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Asignatura Datos del estudiante Fecha

Apellidos: MORALES BORJA


GESTION PUBLICA 13/02/2021
Nombre: KELLY YANETH

Actividad
Protocolo individual de la unidad n°: 4

Análisis y síntesis: 
Síntesis e interpretación personal de los temas vistos en la unidad

DESARROLLO

Uno de los debates contemporáneos de mayor vigencia en la gestión del talento humano
de las organizaciones públicas gubernamentales, está relacionado con la vigencia y
efectividad de la carrera administrativa para la modernización del Estado, la
democratización de la sociedad. Ese debate implica enmarca gestión pública
gubernamental, en las nacientes repúblicas, prácticas que aun hoy se mantienen, aunque
erradicadas formalmente del ordenamiento jurídico desde hace ya varias décadas; es
decir, existen formalmente unos cuerpos burocráticos, organizados legal y
administrativamente, pero se impone en la realidad el régimen clientelista que
caracterizan entonces no solo la vida política, sino también la gestión administrativa. En
Colombia es evidente esta realidad latinoamericana, por ejemplo, aunque formalmente la
primera Ley de Carrera de Administrativa fue expedida en 1938, es decir, hace más de
siete décadas, hasta el año 2004 se intentó realizar un amplio concurso de méritos para
ingreso a más de cien mil empleos públicos estatales, el que hasta la fecha no ha podido
concluir por la presión ejercida por diversos actores, mediante muy diversos mecanismos,
para que se incorporen extraordinariamente, es decir, sin concurso, a quienes vienen
desempeñando esos empleos y que obviamente fueron incorporados, en su gran mayoría
por relaciones clientelares. Por ello, al indagar a los expertos consultados en Colombia
sobre las explicaciones que pueden darse sobre la dualidad del fenómeno burocrático en
la administración pública colombiana, coinciden en reconocer, entre los más
significativos los factores de naturaleza política, económicoadministrativa y aspectos de
carácter normativo. Finalmente, para algunos investigadores, este debate ha perdido
relevancia, toda vez que consideran que la crisis del Estado y de la sociedad
latinoamericana, tiene a la burocracia como una de las causas generadoras, considerando
por ello necesario, para superar esa crisis, adoptar las diversas estrategias de flexibilidad
laboral que se plantean desde los escenarios de la nueva gerencia pública, argumentando
que con prácticas empresariales puede subvertirse la ineficiencia que viene
caracterizando a las agencias gubernamentales. Es decir, que mientras para los países de
economías avanzadas, la burocracia fue instrumento esencial para su consolidación, para
los países en desarrollo ésta se convirtió en un obstáculo para lograr no solo la
modernidad administrativa, sino también el desarrollo económico y social. Muy por el
contrario, otros autores siguen insistiendo en la necesidad de consolidar el Estado de
Derecho y avanzar en la construcción del Estado Social, objetivo que ven difícilmente
alcanzable sin la efectiva vigencia, entre otros factores, de una administración
genuinamente burocrática, fundamentada en el mérito y la calidad del servicio de las
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entidades gubernamentales. Colombia ha vivido en la última década una reforma


descentralista considerada como una de las más audaces y avanzadas en el conjunto del
continente latinoamericano, comparable en su alcance solamente al proceso desatado en
Chile a comienzos de la década del ochenta (ABALOS, 1994) y al que ha venido
experimentando Bolivia en los últimos años (PAREDES, 1995). El proceso, iniciado en
la década pasada, obedeció a dos órdenes de factores: de un lado, a un cambio en el
entorno mundial signado, como lo señala Boisier (1990), por cuatro tendencias: en
primer lugar, la revolución científica y tecnológica, que ha tenido profundos efectos en
los procesos productivos: el reemplazo del modelo fordista, el quiebre del sindicalismo
de gran escala, la preeminencia de los «insumos de conocimiento» y la presencia de
estructuras industriales que incorporan procesos de deslocalización, desconcentración y
descentralización. En segundo lugar, la internacionalización de las operaciones de
capital, con un doble impacto sobre la función del Estado: de un lado, la
desnacionalización de los Estados centrales, determinados cada vez más por decisiones y
racionalidades de orden supra-nacional. De otro, la desconfianza en el Estado como
agente de desarrollo y bienestar social y como facilitador de las condiciones de
reproducción del sistema económico. La tercera tendencia se refiere a las crecientes
demandas de la sociedad civil por mayor autonomía local y mayor participación en la
toma de decisiones. La autorrepresentación y el autogobierno aparecen como
instrumentos necesarios y útiles para la solución de las necesidades cotidianas.
Finalmente, la privatización de las actividades productivas y de servicios. Se postula que
el contrato social característico del Estado de Bienestar ha perdido toda justificación y
utilidad, lo que hace necesario un modelo alternativo que supere la deficiente calidad de
la gestión pública y la irracionalidad en el uso de los recursos. La descentralización
puede ser una vía a través de la cual se descarga a los entes centrales de ciertas
responsabilidades y se entrega al sector privado la prestación de algunos servicios con
una cierta garantía de eficiencia y calidad. Este nuevo entorno internacional ha puesto de
presente la insuficiencia de los modelos centralistas de organización estatal. El municipio
aparece en ese contexto como un elemento cada vez más importante de la estructura
político-administrativa de los países, como el centro de impulsión de políticas
económicas y sociales y como órgano ejecutor o facilitador de procesos destinados a
satisfacer demandas productivas y de calidad de vida de la población1. Pero hay un
segundo orden de factores, relativos a las condiciones internas del país, es decir, a las
circunstancias sociopolíticas que abonaron el terreno para el impulso de las reformas
descentralistas. El debate reciente se inició en Colombia hace aproximadamente dos
décadas cuando el Presidente López Michelsen introdujo el tema de la administración
territorial como parte de las discusiones que debería adelantar la Constituyente que
propuso al país para reformar la Carta Política (VILLAR, 1986). De ahí en adelante,
asuntos como la autonomía de los entes territoriales, las relaciones intergubernamentales
(políticas y fiscales), el traslado de competencias a municipios y Departamentos, la
eficiencia de la gestión local, la planificación territorial, etc. se convirtieron en focos del
debate público y en objeto de reformas parciales. Ese debate y las reformas subsecuentes
no fueron sinembargo producto del capricho o de convicciones ideológicas de algunos
gobernantes, de discusiones académicas de moda o de jugadas políticas fríamente
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calculadas, sino de una realidad efervescente que clamaba a gritos por una reforma de las
instituciones políticas como único camino para distensionar al país. En efecto, desde
finales de la década del setenta el malestar de amplios sectores de la población venía
aumentando en volumen e intensidad y se expresaba a través de una amplia gama de
formas de protesta ciudadana (paros cívicos locales y regionales, tomas de edificios
públicos, marchas, movilizaciones de diversa índole, etc.), que reflejaban el desencanto
de los colombianos ante la incapacidad del Estado -fuertemente centralista e impregnado
por la corrupción y el clientelismo- para responder suficientemente a sus demandas y
aspiraciones. Los motivos de la protesta eran muy diversos: carencias de la población en
materia de empleo, vivienda, infraestructura vial y de transporte, servicios públicos y
equipamientos sociales; ausencia del Estado en regiones periféricas del país;
autoritarismo del régimen en el tratamiento de los conflictos sociales; ausencia de
mecanismos de participación ciudadana en la toma de decisiones; deslegitimación de los
partidos como canales de expresión ciudadana; crisis de representatividad del sistema
político, violencia, etc. (VELASQUEZ, 1986). Se trataba de una crisis social y política
cuya magnitud fue reconocida en 1985 por el propio Ministro de Gobierno cuando señaló
sin ambages la necesidad de descentralizar el Estado a fin de evitar que la movilización y
la protesta ciudadana se convirtieran en el corto plazo en factores de desestabilización
institucional. Fue ese el argumento que convenció a una gran mayoría de los dirigientes
políticos del país a aceptar el proceso de descentralización como una reforma necesaria e
inaplazable. Así pues, en un primer momento2 la reforma descentralista constituyó una
respuesta a la crisis política, una «válvula de escape» a la tensión social acumulada en el
país y un mecanismo a través del cual la dirigencia de los partidos tradicionales pretendió
retomar las riendas del poder político y recuperar una legitimidad propia y del régimen,
en ese momento bastante desdibujada. Ello explica por qué, a diferencia de lo que ocurrió
en la mayor parte de países de América Latina, la reforma descentralista en Colombia
incorporó desde un principio mecanismos de participación. Se trataba de reorganizar el
Estado entregando competencias y recursos a los municipios para ganar en eficiencia y
eficacia y de modificar el régimen político en su base local mediante la apertura a la
participación de los ciudadanos en las decisiones públicas. En ese sentido, la de 1986 fue
una reforma esencialmente política, no solamente administrativa o fiscal.
DESCENTRALIZACION Y MODERNIZACION ESTATAL Las reformas
descentralistas de esta última década en Colombia han estado, pues, muy vinculadas a un
proyecto de modernización del Estado. En ese sentido, la descentralización, más que una
redistribución de los poderes territoriales constituye una estrategia de reforma estatal, un
intento por redefinir el rol del Estado y los términos de su relación con la sociedad. De
hecho, el proyecto del Presidente Betancur al asumir el poder fue adelantar una reforma
política de fondo que tocase instituciones como la Justicia, los partidos, el Congreso, la
oposición y la administración pública y que modificara las relaciones entre el Estado y
los colombianos, hasta ese momento marcadas por una alta dosis de autoritarismo3. Ese
proyecto no prosperó, excepto en lo relativo a la reforma del régimen municipal, la cual
se erigió como «punta de lanza» de la transformación del Estado. Igual cosa puede
decirse de los presidentes Barco y Gaviria, especialmente de este último. Para su
gobierno, la solución de los grandes problemas del país pasaba por la ejecución de una
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doble estrategia: la apertura económica y la descentralización. Ambas constituían pilares


fundamentales y complementarios del nuevo modelo de desarrollo. La primera daría
salida al agotamiento del viejo modelo de sustitución de importaciones y le daría un
nuevo aire a la economía colombiana. La segunda permitiría un reordenamiento del
aparato estatal para hacerlo más funcional a las demandas internas y a las exigencias del
nuevo entorno internacional. No era sinembargo la primera vez que se formulaban
propuestas modernizantes en este siglo. En su momento, los Presidentes López Pumarejo
y Lleras Restrepo formularon y ejecutaron sendas reformas estatales, de alcance y
significado diferentes. En efecto, para López Pumarejo, modernizar el Estado significó
modificar sustancialmente las instituciones políticas con base en criterios de racionalidad,
eficacia, secularización (libertad de conciencia), protección de los derechos sociales y
activación de la economía bajo la tutela del Estado. Se trataba de construir, a través de la
«revolución en marcha» un nuevo orden acorde con las necesidades históricas impuestas
por una burguesía naciente cuyos intereses estratégicos apuntaban a la transformación, no
sólo de la economía sino también de la sociedad y la política. Distinto fue el sentido de la
modernización estatal impulsada por el Presidente Lleras Restrepo. Su propósito, más
que racionalizar y secularizar la acción del Estado, consistió en fortalecer el régimen
presidencial dándole mayor poder decisorio al Ejecutivo en el ámbito económico y en el
manejo fiscal y cambiario (planificación económica), entregarle una mayor influencia a
los tecnócratas en las decisiones del Estado y elevar sustancialmente la capacidad de
intervención de este último en la economía (VELASQUEZ, 1992). EL IMPACTO DE
LA DESCENTRALIZACION En este contexto, cabe preguntarse por el impacto de la
descentralización en un triple sentido: eficacia de la gestión pública, democratización y
gobernabilidad. a. Eficacia de la Gestión Pública El Estatuto de Descentralización
(Decretos 77 a 81 de 1987) y las Leyes 29 de 1989, 10 de 1990 y 60 de 1993 entregaron a
los municipios competencias relativas a la prestación de servicios de agua potable y
saneamiento básico; construcción, mantenimiento y dotación de planteles escolares,
instalaciones deportivas y centros de atención primaria en salud; dirección del sistema
local de salud; asistencia técnica agropecuaria; adjudicación de baldíos por delegación
del INCORA; ejecución de programas de desarrollo rural integrado; adecuación de
terrenos con infraestructura vial y de servicios públicos y comunales; cofinanciación de
programas de vivienda de interés social; construcción, conservación y operación de
puertos y muelles fluviales de pequeña escala; construcción y conservación de redes
viales municipales; regulación del transporte urbano; prestación de servicios públicos
domiciliarios; seguridad ciudadana y atención a grupos vulnerables de la población. La
entrega de esas competencias fue complementada por medidas de fortalecimiento fiscal,
tanto de los ingresos propios como de las transferencias, a través de las Leyes 14 de
1983, 12 de 1986 y 60 de 1993. Otras normas reglamentaron los Fondos de
Cofinanciación y la distribución de regalías por la explotación de recursos naturales no
renovables. Estas medidas fueron importantes no solo porque devolvieron a los
municipios un conjunto de competencias que habían perdido sino además porque
intentaban, por lo menos teóricamente, fortalecerlos administrativa y fiscalmente de
manera que ganaran capacidad de respuesta a las demandas de la población y tuvieran un
mayor protagonismo en el conjunto de la gestión pública. Sinembargo, a pesar de
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diferentes esfuerzos locales y nacionales, incluída la política de desarrollo institucional


municipal puesta en marcha en los últimos años, la descentralización no ha elevado
sustancialmente los niveles de eficiencia y eficacia de la gestión municipal en Colombia.
Por el contrario, la entrega de responsabilidades adicionales planteó a los municipios un
reto superior a sus fuerzas, al que no han podido dar respuesta satisfactoria, básicamente
por dos razones: de un lado, la capacidad de gestión de los municipios, especialmente de
los pequeños, sigue siendo débil. El manejo del saneamiento ambiental, del transporte
urbano, de la educación y la salud, para citar solamente los ámbitos más problemáticos,
constituyeron novedad para muchos de ellos y un reto difícil de afrontar, más aún cuando
la planificación no había sido incorporada como instrumento habitual de la gestión. Este
es un rasgo de las administraciones locales que se fue desnudando desde que comenzaron
a recibir las nuevas competencias. La baja calificación técnica de los funcionarios, su
inexperiencia en el manejo de planes y proyectos, la ausencia de una visión de conjunto
de los problemas locales, el desconocimiento de los fundamentos de la gerencia pública
son, entre otros, obstáculos muy serios que han impedido a los gobiernos locales
responder a la función que les ha sido señalada. El proceso habría sido más fluído si la
asignación de competencias se hubiese hecho en forma diferencial según categorías de
municipios. No fue así. Al contrario, las mismas competencias fueron trasladadas a todos
los municipios sin distingo de tamaño, capacidad técnica, desarrollo institucional,
presupuesto, etc. Así, las ciudades grandes y algunas intermedias, que habían
desarrollado ciertas estructuras administrativas y técnicas en el pasado, contaban con una
base mínima para asumir el proceso de descentralización. Pero los municipios pequeños,
pobres en recursos fiscales, humanos e institucionales, no contaban con esa base. Para
ellos, la descentralización creó desconcierto y, en ocasiones, frustración. b.
Democratización Democratizar la gestión local implica varias cosas: en primer lugar,
fortalecer las instancias de representación ciudadana de manera que sean cada vez más
legítimas a los ojos de la población. En segundo lugar, garantizar la universalidad de las
decisiones locales a fin de que su objetivo primordial sea asegurar el bien colectivo y no
simplemente la satisfacción de intereses particulares. En tercer lugar, garantizar la
transparencia de la gestión, de modo que no quepa duda alguna sobre la orientación de
las decisiones públicas y sobre sus consecuencias. En cuarto lugar, propiciar el
acercamiento entre el gobierno local y los distintos sectores sociales a través de canales
formales o informales de participación. Finalmente, asegurar la existencia de
mecanismos de control institucional y ciudadano de la gestión y de sus resultados. Habría
que preguntarse cuál ha sido el impacto de la descentralización en cada uno de esos
aspectos. Sobre el primero de ellos hay que reconocer que la elección de Alcaldes, de
Concejales y de miembros de las JAL ha ampliado el campo de representación de los
intereses ciudadanos, sobre todo si se compara con la situación hace una década cuando
solamente eran elegidos los concejales. No quiere decir ello que esa representatividad
quede automáticamente garantizada. Las elecciones son procesos abiertos en los que
intervienen distintos actores, intereses y estrategias, inclusive los «viejos » actores,
apegados a las formas tradicionales (clienelistas y caudillistas) de acción política. De
todos modos, se ha ampliado el espectro de posibilidades de elección y ello de por sí
constituye un avance. Lo cierto es que, de todas las reformas recientes, la elección de
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alcaldes parece ser la que ha logrado una mayor aceptación entre el común de las gentes
como mecanismo democratizador de la vida local y como instrumento para aumentar la
eficacia de la gestión pública7. Y ello es así porque ha recuperado el debate político en
los municipios, ha enriquecido la discusión de los problemas locales y ha propiciado el
surgimiento de nuevas fuerzas políticas en el escenario municipal8. En cuanto a la
universalidad de las decisiones, la cuestión remite al problema de los modelos de gestión.
En ese terreno, los cambios no han sido muy notorios. Hay que reconocer que la
legislación post-Constitución ha intentado introducir una gran cantidad de elementos para
racionalizar la gestión y garantizar que los viejos moldes clientelistas desaparezcan como
formas dominantes de la acción gubernamental. Sinembargo, existe aún una gran
distancia entre la norma y la realidad. La lógica clientelista y de los «pactos de poder» se
sigue imponiendo en muchas regiones y municipios en los que los vientos de la
modernización aún no han soplado. El clientelismo, como se sabe, es altamente selectivo
pues busca favorecer solamente a aquellos sectores que colocan como contrapartida una
lealtad electoral. El criterio entonces no es el bien común sino el cumplimiento de un
pacto entre agentes privados (el intermediario y el beneficiario). No es extraño que en
este momento un buen número de Alcaldes y ex-Alcaldes estén sometidos a
investigaciones disciplinarias e, incluso, penales, por mal uso de dineros públicos o por
decisiones que se apartaron de las normas existentes. Algo distinto debe decirse con
respecto a la transparencia de la acción gubernamental. No cabe duda de que la nueva
legislación obliga a las autoridades locales a ser transparentes en sus decisiones y a rendir
cuentas ante la ciudadanía. Los Alcaldes, por ejemplo, al ser elegidos, adquieren un
compromiso con la población a través de su programa de gobierno, y deben responder
ante ella sobre el cumplimiento de su propuesta. De lo contrario, los ciudadanos pueden
revocarle el mandato. Los alcaldes saben ésto y han comenzado a multiplicar canales de
información y de encuentro con la ciudadanía y, en algunos casos, a promover sistemas
de veeduría ciudadana. De parte de la población, algunos sectores, en especial aquellos
ligados a las organizaciones sociales, comienzan a tomar conciencia sobre la importancia
de las decisiones públicas y, aunque en forma incipiente, demandan a las autoridades
locales que rindan cuentas sobre su actuación. En cuanto a la participación, hasta 1986
los canales institucionales a nivel local eran más bien escasos y de corto alcance. Además
de las Juntas de Acción Comunal y de eventuales mecanismos consagrados por la ley
(participación en la formulación de los planes de desarrollo urbano, en la protección del
medio ambiente, etc.) las formas de interacción entre los sectores más desprotegidos de la
población y el gobierno local se reducían al voto para la elección de Concejales, a la
intermediación clientelista para la satisfacción de ciertas necesidades o a la protesta
ciudadana. La Reforma Municipal intentó modificar sustancialmente esa situación
introduciendo mecanismos de participación a través de los cuales la población podría
tener mayor ingerencia en los asuntos públicos y sentirse más representada en las
decisiones locales: la elección de Alcaldes, la consulta municipal, las Juntas
Administradoras Locales9, la participación de los usuarios en las Juntas Directivas de las
empresas de servicios públicos y la contratación comunitaria. La Constitución del 91
multiplicó los mecanismos de participación política, reglamentados posteriormente por la
Ley 134 de 1994 (iniciativa popular, referendo, consulta popular, cabildo abierto,
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revocatoria del mandato), y definió nuevos ámbitos de participación ciudadana y


comunitaria que han sido incorporados a los desarrollos legislativos de la Constitución10.
Muchos de esos mecanismos han adolecido de debilidades en su reglamentación. En
primer lugar, el uso de algunos de ellos era potestativo: los Concejos municipales podían
reglamentar las JAL, pero podían no hacerlo. En los municipios podían hacerse consultas
populares, pero no eran obligatorias en ninguna circunstancia. El municipio podía
contratar la realización de obras con organizaciones locales, pero no estaba obligado a
hacerlo. De hecho, lo que ocurrió en el curso de los primeros años de aplicación de la
Reforma es que muchos Alcaldes y Concejales no le dieron cabida a la participación pues
presentían el surgimiento de un contrapoder que pondría en tela de juicio el monopolio
que muchos de ellos habían mantenido sobre las palancas del poder local11. La
participación de los usuarios en las Juntas Directivas de las Empresas de servicios
públicos, a diferencia de los anteriores, era un mecanismo obligatorio. Pero su
reglamentación tenía otras fallas no menos importantes, como por ejemplo los requisitos
exigidos para la postulación de los candidatos, en particular el referido al monto mínimno
de facturación para respaldar a los postulados, o el hecho de que la designación final del
representante a la Junta fuera hecha por el Alcalde y no por los propios usuarios12. Otra
deficiencia reglamentaria de estos mecanismos es el alcance muy limitado de las
atribuciones entregadas a las JAL. Estas operaban como órganos de consulta y de
iniciativa, pero no como instancias decisorias o de gestión. Su capacidad de incidir en el
desarrollo de su territorio era mínima, pues a lo sumo podían distribuir partidas del
presupuesto municipal para proyectos específicos de la Comuna o Corregimiento13. En
cuanto a los mecanismos de participación política hay que decir que han sido sometidos a
una reglamentación demasiado minuciosa y compleja que puede terminar por
desestimular su uso por parte de la población. El proceso para llevar una iniciativa ante el
Concejo Municipal es tan dispendioso y demorado que quien la tenga puede desanimarse
al enterarse del trámite que debe surtir antes de que sea estudiada y aprobada o
rechazada. No obstante estas debilidades, no deja de ser cierto que se han sentado las
bases jurídicoinstitucionales para fortalecer la intervención de los ciudadanos. Pero las
normas no garantizan por sí mismas la movilización de la gente en torno a la gestión
local. La movilización precisa actores dispuestos a participar. En Colombia, el problema
no es de normas. Las hay suficientes e, incluso, en exceso. Es más bien de actores. Allí
reside el obstáculo más importante para la democratización de la gestión municipal.
Desde el punto de vista de los actores políticos, hay que señalar que los partidos aún no
tienen claro un punto de vista sobre la descentralización y la democracia local. Saben que
los municipios han ganado importancia política y, de hecho, han tenido que definir
propuestas programáticas y pensar de alguna manera la realidad local, pero no han
definido propuestas estratégicas para el ejercicio del poder municipal. Ciertamente, se ha
ganado en el lenguaje de la participación y, en algunos casos, se han puesto a prueba
propuestas sobre formas democráticas de relación entre el gobierno local y la ciudadanía
que apuntan a valorizar la participación. Pero ello ocurre generalmente en ciudades
grandes e intermedias y muy excepcionalmente en pequeños municipios. En éstos existe
una tradición de control oligárquico del poder político local, que excluye la intervención
de otros actores en la definición del destino colectivo. Hay fuertes resistencias a variar
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los cánones tradicionales de manejo de la administración local, lo que hace difícil el


empleo de los mecanismos de participación. c. Gobernabilidad Por último, en lo que
respecta a la gobernabilidad14, éste parece haber sido el impacto más claro de la
descentralización en Colombia. La entrega de competencias y recursos a los municipios
ha dotado a las autoridades locales de dos herramientas que han fortalecido su capacidad
de promover dinámicas de desarrollo y bienestar local. Otra cosa es que los niveles de
eficiencia y eficacia, como ya se dijo, no sean los deseables. Infortunadamente, una
condición clave de la gobernabilidad, el fortalecimiento institucional, no ha producido los
frutos esperados. La política de desarrollo institucional de los municipios promovida por
el anterior Gobierno, aunque logró resultados favorables en algunas regiones del país,
tuvo más errores que aciertos, no tanto en su definición conceptual como en su diseño
operativo e institucional. Fue un programa demasiado centralizado que no tuvo en cuenta
las particularidades de los municipios en diferentes zonas del país y que no supo
concertar con los gobiernos regionales la estrategia más adecuada para su realización15.
Los mecanismos de participación también han constituido un instrumento valioso para
los gobiernos locales pues han propiciado en medio de sus limitaciones una relación
institucional con distintos sectores de la población y han garantizado hasta cierto punto la
viabilidad de los planes y programas de desarrollo local16. Además, es claro que la
apertura institucional a la participación ha contribuido en parte a distensionar el país y a
facilitar el manejo del conflicto, por lo menos en sus manifestaciones regionales y
locales. Las estadísticas señalan que las luchas cívicas disminuyeron en número después
de la reforma municipal del 86: en el quinquenio 1980-1985 tuvieron lugar 157 paros
cívicos; entre 1986 y 1990, el número de paros cívicos se redujo a a 145 y en el siguiente
quinquenio, a 11517. Sin embargo, existen algunos factores que entraban la capacidad de
los gobiernos locales para conjugar todos estos elementos. Uno de ellos es la relación del
municipio con los entes departamentales y el Gobierno central. Supuestamente, los
términos de dicha relación fueron definidos mediante la expedición de la Ley de
Competencias y Recursos (Ley 60 de 1993), que delimita los ámbitos de intervención de
la Nación y de los entes territoriales. Sinembargo, aún existen problemas no resueltos en
ese campo: en primer lugar, la Constitución Nacional abrió la posibilidad de creación de
otros entes territoriales, las regiones, las provincias y las entidades territoriales indígenas.
Esto complica el problema de las competencias al exigir la coordinación de seis o siete
niveles distintos de la administración pública. La Ley Orgánica de Ordenamiento
Territorial debe dar solución a ese problema, pero infortunadamente el Congreso aún no
la ha expedido18.

Discusión: 
Dudas, desacuerdos, discusiones
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