Colombia. El Desafio de Implementar Una Paz Imperfecta
Colombia. El Desafio de Implementar Una Paz Imperfecta
Colombia. El Desafio de Implementar Una Paz Imperfecta
Colombia:
el desafío de implementar
una paz imperfecta
Erika M. Rodríguez Pinzón
Profesora de Ciencias Políticas en la Universidad Autónoma de Madrid
erikamaria.rodriguez[@]gmail.com
Resumen
En abril de 2019 habrán pasado casi tres años desde que el gobierno de Colombia firmase la paz con la
guerrilla de las FARC, ahora convertida en movimiento político. La paz generó grandes expectativas;
sin embargo, su consolidación requiere implementar los puntos que incluye el Acuerdo Final. El postconflicto
se enfrenta a múltiples retos: algunos de ellos se refieren a las dificultades propias del escenario y a los
déficits que busca resolver y otros, los mayores, son producto de la polarización política, del discurso
político crítico con el Acuerdo y de la aceptación del concepto de la paz positiva.
En su primera parte, el documento revisa el grado de implementación y los déficits de las principales
dimensiones del Acuerdo Final. En la segunda, analiza tres de los mayores desafíos para el país: la per-
sistencia y ascenso de otros grupos criminales, el asesinato sistemático y selectivo de líderes sociales
que se ha cobrado más de 400 víctimas desde la firma del Acuerdo y la ruptura de los diálogos de paz
con el Ejército de Liberación Nacional (ELN). En la tercera parte, se analiza el papel de Europa y de Es-
paña en la gestión del Acuerdo y el postconflicto. Finalmente, en las conclusiones se plantea que, ante
la posibilidad de un nuevo ciclo de violencia, el país necesita reconsiderar el concepto de paz, a partir
de la idea de la paz imperfecta, como una necesidad de institucionalizar sistemas de gestión no violenta
de los conflictos.
Palabras clave
In April 2019, it would be almost three years since the government of Colombia signed a peace agree-
ment with the FARC guerrilla, now turned into a political movement. Peace generated great expecta-
tions; however, its consolidation requires the implementation of the points included in the Final
Agreement. The post-conflict stage faces multiple challenges: some of them refer to the difficulties in-
herent to the scenario and the deficits it aims to resolve, and others, the greater ones, are the product of
political polarization, a critical political discourse about the Agreement and the acceptance of the con-
cept of positive peace.
In its first section, the document goes over the degree of implementation and the deficits related to the
main points of the Final Agreement. In the second one, it analyzes three of the greatest challenges for
the country: the persistence and rise of other criminal groups, the systematic and selective assassination
of social leaders which amounts to over 400 victims since the Agreement was signed and the rupture
of the peace dialogues with the National Liberation Army (Ejército de Liberación Nacional, ELN). In
the third section, it analyzes the role that both Europe and Spain have played in the management of the
Agreement and the post-conflict stage. Finally, in the conclusions it states that, given the possibility of
a new cycle of violence, the country needs to reconsider the concept of peace, departing from the idea
of an imperfect peace, as a need to institutionalize non-violent conflict management systems.
Key Words
Con este trasfondo, el Acuerdo para la Finalización del Conflicto Armado, que firmaron en La Ha-
bana el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de
Colombia (FARC), se convirtió en un nuevo punto de partida para construir una paz inspirada en
su dimensión positiva, es decir, en la ausencia de guerra y de violencia directa y en la presencia de
justicia social (Harto de Vera, 2016: 130). De esta forma, el resultado de los casi seis años de nego-
ciación en La Habana fue un texto de cientos de páginas que recoge detalladamente todos los pun-
tos a partir de los cuales debía producirse el proceso de desmovilización y desarme de las FARC y
los cambios estructurales a los que se comprometía el Estado para viabilizar la paz.
A pesar de que el Acuerdo de Paz no es un Plan de Desarrollo (un documento rector de política
pública), en sus siete puntos sí que se presentaba un dibujo muy claro de algunas de las reformas
que requería el país para superar el conflicto —tanto con las FARC como con otros actores— y,
en especial, para construir Estado en todo el territorio y para todos (Rodríguez y Ríos, 2016).
Sin embargo, el Acuerdo de Paz sufrió un fuerte revés en el proceso de refrendación popular
que propuso el gobierno por medio de un plebiscito. El “No” al Acuerdo de Paz triunfó por
50.000 votos, en una votación que registró una abstención del 66%. El “No” fue la expresión
de una amalgama diversa de actores que tenían una posición crítica frente al texto o que expre-
saban su temor a la impunidad de los miembros de las FARC.
El enfoque holístico del Acuerdo de Paz implicaba una determinada visión del desarrollo con
un cierto matiz progresista y ponía en cuestión la acción e inacción estatales a lo largo del con-
flicto, lo cual profundizó la molestia y alimentó las suspicacias de los sectores conservadores.
Las principales críticas se centraron en la denominada “ideología de género”, los límites a la
participación social en la toma de decisiones, las garantías de respeto a la propiedad privada, y
la posibilidad de impunidad para los cabecillas de las FARC. Pero, sin duda, el resultado también
reflejaba debilidades significativas en el proceso de paz, especialmente una falta de pedagogía
Al margen del resultado del plebiscito, uno de los aspectos a reseñar es que ni siquiera los sec-
tores más recalcitrantes plantearon una vuelta al conflicto. Los opositores al Acuerdo constru-
yeron su relato en términos de la rendición de las FARC y, por tanto, con un enfoque punitivo,
en contra de un espíritu que se centraba en la reincorporación y la construcción de alternativas
para pasar de la violencia a la política. La contraposición de estas visiones está determinando el
proceso de implementación de los puntos del Acuerdo:
Tras la ratificación del Acuerdo Definitivo, que finalmente se produjo en el Congreso de la Re-
pública, se inició el periodo de postacuerdo en el que se logró el avance más importante: la des-
movilización de la guerrilla, que pasó a convertirse en movimiento político. Las FARC pasaron
a ser la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común y como tal se presentó a las elecciones,
con resultados escuetos2. Asimismo, bajo verificación de Naciones Unidas (ONU), se produjo
la “dejación” de armas3, un total de 37 toneladas, que se transformaron en un “contramonu-
mento”4 llamado Fragmentos, que se instaló en Bogotá. Y lo más importante, miles de guerrille-
ros marcharon desde 370 municipios de los lugares más recónditos del país para concentrarse
en las Zonas Veredales Transitorias de Normalización (ZVTN), acompañados de 1.200 policías
que garantizaron su seguridad, para iniciar el proceso hacia una vida fuera del conflicto (De
Roux, 2018: 60). Así, dio inicio el postconflicto.
El postconflicto
1
Según el portal La Silla Vacía, se hicieron unas 90 modificaciones (15/11/2016): “Los cambios en el Acuerdo Final, uno a uno”, disponible en:
https://lasillavacia.com/hagame-el-cruce/los-cambios-en-el-acuerdo-final-uno-uno-58739 (última consulta, 30/01/2019).
2
Consiguió 85.000 votos en las elecciones legislativas y se retiró de la campaña a la presidencia.
3
Este término se utilizó para evitar la expresión “entrega de armas”, para resaltar el carácter voluntario del acto por parte de la exguerrilla y re-
flejar que no se trataba de una acción consecuencia de una derrota (De Roux, 2018: 60).
4
Según la descripción que de él hace su autora, Doris Salcedo.
Más allá del problema de la seguridad y de los desafíos territoriales del Estado, perdura una am-
plia divergencia con otros actores políticos que no fueron parte de la negociación y que formaron
el frente opositor al gobierno que la impulsó. En el conjunto de esta amplia variedad de actores
políticos y sociales, destaca el grupo en torno a la figura del expresidente y actual senador Álvaro
Uribe Vélez, mentor del actual presidente. Este grupo niega la existencia de un conflicto armado
en Colombia, bajo una perspectiva en la que la posibilidad de una paz positiva resulta innece-
saria. Si no hay un conflicto armado y solo se reconoce la existencia de una amenaza terrorista
o criminal, el único objetivo es la finalización de la violencia por cualquier medio.
Tal como sostienen Valencia y Ávila (2016: 11), “el tamaño del postconflicto tiene que ver con la
visión que tengamos del conflicto”. Esta es la principal divergencia entre los gobiernos de Juan
Manuel Santos y de Iván Duque. En consecuencia, aunque el Acuerdo de Paz es irreversible, la
voluntad política comprometida en el postconflicto es la que define hasta qué punto pueden al-
canzarse las transformaciones para conseguir la igualdad y la justicia social necesarias para una
paz positiva. Una de las polémicas más recientes e ilustrativas sobre esta dualidad, que afecta a
la misma concepción de la historia del país, ha girado en torno a la elección (finalmente no apro-
bada) de un reconocido “negacionista” del conflicto armado como director del Centro de Me-
moria Histórica, entidad cuya misión es:
Contribuir a la realización de la reparación integral y el derecho a la verdad del que son titulares
las víctimas y la sociedad en su conjunto, así como al deber de memoria del Estado con ocasión de
las violaciones ocurridas en el marco del conflicto armado colombiano, en un horizonte de cons-
trucción de paz, democratización y reconciliación6.
Cabe interpretar el estado de la implementación del Acuerdo de Paz como una suerte de camisa
de fuerza, que ratificaron los poderes legislativo y judicial, pero bajo el control de un poder eje-
cutivo que se opone a él y que busca salidas para equilibrar el mandato de la paz con su particular
concepción del orden y del papel del Estado. Esto ha llevado a una aplicación del Acuerdo desca-
feinada, sin recursos, ambigua y que refleja falta de voluntad en algunos puntos cruciales.
5
En Colombia permanecen activos otros grupos guerrilleros: mayoritariamente el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y, minoritariamente,
reductos del Ejército Popular de Liberación (EPL). También existen otros grupos criminales: neoparamilitares, narcotraficantes y otras bandas
organizadas que percibieron en la desmovilización de las FARC una oportunidad para ampliar sus territorios de acción y que en la actualidad
suponen uno de los mayores desafíos a la seguridad. En este documento se retoma más adelante el análisis del problema.
6
Tomado del Centro de Memoria Histórica del Gobierno de Colombia.
De la tercera etapa, el “plan de choque”, se esperaba que fuese aquélla en la que se produjesen
“una serie de acciones institucionales que permiten crear confianza en la población, ganar le-
gitimidad al Estado en los diferentes territorios e impedir el desarrollo de factores que promue-
van una nueva ola de violencia”. Esto es, se confiaba en que se iban a generar las condiciones
para una transformación permanente. Pero, aunque antes de salir del gobierno, el presidente
Santos intentó dejar resuelta buena parte del marco jurídico y legal de la implementación del
Acuerdo, no todos los puntos consiguieron cerrarse. De hecho, el gobierno de Santos concentró
sus esfuerzos en la negociación y la firma del Acuerdo; sin embargo, al volver la vista atrás, se
constata una escasa preparación material e institucional para su aplicación. Esto llevó a que el
postconflicto se iniciara sin suficientes capacidades institucionales y con claros déficits de in-
formación. Es más, partes sustantivas del marco de implementación quedaron en manos del nuevo
gobierno, el cual decidió iniciar un periodo de congelamiento y reflexión sobre el postconflicto. Así,
por ejemplo, en marzo de 2019 aún no se había aprobado el Estatuto de la Oposición o la Ley
Estatutaria de la JEP. De esta forma, al no haberse desarrollado completamente el marco nor-
mativo de la tercera etapa, esta no puede darse por superada, lo que compromete las posibili-
dades de desarrollo de la cuarta.
A continuación, se revisan algunos de los principales temas del postconflicto, de acuerdo con
las diferentes dimensiones de la implementación.
Una de las claves más importantes de los Acuerdos de La Habana fue la de la configuración del
territorio como el eje de la construcción de la paz, con la cual debían articularse todos los demás
aspectos. De esta forma, se reconocía que la pugna por la tierra y por sus capacidades produc-
tivas era uno de los factores determinantes del conflicto y, a la vez, se asumía una concepción
del territorio no solo desde sus vertientes espacial y económica, sino también desde las relacio-
nes que en él establecen las comunidades. Esto implicaba que los supuestos para la desactivación
de la violencia directa y para la intervención sobre los aspectos estructurales, culturales y sim-
bólicos que tienen lugar en Colombia habían de pasar, necesariamente, por una contextualiza-
ción, una comprensión y un diseño en clave territorial. Es decir, por asumir que las dinámicas
locales exigen mecanismos de acción particulares y diferenciales (Ríos y Gago, 2018: 282). Di-
chos mecanismos particulares son herramientas en las que concurren tres dimensiones clave
para la profundización democrática: la planeación participativa, el desarrollo territorial y la cons-
trucción de paz (Jaramillo, 2018).
Tras este primer paso se sucedieron tres etapas de diálogo (Baquero, 2018: 16). La primera, para
la definición de los núcleos técnicos y de sus diagnósticos participativos. La segunda, llamada
fase municipal, supuso la identificación de problemas y oportunidades, con el concurso de co-
munidades e instituciones académicas, de la que se extrajeron ciertas conclusiones. La tercera
etapa, subregional, implicó la participación de los técnicos y autoridades en la búsqueda de ini-
ciativas para un escenario a diez años vista. Este proceso se inició en 2017 y abarcó hasta me-
diados de 2018, cuando tuvo lugar el cambio de gobierno.
Llegados a este punto, cabe señalar que, hasta esa fecha, se habían aprobado pactos municipales
en 33 de los 170 municipios que implicaba la RRI y que se habían promulgado dos Planes de Ac-
ción para la Transformación Regional (PATR), uno en el sur de Bolívar y otro en Arauca. Gracias
a los avances que estaban en marcha, los datos al 15 de octubre de 2018 mostraban que se habían
aprobado, en total, nueve PATR y que se contaba con pactos municipales en 100 de los 170 mu-
nicipios (CINEP/PPP, 2018). No obstante, esto significaba un cumplimiento relativo y tardío de
esta etapa fundamental de la implementación. De hecho, el marco normativo necesario para
conseguir la implementación de la RRI es el punto que presenta menores avances, en parte de-
bido al carácter de mediano y largo plazos de muchas de las medidas y, también, a la falta de
expedición de leyes, planes y políticas cruciales para su desarrollo.
En este sentido, algunas de las principales leyes y medidas que aún no se habían debatido en el
Congreso hasta octubre de 2018 son: la adjudicación de baldíos en zonas de reserva forestal, la
Reforma de la Ley de Reforma Agraria y Desarrollo Rural (Ley 160 de 1994), la jurisdicción
agraria, la adecuación de tierras o las normas para la formalización de la propiedad de tierras
rurales. Además, tampoco se habían tratado la Reforma de la Ley 152 de 1994, la Orgánica del
Plan de Desarrollo ni la presentación del proyecto de Ley para la creación del sistema de catastro
multipropósito, todas de importancia trascendental para la RRI. Finalmente, hay que recordar
que el diseño e implementación de los Planes Nacionales para la Reforma Rural Integral
(PNRRI) no se adoptaron antes de que finalizase el gobierno de Santos y que actualmente se
encuentran paralizados, dado que el nuevo gobierno afirma estar analizando la situación antes
de tomar decisiones (CINEP/PPP, 2018).
Según algunos críticos entrevistados, el PND reduce el énfasis en políticas eminentemente equi-
tativas y sociales y da paso a un modelo neoliberal. Además, propone disponer de un gran fondo
de regalías de varios billones de pesos colombianos para retomar la estrategia de asignación de re-
cursos a los municipios periféricos, de modo que puedan preparar y presentar sus planes de desa-
rrollo local/regional, de acuerdo con los principios del nuevo PND. Pero, a la vez, recorta los fondos
para la atención de víctimas y la implementación de los PDET que establecía el Acuerdo de Paz.
Este modelo supondría una vuelta hacia fórmulas que en el pasado tuvieron muy poco éxito en la
mejora de la distribución de rentas y una renuncia a la transformación rural que se propone en el
Acuerdo. Asimismo, señalan que el bloqueo o retraso en la aprobación de normas ha dado paso a
la radicación de proyectos opuestos al espíritu del Acuerdo. Así, el Centro Democrático (CD), par-
tido que lidera Álvaro Uribe, radicó un proyecto para modificar la Ley de Víctimas y Restitución de
Tierras que, en última instancia, terminará facilitando la consolidación de la propiedad de tierras
despojadas y que se ignore la evidencia del despojo (El Espectador, 18/10/2018).
Por su parte, según el informe de julio de 2018 del Kroc Institute (entidad a cargo de examinar
el grado del cumplimiento del Acuerdo), de los 309 compromisos que debían ponerse en marcha
en el plano territorial, solo el 8% se ha implementado completamente, el 9% ha alcanzado un
nivel intermedio, el 40% se ha implementado mínimamente y el 43% no se ha iniciado. Es decir,
a pesar de los avances, aún falta mucho por lograr y, de hecho, si se compara la implementación
de compromisos del nivel central con los del nivel territorial, los primeros registran un grado de
cumplimiento mucho mayor. El informe concluye señalando que se observa una territorializa-
ción parcial que debe observarse a futuro (Kroc Institute, 2018: 278-279, 282).
La JEP la componen jueces colombianos y asesores extranjeros, investiga los delitos cometidos
antes del 1 de diciembre de 2016, su vigencia está prevista inicialmente para un periodo de 15
años y está supeditada a la Corte Constitucional. Desde su creación, se desarrolló una territo-
rialización de la JEP, vinculada tanto a su presencia física a partir de enlaces y sedes, como a la
priorización de casos regionales por parte de la Sala de Reconocimiento de Verdad y Responsa-
bilidad (SRVR). Así, se podía hacer frente a una mayor complejidad de delitos ante un mismo
marco, atendiendo a los patrones de macrocriminalidad y a la aplicación de enfoques diferen-
ciales (CINEP/PPP, 2018: 20).
Un análisis más detallado permite apreciar que la característica común de los artículos objetados
es que no todos recaen sobre la Ley Estatutaria, sino que algunos lo hacen sobre los textos del
Acto Legislativo 01 de 2017, el cual refrendó la Corte Constitucional en la Sentencia C-674 de
2017 y sobre la Sentencia C-080 de 2018. Este acto y sentencias son los que introducen en el
texto constitucional de forma transitoria las disposiciones necesarias para el cumplimiento del
Acuerdo (Semana, 13/03/2019). Así, las objeciones corresponden a:
7
Las penas se cumplirían en zonas rurales según las delimitase la JEP, pero no en cárceles.
• Los máximos responsables de delitos no amnistiables: la norma enuncia que en ningún caso
podrá renunciarse al ejercicio de la acción penal cuando se trate de delitos no amnistiables,
aunque en el texto del proyecto de Ley Estatutaria no se hace referencia a los máximos res-
ponsables; quien sí lo hace es la Corte Constitucional.
• Las personas a las que se aplica el sistema de la JEP: una de las objeciones cuestiona que la
Sala de Amnistía e Indulto de la JEP pueda determinar si una persona ha formado parte de un
grupo al margen de la ley. La objeción argumenta que no queda definido el alcance de la com-
petencia del Alto Comisionado de Paz para verificar la lista de a quiénes se reconoce como
miembros de grupos armados que se someten a un proceso de paz. Sin embargo, también en
este caso, el Acto Legislativo 01 de 2017 reconoce la competencia de la Sala de Amnistía e In-
dulto en la determinación de los miembros de los grupos armados que se someten a un proceso
de paz y al sistema de la JEP, y se requiere una reforma constitucional para modificarlo. Esta
objeción es una de las principales críticas del uribismo al Acuerdo porque sus partidarios temen
que abra una vía para que algunas personas eludan responder por delitos ante otros Estados.
Además de las objeciones señaladas, el presidente anunció que las otras tres grandes críticas
del fiscal general y del expresidente Uribe a la Ley Estatutaria se incluirán en un proyecto de re-
forma a la Constitución: la posibilidad de que los delitos permanentes que se hayan cometido
tras el 1 de enero de 2016 los investigue la JEP, su competencia para juzgar crímenes cometidos
durante el conflicto contra menores de edad y la no pérdida de todos los beneficios para quienes
reincidan en la comisión de delitos.
A partir esto, la falta de credibilidad de su puesta en práctica es un riesgo, porque los excomba-
tientes pueden terminar volviendo a las armas en otros grupos y porque la Corte Penal Interna-
cional puede acabar involucrándose, si llegara a determinar que Colombia no hace esfuerzos
por esclarecer delitos de lesa humanidad. El descrédito al que se ve sometida la JEP por parte
de algunos sectores políticos afecta gravemente su actuación y mina tanto su legitimidad como
la de un proceso indispensable para la paz y la consecución de la verdad y la reparación. Asi-
mismo, establece precedentes negativos para la consecución de futuros acuerdos de paz.
Por lo demás, frente a las posibilidades de establecer otros procesos de paz y limitar el alcance
de futuros procesos de justicia transicional, el gobierno radicó proyectos para que ni el narco-
tráfico ni el secuestro puedan ser conexos al delito político y, por tanto, no puedan amnistiarse.
Hasta ahora, el narcotráfico se consideraba delito conexo y era objeto de beneficios penales si
no se probaba que se había desarrollado exclusivamente con fines de lucro (CITpax, 2018).
Finalmente, en cuanto al cumplimiento por parte de los exguerrilleros sometidos a la JEP, cabe
resaltar que, ante la solicitud de enviar informes de cumplimiento de compromisos para acceder
a sus beneficios, en octubre de 2018, 31 miembros de la cúpula de las FARC (exsecretariado) in-
terpusieron recursos alegando la falta de garantías procesales, que achacaban a la falta de he-
rramientas para su defensa y a la poca claridad sobre las intenciones del gobierno.
Verdad y reparación
Busca el esclarecimiento de los patrones y causas explicativas del conflicto armado interno que sa-
tisfaga el derecho de las víctimas y de la sociedad a la verdad, promueva el reconocimiento de lo
sucedido, la convivencia en los territorios y contribuya a sentar las bases para la no repetición, me-
diante un proceso de participación amplio y plural para la construcción de una paz estable y dura-
dera (CEV, 2018).
Dada la reciente constitución de la CEV, hasta ahora sus actividades han sido limitadas. Se han es-
tablecido sus ejes de acción: participación, comunicación, pedagogía y gestión del conocimiento.
Asimismo, se han identificado 27 territorios de trabajo a partir del proceso de escucha.
En relación a la participación de las víctimas, han aparecido algunas críticas que la CEV no de-
bería desatender, especialmente en lo que corresponde a la asignación de los recursos para su
En este sentido, es necesario analizar las condiciones políticas del país a inicios de 2019. Las
elecciones presidenciales de 2018 representaron un cambio importante, dado que los sectores
de la izquierda progresista y radical se presentaron por primera vez como opciones electorales
viables. Asimismo, se postularon opciones de centro que apoyaban el proceso de paz y su con-
solidación. Sin embargo, la división y, en especial, la imposibilidad de llegar a un acuerdo entre
los dos candidatos más de centro —Sergio Fajardo y el exnegociador de paz, Humberto de la
Calle—, llevaron a la polarización del voto en la segunda vuelta. Si se analizan los resultados de
la primera vuelta, se observa que los candidatos favorables al Acuerdo de Paz sumaban un 50,8%
de los votos, frente al 46,4% que obtuvieron los candidatos abiertamente desfavorables al
mismo8. Sin embargo, el mecanismo de segunda vuelta recompuso el escenario y generó una
profunda polarización. En un país marcado por la exclusión histórica de la izquierda y su iden-
tificación con la violencia, el miedo a Petro promovió la abstención y cierto trasvase de votos
del centro a la derecha, lo que condujo a la victoria de Duque. Y, aunque el presidente electo
prometió no hacer trizas el Acuerdo, su victoria le dio poder para ahogar su implementación y
poner en entredicho sus aspectos más substanciales. A su vez, no pueden ignorarse el poder y
la popularidad con la que aún cuenta Álvaro Uribe y su influencia en el presidente. Por otro lado,
tampoco puede desconocerse la escasa popularidad y confianza que generan las FARC entre la
ciudadanía. Sus actos terroristas, secuestros y la presencia de menores en sus filas les granjearon
un justo castigo entre la opinión pública. En consecuencia, buena parte de los colombianos re-
cela de su voluntad de cumplir con el Acuerdo de Paz, aunque ciertamente sus miembros han
dado muestras de compromiso.
En este escenario fracturado, la CEV ha iniciado sus labores en un país en el que, tal como señala
uno de los analistas de la Fundación Ideas para la Paz (Guarín, 2018), los ciudadanos no creen
en las instituciones y se ha generalizado la idea de que el Estado es incapaz de impartir justicia
y de defender el interés público por encima del beneficio particular. Además, si bien la tarea de
la CEV está definida en el marco normativo reglamentado en el Acuerdo de Paz, la posibilidad
8
Los resultados de la primera vuelta fueron los siguientes: Iván Duque, candidato del Partido Centro Democrático, logró un 39,14% de los
votos; Gustavo Petro, el 25,09%, y Sergio Fajardo, el 23,73%. Por detrás quedaron Germán Vargas, con un 7,28% de los votos y Humberto de la
Calle con un 2,06%.
En cierto modo, la tarea de la Comisión consiste en “retar” las versiones que todos tenemos sobre
el conflicto, y eso incluye las versiones del Estado, de los actores armados y de las propias víctimas.
Si la Comisión opta por alguno de esos relatos por encima del otro, perderá la posibilidad de com-
prender las lógicas del conflicto como el resultado de un largo y complejo proceso social, económico
y político, y dará paso a respuestas sobre los culpables y su responsabilidad. Pero eso es la tarea de
los jueces (Guarín, 2018).
Adicionalmente, es importante recordar que una de las leyes de implementación del Acuerdo
que aún falta por aprobar es la que propone otorgar 16 curules9 a los movimientos sociales de
las zonas más afectadas por el conflicto: las llamadas “curules para las víctimas”. Este proyecto,
que se archivó en una ocasión, reconoce la necesidad de representar a aquellos ciudadanos que
han sido histórica y estructuralmente olvidados y cuya omisión por parte del Estado los ha con-
vertido en víctimas del conflicto.
En la actualidad, están en curso dos ponencias en el Congreso para impulsar este proyecto. Una
de ellas la han presentado los senadores José Obdulio Gaviria (del Centro Democrático) y Juan
Carlos García (del Partido Conservador) y propone reducir el otorgamiento de curules a ocho
y, de entre ellas, dar dos a “miembros de la Fuerza Pública que sean víctimas de delitos de lesa
humanidad” y una a las víctimas que residen en el exterior. La segunda ponencia es la que man-
tiene la propuesta de 16 curules, tal como establecía el Acuerdo.
Hay que tener en cuenta que las poblaciones víctimas veían el Acuerdo de Paz como la posibi-
lidad definitiva de que sus territorios se integraran al Estado y sus beneficios. Sin embargo,
según varias entrevistas realizadas con líderes comunitarios de regiones como Nariño y Cauca,
cunde la sensación general de oportunidad perdida y de que estas zonas están de nuevo a mer-
ced de grupos violentos que buscan el control de los recursos. Así, si bien han asistido a buena
parte de los procesos participativos, temen que, sin representación parlamentaria propia y sin
garantías, los resultados de estos procesos se archiven.
Por último, cabe destacar la labor de la UBPD, institución que tiene la responsabilidad de dirigir,
coordinar y contribuir a la implementación de las acciones de carácter humanitario y extraju-
dicial en el marco del SIVJRNR, encaminadas en particular a la búsqueda y localización de las
personas dadas por desaparecidas en razón del conflicto armado. Se estima que hay 80.514 per-
sonas desaparecidas. Esta institución, que inició su andadura en 2019 y que tiene un horizonte
de trabajo a veinte años, se enfrenta a grandes retos, entre ellos: poner más énfasis en la atención
a las familias de los desaparecidos; conseguir mayor coordinación y complementariedad entre
las instituciones que trabajan en la búsqueda de sus desaparecidos, sin que se prioricen acciones
en función de qué entidad los busca; y, además, impulsar el diálogo con los excombatientes pos-
tulados a la justicia transicional y desmovilizados, para que se amplíen las posibilidades de en-
contrar a los desaparecidos (Quevedo y Mächler, 2018: 147-152).
9
Curul es el nombre que reciben en Colombia los escaños en el Congreso.
El Acuerdo de Paz estableció que las FARC se convertirían en un movimiento político al que se
darían facilidades para su incorporación a la participación política; a la vez, el Acuerdo diseñó
un sistema para el tránsito hacia la vida civil de los excombatientes.
En cuanto a la dimensión política, se definieron los pasos para el establecimiento del nuevo mo-
vimiento o partido que surgiese de las FARC, una vez terminado el proceso de dejación de armas
y previo cumplimiento de los requisitos legales para crear un partido (estatutos y plataforma po-
lítica, entre otros). Si bien se les exoneró de algunos requisitos, se les exigió en todo caso el cum-
plimiento de las reglas aplicables a los demás partidos. Así, se facilitó la creación de la Fuerza
Alternativa Revolucionaria del Común al eximirla de acreditar un número mínimo de afiliados
y de votos para formalizarse como partido y obtener representación política. En cuanto a este
aspecto, se acordó la presencia de cinco representantes en cada una de las Cámaras para los dos
siguientes periodos electorales (2018 y 2022), siempre que el movimiento se presentase a las
elecciones y solo cuando no obtuviesen por medio de las elecciones los cinco escaños (curules)
pactados. Es decir, se garantizaba un total de cinco representantes a la Cámara y cinco senadores
sobre el total de 268 miembros del Congreso colombiano.
Por otra parte, el Acuerdo de Paz estableció un proceso de reincorporación a la vida civil de los
exguerrilleros. El primer paso fue su agrupamiento en las 22 zonas veredales10 y seis campamen-
tos. Con el fin de garantizarles la inclusión social y económica, recibirían temporalmente ayuda
monetaria, formación y apoyo para la puesta en marcha de procesos productivos. Asimismo, se
preveía la creación del Consejo Nacional de Reincorporación, una instancia conjunta del go-
bierno y las FARC, así como la creación de Consejos Territoriales de Reincorporación que ten-
drían que realizar, entre otras funciones, el seguimiento de la reincorporación en el plano
territorial.
Es importante notar que, según el estudio sobre el censo de las FARC que realizó la Universidad
Nacional (UNAL), estas concentraban un total de 10.015 personas, entre guerrilleros, milicianos
y personas privadas de libertad. De entre ellos, el 66% reconoció orígenes rurales, por lo que
no extraña que la mayoría de sus miembros se inclinase por recibir apoyo en actividades ligadas
al campo. Es más, al preguntarles sobre los proyectos colectivos que estarían dispuestos a reali-
zar, el 66% manifestó su interés en actividades agropecuarias en granjas integrales; el 39%, en
programas de construcción y mejoramiento de la vivienda; el 37%, en áreas vinculadas a la cons-
trucción y mantenimiento de vías, dotaciones públicas, etc.; e, igualmente, otro 37% expresaba
su preferencia por dedicarse a mercados campesinos. Otras actividades que contaban con por-
centajes de interés con valores próximos al 30% fueron la acuicultura y la pesca, el transporte,
la promoción de la salud o la enseñanza en zonas veredales.
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Una vereda es una localidad o población, caracterizada por ser uno de los centros de división de una ciudad, municipio o corregimiento de
mayor magnitud. Principalmente es una ubicación rural, en ocasiones con un centro microurbano. Comúnmente, una vereda posee entre 50 y
1.200 habitantes, aunque en algunos lugares puede variar, dependiendo de su posición y concentración geográfica. También hay veredas que
no tienen habitantes (https://wiki.umaic.org/wiki/Vereda).
En este sentido, Colombia tiene una experiencia relativamente larga en procesos de reincorpo-
ración a la vida civil y dejación de armas, que se han aplicado en pleno conflicto y hasta ahora
se han orientado según dos vías: bien por medio de una desmovilización colectiva resultante de
acuerdos de paz entre el gobierno y los grupos armados o por decisión individual. Esta última
vía fue muy frecuente en los últimos años de vida armada de las FARC e, impulsada por la acción
del gobierno, se convirtió en uno de sus factores de debilitamiento. Ahora bien, una vez pactada
la paz y a pesar de la experiencia acumulada y la urgencia de la implementación —dada la frágil
situación de los miembros de las FARC—, la respuesta gubernamental ha sido pobre. Los sitios
de alojamiento diseñados para los excombatientes no estaban preparados y estos se encontraron
en condiciones precarias que no contribuían a confiar en las promesas del gobierno. La evolución
del proceso de reincorporación permite evaluar los avances en este punto. En agosto de 2017, las
FARC entregaron listados de sus miembros que sumaban 14.178 personas, de las que se acreditaron
13.049; un 92% del total se reconoció susceptible de insertarse en el proceso de reincorporación
(CINEP/PPP, 2018: 101). Un año después del inicio del proceso, el gobierno publicó sus cifras de
cumplimiento del Acuerdo, según las cuales 12.573 personas se habían reincorporado, 3.418 habían
recibido formación académica, se habían abierto más de 12.000 cuentas bancarias y se habían
creado 49 organizaciones de economía social solidaria, de las que formaban parte 3.004 personas
(CNR, 2018). Ya durante el segundo semestre de 2018 se pusieron en marcha algunos proyectos pro-
ductivos y es previsible que pronto se inicien más. Sin embargo, la mayor preocupación es que aún
no está claro de dónde se va a obtener la tierra para los proyectos de los excombatientes. Asimismo,
es preocupante la sostenibilidad de la cooperativa para la reincorporación que crearon las FARC
(Economías Sociales del Común, ECOMUN), puesto que hasta el momento no es plenamente fun-
cional y no cuenta con una gerencia clara ni con un plan estratégico. Ciertamente, en el marco de
ECOMUN se han creado 51 cooperativas en los 26 Espacios Territoriales de Capacitación y Rein-
corporación (ETCR), y se están aprobando proyectos productivos con apoyo de la cooperación in-
ternacional, pero apenas dos con recursos del Estado (Kroc Institute, 2018).
Otros aspectos que generan preocupación son, en primer lugar, el difícil acceso a programas de
reincorporación institucionales para los excombatientes fuera de los ETCR, especialmente de
aquellos que se trasladan a zonas urbanas. En segundo lugar, la reincorporación de los menores
de edad que formaban parte de la guerrilla. Según el informe del Centro de Investigación y Edu-
cación Popular/Programa por la Paz de 2018, el gobierno ha atendido a 135 adolescentes y jóve-
nes que salieron de las filas de las FARC; de entre ellos, 124 se han incorporado al programa
“Camino Diferencial de Vida”, y 11, al programa especializado del Instituto Colombiano de Bie-
nestar Familiar - ICBF (CINEP/PPP, 2018: 113). Sin embargo, hay menores que después de un
tiempo no han podido tener acceso a los beneficios del programa en materia de educación, salud
y apoyo económico. En tercer lugar, resulta preocupante la falta de un enfoque de género que
atienda a las necesidades de las mujeres excombatientes y sus hijas e/o hijos.
El conflicto en Colombia está profundamente ligado al problema de las drogas ilícitas y el nar-
cotráfico, aunque deben distinguirse como dos fenómenos que, aun correlacionados, son dife-
rentes. La finalización de un conflicto con las guerrillas o con cualquier otro actor armado no
supone automáticamente la desaparición del narcotráfico. Sin embargo, la paz con las FARC sí
El texto del Acuerdo de Paz preveía un cambio en la política de drogas que permitiese la aplicación
de enfoques diferenciados sobre los distintos eslabones de la cadena del narcotráfico: los cultivos
ilícitos podrían tratarse desde la perspectiva del desarrollo rural, y los problemas de consumo, desde
una perspectiva sanitaria y de Derechos Humanos. Igualmente, se preveía reforzar la lucha contra
el crimen organizado y el blanqueo de capitales. Por su parte, las FARC se comprometieron a apoyar
la sustitución de cultivos en las zonas en las que operaban. Además, la JEP obligaba a quienes se
sometiesen a su jurisdicción a entregar toda la información relacionada con el narcotráfico de ma-
nera exhaustiva y detallada, con el propósito de definir responsabilidades. El Acuerdo también acla-
raba la potestad del gobierno para, en los casos que fuese necesario, aplicar métodos no voluntarios
de eliminación de cultivos ilícitos, como la aspersión.
El mayor desafío que generó esta materia consistió en el fuerte aumento de los cultivos ilícitos
que, a la firma del Acuerdo, alcanzaban máximos históricos. Desde 2013 los cultivos ilícitos cre-
cieron en promedio un 45% anual, al pasar de 48.000 hectáreas en 2014 a 141.000 hectáreas
en 2016 y 171.000 hectáreas en 2017 (UNODC, 2018: 13). El aumento del cultivo de coca que se
registró se explica por varios factores, entre ellos: la suspensión de la fumigación, los incentivos
cambiarios, la ampliación de los cultivos en zonas de protección ambiental especial y las expec-
tativas generadas durante la negociación. Para las zonas sin acceso al mercado y a falta de una
política agraria para los pequeños cultivadores, la coca representa una forma de acceder a pro-
gramas sociales, un modo de formar parte de un sistema de protección y un medio de apoyo a
lugares donde el Estado no llega. Pues bien, durante la negociación del Acuerdo no se estableció
un censo de los cultivadores (lo cual era ciertamente difícil) ni una delimitación de los territorios
afectados por su implementación. El gobierno se centró en conseguir la firma de la paz y no exa-
minó la viabilidad de la política de sustitución en el marco de un aumento sostenido y exponen-
cial de los cultivos. Es más, las expectativas que generó el Acuerdo actuaron como incentivos
perversos tanto para aquellos que buscaban maximizar sus beneficios ante un posible cambio
de política como para quienes esperaban verse incluidos en los programas de sustitución.
El segundo gran problema en este ámbito ha sido la puesta en marcha de los programas de sus-
titución. El Programa Nacional de Sustitución Integral de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS) ha sido
el mecanismo por medio del cual se han coordinado y articulado las comunidades y las autori-
dades locales, departamentales y nacionales. Este programa forma parte de la RRI y da conti-
nuidad a, cuando menos, 13 programas previos para combatir la producción y el tráfico de drogas
ilícitas (Baquero, 2018: 22).
Frente al futuro inmediato, emergen varias amenazas que deben observarse con atención. La
primera concierne al problema de la confianza, habida cuenta de que el gobierno de Santos dejó
Por otro lado, una de las diferencias más acentuadas entre el gobierno de Santos y el de Duque
reside en el cambio de posición sobre la política de drogas. El expresidente Santos impulsó, junto
con otros mandatarios latinoamericanos, una demanda internacional para finalizar con la fallida
“guerra contra las drogas” y para crear nuevos paradigmas de atención sanitaria, social y am-
biental frente a este problema. Esta demanda se incorporó a la agenda internacional con la ce-
lebración de la Sesión Especial sobre Política de Drogas de Naciones Unidas (UNGASS, por sus
siglas en inglés) en 2016, que promovió activamente el gobierno de Santos. Esta visión crítica
era consistente con la finalización de las fumigaciones masivas, la búsqueda de soluciones so-
ciales y la despenalización de determinados consumos que se producen en muchos países. En
cambio, el gobierno de Duque se ha aproximado a la posición del gobierno estadounidense, que
ha vuelto a insistir en las soluciones de mano dura, enfocadas en la represión de la oferta, y que
tan alto coste han tenido en América Latina. En consecuencia, el gobierno colombiano ha ex-
pedido un decreto que permite la persecución del consumo personal y ha mostrado su interés
en reducir con rapidez las hectáreas cultivadas, por medio de la fumigación y la erradicación
forzosas. Es más, a inicios de 2019, se produjo un arduo debate en el país sobre el uso de la as-
persión de glifosato. Sin entrar en el detalle de los efectos ambientales y sanitarios del uso ma-
sivo de este herbicida, es importante apuntar que la aspersión es una práctica que debilita la
presencia del Estado. Y lo hace porque, en el cultivo de ilícitos, debe distinguirse a los traficantes
de los cultivadores, normalmente excluidos de los mercados y en los márgenes del Estado, de
forma que su tratamiento solo es viable por medio de políticas sociales y la ampliación de la co-
bertura del Estado. La fumigación masiva hace que el Estado opere de manera negativa y, en
consecuencia, reduzca su presencia y cobertura en lugar de ampliarlas.
Finalmente, no hay que olvidar que, en sus periodos más recientes, el conflicto en Colombia no
se ha nutrido exclusivamente de los recursos del narcotráfico. Las condiciones sociales, políticas
y geográficas que dieron lugar al narcotráfico han permitido ampliar las opciones ilícitas de ex-
plotación, que ahora incluyen a la minería ilegal y a otros tráficos ilícitos (de personas, especies,
etc.) igualmente violentos y destructores del medioambiente11, que mantienen la actividad de
grupos criminales y armados de toda índole. De hecho, el actual ciclo de violencia contra los de-
11
Por ejemplo, el 60% del oro de aluvión en Colombia se extrae de manera ilegal (UNODC, 2016).
Uno de los mayores desafíos de la implementación del Acuerdo de Paz es la presencia de otros
grupos armados, tanto guerrilleros como criminales, en buena parte del país. Ciertamente, los
recientes procesos de paz han contribuido a desmontar dos grandes estructuras armadas —las
Autodefensas Unidas de Colombia y las FARC—; sin embargo, hay más actores que representan
un desafío para la seguridad del país.
Adicionalmente, los otros actores armados en el territorio son los paramilitares, neoparamilitares
o bandas criminales (Bacrim), herederas o disidentes de las antiguas Autodefensas Unidas de Co-
lombia. Según informes elaborados en los meses posteriores a la firma del Acuerdo de Paz, había
siete grupos paramilitares que operaban en 275 municipios y que se extendían por 28 departamentos
del país (Indepaz, 2017). El paramilitarismo está ligado al narcotráfico, pero también y de forma
creciente a la extracción ilegal de oro y a la pugna por el control de otros tráficos ilícitos, incluido el
de seres humanos. Desde antes de la firma del Acuerdo, uno de los mayores temores era que los
espacios que desalojaron las FARC los ocuparan los grupos paramilitares, como de hecho ha ocu-
rrido en varias zonas del país. Ante este temor, el punto 74 del Acuerdo establecía la creación de
una Unidad de Investigación y Desmantelamiento de las Organizaciones Criminales, adscrita a la
Fiscalía General. La Unidad se puso en marcha en 2017, pero solo en las áreas de Baudó y Bajo
Atrato, en el departamento del Chocó, una perspectiva limitada para un problema tan extendido.
Por añadidura, además de los grupos mencionados, en Colombia se registra una presencia cre-
ciente de miembros de los cárteles mexicanos12, que han tomado el control de la producción y
de las rutas de salida de los estupefacientes. Esta conexión no es nueva: desde 2013, los cárteles
colombianos dieron paso a los mexicanos en el control del narcotráfico a escala continental. Las
condiciones que permiten la implantación de los cárteles mexicanos son las mismas que expli-
can la presencia paramilitar, entre ellas: la disponibilidad de materias primas (en este caso, la
coca); la baja regulación de insumos clave para el procesamiento de drogas ilícitas; la disponi-
bilidad de “mano de obra” para actividades criminales; la existencia de mercados ilegales en
expansión; las oportunidades de inversión en escenarios de alta informalidad y bajo control del
Estado; la existencia de fronteras porosas; la corrupción y los espacios o expectativas de espacios
12
Particularmente se detecta la presencia del cártel de Sinaloa.
Finalmente, en este listado de actores cabe señalar la existencia de grupos disidentes de las
FARC, frentes y guerrilleros que no se integraron en el proceso de paz o que han vuelto a las
armas y continúan operando en sus enclaves históricos. Desde luego, las columnas y frentes
guerrilleros que renunciaron a formar parte del Acuerdo han perdido toda legitimidad política.
Sin embargo, también es importante valorar cómo las fallas en la implementación y en el proceso
de reincorporación han podido llevar a los excombatientes a buscar su protección y sustento en
el seno de este tipo de grupos.
La presencia de grupos armados escapa por su complejidad a los alcances del Acuerdo, aunque
su tratamiento se haya incluido en él. La estructura del conflicto en Colombia corresponde a di-
námicas territoriales que, para enfrentarlas y resolverlas, requieren que la presencia del Estado
se consolide, que se construyan mercados y una firme voluntad de limitar, disuadir y, sobre todo,
castigar a los actores que emplean la violencia. Si desde el centro del sistema continúan advir-
tiéndose complicidades de las élites locales con los actores violentos, a los que apoyan o en quie-
nes se apoyan para mantener el control de sus territorios, el conflicto va a prolongarse y su
terrible coste seguirá cayendo sobre quien intente oponerse a su poder.
Uno de los mayores temores de la guerrilla de las FARC durante la negociación fue que se repi-
tiera la guerra sucia que tuvo lugar a principios de los años ochenta, cuando se asesinó a miles
de personas pertenecientes a la Unión Patriótica (UP), entonces brazo político de la guerrilla.
Aquél fue el inicio del paramilitarismo y la sombra de ese exterminio político se alarga sobre el
Estado que permitió que ocurriera. Desde que se firmó el Acuerdo de Paz se ha contabilizado la
muerte de 85 guerrilleros y una veintena de familiares, una cifra considerable; no obstante, la
mayor ola de violencia y delitos de lesa humanidad la están sufriendo los defensores de Dere-
chos Humanos, derechos sociales y del medioambiente. Desde 2016 y hasta inicios de 2019, se
han registrado más de 480 asesinatos (Razón Pública, 2019).
En general, las víctimas de violaciones al derecho a la vida llevaban a cabo ejercicios de poder con-
trahegemónico en el ámbito local que afectan intereses de grupos ilegales, pero también de grupos
económicos, empresas o personas que son consideradas por el Estado y la sociedad como inscritos
en la legalidad. Las víctimas eran un obstáculo para determinados actores que detentan el poder
económico, político o armado en las regiones afectadas. Las acciones y luchas más evidenciadas
de las víctimas registradas se centran en: defensa de los derechos a la tierra y el territorio, veeduría
y denuncia de crímenes de actores hegemónicos, denuncias de despojo de tierras, de actos de co-
rrupción de funcionarios estatales, de presencia de actores armados, de reclutamiento forzado y
de microtráfico. Otras víctimas hacían oposición a megaproyectos económicos, de explotación o
de industrias extractivas que afectan negativamente a la comunidad (de petroleras, minería legal
e ilegal, construcción de represas), hacían defensa de derechos sexuales y reproductivos o trabaja-
Es preciso recordar que este tipo de violencia no es nueva en Colombia. La eliminación de líderes
y lideresas sociales es una estrategia sistemática que responde a patrones que, ya en 1997, Bejarano
relacionaba con el aumento rápido y desigual de la riqueza, en áreas donde la capacidad del Estado
para regular los conflictos es escasa. La violencia, por tanto, aparece relacionada con el rezago de
las instituciones del Estado para implantar su normatividad en zonas en acelerada expansión —
donde operan rápidas transformaciones sociales y económicas— y en zonas de frontera: en ellas la
impunidad y la violencia aumentan por las migraciones internas, el crecimiento demográfico, el
auge del mercado y la precariedad de la posesión de la tierra (Bejarano, 1997).
El informe del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH)
de 2019 apunta conclusiones que van en el mismo sentido. En él se da cuenta de que el 93% de
los casos en seguimiento ocurre en ámbitos regionales en los que se evidencia una falta de ac-
ceso a los derechos de la población, principalmente, el derecho a la justicia y los derechos eco-
nómicos, sociales, culturales y ambientales. Estas causas, de tipo estructural, generan altos
índices de pobreza multidimensional y propician el surgimiento de economías ilícitas, contro-
ladas o disputadas por grupos criminales, lo que a su vez provoca niveles endémicos de violencia.
La mayoría de estos casos ha seguido teniendo lugar en zonas rurales o en aquellas calificadas
como Zonas Más Afectadas por el Conflicto Armado (ZOMAC) en el Decreto nº 1650 (2017).
Las causas antes mencionadas derivan en buena medida de la débil o nula presencia del Estado
en algunas zonas rurales, lo cual reconoció el presidente Duque en su discurso inaugural. Y, asi-
mismo, son fruto de los retrasos sustanciales en la implementación del Acuerdo analizados en
este texto, particularmente en lo relativo a la RRI y a la sustitución de los cultivos ilícitos. En
todo caso, para mitigar los riesgos de las personas defensoras de los Derechos Humanos, el Es-
tado ha de mantener su presencia, que debe incluir a las autoridades civiles; reconocer e impul-
sar la participación de la sociedad civil —con garantías plenas para sus derechos de asociación,
reunión y expresión—; y acelerar la aplicación del Acuerdo en las regiones afectadas, lo que ayu-
daría a la labor de los defensores mediante la ampliación de espacios cívicos.
La violencia en Colombia tiene una presencia sistemática porque los factores que facilitan su
aparición son igualmente sistemáticos. El verdadero reto es romper esas espirales mediante la
acción efectiva de la justicia, del Estado y la reconstrucción de las relaciones con la sociedad
civil. Frente a la organización y sistematicidad de los actos violentos se echan en falta políticas
públicas de protección de los derechos fundamentales de los colombianos. Hasta ahora todos
los planes que ha presentado el gobierno se limitan a acciones aisladas, descoordinadas y que
13
El Espectador, redacción Antioquia: “Alerta en Medellín: más de 1.500 familias han sido desplazadas por grupos armados” (5/02/2019).
El 18 de enero de 2019, tras el atentado terrorista en Bogotá que acabó con la vida de 21 personas,
el gobierno suspendió los diálogos iniciados con el ELN. Junto con el anuncio del cese de con-
versaciones, el presidente Duque retomó el discurso del “terrorismo”, impulsado durante el go-
bierno de Uribe (2002-2010) en la época de la Seguridad Democrática: “No hay justificación, ni
consideración, ni vacilación ante el terrorismo” (Verdad Abierta, 2019).
Los diálogos con el ELN tuvieron una primera fase exploratoria que se produjo entre 2014 y
2016. El 30 de marzo de 2016 se anunció una agenda de negociación que incluía seis puntos: (i)
participación de la sociedad, (ii) democracia para la paz, (iii) transformaciones para la paz, (iv)
víctimas, (v) fin del conflicto y (vi) implementación de los acuerdos. En febrero de 2017 se inició
la fase pública, pero a la finalización del mandato de Juan Manuel Santos, en agosto de 2018, no
se había obtenido resultado alguno. A su llegada a la presidencia, Duque congeló los diálogos y
finalmente levantó la mesa tras el atentado terrorista.
Inicialmente, la mesa con el ELN se ubicó en Quito y después se trasladó a La Habana, pero su
evolución resultó mucho más compleja que la de la que se estableció con las FARC. El proceso
estuvo marcado por las demandas del gobierno de Santos, que no contaba con suficiente capital
político para hacer concesiones y que planteó exigencias demasiado altas para la guerrilla —
entre ellas, la liberación de los secuestrados—, y por la reticencia del ELN de no suspender ac-
ción militar alguna. A su llegada al poder, Duque congeló los diálogos hasta que el ELN no
cumpliera con dos condiciones: liberar a todos los secuestrados y “cesar las acciones criminales”.
El grupo guerrillero, por su parte, planteó que el desarme y la suspensión de actos violentos fue-
sen temas a negociar y que se producirían de forma gradual, a medida que fuesen alcanzándose
acuerdos. En estas condiciones era evidente que la negociación iba a seguir encallada y el acto
terrorista acabó con ella.
Es importante señalar que, pese a las expectativas que sembró la consecución del Acuerdo con
las FARC, esta no es una experiencia que pueda replicarse íntegramente en el caso del ELN. A
diferencia de las FARC, que contaban con un secretariado que ejercía de mando centralizado,
el ELN es una guerrilla federal. Esto hace difícil mantener el control y garantizar la representa-
ción de todos los grupos en una mesa de diálogo. Asimismo, el marco político del postacuerdo
con las FARC limitaba las opciones del gobierno para hacer concesiones o negociar de forma
paralela al conflicto.
El Acuerdo de Paz es un acuerdo entre colombianos, que deben liderar e implementar ellos mis-
mos. Una vez firmado, la comunidad internacional puede prestar sus buenos oficios como ve-
rificador o apoyar económica y políticamente el postconflicto, pero la responsabilidad última
recae exclusivamente sobre los colombianos y son ellos y ellas quienes determinan el curso del
proceso. Ahora bien, ciertamente la comunidad internacional ha tenido un papel importante
tanto en su negociación como en su implementación. En la etapa de exploración, Cuba y No-
ruega tuvieron un papel clave. Estos países permitieron crear un clima de distensión para el acer-
camiento entre la guerrilla y el gobierno, entre los cuales imperaba una enorme desconfianza
mutua. Cuba y Noruega se convirtieron en garantes para la instalación de la mesa de negocia-
ción, junto con Venezuela y Chile como países acompañantes. Es muy importante destacar el
papel de Venezuela, en tanto daba garantías a los miembros de las FARC de recurrir a una posi-
ble vía de salida si los diálogos no prosperaban. A su vez, el gobierno contaba así con un país ter-
cero que hacía de puente entre dos sistemas ideológicos radicalmente opuestos. Esta situación
además redujo la hostilidad entre los gobiernos de Bogotá y Caracas14 . Por otra parte, desde el
inicio se perfiló el papel de acompañamiento de la ONU, que las dos partes reconocían como
una instancia fiable y con las capacidades necesarias para realizar tareas de verificación.
Una vez el diálogo empezó a fructificar, dio inicio la etapa de socialización, en la cual se buscó el res-
paldo de la comunidad internacional. En este punto, la Unión Europea, Estados Unidos y otros países
mostraron su apoyo al proceso, aunque —a medida que se revelaban los acuerdos parciales—
algunas organizaciones mostraron sus preocupaciones sobre las garantías de justicia y hacia los
Derechos Humanos. La Corte Penal Internacional (CPI), Amnistía Internacional (AI), Human
Rights Watch (HRW) y otras organizaciones expresaron sus expectativas positivas ante el
Acuerdo, pero también su interés en seguir de cerca la negociación y su implementación poste-
rior. En la última etapa, de firma y puesta en marcha del postacuerdo, el compromiso de la co-
munidad internacional se hizo aún más significativo, dado que el gobierno hizo un llamado para
conseguir recursos para el postconflicto. Así se articuló la estructuración de los donantes y se
organizó el sistema del proceso de verificación.
En este sentido, para realizar el seguimiento de los acuerdos, se creó un “mecanismo de verifi-
cación” compuesto por dos personas de representatividad internacional. También se creó un
componente internacional de verificación, integrado por un representante de cada uno de los
países garantes y acompañantes (Cuba, Noruega, Venezuela y Chile); un componente técnico
—una metodología de identificación de avances— diseñado por el Kroc Institute; y una misión
política de Naciones Unidas con el mandato de verificar la reincorporación de las FARC y la im-
plementación de las medidas de protección y seguridad personal y colectiva. La verificación
ciertamente resulta determinante dado que constituye una garantía para el cumplimiento del
Acuerdo, además de que es una de las dimensiones que ha quedado fuera de la disputa política
y no ha sido puesta en tela de juicio ni siquiera por los opositores al Acuerdo.
Otro de los papeles determinantes que desempeña la comunidad internacional es el apoyo fi-
nanciero al postconflicto, en este caso por medio de cuatro fondos: el de Colombia Sostenible
(BID), el Fondo Multidonante de Naciones Unidas, los fondos de la Unión Europea y los del
Banco Mundial. La cooperación internacional ha aportado una suma cercana a los 215 millones
14
Según se ha comentado, en el escenario actual de ruptura de relaciones entre los dos países, un diálogo de paz con otra guerrilla como el ELN
adolecería de no contar con un país que haga esta labor.
Si bien no hay documentación formal al respecto, quizá las mayores complicaciones que se pro-
ducen en la actualidad por la presencia de actores internacionales en la gestión del postconflicto
se centran en la relación entre Colombia y Noruega, país cuyo papel fue indispensable y le ha
llevado a convertirse en un observador muy presente. De hecho, no solo el rey Haakon VII ha
visitado el país, y concretamente las zonas del postconflicto, sino que en 2018 también lo hizo
la primera ministra. Esta supervisión tan estrecha parece ser una fuente de molestia entre algu-
nos sectores del gobierno colombiano actual.
En cuanto al papel que desempeñó España en el proceso que condujo al Acuerdo de Paz, cabe
recordar que fue tardío y en cierta forma discontinuo. A pesar de la estrecha relación con Co-
lombia, España no fue uno de los países que participaron o facilitaron los diálogos, en buena
medida por las reticencias de las FARC y, menos, por las suspicacias que levantaba en el go-
bierno del Partido Popular la negociación con un grupo reconocido como terrorista por la Unión
Europea. Es cierto que, en la última etapa, España empezó a ser más activa y, tras la firma del
Acuerdo Final, tanto el gobierno de Mariano Rajoy como todos los demás partidos políticos lo
acogieron y respaldaron. Desde entonces, España ha aportado tres millones de euros a los fon-
dos para el postconflicto, además de un contingente de 22 militares que se unieron a la misión
de Naciones Unidas para la verificación de la dejación de armas por parte de las FARC. Además,
por medio de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID),
España mantiene programas de cooperación técnica y respaldo a los procesos de participación
15
El Tiempo: “Proceso de Paz: la carta de 3 embajadores al gobierno sobre la chequera de la paz. Noruega, Suiza y Suecia piden claridad por
salida de funcionaria y proyectos productivos” (01/04/2018), disponible en: https://www.eltiempo.com/politica/proceso-de-paz/preocupa-
cion-de-tres-embajadores-por-chequera-de-paz-200138 (última consulta 07/02/2019).
El Acuerdo de Paz con las FARC en Colombia es irreversible: el grupo armado se ha transfor-
mado en un movimiento político y no hay posibilidad de que vuelva a conformarse en un actor
armado con las capacidades y el poder que ostentó en el pasado. Sin embargo, el país está lejos
de alcanzar la paz; más aún, está lejos de definir la paz que quiere y puede asumir.
A lo largo de este documento se han analizado los diferentes aspectos de la implementación del
Acuerdo de Paz y se han detectado, como nota general, fallos o demoras en la puesta en marcha
de las leyes, instrumentos y políticas que permitirían su aplicación plena. Además de las difi-
cultades normales en la puesta en marcha de un proceso tan complejo de transformación polí-
tica, social y territorial, las diferentes interpretaciones del conflicto y de las necesidades del país
para superarlo han polarizado a la opinión pública. Asimismo, se ha generado una cierta super-
politización del tema por la que aspectos ya consensuados se han vuelto a llevar a la discusión
y se están buscando fórmulas para ralentizar la toma de decisiones, por procedimientos de con-
troversia jurídica y burocrática.
Esta forma de obrar se ha convertido para el actual gobierno y los detractores del Acuerdo en
una suerte de estrategia política para no implementarlo, sin acabar con él. Ya en el gobierno de San-
tos la lentitud y falta de diseño para su implementación fueron muy notables y dañinas. Entre no-
viembre de 2016 y agosto de 2018 se firmaron más de 45 normas —entre reformas constitucionales,
leyes y decretos— orientadas a desarrollar la agenda legislativa del Acuerdo. Sin embargo, no bas-
taron, y además no se avanzó en una agenda de políticas públicas y la materialización de los plazos
no se cumplió en la mayoría de los casos. La situación durante el gobierno de Duque ha empeorado
y a esto se suma otro problema importante: la falta de adecuación del perfil de los funcionarios que
se han nombrado para los asuntos de paz, que no se corresponde con las capacidades necesarias
para sacar adelante un proceso tan complejo. A continuación, se recapitulan los aspectos más des-
tacados de los puntos del Acuerdo analizados en este documento:
• Los planes de desarrollo con enfoque territorial y la RRI no se han desarrollado suficiente-
mente, lo cual es grave dado que, según el diagnóstico de las causas del conflicto que subyace
al Acuerdo, este es el eje fundamental para impulsar las transformaciones necesarias para la
paz. Si bien los procesos participativos van tomando forma con lentitud y generan documen-
tación, además de que se ha alentado la participación comunitaria, las expectativas generadas
• La implementación de la JEP como parte del SIVJRNR parecía, en un principio, haber dado
sus primeros pasos en firme; sin embargo, aún no ha visto la luz su Ley Estatutaria y, además,
se encuentra obstaculizada por las objeciones que ha formulado el presidente Duque. Estas
objeciones han convertido su aprobación en un problema de “choque de trenes institucional”
y en una verdadera complicación para el Congreso. La JEP necesita ese recurso legal para ser
completamente operativa y la demora en su aprobación puede afectar gravemente el proceso
de justicia transicional y, sobre todo, repercute sobre la seguridad jurídica de los militares y de
los guerrilleros que se han acogido a esta jurisdicción.
• Dentro del SIVJRNR se encuentran la UBPD y la CEV, las cuales, si bien ya han iniciado su an-
dadura, se enfrentan a un entorno de polarización política que desafía su labor. Es previsible
que la CEV continúe haciendo frente, como ya lo ha hecho, a virulentos ataques de diferentes
sectores. Con todo, es probable que la visibilización plural y sin sesgos de sus hallazgos, así
como su contribución al impulso del proceso de dignificación de las víctimas en la sociedad,
ratifiquen su legitimidad.
• La reincorporación de los exguerrilleros ilustra uno de los aspectos que, según el diseño original
del Acuerdo, más tendría que haberse desarrollo en el postconflicto. No obstante, este proceso,
que inicialmente acogió a más de 10.000 personas, nació con grandes problemas por la falta de
infraestructuras y elementos que garantizasen una estancia digna a los excombatientes. A princi-
pios de 2019, continúan desarrollándose proyectos productivos y de cooperativas bajo el paraguas
de ECOMUN, pero que enfrentan graves dificultades, entre ellas, la falta de tierras, la falta de
apoyo y el riesgo de inviabilidad. Del éxito de la reincorporación depende en gran medida que los
antiguos miembros de las FARC no retornen masivamente a las armas.
• Finalmente, no puede dejar de señalarse la presencia y auge de otros grupos armados que bus-
can ocupar el espacio que han dejado las FARC y en especial la gravedad de la situación de los
16
No se puede desconocer que la relación directa entre pobreza y violencia en el caso colombiano queda desplazada por una más amplia que
incluye otras variables explicativas: la desigualdad tiene mayor correlación con la presencia de violencia así como con las fallas objetivas del
Estado (Gutiérrez, 2014: 17).
En este 2019 Colombia está en un momento clave, en el que puede enfrentarse definitivamente
a su pasado o abrir un nuevo ciclo de violencia con nuevos actores pero con las mismas víctimas.
Resulta difícil prever cómo se va a gestionar en los próximos meses la salida a la crisis abierta
en la implementación del proceso de paz, de mano de un presidente que hace equilibrios entre
los sectores más duros con el Acuerdo y el desafío social que implica no ponerlo en marcha. A
la polarización social se suma, además, el desafío de seguridad y un ciclo económico poco ha-
lagüeño. A la vez, la situación de Venezuela también influirá sobre la evolución del país. El peor
de los escenarios, el de una intervención militar en Venezuela, tendría efectos desastrosos, tanto
por el hecho de compartir frontera como por el desplazamiento del foco de atención hacia el
exterior, lo que supondría que Colombia relegaría los desafíos internos.
En suma, si bien la desmovilización de las FARC es un hecho real, no se han producido avances
sustantivos para conseguir una transformación social que acabe para siempre con la posibilidad
del conflicto armado. La paz es un concepto amplio al que los colombianos tienen que dotar de
sentido, pero no buscando su perfección, sino entendiéndolo en términos de reemplazo efectivo
y práctico del conflicto, como un sistema de gestión no violenta de las diferencias.
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ISSN-e: 1885-9119
DOI: https://doi.org/10.33960/issn-e.1885-9119.DT04
Cómo citar:
Rodríguez Pinzón, E. M. (2019): “Colombia: el desafío de implementar una paz imperfecta”,
Documento de Trabajo, nº 4 (2ª época), Madrid, Fundación Carolina.