo, almendras, pipas, bellotas y castañas pilongas, y con todo ese arsenal de alimentos
extraños me metía en el cine Chueca, donde ponían cinco películas, lo que significaba entrar en el cine a
las tres de la tarde y salir a las diez de la noche.
Los domingos con la bicicleta y los amigos, a dar la vuelta al Hoyo de Manzanares o a subir el
puerto de la Morcuera y por las tardes a bailar, al Barceló o al Metropolitano, y el lunes de nuevo a
Getafe. Y otra vez el madrugón y otra vez el metro y otra vez el tren. Aunque el trabajo resultaba molesto
por el obligado, largo y pesado viaje diario, el estar al lado de Mariano Perea me compensaba, ya que
gracias a su ayuda yo estaba cada día más capacitado para llegar a ser un mecánico de primera, con la
posibilidad de elegir más adelante el lugar de trabajo y hasta exigir un sueldo que me permitiera ayudar a
mis abuelos, y lo más importante, recuperar los tres años perdidos durante la guerra.
Aquello fue solamente otro intento frustrado de rehacer mi vida.
En 1940, el Gobierno dicta una ley en virtud de la cual, las mujeres cuya edad esté comprendida
entre los diecisiete y los treinta y cinco años tienen que cumplir seis meses de servicio social obligatorio,
so pena de no poder acceder a ningún cargo público, no poder salir al extranjero ni presentarse a ninguna
oposición, y los jóvenes que no han combatido en las filas del ejército nacional tienen que trabajar seis
meses sin ningún tipo de remuneración o salario, para reconstruir la España, Una, Grande y Libre, que se
grita en cada acto público. Como al presentarme declaré que durante la guerra había sido chófer de la
DECA y me cuidé de no mencionar mi primer año de guerra, en el que había combatido en el 5º
Regimiento a las órdenes de Líster, ni que cuando estábamos a punto de caer prisioneros de los moros
rompí mi carnet de las Juventudes Socialistas, lo único valioso que podía aportar para el cumplimiento de
los seis meses de trabajo, impuestos por el mencionado decreto, eran mis cualidades como mecánico y
chófer.
Cumplí esos seis meses en un cuartel de la calle Santa Engracia esquina a Ríos Rosas, en un
servicio que llamaban de recuperación. Mi trabajo consistía en salir con un camión grúa a determinadas
carreteras y traer los vehículos que estuvieran abandonados. Me asignaron un ayudante de apellido
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Miguel Gila Y entonces nací yo

Soriano, que era, como yo, uno de los vencidos y que también seguía fiel a la ideología que nos llevó a
combatir contra las tropas franquistas.
Cada mañana, apenas había amanecido, salíamos por la carretera que nos era asignada por los
mandos. La de Andalucía, la de Extremadura, la de Burgos o la de Valencia. Nuestra misión era recorrer
la carretera asignada y cuando encontrásemos algún vehículo abandonado, engancharlo en la grúa y
llevarlo a Villaverde, donde había un amplio terreno destinado a depositar en él todo tipo de vehículos, no
importaba en las condiciones que estuviera. A pesar del tiempo transcurrido desde el final de la guerra
aún eran muchos los coches, camiones y algunas motos que estaban abandonados en las cunetas de
muchas carreteras, todos ellos averiados. Soriano y yo enganchábamos el vehículo a la grúa y volvíamos
de regreso a Villaverde. En aquella época era muy dificil conseguir algún tipo de recambio para los
turismos o los camiones. Un día que traíamos un camión Dodge colgado de la grúa, de regreso hacia
Villaverde paramos en un pequeño pueblo y entramos en un bar a tomar algo. Se nos acercó un individuo
que en voz baja nos propuso que le vendiésemos las dos ruedas gemelas del camión. No lo pensamos
mucho, convinimos el precio y se las vendimos; nos pagó por las dos ruedas seiscientas pesetas,
trescientas para Soriano y otras trescientas para mí. A partir de ese día, nuestro peregrinar en busca de
vehículos fue un negocio rentable. El Gobierno nos daba únicamente cama y comida, pero la venta de
accesorios nos permitía ayudar a la familia. Un día eran dos ruedas, otro día era un carburador o dos
faros, otro día un radiador. Llegamos a vender una moto con sidecar. Pienso que aparte del dinero que
ganábamos con aquellas ventas y con aquellos transportes, sentíamos un placer morboso robando a los
que nos habían condenado.
El segundo marido de mi madre, Ramón Sanmartín, había muerto durante la guerra, o antes, no lo
recuerdo bien; ella y mis cinco hermanos de madre, dos varones y tres hembras, que vivían en la calle de
ávila, eran todos pequeños, ninguno trabajaba, únicamente mi hermana Paula, la que me seguía en edad,
estaba colocada en La España, una fábrica de bombones de la calle de Santa Engracia, porque en una
posguerra en la que era necesario para conseguir la comida la cartilla de racionamiento y cuando en los
bares, para endulzar aquel simulacro de café hecho con cebada, te daban un caramelo porque no había
azúcar, paradójicamente se fabricaban bombones y pasteles. Sería muy complicado estudiar el
comportamiento en las dictaduras para entender esta sinrazón. Para mí, lo único importante era que mi
trabajar gratis en ese improvisado cuartel de Recuperación me permitía robar latas de atún o de sardinas,
pan y embutidos, y llevárselo a mis hermanos, que lo devoraban todo.
Se cumplieron los seis meses de castigo y de nuevo al trabajo. Pero como la vez anterior, por poco
tiempo.
Franco quería reunir un ejército numeroso porque estaba dudando si entrar en la guerra mundial o
no, sobre todo tras la victoriosa guerra relámpago alemana y la declaración de guerra de Mussolini a
Francia y Gran Bretaña.
Franco y sus ministros estaban entusiasmados y ansiaban entrar en la guerra. Tanto era así que el
ministro Vigón viajó a Berlín con una carta de Franco a Hitler en la que el general se comprometía a
entrar en la guerra a cambio de que Hitler le concediera la anexión del Oranesado de Argelia más la
expansión en el Sahara, la incorporación de todo Marruecos y la absorción del Gabón francés por la
Guinea española.
Para contar con ese ejército numeroso, llamó a filas a varias quintas, a las que denominaron
cariñosamente de zona liberada, entre ellas la del 40, a la que yo pertenecía.
Me llegó una citación ordenándome que me presentara en la caja de reclutas del paseo del Pacífico
para el sorteo.
Me tocó el Regimiento de Infantería Toledo. Eso de Toledo me sonó bien, no estaría muy lejos de
mi casa; pero las denominaciones militares son tan insólitas que el Regimiento de Infantería Toledo no
estaba en Toledo, estaba en Zamora. Algo así como si la torre inclinada de Pisa estuviera en Burgos. Yo
no tenía la menor idea de en qué lugar de España estaba Zamora. La busqué en un mapa y la encontré.
Por suerte, los cartógrafos no se parecen a los militares y cuando hacen un mapa ponen las ciudades
donde deben estar.
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Miguel Gila Y entonces nací yo

Cuatro días después del sorteo nos metieron en un mercancías como si fuésemos ganado y nos
llevaron a Zamora.
En el cuartel no había camas, solamente unos caballetes de hierro con unas tablas alargadas y sobre
esas tablas unas delgadas colchonetas y una manta. Nos llamó la atención que no hubiera camas ni literas.
Se nos explicó que el Regimiento Toledo estaba arrestado, porque no sé en qué guerra o en qué batalla
habían perdido o se habían dejado arrebatar la bandera por el enemigo. Supongo que sería en la guerra de
Marruecos, porque si donde se dejaron arrebatar la bandera fue en la guerra de Filipinas, el arresto debía
ser a cien años y un día. La cuestión es que el arresto seguía vigente. También había un mulo arrestado
porque le había dado una coz a un teniente y le había roto varias costillas. En el ejército no existen las
distinciones, lo mismo se arresta a un recluta que a un mulo. Por cierto, que el mulo vivía como los
dioses, porque como estaba arrestado no podía hacer nada y se pasaba la vida en la cuadra del cuartel,
donde todo lo que le estaba permitido hacer era comer, beber agua y cagar.
En el ejército suelen pasar las cosas más absurdas. Había, apenas cruzar la puerta de entrada del
cuartel, un pequeño paseo con algunos bancos a los lados. A la hora de relevar la guardia, se colocaba el
centinela en la puerta principal, otro centinela en la puerta por la que entraban los camiones, el centinela
de los calabozos y los de las garitas, situadas en cada una de las esquinas de la tapia de ladrillos que había
alrededor del cuartel y que permitían vigilar el exterior; aparte de éstos, había otro que vigilaba, fusil al
hombro, uno de los bancos que estaban al costado del paseo, para que nadie se sentara en él. Un día llegó
un general a pasar revista y al observar que junto al banco había un centinela, preguntó:
—¿Y este soldado qué hace aquí? El oficial de guardia dijo:
—Es el centinela del banco.
El general con actitud solemne, como correspondía a su alta graduación, y disimuladamente
divertido miró al oficial de guardia, al tiempo que decía:
—Ese centinela lo mandé poner yo cuando era teniente coronel hace siete años, porque el banco
estaba recién pintado y creí necesario ponerlo para que nadie se manchara el uniforme, pero supongo que
ya se habrá secado la pintura.
En resumidas cuentas, desde hacía siete años, siempre que se hacía el relevo, sin que nadie
preguntara por qué, se colocaba en aquel banco un centinela que no permitía que nadie se sentara en él.
Pero no quiero olvidar algo que ocurría y que posteriormente se contaba como un chiste, pero que
era una realidad. En la puerta de atrás del cuartel, por donde entraban los camiones, estaba el famoso
rótulo de “Todo por la patria”. De vez en cuando, un brigada o un sargento se acercaba hasta el centinela
de aquella puerta y le decía:
—Voy a tirar una bolsa por encima de la tapia, pero tú no has visto nada. ¿De acuerdo?
—Sí, mi brigada (o “sí, mi sargento”).
Y tiraban por encima de la tapia una bolsa con, supongo, latas de conserva, patatas o cualquier otra
cosa que no podían sacar por la puerta principal. Afuera siempre había alguien esperando para recoger el
envío.
Y ahí es donde un día, uno de los soldados, que había sido testigo de varios de aquellos envíos
aéreos, dijo:
—Ya tengo mis dudas. No estoy seguro de si en el letrero de la puerta pone “Todo por la Patria” o
“Todo por la tapia”.
Los primeros días de cuartel fueron duros. Otro afeitado de cabeza. Por suerte esta vez no hubo
zotal como en la prisión de Carabanchel, sólo una ducha. Nos dieron un uniforme y unas botas, que a
unos les estaban grandes y a otros no les entraban en los pies. Hacíamos intercambios en el patio hasta
encontrar algo que más o menos tuviera nuestra medida. El día que nos dieron nuestra primera hora de
paseo, cuando me vi reflejado en la luna de un escaparate, me costó un gran esfuerzo reconocerme, no
sabía si reírme o echarme a llorar. Estoy plenamente convencido de que el afeitado de cabeza y lo ridículo
del uniforme tenían como único objetivo hacernos un lavado de cerebro, para borrar nuestra personalidad
y el resto que nos pudiera quedar de ideología antifranquista, al mismo tiempo que nos preparaban para la
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Miguel Gila Y entonces nací yo

humillación con los gritos de los mandos. Si no era suficiente el grito usaban como elemento de
persuasión la bofetada sonora, tremenda, mucho más humillante que los gritos. Una de las cosas que más
me asombraban era la habilidad que tenían los sargentos para meter el brazo en la formación y colocar
aquella bofetada sonora en la cara de alguno que estaba en la fila de atrás. Pero es justo reconocer que los
oficiales también gozaban de un gran sentido del humor, particularmente los sargentos. Apenas llegamos
al cuartel y una vez que nos habían afeitado la cabeza y nos habían puesto aquel uniforme ridículo, nos
formaron en el patio; un sargento, acompañado del cabo primero, decía:
—Los que sepan conducir que den un paso al frente.
Y unos cuantos daban ese paso al frente. El sargento seguía:
—Los que manejen la pluma, un paso al frente.
Y otros cuantos que daban ese paso al frente.
—Muy bien, los que saben conducir a este lado y los que manejan bien la pluma a este otro lado.
Los demás rompan filas.
Rompíamos filas. A los que sabían conducir les daban una carretilla y una pala para que cargaran
tierra o los excrementos de los caballos que había en el suelo de las cuadras. A los que manejaban bien la
pluma, una escoba para limpiar los retretes; pero antes de darles la carretilla o la escoba, para que la
broma fuese más graciosa, les daban una pinza de tender la ropa y les decían:
—Esto para que lo uséis mientras estáis conduciendo o mientras escribís.
La humillación en el ejército siempre está latente. La humillación en el ejército nace de algunos
mandos, generalmente de los de menor graduación, y se transmite a los soldados veteranos, que la ejercen
con los reclutas que cada año se van incorporando a cumplir con sus servicios a la patria. La maldad, al
igual que la viruela y el sarampión, es contagiosa. En los cuarteles son muchos los que se contagian de
esa maldad. O tal vez la llevan dentro y se les despierta para practicarla con los más débiles o los más
ignorantes; se llaman novatadas a un sinfín de crueldades.
A las tres y media de la noche, cuando los quintos estaban descansando de todo el esfuerzo que
había supuesto la instrucción y todo el inútil quehacer cuartelero, un grupo de veteranos, uno de ellos
disfrazado de sargento, iban despertando uno a uno a los quintos, al tiempo que les decían:
—Vamos, muchacho, que son las tres y media, a mear.
—Es que no tengo ganas.
—¡Vamos, vamos, a mear! ¡Son órdenes del coronel! Y con un frío de cero grados, se les sacaba al
patio en calzoncillos, se les hacía mear en formación y después se les llevaba de nuevo a la cama. Otra de
las bromas consistía en hacer con una caja de cartón y unas maderas una especie de cámara fotográfica,
parecida a la que usaban los fotógrafos en aquel entonces en las plazas y en los parques. Uno de los
veteranos se disfrazaba con un guardapolvos oscuro y otros se ponían en el gorro galones de sargento o
estrellas de teniente. Y con la “cámara” instalada se iba despertando a los quintos. Se les buscaban las
poses más ridículas, les hacían sonreír y apretando una pera de goma que iba instalada en la caja, en cuyo
frente había un tubo de cartón de los rollos de papel higiénico, les hacían las fotos para “el carnet de
permisos”. Tanto la caja como el tubo de cartón y las patas de madera que hacían de trípode estaban
pintadas de color marrón y el que se hacía pasar por el fotógrafo imitaba a los de los parques, tapándose
la cabeza con un trapo negro. Había una novatada o una broma que era de una tremenda crueldad. Era la
que se les hacía a los que durmiendo se les manifestaba, ¡vaya usted a saber por qué extraño soñar!, un
estado de erección. A éstos les ataban en el miembro el extremo de una cuerda y el otro extremo lo ataban
a una pata de hierro de las que servían de soporte para sujetar las tablas y la colchoneta, luego le metían
entre los dedos de los pies un papel de fumar y le prendían fuego con una cerilla. Al llegar el fuego a los
dedos los infortunados trataban de saltar de la cama, entonces, la cuerda que unía el miembro en erección
al hierro se encargaba de producir el, me imagino, terrible dolor.
Este tipo de bromas las había padecido yo hacía años durante mi época de aprendiz en Boetticher y
Navarro.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

En mi primer año como aprendiz en Boetticher y Navarro me cogieron entre varios individuos del
taller y a los gritos de “¡Vamos a salársela!” me sujetaron fuertemente, me tumbaron en el suelo, me
desabrocharon la bragueta al tiempo que lanzaban sonoras carcajadas, y mientras unos me sujetaban, otro
mantenía abierta mi bragueta; por ahí me echaron azufre, aceite, escupitajos, serrín, petróleo, tierra y
todas cuantas porquerías tenían a mano. Después me soltaron, sin parar de reír. Esta imagen tan
humillante, aún, a pesar del tiempo transcurrido, no la he podido borrar de mi memoria. Lo peor de todo
es que me hicieron vengativo y a cada uno de ellos les respondí, sin ningún remordimiento, con
tremendas crueldades, con el deseo de que muriesen todos a mis manos.
A uno de ellos, que tenía por costumbre dormir la siesta sentado en una silla, le colocaba azufre en
polvo cerca de los pies y le prendía fuego con una cerilla. Las emanaciones del azufre le levantaban unos
dolores de cabeza terribles y cuando lo comentaba, para mí era un placer escucharle. Otro de los que
habían participado en la broma, apodado Caraolla, al terminar la jornada de trabajo tenía la costumbre de
lavarse las manos en un cubo lleno de agua. A ése le puse debajo del cubo un cable eléctrico pelado y
cuando metió las manos para lavárselas recibió tal descarga que estuvo a punto de morir como los
condenados a la silla eléctrica. A otros les metía en el bocadillo que llevaban para comer a media mañana
un buen puñado de pimienta picante que previamente había preparado en mi casa, moliendo unas
guindillas que nos mandaban unos parientes de Jaén. A todos ellos les llegó mi venganza.
A uno de los encargados, el señor Eugenio, que como era costumbre en aquella época disfrutaba
dándome pescozones o capones cuando no acertaba a darle la herramienta que me había pedido, le hice
verdaderas perrerías; a ése que cuando entraba al trabajo se descalzaba y muy ordenadamente dejaba los
zapatos en un rincón de la nave donde el piso era de madera, se los clavé con clavos de cinco centímetros
de largo. No se pueden imaginar el cabreo que le entró a la hora de intentar calzarse. Por muchos
esfuerzos que hacía no era capaz de arrancar los zapatos del suelo. Lo mismo que hacían otros, él tenía la
costumbre de dar una cabezada después de comer hasta la hora de comenzar el trabajo de la tarde. Usaba
boina. Yo, muy sigilosamente le ataba una cuerda al rabo de la boina, el otro extremo de la cuerda lo
ataba a una de las poleas que se paralizaban durante la hora de la comida. Cuando dos minutos antes de
comenzar la jornada de la tarde, el trabajador que ponía en marcha las poleas que movían toda la
maquinaria subía el interruptor, la boina le salía disparada de la cabeza y era de lo más divertido seguir su
recorrido por todas las poleas que movían las máquinas. Pero ese tipo de venganzas se quedaron en mis
años de aprendizaje. En el cuartel me limité a tomar parte en las bromas que no fuesen ni agresivas ni
humillantes. De siempre he tenido un gran respeto por la gente ignorante, por los que por su condición
humilde no han tenido acceso a la cultura. Una de las cosas que más satisfacción me dio durante la guerra
fue enseñar a leer y a escribir a los analfabetos. De ahí que nunca fuese partidario de ninguna de las
bromas cuarteleras si éstas suponían una humillación hacia el muchacho recién llegado del pueblo. Tan
sólo intervine en un par de ellas y lo hice porque me brindaban la oportunidad de crear un personaje y
probar mis cualidades de actor.
Durante la guerra teníamos en la compañía un cuadro artístico y me gustaba aquello. Tal vez porque
ya intuía mi vocación como actor. La primera actuación la hice en un burdel regentado por una mujer a la
que llamaban La Patata.

El burdel de La Patata
Fue al principio de incorporarnos al servicio militar. Me vestí con aquel uniforme tan ridículo que
nos habían dado y que unido a la cabeza rapada nos daba un aspecto deplorable. Nos pusimos de acuerdo
varios amigos, preparamos todo con mucho cuidado. Me pusieron unas gafas de miope y debajo del brazo
un paquete con ropa sucia. Al atardecer nos fuimos al burdel de La Patata, mis compañeros llamaron a la
puerta, les abrieron y entraron. Tal como habíamos acordado, yo me quedé fuera. Al poco tiempo se abrió
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Miguel Gila Y entonces nací yo

la puerta del burdel y apareció La Patata en persona y con ella algunos de mis compañeros. La Patata me
cogió de un brazo al tiempo que me decía:
—Vamos, entra. No te quedes ahí. Hace mucho frío.
Y verdaderamente lo hacía, los burdeles estaban al pie de la muralla, junto al río.
Yo me resistía. Y poniendo voz de retrasado mental, le mostré el paquete de ropa sucia que llevaba
bajo el brazo y dije:
—¿Es verdad que aquí lavan ustedes ropa? La Patata sonrió:
—Claro que lavamos ropa, hijo. Aquí lavamos todo. ¿Cómo te llamas? Y con la misma voz de
retrasado mental que al principio, dije:
—Manolín.
—¡Manolín! Pero entra, te vas a enfriar.
Y entré. En un salón con un banco de madera en todo su alrededor estaban las mujeres del
prostíbulo. Me senté y con la mirada baja comencé a morderme las uñas. Mis compañeros me daban en la
mano, al tiempo que decían: “Quieres dejar de morderte las uñas” Estaba todo preparado. Cuando ellos
entraron y mientras yo me quedaba fuera esperando, habían preparado el terreno. Habían dicho:
—Hemos traído con nosotros a un quinto medio gilipollas. Le hemos dicho que en esta casa lavan
ropa. Tiene mucho dinero. Le mandan giros de su casa cada mes, pero todo se lo gasta en bocadillos y en
pasteles.
De esta manera, cuando yo entré, ya me tenían hecha la ficha: “Un quinto medio gilipollas que
recibe muchos giros y todo se lo gasta en bocadillos y en pasteles”.
La Patata me soltó a bocajarro:
—¿Nunca te has acostado con una mujer?
—No, señora.
—¿Y te gustaría?
—Pues no lo sé, señora.
Lo de “señora” les divertía mucho a las mujeres del prostíbulo.
—¿Te gusta alguna de las que hay aquí? Miré por encima de las gafas y como si me muriese de
vergüenza señalé a una que estaba enfrente de mí.
—La de colorao.
Hubo una carcajada colectiva.
—Esperanza, le gusta Esperanza.
Y Esperanza se acercó hasta mí, me cogió de un brazo y me dijo:
—Vamos.
La seguí por una escalera, llegamos a la habitación, mientras se desnudaba señaló hacia un bidé que
había en un rincón y me dijo:
—Lávate.
—Si nos hemos duchado ayer.
Se desconcertó.
—¿Eso qué tiene que ver?
—Que estoy limpio.
—Digo que te laves el pito.
Y se metió en la cama. Yo me lavé el pito.
—Vamos, ¿qué esperas? Dije:
—Es que yo no he ido nunca con ninguna mujer y no sé si voy a saber.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

—Ven que yo te enseñaré. Métete en la cama.


Ya iba a meterme en la cama sin quitarme el pantalón.
—Quítate el pantalón.
En aquella época los soldados llevábamos un pantalón que terminaba en forma de polaina llena de
botones. Me los desabroché y cuando me iba a meter en la cama, me dijo:
—Quítate las gafas.
—Es que si me las quito, luego no veo para abrocharme los botones.
Esperanza empezaba a impacientarse con tanta torpeza.
—Bueno, es igual, no es necesario que te quites los pantalones, te los bajas y ya está.
Me bajé los pantalones, me acosté sobre ella, abrí las piernas hasta donde me lo permitía el pantalón
a medio quitar y puse una pierna a cada lado de su cuerpo, como si Esperanza fuese una bicicleta. Me
dijo:
—No, rey, no es así, la que tiene que abrir las piernas soy yo. Tú te tienes que colocar entre mis
piernas.
Le dije:
—Mire señora, me lo he pensado mejor, le doy estas ciento cincuenta pesetas que tengo, pero no me
quiero acostar con usted porque mi novia es muy celosa y si se entera de que me he acostado con una
mujer, me deja.
Me miró. Noté que estaba entre morirse de risa o compadecerme.
—Está bien, Manolín, como tú digas, pero no me tienes que dar nada.
Se vistió.
—Lo que le pido es que no comente nada de esto con mis compañeros, se reirían de mí.
—No, no les comentaré nada. Al revés.
Estuvimos charlando algunos minutos, mientras se vestía me fue enseñando fotos y estampas que
tenía colocadas en un espejo.
—Éste es mi novio, ésta es mi hija, que vive con mis padres en Cuenca, ésta es la Virgen del
Carmen, que le tengo mucha devoción. Y éste es San José, que también le tengo devoción, éstos son mis
padres, que son los que me cuidan a mi hija.
Y así, con su comentarme quién era cada cual pasaron unos veinte minutos. Bajamos. En el salón se
formó una algarabía.
—Bien, Manolín. ¡Bravo, Manolín! Y preguntaron a Esperanza:
—¿Qué tal?
—Una fiera.
Creció la algarabía. Cuando nos fuimos, La Patata me despidió en la puerta.
—Ven cuando quieras, Manolín. Ésta es tu casa.
—Sí, señora. Muchas gracias, señora.
Antes de cerrar la puerta la oí decir:
—Pobre. Me llama señora.
Fue una actuación la mía digna de un actor de primera. Y más porque mis compañeros creyeron que
yo había hecho el amor y Esperanza no me había cobrado nada por ello. Me hice el tonto. Aunque durante
la noche y recordando a Esperanza, no pude evitar masturbarme.
La segunda vez que participé en una broma fue en el cuartel. En aquella broma, yo era ya el chófer
del coronel.

117
Miguel Gila Y entonces nací yo

Piojosos y sarnosos
Había un lugar destinado a los que tenían piojos o sarna. Como el día del burdel de La Patata, me
puse unas gafas de miope que me prestaron; uno de mis compañeros, que tenía el mismo apellido que la
mujer de Juan Ramón Jiménez, Camprubí, pero que en lugar de llamarse Zenobia se llamaba Francisco,
Paco para los amigos, catalán, que lucía bigote y que pertenecía a la quinta del 39, ya con su veteranía, se
puso una bata blanca como si fuese un teniente médico, me llevó hasta la sala donde se amontonaban los
piojosos, los que tenían sarna o ladillas. Me vistieron de recluta. Yo llevaba aparte de las gafas y cara de
imbécil, una pesada plancha de aquellas antiguas de carbón y en la otra mano una jaula sin nada dentro.
El Camprubí me llevó hasta la sala y me metió en ella. Yo caminaba entre aquella gente que estaba tirada
por el suelo sin fijarme en nada, tan sólo pendiente de la jaula y la plancha, intentando guardar el
equilibrio y tropezando con unos y otros.
—¿Qué te pasa? ¿Estás ciego?
—¿Será gilipollas? ¡Pues no me ha pisao...! Yo pedía perdón al tiempo que dejaba caer la plancha.
—¡Pero coño! Que nos va a matar este gilipollas! ¿Será cabrón? Recogía la plancha y dejaba caer la
jaula.
—¡La madre que lo parió! Ahora la jaula. ¿Pero cómo se puede venir a la mili con una jaula? ¿Será
gilipollas? Así estuve durante algún tiempo, hasta que el Camprubí fue a buscarme.
—Vamos, Gila, fuera, que ya te han dado el alta.
Para aquella gente mi marcha fue una liberación.
Las bromas en este nuestro país, tienen en casi todas las ocasiones una gran maldad. Y si no, lean:
Un grupo de amigos tenían la costumbre de reunirse en la casa de uno de ellos a jugar al dominó; Mariano
que no participaba en la partida se quedó dormido. Apagaron todas las luces y siguieron poniendo fichas
sobre la mesa mientras decían: “A blancas y cincos”, “El cinco seis”, “El seis doble y cieno”, al tiempo
que hablaban golpeaban con fuerza las fichas sobre la mesa. Mariano se despertó y como oía hablar y
seguir con el juego, preguntó:
—¿Qué pasa?
—¿Qué pasa, dónde?
—Aquí. No veo nada.
—No jodas. ¿Cómo no vas a ver?
—Que no veo, coño, que no veo.
—Pero, ¿cómo que no ves?
—Como que no veo nada. ¡Me cago en mi padre, me he quedado ciego! Y gritaba
desesperadamente:
—¡Me he quedado ciego! ¡Me he quedado ciego! Encendieron la luz y se mataron de risa, pero el
susto que se llevó Mariano le tuvo al borde del infarto.
Otra broma, famosa en la España de la posguerra, fue la de la guindilla. Una noche, un grupo de
amigos salieron de un cabaret, uno de ellos cogió una gran borrachera. Los amigos, en lugar de llevarle a
su casa, le llevaron a uno de aquellos pisos donde se concertaban citas y que estaban al cuidado de una
señora, propietaria del piso. Metieron al borracho en una habitación, le desnudaron y después de untarle
con una guindilla en el culo, le dieron a la dueña del piso trescientas pesetas y dejaron sobre la mesilla de
noche un billete de cien pesetas. Le dieron las instrucciones a la dueña:
—Cuando se despierte, dígale que anoche vino con un señor de pelo canoso, con gafas, que estuvo
dos horas y que después de pagar la habitación se fue, y que encima de la mesilla le dejó este billete de
veinte duros para él.

118
Miguel Gila Y entonces nací yo

A la mañana siguiente, el individuo se despertó con gran escozor en el culo. Miró a su alrededor y
no reconocía el lugar. Se levantó, abrió la puerta y gritó:
—¿Dónde estoy? Apareció la dueña de la casa de citas.
—Anoche vino usted con un hombre de unos cincuenta años, canoso, con gafas. Estuvo aquí dos
horas con usted y luego se marchó. Ahí en la mesilla le ha dejado un billete de cien pesetas para usted.
Al día siguiente los amigos lo encuentran en la tertulia y le preguntan:
—¿Dónde te metiste anoche? Estábamos en el cabaret y te fuiste con un señor de pelo canoso con
gafas.
Pueden imaginar la situación del individuo. Despertarse en una casa de citas, desnudo, con aquel
picor en el culo, le hizo sospechar que con su gran borrachera, alguien, un maricón, había aprovechado la
circunstancia y se lo había llevado a aquella casa de citas, donde lo había violado, porque aquel picor en
el culo no era normal. Le tuvieron intrigado durante varios días y cuentan que cada vez que veía a un
hombre de pelo canoso con gafas lo miraba con recelo, pensando si habría sido ése el violador. Por
supuesto que él no contó nada a los amigos, se inventó una excusa:
—Sí. Es que me encontré con un amigo del barrio y seguimos la juerga hasta que amaneció.
Cuando le contaron la verdad, lo de la guindilla en el culo y lo de la casa de citas, los hubiera
matado uno a uno.
Este nuestro país ha sido siempre el país del humor negro, tal como lo demuestran ese tipo de
bromas.
Mis abuelos tenían en la cocina de la buhardilla una estufa hecha con un bidón grande que
funcionaba con serrín. Como mi abuelo hacía unos meses que estaba enfermo y no trabajaba y en la casa
el único hombre que había era yo, al tener que estar cumpliendo con el servicio militar me era imposible
ayudarles. El único que disponía de serrín para la estufa era mi tío Mariano, que era dueño de un gran
taller de carpintería en Tetuán de las Victorias. Mi abuelo, que había cumplido con creces los setenta años
y con una bronquitis crónica, era el encargado de subir a buscar el serrín con un carrito de mano. A mi tío
Mariano nunca se le ocurrió pensar en el esfuerzo que suponía para su padre subir a buscar el serrín desde
Zurbano hasta Tetuán, o si lo pensó le debió de importar un carajo. Mi abuelo, hombre muy trabajado,
cayó enfermo. Recibí un telegrama en el cuartel en el que me comunicaban que me pusiera en camino,
que mi abuelo estaba muy grave. Me dieron cuatro días de permiso.
Cuando llegué a mi casa, mi abuelo estaba a punto de morir. Me senté en la cama junto a él, me
apretó las manos con fuerza, como si me quisiera transmitir la energía que él estaba por perder y me pidió
que hiciera compañía a mi abuela. Apenas hacía un par de horas de mi llegada, cuando se presentó la
mujer de mi tío Mariano, traía con ella una fuente tapada. Entró en la casa y dijo:
—Le traigo al abuelo una merluza hervida y algo de fruta.
Me acordé de los viajes de mi abuelo con el carrito a buscar el serrín y recordé que durante mi
ausencia nunca se habían acercado a saber si mis abuelos necesitaban algo. Me incorporé, y le dije a mi
tía, la gallega, la que estaba casada con mi tío Mariano.
—Demasiado tarde. La ayuda la necesitaban antes, durante todo el tiempo que yo no lo pude hacer,
ahora ya es demasiado tarde, así que puede meterse la merluza en el culo.
Se fue con su merluza. Dos horas más tarde se presentó el marido, mi tío Mariano. Se encaró
conmigo y me dijo:
—Tú eres un chulo mal nacido que estás viviendo en esta casa por caridad. Pensando en mi abuelo
que podía escuchamos, dije:
—Vamos fuera y repítame lo que me acaba de decir.
Y salimos fuera, al pasillo.
—Ahora, aquí, repítame lo que me ha dicho.
—Te lo repito. Eres un chulo mal nacido que...

119
Miguel Gila Y entonces nací yo

Mi tío Mariano era un hombre de gran estatura y fuerte pero yo, a mis veintidós años, podía derribar
una mula de un puñetazo, se lo di a él en el mentón y cayó redondo, sin conocimiento.
Salieron los vecinos. En el pasillo se armó un verdadero alboroto. La gallega gritaba:
—¡Asesino! ¡Asesino! ¡Ha matado ami marido! Lo ocurrido le llegó a mi abuelo y me pidió por
favor que saliera de la casa hasta que la cosa se calmara. Le obedecí y me fui a dar un paseo. Volví un
poco antes que amaneciera. Mi abuelo seguía grave, agonizaba. Murió.
Como el día que terminaba mi permiso era fiesta por ser el 1 de enero, retrasé mi incorporación para
hacer un día más de compañía a mi abuela. Me presenté el día 2. El sargento Camba, un repugnante enano
con galones, apenas me vio entrar en el cuartel, me ordenó que me fuera al calabozo. No era mi intención
desobedecer sus órdenes, pero antes de ir al calabozo, quise subir a la compañía a dejar la maleta, aquella
maleta de madera que mi abuelo me había hecho con tanto cariño. Apenas había dado unos pasos cuando
me sujetó por el hombro, al tiempo que gritaba:
—No te he dicho que vayas al calabozo?
—Sí, mi sargento, voy a dejar la maleta y después me iré al calabozo.
Me cogió por un hombro, me zarandeó y me gritó de nuevo:
—¡Si yo digo al calabozo, es al calabozo! Y me cogió de la chaqueta tirando de mí, al tiempo que
me arrancaba la maleta de la mano. No me pude contener, de lo más profundo de mí surgió la rebelión
contra aquella agresión, que significaba una humillación más que se sumaba a las que venía padeciendo
desde que había sido prisionero de los moros. Le eché las manos al cuello, lo derribé y con el odio que
tenía acumulado, mezclado con el dolor por la muerte reciente de mi abuelo, lo sujeté con una mano en el
cuello y la otra en la nuca y le metí la cabeza en una de las muchas escupideras de madera con serrín que
había en el suelo, y ahí se la estuve restregando hasta que mis compañeros pudieron sujetarme. Tal vez de
manera inconsciente, se estaba reencarnando en mí la historia de mi padre cuando tiró al sargento por las
escaleras del Cuartel de la Montaña. Tuve suerte. El alférez que estaba de guardia ese día, aparte de ser un
hombre de carrera, era una gran persona y se limitó a considerar mi reacción consecuencia de venir de
enterrar a un ser querido. No obstante, me clavaron un mes de calabozo, lugar que visitaría después en
muchas otras ocasiones.
En el mes de calabozo iban incluidos trabajos forzados durante la mañana y la tarde, como tirar del
rodillo de piedra para allanar el campo de baloncesto, que era de tierra. El rodillo de piedra era pesado y
se necesitaba un gran esfuerzo para moverlo; pero mi orgullo aumentaba mis fuerzas y cuando el sargento
levantaba la vista de una enciclopedia de segundo grado, con la que aquel sargento de cuchara, imagino,
trataba de convertirse en un hombre culto, yo movía aquel rodillo con una sola mano, como si fuese un
chico tirando de un camioncito de juguete; esto al sargento le ponía muy furioso, lo notaba en su mirada.
También, como castigo, tenía que limpiar las cuadras y cepillar las caballerías, con el riesgo que supone si
se desconoce el comportamiento de estos animales. Había en la cuadra del cuartel una mula a la que
llamaban Guillermina y a la que todos le teníamos terror por sus coces y sus mordiscos. El único que la
podía manejar era un gitano de nombre Emilio, a quien llamábamos Chocolate. Otro de los trabajos
forzados consistía en cavar hoyos profundos para plantar árboles. El sargento Camba me vigilaba, al
tiempo que leía su enciclopedia. Entró un coronel, el sargento se cuadró, hizo el saludo militar, el coronel
me vio picando y preguntó:
—¿Qué hace este soldado? Y el sargento sin ningún pudor y a pesar de tener la enciclopedia en la
mano, contestó a la pregunta:
—Está haciendo hoyos de un metro cúbico de hondos.
Y se quedó tan fresco.
Había, aparte de este repugnante sargento Camba, un capitán, cuyo nombre por fortuna he olvidado,
que estaba empeñado en ascenderme a cabo y que dedicaba horas a intentar convencerme de que mi
futuro estaba en la carrera militar. Después de varias conversaciones, le dije:
—Mi capitán, le agradezco su interés por mí, pero yo amo mi profesión de mecánico y quiero
seguirla cuando me licencien.
120
Miguel Gila Y entonces nací yo

Él insistía en que yo podía llegar a ser un gran militar y prestar grandes servicios a la patria. Le dije:
—Mi capitán, yo creo que hay muchachos que viven en pueblos donde la vida es muy dura y estoy
seguro de que cualquiera de estos muchachos sería muy feliz con la proposición que usted me hace a mí.
¡En qué hora le dije aquello! Debió tomarlo como un insulto al ejército.
A partir de entonces me tomó un odio mortal, buscaba cualquier ocasión para castigarme o
humillarme. Bastaba un botón mal abrochado o poco brillo en la hebilla del cinturón o en las botas para
que me prohibiera el paseo.
Y un día, me preparó lo que él pensaba que iba a ser el castigo más grande de todos.
Había un boxeador en el cuartel, un gran muchacho alicantino, de apellido Rodas, que se estaba
preparando para un combate con un boxeador de otro regimiento.
El capitán me mandó llamar y con una sonrisa, me miró y me dijo:
—Veo que eres un muchacho fuerte. Te voy a dar una misión. ¿Conoces a Rodas, nuestro
boxeador?
—Sí, mi capitán.
—Bueno, pues te nombro su sparring. Mañana a las nueve de la mañana en el gimnasio.
—Sí, mi capitán, como usted mande.
—Te puedes retirar.
—¡Sus órdenes, mi capitán! Yo tenía algunas nociones de boxeo, porque de chico lo practicábamos
en uno de los muchos solares que había en mi barrio, pero eso no era suficiente para enfrentarme a un
profesional. Tenía una sola cosa a mi favor, mi fisico. El haber manejado camiones de diez o quince
toneladas, la carga y descarga de munición, la tala de árboles y mis veinte años me habían dotado de unos
brazos fuertes, un tórax amplio y anchos dorsales. No es que fuese un gladiador romano, pero estas
cualidades fisicas y algún conocimiento que tenía del pugilismo me dieron ánimos para enfrentarme como
sparring a un boxeador que tampoco era El bombardero de Detroit.
Y empezamos el primer entrenamiento. Pensé que sería un entrenamiento normal, pero observé que
Rodas me golpeaba como si en ello le fuera la vida o estuviera peleando por el campeonato mundial. El
capitán sonreía y hasta disfrutaba cada vez que Rodas me golpeaba. No sé por qué intuí que detrás de esos
golpes había un deseo morboso en el capitán de que yo recibiera un castigo por mi negativa a seguir la
carrera militar. Recordé que en el boxeo, cuando uno de los púgiles lanzaba un directo, el contrario,
haciendo un juego de cintura, agachaba el cuerpo y el directo se perdía en el vacío. Nada mejor que
amagar el directo y lanzarlo abajo, al vacío. ¡Mano santa! Amagué con la mano izquierda, metí la derecha
abajo, donde suponía pondría su cara en la esquiva, fue un golpe corto y seco, le alcancé en el mentón y
Rodas cayó al suelo en un knock out del que no se levantó hasta pasados un par de minutos. Al capitán se
le cambió el color de la cara, dio media vuelta y abandonó el gimnasio. Días después, el propio Rodas
confirmó mis sospechas. Me confesó que había recibido órdenes del capitán de que me golpeara sin
piedad. Le pedí disculpas por mi golpe. A partir de ese día fuimos grandes amigos y me convertí en su
sparring, pero sin ningún tipo de violencia, sólo la que se necesitaba para su preparación de cara a futuros
combates.
Años más tarde, estando trabajando en el club Castelló, el portero entró para anunciarme que había
un capitán que quería saludarme y me dio el nombre que, como digo, afortunadamente he olvidado. Le
dije al portero:
—Dígale que yo no le quiero saludar.
El portero, tratándose de un militar, se quedó dudando unos instantes, pero como vio que se lo decía
en serio, salió y se lo dijo. Nunca más volvió a aparecer.
Para los que habíamos hecho la guerra, el tener que hacer la instrucción, manejando el fusil de
manera totalmente distinta a la que nos habían enseñado en el ejército o en las milicias de la República,
resultaba muy complicado. Y lo peor vino cuando tuvimos que jurar bandera. Estuve a punto de decir que

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Miguel Gila Y entonces nací yo

yo ya había jurado una, pero mi amigo Casillas, que como yo había sido voluntario en el 5° Regimiento
de Líster, me aconsejó que no dijera nada. Así lo hice.
Fueron semanas muy duras, las primeras vividas bajo las órdenes de unos militares que nos seguían
considerando comunistas, rojos.
Aprovechando que jugaba bien al fútbol, intenté ingresar en el equipo del regimiento, pero había en
él jugadores de primera, algunos de ellos, o casi todos, profesionales, y no me aceptaron. Algo tenía que
hacer para evadirme de los servicios de cocina, guardia y demás obligaciones cuarteleras, como limpiar
los retretes o cepillar a los mulos. Afortunadamente, aparte de jugar al fútbol, era buen nadador y una de
las misiones que teníamos los que nadábamos bien era llevar al río a los reclutas que no sabían nadar y
enseñarles. Una vez en el río, los tirábamos de un empujón y si no flotaban, había que sacarlos antes de
que se ahogaran. Cosa nada fácil en el río Duero, de aguas turbias color marrón.
Decían que alguien había tirado al fondo del río, en aquellas aguas turbias, la cabeza de una estatua
de Calvo Sotelo y que al que la encontrara le daban quince mil pesetas. Para poder llegar hasta lo más
profundo del río en busca de aquella cabeza, nos lanzábamos al agua desde el puente por el que pasaba el
ferrocarril, a una altura de aproximadamente veinte metros, una altura peligrosa, pero si encontrábamos la
cabeza valía la pena correr el riesgo; nunca ninguno dimos con ella, supongo que estaría clavada en el
barro o que tal vez las corrientes del río se la habrían llevado hasta Portugal.
En ese tirar y sacar del agua a los que no sabían nadar, el alférez que tenía a su cargo el equipo de
natación vio en mí cualidades para entrar en el equipo, le expliqué que a mí lo que mejor se me daba eran
los saltos de trampolín, que de chico había aprendido con Mariano García de Lapuerta. Fuimos a
Valladolid, a la piscina Samoa, y me estuve entrenando varios días. Dentro del campeonato había tres
saltos obligatorios, el Ángel, la carpa y el tirabuzón, pero estos tres saltos, que yo dominaba a la
perfección puntuaban muy poco, por lo que el alférez me incitó a practicar saltos más complicados, como
el puntapié a la luna con medio tirabuzón, el Ángel de espaldas con doble mortal y otros muchos que
ahora mismo no recuerdo. Los saltos se hacían desde la palanca de seis metros o desde el trampolín de
diez metros. Durante los entrenamientos, cuando ensayaba un nuevo salto, a veces caía de espaldas
golpeándome con el agua en los riñones; tenía el cuerpo amoratado. El alférez me dio la solución: durante
los siguientes entrenamientos hice todos los saltos con un jersey de lana gruesa y un calzoncillo largo, eso
amortiguaba los golpes. Al final, logré realizar los saltos más dificiles, que eran los que más puntuaban.
En la competición participaban los regimientos de Castilla y León, Valladolid, Zamora, Toledo, Segovia
y Salamanca. Gané el campeonato en esa modalidad. También competí en la prueba de fondo, la de los
tres mil metros, y aunque no quedé campeón, hice un buen papel. También pertenecía al equipo de
natación mi amigo Camprubí, que era un gran estilista.
Para la prueba de braza el alférez había elegido a un zoquete que apenas sabía nadar, pero que tenía
unas manos como dos palas y en cada brazada avanzaba cuatro metros, pero si mientras nadaba se le
pegaba al cuerpo alguna hoja de los árboles que rodeaban la piscina, dejaba de nadar para quitársela de
encima. Entonces el alférez le gritaba desde la orilla: — ¡Vamos, vamos! ¡No te entretengas! El cateto
aquel, que no oía nada, se hurgaba el oído con el dedo meñique y preguntaba:
—¿Qué dice, mi alférez?
—¡Que dejes las hojas en paz y que nades, coño!
—Sí, señor. ¡A sus órdenes! Y el cateto metía las manos como si fueran dos palas, daba cuatro
brazadas y ya estaba a la altura de los primeros. Pero si volvía a tocarle una hoja, no lo podía superar,
dejaba de nadar para quitarse la hoja de encima.
Al alférez se lo llevaban los demonios.
Durante los entrenamientos esto no tenía mucha importancia, lo malo fue que hizo lo mismo el día
del campeonato y por su culpa perdimos la prueba de relevos.
Había otra prueba, más dura que ninguna. Tirarse a la piscina y cruzarla a nado llevando puesto el
uniforme, el correaje con las tres cartucheras llenas de balas, el casco y el fusil. A algunos había que

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Miguel Gila Y entonces nací yo

sacarlos cuando estaban a punto de ahogarse con toda aquella parafernalia, que pesaba muchos kilos. Yo
pasé aquella prueba con una muy buena puntuación.
Esto que estoy contando no tiene otra finalidad que justificar a lo que se puede llegar, con tal de no
cumplir con las tareas humillantes a que éramos sometidos los jóvenes en los cuarteles en aquel entonces.
Es posible que se tratara de un castigo, por haber luchado contra las tropas nacionales, lo que puedo
asegurar es que la tarea a cumplir, fuese cual fuese, era ordenada a gritos o con bofetadas o con castigos.
De ahí que yo buscara cualquier medio para dejar de ser un simple soldado raso de “zona liberada”.
Pero se acabaron los campeonatos y otra vez me tuve que incorporar a la dura y humillante tarea
cuartelaria.
De nuevo la guardia, la cocina, la imaginaria, a limpiar los retretes, a cepillar los mulos.
Y “¡Asus órdenes!” y “Sí, mi comandante” y “Sí, mi teniente” y “Sí, mi sargento”.
Y cuando menos lo esperaba, me llegó la suerte. Sólo unas semanas después de mi incorporación a
filas, estaba a punto de licenciarse la quinta del 37. Yo había hecho amistad con el chófer del coronel, que
se llamaba de apellido Monedero, que pertenecía a la quinta del 37 y que era, como yo, de Madrid. Le
había ayudado varias veces en trabajos mecánicos. El haber manejado durante la guerra camiones y mi
profesión de mecánico me dieron la oportunidad de prestarle esa ayuda, al tiempo que me brindaron la
posibilidad de marginarme de la repugnante rutina cuartelera. Monedero, antes de licenciarse, habló con
el coronel Ferrero y, con gran disgusto por parte del capitán que a toda costa quería hacer de mí un militar
de carrera, ocupé el puesto que dejaba vacante mi amigo Monedero.
Ser chófer del coronel me daba ciertos privilegios que no tenían otros soldados. En primer lugar, mi
uniforme era distinto. Traje azul marino y gorra de plato con insignia y barbuquejo plateado. En las horas
del paseo, yo era, comparado con el resto de la tropa, un almirante de Marina. Por otra parte, el coronel
dio la orden de que no se me cortara el pelo al rape como era obligatorio. Mis conocimientos, tanto de
conductor como de mecánico de profesión, motivaron que, aparte de hacerme cargo del Plymouth Cuatro
Carabelas del coronel, me hiciera cargo del mantenimiento, y a veces de la conducción, de alguno de los
cinco camiones del parque móvil del regimiento y de una moto italiana, marca Benelli, de nueve caballos,
con la que yo hacía de enlace en las maniobras, esos simulacros de guerra que se inventan en el ejército
para justificar su existencia. Con aquella moto, por aquellas carreteras de tierra, tragando polvo, pasaba
junto al coche del alto mando y me entregaban desde la ventanilla un papel enrollado, que decían que
eran las órdenes que debía entregar al mando de las tropas que combatían en primera línea. No creo que
exista nada más estúpido que unas maniobras. Recuerdo que cuando a mi amigo Miguel Boán le tocaba
participar en alguna, apenas daban la orden para empezar el simulacro de un combate, se dejaba caer al
suelo. Entonces uno de los mandos se acercaba hasta él y le gritaba:
—¿Qué coño hace usted, imbécil? Y mi amigo Miguel con la mayor naturalidad del mundo decía:
—Es que me ha alcanzado una granada enemiga.
El teniente o el capitán, o lo que fuese el mando, decía:
—¡Qué granada ni qué hostias! ¡Levántese y avance como los demás! Y mi amigo Miguel me
decía:
—Pues vaya una guerra de mierda, que no hay heridos ni muertos ni nada. A veces estaba debajo de
un camión, reparando alguna avería, lleno de grasa hasta los pelos y me llegaba la orden de que era la
hora de llevar al coronel Ferrero hasta su casa. El coronel vivía a menos de un kilómetro del cuartel; pero
tenía que lavarme, ponerme el uniforme azul marino y la gorra para llevarle, regresar de nuevo y seguir
reparando la avería.
Por las noches salíamos con los camiones a buscar alubias, llegábamos a los pueblos de Zamora o
de León y de las casas del pueblo nos sacaban uno o dos sacos de alubias que cargábamos en el camión y
así, de pueblo en pueblo y de casa en casa, llenábamos el vehículo hasta arriba y regresábamos al cuartel
cuando empezaba a amanecer. Para dirigir esta operación venía al mando de los camiones un brigada
aficionado a la caza; siempre viajaba conmigo en la cabina del camión. Al amanecer, cuando veníamos de
regreso, el brigada preparaba su escopeta, siempre dentro de la cabina del camión. Su debilidad eran las
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Miguel Gila Y entonces nací yo

avutardas, esa ave pesada y de vuelo corto. En la provincia de Zamora hay, o había en aquella época,
muchas de ellas, lo que, como se dice ahora, para aquel brigada era una gozada.
Hacía unos instantes que había amanecido, una avutarda levantó el vuelo, el brigada intentó asomar
la escopeta por la ventanilla y como la medida de la cabina no le permitía apoyar la culata de su escopeta
en el hombro, se limitó a colocarla sobre el hombro, valga la redundancia. Apretó el gatillo o los gatillos
y la avutarda salió ilesa, pero yo recibí un culatazo en plena mandíbula. No me desmayé, para que no
dijera que era un maricón en lugar de un soldado hecho y derecho, pero perdí el control del camión, nos
fuimos a la cuneta (a la mierda, diría yo), el camión volcó, los sacos de alubias se desparramaron por el
campo y supongo que la avutarda desde el aire nos hizo una pedorreta. Con un frío de tres puñetas
tuvimos que esperar a que otro de los camiones nos sacara de allí. No perdí la dentadura de milagro, pero
me quedó la cara como la del anuncio de no sé qué pasta de dientes. Y yo recordaba lo que dijo aquel
miliciano al que llevamos en el camión desde Sagunto hasta cerca de Valencia, cuando el cerdo en las
curvas le derribaba: No me han matado en la guerra y este cabrón de brigada casi lo consigue.
En 1941 el Gobierno publicó un decreto por el cual se proclamaba de interés nacional la fabricación
de gasógenos adaptables a vehículos de motor; y, por supuesto, los primeros gasógenos los destinaron al
ejército.
Llegó al cuartel un individuo, no sé si ingeniero o no, que nos explicó el funcionamiento del
gasógeno. La cosa no era muy complicada: el gasógeno, que iba adosado a un costado del camión,
funcionaba como la estufa de la sala de espera de cualquier estación de pueblo, con papeles, trapos, leña y
carbón. Nos explicó que había dos clases de gasógenos, los de tobera húmeda y los de tobera seca, los
primeros necesitan agua y los segundos no.
El manejo de cualquiera de los dos gasógenos hacía que nuestro aspecto fuese el de un fogonero de
un tren o el de un minero de una mina de carbón.
Y así, cuando estaba con la cara y las manos negras fue cuando me llegó la orden de que tenía que
llevar al coronel a su casa, y otra vez a lavarme y a ponerme el uniforme y la gorra con insignia y
barbuquejo plateado, para que el coronel no tuviera que caminar ese kilómetro escaso que había desde el
cuartel hasta su casa.
Todos los días el recorrido era el mismo, del cuartel a su casa y vuelta al cuartel. Esto se repetía
mes a mes y día a día.
Sabiendo que la cosa era así, tres amigos míos que estaban a punto de licenciarse, para no pasar por
la puerta con el riesgo de que les cortaran el pelo que ya lo tenían crecidito, me pidieron que les sacara
escondidos en el maletero del coche. Se llegaron hasta el garaje donde guardaba el coche y se metieron en
el maletero. Les advertí que no hicieran ruido. Puse el coche en marcha y llegué hasta la puerta del
cuartel, donde como era costumbre me esperaba el coronel. Apenas habría avanzado quinientos metros
cuando el coronel se asomó por la ventanilla y dijo: — Qué día tan hermoso, Vicente Porque ya me lo
había advertido Monedero: Te llamará Vicente. A mí me ha estado llamando Vicente año y medio.
Fue inútil que yo le repitiera docenas de veces que me llamaba Miguel. Y aunque me decía: “¡Ah,
sí, es verdad, que te llamas Miguel!, a los cinco minutos volvía a llamarme Vicente. Como a mí me
importaba tres carajos el ejército y el coronel, me daba lo mismo que me llamara Vicente que Manolo,
Faustino, Alejandro o Indalecio.
—Sí, mi coronel, un día muy hermoso.
—Los campos deben estar preciosos. Se me está ocurriendo una cosa. Antes de llevarme a casa
vamos a dar un paseo por el campo. Hace tanto tiempo que no voy...
—¿Y hacia dónde quiere que vayamos?
—Da lo mismo, Vicente, tú coge una carretera cualquiera y cuando lleguemos a un campo paras.
—Sí, mi coronel.
Y así lo hice.
—Por ahí, por ese camino, métete por ese camino, Vicente.

124
Miguel Gila Y entonces nací yo

Y yo obedeciendo órdenes me metía por un camino de tierra y polvo.


—Para aquí.
Y paraba. El coronel se bajaba y como si estuviera contemplando un cuadro de Van Gogh, miraba
hacia el horizonte.
Al rato decía:
—Bueno, vámonos.
Pero antes de llegar a Zamora veía otro camino y decía:
—Métete ahora por ese camino, que quiero ver cómo están los viñedos.
Y otro camino lleno de baches, tierra y polvo, y dentro del maletero mis tres amigos.
Estuvimos más de una hora recorriendo los campos. Yo estaba convencido de que cuando abriera el
maletero me encontraría con tres cadáveres.
Cuando dejé al coronel en su casa, me metí en una calle solitaria. Abrí el maletero, y no estaban
muertos, estaban irreconocibles, se les había mezclado el sudor con el polvo y más que soldados parecían
estatuas. No hubieran durado media hora más.
Otra de las ventajas de ser el chófer del coronel era que no dormía en ninguna galería. Había en el
centro del patio del cuartel un pequeño edificio que tenía ducha y cuarto de aseo, me asignaron un lugar
para dormir y guardar mi ropa, ahí sí había camas; no sé por qué causa ese pequeño edificio se había
librado del arresto que le había sido impuesto al regimiento por el asunto de la bandera. Ese lugar
privilegiado era amplio y lo compartía con un escultor catalán llamado Celestino Roig Artigas, y con un
gran pintor, de nombre Miguel Andrés y que firmaba sus cuadros con el nombre de Miguel Boán, ese que
en las maniobras decía que había sido alcanzado por una granada enemiga y que ya he mencionado. La
convivencia con ellos fue para mí algo fuera de serie. Miguel Boán me enseñó a dibujar retratos al carbón
y me enseñó la mezcla de los colores. Miguel Boán era, sobre todas las cosas, un excelente retratista. Por
descontado que todos los mandos del cuartel le usaban para que les hiciera retratos al óleo de sus mujeres
o de ellos mismos. Entre Miguel Boán y yo existió una amistad que duró muchísimos años. Miguel Boán,
que acababa de perder a su padre, por el que sentía adoración, refugiaba su dolor en el vino y algunas
noches, cuando ya todos dormían en el cuartel, le apetecía una jarra y me chantajeaba. Me decía:
—Si me consigues una jarra de vino, te hago un retrato de tu abuela.
—Pero Miguel, ¿sabes qué hora es?
—Yo sé que si tú te lo propones lo consigues.
Y yo me acercaba hasta la Intendencia y convencía al que estuviera de guardia para que me diera
una jarra de vino. Miguel cumplía con su palabra y me hizo un retrato al óleo de mi abuela, de una foto
que yo tenía. Aún está en mi casa ese retrato y un par de cuadros más que me cambió por jarras de vino
con azúcar, le gustaba que tuviera azúcar.
Lo que más asombro me producía es que nunca le vi borracho, nunca. Lo que sí le produjo el vino
fue una tremenda úlcera de estómago que le hacía padecer terribles dolores. A Miguel le encargaron
pintar en el cuartel del Garellano en Bilbao un fresco en la pared, de unos quince metros de largo, que
representara el paso del Garellano por el Gran Capitán y sus tropas. Miguel me llevó con él y, subidos en
unos andamios, pintamos aquel enorme mural, y digo pintamos porque a mí me encargó pintar las lanzas
de los muchísimos soldados que se veían en el fondo del mural. El otro artista, Celestino, el escultor,
como buen catalán era poco comunicativo, pero además de un gran escultor, era un excelente compañero.
Alguien me contó que después de terminar el servicio militar se fue a trabajar y a vivir a Venezuela.
Nunca más supe nada de él.
También se alojaban en aquel pequeño edificio los jugadores del equipo de fútbol, Marín, Rubio,
Campos..., los de baloncesto y los del equipo de natación en el que estaba mi amigo Camprubí. Había una
muy buena relación con aquella gente y una muy buena complicidad a la hora de evadir órdenes de los
superiores. Nos tapábamos si alguno salía sin permiso o no se presentaba a la hora de pasar revista.

125
Miguel Gila Y entonces nací yo

La vida resultaba allí más llevadera, no daba la sensación de prisión que daban las galerías.
Gozábamos de unos beneficios que no tenía nadie en el cuartel. Yo, en aquel lugar donde disponía de
algún tiempo libre, seguía dibujando aquellos chistes con personajes de enormes narizotas. El ejército era
una gran fuente de inspiración para aquellos chistes del absurdo, alguno de los personajes se apoyaba
siempre en uno bajito que le hacía las veces de bastón (creo que de manera inconsciente o consciente, no
lo sé, yo trataba de señalar la humillación del poderoso hacia el débil). Un día, no sé cómo, cayó en mis
manos un ejemplar de La Codorniz. Me gustaba aquel estilo de humor, que tenía mucho que ver con el
que yo hacía en mis dibujos y en algunas cartas que había escrito, antes de la guerra, a los hijos del
diputado Luis Bello cuando estudiaban en El Escorial. Eran cartas del absurdo. Después de haber leído
detenidamente el ejemplar de La Codorniz se me ocurrió la idea de mandarle a Miguel Mihura, director
en aquel entonces del semanario, un dibujo. Era un soldado con cara de bestia que llevaba atada a las
riendas la cabeza de un caballo. El caballo estaba al fondo, de pie pero sin cabeza y el soldado con cara de
bestia le decía al oficial que estabajunto a él: Mi capitán, se me ha roto el caballo. Metí el dibujo en un
sobre y se lo mandé a Mihura, con una nota que decía: Le mando este chiste, si le gusta, me lo publica y
si no le gusta, me lo firma por detrás, ya que soy un gran admirador de usted. A los pocos días recibí una
carta donde me decía: No solamente me ha gustado su chiste, sino que me gustaría que colaborase usted
en nuestro semanario. Y así lo hice, aunque por miedo a airear mi apellido, firmaba mis dibujos con el
seudónimo de XIII, en números romanos. A partir de ese día me hice colaborador fijo de La Codorniz.
Creo de justicia dedicar parte de mis aguafuertes a la ciudad de Zamora, donde me inicié en el arte
de la radio y el teatro.
Todas las tardes, a la hora del paseo, tenía que pasar por la puerta de Radio Zamora que estaba
instalada en una planta baja. El estudio de Radio Zamora era tan pequeño que se hacía necesario salir a la
calle de vez en cuando a tomar un poco de aire. La puerta de la emisora siempre estaba abierta y en esa
puerta siempre había alguien, un locutor, un técnico, un administrativo... Yo sentía una gran curiosidad
por conocer cómo era el funcionamiento de una emisora, y un día, al pasar, me animé a preguntar a un
hombre joven que estaba en la puerta si podía entrar a verla. No sólo me permitieron entrar, sino que me
mostraron todo el funcionamiento, tanto de su parte técnica como de su sistema de programación. Entablé
conversación con Vicente Planells, un catalán que había hecho el servicio militar en el Regimiento
Toledo el mismo donde yo estaba, y que al licenciarse había ingresado en la radio como locutor, él me fue
presentando a los demás componentes del equipo, me identifiqué como el dibujante y escritor de La
Codorniz que firmaba sus escritos y sus dibujos con el seudónimo de XIII, y no sólo me dijeron que mis
dibujos y mis artículos eran de lo más divertido, sino que me propusieron trabajar para ellos haciendo
algún programa.
Teniendo en cuenta que yo estaba cumpliendo el servicio militar, la cosa no era tan sencilla, pero
como ocurre en todas esas pequeñas capitales de provincia, existía eso que ahora llaman tráfico de
influencias.
El director de la emisora habló con el propietario, el propietario habló con el presidente de la
Diputación, éste habló con el gobernador militar y el resultado fue que el coronel me autorizó a que
dispusiera de las tardes libres, a dormir fuera del cuartel y a vestir con ropa de paisano fuera de las horas
de servicio.
Me instalé en una pensión en la calle de los Herreros; de esta manera, por las mañanas podía
cumplir con mis obligaciones en el cuartel y dedicar las tardes y las noches a la radio.
Pasaron varios días, escribí cuatro programas, los llevé a la emisora y su lectura resultó tan
divertida que no solamente los aceptaron, sino que me integraron en el equipo artístico de la emisora. Se
radiaron mis programas, que tuvieron mucho éxito de audiencia.
Como se trataba de una emisora pequeña y éramos poca gente, se hacía necesario alternar los
trabajos: a veces hacía de locutor, a veces tenía que hacerme cargo del control, abrir y cerrar el micrófono
y poner aquellos famosos discos dedicados que decían: De Carolina Mateo Meneses para su madre
Agustina Meneses, con muchísimo cariño, en el día de su cumpleaños. Para Lupe con mucho cariño, de
quien ella sabe. Para Ana Cifuentes de su padre Antonio Cifuentes Jiménez. A mí me llamaba mucho la

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Miguel Gila Y entonces nací yo

atención que dijeran de su padre y añadieran el nombre y apellidos como si la tal Ana Cifuentes tuviera
varios padres, pero la cosa funcionaba así. Otras dedicatorias eran: Para Porfirio de quien él sabe o Para
Angelines Chopera de quien ella sabe. Detrás de aquellos, de quien él sabe y de quien ella sabe se
ocultaban gentes que estaban casadas y tenían sus amantes. Después de leer todas las dedicatorias
decíamos: Para todos ellos Mi sombrero, por Pepe Blanco.
Teníamos en la discoteca de la radio cerca de dos mil discos; pero la gente siempre que solicitaba
uno para dedicárselo a sus padres con mucho cariño o a su abuela en el día de su cumpleaños, solicitaban
los mismos discos: Mi sombrero de Pepe Blanco, El emigrante de Juanito Valderrama, Santander de
Jorge Sepúlveda o Dos gardenias de Antonio Machín; de ahí no pasaban, aunque algunos en un alarde de
cultura musical solicitaban Las bodas de Luis Alonso o El sitio de Zaragoza.
Las prostitutas también dedicaban Mi sombrero o El emigrante, siempre con el final anónimo, Para
Fulano de Tal, de quien él sabe. A aquellos prostíbulos asistía toda la gente joven de Zamora y dentro
armaban juergas que duraban hasta el amanecer. Mis múltiples trabajos sólo me dieron la oportunidad de
asistir a una de aquellas juergas y no me resultó nada divertida. Nunca más volví, pero llegué a conocer a
todas las mujeres del prostíbulo por su constante venir a pedir discos dedicados. En aquella capital, donde
todos se conocían, los prostíbulos que estaban pegados a la muralla eran el lugar idóneo para que los
visitaran algunos hombres de buena familia, los mismos hombres que iban cada domingo a la misa de dos
de la iglesia de San Torcuato.
Por cada uno de los discos dedicados la gente pagaba cinco pesetas, que eran destinadas al asilo de
ancianos. No obstante, la reiterada repetición de Mi sombrero, El emigrante y Santander, lo de los discos
dedicados empezó a resultarnos de lo más insoportable. Había en la discoteca de la emisora, esto ya lo he
dicho, pero lo repito, cerca de dos mil discos. Se me ocurrió una idea que transmití a Herminio Pérez,
director de la radio, y que aceptó gustoso. Se trataba de hacer un programa de quince minutos diarios con
el título De Pepe Blanco a Wagner. Y así, de esa manera, fuimos dando a conocer a los oyentes la gran
cantidad de discos de que disponíamos y al mismo tiempo divulgábamos la música clásica, que desde
hacía tiempo dormía en la discoteca de la radio. Creo que fue una buena idea. Después de tres años de
guerra la gente se había desconectado por completo de la cultura, yo entre ellos porque habiendo dejado
el colegio a los trece años y habiendo comenzado la guerra con diecisiete, toda mi cultura musical se
limitaba a lo que me habían enseñado los frailes de la Inmaculada Concepción, a cantar como solista del
coro aquello de Corazón Santo tú reinarás y lo otro del Corazón Divino. Lo que quiere decir nada
aprovechable para los veinte años que acababa de cumplir al terminar la guerra. Y mi incultura no se
limitaba solamente a lo musical, también en literatura mis conocimientos eran muy limitados, lo mismo
que en la pintura o en cualquiera otra de las bellas artes. Nadie en mi familia tenía conocimientos para
transmitirme cultura ni inquietudes. Y cuando de chico el gobierno de la República prodigó las
bibliotecas públicas, aunque iba con mucha frecuencia a una que había en la calle de San Opropio, mi
edad me incitaba tan sólo a leer Pinocho contra Chapete.
Radio Zamora, esa emisora de andar por casa, tenía un pequeño saloncito donde se recibía a la
gente que venía a solicitar los discos, un diminuto control donde estaban instalados los platos para poner
los discos, un locutorio también pequeño, la discoteca, con aquellos discos de pasta que se rompían si se
caían al suelo y que cuidábamos con gran delicadeza, y al fondo un despacho donde Herminio trabajaba y
organizaba los programas.
En la torre del campanario, que estaba a la entrada de la iglesia, habían hecho su nido las cigüeñas y
como la gente los domingos no era muy dada a madrugar, la misa con más clientela era la misa de las dos.
La iglesia era pequeña y se acumulaba tanta gente que algunos quedaban en la puerta sin poder entrar.
Don Clemenciano, que aparte de ser el párroco de la iglesia de San Torcuato era el asesor eclesiástico de
la emisora, desde el púlpito, de vez en cuando, interrumpía su sermón para decir:
—Que se corran los de delante para que haya sitio para todos.
Y añadía:
—Vamos, correrse para adentro que a los que están en la puerta les caga la cigüeña.

127
Miguel Gila Y entonces nací yo

Y la gente obedecía y hacían hueco para que a los que estaban fuera no los cagara la cigüeña.
Después, don Clemenciano seguía hablando de los apóstoles y de todo lo demás.
Había en todo Zamora un solo policía de tráfico, que estaba situado delante de la emisora, en el
cruce de la avenida de Portugal con la calle de Santa Clara. La mujer del guardia urbano venía a traerle un
bocadillo a su marido y nos pedía por favor que la dejáramos entrar a darle la teta a su hijo en el pequeño
saloncito dedicado a recibir a las visitas. Le daba de mamar al niño y se cubría la teta con un pañuelo,
para que si entraba alguien no se la vieran. Era una especie de emisora con mezcla de refugio.
Aparte de los programas habituales o cotidianos, emitíamos obras de Oscar Wilde y de otros
autores, por supuesto, leídas, y en noviembre Don Juan Tenorio. También en esas emisiones me daban un
papel.
Había en mí una gran inquietud por seguir manteniendo esa relación con mis compañeros de radio,
acercarme a su cultura literaria y musical, pero me resultaba fatigoso y complicado alternar la radio con
mi servicio en el cuartel, a pesar del permiso para dormir fuera y tener las tardes y las noches libres.
En la emisora terminaba muy tarde y a las ocho de la mañana tenía que presentarme en el cuartel.
Pero era tan grande mi interés por salir de la mediocridad que aguanté el sacrificio día tras día. Creo que
valió la pena.
En mi primer libro, que publicó la Editorial D.I.M.A. en 1966, escribí, a modo de prólogo: Yo he
recorrido a pie el camino gris de la vulgaridad y he sentido el cansancio de no ser. He pasado por encima
de aquellos que, no teniendo valor para llegar al final, se tumbaron a dormir su cobardía, arropándose con
los harapos descoloridos de lo fácil. He luchado noches enteras con el sueño y la fatiga y he vencido la
incultura, que sabiendo de mi humilde cuna trataba de clavar su garra en mi cerebro.
He llegado al final de este camino y he penetrado en el valle donde, escrito en cada puesta de sol,
está el nombre de los que fueron algo.
Si al dejar de ser materia y abandonar este valle, no consigo que mi nombre se escriba junto al suyo,
al menos me iré con la satisfacción de saber quiénes fueron y haberles comprendido.
La dueña de la pensión donde yo dormía tenía cuatro hijos, un varón que estaba casado y tres hijas
solteras; me hice novio de una de ellas, cinco años mayor que yo, pero esto no me preocupaba demasiado.
Los inviernos de Zamora son muy fríos y cansado de pasar frío en nuestros paseos diarios, le propuse el
matrimonio. Nos casamos por la Iglesia, en una boda sencilla, sin más invitados que la familia de ella. En
la pensión se nos asignó una habitación para nosotros solos. Yo comía en el cuartel y cenaba y dormía en
la pensión.
Seguía cumpliendo con mis obligaciones como chófer del coronel y por las tardes en la radio, donde
me sentía el hombre más feliz del mundo. Para mí, aquella emisora era la universidad.
Pero parece ser que mi buena suerte estaba en una constante lucha con mi mala suerte. Habían
transcurrido cuatro años desde mi llegada a Zamora y mi integración en la radio cuando se produjo un
intento de invasión por el Valle de Arán. Se trataba de unos cuatro mil hombres organizados por los
comunistas exiliados, los llamados maquis. Por este motivo, nos llevaron de Zamora a Barcelona para
incorporarnos a las tropas que, a las órdenes de los generales Yagüe, Moscardó y Monasterio combatían
en el Pirineo.
Nos instalaron en el cuartel de Intendencia de La Ciudadela, y tal como me había sucedido en otras
ocasiones, mi condición de conductor me abrió la posibilidad de conducir un camión, con la misión de
llevar alimentos a los soldados que combatían en el Valle de Arán contra los maquis. Mis viajes con el
camión me llevan a Sort, Balaguer, Viella y La Bonaigua.
Atrás se han quedado Zamora, mi uniforme azul marino y la gorra de plato con insignia y
barbuquejo plateado. Y lo que es más triste, me han alejado de mis compañeros de la radio.
En el cuartel de La Ciudadela tengo oportunidad de hacer amistad con otros soldados que cumplen
allí su servicio militar como voluntarios; casi todos ellos pertenecen a familias pudientes de toda
Cataluña. Unos tienen fábricas de tejidos en Sabadell y Tarrasa y otros son dueños de negocios
importantes. Yo, por el contrario, no tengo posibilidad de ganar ningún dinero, pero mi veteranía como
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Miguel Gila Y entonces nací yo

soldado me ha agudizado el ingenio para conseguirlo. Hago amistad con el cabo furriel, que es el
encargado de asignar los servicios de guardia, de imaginaria, de cocina y demás desagradables
obligaciones cuarteleras. Me pongo de acuerdo con el cabo y juntos organizamos un negocio rentable, él
se encarga de que los días festivos estos servicios le sean asignados a alguno de los soldados con buena
posición económica. El cabo me informa de a quién le ha asignado ese día el servicio de guardia o el de
cocina, me acerco a la víctima, y al tiempo que me cepillo cuidadosamente las botas y saco brillo a la
hebilla del cinturón, dejándome caer, le comento que ese día tengo un plan, él, en cambio, se lamenta de
su mala suerte. Y entonces es cuando le propongo que yo le puedo suplir si me paga. Él, llamémosle
soldado rico, me pregunta cuánto me tiene que pagar, fijamos el precio y hacemos el negocio. De ahí le
doy la mitad al cabo furriel y de esta manera gano para mi cine, mi tabaco y hasta para enviar a mi casa
algunas pesetas. Había días muy especiales en los que el precio de la sustitución se subía por las nubes,
como el día de San Jordi o el día de la Merced, y no digamos nada si se trataba de las Navidades o del fin
de año. Por supuesto que después el cabo furriel me liberaba del compromiso pasándole el servicio a
algún recluta novato.
Mi abuela durante la guerra había ahorrado algún dinero, para que cuando se terminara yo tuviera,
al menos, para comprarme alguna ropa. El dinero de la zona republicana fue invalidado por el Gobierno
de la dictadura y los ahorros de mi abuela no sirvieron para nada. De ahí mi interés en ganar algo para
ella, que para poder subsistir fregaba las oficinas de Boetticher y Navarro, con la dureza y el esfuerzo con
el que las mujeres fregaban en aquella época, de rodillas. De ahí también que yo no tuviera ningún
remordimiento a la hora de engañar a los que tenían dinero.
Por aquel entonces, salió a la calle una nueva revista titulada ¡Hola!, que entonces se hacía tan sólo
con tinta de color azul. Llevé unos dibujos al director y le gustaron, comencé a trabajar para la revista
cada semana, para una página de humor en la que incluían cuatro dibujos míos. No recuerdo cuánto me
pagaban por aquella colaboración, pero suponía disponer de algún dinero extra para mis gastos.
Otras veces, para ganarme algunas pesetas, me iba al barrio chino y me acercaba a los “trileros”.
Yo, de chico, cuando iba a dar el “queo” al campo de las calaveras les había caído simpático a los que se
dedicaban a ejercer el “trile” con las cartas, y no solamente llegué a conocer el truco, sino que aprendí a
manejar las cartas igual a como lo hacían ellos. En mi casa y en el barrio con los chicos, practicaba el
“trile” con la frase que era el lema de los trileros: “La mano es más rápida que el ojo”. Decía que para
ganarme algunas pesetas me iba al barrio chino, me acercaba a los “trileros”, aflojaba los labios para que
mi cara tuviera aspecto de muchacho de pueblo, hacía de espectador un buen rato y finalmente apostaba
cien o doscientas pesetas. Siempre adivinaba dónde estaba la carta (en aquella época los “trileros” no
hacían el “trile” sobre una caja de cartón o una rústica mesita plegable, sino sobre las baldosas de las
aceras) y para que no me la cambiaran, ponía la punta del pie sobre la carta que yo había elegido.
Seguramente se dieron cuenta de que aquello no era normal. Una tarde, después de haberles ganado, me
siguieron. Ninguno llevaba navaja, pero me arrinconaron contra una pared y me dijeron:
—Escucha, chaval, si alguna vez tienes hambre o necesitas comprarte una cajetilla nos pides dinero;
pero no se te ocurra nunca más jugar con nosotros.
Y así fue. Nunca más me acerqué a ellos. Si alguna vez no tenía más remedio que pasar por donde
estaban, me limitaba a saludarles con una sonrisa.
Acostumbraba a ir a un bar donde tenían una gramola mecánica y me deleitaba escuchando a Bonet
de San Pedro y los Siete de Palma, cantando Raskayú o aquello de: “¡Oh, Susana! no llores más por mí,
que yo un beso grande te daré, cuando vuelva junto a ti”. Nunca imaginaba que con el correr de los años
iba a compartir escenarios con Bonet de San Pedro.
No siempre me libraba de hacer el servicio de guardia, algunas veces no era posible, y lo que más
me entristecía era hacer de centinela en el palacio de Montjuïc, donde estaban presos muchos que, como
yo, habían luchado contra el franquismo. Y un poco más arriba el castillo donde habían sido fusilados
Goded, Fernández Buriel y Companys. El haber pasado de estar preso a vigilar una prisión me hacía
avergonzarme de mí mismo.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Se lo comenté al cabo furriel y se las ingenió para que nunca más tuviera que hacer la guardia en
aquel lugar.
No sé si el cabo furriel, Carlos Soto, vive, ni sé si alguna vez llegará a leer esto, pero desde aquí
quiero darle las gracias por liberarme de aquella obligada pero vergonzante misión. ¡Gracias Soto! Si
hacer la guardia en el palacio de Montjufc era trágico por el recuerdo de los fusilamientos, hacer guardia
en las garitas que estaban situadas en las aceras, a los costados del cuartel, tampoco resultaba agradable.
Durante las dos horas que duraba la guardia, algunas mujeres, tal vez casadas y con hijos,
hambrientas, que no prostitutas, se acercaban al centinela y a cambio de algo de comida le masturbaban o
practicaban el sexo oral. En la posguerra para comer valía todo.

La playa de la Barceloneta,
llamada de San Sebastián
En verano y aprovechando nuestros días libres de servicio íbamos a la playa llamada de San
Sebastián. No sé cómo será ahora, pero en aquel entonces los soldados nunca tenían éxito con las
mujeres, salvo que éstas fuesen sirvientas. A nosotros, a mis amigos y a mí, nos gustaba un grupo de
chicas que los días festivos eran asiduas de la playa; a mí, en particular, me gustaba Soledad, una chica no
muy guapa, pero elegante, culta, simpática y con mucha personalidad.
No llegamos a ser novios, pero sí muy buenos amigos. Es algo que me gustó de Barcelona, que se
podía hacer amistad con gente de distinto sexo sin que esto obligara a una relación amorosa. Soledad era
muy aficionada a la lectura y a la música y de eso hablábamos con frecuencia. Mi paso por la radio me
permitía desenvolverme en estos dos temas, cosa que antes me hubiera sido de todos modos imposible.
Algunos días iba a esperarla a la salida del trabajo. Trabajaba en una tienda de bolsos de la calle
Muntaner. Caminábamos hasta su casa en la calle de Aragón, por la que entonces pasaban los trenes en
desnivel por el centro de la calle. Aparte del ruido, las locomotoras soltaban un humo negro que teñía de
luto la fachada de los edificios.
Los catalanes, con su tenaz rebeldía contra la dictadura, lograron mantener en las playas la libertad
de que se bañaran hombres y mujeres en el mismo lugar. Esto que a los jóvenes hoy les puede parecer
insólito no lo es, ya que durante varios años las playas estuvieron divididas por una separación hecha con
un tejido de alambre de dos metros de altura, que nacía en el principio de la playa y se internaba hasta
bastantes metros dentro del mar. Los matrimonios tenían que bañarse por separado, las mujeres con las
niñas se bañaban a un lado de la alambrada y los hombres con los hijos varones en el otro lado. Cuando
llegaba la hora de comer se arrimaban a la alambrada y se hablaban como presidiarios.
Como en esas fotografias que veíamos en el Blanco y Negro de los años veinte, era obligado el
bañador completo para los hombres y para las mujeres el de faldita.
Años más tarde, en un alarde de libertad, la dictadura permitió a los hombres usar el Meyba, la
prenda con la que Fraga Iribarne se bañó cuando el asunto aquel de la bomba de Palomares. Al contrario
de lo que pensaban los moralistas de la dictadura, el Meyba era una prenda más escandalosa que el
bañador normal, porque no se ajustaba bien, y cuando dabas un paseo por la playa siempre te encontrabas
algún señor tumbado en la arena, tomando baños de sol y enseñando las pelotas, que se le salían del
bañador.
Las playas eran vigiladas por los guardias urbanos en las capitales y por la Guardia Civil en los
pueblos de la costa, y era obligatorio para las mujeres ponerse un albornoz al salir del agua, y si alguna

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Miguel Gila Y entonces nací yo

mujer joven se atrevía a usar un bañador escotado sin faldita, le caía una multa, aparte de tener que
abandonar la playa.
En la dictadura se cuidaba mucho la moral. La Iglesia había hecho causa común con el Gobierno, o
a la inversa, y si la policía sorprendía a una pareja de novios besándose, podía pasar de una multa a una
denuncia por inmoralidad. Y lo más triste es que muchos españoles hacían causa común con la dictadura;
era frecuente que si ibas en taxi con tu novia o tu mujer y se te ocurría darle un beso, el taxista, mirando
por el retrovisor, dijera:
—Eso en la cama, en mi taxi, no.
Era muy común, cuando teníamos algún problema con alguien, que nos soltara aquel amenazante:
—Usted no sabe con quién está hablando.
Si alguna tienda dedicada a la venta de ropa interior para mujeres ponía en el escaparate un sostén o
unas bragas y tenía la mala suerte de que pasara un cura y viera el sostén o las bragas, la denuncia del
cura era suficiente motivo para que al dueño del negocio le obligaran a retirar aquella inmoralidad del
escaparate. Solamente en el llamado barrio chino se podían ver medio ocultos algunos preservativos, que
llamaban para dulcificar la cosa gomas profilácticas.
La Iglesia tenía un poder igual al del Estado. La blasfemia era motivo para detener y retener a
cualquier ciudadano con graves consecuencias.

Recuerdo un cartel que estaba colgado en la pared de un bar de Bilbao, detrás de la barra, muy a la
vista, decía: Se prohíbe blasfemar sin motivo. Nunca he sabido si este cartel estaba escrito en serio o era
un cachondeo de ese gran sentido del humor de los vascos.
Resultaban divertidos y al mismo tiempo indignantes los cortes que hacían en las películas.
Recuerdo una anécdota motivada por uno de esos cortes. En una película, cuyo título no puedo recordar,
el galán y la dama estaban en un pajar. En el momento que el galán se disponía a besar a la dama se
producía un salto violento y aparecía la pareja, ahora separados, pero con la ropa llena de pajitas. Ella le
decía: Por qué lo has hecho Y él respondía: Porque te amo. En ese momento se escuchó la voz gritona de
uno que estaba en el anfiteatro:
—¿Qué es lo que ha hecho?, porque nosotros no lo hemos visto.
El cine fue una carcajada.
En los cines, antes de empezar la película sonaba el himno nacional que, con la misma habilidad
que Franco mezcló la camisa azul de los falangistas con la gorra roja de los requetés, habían compuesto
mezclando el Cara al sol con el himno de los requetés. Era obligatorio ponerse en pie, levantar el brazo al
estilo nazi y mantener esa posición en silencio durante el tiempo que duraba el himno.
En Barcelona estaba prohibido hablar en catalán. Si a alguien se le ocurría decir algo en esa lengua,
bastaba con denunciarle. Franco había dictado un decreto para desterrar todo idioma que no fuera el
castellano. Todos los comercios que tuvieran nombre francés o inglés tenían que cambiar su nombre. A
los petit swiss hubo que llamarles los pequeños suizos, al hotel Saboy se le impuso el nombre de hotel
Saboya, y Capitolio por Capitol.
Como en el cuartel disponía de muchos días libres y seguía necesitando dinero para ayudar a mi
abuela, me acerqué hasta la fábrica de motores Elizalde del paseo de San Juan. Me presenté como
mecánico especialista de primera, me pusieron una prueba como fresador, la misma que me habían
exigido en Construcciones Aeronáuticas: hacer un piñón helicoidal; aquello fue coser y cantar y pasé a
alternar mi trabajo de mecánico con mi servicio militar en Intendencia. En aquel entonces, que era dificil
encontrar gente capacitada para el trabajo, me autorizaron a trabajar los días que no tuviera ninguna
obligación que cumplir en el cuartel, y de esta forma pude alternar mi trabajo con el servicio militar.
Pero tal como me ha ocurrido durante toda mi vida, en ese alternar los momentos buenos con los
momentos malos, de nuevo me llegó la mala suerte. Me destinaron fijo a la guarnición de Sort. Desde allí
tenía que abastecer a los soldados que estaban destinados en el Valle de Arán. Se acabó Elizalde, la playa

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Miguel Gila Y entonces nací yo

de San Sebastián, mis charlas y paseos con Soledad, el cine Diana, donde en la oscuridad tan sólo se veía
la silueta de los hombres porque las prostitutas estaban junto a ellos, pero agachadas, practicando el sexo
oral. Adiós a Bonet de San Pedro y los Siete de Palma y adiós a Barcelona, una ciudad a la que yo había
empezado a amar de manera apasionada.
Los meses iban pasando muy lentamente, de vez en cuando me daban una semana de permiso. El
tren llegaba sólo hasta Balaguer. La única manera de poder llegar desde el Pirineo hasta Balaguer era
hacer dedo y pedir al chófer de algún camión que me permitiera subir sobre los troncos con que iban
cargados estos camiones. No era fácil sujetarse a unos troncos cubiertos con una resbaladiza lona y atados
con fuertes cuerdas. El frío hacía que las manos se debilitaran y no tuvieran la fuerza que necesitaban
para aferrarse a alguna de aquellas cuerdas que sujetaban los troncos, pero a esa edad y en esas
circunstancias se posee una energía que milagrosamente lo supera todo.
En uno de esos permisos, sobre un camión cargado de troncos y con las manos entumecidas por el
frío, llegué a Balaguer ya muy entrada la noche. Aquel día había caído una gran nevada y las calles
estaban cubiertas de nieve. Busqué dónde hospedarme hasta la mañana siguiente que salía el tren para
Barcelona, vi una pareja de la Guardia Civil y les pregunté dónde podría encontrar una pensión. Me
indicaron el lugar. Fui hasta la pensión, llamé, abrió una señora y le dije si tenía una cama disponible.
Cuando estaba a punto de responderme, llegó un teniente de la Legión que, al igual que yo, buscaba un
lugar para pasar la noche. La señora nos dijo que sólo disponía de una cama. Como me habían enseñado
en el ejército que antes que los soldados están los oficiales, le dije al teniente que se quedara él a dormir y
que yo buscaría otra pensión. El teniente preguntó a la señora si la cama era grande. La señora dijo que sí,
que era una cama muy grande, de matrimonio. El teniente quedó unos instantes pensativo:
—¿Y si nos acostamos los dos en la misma cama? —y añadió—: Ya lo hemos hecho muchas veces
durante la guerra.
Como vio que yo dudaba, dijo:
—A menos que tengas algún inconveniente en compartir la cama con un oficial.
Esto último me descolocó. Acepté. Ninguno de los dos nos desnudamos, lo único que hicimos fue
descalzarnos. Nos metimos en la cama. Apenas me había dormido cuando sentí en mi entrepierna la mano
del teniente, haciendo disimulados esfuerzos para desabrocharme la bragueta. No dije nada, me levanté,
me calcé, cogí mi macuto y mi manta y me fui hasta la estación. Hacía un frío de muerte, pero no me
entraba en la cabeza lo que me había ocurrido. Durante el tiempo que estuve en Barcelona, mis amigos y
yo íbamos al cine Diana de la calle de las Tapias donde las prostitutas nos masturbaban; lo que no podía
entender es que un teniente de la Legión fuese maricón. No me entraba en la cabeza. Ya me había
ocurrido algo parecido en la prisión de Torrijos, un día que nos obligaron a confesarnos. Apenas me
arrodillé, el cura me metió la mano en la entrepierna, me desabrochó los botones y me metió mano en la
bragueta; pensé que en una prisión, con mi etiqueta de comunista, rojo, si le armaba un escándalo al cura
o le daba un puñetazo en la boca, podía decir que yo le había agredido y esto hubiera supuesto para mí,
como rojo, un castigo nada recomendable. Le dejé que me toqueteara a su gusto hasta que quiso. Lo del
cura lo entendí, pero lo del teniente me era más dificil de comprender, tal vez por esa idea que uno tiene
de la virilidad de los militares y más aún si son de la Legión. De cualquier modo, mientras temblaba de
frío en la estación pensaba si no hubiera sido más práctico dejar que el teniente me masturbara que
soportar aquella temperatura. Después de todo, no iba a quedarme embarazado por ello.
A la mañana siguiente, tal como estaba previsto, subí en el tren, con el temor de que en ese mismo
tren viajara el teniente, pero por suerte no fue así. Llegué a Barcelona donde cogí otro tren que me llevó a
Madrid.
Mi abuela, desde la muerte de mi abuelo se sentía muy sola, estaba muy delicada, apenas comía ni
dormía. Sus hijos estaban casados y yo cumpliendo un interminable servicio militar. Tomé una
determinación. No regresé a Sort de mi viaje de permiso. Me fui a Zamora y me incorporé a mi trabajo en
la radio y a mi matrimonio, que si ya era poco apasionado, con mi alejamiento se había enfriado
totalmente. Nunca más volví al Pirineo, ni al ejército, ni me detuve a pensar en las consecuencias. En el

132
Miguel Gila Y entonces nací yo

ejército no debieron notar mi ausencia y si la notaron yo ni me enteré, tal vez pensaron que me habían
matado los maquis. Al igual que mi padre, me hice desertor.
Después de unos días de haberme incorporado a mi trabajo, me fui a Madrid. Regresé a Zamora
llevando conmigo a mi abuela. Pero estaba muy enferma, padecía demencia senil. Cada vez que miraba
hacia el río Duero decía:
—Ya no quiero seguir viviendo, me voy a tirar al Sena.
No sé de dónde le venía la imagen del Sena, tal vez de habérselo oído comentar a mi tía Capilla
cuando venía de París. Y tenía que estar pendiente de que no se acercara al río, que pasaba muy cerca de
mi casa. Lo consulté con dos de los mejores neurólogos, que me aconsejaron que la llevara de nuevo a su
casa, que el estar fuera del lugar donde había pasado la mayor parte de su vida, donde había criado a sus
hijos, agravaba su enfermedad. La llevé nuevamente a la buhardilla donde nací y donde viví mi infancia y
parte de mi juventud. En la buhardilla vivía mi tío Ramón, el menor de sus hijos que ya no era guardia de
asalto y que se había casado con una alcohólica. Lo que les voy a contar puede parecerles insólito, pero es
una realidad. Mi tío Ramón y su mujer habían tenido un hijo cuando vivían en Málaga; un día, ella, la
mujer, salió de compras con el niño y se le perdió. Nunca más apareció. Lo que me producía más
asombro es que cuando contaban que se les había perdido el niño, lo contaban como si lo que habían
perdido fuese un pañuelo o un paraguas.
Antes de regresar a Zamora llevé a mi abuela a López Ibor. Después de la consulta me dijo que la
única solución para sacarla de su demencia era provocarle un electroshock pero que tenía el corazón muy
débil y corríamos el riesgo de un paro cardíaco; me negué y lo único que hice fue rogar a mi tío que la
cuidara y si se ponía peor que me avisara. Yo no sabía entonces que mi tía era alcohólica, me enteré
mucho tiempo después.
Regresé a Zamora con la tristeza de haber dejado a mi abuela en aquella buhardilla donde ya no se
respiraba la felicidad de cuando yo era niño y le leía los sucesos de los periódicos, donde ya no había
jaulón con canarios ni la orza con las aceitunas ni el banco de carpintero de mi abuelo.
El dueño de Radio Zamora, Jacinto González, era también propietario del bazar Jota. Su hermano
Luis tenía una librería en la calle de Santa Clara, la Librería Religiosa. Como yo disponía de poco dinero,
le pedía prestada a Luis una escalera con la que conseguía llegar hasta lo más alto de las estanterías,
buscando libros que por estar tan escondidos y a tanta altura eran prácticamente inalcanzables, libros de la
editorial Espasa Calpe que costaban cuatro pesetas y que permanecían ocultos. Ahí descubrí a Chejov, a
Averchenko, a Pushkin, a Tagore, a Selma Lagerloff, a Ramón Gómez de la Serna, a Julio Camba, a
Dostoyevski y otros muchos escritores hasta entonces para mí desconocidos, obras que devoré noche tras
noche y que fueron despertando en mí una gran curiosidad y un gran interés por la literatura. En mi
juventud sólo había leído a Zane Grey, a Emilio Salgan, a Julio Verne y varios escritores más, todos ellos
de aventuras.
Como lo que ganaba en la emisora era muy poco y lo que me pagaban en La Codorniz era una
miseria, Jacinto, el propietario de la emisora, me propuso un trabajo extra. Vender aparatos de radio por
los pueblos, porque pensaba, con razón, que si tenía una emisora y no tenía oyentes, era dificil que aquel
negocio funcionara. Así, con una pequeña furgoneta me lancé por los pueblos del interior a vender
aparatos de radio, aquellos aparatos de radio llamados de capilla por su forma exterior. Vendí bastantes,
pero no era fácil, la gente de los pueblos durante la posguerra eran gentes muy desconfiadas con los
desconocidos, y aunque yo les mostraba una credencial del bazar Jota, la cosa no era fácil. No obstante,
manejándome con eso que mi abuela llamaba labia, conseguía que me dejaran hacerles una demostración
hasta convencerles de que aquel era el aparato ideal para hacerles compañía en las largas y frías noches
del invierno. Me pasaron, por supuesto, cosas insólitas.
Intenté venderle una radio a una señora y me preguntó:
—¿Esta radio toca jotas?
—Sí, señora, y pasodobles y zarzuelas. Toca de todo.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

—Es que si no toca jotas no me interesa, porque mi marido es de Aragón y lo único que le gustan
son las jotas.
Traté de sintonizar una emisora que estuviera tocando una jota. Ni Radio Zaragoza. Y no le pude
vender la radio porque según ella aquel aparato no tocaba jotas, que era lo único que le gustaba a su
marido.
Y ésta no fue la única.
En otro pequeño pueblo, le vendí una radio a una mujer viuda. Y después de vendérsela y explicarle
el funcionamiento, le dije:
—Cualquier problema que tenga, me llama por teléfono a Radio Zamora y yo se lo resuelvo.
A los pocos días me llamó.
—La radio que usted me vendió no se entiende nada. La música se oye bien, pero cuando hablan no
se entiende nada.
Me fui hasta el pueblo. Enchufó la radio. Había música.
—¿Lo ve? Ahora se oye bien, pero espere a que hablen.
Y cuando finalizó la música habló el locutor, en francés.
—¿Se da cuenta? No se entiende nada.
La señora no había movido el botón del dial y lo tenía siempre en la frecuencia de aquella emisora
francesa. Se había limitado a conectarlo y darle volumen.
Otra señora a la que le había vendido una radio vino a verme a la emisora.
—A la radio que usted me vendió se le ha salido un “talego” y no funciona.
—¿Qué “talego”?
—Uno que tiene por la parte de abajo.
Aquello del “talego” me intrigó. Al día siguiente fui al pueblo, la señora señaló hacia la radio.
—¿Lo ve? Hemos ido a cambiar la radio de sitio y se ha salido ese “talego”.
El “talego” a que se refería la señora era un condensador electrolítico que iba sujeto por dos cables
y que estaba forrado por una tela parecida a la arpillera. Puse el “talego” en su sitio y la radio funcionó
con normalidad.
En muchas ocasiones tenía que reparar alguno de los aparatos que había vendido, pero como yo no
tenía ni idea de electrónica me costaba Dios y ayuda encontrar la avería. Me llegó una publicidad donde
anunciaban un curso de radio por correspondencia. Era de la escuela Maymó, de Barcelona. Me
matriculé, hice el curso y me fue muy útil para mi trabajo y aunque no disponía de mucho tiempo libre,
me presté a ayudar a Mauricio Ladoire, que era quien había montado y puesto en marcha la emisora de
Zamora y que estaba a cargo de los talleres de servicio que tenía la Philips. Con el curso de la academia
Maymó y mis prácticas junto a Mauricio Ladoire, conseguí ser un experto en radio.
Tenía un amigo llamado Manolo, de buena familia, y digo de buena familia porque eran gente de
dinero, al que cariñosamente llamábamos Cachirulo. Se hizo socio capitalista y en una de las habitaciones
de mi casa (yo había abandonado la pensión de la calle de los Herreros y había alquilado un piso en la
avenida de Portugal, cerca de la emisora) Cachirulo y yo montamos un taller de reparaciones electrónicas,
combinamos el Gil de Gila y el Man de Manolo y al negocio le pusimos de nombre Gilman.

134
Miguel Gila Y entonces nací yo

Y más trabajo
Además de mi trabajo en la radio conseguí colaborar en el diario Imperio, un periódico local de la
llamada prensa del Movimiento. En el periódico dibujaba un chiste diario y publicaba un artículo de
humor, titulado “Cartas a mamá”. Eran unas cartas que un niño escribía a su madre, lamentándose de
todas las cosas que no funcionaban en la ciudad, el mal estado de los parques o las plazas, los colegios,
etc. Por descontado, que nada de hacer crítica alguna dirigida al Movimiento Nacional. Las críticas que se
hacían en aquellos años tenían que limitarse a los ayuntamientos o entidades privadas, de ninguna manera
al Gobierno ni a ninguno de sus miembros. Pensé que no era mal camino el ser periodista, pero me
dijeron que solamente había dos posibilidades de entrar en la Escuela de Periodismo: tener el bachillerato
terminado o trabajar cinco años en un periódico como meritorio, sin sueldo. Esta última condición era la
única que estaba a mi alcance y fue la que elegí. Todas las noches al terminar en la radio me metía en el
periódico, donde realizaba todos los trabajos propios de la confección de un diario, titulares, redacción,
corrección, etc. Como mi meritoriaje en el periódico era sin sueldo y con lo que ganaba en la radio, mis
colaboraciones en La Codorniz y la venta de aparatos de radio me alcanzaba únicamente para sobrevivir,
don Teodoro, encargado de los almacenes Siro Gay, me dio una recomendación para trabajar en el
Servicio Nacional del Trigo, donde él tenía influencia. Era una especie de sindicato o cooperativa por la
que obligatoriamente tenían que pasar todos los agricultores a vender sus cosechas de trigo y harina, que
después eran distribuidas por el país.
El jefe y contable de la oficina era falangista y cada primer viernes de mes nos hacía ir a
confesarnos y comulgar. Además de ser muy católico, era muy gordo y sudaba hasta en invierno. A mí
me causaba asombro verle raspar y corregir los libros de contabilidad, que trampeaba, pero en la iglesia,
cuando íbamos a tomar la comunión, ponía las manos juntas y la mirada baja, tal vez pensaba en si las
raspaduras que hacía en los libros de contabilidad eran pecado o no. Llevaba puesto un enorme
escapulario con un cordón dorado de no sé qué congregación. Era muy aficionado a los crucigramas, pero
tenía una forma muy particular de resolverlos: si la pregunta era pañuelo, él ponía como respuesta mocos
y si la pregunta era monte, él ponía Toledo, supongo que porque había oído hablar de los montes de
Toledo. Por supuesto que en el tiempo que trabajé con él en aquella oficina no resolvió ni un solo
crucigrama.
El ordenanza, que al igual que el jefe era de Falange, tampoco era ninguna lumbrera, no porque
fuese falangista, sino porque había nacido así. Un día se rompió el cristal que había sobre la mesa, le
llamé y le dije:
—Acércate a la cristalería y encarga un cristal para la mesa, de un metro cuarenta por cincuenta.
Cuando habían transcurrido unos instantes volvió para preguntarme:
—El uno cuarenta, ¿es de largo o de ancho? No quise complicarle la vida.
—De largo.
Y lo anotó en un papel para no confundirse.
Como el periódico cerraba a las cinco de la madrugada y la oficina comenzaba a las nueve y media,
tenía pocas horas para descansar porque, aparte del trabajo, a la salida de la oficina me esperaba la
emisora hasta la hora de entrar en el periódico y a veces la reparación de algún aparato de radio.
El trabajo era duro y sacrificado, pero también lo era la posguerra y no había otra forma de salir
adelante que haciendo este sacrificio que, aun siendo un sacrificio, a mí me fue muy útil para adquirir una
más o menos pasable cultura.
Había durante aquellos años un gobernador civil, de nombre Luis Serrano de Pablo, con el que hice
amistad. Serrano de Pablo tenía un gran sentido del humor y, sobre todo, un gran sentido de una sociedad
mejor equilibrada en lo referente a los pobres y los ricos. Serrano de Pablo me llevaba con él a recorrer
algunos pueblos de la provincia durante mis días libres.

135
Miguel Gila Y entonces nací yo

Serrano de Pablo se enteraba dónde, en qué lugar, había alguien que fuera acaparador estraperlista.
Llegábamos a la casa en cuestión, a ese lugar donde el dueño tenía almacenados litros y litros de
aceite, garbanzos, alubias, patatas y otros alimentos que después vendía a precios abusivos, aprovechando
el hambre de la posguerra. Serrano de Pablo, que se hacía acompañar por una camioneta del Gobierno
Civil, con dos policías como testigos, intervenía en nombre de la autoridad y previo recibo firmado por él
como gobernador civil. Todos los alimentos destinados al sucio negocio del estraperlo se cargaban en la
camioneta y volvíamos a la capital. Una vez en Zamora, íbamos a los barrios donde vivía la gente más
necesitada. Serrano de Pablo y yo golpeábamos suavemente la puerta y a quien saliera a abrir le
preguntábamos:
—¿Cuántos son ustedes de familia?
—Pues mi marido, yo y cuatro niños. En total seis.
—Pues tome usted, aquí tiene queso, garbanzos, patatas, aceite, alubias y pan. No nos tiene que
pagar nada, es un regalo que les hace un estraperlista.
Serrano de Pablo más que un gobernador civil, parecía un Robin Hood.
En una ocasión fuimos a un pueblo que por primera vez iban a tener luz eléctrica. Para este
acontecimiento fuimos los de la prensa, los de Radio Zamora, el alcalde, Luis Serrano de Pablo como
gobernador civil y para la bendición de este gran acontecimiento, el obispo. El alcalde dispuso una gran
comida para después del acto de inauguración. Se hizo la luz con gran regocijo de todos los habitantes del
pueblo, el obispo impartió su bendición y el alcalde nos invitó a una comida. El obispo bendijo la comida
y después nos sentamos a comer. Luis Serrano de Pablo a la derecha del obispo y el alcalde del pueblo a
la izquierda. Nadie decía nada, nadie hablaba. Comenzamos a comer en silencio. Al alcalde debió
parecerle una descortesía no decirle nada al señor obispo y como para hacerle un halago le dijo:
—Su ilustrísima está más gorda.
Aquella frase estuvo a punto de provocarnos la carcajada, pero todos apretamos los dientes y
contuvimos nuestro impulso.
Cuando llegó a Zamora la película Gilda, el obispado y la censura no autorizaban su estreno. Varios
falangistas jóvenes amenazaron con quemar el cine si se estrenaba la película. Luis Serrano de Pablo en
su función de gobernador civil, no sólo autorizó la película sino que puso vigilancia policial, por si los
falangistas intentaban boicotear el estreno. No pasó nada, nadie se escandalizó durante la proyección de la
película, ni hubo un solo orgasmo en todo el cine cuando Rita Hayworth se quitó el guante.
El equipo de fútbol de Zamora estaba en segunda división y cada vez que venía algún equipo
visitante, algunos jóvenes y otros menos jóvenes lanzaban pedradas a los jugadores del equipo contrario o
al árbitro, que siempre tenía que salir custodiado por la policía. Serrano de Pablo dio con la fórmula ideal
para terminar con aquel gamberrismo. Cuando había partido distribuía entre los espectadores varios
policías que vigilaban a los hinchas y cuando alguno lanzaba una piedra, le detenían y le sacaban del
campo; después, durante un mes o dos, según la gravedad de la agresión, cada domingo estaban obligados
a presentarse en el Gobierno Civil media hora antes de que empezara el partido. No se les hacía nada, por
el contrario se les invitaba a café, y al finalizar el partido se les dejaba salir del Gobierno Civil. Aquel
sistema acabó con el gamberrismo en el fútbol.
Cuando Álvaro de Laiglesia empezó en La Codorniz su Cruzada contra el triste, Luis Serrano de
Pablo organizó en Zamora la primera exposición de humor de la posguerra. En ella colaboramos todos los
componentes de La Codorniz, y por invitación de Luis Serrano de Pablo todos estuvieron en el acto
inaugural.
Creo que Serrano de Pablo hubiera sido un buen jefe de Estado. Mi amistad con él fue muy grande
y aunque había estado en la División Azul y nuestra ideología era opuesta, le tuve un gran respeto y un
gran cariño.
El 21 de enero de 1950, los que hacíamos Radio Zamora organizamos en el cine Barrueco un
espectáculo pro campaña de invierno. Se trataba de recaudar fondos a través de la radio para conseguir

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Miguel Gila Y entonces nací yo

mantas y ropa de abrigo para la gente necesitada. Me encargaron la organización del espectáculo y la
composición del programa.

Cocktail 1950 Sábado 21 de Enero de 1950 a las Diez y Media de la noche Presentación Del Mejor
Espectáculo Musical y Humorístico del Año organizado por Vicente Planells y Miguel Gila de Radio
Zamora Pro Campaña de Invierno Precios populares Butacas 5 y 3 pesetas.
(Lo que cuesta una lechuga) Fue mi primera actuación en un escenario. Improvisé un monólogo
absurdo, el público se divirtió muchísimo y a mí aquello me dio la señal de que tal vez en un escenario
era donde estaba mi futuro. Ser actor o artista, tanto me daba una cosa como otra.
Ya durante la guerra, con el cuadro artístico de la compañía, habíamos hecho funciones de teatro en
el frente. La vocación por el teatro estaba latente en mí desde muchos años atrás. Y en el pequeño
orfanato, que era la casa en que vivían mi madre y mis hermanos, yo me disfrazaba y les hacía funciones
de teatro que improvisaba con gran regocijo de todos. Me ponía una bata de mi madre, un delantal y un
pañuelo en la cabeza y con una escoba en la mano barría el suelo y hacía los comentarios de una portera
criticando a los vecinos.
Mis hermanos se lo pasaban en grande con aquellas “funciones”.
Lo del periodismo empezaba a resultarme muy sacrificado, porque me robaba muchas horas de
sueño, aunque por otra parte me era muy útil para adquirir cultura.
Desde que había finalizado la guerra mi única meta era recuperar los años perdidos.
Yo le giraba dinero a mi tío Ramón, para mi abuela. Pasaron dos meses y como no me llegaban
noticias me fui hasta Madrid. Cerca del portal de la casa en que había transcurrido mi niñez estaba la
tienda del señor Andrés. En la puerta estaba su mujer, la señora Edelmira, la saludé, me saludó. Noté en
su forma de hacerlo algo especial. Le pregunté cómo estaba, me dijo que muy bien:
—Aquí estoy de permiso, a ver a mi abuela.
La señora Edelmira tartamudeó para decirme:
—Tu abuela murió hace tres semanas.
Ni siquiera subí a la buhardilla. ¿Para qué? La buhardilla ya no tenía la tos de mi abuelo, ni jaulón
con canarios, ni orza de aceitunas, ni banco de carpintero. Di media vuelta y me dirigí a la estación.
Manuela Reyes se cansó de subir y bajar aquellas escaleras de vecinos pobres, sin ascensor, y se
cansó de lavar ropa y de pensar en aquella hija que se fue sin llegar a ser mujer, y de regar los tiestos, y se
cansó de estar sola desde que murió mi abuelo y de ir todos los domingos a la casa de sus hijos, ya
casados, a comprar con golosinas los besos de los nietos.
Manuela Reyes murió. En el azul de sus ojos se hizo de noche y se fue con su fatiga, dejando
huellas de ruido antiguo en los desgastados escalones de madera de la casa de vecinos pobres.
Mi tío Mariano se había vengado de aquel día en que, con mi abuelo a punto de morir, le di un
puñetazo en el mentón y le noqueé. Mi tío Mariano sentía por mí un gran desprecio desde que mis
abuelos, después de la muerte de mi padre, me acogieron como un hijo más. Mi tío Antonio obedecía lo
que ordenaba Mariano. Mi tío Manolo, el mejor de todos como ya he dicho, había muerto de tuberculosis,
contraída en una de las muchas prisiones del franquismo, y el último de ellos, el que estaba viviendo en la
buhardilla y se había casado con una alcohólica, era un pobre diablo también sometido a lo que dijera su
hermano mayor, y lo que dijo su hermano mayor fue que no me avisaran de la muerte de Manuela Reyes,
mi abuela, mi madre para mí.
Regresé a Zamora. Me sumergí en mi trabajo.
En Zamora seguía haciendo programas de humor, transmitía partidos de fútbol desde La Coruña,
Trubia, Palencia, Valladolid y desde León cuando el equipo de Zamora jugaba contra la Cultural Leonesa,
donde jugaba César, el que años después fue un gran delantero en el Barcelona y en la Selección
Nacional. Algunas veces, me era imposible hacerlo desde el campo de fútbol, porque me apedreaban, así
que opté por transmitir los partidos desde la ventana de alguna casa vecina al campo, usando unos
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Miguel Gila Y entonces nací yo

prismáticos. También me tocó transmitir procesiones de la Semana Santa de Zamora, sin duda una de las
más auténticas e impresionantes que he vivido, y comedias desde el palco proscenio del teatro Nuevo.
Generalmente, las compañías que pasaban por Zamora llevaban un amplio repertorio de obras que
cambiaban a diario. Era costumbre transmitir alguna, para que la gente se animara a ir al día siguiente al
teatro. Gracias a trabajar en la radio tuve la oportunidad de conocer actores y actrices a los que admiraba,
José Bódalo y Eugenia Zúfoli, a la familia Ozores, a Valeriano León y Aurora Redondo, y muchos más a
quienes por mi trabajo como locutor tenía que entrevistar en la emisora o en los entreactos.
Una de las compañías que con más frecuencia trabajaba en Zamora era la compañía de Mariano
Ozores y Luisa Puchol. Los tres hijos, Mariano, José Luis y Antonio, formaban parte de la compañía,
Mariano como administrador y José Luis y Antonio como actores; también como actriz iba Conchita, la
que después sería la mujer de José Luis. Yo había dejado de firmar mis chistes y mis artículos de La
Codorniz con el seudónimo de XIII, ya me atrevía a firmar con mi apellido. Cuando los Ozores se
enteraron de que yo era Gila, el de La Codorniz, se llevaron una gran alegría. Desde ese día nos hicimos
grandes amigos, y de manera muy particular José Luis, al que cariñosamente llamaban Peliche, y yo.

Edgar Neville y Conchita Montes


Estaban por estrenar una comedia de un autor francés, traducida por Edgar Neville, titulada El tren
de París; de Madrid, al estreno vendrían Edgar Neville y Conchita Montes. Nos avisaron de la hora a que
llegarían a Zamora, contratamos unos músicos de pueblo, buscamos una alfombra larga, metimos en una
caja alrededor de cien moscas vivas, preparamos un discurso y nos acercamos hasta la entrada a Zamora a
esperarlos. Cuando vimos el coche de Edgar salimos a la carretera y les hicimos una señal para que se
detuvieran. Paró el coche y le pusimos la alfombra hasta donde estaban los músicos. Antonio Ozores
gritó:
—¡Soltad las moscas mensajeras! Y abrimos la caja, las moscas salieron volando y los músicos
comenzaron a tocar un pasodoble. Edgar y Conchita, pisando la alfombra, llegaron hasta donde estaban
los músicos José Luis hizo una seña, los músicos dejaron de tocar y José Luis les leyó el discurso de
bienvenida escrito en un rollo de papel higiénico.
Aquello fue muy divertido y a mí me sirvió para conocer personalmente a Conchita Montes, que en
La Codorniz hacía el “Damero maldito” y que más tarde, a mi llegada a Madrid, me prestó su ayuda y
hasta me ayudó a comer en muchas ocasiones. Tengo siempre un grato recuerdo de Conchita Montes y un
enorme agradecimiento por todo lo que hizo por mí.
El estreno de El tren de París fue todo un éxito.
A partir de entonces mi amistad con la familia Ozores fue en aumento.
Cada vez que la compañía de Mariano Ozores y Luisa Puchol hacía teatro en Zamora, Peliche,
Antonio y yo íbamos de pesca. Pescar en el Duero nos divertía mucho, porque llevábamos queso, pan y
lombrices y aunque el pan y el queso era para nosotros, a veces lo poníamos en el anzuelo, porque los
peces no le entraban a las lombrices, y después, cuando teníamos hambre, nos preguntábamos qué sabor
tendrían las lombrices, que aunque nunca las comíamos, como tocábamos las lombrices y el queso con las
manos, ya el queso sabía a lombrices y supongo que a los peces las lombrices les sabrían a queso.
Algunos años después, Franco se enteró de que existía un pez de río al que llamaban lucio, del que
decían que era muy bravo y dificil de pescar, y dio la orden para que en el río Tajo, a su paso por
Aranjuez, se echaran millares de alevines de lucio; pero la impaciencia del Caudillo por pescar aquel pez
de río, motivó que ordenara que se utilizaran lucios traídos de no sé dónde, ya de un tamaño considerable.
Alguien, con el deseo de hacer feliz al Caudillo, mandó acotar el río con unas redes metálicas en unos dos

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kilómetros, de manera que los lucios no podían salir de aquella prisión. Y así, cuando el Caudillo iba a la
pesca del lucio le aconsejaban que lo hiciera en aquel lugar. Sacaba cantidades fabulosas.
Peliche y yo nos hicimos muy amigos de Mariano, el guarda encargado de vigilar el coto. Mariano
nos avisaba el día que el Caudillo no iba de pesca y nos daba permiso para que pescáramos nosotros, pero
era tal la cantidad y la facilidad con que sacábamos los lucios que llegamos a aburrirnos.
Nuestro pescar juntos, como nuestra amistad, duró muchos años.
En agosto de 1966, viviendo ya en Argentina leí una noticia publicada en España, en la que se decía
que el Caudillo había pescado una ballena de veinticinco toneladas, y treinta y seis ballenas dos semanas
más tarde. Me acordé de los lucios y pensé: Eso es que en el Cantábrico le han hecho un coto para pescar
ballenas. Pero sigo con Zamora y la radio.
Un día nos llegó un nuevo aparato a la emisora llamado magnetófono, que no funcionaba, como
más tarde lo haría, con cinta magnética; éste funcionaba con un fino hilo de acero que se enredaba cada
dos por tres. Con este extraño aparato se podían grabar programas y transmitirlos después en diferido a
través de la emisora. Aquello fue para todos nosotros algo tan emocionante como años más tarde sería la
llegada del hombre a la luna.
Hicimos algunas pruebas hablando por el micro; pero no encontrábamos la forma de borrar lo que
habíamos dicho.
Jacinto González y todos los componentes de la emisora nos reunimos aquella noche para celebrar
la aparición de aquel misterioso y avanzado aparato. Jacinto quería que estuvieran presentes en el estreno
de aquel instrumento el obispo de Zamora, el gobernador civil, el alcalde y el presidente de la Diputación.
Llamaron del obispado y nos comunicaron que el obispo no podía asistir y que nos enviaba sus disculpas
y su bendición.
Fue mejor que el obispo no asistiera al acto, ya que al no conocer bien el manejo del nuevo aparato,
no habíamos sido capaces de borrar lo que sin darnos cuenta habíamos grabado y cada vez que lo
poníamos en marcha salían un “joder, un mierda, o un “me cago en la leche, que era lo que habíamos
dicho mientras intentábamos descubrir cómo se manejaba aquella cosa para nosotros desconocida. No
obstante, celebramos la fiesta. Me pidieron que improvisara algún monólogo divertido. Me daba mucha
vergüenza ya que había gente que no era del equipo de la radio. Para quitarme la vergüenza me dieron a
beber una copa de oloroso, y como me seguía dando vergüenza, me dieron otra copa y otra y otra. Acabé
con una borrachera impresionante. Me sentía morir y traté de llegar a mi casa. Esa noche llovía de una
manera tremenda. Yo llevaba paraguas y como el camino era corto pensé que llegaría a mi casa y en la
cama se me pasaría todo en un momento, pero inesperadamente el paraguas se cerró sobre mi cabeza y
con mi borrachera, todo lo que se me ocurrió pensar es que me había quedado ciego. Golpeándome contra
las paredes y los árboles, por ese milagro que conduce a los borrachos, llegué a mi casa, me acosté y
después de varios vómitos, mientras la habitación daba vueltas a mi alrededor me quedé dormido sobre la
cama hasta el día siguiente que me desperté con un dolor de cabeza espantoso, ésta fue mi segunda
borrachera después de la de las Navidades en el frente de Somosierra.
Pasaron unos días y se celebró el cumpleaños de Pedro Ladoire, nuestro técnico, responsable de
coordinar los botones y las palanquitas que hacían posible las transmisiones. Esa noche, sin haber
probado una gota de vino, me animé y, como ya había hecho en otras ocasiones, improvisé un monólogo
absurdo y disparatado que todos los que llenaban el estudio celebraron con carcajadas.
Serrano de Pablo, que estaba presente en la fiesta, me alentó para que dejara Zamora y me fuese a
Madrid, argumentando que mis cualidades de actor y de humorista merecían un lugar con mayores
posibilidades para triunfar. Y así lo hice.
Me fui a Madrid el 19 de marzo de 1951, el día de San José. En El correo de Zamora Herminio,
director de la radio y gran amigo, publicó lo siguiente: Adiós a un humorista Miguel Gila se ha ido.
Un gran humorista y un gran amigo acaba de alejarse de nuestro lado. Es posible que recuerde a
Zamora como nosotros en realidad le recordaremos siempre, con mucho cariño.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Miguel Gila se ha ido deprisa, inesperadamente, casi sin dar tiempo para una despedida. Acaso,
como buen humorista, odia las cosas tristes y sabe que las despedidas siempre lo son. Nosotros desde
aquí, desde estas páginas donde él nos sorprendió con su humor lleno de ironía, queremos dedicarle unas
palabras de adiós porque queremos a Miguel Gila y creemos que los zamoranos, todos, le debemos
gratitud por algo que cada día es más dificil conseguir; por los muchos ratos de optimismo, de risa, de
buen humor, porque con sus chistes y artículos, tanto en La Codorniz como en el diario Imperio, con sus
monólogos del absurdo, llenos a su vez de un gran contenido humano, y sus historias a través de los
micrófonos de Radio Zamora, supo llegar a todos.
Gila es único, tiene un temperamento de humorista completo. Posee chispa, ingenio rápido, dotes
extraordinarias de observador, facultad para ver el lado cómico de todas las cosas, hasta de las más
trágicas. Y para que nada le falte es un sentimental, un hiperestético, se conmueve ante los dramas de la
vida vulgar. En el fondo, Gila es triste o lo parece. Posiblemente le haya marcado muy profundamente la
guerra y otros muchos sufrimientos que no comenta. Pero ese afán y ese deseo de luchar contra ese drama
interior y contra el drama exterior que todo lo ahoga, es lo que transforma a Gila en el escritor ingenioso
y en el humorista original y regocijante. Porque el humor de Gila no se limita a una sola faceta, sino que
es amplio y dilatado en extremo, abarca desde el chiste hasta el artículo, el cuento, la actuación divertida
y el monólogo que provoca una carcajada tras otra. En el diario, en el semanario y en la radio, Gila
realizó una labor tan extensa como acertada: La vieja chismosa, En el infierno, Anoche soñamos que... y
Radio Cocoliche son títulos de programas que él creó, impuso y popularizó rápidamente porque estaban
animados por su gran facilidad para hacer reír.
Es posible que así como no olvidamos nunca a quienes nos hacen pasar malos ratos, dejemos caer
en el olvido a quien nos regaló muchas horas de risa, divertimiento y satisfacción. Esperamos que en el
caso de Miguel Gila no sea así. Y esperamos también que muy pronto nos lleguen noticias de su triunfo
por el Madrid de su infancia, porque Miguel Gila tiene dotes sobradas para triunfar en todas partes lo
mismo que triunfó aquí. Y así se lo deseamos muy de veras.
De ninguna manera podré olvidar nunca a aquellos con los que durante años compartí tantas horas y
tantos días, porque, entre muchas otras cosas, de ellos y con ellos aprendí a valorar la amistad, a adquirir
la cultura que me había sido negada en mi infancia, por haber nacido en una familia humilde y tener que
desgastar mi juventud en una guerra y porque, si bien esa ciudad histórica fije, durante casi los cuatro
años de servicio militar obligatorio, un cúmulo de humillaciones por parte de la mayoría de los mandos
militares, nunca mientras viva podré olvidar a la gente de la radio y del periódico. Desde aquí, gracias a
Herminio, a Vicente Planells, a Carmina, a Pedro Ladoire, a Timoteo, a Rufo, al resto de compañeros de
trabajo, a Luis Serrano de Pablo y a todos con quienes compartí aquellos años, porque gracias a ellos
pude recuperar mi buen humor de cuando chico. ¿Cómo olvidar todas las cosas divertidas y compartidas
con esta gente? ¿Cómo olvidar todo lo que con ellos aprendí? Imposible. Durante toda mi vida estarán
presentes en mi memoria. Se me hizo muy duro abandonar Zamora, donde tenía grandes amigos, donde
había aprendido tantas cosas, donde la gente me quería, pero tomé la decisión que me había recomendado
Luis Serrano de Pablo y me fuí a Madrid.

Madrid
Mi llegada a Madrid no fue de lo más esperanzador. Mi mujer no quiso correr aquella aventura y se
quedó en Zamora. Me alojé en una pensión cercana a la estación del Norte y al acostarme noté que algo
extraño andaba por mi cabeza, encendí la luz y le di la vuelta a la almohada. Un enjambre de chinches
corrían despavoridas al haber sido descubiertas. No grité ni di saltos, porque después de una larga guerra,
un campo de concentración y tres prisiones, pocos bichos me podían sorprender; pero ante la
imposibilidad de dormir en aquella cama, abandoné la pensión que ya había pagado y fui a sentarme en
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Miguel Gila Y entonces nací yo

un banco de la estación del Norte. Allí, acurrucado y apoyando la cabeza en mi maleta, en aquella maleta
de madera que mi abuelo me había hecho con tanto cariño y esmero y que aún conservaba como una
reliquia, dormí hasta que se hizo de día. Me instalé en otra pensión de la calle de San Bernardo, donde no
había lujo pero sí limpieza. Sólo para dormir, las comidas las haría en la calle. Esto fue lo que concerté
con la dueña de la pensión.
A los pocos días de estar en Madrid, fui a la redacción de La Codorniz y me presenté a Fernando
Perdiguero, que era el encargado de confeccionar y armar cada ejemplar que salía a la calle. Perdiguero,
al igual que yo, publicaba sus artículos con seudónimos, Hache, Cero, Tiner y otros que después de tantos
años me es imposible recordar. Sus seudónimos se debían, alguien me lo comentó, a que Perdiguero al
término de la guerra había sido encarcelado y condenado a pena de muerte, que luego le conmutaron por
la de treinta años de prisión y de la que nunca supe cómo pudo salir. Durante la República había dibujado
en los periódicos con el seudónimo de Mena. Nunca me lo contó, pero tal vez durante la guerra tuvo
algún cargo político o militar en el ejército rojo. Es posible que algo de esto fuese la causa de su condena.
Siempre, y esto lo aprendí de mi abuelo, he sido enemigo de investigar en la vida de la gente.
Perdiguero y yo hicimos buena amistad y como yo no tenía nada que hacer durante las mañanas, iba
a la redacción de La Codorniz y le ayudaba a buscar y recortar fotos de revistas antiguas, para que con
ellas pudiera ilustrar los artículos de Mihura, de Tono, de Edgar Neville, de Wenceslao Fernández Florez
y de los demás colaboradores del semanario. Los conocimientos adquiridos durante mi meritoriaje en el
diario Imperio de Zamora me fueron muy útiles para ayudar a Perdiguero a confeccionar los ejemplares
de La Codorniz.
En aquella época, el equipo de Humoristas, tanto literarios como gráficos, fue sin duda alguna el
mejor que se haya podido reunir en ninguna época. (Escribo humoristas con mayúsculas porque desde el
invento de la televisión, los que cuentan chistes o hacen imitaciones también se hacen llamar humoristas;
tal vez la denominación de imitadores, caricatos, narradores de chistes o cómicos les suena a algo
peyorativo, cosa que no comparto, porque ha habido grandes genios de esas facetas, que ni son indignas
ni son vergonzantes. Hay narradores de chistes y hay imitadores que lo hacen a las mil maravillas, pero
rechazan cualquiera de estas calificaciones y sienten, o creen, que son más importantes si son
denominados humoristas. Está bien, cada uno es cada uno y cada quién es cada quién, pero cuando hablo
de humoristas hablo de Edgar Neville, de Jardiel Poncela, de Ramón Gómez de la Serna, de Evaristo
Acevedo, de Wenceslao Fernández Florez, de Álvaro de Laiglesia, de Julio Camba o de Fernando
Perdiguero, con su incalculable variedad de seudónimos. Esto en el terreno literario. Y en el género que
podríamos definir como mixto, Mihura y Tono, que escribían y dibujaban humor, y en el humor gráfico,
Enrique Herreros, Chumy Chumez, Jaén, Nacher, Munoa, Tilu, Mingote con su Pareja siniestra. Después
se fueron integrando otros de gran valía, como José Luis Coll, que es un maestro en el manejo de la ironía
y el humor y que es capaz de escribir artículos conmovedores, los dibujantes Mena, Serafin, Puig Rosado,
Abelenda, Forges y algunos más que ahora mismo no recuerdo, pero igualmente importantes. De cada
uno de ellos rescato algún chiste gráfico, pero entre los que más me impactaron hay uno de Forges:
apoyada en un mostrador de una mercería con aspecto de principio de siglo hay una vieja de luto, con
toquilla, y arriba de ella un rótulo que dice: Mercería La Moderna. Puede parecer ingenuo, pero a mí el
contraste del dibujo con el rótulo me pareció una genialidad de un realismo poco común.
Perdiguero, que sabía de mi mala situación económica y que, aunque nunca hablamos de política,
tenía ideología de izquierdas, manejaba eso que ahora llaman tráfico de influencias y me publicaba más
dibujos que a otros colaboradores. Por cada dibujo me pagaban doce pesetas, y un poco más por los
artículos. Con esto me alcanzaba para pagar la pensión y comer una vez al día.
Paradójicamente, en un pequeño despacho, el único que había en la pequeña redacción, estaba
Álvaro de Laiglesia, de muy distinta ideología a la de Perdiguero. Álvaro había estado en Rusia con la
División Azul, aunque no creo que la política le interesara mucho. Más bien creo que su ir a Rusia fue
como mis excursiones de muchacho a La Pedriza. Digo esto porque intentar analizar la ideología de
Álvaro sería complicado y yo creo que hasta inútil. Una de las ideas de Álvaro de Laiglesia para darle
frescura a La Codorniz fue, en combinación con Fernando Perdiguero, dedicar cada semana una página
del semanario a parodiar las cabeceras las secciones habituales, el estilo e incluso la tipografia de los
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Miguel Gila Y entonces nací yo

periódicos y las publicaciones nacionales más importantes. Fernando Perdiguero, que era un gran
periodista y al mismo tiempo un genial humorista, experto en el arte de parodiar a sus colegas, consiguió
que aquella página fuese una delicia para todos los lectores de La Codorniz. Las parodias cayeron muy
bien cuando pertenecían a diarios o semanarios de empresas privadas. Fue parodiado con éxito el
conservadurismo del ABC, el catolicismo del Ya y el futbolismo del Marca; pero cuando le llegó el turno
al diario Arriba, La Codorniz vivió uno de los momentos más críticos de su historia.
La parodia se titulaba Abajo. Y junto a esta cabecera que imitaba la tipografía del Arriba, se
reproducía también un simulacro del emblema falangista que ilustraba la primera página de aquel diario,
en el que se había sustituido el yugo por un plato y las cinco flechas por cinco cucharas; en los textos se
copiaba el estilo, ampuloso, confuso y triunfalista que había creado el periódico nacionalsindicalista.
“Abajo” cayó como una bomba entre los lectores de Arriba y los falangistas en general. Un grupo de ellos
llegó hasta la redacción de La Codorniz, donde estaban sólo la secretaria y el ordenanza. Los falangistas
destruyeron el despacho del director y rompieron todo lo que encontraron a su alcance. Álvaro de
Laiglesia recibió orden de presentarse sin excusa ni pretexto en el despacho del gobernador civil, que era
al mismo tiempo jefe provincial del Movimiento. Y aquí viene mi duda sobre la ideología de Álvaro de
Laiglesia. ¿Cómo se entiende que cuando un hombre que ha estado en la División Azul, en el momento
que es llamado por el gobernador civil, que era al mismo tiempo jefe provincial del Movimiento, se dé el
siguiente diálogos: El gobernador civil le dice a Álvaro:
—Es intolerable, camarada, la burla que has hecho de los símbolos de la Falange.
Y Álvaro le responde:
—Usted perdone, pero yo no soy camarada, ni admito por lo tanto que me tutee.
—¿Pero tú no estuviste en la División Azul?
—No señor. Yo estuve en la División española de voluntarios.
Lo cuenta Álvaro de Laiglesia en su, creo que último libro, La Codorniz sin jaula, publicado por la
editorial Planeta en 1981. Y añade: “Así fue como se llamó en realidad [División española de voluntariosj
la unidad mandada a Rusia y cuyo voluntariado era muy variado. Es cierto que predominaban en ella los
falangistas, lo que fue aprovechado por Falange para que fuera conocida como División Azul, pero yo fui
uno de los numerosos voluntarios que no pertenecían al Partido y que declinó el honor de ser afiliado
gratuitamente con rango de militante por el hecho de haber estado en la División”. Estoy convencido de
que el comportamiento personal de cada uno es lo que hace que la gente nos coloque la etiqueta de
hombre de derechas o de hombre de izquierdas, aunque no lo pregonemos en discursos políticos. Pero
esto sería un tema a analizar en otro tipo de literatura, que podría entrar en lo filosófico o en lo
psicológico, y yo sólo pretendo contar mi paso por la vida. Por tanto, sigo.
Álvaro, que había entrado en La Codorniz con pantalón corto, se hizo cargo de la dirección después
de que Miguel Mihura renunciara, porque, según sus propias palabras, aquello de tener que ir a un
despacho era como ser un empleado de Correos. Cada semana, los colaboradores le llevábamos nuestros
trabajos a Álvaro, que con una total indiferencia, sin mirarlos y sin ningún comentario los metía en un
cajón de su mesa. Ni una mirada al trabajo, ni una sonrisa que sirviera de estímulo. No sé cómo sería la
reacción del resto de los colaboradores, pero a mí esta actitud me hacía sentirme un estúpido. Al principio
me resultaba deprimente, después me acostumbré a su forma de actuar y acabé aceptando su
comportamiento, como supongo harían el resto de los colaboradores.
Todos los trabajos que hacíamos para el semanario, daba lo mismo si eran dibujos que si eran
artículos de humor, tenían que pasar obligatoriamente por el Ministerio de Información y Turismo para
ser debidamente censurados y sellados al dorso. Herreros, que era el encargado, casi en la totalidad, de
dibujar las portadas, se divertía trampeando a la censura. Cuando La Codorniz ya estaba en los quioscos,
Herreros como un niño travieso nos preguntaba:
—¿Veis algo inmoral en la portada? La examinábamos con detenimiento. Era una playa llena de
gente donde una señora gorda le decía al marido: “Que sea la última vez que te olvidas en casa el cubito y
la palita”. Repasábamos con atención la portada. Nada. Entonces, Herreros nos daba una lupa, nos

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Miguel Gila Y entonces nací yo

señalaba un lugar determinado de la portada y en una roca de la orilla se veía a un señor masturbándose,
pero tan diminuto era el dibujo que sólo con la lupa era posible distinguirlo. Herreros se divertía
burlándose de la censura. Herreros, Edgar Neville y Tono eran niños grandes.
Tono era muy aficionado a los inventos, se pasaba horas delante de una mesa desarmando relojes o
haciendo unos extraños ventiladores, tenía una gran habilidad para manejar las tijeras y el papel
recortando animalitos que luego pintaba de colores. En una ocasión me llamó por teléfono y me invitó a
su piso de Rodríguez San Pedro. Acababa de llegar de París donde había pasado unos días con Neville.
Llegué a su casa y lo primero que me dijo, después de saludarnos, fue que apagase la luz, la apagué y con
una luz diminuta alumbró uno de aquellos reloj es que acostumbraba a desarmar.
—Mira —me dijo—, es un destornillador que tiene luz, funciona con una pila y si te quedas a
oscuras, con este destornillador no tienes ningún problema para seguir trabajando. ¿Qué te parece?
—Es una maravilla.
Y con la mayor naturalidad del mundo, me dijo:
—Y Edgar, como ha vendido el palacio de la calle de Almagro, se ha comprado el juego completo,
que son cinco destornilladores.
Así de tierno era Tono.
Edgar Neville era conde de Berlanga de Duero, después del bachillerato había estudiado la carrera
de Derecho, que acabó en Granada al mismo tiempo que Federico García Lorca, al que desde aquel
entonces le unió una gran amistad, pero la abogacía no le gustaba ni le divertía. Animado por el genial
Ramón Gómez de la Serna colaboró en Buen humor, ingresó en la carrera diplomática y fue destinado a
Washington; cuando le concedieron vacaciones, en lugar de volver a España se fue a Hollywood. La
curiosidad por el cine había prendido en él. Se hizo amigo de los grandes actores del momento, como
Charles Chaplin, Douglas Fairbanks, los Barrymore... En Hollywood se había iniciado el cine en idioma
español, López Rubio se llevó entre otros a Tono, que me contaba que todo lo que él había hecho en
Hollywood era guisar y hacer tortillas de patatas.
Entre todos los humoristas de entonces había una gran amistad, pero la de Tono y Edgar era
especial, era la amistad del niño rico con el niño pobre, que juegan y comparten sus juguetes. Tono era el
de la pelota de trapo y Edgar el del tren eléctrico.
En una ocasión en que iban de viaje hacia Málaga, conduciendo Edgar, éste atropelló a una gallina,
a los pocos kilómetros atropelló a un conejo. Tono con su gran sentido del humor, le dijo: “Ahora lo que
tienes que atropellar es un poco de arroz”.
Por los años sesenta, Mingote filmaba una película en súper ocho, que se titulaba La vuelta al
mundo en ochenta espías. En ella, cada uno de los “espías” que él había elegido entre sus numerosas
amistades, recibía un mensaje, que le llegaba por el conducto más absurdo: o salía de un grifo de la
cocina o aparecía en una lata en un solar. Fui con Tono a que rodara su escena, y puse la radio del coche,
estaban radiando un partido de fútbol, era en una época en que los nombres de los jugadores eran Santa
María, San José, Jesús, La Petra. El locutor decía: “San José se la pasa a Santa María, Santa María intenta
despejar y Jesús corta la jugada y le pasa la pelota a La Petra”. Tono escuchaba con mucha atención, de
pronto me dijo:
—Están radiando un partido de fútbol desde el cielo. Lo que no imaginaba es que La Petra estuviera
en el cielo.
El humor de Edgar era más ácido. Cuando se hablaba de los pobres, Edgar decía:
—Algo habrán hecho para ser pobres.
Cada año se internaba en una clínica de adelgazamiento pero se escapaba, se metía en un
restaurante de lujo y se hartaba de comer y cuando regresaba a la clínica les contaba a los que estaban
internados todo lo que se había comido.
Cuando Edgar murió en abril de 1967, Tono le escribió una carta en ABC.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

«Querido Edgar: Ahí va esta carta. La última. Pero no te alarmes. No voy a decirte que tengo un
nudo en la garganta y que me salen las letras torcidas y que se me humedecen los ojos. No. Esta carta es
como las de siempre. Como las que tanto te divertía recibir cuando estabas en Malibú o cuando te
escapabas a Londres o a París en busca de aquellos “inventos” que tanto nos gustaban y nos
entusiasmaban a los dos. ¿Te acuerdas de aquel “pelapatatas” que trajiste de Bélgica,...
»Nunca nadie en tu casa peló con él una patata, pero tú y yo acabamos con todas las patatas que
encontramos a mano y nos lo pasamos “bomba”.
»Pero esta vez, Edgar, te has ido demasiado lejos. Acaso porque los que te hemos rodeado en las
últimas horas no hemos sabido encontrar el invento que necesitabas para retrasar tu viaje. ¡Qué burros!
¿Verdad? O tal vez porque a ti, con ese ansia de verlo todo y de estar en todas partes, se te había metido
en la cabezota la idea de ver cómo era la otra vida.
»Si es así, feliz viaje. Puede que en ella encuentres el invento definitivo. El que sirve para todo y
que ya hace inútiles todos los demás inventos.
»Un abrazo.
Tono»

El compartir tertulias y mi amistad con estos genios del humor fue para mí una experiencia
inolvidable.
Pero quiero seguir con mi recuerdo.
Todas las tardes un grupo de escritores, poetas, pintores, dibujantes y músicos, gente con
inquietudes pero sin horizonte para exponer sus trabajos o sus ideas, todos bohemios, nos reuníamos en el
café Varela de la calle Preciados y compartíamos charlas exponiendo nuestras preocupaciones, nuestras
ideas y nuestros proyectos. Ninguno teníamos ni para el café. Por gentileza del dueño del Varela, amante
de la bohemia, pagábamos con un dibujo o con un poema, que luego era enmarcado por él y colgado en
las paredes del café.
Pasaba el tiempo y yo seguía sin encontrar un lugar dónde desarrollar alguna actividad que me
permitiera ganarme la vida. Se me ocurrió hacer una visita a Matías Prats, entonces locutor de Radio
Nacional de España. Matías me recibió con toda la caballerosidad que le ha caracterizado siempre, le
hablé de mi intención de entrar como locutor en la emisora, me hizo una prueba en uno de aquellos
telediarios que la gente seguía llamando “el parte”.
Cuando terminó la prueba, Matías me dijo que no lo había hecho mal pero que notaba en mi forma
de hablar un cierto tono provinciano y que mi castellano no era perfecto, que dedicara un tiempo a
ejercitar la vocalización y que volviese en quince días para hacer una segunda prueba. Me sorprendió lo
del acento provinciano, porque si en algún lugar de España se hablaba bien el castellano era en
Valladolid, Salamanca y Zamora, pero...
Nunca sabrá Matías Prats, o sí, lo importante que fue para mí el que no me aceptara como locutor,
porque después de aquel día me llegaría algo que ni esperaba, pero que iba a ser de ahí en adelante mi
soñado futuro.
Por los años cincuenta había una hermosa y lamentablemente desaparecida costumbre. Cuando
alguna obra de teatro conseguía alcanzar las quinientas representaciones, se celebraba un llamado fin de
fiesta, en el que actuaban artistas de distintos géneros como homenaje a la compañía que lograba llegar a
esas quinientas representaciones. Esto, aparte de ser un gran estímulo para los componentes de la
compañía, motivaba al público a asistir a la función especial, ya que en ella no sólo disfrutaban de la obra
que cumplía quinientas representaciones sino que tenían oportunidad de ver la actuación de artistas
famosos de géneros tan variados como el flamenco, la música, el ballet o la magia. También era
costumbre que los componentes de la compañía recitaran algún poema o interpretaran un monólogo.
Yo les había escrito a Conchita Montes y a Ismael Merlo un diálogo del absurdo, donde un
individuo trataba de atracar a una señorita que estaba sentada en el banco de un paseo y, finalmente, la
señorita convencía al atracador para que hiciera unas oposiciones para ingresar en Correos.
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Miguel Gila Y entonces nací yo

Hicieron este diálogo en un fin de fiesta y fue muy celebrado por el público, aunque mi nombre
como autor no fue mencionado ni figuró en el programa.
Se iban a celebrar en el teatro Fontalba de Madrid las quinientas representaciones de una revista
musical titulada Las cuatro copas, de la que eran principales intérpretes Antonio Casal, Ángel de Andrés
y Marujita Díaz.
Don Tirso Escudero, empresario del teatro de la Comedia, teatro que yo frecuentaba mucho debido
a mi amistad con Edgar Neville y Conchita Montes, me llamó y me pidió que escribiera un monólogo al
estilo de los que escribía en La Codorniz para que en esa noche del fin de fiesta lo interpretara Antonio
Casal.
Aún faltaban varios días para esta celebración. Me cobijé en el café de La Elipa, en la calle de
Alcalá, donde Jardiel Poncela escribía sus obras del absurdo. Sobre la mesa de mármol, como era
costumbre en él, lapiceros de varios colores, una goma de borrar, tijeras, una regla y un frasco de goma
arábiga. Me hizo un hueco y ahí, sobre esa mesa de mármol, frente a un café y una jarra de agua escribí,
no un monólogo, sino cuatro.
Le llevé los monólogos a don Tirso y él a su vez se los dio a Antonio Casal.
Yo, que en aquel entonces no tenía más ingresos que lo que me pagaban por mis colaboraciones en
La Codorniz, esperaba con ansiedad el resultado de aquel mi primer trabajo para el teatro.
La decepción fue tremenda. Don Tirso me dijo:
—Le he dado los monólogos a Casal, los ha leído y me los ha devuelto porque dice que son un
disparate.
Se me vino el mundo abajo. De nuevo al café Varela de la calle Preciados a seguir compartiendo
bohemia con Paco el Huevero, Evaristo Acevedo, Carlos Clarimón, Antonio Mingote, Linares Rivas, que
llevaba con él la brocha, el jabón y la maquinilla y se afeitaba en el cuarto de aseo del Varela, y el resto
de bohemios, y de nuevo a pagar mi café con un dibujo para decorar las paredes del café. Antes de la
tertulia nos reuníamos para ir a comer un plato de lentejas y una naranja a una taberna de la calle de las
Conchas. Su precio era de una peseta veinticinco céntimos incluido medio panecillo y jarra de agua. A
veces, cuando alguno no disponía de dinero compartíamos entre dos las lentejas, la naranja, el pan y la
jarra de agua, y después de tan suculento menú nos instalábamos en el café Varela donde una orquesta de
señoritas que actuaba sobre un entarimado nos llenaba de melancolía con su música clásica, que nada
tenía que ver con las lentejas; pero eso sí, no nos faltaba nuestro café, que como ya he dicho pagábamos
con un dibujo o un poema. Todos estábamos enamorados de aquellas señoritas jóvenes que tocaban el
violín, el piano y el violonchelo.
Por la noche, cuando ya era la hora de comenzar la primera función me fui hasta el teatro de la
Comedia donde Conchita Montes, Rafael Alonso, Pepe Franco, Pedro Porcel y Manolo Gómez Bur
interpretaban Ninotchka.
Terminada la última función y sin dinero para el autobús me fui andando desde el teatro de la
Comedia de la calle del Príncipe hasta el barrio de Prosperidad, donde Antonio Mingote, conocedor de mi
situación económica, generosamente me había cedido una habitación en su piso. Y ahí, con los pies
doloridos de caminar, me descalcé, me dejé caer sobre la cama y pasados unos instantes tomé conciencia
de que no podía desaprovechar esta oportunidad de entrar en el mundo del teatro.
Algunas noches, en el piso de Mingote, había algo para comer; una chica, creo que de nombre
Carmina, tal vez enamorada de alguien de aquel piso, puede que de Carlos Clarimón, nos guisaba unas
lentejas o unas patatas, que Mingote traía del cuartel donde trabajaba de teniente, y digo que trabajaba de
teniente porque yo no he visto nunca un teniente menos teniente que Mingote, pero, por lo general, la
mayoría de los días me dormía con el estómago dando gritos.
Tal vez fue el hambre lo que me dio valor para luchar por conseguir un lugar en el mundo del
espectáculo.
El teatro era desde hacía mucho tiempo mi gran vocación. Formando parte del grupo artístico de
Radio Zamora había interpretado a través de los micrófonos obras de Oscar Wilde, de Calderón de la
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Miguel Gila Y entonces nací yo

Barca y de Valle Inclán; al mismo tiempo que trabajaba como locutor, tenía que transmitir, en aquella
época era costumbre, obras de teatro desde un palco proscenio; ahí fue donde con motivo del estreno de
El tren de París nació mi amistad con Edgar Neville, con Conchita Montes, con Peliche y con su hermano
Antonio, a quien cariñosamente llamaban Pirulo.
Tumbado sobre la cama, contemplando el techo de la habitación, repasé mi situación y tomé la
determinación de hacer cualquier cosa menos sucumbir tan sólo porque a un actor no le hubieran gustado
mis monólogos. Después de varios años escribiendo y dibujando en La Codorniz yo tenía una idea muy
clara del humor. Releí los monólogos una y otra vez y llegué a la conclusión de que aquellos monólogos
absurdos suponían para cualquier actor salirse de lo clásico y esto era un riesgo que pocos se hubieran
atrevido a correr.
Yo, por mi parte, no tenía nada que perder y sí mucho que ganar. Tomé una determinación. Jugarme
a cara o cruz el éxito o el fracaso. Lo que no podía hacer era quedarme en la mediocridad.
La noche que se celebraban las quinientas representaciones, fui al teatro Fontalba con una bolsa en
la que llevaba un uniforme de soldado de Infantería de los años veinte y un fusil de madera que había
alquilado en Cornejo.
Se hizo la función número quinientos de Las cuatro copas, que presencié desde un palco. Al
finalizar la representación, Fernando Sancho, que hacía de maestro de ceremonias, comenzó a presentar a
los distintos participantes del fin de fiesta: Maite Pardo, Tita Gracia, Marianela de Montijo, Josele, Dicky
Biondi...
Esto ocurría el 24 de agosto de 1951, en un verano caluroso. Con un teatro lleno, como dicen en el
ambiente artístico, hasta la bandera.
Mientras Fernando Sancho iba presentando a los participantes en aquel fin de fiesta, yo,
disimuladamente, fui descendiendo hasta el foso, me vestí con la ropa de militar y llegué hasta la concha
del apuntador.
Aprovechando una pequeña pausa entre una y otra actuación y mientras Fernando Sancho aplaudía
a uno de los participantes, saqué medio cuerpo fuera, tomando contacto con aquel clima cálido. Eché una
mirada hacia arriba y sentí un extraño y al mismo tiempo morboso placer por haberme atrevido a esta
aventura, que era un desafio conmigo mismo, para saber si mi vocación se podía hacer realidad o era
únicamente un sueño.
Mi idea, desde hacía tiempo, era encontrar un camino en una posguerra de vencedores y vencidos,
siendo yo uno de los vencidos.
Había pasado tantos miedos y tantas humillaciones en la guerra, en el campo de prisioneros de
Valsequillo y en las cárceles de Yeserías, Carabanchel y Torrijos que salir por aquella concha de
apuntador me pareció algo tan simple como bostezar. Había superado tantos riesgos que este desafio no
me impresionaba, aunque de alguna manera se trataba de una salida de lo más parecida a un parto. Salir
por aquella concha de apuntador era como nacer a una vida nueva con el riesgo de que resultara un
aborto, pero estaba dispuesto a todo. Llevaba muchos meses, desde marzo, intentando introducirme en
algo que tuviera que ver con mi vocación. Nadie me daba una oportunidad. En Radio Madrid, donde
había pedido repetidas veces que me hicieran una prueba, mientras esperaba la respuesta a mi petición,
por el hueco de la puerta veía a Manuel Aznar, director entonces, rechazar con ademanes despectivos
todos mis proyectos. Pero aquello fue tan sólo un añadido más a las humillaciones y quiero directamente
ir a los hechos que motivaron mi ingreso en el teatro.
Decía que al salir de la concha del apuntador sentí un extraño y morboso placer de enfrentarme a
aquella gente, que ni me conocía ni sabía de qué diablos iba a hablar. Era, por supuesto, sorprendente ver
salir por la concha del apuntador a un soldado de Infantería de los años veinte.
Fernando Sancho me miraba entre divertido y sorprendido, como si no diera crédito a lo que estaba
viendo. Me apuntalé bien sobre el escenario, y me llegó el murmullo divertido de la gente. Y ahí, en ese
momento, en voz alta, para que se me escuchase bien, le pregunté a Fernando Sancho:

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Miguel Gila Y entonces nací yo

—Por favor, ¿la calle de Serrano? Fernando quedó descolocado por unos instantes, sujetando la
carcajada. Por fin reaccionó y me dijo:
—Perdón, ¿cómo dice?
—¿Esto no es la salida del metro de Goya? Como si lo tuviéramos estudiado Fernando me siguió la
broma.
—No. Esto es el teatro Fontalba.
Y dirigiéndome al público comencé con voz tímida el relato de mi monólogo.
—Les voy a contar por qué estoy aquí. Yo trabajaba de ascensorista en unos almacenes y un día en
lugar de apretar el botón del segundo piso apreté el ombligo de una gorda y me despidieron. Me fui a mi
casa y me senté en una silla que teníamos para cuando nos despedían. Entonces llegó mi tío Cecilio con
un periódico que traía un anuncio que decía: Para una guerra importante se necesita soldado que mate
deprisa. Y dijo mi abuela: Apúntate tú que eres espabilado. Y dijo mi hermana: Pero tendremos que
comprarle un caballo. Conque fuimos a comprar el caballo y no los vendían sueltos, tenían que ser con
carro y basura. Y dijo mi mamá: Vas a llenar la guerra de moscas, es mejor que la hagas a pie, pero
limpio.
El teatro se convirtió en una carcajada detrás de otra, yo sentía que iba creciendo a medida que
recibía la respuesta del público ante el absurdo de mi monólogo. Aquellas carcajadas significaban para mí
la posibilidad de salir triunfante de aquella mutilación que había sido para mi juventud la Guerra Civil y
sus consecuencias. Pero es mi intención en este relato hablar únicamente de lo que ocurrió esa noche en el
teatro Fontalba y del giro que se iba a producir en mi vida. Seguí con el monólogo:
—Entonces, mi mamá me hizo una tortilla de escabeche y me fui a la guerra. Cuando llegué estaba
cerrada. Había una señora en la puerta que vendía bollos y torrijas y le pregunté: ¿Usted sabe si ésta es la
guerra del 14? Y me dijo: ésta es la del 22, la del 14 es más abajo. Y dije: Usted sabe a qué hora abren Y
me dijo: No creo que tarden mucho porque ya han tocado la trompeta. Entonces me senté en un banco con
un soldado que no mataba porque estaba de luto y cuando abrieron la guerra entré, pregunté por el
comandante y me dijeron: No está porque ha ido a comprar tanques y latas de albóndigas para el ejército,
así que me esperé y cuando llegó el comandante, dije: Que vengo por lo del anuncio del periódico, para
matar y atacar a la bayoneta y lo que usted mande. Y me dijo: Qué tal matas Dije: Pues de momento
flojito, pero cuando me entrene...” Y me preguntó: “Traes cañón” Y dije: “No. Yo creí que la herramienta
la ponían ustedes. Y dijo: “Es mejor cada uno el suyo, así el que rompe, paga. Dije: “Yo lo que traigo es
una bala que le sobró a mi abuelo de la guerra de Filipinas. Está muy usada, pero lavándola un poco...” Y
dijo el capitán: “Y cuando se te acabe la bala, qué” Y dije: “Pues voy a por ella, la traigo y disparo otra
vez. Y dijo el comandante: “Es mucho jaleo, no vamos a parar la guerra cada cinco minutos para que tú
vayas a buscar la bala. Y dijo un sargento que era bajito por parte de padre: “Y si la ata con un hilo,
dispara y tira del hilo y se la trae otra vez” Y dijo el capitán: “Y si se rompe el hilo, qué? Perdemos la
bala y el hilo. Y dijo el comandante: “Además esa bala es muy gorda para los fusiles nuestros, y dijo el
sargento bajito: “Pero limándola un poco. Y el comandante le llamó imbécil y le arrestó a siete días de
calabozo.
A esta altura del monólogo, el teatro era una carcajada gigante. En la medida que iba creciendo el
absurdo, crecía la reacción del público que llenaba el teatro.
El monólogo era interrumpido con aplausos y carcajadas. Yo sentía como si me estuviera
descargando de todos los sufrimientos y humillaciones, porque si el ejército se había servido de la
disciplina y la obediencia para rebajarme como ser humano, ahí estaba yo, en lo alto de un escenario
armado con la ironía y la burla, ridiculizando la pretendida solemnidad que ellos intentaron inculcarme
durante años. Ahí estaba yo, disparando contra la guerra, contra los que la organizan y arrastran a los
jóvenes que durante meses, y en aquel entonces años, se ven obligados a llevar un uniforme y obedecer
unas órdenes vejatorias.
Seguían las carcajadas. Y mi monólogo seguía adelante:

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Miguel Gila Y entonces nací yo

—Me dieron un fusil y seis balas y me dijo el capitán: ¡Hale, ponte a matar! Aquí se mata de nueve
a una y de cuatro a siete. Y estaba yo matando, tan calentito con mi tortilla y mi fusil y dijo el
comandante: ¡Prepárate que vas a ir de espía!” Me pusieron una minifalda, una blusita de seda, una
peluca rubia con tirabuzones y unos zapatos de tacón alto y me fui donde estaba el enemigo y dije: ¡Hola!
Y me dijo el centinela: “Qué quieres” Dije: “Soy Mary Pili, que vengo a por los planos del polvorín. Y
me dijo: “Tú hace poco que trabajas de espía, ¿no? Dije: “Desde esta mañana. Y me dijo: “Te lo he
notado por los pelos de las piernas. Así que le dices a tu comandante que ni hay planos ni nada de nada,
que para eso estamos en guerra. Y volví a mis trincheras y le dije al comandante que no me habían
querido dar los planos. Y dijo: “No importa, déjalos, que arrieros somos y en el camino nos
encontraremos. Conque me puse a matar y me llamó el coronel: “Vete otra vez donde el enemigo y que te
den el avión, porque como nos llevábamos bien con el enemigo con un avión nos arreglábamos todos,
ellos bombardeaban los lunes, miércoles y viernes y nosotros los martes, jueves y sábados, y los
domingos se lo alquilábamos a una agencia de viajes, para cubrir gastos. Me fui donde el enemigo y dije:
“Que soy el espía de esta mañana, que de parte de mi coronel que hagan el favor de darme el avión. Y me
dijo el capitán enemigo: “Dile a tu coronel que ahora no os podemos dar el avión, porque se ha quedado
antiguo y le vamos a poner un grifo para que sea de propulsión a chorro. Y dije: “No importa. Me ha
dicho mi comandante que me lo lleve como esté. Y me lo llevé, pero le habían roto la hélice. Y dijo mi
comandante: “Eso nos pasa por buenazos que somos. Pues ahora vas y los bombardeas a pie, para que
aprendan. Me pusieron una bomba debajo de cada brazo, me fui hasta las trincheras enemigas y me dijo el
centinela: “Pero, ¿ya estás otra vez aquí, Mary Pili? ¡Qué pesada! ¿Y qué quieres ahora” Y dije yo: Que
vengo a bombardear. Y dijo el capitán enemigo: ¡A ver si vas a dar a alguien, gracioso!” Y dije: “A mí no
me diga nada, yo soy un mandado y lo único que hago es obedecer las órdenes de mis superiores. Y me
dijo: “Pues apunta para donde no haya nadie. Y dije: Más vale que se calle, porque ustedes el jueves le
han dado un cañonazo a una señora que no es de la guerra y a un niño que estaba jugando en una plaza,
que lo he leído en los periódicos”. Y me dijo: “Oye, cuando estamos en guerra no nos vamos a andar
fijando si son soldados o son paisanos”. Y dije: “Bueno, a mí no me venga con historias, a mí me ha
dicho mi comandante que les tengo que bombardear y como soy un mandado, pues eso”. Pero como en el
Servicio de Inteligencia me habían dicho que en el ejército enemigo había un soldado que era huérfano,
me dio pena matarle y tiré la bomba en un charco para que no explotara y no maté a nadie. Y cuando
volví dijo mi capitán: “Abuenas horas vienes! Se ha acabado la guerra”. Y dije: “Qué ha pasado” Y dijo
él: “Que nos han pedido la licencia de armas y como llevamos tanto tiempo de guerra estaba vencida y
hasta que no la renueven no podemos seguir. Así que vete a tu casa y cuando la empecemos otra vez te
llamaremos”. Y por eso estoy aquí, de camino a mi casa, a esperar hasta que empiece la guerra otra vez.
Intenté salir del escenario, el público en pie, mezclaba carcajadas con aplausos ininterrumpidos. No
recuerdo las veces que tuve que salir a saludar. Femando Sancho me empujaba una y otra vez a boca de
escenario. Yo no podía dar crédito a lo que estaba viviendo en aquel teatro lleno a rebosar, adornado con
mantones de manila colgando de los palcos y la gente en pie aplaudiendo, sin dejarme abandonar el
escenario.
Al día siguiente, los periódicos se hicieron eco de lo sucedido. En las páginas de espectáculos se
comentaba el extraño fenómeno de mi absurda aparición y del sorprendente y diferente estilo de humor,
hasta ese momento desconocido en los teatros.
Pero no pasó nada. La cosa se quedó ahí. Volví a mis tertulias del café Varela, a mis dibujos y
artículos para La Codorniz y a mis visitas al teatro de la Comedia donde Conchita Montes me invitaba a
cenar y aunque alguna vez acepté la invitación, muchas noches le decía que ya había cenado y se repetía
con el estómago vacío, mi caminata hasta el barrio de la Prosperidad.
Pasaron algunos días y fuí al teatro Fontalba a saludar a Antonio Casal y Ángel de Andrés. Este
último me invitó a una sala de fiestas de verano, que había en El Retiro, llamada Pavillón. Esa noche se
despedía El Trío Calaveras.
Una vez terminada la actuación de El Trío y después de los aplausos de despedida, el presentador
dijo: “Señoras, señores, tenemos el gusto de tener entre nosotros a uno de los mejores actores cómicos del

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Miguel Gila Y entonces nací yo

país. Ángel de Andrés!” La gente aplaudió, Ángel de Andrés se puso en pie y alguien gritó: “¡Que nos
cuente algo!” Y con aplausos intentaron que Ángel de Andrés subiera al escenario, pero Ángel dijo:
—Yo estoy muy visto, pero tengo la suerte de que esta noche me acompañe un muchacho que hace
algunos días formó un alboroto en el teatro Fontalba y me gustaría que fuese él quien nos contara algo
divertido.
Aplausos y obligada subida por mi parte al pequeño escenario. Como en el teatro Fontalba, no tenía
ningún monólogo memorizado, así que otra vez a correr el riesgo de la improvisación. No recuerdo con
exactitud qué fue lo que conté. Era algo donde explicaba que yo había trabajado de gángster en Chicago,
que fui para colocarme de guardaespaldas con Al Capone y que como ya tenía dos, me colocó de
guardamuslos de su mujer, una rubia que gastaba un treinta y cinco de pie y un setenta y dos de sostén,
que me hicieron una prueba, para ver si yo tenía madera de gángster. Me mandaron a asaltar una farmacia
y que cuando le dije al farmacéutico: “¡Venga, la pasta!”, me preguntó: “Profidén o Colgate” Y dije:
“Pues no me ha dicho nada mi jefe”, conque volví a la guarida, estaba Al Capone en un sillón y le fui a
dar un beso y me dijo: “Ni beso ni nada. Estás despedido”. Luego me perdonó y me dijo: “Te voy a dar
una última oportunidad. Toma este paquete, vete a la Quinta Avenida y cuando pase el presidente se lo
tiras”. Conque fui a la Quinta Avenida y estaba llena de gente con banderitas. Me puse en mitad de la
calle, se me acercó un policía y me dijo: “No se puede estar aquí porque va a pasar el presidente”. Y dije:
“Es que yo soy el que va a tirar la bomba”. Y me dijo: “Si es así, bueno, porque los hay que se ponen para
estorbar”. Y dije: “Yo no. Yo en cuanto tire la bomba me voy”. Conque me esperé y cuando vi pasar un
coche tiré la bomba y eché a correr. Cuando llegué a la guarida, estaba Al Capone con una cara... Y digo:
“Qué pasas” Dice: “Que qué pasas, que has destrozado el coche que rifaban para los huérfanos de
ferrocarriles. Así que haz el favor de irte y no aparecer más por aquí”. Luego me metí en otra banda pero
no se parecía nada a la de Al Capone, así que lo dejé.
Esto no es exactamente lo que conté esa noche en Pavillón, pero fue más o menos algo así. Se
trataba de contar mis experiencias como gángster.
La cuestión es que la gente lo recibió con carcajadas y un gran aplauso.
Volví a la mesa y la orquesta comenzó a tocar música de baile. Estaba con nosotros un
representante de artistas, Paco Bermúdez, que en ese momento hablaba con el propietario de Pavillón, a
quien yo conocía desde niño, porque entonces era el chófer de la dueña de Wateler, en Abascal entre
Zurbano y Fernández de la Hoz, una señora ya anciana con quien se casó y que murió al poco tiempo
dejando como herederos de su fortuna a su hijo Sabino y al que había sido su chófer, don Ricardo, que
montó los Jardines Abascal y terminada la guerra, Pavillón. Don Ricardo no me reconoció, habían pasado
muchos años.
Era imposible que después de tantos años recordara que yo era uno de los chicos que, metiendo un
alambre con un gancho en la punta por las ventanas que daban a las cocinas del Jardín Abascal, le robaba
las croquetas. Pasado el tiempo, le recordé cosas divertidas de cuando él era chófer en Wateler y llevaba
un Ford de tracción delantera.

Mi primer contrato
Paco Bermúdez y don Ricardo, el dueño de Pavillón, se sentaron a la mesa con nosotros. Ya habían
hablado. Paco Bermúdez me dijo: “Te quiero presentar al dueño del local”. Nos saludamos:
—Don Ricardo quiere hacerte una proposición. Si quieres trabajar en esta sala, te hace un contrato y
está dispuesto a pagarte setecientas cincuenta pesetas.
Hice mis cálculos y me resultaba más cómodo ganar cuatrocientas veinte en La Codorniz, sin
horarios ni presiones, que setecientas cincuenta en Pavillón, con la obligación de hacerlo a diario.
149
Miguel Gila Y entonces nací yo

Mi respuesta fue clara:


—No. Dile que no me interesa.
Don Ricardo quedó descolocado y le dijo a Bermúdez:
—No lo entiendo, le estoy ofreciendo setecientas cincuenta pesetas diarias y me dice que no le
interesa.
En mi estómago se produjo la misma sensación que se produce en uno de esos ascensores de bajada
rápida. ¡Diarias! ¡Setecientas cincuenta pesetas diarias! ¿Cómo hubiera podido imaginar que hablaban de
setecientas cincuenta pesetas diarias? Suponía que hablaban de un sueldo mensual.
Simulé meditar unos instantes, como para no delatar mi ignorancia en lo del pago y acepté el
contrato.
Los monólogos que había escrito para Antonio Casal los había roto y tirado a la basura, así que
tenía que correr el riesgo de, como ya había hecho en el teatro Fontalba, improvisar, no tenía otra opción.
No podía dejar aquella oportunidad. Para mí no era complicada la improvisación. A fin de cuentas mis
monólogos y mis dibujos semanales en La Codorniz no eran el fruto de una elaboración sino el resultado
de escribir en un papel aquello que se me ocurría. Esto era lo mismo. Se trataba de iniciar un monólogo y
según las reacciones del público ir puliéndolo hasta darle una forma continuada y conseguir la carcajada,
sin pausas, y con cada frase sorprender a la gente.
Por supuesto yo no tenía ni ropa ni calzado para presentarme en una sala de la categoría de Pavillón
ni de ninguna categoría, de manera que cuando el dueño me dijo que si necesitaba algo, no tuve ningún
pudor en pedirle dos mil pesetas de anticipo.
Un sastre me hizo un traje gris con solapas de tipo esmoquin, y en las manos llevaba un sombrero
verde, como apoyo para crear mi interpretación de personaje ingenuo y tímido, como si lo que contara
fuese una realidad dicha por un muchacho sin experiencia de lo vivido. Para iniciar mi actuación lo haría
contando una absurda historia de mi vida y seguiría con el monólogo de la guerra que tan buen resultado
me había dado en el teatro Fontalba, luego haría otro monólogo contando mi vida en la banda de Al
Capone. Con esos tres monólogos cubriría el tiempo de mi actuación.
Para poder trabajar, era necesario, en aquel entonces, conseguir un permiso de la Dirección General
de Seguridad. Con algo del dinero que me había sobrado del anticipo subí en un taxi y dije: “A la
Dirección General de Seguridad. En la Puerta del Sol le dije al taxista que me esperara un momento, que
sólo iba a recoger unos papeles. En aquella época se podía hacer, el taxi aparcó en la calle de Carretas y
me fui decididamente a las oficinas de la Dirección General de Seguridad. Me dijeron que me sentara en
un banco de madera y esperé. El policía que me había tomado los datos, nombre, apellidos, fecha de
nacimiento, nombre de mis padres, domicilio, etc., etc., entraba y salía por la puerta de una oficina
repetidas veces, y cada vez que lo hacía le mostraba al otro policía, al que vestía uniforme, unos papeles
que estaban en una de esas carpetas de cartulina barata. Pasaban los minutos y yo pensaba en el taxista
que, confiando en mi palabra, estaría esperando mi regreso.
Finalmente, se me acercaron dos policías que me dijeron: Acompáñanos. Y me bajaron a un
calabozo donde se hacinaban borrachos, maleantes y todo un panorama de delincuencia. Aquello para mí
significaba volver al pasado. Ni siquiera me dijeron el porqué de mi detención. Pedí, es decir, no pedí, allí
no se podía pedir, supliqué, llegada la noche, que me dejaran hacer una llamada telefónica. Me lo
autorizaron. Llamé a don Ricardo, el dueño de Pavillón y le expliqué lo que me había ocurrido. A la
mañana siguiente se presentó con Pablo Argote, un abogado amigo suyo y hombre eficaz que, después de
salir fiador, me sacó del calabozo. Aquello quedó así. En mi ficha constaba un término que nunca he
sabido catalogar: “Desafecto al Régimen. Y según me comentó Argote, había una denuncia contra mí por
haber hecho un registro al principio de la Guerra Civil en la casa de la amante del chófer de Ruiz de Alda,
cosa incierta, ya que lo único que yo había hecho fue, obedeciendo órdenes de un grupo de milicianos,
bajar con otro muchacho de mi edad, Pedro Tabares, elegidos a bulto, un cajón de madera desde la casa
de la mencionada señora hasta el coche de los milicianos. El cajón, me enteré finalizada la guerra,
contenía un fichero de Falange que la amante del chófer de Ruiz de Alda ocultaba en su casa.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Y llegó la noche, el momento de iniciarme como un posible profesional en el humor hablado. No


tenía ningún temor. Estaba muy seguro de mí y por otra parte, si no gustaba, tampoco se iba a acabar el
mundo. Antes de salir hice un repaso de los monólogos, me di un poco de colorete en los carrillos, el
dueño, don Ricardo, me deseó suerte y salí. El público me recibió con un gran aplauso. Yo estaba
obligado a corresponder. Me situé frente al micrófono y frotando mis manos por el ala del sombrero verde
con todo el aspecto de un hombre tímido dije:
—Como ustedes no me conocen, les voy a contar la historia de mi vida, que es muy triste, pero
como no tengo otra se la cuento. Yo tenía que nacer el 24 de abril, pero no pude nacer en esa fecha
porque era domingo y estaba todo cerrado, así que me esperé unos días y nací un jueves, que era un día
laboral y ya estaba todo abierto. Mi mamá, como todos los jueves, había ido a la peluquería para hacerse
la permanente, que es lo que se hacían en aquella época todas las señoras los jueves. Y estaba con la
cabeza metida en el secador cuando se me ocurrió nacer. Mi mamá, con el ruido del secador, no se dio
cuenta que había dado a luz, pero una señora que estaba en el sillón de enfrente dijo: Es de usted este niño
Y dijo mi mamá: “¡Ay sí, qué tonta! Pues si no llega a ser por usted..., vamos, que ni me entero. Mi mamá
se puso muy contenta, me dio un baño con champú, me envolvió en una revista y me llevó a casa para
que me conocieran. Cuando llegamos estaba solamente mi abuelita, que se llamaba Basilio porque cuando
nació creyeron que era niño, porque mis bisabuelos eran gente de campo y en aquella época, la gente del
campo era muy ignorante y no sabían distinguir a los niños de las niñas, sólo sabían distinguir los toros de
las vacas, porque las vacas tienen tetas y los toros no. Sólo cuando los hijos eran mayores, si tenían barba
sabían que era varón y si no tenía barba era hembra, O sea que cuando bautizaban a una criatura le ponían
el nombre a bulto, unas veces acertaban y otras veces no. Por eso mi abuela siendo una mujer se llamaba
Basilio. No se lo pudieron cambiar, y aunque el párroco del pueblo dijo que si lo solicitaban al Vaticano
tal vez el Papa les concedería el cambio de nombre, a mi bisabuelo le pareció muy complicado y por eso
mi abuela se siguió llamando Basilio toda la vida. Lo único que pudieron hacer, dentro de su condición de
gente humilde, fue que cuando se dirigieran a ella, la gente en lugar de llamarla señor Basilio, la llamaran
señora Basilio, y así ya se sabía que era mujer y no un hombre. Aunque tampoco importaba mucho,
porque casi toda la gente del pueblo era igual de ignorante, el alcalde se llamaba María del Carmen y su
mujer se llamaba Demetrio. En el pueblo ya estaban acostumbrados a este cambio de nombres y no les
importaba nada. Bueno, pues como les decía, cuando llegamos a casa sólo estaba mi abuela Basilio y no
le pudimos decir que yo era su nieto, porque era muy sorda, así que murió sin enterarse. Mi papá estaba
en Marruecos matando moros y le escribimos una carta diciéndole que había nacido yo. Se puso tan
contento que sacó la cabeza de la trinchera para contárselo al enemigo y el enemigo le pegó un tiro en la
frente. Ahí se nos complicó la vida. Mi mamá, al quedarse viuda, se tuvo que colocar de marina mercante
en un barco noruego. Yo viajaba siempre con ella, porque me tenía que dar la teta y cambiarme los
pañales. Hacíamos viajes que duraban meses. Llevábamos melones desde Villaconejos a Turquía, en
Turquía cargábamos cangrejos para Australia y en Australia alcachofas para Panamá. Y así pasaban
meses y meses. Mi mamá trabajaba mucho porque como era la única mujer de la tripulación, tenía que
fregar el barco con jabón y un cepillo de raíces, hacer la comida, limpiar el polvo con un plumero, coserle
los botones al capitán y cuando llegábamos a un puerto ella iba a la compra. Como en el barco no había
cunita, yo dormía en un cajón, un día que llevábamos un cargamento para Zamora, como en Zamora no
hay mar, nos metimos por el río Duero, con tan mala suerte que chocamos con unas raíces y el barco se
fue a pique. Mi mamá, el capitán y el resto de la tripulación no pudieron llegar a la orilla y se ahogaron.
Los cuerpos los encontraron unos pescadores portugueses en Oporto. Yo tuve más suerte, como estaba
durmiendo en el cajón, el cajón se quedó flotando y el río me llevó aguas abajo, como a Moisés en la
cestita. Me recogió un mendigo que se llamaba Aurelio y que estaba lavándose los pies en la orilla. El
mendigo me vendió a unos condes que tenían una gran fortuna. Con ellos viví algunos años, pero querían
que estudiara la carrera de Ingeniero Naval y como yo me había quedado huérfano por culpa de un barco,
me escapé y me alisté en la Legión Extranjera, donde llegué a ser cabo primero. Me licencié y ya me
dediqué a trabajar en esto, que es lo que a mí me gusta.
La gente se divirtió mucho con esta historia de mi vida.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Mis actuaciones en Pavillón duraron seis semanas. El éxito era cada día mayor. Se iba corriendo la
voz y los periódicos publicaban constantemente notas sobre mi trabajo como el fenómeno del humor.
Alfredo Marqueríe, Oberón y otros muchos críticos me dedicaban en las páginas de espectáculo grandes
elogios. Y supongo que también muchos, atraídos por la curiosidad, llenaban cada noche Pavillón. Pero a
pesar de que ganaba un buen sueldo, a pesar de los muchos elogios de la gente y de la prensa, a pesar de
los aplausos de cada noche, yo sentía que aquello no era lo que yo soñaba. Aquello no tenía nada que ver
con el teatro. Tenía la sensación de que, a cambio de dinero, estaba divirtiendo a gente que nada tenía que
ver con el pueblo. Tenía la impresión de haberme vendido a los que disfrutaban de una dictadura que les
permitía comprar con su dinero mi humor. Aquello no era lo que yo ansiaba. Por eso, a pesar de que el
sueldo que me pagaban era grandísimo, el trabajo en la sala de fiestas no llenaba mis inquietudes. Sentía
que aquello no tenía nada que ver con el escenario de un teatro porque, aun con el gran respeto que me
tenían los camareros y toda la gente de la sala, se hacía inevitable que sirvieran las mesas durante mi
actuación, como también era inevitable que mientras actuaba se levantaran los de alguna mesa para
recibir con abrazos y alegría a unos amigos o parientes recién llegados a la sala. Yo, que no tenía
memorizado ningún monólogo y la media hora de actuación la hacía con improvisaciones, no podía evitar
que aquel movimiento me hiciera perder a veces el hilo de lo que estaba contando.
El trabajo era gratificante porque setecientas cincuenta pesetas eran mucho dinero en 1951, aparte
de que la risa constante de los espectadores y los comentarios de la prensa eran estimulantes. Pero cada
noche, al ir a dormir, dentro de mi cabeza estaba la idea fija de ser actor. Gracias a mi trabajo logré no
solamente dejar de comer lentejas en la calle de las Conchas, sino que pude cenar todas las noches. Los
hermanos Merino, actores, directores y productores de cine, me consiguieron un piso en la calle Carranza
3, en la glorieta de Bilbao, que decoré a mi gusto. Mi mujer dejó Zamora y se vino a vivir conmigo.

El teatro
Estaba a punto de estrenarse una revista musical llamada Pitusa, escrita por Fernández de Sevilla y
Tejedor, con música de Moreno Torroba. Una revista escrita para Virginia de Matos, una vedette entonces
muy cotizada. Vino a verme Ramón Clemente, representante de la compañía, que estaba preparando su
estreno. Me habló de un contrato para formar parte del espectáculo.
Primero haríamos gira por provincias y en el mes de octubre debutaríamos en Madrid. Me dijo que
escribiera diálogos para irlos ensayando durante la gira con Virginia de Matos y los actores, diálogos que
cuando debutásemos en Madrid serían incluidos en el espectáculo. Me entusiasmé con la idea. Estaba
convencido de que ahí iba a poder desarrollar mis inquietudes de actor y de autor. Fijamos el sueldo,
cuatrocientas pesetas diarias, y la duración del contrato, tres meses con opción a prórroga, dos funciones
al día y tres los domingos. Considerando que tendría que pagarme la pensión en cada localidad, imaginé
que con cuatrocientas pesetas de sueldo muy poco era lo que iba a poder ahorrar; pero mi gran vocación
por el teatro y la seguridad de que esto iba a ser el principio de una gran aventura me animaron a firmar el
contrato. Estaba conforme con todo lo que en él se señalaba, pero exigí añadir una cláusula nada común.
Si algún domingo estábamos trabajando en alguna capital y por la tarde el Real Madrid jugaba contra el
equipo de aquella capital, yo no haría la función de tarde. Les pareció algo rara esta cláusula, pero la
aceptaron. Y estando en Bilbao jugaba el Real Madrid contra el Athletic y acogiéndome a la mencionada
cláusula, no hice la función de tarde. Aquello no le gustó nada a la madre de Virginia de Matos; pero un
contrato es un contrato. Fui presentado a los componentes de la compañía: Pepe García Noval, primer
actor y director, Manolo Domínguez Luna, el galán José María Labernié, el galán cómico Pepito Vilar, la
primera actriz Laura Alcoriza, la actriz cómica Adela Villagrasa y la dama joven Lolita Vilar.
Desde el primer día se me asignaron dos intervenciones de diez minutos, una en la primera parte y
otra después del descanso, a mis dos intervenciones las llamaban cortinas, porque durante mi actuación
152
Miguel Gila Y entonces nací yo

cerraban una cortina y mientras yo decía mi monólogo cambiaban el decorado para la siguiente escena.
Me preparé los tres monólogos que más o menos ya dominaba, el de la guerra, con nuevos elementos del
absurdo, el de la historia de mi vida, que fui puliendo con el correr de los días, y el tercero donde contaba
mi vida de gángster en Chicago dentro de la banda de Al Capone.
El debut lo hicimos en el teatro Circo de Zaragoza el 11 de octubre de 1951.
Había en Zaragoza un café llamado Zalduba, o Salduba, no lo recuerdo con exactitud, donde todas
las tardes, a la hora del café, se reunían en una tertulia los críticos, empresarios y aficionados a comentar
los estrenos. Por supuesto que también acudían los actores a leer y comentar las críticas de los periódicos,
y de una manera muy particular la de El Heraldo de Aragón, cuyo crítico Pablo Cistué de Castro podía, si
el espectáculo no le gustaba, hacer temblar la taquilla.
Por suerte la crítica fue, no diría que muy buena, pero sí amable. Sin hacer grandes elogios, habló
bien de Virginia de Matos, de los actores y de las actrices, y al final de la crítica escribió un comentario
que decía: Párrafo aparte merece el humorista Gila, que nos sorprende con una faceta originalísima, con
una gracia extraordinaria. Sus dos actuaciones fueron seguidas entre estruendosas carcajadas y aplausos.
Sin duda alguna es un artista que va a hacerse muy popular.
Lo del párrafo aparte, a la madre de Virginia de Matos no le gustó nada. Y para evitar que se
pudiera repetir, como teníamos un contrato vigente, lo único que se le pasó por la cabeza de madre de la
vedette fue decirle a Ramón Clemente, representante de la compañía, que no me anunciara en los carteles.
A mí, eso de que me anunciaran o no en los carteles me tenía sin cuidado. Yo tenía una meta fija, que era
conseguir que se pusieran en escena alguno de los diálogos que yo había escrito, lo que significaba para
mí entrar en el mundo del teatro. Después veríamos. Al que no le hizo ninguna gracia lo de suprimirme en
los carteles fue a Ramón Clemente, que intentó persuadir a la madre de la vedette de que anularme de los
carteles era tirar piedras contra su propio tejado. También, en honor a la verdad, la propia Virginia, que
era una muchacha encantadora, intentó convencer a su madre para que mi nombre figurase en la cartelera.
No lo entendió. Las madres de las vedettes, salvo algunas excepciones, no están muy sobradas de masa
gris.
El siguiente debut fue en Barcelona donde, siguiendo la orden de la madre de Virginia de Matos, yo
no figuraba ya ni en el cartel de la fachada del teatro y mucho menos en la propaganda de prensa.
Como mi nombre no figuraba en los carteles, la gente a la salida comentaba: Hay un cómico que
cuenta unos monólogos que te meas de risa. Pero ninguno de los espectadores sabía el nombre de ese
cómico, unos decían Pila, otros Mila o Lila.
Pero de la misma manera que en Zaragoza Cistué de Castro había dicho que yo merecía un párrafo
aparte, a don Luis Marsillach, padre de Adolfo, también se le ocurrió escribir esto: Gila merece párrafo
aparte. Gila, muy conocido por sus artículos y dibujos de humor en La Codorniz, es un estupendo, un
genial humorista con un estilo personal, originalísimo y único.¡Hay que ver cómo se ríe el público! Y
siempre con trucos de buena ley, porque la gracia de Gila es tan ingenua como de buen gusto. Gila fue,
sin lugar a dudas, el que recibió los mejores aplausos. Y es justo porque es el que más divierte y agrada al
público, él representa más de la mitad del éxito que obtiene el espectáculo.
Si lo del párrafo aparte no le gustó nada a la madre de Virginia, imaginen lo de los mejores aplausos
y lo de más de la mitad del éxito. Esto motivó que en la compañía se crease un clima extraño.
Afortunadamente no hubo ni una sola crítica mala, por el contrario todo fueron elogios para la música de
Moreno Torroba, para los autores del libro y para los componentes de la compañía. La revista musical no
pasaba de ser una más de las que se hacían durante la dictadura, pasada por la censura y sellada
debidamente para ser autorizada a representarla en un escenario. No es que no me halagara que la prensa
me dedicara párrafos aparte, pero cada vez que esto ocurría, el clima se iba enrareciendo, no con la gente
del elenco, gente toda maravillosa con la que compartí viajes en incómodos trenes.
Hicimos Bilbao, Santander, Oviedo, Gijón, La Coruña y otros teatros del norte, siempre con las
mismas críticas y los mismos resultados.

153
Miguel Gila Y entonces nací yo

Para mí lo más preocupante era que, tal y como habíamos hablado a la hora de firmar el contrato,
los diálogos que yo había escrito para compartir con Virginia o con los actores de la compañía no sólo no
se estrenaban nunca, sino que ni siquiera había la más mínima intención de ensayarlos. Lo hablé con
Ramón Clemente y trató de convencerme con el argumento de que si todo iba bien como lo veníamos
haciendo, para qué cambiar. Así que como si fuera subido en un tranvía, dije: En la próxima me apeo. Y
después de actuar en Vigo dejé la compañía de Virginia de Matos.
Volví a mis visitas al teatro de la Comedia donde reponían una comedia de Tono y Mihura, que
había sido estrenada en el María Guerrero en 1943, dirigida por Luis Escobar, comedia que había sido
rechazada por Somoza, Tirso Escudero y Arturo Serrano, titulada Ni pobre ni rico sino todo lo contrario,
en la que José Luis Ozores hacía el papel de un pobre llamado Gurripato. La obra de Tono y Mihura era
disparatada y divertida. Se trataba, si mal no recuerdo, de un hombre enamorado al que una mujer no
quería aceptar como marido porque era muy rico, y para que esta mujer le amara decidía hacerse pobre y
gastaba toda su fortuna en comprar inventos que no servían para nada. Así consiguió hacerse muy pobre,
pero la mujer de la que estaba enamorado ahora no le quería porque era muy pobre, y él trataba de
conseguir dinero para conformar a la mujer amada. Fundó una asociación de mendigos que, desde una
improvisada oficina, pedían limosna por medios burocráticos. El jefe de los pobres que se llamaba
Gurripato, lo hacía José Luis Ozores. Como, aparte de Gurripato, había otros pobres que formaban parte
de esa asociación de mendigos, me lancé como espontáneo a interpretar uno más de los pobres que eran
amigos de Gurripato y así, de esa manera, aunque sin sueldo ni contrato tuve la oportunidad de trabajar en
un escenario y aprender como actor, aparte de lo divertido que me resultaba vestirme de pobre. Había una
escena en que los pobres eran invitados por unas marquesas a merendar, y los pobres se metían los
panecillos en el pantalón. Peliche, que nunca usaba calzoncillos, una noche tenía abierta la bragueta y por
ella le asomaba un panecillo, en voz baja le dije: No te quiero alarmar, pero se te ve la pilila por la
bragueta. Asustado dio media vuelta y de espaldas al público se sacó el panecillo de la bragueta y se la
abrochó.
Los días que actué en Ni pobre ni rico sino todo lo contrario me lo pasé en grande, aparte de ir
adquiriendo confianza en el escenario.
En otra ocasión nos fuimos al teatro Maravillas, donde actuaba Celia Gámez, pasamos a saludarla y
después nos metimos en uno de los camerinos y nos vestimos con la misma ropa de las chicas del ballet,
nos maquillamos, nos pusimos unas pelucas y salimos en el conjunto, intentando imitar a las chicas; Celia
notaba que algo extraño estaba pasando, que aquello no era como todos los días, mientras cantaba miraba
disimuladamente al conjunto, pero no entendía el porqué de la risa de los espectadores. Al finalizar el
número y abandonar la escena se armó una algarabía en el pasillo donde estaban los camerinos. Y ahí
Celia nos descubrió. Era el 28 de diciembre, día de los Inocentes y la broma fue celebrada hasta por la
propia Celia que, antes de empezar el segundo acto, nos sacó al escenario, aún vestidos de chicas del
conjunto, y nos presentó al público.
Dentro de las dificultades que imponía la dictadura para divertirse, cosas como ésta hacían llevadera
la vida de posguerra.
Algunos meses más tarde, Peliche actuaba en el teatro de la Comedia, del que era empresario don
Tirso Escudero. Entre función y función comíamos algo en el camerino, después proyectábamos películas
de 16 milímetros, anulábamos el sonido del proyector y en un magnetofón doblábamos a los personajes
de la película con toda clase de disparates que se nos ocurrían. No era fácil encontrar una actriz que se
prestara a tomar parte en aquel juego del doblaje. Por suerte, a Concha Velasco le pareció una idea
divertida y entró a formar parte de nuestro grupo de gente con ganas de pasarlo bien y era Concha
Velasco la que se encargaba de doblar las voces femeninas. Una de las películas que más nos divirtió
doblar fue San Ignacio de Loyola. También doblábamos Nodos, en los que aparecía el Caudillo
inaugurando un pantano o en algún acto protocolario. Se anulaba la voz del locutor comentarista y le
poníamos frases y diálogos absurdos que luego sincronizábamos. Aquel juego era de lo más divertido.
Con mucha concentración seguíamos los movimientos de Franco y si se llevaba la mano a la gorra, uno
de nosotros decía: “Me voy a quitar la gorra porque la tengo puesta desde ayer y como se me encogió el
día del desfile...” Como Franco no se quitaba la gorra, cuando apartaba su mano, el encargado de doblarle
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Miguel Gila Y entonces nací yo

decía: “¡Y si no, qué coño!, no me la quito que para algo soy el Caudillo”. Después con el proyector y el
magnetófono sincronizábamos el movimiento de los labios y la acción, y escuchar aquellos doblajes hacía
que nos matáramos de risa. A cada acción de Franco o de algún ministro o militar le poníamos frases
absurdas. También doblábamos películas pornográficas que teníamos en 16 milímetros, poniéndoles
diálogos totalmente disparatados y que nada tenían que ver con las escenas de la película. En casi todas
ellas los protagonistas eran un actor muy flaquito y una actriz muy gorda. Creo que, como en la época de
La traca y El cencerro, había una muy mala intención de burlarse de los curas y del voto de castidad.
Había una donde el actor flaquito era un cura que metía a la gorda dentro de la sacristía, le levantaba la
falda, él se levantaba la sotana, hacía que ella se agachara, la gorda obedecía y mientras el cura, con las
dos manos en el culo de la gorda la penetraba, ella, la gorda, le decía algo que, como estaba filmada en
cine mudo, no se sabía qué era. Nosotros en el doblaje le pusimos un diálogo de lo más normal, que para
nada se correspondía con la situación que mostraban las imágenes.
Gorda: —Pues sí, padre, ayer no pude venir porque tuve que acompañar a mi cuñada al médico.
Cura: —¿Y qué es lo que tiene su cuñada? Gorda: —Pues no lo sabemos, padre, que desde hace
varias semanas le duele mucho la cabeza.
Cura: —¿Me ha traído usted la receta que le pedí de las alcachofas a la mallorquina? Gorda: —Sí,
padre, la tengo en el bolso, cuando terminemos de hacer esto que estamos haciendo se la doy.
Cura: —No sé si me va a creer usted, doña Palmira, pero lo estoy pasando muy bien.
Gorda: —Usted no sabe cuánto me alegro, padre. Yo también lo estoy pasando muy bien.
Ver, después de doblada, la película y escuchar, en una situación como la del cura y la gorda, unos
diálogos tan naturales hacía que nos partiéramos de risa.
Después de la función nos íbamos a mi piso de la calle de Carranza y revelábamos fotos o
armábamos aparatos de radio, hasta que comenzaba a amanecer y a través de la ventana veíamos pasar los
carros de los traperos que iban a buscar las basuras. Manolo, el sereno, nos traía pan calentito de la tahona
y churros recién hechos.
Era invierno, Pavillón estaba cerrado. Había en la calle de Castelló casi en Goya, una sala pequeña,
pero a la que iba la gente de categoría, que se llamaba el Club Castelló. Alguien me habló de la
posibilidad de trabajar en aquella sala. Yo no tenía muchas ganas de volver a las salas de fiesta, pero me
invitaron a conocerla y me gustó.
Era una sala pequeña, pero puesta con muy buen gusto.
Aun así, no me decidía a tomar una determinación, seguía con el veneno del teatro dentro de mi
cuerpo y ahora que había pisado los escenarios del teatro Circo, del Poliorama, del Pereda de Santander,
del María Guerrero y del de la Comedia, volver a meterme, de nuevo, en un pequeño local, a divertir a la
gente pudiente, me daba cien patadas en la barriga, pero la necesidad es la necesidad. Con Virginia de
Matos no había ahorrado ni una peseta, porque durante el tiempo que duró la gira pensé que después de
todo lo que había padecido años atrás, me merecía algún tipo de compensación y en cada ciudad donde
hacíamos la función, en lugar de buscar una pensión barata, me iba al mejor hotel y en lugar de comerme
un bocadillo en una taberna como hacían algunos, me iba a los restaurantes donde se comía bien, y el piso
de Carranza había que pagarlo cada mes. De ahí que no ahorrara ni una peseta. Cuando el dueño del Club
Castelló me habló de dos mil pesetas diarias pensé que me estaba tomando el pelo. Ese dinero no lo
ganaba en aquella época ni un ministro.
—¿Por cuánto tiempo firmamos el contrato? Los contratos siempre me han parecido algo absurdo
que nada tienen que ver con el arte. Dije:
—Firmamos una semana y si las cosas marchan bien, seguimos y si no funciona, lo dejamos.
—De acuerdo.
Un apretón de manos y el trabajo en el Club Castelló quedó confirmado.
En el Club Castelló se repitió la historia de Pavillón. Lleno cada día, carcajadas constantes, un
sueldo envidiable, pero nada más. Mi soñar con el teatro seguía estando pendiente. No obstante, durante

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Miguel Gila Y entonces nací yo

el tiempo que estuve en el Club Castelló, fui ampliando mi repertorio. El trabajo en solitario se me hacía
duro y, en aquel momento, buscaba la posibilidad de encontrar algún actor o actriz cómica que
compartiera conmigo las actuaciones. Por muy poco tiempo y por una sola vez trabajé en pareja con José
Luis Ozores, en Morocco. Pero aquello fue solamente para divertirnos durante unos días, sin proyecto de
continuidad. Actuábamos en función de improvisaciones, con las que el público se divertía y nosotros
mucho más. Una vez finalizado aquel contrato José Luis volvió al teatro María Guerrero a hacer El amor
de los cuatro coroneles de Peter Ustinov y yo seguí con mis salas de fiesta, trabajando en solitario. Seguía
buscando alguien con quien compartir mi trabajo, ya que me resultaba pesado y aburrido el trabajar solo;
pero si es dificil conseguir una buena relación de pareja entre hombre y mujer en el terreno amoroso,
pensaba lo complicado que sería encontrar alguien con quien compartir el trabajo, para poder dejar los
monólogos que me obligaban a permanecer estático ante un micrófono, algo que nada tenía que ver con
mis inquietudes de actor. Después de varias noches de darle vueltas a la cabeza, se me ocurrió que la
única forma posible de establecer un diálogo sin recurrir a una segunda persona era haciendo mi trabajo
con un teléfono, de manera que la otra persona con quien yo establecería una conversación estaría al otro
lado de la línea. Creo que fue el gran hallazgo.
Basándome en el teléfono, inventé varias llamadas del absurdo. Un bombero que trabajaba por
cuenta propia y llamaba a una casa preguntando si tenían algún incendio, un cirujano de cirugía estética
que llamaba a una señora que quería quitarse años y a la que le decía: “No, señora, por ese precio yo no le
puedo quitar años, le puedo quitar días, o sea que si hoy es miércoles, le dejo la cara del martes pasado”;
una llamada a un amigo al que tenía que dar el pésame porque el abuelo iba en una moto y en la carretera
había un cartel que decía: “Bache peligroso” y él había leído: “Pase saleroso”, se metió en el bache y se
mató. Cada vez que intentaba darle el pésame me daba risa, de manera que me era imposible acompañarle
en el sentimiento. Y como es de suponer, no dejé mi personaje del soldado haciendo una llamada al
enemigo, en la que le preguntaba si iban a atacar por la mañana o por la tarde, que si nos podían prestar el
tanque porque el nuestro tenía sucio el carburador, y una conferencia a Toledo, para decirle a mi mamá
que estaba en África en un safari y contarle que había visto un leopoldo, o un leonardo, o un leopardo que
era como el gato del señor Andrés, pero que en lugar de comer sardinas comía negros, que los
hipopótamos eran como la tía Adela, pero sin la faja, que a mi papá le había comido una pierna un
cocodrilo porque se puso los prismáticos al revés y dijo: “Anda, una lagartija”, que las cebras eran como
bonicos con pijama de rayas... El invento del teléfono me abrió muchas más posibilidades creativas y
gracias a él fui aumentando el número de mis monólogos hasta una cantidad insospechada. Pero yo seguía
pensando cada noche que lo mío no era la sala de fiestas, lo mío, lo que a mí me gustaba y lo que quería
lograr era estar arriba de un escenario. Y lo logré.
Una noche, me llamó el empresario del teatro Fontalba, donde yo había hecho mi primera aparición
en público: ¿no tendrás escrita alguna obra de teatro que sea musical? Quedé unos instantes pensativo, él
añadió:
—Es que Las cuatro copas ya está agotada y me gustaría estrenar algo nuevo. Se me ha ocurrido
pensar que tal vez tú tendrías algo escrito.
Le dije que sí, una gran mentira, pero no iba a dejar pasar esta nueva y muy interesante ocasión de
meterme en el teatro. Lo terrible fue que él me preguntó: “Me la puedes traer mañana” No podía decir que
no, había que seguir mintiendo para salir con éxito de aquella oportunidad única desde mi llegada a
Madrid. Significaba convertirme en autor, lo cual suponía cobrar el diez por ciento de los ingresos por
taquilla, más el prestigio.
—Está bien. De acuerdo, mañana se la llevo.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Tengo momia formal


Yo no tenía una idea muy clara de cómo se armaba una obra de teatro. Esa noche, en el café
Gaviria, coincidí con Eduardo Manzanos, que tenía un gran conocimiento sobre el mundo del cine y el
teatro, le comenté lo ocurrido y mi compromiso adquirido con Conrado Blanco. Manzanos tenía la oficina
y vivía en el mismo edificio del café Gaviria. Subimos a su casa preparamos una buena cantidad de café,
me senté ante la máquina de escribir y a las siete y media de la mañana tenía escrita la revista a la que
pusimos el título de Tengo momia formal. Sólo nos faltaban los números musicales. Fuimos a ver a
Augusto Algueró padre y le pedimos algunas músicas que fueran pegadizas. Las fue sacando de un cajón,
donde, según las malas lenguas, archivaba partituras que compraba a precios muy bajos a compositores
que necesitaban dinero para sobrevivir. Algueró se sentó al piano y fue tocando varias melodías,
Manzanos y yo elegimos las que nos parecían las mejores y allí mismo sacamos el “monstruo” de cada
una de ellas, para después con ese “monstruo” escribir las letras definitivas.
Las hicimos en un par de horas. Tal como había quedado con Conrado Blanco, le llevamos la
revista. Se la quedó para leerla en su casa y nos citó para el día siguiente. Manzanos y yo acudimos a la
cita en la casa de Conrado y nos dio, no sólo su visto bueno sino la enhorabuena porque habíamos hecho
algo fuera de lo común y del estilo trillado de todas las revistas escritas hasta ese momento.
Eran, siguiendo mi estilo, historias absurdas, con diálogos también absurdos. Se la leímos a Antonio
Casal y tal como había ocurrido cuando don Tirso Escudero le llevó mi monólogo para el fin de fiesta, la
revista no le gustó nada, alegó que era un disparate. Aquello me recordó lo que le había pasado a Miguel
Mihura cuando le llevó a Valeriano León su comedia Tres sombreros de copa, que “no sólo no le gustó
sino que le pareció la obra de un demente”. Conrado Blanco por el contrario la encontró muy divertida y
sobre todo muy original. Recuerdo sus palabras: “Con esta obra pueden ocurrir dos cosas, o que la gente
queme el teatro o que sea el éxito más grande de la historia de la revista. Lo que tengo claro es que no se
parece a nada de lo que se ha escrito en este género hasta ahora”. Y añadió: “Yo la quiero producir y
correr el riesgo”. También, curiosamente, Conrado Blanco dijo las mismas palabras que José Juan
Cadenas, empresario del teatro Alcázar cuando Mihura le llevó su comedia a Valeriano León, aunque ésta
no se llegó a estrenar.
Antonio y Ángel quedaron en dar una respuesta al día siguiente. Su respuesta fue: ¡No! Los
periódicos se hicieron eco de lo sucedido. En una entrevista que le hizo el periodista Córdoba a Ángel de
Andrés, el titular decía: “A mí, Gila me parece extraordinario pero la obra no nos iba”. Y en la entrevista,
entre otras cosas, decía: “La verdad es que la obra no está escrita pensando en Antonio Casal y en mí.
Creemos que no nos va. Tal vez sea una opinión equivocada nuestra. ¡Ojalá les dé mucho dinero!” A
Conrado Blanco y a Rafael Enamorado, empresarios del teatro, les gustaba mucho aquella cosa que
habíamos escrito Manzanos y yo. Les gustaba el texto, les gustaba la música y querían correr el riesgo,
cambiar el género de la revista, que se estaba quedando anticuado. Tenían una fe ciega en una renovación
del género. Ante el rechazo de Casal y de Ángel de Andrés, Conrado Blanco me hizo una pregunta que
me dejó paralizado unos instantes:
—¿Te atreverías a hacerla tú? ¿Cómo perder aquella oportunidad? Mi sueño podía hacerse realidad.
Mi respuesta fue contundente:
—Sí.
Los personajes importantes eran tres actores y una vedette que reuniera cualidades de actriz.
Conrado Blanco me preguntó:
—¿Se te ocurren algunos nombres? Dos los tenía en mi mente desde que escribí el texto de la
revista. Como si la hubiera escrito para ellos.
—José Luis Ozores y Lina Canalejas.

157
Miguel Gila Y entonces nací yo

A José Luis le había visto trabajar docenas de veces y teníamos, tanto en la profesión como en
nuestra vida particular, el mismo sentido del humor. A Lina también la había visto trabajar y aparte de su
fisico, tenía un dominio de la comicidad que me gustaba. Necesitaba otro actor que fuese capaz de decir
en un escenario unos diálogos tan disparatados y realizar unas acciones tan absurdas. Recordé a uno que
me pareció que era el más, o el único, capaz de formar parte de esta aventura.
En una ocasión, cuando aún era locutor en Radio Zamora, hice un viaje a Madrid para resolver
algunos asuntos familiares. Por la noche me metí en el Price, en la plaza del Rey, a ver el trabajo de un
cómico llamado Alady, del que me habían hablado muy bien. Yo no conocía a Alady, ni siquiera sabía
cuál era su estilo de humor. Me senté en mi silla como espectador. El presentador anunció por el
micrófono la aparición de Alady y el público le recibió con un aplauso. Alady, que llevaba una peluca
pelirroja, comenzó a contar algunos chistes. Apenas había iniciado su actuación se escuchó una voz en la
parte de arriba del Price:
—¡Hay bombón helado Frígoli! 'Bombón helado Frígoli! Todos los espectadores miramos hacia el
lugar de donde había salido la voz. Un vendedor de helados, joven, vestido de blanco, con gorro, llevando
colgada del cuello la caja de los helados, bajaba y subía por el pasillo que separa las sillas sin dejar de
vocear: “¡Hay bombón helado Frígoli! ¡Bombón helado Frígoli!” Alady hizo un breve silencio y de nuevo
comenzó a contar chistes, pero cada vez que lo intentaba era interrumpido por el vendedor de helados. El
público ya empezaba a sentirse molesto con el vendedor, unos chistaban para que se callase y otros le
gritaban. Yo estaba indignado con él, pensaba en la falta de respeto hacia un artista que está ante el
público. Alady se dirigió a él directamente:
—¿Quieres hacer el favor de callarte? Estoy trabajando.
Y el vendedor de helados le contestó:
—¿Y qué cree usted que estoy haciendo yo? Hubo risas entre el público. El vendedor de helados
dijo:
—Además, eso que hace usted lo hago yo mejor, y más cosas que usted no sabe hacer.
Alady le miró y dijo:
—¿De verdad?
—¡Hombre, claro! —Baja aquí a la pista a ver si es verdad.
El vendedor de helados ni lo dudó. Bajó a la pista, dejó la caja de helados en el suelo, se acercó al
micrófono y no solamente contó chistes graciosos, sino que silbó, cantó y bailó claqué. El público se
volcó en aplausos. Entonces me di cuenta de que era un número preparado, pero hasta ese momento había
creído que el personaje era un auténtico vendedor de helados.
Su nombre era y es Tony Leblanc. Me pareció el único capaz de arriesgarse a subir al escenario con
aquella revista absurda.
Le di los nombres a Conrado Blanco: José Luis Ozores, Tony Leblanc y Lina Canalejas.
Conrado quedó en hablar con ellos.
Quedamos en leerles la obra, o la función, que decían Tono y Mihura.
Tanto José Luis como Tony y Lina, después de la lectura de la revista, se mostraron entusiasmados
con la idea de ser los protagonistas.
Decían, se comentaba, no sé si será cierto, que Conrado Blanco estaba enamorado de Marianela de
Montijo. El ballet de Marianela fue elegido por él mismo.
Hacía falta otro cuerpo de baile para que interpretaran los números musicales de Algueró y
Montorio, ya que el ballet de Marianela tenía sus números propios que nada tenían que ver con el texto de
la revista y una de las cosas que más había cuidado yo al escribirla era que todos los números musicales
formaran parte del argumento, que se integraran en el texto. De ninguna manera quería caer en el tópico
de todas las revistas que había visto hasta entonces, en las que los números musicales eran traídos de los
pelos, totalmente descolgados del argumento. Mi intención estaba bien clara, cada número sería parte de
la historia. De esta forma no se rompía la continuidad del espectáculo, se ganaba en agilidad y hasta,
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Miguel Gila Y entonces nací yo

tratándose de unas historias y unos diálogos absurdos, en credibilidad. Ese segundo ballet se formó con
Marilín de Lagunar como primera bailarina y veinte seleccionadas mujeres jóvenes, a las que en las
revistas denominaban tiples y vicetiples. Este ballet sería el encargado de interpretar los números
musicales que formaban parte del texto.
Hicimos varios ensayos y decidimos estrenar el 18 de julio, por ser un día festivo, coincidiendo con
la conmemoración de los trece años del glorioso Movimiento Nacional. No pudo ser. El 12 de julio me
llegó una notificación comunicándome que me presentara al día siguiente en el Palacio Real, donde me
esperaba Fernando Fuertes de Villavicencio, jefe de la Casa Civil del Generalísimo. Así lo hice. Fernando
Fuertes me comunicó que el día 18 tenía que actuar en la fiesta que Franco daba cada año a todos los
miembros de los distintos cuerpos diplomáticos en el palacio de La Granja. Imposible decir que no. Me
citó para el día siguiente, para que le dijera qué es lo que pensaba contar en mi actuación. Al día
siguiente, a la hora señalada, me presenté en su despacho del Palacio Real y allí, de pie, ante su gran mesa
le conté el monólogo de la guerra y el de la historia de mi vida. Salvo pequeños detalles que me anuló, el
resto fue aprobado, citándome para el ensayo el día 17.
Precisamente el día que tenía yo el ensayo general de Tengo momia formal con los actores, con
decorado, vestuario, ballet y orquesta, así que ese día no me di por aludido. Fernando me llamó por
teléfono preguntándome por qué no iba al ensayo, le expliqué que tenía el ensayo del teatro con toda la
compañía y los músicos y que no había ido a ensayar porque como él ya sabía lo que iba a contar y yo no
necesitaba orquesta, no creía necesario hacerlo, que lo único que necesitaba era un micrófono y una luz
concentrada. No me dijo nada. Colgó. Media hora más tarde vinieron a buscarme en un coche una pareja
de la Policía Armada y me llevaron a La Granja a hacer el ensayo.
Tuvimos que aplazar el estreno de la revista hasta el día 23.
El 18 de julio hice mi actuación en La Granja. En el programa decía: “Gila, una guerra de mentira.
El título fue idea de ellos.
Como el escenario estaba muy alto, los focos muy fuertes y los espectadores muy lejos, ni siquiera
me enteré de si Franco se divirtió o no. Supongo que sí, porque volvieron a llamarme varios años más.
Aquellas actuaciones gratuitas para gente que a mí me caía muy mal, me hinchaban las pelotas. (Para que
no me llamaran más, me inventé un truco. Como Fernando Fuertes iba con bastante frecuencia a los
teatros de revista, cada vez que me lo encontraba le decía: Qué pena que este año no voy a poder ir a La
Granja porque en esa fecha tengo contrato en Barcelona!” Y de esa manera me libré de tener un puesto
fijo cada 18 de julio. De todas maneras, no pude evadirme de alguna actuación más. También me tocó
hacer los festivales que organizaba doña Carmen Polo para la campaña de invierno en el teatro Calderón.
Y otros para no sé qué en el palacio de El Pardo).
Sigo con el estreno de Tengo momia formal.
Estrenamos el 23 de agosto. Se levantó el telón y el ballet de tiples y vicetiples con Marilín de
Lagunar al frente hizo su primer número, el de apertura. El decorado era la cubierta de un barco, las
chicas vestidas de sofisticados marineros cantaron:
Boga, boga, marinero boga, boga sin cesar que en el puerto a ti te espera un amor a quien besar.

Terminado el número dio comienzo el prólogo. En la cubierta del barco había un par de barriles y
un gran cajón. De uno de los barriles salía un polizón, José Luis Ozores, muy bien vestido con una cesta
de merienda y un termo bajo el brazo. Del cajón salíamos dos polizones más, Tony y yo, que vestíamos
ropas de pobres. Nos dábamos a conocer. José Luis nos contaba que era la primera vez que viajaba en un
barco como polizón y que su mamá le había preparado una tortilla de patatas, una barra de pan, dos
plátanos y un termo con café con leche para que no pasara hambre en su primera experiencia como
polizón, porque él era de una familia muy rica. Tony y yo intentábamos convencerle para que sacara la
tortilla y la comiésemos entre los tres, porque llevábamos varios días en el barco sin probar bocado. Nos
costaba convencerle y cuando ya lo habíamos logrado, nos sentábamos, él sacaba la tortilla, la ponía

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Miguel Gila Y entonces nací yo

sobre un mantelito, nos daba una servilleta a cada uno, Tony y yo nos disponíamos a disfrutarla y
entonces José Luis decía:
—Estoy pensando que si comemos ahora, a la noche no vamos a tener hambre.
Y volvía a guardar la tortilla en la cesta.
Con aquellos diálogos y aquella situación, el público era una carcajada detrás de otra. Recuerdo las
palabras que José Luis Ozores nos dijo en voz baja:
—Esto funciona. Están en el bote.
Como aquel polizón no soltaba la tortilla, nosotros, ya curtidos, le proponíamos un trato. Si nos
dejaba comer la tortilla, a cambio le contaríamos las aventuras que habíamos vivido en todos los puertos
donde habían anclado los barcos en que habíamos viajado como polizones. José Luis accedía al trato y
Tony y yo le contábamos seis historias que eran las que formaban el total del espectáculo.
Eran seis historias diferentes. Una en el fondo del mar, donde un marino, un capitán y un grumete
hablaban con Neptuno porque tenían un problema, se les había hecho un agujero en el barco y hacía
aguas. Le preguntaban a Neptuno si él no tendría un corcho. En esa historia metimos un número musical
donde las sirenas se quitaban la cola de pescado, la colgaban de una cuerda de tender ropa y cantaban y
bailaban el número musical. La segunda historia ocurría en el interior de un castillo donde unos
científicos o sabios locos, al mejor estilo del doctor Frankenstein, habían conseguido el elixir del
rejuvenecimiento. Metían en una máquina a un almirante de Marina y después de apretar palancas y
botones, salía de la máquina un niño vestido con marinerita de las usadas para hacer la Primera
Comunión. Después metían a una anciana en una silla de ruedas y manejando de nuevo los botones y las
palanquitas abrían la puerta de la extraña máquina y aparecía una hermosa vedette que cantaba y bailaba
otro de los números.
La siguiente aventura transcurría en el interior de un panteón egipcio. Entraba un arqueólogo, que
observaba con curiosidad los jeroglíficos que estaban en las paredes, y detrás del arqueólogo entraba un
pobre que se colocaba a sus espaldas y le decía:
—Ande, señor, deme una limosna.
El arqueólogo se encaraba con el pobre.
—¡Pero qué pesado es usted! Ya le he dicho que no tengo suelto. Se lo dije en Londres, se lo dije en
el tren, se lo he dicho en el camello y usted erre que erre.
—Lo que pasa es que usted no me quiere dar la limosna.
Y el arqueólogo indignado, decía:
—Pues muy bien. ¡No se la quiero dar! Y decía el pobre:
—Pues podría habérmelo dicho la primera vez que se la pedí y me hubiera ahorrado los viajes.
Otra de las historias se desarrollaba en un barco pirata donde se necesitaban piratas y a los que se
presentaban para cubrir las plazas se les pedía un certificado de mala conducta, otro donde figurara que
tenían antecedentes penales y por último una foto donde se les viera dándole una patada a un pobre.
En ésta se escuchaban diálogos como:
—Todos a las jarcias. ¿Tenemos jarcias?
—Sí, señor. Muchas jarcias.
—De nada.
En la que más nos divertíamos era en la que transcurría en el saloon de un pueblo del oeste
americano, durante la conquista de aquel territorio. Tony, José Luis y yo éramos tres temidos forajidos,
rápidos con el revólver. Los tres formábamos una banda de la que Tony era el jefe. Entrábamos en el
saloon, nos sentábamos en una mesa, pedíamos una baraja y decía Tony:
—Vamos a jugar a las siete y media.
Y decía yo:

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Miguel Gila Y entonces nací yo

—Jefe, estoy pensando que como ya es muy tarde, en lugar de jugar a las siete y media tendríamos
que jugar a las cuatro y veinte.
Después de discutir unos instantes jugábamos una partida de tute. El jefe me decía:
—Tú das.
Yo barajaba las cartas y hacía el reparto. Tony me miraba las cartas y me decía:
—Dame el as de oros y el caballo de copas y el tres de espadas y el rey de bastos...
Yo le iba dando las cartas que me pedía, y como sólo me quedaba una en la mano, se la daba
también.
—Tome, jefe. Yo juego sin cartas.
Comenzábamos la partida. José Luis ponía una carta sobre la mesa. Yo me miraba la mano como si
tuviera en ella las cartas, dudaba unos segundos y miraba a Tony, buscando su consejo para decidirme por
la carta que debía poner sobre la mesa. Tony me miraba y con complicidad me hacía un gesto para
indicarme que sí, que esa era la carta apropiada. Yo hacía como si pusiera la carta sobre la mesa.
Entonces Tony ponía una de sus cartas y decía: “¡Las cuarenta! ¡Y veinte en bastos! ¡Y veinte en espadas!
¡Y veinte en oros! ¡Y las diez de últimas!” Y se llevaba todas las cartas.
Yo, en las pistoleras, en vez de llevar pistolas, llevaba dos cepillos de la ropa y cada vez que Tony,
el jefe, ganaba, yo sacaba los cepillos y se los pasaba por la camisa, al tiempo que decía:
—¡Cómo domina el juego, jefe! José Luis llevaba un bigote, de esos que se sujetan a la nariz con
una pinza de alambre. Cuando habíamos jugado un par de partidas, José Luis decía:
—Yo no tengo más dinero, pero me juego el bigote.
Por supuesto, Tony se lo ganaba y José Luis se lo quitaba de la nariz y se lo daba a Tony, diciendo:
—No sabes lo que me cuesta desprenderme de este bigote. Me lo dio mi padre al morir. Me acerqué
a su lecho de muerte y me dijo: “Hijo mío, me muero. Cuida de tu madre y de mi bigote”.
Cada vez que poníamos una carta sobre la mesa golpeábamos con fuerza, como para intimidar a los
otros. En uno de esos golpes, Tony simulaba que se había hecho mucho daño y lloraba. José Luis y yo
intentábamos consolarle. Pero no dejaba de llorar y decíamos:
—Es que como no ha dormido siesta.
—Es que como está con los dientecitos...
En ese momento entraba en el saloon el nuevo sheriff, que era una mujer, Lina Canalejas, nos
miraba, se apoyaba en la barra y pedía un zumo de tomate con mucha ginebra.
Tony la miraba y decía:
—A ésta me la cargo yo.
Y decía yo:
—Déjeme a mí, jefe, que yo conozco muy bien las tretas del sheriff Y comentábamos que tenía
muchas tretas. Y cada vez que hablábamos de las tretas, alegando que casi todas las mujeres tenían
muchas tretas, en una dictadura con una censura tan rigurosa la gente se mataba a reír.
La gente reía sin parar. Debo confesar que aparte de que el texto tuviera gracia, el trabajo de esos
dos grandes actores que estaban a mi lado en la dificil prueba, fue importantísimo, ya que no era fácil
interpretar aquellas situaciones absurdas. Lina Canalejas fue también una de las razones del éxito, porque
aparte de ser una bellísima mujer, era una actriz sensacional.
Y no menos importante fue el trabajo de Antonio Ozores, de Vilches, tío de los Ozores, y del resto
de los componentes de la compañía. Gracias a todos ellos conseguimos que aquello funcionara a teatro
lleno todos los días, a pesar de que el Fontalba tenía cuatro pisos y hacía un calor dificil de soportar.
Las críticas de la prensa fueron todas sensacionales. Sería una pedantería publicar todas, pero
también sería una ingratitud hacia los que se tomaron la molestia de escribirlas no reproducirlas aquí.
Porque estas críticas también fueron parte importante del éxito.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Conservo varias, ya que fue mi debut como actor y autor, y me han servido de estímulo para seguir
trabajando con entusiasmo, pero reproduciré una sola. La firma Leocadio Mejías y dice:

Tengo momia formal


Gila y Manzanos, subtitulan, “tontería con música” su Tengo momia formal,
estrenada con gran éxito en el teatro álvarez Quintero.
Conque tontería, ¿eh? ¡Pues esa tontería es nada menos que una fórmula nueva en el
género! Algo distinto a todo lo hecho hasta hoy, que da al traste con el viejo y mugriento
recetario al uso, en el que la revista se concebía como una serie de mamarrachadas, unas
chicas más o menos presentables, más una sucesión de telones de colorines y unos cuantos
“números musicales ad hoc” para rellenar hasta cubrir dos horas de espectáculo, cenando
siempre con la inevitable escalera del “apoteósis final”, por la que baja el elemento
femenino en orden de categorías.
Gila y Manzanos traen a este campo un mensaje inédito, que sorprende y hasta
emociona tiernamente. ¡Lo que ya es dificil! ¿Que en qué consiste? Pues en eso, “en dar en
el clavo” con la dificil facilidad de la sencillez, jugando a la ligera y por las buenas con
elementos tan antiguos como la humanidad misma, la ternura y la gracia ingeniosa de un
Gila que produce en el espectador el efecto fulminante de una potente glándula de
Voronoff.
He aquí una revista sin grotescos maridos cornudos, sin equívocos que, por
reiterados, el espectador adivina de antemano, y sin chistes fáciles, es más, no hay chistes,
sólo diálogos y situaciones ingeniosas que en todo momento sorprenden al espectador, y
ahí está el mayor mérito de esta nueva fórmula de la revista.
Dos compositores han compuesto la música de la obra, Montorio y Algueró.
Augusto Algueró es una especie de nigromante de la música moderna, se zambulle
en lo más profundo de su propia inspiración. El maestro Montorio, gordo, jovial y fino
como su música, heredero directo del maestro Alonso, mezcla su vena de inspiración a la
de Algueró en las partituras de esta revista para un resultado feliz.
El trío Gila, José Luis Ozores y Tony Leblanc componen la auténtica vedette de esta
revista.
Tony Leblanc lleva sobre su interpretación el peso del argumento de la obra, es el
papel más dificil, José Luis Ozores tiene el papel más brillante y el de Gila es el más
sencillo y menos socorrido. Los autores han sabido hacer el reparto con un gran
conocimiento teatral y con una honradez poco frecuente. A los tres por igual corresponde
el triunfo alcanzado. De ellas, Lina Canalejas, elegante, fina y además de excelente vedette
una gran actriz, capaz de dar la réplica a estos tres fenomenales actores. Marilín de
Lagunar, bailarina de exuberante belleza, con una feminidad que centra en ella el interés
del público y que recibió merecidamente muchos aplausos.
El delicioso ballet de Marianela de Montijo pone sus pinceladas de buen gusto en
esta revista que ha coreografíado, con el arte y experiencia que caracterizan sus creaciones,
el popular maestro Monra.
Hubo grandes ovaciones al término de cada cuadro y al final, cuando se bajó el telón,
hubieron de levantarlo repetidas veces, porque la gente en pie, sin abandonar sus butacas,
aplaudió y ovacionó merecidamente a los autores y a los intérpretes. Y es que Tengo
momia formal es de una originalidad sorprendente.
Leocadio Mejías

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Todas las críticas coincidían en señalar que Tengo momia formal no tenía nada que ver con ninguna
de las revistas escritas y estrenadas hasta entonces.
Era impresionante, en pleno verano y en una época en que no se conocía el aire acondicionado, ver
ese teatro de cuatro pisos lleno a rebosar.
Se había cumplido mi sueño y no sólo como actor sino como autor.
Aparte de que la gente se divertía muchísimo, nosotros, todos los que hacíamos la revista
disfrutábamos con nuestro trabajo. Era estimulante escuchar las carcajadas del público con cada una de
las situaciones, y para nosotros interpretar aquellos personajes era tan grato como lo era para los
espectadores. La revista era divertida en su totalidad. No voy a reproducir, porque ni siquiera lo recuerdo,
cómo era todo el texto de la revista, salvo las cosas sueltas que les he contado, lo que importa es comentar
cómo nos divertíamos nosotros. Algunos días nos cambiábamos los papeles para que nuestro trabajo fuera
más entretenido y no caer en la monotonía de lo repetido, que podía llegar a cansamos. Yo hacía a veces
el papel de José Luis y él hacía el mío o José Luis hacía el de Tony y Tony el de José Luis. Fue una
experiencia que años más tarde, cuando me dediqué de lleno al teatro, pensé que sería buena para los
actores: el cambio de papeles dentro de una misma obra. Sería, creo yo, una manera de agilizar la facultad
de los actores para incorporar un personaje.
Después de la función de la noche organizábamos campeonatos de futbolín en un bar de la calle de
San Bernardo, y cuando cerraban este bar, nos trasladábamos a los bajos del Palacio de la Música, donde
seguíamos hasta las siete de la mañana. Aquellos partidos de futbolín en los bajos del Palacio de la
Música, los practicábamos clandestinamente porque según órdenes de la Dirección General de Seguridad
estaban prohibidas las reuniones y aquello, aunque fuese para jugar al futbolín, era una reunión que en la
mentalidad de los que vigilaban la salud de la dictadura podía convertirse en una reunión política, o en
una conspiración para derribar el régimen. En un par de ocasiones nos sorprendió la policía y estuvimos a
punto de ser detenidos: nos costó Dios y ayuda hacerles entender que todo lo que hacíamos era jugar al
futbolín.
Las noches en la dictadura eran muy vigiladas. En Madrid había algunos lugares que cenaban tarde,
como La India en la calle de la Montera, Somosierra en la calle de Fuencarral u Ontanares en la calle del
Príncipe. Buscábamos entonces lugares donde se pudiera comer o beber algo, pero había que hacerlo muy
sigilosamente, ya que la policía vigilaba con mucho celo que nada estuviera abierto durante la noche. En
la calle de Malasaña, frente al teatro Maravillas, había un lugar donde nos servían algo después de las
dos; pero era necesario entrar por el portal acompañados del sereno y dar alguna contraseña para que
abrieran. Y si durante el tiempo que estábamos allí se escuchaban pasos fuera del local, el dueño nos
hacía una seña y quedábamos inmovilizados con el vaso de leche en la mano, temblando de temor hasta
que el ruido se alejaba. Había otro lugar en álvarez de Castro, también con entrada por el portal, que el
sereno nos abría, no sin antes asegurarse de que no era vigilado. Los únicos lugares autorizados a
permanecer abiertos después de las tres o las cuatro de la mañana estaban fuera de Madrid. Allí nos
encontrábamos la gente del teatro. La Venta de La Peque, en la Dehesa de la Villa, donde cada noche
asistían Paco Rabal, Fernando Fernán-Gómez y otros muchos de nuestra profesión. En esos lugares nos
daban sopas de ajo o algo de jamón; Villa Rosa en la Ciudad Lineal, Villa Romana en la cuesta de las
Perdices o Manolo Manzanilla, en la carretera de Madrid a Barcelona, donde al igual que en la Venta de
La Peque podíamos reponer fuerzas después de nuestro trabajo. Y al final, cuando estaba a punto de
amanecer, terminábamos en la churrería San Ginés. Pero lo nuestro era el futbolín.
Con el dinero que ganamos con Tengo momia formal nos compramos nuestro primer coche. Tony
Leblanc se compró, no estoy seguro, creo que un Austin, los hermanos Ozores un Citroen de aquellos que
llevaban los faros muy juntos y que ellos bautizaron con el nombre de Don Anselmo, yo compré un coche
inglés marca Alvis con el volante al lado derecho. Por las noches íbamos al parque del Oeste y ahí les
enseñaba a conducir a los tres hermanos Ozores, a Mariano, a José Luis y a Antonio. Después, cuando ya
cada uno teníamos nuestro coche, algunas noches íbamos a casa de los Ozores, unas veces con el mío,
otras con el suyo y a veces en el de algún amigo. El sereno que nos abría la puerta no sabía distinguir
entre un modelo de coche y otro. Cada vez que llegábamos con un coche distinto, si el coche en que

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Miguel Gila Y entonces nací yo

habíamos llegado la noche anterior era de color azul y el de la noche siguiente era de color negro, nos
decía:
—Por qué lo han pintado de color negro? Nosotros nos limitábamos a decirle:
—Porque ya estábamos cansados del color azul.
Al día siguiente llegábamos con un coche de color rojo y de nuevo el sereno miraba el coche y
decía:
—¿Otra vez lo han pintado de otro color?
—Sí, es que el negro era muy triste y el azul estaba bien, pero no nos terminaba de gustar, por eso
lo hemos pintado de rojo.
Para aquel sereno lo único que diferenciaba un coche de otro era el color.
Mi relación matrimonial se había deteriorado. Durante mis giras teatrales y mi trabajo en las salas
de fiesta tenía relaciones con otras mujeres. Mi mujer lo sabía, pero más despierta que yo, no me hacía
ningún comentario; consciente de que nuestro matrimonio se iría a pique en cualquier momento, había ido
juntando dinero y compramos un piso en General Zorita; pero yo le tenía un cariño muy especial a mi
pequeño piso de Carranza y como nuestra relación era muy fría, de mutuo acuerdo decidimos vivir cada
uno en una casa. Ella en Comandante Zorita y yo en Carranza. Cuando le cuento a alguien que yo me casé
porque estaba harto de pasar frío, creen que es una broma, pero ése fue el motivo real de mi boda en
Zamora. Creo que nunca hubo amor, hablo de pasión. De haber estado enamorado de mi mujer no hubiera
tenido relación con ninguna otra, y, como digo, las tuve con bastante frecuencia.
Más allá de mis relaciones con algunas mujeres del teatro, yo disfrutaba con la amistad de Peliche y
Pirulo, José Luis y Antonio. Vivir solo en mi piso de Carranza me daba libertad para hacer lo que me
daba la gana. Algunas veces, cuando venía de viaje, me acercaba a Comandante Zorita y dormía allí; pero
un día, una criada que tenía mi mujer me dijo:
—Señor, mientras usted duerme la señora le registra la cartera y le saca de ella dinero. Por favor, no
le diga nada, pero no quiero que si echa usted en falta ese dinero, crea que he sido yo.
A partir de entonces no volví nunca más por Comandante Zorita.
José Luis Ozores tenía montado un tren eléctrico en su casa, y para que el tren tuviera mayor
recorrido había hecho un agujero en la pared de su dormitorio, de manera que el tren salía a otra
habitación, daba una vuelta y regresaba. Peliche era de una inteligencia muy superior a la de cualquier
persona normal, no sólo por lo que he contado de este tren, sino porque era capaz de cortando unos tubos
hacerse un órgano como el de una iglesia. Llegó a inventar un futbolín extraño. Un futbolín que consistía
en una mesa con desniveles. De la bota de cada uno de los futbolistas salía una presión de aire que
empujaba una pelotita de corcho, que hacía las veces de balón. Para que de la bota de cada futbolista
saliera ese chorro de aire que empujaba la pelotita de corcho, cada futbolista tenía una perita de goma,
que en las farmacias se venden con el nombre de peras para enemas, de modo que cada futbolín llevaba
veintidós peritas de goma y había que apretarlas, sabiendo a qué jugador correspondía cada una de esas
peras. Los inventos de Peliche eran ingeniosos pero muy complicados. Ustedes no se pueden imaginar la
cara del farmacéutico cuando le pedíamos veintidós peras para enemas. Cuando nos aburrimos de armar
aparatos de radio, nos dedicamos a revelar fotografías, pero como Peliche no se quitaba el cigarro de la
boca, cuando estaba a punto de salir una hermosa ampliación se le caía la ceniza encima del papel, trataba
de apartar la ceniza con la mano y movía el papel que habíamos colocado sobre la mesa de la ampliadora,
con lo que resultaba imposible sacar una ampliación en perfectas condiciones. Todo esto nos producía
ataques de risa. Había una gran afinidad en nuestra forma de ver las cosas y una gran identidad en nuestro
sentido del humor. Éramos dos chicos grandes que estábamos recuperando parte de nuestra niñez perdida.
El material para nuestro laboratorio fotográfico improvisado en el cuarto de baño de mi piso de
Carranza lo comprábamos en la tienda de fotografía que tenía, en la calle del Carmen, nuestro gran amigo
Emilio Díaz y que se llamaba, como es de suponer, Casa Díaz.
Un día, entrando a comprar material para nuestro revelado fotográfico, Peliche me dio una patada
en una pierna. Y con el sentido del humor que usábamos diariamente, le dije:
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Miguel Gila Y entonces nací yo

—¿Por qué me das una patada? Yo no te he hecho nada. Si quieres que acabemos con nuestra
amistad, me lo dices, pero no hace falta que me pegues.
José Luis quedó pensativo unos instantes, se miró la pierna y me dijo:
—¿Sabes que me ha pasado algo muy raro? Se me ha ido la pierna para el lado derecho.
Yo no entendía qué era lo que me quería decir y me lo explicó de manera más clara y detallada.
—Yo quería bajar este pequeño escalón y al intentarlo, se me ha ido la pierna hacia la derecha.
Aquello, que en un principio no parecía tener ninguna importancia, fue el comienzo de una
esclerosis que iría en aumento con el correr del tiempo, hasta postrarle en una silla de ruedas. Era tan
fuerte su estado de ánimo que llegó a filmar algunas películas padeciendo ya su enfermedad.
Y siguió con la resignación y la fe en que se iba a curar. Recuerdo que en una ocasión me dijo:
—Si unos hombres han conseguido llegar a la luna, ¿cómo no se va a inventar un medicamento que
me cure a mí? Lamentablemente no fue así. Aquello siguió en aumento hasta el final. Yo vivía ya en
Argentina cuando por la prensa me llegó la triste noticia de su muerte. Estaba actuando en un programa
semanal del Canal 13, Sábados circulares de Mancera. Le pedí a Pipo Mancera, que era el productor y
director del programa, que me diera la posibilidad de no trabajar en el programa ese día, ya que la muerte
de José Luis Ozores me había creado un estado de dolor profundo y no me sentía con ánimos para hacer
humor. Pipo lo entendió y durante el programa se lo hizo saber al público asistente. Aunque hay una
norma entre los artistas que dice: “El espectáculo debe continuar”, Pipo Mancera me liberó de este
compromiso. No sé si alguna vez leerá esto que estoy escribiendo, pero nunca olvidaré su gesto.
Pero volviendo atrás en la memoria y recordando aquel Tengo momia formal, debo confesar que
fue gratificante mi primer trabajo como autor y actor.
Lamentablemente, Tengo momia formal duró poco por esas pequeñas cosas estúpidas que se
acostumbran a usar en el teatro, el tamaño de la letra en la publicidad y en los carteles, el orden en que
van situados los nombres, etc., etc., ¡fue una pena!, pero aquello sólo duró varias semanas.
Y de nuevo a la sala de fiestas.
Me contrataron en Valencia, en la terraza Rialto, propiedad de don Luis y doña Alma, aunque era
ella, doña Alma, la que manejaba el negocio. La terraza Rialto estaba enfrente de los jardines llamados
Los Viveros.
En Valencia como en Madrid, mi presentación fue un éxito y doña Alma estaba empeñada en que
prorrogase mi contrato, que era de quince días a un mes, pero en el mismo lugar trabajaba una cantante
italiana, que era la que había cantado para la película Arroz amargo la canción aquella que simulaba
cantar Silvana Mangano, que se hizo muy famosa, la de Ya viene el negro zumbón, bailando alegre el
bayón. Me enamoré de aquella cantante y cuando terminaron mis quince días de contrato, sin decir nada a
nadie, me escapé con ella a Italia, concretamente a Rímini.
Nadie en absoluto sabía que yo me había ido a Italia y mucho menos que estaba en Rímini. Vivía en
una casa particular, no quería dejar huellas de mi escapada, por lo que no me alojé en ningún hotel.
En Rímini me dedicaba a pasear y disfrutar del Adriático, a conocer la República de San Marino;
para mí era una gran novedad poder visitar un país comunista.
Un día la dueña de la pensión me dijo que tenía una llamada de España. ¿Cómo era posible? A
nadie, absolutamente a nadie le había comentado este viaje. Fui hasta el teléfono. Al otro lado alguien me
dijo:
—Le llamo en nombre de don Juan March, desde Palma de Mallorca.
Tardé unos instantes en reaccionar. Pensaba que se trataba de alguna broma, pero ¿quién podía
gastarme una broma, si yo no había comentado con nadie aquella escapada?
—Perdón, ¿cómo dice?
—Le llamo desde Palma de Mallorca de parte de don Juan March, que quiere que venga usted a
actuar a la puesta de largo de su nieta.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

No podía decir nada más tonto, dije:


—Es que estoy en Italia.
—Sí, ya lo sabemos. Mañana irá a recogerle un coche que le llevará hasta el aeropuerto de
Florencia, de allí a Roma le llevará una avioneta y en un vuelo regular vendrá usted a Palma. En el
aeropuerto le estará esperando un coche. Por su caché no se preocupe.
Y me colgó.
Yo no tenía ganas de regresar a España. Estaba viviendo una muy hermosa aventura, pero, tal vez
porque viviendo en una dictadura se me había olvidado el uso de la libertad, lo mismo que me pasaba
cuando me llamaban para actuar en el palacio de La Granja, no supe negarme. Al día siguiente vino el
coche a buscarme, me llevaron al aeropuerto de Florencia, de ahí a Roma y de Roma a Palma de
Mallorca.
Juan March en persona me saludó y me comentó que su nieta le había pedido que uno de los regalos
en su puesta de largo fuese una actuación mía.
También, aparte de mi actuación, actuaba el mago Cartex con quien ya había compartido alguna vez
escenarios, un cantante francés que no recuerdo su nombre, pero que estaba de moda, pero lo que más me
impresionó fue el poder que tenía don Juan March: no sólo me había traído a mí desde Italia, había traído
en un avión privado un grupo de negros de una tribu de no sé qué lugar de África, que bailaron sus danzas
rituales. Una vez finalizado el espectáculo fueron devueltos a su lugar de origen.
La cena fue espléndida y no sólo para los invitados. En la calle, fuera del castillo donde se
celebraba la fiesta, había más de sesenta mesas llenas de comida y champán para la gente que pasara por
allí y quisiera comer o beber.
Me pagaron, en aquel entonces, treinta mil pesetas, y por el mismo sistema que me habían traído me
llevaron de regreso a Rímini, donde estuve un mes.
En Italia me tradujeron dos de mis monólogos al italiano y actué en una sala de verano con gran
éxito; pero aquello se terminó. Como me pasaba siempre que intentaba establecer una relación con una
mujer, el hecho de estar casado en un país donde no estaba permitido el divorcio, ni siquiera la
separación, era la causa de que la relación, por falta de futuro, se viniera abajo. Y así fue. Aquello fracasó
y yo regresé a España.
Volví a mis visitas al teatro de la Comedia y a mis reuniones con Peliche, con don Tirso Escudero,
gran aficionado a la fotografía, y con Gustavo Pérez Puig, director del TEU de Madrid, a quien le hablé
de la obra de Mihura, Tres sombreros de copa. Y aunque Miguel Mihura se resistía a que aquella
comedia, que decía estaba muerta, fuese puesta en escena, Gustavo Pérez Puig logró convencerle y
Mihura dio la autorización, pensando que la comedia se iba a representar un solo día por un grupo
universitario. Pero aquello no sería así, sería algo que a Mihura le sorprendió, se estrenaría en el teatro
Español y fue un gran éxito. Interpretaron la obra jóvenes actores: José María Prada, Agustín González,
Femando Guillén, Agustín de Quinto, Lolita Dolf, Pilar Calabuig y en el papel de Dionisio, Juanjo
Menéndez, magníficamente dirigidos por Gustavo Pérez Puig. Esto ocurría en el mes de noviembre de
1952, es decir, veinte años después de que Mihura escribiera la comedia. Aquella comedia de la que
Valeriano León dijo que había sido escrita por un demente.
En enero de 1953, la madre de Virginia de Matos, tal vez ilusionada por el éxito de Tengo momia
formal, me pide que escriba una revista para Virginia.
A mí, eso de trabajar en solitario siempre me ha resultado muy aburrido; le hablé a Mihura de la
petición que me había hecho la madre de Virginia y le dije que si quería que la escribiéramos juntos. Yo
había hecho una pequeña historia en unas cuantas cuartillas. Mihura no tenía ganas de escribir nada, pero
le atraía que se tratara de una revista, en la que iban a actuar aparte de la vedette, un ballet de chicas
jóvenes y en la que además habría canciones y música. Muy particularmente, le entusiasmaba la idea de
las chicas, porque de todo lo que a Miguel le gustaba, lo que más eran las jovencitas.
Escribimos la revista, que titulamos Con su camisita y su canesú. La terminamos en menos de una
semana y fuimos a leérsela a su casa. La madre de Virginia estaba tumbada en un sofá tapada con una
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Miguel Gila Y entonces nací yo

manta, nos dijo que estaba resfriada. Junto a la madre estaba Virginia y una señora, parece ser que de la
familia, que era la encargada de cuidar a la enferma. Mihura y yo nos sentamos junto al sofá, saqué el
texto que habíamos escrito y Miguel me dijo que lo leyera yo.
Empecé a leer: “Salón de un palacete del duque de Castuera. A la derecha...” En ese momento sonó
el timbre. La señora que estaba junto a la madre de Virginia salió a abrir. Entró una mujer. La madre de
Virginia nos dijo:
—Es mi hermana. ¿Le importaría empezar? Y empecé a leer de nuevo: “Salón de un palacete del
duque de Castuera...” El timbre de la puerta sonó de nuevo. La señora que estaba junto a la madre de
Virginia salió a abrir. Ahora el que entró fue un hombre.
—Es un amigo de la familia, Gila. ¿Le importaría empezar para que lo oiga él también? Y otra vez:
“Salón de un palacete del duque de Castuera. A la derecha...” Y cada vez que intentaba leer, sonaba el
timbre y llegaba alguien nuevo.
A todo esto, la madre de Virginia tosía y estornudaba sin parar. No era fácil leer con tanto timbre,
tanta tos y tanto estornudo. Ya éramos al menos nueve o diez personas, contando los que habían ido
llegando de uno en uno.
Cuando ya parecía que no iba a venir nadie más, a la madre de Virginia le dio un ataque de tos y
tuve que interrumpir la lectura. Mihura se levantó y me dijo:
—Vámonos, porque esta señora es tonta y nos va a pegar la gripe.
Y nos levantamos y nos fuimos ante el asombro de los concurrentes. Yo me quedé frío con aquella
salida de Mihura; pero él era así, directo, tajante.
Después, en la calle, me dio un ataque de risa. Por supuesto que no hubo lectura ni estreno.
Siempre había sentido una gran admiración por Miguel Mihura, pero desde ese día mucho más.
Hasta que no superé la barrera de los sesenta nunca he sido capaz de enfrentarme directamente con algún
compromiso no deseado. Me ha costado muchos años aprender a decir no y a que cuando me preguntan:
“Por qué”, contestar: “Porque no”.

Barcelona
Durante los meses de verano, el Club Castelló, como todos los clubs de Madrid, cerraba sus puertas.
Recibí una llamada de Barcelona para trabajar en una sala de fiestas, Jardines Casablanca, una sala de
verano al aire libre situada en la carretera de Sarriá frente al campo del Español, muy cerca de Piscinas y
Deportes. En la sala había una orquesta que tocaba música de baile. Luego daban paso a las atracciones y
después venía lo que entonces llamaban el alterne o el descorche. Como en la dictadura estaba prohibido
que en los cabarets llamados salas de fiestas hubiera mujeres que alternaran con los clientes, la única
manera de eludir esa ley era montarle un número a cada una de las chicas y así, presentarlas como si se
tratara de artistas de variedades, y una vez finalizada su actuación podían aceptar la invitación a la mesa
de alguno de los clientes. Se suponía que las invitaban como admiradores de su trabajo artístico. Al
terminar la música de baile apagaban las luces de la sala, encendían los focos del escenario y un
presentador iba dando los nombres de los diferentes artistas que formaban el espectáculo de variedades.
Aquello más que la presentación de un espectáculo parecía un pase de lista de un cuartel: “Señoras y
señores, Jardines Casablanca tiene el honor de presentar a todos ustedes su espectáculo de variedades”.
La orquesta tocaba eso que llaman una fanfarria y el presentador iba nombrando a los artistas que iban a
actuar en el espectáculo: “Paquita González, Milagros Herreros, Lola Marañón, Olga Luna, Pepita la de
Jerez, Las hermanas Karina, Lupe Mestre, Queta Almansa, Pilar Trujillo, Sandra Quinteros, Manolita
Orense y como broche de oro el genial humorista, Gila!” La orquesta tocaba una fanfarria de despedida y
cuando el presentador se iba, volvía a sonar la orquesta, ahora con el Bolero de Ravel, Las bodas de Luis
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Miguel Gila Y entonces nací yo

Alonso, La Danza del Fuego o la jota de la Dolores, y las artistas iban haciendo su número hasta que
llegaba el momento en que yo aparecía en el escenario.
Finalizado el espectáculo, las artistas aceptaban la invitación de algún admirador, y se sentaban con
él a tomar lo que las chicas llamaban un cóctel, que no era otra cosa que agua con algo de limón o vaya
usted a saber qué, aunque había clientes, nuevos ricos, vividores del estraperlo de posguerra, que
intentaban emborrachar a las chicas ejerciendo un machismo propio de su condición de patanes venidos a
más. Estos patanes disfrutaban obligando a las chicas a tomar bebidas alcohólicas, que tenían que beber si
querían ganarse el porcentaje que el propietario de la sala les daba por cada alterne o descorche. Se le
llamaba alterne a las copas y descorche a una botella de champaña.
Cuando anclaba en Barcelona algún barco de la flota americana, la barra de los Jardines Casablanca
se llenaba de marinos que ponían dólares debajo del vaso y cada vez que se lo llenaban de nuevo, el
camarero de la barra sacaba un par de dólares de debajo.
A mí, personalmente, la presencia de aquellos marinos, que se repetía con bastante frecuencia, me
daba cien patadas en la barriga, porque como no me entendían, lo único que hacían era hablar a gritos con
las chicas, lo que arruinaba mi actuación.
Tenía que encontrar una solución para terminar con aquello. Me era de todo punto imposible decir
que guardaran silencio durante mi actuación y mucho menos poner un letrero en la puerta prohibiendo la
entrada a los marinos americanos. Y encontré la solución. Cada día antes de salir al escenario me enteraba
de algo que tuviera que ver con alguna de las chicas y durante mi actuación hacía un comentario divertido
sobre la chica en cuestión. Esto hizo el milagro. Cuando yo salía a actuar, las chicas estaban con sus cinco
sentidos esperando ver a quién de ellas iba dirigido esa noche mi comentario. Era inútil que los marinos
intentaran hablar, las chicas les hacían guardar silencio. Aquello fue un hallazgo. A partir de esta idea mis
actuaciones eran escuchadas sólo con un ruido, el de la risa.
Barcelona era en la época de la posguerra la ciudad más rebelde a la dictadura impuesta por el
franquismo. Los catalanes, aun con su envidiable aferrarse a sus raíces, estaban como todos los españoles
sometidos a las órdenes y los decretos del Gobierno franquista, pero, con todo, escapaban con una gran
astucia al sometimiento.
En ningún lugar de España había la “libertad” que había en Barcelona. La vida nocturna y los
teatros burlaban las leyes dictadas por el Gobierno franquista. En ningún lugar de España había tantas
salas de fiestas de distintas categorías, lujosas salas de fiestas como Rigat en la céntrica plaza de
Cataluña, Follies en la Rambla, el Cortijo, La Masía, y otras no menos importantes, pero con alterne,
como Bolero, Río, Jardines Casablanca y La Moga. Aparte de las salas de fiestas había en Barcelona
varios “moblés”, como Pedralbes, La Casita Blanca, El Trébol y otros muchos lugares para el placer, y
también los domicilios de las “madames”, que eran las que actuaban como celestinas en los cabarets y
que disimulaban su condición vendiendo rosas, por eso eran conocidas como las floristas.
Mi trabajo en Barcelona se convirtió en algo habitual cada año. Don Antonio Astell, propietario de
Jardines Casablanca, me contrataba cada verano un par de meses, y durante el invierno actuaba en otros
locales, en Río, en Emporium y en La Bodega del Calderón, que estaba situada en los bajos del teatro
Calderón, como muchos otros teatros ya desaparecidos.
Durante el día, todas las mañanas iba a Piscinas y Deportes y seguía practicando mis saltos de
trampolín y la natación.

La gente del toro


En aquellos años, en Barcelona eran muy frecuentes las corridas de toros. Venían a torear Julio
Aparicio, El Litri, Victoriano Valencia, Antonio Chenel Antoñete. Los toreros se hospedaban en el hotel
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Miguel Gila Y entonces nací yo

Arycasa, ya desaparecido, y comían en El Canario de la Garriga, frente al hotel Ritz. Los toreros venían
acompañados de sus cuadrillas, sus apoderados y algunos ganaderos, como los Cembrano. También en
algunas ocasiones traían con ellos al enano Marcelino, un enano de cuarenta años con una estatura de
aproximadamente un metro y que aparte de tener voz de niño, vestía ropa de niño, pantalón corto y
chaquetita. Los toreros decían que si el enano iba a la corrida les daba “mal fario”, por eso cuando se
disponían a salir del hotel hacia la plaza de toros, al enano Marcelino lo subían en lo alto de un armario y
lo dejaban allí. Mientras se celebraba la corrida, el enano pedía socorro a gritos, pero inútilmente porque
en el hotel ya estaban advertidos y nadie le bajaba del armario.
El enano Marcelino era un apasionado de Julio Aparicio. En una ocasión en La posada del Mar, en
la Gran Vía, se entabló una conversación sobre la fiesta de los toros. El padre de Manolo Caracol, que
padecía bocio muy abultado bajo el lado derecho de la barbilla, decía:
—Aquellos toreros de mi época, ¡El Guerra, Frascuelo, Joselito! ¡Esos eran toreros! ¡Con aquellos
toros de quinientos kilos y aquellos pitones afilaos...! Y Marcelino, el enano, decía desde abajo con su
voz aflautada:
—Pues Julio Aparicio es muy bueno.
El padre de Caracol agachaba la cabeza, miraba al enano y seguía.
—¡Ese Lagartijo! ¡Qué muletazos! Y el enano volvía a lo suyo.
—Pues Julio Aparicio es muy bueno.
Y esto se iba repitiendo. En un momento determinado, el padre de Caracol miró al enano, se tocó el
bocio y dijo:
—¿Te quiés callá, coño? Que se va a creé esta gente que se me ha caío er burto.
El padre de Caracol es uno de los personajes que debería figurar en la antología de grandes hombres
de la historia de España. Cuentan que durante la guerra estaba con alguien de la familia en la Gran Vía de
Madrid cuando empezaron a sonar las sirenas anunciando la llegada de aviones. Como hizo todo el que
caminaba por la calle en ese momento, se metió en la estación del metro. Los aviones empezaron a
bombardear. Pasaban una vez, dejaban caer sus bombas y se retiraban. Cuando la gente se disponía a salir
del “refugio”, los aviones daban otra pasada descargaban de nuevo sus bombas y la gente otra vez al
metro. Los aviones habían comenzado a bombardear a la una de la tarde y cuando eran las tres y media
seguían bombardeando. Cuentan que el padre de Caracol salió del metro, se llevó las manos a la boca y
mirando a los aviones gritó:
—¡Pero ustedes no almuersan! Algunos veranos, los Cembrano junto con Manolo Navarro, el
Yagüe y otras gentes del toro, me invitaban a su finca de Plasencia, donde acostumbraban a gastar bromas
muy pesadas. Una de aquellas bromas era que cuando ya nos habíamos acostado —dormíamos en una
habitación grande seis u ocho invitados— nos metían en la habitación un becerro o una vaquilla que nos
embestía a nosotros, a las camas, a las maletas y a todo lo que hubiera en el dormitorio. Cuando hacía
mucho calor, la cena se hacía en el río. Ponían una mesa y sillas dentro del río en un lugar donde nos
llegaba el agua por la cintura y sentados, pero vestidos, cenábamos servidos por camareros uniformados
que llevaban guantes blancos.
Muy cerca de la finca de los Cembrano había otra finca, propiedad de un matrimonio que, al
contrario que los Cembrano, eran gente seria. Un día nos invitaron a comer.
Los Cembrano me vistieron de cateto, con un traje de pana y una boina y me dijeron que me
adelantara a ellos y entrara en la casa yo solo. Así lo hice.
Cuando llegué a la casa, me recibió la señora. Al yerme se sorprendió. Le lancé a bocajarro,
imitando la voz de los gañanes de pueblo:
—¿No han llegao entoavía ésos? La señora estaba entre sorprendida y asustada.
—¿Quién?
—Pos quién van a ser, los Cerbanos esos, que man dicho que minvitaban a comer aquí.
La señora, cada vez más asustada, dijo:
169
Miguel Gila Y entonces nací yo

—Pase, pase usted.


Y me llevó al comedor. La mesa estaba puesta a todo lujo, me senté y señalando hacia un recipiente
donde había salsa mayonesa, dije:
—Pos como no vengan pronto, yo me mojo pan en la salsa esa, porque dende ayer que no he comío
ná.
La señora estaba ya al borde del infarto cuando aparecieron los Cembrano con Antoñete, el Yagüe,
Manolo Navarro y con ellos el marido de la señora, que descubrieron la broma y me presentaron.
Le pedí disculpas a la señora, no le había gustado nada la broma.
De cualquier manera, estas actuaciones improvisadas me servían como ejercicio para ir
enriqueciendo mi soñado trabajo de actor.
Ese cateto que yo incorporé muchas veces en mi repertorio, lo había aprendido de un primo mío que
era del pueblo de mi madre. El pueblo donde nació mi madre, en la provincia de ávila, tenía un nombre
hermoso, como de romancero, se llamaba y se llama Villa del caballero de Mombeltrán. Allí nació
también mi primo, que se llamaba igual que el hermano de mi madre, Crescencio, pero que le llamaban
Crece. Era un gran admirador mío. Cada vez que venía a Madrid me hacía una visita, y yo le tiraba de la
lengua para oírle hablar, porque cada vez que abría la boca y me contaba algo era un espectáculo.
Una mañana llegó a mi casa, serían las nueve y media, yo me había acostado muy tarde y estaba
muerto de sueño, me levanté, le abrí la puerta y entró, con su boina, que no se la quitaba ni para dormir.
Tenía en la cabeza una pequeña calva y eso le creaba un gran complejo. Yo me metí en la cama, él se
sentó junto a mí y me dijo:
—He trabajao en una cinta.
—¿Qué?
—Que he trabajao en una cinta, en una película.
—¡No me digas! —Sí, el alcalde nos dijo si nos queríamos ganar cuarenta duros, total por correr
dos leguas. ¡Me cago en Dios! Nos las hicieron correr cuarenta veces. El tío de las gafas decía: Que no
vale. A empezar otra vez.
El tío de las gafas era Stanley Kramer y la película El gran cañón, con Sofia Loren, Frank Sinatra y
Cary Grant. Yo empecé a tirarle de la lengua:
—¿Y qué tal la Sofia Loren?
—No vale ná, primo, las tetas mu gordas, toa la cara pintá, pero eso sí, tiene mu buenos
sentimientos, allí a uno, total porque se ahogó, le dio quince mil pesetas a la familia, y ni trabajaba en la
cinta ni ná, era un pastor que andaba por allí con las ovejas, pero ya te digo, las tetas mu gordas y mu
pintada la cara.
Y siguió:
—A nosotros, a los de la Villa, nos estrozaron las ropas, luego nos las dieron nuevas, y a los de San
Bartolo [San Bartolo es un pueblo cercano a la Villa y entre los mozos de los dos pueblos se llevan a
matariles pusieron unos levitones y unos gorros atravesaos. ¡Me cago en Dios! Cuando dijo el de las
gafas: “ ¡A por los franceses!” y nos dimos cuenta que eran los de San Bartolo... Tuvieron suerte porque
las escopetas no tenían balas, que si no los matamos todos. A mí me pusieron en to lo alto de la muralla,
al sol, porque a los questabámos al sol nos pagaban más que a los questaban a la sombra. ¡Hostias!
Cuando dijo el de las gafas: “A volar la muralla, y yo en to lo alto. Me pegó un témpano en la cabeza, y
menos mal que era de corcho, que si no, ni lo cuento.
El Crece era un personaje increíble, de él aprendí todas las artimañas y todo el manejo de las
palabras y los tonos de los mozos del pueblo que después me sirvieron para crear un personaje. En otra
ocasión, yo estaba trabajando en La Parrilla del Rex y vino mi primo el Crece a Madrid. Le invité a que
viera mi actuación. Llegamos a La Parrilla y ya a la entrada hubo la primera bronca. El portero le dijo a
mi primo que se quitara la boina. Mi primo no entendía nada.
—¿Que me quite qué?
170
Miguel Gila Y entonces nací yo

—La boina, no puede entrar con la boina.


Mi primo se quedó pensativo unos instantes.
—¿Y por qué no puedo entrar con la boina?
—Porque no está permitido.
—¿Y usté por qué coño lleva puesta una gorra? Yo no decía nada, observaba a los dos, portero y
primo, a ver cómo acababa la cosa.
—Es que yo soy el portero y la gorra es parte de mi uniforme.
—Pues yo trabajo en el campo y la boina es parte de mi uniforme, y vengo con mi primo y como no
me deje entrar le meto un hostiazo que...
La cosa ya se iba poniendo fea. Convencí a mi primo para que se la quitara al entrar y cuando ya
estuviese dentro se la pusiera. Lo hizo, pero muy a regañadientes, mientras murmuraba: “¡Pero coño, ni
que esto fuera una iglesia!” Se sentó y vio mi actuación, cuando terminé me acerqué hasta donde estaba él
esperándome. Tenía puesta la boina. Se levantó para irnos y yo dejé en la mesa un billete de veinticinco
pesetas. Mi primo me miró con asombro:
—¿Qué es eso?
—Una propina.
Cogió el billete y me lo metió en el bolsillo de arriba de la chaqueta.
—Pero, ¿qué haces? Esta gente tié su sueldo.
Volví a dejar el billete sobre la mesa y él me lo volvió a meter en el bolsillo de la chaqueta.
—Déjale una peseta, pero cómo le vas a dejar cinco duros. ¿Estás loco? Y tuve que esperar a que
estuviera de espaldas para dejar el billete sin que me viera.
Mi primo Crece era y es todo un personaje.
En una ocasión fui al pueblo con un coche usado, que yo había comprado de segunda mano, era un
coche americano como los que sacan los gángsters en las películas, pero que se caía de viejo. Cuando
llegué al pueblo, todos los mozos hicieron corro alrededor del coche:
—¡Joder, vaya coche que sacomprao el Miguel el de la Jesusa! Más adelante, cuando compré el
MG deportivo fui al pueblo a hacerles una visita. Paré el coche en la plaza, mi primo se me acercó y de
una manera muy confidencial me llevó aparte y me dijo:
—Te van mal las cosas, ¿no?
—No. ¿Por qué lo dices?
—Paece que te veo con el coche más pequeño.
Hablar con él y escucharle era más divertido que ir a un cine o a un teatro. Pero lo que más me
llamaba la atención era el amor que tenía por su boina. Resulta curioso el cariño que le toman algunas
gentes a la boina. En 1984 actuaba yo en la sala de fiestas del casino de Madrid. Antes de la actuación fui
a saludar a unos amigos que estaban en la sala, en una mesa cercana había dos hombres jóvenes con dos
mujeres, también, como ellos, jóvenes, los dos hombres tenían la boina puesta. El maitre se acercó y con
mucha educación, en voz baja, les dijo:
—Por favor, ¿podrían quitarse la boina? Contestación de uno de ellos:
—¡Vete a tomar por culo! Pero sigo con Barcelona. Por los Jardines Casablanca desfilaban artistas
que venían a ver mis actuaciones, uno de los más asiduos era Jorge Mistral con el que hice una gran
amistad, y al que seguí viendo años después en México y en Buenos Aires. Y los que no se perdían nunca
mis actuaciones y que se divertían mucho con mi humor eran Luis Mariano y Antonio el bailarín.
También era muy frecuente la visita de algunos jugadores del Barcelona: Ramallets, Biosca, Basora,
César... De todos ellos guardo un gran recuerdo.
En Barcelona yo era feliz. Conchita Montes tenía alquilado para todo el año un pequeño chalet en la
calle Ríos Rosas, que habitaba tan sólo cuando hacía teatro en Barcelona, que era muy de tarde en tarde.
Conchita, que fue siempre generosa conmigo desde que nos conocimos por primera vez, me cedió el
171
Miguel Gila Y entonces nací yo

chalet, alegando que así estaría más cuidado. Era un lugar tranquilo con un jardín con limoneros y
plantas. Junto al chalet, en la misma calle, estaba el gimnasio de Blume. Me apunté al gimnasio y como
deporte elegí la barra fija. Hice una gran amistad con Blume padre y con Blume hijo.
Por las tardes la gente del cine y del teatro nos reuníamos a tomar café y a jugar al dominó en el
café Zurich con Tato Romero Marchent, Ulloa y otra gente de la profesión. Y por las noches al café La
Luna en la plaza de Cataluña, lugar de encuentro de actores, directores, escritores, guionistas, dobladores,
donde al igual que en el café Gijón de Madrid se comentaban los estrenos de teatro o los rodajes de
películas.
En 1956 grabé dos discos single, de aquellos de 45 revoluciones, que años después fueron mi
pasaporte para todos los países de América Latina.

Tánger
Mi segunda salida al extranjero (la de Italia había sido la primera) fue el 22 de marzo de 1957. Fui
contratado para trabajar en una sala de Tánger. Aquello para mí era la gran aventura fuera de España. Al
llegar a Tánger y cuando me disponía a presentar el pasaporte, me llamó la atención que hubiera dos
ventanillas, una normal y la otra que tenía un rótulo que decía: “Artistas y prostitutas”. Por esa ventanilla,
con aquel cartel vergonzante, cuando años más tarde fui con mi compañía a trabajar al teatro Cervantes,
tuvieron que pasar las chicas que trabajaban en la compañía. Me hospedé en el hotel Pasadena. En el hotel
había una joven ascensorista con la que hice amistad y coqueteé. Desde mi separación buscaba la
compañía de una mujer, sentía verdadera necesidad de tener junto a mí una mujer, sentir el contacto de mi
mano con su brazo. Por la noche, cuando terminaba su trabajo en el hotel, la acompañaba hasta su casa.
Para hacerlo tenía que bajar por el zoco y cruzar la kasbah. La ida, como la hacíamos del brazo y
hablando se me hacía corta y entretenida; pero el regreso era para mí una tortura. Tenía que transitar por
aquellas calles estrechas y oscuras cruzándome con moros de pisada silenciosa. De vez en cuando miraba
hacia atrás. Siempre tenía uno de aquellos personajes caminando a mis espaldas. Sentía su aliento en mi
cuello y aunque aquella chica me gustaba, busqué una disculpa para dejar de acompañarla. No sé por qué,
tenía el presentimiento de que en alguno de aquellos regresos me iban a apuñalar por la espalda. Aquella
relación se enfrió y no llegó a nada que no fuese charlar en el hotel.
En Tánger conocí a los hermanos Salama Benatar, uno de ellos, Pepe, estaba casado con Manta, que
había sido azafata de una compañía de aviación, creo que de la TWA.
Los Salama eran muy respetados en Tánger. Pepe y Manta tenían dos niños gemelos y el día de su
cumpleaños me invitaron a su casa. Yo les hice a los niños una función de marionetas, aparte de alguna
actuación imitando a los payasos. Los chicos se divertían mucho. Tanto fue así que después, todos los
años me invitaban al cumpleaños de los gemelos.
Pepe Salama tenía una flota de barcos que faenaban por las costas de África. Un día me invitó a una
“levantada” de atún. Llegamos hasta la costa de Agadir, ciudad que, años después, en 1960, fue destruida
por un terremoto. Ahí presencié una “levantada” de atún. Cuando los marinos subieron las redes, repletas
de atunes que saltaban y daban grandes coletazos en un intento de saltar hacia el mar, el capitán del barco
tiró su gorra sobre los peces, miró su reloj y dijo:
—Esa gorra vale diez mil pesetas.
Era el premio para cada uno de los marineros si sacaban los atunes en un tiempo que él calculaba y
que los marineros ya conocían. Aquel espectáculo me quedó grabado para siempre. Aparte de la emoción
que experimentaba viendo a aquellos hombres luchar con los atunes, pude presenciar algo que no era
común, aunque el capitán me dijo que ya había ocurrido alguna otra vez. Entre los atunes gigantes había

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Miguel Gila Y entonces nací yo

uno que había muerto atravesado por un pez espada, que a su vez había muerto como consecuencia de no
poder abrir su boca, cerrada dentro del atún.
Pepe Salama me preguntó si era aficionado a la pesca. Le dije que sí. Salama ordenó que al día
siguiente pusieran a mi disposición el Quincho. Yo pensaba que el Quincho sería una barca con motor. Al
otro día, tal como habíamos acordado fui hasta el puerto. Yo buscaba con la mirada el lugar donde
pudiera estar anclado el Quincho. Casi me caigo de espaldas al verlo. El Quincho era un barco con más de
veinte marineros, aparte del piloto y el capitán. Me dieron una caña gigante con un red de acuerdo con la
caña, me sentaron en una silla con brazos, en la popa. Me sentía ridículo y al mismo tiempo imaginaba
que era el Caudillo pescando en el Azor.
No pesqué mucho, pero salí airoso gracias, por qué no decirlo, a la ayuda de un marinero que me
habían colocado como auxiliar.
Manta, la mujer de Pepe, era muy respetada por los habitantes de Tánger, no importaba su raza ni su
color. Por donde pasaba Manta se hacía notar un respeto que se detectaba en la mirada y en la inclinación
de cabeza de todos los que circulaban por las estrechas calles de la ciudad. Una noche quiso que yo
viviera una nueva experiencia, me puso una chilaba y fuimos a un fumadero de kif. Estuvimos cerca de
dos horas dentro de aquel lugar donde el humo y el olor se podían cortar con un cuchillo. Aquel fumadero
de kif, como la levantada del atún, fue para mí una experiencia inolvidable. Durante el tiempo que estuve
en Tánger me sentía un Humphrey Bogart en Casablanca. Hacía un año que Tánger había dejado de ser
zona internacional. Después, los Salama Benatar se vinieron a vivir a Madrid. Guardo un grato recuerdo
de ellos.
Ignacio F. Iquino, director y productor, con estudios propios, me llamó y me dio un papel en una
película titulada El golfo que vio una estrella. El protagonista era Pepito Moratalla, un niño que más tarde
se dedicó al doblaje. El mío era un papel breve, pero yo sentía una gran curiosidad por saber cómo era el
cine. Después trabajé en Los gamberros, con Rafael Romero Marchent, Pedro Osinaga, Julián Ugarte,
José Sazatornil y Miguel Ángel Valdivieso, aunque en esa película mi personaje ya era más importante,
no era el protagonista. Hice varios papeles en distintas películas como Sitiados en la ciudad, Sor
Angélica, Tres huchas para oriente. Gracias a trabajar con Iquino tuve la gran suerte de compartir una
película con Fernando Fernán-Gómez, a quien yo admiraba desde hacía muchos años, y aunque la
película que hicimos juntos, ¿Dónde pongo este muerto, fue una película muy mala, dirigida por Pedro
Ramírez, el solo hecho de compartir el rodaje con Fernando valió la pena. En otra película, también muy
mala, que se titulaba Sucedió en mi aldea tuve oportunidad de trabajar junto a un actor español que había
formado parte de la compañía de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza y que en Hollywood fue
protagonista de Su última noche, Wu Li Chang, Cheri-Bibi y otras muchas películas y que, dicen, llegó a
ser tan importante como los Barrymore o Chaplin. Se llamaba Ernesto Vilches y murió en el Hospital
Clínico de Barcelona, en el mayor de los olvidos, después de haber sido atropellado por un taxi cuando
estaba a punto de entrar al café La Luna en la plaza de Cataluña, aquel lugar de reunión y tertulia de los
actores después de la función de noche. Un año más tarde hice otra película, titulada El Ceniciento, donde
ya me dieron el papel de protagonista con Marujita Díaz, María Martín y Armando Moreno, quien años
más tarde se casaría con Nuria Espert y que tuvo la feliz idea de abandonar esa profesión absurda que en
este país y en aquella época era el cine. Coincidía el rodaje de la película con la carrera de coches
valedera para el campeonato del mundo que se celebraba en el circuito de Pedralbes. Ignacio Iquino, con
su habitual manejo del oportunismo, aprovechó la carrera para filmar una más de las estúpidas secuencias
de la película. Yo, es decir, mi personaje, convertido en nuevo rico por haber acertado una quiniela,
llevaba a María Martín, mi novia en la película, a presenciar la carrera desde la mejor tribuna. En un
momento determinado, en un alarde de ingenio del director, uno de los coches participantes en la prueba
perdía una tuerca, y yo —siguiendo el ingenio del director abandonaba la tribuna y bajaba a la pista a
recoger la tuerca. Los coches pasaban junto a mí a una velocidad de ciento veinte kilómetros por hora;
aproveché una frase que usaba mi abuela cuando yo hacía algo mal o me caía en la calle: Es que vas a lo
loco. Y ahí, en la película, al pasar los coches, yo decía: Es que van a lo loco, es que conducen a lo loco
(frase que años más tarde se haría popular entre la gente y que fue hasta usada para una canción).
Supongo que el productor junto con el guionista pensarían que esta situación estúpida serviría para que,
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Miguel Gila Y entonces nací yo

cuando la película se estrenara, el público se cayera de las butacas de risa. Pero no hubo ni un solo
accidente por ese motivo. La película fue como todas, un intento más para hacer que la gente olvidara la
dura realidad que se estaba viviendo en el país y, una vez más, la utilización de mi popularidad para ganar
dinero en las taquillas. Con el Dúo Dinámico como protagonistas filmamos Botón de anda, en color, una
nueva versión de la película que habían hecho Jorge Mistral, Antonio Casal y Fernando Fernán-Gómez y
que como todas las películas que ensalzaran al ejército español era subvencionada por el Gobierno. La
película se rodó en la Escuela Naval de Marín. Para el rodaje de la película nos prestaron, incluido el
piloto, un helicóptero americano de la base de Rota. Me hice amigo del piloto y siempre que acabábamos
el rodaje me llevaba con él y sobrevolábamos Combarros, sin lugar a dudas uno de los pueblos más
originales y bellos que he conocido de Galicia, con sus casas edificadas sobre las piedras. Pero aquel
piloto, como todos los norteamericanos, tenía un sentido del humor muy particular.
Durante el vuelo pasábamos por un campo de fútbol y el piloto me decía: Voy a meter un gol,
enfilaba el helicóptero hacia una de las porterías y cuando estábamos a punto de llegar, tocaba el mando y
nos elevábamos a gran velocidad verticalmente. Aquello me producía en el estómago unas tremendas
ganas de vomitar. Hice también un papel en El Presidio una película que se filmó en la cárcel Modelo de
Barcelona y que, como todas, tenía la misión de ensalzar la vida durante la dictadura. Se trataba de
mostrar que en la cárcel, los presos vivían muy bien gracias a la llamada redención por el trabajo.
En resumen, lo único positivo que saqué con mis actuaciones en cine fue el compartir mi trabajo
con actores admirados por mí. Y otra de las cosas más positivas que saqué de mis experiencias en el cine
fue que uno de los directores, Juan Lladó, un hombre con problemas fisicos, no sé si de nacimiento o por
alguna enfermedad, muy aficionado a la música de jazz, que a mí me gustaba mucho, me descubrió a los
que de ahí en adelante iban a ser mis ídolos del jazz: Gerry Mulligan, Chet Baker y Dave Brubeck.
Después intervine en otra película de la que era protagonista Angelillo, el cantante de flamenco a quien
yo había conocido en mi primera visita a Buenos Aires. En ella trabajaba también Pepe Isbert, un hombre
entrañable con el que disfruté durante el rodaje y mucho más en el doblaje, donde no solamente se dormía
sino que roncaba.
Yo alternaba el cine con mi trabajo en Palma de Mallorca. Cada día, al atardecer, después de
finalizado el rodaje, subía en un avión que me llevaba a Palma de Mallorca, trabajaba en Titos y a la
mañana siguiente salía en el primer avión para Barcelona, a seguir rodando la película.
Esto era así a diario. Los aviones eran los Bristol ingleses, aquellos de dos motores que habían sido
usados en la guerra europea. Si no había asiento, subía a la cabina de los pilotos por una pequeña escalera
que separaba a los pasajeros de la tripulación. Cada vez que terminaba el rodaje llamaba al aeropuerto y
preguntaba por Zaragoza o Cueto, que eran los jefes. Les preguntaba si había algún vuelo preparado para
salir en dirección a Palma. Me decían que sí, pero que me diera prisa que el avión estaba a punto de
despegar. Hablaban con el comandante Pombo y éste, con el avión ya en la pista, me esperaba. Ahora,
cuando tengo que hacer algún vuelo y soy víctima de tanto control, recuerdo con nostalgia a todos
aquellos amigos, empezando por José Luis de Ceballos, director general de Iberia, de Pombo, de
Zaragoza, de Santiago Aragoneses, de Bellisco, de Cueto y de tantos y tantos amigos que anteponían su
amistad a cualquier reglamento.
Había en Iberia un comandante, Castillo, que se divertía gastando bromas a las azafatas o a los
pasajeros. Se metía en el lavabo del avión con una pastilla de chocolate, se untaba un dedo de chocolate y
lo pasaba por la pared varias veces, marcando rayas marrones. Salía del lavabo, llamaba a una de las
azafatas y le decía:
—Señorita, ¿ustedes no ponen papel higiénico en el baño? Venga conmigo.
La llevaba hasta el lavabo y señalaba la pared:
—Porque eso es mierda.
Y ante el asombro de la azafata, pasaba el dedo por el chocolate, se lo metía en la boca y decía:
—Es mierda, pruebe.
La cara de la azafata se ponía lívida, hasta que Castillo le aclaraba que se trataba de una broma.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

En otra ocasión viajaba en el avión un obispo. Cuando el avión estaba en vuelo de crucero a dos mil
metros de altura, una de las azafatas se acercó al obispo y le dijo que el comandante tendría mucho gusto
en que pasara a la cabina. El obispo se levantó y se metió en la cabina de los pilotos. A los pocos instantes
salió Castillo y se colocó en el pasillo. Fue una casualidad, pero el avión entró en un cúmulo de nubes y
comenzó a moverse y a dar subidas y bajadas bruscas, los pasajeros no decían nada, pero en la cara de
todos se reflejaba el terror. El comandante Castillo dijo en voz alta:
—Si es que no tenía que haberle dejado los mandos al obispo. No sabe manejar un avión.
La gente aterrorizada miró al comandante y alguien dijo:
—¿Pero lleva el avión el señor obispo? Se armó un gran alboroto entre los pasajeros:
—Por favor, coja usted los mandos, este obispo nos va a matar.
El comandante Castillo se metió en la cabina, cerró la puerta y como si se tratara de un milagro, el
avión dejó de dar saltos.
Cuando salió el obispo de la cabina, los pasajeros le miraban como para abalanzarse sobre él y
matarlo. El obispo se sentó con una sonrisa.
Lo del comandante Castillo más que bromas eran gamberradas. Si hay gente que tiene terror a
volar, con aquel comandante estoy seguro de que no volverían a hacerlo en su vida.
Si hoy los vuelos en avión son el medio más seguro de viajar, en los años de la posguerra era muy
arriesgado, ya que aunque los pilotos eran gente de toda confianza, no lo eran los aviones, comprados de
segunda mano y sin radar. Hace cincuenta años que viajo en aviones y les puedo asegurar que en los años
cincuenta volar en aquellos aparatos era una aventura.
En una ocasión, en un viaje que hice a Tetuán, en Marruecos el avión se dejó el tren de aterrizaje a
la entrada de la pista y aterrizamos con la panza del avión, que después de dar múltiples tumbos se salió
de la pista, y fuimos a parar a un campo. Cuando miré por la ventanilla lo único que vi fueron unos cardos
gigantescos y alguna chumbera.
Para cruzar en avión la cordillera de los Andes hacia Chile, el avión, necesariamente, tiene que
volar por un hueco entre el Aconcagua y la montaña del lado opuesto. Este viaje lo he hecho docenas de
veces y si el día es claro y con sol, el paso por entre las dos gigantescas montañas cubiertas de nieve es de
una belleza increíble; pero si por el contrario las nubes no dejan ver, es como conducir un coche con los
ojos vendados. En otra ocasión, en un viaje de la Ciudad de México a Acapulco, cuando ya estábamos a
punto de aterrizar se desató una gran tormenta de relámpagos y truenos, se apagaron las luces de
Acapulco y por consiguiente las de la pista de aterrizaje, el piloto elevó el avión y estuvimos dando
vueltas en medio de la tormenta. A través de las ventanillas se veían los rayos pasar de una nube a otra,
ascender o descender. En el asiento junto al mío viajaba un mexicano clásico, con su gran bigote, la cara
se le había puesto de color amarillo verdoso, las manos las llevaba agarrotadas en los brazos del asiento,
un sudor frío le perlaba la frente, le pregunté:
—¿Es la primera vez que viaja en avión? Y me respondió:
—¡Y la última, señor! Todo esto lo cuento para aquellos que me dicen: “¡Qué profesión más bonita
la tuya! ¡Lo que viajas!” Y esto que voy a decir lo he repetido cientos de veces. Una de las más grandes
satisfacciones que me ha dado mi profesión, ha sido la de poder acercarme y hasta llegar a tener amistad
con gentes a las que admiraba hacía tiempo. Si bien es cierto que El Ceniciento fue una más de las tantas
películas estúpidas que filmé, gracias a este rodaje conocí a Juan Manuel Fangio, que ese año ganaba su
tercer campeonato del mundo. Me subió en su bólido y con él dimos una vuelta al circuito de Pedralbes.
Debo reconocer que después de haber padecido la guerra y las prisiones, inconscientemente caí en
la trampa de la vanidad, sumándome con mis películas al juego de pan y circo impuesto por el
franquismo.
Y digo esto porque nada de lo que hice en el cine tuvo un ápice de ideología. Tan sólo una película,
El hombre que viajaba despacito, dirigida por Joaquín Romero Marchent, resultó ser una película
interesante, a pesar de estar realizada con muy bajo presupuesto, en la línea del cine neorrealista italiano

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Miguel Gila Y entonces nací yo

de Vittorio de Sica y su Ladrón de bicicletas, El techo y otros títulos con un contenido de denuncia y
crítica hacia la miseria de los marginados.
Vale la pena hablar de Joaquín Romero Marchent, Tato o Tatín para los amigos. Era algo especial,
tanto en el trabajo como en la amistad. Tenía y supongo que lo seguirá teniendo, un carácter muy
particular. Quiero, a modo de ejemplo, citar un par de anécdotas de Tato.
En una ocasión, estando en un café, había un individuo desafiando a quien quisiera echar un pulso
con él, nadie le hacía caso, el individuo insistía. Era tenaz en su desafio y lo decía a gritos, como para
avergonzar a todos los que estábamos en el bar, donde el silencio tan sólo era roto por el individuo.
Finalmente Tato, cansado de escuchar a aquel fanfarrón, se acercó hasta donde estaba, se sentó en una
silla frente a él, apoyó el codo sobre la mesa y le dijo al fanfarrón:
—Con esta mano te voy a echar un pulso; pero como me ganes, con esta que me queda libre te voy
a romper la nariz.
El fanfarrón se quedó callado, se levantó, salió del bar y no le volvimos a ver.
En otra ocasión, en el café La Luna, estaba una novia de Tatín esperándole, un individuo se sentó
junto a ella y trató de, como se dice ahora, ligar. Entró Tato que venía de rodar, llegó hasta la mesa y sin
mediar una palabra cogió la jarra de agua que había sobre la mesa, la levantó y la fue vaciando lentamente
en la cabeza del individuo, que quedó como una sopa.
Con Tato Romero Marchent, además del trabajo, compartí una gran amistad y creo que más allá del
trabajo y la amistad, el haber hecho la única película importante de todo mi quehacer cinematográfico.

Una oportunidad perdida


Tuve la oportunidad en una ocasión de hacer una película donde hubiera podido tener un trabajo
importante como actor. Estuve cenando con Ladislao Vajda y con Andras Laszlo, director y guionista,
respectivamente, de una película para la que habían pensado en mí como protagonista junto a Pablito
Calvo. La película estaba basada en un cuento de Laszlo y se titulaba Mi tío Jacinto. Yo estaba en la
cumbre de la popularidad y Pablito Calvo acababa de tener un gran éxito con Marcelino pan y vino. Me
dieron el guión, lo leí y me pareció excelente. Después de haber hecho tanta basura era mi oportunidad de
triunfar en el cine. Pero no me acompañó la suerte. Se reunieron los componentes de la productora y
cuando Vajda me propuso como protagonista, lo rechazaron, argumentando que mi popularidad como
humorista podía hacer que la gente se quedara con mi humor y esto le restaría ternura al personaje de
Pablito Calvo. Por más que Ladislao Vajda insistió en que me quería como actor y no como humorista, la
productora no aceptó la propuesta y le dieron el papel a un gran actor, Antonio Vico. Vajda se quedó con
la paja en el ojo y me invitó a cenar en un restaurante de la calle La Luna, y allí me contó lo ocurrido en
la productora. Vajda, que tenía mucha fe en mí como actor, no tuvo otro remedio que aceptar lo acordado
por los productores y a modo de disculpa o de compensación, me dio un pequeño papel en la película.
Años más tarde, la historia se repitió. Luis Berlanga iba a filmar una película titulada Plácido. Y me
habló para que yo hiciera el personaje protagonista. En esa época yo estaba en el teatro Calderón de
Barcelona haciendo con Tony Leblanc éste y yo, Sociedad Limitada, una revista de la que éramos
intérpretes y autores. Luis Berlanga me propuso que alternara el teatro con la película, pero como la
filmaba en Lérida y yo trabajaba en Barcelona, suponía tener que desplazarme todos los días hasta Lérida
y regresar para hacer las dos funciones de teatro. Pensé, y así se lo dije a Berlanga, que hacer las dos
cosas era correr el riesgo de que ninguna saliera bien. Lo entendió y lamentó que no la hiciera yo; pero
fue muy gratificante que un director de la talla de Berlanga hubiera pensado en mí, no ya como humorista
sino como actor. Años más tarde, en una de las páginas del libro Berlanga. Contra el poder y la gloria,
hablando de Plácido, dice: “En este film había un gran problema, y es que yo, para el personaje de

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Plácido, no quería llevar a los clásicos que hay en nuestro país para este tipo de personajes, a los que se
supone que son los indicados. Desde hacía mucho tiempo quería llevar, para un personaje así, que no es
un tipo cómico, a Gila; creo que Gila es un animal cinematográfico, en el sentido filmológico de esta
palabra, y que tiene que ser un actor de cine estupendo. Digo actor de cine, no cómico. Pero su situación
en la revista le tenía comprometido en las fechas de rodaje y no pudo ser”.
Han pasado varios años desde que se filmó la película hasta lo que Berlanga dice en su libro, pero a
pesar del tiempo transcurrido lo dicho por él me gratifica de mi frustración en esa faceta artística que es el
cine. Creo que salvo Vajda y Berlanga, el resto de productores y directores me usaron a sabiendas de que
por mi popularidad, mi nombre en la cartelera de un cine era rentable. Salvo El hombre que viajaba
despacito, nunca tuve la oportunidad de hacer una película que me estimulara a seguir interesado por el
cine y perdí, por completo, el poco interés que tenía por esta faceta del arte.
Mi última película la haría años más tarde, viviendo en Argentina. Era el protagonista Palito Ortega
y yo el coprotagonista. A pesar de mi rechazo por el cine, acepté este papel porque la película se filmaba
en la selva cerca de las cataratas del Iguazú, en territorio paraguayo, y en mi afán de conocer lugares
extraños me interesó la idea. Cuando llegue el momento contaré mis experiencias o mis aguafuertes
vividos en aquella selva.
Un día me llamaron de Radio Madrid, de la emisora donde había intentado entrar al llegar y en la
que su director, Manuel Aznar, ni me recibía. Pero la cosa había cambiado, ahora la empresa Profidén
quería promocionar sus productos con un programa de Gila. Llegamos a un acuerdo en el dinero a cobrar
por programa. Fijamos los días de la semana en que se emitiría y, con José Luis Pecker como presentador,
lo pusimos en marcha. Aquello fue un acontecimiento. A la hora de la emisión se paralizaba el país. En
aquella época, cuando aún no existía la televisión, en los bares tenían un aparato de radio sobre una repisa
y los días que yo salía al aire, que era los miércoles y los viernes, en el bar ponían un letrero en un lugar
visible que decía: “No se vayan que hoy hay Gila”. El programa se emitía a las nueve y media de la noche
y era tan grande el interés de la gente en escucharlo que los que iban al cine entraban cuando estaba a
punto de empezar la película. Mi programa coincidía con la hora del NODO. Como la gente por
escucharme no entraba al cine hasta que yo terminaba, vino una orden del gobernador civil de Madrid
obligando a la radio a que la emisión de mi programa fuera adelantada media hora. Así, el NODO podía
ser presenciado por los españoles enterándose de las hazañas de nuestro Caudillo como cazador o
pescador, y de cómo funcionaban los comedores de Auxilio Social, atendidos por señoritas voluntarias de
familias nobles o pudientes.
En la radio tenía mi censor, al que tenía que presentar escrito, cada miércoles y cada viernes, lo que
iba a contar a través de los micrófonos. En cada programa hacía un monólogo distinto. Un viernes se me
ocurrió interpretar uno basado en un preso que llamaba por teléfono a su casa desde la cárcel, diciendo
que no le esperaran a cenar porque le habían condenado a treinta años y un día y se les iba a enfriar la
cena. Después añadía: “Para que no tengáis que llamarme a través de la centralita, os voy a dar mi
número de preso y así me llamáis directamente. Toma nota. Tengo el número 52 187*.
Como era habitual, le pasé el monólogo al censor, lo leyó y me dijo:
—Este monólogo no lo puede usted decir.
Me sorprendió.
—¿Y por qué? Tal como era costumbre en estos individuos, su contestación fue breve y concisa:
—Porque no.
—Pero dígame por qué.
—No tengo que darle ninguna explicación. Le digo que este monólogo no lo puede usted decir y
basta. Repita alguno de los que ya haya hecho otro día. De los que ya han sido autorizados.
—Es que no quiero repetir ningún monólogo.
—Usted verá lo que hace. Bajo su responsabilidad. Yo cumplo con mi deber, así que haga lo que
quiera.

177
Miguel Gila Y entonces nací yo

Lo comenté con José Luis Pecker, por si tal vez, sin darme cuenta, en el monólogo había alguna
palabra malsonante o alguna crítica en contra del Gobierno. Lo repasamos, no había nada. El monólogo,
como todos los que había hecho hasta entonces, era ingenuo, absurdo y limpio. José Luis y yo llegamos a
la conclusión de que no podía pasar nada y comencé con el monólogo. El censor estaba en la cabina de
los técnicos, apenas dije las primeras palabras, los técnicos, por orden del censor, me desconectaron el
micro y pusieron el disco de la película Lilí. Me pusieron treinta mil pesetas de multa, tres semanas de
suspensión de trabajo y retirada del pasaporte, de aquellos pasaportes que decían: “Valedero para todos
los países, excepto Albania, Mongolia Exterior, República Popular de Corea, Rusia y todos los países
satélites”. Nunca he podido comprender por qué el Caudillo pensaba que los españoles teníamos ganas de
viajar a Corea o a Mongolia Exterior, cuando ir a Perpignan o a Biarritz ya era el no va más. ¡En fin, vaya
usted a saber! Lo único que constaba en el escrito que me llegó del Ministerio de Información y Turismo
era que se me imponía este castigo por haber desobedecido al censor. Pero yo seguía sin saber el porqué
de aquel castigo. Siempre he sentido la necesidad de saber el porqué de las cosas y como esto no estaba
claro me fuí al ministerio a que me lo aclarasen. Por supuesto que no me recibió el ministro Arias
Salgado, me recibió una especie de secretario con cara de seminarista. Colocó sobre la mesa, para que yo
lo leyera, un periódico. En la primera página había un titular que decía: “En España no hay presos
políticos”. Y ahí el individuo con cara de seminarista me dijo que en mi monólogo trataba de desmentir la
noticia publicada en la prensa el día anterior, diciendo que yo era el preso número 52187. Confieso que
aquella respuesta me desconcertó. No me quedó otro remedio que salir de allí con el asombro.
Ya me había ocurrido algo parecido en mi primera gira de teatro con la compañía de Virginia de
Matos. En el monólogo que yo contaba la historia de mi vida, estaba aquella parte en que yo decía: “A mi
papá le metieron en la cárcel por cuernicidio, y se escapó un domingo por la tarde que estaba lloviendo y
no había taxis y gritó: ¡Estoy libre! y se le subió un señor encima y le dijo: Lléveme a los toros”. Me
sorprendió que todo esto estuviera tachado por el censor. Cuando vino al teatro a ver el ensayo, me
acerqué a él y le pregunté:
—¿Por qué me ha tachado esto de cuando mi padre se escapó de la cárcel? Y con gran asombro por
mi parte, me dijo:
—Es que eso de que se le suba un señor encima a su padre...
Lo dijo con muchos puntos suspensivos. Al principio no caí en la cuenta, pero después de meditarlo
durante unos instantes saqué la conclusión de que para aquel censor, el que a mi padre se le subiera un
señor encima significaba, o que mi padre era maricón, o que lo era el señor que se había subido encima de
mi padre.
Con los censores me ocurrieron muchas cosas absurdas que iré contando más adelante.
Mis actuaciones en la radio me dieron una gran popularidad y a modo de ejemplo les cuento algo
que me ocurrió en un pequeño pueblo. Un verano que viajaba en dirección a Andalucía, me di cuenta que
se me estaba terminando la gasolina; como no encontraba un surtidor, me metí por una carretera muy
estrecha y de tierra hasta llegar a un pequeño pueblo, donde había una de esas bombas de gasolina que se
manejaban a mano. Toqué el claxon y salió un hombre en mangas de camisa con boina. El hombre de la
gasolinera se quedó mirándome y me dijo:
—Usted es Gila.
Y llamó a su mujer:
—Ángeles, mira quién está aquí, Gila.
En aquella época en España no había televisión y en aquel pueblo, ni periódico ni revistas. Me
llamó la atención que aquel hombre, en aquel pueblo perdido, me reconociera. Le pregunté:
—¿Y usted por qué sabe que yo soy Gila? El hombre señaló con el dedo hacia mi pecho:
—Porque lo lleva escrito ahí, en la camisa.
En aquel entonces me hacía las camisas un camisero amigo y tenía la costumbre de bordar en el
bolsillo mi apellido.

178
Miguel Gila Y entonces nací yo

Me resultaba extraño que me hubiera reconocido tan sólo por haber escuchado mis actuaciones en
la radio, pero me aseguró que siempre que actuaba en la taberna del pueblo se reunían alrededor de la
radio, como hacen ahora cuando televisan un partido de fútbol.
En la radio hice una gran amistad con Manolo Bermúdez y con Eduardo Ruiz de Velasco, que se
llamaban artísticamente Pototo y Boliche, y con Joaquín Portillo y Luis Sánchez Polak, conocidos como
Tip y Top, que manejaban un humor del absurdo muy divertido. Con Ángel de Echenique, con Pepe
Bermejo, con Morales y los actores que protagonizaban las novelas de Guillermo Sautier Casaseca:
Teófilo Martínez, Pedro Pablo Ayuso, Juanita Ginzo, Matilde Conesa...
La temporada de la radio es para mí inolvidable, después de cuarenta años de aquello aún hay gente
que lo recuerda. Creo que la razón no es otra que la necesidad que había de reír, porque a pesar de haber
transcurrido doce años desde que terminara la guerra, aún quedaban muchas heridas abiertas. No había
desaparecido el dolor de los vencidos, tampoco las represalias de los vencedores. Terminada la guerra
europea, el régimen franquista había sido repudiado por la opinión pública de la mayoría de los países y
no sólo por la opinión pública sino por los gobiernos. Y aunque Franco negaba su vinculación y su
simpatía por las potencias derrotadas, su régimen dictatorial aislaba a España de cualquier tipo de ayuda.
Julián Besteiro, condenado a cadena perpetua, había muerto en la cárcel; Companys, que había logrado
pasar a Francia, fue detenido por la Gestapo y entregado a las autoridades franquistas, que lo fusilaron. En
las improvisadas prisiones de la dictadura muchos condenados por el régimen esperaban una libertad que
no les llegaba nunca. Las cartillas de racionamiento estuvieron vigentes hasta junio de 1952. El general
Larrazábal en su libro Los datos exactos de la Guerra Civil dice que de 1939 a 1945 fueron ejecutados
aproximadamente veintiocho mil presos. La risa, por tanto, era entonces moneda de uso poco común.
Al finalizar la guerra o unos días antes, muchos pudieron salir hacia el exilio. Algunos como
Manuel Azaña, Largo Caballero y Antonio Machado murieron fuera de España. Años más tarde, en mis
viajes a América tuve oportunidad de conocer a varios de estos exiliados que habían sobrevivido.
A pesar de las dificultades por las que atraviesa el país, en 1953 se pone en funcionamiento la Seat
y fabrica los primeros coches, el 1400, un coche con licencia de la Fiat italiana que se utiliza como coche
oficial y algunos para servicio de taxi. Pero nuestro nacionalismo no nos permite depender de nadie. Los
españoles, según asegura nuestro Gobierno, tenemos ingenio y capacidad para fabricar vehículos. La
Pegaso lanza una serie limitada de coches deportivos con carrocería italiana que causan asombro en el
extranjero. También estamos capacitados para fabricar vehículos llamados utilitarios. Y sale al mercado
un coche llamado Biscuter, que más que un coche parece una zapatilla de aluminio, con tres marchas
hacia adelante y sin marcha atrás. Hasta ese entonces, los únicos coches de marca extranjera que hay en el
país son algunos que quedaron después de la guerra y que son conocidos con el nombre de Haigas,
porque los que tienen posibilidad de comprarlos son gentes que han hecho dinero en el mercado negro
conocido como estraperlo, generalmente gente inculta que dicen haiga en lugar de haya.
El Biscuter no tuvo mucho éxito, creo que la razón es que ir subido en uno de esos vehículos
resultaba ridículo y provocaba la burla de los españoles, tan dados a las bromas. La salida al mercado de
este coche orgullo del Gobierno nacional, me dio la oportunidad de hacer uno de mis monólogos. Llamo
por teléfono y pregunto:
—¿La Biscuter Company Corporeision? ¿Que si es la fábrica de autos bajitos? ¿Está el ingeniero?
Que se ponga! (Y hago un comentario: Será un enano). ¿Es usted el ingeniero? Bueno, verá, es que quiero
comprarme un coche y quería alguna información. El que hacen ustedes, ¿tiene motor o hay que hacer el
ruido con la boca? O sea, tiene su motor y todo, ¿no? ¿Y cuántos caballos de fuerza tiene? O sea, un
borrico. ¿Y con qué anda, con gasolina o con pienso? ¿Y lleva radiador de agua? Un escupitajo. ¿Y el
freno qué tal es? ¿Hidráulico? O sea, un agujero en el suelo y freno con el tacón del zapato. ¿Y cuántas
marchas tiene? La para alante. ¿Y marcha atrás? Y si voy a Valladolid y me paso, ¿qué? No, déjelo.
¿Sabe qué voy a hacer? Me compro dos, uno para ir y otro para volver. ¿Y cuánto cuesta? ¿Y poniendo
yo el material, no me saldría más arreglado de precio? Lo digo porque tengo yo una lata vacía de jamón
de York que raspándole la marca y poniéndole unas rueditas... Sí, sí, sí.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Bueno pues entonces compro ése, pero necesito que me hagan algunas reformas. En el
portaequipajes o sea en la maletita, ¿qué le cabe? Unos alicates y un destornillador! Bueno, pues me lo
amplía para bocadillo de anchoas por si voy de viaje al extranjero, porque con ese coche se puede ir a
Roma, ¿no? ¡Facturándolo! No, capota no le ponga, me pongo la boina. Bueno, hágamelo cumplidito por
si llueve y encoge que no me apriete en los sobacos. Eso es, que me quede algo de margen. Bueno, muy
bien. ¿Hace falta instancia al Ministerio de Comercio? Nada, ¿no? O sea, un telegrama corriente. Auto
quiero. Besos, yo. Y ya está. Bueno, señor inventor, que usted lo invente bien. Adiós.
Al poco tiempo de salir al mercado, y antes de que yo lanzara al aire mi monólogo, vino a yerme un
directivo de la fábrica en que hacían el Biscuter. Me preguntó cuánto les cobraría por hacerme una foto
con un Biscuter para publicarla en la portada de varias revistas. Le pedí, creo recordar, doscientas mil
pesetas que en aquella época era una fortuna. Me dijo:
—¿Pero cómo le vamos a pagar doscientas mil pesetas por hacerse una foto? Y yo le contesté:
—Por la foto, sólo les cobro cincuenta mil, el resto es por lo que pensará la gente que me vea con
un Biscuter.
El hombre se enfadó mucho. Creo que no tenía sentido del humor.
Cada circunstancia, cada acontecimiento me daba motivo para crear un monólogo. Siempre cuidaba
de no dar nombres ni datos que pudieran ser considerados como agresión al Gobierno o a su sistema, pero
procurando, dentro de la vigilancia a que nos tenía sometidos la censura, decir algo que el público captara
como crítica a la dictadura.
Tres años más tarde, se fabrica en España el 600, que siendo un coche de pequeño tamaño, al menos
tiene el aspecto de un coche. Y da tan buen resultado que aún hoy, después de casi cuarenta años, siguen
funcionando por nuestras ciudades.
No obstante, había quien tenía coches para vender. Eran coches antiguos que habían sido reparados
y a veces repintados para su venta. Recuerdo que en los anuncios del periódico se decía: Coche marca
Citroen en buen estado, con mechero eléctrico. Yo tenía mi coche inglés, marca Alvis, un coche de dos
plazas, digno de una exposición de coches antiguos. Con él me estuve manejando durante algún tiempo,
pero no había viaje que no me diera algún problema. El sistema de carburadores de campana era motivo
de constantes averías.
En los primeros años de la década de los cincuenta, el Ministerio de Comercio importaba coches de
algunos países europeos, que concedía a quienes, previa instancia, demostraran necesitarlos. A esto se
llamaba, nunca supe por qué, que te concedieran un coche por la rama. Cuando trabajaba en el Club
Castelló, fue a ver mi actuación el entonces ministro de Comercio, don Manuel Arburúa. Después de la
actuación entró al camerino a felicitarme y aproveché la ocasión para decirle:
—¿No habría posibilidad de que usted me concediera un coche normal? Es que el que tengo es muy
viejecito y se me para siempre en Jaén.
A don Manuel le hizo gracia mi forma de pedirle el coche, pero no me dijo nada. Veinte días
después me llamaron del ministerio para decirme que pasara a recoger el coche que me había sido
concedido: era un Ford Zephir inglés, a estrenar. Pero mi condición de nuevo rico y todos los
sufrimientos pasados durante la guerra con aquellos camiones rusos me desataron el deseo de hacerme
con un coche deportivo. Había en un concesionario del paseo de Recoletos un MG deportivo, un coche
rojo de dos plazas. No recuerdo con exactitud, pero creo que su precio era de trescientas cincuenta mil
pesetas, cantidad fabulosa en aquella época. Vendí el Ford y me compré el MG.
Era un coche que en aquel entonces llamaba la atención, al extremo de que cuando salía del teatro,
alrededor del coche había decenas de personas contemplándolo. Y al ver que el coche tenía la marca MG
había quien comentaba que era un coche fabricado para Miguel Gila.
Mi cuñado Ángel, casado con mi hermana Adela, era el encargado de tenerme el MG a punto. Tenía
un taller de mecánica en sociedad con sus dos hermanos, Luis y Santiago, en la calle de Jaén en Cuatro
Caminos; Peliche y yo le llevábamos nuestros coches a reparar, y acostumbrábamos a ir a un bar de
Estrecho que se llamaba Casa Marín, donde tenían la mejor cerveza de Madrid y donde nos daban de
180
Miguel Gila Y entonces nací yo

aperitivo unas hermosas y ricas anchoas, íbamos con el MG, que llamaba la atención. A ese bar iba Paco
Salamanca, a tomar su cañita antes de ir a comer, siempre vestido como un dandi. Ni Peliche ni yo
éramos elegantes en el vestir, digamos que más bien éramos desidiosos, lo que menos nos gustaba era
usar traje y no digamos corbata. Cuando Peliche tenía que hacer una película íbamos a ver a Paco
Salamanca. Peliche le miraba el traje que llevaba puesto y le decía:
—Salamanca, ese traje me quedaría de perlas para la película que tengo que rodar.
Y Salamanca no tenía ningún problema en prestarle el traje.
Mi amistad con Salamanca sigue viva. Hoy ocupa un cargo importante en unos grandes almacenes,
pero sigue siendo la misma persona encantadora que conocimos en Casa Marín. Voy a visitarle con
bastante frecuencia y siempre recordamos aquella época.
Con aquel MG me ocurrió algo curioso que vale la pena contar. Hacía poco que se habían
inaugurado los pasos de peatones y algunos semáforos. A la gente, acostumbrada al silbato de los
guardias urbanos, a los que llamábamos guardias de la porra, le costaba trabajo adaptarse a esta novedad
en el tráfico, hasta el punto de que para educar en el respeto de esos pasos de peatones, y como
corresponde a una dictadura, si a alguien se le ocurría cruzar una calle y no lo hacía por el paso de
peatones, el guardia de la porra le ponía una multa de cinco pesetas. Uno de esos pasos estaba situado, y
aún sigue ahí, en la entrada a la Gran Vía, subiendo por Alcalá. Existía en Madrid la costumbre de regar
las calles con mangueras; la Gran Vía aún no estaba asfaltada, el suelo era de resbaladizos adoquines. Yo
estaba parado con el MG en ese paso de peatones, se puso en verde el semáforo y fue como cuando en el
hipódromo se da la salida a los caballos: todos los coches que estábamos en fila arrancamos al mismo
tiempo. Al llegar a la altura de Chicote, un hombre con boina cruzó la calle, corriendo por delante de
todos los coches; yo iba por la derecha, muy pegado a la acera, y a mi izquierda una fila de coches, el
hombre de la boina consiguió esquivar a todos menos a mí, no tuvo tiempo de llegar a la acera de
Chicote. Cuando le vi, pisé el freno, pero con aquellos adoquines resbaladizos recién regados, mi coche
patinó y cuando me di cuenta, el hombre de la boina estaba sobre el capó, pegado al parabrisas, con la
boina puesta y como no sabiendo por qué estaba ahí. Por suerte, como el MG era muy bajito en su parte
delantera hizo la labor de una pala, y así, de esa manera, el hombre fue tan sólo golpeado en las piernas.
Me bajé inmediatamente, lo subí en el coche y lo llevé a la casa de socorro. Seguía con la boina puesta,
no se le había movido de la cabeza, como si la llevara pegada. El hombre, mientras nos dirigíamos hacia
la casa de socorro, me decía:
—Las personas, mal comparao, semos como los animales. ¿Usted conoce las ovejas?
—Bueno, sí, no mucho, pero las conozco.
—¿Usted sa fijao que las ovejas tienen un nervio tal que aquí? Y se señalaba la corva de la pierna.
—Pues no me he fijado muy bien, pero sí, creo que tiene un nervio tal que ahí.
—Bueno, pues como le decía, las personas, mal comparás, semos como las ovejas y a mí me parece
que usted majodío el nervio ese que le digo.
Llegamos a la casa de socorro y el hombre, con la boina puesta, les explicó al médico y a la
enfermera lo del nervio de las ovejas, que les sirve, decía él, para andar y para correr, y volvió a repetir
que yo le había jodío el nervio ese.
Afortunadamente no tenía nada grave, sólo el hematoma del golpe. Le vendaron la rodilla y lo llevé
hasta su casa. Me pareció que eran gente humilde, les di quince mil pesetas y les dejé mi nombre y
dirección.
El hombre debía tener alrededor de sesenta y cinco años, más o menos, pero por ser un hombre de
campo tenía en la cara y en las manos arrugas que le habían venido con años de anticipo.
Los hijos, viendo que el atropellador era Gila, debieron pensar que me podrían sacar una fortuna y
me llevaron a juicio.
El hombre se presentó con muletas. Seguramente, los hijos, asesorados por el abogado, lo
disfrazaron de inválido para que al juez le diera mucha pena. No era la primera vez que esto me pasaba;
ya cuando mi ex mujer me llevó a juicio, a pesar de tener abrigos de visón y de garras de astracán,
181
Miguel Gila Y entonces nací yo

asesorada por Concha Sierra, fue disfrazada de pobre, con un abriguito de paño barato que le debieron
prestar.
Lo más divertido de aquel juicio fueron las declaraciones de los abogados. Según la versión del
suyo, el hombre estaba esperando el autobús en una parada y yo me metí en la acera y me lo llevé por
delante. Y según la versión del mío, yo estaba parado y el hombre se metió debajo del coche. Ninguno de
los dos abogados decía la verdad. Yo fui el que le dio al juez la versión exacta de cómo había sido. Y otra
de las cosas divertidas del juicio fue que el hombre de la boina le repitió al juez lo del nervio de las
ovejas.
—Porque yo creo, señor juez, que este señor majodío el nervio —y añadió—, y ahora no me voy a
poder subir a los árboles.
Era su gran preocupación, que ya no se iba a poder subir a los árboles. Y pensaba yo si no habría
atropellado a Tarzán.
Total, una indemnización de treinta mil pesetas, el pago, de las costas del juicio y final.
Seguí trabajando en las salas de fiestas y en el teatro; por supuesto, cuando estaba en Madrid no
podía librarme de mi actuación el 18 de julio en el palacio de La Granja y antes de las Navidades, en el
teatro Calderón en la campaña de invierno que doña Carmen Polo de Franco organizaba para ayudar a los
pobres. El Caudillo y su Gobierno eran muy dados a practicar la caridad, los artistas éramos los que
poníamos el trabajo, a veces un trabajo que nada tenía que ver con nuestra profesión, como meternos en la
jaula de los leones en el circo, experiencia queme tocó vivir junto a Tony Leblanc y Pepe Isbert.
Las actuaciones en el palacio de La Granja, como en el teatro Calderón eran, por supuesto, de favor.
Muchos de los artistas que participaban en estos dos lugares se sentían orgullosos de haber sido elegidos
para estos actos. En el palacio de La Granja, cuando finalizaba el espectáculo, nos llevaban a una sala
donde después de hacernos una foto con Franco, que el fotógrafo Campúa nos cobraba a precio de oro,
Franco nos regalaba una pitillera de plata o una pulsera con el escudo de la Casa Civil del Generalísimo y
todos felices, menos Sara Montiel. Cuando estábamos en el salón reunidos con los diplomáticos, militares
y demás invitados, Sara, después de rebolear un collar que le habían regalado, dijo:
—¡Qué collar tan bonito! ¡Estos los venden en Sepu! Nadie dijo nada, pero seguro que a cada uno
de los que estábamos en la mesa se nos atragantó el canapé.
Había quien solicitaba una foto de Franco, que, dedicada por él, recibían unos días más tarde con un
marco de plata. Muchos artistas tenían en su camerino la foto de Franco dedicada, tal vez, supongo, para
impresionar a las visitas. A mí aquello me parecía tan ridículo que un día, en una tienda de esas que
venden artículos religiosos, compré una estampa grande de San Antonio y le puse una dedicatoria que
decía: Para mi amigo Gila con un fuerte abrazo de su amigo San Antonio. La enmarqué y en cada lugar
donde actuaba la ponía sobre el tocador del camerino. Cuando entraba alguien a pedirme un autógrafo,
mientras lo firmaba, por medio del espejo observaba la cara de asombro de los que habían entrado a
pedirme el autógrafo. Miraban aquel San Antonio, leían la dedicatoria y no puedo imaginarme lo que
pensarían al salir del camerino. Tener una fotografia de San Antonio dedicada por el propio santo no se
consigue así como así.
Después de hacernos la foto y de saludar al Caudillo, nos daban un pequeño ágape y era deseo de
los diplomáticos y militares que las artistas más jóvenes se quedaran a tomar unas copas con ellos y a
bailar. Había en esos bailes citas para días posteriores que algunas de las chicas aceptaban, más por miedo
a las represalias que por deseo propio, y si alguna se negaba era borrada del privilegio que, según ellos,
significaba actuar para el Caudillo.
En la última de las actuaciones que hice en el palacio de La Granja, posiblemente por las muchas
actuaciones benéficas en las que yo había intervenido, incluidas las organizadas en el teatro Calderón por
doña Carmen Polo, las fiestas de La Granja, y otras que se celebraban en el palacio de El Pardo, Franco
me nombró Caballero de la Orden del Mérito Civil, que por cierto, nunca he sabido qué quiere decir, ni
para qué sirve, pero cuando me dieron la noticia, me la dieron como si me hubieran concedido el premio
Nobel. Hasta tuve que poner cara de contento. Con motivo de este nombramiento ocurrió algo que

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Miguel Gila Y entonces nací yo

después me hizo pensar si aquello no me traería algún problema; afortunadamente, Franco lo aceptó con
una sonrisa. Les cuento.
Para ir a actuar a La Granja, había que hacerlo con traje oscuro y corbata. En uno de mis muchos
viajes de trabajo a Tánger compré un corte de alpaca inglesa, se lo llevé a mi sastre para que me hiciera
un esmoquin, con idea de estrenarlo en esa fiesta anual del 18 de julio y que después me sirviera para
todas las fiestas o acontecimientos importantes a los que tuviera que asistir. Mi sastre se esmeró y me
hizo un esmoquin digno de un aristócrata. Al nombrarme caballero de la Orden del Mérito Civil, el
Caudillo en persona me tenía que colocar la medalla en la solapa. Llegó el momento solemne de la
imposición. El Generalísimo me esperaba con la medalla en la mano. Me acerqué hasta él, le saludé y me
dispuse a ser condecorado. Franco intentó colocarme la medalla en la solapa del esmoquin. Parece ser,
deduzco, que la punta de la aguja o del imperdible con que se sujetaba la medalla estaba algo torcida. Lo
intentó una vez y no pudo, volvió a intentarlo de nuevo y tampoco, otro nuevo intento y la aguja que no
entraba en la tela. Yo veía peligrar aquella tela de alpaca y se me ocurrió decirle:
—Excelencia, le van a echar el toro al corral, lleva tres pinchazos.
Después de haberlo dicho, deseé que me tragara la tierra. Por suerte y tal vez porque había muchos
presenciando aquel acto, el Caudillo aceptó el chiste con una sonrisa. No obstante, después de aquel día y
durante bastante tiempo estuve preocupado, esperando que mi atrevimiento tuviera consecuencias
desagradables, tal vez no por él, sino por la gente que le rodeaba. Aunque pensaba que por mi parte no
había habido ninguna falta de respeto, las reacciones de Franco eran imprevisibles.
En 1955 me concedieron la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes al Mérito Artístico. Por
suerte, esta medalla no tenía imperdible para la solapa, me la colgó del cuello José Luis Ozores. Me
dijeron que la posesión de esa medalla me otorgaba el título de excelentísimo señor, y alguien me
comentó que también lo otorgaba la del Mérito Civil. Eso de ser excelentísimo señor no me ha servido
para nada, ni siquiera siéndolo por duplicado, pero suena bien.
Desde 1951 hasta 1956, repartí mi trabajo entre el teatro, el cine y varias salas de fiestas, en
Pumanieska de Bilbao, en Casablanca, Fontoria, Morocco, Pasapoga, Pavillón, Jardines Florida, de
Madrid, y en Barcelona, Follies, Río, La Bodega del Calderón y más adelante, cada verano, con don
Antonio Astell, que me contrataba toda la temporada de verano para su Jardines Casablanca. Aparte del
placer que me proporcionaba mi trabajo tuve la oportunidad en todos esos años de compartirlo con
artistas a los que yo admiraba, como Luis Mariano, Antonio Machín, Juanito Segarra, Lorenzo González,
Enrique Guitart, Guillermo Marín, José María Rodero, Paco Rabal y otros muchos.
En marzo de 1956 mi entonces representante, Juan Hernández Petit, que además de ser mi
representante era periodista, me habló de la posibilidad de actuar en Buenos Aires.
Yo acababa de grabar con la casa Odeón un disco de aquellos llamados entonces de cuarenta y
cinco revoluciones y que más tarde denominarían con el nombre de singles, por una cara un monólogo de
guerra y por la otra “África y sus leopoldos”, aquel del safari. Parece ser que el disco había causado un
gran impacto en Argentina y por esa razón me ofrecieron un contrato de un mes, que incluía seis
actuaciones en radio, una actuación nocturna diaria en una sala de fiestas llamada King, otra salida diaria
en el teatro Nacional de la calle Corrientes y dos programas semanales en la televisión. El trabajo era
duro, pero acepté el desafio. Me preocupaba la televisión, en España aún no funcionaba este medio de
difusión. Yo estaba tranquilo con respecto a la radio, al teatro y a la sala de fiestas, la televisión para mí
era desconocida. Éste era un medio por el que yo sentía una gran curiosidad, pero lo más importante de
todo es que hasta ese momento, en toda mi vida había tenido la oportunidad de viajar al extranjero, salvo
mis viajes a Marruecos; aunque ni Tánger ni Ceuta ni Melilla ni Tetuán ni siquiera Alcazarquivir me
parecieron nunca el extranjero. La idea de viajar a América me entusiasmó, y al mismo tiempo acepté
como un desafio la oportunidad de probar si mi humor tenía dimensiones internacionales o era un humor
de andar por casa.
Hicimos el viaje en un DC4. Un viaje de más de treinta horas, ya que el avión tenía que poner
combustible cada poco tiempo de vuelo y donde había tierra, aunque fuera un tiesto, aterrizaba a repostar.

183
Miguel Gila Y entonces nací yo

Buenos Aires
Mi llegada a Buenos Aires ya de entrada fue divertida. El señor que la televisión había enviado a
recogerme al aeropuerto me acompañó hasta el policía encargado de sellar los pasaportes, y dijo:
—Este señor es Gila, el humorista que viene de España.
Llevaban muchos días anunciando por radio y prensa mis actuaciones en Buenos Aires.
El policía me regaló una sonrisa, al tiempo que preguntaba:
—Así que, ¿usted es el famoso humorista que tanto vienen anunciando estos días?
—Sí, señor.
—¿Y cuál es su gracia?
—Pues me visto de soldado y llamo por teléfono al enemigo.
—Muy bien, ¿pero su gracia cuál es?
—Pues esa, que hablo con el enemigo.
—Sí, si eso lo entiendo, pero lo que quiero saber es su gracia.
El hombre de la televisión me lo aclaró:
—Quiere saber tu nombre y apellidos.
Hacía muchísimos años que yo no asociaba lo de la gracia con el nombre y los apellidos.
A pesar de que en Argentina se habla nuestro idioma había muchas palabras que eran distintas, así
que antes de mi actuación me informé de cuál podía sonar mal para evitarla. Me hablaron del verbo
“coger”. En Argentina “coger” significaba y significa “joder”, tenía que decir “agarrar”, que a mí me
sonaba fatal. Pero las normas son las normas y había que adaptarse.
Llegó el momento de enfrentarme a las cámaras de televisión. Antes de empezar el programa,
apenas había entrado en los estudios, se me acercó un señor bajito y se presentó:
—¿Señor Gila? Soy el encargado de la risa.
Creí no haber entendido.
Y me mostró un tablero luminoso en el que se podía leer: “Aplausos, Risas, Silencio”.
Y añadió:
—Usted me dice cuándo quiere que se ría la gente, yo aprieto este botón, se enciende el luminoso
de Risas y la gente se ríe.
Aquello me causó más gracia que sorpresa o tal vez las dos cosas en igual medida. Le miré y le dije:
—Escuche, señor, si usted apretando ese botón hace que la gente se ría, ¿me quiere explicar para
qué me han traído a mí desde España?
—Es que aquí en la televisión trabajamos así.
—Mire, señor —dije—, es que si usted aprieta el botón yo no voy a saber si la gente se ríe porque
les hace gracia lo que yo cuento o porque usted aprieta un botón. Es mejor que no apriete ninguno y así
yo sabré si lo mío funciona o no funciona.
Lo aceptó, pero no de muy buena gana. Creo que tenía un concepto muy elevado de su cometido en
la televisión. Lo habló con el director y el director me entendió.
A mí, acostumbrado a enfrentarme con las cámaras cinematográficas, aquello no me causó ninguna
impresión. Hice mi programa de televisión y la gente se divirtió, aunque con algunas lagunas. Y tal como
estaba convenido en el contrato, por la noche debuté en la sala de fiestas King. Mi debut, acostumbrado a
escuchar las risas del Club Castelló o de cualquier otra sala de España, fue un fracaso total, nadie
entendió mi humor; aquello sí me preocupó, aún me quedaban tres semanas de contrato; no obstante,
modifiqué en parte mis monólogos para que mi humor disparatado fuese para ellos más entendible. Creo
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Miguel Gila Y entonces nací yo

que lo conseguí, porque en las noches siguientes la reacción del público, aunque no al ciento por ciento,
mejoró bastante. No llegué a tener amigos en Buenos Aires, con tanto trabajo era imposible hacer otra
cosa que no fuese comer, dormir y trabajar. Tan sólo pude hacer amistad con Ethel Rojo que trabajaba
también en el King y con su novio, Horacio Barba, con el que mi amistad siguió y sigue viva, aunque no
nos veamos con frecuencia, a pesar de vivir los dos en Barcelona. Con ellos iba a cenar después de la
actuación y me animaban para que no arrojara la toalla.
De todo lo que estaba firmado en el contrato me faltaban por cumplir mis actuaciones en el teatro
Nacional. Dos días antes de mi debut, Carlos Petit, el empresario, me citó en su despacho y me dijo:
—Antes de que salga usted al escenario le quiero advertir que de todo lo que se hace en este teatro,
los derechos de autor los cobro yo.
Le respondí:
—Yo soy menos ambicioso que usted, yo solamente cobro los derechos de autor de lo que yo
escribo. Es decir, de mis monólogos.
—Pues lamento decirle que no va a debutar en mi teatro.
—Pues yo lamento decirle que no me importa nada.
Y no debuté en el teatro Nacional, lo que para mí fue un alivio, ya que me quitaba un trabajo de los
cuatro que había firmado y eso no reducía para nada la cantidad de dólares a cobrar fijada en el contrato,
porque mi contrato era con una casa que fabricaba zapatos, Calzados Tomsa, que hacía zapatos con alzas,
para que los bajitos parecieran más altos. A mí me regalaron un par y efectivamente parecía más alto,
pero después de caminar una hora, quería que me amputaran los pies. Preferí seguir con mi estatura.
No obstante, a pesar de mi problema con Petit, se me presentó la oportunidad de actuar en el teatro
y fue precisamente en el teatro Nacional.
Se celebraba un homenaje a Ángel Labruna, que cumplía sus bodas de plata como jugador de River
Plate y fui invitado para actuar en su homenaje. El éxito en el teatro fue grandioso y creo que Petit, visto
mi éxito, debió arrepentirse de no haberme dejado, aun con la pérdida de los derechos de autor.
Alguien me dijo que la causa de que yo no hubiera tenido éxito en Buenos Aires era porque Petit,
empresario del teatro Nacional, en uno de sus viajes a Madrid estuvo viendo una actuación mía y la copió
para después pasársela, como si fuera idea suya, a un cómico al que llamaban Don Pelele, y que este
cómico había hecho mi guerra; aunque, por supuesto, había un gran abismo entre el plagio y el original —
la copia nunca puede superar a la creatividad—, la sorpresa del monólogo quedó difuminada por la
imitación. Este cómico, Don Pelele, se acercó en una ocasión a saludarme, me tendió la mano y la mía no
se movió. Se quedó, como dicen en Argentina, “pagando”. Años más tarde compartí con Don Pelele el
escenario del teatro Astros y me contó que Petit le había dado aquel monólogo diciendo que había sido
escrito por él. Don Pelele me pidió disculpas y yo se las acepté.
Durante mi primera visita a Buenos Aires tuve ocasión de conocer cómicos sensacionales, como
Dringue Farías, Castrito, Fidel Pintos, Pepe Arias y otros muchos de los que escribiré en su momento.
Ahora, lo único que he querido es recordar el fracaso que supuso mi primer viaje a América.
Volví de nuevo a España y después de un breve y merecido descanso formé una nueva compañía,
no sé si de variedades o de revista. Como todas las que había hecho anteriormente, la obra estaba basada
en sketches, un ballet, números musicales, aparte de alguna atracción como el Trío Guadalajara y el ballet
flamenco de los hermanos Marcos.
Con esta compañía volvimos a nuestros viajes por España y Marruecos. Las actuaciones en
Marruecos se iniciaban en el teatro Cervantes de Tánger y de ahí a Tetuán, Melilla, Ceuta, Larache y
Alcazarquivir. En aquella época estaba de moda el “plexiglás” y cuando alguien se enteraba de que ibas a
Tánger, te encargaba un impermeable o unas botas de agua o cualquier cosa, lo importante es que fuese
de “plexiglás”. Nosotros, José María Laso de la Vega y yo, comprábamos cortinas para el teatro, que en
España no había. Las metíamos en uno de los cestos con el vestuario de la revista que llevábamos en el
camión, con el riesgo de que nos las quitaran al pasar la aduana. Para ganamos la simpatía de los
encargados de la aduana, les ofrecíamos invitaciones:
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Miguel Gila Y entonces nací yo

—¿Cuántas invitaciones quieres para el estreno? Y el moro:


—Diez. Una pere mé y nove per mis nove moqueres.
—¿Ytú?
—Yo dotce. Una pere me y oncte per mes oncte moqueres.
Y así, el día del estreno el teatro estaba lleno de moros con sus oncte moqueres, sus nove moqueres,
sus catorce moqueres y sus secte moqueres.
La poligamia de los moros nos jodía el estreno, pero a la hora de pasar la aduana hacían la vista
gorda y eso nos compensaba.
Las tournées resultaban divertidas, pero no así los censores. Mi constante lucha con los censores de
cada localidad empezaba a resultar pesada.
Cada censor tenía su criterio personal de la moral, aunque no sé por qué extraña deformación
sexual, para todos había una obsesión común: había que taparles los glúteos y los senos a las chicas del
ballet. Como esto era habitual en las giras, la sastra de la compañía llevaba preparados retales de tela y
con ellos se añadían los centímetros que el censor creyera suficiente para no caer en el delito de
inmoralidad establecido por el Ministro de Información y Turismo.
Pero si cada censor tenía su criterio personal sobre la moral, también tenía su chantaje.
El censor de Valencia me autorizaba el espectáculo si yo le presentaba alguna chica con la que se
pudiera acostar.
Como yo me negaba a hacer de celestina, me exigía que antes del estreno le pasara la obra completa
a él solo para dar su visto bueno. Como yo estaba curtido en estas lides, ya traía el libro, los dibujos del
vestuario de las chicas del ballet y las letras de las canciones autorizadas y selladas por el Ministerio de
Información y Turismo, con lo que me negaba a pasarle a él la función, lo único que le permitía era
presenciar un ensayo y comprobar si todo lo que se hacía y se decía en el espectáculo era lo que ya venía
censurado y sellado de Madrid; pero se negaba a este convenio, argumentando que él era el único
responsable de la censura en Valencia, y en un toma y daca teníamos que ir postergando el estreno, hasta
que el empresario del teatro Apolo, el señor Alegre, conseguía convencerle. Entonces, el señor Calatayud,
apellido ilustre del censor, daba su visto bueno. Se lo había repetido en muchas ocasiones:
—Si usted quiere acostarse con alguna de las chicas, cuando termine la función, se lo propone y si
acepta, suya es.
El censor de Zaragoza me prohibió el estreno porque después de asistir a un ensayo alegó que se
decían cosas en el escenario que no estaban ni autorizadas ni escritas en el libro que habíamos presentado
en Madrid. Esto era normal, ya que a medida que íbamos haciendo el espectáculo, le cambiábamos alguna
cosa que no funcionaba bien para que saliera todo más divertido.
Como el que nos llevó la orden de no estrenar era un empleado del censor, me fui al despacho del
jefe de censura. Llegué justo en el momento que salía de la oficina acompañado de sus empleados. Traté
de hablar con él, para que me aclarase cuál era la razón por la que no me autorizaba el estreno, no
solamente no me escuchó sino que, dándome un empujón en el hombro, me dijo:
—Yo no tengo nada que hablar con usted.
Sé que fue un error por mi parte, pero nunca he podido soportar una agresión gratuita, me salió mi
lado rebelde y le encajé un puñetazo que lo derribó. Aquello me trajo graves consecuencias. Tuve que
hacer un viaje a Madrid, jugándome la vida en el coche, a una velocidad muy superior a la normal, por
unas carreteras estrechas, mal señalizadas y con curvas muy pronunciadas, llegar hasta el Ministerio de
Información y Turismo y hacer lo que se llamaba un pliego de descargos, lo que no evitó una nueva
retirada del pasaporte y una fuerte multa que me llegó dos meses más tarde. No obstante pudimos estrenar
que era de lo que se trataba. Aunque debo confesar que las constantes retiradas de pasaporte no me
resultaban nada gratas, ya que me impedían viajar a Francia, donde tenía posibilidad de comprar los libros
que aquí estaban prohibidos y que pasaba por la frontera debajo del asiento del coche, con el temor de ser
descubierto por los carabineros en la aduana.

186
Miguel Gila Y entonces nací yo

Gracias a esos pases a Francia había conseguido conocer los poemas de Alfredo Varela, los de Blas
de Otero, los de Marcos Ana, Calibán de Bartolí y otros muchos libros que me ayudaron a entender mejor
el significado de la Guerra Civil.
Pero siguiendo con la censura, el censor de Barcelona era más tolerante. Como el empleo de censor
no estaba remunerado —esto puede parecer absurdo, pero los censores eran vocacionales, defensores
voluntarios de la moral de la dictadura—, pues bien, decía, el censor de Barcelona para ganarse la vida
vendía libros por los teatros y bastaba comprarle una enciclopedia o un diccionario para que autorizara el
estreno, sin ningún inconveniente.
Con este luchar contra la mente enfermiza de los censores, se me despertó una especie de instinto
combativo.
Estaba prohibido por Arias Salgado, ministro de Información y Turismo, sacar mujeres al escenario
en las capitales con un número de habitantes inferior a ciento cincuenta mil. Tengo la sensación de que el
ministro Arias Salgado desconocía que en marzo de 1729 durante el reinado de Felipe V, el breve papal
Exponi había absuelto a los españoles de la prohibición de ver teatro. Yo creo que Arias Salgado,
amparándose en el poder que le daba su cargo, como ya había hecho la Iglesia en el siglo XVII, luchaba
por la total desaparición del género teatral; es posible que, al igual que la Iglesia de ese siglo XVII, viese
en el teatro un espacio abierto y libre para ejercer la crítica o dar a conocer conceptos que se consideraban
perniciosos para la salud espiritual de los fieles. Es más, pienso que Arias Salgado, como había hecho la
Iglesia en aquel siglo, trataba de destruir el teatro, por entender que era el teatro y no otra cosa la causa de
todos los males naturales que repercutían en la moral y el comportamiento religioso de los españoles.
Aparte de no permitir mujeres en las capitales con menos de ciento cincuenta mil habitantes, había
lugares como Pamplona o Burgos en los que el género teatral de la revista estaba prohibido.
Esto de los ciento cincuenta mil habitantes me dio una idea para vengarme de los censores.
Yo llevaba en mi compañía un ballet francés con mujeres jóvenes, guapas y con un cuerpo
envidiable. En Eibar no llegaban a los ciento cincuenta mil habitantes. Cuando estaba a punto de
comenzar la función, con el teatro lleno por completo, hablé con las chicas del ballet y les dije que se
quedaran en los camerinos.
Apenas se levantó el telón, salí al escenario y dije:
—Traigo conmigo un ballet de veintiséis mujeres, pero la censura me ha prohibido que las saque a
escena, parece ser, me ha dicho el censor, que ustedes no están preparados para ver mujeres ligeras de
ropa, pero como yo a estas señoritas, que además son profesionales, les pago su sueldo cada semana,
quiero que trabajen, así que las voy a sacar, pero como no puedo ni quiero desobedecer a la censura su
vestuario no será el que habitualmente sacan en el espectáculo. Les pido disculpas de antemano.
Hubo un murmullo entre el público. Entré a los camerinos y les dije a las chicas que se vistieran de
calle y se pusieran sus gabardinas o abrigos y que hicieran los números musicales vestidas. Las francesas
del ballet no entendían nada pero me obedecieron y cuando la orquesta comenzó a tocar y salieron a
bailar vestidas de calle, creí que los vascos de Eibar iban a quemar el teatro. Se armó la de Dios es Cristo.
Esta maldad la repetí en Mérida, alegando que el censor de Badajoz me había dicho que en Mérida
no estaban preparados para ver mujeres con ropas ligeras. El alcalde de Mérida que estaba entre el
público pidió su coche, me dijo que le acompañara, llegamos a Badajoz, buscó al censor, lo encontró en
un bar y le dio un par de bofetadas; luego me dijo: “Bajo mi responsabilidad, saca usted el ballet”.
Empezamos la función una hora y pico más tarde. La gente esperó pacientemente y se hizo la función con
el ballet vistiendo su ropa de revista. Esta función me costó otra multa y otra de las muchas retiradas del
pasaporte.
Ya estaba harto de viajes y de constante lucha con los censores, tenía unas ganas tremendas de
disolver la compañía y empezar algo nuevo, algo distinto, tal vez una comedia, pero por otro lado pensaba
en las treinta personas que llevaba conmigo y que se iban a quedar sin trabajo; así, día a día, lo fui
alargando.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Y seguí luchando contra los censores y viajando de un lado a otro sin apenas respiro. En las giras se
trabajaba un día o dos en cada lugar, se hacían dos funciones y al terminar la última había que desmontar
todo el decorado y trasladarlo a la siguiente plaza, viajar de noche, llegar a la nueva localidad cuando ya
estaba amaneciendo y por la mañana montar de nuevo el decorado y ensayar con la orquesta, que se
formaba con músicos de la localidad, a excepción del director, el pianista y el batería, que eran fijos en la
compañía.
A mí me gustaba el cine como espectador, pero trabajando a diario y con dos funciones, sin día de
descanso, no había posibilidad de ver ninguna película. Por regla general, en los pueblos que
trabajábamos lo hacíamos en teatros que eran cines, pero que en algunas ocasiones lo utilizaban como
teatro. Como en esos pueblos se hacían, como mucho, dos días de función, nos poníamos de acuerdo con
el encargado de la cabina, hacíamos una colecta entre todos los componentes de la compañía, juntábamos
unas pesetas, se las dábamos al hombre de la cabina y después de la función nos pasaba la película que
iban a estrenar cuando nos fuésemos. Ésta era nuestra única oportunidad de ver cine.
Si la lucha con los censores era dura, nadie puede imaginar lo que era la lucha con los músicos de
cada localidad. Uno era peluquero, el otro era empleado del ayuntamiento, el otro trabajaba en una
farmacia, ninguno se dedicaba a la música, salvo cuando llegaba una compañía de zarzuela, de revista o
de variedades.
En una de las giras teníamos que actuar en un pueblo de Ciudad Real.
Citamos a los músicos a las once de la mañana y a esa hora estaban en el teatro todos los
componentes de la orquesta. El maestro o director que llevaba yo conmigo, cuando ya estaban en el foso,
les dijo:
—Por favor, los instrumentos de cuerda en este lado y los instrumentos de viento en este otro.
Se incorporó un trompeta y dijo:
—Yo me siento en este lado.
Y señaló el lugar que el maestro había asignado para los instrumentos de cuerda.
El director, de muy buenas maneras, le dijo:
—Perdone, pero ahí se sientan los de cuerda.
Se ve que el de la trompeta era cabezón.
—Pues yo me siento aquí, lo diga quien lo diga, porque siempre que viene alguna compañía de
zarzuela, éste es mi sitio.
A todo esto, yo, desde el escenario, trataba de ordenar el ensayo. Y el de la trompeta insistiendo:
—A ver si ahora van a decirme a mí dónde me tengo que sentar.
Me acerqué a boca de escenario y le dije:
—Escuche, señor, el maestro tiene su forma de dirigir la orquesta y no creo que le cause a usted
ningún trastorno sentarse donde él le dice.
Y como digo, se ve que el trompeta era cabezón.
—Pues o me siento en mi sitio o me voy, porque al fin y al cabo yo soy peluquero y no vivo de esto.
Y con su trompeta bajo el brazo inició la retirada por el pasillo. El del contrabajo hizo causa común
con el de la trompeta y algunos más trataron de abandonar el teatro.
Durante la dictadura estaban prohibidas las huelgas y aprovechando esta coyuntura, dije:
—Muy bien, ¿se van? Pues yo también. Iré a ver al gobernador civil y le haré saber que ustedes se
declaran en huelga.
Aquello fue mano santa. Dieron media vuelta, abandonaron su retirada y se sentaron donde el
maestro les había dicho.
A las siete de la tarde empezamos la función, apenas iniciar el primer número musical aquella
orquesta sonaba que dañaba los oídos y de manera muy particular el trompeta. No me pude resistir, hice
parar la orquesta y me dirigí directamente al trompeta.
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Miguel Gila Y entonces nací yo

—Con razón decía usted esta mañana que no vive de esto.


Los demás componentes de la orquesta no pudieron evitar la risa. El de la trompeta se levantó y se
fue por el pasillo del patio de butacas. No sé si él era o no el responsable directo de aquel desafinamiento,
pero a partir de su salida aquello mejoró.
Seguimos haciendo la gira, luchando con los censores y con los músicos.
Y si este luchar con censores y con músicos se hacía duro y pesado, había que añadirle la de los
horarios que la dictadura imponía para cuidar la moral de todos los españoles. Los espectáculos tenían
que terminar, como muy tarde, a la una de la noche, ni un minuto más ni un minuto menos, a la una en
punto de la noche. Esto que no era muy estricto en las grandes capitales, sí lo era en las de segunda
categoría. En una de las giras actuamos en Palencia; yo cerraba el espectáculo con uno de mis monólogos
del absurdo, el público aplaudía y gritaba: ¡Otra! ¡Otra! ¡Otra! Yo salía a saludar y de nuevo me metía
para que bajaran el telón, la gente no dejaba de pedir otra. El policía que había enviado el gobernador
civil me dijo que de ninguna manera se me ocurriera alargar el espectáculo, que ya era la una y tenía que
terminar. A pesar de la insistencia del público, el policía argumentaba que si salía de nuevo al escenario a
contar algún otro monólogo, me costaría una multa y tal vez la suspensión del espectáculo para el
siguiente día. Ahí se me prendió la lamparita. Salí de nuevo al escenario y cuando pararon los aplausos,
dije:
—Querido público, escuchen, por favor —se hizo un silencio—. Si por mí fuese, me estaría con
ustedes hasta el amanecer, pero aquí, entre cajas, hay un policía del gobierno civil que me lo prohíbe.
No pueden imaginarse la que se armó en el teatro y particularmente a la salida, donde más de
quinientas personas esperaban al policía con la sana intención de lincharle. No sé cómo hizo para escapar
de allí, pero se fue. Cuando salí del teatro la gente me siguió aplaudiendo y es que en Palencia, como en
todos los lugares de España, estaban hasta las pelotas de la dictadura, aunque los miedos sólo dejaran
poner de manifiesto este sentir de la gente en determinadas ocasiones, como ésta que les cuento.
Yo tenía clavada la espina de mi fracaso en Buenos Aires y el deseo de volver a América se hizo en
mí un desafio, pero cada vez que comentaba la idea de disolver la compañía, en todo el elenco se
detectaba un clima de tristeza. Eran más de treinta artistas que se iban a quedar sin trabajo. Me costó un
gran esfuerzo tomar la determinación. Les hablé de mi cansancio y de la necesidad de renovar el
espectáculo y lo entendieron. La compañía se disolvió, con la promesa de que más adelante, pasado algún
tiempo, volvería a rehacerla. Con el correr del tiempo se había convertido en una gran familia.
Me tomé un par de meses de descanso, luego mis necesidades económicas me llevaron otra vez a
las salas de fiesta.
En noviembre de 1957, bandas armadas marroquíes penetran en territorio de Ifni, atacando a las
guarniciones fronterizas. Madrid decide reforzar aquel territorio. La Legión y un batallón de paracaidistas
luchan contra las fuerzas armadas marroquíes. Me llaman de la Casa Civil de Franco y me piden que vaya
a Sidi Ifni a pasar las Navidades y el fin de año junto a las tropas que combaten en aquel territorio, y con
Carmen Sevilla, la cantante Elder Barber y un trío canario, nos meten en un Junker y nos llevan hasta
Marruecos. Allí, en las trincheras, pasamos los días festivos, divirtiendo a los soldados que en esos días
tan señalados estaban alejados de sus familias. Cuando volvíamos se nos vino encima una tormenta que
estuvo a punto de partir en dos el avión. Hicimos escala en Sevilla. Desde allí telefoneé a mi cuñado
Ángel y le pedí que fuera a buscarme con el coche.
No me disgustaba el hecho de haber tenido que pasar unas Navidades y un final de año en
Marruecos. Me sentía satisfecho de haber divertido a los que, obedeciendo órdenes de sus superiores,
tenían que estar defendiendo un lugar donde no había más que lagartos, tierra y piedras, pero al mismo
tiempo me sentía usado por la dictadura para cualquier festival que se celebrara en el país o, como en este
caso, fuera del país. Aunque muchas veces no era el Gobierno el que me llevaba a trabajar gratis. En
muchas ocasiones lo hacía yo voluntariamente, porque me estimulaba trabajar para los niños en un
hospital de Málaga, donde los había escayolados desde el cuello hasta los pies, o en el sanatorio de
tuberculosos de Bilbao, o en la cárcel de mujeres de Yeserías, aunque para mí aquella cárcel no tuviera
buenos recuerdos.
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Miguel Gila Y entonces nací yo

Creo que la satisfacción más gratificante que me ha dado mi profesión es haber escuchado la risa de
gentes que viven momentos de amargura.
En noviembre de 1958, una noche, al finalizar mi actuación en Pasapoga, donde estaba trabajando,
me dijeron que había dos señores que tenían mucho interés en hablar conmigo. Estaban en uno de los
palcos que había junto al escenario.
Los dos señores en cuestión eran Goar Mestre, propietario del canal de televisión CMQ de La
Habana, y Emilio Azcárraga, propietario a su vez de Televisa y de la emisora de radio XEW de la Ciudad
de México. Los dos estaban interesados en contratarme para México y La Habana.
Mi experiencia en Buenos Aires tenía dos vertientes: por un lado, el poco éxito conseguido y por
otra parte, mi orgullo profesional. Estaba convencido de que mi humor no tenía más fronteras que las del
idioma. De todas maneras y para no repetir lo ocurrido en Argentina, les propuse hacer un contrato de una
sola semana y si las cosas funcionaban bien, lo iríamos alargando. Aunque ellos decían estar convencidos
de que mis actuaciones iban a ser un éxito, yo les hice entender mis temores y lo aceptaron. Firmé un
contrato para debutar en México, en el que se incluía actuaciones en televisión, en una sala de fiestas de
muy buen nivel y en un programa de radio. El mismo contrato y las mismas condiciones para Cuba. Por
este contrato cobraría dos mil dólares semanales, más viajes y hotel para mí y para mi representante.
Fijamos la fecha para el mes de mayo de 1959, dando tiempo a que hicieran promoción en los medios de
comunicación de cada país.
Como quedaban varios meses hasta el viaje a México, hablé con Laso de la Vega y quedamos en
que él se haría cargo de la programación y yo de armar el espectáculo, escribir el libro y elegir los
decorados. Monté de nuevo la compañía de variedades con nuevos sketches. Y para ganar tiempo
contratamos al ballet Niza de Montecarlo, que ya venía con sus números montados y traía su propio
vestuario, lo que nos ahorraba el tener que formar un ballet, con el complicado y costoso problema de
encargar la ropa, buscar las músicas, ensayar con el coreógrafo y todo ese lío que comporta la parte
musical. Como era costumbre en mí, contraté a los mismos actores que habían trabajado siempre
conmigo, actores que formaban parte de lo que meses atrás fuera esa gran familia artística unida: Villena,
Lebrero, Eugenia Roca, el ballet de baile español que estaba compuesto por los hermanos Marcos y sus
mujeres y una vedette de nombre Merceditas Llofríu, hija de un representante de artistas. Esta vedette era
la única novedad en la compañía.
Con este nuevo espectáculo, antes de presentarnos en Madrid y a modo de ensayo general,
debutamos en Toledo, después hicimos Talavera de la Reina y de ahí, y ya con conocimiento de que
aquello iba a funcionar, después de hacer algunos cambios en los textos, debutamos en el Calderón de
Madrid. Me había integrado de nuevo en el teatro, en lo que a mí me gustaba. El espectáculo en Madrid
duró tres meses.
Al terminar en el Calderón hicimos una gira por distintas localidades del país y como era costumbre
en las giras, Marruecos.
En España se puso en marcha la televisión, con un alcance de cincuenta y cinco kilómetros. Hice
algunas actuaciones, muy pocas y muy breves. No me gustaban aquellas actuaciones donde me marcaban
los minutos exactos que tenía para mi intervención. El estar pendiente de los minutos no me daba
posibilidad de introducir en mis monólogos el ritmo y las pausas necesarias.
En una de las actuaciones, cuando estaba frente a la cámara, un individuo se situó agachado junto a
la cámara: movía la boca y abría y cerraba los dedos en forma de tijeras, señalándome que cortara. Yo
seguía actuando y el individuo cada vez con más insistencia me indicaba que cortara mi actuación. Así lo
hice. Cuando pregunté qué pasaba, me explicaron que tenían que conectar con el Vaticano, que iba a
hablar el Papa. Papa es lo que intentaba decirme aquel individuo con su movimiento de labios. Cómo
puñeta adivinarlo.
Seguía amando el teatro. En esta compañía hice amistad con el mayor de los hermanos Marcos, que
era buen nadador. Nos compramos unos rifles muy sencillos con una goma elástica y su correspondiente
arpón, unos pies de pato, un tubo para respirar y unas gafas submarinas y con estos útiles tan precarios
nos lanzamos a la pesca submarina. Por no haber turismo ni estar invadida la costa en aquellos años, se
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Miguel Gila Y entonces nací yo

encontraban llisas, sargos, escorbais, meros y algún pulpo pequeño; nuestra captura de peces no era
demasiado afortunada.
Un día que estábamos trabajando con la compañía en Cartagena, un oficial de la Marina que la
noche anterior había estado presenciando la función, nos invitó a Marcos y a mí a asistir a unas pruebas
que se iban a realizar en la base de submarinos. Dos hombres rana se iban a meter en el interior de un
submarino, después dejarían que el agua lo inundara y probarían si el acualung que llevaban a sus
espaldas era capaz de mantenerlos vivos y con posibilidades de salir del submarino. Se hizo la prueba y lo
consiguieron. Los dos hombres que habían realizado este ejercicio, con una botella metálica a sus
espaldas y un aparato que se colocaba en la boca, al que llamaban regulador, eran el comandante
Cousteau y Dumas. Antonio Marcos y yo quedamos extasiados con aquel experimento y como a los dos
nos gustaba la pesca submarina, aunque la hacíamos sin ningún aparato, a pulmón, solamente con aquel
rifle precario que nos habíamos comprado hacía unas semanas, después de asistir a aquella prueba de
Cousteau y Dumas pensamos en cómo conseguir una de aquellas botellas y su correspondiente regulador.
Nuestro primer intento lo hicimos con una botella metálica vacía, de las que se usan para apagar
incendios, que logramos que nos regalaran en el parque de bomberos de Murcia. En el camerino, entre
función y función, Antonio y yo nos hacíamos el regulador de entrada y salida del aire con un llamado
pico de pato, que permitía expulsar el aire sin que entrara agua, nos hicimos unos atalajes de linoleum y
nos lanzamos a nuestra primera inmersión, que fue un rotundo fracaso. No logramos que aquel invento
funcionara bien. Tragábamos agua y apenas podíamos sumergirnos a una profundidad de dos metros. Por
suerte, en una de nuestras actuaciones en Tánger, fuimos hasta un campo donde estaba almacenado todo
el material del Subplus inglés, que había sido adquirido por los árabes al término de la guerra mundial.
Pregunté por el encargado o jefe del desguace. Nos lo presentaron y por una de esas casualidades que
tiene la vida, también este hombre había estado la noche anterior viendo nuestro espectáculo y nos
reconoció; se deshizo en elogios y nos invitó a recorrer el campo de desguace. Allí había desde aviones
hasta machetes. Todo aquello lo estaban desguazando para sacar el plomo, el cobre, el bronce y cada una
de las materias que por separado les iban a ser de utilidad. A mí, como mecánico de aviación me
angustiaba ver como a golpes de martillo destruían los aparatos de a bordo de los aviones. De pronto,
como algo milagroso, aparecieron ante nosotros los equipos de los hombres rana canadienses bibotellas,
reguladores, snorquers y todos los elementos necesarios para hacer inmersión. Nos regalaron dos
bibotellas con sus reguladores y cuatro cinturones de seguridad de los usados por los pilotos de guerra,
que adaptamos a los bibotellas, y con estos ya casi profesionales equipos nos dedicamos a la pesca
submarina. Yo, con la idea de disfrutar de aquel equipo, hablé con José María Lasso de la Vega y arregló
la programación de la gira de la compañía por todos los pueblos y ciudades de la costa del Mediterráneo.
Hicimos nuestra primera inmersión en Benidorm, entonces lugar despoblado y en el que no había más
que un hotel. Nos sumergimos a veinte metros de profundidad. Sólo aquellos que han tenido la
oportunidad de hacer submarinismo pueden tener una idea de lo que significa bajar hasta el fondo de un
mar, saltar de un promontorio a otro con un pequeño impulso. Me senté en el fondo y miré hacia arriba,
hacia la superficie. Era lo más parecido a un techo de plata iluminado por el sol. Pequeños peces curiosos
nadaban a mi alrededor. Como en el mar, a partir de los quince metros de profundidad, desaparece el
sentido de la orientación, para saber dónde estaba la superficie nos atamos a la muñeca una pelotita de
ping pong y para salir nos bastaba con seguir la dirección que nos marcaba la pequeña pelotita.
Toda nuestra gira teatral era, como dije anteriormente, por capitales o pueblos de la costa. Y si
íbamos a Palma de Mallorca, hacíamos cuartel general en Palma y cada día trabajábamos en un pueblo:
Porto Cristo, Sanyí, Felanix, Pollensa, etc. También hacíamos la isla de Menorca: Mahón y Ciudadela. Y
después de la función de noche, esperábamos al amanecer para sumergirnos y practicar la caza o la pesca
submarina, que de las dos maneras se definía el ejercicio de este deporte, si es que se trata de un deporte.
En Palma de Mallorca conocimos a Guillermo Pol. Guillermo tenía una de esas lanchas
mallorquinas que funcionan con gasoil y que son muy seguras, pero muy lentas. Era un gran profesional
de la pesca submarina y tenía todos los elementos necesarios para la pesca, aunque él bajaba a pulmón.
Era un superdotado. Cada vez que se sumergía en el mar, nosotros desde la barca le esperábamos y
siempre teníamos la sensación de que no iba a salir nunca, que se había quedado en el fondo. Su
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Miguel Gila Y entonces nací yo

resistencia bajo el agua era increíble. Lo mismo que su conocimiento del fondo de todo el entorno de la
isla, íbamos en su lancha desde Palma Nova hasta cala de Mosca. El marinero llevaba el control de la
lancha, nosotros, Antonio Marcos y yo, íbamos arriba y Guillermo agarrado a una cuerda que se sostenía
en la popa de la pequeña embarcación, siempre con la cara sumergida en el agua, asomando solo el
snorquer. De pronto, Guillermo nos hacía una seña, parábamos la barca, se sumergía y salía con un pulpo
en la mano que dejaba dentro de un cubo con agua de mar. Cuando subía a la barca, miraba al pulpo que
estaba en el cubo y decía:
—Si tenemos este pulpo aquí durante todo el día se nos va a morir.
Y lo echaba al fondo del mar. Transcurría todo el día, en cala de Mosca pescábamos meros, sargos,
escorbais, llisas y otros peces. Al regreso, ya cuando el sol se estaba ocultando, Guillermo, al llegar al
lugar donde había dejado caer el pulpo, decía:
—Un momento.
Se sumergía en el mar y después de varios minutos salía con el pulpo en la mano, como si lo
hubiera dejado guardado en un cajón. Guillermo se conocía el fondo del mar que rodeaba toda la isla de
Palma como si fuera el pasillo de su casa.
En Ciudadela nos dimos de cara con un tiburón. Guillermo hacía gestos que yo no entendía, el
tiburón se alejó; al salir, le pregunté por qué le hacía gestos al tiburón y me respondió:
—Le llamaba cobarde.
Y dije yo:
—Pues demos gracias a Dios que no te ha oído.
Pescamos un mero de cuarenta kilos de peso, que por la noche nos asaron en el horno de una
panadería y que comimos todos los de la compañía. En aquella época, en la que no había turistas, era muy
fácil encontrar meros de ese peso a veinte o quince metros de profundidad y apuntarles con el rifle sin que
intentaran huir. Como aquello me parecía un asesinato, cambié el rifle por una cámara de fotos. En un
viaje que hice a Ceuta compré la cámara submarina inventada por el alemán Hank Hass; llevaba dentro
una Rolleiflex. A partir de ese día me dediqué a la fotografía submarina. Luego me hice amigo y socio del
CIAS de Valencia; con los submarinistas de esta entidad y ya con mi carnet del CIAS, en el que figuraba
como escafandrista autónomo, combinaba mi trabajo del teatro con el de la investigación submarina.
También hice amistad con los que formaban el CRIS, grupo submarinista catalán que estaba formado por
Atmedlla, Vidal, Vendrell y algunos más de los que lamento no recordar sus nombres, ya que con todos
ellos pude disfrutar localizando pecios y sacando de ellos ánforas romanas y frascos de vidrio fenicios
con perfume en los pueblos de la Costa Brava.
También sacábamos coral de la bahía de Rosas. Fueron muchos años los que disfruté bajando a las
profundidades, no sólo del Mediterráneo, también en el Cantábrico, en Zarauz, Guetaria y otros lugares
de las costas del norte. Posteriormente, tuve oportunidad de practicar el submarinismo en México: en
Quintana Roo, en Baj a California y en Isla Mujeres. Ahí en ese país hermoso que es México hice mi
última inmersión en Acapulco. Ya para entonces poseía un equipo completo, aparte de mi bibotella, tenía
todos los elementos para fotografiar en el fondo y hasta un compresor con filtro de carbón para cargar las
botellas. Años más tarde, cuando por un empacho de dictadura decidí vivir definitivamente en América y
desmonté mi piso de Barcelona, me deshice de todo. Sentí una gran tristeza al hacerlo. Se lo pasé a mi
amigo Ricardo, el de El Abrevadero.
Seguí durante algún tiempo con el espectáculo musical. Las cosas iban muy bien, tanto desde el
punto de vista artístico como económico; pero eso de viajar de pueblo en pueblo y el constante pelear con
el censor de cada lugar iban agravando mi empacho de dictadura. Cada vez que comentaba la idea de
disolver la compañía de nuevo volvíamos al clima de tristeza vivido en otras ocasiones. Les advertí de mi
compromiso con México y Cuba, y llegamos al acuerdo de mantener la compañía hasta la fecha en que
debía viajar a América.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Como quedaba mucho tiempo hasta el viaje a México, continuamos haciendo gira por ciudades y
pueblos. Escribí nuevos sketches y nuevos números musicales, pero con los mismos actores que formaban
parte de lo que desde hacía meses era esa gran familia artística.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

MÉXICO
Y llegó el mes de mayo en que tenía que viajar a México para cumplir con mi compromiso
adquirido en Pasapoga con don Emilio Azcárraga. Antes de mi viaje a México, José María Lasso arregló
con el ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria tres actuaciones del espectáculo que servirían como
final y disolución de la compañía y como homenaje en mi despedida de España. Las actuaciones serían al
aire libre, sin ningún tipo de decorado, ya que se trataba de actuar en las fiestas de primavera que se
celebraban en Las Palmas en esas fechas.
En el aeropuerto del Prat había dos aviones que nos llevarían hasta Canarias, dos aviones iguales,
dos DC4. En uno de los aviones viajaría el equipo de gimnastas de Joaquín Blume, también contratados
para hacer una exhibición, en el otro avión viajaríamos todos los componentes de mi compañía.
El avión en que habían de viajar los atletas salía dos horas antes que el que nos habría de llevar a
nosotros. Joaquín Blume, a quien yo conocía del gimnasio de la calle Ríos Rosas, se me acercó y me dijo
que si no me importaba cambiar de avión, porque al ser ellos de Barcelona tendrían un poco más de
tiempo para despedirse de sus familias. A mí me daba lo mismo. Así, la gente de la compañía y yo
volamos en el primer avión, en el que debería haber viajado Blume. Estábamos cenando en el hotel,
cuando nos llegó la noticia. La reproduzco tal como se publicó en la prensa:

Se malogra un prodigioso gimnasta


La fatalidad priva a España de un gran gimnasta, un magnífico deportista en el que
justificadamente estaban puestas las esperanzas olímpicas. A media tarde de este luctuoso
día, en el pico del Telégrafo, en la serranía de Cuenca se ha estrellado un avión de
pasajeros, sin que haya ningún superviviente. Entre las víctimas se cuenta Joaquín Blume.
También han muerto en el accidente los gimnastas Pablo Muller, José Aguilar, Raúl
Pajares y Olga Solé, así como la esposa de Blume, María José Bonet. El viaje emprendido
en Barcelona con dirección a Canarias, para participar en una exhibición gimnástica, tiene
pues este trágico final.

Se me hizo duro el trabajo aquellos pocos días en Las Palmas. Me costó un gran esfuerzo practicar
el humorismo. El accidente me dejó sumido en una gran tristeza, tenía dentro de mí una cierta sensación
de culpa por haber accedido al cambio de avión. Aún muchos años después de aquella tragedia sigo
pensando si el destino había querido que a mí no me pasara nada, si el destino había señalado ese día para
Blume.
Esto es algo que he guardado conmigo durante muchos años. Sólo ahora, en este momento y aquí,
lo hago público. Fue un acuerdo entre Blume y yo; ni sus gimnastas, ni sus familiares, ni la gente de mi
compañía supieron de él.
Desde Las Palmas, junto con mi representante, iniciamos el vuelo hacia México. Como México, en
adhesión a la República española y enemigo de la dictadura franquista, no tenía relaciones diplomáticas
con España, para conseguir el visado de entrada a México y el permiso de trabajo tuvimos que hacer una
primera escala en Lisboa, donde nos esperaba el cónsul de México, que nos facilitó todos los papeles
necesarios; hicimos una nueva escala en Nueva York, donde estaríamos cuatro o cinco días. Juan
Hernández Petit, mi representante, estaba separado de su mujer, que vivía en Nueva York con sus dos
hijos. Juan aprovecharía esos días para estar con ellos y yo para conocer Nueva York.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

En el aeropuerto cogimos dos taxis, Hernández Petit iría a vivir a la casa de su mujer, con la que, a
pesar de la separación, tenía muy buena relación, yo a un hotel. El taxista que me llevaba era de Puerto
Rico con lo que me ahorré el esfuerzo de usar el inglés como idioma.
En aquella época yo viajaba siempre con mi Rollei colgada del cuello.
Pasábamos por la catedral de San Pablo y le pedí al taxista que parase un momento, que tenía el
deseo de hacer un par de fotos. Preparé mi Rollei y después de buscar un buen encuadre apreté el
disparador por dos veces. Cuando me volví, mi mano que buscaba la manija de la puerta quedó en el aire.
El taxi había desaparecido llevándose todo mi equipaje. Por suerte, llevaba conmigo el pasaporte y el
dinero. Era domingo, fui a hacer la denuncia a la policía. Me preguntaron si al subir al taxi no me había
fijado en el documento que el taxista llevaba en el respaldo del asiento donde figuraba su nombre y
apellidos, su número de licencia y una foto del conductor. Lamentablemente, no se me había ocurrido.
Estuve paseando por Nueva York, acompañado por los hijos de Hernández Petit, que nos llevaron a
conocer lo que ellos consideraban más típico y más interesante. La Quinta Avenida, calle de los desfiles,
de las mansiones, de los hoteles y de los rascacielos. La avenida Madison, con sus numerosas tiendas y
por supuesto el Empire State Building, donde desde el piso 102 uno siente que es King Kong con Fay
Wray en una mano. Me impresionó Manhattan, con sus miles de anuncios eléctricos que iluminan la
noche con una intensidad mágica y surrealista. Me impresionó Nueva York, pero como turista. Creo que
aunque me hubieran brindado la oportunidad de quedarme a vivir en aquella ciudad, no lo habría
aceptado. Durante el tiempo que estuve en Nueva York me sentí más hormiga que hombre.
El avión que nos llevaba de Nueva York a México hacía escala en Santo Domingo. Aprovechando
la escala bajamos a estirar un poco las piernas, entramos en el bar del aeropuerto a tomar algo y se nos
acercó un individuo de baja estatura que traía un sobre en la mano. En un correcto y simpático acento
mexicano, me preguntó:
—¿Señor Gila?
—Sí.
—Soy periodista mexicano, me llamo Pérez Verduzco y llevo la página de espectáculos del diario
Ovaciones.
—¡Ah, mucho gusto! Y me acercó el sobre.
—Este sobre es por si usted quiere depositar en él algunos dólares para los huérfanos del
periodismo.
Como me vio cara de sorpresa, añadió:
—Es porque nos gustaría hacerle buenas críticas de su debut en la Ciudad de México.
Me sentó como una patada en la barriga. Era algo parecido a lo del encargado de la risa de Buenos
Aires, pero peor intencionado. Le miré fijamente y le dije:
—Escúcheme, señor. Sin ánimo de ofenderle. Tengo la intención de saber si el humor que yo
practico funciona en México por mí mismo y no por las críticas favorables que me puedan hacer a cambio
de ningún donativo.
Quedó algo descolocado, pero de inmediato me dijo:
—No es para mí, es para los huérfanos del periodismo.
—Lo entiendo; pero desde la muerte de mi padre he tenido a mi cargo cinco huérfanos, que aparte
de ser huérfanos son hermanos míos, paridos por la misma madre.
Mi respuesta no debió gustarle nada, me miró y se mordió los labios, luego se encogió de hombros,
como dándome a entender que yo mismo me lo había buscado, y se alejó con el sobre en la mano.
Cuando volvimos al avión para seguir el viaje, el tal Pérez Verduzco viajaba con nosotros. Durante
el tiempo que duró el vuelo no dejó de mirarme con una sonrisa socarrona.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

El vuelo desde Santo Domingo a la Ciudad de México duraba dos horas, así que aproveché para dar
una cabezada. La hora de llegada a México era muy intempestiva, el aterrizaje se haría a las cuatro de la
madrugada.
México era para mí, lo iba pensando durante mi intento de cabezada, algo así como esos regalos que
nos hacen por Navidad, que vienen envueltos en un papel de vistosos colores, con un lazo dorado. Estaba
seguro de que dentro de aquella caja de regalo había algo desconocido, pero al mismo tiempo hermoso.
No había estado nunca en México, pero era como si lo conociera de una vida anterior. Adivinaba su
fuerza, su colorido, su enorme personalidad, la más fuerte de todos los países de habla hispana. No me
equivoqué.
Desde la ventanilla del avión, México era un ascua de luces; a pesar de la hora tan avanzada, se
podían ver sus avenidas iluminadas y la gran inmensidad de esa ciudad. Minutos más tarde, en la letra de
la canción escuché, Guadalajara en un llano, México en una laguna. ¡Qué laguna! El avión hizo su
aterrizaje a las cuatro y media de la mañana. Un grupo de periodistas de la radio se acercaron hasta el
avión con sus micrófonos. Al asomarme a la puerta y colocarme al borde de la escalerilla de bajada,
escuché la música de los mariachis que tocaban Las mañanitas, Guadalajara y otras rancheras populares
de México. No atinaba a bajar por la escalera del avión, la emoción paralizaba mis piernas. Es una
imagen que recuerdo y recordaré toda mi vida. Me parecía demasiado aquel recibimiento.
Mientras los periodistas me iban haciendo preguntas llegamos hasta los mariachis; les rogué a los
periodistas que me dejaran disfrutar de aquella música. Me dedicaron varias canciones que me hicieron
olvidar todo mi cansancio y tomar conciencia de que estaba realmente en México, que no era un sueño.
Nunca he sabido por qué, pero ese país estaba muy arraigado a mi vida. Recordaba la ayuda que nos
habían prestado durante la Guerra Civil, su acogida a los exiliados políticos, que gracias a ellos y a su
entonces presidente, Cárdenas, se habían librado del fusilamiento y de las cárceles franquistas. Sentí algo
que no había sentido en Argentina; pisar aquella tierra, para mí, que vivía en una dictadura, era como
zambullirme en una libertad desconocida.
El camino desde el aeropuerto hasta el hotel era bastante largo, pero a mí me parecía corto.
Aquellas pequeñas casas con fachadas pintadas con colores vivos, azul, naranja, rojo, violeta. Aquello no
tenía nada que ver con los pueblos que yo estaba acostumbrado a ver en Castilla, esos pueblos tan tristes,
de color terroso.
Nos hospedaron en el hotel Insurgentes, en la avenida del mismo nombre, que cruza México de
norte a sur, ya estaba amaneciendo. El sol, aún débil, penetraba en la habitación. Busqué la cinta de la
persiana. No había. Sólo una leve y transparente cortina blanca por la que penetraba la luz. Era algo así
como dormir en la calle. Acostumbrado a nuestros hoteles y a mi casa, yo no era capaz de entender cómo
se podía dormir con aquel sol sobre la cama. Pero era tan grande el cansancio que me quedé dormido,
como alguna vez lo había hecho en alguna playa.
Dormí muy pocas horas, tenía una gran ansiedad por salir del hotel para tomar contacto con las
calles y las gentes de aquella ciudad. El cambio de horario y la altura de la ciudad me habían afectado
como si hubiese tomado alguna droga estimulante.
Mis primeros paseos por la Ciudad de México me llenaron los ojos de colorido. Me asombraba la
fuerte personalidad de la gente que caminaba por las calles, los puestos ambulantes donde vendían
camitas, tamales, rodajas de piña natural, los sillones de los limpiabotas, decorados como si fuesen tronos
de un rey medieval. En cada uno de los mexicanos que se cruzaban en mi camino había un fuerte
colorido, tanto en su piel como en sus rasgos y sus ropas. Quedé prendido en aquel tránsito de gentes tan
diferentes y tan iguales.
Como me habían robado las maletas en Nueva York, me había quedado con lo puesto, y no tuve
más remedio que comprarme alguna ropa. Fui a una sastrería y me encargué un traje negro para mi
trabajo, algunas camisas y, para la calle, un pantalón y una chaqueta de sport. Cuando ya había encargado
el traje, las camisas y el pantalón, le dije al sastre:
—Ahora necesito que me haga una chaqueta.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

El sastre me miró de una manera muy particular. Después me preguntó:


—¿Usted es español?
—Sí, señor.
—¿Es la primera vez que viene a México?
—Sí, señor.
Aquellas preguntas y la forma en que me las formuló me dejaron intrigado. Se lo comenté a uno de
los locutores de XEW. Me dijo:
—No tiene importancia porque eres español, pero imagínate que yo llego a España, entro en una
sastrería y le digo al sastre: “Ahora necesito que me haga usted una paja.” Desde aquel día, mi principal
objetivo era vigilar las palabras que, aunque pertenecían a nuestro idioma, tenían un sentido distinto. Ahí
me enteré que era feo mentar la palabra madre, que lo conecto era decir mamá. Porque los mexicanos son
muy dados a decir cuando están furiosos: “¡Te rompo la madre!” Mi contrato para actuar en México, tal
como yo había acordado con don Emilio Azcárraga, era de una semana y si las cosas funcionaban,
hablaríamos de prorrogar; si lo mío no funcionaba, no había compromiso de continuidad por ninguna de
las dos partes. En el contrato se estipulaba una actuación diaria en El Afro, una sala de fiestas propiedad
de Agustín Barrios Gómez, que más adelante sería embajador de México en Canadá, y de Jorge Almada,
que caminaba apoyándose en un bastón porque alguien le había dado un tiro en una cadera, cosa común y
nada extraña en aquel país donde se llevaba el revólver como se lleva una pluma o un bolígrafo. El mismo
contrato me comprometía a hacer una actuación de quince minutos en Televisa, el canal propiedad de don
Emilio Azcárraga, y una actuación diaria en XEW, emisora de radio también propiedad de don Emilio.
Don Emilio, amante de su emisora de radio, odiaba la televisión y me eximió de ese compromiso;
sólo haría la radio y la sala de fiestas.
Mi único disco, que había editado con Odeón, era uno de los llamados de cuarenta y cinco
revoluciones. En esa época no existía otro sistema de grabación. En las emisoras de México y de Cuba se
difundieron con mucha frecuencia los dos monólogos que lo componían, y causaron un gran impacto. Y
esos dos monólogos fueron los que me abrieron de par en par las puertas de América Latina. Igual que en
el teatro Fontalba, el público se sintió sorprendido por este nuevo estilo de humor. En México y en Cuba
se repitió la curiosidad por conocer en directo a este humorista que hacía en una guerra algo tan absurdo y
disparatado como llamar por teléfono al enemigo y preguntarle a qué hora pensaban atacar y que si iban a
venir muchos, que si habían disparado un cañonazo el jueves y que si nos podían prestar el cañón un par
de días, que el nuestro se ha atascado porque el teniente ha metido la cabeza dentro para ver si estaba
limpio y ahora le pillan las orejas a contrapelo y no sale. O mi llamada por teléfono a mi casa desde
África donde había ido de safari y contaba que había visto un hipopótamo, que era como la tía Mercedes
pero sin la faja.
Todas estas cosas dichas con la mayor naturalidad hacían que la gente que las escuchaba se
divirtiera muchísimo.
De cualquier manera, faltaba comprobar si la gente se lo pasaría igual de bien en mis actuaciones de
cara al público.
Y llegó la noche de mi debut en El Afro.
En el pequeño camerino que me habían asignado adopté la actitud de los toreros antes de la corrida;
sin estampas de santos ni vírgenes, pero en una total concentración, me dispuse a hacer mi primera
presentación. La sala estaba llena por completo, no había una sola mesa, ni siquiera una silla libre.
Desde el camerino se escuchaban las voces de los que llenaban la sala.
Terminó la música de baile. Un locutor salió al escenario y después de un toque musical de los que
se acostumbran a realizar en las presentaciones, se acercó al micrófono y dijo: “Traído directamente de
España, en exclusiva para la sala Afro tenemos el gusto de presentar a ustedes en su primera actuación en
la Ciudad de México, al humorista más original de los últimos tiempos. Señoras y señores, ante todos
ustedes y para todos ustedes, ¡Gila!” Y salí al escenario. El aplauso fue unánime, y luego del aplauso vino
la expectación.
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Miguel Gila Y entonces nací yo

En una percha, detrás de una pequeña mesa en la que me habían instalado el teléfono, descansaban
mi casco de bombero, mi salacot de safari, una bata de médico, una boina y algunos otros elementos que
serían utilizados para el cambio de personaje en cada uno de mis monólogos. Mi presentación la hice con
mi uniforme de soldado de artillería y mi casco. Apenas dije mis primeras frases cuando la sala de El
Afro era una carcajada detrás de otra, a veces interrumpidas con aplausos. Pasé de un monólogo a otro
con tan sólo el cambio de algún elemento identificador, el de bombero, el de cirujano, el gángster, el
paleto de boina, el safari, y aquello fue un reír sin parar y aplausos que no me dejaban retirarme del
escenario.
Ni por asomo se me hubiera ocurrido pensar que la risa de los mexicanos iba a superar la de mi
país. Pero les doy mi palabra de que fue mayor.
La gran sorpresa para mí fue que al finalizar y una vez en el camerino, entraran a felicitarme gente
como Pancho Córdova, Alfonso Arau, Manolo Fábregas y otros actores y directores de cine, y la mayor
de las sorpresas: recibir un abrazo de Mario Moreno, el Cantinflas que yo admiraba. De Cantinflas tengo
un recuerdo inolvidable. En los años ochenta, yo actuaba en la sala Cleofás de Madrid, Cantinflas había
venido a España para hacer no sé qué trámites. Cuando entré en la sala el jefe de camareros me dijo:
—Ahí está don Mario que ha venido a verle.
Me acerqué a la mesa y nos abrazamos. Me dijo:
—Dentro de cinco horas me voy para México, pero no he querido irme sin darte un abrazo.
Se quedó a ver mi actuación, que le dediqué, y luego nos despedimos. Fue la última vez que nos
vimos. Su muerte me afectó mucho. Era, aparte de un cómico genial, una persona encantadora.
Al día siguiente de mi debut, toda la prensa de México me dedicó grandes elogios. Sería una
pedantería por mi parte dar a conocer la totalidad de las críticas que se hicieron de mi debut, pero al
mismo tiempo, sería una ingratitud no mencionar alguna de ellas, que me sirvieron de estímulo para más
adelante, en muchas otras ocasiones, trabajar en México, ciudad que siempre me recibió con un gran
cariño y un gran respeto. Cito alguna: Anoche se presentó en El Afro.
Cargó Gila con su teléfono y disparó con él, festivamente, a toda la concurrencia. Habló y habló
hasta por los codos. Milagro de la palabra. “En el principio fue el Verbo”, que dice el Génesis.
Humorismo bueno. Sentido de la medida.
La cosa, no descubrimos nada, es realmente dificil, porque se trata de algo distinto que decir
chistes.
El recitador de chistes no suele ser chistoso.
Se trata de hablar de las cosas diarias que nos ocupan o preocupan.
Se trata de comentar hechos. Analizar tipos. Clavar el dardo o estilete de la conversación sobre las
personas o los acontecimientos que nos salen al paso cada día. Y clavar ese estilete, el de la lengua, con
gracia clara, transparente, gracia que tiene sabor humano.
Sí señor, ya está entre nosotros Gila que nació en “Madrid, Madrid, Madrid”, que diría y cantaría
don Agustín Lara. Ya está aquí, el héroe festivo de esa ex villa de corte a la que cantaron Mesonero
Romanos, don Benito Pérez Galdós y tantas otras plumas preclaras de aquellas latitudes. La comunidad
de la lengua y de las costumbres, la identidad humorística de uno y otro hemisferio de habla española,
todo eso y bastante más convierte a Gila en un vecino de nuestra inmensa urbe. Un vecino más al que
entendemos y aplaudimos por sus grandes dotes de humor y talento.
Y eso es lo que sucedió anoche en El Afro con el señor Gila, cuya vida guarde Dios muchos años
para solaz de las masas que hablan español.
Y tal como estaba convenido me tocó hacer el programa de radio en la emisora de don Emilio
Azcárraga, que dirigía Othón Vélez.
En México era muy complicado conseguir un taxi. No tenían taxímetro que marcara el importe de
los viajes, se hablaba con el taxista y se convenía el precio a pagar desde tal a tal lugar. Los taxis me
recordaban a los confesionarios: alguien paraba un taxi, metía la cabeza por la ventanilla y yo tenía la

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sensación de que le estaban confesando al taxista todos sus pecados. De ahí que el primer día que tenía
que actuar en la radio, a pesar de haberme puesto de acuerdo con el taxista en el precio, no pude evitar el
llegar a la radio cuando faltaban cinco minutos para que comenzara el programa. La publicidad que se
había hecho con respecto a mi actuación había despertado un gran interés, tanto en el público como en los
muchos periodistas que esperaban este debut. Don Emilio Azcárraga me preguntó la razón de este retraso.
Le expliqué lo complicado que había sido para mí encontrar un taxi. Llamó a uno de sus empleados.
—¡Orale, Pancho! No más termine el señor Gila su actuación te me vas con él y que le den un cano.
—Cómo no, don Emilio.
Terminé mi actuación y con el tal Pancho fuimos a un lugar donde había una cantidad enorme de
coches.
—Señor Gila, ¿qué carro le gusta? Elegí un Fiat 1100.
Cuando llegué al día siguiente a la radio, don Emilio me preguntó:
—¿Ya te dieron el cano?
—Sí, don Emilio.
Y desde la ventana le mostré el Fiat.
Don Emilio llamó de nuevo al tal Pancho.
—Osté me dirá, don Emilio.
—Te dije que al señor Gila le dieran un cano, no una carcacha.
—Pos él fue quien lo eligió, don Emilio.
—Ya se me está llevando de vuelta esa carcacha y se me trae un cano de a de veras.
—Sí, don Emilio —y añadió esa expresión mexicana que tanto me gusta y que después oiría con
mucha frecuencia—: Como de rayo.
Y Pancho obedeciendo órdenes se llevó el Fiat. Cuando terminé de actuar y salí a la calle, el tal
Pancho me llevó hasta un Chevrolet Impala, de color azul. A mí, acostumbrado a los coches europeos y
muy particularmente a mi MG aquello me pareció un edificio.
—Aquí está su cano.
Con ese Impala dediqué muchas horas a visitar lugares de las afueras de México D. F. La capital me
la recorría a pie para tener un contacto más directo con sus gentes y sus costumbres.
Las emisiones de radio se hacían con público presente. La radio fue un trabajo sencillo para mí.
Tenía, según lo estipulado en el contrato, una actuación diaria de quince minutos. En la radio se repitió el
éxito de El Afro; aunque el público que asistía a los programas no eran gente muy preparada, las
actuaciones en radio fueron muy elogiadas: ésta fue una de las muchas críticas que me hicieron: El resorte
de la conquista ha sido el resorte que ha movido la voluntad de los hombres desde tiempos inmemoriales.
Conquistar tierras, dinero, fama, amor.
El prototipo del hombre conquistador de tierras, al menos para nosotros, es Hernán Cortés. Este
hombre audaz, que valiéndose algunas veces de armas no recomendables, se adueñó de vidas y haciendas
aztecas.
En el amor, al que reconocemos mayores conquistas es a don Juan Tenorio, hombre de capa y
espada, para quien no había mujer que estuviera fuera de su alcance.
Rockefeller ha sido sin duda el mayor conquistador de dinero del que tenemos memoria. Y
conquistadores de fama hay tantos que de momento no recordamos a ninguno. Aunque es cierto aclarar
que no siempre se necesita tener mucho saber, ni mucha habilidad para conquistar fama y dinero.
Un nuevo conquistador ha llegado a México y se trata de un conquistador de simpatías que
responde al nombre de Gila.
Gila es español como Hernán Cortés, es simpático como debió ser, de haber existido, don Juan
Tenorio. No sabemos si es rico, aunque suponemos que no lo será como Rockefeller, y es famoso porque
su humor es distinto a todos los conocidos.
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Nosotros les recomendamos que sintonicen su radio y escuchen a Gila, este conquistador de
simpatías, en la seguridad de que, igual que nos ocurrió a nosotros el primer día que le escuchamos, se
sorprenderán.
Es posible que cayera en la pedantería si citara todas las críticas que se me hicieron en la prensa,
pero de manera muy particular quiero rescatar una, publicada cuando ya llevaba varios meses actuando en
la radio y que creo es la que más me estimuló, porque ya no se trataba de una crítica a unas primeras
actuaciones que pudieron sorprender sino a toda una labor continuada de muchas semanas, día a día.
En el Boletín de Radio y Televisión, le preguntaban a Othón Vélez, gerente general de la emisora
XEW:
—Cuáles han sido los acontecimientos importantes en la radio durante el año 1959?
—Hasta el momento dos.
—Cuál el primero?
—En orden cronológico la visita del señor Eisenhower, presidente de los Estados Unidos.
—¿El segundo de los acontecimientos?
—Haber presentado en los estudios de la XEW al humorista español Gila. Un hit dada la
personalidad del artista, poco propicio a salir de su país, y al éxito de auditorio conseguido con su humor
tan personal.
Esto, dicho por el máximo responsable de la emisora, me estimuló más, si cabe, que las críticas de
la prensa.
Y cinco días después de mi debut en El Afro, en un diario escribían Esta semana, Firmamento se
dedicó a trasnochar. Y por ese trasnochar, pudimos registrar que la presentación de Gila en El Afro fue la
premiére más sensacional que haya habido durante años en ninguna otra sala de México.
El Afro estaba totalmente lleno. No menos de treinta mesas adicionales hubo que colocar y hasta
sobre la misma pista de baile se colocaron mesas para los que querían ver y oír a Gua, el humorista
español que con sus discos conquistó en México, en pocos meses, una popularidad asombrosa, que pocas
veces alcanzó ningún artista extranjero. La presentación de Gila no defraudó la expectación que había
despertado.
Su personalidad es tan arrolladora como el interés que despertaron sus discos. Tiene un humor muy
espontáneo, como se demostró cuando el público le pidió que dijera alguno de los monólogos que
conocemos por discos, él accedió gustoso y se vio que su gracia no es una gracia exclusivamente recitada,
siguiendo un patrón escrito, puesto que aun tratando el mismo tema, como esa su guerra tan particular, el
recitado fue distinto, con otros nuevos golpes de humor y conservando sólo algunos de los que más gracia
tienen, pero recitándolos con una gran calidad de actor. Tuvo que estar actuando durante más de una hora,
en medio de sonoras carcajadas y clamorosos aplausos que interrumpían constantemente su recitación.
Tenemos la sensación de que Gila va a ser para Agustín Barrios Gómez, aparte de una fuente importante
de ingresos, un descanso en la programación de la sala, que normalmente, hasta la llegada de Gila, cada
semana tenía la dificil complicación de tener que buscar una atracción nueva. Nos atrevemos a
diagnosticar que El Afro con Gila tiene asegurado el lleno por mucho tiempo.
Todo esto significaba para mí un renacer, no sólo en lo artístico, que ya era para mí muy
importante, sino al mismo tiempo sentir la sensación de que a muchos kilómetros de distancia había
dejado una dictadura que me había despojado de los pocos bienes logrados con mi trabajo y mi esfuerzo,
ya que en mi separación matrimonial los jueces le habían dado a la que hasta 1953 fue mi mujer, lo poco
que yo había logrado. El piso de Madrid, una casa en Palma Nova, en Mallorca, y un pequeño chalet en
Benicasim, en la Costa de Azahar, construido en un terreno que me había regalado la Diputación de
Castellón de la Plana con la condición de edificar un chalet, y por supuesto, todo lo que había en el
interior de esos lugares, incluidos mis objetos personales. Y por si fuera poco, me obligaron a pasarle una
pensión mensual de cincuenta mil pesetas para alimentos, incluyendo un año de anticipo y un año de
atrasos. Como yo no disponía de dinero para hacer frente a esta condena, me embargaban mi sueldo en
todos los lugares de España en que trabajaba. Me embargaron la cuenta del banco, que no era importante,
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Miguel Gila Y entonces nací yo

la cuenta de la casa discográfica, y la de la Sociedad General de Autores. Lo que se llama, hablando claro
y en cristiano, me dejaron en pelotas. La única forma de conseguir algún dinero para sobrevivir era que
algún empresario no tuviera ningún inconveniente en hacer dos contratos, uno digamos que legal, para
hacer frente a los embargos y otro falso para mí. Yo con ese mi continuo viajar de un lado a otro, siempre
fuera de Madrid, no pude o tal vez ni quise buscarme un buen abogado que defendiera mis intereses. Ella
puso el caso en manos de una muy buena abogada, de nombre Concha Sierra. La nombro para si alguna
mujer quiere dejar en pelotas a su marido, recurra a esta ilustre letrada, aunque ahora sin dictadura, lo
tiene, me imagino, más complicado. Espero que con su triunfo judicial siga durmiendo feliz. Yo lo soy
cada día más gracias a aquella condena, porque seguramente, de no haber sido por ella, no me hubiera
animado a lanzarme a la aventura del exilio y no hubiera tenido la oportunidad de saborear el éxito y la
felicidad y lo que es más importante, haber crecido como hombre y como artista. Por todo ello, desde
estas páginas: ¡Gracias, Concha Sierra! De cualquier manera, aunque me habían despojado de mis pocos
bienes, me quedaba la posibilidad de seguir con mi trabajo y con el éxito, y para mayor satisfacción a
once mil kilómetros de España. De ahí que mi triunfo en México tuviera un muy elevado valor
económico y moral. Suponía para mí salir de la depresión motivada por los jueces y las leyes de la
dictadura franquista y comenzar a vivir una nueva vida en un país libre.
Los domingos no se trabajaba en El Afro. Como en todos los países del mundo, los domingos sirven
para disfrutar del ocio. Yo particularmente aborrezco el ocio y los domingos.
Los domingos han sido siempre para mí tristes, largos y aburridos; ya cuando de niño, mi familia
me levantaba apenas amanecía, me cargaban una mochila a las espaldas y me metían en un tren, donde
nos amasijábamos con otros excursionistas hasta La Pedriza. Una vez allí, caminábamos durante un par
de horas para encontrar un buen sitio, y después de buscar el buen sitio, siempre nos parecía mejor sitio el
que habíamos visto antes, entonces mi abuelo, que era como si dijéramos el Hernán Cortés de las
excursiones domingueras, daba la orden de vuelta atrás, pero cuando llegábamos al buen sitio que
habíamos visto antes, ya estaba ocupado por una señora gorda, el marido y un par de niños. Esto nos
ocurría cada domingo, y acabábamos por acampar en el peor lugar, donde no había más sombra que la de
algún cardo borriquero. Luego nos bañábamos en un río de treinta centímetros de profundidad por metro
y medio de ancho, y después de comer una tortilla compartida con algunas hormigas, dormíamos un poco
de siesta, tratando de matar a bofetadas a las moscas, y cuando ya empezábamos a estar a gusto, me
cargaban a las espaldas las sartenes y vuelta al tren a amasijarnos. Los únicos domingos divertidos eran
los que llovía mucho, porque no salíamos de casa y jugábamos al parchís. Ahora, al cabo de los años, los
domingos me siguen pareciendo largos, tristes y aburridos. No obstante, los domingos en México tienen
un atractivo muy particular; basta acercarse al bosque de Chapultepec y ver el hermoso colorido de las
gentes, o ir a Xochimilco, lugar donde se unieron Emiliano Zapata y Pancho Villa en diciembre de 1914 y
de donde salieron cincuenta mil zapatistas y villistas hacia el Palacio Nacional, en el que se harían una
foto famosa para la historia de México en la que Pancho Villa muestra una sonrisa socarrona y a su lado,
con gesto reprimido, Emiliano Zapata, que sostiene un puro en su mano izquierda y sobre las piernas el
sombrero de charro.
Conocí y me hospedé en la hacienda de Vistahermosa, una hacienda en la que se había hospedado
Hernán Cortés.
No voy a escribir sobre la historia de México, porque ya lo han hecho, mejor que lo haría yo,
grandes escritores, como el antropólogo norteamericano Oscar Lewis en Los hijos de Sánchez, o Bruno
Frei en El sable de papel, o el gran reportero alemán Egon Erwin Kisch en Descubrimientos de México.
Cualquiera de estos grandes escritores, tanto mexicanos como exiliados de distintos países, ya han escrito
sobre México más de lo que yo pudiera escribir.
Terminó la semana de contrato en México. Ahora me faltaba cumplir la semana que había firmado
con Goar Mestre para actuar en La Habana. Pero dado el éxito que tenían mis actuaciones en México, y
como en el contrato había una cláusula en la que se decía que en caso de estar de acuerdo ambas partes, el
contrato se iría prorrogando semana a semana, don Emilio Azcárraga no estaba dispuesto a dejarme ir. El
propio Azcárraga habló con Goar Mestre para decirle que yo continuaría en México.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Si bien es cierto que yo tenía muchas ganas de conocer Cuba, también es cierto que aún no estaba
muy claro si la revolución de Fidel Castro iba a ser un éxito duradero o si Estados Unidos trataría de que
fracasara. Parte de la mafia americana tenía sus ojos puestos en Cuba y existían conspiraciones para
convertir aquella isla, con el visto bueno del dictador Batista, en un lugar privilegiado para el juego, la
prostitución y la droga, y no correr así el riesgo que suponía la evasión de impuestos en Estados Unidos o
sufrir la negativa de algunos Estados a autorizar este tipo de negocios, por lo que no me pareció mala la
idea de una espera hasta mi debut en Cuba.
Mi representante, Hernández Petit, era franquista hasta tal extremo que en una de las paredes de su
casa de Madrid tenía enmarcado el último parte de guerra, escrito de puño y letra de Franco, y que había
sido leído —yo diría que gritado— por Fernando Fernández de Córdoba el día 1 de abril de 1939.
Don Emilio Azcárraga, que aborrecía a Franco, le puso de apodo a Petit El Caudillito. A mí, por el
contrario, me llamaba cariñosamente Comecuras. Nunca supe el porqué de aquel sobrenombre. Don
Emilio me había tomado un gran afecto, no sólo como artista, sino como persona. Me dijeron, no sé si
esto era cierto o no, que yo tenía un gran parecido con un hijo suyo al que habían matado en una
discusión, disparándole con un revólver desde un coche. La cuestión es que don Emilio no quería que me
fuese y me prorrogó el contrato por seis semanas más de las concertadas en un principio.
A mi representante no le gustó nada la idea de aquella prórroga. Él tenía su trabajo como periodista
en España y deseaba regresar. Yo, por el contrario, no tenía ganas de volver a la dictadura. En México
había empezado a respirar la libertad. Las librerías, como El Sótano, del paseo de la Reforma, y otras
muchas, que me permitían el acceso a tantos y tantos libros prohibidos en España, y el poder expresarme
sin miedos, me habían abierto puertas que durante muchos años me habían estado cerradas. Aunque debo
confesar que la libertad, de forma egoísta, la usé sola y exclusivamente para mí. No sé si fue a causa de
mis éxitos y de mi popularidad o como consecuencia de la constante persecución por parte de los
juzgados o por haber sido moldeada mi juventud dentro de un régimen dictatorial, lo cierto es que olvidé
mi ideología y fue como si España hubiera desaparecido de mi vida y ya no existiera. La pérdida de todo
lo que había ganado con mi trabajo y la constante persecución de que era objeto empezaba a resultarme
muy molesta, incluso me quitaba las ganas de crear nuevos monólogos, y hasta de trabajar. De ahí que,
aparte de haber encontrado en México el agujero por donde escapar de la dictadura, no tuviera ningún
interés en regresar a España por razones personales. Para mí, México era el lugar ideal para comenzar una
nueva vida. Petit, por el contrario, estaba ansioso por volver a España para seguir con su trabajo como
periodista y, como es lógico, estaba loco por volver al ABC. Por otra parte, cuando firmamos el contrato
en Pasapoga aún no se había producido la revolución cubana. A Petit no le gustaba la idea de ir a La
Habana, ya en manos de Fidel Castro. Su interés por volver a España me pareció lógico, pero yo estaba
dispuesto a continuar en México. No obstante, aún seguimos juntos algunas semanas.
En vista de la prórroga del contrato, para evitarme gastos y la incomodidad de vivir en un hotel,
Emilio Azcárraga Milmo, hijo de don Emilio, me consiguió para esas seis semanas un pequeño chalet en
alquiler, propiedad de una amiga suya, en la calle Río Amazonas, cerca de El Afro y del paseo de La
Reforma.
Me alegré de la prórroga del contrato, porque seis semanas me darían la oportunidad de conocer
México con más profundidad, ya que en sólo siete días era imposible tener una idea clara de cómo era el
país y su gente. Y como mi idea era quedarme para siempre, se me hacía necesario ese conocimiento.
Me instalé en el chalecito de la calle Amazonas como si ya fuese para toda la vida. Tenía el chalet
una pequeña terraza con hierba y allí me mandé instalar una barra fija para seguir practicando los
ejercicios que hacía en el gimnasio de Blume durante los largos períodos de trabajo en Barcelona.
Echevarría, presidente de la ANDA, el sindicato de actores de México, me invitó a visitar las
instalaciones de su sindicato con él; además de uno de sus hijos, venían un grupo de jefes de distintos
departamentos y algún periodista. Me causó asombro el funcionamiento de aquel sindicato, su
organización. Uno de los fundadores había sido Mario Moreno. Tenían un completo servicio médico,
biblioteca, el teatro Jorge Negrete y hasta una guardería. También contaban con un gimnasio completo.
En el gimnasio había una barra fija, no pude sustraerme a la tentación: salté, me colgué de la barra e hice

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Miguel Gila Y entonces nací yo

varios ejercicios. Sentí, ya lo había notado en la barra que había instalado en el pequeño chalet, que a
pesar de estar acostumbrado me faltaba la respiración. La altitud a la que está Ciudad de México requiere
un esfuerzo muy superior al que habría que realizar en cualquier ciudad de España.
En el grupo venía un fotógrafo. Al día siguiente, la prensa publicó una fotografia y un pequeño
artículo con un titular que decía: “Gila, además de ser un genial humorista, es un atleta consumado.” Mi
popularidad iba creciendo a gran velocidad. Cada día en la prensa se publicaba algo que hablaba de mí, en
la radio y en la televisión se me hacían entrevistas. Una de ellas, así me lo advirtieron, era comprometida
por la fama que tenía el entrevistador de poner en aprietos a los entrevistados; finalizada la entrevista, él
se ponía el cinturón de campeón. Había hecho de aquel programa una especie de cuadrilátero de boxeo
para noquear a todos los que subían a pelear con él. Aquel entrevistador se llamaba Paco Malgesto. Ya,
de entrada, el apellido no era muy estimulante. Me llegó el día, es decir, la noche de subir al cuadrilátero,
y comenzó el combate. Además de sentido del humor, he tenido siempre un gran dominio de la ironía y
así, manejando el humor y la ironía, en el segundo asalto ya tenía al entrevistador contra las cuerdas. Le
gané el combate por KO, lo que aumentó mi fama y mi popularidad. Uno de los que más se alegraron con
mi victoria fue precisamente don Emilio Azcárraga.
Uno de los locutores de la radio sabía —no sé quién se lo había dicho, tal vez Hernández Petit—
que yo practicaba judo en Madrid y que había llegado a cinturón verde. Me llevó de visita al Narvarte
Judo Club, que él y un grupo de amigos acababan de fundar. Les mostré la insignia del club donde yo
practicaba en el paseo de Recoletos. Me dijeron que ellos aún no tenían distintivo y me preguntaron si yo,
como dibujante, les podía hacer un escudo representativo del club. Se lo hice, les gustó mucho y se lo
quedaron como emblema. Me hicieron socio honorario del Narvarte Judo Club y seguí practicando el
judo, cosa que había dejado de hacer en España, al mismo tiempo que ganaba amigos.
También me hice muy amigo de todos los pelotaris vascos que jugaban cesta punta, Salsamendi,
Larrañaga, Orraziola y otros muchos de los que lamentablemente no recuerdo sus nombres. Todos ellos
gente sensacional, vascos de alma. Casi todos los días iba al frontón México. Me gustaba el ambiente, los
gritos de los corredores de apuestas. Me gustaba el golpear de la pelota contra el cemento de las paredes y
la agilidad de aquellos vascos para que, cuando regresaba la pelota, después de haber golpeado en la
pared o en las paredes a una velocidad casi imposible de seguir con la vista, quedara clavada en la cesta
que llevaban atada a su muñeca, y después, con un golpe de brazo acompañado de un agggg, lanzarla de
nuevo contra la pared; los gritos de los corredores cuando iban perdiendo los azules o los rojos, y las
apuestas, que subían o bajaban en favor o en contra. Todo aquel ambiente me resultaba emocionante.
Los mexicanos tienen un concepto más elevado que el nuestro de la amistad. Los españoles somos
muy dados a decir que somos amigos de alguien por el hecho de haber tomado café juntos cuatro veces o
compartir la misma profesión. Cuando un mexicano habla de su “cuate” quiere decir mucho más que
amigo, de ahí que no sea nada fácil en México tener cuates, y sí sea posible, en cambio, tener amigos. Yo
no tenía ninguno en aquella época, tal vez por culpa mía, porque tampoco sentía inquietud alguna por
ello; me limitaba a la relación con la gente que trabajaba conmigo, pero sólo y exclusivamente durante el
trabajo. Después, cada uno tomaba su camino. Y el mío era siempre el de conocer, en solitario, las
costumbres y el comportamiento de la gente que habitaba este país.
México es un país con una tremenda y envidiable vitalidad. Sus gentes y sus costumbres tienen una
garra dificil de definir. A mí me sorprendía todo: sus dichos, sus comidas, su música, su folclore. Todo en
México tiene una fuerte personalidad que ni siquiera los conquistadores con sus armas, ni sus más
cercanos vecinos, Estados Unidos, con su poder adquisitivo, han podido cambiar. Hay en México y en los
mexicanos un pasado que sigue vivo. Sus culturas, que trataron de exterminar los conquistadores con la
espada y los curas con la cruz, siguen arraigadas en el pueblo. Aparte de mi interés por la gente y la
ciudad, se me despertó una gran curiosidad por saber de las distintas culturas anteriores a la llegada de los
españoles, y a medida que fuí conociendo la de los mayas, los toltecas y los aztecas, fuí descubriendo el
sinfín de barbaridades cometidas por los llamados conquistadores. Entendí entonces que muchos
mexicanos no nos acepten con agrado a los españoles. A pesar de los años transcurridos desde la
conquista, para muchos mexicanos cada español sigue —o seguía— representando a quienes
acompañaban a Hernán Cortés. Por eso, y de manera despectiva, nos llaman “gachupines”. Yo conseguí
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Miguel Gila Y entonces nací yo

superar este apodo despectivo de una manera muy sencilla: cuando llegaba a un lugar donde los presentes
eran mexicanos, imitando su música en el habla, decía:
—¡Aquí les llegó su gachupín! Y esto los desarmaba.
Tal vez por esta forma mía de no sentirme agredido, a los mexicanos les caí bien. Y en México no
existe el término medio, o les caes padre, que dicen ellos, o les caes gordo.
Otra de las razones por las que me gustaban los mexicanos era porque son trabajadores, pero no
ambiciosos; hablo de la mayoría, del pueblo en general, más allá de los pocos poderosos, que los hay. A
propósito de lo que digo, y como ejemplo, hay dos anécdotas que definen el carácter de los mexicanos y
su felicidad en ganarse la vida, pero sin hacer ningún esfuerzo, por ¿cómo lo explicarías...? por no
hipotecarse a cambio de nada.
En Ciudad Juárez, ciudad fronteriza con Estados Unidos, hay un mexicano que teje con juncos
cestitas de mimbre, que después vende al público. Se acercan dos norteamericanos y descubren que esas
cestitas son ideales para el transporte de las fresas que ellos cultivan. Se acercan al hombre y le
preguntan:
—¿Qué cuesta cada cestita? Y el mexicano, responde:
—A siete pesos, señor.
—Y si le compramos mil, ¿a cuánto nos las cobra? El hombre queda unos instantes pensativo.
—¿Mil?
—Sí.
—Pos a diez pesos, señor.
—¿Cómo? Si te compramos una, nos la cobras a siete pesos y si te compramos mil, ¿a diez pesos?
—¡Híjole! No es lo mismo hacer una cestita que hacer mil.
Y otra más: Un chico de unos doce años está vendiendo naranjas en un improvisado y pequeño
puesto en Nogales, lugar fronterizo también con Estados Unidos. Hace un calor de castigo, son las tres de
la tarde. Se acerca un gringo:
—¿A cómo vendes las naranjas?
—A dos pesos la media docena, señor.
Al gringo le causa pena ver a aquel muchacho bajo aquel sol de las tres de la tarde:
—Está bien. Te las compro todas.
—No, señor, todas no se las puedo vender.
—¿Por qué?
—Porque si vendo todas las naranjas, aluego ¿qué hago yo? Esta forma de ver la vida que tienen los
mexicanos me atraía. Trabajar, sí, pero sin grandes ambiciones, ganando lo necesario para vivir, y basta.
Las noches en El Afro eran todo un éxito. La gente lo llenaba a tope y todo el mundo, incluidos los
dueños, me decía que por primera vez en la historia de esta sala un hombre había conseguido llenarla
cada día. Tan sólo una pareja de cómicos, Sergio Corona y Alfonso Arau, o cantantes famosas como Olga
Guillot, Celia Cruz o Chavela Vargas habían tenido éxito en El Afro. Y nadie, por supuesto, había
trabajado más de dos semanas. Lo mío, decían, era como un milagro. Es posible, pienso, que tal vez la
causa de este fenómeno es que, aunque mis monólogos trataran el mismo tema, cada día los sometía a una
improvisación que hacía que la gente repitiera. No lo sé con certeza, es sólo una suposición.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Los pelados
Una de las cosas que más me divertían eran los pelados, esos pequeños y pícaros golfillos que lo
mismo vendían lotería, que diarios o la araña de la suerte que había que colgar en el retrovisor del coche.
A la entrada de la emisora había uno que vendía el diario Ovaciones, un diario de la tarde, en el que
escribía la columna dedicada al espectáculo aquel Pérez Verduzco que en mi escala de Santo Domingo
me había pedido un donativo para hacerme una buena crítica de mi debut. Los pelados tienen su manera
particular de llamar la atención de la gente para que les compren, incluso inventando noticias que después
no se encuentran en el periódico.
—¡El descarrilamiento del tren de Veracruz! ¡Secuestraron a la esposa del gobernador de Chiapas!
Cualquier cosa son capaces de inventar para llamar la atención de los compradores. A mí, aquel pelado,
que durante el día iba a la escuela y por la noche vendía diarios para ayudar a la familia, me cayó
simpático. Y para que no se llevara ningún diario de vuelta ni pasara horas en la puerta de la emisora, al
entrar le compraba todos los periódicos, me metía en la emisora y se los vendía a locutores, técnicos o
artistas.
Lo que más me divertía de los pelados era su forma de hablar. Hablaban igual que Cantinflas. Una
de dos, o los pelados imitaban a Cantinflas o Cantinflas hablaba imitando a los pelados.
Había otro pelado que vendía lotería a la salida de El Afro (la lotería en México se sortea a diario).
Cuando yo terminaba de trabajar se me acercaba, me mostraba un décimo de lotería que tenía en la mano
y, como para que yo supiera que era el último que le quedaba, me decía:
—¡Orale, señor Gila! ¿Que no me va a comprar el huerfanito? ándele, pa que se quite de pobre y
cuando le toque se me va a Perís, y se me lleva una señorita pa que no se me vaya solo al Molán Rus ni al
Lido.
Yo no me podía evadir del acoso y menos con aquella manera de hablar tan peculiar. Cuando le
compraba el décimo, metía la mano en uno de los bolsillos y sacaba cuatro o cinco más.
—Mire, señor Gila, mejor me compra éstos y así cuando le toque pos se me hace más rico quel
Rockefeler ese que le dicen, y tira la carcacha (se refería al Chevrolet Impala) y se me compra un carro de
a de veras.
Nunca me tocaba la lotería, pero por el encanto de escuchar a aquel pelado merecía la pena la
inversión.
El ingenio de los pelados y la velocidad para reaccionar ante cualquier situación quedan reflejados
en esta anécdota, que no es un cuento ni un chiste.
En los cines de México es normal que cuando ya ha comenzado la película entre alguno gritando:
—¡Gustavo! ¿Dónde andan?
—Acá no más, en la fila siete.
—¿En la fila qué?
—En la fila siete, pendejo.
Y el que entró dando gritos llega hasta donde están sus amigos, se sienta junto a ellos y nadie dice
nada. En México no hay cines de estreno, ni de reestreno, al menos en aquel entonces. Por orden del
Gobierno mexicano, la entrada tiene el mismo precio en todos los cines, ya sean los del centro como los
de barrio. En los cines comen chocolatinas, papas fritas, rodajas de piña con chile, helados y hasta
tamales. Cuando la película está a la mitad, llega el silencio.
Una tarde, a la mitad de una película de suspense se produjo uno de esos silencios. Un pelado que
estaba en el anfiteatro se tiró un pedo sonoro que hizo temblar las paredes del cine. Por supuesto se armó
el gran alboroto, algunos reían y otros, indignados, pedían a gritos que echaran a la calle a aquel puerco.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Apenas pasaron dos minutos y cuando ya en el cine se había hecho de nuevo el silencio, se escuchó el
grito de otro pelado:
—Dice mi cuate que lo disculpen.
Y de nuevo se armó la de Dios.
Pero sigo con los pelados.
En mayo de 1959, los rusos llevaron a México una exposición. Hacía casi dos años que habían
puesto en órbita el Sputnik I y luego el Sputnik II con la perra Laika a bordo. Y aunque en febrero de
1958 los norteamericanos lanzaron el Explorer 1, los rusos sentían el orgullo de haber sido los primeros
en lanzar un satélite al espacio. En aquella exposición estaba la cabeza del cohete que había lanzado el
primer Sputnik; aparte de esta pieza, que demostraba el avance de la ciencia y la técnica soviética, había
otros tipos de cosas, como una muy moderna maquinaria agrícola, diversos objetos hechos en las fábricas
de la Unión Soviética, algunos trabajos de artesanía y entre otras muchas cosas más, unas vitrinas repletas
de sellos de correos de distinto diseño y de hermosos colores.
En el centro de la exposición habían instalado una pequeña tarima con un micrófono. Subió a la
tarima un ruso bien vestido con traje y corbata, se acercó al micrófono y dijo en un perfecto español:
—En nombre del Gobierno de la Unión Soviética estoy aquí para responder a todas las preguntas
que me quieran hacer.
El único adulto que estaba presente delante de la tarima era yo. A mi lado, un grupo numeroso de
pelados.
Supongo que aquel hombre venía preparado para responder a las preguntas que le hicieran sobre el
comunismo y, en particular, de las ventajas del régimen comunista sobre el régimen capitalista de otros
países; pero a nadie en Rusia se le ocurrió pensar que los que le iban a hacer las preguntas eran los
pelados. Primera pregunta de uno de los pelados:
—Oiga osté, señor ruso, ¿en Rusia existe la prostitución? El ruso quedó unos instantes pensativo.
—No. En Rusia el amor ni se compra ni se vende.
Y dijo uno de los pelados, muy contento:
—¡Ay, mano! ¡A poco lo regalan! Segunda pregunta:
—¿Qué combustible usan pa lanzar los Espunis?
—No puedo responder a esa pregunta. Eso pertenece a la Academia de Investigaciones y Ciencias
de Moscú, y si tiene mucho interés en saberlo, debe escribir una carta a dicha Academia donde pueden
darle alguna referencia. Yo no estoy ni capacitado ni autorizado para responder a esa pregunta. Lo siento.
El pelado que había hecho la pregunta se limitó a mirar al ruso y dijo:
—¡Qué ruso tan grosero! Se hizo un breve silencio, hasta que otro de los pelados lanzó una nueva
pregunta:
—¿Y por qué tienen en Rusia el telón de acero? Contestación del ruso:
—En Rusia no tenemos telón de acero, la prueba es que en estos días en Moscú está actuando un
ballet folclórico mexicano.
El pelado:
—Y pos ¿qué tiene que ver el folclore con el telón? Uno de los pelados, tal vez en un alarde de
adulto le hizo una pregunta más profunda:
—Y dígame, señor ruso, ¿cuál es el salario medio de un obrero en Rusia? El ruso quedó algo
desconcertado con esta pregunta. Tardaba en responder.
Otro de los pelados, amigo del que había hecho la pregunta, dijo:
—No se haga pendejo, contéstele.
Y el ruso, con algo de inseguridad, pero habilidoso contestó:

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Miguel Gila Y entonces nací yo

—El salario medio de un obrero cualificado en la Unión Soviética es de seiscientos veinte rublos,
como el cambio del rublo con relación al dólar es de dos a uno, en favor del dólar, haga la transferencia a
pesos y le saldrá el salario exacto.
Al pelado ahí se le pelaron los cables. Intentó hacer el cálculo mentalmente y pasaban los minutos
sin encontrar el salario en pesos.
Otro de los pelados le dijo al que había hecho la pregunta:
—Ora si te fregó el ruso, mano.
Pero el pelado que había preguntado lo del salario medio no debió aceptar la derrota y le lanzó una
última pregunta al ruso. Señaló hacia las vitrinas donde estaban expuestos los sellos de correos y
preguntó:
—Y pa qué quieren tantas estampillas si no sescriben con naide? La carcajada de los pelados fue
unánime. Después de esta última pregunta se alejaron de la tarima. Yo también. Seguí curioseando y,
como me ha sucedido en muchas ocasiones, la suerte me llevó sin darme cuenta hasta uno de los
mexicanos por el que yo sentía una verdadera devoción, don Lázaro Cárdenas, uno de los presidentes más
querido por los mexicanos por la orientación obrerista de su Gobierno, por la protección decidida que
otorgó a los trabajadores del campo y por la absoluta honestidad de su administración. Yo, sin ser
mexicano, tenía con él una deuda de gratitud. Me acerqué y le saludé:
—Me va a disculpar don Lázaro. Soy uno de los perdedores de la Guerra Civil española. Tan sólo
quiero darle las gracias por su ayuda y por todo lo que ha hecho en favor de los exiliados españoles. En
nombre mío y en el nombre del resto de los que perdimos la guerra, muchas gracias.
Me miró y vi en sus ojos un reflejo de emoción. Le tendí la mano y él la estrechó entre las suyas.
—No tiene por qué darme las gracias, señor, hice lo que era mi deber. Durante unos segundos
seguimos con el apretón de manos. Yo tenía un nudo en la garganta y un llanto contenido. Después, él
siguió su camino y yo el mío. Por razones de mi profesión he vivido momentos felices y he tenido
vivencias emocionantes que iré contando en su momento, pero creo que ésta fue la más emotiva de todas.

Las balaceras
No sé cómo será la cosa ahora, pero en aquella época, cada mexicano iba cargado con su 45 o su 44,
calibre arriba, calibre abajo, lo mismo da.
Una de las noches que estaba actuando en El Afro, entró un individuo y después de recorrer las
mesas con la mirada, sacó un revólver y comenzó a disparar. Se armó el gran desparramo. La gente se tiró
al suelo y se ocultó bajo las mesas, yo me escondí detrás de una de las dos gruesas columnas que había a
los costados del pequeño escenario, los músicos, que cada día se quedaban detrás de la cortina de fondo
para escuchar mis actuaciones, se tiraron bajo la tarima. Las balas silbaban y rebotaban en las paredes.
Cuando el individuo descargó su revólver, se acercó a una de las mesas, cogió del pelo a una mujer,
supongo que la suya, la levantó y la sacó de El Afro a empujones. El hombre que estaba con ella se
esfumó. Finalizada la balacera, los meseros pusieron en orden las mesas y los silloncitos, recogieron los
vasos rotos, y después cada espectador volvió a ocupar el lugar que tenían antes de la balacera, el
presentador salió de no se sabe dónde, se acercó al micrófono y con la mayor naturalidad dijo:
—En nombre de la empresa, les pedimos disculpas por la interrupción y ahora, señoras y señores,
sigue el espectáculo.
Y me cedió el micrófono. A mí aún me temblaban las piernas, pero la naturalidad con que la gente
volvió a ocupar el lugar que tenían antes de la balacera me liberó del susto y, como cada día, la gente se
divirtió con mi actuación.

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Ésa fue la primera balacera, luego sería testigo de algunas más, pero las dejo para su momento,
ahora me limito a relatar los hechos que tienen que ver con el uso cotidiano del revólver.
Para salir de El Afro era necesario subir una escalera en forma de ele. Muy cerca de la salida había
una puerta por la que entraban los meseros, camareros, que les llamamos nosotros. Era una puerta de
vaivén que tenía un cristal rectangular en el centro para ver si alguien entraba o salía y no tropezarse.
Una noche, al finalizar mi trabajo, me disponía a salir a la calle. Cuando había subido unos cuantos
escalones se me acercó un individuo y me dijo:
—Gila, baja conmigo a tomar una copa.
Me disculpé.
—Muchas gracias, agradezco la invitación, pero me están esperando, otro día le acepto la copa,
pero hoy me es imposible.
El individuo, aparte de su aspecto de hombre medianamente elegante, olía a whisky que tiraba de
espaldas.
No le gustó mi respuesta. Sacó un revólver y me lo puso en el estómago.
—Si yo digo que bajes a tomar una copa, bajas a tomar una copa.
Me serené.
Yo tenía la costumbre de llevar siempre conmigo un cuaderno, porque si se me ocurría algo de
actualidad, que fuese válido para mi trabajo, lo apuntaba para no olvidarme.
—Está bien, señor, bajaré a tomar la copa pero si usted me lo permite voy a entregar este cuaderno
en el control de los meseros.
Y subí el otro tramo de la escalera hasta llegar a la puerta. Entré, el individuo me había seguido. Me
acerqué a la mesa donde el capitán de los meseros tomaba las órdenes de las mesas y le conté lo que me
pasaba. Me dijo que esperara un rato hasta que se fuese, pero yo no estaba dispuesto a que nadie me
avasallara. Me acerqué a la puerta de vaivén y vi la cara del individuo arrimada al cristal que hacía de
mirilla, seguramente vigilando que yo no me escapara, tomé impulso y di una fuerte patada a la puerta: el
individuo cayó rodando por las escaleras y yo aproveché para irme a la calle, llegar hasta mi coche y huir.
A la noche siguiente me dijeron que el individuo en cuestión estaba muy borracho, que era policía
gubernamental y que anduviera con cuidado. Don Emilio Azcárraga se enteró del incidente y me puso dos
guardaespaldas, pero no los necesité, el individuo no apareció nunca más.
Una de las virtudes de los mexicanos es que no son mal hablados. Si están a punto de una pelea,
pueden llegar a decir: “Te rompo la madre o Chinga a tu madre o Jijo de la chingada”, pero nunca el Hijo
de puta o el “Me cago en la puta madre que te parió”, que tan normal es entre los españoles. Y, por
supuesto, jamás la blasfemia.
Buñuel, en una ocasión en que coincidimos en los estudios Churubusco, hablando de los mexicanos,
me había dicho: “Si alguna vez algún mexicano te apunta con un revólver, le miras fijamente y le dices:
¡Yo me cago en Dios! y ten la seguridad de que al mexicano se le cae el revólver al suelo”.
Es posible que Buñuel, que conocía México mucho mejor que yo, tuviese razón, pero yo por las
dudas las pocas veces que me encontré en esta situación lo resolví como dice la canción de Paul Anka: “A
mi manera”.
Me faltaba tiempo para corresponder a tantas invitaciones. Cada día me llamaban de algún lugar.
Me invitaron a una charreada. Me impresionaron aquellos charros, con sus trajes bordados en plata,
los botones también de plata a los costados de los pantalones, sus enormes sombreros, al igual que los
trajes, bordados en plata. Me explicaron que aquello se denominaba “competencia de jaripeo”. Los
charros entraban al galope sobre sus caballos y cuando estaban a punto de llegar al final de la pequeña
plaza, frenaban en seco el caballo, que después de elevarse sobre sus patas traseras, caracoleaba. Luego
llegó el coleadero. Los jinetes galopaban cerca de un toro, lo sujetaban por el rabo y con un rápido
movimiento de su brazo, lo derribaban. Después, la hazaña máxima, que consistía en saltar desde un
caballo de silla a otro salvaje. Pero lo que más me impresionó fué la entrada de las generalas, muchachas
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Miguel Gila Y entonces nací yo

jóvenes con sus trajes típicos, a lomos de hermosos caballos blancos. Todo esto con el fondo musical de
los mariachis.
Otro día me invitaron al Rancho del Artista. Entrar en aquel lugar era como retroceder un siglo en la
historia. El interior del rancho, regentado por don Pancho Cornejo, conservaba, y espero que lo siga
conservando, todo el sabor del México anterior a la conquista. La piedra de sus paredes y el colorido de
las plantas recordaban la época de los aztecas. Y en un lugar debajo de un arco de piedra, Tláloc, el dios
de la lluvia, ordenador de las cosechas. Con don Pancho aprendí mucho sobre la historia de México. Me
explicó que los mixtecos eran guerreros temibles y conquistadores, me dijo que la palabra tolteca
significaba “hombre civilizado” o artista, por oposición a chichimeca que quiere decir “bárbaro” y
nómada, él sentía una gran admiración por los mayas.
El Rancho del Artista vivía del turismo, pero conservaba una gran pureza en su folclore, que estaba
basado en danzas anteriores a la conquista. Los tarahumaras, tribu primitiva de México que me contaba
don Pancho, aún siguen creyendo que los animales les enseñaron a danzar. Entre las danzas que se hacían
por placer del propio don Pancho estaba la del ruturubí (pato salvaje) y la del yumarí (ciervo). Luego,
para no espantar a los turistas yanquis, ya que eran éstos quienes hacían posible que el rancho pudiera
mantenerse, don Pancho tenía un ballet que interpretaba bailes típicos de Veracruz y del interior de
México, el huapango, la jarana o la sandunga. En ese momento era cuando don Pancho me cogía de un
brazo y me llevaba a sentarnos en un lugar donde tenía, a modo de despacho, una vieja mesa de madera y
dos sillones de mimbre. Allí, en aquel lugar silencioso, tomábamos tequila mientras me hablaba de los
mayas, que eran su pasión.
Los dibujantes gráficos más importantes de México celebraron una comida en mi honor en un
restaurante típico: Arias Bernal, Ley, Facha, Guasp, Freire y Rius (este último y yo fundaríamos más
adelante un semanario de humor). En su momento hablaré de Rius y de su trabajo, vale la pena hacerlo.
Ahí, en ese restaurante, probé por primera vez la comida típica mexicana, las quesadillas, las enchiladas,
el mole de guajolote, el elote y las tortillas de maíz con un poco de sal, enrolladas con guarnición de
picadillo de buey, uvas, almendras, tomates, pimientos verdes, alcaparras y cebollas. A esto le llamaban
tacos, pero tacos los que soltaba yo cada vez que el picante me ponía al borde del llanto. ¡Joder con el
chile que lo parió! Sudaba por todas partes y tenía la sensación de que me estaban clavando agujas en el
cráneo. De todos modos la comida fue muy alentadora para mí por el hecho de que fuesen los humoristas
gráficos los que me hicieran ese homenaje, porque más allá de mis actuaciones, lo que más amo es el
dibujo humorístico, que sigo y seguiré practicando.
Hubiera sido feo por mi parte no aceptar las invitaciones que me ofrecían. Debía corresponder con
agradecimiento, puesto que todas las comidas se celebraban en mi honor, por eso, a pesar de no estar
preparado para comer aquello, hice grandes esfuerzos y llegué incluso a elogiar la cocina mexicana, que
no digo que sea mala, sino que hay que haber nacido en México para comerla. En cada comida recordaba
cuando de chico le daba una mala contestación a mi abuela y me refregaba una guindilla por la lengua,
aquel castigo de mi abuela, comparado con las enchiladas, me parecía un helado de vainilla.
En la casa discográfica Gamma, filial en México de Hispavox de España, había un coronel de
apellido Brambila que cantaba con el seudónimo de Capitán Chinaco. Tenía una editora de música cerca
de los estudios de la televisión. Nos hicimos amigos. Me dijo que cada año celebraba una comida en la
que reunía a todos sus hijos. Me invitó. Cuando entré en el restaurante vi una mesa con una gran cantidad
de chicos de todas las edades. Brambila me los iba presentando. Estos tres son de la Ufemia, estos dos de
Amelia, estos cuatro de la Güera, y así hasta llegar por encima de unos veinte, según calculé. En México,
luego me enteraría, era normal lo que llamaban “la casa chica”, esa casa donde muchos mexicanos tienen
otro hogar. Esto está reflejado en el interesante libro del antropólogo Oscar Lewis Los hijos de Sánchez,
que ya he citado, o en su Antropología de la pobreza. Pero no les voy a entretener, quiero tan sólo hacer
hincapié en lo que contaba con respecto a las comidas.
Nos sirvieron las enchiladas; apenas me llevé una a la boca, sentí que me brotaban ampollas en los
labios y lágrimas en los ojos. Sentado junto a mí estaba uno de los hijos de Brambila, de unos diez años
de edad. Como le veía comer con tanto entusiasmo, cuidando de que no se diera cuenta mi amigo

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Brambila, le pasaba mis enchiladas al niño. Me asombraba ver cómo se comía aquello con la mayor
naturalidad. Yo había visto que en los semáforos de la capital, cuando se detenían los coches, se paraba
un muchacho o un hombre, se metía en la boca un buche de gasolina, prendía fuego a una antorcha, se la
ponía delante de la boca y dando un fuerte soplido provocaba una gran llamarada. Bueno, pues el niño de
Brambila hacía lo mismo, pero con las enchiladas.
Casi todas las noches cenaba en El Afro, el mesero que se encargaba de mi cena era conocido con el
apodo cariñoso de Chulín; él fue quien me recomendó la carne a la tampiqueña, y cada noche cenaba esa
carne, a la que Chulín se encargaba de suprimir el picante. A Chulín lo recuerdo con cariño, yo le decía
que era mi mesero de cabecera y esto le llenaba de orgullo.
Alguien, refiriéndose al PRI, me dijo que México era la única dictadura que cambiaba de dictador
cada seis años; no intento valorar lo que aquel mexicano me dijo, de lo que estoy seguro es de que el
entonces presidente, Adolfo López Mateos, era muy querido: nacionalizó la industria eléctrica mejoró el
nivel de vida de los trabajadores y modificó la Constitución a fin de asegurar a los trabajadores una
participación en los beneficios de las empresas, y modificó también la ley electoral, con objeto de
permitir que los partidos pequeños estuvieran representados en la Cámara de Diputados. México ha
tenido siempre, y sigue teniendo, grandes boxeadores, sobre todo en los pesos mosca, gallo y ligeros.
López Mateos era muy aficionado al boxeo y gran admirador de Becena y de El Ratón Macías. Este
último iba a Estados Unidos a pelear por la corona de campeón del mundo. Le había brindado a López
Mateos su victoria. Cuando regresó a México con el título, el presidente organizó una comida para
celebrar el triunfo. Fui invitado personalmente por López Mateos a esta comida, como invitado de honor.
Tuve, pues, la oportunidad de conocerlo personalmente, y —lo mismo que me había pasado con Lázaro
Cárdenas— después de la comida hablamos largo y tendido de cómo era la vida en la dictadura española
y, cómo no, de boxeo. Yo le hablé de Fred Galiana, uno de los púgiles importantes de España. Le conocía
y lo admiraba. Yo también lo admiraba.

La mordida
En México era muy común la “mordida”. Lo complicado era saber lo que había que dar en concepto
de mordida, según el delito y según el rango del policía, agente de inmigración, empleado del Estado o
inspector de aduanas. Hice con mis amigos más allegados un “curso intensivo” y en muy pocas horas me
puse al corriente del importe de la mordida en cada uno de los casos: saltarse un semáforo, mal
aparcamiento, fallo en algún faro del coche... Yo escribía en aquel entonces mis experiencias para, pasado
cierto tiempo, publicarlas en algún semanario humorístico. Me habían hablado de lo temibles que eran las
comisarías y quise comprobarlo in situ.
La policía motorizada de México es, sin lugar a dudas, la mejor del mundo. Presencié una
demostración y vi cómo subidos de pie sobre el sillín de la moto los agentes disparaban sus rifles o sus
revólveres y hacían blanco en unas botellas colocadas a más de cuarenta metros de distancia; y vi subirse
sobre dos motos a catorce policías formando una torre humana y, al igual que hacían con los caballos en
las chancadas, saltar de una moto a otra en marcha y, en las pruebas con sidecar, levantar la moto sobre
sus dos ruedas: el policía que iba en el sidecar metía su cuerpo debajo del sidecar y, a gran velocidad,
rozando el suelo, recorrían muchos metros; pero lo más impresionante es que estas demostraciones las
hacían en campos llenos de maleza o en sembrados.
Y como yo tenía un interés muy especial en conocer una comisaría, un día en que iba camino de
Cuernavaca, poco antes de llegar a la salida de la avenida de los Insurgentes vi a dos motoristas parados a
un lado de la avenida. De manera intencionada me pasé un semáforo en rojo. A los pocos minutos ya
tenía a los dos motoristas al costado de mi coche haciéndome señas de que parase. Obedecí. Uno de ellos
bajó de la moto, se acercó a la ventanilla y después de un saludo me dijo:
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Miguel Gila Y entonces nací yo

—¿Me da su permiso de conducir? Se lo di. Valía únicamente para Europa. El motorista dibujó una
sonrisa en su rostro. Después me dijo:
—Por favor, ¿me da la documentación del cano? La saqué de la guantera y se la di. Me la devolvió
de inmediato al tiempo que me decía:
—Está bien, señor. Váyase.
Yo tenía interés en conocer la comisaría.
—Escuche, agente, he cometido una infracción y merezco que me haga la denuncia.
Fue inútil. El agente insistió.
—Váyase, señor.
Yo seguía buscando la fórmula para que aquel policía me llevara a la comisaría, siempre cuidando
el respeto. Por lo que me habían dicho mis amigos, me pediría la mordida y si no se la daba me llevaría
hasta el comisario, donde la mordida subiría de precio. Mi idea era, cuando el agente insinuara lo de la
mordida, negarme a ello y que me llevara a la comisaría. Así se cumpliría mi deseo de visitarla. Pero me
fallaron los argumentos. El policía dijo:
—¡Váyase, señor! No queremos pleitos con don Emilio.
Ahí estaba el misterio. La documentación del coche estaba a nombre de don Emilio Azcárraga, y
como más adelante me informaría, en México había intocables. No logré ir a la comisaría.
Algunos domingos por la mañana, a petición del gobernador de México, actuaba en La Alameda, al
aire libre, para la gente del pueblo que no tenía medios para entrar en El Afro. Esta gente no me prestaba
mucha atención, pero como aquello era gratis me aguantaban.
Entre las muchas fiestas que se celebran en México hay una que llaman el día del soldado. Ese día
se dedica a los soldados mexicanos. En la plaza de toros se organiza un festival y en ese festival
intervienen cantantes, mariachis, grupos de danza y se torean becerros. Me llegó la petición del
gobernador para actuar en este festival, en el que estaban Amalia Mendoza La Tariacuri, Lola Beltrán,
Miguel Aceves Mejías y, para la faena taurina, Rovira, el valiente matador que compartiera muchos años
cartel con Manolete y Arruza, otro torero del que no recuerdo su nombre y Cantinflas. Mario quería que
yo toreara con él al alimón. He tenido muchos amigos toreros, pero a mí nunca me han gustado los toros
ni como espectador, ni cuánto menos torear. Le dije que no, que yo me limitaría a hacer uno de mis
monólogos, y así fue. Después de torear Rovira y el otro matador, salió Cantinflas, que tenía un estilo
único de torear, un estilo que hacía que los cincuenta mil soldados que llenaban la plaza de toros de
México, la más grande del mundo, se retorcieran de risa. Actuaron después varios mariachis y luego me
tocó salir a mí.
Me habían colocado un micrófono en mitad del ruedo. Imagino que visto desde arriba de la plaza yo
sería lo más parecido a una hormiga. Pensé si no hubiera sido menos arriesgado torear un becerro que lo
que iba a hacer. De cualquier manera ya no tenía más remedio que enfrentarme a aquel público, con tan
sólo un micrófono y un teléfono. Recurrí a un monólogo de guerra y, aunque hasta donde yo estaba no me
llegaba ni la risa ni la reacción de los soldados, por sus caras adiviné que aquella guerra tan absurda que
yo contaba les divertía. Acostumbrado a mis actuaciones en una sala de fiestas o en un teatro, aquello era
un desafio. Por suerte, lo pude superar. Cuando terminé, cantaron Lola Beltrán, Amalia Mendoza y
Miguel Aceves Mejías.
Por aquella actuación me regalaron una gran placa de plata que tiene un hermoso grabado, hecha
por artesanos mexicanos, que aún conservo.
Se me hacía muy cuesta arriba acostumbrarme a las comidas mexicanas, como ya he dicho, ya que
aunque lo advirtiera de antemano, era inevitable que me las sirvieran con chile, que a ellos les parecía que
no picaba; aunque yo, con mi mejor voluntad, quería amoldarme al país y por supuesto a sus costumbres,
no lograba adaptarme a las comidas.
Había un restaurante con atracciones en la calle de Londres, llamado El 77, del que era propietario
Pepe Garrido, un andaluz de Córdoba, casado con la Quica, que era la encargada de la cocina. Ahí se

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Miguel Gila Y entonces nací yo

servía comida española, por lo que me decidí a comer en El 77. Hice mucha amistad con Garrido y con la
Quica, que me preparaba lo que a mí me apeteciera, una paella, un cocido o una tortilla de patatas. Fue mi
salvación. A este restaurante iban todos los toreros españoles que toreaban en México. El 77 durante el
día era tan sólo restaurante, pero por la noche se convertía en un comedor especial que llamaban El Patio
Faroles, de corte andaluz, daban cenas al tiempo que pasaban atracciones. Había un conjunto de baile
español fijo y después actuaban artistas españoles. Nati Mistral era la que lo hacía con más frecuencia, y
con un gran éxito. Me llamaba la atención la enorme afición de los mexicanos a escuchar poesías.
Una de las atracciones que tenían más éxito eran los recitadores. Me dejaba atónito la atención con
que se escuchaba aquello de Me lo contaron ayer las lenguas de doble filo, que te casaste hace un mes y
me quedé tan tranquilo.
Durante el recitado no se escuchaba el vuelo de una mosca. Yo, que no le tenía afición a aquellos
ripios, aprovechaba para ir al baño. Al único que me gustaba escuchar era a Mario Gabarrón, gran
recitador, que recitaba a Lorca o algún poema de un poeta granadino de nombre Manolo Benítez
Carrasco, con el que llegué a tener una gran amistad, autor de Cuando pasa el toro, Toros en el cielo, Mi
barca, El perro cojo y muchos más, todos ellos de una gran calidad.
Arriba, al final de unas pequeñas escaleras, estaban los baños. Me llamó la atención que ninguno
tuviera puerta. En el recorrido para buscar uno desocupado iba viendo a los hombres, sentados o en
cuclillas sobre la taza del retrete, con su elegante traje y su corbata de seda natural, haciendo en equilibrio
esfuerzos para defecar. Le pregunté a Pepe Garrido por qué los retretes no tenían puerta y me dijo que era
para evitar que entraran a drogarse. No lo entendí, pero cuando yo tenía esa necesidad tenía que hacer lo
mismo. Lo curioso era que a veces alguien iba buscando un retrete vacío y al pasar frente a uno ocupado
por un conocido se detenía y le saludaba: Buenas noches, licenciado, y el que estaba sobre la taza en
cuclillas decía: Muy buenas don Raúl, y después de intercambiar algunas palabras seguía con sus
esfuerzos.
Pepe Garrido estaba muy orgulloso de su local. Aquí —me decía— viene la gente más selecta de
México. Cuando me lo estaba contando, en el pasillo que iba desde la entrada hasta El Patio Faroles,
entró un señor elegantemente vestido, se desabrochó la bragueta, se sacó el pito, se acomodó y comenzó a
mear en la pared forrada de terciopelo rojo. Lo mismo Pepe que yo estábamos asombrados. Finalmente
Pepe le dijo:
—¿Qué hace, licenciado? El licenciado siguió meando hasta el final, se la sacudió y exclamó:
—No aguantaba más.
En México fui testigo de las cosas más insólitas.
A medida que pasaban los días yo iba haciendo amigos, pero mi condición de abstemio hacía que el
alternar con aquella gente resultara de lo más aburrido; por otra parte yo estaba necesitando tener relación
con alguna mujer, sentir el contacto de una piel femenina.
Entre los muchos artistas que actuaban conmigo en la radio, había dos hermanas cantantes de
rancheras. Se llamaban las hermanas Alba. Me enamoré de una de ellas, Yolanda, la más joven de las dos.
La invité a cenar en un lugar del paseo de La Reforma, pasando el bosque de Chapultepec, es decir, fue
ella quien me indicó el lugar, yo no lo conocía; al estilo de algunos lugares de Estados Unidos, unas
jóvenes camareras colocaban una especie de bandeja mesita en la ventanilla del coche, tomaban la orden,
traían hasta el coche lo pedido y ponían todo sobre aquella mesita o bandeja. Yolanda tenía un padre muy
mexicano, muy cuidadoso de sus dos hijas, y cada vez que íbamos a alguna parte teníamos que hacerlo
con el temor de ser vigilados por aquel hombre, que según Yolanda era de un carácter temible. Yolanda
tenía un rostro hermoso, ojos grandes y oscuros y el pelo negro y brillante, sus facciones eran muy indias.
Tal vez fue esto lo que más me atrajo de ella, aparte de su voz, su forma de hablar y su gran sentido del
humor. Cada vez que nos besábamos me decía: Qué me diste, gachupín, que me traes de un ala.
Seguíamos saliendo, unas veces en mi coche y otras en el de ella, pero siempre a escondidas.
Llevábamos juntos varias semanas y nuestro amor iba en aumento día a día, pero no pasaba de los besos,
apasionados, pero besos. Yolanda cuidaba su virginidad y yo respetaba su deseo de conservarla. Le había

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Miguel Gila Y entonces nací yo

contado mi situación en España y cómo las leyes españolas no autorizaban el divorcio, que había existido
en la época de la República, pero que había sido abolido por el Gobierno de la dictadura. Buscábamos la
manera de poder casarnos. Hablamos con varios abogados y la única solución que encontraban era que yo
pidiera en México asilo político y adquiriera la nacionalidad mexicana, entonces sí nos podríamos casar.
Yo estaba muy enamorado, dispuesto a todo con tal de casarme con ella, pero me asustaba la idea de
cerrarme las puertas de mi país. En España tan sólo había dejado un pequeño piso de alquiler, algunos
libros y muy pocas cosas de valor, pero ¿y si el trabajo me fallaba en México? En España tenía
posibilidad de seguir trabajando, mientras que lo de México, a pesar del éxito, estaba por consolidarse.
Tenía que haber otra salida. Cuando hablaba con alguien de este asunto, me decían: Bueno, la dictadura
no va a durar toda la vida. Y yo pensaba: Ni mi noviazgo con Yolanda tampoco. Algunos abogados me
aconsejaban que me casara por lo civil y que salvo en España, en el resto de los países el matrimonio
sería válido, pero yo pensaba que si en España se enteraban de que me había casado en México, me
declararían bígamo y mi regreso resultaría complicado. Pasaba el tiempo y no resolvíamos nada.
Había varios hombres enamorados de Yolanda, entre ellos un locutor de XEW, de apellido
Pikering, y era inevitable cuando estábamos cerca de él, que disimuláramos nuestra relación.
Una de las noches que estaba actuando en El Afro, vi a Yolanda, sentada con dos mujeres y dos
hombres. Adiviné que uno de aquellos hombres, el más corpulento con bigote, muy a lo Pancho Villa, era
su padre, la mujer que estaba junto a él la mamá, la más joven era su hermana a quien yo conocía de la
radio, el otro, un señor con traje azul marino y corbata, me era desconocido. Seguí con mi actuación, pero
no me salió tan brillante como otros días, estaba nervioso. Cuando terminé, se fueron.
Al día siguiente, en la radio, le pregunté a Yolanda quién era aquel del traje azul marino. Era el
delegado de Iberia en México, tenía treinta años más que Yolanda y, lo mismo que yo, estaba separado,
pero decía, o les había dicho a los padres de Yolanda, que estaba a punto de recibir de un día para otro la
nulidad del matrimonio por medio del Vaticano. Querían que Yolanda se casara con él, porque decían que
era un buen partido para su hija.
Por supuesto que Yolanda no le quería. Yolanda me quería a mí.
Pensé que lo del Vaticano era un invento de aquel viejo asqueroso. Yo estaba en las mismas
condiciones que aquel individuo para casarme con Yolanda. Tenía la intención de hablar con el padre y
ponerle al tanto de nuestra relación. Yolanda me pidió que lo dejara para más adelante, que esperásemos
un poco más a ver si los abogados nos daban una solución.
A los que hacíamos el programa de radio en XEW nos dieron dos semanas de descanso para hacer
un espectáculo en vivo por varios lugares de la provincia. El grupo se componía de un ballet folclórico,
un cantante de rancheras, gordo y grande al que llamaban El oso negro, y para la comicidad dos payasos y
yo. También venía Yolanda con un mariachi. (La hermana de Yolanda se había casado y el dúo se
deshizo; no obstante, Yolanda, con un mariachi, siguió cantando).
Nuestro primer lugar de trabajo fue Tampico, donde los pájaros caían de las ramas de los árboles
muertos por el calor. Durante el día se hacía imposible salir a la calle, debía haber unos cuarenta grados
de temperatura y una humedad del cien por cien. De todos modos, Yolanda y yo éramos muy felices sin
sentirnos vigilados. Y aquí, en Tampico, vino la segunda de las balaceras que les comentaba.
El espectáculo se hacía en una cancha de baloncesto toda de cemento, sin techo, al aire libre.
Después de la actuación del ballet folclórico, cantó Yolanda, con el mariachi; cuando acabó, salieron los
payasos. Uno de ellos tenía un agujero en la parte de atrás del pantalón, el otro con un micrófono imitaba
el ruido de los pedos y entonces el del agujero en el pantalón se agachaba y sincronizado con el ruido, por
aquel agujero soltaba harina o polvos de talco. La gente que llenaba la cancha de baloncesto se revolcaba
de risa a cada pedo de los payasos. Yo tenía que salir a continuación y, viendo el éxito que tenían con sus
pedos, pensaba qué iba a pasar conmigo. Los payasos terminaron su actuación con una salva de aplausos
y salí yo. Me situé en el escenario y comencé uno de mis monólogos. Aquella gente, con los pelos lacios
sobre las cejas, me miraban como a un bicho raro. Yo no escuchaba ni una risa. Era como si estuviera
hablando en ruso. Miraba sus caras y no podía creer que estuvieran vivos. No hubo durante mi actuación
ni una sonrisa.
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Miguel Gila Y entonces nací yo

El director que venía con nosotros nos había dicho que al finalizar el espectáculo nos agarrásemos
de la mano y todos en línea saludáramos al público. Efectivamente, terminamos la actuación y
cogiéndonos de la mano saludamos al público. Por la inclinación que hice para el saludo, y no
atreviéndome a dar la cara por mi fracaso, lo único que veía eran mis pies. De pronto, comenzó una
balacera. Disparos de revólver, balas que chocaban contra el cemento y silbaban cerca de mi cabeza.
Pensé que los disparos iban dirigidos a mí. No había gustado mi actuación y estaban indignados conmigo.
Esperaba de un momento a otro que uno de aquellos disparos me alcanzara en el corazón y mentalmente
comenzaba a despedirme de México, de mi exilio y de la posibilidad de rehacer mi vida. Era una forma
estúpida de morir. Cuando terminaron los disparos, me aclararon el porqué de aquella balacera. El
llamado Oso negro tenía la costumbre, cuando terminaba su actuación, de disparar al aire con dos
revólveres que llevaba en su cinturón charro. El público que conocía su costumbre también disparaba con
sus revólveres en señal de júbilo, es decir, que la cosa no iba contra mí. De todos modos me pareció una
manera extraña de festejar un éxito artístico la de disparar con revólveres.
Después de Tampico fuimos a San Luis Potosí, Guanajuato, San Miguel Allende, Querétaro,
Guadalajara, Acapulco y Cuernavaca. Fui modificando algunos monólogos, haciéndolos más entendibles,
basándome más en los chistes que en el contenido y eso supuso una mayor aceptación por parte de la
gente de esos lugares. Todo iba mejor, pero de todas maneras yo estaba deseando volver al Distrito
Federal. Lo único positivo de aquella gira era que a Yolanda y a mí no nos vigilaban y fuera de las horas
de trabajo teníamos tiempo para darle mayor dimensión a nuestra relación siempre, como dije al
principio, respetando su virginidad, cosa nada fácil para mí, que con cuarenta años recién cumplidos mis
necesidades sexuales no eran fáciles de contener. Y supongo que para ella tampoco. Siempre nos
quedábamos en el límite del orgasmo.
A mí esta situación empezaba a resultarme incómoda, por lo que, cuando regresamos al Distrito
Federal, decidí tomar una determinación.
Me armé de valor y fui con Yolanda hasta su casa.
El padre no estaba, Yolanda me presentó a su madre, una mujer encantadora, que escribía poemas y
tenía un gran conocimiento no sólo de la poesía, sino de la literatura en general. Me dejó leer algunos de
sus poemas, que encontré hermosos, pero como la mayoría de las mexicanas estaba sometida al
machismo del marido, hombre de una cultura totalmente opuesta a la de su esposa. Aunque esperábamos
la llegada del cabeza de familia, me adelanté a contarle a la madre de Yolanda mis intenciones de
casarme con su hija, mi situación en España y los trámites que habíamos puesto en manos de varios
abogados, con la seguridad de que íbamos a encontrar el camino a seguir para solucionar nuestro
problema.
Cuando llegó el padre me puse en pie y le saludé; se quitó el sombrero, lo arrojó en un sillón y de
una manera cortante me dijo:
—¡Señor, váyase! Y mis intentos de hablar con él fueron inútiles. Abrió la puerta y con un ademán
de su mano me indicó la salida.
No obstante, Yolanda y yo nos seguimos viendo, siempre por supuesto a escondidas, como dos
delincuentes. Yo no estaba dispuesto a renunciar a aquel amor y seguí hablando con abogados, pero
aquello no tenía fácil solución. Yolanda no entendía que habiendo una separación de cuerpos y bienes, yo
no pudiera rehacer mi vida; yo tampoco lo entendía, pero una dictadura es una dictadura y la alianza de
Franco con el clero obligaba a muchos españoles que estaban en la misma situación que yo a optar por la
única solución: vivir en pareja con el riesgo de ser denunciados y condenados por adulterio o por
amancebamiento, según esa otra agresiva definición.
No sé si aquello era ya una cuestión de cabezonada por mi parte o era que aquel amor iba en
aumento día a día. Al terminar el programa yo la acompañaba hasta cerca de su casa y después de un rato,
nos despedíamos.
En el pequeño chalet donde yo vivía tenía una mujer mayor que hacía la limpieza, cuidaba las
plantas y me hacía algo de comer para que yo no me tuviera que ir a un restaurante. De toda la vida el

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Miguel Gila Y entonces nací yo

comer solo me ha producido una gran depresión. La mujer, una auténtica india, venía cada día, menos los
domingos, que iba a visitar a un hijo que vivía en un barrio a las afueras de la capital.
Los domingos me quedaba solo en el chalecito, leía los diarios y veía la televisión o escuchaba la
radio. Me daba una gran pereza salir a la calle a la hora de comer y, como la mujer no estaba ese día,
sacaba algo de la nevera y me preparaba alguna comida ligera. Un domingo me dio por hacerme una
paella. Cuando tenía todo dispuesto, sonó el teléfono.
—¿Dígame? Yo no me había acostumbrado aún al “¡Alo!” Era Yolanda.
—¿En qué andas, gachupín?
—Estoy por hacer una paella.
—¿Una paella? ¿Sin mí? Espérame tantito, que ya estoy ahí, como de rayo.
Y colgó.
A los quince minutos estaba en mi casa. Nos besamos. Se sacó los zapatos y se puso unas zapatillas
mías, se quitó la gabardina, se puso un delantal de cocina, tiró el bolso sobre un diván y nos metimos en
la cocina.
No hacía media hora que estábamos en la cocina cuando sonó el timbre de la puerta. A Yolanda se
le cambió el color de la cara. A mí también.
Nunca, ningún domingo, venía nadie a mi casa. Adivinamos que se trataba del padre de Yolanda.
No nos equivocamos. Fui a la puerta y animé el ojo a la mirilla, a través de ella vila cara y el bigote del
mexicano que a su vez era padre de Yolanda.
Dije: — ¡Un momento, por favor! Yolanda, precipitadamente, recogió sus zapatos, su bolso y su
gabardina y a una velocidad increíble la subí a la tenaza. Al final de la escalera, a modo de techo, había
un tejadillo plano, la alcé hasta el tejadillo y bajé rápidamente, recorrí con la mirada el salón por si en la
huida se había dejado algo. Luego me acerqué hasta la puerta y abrí. El padre de Yolanda ni me saludó.
Yo sí, le dije:
—Buenos días. ¿Qué desea?
—Vengo a darle a usted tres balazos.
El revólver le asomaba por arriba del pantalón. Respiré profundamente para relajarme, señalé un
pequeño sillón que había cerca de la puerta de entrada.
—Me parece muy bien, pero antes de recibir los tres balazos me gustaría saber el motivo.
Debía venir cansado o nervioso, porque, cosa extraña, se sentó. Yo también lo hice, en una silla,
que acerqué para tener mi cara junto a la suya. Ahí tampoco pensaba cagarme en Dios como me había
aconsejado Buñuel. Ahí pensé que estando tan cerca de él, tan pronto echara mano al revólver, le daría un
frentazo en la cara que le destrozaría la nariz. Tan sólo era una cuestión de reflejos. Él miraba por encima
de mi hombro. Yo no le quitaba los ojos de encima. Cualquier intento de sacar el revólver iba a suponer
un golpe mío con la frente que le reventaría la nariz. Después, ya veríamos en qué terminaba la cosa.
—¿Está aquí mi hija?
—No, señor.
—¿Puedo mirar?
—No me gusta que nadie curiosee mi intimidad, pero si no se fia de mi palabra, puede mirar.
Recorrió el departamento de arriba abajo y subió hasta la terraza. Por suerte no descubrió el
tejadillo donde estaba Yolanda. Después salió. Me asomé disimuladamente por uno de los ventanales y le
vi meterse en su coche, que estaba aparcado en la acera de enfrente, pero no lo puso en marcha ni se
movió.
Subí hasta la terraza y ayudé a Yolanda a bajar del tejadillo. Estaba aterida de frío. Había llovido
durante toda la mañana y el tejadillo estaba muy mojado.
Por fortuna, Yolanda había tenido el acierto de no venir con su coche, había venido en taxi.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Pasaban las horas y cada vez que nos asomábamos al ventanal, el hombre seguía dentro del coche,
sin moverse. No nos cabía la menor duda de que estaba convencido de que su hija estaba en mi casa. Y
anocheció. Yo no encontraba la manera de sacar a Yolanda de allí. Su padre no se había movido del lugar.
Me vino una idea a la cabeza: pedir ayuda a mis amigos los pelotaris. Llamé por teléfono al frontón y me
puse al habla con Salsamendi.
—Quédate tranquilo, que yo te lo resuelvo.
Yo confiaba en los vascos, pero no veía cómo iban a resolver aquella situación.
Como media hora más tarde escuché en la calle el alboroto de varios individuos que gritaban y
cantaban. Eran los pelotaris. Subieron cantando, les abrí y les planteé mi situación. Lo resolvieron
ingeniosamente. Le pusieron una gabardina azul marino, muy distinta a la de Yolanda, se recogió el pelo
y le colocaron una boina, le colocaron una botella de ginebra en la mano y después de un rato salieron
todos en grupo, cantando una canción vasca, y yo con ellos, éramos como doce. El padre de Yolanda nos
vio salir, pero ni por asomo se imaginó que uno de los pelotaris era su hija. Llegamos hasta la calle Río
Lerma, Yolanda se quitó el disfraz, subió en un taxi y se fue a su casa. Yo me fui con los pelotaris hasta el
frontón.
Les digo la verdad. ¡Los vascos son unos tíos cojonudos! Al día siguiente, lunes, Yolanda no fue a
la radio. Sabiendo el carácter violento de su padre imaginé lo peor: una paliza. Tampoco vino el martes.
Esto me tenía muy preocupado. ¿Cómo podía saber qué había pasado? En la emisora nadie me daba
noticias del porqué de su ausencia. Fui al despacho de Othón Vélez y le conté lo sucedido el domingo y
mi preocupación por la ausencia de Yolanda. Othón Vélez no sabía la razón de aquella ausencia. La única
noticia que tenía era que había llamado la mamá de Yolanda diciendo que en un par de semanas no iría a
trabajar.
Aquello aumentó mi preocupación. De alguna manera, me sentía culpable de lo que le hubiera
ocurrido.
Yolanda tenía una prima, casada, que vivía en una calle muy cercana a Río Amazonas. Ella estaba
al corriente de nuestra situación y varias veces nos habíamos visto en esta casa. Supuse que tal vez tuviera
noticias de Yolanda. Me acerqué hasta allí y le expliqué mi preocupación.
No le había sucedido nada, simplemente que su padre la había mandado una temporada con unos
familiares a Durango, lejos de la Capital Federal.
Me sentí culpable de aquel destierro y pensé que lo mejor era terminar con la relación. Sabía que no
me iba a ser fácil, pero pensé que con el correr del tiempo se nos iría olvidando.
Para salir de aquello quería encontrar algún otro tipo de relación femenina, pero ¿cómo? No tenía la
menor idea. Sin embargo y sin proponérmelo me llegó.
Muchas noches asistían a El Afro mujeres que yo sabía que trabajaban para una casa de citas, que
no era un prostíbulo. Eran modelos y chicas que hacían publicidad para la televisión, pero si algún
hombre las veía y le gustaban, por mediación de la dueña de la casa de citas, tenía acceso a ellas. El
precio a pagar era alto, pero los caprichos hay que pagarlos.
La dueña de la casa de citas y dos de sus mujeres, Norma y Tomy, iban a El Afro con bastante
asiduidad. Ningún hombre con ellas. Una de las noches, al terminar mi actuación, me mandaron al
camerino una nota con el capitán de los meseros invitándome a su mesa. No era costumbre mía compartir
mesa con ningún cliente, salvo que éste fuese un amigo o un conocido que me mereciera confianza. Ya
había tenido la experiencia con el policía que me puso el revólver en el estómago y no quería que esta
situación se repitiera, pero como se trataba de mujeres y, según el propio capitán de los meseros, muy
chulas, no pude o no me quise resistir a la tentación. Me lavé la cara, me vestí de persona normal y me
acerqué a la mesa. El capitán no me había mentido, las dos mujeres eran hermosas, en particular Tomy, la
más jovencita; Norma, ya era algo mayor, y hasta la dueña de la casa de citas, Esther, era una mujer muy
atractiva. Nos tomamos un whisky en las rocas, que es la traducción del whisky on the rocks de los
norteamericanos (ya les contaré mi anécdota con el whisky en las rocas, ahora sigo con Esther, Tomy y
Norma). Cuando cerraron El Afro me invitaron a la casa de Esther. Acepté la invitación. Estaba

216
Miguel Gila Y entonces nací yo

necesitado de una relación sexual y tal vez se me presentaba en esta ocasión. Llegamos a la casa. Una
casa en una planta baja, amueblada con una gran elegancia. Tenía un patio cubierto por un techo de
cristales de colores, que si durante la noche ya resultaba vistoso, durante el día la luz solar le daba al
salón, lleno de plantas exóticas, un colorido que ni el más famoso de los pintores hubiera sido capaz de
plasmar en un lienzo. Recordé La Casita Blanca, Pedralbes, El Trébol y todas las casas que yo había
conocido en Barcelona, y comparándolas con aquello, me parecieron barracas de feria. Cuando llegamos
había algunas chicas más, todas ellas guapas y elegantes, no había ni un solo hombre. Todas, solas o
acompañadas, habían pasado por El Afro. Me pidieron que les contara algo divertido. Yo nunca, salvo
aquellas improvisaciones que había hecho en Radio Zamora, había vuelto a contar nada divertido, así, en
frío, y en aquel ambiente me sentía incapaz de contar nada gracioso. No obstante, me lo pidieron con
tanta insistencia que les improvisé un par de monólogos que ni recuerdo, pero las chicas se lo pasaron en
grande.
Estuvimos hablando y escuchando música hasta que amaneció. Yo estaba por irme para mi casa de
la calle Amazonas. Esther me pidió que me quedara. No en calidad de cliente, sino como invitado. Me
quedé.
La cama era muy amplia, nos acostamos en ella Tomy, Norma y yo. Aquella fue una noche feliz.
Norma tenía novio, Tomy no, así que empecé a salir con ella. Tomy era lo menos parecido a una
mexicana, sus ojos eran azules, su pelo rubio y su piel rosada. Es posible que el pelo fuese teñido, pero el
color de los ojos y el color de piel eran naturales. No era muy culta, pero tenía la gran virtud de hablar
poco, lo que significaba que era inteligente.
Me acostumbré a ir con bastante frecuencia a la casa de Esther. Todas las chicas eran agradables y
simpáticas. Cuando alguna vez venían hombres, por lo general con cargos políticos, a celebrar una fiesta,
Esther me subía a una habitación en la parte alta de la casa, donde yo me dedicaba a escribir o a leer.
Desde aquella habitación privada podía escuchar las risas de los hombres y de las chicas, la música y todo
lo que pasaba en el salón. Cuando me entraba el sueño, apagaba la luz y me dormía hasta el día siguiente,
en que después de desayunar me iba a mi casa de la calle Amazonas. Tomy vivía con una hermana
casada. Algunas noches la llevaba hasta la colonia Narvarte donde vivía su hermana, su cuñado y varios
sobrinos.
Entre Tomy y yo no había ningún tipo de compromiso, nos unía únicamente la amistad y nuestra
relación sexual. Nunca me aceptaba ni un dólar. Tan sólo, esto es lógico, las invitaciones a comer o cenar.
Algunas noches se quedaba a dormir en mi casa.
Los sábados no se trabajaba en El Afro y nos íbamos a algún hotel de Cuernavaca o a Acapulco.
Tal vez aquella relación no conducía a ninguna parte, pero tampoco me obligaba a ningún tipo de
compromiso. Yo seguía trabajando. Ella hacía su vida y a mí no me preocupaba en absoluto. Era, como se
diría hoy, un amor descafeinado. Pero estaba visto que en México la tranquilidad era tan sólo temporal.
Una de las paredes que daba a la calle en la planta baja, donde estaba la habitación en la que algunas
noches me quedaba a dormir con Norma y Tomy en la casa de Esther, estaba hecha con cemento y
ladrillo visto, hasta una altura de un metro y medio, más o menos, y el resto de la pared hasta arriba
estaba hecha con esos ladrillos cuadrados de cristal muy grueso que dejan entrar la luz, pero que no se ve
a través de ellos. He visto alguno de esos ladrillos de cristal, cuyo nombre desconozco, servir de cenicero
en algún despacho.
Una noche que estábamos durmiendo tranquilamente, escuchamos gritos en la calle:
—¡Jija de una chingada! ¡Sé que estás acostada con un hombre! ¡Te rompo la madre! ¡Jija de una
chingada! Norma se incorporó en la cama. Tomy y yo también. Tomy dijo:
—Es Alfredo.
Y comenzó una balacera contra los cristales que hacían de pared. El tal Alfredo era el novio de
Norma y estaba completamente borracho. Por suerte las balas no atravesaban los cristales gruesos, pero
los disparos sonaban como cañonazos. Se levantó Esther, me hizo una seña, cogí precipitadamente mi
ropa y mis zapatos y la seguí hasta aquella habitación secreta, donde me ocultó.

217
Miguel Gila Y entonces nací yo

Cuando le abrieron la puerta, el tal Alfredo había vaciado los tambores de sus revólveres, porque no
llevaba uno, llevaba dos. Desde la habitación donde Esther me había metido podía escuchar a Alfredo.
Por ese milagro que produce el alcohol en los borrachos, había pasado de los tiros al llanto. Ese llanto de
los borrachos que los transporta a la niñez. Abrí la puerta muy sigilosamente apenas dos centímetros,
arrimé el ojo y vi a Alfredo que lloraba abrazado a Norma.
De la misma manera que el padre de Yolanda me había hecho desistir de las visitas, en esta ocasión
desistí de ir a la casa de Esther. Hablé con Tomy y le dije:
—Cuando quieras que nos veamos, vente a mi casa.
Ese día terminaron mis visitas a la casa de Esther; Tomy siguió viniendo a mi casa.
Ya estábamos a finales de junio y a pesar de que El Afro seguía lleno cada noche, en México, como
en España, los meses de julio y agosto son meses de vacaciones. Algunos mexicanos se van a Cuernavaca
o a Acapulco y otros, los más ricos, viajan a Estados Unidos o a Europa.
Quedé con Agustín Barrios Gómez y su socio en continuar después de los dos meses de vacaciones.
El mes de julio lo pasé en Acapulco, en un hotel que estaba en la misma playa, y ahí fue donde me
pasó lo del whisky en las rocas. Yo acostumbraba a bajar a la playa y me situaba en un lugar donde había
una pequeña cala de arena blanca y limpia. Aunque el hotel tenía piscina, me gustaba mucho más estar en
aquella playa casi solitaria. Tenía para mí una hamaca, una sombrilla, un sillón de mimbre y una pequeña
mesa. Por lo general dedicaba mucho tiempo a leer y también a escribir. Omar, el mesero que se
encargaba de servir a los clientes que estaban en la playa, se acercó y me dijo:
—¿Qué le sirvo, señor Gila?
—Tráeme unas almendras o cacahuetes y un whisky.
—El whisky, ¿lo quiere en las rocas?
—No, aquí en la mesa.
—Sí, ya sé, pero ¿lo quiere en las rocas? Cerca de donde yo acostumbraba a instalarme cada
mañana había unas rocas, en las que yo observaba a las iguanas, que iban de un lado a otro o se quedaban
quietas a la espera de algún insecto.
—No, Omar, el whisky lo quiero en la mesa.
Omar se dio cuenta de que yo estaba confundido.
—Perdone, señor Gila, aquí al whisky con hielo le decimos whisky en las rocas.
Me reí de mi torpeza. ¿Cómo era posible que después de tantos meses en México no me hubiera
enterado de que al whisky con hielo se le denominaba de esa manera?
—Creí que querías servirme el whisky ahí, donde las iguanas.
Omar se echó a reír y se fue a buscarme la orden, que dicen en México.
En Acapulco conocí a un submarinista llamado Castillo, le expliqué que yo hacía fotografia
submarina y me invitó a hacer con él inmersiones en la bahía de Acapulco. Me prestó un bibotella y un
regulador que para mí era desconocido. Tenía un solo y delgado tubo para respirar. Bajábamos al fondo
de la bahía. Castillo era un gran buceador. Llegábamos hasta donde hay sumergida una imagen de la
Virgen de Guadalupe, donde lo mismo que hacen en Roma en la Fuente de Trevi, las parejas de
enamorados dejan caer monedas que van a parar a los pies de la virgen. En las aguas de Acapulco era
muy común cruzarse con tiburones que, decía Castillo, no atacan, pero de todos modos a mí me
impresionaban.
Ahí, en Acapulco, con Castillo se me despertó de nuevo mi afición por el submarinismo y compré,
traído de Los Ángeles, un compresor para cargar las botellas y un equipo completo de inmersión.
Viendo mi entusiasmo por el submarinismo, Castillo me habló de un lugar que era único en el
mundo, se llamaba Isla Mujeres en Quintana Roo.
Quintana Roo está en el extremo opuesto de Acapulco, pero Castillo me hablaba con tanto
entusiasmo de aquel lugar que le invité a que me llevara, corriendo yo con los gastos. Fuimos en avión

218
Miguel Gila Y entonces nací yo

hasta Mérida, allí alquilamos una avioneta particular que nos llevó hasta Puerto Juárez y de allí en un
transbordador hasta Isla Mujeres. El nombre de Isla Mujeres, me contó Castillo, es en recuerdo a las
numerosas esculturas de diosas mayas, pero de esa época lo único que queda es el templo en ruinas Ixchel
al norte de la isla.
Las inmersiones en las aguas de Isla Mujeres sólo se pueden ver en un sueño. Estuvimos
sumergiéndonos varios días.
Todo aquello me hacía olvidar el resto de mis cosas de México, incluidas las mujeres, a pesar del
nombre de la isla. Y lo que es más importante, la dictadura que había dejado en España.
Regresamos a Acapulco. Hacía años que yo no disfrutaba de unas vacaciones y, por supuesto,
ninguna comparable a aquélla.
Algunos días me iba hasta La Quebrada a ver lanzarse desde arriba de las rocas a los clavadistas. Y
yo, que durante el servicio militar había participado en los saltos de trampolín, me sentía un ave de vuelo
bajo comparado con aquellos muchachos que se lanzaban al mar desde aquella enorme altura, sin más
incentivos que las monedas que recibían de los turistas.
Un día, sentí dentro de mi cabeza un zumbido parecido al de un secador de pelo.
El zumbido era permanente y hasta me molestaba para dormir. Me asusté, nunca antes me había
pasado algo así. Esperé varios días para ver si se me quitaba, pero aquello iba en aumento. Aquel
zumbido no me dejaba ni dormir ni pensar, era constante; me fuí a que me viera un médico y el médico
me derivó a un otorrino. Me puso dentro de cada oído un pequeño tubo de cristal, que con una goma
transparente iba hasta un aparato que puso en marcha. Dentro de mis oídos estaban acumuladas todo tipo
de algas marinas y otras especies del fondo del mar, además de barro y arena, creo que desde mi primera
inmersión. Todo aquello salió por los pequeños tubos y a partir de ahí desapareció el zumbido. No olvido
el nombre del doctor: Ramírez Fuentes. Desde aquí, desde estas páginas, gracias, doctor.

Hemingway
Días más tarde regresé a la Capital Federal y me integré de nuevo en mi trabajo en la radio, en El
Afro y en la televisión.
Me llovían ofertas de varios lugares para trabajar una vez terminara mi compromiso con El Afro;
pero Goar Mestre, desde Cuba, le pedía a don Emilio Azcárraga que me dejara cumplir el compromiso
que tenía adquirido de trabajar en La Habana. No obstante, don Emilio y Agustín Barrios Gómez querían
que siguiera trabajando para ellos.
El trabajo se me iba haciendo monótono y ya no sabía de dónde sacar monólogos para cubrir mis
actuaciones diarias, particularmente las de la radio, que me obligaban a un constante cambio cada día. Se
lo hice saber a Othón Vélez y conseguí que las actuaciones en lugar de ser diarias, fuesen tan sólo dos
semanales; eso me alivió bastante.
También estaba cansado del trabajo diario en El Afro, lo hablé con Barrios Gómez y quedamos en
hacer una última semana, de despedida. Don Emilio quería que siguiera en la radio aunque fuese
únicamente con las dos actuaciones semanales, pero Goar Mestre me quería llevar a Cuba, ya había hecho
mucha publicidad anunciando mi debut y los meses habían ido pasando.
Así, terminé mis actuaciones en El Afro, en la radio y en Televisa y me dispuse a enfrentarme a un
nuevo desafio: Cuba.
Llegué a Cuba el 28 de octubre del mismo año 1959. Me presentaron en una rueda de prensa,
después me llevaron a la emisora de radio y finalmente al canal de televisión de CMQ, propiedad de Goar
Mestre. Me alojaron en el hotel Hilton.

219
Miguel Gila Y entonces nací yo

La revolución cubana estaba en plena euforia. En el hotel era mayor el número de empleados que el
de huéspedes.
La Habana me impresionó mucho, aunque de manera distinta a México. También en La Habana la
gente tenía una gran personalidad. Lo que más me llamaba la atención, lo digo sin ningún rubor, era el
culo de las mulatas, su forma graciosa de caminar, así como los personajes típicos que encontraba por la
calle. Lo que peor llevaba era el calor. Salir del Hilton, con el aire acondicionado, a la calle, con aquel
calor sofocante, me producía una pereza que sólo era capaz de superar mi curiosidad. Recordaba cuando
alguna vez mi abuelo me habló de la guerra de Cuba y pensaba en el calor que debió pasar en aquel país.
Me incorporé a la televisión y actué en el programa El Show de la alegría. Aquel espectáculo
consistía en un desfile de cantantes, ballets y orquestas y, por lo que me dijeron, era el más importante de
América Latina.
Lo mismo que en México, mi actuación fue muy bien recibida; lo mismo pasó en la radio, en un
programa con gente joven que después de presenciar el espectáculo radiofónico, bailaban en la emisora
los bailes típicos de Cuba.
En Cuba no conocía a nadie. Por las mañanas me dedicaba a recorrer sus calles más típicas y a
alegrar mis ojos con los hermosos culos de las mulatas. Iba hasta el puerto y hablaba con alguien a quien
no conocía de nada. Unos estaban muy contentos con Fidel Castro, otros, los menos, no lo estaban.
Los domingos me quedaba en el hotel viendo televisión y añorando México. La televisión era muy
aburrida, sobre todo en lo referente al deporte. Los cubanos habían importado de Estados Unidos los dos
únicos deportes que yo ni entendía ni me gustaban: el béisbol, donde uno lanzaba una pelota y otro le
daba con una garrota, luego soltaba la garrota y corría como perseguido por la policía, y el rugby, ese
juego que se practica con un balón con forma de melón, donde unos individuos corpulentos se empujan y
se lían a golpes con el que corre con el melón en la mano.
Estaba convencido de que Cuba iba a ser para mí un lugar aburridísimo y tanto era así que estaba
dispuesto a cumplir con la semana de contrato que había firmado con Goar Mestre y regresar a México.
Pero mi éxito iba en aumento e Ignacio Vaillant, hombre de confianza de Goar Mestre, me iba
convenciendo para prolongar por algunas semanas más mis actuaciones.
Una mañana que estaba durmiendo, en la calle comenzaron a sonar los cláxones de cientos de
coches y al mismo tiempo los gritos de la gente en la calle. Me vestí y bajé.
Una multitud recorría la avenida más importante de La Habana dando gritos desaforados, saltando
de alegría, un hombre joven me cogió del brazo.
—¡Apareció Camilo, chico, apareció Camilo! Yo no tenía la menor idea de qué Camilo me hablaba,
ni siquiera sabía quién era Camilo. Estaba tan alejado de la política que ni me di cuenta que se refería a
Camilo Cienfuegos, que había desaparecido volando en una avioneta y que desde hacía varios días era
buscado desesperadamente. Pero supuse que se trataba de alguien muy importante, para despertar en los
cubanos aquella alegría que había en las calles de La Habana.
Una tarde, en el hall del Hilton conocí a un oficial muy destacado del ejército revolucionario. Era,
como la mayoría de los cubanos, hijo y nieto de gallegos. Mientras tomábamos café hablamos de muchas
cosas. De Galicia, de la revolución cubana y como cosa natural que me ha sucedido en todos los países
donde estuve, la clásica pregunta:
—¿Qué te parece La Habana? Me van a perdonar mi obsesión, pero no pude contenerme, y le dije:
—Un país muy interesante, pero lo que más me atrae es el culo de las mulatas.
—,Cómo te gustan, ¿delgadas?, ¿gorditas?, ¿altas?, ¿bajas?
—No lo sé. Me gustan todas.
—Está bien. Todas no te las puedo conseguir, pero esta noche, a eso de las nueve, vas a ir a esta
dirección que te apunto y preguntas por Inés.
Me apuntó una calle, un número y un piso.

220
Miguel Gila Y entonces nací yo

A las nueve menos cuarto estaba preguntando por Inés. La tal Inés me hizo cruzar un comedor lleno
de gente, que sentada en el suelo, frente a un televisor, escuchaban un discurso de Fidel Castro. La tal
Inés me llevó hasta una habitación, me trajo una botella de cerveza fría, me dijo que esperase y cerró la
puerta. No habían transcurrido veinte minutos cuando se abrió la puerta y aparecieron en ella tres mulatas
de muy distintas dimensiones anatómicas. Pensé que el oficial del ejército revolucionario me mandaba
tres para elegir la que más me gustara, pero se desnudaron las tres y se tumbaron sobre la cama. Ahí, en
esa cama, pasamos toda la noche, calmando la sed y el calor con botellas de cerveza fría que nos subían
por una ventana con un cubo atado a una cuerda, ésta fue para mí una nueva experiencia sexual.
En CMQ conocí a Gabi, Fofó y Miliki que tenían un programa fijo en la televisión. También tenían
un circo propio. Me invitaron a su casa. Vivían en unas hermosas casas que estaban a las afueras de La
Habana. Me ofrecieron una comida de amistad y juntos recordamos cosas de España. Como me pasaba a
mí, no sabían cómo iba a ser la Cuba de Fidel Castro, y como yo, estaban desconcertados con respecto a
su futuro. Me hizo muy feliz compartir con aquella familia numerosa y simpática una comida y una larga
sobremesa. Ahora cuando veo a Emilio Aragón, no puedo imaginar que es aquel chico de unos cuantos
meses que tuve sobre mis rodillas.
Seguían pasando los días, todo era muy confuso, la revolución cubana era muy reciente y se estaban
haciendo cambios importantes.
Me llevaron una noche al Tropicana, me asombró el espectáculo, el lugar, el lujo y la belleza de las
mujeres.
Una mañana en las oficinas de Iberia me encontré con Antonio Ordóñez.
—¿Gila! ¿Qué haces en Cuba?
—Estoy trabajando en la televisión y en la radio.
—¿Dónde vives?
—En el Hilton.
—¿En el Hilton?
—Sí.
—Pero tú debes ser el único cliente.
—Pues sí, mucha gente no hay.
No me hubiera sorprendido encontrarme con Antonio Ordóñez en México, en Colombia o en Perú,
pero en La Habana que no había corridas de toros... Le pregunté:
—Y tú qué haces en La Habana?
—Estoy pasando unos días de vacaciones con Hemingway. Es un viejo muy interesante. ¿Te
gustaría conocerle?
—Por supuesto que sí.
Antonio Ordóñez me llevó hasta La Vigía, la casa que Hemingway tenía en La Habana. El viejo
Hemingway estaba escribiendo a máquina, escribía de pie, con la máquina de escribir en una estrecha
mesa alta adosada a la pared.
Antonio Ordóñez le dijo que yo era el humorista español más importante del siglo. Hizo tantos
elogios de mí que me sentí avergonzado ante un hombre de la dimensión literaria de Hemingway.
El viejo me invitó a un daiquiri, que era su bebida preferida, un cóctel que se hace con ron Carta
Blanca, zumo de limón verde, hielo picado y azúcar en polvo, todo ello batido. Cuando el hombre que
hacía de “mucamo” lo estaba preparando, recordaba aquellas bombas que nos enseñó a hacer El
Campesino durante la guena.
—Si no le importa, preferiría un whisky.
—Está bien. Fulano [no recuerdo el nombre], traéle un whisky al señor.
Y aunque sabía que me iba a sentar como una patada en el hígado, no podía decir que no a aquel
hombre importante y corpulento del que yo había oído hablar tanto durante la Guerra Civil, donde estuvo
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Miguel Gila Y entonces nací yo

como corresponsal de prensa. Hablamos de la Guerra Civil y de algunas fechas y datos que él no tenía
muy claros.
Dos días más tarde, Antonio se volvió para España; yo quise volver al hotel, pero el viejo
Hemingway estaba muy interesado por lo que le iba contando respecto a la Guerra Civil española y más
que nada lo que se refería a los campos de prisioneros y a las improvisadas prisiones del franquismo
durante la posguena.
Me invitó a que me quedara con él y su mujer a vivir en La Vigía unos días más. Accedí. Cada
mañana, el viejo Hemingway tenía la costumbre de dar lo que él denominaba un pequeño paseo. El
pequeño paseo consistía en caminar de seis a ocho kilómetros por el monte. Creí que aquellos paseos iban
a terminar conmigo, pero mientras caminábamos íbamos charlando, y aquellas charlas eran para mí como
un curso de filosofía. Aprendí mucho escuchando al viejo Hemingway. Éramos afines en muchas cosas,
excepto en la fiesta de los toros, de la que él era un apasionado y que a mí no me gustaba en absoluto.
La Vigía estaba muy alejada de la televisión y de la radio, mientras que desde el Hilton sólo tenía
un pequeño paseo a pie. Me volví de nuevo al Hilton. Estuve tan sólo dos semanas viviendo en la casa de
Hemingway, pero durante esas dos semanas aprendí mucho de aquel viejo corpulento, amante de los
Sanfermines y del daiquiri.
En el canal de televisión no me pagaban. Según órdenes del gobierno de Fidel Castro, no se podían
sacar dólares de Cuba. El sueldo que me tenían que pagar por mi trabajo en radio y televisión tenía que
ser controlado por una administración dependiente del Ministerio de Economía cubano, podía cobrarlo en
pesos cubanos, pero como mi contrato se había hecho en dólares, el cobro se me complicaba. Podían en el
canal, bajo cuerda, pagarme en dólares, pero corría el riesgo de que al salir de La Habana me hicieran un
registro y me quitaran todo por evasión de divisas. Todo esto me lo hicieron saber en CMQ, por lo que
decidí no seguir por más tiempo en La Habana. Me dieron mil dólares como anticipo, para que pudiera
viajar, y el resto quedó pendiente hasta que en el Ministerio de Economía decidieran qué hacer con los
dólares que faltaban para el pago total de mi contrato, que ya ascendían a doce mil.
Ya me disponía a salir de Cuba rumbo a México cuando me enteré de que en el comedor del hotel
Hilton estaban Fidel Castro y el Che Guevara comiendo una paella.
Llamé por teléfono a mi amigo el coronel Matos y le dije que me iba de Cuba a México y que antes
de salir tenía un gran interés en conocer a Fidel y al Che Guevara. Matos me dijo que esperara, que venía
al hotel. Así fue, al poco rato llegó Matos, que me presentó a Fidel y al Che Guevara, más que como
humorista como un combatiente que había luchado en el ejército rojo durante la Guerra Civil española
junto a Líster. No obstante, Fidel había visto alguna actuación en la televisión y valoró mi trabajo como
humorista, cosa que me gratificó. Me impresionó el Che Guevara, su voz, su fisico, la totalidad de su
persona. Había en él algo mágico.
Les expliqué cuál era mi situación respecto a mi contrato de trabajo y la imposibilidad de sacar los
dólares de Cuba.
Fidel lo habló con el Che Guevara como un caso muy particular, fuera de lo común. Yo no era un
terrateniente que pretendía llevarme mi capital, era tan sólo un trabajador que trataba de cobrar mi sueldo.
Así intenté aclarárselo. Fidel llamó a uno de sus ayudantes y le dijo que tomara nota de mi domicilio en
Madrid. Le dije que yo me iba a México y que no sabía si volvería a Madrid, pero como mi contrato para
actuar en La Habana se había firmado en España las divisas no podían ir a México. Me prometió que
haría lo imposible por resolver mi problema.
Cuatro años más tarde, cuando ya lo daba por perdido, a través del Banco de Escocia en Madrid me
llegaron nueve mil dólares, supongo que eran los doce mil menos los impuestos. Fidel había cumplido su
palabra.

222
Miguel Gila Y entonces nací yo

Los Agachados
Regresé a México en febrero de 1960.
Agustín Barrios Gómez, al irme a Cuba, había cubierto toda la programación de El Afro y como mi
contrato incluía la sala, la radio y la televisión, ya no era válido. Por otra parte, como al hacer el contrato
los gastos de viaje y estancia habían corrido a cargo de don Emilio Azcárraga —era una exclusiva—, en
el contrato había una cláusula, aparte, según la cual yo no podía trabajar en México hasta después de un
año.
Lo único que conservaba era mi chalecito de la calle Río Amazonas. Había tenido el acierto de
dejar a una persona de confianza encargada de pagar el alquiler y los gastos de luz, agua y teléfono. Así
las cosas, volví a mi chalecito, pero sin ningún horizonte de trabajo, al menos en lo que se refería al
Distrito Federal.
Yo había hecho una gran amistad con una pareja de baile español, un matrimonio encantador,
Manolo Anona y Anita, y Manolo me consiguió, fuera de la capital, algunas actuaciones aisladas para la
casa Osborne. Gracias a Manolo Anona podía seguir viviendo. No tenía coche, el Impala se lo había
devuelto a don Emilio Azcárraga cuando me fui a Cuba, pero me las arreglaba para ir de un lado a otro
andando o en taxi.
Un día coincidí en la librería El Sótano con Rius, uno de los varios dibujantes que me habían
agasajado con una comida. Rius además de un gran dibujante, era un hombre con una ideología
envidiable. Cada semana hacía un cómic que en lugar de decir estupideces o cosas sin importancia, tenía
un contenido capaz de hacer que la gente sencilla, la gente del pueblo, estuviera al corriente de todo lo
que significaba el poder de los políticos, el poder de los capitalistas y la miseria del pueblo.
Rius, defensor del pueblo mexicano y enemigo de Estados Unidos y de todos los regímenes
dictatoriales o capitalistas, hacía, ayudado por unos muy buenos colaboradores, un cómic semanal
titulado Los Agachados. Los agachados eran la gente del pueblo a merced de los poderosos. La acción se
desarrollaba en un imaginario pequeño pueblo de México que se llamaba San Garabato, con los
personajes necesarios para desarrollar una historia llena de crítica y de ideología revolucionaria: el
gobernador, un científico alemán, un intelectual, un policía leal al gobernador, un estudiante, dos beatas
chismosas, un cura con su sacristán, un borracho y un joven indio ignorante llamado Calzoncín, que
simbolizaba al joven que no entiende nada, pero trata de averiguar el porqué de las cosas. Por el precio de
un peso y veinte centavos, la gente que no tenía acceso al lenguaje, para ellos complicado y dificil de
entender de los libros, se podía enterar a través de Los Agachados de todo lo que ignoraban. Yo conservo
con un gran cariño y, por qué no decirlo, a veces como fuente de información, muchos ejemplares. Creo
que sus títulos son lo suficientemente claros como para adivinar el contenido. Aguántese obrero o se
disgustan los patronos, Dos iglesias católicas, ¡El dólar y otras porquerías!, Franco y Dios S. A., Los
Rockefeller, Qué conviene más, comprarse un coche o comprarse un burro, La truculenta historia del
capitalismo, etc., etc. Y publicó varios libros con el mismo sistema que los comics Cuba para
principiantes, Cristo en carne y hueso, El garrote vil y muchos más, todos ellos con un importante
contenido ideológico. Como muestra de lo que publicaba Rius, reproduzco un párrafo de un gran
periodista publicado en un diario mexicano: Soy un convencido de que Rius con sus Agachados ha hecho
una labor política y social mucho más importante que la que ha sido capaz de hacer cualquier ministro de
los que han desfilado por nuestro Gobierno durante varias décadas.
Rius y yo buscamos un colaborador y encontramos a Almada, otro dibujante mexicano. Montamos
la redacción en mi casa. Allí trabajamos muy duro, ya que escribir, dibujar y componer un semanario con
tan sólo tres personas era muy sacrificado. Al semanario le pusimos de nombre La Gallina. Tal vez en
homenaje a La Codorniz. Al semanario no le poníamos fecha, tan sólo el número. Para mí era muy
divertido aquello. Sin apenas darme cuenta me había convertido en editor. El semanario funcionaba, pero
no tenía la difusión que esperábamos. No conseguíamos un buen distribuidor y por otra parte, mantener

223
Miguel Gila Y entonces nací yo

un semanario sin publicidad es imposible. De todos modos, como no tenía fecha, los números sobrantes
los mandábamos a Cuba. Cuando llegamos al número nueve hicimos una portada exactamente igual a la
de Life en español, con un muy pequeño rótulo arriba que decía: Este no es el LAIF en español, es La
Gallina en mexicano. La gente se acercaba a los quioscos y, confundidos por la portada, en lugar de
comprar Life, compraban La Gallina. Aquello nos creó un grave problema. Los editores de la revista Life
nos pusieron un pleito y nos pedían un dinero que no teníamos. Tuvimos que cerrar el semanario, pero los
pocos números que salieron a la calle valieron la pena.
Si bien es cierto que yo había ganado mucho dinero en México, los gastos superaban a los ingresos
y eso iba mermando mi capital, por lo que me vi en la necesidad de regresar a España.
Circunstancialmente, o por culpa del destino, vaya usted a saber, apareció de nuevo Yolanda, que
había regresado a la Capital Federal. Le anuncié mi regreso a España y me pidió que hiciera los trámites
para resolver mi situación matrimonial de nuevo. Se me despertó el amor por aquella india que dejaba en
México. Le prometí que al llegar a España hablaría con un abogado que hiciera lo imposible por aclarar
mi complicada situación. Fue a despedirme al aeropuerto. No había mariachis como a mi llegada, pero
allí, agitando su mano, estaba ella, tal vez soñando con algo que por más que yo lo intentara no se iba a
conseguir.
Cuando el avión se elevó camino de España, por mi mente pasó la película de mi estancia en
México y, no me avergüenzo, lloré.

224
Miguel Gila Y entonces nací yo

EL REGRESO
Para mí, volver de nuevo a España era lo más parecido al regreso a una prisión de la que había
estado en libertad provisional durante varios meses. No tenía ningún temor en cuanto a mis posibilidades
de trabajo, pero después de haber gozado de la libertad, estaba seguro de que me iba a resultar muy duro
reinsertarme de nuevo en la dictadura.
En México se habían quedado la posibilidad de rehacer mi vida y el amor de una mujer que, estaba
convencido, desde España me iba a ser imposible recuperar. Era como si todo lo vivido perteneciese ya,
en propiedad, al pasado. Tomé conciencia de ello y me dispuse a enfrentarme a la realidad de un presente
y a la lucha por conseguir un futuro, convencido de que no iba a resultarme nada fácil, pero no me
quedaba otra solución que afrontarlo y seguir peleando con las dificultades que me salieran al paso.
Mi piso de Carranza estaba lleno de la misma soledad que cuando me fui. Me producía una gran
depresión aquel piso sin el calor de nadie. Los mismos libros que había dejado al irme, sin haber sido
leídos por nadie, los cuadros y las fotos tenían la misma edad que cuando los dejé. Mi rincón de trabajo y
el salón con chimenea de leña que daba a Carranza tenían el mismo olor. Sentía la sensación de que el
tiempo se había detenido y que mi paso por México y Cuba eran solamente el sueño de una larga noche,
del que acababa de despertar. Todo aquel pasado se había transformado en un presente totalmente
distinto.
En aquel lugar, donde vivía mi soledad, se iba acumulando la depresión.
Para evadirme de aquella depresión me iba al café Comercial en la esquina de Fuencarral y la
glorieta de Bilbao. Allí, con un café y una jarra de agua sobre la mesa de mármol, escribía y recordaba
mis vivencias de México. También las de Cuba, pero estas últimas con menos entusiasmo. Lo de Cuba tal
vez había sido tan sólo una aventura, no me había calado hondo, ni siquiera me había conmovido en su
parte ideológica. Mi conversación con Fidel Castro y el Che Guevara, aparte de breve, no había tenido
carácter político, se había limitado a mi petición de que me fuesen pagados los dólares que se me debían y
a comentar mi participación en la Guerra Civil española. Sabía que los cubanos se habían liberado de
Batista, un dictador al servicio de Estados Unidos, pero no me dio tiempo a identificarme con el pueblo ni
a medir la dimensión política de la revolución cubana, que tan sólo cumplía unos cuantos meses. Tal vez
hubiera necesitado al menos un par de años para conocer en profundidad el alcance de aquella revolución.
Lo de México había sido un constante e intenso vivir y el fracaso de no haber conseguido realizar mi
sueño de quedarme allí para siempre.
En el Comercial algunos días compartía mesa con Evaristo Acevedo, que escribía para La Codorniz
La cárcel de papel, y con Rafael Azcona, que después sería uno de los guionistas de cine más importantes
del país. Yo había dejado de colaborar en La Codorniz por un enfrentamiento con Álvaro de Laiglesia, un
enfrentamiento tonto, pero que motivó mi final como colaborador del semanario. En una entrevista que le
hicieron a Álvaro en un periódico de Madrid dijo que yo era un producto de La Codorniz. Quizá
estúpidamente, porque no creo que Álvaro de Laiglesia lo dijera con mala intención sino con el orgullo de
saberme popular. Salí al paso de esta declaración diciendo que yo era el producto de un espermatozoide
de mi padre y que La Codorniz era tan sólo unas hojas de papel en blanco que llenábamos varios
humoristas, entre ellos yo. Creo que no estuve acertado en mi respuesta, pero ésta, que aparentemente no
tenía ninguna trascendencia, le sentó muy mal a Álvaro de Laiglesia y me dio de baja como colaborador.
Álvaro era un hombre muy especial, ya había tenido un enfrentamiento con Miguel Mihura cuando en un
intento de darle un giro a La Codorniz, con una sección de crítica llamada por él “¡No!”, le pidió a Miguel
Mihura un artículo para el semanario y Mihura le respondió con una carta diciendo que no escribía el
artículo, porque quejarse del precio del pimentón y de todas esas cosas era algo que se lo escuchaba

225
Miguel Gila Y entonces nací yo

diariamente a una tía suya, sin necesidad de comprar una revista y que cuando le dio a su hija en
matrimonio (se refería a La Codorniz), lo hizo con la intención de que hablara de las hormigas, de las
vacas y de los gitanos. Álvaro le contestó diciendo que Mihura era uno de esos padres que casan a las
hijas por dinero y luego se quejan si les va mal en el matrimonio. No fue esto exactamente, pero por ahí
iba la cosa, más o menos. El caso es que Mihura y Álvaro estuvieron distanciados por un tiempo, hasta
que intervinieron en aquella desavenencia Edgar Neville, Tono y Herreros, que calmaron el pequeño
huracán promovido por la carta de Mihura.
De todas formas yo seguía dibujando, porque me gustaba y porque no quería, por mi dedicación al
espectáculo, perder la práctica del dibujo.
Tenía que trabajar. El dinero de México lo había gastado y el de Cuba se había quedado en La
Habana.
Yo no tenía representante desde que había terminado con Hernández Petit en México. Estábamos
rodando en un cuartel de tanques El hombre que viajaba despacito, película dirigida por Joaquín Romero
Marchent, tal vez la única película digna que hice, cuando conocí a Luis Méndez, que estaba haciendo el
servicio militar y era sobrino de un importante jefe de producción de cine. Luis Méndez se ofreció para
ser mi representante, quizá pensando en mí para una futura continuidad en el cine. Acepté y se hizo cargo
de mi representación artística. Luis Méndez estaba muy conectado con el cine, pero el cine para mí
significaba únicamente una manera más de ganar dinero, pero nunca he tenido vocación de cineasta.
Alguien me contó que allá por la década de los cuarenta, a un torero famoso —me dijeron que se trataba
de El Guerra, pero no creo que fuese él ya que había nacido en 1862, no importa, lo importante es que se
trataba de un torero famoso, sea El Guerra, El Gallo o Belmonte— le propusieron hacer una película
sobre su vida, él no era partidario de hacer otra cosa que no fuese torear, que era lo suyo, pero su
apoderado, a fuerza de insistir, le convenció. El día que daba comienzo el rodaje de la película, a las siete
de la mañana se presentaron a buscarle para el rodaje. El torero famoso miró el reloj y viendo la hora que
era se negó a levantarse. El apoderado le dijo:
—Maestro, tenemos firmado un contrato.
Y el torero, con la mayor naturalidad del mundo, dijo:
—Ya lo puedes romper. Una profesión que no da para levantarse después de las diez, no puede ser
buena.
Y no hizo la película. Yo pensaba lo mismo que aquel famoso torero. Tanto es así que no sé si, más
que por vocación, me hice artista para no tener que madrugar. Después de haberme liberado de aquellos
madrugones de mi época de mecánico, se me hacía muy duro levantarme a las siete de la mañana y que
me llevaran a un campo lleno de moscas, comer un bocadillo y una naranja a las once de la mañana, y
aquel constante: “Secuencia ocho, toma doce” y “Que no ha salido bien” y “Esperad un momento que
pasen esas nubes”. Aparte de que desconozco cuál es la razón de que las películas que, se supone,
transcurren en invierno se rueden en verano y las que transcurren en verano se rueden en invierno, lo que
significa morir de un golpe de calor o cagarse de frío, siempre he sentido por el cine un gran rechazo. Me
entusiasma como espectador y hasta es posible que me hubiera gustado ejercerlo como director, o como
guionista, pero nunca como actor. No he nacido para ser actor de cine, creo que es una profesión artística
que requiere, aparte de una gran vocación, un gran sacrificio, para el que yo no estoy capacitado, lo que
me hace sentir un gran respeto por los que lo hacen.
El primer contrato que me consiguió Luis Méndez fue en una sala llamada El Biombo Chino. Era el
año sesenta y aquel trabajo empezó a resolver de alguna manera mis necesidades económicas. Miguel, el
dueño de El Biombo Chino, era muy aficionado a los toros, incluso había sido novillero. Un día me
propuso torear un becerro en Segovia. Me pagarían cincuenta mil pesetas. A pesar de mi amistad con los
toreros y de haber pasado algunos días en la finca de los Cembrano, yo no tenía ni la menor idea de lo que
era torear. Me convencieron de que la cosa era muy sencilla, que me echarían un becerro de sesenta kilos,
que aunque me diera un revolcón no pasaría nada grave. Así, con esas observaciones y pensando en
conseguir cincuenta mil pesetas, me presté a torear, pero se hacía necesario tener algún conocimiento de
tauromaquia. Me llevaron a una finca cerca de El Escorial, me dieron un capote y durante varios días
226
Miguel Gila Y entonces nací yo

estuve ensayando con un becerrito el arte taurino. Y llegó el día de la corrida en la plaza de toros de
Segovia.
Me había alquilado un traje de luces, un capote de paseo y en el Citroen de Luis Méndez llegamos a
Segovia, donde me esperaba la afición. En aquella becerrada toreaban también El Bombero Torero y su
cuadrilla. Yo sería el espectáculo. Tenía un ayudante, de nombre Santitos, un personaje conocido en todo
Madrid, que había sido “chorizo” y que cuando le preguntaban cuánto tiempo había estado en la cárcel, él
preguntaba: “¿En qué país?” Conocía las cárceles de Francia, de Alemania, de Italia y las de España.
Hablaba francés, italiano y alemán. Había sido chófer de Laso de la Vega y peón de confianza de algunos
toreros, era bajito, barbilampiño y sordo, siempre con gorra de visera y hablaba en caló. Cuando me traía
en un papel la cuenta de lo que había gastado se podía leer: “Trujas 12 calas. Roda para ir a por los trujas
23 calas. Tralla del peluco 28 calas”. Y así con su manejo del caló me entregaba las cuentas. Cuando se
enteró de que yo iba a torear se llevó una de las mayores alegrías de su vida. Tenía un gran respeto por
todo lo que tuviera que ver con la fiesta de los toros. Cuando llegamos a Segovia nos alojaron en un hotel,
y Santitos, tal como mandan los cánones taurinos, cuando terminamos de comer me dijo:
—Maestro, tírese en la cama y duerma una siesta. ¿A qué hora le llamo? Le pregunté:
—¿A qué hora empieza la corrida?
—A las cinco.
—Muy bien. Despiértame a las siete.
Y se fue. Volvió de inmediato.
—Maestro, si la corrida empieza a las cinco, ¿cómo le voy a despertar a las siete?
—Porque a las siete ya habrá terminado la corrida.
Santitos quedó desconcertado con mi respuesta. Era tan devoto de la fiesta taurina que no entendía
mi humor.
—Está bien, despiértame a las cuatro.
—De acuerdo, maestro.
Ya me llamaba maestro como si yo fuese Antonio Bienvenida.
Y llegó la hora de ponerme el traje de luces. Yo, que conocía esa devoción de Santitos por la
tauromaquia, de manera intencionada, le cambiaba el nombre a todas las prendas de mi traje de torear.
Santitos se emberrinchinaba cuando a la taleguilla la llamaba la cazadora, a las medias los calcetines rosa,
a la montera el gorro y a las zapatillas las alpargatas de torero. Se ponía furioso y me rectificaba: La
taleguilla, maestro; las medias, maestro; la montera, maestro. Finalmente terminé de vestirme. El Citroen
de Luis Méndez tenía en la parte trasera uno de esos asientos que llamaban ahí te pudras, y sentado en ese
asiento, de manera que me viese el público, llegamos a la plaza de toros y entramos.
Había un ambiente como si se tratara de un mano a mano entre Antonio Ordóñez y Luis Miguel
Dominguín.
Mi salida con el resto de los que iban a participar en la lidia, acompañada de un pasodoble, levantó
el aplauso de toda aquella gente que llenaba la plaza. Me situé detrás de la barrera. Sonó el clarín, se abrió
una puerta y apareció el becerro. El Bombero Torero y su cuadrilla hacían con aquel becerro cosas
insólitas, desde saltar por encima cuando les embestía, a darle agua con un botijo. Viendo aquello y
escuchando las carcajadas del público y los constantes olés, empecé a pensar qué haría yo para estar
gracioso. Llegué al convencimiento de que lo único que me podía salvar era la palabra, pedí un micrófono
y desde un burladero hice un comentario divertido sobre lo que iba a hacer con el becerro. Cuando
terminaron su faena los de El Bombero Torero me tocó salir. El becerro tenía un solo cuerno, el derecho,
pero a mí me daba la impresión de que tenía los dos, pero que alguien había empujado el de la izquierda
para que le saliera por el lado derecho un solo cuerno, largo y afilado. Hubiera dado cualquier cosa por
deshacerme de aquel compromiso, pero la cosa estaba firmada, la plaza llena y no había forma de
evadirme, así que con la cara de color verde aceituna y un tremendo cagazo me lancé al ruedo. Extendí el
capote como había visto hacer a los grandes toreros y grité: ¡Eh, toro! El becerro me miró como diciendo:

227
Miguel Gila Y entonces nací yo

Qué mierda querrá este gilipollas Tomó carrerilla, se vino hacia mí, y aunque alargué el brazo como
mandan los cánones taurinos, me golpeó en la mano con la testuz. A punto estuvo de que la mano se me
desprendiera del brazo. Sentí un dolor tan fuerte que me dieron ganas de tirar el capote y ponerme a
llorar, pero en la plaza se escuchó un olé colectivo y eso me animó a seguir en pie. Por segunda vez dije,
ya muy crecido: ¡Eh, toro! Y otra vez el becerro que me miró. Esta vez como pensando: Pero otra vez este
gilipollas, y de nuevo emprendió una carrera hacia mí. Tuve tiempo de levantar el capote y le di un pase y
otro y otro y dos más y el de pecho, la gente aplaudía entusiasmada. Yo esperaba que después de aquella
faena saliera un picador y acabara con el becerro, pero aquello era sin picadores. Me acerqué a la barrera
y Santitos me cambió el capote por la muleta y una espada. Como hacía algo de viento, Santitos mojó el
pequeño capote rojo con agua del botijo. Aquel trapo rojo con un palo que en la punta tenía un clavo
afilado y un estoque de madera, debía pesar como doce kilos. Por más esfuerzos que hacía para levantar
aquello no lo conseguía, lo tenía pegado al cuerpo, y cada intento duraba unos segundos. El becerro debió
adivinar mi dificultad para sujetar aquellas cosas, creo que hasta vi en sus ojos una sonrisa como si
pensara: Te vas a enterar; tomó carrera y se vino hacia mí, creo que con exceso de velocidad. ¿Cómo pasó
junto a mí? Ni lo sé. Cerré los ojos y sentí el aire desplazado por su pasada, la repitió y una de dos, o
sentía compasión por mí o tenía mal sentido de la orientación, porque milagrosamente no me llevó por
delante. La gente entre divertida y emocionada, más divertida que emocionada, aplaudía y gritaba olés.
Santitos me dijo desde la barrera: Vamos maestro, acabe la faena y me cambió el estoque de madera por
uno de verdad. Ya me habían explicado dónde tenía que clavar el estoque, pero sólo en teoría. Cuando me
disponía a matar, vi en las primeras filas del tendido un aficionado con ganas de saltar al ruedo. Tenía en
la mano un bocadillo. Le grité:
—Te cambio el bocadillo por el estoque.
Y entusiasmado saltó al ruedo, le di el estoque, él me dio el bocadillo y mientras me lo comía, él se
encargó de matar al becerro. Tal vez el público pensó que aquello estaba preparado, el caso es que nos
salió bien y fuimos muy aplaudidos. Lo peor vino después. Llegamos a Madrid a la hora en que yo tenía
que empezar mi actuación en El Biombo Chino. Méndez no encontraba un hueco donde aparcar y
finalmente tuvimos que dejar el coche en la calle de Princesa. Tuve que ir corriendo desde Princesa,
cruzar la plaza de España, subir por la Gran Vía y entrar en Isabel la Católica, donde estaba El Biombo
Chino, con el asombro de la gente que no podía imaginar qué hacía un torero corriendo por la Gran Vía.
Miraban hacia atrás, tal vez pensando que me seguía un toro o la Guardia Civil. No me dio tiempo a
cambiarme de ropa, así que sobre la marcha me tuve que inventar un monólogo taurino. La gente se
divirtió mucho con aquel monólogo y yo salí bien parado del trance. Compré un traje de torero y un
capote de paseo y seguí haciendo aquel monólogo que a la gente le había divertido tanto. Años después,
cuando estaba rodando con Fernando Fernán Gómez en Barcelona ¿Dónde pongo este muerto?, una
noche que estábamos en la estación de Francia, había entre la gente que nos rodeaba un muchacho joven.
No llevaba abrigo y le castañeteaban los dientes de frío. Por su rostro adiviné que era mexicano.
—¿Eres mexicano?
—Sí, señor. De Yucatán.
La noticia había sido publicada en los periódicos, y me dije: Dos jóvenes han viajado de polizones
desde Venezuela hasta Madrid, ocultos en el tren de aterrizaje de un avión de pasajeros, uno de ellos ha
muerto, éste es el que ha sobrevivido. Uní mi amor por México con mi tristeza por aquel muchacho que
no dejaba de tiritar. Le invité a comer algo en el bar de la estación, se comió tres bocadillos, pero no
dejaba de tiritar, se me ocurrió una idea. Le dije al hombre de la barra que le pusiera un carajillo doble.
—¡Tómate esto! Estaba caliente, pero se lo volcó de un trago y se le acabó la tiritona.
—¿Cómo estás?
—¡Ora sí, ya ni frío siento! Me hizo bien el sacachismes ese que me dio.
Después hablamos, le pregunté con qué intención había venido a España. Me dijo que quería ser
torero, que lo hacía bien y esperaba una oportunidad. No tenía dónde dormir. Tal vez porque yo había
vivido una experiencia parecida cuando en 1951 llegué a Madrid, le llevé a una pensión y le dejé allí con
el encargo de que la cuenta me la pasaran a mí. Le compré varios números de El Ruedo, le regalé algo de
228
Miguel Gila Y entonces nací yo

ropa, le di una carta para los Cembrano y le saqué un billete de tren para Mérida. Al año siguiente recibí
un pequeño cartel de toros donde, junto a otros dos novilleros, venía anunciado El Tigre de Yucatán, y
con el pequeño cartel de la novillada una carta hermosa, en la que me daba las gracias por lo que había
hecho por él y donde decía que le pedía a la Virgen de Guadalupe me diera salud y mucha suerte. Nunca
volví a saber nada de El Tigre de Yucatán.
El capote de paseo se lo regalé a Manolo Montolíu, gran persona, con el que coincidí en algunas
ocasiones y sin lugar a dudas uno de los mejores banderilleros. Murió en Sevilla de una cornada en el
corazón.

Éste y yo, Sociedad Limitada


A pesar del éxito que tenía en El Biombo Chino, yo seguía añorando el teatro. Se me ocurrió una
idea que me pareció sensacional. Formar una compañía de revista con Tony Leblanc. Se lo comenté y le
gustó la idea. Tony por sí solo era capaz de llenar un teatro, yo también, de manera que si nos juntábamos
los dos, la fuerza sería mucho mayor. En su chalet y en muy pocos días escribimos el libro. Se trataba de
sketches y números musicales. Para cubrir la parte femenina contratamos como vedette a Katia Loritz,
una alemana no muy buena actriz, que apenas sabía bailar y mucho menos cantar, pero que con su acento
extraño en el hablar y su espléndido cuerpo estábamos seguros de que iba a ser de gran impacto; como
segunda vedette contratamos a Carmen Apolo y como vedette cómica a Lina Morgan. Yo nunca la había
visto trabajar a Lina Morgan, pero Tony me habló de ella como una vedette cómica excelente que, aparte
de bailar y cantar, tenía un gran dominio de la comicidad.
A la revista le pusimos el título de éste y yo, Sociedad Limitada.
Nos hizo la música el maestro Montorio, la ropa la diseñó Ruppert y la hizo Maribel, la coreografía
estuvo a cargo de Alberto Portillo. Estrenamos en el Calderón de Madrid. El espectáculo fue un éxito.
Creo que el secreto estaba en que siempre había en el escenario alguien con fuerza para provocar la
atención y la risa del público. Unas veces éramos Tony y yo, otras Lina y Tony, o Lina y yo, o los tres
juntos. Lo importante es que nunca faltaba alguien que provocara la risa. Los sketches eran de un humor
absurdo. No voy a contar todo lo que era el espectáculo, pero sí quiero dejar constancia de cómo el
absurdo calaba en el público y de qué manera aquel tipo de revista era acogida con carcajadas, como ya
había pasado diez años antes con Tengo momia formal. Después de terminar el ballet el número de
presentación, se abrían las cortinas y aparecía el decorado de un viejo castillo. Entrábamos Tony y yo
vestidos de mendigos. Y hablaba Tony, me decía: ¿ves como no es un hotel? Y decía yo: ¿tú por qué lo
sabes?
—Porque en la puerta de los hoteles hay un portero con una gorra y aquí hay una armadura.
Además en los hoteles hay números en las habitaciones.
Yo miraba hacia arriba y decía:
—Mira, un murciélago.
—¿Y qué es un murciélago?
—Un pájaro de Murcia, que viene a ser como si dijéramos un ratón, pero de aviación. Yo es que de
animalogía entiendo mucho.
—¿De animaloqué?
—De animalogía, la ciencia que estudia los animales. Yo te desarmo un Diplodocus y te digo el
carpo, el metacarpo, el policarpo, la taba...
—¿Y qué es un Diplodocus?
—Un conejo antiguo. Un conejón que puedes hacer con él una paella para cinco mil personas.
229
Miguel Gila Y entonces nací yo

—¿Y dónde haces la paella? ¿En el estanque de El Retiro?


—En la Albufera de Valencia, que no tienes que llevar el arroz.
—Ya sé lo que es esto, un castillo antiguo. Los castillos antiguos, casi todos, tienen eco. Vamos a
probar, verás. ¡Manolo! Y se escuchaba dentro una voz que decía:
—¿Quééééééééé? Y seguía Tony:
—Lo ves. Esto es un castillo de la época cuartenaria.
—¿De la qué?
—De la época cuartenaria. De cuando el rey Cuartenio, que estaba casado con Ana la Coja.
—Pero vamos a ver, que yo me entere. ¿Ana la Coja no era la mujer de Felipe el Hermoso?
—No Alejo, tú quieres decir Juana la Loca, que no tiene nada que ver con Ana la Coja, y no estaba
casada con Felipe el Hermoso, estaba casada con Felipe II, que fue el que le dijo a Pedro el Cruel la
célebre frase de: “No es más quien es más, sino el otro”. Porque Felipe II no era manco, el que era manco
era Cervantes que perdió un brazo en la batalla de Lepanto.
—Y con los follones que hay en las batallas, como para encontrar el brazo, joo...
—Ése sí que tenía frases ingeniosas. Escucha ésta: “En un lugar de la Mancha...” ¡Toma frase! Yo
me quedaba un poco sorprendido y después de unos segundos, decía:
—¡Y la intención que lleva! ¡Anda que no lleva intención! Y nos sentábamos en un banco. Tony
decía:
—Yo es que de frases sé mucho. Escucha ésta: “¡Cuarenta siglos nos contemplan!” ¿Quién dijo esta
frase?
—El arquitecto de las obras de Atocha.
Y el teatro se venía abajo de la carcajada, porque las obras de Atocha llevaban dos años y no se
terminaban nunca. Seguía Tony:
—¡Pero qué ignorante eres! Esa frase la dijo el general Prim en la batalla de Guadalcanal. Si es que
no sabes nada de nada. Ni sé por qué pido contigo.
Y con estos diálogos absurdos la gente no paraba de reír.
Nos sentábamos en un banco, y mientras yo me cosía un calcetín, Tony hacía punto de lana con dos
agujas.
En un momento yo salía de escena y regresaba comiéndome una manzana. Tony me decía: ¿Me
dejas que le dé un mordisquito? Yo le ofrecía la manzana y Tony le daba un mordisco.
—¿Qué mal sabe esta manzana! —Es que es de cera, la he cogido de un frutero que hay a la
entrada. Arrastrada por un hilo, cruzaba el escenario una araña gigante.
—Oye, Alejo. ¿Eso es una araña o es un Volskwagen? —decía Tony.
—Es una araña hembra —contestaba yo.
—¿Y por qué sabes que es hembra?
—Porque las arañas macho llevan en la barriga un rebobinador que es con el que tejeden.
—¿Con el que te qué?
—Con el que tejeden.
—¡Madre mía, lo que te había entendido! —Del verbo tejer, yo tejedo, tú tejedes y el tejo... teje...
—Alejo, deja el verbo que te veo en comisaría.
Cruzaba la escena un jorobado.
—¡Anda, Cuasimodo! Le voy a pedir un autógrafo.
Y Tony salía de escena. Yo seguía en el banco cosiéndome el calcetín, y entraba Lina Morgan,
vestida de niña de colegio, se sentaba a mi lado y me decía:

230
Miguel Gila Y entonces nací yo

—Yo vivo en este castillo, mi papá es un monstruo y mi tío, el de la joroba, también es un


monstruo, y mi abuelita tiene un ojo en la frente.
Y decía yo:
—Mi abuela tiene la dentadura en un vaso, pero sólo cuando se acuesta.
—¿Tu familia también son monstruos? —preguntaba Lina.
—Hombre, somos feos, pero monstruos...
Toda la revista estaba llena de situaciones y diálogos absurdos, con los que la gente se reía sin
parar. El éxito de taquilla era tan grande que si algún amigo quería venir a vemos, nos costaba Dios y
ayuda poder conseguirle una entrada. Trabajábamos a lleno diario.
Un poco antes de finalizar la primera parte rompíamos nuestra Sociedad Limitada de Mendigos
Unidos, para cada uno pedir por su cuenta. Al comienzo de la segunda parte aparecía yo con un
contrabajo, hecho con maderas de cajones y alambres, y voceaba:
—¡El descarrilamiento del correo de Chinchoffa! ¡La huerfanita víctima del marqués! ¡El crimen de
Cascajuelos! Por el otro lado del escenario aparecía Tony con una caja al cuello: Tony: —¡Hay bollitos
de leche! ¡Hay bollitos de leche! Yo: —¡Hay huerfanitas! ¡Hay descarrilamientos! ¡Hay crímenes! Tony
(sin inmutarse): —¡Hay bollitos de leche! ¡Al rico bollito de leche! Yo: —iAl rico crimen! ¡Envenena a
su mujer con un bollito de leche! Tony —¡Hay bollitos de leche! ¡Ay qué leche de bollitos! Después de
varios pregones hacíamos las paces y nos uníamos para pedir juntos.
Adoptamos un sistema para conocer la opinión de los espectadores, al margen de lo que dijeran los
críticos. La noche del estreno, a la salida del teatro, pusimos en el hall de entrada a un periodista amigo
con una grabadora, para que la gente que había asistido al estreno dijera qué le había parecido el
espectáculo. Y aunque al día siguiente las críticas fueron unánimes en comentar que el espectáculo había
sido un éxito, a nosotros nos interesaba conocer lo que opinaba la gente de la calle. No voy a reflejar las
críticas sensacionales que se hicieron en toda la prensa, pero sí reproducir la opinión de uno de los
muchos espectadores a los que se les preguntó, a la salida la noche del estreno, qué opinaba del
espectáculo: Don Ramón Pardo. Comerciante Es la fórmula ideal del buen humor. Yo me he reído
muchísimo, sobre todo en esa escena del banco cuando Gila se cose los calcetines y Tony teje un jersey.
Es dificil encontrar una vis cómica mas concentrada, expresiva y a la vez inocente, que esta original
versión de lo que supone el humor escénico.
Los diálogos y los monólogos tienen las más acertadas líneas de unas caricaturas vivas de
momentos y costumbres.
De las dos partes del espectáculo acaso prefiero la primera, la que se desarrolla en ese viejo castillo.
Es verdaderamente ingeniosa y muy bien manejada por los tres encargados de la comicidad, aunque casi
todas recaen en Gila y en Tony Leblanc, no hay que olvidar la gracia de Lina Morgan, que tiene una
comicidad que encaja de maravilla en el humor que contiene todo lo que se dice en el espectáculo, aparte
de una gran personalidad.
Katia Loritz es un buen contraste con la aparente seriedad de los dos artistas. Su magnífica figura
centra todo el conjunto del cuadro de baile, en el que ha habido un gran acierto de conjunto.
Me ha parecido excelente la música y la coreografla, y el vestuario muy vistoso y con mucho
colorido.
Creo que ya lo he dicho todo, pero quisiera añadir que la unión de Gila con Tony Leblanc ha sido
un acierto y más aún con la incorporación de Lina Morgan.
Finalizamos en el Calderón y fuimos a Barcelona. Aquello funcionaba a las mil maravillas. No
quiero pasar por alto uno de los espectadores de excepción que tuvimos en Barcelona y que se lo pasó en
grande, Mario Moreno Cantinflas, al que yo no veía desde que estuve en México. El éxito era arrollador y
los beneficios de taquilla fabulosos. Después de pagar la nómina, nos quedaban limpias, a cada uno de
nosotros, más de doscientas mil pesetas, que en el año sesenta era mucho dinero. De Barcelona fuimos a
Andalucía. En todos los lugares la gente se divertía muchísimo, pero aquello no duró mucho tiempo.
Tony estaba muy ilusionado con producir y dirigir una película que tenía escrita, Una isla con tomate.
231
Miguel Gila Y entonces nací yo

Disolvimos la compañía. Fue una pena, porque Tony y yo, con Lina Morgan, hubiéramos reventado todos
los teatros de España, pero me pareció lógico que Tony tuviera ilusión en dirigir una película. Siempre he
sentido admiración hacia la gente con inquietudes, y en este caso concreto Tony quería realizarse como
guionista y director, lo que, más allá de la pena que sentía por disolver aquello que funcionaba tan bien,
me alegraba por él.
Volví a las salas de fiestas, donde ganaba bastante dinero y el trabajo era cómodo, sin las palizas de
los viajes con la compañía de revista, pero el teatro para mí tenía, y sigue teniendo, una magia y un
encanto que no poseen ni el cine ni la televisión, sin que esto suponga, de manera alguna, que subestime a
los que hacen cine o televisión y que disfrutan y triunfan en estos medios, hablo de mí, de mi gusto
personal, así que pensé en crear otra compañía.
Buscaba alguien con quien formar pareja para no tener que cargar con todo el peso del espectáculo.

La nena y yo
Pensé en Mary Santpere, hablé con ella y al igual que me había pasado con Tony, la idea de formar
pareja conmigo en un espectáculo le gustó.
Me puse en acción inmediatamente. Escribí los sketches y los presenté para su autorización a la
censura. Se me ocurrió una idea que lamenté no haber puesto en práctica antes en otros espectáculos, pero
que más adelante seguí utilizando en mis monólogos. Sin venir a cuento, en varias partes del texto ponía
una palabra malsonante, pedo, culo, teta, y no fallaba, cuando me entregaban el libro censurado habían
tachado tan sólo las palabras que yo, intencionadamente, había escrito. La mirada del censor recorría con
avidez lo escrito y desde su mentalidad de censor, tan sólo le saltaban a la vista aquellas malas palabras,
el resto le pasaba desapercibido. Fue un truco que de ahí en adelante me dio muy buenos resultados.
Necesitábamos una vedette, una primera bailarina y un ballet, algunos actores, los decorados y la música.
Luis Méndez había formado una sociedad con un tal José Frade y los dos se pusieron en
movimiento para la organización del espectáculo. Trajeron una vedette, creo recordar que era sueca,
llamada Lill Larsson, y como primera bailarina y también vedette a María Dolores Cabo. Como actores
contraté a los que ya habían trabajado conmigo en otros espectáculos, actores que conocían muy bien mi
forma de actuar y se compenetraban fácilmente conmigo: Villena, Lebrero y Moscatelli; también, en
calidad de atracción y algunas veces interviniendo como actores, al trío Los Payadores.
Lo mismo que en éste y yo, Sociedad Limitada, del vestuario se encargó Maribel, con los diseños
de Ruppert, y la música la hizo Máximo Barata, que acababa de ganar el primer premio por la música de
una canción en el festival de Benidorm. Con él al piano escribí las letras de las canciones.
Como todos los espectáculos que había escrito hasta entonces éste se basaba en sketches del
absurdo, en pequeñas historias que tenían, como las comedias, su presentación, su conflicto, su
culminación y su desenlace.
Le puse de título La nena y yo.
Los ensayos de baile se hacían en una sala que había en la parte alta del Calderón. Yo subía de vez
en cuando a ver cómo iba aquello. Me fijé en María Dolores, me gustaba aquella mujer, aparte de su
fisico, que era hermoso, había en su cara, y muy particularmente en sus ojos, un algo que dejaba entrever
cierta tristeza. Desde ese primer instante despertó en mí una pasión profunda. Aunque me parecía muy
joven, no podía, en ningún momento, evadirme de la impresión que me había causado desde el primer
día, intuí que me había enamorado, pero aquel amor resultaba complicado, pues ella estaba casada con un,
no diré amigo, pero sí un conocido mío, y eso dificultaba la posibilidad de conseguir aquel amor.

232
Miguel Gila Y entonces nací yo

María Dolores tenía dos perritas pinscher, una marrón de nombre Mini y otra negrita, llamada
Chufa; yo un perro golfo al que le puse de nombre Cinco, porque lo había encontrado abandonado en el
kilómetro cinco de la carretera de Andalucía.
Teníamos los camerinos cerca y de vez en cuando iba a visitarla con el Cinco. Ella tenía a la Mini y
a la Chufa siempre vestidas con ropa graciosa, una gabardina o un abriguito de lana de color.
El amor por los perros fue nuestro primer punto de contacto y en torno a él surgieron nuestras
primeras relaciones. Yo sentía que mi amor crecía día a día.
Y llegó la noche del estreno. Como todos los estrenos, precipitado y falto de ensayo, pero se
estrenó. Y como siempre, como en todos los estrenos, el teatro estaba lleno hasta arriba.
Una de las historias estaba basada en que la criada de una marquesa se encontraba un pobre en la
basura, que era yo. La marquesa, que era Mary Santpere, por un antojo que yo tenía en el cuello,
descubría que yo era un hijo que ella había tenido con el jardinero hacía muchos años. Era una especie de
folletín con mucho humor, porque daba oportunidad a Mary, con su corpulencia, de cogerme en sus
brazos y acunarme, como si fuese el niño que había perdido. Al final se descubría que yo no era hijo de la
marquesa, que lo que parecía un antojo era una mancha de tinta, y la marquesa me ponía de nuevo en el
cubo de la basura.
Otra historia se basaba en que Mary y yo entrábamos en un hotel a celebrar nuestra noche de bodas
y mientras Mary se cambiaba de ropa en el baño, yo abría el armario y me encontraba con un ladrón que
estaba escondido, hacíamos amistad con el ladrón, que era muy simpático, sonaba el teléfono y lo atendía
yo. Era la mujer de Faustino, el ladrón. Yo le pasaba el teléfono y el ladrón hablaba con su mujer. El
ladrón decía que su mujer era muy celosa y que pensaba que, en lugar de estar robando, estaba de juerga.
Me pasaba el teléfono y yo trataba de convencer a la mujer del ladrón de que era cierto que estaba
trabajando. Mary me quitaba el teléfono de la mano y le decía a la mujer del ladrón que estábamos de
juerga y que nos íbamos a emborrachar. El ladrón se iba llorando. Mary y yo, que llevábamos puesta una
bata, manteníamos este diálogo: Mary: —Dónde te parece mejor que lo hagamos? Yo: —En el suelo,
como los griegos.
Mary: —Y no será más cómodo hacerlo en el colchón? Yo: —Como tú digas.
Poníamos el colchón de la cama sobre el suelo.
Aquello hacía pensar a la gente que se trataba de hacer el amor.
Mary: —Ten cuidado, no me hagas daño, que la última vez me dolió mucho la espalda.
Yo: —Tranquila que tendré cuidado, pero procura abrir bien las piernas.
Mary: —Bueno.
Nos subíamos encima del colchón.
Mary: —Has traído el manual, porque como hace ya dos meses que no lo hacemos no me acuerdo
bien.
En plena dictadura, aquel diálogo predisponía a la gente a escuchar algo picante, o verde, como lo
quieran llamar.
Nos colocábamos muy cerca el uno del otro, yo sacaba de un bolsillo el manual, que era un libro de
judo. Nos quitábamos la bata, debajo teníamos el traje dejudokas. Yo iba leyendo en el libro las distintas
“llaves”.
Yo: —Kimikojo kamamoko. Con el brazo derecho se coge al contrario por la cintura.
Y trataba de realizar la acción. Le ponía la mano en una nalga.
Mary: —Perdona que te interrumpa, pero la cintura la tengo más arriba.
Así, íbamos repasando las distintas llaves para la defensa personal. Nos enredábamos en el suelo, de
manera que al finalizar, yo tenía mi cara colocada en el trasero de Mary.
Yo: —Ahora se trata sólo de un entrenamiento, pero cuando sea una pelea tienes que dar la cara, no
lo que estás dando ahora.

233
Miguel Gila Y entonces nací yo

No sé si esto era ingenioso o no, lo único que tengo presente es que la gente se divertía muchísimo.
No así el censor de Badajoz que, después de ver el espectáculo, levantó un expediente, alegando que en
este sketch practicábamos revolcones pornográficos, lo que nos costó una multa.
Otra de las historias era que dos catetos, Moscatelli y yo, entrábamos en la taberna de un poblado
vikingo, nos sentábamos, pedíamos un vaso de vino y cuando estábamos tomándonoslo entraba un
vikingo con su chaleco de piel y en la cabeza un casco por el que asomaban dos enormes cuernos;
Moscatelli y yo le mirábamos los cuernos y, conteniendo la risa, nos dábamos codazos de complicidad.
Yo le preguntaba al vikingo:
—Casado, ¿no? Y el vikingo contestaba:
—Sí, ¿por qué? Y yo:
—No, por nada, por nada.
Se hacía un breve silencio. Yo le miraba fijamente y decía:
—El caso es que yo le conozco. ¿Usted no ha estado en los San Fermines?
—No.
—¿En la Maestranza de Sevilla?
—Tampoco.
—Pues a mí sus cuernos me suenan de algo.
—Yo soy Kaninja, rey de los vikingos. Y tú, ¿estás casado?
—No, señor.
—Pues te vas a casar con mi hija.
—Es que yo no me quiero casar.
—Es que yo quiero que te cases con mi hija y no se hable más.
Moscatelli me decía:
—Es mejor que te cases, porque éste es capaz de darte una cornada y romperte la femoral.
El vikingo, que lo hacía Lebrero, un actor corpulento, que como todos los de la compañía era fijo en
cada espectáculo, me cogía del chaleco y decía:
—¿Te vas a casar con mi hija o no te vas a casar?
—Sí, señor, como usted mande.
—Pues no te muevas de aquí que ahora mismo viene.
Se iba y entraba la Santpere, vestida de nena, con una peluca rubia con tirabuzones, una faldita y un
lazo en la cabeza; llevaba pintado de negro un diente que simulaba una mella. Estaba horrorosa.
Moscatelli se iba.
—Bueno, parejita, os dejo solos.
Mary daba saltitos y cantaba. Luego nos sentábamos en un banco.
Mary: —A mí me trajo la cigüeña.
Yo: —Atitetrajounbuitre.
Mary: —Cuando yo nací murió mi mamá.
Yo: —¡Toma! Y el médico y las enfermeras y todos los que estuvieran presentes en el parto.
Como en la anterior mención al espectáculo éste y yo, Sociedad Limitada, quiero ser breve y no voy
a relatarlo totalmente, tan sólo estos fragmentos, para que se den una idea de cómo era, ingenuo y blanco,
aunque en éste me reservaba una sorpresa.
Después de haber vivido en México y en Cuba, se había despertado en mí la necesidad de luchar
contra la dictadura con las únicas armas que tenía a mi alcance, el humor. Recordé la labor de Rius con
sus “agachados” y aparte de los sketches intranscendentes, que sólo pretendían divertir a la gente, escribí
uno con un contenido que, posiblemente, pasaría sin que la censura o los censores lo asociaran con la ya

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Miguel Gila Y entonces nací yo

muy pesada y larga dictadura, pero con la esperanza de que los espectadores, si no todos, sí algunos,
descubrieran en él la crítica que con el humor hacíamos del régimen franquista. Repito que no me
importaba si sólo eran unos cuantos los que captaban de lo que se trataba; para mí iba a resultar muy
gratificante aquella caricatura de la España de obediencia y silencio que nos habían impuesto y que se me
hacía interminable.
Franco, durante los veranos, acostumbraba a reunirse con los ministros en el pazo de Meirás, donde
pasaba sus vacaciones. Y en esas reuniones se dictaban decretos, se daban órdenes y se seguía la
trayectoria del país.
Escribí una parodia de uno de aquellos consejos de ministros. La acción se desarrollaba en un país
imaginario llamado Caldorra. Una mesa camilla hacía las veces de mesa de reuniones y sentado en un
sillón muy lujoso, yo hacía las veces de Caudillo, disimulado bajo el título de presidente de Caldorra,
aunque con ropa de paisano, más bien de cateto, con la camisa a rayas y chaleco, y en la cabeza, en lugar
de una boina, una gorra con muchas grecas doradas, muy parecida a las que usan los dictadores militares
de Latinoamérica; además, me puse una banda que me cruzaba el pecho y varias medallas.
Iban entrando los catetos con los que había formado el nuevo Gobierno para después de las
vacaciones. El Antolín era el ministro de Educación, porque cuando se daba un martillazo en el dedo en
lugar de decir palabrotas, decía: “¡Caramba, me he dado un martillazo en el dedo! Jolín, cómo duele!”;
ministro de Asuntos Exteriores, el Julián, que había estado dos veces en Andorra y una en Portugal;
ministro de Obras Públicas, el Cosme, que era peón de albañil y sabía tapar agujeros con cemento, y así
sucesivamente. Nos reuníamos en el consejo de ministros y yo de entrada decía:
—Me vais a hacer tres pantanos en Cagatortas, dos puentes en Topete de Abajo, tres estatuas mías a
caballo, una para la plaza de Moñigales, otra para Cascajos del Duque y otra para la avenida del general
Cejilla. Y ahora, ¿tenéis algo que objetar? Y cuando apenas intentaban hablar, decía yo:
—No empecemos con problemas que me duele mucho la cabeza, que he estado todo el día de pesca,
se me ha llevado el aire la gorra y no sé si habré cogido una insolación. Y por hoy doy por finalizado el
consejo de hoy. Mañana a las nueve aquí.
—Sí, excelencia.
Y se iban.
Al rato entraba un chambelán, golpeaba en el suelo con un gran bastón y decía:
—Excelencia, acaba de llegar la corresponsal ésa del periódico ése. La digo que pase o la digo que
ha salido de caza.
—Está bien, que pase.
Y entraba la corresponsal. Después del saludo decía:
—Perdone, excelencia, pero me envían de mi periódico para que le haga algunas preguntas.
¿Puedo?
—Me duele mucho la cabeza, pero tratándose de un periódico extranjero contestaré a sus preguntas:
—Se dice que en su país hay cientos de presos políticos. ¿Qué me dice? —Pues sí, hay presos, pero
no son presos políticos, están presos porque hacen manifestaciones y rompen un tranvía y les tiran piedras
a los policías; un día que le dieron una pedrada a un policía analizamos la piedra y era de origen ruso, o
sea, una piedra comunista. Pero le puedo asegurar que en ningún país los presos están como aquí. Tienen
permiso para jugar al parchís y dentro de seis meses tenemos el proyecto de instalarles una televisión,
para que puedan ver algunos partidos de fútbol y las corridas de toros.
—Se comenta también que los obreros no pueden hacer huelga, aunque el salario no les alcance
para comer.
—No, señorita, las huelgas están prohibidas porque si autorizásemos las huelgas los obreros no
trabajarían y el país se iría a pique.
—Excelencia, el mundo se pregunta si en un futuro no lejano habrá posibilidad de que en su país
exista una democracia. Y si usted está dispuesto a autorizar los partidos políticos.
235
Miguel Gila Y entonces nací yo

—En mi país la gente está muy contenta conmigo y a ningún ciudadano se le ha ocurrido pensar en
formar un partido político, aunque por mi parte no hay ningún inconveniente, siempre que los partidos
políticos piensen y hagan lo que diga yo, que para eso soy yo.
—Se comenta que la censura en su país es muy estricta en todos los medios de comunicación, como
en el cine, en la radio, en la prensa, en el teatro y en la literatura.
—Mire, señorita, mi deber, como primer mandatario del país, es vigilar la educación y la moral de
mis ciudadanos y no es que haya censura, lo que pasa es que cuido que nadie vaya al infierno, donde yo,
gracias a Dios, no he estado nunca, pero me ha dicho el obispo de Sigüenza que el infierno es terrible,
sobre todo en verano. ¿Alguna pregunta más?
—No, excelencia, con esto es suficiente para aclarar los entredichos que circulan por el extranjero.
Muchas gracias, excelencia.
—No tiene por qué darlas, hija, éste es un país libre.
Después de la entrevista se iba la periodista y yo le hacía un corte de manga.
Es posible que muy pocos espectadores vieran en aquel sketch lo que trataba de decir, a través de
aquella caricatura, pero yo, personalmente, lo disfrutaba.
La nena y yo no tuvo el mismo éxito ni la misma repercusión que tuvo éste y yo, Sociedad Limitada
porque, aunque Mary Santpere tenía un gran dominio de la comicidad, carecía del sentido de la
improvisación que tenía Tony, y eso nos obligaba a manejarnos con lo escrito, por lo que se hacía
imposible ir mejorando los diálogos y las situaciones.

Una noche de fin de año


Yo estaba cada día más enamorado de María Dolores y pasaban los días sin que me atreviera a
manifestar mi sentimiento, que me desbordaba. Cada noche, al acostarme, me preguntaba por qué me
había enamorado de una mujer que no tenía posibilidad de hacer mía. Pero no podía evitar aquella pasión
que sentía por ella. Mi amor iba en aumento. Estaba convencido de que era la mujer de mi vida.
Yo estaba escribiendo un libro y algunos poemas.
Como hacíamos dos funciones diarias, entre una y otra función yo me acercaba hasta su camerino y
le leía algo de lo que había escrito. Lo hacía porque estaba convencido de que en aquella compañía la
única persona capacitada para leer, si lo que yo escribía tenía algún valor literario, era ella. Aparte de su
belleza, era inteligente y culta, conocía y había leído libros de autores a los que yo admiraba. Hablábamos
de literatura, de pintura y de temas que no se suelen tocar en los camerinos de los teatros.
Sentí que ella también había advertido mi soledad y mi depresión, que se manifestaba no sólo en lo
que hablábamos sino en lo que yo escribía.
Una noche la invité con su marido y Luis Méndez a mi piso de la calle de Carranza, aquel piso
donde cada noche yo dormía mi soledad. Había cubierto las paredes con madera de pino machihembrada,
luego, recordando algún trabajo artesanal de mi abuelo, después de pasarles un soplete, lijé las maderas y
con pintura de distintos colores, muy suavemente, las pinté; cuando la pintura se secó las lijé de nuevo y
tenían un colorido muy agradable a la vista; atornillados a las maderas había unos pequeños estantes para
libros y algunas piezas de cerámica.
En un hueco, en el que había una ventana que daba a un amplio patio de luces, había hecho la
imitación de un vagón de tren, con un asiento para tres personas a cada lado y una mesa en el centro.
Detrás de uno de los asientos estaba la ventana y detrás del otro un hueco con estantes para libros. Aquel
pequeño salón resultaba muy acogedor. En el dormitorio, el cabecero de la cama estaba hecho de tapicería
en blanco y negro, y cubiertos por la tapicería tenía dos altavoces empotrados que, conectados a una
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Miguel Gila Y entonces nací yo

grabadora me permitían, mientras leía en la cama, escuchar música con el volumen que yo eligiera. El
salón grande que daba a la calle de Carranza tenía una chimenea hogar con una pared de ladrillo a la
vista. Para la pared de enfrente había comprado troncos de pino del mismo grosor; los mandé cortar a la
mitad y los coloqué uno junto al otro, con la corteza hacia afuera, de manera que la pared era lo más
parecido a las de una casa de Canadá.
María Dolores elogió el buen gusto y la sencillez con que estaba decorado.
Dijo:
—Si algún día tuviera un piso, me gustaría que fuese como éste.
Un calor extraño me subió del estómago a la cabeza. Y en ese momento pensé, aunque no lo dije:
“Y si yo tuviera alguna vez un amor, me gustaría que fueses tú”.
No lo tenía muy claro, pero yo intuía que ella sentía algo por mí.
Había entre los dos algo en común, nuestra forma de pensar, algo que funcionaba de forma paralela,
tal vez sin darnos cuenta, pero que nos iba acercando cada día más. Y lo pudimos comprobar el día de fin
de año.
Existía la costumbre en los teatros de España, en la función de noche del 31 de diciembre, de dar a
todos los espectadores que asistían al teatro, junto con la entrada, un botellín de champaña y doce uvas,
además de serpentinas, y cuando faltaban cinco minutos para las doce de la noche se paraba la función,
los actores y las actrices, el cuerpo de baile y demás componentes de la compañía nos situábamos sobre el
escenario, con nuestras doce uvas, lo mismo que el público, se conectaba una radio con la Puerta del Sol y
cuando daban las doce campanadas, los del escenario y el público comían las uvas y bebían el champaña,
luego desde un lado a otro del teatro se iban desplegando las serpentinas, todos nos deseábamos un feliz
año nuevo y, finalizando este acto, seguíamos con la función.
Con todos mis respetos a los que disfrutan con estas costumbres, a mí, de toda la vida, me ha
parecido estúpido confiar la suerte al hecho de atragantarse con doce uvas mientras un reloj va dando las
campanadas. Esa noche, encima de aquel escenario, como era mi costumbre, no me llevé a la boca ni una
sola uva; cuando disimuladamente miré a María Dolores vi que tampoco ella había comido las uvas. Tal
vez esto puede parecer un detalle sin importancia, a mí me impresionó.
Después de la función, cuando ya se había ido el público, pusimos música y bailamos. En uno de
esos bailes, sin decirnos nada, solamente con el contacto de nuestras manos y de nuestros cuerpos,
nuestro amor se hizo realidad. Hay algo en la piel que no hace necesarias las palabras para transmitir un
sentimiento. En ese momento, en ese 31 de diciembre de 1961 nos hicimos amantes.
Cumplimos el tiempo de contrato en el Calderón y salimos de gira. Como primera plaza, fuimos a
Valladolid.
En Valladolid nos alojamos en el mismo hotel, aunque en distintas habitaciones. La noche se me
hizo larga, tenía la sensación de que nunca iba a llegar el día siguiente, para salir hacia Santander, que era
donde haríamos la segunda escala de la gira que acabábamos de iniciar.
En Santander estuvimos tres días en el teatro Pereda. El espectáculo había mejorado, se habían ido
modificando cosas y los números musicales salían mejor. María Dolores y yo hablábamos mucho, yo
viajaba con mi perro, ella había dejado los suyos en Madrid.
La Santpere intentaba ser amiga de María Dolores, es decir, la buscaba constantemente, quería
llevarla al cine por las mañanas y esto no era lo peor, lo peor es que Mary estaba obsesionada con que
María Dolores comía poco y apenas levantarse le metía en la boca un pastel enorme, que María tragaba
con dificultad. En una palabra, la tenía harta y aburrida con su exceso de cariño y protección.
La compañía viajaba en un autocar y en él iba la Santpere, que siempre buscaba la oportunidad de
sentarse junto a María Dolores, a la que cada vez que encendía un cigarrillo le hablaba del peligro del
tabaco.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

A la mañana siguiente de la última función en Santander partíamos hacia San Sebastián para
debutar en el teatro María Cristina. Cuando ya íbamos a salir, vi a María Dolores sentada en la entrada del
hotel.
Yo había comprado un Mercedes deportivo (aún arrastraba secuelas de mis años pobres). La invité
a que hiciera el viaje conmigo en lugar de hacerlo en el autocar donde Mary Santpere no la dejaría fumar
o le metería en la boca uno de aquellos pasteles gigantes, creo recordar que se llamaban bambas.
Hicimos el viaje juntos, durante el recorrido hablamos de lo que a cada uno de los dos nos afectaba.
Le pregunté por qué el luto. Hacía poco se había muerto su abuela, mamá Lola, que la llamaba, y que para
ella había sido la madre, que también había fallecido poco antes que la mamá Lola.
Curiosamente se daba la coincidencia de que los dos nos habíamos criado con nuestras abuelas. Y
también, igual que yo, ella se había casado sin amor y no era feliz en su matrimonio. Había tenido la
posibilidad de triunfar en el cine con PROCUSA, una productora del Opus Dei, pero se le hacía imposible
soportar los constantes acosos de los jefes de producción, de los cámaras y hasta del maquillador, por eso
había dejado el cine y se había contratado en el teatro. Yo, ella ya lo sabía, estaba separado de mi mujer
hacía años y me era imposible rehacer mi vida en un régimen donde no existía el divorcio y donde era
dificil conseguir la nulidad del matrimonio. Estaba condenado a vivir solo, sin derecho a compartir el
amor con otra mujer.
Llegamos a San Sebastián y paré el coche cerca del teatro, a la espera de que llegara la compañía
con el autocar.
Sin una palabra nos dimos el primer beso, largo, profundo, apasionado.
Esa noche todos los de la compañía dormimos en el hotel María Cristina. No había calefacción y
hacía un frío tremendo. En las habitaciones había una chimenea de leña. Quemamos todas las perchas de
madera que estaban en los armarios y así pudimos dormir.
María Dolores y yo nos alojamos en dos habitaciones que se comunicaban. Esa noche, una de las
dos habitaciones quedó vacía.
De San Sebastián fuimos a Zaragoza, nos alojamos en hoteles distintos. De Zaragoza fuimos a
Vitoria, nos alojamos en la misma habitación. De ahí fuimos a Barcelona. También ahí residíamos en
hoteles distintos, pero nuestro amor iba en aumento y se nos hacía necesario vivir juntos. Para ello
teníamos que correr el riesgo de ser denunciados por adulterio o amancebamiento. Mi ex mujer temía
perder sus ventajas económicas y el otro no se resignaba a perder a su mujer.
Estando en el teatro Victoria a María Dolores se le murió un tío al que quería mucho. Ahogada en
llanto, pidió permiso para ir a Madrid. Lo hablé con don Joaquín Gasa, empresario del teatro y no hubo
ningún problema en darle permiso. Se fue a Madrid.
Regresó a los dos días, traía con ella a la Chufa, la perrita negra. Había hablado con su marido y le
había dicho que no regresaría más con él. Renunciaba a todo, no quería nada, tan sólo su Chufa. Él se
quedó con la Mini.
A partir de ese día comenzamos a vivir en pareja.
Cuando terminamos en el teatro Victoria hicimos una larga gira por el sur, recorrimos toda
Andalucía. Durante la dictadura, resultaba complicado que en los hoteles dejaran que una mujer y un
hombre durmieran en la misma habitación si no presentaban el libro de familia. Los libros de registro de
los hoteles estaban muy vigilados. Cada mañana un policía se encargaba de revisar el ingreso y la salida
de los que se hospedaban en los hoteles. En algunos, como tanto en el carnet de identidad mío como en el
de ella decía: “Estado civil: casado”, con la disculpa de que se nos había olvidado traer el libro de familia
podíamos dormir en la misma habitación; en otros, la única solución era alquilar dos habitaciones y
durante la noche, caminar de puntillas por el pasillo hasta llegar a la habitación de uno de los dos. De
todos modos, éramos muy felices.
En Sevilla teníamos que debutar en plena Feria de Abril, no había un lugar donde alojarnos, nos
buscaron una habitación en una casa particular, pero la habitación parecía más una capilla que un
dormitorio, tenía un altar con esa tela blanca de encaje que tienen los altares de las iglesias, llena de
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Miguel Gila Y entonces nací yo

candelabros con velas, y en un lado de la habitación, una virgen de tamaño natural que tenía la misma
cara que Josita Hernán. Nos pareció que acostarnos en aquel lugar iba a ser imposible. Con la presencia
de aquella virgen que no nos quitaba la mirada de encima, no nos hubiésemos atrevido ni a desnudarnos;
desistimos de quedarnos allí y la única solución que encontramos fue ir hasta Carmona y buscar un lugar
donde vivir el tiempo que estuviésemos en Sevilla. Nos alojaron en una ermita que habían convertido en
un pequeño hotel, éramos los únicos huéspedes, el lugar era tranquilo, un pequeño río con cisnes y la casa
de los dueños de la ermita. Aunque desde Carmona a Sevilla hay veintinueve kilómetros, allí estábamos
muy a gusto. La única molestia era que cada día teníamos que hacer un viaje de ida y otro de vuelta; pero
al mismo tiempo nos compensaba el aislarnos del ruido de la feria.
Cuando llegamos a Carmona ya no se llamaba María Dolores: como tenía la costumbre de bañarse
dos veces al día, la bauticé con el nombre de “Pato” y con ese apodo cariñoso seguimos viviendo juntos
muchos años.
De Sevilla fuimos a Granada, de Granada a Cádiz, de Cádiz a San Fernando y de ahí a Huelva.
Llegamos a Huelva a las cinco de la mañana, cuando ya estaba a punto de amanecer. Nos hospedamos en
el primer hotel que encontramos. Serían las siete y media, apenas nos habíamos dormido cuando
escuchamos en la calle unos gritos que nos asustaron. Nos asomamos al balcón y nos dimos cuenta de que
justo debajo del hotel había un mercado con los puestos en la calle y que los gritos eran de los
vendedores. Imposible dormir, nos vestimos y nos fuimos hasta La Rábida.
El mar estaba tranquilo y aunque la tierra de la playa era de color oscuro, nos acercamos, hacía un
día de sol espléndido. Vimos un cangrejo y tratamos de cogerlo; al meternos en lo que creíamos era playa,
apenas habíamos dado los primeros pasos aquello comenzó a tragarnos. Lo que nos había parecido arena
oscura era lodo que se formaba al bajar la marca. Cada vez que intentábamos salir, nuestro cuerpo se iba
hundiendo poco a poco, el lodo nos llegaba a la altura del pecho, yo quería sacarla de allí, pero cada vez
que lo intentaba, yo, al igual que ella, me hundía cada vez más en el fango, negro y con un olor apestoso;
tuve una idea que resultó: con habilidad conseguí colocar mi cuerpo en posición horizontal, me tumbé
sobre el lodo, la agarré de las manos hasta que logré sacarla del fango, luego, siempre muy despacio, nos
fuimos arrastrando hasta la orilla. Ni durante la guerra he sentido la muerte tan cerca y tan terrible.
Durante esa gira, me ocurrió algo que aún a esta altura de mi vida no termino de entender. Un día,
en el escenario, imitando a Mary Santpere en sus saltitos de nena, me hice daño en una rodilla. Estábamos
en un pueblo, como dijo Cervantes, de cuyo nombre no quiero acordarme. Como el dolor de la rodilla era
muy fuerte y teníamos que seguir la gira, fui a visitar al médico del pueblo, le expliqué lo que me había
pasado y en un alarde de ojo clínico, dijo:
—Esto no es nada, esto es que se le ha enganchado algún tendón —y añadió—: ¿ Usted aguanta el
dolor? Dije:
—Bueno..., depende del dolor.
Me dio una toalla y me dijo:
—Muerda esta toalla y levante la pierna.
Y mordí la toalla y levanté la pierna. El médico metió el puño de su mano izquierda en la corva de
mi pierna, apoyó la mano que tenía libre en el empeine de mi pie y empujó hacia atrás con fuerza, como
si tratara de cerrar una navaja. Sonó un chasquido. Estuve a punto del desmayo. Pocas veces en mi vida
había sentido un dolor tan fuerte. En su intento de arreglar el enganche de tendón que su ojo clínico había
diagnosticado me hizo una profunda fisura en la rótula, que por suerte no llegó a la fractura total, pero
que me tuvo con la rodilla escayolada cuarenta días. Para hacer las funciones, antes de levantar el telón,
me tenían que sacar al escenario, me sentaban en un diván y ahí hacía la función. Para poder conducir,
cambié el muelle del acelerador y le até una cuerda de manera que cuando quería acelerar, soltaba la
cuerda y cuando quería reducir la velocidad, tiraba de la cuerda.
No obstante, seguimos actuando en otras ciudades: Mérida, Almendralej o, Badajoz, Toledo,
Ciudad Real, Manzanares...

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Cuando terminó la gira, nos fuimos a vivir a mi piso de Carranza. Una noche, serían las cuatro de la
madrugada, llamaron a la puerta. Eran dos policías acompañados por el sereno. Yo recordaba lo que una
vez dijo Lola Flores: Es imposible que te sorprendan con un hombre en la cama, porque uno de los dos
tiene que levantarse para abrir la puerta. Pero aquello fue muy desagradable. Nos obligaron a vestirnos y
nos llevaron a la comisaría de Chamberí, donde un policía, sin quitarse el cigarro de la boca, con los ojos
llorosos por el humo, escribió lentamente, a máquina, el testimonio de que estábamos a las cuatro de la
madrugada en mi casa. Su marido, que era quien nos había denunciado, hostigado por mi ex mujer, estaba
también en la comisaría, pero en un lugar aparte, donde no le veíamos. María Dolores se desvaneció, cayó
al suelo y quedó tendida. Ya le había ocurrido algunas veces en el teatro. Cuando sufría uno de estos
desvanecimientos apenas sí respiraba, me acerqué hasta ella y, como ya había hecho en otras ocasiones,
arrimé mi boca a la suya y le hice la respiración boca a boca, soplando con fuerza hasta que conseguí
llenar sus pulmones de aire y rompió a respirar. La levantamos, esperamos un rato a que se recuperara y
después de firmar la denuncia nos dejaron ir.
Decidimos buscar un abogado que nos diera alguna solución; mientras tanto, cada vez que oíamos
el ascensor, temblábamos.
Hablamos con Doroteo López Royo, le pusimos al corriente de nuestra situación. El único recurso
que teníamos y que nos propuso fue que le hiciera a María Dolores un contrato como secretaria, con un
apartado en el que se especificara que debido a mi profesión, su trabajo como secretaria tendría que estar
sujeto a los horarios en los que yo necesitara de su colaboración. Aunque esto era un alivio, no dejaban de
perseguirnos y denunciarnos.
Había ese año una gran sequía y en Madrid cortaban el agua a las nueve de la noche y la daban a las
seis de la mañana. Habíamos ido a grabar un programa a televisión. Era un sábado, en el piso que estaba
encima del mío había un taller de modistas. Terminamos de grabar el domingo a las nueve de la mañana;
cuando volvimos a casa, descubrimos que en el piso de arriba habían dejado abiertos los grifos del baño y
nos encontramos con la casa inundada, las paredes, los techos, la moqueta y las maderas estaban
empapadas, caía agua por todas partes, bajé hasta la portería y le pedí a la portera que subiera a cerrar los
grifos, ella tenía llave del taller. La portera era la mujer más imbécil que he conocido en mi vida. Yo la
odiaba. Ya les contaré lo que ese odio me llevó a hacerle. Sigo, le dije a la portera que se diera prisa en
abrir el piso y cerrar los grifos, me dijo:
—Usted no se extralimite.
¿De dónde mierda sacó aquella palabra y para qué? Nunca lo sabré. Tal vez quiso decir que no me
preocupara, pero dijo: “Usted no se extralimite”. Me recordó a Ciriaco, un carpintero que me hacía los
muebles. Cada vez que yo le preguntaba si me podía poner tres cajones en un mueble, me decía: “No hay
preámbulo”, o si le decía: “Esta mesa quiero que tenga un largo de un metro veinte”, él decía: “No hay
preámbulo”. A todo lo que yo le proponía respondía con un “No hay preámbulo”. Daba igual si tenía que
clavar una tachuela o serrar una madera. Su respuesta era siempre la misma: “No hay preámbulo”. Hay
gente que escucha una palabra, le gusta y la usa para todo. Aquel “Usted no se extralimite” de la portera,
era igual al “No hay preámbulo” de Ciriaco. La portera, con toda la parsimonia del mundo, buscó las
llaves, subimos hasta el piso del taller de modistas y cerramos los grifos del baño. La mayoría de los
cuadros que yo tenía, originales de Segrelles, de Herreros, de Miguel Boán y de otros pintores, pintados al
pastel, a la acuarela o al carbón, tuvimos que tirarlos, y muchos libros, algunos de gran valor, libros que
ya no se volverán a editar.
En Madrid se nos hacía la vida imposible. Y sin proponérnoslo nos llegó la suerte. Carmela Ruiz,
gran amiga de mi mujer desde hace muchos años hasta el día de hoy, amiga a la que tenemos una gran
estima porque siempre que la hemos necesitado ha estado junto a nosotros, nos presentó a Gerardo, un
arquitecto al que pedí que reparase el piso y, aprovechando los arreglos, me hiciera algunas reformas. Se
trataba simplemente de poner una bañera en lugar de la ducha y un bidé. Para hacer aquellas pequeñas
reformas pedí permiso al dueño del piso, que era el propietario de todo el edificio, pero lo hice de palabra
y aunque me dio su conformidad, una vez que estaba arreglado el piso y hechas las reformas, me
denunció por haber hecho reformas sin su permiso y me llegó un escrito de un juzgado en el que me

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Miguel Gila Y entonces nací yo

daban un mes de plazo para abandonar el piso. Nunca sabrá el propietario del piso el favor tan grande que
me hizo con el desahucio.
Nos fuimos a vivir a Barcelona, lejos de las constantes persecuciones y del golpearse con el codo
cada vez que entrábamos en algún lugar público. En Madrid, María Dolores era mi querida, en Barcelona
era mi mujer.
Pero no puedo pasar de Madrid a Barcelona sin contarles lo que le hice a aquella portera odiosa. Por
qué era odiosa sería largo de explicar, les cuento solamente un par de cosas. Cuando alguien venía a mi
casa, no le dejaba subir al piso si no llevaba corbata. Seguramente pensaba que era un decreto de la
dictadura. No importaba quién viniera a mi casa, si no llevaba corbata no entraba. El que venía a verme
tenía que irse hasta un teléfono y llamarme para decirme que la portera no le dejaba entrar. Yo tenía que
bajar al portal y después de una bronca con aquella imbécil subir con él.
En otra ocasión vino a traerme un cuadro mi amigo el pintor Miguel Boán. El óleo era una fuente
con pescados. Yo no estaba en casa. Miguel le dijo a la portera que le dejaba el cuadro a ella y que me lo
diese cuando llegara. La portera miró el óleo y dijo:
—No me puedo hacer cargo de este cuadro porque tengo un gato y si ve los pescados, se puede
creer que son de verdad y destrozar el cuadro.
Miguel Boán se tuvo que llevar el cuadro, aunque después me dijo: Tu portera me ha hecho la
mejor crítica que me han hecho de mi pintura.
Una mañana, alguien dejó una cartera con una bomba a la entrada de un edificio oficial de la calle
Sagasta, muy cercano a la glorieta de Bilbao; un individuo que pasaba por allí se apoderó de la cartera, tal
vez pensando que contenía dinero o algo de valor, apenas había dado unos pasos cuando hizo explosión la
bomba que había dentro de la cartera y el individuo salió por los aires hecho pedazos. El estruendo
rompió los cristales de algunas ventanas y algunas lunas de escaparate. Desde aquel día, la portera de mi
casa además de prohibir la entrada a los que no llevaban corbata, prohibía la entrada a los que llevaran
una cartera de mano o un maletín. Se me quejaron varios representantes.
Yo tenía grabada una cinta de guerra que usaba a veces en mis actuaciones. Con un cable largo dejé
caer, desde la ventana de mi casa que daba al patio, un altavoz que detuve justo frente a la ventana del
dormitorio de la portera y, a las seis de la mañana, puse la grabadora a todo volumen. Sonaban cañonazos
y ametralladoras. La portera se levantó despavorida gritando: ¡La guerra, ha estallado otra vez la guerra!
Con mucho cuidado fui tirando del cable y subí el altavoz. Aquel día la portera se lo pasó contándole a la
gente que había soñado con la guerra.
Como decía, en Madrid María Dolores era mi querida, en Barcelona era mi mujer. Por desidia y por
no afrontar los hechos en su momento, yo estaba lleno de deudas, mi situación económica era un desastre,
mi ex mujer me había puesto a la firma cantidad de letras, por el piso, por los muebles y por docenas de
cosas más que yo, a veces por dejadez y otras veces por mis viajes, dejaba pasar, lo que significaba
amenazas constantes de los juzgados y nuevos embargos de mis contratos de trabajo. Más allá del amor,
María Dolores estudió con atención todas mis deudas y me sacó de aquel pozo en que estaba metido. A
ella le debo el ordenamiento que hizo de mi vida, ya no sólo en el amor sino en mi situación económica.
Desde entonces, nunca he vuelto a firmar una letra ni he tenido ninguna deuda pendiente.
En Barcelona hicimos amistad con varios matrimonios, todos los sábados salíamos a cenar juntos y
después íbamos a bailar a Las Vegas. Desde aquí, mi gratitud por su amistad a Ricardo Carreras, a
Esteban, a Cita, a Merche, a Julián, a Sergio, a Antón, a Susi Saporta, y pido disculpas si alguno se me
pasa, de todos ellos guardo un grato recuerdo. Por Ricardo Carreras conocí a Luis Bassat, con el que
algún tiempo después haría varias campañas de publicidad. Luis Bassat fue, es y será uno de esos amigos
que dificilmente se encuentran por el mundo, lo mismo que Carmen, su mujer. Más adelante hablaré de
nuestra amistad y de nuestro trabajo en el muy dificil arte de la publicidad; Luis Bassat y yo, aparte de
crear un tipo de publicidad hasta entonces desconocido, hicimos, a través de nuestro trabajo, una amistad
entrañable. Pero la creatividad de aquellas campañas de publicidad merecen ser descritas con todo detalle.
Lo haré en su momento.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

María Dolores y yo seguimos haciendo teatro con don Joaquín Gasa, gran persona, educado y
honrado empresario, cosa poco común en el mundo del espectáculo.
En el teatro Victoria hicimos El mundo quiere reír, una revista en la que estaban Nicole Blancherí,
Aladi, Mary Santpere, Alicia Tomás y Los Yorsis, una pareja de mexicanos que hacían un show
excelente, con mucho humor y un gran dominio del baile y la canción, y María Dolores, que con un grupo
de bailarines hacía varios números musicales, aparte de su labor como actriz. Doña Carmen y don Joaquín
eran como nuestra familia. El Abrevadero, con Ricardo, gran profesional y gran amigo, siempre con un
gran sentido del humor, era nuestro lugar de cena diaria.
Como el trabajo con don Joaquín Gasa tenía continuidad, ya que apenas terminaba una revista,
comenzaba otra, para no tener que vivir en un hotel alquilamos un apartamento amueblado en la ronda de
San Pedro. Y ahí vivíamos felices, hasta que una noche se repitió lo de Carranza, la llamada a la puerta a
las cuatro de la mañana y el sereno con los dos policías. A pesar de que les mostré el contrato donde decía
que era mi secretaria y estábamos trabajando, los policías hicieron un atestado. Algunas semanas más
tarde nos citaron a juicio en Madrid. Nos sentaron en el banquillo, acusados de adulterio y
amancebamiento (en la dictadura buscaban nombres que humillaran. A los hijos nacidos fuera del
matrimonio se les denominaba “hijos putativos”). Nuestros delitos eran el amancebamiento y el adulterio.
¿Cómo en una dictadura católica se iba a permitir semejante inmoralidad? El fiscal o el juez, no entiendo
mucho de juicios, me preguntó:
—¿Se acuesta usted con María Dolores Cabo?
—No, señoría.
Lo de señoría me lo había advertido López Royo.
—Pero le gusta.
—Sí, señoría; también me gusta Sofia Loren y no me acuesto con ella.
Aquel chiste no debió hacerle ninguna gracia a otro de los jueces, o lo que fuera, el que estaba
sentado junto al que me hacía las preguntas, porque dijo:
—Ya le has oído, le gusta.
—Que conste en el sumario.
Y después de varias preguntas más, todas ellas absurdas, el juicio quedó listo para sentencia.
Aquella situación nuestra era cada día más insoportable. El embargo de mi salario seguía siendo un
hecho, también las trampas para conseguir el dinero de mi trabajo. Tan sólo don Joaquín Gasa nos
ayudaba; tanto la Sociedad de Autores como la casa discográfica acataban las órdenes del juez y no me
pagaban por culpa del embargo.
Me llegó la noticia de que Goar Mestre había abandonado La Habana y había montado un canal de
televisión en Buenos Aires. Le escribí una carta preguntándole si le interesaba mi trabajo en su canal. A
los pocos días recibía la contestación diciéndome que sería un placer tenerme con él y, de alguna manera,
compensarme de lo que me había pasado en Cuba. Me mandó un contrato y dos pasajes de avión.
Hicimos el vuelo a Buenos Aires, con una escala que no estaba prevista en Dakar, donde entraron
unos negros llevando a sus espaldas unos aparatos de fumigar y con el avión cerrado nos fumigaron,
cuando tenía que haber sido al revés, que los pasajeros del avión les hubiésemos fumigado a ellos, porque
tenían roña de años.
En Buenos Aires comencé a trabajar en un programa de Virginia Luque, una cantante de tangos
muy famosa, dirigido por uno de los mejores directores de Argentina, David Stivel.
Nos hospedábamos en el hotel Alvear. Una noche, María se puso muy enferma. Tenía unos dolores
muy fuertes en el vientre. Hablé con la recepción y me mandaron un médico. Después de un
reconocimiento a fondo me dijo que no se atrevía a darme ningún diagnóstico, que podía ser del riñón o
del hígado, pero que no era localizable la causa de aquel dolor tan fuerte. María Dolores estaba operada
de apendicitis, así que descartamos que fuese esa la causa de aquellos dolores. Tenía el vientre muy
inflamado y lloraba de dolor.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

El médico me preguntó si yo tenía algún inconveniente en que lo consultara con otros profesionales,
le di mi visto bueno. Llamó por teléfono y vinieron tres médicos más. Después de un nuevo
reconocimiento me dijeron que aquello podía ser muy grave y que se hacía necesario llevarla a un
hospital. Llamaron a una ambulancia y la llevamos al hospital Anchorena. Le pusieron una inyección de
morfina. No sé si al bajarla en la camilla o en la ambulancia, María Dolores perdió el conocimiento. Una
vez en el hospital la tumbaron en una mesa y colocaron un aparato de rayos X sobre ella, a la altura del
vientre. Uno de los médicos dijo:
—Es una obstrucción intestinal.
De una obstrucción intestinal había muerto su madre. Yo estaba entre llorar o rezar. Le pusieron un
enema, uno de los médicos me iba señalando por dónde iba el líquido espeso del enema y en qué parte del
intestino se había hecho una especie de doblez, que era la causa de la obstrucción. Si el enema era capaz
de superar aquel doblez estábamos salvados, de no ser así, habría que operar. Yo seguía el recorrido del
enema como si fuese una carrera ciclista, avanzaba por el intestino, cuando llegó a la parte doblada en
forma de nudo se detuvo unos instantes, que a mí me parecieron un siglo, finalmente el líquido del enema
pasó, el intestino se enderezó y después de cuatro o cinco horas de estar en observación, llevamos a María
Dolores de nuevo al hotel.
Afortunadamente, en estos países que algunas gentes, despectivamente, llaman países
subdesarrollados, hay profesionales de la medicina que ya los quisieran en algunos de esos países que se
cuelgan la etiqueta de desarrollados. Desde estas páginas, y aunque no recuerdo el nombre de aquellos
profesionales, gracias.
Seguíamos trabajando en el Canal 13.
Ignacio Vaillant, jefe de programación, me propuso que escribiera un programa exclusivo para mí.
Preparé uno que titulé La Gilarrisión. En este programa, aparte de algunos actores que hacían conmigo los
sketches, cantaban el Dúo Dinámico y actuaba mi mujer como primera bailarina, con un ballet
sensacional. Alquilamos un pequeño departamento en el edificio Royce, en la calle de Corrientes, casi en
la esquina con San Martín. Buenos Aires no nos terminaba de gustar. Había problemas entre los militares,
los colorados y los azules y aparte de eso no habíamos hecho amistad con nadie. Nos pasábamos la vida
yendo a los cines a ver todas las películas que en España estaban prohibidas.
Había cuatro cines que cambiaban de película a diario. Salíamos de uno y nos metíamos en otro.
Vimos el ciclo de Buñuel, incluida Viridiana, la película que fue motivo de problemas y finalmente
prohibida, el ciclo de Antonioni, el de Fellini, el de Bergman, el de Rossellini y el de Castellani. Veíamos
tantas películas desconocidas en nuestra dictadura que el cine se convirtió en una droga. Lo complicado
era, acostumbrados al doblaje, ver las películas en versión original, especialmente las polacas, suecas o
rusas, sincronizar las imágenes con los diálogos no era nada fácil: o me enteraba de lo que hacían los
actores o me enteraba de lo que decían. Aquello hizo que cada noche, antes de acostamos yo le dijera a mi
mujer: “Qué película te parece que vayamos a leer mañanas” Pero nuestra vida era monótona, no
teníamos amigos ni conocíamos a nadie con quien compartir, aunque nada más fuese una comida.
Solamente en una ocasión, Ramos, que era el secretario de la embajada española en Buenos Aires, mando
una invitación para una cena. Cuando vino a recogemos con el coche y vio a mi mujer, dijo:
—¡Ah! ¿Pero viene su mujer?
—Sí.
—Es que habíamos organizado la cena sin las mujeres.
—Entonces lamento no aceptar la invitación, porque mi mujer y yo acostumbramos a ir juntos a
todas partes y a compartirlo todo. Lo siento.
—Está bien. Lo voy a arreglar. Dentro de una hora vengo a buscarles.
Se fue y una hora más tarde, tal como había dicho, vino a buscamos. En la cena estaban las mujeres
de todos.
Me contrataron en Chile para Radio Minería y la televisión. Tuvimos que hacer el viaje por
separado. En Aerolíneas Argentinas nos obligaban a llevar a la Chufa en la bodega, con el riesgo de que
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Miguel Gila Y entonces nací yo

muriese de frío. Decidimos que hiciera el viaje yo solo, y mi mujer viajase al día siguiente en Iberia
donde el jefe, Aragoneses, nos autorizaba a que mi mujer llevara con ella a la Chufa. Yo no me pude
quedar porque tenía una rueda de prensa en Radio Minería, de modo que me fui solo. Con todo aquel lío
me llevé la maleta de mi mujer y ella se quedó con la mía. La rueda de prensa fue muy comentada porque
yo llevaba unos pantalones de mi mujer de color rosa, muy ajustados y un jersey de señora de un azul
celeste que rompía los ojos.
Chile, a pesar de que la gente era de lo más agradable, no nos impresionó, era parecido a Logroño.
Finalizado el contrato, con bastante éxito en mis actuaciones, volvimos a Buenos Aires, que nos parecía
un lugar sin ningún calor afectivo. ¿Quién nos iba a decir que después sería, durante veinte años, la
ciudad y el país de nuestra felicidad? ¿Quién nos iba a decir que en Buenos Aires íbamos a tener una hija
que nos iba a compensar de todas las persecuciones? ¿Cómo pensar que en España iba a terminar la
dictadura? ¿Quién podría suponer que en Buenos Aires íbamos a legalizar nuestra situación, dejando de
ser amancebados y adúlteros? ¿Cómo íbamos a pensar entonces que en Buenos Aires se nos iba a dar la
oportunidad de casamos legalmente? ¡En aquel entonces ni lo soñábamos! De haberlo sabido no nos
hubiésemos movido de allí. Pero dejo el futuro para más adelante y sigo con aquel año de 1962.
En la televisión habíamos ganado mucho dinero, no teníamos ganas de volver a España, donde
teníamos pendiente la sentencia del juicio a que habíamos sido sometidos. Ya nos había advertido López
Royo que nos podían salir cuatro años de cárcel.
Ante el temor de que esta sentencia fuese una realidad, antes de volver a España nos propusimos
hacer un viaje alrededor del mundo. Iríamos en primer lugar a Brasil, de Brasil a Nueva York, después a
Los Ángeles, de Los Ángeles a Hawai y de Hawai a donde nos apeteciera.
El viaje de Buenos Aires a Río de Janeiro lo hicimos en un barco de la Armada Real Inglesa, el
Arlanza. Como era nuestro primer viaje en barco y los ingleses son una gente extraña, los dos primeros
días, de Buenos Aires a Santos, nos los pasamos sin comer, porque cada vez que llegábamos al comedor,
en la puerta había un letrero que decía Closed. A mí eso de Closed ya me tenía harto, hablé con el
comisario de a bordo y me dijo que se comía de doce a una y se cenaba de siete a ocho, algo insólito para
nosotros, los españoles. De todas maneras le pregunté por qué no avisaban a la hora de las comidas. Me
dijo:
—Sí que avisamos. ¿Usted no ha escuchado la música que anuncia que ya está abierto el comedor?
Efectivamente, nosotros, a las doce y a las siete escuchábamos una música como de un xilofón, pero
¿cómo íbamos a saber que aquella música avisaba de que estaba abierto el comedor? Le dije:
—Es que en mi país, cuando tocan la música es para bailar, no para comer.
Tampoco podíamos comer ni beber nada en el bar, porque los dólares que llevábamos eran en
billetes de cien y nadie nos cambiaba. Una señora argentina nos prestó unos cruceiros y cuando hicimos
la primera escala en Santos, bajamos del barco, y como si en lugar de ser pasajeros del Arlanza fuésemos
dos excursionistas de La Pedriza, nos compramos un termo con café con leche (en el barco inglés sólo
servían té), un pan, un kilo de jamón, un queso y una navaja y nos pasamos por el culo, con perdón, la
música y el Closed.
Desembarcamos en Río de Janeiro. El primer día lo pasamos en Río, con un calor de muerte, al día
siguiente nos fuimos a Copacabana, al hotel Presidente, donde se hospedaba la tripulación de Iberia,
frente a la playa. Río nos capturó hasta tal punto que en lugar de dar aquella vuelta al mundo que
teníamos proyectada, nos quedamos en Río tres meses. Disfrutábamos de todo, algunos días
abandonábamos la playa a las siete de la mañana.
Aquella playa llena de gente alegre. En Río se respiraba alegría, hasta los pobres, que los hay en
abundancia, eran alegres. La samba y la batucada estaban latentes a cada hora del día o de la noche. Mi
afición a la fotografia hacía que nos quedásemos en la playa hasta el amanecer para aprovechar aquella
luz hermosa, y al mismo tiempo ideal, para hacer fotos. Veíamos las macumbas que los habitantes de Río
colocaban para pedir algún deseo o para quitarse algún mal de ojo. En nuestro viaje a Chile habíamos
conocido a Víctor Souto, un aeromozo de Iberia que vivía en Río; él fue quien nos puso en contacto con

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Miguel Gila Y entonces nací yo

una persona que nos llevó a presenciar en una favela una auténtica macumba. Los tres meses de Río de
Janeiro fueron inolvidables.
Un día nos pasó algo insólito. Estábamos en la playa, apenas había amanecido, no había nadie, la
playa estaba totalmente vacía. De pronto salió del mar un hombre vestido, con las ropas empapadas de
agua, se acercó a nosotros y nos dijo:
—¿No me han visto? Les estaba pidiendo socorro, estaba a punto de ahogarme.
Me recordó el cortometraje de Polanski, Dos hombres y un armario, ese cortometraje del absurdo en
el que salen del mar dos hombres con un armario. Intentan subir a un tranvía y no les dejan, intentan
alojarse en un hotel y tampoco se lo permiten, les cierran la puerta en un restaurante. Finalmente, regresan
al mar y desaparecen en él con el armario.
Aquel hombre que había salido del mar, con la mayor naturalidad del mundo, nos pidió un
cigarrillo; se lo dimos, lo encendió y con su ropa empapada, comenzó a correr a paso ligero por la playa.
Volvimos a España, concretamente a Barcelona, alquilamos un piso vacío en Infanta Carlota, lo
amueblamos de manera sencilla y seguimos siendo felices, aunque siempre pendientes de la sentencia.
Como es normal en este país, los juzgados son lentos, el tiempo pasaba y poco a poco nos íbamos
olvidando de haber sido juzgados. Comencé a trabajar en El Papagayo. En ese local, el encargado de las
atracciones y director artístico, conocido cariñosamente como El Chufo, me dijo una noche que si yo
tenía algún inconveniente en que hiciera una actuación un cantautor catalán. Parece ser, después lo supe,
que era muy popular, pero para mí, que había estado tanto tiempo en México y Argentina era
desconocido. Después de mi actuación, salió un muchacho con un jersey color naranja y una guitarra, se
colocó frente al micrófono y cantó en catalán unas canciones que me causaron un gran impacto La Tieta,
El Drapaire, Per el meu amic, M'en vaig a peu, Ara que tinc vint anys.
Aquel muchacho de aspecto tímido era Joan Manuel Serrat. Como en El Papagayo había un solo
camerino, lo compartimos. Me preguntó si me habían gustado sus canciones. Desde esa noche fui un gran
admirador de Serrat. Algunos meses más tarde, en otro viaje que hice a Argentina, me llevé un long play
suyo en catalán, reuní a un grupo de amigos, entre ellos el dibujante Quino, un locutor de Radio Belgrano,
conocido como El Peruano Parlanchín, un gran decorador llamado Aldo Guglielmone, un comentarista de
discos y gran musicólogo de apellido Merellano, además de un puñado de escritores y artistas, y les hice
escuchar el disco que yo les iba traduciendo. Todos ellos quedaron impresionados.
Don Joaquín Gasa montó otro espectáculo, dejé El Papagayo y María Dolores y yo volvimos al
teatro Victoria. Retomamos de nuevo nuestra amistad con aquellos matrimonios con los que salíamos los
sábados a cenar a Las Ostras y después a bailar a Las Vegas o a Bocaccio, que se acababa de inaugurar.
En un viaje que hicimos a Madrid por razones de trabajo fuimos al hostal Mayte, donde se reunían
Tono, Mingote y varios amigos más. Mayte nos habló de Zarraluqui, un abogado especializado en
separaciones y en anulación de matrimonio. Hablamos con Zarraluqui, hicimos un poder para él y otro
para un procurador, y aunque estábamos pendientes de sentencia, dejamos en sus manos nuestro
problema. Todo aquello suponía un constante gasto, con la incertidumbre de si iba a servir para algo.
En Barcelona, mi mujer se arreglaba el pelo en la peluquería de Llongueras; un día que la estaba
esperando en la esquina de la Gran Vía y la rambla de Cataluña, donde estaba la agencia marítima de
Italmar, vi en el escaparate una maqueta de un barco de nombre Augustus. Entré en la agencia y pregunté:
—¿Dónde va este barco?
—A Buenos Aires.
—¿Y cuándo sale?
—El domingo Esto ocurría un jueves.
—¿Quedan pasajes?
—Sí.
Cuando salió mi mujer de la peluquería la llevé hasta el escaparate.
—¿Te gusta este barco?
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Miguel Gila Y entonces nací yo

—Mucho.
—¿Te apetecería hacer un viaje en él?
—Claro que sí.
El domingo siguiente salíamos en el Augustus, rumbo a Buenos Aires. Nos hospedamos en el hotel
Romanelli de la calle San Martín. Acabábamos de llegar. Salimos a dar un paseo por la calle Corrientes,
nos metimos en un bar. Se acercó el camarero:
—¿Qué van a tomar?
—Café con leche.
—¿Solo?
—No, con leche.
—Pero, ¿lo quieren solo? Insistíamos.
—Solo no, con leche.
—Está bien, ¿pero no quieren alguna factura? Lo de la factura terminó de desconcertarnos. ¿Cómo
íbamos a querer una factura por dos cafés con leche? Lo supimos después: en Buenos Aires llaman
facturas a las medialunas o “cruasanes”, que decimos en España. Son costumbres que con el correr del
tiempo fuimos incorporando a nuestro vivir en aquella ciudad.
Aunque en Argentina se hable nuestro idioma, hay, motivado por la gran inmigración de polacos,
armenios, rusos, alemanes y en mayor cantidad gallegos e italianos, un lenguaje muy particular, y si le
añadimos el lunfardo y lo que ellos llaman el “vesrre”, se necesita tiempo para manejar y entender bien el
habla porteña. Se necesita tiempo para saber que las pastas son masitas, que los guisantes son arvejas, que
las judías son porotos, que el melocotón es un durazno, que el albaricoque es un damasco, que cuando te
dicen que se “armó un quilombo” es que hubo lío y que un botón es un policía.
Lo que aquí conocemos como cafeterías, allí se llaman confiterías. Hay una famosa en la calle
Florida, cerca de Corrientes, la Richmond, grande, de estilo inglés, que por las tardes se llena de gente
que van a tomar el té. En esa confitería, como en otras muchas, cuando pides pasteles, te colocan sobre la
mesa una bandeja llena; a la hora de pagar, el mozo cuenta los que has comido y se lleva el resto.
Algunas noches íbamos a la avenida de Mayo, al 36 Billares, un café que estaba abierto las
veinticuatro horas. El café era impresionante, llegaba desde la avenida de Mayo hasta la calle Rivadavia,
es decir, una cuadra. Más claro: cien metros de bar. Era impresionante el golpeteo de las fichas de dominó
sobre el mármol de las mesas y los golpes a las bolas de los billares.
Pero sigo con lo que estaba contando. Cuando estábamos tomando nuestro café, se acercó un
hombre.
—¿Usted es Gila?
—Sí.
—¿Le gustaría trabajar en la televisión?
—Bueno, no sé. Acabamos de llegar y teníamos la intención de estar sólo quince días.
Al día siguiente nos llegó un recado de Canal 13 al hotel, querían hablar conmigo. Me ofrecieron
trabajo en un programa que se hacía los sábados, Sábados circulares. Pipo Mancera, productor y director
del programa, me contrató para todas las semanas que yo quisiera trabajar en su programa. El programa
era de ocho horas y en él actuaban artistas famosos de todos los países y el propio Mancera hacía
reportajes y entrevistas. Era, sin lugar a dudas, el programa de televisión más importante de toda
Latinoamérica. En alguno de los programas llegué a actuar con Marisol, Armando Manzanero, Palito
Ortega, Olga Guillot, Charles Aznavour, Anita Edkberg, Rick van Nuter, Tita Merello, Ramona Galarza,
Lola Flores, Marco Antonio Muñiz, Nestor Fabián, Verdaguer, Rolando Laserie y Sergio Corona, este
último un extraordinario cómico mexicano, al que había conocido en México cuando formaba pareja
artística con Alfonso Arau. Doy estos nombres para que se hagan una idea de la calidad del programa. Y
ni una sola grabación, todo en directo.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

En Buenos Aires ya habíamos empezado a tener amigos. A través de Quino, hicimos amistad con
gente que no tenían nada que ver con el teatro, los mismos que habían escuchado el disco de Serrat —
Aldo Guglielmone, Sam Soler, Miguel Brascó, Pupet, Merellano—, todos ellos gente interesante y de una
gran cultura, con quienes compartimos reuniones y cenas.

Gente de teatro
Como mi trabajo se limitaba únicamente a Sábados circulares, teníamos libre toda la semana para
conocer bien la ciudad. Después de nuestro constante ir a ver cine, se nos despertó curiosidad por asistir
al teatro.
Nos acercamos hasta un teatro pequeño, llamado Teatro del Bajo. No conocíamos a nadie. Sacamos
nuestra entrada y nos sentamos. El espectáculo se titulaba El grito pelado, el autor era para nosotros,
como los actores, desconocido, Oscar Viale, del que años más tarde vimos varias obras y del que
llegamos a ser grandes amigos, hasta su muerte en 1994.
La obra la interpretaban dos actores y dos actrices: Ulises Dumont, Julio López, Elsa Berenguer y
Amparo López Baeza. Nos quedamos sorprendidos del trabajo de los cuatro. Por primera vez vimos
actores que, además de un gran nivel de interpretación, cantaban y bailaban. Nos habían sorprendido tanto
que al finalizar el espectáculo entramos a los camerinos a felicitarlos.
En ese momento empezamos a tomar conciencia del gran nivel profesional de los actores
argentinos. Es costumbre en Buenos Aires que los actores vayan a cenar juntos después de la función.
Nos invitaron y fuimos con ellos. Ese fue nuestro primer contacto con gente de nuestra profesión. Durante
la cena hablamos de muchas cosas, se interesaron por el funcionamiento del teatro en España, ya que
estaban al corriente de los problemas que había con la censura para poder desarrollar un teatro libre. Esa
noche nació una amistad que aún perdura con Ulises Dumont, y al mismo tiempo se despertó en nosotros
la necesidad de ver más teatro. Y en ese constante ver teatro descubrimos un actor que nos impactó por su
talento, un actor de esos pocos privilegiados que, con su presencia, su decir y su interpretar llenan un
escenario, no importan las dimensiones de éste: Alfredo Alcón. Han pasado los años y sigue siendo un
fuera de serie. Ser amigo de Alfredo Alcón es otra de las grandes satisfacciones que me ha dado mi
profesión.
Había un grupo de actores y actrices que tenían formada una compañía de teatro de la que ellos
mismos eran productores y que se denominaban Gente de Teatro. El grupo lo formaban Juan Carlos
Gené, Emilio Alfaro, Carlos Carella, Bárbara Mújica, Norma Aleandro, Federico Luppi y Marilina Ross,
y como director David Stivel. Hacían un programa en televisión que se llamaba Cosa juzgada y que era
algo fuera de lo común. Se trataba de rescatar de los juzgados un hecho sobre el que hubiera habido una
sentencia, reconstruían la historia y, en un alarde de interpretación, cada uno de los componentes del
grupo interpretaba el papel de la víctima, o del acusador, y por el resultado final se podía deducir si el
juicio había sido justo o injusto y si el acusado era culpable o inocente.
Aquel programa nos tenía atrapados cada noche que salía al aire. Era un lujo, tanto de interpretación
como de dirección, y de gran interés en su contenido.
Gente de Teatro, aparte de su programa de televisión, hacían una obra en un teatro, titulada
Libertad, Libertad, Liber... Fuimos a verla. La obra tenía, aparte de una excelente dirección e
interpretación, un contenido ideológico envidiable, particularmente para nosotros, acostumbrados a un
teatro convencional. El espectáculo se componía de varias escenas relacionadas con la política y las
dictaduras. Una de ellas estaba dedicada al alcázar de Toledo, cuando al general Moscardó le proponen la
rendición a cambio de la vida de su hijo. Hecho con simbolismos, más que con la realidad, aquello nos
impresionó, como toda la totalidad del espectáculo y el trabajo de los actores y actrices de la compañía. Y

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Miguel Gila Y entonces nací yo

tal como habíamos hecho cuando fuimos a ver El grito pelado, al final de la función entramos a saludar a
todos los de la compañía, y ahí nacieron nuevas amistades con Emilio Alfaro, con Federico Luppi y
Norma Aleandro, con Bárbara Mújica y Juan Carlos Gené, con Carella y Stivel, amistades que duraron
para siempre.
De la misma manera que nos habíamos entusiasmado con el cine la primera vez que fuimos a
Buenos Aires, ahora nos entró la fiebre por el teatro. Nunca habíamos visto actores de tanta altura. Vimos
Todo en el jardín, con Federico Luppi y Bárbara Mújica. Morir en familia con Gené, Carella y Emilio
Alfaro. En el teatro Regina ponían una obra de un autor polaco titulada Tango, en la que descubrimos a
otro de los actores grandes de Argentina, Luis Brandoni. Siguiendo nuestra costumbre y empujados por el
buen trabajo de cada uno de los que íbamos viendo día a día, entramos a felicitar a Brandoni, y tal como
nos había pasado con los otros actores, después de la función fuimos a cenar a Edelweiss, donde cada
noche acostumbraban a reunirse la gente del espectáculo. Así, poco a poco y sin apenas darnos cuenta
íbamos ganando amigos.
No solamente nos llamaba la atención el trabajo de los actores, también la dirección y el gran nivel
de los autores. Asistimos a una obra de una escritora argentina, Griselda Gambaro, titulada El campo,
dirigida por Augusto Fernándes, con Lautaro Murúa, Inda Ledesma y Ulises Dumont. Nunca habíamos
visto nada parecido. En la calle Florida había un teatro experimental en el que se hacían espectáculos
extraños buscando siempre algo nuevo, algo distinto. Vimos varios espectáculos y de todos ellos
rescatamos cosas positivas. Pero en todos aquellos con los que íbamos conectando, junto al valor artístico,
encontrábamos valores humanos, afectos.
Nuestra vida en Buenos Aires se iba haciendo día a día más hermosa. Habíamos conseguido
muchos amigos. Mis actuaciones en los Sábados circulares duraban ya varias semanas, por lo que vivir en
un hotel se nos hacía, además de costoso, incómodo, así que nos decidimos y alquilamos un piso
amueblado en la calle Arenales. Nuestra vida ahora era más llevadera y nos sentíamos integrados en este
nuevo mundo.
No obstante, después de varias semanas tomamos conciencia de que el piso de Barcelona estaba
abandonado y en él muchas cosas a las que les teníamos afecto, por lo que tomamos la determinación de
regresar a España.
Me comprometí con Pipo Mancera a regresar al año siguiente, dejar alquilado el piso de la calle
Arenales y vivir seis meses en Barcelona y seis meses en Buenos Aires.
Ya el piso aunque alquilado, olía a nosotros. Habíamos comprado algunas cosas para darle vida.
Teníamos muchos libros, un equipo musical, bastantes discos, el televisor, una grabadora de cinta abierta
para los ensayos de mis monólogos, la ropa de cama, mantelería, cubertería, aparte de algunos objetos
decorativos con los que habíamos roto la frialdad que hay en todos los pisos amueblados, donde lo que
aportan los propietarios no tiene otra finalidad que la de rellenar y justificar el precio que se paga por el
alquiler.
Regresamos a España, disfrutando de nuestro viaje en barco. Nos instalamos de nuevo en Infanta
Carlota. Unas semanas más tarde, don Joaquín Gasa formó otro espectáculo, que se titulaba Cosquillas a
granel, con Mary Carmen Casas Paco Michel, María Dolores Cabo y el ballet Las Vegas. Como en todos
los espectáculos en que trabajé, me encargué de escribir los sketches. La crítica fue muy buena y el
público disfrutó muchísimo con el absurdo.
Después de finalizar en el teatro Victoria, hicimos galas por distintos lugares del país. En Mallorca,
en una sala de la que era propietario Pepe Tous, estuvimos dos semanas. Hicimos la feria de Málaga, en la
caseta del Ayuntamiento, con el ballet de Antonio Gades, Jarrito, Fosforito, Faíco y Calderas de
Salamanca. Nos hospedábamos en el único hotel que había entonces en Torremolinos, El Pez Espada. En
el mismo hotel vivían Antonio Gades y Marujita Díaz. Todas las noches, después de actuar en la feria,
íbamos hasta Torremolinos, nos acercábamos a la playa y allí se cantaba y se bailaba hasta que amanecía.
Tengo viva la imagen de Gades bailando a contraluz, cuando el sol comenzaba a salir.
Dormíamos hasta tarde, bajábamos y nos íbamos a la playa a comer espetones, y luego a la piscina
del hotel. A Gades lo perseguía una periodista extranjera con la intención de hacerle una entrevista, y
248
Miguel Gila Y entonces nací yo

Gades, que no quería saber nada de la periodista, se bañaba con un gorro de baño de señora, lleno de
flores. La periodista lo buscaba sin cesar y no dejaba de preguntar por él. Nunca hubiera imaginado que
dentro de aquel gorro de flores, que apenas asomaba a la superficie, iba la cabeza de Antonio Gades.
Aquella gala fue una de las más emotivas que he vivido. Ver a Antonio Gades con un pantalón
vaquero y una camisa, bailando sobre las tablas que colocan en la playa para no quemarse los pies, hasta
llegar al agua, con aquel sol rojizo del amanecer, mientras Jarrito y Fosforito cantaban por soleares, sin
más acompañamiento que las palmas de todos los que estábamos allí, es una imagen imposible de olvidar.

¡Es de suave...!
Durante los veranos nos íbamos a Biarritz donde pasábamos un mes de vacaciones con la libertad
de poder comprar los libros que en España estaban prohibidos. Después volvíamos a nuestro piso de
Barcelona y de nuevo a hacer galas para poder seguir dándonos los caprichos de viajar.
En Barcelona seguíamos saliendo con los matrimonios amigos a las cenas de los sábados.
Luis Bassat, encargado de la publicidad de Filomatic, me propuso hacer una campaña para las hojas
de afeitar. El riesgo era que teníamos que luchar contra Gillette, a sabiendas de que Gillette era la marca
más conocida del mercado, hasta el extremo de que cuando le pedíamos a alguien una hoja de afeitar para
sacar punta a un lápiz, decíamos: “Me prestas una Gillette” De siempre me han gustado los desafíos y
aquí se me presentaba la oportunidad de afrontar uno que consideraba importante. Luis Bassat, mi mujer
y yo, junto con Jordi Ballvé y Puigmiguel, que eran los encargados de la parte técnica, nos pusimos en
marcha para crear la campaña. Había una cosa que yo tenía muy clara viendo el tipo de publicidad que se
hacía en televisión: teníamos que hacer una publicidad muy directa, en la que la gente no tuviera la menor
duda de que estábamos hablando de una hoja de afeitar. Otra de las sugerencias que le hice a Luis y que
entendió fue que en lugar de hacer un spot, que podía llegar a aburrir a la gente, hiciésemos doce, uno
para cada mes del año, y de esta manera ir cambiándolos cada mes, con lo que la publicidad cobraría
frescura. A Luis la idea le pareció espléndida, ya que si bien es cierto que el costo de filmar doce spots
era mayor que el de filmar dos, lo ganábamos en atención a la marca, pero nos quedaba otro paso
importante para lograr nuestro objetivo: conseguir la aprobación por parte de los directivos de Filomatic.
Lo conseguimos. Otro de mis objetivos era encontrar una palabra al final del spot que quedara en la gente.
Y lo conseguí. Después de cada spot, decía: “Es de suave... Da un gustirrinín...!” Y la frase se quedó en
las conversaciones de la calle y en las conversaciones de familia. Si en el fútbol algún jugador le daba una
patada a otro y caía al suelo, la gente gritaba: “Es de suave... ¡Da un gustirrinín...!” Si en el teatro o en el
cine se daban un beso alguien decía en voz alta: “Es de suave... Da un gustirrinín...
En el boxeo, cuando uno de los boxeadores hacía tambalearse al contrario de un directo a la
mandíbula, alguien del público gritaba: “Es de suave... Da un gustirrinín... Hicimos varias campañas. Con
lo que me pagaban por cada una, considerando el valor del peso argentino, mi mujer y yo nos podíamos
permitir el lujo de vivir en Buenos Aires como reyes. Después de haber sido perseguidos y haber vivido
como dos delincuentes, nos propusimos vivir intensamente la libertad de que disponíamos. En una
ocasión en que yo estaba trabajando en la televisión argentina y no podía desplazarme a España, fue Luis
Bassat quien viajó a Buenos Aires y allí hicimos los spots. El trabajar juntos tantos años, la gran
compenetración en las ideas y el éxito de las campañas, hizo que nuestra amistad con Luis Bassat fuese
entrañable.
Los fabricantes de Gillette estaban desesperados porque los habíamos borrado materialmente del
mercado. Enviaron un directivo de Estados Unidos, pero, a pesar de algunos cambios que hicieron en sus
campañas, nos llevamos el gato al agua. Vista la imposibilidad de competir con Filomatic, no les quedó
otra solución que comprar la fábrica: ésa fue la única manera de competir con nosotros. Cuando terminé
la campaña de Filomatic hice otra para una marca de cocinas. Puse una condición: yo metería la idea de la
campaña en un sobre, si la aceptaban, me pagarían tres millones de pesetas y yo me comprometía a
249
Miguel Gila Y entonces nací yo

realizar y firmar los spots, si no la aprobaban me pagarían quinientas mil pesetas. A los encargados de la
agencia no les gustaba la idea, pero les hice ver que mi tiempo tenía un valor y aceptaron. La marca de las
cocinas no era muy afortunada. Estaba compuesta con la inicial de los nombres de los cuatro hijos del
fabricante, se llamaba AGNI.
En aquella época si se hacía publicidad, no se podía trabajar en la televisión, y por otra parte, según
constaba en mi contrato con Filomatic, yo no podía hacer publicidad hasta después de dos años de
terminado el contrato con ellos. No me quedó otro remedio que hacer una campaña con los personajes de
los dibujos que yo publicaba en La Codorniz. Mi mujer y yo nos sentamos a trabajar una noche y a la
mañana siguiente teníamos terminada la idea, que metimos en un sobre y llevamos a la agencia en las
condiciones estipuladas.
La idea de la campaña eran dos personajes, uno alto y otro bajito, que recitaban un poema hablando
de una cocina. El alto recitaba el poema, luego le daba un capón en la cabeza al bajito que decía:
Moraleja, compre una AGNI y tire la vieja.
Esta publicidad, aunque no tan divertida como la de Filomatic, era mucho más cómoda, ya que lo
único que tuve que hacer fue entregar un dibujo de los personajes y después los de la agencia se
encargaron de darles movimiento.
Lo mismo que nos había pasado con Filomatic nos pasó con AGNI: con lo que nos pagaban por la
publicidad podíamos vivir cómodamente en Buenos Aires.
Hice otras dos campañas más de publicidad. Una para una financiera que, como suele ocurrir con
este tipo de negocios, tuvo problemas con sus clientes, y otra para un spray ambientador de la casa Bayer.
Estas campañas publicitarias duraron cuatro años.
Ya estábamos más tiempo en Argentina que en Barcelona. Veníamos exclusivamente a hacer la
publicidad, lo que solía durar un par de meses, y de nuevo a Buenos Aires. Los viajes, sin ninguna prisa y
como un placer, los hacíamos siempre en un barco italiano, donde ya éramos conocidos por los
comandantes y por la tripulación, que apenas nos veían embarcar venían a nuestro encuentro. Vaya desde
aquí mi gratitud a toda la tripulación de la Compañía Naviera Costa, que nos colmaron de atenciones en
los más de veinte viajes que hicimos con ellos. Y si la tripulación nos recibía con una gran alegría, no
digamos lo que era nuestra llegada a Buenos Aires, infinidad de amigos nos esperaban a la llegada del
barco. Había que querer mucho a alguien para ir al puerto a las siete y media de la mañana, que era la
hora insólita en que llegaba el barco.
En noviembre acabaron los Sábados circulares de Mancera y me ofrecieron trabajar en un pequeño
local de Mar del Plata, llamado Magoya. Por primera vez íbamos a pasar unas Navidades en Mar del
Plata. Me habían hablado tanto de esta ciudad que había llegado a aborrecerla, hasta el punto de estar
convencido de que no me iba a gustar. ¡Agradable desilusión la mía cuando comprobé que era una ciudad
de una belleza que no había visto nunca! Aquellas pequeñas y ordenadas casas, con su jardín, aquellas
calles limpias y bien pavimentadas, toda su costa de un verde dificil de describir, largas playas con arena
limpia y blanca.
En Magoya tuve la gran suerte de actuar con Susana Rinaldi, Osvaldo Piro y el conjunto vocal Opus
Cuatro. Mi amistad con Osvaldo Piro y Susana Rinaldi, más el éxito de mis actuaciones, me hacían
sentirme integrado para siempre en Argentina.
En Mar del Plata El Polaco Goyeneche, al que había conocido en un festival en el que actuamos
para la policía de tráfico, me presentó a Aníbal Troilo, que actuaba junto a él en otro local; a partir de ese
día Aníbal y yo nos hicimos grandes amigos. Siempre he pensado que aunque mi humor ha sido bien
acogido durante muchos años, tal vez son exagerados la admiración y el cariño que me daban a diario en
Argentina.
Las noches de Mar del Plata son inolvidables, el encuentro de la gente de teatro en los restaurantes
cuando finalizaba la función, el bife de lomo, el bife de chorizo con las papas souflés, o la parrillada con
el chorizo, la morcilla, los chinchulines, el asado de tira y la ensalada de radichetta con un buen vino de
La Rioja, o los tallarines al pesto, las empanadas de carne o la pizza, eran una razón de peso para un

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Miguel Gila Y entonces nací yo

encuentro y un abrazo. Y después, el casino, con su gran cantidad de mesas de ruleta con dos paños y los
cientos de fichas de distintos colores, las azules, las rojas, las blancas, las marrones y cuando se acababan
los colores, seguían las combinadas, las españolas, las uruguayas... Y aquellos croupiers que gritaban con
entusiasmo cuando la bolita se alojaba en un número sobre el que había una pirámide de fichas: f
Neeeeegrroooo el oooochooooo! f f Cooolorado eeeeeel catooooorce!. f Y una algarabía en los
apostadores y el jefe de mesa: Paso, por favor: por dos medios un pleno, por ocho cuadros dos plenos, y
en un abrir y cerrar de ojos: Seis plenos las rojas, cinco plenos las azules. Pagado, y de nuevo: “¡No va
más! Y cuando empezaba a hacerse de día: últimas tres bolas.
Y a la salida:
—Che, ¿cómo te fue?
—Como el culo.
—Y bueno... ¿qué querés?
—Vamos a tomar un feca.
Y de ahí a dormir hasta la hora de ir a la playa.
Sinceramente, la primera vez se nos hizo raro celebrar una Nochebuena y un fin de año en verano,
pero llegamos a encontrarlo divertido y agradable. Nos acostumbramos.
Dos hechos fundamentales nos incitaron a tomar la decisión de quedarnos a vivir definitivamente en
Buenos Aires. El primero de ellos es que nos comunicaron que ya había salido la sentencia y que
habíamos sido condenados a cuatro años y un día de prisión. López Royo nos dijo que teníamos que venir
a firmar el perdón. No sabemos qué arreglo había hecho para que firmando ese perdón nos indultaran. La
cuestión es que volvimos a nuestro piso de Barcelona, luego hicimos un viaje a Madrid donde nos
esperaba López Royo y en un juzgado firmamos unos papeles que supongo eran el perdón. El segundo
hecho, fundamental, fue un incidente grave que nos ocurrió una noche en que salimos a dar un paseo con
el coche. Cuando íbamos por la calle, en una esquina chocaron dos automóviles, se bajaron de ellos los
conductores; por su forma de bajar, visiblemente herido, me pareció que uno de los conductores era un
músico amigo mío, llamado Garea. Intenté ir en su ayuda cuando me sujetó por el hombro un policía
armado de aquellos que llamaban los grises.
—¿Dónde vas? Ni siquiera un Dónde va usted, tan sólo ese autoritario ¿dónde vas?
—A ver si puedo ayudar a uno de los heridos, que creo que es un amigo.
—Tú no tienes que ayudar a nadie, así que quédate aquí, donde estás.
Y me soltó, pero con un empujón que me hizo tambalearme.
—Haga el favor de no empujarme y tratarme con respeto.
Cerca de donde el policía armado me había empujado estaba parado un jeep, y en él, varios policías
más. Uno de ellos dijo: — Súbelo aquí, que le vamos a enseñar lo que es el respeto El policía me cogió de
un brazo. Yo estaba furioso y, como me ha ocurrido toda mi vida, no podía soportar que nadie me pusiera
la mano encima, por muy policía que fuese. Esperaba que me soltara. El policía trataba, no sé si por
asustarme, de llevarme hacia el jeep. Yo estaba tan indignado por aquel atropello que, de no ser por mi
mujer, que me frenó, hubiera respondido a la agresión de aquel hijo de puta y esto, no cabe duda, nos
hubiera traído graves consecuencias. Mi mujer, asustada, me decía:
—¡Por Dios, Miguel! Por favor! Vámonos, vámonos! Y me llevó hasta el coche. Una vez dentro y
cuando ya nos dirigíamos hacia nuestra casa, di un puñetazo en el parabrisas que estuve a punto de
romperlo. La dictadura empezaba a ser muy molesta para mí. Aquella prepotencia de los policías, aquella
agresión sin motivo alguno y aquel abuso de autoridad me calaron muy hondo. Esa noche tomamos
conciencia de que lo que hasta ahora era un empacho de dictadura se había convertido en una indigestión.
Decidimos cerrar de manera definitiva nuestro piso de Infanta Carlota y vivir en Buenos Aires. Si por
alguna razón necesitábamos volver a España, lo haríamos como turistas.
Así, sin comentar con nadie nuestra decisión, como si se tratara de un viaje más de trabajo,
embalamos todas nuestras cosas útiles y aquellas a las que les teníamos afecto, nos desprendimos de todo

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Miguel Gila Y entonces nací yo

lo que no era imprescindible, le entregamos al dueño del piso las llaves y nos embarcamos en el Federico
C.
Nos instalamos de manera definitiva en Buenos Aires. Después de tantos meses viviendo en
Argentina teníamos derecho a solicitar la residencia permanente, hicimos los trámites y nos dieron
nuestra documentación de españoles con residencia permanente en Argentina.
Aquello cambió nuestra vida. Viviendo a quince mil kilómetros del régimen dictatorial habíamos
encontrado el remedio para curarnos de aquella grave indigestión de dictadura y persecuciones.
Ya con la residencia permanente decidimos dejar el piso amueblado de la calle Arenales y alquilar
uno vacío. Nos instalamos en la calle Ayacucho. Ahora sólo nos faltaban los muebles.
Hay en Buenos Aires una forma sencilla y al mismo tiempo práctica de amueblar un piso.
Cuando la gente se cansa de tener los mismos muebles y los cambia por otros, ya sea porque no le
caben en el nuevo piso al que se ha mudado o porque se cansa de ellos, en lugar de abandonarlos en la
calle, llama a alguna casa de subastas y vienen a recoger los muebles, no importa si se trata de una mesa,
una nevera, una lámpara de techo, un cuadro, una alfombra o una máquina de coser. Todo es válido para
la subasta. Alguien nos puso al corriente de este sistema, nos acercamos hasta Ramos Oromí en la calle
Libertad, donde dos días antes exponen lo que va a ser subastado, con los precios de salida, luego es
cuestión de ir pujando hasta conseguir lo que se desea a un precio razonable. Vimos los muebles que nos
podían interesar y fuimos a la subasta; así, de esa manera tan simple, conseguimos desde los sofás hasta
una máquina de escribir Olivetti que durante muchos años me fue muy útil. Ya teníamos nuestro piso y en
él las cosas a las que les teníamos afecto. Y lo que es más importante, teníamos trabajo y amigos.
Seguíamos obsesionados con el trabajo de los actores hasta que descubrimos el porqué de su
impecable buen hacer. Todos, incluso los más profesionales, asistían a clases de teatro con la misma
modestia que cualquier principiante, sin ningún tipo de vanidad, tan sólo con el firme propósito de irse
superando.
Mi mujer y yo decidimos anotarnos a una de estas escuelas o talleres de teatro, que de las dos
maneras eran denominadas. Nos anotamos al curso de teatro de Lito Gutkin. Tres días a la semana
tomábamos clases de interpretación, de relajación, de memoria emotiva y memoria sensitiva. Esto lo
alternábamos con unas clases de expresión corporal de grupo en un local dedicado exclusivamente a esta
faceta. Ahí, en ese lugar, encontramos un nuevo amigo que añadir a los muchos que ya teníamos, David
di Napoli, uno de los jóvenes profesores que nos daban las clases, con el que desde entonces nos une una
gran amistad. Además, yo me anoté a una escuela de canto, donde un profesor catalán me ponía un dedo
en el estómago y me apretaba mientras me hacía cantar mío mío mío mío mí, después me colocaba unos
auriculares y me ponía un sinfín de canciones distintas que yo tenía que cantar a dúo con el que lo hacía
en el disco.
Todo este que hacer era muy trabajoso, pero al mismo tiempo resultaba muy gratificante. Los
ejercicios de improvisación, los de memoria emotiva y la relajación hacían que, sin apenas darme cuenta,
mis actuaciones fueran ganando en expresividad, en saber respirar a tiempo y crear las pausas donde eran
necesarias, el manejo del cuerpo y la palabra, todo me hacía ir creciendo como actor.
Escribí una obra de teatro a la que titulé Yo escogí la libertad. En aquel piso de la calle de
Ayacucho cité a varios actores, todos ellos de un gran nivel, y les leí la obra, que les entusiasmó. Como
no teníamos productor, hicimos una cooperativa y nos fijamos unos puntos para cada uno. La música la
compusieron Pocho Leyes y El Chango, Farías Gómez. La coreografia estuvo a cargo de Lía Yelín y el
decorado lo hizo Citrinowski. Yo me encargué de la dirección y el grupo de actores estaba formado por
Oscar Alegre, Adrián Guío, Juan Carlos Boyadjián, Rudi Chernikoff y Rubén Ponceta y el de las actrices
por María Dolores Cabo, Betiana Blum y Graciela Futen. El espectáculo era musical y se componía de
seis comedias breves del absurdo, todas ellas dedicadas a ridiculizar los programas más estúpidos de la
televisión, a los dictadores y a los militares. El espectáculo tuvo un gran éxito y la gente se lo pasó en
grande. Tanto la obra como el trabajo de los intérpretes, así como la música y la coreografia, fueron muy
elogiados por todos los críticos. Estrenamos en el teatro Embassi y ahí estuvimos bastantes semanas.

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Miguel Gila Y entonces nací yo

Guardo un recuerdo muy grato de aquel espectáculo, que era el primero que estrenaba en Buenos
Aires y que, como tantas otras cosas de mi vida y de mi profesión, suponía un desafio. Gracias a ese
espectáculo nuestra vida se iba enriqueciendo en cantidad y calidad de amigos.
Pasaban los días y sin darnos cuenta íbamos acumulando cosas, algunas necesarias para nuestro
trabajo y otras importantes para nuestro estímulo. Pensamos que estar pagando el alquiler de un piso,
aparte de resultar costoso, suponía regalar el dinero, así que decidimos comprar uno. Después de buscar
muchos, mi mujer (después de nuestra boda vía Paraguay, de la que hablaré más adelante, me puedo
permitir decir mi mujer) encontró un dúplex en la calle Juncal, entre Callao y Rodríguez Peña. Lo
compramos. El edificio tenía seis plantas más el dúplex que era el piso siete y el ocho.
Cada piso tenía una sola vivienda. Un grupo de amigos habían comprado el terreno y habían
edificado en él. Lo que no había era terraza, el techo del edificio estaba embreado. Hablamos con los
otros propietarios y nos autorizaron a disfrutar de la terraza. Para poder tener este privilegio tuvimos que
embaldosarla y poner en todo su alrededor tela metálica. Lo pusimos, y una ducha para los veranos,
además de un pequeño galpón de aluminio y cristal para guardar en él las hamacas, la mesa y las sillas.
Tuvimos que hacer una escalera por el exterior para subir a la terraza, pero aquella terraza de catorce
metros por seis era un respiro en las noches calurosas del verano. Como el piso estaba decorado entre
antiguo y oscuro, hablamos con Sam Soler y él se encargó de hacernos las reformas para convertirlo en
algo hermoso donde vivir y trabajar. Desde la terraza, por las noches podíamos ver la Vía Láctea y un
sinfín de estrellas del hemisferio sur, para nosotros desconocidas hasta entonces. Compramos muebles y
lo decoramos a nuestro gusto. En el octavo piso del dúplex había un cuarto de baño muy grande, sin
bañera, tan sólo con una larga encimera en la que había instaladas dos piletas rectangulares a modo de
lavabos; en la parte inferior de la encimera había muchos cajones amplios. Ahí, en ese cuarto de baño,
instalé mi laboratorio fotográfico. Y en el salón del piso octavo, también de grandes dimensiones, detrás
de mi mesa de trabajo había un pequeño cuarto donde monté mi taller de electrónica. Cuando me cansaba
de escribir, revelaba o armaba aparatos electrónicos para darle descanso al cerebro. Hablo de este piso
para aquellos que después de un fracaso matrimonial u otro tipo de fracaso caen en la depresión. Quiero
demostrar que cuando se tiene espíritu de lucha no hay régimen ni contratiempo que nos hunda. Recuerdo
algo que escribí hace muchos años y que llamé mi credo: Arriesgarse deliberadamente. No cambiar la
iniciativa por la espera. No vender la libertad por un plato de comida. Soñar, crear. Ver en el fracaso la
obligación de triunfar. Mirar al mundo cara a cara y decir: ¡Lo hice yo! ¡Esto significa ser hombre!
Después de varios meses, Lito Gutkin se fue a vivir a Cuba y se acabaron las clases. Afortunadamente, en
Buenos Aires hay varios profesores de teatro importantes, como Alesso, Gandolfo y Fernándes, entre
otros. María Dolores se pasó a estudiar con Fernándes, no sólo interpretación, sino también dirección.
Mucho más constante que yo, siguió con sus estudios y los amplió a los de psicología. Terminó todos
ellos con título y entró a trabajar en la clínica psiquiátrica de Alberto Fontana, como directora de
psicodrama. Yo me anoté a un curso de dirección de cine con Simón Feldman. Todo aquello nos iba
enriqueciendo.
Después de seis meses de estudio hice mis primeros pinitos como director, con un corto basado en
un cuento de Marco Denevi. Después, con María Dolores como protagonista, realicé un medio metraje,
pero esto fue ya en la época de la dictadura militar y el ir a filmar exteriores con una cámara de 16
milímetros hacía que, apenas instalada la cámara sobre el trípode, apareciera un patrullero de la policía a
investigar qué es lo que estaba filmando, con el consiguiente interrogatorio.

Matrimonio “Vía Paraguay”


Yo seguía actuando en los Sábados circulares. Pipo Mancera, que estaba al corriente de nuestra
situación, nos habló de la posibilidad de casamos “vía Paraguay”.
—Se trata de un matrimonio civil que no os será válido en España, pero sí en el resto de los países.
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Miguel Gila Y entonces nací yo

En el consulado del Paraguay, el 18 de julio del 68, coincidiendo con el treinta y dos aniversario del
glorioso Movimiento Nacional, nos casamos. El propio Pipo Mancera y Chanto, su mujer, actuaron como
padrinos. Nos dieron nuestro libro de familia y nos hicimos las fotos de boda. Aunque en España no
estaba autorizado el divorcio, aquel matrimonio era válido para todos los países, menos para España. Aun
así, aquel certificado de matrimonio y aquel libro de familia eran más generosos que un pasaporte
español, que era válido para todos los países del mundo menos para la Unión Soviética, Corea del Norte,
Mongolia y muchos más.
Meses más tarde Antonio Gades actuaba en el teatro Avenida, y con él venía Marisol. Tenían el
mismo problema que nosotros, vivían en pareja; Gades, aunque separado, seguía casado con Marujita
Díaz y el matrimonio de Marisol, también separada de Goyanes, seguía vigente. Fuimos a cenar juntos,
les contamos nuestro casamiento “vía Paraguay” y, actuando como padrinos, María Dolores y yo les
conseguimos una boda como la nuestra, válida para todos los países excepto España. Fue un
acontecimiento divertido. Supongo que lo único que pretendíamos era combatir las leyes de moralidad
impuestas por el franquismo.
Este casamiento nuestro fue el primero de los tres que llevamos a cabo, en un intento de legalizar
nuestra vida en pareja. Las dos siguientes bodas se las contaré después. ¡O sino, qué puñeta!, les cuento la
segunda y si acaso dejo la tercera y definitiva para más adelante.
Llevábamos dos años sin volver a España. Me llamaron de México, ofreciéndome un contrato para
un tablao llamado Gitanerías. Yo tenía mucho interés en que María Dolores conociera México, así que
acepté el contrato. Hacía diez años que no había vuelto por México.
El día que llegamos, en Gitanerías celebraron dos acontecimientos: mi vuelta a México y la salida
del hospital del dueño, donde había estado un mes internado por los disparos de un 45 que le había hecho
un cliente, que era chófer del gobernador del Distrito Federal.
Memo, el propietario del local, me explicó cómo había sido la cosa. Cuando estaba actuando el
cuadro flamenco, el del 45 se puso de pie y eso hizo que algunos clientes no vieran el espectáculo, se lo
comunicaron al capitán de los meseros y éste, a su vez, se lo comunicó a Memo que, con la mayor de las
educaciones, rogó al del 45 que se sentara porque los de las mesas de atrás no veían el espectáculo; el del
45 lo sacó de su pistolera y descargó el tambor del revólver en el cuerpo de Memo, perforándole los
intestinos. Si se averiguaba que lo de los tiros había sido dentro del local, corrían el riesgo de que lo
clausuraran. Para evitar el cierre sacaron a Memo a la calle y al llegar la policía y la ambulancia, hicieron
ver que lo de los tiros había sido en la calle y que el agresor era desconocido.
Personalmente, lo del señor del 45 me dejó muy preocupado. Ya lo había vivido la primera vez en
El Afro y ahora, por segunda vez, un individuo sacaba su revólver y disparaba a quemarropa.
Celebraron una comida y una chancada en una pequeña plaza de toros y por la noche llegó mi
esperado debut.
Me había propuesto no decir nada aunque me tiraran huevos podridos, pero no fue necesario; por
suerte mi debut fue acogido con grandes carcajadas y aplausos. Se repitió lo de mi primera actuación en
El Afro.
En parte como gratificación para mí y en parte como gratitud, reproduzco una crítica hecha por uno
de los periodistas más prestigiosos de México:

«Gitanerías trajo a Gila y sucedió lo que tenía que suceder, lo que ya había sucedido
en su primera aparición, creo recordar que fue en 1959: llevó tanta gente que ya no cabía
un alfiler. Y es que Gila es un privilegiado, de un extraordinario talento, de una gran
cultura y con una ideología política firme, inconmovible, noble. No es Gila el cómico
común cuya única preocupación es el divertimiento. En Gila todo es matemático,
predeterminado, justo, cada tranco va a su sitio, cada rompimiento a su lugar, cada pausa
llega al vértice de su especialísima geometría. Gila es el comediante más importante que
existe en el orbe, por el momento. Su trazo sobre la Casa Blanca, con ese deje de

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Miguel Gila Y entonces nací yo

amargura, que aflora entre el buen humor y la visión de la guerra, cobra un tinte amargo
pero incisivo. Por desgracia, Gila sólo estará dos semanas en México, pero suponemos que
con el correr del tiempo le tendremos de nuevo entre nosotros. Gente como Gila son
importantes para traemos esa risa y esa ternura que día a día nos abandona.»
Severo Mirón

Y en ese actuar en Gitanerías me ocurrió una de las cosas más agradables de mi ir y venir de un país
a otro.
Mi mujer y yo fuimos a cenar a El Patio Faroles de El 77 de Pepe Garrido. En una mesa estaba
cenando Anthony Quinn. Con él había otras personas. Me acerqué hasta la mesa y le dije:
—Señor Quinn, usted no me conoce, pero eso no impide que yo, que hace unos días vi Zorba el
griego, le diga que le amo profundamente. ¿Me permite que le dé la mano? Y Anthony Quinn apretó mi
mano con la suya, grande como todo él.
Por la noche, como cada día, fui a trabajar a Gitanerías, terminada la actuación subió el capitán de
los meseros al camerino y me dijo:
—El señor Quinn está en la sala y me dice si acepta usted ir a su mesa a tomar una copa.
Bajamos mi mujer y yo del camerino a la sala y fuimos hasta la mesa donde estaba, acompañado de
las mismas personas que había en El Patio Faroles. Se puso en pie y tomé conciencia de su gran
dimensión como hombre y como actor. Le presenté a mi mujer. Nos cedió un lugar en su mesa y me dijo:
—Tú eres el que esta noche a la hora de la cena me dijiste que me amabas profundamente. Yo
también te amo a partir de esta noche. Pocas veces he disfrutado y reído tanto.
Estuvimos hablando y tomando copas hasta las cinco de la mañana. Tengo cierto pudor en escribir
las cosas tan agradables que me dijo y los elogios que hizo de mi humor. Me preguntó si no tenía algún
disco mío, subí al camerino y le bajé un long play que había grabado en Buenos Aires. Nos hicimos una
foto como recuerdo de aquel encuentro y nos firmó una dedicatoria en un extraño castellano, pero que
tiene un gran contenido y que conservo como una reliquia.
Es curioso cómo sin darme cuenta, a medida que pasaba el tiempo, iba aumentando mi lista de
gente a la que yo admiraba. De ahí que repita una vez más que la mayor satisfacción de mi profesión, más
allá de la popularidad y el dinero, ha sido el conocer y hacer amistad con gente de la que era un gran
admirador. Aparte de Mario Moreno y de Lázaro Cárdenas, en México había tenido la suerte de conocer a
Anthony Quinn. En La Habana tuve oportunidad de conocer a Hemingway, al Che Guevara y a Fidel
Castro. En uno de los muchos viajes que hice en barco conocí y me hice amigo del escritor Jorge Amado,
autor entre otras obras importantes de Doña Flor y sus dos maridos.
Mi mujer tiene una hermana casada con un americano, de los del norte, quiero decir. Vivían en
Arizona, concretamente en Tucson. Finalizado mi contrato en México, pensamos en hacer un viaje hasta
Tucson y pasar unos días con nuestros cuñados y sobrinos. La cosa era muy sencilla: comprábamos un
coche de segunda mano en México y nos íbamos hasta Estados Unidos. Fuimos a la embajada de Estados
Unidos (esto es tonto decirlo, si lo que pensábamos era ir a Estados Unidos, no íbamos a ir a la embajada
de Portugal). Bueno, la cuestión es que fuimos a la embajada esa y nos sentamos en una sala donde había
más de treinta personas, pedimos la vez, como en la cola de la pescadería, y nos sentamos a esperar. Iban
llamando a cada uno de los que estaban en la sala. Mi mujer fue una de las primeras, después de ella iban
pasando unos y otros a medida que daban su nombre y a mí me dejaron el último.
—¿Señor Gila?
—Sí.
—Pase, por favor. El cónsul quiere hablar con usted.
Me abrió una puerta y entré. El cónsul tenía mi pasaporte en la mano y sin levantar la mirada me
preguntó:
—¿Es usted escritor?
255
Miguel Gila Y entonces nací yo

—Sí, señor.
—¿Y qué escribe?
—Bueno, escribo teatro, monólogos, artículos de humor... Depende.
Levantó la mirada y su cara se iluminó.
—Pero Gila, ¿es usted? Disculpe las molestias, pero es obligado por mi parte hacer estas preguntas.
He estado seis años en la embajada de Estados Unidos en Madrid y sé quién es usted y a qué se dedica,
pero en el pasaporte pone: “Profesión: escritor”...
—Señor cónsul, en realidad soy escritor y dibujante, aunque ahora me dedique a actuar como
humorista.
Y después de pedirme de nuevo disculpas me selló el pasaporte, llamó a mi mujer, que me esperaba
en la sala, y nos puso en los pasaportes seis meses de estancia en Estados Unidos.
El que yo tuviera en mi pasaporte como profesión la de escritor no era por razones de vanidad, era
por culpa de las normas dictatoriales de mi país. Poner en el pasaporte de profesión artista significaba que
si estabas actuando en un teatro o en una sala de fiestas y querías aprovechar, por ejemplo, la Semana
Santa para ir a París, o a Londres, o a cualquier otra ciudad del extranjero, era necesario presentar, junto
con el pasaporte, un certificado del sindicato vertical de artistas, que por supuesto te era denegado,
alegando que si salías al extranjero podías no volver y de esa manera incumplir el contrato con la
empresa. Ya me había pasado una Semana Santa que, aprovechando que la sala en que trabajaba se
cerraba durante esos días, quise viajar a Portugal y no me dieron el certificado en el sindicato, alegando
que tenía un contrato que no finalizaba hasta el mes de junio. Por eso, aprovechando una renovación del
pasaporte, me puse de profesión escritor.
Ya con el pasaporte en orden, nos dispusimos a comprar el coche y hacer el viaje por carretera hasta
Estados Unidos. Iríamos de la Ciudad de México a Puerto Vallarta y de ahí a Nogales. Lo comentamos
con un grupo de amigos y nos dijeron que aparte de ser un viaje largo y tener que atravesar el desierto de
Sonora, no podíamos viajar sin un arma, ya que era muy común que en la carretera asaltaran a los
viajeros.
—Está bien.
Y fuimos a la calle de Niño Perdido, donde había varias armerías, nos paramos en una de ellas,
ojeamos el escaparate y vimos pistolas y revólveres de todas las marcas y de todos los calibres. Entramos.
Y con ese miedo que se va acumulando cuando se llevan años en una dictadura, nos acercamos a unas
vitrinas donde estaban las armas. Mientras nosotros curioseábamos iban entrando individuos:
—Buenos días, patrón.
—¿Qué's lo que quiere?
—Ciento cincuenta balas del 44.
Pagaba y se iba. Entraba otro.
—Buenos días, patrón.
—Qué's lo que quiere?
—Cien balas del 45.
Pagaba y se iba.
Por fin nos quedamos solos. No nos quedaba otro remedio que enfrentarnos al hombre del espeso
bigote.
—Qué's lo que quieren? No me salía la voz, carraspeé.
—Verá, señor, vamos a ir de viaje y queríamos comprar una pistolita.
No sé de dónde me salió aquel diminutivo, que comparado con las ciento cincuenta balas del 44 y
las cien del 45 resultaba ridículo, pero tal vez, de manera inconsciente, yo con aquel diminutivo me sentía
más cómodo.
El hombre ni se inmutó, sacó varios revólveres y pistolas y los puso sobre el mostrador.
256
Miguel Gila Y entonces nací yo

Mi mujer y yo miramos aquel arsenal y muy tímidamente dije:


—Ahí en esa vitrina he visto una que me gusta, es de gases lacrimógenos.
El hombre miró hacia la pistola que yo había señalado, luego me miró a mí y dijo:
—¿Qué la quiere, pa un velorio? No supe qué contestar, por otra parte el hombre ni me dio tiempo.
De una patada abrió una pequeña puerta que había en la parte de atrás de la tienda y con un revólver que a
mí me parecía un bazuca empezó a disparar contra una lata.
—Esta sí es güena, siñor. No se me va a llevar esa de los gases, que a lo pior se enoja el delincuente
por la llorera y a poco les degüelve el llanto con una balacera.
—Está bien, tal vez tiene usted razón, pero nos gusta la de gases.
Y de mala gana nos la vendió.
Por la noche lo comentamos con Pepe Garrido y dijo que el hombre tenía razón y que él nos iba a
regalar un arma “como Dios manda”. Así fue. Nos regaló una pistola automática Llama de nueve
milímetros, con las cachas de plata y dos cargadores.
Pancho Córdova, Alfonso Arau y todos los amigos con quienes comentamos nuestra idea de viajar
en coche hasta la frontera de Estados Unidos nos advirtieron de lo arriesgado que era y del peligro que
corríamos en caso de tener alguna avería, eso sin contar la cantidad de kilómetros que teníamos que
hacer. Lo pensamos detenidamente y optamos por ir en avión hasta El Paso.
En aquella época no existían aún los controles que detectan los metales. Yo, con la prisa del viaje,
había metido la pistola que me había regalado Pepe Garrido en una cartera de mano en la que llevaba la
documentación, me di cuenta al meter la mano para sacar los pasaportes, ya en Estados Unidos. Teníamos
que pasar por el control de la policía de Inmigración. Una larga fila de mexicanos esperaba su turno. Los
policías de fronteras les registraban hasta en los agujeros de la nariz. Me temblaban las piernas, pero no le
dije nada a mi mujer. Pensé que en lugar de ir a Tucson iríamos a prisión. De pronto, uno de los policías
vino derecho hacia nosotros, al temblor de piernas le añadí un sudor frío en la frente. Cuando llegó me
saludó con una sonrisa. Yo llevaba en la mano los pasaportes de color verde. El policía me tendió la mano
y se los di. En un perfecto castellano dijo:
—Son ustedes españoles. Pasen, pasen.
Y nos cruzó al otro lado de la barrera mientras la cola de mexicanos avanzaba muy lentamente.
Desde El Paso fuimos a Tucson.
Para mí Tucson era como vivir las películas de vaqueros. Por todo este territorio habían pasado los
grandes pistoleros del Oeste, esos pistoleros de leyenda, como Billy El Niño y otros muchos, que llegaban
hasta Tucson huyendo de los sheriffs y buscando el paso a México.
Nos alojamos en la casa de mis cuñados, Larry y Lolita, que tenían dos hijos, Loren y Mark
Anthony. El pequeño de los dos, Mark, me acompañaba a la calle y era el que me llevaba a conocer los
lugares típicos del pequeño Tucson. Comenzamos a recorrer todo el territorio, salpicado de enormes
cactus de hasta cinco metros de altura.
Resulta imposible estar en Tucson y no sentir curiosidad por su historia. Desde niño, desde que mi
abuela me llevaba al cine Proyecciones a ver las películas de Tom Mix, había sentido una gran curiosidad
por conocer esos lugares donde dos pistoleros se baten en duelo de revólver en una calle cubierta de barro
y demuestran cuál de los dos es más rápido desenfundando. Recuerdo que en una película, al comienzo,
una voz en off decía: “En 1883, los buenos iban al cielo y los malos a Tombstone”. Y me fui hasta allí, a
curiosear.
En 1877, Tombstone era territorio de los indios apaches de Gerónimo y de Cochise. Cuando en ese
año el barbudo Schieffelin llegó a las montañas solitarias buscando yacimientos de plata, los soldados de
Fort Huachuca le dijeron: “Lo que vas a encontrar aquí es una tumba de piedra”. Así, Schieffelin bautizó
su primera mina, que descubrió en 1877, con el nombre de Tombstone (tumba de piedra). La noticia del
hallazgo de plata trajo a Tombstone aventureros y pistoleros de todo el territorio de Estados Unidos que
soñaban con hacerse ricos. Por otra parte, su alejamiento del resto de los Estados y las grandes distancias

257
Miguel Gila Y entonces nací yo

que había de recorrer la justicia para llegar hasta allí, atravesando desiertos de muchos cientos de millas,
así como la cercanía con la frontera de México, hicieron que Tombstone fuese el refugio ideal para
aquellos que huían de la ley.
Tombstone es hoy uno de los pocos lugares que se conservan con toda su autenticidad. En
Tombstone no sucede como en algunas ciudades de nuestro país, donde se colocan placas
conmemorativas en las fachadas de algunas casas diciendo: “Aquí vivió fulano de tal, eminente escritor”
o “eminente pintor”. Las casas y las calles de Tombstone están llenas de rótulos donde se lee: “Aquí fue
muerto por Curli Bill, Marshall White”, “Aquí Buckskin Frank fue asesinado por Billy Claiborne”,
“Virgil Earp, asesinado aquí”, “Morgan Earp, asesinado aquí, en el saloon de Bob Hatch's”.
El saloon de Bob Hatch's está ahí aún, donde estaba; él no, claro, se murió o lo matarían.
Estuve tomando una cerveza en la barra después de cruzar las puertas batientes de la entrada.
Dentro, vaqueros que hablan y ríen; pero fuera no habían dejado atado el caballo, sino un Cadillac del 62
o un Chevrolet Camaro último modelo. Los vaqueros ya no llevan revólver.
De todo cuanto se puede admirar, aparte de la horca que aún se conserva como una pieza típica de
Tombstone, lo más curioso es el cementerio, donde están enterrados los más famosos pistoleros del
Oeste; el cementerio está cuidado, un anciano chino se encarga de que los textos de las lápidas, en
rústicas piedras o simples maderas, no se borren con el sol o la lluvia.
Aquí, en este cementerio, no hay un muerto de gripe ni por casualidad. Basta con leer estos
epitafios: “Tom McLauri, asesinado el 28 de octubre de 1881*; “Billy Clanton, asesinado en las calles de
Tombstone en 1881 * y en una sola tumba: “Damn Dowd, Red Sample, Tex Howard, Bill Delaney, Dan
Kelly, legalmente ahorcados el 8 de marzo de 1884*; “Aquí yace Lester Moore, cuatro tiros de un 44, ni
uno más ni uno menos”; y por si fuera poco, hay un epitafio que dice: “John Heatch, linchado por error”.
A este último le faltaba debajo del epitafio una frase que dijera: “Usted perdone”.
Ya llevábamos en Tucson varios días cuando fuimos a visitar la misión de San Javier. Me llevé la
gran sorpresa: uno de los franciscanos que estaba a cargo de la misión era el padre Gema, un zamorano al
que conocía de cuando yo vivía en Zamora. Le hablé de mi interés por conocer una reserva india. El
padre Gema nos dio toda clase de facilidades y nos acompañó hasta la reserva más cercana a Tucson, la
de los indios papagos. Aparte de que era la que estaba más cerca de Tucson, me pareció la idónea para
iniciarme en el contacto con los indios, porque aunque quería visitar a los apaches, les tenía cierto temor.
Los había conocido a través de las películas, y en las películas tienen un carácter más bien tirando a
violento. Hice mis cálculos y me dije: “Si los apaches le cortan la cabellera a los rostros pálidos, los
papagos que son unos buenazos, lo único que me pueden hacer es cortarme el pelo al dos con flequillo”.
Mientras cruzaba el desierto de Arizona, camino de la reserva, pensaba en cómo les tendría que
hablar. Había aprendido el idioma de los indios en algunas películas y era más o menos: “Yo ser Gila,
humorista español”. “Yo querer hablar con granjefe”. ¿Cómo se llamaría? ¿Ojo de Buitre? ¿Nube
Sentada? ¿Toro Agachado? Pero después descubrí que ya no se llaman así, se llaman Richard, Jolmny o
Shandy.
En lugar de cazar búfalos se dedican a la artesanía —hacen pulseras, collares y sortijas con plata y
turquesas—, y a otros trabajos, como la alfarería y los tejidos. La verdad es que si uno no se fija mucho,
ni parecen indios ni parecen nada. Visten como el señor Ramón o como mi primo Basilio, pantalón
vaquero y camisa de cuadros de colores, se diferencian de la gente de Aldeamugre de los Ajos en que los
de Aldeamugre llevan boina y beben agua en botijo. De todas maneras, los indios aún conservan mucho
de sus raíces, celebran sus fiestas y en ellas sí visten sus ropas típicas, adornan su cabeza con plumas y se
pintan la cara, los brazos y el pecho con colores vivos, pero en lugar de fumar la pipa de la paz, fuman
Camel, Marlboro o Winston. Ya no son tan auténticos como en las películas que yo veía en el cine
Proyecciones con mi abuela. Yo creo que con tanto follón como hay en el mundo se han dado cuenta de
que fumar la pipa de la paz es perder el tiempo.
Me cuenta el padre Gema:

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Miguel Gila Y entonces nací yo

—La misión de San Javier fue fundada por misioneros españoles en 1870. Los padres de la misión
nos encargamos de ayudar a los indios, de organizar su artesanía, de educar a los niños y de acoger a los
huérfanos.
Después de visitar a los papagos y ver que son muy campechanos, me arriesgué a visitar
Whiteriver, la reserva apache, que está situada en lo que fue el famoso Fort Apache.
La reserva de los apaches es como la de los papagos de San Javier, sólo que en lugar de estar
habitada por papagos, está habitada por apaches, que no tienen nada que ver con los apaches de París, que
son esos del jersey a rayas, gorra de visera y pañuelo al cuello que chulean a las mujeres en Pigalle. El
medio de vida más importante de los indios apaches es la ganadería vacuna, pero, cómo no, siempre
explotados por capitalistas que se llevan la mejor tajada.
Para recorrer todas las reservas indias hubiera necesitado siete meses, uno más de los que me
autorizaba la visa del pasaporte; solamente en el estado de Arizona hay dieciocho, en las que viven,
además de los papagos y los apaches, los covopahuas, los palurt, los hopis, los hualapahis, los mohaves,
los navajos, los pimas y los maricopas.
De todas maneras me dio mucha alegría estar con los apaches, porque uno tiene que conocer a la
gente en persona y no por lo que te digan en el cine. Al fin y al cabo, los productores de Hollywood están
siempre a favor de John Wayne y de Kirk Douglas, que son los que meten el dinero por la taquilla.
Desde Tucson viajamos a Las Vegas; para llegar hasta esta insólita ciudad es necesario cruzar el
desierto de Arizona, con un calor asfixiante. Llegamos a Las Vegas cuando estaba amaneciendo.
No me propongo describir cómo es la ciudad de Las Vegas. Ahora, en cualquier agencia de viajes
ofrecen tours a precios módicos.
Nos alojamos en un motel. Me llamó la atención que en la cabecera de la cama hubiera una
maquinita tragaperras. Pero cuando después de un breve descanso salí a la calle, vi que en cualquier lugar
por donde pasaba había alguna de esas maquinitas.
Y en Las Vegas me casé con la misma mujer por segunda vez. Es decir, que si en España era
bígamo, ahora era trígamo. Nuestra boda fue de lo más sencillo. Un cura protestante, dos testigos, mi
cuñado y mi cuñada y un fotógrafo. Celebramos nuestro matrimonio en una de esas pequeñas iglesias
llamadas chapel, de las que hay en cantidad repartidas por todo Las Vegas. El cura, o cómo lo llamen, nos
preguntó si la boda la queríamos con marcha nupcial o sencilla. A mí me pareció que tendría más
empaque con marcha nupcial y así la solicité.
Nos pusieron un disco con la marcha nupcial y entramos en la chapel, mi mujer del brazo del
padrino y yo del brazo de la madrina. Nos casaron, nos hicieron las fotos de boda, nos ataron en la parte
de atrás del coche varias latas y paquetes de detergentes y ahí terminó la ceremonia. Por la noche fuimos
a ver a Mickey Rooney y Franky Lein, entramos en varios casinos y después de una semana regresamos a
Tucson, de ahí a Los Ángeles y de Los Ángeles de nuevo a Buenos Aires.
Mientras volábamos de Los Ángeles a Buenos Aires en el avión coincidimos con un señor, de
apellido Botero, hermano del célebre pintor de gordos y gordas, que tenía una agencia de publicidad, y
ahí, en el interior del avión, hicimos un contrato de palabra para hacer catorce programas para televisión.
Aprovechando que el avión hacía escala en Bogotá, Botero nos arregló los pasajes y nos quedamos unos
días, en los que grabamos los catorce programas que habíamos fijado en el contrato. Para nosotros fue
gratificante conocer un país más de Latinoamérica. Vimos un grupo de teatro independiente compuesto
por gente joven, muy interesante, que hacían Tom Payne, visitamos el museo del oro, la catedral de la sal,
una catedral hecha en el interior de una mina de sal en la que tanto los altares como las imágenes están
esculpidos en sal. En la capital colombiana me pidieron que trabajara en un lugar llamado La Media
Torta, un lugar en el campo en forma de circo romano, donde, lo mismo que en La Alameda de México,
se actuaba para la gente que no tenía recursos para asistir al teatro o a los conciertos y donde trabajaban
gratis todos los artistas que pasaban por Colombia. Fue una gran impresión trabajar un domingo por la
mañana, a pleno sol, con miles de gentes del pueblo, de condición humilde, que disfrutaron con mi
humor, pero al mismo tiempo pensaba en la vida que les esperaba al día siguiente. Años después volvería

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Miguel Gila Y entonces nací yo

a Colombia, lo mismo que a México, donde estuve yendo cada dos años, siempre con el mismo éxito
(modestia aparte).
De todos estos viajes y vivencias enviaba artículos al semanario Triunfo, dirigido por José Ángel
Ezcurra. Era una forma más de ganar algún dinero para poder seguir viajando por toda América, incluso a
lugares donde no trabajaba, pero que sentía curiosidad por conocer, como es el caso de Guatemala, donde
la cultura maya dejó huellas imborrables, que aún perduran a pesar de los años transcurridos, esa cultura
maya de la que tanto me hablaba don Pancho Cornejo en su oculto rincón de El Rancho del Artista, ante
una botella de tequila.
Regresamos a Buenos Aires y nos incorporamos a nuestro trabajo, yo a un lugar de tangos llamado
Michelángelo y al teatro de La Coya en Martínez, donde tuve la suerte de compartir escenario con Astor
Piazzolla, con Falú, con el cuarteto Zupay, con Marikena Monti y otros muchos artistas de gran altura.
Mientras tanto María, mi mujer (en Buenos Aires le habían borrado lo de Dolores y era, como dice el
título de un tango, simplemente María), continuó con sus clases de arte dramático, de dirección y su
trabajo en la clínica del doctor Fontana.

Humor muy gráfico


Seguíamos viniendo a España una vez al año. Hacía unos días en Florida Park o algunos programas
en televisión y regresábamos a Buenos Aires.
El 13 de mayo de 1972 se lanza a la calle una nueva revista de humor, Hermano Lobo, y aunque en
ella figura como director Ángel García Pintado, el encargado de armar y confeccionar la revista es
Chumy Chúmez. José Ángel Ezcurra me invita a formar parte del recién nacido semanario y me
incorporo en calidad de colaborador a partir del número 2, el que sale a la calle el 20 de mayo, y desde
esa fecha formo parte del equipo de humoristas gráficos, con Manolo Summers, Forges, Chumy Chúmez,
Ops, Ramón y El Perich. Hermano Lobo no es La Codorniz. Hermano Lobo tiene un estilo y un carácter
más acorde con la época, incluso su confección no tiene nada que ver con La Codorniz. En Hermano
Lobo ya se empieza a hacer un humor de crítica política y social.
A pesar de que el Gobierno intenta aparentar que se respira cierta libertad en la prensa, ésta es aún
una utopía, pero los miedos han disminuido y eso nos permite a los que dibujamos y escribimos en
Hermano Lobo hacer, aunque disimuladamente, la crítica política y social de nuestro país. También
escriben el admirado y admirable Manuel Vicent, y Antonio Burgos, y otros grandes manejadores de la
pluma como Luis Carandell, Paco Umbral y muchos más que se disfrazan con divertidos seudónimos —
Genovevo de la O, Sir Thomas, Perseo, Justiniano, Don Nadie, Memorino—, y escriben esos dos geniales
humoristas del absurdo que son Tip y Coll, y que, incomprensiblemente para mí, se “divorcian” cuando
más necesitado está este país de humoristas con talento.
Hermano Lobo fue para mí una resurrección, iba a hacer lo que más me gusta, el humor gráfico. No
importaba el país donde estuviera trabajando, mis dibujos llegaban siempre a la redacción.
Lamentablemente la revista terminó su ciclo en 1976 con un número especial de verano. Creo que fue una
pérdida lamentable. En este nuestro país donde impera la mala leche, haría falta un semanario de humor,
pero...
En cada uno de mis viajes a España se iba produciendo algún acontecimiento que era señal
inequívoca de que las cosas iban a cambiar en nuestro país. Juan Carlos había sido proclamado príncipe
de España, Julio Iglesias se casaba con Isabel Preysler y Pedro Carrasco se proclamaba campeón del
mundo de los pesos ligeros; la nieta de Franco se casa con don Alfonso de Borbón; vuela por los aires el
presidente del Gobierno, almirante Cancro Blanco; son condenados a muerte y ejecutados dos miembros
de ETA y tres del FRAP, y el 20 de noviembre de 1975 muere Francisco Franco. El 15 de diciembre de

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Miguel Gila Y entonces nací yo

1976 los españoles van a votar a las urnas, algunos por primera vez, otros tienen que hacer memoria para
recordar cuándo fue la última. El 24 de abril de 1979 nace mi hija Malena. El 23 de febrero de 1981 un
teniente de la Guardia Civil de apellido Tejero intenta un golpe contra el Gobierno constitucional. En el
momento que se produce este hecho yo estoy trabajando en México, también está Lolita, la hija de Lola
Flores, mi hija va a cumplir dos años. Ya nos veíamos pidiendo asilo político si el golpe de Tejero
lograba su propósito. Por fortuna, aquello fracasó.
Y se legalizó el divorcio, y después de muchos papeleos, primero para conseguir el divorcio y luego
para arreglar la boda, mi mujer y yo nos casamos por tercera, última y definitiva vez.
No obstante, después de haber sufrido persecuciones, me alegré de que esta boda se celebrara
cuando ya mi hija podía asistir como invitada.
Durante los veinte años que viví en Argentina, gracias a mi profesión tuve oportunidad de conocer
otros países, otras dictaduras y otras formas de vida, algunas de ellas nada envidiables. Fueron muchos
los aguafuertes vividos en los países de Latinoamérica, donde compartimos miedos y felicidad, fui testigo
de golpes militares, de persecuciones, de secuestros y de torturas, donde mi mujer y yo fuimos víctimas
de uno de esos secuestros. Trabajé en Bolivia, México, Perú, Guatemala, Paraguay, Venezuela,
Colombia... Fui testigo del hambre, de la marginación y de la miseria. Viví experiencias y hechos muy
interesantes, que tal vez puedan parecer extraños, pero que son ciertos.
Pero todo esto merece un libro aparte. Por ahora no les quiero cansar. Quiero terminar esta parte de
mis memorias antes de que se me olviden, porque ya se sabe lo que pasa con la memoria, que puede
llegar un día en que uno se levante y no se acuerde de si se llama Alfonso González Castro y está casado,
o se llama Isidoro Martínez Arcos y está soltero.
En prevención de que me pueda ocurrir esto, ya estoy recordando datos y hechos para un nuevo
libro con el que conseguiré mostrar, en su totalidad, todos esos aguafuertes que tengo archivados en el
desván de mi memoria, para que quede reflejado todo lo que viví en esos países de Latinoamérica donde
existe el lujo y la miseria, las grandes mansiones y el chabolismo, donde los que tienen el poder en sus
manos no se conmueven ante los que pasan hambre. Donde los militares de alto rango visten uniformes
decorados con medallas mientras ponen sus botas sobre el cuello del pueblo.
Pero quiero dejar estas experiencias para contárselas más adelante, porque son vivencias que por su
interés merecen un libro completo.
Les espero en ese mi próximo libro.
Fin

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