Ellroy, James - Noches en Hollywood (17761) (r1.2)
Ellroy, James - Noches en Hollywood (17761) (r1.2)
Ellroy, James - Noches en Hollywood (17761) (r1.2)
Noches en Hollywood
ePub r1.2
Titivillus 7.11.2014
Título original: Hollywood nocturnes
James Ellroy, 1994
Traducción: Montserrat Gurguí & Hernán Sabaté
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A Alan Marks
VENIDO DEL PASADO
Un hombre girando con un acordeón, bombeando su «Steinway de estómago» con
todas sus fuerzas.
Mi padre señalando el televisor: «Ese tipo es un inútil. Desertó del reclutamiento.»
El hombre del acordeón en una película de serie Z: abrazado a la rubia de los anuncios
de neumáticos Mark C. Bloome.
Me hablan recuerdos medio enterrados. Su origen permanece fijo: L.A., mi ciudad
natal, en los años cincuenta. La mayoría sólo son breves impulsos sinápticos, de los que la
mente se deshace enseguida. Unos cuantos se transforman en ficción: capto su potencial
dramático y lo exploto en mis novelas, un recuerdo que destilar en un segundo ardiente.
Memoria: el lugar donde las evocaciones personales colisionan con la historia.
Recuerdo: la fusión simbiótica del «entonces» y el «ahora». Para mí, la bujía que
enciende curiosidades atormentadoras.
El hombre del acordeón se llama Dick Contino.
Lo de «desertor» es una acusación falsa; sirvió con honor en la guerra de Corea.
La película de serie 2 es Daddy-O, un filme malísimo de música/amor/carreras de
coches.
La memoria es contextual: la yuxtaposición de grandes acontecimientos y minucias
fugaces.
En junio de 1958, mi madre fue asesinada. El asesinato quedó sin resolver. Me fui a
vivir con mi padre. Vi a Dick Contino cantar «Bumble Boggie» en televisión y, un año
más tarde, pillé Daddy-O en el cine Admiral. Las sinapsis chasquearon, chisporrotearon,
estallaron; se formó un recuerdo y se situó en su contexto. Su perspectiva histórica se
vislumbraba oscura: unas mujeres eran estranguladas y pasaban la eternidad sin ser
vengadas.
Por entonces yo tenía diez y once años; los instintos literarios bullían en mí
incipientemente. Mis curiosidades se centraban en el crimen. Quería conocer el PORQUÉ
oculto tras sucesos espantosos.
Con el paso del tiempo, los delitos contemporáneos me aburrieron: los sangrientos
años sesenta y setenta transcurrieron en un visto y no visto. Mi imaginación se concentró
en la década que los precedió, acompañada por una banda sonora de la época: clásicos de
oro, Dick Contino aporreando el acordeón en El Show de Ed Sullivan.
En 1965 me expulsaron del instituto e ingresé en el ejército. Todo lo que vi en la vida
militar me dejó cagado de miedo. Fingí una crisis nerviosa y conseguí la licencia por inútil
para el servicio.
En 1980 escribí Clandestino, un relato de la muerte de mi madre apenas disfrazado y
alterado cronológicamente. La acción se sitúa en 1951; el protagonista es un joven policía
—y desertor del reclutamiento— cuya vida descarrila por culpa del Terror Rojo.
En 1987 escribí El gran desierto, una novela situada en 1950. El libro trata de un
pogromo anticomunista descubierto en el negocio del espectáculo.
El 1990 escribí Jazz blanco. Una subtrama importante del libro gira en torno a una
película de serie Z que se filma en los mismos exteriores de Griffith Park donde se rodó
Daddy-O.
Jung escribió: «Lo que no se trae a la conciencia, viene a nosotros como destino.»
Yo debería haber visto mucho antes que Dick Contino venía a mí.
No fue así. Intervino el destino, en forma de fotografía y cinta de vídeo.
Me mandó la foto un amigo. Mira: soy yo, con diez años, el 22 de junio de 1958. Un
fotógrafo de Los Angeles Times la tomó diez minutos después de que un detective de la
policía me dijera que mi madre había sido asesinada. Aparezco algo conmocionado, con
los ojos como platos, pero mi mirada es inexpresiva. Llevo la bragueta medio abierta y
parece que me tiemblan las manos. Era un día de calor: la gomina que se derrite en mi
cabello refleja el flash de la cámara.
La foto me dejó paralizado; su fuerza trascendía mis muchos intentos de explotar mi
pasado para vender libros. Me impactó una verdad subyacente: incluso en aquel momento,
mi congoja era ambigua. Ya estoy calculando posibles ventajas, reorganizándome,
mientras los intrusos se contienen ante el dolor que perciben en el muchachito.
Hice enmarcar la foto y me he pasado mucho tiempo mirándola. Chispazo: los
recuerdos de finales de los cincuenta volvieron a encenderse. Encontré Daddy-O en un
catálogo de vídeo y la pedí. Llegó al cabo de una semana. La puse en el reproductor.
Zoom a inyección…
La historia gira en torno a Phil Sandifer, alias Daddy-O, camionero/corredor de coches
trucados/cantante, y a sus intentos de resolver el asesinato de su mejor amigo, al tiempo
que trabaja bajo la presión de la retirada provisional del permiso de conducir. Peg y Duke,
amigos de Phil, quieren ayudar, pero están hechos polvo por demasiadas madrugadas en el
Rainbow Gardens, un local en el que se arrullan postadolescentes de origen italiano
mientras Phil canta gratis canciones solicitadas. Da lo mismo: Daddy-O conoce a la
escurridiza Jana Ryan, una chica rica con un permiso de conducir en regla y un T-Bird
descapotable del 57. El resentimiento mutuo se convierte suavemente en vibración sexual;
Phil y Jana se compinchan y se infiltran en un club nocturno cuyo propietario es un gordo
siniestro llamado Sidney Chillis. El cantante Daddy-O y Jana, la chica de los cigarrillos:
un dúo incansable y bien parecido. Enseguida se huelen que Chillis vende heroína, le
tienden una trampa y demuestran que es el asesino de su mejor amigo. Un final
emocionante; una pregunta acuciante queda en el aire: ¿conseguirá Daddy-O, gracias a
ésta hazaña, que le devuelvan el permiso de conducir?
Quién sabe.
A quién le importa.
De todos modos, tuve que verla tres veces para ligar del todo la trama.
Porque Dick Contino me tenía hechizado.
Porque intuitivamente sabía que Dick poseía importantes respuestas.
Porque sabía que sobre mis novelas de L.A. de los años cincuenta planeaba
elípticamente un fantasma que quería hablar.
Porque percibía que Dick era capaz de proporcionar vigorosos detalles narrativos y de
llenar huecos en mi memoria, colocando Los Ángeles de finales de los cincuenta bajo una
especie de hiperfoco.
Porque creí detectar una mezcla significativa de sus personajes, dentro y fuera de la
escena, de hacia 1957, una mixtura que los treinta y tantos años transcurridos
embellecería, por fuerza.
Contino en escena: un italiano guapo que no llega a los treinta, buenos bíceps de
levantar pesas o de hacer el amor con su acordeón. Atributos de tío bueno: dientes
resplandecientes, cabello castaño y rizado, una sonrisa cautivadora. Estamos en los
cincuenta, por lo que trabaja con una indumentaria penosa: pantalones pitillo subidos hasta
los pectorales, polos de Ban-Lon a rayas horizontales. Es guapo y entona: se esfuerza en
«Rock Candy Baby» (la letra apesta y se nota que el repob de ritmo rapidísimo no es su
estilo), pero canta la triste balada «Angel Act» dolorosamente, ua, ua, llena de trémolos de
barítono, la quintaesencia del perdedor encoñado con la diosa noire que está dispuesta a
destrozarle la vida.
Y sabe actuar: se come la pantalla y la cámara lo ama. Fíjate: unos diálogos atroces
mejoran a mediocres cada vez que abre la boca.
Y agradece encabezar el cartel de Daddy-O; no hace ascos al guión, al resto del
reparto o a letras como «¡Rock Candy Baby, así llamo a mi chica! ¡Rock Candy Baby, más
dulce que un palo de regaliz!», aunque mi gastado conocimiento de su vida me indica que
ya ha estado en cosas de mucha más monta.
Decidí buscar a Dick Contino.
Recé por que estuviera vivo y con salud.
Localicé media docena de álbumes suyos y los escuché, recreándome en puro
Entertainment.
«Live at the Fabulous Flamingo», «Squeeze Me», «Something for the Girls», viejos
estándares con arreglos que realzaban el virtuosismo al acordeón. Bombardeos del tema
principal, un sentimiento tan puro y atemporal que podría ser la banda sonora de todos los
momentos de sensibleros melodramas trascendentes que Hollywood haya producido
nunca. Dick Contino, la atracción por excelencia: tocando dos teclados, improvisando
cadencias, desencadenando tormentas mediante la compresión de los fuelles. Del susurro
al grito pasando por el suspiro y vuelta a empezar en el tiempo que se necesita para
pensar: «Dime qué significa la vida de ese hombre y cómo se conecta con mi vida.»
Llamé a mi amigo investigador Alan Marks, que captó al instante mi estado de
agitación.
—¿El tipo del acordeón? Creo que tocaba en Las Vegas.
—Averigua todo lo que puedas sobre él. Entérate de si sigue vivo y, si es así,
localízalo.
—¿De qué va esto?
—De detalles narrativos.
Debería haber dicho «detalles narrativos abarcables» porque quería que Dick Contino
fuese un cuasi psicópata merodeador de viviendas, destrozador de coches, hombre lobo y
putero parecido a los héroes de mis libros. Debería haberle dicho: «Dame información que
pueda controlar y explotar.» Debería haberle dicho: «Dame una vida que pueda
compartimentar en la visión oscura como boca de lobo de mis primeras diez novelas.»
«Lo que no se trae a la conciencia, viene a nosotros como destino.»
Debería haber visto venir al verdadero Dick Contino.
Alan me llamó una semana después. Había localizado a Contino en Las Vegas: «Y
dice que hablará contigo.»
Antes de ponerme en contacto con él, tracé el arco de las dos vidas. Cobraba forma un
diseño específico: yo quería escribir una novela sobre Dick Contino y la filmación de
Daddy-O, pero una atracción simbiótica amortiguaba mi impulso de poner manos a la
obra, obtener información y largarme. Sentí que el reconocimiento de mis propios miedos
me vinculaba a aquel hombre: el miedo al fracaso, de naturaleza concreta y superable
mediante el trabajo duro, y el miedo enorme que produce ahogo claustrofóbico y hace que
jóvenes prometedores huyan de los cuarteles del ejército: el terror de que pudiera ocurrir,
de que fuese a ocurrir, de que ocurriese algo.
Una coincidencia en el miedo; una divergencia en la acción.
Ingresé en el ejército justo cuando empezaba la guerra de Vietnam. Mi padre
agonizaba; yo no quería quedarme á su lado y mirar. El ejército me aterrorizaba… Calculé
posibles medios de escape: James Ellroy, de diecisiete años, actor inexperto montando un
frenético número de tartamudeo para librarse del servicio militar.
Fue una actuación de gran virtuosismo. Me dieron la exención al instante y me
pagaron el viaje de vuelta a L.A. y a mis pasiones: la bebida, la droga, leer novelas de
crímenes y colarme en las casas a husmear bragas de mujer.
Nadie me llamó nunca cobarde o desertor; la guerra de Vietnam era criticada desde
dentro y desde fuera y librarte de sus garras se consideraba digno de encomio.
Calculé mi forma de escape y, como es natural, mis miedos siguieron sin ser
reconocidos. Y yo no era un joven prometedor en pleno ascenso ni estaba maduro para una
ejecución pública.
He llevado una vida pintoresca y explotable por los medios de comunicación; mi
actitud ante ella ha sido picaresca, una estratagema que mantiene mi búsqueda de sentidos
más profundos canalizada únicamente en mis libros, que permite que mi ímpetu se vaya
acumulando y que mantiene escondidos a la vista mis lobos intangibles. Dick Contino no
utilizó mis métodos: no era un hombre de palabras, sino de notas musicales, y aceptó sus
miedos desde el principio. Y continuó: la calidad de la música de sus álbumes posteriores
al juicio militar empequeñece a los que grabó antes de 1951. Continuó y, por lo que sé, lo
único que disminuyó fue su público.
Llamé a Contino y le dije que quería escribir sobre él. Mantuvimos una cordial
conversación. Me dijo: «Ven a Las Vegas.»
Me esperaba en el aeropuerto. Tenía muy buen aspecto: delgado y en plena forma a los
sesenta y tres años. Su sonrisa de Daddy-O seguía intacta. Me confirmó que los bíceps de
Daddy-O eran de darle al acordeón.
Fuimos a un restaurante y empezamos a hablar. Nuestra conversación estuvo llena de
saltos y cortes: los recuerdos de Dick disparaban frecuentes digresiones y retornos
tortuosos a sus puntos anecdóticos originales. Hablamos de Las Vegas, de la mafia, de
cumplir condena en la cárcel, de actuaciones en salas, de Howard Hughes, de Corea, de
Vietnam, de Daddy-O, de L.A. de los cincuenta, del miedo y de lo que haces cuando
sientes que tu público disminuye.
Le dije que las mejores novelas no suelen ser las que más se venden, que los estilos
complejos y las historias ambiguas dejan perplejos a muchos lectores. Dije que aunque
mis libros se vendían bien, estaban considerados demasiado oscuros, demasiado densos,
violentos e implacables para encabezar las listas de ventas.
Dick me preguntó si estaría dispuesto a cambiar mi forma de escribir para vender más.
Respondí que no. Me preguntó si cambiaría mi forma de escribir si supiera que ya había
sacado todo el jugo a un determinado estilo o temática. Respondí que sí. Me preguntó si
alguna vez los personajes de la vida real de mis libros me habían sorprendido. Respondí
que no, porque mi relación con ellos estaba basada en la explotación.
Le pregunté si había cambiado conscientemente de orientación musical al ver que su
carrera perdía fuelle, después de Corea. Respondió que sí y que no: había intentado ganar
dinero siguiendo las tendencias en boga hasta que advirtió que, en el mejor de los casos,
tocaba una música que no le gustaba y, en el peor, tocaba para un público por el que no
sentía el menor respeto.
Dije que lo importante era el trabajo. Lo admitió, pero añadió que no podías crear una
actitud detrás de una visión autolimitadora de tu propia integridad.
No se puede privar al público de su placer principal, tienes que darle melodramas
sensibleros a los que pueda aferrarse.
Le pregunté cómo había llegado a aquella conclusión. Respondió que sus viejos
miedos le habían enseñado a aceptar más a la gente. Agregó que el miedo medra en el
aislamiento y que, si derribas el muro que te separa del público, toda tu visión se amplía.
Me encerré en el hotel y luché contra las sombras de las revelaciones del día. Era
como si mi mundo se hubiera inclinado hacia una nueva comprensión de mi pasado. Me
imaginé mucho rato delante de un público cada vez mayor, armado de una nueva
munición literaria: el conocimiento de que Dick Contino sería el héroe de la continuación
del libro que estoy escribiendo ahora.
El blues de Dick Contino se abría paso en mi conciencia. Parecía surgir de algún lugar
muy alejado de mi voluntad.
La noche siguiente, Dick y yo nos encontramos para ir a cenar. Ese día yo cumplía
cuarenta y cinco años; me sentía en el centro de los cimientos de mi vida.
Dick me dedicó un «Cumpleaños feliz» bebop con su acordeón. Los viejos cortes
seguían ahí: Dick entraba y salía rápidamente de la melodía principal.
Salimos hacia el restaurante. Le pregunté si aceptaría ser el protagonista de un relato
corto y de mi siguiente novela.
Respondió que sí y me preguntó de qué tratarían los libros. De miedo, valentía y
redenciones absolutamente comprometidas, le contenté.
—Bien, creo que he pasado por todo eso— dijo.
La noche era fresca; los neones de Las Vegas eclipsaban las estrellas del firmamento.
El cielo parecía expandirse mientras yo me preguntaba qué significaban aquel tiempo y
aquel lugar.
EL BLUES DE DICK CONTINO
En estos tiempos disfruto de un renacimiento de medio pelo.
Alguna actuación en fiestas de italianos, algún bolo en salones, un graaan anuncio en
una maratón televisiva contra el sida. Mi bis de «Lady of Spain» propició diez de los
grandes en donativos y recibir una mamada clandestina de una universitaria que atendía
los teléfonos. Daddy-O acaba de aparecer en vídeo y los críticos de cine enganchados al
kitsch de los cincuenta han estado importunándome para que conceda entrevistas.
Sus preguntas vienen dando saltos mortales a mi memoria. Vuelvo a estar en 1958: soy
un acordeonista/cantante protagonista de una peli de serie B a cambio de cuatro perras.
¿Escribió usted mismo «Rock Candy Baby» y «Angel Act»? ¿Se tiró a la protagonista
femenina, esa rubia de los anuncios de neumáticos Mark C. Bloome? ¿Quién le diseñó el
vestuario? ¿Quién hacía de especialista? ¿Cómo consiguió hacer volar ese Ford del 51 en
plena persecución de la pasma? Las tomas parecían reales, pero montadas con demasiada
prisa.
Siempre intento contestar con la máxima sinceridad.
Siempre atribuyo el coche volador a la magia del cine.
Para ser franco, fui yo quien hizo VOLAR a ese hijo de puta de motor dual quad
supercargado y neumáticos lisos especiales. Detrás de eso hay una historia: la de mi
amorosa despedida de L.A. de aquella época.
1
Estaba fracasando.
Estaba fracasando rotundamente: manos sudorosas, temblores inminentes. El combo
que me acompañaba sonaba fuera de compás, pero supe que era yo el que se adelantaba al
ritmo. EL PÁNICO ESCÉNICO me pilló por las pelotas. Los titulares gritarían:
«Contino aburre a un público gris en el Crescendo.»
«El público que asiste al regreso de Contino en Sunset Strip se aburre como una
ostra.»
De «Bumble Boggie» a «Ciribiribin», un encadenado de acordeón directo a la yugular.
Puse todo mi cuerpo en un trémolo. Mi cerebro envió un mensaje fallido a los dedos.
Éstos obedecieron y ataqué el final de «Tico-Tico». El fallo en la recepción resultó
contagioso: el combo entró con un tema puente de «Rhapsody in Blue».
Me quedé allí plantado.
Las luces de la sala se encendieron. Vi a Leigh y a Chrissy Staples, a Nancy Ankrum,
a Kay van Obst. Mi esposa, mis amigos, más una carretada de habituales de las noches de
estreno que destilaban conmoción.
«Rhapsody in Blue» se desinfló a mis espaldas. EL PÁNICO ESCÉNICO me pilló por
las pelotas y apretó. Intenté darles palique:
—Damas y caballeros, acaban de oír «Salto en disonancia», una nueva pieza
experimental dodecafónica.
Mis amigos rieron. Un capullo con gorra de plátano de la Legión Americana gritó:
—¡Desertor!
Silencio instantáneo en el gran salón. Miré fijamente a don Patriota: enrojecido por la
priva, gorra de la Legión, brazal de la Legión. Preparé mi ostinato de justificaciones:
estuve en Corea y me licenciaron con honores. Y Harry S. Truman me indultó.
No; prueba con esto:
—Que te jodan. Que jodan a tu madre. Que jodan a tu perro.
El legionario se quedó inmóvil. Yo me quedé inmóvil. Leigh se quedó inmóvil tras una
sonrisa con la que decía adiós a dos de los grandes a la semana, durante dos semanas
como mínimo.
Toda la sala se quedó inmóvil.
Luego me lanzaron restos del cóctel: aceitunas, hielo, frutas del whisky sour. El
acordeón rezumaba cerezas de marrasquino. Me lo descolgué y lo dejé detrás de unos
focos.
El cerebro mandó un mensaje fallido a los puños: Dadle una paliza a don Patriota.
Salté del escenario y me lancé sobre él. Me echó la bebida en la cara; el destilado de
cereal puro me escoció los ojos y me cegó. Parpadeé, farfullé y solté puñetazos violentos.
Tres fallaron, uno llegó y el impacto me dejó vibrando, ua ua, como una plancha de metal.
Se me aclaró la visión y creí ver a míster América escupiendo dientes.
Me equivocaba.
Don Legionario: esfumado. En su lugar, con un corte en la mejilla que llegaba hasta el
hueso, producido por mi alianza de boda con piedra engastada: Cisco Andrade, el número
uno mundial de los pesos ligeros.
Los hombres del sheriff entraron en tropel y se desplegaron en abanico. A la zaga, la
agente Dot Rothstein, más de cien kilos de carne lesbiana encoñada con mi amiga Chris
Staples.
—Hijo de puta. Imbécil —me dijo Andrade.
Me quedé allí plantado.
Mis ojos rezumaban ginebra. La mano izquierda me palpitaba. La sala principal del
Crescendo se volvió fantasmagórica.
Ahí está Leigh, comiéndole el coco a la pasma con su bebop «Dick Contino es víctima
del Terror Rojo». Ahí está el legionario, sacándole un autógrafo a mi saxofonista. Dot
Rothstein husmea el aire: mi batería acaba de irse al camerino con un porro. Chrissy le da
cancha a la Gran Dot. Colaboró con ella en una redada de lesbianas y desde entonces Dot
se consume por ella.
Gritos. Dedos que me señalan. Mickey Cohen con su bulldog, Mickey Cohen Junior,
éste, con el hocico bien hundido en un tazón de nueces. Mickey Senior, el Jesucristo de los
clubes nocturnos, pasándole al jefe de los agentes un fajo de billetes.
Andrade me estrujó la mano jodida y derramé lágrimas.
—Tocarás el acordeón en la fiesta de cumpleaños de mi hijo. Le gustan los payasos,
así que te vistes de Chucko el Payaso y estaremos en paz.
Asentí. Andrade me soltó la mano y se frotó el corte. Mickey Cohen se acercó y quiso
aprovecharse.
—Mi sobrina va a dar una fiesta de cumpleaños.
¿Crees que podrías actuar en ella? ¿Crees que podrías vestirte de David Crockett, con
uno de esos gorros de piel de mapache?
Asentí. La pasma se marchó. Un agente me mandó a la mierda con un gesto y
murmuró:
—Desertor.
Mickey Cohen Junior me olisqueó la entrepierna. Intenté acariciarlo, pero el muy
cabrón me mordió.
Me encontré con Leigh y Chris en el Googie’s. Nancy Ankrum y Kay van Obst se
unieron a nosotros y ocupamos un gran reservado.
Leigh sacó el bloc de notas.
—Steve Katz se ha puesto furioso. Le ha dicho al contable que te rebaje la paga a la
mitad de un espectáculo por una noche.
La mano me palpitaba y cogí los cubitos del vaso de agua de Chrissy.
—¿Cincuenta pavos?
—Cuarenta y pico. Lo han contado al céntimo.
Sobre mí se cernieron los demonios: el obstetra de Leigh, el agente de embargos de
Yeakel Olds.
—A los niños no los embargan —dije.
—No, pero sí a un Starfire 88 con los tres últimos plazos sin pagar. Dick, ¿era
necesario que le pusieras el compartimento de la rueda de repuesto por fuera, tapicería
Kustom King y ese horrible adorno del acordeón en el capó?
—Fue una cosa de rivalidad entre italianos —terció Chrissy—. Buddy Greco se
agenció un coche como ése y Dick tuvo que hacer lo mismo.
—Mi marido tiene un 88 —intervino Kay—. Dice que el interior Kustom King es tan
mullido que una vez casi se quedó dormido en la autopista de San Bernardino.
—Chester Boudreau, uno de mis asesinos sexuales favoritos de todos los tiempos —
dijo Nancy—, prefería los Oldsmobile. Decía que tenían un tamaño que a los niños les
inspiraba confianza, por lo que resultaba fácil atraerlos al coche.
Justo a tiempo: mi coro de tres chicas. Chrissy cantaba con Buddy Greco y vendía
dexedrina. Nancy tocaba el trombón en la banda cien por cien femenina de Spade Cooley
y se escribía con la mitad de los pervertidos de San Quintín. Kay era presidenta nacional
del club de fans de Dick Contino. Volvemos a mi mal rollo con el ejército. Pete, el marido
de Kay, era el jefe del equipo de federales que me detuvo por desertor.
Llegó la comida y Nancy sacó a colación al «Azote de Hollywood Oeste», un loco que
había estrangulado a dos parejas de enamorados aparcadas junto al Strip, a pocas
manzanas de donde nos encontrábamos. Chris lamentó mi fiasco en el Crescendo y
lloriqueó por el final del contrato de Buddy en Mocambo al cabo de dos semanas.
Nancy la interrumpió. La Azotemanía la tenía fascinada. Ya estaba haciendo apuestas.
El Azote sería el psicópata asesino número uno de 1958.
Leigh me dejó leerle los ojos:
Tus amigos son coautores de tus chorradas, pero yo no lo seré.
Tu exhibición de inquina viril nos ha costado cuatro mil dólares.
Te enfrentas a puñetazos a esa tacha tuya de COBARDE; siempre tienes que empeorar
las cosas.
Ojos radiactivos. Los eludí con cháchara intrascendente.
—Chrissy, ¿has visto cómo te miraba Dot Rothstein?
—Sí —respondió Chris, engullendo un trozo de sándwich Reuben—. Y han pasado
cinco años desde el asunto de Barbara Graham.
—Barbara Graham… —repitió Nan la devoradora de cadáveres.
—Chrissy cumplió nueve meses en la cárcel de mujeres del centro de la ciudad cuando
Barbara Graham se encontraba allí —aclaré.
—¿Y? —preguntó Nancy, sin aliento.
—Y resultó que estuvo en la celda contigua a la suya.
—¿Y?
—Dejad de hablar de mí como si no estuviera presente —saltó Chrissy.
—¿Y? —insistió Nancy.
—Y yo cumplía nueve meses por pasar recetas falsificadas de dilaudid. Dot era la
matrona de mi galería y estaba prendada de mí, lo cual considero una muestra de su buen
gusto. Barbara Graham y esos compinches suyos, Santo y Perkins, acababan de ser
detenidos por el asesinato de Mabel Monohan. Barbara seguía protestando, diciendo que
era inocente, y la Fiscalía de Distrito temía que un jurado la creyese. Dot oyó el rumor de
que a Barbara le daba por el lesbianismo cada vez que iba a la cárcel y tuvo la idea de que
yo intimara con ella a cambio de una reducción de condena. Accedí, pero estipulé que no
quería contacto sáfico. La Fiscalía me ofreció un trato pero no conseguí que Barbara
admitiera en un maldito vis a vis lo que había hecho la noche del 9 de marzo de 1953. Yo
obtuve la reducción de condena y a Barbara la enviaron a la cámara de gas y Dot
Rothstein se convenció de que soy tortillera. Todavía me manda felicitaciones de Navidad.
¿Habéis recibido alguna vez una tarjeta manchada de carmín de labios enviada por una
bollera marimacho de cien kilos?
Todo el reservado aulló de risa. Kay gritó con la boca llena, se le escapó un poco de
soda y salpicó a Leigh. Se encendió un flash y vi a Danny Getchell con un fotógrafo de
Hush-Hush.
Getchell escupía titulares: «As del Acordeón activa un gancho de izquierda letal
durante una celebración en el Crescendo que termina a tortazos.» «Prófugo provoca una
penosa pelea a puñetazos.» «¿Quo vadis, Dick Contino? Su reaparición acaba en una
redada policial.»
Nancy se dirigió al teléfono público.
—Danny, éste es un tipo de publicidad que no necesito —dije.
—Discrepo, Dick. Fíjate en lo que le supuso a Bob Mitchum el contratiempo de la
marihuana. Yo creo que esto te retrata como a un gavonne[1] atractivo que, me perdonarán
las señoras, debe de tener una polla de un metro.
Me reí.
—Que me parta un rayo si miento —insistió Danny—. En serio, Dick, y que me
perdonen de nuevo las señoras, parece que tengas un metro de tubo duro y que no te dé
reparo mostrarlo.
Me reí. Leigh elevó una plegaria silenciosa: salva a mi marido de este provocador de
las revistas de escándalos.
—Acabo de hablar con Ella Mae Cooley —se apresuró a susurrarme Nancy—. Spade
le ha pegado otra vez… Y tú, Dick, eres el único que puede tranquilizarlo.
Monté en el coche y me dirigí al rancho de Spade Cooley. La lluvia acuchillaba el
parabrisas. Sintonicé el programa de discos solicitados de Hunter Hancock. Los colegas
del Googie’s consiguieron llamar a la emisora y el «Yours» de Dick Contino llenó las
ondas.
La lluvia arreció. El acordeón de cromo del capó reducía la visibilidad. Aceleré y
sincronicé biopensamientos a la música.
Finales de 1947, en Fresno. Me presenté a un concurso del programa de radio de
Horace Heidt. La noche de los aficionados, público en el estudio, aplausómetro. Pensé que
tocaría «Lady of Spain», perdería frente a alguna chica local que Heidt se estuviera tirando
y, al terminar, seguiría camino a la universidad.
Gané.
El camerino se llenó de fans adolescentes.
Al mes siguiente cumplí dieciocho años. Seguí ganando cada domingo, muchas
semanas seguidas. Derroté a cantantes, a cómicos, a un trombonista negro y a un ciego
virtuoso del vibráfono. Me sacudí, me retorcí, bailé zapateado, giré, agité, empujé, me
arrodillé y aporreé el acordeón como un derviche orbitando con benzedrina, maría y cola.
Moví la pelvis y ejecuté pianissimos. Encadené cadencias y toqué tornados armónicos
hasta que la sala se vino abajo y llegué directo a la gran final de Horace Heidt. Me
convertí en una celebridad nacional, hice giras por todo el país como cabeza de cartel de
Heidt y luego yo solo A LO GRANDE.
Toqué en GRANDES SALAS. Grabé discos. Rompí corazones. Pruebas de pantalla
para el cine, clubes de fans, fotos a doble página en las revistas. Los críticos se
maravillaban de cómo había puesto de moda el acordeón. Yo declaraba que lo único que
hacía era conseguir que la sensiblería resultase atractiva. Ellos me preguntaban: ¿dónde
has aprendido a moverte así? Yo mentía y decía que no lo sabía.
La verdad era que:
Siempre he tenido miedo.
El terror siempre se presenta por ensalmo.
La música y el movimiento son sortilegios que impiden que cobre FORMA.
1949, 1950, colocado de fama y de la buena suerte del novato. A principios del 51, la
FORMA llega por la vía de una notificación de reclutamiento.
La FORMA: sudores diurnos, sudores nocturnos, miedos a asfixiarme. Miedo a la
mutilación, a la ceguera, al cáncer, a la vivisección en manos de acordeonistas rivales.
Temblores las veinticuatro horas del día; el público de los clubes nocturnos llevaba
mortaja. La música dentro de mi cabeza: martillos neumáticos, sirenas, batidoras
cambiando de marchas.
Fui a la Clínica Mayo. Tres loqueros me declararon inútil para el servicio militar. La
oficina de reclutamiento quiso una cuarta opinión; me mandaron a su psiquiatra, que
contradijo a los tipos de la Mayo, y mi calificación de apto se mantuvo.
Me reclutaron y me llevaron a Fort Ord. La FORMA: los barracones del centro de
recepción se comprimieron en torno a mí. El corazón se me aceleró y envió descargas
eléctricas a los brazos. Los pies se me quedaron entumecidos, las piernas me temblaron y
chorrearon sudor. Me escapé y cogí un autobús a San Francisco.
Ausente sin permiso, fugitivo federal, mi deserción se convirtió en noticia de portada.
Bajé en tren a L.A. y me escondí en casa de mis padres. Los reporteros llamaban a la
puerta y mi padre los ahuyentaba. Había cadenas de televisión montando guardia en la
calle. Hablé con un abogado, hice acopio de una buena cantidad de esa desenvoltura
propia del negocio del espectáculo y me entregué.
El abogado intentó llegar a un trato, pero el fiscal general no tragó. Yo recibía palizas
diarias en los periódicos de Hearst: «Prima donna del acordeón sufre pánico escénico en
su estreno en Fort Ord», «Cobarde», «Traidor», «Gallina», «Flojo». «Cobarde»,
«Cobarde», «Cobarde».
Las actuaciones en grandes salas se cancelaron.
Iban a juzgarme en San Francisco.
Miedo:
Los gorjeos de los pájaros me asustaban. Las habitaciones se estrechaban como un
ataúd tan pronto entraba en ellas.
Fui a juicio. El abogado presentó los informes de la Mayo. Yo detallé mi miedo en el
estrado. La prensa mantuvo vivo el fuego del resentimiento: yo lo tenía todo, pero no
quería servir a mi país. Hicieron caso omiso de mi respuesta: «Pues llevaos mi maldito
acordeón.»
El juez me declaró culpable y me impuso la condena: seis meses en el penal federal de
McNeil Island, Washington.
Cumplí la sentencia y puse cara de sádico para disuadir a los bujarrones. Llevar
colgado el acordeón me había hecho crecer los músculos y me dedicaba a hinchar los
bíceps y exhibirlos. Mickey Cohen, en la trena por evasión de impuestos, intimó conmigo.
Mi rutina diaria: trabajo en el patio como preso de confianza, improvisaciones con el
acordeón. Artista simpático/convicto psicópata: una actuación esquizofrénica gracias a la
que pude cumplir la condena sin que me molestaran.
Me soltaron en enero del 52. Una ansiedad que se colaba
furtiva/solapada/arrastrándose: ¿Qué ocurrirá a continuación?
Invierno del 52: Soy objeto de curiosidad pública. Gran cobertura de «Contino sale de
la cárcel». En casi toda ella me pintaban como un cobarde endurecido en prisión.
Miedo residual: ¿Me reclutarían ahora?
Invierno del 52. Nada de actuaciones, ni en GRANDES SALAS ni en ninguna parte.
Me llegó el aviso de llamada a filas y en esta ocasión me apunté al juego.
Instrucción básica, escuela de comunicaciones, Corea. El miedo, postergado. Serví en
un destacamento en Seúl y ascendí de soldado a sargento. Aceptación/ burlas/peleas. Tipos
que destilaban resentimiento y envidiaban lo que creían que yo encontraría en casa al
volver.
Lo que encontré fue una carrera arruinada y la acusación de DESERTOR en neón rojo
comunista. Recibí un indulto presidencial que no había solicitado. Mi tacha de
COBARDE lo transformó en papel mojado. Me convertí en un número de escapismo: los
bolos en grandes salones fueron sustituidos por actuaciones en garitos pequeños, los
programas en la televisión nacional dieron paso a las actuaciones en los medios locales. El
miedo y yo jugábamos al escondite. Siempre parecía agarrarme las pelotas y retorcérmelas
en el preciso momento en que sentía que algo en mi interior podía hacer desaparecer para
siempre todas aquellas chorradas.
Me dirigí a casa de un vencedor. Perdí la emisora de L.A. y estuve escuchando
cantinelas vulgares. Muy apropiado: Llegué al rancho de Cooley con la banda sonora del
propio Spade: «Shame, Shame on You.»
El porche apestaba a porro y vapores de whisky de malta. Un televisor encendido
iluminaba las ventanas de gris azulado.
La puerta estaba entornada. Toqué el timbre y sonaron unas campanillas de palurdo.
Dentro estaba oscuro. La pantalla del televisor hacía que las sombras dieran saltos. George
Putnam escupía las noticias locales de última hora: «… el maníaco que la oficina del
sheriff de Los Ángeles ha apodado “el Azote de Hollywood Oeste” se cobró anoche su
tercera y cuarta víctimas. Los cuerpos de Thomas Knode, alias Spike, especialista
cinematográfico actualmente sin trabajo, y de su novia Carol Matusow, de diecinueve
años, taquígrafa, fueron descubiertos en el maletero del coche de Knode, aparcado en
Hilldale Drive, escasamente una manzana al norte de Sunset Strip. Ambos habían sido
estrangulados con un ceñidor y golpeados, después de muertos, con un gato de coche que
se encontró en el asiento trasero. La pareja acababa de salir del club nocturno Mocombo,
donde había asistido a la actuación de Buddy Greco. Las autoridades han admitido no
tener pistas sobre la identidad del asesino y…»
Un ruido chirriante, metal contra metal, y aquel gangueo inconfundible:
—Por el tamaño de tu sombra, diría que eres Dick Contino.
—Sí, soy yo.
Rac. Rac. Ruido de gatillo. A Spade le encantaba colocarse y jugar con pistolas.
—Tengo que hablarle a Nancy de ese hijo de puta del Azote. Tal vez haya encontrado
un nuevo amigo epistolar.
—Ya ha oído hablar de él.
—Bien, no me sorprende. Y este perro viejo sabe sumar dos y dos. Mi Ella Mae recibe
una llamada de Nancy y, al cabo de dos horas, se presenta el mismísimo don Acordeón.
He oído que fracasaste en el Crescendo, chico. ¿No sucede siempre eso cuando
demostrarte algo a ti mismo va en contra de tus intereses?
Se encendió una luz. Quédate: Spade Cooley con sombrero de vaquero, calzones con
lentejuelas incrustadas y dos revólveres de seis balas enfundados.
—Como tú y Ella Mae —dije—. Le suplicas que te dé detalles de sus viejas historias
de promiscuidades y cuando accede, le pegas.
Unas banderas ondeando sustituyeron a George Putnam. La cadena KTTV se despedía
hasta la mañana siguiente. Sonó el himno nacional y bajé el volumen. Spade se derrumbó
en el sillón y me miró.
—¿Quieres decir que no tendría que haberle preguntado si esos rumores sobre John
Ireland y Steve Cochran eran ciertos?
—Te mueres de ganas de torturarte, así que cuéntame.
Spade volteó los revólveres, cerró los tambores y los hizo girar. Dos revólveres, diez
ranuras vacías, una bala en cada arma.
—Cuéntame, Spade.
—Los rumores eran ciertos, chico. ¿Estaría yo aquí sentado en este estado si esos tíos
tuvieran pollas que midieran menos de veintidós centímetros?
Me reí.
Bramé.
Aullé.
Spade se encañonó la cabeza con las dos armas y apretó los gatillos.
Dos fuertes clics. Recámaras vacías.
Dejé de reír.
Spade lo hizo otra vez.
Clic/clic. Recámaras vacías.
Me lancé por los revólveres. Spade me disparó dos veces A MÍ. Recámaras vacías.
Retrocedí hasta el televisor. Rocé con la pierna el dial del volumen y sonó «Barras y
Estrellas», muy fuerte y luego muy flojo. Spade habló:
—Podías haber muerto oyendo el himno de tu país, lo cual te habría valido la
aprobación póstuma de todos esos grupos patrióticos a los que caes tan mal. Y también
podrías haber muerto sin saber que, cuando se pone bañador, John Ireland ha de atarse a la
pierna esa bestia que tiene.
Sonó la cadena del inodoro en el piso de arriba y Ella Mae gritó:
—¡Donnell Clyde Cooley, deja de hablar solo o con Dios sabe quién, y ven a la cama!
Spade apuntó las dos armas a la voz de su mujer y apretó los gatillos.
Dos recámaras vacías.
Había disparado cuatro veces cada fusca, quedaban dos para terminar. La próxima vez,
posibilidades al cincuenta por ciento.
—Dick, cojamos una buena curda. Trae una botella nueva de la cocina.
Me dirigí al baño y abrí el botiquín. Barbitúricos en un estante. Puse dos en un vaso y
tiré el resto a la taza. Registro de la cocina: una botella de tres cuartos de Wild Turkey
encima del frigorífico.
La vertí toda por el fregadero salvo tres dedos.
Casquillos sueltos del calibre 38 en un estante. Los tiré por la ventana.
El alijo de marihuana de Spade, en el sitio donde siempre había estado, el azucarero.
La tiré por el fregadero acompañada de un chorro de desatascador.
—¡Esta noche estoy decidido a dispararle a alguien o a algo!
Removí el cóctel: bourbon, nembutal y crema de leche para matar el sabor a
barbitúrico.
—¡Ve al coche y trae tu acordeón! —gritó Spade—. ¡Lo sacaré de su miseria!
En la mesa del desayuno: el mando a distancia de la tele.
Lo cogí.
Volví donde Spade. Inmediatamente dejó un revólver y agarró la bebida. Una pipa de
seis balas en el suelo. Le di un toque con el pie y la colé debajo de su silla.
Spade hizo girar el arma número dos.
Me quedé detrás de la silla.
—Me pregunto si Ireland usaba cinta adhesiva o cinta aislante —dijo Spade.
Blip, blip, pulsé los botones del mando a distancia. Carta de ajuste. Carta de ajuste.
Rock Hudson y Jane Wyman en una película lacrimógena de guerra.
—He oído decir que Rock Hudson la tiene como un caballo —pinché a Spade—. He
oído que se folló a Ella Mae por la época en que ella tocaba el clarinete en tu viejo
programa de Hoffman Hayride.
—Qué va —respondió Spade—. Rock es maricón. Me han dicho que se lo hace con un
niñato del programa de Lawrence Welk.
Mierda. No picó. Blip, blip, Caryl Chessman perorando en su celda del corredor de la
muerte.
—Ahí está tu tipo de más de veintidós centímetros, Spade. Ese hombre es legendario
en los anales del crimen. Eso me ha contado Nancy Ankrum.
—Qué va. Los criminales de poca monta como él siempre tienen la picha corta. Lo he
leído en la revista Argosy.
Blip, blip, blip, muchas cartas de ajuste. Blip, blip, blip, pruebe el nuevo Chevy del 58,
Ford, Rambler y todos los demás, joder. Blip. El senador John F. Kennedy habla con los
periodistas.
—La tiene como una almendra —Spade se me anticipó—. Gene Tierney me ha dicho
que folla por hambre. La tiene como un grillo y espera que se pongan en pie y lo aplaudan.
Blip, otra repetición sobre el Azote de Hollywood Oeste.
Mierda, se estaban acabando los canales. Blip. Un capellán de la Legión Americana
con las oraciones de las dos de la madrugada.
«… y como siempre, Te pedimos fortaleza para luchar contra nuestro adversario
comunista, en nuestro país y en el extranjero. Te pedimos…»
—Esto va por Dick Contino —dijo Spade. Alzó el revólver y disparó. La pantalla del
televisor explotó. Saltaron astillas, los tubos reventaron y el cristal se rompió.
Spade se desmayó y cayó al suelo, flácido como una muñeca de trapo.
El polvo del televisor formó una nubecita en forma de hongo nuclear.
Llevé a Spade al piso de arriba y lo acosté en la cama al lado de Ella Mae.
Confortable. Al cabo de pocos segundos roncaban al unísono. Recordé Fresno, Navidades
del 47. Yo era joven, ella estaba sola, Spade había ido a Texas.
Mantenlo en secreto, cariño. Por el bien de los dos.
Me dirigí al coche. Doce de febrero de 1958. Vaya noche jodida de verdad.
2
Dormir mal me dejó hecho polvo, resacoso de mi expedición de rescate.
Me despertó la niña. Yo estaba soñando. Me juzgaban por crímenes contra la música.
El juez decía que el acordeón estaba obsoleto y el público del estudio aplaudía. Quédate
con mi jurado: el perro de Mickey Cohen, Jesucristo y Cisco Andrade.
Leigh tenía café y aspirinas a punto, así como el Mirror matutino, doblado por la
página de espectáculos.
«Una bronca desluce la presentación de Contino. El dueño del club dice que el rey del
acordeón es un “producto echado a perder”.»
Sonó el teléfono. Respondí.
—¿Quién es?
—Soy Howard Wormser, tu agente, que acaba de perder el diez por ciento de tu dinero
del Crescendo y el diez por ciento de tu contrato de dos meses en el Flamingo. Los de Las
Vegas han llamado, Dick. Reciben los periódicos de L.A. y no les gusta callarse las malas
noticias.
Un subtitular del Mirror: «Gritos de “desertor” acosan a un astro en horas bajas.»
—Anoche estuve ocupado. De otro modo, habría visto venir todo esto.
—Verlas venir no es tu punto fuerte. Tendrías que haber aceptado la invitación de Sam
Giancana para que te pusiera en la nómina de artistas que actúan para la mafia de Chicago.
Ahora estarías tocando en grandes salones. Deberías haber testificado ante ese Gran
Jurado y tendrías que haber delatado a unos cuantos rojillos. Tendrías que…
—Yo no conozco a ningún rojillo.
—No, pero podrías haber sacado unos cuantos nombres de la guía telefónica y quedar
bien.
—Consígueme trabajo en una película, Howard. Un papel en el que cante unas cuantas
canciones y me quede con la chica.
—Eso que dices tiene algo de sensato: los chochos jóvenes sí que son tu punto fuerte.
Ya miraré. Mientras tanto, toca en unos cuantos bar mitzvahs o algo y no te metas en líos.
—¿Puedes conseguirme unos cuantos bar mitzvahs?
—Era sólo una figura retórica. Tranquilízate, Dick. Te llamaré cuando te consiga el
noventa por ciento de algo.
Clic. El ruido de colgar se diluyó de improviso en el alboroto de fuera. Chirridos de
frenos, ruido de engranajes. Miré por la ventana. Joder, un camión grúa había enganchado
el eje trasero de mi coche al cabrestante.
Salí a la carrera. Un hombre con una camiseta del sindicato de camioneros alzó las
manos.
—Señor Contino, esto no ha sido idea mía. Soy un pobre sindicalista con familia y sin
trabajo. Bob Yeakel me ha dicho que le diga que basta significa basta, que esta mañana ha
leído la prensa y ha entendido el mensaje.
El manubrio del cabrestante reventó la cubierta del maletero y salieron volando un
montón de discos. Eché mano a un Accordion in Paris.
—¿Cómo te llamas?
—Pues… Bud Brown.
Cogí el lápiz de su sujetapapeles y garabateé una firma en la portada del disco.
—Para Bud Brown, un sindicalista sin trabajo, de Dick Contino, artista sin trabajo.
Querido Bud, ¿por qué te dedicas a joder mi hermoso Starfire 88, si soy un currante como
tú? Sé que ese malvado comité McClellan está acosando a tu heroico líder Jimmy Hoffa,
del mismo modo que me incordió a mí durante la guerra de Corea, así que tú y yo
compartimos un vínculo que tú, con tu actual postura de esquirol, estás quebrantando. Por
favor, no jodas mi hermoso Starfire 88. Lo necesito para buscar trabajo.
El camionero aplaudió. Bud Brown me miró con desconfianza. Aquella payasada
sobre el comité McClellan lo había impresionado de una manera extraña.
—Como ya le he dicho, señor Contino, lo siento.
—Los donaré a tu delegación local —dije señalando los discos—. Los autografiaré y
tú puedes venderlos y quedarte con el dinero. Lo único que te pido es que me dejes sacar
este coche de aquí para esconderlo en algún sitio.
Golpes en la ventana de la cocina. Leigh con la pequeña Merri en los brazos.
—Señor Contino, eso es pelear sucio.
La pelea merece la pena: mi preciosidad azul/neumáticos de lateral blanco/antena de
cola de zorro. La luz del sol en el acordeón del capó. Casi desfallecí.
—¿Tienes hijos que vayan a celebrar el cumpleaños? Tocaré gratis, me vestiré como…
La radio del remolque crepitó. El conductor escuchó y confirmó la recepción del
mensaje.
—Era el señor Yeakel. Dice que el señor Contino debe encontrarse con él ahora mismo
en la sala de exposición y ventas y que tal vez puedan llegar a un acuerdo sobre su demora
en el pago de las letras.
—… y sabes que tengo mi propio programa de televisión, Cohete al estrellato. Mis
hermanos y yo hacemos los anuncios y a los angelinos amateurs con talento les brindamos
la oportunidad de llegar a la luna y bajarse unas cuantas estrellas. Organizamos un
espectáculo aquí, en el local, todos los domingos y la KCOP lo retransmite. Repartimos
perritos calientes y refrescos, vendemos unos cuantos coches y dejamos que los aspirantes
actúen. Por lo general, atraemos a un montón de devoradores de perritos calientes, yo los
llamo «los glotones de Yeakel». Aplauden las actuaciones y gana quien cosecha más
aplausos. Tengo el medidor de aplausos amañado, algo parecido a ese cacharro que tú
tenías en el programa de Heidt.
Bob Yeakel: alto, rubio, voz chillona de vendedor. Su escritorio: lleno de papeles
pisados con tapacubos cromados.
—Déjame que adivine. Quieres que haga de maestro de ceremonias de uno de tus
espectáculos y a cambio me quedo el coche gratis y libre de deudas.
Yeakel rió.
—No, Dick, más bien produces y haces de maestro de ceremonias en dos espectáculos
como mínimo y actúas en la Convención Americana de Vendedores de Oldsmobile y
vienes alguna tarde por aquí a las subastas que hacemos y te enrollas con los clientes.
Mientras tanto, puedes conservar el coche y nosotros pararemos el reloj de tus pagos de
intereses por morosidad, pero no la suma que nos debes. Entonces, si sube la audiencia de
Cohete al estrellato, tal vez te deje quedarte el coche gratis y libre de deudas.
—¿Eso es todo lo que tengo que hacer?
Yeakel rió otra vez.
—No. Además, tienes que intentar venderles un coche a todos los posibles
concursantes, un Oldsmobile del 58. Y nada de negros asquerosos o beatniks, Dick. Yo
dirijo un negocio familiar limpio.
—Lo haré si me pagas doscientos a la semana.
—Ciento cincuenta, pero en negro. Sin retenciones.
Extendí la mano.
Trabajo:
La Convención de Vendedores de Oldsmobile en el Statler del centro de la ciudad.
Quédate: quinientos buhoneros de coches y un montón de furcias acompañadas de un
especialista en enfermedades venéreas. Bob Yeakel me presentó con el número de
«Melones, la reinona dentona». Chris Staples cantó «You Belong to Me» y «Baby, Baby,
All the Time». Yeakel la miró con insistencia e hizo chistes sobre sus «aletas traseras». Yo
maté a un público pasado de priva con una actuación de cuarenta minutos y terminé con el
tema de Cohete al estrellato.
Trabajo:
Fiestas de cumpleaños, el hijo de Cisco Andrade, la sobrina de Mickey Cohen. El bolo
de Cisco fue en Los Ángeles Este. Lleno hasta la bandera. Boxeadores mexicanos y sus
familias, pasmados ante Dick Contino en
«Chucho, el Payaso de los Cumpleaños». ¿Degradante? Sí, pero los invitados me
dieron casi cien dólares de propina. El bolo de Cohen fue más pijo: una fiesta en el piso de
Mickey con comida de catering. Quédate con la lista de invitados: Lana Turner y Johnny
Stompanato, Mike Romanoff, Moe Dalitz, Meyer Lansky, Julius La Rosa y el reverendo
Wesley Swift, que explicó que Jesucristo era ario y no judío y que el Mein Kampf era el
libro perdido de la Biblia. Nada de propinas, pero Johnny Stomp me soltó dos docenas de
cajas de comida infantil Gerber. Había planeado un atraco a una furgoneta de abrigos de
pieles y sus hombres se habían equivocado de vehículo.
Trabajo:
Largas jornadas en la sala de exposición y venta de Olds de Yeakel.
Llamé a las chicas para que me ayudaran. Leigh, Chrissy, Nancy Ankrum, Kay van
Obst. La voz corrió deprisa: Don Acordeón y su camarilla femenina en directo en la sala
de exposición y venta de Oldsmobile.
Camelamos a curiosos y remitimos posibles clientes difíciles a los vendedores.
Alabamos sin parar los modelos Olds del 58. Asamos hamburguesas en una barbacoa
hibachi y dimos de comer a los mecánicos y a Bud Brown y su gente de embargos.
Nancy, Kay y Leigh hicieron la preselección de los concursantes de Cohete al
estrellato. Yo quería eliminar a los mendas más atroces antes de comenzar las audiciones
formales. A Bob Yeakel se le caía la baba cada vez que aparecía Chris Staples y lo
convencí de que la pusiera en nómina como ayudante mía. Chrissy le hizo un regalo a Bob
para darle las gracias: su desplegable en Nugget Magazine, enmarcado para colgar en la
pared.
Mi trabajo con Yeakel duró nueve días. Un auténtico éxito, joder.
Nueve días sin que nadie me llamara «desertor», una especie de récord mundial para
Dick Contino.
Hicimos las audiciones en una carpa detrás del foso de reparaciones. Bud Brown
ejerció de perro guardián para ahuyentar a los claramente lunáticos. Las chicas habían
confeccionado una lista: cuarenta y tantos individuos y actuaciones que, después de la
selección, quedarían reducidos a seis por programa.
Nuestro primer finalista: un viejo chiflado que cantaba ópera. Le pedí que nos dedicara
unos cuantos compases de I pagliacci; dijo que tenía el pene más largo del mundo. Lo
sacó antes de que yo pudiera hacer ningún comentario. Tenía longitud y grosor normales.
Chrissy aplaudió de todos modos. Dijo que le recordaba a su ex marido.
Bud echó al viejo. El abuelo se fue, pero había sentado una especie de precedente.
Fíjate en esta muestra:
Dos bull terriers patinando, perros como tiburones con aletas de plástico enganchadas
a la espalda. Su amo era un doble de Lloyd Bridges: todo el número fue una parodia del
programa de televisión Caza marina.
No… Una acordeonista que desafinaba y que intentó pasarme su teléfono con Leigh
presente.
No.
Un cómico con un monólogo sobre la manera de jugar al golf de Ike. Ronquilandia
épica.
No.
Un tipo que hacía juegos de manos con pañuelos de seda. Hábil pero aburrido: hacía
nudos de ahorcar con ceñidores.
No.
Dos docenas de vocalistas masculinos y femeninos monótonos, chirriantes, estridentes,
roncos: Presleys y Patty Pages en ciernes.
Un saxo tenor yonqui que comenzó a cabecear a mitad de un «Body and Soul» de
notas chapuceras. Bud Brown lo dejó durmiendo en un coche de los expuestos; el cabrón
despertó con convulsiones y rompió el parabrisas de una patada. Chrissy llamó a una
ambulancia y los enfermeros se llevaron al yonqui.
Me encaré a Nancy.
—Tendrías que haber visto a los que no pasaron el corte —dijo—. Cómo me gustaría
que el Azote de Hollywood Oeste tuviera un talento viable. Sería divertido ponerlo en el
programa.
Sólo Nancy encontraba atractivos a los maníacos que estrangulaban con un ceñidor o
pegaban con un gato de coche.
Abordé a Bud Brown.
—Faltan cuarenta y ocho horas para el programa y todavía no tenemos a nadie.
—Sucede alguna vez. Entonces, Bob llama a Pizza De Luxe.
—¿Qué…?
—Pregúntale a Bob.
Entré en la oficina de Yeakel. Bob miraba su cartel de la pared: Miss Nugget, junio de
1954.
—¿Qué es Pizza De Luxe?
—¿Tan mal van las audiciones?
—Estaba pensando en volver a llamar a esos perros patinadores. Bob, ¿qué es…?
—Pizza De Luxe es una red de prostitución. La dirige un ex matón de Jack Dragna,
propietario de una casa de comidas llamada Pizza Pad. Sirve pizzas las veinticuatro horas
y si de acompañamiento quieres una chica o un chico, te traerá el pedido una prostituta o
un chico del ambiente. Todos son cantantes y bailarines o indeseables de Hollywood, ya
sabes, de esos que venden su cuerpo para ir pagando recibos hasta que les llegue la
llamada «gran oportunidad». Así que, cuando me faltan concursantes decentes, llamo a
Pizza De Luxe. Me traen buena pizza y talentos amateurs y el vendedor de mi plantilla que
haya vendido más se acuesta con alguien como incentivo.
Miré por la ventana. Un equipo de baile de travestis practicaba unos pasos junto al
foso grasiento. Bud Brown y un tipo con pinta de pasma hicieron que se largaran.
—Bob —dije—, llama a Pizza De Luxe.
Yeakel mandó besos a su cartel de la pared.
—Creo que Chrissy debería ganar en el próximo programa.
—Chrissy es una profesional. Ahora mismo canta con la banda de Buddy Greco en el
Mocambo.
—Eso ya lo sé, pero quiero que tenga una carrera sólida. Y te confesaré una cosa: el
aplausómetro está amañado.
—¿Sí?
—Sí, Es una batería de coche conectada a un osciloscopio. Tengo un pedal y, cuando
quiero que suba la aguja, lo piso. Estoy seguro de que a Chrissy le gustaría ganar. Son cien
dólares y un Oldmsmobile nuevo y reluciente sin pagar entrada.
—¿Con unos plazos mensuales extenuantes? —Me eché a reír.
—Normalmente, sí, pero con Chrissy seguro que podríamos llegar a otra clase de
acuerdo.
—Se lo diré, estoy seguro de que le interesará, al menos lo de no tener que pagar
entrada.
Sonó el teléfono. Bob lo levantó, escuchó y colgó. Yo miré por la ventana. Bud Brown
y el tipo con pinta de pasma me vieron y se dieron la vuelta, nerviosos.
—Tal vez tenga una manera de poder desligarte del segundo programa de Cohete al
estrellato.
—Te escucho.
—Antes, tengo que pensarlo bien. Mira, Dick, voy a llamar a Pizza De Luxe ahora
mismo. ¿Quieres…?
—¿Que llame a Chrissy y le diga que acaba de ganar un concurso de artistas
aficionados amañado por un rey del automóvil que quiere tocarle la cola de sirena?
—Exacto. Y pregúntale de qué quiere la pizza.
Chris estaba fuera de la sala de ventas, fumando un cigarrillo. Se lo solté sin
preámbulos.
—Para el programa del domingo Bob traerá a unos talentos casi profesionales. Quiere
que cantes un par de canciones. Te garantiza que serás la ganadora y sus expectativas no
son exigentes.
—En ese caso no quedará decepcionado.
Se elevaron unos anillos de humo, señal de que Chrissy estaba distraída.
—¿Te preocupa algo?
—No, mi coco de siempre.
—Sé a qué te refieres. Si me lo cuentas, después tal vez te sientas mejor.
Tiró el cigarrillo a un Cutlass de la exposición.
—Tengo treinta y dos años y me ganaré la vida como artista, pero nunca seré un éxito
de ventas. Me gustan demasiado los hombres como para establecerme y tener una familia,
y me gusta demasiado vender el felpudo a payasos como Bob Yeakel.
—¿Y?
—Y nada. Salvo que anoche, después de la actuación en el Mocambo, me siguió un
coche. Me asusté. Era como si la persona que conducía me controlara, no sé el motivo.
Creo que podría ser Dot Rothstein. Me parece que, después de verme en tu bolo del
Crescendo, se le ha vuelto a avivar la llama por mí.
—¿Estuvo anoche en el Mocambo?
—Sí, y eso está en la jurisdicción del condado de L. A. y ella trabaja en la oficina del
sheriff del condado de L.A., lo que significa que… Mierda, no lo sé. Dick, ¿vendréis
Leigh y tú esta noche al espectáculo de Buddy? Dot sabe que eres amigo de Mickey
Cohen y eso tal vez la disuada de emprender ninguna acción.
—Estaremos allí.
Chrissy me abrazó.
—¿Sabes lo que envidio de tu carrera? —dijo.
—¿Qué?
—Que tú al menos tienes cierta fama, aunque sea mala. Por lo menos, esa historia de
la deserción te da algo que… no sé, algo que superar.
Se me encendió una bombilla, POP, pero no supe qué significaba.
3
El Mocambo saltaba.
Buddy Greco atacaba «Around the World», interpretándola estilo scat. Buddy no sólo
te vende la canción, sino que la lleva a tu casa y te la instala. Chrissy y otra chica cantaban
a contrapunto. Imanes para las miradas de club nocturno.
Leigh y yo nos instalamos en la barra. Estaba cabreada porque le había contado que
Bob Yeakel me había puesto una condición para el Cohete al estrellato número dos:
participar en un trabajo de embargo con Bud Brown y otro payaso de las finanzas llamado
Sid Elwell. Bob tenía un cargamento de morosos del barrio negro y yo distraería a los
dueños mientras Bud y Sid se llevaban los coches.
Había aceptado la oferta de Bob. Las salidas a embargar estaban programadas para el
día siguiente. La respuesta de Leigh: estás poniendo a prueba tu valor otra vez. No sabes
pasar de cosas así.
Tenía razón. La bombilla de Chrissy, POP, centelleó: «Al menos, esa historia de la
deserción te da algo que superar.»
Buddy cantó chasqueando los dedos: «Cuando el amor se acabó, seguí mi camino, en
otra parte hallaré mi cita con el destino», y la gente chasqueaba los dedos con él. Danny
Getchell patrullaba las mesas en busca de «insinuaciones pecaminosas» para el Hush-
Hush. Mira a Dot Rothstein junto al escenario, tomándole las medidas a Chrissy para
prepararle un catre en el Motel de la Isla de las Tortilleras.
—Tengo hambre —dijo Leigh, dándome un codazo.
—Iremos a Dino’s Lodge. No tardaremos mucho. Por lo general, Buddy cierra con
este tema.
«Dejaré de rodar por el mundo, porque mi mundo lo he encontrado en ti, uo uo uo…»
Aplausos atronadores. Los celos me corroían. Dot se acercó a la barra y rebuscó en el
bolso. Quédate con el contenido: nudilleras de metal y una recortada del calibre 38.
Me miró con sarcasmo. Fíjate en su atuendo: un mono de la Lockhead, sandalias de
suela de neumático. Chrissy me hizo una seña desde la puerta del escenario: en el
aparcamiento, dentro de cinco minutos.
Dot pidió un whisky. El camarero no aceptó que lo pagara. Me puse en pie y me
desperecé. Dot me abordó al pasar.
—Es bonita tu esposa, Dick. Cuídala bien porque, si no, lo hará otra persona.
Leigh sacó una pierna para ponerle la zancadilla; Dot la esquivó y me mandó a la
mierda con un gesto.
—Dice que está aquí para dar caza al Azote de Hollywood Oeste —comentó el
camarero—, pero lo único que hace es perder el culo por las coristas. De todas formas,
supongo que al Azote le gustan las mujeres guapas, lo cual excluye a Dot como señuelo.
—El Azote es el tipo de hombre que Dot necesita. Tal vez la volvería hetero.
El camarero se partió de risa. Le doblé la propina y seguí a Leigh hacia el
aparcamiento.
Chrissy esperaba junto al coche. Dot estaba cerca, jodiendo a unos indigentes para que
le enseñaran la documentación. Al tiempo, taladraba con la mirada a Chris: estrictamente
rayos X, estrictamente ardiente.
Abrí el coche y amontoné a las chicas dentro. Encendido, gas, zuuum. El beso de
despedida de Dot me empañó el cristal trasero.
Tráfico denso en el Strip. Íbamos muy despacio.
—Tengo hambre —dijo Chris.
—Vamos a Dino’s Lodge —dije.
—No, allí no, por favor.
—¿Por qué?
—Porque Buddy llevará a un grupo del club y apuesto a que Dot intentará sumarse a la
fiesta. De veras, Dick, a cualquier sitio menos a Dino’s.
—Canter’s tiene abierto hasta muy tarde —intervino Leigh.
Doblé a la derecha bruscamente. Unos faros barrieron mi interior Kustom King y el
coche que iba detrás del nuestro tomó también a la derecha repentinamente.
Al sur por Sweetzer, al este por Fountain. Dot me estaba poniendo nervioso. Miré por
el retrovisor.
Aquel coche seguía pegado al nuestro.
Al sur por Fairfax, al este por Willoughby. El coche cada vez estaba más cerca. Un
deportivo, blanco o gris pálido. No distinguía al conductor.
¿La agente Dot Rothstein o…?
Alternativas que temer: ex novios de Chrissy, ex clientes de droga, amigos de L.A. en
general.
Al sur por Gardner, al este por Melrose. Aquellos faros nos empujaban, nos
empujaban, nos empujaaaban.
—¿Qué haces, Dick?—preguntó Leigh.
—Nos siguen.
—¿Qué? ¿Quién? ¿Qué estás di…?
Me metí por la calzada de acceso a una casa sin poner el intermitente. Mis neumáticos
araron el césped de algún pobre desgraciado. El coche deportivo continuó adelante. Di
marcha atrás y lo perseguí.
Aceleró. Puse las luces largas y miré la trasera. No llevaba matrícula permanente, sólo
un adhesivo provisional pegado al maletero. Me situé cerca, más cerca. Vislumbré las
cuatro últimas cifras: 1116.
El coche se saltó un semáforo en rojo en la Tercera. Sonaron bocinas. El tráfico de
entrada me retuvo. Sus luces traseras centellearon en dirección este. Se iban, se iban, se
fueron.
—Se me ha quitado el apetito —dijo Leigh.
—¿Puedo dormir en vuestra casa esta noche? —preguntó Chris.
4
Aventuras de embargos.
Cleotis De Armand dirigía una timba de dados clandestina detrás de la licorería de
Swanky Frank, en la 89 y Central, y su coche sin pagar estaba aparcado allí junto a la
acera. Bud Brown y Sid Elwell se presentaron con placas de policía de las que regalaban
en las cajas de cereales para el desayuno y lo sacudieron mientras yo daba Seconal
disuelto en vino barato a los borrachines que vigilaban el coche. MIEDO TREMENDO:
estábamos en el explosivo barrio negro de L.A. y cabía la posibilidad de que me
empapelaran por suplantar a la policía si se presentaba el ubicuo DPLA. No sucedió tal
cosa y fui yo quien condujo el coche azul zafiro para ponerlo a buen recaudo mientras el
contingente de vigilancia roncaba. La suerte del novato: encontré una bolsa de maría en la
guantera. Fumamos unos cuantos porros de camino al siguiente trabajo: embargar un
Starfire del 57 de Perro Grande Lipscomb, el macarra callejero más importante de la zona
sur.
El vehículo estaba aparcado junto a un limpiabotas, en la 103 y Avalon. Personalizado:
pintado de rojo manzana almibarada, interior de visón, guardabarros tachonados de
brillantes falsos.
—Arranquemos la tapicería y hagámosles estolas de pieles a nuestras mujeres —dijo
Bud. Lo mismo habíamos pensado Sid y yo.
El equipo se desplegó.
Yo saqué el acordeón de la funda y aporreé «Lady of Spain» allí mismo. Bud y Sid
fueron derechos hacia Perro Grande Lipscomb: al otro lado de la calle, unas furcias
fruncieron el ceño.
—¡Eh! ¡Ése es Dick Contino! —gritó alguien, y la chusma del barrio de Watts me
engulló.
Me echaron de la acera, directamente contra el cochazo de Perro Grande. Una antena
se partió y topé de espalda con el capó. Toqué recostado en él y no me salté ni una nota.
Mira, mamá: miedo, ninguno.
Ruido de pies, gritos, tenues intrusiones en mi coloque de porro. Unas manos me
separaron del capó y me encontré frente a frente con Perro Grande Lipscomb.
Me lanzó un golpe y yo lo paré con el acordeón. Contacto: su puño en el teclado.
Crujidos mareantes: de sus huesos, del pequeño que me daba de comer.
Perro Grande chilló y se agarró la mano. Un menda le pateó las pelotas y le registró el
bolsillo. Las llaves cayeron a la cuneta, con Bud Brown allí presente.
Alguien me volteó y me introdujo en el coche. Fue Sid Elwell con una maliciosa llave
de judo. El coche aceleró: Sid, con los nudillos blancos en el volante forrado de visón.
Mira, mamá: miedo, ninguno.
Nos encontramos en la delegación 1819 de los Camioneros. Bud trajo el coche de
refuerzo. Mi acordeón necesitaba un arreglo y yo estaba demasiado pasado de hierba para
ocuparme de ello.
Sid pidió prestadas herramientas y arrancó la tapicería de visón; yo firmé autógrafos
para los camioneros gandules. La bombilla centelló de nuevo, POP: «La historia de la
deserción te da algo que superar.» Aquella persecución en coche revivió en mi cerebro:
matrícula provisional 1116. ¿Dot Rothstein detrás de Chrissy o algo distinto?
Bud charló con el presidente local, más para sonsacarle información que para
mantener una conversación cordial. Un camionero me pidió que tocara «Bumble Boggie»
y le dije que mi acordeón había muerto. En cambio, posé para fotos y el presidente de la
agrupación me dio una «tarjeta de la amistad» local.
—Nunca se sabe, Dick. Tal vez necesites un trabajo de verdad algún día
Demasiado cierto. Un jarro de agua fría en aquel día ardiente y libre de miedo.
Mediodía. Llevé a Sid y Bud al Pacific Dining Car. Nos instalamos ante unos
solomillos y patatas asadas y durante un rato fluyeron los comentarios intrascendentes.
Sid les puso fin.
—Dick, ¿puedo preguntarte algo?
—Claro.
—Verás… lo de tu informe del Ejército…
—¿Qué pasa con eso?
—Pues que no me pareces una persona que se acobarde.
—Eso bien puede certificarlo Perro Grande Lipscomb —intervino Bud—. Es sólo
que… ya sabes.
—Dilo —repliqué—. Me parece estar cerca de algo.
—Es que las cosas están así, ¿sabes? —dijo Sid—. Alguien dice «Dick Contino» y lo
primero que te viene a la cabeza es «cobarde» o «desertor». Es como un reflejo cuando, en
vez de eso, deberías estar pensando «acordeonista» o «cantante» o «buen apoyo en los
trabajos de embargos».
—Termina la idea —dije.
—Lo que Sid quiere saber —intervino Bud— es cómo lo soportas. Bob Yeakel lo
considera una cadena perpetua, pero ¿no puedes hacer nada al respecto?
Cada vez más cerca. Caliente como una bombilla, tan caliente que lo aparté.
—No lo sé.
—Cuando no se tiene nada que perder, siempre se puede hacer algo —sentenció Sid.
—Anoche me siguió un coche —dije, cambiando de tema—. Creo que es esa pasma
lesbiana que está encoñada con Chrissy.
—Hazla salir en Cohete al estrellato —se rio Bud—. Hazla cantar «Una vez tuve un
amor secreto».
—No estoy seguro al cien por cien de que sea ella, pero tengo las cuatro últimas cifras
de la matrícula. Este asunto me intriga.
—Entonces era una matrícula provisional, ¿no? Las definitivas tienen tres letras y tres
números.
—Exacto. 1116. He pensado que Bob podría llamar al Departamento de Vehículos a
Motor y echarme una mano.
Bud consultó su reloj, nervioso.
—Sin tener las nueve cifras será difícil pero, de todos modos, pídeselo a Bob mañana,
después de la emisión. Será un programa con gente de Pizza De Luxe y, cuando termina,
siempre se folla a su concursante favorita. Menciónaselo entonces y tal vez llame a un
funcionario que conoce y le pida que rastree todas las placas terminadas en 1116.
Se acercó una camarera, menú en mano.
—¿Eres Dick Contino? Mi padre no te traga porque es un ex combatiente, pero mi
mamá cree que eres realmente guapo. ¿Puedes darme tu autógrafo?
—¡Damas y caballeros, les habla Dick Contino, que les da la bienvenida a Cohete al
estrellato, donde los astros del mañana alcanzan hoy la luna y se bajan unas cuantas
estrellas! ¡Donde todos ustedes, nuestros espectadores televisivos y los que han venido en
directo aquí, a Yeakel Oldsmobile, pueden sellar su destino en un Rocket 88!
Aplausos enlatados/gritos/vítores/silbidos, un lanzamiento de cohete directo al retrete.
Alguien había añadido licor al ponche y el público estaba trompa antes de que
empezara el programa.
Sid Elwell identificó a los presentes, casi todos alcohólicos escapados de la granja de
desintoxicación del condado.
Actuación número 1: un chapero de Pizza De Luxe. El numerito de luxe tópico:
Eisenhower se encuentra con Sinatra en la «Cumbre del Rat Pack». Un mal Ring-a-Ding-
Ding: Ike, Frank y Dino intercambian chistes trillados. El público abucheó. El
aplausómetro empezó a fallar y perdió gas.
Actuación número 2: una furcia/cantante del Pizza De Luxe. Pantalones pirata
ajustados, suéter ajustado. Asesinó «Blue Moon» mientras meneaba las tetas. Un pachuco
que estaba junto al escenario no dejó de repetir un estribillo: «Nena, ¿son de verdad?» Bud
Brown lo hizo callar de un mamporro fuera de cámara; el técnico de sonido dijo que sus
reflexiones habían salido por antena tal cual.
Actuación número 3: «Ramon y Johnny», dos reinonas acróbatas y musculadas. Saltos
mortales, la rueda, cabriolas en el aire impulsándose con las manos entrelazadas;
entretenido, si te gustaban esas cosas.
Silbidos, aplausos. Bob Yeakel dijo que los tipos se dedicaban al chantaje:
extorsionaban con fotos de sodomía a maricones casados.
Algún amante despechado, caído del cielo, gritó: «¡Ramon, hijo de puta!»
Ramon lanzó al público un beso enfurruñado.
Johnny giró en plena cabriola. Ramón se olvidó de cogerlo y Johnny cayó de espaldas
al escenario.
El público se volvió loco. El aplausómetro echaba humo. Kay van Obst llevó a Johnny
al hospital Central Receiving.
Actuaciones números 4 y 5: cantantes de baladas románticas de Pizza de Luxe: faldas
con cortes a los lados, escotes, piel de gallina; las dos cantaron canciones adaptando las
letras a las necesidades de Bob Yeakel y dispuestas a batir récords de ventas. «El hombre
que amo» se convirtió en «El coche que amo»; «Llévame a la luna» quedó así: «Llévame
a las estrellas en mi 88 trucado; ahora tiene la potencia de los ocho cilindros en V y
aprovecha toda su tracción. ¡¡¡En otras palabras, el Oldsmobile es el reeey!!!»
Los escotes tenían más tracción que las letras y los borrachos vitorearon. Sid Elwell
pisó a fondo el pedal de la batería de coche/aplausómetro para la actuación de Chris
Staples y sus saludos finales.
Chrissy:
Impulsada por el miedo; la persecución en coche la había asustado. Le dije que le
pediría a Bob Yeakel que pinchase a algún esclavo de Vehículos a Motor para que
averiguara a qué nombre iba aquella matrícula. Mi discurso en los camerinos le insufló un
poco de aplomo de último momento.
Chrissy:
Calentando «Someone to Watch Over Me» como si los Gershwin casi la hubiesen
escrito para ella, bajando la voz para que no se le rompiera, el secreto de los cantantes
mediocres de todo el mundo.
Chrissy:
Contoneándose al ritmo de «You Make Me Feel So Young», y dejando implícita la
insinuación: ella te llamará a las tres de la madrugada.
Chrissy:
Silbidos lascivos y aplausos dispersos en el primer descanso. Más suerte en la
despedida: Bob Yeakel enchufó el aplausómetro a un amplificador.
Chrissy ganó.
La gente estaba demasiado borracha para darse cuenta de que les habían tomado el
pelo.
Bob felicitó a Chris y le tocó el culo ante las cámaras. Chris le pegó un cachete en la
mano. Ramón suspiró por Johnny.
La red de ventas devoró pizza de Pizza De Luxe. Leigh llamó para decir que había
visto el programa en televisión.
—Dick, te iba mejor haciendo de Chucko el Payaso.
Agarré a Chrissy y le dije:
—Diles a Bud y Sid que se reúnan con nosotros en el Mike Lyman’s. El otro día me
diste una idea.
Bud y Sid llegaron a Lyman’s primero. Di cinco pavos al jefe de camareros y nos coló
en un discreto reservado de la parte trasera.
Nos acomodamos, pedimos de beber y largamos. Temas tratados: Cohete al estrellato
como imbecilidad épica; mis trabajos de embargo ¿me apartarían de mi segundo trabajo de
producción? Bud dijo que había hablado a Bob Yeakel de la persecución en coche y que
éste había dicho que intentaría que el Departamento de Vehículos a Motor rastreara la
placa. Sid hizo un repaso al embargo de Big Dog y yo lo utilicé para encauzar la
conversación hacia los negocios.
—Llevo años con esta etiqueta de cobarde pegada y ya estoy harto. Mi carrera no va a
ningún sitio, pero al menos tengo un nombre y Chrissy ni siquiera cuenta con eso. Tengo
una idea que nos daría mucha publicidad. Probablemente necesitaremos dos hombres más
para que despegue, pero creo que lo lograremos.
—¿Qué lograremos?
—Tengo la corazonada de que sé adónde va todo esto.
—Dos criminales nos secuestran a Chrissy y a mí a punta de pistola —susurré—. Los
criminales son psicópatas que, equivocadamente, creen que somos estrellas y que les
reportaremos pasta gansa con el rescate. Contactan con Howard Wormser, el agente que
nos consigue trabajo a los dos, y le piden una cifra cuantiosa. Howard no sabe que el
secuestro es falso y llama a la pasma o no la llama. En cualquier caso, Chrissy y yo
escapamos heroicamente. No podemos identificar a los secuestradores porque llevaban
máscaras. Falsificamos las pruebas en el lugar donde hemos estado encerrados y cuando la
poli nos interroga, exageramos la historia. Tenemos contusiones y estamos hechos polvo
por la terrible experiencia. Los secuestradores, naturalmente, han huido. Chrissy y yo
conseguimos mucha publicidad con el caso y nuestras carreras despegan y pagamos a los
falsos secuestradores con un porcentaje del dinero que ganaremos.
Tres semblantes inexpresivos.
Un silencio triple. Calculé que duró un minuto.
—Esto es una majadería auténtica —tosió Sid.
—A mí me gusta —tosió Chris, antes de encender un cigarrillo—. Si resulta, resulta.
Si no resulta, Dick y yo iremos a la cárcel. Los dos hemos estado en la cárcel y sabemos
que podemos sobrevivir a ella. Yo digo que esto quizá sea el auténtico Cohete al
estrellato; y si no lo es, c’est la guerre, joder. Yo digo que es mejor probarlo que no. Yo
digo que el negocio del espectáculo prospera gracias a las mentiras; entonces, ¿por qué no
meterle unas cuantas de las nuestras?
Bud me ametralló con unos ojos cautelosos, casi tristes.
—Es peligroso. Es ilegal. Probablemente os caerían dos años de cárcel. Y seríais lo
que la pasma llama «cómplices conocidos» de Sid y de mí. Yo podría poneros en contacto
con tipos de fuera del mundillo, de modo que la poli no os relacionara nunca con ellos.
Mira, Dick, lo que pienso es que, si estás realmente decidido a hacerlo, quizá podamos
ganar algo de dinero reduciendo la posibilidad de que os pillen. Eso, si estás decidido a
hacerlo contra viento y marea.
Aquellos ojos… ¿Por qué estaban tan tristes?
—Estoy decidido.
—Entonces tiene que parecer real. —Bud apartó su bebida—. Vámonos. Hay un sitio
que tenéis que ver.
Fuimos en caravana hasta Griffith Park y luego caminamos. Ahí estaba. Una cabaña
encajada en un pequeño cañón dos kilómetros al norte del Observatorio.
Difícil de localizar; una maraña de matas obstruía la entrada del cañón.
El tejado estaba cubierto de plantas trepadoras. La cabaña no se veía desde el aire.
La puerta estaba abierta y de ella emanaba un tufo a animales muertos o a algo muerto.
Quédate con el interior: un colchón en el suelo, pieles con sangre incrustada amontonadas
sobre la mesa.
—Cueros cabelludos —dijo Chris, tapándose la nariz.
Los examiné más de cerca. Sí, cueros cabelludos.
Sid se santiguó.
—Encontré esta cabaña hace unos años —explicó Bud—. Iba de excursión con un
colega y di con ella. Esos cueros cabelludos me asustaron de mala manera y hablé del
asunto con un amigo policía. Me contó que, en el 46, un indio zumbado escapó de
Atascadero, mató a seis personas y les cortó la cabellera. Al indio no lo capturaron nunca;
si os fijáis bien, veréis que son seis cabelleras.
Las examiné más de cerca. Seis cueros cabelludos, sí, uno lleno de trenzas y un
pasador de plástico.
Chris y Sid encendieron cigarrillos. El hedor disminuyó.
—Bud, ¿qué quieres decirnos? —pregunté.
—Que al menos uno de vuestros secuestradores tendría que hacerse pasar por indio.
Que, como lugar donde os ha encerrado el secuestrador, esta choza os hace ganar muchos
puntos en realismo. Que un indio psicópata que tal vez lleve muchos años muerto es un
buen cabeza de turco.
—Si el plan funciona y mi carrera despega, os daré a cada uno el diez por ciento de lo
que gane durante los próximos diez años. Si no funciona, venderé unas acciones que me
dejó mi padre, os daré la mitad a cada uno y me acostaré con los dos al menos una vez —
dijo Chris.
Sid se rio. Chris clavó el dedo en el cuero cabelludo y dijo:
—Puaj. Lagarto asqueroso.
—Cuenta conmigo para todo, menos lo de la cama —dije—. Si el plan no sale bien o
no obtenemos resultados, os traspasaré de mala gana la propiedad de mi 88.
Nos estrechamos la mano. Fuera, graznó un pájaro. Me acobardé de mala manera.
5
Cueros cabelludos.
Indios cabezas de turco.
Matones del sindicato de camioneros.
Bis: Dick Contino, truculento capullo italiano.
Que no le dijo a su mujer: me he metido hasta el cuello en la historia de un falso
secuestro.
El radiante lunes por la mañana anunció unos nuevos comienzos. Salí a recoger el
periódico y vi a un tipo de la pasma apoyado en mi coche. Ya lo había visto antes, en
charla amistosa con Bud Brown en Yeakel Olds.
Me acerqué tranquilo estilo capullo italiano. Miedo. Mis piernas se evaporaron.
—Me llamo DePugh —dijo, mostrándome la placa—. Investigo para el Comité
McClellan del Senado. Bud Brown te ha delatado por conspiración para secuestrar,
conspiración para defraudar y conspiración para perpetuar un bulo público. Y créeme que
te hizo un gran favor. Dame el contenido de los bolsillos de tu chaqueta.
Obedecí. Bingo en el delito: los porros del trabajo de embargo. Bud Brown: hijo de
puta, rata mentirosa.
—Añade posesión de marihuana a esos cargos —prosiguió DePugh— y vuelve a
guardar esa mierda en el bolsillo antes de que la vean los vecinos.
Obedecí. DePugh sacó una hoja de papel: «Querido Dick: No podía permitir que
Chrissy y tú siguierais adelante con esto. Os habríais enredado en vuestras propias
mentiras y todo el mundo habría resultado perjudicado, Sid y yo incluidos. Se lo conté al
señor DePugh, que es una buena persona, para que lo impidiera y no te metieses en líos. El
señor DePugh dijo que hay un favor que podrías hacerle, por lo que mi consejo es que se
lo hagas. Lamento haberte delatado, pero lo hice por tu propio bien. Tu colega, Bud
Brown.»
Mis piernas regresaron; aquello no era un soplo que me llevara a la cárcel. La mierda
la capté más tarde: Bud había presionado al presidente de los Camioneros para que le diera
información; Bud se había mostrado suspicaz con el plan de secuestro desde el principio.
—Brown trabaja como informante para el Comité McClellan.
—Exacto. Y yo soy una buena persona con una hija de diecinueve años, guapa e
impetuosa, que tal vez vaya a cometer un error que tú podrías evitar.
—¿Qué?
DePugh sonrió y fue el grano. Era un poli salido de un pueblo perdido de Minnesota,
graduado en Derecho en una escuela nocturna.
—Dick, tú eres un pedazo de tío guapo. A mi hija Jane, Dios la bendiga, le van los
tipos como tú, aunque estoy casi seguro de que todavía es virgen y quiero que siga
siéndolo hasta que encuentre algún payaso encoñado al que yo pueda controlar y que se
case con ella.
—¿Qué?
—Dick, no haces más que preguntarme, así que ahora te diré que un grano no hace
granero pero ayuda al compañero, que más vale prevenir que curar y que si tú me rascas la
espalda a mí, yo te la rascaré a ti. Por ejemplo: permitiré que tu falso secuestro ocurra e
incluso te suministraré unos matones mejores que los de Bud y Sid… si me haces un
favor.
Miré hacia la ventana de la cocina. Ni rastro de Leigh. Bien.
—Cuéntame.
—Jane es estudiante de la UCLA. —DePugh me pasó una mano por el hombro—.
Flirtea con la política comunista y cada lunes por la noche asiste a una reunión informal
casi rojilla. La reunión es abierta, por lo que cualquiera puede ir. Y con esa historia de la
guerra de Corea, nadie sospecharía de ti. Mira, Dick, me temo que los federales se hayan
infiltrado en el grupo y que el nombre de Jane aparezca en todo tipo de listas y que eso le
joda la vida. Quiero que te infiltres en el grupo, que le tires los tejos a Janie pero sin
acostarte con ella, y que le hagas admitir que sólo se ha apuntado al grupo para ligar con
hombres, algo que Janie le dio a entender a su madre. Entras en el Colectivo Popular de
Estudios de Westwood, la cortejas y te la llevas de allí antes de que se haga daño.
Dios santo.
—Y nada de represalias contra Bud y Sid. De veras, Dick, Bud te ha hecho un gran
favor contándome tu plan. Ya verás qué pronto te encuentro a unos buenos tipos.
—Me gusta el detalle del cuero cabelludo. Quiero conservarlo.
DePugh sacó unas fotos. La de encima de todo: un indio muerto en una camilla de la
morgue. Tres orificios de bala en la cara. Estampado detrás: «Sioux City, San Diego,
Oficina del Forense, 18/9/51.»
—Bud Brown y yo somos viejos amigos de Sioux City. Cuando trabajaba en la oficina
del sheriff allí, el gran jefe Joe Fugitivo de la foto se emborrachó y le arrancó el cuero
cabelludo a su mujer. Yo lo detuve y confesó los crímenes de Griffith Park. El gran jefe
intentó escapar y lo maté. Bud y yo somos los únicos que sabemos que se atribuyó los
crímenes de L.A. y los únicos que tenemos localizada la cabaña. Te presento al gran jefe
Joe, tu cabeza de turco.
Tres orificios de bala/un círculo cerrado. DePugh adquirió un brío nuevo.
—Enséñame la otra foto.
—Ah, mi Janie… La alzó para que la viera. Bonita; una pelirroja caliente, lista para
cualquier travesura. Elegante: Julie London con veinte mil kilómetros menos.
Leigh golpeó en la ventana y trazó un signo de interrogación. DePugh lo vio.
—Ya se te ocurrirá algo. Y no jodas con mi hija o te mataré.
6
Unos ojos verdes me abrasaron. Desconté algunos kilómetros del odómetro de Jane
DePugh.
Reunión del Colectivo Popular de Estudios de Westwood.
El jefe rojeras hablaba en tono monótono: la estética de la huelga obrera, bla, bla, bla.
Algunos miembros del colectivo: yo, unos cuantos beatniks, un «productor» de
Hollywood llamado Sol Slotnick, un lobo con colmillos para la dulce Janie.
Mi mente divagó. Sol y Jane me reconocieron cuando entré: Jane desplegó al instante
las antenas. Ahora, la charla era comunismo del montón.
El bla, bla: el DPLA como esbirro de la oligarquía. Un piso barato de una sola
habitación. Cagaderos para gato llenos de gravilla y mierda colocados estratégicamente.
Muebles miserables. La silla se me clavaba en el culo.
—Es bien sabido que el jefe William H. Parker ha formado unas brigadas de matones
anti clase obrera porque se lo han pedido los ricos que contribuyen a las recogidas de
fondos del departamento.
Llamé a Chrissy y la informé del chantaje de Dave DePugh. Accedió a no contárselo a
Leigh. Le dije que el plan del secuestro seguía en pie y que DePugh nos proporcionaría
matones profesionales. Chris estaba asustada: un coche deportivo de color claro la había
seguido brevemente la noche anterior. Mencioné los contactos de Yeakel en Vehículos a
Motor. Tal vez podrían rastrear la matrícula provisional.
La nueva corazonada de Chrissy: el maníaco que la seguía no era Dot la bollera.
—No sé, Dick. Creo que Dot está demasiado gorda para dedicarse a unos rollos tan
siniestros.
—… así pues, no es descabellado decir que la violencia policial es una violencia cuyo
objetivo consiste en dominar los estratos más bajos de la sociedad.
Sacudí de mi silla una mierda de gato. Jane cruzó las piernas en mi dirección. ¡Ohhhh,
Daddy-Ohhhh!
Entró un hombre y se sentó. Treintañero, atuendo a la moda: sandalias, sudadera de
Beethoven. Lo reconocí: una cara del FBI entre la multitud cuando me juzgaron por
deserción.
Me reconoció: medio segundo de mirada intrigada.
No notó que yo lo reconocía y rápidamente ponía una cara inexpresiva.
Tiburones federales alrededor. Janie, ten cuidado con lo que dices.
El jefe Rojo pidió preguntas.
—Mi padre investiga para el Comité McClellan —dijo Jane—. Investigan sindicatos
obreros corruptos, así que espero que no vayas a decirnos que todos los sindicatos están
limpios como los chorros del oro.
—Comparto ese sentimiento —dijo Sol Slotnick alzando la mano—. En una ocasión
hice una película llamada ¡Piquete! Tengo algunos contactos en los talleres… es decir, en
el negocio de las prendas de vestir, e hice un trato, es decir, un acuerdo recíproco con el
dueño de un taller de ile… es decir, de una fábrica, para que me dejara filmar a sus
espal… es decir, a los obreros, en su puesto de trabajo. Esto… esto… quiero decir que vi
cosas buenas a los dos lados del piquete y, uh… precisamente por eso la película se llama
¡Piquete!
Sol miró a Jane. Jane me miró. El federal apartó unos centímetros la silla de una caja
de gato.
Los beatniks salieron destilando aburrimiento. El comisario comunista los miró con
menosprecio.
—Esto… —dijo Sol sin apartar los ojos de Jane— estoy pensando en hacer una
película sobre ese asesino que estrangula jóvenes en el Strip, ya sabes, el Azote de
Hollywood Oeste. Quiero plasmarlo como… esto… como un sindicalista sin trabajo al
que se le cruzan los cables… es decir, al que la corrupción del sistema termina por
trastornar y… esto… y cuando la pasma le dispara, él denuncia esa corrupción del sistema
mientras escupe sangre y se arrepiente. Será como ¡Piquete! Enseñaré el bien y el mal en
los dos lados de la problemática. ¡Quizá lo lleve a las últimas consecuencias y ponga a un
poli negro! Conozco a un negro de una gasolinera que ha asistido a clases de
interpretación. Me parece que con esta película ganaré dinero y, para acabarlo de rematar,
haré un bien a la sociedad. Creo que la llamaré El estrangulador de Sunset Strip.
Sol miró a Jane.
Jane me miró a mí.
El federal miró a Sol.
—Señor Contino —dijo el jefe rojeras—, usted está familiarizado con el lado oscuro
de la experiencia policial. ¿Le gustaría hacer algún comentario?
—Sí. Estoy de acuerdo con todo lo que ha dicho Jane.
Jane me lanzó una mirada lánguida.
—Gentil de mierda —murmuró Sol. Yo apenas lo oí.
—A veces me parece estar dirigiendo un club de corazones solitarios —suspiró el
comisario político—. Y en ese sentido, por hoy lo dejamos aquí. Tomaremos café en el
lugar habitual y haré lo posible por subir el nivel de la conversación.
Llegamos a Truman’s Drive—In y nos hicimos con un reservado. Sol se sentó junto a
Jane y yo la flanqueé en plan sándwich desde el lado opuesto.
El federal y el comunista se sentaron uno al lado del otro en plan colegas. Jane se
arrimó a mí y sus medias de nailon crujieron.
Llamé a una camarera y pedí café para todos.
—Me llamo Mitch Rachlis —dijo el federal.
Las presentaciones se sucedieron. El rojillo dijo ser Mort Jastrow.
—Tu cara me suena, Mitch. —Miré a Rachlis.
—Mi esposa es admiradora tuya. —Muy listo, el cabrón—. Te vimos en el Rancho
Vegas hace tiempo y en un par de ocasiones en la sala Flamingo. Siempre nos sentamos
cerca del escenario. Tal vez por eso te resulto familiar.
Muy listo el cabrón. Buen improvisador.
Sol atacó a Jane:
—¿Nunca te has planteado hacer carrera en la industria del cine?
—Es una opción posible. —Jane se apretujó contra mí—. De hecho, he reducido las
opciones profesionales a tres: médico, abogada o artista de cine.
—Yo podría ayudarte. Si El Estrangulador de Sunset Strip se concreta, podrías hacer
el papel de víctima. ¿Sabes cantar?
—Pues claro que sí. De hecho, grabar discos es mi cuarta opción profesional.
—Oh, cariño, esto es maravilloso. Mira, podría darte el papel de cantante de club
nocturno que atrae a los hombres como moscas a la mi… es decir, como mariposas
nocturnas a una llama. Al Azote de Hollywood Oeste se le pone du… es decir, se enamora
locamente de ti y habrá unos cuantos números para que demuestres tus habilidades como
cantante.
—¿En qué trabaja ahora, señor Slotnick? —intervino Mitch Rachlis.
—En una película llamada ¡Espalda mojada! Desenmascara el trato que reciben los
inmigrantes que trabajan en la fruta. Se montará un buen cristo, quiero decir una buena
controversia, y me consolidaré como productor de películas con conciencia social que
transmiten un mensaje pero que no joden… es decir, no sacrifican un buen guión en el
proceso. Apúntame el teléfono, cariño. Tal vez tenga que llamarte pronto para unas
pruebas.
Jane lo hizo. Dos veces. Pasó un trozo de servilleta a Sol y el otro me lo metió en el
bolsillo del pantalón. La mano de Jane/mi muslo. ¡Ohhh, Daddy-Ohhh!
Mitch el federal miró a Sol, pétreo de perplejidad. Mort el Rojo miró a todo el grupo,
pétreo de hastío.
—Tendríamos que encontrarnos. —Jane se me arrimó—. Me encantaría que me
contaras tu lucha política y qué se siente tocando el acordeón.
—A mí también me gustaría. —La voz me salió ronca. Nuestra acción pierna a pierna
había cruzado la línea.
—Hasta la semana próxima a todos —dijo el del FBI y se largó.
Jane encendió un cigarrillo, Miss Adolescente Sofisticada 1958. Miré por la ventana y
vi que Rachlis estaba fuera, junto a los teléfonos públicos.
Janie sonrió y el vapor adolescente me estropeó el tupé. Dejé un dólar en la mesa y me
largué.
El aparcamiento se encontraba detrás de los teléfonos. Rachlis estaba ante uno de
ellos, de espaldas a mí. Reduje el paso y me paré a escuchar.
—… y no se lo creerá pero en la reunión estaba Dick Contino… No, no me pareció
nada subversivo… No, creo que Contino no me reconoció… Sí, exacto. Yo estuve en su
juicio… Sí, señor… Sí, señor… La persona que nos interesa es Slotnick. Sí, esa película
de los espaldas mojadas parece procomunista… Sí, señor… Haré…
Caminé por Wilshire, aliviado: don Federal no iba detrás de Jane o de mí. Entonces me
asaltó la culpa: aquel trabajito de extorsión sería una calamidad para mi matrimonio. Otros
teléfonos públicos junto a la parada del autobús. Llamé a Chrissy.
El contestador respondió: «La señorita Staples pasará la noche en el número OL-2-
4364.»
Mi número. Probablemente, Chris había llamado a Leigh y le había preguntado si
podía quedarse a dormir. Probablemente, aquel coche la había seguido de nuevo.
Mierda, no quería confidentes en el plan de secuestro/plan de extorsión.
Una guía junto al teléfono. Busqué el número de Truman’s, lo marqué y me busqué
problemas.
—¿Hola? —respondió Jane.
—Soy Dick. ¿Te gustaría cenar conmigo mañana?
—Oh, sí, por supuesto que sí.
Dios mío, por favor, protégeme de esta Tentadora Adolescente.
7
El correo llegó temprano. Lo revisé furtivamente, medio esperando que llegaran notas
de los peligrosos DePugh. Era irracional, pues los había conocido el día anterior.
Leigh aún dormía. Chrissy roncaba sonoramente en el sofá. La noche anterior lo había
confirmado: el deportivo de color claro había vuelto a seguirla y le había parecido ver que
el conductor llevaba una máscara de Halloween. Insistí: Eres nuestra invitada hasta que
esta mala historia se resuelva. Su consejo al dilema de los DePugh: Avisa a Sol Slotnick
de lo que ocurre con los federales y desilusiona a Jane enseguida. Invítala a cenar, sé
amigo suyo, pero nada de triqui-triqui. PROTEGE NUESTRA RELACIÓN CON SU
PAPÁ Y JEFE NUESTRO EN EL TRUCO DEL SECUESTRO.
Recibos, la Revista Trimestral del Acordeón. Una carta dirigida a la señorita Christine
Staples, sin remitente en el sobre.
¡Buaaa! ¡Buaaa!: la pequeña Merry, en su alcoba.
Chrissy se movió y bostezó.
—Aquí hay una carta para ti —dije.
—Qué extraño. Nadie sabe que he estado durmiendo aquí de vez en cuando.
Le arrojé el sobre; Chris lo abrió y sacó una hoja de papel. Un tembleque instantáneo.
Parecía una gelatina con delírium trémens.
Le quité el papel de las manos: una hoja de bloc amarilla.
Calcomanías de esvásticas en los bordes, como las de las maquetas de aviones. Letras
de periódico recortadas y pegadas. «QUIERO JODERTE HASTA LA MUERTE.»
Mi mente se aceleró.
¿Dot Rothstein o…? El coche que nos había seguido, matrícula provisional 1116,
¿quién? El menda podía haber seguido a Chris hasta la casa y conocer esta dirección, pero
¿por qué mandarle después una carta? El majara podía habernos visto en Cohete al
estrellato y haber encontrado mi dirección en la guía telefónica. Una última posibilidad
remota: pudo haber reanudado el seguimiento después de que yo lo siguiera la primera
noche que Chrissy durmió en casa.
Chris alargó la mano para coger los cigarrillos; rascó media docena de cerillas antes de
que se le encendiera una.
—Llevaré esto a la policía —dije—. Ellos te proporcionarán la protección adecuada.
—¡No! ¡No podemos! Si la pasma mete la nariz, se joderá toda la historia del
secuestro.
—Chissst. No despiertes a Leigh. Y no menciones el secuestro cuando ella pueda oírte.
—Habla con Bob Yeakel de nuevo para que sus contactos en Vehículos a Motor
rastreen la matrícula —dijo Chris sotto voce—. De este modo, tal vez obtengamos un
nombre y podamos dárselo a DePugh. Entonces, quizás él pueda presionar al tipo para que
deje de hacerlo. No creo que se trate de Dot Rothstein, porque me parece que no cabe en
un coche deportivo.
—Hablaré con Bob. Y tienes razón, esto no encaja en el estilo de Dot.
Chris apagó el cigarrillo. Manos trémulas; el cenicero tembló y cayeron colillas.
—Y le pediré a Bob que nos dé algo de tiempo libre. Recuerda que dijo que te
relevaría del segundo programa si colaborabas en esos embargos.
Asentí. Leigh entró ciñéndose el cinturón de la bata. Chris alzó la nota amenazadora
por toda explicación.
—Dick —dijo mi estoica esposa—, ve a casa de tu padre y trae las escopetas. Yo
llamaré a Nancy y Kay y les pediré que traigan munición.
Mi padre me dio dos escopetas de aire comprimido del calibre 12. Llamé a Bob Yeakel
y conseguí un cincuenta por ciento: sí, Chris y yo podíamos cogernos unos cuantos días
libres más; no, su contacto en Vehículos a Motor estaba fuera de la ciudad y le era
imposible conseguir la información sobre la matrícula. Llamé a la oficina de Dave
DePugh para tener una sesión táctica sobre el secuestro. El mamón había salido «de
investigación».
En las Páginas Blancas encontré la productora de Sol Slotnick, sita en el 7481 del
Boulevard de Santa Monica. Fui en coche a Hollywood Oeste y lo encontré: un antiguo
almacén a una manzana de la casa de comidas Barney’s.
La puerta estaba abierta y entré. Me llegaron vapores industriales. La Ciudad de los
Talleres de Ilegales: hileras de prendas colgadas, máquinas de coser y planchadoras.
Carteles colgados en español, de fácil traducción: «El trabajo rápido significa más
dinero»; «El señor Sol es vuestro amigo».
Grité. Nadie respondió.
Acalambrado, caminé con los músculos rígidos hacia la parte trasera. Tres coches de la
patrulla de fronteras sobre unas tarimas; un escenario de club nocturno montado en una
plataforma: barra, mesas, pista de baile.
Hogareño: saco de dormir, televisor portátil. Comida en la barra: galletas, crema de
queso, latas de sopa.
—Sí, sí, vivo aquí. Y ahora que has presenciado esta ignominia, di a qué has venido.
—Sol Slotnik, apareciendo en bata a través de una cortina de cuentas de cristal—.
También me llevé esta bata del hotel Fontainebleau de Miami Beach. ¿Qué pasa, Contino?
¿Primero le robas el corazón a Jane DePugh y ahora vienes a mortificarme?
¿Por qué medir las palabras?
—Estoy felizmente casado y no tengo ningún interés en Jane. Me enviaron a sacarla de
ese grupo de rojos antes de que se haga daño. Tú también deberías dejarlo. En el grupo
hay un infiltrado del FBI y está interesado en ti. Al FBI local le ha picado la mosca de que
ese ¡Espaldas mojadas! es propaganda comunista.
Sol cogió un taburete del bar y se sentó. La hora del arco iris: se puso pálido y luego se
ruborizó rojo brillante. La hora del almuerzo: engulló galletas saladas y crema de queso.
Su color se estabilizó. Un eructo, una sonrisa: aquel payaso digería rápido.
—Sobreviviré. Cambiaré de proyecto como cuando perdí apoyo financiero para
¡Escuadrón de tanques! y escribí el guión de ¡Piquete! Además, sólo me uní a ese grupo
de pirados para ligar. Vi a Jane en la calle de arriba de la UCLA y la seguí a mi primera
reunión. Me parece que deseo casarme con ella, además de follármela, ¿sabes? Tengo
cuarenta y nueve años y he sufrido tres ataques al corazón, pero creo que un chocho joven
como ése puede alargarme la vida veinte años. Sí, seguro que me haría rejuvenecer. Yo la
convertiría en estrella y la cambiaría por otro coño más joven antes de que empezara a
ponerme los cuernos con espaguetis jóvenes y atractivos como tú. ¿Crees, Contino, que
accederá a una prueba de pantalla desnuda?
La verborrea me tenía aturdido. Sol construyó un rascacielos con galletas y crema de
queso y se lo zampó. De blanco tripa de pez a rojo y vuelta a empezar. La verborrea se
aceleró.
—¿Sabes una cosa? Me gustaría utilizarte en una película. Janie y tú, menudo par de
tortolitos podríais ser… La mayor parte de tu publicidad ha sido negativa y venenosa, pero
no eres Fatty Arbuckle, que les metía botellas de Coca-Cola en el coño a las aspirantes a
actriz. Dick, una loncha entera y joven de queso bajo en grasa como Jane DePugh podría
agrandarme, darme marcha, lavarme en seco y sacarme de esta cinta de andar que no lleva
a ninguna parte y que son las películas de serie B, que me tienen explotando a negros y
latinos agraviados para ganar dinero que invertir en esas cintas épicas gracias a las cuales
he sufrido tres ataques al corazón y tengo un colon espástico. Dick, esta fábrica es mía. He
contratado a inmigrantes ilegales para que cosieran prendas de baratillo hasta que los de
Inmigración me pillaron por acoger espaldas mojadas, porque los dejaba dormir aquí por
la mitad del salario, que les deducía de la paga. Me multaron y repatriaron a México a
todos mis esclavos… es decir, trabajadores, por lo que me hice con tres coches de la
patrulla de fronteras en una subasta de la policía. Me salieron tirados de precio y decidí
filmar ¡Espaldas mojadas! Ya tengo unos cuantos boxeadores mexicanos para que hagan
de ilegales, así que, si ruedo la película, los de Inmigración los detendrán y los pondrán en
el autobús nocturno a Tijuana. Dick, lo único que quiero es hacer películas serias que
exploren temáticas sociales y obtener beneficios y camelarme a Jane DePugh. Dick, no
tengo palabras para expresar lo que siento. ¿Tú que me aconsejarías?
La cabeza me zumbaba. Comí una galleta para normalizar el azúcar en sangre. Sol
Slotnick me miró fijamente.
—Esta noche —dije— tengo una cita con Jane y le hablaré bien de ti. Y conozco a un
federal. Le diré que no vas a filmar ¡Espaldas mojadas! y que haga correr la voz.
—¿Eres amigo de un esbirro de J. Edgar Hoover?
—Sí, del agente especial Pete van Obst. Su esposa es la presidenta nacional de mi club
de fans.
—¿Y cuántos miembros tiene ese club, actualmente? Tal vez tengamos que hacer un
dossier, y estadísticas como ésa impresionan a los que van a financiar el proyecto.
—Ahora mismo, unos sesenta y tantos.
—Vale, entonces le añadiremos unos cuantos ceros y esperaremos que no lo
comprueben. Dick, pórtate como un caballero con Jane esta noche. Dile que creo que tiene
madera de actriz. Dile que has oído rumores de que tengo una polla como Trigger, el
caballo de Roy Rogers.
La hora de la despedida. Sol se veía exhausto. Cogí unas cuantas galletas para el
camino.
Kay van Obst trajo tres automáticas del 45, con licencia del FBI y «tomadas
prestadas» a su marido Pete. Nancy Ankrum aportó una recortada cargada con postas de
caza mojadas en veneno de rata; Caryl Chessman le había dicho dónde encontrar una.
Añade las escopetas de aire comprimido del calibre 12 de mi padre y a la casa llámale
«Fort Contino», un El Álamo barato en L.A.
Cajas de munición en la mesilla de café.
Vigilancia ocular en las ventanas delanteras y traseras: cuatro mujeres en turnos
rotatorios.
Cuatro mujeres con cuchillos de cocina en fundas de plástico. De camino, Kay había
pasado por una tienda de juguetes.
Un rato libre antes de mi cita. Eché una cabezada.
Sueños manchados de tinta:
COBARDE REDIMIDO. ¡LOS SECUESTRADORES SIGUEN SUELTOS!
CONTINO DESBARATA PLAN DE MANÍACOS. ¡SALVA A LA CANTANTE DE
UN COMBINADO DE TORTURA Y VIOLACIÓN!
LA POLICÍA DE L.A. NIEGA LAS ESPECULACIONES DE QUE SE TRATE DE
UNA ARTIMAÑA PUBLICITARIA: «¡EL SECUESTRO ERA DE VERDAD!»
Chris retenida por psicópatas salivantes.
Polis entrando en la cabaña del secuestro.
El jefe William H. Parker sosteniendo los cueros cabelludos.
¡¡¡EL PLAN DE SECUESTRO DE CONTINO REVELA EXTRAÑOS VÍNCULOS
CON CRÍMENES NO RESUELTOS!!!
REDADAS EN RESERVAS DE PIELES ROJAS TRAS EL RASTRO DE LOS
RAPTORES.
UN JEFE APACHE DICE: «¡MUY MAL ASUNTO! ¡MÍ MANDAR SEÑALES DE
HUMO PARA ATRAPAR ASESINO CORTADOR DE CABELLERAS!»
Chris me despertó.
—Deberías prepararte. Le dije a Leigh que ibas a tocar en una sesión improvisada con
unos tipos del estudio, así que lleva el acordeón.
Centelleó un último titular:
¡LA CONQUISTA DE CONTINO CONTINÚA! ¡SEGÚN UNA ENCUESTA, EL
SECUESTRO SUPERA AL DE LINDBERGH EN POPULARIDAD!
—Estoy segura de que piensas que soy una cosita joven e ingenua. Debes de pensar
que cualquier chica que no haya reducido sus opciones profesionales a ser médica,
abogada, actriz o cantante es una estúpida.
Jane eligió el restaurante, un garito de italianos junto a Sunset y Normandie. En la
esquina de enfrente se alzaba el motel Hi-Hat. El «Habitaciones libres» en pulsante neón
me hizo sudar.
Bebí vino. Jane bebió ginger-ale a pesar de sus protestas. Dar alcohol a un menor era
un delito de contribución.
—No creo que seas estúpida. Yo ya grababa discos cuando tenía diecinueve años, pero
me encontré con ello por casualidad. Deberías terminar la universidad, esperar y dejar que
te ocurran cosas.
—Hablas como mi padre, salvo que él no dice que deje que me ocurran cosas porque
sabe que tengo los mismos apetitos que tenía mi madre a mi edad. Me parezco a mi madre,
actúo como mi madre y hablo como mi madre. Pero mi madre se casó con ese pasma
novato de Sioux Falls, en Dakota del Sur, que la dejó preñada cuando tenía dieciocho
años, y yo no soy tan tonta como para que me ocurra eso.
Ardor/ardor/centelleo, unos ojos verdes realzados por la vela en la botella de Chianti.
—Sol Slotnick podría encajar en ese dejar que te ocurran cosas. Le gustas y es un
productor de cine legal que podría darte trabajo.
—Es un salido y está gordo como una vaca. Me siguió a mi primera reunión del
colectivo, por lo que está sólo un peldaño más arriba que un exhibicionista callejero.
Cuando era detective en Sioux Falls, mi padre me llevaba a todas partes. Quería
enseñarme a lo que tenía que aspirar en lo que se refería a los hombres. Me mostró todos
los macarras, los oledores de bragas y los borrachos y los exhibicionistas y los gigolós con
los que trataba y, créeme, Sol Slotnick es de ese estilo. Además, tiene las manos pequeñas
y mi madre me ha dicho lo que significa eso.
Bebí vino italiano. Jane dijo:
—Tú tienes las manos grandes.
El «Habitaciones vacantes» palpitó.
Palpitaron preguntas: ¿Quién lo va a saber? ¿A quién le va a importar? ¿Quién lo va a
contar?
Fácil: tú/tú/tú, no le des más vueltas.
—Jane, Sol es de esos tipos que hacen realidad los sueños.
—Sol Slotnick es un número de larga distancia equivocado. Mi madre lee Variety y
dice que ¡Piquete! fue una de las películas que menos recaudó en 1951. Sol Slotnick, puaj.
Mojé un poco de pan en el vaso de vino y mordí un trozo de corteza.
—Los dos sois sensibles y groseros —dijo Jane—. Tú tienes conciencia política, pero
no didáctica. La sociedad te ha agraviado pero no eres un mártir. Mi madre dice que los
hombres con cualidades ambiguas como ésas son los mejores amantes porque siempre te
dejan imaginando y que eso retrasa la inevitable decepción de cuando el sexo se vuelve
rancio.
—Tu padre debe de ser todo un tipo.
—Quieres decir el hermano de mi padre, Phil. Yo me lo olí, porque venía mucho
cuando mi padre salía de la ciudad a encargarse de alguna extradición y a mí me
mandaban siempre al cine. Y yo miraba el diafragma de mamá, que, cuando el tío Phil
andaba por casa, estaba casi siempre fuera de la caja. ¿Y sabes qué? Las manos del tío Phil
eran mucho más grandes que las de papá.
Me estudié las zarpas. Grandes. La práctica del acordeón les daba anchura.
Se acercó un camarero y con una seña le indiqué que se marchara. Jane entrelazó los
dedos con los míos.
—¿Me has invitado a salir sólo para hablarme de Sol Slotnick?
—¿Te apuntaste al Colectivo Popular de Westwood sólo para ligar con hombres?
—No es justo. Contesta tú primero.
—Me aburría —respondí tras liberar la mano— y decidí salir en busca de emociones.
Por eso fui a la reunión. Tú me pareciste una emoción, pero he decidido no engañar a mi
esposa.
Una patata caliente. Jane frunció la nariz.
—Bien, yo me apunté al grupo por la misma razón. Y puedes decirle a Sol Slotnick
que no me acostaré con él hasta que se hiele el infierno, pero que haré una prueba y me
desnudaré hasta quedarme en bikini si tú me haces de carabina.
—Se lo diré y te haré de carabina. Y añadiré una advertencia: deberías dejar de ir a
esas reuniones o tu nombre terminará en una maldita lista negra que puede romperte el
corazón.
Jane sonrió. Mi corazón se hinchó, sólo un poco.
—Mañana por la noche hay una reunión y tengo que ir porque Mort quiere discutir las
fechorías del FBI y sacaré algunas frases con las que incordiar a mi padre. Además, ese
tipo con la sudadera de Beethoven es guapo.
—Es un agente del FBI infiltrado para conseguir nombres.
—Bueno, al menos mi padre lo aprobará. Mi padre es tan de derechas… Cree que
tendría que reinstaurarse la esclavitud y que las calles deberían ser propiedad privada, de
modo que los dueños pudieran cobrar tarifas a cambio de protección. Mi madre es liberal,
porque una vez tuvo un amante brasileño. Tenía unas manos realmente grandes, pero
intentó macarrear con ella para pagar unas deudas que había contraído apostando a los
caballos y mi madre dijo «ni hablar», y llamó a un poli. —Y el poli ¿qué hizo?
—El poli era mi padre. La preñó.
—Vamos —dije, pidiendo la nota—. Te llevaré a casa.
En el coche, Jane se arrimó a mí. El Chanel número 5 me hizo cosquillas en la nariz.
Bajé la ventanilla en busca de alivio. En la radio sonaban las hermanas McGuire. Dejé que
«Sincerely» me impregnase como si Jane y yo fuéramos reales.
Empezó a llover. Puse en marcha el limpiaparabrisas y ajusté el retrovisor. Un coche
pegado al parachoques trasero.
Intrigante.
Pisé el gas. El coche de atrás aceleró.
Jane me soltó el hombro y se acurrucó en mi regazo.
Doblé bruscamente a la izquierda, a la derecha, a la izquierda, y aquel coche se me
pegó casi hasta la colisión.
Jane se hundió en mi regazo.
Me noté respondiendo a su proximidad.
Giro a la izquierda, giro a la derecha, el volante rozó el cabello de Jane. Las manos en
la bragueta. Algo me dijo que pisara el freno.
¡BAM! Dos coches entrelazados por el parachoques, uno encima del otro en medio de
una insignificante calle secundaria de L.A.
Dejé de responder.
—Mierda, creo que me he astillado un diente —dijo Jane.
Me apeé. Un beso francés: mi Continental Kit y la parrilla de un De Soto del 56.
¿¿¿No era un deportivo blanco???
Corrí hacia el otro coche. El conductor del De Soto se apeó con las piernas
temblorosas. Las farolas de la calle lo iluminaron bien: Danny Getchell, de la revista
Hush-Hush.
—¡Dick, no me pegues! ¡Tengo fotos!
Me abalancé sobre él. Se disparó un flash y me cegó. Getchell ganó unos segundos.
—¡El camarero del restaurante te reconoció y me llamó!
Recuperé la visión, aunque algo borrosa. Lo ataqué y me golpeé de refilón contra un
árbol.
Se disparó otro flash. Me recuperé viendo las estrellas.
—¡Tengo una foto tuya y de la chica entrando juntos en el motel Hi-Hat!
Me lancé sobre la voz.
—Dick, puedes comprarla con dinero o cambiarla por un reportaje. ¿No conoces
maricones a los que quieras desenmascarar?
Tropecé con un tapacubos y caí de bruces.
—¡Mi padre es policía y abogado! —chilló Jane—. ¡Extorsionista cabrón!
Flash, pop—pop—pop, todo mi mundo se volvió blanco brillante.
—¡Dick, tienes la bragueta bajada!
Agité los brazos de rodillas y vi perneras de pantalones. Las perneras se volvieron
espásticas. Tuve la visión confusa de Jane empujando a Getchell.
Franela gris a mi lado. La agarré y tiré. Getchell se dio contra el asfalto. Jane arrojó la
cámara contra el bordillo.
—¡Le había quitado la película, idiota espagueti desgraciado!
Mis manos/su cuello, hechos las unas para el otro. Mi voz, irreal a mis propios oídos:
—Si se lo dices a Leigh, te mataré. No tengo dinero y la única historia que sé es
demasiado buena para ti.
—Es un farol. Te veo las cartas —repuso con la voz ronca de la asfixia.
Apreté más fuerte, exprimiéndolo hasta el hueso.
—Es un farol. Te las veo.
Portazos, voces en segundo plano.
—Dick, hay testigos —dijo Jane—. Mi padre dice que si hay testigos oculares, a los
asesinos les cae la pena de muerte.
—Es un farol. Te las veo —dijo Getchell seco como un hueso.
Lo solté. Getchell se incorporó y se apartó arrastrando el culo. Lo agarré por el pelo y
tiré de él.
—Estoy preparando un falso secuestro con unos profesionales —susurré—. No te daré
la exclusiva pero tendrás una primicia por cuenta mía.
Getchell salió del ahogo:
—Trato hecho.
Jane me ayudó a levantarme. Miss Tentación Adolescente lucía ahora un diente
astillado.
8
Fort Contino, todos claustrofóbicos.
Leigh y Chris practicaban el lanzamiento de cuchillo. La nota de «Quiero joderte hasta
la muerte» clavada a un tablero de corcho les servía de diana. Nancy Ankrum tenía la
nariz metida en el Herald: el Azote de Hollywood Oeste había actuado de nuevo. Kay van
Obst se dedicaba al mantenimiento: engrasaba pistolas y escopetas.
Las chicas habían pasado la noche: «Cuartel Contino.» Bob Yeakel había enviado
suministros de alimentos, media docena de pizzas de Pizza De Luxe. Las acompañaba una
nota: «Chrissy, querida, sé fuerte. Mi colega de Vehículos a Motor regresa al trabajo
dentro de una semana y entonces empezará a rastrear la matrícula. ¿Cenamos juntos un
día? ¿En Romanoff o en Perino’s?»
Leigh me tenía vigilado con ojo de pez. La noche anterior, yo había llegado a casa con
los pantalones destrozados y el coche abollado. Mi excusa: unos majaras intentaron
confiscarme el acordeón. Leigh se mostró escéptica. Yo seguía oliendo el champú de Jane,
quizás Alberto V05, quizá Breck.
Hablé a solas con Kay.
—¿Podrías llamar a Pete y transmitirle una especie de mensaje críptico? Ya te lo
contaré después.
—Bueno… Claro que sí.
—Dile que hable con el agente asignado al Colectivo Popular de Westwood. Dile que
le diga que sé seguro que Sol Slotnick no va a rodar ¡Espaldas mojadas! Dile a Pete que
Slotnick no es rojo. Sólo es un desgraciado de la industria del cine que intenta hacer
dinero y acostarse con mujeres.
Kay lo entendió todo perfectamente y descolgó el teléfono del vestíbulo. La cubrí para
que Leigh no la oyera. Susurros, susurros; un golpecito en la espalda.
—Pete dice que transmitirá el aviso y ha dicho que tienes cierta credibilidad. Dice que
si esta noche el agente no acude a la reunión, sabrás que se ha creído tu historia.
Bien, parte de la intriga se resolvía a mi favor. Sonó el timbre de la puerta. Nancy echó
un vistazo por la mirilla y abrió sonriente.
Pizza De Luxe con tres pizzas humeantes. Queso que sisea y anchoas: inconfundible.
—Buon apetito! —gorjeó Ramón, de «Ramón y Johnny».
Me perdí. Almorcé solo, fui a la playa, cené solo. Cavilé, me inquieté, el chantajista
Danny Getchell, el coche hecho polvo. Dave DePugh y Janie, Sol Slotnick, el secuestro;
apuestas a cuatro o cinco o seis caballos como bombas volantes contra mi cerebro. Los
cables se cruzaron, chisporrotearon y finalmente hicieron contacto. Conduje derecho al
Colectivo de Westwood y aparqué con un ojo puesto en la puerta.
19.58: entró Sol Slotnick.
20.01 a 20.06: entraron beatniks diversos.
20.09: entró Jane DePugh.
20.09 a 21.02: ningún federal a la vista. Pete van Obst probablemente había arreglado
las cosas.
21.04: me aposté junto a esa puerta.
Jane y Sol salieron primero. Los recibí a los dos con un mismo y gran abrazo.
—Nada de ¡Espaldas mojadas! Ahora toca ¡Patrulla fronteriza! Tienes los coches y
puedes contratar a unos no ilegales para que hagan de ilegales. Los protagonistas, Janie y
yo, y podemos empezar a trabajar en el guión esta misma noche. Sol, he conseguido que
los federales te dejen en paz, así que ahora podemos trabajar en esto libremente y sin
despertar sospechas.
—Voy a llamar a mi papá para decirle que llegaré tarde a casa —dijo Jane.
—¡Patrulla fronteriza!—exclamó Sol—. ¡Exaaacto!
Me acerqué a Googie’s y le pillé unas cuantas benzedrinas a Gene la Reina, el travestí
que las vende en el lavabo de hombres. ¡¡¡Va va voom!!! Tragué un puñado de pastillas
con café y llegué al almacén de Sol colocado coma un colibrí.
Sol y Jane llenaron sus depósitos de gasolina: Maxwell House, benzedrina doble X,
lápices, libretas, el guión de ¡Espaldas mojadas! a partir del cual trabajar, adelante…
Cambiamos al heroico bracero Pedro por el Gran Pete, policía de
fronteras/acordeonista ansioso por desarticular una banda de comunistas que exporta
espaldas mojadas a un campo de esclavos secreto en las colinas de
Hollywood. El Gran Pete está enamorado de la cantante melódica Maggie Martell,
antes María Martínez, matrona izquierdista. A Maggie la persigue el doctor Bob Kruschev,
un científico perverso que hace lavados de cerebro a los espaldas mojadas y les implanta
un dispositivo con lemas en la cabeza. El Gran Pete/Maggie/Kruschev, un tórrido
triángulo amoroso. El Gran Pete da serenatas a los ilegales desde la parte trasera de un
camión: su acordeón los atrae con engaños a la rendición y la deportación. Kruschev envía
sus robots recitadores de lemas a la comunidad de los braceros, donde se corean consignas
comunistas y se corrompe a un grupo de jóvenes a los que Pete ha estado adoctrinando en
el americanismo. Los robots y los jóvenes contaminados avanzan hacia un puesto de la
patrulla fronteriza. El Gran Pete pronuncia un apasionado discurso anticomunista que
descontamina de inmediato a los jóvenes pachucos y los inspira a atacar a sus corruptores.
Los robots son destruidos; el doctor Bob Kruschev hace un último esfuerzo para
corromper a Maggie con una pócima del amor rojilla que vuelve irresistibles a todos los
comunistas y sus compinches. Maggie, sin saberlo, bebe el malvado brebaje y joden en
una habitación llena de espías soviéticos que están de visita. El Gran Pete llega a la
escena, atrae a los espías a la calle con la música de su acordeón y se los carga a todos a
balazos. La película concluye con un acto de juramento de ciudadanía: ¡a todos los
espaldas mojadas que han luchado contra los rojos se les concede el permiso de
residencia!
Terminamos el guión a las seis de la mañana, aupados por la benzedrina, exultantes.
Jane llamó a su padre para decirle que era actriz de cine: Sol acababa de ofrecerle
quinientos pavos por interpretar a Maggie Martell.
Me pregunté cómo reaccionaría «papá».
—Dick, papá quiere hablar contigo —susurró Jane.
Cogí un supletorio y Jane colgó.
—Lo apruebo, Contino —dijo DePugh—. Pero quiero que ese payaso de Slotnick le
pague seiscientos. Además, no quiero grandes escotes gratuitos en las escenas de club
nocturno. Además: no quiero escenas fuertes contigo. Además: opino que deberíamos
relacionar el secuestro con la película. Creo que tendríamos que hacerlo al tiempo que la
película empiece a rodarse. Tengo a unos tipos del sindicato de camioneros para que hagan
de secuestradores y creo que deberíais hacerles una prueba de pantalla. Dick, ahora este
secuestro fingido está relacionado con la carrera profesional de Janie y por ello quiero que
salga bien. Queremos un secuestro realista, apoyado por el relato de testigos oculares.
Queremos… Papá, babeando por entrar en el mundillo del cine. ¡Caramba!
—Te llamaré, Dave —dije y colgué. Sol se estaba tomando el pulso, acelerado por las
benzedrinas. Estaba a 209 cuando me acerqué.
—¿Crees que puedes aguantar más emociones?
—A duras penas. La manera en que Jane ha reescrito esa escena de amor hará que la
Legión de la Decencia nos mande a la cámara de gas.
—Seré secuestrado en el momento en que empecemos a rodar —le susurré—. Es una
confabulación, con matones profesionales de refuerzo.
—Me gusta y puedes contar con mi silencio —susurró Sol—. ¿Y qué te parece Jane de
covíctima? Añade un poco de sexo al delito y ya tienes una gran publicidad.
—Ese puesto ya está ocupado.
—Mierda, ¿por qué susurramos?
—Porque las anfetaminas provocan paranoia.
La puerta del almacén se abrió; dos pachucos adoptaron poses de salón. Pantalones
caquis con corte lateral en el dobladillo, camisas Sir Guy: boxeadores amateurs de peso
gallo que se ganaban la vida como chaperos.
—Eh, señor Sol, ¿tiene usted trabajo?
—¿Cuándo trabajaremos en la película? Eh, señor Sol, ¿tiene algo para nosotros?
—¡Estoy haciendo una película nueva! —flipó Sol—. No hay trabajo. Obtened el
permiso de residencia y podréis hacer de robots en ¡Patrulla fronteriza! ¡Largo! ¡Fuera de
aquí! ¡Voy a tener un ataque al corazón!
Los mendas se largaron. A modo de despedida, lo mandaron a la mierda con un gesto.
Sol abrió las galletas saladas, se tomó el pulso y comió simultáneamente. Mi hermosa
coprotagonista dormitaba en un coche de la patrulla de fronteras.
Salí a tomar el aire. Un montón de Heralds en un quiosco de la acera. «¡Nuevos
asesinatos del Azote!» en portada. Fotos de la pareja muerta. La mujer se parecía
extrañamente a Chris Staples.
El cebollón de benzedrina empezaba a bajar. Reprimí un bostezo. Pasó un coche lleno
de pachucos. Uno de ellos me miró mal. Entré de nuevo para echarle un último vistazo al
guión.
Sol estaba poniéndose las botas: galletas saladas, mantequilla de cacahuete, salmón
ahumado, sardinas. Jane se miraba el diente astillado en el espejo de una polvera.
—Dile a tu padre que te concierte cita con un buen dentista —dije.
—No. He decidido que será mi marca de fábrica. Dick, estábamos tan juntos cuando
ese coche nos golpeó… Estábamos tan juntos que no habrías podido rechazarme.
—¿De qué demonios estáis hablando? —Sol esparció migas de galleta.
Ruido. Golpes en la puerta delantera, una botella que se rompe. Entonces, KAAA-
BUUUUUM: el fuego devorando las máquinas de coser, las prendas colgadas, el aire.
Corriendo hacia nosotros, alimentado con oxígeno…
Sol agarró la crema de queso y corrió. A Jane le fallaron las rodillas. La sostuve y corrí
hacia la salida trasera, trastabillando. Un calor tremendo a nuestra espalda, me volví un
momento y entreví maniquíes ardiendo.
Sol llegó a la salida. Aire puro, sol. Jane gimió en mis brazos y, de hecho, sonrió. Me
arriesgué y miré de nuevo atrás. Las llamas devoraban los coches de la patrulla de
fronteras.
BUUUM, un estampido de aire me golpeó. Jane y yo salimos aerotransportados patas
arriba.
Una voz apagada:
—Sí, y se lo ocultamos a la prensa. Exacto… Teníamos un testigo ocular de los
últimos asesinatos del Azote. No, sólo vio el vehículo del psicópata. No, no tenemos el
número de matrícula pero el menda se largó en un Buick Skylark del 53, de color claro. Sí,
una aguja en un pajar… Debe de haber unos seis mil registrados en California, joder. Sí,
exacto, ya te llamaré.
Unas tablas de banco me rozaron la espalda. Un ruido no tan apagado: el auricular de
un teléfono vuelve a la horquilla con un golpe enérgico. Mis ojos parpadearon hasta
abrirse entre una jaqueca monumental. Me hallaba en una sala de la brigada de la policía.
—Tendrías que preguntar «¿dónde estoy?» —dijo un pasma.
Un Skylark de color claro del 53/vehículo del Azote/Chrissy.
—¿Dijo el testigo que el coche llevaba una matrícula provisional? —pregunté.
—No, no especificó —el poli fue rápido en comprender—, y sólo un ocho por ciento
de los vehículos registrados lleva matrícula provisional, por lo que diría que es una
conjetura aventurada y que, además, no es cosa tuya. Y ahora, se supone que tendrías que
decir: «¿cómo llegué hasta aquí?» y «¿dónde está la pelirroja con la que me desmayé?».
La cabeza me palpitaba. Los huesos me dolían. Los pulmones eructaron regusto a
humo.
—De acuerdo, tragaré.
El orondo Joe de Paisano sonrió.
—Estás en la oficina del sheriff de Hollywood Oeste. Tal vez no te acuerdes pero
rechazaste ayuda médica en la escena del incendio provocado y firmaste autógrafos a los
camilleros de la ambulancia. El chófer te pidió que tocaras «Lady of Spain» y te
desmayaste de nuevo cuando ibas hacia el coche a buscar el acordeón. Sol Slotnick se
encuentra estable en el pabellón de enfermedades cardíacas del Reina de los Ángeles y el
padre de la pelirroja pasó a buscarla y se la llevó a casa. Hay una orden de busca para esos
hispanos de mierda que lanzaron el molotov y el señor DePugh te ha dejado una nota.
Alargué la mano, aturdido. El poli me tendió un papel.
«Dick, nos vemos esta noche, a las ocho, en el bar del Luau. Quiero presentarte a unos
chicos. P.S. Slotnick salvó las páginas del guión, por lo que seguimos con el programa
previsto, de momento. P.S. ¿Qué le ocurrió a Janie en el diente?»
Flojera: piernas flojas, manos temblorosas.
—Tienes el coche en el aparcamiento de atrás —dijo el poli—. Las llaves están debajo
de la alfombrilla. Vete a casa.
Llegué al exterior con la flojera de piernas. Un día claro, sin contaminación, tan
brillante que los ojos me dolieron. En el aire que soplaba hacia el este había hollín
suspendido: la productora de Sol Slotnick, R.I.P.
Leigh esperaba en el porche de Fort Contino, armada con un 45 en el cinturón y
sosteniendo en el aire una foto en blanco y negro.
Jane DePugh y yo: desmayados, abrazados detrás del taller de Solt Slotnick.
—Marty Bendish, del Times, ha traído esto. Le debe un favor a Bob Yeakel, por lo que
no lo publicará. Bien, ¿quieres explicarme tu conducta de la última semana?
Lo hice.
Chrissy, Bud Brown, cueros cabelludos, pieles rojas cabezas de turco, una publicidad
extraordinaria gracias al secuestro. Dave DePugh y la puesta a salvo de la calentorra de su
hija; el Colectivo Popular/Sol Slotnick/ ¡Patrulla fronteriza! La remota posibilidad de que
el hombre que nos había seguido en coche y el Azote fueran la misma persona; DePugh
como nuevo cerebro del secuestro.
—Cuando salgas de la cárcel —dijo Leigh—, te estaré esperando.
—Eso no sucederá.
—Mi madre decía que a los italianos les gustan los grandes gestos. Por eso escribieron
unas óperas tan magníficas.
—¿Sí?
—No me vengas con dobleces y no te me pongas tan guapo o intentaré disuadirte del
plan. Y no dejes que esa zorra del diente astillado te bese en la boca durante las escenas de
amor o tendré que mataros a los dos, joder.
Pizza de anchoa en el aliento de Leigh. De todos modos, le di un beso largo y
profundo.
9
—Éste es el debut de mi hija en el cine y por eso lo quiero envuelto con mucha
publicidad. Necesitamos hombres sin antecedentes policiales que hagan el papel de
secuestradores por si la policía llama a cualquier testigo presencial y le enseña fotografías,
pero han de ser tíos duros que interpreten el papel de una manera convincente. Ahora,
fíjate en estos tipos. ¿No son del material del que están hechas las pesadillas criminales?
Presentando a:
Fritz Shoftel, rubio, pelo al cepillo, matón de los camioneros, grueso como una boca
de riego. Cristales de montura metálica, marcas de acné, seis nudillos extras por mano
como mínimo. Pop/pop/pop/, estiró unos cuantos dedos para demostrarme que
funcionaban. Fuerte. Un hombre del reservado contiguo dio un respingo.
Pat Marichal, un largirucho paraguayo de piel oscura con un notable parecido a la foto
de la morgue del gran jefe Joe Fugitivo. Un tipo risueño: la luz de la lámpara de madera
polinesia hacía brillar sus dientes excesivamente relucientes.
—Estoy impresionado —dije—. Pero los coches de la patrulla de Fronteras de
Slotnick se frieron, por lo que no estoy del todo seguro de que vaya a haber película.
—Tengo fe en Sol —dijo DePugh, sorbiendo su mai-tai—. Cualquier hombre capaz de
comer crema de queso en pleno ataque al corazón es una persona con recursos.
—He estudiado interpretación con Stella Adler —dijo Shoftel, al tiempo que estiraba
los dedos—. El móvil de mi secuestrador es cometer una violación. Magullaré un poco a
la chica Staples para que la escena tenga algo de verosimilitud, ya sabes. Unas cuantas
marcas de mordiscos.
Marichal masticó la fruta de su combinado. Aquellos dientes… Joder, eran
incandescentes.
—Yo era un indio con contrato en los estudios Universal hasta que me saqué el carné
de camionero. Mi motivación es el odio hacia el hombre blanco. Yo os soltaré un montón
de agravios de piel roja a Chris y a ti mientras me dispongo a arrancaros el cuero
cabelludo. Tú coges mi tomahawk y me rebanas la cabellera; luego, escapas. Cuando
lleves a la pasma a la cabaña, verán esos cueros cabelludos de los asesinatos sin resolver
de 1946. Mira, Fritzie es el tipo con diversos móviles de perversión sexual y yo soy el tío
descontrolado que le jode todo el plan a este genio.
—¿Con quién contactarás para el rescate? —quise saber.
—Con Sol y Charlie Morrison, el dueño del Mocambo. Mira, Dick, soy policía y sé lo
que saben todos los policías: que los secuestradores son una chusma de descerebrados que
no se enteran de nada. Chris y tú no sois precisamente un gran cebo para el secuestro y
Morrison y Sol no moverán un dedo para salvaros. Este crimen tiene que oler a
incompetencia y perversión y Fritz y Pat son dos tipos que saben interpretar el papel.
—Mis padres abusaron de mí cuando era niño y por eso ahora soy un violador.
—Los blancos robaron las tierras a mis antepasados y me engancharon al agua de
fuego. Necesito cueros cabelludos para saciar mi sed de sangre y el dinero del rescate para
montar una tienda de artesanía india a la entrada de Bisbee, Arizona.
—Llevaremos a cabo el secuestro a plena luz del día a la puerta de tu casa. —DePugh
encendió un cigarro en la lámpara polinesia—. Pat y Fritz os meterán a Chris y a ti en un
Chevrolet con la matrícula manchada de barro, luego os trasladarán a otro coche y os
llevarán a Griffith Park. Fritz llamará a Sol con la primera petición de rescate y Sol irá a la
comisaría de Hollywood. Has dicho que ese Getchell obtiene la primicia de la historia y
has dicho que siempre se mueve por la zona de la comisaría de Hollywood a la caza de
soplos. Muy bien: Getchell estará allí y oirá que Sol cuenta a la pasma lo de la petición de
rescate. Esto son adornos consistentes y tenemos tiempo para planear bien las cosas
porque no podemos movernos hasta que Sol obtenga financiación para la película y todo
esté a punto para el rodaje.
Maníacos alrededor de la lámpara polinesia: violador/arrancador de cueros
cabelludos/papá con ansias de que su hija triunfe en el cine/acordeonista canalla. Nos
estrechamos la mano. Los nudillos de Shoftel chasquearon con la fuerza de unas
castañuelas.
Me acerqué al Reina de los Ángeles a ver a Sol.
Un empleado me dijo que se había marchado, en contra del consejo del médico. La
dirección que había dejado: Perritos Calientes Pink’s, en Melrose y La Brea.
Volví hacia el oeste. Pink’s estaba hasta los topes, una buena cola esperando aplacar el
hambre. Sol se había adueñado una mesa en la parte de atrás y de un teléfono público.
Divagaba, sin perder de vista una hilera de salchichas a medio comer.
La divagación:
—No estoy entusiasmado con ¡Patrulla fronteriza! Sólo por tu guión. ¡Y puedo
conseguirte a Contino por mil pavos!
Lo dijo entre una rociada de hebras de chucrut y migajas de patatas fritas.
El color de su tez se encendió y se apagó. Su brazalete de alerta médica emitió un
sonido discordante.
—De acuerdo, Elmer, tu novia puede ser coprotagonista de la película. ¡Renunciaré a
aparecer en los créditos como productor a cambio de un porcentaje en los beneficios!
Escucha, hay una movida publicitaria relacionada con la participación de Contino de la
que no puedo revelarte los detalles, pero créeme, es algo verdaderamente fetén.
Voló carne de perrito caliente.
Un trozo de encurtido alcanzó a una moza con un jersey de espalda escotada.
—¡Ay! —exclamó al notar el impacto en todo el espinazo.
Sol me vio y tapó el micrófono pegándose el auricular al pecho:
—¡Patrulla fronteriza! es ahora Daddy-O.
10
Genealogías:
De ¡Espaldas mojadas! a ¡Patrulla fronteriza! y a Daddy-O. De Pedro al Gran Pete y
a Phil Sandifer, alias Daddy-O: camionero/cantante/protagonista romántico. De María
Martinez a Maggie Martell y Jana Ryan; de Jane DePugh a Sandra Giles, la chica del
anuncio de los neumáticos Mark C. Bloome, participante casi habitual en la tertulia
televisiva de Tom Duggan.
Jane renunció a su opción de «actriz de cine» y decidió pasarse al Derecho: «Así seré
más como mi papá.» Me envió un regalo de despedida: su diente astillado conservado en
un relicario.
Dave DePugh siguió dirigiendo la trama del secuestro. «Publicista de Hollywood
podría ser un astuto cambio de profesión.»
Pat Marichal y Fritz Shoftel siguieron en el reparto. Sol Slotnick les prometió
conseguirles carnés del Gremio de Actores si el plan tenía éxito.
Pasaron diez días a toda velocidad.
Chris, Kay y Nancy siguieron acuarteladas en Fort Contino.
Bob Yeakel enviaba las inyecciones diarias de grasa por Pizza De Luxe.
Chrissy sedujo a Ramón, el repartidor de pizzas.
Ramón renunció a su homosexualidad.
Ramón le confesó a Kay que tenía que imaginar que Chris era un hombre.
Yeakel también envió la noticia de que un currante del Departamento de Vehículos a
Motor estaba comprobando placas de matrícula. Leigh lo ayudaba. Quería ver resuelto el
problema de Chrissy y que se levantara la alerta roja en Fort Contino.
No llegaron más notas de «Quiero joderte hasta la muerte».
Ningún coche siguió a Chris en sus salidas del fuerte. Lo mismo ocurrió con las mías.
Ningún vehículo sospechoso.
Puse a Nancy y Chris al corriente de mi información privilegiada: el Azote de
Hollywood Oeste conducía un Skylark del 53 color claro. Nancy, la reina del crimen, me
interrumpió: el Azote sólo se cargaba a parejas; las mujeres solteras y las amenazas
machistas no formaban parte de su modus operandi.
—Los asesinos sexuales no cambian nunca de modus operandi. He sido íntima de unos
cuantos y sé perfectamente que eso es así.
Sol Slotnick encontró un piso en la misma calle donde estaba Pink’s y consiguió
financiación para su Daddy-O gracias a un préstamo a alto interés que le hizo Johnny
Stompanato. Stomp le dijo que había utilizado su dinero en efectivo para poner en el
mercado un tónico nuevo destinado a las mujeres, un compuesto de cantárida capaz de
provocarles ninfomanía instantánea y permanente.
Chris y yo nos juntamos con Pat y Fritz para hacer prácticas de interpretación. Los dos
estaban obsesionados con la «motivación». Fritz sufría un episodio leve de paranoia; a
veces imaginaba que un coche deportivo con una capa de imprimación gris lo seguía.
Prácticas, ensayos generales, esperando el día en que empezáramos a rodar Daddy-O.
Días esquizofrénicos.
Ensayé con el cortador de cabelleras y el violador; ensayé con Lou Place, director de
Daddy-O. El guión de Daddy-O de David Moessinger sustituyó al de ¡Patrulla fronteriza!
Era más denso, pero carecía de impacto político. Sol recuperó sus decorados de club
nocturno de las ruinas del taller. Tanto servirían para representar el Rainbow Gardens
como para el Sydney Chillis’ Hi-Note, locales donde se desarrollaban importantes escenas
de Daddy-O. El nuevo guión me exigía que cantase. Enseguida aprendí «Rock Candy
Baby», «Angel Act» y «Wait’ll I Get You Home». Mis compañeros de rodaje de Daddy-O
—Sandra Giles, Bruno VeSota, Ron McNeil, Jack McClure, Sonia Torgesen— eran
conocidos, pero el cortador de cabelleras y el violador me robaron el alma.
Subimos a las colinas de Griffith Park y tonteamos. Pat Marichal trajo agua de fuego.
Aplicaba el «método» del Actores Studio a su personaje del gran jefe Joe Fugitivo. Unos
tragos, unas risas. Luego, el inevitable paso al tópico de la valentía.
Mi mejor aportación al respecto: uno nunca sabe cuándo la valentía es real, o sólo una
pose para impresionar a los demás.
La mejor aportación de Pat: uno sabe cuándo tiene miedo, pero ha de hacer lo que
debe, aunque lo asuste; nadie más se enterará.
La mejor aportación de Fritzie: da al mundo lo que le corresponde para obtener lo que
quieras y vigila de cerca tus pelotas cuando no hay nadie mirando.
El tiempo transcurría esquizofrénico. El estupendo invierno de L.A. desvaneciéndose
ventoso.
Sol llamó y pisó los frenos: Daddy-O se comenzaría a rodar al cabo de cuatro días.
El aviso destelló:
Cerebro organizador/Cortador de Cueros Cabelludos/Violador a las víctimas: cuarenta
y ocho horas para la mañana del secuestro.
11
Tic tic tic tic tic tic tic tic tic.
Leigh salió temprano hacia el Departamento de Vehículos a Motor.
Nancy y Kay se marcharon con ella, lo mismo que la pequeña Merri.
Tic tic tic tic tic.
Chris y yo vigilamos la puerta.
Tic tic tic: mi pulso llegaba a un número de tres cifras. Las venas del cuello de Chris
hacían pop-pop-pop. Cada calada de cigarrillo las hacía palpitar.
Las ocho en punto. El timbre de la puerta.
—¿Hola? ¿No hay nadie en casa? Se me ha estropeado el coche y tendría que llamar al
Automóvil Club.
Dick, buen vecino, abre la puerta.
Dos hombres con medias en la cara lo golpean con una porra hasta derribarlo. Lo
agarran y lo sacan a rastras; la buena vecina Chris, lo mismo. Su grito queda apagado.
Maltratados hasta el otro lado de la calle. Método Stanislavsky puro y duro. Qué
extraño. No hay ningún Chevrolet con la matrícula manchada de barro a la vista.
Aún más extraño:
Reconocí a Pat Marichal a través de la media. Al otro, no: era medio palmo más alto
que Fritz Shoftel.
Metidos a golpes en un deportivo color cobre. Vislumbres de soslayo: «Skylark» en
caligrafía de cromo, una placa de matrícula nueva y reluciente. Rocé la puerta con el
hombro. La pintura se corre y debajo asoma una imprimación gris.
El coche se puso en marcha. Chris y yo, enredados en el asiento trasero. Pat al volante.
El otro nos apuntaba con una pistola amartillada.
Camino de Hollywood, cauteloso con el límite de velocidad, Pat hizo un aparte en su
interpretación:
—Éste es Duane. Fritz ha tenido apendicitis y lo ha enviado para que lo sustituya. Dice
que es de confianza.
Blip: Fritz dijo que lo había seguido un coche con una capa de imprimación gris.
Blip: Skylark/pintura nueva/nueva matrícula permanente.
Blip: los seguimientos a Chrissy.
Blip: color claro e imprimación gris, similares.
Chris tembló de pura tensión. No parecía recelosa. El otro tipo habló, metido en su
personaje:
—Nena, estás taaan buena… Y nos lo vamos a pasar taaan bien…
Al hablar se le aflojó la máscara. Lo reconocí de inmediato. El menda que hacía los
trucos con los pañuelos en las audiciones previas de Cohete al estrellato.
Ceñidores de seda en forma de nudo de ahorcar.
Blip: el Azote.
Llegábamos a Fountain y Virgil; el cambio de coche, nuestra única posibilidad.
—Eres un degenerado inmundo y asqueroso —improvisó muy bien Chris.
—Nena, quiero joderte hasta la muerte —dijo el Azote/hombre de los pañuelos.
Un destello luminoso como un neón: Chris me centelleó un gran ¡MIERDA SANTA!
Siguiendo el guión, Pat se detuvo en la vacía gasolinera de Richfield.
Fuera de guión, di una patada al asiento del Azote y lo mandé contra el salpicadero.
Vamos…
El Azote, pasmado. Pat, pasmado: esto no estaba en el guión. Un Ford del 51 junto al
surtidor de gasolina: Cambio de vehículo/el coche de la huida.
Muy, muy deprisa.
Volví a patear el asiento.
Chris salió trastabillando por la puerta del pasajero. Yo saqué una pierna y pateé al
Azote con la otra.
Chris tropezó y se cayó.
El Azote disparó a Pat en la cara y los sesos salpicaron el parabrisas.
Tropecé y caí del coche. El Azote me pateó. Rodé como una pelota y como un
derviche en dirección a Chris. Los disparos abrasaban el pavimento y el asfalto saltaba
como metralla.
Chrissy se puso en pie.
El Azote la agarró.
Me incorporé, me lancé contra él y tropecé con una manguera del surtidor de gasolina.
El Azote metió a Chris en el Ford a golpes de pistola y se marchó hacia el este.
«Quiero joderte hasta…»
LA MUERTE.
Saqué a Pat del coche y limpié los sesos del parabrisas con mi chaqueta deportiva.
Llaves en el encendido. Arranqué hacia el este.
40, 60, 80, 120, el doble del límite de velocidad. Regueros de sangre en el parabrisas.
Encendí el limpiaparabrisas y el rojo se decoloró a rosa. El Ford había desaparecido.
Detrás de mí sonaban sirenas.
Manos pegajosas; me las sequé en el asiento para agarrar mejor el volante. Sirenas
delante de mí, sirenas que aullaban desde los lados, tan fuerte que reventaban los oídos.
Coches blancos y negros de la bofia. Echándose encima desde los cuatro puntos
cardinales. Un rugido por el megáfono, confuso, algo así como: «¡El del Buick Skylark,
deténgase!»
Obedecí despacio, muy despacio.
Salí del vehículo y levanté las manos con sesos incrustados.
Los coches de la bofia se detuvieron coleando y me cerraron el paso.
—¡Éste es Contino, no el Azote! —gritó alguien.
Estampida de uniformes. Me rodearon polis que empuñaban pistolas. Uno de paisano
se plantó delante de mí.
—Tu esposa nos ha llamado desde Vehículos a Motor. Ha rastreado esa matrícula
provisional terminada en 1116 y pertenece al Skylark, que acaba de ser pintado y de
obtener la matrícula permanente. Nos contó que el coche seguía a tu amiga, la Staples, y
en Homicidios del sheriff tienen un segundo testigo ocular que dice que es el mismísimo
coche del Azote de Hollywood Oste…
—Se lo explicaré más tarde —lo interrumpí—, pero ahora mismo tendría que buscar
un Ford del 51. El Azote tiene a Chris Staples y se dirige hacia el este con ella en ese
coche.
El poli gritó unas órdenes. Los coches blancos y negros se marcharon hacia el este
chirriando. Mi cerebro chirrió.
¿Contarles lo del falso secuestro? No, no involucres a Chrissy. Una muerte segura: el
Azote ha matado a Fritzie; eso tampoco lo reveles. El Azote ¿llevará a Chrissy a la cabaña
de Griffith Park? No, no se acercaría por allí.
«Joderte hasta la muerte» implicaba tortura lenta, implicaba que Chris tenía una
oportunidad de sobrevivir.
—El Azote tiene un apartamento cerca de aquí —dijo el pasma de paisano—. Sígueme
en el Skylark. Tal vez veas algo que nos resulte de ayuda.
Vi:
Muñecos de plástico estrangulados con un ceñidor, goteando sangre de esmalte de
uñas.
Muñecos de trapo destripados, perdiendo serrín.
Polaroids de parejas apaleadas con un gato de coche.
Miles de pañuelos de seda tirados por doquier.
Fotos publicitarias de Chris Staples con semen incrustado.
El desplegable de Chrissy en Nugget, con esvásticas pintadas a bolígrafo.
Muñecos Ken y Barbie haciendo un sesenta y nueve. Fotografías de primer plano:
Chris Staples, Dick Contino.
Un muñeco de vudú con una foto por cara. Dick Contino con una aguja de sombrero
clavada en la entrepierna.
Lo comprendí.
Cree que Chris y yo somos amantes. Quiere matarnos a los dos. Esa fijación le dará
indecisión y mantendrá a Chrissy con vida un tiempo.
—Se llama Duane Frank Yarnell —dijo el detective—, y me parece que a la señorita
Staples y a ti no os quiere nada bien.
Esos muñecos… Hostia puta.
—¿Puedo marcharme? ¿Puedo llevarme el Skylark y devolverlo luego?
—Sí, puedes. Ya he anulado la orden de búsqueda y captura del coche, pero los del
sheriff lo quieren y tendrás que devolverlo esta noche. Y quiero verte en la Brigada de
Homicidios del DPLA de Centro esta noche, no más tarde de las seis. Hay un fiambre con
una media en la cara y una bala en la cabeza y tendrás que explicarte. Me muero de ganas
de oír tu historia.
—Encuentre a Chris y sálvela —dije.
—Haremos todo lo que esté en nuestra mano —replicó—. ¿Estás seguro de que ahora
no puedes decirnos nada que nos ayude?
—No —mentí.
Lágrimas en los ojos, un parabrisas manchado de sangre, la suerte quiso que llegara
intacto a casa de Fritz Shoftel. Solté un cuento y diez pavos a su casera, que abrió el
apartamento y se esfumó.
La sala y la cocina. No faltaba nada. El dormitorio…
Fritzie colgaba de una viga del techo, sujeto por cincuenta corbatas como mínimo.
Destripado: las entrañas se escurrían por unos profundos cortes en el torso. Montones de
vísceras en el suelo. En forma de esvástica.
Corrí al baño y vomité antes de llegar a la puerta. Toallas encima de un cesto. Mojé
una en agua fría, me froté la cara e hice acopio de valor para registrar el piso.
El dormitorio, al primer vistazo:
Una estantería atestada de textos sobre interpretación. Heridas de cuchillo en los
brazos de Fritzie. El Azote debía de haberlo torturado para sonsacarle información del
secuestro. Un vestidor y un armario. Ahora, registra a fondo.
Ropa de trabajo. Camisetas del sindicato de camioneros. Una foto de Fritz con Jimmy
Hoffa. Alguien le había dibujado cuernos de demonio al gran hombre. Gomas. Ropa
interior de mujer: Fritz había admitido que era un husmeador de bragas desde hacía mucho
tiempo. Cartuchos de monedas, revistas Playboy, un llavero con el conejito de Playboy.
Una foto de grupo: el uniforme de la Segunda Guerra Mundial de Fritz. Más bragas, más
condones, más Playboys, una guía de los parques y zonas de recreo de L.A. con la esquina
de la hoja doblada por Griffith Park.
Lo examiné. La ubicación de la cabaña del secuestro estaba marcada con una X y de
ella salían unas líneas a lápiz. Encontré una lupa y las seguí hasta el final. Una zona de
cuevas un kilómetro al sudoeste de la cabaña.
Volví a estudiar el mapa. Bingo: carreteras sin asfaltar marcadas. Desde el
Observatorio hasta el acceso a la zona de las cuevas.
Alguien había cartografiado rutas de huida y otros escondites en papel de calcar. No
formaban parte del plan inicial del secuestro. Yo lo habría sabido. Doble bingo: el Azote
nos lleva a la cabaña y allí mata a Manchal. Está a tiro de piedra de las cuevas, donde
puede matar a Contino y Staples a placer.
Placer = tiempo = Ve AHORA, no avises a la pasma.
Me dirigí a Griffith Park. Danny Getchell acechaba junto al Teatro Griego, seguido por
un menda con una cámara de cine. El pobre no se había enterado de nada. No sabía que
todo el plan se había torcido.
Dejé el Skylark en el aparcamiento del Observatorio. Las carreteras de acceso me
llevarían directamente a las cuevas, pero no podía arriesgarme a que el Azote oyera el
motor de un coche. La hora del sprint final. Subí corriendo a la cabaña del secuestro.
Vacía. Cueros cabelludos sobre la mesa. Todo como siempre. Seguí las líneas del papel
de calco en dirección sudoeste. La adrenalina me hizo subir el corazón hasta el tupé.
Ahí: un claro rodeado de colinas tachonadas de cuevas. Marcas de neumáticos en la
carretera. Un Ford del 51 cubierto con matas de camuflaje.
Cuatro entradas de cuevas.
Entré a rastras y reconocí el terreno aguzando el oído en busca de horror. Una, dos:
todo en silencio. Tres: gritos ahogados y desvaríos dementes.
—He adorado al Dios del Gran Fuego durante todos estos años y he seguido las
enseñanzas de Su único hijo, Adolf Hitler. Me ha pedido sacrificios con pañuelos de seda
y yo se los he dado. Ahora el Dios del Gran Fuego desea que tome una esposa y que
primero la consagre con las marcas de Su hijo.
Seguí arrastrándome. Oscuro como boca de lobo, serpenteante, húmedo. Me abracé a
la pared de la cueva. Un zumbido de motor y luego una luz. El Azote había instalado un
arco voltaico.
Sombras, formas medio visibles. Sombras en movimiento y una piel pálida a plena luz:
la espalda de Chrissy, marcada con una esvástica roja.
Sangre que gotea. No es un chorro, todavía hay TIEMPO.
Salí de puntillas hasta el Ford. Adrenalina. De un buen tirón arranqué el asiento
trasero. En el maletero encontré un tubo que serviría de sifón, quité el tapón del depósito
de gasolina y chupé.
La tracción labial funcionó. Empapé el acolchado del asiento con etilo. Muelles y un
tablero en la base para agarrarlo. Levanté fácilmente los cincuenta kilos de plástico y
goma espuma.
Difícil de manejar, pero conseguí encender una cerilla. ¡WHOOOOSH! El Dios del
Fuego irrumpió en la cueva.
Humo, gritos en el interior. Las llamas agitándose de un lado a otro, el vello de mi
brazo chisporroteando. Un calor del demonio, disparos. Noté consumirse la espuma cerca
de mi corazón.
Chris gritó.
El Azote gritó un galimatías. Las balas impactaban contra mi escudo de fuego y
estallaban.
Calor, humo. El viento absorbía las llamas apartándolas de mí.
El Azote siguió disparando —dos pistolas— desde muy cerca. La parte superior de la
tapicería del asiento salió disparada. Me agarré a unos muelles al rojo vivo y continué
avanzando.
Un halo azul detrás del Azote. Cielo claro.
Me lancé sobre él. Se le prendió el cabello.
Seguí empujando hacia el azul.
El Azote volvió la espalda y retrocedió gritando.
Lo perseguí.
Disparó sin tino. Yo le lancé el asiento.
Molinetes en llamas cayendo por un acantilado de treinta metros.
Agarré a Chris, la saqué hasta el Ford y la instalé, agazapada, en el asiento del
pasajero. Veloz como el Dios del Fuego: bajé por carreteras sin asfaltar, crucé el
aparcamiento, tomé Vermont hacia el sur. La carretera cortada junto al Teatro Griego.
Danny Getchell con la cámara a punto. La poli gritó «¡Alto!» y se me ocurrió que aquel
coche del Dios del Fuego podía volar. Combiné el embrague/acelerador/cambio de
marchas y el hijo de puta salió aerotransportado. Gritos a mi espalda, gritos residuales,
mágicamente audibles. Oí «CONTINO», pero nadie me gritó «COBARDE».
Esto ocurrió hace treinta y cinco años.
Historia en elipses. La policía lo encubrió todo.
Me declararon inocente de conspiración para secuestrar. Una bala de la policía
destinada al Ford mató a una anciana. Shoftel, Marichal y el Azote no estuvieron nada
colaboradores.
Chris Staples se recuperó estupendamente y evita los trajes con espalda al aire que
revelen su tenue cicatriz. Se casó con un majara de derechas al que le gustan las esvásticas
y ahora son personajes importantes en ese fraude televisivo de los cristianos renacidos.
Sol Slotnick ha sobrevivido a diecinueve ataques al corazón alimentándose sólo de
comida basura.
Spade Cooley mató a Ella Mae de una paliza en 1961.
Jane DePugh tuvo una aventura amorosa con el presidente John F. Kennedy.
Dave DePugh es uno de los principales sospechosos de la muerte de JFK.
Leigh murió de cáncer en 1982. Nuestros tres chicos ya son mayores.
Daddy-O fue un fiasco para la crítica y un fracaso en la taquilla. Mi carrera nunca
recuperó el impulso de los primeros tiempos. Actuaciones en salas pequeñas, banquetes de
italianos. Gano una pasta decente tocando la música que me gusta.
«Desertor.» «Cobarde.» De vez en cuando todavía lo oigo.
Sólo me resulta ligeramente molesto.
Los matones del DPLA presionaron a Danny Getchell para que soltara las tomas del
coche volador.
Se las dio al cámara de Daddy-O y las incorporó a la película, de una forma no
demasiado convincente.
Las personas que han visto las tomas originales consideran que mi manera de conducir
fue una gesta milagrosa. La voz ha corrido de una manera limitada. Un día de 1958, toqué
a Dios o algo igualmente poderoso. Lo creo, pero sólo hasta cierto punto ambiguo. La
verdad es que, en un momento dado, cualquier cosa es posible.
Todas las palabras de estas memorias son verdad.
NEGROLANDIA RICA
Vi celebrar el final de la Segunda Guerra Mundial desde las ventanas de mi despacho,
en Los Ángeles. El departamento de órdenes de detención de la División Central ocupaba
todo el lado norte de la planta undécima del ayuntamiento, por lo que disponía de una
atalaya alta y despejada. Vi empleados que bebían directamente de la botella en el
aparcamiento del edificio de Registros, al otro lado de la calle, y agentes de uniforme que
formaban una escuadra antidisturbios y se dirigían a Little Tokio, a unas manzanas de
distancia, dispuestos a reprimir una conga de jóvenes manifestantes que, armados con
garrotes, parecían decididos a dejar corta la bomba atómica. Alargando el cuello, distinguí
unas altas columnas de humo negro en Bunker Hill, señal evidente de que los patriotas
alumnos del instituto de Belmont High estaban desguazando coches y prendiendo fuego a
los neumáticos. En Sunset y Figueroa, se congregaban grupos de pachucos en violación de
la ordenanza que les prohibía reunirse, suponiendo sin duda que aquel día se permitía
todo.
La pequeña ventana encima de mi escritorio daba al este y no ofrecía más vista que la
de la neblina de contaminación y un enorme atasco de tráfico que avanzaba lentamente
hacia Boyle Heights. Contemplé la bruma marrón e imaginé un montón de llamadas de
urgencia desatendidas a causa de los humos nocivos y la jarana parachoques con
parachoques. Mis ensoñaciones se hicieron más y más vividas y, cuando tuve todo un
firmamento de bombas A cayendo sobre las oficinas del Buró de Detectives del DPLA,
abrí el escritorio y saqué los dos papeles que llevaba evitando toda la mañana.
El primero era una nota a mano del jefe del turno de día de Robos, al fondo del pasillo:
«Lee, Wallace Simpkins salió de San Quintín con la condicional la semana pasada; se
ocupa nuestra jurisdicción. He creído que debías saberlo. Ten cuidado. G.C.»
Estupenda noticia para el día de la Victoria.
La segunda hoja era un teletipo interdepartamentos enviado por la división
Universidad; unido a la advertencia de Georgie Caulkins, anunciaba el inicio de una nueva
guerra de un solo frente.
Durante los cinco días anteriores se habían producido cuatro robos con violencia en el
distrito de West Adams, perpetrados por un equipo de dos asaltantes, uno blanco y uno
negro. El modus operandi era idéntico en los cuatro casos: licorerías que surtían a negros
de buena posición eran atracadas por la noche, media hora antes del cierre, cuando las
cajas estaban llenas. Un varón caucásico bien vestido entraba y dejaba fuera de combate al
empleado golpeándolo con el cañón de una 45 automática, mientras su compañero negro
metía la pasta de la caja en una bolsa de papel. En dos ocasiones había clientes en la tienda
en el momento de producirse el atraco. A ellos también los habían golpeado hasta perder
el sentido; una anciana seguía en estado crítico en el Reina de Los Ángeles.
Estaba tan claro y luminoso como un rótulo de neón. Descolgué el teléfono y llamé al
número personal de Al van Patten, de la oficina de Condicionales del sheriff del condado.
—Hable, usted paga la llamada.
—Al, soy Lee Blanchard.
—¡El gran Lee! ¿Trabajando hoy? ¡La guerra ha terminado!
—No, nada de eso. Escucha, necesito información sobre un preso en libertad
condicional. Salió de San Quintín la semana pasada. Si se ha presentado, necesito una
dirección; si no lo habéis visto, dímelo y basta.
—¿Nombre? ¿Delito?
—Wallace Simpkins. Condena por un 655 del Código Penal. Lo pillé yo mismo en el
39.
Al soltó un silbido.
—Una condena corta. ¿Tenía padrinos?
—Es probable que no se metiera en problemas y que trabajara para la industria bélica
durante el encierro; su compañero fue enviado al ejército después de Pearl Harbor. Date
prisa con esto, ¿quieres?
—Voy ahora mismo. Al dejó el auricular en el escritorio y padecí durante largos
minutos el ruido del jolgorio, filtrado por la estática: risillas masculinas y femeninas,
entrechocar de botellas y felices agentes de la policía del condado pasando emisoras en el
dial en busca de música de baile, sin encontrar otra cosa que jubilosos relatos de la gran
noticia. Con la voz —insólitamente animada— de Edward R. Murrow al fondo, imaginé a
Wild Wally Simpkins con dinero en los bolsillos y armado hasta los dientes, buscándome.
Me recorría un escalofrío cuando Al volvió al aparato y anunció:
—No se ha presentado.
—¿Se ha emitido la orden de búsqueda?
—Todavía no.
—Entonces no perdáis el tiempo.
—¿A qué te refieres?
—No tiene importancia. Llama al teniente Holland, de Detectives de la división
Universidad, y dile que Simpkins es la mitad del dúo de atracadores que anda buscando.
Dile que mande aviso a todas las unidades y que añada «armado y muy peligroso» y
«detener empleando toda la fuerza que se estime necesaria».
Al volvió a silbar.
—¿Tan malo es?
—Sí —respondí, y colgué.
«Detener empleando toda la fuerza que se estime necesaria» era un eufemismo del
DPLA para decir «disparar al verlo». Sentí que mi miedo desaceleraba un ápice. Encontrar
delincuentes fugitivos era mi trabajo. Me coloqué un arma extra bajo el cinto, a la espalda,
y emprendí la búsqueda del hombre que había jurado matarme.
Tras recoger las fotos policiales de cuerpo entero de Simpkins y una copia del informe
de Georgie Caulkins sobre los robos, me dirigí en coche al distrito de West Adams. Era un
día de bochorno y la multitud que llenaba las aceras invadía la calzada y pasaba botellas
de la victoria a los conductores que hacían sonar el claxon. El tráfico se atascaba en cada
semáforo y de las ventanas de los despachos caían desechos de papel en un improvisado
confeti de celebración. La escena me impacientó, por lo que coloqué la luz en el techo,
conecté la sirena y sorteé coches atascados hasta que el centro de la ciudad fue una
mancha borrosa en el retrovisor. Cuando reduje la marcha, me hallaba al final de Alvarado
y la ciudad que había jurado proteger volvía a parecer normal. Me eché a la derecha y
aminoré aún más la velocidad hasta casi detenerme. Pensé en Wallace Simpkins y supe
que la inquietud no cesaría hasta que aquel hijo de perra estuviese acabado.
Nos remontamos seis años atrás, al otoño del 39, cuando yo era agente de Antivicio en
la división Universidad y una atracción habitual de los semipesados en el Hollywood-
Legion Stadium. Un par de atracadores, un blanco y un negro, habían estado robando en
tiendas de alimentación y pequeños locales de comidas de West Adams. El blanco se hacía
pasar por miembro de la familia de Mickey Cohen, obligaba al propietario a abrir la caja
fuerte para soltar el pago mensual por la protección mientras el negro disimulaba
inocentemente y, a continuación, saqueaban las cajas registradoras. Cuando el blanco
accedía a la caja, se llevaba el dinero y, de un golpe de pistola, dejaba inconsciente al
propietario. A continuación, los asaltantes se marchaban en dirección norte, conduciendo
despacio hasta el barrio respetable de Wilshire; el blanco iba al volante y el negro,
tumbado y encogido en el asiento trasero.
Me encontré involucrado en la investigación por pura chiripa.
Después del quinto golpe, el dúo cesó bruscamente la actividad. Uno de mis soplones
me dijo que Mickey Cohen había descubierto que el mamporrero blanco era un ex matón
suyo y lo había hecho borrar del mapa. Se rumoreaba que el negro —un vaquero conocido
sólo como Wild Wallace— buscaba nuevo consorte y nuevo territorio. Pasé la información
a los detectives y no volví a pensar en el asunto. Entonces, una semana más tarde,
empezaron los problemas.
Como recompensa por la información facilitada, conseguí un pluriempleo selecto:
hacer de guardaespaldas de una partida de póquer de apuestas altas que frecuentaban los
mandos del DPLA y peces gordos de la Marina, de San Diego. La partida se celebraba en
la trastienda de La Casbah de Minnie Roberts, la casa de citas controlada por la policía
más ostentosa del South Side. Lo único que debía hacer era mostrarme grande, malo y
servil y estar dispuesto a compartir anécdotas de boxeo. Era un paso importante para
conseguir los galones de sargento y el traslado a la división de Detectives.
La cosa fue bien —todo sonrisas y palmaditas en la espalda y narraciones de mi
derrota por decisión dividida frente a Jimmy Bivins— hasta que un negro con uniforme de
chófer y un joven de tez aceitunada con uniforme de oficial de la Marina se presentaron en
la puerta. Vi el bulto de un arma bajo el brazo izquierdo del chófer y distinguí, a la luz de
la lámpara que revoloteaba sobre la cara del marino, una tez negra pálida y unos cabellos
tratados.
Y lo supe.
Me acerqué a Wallace Simpkins con la mano derecha tendida. Cuando él alargó la
suya, le mandé un rodillazo a las pelotas y un gancho seco de izquierda al cuello. Tan
pronto cayó al suelo, lo inmovilicé allí con un pie sobre el bulto del arma, saqué la mía y
apunté a su colega.
—Buen viaje, almirante —le dije.
El almirante era William Boyle, aprendiz de atracador a mano armada procedente de
una familia negra burguesa venida a menos. Declaró contra Wild Wallace, consiguió una
condena reducida de tres a cinco años en Chino como parte del trato y salió en libertad
condicional para participar en la campaña bélica a principios del 42. Simpkins fue
condenado por cinco robos, uno de ellos con el agravante de agresión, a entre cinco años y
perpetua en San Quintín, y en el juicio nos hizo vudú a Billy Boyle y a mí, prometiendo
solemnemente que el espíritu del Barón Samedi nos mataría a los dos, nos haría picadillo
de estofado y lo daría de comer a su perro. Yo me creí más que a medias la amenaza y,
durante los primeros años de su encierro, cada vez que tenía un dolor inexplicable
imaginaba a Wally en su celda, hincando agujas en un muñeco de vudú de Lee Blanchard
con uniforme azul.
Repasé el informe de los robos que llevaba en el asiento del acompañante. Las
direcciones de los cuatro nuevos golpes de la pareja blanco y negro quedaban entre la 26
con Gramercy y La Brea con Adams. Cuando alcancé la línea de demarcación racial, me
percaté del cambio topográfico: de blancos de clase media indiferentes a negros
orgullosos. Al este de St. Andrews, las casas estaban descuidadas, con la pintura
desconchada y los patios delanteros desatendidos. Al oeste, adoptaban un aire de
elegancia: las pequeñas viviendas estaban rodeadas de muros de piedra y vegetación bien
cuidada. Las mansiones que le habían valido a West Adams el sobrenombre de
Negrolandia Rica dejaban cortas a las de Beverly Hills: eran mayores, más antiguas y
menos pretenciosas en su arquitectura, como si los propietarios supieran que la única
manera de ser ricos y negros era minimizar la ostentación con la serena noblesse oblige de
los blancos acomodados desde hacía generaciones.
Yo sólo conocía el barrio por el puñado de leyendas contradictorias que corrían acerca
de él. Mientras estuve en la división Universidad, nunca me tocó vigilarlo. Era la zona de
Los Ángeles con la tasa de criminalidad per cápita más baja. Los mandos de Universidad
seguían la política tácita de dejar que los negros ricos vigilaran a los negros ricos, como si
dieran por hecho que los uniformados de azul no eran capaces de hablar una sola palabra
en su idioma. Y los ciudadanos de Negrolandia Rica se ocupaban bien de su orden
público. Los ladrones que cometían la estupidez de adentrarse en los inmensos parterres
delanteros y forzar alguna cristalera de vidrio emplomado eran despachados a disparos de
escopeta de tiro al plato de mil dólares, efectuados por financieros negros cuya
desenvoltura aristocrática rivalizaba con la de cualquier blanco adinerado. Negrolandia
Rica conseguía con gran éxito mantenerse inviolada.
Pero las leyendas eran algo más y, mientras trabajé en Universidad, me preguntaba si
habían nacido y habían sido embellecidas repetidamente sólo porque los pasmas blancos
chapados a la antigua no podían asimilar el hecho de que unos negros, negratas, morenos o
afros estuvieran en condiciones de comprar sin pestañear sus existencias de ingresos bajos.
Las leyendas iban desde lo relativamente prosaico —contrabandistas negros conectados
con las mafias, que se llevaban su tajada y compraban licorerías en Watts y fábricas de
ropa que empleaban espaldas mojadas en San Pedro— a lo exótico: los mismos matones
inundaban las negrolandias pobres con heroína de baja calidad y, de paso, chuleaban a sus
más hermosas chicas de tez más clarita con los poderes fácticos de L.A. para saltarse los
estatutos sobre licencias y propiedades inmobiliarias que imponían la exclusividad racial.
Todas estas historias y bulos tenían un único denominador común: se daba por hecho que,
si bien el dinero de Negrolandia Rica había sido sucio en su origen, ahora era limpio,
reluciente y blanquísimo.
Me detuve delante de la licorería de Gramercy, repasé rápidamente el informe del
detective sobre el robo producido allí y me enteré de que el dependiente estaba solo y que
había visto de cerca a los dos ladrones antes de que el blanco lo dejara inconsciente. Entré
en la inmaculada tiendecita y me acerqué al mostrador en busca de algún testigo ocular
que corroborara el informe del teniente Holland.
Un negro con la cabeza envuelta en vendajes asomó de la trastienda, me observó de
pies a cabeza y murmuró:
—Usted dirá, agente.
Me gustó su concisión y le correspondí del mismo modo. Le mostré la foto de Wallace
Simpkins y pregunté:
—¿Es uno de los tipos?
El hombre retrocedió con un sobresalto y respondió:
—Sí. Arréstelo.
—Delo por hecho —le aseguré.
Una hora después, tenía tres confirmaciones oculares más y me concentré en planear
una estrategia. Emitido el aviso de busca y captura de Simpkins, el primer uniformado que
se cruzara en su camino le daría el alto, una idea que sólo me reconfortaba en parte.
Probablemente, Artie Holland tendría apostados equipos de vigilancia en la trastienda de
otras licorerías de la zona y que un hombre blanco solo diera una batida por los territorios
de caza conocidos de Simpkins era una idea ridícula. Aparqué en una calle con olmos,
observé a unos jardineros japoneses que atendían unos céspedes del tamaño de campos de
fútbol y empecé a percibir que la querencia de Wild Wallace por la Negrolandia Rica y por
los compinches blancos era el elemento que podía serme útil. Me dispuse a seguir el rastro
de intrusos de tez pálida, como yo mismo.
Al sur por La Brea hasta Jefferson, luego subir hasta Western y vuelta a Adams.
Recorridos por la Primera Avenida, por la Segunda, la Tercera, la Cuarta y la Quinta. Los
únicos blancos que vi eran otros policías, carteros, dueños de tiendas y puteros. Hice una
ronda por los bares de Washington y no vi ninguna cara blanca, ni ningún maleante
habitual al que pudiera sonsacar algo.
El atardecer me encontró hambriento, enfadado y todavía inquieto, imaginando a
Simpkins en el acto de clavar alfileres en un muñeco, nuevo a estrenar, de Blanchard de
paisano. Me detuve en un garito y engullí un bocadillo de ternera, ensalada de col y
patatas fritas. Iba por la segunda taza de café cuando entró una pareja mixta.
Ella era una chica bonita de tez clara, suavemente angulosa, enfundada en un vestido
veraniego rosa que intentaba disimular sus curvas sin conseguirlo. El hombre, cuadrado y
musculoso, vestía una camisa hawaiana arrugada y unos pantalones caqui con raya que
parecían de procedencia militar. Desde mi mesa, los oí hacer el pedido: menús de pollo
extra grande con extra de salsa y tarta para seis. «Somos un montón de tragones», dijo el
hombre al del mostrador. Al ver que su ocurrencia era recibida con indiferencia, el hombre
rozó a la chica con la rodilla. Ella se apartó, apretando los puños y retirando la cara como
si quisiera evitar un beso indeseado. Cuando tuve una visión completa de su rostro, tenía
grabado el odio en cada una de sus facciones.
La pareja me pareció algo turbia y volví al coche para seguirla cuando dejara el
restaurante. Cinco minutos después reaparecieron: la chica iba delante y el hombre unos
pasos detrás de ella, dibujando figuras de reloj de arena en el aire y sacando la lengua
como un lagarto. Montaron en un sedán Packard de antes de la guerra aparcado delante de
mí. Lagarto se puso al volante. Cuando emprendieron la marcha, conté hasta diez y los
seguí.
El Packard era un objetivo fácil. Tenía una antena de radio larga, rematada con una
cola de zorro, por lo que pude quedarme varios coches por detrás y usar la antena como
faro. Salimos del barrio por Western y, en cuestión de minutos, las mansiones y las casas
magníficamente cuidadas dieron paso a bloques de pisos y chabolas de madera rodeadas
de alambre de espino. Cuanto más al sur, peor era la cosa; cuando el Packard tomó a la
izquierda por la 94 y se dirigió al este, dejando atrás desguaces de coches, garitos de
magia negra y peluquerías especializadas en estiramiento de cabellos, fue como entrar en
el Infierno del Blanquito.
En la 94 con Normandie, el Packard se acercó al bordillo y aparcó. Yo continué hasta
la esquina. Por el retrovisor, vi al Lagarto y a la chica cruzar la calle y entrar en la única
casa de aspecto decente de aquella manzana, un edificio de adobe encalado con forma de
un El Álamo en miniatura. Aparqué, saqué una linterna de debajo del asiento y me apeé.
Al momento advertí que en la escena había algo raro. En la manzana no había más que
hogares que vivían de los subsidios, solares vacíos y automóviles destartalados y
reventados, pero, aparcados en el bordillo, conté seis hermosos coches antiguos, del 40-41.
Me agaché, enfoqué las matrículas con la linterna, memoricé los números y regresé a mi
coche patrulla camuflado.
Por la radio, en voz baja y ronca, comuniqué las matrículas a Registros e
Identificaciones y me dispuse a esperar resultados.
Llegaron diez minutos después y la escena pasó de rara a rarísima.
Me llevé el intercomunicador al oído y posé la mano libre encima para amortiguar el
ruido exterior y entender lo que me decía el hombre. El Packard estaba a nombre de Leotis
McCarver, varón, negro, 41 años, domiciliado en el 1348 de la 94 Oeste, Los Ángeles
(debía de ser aquel El Álamo de pacotilla). En el expediente constaba su ocupación:
representante sindical de la Hermandad de Literistas de Coche Cama. Los demás
vehículos estaban registrados a nombre de matones negros y blancos con condenas por
violencia que se remontaban a 1922. Cuando el agente leyó el último nombre —Ralph De
Santis, alias Gran Atún, un conocido matón de Mickey Cohen— decidí hacer un registro a
fondo de El Álamo.
Armado con la linterna y dos pistolas, atajé en diagonal por los solares hacia el patio
trasero de mi objetivo. Distinguí a lo lejos unos fuegos artificiales que iluminaban el cielo,
pero allí no parecía que hubiese nadie de celebración: su guerra por la pura supervivencia
continuaba como siempre. Cuando llegué al muro trasero de El Álamo, me encaramé a la
carrera, lo salvé a base de codos y rodillas y aterricé sobre hierba mullida.
La fachada posterior de la casa estaba a oscuras y en silencio, por lo que me atreví a
encender la linterna. Vi un porche de servicio cerrado con una débil puerta de madera, me
acerqué de puntillas y probé si cedía. No estaba cerrada con llave.
Entré con la linterna por delante y la luz enfocó unas paredes y un suelo polvorientos,
sillas de salón desechadas y la puerta entornada de un trastero. La abrí del todo y vi
uniformes de oficiales del ejército, con sus galones e insignias bordadas, colgados de
perchas.
Unas voces airadas hicieron que volviera la atención a la casa en sí. Agucé el oído y
distinguí un intercambio de insultos con marcados acentos blanco y negro. Delante de mí
había una puerta que comunicaba con la estancia siguiente; tras ella reinaba la oscuridad.
Las voces procedían desde una habitación delantera, por lo que abrí la puerta una pizca,
con cuidado, y me acuclillé para escuchar lo mejor que pude.
—… sólo te digo que tenemos que encontrar un sitio y apartarnos de las calles —
gritaba una voz negra—, porque aunque nos separemos, negros con negros y blancos con
blancos, seguirá habiendo controles policiales.
En respuesta me llegó un parloteo; un agudo silbido lo silenció y a continuación se
impuso una voz blanca:
—Detendremos el tren en pleno campo. Destruiremos el equipo de señalización y, si
los pasajeros escapan en busca de ayuda, la granja más cercana queda a quince kilómetros,
joder, y esos milicos irán a pie.
Una voz negra rio entre dientes:
—Se pondrán furiosos, los soldados.
Otra voz negra:
—Habrán combatido toda la maldita guerra gratis.
Una risa seguida de un poderoso barítono negro:
—Basta de payasadas. Aquí hablamos de dinero y de nada más.
—Excepto la venganza, señor cargo sindical. No olvides que yo tengo otros asuntos en
ese tren.
Reconocí la voz de memoria: le había hecho vudú a mi alma en el tribunal. Ya
desandaba mi camino para ir a buscar refuerzos cuando las piernas me fallaron y caí de
bruces en la oscuridad.
La oscuridad era suave y ondulante y sentí como si nadara en un océano de terciopelo.
Unos gritos irascibles resonaban a lo lejos, pero sabía que eran inocuos; procedían de otro
planeta. Aun así, por momentos notaba unos pinchazos en los brazos y veía alfileres de luz
que hacían sonar las voces más fuerte, pero luego todo volvía a hacerse todavía más suave,
las ondas de terciopelo me acariciaban y apagaban el dolor.
Hasta que el terciopelo se volvió hielo y los pinchacitos amigables se convirtieron en
dolorosos golpes que me recorrían la espalda. Intenté encogerme en una bola, pero una
voz airada de este planeta no me lo permitía.
—¡Despierta, capullo! ¡No vamos a gastar más morfina de farmacia en ti! ¡Despierta!
¡Despéjate de una vez, maldita sea!
Recordé vagamente que era agente de policía y busqué la 38 que llevaba a la cintura.
Brazos y manos no quisieron moverse y, cuando intenté levantar todo el cuerpo, caí en la
cuenta de que los tenía atados a los costados y que los golpes eran patadas que me caían
en las piernas y las costillas. Cuando intenté apartarme, me dio un calambre desde la
cabeza hasta la punta de los pies y abrí los ojos. Unas paredes y un techo se materializaron
vagamente y todo volvió. Solté un grito que fue ahogado por una risotada y la cara del
Lagarto quedó suspendida a escasos centímetros de la mía.
—Lee Blanchard —dijo, agitando mi cartera con la identificación y la placa delante de
mis ojos—. Has dejado que te cazaran otra vez, capullo. Vi cómo Jimmy Bivins te tumbó
en el Legion. Un gancho de izquierda salido de la nada y doblas la rodilla; y acto seguido
ese negrata inútil te manda de morros a la lona. No siento ningún respeto por un hombre
que se deja cazar por un negro.
En este punto oí un jadeo y me volví. La chica negra del vestido rosa ocupaba una silla
a unos palmos de distancia. Agucé el oído por si captaba más ruidos de fondo; no me llegó
ninguno y supe que estábamos los tres solos en la casa. La vista se me aclaró un poco y
observé que el océano de terciopelo era un salón amueblado lujosamente. Empezaba a
volverme la sensibilidad a los brazos: un dolor punzante que me despejó la cabeza. Noté
una presión en la rabadilla y di un respingo: la 38 de cañón corto que me había guardado
al cinto seguía allí, bien metida en los calzoncillos. Reconfortado, alcé la vista al Cara de
Lagarto y dije:
—¿Has robado en alguna licorería últimamente?
—En unas cuantas —se rio—. Calderilla en comparación con el gran golpe que
preparamos…
La chica soltó un chillido:
—¡No le cuentes nada!
El Lagarto chasqueó la lengua:
—El tipo es carne muerta, ¿qué más da? Es un asalto a un tren, pichón. Unos oficiales
del ejército han fletado el Super Chief de L.A. a San Francisco. Partidas de póquer, putas
en los coches cama y películas guarras en el vagón bar. ¿No te has enterado? La guerra se
acabó y es hora de celebrarlo. Tenemos gente a bordo: negros que hacen de literistas y
blancos de uniforme. Todos llevan pistolas y Vudú, el novio de este encanto, tiene una
metralleta. Tomarán el tren esta noche, cerca de Salinas, cuando esos jefes estén borrachos
como cubas e impacientes por pulirse la paga de licenciamiento. Luego, Vudú volverá
aquí y te someterá a no sé qué ritos religiosos. Me contó eso y me habló de ese pit bull
viejo y malo que llama Venganza. Un amigo se lo cuidó mientras estaba en San Quintín.
El colega era blanco y lo atormentó tanto que el perro ahora odia a los blancos más que al
veneno. Sólo le dan de comer dos veces por semana y puedes dar por seguro que le
encantará un buen plato de pichón asado. Y eso eres tú, blanquito. Vudú te descuartizará
vivo, te convertirá en carne para perro sacada de la lata. ¿Quieres apostar a qué es lo
primero que corta?
—¡No es verdad! ¡No es eso lo que…!
—¡Cierra el pico, Cora!
Me volví de lado para ver mejor a la chica y tuve una Corazonada.
—¿Eres Cora Downey?
Cora abrió la boca, pero Lagarto habló primero:
—Chico listo. La ex de Billy Boyle, actual de Vudú. Estas negras claritas tienen
mucho éxito. Conoces a este pichón, ¿verdad, encanto? Mandó a la cárcel a tus dos novios
y, si te portas muy bien, puede que Vudú te deje meterle unas cuantas cuchilladas.
Cora se acercó y me escupió a la cara. Susurró «Madre» y me pateó con una puntera
puntiaguda. Intenté apartarme rodando y me lanzó otra patada a la espalda.
Entonces, mi as de reserva me golpeó justo entre los ojos con más fuerza que todos los
porrazos que había encajado hasta aquel momento. La noche anterior había oído la voz de
Wallace Simpkins al otro lado de la puerta: «Excepto la venganza, señor cargo sindical.
No olvides que yo tengo otros asuntos en ese tren.» Me olí que se refería a cargarse al
teniente Billy Boyle y aposté cinco a uno a que a Cora no le gustaría la idea.
Lagarto agarró por el brazo a Cora y la llevó al sofá; luego se agachó a mi lado.
—Eres gilipollas —me soltó.
Yo le sonreí.
—Tu madre es la más solicitada en una casa de putas de dos dólares.
Me golpeó en la cara. Le escupí sangre y añadí:
—Y tú eres feo.
Me sacudió otra vez; cuando alargó el brazo, vi sobresalir del bolsillo derecho del
pantalón la empuñadura de una automática. Mi siguiente comentario tuvo un tono de
desprecio:
—Pegas como una chica. Cora podría hacerlo mejor que tú.
En su siguiente golpe puso lo mejor de sí. Torcí los labios ensangrentados en una
sonrisa y me mofé de él:
—¿Eres marica? Sólo los sarasas pegan así.
Un uno-dos me alcanzó en la mandíbula y el cuello y supe que era ahora o nunca.
Arrastrando las palabras como un púgil sonado, mascullé:
—Suéltame. Suéltame y peleemos hombre a hombre.
Lagarto sacó una navaja del bolsillo y cortó la cuerda que me inmovilizaba los brazos.
Intenté mover las manos, pero las tenía de gelatina. En mis magulladas piernas conservaba
cierta sensibilidad, de modo que rodé boca abajo y me incorporé de rodillas. Lagarto había
retrocedido unos pasos, adoptando una ridícula postura de boxeador, y lanzaba directos
con una mano y otra al aire del salón. Cora seguía en el sofá, enjugándose unas lágrimas
de cólera que le caían por las mejillas.
—¡Arriba, capullo!
Mis dedos seguían sin responder.
—¡Arriba, he dicho!
Todavía nada.
Lagarto avanzó saltando sobre la punta de los pies y haciendo fintas de boxeo de
salón. Empezaba a notar la circulación de la sangre en las muñecas y comencé a sentirme
furioso de un modo muy poco profesional, como si fuese un novato lento y no un agente
curtido de treinta y un años. Lagarto me sacudió dos veces, izquierda derecha, con la
mano abierta. En una fracción de segundo se convirtió en Jimmy Bivins y volví al noveno
asalto en el Legion en el 37. Bajé el hombro izquierdo y solté un derechazo, retiré el brazo
y lancé un gancho de izquierda al estómago. Bivins jadeó y se dobló; yo di un paso atrás
buscando espacio para volver a golpear. Entonces, Bivins se convirtió en Lagarto, que
echaba mano a su pistola, y volví de pronto a donde estaba de verdad.
Sacamos el arma al mismo tiempo. El primer disparo de Lagarto zumbó por encima de
mi cabeza e hizo añicos una ventana a mi espalda; el mío, retrasado por mi torpeza al
empuñar, agujereó la pared del fondo. El retroceso nos hizo girar a los dos y, antes de que
Lagarto tuviera tiempo de apuntar, me arrojé al suelo y rodé sobre mí mismo como un
derviche comealfombras. Tres disparos cortaron el aire donde yo estaba un segundo antes.
Extendí hacia arriba el brazo que sostenía la pistola, afirmé la muñeca y vacié el cargador
en el pecho de Lagarto. Salió disparado hacia atrás y entre el eco de los estampidos capté
el largo y agudo alarido de Cora.
Me acerqué a Lagarto tambaleándome. Expiraba, sangrando por tres orificios e
incapaz de apretar el gatillo de la 45. Tuvo fuerzas para mandarme a la mierda con un
gesto y, en el mismo momento en qué lo hacía, le puse el pie sobre el corazón y presioné,
estrujándole lo que le quedaba de vida en una gran efusión arterial. Cuando terminó de
agitarse, volví la atención a Cora, que se había puesto en pie junto al sofá y lanzaba otro
de sus chillidos.
Acallé el alarido agarrándola por el cuello contra la pared y susurrándole:
—Preguntas y respuestas. Dime lo que quiero saber y podrás largarte; jódeme y
encuentro droga en tu bolso y digo en la Fiscalía de Distrito que la has estado vendiendo a
niños blancos de parvulario. —Aflojé la presión—. Primera pregunta: ¿dónde tengo el
coche?
Cora se frotó el cuello. Noté cómo se acumulaban en su lengua las obscenidades,
impacientes por salir de su boca. Tenía toda la rabia concentrada en los ojos cuando dijo:
—Fuera. En el garaje.
—¿Simpkins y el muerto hacían los atracos a las licorerías de West Adams?
Cora miró el suelo y asintió. Cuando levantó la vista, en sus ojos se veía el
autodesprecio de quien acaba de convertirse en chivato.
—¿El golpe del tren lo planeó McCarver, el tipo del sindicato?
Otro gesto de asentimiento.
Decidí no mencionar la probable presencia de Billy Boyle en el tren.
—¿Quién lo financia? ¿Quién compró las armas y los uniformes?
—Lo de las licorerías era para eso, y también estaba ese ricacho que ponía pasta.
Ahora, la gran pregunta:
—¿Cuándo sale el tren de Union Station? Cora consultó el reloj.
—Dentro de media hora.
Encontré un teléfono en el pasillo y llamé a la sala de la brigada de la División
Central. Hablé con Georgie Caulkins y le dije que enviara todos los agentes uniformados y
de paisano disponibles a la estación, que un Super Chief fletado por mandos del ejército
que saldría para San Francisco iba a ser asaltado por una banda de blancos y negros
disfrazados de militares y empleados del tren. Bajé la voz para que Cora no me oyera y
añadí que detuvieran a un teniente de intendencia negro, William Boyle, como testigo
material. Colgué enseguida, sin darle tiempo a decir más que «¡Dios santo!».
Cuando volví al salón, Cora había encendido un cigarrillo. Recogí mi placa del suelo y
oí sirenas que se acercaban.
—Vamos —dije—. Te conviene no estar aquí cuando lleguen los sabuesos.
Cora le arrojó el cigarrillo al muerto y le arreó una última patada. Nos largamos.
Conduje con la luz giratoria y la sirena todo el camino hasta el centro. La adrenalina
consumió los últimos restos de morfina que aún tenía en el cuerpo y la cólera amortiguó
los dolores que sentía en todas partes. Cora se sentó todo lo lejos de mí que podía sin
salirse por la ventanilla y ni parpadeó con el sonido de la sirena. Empezaba a gustarme y
decidí retocar mi informe de la detención para que no fuese a parar al calabozo.
Cerca de Union Station, le dije:
—¿Qué quieres, seguir enfurruñada o sobrevivir?
Cora escupió por la ventanilla y apretó los puños.
—¿Quieres que te cachee una de esas matronas bolleras de la cárcel municipal, o
prefieres irte a casa?
Cora apretó aún más los puños. Tenía los nudillos tan blancos como mi piel.
—¿Quieres que Vudú mate a Billy Boyle?
Esto la hizo reaccionar:
—¿Qué?
La miré de soslayo: había palidecido.
—Va en el tren. Piensa en eso cuando lleguemos a la estación y un montón de pasmas
empiecen a pedirte que delates a tus colegas.
Se apartó de la ventanilla y me hizo la pregunta que los malos vienen haciendo a los
policías desde que empezaron a patrullar en dinosaurio.
—¿Por qué te dedicas a este trabajo asqueroso?
No hice caso y dije:
—Canta. Te interesa.
—Eso lo decidiré yo. Dime.
—Que te diga qué.
—¿Por qué te…?
—Dímelo tú, a ver qué se te ocurre.
Cora empezó a enumerar puntos con los dedos, inclinándose hacia mí para que pudiera
oírla a pesar de la sirena.
—Uno, tú mismo viste que tus días de boxeador se acabarían cuando cumplieras los
treinta, así que te decantaste por un buen trabajo de funcionario con su pensión. Dos, a los
peces gordos de la pasma les gusta rodearse de peloteros y púgiles para aprovecharse de su
fama, y así consigues el primer destino cómodo. Tres, te gusta pegar y el trabajo de policía
es el sitio ideal para eso. Cuatro, en tu documentación pone División de Mandamientos y
sé que todos los agentes de esa división entregan citaciones y ejecutan embargos en los
ratos libres, así que estoy segura de que estás sacando mucho dinero extra. Cinco…
Levanté las manos en fingida rendición, dando la sensación de que acabara de encajar
cuatro buenos directos de Billy Conn y no quisiera recibir un quinto.
—Una chica lista, pero has olvidado mencionar que hago de matón para Neumáticos
Firestone y que me llevo pasta por delatar espaldas mojadas a la patrulla de Fronteras.
Cora me enderezó el nudo de la desgarbada corbata.
—Mira, chico, un trabajo es un trabajo y tienes que pillarlo cuando se presenta. He
hecho cosas de las que no me siento especialmente orgullosa y…
—¡No es eso! —la corté.
Volvió a arrimarse a la ventanilla y sonrió.
—Claro que sí, señor policía.
Furioso ahora, irritado por perder, hice lo que siempre hacía cuando olía una derrota:
atacar.
—Suéltalo. Desembucha ahora, antes de que olvide que empezabas a gustarme.
Cora se agarró al salpicadero con dos manos de nudillos blancos y miró por el
parabrisas. Union Station apareció ante nosotros y, cuando entré en el aparcamiento, vi
una docena de coches patrulla blanquinegros y varios camuflados cerca de la entrada
principal. Cuando apagué la sirena, resonaban por un megáfono unas órdenes
ininteligibles, como ladridos, y detrás de los coches distinguí a varios hombres de paisano
que apuntaban al suelo sus armas antidisturbios.
Me prendí la placa en la solapa de la chaqueta y dije a Cora que se apeara. La chica
bajó tambaleándose y se quedó en la calzada, con rodillas de goma. Me apeé, la agarré del
brazo y la conduje, a tirones y empujones, hacia el tumulto. Cuando nos acercamos, un
pasma uniformado nos apuntó con su 38; luego titubeó y dijo:
—¿Sargento Blanchard?
—Sí —respondí y le entregué a Cora, añadiendo—: Es una testigo material, trátela
bien.
El muchacho asintió y dejé atrás dos coches patrulla aparcados parachoques con
parachoques para encontrarme ante la escena más increíble que había presenciado nunca.
Un puñado de negros con uniforme de literistas y blancos con indumentaria militar
yacían boca abajo en el suelo, con las chaquetas y camisas levantadas hasta los hombros y
los pantalones y calzoncillos bajados por las rodillas. Unos agentes uniformados procedían
a registrarlos mientras otros de paisano les apuntaban a la cabeza con sus armas de calibre
12. A una distancia segura se apilaba un alijo de pistolas y escopetas recortadas. Los tipos
del suelo proclamaban su inocencia con balbuceos o gritaban insultos, y todos los dedos
policiales en los gatillos se veían impacientes.
Vudú Simpkins y Billy Boyle no estaban entre los seis sospechosos. Busqué algún
rostro familiar entre los agentes y vi a Georgie Caulkins cerca de la entrada principal de la
estación, plantado ante una camilla cubierta con una sábana. Corrí hasta él.
—¿Qué tienes, jefe?
Caulkins apartó la sábana con la punta del zapato y dejó a la vista los restos de un
negro de unos cuarenta años.
—Leotis McCarver —dijo Georgie—. Distinguido ciudadano de color, dirigente de la
Hermandad de Literistas de Coche Cama, un motivo de orgullo para su raza. Se llevó una
pistola a la sien y se voló los sesos cuando aparecieron nuestros chicos.
Capté un guiño en los ojos del viejo teniente y apunté:
—¿De veras?
—No puedo engañar a un tramposo —sonrió Georgie—. McCarver salió ondeando un
pañuelo blanco y uno de esos novatos capullos le dio el pase. Merece una mención, ¿no
crees?
Observé al muerto y vi que tenía el orificio de entrada exactamente entre los ojos.
—Dale una medalla al mejor tirador y un trabajo de despacho, antes de que se cargue a
algún civil inocente. ¿Qué hay de Simpkins y Boyle?
—Se han esfumado. Cuando llegamos, no sabíamos cuáles soldados y empleados del
tren eran auténticos y cuáles atracadores, así que echamos una red a todo el lugar e
identificamos a todo el mundo. Retuvimos a todos los tenientes negros que encontramos,
es decir dos, pero los soltamos tras comprobar que no eran el que buscabas.
Probablemente, Simpkins y Boyle escaparon en el revuelo. Al otro extremo del
aparcamiento han robado un coche; un ciudadano dice que vio cómo un negro con
uniforme de literista rompía la luna de una ventanilla. Debía de ser Simpkins. Ya está
emitiéndose por radio a todas las unidades el número de matrícula. Ese negro es carne
muerta.
Imaginé a Simpkins invocando a los dioses protectores del vudú y dije a Caulkins:
—Voy tras él.
—¡Me debes un informe sobre esto!
—Después.
—¡Ahora!
—Después, señor —repetí y volví corriendo donde estaba Cora, con aquel «ahora» de
Georgie resonando a mi espalda.
Cuando llegué donde la había dejado, no la encontré. Busqué alrededor y la vi a unos
metros de distancia, arrodillada y esposada al parachoques de un coche patrulla. Un grupo
de uniformados la abucheaba a grandes voces y me enfadé mucho.
Me acerqué. Un novato de aspecto especialmente duro obsequiaba a los demás con su
relato de la defunción de Leotis McCarver. Los cuatro se cuadraron cuando me vieron
llegar. Agarré al narrador por la corbata y lo arrastré hasta el coche.
—Quítale las esposas —dije.
El novato intentó desasirse. Tiré de la corbata hasta que estuvimos cara a cara y me
llegó el olor a pastillas para el mal aliento.
—Y discúlpate.
El chico se sonrojó y volví a mi coche camuflado. Oí murmullos a mi espalda y noté
un golpecito en el hombro. Allí estaba Cora, con una sonrisa.
—Te debo una —dijo.
Indiqué el asiento del acompañante.
—Sube. Me la cobro.
El trayecto de vuelta a West Adams se abasteció a partes iguales de mi energía
nerviosa y del relato sin tregua de sus amoríos y aventuras delictivas. Lo había visto
decenas de veces. Un policía defiende a un detenido frente a otro policía, por principios o
porque el otro es un capullo, y el prisionero lo toma como un signo de afecto y respeto y
procede a abrirle todo un mapa de carreteras de su vida, justificando cada desliz porque
quiere sentirse en igualdad moral con el poli. El relato de Cora de su amor por Billy Boyle
en sus tiempos de atracador, su paso al servicio de acompañantes cuando él fue a la cárcel,
y su sostenido romance con Wallace Simpkins era predecible y sensiblero. Cada vez me
molestaba más su muletilla, «¿lo captas?», y los ligeros codazos con que la acompañaba.
Si no la hubiera necesitado como guía turística de Negrolandia Rica, la habría echado del
coche a patadas para que volviera a su antigua vida. Pero entonces el monólogo se puso
interesante.
Cuando Billy Boyle salió de Chino, tuvo una semana libre en L.A. antes de presentarse
al ejército y fue a buscar a Cora. La encontró enganchada al éter en la Casbah de Minnie
Roberts, viendo visiones de vudú y atendiendo a clientes en el papel de Coroloa, la Reina
Esclava Africana. La sacó de allí, la recuperó de la droga a base de baños de vapor e
inyecciones de vitamina B-12 y luego la dejó para ir a luchar por el Tío Sam. Cuando
Billy se marchó, algo se quebró en la cabeza de Cora y, todavía colgada de Wallace
Simpkins, empezó a escribirle a San Quintín. Conociendo su afinidad por el vudú, coló en
la cárcel algunas fotos guarras que le habían tomado en la Casbah como reina-esclava y
mantuvieron una jugosa correspondencia. Luego, Simpkins salió de San Quintín, la
fantasía sexual del vudú se convirtió en cálida realidad y el Hombre Vudú en persona
volvió a los atracos, aprovechándose de las relaciones de ella con el hampa del hombre
blanco.
Cuando Cora terminó su historia, estábamos entrando en Negrolandia Rica. Anochecía
y la temperatura empezaba a hacerse soportable. Los rótulos de neón de los bares
musicales de Western Avenue apenas empezaban a parpadear. Cora encendió un cigarrillo.
—Toda la gente de Billy es de por aquí —dijo—. Si busca un escondite o un vehículo,
irá a los clubes de West Jefferson. Wallace no asomará por aquí, a menos que ande
buscando a Billy, y estoy convencida de que lo hace. Yo…
—Pensaba que Billy procedía de una familia respetable —la interrumpí—. ¿No
recurrirá a ella?
La mirada de Cora decía que me tomaba por un pobre inocentón.
—Por aquí no hay familias respetables, como no sean las que trabajan en el servicio
doméstico. West Adams se edificó sobre el contrabando, encanto. Negros que vendían
aguardiente a otros negros, hacían dinero y luego invertían en blanco. La familia de Billy
ya trapicheaba con alcohol cuando yo llevaba coletas. Ahora son respetables y lo detestan
porque ha pasado por la cárcel. Irá a los clubes a cobrarse favores, no te preocupes.
Dejé Western, doblando a la izquierda para dirigirme a Jefferson Boulevard.
—¿Cómo es que conoces todo esto?
—Yo provengo de Negrolandia Rica. Riquísima, encanto.
—Entonces ¿por qué usas siempre ese acento de negra pueblerina del Sur?
—¡Y yo que pensaba que sonaba como Lena Horne! Te diré por qué, encanto. A una
mujer de color con un título en Derecho la llaman negra; a una chica de color con tacones
de diez centímetros y navaja en el bolso la llaman nena, ¿lo captas?
—Lo capto.
—No, qué va. Ve parando; el club de Tommy Tucker está en la próxima manzana.
—Lo que usted diga, señora —dije, deteniéndome junto al bordillo. Cora se apeó antes
que yo y desapareció tras la esquina, caminando sobre sus tacones de diez centímetros, no
sin antes volverse un instante a murmurar:
—Entraré yo.
Esperé bajo un rótulo de neón púrpura que anunciaba el «Salón de Juegos de Tommy
Tucker». Cora reapareció al cabo de cinco minutos.
—Billy ha estado aquí hace media hora —dijo—. Le pidió veinte pavos al camarero.
—¿Y Simpkins?
Movió la cabeza.
—Nadie lo ha visto.
Señalé el coche con el dedo.
—A por él.
Durante las dos horas siguientes seguimos el rastro de Billy Boyle por los locales
nocturnos de Negrolandia Rica. Cora entraba y conseguía la información mientras yo
esperaba fuera como si me hubieran dejado plantado, con la pistola desenfundada y
apretada contra el muslo, a la espera de que un asesino del vudú con una ametralladora
apuntara y disparase. La información de Cora era siempre la misma: Boyle había pasado
por allí, había causado una viva impresión con su indumentaria militar, había conseguido
un préstamo rápido gracias a su reputación y había salido prácticamente por piernas. Y
nadie había visto a Wallace Simpkins.
A las once, me hallaba bajo el toldo del Palacete de Hank y sentía agujetas por todo mi
agotado cuerpo. Chicos negros respetables pasaban en coche ondeando banderitas
nacionales por las ventanillas traseras, eufóricos todavía por el fin de la guerra. Ellos y
ellas, todos, tenían caras sacadas de fichas policiales que me hacían mantener el dedo en el
gatillo aunque sabía perfectamente que no podían ser él. La estancia de Cora en el local ya
se prolongaba el triple que en los anteriores y, cuando un coche soltó un petardeo y apunté
con el arma a la anciana que iba al volante, me dije que Negrolandia Rica estaría más
segura si me apartaba de la calle y entré a ver qué entretenía a Cora.
La decoración interior del Palacete era egipcia: papel pintado de seda con grabados de
faraones y momias, pirámides de cartón piedra alrededor de la pista y una larga barra en
forma de cripta puesta en diagonal. Los clientes eran más contemporáneos: negros con
traje cruzado y mujeres con vestido de noche que lanzaron miradas de desaprobación a
mis ropas arrugadas y la barba de dos días y medio.
Sin prestarles atención, busqué en vano a Cora. El vestido rosa, ahora deslucido,
habría destacado como un reclamo en la altanería del entorno, pero todas las mujeres iban
vestidas de blanco pálido y lentejuelas negras. Empezaba a invadirme el pánico cuando oí
su voz, distorsionada por el bebop, suplicando detrás de la pista de baile.
Me abrí paso entre conversadores, bailarines y tres pirámides para llegar a ella. Se
hallaba de pie al lado de un fonógrafo, gesticulando a un negro con pantalones informales
y chaqueta de piel de camello. El hombre, sentado en una silla plegable, alternaba entre
observarse las uñas y mirar a Cora como si ésta fuese porquería.
La música llegaba a un crescendo; el hombre me sonrió; saxos, trompetas y batería
enloquecidos se impusieron a las súplicas de Cora. Me volvió una imagen de mis tiempos
del Legion: golpes a la parte posterior del cuello y restregar los cortes del adversario con
el cordón del guante. Los dos últimos días se me confundieron y solté una patada al
fonógrafo. El sexteto de Benny Goodman reventó y enmudeció; apunté con el arma al
negro y le exigí: —¡Dímelo ahora mismo!
De la pista de baile llegaron unos gritos y Cora se apretó contra una pirámide
derribada. El hombre se alisó las arrugas del pantalón y dijo:
—El antiguo amor de Cora estuvo aquí hace media hora, suplicando. Lo rechacé
porque respeto mis orígenes y odio a los chivatos. Pero le hablé de un viejo amigo común,
uno que se deja sacar dinero fácilmente. Otro amor de Cora entró hace diez minutos,
preguntando por el amor número uno. Parece que tiene una cuenta pendiente con él. Lo
mandé al mismo lugar.
—¿Adónde? —gruñí y mi voz sonó desencarnada a mis propios oídos.
—No —replicó—. Ahora se disculpará usted, agente. Hágalo y no les diré nada a mis
buenos amigos, Mickey Cohen y el inspector Waters, acerca de su conducta.
Guardé el arma al cinto y saqué un viejo Zippo que usaba para encender cigarrillos a
los sospechosos. Prendí la llama y la sostuve a dos dedos de un montón de cortina de
brocado.
—¿Recuerdas el Coconut Grove?
—No lo hará… —dijo él, y yo acerqué la llama al tejido.
Se encendió de inmediato y el humo ascendió hacia el techo. En el club, los clientes
gritaban «¡Fuego!». La cortina ya estaba frita y crujiente cuando el hombre chilló «¡John
Downey!», se quitó la chaqueta de pelo de camello y la arrojó sobre las llamas. Agarré a
Cora y la arrastré por el club, abriéndome paso a codazos y collejas entre los juerguistas
histéricos de pánico. Cuando llegamos a la acera, vi que Cora sollozaba. Le acaricié el
pelo y le susurré con voz ronca:
—¿Qué es, nena, qué?
Ella tardó un momento en recuperar la voz, pero cuando habló lo hizo con la gravedad
de un profesor.
—John Downey es mi padre. Es un pez muy gordo aquí y odia a Billy porque cree que
me convirtió en una puta.
—¿Dónde vi…?
—Arlington y el Club de Campo.
Llegamos en cinco minutos. Aquello era Negrolandia Rica, Riquísima: mansiones
tudor, châteaux franceses y villas moriscas con jardines aterrazados. Cora indicó una
mansión de estilo plantación y dijo:
—Ve a la puerta de servicio. La doncella libra el jueves por la noche y nadie te oirá si
llamas a la principal.
Detuve el coche al otro lado de la calle y busqué más vehículos fuera de lugar. No vi
más que Packards, Cadillacs y Lincolns recogidos en los senderos particulares de las casas
y previne a Cora:
—Quédate quieta aquí. No te muevas, no importa lo que oigas o veas.
Ella asintió sin pronunciar palabra. Me apeé y corrí a la plantación, saltando una valla
baja de hierro guardada por un jockey blanco de hierro. Después, recorrí el largo sendero
de la finca. De la mansión contigua, separada de la casa Downey por un seto alto, llegaba
el sonido de unas risas y aplausos. El feliz bullicio cubrió mi aproximación y empecé a
mirar por las ventanas.
Avancé despacio y de puntillas hacia la parte de atrás de la casa y distinguí tras las
ventanas unas estancias festoneadas de colgaduras murales de estambre y grabados de
escenas de caza. Con la cara a escasos centímetros del cristal, busqué algún movimiento y
presté oído a posibles voces, mientras me preguntaba por qué seguían encendidas todas las
luces casi a medianoche.
Entonces, desde la siguiente ventana en mi recorrido me llegaron unas voces sin
rostro. Con la espalda pegada a la pared, vi que la ventana estaba entreabierta para
ventilar. Acerqué el oído y escuché con atención.
—… y con todo el dinero que puse para el golpe, ¿tenías que atracar esas licorerías?
El tono me recordó el de un reverendo negro regañando airadamente a su grey y me
preparé para la voz que supe que iba a responder.
—Yo tengo sangre de vaquero, señor Downey, como debía de tenerla usted cuando era
joven y trapicheaba alcohol. Ese pasma debe de andar cerca. Consiguió que Cora y
Whitey hablaran. Ha jodido un trabajo de primera, pero todavía podemos salir bien
librados. El único que sabía que usted nos financiaba era McCarver y está muerto. A quien
usted quiere ver muerto es a Billy y se presentará aquí a no tardar. Me lo cargo y dejo el
cuerpo en algún rincón y nadie sabrá nunca que estuvo aquí.
—Quieres dinero, ¿no?
—Con cinco de los grandes puedo perderme en algún sitio bonito; luego, quizá cuando
ese pasma empiece a sentirse seguro otra vez, vuelvo y acabo con él. Resulta bastante…
Un aplauso procedente del caserón de al lado interrumpió a Simpkins. Saqué el arma y
me armé de valor, consciente de que mi única apuesta segura era devolver el fuego a aquel
hijo de puta en cuanto lo viera. Oí más aplausos y gritos alegres de que el reinado del
alcalde Bowron había terminado. A continuación, la voz de barítono predicador de John
Downey volvió con fuerza:
—Lo quiero muerto. Mi hija es la consorte de un blanco miserable y es una puta y él…
Detrás de mí se oyó un grito y me tiré al suelo en el instante en que una ráfaga de
ametralladora volaba la ventana en pedazos. Otra ráfaga fue a dar al seto y la ventana de la
otra casa. Pegué la espalda a la pared y me incorporé mientras la boca del cañón se
apoyaba en el alféizar, a unos centímetros de distancia. Cuando el cañón llameó con la
siguiente serie de disparos, metí mi 38 y disparé seis veces a ciegas, a la altura del vientre.
La ametralladora soltó una ráfaga refleja hacia el cielo y, cuando volví a tirarme al suelo,
lo único que se oyó fueron unos chillidos caóticos procedentes de la casa vecina. Cargué
de nuevo en cuclillas, me incorporé e inspeccioné la carnicería a través de las ventanas de
ambas mansiones. Wallace Simpkins yacía muerto sobre la alfombra persa de John
Downey y al fondo vi una bandera del Club Demócrata de West Adams manchada de
sangre. Cuando distinguí a una mujer muerta, despatarrada sobre una mesa antigua, yo
también me puse a gritar, me colé en la guarida de Downey y recogí del suelo la
ametralladora. El metal me quemó las manos, pero no me importó; vi la cara de todos los
boxeadores a los que había derrotado en mi vida y no me importó; oí estallar granadas en
mi cerebro y me alegré de que fueran a acallar todos aquellos gritos inocentes. Con el
cañón de la ametralladora como instrumento de navegación, recorrí la casa.
Puse todos mis sentidos en los ojos y en el dedo del gatillo. El viento agitó la cortina
de una ventana y volé en pedazos la pared entera. Vi mi propio reflejo en un espejo de
marco dorado y me volé en metralla de cristal. Entonces oí un grito de mujer: «¡Papá,
papá, papá…!» Dejé caer la ametralladora y corrí hacia ella.
Arrodillada en el suelo del vestíbulo, Cora le hundía una navaja en el pecho a un
hombre que tenía que ser su padre. El hombre emitió un grave gemido de barítono e
intentó alzar la mano, casi como para abrazarla. Los «¡Papás!» de Cora se hicieron más y
más graves, hasta que pareció que las dos voces empezaban a cobrar cierta armonía.
Cuando ella dejó que el moribundo la sujetara, les concedí un momento para estar juntos;
después arranqué a Cora de su lado y la arrastré al exterior. Cayó desmayada en mis
brazos y, entre un mar de luces y sirenas que convergían hacia allí de todas direcciones, la
llevé a mi coche.
MARQUE AXMINSTER 6-400
Ellis Loew llamó con los nudillos a la puerta de cristal granulado que separaba
Citaciones del DPLA de la Oficina del Fiscal de Distrito. Davis Evans, que dormitaba en
su asiento, murmuró:
—¡Qué cabrón!
—Es su llamada del círculo de colegas de facultad. Será un favor personal o una
reprimenda.
Davis asintió y se puso en pie despacio, como correspondía a un hombre con veinte
años y dos días de servicio y una pensión de funcionario asegurada tan pronto dijera las
palabras: «Que te jodan, Ellis, me jubilo.» Se alisó la camisa de cuadros, se ajustó el nudo
de la corbata hawaiana, se subió la cintura de los pantalones negros relucientes y se limpió
las solapas de la chaqueta de pelo de camello que le había robado a un macarra negro en el
calabozo de Lincoln Heights.
—Si el chico quiere un favor, pagará como un cabrón.
—¡Blanchard! ¡Evans! ¡Estoy esperando!
Entramos en el despacho del ayudante del fiscal y lo encontramos sonriendo, lo que
significaba que estaba ensayando para la prensa o preparándose para lamer algún culo.
Davis me dio un codazo mientras nos sentábamos y luego dijo:
—Eh, señor Loew, ¿cuál es el animal que es dos veces animal?
La sonrisa de Loew se mantuvo impertérrita; estaba claro que quería un favor muy
grande.
—No lo sé, sargento. ¿Cuál?
—La puta, que además de zorra, cobra. ¡Qué cabrón!
Loew soltó su risilla de «vaya, hombre, bien pillado».
—Sí, es tan simple que hasta tiene cierta gracia. Bien, el motivo de que…
—¿Qué le dice la pierna de una puta a la otra pierna cuando la puta se muere?
La sonrisa de Loew se expandió en una serie de desagradables tics faciales.
—No… lo… sé. ¿Qué?
—¡Por fin juntas! ¡Jaaa! ¡Qué cabrón!
La Hora del Chistoso había llegado suficientemente lejos.
—¿Quería algo, jefe? —intervine.
Davis rio a carcajadas, como si mi pregunta fuese el auténtico golpe del chiste; Loew
borró los restos de sonrisa de su expresión con un pañuelo.
—Sí. ¿Están al corriente de que hubo un secuestro en L.A. hace cuatro días? El lunes
por la tarde, en el campus de la USC.
David cortó sus risas falsas. Los secuestros eran pan comido para él; los casos en que
le encantaba trabajar.
—Bien, eso me interesa, jefe. Continúe.
Loew se llevó los dedos a su insignia de la fraternidad Phi Beta Kappa mientras
hablaba.
—La víctima se llama Jane Mackenzie Viertel. Tiene diecinueve años y es alumna de
la USC. Su padre es Redmond Viertel, un petrolero con una buena cantidad de pozos en
Signal Hill. Tres hombres que vestían chaquetas de universitarios con las letras USC se la
llevaron el lunes, hacia las dos. Como es la semana en que se apuntan nuevos miembros a
las fraternidades, todos los testigos pensaron que tenía relación con eso, que era un golpe
de efecto de alguna de ellas. Los secuestradores llamaron al padre aquella noche y le
expusieron las condiciones: cien mil dólares en billetes de cincuenta. Viertel reunió el
dinero, pero luego se asustó y acudió al FBI. Los tipos volvieron a llamar y establecieron
el canje para el día siguiente, en un campo de irrigación cerca de Ventura. Dos agentes de
la oficina de Ventura les tendieron una trampa, uno escondido y el otro haciéndose pasar
por Viertel. Los secuestradores aparecieron y entonces se armó un buen lío.
—¡Jaaa! —exclamó Davis y chasqueó los nudillos. Loew hizo una mueca al oír aquel
ruido y continuó:
—Uno de los secuestradores descubrió al agente escondido. Los dos tuvieron miedo de
poner en peligro la transacción con disparos, de modo que mantuvieron un breve combate
cuerpo a cuerpo. El secuestrador le arreó al agente con una pala y luego le cortó seis dedos
con el filo. El otro agente notó que algo iba mal y empezó a ponerse nervioso. Agarró a
uno de los tipos y le puso la pistola en la sien, y el otro hombre hizo lo mismo con la
chica. Un auténtico impasse, hasta que al federal se le cayó la bolsa del dinero y una
ráfaga de viento hizo revolotear los billetes. El hombre que tenía a la chica recogió la
bolsa y se largó y el federal retuvo a su cautivo. ¿Ven a qué me refiero con un buen lío?
—¿Así que dos secuestradores y la chica están en paradero desconocido?
—Sí. El tercer hombre está detenido en Ventura y el otro agente está muy enfadado.
Davis entrecruzó los dedos e hizo chasquear un total de ocho nudillos.
—¡Jaaa! ¿Esos chicos tienen nombre, señor Loew? ¿Y qué tiene que ver esto conmigo
y con Lee?
Ahora, la sonrisa de Loew era genuina, la de un amigo que adora su trabajo. Consultó
unos informes que tenía sobre la mesa y dijo:
—El detenido es Harwell Jackson Treadwell, varón, blanco, 31 años. Es de Gila Bend,
Oklahoma; su tierra natal, Evans. Tiene tres condenas firmes que se remontan a 1934 y
dos órdenes de busca destacadas aquí, en L.A.: acusaciones de robo en los años 44 y 45.
Treadwell también tiene dos hermanos encantadores, Miller y Leroy. Los dos están
fichados por abusos sexuales y parece que les da lo mismo que sus conquistas sean chicos
o chicas. De hecho, a Leroy le van bastante los cuadrúpedos. Lo detuvieron por maltrato
con agravantes a un animal y en el 42 pasó treinta días encerrado por eso.
Davis se limpió los dientes con la aguja de la corbata.
—A falta de pan, buenas son tortas. ¿Miller y Leroy se llevaron a la chica y parte del
dinero?
—Exacto.
—¿Y usted quiere que Lee y yo…?
—Eso es jurisdicción del condado de Ventura, no nuestra —lo interrumpí, viendo
cómo mi noche del viernes se volvía humo.
Loew mostró una orden de extradición y copias dé dos requisitorias judiciales.
—El secuestro se produjo en Los Ángeles, en mi distrito judicial. Me encantará llevar
la acusación contra el señor Treadwell y sus hermanos cuando sean detenidos.
Por ello, quiero que ustedes dos se desplacen a Ventura y devuelvan al señor Treadwell
al depósito municipal antes de que los agentes del sheriff de Ventura, famosos por sus
malos modos, lo maten de una paliza.
Solté un gruñido. Con gran ceremonia, Davis Evans se incorporó y se alisó los
diversos pliegues y arrugas del traje.
—Seré un cabrón, pero estaba pensando en jubilarme esta tarde —anunció.
Loew me guiñó el ojo y respondió:
—No querrá hacerlo cuando sepa en qué escaparon los otros hermanos.
—¡Jaaa! Siga hablando, jefe.
—En un Auburn deportivo de 1936. Dos tonos, marrón y verde bosque. Cuando los
capturen, y ya sabe que así será, el coche irá al depósito municipal hasta que lo reclamen o
lo saquen a subasta. Espero mandar a esos capullos a la cámara de gas, Davis; es muy
difícil reclamar la propiedad de un vehículo cuando uno está en el corredor de la muerte.
Y el oficial encargado del depósito es un buen amigo mío. ¿Todavía quiere retirarse?
—¡Jaaa! —exclamó Davis. Agarró las órdenes de busca y captura y movió sus ciento y
algún kilos hacia la puerta. Yo fui tras él a regañadientes, sintiéndome en todo momento el
segundón del equipo. Con la mano en el tirador, el número uno soltó un chiste de
despedida:
—¿Cómo llamaría a una chica que ha pillado sífilis, gonorrea y ladillas? ¡Una
romántica incurable! ¡Jaaa! ¡Qué cabrón!
Tomamos Ridge Road en dirección norte. Davis iba al volante de su Buick
descapotable del 47 recién sacado del expositor del concesionario y yo contemplaba los
barrios residenciales de L.A. que se perdían a lo lejos en las colinas cubiertas de
matorrales, para dar paso a las tierras de labor, cultivadas por japoneses sacados de los
campos de internamiento y campesinos de Oklahoma trasplantados. El tipo de Oklahoma
que llevaba al lado no abrió la boca mientras conducía, sumido en un ensueño hombre—
coche. Recordé nuestra breve sociedad profesional en Citaciones y pensé en lo bien que la
hacían funcionar nuestras diferencias.
Yo era el prototipo de policía-atleta que encantaba a los altos mandos, el ex boxeador
que un periodista angelino había calificado de «la buena —pero no la gran— esperanza
blanca del sur del estado». Nadie conocía mejor que yo la parte del «pero no». Y lo de
«buena» significaba un fajo de billetes, filete y vida nocturna hasta cumplir los treinta, y
luego daños cerebrales permanentes. El departamento era el único lugar fijo donde mi
valía en el ring podía abrirme camino a la seguridad —acompañada de una gloria callada
—, y me había volcado en él como un cabrón, que diría Davis, cultivando a quien
interesaba y sobre todo a Ellis Loew, un fanático del boxeo.
Davis Evans era otro oportunista que estaba en ello por la pasta, decidido a olvidar
Norman, Oklahoma, los catorce hermanos, la endogamia familiar, la proximidad del
dinero del petróleo que podías respirar pero nunca llegabas a tocar. Arramblaba con lo que
podía, disfrutaba con ello y compensaba la afición a dejarse sobornar con la exhibición del
mejor muestrario de caras de policía que he visto nunca: don Agradable con quien lo
merecía, don Duro con los malos, don Educado con los restantes. Me asombraba que
pudiera ser tan egoísta y tan carente de malicia y le cedí la batuta en el asunto, no sólo por
veteranía sino porque sabía que mi propio egoísmo iba mucho más allá que el suyo. Y me
di cuenta de que aquel bufón de fino olfato no tardaría en jubilarse y me abriría un hueco
en un puesto que encajaba perfectamente con mi perfil: joven, inquieto y ambicioso de la
gloria que me ofrecía el cargo. Y eso me apenó.
Citaciones era una unidad de agentes de paisano del DPLA bajo el mando de la
División Criminal de la Fiscalía de Distrito. Nos ocupábamos de ir tras los malos que el
fiscal babeaba por llevar a juicio. Si las cosas iban lentas, se podía hacer dinero
entregando citaciones por cuenta de los picapleitos del centro de la ciudad y con las
recuperaciones de bienes embargados (la raison d’être de Davis Evans).
Davis vivía, comía, bebía, suspiraba y respiraba por los coches bonitos. Su cubículo en
Citaciones estaba empapelado de fotos de Duesenbergs y Pierce Arrows y de Cords,
Cadillacs y Packards, junto a elegantes modelos extranjeros. Como robaba toda la ropa
que vestía a los detenidos, extorsionaba a las prostitutas para que se lo hicieran gratis,
comía de fiado y vivía en la habitación libre de una casa de huéspedes del condado para
presos recién salidos con la condicional, tenía mucho dinero para gastárselo en ellos. En el
garaje que tenía alquilado guardaba un Packard del 39 cabriolet, un Mercedes que se
rumoreaba había conducido Hitler, un Lincoln púrpura descapotable que Davis llamaba su
«coche de fiesta» y un Modelo T azul zafiro que apodaba «el pequeño pedorretas».
Los adquirió todos a través de subastas. Había un número de teléfono permanente que
facilitaba información sobre coches de delincuentes y todos los policías codiciosos de
L.A. se lo sabían de memoria. Sólo había que marcar Axminster 6-400 para saberlo todo
de los buscados: a nombre de quién estaban, qué vendedor o agencia de crédito pagaba
qué cantidad por su devolución… Davis sólo se movía por coches que deseaba, y sólo por
los que pertenecían a delincuentes en busca y captura por asuntos graves. Era una
circunstancia que se producía con frecuencia, pues los chorizos a la sombra no suelen
pagar la letra mensual del coche. Una vez detenido el buscado, Davis localizaba el coche,
lo dejaba enmohecer en su garaje, le hacía algunos desperfectos menores y luego
informaba al vendedor de que el cabrón estaba en muy, muy mal estado. El vendedor le
creía y Davis, que era un misántropo de corazón blando, le ofrecía una cantidad decente
por quedarse el vehículo. El vendedor accedía, pensando que se aprovechaba de un
palurdo refugiado de la sequía con un agujero en el bolsillo… y el sargento Davis Evans
conseguía otro amor de su vida.
Ahora circulábamos entre campos de cultivo, hectáreas llanas de tierra roturada que
parecía seca, exhausta, como si estuviéramos en pleno agosto ardiente y no en un
templado octubre. Todos los granjeros respondían al prototipo de blanco pobre tostado por
el sol, del que Davis había escapado por poco. A nuestra derecha, agazapada al borde de
un valle repleto de matojos, quedaba Wayside Honor Rancho, una nueva instalación del
condado que albergaba a presos por delitos menores. El lugar había sido centro de
internamiento de japos durante la guerra, vigilados por campesinos de Oklahoma en
nómina temporal de la Junta de Recolocación de Guerra. Pero ahora la guerra había
terminado… y volvía a ser un rincón seco y polvoriento.
Le di un codazo a Davis y señalé una cuadrilla de campesinos que arrancaban coles.
—De poco te fue que terminaras ahí, colega.
Davis saludó al grupo; después los envió al carajo con un gesto.
—Puedes llevar un perro a la salsa, pero no puedes obligarlo a que la lama.
Pasaba un poco de mediodía cuando nos detuvimos delante de los juzgados y prisión
municipal de Ventura. Para tratarse de una población rural, el edificio tenía ínfulas, aunque
de poco vuelo: unos pilares griegos, un techo Tudor y unas marquesinas de lona de estilo
moruno se juntaban en un edificio que producía una sensación de delírium trémens sin
ayuda de bebida. Davis refunfuñó mientras abríamos una puerta decorada con grabados de
jeroglíficos egipcios.
El interior se dividía en dos alas y unos barrotes al fondo del pasillo de la izquierda
nos indicaron dónde debíamos dirigirnos. Sentado ante la reja, un joven gordo enfundado
en un uniforme caqui que embutía su cuerpo como la tripa de una salchicha alzó la vista
del cómic que estaba hojeando y murmuró:
—Esto… ¿qué se les ofrece?
Davis sacó las tres órdenes de búsqueda y las sostuvo ante el muchacho para que les
echara un vistazo.
—DPLA, hijo. Traemos una orden de extradición contra Harwell Treadwell, además
de otras dos citaciones por unas viejas acusaciones. ¿Quieres ir a buscárnoslo?
El joven examinó los papeles, probablemente para ver las fotos. Incapaz de interpretar
las palabras, abrió la puerta de barrotes y nos condujo por un largo pasadizo con celdas a
ambos lados. Cerca del fondo del pasillo, oí proferir unas blasfemias amortiguadas y unos
golpes sordos. El guardia anunció nuestra presencia con un carraspeo y dijo:
—Esto… ¿sheriff? Aquí traigo a dos hombres que quieren hablar con usted.
Me planté ante la puerta abierta de la celda y eché un vistazo. Un hombre alto y
robusto que lucía una versión con galones del uniforme del guardia estaba plantado junto a
un tipo todavía más alto, cuyo aspecto e indumentaria respondían al arquetipo de agente
del FBI: traje gris, corbata gris, pelo gris, expresión gris. Esposado a una silla estaba
nuestro hombre, un blanco pobre de aire desafiante con un peinado de culo de pato, el
rostro cubierto de contusiones amoratadas y verde vómito y el torso desnudo con marcas
de nudilleras de metal.
El guardia se marchó antes de que los dos tíos duros lo reprendieran por haber
interrumpido su tercer grado. Davis blandió nuestros papeles. El sheriff los miró en
silencio y el federal se abrochó la chaqueta, ocultando las nudilleras que le asomaban del
cinto.
—Soy el agente especial Stensland —dijo—. Oficina del FBI en Ventura. ¿Qué…?
Harwell Treadwell se rio y escupió sangre en el suelo.
—Nos lo llevamos a L.A. —anuncié—. ¿Ha cantado algo sobre los otros dos?
El sheriff le devolvió los documentos a Davis.
—Tal vez lo habría hecho si no hubieran interrumpido el interrogatorio.
—Hace tres días que lo tienen aquí —repliqué—. Ya deberían habérselo sacado.
Treadwell escupió sangre en las abrillantadísimas botas de vaquero del sheriff; cuando
éste cerró los puños para darle su merecido, Davis se interpuso.
—Ahora el preso es mío. Firmado, sellado y entregado.
—De eso, nada. Treadwell es un preso federal.
Negué con la cabeza y añadí:
—Tiene órdenes de detención previas a la de extradición, y esta última tiene la
contrafirma de un juez federal. Es nuestro.
Stensland me taladró con sus ojos grises, pequeños como cuentas. Me quedé allí
plantado, inexpresivo, y entonces probó con una sonrisa y la complicidad de policía a
policía.
—Mire, agente…
—Sargento.
—Bien, sargento, escuche: la chica secuestrada y los dos hombres siguen huidos y este
cerdo es responsable de que uno de mis agentes perdiera seis dedos. ¿No quiere volver a
Los Ángeles con una confesión? ¿No quiere que sus asquerosos hermanos sean
capturados? ¿No quiere dejarnos probar a nuestro modo un rato más?
—A su modo no funciona —replicó Davis—, así que probaremos al mío.
Se acercó a Harwell Treadwell y le quitó las esposas. Cuando se puso en pie, al artista
del secuestro casi le fallaron las piernas y un reguero de bilis asomó en la comisura de sus
labios. Davis lo sacó al pasillo y yo le dije a Stensland:
—La orden de extradición tiene una cláusula sobre pruebas materiales. Necesito todo
lo que hayan encontrado en la escena del crimen, incluido el dinero del rescate
recuperado.
El federal frunció el ceño y meneó la cabeza.
—No podrá ser hasta el lunes. Está en una caja fuerte del juzgado y éste no abrirá
hasta entonces.
—¿Cuánto había?
—Dos mil ciento y pico.
—Mándenlo con un recibo detallado —dije, y abandoné la celda mientras los dos
servidores de la ley me lanzaban miradas asesinas. Alcancé a Davis y Treadwell en la reja
de la entrada y el guardia se mofó del preso, que avanzaba doblado por la cintura.
Treadwell le arrojó un cóctel de sangre en la pechera de la camisa y, cuando el joven se
levantó, lo alcanzó en las pelotas con la puntera de la bota.
Davis soltó una exclamación, «¡Qué cabrón!», mientras el guardia se derrumbaba
sobre su manoseado número de Batman.
El «modo» de Davis consistió en llevar a Harwell Treadwell a un puesto de comidas
del barrio sur de Ventura y obsequiarlo con pollo frito, galletas empapadas de salsa y
batatas, mientras yo lo apuntaba con la pistola y mi colega loco por los coches disparaba
preguntas acerca del Auburn deportivo del 36. Treadwell respondió entre bocados feroces
y Davis expresó su preocupación de que el Auburn resultara agujereado cuando los demás
hermanos Treadwell fuesen abatidos por la policía.
—Ustedes preocúpense de la chica —nos repitió Harwell una y otra vez—. Mis
colegas se las huelen todas.
—¿Tus hermanos, quieres decir? —insistía yo.
Pero Treadwell siempre me replicaba:
—No soy un chivato, hijo.
Era media tarde cuando, por fin, nos dirigimos al sur por la autopista del Pacífico; yo
al volante, y Davis y el extraditado en el asiento de atrás. Treadwell llevaba las manos
esposadas a la espalda y los tobillos trabados en el bastidor del asiento delantero.
Habíamos bajado la capota y el sol y la brisa marina me hacían pensar que, al fin y al
cabo, aquella misión no estaba tan mal. A mi espalda, los dos nativos de Oklahoma
charlaban, se lanzaban pullas y se provocaban.
—¿A nombre de quién va el deportivo, chico?
—¿Quién le hace la ropa? Nunca he visto tantos ángulos diferentes en una urdimbre.
—Llevo dentro Hollywood, chico.
—Más bien llevas sangre negra. ¿De qué parte de Oklahoma eres?
—De las afueras de Norman. ¿Tú eres de Gila Bend?
—Sí.
—¿Qué se hace allí?
—Prender fuego al rabo de los perros y ver cómo las moscas folian, beben, se pelean y
acosan a tu hermana.
—Cuentan que tus hermanos van por cualquier cosa blanca y lo hacen sobre la
marcha. Se folian todo lo que se mueva y sea blanco.
—Van por cualquier cosa y basta, jefe. Que me parta un rayo si miento.
—¿Crees que harán daño a la chica?
—Esa chica sabe cuidarse sola, y no estoy diciendo que la tengan mis hermanos.
—¿Cómo te enteraste de quién era? —Millar leyó los ecos de sociedad y se enamoró.
—Pensaba que habías dicho que tus hermanos no participaban en esto.
—No he dicho que lo hagan, ni que no.
—El secuestro es una especialidad de Oklahoma desde antiguo. Los Barker, Pretty Boy
Floyd… ¿Por qué crees que será?
—Bueno, tal vez sea que la gente que viene de pasar hambre tiene auténtica curiosidad
por el precio que alguien es capaz de pagar por su ser amado. ¿Cuánto puedes subir la
cifra antes de que diga: «No, señor, puedes quedarte con ese hijo de puta»?
—Volvamos al Auburn, chico.
—Nada de eso. Necesito algo con lo que seguir tentándote.
—Tiéntame ahora.
—A ver qué te parece esto: tapicería de cuero claro en la que Millar derramó licor, una
radio que pilla las emisoras de San Diego perfectamente, una ligera rascada en la caja de
cambios cuando entras tercera. ¡Eh!
Yo también lo vi en ese instante: una motocicleta caída e incendiada en medio de la
autopista. No se veía agentes en la zona, pero habían colocado en medio del carril una
señal de desvío que dirigía el tráfico en dirección sur hacia una carretera que llevaba al
interior. Por puro reflejo, giré bruscamente a la izquierda para tomarla y las llamas casi
lamieron el guardabarros trasero.
—¡Ehhh! ¡Qué cabrón!
Harwell Treadwell rio como una hiena. La carretera de doble sentido nos llevó,
salvando una serie de cuestas, hasta un cañón encajonado entre unas colinas cubiertas de
matojos que se alzaban a la vera misma de la calzada. Maldije el desvío, que iba a
costarnos una hora o más, y entonces sonó un estampido y el parabrisas estalló delante de
mí.
La metralla de vidrio llenó el aire; cerré los ojos y noté cortes en la cara y las manos,
que sujetaban el volante. Davis chilló «¡HIJO DE PUTA!» y empezó a disparar hacia la
colina de la izquierda. Abrí los ojos y no vi nada más que vegetación; entonces, tres
disparos más impactaron en el costado del coche y rebotaron ding-ding-ding.
Pisé a fondo el acelerador; Davis disparó a los fogonazos procedentes de la ladera;
Harwell Treadwell hizo unos ruiditos extraños, como si no supiera si reír o llorar. Con la
cabeza a la altura del volante, por el retrovisor vi que Davis arrancaba del asiento a
Treadwell para usarlo como chaleco antibalas y le metía su 38 en la boca para mayor
seguridad.
¡Craaac! ¡Craaac! ¡Craaac!
El último tiro acertó en el radiador y el vapor nubló mi campo visual. Conduje a
ciegas, acelerando por una bajada, y se oyó otro disparo; el neumático delantero izquierdo
reventó y el coche dio un bandazo. Desaceleré y me dirigí a la cuneta del lado contrario al
que nos disparaban. Sin ver nada, intenté salirme de la calzada sin volcar. Unos enormes
matorrales verdes surgieron de la nada y luego todo estaba patas arriba y yo tragaba
asfalto y vapor.
Nuevos «craaacs» palpitaron en mi interior y no supe si eran disparos o partes de mi
cerebro que dejaban de funcionar. Envuelto en polvo y vapores, oí:
—¡Piernas! ¡Piernas, chico! ¡Corre!
Obedecí y corrí a toda velocidad, tambaleándome. El vapor se disipó y vi que me
dirigía hacia un campo de labor recién arado. Davis corría delante de mí, llevando a
Harwell Treadwell a empujones y tirones, sin dejar de apuntarle a la cabeza. Les di
alcance y advertí que los disparos habían cesado. Distinguí, más allá del sembrado, unos
árboles y edificios; tal vez un pueblucho de aparceros.
Corrimos hacia allí: dos pasmas y el secuestrador esposado que nos servía de chaleco
antibalas, seguro de vida y as en la manga, pisoteando coles y zanahorias y judías
agostadas en nuestro afán por ponernos a salvo. Ya cerca de la población, observé que se
componía de una sola calle con casas de madera a los dos lados y una pista de tierra
compactada por única carretera. Reduje la marcha a un trote, agarré del brazo a Davis y
dije entre jadeos:
—No podemos arriesgarnos a coger un coche y largarnos. Tenemos que llamar a los
gorilas de Ventura.
Davis tiró de la cadena de las esposas de Treadwell y lo mandó de bruces al suelo.
Conteniendo la respiración, le arreó una fuerte patada en el culo.
—Esto, por mi coche y por si la palmo.
Se limpió la frente de sudor y polvo y apuntó con su 38 a la calle mayor del pueblucho
instándome a mirar. Lo hice y al instante vi qué me indicaba: los cables telefónicos
estaban amontonados junto a la base del poste que se alzaba en el límite mismo del
pueblucho.
Volví la mirada hacia los campos improductivos y la carretera donde quedaban los
restos del coche de mi compañero. Después contemplé de nuevo aquel La ruta del tabaco
a la californiana.
—Vamos —dije.
Entramos en el pueblo y lo estudié detenidamente mientras Davis avanzaba lado a lado
con Harwell Treadwell, con el 38 corto colgando entre el pulgar y el índice y la boca del
cañón apuntando a sus cojones. En el lado izquierdo de la calle había un granero, una
tienda con las estanterías del escaparate llenas de botellas de vino barato y moscatel, y un
taller de reparación de maquinaria agrícola con piezas oxidadas a la entrada. En el lado
derecho, todas las fachadas estaban tapiadas con tablones, y delante había aparcada media
docena de automóviles destartalados de antes de la guerra, entre ellos un híbrido Modelo T
que parecía armado con piezas desiguales. Los únicos viandantes eran un par de tipos con
aspecto de oso, vestidos con uniformes del Servicio de Reubicación de Guerra
descoloridos por el sol, que nos dedicaron una breve mirada de reojo y continuaron su
camino.
Cuando llegamos al final de la calle, Davis descubrió una puerta desprotegida que no
parecía muy resistente, la abrió a patadas e hizo entrar a Treadwell. Luego se volvió hacia
mí.
—Tenemos lo que esa gente quiere —dijo—. Ve a su encuentro y diles que Harwell
está chupando la punta de mi 38 y que al primer disparo que oiga, se lleva un cóctel de
plomo caliente. Y consíguenos un coche, chico.
Asentí y volví sobre mis pasos hasta los coches desvencijados, buscando alguno en
condiciones. Los seis tenían pinchado al menos un neumático, y empezó a inquietarme la
ausencia de gente y que aquel par que había visto no parecieran alarmarse por la presencia
de unos hombres armados y agitados. Distinguí una escalera de incendios en un lado del
granero al otro lado de la calle, corrí y me encaramé a ella.
Desde arriba se tenía una buena vista de la zona. Las casuchas se apretaban en
pequeñas bolsas de verdor bordeadas de campos vallados y una serie de caminos de tierra
las conectaba entre ellas y con el pueblo. No se veía a nadie trabajando los campos, pero
varias personas tomaban el aire delante de sus viviendas, lo cual me extrañó.
Empecé a bajar y, a media escalera, vi que un viejo me observaba. Fingí no haberme
fijado y el hombre dio media vuelta y echó a correr como alma que lleva el diablo hacia el
edificio más grande de la comunidad, una estructura de plancha ondulada con un granero
de madera anexo.
Salté de la escalera y tomé un sendero que me llevó fuera del pueblo y, cien metros
más allá, a una arboleda de sicomoros que formaba un perímetro a unos pocos metros del
granero. No vi al viejo, pero la puerta de corredera del cobertizo estaba ligeramente
abierta. Empuñé mi 38, corrí y entré.
El sol que se colaba por una ventana lateral iluminó un gran espacio vacío y me asaltó
olor a heno y a algo medicinal. En el centro del granero, el hedor ácido se hizo más
intenso y casi familiar. En un rincón había una mesa cubierta con una lona, cerca de la
puerta que comunicaba con el otro edificio, y vi hielo seco que escapaba con un siseo por
los desgarros de la lona. La silueta que había debajo cobró forma y retiré la lona.
El cadáver de un hombre desnudo yacía sobre unos bloques de hielo seco, con unos
saquitos que rezumaban formaldehído colocados estratégicamente sobre el cuerpo. Era la
viva imagen de Harwell Treadwell y no había que ser forense para determinar la causa de
la muerte: le habían volado la entrepierna y lo único que quedaba eran fragmentos de
carne ensangrentada, salpicados de postas.
Volví a cubrirlo y probé a abrir la puerta. El tirador cedió y empujé la hoja despacio,
sólo una rendija, lo suficiente para ver. Entonces se abrió del todo, violentamente, y una
gran escopeta de dos cañones me apuntó. Aferré los cañones con ambas manos y empujé
hacia arriba.
Resonó un enorme «¡cabuuum!» y el techo de chapa se sacudió bajo la fuerza del
estampido; las postas rebotaron. Me arrojé contra el hombre que empuñaba la escopeta
justo cuando intentaba machacarme con la culata; se la quité y le aticé en la cabeza con mi
38, una, dos, tres veces. Por fin, se derrumbó. Aparté la escopeta de un puntapié y me
incorporé sobre unas piernas muy, muy temblorosas.
Era el viejo que había escapado como un conejo al verme en la escalera de incendios.
Eché un vistazo alrededor y vi un cubo de agua en el suelo de tablones cuarteados, cerca
de la puerta principal. Fui a buscarlo y lo vacié sobre mi agresor. Se movió, empezó a
resoplar y entonces hinque la rodilla y le puse la pistola en la nariz para que se hiciera una
idea clara de la situación.
—Reconoce que has matado a ese hombre de ahí, o convénceme de que lo ha hecho
otro, y vivirás. Cuéntame dónde está el otro hermano Treadwell y no te detendré por
agresión a un oficial de policía. Jódeme, y morirás.
El viejo lo captó todo y su mirada se aclaró por segundos, demostrando los admirables
poderes reparadores del acostumbrado a que lo puteen. Cuando torció los labios para
escupir una invectiva, amartillé el arma y añadí:
—Sin bromas, sin agudezas y sin bobadas.
En ese momento, el abuelo vio la escena clarísima, en tecnicolor.
—No he matado a nadie —dijo con un marcado acento del Medio Oeste—. Soy un
campesino con cierto interés por las artes médicas, pero no soy un asesino, entérese.
—Yo sí. De modo que sigue hablando y que no decaiga mi interés. Sabes, me aburro
con facilidad y cuando me aburro, me pongo hecho una fiera.
El vejete tragó saliva y habló de corrido.
—La gente de aquí escondió a Miller y Leroy, junto con la chica, cuando tuvieron ese
problema en Ventura. Ellos…
—¿Le pagaron por eso? —lo interrumpí. El abuelo soltó una risotada.
—¿Dónde cree que está todo el mundo? Miller y Leroy tienen primos a puñados por
aquí; repartieron dinero y todos se marcharon a gastarlo en Oxnard y Ventura. Como para
arruinar a Miller y Leroy, gastaron.
—¿Qué?
—Antes de morir, Leroy me dijo que habían gastado ocho o nueve mil dólares, y que
este pueblo nuestro era más hospitalario que Hot Springs en los viejos tiempos.
—El dinero del rescate ascendía a cien mil —repliqué.
El abuelo soltó un bufido.
—Cuando el canje salió mal, hubo un gran lío. La policía se llevó la mayor parte.
Miller y Leroy se quedaron las migajas.
Mi primer pensamiento fue que los del sheriff de Ventura se habían guardado un buen
pellizco.
—Continúa.
—Bueno, aquí todo el mundo estaba contento y Miller y Leroy y la chica se
escondieron y los dos empezaron a planear otro negocio y se pusieron a discutir por la
chica y ella tomó partido por Miller porque Leroy le daba mucho asco. Entonces, Leroy
intentó hacerle a la fuerza lo que ya sabe, y ella convenció a Miller de que vengara su
virtud.
—¿Miller se cargó a su propio hermano?
—Exacto. Y se sintió tan mal por ello que me pagó los que debían de ser sus últimos
doscientos dólares para que preparase al muchacho para el entierro y, cuando todos los
primos volvieran de gastarse su dinero, le diéramos sepultura.
—¿Y entonces Miller se largó con la chica?
—Exacto. Se dirigieron al sur con ese bonito coche de Harwell recién pintado de
negro.
—¿Cuándo?
—Ayer. Hacia mediodía.
—¿Cortaron las líneas telefónicas antes de marcharse?
—No lo creo. —Se encogió de hombros—. Me parece que esta mañana los cables
estaban bien.
Al oír aquello, me recorrió la columna el hormigueo que siempre sentía cuando algo
andaba realmente mal. Stensland, el federal, había dicho que tenían guardados como
prueba material «dos mil ciento y pico» dólares recuperados del rescate, y Miller y Leroy
habían repartido «ocho o nueve mil» para garantizarse refugio. Calculé que unos cuantos
miles podían haberse perdido en el impasse, y el resto había volado, distraído
probablemente por los federales y/o los hombres del sheriff de Ventura. Y aquí venía la
parte más alarmante: si Miller Treadwell se había marchado con Jane Viertel el día
anterior, era la ley la que nos había tendido la emboscada. Lo había hecho para que
Harwell Treadwell no delatara el paradero de sus hermanos y éstos no nos revelaran la
mísera porción de la tarta del rescate que se habían llevado.
—Entierra a ese cabrón degenerado —dije al viejo. Dejé de apuntarle y salí de allí
furioso, como si me hubieran tumbado con un golpe inesperado.
Cuando volví a la casucha donde había dejado a Davis con nuestro prisionero, habían
desaparecido. Me asaltó una nueva oleada de pánico. Entonces oí unos gruñidos y ruido de
metal contra metal, procedentes del otro lado del edificio. Lo rodeé y allí estaban Harwell
Treadwell, encadenado a una valla, y mi colega, embarcado a sus cuarenta y seis años en
una nueva carrera profesional como mecánico de coches preparados.
Davis se afanaba en la antigualla en que yo me había fijado antes, que ahora parecía un
cruce entre la nave espacial de Buck Rogers y una colección de piezas de repuesto
arrastradas hasta allí por un perro de basurero. Era un chasis de Modelo T con dos llantas
de motocicleta en el eje delantero, dos neumáticos de tractor atrás, lo que parecía media
docena de motores de cortadora de césped sujeta con ganchos y un bastidor improvisado
con tela metálica y cinta aislante. Davis estaba tendido en el suelo, trabajando en el eje de
transmisión, y cuando metí la mano por la ventanilla del conductor e hice sonar el claxon,
se levantó con el arma por delante. Al verme se echó a reír.
—¡Jaaa! ¡Chico, has estado a punto de morir!
Me acerqué y le susurré al oído:
—Miller mató a Leroy y se largó con la chica en el Auburn. Eso fue ayer. La pasma de
Ventura se ha quedado el dinero del rescate y creo que fueron ellos quienes nos
disparaban. Larguémonos ahora mismo. A pie, si este trasto no funciona.
—Lo bautizé —sonrió Davis—. Lo llamo el Arrastraculo. Y volará.
Oí motores a lo lejos y me encaramé al estribo del cachivache para echar un vistazo.
Una caravana de tres vehículos avanzaba dando botes por los campos que rodeaban el
pueblo, levantando nubes de polvo. Entrecerré los ojos y distinguí la pintura blanca y
negra de uno de los coches y las luces cereza en otro.
—¿Son ellos? —preguntó Davis. Asentí y, de pronto, él se convirtió en un derviche
que apretaba tuercas, aseguraba tornillos y conectaba cables.
Entretanto Harwell Treadwell se puso a gritar:
—¡Venid por el hermano mayor! ¡Hoy juego en casa! ¡Venid a cogerme!
Corrí hasta él e introduje torpemente la llave en las esposas. Apenas le había soltado la
muñeca izquierda cuando me lanzó un gancho corto de derecha. Aturdido, intenté
agacharme en un gesto defensivo, pero la esposa suelta me alcanzó el rostro y el aro
abierto me arrancó un pedazo de ceja, nublándome los ojos de sangre.
El coche patrulla estaba cada vez más cerca y oí cómo Davis intentaba frenéticamente
poner en marcha el Arrastraculo. Me limpié la sangre de los ojos y recuperé el equilibrio a
tiempo de ver a Harwell Treadwell doblar la esquina del edificio a la carrera. Salí en su
persecución, pero en ese momento el cacharro de Davis arrancó por fin, cerrándome el
paso.
—¡No respondo de los frenos! —gritó—. ¡Salta!
Lo hice. Davis pisó los dos pedales a la vez y el trasto avanzó a paso de tortuga.
«¡Treadwell!», grité para que me oyera pese al ruido del motor. Davis respondió con otro
grito, «¡Lo pagará caro!», dos veces más potente. Ya en mitad de la calle, me volví para
mirar atrás. Allí estaba nuestro extraditado, corriendo en dirección a la tormenta de polvo
de los tres coches, soltando alaridos y agitando los brazos. Un segundo después oí
disparos de rifle y fuego de ametralladora y los pedazos de Treadwell salieron volando en
todas direcciones antes de que los engullera la nube de polvo.
Después me limité a agarrarme. Nos zarandeamos, dimos botes, pasamos baches y
despegamos un metro del suelo. Patinamos sobre la calzada de tierra y zigzagueamos por
la red de caminos que conducía fuera del pueblo. Derrapamos en los trechos de grava y
nos convertimos en donuts en los tramos mojados. Davis pisó a fondo, hizo dobles y
triples embragues, apartó del paso a un perro vagabundo haciendo sonar el claxon e hizo
cualquier cosa menos tocar el freno. Empezaba a anochecer y pronto nos encontramos en
la calzada grande y ancha de Ridge Road, en dirección al sur, con asfalto bajo nuestras
ruedas desparejadas y separados por una delgada línea amarilla de colisionar con los
coches normales.
—¡No llevamos luces! —anunció Davis a gritos, y a continuación vi el rótulo del
desvío de Wayside Honor Rancho. Davis también lo vio, desaceleró, pisó el pedal y
confirmó—: ¡No tengo frenos!
Cerré los ojos y noté que el Arrastraculo se sacudía. Un momento después se produjo
una combinación de triple derrapada y donut y nos quedamos totalmente parados, en el
carril dirección norte, viendo venir de frente los faros de la muerte.
Saltamos del coche y corrimos. Un chirriar de neumáticos y una sucesión de impactos,
crujidos y chasquidos me dijeron que el Arrastraculo ya era historia. Nos encogimos de
hombros, continuamos corriendo hasta el desvío y tomamos la carretera hacia la caseta de
guardia, rodeada de alambre de espino, que separaba los ciudadanos de bien de los
internados por la autoridad del condado. Cuando nos acercamos una luz nos enfocó; saqué
mi placa y dibujé la palabra «paz» en mis labios. En aquel momento, las piernas se me
hicieron gelatina y me desvanecí mientras pensaba que debería haber tenido más fuelle
que un gordo de Oklahoma que me llevaba quince años.
Cuando desperté, mi gordo compañero estaba de pie a mi lado, con una camisa blanca
limpia y una corbata estampada muy seria. Lo primero que pensé fue que debíamos de
estar muertos; Davis no vestiría tan formal a menos que le obligara el propio Dios.
—Despierta, chico. He estado haciendo indagaciones mientras tú hacías de bello
durmiente.
Todo volvió en una fracción de segundo. Gemí, palpé el catre en que yacía y vi que
estaba en el abigarrado interior de la caseta de guardia.
—Oh, mierda.
Davis me entregó una toalla mojada.
—Y que lo digas. He hecho unas llamadas. Un amigo mío del juzgado de Ventura me
ha dicho que guardan dos mil ciento sesenta y seis pavos del dinero del rescate en el
almacén de pruebas. ¿Qué te parece?
Me incorporé y probé las piernas. Se tambalearon, pero me sostuvieron.
—Millar y Leroy repartieron ocho o nueve mil en el pueblo —dije—. Eso deja casi
noventa mil perdidos por ahí. Tiene que ser cosa de la poli de Ventura.
Davis meneó la cabeza.
—No. La caravana que se presentó en el pueblo y abatió a Harwell era oficial y legal.
Vieron nuestro coche accidentado cerca del desvío y acudieron en busca de supervivientes.
Mira, he llamado a Registros e Investigaciones y a Robos para hacer una lista de los
cómplices conocidos de Miller de anteriores detenciones. He conseguido seis nombres de
su expediente y el tipo del registro me dijo que un federal de Ventura se había presentado
allí unas horas antes, buscando la misma información, ¿no te parece encantador?
Pensé en Stensland, el federal gris de arriba abajo que iba a hacerse la gran pensión
libre de impuestos… si conseguía tapar el hecho de que los secuestradores sólo habían
pillado unas migajas del botín.
—Vamos a por él.
—Ese cabrón las pagará por destrozarme el Buick.
—Que el oficial de servicio te consiga un coche. Y esta vez conduciré yo.
De vuelta en L.A., territorio conocido aunque no sano y salvo, confeccionamos un
itinerario de las últimas direcciones conocidas de los seis nombres de la lista de cómplices
de Miller Treadwell. Davis se puso de nuevo al volante y yo me dediqué a tocar y observar
los diversos cortes, laceraciones y magulladuras que tenía por todo el cuerpo, mientras
patrullábamos la zona centro sur de la ciudad, donde residían nuestros tres primeros
«posibles».
La mujer del primero nos dijo que su marido volvía a alojarse en San Quintín; el
apartamento del segundo había sido demolido y era ahora un salón de juegos recreativos
frecuentado por jóvenes mexicanos que vestían típicos zoot suits[2] de pachuco; el tercero
se había hecho un hombre religioso y alababa a Dios mientras registrábamos su piso. Nos
dijo que no veía a Miller Treadwell desde su último trabajo juntos, en el 41, lo maldijo por
putero fornicador y nos regaló folletos que explicaban convincentemente que Jesucristo
era ario, no judío, y que Mein Kampf era el libro perdido de la Biblia. La respuesta que le
dio Davis fue el «¡Jaaaaaa!» más largo que le he oído emitir y, mientras cruzábamos la
ciudad hacia Hollywood y el cómplice conocido número cuatro, discutimos los pros y
contras de una violación de la libertad condicional alegando claudicación mental.
El número cuatro, John Lembeck el Jungla, blanco, 34 años, atracador a mano armada
con dos condenas, vivía en unos bungalows de Serrano, tocando con el Boulevard.
Cuando pasamos por delante con el coche para echar una ojeada al lugar, Davis y yo
exclamamos a la vez «¡Bingo!», y yo añadí:
—El Auburn mal repintado de negro. Allí, junto al semáforo.
—¿Qué? —soltó Davis. Aminoró la marcha y echó un vistazo a la calle a oscuras.
Cuando distinguió el sueño de coche, continuó—: Doble bingo. Tres vehículos más allá
hay un coche federal. Si lleva matrícula de Ventura tendremos problemas.
Me apeé y desanduve el camino para comprobarlo; Davis continuó hasta la esquina y
aparcó. Me agaché a leer la matrícula trasera del Plymouth gris acero. Triple bingo: cinco
cifras que lo identificaban como vehículo federal, placa de matrícula del condado de
Ventura de 1945. Problemas a la vista.
Davis se acercó al trote y juntos rodeamos los bungalows en un movimiento
envolvente. Eran casitas individuales de estuco dispuestas en torno a un patio de cemento
y el expediente de John Lembeck lo situaba en la número 3. Unos callejones separaban el
patio de los edificios de apartamentos contiguos y tomé el de la izquierda.
La noche era despejada y de un azul marino intenso. Avancé con cautela por el
callejón con la ayuda de la luz de las ventanas. Las dos primeras casitas tenían las cortinas
echadas, pero en la tercera estaban un poco abiertas para que corriera el aire y las
persianas venecianas no estaban bajadas del todo. Empuñé la pistola, acerqué los ojos a la
rendija de luz y miré.
Cuádruple bingo… y algo más.
El tipo que tenía que ser Miller Treadwell estaba sentado en un cómodo sillón de
orejas, con los pantalones bajados y murmurando «maldita sea, maldita sea». Distinguí
una mano de mujer posada en el brazo del sillón. El agente Stensland, atado e
inmovilizado, yacía en el suelo cerca de la puerta de la estancia delantera. No dejaba de
rascar las ligaduras de las muñecas contra una rejilla de la pared y su respiración expandía
y contraía el esparadrapo que le cruzaba la boca.
Con los ojos cerrados, Miller gimió y una cabeza rubia bonita emergió y le habló:
—Cielo, deja que te diga una cosa, un segundo.
—Maldita sea, chica, no pares.
—Miller, tienes que hacer que te diga dónde ha puesto el dinero.
—Ya tenemos lo nuestro, mujer. Y no nos lo dirá; sabe que lo mataré si lo hace.
Tenemos lo nuestro y podemos negociarte otra vez.
—Papá es demasiado roñoso para pagar más. Podríamos tener el doble, cielo.
Podríamos largarnos y estar juntos y olvidarnos de papá.
—Cielo, no digas tonterías. Tenemos mucha pasta, tu padre tiene mucha más y, en este
estado en que me tienes, no puedo decir más. ¿Quieres…?
La cabeza desapareció de nuevo; Miller volvió a sus gemidos. Me pregunté dónde
estaba Evans y observé cómo Stensland seguía moviendo las muñecas atadas contra la
rejilla. El éxtasis del secuestrador—asesino estaba llegando a un crescendo cuando vi a mi
compañero dentro de la casa, avanzando de puntillas hacia la puerta de paso entre las dos
estancias.
Estaba apenas unos palmos a la espalda de Stensland cuando el federal consiguió
liberarse las muñecas y arrancarse el esparadrapo. El dolor lo hizo enrojecer y seguí su
mirada hacia una automática del 45 que descansaba en el brazo del sillón, junto a la mano
derecha de Miller.
Mientras se debatía con las ligaduras de los tobillos, apresurándose a aprovechar la
distracción del hermano Treadwell, Stensland dio un codazo a la rejilla. Miller volvió del
paraíso al instante y le apuntó con la 45 en el momento que yo introducía mi arma por la
rendija de la ventana. Él disparó al federal; yo le disparé a él; Davis vació su pistola en el
sillón. Conté una docena de detonaciones y todo terminó. Todo, salvo el grito de Jane
Mackenzie Viertel, que batió el récord de duración.
Se presentó un montón de coches patrulla de la comisaría de Hollywood y el furgón de
la carne se llevó a Miller Treadwell y al agente especial Norris Stensland, muerto en acto
de servicio. Un teniente detective nos dijo a Davis y a mí que quería un informe completo
antes de ponerse en contacto con los federales. Retuvimos esposada a la chica Viertel por
principios y, cuando el revuelo pasó y la multitud de mirones se dispersó, la interrogamos
en el patio.
—Aclara lo del dinero —le dije mientras le quitaba las esposas—. ¿Qué sucedió?
¿Dónde está la pasta de la que hablaba Miller?
A la luz de una farola de la calle, Jane Viertel se frotó las muñecas.
—El dinero estaba en dos paquetes. Cuando se armó el lío, se cayeron. Miller y Leroy
cogieron uno que se rompió, se abrió. El tipo del FBI dejó caer el suyo y Leroy huyó
conmigo. Miller también escapó. El agente se llevó a Harwell a su coche; luego regresó y
recuperó el segundo paquete, de modo que Harwell no supiera que lo tenía. Pero Miller lo
vio. Se quedó unos cuantos billete sueltos y escondió el resto del dinero a Leroy. Miller y
Leroy dieron el dinero suelto a esos patanes asquerosos y Leroy pensó que era asunto
terminado. Entonces, Miller y yo nos liamos y me contó que había cuarenta mil para
nosotros.
Observé a la muchacha, un encanto de diecinueve años con astucias de burdel.
—¿Dónde está el dinero de Miller?
Jane advirtió la mirada de amor de Davis al Auburn deportivo.
—¿Por qué habría de decírselo, si se lo devolvería sin más a ese tacaño de mi padre?
—Pagó cien de los grandes para salvarte la vida.
La chica se encogió de hombros y encendió un cigarrillo:
—Probablemente usó los intereses del fondo fiduciario de mamá. ¿Qué le pasa al
gordo? ¿Le ponen los coches, o algo así?
Davis se acercó a nosotros.
—Necesita un decapado completo, pintura nueva, tapicería nueva y neumáticos de
laterales blancos. Entonces será una belleza. —Guiñó el ojo a Jane Viertel y le dijo—:
¿Cuál es tu objetivo en la vida, corazón? ¿Los asesinos comechochos?
Jane sonrió, anduvo hasta el coche y desenroscó el tapón de la gasolina. Echó dentro el
cigarrillo y salió corriendo. Davis y yo nos echamos al suelo y comimos hierba.
El depósito estalló y el coche quedó envuelto en llamas. La chica se levantó e hizo una
reverencia; después volvió a nuestro lado y dijo:
—El dinero de Miller estaba en el portaequipajes.
Una lástima, papaíto. Podrías decirle a mamá que es un pago de impuestos.
Volví a esposar a Jane Viertel; las llamas iluminaron con parpadeos la expresión
desolada de Davis Evans. Se metió las manos en los bolsillos, las sacó vacías y me dijo:
—¿Tienes un par de monedas, colega? Axminster 6-400 es un número de pago.
Necesito una belleza como un cabrón.
DESDE LA AUSENCIA
Durante los años de posguerra serví a dos amos, solucionando problemas y
encargándome de los trapos sucios de los dos hombres que mejor definían L.A. de aquella
época. Para Howard Hughes hice de jefe de seguridad en su fábrica de aviones, de macarra
y de mediador en contratiempos varios de los estudios cinematográficos RKO Pictures;
era el ex poli que podía frustrar intentos de chantaje, hacer que recuperara el carné quien
lo hubiera perdido por conducir borracho, procurar abortos y curas de desintoxicación. A
Mickey Cohen —jefe supremo del hampa y futuro payaso de club nocturno— le hice de
correo y llevaba sus sobornos al DPLA, pues yo era el ex detective de los barrios bajos
que sisaba una parte de los decomisos de droga y permitía que sus chicos del lado sur
volvieran a venderla a las hordas de negros deseosos de volar con Aerolíneas Polvo
Blanco. El gran Howard: siempre en las noticias por estrellar un avión en algún lugar
inapropiado, con la cara contra el panel de mandos en medio de un campo de judías de
cualquier pueblo de mala muerte, para aparecer luego en Romanoff’s, vendado como una
momia y con Ava Gardner del brazo.
Mickey C: también cazador de chochos por excelencia, asiduo de los clubes, a los que
asistía con una pandilla de pirados, asesinos psicópatas, agentes de prensa, escritores de
monólogos y su bulldog, Mickey Cohen Jr., una bestia flatulenta con una polla tan larga
que los matones de Mickey se la ataban a un patín de ruedas para que no la arrastrara por
el suelo.
Howard Hughes. Mickey Cohen. Y yo, Turner Meeks, alias Buzz, de Lizard Ridge,
Oklahoma, cazador de armadillos, esquirol, poli, intermediario y depositario de un secreto
clave para la psique de sus amos: eran a cual más cobarde. Sus intermediarios eran los
aviones y unos chicos para todo lunáticos, mientras que yo iría a cualquier sitio, donde
fuese, con una pistola o la porra de pasma por delante, cortejando una muerte que fuera
portada de periódico para vengar mi vida de mindundi. Y los dos me cortejaban porque yo
ponía en perspectiva su falta de cojones: era irracional, una locura, mal negocio, una cripta
en el cementerio de Forest Lawn años antes de que me llegara la hora. Pero, en esto, el
último en reír fui yo: siempre supe que, cuando tuviera que afrontar la tumba, haría un
hábil bis para seguir vivito y coleando, y escribo estas memorias siendo ya muy viejo,
mientras que los únicos legados de Howard y Mickey son sus ataúdes llenos y una mierda
de biografías.
Howard. Mickey. Yo.
Tarde o temprano, mi trabajo para los dos llegaría a provocar lo que los actuales
abogados yuppies llaman «conflicto de intereses». Por supuesto, fue por culpa de una
mujer y, por supuesto, siendo como era un desgraciado de Oklahoma con tendencias
suicidas, de cuarenta y un años y cada vez más cansado, decidí intentar que se enemistaran
entre ellos porque eso sería ventajoso para mí. Se me acaba de ocurrir una cosa: que estoy
escribiendo esta historia porque echo de menos a Howard y Mickey y hacerlo me brinda la
oportunidad de estar de nuevo con ellos. Tened en mente que los quise, aun cuando los dos
fueran unos capullos de primera clase.
15 de enero de 1949.
En Los Ángeles hacía frío, el cielo estaba despejado y la prensa rememoraba el
segundo aniversario del asesinato de la Dalia Negra, que seguía sin resolverse y sobre el
que todavía se especulaba. Mickey todavía no se había repuesto de la muerte de Hooky
Rothman, que le había dado un beso en la boca a una recortada que sostenía un
perpetrador desconocido, y Howard seguía cabreado conmigo porque a Bob Mitchum lo
habían pillado con marihuana. Creía que mis contactos con la división de Narcóticos
todavía eran tan sólidos que debería haberlo visto venir. Desde Año Nuevo había ido de
Howard a Mickey y viceversa. Las cestas de fruta con la firma de Mick llenas de billetes
de cien dólares tenían que distribuirse a los pasmas, jueces y miembros del consejo
municipal a los que quería untar, y el piloto/magnate me hacía salir a la caza de mujeres
promiscuas. Patrullaba estaciones de autobuses y de trenes en busca de chicas de
proporciones voluminosas que cayeran presa de los contratos de la RKO a cambio de
visitas nocturnas frecuentes. Las cosas me habían ido bien: media docena de granjeras del
Medio Oeste estaban ahora escondidas en los picaderos de Howard, unos apartamentos
estratégicamente situados por todo L.A. Además, yo estaba endeudado hasta las cejas con
un corredor de apuestas del barrio negro llamado Leotis Dineen, un negro de mierda que
medía un metro noventa y dos y odiaba a la gente estilo Oklahoma más que al veneno.
Me encontraba en mi oficina situada en una garita con techo de uralita de Aviones
Hughes cuando sonó el teléfono.
—Howard, ¿eres tú?
—¿Qué ha pasado con «Seguridad. ¿En qué puedo ayudarlo»? —suspiró Howard
Hughes.
—Tú eres el único que llama a esta hora, jefe.
—¿Estás solo?
—Sí. Siguiendo tus instrucciones, en presencia de otros te llamo señor Hughes y te
trato de usted. ¿Qué sucede?
—El desayuno está preparado. Nos veremos dentro de media hora en la esquina de
Melrose con La Brea.
—De acuerdo, jefe.
—¿Dos o tres, Buzz? Yo tomaré cuatro porque estoy hambriento.
Howard se alimentaba sólo de perritos calientes de enchilada. Pink’s Dogs, en Melrose
y La Brea, era a la sazón su lugar favorito. Me constaba a ciencia cierta que allí la
enchilada la hacían con carne de caballo transportada diariamente en avión desde Tijuana.
—Una salchicha. Sin enchilada.
—Ignorante. La de Pink’s es mejor que la de Chasen’s.
—De pequeño tuve un poni.
—¿Y qué? Yo tuve una institutriz. ¿Y crees que no me comería…?
—Dentro de media hora —dije y colgué.
Imaginé que si llegaba cinco minutos tarde no tendría que ver comer al cuarto hombre
más rico de América.
Howard se quitaba hebras de chucrut de la barbilla cuando monté en el asiento trasero
de su limusina.
—No querías, ¿verdad que no?
Pulsé el botón que subía el cristal que nos separaba del conductor.
—No; mi estilo es más el café y los donuts.
Howard me dedicó una larga y lenta mirada, un poco incómodo porque sentados
éramos de la misma estatura, mientras que de pie yo le llegaba a los hombros.
—¿Necesitas dinero, Buzz?
Pensé en Leotis Dineen.
—¿Los negratas bailan?
—Pues claro que sí, pero será mejor que los llames «de color». Nunca se sabe si hay
alguno escuchando.
Larry, el chófer, era chino. El comentario de Howard me llevó a preguntarme si su
último accidente de avión le había abollado la cabeza.
—¿Tienes algo, jefe? —Recurrí a mi frase de apertura habitual.
Hughes sonrió y eructó. La zona del asiento trasero se llenó de emanaciones de grasa
de caballo. Hundió la mano en una pila de papeles que tenía al lado —planos, gráficos,
hojas con aviones garabateados— hasta sacar la foto de una rubia desnuda de cintura para
arriba.
—Gretchen Rae Shoftel —dijo, al tiempo que me la tendía—. Diecinueve años.
Nacida en Prairie du Chien, Wisconsin, el 26 de julio de 1929. Estaba en el apartamento
de South Lucerne, la casa de las pruebas de pantalla. Ésta es la mujer, Buzz. Creo que
quiero casarme con ella. Y se ha marchado. Se ha largado. Ha pasado del contrato, de mí,
de todo…
Examiné la foto. Gretchen Rae Shoftel tenía una pechuga prodigiosa, lo cual no era de
extrañar, el pelo corto y una mirada lista, como si supiera que la segunda prueba de
pantalla del señor Hughes era estrictamente una audición para la cama y una frase
ocasional en alguna producción estúpida de la RKO.
—¿Quién te la buscó, jefe? No fui yo. La recordaría.
Howard eructó de nuevo, en esta ocasión el chucrut que yo no había llegado a catar.
—Recibí la foto por correo en los estudios, junto con una oferta, mil dólares en
efectivo a un apartado de correos a cambio de la dirección de la chica. Lo hice y me
encontré con Gretchen Rae en su hotel del centro de la ciudad. Me contó que había posado
para un viejo guarro cuando estaba en Milwaukee y que debía de haber sido él quien me
había pedido los mil dólares. Gretchen Rae y yo nos hicimos amigos y bueno…
—¿Y me darás un premio si la encuentro?
—Mil dólares, Buzz. En efectivo, aparte de la nómina.
A Leotis Dineen le debía ochocientos y poco. Podría ponerme al día y apostar en la
liga menor de béisbol, ya que los Seals de San Diego empezaban sus partidos de
pretemporada a la semana siguiente.
—Trato hecho. ¿Qué más sabes de la chica?
—Hacía de camarera. Servía coches en el Scrivner’s Drive-In. Eso lo sé.
—¿Amigos, cómplices conocidos, familiares aquí en L.A.?
—Que yo sepa, no.
Respiré hondo para hacerle saber que iba a formularle una pregunta difícil.
—Jefe, ¿no has pensado que esta chica tal vez está buscándote la vuelta con algo? La
foto caída del cielo, los mil dólares a un apartado de correos…
—No —respondió Howard Hughes con desdén—.
Tuvo que ser ese artículo de Confidential, el que sostenía que mis cazatalentos hacen
fotos a mujeres desnudas de cintura para arriba y que las mujeres me gustan bien dotadas.
—¿Sostenía, jefe?
—Ensayo una pose airada por si en algún momento tengo que poner un pleito a
Confidential. ¿Te pondrás en ello de inmediato?
—Rápidamente.
—Estupendo. Y mañana no te olvides de la fiesta de Sid Weinberg. Tiene una nueva
película de terror a punto de estrenar y necesito que mantengas a raya a los cazadores de
autógrafos. A las ocho, en casa de Sid.
—Allí estaré.
—Encuentra a Gretchen Rae, Buzz. Es una mujer especial.
Una de las gracias salvadoras de Howard con las mujeres es que sigue enamorándose
de ellas, aunque sólo después de haber visto fotografías sepia de su pechuga. Eso lo
mantiene más o menos ocupado, entre estrellarse con aviones y diseñar aviones que no
vuelan.
—Bien, jefe.
Sonó el teléfono de la limusina. Howard descolgó, escuchó y murmuró:
—Sí, sí, se lo diré. —Colgó y se volvió hacia mí—. La telefonista de la fábrica.
Mickey Cohen quiere verte. No te entretengas con él, ahora trabajas para mí.
—Sí, señor.
Fue Howard quien me presentó a Mickey, poco antes de que me hirieran en una redada
de drogas y empezase a cobrar la pensión del DPLA. Todavía le echo una mano en sus
negocios de drogas: soy su enlace no oficial con la división de Narcóticos y contacto de
los detectives de narcóticos que se quedan con equis número de gramos de cada onza de
caballo confiscada. El DPLA tiene unas normas no oficiales sobre la heroína: debe
venderse sólo a gente de color, sólo al este de Alvarado y al sur de Jefferson. Yo opino que
no debería venderse en ningún lado pero, ya que se vende, quiero mi cinco por ciento.
Analizo la sustancia con un equipo de química que robé del laboratorio de Criminología;
ningún yonqui pobre va a palmarla con un lote de Mickey Cohen distribuido por Turner
Meeks, alias Buzz. Moralidad dudosa: duermo bien el noventa por ciento de las veces y
hago mis apuestas con corredores negros: el viejo explotador lavándose las manos. El
dinero era mi pensamiento prioritario mientras conducía hacia la tienda de prendas
masculinas de Mickey en el Strip. Siempre necesito dinero y Mick no llama nunca a
menos que haya alguna perspectiva inmediata de conseguirlo.
Encontré al hombre en la trastienda, rodeado de aduladores y de músculo: Johnny
Stompanato, con el tirabuzón engominado de italiano colgando sobre su atractivo rostro,
liado desde hacía un tiempo con Lana Turner; Davey Goldman, subordinado servil de
Mickey y autor de sus monólogos para los clubes nocturnos y hombrecillo de aire
desconfiado; Morris Hornbeck, contable y ex matón de la banda mafiosa de Jerry
Katzenbach en Milwaukee. Después de estrecharles la mano y acercar una silla, me
dispuse a hacer mi plática publicitaria: Tú me pagas ahora, yo hago mi trabajo después de
cumplir un recadito para Howard. Abrí la boca para hablar, pero Mickey se adelantó.
—Quiero que me busques a una mujer.
Yo iba a decir «qué coincidencia» cuando Johnny Stompanato me tendió una foto.
—Un buen coño. No de la calidad de Lana Turner, aunque de primera categoría para el
Departamento de Agricultura.
Se veía venir, desde luego. La foto era una instantánea nocturna, por cortesía del
Preston Sturges’ Players Club, de Gretchen Rae Shoftel parpadeando ante el destello de un
flash, toda la pulcritud de granjera con un ajustado vestido negro. Mickey Cohen le pasaba
un brazo por el hombro, resplandeciente de amor. Tragué saliva para que no me temblara
la voz.
—¿Dónde estaba tu esposa, Mickey? ¿En uno de esos viajes pagados por la
Organización de Mujeres Sionistas de América?
—En Israel, la nueva patria —gruñó Mickey—. Un recorrido de diez días con su club
de mah-jongg. Mientras el gato se va, el ratón aprovecha para jugar. Va-Va-booom.
Encuéntrala, Buzz, muchacho. Mil dólares.
Me puse gracioso, mi reacción habitual al miedo.
—Dos mil o vete a hacer una follada voladora con un donut rodante.
Mickey frunció el entrecejo y pasó a arder a fuego lento. Vi que Johnny Stompanato
disfrutaba con mi bravata, que Davey Goldman tomaba nota de la frase para incluirla en
los monólogos de su jefe y que Morris Hornbeck reaccionaba con retraso, como si no
estuviera absolutamente satisfecho con la obra. Cuando Mick llevaba casi un minuto
ardiendo, dije:
—Quien calla, otorga. Dime todo lo que sabes de la chica y empezaré a partir de ahí.
Mickey Cohen me sonrió con su cara de niño de familia humilde.
—Gilipollas de gentil. Por dos mil, quiero satisfacción garantizada antes de que
transcurran cuarenta y ocho horas.
Yo ya tenía el dinero apostado al béisbol, al boxeo y a tres caballos.
—Cuarenta y siete y pico. Adelante.
Mientras hablaba, Mickey miró a sus muchachos, probablemente porque estaba
cabreado conmigo y necesitaba una rápida maniobra de intimidación. Davey y Johnny
Stomp desviaron la mirada; Morris Hornbeck se puso a temblar como si tratara de
controlar un acceso grave de nerviosismo extremo.
—Gretchen Rae Shoftel. La conocí en el Scrivner’s Drive-In hace dos semanas. Me
dijo que acababa de llegar de un pueblucho de Minnesota o algo así. Gretchen…
—¿Dijo concretamente Minnesota, Mick?
—Exacto. Aliento de Alce, Cagada de Perro, un lugar de esos que están a tomar por
culo, pero lo que es seguro es que mencionó Minnesota.
Morris Hornbeck sudaba. Yo ya tenía una pista caliente.
—Sigue, Mick.
—Bueno, pues la chica y yo empatamos. Convenzo a Lavonne de que visite Israel
antes de que los negros de las dunas lo tomen de nuevo y Gretchen Rae y yo nos liamos y
va-va-boomeamos. Es fantástico. Se muestra evasiva conmigo, no quiere decirme dónde
se aloja y cambia de conversación, me cuenta que busca a un hombre, un amigo de su
padre de Pedo de Antílope o como demonios se llame su pueblo. Y una vez colocada de
vodka-collins, se pone intrigante y habla de un escondite que tiene. Eso…
—Termina —dije.
Mickey se golpeó las rodillas con tanta fuerza que Mickey Cohen Jr., dormido en el
umbral de la puerta a ocho metros de distancia, se despertó y trató de incorporarse hasta
que el patín de ruedas que le sujetaba la polla lo hizo tenderse de nuevo.
—Con quien terminaré será contigo, joder, si no la encuentras. ¡Búscala! ¡Ahora
mismo!
Me puse en pie, preguntándome cómo iba a conseguirlo, con el trabajo de portero en la
fiesta de Sid Weinberg en medio de todo.
—Cuarenta y siete, cincuenta y cinco y contando… —dije mientras le guiñaba un ojo
a Morris Hornbeck, quien, precisamente, era originario de Milwaukee, donde Howard me
había dicho que Gretchen Rae Shoftel se había dejado fotografiar la pechuga por un viejo
guarro. Hornbeck intentó devolverme el guiño, pero fue como si su globo ocular sufriera
un ataque de epilepsia.
—Tráemela —dijo Mickey—. ¿Mañana por la noche estarás en casa de Sid?
—Sí, manteniendo a raya a los cazadores de autógrafos. ¿Y tú?
—Sí. He invertido en la nueva película de Sid. Para entonces quiero noticias frescas,
Buzz, muchacho. Noticias frescas.
—Heladas —le dije y me marché.
Al salir, casi tropecé con el apéndice de Mickey Cohen Jr.
Tres de los grandes a mi alcance. La suspicacia que había notado en Hornbeck empezó
a hervir a fuego lento en mi cocorota; la corazonada de que el «escondite» de Gretchen
Rae Shoftel era el picadero de Howard Hughes en South Lucerne, el lugar donde guardaba
el lote de sujetadores especialmente voladizos que diseñaba para resaltar las tetas de sus
aspirantes a estrella favoritas, las batas escotadas para sus inamoratas de una sola noche y
la colección de películas sólo para hombres que mostraba a los contratistas del Ejército
cuando iban de visita. Se rumoreaba que alguna de ellas la coprotagonizaba Mickey
Cohen, Jr. con una mocita vestida y maquillada a la imagen y semejanza de Amelia
Earhart, la heroína favorita de Howard.
Pero antes estaba el Scrivner’s Drive-In y un interrogatorio rutinario a los compañeros
de trabajo recientes de Gretchen Rae. Mientras conducía hacia allí, la adrenalina del miedo
me abrasaba el alma. Tal vez había puesto el listón demasiado alto para salir intacto de la
situación.
El Scrivner’s estaba en Sunset, a tres manzanas del instituto de secundaria de
Hollywood, y era un local para comer en el coche con ambientación de cohete espacial.
Abundaban las escotillas, los tubos cromados y los ojos de buey. Era Julio Verne visto por
un diseñador marica que arañaba las estrellas colocado de marihuana. Las camareras que
servían los coches, todas de buen año, llevaban ajustados trajes de astronauta y los
cocineros lucían unos cascos espaciales de plástico con visera transparente para protegerse
de las salpicaduras de grasa. Interrogarlos fue como disfrutar el delírium trémens sin
recurrir a la priva. Tras una hora de cháchara e informaciones baratas, me enteré de lo
siguiente:
Que Gretchen Rae Shoftel había trabajado allí de camarera durante un mes, que era
lenta sirviendo y que por la tarde, durante las horas de menos afluencia de público,
abandonaba el puesto. Se le toleraba que lo hiciera porque era un imán atómico que atraía
hombres a mogollón. Era capaz de hacer la cuenta de cada coche de memoria y de calcular
al centavo los impuestos sobre la venta, pero tenía una marcada tendencia a derramar los
batidos de leche y las patatas fritas. Cuando Mickey Cohen, amante de los banana splits,
empezó a husmear por allí y a ir tras ella, el gerente la despidió, temeroso de atraer a los
elementos criminales que habían hecho carrera matando a transeúntes inocentes en su
empeño de liquidar a Mick. Aparte de eso, conseguí una pista convincente, más unas
cuantas suposiciones a las que agarrarme: Gretchen Rae había preguntado a sus
compañeros de trabajo repetidas veces por un cliente habitual desde hacía poco, un
hombre con un largo apellido alemán que había comido en la barra, había hecho trucos de
aritmética con las cuentas de los clientes y asombrado a los parroquianos resolviendo en
cinco minutos el crucigrama del LA Times. Era un tipo viejo con acento europeo y había
dejado de ir por el Scrivner’s justo antes de que Gretchen Rae Shoftel comenzase a
trabajar allí. Según Mickey, la pava había mencionado que buscaba a un amigo de su
padre; Howard había dicho que la chica era de Wisconsin y el acento alemán apuntaba
claramente a tal procedencia. Y Morris Hornbeck, hacía unas horas don Temblores, había
sido matón de la mafia y contable en Milwaukee, la capital del estado. Y… y la
encantadora Gretchen Rae había seguido sirviendo coches después de convertirse en la
consorte de dos de los hombres más ricos y poderosos de Los Ángeles. Toda una
revelación.
Conduje hasta encontrar un teléfono público para hacer unas cuantas llamadas,
normales y a cobro revertido. Un viejo colega del DPLA me dio los antecedentes de
Morris Hornbeck: había cumplido dos condenas por violación de adolescentes. Las dos
demandantes tenían trece años. Un tipo de la policía de Milwaukee con el que había
colaborado me dio noticias del Medio Oeste: el pequeño Mo había sido el glorificado
contable del grupo mafioso de Jerry Katzenbach, expulsado de la ciudad por su jefe en
1947, después de que éste le confiara las ganancias de las apuestas para que las invirtiera
como mejor creyese y Hornbeck abriera un prostíbulo de menores ataviadas como
estrellas de cine, pipiolas vestidas, peinadas y maquilladas para parecerse a Rita
Hayworth, Ann Sheridan, Veronica Lake, etcétera. La operación fue un éxito, pero Jerry
Katzenbach, un padre de familia que pertenecía a la sociedad de los Caballeros de Colón,
lo consideró una mala publicidad. Adiós, Morris. Y era obvio que Morris había encontrado
un hogar acogedor en L.A.
Sobre Gretchen Rae Shoftel no me enteré de nada, y tampoco sobre el chiflado de los
trucos aritméticos similares a los de la camarera/vampiresa. La chica no tenía antecedentes
delictivos ni en California ni en Wisconsin, pero yo habría apostado a que había aprendido
sus técnicas de seducción en la casa de putas de Mo Hornbeck.
Fui en coche hasta el picadero de Howard Hughes en South Lucerne y entré con una
llave de mi llavero de siete kilos de Empresas Hughes. La casa estaba amueblada con
restos de los decorados de la RKO, completados con prendas femeninas apropiadas en
cada uno de los seis dormitorios. En la habitación marroquí había hamacas y divanes de
Nocturno en la Casbah y unos cuantos pantalones de seda de cintura baja dispuestos
formando los colores del arco iris; la habitación de Billy el Niño, donde Howard llevaba a
sus dobles de Jane Rusell, contenía decorados de barras de salón en las cuatro paredes y
ropa de chica vaquera y un colchón tapado con una manta de los indios navajos. Mi
favorita era la habitación del zoo: un puma, un bisonte, un alce y unos linces disecados,
que había cazado Ernest Hemingway, colgaban de la pared con los ojos fijos en una
estrecha franja de suelo cubierta con una sábana. El gran Ernest me había contado que
había diezmado la población de animales de dos zonas de Montana a fin de lograr aquel
efecto. Había una cocina provista de abundante leche fresca, mantequilla de cacahuete y
gelatina para satisfacer las papilas gustativas adolescentes, una habitación para proyectar
películas sólo para hombres y el dormitorio principal. Habría apostado que era allí donde
Howard había instalado a Gretchen Rae Shoftel.
Subí por la escalera trasera, recorrí el pasillo y empujé la puerta, esperando encontrar
la habitación en su estado habitual: una gran cama y unas paredes blancas y lisas, el
irónico acompañamiento a una virginidad arrebatada. Me equivocaba. Lo que vi fue una
suerte de epítome de la vida doméstica americana.
Batidoras, moldes para hacer galletas, tostadoras y juegos de cubiertos encima de la
cama; las paredes estaban festoneadas con calendarios del dibujante Currier & Ives y
portadas enmarcadas del Saturday Evening Post dibujadas por Norman Rockwell. Las
obras de arte eran admiradas por una colección de animales de trapo: pandas, tigres y
personajes de Disney apoyados contra la cama y las cabezas vueltas hacia arriba. En una
esquina, junto a la única ventana de la estancia, había una mecedora de madera curvada al
vapor. En el asiento se amontonaban unos catálogos y les eché una ojeada. Radios
Motorola, artículos de cocina Hamilton Beach, colchas de retales que podían adquirirse
por correo en una población de New Hampshire. En todos estaban marcados los artículos
más baratos. Extraño, ya que Howard dejaba que los chochos del dormitorio principal
tuviesen lo que quisieran, cuentas de crédito de primera clase, el catálogo entero…
Registré el armario. Contenía el guardarropa Hughes estándar de vestidos escotados y
jerséis de cachemira ajustados, más media docena de uniformes de camarera del
Scrivner’s con unos rellenos incorporados que aumentaban los pechos y que Gretchen Rae
Shoftel no necesitaba. Al ver una hilera de colgadores vacíos, busqué más catálogos y
debajo de la cama encontré uno de Bullocks Wilshire. Lo hojeé y encontré faldas y
chaquetas de lana escocesa, americanas de franela y unos decorosos y formales trajes
marcados con un círculo. En la parte superior de la última página estaba escrito el número
de cuenta de crédito de Howard. Gretchen Rae Shoftel, maga de las matemáticas en busca
de otro mago de las matemáticas, contemplaba la idea de convertirse en una recatada
señorita de clase media-alta.
Registré el resto del picadero, un peinado rápido de las otras alcobas y un vistazo a los
armarios de la planta baja. Cajas vacías de Bullocks por doquier. Gretchen Rae había
logrado su transformación. A Howard le gustaba controlar el dinero que gastaban sus
chicas para asegurarse de ese modo su obediencia, pero estuve seguro de que con ésta se
había saltado algunas normas. Me hice pasar por policía y llamé a las compañías de taxis
Yellow y Beacon. Bingo en la Beacon: hacía tres días, a las tres y diez de la tarde, habían
pedido un taxi en el 436 de South Lucerne. Su destino había sido el 2281 de South
Mariposa.
Un gran bingo.
El 2281 de South Mariposa era una guarida de Mickey Cohen, una fortaleza erizada de
púas donde los matones de Mick se escondían durante sus muchas escaramuzas con la
banda de Jack Dragna. Era de cemento y refuerzos de acero. En el refugio
antiaéreo/sótano había un cargamento de comida enlatada y armeros de metralletas y
fusiles de repetición detrás de falsas paredes cubiertas de fotos de chicas ligeras de ropa.
Sólo los chicos de Mickey conocían el lugar, lo cual lo convertía en una prueba
concluyente de que Morris Hornbeck estaba relacionado con Gretchen Rae Shoftel. Me
largué a toda castaña a Jefferson y Mariposa.
Se trataba de una manzana de casas con estructura de madera, pequeñas y bien
cuidadas, casi todas habitadas por japoneses llegados de los campos de internamiento,
deseosos de permanecer juntos y reafirmar su independencia en un territorio nuevo. El
2281 era una vivienda tan inocua y aséptica como cualquiera de la manzana y Mickey
tenía el mejor jardinero japonés de la zona. En la calzada particular no había coches y los
que estaban aparcados junto a la acera parecían inofensivos. El vecino más cercano que
tomaba el sol era un hombre sentado en una mecedora del porche, cuatro casas más abajo.
Me acerqué a la puerta delantera, di un puñetazo a una ventana, metí la mano para abrir el
pasador y entré.
La sala, amueblada por Lavonne, la mujer de Mickey, con sofás y sillas de la tienda de
gangas de Hadassah, estaba ordenada y absolutamente silenciosa. Medio esperaba que un
sabueso asesino se me lanzara encima, pero recordé que Lavonne le había prohibido a
Mick tener perro porque podía mearse en la alfombra. Entonces noté el olor.
La descomposición te ataca los conductos lagrimales y el estómago a la vez. Me até el
pañuelo encima de la boca y la nariz, cogí una lámpara a modo de arma y caminé hacia el
hedor. Procedía del dormitorio delantero de la derecha y era de lo más extraordinario.
Había dos fiambres, un hombre muerto en el suelo y el otro en la cama. El del suelo,
tendido boca abajo, tenía anudado en torno al cuello un camisón blanco de Bullocks que
todavía llevaba la etiqueta con el precio. Tenía estofado de carne incrustado en la cara y la
piel agrietada y roja de haberse escaldado. A pocos metros había una sartén del revés con
restos de comida pegados. Alguien estaba cocinando cuando se había producido el
altercado.
Dejé la lámpara en el suelo y eché un vistazo detallado al fiambre del suelo. Era rubio
y gordo y rondaba los cuarenta años; quienquiera que lo hubiese matado había intentado
quemarle las huellas, pues tenía carbonizadas las puntas de los dedos de ambas manos, lo
cual significaba que el asesino no era un profesional, pues la única manera de eliminar las
huellas es cortar los dedos. Tirado en un rincón, cerca de la cama, había un hornillo
eléctrico. Lo examiné y vi carne quemada pegada a la resistencia. Me acerqué al lado
mismo del fiambre de la cama, por lo que respiré hondo, me apreté la máscara y lo
examiné. Era un tipo viejo, flaco y vestido con prendas demasiado gruesas para el invierno
de L.A. No tenía ninguna marca que lo identificase y le habían cruzado pulcramente las
manos de dedos chamuscados sobre el pecho, descanse en paz, como si el trabajo lo
hubiese hecho un empleado del servicio de pompas fúnebres. Le registré los bolsillos de la
chaqueta y los pantalones —cero— y le di unos toques para ver si tenía huesos rotos.
Doble cero. En aquel preciso instante, un gusano asomó por su boca abierta dando un
saltito espástico en la punta de la lengua.
Volví a la sala, cogí el teléfono y llamé a un hombre que me debía un favor grande,
muy grande, relacionado con el lío de su mujer con una monja negra y un joven
congresista de Whittier. Era un especialista en escenas del crimen de la oficina del sheriff,
un tipo que había abandonado la carrera de Medicina, aficionado a examinar cadáveres y
averiguar la causa de la muerte. Prometió que estaría en el 2281 de South Mariposa al
cabo de una hora y que llegaría en un coche sin distintivos. Me daría diez minutos de su
experiencia forense como pago de la deuda pendiente.
Volví al dormitorio con una maceta de geranios de Lavonne Cohen para mitigar la
pestilencia. Al fiambre del suelo le habían limpiado los bolsillos; el fiambre de la cama no
tenía contusiones en la cabeza y en aquellos momentos había dos gusanos bailando un
tango encima de su nariz. Morris Hornbeck, un profesional, seguramente llevaba una fusca
con silenciador, como casi todos los matones de Mickey, y estaba demasiado flaco para
asesinar cuerpo a cuerpo. Empezaba a pensar que la responsable de las muertes era
Gretchen Rae Shoftel. Aquella mujer comenzaba a gustarme.
El teniente Kirby Falwell apareció al cabo de unos minutos dando unos golpecitos a la
ventana que yo había roto. Fui a abrir y él cargó su equipo hasta el dormitorio, tapándose
la nariz. Lo dejé allí para que hiciera de científico y me quedé en la sala para no herirle el
ego con la información que tenía sobre su esposa. Al cabo de media hora salió y dijo:
—Estamos en paz, Meeks. Al tipo del suelo lo golpearon con un objeto plano y
contundente, tal vez una sartén. Probablemente perdió el sentido y entonces alguien le
vertió la cena en la cara y le hizo quemaduras de segundo grado. Después lo estrangularon
con ese salto de cama. La causa de la muerte sería asfixia. Del viejo, diría que sufrió un
ataque al corazón. Muerte por causas naturales. Cabría pensar en el envenenamiento, pero
no tiene el hígado hinchado. Ataque cardíaco, un cincuenta por ciento de probabilidades.
Ambos llevan unos dos días muertos. He limpiado de restos los dedos de ambos y he
tomado las huellas. Supongo que quieres que se transmitan por teletipo a los cuarenta y
ocho estados.
—No —sacudí la cabeza—. Sólo a California y Wisconsin, pero deprisa.
—En las próximas cuatro horas. Estamos en paz, Meeks.
—Llévate el camisón a casa, Kirby. A tu mujer seguro que le sirve para algo.
—Que te jodan, Meeks.
—Adiós, teniente.
Empecé a sentirme más relajado y, con las luces apagadas, pensé que si Mo Hornbeck
y Gretchen Mae hubiesen sido compinches, o pareja, él se habría ocupado de librarse de
los fiambres, o lo habría hecho ella, o habría pasado alguien a saludar. Me senté en una
silla junto a la puerta delantera, con la lámpara en la mano y dispuesto a blandiría en caso
necesario. La sensación de peligro me tenía inquieto y mis fluidos cerebrales se
enturbiaban tratando de encontrar la manera de salir de aquel lío: mis dos benefactores me
habían contratado a fin de que diera con una misma mujer para su uso exclusivo, a lo que
se sumaba la aparición de dos cadáveres. Por más que me devané los sesos, no fui capaz
de pensar con claridad. Con media hora por delante hasta el momento de llamar a Kirby
Falwell, me rendí y probé la maniobra de «el otro tipo».
La maniobra de «el otro tipo» se remonta a mi juventud en Oklahoma, cuando mi viejo
daba unas palizas de muerte a mi vieja y yo sacaba el colchón a los matorrales para no
tener que oírlo. Ponía trampas para armadillos y, de vez en cuando, oía un chirrido y un
chillido que anunciaba que uno de aquellos estúpidos animales había mordido el cebo y la
trampa le había aplastado el espinazo. Cuando finalmente me dormía, despertaba oyendo
gritos —voces de hombres pegando a mujeres— y sólo era el viento que causaba estragos
entre la pinaza. Entonces empezaba a cavilar maneras de apartar al viejo de la vieja sin
consultar con mi hermano Fud, que estaba en la cárcel de Texas cumpliendo condena por
atraco a mano armada y lesiones graves con agravantes. Sabía que no tenía pelotas para
enfrentarme a papá directamente, así que me ponía a pensar en otra gente, sólo por
quitármelo a él de la cabeza. Y aquello siempre me permitía llevar a cabo un juego:
convencer a alguna mujer de la parroquia para que llevase una tarta y literatura religiosa al
viejo para que se calmara; aprovecharme de algún menda que opinara que mi madre era
una belleza y acercarlo a ella, sabiendo que papá era un cobarde ante otro hombre y que la
trataría bien durante semanas y semanas para no perderla. Este último juego nos benefició
a todos al final, pues fue inmediatamente antes de que la vieja cogiera el tifus. Se metió en
la cama con fiebre y el viejo se acostó con ella para que no pasara frío. Se contagió y
murió, dieciséis días después que la vieja. En aquellas circunstancias, uno no podía por
menos de creer que entre ellos no había otra cosa que amor hasta el final de la función.
Así, la maniobra de «el otro tipo» te saca del agujero y, al mismo tiempo, hace que
otro pobre desgraciado se sienta bien. Cuando era poli en el barrio negro, lo puse en
práctica más de una vez: dejaba escapar a algún patético fumador de hierba, le mandaba
un cesto de frutas por Navidad y luego le pedía que delatara a un vendedor de caballo y
me quedaba el cinco por ciento de la mercancía, lleno de alegría navideña. Ahora, el único
problema con esta maniobra era que me hallaba entre los cuernos de un dilema
monumental: Mickey y Howard, dos patronos y una única mujer. Y reconocer el fracaso
delante de alguno de ellos iba contra mi religión.
Dejé de pensar y llamé a Kirby Falwell, de la oficina del sheriff. Su teletipo a dos
estados había dado los siguientes frutos:
El fiambre del suelo era Fritz Steinkamp, pistolero de Chicago-Milwaukee, una
condena por intento de asesinato, actualmente en libertad condicional. Se creía que era un
matón de Jerry Katzenbach. Don Ataque al Corazón era Voyteck Kirnipaski, cómplice
conocido de Katzenbach y tres veces condenado por extorsión y hurto mayor: en concreto,
estafas con acciones. Como la foto resultaba cada vez menos borrosa, llamé a Howard
Hughes a su habitación del Bel Air Hotel. Dos tonos, colgar, y luego tres más, para que
supiera que no era un columnista chismoso.
—¿Sí?
—Howard, ¿has estado en Milwaukee durante los últimos años?
—Estuve en Milwaukee en la primavera del 47. ¿Por qué?
—¿Alguna posibilidad de que fueras a un prostíbulo de chicas ataviadas como actrices
de cine?
—Buzz, ya conoces mi presunta propensión a frecuentar esos sitios. ¿Esto está
relacionado con Gretchen Rae?
—Sí. ¿Fuiste?
—Sí. Tenía que entretener a unos colegas del Pentágono y nos corrimos una fiesta con
varias jóvenes. La mía se parecía ajean Arthur, sólo que un poco más… dotada. Jean me
rompió el corazón, Buzz, ya lo sabes.
—Ya. ¿Y los jefes y oficiales se emborracharon y se fueron de la lengua hablando de
su trabajo delante de las chicas?
—Sí, supongo que sí. ¿Y eso qué tiene que…?
—Howard, ¿de qué hablasteis Gretchen Rae y tú, aparte de tus fantasías sexuales?
—Bueno, Gretchy parecía interesada en los negocios, fusiones de empresas, las
pequeñas compañías que he ido comprando, ese tipo de cosas. Y también de política. Mis
colegas del Pentágono decían que las cosas en Corea se están calentando, lo cual
significaría mucho negocio para la industria aeronáutica. Las chicas listas siempre se
interesan por las empresas de sus amantes, Buzz, eso ya lo sabes. ¿Tienes alguna pista de
ella?
—Claro que sí. Jefe, ¿cómo has conseguido mantenerte rico y vivo tanto tiempo?
—Confiando en las personas adecuadas. ¿Me crees?
—Claro que sí.
Decidí prolongar tres horas más la vigilancia, sentado en la oscuridad. Hice una
incursión al frigorífico para proveerme de energía y puse en marcha la maniobra de «el
otro tipo», un mitzvah para Mickey por si me veía obligado a enviar a Gretchen Rae con
Howard: su mismísima asesina adolescente. Primero envolví a Fritz Steinkamp con las
cortinas de calicó de tres ventanas y lo cargué hasta el coche; luego momifiqué a Voyteck
Kirnipaski con un cubrecama y lo encajé en el maletero, entre Fritz y la rueda de
recambio. A continuación efectué un repaso rutinario de la casa para borrar huellas,
apagué las luces y me dirigí a Topanga Canyon, al vertedero de residuos químicos
gestionado por Herramientas Hughes. Se trataba de un depósito burbujeante de agentes
cáusticos, adyacente a un campamento diurno para chicos pobres: una estratagema de
Howard para eludir impuestos. Tiré a Fritz y Voyteck al caldero y los oí crepitar,
chasquear y estallar como copos de arroz Kellog’s. Luego, pasada ya la medianoche, me
acerqué al Strip en busca de Mickey y sus lacayos.
No estaban en el Trocadero, en el Mocambo ni en La Rue. Tampoco en Sherry’s ni en
Dave’s Blue Room. Llamé al teléfono nocturno de información del Departamento de
Vehículos a Motor, me hice pasar por pasma y me enteré de los datos del coche de Mo
Hornebeck: un Dodge Cupé de 1946 de color oscuro, CAL-4986-J, domiciliado en el 896
de Moonglow Vista, South Pasadena. Crucé la colina siguiendo Arroyo Seco y me dirigí a
la casa, que estaba en una manzana de bungalows con patio.
El 896 quedaba en el extremo izquierdo de aquella moderna construcción de estuco:
pasamanos redondeados y lucernas oblongas alrededor de unas diminutas ventanas
estrictamente de adorno. No había luces encendidas y el coche de Hornbeck no estaba
aparcado en la parte trasera. Quizá Gretchen Rae estuviera dentro, armada con animales de
trapo, saltos de cama que eran armas de estrangular, cacerolas de estofado y sartenes, y
eso de repente hizo que me importara un pimiento si el mundo follaba o rezaba, si iba por
el recto camino o se descarriaba. Derribé la puerta de una patada, le di al interruptor de la
pared y una gran bestia peluda de colmillos afilados como cuchillas me hizo caer de culo
al suelo.
Era un dóberman, todo él bruñido músculo negro sediento de sangre: de la mía. Me
mordió el hombro y se hizo con un bocado de estambre de Hart, Schaffner & Marx. Me
mordió en la cara y se llevó un derechazo de Meeks, lanzado desde una posición difícil,
que lo hizo dudar un momento. Hundí la mano en el bolsillo en busca de mi destripador de
sapos de Arkansas, le di al resorte y blandí la hoja. Llegué a rozar las patas y el morro de
la bestia, pero continuó ladrando y mordiendo.
La única manera de librarse de aquel hijo de puta era ofrecerle un blanco inmóvil. Me
pasé el brazo derecho sobre los ojos y me quedé tumbado boca abajo. Rex el Perro
Maravillas se lanzó a mi gran codo grueso y jugoso. Le clavé la navaja en la tripa, la
hundí y la moví hacia delante. Las entrañas me cayeron encima; Rex me vomitó sangre en
la cara y murió con un gorgoteo entrecortado.
De una patada, me quité de encima el tercer fiambre del día. Fui trastabillando al baño,
revolví el botiquín y encontré agua de hamamelis. Me limpié la mordedura del codo y las
marcas de dientes de los nudillos, que rezumaban sangre. Respiré hondo, me mojé la cara
en el lavamanos, me miré en el espejo y vi a un gordo de mediana edad, aterrorizado y
cabreado hasta los calzoncillos, metido en un pozo de mierda muy, muy hondo. Le sostuve
la mirada unos segundos pensando que no era yo. Luego hice añicos la imagen estrellando
contra ella la botella de agua de hamamelis y registré el resto del bungalow.
El dormitorio más grande debía de ser el de Gretchen Rae. Estaba lleno de juguetes
infantiles; osos panda y muñecas de feria, carteles de actores de cine y banderines
universitarios en las paredes. En el vestidor se amontonaban utensilios de cocina todavía
por desembalar y sobre la colcha había fotos publicitarias de los chicos guapos de la RKO.
El otro dormitorio apestaba a Vics Vaporub, a linimento, sudor y flatulencias. Las
paredes estaban vacías y el espacio lo ocupaba casi por completo una cama de somier
hundido. Vi un frasco de medicina en la mesilla de noche. El doctor Revelle recetaba
demerol al señor Hornbeck y, al mirar debajo de la almohada, encontré un revólver del
calibre 38, especial de la policía. Hice girar el tambor, extraje las cuatro balas y me guardé
la pipa bajo el cinturón. Después regresé a la sala y recogí el perro con cuidado, pues no
quería empaparme de aquella masa sanguinolenta. Vi que era una hembra y que la chapa
del collar ponía «Janet». Aquello me pareció lo más divertido que había ocurrido nunca
desde la invención del vodevil y me eché a reír como un loco, casi al borde del histerismo.
En una esquina había una cama de perro de Abercrombie & Fitch; arrojé a Janet en ella,
apagué las luces de la habitación, encontré un sofá y me derrumbé. Me dirigía hacia una
suerte de neblina de temblores cuando un crujido en la madera, un «Oh, Dios mío»
ahogado y un resplandor amarillo cálido hicieron que me levantara de un salto.
—¡Janet! ¡Oh, no!
Mo Hornbeck fue derecho hacia la perra muerta sin reparar en mi presencia. Yo
alargué una pierna para ponerle la zancadilla y cayó de morros, casi chocando con los de
Janet. Y yo me planté a su lado, le puse la pistola en la sien y grité como el típico
psicópata asesino de Oklahoma que podría haber sido.
—Chico, vas a hablarme de ti, de Gretchen Rae y los muertos de Mariposa. Vas a
hablarme de ella y Howard Hughes y vas a hacerlo ahora mismo…
Hornbeck hizo gala de ciertos cojones y, evitando mirar al perro, clavó los ojos en mí.
—Que te jodan, Meeks —dijo.
«Que te jodan» era aceptable si procedía de un detective del sheriff que estaba en
deuda conmigo, pero no si lo decía un matón que violaba adolescentes. Abrí el tambor de
la 38, le mostré los dos cartuchos, lo cerré y le acerqué el cañón a la cabeza.
—Habla. Ahora.
—Que te jodan, Meeks —repitió Hornbeck.
Apreté el gatillo y él contuvo una exclamación, miró al perro y las sienes se le
pusieron púrpura y las mejillas encarnadas. Viéndome en una celda contigua a la de Fud,
los hermanos Meeks jugando una partida de cartas a través de los barrotes, disparé de
nuevo y el percutor dio en otra recámara vacía. Hornbeck mordió la alfombra para
controlar los temblores y se tiñó de un púrpura intenso, palideciendo progresivamente al
carmesí, al rosa y al blanco cadáver. Por fin, escupió polvo y pelo de perro y susurró:
—Las pastillas de la mesita de noche y la botella del aparador.
Obedecí y los dos nos sentamos en el porche como buenos amigos y apuramos los
restos de la botella, Overholt Bonded añejo. Hornbeck combinó el demerol con la priva,
voló al séptimo cielo y me contó la historia más triste que hubiera oído nunca.
Gretchen Rae era su hija. La madre se largó de casa al poco de tenerla, dirigiéndose a
un destino desconocido con un chófer de la cervecera Schlitz del que se decía que tenía
una polla de más de veintidós centímetros, una especie de versión humana de Mickey
Cohen Jr. Hornbeck crio a Gretchen lo mejor que pudo, soportando la atracción que sentía
por la chica, avergonzado de ello hasta que le llegaron unas curiosas noticias: que cuando
la pequeña fue concebida, su mujer se acostaba con todo el turno de noche de la cervecera.
Por principios, mantuvo las manos quietas y desfogó su lujuria en los campamentos de
furcias novatas de Green Bay y Saint Paul.
Gretchy creció extraña, avergonzada de su viejo, un matón de banda y asesino
ocasional. Adoptó el apellido de soltera de su madre y hundió la cabeza en los libros. Los
ejercicios de aritmética, los números y el cálculo eran lo que más le gustaba y resultó muy
buena en esas materias. También se juntó con una gente dura del sur de Milwaukee.
Cuando tenía quince años, un novio polaco le pegaba cada noche unas palizas que la
dejaban tonta durante una semana. Mo lo supo, le puso al chico unos patines de cemento y
lo arrojó al lago Michigan. El padre y la hija tuvieron un feliz reencuentro, unidos por la
venganza.
Mo ascendió en la organización de Jerry Katzenbach; Gretchen ganó pasta
prostituyéndose en los bares de los hoteles de Chicago. Mo instaló a Gretchen Rae como
supervisora de un burdel de lujo: dobles de estrellas de la pantalla y habitaciones
pinchadas para recoger información del mundo del hampa y la política que pudiera
resultar útil a Jerry K. Allí, Gretchen trabó amistad con Voyteck Kirnipaski, especializado
en estafas financieras. Una noche, cuando espiaba por un orificio de la ventilación
mientras Howard Hughes y unos militares de tres estrellas jugaban con Jean Arthur, Lupe
Vélez y Carole Lombard en versión pipiolas, se enteró de jugosos chismes de Wall Street
y advirtió que aquello podía ser el inicio de algo grande. Por aquella época, a Mo le
detectaron un cáncer de estómago y le dijeron que le quedaban cinco años como máximo y
que disfrutara de la vida mientras todavía estaba a tiempo. El dinero que escaqueaba de los
libros de contabilidad de Jerry Katzenbach le sirvió para pagarse un tratamiento de
primera clase. Mo le plantó cara a la larga enfermedad. Jerry K. tuvo mala publicidad a
causa de su prostíbulo, así que lo cerró y desterró a Mo a la costa, donde Mickey Cohen lo
recibió con los brazos abiertos y utilizó su influencia para que los dos pecadillos de
violación de menores de Mo quedasen en nada.
De regreso a Milwaukee, Gretchen Rae fue a clase de técnicas comerciales y
empresariales en Marquette y se acostó gratis con Voyteck Kirnipaski cuando se enteró de
que trabajaba para Jerry K. y estaba descontento con la paga. Entonces, Mo sufrió una
recaída y volvió a Milkwaukee de visita; Voyteck se largó de la ciudad con un fajo de
billetes de Katzenbach para financiar estafas de las suyas en L.A. Gretchen Rae, que
siempre leía los periódicos con los ojos puestos en las repercusiones políticas, relacionó la
situación coreana con las conversaciones sobre droga que habían tenido Howard y el
militar en el burdel y decidió extraerle más información al gran hombre. Mo le tomó unas
fotos de la pechuga a su hija y se las mandó a Howard, quien mordió el anzuelo. Gretchy
obtuvo pistas de que Voyteck, buscadísimo fugitivo, frecuentaba el Scrivner’s Drive In y,
queriendo reclutar su ayuda para posibles chantajes, entró a trabajar allí. El encoñamiento
de Mickey Cohen con ella obstaculizó las cosas, pero Gretchen pensó que, en cierto modo,
podía aprovecharse de la influencia del pequeño gran hombre. Se convirtió en su consorte,
al tiempo que estaba liada con Howard, y padre e hija fingían no conocerse en las
reuniones celebradas en el club nocturno de Mickey. Luego, en un motel de Santa Monica,
localizó a Voyteck, aterrorizado de que los matones de Katzenbach le pisaran los talones.
Mo le dio a su hija la llave del escondite de Mickey en Mariposa y ella ocultó allí a
Voyteck, yendo y viniendo al picadero de Howard, sonsacándole sutilmente información a
éste al tiempo que exprimía a Kirnipaski de manera flagrante y trataba de atraerlo a su
trama de planes. Gretchen estaba haciendo progresos cuando Fritz Steinkamp apareció en
escena. Y vaya si ella no aprovechó la ocasión y lo ahogó, lo escaldó y lo frio hasta la
muerte. A continuación, intentó tranquilizar al aterrorizado Voyteck, pero éste sufrió un
paro cardíaco: una explosiva combinación de un intento de asesinato, un asesinato y la
lengua de una asesina. Gretchen Rae, presa del pánico, se marchó con el dinero que había
estafado Voyteck y estaba tratando de pasar datos «secretos y procedentes de información
privilegiada» sobre las acciones de Hughes a una lista de posibles clientes que Kirnipaski
había compilado. La chica estaba escondida en algún lugar, Mo no sabía dónde, y al día
siguiente llamaría a las casas y oficinas de su nueva hornada de «clientes» en perspectiva.
En algún momento de la narración, Mo comenzó a gustarme, casi tanto como me
gustaba Gretchen Rae. Seguía sin ver una salida al lío, pero había algo que me picaba la
curiosidad: los objetos infantiles, los electrodomésticos, toda la parafernalia hogareña que
Gretchy había acumulado.
—¿Y qué ocurre con toda esa ropa, los cacharros y los muñecos de trapo? —pregunté
cuando Mo hubo terminado de contar la historia.
Morris Hornbeck, que sería pasto de los gusanos al cabo de seis meses, suspiró.
—El tiempo perdido, Meeks. Padre e hija se reencuentran, algo que teníamos que
haber hecho hace años. Pero ahora eso se ha terminado.
Señalé la perra muerta, cuyas patas, debido al rigor mortis, empezaban a curvarse
como si fuera a pedir galletas durante toda la eternidad.
—Tal vez no. Lo que es seguro es que no tendrás una mascota de confianza, pero tal
vez llegues a catar lo demás.
Morris fue a su cuarto y se durmió. Me repantigué en la tumbona del porche abrazado
a un panda de trapo y apagué las luces para asegurarme de que el cerebro trabajase bien.
La manipulación directa de Mickey y Howard quedó enseguida descartada, por lo que
pasé a la maniobra de «el otro tipo», pero encontré un obstáculo inesperado.
Sid Weinberg.
Productor de la RKO.
Un proveedor asquerosamente rico de películas baratas de monstruos, cintas
infumables para el circuito de los autocines que era una mina.
Un puntal valioso de la RKO. Sus películas nunca fracasaban. Howard le lamía el
culo, lo adoraba, porque en la visión de Sid de lo que debía ser el rodaje de un film
contaba hasta el último céntimo, y le daba carta blanca en el estudio.
«Preferiría perder mi ya sabes qué a quedarme sin Sid Weinberg.»
Mickey Cohen estaba en deuda con Sid Weinberg, propietario del Blue Lagoon, donde
Mickey tenía ocasión de interpretar sus atroces numeritos de comedia sin la molesta
presencia de polis alrededor, pues Sid tenía contactos en el DPLA.
Mick: «Preferiría vivir sin orinal a vivir sin Sid, pues tendría que comprarme un club
nocturno y eso no es divertido: es como comprarte un equipo de béisbol para poder jugar.»
Sid Weinberg era viudo, un hombre con dos hijas, unas hijas ya creciditas que lo
trataban con aires de superioridad, como si fuera un bufón. A menudo hablaba de su deseo
de encontrar una asistenta interna que sacara un poco el polvo y, de paso, le pegara alguno
a él. Se sabía que, quince años atrás, había estado enamorado de una rubia deslumbrante,
una estrella en ciernes, llamada Glenda Jensen, que un día se esfumó sin dejar rastro. Yo
había visto fotos de Glenda y guardaba un sospechoso parecido con mi asesina
adolescente favorita. A las ocho de la noche del día siguiente, Sid Weinberg daría una
fiesta para celebrar el estreno de La novia del monstruo del surf. Yo me encargaría de la
cuestión de seguridad. Mickey Cohen y Howard Hughes estaban invitados.
Me dormí con aquel pensamiento en la cabeza y soñé que unos benévolos perros
muertos me subían a lomos hasta el cielo con los bolsillos llenos de dinero ajeno.
La mañana siguiente, salimos en busca de la hija pródiga. Yo iba al volante y Mo me
guiaba. Íbamos adonde él suponía que estaría Gretchen Rae, basándose en la última
conversación mantenida con ella dos días antes, una charla colmada de pánico. La chica
tenía miedo de que los teléfonos estuvieran pinchados. Mo le había dicho que dejaría
enfriar las pruebas y que luego se desharía de ellas.
Lo cual, por supuesto, no había hecho. Según Mo, Gretchen le contó que Voyteck
Kirnipaski le había dado una lista de tiburones del distrito financiero que podían estar
interesados en sus gráficas de las empresas de Hughes: cuándo comprar y vender
participaciones en Toolco, o en la fábrica de aviones y su miríada de empresas
subsidiarias, basándose en las informaciones que tenía sobre las inminentes firmas de
contratos con el Ejército y en su valoración de la probable fluctuación del precio de las
acciones. Mo insistió en que precisamente por eso Gretchen tiraba del catálogo de
Bullocks. Quería parecer una ejecutiva, no una seductora/asesina.
Así que recorrimos el centro de la ciudad por el carril de velocidad lenta y cruzamos el
distrito financiero de Spring Street con la esperanza de encontrarnos a Gretchen mientras
hacía sus visitas de trabajo. Yo me había ganado parcialmente a Mo con palabras amables
y la promesa de enterrar a Janet en un lujoso cementerio para animales domésticos de
Hollywood Oeste, pero noté que todavía no confiaba del todo en mí, pues llevaba
demasiados años al lado de Mickey. Me miró fijamente pero de soslayo y sólo respondió
con gruñidos a mis intentos de entablar conversación.
Transcurrió la mañana. A continuación vino la tarde. Mo no tenía pistas del lugar
desde donde Gretchen Rae hacía las llamadas, por lo que seguimos dando vueltas por
Spring Street, entre la Tercera y la Sexta y vuelta a empezar, deteniéndonos cada dos horas
a mear en Pig & Whistle, en la Cuarta y Broadway. Anocheció y empecé a asustarme: mi
maniobra de «el otro tipo» sólo saldría a la perfección si llevaba a Gretchy a tiempo a la
fiesta de Sid Weinberg.
Las seis.
Las seis y media.
Las siete.
Las siete y nueve. Estaba doblando la esquina de la Sexta cuando Mo me agarró por el
brazo y señaló por el cristal a una mujer que miraba los periódicos de un quiosco. Vestía
traje de sarga y tenía pinta de secretaria.
—Allí. ¡Esa es mi niña!
Me acerqué. Mo asomó la cabeza por la puerta y agitó el brazo.
—¡No, Gretchen! —gritó.
Yo estaba poniendo el freno de mano cuando vi que la chica, Gretchen, con el pelo
recogido en un moño, se fijaba en un hombre de la calle y salía corriendo. Mo se apeó del
coche y caminó hacia el hombre, que sacó un monstruoso pistolón, apuntó y disparó dos
veces. Mo cayó muerto en medio de la acera. Le habían volado la mitad de la cara. El
hombre persiguió a Gretchen Rae y yo lo perseguí a él.
La chica entró corriendo en un edificio de oficinas. El pistolero le pisaba los talones.
Yo también entré, miré hacia arriba y lo vi en el rellano del segundo piso. Cerré de un
portazo y retrocedí un paso. Esta acción llevó al asesino a desperdiciar dos disparos. A mi
alrededor estallaron cristales y madera. Cuatro cartuchos. Quedaban dos.
Gritos en la calle. Pasos de dos personas corriendo escaleras arriba. Sirenas lejanas.
Corrí hasta el descansillo.
—¡Policía! —grité. La palabra propició dos bang-bang que rebotaron. Subí mi culo
gordo hasta la tercera planta como un derviche flácido.
El pistolero hurgaba en un bolsillo lleno de balas sueltas. Me vio justo cuando abría el
tambor de la pipa. Me separaban de él tres peldaños. Como no le daba tiempo a cargar y
disparar, empezó a soltar patadas. Lo agarré por el tobillo y tiré escaleras abajo. Caímos al
descansillo, junto a una ventana abierta, en un enredo de brazos y piernas.
Nos atizamos como dos pulpos, con golpes e intentos de sacarnos los ojos que en
realidad no alcanzaban su destino. Al final logró asirme por el cuello. Yo alargué las
manos entre sus brazos y le metí los pulgares en los ojos. El muy hijo de puta me soltó lo
suficiente para que le pateara las pelotas. Se retorció y lo agarré por el pelo. No veía, pero
agitaba los brazos y lo tiré por la ventana de cabeza. Cayó espatarrado en el asfalto y,
aunque estaba en el tercer piso, oí que el cráneo se le rompía como una gigantesca cáscara
de huevo.
Recuperé el aliento, subí a la azotea y abrí la puerta. Gretchen Rae estaba sentada en
un rollo de cartón embetunado, fumando un cigarrillo. Dos largas lágrimas solitarias
rodaban por sus mejillas.
—¿Has venido para llevarme de vuelta a Milwaukee? —inquirió.
—No —fue lo único que se me ocurrió decir.
Gretchen alargó la mano detrás del cartón y cogió un portafolios, nuevo y reluciente,
de Bullocks Wilshire. Las sirenas de abajo callaron. Dos cadáveres daban mucho que
hacer a un montón de policías.
—¿Mickey o Howard, señorita Shoftel? —pregunté—. Puedes elegir.
—Los dos apestan. —Apagó el cigarrillo, señaló con el pulgar por encima de la
barandilla de la azotea al pistolero muerto y añadió—: Me arriesgaré con Jerry
Katzenbach y sus amigos. Mi padre murió luchando. Yo haré lo mismo.
—Tú no eres tan estúpida —comenté.
—¿Juegas a bolsa?
—¿Quieres conocer a un hombre rico y guapo que necesita amistad? —repuse.
Gretchen señaló una escalera que comunicaba la azotea con la salida de incendios del
edificio vecino.
—Sí es ahora, acepto.
Mientras íbamos en taxi hacia Beverly Hills, puse a Gretchen en antecedentes del
juego, prometiéndole todo tipo de bonificaciones que no podría cumplir, como la beca
para estudiantes pobres de ciencias empresariales de la Universidad de Marquette. Cuando
nos detuvimos ante la casa de estilo Tudor de Sid Weinberg, la chica se había soltado el
pelo, se había maquillado y estaba dispuesta a bailar el tango de salvarme el culo.
A las ocho y tres minutos, la mansión estaba iluminada como un árbol de Navidad.
Había extras vestidos de monstruos con trajes de goma verde que servían bebidas en el
jardín delantero y unos bailes en la azotea atronaban con el tema de amor de una película
previa de Weinberg, El ataque de las gárgolas atómicas. Mickey y Howard siempre
llegaban tarde a las fiestas para que no se les viera demasiado interesados en ellas, por lo
que imaginé que tenía tiempo de preparar las cosas.
Acompañé a Gretchen al interior y nos encontramos con una escena increíble: los
grandes, los casi grandes y los no grandes de Hollywood bailaban el boogie-woogie con
montones de coristas, chicos y chicas, vestidos como monstruos del surf, gárgolas
atómicas y roedores procedentes de Marte; los encargados de las barras bebían ponche de
las poncheras con unos sifones parecidos a una pistola de rayos; mesas de fiambres teñidas
de verde monstruo del surf ante las que los invitados pasaban de largo para concentrarse
en la buena priva de siempre, para la que hacían cola veinte personas. Abundaban los
chochos bonitos pero Gretchen Rae, con el pelo suelto como Glenda Jensen, el antiguo
amor de Sid Weinberg, atraía la mayor parte de las miradas lobunas. Me quedé con ella
junto a la puerta delantera y cuando llegó la limusina de Howard Hughes le susurré:
«Ahora.»
Gretchen se escabulló hacia el despacho privado de Sid Weinberg, una estancia con la
pared frontal acristalada, moviéndose a cámara lenta. Howard, alto y apuesto en su
esmoquin hecho a medida, cruzó la puerta y me saludó. A mí, su leal lacayo.
—Buenas noches, señor Hughes —dije en voz alta y, entre dientes, añadí—: Me debes
mil dólares.
Señalé el despacho de Sid. Howard me siguió. Llegamos en el preciso momento que
Gretchen Rae Shoftel/ Glenda Jensen y Sid Weinberg se morreaban con la boca muy
abierta.
—Yo presionaré a Sid, jefe. Lo que es kosher, es kosher. Atenderá a razones. Confía en
mí.
Durante los seis minutos siguientes, vi al cuarto hombre más rico de América pasar de
cachorro desconsolado a encallecido barón del hampa y de nuevo a cachorro al menos una
docena de veces. Finalmente, metió las manos en los bolsillos, sacó un fajo de billetes de
cien dólares y me lo dio.
—Búscame otra como ella —dijo, antes de marcharse hacia su limusina.
Durante las horas siguientes, trabajé en la puerta, ahuyentando a los cazadores de
autógrafos y a los que querían colarse, mirando a Gretchen/Glenda y Sid Weinberg
mientras saludaban a los invitados: terciopelo instantáneo para la chica, la juventud
recuperada para aquel triste viejo. Gretchen se reía, pero yo sabía que lo hacía para
contener las lágrimas y me di cuenta de que en aquel momento, agarrada a Sid, ni siquiera
sabía de quién era aquella mano. Seguí deseando poder estar a su lado cuando las lágrimas
se desbordaran de veras, cuando volviera a ser por poco tiempo una niñita de carne y
hueso, antes de convertirse de nuevo en una lince de las finanzas y en una puta. Mickey se
presentó en el momento en que comenzaba la película y Davey Goldman me dijo que
estaba cabreado. A Mo Hornbeck se lo había cargado un matón alemán de Milwaukee que
luego se había tirado por una ventana. Alguien había entrado a robar en el escondite de
Mariposa Street y Lavonne Cohen había regresado de Israel tres días antes de lo previsto y
lo tiranizaba. Apenas oí las palabras. Gretchy y Sid se arrullaban junto a la mesa de
fiambres y Mickey iba derecho hacia ellos.
No oí lo que decían, pero descifré las tres caras. A Mickey la situación lo había pillado
desprevenido, pero saludó con amabilidad a su radiante anfitrión; Gretchen temblaba de la
conmoción que le había causado la muerte de su viejo. El matón número uno de L.A. se
alejó de la pareja con una educada inclinación de la cabeza, se me acercó y le dio un toque
a mi pajarita hasta ponérmela en la cara.
—Lo único que vas a sacar son mil dólares, cabrón. Tenías que haberla encontrado
antes.
Así que la cosa salió bien. Nadie me relacionó con la muerte del matón de
Milkwaukee. Gretchen no fue imputada por el asesinato de Steinkamp y su complicidad
en la defunción de Voyteck Kirnipaski. Y, como es natural, los fiambres hervidos en
químicos nunca fueron descubiertos. Mo Hornbeck tuvo una parcela en el cementerio
Mount Sinai y Davey Goldman y yo metimos a Janet en el ataúd con él en el tanatorio. Le
di una propina al rabino bajo mano y salió de la habitación a llamar a su corredor de
apuestas. Pagué la deuda a Leotis Dineen y enseguida volví a estar endeudado con él.
Mickey se lio con una bailarina de striptease llamada Audrey Anders; Howard ganó pasta
gansa vendiendo piezas de avión para la guerra de Corea y retozó con la docena
aproximada de dobles de Gretchen Rae Shoftel que le conseguí. Gretchen y Sid Weinberg
se enamoraron y al pobre magnate-piloto se le rompió el corazón.
Gretchen Rae y Sid.
Ella quitaba un poco el polvo y también debía de echar muchos con él. Además, se
convirtió en su asesora personal de inversiones y le hizo ganar mucho dinero, del cual se
quedó con un porcentaje sustancial que invirtió en propiedades en los barrios pobres y lo
vio crecer, crecer y crecer. Gretchen, dueña de los barrios pobres, también actuó en la
única película de Weinberg en la que éste perdió dinero, un drama lacrimógeno llamado
Glenda sobre un productor de cine que se enamora de una actriz en ciernes que desaparece
de la faz de la tierra. El consenso de la crítica fue que Gretchen Rae Shoftel era una birria
de actriz, pero que tenía una buena pechuga. Se rumoreaba que Howard Hughes había
visto la película más de cien veces.
En 1951 me vi implicado en una investigación del Gran Jurado que salió mal de una
manera tremenda y terminé haciéndome a la carretera permanentemente, don Anónimo en
mil pequeñas poblaciones. Mickey Cohen cumplió un par de condenas federales por
evasión de impuestos, salió en libertad condicional cuando ya era viejo y volvió a
establecerse en L.A. como personaje local muy apreciado, un recuerdo de los alegres
viejos tiempos. Howard Hughes, al final, se quedó colgado de la droga y la religión y leí
en una biografía que estuvo enamorado de una puta rubia hasta que estiró la pata. Pasaba
horas en el hotel Bel Air mirando su foto, escuchando una ardiente versión de «Desde la
ausencia» una y otra vez. Pero yo sé que no era así. Probablemente eran montones de fotos
distintas, todas fotos de pechugas, y la música era el lamento por una época en que el amor
salía barato. Sin embargo, creo que Gretchen era especial para él. Todavía lo creo.
Echo de menos a Howard y Mickey y escribir esta historia sobre ellos sólo ha servido
para que ese sentimiento empeore. Es duro ser un viejo peligroso y estar solo. No tienes
más que recuerdos y no hay nadie con los huevos suficientes para comprenderlos.
EL MOMIO
Del campo de trabajos forzados a engrosar la fuerza laboral: encargado del equipo de
mantenimiento de un concesionario Toyota en Koreatown. Gerencia japonesa, buena
clientela, negros para el trabajo sucio y yo, Stan Klein el Hombre, para hacer restallar el
látigo y reducir al mínimo el escaqueo en el trabajo. Me consiguió el empleo mi agente de
la provisional: Liz Trent, esbelta y escultural, cuatro licenciaturas inútiles, un mal
matrimonio con un tipo que hacía un tratamiento de mantenimiento con metadona y
colada por vuestro seguro servidor. Ella sabía que yo suelo caer de pie: tres condenas
consecuencia de los trapicheos que hice con Phil Turkel: una estafa de ventas por teléfono
que abarcaba la distribución de películas porno con canciones de rock como música de
fondo y de Biblias encuadernadas en piel artificial con el añadido de estampas del
reverendo Martin Luther King que brillaban en la oscuridad, un objeto de gran salida entre
los negratas. Utilizamos como tapadera el local de un centro de rehabilitación de
drogadictos, indujimos a adolescentes a la prostitución, coaccionamos a pacientes varones
a ocuparse de las ventas por teléfono y los mantuvimos motivados con café cargado de
benzedrina, todo lo cual se tradujo en veinticuatro acusaciones ante el Gran Jurado,
reducidas finalmente a tres procesos a cada uno. Phil no tenía antecedentes, estaba con
mono de cocaína y fue enviado a un programa de rehabilitación; yo ya tenía dos condenas
por hurto de vehículo y no alegué dependencias químicas: me cayó un año en el campo de
trabajos forzados del condado, Wayside Honor Rancho, donde mi reputación de púgil de
los pesos pesados sin lustre me valió un nombramiento de jefe del dormitorio.
Mi abogado, Miller Waxman, me aseguró que estaba tramitándose una reducción de
sentencia. Se equivocaba: entre la «buena conducta» y la «redención por trabajos», cumplí
enteros los nueve meses y medio. Mi premio de consolación fue la designación de Lizzie
Trent, ex esposa de Waxman, como agente de la condicional; ella me garantizó libertad de
movimientos, tener un trabajo legal soportable y chupármela, todo ello antes de que
llevara un mes en la calle. Aproveché dos de las tres cosas: Lizzie era dentona y tenía los
dientes afilados, lo que me hacía desconfiar de ella en la tercera. Estaba en mi oficina,
observando cómo mis esclavos lavaban los coches, cuando sonó el teléfono.
Descolgué.
—Importaciones Imperio Amarillo. Klein al habla.
—Soy Miller Waxman.
—Wax, ¿qué tal te va?
—Apurado… y tú todavía me debes dinero de la minuta. Lo necesito, en serio. Le
presté a Liz una buena pasta para que se arreglara los dientes.
La tercera acechaba en el horizonte.
—¿Me estás presionando?
—No; soy un griego que trae regalos al diez por ciento de interés.
—¿Qué regalos?
—Por ejemplo, mil pavos por semana en mano y alojamiento y comida en una
mansión de Beverly Hills, todo legal. Me llevo el diez por ciento para saldar tu deuda. El
reloj corre; ¿qué me dices, sí o no?
—¿Todo legal?
—Que me parta un rayo si miento. ¿En mi despacho dentro de una hora?
—Allí estaré.
Wax trabajaba en un local a pie de calle en Beverly y Alvarado, cerca de su clientela
de camellos y espaldas mojadas impacientes por traerse a la familia. Aparqué en doble
fila, puse un aviso de «sacerdote en servicio» en el parabrisas y entré.
Miller estaba en el despacho y en aquel momento entregaba unos sobres a un par de
matones del servicio de Inmigración, unos tipos grandes con esa mirada suspicaz
característica de los cobradores de mordidas de cualquier parte del mundo. Los dos
hombres salieron contando billetes de cien. —¿Te gustan los perros? —preguntó Wax.
Tomé asiento sin que me lo ofreciera.
—Bastante. ¿Por qué?
—¿Por qué? Porque Phil lamenta que a él lo llevaran a la clínica Betty Ford mientras a
ti te encerraban. Quiere compensarte y me preguntó si se me ocurría algo. Me ha caído en
las manos una ganga y he pensado en ti.
Un tío raro, Phil: la cara cosida a cicatrices y un historial que haría que el Papa se
pasara al protestantismo.
—¿Qué tal Phil?
—No le va mal. ¿Te gustan los perros?
—Bastante, ya te lo he dicho. ¿Por qué?
Wax señaló el cuadro de honor de sus clientes: un montón de fotos de fichas policiales
enmarcadas y colgadas en la pared. Entre los retratados: Leroy Washington, el «rey del
crack» de Watts; Chester Hardell, un telepredicador juzgado por actos contra natura con
gatos; la familia de asesinos Sánchez, un montón de primos consanguíneos llegados
ilegalmente a L.A. como resultado de las maquinaciones de Wax con los permisos de
entrada. En lugar destacado: Richie Sicora el Sico y Chick Ottens, los asesinos del 7-
Eleven, todavía huidos. Picaresca: Sicora y Ottens asaltaron una tienda de alimentación en
Pacoima y, para facilitar la huida, escondieron a la vendedora detrás de una dispensadora
de refrescos, que volcaron. La máquina vomitó su contenido: hielo, azúcar y colorante
carcinógeno de alimentos; la chica, diabética, se desmayó, engulló aquella pasta, entró en
shock glucémico y murió. Sicora y Ottens huyeron con destino desconocido, saltándose la
condicional… y Wax recibió una carta de felicitación de la Unión por las Libertades
Civiles en la que se destacaba su tenacidad en la defensa de las clases populares de L.A.
—Llevas cinco minutos señalando esa pared. ¿Quieres concretar?
Wax se limpió de caspa las solapas de la chaqueta.
—Quería que te fijaras en una cosa, y es que mi principal cliente no aparece en esas
fotos porque no lo han detenido nunca.
Fingí perplejidad:
—No jodas, Dick Tracy.
—No jodo, Sherlock. Me refiero, por supuesto, a Sol Bendish, empresario y heredero
del virreinato del difunto Mickey Cohen. Sol falleció hace poco y yo me ocupo de su
herencia.
—¿Y dónde está el chiste? —suspiré.
Wax me arrojó un llavero.
—Dejó veinticinco millones de dólares a su perro. La cláusula es tan perfectamente
legal y está tan bien blindada que no puedo apelarla ni saltármela. Eres el nuevo cuidador
del perro.
Mi lista de deberes ocupaba siete hojas. Me dirigí a Beverly Hills deseando haber
nacido can.
Basko vivía en una mansión al sur de Sunset, llevaba jerséis de cachemira y tenía un
collar antipulgas diseñado a medida que emitía radiación nuclear en unas cantidades
mínimas que no causaban ningún perjuicio al animal. Un físico había dedicado tres años a
desarrollar el producto. Basko comía filete de primera, caviar de beluga, helados Häagen-
Dazs y Fritos con ketchup. Le llevaban ratas para saciar su sed de sangre: todos los martes
por la mañana, se producía un pandemónium de roedores cuando se soltaba un centenar de
ellos en el patio trasero para que Basko cazara y aniquilara. El perro sufría de insomnio y
sólo conocía un sedante eficaz: una loncha de queso Velveeta fundida en una copa de
coñac de cien años.
Cuando vi la casa, por poco me cago. Al llegar a la puerta, me fallaban las rodillas.
Stan Klein entra en la zona de confort del blanco pobre a la que ha aspirado tanto tiempo.
Gruesas alfombras púrpura por todas partes.
Un anfiteatro de tres pisos para acomodar una antena parabólica gigante que capta
cuatrocientos canales de televisión. Grandes pantallas de tele en todas las habitaciones y
una colección completa de películas porno.
Una cocina enorme en la que destacan dos cámaras frigoríficas, una para Basko, la otra
para mí. Wax debía de haber aprovisionado la mía, llena de los productos de alto
contenido en sodio y colesterol que tanto me gustan. Estancias y estancias llenas del botín
de mis sueños; me sentí como Fulgencio Batista regresando del exilio.
Entonces conocí al perro.
Lo encontré en la piscina, flotando sobre un colchón. Mordisqueaba un esqueleto de
gato con las patas traseras en el agua. Entonces aún no sabía que aquél iba a ser el
momento crucial de mi existencia.
Observé al animal a distancia.
Era un bull terrier blanco, musculoso, compacto, de pecho corpulento y patas
arqueadas. El pelaje, corto, brillaba al sol; estaba tan musculado que a las pulgas les
costaría lo suyo agarrarse. Su cabeza era una perfecta expresión de misantropía de buen
talante: un hocico que era una cuña inclinada, dos cuentas de cristal muy juntas por ojos,
dientes afilados y un ceño fruncido que le daba aire de adolescente tramando una
barrabasada. Tenía la oreja izquierda moteada y se me escapó un suspiro cuando caí en la
cuenta; fue una epifanía, como la vez que deduje que Annie Behringer la Fiera se teñía el
vello púbico.
Nuestras miradas se cruzaron.
Basko se arrojó al agua, nadó, corrió hacia mí y me olfateó la entrepierna. Cuando
recuerdo esos momentos, los veo a cámara lenta con música almibarada en la banda
sonora de mi vida, como esas películas a la francesa en que los amantes no hablan nunca,
sólo fuman cigarrillos, se miran y joden.
Durante la semana siguiente establecimos una rutina.
Levantarse temprano, paseo junto al Beverly Hills Hotel, cagada matinal de Basko en
el jardín delantero de la casa de un jeque árabe. Desayuno, siesta matutina de Basko; él
descansaba la cabeza en mi regazo mientras yo miraba películas guarras y leía novelas de
ciencia ficción. Almuerzo: filetes muy poco hechos, aun sangrantes, y luego una flotadita
en la piscina en sendos colchones. Otro paseo y una ojeada a la pelirroja espectacular que
paseaba su perra labrador cada día a la misma hora; le di vueltas en la cabeza a la idea de
abordarla y proponerle una doble cita: nosotros, Basko y la perra. Las tardes las dedicaba a
la introspección: ponía películas de mis antiguas peleas, Stan Klein el Hombre, puños
blandos, carne de cañón para capullos hambrientos con ganas de mejorar el historial. Ahí
estaba: una estrella de seis puntas en los calzones y la espalda embadurnada de Clearasil
para disimular los granos. Un colega editor de cine me intercaló en filmaciones de los
grandes; la magia del cine me hacía machacar a Alí, a Marciano y a Tyson. Material
nostálgico de lo que pudo ser, acompañado de los ojos pardos de Basko mirándome desde
la pantalla. Al poco, estaba contándole al perro los secretos que siempre ocultaba a las
mujeres.
Cuando me puse en plan confesión, Basko arrugó la frente y ladeó la cabeza; la señal
para que me callara fue uno de sus enormes bostezos abriendo las fauces al máximo.
Cuando empezó a quedarse dormido, lo llevé al piso de arriba y lo acosté. Un poco de
Velveeta con coñac y un cuento de buenas noches, pero a Basko parecían gustarle más los
relatos de mis hazañas sexuales. Y siempre se quedaba dormido en el momento que
empezaba a exagerar.
Nunca conseguí sincronizar mi sueño con el de Basko: su cálida presencia me tenía
excitado, pensando en todos los buenos negocios que había echado a perder, pensando que
al perro sólo le quedaban diez años más en este mundo, como mucho, y que entonces yo
tendría cincuenta y uno y ningún buen amigo al que cuidar, ni orinal en el que mear.
Deambular por el caserón reforzaba mi sensación de que aquel momio increíble era
tangible y duraría, de modo que deambulé con ánimo de venganza.
Vistiendo, Sol Bendish era la antítesis de su choza: chaquetas de sport de tweed,
pantalones con vuelta, camisas Oxford de algodón, zapatos ingleses. Había dejado tres
armarios repletos de trajes de primera, casi de mi talla. Mientras mi pupilo canino dormía,
me transformé en la imagen de sastrería de Sol. El judío Klein se convirtió en el judío
Bendish, adinerado aportador de fondos a la Unión Judía Americana y hombre con la clase
necesaria para amar a un perro rotundamente inútil. Me ponía delante del espejo con la
ropa de Bendish y mis años de chulo, ladrón de casas y coches y artista del timo se
disolvían, reemplazados por una idea emocionante y fatua: encontrar a la mujer que
complementara mi nueva personalidad.
Ataqué el día siguiente.
El preludio al cortejo fue una sesión de acicalamiento; di un baño antipulgas a Basko,
le cepillé el pelo y lo vestí con su mejor collar de púas; yo me puse un elegante conjunto
de Bendish: chaqueta cruzada azul, pantalón de franela gris, camisa rosa y mocasines. Así
armados, nos plantamos en Sunset con Linden y esperamos a que apareciera la mujer de la
perra labrador.
Compareció puntualmente; el contingente canino se saludó olisqueándose. La mujer
contempló la escena con semblante inexpresivo; yo la contemplé a ella mientras Basko
tiraba de la correa.
Tenía la tez pecosa de un raro felino selvático, quizás un híbrido de leopardo y tigre de
las nieves nativo de alguna jungla de amor. Su cabello pelirrojo reflejaba el sol y despedía
un brillo dorado: una melena leonina. La silueta era curvilínea y esbelta; recordé que en
algunas clases de panteras eran las hembras quienes acechaban al macho.
—¿Es usted paseador de perros profesional?
Busqué fallos en mi nueva apariencia. Los pantalones quizá demasiado cortos, las
puntas de la corbata desordenadas. Noté que me sonrojaba y oí que Basko rascaba la acera
con las patas.
—No; soy lo que podría llamar un emprendedor. ¿Por qué lo dice?
—Porque antes paseaba a ese perro un hombre mayor. Creo que es una especie de
personalidad del crimen organizado.
Basko y la labrador habían empezado una danza de apareamiento: se olían, se lamían,
se mordisqueaban. Tuve la sensación de que la mujer pantera me acechaba, y no buscando
amor.
—Murió —le dije—. Yo me encargo de la propiedad.
Frunció el ceño: —¡Oh! ¿Es abogado?
—No; trabajo para el abogado del difunto. —Se llamaba Sol Bendish, ¿no es así?
Mi detector de mierda se puso en pleno funcionamiento; aquella muñeca estaba
sonsacándome.
—En efecto, señorita…
—Señora. Me llamo Gail Curtiz, acabado en t, i, z. ¿Y usted es el señor…?
—Klein, acabado en e, i, n. A mi perro le gusta su perra, ¿no cree?
—Sí, una cuestión de glándulas.
—Muy comprensible. ¿Querrá cenar conmigo alguna vez?
—Me parece que no.
—Entonces volveré a probar.
—La respuesta no cambiará. ¿Hace algún trabajo más para la finca? Además de pasear
al perro, me refiero.
—Cuido de la casa. Venga alguna vez. Traiga su labrador, será una cita doble.
—¿Le ponen contento los rechazos, señor Klein?
Basko intentaba montar a la labrador, sin éxito.
—Sí.
—Bien, pues hasta el próximo. Buenos días.
El breve encuentro había sido de lo más extraño. Sobre todo, la insistencia de la mujer
pantera en Sol Bendish. Solté a Basko en la casa, fui en coche a la biblioteca de Beverly
Hills y pedí a un empleado que buscara a mi benefactor en su ordenador de información.
Al cabo de media hora, estaba leyendo un fajo de papeles con datos sobre él.
Resultó ser un tipo interesante.
Bendish dirigía negocios de préstamos usurarios y de protección sindical heredados de
Mickey Cohen. También era un inversor de primera categoría en bonos de Israel y daba
apoyo financiero a la Unión Judía Americana. Organizaba fiestas para los niños
necesitados y perdía dinero en su negocio de préstamos para fianzas. Perdió un buen fajo
de billetes al pagar cierta fianza por homicidio: Richie Sicora el Sico y Chick Ottens, los
asesinos del 7-Eleven, se esfumaron sin dejar rastro y lo dejaron con un marrón de dos
millones de dólares. Cosa extraña: Bendish salía en el L.A. Times tomándose la fuga con
filosofía, como si dos millones de dólares echados a la basura fuesen para él cosa de poca
monta.
En el frente personal, parecía que a Bendish le encantaban las mujeres y prescindía de
medidas de control de la natalidad; le habían interpuesto no menos de media docena de
reclamaciones de paternidad. Si había que creer a las madres que las habían impulsado,
Sol tenía tres hijos y tres hijas, todos crecidos ya. Y a las demandantes las habían
comprado con acuerdos por cantidades miserables, lo cual parecía extraño en un hombre
tan dado a la caridad por quedar bien. En los últimos recortes de prensa que repasé
descubrí otra anomalía: Miller Waxman decía que la herencia de Bendish ascendía a
veinticinco millones, mientras que los periódicos situaban la cantidad en cuarenta. Mi
cerebro malpensado se puso a cavilar…
Volví a la rutina con Basko y me dejé llevar por las jornadas de tranquilidad doméstica,
sólo alterada por un ligerísimo toque de prevención. Wax me pagaba con puntualidad,
Basko y yo nos dormíamos enroscados y despertábamos a la vez, en una especie de
sincronía psíquica interespecies. Gail Curtiz continuó dándome el esquinazo; conseguí su
dirección en Información y salí a pasear al perro cada noche, con curiosidad: una mujer
que no alcanzaba los veinticinco, viviendo en una mansión de Beverly Hills. (De alquiler,
no cabía duda, pues un cartel en el jardín lo dejaba claro: «Se vende. Contacte con el
agente inmobiliario. Por favor, absténgase de molestar al inquilino.») Una noche, la
muñeca me descubrió rondando; la noche siguiente, la vi pasear por delante de la
residencia Bendish/Klein. Impulsivamente, miré el horóscopo en el periódico; me llevé
una decepción: nada de perspectivas de romance o de intriga para hoy.
Transcurrió otra semana sin nada que destacar; sólo dos avistamientos de Gail Curtiz
rondando mi territorio a última hora de la noche. Yo actué del mismo modo, merodeando
por las cercanías de su casa, ya de noche cerrada. Basko me acompañó. Aquellas misiones
me evocaron mi juventud: noches embriagadoras como allanador de moradas y ladrón de
bragas. Estaba espiando con abandono, agachado con el chucho tras un tronco de
eucalipto, cuando las cosas se salieron de madre: un coche hecho polvo, impropio de
Beverly Hills, se detuvo junto al bordillo.
Tres negros se apearon con aire furtivo y a la luz de la luna brillaron unas herramientas
de reventar puertas y ventanas. El trío de malhechores avanzó con cautela hacia el camino
privado de la casa de Gail Curtiz.
Empuñé una pistola inexistente y salí de mi escondite.
—¡Policía! ¡Todos quietos!
Esperaba que salieran huyendo, pero los tres se quedaron paralizados donde estaban.
Me entró un temblor y Basko tiró de la correa y se me escapó. Entonces se armó el
pandemónium.
Basko atacó. Los chorizos echaron a correr hacia su coche y uno de ellos sacó un
objeto cilíndrico y lo agitó ante el hocico del perro, que los seguía de cerca. Una farola
iluminó la ofrenda: un envase de costillas de Kentucky del Coronel.
Basko se lanzó al envase y empezó a mordisquearlo; yo exclamé, «¡No!», y fui tras él.
Los morenos agarraron a mi amado camarada y lo arrojaron al asiento trasero del coche.
El cacharro emprendió la marcha mientras yo daba un último salto, alcanzaba la calzada y
conseguía retener la matrícula, al menos parcialmente: P-L- otra letra -0016. BASKO,
BASKO, BASKO, NO…
La hora siguiente transcurrió en un delirio. Llamé a Liz Trent, hice que presionara a un
novio ex policía para que consiguiera información sobre la matrícula en el Departamento
de Vehículos a Motor y obtuve un total de catorce posibles combinaciones. Ninguno de los
vehículos constaba como robado; once de ellos estaban registrados a nombre de
caucásicos y tres a negros del Southside. Conseguí una lista de direcciones, bajé a
Hollywood en coche y compré una automática del 45 a un traficante marica con fama de
tener buen armamento. A continuación, seguí hacia Negrolandia con ánimo de venganza.
Las dos primeras direcciones no dieron fruto: los coches eran sedanes serios y
formales que no podían haber sido el vehículo del rapto. La adrenalina me abrasó los
vasos sanguíneos; no dejaba de ver a Basko baldado, de ver sus ojos pardos vueltos hacia
mí. Me acerqué a la última dirección viendo doble: siluetas en el campo de tiro de mi
mente. Mi dedo de disparar estaba impaciente por impartir justicia del calibre 45.
Vi la dirección y enseguida la olí: una cabaña de madera a la sombra del talud de la
autovía, un gran patio trasero y hedor a perro por toda la propiedad. Aparqué y volví a
hurtadillas a la calzada privada de la casa con el arma por delante.
Gruñidos, ladridos, aullidos y gañidos: focos que iluminaban el patio y dos pitbulls
estudiándose y dando vueltas el uno en torno al otro en un ring cerrado con vallas.
Espectadores que chillaban, vitoreaban, aullaban, gruñían y hacían apuestas… y mi
querido Basko cerca de la acción, siendo azuzado para entrar en combate.
Dos robustos negrazos le estaban calzando en las patas unos guantes de cuero con
hojas de afeitar incorporadas; además, llevaba un bozal bordado de esvásticas. Volví a
esconderme y me dispuse a matar. Basko olfateó el aire y saltó contra el negro que tenía
más cerca. El ataque duró un segundo: Basko acometió con las patas y le abrió las tripas
limpiamente. El otro tipo soltó un grito; me lancé sobre él y le rompí la cara con la culata
de la pistola. Basko le aplicó el golpe de gracia: una serie de zarpazos, izquierda-derecha,
que le abrieron la garganta hasta la tráquea. El tipo consiguió emitir un barboteo de
muerte; los espectadores del ring oyeron el alboroto y se dispersaron atropelladamente.
Tomé en brazos a mi pupilo y emprendí la retirada.
Llegamos al coche y salimos quemando llanta. Un coche salió de la nada y nos siguió,
parachoques con parachoques. Vi una cara blanca tras el volante, reduje una marcha, di un
volantazo, derrapé y entré en la autovía a ciento veinte. El coche atacante desapareció,
volvió a la nada de la que había surgido. Le quité el bozal a Basko, luego las armas de sus
patas, y lo arrojé todo por la ventanilla. El pobre no dejó de lamerme la cara durante todo
el trayecto de vuelta a Beverly Hills.
Allí nos esperaba más destrucción: la casa Bendish/ Klein/Basko había sido allanada.
La planta baja estaba completamente arrasada: cajones volcados, partes de la parabólica
destrozadas, cuadros de Elvis arrancados de las paredes. De nuevo, tomé en brazos a
Basko y corrimos a la guarida de Gail Curtiz.
Vi luces en la casa. La perra labrador estaba tumbada en el césped, mordisqueando un
hueso de plástico. Advirtió la presencia de Basko y empezó a mover el rabo tímidamente;
reinaba una atmósfera romántica y solté la traílla de mi compañero, que corrió hacia la
perra y la escena se disolvió en un hociqueo horizontal. Concedí un poco de intimidad a
los tórtolos, avancé sigilosamente hasta la parte trasera de la casa y me puse a fisgar.
Vaya, vaya. Por una ventana vi a Gail Curtiz, desnuda, revolcándose con otra mujer
sobre una alfombra de piel de tigre. La espléndida morena parecía reacia: su rostro
expresaba vergüenza y se apreciaba que la perversión la incomodaba. Los ojos casi se me
saltaron de las órbitas; mientras, a lo lejos, Basko y la labrador rugían como pumas. La
morena fingió un orgasmo y pandeó las caderas; supe que fingía desde diez pasos de
distancia. La ventana estaba entreabierta; acerqué el oído y presté atención a lo que
hablaban.
—¿Podrías apagar las luces, por favor? —pidió la morena, delatándose; se veía
claramente que quería apartar de su vista la desnudez de la bollera. Gail se puso en pie y
encendió un cigarrillo.
Basko y la labrador se me acercaron al trote, con aspecto de saciados, y se echaron a
dormir a mis pies. Dentro, la sala quedó a oscuras.
Escuché con más atención aún. Incitaciones indecentes de Gail; el brillo de dos puntas
de cigarrillo; la morena, calmada pero insistente:
—Es que no comprendo por qué gastas todos los ahorros de tu vida en alquilar una
casa tan desmedida. Nunca me cuentas nada, aunque somos.» ¿Y quién es ese ricacho que
ha muerto?
—Era mi padre, encanto —respondió Gail, riendo—. Confirmado por las pruebas
sanguíneas. Mamá era camarera, servía los coches de un drive-in y murió de un desengaño
amoroso. Papá la timó en la demanda de paternidad, como a otras muchas, pero prometió
ocuparse de mí: tres millones cuando cumpliese veinticinco años o a su muerte, lo que
sucediese antes. Y ahora, cariño, ¿te cuento la broma definitiva de ese amante de lo
absurdo? Le ha legado el grueso de la fortuna a su perro y la administrarán un abogado
bastante astuto y ese capullo que se ocupa del animal. Sin embargo… sin embargo, tiene
que haber más dinero oculto en alguna parte. Las propiedades de mi padre se han valorado
en veinticinco millones, pero los periódicos apuntaban una cifra muy superior. Ah, joder,
todo esto es absurdo, ¿no?
Una pausa; luego, la morena:
—¿Recuerdas lo que decías hace un rato, cuando llegamos? Tenías la sensación de que
habían registrado la casa.
—Sí. ¿Adónde quieres ir a parar?
—Bueno, puede que sólo fueran imaginaciones tuyas… o puede que alguna
demandante de paternidad haya tenido la misma idea. Quizás eso lo explique.
—Linda, encanto, ahora mismo no puedo pensar en eso. Ahora mismo, todos mis
pensamientos los ocupas tú.
Se había terminado la charla; eclipsado por el ardor de Gail y los gemidos falsos de
Linda, até a Basko a la correa, fuimos a un motel seguro y dormí allí el sueño de los
justamente enojados.
Por la mañana, me dediqué a cavilar. Conclusiones: Gail Curtiz quería dejarme sin
momio y relegar a Basko a una vida de perro de verdad. Detrás de los destrozos de la casa
Bendish y del «registro» de la de Gail estaba la intriga de las demandas de paternidad. El
coche que había intentado echarme de la carretera lo conducía un blanco, lo cual era una
anomalía extraña. Linda, que a mi parecer no era lesbiana, daba la impresión de tener
engañada a Gail, cegada por la lujuria; ¿era posible que ella también fuera hija de una de
las demandantes de paternidad, dispuesta a hacerse con el botín de mi pupilo? El lascivo
de Miller Waxman era abogado de Sol Bendish y un artista de la estafa desde la cuna;
¿cómo encajaba en el asunto? ¿Los negros que intentaban entrar en la guarida de Gail eran
los mismos que luego la habían registrado y habían destrozado la mía? ¿Estaban a sueldo
de alguna demandante? ¿Qué estaba sucediendo?
Alquilé una suite en el Bel-Air Hotel y escondí allí a Basko, dejando uno de los
grandes como depósito e instrucciones detalladas sobre su cuidado y alimentación. A
continuación, acudí a la biblioteca de Beverly Hills y releí los recortes de prensa sobre Sol
Bendish. Repasé los nombres de los que habían interpuesto demandas de paternidad, llamé
a Liz Trent y conseguí que me diera las direcciones que constaban en el Departamento de
Vehículos a Motor. Dos compañeras de juegos de Sol habían fallecido, una estaba en
paradero desconocido y otras dos, Marguerita Montgomery y Jane Hawkshaw, vivían y
residían en Los Ángeles. La Montgomery quedaba descartada como pista: en un recorte
que había hojeado hacía dos semanas se la citaba con ocasión de la muerte de Sol Bendish
y mencionaba que el hijo que Sol le había engendrado había muerto en Vietnam. Yo ya
sabía que la madre de Gail Curtiz había muerto y, como ninguna de las reclamantes
llevaba el apellido Curtiz, tuve la certeza de que Gail usaba un alias. Aquello señalaba a
Jane Hawkshaw: última dirección conocida, 8902 de Saticoy Street, en Van Nuys.
Una hora más tarde, llamaba a su puerta. Me abrió una mujer mayor con un fajo de
Atalaya de los Testigos de Jehová en la mano. Tenía el aire de los fanáticos religiosos de
cualquier parte: granos en la piel y expresión de pirada. Debía de haber estado bastante
buena alguna vez (más o menos por la época en que el hombre inventó la rueda).
—Soy el hermano Klein —me presenté—. Me envía la Iglesia para aliviar tu
conciencia en el asunto de Sol Bendish.
La mujer me indicó que pasara y empezó a farfullar su arrepentimiento. Observé una
fotografía enmarcada sobre la repisa de la chimenea. Dos rostros familiares me sonreían.
Me acerqué y los estudié.
Negocio redondísimo: Richie Sicora el Sico y otro tipo que me sonaba conocido.
Había visto fotos de Sicora en alguna ocasión, pero en ésta me sonaba conocido de algo
más. El parecido era muy vago, pero inquietante. Al otro hombre lo reconocí fácilmente:
había intentado echarme fuera de la calzada en Negrolandia la noche anterior.
—Mi hijo Richard es un fugitivo de la justicia —dijo la mujer—. Ahora no tiene ese
aspecto. Se hizo cambiar la cara cuando huyó. Sol iba a dejarle dinero cuando cumpliera
los veinticinco, pero Richie y Chuck se metieron en un lío y Sol lo empleó en pagar la
fianza. No tengo ninguna queja de Sol y me arrepiento de haber fornicado sin estar casada.
Superpuse la estructura ósea del otro hombre a las fotos que había visto de Chick
Ottens y encajaba bastante. Probé y probé a situar el semblante precirugía de Sicora, pero
no hubo modo. Sicora preplástica, Ottens ya operado: una combinación perversa que
confirmaba hasta la última coma la teoría de que Linda no era bollera.
Le di un dólar a la mujer, me llevé un Atalaya y me dirigí al Southside. La radio soltó
lo último sobre los homicidios de Watts: el monstruo canino y su cómplice humano. Por
fortuna para Basko y para mí, los relatos de los testigos habían sido descartados y las
muertes se atribuían a asuntos de drogas. Patrullé las calles de los negros malos hasta
encontrar el coche que había intentado embestirme. Estaba aparcado detrás de un edificio
de ladrillo abandonado, rodeado de alambre de espino.
Detuve el coche y cargué mi arma. Capté unos gañidos procedentes del patio trasero,
me acerqué con cautela y estudié la escena.
La ciudad del perro de pelea: montones de ellos en jaulas. Una mesa de picnic y Chick
Ottens mordisqueando pollo a la barbacoa con su llamativo nuevo rostro. Me acerqué a él
por detrás; los perros repararon en mí y se lanzaron a una cacofonía de ladridos. Ottens se
levantó y se volvió en redondo mientras se llevaba la mano al cinto. Le disparé en las
rodillas; los aullidos caninos taparon los estampidos. Ottens salió volando hacia atrás y
cayó al suelo entre gritos; vertí salsa barbacoa en los agujeros de sus rótulas y lo arrastré
hasta la jaula del perro de aspecto más malo de la jauría. El perro dio un mordisco a la
carne con salsa; sus dientes rompieron la reja metálica. Hablé despacio, como si tuviera
todo el tiempo del mundo.
—Sé que Sicora y tú os hicisteis la cirugía plástica. Sé que Sol Bendish era el papá de
Sicora y os pagó la fianza del marrón del 7-Eleven. Hicisteis que vuestros matones
entraran en casa de Gail Curtiz y en la de Bendish y toda esta mierda tiene que ver con que
intentaras joder a mi perro y joderme el momio a mí. Ahora empiezo a pensar que Wax
Waxman me la jugó. Creo que Sicora y tú tenéis algún plan para echar mano al dinero de
Bendish y que Wax participa. Os enterasteis de que Curtiz andaba husmeando y
registrasteis su guarida. ¿Soy gilipollas? ¿Wax es un primo? Acláramelo o le doy de comer
tus rodillas a Godzilla.
El perro Godzilla sacó un incisivo por la tela metálica y se lo hincó a Ottens donde
más duele. Ottens lanzó un chillido y, poniéndose azul, farfulló:
—Wax quería… que tú… te ocuparas del perro… mientras él y… Phil… encontraban
la manera… de desacreditar las reclamaciones… de paternidad… Yo… yo…
Phil.
Mi antiguo colega. No sabía absolutamente nada de su vida antes de que nos
asociáramos.
Phil Turkel era Sicora el Sico. Sus extrañas cicatrices faciales eran producto de la
cirugía plástica para ocultar al mundo su verdadera identidad.
—Quédate muy quieto, cabrón.
Levanté la mirada. A unos metros, tres negros imponentes empuñaban sendas Uzi.
Abrí la jaula de Godzilla; la fiera salió y se lanzó a la cara de Chick. Ottens gritó; yo
arrojé el cubo de carne de pollo a los pistoleros; los disparos rociaron el suelo. Comí
hierba y rodé, rodé, rodé, abriendo cerrojos de jaulas, agachándome, agachándome. Los
perros corrieron de acá para allá antes de concentrarse en su objetivo: tres hermanitos
chorreantes de salsa.
El festín no fue agradable. Agarré una Uzi y me largué a toda prisa.
Anochecía.
Pisé el acelerador a fondo hasta el despacho de Wax con la radio sintonizada en una
emisora de música clásica. Iba embriagado de sangre, pero encontré un Mozart
tranquilizador que me relajó y seguí a toda velocidad hasta Beverly y Alvarado.
El despacho de Waxman estaba en completo silencio; forcé la cerradura de la puerta
trasera, entré y fui directamente a la caja fuerte oculta detrás del calendario de chicas,
donde yo sabía que el abogado guardaba su droga y el dinero para sobornos. Izquierda-
derecha-izquierda: una hora de hacer rodar los tambores y la caja se abrió con un chirrido.
Cuatro horas de estudiar documentos, libros de contabilidad y un librito de anotaciones y
me sentí en condiciones de hacer una reconstrucción de lo sucedido. Laberíntica pero
viable.
Informes de un detective privado sobre Gail Curtiz y Linda Claire Woodruff, las dos
hijas de demandantes de paternidad que, en opinión de Wax, más probablemente se
disputarían la herencia Bendish. Listas de soplones facilitadas por contactos de Wax en el
DPLA: delincuentes a los que utilizar para presentar falsas alegaciones al testamento, y
todo el dinero que se pillara le sería entregado al propio Wax. Los nombres de la libreta de
direcciones cerraban el círculo: artistas del asesinato que conocía de la cárcel, incluido el
temible Angel Fritz Trejo. Una nota de Phil Turkel a Waxman: «Échale un hueso a Stan:
puede cuidar del perro hasta que tengamos el dinero.» Un plano de la clínica Betty Ford,
seguido de una ominosa epifanía: Wax haría matar a Phil y a las hijas de las demandantes
de verdad. Páginas y páginas de notas en jerga legal: maniobras para llegar a los quince
millones extra que Sol Bendish tenía en cuentas bancarias suizas.
Apagué las luces y rabié a oscuras. Pensé en escapar a una bonita isla desierta con
Basko y con alguna buena chica que no me juzgara por querer a un bull terrier más que a
ella. Sonó el teléfono y me llevé un sobresalto mayúsculo.
Descolgué y simulé la voz de Wax.
—Waxman, diga.
—Soy Ángel Fritz. ¿Sabe, ese hombre suyo, Phil?
—Sí.
—Es historia. ¿El resto del pago ahora?
—En mi despacho dentro de dos horas, Fritz.
—Allí estaré.
Colgué y llamé al piso de Waxman; Miller respondió al segundo tono.
—¿Sí?
—Wax, soy Klein.
—¡Oh!
Su voz lo delataba claramente: se había enterado del holocausto del Southside.
—Sí, ¡oh! Escucha, cabrón, las cosas están así. Turkel está muerto y he liquidado a
Angel Trejo. Estoy en tu despacho y he dedicado un rato a la lectura. Ven aquí dentro de
una hora con pasta para arreglarlo.
Le rechinaron los dientes; colgué y escribí a máquina: el relato de Stan Klein de toda
la trama Bendish/Waxman/Turkel/Ottens/Trejo, una conspiración criminal masiva para
estafar al perro que yo quería. Lo incluí todo, salvé cualquier mención de mí mismo y dejé
un buen espacio en blanco para que Wax estampara su firma. Luego, esperé.
Cincuenta minutos después, una llamada a la puerta. Abrí y franqueé el paso a Wax.
Tenía la mano derecha crispada y advertí un bulto debajo de la chaqueta. «Hola, Klein»,
dijo y la mano se crispó más; oí que pasaba un camión y le disparé a bocajarro en la cara.
Wax se desplomó muerto; su ojo derecho quedó pegado en el diploma de la Facultad
de Derecho. Lo registré y lo aligeré de su arma y de veinte mil pavos en billetes. Encontré
unos documentos en el escritorio, estudié la firma y falsifiqué su nombre en la confesión.
Lo dejé en el suelo, salí y me acerqué a la cabina telefónica del otro lado de la calle.
Un carrito de tacos se detuvo en el bordillo; metí la moneda, marqué el número de la
policía e informé de un tiroteo. Un ciudadano anónimo. Colgué enseguida. Angel Fritz
Trejo llamó al timbre de Wax, esperó y forzó la entrada. Transcurrieron unos segundos; se
encendieron unas luces; llegaron dos coches patrulla y cuatro agentes entraron corriendo y
empuñando las armas. Múltiples disparos y los cuatro policías salieron indemnes.
Así que, al final, saqué veinte de los grandes y me quedé el perro. El Gran Jurado del
condado de Los Ángeles se tragó la declaración, atribuyó mis diversos muertos a
Otten/Turkel/Trejo/Waxman y otros… todos ellos muertos y a los que, por tanto, no podía
imputárseles nada. Un tribunal superior invalidó los veinticinco millones de Basko y
dividieron el botín entre Gail Curtiz y Linda Claire Woodruff. Gail se quedó la mansión
Bendish y se rumorea que la está convirtiendo en un refugio para feministas lesbianas
radicales que pasan por un mal momento. Linda Claire sale con un famoso astro del rock
(andrógino, pero más masculino que femenino). Reconoció, elípticamente, que había
intentado «timar» a Gail Curtiz, ratificando con su sumisión bollera la típica tradición
norteamericana de la cazadora de fortunas. Lizzie Trent se hizo arreglar los dientes, me
libró de la condicional y me metió en su cama. Conseguí un empleo de vendedor de
coches en Glendale y Basko viene a trabajar conmigo todos los días. Ha cambiado su dieta
de filete y caviar por comida de lata… y parece aún más vivaz y saludable. A Lizzie le
gusta Basko y lo deja dormir con nosotros. Estamos hablando de juntar mis veinte mil con
los ahorros de su vida y comprar una casa, lo cual presagia boda. Lizzie es una perla: es
lista, tierna, divertida y la chupa de maravilla. La quiero casi tanto como a Basko.
LA PRISIÓN DEL AMOR
Antes de Pearl Harbor y el terror japonés, la ventana de la sala de casa me ofrecía una
gran panorámica nocturna: Hollywood Boulevard iluminado de neón, las laderas oscuras
de las colinas, los carteles colgantes anunciando el último estreno del teatro chino
Grauman’s o del Pantages. Ahora, tres meses después del día de la infamia —con
oscurecimientos de la ciudad esperando la llegada de escuadrillas de Zeros japoneses en
cualquier momento—, lo único que veía eran las sombras de los edificios y las luces color
cereza de los esporádicos coches patrulla. El toque de queda de las diez de la noche me
imposibilitaba trabajar en divorcios y mi fracaso en el último encargo de Bill Malloy, de la
oficina del fiscal de distrito, dejaba fuera de cuestión la posibilidad de un permiso para
saltarme el toque de queda. El trabajo había disminuido, las facturas habían aumentado y
la chapuza de vigilancia de Maggie Cordova me hacía pensar en Lorna continuamente,
gastando los surcos de su grabación de «Prison of Love» hasta convertirlos en papel de
lija.
Prison of Love
Sky above.
I feel your body like a velvet glove…
(Prisión de amor
Bajo el cielo.
Siento tu cuerpo cual guante de terciopelo…)
Me preparé otro whisky de centeno con soda y puse el disco de nuevo. Por una rendija
entre las cortinas se veía la calle y pensé en Lorna y en Maggie Cordova hasta que sus
historias se fusionaron.
Lorna Kafesjian.
Cantante de bistró de segunda clase, pechuga de primera, bolos de tercera porque
insistía en cantar sus propias melodías. La conocí cuando me contrató para que rechazara
los acosos persistentes de una marimacho rica que la había espiado en la playa de Malibú.
Lorna, con el bañador bajado hasta la cintura, los pechos al aire, para que la piel
bronceada contrastara con los escotados vestidos blancos que utilizaba siempre en el
escenario. La tortillera le mandaba cien rosas de tallo largo todos los días, junto con unas
notas amorosas firmadas con su nom de plume d’amour: «Tu Lengua de Fuego.» Puse fin
a la persecución enseguida: me hice con el expediente de Antivicio sobre aquella Lengua
de Fuego y le pasé la información a Louella Parsons. Una bollera casada con un tipo
importante y bien relacionada socialmente pero con debilidad por los canarios de club
nocturno era carne de primera para el Herald de cuatro estrellas. Le dije a Louella: «Si
desiste, no lo publicas. Si persiste, sí.» La Lengua y yo tuvimos una pequeña charla.
Aporreé al guardaespaldas negro de Lorna cuando éste también se puso insistente con ella.
Lorna era agradecida y escribió para mí una canción de amores no correspondidos capaz
de matar de melancolía a la pieza más melancólica… y entonces fui yo quien se puso
insistente.
La llama ardió por ambas partes durante cuatro meses. De enero a mayo del 38 fui el
chico que se sentaba en primera fila mientras Lorna hacía bolos en el Katydid Klub, el
Bido Lito’s, el Malloy’s Nest y un montón de garitos en la frontera con el barrio negro.
Cierre a las dos de la madrugada; luego, vuelta a su casa; largas mañanas y tardes en la
cama, mi trabajo olvidado y los clientes tirados, mientras yo vivía el título de un tema de
Duke Ellington: «I Got It Bad, and That Ain’t Good» («Me ha dado fuerte y eso no es
bueno»). Lorna se cayó del guindo primero porque vio que yo estaba dispuesto a destrozar
mi vida para estar con ella. Eso la asustó y me despidió. Me planté muchas noches a la
puerta de su camerino, hasta que sentí asco de mí mismo y ella se largó de la ciudad,
nunca llegué a saber dónde, dejándome una herencia de suaves gorgoritos de contralto en
cera caliente negra.
Lorna.
De Lorna a Maggie.
Lo de Maggie ocurrió así:
Hacía dos semanas que Malloy me había reclutado para la Fiscalía de Distrito, pues las
reacciones al atraco al banco habían sido tremendas y necesitaba un hombre experto en
vigilancias móviles. Además, un comité de ciudadanos había reunido dinero y daba una
recompensa. Dos comemierdas de raza blanca, uno de ellos con una exagerada cicatriz en
el rostro, habían atracado la sucursal del Bank of America en Broadway y Alpine. Se
habían cargado a tres vigilantes armados y se habían largado tan anchos. Unos cuantos
testigos oculares dieron la descripción de los atracadores y entonces, bam, al día siguiente
una testigo, una abuela japonesa de setenta y tres años a quien iban a llevar a un centro de
internamiento recibió dos balazos mientras paseaba al chucho hasta el mercado de la
esquina. Los de Balística del DPLA compararon la munición con la que habían extraído a
los fiambres del banco: idéntica.
Malloy se hizo cargo del caso y desarrolló una teoría: uno de los testigos estaba
compinchado con los atracadores; éstos se habían hecho con las direcciones de los otros
testigos y habían decidido liquidarlos para camuflar a su cómplice. Malloy echó la red a
los tres testigos restantes, dos mendas llamados Dan Doherty y Bob Roscomere, currantes
sin relaciones criminales conocidas, y Maggie Cordova, una cantante de club nocturno que
había sido condenada dos veces por posesión y venta de marihuana.
Maggie parecía la principal sospechosa. Tomaba caballo y marihuana y se rumoreaba
que se había pagado la carrera en el conservatorio de música organizando orgías y que se
había endurecido durante su condena de dos años en la cárcel de Tehachapi. A Doherty y
Roscomere se los utilizó como señuelo, sin avisarles del peligro que corrían, y los agentes
de la Fiscalía los seguían allá donde fuesen. Malloy pensó que el amor por Lorna K. que
aún ardía en mí me daría un conocimiento añadido de las costumbres de las pájaras
cantoras y me envió a seguir a Maggie de lejos, esperando que ella atrajera fuego hostil si
no era la cómplice, o que me condujese a los atracadores si lo era.
Encontré a Maggie enseguida. Una llamada a un representante de artistas que estaba
en deuda conmigo y, al cabo de una hora, estaba bebiendo whisky y soda en la sala de un
garito de póquer de Gardena. La mujer era una rubia ceniza regordeta que vestía un traje
de lentejuelas de manga larga, seguramente para ocultar las marcas de aguja. Me sonaba
vagamente familiar, como una actriz de películas para hombres que me hubiese excitado
en la juventud. Tenía ojos planos y mirada lánguida, y sus gestos ante el micrófono
resultaban espásticos. Parecía una yonqui que hubiese pasado los mejores años de su vida
en el séptimo cielo y que no se adaptaría nunca a la vida en la tierra.
Escuché a Maggie asesinar «I Can’t Get Started», «The Way You Look Tonight» y
«Blue Moon»; golpeó el soporte del micro con la entrepierna y nadie silbó. Cantó una
«Serenade in Blue» absolutamente desafinada y un payaso a dos mesas de distancia le tiró
las aceitunas del martini. Ella hizo un gesto obsceno al público, la gente la aplaudió y
atacó el principio de «Prison of Love».
Me quedé paralizado. Cerré los ojos e imaginé que era Lorna. Me obligué a no
preguntarme por qué aquella drogata patética y sin talento se había apropiado de una
canción escrita exclusivamente para mí. Maggie se abrió camino entre las cinco estrofas y
el material que cantaba casi transformaba su voz en algo bueno. Le estaba arrancando a
Lorna el vestido blanco como la nieve y ya me sumergía en ella cuando la música se
detuvo y se encendieron las luces.
Y Maggie no estaba, se había esfumado, desaparecido, desvanecido en el aire. La
busqué en el camerino, en el bar, en la sala de juego. El Departamento de Vehículos a
Motor me dio los datos de su coche, pero no me llevaron a ningún sitio. Abofeteé a un
crupier con pinta de yonqui, me dio la dirección de Maggie y encontré el piso
completamente vacío. Entonces me convertí en un derviche giróvago que blandió la
pistola, repartió golpes a la nuca, exhibió nudilleras metálicas y barrió el Strip de Gardena.
Obtuve una pista medio decente sobre un chocho con el que Maggie a veces hacía de
prostituta. La mujer me colocó de láudano, me vació los bolsillos y me abandonó en la
ciudad perdida, convertido en presa madura para la brigada de matones violentos del
Departamento de Policía de Gardena. Cuando bajé del décimo cielo y me encontré en un
depósito de borrachos que apestaba a vómitos, Bill Malloy se hallaba de pie junto a mí,
con noticias alegres: tenía seis acusaciones de agresión con agravantes, una agresión con
resultado de lesiones y dos allanamientos de morada. Nadie sabía dónde estaba Maggie
Cordova y los otros testigos estaban protegidos. El propio Bill ya no trabajaba en el atraco
al banco, pues había sido asignado temporalmente a la división de Extranjeros, que se
dedicaba a trajinar japos, el gran traslado de ganado que no terminaría hasta que el Tío
Sam le diera a Hirohito donde más dolía. La Fiscalía de Distrito ya no requería de mis
servicios y me fue retirado el permiso para saltarme el toque de queda nocturno hasta que
a alguien se le ocurriera una manera de enfriar las nueve acusaciones que había acumulado
en mi contra.
Llamaron a la puerta, miré por la ventana y vi un coche patrulla aparcado en la acera.
Las luces rojas destellaban y me tomé tiempo para encender las lámparas, mientras me
preguntaba si se trataba de una orden de detención y unas esposas o quizá de alguien que
quería proponerme una especie de trato. Más golpes en la puerta, una cadencia conocida.
Bill Malloy a medianoche.
Abrí. Malloy venía con un poli musculoso que parecía un refugiado de una cuerda de
presos de Misisipí: orejas grandes, pelo rubio, ojos porcinos y un traje demasiado pequeño
que ceñía el tipo de cuerpo que uno espera ver en condenados que cargan balas de algodón
todo el día.
—¿Quieres librarte de tus pesares, Hearns? He venido para ofrecerte una salida.
—¿Esperabas problemas que no pudieras afrontar tú solo? —pregunté, señalando al
hombre-monstruo.
—Los polis van en pareja. Así es más fácil dar problemas y más fácil evitarlos.
Sargento Jenks, éste es el señor Hearns.
El gigante asintió y su nuez de Adán, del tamaño de una pelota de béisbol, se movió
arriba y abajo.
—Si quieres ver retiradas las acusaciones y recuperar el permiso para saltarte el toque
de queda, levanta la mano derecha —dijo Malloy entrando en casa.
La levanté. El sargento Jenks cerró la puerta a su espalda y leyó una tarjetita que había
sacado del bolsillo.
—Spade Hearns, ¿promete usted defender las leyes del gobierno de Estados Unidos
relativas a la orden ejecutiva número nueve cero cinco cinco y obedecer todos los otros
estatutos federales y municipales mientras sirve temporalmente como agente de
internamiento?
—Sí—respondí.
Bill me tendió un nuevo pase para el toque de queda y una hoja de informes del DPLA
con una tira de fotos adjunta.
—Robert Murikami. Es un fugitivo de la ley japonés, miembro de una banda juvenil,
cumplió condena por allanamiento de morada y la última vez que se lo vio repartía
panfletos antiamericanos. En este informe están sus cómplices conocidos, su última
dirección conocida, todo lo que tenemos de él. Estamos empantanados y por eso
recurrimos a la ayuda de semiprofesionales como tú. Normalmente pagamos quince
dólares al día, pero tu situación no te permite exigir un sueldo.
Cogí el informe y examiné las fotos. Robert Murikami era un joven de aspecto
impasible, un samurai con camiseta de algodón y un corte de pelo de culo de pato.
—Si este chico es tan malvado, ¿por qué me das el trabajo a mí? —inquirí.
Jenks me taladró con sus ojos de cerdito y Bill sonrió.
—Porque confío en que no cometerás el mismo error por segunda vez.
—¿Y cuál es el final del chiste?
—La gracia del asunto es que este menda es colega de Maggie Cordova. Tenemos toda
la información sobre él, incluidos los informes de la fianza, y la furcia esa puso la pasta en
la última condena como menor del nipón. Encuéntralo, Hearns. Todo quedará olvidado y
tal vez tengas la oportunidad de echar una cana al aire con una cantante de salones de tres
al cuarto.
Me acomodé para leer el expediente del kamikaze juvenil. No había demasiado: los
nombres y direcciones de media docena de cohortes japos, tipos duros que ahora debían de
estar camino del campo de internamiento de Manzanar; copias a papel carbón de los
informes de las detenciones del chaval y las cartas al juez que presidió el proceso por
allanamiento de morada que le valió la condena a dos años en Preston. Si uno leía entre
líneas, veía la metamorfosis: el pequeño Tojo debutó allanando moradas en busca de
dinero y unos husmeos de prendas femeninas y terminó de jefe de una banda juvenil:
indumentaria zoot-suit, cadenas y cuchillos, rituales de boggie-woogie con sus levantiscos
compañeros de los Hijos del Sol Naciente. Al final del expediente encontré la llave de una
casa sujeta al papel con cinta adhesiva y una dirección escrita al lado: 1746 1/4, North
Avenue, Lincoln Heights. Me guardé la llave en el bolsillo y conduje hasta allí, pensando
en apostarlo todo a una reunión con Lorna vía Maggie, unas frescas sábanas de seda y un
cuerpo esbelto y bronceado con la banda sonora de la canción suprema del amor no
correspondido.
La dirección resultó ser la de una casa subdivida en la ladera de una colina de
viviendas unifamiliares que daba a la cervecera Lucky Lager. El trayecto hasta allí fue
extraño: las farolas y los semáforos constituían la única iluminación y Lorna casi estaba
allí conmigo en el coche, murmurándome lo que me daría si eliminaba a Bobby, el
oriental. Aparqué junto a la acera y subí las escaleras delanteras, contando los números
grabados sobre las puertas: 1744, 1744 1/2, 1746, 1746 1/2. El 1746 1/4 se materializó.
Acerqué torpemente la llave a la cerradura y entonces vi una estrecha franja de luz a través
de la ventana contigua: el brillo inconfundible de una linterna de bolsillo. Desenfundé la
pistola, encajé la llave en la cerradura, vi que la luz se movía hacia la parte trasera del piso
y abrí la puerta lo más despacio que pude.
Dentro no hubo movimiento alguno y ninguna luz vino hacia mí. En la habitación
trasera resonó «Joder, joder, joder» el chasquido de un interruptor y se encendió una gran
luz. Y allí estaba mi objetivo: un hombre alto y delgado inclinado delante de una cómoda
y sujetando la linterna entre los dientes.
Dejé que empezara a revolver los cajones y me acerqué de puntillas. Cuando tuvo las
dos manos apoyadas en el mueble y las piernas separadas, le di el gran susto.
Le enganché la pierna izquierda hacia atrás. El merodeador cayó sobre la cómoda,
chocó de cabeza contra la pared y la linterna le rompió unos cuantos dientes. Lo volví
hacia mí, le di con la culata en el estómago, agarré el brazo que agitaba en el aire, le metí
los dedos en el espacio del cajón superior, lo cerré de golpe y lo mantuve así con la rodilla
hasta que los huesos crujieron. El merodeador gritó. Encontré un par de calzoncillos
Jockey en la repisa, se los puse en la boca y seguí aplicando presión con la rodilla. Más
crujidos en los dedos, inminencia de amputación. Aflojé la rodilla y dejé que el hombre
cayera de bruces.
Estaba en un dormitorio de mala muerte, pero la decoración interior era très outré:
carteles nacionalistas japoneses en las paredes; imágenes picantes en las que aparecían
Zeros japoneses bombardeando un dormitorio femenino universitario (las chicas, blancas
y pechugonas, corrían aterrorizadas en salto de cama). Sobre la única mesa había una pila
de grabaciones fonográficas de Maggie Cordova, Maggie ligera de ropa en las portadas,
marcas de cirugía estética, pellejos y esmalte de las uñas saltado. Las examiné a fondo. No
constaba ninguna compañía discográfica. Las había hecho, por supuesto, por una cuestión
de vanidad. La gorda Maggie quería conservar sus tristes gorgoritos.
El comemierda se movía. Le di otra patada en el coco y puse la habitación patas arriba.
Esto fue lo que encontré:
Un lote de bragas de mujer, sin duda el botín del allanamiento de morada de Bob el
Malo; un surtido de ropa de éste; navajas variadas, vibradores, condones de fantasía,
panfletos explicando que había una conspiración judeocomunista dispuesta a destruir el
mundo de paz verdadera que la hermandad de alemanes y japoneses había intentado
fundar de una manera pacífica y, debajo del colchón, diecisiete libretas de ahorro, de
distintos bancos: cuentas suculentas con jugosos ingresos recientes.
Había llegado el momento de hacer cantar al come-mierda. Le di un meneo al cinturón
y encontré una automática del calibre 45, unas esposas y, cáspita, una placa del sheriff de
L.A. y una chapa de identificación. El nombre real del comemierda era agente Walter T.
Koenig, con contrato temporal en la división de Extranjeros del condado.
Aquello me hizo pensar. Fui a la cocina, cogí una cerveza de la nevera, volví y le di al
agente algo que le abriera los ojos: un chorro de Lucky Lager en la cabeza. Koenig
barbotó y escupió la mordaza. Me agaché a su lado y le puse la pistola delante de la nariz.
—Quien algo quiere algo le cuesta. Háblame de Murikami y las libretas de ahorros o
te mato.
Koenig escupió sangre y sus ojos confundidos se posaron en mi arma. Se lamió
cerveza de los labios y noté que su cerebro aturdido intentaba reaccionar. Amartillé el 38
para darle más efecto a la escena.
—Habla, comemierda.
—Puaj, puaj, orden.
Hice girar el tambor de mi 38. Más efecto.
—¿Te refieres a la orden ejecutiva sobre los japos?
—Exacto. —Koenig escupió unos caninos sueltos y trozos de encía.
—Sigue. El papel de chivato te va al pelo.
El comemierda me sostuvo la mirada. Le devolví un poco de su hombría para acelerar
la confesión.
—Si cantas no te denunciaré. Yo sólo estoy en esto por la pasta.
Vi en sus ojos que me creía. Koenig soltó sus primeras palabras sin barboteos.
—He estado haciendo una estafa con los japoneses. El gobierno les retiene la pasta
hasta que termine el internamiento. Yo iba a sacar dinero para Murikami y otros a cambio
de una tajada. Ya sabe, llevarlos al banco esposados, con algunos documentos de aspecto
oficial. Los japos son listos, eso tengo que reconocerlo. Saben que se pueden ir
despidiendo y quieren más que el interés bancario.
No llegué a creérmelo y, como reacción instintiva, le registré los bolsillos de la
chaqueta. Lo único que encontré fue maquillaje compacto de mujer y una esponja para
aplicarlo. La incongruencia me chocó y puse a Koenig de pie, lo maniaté con sus esposas
y le pregunté:
—¿Dónde se esconde Murikami?
—En el catorce once de Wabash, Los Ángeles Este, apartamento tres once. Hay un
montón de japos apalancados allí. ¿Qué va a…?
—Voy a registrar el coche y luego te soltaré. Ahora la estafa es mía, Walter.
Koenig asintió, tratando de que no se notara su alivio. Descargué su pipa, la metí en la
funda, le devolví la placa, recogí las libretas de ahorros y lo empujé hacia la puerta
delantera mientras pensaba en Lorna acompañada por Artie Shaw y Glenn Miller, nosotros
dos disfrutando de unas vacaciones en Acapulco financiadas con dinero del Eje. Lo
empujé escaleras abajo delante de mí y señaló con la cabeza un Ford aparcado al otro lado
de la calle.
—Ahí. Ése es mi coche, pero no va a…
Unos disparos cortaron el aire. Koenig se balanceó hacia delante, hacia atrás y de
nuevo hacia delante. Yo me tiré al suelo sin saber en qué dirección disparar. Koenig se
desplomó en la cuneta y un coche pasó acelerando, con los faros apagados. Hice cinco
disparos y oí que alcanzaban metal; en las ventanas se encendieron luces y me dieron la
instantánea perfecta del que fuera un poli canalla con la cara reventada. Trastabillé hasta el
Ford, rompí el cristal de una ventana con la culata, abrí la guantera y la revolví. Papeles
viejos, ninguna libreta de ahorros, y mis manos palparon una pieza larga de goma viscosa.
La saqué, encendí la luz del salpicadero y vi una cicatriz de pega, exagerada, como la que
tenía uno de los atracadores del banco según las declaraciones de los testigos.
Sonaron sirenas cada vez más cerca, atronando como presagios de la catástrofe. Corrí
a mi coche y me largué a toda prisa.
Mi apartamento estaba en la dirección inadecuada, lejos de las pistas de Maggie que
me llevaran a Lorna. Conduje hasta el 1411 de Wabash, lo encontré sumido en la quietud
de la madrugada, negro oscurecimiento, un edificio de seis plantas sin ascensor con todas
las ventanas cerradas. En el lugar reinaba un silencio de muerte. Dejé el coche en el
callejón, me subí al capó, salté y me agarré al primer peldaño de la escalera de incendios.
La ascensión fue dura, los pasamanos estaban resbaladizos por la niebla y los zapatos
me patinaban. Llegué al rellano del tercer piso, abrí la puerta que daba al edificio, caminé
de puntillas hasta el apartamento 311, pegué la oreja a la puerta y escuché.
Voces en japonés, voces en inglés con acento japonés, voces puramente americanas,
fuertes y claras.
—Me pagáis por un escondite, no para que os sirva comida a las dos de la madrugada.
Pero lo haré, por esta vez.
Más voces, pasos en dirección al vestíbulo. Saqué la pistola, me pegué a la pared y
dejé que la puerta se abriera en mis narices. Me escondí tras ella una fracción de segundo;
se cerró y un blanco-san caminó deprisa hacia el ascensor. Lo seguí de puntillas.
Lo dejé sin sentido limpiamente, ¡clac!, le quité la fusca del bolsillo mientras caía a la
alfombra y viajaba al país de los sueños, le metí el pañuelo en la boca, lo arrastré hasta un
trastero y lo encerré. Armado con dos pistolas, regresé al 311 y llamé con unos golpes
suaves.
—¿Sí?—dijo una voz japonesa al otro lado.
—Soy yo —respondí tapándome la boca para disimular la voz.
Sonaron murmullos, la puerta se abrió y un oriental gigantesco llenó el umbral. Le di
una patada en las pelotas, lo agarré por el cinturón, tiré de él y le aplasté la cabeza contra
el marco de la puerta. Se desplomó sin sentido y blandí la automática que le había quitado
al otro menda ante el resto de la habitación.
¡Menuda habitación!
Una docena de orientales me miraban con sus ojos negros diminutos como las
insignias de los Zero. Bob Murikami tenía que ser uno de ellos. Varias manos
desenfundaron bayonetas y me apuntaron directamente a la tripa. Un callejón sin salida o
la continuación de Pearl Harbor. La única manera de afrontarlo era estilo kamikaze.
Sonreí, saqué los cartuchos de la pipa que le había pillado al blanco, saqué el cargador
y lo arrojé todo contra la pared del fondo. El gigante se movía a mis pies. Lo ayudé a
levantarse con una mano en su arteria carótida por si se ponía presuntuoso. Con la mano
libre, abrí el tambor de mi revólver y le mostré la bala que me quedaba del tiroteo con los
asesinos de Walter Koenig. El gigante asintió con la cabeza, comprendiendo la situación.
Hice girar el tambor, le puse el cañón en la frente y me dirigí a las fuerzas del Eje allí
reunidas.
—Esto va de libretas de ahorro, de Maggie Cordova, de las estafas de la división de
Extranjeros y de ese gran atraco en el Bank of America de Japantown. Con el único que
quiero hablar es con Bob Murikami. Sí o no.
Nadie movió un músculo ni dijo una palabra. Apreté el gatillo, le di a una recámara
vacía y observé al gigante, que se estremecía de pies a cabeza con un episodio serio de
tembleques.
—Sayonara, comemierda —dije y apreté de nuevo el gatillo. Otro clic vacío. El
gigante se agitó como un yonqui en pleno mono.
De una de cinco a una de tres; vi a Lorna, desnuda, despidiéndose con la mano, adiós
Hearns, y encaminándose hacia Stormi’ Norman Killebrew, trombonista de jazz del que se
rumoreaba que tenía una polla de media yarda y el único hombre que, según Lorna me dio
a entender, se lo hacía mejor que yo. Apreté el gatillo dos veces, dos recámaras vacías y la
habitación empezó a oler a mierda porque el gigante evacuaba sus intestinos.
Una de una, no va más; a los japos se los veía insólitamente desazonados. Ahora veía
mi propio funeral y mientras metían el ataúd en la tierra sonaba «Prison of Love» a todo
volumen.
—¡No! Hablaré.
Cuando asimilé las palabras de Bob Murikami, ya había apretado el gatillo hasta la
mitad. Solté al gigante y apunté a Bob el Malo. Se acercó e hizo una reverencia estilo
samurai suplicante al cañón de mi pistola. El gigante se desplomó. Con una seña, indiqué
al resto del grupo que se apiñara en círculo y dije:
—Mandad la cacharra y el cargador hacia aquí de una patada.
Un tipo con cara de comadreja obedeció. Puse una bala dentro de la recámara y me
metí la pipa de la ruleta rusa en el cinturón. Murikami señaló una puerta lateral y lo seguí,
apuntando a los demás.
La puerta se abrió a un pequeño dormitorio lleno de jergones, el Ferrocarril
Subterráneo[3] versión 1942. Me senté en el más limpio que había, señalé uno a pocos
metros y le indiqué que se sentara.
—Habla. Cuéntalo todo despacio y desde el principio. Y no omitas nada.
Bob el Malo Murikami calló, como si estuviera haciendo acopio de pensamientos y
preguntándose cuántas mentiras podría colarme. Tenía una expresión dura, muy dura para
su edad. Olí a almizcle en la habitación, una rara combinación de sangre y el perfume
Mujer Puma de Lorna.
—No puedes mentir, Bob. Y no te entregaré a la división de Extranjeros.
—¿No? —Murikami soltó una risita tonta.
—Vosotros —le devolví la risita— cortáis el césped excelentemente y podáis los
arbustos excelentemente. Cuando me toque la lotería necesitaré un buen jardinero.
Murikami soltó una doble risita tonta y empezó a formarse una sonrisa en la comisura
de sus labios.
—¿Cómo se llama?
—Spade Hearns.
—¿Y qué hace para ganarse la vida?
—Soy investigador privado.
—Creía que los detectives privados eran tipos sensibles con un código de honor.
—Sólo en las novelas.
—Esto tiene tela… Si carece de un código de honor, ¿cómo sé que no me engañará?
—Estoy metido en esto hasta el cuello. Engañarte va contra mis mejores intereses.
—¿Por qué?
Saqué un puñado de libretas de ahorro. Los ojos oblicuos de Murikami sobresalieron
tanto que al final parecía un negro con el pelo de punta.
—Por estas libretas maté a Walt Koenig y necesitas un blanco para sacar la pasta. No
quiero testigos y vosotros sois demasiados para tener que mataros a todos, por más
enganchado que esté a la sangre. Habla, papa-san. Conviértelo en un relato épico.
Murikami cantó durante una hora seguida. Su historia era el tren nocturno al quinto
cuerno.
Todo había empezado cuando tres japos, trabajadores de mantenimiento del edificio
del banco cabreados ante su inminente internamiento, urdieron un plan con un pasma
canalla, Walt Koenig, y otro poli colega suyo, Murikami no sabía cómo se llamaba el tipo.
El plan era un atraco al banco con la cláusula de no violencia. Koenig y el colega
asaltarían el Bank of America basándose en información privilegiada, los japos se
quedarían con un porcentaje del botín para los jóvenes agitadores, que eran tan estúpidos
que creían que podían llegar a México y ser libres, y Koenig administraría las propiedades
confiscadas a los nipones mientras durase el internamiento. Pero el plan se ensangrentó.
Balas perdidas, vigilantes muertos. La señora Lena Sakimoto, la abuela a la que se
cargaron en la calle al día siguiente, era la cómplice. Se encontraba en el banco fingiendo
hacer cola, pero su verdadera misión era hacer llegar a Koenig y su colega la información
del momento preciso en que abrían la bóveda y se distribuía el dinero a los cajeros. La
liquidaron porque los atracadores pensaron que acabaría delatándolos.
Doble juego.
A Bob el Malo y sus colegas les dieron la pasta para que la guardaran en el banco.
Enrabiados porque había habido muertos en el atraco, la metieron en cuentas de ahorro de
japoneses, pensando que los dos blanquitos no podrían hacerse con ella y que el dinero
acumularía intereses hasta que se acabara el internamiento. Bob guardó las libretas en su
piso y estaba a punto de enviar a buscarlas al blanquito que regentaba el piso franco,
cuando le llegó la noticia de que un amigo suyo se había vuelto avaricioso.
El amigo se llamaba George Hayakawa, el vicejefe de los Hijos del Sol Naciente. Fue
a ver a Walt Koenig con un trato. Se partirían el botín mitad y mitad. Koenig dijo que no
había trato, le sacó a Hayakawa la dirección del escondite donde estaban las libretas
bancarias mediante tortura, se lo cargó, le cortó el cipote a rodajas y lo mandó en una caja
de reparto de pizzas. Una advertencia: no jodáis al Peligro Blanco.
Presioné a Murikami acerca de Maggie Cordova. ¿Cómo encajaba en todo aquello? El
relato épico se tiñó de tonos de perversión.
Maggie era la amante de la hermana de Bob el Malo, la mitad femenina de una pareja
de lesbianas. Era la cómplice del interior del banco. Cuando la señora Lena Sakimoto se
tragó una bala hasta el sukiyaki, Maggie voló a Tijuana, temiendo represalias similares.
Bob no sabía dónde estaba exactamente. Presioné más, lo amenacé y casi le disparé para
obtener la respuesta que más anhelaba: de dónde había sacado Maggie Cordova «Prison of
Love».
Bob no lo sabía. Yo necesitaba saberlo. Le ofrecí un trato que sabía que yo traicionaría
en el instante que Lorna volviera a entrar en escena: vienes conmigo, retiramos toda la
pasta, me llevas a Tijuana a buscar a Maggie y el dinero es todo tuyo. Murikami aceptó.
Sellamos el trato tomando una gran botella de láudano mezclado con sake. Perdí el sentido
en mi jergón con la pistola en la mano y de allí pasé a los brazos de Lorna.
Fue un gran sueño de droga.
Lorna actuaba desnuda en el Palladium de Hollywood, acompañada por una orquesta
cuyos miembros eran todos negros: unos gigantes de color carbón con ropa del Tío Sam y
galones de bisutería. Lorna jodía con el aire, desprendía sudor, chupaba la punta del
micrófono. Roosevelt, Hitler, Stalin y Hirohito eran traídos en camilla y se deshacían a sus
pies mientras atacaba «Someone to Watch Over Me». En el escenario estallaba una guerra:
los negros, enloquecidos, se pegaban con la vara del trombón y con la caña del clarinete.
Era obvio que se trataba de una maniobra de distracción. Hitler saltaba al escenario e
intentaba llevarse a Lorna hacia un submarino nazi aparcado en la primera fila. Yo
interceptaba a Der Führer cogiéndolo por el mostacho, y lo lanzaba a Sunset Boulevard.
Lorna se derretía en mis brazos cuando notaba que alguien tiraba de mí. Abrí los ojos y
me encontré con Bob Murikami, de pie a mi lado. —Despierta y ponte en marcha,
sabueso. Tenemos que ir de bancos.
Lo hicimos con rostro impasible y la parafernalia adecuada. Bob el Malo, con esposas,
documentación falsa y una placa de poli de las que regalan los cereales del desayuno
prendida en la solapa. Murikami suplantó a más de una docena de japoneses y liquidamos
catorce cuentas bancadas, reuniendo la cantidad de 81.000 dólares. Yo expliqué que era
jefe de la división de Extranjeros y que supervisaba la confiscación de lucro traidor. Los
gerentes de los bancos, como buenos patriotas, se tragaron toda la historia. A las cuatro
salimos hacia el sur, en dirección a Tijuana y lo que podía ser el encuentro que tanto se
había demorado con la mujer que me había abrasado el alma hacía mucho, mucho tiempo.
Murikami y yo hablamos tranquilamente, un acuerdo temporal en las relaciones entre
japoneses y americanos, gracias a una saludable inyección de billetes verdes.
—¿Por qué está tan interesado en Maggie, Hearns?
Aparté los ojos de la carretera. A la derecha, unos altos precipicios que caían a unas
playas de arena blanca como la nieve llenas de gente tomando el sol; a la izquierda, casas
de comidas y albergues turísticos. El nene Tojo sonreía. Ojalá no tuviera que matarlo.
—Es un conducto, muchacho. Una tubería a otra mujer.
—¿Otra mujer?
—Exacto. La mujer para la que hace un tiempo no estaba preparado, por la que lo
habría tirado todo por la borda.
—¿Y cree que ahora será diferente?
Ochenta y uno de los grandes para empezar de cero; un Hearns más sabio y
contemplativo. Quizás incluso me teñiría el pelo de canas.
—Sí. Una vez que haya resuelto un pequeño lío legal que tengo, le sugeriré unas largas
vacaciones en Acapulco, tal vez un viaje a Río. Verá la diferencia. Lo sabrá.
Volví a fijarme en la carretera, reduje para tomar una curva y noté unos golpecitos en
el hombro. Me volví hacia Bob el Malo y recibí en pleno rostro el impacto de un enorme
puño derecho tachonado de anillos de sello.
La sangre me cegó. Pisé el freno, el coche se salió a la cuneta y se detuvo. Lancé un
izquierdazo al azar y recibí otro golpe jodido. A través de una cortina escarlata vi que
Murikami cogía el dinero y se largaba corriendo.
Me enjugué el rojo de los ojos y lo seguí. Murikami se dirigía a los farallones y a un
camino que bajaba a la playa. Un coche se detuvo ante mí y se apeó un hombre corpulento
que apuntó y disparó a la figura que corría, Una vez, dos veces, tres veces. Un cuarto
disparo hizo que Bob saliera despedido en espiral por encima del acantilado. La bolsa del
dinero voló y derramó los billetes verdes. Saqué la pipa, disparé al pistolero por la espalda
y lo vi caer entre unos arbustos.
Me acerqué con la pistola por delante. Le pegué dos tiros más, por si las moscas, a
bocajarro en la nuca. Con el pie lo volví boca arriba y, con lo poco que le quedaba de cara,
lo identifiqué como el sargento Jenks, el compañero de Malloy en la división de
Extranjeros.
Mierda y más mierda, hasta profundidades insondables.
Arrastré a Jenks hasta su Plymouth, lo metí en el asiento delantero, retrocedí y disparé
al depósito de gasolina. El coche estalló y el ex pasma crepitó como guacamole frito. Me
acerqué al acantilado y miré hacia abajo. Bob Murikami se había estampado contra las
rocas con los brazos y las piernas abiertos y los bañistas cogían la pasta, se peleaban por
ella y bailaban la jiga de la codicia aullando como hienas.
Seguí hasta Tijuana, pillé una cama y una botella de láudano de farmacia y salí a
buscar a Maggie Cordova. Una cantante lesbiana blanca y gorda llamaría la atención
incluso en una bolsa de pus como Tijuana. Los bajos fondos de la ciudad eran el lugar por
donde iba a empezar.
El láudano me calmó los nervios y medio un savoir faire que mi barba de tres días y
mi maltrecho estado necesitaban. Llegué a la calle del número del burro y pregunté.
Llegué a la calle de las casas de putas y pregunté. Llegué a la calle donde había teatros con
sexo en directo las veinticuatro horas del día. Los niños que mendigaban se arremolinaron
a mi alrededor y los pies me quedaron doloridos de las patadas que les di para
ahuyentarlos. Pregunté, pregunté y pregunté por Maggie Cordova, sobornando a la gente
con montones de pesos. Y de pronto allí estaba, en la calle, subiendo unas escaleras
pegadas a un puesto de venta de licor.
La vi subir y una repentina sacudida de nervios borró los efectos de la droga. Se
encendió una luz encima del puesto de licor y Lorna Kafesjian, interpretando «Goody,
Goody», flotó hacia mí.
Perseguí el sueño y subí las escaleras para llamar a la puerta.
Sonaron unos pasos que se acercaban y, de repente, me sentí desnudo, como si una
letanía de todas mis carencias subrayase el sonido de los tacones sobre la madera.
No habría un reencuentro con ochenta y uno de los grandes.
No habría trajes de Sy Devore con los que hacer la gran entrada hollywoodiana.
No tendría papeles para saltarme el toque de queda y poder hacer trabajos nocturnos
en Hollywood.
No habría licencia de investigador privado para la imagen más dramática del siglo XX.
No habría palabrería sobre un código de honor sensible, duro por fuera, tierno por
dentro, con el que conseguir un chocho de refuerzo si Lorna me rechazaba.
La puerta se abrió y apareció la gorda de Maggie Cordova.
—Spade Hearns, ¿verdad? —dijo.
Me quedé estupefacto más allá de la estupefacción. —¿Cómo lo sabes?
Maggie suspiró como si yo fuera un plato de comida rancia, apenas recalentada.
—Años atrás, compré unas melodías a Lorna Kafesjian. Necesitaba pasta para poder
alejarse de un tipo sentimental con el que vivía y que estaba terriblemente encoñado con
ella. Me dijo que el tipo era un buceador de alcantarillas y que, como yo también era una
buceadora de alcantarillas y cantaría sus canciones, probablemente me toparía con él.
Aquí viene tu rayo de esperanza, Hearns: Lorna siempre dijo que quería verte una vez
más. Lorna y yo hemos mantenido el contacto, por lo que puedo localizarla. Dijo que te
hiciera pagar por la información. Si la quieres, apoquina.
Maggie terminó su plática propagandística dibujando el signo del dólar en el aire.
—Tú actuaste de cómplice en el atraco al Bank of America. Estás acabada.
—No, detective. Sales en todos los diarios de L.A. por las acusaciones que te han
caído por buscarme. Y los mexicanos no me van a extraditar. Dame la pasta.
Le di todo el dinero que llevaba en la cartera, menos un billete de cinco dólares para
imprevistos.
—Ocho ochenta y uno, calle Verdugo —dijo Maggie—. Hazlo pianissimo, cariño.
Suave y despacio.
Me gasté el billete en una tienda de ropa usada y elegí un traje a rayas como el que
llevaba Bogart en El balcón maltés. Los pantalones me quedaban demasiado cortos y la
chaqueta demasiado estrecha, pero el efecto general era bueno. Me afeité en seco en los
lavabos de hombre de una gasolinera y robé a un niño que vendía flores los narcisos que le
quedaban.
Pom, pom, pom, llamé a la puerta de una pequeña cabaña de adobe; bum, bum, bum,
mientras mi corazón sobreexcitado martilleaba el ritmo de una big band. La puerta se
abrió y casi grité.
Los cuatro años transcurridos desde que había visto a Lorna por última vez le habían
dejado sesenta mil kilómetros en el rostro. Estaba agrio de sol, con costuras, fosos y
escamas, y sus surcos de la risa se habían convertido en surcos de enfurruñamiento más
hondos que la falla de San Andrés. El cuerpo que antaño fuera voluptuoso, enfundado en
satén blanco, iba ahora cubierto por un sucio sarape de criada mexicana. Desde los lugares
más recónditos de lo que antes hubo entre nosotros, dragué un saludo.
—¿Qué pasa, nena?
Lorna sonrió, mostrando oro dental suficiente para financiar una revolución.
—¿No vas a preguntarme lo que ocurrió, Spade?
—¿Qué ocurrió, nena?
—Primero tu interpretación, Spade —suspiró Lorna—. Siento curiosidad.
—No fuiste capaz de aguantar. —Me alisé las solapas—. No pudiste soportar la vida
peligrosa que yo llevaba. No pudiste soportar el riesgo, el romance, los dolores de cabeza
y la vulnerabilidad inherentes a un caballero que recorría las malas calles como yo.
Reconócelo, nena. Yo era demasiado hombre para ti.
Lorna sonrió y aparecieron más grietas en el mapa en relieve de su cara.
—Tus efectos teatrales me dejaban más exhausta que los míos propios. Entré en un
convento de monjas mexicanas, me bronceé al sol y se me estropeó la piel, empecé a
escribir música de nuevo y encontré a un hombre de la tierra, Pedro, mi marido. Hago
tortillas, lavo la ropa en el río y la pongo a secar encima de las piedras. A veces, si Pedro y
yo necesitamos más pasta, preparo margaritas en el bar Blue Fox. Es una vida sencilla y
buena.
—Pero Maggie me dijo que querías verme —saqué el as que me tenía reservado—
«una vez más», como si…
—Sí, como en las películas. Es así. Vendí «Prison of Love» a unas tres docenas de
cantantes de bistró que la hacen pasar por propia. Está registrada en la Sociedad de
Autores bajo treinta y cinco títulos como mínimo y yo le he sacado unos buenos cinco de
los grandes. Y bien, esa canción la escribí para ti en nuestros días de jóvenes inexpertos y,
en nombre de lo que hubo entre nosotros durante dos segundos, te ofrezco el diez por
ciento. Al fin y al cabo, fuiste tú quien me inspiró esa maldita cosa.
Me apoyé en el umbral, exhausto tras cuatro años de arder y tres días de matanzas y
pandemónium.
—Me matas, nena.
Lorna se acercó a un armario y volvió con un fajo de billetes yanquis. Le guiñé un ojo,
me guardé el dinero, volví a la calle y entré en una cantina. El interior estaba oscuro y
fresco. Unas monadas mexicanas bailaban desnudas encima de la barra. Pedí una botella
de tequila, le pegué un trago y eché monedas a la gramola para todas las piezas con
vocalistas femeninas. Cuando la priva me hizo efecto y empezó la música, contemplé los
chochos desnudos que giraban y traté de obsesionarme.
Notas
[1] Palurdo, en dialecto siciliano. (N de los T.) <<
[2] Traje de hombre, popular en los años cuarenta, con un antiguo estilo exagerado de
pantalones anchos y cintura alta, encogiéndose en la bota, con un abrigo largo y hombros
muy acolchados. (N. de los T.) <<
[3] El Ferrocarril Subterráneo («Underground Railway») era una red de rutas secretas y
casas de seguridad utilizadas por los negros esclavos de Estados Unidos para escapar a los
estados libres y a Canadá con la ayuda de los abolicionistas que simpatizaban con su
causa. (N. de los T.) <<