El Secreto Del Tanque de Agua

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El secreto del
tanque de agua
El secreto del
tanque de agua

El secreto del tanque de agua


María Inés Falconi
N OV EL A HI S TÓR I C A

Ilustraciones de María Jesús Álvarez


María Inés Falconi
Dos hermanos, Lucas y Rocío, están jugando Ilustraciones de María Jesús Álvarez
en el techo de la casa de su abuela, cuando
caen en el tanque de agua. Una soga los
rescata de allí y, al salir, se dan cuenta de que
salieron de un aljibe, y que han aparecido
misteriosamente en febrero… ¡pero de 1810!

«A mí me gusta mucho la
parte no oficial de la historia.
Investigar, encontrar cartas,
cosas... Yo hice el viaje en el
tiempo. Esa fue mi sensación.»
María Inés Falconi

www.loqueleo.santillana.com María Inés Falconi

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www.loqueleo.santillana.com
© 2010, María Inés Falconi
© 2010, 2014, Ediciones Santillana S.A.
© De esta edición:
2016, Ediciones Santillana S.A.
Av. Leandro N. Alem 720 (C1001AAP)
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina

ISBN: 978-950-46-4561-0
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en Argentina. Printed in Argentina.

Primera edición: enero de 2016


Primera reimpresión: mayo de 2005
Coordinación de Literatura Infantil y Juvenil: María Fernanda Maquieira
Ilustraciones: María Jesús Álvarez

Dirección de Arte: José Crespo y Rosa Marín


Proyecto gráfico: Marisol Del Burgo, Rubén Churrillas y Julia Ortega

Falconi, María Inés


El secreto del tanque de agua / María Inés Falconi ; ilustrado por María Jesús Álvarez. - 1a
ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Santillana, 2016.
328 p. : il. ; 20 x 14 cm. - (Naranja)
ISBN 978-950-46-4561-0
1. Literatura Infantil y Juvenil. I. Álvarez, María Jesús, ilus. II. Título.
CDD 863.9282

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en


todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de
información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico,
electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permi-
so previo por escrito de la editorial.

Esta primera edición de 13.000 ejemplares se ter­mi­nó de im­pri­mir


en el mes de enero de 2016 en Arcángel Maggio – división libros,
Lafayette 1695, Ciudad Autónoma de Buenos Aires,
República Argentina.
El secreto del
tanque de agua
María Inés Falconi
Ilustraciones de María Jesús Álvarez
Algunas aclaraciones
antes de empezar a leer

¿A ustedes no les gustaría saber cómo


eran, de verdad, las personas a las que ahora llama-
mos próceres, patriotas, héroes de nuestra patria? A
mí sí. Me gustaría saber cómo hablaban, qué hacían,
qué amigos tenían, qué comían y dónde vivían,
entre tantas otras cosas. Porque ellos, allá por 1810,
no sabían que eran próceres, eran simplemente per-
sonas, como cualquiera de nosotros. Con el tiempo
se fueron transformando en los retratos de los libros,
de las paredes de las escuelas, de las oficinas. Todos
sabemos las cosas importantes que hicieron, pero no
las pequeñas cosas intrascendentes, las de todos los
días. ¿Cómo le gustaba el mate a Manuel Belgrano?
¿Dulce o amargo? O tal vez no tomara mate, sólo té.
¿Se habrá resfriado alguno después de la lluvia del 25
de mayo? ¿Cuál era el más malhumorado? ¿Cuál era
el más chistoso?
Nunca vamos a poder saberlo, pero, basán-
donos en algunos relatos de aquella época, sí pode-
mos imaginar, inventar y recrear cómo fueron, tal
vez, aquellos días para aquellos hombres.
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Esta historia, la aventura de Lucas y Rocío,


está basada en hechos y personajes reales que viven
situaciones imaginadas por mí, de puras ganas que
tengo de conocerlos.
Y créanme que, cuando terminé de escribirla,
realmente sentí que los conocía un poco más. Ojalá a
ustedes les pase lo mismo.

María Inés
Capítulo 1
Febrero de 2008

E l techo era el mejor lugar. Su lugar.


Absolutamente desconocido por cualquier ser huma-
no por eso era tan fantástico. Un secreto que había
podido mantener oculto durante… ¿cuatro años? Sí,
más o menos. Tenía ocho la primera vez que subió,
aunque no recordaba la fecha exacta. Solo que era un
día de calor, como hoy, 29 de febrero, en el que el sol
rajaba las baldosas coloradas (las rajaba más, porque,
de por sí, ya estaban bastante rotas).
Había descubierto el techo por casualidad,
de puro aburrido que estaba de deambular solo por
la casa de su abuela. Porque los martes eran el día en
que iba a la casa de su abuela. Lucas no podía recor-
dar un solo martes, desde que había nacido, en el que
no hubiera ido. Bueno, sí, aquella vez que tuvo
sarampión. Uno.
Su abuela lo retiraba de la escuela al medio-
día, y él se quedaba con ella hasta que por la tarde lo
pasaban a buscar su mamá o su papá. Era un privile-
gio que sólo él tenía. Su hermana nunca venía.
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“Porque la abuela está grande y no puede con los


dos”, explicaba su mamá. No sabía si era cierto y tam-
poco le importaba.
Pero para su abuela, también desde que él
tenía memoria, la siesta era sagrada, con Lucas o sin
Lucas. Él ya lo sabía, la abuela se “tiraba un ratito”
(Lucas tenía calculado el ratito en media hora, a veces
algo más) y él tenía que jugar “en silencio” para no
despertarla.
Cuatro años antes, una de esas tardes en que
andaba dando vueltas por la casa en busca de algo
divertido y silencioso para hacer, se había ido al fondo
(así llamaban al gran terreno que estaba detrás de
la casa) y había visto la escalerita de hierro pegada
a la pared que llevaba, evidentemente, al techo.
Lucas la vio como si fuera la primera vez, a pesar
de haberla visto mil veces antes. Y esto fue porque
esa fue la primera vez que se le ocurrió que podía
subir para ver qué había arriba.
Él sabía perfectamente que treparse al
techo entraba en la categoría de “travesura” y,
sobre todo, de “travesura seguida de reto”. Pero, si
nadie se enteraba, lo de “seguida de reto” perdía
efecto. Después de todo, esa es la gracia de las tra-
vesuras, que nadie se entere.
Se había arriesgado y al llegar arriba se dio
cuenta de lo bien que había hecho. Desde ahí podía
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ver los fondos de las casas vecinas, las bicicletas


amontonadas contra las paredes, los baldes arrin-
conados, las mangueras enroscadas, la ropa tendi-
da. Se había reído mucho cuando descubrió la
bombacha de la vecina tendida en la soga. ¡Era tan
grande como su cola! Podía ver también todos los
techos de muchas manzanas a la redonda, y un
horizonte infinito y sin límites que lo hacía sentir-
se en la cima del Aconcagua.
Encontró unas chapas oxidadas, algunos
tablones de madera, ladrillos enmohecidos, dos esco-
bas, o mejor dicho dos palos con lo que había sido
una escoba, una pala grande, también oxidada, y
algunas sogas podridas. Era claro que hacía años que
nadie limpiaba el techo. Seguramente esas cosas las
había subido allí su abuelo, a quien ni siquiera había
conocido. No imaginaba a su abuela trepando por la
escalerita de hierro con una pala al hombro.
Cuatro años disfrutando de su escondite,
mejorándolo semana tras semana, acumulando sus
tesoros secretos (lo de tesoros era una apreciación
muy personal; su mamá, de haberlos encontrado, los
habría llamado porquerías). Las chapas le habían ser-
vido para hacerse un “techito por si llueve”. Podía
sentarse ahí abajo y, si no se movía ni un centímetro,
podía capear la tormenta sin mojarse. Había llevado
revistas, una frazada vieja que su abuela había tirado,
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para taparse en el invierno, una almohada rota que


hacía su asiento más cómodo, juegos, la colección de
chapitas, cartas, la manguera pinchada para conectar-
la a la canilla en verano, algún libro de vez en cuando;
en fin, lo necesario para pasar una media hora diver-
tida. Y lo mejor de lo mejor era que nadie, nunca,
jamás, lo había descubierto.
Pero hoy, 29 de febrero, cuando se estaba
acomodando a la sombra para leer la historieta nueva
que se había comprado, tuvo una visita tan inespera-
da como desagradable.
Rocío se le apareció de repente, con su cara
sonriente y maléfica asomándose por la escalerita y esa
mirada tan suya de “te pesqué”. ¿Por qué, si había
podido guardar el secreto durante cuatro años, ahora
lo había descubierto, justamente, Rocío? Su hermana
Rocío. Su hermana menor Rocío. Esa suerte de plo-
mo pegajoso y molesto, adherente y urticante que
era… su hermana Rocío.
Lucas la miró atónito. ¿De dónde había
salido? ¿Cuándo había llegado a la casa de la abue-
la? ¿Con quién había venido? Todas las preguntas
se le agolpaban en el cerebro, pero solo una salió
de su boca.
—¿Qué hacés acá, nena?
—¿Qué hacés “vos” acá? —le retrucó
Rocío.
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Lucas había olvidado que su hermana jamás


contestaba una pregunta en forma directa o, más
bien, que jamás contestaba una pregunta.
—Es martes —contestó Lucas. Eso expli-
caba todo.
—Ya sé que es martes y que los martes venís
a la casa de la abuela, si es eso lo que me querés decir.
Lo que yo te pregunto es qué hacés acá, en el techo.
—Y lo que yo te pregunto es por qué estás
acá.
—Porque subí por la escalerita.
—¡No! Por qué estás en la casa de la abuela.
¿No ibas a ir con tu amiga a la pileta?
—Hongos —contestó Rocío tranquila-
mente.
—¿Me podés contestar lo que te pregunto?
¿Qué tienen que ver los hongos?
—Mucho. Tenía hongos y no pasé la revi-
sión médica; por lo tanto, la mamá de Anabella
habló con mamá, y mamá estaba trabajando,
pero habló con la abuela, y la abuela le dijo que
podía venir, entonces mamá…
—Está bien, está bien. Ya entendí. Ahora,
andate.
—¿Por?
—Porque tengo ganas de estar solo.
—Yo no.
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Lucas respiró profundo. Ya conocía esta


historia. ¡Uy, si la conocía! Podía pasarse tres días
tratando de echar a su hermana sin conseguirlo.
—Está bien —dijo, resignado—, si no que-
rés estar sola, yo bajo con vos.
Si tenía que soportar a su hermana, era mejor
hacerlo abajo, en el mundo visible, no en su escondite
secre… No, ya no era más secreto. Lo que sabía
Rocío, lo sabía todo el mundo.
—Pero yo no quiero bajar —dijo Rocío.
—Pero yo sí y, como vos no tenés ganas de
estar sola, bajás conmigo.
—Quiero ver.
—No podés. Es peligroso. Podés caerte del
techo. No hay barandas.
—No soy idiota, nene. No pienso acercarme
al borde.
—Sí sos idiota, y no tengo ganas de juntarte
en pedacitos del piso.
Rocío le sacó la lengua, y terminó de subir los
dos últimos escalones.
—¿No me escuchaste?
—Sí, pero igual quiero ver.
Lucas evaluó que no era conveniente tener
un ataque de furia en ese momento: no podía gri-
tar, porque los iban a escuchar; no la podía correr,
porque era peligroso; mucho menos sacarla de un
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empujón y, muchísimo menos, convencerla por


las buenas. Su hermana había ganado la partida.
—Está bien, pero mirás y nos vamos.
Al menos, por honor, tenía que poner alguna
condición.
—Obvio —le contestó Rocío—. No está
bueno para quedarse. Te morís de calor acá.
Lucas no le contestó. La ilógica de su her-
mana lo superaba. Si no estaba bueno quedarse,
¿para qué quería quedarse?
Rocío dio una vuelta por el techo. Era
claro que no encontraba ningún placer estando
ahí arriba, salvo el de molestar a su hermano.
—¿Todo esto lo trajiste vos? —preguntó
cuando descubrió las cosas de Lucas muy bien aco-
modadas en unos cajones abajo del tanque.
—No te importa.
—Sí, las trajiste vos —concluyó Rocío.
—¿Si ya sabés para qué preguntás?
—Para tener una mejor comunicación
con mi hermano —se burló Rocío, a quien de
tanto en tanto le gustaba repetir frases que había
escuchado, aunque Lucas estaba seguro de que no
las entendía.
—No toques nada.
—No pienso tocar nada. No es tan intere-
sante. Además está todo mugriento.
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Lucas gruñó.
—Bueno, ya viste, vamos —dijo levan-
tándose.
—¿Este es el tanque de agua?
—No. Es una nave espacial que tiene la
abuela sobre la terraza —dijo Lucas—. ¿Qué va a
ser, nena?
—¡Qué sé yo! Como hay dos… ¡No sé
para qué necesita la abuela tanta agua!
A Lucas nunca se le había ocurrido que,
la verdad, era raro que hubiera dos tanques.
—Capaz que uno es viejo —dijo.
—¿Nunca te fijaste? —preguntó Rocío
haciendo el intento de pararse en los hierros del
soporte para mirar adentro del tanque.
—No. Bajate de ahí que te vas a matar.
—Quiero ver.
—Bajate, Ro, en serio.
Apenas dijo esto, Lucas se arrepintió.
Sabía perfectamente que su hermana hacía siem-
pre lo contrario de lo que uno le pedía. Si lo que
quería era que se bajara, tendría que haberle
dicho que se metiera adentro del tanque. En fin.
No se iba a bajar. Todo lo que podía hacer era
cuidarla para que no se cayera.
Rocío ya estaba trepando hacia al borde
superior del tanque, que se elevaba como más de

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