Domesticarlosalvaje
Domesticarlosalvaje
Domesticarlosalvaje
Solo unas cuantas especies animales han podido criarse con éxito para convivir con los
humanos. La explicación, según científicos, está en los genes.
Daisy Mae, una cerdita enana vietnamita, se apoltrona como cualquier miembro de la
familia en West St. Paul, Minesota.
“¡Hola! ¿Cómo estás?”, pregunta Lyudmila Trut al agacharse para quitar el cerrojo de una
jaula de alambre con el rótulo “Mavrik”. Nos encontramos entre dos largas hileras de
armazones similares en una granja de las afueras de Novosibirsk, en el sur de Siberia, y el
saludo de la bióloga de 76 años no va dirigido a mí, sino al peludo ocupante del contenedor.
Reconozco el tono de ternura maternal que adoptan los propietarios de perros al dirigirse a
sus mascotas.
Trut dedica todo su interés a Mavrik, criatura más o menos del tamaño de un pastor de
Shetland, con pelaje castaño rojizo y mancha blanca en el pecho, quien interpreta a la
perfección su papel: mueve la cola, hace el muertito y jadea emocionado, como esperando
atenciones. Desde el interior de las jaulas adyacentes, docenas de cánidos actúan del mismo
modo. “Como puede ver –dice Trut, alzando la voz para hacerse oír–, todos ansían el
contacto humano”. Sin embargo, ese día Mavrik es el afortunado beneficiario y Trut alarga
los brazos para sacarlo de la jaula y entregármelo. Acunado contra mi pecho, el animal
mordisquea mi mano; es tan dócil como un perrito faldero.
La diferencia estriba en que Mavrik no es un perro, sino un zorro. Mavrik y varios cientos
de sus parientes integran la única población de zorros plateados domesticados en el mundo
(de hecho, la mayoría es de color plateado o gris oscuro, así que el pelaje rojizo de Mavrik
es una rareza). Y uso el término “domesticado” no para decir que han sido capturados y
amansados, o criados por personas y amaestrados para tolerar caricias ocasionales a cambio
de alimento. Me refiero a que estos seres fueron reproducidos como animales domésticos,
tan mansos como un gato o un perro Labrador. “Es más –agrega Anna Kukekova,
investigadora de Cornell especializada en zorros–, estos animales me recuerdan mucho a
los cobradores dorados, los cuales, en esencia, no saben que hay gente buena, gente mala,
personas que conocen de antes y perfectos desconocidos”. Estos zorros tratan a cualquier
humano como compañero potencial, conducta resultante de lo que, podría decirse, es el
experimento de reproducción selectiva más extraordinario jamás emprendido.
Todo comenzó hace más de cincuenta años, cuando Trut aún estudiaba en la universidad.
Bajo la dirección del biólogo Dmitri Belyaev, investigadores del vecino Instituto de
Citología y Genética rescataron cerca de 130 zorros de diversas granjas de pieles y
comenzaron a cruzarlos con la intención de recrear la evolución de los lobos en perros,
transformación que inició hace más de 15 000 años.
Con cada nueva generación de zorreznos, Belyaev y sus colegas analizaban las respuestas
al contacto humano y seleccionaban los más accesibles para engendrar la siguiente
generación. A mediados de los sesenta, el experimento había dado resultados que ni el
propio Belyaev pudo imaginar y así comenzaron a nacer zorritos como Mavrik, que no solo
no temen al hombre, sino que buscan la oportunidad de forjar vínculos con sus criadores, lo
que llevó al equipo a repetir el experimento con otras dos especies, visones y ratas. “Un
parámetro muy importante que reveló Belyaev fue el tiempo requerido para lograr ese
cambio –explica Gordon Lark, biólogo que estudia la genética de los perros–. Que se
volvieran amistosos en tan corto lapso… Es asombroso”.
Como por ensalmo, Belyaev condensó milenios de domesticación en unos cuantos años; sin
embargo, su objetivo no era demostrar que era capaz de crear zorros amigables. Tenía la
corazonada de que los podía utilizar para desentrañar los misterios moleculares de la
domesticación. Es bien sabido que los animales domesticados comparten ciertas
características, particularidad que Darwin documentó en su libro La variación de los
animales y las plantas bajo domesticación. Tienden a ser más pequeños, de orejas péndulas
y colas más enroscadas que sus progenitores salvajes; adquieren rasgos que les confieren un
aspecto juvenil que atrae a los humanos, y pelaje moteado, mientras que el de sus
antepasados es de color uniforme. Estas y otras peculiaridades, conocidas como fenotipo de
domesticación, pueden manifestarse en gran variedad de especies, desde perros, cerdos y
vacas hasta no mamíferos, como gallinas e incluso algunos peces.
Belyaev propuso entonces que el motor de dichos cambios era un conjunto de genes que
propiciaban la tendencia a la sumisión, genotipo que los zorros, posiblemente, comparten
con cualquier otra especie susceptible de domesticación. Hoy día, en la granja de zorros,
Kukekova y Trut tratan de identificar cuáles son, exactamente, esos genes, mientras que
investigadores de otras partes del mundo diseccionan el ADN de cerdos, gallinas, caballos
y otras especies domesticadas. La investigación pretende responder una interrogante
biológica fundamental: “¿cómo es posible llevar a cabo la tremenda transformación de los
animales salvajes en criaturas domesticadas?”, dice Leif Andersson, profesor de biología
genómica, consciente de que la respuesta tiene grandes implicaciones para entender no solo
cómo hemos domesticado los animales, sino cómo hemos sometido nuestros propios
instintos salvajes.
A diferencia de los chimpancés, los perros siguen con la mirada un dedo que apunta hacia
el alimento oculto, prueba de su estrecho vínculo social con el hombre. ¿Acaso Tasmania
responderá mejor a un cuidador conocido (izq.) que a un extraño, en este experimento en la
Universidad de Duke?
Con todo, el límite entre domesticación y estado salvaje es muy lábil. Cada vez hay más
pruebas de que los animales han desempeñado un papel prominente en su propia
domesticación, habituándose a la presencia humana antes que nosotros participáramos de
manera deliberada en el proceso. “Mi hipótesis –dice Greger Larson, experto en genética y
domesticación– es que los primeros animales domesticados (inicialmente los perros,
después cerdos, ovejas y cabras) pasaron por un periodo prolongado de manejo accidental
por parte del hombre”. El vocablo domesticación “implica una acción deliberada, algo que
se hace a propósito –agrega–. Sin embargo, la historia compleja es mucho más interesante”.
Dos pollos, ambos de ocho semanas aunque con enormes diferencias de peso, ilustran los
resultados de la reproducción basada en el tamaño que practica el genetista Paul Siegel, de
la Universidad Tecnológica de Virginia. “Utilizamos la selección artificial como
herramienta para estudiar la selección natural. Lo único que hacemos es acelerarla”.
Para 1964, la cuarta generación empezó a cumplir las expectativas de los científicos. La
misma Trut todavía recuerda la primera vez que un zorro meneó la cola al verla acercarse.
En poco tiempo, los ejemplares más mansos saltaban a los brazos de los investigadores para
lamerles el rostro. En una ocasión, durante los años setenta, un obrero llevó a casa un zorro
para tenerlo temporalmente como mascota. Cuando Trut fue a visitarlo lo encontró
paseando al animal sin correa, “como si fuera un perro. Le dije: ‘¡No haga eso! ¡Podríamos
perderlo y es propiedad del instituto!’ –recuerda–. El hombre respondió: ‘Aguarde un
momento’. Entonces silbó y llamó: ‘¡Coca!’. El zorro regresó a su lado de inmediato”.
Al mismo tiempo, cada vez más ejemplares comenzaron a manifestar signos del fenotipo de
domesticación: las orejas permanecían péndulas durante buena parte de su desarrollo y
muchos conservaban las manchas blancas del pelaje. “A principios de los ochenta,
observamos un cambio explosivo en la apariencia”, dice Trut. En 1972 habían ampliado la
investigación para incluir ratas, después visones y, por un corto tiempo, nutrias. Estas eran
difíciles de reproducir y, aunque esa parte del experimento fue abandonada, los científicos
lograron modelar la conducta de las otras dos especies en paralelo con los zorros.
Justo cuando surgían las herramientas genéticas que ayudarían a Belyaev a alcanzar su
objetivo de rastrear el vínculo con el ADN animal, el proyecto pasó por una época difícil.
Tras el colapso de la Unión Soviética, los fondos científicos empezaron a menguar y los
investigadores no podían hacer mucho más que mantener con vida la población de zorros.
Cuando Belyaev murió de cáncer, en 1985, Trut se hizo cargo del experimento y luchó para
obtener fondos.
Por esos días, Anna Kukekova, bióloga rusa que estudiaba un posdoctorado en genética
molecular en Cornell, se enteró de los problemas que enfrentaba el proyecto. Fascinada
desde hacía años con la labor de la granja de zorros, decidió centrar su investigación en el
experimento y con apoyo de Gordon Lark, de la Universidad de Utah, así como de una beca
de los Institutos Nacionales de Salud (NIH, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos, se
sumó al esfuerzo de Trut para llevar a buen término lo que Belyaev había empezado.
Resulta que no todos los ejemplares de la granja de Novosibirsk son tan amistosos como
Mavrik. Al otro lado del camino, frente al cobertizo donde viven los animales mansos, se
encuentra una segunda estructura de aspecto idéntico e igualmente repleta de jaulas; cada
una de ellas está ocupada por uno de los ejemplares que los investigadores describen como
“zorros agresivos”. La razón es que los científicos necesitan contar con un grupo de
animales decididamente indómitos para estudiar la biología de la mansedumbre. Como
imagen espejo de los zorros amistosos, los animales de la población agresiva están
clasificados según el grado de hostilidad de su conducta y solamente los más belicosos
pueden reproducirse para dar origen a la siguiente generación. Allí se encuentran los
gemelos malvados del gracioso Mavrik, como engendros de una película de horror de serie
B: todo siseos, dientes amenazadores y mordidas feroces a cuantos se aproximan.
“Quiero que observe esta zorra –dice Trut y señala un animal que gruñe cerca de nosotros–.
Vea lo agresiva que es. Es hija de una madre agresiva, pero fue criada por una madre
mansa”. El trueque, consecuencia de que la madre biológica fue incapaz de amamantar a su
cría, demostró de manera accidental un hecho de gran envergadura: la respuesta de los
zorros a la presencia humana es producto de su naturaleza más que de la crianza. “En este
caso –agrega la investigadora–, la genética es lo que controla la transformación
conductual”.
No obstante, identificar con precisión la huella genética responsable de la mansedumbre es
extremadamente difícil. En primera instancia, los investigadores tienen que encontrar los
genes que determinan las conductas amistosa y agresiva. Sin embargo, los rasgos generales
de conducta suelen ser fusiones de características más específicas (como temor, audacia,
pasividad y curiosidad), las cuales hay que identificar, medir y rastrear una a una hasta
localizar genes individuales o grupos de ellos que trabajen en combinación. Una vez que
detectan esos genes, los investigadores pueden hacer pruebas para establecer cuáles de los
que determinan la conducta participan también en el desarrollo del fenotipo de
domesticación, como orejas péndulas, pelaje moteado y demás.
Por ahora, Kukekova está dedicada a la primera parte del proceso: vincular la conducta de
domesticación con los genes. Hacia fines de cada verano, la científica viaja de Cornell a
Novosibirsk para evaluar las crías nacidas durante el año. Aplica medidas objetivas para
cuantificar las actitudes, vocalizaciones y demás conductas del animal, introduciendo toda
la información en genealogías, esto es, registros que siguen el linaje de los zorros mansos,
agresivos y “cruzados” (crías de progenitores seleccionados de ambos grupos).
Una vez que cualquiera de los equipos consiga aislar las vías genéticas específicas que
participan en el proceso, será posible buscar genes paralelos en otras especies
domesticadas. “Lo ideal sería identificar los genes específicos que contribuyen a las
conductas de docilidad y agresividad –dice Kukekova–. Pero aun cuando los encontremos,
no sabremos si son los genes de domesticación hasta que podamos compararlos con los de
otros animales”.
No todos los investigadores están convencidos de que los zorros plateados de Belyaev
desvelarán los secretos de la domesticación. En la Universidad de Uppsala, el investigador
Leif Andersson –quien estudia la genética de los animales de granja y elogia las
contribuciones de Belyaev y colegas– opina que la relación entre la mansedumbre y el
fenotipo de domesticación podría ser menos directa. “Podemos elegir un rasgo y observar
cambios en otros –reconoce Andersson–, pero jamás se ha demostrado una relación causal”.
En 2009, Andersson apuntaló su teoría al comparar mutaciones en los genes para el color
del pelo de numerosas variedades de cerdos domesticados y salvajes. Sus resultados
“prueban que los primeros criadores seleccionaron, intencionalmente, cerdos con pelaje de
color novedoso”.
Los criadores del Reino Unido llevan sus ovejas al Colegio Agrícola Escocés de
Edimburgo, donde un tomógrafo computarizado analiza la salud y fuerza de los animales
vivos y permite seleccionar a los mejores ejemplares para la reproducción.
En su búsqueda de los genes de la domesticación, Andersson ha vuelto la mirada hacia el
animal domesticado más numeroso del planeta: el pollo. Sus antepasados (gallos rojos
salvajes) merodeaban libremente las selvas de Asia, pero hace unos ocho milenios el
hombre comenzó a reproducirlos como fuente de alimento. El año pasado, Andersson y sus
colegas compararon los genomas completos de los pollos domesticados con los de
poblaciones de gallos rojos en instituciones zoológicas e identificaron una mutación en un
gen conocido como TSHR, el cual solo está presente en las poblaciones domésticas. La
implicación es que TSHR debió cumplir una función importante en la domesticación.
Andersson ha aventurado la teoría de que el gen podría influir en los ciclos reproductores
de las aves, permitiendo que los pollos en cautiverio procreen con más frecuencia que los
gallos rojos salvajes, rasgo que los primeros criadores habrían estado deseosos de
perpetuar.
Si andersson está en lo cierto, su teoría tendría implicaciones muy intrigantes para nuestra
especie. Richard Wrangham, biólogo de Harvard, ha postulado que también el hombre
sufrió un proceso de domesticación que modificó su biología. “La interrogante sobre cuáles
son las diferencias entre el cerdo y el jabalí, o entre el pollo de granja y el gallo salvaje –me
comentó Andersson–, es muy semejante al cuestionamiento sobre las diferencias entre el
humano y el chimpancé”.
Con todo, hurgar en el ADN de nuestros compañeros más inmediatos podría redundar en
conclusiones provocadoras. En 2009, Robert Wayne, biólogo de UCLA, encabezó un
estudio para comparar los genomas de lobos y perros. Wayne y sus colegas habían
identificado una corta secuencia de ADN muy específica, situada cerca de un gen llamado
WBSCR17, el cual es muy distinto en las dos especies. Los investigadores sugieren que esa
región genómica podría ser un objetivo potencial para “genes importantes en la
domesticación inicial de los perros”. En los humanos, señalaron a continuación, WBSCR17
es, por lo menos, parcialmente responsable de un trastorno genético raro llamado síndrome
de Williams-Beuren, caracterizado por rasgos que confieren a los afectados el aspecto de un
duende, con puente nasal corto y “un gregarismo excepcional”; en otras palabras, quienes
presentan esta condición suelen ser excesivamente amistosos y confiados con los extraños.
Wayne comenta que luego de la publicación del artículo “los correos electrónicos que
recibimos con mayor frecuencia eran de padres de niños afectados con el síndrome,
diciendo: ‘Efectivamente, nuestros hijos se parecen a los perros en cuanto a su capacidad
para interpretar conductas y eliminar las barreras sociales del comportamiento’”. Aunque
los rasgos de duende parecen corresponder con ciertos aspectos del fenotipo de
domesticación, Wayne advierte que los miembros de su equipo están “muy intrigados” y
esperan explorar más a fondo esta relación.
En 2003, la granja de novosibirsk recibió a un joven investigador de la Universidad de
Duke, llamado Brian Hare. Reconocido por su labor para clasificar conductas singulares de
perros y lobos, y por haber demostrado que los perros evolucionaron para obedecer
indicaciones humanas como señalamientos y movimientos oculares, Hare decidió practicar
pruebas semejantes a los zorreznos siberianos y descubrió que se desempeñaban tan bien
como los cachorros de su misma edad. Los resultados, si bien preliminares, sugieren que la
selección para excluir el temor y la agresividad ha creado zorros no solo dóciles, sino que
poseen la capacidad de los perros para interactuar con el hombre mediante indicaciones
sociales.
“Los rusos no hicieron la selección para obtener un zorro más inteligente, sino más
simpático –comenta Hare–. No obstante, terminaron con zorros inteligentes”. Esta
investigación también tiene implicaciones para el origen de la conducta social humana.
“¿Estamos domesticados de la misma manera que los perros? No, pero me atrevo a afirmar
que lo primero que ocurrió para producir un humano a partir de un antepasado simiesco fue
un incremento sustancial en la tolerancia de los demás”.
Lo observamos perseguir una pelota y retozar con otro zorro, antes de regresar corriendo
para que lo levantáramos en brazos y dejar que nos lamiera la cara. Al cabo de una hora,
Kukekova lo llevó de vuelta al cobertizo. Mavrik debió presentir que regresaba a su jaula
porque comenzó a gemir con creciente agitación. A todas luces, era un animal
biológicamente condicionado para recibir la atención del hombre, igual que cualquier perro.
En los últimos años, el instituto ha tratado de obtener la autorización necesaria para vender
el excedente de zorros mansos como mascotas, tanto en Rusia como en el extranjero.
Argumenta que sería una solución idónea no solo para dar un mejor hogar a los animales no
deseados, sino para reunir fondos que permitan continuar la investigación. “Por ahora,
hacemos todo lo posible para preservar nuestra población”, informa Trut.
En cuanto a Mavrik, Luda Mekertycheva quedó tan encantada con el zorrito de color rojizo
y uno de sus compañeros que decidió adoptarlos. La pareja llegó a su dacha en las afueras
de Moscú pocos meses después y, en breve, la traductora envió un correo electrónico para
ponerme al tanto de los acontecimientos. “Mavrik y Peter me saltan cuando me arrodillo a
servirles la comida, se sientan cuando los acaricio y toman vitaminas de mi mano –
escribió–. Los quiero muchísimo”.