Sobre El Caracter Historico de Los Milag
Sobre El Caracter Historico de Los Milag
Sobre El Caracter Historico de Los Milag
1. En la bula In Eminente, fechada el 30 de octubre de 1625, Urbano VIII también prohibió la representación
con el halo de santidad de personas no beatificadas o canonizadas, la colocación de velas o retablos ante sus
sepulcros y otras prácticas de culto popular; después, en la constitución Sanctissimus expondría el procedimiento
para nombrar santos (puede verse el estudio de Tulio Aristizabal y Ana María Splendiani, Proceso de beatificación
y canonización de San Pedro Claver, Bogotá, Centro Editorial Javeriano, 2002, pp. 19-20).
2. Del gachupín al criollo. O cómo los españoles de México dejaron de serlo, México, El Colegio de México, 1997,
p. 105.
50 Ramón Manuel Pérez
re dezir como obra de dios maravillosa que es sobre la natura usada de cada día: e por
ende acaesce pocas vezes».6
Se trata de una temprana definición que ya ofrece dos elementos para su caracte-
rización: que es obra de Dios y que es maravillosa. De hecho, una misma es la eti-
mología para milagro y maravilla, ambas voces devenidas de la raíz latina MIR que
remite a lo asombroso, a lo admirable; pues así como el verbo «miror, mirari» significa
maravillarse, admirar, el adjetivo «mirus, mira, mirum» significa admirable, asombroso,
maravilloso; de donde tanto mirabilis como miraculum reciben el sentido de hechos
admirables, maravillosos.7 En la Edad Media, el adjetivo miraculosus al parecer comen-
zaría a referirse exclusivamente a las maravillas de origen divino, por lo que los mila-
gros se singularizaron frente a las otras maravillas de distinto signo que poblaban la
imaginación y la realidad medievales; es decir, todo milagro era en este sentido una
maravilla, aunque no toda maravilla era un milagro. En todo caso, para encontrar el
lugar del milagro entre las maravillas se tiene ya el camino propuesto por Jacques Le
Goff, pues su tipología establece las posibilidades de lo maravilloso en el contexto
medieval, según la cual lo sobrenatural se dividiría en occidente, entre los siglos XII y
XIII, en tres dominios: mirabilis, que nombra lo maravilloso con orígenes precristianos;
magicus, lo sobrenatural maléfico, satánico y, finalmente, miraculosus, lo maravilloso
cristiano.8 Hay que decir, sin embargo, que la recuperación latina del vocablo griego
magicus (magicus) remite más a lo meramente misterioso que a lo satánico, lo que sin
duda llevaría a Le Goff a sugerir que en esta categoría podía caber también la magia
«blanca»; sea como fuere, esta tipología señala con precisión un lugar especial para
el milagro, diferente al de las otras maravillas, lo que puede complementarse con el
hecho de que no todo lo maravilloso o extraordinario era sobrenatural en la Edad Me-
dia, pues sin duda los prodigios, seres deformes o demás monstruosidades podrían no
salir del ámbito de lo aceptado como natural aunque no fuesen hechos cotidianos, lo
mismo podría decirse de algunas obras humanas sorprendentes, fruto del arte o del in-
genio, de modo que en suma podría decirse que el milagro no era humano, ni natural,
ni mucho menos satánico, sino fundamentalmente divino.9
6. Alfonso X, Las siete Partidas, Partida I, Ley CXXIV: «Quantas cosas ha me[n]ester el miraglo para ser ver-
dadero» (cito por la ed. de la Real Academia de la Historia, Madrid, en la Imprenta Real, 1807, p. 190).
7. Es sin duda una etimología que se mantiene en el siglo XVII, pues Covarrubias todavía trae una defi-
nición en ese sentido: «Maravilla es cosa que causa admiración, del verbo latino miror-aris, por admirarse»
(Tesoro, s.v. «Maravilla»). Por lo demás, miraculum parece haber estado en un principio más cercano al prodigio
o al portento, pues podría pensarse en el mundo romano era asociado a cuestiones corporales ya que miracula
es, para Plauto, una mujer feísima, un «portento de fealdad» (apud Varron: en Raimundo de Miguel, Nuevo
diccionario Latino- Español etimológico, Madrid, Visor, 2000 [facs. De la ed. de Madrid, Sáenz de Jubera, 1897]).
8. Lo maravilloso y lo cotidiano en el occidente medieval, tr. A. L. Bixio, Barcelona, Gedisa, 1985.
9. No obstante, hay que decir que para el siglo XVII la diferencia entre lo milagroso y lo diabólico no parece
tan acusada, pues en más de un milagro aparece el diablo ayudando a la salvación de las almas, como ade-
lante se verá. Con todo, se trata de un problema mayúsculo cuya consideración resultaría imposible en este
breve espacio; quede sólo el registro del carácter maniqueo que se puede adjudicar a la causa eficiente de la
maravilla medieval, como hace Martha Haro al oponer «la maldad del diablo al poder absoluto del Criador»,
y al hacerlo incluso al centro de un juego de oposiciones mayor: Dios vs demonio, premio vs. castigo, vida
eterna vs. vida mortal, alma vs. cuerpo (véase su artículo «La ejemplaridad de lo maravilloso en la cuentística
homilética castellana medieval», en Nicasio Salvador et al., eds., Fantasía y literatura en la Edad Media y los Siglos
de Oro, Madrid- Franfurt, Universidad de Navarra- Iberoamericana- Vervuert, 2004, Biblioteca Áurea Hispánica;
28, p. 201).
parte, en aquello que escribiera San Agustín en La Ciudad de Dios: que la ignorancia de
la causa crea la admiración y construye el milagro, pues para San Agustín el mundo en
sí, la vida, es ya un milagro, y por tanto los milagros no son en esencia contrarios a la
naturaleza sino sólo a lo que podemos conocer de ella:
¿Por qué no podrá hacer Dios que resuciten los cuerpos de los muer-
tos, y que padezcan con fuego eterno los cuerpos de los condenados,
siendo así que es el que hizo el mundo lleno de tantas maravillas y
prodigios en el cielo, en la tierra, en el aire y en las aguas, siendo la
fábrica y la estructura prodigiosa del mismo mundo el mayor y más
excelente milagro de cuantos milagros en él se contienen, y de que
está tan lleno
dice en el libro 21, Capítulo 7; afirmación que se complementa con el título del ca-
pítulo siguiente: «No es contra la naturaleza, que en alguna cosa, cuya naturaleza se
sabe, comience a haber algo diferente de lo que se sabía».15 De manera que la única
diferencia entre un milagro y otro hecho cualquiera narrado como histórico es que el
milagro, al ser extraordinario, debe ser asignado a causas diferentes que los hechos
ordinarios y, por lo mismo, viene a ser más poderoso para la persuasión pues resulta
inexpugnable a la razón.
Para la hermenéutica medieval existían dos posibilidades interpretativas del mundo:
una literal o «histórica» y otra espiritual, que llevaba a entenderlo de manera alegóri-
ca, anagógica o moral.16 En principio dicho sentido espiritual se encontraba expresado
sobre todo en la Biblia y no tanto en la vida cotidiana; sin embargo, al parecer la inter-
pretación espiritual terminaría aplicándose también a los hechos consuetudinarios de
modo que ello abriría la puerta a la aceptación y proliferación del milagro como forma
cotidiana e histórica de intervención divina en los asuntos humanos. Es decir, aunque
la posición ortodoxa sobre la irrupción de lo sobrenatural en la existencia temporal da-
ba por sentada la participación de Dios sólo en momentos precisos (los portentos del
Antiguo Testamento, la encarnación, muerte y resurrección de Jesús, y al final de los
tiempos en la segunda y definitiva venida), la aceptación del milagro fue desde los pri-
meros tiempos del Cristianismo al parecer cosa corriente pues ya entonces se insistía
en el poder y la libertad de Dios respecto de las leyes naturales, insistencia que tenía
como base la afirmación de Pablo de que Cristo nos había salvado de la naturaleza:
que antes de la resurrección, por la idolatría, todos los hombres habían sido esclavos
de los principios elementales del mundo.17
Después del Concilio de Trento, y sobre todo bajo la dirección de papas como Urba-
no VIII, la Iglesia tomaría el control sobre las representaciones de milagros y prodigios,
no sólo aquellos asociados a los procesos de canonización sino en general la difusión
de todo tipo de maravillas, pues para entonces eran ya más que claras las virtudes
15. La Ciudad de Dios, XXI, VII, 1 y VII (cito por la tr. de J. Morán, Obras de San Agustín, t. XVII, Madrid,
BAC, 1965).
16. Suma Teológica, I, q. 1, art. 10, 1-3.
17. Véase: Rom. 1, 25-26. Este es, como dice Robert Grant, el primer elemento para la aceptación de los mi-
lagros: «early Christians thus insisted upon the power and the freedom of God [respecto a las leyes naturales].
This is the primary factor in all the miracles stories» (Miracle and natural law in Graeco-Roman and early Christian
thought, Amsterdam, North-Holland Publishing Company, 1952, p. 265).
18. Véase Monstruos, demonios y maravillas a fines de la Edad Media, tr. J. Rodríguez Puértolas, Madrid, Akal,
1986, p. 273.
19. Como el Canon Episcopi citado en el Malleus Maleficarum [Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger, Malleus
Maleficarum (el martillo de los brujos), tr. E. D’Elio, Barcelona, Círculo Latino, 2005]. Ciertamente el Martillo de los
brujos podría tener muy poca representatividad respecto de la ortodoxia religiosa, al ser como se sabe un texto
más o menos fraudulento; sin embargo, sin duda sí la podría tener respecto de la probable visión de mundo
de la época.
20. Del arte de hablar, ed y tr. de J.M. Rodríguez Peregrina, Universidad de Granada, Granada, 2000: III, 13.
21. Rhua incluye en sus cartas los argumentos de su oponente, como era corriente según las normas de la
disputatio medieval todavía en uso en el siglo XVI (Cartas de Rhua lector en Soria sobre las obras del Reverendísimo
señor Obispo de Mondoñedo dirigidas al mesmo, Burgos, por Juan de Junta, 1549, fols. 37v, 41r y 45v).
22. De panes y sermones: El milagro de los «panecitos» de Santa Teresa, México, México, El Colegio de México,
2001 (Jornada; 136).
23. Ibid., p. 22.
El proceso inquisitorial, por fraude, se alargó de 1681 a 1685, año en que muere la
hermana del dean quien al parecer siguió reintegrando panes hasta el final. El proceso
quedaría inconcluso entre un estira y afloja de inquisidores y fiscales, estos últimos te-
merosos de la «mucha jerarquía» de los testigos que se veían obligados a convocar; lo
que ilustra, entre otras cosas, que la aceptación del milagro en el siglo XVII novohispa-
no era cuestión conflictiva, al menos para las autoridades eclesiásticas, hecho que sin
duda tendría muy en cuenta un predicador que se valiera de milagros para ilustrar su
sermón.
En el contexto de la predicación el milagro podía compartir funciones ilustrativas con
otros tipos de relato ejemplar: algunos históricos como aquellos relatos que se tomarían
de las gestas, y otros ficcionales como las fábulas o las parábolas; allí cumpliría ciertos
fines persuasivos adjudicados a la prueba inductiva de carácter maravilloso: en primer
lugar la búsqueda de la admiración, tan cara a la oratoria de estilo humilde, el suspender
la imaginación para propiciar la inspiración divina y, por supuesto, representaba una
valiosa ayuda para fijar la enseñanza. Al funcionar como ejemplo dentro de un sermón,
podría asumirse que el milagro ofrecía también elementos para la imitación, sin em-
bargo en este aspecto habría que tener cuidado pues sin duda hay mucho en el milagro
que escapa a toda posibilidad humana de emulación; a lo sumo se podría decir que el
milagro puede enseñar un camino para llegar a ser merecedor o beneficiario de un favor
divino mínimamente comparable aunque, en la mayoría de los casos, el milagro sólo se
proponía para suscitar la alabanza a Dios.
Ya José Aragüés se detenía en la diferencia que se debe marcar entre los propósitos de
admiración e imitación atribuibles a los milagros y ejemplos, pues «el carácter excepcio-
nal del milagro desvirtuaba, en efecto, la mencionada identificación entre el protagonis-
ta del ejemplo y el oyente, cuando no favorecía la desesperación de este último ante la
imposibilidad de observar una conducta acorde con la expuesta desde el púlpito», por
lo que el carácter maravilloso del milagro no debía ser presentado sólo para procurar
la admiración por sí misma, sino que debía ser conducido a la edificación del auditorio
con base en la identificación con el beneficiario del milagro (pues con el autor resultaba
imposible).24 Precisamente desde la perspectiva del beneficiario podrían ser clasificados
los milagros, como lo ha hecho Jesús Montoya siguiendo a Uda Ebel, al distinguir el mi-
lagro hagiográfico (sin beneficiario y sólo con el fin de suscitar la alabanza) del milagro
románico o «literario» (con beneficiario).25 María Jesús Lacarra se ocuparía del segundo
tipo al proponer a su vez para él una tipología cuatripartita: el milagro de auxilio, en el
que el santo se ocupa de sus devotos y que viene a ser más próximo al ejemplo homi-
lético, al implicar de modo claro una enseñanza moral; el milagro de castigo; el milagro
de conversión y, finalmente, el milagro de glorificación.26
24. Con el propósito de distinguir sin diferenciar el milagro del ejemplo, Aragüés retoma una terminología
áurea que podía cruzar ambos géneros de relato y ambos propósitos persuasivos: «Ejemplos para admirar» vs.
«Milagros para imitar» (véase su Deus concionator. Mundo predicado y retórica del exemplum en los Siglos de Oro, Ams-
terdam, Rodopi, 1999, pp. 90-94).
25. De Jesús Montoya véase tanto el estudio ya citado (Las colecciones de milagros de la Virgen en la Edad Media)
como su edición crítica de la obra de Berceo: El libro de los milagros de Nuestra Señora, Granada, Universidad de
Granada, 1986. En ambos libros se apoya en el clásico estudio de Uda Ebel (Das altromanische Mirakel, Heidel-
berg, Ursprung und Geschichte cines literarischen Gattung, 1965).
26. «Algunos miraglos que nuestro Señor fizo por nuestro padre sancto Antonio: presentación del texto y
aproximación tipológica», Crisol, 4 (2000), 215-241.
El beneficiario era también, sin duda, aspecto fundamental en la validación del he-
cho milagroso y no sólo principal punto de imitación por parte del auditorio, como
puede verse en un milagro muy célebre ocurrido a mediados del siglo XVII, predicado
por el jesuita Juan Martínez de la Parra en sus pláticas doctrinales dichas entre 1690 y
1694 en la Casa Profesa de la Ciudad de México. Se trataba de unas cédulas o papele-
tas que habían comenzado a circular en Roma hacia 1652, cuyas virtudes milagrosas
se atribuían a la Inmaculada Concepción de María, devoción mariana que por enton-
ces se promovía, pues con sólo escribir en una cédula «conceptio inmaculata» ésta era
capaz de curar cualquier mal si era ingerida en agua. Voló la fama del milagro, dice
Martínez de la Parra, «mas no faltaron otros, que quisieron obscurecer su verdad. Pe-
ro con testigos de toda excepcion autenticado el milagro, corriò luego en escritos por
toda Italia». No obstante, el religioso que inició esta piadosa costumbre (cuyo nombre
no se menciona) padeció persecución por ese motivo «como si en aver dado vn tan
saludable remedio huviera cometido algun delito, privandolo de oficio lo desterraron
sus Prelados de Roma, con pena, que le impusieron de perpetua carcel»;27 no fue sino
hasta que el milagro tuvo un beneficiario mayor (un cardenal es curado por este medio
el 12 de febrero de 1657) cuando puede iniciarse un proceso de aceptación tanto del
milagro como de la devoción en cuestión.
El complicado y azaroso camino que debían seguir los milagros para encontrar su
sanción institucional en el siglo XVII permite observar, entre otras cosas, una situación
paradójica, originada en el hecho de que el predicador que los trae al sermón se ve
obligado a intentar probar los hechos de fe, lo que en principio resulta contradictorio
pues pretender autorizar la veracidad de los hechos sobrenaturales mediante recursos
probatorios propios de la historiografía humanística crea una tensión entre una con-
cepción religiosa de la historia cuya base es la fe y, por tanto, no precisaría de la de-
mostración de los hechos originados en la voluntad divina, y una concepción todavía
humanista que buscaría dar más peso a la razón en la lectura de los acontecimientos.
Le Goff, en su lectura diferenciada de milagro y maravilla, ve en la atribución divina
del milagro una «reducción» de lo maravilloso, al remitirlo a un solo autor, lo cual po-
dría sugerir otros problemas implicados, pues si se acepta con Tomás de Aquino que
Dios es el único ser que puede obrar milagros en virtud de que es el único ser increado,
quedaría por demostrar que Dios efectivamente existe para poder ser el autor de los
tales, lo que lleva a un razonamiento circular pues en este contexto la única prueba de
su existencia viene a ser el milagro mismo. Es decir, el desacuerdo con la naturaleza
es una prueba del origen divino de los milagros pues, como Gregorio de Nisa acepta,
«[if] the Christian preaching is not in harmony with natural laws, he [Gregorio de Ni-
sa] should accept this fact as a proof of the divinity of Christ», en palabras de Robert
Grant.28
Si un milagro es en esencia un hecho contrario a la naturaleza y a la razón, y su
verdad es distinta en definitiva a la verdad empírica, como argumentaba el obispo de
Mondoñedo, difícilmente se justifica el consecutivo esfuerzo del predicador encami-
nado precisamente a explicar dichos hechos o, al menos, a hacerlos coherentes con el
27. Luz de verdades catholicas y explicacion de la doctrina christiana [...], México, por Diego Fernández de León-
Sevilla, por Juan Francisco de Blas, Sevilla, 1690-1699 (Tratado II, Plática VII).
28.�Op. cit., p 211.
29.��������������������������������������������������������������������������������������������������������
«Christ can not be known as the revelation of God except by faith and repetance; but a faith not quite
sure of itself always hopes to suppress its scepticism by establishing the revelatory depth of a fact through its
miraculous character. This type of miracle is in opposition to the true faith», dice Reinhold Niebuhr (Faith and
History, New York, Charles Scribner’s Sons, 1949, p. 148).
30.�Op. cit., Tratado I, Plática XIV.
31. «La verdad y la falsedad no se dan, pues, en las cosas (como si lo bueno fuera verdadero y lo malo, inme-
diatamente falso) sino en el pensamiento» (Metafísica, tr. T. Calvo Martínez, Gredos, Madrid, 1994, p. 276). El
pensamiento aristotélico, por lo demás, resulta un elemento indispensable para la comprensión de los hechos
estéticos a partir del siglo XVI, en que se fortalece la influencia de la Poética gracias sobre todo a la traducción
que de ella haría Giorgio Valla en 1498.
32. «Por esto también la poesía es más filosófica y elevada que la historia; pues la poesía dice más bien lo
general, y la historia, lo particular» (Poética, tr. V. García Yebra, Gredos, Madrid, 1974, 1451a 38-47).
33.��������������������������������������������������������������������������������������������������
«whenever the autor tells us what no one in so-called real life could possibly know» dice Booth (The
rhetoric of fiction [1961], Chicago, The University of Chicago Press, 1983, p. 3).
34. Ibid, p. 4.
35. Jesuita que había impreso Suma de exemplos de virtudes y vicios (Sevilla, 1632).
36. Op. cit., Tratado II, Plática XXXI.
de horrores, y bramidos el ayre vn feissimo negro Toro, echando fuego, y humo por
los ojos, y narizes corriendo azia las andas, à testeradas, à manotadas, à bocados
destrozando en menudas piezas el cuerpo, lo hizo el demonio que baylara al son de
sus bramidos; y dexandolo assi se desaparecio».39 La descripción de esta espantosa
muerte y el desmembramiento posterior del cuerpo, con profusión de detalles, logra
un efecto terrorífico similar al que buscarían posteriormente los cuentos góticos, a
decir de Booth, para quien «For Poe’s special kind of morbid horror, a psychological
detail, as conveyed by an emotionally charged adjective, is more effective than mere
sensual description in any form».40
Estos relatos ejemplares de horror, milagros en un sentido amplio («milagros de cas-
tigo» en la tipología de María Jesús Lacarra y exempla ex contrariis en la nomenclatura
de Quintiliano)41 contados a los asistentes a un sermón predicado en el siglo XVII, jus-
to cuando se comenzó a pensar de nuevo en que las cosas del mundo eran gobernadas
por leyes naturales,42 implica un concepto de lo real que se montaba sobre el empir-
ismo antiguo y humanista moralizando la idea de ley natural, no entendiéndola ahora
como un estado de cosas verificable empíricamente sino asumiendo su «naturalidad»
a partir de lo que debería suceder de acuerdo con el plan divino. En este sentido, es-
tos ejemplos históricos podrían resultar más bien poéticos (en términos aristotélicos)
en virtud precisamente de su carácter sobrenatural y del artificio que justifica su pre-
tensión de historicidad; no obstante, justamente por esa pretensión habrá que seguir
considerándolos históricos, dado el uso que se les da, la intención histórica con que el
predicador los cuenta y la probable aceptación de lo sobrenatural como hecho cotidi-
ano en la época.
En suma, a fines del siglo XVII el uso del milagro como ejemplo en la predicación
era tal vez tan pujante como lo había sido en la Edad Media, aunque sin duda había
cambiado el modo en que lo maravilloso debía ser presentado; el control eclesiástico
sobre las manifestaciones sobrenaturales, junto a la presión que sobre la idea de lo
histórico venía ejerciendo la naciente historiografía humanística, sin duda afectaron
las convicciones preceptivas sobre la predicación y la práctica misma de la oratoria,
en el sentido de la inserción más rigurosa de los milagros en el ámbito de lo histórico.
Paradójicamente, el rigor historiográfico en la presentación de los milagros sería acom-
pañado de un incipiente desarrollo literario, producto sin duda de la mayor reflexión
estética propia de la época aunque también puede ser relacionado precisamente con
la idea de verdad histórica a la que podía ajustarse el hecho milagroso, como se ha vis-
to. Se trata en última instancia de una tensión, tanto entre dos conceptos de realidad
(una empírica y otra metafísica) como entre dos modos de escritura (la histórica y la
ficcional), que podría ayudar a definir la estructura y presentación de los milagros en
la predicación del siglo XVII.
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Resumen
En este artículo el autor explora un asunto que cada vez convoca más la atención
de los estudiosos: el complicado lugar del milagro entre los textos de carácter histórico
en el siglo XVII, particularmente cuando se le usa como ejemplo en la predicación; di-
cha exploración incluye la probable utilidad añadida de ser hecha con base en relatos
ejemplares novohispanos, sin duda insuficientemente conocidos. En el siglo XVII, a di-
ferencia de los usos medievales, la inclusión de un milagro en la predicación implicaba
ciertos compromisos con la demostración, gracias sobre todo a las fértiles polémicas
sobre la verdad sostenidas por los humanistas el siglo anterior, de modo que el uso de
milagros significó ahora una tensión entre dos concepciones de realidad en cierto sen-
tido excluyentes: una concepción empírica que necesitaba justificar la presencia de lo
sobrenatural, y otra metafísica que lo permitía, trasunto de nociones patrísticas.
Abstract
In this article the author explores a subject that is little by little getting the researchers’
attention: the complex definition of the miracle between the historical texts in the XVII
century, mainly about its use as exemplum in preaching. A probable added benefit is
that this exploration was done on Mexican Colonial exemplary stories, a not enough
known field of research. In the XVII century the inclusion of a miracle in preaching, as
a historical exemplum, must be done including a rational explanation of the supernatural
things, mainly because the fertile controversies on the historical truth maintained by
the humanists in the previous century, so now the use of miracles meant a tension
between two excluding conceptions of reality: an empirical conception that needed
to justify the presence of the supernatural things, and another metaphysic (patristical)
conception which allows it.