Baigent, Michael - El Enigma Sagrado
Baigent, Michael - El Enigma Sagrado
Baigent, Michael - El Enigma Sagrado
Título original: The Holy Blood and the Holy Grail, publicado por Jonathan Cape Ltd.,
LondresTraducción de Jordi Beltrán
© 1982 by Michael Baigent, Richard Leigh and Henry Lincoln © 1985, Ediciones Martínez
Roca S.A.
Índice
Agradecimientos
Introducción .......................................................
La intriga .........................................................
Templarios ....................................................
Ormus...............................................................
Dagoberto II ......................................................
Nuestra hipótesis................................................
La crucifixión ...................................................
El «guión» ........................................................
JEHAN ASCUIZ
Agradecimientos
Desearíamos expresar nuestro especial agradecimiento a Ann Evans, pues sin ella no
hubiera sido posible escribir el presente libro. También quisiéramos dar las gracias a las
siguientes personas: Jehan l’Ascuiz, Robert Beer, Ean Begg, Dave Bennett, Colin Bloy, Juliet
Burke, Henri Buthion, Jean-Luc Chaumeil, Philippe de Ché-risey, Jonathan Clowes, Shirley
Collins, Chris Cornford, Painton Cowan, Roy Davies, Liz Flower, Janice Glaholm, John
Glover, Liz Greene, Margaret Hill, Renee Hinchley, Judy Holland, Paul John-stone, Patrick
Lichfield, Douglas Lockhart, Guy Lovel, Jane McGi-llivray, Andrew Maxwell-Hyslop, Pam
Morris, Les Olbinson, Pierre Plantard de Saint-Clair, Bob Roberts, David Rolfe, John Saúl,
Gé-rard de Sede, Rosalie Siegel, John Sinclair, Jeanne Thomason, Louis Vazart, Colin
Waldeck, Anthony Wall, Andy Whitaker, el personal de la sala de lectura del Museo
Británico y los habitantes de Rennes-le-Cháteau.
Las fotografías nos fueron facilitadas amablemente por: AGRA-CI, París, 35; Archives
Nationales, París, 16º; Michael Baigent, Londres, 1, 2, 5, 6, 7, 12, 14, 15, 17, 18, 24, 25,
26, 30, 31, 33; Bibliothéque Nationale, París, 27, 28, 29; Michel Bouffard, Carca-sona, 4;
W. Braun, Jerusalén, 11, 13; British Library, Londres, 9, 166, 34; Courtauld Institute of
Art, Londres, 10; Devonshire Collec-tion, Chatsworth (reproducida con permiso de los
administradores del Chatsworth Settlement), 21; Jean Dieuzaide/YAN photo, Tou-louse, 8;
Gallería Nazionale d’Arte Antica, Roma, 20; Patrick Lichfield, Londres, 23; Henry Lincoln,
Londres, 3; Museo Británico, Londres (reproducida con autorización de los administradores
del Museo Británico), 32; Museo del Louvre, París, 22; Ost. Nationalbi-bliothek, Viena, 19.
Nos dieron permiso para citar extractos de diversas obras y publicaciones: la revista Le
Charivari, París, para material tomado de su número 18, «Les Archives du Prieuré de Sion»;
Víctor Gollancz, Londres, y Harper & Row, Publishers, Inc., Nueva York, para el material
que se especifica en las páginas 291-293, y que procede de las páginas 14-17 de The Secret
Gospel, de Morton Smith, copyright © 1973 by Morton Smith; Random House, Inc., Nueva
York, para el material procedente de Parzival, de Wolfram von Eschenbach, traducido por
Helen Mustard y Charles E. Passage, copyright © 1961 by Helen Mustard y Charles
Passage.
Prólogo
He afirmado muchas veces que la Historia, tal como nos la han enseñado, es apenas una
caricatura borrosa y deformada de una realidad que fue siempre escamoteada
deliberadamente. Y, si se me pregunta la razón, tendré que contestar que esa
deformación caricaturesca es consecuencia del deseo tácito de todas las fuerzas y
poderes implantados a lo largo del tiempo, que han sentido la necesidad de justificar
sus actitudes dominadoras recreando y transformando todos aquellos sucesos que podían
contradecir sus pretendidos derechos o su providencial presencia salvífica.
Por ese camino, la Historia que creemos cierta y hasta objetiva no suele ser otra cosa
que un cúmulo de arreglos, de claves manipuladas, de razones defendidas con ejemplos
cuidadosamente escogidos entre aquellos que vienen a demostrar y a defender la actitud
vital de quienes se alzaron con el poder y trataron de transformarlo en razón
indiscutida. La Historia, de este modo, no ha sido más que aviso y advertencia creados
y maquillados por quienes, desde siempre, han pulido el espejo del pasado para que
reflejase la experiencia que pretendían convertir en razón de estado y en motivo
fundamental de presión y de dominio. La realidad, en este contexto, ha importado
siempre mucho menos que la experiencia prefabricada, creadora artificiosa de
jurisprudencias establecidas a imagen y semejanza de los fines del poder de turno.
Desde esta perspectiva, creo sinceramente que estamos ante un libro revolucionario, a
cuya lectura nunca se podrá proceder paseándose despreocupadamente por sus páginas,
sino asimilándolo, poniendo en cuarentena cada página y cada capítulo, y abriendo de par
en par la puerta de nuestras dudas, hasta comprobar que, efectivamente, puede haber
unas respuestas coherentes a ese pasado que, a su vez, conforma parte de nuestro
presente y tendrá algo que decir —aún no sabemos si anecdótico o definitivo— en los
años que ya apuntan inmediatamente ante nosotros.
Sé positivamente que habrá instantes, a lo largo de esta aventura de leer que ahora
emprende, en que el lector habrá de sentir de tal modo tambalearse los principios y las
certezas que aceptó siempre y que forman ya parte de la memoria colectiva, que podrá
asaltarle la tentación de negar cuanto se apunta aquí y quedarse pasivamente con todo
cuanto le enseñaron y le hicieron aceptar como dogma histórico y hasta religioso. Sé
muy bien —pues a mí mismo estuvo a punto de sucederme— que, en ciertos momentos,
esta lectura parecerá invitar gratis a la gran ceremonia de la confusión. Habituados como
estamos a la reiteración secular de las mismas certezas aparentes y monolíticas, el
hecho mismo de enfrentarse con una investigación que socava despiadadamente los
cimientos del gran tinglado de una farsa impuesta hace ya tanto tiempo y tan fosilizada en
nuestros arquetipos mentales, puede romper demasiado bruscamente los esquemas
acomodaticios que llegamos a aceptar por inercia genética. El resultado puede ser —lo
advierto— una novísima sensación de desnudez y de desamparo ante lo que se derrumba
en torno nuestro y, sobre todo, ante todo aquello que se vislumbra detrás y que
permaneció hasta ahora mismo deliberadamente oculto, discretamente ignorado.
Si tal sucediera, que todo es posible, me atrevería a sugerir algo que, para bien o para
mal, vengo practicando hacia adentro y hacia afuera desde hace muchos años: no tapiemos
nunca, por perezas o temores, ninguna ventana que nos asome a una toma de conciencia
voluntariamente asumida; no les volvamos nunca la espalda a ninguna afirmación ni a
ninguna prueba, por absurda que comience a parecemos, que nos coloque ante el dilema de
emprender el vuelo por la libertad o regresar entre los barrotes de la manipulación aceptada;
no neguemos ninguna evidencia ni una simple sospecha que lleguen a nosotros para ponernos
sobre aviso de las trabas mentales y culturales que nos vienen entorpeciendo la conciencia desde
generaciones, convirtiéndonos en homínidos con la única obligación de asentir y callar; no
rechacemos nada que venga a airearnos las estructuras mentales, tratando de avisarnos sobre
nuestro derecho inalienable a elegir nuestro paradigma vital.
Este libro cumple con creces todas estas premisas. Con un rigor digno de los mejores
anatomopatólogos, sus autores han emprendido con él una aventura que aunque todavía
incompleta —un segundo volumen casi concluido vendrá a abrir nuevas perspectivas a
cuestiones que aquí apenas llegan a insinuarse en profundidad—, nos pone ante la necesidad
de cuestionarnos, sincera y libremente, las razones y hasta las sinrazones de unos hechos
históricos interpretados siempre desde perspectivas aberrantes y condicionadoras. Los
acontecimientos, y hasta sus causas y sus consecuencias, se plantean aquí desde ese otro
lado del espejo que nos permite asir y palpar lo que siempre nos juraron que era falso, que
no existía, que era una ilusión óptica sobre la que más valía no fijar una atención inútil y
hasta digna de anatema. Más aún: muchos de esos acontecimientos, algunos de hoy mismo,
sobre los que pasamos sin verles las causas ni las consecuencias —simplemente constatamos
que suceden—, empiezan a abrírsenos a su dimensión real, a unos motivos que los integran
irremisiblemente en una cadena de la que forman parte como eslabones imprescindibles
para que las cosas sucedan como se previo que fueran sucediendo. Causas y efectos, incluso
fuera de los límites de lo que siempre aceptamos como casi lógico o casi racional, se suceden,
se combinan y se enlazan en un mosaico insospechado que añade un nuevo sentido a los
sucesos y hasta a las creencias. Y ese nuevo sentido, tan absurdo o tan evidente como el que
se nos ha hecho abandonar —pero también más coherente con la realidad oculta de los
grandes acontecimientos que mueven a la Humanidad—, nos coloca frente a la necesidad, ya
urgente, de romper definitivamente con los condicionamientos impuestos y de replantearnos
la posibilidad de ser nosotros mismos quienes juzguemos y decidamos sobre nuestro
pasado y, ante todo, sobre este presente que estamos viviendo y que ha comenzado ya a
prepararnos el futuro.
Estamos ante un libro inquietante como pocos; ante una lectura que habrá de quitarnos el
sueño, porque nos obligará a mantener, desde ahora, los ojos muy abiertos a cuanto suceda
en el mundo y en nuestro entorno inmediato. Si cabe decirlo así, nos enfrentamos a una
investigación que incita a no conformarnos con lo que nos descubre, que nos fustiga a
seguir, a profundizar, a emprender camino por aquella trocha que nos inquietaba, pero que
creímos demasiado absurda como para esperar que respondiera a nuestros temores. Ahora
sabemos que, en muchos de esos casos, puede esconderse una respuesta que nos ponga
más afín sobre la pista de tantas cuestiones cruciales como asaltan nuestra mente, y sobre
las que determinados focos de poder han tratado —con éxito— de extender una espesa
cortina de ignorancia y desconocimiento. Sabemos que se puede, que se debe ir más allá
siempre. Y si algún agradecimiento hay que guardar a Lincoln, a Baigent y a Leigh es
precisamente el de habernos abierto la puerta para que pisemos sin miedo las losas de un
secreto de siglos, del Secreto por excelencia de esa que llamamos la Civilización Occidental.
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Introducción
En 1969, cuando iba camino de los Cévennes para pasar las vacaciones de verano, quiso la
casualidad que comprase un libro de bolsillo, Le trésot maudit, de Gérard de Sede. Era una
narración de misterio, una mezcla ligera y entretenida de hechos históricos, misterio
auténtico y conjeturas. Posiblemente el libro habría quedado relegado al olvido, como todas
las lecturas de este tipo con las que matamos el ocio durante las vacaciones, si no me
hubiese dado cuenta de que en sus páginas había una curiosa y manifiesta omisión.
Al parecer, el «tesoro maldito» del título lo había encontrado en el decenio de 1890 un cura
de pueblo al descifrar ciertos documentos crípticos que había hallado en su iglesia. En el
libro se reproducían los supuestos textos de dos de tales documentos, pero no los «men
sajes secretos» que, según se decía, contenían los mismos. De ello se desprendía que los
mensajes descifrados habían vuelto a perderse. Y pese a ello, como pude comprobar, un
estudio superficial de los documentos reproducidos en el libro revela como mínimo un
mensaje oculto. Sin duda el autor lo había encontrado. Al trabajar en su libro tuvo que
prestar una atención más que fugaz a los documentos. Así pues, por fuerza habría
encontrado lo mismo que yo. Además, el mensaje era precisamente el tipo de «prueba»
fragmentaria e intrigante que ayuda a vender una novela «popular». ¿Por qué no lo había
publicado el señor De Sede?
Durante los meses siguientes volví a ocuparme varias veces del libro, atraído por lo curioso
del relato y por la posibilidad de hacer nuevos descubrimientos. Era un atractivo parecido al
de un crucigrama más intrigante que los de costumbre, a lo que cabía añadir la curiosidad
que despertaba en mí el silencio del señor De Sede. A medida que iba captando nuevos
atisbos de significados ocultos en el texto de los documentos, sentía deseos de dedicar más
tiempo al misterio de Rennes-le-Cháteau, en vez de ocuparme de él sólo durante
momentos robados a mi trabajo de escritor para la televisión. Y a finales del otoño de
1970 presenté el relato, como posible tema para un documental, al malogrado Paul
Johnstone, productor ejecutivo de Chronicle, la serie histórica y arqueológica de la BBC.
Paul vio las posibilidades que ofrecía y me envió a Francia para que hablase con De Sede
sobre la posibilidad de hacer un cortometraje. La semana de Navidad de 1970 me entrevisté
con De Sede en París. Durante la primera entrevista le hice las preguntas que venían
intrigándome desde hacía más de un año: « ¿Por qué no publicó usted el mensaje oculto en
los pergaminos?». Su respuesta me dejó atónico: « ¿Qué mensaje?».
Me parecía inconcebible que no se hubiera dado cuenta de un mensaje tan elemental. ¿Por
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qué se defendía con evasivas? De pronto fui consciente de que tampoco yo deseaba
revelarle exactamente qué era lo que había encontrado. Durante unos minutos seguimos
enzarzados en una especie de duelo de evasivas. De este modo se hizo evidente que ambos
estábamos enterados del mensaje. Le repetí la pregunta: « ¿Por qué no lo publicó?». Esta
vez De Sede me dio una respuesta calculada: «Porque pensamos que podría interesar a
alguien como usted, impulsarle a averiguarlo por sí mismo».
Esta respuesta, tan críptica como los misteriosos documentos del sacerdote, fue la primera
insinuación clara de que el misterio de Rennes-le-Cháteau iba a resultar ser mucho más que
una simple narración sobre un tesoro perdido.
Y entonces De Sede dejó caer la segunda bomba. Habían encontrado una tumba parecida a
la que se ve en Les bergers d’Arcadie, el famoso cuadro de Poussin. De Sede dijo que nos
mandaría detalles «tan pronto como los tuviera». Al cabo de unos días llegaron las fotografías y
se hizo obvio que nuestro cortometraje sobre un pequeño misterio local había empezado a
adquirir dimensiones inesperadas. Paul decidió dejarlo y en su lugar hacer una película larga para
Chronicle. Ahora tendríamos más tiempo para investigar y más «tiempo de pantalla» para
explorar el asunto. La transmisión fue aplazada hasta la primavera del año siguiente.
The Lost Treasure of Jerusalem? fue presentada en febrero de 1972 y provocó una fuerte
reacción. Comprendí que había encontrado un tema de arrollador interés no sólo para mí,
sino también para muchísimos espectadores. Seguir investigando no estaría de más. En un
momento u otro habría que hacer una segunda película. En 1974 ya había reunido gran
cantidad de material nuevo, y Paul encargó a Roy Davies que produjera mi segunda película
para Chronicle: The Priest, the Painter and the Devil. Una vez más la reacción del público
demostró hasta qué punto el relato había captado la imaginación popular. Pero era ya tan
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complejo, sus ramificaciones llegaban tan lejos, que me di cuenta de que la investigación
detallada empezaba a escaparse rápidamente de las posibilidades de una sola persona.
Había que seguir demasiadas pistas distintas. Cuanto más investigaba en una dirección, más
consciente era del abundante material que quedaba olvidado. Fue entonces, en esta
coyuntura desalentadora, cuando la casualidad, que me había proporcionado el tema de
manera tan fortuita, se aseguró de que el trabajo no quedara atascado.
En 1975, en una escuela de verano en la que ambos dábamos clases sobre aspectos de la
literatura, tuve la gran suerte de conocer a Richard Leigh. Richard es novelista y autor de
narraciones cortas, ha cursado estudios superiores de literatura comparada y posee un
conocimiento profundo de historia, filosofía, psicología y esoterismo. Durante varios años
había dado clases en universidades de los Estados Unidos, Canadá y Gran Bretaña.
En los ratos libres que nos dejaban nuestras clases en la escuela de verano hablamos largo y
tendido de temas de interés mutuo. Hablé de los caballeros templarios, que habían
desempeñado un papel importante en el trasfondo del misterio de Rennes-le-Cháteau. Con
gran contento vi que esta misteriosa orden medieval de monjes-guerreros interesaba
profundamente a Richard, quien ya había investigado su historia. En un abrir y cerrar de
ojos se esfumaron los meses y meses de trabajo que yo creía que me esperaban. Richard
pudo responder a la mayoría de mis preguntas y se mostró tan intrigado como yo ante
algunas de las aparentes anomalías que yo había descubierto. Y lo que es más importante:
también él se percató de la fascinación y la importancia del proyecto de investigación en que
me había embarcado. Se brindó a ayudarme en el aspecto relativo a los templarios. Y me
presentó a Michael Baigent, un licenciado en psicología que recientemente había dejado su
brillante carrera de periodista gráfico para reunir datos sobre los templarios con vistas a una
película que tenía pensada.
El trabajo que hicimos para dicha película por fin nos permitió ver los cimientos ocultos sobre
los que se había edificado todo el misterio de Rennes-le-Cháteau. Pero la película sólo podía
aludir muy por encima a lo que empezábamos a percibir. Debajo de la superficie había algo
más asombroso, más significativo, de una pertinencia más inmediata de lo que creíamos
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En 1972 cerré mi primera película con las palabras: «Algo extraordinario está esperando a que
El presente libro explica en qué consiste ese «algo» y cuan extraordinario ha sido su
descubrimiento.
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15
Primera parte
El misterio
1
Pueblo de misterio
Al empezar nuestra investigación no sabíamos exactamente qué era lo que andábamos
buscando. No teníamos teorías ni hipótesis, y no nos habíamos propuesto demostrar nada.
Por el contrario, lo único que queríamos era encontrar la explicación de un pequeño y curioso
enigma de finales del siglo XIX. No postulamos por adelantado las conclusiones que
sacamos al final. Fuimos conducidos hasta ellas, paso a paso, como si los datos que íbamos
acumulando tuvieran un cerebro propio y nos estuviesen dirigiendo.
Nuestra búsqueda —porque fue realmente una búsqueda— empezó con una narración más
o menos sencilla. A primera vista, este cuento no se distinguía mucho de tantos «cuentos de
tesoros» o «misterios no resueltos» como abundan en la historia y la tradición de casi todas
las regiones rurales. En Francia se había hecho pública una versión del mismo; había
atraído mucho interés pero —que nosotros supiéramos en aquel momento— no se le había
concedido una importancia mayor de la normal. Más adelante pudimos comprobar que en
dicha versión había varios errores. De momento, sin embargo, tenemos que contar la
narración tal como se publicó en el decenio de 1960 y tal como nosotros la leímos por primera
vez.
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el seminario, no mucho tiempo antes, había dado la impresión de estar destinado a seguir
una prometedora carrera clerical. Ciertamente, parecía destinado a hacer algo más
importante que ser el párroco de un pueblo remoto situado en las estribaciones orientales de
los Pirineos. Parece ser, sin embargo, que en un momento dado se granjeó la antipatía de
sus superiores. ¿Qué fue exactamente lo que hizo?, si es que hizo algo, no se sabe a ciencia
cierta, pero fue algo que no tardó en desbaratar todas sus perspectivas de progresar. Y quizá
sus superiores lo destinaron a la parroquia de Rennes-le-Cháteau para librarse de él.
En aquel tiempo Rennes-le-Cháteau tenía sólo doscientos habitantes. Era una aldea
minúscula posada en la cima de una montaña escarpada, a unos cuarenta kilómetros de
Carcasona. Para otro hombre aquel lugar tal vez habría sido una especie de exilio, una
condena de reclusión perpetua en un remoto lugar de provincias, lejos de las amenidades
civilizadas de la época, lejos de cualquier estímulo para un cerebro impaciente e inquisitivo.
Sin duda fue un golpe para las ambiciones de Sauniere. No obstante, había ciertas
compensaciones. Sauniere era natural de la región, pues había nacido y se había criado a
pocos kilómetros de allí, en el pueblo de Montazels. Por tanto, fuesen cuales fuesen sus
deficiencias, Rennes-le-Cháteau debía de parecerse mucho a su hogar, con todas las
ventajas que entraña vivir en un lugar que se conoce desde la infancia.
Entre 1885 y 1891 la media de ingresos de Sauniere fue equivalente al sueldo normal de un
cura rural en la Francia de finales del siglo XIX. Al parecer, esa cantidad, unida a las
gratificaciones que le daban sus feligreses, era suficiente para ir tirando, aunque no para
permitirse lujos. Durante aquellos seis años, según parece, Sauniere llevó una vida
bastante agradable y plácida. Cazaba y pescaba en las montañas y los arroyos de su infancia.
Leía vorazmente, perfeccionó su latín, aprendió griego y empezó a estudiar hebreo. Tenía
empleada, como gobernanta y criada, a una campesina de dieciocho años llamada Mane
Denarnaud, que sería su compañera y confidente durante toda su vida. Visitaba con
frecuencia a su amigo el abate Henri Boudet, cura del vecino pueblo de Rennes-les-Bains. Y
bajo la tutela de Boudet se sumergió en la turbulenta historia de la región, una historia
cuyos residuos le rodeaban constantemente.
Unos cuantos kilómetros al sudeste de Rennes-le-Cháteau, por ejemplo, se alzaba otro pico,
llamado Bézu, coronado por las ruinas de una fortaleza medieval que otrora fue una
preceptoría de los caballeros templarios. En un tercer pico, a cosa de kilómetro y medio al
este de Rennes-le-Cháteau, se alzan las ruinas del castillo de Blanchefort, hogar ancestral
de Bertrand de Blanchefort, cuarto Gran maestre de los caballeros templarios, que presidió
la famosa orden a mediados del siglo XII. Rennes-le-Cháteau y sus alrededores se hallaban
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junto a la antigua ruta de los peregrinos que iban del norte de Europa a Santiago de
Compostela. Y toda la región estaba saturada de leyendas evocadoras, de ecos de un
pasado rico, dramático y a menudo empapado en sangre.
En 1891, alentado por su amigo Boudet, Sauniére inició una modesta restauración, para la
cual tomó en préstamo una pequeña suma de los fondos del pueblo. En el transcurso de las
obras quitó la piedra del altar, que reposaba sobre dos arcaicas columnas visigóticas. Re
sultó que una de estas columnas era hueca. En su interior el cura encontró cuatro
pergaminos que se conservaban dentro de tubos de madera lacrados. Se dice que dos de los
pergaminos eran genealogías, datando una de 1244 y la otra de 1644. Al parecer, los otros
dos documentos los había redactado en el decenio de 1780 uno de los predecesores de
Sauniére, el abate Antoine Bigou. Éste había sido también capellán personal de la noble
familia Blanchefort, que, en vísperas de la revolución francesa seguía contándose entre los
terratenientes más importantes de la región.
Los dos pergaminos que databan de la época de Bigou parecían ser textos piadosos en latín,
extractos del Nuevo Testamento. Al menos a primera vista. Pero en uno de los pergaminos
las palabras se juntan unas con otras de forma incoherente, sin espacio entre ellas, y se ha
insertado cierto número de letras absolutamente superfluas. Y en el segundo pergamino las
líneas aparecen truncadas de modo indiscriminado —desigualmente, a veces en la mitad de
una palabra—, mientras que ciertas letras se alzan conspicuamente sobre las demás. En
realidad estos pergaminos comprenden una secuencia de ingeniosas cifras o códigos. Algunas
de ellas son fantásticamente complejas e imprevisibles, indescifrables incluso con un
ordenador, si no se posee la clave necesaria. El descifre siguiente aparece en las obras
francesas dedicadas a Rennes-le-Cháteau y en dos de las películas que sobre este tema
hicimos para la BBC.
BERGERE PAS DE TENTATION QUE POUSSIN TENIERS GARDENT LA CLEF PAX DCLXXXI
PAR LA CROIX ET CE CHEVAL DE DIEU J’A-CHEVE CE DAEMON DE GARDIENT A MIDI
POMMES BLEUES. (PASTORA, NINGUNA TENTACIÓN. QUE POUSSIN, TENIERS, TIENEN
LA CLAVE; PAZ 681. POR LA CRUZ Y ESTE CABALLO DE DIOS, COMPLETÓ —O DESTRUYÓ
ESTE DEMONIO DEL GUARDIÁN AL MEDIODÍA. MANZANAS AZULES.
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Pero si algunas de las claves son desalentadoras por su complejidad, otras son
patentemente, incluso flagrantemente, obvias. En el segundo pergamino, por ejemplo, las
letras elevadas, leídas de forma continua, transmiten un mensaje coherente.
A DAGOBERTII ROÍ ET A SION EST CE TRESOR ETIL EST LA MORT. (A DAGOBERTO II, REY,
Y A SION PERTENECE ESTE TESORO Y ÉL ESTÁ ALLÍ MUERTO)
Aunque este mensaje concreto debió de resultar claro para Sauniére, es dudoso que fuera
capaz de descifrar los códigos más intrincados. Sin embargo, se dio cuenta de que había
tropezado con algo importante y, con la autorización del alcalde del pueblo, presentó su
descubrimiento a su superior, el obispo de Carcasona. No está claro hasta qué punto
entendió el obispo lo que Sauniére le presentaba, pero lo envió inmediatamente a París —el
obispo corrió con los gastos— tras darle instrucciones para que se presentase con los
pergaminos a ciertas autoridades eclesiásticas importantes. Entre éstas las principales eran
el abad Bieil, director general del seminario de Saint Sulpice, y Émile Hoffet, sobrino de Bieil. A
la sazón Hoffet se estaba preparando para el sacerdocio. Aunque sólo tenía poco más de
veinte años, ya se había labrado una impresionante reputación por sus conocimientos,
especialmente en lo que se refiere a la lingüística, la criptografía y la paleografía. A pesar de
su vocación pastoral, se sabía que estaba inmerso en el pensamiento esotérico y que
mantenía relaciones cordiales con los diversos grupos, sectas y sociedades secretas,
orientados todos ellos al ocultismo, que estaban proliferando en la capital de Francia. Debido
a ello había entrado en contacto con un ilustre círculo cultural al que pertenecían figuras
literarias como Stéphane Mallarmé y Maurice Maeterlinck, así como el compositor Claude
Debussy. También conocía a Emma Calvé, que, en el momento de la llegada de Sauniére a
París, acababa de dar una serie de recitales triunfales en Londres y en Windsor. Como diva,
Emma Calvé era la María Callas de su época. Al mismo tiempo era la suma sacerdotisa de la
subcultura esotérica de París, y tenía relaciones amorosas con cierto número de ocultistas
influyentes.
Tras presentarse a Bieil y Hoffet, Sauniére pasó tres semanas en París. No sabemos qué
ocurrió durante sus entrevistas con los eclesiásticos. Lo que sí sabemos es que aquel cura
provinciano fue muy bien acogido por el distinguido círculo de Hoffet. Incluso se ha dicho
que llegó a ser amante de Emma Calvé. Los chismosos de la época hablaban de una
aventura entre los dos, y un conocido de la cantante dijo que a ésta le «obsesionaba» el
cura. En todo caso, no cabe la menor duda de que disfrutaron de una amistad íntima y
duradera. En los años siguientes ella le visitó con frecuencia en los alrededores de Rennes-le-
Cháteau, donde hasta hace poco aún cabía ver en las rocas de la ladera unos corazones
grabados con las iniciales de ambos.
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Durante su estancia en París, Sauniére también pasó algún tiempo en el Louvre. Es posible
que esto tuviera que ver con las tres reproducciones de cuadros que había comprado antes
de ir a París. Al parecer, uno de ellos era un retrato, obra de un pintor no identificado, del
papa Celestino V, cuyo breve pontificado tuvo lugar en las postrimerías del siglo XIII. Otro
era una obra de David Teniers, aunque no está claro si se trataba de David Teniers padre o
hijo.3 El tercero fue quizás el cuadro más famoso de Nicolás Poussin: Les bergers d’Arcadie
(Los pastores de la Arcadia).
Sauniére, que no sabía que las inscripciones en la tumba de la marquesa ya habían sido
copiadas, arrancó la lápida. Y esta profanación no fue la única cosa curiosa que hizo.
Acompañado de su fiel gobernanta, empezó a hacer largos viajes a pie por el campo, reco
giendo rocas sin valor ni interés aparente. También comenzó una voluminosa
correspondencia con personas, cuya identidad desconocemos, de toda Francia, además de
Alemania, Suiza, Italia, Austria y España. Le dio por coleccionar montones de sellos de
correos sin el menor valor. E inició ciertas transacciones misteriosas con varios bancos. Uno
de éstos envió incluso un representante de París a Rennes-le-Cháteau con el único propósito
de atender a los asuntos de Sauniére.
Sólo en sellos de correos Sauniére ya estaba gastando una suma nada despreciable,
superior a lo que le permitían sus anteriores ingresos anuales. Luego, en 18%, comenzó a
gastar en serio, a una escala asombrosa y sin precedentes. Cuando murió, en 1917, sus
gastos equivaldrían por lo menos a varios millones de libras.
Parte de esta riqueza no explicada fue destinada a loables obras públicas: hizo construir una
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carretera moderna hasta el pueblo, por ejemplo, así como instalaciones para el agua
corriente. Otros gastos fueron más quijotescos. Construyó una torre, la Tour Magdala, que
dominaba la escarpada ladera de la montaña. También hizo edificar una opulenta casa de
campo, llamada Villa Bethania, que el propio Sauniére nunca ocupó. Y la iglesia no sólo fue
decorada de nuevo, sino que lo fue de un modo harto estrafalario. En el dintel de la entrada
hizo grabar esta inscripción en latín:
En el interior, a poca distancia de la entrada, colocó una estatua horrible, una llamativa
representación del demonio Asmodeo, custodio de secretos, guardián de tesoros ocultos y,
según la antigua leyenda judaica, constructor del templo de Salomón. En las paredes de la
iglesia instaló unas lápidas horripilantes, llamativamente pintadas, representando las
Estaciones de la Cruz. Cada una de ellas se caracterizaba por alguna extraña incongruencia,
algún detalle inexplicable, alguna desviación flagrante o sutil de la crónica de las Escrituras.
En la Estación VIH, por ejemplo, aparece un niño envuelto en una manta escocesa. En la
Estación XIV, que representa el momento en que el cuerpo de Jesús es introducido en el
sepulcro, el fondo es un oscuro cielo nocturno, dominado por una luna llena. Diríase que
Sauniére trataba de dar a entender algo. Pero ¿qué? ¿Que el entierro de Jesús tuvo lugar
cuando ya era de noche, varias horas después de lo que nos dice la Biblia? ¿O que el cuerpo
es sacado del sepulcro en lugar de introducirlo en él?
Mientras se dedicaba a esta curiosa labor decorativa, Sauniére continuó gastando a manos
llenas. Coleccionaba porcelanas raras, telas preciosas, mármoles antiguos. Creó un
invernadero para naranjos y un jardín zoológico. Reunió una biblioteca magnífica. Según se
dice, poco antes de morir proyectaba erigir una enorme torre, parecida a la de Babel y
llena de libros, desde la cual se proponía predicar. Tampoco se olvidó de sus feligreses.
Sauniére les obsequiaba con banquetes suntuosos y otras muestras de largueza, man
teniendo el estilo de vida de un potentado medieval que presidiera un dominio
inexpugnable en la montaña. En su remoto y casi inaccesible nido de águilas recibió a
varios huéspedes notables. Uno de ellos, huelga decirlo, fue Emma Calvé. Otro fue el
secretario de Estado francés para la cultura. Pero quizá la más augusta e importante visita
que recibió el desconocido sacerdote rural fue la del archiduque Johann von Habsburg,
primo de Francisco José, emperador de Austria. Más adelante, los estados de cuentas
bancarias revelaron que Sauniére y el archiduque habían abierto cuentas consecutivas en el
mismo día y que el archiduque había cedido una suma sustanciosa al sacerdote.
Al principio las autoridades eclesiásticas hicieron la vista gorda. Sin embargo, al morir el
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El 17 de enero de 1917 Sauniére, que a la sazón tenía sesenta y cinco años, sufrió una
apoplejía súbita. Puede que esta fecha, el 17 de enero, sea sospechosa. La misma fecha
aparece en la lápida sepulcral de la marquesa de Hautpoul de Blanchefort, la lápida que
Sauniére había arrancado. Y el 17 de enero es también el día de san Sulpicio, santo que,
como luego constataríamos, iba a figurar del principio al fin en nuestro relato. Fue en el
seminario de Saint Sulpice donde Sauniére confío sus pergaminos al abad Bieil y a Émile
Hoffet. Pero lo que hace más sospechosa la apoplejía de Sauniére el 17 de enero es el hecho
de que cinco días antes, el 12 de enero, sus feligreses declarasen que, para un hombre de su
edad, parecía gozar de una salud envidiable. Pese a ello, el 12 de enero, según un recibo que
obra en nuestro poder, Mane Denarnaud había encargado un ataúd para su amo.
El día 22 de enero Sauniére murió sin confesar. Al día siguiente su cadáver fue instalado en
un sillón en la terraza de la Tour Magdala, enfundado en una vistosa sotana adornada con
borlas color escarlata. Una a una fueron desfilando ante el cuerpo ciertas personas no
identificadas, muchas de las cuales, a guisa de recuerdo, arrancaban borlas de la vestidura
del muerto. Jamás se ha dado explicación alguna de esta ceremonia. Los actuales habitantes
de Rennes-le-Cháteau se sienten tan desconcertados al respecto como pueda sentirse
cualquier otra persona.
La lectura del testamento de Sauniére fue esperada con gran expectación. Sin embargo,
ante la sorpresa y el disgusto de todos, el testamento decía que Sauniére estaba
absolutamente sin blanca. Al parecer, en algún momento anterior a su muerte había
transferido la totalidad de su riqueza a Mane Denarnaud, que durante treinta y dos años
22
había compartido su vida y sus secretos. O quizá la mayor parte de dicha riqueza había
estado a nombre de Mane desde el mismo principio.
Ésta es, en líneas generales, la historia que se publicó en Francia durante el decenio de
1960. Así fue como llegó a nosotros por primera vez. Y nosotros, al igual que otros
investigadores del tema, abordamos los interrogantes que planteaba esta versión de la
historia.
El primer interrogante es bastante obvio. ¿Cuál era la fuente del dinero de Sauniére? ¿De
dónde pudo salir una riqueza tan repentina y enorme? ¿Sería la explicación esencialmente
banal? ¿O habría en ella algo más apasionante? Esta última posibilidad hacía que el misterio
fuese más tentador, y no pudimos resistirnos al impulso de jugar a detectives.
Empezamos estudiando las explicaciones sugeridas por otros investigadores. Según muchas
de ellas, Sauniére había encontrado realmente un tesoro de algún tipo. Era una suposición
bastante plausible, pues la historia del pueblo y de sus alrededores induce a pensar que en la
región abundaban los posibles escondrijos de oro o joyas.
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24
dicho, que en otro tiempo se llamó Rhédae, recibió su nombre de una de tales tribus. En
tiempos de los romanos la región fue una comunidad grande y próspera importante por sus
minas y las propiedades terapéuticas de sus fuentes termales. Y también los romanos la
tenían por sagrada. Posteriormente se han encontrado huellas de varios templos paganos.
Durante otros quinientos años la población siguió siendo la sede de un importante condado:
el Comté de Razés. Luego, en los inicios del siglo XIII, un ejército de caballeros del norte
descendió sobre el Languedoc para acabar con la herejía catara o albigense y quedarse con el
rico botín de la región. Durante las atrocidades de la llamada cruzada albigense, Rennes-le-
Cháteau fue conquistada y pasó de mano en mano como feudo. Al cabo de un siglo y
cuarto, en el decenio de 1360, la población fue diezmada por la peste; y poco después
Rennes-le-Cháteau fue destruida por bandidos errantes catalanes.4
Cuentos sobre tesoros fantásticos aparecen entremezclados con muchas de estas vicisitudes
históricas. Los herejes cataros, por ejemplo, tenían la reputación de poseer algo cuyo valor
era fabuloso e incluso sagrado, y ese algo, según varias leyendas, era el Santo Grial. Dicen
que estas leyendas impulsaron a Richard Wagner a peregrinar a Rennes-le-Cháteau antes de
componer su última obra, Parsifal; y se dice que durante la ocupación de 1940-1945, tropas
alemanas, siguiendo las huellas de Wagner, llevaron a cabo varias excavaciones
infructuosas en los alrededores. Estaba también el desaparecido tesoro de los caballeros
templarios, cuyo Gran maestre, Bertrand de Blanchefort, ordenó que se efectuaran ciertas
excavaciones misteriosas en aquellos parajes. Según todas las crónicas, estas excavaciones
eran de índole marcadamente clandestina, y fueron ejecutadas por un contingente de
mineros alemanes traídos especialmente para ello. Si verdaderamente hubiese algún tesoro
templario oculto en los alrededores de Rennes-le-Cháteau, eso podría explicar la alusión a
«Sion» que aparece en los pergaminos descubiertos por Sauniére.
Había también otros posibles tesoros. Entre los siglos V y VIII gran parte de lo que ahora es
la moderna Francia fue gobernada por la dinastía merovingia, a la que pertenecía el rey
Dagoberto II. En tiempos de este monarca, Rennes-le-Cháteau fue un bastión visigodo, y el
propio Dagoberto estaba casado con una princesa visigoda. Puede que la población constituyera
25
una especie de tesorería real; y existen documentos que hablan de la gran riqueza amasada
por Dagoberto para sus conquistas militares y escondidas en los alrededores de Rennes-le-
Cháteau. Si Sauniére descubrió el lugar donde estaba oculta dicha riqueza, eso podría explicar
la alusión a Dagoberto que se hace en los códigos.
Los cataros. Los templarios. Dagoberto II. Y había aún otro posible tesoro: el inmenso botín
que acumularon los visigodos durante su tempestuoso avance por Europa. Cabe la
posibilidad de que dicho botín incluyera algo más que las cosas de costumbre,
posiblemente algo de gran relevancia —tanto simbólica como literal— para la tradición
religiosa de Occidente. En pocas palabras, quizás incluía el legendario tesoro del templo de
Jerusalén, lo cual, más incluso que los caballeros templarios, justificaría las alusiones a
«Sion».
En el año 66 de nuestra era Palestina se rebeló contra el yugo romano. Al cabo de cuatro
años, en el 70, Jerusalén fue arrasada por las legiones del emperador bajo el mando de su
hijo, Tito. El templo fue saqueado y el contenido del sanctasanctórum fue trasladado a
Roma. Tal como puede verse en el arco triunfal de Tito, en el contenido se hallaba incluido el
inmenso candelabro de siete brazos de oro, tan sagrado para el judaismo, y posiblemente
hasta el Arca de la Alianza.
Al cabo de tres siglos y medio, en 410 d. de C, Roma fue a su vez saqueada por los
invasores visigodos mandados por Alarico el Grande, que se apoderaron de virtualmente
toda la riqueza de la ciudad eterna. Tal como nos dice el historiador Procopio, Alarico se
escapó con «los tesoros de Salomón, el rey de los hebreos, espectáculo muy digno de
verse, pues en su mayor parte estaban adornados con esmeraldas y en tiempos antiguos
habían sido tomados de Jerusalén por los romanos».5
Así pues, cabe la posibilidad de que un tesoro fuese la fuente de la riqueza inexplicada de
Sauniére. Puede que el sacerdote descubriese alguno de entre varios tesoros, o bien un
único tesoro que cambió repetidamente de manos a lo largo de los siglos, pasando tal vez
del templo de Jerusalén a los romanos, luego a los visigodos y finalmente a los cataros o a los
caballeros templarios, o incluso a ambos. Si fuera así, eso explicaría por qué el tesoro en
cuestión «pertenecía» tanto a Dagoberto II como a Sion.
26
pasado. Sin embargo, pocos ejercen una influencia directa, política o de otra índole, sobre el
presente, a menos que, por supuesto, el tesoro en cuestión incluya algún secreto, posible
mente un secreto explosivo.
A causa de todo esto, cada vez era mayor nuestro convencimiento de que en la historia de
Sauniére había algo más que riqueza, que había en ella algún secreto y que era casi seguro
que dicho secreto suscitaría polémicas. Dicho de otro modo, nos pareció que el misterio no
quedaba limitado a un remoto pueblecito y a un sacerdote del siglo XIX. Fuese lo que fuese,
parecía irradiar de Rennes-le-Cháteau y producir ondas —quizás incluso un posible
maremoto— en el mundo situado más allá de dicho pueblo. ¿Podía ser que la riqueza de
Sauniére no procediera de algo de valor financiero intrínseco, sino de alguna clase de
conocimiento? De ser así, ¿cabía la posibilidad de que dicho conocimiento se aprovechase
para fines económicos? ¿Para chantajear a alguien, por ejemplo? ¿Sería la riqueza de
Sauniére el pago de su silencio?
Sabíamos que Sauniére había recibido dinero de Johann von Habsburg. Al mismo tiempo,
sin embargo, el «secreto» del sacerdote, fuera lo que fuese, parecía ser de índole más
religiosa que política. Además, sus relaciones con el archiduque austriaco, según todas las
crónicas, eran notablemente cordiales. Por otro lado, había una institución que, durante los
últimos años de la carrera de Sauniére, parecía haberle temido y haberle tratado con el
mayor miramiento: el Vaticano. ¿Era posible que Sauniére hubiese chantajeado al Vaticano?
Reconocemos que un chantaje de tal envergadura habría sido una empresa presuntuosa y
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peligrosa para un solo hombre, por muchas precauciones que tomara. Pero ¿y si en dicha
empresa contaba con la ayuda y el apoyo de otros hombres cuya eminencia les hacía
invulnerables a la Iglesia, como era el caso del secretario de Estado francés para la cultura o
los Habsburgo? ¿Y si el archiduque Johann no era más que un intermediario y el dinero que
entregó a Sauniére había salido en realidad de las arcas de Roma?78
La intriga
En febrero de 1972 se exhibió The Lost Treasure of Jerusalem?, la primera de nuestras tres
películas sobre Sauniére y el misterio de Rennes-le-Cháteau. En la película no se hacían
afirmaciones controvertibles; se limitaba a contar la «historia básica» tal como la hemos
narrado en las páginas precedentes. Tampoco había en ella especulaciones sobre un «secreto
explosivo» o un chantaje de altos vuelos. También vale la pena mencionar que no se citaba
por su nombre a Émile Hoffet, el joven y erudito clérigo de París a quien Sauniére confió
sus pergaminos.
Quizá no sea extraño que recibiéramos un verdadero diluvio de cartas. Algunas de ellas
hadan intrigantes sugerencias especulativas. Otras eran lisonjeras. Algunas eran obra de
chiflados. De todas estas cartas, sólo una, cuyo autor no quería que la diéramos a conocer,
parecía justificar una atención especial. Procedía de un sacerdote anglicano jubilado, y
parecía una curiosa y provocadora incongruencia. El autor de la carta escribía con una
certeza y una autoridad categóricas. Hacía sus afirmaciones de manera escueta y definitiva,
sin andarse por las ramas, y con aparente indiferencia a que le creyéramos o no. El «tesoro»,
declaraba rotundamente, no consistía en oro ni en piedras preciosas. Por el contrario,
consistía en «pruebas incontrovertibles» de que la crucifixión era un engaño y de que Jesús aún
vivía en 45 d. de C.
Semejante afirmación parecía flagrantemente absurda. ¿Qué podía ser, incluso para un ateo
convencido, una «prueba incontrovertible» de que Jesús salió vivo de la crucifixión? No
conseguimos imaginarnos nada que no pudiera dejar de creerse o que no pudiese repudiarse,
algo que no sólo fuera una «prueba» sino que, además, fuese una «prueba» verdaderamente
«incontrovertible». Al mismo tiempo la extravagancia misma de la afirmación exigía estudiarla
con el fin de esclarecerla. El autor de la carta había indicado su dirección. Aprovechamos la
primera oportunidad que se nos presentó para ir a verle y tratamos de entrevistarle.
En persona se mostró bastante más reticente que por carta, y nos pareció que lamentaba
habernos escrito. Se negó a ampliar su alusión a «pruebas incontrovertibles» y sólo nos
proporcionó otro fragmento de información. Nos dijo que esta «prueba», o al menos la
existencia de la misma, le había sido comunicada por otro clérigo anglicano, el canónigo
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Lilley, que murió en 1940, había publicado numerosas obras y no era desconocido. Durante
gran parte de su vida había estado en contacto con el movimiento modernista católico, cuya
base principal era el seminario de Saint Sulpice en París. En su juventud Lilley había trabajado
en la capital de Francia y conocido a Émile Hoffet. El rastro había dado una vuelta completa.
Debido a la relación entre Lilley y Hoffet, las afirmaciones del clérigo, por absurdas que
fuesen, no podían descartarse sumariamente.
Él y yo hablamos de ciertas cosas que con facilidad podré explicarte detalladamente, cosas
que te darán, por mediación del señor Poussin, ventajas que hasta a los reyes les costaría
mucho extraer de él y que, según él, es posible que nadie más vuelva a descubrir de nuevo en
los siglos venideros. Y lo que es más, estas son cosas tan difíciles de descubrir que nada que
haya ahora en esta tierra puede ser de mayor fortuna ni igual a ellas.8
Ni los historiadores ni los biógrafos de Poussin o Fouquet han conseguido jamás dar una
explicación satisfactoria de esta carta, que alude claramente a alguna cuestión misteriosa de
inmensa importancia. No había transcurrido mucho tiempo desde que la recibiera cuando
Nicolás Fouquet fue detenido y encarcelado para el resto de su vida. Según ciertas crónicas,
permaneció estrictamente incomunicado, y algunos historiadores piensan que probablemente
él era el hombre de la Máscara de Hierro. En el ínterin, toda su correspondencia fue
confiscada por Luis XIV, quien la inspeccionó personalmente. En los años siguientes el rey
hizo cuanto pudo por obtener el original de Les bergers d’Arcadie, el cuadro de Poussin.
Cuando por fin lo consiguió, lo tuvo secuestrado en sus aposentos privados de Versalles.
Fuera cual fuese su grandeza artística, el cuadro parece bastante inocente. En primer plano
tres pastores y una pastora aparecen reunidos alrededor de una gran tumba antigua,
contemplando la inscripción que hay en la piedra desgastada por la intemperie: «ETIN ARCA
DIA EGO». Al fondo se alza un paisaje montañoso, escabroso, del tipo que generalmente se
relaciona con Poussin. Según Anthony Blunt y otros conocedores de la obra de Poussin, este
paisaje era totalmente mítico, fruto de la imaginación del pintor. Sin embargo, a principios
del decenio de 1970 se localizó una tumba auténtica que era idéntica a la del cuadro, idéntica
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Según los registros municipales de Arques, el terreno donde se alza el sepulcro perteneció,
hasta su muerte en el decenio de 1950, a un norteamericano, un tal Louis Lawrence, de
Boston, Massachusetts. En el decenio de 1920 Lawrence abrió el sepulcro y lo encontró
varío. Posteriormente, su esposa y su madre política fueron enterradas en él.
Si alguna vez había habido una inscripción, la intemperie la había borrado hada ya mucho
tiempo. En cuanto a la inscripción de la tumba que aparece en el cuadro de Poussin, parecía
una elegía de tipo convencional: la muerte anunciando su sombría presencia incluso en la
Arcadia, el idílico paraíso pastoral del mito clásico. Y sin embargo, la inscripción es curiosa,
porque carece de verbo. Traducida literalmente, dice:
Y EN LA ARCADIA YO...
¿Por qué falta el verbo? Quizá por una razón filosófica: ¿para excluir todo indicio de
tiempo, todo indicio de pasado, presente o futuro, y de esta manera dar a entender algo
eterno? ¿O quizá por una razón de índole más práctica?
Los códigos que había en los pergaminos encontrados por Sauniére dependían en gran
medida de anagramas, de la transposición o el cambio de orden de letras. ¿Era posible que
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«ET IN ARCADIA EGO» fuese también un anagrama? ¿Era posible que se hubiera omitido el
verbo para que la inscripción consistiera únicamente en determinadas letras? Uno de los
televidentes que nos escribió decía en su carta que ésta podía ser la razón, y seguidamente
cambiaba el orden de las letras para formar una afirmación coherente en latín. El resultado
era:
Este ingenioso ejercicio nos agradó e intrigó. En aquel momento no nos dimos cuenta de lo
extraordinariamente apropiada que era la admonición resultante.
Sabíamos que Sauniére se había sumergido en la historia y las tradiciones de su tierra natal,
por lo que era imposible que hubiese evitado el contacto con el pensamiento y las tradiciones
de los cataros. No pudo escapar a su atención el hecho de que Rennes-le-Cháteau había
sido una población importante en los siglos XII y XIII, además de un bastión cátaro.
Asimismo, Sauniére conocería por fuerza las numerosas leyendas relativas a los cataros.
Habría oído hablar de los rumores que los relacionaban con un objeto fabuloso: el Santo
Grial. Y si es verdad que Richard Wagner, en busca de algo perteneciente al Grial, visitó
Rennes-le-Cháteau, Sauniére tampoco podía ignorar este hecho.
Además, en 1890 un hombre llamado Jules Doinel pasó a ocupar el puesto de bibliotecario
de Carcasona y fundó una iglesia neocátara.1 El propio Doinel escribió prolíficamente sobre
el pensamiento cátaro, y en 1896 era ya socio prominente de una organización cultural de la
localidad: la Sociedad de Artes y Ciencias de Carcasona. En 1898 fue elegido secretario de la
misma. A esta sociedad pertenecían varias personas que habían estado relacionadas con
31
Sauniére, entre ellas su mejor amigo, el abate Henri Boudet. Y en el círculo de amigos
personales del propio Doinel se contaba Emma Calvé. Por tanto, es muy probable que
Doinel y Sauniére se conocieran.
Hay otra razón, una razón más sugestiva, que invita a relacionar a los cataros con el misterio
de Rennes-le-Cháteau. En uno de los pergaminos hallados por Sauniére el texto aparece
salpicado de un puñado de letras pequeñas —ocho para ser exactos— que son
deliberadamente distintas de todas las demás. Tres de ellas están hacia la parte superior de
la página, cinco hacia la parte inferior. Basta leer estas ocho letras por orden para ver que
forman dos palabras: «REX MUNDI». NO cabe la menor duda de que se trata de un término
cátaro que cualquier persona familiarizada con el pensamiento de esta secta reconocerá
inmediatamente.
Dados estos factores, nos pareció bastante razonable comenzar nuestra investigación por los
cataros. Así pues, empezamos a investigar detalladamente sus creencias y tradiciones, su
historia y el medio en que se movían. Nuestra investigación abrió nuevas dimensiones de
misterio y planteó cierto número de interrogantes.
En 1209 un ejército formado por unos treinta mil caballeros y soldados de infantería partió
del norte de Europa y cayó como una tromba sobre el Languedoc, las estribaciones
nororientales de los Pirineos, en lo que actualmente es el sur de Francia. Durante la guerra
que siguió a la invasión todo el territorio fue devastado, las cosechas fueron destruidas, las
ciudades y pueblos fueron arrasados y todo un pueblo fue pasado a cuchillo. El exterminio
fue tan grande, tan terrible, que bien podría considerarse como el primer caso de
«genocidio» en la historia moderna de Europa. Sólo en la ciudad de Béziers, por ejemplo,
fueron muertos por lo menos quince mil hombres, mujeres y niños, muchos de los cuales
habían buscado refugio en la iglesia. Un oficial preguntó al representante del papa cómo
podía distinguir a los herejes de los verdaderos creyentes y recibió esta respuesta: «Mátalos
a todos. Dios reconocerá a los suyos». Puede que estas palabras, que se citan con frecuencia,
fueran apócrifas. Sin embargo, tipifican el celo fanático y la sed de sangre con que se
perpetraron las atrocidades. El mismo representante pontificio, al escribir a Inocencio III,
que se encontraba en Roma, anunció orgullosamente que «no se había respetado la edad, el
sexo ni la condición social».
Después de Béziers, el ejército invasor se extendió por todo el Languedoc. Cayó Perpiñán,
cayó Narbona, cayó Carcasona, cayó Toulouse. Y por dondequiera que pasaban los
vencedores dejaban un rastro de sangre y muerte.
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Esta guerra, que duró casi cuarenta años, es conocida ahora con el nombre de «cruzada
contra los albigenses». Fue una cruzada en el verdadero sentido de la palabra. La había
convocado el papa en persona. Los que participaron en ella llevaban una cruz en sus
vestiduras, al igual que los cruzados que iban a Palestina. Y recibían las mismas recompensas
que los cruzados que luchaban en Tierra Santa: remisión de todos los pecados, expiación de
las penitencias, un lugar seguro en el cielo y todo el botín que pudieran capturar. Además, en
esta cruzada ni siquiera había que cruzar el mar. Y de acuerdo con la ley feudal, uno no estaba
obligado a luchar durante más de cuarenta días, suponiendo, desde luego, que no le
interesase el botín.
A principios del siglo XIII, la zona que actualmente recibe el nombre de Languedoc no formaba
oficialmente parte de Francia. Era un principado independiente cuya lengua, cultura e
instituciones políticas tenían menos en común con el norte que con España, con los reinos de
León, Aragón y Castilla. Gobernaban el principado un puñado de familias nobles, siendo las
principales la de los condes de Toulouse y la poderosa casa de Trencavel. Y dentro, de los
confines de este principado florecía una cultura que en aquel tiempo era la más avanzada y
compleja de la cristiandad, con la posible excepción de Bizancio.
El Languedoc tenía mucho en común con Bizancio. La erudición, por ejemplo, era tenida en
gran estima, cosa que no ocurría en el norte de Europa. La filosofía y otras actividades
intelectuales florecían; la poesía y el amor cortesano eran ensalzados; el griego, el árabe y
el hebreo eran estudiados con entusiasmo; y en Lunel y en Narbona prosperaban escuelas
dedicadas a la cabala, la antigua tradición esotérica del judaismo. Hasta la nobleza era culta
y literaria en un momento en que la mayoría de los nobles del norte ni siquiera sabían
escribir su nombre.
También, al igual que Bizancio, el Languedoc practicaba una tolerancia religiosa civilizada y
acomodadiza, en contraste con el celo fanático que caracterizaba a otras partes de Europa.
Fragmentos del pensamiento islámico y judaico, por ejemplo, fueron importados a través de
centros comerciales y marítimos como Marsella o penetraron desde España a través de los
Pirineos. Al mismo tiempo, la Iglesia de Roma no gozaba de mucha estima; debido a su
notoria corrupción, los clérigos romanos del Languedoc consiguieron, más que otra cosa,
ganarse la antipatía del pueblo. Había iglesias, por ejemplo, en las que no se había dicho
misa durante más de treinta años. Muchos sacerdotes se desinteresaban de sus feligreses y
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administraban negocios o grandes fincas. Hubo un arzobispo de Narbona que jamás llegó a
visitar su diócesis.
Fuera cual fuese la corrupción de la Iglesia, el Languedoc alcanzó una cúspide de cultura que
en Europa no volvería a verse hasta el Renacimiento. Pero, como en Bizancio, había
elementos de feliz inconsciencia, decadencia y trágica debilidad a causa de los cuales la
región no estaba preparada para el ataque que posteriormente se desencadenaría sobre
ella. Desde hada algún tiempo tanto la nobleza del norte de Europa como la Iglesia romana
eran conscientes de la vulnerabilidad del Languedoc y ansiaban aprovecharse de ella.
Durante muchos años la nobleza del norte había codiciado la riqueza y el lujo del
Languedoc. Y la Iglesia estaba interesada por sus propias razones. En primer lugar, su
autoridad en la región era débil. Y al mismo tiempo que la cultura, otra cosa florería en el
Languedoc: la principal herejía de la cristiandad medieval.
Citando las palabras de las autoridades eclesiásticas, el Languedoc estaba «infectado» por la
herejía albigense, «la sucia lepra del sur». Y aunque los seguidores de dicha herejía eran
esencialmente no violentos, constituían una amenaza seria para la autoridad de Roma, la
amenaza más seria, de hecho, que experimentaría Roma hasta que tres siglos más tarde las
enseñanzas de Martín Lutero iniciaran la Reforma.
En 1200 existía una posibilidad muy real de que esta herejía desplazase al catolicismo
romano como forma dominante del cristianismo en el Languedoc. Y había algo que era aún
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más peligroso a juicio de la Iglesia: la herejía ya se estaba extendiendo hacia otras partes
de Europa, especialmente a los centros urbanos de Alemania, Flandes y la Champagne.
A los herejes se les denominaba de diversas maneras. En 1165 habían sido condenados por
un consejo eclesiástico en la ciudad languedociana de Albi. Por este motivo, o quizá
porque Albi siguió siendo uno de sus centros, a menudo los llamaban «albigenses». En otras
ocasiones los llamaban «cataros», «catares» o «cátari». En Italia se les daba el nombre de
«patarines». No era infrecuente que también los marcasen o estigmatizaran con el nombre
de herejías muy anteriores: «arríanos», «marcionistas» y «maniqueos».
Los cataros eran también dualistas. Por supuesto, en última instancia cabe considerar que
todo el pensamiento cristiano es dualista, pues insiste en un conflicto entre dos principios
opuestos: el bien y el mal, el espíritu y la carne, lo alto y lo bajo. Pero los cataros llevaban
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esta dicotomía mucho más allá de lo que el catolicismo ortodoxo estaba dispuesto a tolerar.
Para los cataros, los hombres eran las espadas con las que luchaban los espíritus, y nadie veía
las manos. Para ellos, se estaba librando una guerra perpetua a lo largo y ancho de la
creación entre dos principios irreconciliables: la luz y las tinieblas, el espíritu y la materia, el
bien y el mal. El catolicismo propone un Dios supremo, cuyo adversario, el diablo, es en
esencia inferior a él. Los cataros, sin embargo, proclamaban la existencia no de un solo dios,
sino de dos, con una categoría más o menos comparable. Uno de estos dioses —el «bueno»—
era totalmente desencarnado, un ser o principio de espíritu puro, libre de la mácula de la
materia. Era el dios del amor. Pero el amor era considerado como totalmente incompatible
con el poder, y la creación material era una manifestación del poder. Así pues, para los
cataros la creación material —el mundo mismo— era intrínsecamente mala. Toda la materia
era intrínsecamente mala. El universo, en pocas palabras, era obra de un «dios usurpador, el
dios del mal o, como lo llamaban los cataros, el «Rex Mundi», es decir el «Rey del mundo».
A ojos de la Iglesia de Roma los cataros estaban cometiendo herejías graves al considerar
que la creación material, por la que supuestamente había muerto Jesús, era intrínsecamente
mala, y al dar a entender que Dios cuyo «verbo» había creado el mundo «en el principio»,
era un Usurpador. No obstante, la más grave de sus herejías era la actitud que adoptaban
ante el propio Jesús. Dado que la materia era intrínsecamente mala, los cataros negaban
que Jesús pudiera tener algo de materia, encarnarse, y seguir siendo el Hijo de Dios. Por
tanto, algunos cataros lo consideraban como totalmente incorpóreo, un «fantasma», una
entidad de espíritu puro, la cual, por supuesto, no podía ser crucificada. Al parecer, la
mayoría de los cataros consideraban que Jesús era un profeta que en nada se distinguía de
los demás profetas, un ser mortal que murió en la cruz por el principio del amor. En pocas
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palabras, no había nada místico, nada sobrenatural, nada divino en la crucifixión..., si, de
hecho, ésta era pertinente, cosa que, según parece, muchos cataros dudaban.
En cualquier caso, todos los cataros repudiaban con vehemencia la importancia tanto de la
crucifixión como de la cruz, quizá porque opinaban que estas doctrinas no venían al caso, o
porque Roma las exaltaba con tanto fervor, o porque las brutales circunstancias de la
muerte de un profeta no les parecían dignas de culto. Y la cruz —al menos en relación con el
calvario y la crucifixión— era para ellos un emblema del Rex Mundi, señor del mundo
material, la antítesis misma del verdadero principio redentor. Jesús, si era mortal, había
sido un profeta del AMOR, el principio del amor. Y AMOR, cuando era invertido o pervertido
o transformado en poder, se convertía en ROMA, cuya Iglesia opulenta y lujosa era, a juicio
de los cataros, la encarnación y la manifestación palpables en la tierra de la soberanía del
Rex Mundi. Por consiguiente, los cataros no sólo se negaban a adorar la cruz, sino que
también negaban sacramentos como el bautismo y la comunión.
A pesar de estas posturas teológicas sutiles, complejas, abstractas y tal vez, para una
mente moderna, fuera de lugar, la mayoría de los cataros no mostraban un fanatismo
indebido en lo relativo a su credo. Hoy día existe la moda intelectual de considerar a los
cataros como una congregación de sabios, de místicos iluminados o de iniciados en la
sabiduría arcana, todos los cuales estaban enterados de algún gran secreto cósmico. En
realidad, sin embargo, la mayoría de los cataros eran hombres y mujeres más o menos
«corrientes», que encontraban en su credo un refugio ante la severidad del catolicismo
ortodoxo, un respiro de los interminables diezmos, penitencias, exequias, censuras y otras
imposiciones de la Iglesia de Roma.
Por abstrusa que fuera su teología, en la práctica los cataros eran personas eminentemente
realistas. Condenaban la procreación, por ejemplo, toda vez que la propagación de la carne
era un servicio no al principio del amor, sino al Rex Mundi; pero no eran tan ingenuos
como para abogar por la abolición de la sexualidad. Es cierto que existía un «sacramento»,
o equivalente a ello, específico de los cataros que era denominado consolamentum y que
obligaba a la castidad. Sin embargo, con la excepción de los perfectos, que de todos modos
solían ser hombres y mujeres que antes habían tenido una familia, el consolamentum no se
administraba hasta el momento en que la persona se encontraba en su lecho de muerte; y
no resulta exageradamente difícil ser casto cuando uno se está muriendo. En lo que se
refería a la congregación en general, la sexualidad era tolerada, si no sancionada
explícitamente. ¿Cómo es posible condenar la procreación al mismo tiempo que se tolera la
sexualidad? Hay datos que inducen a pensar
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que los cataros practicaban tanto el control de la natalidad como el aborto provocado.2
Cuando más adelante Roma acusó a los herejes de «prácticas sexuales antinaturales», se
interpretó que ello se refería a la sodomía. Sin embargo, los cataros, en la medida en que se
conservan datos sobre ellos, eran muy estrictos en la condena de la homosexualidad. Es
posible que lo de «prácticas sexuales antinaturales» se refiriese a varios métodos de control
de la natalidad y aborto. Sabemos la postura que Roma adopta ante estos asuntos hoy día.
No es difícil imaginar la energía y el celo vindicativo con que esa postura sería impuesta en la
Edad Media.
Generalmente, al parecer, los cataros llevaban una vida de devoción y sencillez extremas.
Como deploraban las iglesias, solían celebrar sus ritos y oficios al aire libre o en alguna
edificación que estuviera a su alcance: un granero, una casa o una sala municipal. También
practicaban lo que hoy día llamaríamos «meditación». Eran estrictamente vegetarianos,
aunque estaban autorizados a comer pescado. Y al viajar por la campiña los perfectos lo
hadan siempre en parejas, con lo que parecían confirmar los rumores sobre una supuesta
sodomía que harían circular sus enemigos.
El sitio de Montségur
Éste, pues, era el credo que se extendió por el Languedoc y las provincias a tan gran escala
que parecía amenazar con desplazar al propio catolicismo. Por varias razones comprensibles,
el credo resultó atractivo para muchos nobles. Algunos se encariñaron con su tolerancia
general. Otros ya eran anticlericales. Hubo quienes se sintieron desilusionados al ver la
corrupción de la Iglesia. Otros habían perdido la paciencia debido al sistema de diezmos, en
virtud del cual los ingresos que producían sus fincas desaparecían en las lejanas arcas de
Roma. Así pues, muchos nobles ya ancianos se convirtieron en perfectos. De hecho, se calcula
que el treinta por ciento de todos los perfectos procedía de la nobleza languedociana.
En 1145, medio siglo antes de la cruzada contra los albigenses, san Bernardo en persona se
había desplazado al Languedoc con el propósito de predicar contra los herejes. Al llegar, se
sintió menos horrorizado por los herejes que por la corrupción de su propia Iglesia. En lo
que se refería a los herejes, es evidente que impresionaron a Bernardo. «Ningún sermón es
más cristiano que los suyos —declaró—, y su moralidad es pura.»3
43
La excusa no tardó en llegar. El día 14 de enero de 1208 uno de los legados pontificios en el
Languedoc, Pierre de Castelnau, fue asesinado. Al parecer, el crimen fue cometido por
rebeldes anticlericales que no tenían absolutamente ninguna relación con los cataros. A pesar
de ello, Roma, que ahora tenía la excusa que necesitaba, no titubeó en echarles la culpa a los
cataros. El papa Inocencio III ordenó en seguida que se emprendiera una cruzada. Aunque
durante todo el siglo anterior se había perseguido intermitentemente a los herejes, ahora
la Iglesia movilizó en serio sus fuerzas. La herejía debía ser extirpada para siempre.
Se reunió un ejército muy nutrido bajo el mando del abad de Coteaux. La mayor parte de
las operaciones militares fue confiada a Simón de Montfort, padre del hombre que
posteriormente desempeñaría un papel tan crucial en la historia de Inglaterra. Comandados
por Simón, los cruzados del papa se pusieron en marcha para reducir a la pobreza y
convertir en ruinas la cultura europea más elevada de la Edad Media. En esta santa
empresa contaron con la ayuda de un nuevo y útil aliado, un fanático español llamado
Domingo de Guzmán. En 1216 este hombre, espoleado por el odio que le inspiraba la
herejía, creó la orden monástica que más adelante adoptó su nombre: los dominicos. Y en
1233 los dominicos crearon una institución infame: la Santa Inquisición. Los cataros no iban a
ser sus únicas víctimas. Antes de la cruzada contra los albigenses muchos nobles del
Languedoc —en especial las influyentes casas de Trencavel y Toulouse— se habían mostrado
extremadamente amistosos con la nutrida población judía nativa de la región. Ahora toda
protección y apoyo fueron retirados por mandato.
En 1218 Simón de Monfort fue muerto durante el sitio de Toulouse. Sin embargo, la
depredación del Languedoc siguió su curso, con sólo breves respiros, durante otro cuarto de
siglo. En 1243, sin embargo, ya había cesado toda resistencia organizada (en la medida en
que la hubiera habido en algún momento). En el citado año la totalidad de las principales
poblaciones y bastiones cataros ya había caído en manos de los invasores norteños,
exceptuando un puñado de baluartes remotos y aislados. El principal de ellos era la
majestuosa ciudadela de Montségur, posada en lo alto de una montaña, como un arca
celestial, sobre los valles de los alrededores.
Durante diez meses Montségur fue sitiada por los invasores, resistiendo tenazmente
repetidos ataques. Al final, en marzo de 1244, la fortaleza capituló y el catarismo dejó de
existir en el sur de Francia, al menos en apariencia. Pero las ideas jamás pueden extirparse
definitivamente. En su libro Montaillou, por ejemplo, Emmanuel Le Roy Ladurie, basándose
en muchísimos documentos de la época, escribe la crónica de las actividades de los cataros
supervivientes cerca de medio siglo después de la caída de Montségur. Pequeños enclaves
44
El tesoro cátaro
Durante la cruzada contra los albigenses y después de ella nació en torno a los cataros una
mística que perdura en nuestros días. En parte cabe atribuirla al romanticismo que envuelve
a toda causa perdida y trágica —cual es el caso del príncipe Carlos Estuardo, por ejemplo—
con un brillo mágico, una nostalgia obsesionante, con la «materia prima de las leyendas».
Pero al mismo tiempo, según pudimos descubrir, había algunos misterios muy reales
relacionados con los cataros. Aunque las leyendas fueran exaltadas y románticas, seguía en
pie cierto número de enigmas.
Uno de ellos se refiere al origen de los cataros; y aunque al principio nos pareció que la
cuestión carecía de repercusiones prácticas, más adelante comprobamos que su importancia
era considerable. La mayoría de los historiadores recientes han argüido que los cataros se
derivan de los bogomilas, secta que existió en Bulgaria durante los siglos x y XI, y cuyos
misioneros emigraron hacia la Europa occidental. No cabe la menor duda de que entre los
herejes del Languedoc había cierto número de bogomilas. De hecho, un conocido predicador
bogomila destacó en los asuntos políticos y religiosos de la época. Y a pesar de ello,
encontramos pruebas sólidas de que los cataros no procedían de los bogomilas. Por el
contrario, parecían representar el florecimiento de algo que ya llevaba siglos arraigado en
suelo francés. Parecían haber salido, casi directamente, de herejías que calaron en Francia
en el mismo advenimiento de la era cristiana.4
Existen otros misterios relacionados con los cataros, unos misterios mucho más intrigantes.
Jean de Joinville, por ejemplo, un anciano que escribió sobre su familiaridad con Luis IX
durante el siglo XIII, escribe: «El rey [Luis IX] me contó una vez que varios hombres de
entre los albigenses habían acudido al conde de Monfort [...] y le habían pedido que viniera a
ver el cuerpo de Nuestro Señor, que se había hecho carne y sangre en las manos de un
sacerdote».5 Según esta anécdota, Monfort quedó un tanto desconcertado ante esta
invitación. Con cierto mal humor, declaró que su séquito podía ir si así lo deseaba, pero
que él seguiría creyendo de acuerdo con los principios de la «Santa Iglesia». No se dan más
45
explicaciones sobre este incidente. El propio Joinville se limita a contarlo de paso. Pero ¿qué
debemos pensar de esta enigmática invitación? ¿Qué estaban haciendo los cataros? ¿De qué
clase de ritual se trataba? Dejando aparte la misa, que los cataros repudiaban, ¿qué podía
hacer que «el cuerpo de Nuestro Señor se convirtiese en carne y sangre»? Fuera lo que
fuese, ciertamente hay en la afirmación algo literal que resulta inquietante.
Otro misterio envuelve al legendario «tesoro» cátaro. Es sabido que los cataros eran
riquísimos. En teoría, su credo les prohibía portar armas, y aunque muchos hadan caso
omiso de esta prohibición, es un hecho comprobado que contrataban a nutridos
contingentes de mercenarios, lo cual les ocasionaba considerables gastos. Al mismo tiempo,
las fuentes de la riqueza catara —contaban con las simpatías de poderosos terratenientes,
por ejemplo— eran obvias y explicables. Sin embargo, surgieron rumores, incluso durante
la cruzada contra los albigenses, sobre un fantástico tesoro cátaro de índole mística, muy
superior a la riqueza material. Este tesoro, fuera lo que fuese, se dice que estaba guardado
en Montségur. Sin embargo, al caer esta fortaleza no se encontró nada de importancia. Y
pese a ello, hay ciertos incidentes muy singulares relacionados con el sitio y la capitulación
de Montségur.
Durante el asedio los atacantes eran más de diez mil. Contando con fuerzas tan nutridas, los
sitiadores trataron de rodear toda la montaña para impedir cualquier tentativa de entrar o
salir, con la esperanza de rendir por hambre a los defensores. A pesar de su fuerza
numérica, empero, carecían de hombres en número suficiente para que el cerco quedase
bien asegurado. Además, muchos de los soldados eran de la región y simpatizaban con los
cataros. Y otros muchos eran sencillamente de poco fiar. Así pues, no era difícil atravesar las
líneas de los atacantes sin ser detectado. Había muchos huecos que permitían entrar y salir
de la fortaleza, con lo que ésta siguió estando abastecida de provisiones.
Los cataros aprovecharon tales huecos. En enero, casi tres meses antes de la caída de la
fortaleza, dos perfectos consiguieron escapar. Según crónicas dignas de confianza, se
llevaron consigo el grueso de la riqueza material de los cataros: un cargamento de oro, plata y
monedas que primero llevaron a una cueva fortificada en las montañas, y desde allí a un
castillo. Después de esto, el tesoro se esfumó y nunca se ha sabido más de él.
El día 1 de marzo Montségur capituló finalmente. Para entonces sus defensores eran menos
de cuatrocientos: entre 150 y 180 de ellos eran perfectos, y el resto lo componían
caballeros, escuderos, hombres de armas y sus familias. Las condiciones que se les
impusieron eran sorprendentes por su poca severidad. Los combatientes recibirían el perdón
total de sus «crímenes» anteriores. Se les permitiría partir con sus armas, bagaje y
46
obsequios, dinero incluido, que pudieran recibir de sus amos. También a los perfectos se les
trató con una generosidad inesperada. Con la condición de que abjurasen de sus creencias
heréticas y confesaran sus «pecados» a la Inquisición, serían puestos en libertad y sólo se les
impondrían castigos leves.
Los defensores solicitaron una tregua de dos semanas, con un cese completo de las
hostilidades, para sopesar las condiciones. En un nuevo despliegue de generosidad poco
característica, los atacantes se mostraron de acuerdo. A cambio de ello, los defensores
ofrecieron voluntariamente rehenes. Se acordó que si alguien trataba de escapar de la
fortaleza, los rehenes serían ejecutados.
¿Estaban los perfectos tan comprometidos con sus creencias que gustosamente prefirieron
el martirio a la conversión? ¿O había algo que no podían o no se atrevían a confesar a la
Inquisición? Sea cual fuere la respuesta, que se sepa, ninguno de los perfectos aceptó las
condiciones de los sitiadores. Por el contrario, todos ellos optaron por el martirio. Además,
por lo menos otros veinte ocupantes de la fortaleza, seis mujeres y unos quince
combatientes, recibieron voluntariamente el consolamentum y se hicieron perfectos también,
con lo que aceptaron una muerte cierta.
La tregua llegó a su fin el 15 de marzo. Al amanecer del día siguiente más de doscientos
perfectos fueron arrastrados brutalmente montaña abajo. Ni uno solo se retractó. No había
tiempo para preparar hogueras individuales, de modo que fueron encerrados en una gran
empalizada llena de leña, a los pies de la montaña, y quemados en masa. El resto de la
guarnición, confinada en el castillo, no tuvo más remedio que presenciar la ejecución. Se les
advirtió que si alguno de ellos trataba de huir, eso significaría la muerte para todos, incluidos
los rehenes.
Con todo, a pesar de este riesgo, la guarnición se confabuló para esconder a cuatro perfectos
entre las demás gentes. Y la noche del 16 de marzo estos cuatro hombres, acompañados de
un guía, llevaron a cabo una osada fuga, también con el conocimiento y la complicidad de la
guarnición. Bajaron por la escarpada cara occidental de la montaña, utilizando cuerdas para
descender de una vez alturas de más de cien metros.6
¿Qué estaban haciendo estos hombres? ¿Cuál era el objetivo de su arriesgada fuga, que
entrañaba un peligro tan grande tanto para la guarnición como para los rehenes? Hubieran
podido salir libremente de la fortaleza al día siguiente, para reanudar sus vidas. Pero, por
alguna razón que desconocemos, optaron por una peligrosa huida nocturna que fácilmente
hubiera podido significar su muerte y la de sus colegas.
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Cuenta la tradición que estos cuatro hombres transportaban el legendario tesoro de los
cataros. Pero el tesoro en cuestión había sido sacado clandestinamente de Montségur tres
meses antes. Y en todo caso, ¿cuánto «tesoro» —cuánto oro, plata o monedas— podían
transportar tres o cuatro hombres por la escarpada pared de una montaña? Si es verdad
que los cuatro fugados transportaban algo, es evidente que ese algo no era riqueza material.
La fecha precisa dé la tregua nos permitió deducir una posible respuesta a estas preguntas.
Había sido solicitada por los defensores, que voluntariamente ofrecieron rehenes a cambio
de ella. Por alguna razón, parece ser que los defensores la consideraron necesaria, aunque
sólo sirvió para retrasar lo inevitable durante dos semanas.
Sacamos la conclusión de que tal vez este retraso era necesario para ganar tiempo. No
tiempo en general, sino aquel tiempo específico, aquella fecha específica. Coincidió con el
equinoccio de primavera, y cabe la posibilidad de que el equinoccio tuviera algún valor ritual
para los cataros. También coincidió con la Pascua. Pero los cataros, que ponían en entredicho
la pertinencia de la crucifixión, no concedían ninguna importancia especial a la Pascua. Y pese
a ello, se sabe que se celebraba algún tipo de festividad el 14 de marzo, el día antes de que
expirase la tregua.7 Pocas dudas caben que la tregua fue solicitada con el objeto de que
pudiera celebrarse dicha festividad. Y pocas dudas caben que la festividad no podía
celebrarse en una fecha escogida al azar. Al parecer, tenía que ser el 14 de marzo. Fuera lo
que fuese dicha festividad, está claro que causó cierta impresión en los mercenarios
contratados, algunos de los cuales, desafiando una muerte inevitable, se convirtieron al credo
cátaro. ¿Es posible que este hecho contenga al menos una clave parcial sobre lo que se sacó
de Montségur dos noches más tarde? ¿Cabe que lo que se sacó en aquella noche fuera
necesario para la festividad del día 14? ¿Fue lo que persuadió a por lo menos veinte
defensores a convertirse en perfectos en el último momento? ¿Y cabe que fuera lo que
aseguró la complicidad subsiguiente de la guarnición, incluso a riesgo de sus vidas? Si la
repuesta a todas estas preguntas es afirmativa, tendremos la explicación de por qué lo que
48
se sacó el día 16 no fue sacado antes; en enero, por ejemplo, cuando el tesoro monetario
fue llevado a lugar seguro. Lo necesitaban para la festividad. Y luego tenían que evitar que
cayera en manos enemigas.
Aunque elusivo, parece que sí existe algún vínculo entre los cataros y todo el culto del Grial
tal como evolucionó durante los siglos XII y XIII. Algunos autores han argüido que los
romances sobre el Grial —los de Chrétien de Troyes y de Wolfram von Eschenbach, por
ejemplo— son una interpolación del pensamiento cátaro, oculto en un simbolismo complejo,
en el corazón del cristianismo ortodoxo. Puede que esa afirmación sea un poco exagerada,
pero también hay en ella cierta verdad. Durante la cruzada contra los albigenses los
eclesiásticos tronaron contra los romances referentes al Grial, tildándolos de perniciosos, si
no de heréticos. Y en algunos de estos romances hay pasajes aislados que no sólo son muy
heterodoxos, sino inconfundiblemente dualistas; dicho de otro modo: cataros.
Es más, Wolfram von Eschenbach, en uno de tales romances, declara que el castillo del Grial
estaba situado en los Pirineos, afirmación que, en todo caso, parece que Richard Wagner
interpretó literalmente. Según Wolfram, el nombre del castillo del Grial era Munsalvaesche,
que, al parecer, era una versión germanizada de Montsalvat, un término cátaro. Y en uno de
los poemas de Wolfram el señor del castillo del Grial se llama Perilla. Lo cual es interesante,
porque el señor de Montségur era Raimon de Pereille, cuyo nombre, en su forma latina,
aparece como Perilla en documentos de la época.9
49
implicaciones prácticas.
Algo había sido sacado en secreto de Montségur poco después de que expirase la tregua.
Según la tradición, los cuatro hombres que escaparon de la ciudadela condenada llevaban
consigo el tesoro de los cataros. Pero el tesoro monetario había sido sacado de allí tres
meses antes. ¿Es posible que el «tesoro» cátaro, al igual que el «tesoro» descubierto por
Sauniére, consistiera principalmente en un secreto? ¿Es posible que este secreto estuviera
relacionado, de una forma inimaginable, con algo que daría en llamarse el «Santo Grial»? A
nosotros nos pareció inconcebible que los romances sobre el Grial pudieran interpretarse
literalmente.
En todo caso, lo que se sacó de Montségur, fuera lo que fuese, hubo que llevarlo a alguna
parte. Dice la tradición que fue llevado a las cuevas fortificadas de Ornolac, en Ariége,
donde una banda de cataros fue exterminada poco después. Pero en Ornolac nunca se ha
encontrado nada salvo esqueletos. Por otro lado, Rennes-le-Cháteau está sólo a medio día
de viaje a caballo desde Montségur. Es posible que lo que se sacó de Montségur fuera
llevado a Rennes-le-Cháteau o, más probablemente, a una de las cuevas que abundan en
las montañas de los alrededores. Y si el «secreto» de Montségur era lo que Sauniére iba a
descubrir más adelante, obviamente el hecho explicaría muchas cosas.
En aquellos momentos lo único que podíamos hacer era especular vanamente. Y en general,
la información sobre los cataros era tan escasa que incluso impedía forjar una hipótesis que
nos sirviera de guía. Por otra parte, al investigar a los cataros habíamos tropezado una y otra
vez con otro tema, un tema aún más enigmático, misterioso y envuelto en leyendas
evocadoras. Este tema era el de los caballeros templarios.
Así pues, dirigimos nuestra investigación hacia los templarios. Y fue entonces cuando
nuestras indagaciones empezaron a proporcionarnos documentación concreta, al mismo
tiempo que el misterio adquiría proporciones muy superiores a las que habíamos imaginado.
50
Reunir datos sobre los caballeros templarios resultó una ímproba tarea. El gran volumen de
material escrito sobre el tema nos intimidaba, y al principio no sabíamos qué porcentaje de
dicho material era digno de confianza. Si los cataros habían dado pie a un gran número de
leyendas espurias y románticas, mayor aún era la mistificación que envolvía a los templarios.
A cierto nivel nos eran bastante conocidos: los fieros y fanáticos monjes guerreros, mezcla
de caballeros andantes y místicos, con su manto blanco adornado con una cruz paté de color
rojo que tan crucial papel interpretaron en las cruzadas. En cierto sentido, fueron el
arquetipo del cruzado, las tropas de asalto de Tierra Santa que a miles lucharon y murieron
heroicamente por Cristo. Sin embargo, muchos autores, incluso hoy día, los tenían por una
institución mucho más misteriosa, una orden esencialmente secreta, empeñada en oscuras
intrigas, maquinaciones clandestinas y turbias conspiraciones. Y quedaba por aclarar un
hecho misterioso e inexplicable. Al final de los doscientos años que duró su existencia estos
paladines de Cristo fueron acusados de negar y repudiar a Cristo, de pisotear y escupir en la
cruz.
En su novela Ivanhoe, Scott presenta a los templarios como una pandilla de matones altivos
y arrogantes, déspotas codiciosos e hipócritas que abusan desvergonzadamente de su poder,
manipuladores astutos que orquestan los asuntos de los hombres y los reinos. Otros escri
tores del siglo XIX los pintan como viles siervos de Satanás, adoradores del diablo, entregados
a toda suerte de ritos obscenos, abominables y heréticos. Recientemente, los historiadores
han tendido a verlos como víctimas desgraciadas de las maniobras de alto nivel de la Iglesia y
el Estado. Y hay incluso un tercer grupo de escritores, especialmente los que siguen las
tradiciones masónicas, que consideran a los templarios como adeptos e iniciados místicos,
custodios de una sabiduría arcana que trasciende del cristianismo.
Sean cuales fueren los prejuicios o la orientación de tales escritores, lo cierto es que
ninguno de ellos pone en duda el celo heroico de los templarios ni su aportación a la historia.
Tampoco discute nadie el hecho de que la suya es una de las instituciones más fascinadoras y
enigmáticas de los anales de la cultura occidental. Ninguna crónica de las cruzadas —o, para
el caso, de la Europa de los siglos XII y XIII— se olvida de mencionar a los templarios. En el
apogeo de su historia fueron la organización más poderosa e influyente de toda la cristian
dad, con una única excepción posible: el papado.
Y pese a ello, aún no se ha dado respuesta a varios interrogantes. ¿Quiénes y qué eran los
caballeros templarios? ¿Eran simplemente lo que parecían ser? ¿O eran otra cosa? ¿Eran
simples soldados a los que más tarde se envolvió en un aura de leyenda y mistificación? Si es
51
así, ¿por qué? O, yendo hacia el otro extremo, ¿existía algún misterio auténtico relacionado
con ellos? ¿Había algo que diera pie a los mitos que se crearon más adelante?
Que nosotros sepamos, la primera información histórica sobre los templarios la proporciona
un historiador franco llamado Guillermo de Tiro, que escribió entre 1175 y 1185. Fue en el
apogeo de las cruzadas, cuando los ejércitos occidentales ya habían conquistado Tierra
Santa y fundado el reino de Jerusalén o, como decían los propios templarios, «Outremer»,
la «tierra más allá del mar». Pero cuando Guillermo de Tiro empezó a escribir, Palestina ya
llevaba setenta años en manos occidentales, y los templarios existían desde hada más de
cincuenta. Por consiguiente, Guillermo escribía sobre acontecimientos anteriores a su
tiempo, acontecimientos que él no había presenciado o experimentado personalmente, sino
que conocía de segunda o incluso de tercera mano. De segunda o tercera mano y, por si
fuera poco, basándose en fuentes inciertas. Porque no hubo cronistas occidentales en
Outremer entre 1127 y 1144. Por tanto, no hay testimonios escritos de aquellos años
cruciales.
En resumen, no es mucho lo que sabemos sobre las fuentes de Guillermo, por lo que cabe
dudar de algunas de sus afirmaciones. Puede que se inspirase en lo que corría de boca
en boca, en una tradición oral que no era demasiado fiable. Otra posibilidad es que
consultara a los propios templarios y luego escribiera lo que éstos le habían contado.
En tal caso, da cuenta sólo de lo que los templarios querían que diese cuenta.
52
historiador constituye una base precaria para hacernos una idea definitiva del
asunto. Ciertamente, las crónicas de Guillermo son útiles. Pero es una equivocación —
ante la que han sucumbido muchos historiadores— considerarlas como irrefutables y
totalmente fidedignas. Tal como señala sir Steven Runciman, incluso las fechas que
da Guillermo «son confusas y a veces puede demostrarse que equivocadas».1
Guillermo de Tiro añade que el objetivo manifiesto de los templarios era, «en la
medida en que su fuerza se lo permitiese, velar por la seguridad de los caminos y las
carreteras [...] cuidando de modo especial de la protección de los peregrinos».3 Al
parecer, este objetivo era tan meritorio que el rey puso toda un ala de su palacio a
disposición de los caballeros. Y a pesar de su juramento de pobreza, éstos se
instalaron en tan lujoso alojamiento. Dice la tradición que sus aposentos estaban
edificados sobre los cimientos del antiguo templo de Salomón y que de ello sacó su
nombre la nueva orden.
Durante nueve años, nos cuenta Guillermo de Tiro, los nueve caballeros no
permitieron que nadie más entrase en la orden. Se suponía que seguían viviendo en
la pobreza, una pobreza tan grande que en los sellos oficiales aparecen dos caballeros
a lomos de un solo caballo, lo que da a entender, no sólo fraternidad, sino también
una penuria que les impedía tener monturas para todos. A menudo este estilo de
sello se considera como una de las divisas más famosas y distintivas de los
templarios, y tiene su origen en los primeros días de la orden. Sin embargo, en
realidad data de un siglo después, momento en que los templarios no eran
precisamente pobres, es decir suponiendo que lo fueran alguna vez.
Según Guillermo de Tiro, que escribió medio siglo después, los templarios se fundaron en
1118 y se instalaron en el palacio del rey, de donde seguramente salían para proteger a los
peregrinos en los caminos y carreteras de Tierra Santa. Y sin embargo, existía por aquel
tiempo un historiador oficial al servicio del rey. Se llamaba Fulk de Chartres, y escribía, no
53
cincuenta años después de la supuesta fundación de la orden, sino durante los años en que se
llevó a cabo la misma. Lo curioso es que Fulk de Chartres no nombra a Hugues de Payen, a
sus compañeros ni nada relacionado, siquiera remotamente, con los caballeros templarios.
De hecho, hay un silencio ensordecedor sobre las actividades de los templarios durante los
primeros días de su existencia. Ciertamente, no se encuentran testimonios en ninguna parte
—ni siquiera más adelante— de que hicieran algo para proteger a los peregrinos. Y además,
hay que preguntarse cómo un grupo tan reducido podía albergar la esperanza de desempeñar
una tarea tan gigantesca como la que se habían impuesto a sí mismos. ¿Nueve hombres
para proteger a los peregrinos que recorrían todas las vías públicas de Tierra Santa? ¿Sólo
nueve? ¿Para proteger a todos los peregrinos? Si éste era su objetivo, lo lógico sería que
hubiesen admitido nuevos reclutas. Sin embargo, según dice Guillermo de Tiro, durante
nueve años no entró en la orden ningún caballero.
No obstante, parece ser que en el plazo de un decenio la fama de los templarios se extendió
por toda Europa. Las autoridades eclesiásticas les dedicaron grandes elogios y ensalzaron su
cristiana empresa. En 1128 o poco después un opúsculo alabando sus virtudes y cualidades
fue publicado nada menos que por san Bernardo, abad de Clairvaux y principal portavoz de
la cristiandad en aquel tiempo. El opúsculo de Bernardo lleva por título «En alabanza de la
nueva orden de caballería», y declara que los templarios son el epítome y la apoteosis de los
valores cristianos.
Transcurridos nueve años, en 1127, la mayoría de los nueve caballeros regresaron a Europa,
donde se les tributó una bienvenida triunfal, orquestada en gran parte por san Bernardo. En
enero de 1128 se convocó un concilio eclesiástico en Troyes —corte del conde de la
Champagne, señor feudal de Hugues de Payen—, en el que Bernardo volvió a ser el espíritu
guía. En dicho concilio los templarios fueron reconocidos oficialmente y constituidos en orden
religiosa-militar. Hugues de Payen recibió el título de Gran maestre. Él y sus subordinados
serían monjes-guerreros, soldados-místicos, en los que la austera disciplina del claustro se
unía a un celo marcial que lindaba con el fanatismo: una «milicia de Cristo», como se les
llamó en aquel tiempo. Y de nuevo fue san Bernardo quien, con un prefacio entusiástico,
ayudó a redactar la regla de conducta que observarían los caballeros, una regla basada en
la de la orden monástica del Cister, en la que el propio Bernardo tema gran influencia.
54
de acuerdo con pautas tanto religiosas como militares. Todos los miembros de la orden
tenían la obligación de vestir hábito blanco o sobrevesta y capa del mismo color, prendas que
no tardaron en convertirse en el manto blanco distintivo que hizo famosos a los templarios.
«No se permite a nadie llevar hábitos blancos, o tener mantos blancos, exceptuando a los
[...] caballeros de Cristo.»4 Así decía la regla de la orden, que explicaba la importancia
simbólica de este atuendo: «A todos los caballeros profesos, tanto en invierno como en
verano, damos, si pueden obtenerse, prendas blancas, para que aquellos que han dejado
atrás una vida tenebrosa sepan que deben encomendarse a su creador por medio de una vida
pura y blanca».5
Además de estos detalles, la regla instauró una jerarquía y un aparato administrativos poco
rígidos. Y el comportamiento en el campo de batalla quedaba estrictamente controlado. Si
caían prisioneros, por ejemplo, a los templarios no les estaba permitido pedir clemencia ni
ser liberados mediante rescate. Tenían la obligación de luchar hasta la muerte. Tampoco
estaban autorizados a retirarse, a menos que el enemigo le superase numéricamente a
razón de tres a uno.
Durante los dos decenios que siguieron al concilio de Troyes la orden se expandió con una
rapidez y a una escala extraordinarias. Cuando Hugues de Payen visitó Inglaterra a finales
de 1128 fue recibido con «gran adoración» por el rey Enrique I. En toda Europa los hijos
menores de las familias nobles se apresuraban a enrolarse en la orden, y de todos los
rincones de la cristiandad llegaban inmensos donativos en dinero, bienes y tierra. Hugues
de Payen donó sus propiedades, y a todos los reclutas se les obligaba a hacer lo mismo. Al
ser admitido en la orden, un hombre tenía la obligación de traspasar a ésta todos sus bienes.
En vista de estas normas, no es extraño que proliferasen las propiedades de los templarios.
Transcurridos sólo doce meses desde el Concilio de Troyes, la orden tenía grandes fincas en
Francia, Inglaterra, Escocia, Flandes, España y Portugal. Al cabo de otro decenio, poseía
también territorios en Italia, Austria, Alemania, Hungría, Tierra Santa y partes del este
55
56
Durante los cien años siguientes los templarios se convirtieron en un poder con influencia
internacional. Ejercían constantemente una diplomacia de alto nivel entre nobles y monarcas
a lo largo y ancho del mundo occidental y Tierra Santa. En Inglaterra, por ejemplo, el maestre
del Temple era convocado con regularidad al parlamento del rey y considerado como jefe de
todas las órdenes religiosas, disfrutando de precedencia ante todos los priores y abades del
país. Los templarios, que mantenían vínculos estrechos tanto con Enrique II como con To
más Becket, colaboraron en el intento de reconciliar al soberano con su arzobispo. Sucesivos
reyes ingleses, incluyendo el rey Juan, residían a menudo en la preceptoría londinense del
Temple, y el maestre de la orden estuvo al lado del rey durante la firma de la Carta Magna.7
En casi todos los niveles políticos los templarios actuaban en calidad de árbitros oficiales en
las disputas, e incluso los reyes se sometían a su autoridad. En 1252 Enrique III de
57
Lo que fue dado imprudentemente, pues, debe ser revocado prudentemente; y lo que fue
otorgado inconsideradamente debe ser reclamado consideradamente.» El maestre de la
orden replicó: « ¿Qué estás diciendo, oh, rey? No permita Dios que de mi boca salga una
palabra tan desagradable y necia. Mientras ejerzas la justicia, reinarás. Mas si la infringes,
dejarás de ser rey».8 Es difícil transmitir a una mente moderna la enormidad y la audacia de
esta afirmación. De manera implícita el maestre asume para su orden y para sí mismo un
poder que ni siquiera el papado osaba reclamar explícitamente: el poder de nombrar o
deponer monarcas.
Al mismo tiempo, los intereses de los templarios iban más allá de la guerra, la diplomacia y las
intrigas políticas. De hecho, crearon la institución de la banca moderna. Prestando vastas
sumas a los monarcas empobrecidos se convirtieron en banqueros de todos los tronos de
Europa, así como de ciertos potentados musulmanes. Con su red de preceptorías en todo el
continente europeo y en el Oriente Medio, también organizaron, cobrando unos intereses
modestos, la transferencia segura y eficiente del dinero de los comerciantes, clase que fue
dependiendo más y más de ellos. El dinero depositado en una ciudad, por ejemplo, podía
reclamarse y retirarse en otra por medio de pagarés escritos en clave. Así pues, los
templarios pasaron a ser los principales cambistas de la época, y la preceptoría de París se
convirtió en el centro de las finanzas europeas.9 Incluso es probable que el cheque, tal como
lo conocemos y utilizamos hoy, fuera inventado por la orden.
Los templarios no comerciaban sólo con dinero, sino también con el pensamiento. Mediante
sus buenas relaciones con las culturas islámica y judaica devinieron en receptores y
transmisores de nuevas ideas, nuevas dimensiones del conocimiento, nuevas ciencias.
Gozaban de un verdadero monopolio sobre la tecnología mejor y más avanzada de su tiempo,
la mejor que podían producir los armeros, curtidores, albañiles, arquitectos militares e
ingenieros. Contribuyeron al desarrollo de la agrimensura, de la cartografía, de la
construcción de caminos y de la navegación. Poseían sus propios puertos de mar, astilleros y
flota, una flota tanto comercial como militar, que fue de las primeras en utilizar la brújula
magnética. Y en su calidad de soldados, la necesidad de tratar heridas y enfermedades les
hizo adeptos en el uso de medicamentos. La orden mantenía sus propios hospitales con sus
propios médicos y cirujanos, cuya utilización del extracto de moho sugiere que comprendían
las propiedades de los antibióticos. También comprendían los principios modernos de la higiene
58
Inspirado por sus propias realizaciones, el Temple en Europa fue haciéndose cada vez más
rico, poderoso y satisfecho de sí mismo. Quizá no sea extraño que también fuera
haciéndose cada vez más arrogante, brutal y corrompido. «Beber como un templario» se
convirtió en una frase hecha de aquel tiempo. Y ciertas fuentes aseguran que la orden tenía
por norma reclutar a caballeros excomulgados.
Pero mientras los templarios adquirían prosperidad y mala fama en Europa, la situación había
empeorado seriamente en Tierra Santa. En 1185 murió el rey Balduino IV de Jerusalén. En
el curso de la disputa dinástica que estalló tras su muerte, Gérard de Ridefort, Gran maestre
del Temple, traicionó el juramento que había hecho al monarca fallecido y, a causa de ello,
la comunidad europea de Palestina se encontró al borde de la guerra civil. No fue ésta la
única acción censurable de Ridefort. Su actitud desdeñosa ante los sarracenos precipitó la
ruptura de una tregua que hada años que existía y provocó un nuevo ciclo de hostilidades.
Luego, en julio de 1187, Ridefort condujo a sus caballeros, junto con el resto del ejército
cristiano, a una batalla temeraria, mal concebida y en definitiva desastrosa en Hattin. Las
fuerzas cristianas fueron virtualmente aniquiladas; y al cabo de dos meses la propia
Jerusalén —conquistada haría casi un siglo— volvía a estar en manos sarracenas.
Durante el siglo siguiente la situación fue haciéndose cada vez más desesperada. En 1291
había caído ya la casi totalidad de Outremer, y Tierra Santa estaba casi enteramente bajo el
control de los musulmanes. Sólo quedaba Acre, y en mayo de 1291 también se perdió esta
última fortaleza. En la defensa de la ciudad condenada los templarios dieron muestra del
mayor heroísmo. El propio Gran maestre, pese a estar gravemente herido, continuó luchando
hasta la muerte. Como el espacio era limitado en las galeras de la orden, las mujeres y los
niños fueron evacuados, mientras todos los caballeros, incluso los heridos, optaban por
quedarse en tierra. La caída del último bastión en Acre fue de una intensidad apocalíptica:
los muros se derrumbaron y enterraron tanto a los defensores como a los atacantes.
Los templarios instalaron su nuevo cuartel general en Chipre; pero, en realidad, con la
pérdida de Tierra Santa se habían visto privados de su razón de ser. Dado que ya no
quedaba ninguna tierra infiel que conquistar y que al mismo tiempo fuera accesible, la orden
empezó a volver su atención hacia Europa con la esperanza de encontrar allí algo que
justificase la continuación de su existencia.
Un siglo antes los templarios habían presidido la fundación de otra orden religiosa-militar, la
de los caballeros teutónicos. Éstos actuaban en grupos reducidos en el Oriente Medio, pero
59
a mediados del siglo XIII ya habían vuelto su atención hacia las fronteras nororientales de la
cristiandad. En dicha región se habían labrado su propio principado independiente: el
Ordenstaat u Ordensland, que abarcaba casi todo el Báltico oriental. En este principado —
que se extendía de Prusia al golfo de Finlandia y lo que actualmente constituye suelo ruso—
los caballeros teutónicos gozaban de una soberanía que nadie discutía, lejos del alcance del
control tanto secular como eclesiástico.
Desde la misma creación del Ordenstaat los templarios habían envidiado la independencia de
la orden hermana. Tras la caída de Tierra Santa cada vez pensaban más en tener un estado
propio en el cual pudieran ejercer la misma autoridad y la misma autonomía sin trabas que
los caballeros teutónicos. A diferencia de éstos, sin embargo, a los templarios no les
interesaban las regiones inhóspitas de la Europa oriental. Estaban ya demasiado
acostumbrados al lujo y la opulencia. Por consiguiente, soñaban con fundar su Estado en
suelo más accesible y acogedor: el del Languedoc.”
Desde sus primeros tiempos el Temple había mantenido cierta relación efusiva y
comprensiva con los cataros, especialmente en el Languedoc. Muchos terratenientes ricos —
cataros o simpatizantes de éstos— habían regalado grandes extensiones de tierra a la
orden. Según un autor reciente, cuando menos uno de los cofundadores del Temple era un
cátaro. Esto parece un tanto improbable, pero no hay ninguna duda de que Bertrand de
Blanchefort, el cuarto Gran maestre de la orden, procedía de una familia catara. Cuarenta
años después de la muerte de Bertrand sus descendientes combatían codo a codo con
otros señores cataros contra los invasores norteños de Simón de Montfort.12
60
como sus hermanos católicos. Por el contrario, la mayor parte de ellos no habían salido del
Languedoc, con lo cual habían creado para la orden una base estable, existente desde hacía
tiempo, en la región.
En virtud de su contacto con las culturas islámica y judaica, los templarios ya habían
absorbido muchas ideas ajenas al cristianismo ortodoxo de Roma. Los maestres del Temple,
por ejemplo, tenían a menudo secretarios árabes, y muchos templarios hablaban el árabe
con soltura por haberlo aprendido durante el cautiverio. Existía también una relación
estrecha con las comunidades judías, con sus intereses financieros y con su erudición. Así
pues, los templarios habían tenido contacto con muchas cosas que normalmente Roma no
aprobaba. Con la entrada de cataros en la orden empezaron también a tener contacto con el
dualismo gnóstico, eso suponiendo que nunca antes lo hubieran tenido.
Ante todo, Felipe tenía que asegurarse la cooperación del papa, a quien los templarios, al
menos en teoría, debían lealtad y obediencia. Entre 1303 y 1305 el rey de Francia y sus
ministros proyectaron el secuestro y la muerte de un pontífice (Bonifacio VIII) y muy posible
mente el asesinato por envenenamiento de otro (Benedicto XI). Luego, en 1305, Felipe logró
que se eligiese papa a su propio candidato, el arzobispo de Burdeos. El nuevo pontífice tomó
el nombre de Clemente V. Estando en deuda con la influencia de Felipe, el nuevo papa no
podía rechazar las exigencias del rey. Y entre estas exigencias estaba la supresión de los
caballeros templarios.
Felipe planeó sus jugadas cuidadosamente. Redactó una lista de acusaciones, basada en
parte en los informes de sus espías infiltrados en la orden y en parte en la confesión
61
voluntaria de un supuesto templario renegado. Armado con estas acusaciones, Felipe pudo
actuar por fin; y cuando descargó el golpe, éste fue súbito, rápido, eficiente y letal. En una
operación de seguridad digna de las SS o de la Gestapo, el rey envió órdenes selladas y
secretas a sus senescales de todo el país. Estas órdenes debían abrirse simultáneamente
en todas partes y ser cumplidas en el acto. Al amanecer del viernes 13 de octubre de 1307
todos los templarios de Francia serían apresados por los hombres del rey y quedarían
detenidos; sus preceptorías serían incautadas en nombre de la corona; sus bienes serían
confiscados. Pero, aunque al parecer el golpe se descargó por sorpresa, tal como pretendía
el monarca, éste no consiguió que se cumpliese su objetivo principal: apoderarse de la
inmensa riqueza de la orden. Nunca dieron con ella, y la suerte que corrió el fabuloso
«tesoro de los templarios» sigue siendo un misterio.
De hecho, es dudoso que el ataque por sorpresa que Felipe descargó contra la orden fuera
tan inesperado como creía el rey y como creerían luego los historiadores. Muchos datos
inducen a pensar que los templarios recibieron algún tipo de advertencia. Poco antes de las
detenciones, por ejemplo, el Gran maestre, Jacques de Molay, hizo quemar muchos de los
libros y las reglas de la orden. A un caballero que se retiró de la orden en aquel momento le
dijo el tesorero de la misma que su decisión era extraordinariamente «sabia», toda vez que
era inminente una catástrofe. Se envió una nota oficial a todas las preceptorías de Francia
haciendo hincapié en que no se diese a conocer ninguna información relativa a las
costumbres y rituales de la orden.
En todo caso, ya fuera porque se les avisó por adelantado o porque dedujeron que se
tramaba algo contra ellos, no hay duda de que los templarios tomaron ciertas precauciones.
En primer lugar, parece ser que los caballeros que eran capturados se sometían pasivamente,
como si tuvieran instrucciones de obrar así. No existe en Francia ningún testimonio de que la
orden opusiera una resistencia activa a los senescales del rey. En segundo lugar, hay pruebas
persuasivas de que determinado grupo de caballeros —virtualmente todos ellos vinculados con
el tesorero de la orden— protagonizó una fuga organizada. Por consiguiente, tal vez no sea
extraño que desapareciera el tesoro del Temple junto con casi todos sus documentos y
registros. Rumores persistentes pero no comprobados hablan de que el tesoro fue sacado en
secreto de la preceptoría de París, al amparo de la noche, poco antes de que se practicasen
las detenciones. Según dichos rumores, fue transportado en carretas hasta la costa —
seguramente hasta La Rochelle, la base naval de la orden— y cargado en dieciocho galeras, de
las cuales nunca más se supo. Sea esto cierto o no, parece ser que la flota de los templarios
escapó de las garras del rey, porque no hay noticia de que alguna de las naves de la orden
fuera apresada. Por el contrario, parece que las dieciocho galeras desaparecieron por
62
Los templarios detenidos en Francia fueron procesados y muchos de ellos sufrieron tortura.
Se les arrancaron confesiones extrañas y se les acusó de cosas todavía más extrañas. Por
todo el país comenzaron a circular rumores siniestros. Se decía que los templarios adoraban a
un demonio llamado Bafomet. Se decía que en sus ceremonias secretas se postraban ante
una cabeza barbuda de varón que les hablaba y les investía de poderes ocultos. Los testigos
no autorizados de tales ceremonias nunca eran vistos otra vez. Y había también otras
acusaciones todavía más imprecisas: de infanticidio, de enseñar a las mujeres a abortar, de
besos obscenos a instigación de los postulantes, de homosexualidad. Pero de entre todas las
acusaciones lanzadas contra estos soldados de Cristo, que habían luchado y dado sus vidas
por Cristo, sobresale una por ser la más estrafalaria y aparentemente improbable. Les
acusaron de negar ritualmente a Cristo, de repudiar y pisotear la cruz y de escupir sobre ella.
La suerte de los templarios detenidos quedó decidida, cuando menos en Francia. Felipe los
atormentó salvajemente y sin piedad. Muchos fueron quemados, muchos más fueron
encarcelados y torturados. Al mismo tiempo el monarca siguió presionando al papa,
exigiéndole medidas cada vez más rigurosas contra la orden. Tras resistirse durante un
tiempo, el pontífice cedió en 1312, y la orden de los caballeros templarios fue disuelta
oficialmente, sin que jamás se pronunciara un veredicto concluyente de culpabilidad o
inocencia. Pero en los dominios de Felipe los procesos, las indagaciones y las investigaciones
continuaron durante dos años más. Finalmente, en marzo de 1314, Jacques de Molay, el
Gran maestre, y Geoffroi de Charnay, preceptor de Normandía, fueron asados vivos, a fuego
lento. Con su ejecución los templarios desaparecieron ostensiblemente del escenario de la
historia. Sin embargo, la orden no dejó de existir. Dado el número de caballeros que
lograron escapar, que siguieron en libertad o que fueron absueltos, sería extraño que hubiera
dejado de existir.
Felipe había tratado de influir en otros monarcas con la esperanza de que no se respetase a
ningún templario en toda la cristiandad. De hecho, el celo del rey en este sentido casi resulta
sospechoso. Quizá sea comprensible que quisiera librar sus propios dominios de la presencia
de la orden. Pero no está tan claro por qué se empeñó en exterminar a los templarios en
todas partes. Ciertamente, él mismo no era ningún modelo de virtudes; y es difícil imaginar
que un monarca que había maquinado la muerte de dos papas se sintiera sinceramente
disgustado por las infracciones de la fe. ¿Era simplemente que Felipe temía la venganza de
la orden si ésta permanecía intacta fuera de Francia? ¿O había algo más de por medio?
En todo caso, su intento de eliminar a los templarios fuera de Francia no fue del todo
63
En otras partes la eliminación de los templarios chocó con dificultades aún mayores.
Escocia, por ejemplo, estaba a la sazón en guerra con Inglaterra, y el caos consiguiente
brindaba pocas oportunidades de prestar atención a sutilezas jurídicas. Así, las bulas
pontificias que disolvían la orden nunca fueron promulgadas en Escocia, por lo que en dicho
país la orden jamás quedó oficialmente disuelta. Muchos templarios ingleses y, al parecer,
franceses hallaron refugio en Escocia, y se dice que un contingente nutrido de ellos luchó en
el bando de Robert Bruce en la batalla de Bannockburn en 1314. Cuenta la leyenda —y hay
pruebas que la corroboran— que la orden se mantuvo como cuerpo coherente en Escocia
durante cuatro siglos más. En las luchas de 1688-1691 Jacobo II de Inglaterra fue depuesto
por Guillermo de Orange. En Escocia los partidarios del apurado monarca Estuardo se
sublevaron, y en la batalla de Killiecrankie, en 1689, murió John Claverhouse, vizconde de
Dundee. Se dice que cuando recogieron su cadáver éste lucía la gran cruz de la orden del
Temple, y según se supone, no se trataba de una divisa reciente, sino de una que databa de
antes de 1307.17
En Lorena, que en aquel tiempo formaba parte de Alemania y no de Francia, los templarios
contaron con el apoyo del duque del principado. Unos cuantos de ellos fueron procesados y
exonerados. La mayoría, al parecer, obedeció a su preceptor, el cual, según se dice, les
aconsejó que se afeitaran la barba, se vistieran con prendas seglares y se asimilaran a la
población del lugar.
En Portugal la orden fue exonerada tras una investigación y se limitó a cambiar de nombre,
64
pasando a llamarse caballeros de Cristo. Bajo este título funcionó hasta bien entrado el siglo
XVI, dedicándose a actividades marítimas. Vasco de Gama era caballero de Cristo, y el
príncipe Enrique el Navegante era Gran maestre de la orden. Los barcos de los caballeros
de Cristo navegaban bajo la conocida cruz paté. Y fue bajo la misma cruz como las tres
carabelas de Cristóbal Colón cruzaron el Atlántico y llegaron al Nuevo Mundo. El propio
Colón estaba casado con la hija de un ex caballero de Cristo, y pudo utilizar las cartas de
navegación y los diarios de a bordo de su suegro.
Vemos, pues, que los templarios sobrevivieron de diversas maneras al ataque del 13 de
octubre de 1307. Y en 1522 los descendientes prusianos de los templarios, los caballeros
teutónicos, se secularizaron, repudiaron su lealtad a Roma y dieron su apoyo a un rebelde y
hereje insolente que se llamaba Martín Lutero. Dos siglos después de su disolución, los
templarios, aunque fuera de forma indirecta, se vengaban de la Iglesia que los había
traicionado.
Aunque muy abreviada, ésta es la historia de los caballeros templarios tal como la han
aceptado y presentado los escritores, y tal como la encontramos nosotros en el curso de
nuestras indagaciones. Sin embargo, pronto descubrimos que en la historia de la orden había
otra dimensión, mucho más elusiva, provocativa y especulativa. Incluso durante la
existencia de la orden los caballeros se habían visto envueltos por una aureola mística.
Algunas gentes decían que eran brujos y magos, adeptos y alquimistas secretos. Muchos de
sus contemporáneos los evitaban, creyendo que estaban coaligados con poderes poco lim
pios. Ya en 1208, en los inicios de la cruzada contra los albigenses, el papa Inocencio III
había amonestado a los templarios por su comportamiento poco cristiano, y se había
referido explícitamente a la necromancia. En cambio, había individuos que los alababan con
un entusiasmo extravagante. A finales del siglo XII Wolfram von Eschenbach, el más grande
de los Minnesánger o romanciers medievales, hizo una visita especial a Outremer, para ver a
la orden en acción. Y al redactar su romance épico Parzival, entre 1195 y 1220, Wolfram
confirió a los templarios una categoría sumamente exaltada. En el poema de Wolfram los
caballeros que vigilan el Santo Grial, el castillo del Grial y la familia del Grial, son
templarios.18
Tras la desaparición del Temple persistió la mística que lo envolvía. El último testimonio de la
historia de la orden habla de la muerte en la hoguera del último Gran maestre Jacques de
Molay, en marzo de 1314. Se dice que mientras el humo y las llamas iban arrebatándole la
vida, Jacques de Molay lanzó una imprecación. Según la tradición, llamó a sus perseguidores
65
—el papa Clemente y el rey Felipe— a unirse a él y rendir cuentas ante Dios en el plazo de
un año. Al cabo de un mes moría el papa Clemente, al parecer a causa de un repentino
ataque de disentería. Al finalizar el año el rey Felipe también había fallecido, por causas que
se desconocen todavía. No es necesario, por supuesto, buscar explicaciones
sobrenaturales. Los templarios eran muy duchos en la utilización de venenos. Y ciertamente
había suficientes personas —caballeros refugiados que viajaban de incógnito, simpatizantes
de la orden o parientes de los hermanos perseguidos— para tomarse la venganza apropiada.
Sin embargo, el aparente cumplimiento de la maldición del Gran maestre vino a corroborar
la creencia de que la orden tenía poderes ocultos. Y la maldición no terminó ahí. Dice la
leyenda que pesaría sobre la familia real francesa durante mucho tiempo. Y fue así como los
ecos del supuesto poder místico de los templarios reverberaron durante siglos.
En el siglo XVIII varias sociedades secretas y semisecretas elogiaban a los templarios como
precursores además de como iniciados místicos. Muchos francmasones de la época se
apropiaron de los templarios en calidad de antecedentes de la francmasonería. Ciertos
«ritos» u «observancias» masónicas pretendían ser descendientes directos de la orden,
además de custodios autorizados de sus secretos arcanos. Algunas de estas pretensiones
eran patentemente absurdas. Otras —apoyadas, por ejemplo, en la posible supervivencia de
la orden en Escocia— puede que tuvieran un fondo de validez, aunque las galas que las
envuelven sean espurias.
Desde la revolución francesa el aura que rodea a los templarios no ha disminuido. Hoy en
día existen como mínimo tres organizaciones que se autodenominan «templarios», que
pretenden venir de 1314 y poseer cartas de constitución cuya autenticidad nunca ha sido
probada. Ciertas logias masónicas han adoptado el grado de «templario», así como rituales
66
En Francia este legado es especialmente poderoso. A decir verdad, los templarios son una
verdadera industria en Francia, tanto como Glastonbury* o el monstruo del lago Ness lo
son en Gran Bretaña. Las librerías de París están llenas de historias y crónicas de la orden:
algunas de ellas son válidas; otras se zambullen con entusiasmo en la demencia. Durante el
último cuarto de siglo se han dicho cosas extravagantes sobre los templarios, aunque puede
que algunas de ellas no estén del todo desprovistas de fundamento. Algunos autores les han
atribuido, al menos en gran parte, la construcción de las catedrales góticas o, en su defecto,
han dicho que proporcionaron el ímpetu que culminó en el estallido de la energía y el genio
arquitectónicos. Otros autores han argüido que la orden ya estableció contactos comerciales
con las Américas en 1269, y que gran parte de su riqueza consistía en plata importada de
México. Se ha dicho con frecuencia que los templarios estaban enterados de algún secreto
relativo a los orígenes del cristianismo. También se ha dicho que eran gnósticos, que eran
herejes, que se pasaron al Islam. Se ha declarado que buscaban una unidad creativa entre
sangres, razas y religiones, una política sistemática de fusión entre los pensamientos
islámico, cristiano y judaico. Y se ha afirmado una y otra vez, como hiciera Wolfram von
Eschenbach hace casi ocho siglos, que los templarios eran guardianes del Santo Grial, fuera
lo que fuese el Santo Grial.
A menudo lo que se dice sobre los templarios es ridículo. Al mismo tiempo, es innegable
que existen ciertos misterios y secretos relacionados con ellos. De esto último quedamos
convencidos. Era evidente que algunos de estos secretos pertenecían a lo que ahora se
denomina «esoterismo». En las preceptorías templarías, por ejemplo, hay símbolos que
67
inducen a pensar que algunos jerarcas de la orden estaban versados en disciplinas como la
astrología, la alquimia, la geometría sagrada y la numerología, además, por supuesto, de la
astronomía, ciencia que en los siglos XII y XIII era inseparable de la astrología y tan
«esotérica» como ella.
Pero lo que nos intrigó no fueron las afirmaciones extravagantes ni los residuos esotéricos.
Al contrario, lo que nos fascinaba era algo mucho más mundano, mucho más prosaico: la
mezcla de contradicciones, improbabilidades, incongruencias y aparentes «cortinas de
humo» que hay en la historia. Puede que los templarios tuvieran secretos esotéricos. Pero
también se ocultaba algo más relacionado con ellos, algo enraizado en las corrientes
religiosas y políticas de su época. Fue a este nivel donde llevamos a cabo la mayor parte
de nuestra investigación.
• Lugar donde, según la. leyenda, José de Arímatea fundó la abadía del mismo nombre
y donde, según Giraldus Cambrensis, fue descubierta la tumba de Arturo y Ginebra
durante el reinado de Enrique II. (JV. del T.)
basándonos en las pruebas que en ellos se aportan, nosotros, al igual que la mayoría de los
investigadores, sacamos la conclusión de que las acusaciones tenían cierto fundamento.
Sometidos a interrogatorio por la Inquisición, por ejemplo, varios caballeros se refirieron a
algo denominado «Bafomet». Estos caballeros fueron demasiados y hablaron en demasiados
sitios distintos para que Bafomet fuera algo inventado por un solo individuo o incluso en una
sola preceptoría. Al mismo tiempo no hay ningún indicio sobre quién o qué podía ser Bafomet,
qué representaba, por qué tenía un significado especial. Diríase que Bafomet era visto con
reverencia, una reverencia que quizá rozaba la idolatría. En algunos casos el nombre va
asociado a las esculturas demoníacas, especie de gárgolas, que se encuentran en varias
preceptorías. En otros casos parece que Bafomet tiene que ver con la aparición de una cabeza
barbuda. A pesar de lo que dijeron algunos historiadores más antiguos, parece claro que
Bafomet no era una corrupción del nombre de Mahoma. Por otro lado, puede que fuese una
corrupción de la palabra árabe abufihamet, que en español morisco se pronuncia bufihimat.
Esta palabra significa «Padre del Entendimiento» o «Padre de la Sabiduría», y en árabe la
palabra «padre» se interpreta también como «fuente».19 Si éste es en verdad el origen de
Bafomet, entonces se referiría seguramente a algún principio sobrenatural o divino. Pero
68
sigue sin aclararse qué era lo que diferenciaba a Bafomet de los demás principios
sobrenaturales o divinos. Si Bafomet era sencillamente Dios o Alá, ¿por qué los templarios se
tomaron la molestia de rebautizarlo? Y si Bafomet no era Dios ni Alá, ¿quién o qué era?
También es posible que la cabeza esté relacionada con el famoso Sudario de Turín, que al
parecer estuvo en poder de los templarios entre 1204 y 1307 y que, de estar doblado,
parecería una cabeza y nada más. De hecho, en la preceptoría templaría de Templecombe, en
Somerset, se encontró la reproducción de una cabeza que se parece notablemente a la del
Sudario de Turín. Al mismo tiempo, especulaciones recientes habían relacionado la cabeza, al
menos de modo provisional, con la cabeza cortada de Juan Bautista; y ciertos autores han
sugerido que los templarios estaban «infectados» de la herejía de los cristianos de san Juan,
o mandeísmo, que denunciaba a Jesús como «falso profeta» y reconocía a Juan como
verdadero Mesías. En el curso de sus actividades en Oriente Medio es indudable que los
templarios establecieron contacto con las sectas mandeas y no es del todo inverosímil la
posibilidad de que existieran tendencias mandeas en el seno de la orden. Pero no puede
decirse que tales tendencias privasen en toda la orden ni que fueran cuestión de política
oficial.
Durante los interrogatorios que siguieron a las detenciones de 1307 también figuró una
cabeza en otros dos sentidos. Según los anales de la Inquisición, entre los objetos confiscados
en la preceptoría de París se encontró un relicario en forma de cabeza de mujer. Tenía
goznes en la parte superior y contenía algo parecido a unas reliquias de un tipo peculiar. He
aquí su descripción:
Una cabeza grande de plata dorada, sumamente bella, y constituyendo la imagen de una
mujer. Dentro había dos huesos de cabeza, envueltos en un paño de lino blanco, con otro
paño rojo a su alrededor. Había una etiqueta pegada, en la que estaba escrita la leyenda
69
CAPUT LVIII. Los huesos de dentro eran los de una mujer más bien pequeña.20
Curiosa reliquia, en especial para una institución rígidamente monástica y militar como la de
los templarios. Sin embargo, un caballero sometido a interrogatorio, al serle mostrada esta
cabeza femenina, declaró que no tenía ninguna relación con la cabeza barbuda de varón que
se usaba en los rituales de la orden. Caput LVIIIm —«Cabeza 58m»— sigue siendo un
enigma desconcertante. Pero vale la pena señalar que puede que la «m» no sea una «m»,
sino ITJ, el símbolo astrológico de Virgo.21
La cabeza vuelve a figurar en otra historia misteriosa que tradicionalmente se vincula con
los templarios. Hela aquí en una de sus diversas variantes:
Una gran dama de Maraclea era amada por un templario, un Señor de Sidon; pero ella murió
en la juventud y en la noche de su entierro, este amante malvado se acercó sigilosamente a
la sepultura, desenterró el cuerpo y lo violó. Entonces una voz salida del vacío le ordenó que
volviera al cabo de nueve meses pues encontraría un hijo. Él obedeció la orden y en el
momento señalado abrió la sepultura de nuevo y encontró una cabeza sobre los huesos de
las piernas del esqueleto (cráneo y huesos cruzados). La misma voz le ordenó que «la
guardase bien, pues sería la dadora de todas las cosas buenas», y así que él se la llevó consigo.
Se convirtió en su genio protector, y él podía derrotar a sus enemigos con sólo mostrarles la
cabeza mágica. A su debido tiempo, pasó a poder de la orden.22
El origen de esta narración horripilante se remonta a tiempos muy lejanos, a un tal Walter
Map, que escribió a finales del siglo XII. Pero ni él ni otro escritor, que vuelve a contar el
mismo cuento casi un siglo más tarde, especifican que el violador necrófilo fuese un
templario.21 Sin embargo, en 1307 el relato ya estaba estrechamente asociado a la orden.
Se menciona repetidas veces en los anales de la Inquisición, y por lo menos dos de los
caballeros interrogados confesaron estar familiarizados con él. En crónicas subsiguientes, como
la que hemos citado, se identifica al propio violador con un templario, y sigue siéndolo en las
versiones conservadas por la francmasonería, que adoptó la calavera y los huesos cruzados y
a menudo la utilizó como divisa en las losas sepulcrales.
El cuento casi podría parecer en parte una farsa grotesca basada en el nacimiento virgen.
También podría parecer una crónica simbólica y mutilada de algún tipo de iniciación, de
algún ritual que llevara aparejadas una muerte y una resurrección figurativas. Un cronista
cita el nombre de la mujer de la narración: Yse. Obviamente, Yse podría derivarse de Isis. Y
ciertamente en el cuento hay ecos de los misterios relacionados con Isis, así como de los de
Tammuz o Adonis, cuya cabeza fue arrojada al mar, y de Orfeo, cuya cabeza fue arrojada al
río de la Vía Láctea. Las propiedades mágicas de la cabeza también hacen pensar en la
70
Sea cual fuere el significado atribuible al «culto de la cabeza», está claro que la Inquisición
creyó que era importante. En una lista de acusaciones redactada el 12de agosto de 1308
leemos lo siguiente:
ítem, que rodeaban o tocaban cada una de las cabezas de los citados ídolos con
El cordel que se menciona en el último ítem hace pensar en los cataros, pues, según se dice,
también ellos llevaban algún tipo de cordel sagrado. Pero lo más notable de la lista es la
supuesta capacidad de engendrar riqueza que posee la cabeza, así como la capacidad de
hacer que los árboles florezcan y que la tierra sea fértil. Estas propiedades coinciden de un
modo remarcable con las que los romances atribuyen al Santo Grial.
Entre todas las acusaciones formuladas contra los templarios las más graves eran las de
blasfemia y herejía: negar y pisotear la cruz y escupir sobre ella. No está claro cuál era
exactamente el significado de este ritual. Dicho de otro modo, no se sabe qué era en
realidad lo que repudiaban los templarios. ¿Repudiaban a Cristo? ¿O simplemente repudiaban
la crucifixión? Y, fuese lo que fuese, ¿exactamente qué ensalzaban en lugar de lo repudiado?
Nadie ha contestado satisfactoriamente estas preguntas, pero salta a la vista que repudiaban
algo y que esta repudiación era un principio esencial de la orden. Un caballero, por ejemplo,
testificó que al ser iniciado en la orden le dijeron: «Crees equivocadamente, porque él
[Cristo] es en verdad un falso profeta. Cree solamente en Dios en el cielo y no en él».25
Otro templario declaró que le dijeron: «No creas que Jesús el hombre al que los judíos
crucificaron en Outremer es Dios y que puede salvarte».26 De modo parecido, un tercer
caballero manifestó haber recibido instrucciones de que no creyera en Cristo, un falso
profeta, sino sólo en un «Dios superior». Luego le mostraron un crucifijo y le dijeron: «No
deposites mucha fe en esto, porque es demasiado joven».27
Las crónicas de esta índole son lo bastante frecuentes y congruentes como para dar
71
Parece increíble, pero el cronista no dice nada. Nadie dice nada, de hecho, hasta Guillermo
de Tiro, medio siglo más tarde. ¿Qué conclusión podíamos sacar de esto? ¿Que los caballeros
no se dedicaban al encomiable servicio público que se les atribuía? ¿Que, en vez de ello,
quizá andaban mezclados en alguna actividad más clandestina, de la que no estaba enterado
ni el cronista oficial? ¿O que el propio cronista estaba amordazado? Esta última parece la
explicación más verosímil. Porque pronto se unieron a los caballeros dos nobles ilustrísimos,
nobles cuya presencia no habría podido pasar desapercibida.
Según Guillermo de Tiro, la orden del Temple fue fundada en 1118, tenía al principio nueve
caballeros y no admitió nuevos reclutas durante nueve años. Consta claramente en los
anales, sin embargo, que el conde de Anjou —padre de Geoffrey Plantagenet— ingresó en la
orden en 1120, sólo dos años después de su supuesta fundación. Y en 1124 el conde de la
Champagne, uno de los señores más ricos de Europa, hizo lo mismo. Si Guillermo de Tiro no
se equivoca, no deberían haber ingresado nuevos miembros hasta 1127; pero, de hecho, en
1126 los templarios habían admitido en sus filas a cuatro nuevos miembros.29 ¿Se equivoca,
72
pues, Guillermo al decir que nadie más entró en la orden durante nueve años? ¿O dice lo
correcto en este sentido, pero se equivoca en la fecha que atribuye a la fundación de la
orden? Si el conde de Anjou se hizo templario en 1120, y si la orden no admitió nuevos
miembros durante los nueve años que siguieron a su fundación, ésta no dataría de 1118, sino
de 1111 o de 1112 como máximo.
De hecho, los datos que conducen a esta conclusión son muy persuasivos. En 1114 el conde
de la Champagne se estaba preparando para emprender un viaje a Tierra Santa. Poco
antes de su partida recibió una carta del obispo de Chartres. Entre otras cosas el obispo
decía: «Hemos oído que..., antes de partir para Jerusalén has hecho voto de ingresar en
“la milice du Christ”, que deseas enrolarte en esta tropa evangélica».30 «La milice du
Christ» era el nombre que al principio se dio a los templarios y el nombre que emplea san
Bernardo para referirse a ellos. En el contexto de la carta del obispo, dicho apelativo no
puede referirse de ningún modo a otra institución. No puede significar, por ejemplo, que el
conde de la Champagne sencillamente decidió hacerse cruzado, porque a renglón seguido el
obispo habla de un voto de castidad que ha entrañado su decisión. A un cruzado corriente
no se le hubiera exigido tal voto. Por tanto, la carta del obispo de Chartres deja bien
sentado que los templarios ya existían, o al menos que se proyectaba fundar la orden, en
1114, cuatro años antes de la fecha que se acepta generalmente; y también queda bien
sentado que en dicho año el conde de la Champagne ya pensaba ingresar en sus filas, cosa
que finalmente hizo al cabo de un decenio. Un historiador que reparó en esta carta llegó a
una conclusión bastante curiosa: que el obispo no podía hablar en serio.31 El historiador en
cuestión arguye que el obispo no podía referirse a los templarios porque la orden del
Temple no fue fundada hasta cuatro años más tarde, en 1118. ¿O sería tal vez que el obispo
no sabía en qué año de Nuestro Señor estaba escribiendo? Pero el obispo murió en 1115.
¿Cómo pudo, en 1114, aludir «por equivocación» a algo que aún no existía? Sólo hay una
respuesta posible, y muy obvia, a esta pregunta: que quien se equivoca no es el obispo, sino
Guillermo de Tiro, así como todos los historiadores subsiguientes que han insistido en consi
derar a Guillermo como voz indiscutible y autorizada.
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Creer que la orden del Temple fue fundada en una fecha anterior no es en sí mismo algo
que deba despertar sospechas. Pero hay otras circunstancias y coincidencias singulares que sí
resultan decididamente sospechosas. Cuando menos tres de los nuevos caballeros
fundadores, incluyendo a Hugues de Payen, procedían de regiones adyacentes, estaban
emparentados entre sí, se conocían antes de fundar la orden y habían sido vasallos del
mismo señor. Este señor era el conde de la Champagne, a quien el obispo de Chartres
dirigió su carta en 1114 y que en 1124 se hizo templario, ¡prometiendo obediencia a su
propio vasallo! En 1115 el conde déla Champagne donó la tierra sobre la que san Bernardo,
patrón de los templarios, edificó la famosa abadía de Clairvaux; y uno de los nueve
caballeros fundadores, André de Montbard, era tío de san Bernardo.
Asimismo, en Troyes, corte del conde de la Champagne, florecía desde 1070 una influyente
escuela de estudios cabalísticos y esotéricos.32 En el concilio de Troyes de 1128 la orden del
Temple fue constituida oficialmente. Durante los dos siglos siguientes Troyes continuó siendo
un centro estratégico de la orden; e incluso hoy día puede verse junto a la ciudad una zona
boscosa a la que llaman la Forét du Temple. Y fue de Troyes, corte del conde de la
Champagne, de donde salió uno de los primeros romances sobre el Grial, muy posiblemente el
primero, obra de Chrétien de Troyes.
En medio de esta mezcla de datos empezamos a distinguir una tenue red de relaciones,
una pauta que parecía algo más que simple coincidencia. Si tal pauta existía, ciertamente
confirmaría nuestra sospecha de que los templarios andaban metidos en alguna actividad clan
destina. No obstante, sólo podíamos especular sobre cuál debió de ser dicha actividad. Una
de las bases de nuestras especulaciones era el emplazamiento específico del domicilio de los
caballeros: el ala del palacio real, el monte del Templo, que de forma tan inexplicable les
fue conferida. En el año 70 de nuestra era el templo que a la sazón se alzaba allí fue
saqueado por las legiones romanas de Tito. Los romanos se apoderaron del tesoro y lo
llevaron a Roma, donde fue robado de nuevo y quizá transportado hasta los Pirineos. Pero,
¿y si en el templo había algo más que el tesoro, algo todavía más importante que las cosas
que se llevaron los romanos? Desde luego, es posible que los sacerdotes del templo, al ver
avanzar a las falanges de centuriones, dejaran a los saqueadores el botín que éstos
esperaban encontrar. Y si había algo más, es posible que lo escondieran en algún lugar
cercano. Debajo del templo, por ejemplo.
Entre los pergaminos del mar Muerto que se encontraron en Qumrán hay uno conocido por
el nombre de «pergamino de Cobre». Este pergamino, que fue descifrado en la universidad
de Manchester en 1955-1956, se refiere explícitamente a grandes cantidades de metales
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preciosos, vasos sagrados y otros materiales y «tesoros» no especificados. Cita veinticuatro
depósitos distintos enterrados debajo del mismo templo.33
A mediados del siglo XII un peregrino que visitó Tierra Santa, un tal Johann von Würzburg,
escribió sobre la visita que había hecho a los denominados «Establos de Salomón». Estos
establos, situados directamente debajo del templo, todavía son visibles. Johann dijo que
eran lo suficientemente grandes como para alojar a dos mil caballos; y era en estos establos
donde los templarios dejaban sus monturas. Según por lo menos otro historiador, los
templarios utilizaban los citados establos para sus caballos ya en 1124, cuando, según se
supone, todavía eran sólo nueve caballeros. Parece probable, pues, que la recién fundada
orden emprendiera casi inmediatamente excavaciones debajo del templo.
De estas excavaciones cabría deducir que los caballeros buscaban activamente algo. Incluso
cabría deducir que fueron enviados deliberadamente a Tierra Santa con el encargo expreso
de encontrar algo. Si esta suposición es válida, explicaría diversas anomalías: su
alojamiento en el palacio real, por ejemplo, y el silencio del cronista. Pero, si fueron
enviados, a Palestina, ¿quién los envió?
En 1104 el conde de la Champagne se había reunido en cónclave con ciertos nobles de alto
rango y como mínimo uno de ellos acababa de volver de Jerusalén.34 Entre los presentes en
el cónclave había representantes de ciertas familias —Brienne, Joinville y Chaumont— que,
como descubrimos más tarde, figurarían de modo significativo en nuestra historia. También se
encontraba presente el señor feudal de André de Montbard (André era uno de los
cofundadores del Temple y tío de san Bernardo).
Poco después del cónclave el propio conde de la Champagne partió para Tierra Santa y
permaneció allí durante cuatro años, regresando en 1108.35 En 1114 hizo un segundo viaje a
Palestina con la intención de ingresar en la «milice du Christ», pero luego cambió de
parecer y volvió a Europa un año después. A su regreso donó inmediatamente unos terrenos
a la orden del Cister, cuyo preeminente portavoz era san Bernardo. En dichos terrenos
edificó san Bernardo la abadía de Clairvaux, donde estableció su propia residencia y más
adelante consolidó la orden del Cister.
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al de la orden del Temple, que se expandió de igual manera durante aquellos mismos años.
Y, tal como hemos dicho, uno de los cofundadores de la orden del Temple era el tío de san
Bernardo, André de Montbard.
Al reflexionar sobre estos acontecimientos fuimos convenciéndonos cada vez más de que
había alguna pauta subyacente que gobernaba esta intrincada red. Ciertamente, ésta no
parecía ser fruto del azar ni de la pura coincidencia. Por el contrario, teníamos la impresión
de encontrarnos ante los vestigios de algún plan general complejo y ambicioso, cuyos
detalles completos se habían perdido para la historia. Con el objeto de reconstruir tales
detalles, trazamos una hipótesis provisional, un «guión», por así decirlo, en el que cupieran
los hechos que conocíamos.
Supusimos que en Tierra Santa se había descubierto algo, ya fuera por casualidad o
intencionadamente, algo de inmensa importancia que despertó el interés de algunos de los
nobles más influyentes de Europa. Supusimos también que dicho descubrimiento llevaba
aparejado, de modo directo o indirecto, un gran potencial de riqueza, además, tal vez, de
otra cosa, de algo que había que mantener en secreto, algo que sólo debía comunicarse a
un reducido número de señores de alto rango. Finalmente, supusimos que este
descubrimiento fue comunicado y comentado en el cónclave de 1104.
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desempeñó un papel crucial en dicha fundación, tal vez el de espíritu guía y patrocinador.
En 1115 el dinero ya fluía hacia Europa, hacia los cofres de los cistercienses, quienes, bajo
san Bernardo y desde su nueva posición de fuerza, apoyaron y dieron credibilidad a la recién
fundada orden del Temple.
Si existía tal plan, no es posible, por supuesto, atribuirlo exclusivamente a estos tres
hombres. Al contrario, debió de entrañar un alto grado de cooperación por parte de otras
personas, así como una organización meticulosa. Organización es quizá la palabra clave;
porque, si nuestra hipótesis era correcta, presupondría un grado de organización que en sí
misma equivaldría a una orden, una tercera y secreta orden detrás de las órdenes conocidas y
documentadas del Cister y del Temple. No tardamos en encontrar pruebas de la existencia de
esta tercera orden.
El 13 de octubre de 1307 todos los templarios de Francia fueron detenidos por los
senescales de Felipe el Hermoso. Pero esta afirmación no es del todo cierta. Los templarios
de por lo menos una receptoría se escurrieron, sanos y salvos, a través de la red del rey: la
preceptoría de Bézu, adyacente a Rennes-le-Cháteau. ¿Cómo y por qué se libraron de la
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persecución? Para dar respuesta a esta pregunta tuvimos que investigar las actividades de la
orden en las inmediaciones de Bézu. Averiguamos que tales actividades habían sido bastante
extensas. De hecho, había alrededor de media docena de preceptorías y otras propiedades
en la región, que abarcaba unos 51 o 52 kilómetros cuadrados.
En 1153 un noble de la región —un noble que simpatizaba con los cataros— pasó a
desempeñar el cargo de Gran maestre de la orden del Temple. El noble se llamaba Bertrand
de Blanchefort y su hogar ancestral estaba situado en la cima de una montaña que distaba
varios kilómetros tanto de Bézu como de Rennes-le-Cháteau. Bertrand de Blanchefort, que
presidió la orden de 1153 a 1170, fue probablemente el más significativo de todos los
grandes maestres de los templarios. Antes de su régimen la jerarquía y la estructura
administrativa de la orden eran nebulosas, por no decir algo peor. Fue Bertrand quien
transformó a los caballeros templarios en una institución jerárquica de soberbia eficacia, bien
organizada y magníficamente disciplinada. Fue Bertrand quien inició la participación de la
orden en la diplomacia de alto nivel y en la política internacional. Fue Bertrand quien creó
para los templarios una importante esfera de intereses en Europa, sobre todo en Francia. Y,
según los datos que se conservan, el mentor de Bertrand —algunos historiadores incluso lo
presentan como el Gran maestre que le precedió inmediatamente— fue André de Montbard.
A los pocos años de la constitución de la orden de los templarios, Bertrand no sólo había
ingresado en sus filas, sino que, además, les había concedido tierras en los alrededores de
Rennes-le-Cháteau y Bézu. Y se dice que en 1156, durante el régimen de Bertrand como
Gran maestre, la orden importó a la región un contingente de mineros de habla alemana. Se
dice también que estos trabajadores estaban sometidos a una disciplina rígida, virtualmente
militar. Tenían prohibido confraternizar con la población de la zona y se les tenía estricta
mente segregados del resto de la comunidad. Incluso se creó un cuerpo judicial especial, «la
Judicatura des Allemands», para que se ocupase de los tecnicismos jurídicos relacionados con
ellos. Y su supuesta tarea consistía en explotar las minas de oro que había en las laderas de
la montaña en Blanchefort, minas de oro que habían sido totalmente agotadas por los
romanos casi mil años antes.36
82
estaba seguro: quizá labores de fusión, de extraer algo por medio de la fusión, de construir
algo, incluso era posible que hubiesen excavado algún tipo de cripta para crear una especie
de depósito.
Sea cual fuere la explicación de este enigma, lo cierto es que los templarios habían estado
presentes en las inmediaciones de Rennes-le-Cháteau desde mediados del siglo XII por lo
menos. En 1285 ya existía una importante preceptoría a pocos kilómetros de Bézu, en
Campagne-sur-Aude. Con todo, en las postrimerías del siglo XIII Pierre de Voisins, señor de
Bézu y Rennes-le-Cháteau, invitó a otro destacamento de templarios a que se desplazase a la
región, un destacamento especial procedente de la provincia aragonesa del Rosellón.38 Este
nuevo destacamento se instaló en la cima de la montaña de Bézu, erigiendo un puesto de
observación y una capilla. Oficialmente los templarios roselloneses estaban allí para velar por
la seguridad de la región y proteger la ruta de las peregrinaciones que atravesaba el valle
camino de Santiago de Compostela. Pero no está claro por qué se necesitaron estos
caballeros de refuerzo. En primer lugar, no es posible que fueran muy numerosos, no los
suficientes para que su presencia cambiara las cosas. En segundo lugar, ya había templarios
en la comarca. Finalmente, Pierre de Voisins tenía sus propias tropas, las cuales, junto con
los templarios que ya estaban allí, podían garantizar la seguridad de los alrededores. En tal
caso, ¿por qué llegaron templarios roselloneses a Bézu? Según la tradición local, para espiar.
Y para explotar, enterrar o vigilar alguna clase de tesoro.
Fuera cual fuese su misteriosa misión, es obvio que gozaban de algún tipo de inmunidad
especial. De todos los templarios de Francia fueron los únicos a quienes no molestaron los
senescales de Felipe el Hermoso el 13 de octubre de 1307. En aquella fatídica fecha el coman
dante del contingente templario de Bézu era un tal señor de Goth.39 Y antes de adoptar el
nombre de Clemente V, el arzobispo de Burdeos —peón vacilante del rey Felipe— era
Bertrand de Goth. Lo que es más, la madre del nuevo pontífice era Ida de Blanchefort, de la
misma familia que Bertrand de Blanchefort. Siendo así, ¿conocería el papa algún secreto
confiado a la custodia de su familia, un secreto que permaneció en la familia Blanchefort
hasta el siglo XVIII, fecha en que el abate Antoine Bigou, cura de Rennes-le-Cháteau y
confesor de Mane de Blanchefort, redactó los pergaminos que encontraría Sauniére? Si tal
era el caso, es muy posible que el papa hiciera extensiva cierta clase de inmunidad a aquel
pariente suyo que mandaba los templarios de Bézu.
83
constituir un vínculo visible entre los enigmas generales y los más localizados.
Mientras tanto, sin embargo, nos encontrábamos ante una tremenda serie de
coincidencias, las cuales eran demasiado numerosas para ser verdaderamente
coincidencias. ¿Nos encontrábamos, de hecho, ante una pauta calculada? Si así era, la
pregunta obvia era quién la había ideado, pues las pautas tan intrincadas no se inventan
solas. Todos los datos en nuestro poder indicaban una planificación meticulosa y una
organización muy cuidada, tanto es así que cada vez eran mayores nuestras sospechas de
que tenía que haber un grupo concreto de individuos, formando quizá algún tipo de orden,
que trabajaba asiduamente entre bastidores. No fue necesario que buscásemos la
confirmación de la existencia de tal orden. La confirmación se nos echó encima.
Documentos secretos
La confirmación de que existía una tercera orden —una orden que estaba detrás
tanto de los templarios como de los cistercienses— se nos echó encima. Al principio,
sin embargo, nos costó tomarla en serio. Parecía salir de una fuente demasiado
insegura, demasiado vaga y nebulosa. Mientras no pudiéramos verificar su
autenticidad, tampoco podríamos dar crédito a sus afirmaciones.
84
escrupulosamente en la sombra.
Desde 1956 se han empleado diversas formas de diseminar el material. Una de ellas han
sido los libros populares, que incluso han alcanzado gran éxito de ventas. Son libros más o
menos sensacionalistas, que se valen de medios más o menos crípticos para despertar la
curiosidad del lector. Así, por ejemplo, Gérard de Sede ha producido una serie de obras
sobre temas en apariencia tan divergentes como los cataros, los templarios, la dinastía
merovingia, los rosacruces, Sauniére y Rennes-le-Cháteau. En estas obras el señor De
Sede suele mostrarse socarrón, reservado, deliberadamente misterioso y coquetamente
evasivo. En todo momento su tono da a entender que sabe más de lo que dice, lo que tal
vez es un truco para disimular que no sabe tanto como pretende saber. Pero sus libros
contienen detalles verificables en número suficiente para forjar un eslabón entre sus
respectivos temas. Prescindiendo de la opinión que nos merezca Gérard de Sede, es
innegable que consigue dejar bien sentado que los diversos temas que aborda están
relacionados unos con otros.
Por otro lado, no pudimos evitar la sospecha de que la obra de Gérard de Sede se inspira
en gran parte en la información que alguien le proporciona y, a decir verdad, él mismo
reconoce más o menos que es así. Quiso la casualidad que nos enterásemos de quién era su
informador. En 1971, cuando nos embarcamos en nuestra primera película sobre Rennes-le-
Cháteau para la BBC, escribimos al editor parisiense de Gérard de Sede pidiéndole cierto
material visual. Al cabo de unos días recibimos las fotografías que habíamos pedido. En el
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dorso de cada una de ellas aparecía el nombre «Plantard». Por aquel entonces este nombre
no significaba nada para nosotros. Pero el apéndice de uno de los libros de monsieur De
Sede consistía en una entrevista con un tal Pierre Plantard. Y más adelante nos enteramos
de que Pierre Plantard había tenido que ver con ciertas obras de Gérard de Sede. Poco a
poco, en el curso de nuestras pesquisas, Pierre Plantard empezó a imponerse como una de las
figuras dominantes.
Además de los libros editados, algunos de ellos por sus propios autores, han aparecido
diversos artículos en periódicos y revistas. También se han publicado entrevistas con varios
individuos que afirman conocer una u otra faceta del misterio. Pero la información más
interesante e importante no ha aparecido, en su mayor parte, en forma de libro, sino en
documentos y opúsculos que no estaban destinados a circular entre el público. Muchos de
estos documentos y opúsculos han sido objeto de ediciones limitadas y particulares que
luego se han depositado en la Bibliothéque Nationale de París. Al parecer, se han producido
de una forma barata. De hecho, algunos no son más que páginas mecanografiadas,
impresas en «offset» y reproducidas mediante una máquina multicopista de oficina. Más aún
que las obras que se encuentran en el mercado, esta serie de publicaciones efímeras parece
haber salido de la misma fuente. Mediante crípticos comentarios y notas a pie de página sobre
Sauniére, Rennes-le-Cháteau, Poussin, la dinastía merovingia y otros temas, cada una de
ellas complementa, amplía y confirma las demás. En la mayoría de los casos no se sabe a
ciencia cierta quién es él autor, ya que éste emplea varios seudónimos transparentes e incluso
«ingeniosos»: Madeleine Blancassal, por ejemplo, Nicolás Beaucéan, Jean Delaude y Antoine
l’Ermite. «Madeleine», por supuesto, se refiere a Marie-Madeleine, la Magdalena, a la que
está dedicada la iglesia de Rennes-le-Cháteau y a la que Sauniére consagró su torre, la Tour
Magdala. «Blancassal» es la combinación de los nombres de dos riachuelos que convergen
86
87
El grueso de los Dossiers, que consiste en árboles genealógicos, se atribuye a un tal Henri
Lobineau, cuyo nombre aparece en la portada. Dos ítems complementarios que hay en la
carpeta declaran que Henri Lobineau es un seudónimo más —que quizá se deriva de la Rué
Lobineau, que pasa por delante de Saint Sulpice en París— y que las genealogías son en
realidad obra de un hombre llamado Leo Schidlof, historiador y anticuario austriaco que, al
parecer, vivía en Suiza y murió en 1966. Basándonos en esta información, decidimos averiguar
lo que pudiéramos acerca de Leo Schidlof.
En 1978 conseguimos localizar a su hija, que vivía en Inglaterra. Nos dijo que su padre era
en verdad austriaco. Sin embargo, no era genealogista, historiador o anticuario, sino
experto y comerciante en miniaturas, tema sobre el que había escrito dos libros. En 1948 se
había afincado en Londres, donde viviría hasta su muerte, acaecida en Viena en 1966, el año
y el lugar que se indican en los Dossiers Secrets.
La señorita Schidlof dijo con vehemencia que a su padre nunca le habían interesado las
genealogías, la dinastía merovingia o los misteriosos sucesos del sur de Francia. Y, pese a
ello, agregó, era obvio que ciertas personas creían lo contrario. Durante el decenio de 1960,
por ejemplo, el señor Schidlof había recibido numerosas cartas y llamadas telefónicas de
individuos no identificados, tanto de Europa como de los Estados Unidos, que deseaban verle
para hablar de cosas de las que él no tenía la menor idea. Con motivo de su muerte en 1966
hubo otro diluvio de mensajes, la mayoría de ellos interesándose por sus papeles.
Fuese cual fuese el asunto en el que sin querer se había visto envuelto el padre de la
señorita Schidlof, parecía haber tocado una cuerda sensible del gobierno de los Estados
Unidos. En 1946 —un decenio antes de la supuesta fecha en que se recopilaron los Dossiers
secrets— Leo Schidlof solicitó un visado para entrar en los Estados Unidos. La solicitud le fue
denegada alegando que era sospechoso de espionaje o de algún otro tipo de actividad
clandestina. Parece ser que a la larga se resolvió el problema y Leo Schidlof, provisto del
oportuno visado, pudo entrar en los Estados Unidos. Es posible que el problema se redujera a
una típica confusión burocrática. Pero la señorita Schidlof parecía sospechar que tenía alguna
relación con las preocupaciones arcanas que de forma tan desconcertante se atribuían a su
padre.
La historia de la señorita Schidlof nos dio que pensar. La denegación de un visado por los
norteamericanos podía muy bien ser algo más que una coincidencia, pues entre los papeles
de los Dossiers secrets había alusiones que vinculaban el nombre de Leo Schidlof con alguna
forma de espionaje internacional. Mientras tanto, sin embargo, en París había aparecido un
nuevo panfleto que durante los meses siguientes fue confirmado por otras fuentes. Según
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dicho panfleto, el escurridizo Henri Lobineau no era Leo Schidlof, después de todo, sino un
aristócrata francés de linaje distinguido: el conde Henri de Lénon-court.
La verdadera identidad de Lobineau no era el único enigma relacionado con los Dossiers
secrets. Había también un ítem que aludía a «la cartera de piel de Leo Schidlof». Esta
cartera contenía supuestamente cierto número de papeles secretos relacionados con
Rennes-le-Cháteau entre 1600 y 1800. Poco después de la defunción de Schidlof, la cartera,
según se decía, había pasado a manos de un correo, un tal Fakhar ul Islam, quien en
febrero de 1967 se reuniría en la Alemania Oriental con un «agente delegado por Ginebra»
al que confiaría la cartera. Sin embargo, antes de que pudiera efectuarse la transacción, el
tal Fakhar ul Islam fue expulsado de la Alemania Oriental y volvió a París «en espera de
nuevas órdenes». El 20 de febrero de 1967 su cuerpo fue hallado en la vía del ferrocarril
cerca de Melun: lo habían arrojado desde el expreso París-Ginebra. Al parecer, la cartera se
había evaporado.
Por otro lado, los periódicos no decían nada sobre Leo Schidlof, una cartera de piel o alguna
otra cosa que pudiera relacionar el suceso con el misterio de Rennes-le-Cháteau. A resultas
de ello, nos vimos ante una serie de interrogantes. Por un lado, era posible que la muerte
de Fakhar ul Islam tuviera que ver con Rennes-le-Cháteau, que el ítem de los Dossiers secrets
procediera, de hecho, de «información confidencial» inaccesible a la prensa. Por otro lado, el
citado ítem podía ser una mistificación deliberada y espuria. Lo único que se necesitaba era
encontrar una muerte inexplicable o sospechosa y atribuirla al asunto que uno escogiera. Pero,
si efectivamente era eso, ¿cuál era el propósito de todo ello? ¿Por qué iba alguien a crear una
atmósfera de intrigas siniestras en torno a Rennes-le-Cháteau? ¿Qué beneficio podía sacarse
de la creación de tal atmósfera? ¿Y quién podía ser el beneficiario?
Estos interrogantes nos desconcertaban todavía más a causa del hecho de que, al parecer,
la muerte de Fakhar ul Islam no era un suceso aislado. Aún no había transcurrido un mes
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cuando otra obra impresa por algún particular fue depositada en la Bibliothéque Nationale. Se
titulaba La serpent rouge («La serpiente roja») y llevaba una fecha simbólica y significativa:
17 de enero. La portada la atribuía a tres autores: Pierre Feugére, Louis Saint-Maxent y
Gastón de Koker.
La serpent rouge es una obra singular. Contiene una genealogía merovingia y dos mapas de
Francia en tiempos de los merovingios, junto con un comentario superficial. También
contiene un plano de Saint Sulpice en París en el que aparecen delineadas las capillas de los
diversos santos de la iglesia. Pero el grueso del texto consiste en 13 breves poemas en prosa
de gran calidad literaria, muchos de los cuales recuerdan la obra de Rimbaud. Ninguno de
estos poemas en prosa excede de un párrafo y cada uno de ellos corresponde a un signo del
zodíaco: un zodíaco de trece signos, con el decimotercero, el Ofiuco o Serpentario, colocado
entre Escorpión y Sagitario.
Los trece poemas en prosa, que están narrados en primera persona, son un tipo de
peregrinación simbólica o alegórica que comienza con Acuario y termina con Capricornio, el
cual, como dice explícitamente el texto, preside el 17 de enero. En el texto, que por lo
demás es críptico, hay alusiones conocidas: a la familia Blanchefort, a las decoraciones de la
iglesia de Rennes-le-Cháteau, a algunas de las inscripciones de Sauniére que hay allí, a Poussin
y al cuadro de «Les bergers d’Arcadie», al lema que aparece en la tumba: «Et in Arcadia
Ego». En un punto se menciona una serpiente roja, «citada en los pergaminos»,
desenroscándose a través de los siglos: alusión explicita, al parecer, a una estirpe o linaje.
Y para el signo astrológico de Leo hay un párrafo enigmático que vale la pena citar entero:
De ella a quien deseo liberar flota hacia mí la fragancia del perfume que impregna el
Sepulcro. Antiguamente algunos la llamaban: ISIS, reina de todas las fuentes benévolas.
VENID A MÍ TODOS LOS QUE SUFRÍS Y ESTÁIS AFLIGIDOS, Y YO OS DARÉ REPOSO. Para
otros ella es MAGDALENA, del célebre vaso lleno de bálsamo curativo. Los iniciados conocen
su verdadero nombre: NOTRE DAME DES CROSS.5
Las implicaciones de este párrafo son interesantísimas. Isis, por supuesto, es la Diosa
Madre egipcia, patrona de los misterios, la «Reina Blanca» en sus aspectos benévolos, la
«Reina Negra» en los malévolos. Numerosos escritores sobre mitología, antropología, psico
logía y teología han seguido el culto de la Diosa Madre desde los tiempos paganos hasta la
época cristiana. Y, según dichos escritores, la diosa sobrevivió bajo el cristianismo disfrazada
de Virgen María: la «Reina del Cielo», como la llamó san Bernardo, designación que en el
Antiguo Testamento se aplica a la Diosa Madre Astarté, la equivalente fenicia de Isis. Pero,
según el texto de La serpent rouge, la Diosa Madre del cristianismo no parece ser la Virgen.
90
Cabría suponer inmediatamente Fuera cual fuese su intención, los autores de La serpent
rouge —mejor dicho, los supuestos autores— corrieron una suerte tan horrible como Fakhar
ul Islam. El 6 de marzo de 1%7 Louis Saint-Maxent y Gastón de Koker fueron encontrados
ahorcados. Y al día siguiente, el 7 de marzo, Pierre Feugére también apareció colgado.
, desde luego, que estas muertes tenían algo que ver con la redacción y publicación de La
serpent rouge. Al igual que en el caso de Fakhar ul Islam, sin embargo, no podíamos
descartar otra explicación. Si se desea crear un aura de misterio siniestro, ello es bastante
fácil. Lo único que se necesita es leer atentamente los periódicos hasta dar con una muerte
sospechosa o, en este caso, tres muertes sospechosas. Una vez-encontradas, se ponen los
nombres de los difuntos en un opúsculo escrito por uno mismo y se deposita el opúsculo en la
Bibliothéque Nationale, con una fecha anterior (17 de enero) en la portada. Sería
virtualmente imposible denunciar el engaño, que, desde luego, produciría la deseada
impresión de tratarse de un hecho criminal. Pero, ¿para qué perpetrar semejante engaño?
¿Por qué desearía alguien crear un aura de violencia, asesinato e intriga? Lejos de desalentar
a los investigadores, una estratagema semejante los atraería aún más.
Por otra parte, si no nos encontrábamos ante un engaño, había aún cierto número de
cuestiones desconcertantes. ¿Debíamos creer, por ejemplo, que los tres ahorcados se habían
suicidado o, por contra, que eran víctimas de otros tantos asesinatos? Dadas las
circunstancias, un suicidio tendría poco sentido. Y un asesinato poco más tendría. Era
posible comprender que se hubiese despachado a tres personas para impedir que
divulgasen alguna información explosiva. Pero en este caso la información ya había sido
91
Por suerte, nuestras propias aventuras durante la investigación fueron menos dramáticas,
pero igualmente desconcertantes. Habíamos encontrado, por ejemplo, repetidas alusiones a
una obra de un tal Antoine Ermite titulada Un trésor mérovingien á Rennes-le-Cháteau («Un
tesoro merovingio en Rennes-le-Cháteau»). Tratamos de localizar esta obra y no tardamos
en hallarla en el catálogo de la Bibliothéque Nationale; pero resultó inusitadamente difícil de
conseguir. Cada día, durante una semana, íbamos a la biblioteca y rellenábamos la ficha
solicitando la obra. En cada ocasión nos devolvían la ficha con una palabra escrita en ella,
«communiqué», para indicar que otra persona estaba utilizando la obra en cuestión. Esto no
tenía nada de extraño.
Al cabo de poco tiempo, ya en Inglaterra, una amiga nuestra anunció que se iba de
vacaciones a París. Le pedimos que tratara de obtener la escurridiza obra de Antoine
l’Ermite y cuando menos tomara nota de lo que contenía. Nuestra amiga fue a la
Bibliothéque Nationale y solicitó el libro. A ella ni siquiera le devolvieron la ficha.
Volvió a intentarlo al día siguiente y el resultado fue el mismo.
Cuando volvimos a París, unos cuatro meses más tarde, hicimos otro intento. De
nuevo nos devolvieron la ficha con la palabra «communiqué». En aquel momento
decidimos que aquello duraba ya demasiado y empezamos a jugar nuestro propio
juego. Bajamos a la sala del catálogo, que es contigua a los «anaqueles», los cuales,
huelga decirlo, no están al alcance del público. Encontramos a un ayudante de
bibliotecario de edad avanzada y aspecto bondadoso y nos pusimos a interpretar el
papel de turistas ingleses cuyos conocimientos de la lengua francesa hubieran
avergonzado a un hombre de Neanderthal. Le pedimos que nos ayudara,
92
La obra, cuando por fin llegó a nuestras manos, resultó muy decepcionante y apenas
justificaba las complicadas gestiones que habíamos tenido que hacer para obtenerla.
Al igual que la obra de Madeleine Blancassal, llevaba el pie de imprenta de la Grande
Loge Alpina de Suiza. Pero no decía nada nuevo en ningún sentido. De forma muy
breve recapitulaba la historia del conde de Razés, de Rennes-le-Cháteau y de
Bérenger Sauniére. En pocas palabras, refundía todos los detalles que conocíamos desde
hada ya tiempo. No podíamos imaginarnos por qué alguien había podido utilizarla y tenerla
«communiqué» durante una semana entera. Ni podíamos explicarnos por qué se habían
empeñado en negárnosla. Pero lo más intrigante de todo era que la obra en sí no era
original. Con la excepción de unas cuantas palabras alteradas aquí y allí, era un texto literal,
compuesto e impreso de nuevo, de un capítulo de un libro de bolsillo, un best-seller facilón
que trataba de tesoros perdidos en todo el mundo y que podía comprarse por pocos francos
en cualquier quiosco. O bien Antoine l’Ermite había plagiado descaradamente el libro
publicado o éste había plagiado a Antoine l’Ermite.
Estas cosas son típicas de la mistificación que ha rodeado el material desde que en 1956
empezó a aparecer fragmento a fragmento en Francia. Otros investigadores han encontrado
enigmas parecidos. Nombres en apariencia plausibles han resultado ser seudónimos.
Direcciones, incluyendo las de editoriales y organizaciones, han resultado inexistentes. Se han
93
citado alusiones a libros que, que nosotros sepamos, nadie ha visto jamás. Han
desaparecido documentos; otros han sido alterados y otros, inexplicablemente, han sido mal
catalogados en la Bibliothéque Nationale. A veces uno está tentado de sospechar que se
trata de una broma pesada. Si es así, es una broma pesada a enorme escala y para la cual se
ha utilizado una impresionante variedad de recursos, económicos y de otra índole. Y parece
que el autor de dicha broma, sea quien sea, se la está tomando muy en serio.
Mientras tanto ha seguido apareciendo material nuevo en el que los temas de costumbre se
repiten a guisa de leitmotiv: Sauniére, Rennes-le-Cháteau, Poussin, «Les bergers
d’Arcadie», los caballeros templarios, Dagoberto II y la dinastía merovingia. Alusiones a la
viticultura —el cultivo de la vio1— figuran de manera prominente, es de suponer que con
algún sentido alegórico. Al mismo tiempo, se ha añadido más y más información. Un ejemplo
de ella es la identificación de Henri Lobineau como el conde de Lénoncourt. Otro es una
insistencia creciente pero no explicada en la importancia de la Magdalena. Y se han
recalcado repetidamente otros dos lugares, que han asumido una categoría que en
apariencia equivale a la de Rennes-le-Cháteau. Uno de ellos es Gisors, fortaleza de
Normandía que tuvo una importancia vital, tanto estratégica como política, en el apogeo de
las cruzadas. El otro es Stenay, otrora llamado Satanicum, en el borde de las Ardenas, la
antigua capital de la dinastía merovingia, cerca de la cual fue asesinado Dagoberto II en
679.
Pero de este cúmulo de información que no para de proliferar emergen algunos puntos clave
que constituyen los cimientos de nuevas investigaciones. Se presentan como hechos
históricos indiscutibles y es posible resumirlos de la siguiente manera:
1) Había una orden secreta detrás de los caballeros templarios, la cual creó a éstos como
su brazo militar y administrativo. Esta orden, que ha funcionado bajo diversos nombres,
recibe con mayor frecuencia el de la Prieuré de Sion («Priorato de Sion»).
2) La Prieuré de Sion ha sido dirigida por una sucesión de grandes maestres cuyos
nombres se cuentan entre los más ilustres de la historia y la cultura occidentales.
3) Si bien los caballeros templarios fueron destruidos y disueltos entre 1307 y 1314, la
Prieuré de Sion permaneció indemne. Aunque se vio desgarrada periódicamente por
luchas sanguinarias entre distintas facciones, ha seguido funcionando a lo largo de los
siglos. Actuando en la sombra, entre bastidores, ha orquestado ciertos
94
acontecimientos críticos de la historia de Occidente.
4) La Prieuré de Sion existe y sigue funcionando hoy en día. Influye y participa en
asuntos internacionales de alto nivel, así como en los asuntos internos de ciertos
países europeos. En cierta medida significativa, es responsable de la información que
se ha diseminado desde 1956.
5) El objetivo confesado y declarado de la Prieuré de Sion es la restauración de la
dinastía y la estirpe merovingias en el trono, no sólo de Francia, sino también de otras
naciones europeas.
6) La restauración de la dinastía merovingia está sancionada y es justificable, tanto legal
como moralmente. Aunque depuesta en el siglo VIII, la estirpe merovingia no se
extinguió. Por el contrario, se perpetuó en línea directa desde Dagoberto II y su hijo
Sigisberto IV. A fuerza de alianzas dinásticas y matrimonios entre sus miembros, esta
línea llegó a incluir a Godofredo de Bouillon, que en 1099 conquistó Jerusalén, y a
otras varias familias nobles y reales, del pasado y del presente: Blanchefort, Gisors,
Saint-Clair (Sinclair en Inglaterra), Montesquieu, Montpézat, Poher, Luisignan,
Plantard y Habsburgo-Lorena. En la actualidad, la estirpe merovingia,1 goza de un
derecho legítimo al patrimonio que le corresponde.
Aquí, en la llamada Prieuré de Sion, teníamos una posible explicación de la referencia a
«Sion» que se hace en los pergaminos hallados por Sauniére. Y también aquí
teníamos una explicación de las letras «P. S.», la curiosa firma que aparecía en uno de
dichos pergaminos y en la lápida sepulcral de Mane de Blanchefort.
Sin embargo, sentíamos un gran escepticismo, como la mayoría de las personas, acerca de
las «teorías de la historia basadas en la conspiración»; y la mayoría de las afirmaciones
citadas se nos antojaban fuera de lugar, improbables o absurdas. Pero era innegable que
ciertas personas continuaban promulgándolas y, además, con toda seriedad. Con toda
seriedad, en efecto, y teníamos motivos para creer que desde posiciones de considerable
poder. Y fuera cual fuese la veracidad de dichas afirmaciones, estaban claramente
relacionadas con el misterio que envolvía a Sauniére y a Rennes-le-Cháteau.
95
Segunda parte
La sociedad secreta
En la página de los Dossiers secrets sigue a la cita de Grousset una alusión a la misteriosa
Prieuré de Sion u Ordre de Sion, como, al parecer, era llamada en aquel tiempo. Según el
texto, la Ordre de Sion fue fundada por Godofredo de Bouillon en 1090, nueve años antes de
la conquista de Jerusalén, aunque hay otros «documentos Prieuré» que dan 1099 como fecha
de la fundación. También según el texto, Balduino, el hermano menor de Godofredo, «debía
su trono» a la orden. E igualmente según el texto, la sede oficial o «cuartel general» de la
orden era una abadía concreta: la abadía de Notre Dame du Mont de Sion en Jerusalén. O
96
quizás en las afueras de Jerusalén, en el monte Sion, la famosa «colina alta» situada al sur de
la ciudad.
Al consultar todas las obras clásicas sobre las cruzadas escritas en el siglo XX, no
encontramos ninguna mención de la Ordre de Sion. En vista de ello, decidimos comprobar si
tal orden había existido alguna vez o no y si tenía poder para conferir tronos. Para ello
tuvimos que revolver entre montones de documentos antiguos. No buscábamos sólo
alusiones explícitas a la orden. También buscábamos algún indicio de su posible influencia y
de sus actividades. También queríamos confirmar si existió o no alguna abadía llamada Notre
Dame du Mont de Sion.
Al sur de Jerusalén se alza la «colina alta» del monte Sion. En 1099, cuando Jerusalén cayó
en poder de los cruzados de Godofredo de Bouillon, se alzaban sobre dicha colina las ruinas
de una antigua basílica bizantina, que supuestamente databa del siglo IV y era llamada «la
Madre de todas las Iglesias», título sumamente sugestivo. Según numerosos documentos y
crónicas de la época que se conservan, en el lugar de dichas ruinas se edificó una abadía. Y se
edificó por orden expresa de Godofredo de Bouillon. Debía de ser un edificio imponente, una
comunidad independiente. Según una crónica de 1172, estaba muy bien fortificada y tenía
sus propias murallas, torres y almenajes. Y a esta estructura se le daba el nombre de abadía
de Notre Dame du Mont de Sion.
Obviamente, alguien tenía que ocupar sus dependencias. ¿Las ocuparía una «orden»
autónoma que llevaba el nombre del lugar? ¿Cabía la posibilidad de que el ocupante de la
abadía fuera la Ordre de Sion? No era irrazonable suponer que sí. Los caballeros y los
monjes que ocupaban la iglesia del Santo Sepulcro, edificada también por Godofredo,
formaron una «orden» oficial y debidamente constituida: la orden del Santo Sepulcro. Era
muy posible que el mismo principio hubiese guiado a los ocupantes de la abadía del monte Sion
y los indicios apuntaban en tal sentido. Según el principal experto en el tema que hubo en el
siglo XIX, la abadía «era habitada por un capítulo de canónigos agustinianos, encargados de
servir a los santuarios bajo la dirección de un abad. La comunidad asumió el nombre doble
de “Sainte-Marie de Mont Syon et du Saint-Esprit”».2 Y en 1698 otro historiador se muestra
todavía más explícito: «Había en Jerusalén durante las cruzadas... caballeros agregados a la
abadía de Notre Dame de Sion que adoptaron el nombre de “Chevaliers de l’Ordre de Notre
Dame de Sion”».3
97
Hasta el momento los «documentos Prieuré» habían resultado válidos y podíamos afirmar
que la Ordre de Sion existía ya a comienzos del siglo XII. Sin embargo, quedaba por
averiguar si la orden realmente había sido formada antes o no. No hay ninguna regla fija
sobre cuál de estas dos cosas llega primero: una orden o las dependencias en las que se
aloja. Los cistercienses, por ejemplo, tomaron su nombre de un lugar concreto:
Citeaux. En cambio, los franciscanos y los benedictinos —por citar sólo dos ejemplos—
tomaron sus respectivos nombres de dos individuos y se anticiparon a una morada fija.
Así pues, lo máximo que podíamos decir era que la abadía existía ya en 1100 y alojaba
una orden que llevaba el mismo nombre, orden que tal vez se había fundado
anteriormente.
Los «documentos Prieuré» dan a entender que así fue y hay algunos datos que apuntan
hacia tal posibilidad, aunque de una manera vaga y oblicua. Se sabe que en 1070,
veintinueve años antes de la primera cruzada, determinada banda de monjes procedentes
de Calabria, en la Italia meridional, llegó a las inmediaciones del bosque de las Ardenas,
parte de los dominios de Godofredo de Bouillon. 6 Según Gérard de Sede, esta banda
de monjes era mandada por un individuo llamado «Ursus», nombre que los «documentos
Prieuré» relacionan constantemente con la estirpe merovingia. Al llegar a las Ardenas, los
monjes calabreses obtuvieron el patronazgo de Mathilde de Toscane, duquesa de Lorena,
que era tía de Godofredo de Bouillon y, de hecho, madre adoptiva del mismo. De
Mathilde recibieron los monjes una extensión de terreno en Orval, no lejos de Stenay,
donde Dagoberto II había sido asesinado unos quinientos años antes. En dicho terreno
construyeron una abadía. Sin embargo, no se quedaron mucho tiempo en Orval. En 1108
ya habían desaparecido misteriosamente, y no se conserva ningún testimonio de su
paradero. Cuenta la tradición que volvieron a Calabria. En 1131 Orval era ya uno de los
feudos propiedad de san Bernardo.
No obstante, es posible que antes de marcharse de Orval los monjes calabreses dejasen
una señal crucial en la historia de Occidente. Al menos según Gérard de Sede, entre los
monjes se encontraba el hombre al que posteriormente se conocería por el nombre de
98
Esto, huelga decirlo, no era más que una hipótesis, sin ninguna confirmación documental.
Sin embargo, pronto encontramos fragmentos de pruebas circunstanciales que lo
confirmaban. Cuando Godofredo de Bouillon embarcó para Tierra Santa, se sabe que le
acompañaba un séquito de figuras anónimas que hadan las veces de consejeros y
administradores: el equivalente, de hecho, de un estado mayor moderno. Pero el de
Godofredo no fue el único ejército cristiano que embarcó rumbo a Palestina. Hubo como
mínimo otros tres, cada uno de ellos mandado por un ilustre e influyente potentado
occidental. Si la cruzada fue un éxito, si Jerusalén cayó y si se instauró allí un reino franco,
cualquiera de estos cuatro potentados hubiera podido ser el elegido para ocupar dicho trono.
Y, pese a ello, parece que Godofredo sabía de antemano que el elegido sería él. De todos los
comandantes europeos él fue el único que renunció a todos sus feudos, que vendió todos sus
bienes y que dejó bien sentado que Tierra Santa sería su dominio durante el resto de su
vida.
99
anónimas se reunió en cónclave secreto. La identidad de este grupo ha escapado a todas las
investigaciones históricas, aunque tres cuartos de siglo más tarde Guillermo de Tiro dice
que el más importante de ellos era «cierto obispo de Calabria».8 En todo caso, el propósito
de la reunión era evidente: elegir un rey de Jerusalén. Y, a pesar de los persuasivos
argumentos de Raymond, conde de Toulouse, los misteriosos y obviamente influyentes
electores se dieron prisa en ofrecer el trono a Godofredo de Bouillon. Éste, con una
modestia muy poco característica, declinó el título y en su lugar aceptó el de «Defensor del
Santo Sepulcro». Dicho de otro modo, era rey en todo salvo en el nombre. Y cuando murió en
1100 su hermano, Balduino, no vaciló en aceptar también el título.
El misterioso cónclave que eligió a Godofredo como gobernante, ¿lo formarían los elusivos
monjes de Orval, entre los cuales se encontraba tal vez Pedro el Ermitaño, que a la sazón
estaba en Tierra Santa y gozaba de considerable autoridad? ¿Y es posible que este mismo
cónclave ocupara la abadía de monte Sion? En pocas palabras, ¿cabe la posibilidad de que
estos tres grupos en apariencia distintos —los monjes de Orval, el cónclave que eligió a
Godofredo y los ocupantes de Notre Dame de Sion— fueran uno solo? Esta posibilidad no
puede probarse, pero tampoco puede descartarse de entrada. Y si es cierta, no hay duda
de que atestiguaría el poder de la Ordre de Sion, un poder que incluía el derecho de conferir
tronos.
Seguidamente el texto de los Dossiers Secrets hace alusión a la orden del Temple. Los
fundadores de ésta se nombran específicamente: «Hugues de Payen, Bisol de St. Omer y
Hugues, conde de la Champagne, junto con ciertos miembros de la Ordre de Sion, André de
Montbard, Archambaud de Saint-Aignan, Nivard de Montdidier, Gondemar y Rossal».9
Y eso no fue todo. El texto de los Dossiers Secrets manifiesta que en marzo de 1117
Balduino I, «que debía su trono a Sion», fue «obligado» a negociar la constitución de la orden
100
del Temple: en Saint Léonard de Acre. Nuestras propias indagaciones revelaron que Saint
Léonard de Acre era, de hecho, uno de los feudos de la Ordre de Sion. Pero no sabíamos con
seguridad por qué a Balduino le habían «obligado» a negociar la constitución del Temple.
Desde luego, en francés el verbo connota cierto grado de coerción o presión. Y lo que daban
a entender los Dossiers Secrets era que esta presión fue ejercida por la Ordre de Sion, a la
que Balduino «debía su trono». Si tal era el caso, la Ordre de Sion debió de ser una
organización muy influyente y poderosa, una organización que no sólo podía conferir tronos,
sino que, además, podía, al parecer, dar órdenes a un rey.
Mientras reuníamos datos sobre los templarios ya habíamos observado que existía una red de
relaciones intrincadas, elusivas y provocativas, oscuros vestigios, tal vez, de algún plan
ambicioso. Basándonos en estas relaciones, habíamos formulado una hipótesis provisional. Si
esta hipótesis se acercaba a la realidad o no era algo que no podíamos saber; pero ahora los
vestigios de un plan se habían hecho más visibles. Reunimos los fragmentos de la pauta del
modo siguiente:
101
4) En 1099 cae Jerusalén y el trono es ofrecido a Godofredo por un cónclave anónimo,
uno de cuyos líderes es de origen calabrés, al igual que los monjes de Orval.
5) Por orden de Godofredo se construye una abadía en monte Sion que da cobijo a una
orden que lleva el mismo nombre que la abadía, una orden de la que quizá formen
parte los individuos que ofrecieron el trono a Godofredo.
6) En 1114 los caballeros templarios ya han comenzado sus actividades, quizás en calidad
de séquito armado de la Ordre de Sion; mas su constitución no se negocia hasta 1117 y
a ellos mismos no se les hace públicos hasta el año siguiente.
7) En 1115 san Bernardo —miembro de la orden del Cister, que a la sazón está al borde de
la bancarrota económica— se erige en portavoz preeminente de la cristiandad. Y los
cistercienses, que hasta ahora se encontraban en la ruina, se convierten
rápidamente en una de las instituciones más prominentes, influyentes y ricas de
Europa.
8) En 1131 san Bernardo recibe la abadía de Orval, que unos años antes han desalojado
los monjes calabreses. Orval pasa entonces a ser una casa cisterciense.
9) Al mismo tiempo, ciertas figuras oscuras parecen entrar y salir constantemente de
estos acontecimientos, juntando las piezas del tapiz de un modo que no acaba de
estar claro. El conde de la Champagne, por ejemplo, dona la tierra para la abadía de
san Bernardo en Clairvaux, instala una corte en Troyes, de donde posteriormente
saldrán los romances sobre el Grial y, en 1114, estudia la posibilidad de ingresaren los
caballeros templarios, cuyo primer Gran maestre conocido, Hugues de Payen, es ya
vasallo del citado conde.
10) André de Montbard —tío de san Bernardo y presunto miembro de la Ordre de Sion— se
une a Hugues de Payen y los dos fundan los caballeros templarios. Poco después, los
dos hermanos de André se unen a san Bernardo en Clairvaux.
11) San Bernardo pasa a encargarse con entusiasmo de las relaciones públicas de los
templarios, contribuye a su constitución oficial y ala redacción de su regla, que en
esencia es la de los cistercienses, es decir, la orden del propio Bernardo.
12) Aproximadamente entre 1115 y 1140, tanto los cistercienses como los templarios
empiezan a prosperar, adquiriendo vastas sumas de dinero y grandes extensiones de
terreno.
Una vez más no podíamos por menos de preguntarnos si esta multitud de relaciones
intrincadas era en verdad pura coincidencia. ¿Nos encontrábamos ante cierto número de
personas, acontecimientos y fenómenos que en esencia no estaban relacionados entre ellos
y que «casualmente», a intervalos, se cruzaban unos con otros? ¿O estábamos ante algo
102
donde el azar y la coincidencia no intervenían para nada? ¿Se trataba de algún plan
concebido y puesto en marcha por un agente humano? ¿Y era posible que dicho agente
fuese la Ordre de Sion?
¿Cabía pensar que esta orden estaba realmente detrás tanto de san Bernardo como de
los caballeros templarios? ¿Y era posible que ambos actuasen de conformidad con alguna
política trazada cuidadosamente?
En los «documentos Prieuré» no había ningún indicio sobre cuáles fueron las actividades de la
Ordre de Sion entre 1118 —fundación pública de los templarios— y 1152. Al parecer,
durante todo este período la citada orden permaneció en su base de Tierra Santa, en la
abadía situada en las inmediaciones de Jerusalén. Luego, a su regreso de la segunda
cruzada, Luis VII de Francia trajo consigo, según se dice, noventa y cinco miembros de la
orden. No hay ninguna explicación sobre cómo habían servido al rey, ni por qué éste hizo
extensivo a ellos su favor. Pero, si la Ordre de Sion era en verdad el poder que había detrás
del Temple, eso constituiría una explicación, toda vez que Luis VII estaba muy endeudado
con el Temple, porque le había prestado dinero y apoyado militarmente. En todo caso, la
Ordre de Sion, creada medio siglo antes por Godofredo de Bouillon, en 1152 estableció —o
volvió a establecer— una posición en Francia. Según el texto, sesenta y dos miembros de la
orden se instalaron en el gran priorato de Saint-Samson, en Orléans, que les había sido
donado por el rey Luis. Según se dice, siete de ellos se incorporaron a las filas de combate de
los caballeros templarios. Y veintiséis —dos grupos de trece caballeros cada uno— entraron,
al parecer, en el «pequeño priorato del monte Sion», situado en Saint Jean le Blanc, en la
periferia de Orléans.10
Al tratar de verificar estas afirmaciones, de pronto nos encontramos en un terreno que era
fácilmente comprobable. Los documentos en virtud de los cuales Luis VII instaló a la Ordre
de Sion en Orléans todavía se conservan. Copias de los mismos han sido reproducidas en
diversas fuentes y los originales pueden verse en los archivos municipales de Orléans. En los
mismos archivos también se guarda una bula de 1178, promulgada por el papa Alejandro III,
en la que se confirman oficialmente las propiedades de la Ordre de Sion. Estas propiedades
son testimonio de la riqueza, el poder y la influencia de la orden. Entre ellas hay casas y
grandes extensiones de tierra en la provincia francesa de Picardía (incluyendo Saint-Samson,
en Orléans), en Lombardía, Sicilia, España y Calabria, así como, por supuesto, diversos sitios
en Tierra Santa, incluyendo Saint Léonard en Acre. De hecho, hasta la segunda guerra
mundial hubo en los archivos de Orléans no menos de veinte documentos que citaban
103
específicamente a la Ordre de Sion. Todos ellos menos tres desaparecieron durante los
bombardeos que sufrió la ciudad en 1940.
Si se puede dar crédito a los «documentos Prieuré», 1188 fue un año de importancia crucial
tanto para Sion como para los caballeros templarios. Un año antes, en 1187, Jerusalén
había caído en poder de los sarracenos, principalmente a causa de la impetuosidad y la
ineptitud de Gérard de Ridefort, Gran maestre del Temple. El texto de los Dossiers Secrets
se muestra muchísimo más severo. No habla de la impetuosidad o de la ineptitud de
Gérard, sino de su «traición», palabra dura en verdad. No se explica en qué consistió
dicha traición. Pero se dice que, a resultas de ella, los «iniciados» de Sion volvieron
en masa a Francia, es de suponer que a Orléans. Lógicamente, esta afirmación es
bastante plausible. Cuando Jerusalén cayó en manos de los sarracenos es obvio que la
abadía de monte Sion caería también. No sería extraño que los ocupantes de la misma, al
verse privados de su base en Tierra Santa, buscaran refugio en Francia, donde ya
existía una base nueva.
Las crónicas son oscuras y están mutiladas, pero tanto la historia como la tradición
confirman que en 1188 ocurrió en Gisors algo extremadamente raro que llevó aparejada
la tala de un olmo. En los terrenos contiguos a la fortaleza había un prado llamado el
Champ Sacre, el Campo Sagrado. Según los cronistas medievales, el lugar era
considerado como sagrado desde antes del cristianismo y durante el siglo XII había
sido escenario de numerosos encuentros entre los reyes de Inglaterra y Francia. En medio
del Campo Sagrado se alzaba un viejo olmo. Y en 1188, durante una reunión entre
Enrique II de Inglaterra y Felipe II de Francia, este olmo, por algún motivo que se
desconoce, se convirtió en objeto de una discusión seria, incluso sangrienta.
104
Según una crónica, el olmo era lo único que daba sombra en el Campo Sagrado.
Decían que tenía más de ochocientos años de edad y era tan grande que nueve hombres
cogidos de la mano apenas podían rodear por completo su tronco. Al parecer, Enrique II y
su séquito buscaron cobijo a la sombra de este árbol, mientras que el monarca francés, que
llegó más tarde, tuvo que soportar los rigores de un sol de justicia. Al tercer día de
negociaciones, los franceses estaban de un humor de perros a causa del calor, hubo un
intercambio de insultos entre los hombres de armas de ambos bandos y de las filas de
mercenarios galeses de Enrique surgió una flecha. Esto provocó un ataque a Luis VD
y la Prieuré de Sion
En los documentos Prieuré lo había ningún indicio sobre cuáles fueron las actividades de la
Ordre de Sion entre 1118 —fundación pública de los templarios— y 1152. Al parecer,
durante todo este período la citada orden permaneció en su base de Tierra Santa, en la
abadía situada en las inmediaciones de Jerusalén. Luego, a su regreso de la segunda
cruzada, Luis VII de Francia trajo consigo, según se dice, noventa y cinco miembros de la
orden. No hay ninguna explicación sobre cómo habían servido al rey, ni por qué éste hizo
extensivo a ellos su favor. Pero, si la Ordre de Sion era en verdad el poder que había detrás
del Temple, eso constituiría una explicación, toda vez que Luis VII estaba muy endeudado
con el Temple, porque le había prestado dinero y apoyado militarmente. En todo caso, la
Ordre de Sion, creada medio siglo antes por Godofredo de Bouillon, en 1152 estableció —o
volvió a establecer— una posición en Francia. Según el texto, sesenta y dos miembros de la
orden se instalaron en el «gran priorato» de Saint-Samson, en Orléans, que les había sido
donado por el rey Luis. Según se dice, siete de ellos se incorporaron a las filas de combate de
los caballeros templarios. Y veintiséis —dos grupos de trece caballeros cada uno— entraron,
al parecer, en el pequeño priorato del monte Sion, situado en Saint Jean le Blanc, en la
periferia de Orléans.10
Al tratar de verificar estas afirmaciones, de pronto nos encontramos en un terreno que era
fácilmente comprobable. Los documentos en virtud de los cuales Luis VII instaló a la Ordre
de Sion en Orléans todavía se conservan. Copias de los mismos han sido reproducidas en
diversas fuentes y los originales pueden verse en los archivos municipales de Orléans. En los
mismos archivos también se guarda una bula de 1178, promulgada por el papa Alejandro III,
en la que se confirman oficialmente las propiedades de la Ordre de Sion. Estas propiedades
son testimonio de la riqueza, el poder y la influencia de la orden. Entre ellas hay casas y
grandes extensiones de tierra en la provincia francesa de Picardía (incluyendo Saint-Samson,
en Orléans), en Lombardía, Sicilia, España y Calabria, así como, por supuesto, diversos sitios
en Tierra Santa, incluyendo Saint Léonard en Acre. De hecho, hasta la segunda guerra
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mundial hubo en los archivos de Orléans” no menos de veinte documentos que citaban
específicamente a la Ordre de Sion. Todos ellos menos tres desaparecieron durante los
bombardeos que sufrió la ciudad en 1940.
Si se puede dar crédito a los «documentos Prieuré», 1188 fue un año de importancia crucial
tanto para Sion como para los caballeros templarios. Un año antes, en 1187, Jerusalén
había caído en poder de los sarracenos, principalmente a causa de la impetuosidad y la
ineptitud de Gérard de Ridefort, Gran maestre del Temple. El texto de los Dossiers Secrets
se muestra muchísimo más severo. No habla de la impetuosidad o de la ineptitud de
Gérard, sino de su «traición», palabra dura en verdad. No se explica en qué consistió
dicha traición. Pero se dice que, a resultas de ella, los iniciados de Sion volvieron en
masa a Francia, es de suponer que a Orléans. Lógicamente, esta afirmación es
bastante plausible. Cuando Jerusalén cayó en manos de los sarracenos es obvio que la
abadía de monte Sion caería también. No sería extraño que los ocupantes de la misma, al
verse privados de su base en Tierra Santa, buscaran refugio en Francia, donde ya
existía una base nueva.
Las crónicas son oscuras y están mutiladas, pero tanto la historia como la tradición
confirman que en 1188 ocurrió en Gisors algo extremadamente raro que llevó aparejada
la tala de un olmo. En los terrenos contiguos a la fortaleza había un prado llamado el
Champ Sacre, el Campo Sagrado. Según los cronistas medievales, el lugar era
considerado como sagrado desde antes del cristianismo y durante el siglo XII había
sido escenario de numerosos encuentros entre los reyes de Inglaterra y Francia. En medio
del Campo Sagrado se alzaba un viejo olmo. Y en 1188, durante una reunión entre
Enrique II de Inglaterra y Felipe II de Francia, este olmo, por algún motivo que se
106
Según una crónica, el olmo era lo único que daba sombra en el Campo Sagrado.
Decían que tenía más de ochocientos años de edad y era tan grande que nueve hombres
cogidos de la mano apenas podían rodear por completo su tronco. Al parecer, Enrique II y
su séquito buscaron cobijo a la sombra de este árbol, mientras que el monarca francés, que
llegó más tarde, tuvo que soportar los rigores de un sol de justicia. Al tercer día de
negociaciones, los franceses estaban de un humor de perros a causa del calor, hubo un
intercambio de insultos entre los hombres de armas de ambos bandos y de las filas de
mercenarios galeses de Enrique surgió una flecha. Esto provocó un ataque a gran
escala por parte de los franceses, muy superiores en número a los ingleses. Estos buscaron
refugio dentro de los muros de Gisors, mientras los franceses, según las crónicas, cortaron el
árbol empujados por la frustración. Seguidamente Felipe II volvió rápidamente a París y,
encolerizado, declaró que no había ido a Gisors para hacer de leñador.
Según otra crónica, parece ser que Felipe avisó a Enrique de su intención de talar el árbol.
Enrique respondió reforzando el tronco con flejes de hierro. Al día siguiente los franceses se
armaron y formaron una falange de cinco escuadrones, cada uno mandado por un
distinguido señor del reino, que avanzaron hacia el olmo acompañados de honderos así
como de carpinteros provistos de hachas y martillos. Se dice que se entabló una lucha en la
que Ricardo Corazón de León, hijo mayor y heredero de Enrique, participó y trató de proteger
el árbol, para lo cual derramó mucha sangre. Sin embargo, los franceses conservaban sus
posiciones al terminar la jornada y el árbol fue cortado.
Esta segunda crónica da a entender que lo sucedido fue más que una riña mezquina o una
escaramuza de poca monta. De ella se desprende que fue un combate en toda la regia, en el
que participaron muchos hombres y que posiblemente causó numerosas bajas. Pese a ello,
ninguna de las biografías de Ricardo da mucha importancia al suceso y todavía menos se
molesta en investigarlo.
Sin embargo, una vez más los «documentos Prieuré» se veían confirmados tanto por los
107
testimonios históricos como por la tradición. Cuando menos, tenemos la confirmación de que
hubo una curiosa disputa en Gisors en 1188 a causa de la cual un olmo fue talado. No existe
ninguna confirmación externa de que el hecho tuviera alguna relación con los caballeros
templarios o con la Ordre de Sion. Por otro lado, las crónicas que existen del suceso son
demasiado vagas, demasiado escasas, demasiado incomprensibles y demasiado contradictorias
para aceptarlas como definitivas. Es sumamente probable que hubiera templarios presentes
en el incidente: Ricardo I iba con frecuencia acompañado de caballeros de la orden y,
además, Gisors había sido confiado al Temple treinta años antes.
Dadas las pruebas existentes, es ciertamente posible, si no probable, que la tala del olmo
significara algo más —o algo distinto— de lo que las crónicas han conservado para la
posteridad. A decir verdad, dada la curiosa índole de las crónicas que se conservan, no sería
extraño que el incidente llevara aparejado algo que la historia pasó por alto, o quizá que
nunca hizo público, algo, en resumen, de lo cual las crónicas que han llegado hasta nosotros
son una especie de alegoría, una alegoría que simultáneamente insinúa y oculta un aconte
cimiento de importancia mucho mayor.
Ormus
Según se lee en los «documentos Prieuré», a partir de 1188 los caballeros templarios
fueron autónomos, es decir, dejaron de estar bajo la autoridad de la Ordre de Sion y de
actuar en calidad de brazo militar y administrativo de la misma. A partir de 1188 los
templarios fueron oficialmente libres de perseguir sus propios objetivos y fines, de seguir su
propio curso durante el siglo y pico que faltaba para su siniestro final en 1307. Y mientras
tanto, según se dice, la Ordre de Sion sufrió una importante reestructuración.
Hasta 1188 la Ordre de Sion y la orden del Temple compartieron el mismo Gran maestre.
Así, Hugues de Payen y Bertrand de Blanchefort, por ejemplo, presidían simultáneamente
ambas instituciones. Sin embargo, de 1188 en adelante, después de la «tala del olmo»,
parece ser que la Ordre de Sion seleccionaría su propio Gran maestre, el cual no tenía
ninguna relación con el Temple. Según los «documentos Prieuré», el primero de estos grandes
maestres fue Jean de Gisors.
También se dice que en 1188 la Ordre de Sion modificó su nombre y adoptó otro que, al
parecer, ha perdurado hasta hoy: la Prieuré de Sion. Y, según se dice, adoptó también, a
guisa de subtítulo, el curioso nombre de Ormus. Al parecer, este subtítulo se utilizó hasta
1306, es decir, hasta un año antes de la detención de los templarios franceses. La divisa de
Ormus llevaba aparejada una especie de acróstico o anagrama en el que se combinan varias
palabras y símbolos clave. Ours significa oso en francés: ursus en latín, un eco, como se vería
108
Al llegar a este punto, nos pareció que pisábamos un terreno muy discutible y el texto de los
«documentos Prieuré» empezó a antojársenos muy sospechoso. Estábamos familiarizados
109
Sin embargo, si los «documentos Prieuré» eran correctos, teníamos que reconsiderar el
asunto y pensar que no estábamos ante un engaño del siglo XVII. Teníamos que pensar en
términos de una orden o sociedad secreta que existió en realidad, una auténtica hermandad
o cofradía clandestina. No era necesario que fuese total o siquiera principalmente mística.
Podía ser primordialmente política. Pero habría existido sus buenos 425 años antes de que
su nombre se hiciera público y sus dos buenos siglos antes de la época en que se supone
que vivió su legendario fundador.
Tampoco esta vez hallamos datos que confirmaran el asunto. Ciertamente, la rosa ha sido un
símbolo místico desde tiempo inmemorial y gozó de especial predilección durante la Edad
Media: en el popular Romance de la rosa, de Jean de Meung, por ejemplo, y en el Paraíso de
Dante. Y la cruz roja era también un motivo simbólico tradicional. No sólo era el blasón de
110
los caballeros templarios, sino que más adelante se convirtió en la Cruz de San Jorge y,
como tal, fue adoptada por la orden de la Jarretera, la cual fue creada unos treinta años
después de la caída del Temple. Pero, aunque las rosas y las cruces rojas abundaban como
motivos simbólicos, no había pruebas de ninguna institución u orden y menos aún de una
sociedad secreta.
Por otro lado, Francés Yates afirma que ya había sociedades secretas funcionando mucho
antes de los «rosacruces» del siglo XVII y que, de hecho, estas sociedades más antiguas eran
«rosacruces» en su orientación política y filosófica, si no necesariamente en su nombre.13 Así,
durante una conversación con uno de nuestros investigadores, Francés Yates calificó a
Leonardo de rosacruz, empleando este término como metáfora definitoria de sus valores y
actitudes.
No sólo eso. En 1629, cuando el interés por la «Rosacruz» estaba en su apogeo en Europa,
un hombre llamado Robert Denyau, cura de Gisors, redactó una historia exhaustiva de
Gisors y de la familia del mismo nombre. En este manuscrito Denyau afirma explícitamente
que la Rose-Croix fue fundada por Jean de Gisors en 1188. Dicho de otro modo, hay una
confirmación literal, que data del siglo XVII, de las pretensiones que se formulan en los
«documentos Prieuré». Desde luego, Deynau redactó su manuscrito unos cuatro siglos y
medio después de los supuestos hechos. Pero constituye una prueba de extrema
importancia. Y el hecho de que proceda de Gisors la hace aún más importante.14
Sin embargo, nos quedamos sin ninguna confirmación, sólo con una posibilidad. Pero hasta
el momento los documentos Prieuré habían resultado asombrosamente correctos en todos
los aspectos. Por tanto, hubiera sido temerario descartarlos de entrada. No estábamos
dispuestos a aceptarlos ciegamente, sin ninguna duda. Pero nos sentíamos obligados a
reservar nuestro juicio para más adelante.
La Prieuré de Orléans
Además de sus pretensiones más ambiciosas, los «documentos Prieuré» ofrecían información
de un tipo muy distinto, detalles en apariencia tan triviales e insignificantes que su significado
se nos escapaba. Al mismo tiempo, la misma insignificancia de esta información era un
argumento favorable a su veracidad. Sencillamente, no parecía haber ningún motivo para
inventar detalles de tan poca monta. Es más, era posible confirmar la autenticidad de muchos
de ellos.
Así, por ejemplo, se dice que Girard, abad del «pequeño priorato» de Orléans entre 1239 y
1244, cedió un terreno en Acre a los caballeros teutónicos. No está claro por qué se menciona
111
este detalle, pero es posible confirmarlo de manera definitiva. Existe el documento de con
cesión, que data de 1239 y lleva la firma de Girard.
También vemos información parecida, pero más sugestiva, sobre un abad llamado Adam,
que presidió el «pequeño priorato» de Orléans en 1281. En dicho año, según los documentos
Prieuré, Adam cedió un terreno cerca de Orval a los monjes que a la sazón ocupaban la
abadía del citado lugar: cistercienses que se habían instalado allí bajo la égida de san
Bernardo siglo y medio antes. No pudimos localizar ninguna prueba escrita de esta
transacción en particular, pero parece bastante verosímil, ya que hay documentos que
atestiguan muchas otras transacciones de la misma índole. Lo que da interés a ésta, por
supuesto, es que en ella vuelve a figurar Orval, nombre que ya habíamos encontrado en una
fase anterior de la investigación. Además, el terreno en cuestión tenía, al parecer, una
importancia especial, toda vez que los «documentos Prieuré» dicen que, a causa de su
donación, Adam se granjeó las iras de los hermanos de Sion, tanto es así que fue obligado a
renunciar a su puesto. Del acto de abdicación, según los Dossiers Secrets, fue testigo oficial
Thomas de Sainville, Gran maestre de la orden de San Lázaro. Se dice que inmediatamente
después Adam se marchó a Acre y luego huyó de esta ciudad cuando la misma cayó en poder
de los sarracenos y murió en Sicilia en 1291.
Tampoco esta vez pudimos encontrar el documento de abdicación. Pero Thomas de Sainville
era Gran maestre de la orden de San Lázaro en 1281 y el cuartel general de esta orden
estaba cerca de Orléans, donde habría tenido lugar la abdicación de Adam. Y no cabe la
menor duda de que Adam se desplazó a Acre. Allí firmó dos proclamaciones y dos cartas, la
primera en agosto de 1281,la segunda en marzo de 1289.lti
Según los «documentos Prieuré», la Prieuré de Sion no era, en sentido riguroso, una
perpetuación o continuación de la orden del Temple: por el contrario, el texto hace mucho
hincapié en que la separación entre las dos órdenes data de la «tala del olmo» en 1188. Al
parecer, sin embargo, siguió existiendo alguna clase de relación, y «en 1307 Guillaume de
Gisors recibió la cabeza dorada, Caput LVIII, ÍTJ, de la orden del Temple».17
Nuestra investigación de los templarios ya nos había familiarizado con esta cabeza
misteriosa. Con todo, relacionarla con la orden de Sion y con la familia Gisors, una familia
aparentemente importante, también nos pareció dudoso: era como si los «documentos
Prieuré» se esforzasen por establecer relaciones poderosas y evocativas. Y, pese a ello, fue
precisamente en este punto de la investigación cuando encontramos nuestra confirmación
más sólida e intrigante. Según los registros oficiales de la Inquisición:
112
El guardián y administrador de los bienes del Temple en París, después de las detenciones,
era un hombre del rey llamado Guillaume Pidoye. Ante los inquisidores el 11 de mayo de 1308
declaró que en el momento de la detención de los caballeros templarios él, junto con su
colega Guillaume de Gisors y un tal Raynier Bourdon, había recibido orden de presentar a la
Inquisición todas las figuras de metal o madera que hubiesen encontrado. Entre los bienes
del Temple habían hallado una cabeza grande y plateada..., la imagen de una mujer, que
Guillaume, el 11 de mayo, presentó ante la Inquisición. La cabeza llevaba un rótulo: «CAPUT
L VIIm».1*
113
de que en las fuentes faltan dos nombres. En este caso, pues, los «documentos Prieuré» no
sólo concuerdan con la historia verificable, sino que son más exhaustivos por cuanto llenan
ciertas lagunas.
La segunda lista de los Dossiers Secrets es una relación de los grandes maestres de los
caballeros templarios desde 1118 a 1190; dicho de otro modo, desde la fundación pública de
los templarios hasta su separación de la orden de Sion y la «tala del olmo» en Gisors. Al
principio no nos pareció que en esta lista hubiera algo insólito o extraordinario. Sin
embargo, cuando la comparamos con otras listas —por ejemplo, las que citan historiadores
reconocidos que escribieron sobre los templarios— no tardaron en aparecer ciertas
discrepancias obvias.
Según virtualmente todas las otras listas conocidas, hubo diez grandes maestres entre 1118 y
1190. Según los Dossiers Secrets, hubo únicamente ocho. Según la mayoría de las demás
listas, André de Montbard —el tío de san Bernardo— no sólo fue cofundador de la orden, sino
también su Gran maestre entre 1153 y 1156. No obstante, según los Dossiers Secrets, André
jamás fue Gran maestre, sino que, al parecer, siguió actuando como actúa durante toda su
carrera: entre bastidores. En la mayoría de las otras listas Bertrand de Blanchefort aparece
como sexto Gran maestre del Temple, asumiendo el cargo después de André de Montbard,
en 1156. Según los Dossiers Secrets, Bertrand no ocupa el sexto lugar en la sucesión, sino el
cuarto, pasando a ser Gran maestre en 1153. Había otras discrepancias y contradicciones
parecidas y no estábamos seguros de cómo debíamos tomárnoslas, si en serio o no. Dado
que la lista de los Dossiers Secrets no concordaba con las listas de los historiadores
reconocidos, ¿debíamos considerarla como equivocada?
Conviene poner de relieve que no existe ninguna lista oficial o definitiva de los grandes
maestres del Temple. Ninguna relación de esta clase ha llegado hasta nosotros. Los archivos
del propio Temple fueron destruidos o desaparecieron y la recopilación de grandes maestres
más antigua que se conoce data de 1342, es decir, treinta años después de la supresión de
la orden y 225 años después de su fundación. A causa de ello, los historiadores, al preparar
listas de los grandes maestres se han basado en los cronistas contemporáneos: en un
hombre que escribió en 1170, por ejemplo, y que de paso hace una alusión a tal o cual
individuo, al que llama «maestre» o «Gran maestre» del Temple. Es posible obtener datos
complementarios examinando documentos y cartas del período, en los cuales algún
funcionario del Temple haría constar uno u otro título junto con su firma. Así pues, no es
extraño que la secuencia y la datación de los grandes maestres den pie a mucha
incertidumbre y confusión. Tampoco es extraño que la secuencia y la datación muestren
114
A pesar de todo, había ciertos detalles cruciales —como los que hemos resumido más
arriba— en los cuales los «documentos Prieuré» discrepaban significativamente de todas las
demás fuentes. Por tanto, no podíamos hacer caso omiso de tales discrepancias. En la
medida de lo posible teníamos que determinar si la lista de los Dossiers Secrets se basaba en
la falta de sistema o en la ignorancia o en ambas cosas; o, en su defecto, era preciso
comprobar si dicha lista era la definitiva, una lista basada en información «confidencial»,
inaccesible a los historiadores. Si la orden de Sion fue efectivamente la creadora de los
caballeros templarios, y si la orden (o cuando menos sus archivos) llegó hasta nuestros
días, entonces era razonable esperar que conociera detalles que no podían obtenerse en
otra parte.
La mayoría de las discrepancias entre la lista de los Dossiers Secrets y las de otras fuentes
son bastante fáciles de explicar. No hace falta comentar y explicar aquí tales discrepancias.
Pero un solo ejemplo bastará para ilustrar cómo y por qué pudieron producirse dichas
desviaciones. Además del Gran maestre, el Temple tenía multitud de maestres locales: un
maestre para Inglaterra, para Normandía, para Aquitania, para todos los territorios que
formaban sus dominios. Existía también un maestre general para Europa y, al parecer,
también un maestre marítimo. En los documentos y cartas estos maestres locales o
regionales firmaban invariablemente con este titulo: «Magister Tempu», es decir, «Maestre
del Temple». Y en la mayoría de las ocasiones el Gran maestre —por modestia, descuido,
indiferencia o despreocupación— también firmaba simplemente como «Magister Templi» y
nada más. Dicho de otro modo, André de Montbard, maestre regional de Jerusalén, tendría,
en un documento, la misma designación detrás de su nombre que el Gran maestre Bertrand
de Blanchefort.
Por consiguiente, no es difícil adivinar cómo un historiador, al trabajar sólo con uno o dos
documentos, sin comprobar sus referencias, podía fácilmente interpretar de manera errónea
la verdadera categoría de André dentro de la orden. En virtud precisamente de esta clase de
equivocaciones, en muchas listas de los grandes maestres templarios se incluye a un hombre
llamado Everard des Barres. Pero el Gran maestre, de acuerdo con las constituciones del
propio Temple, debía elegirlo un capítulo general en Jerusalén y tenía que residir en dicha
ciudad. Nuestra investigación reveló que Everard des Barres era un maestre regional, elegido y
residente en Francia, que no puso pie en Tierra Santa hasta mucho después. Basándose en
esto, podía suprimirse su nombre de la lista de grandes maestres, como, de hecho, hiciera el
autor de la lista de los Dossiers Secrets. Justamente en sutilezas técnicas de esta índole era
115
donde los documentos Prieuré mostraban una meticulosidad y una precisión que era
impensable que datara de después de los hechos.
Pasamos más de un año estudiando y comparando varías listas de grandes maestres de los
templarios. Consultamos con todos los autores que se habían ocupado de la orden, en inglés,
francés y alemán, y seguidamente comprobamos también sus fuentes. Examinamos las cró
nicas de la época —como, por ejemplo, las de Guillermo de Tiro— y otros escritos
contemporáneos. Consultamos todos los documentos que pudimos encontrar y obtuvimos
información exhaustiva sobre todos aquellos que sabíamos que se conservaban todavía.
Comparamos signatarios y títulos en numerosas proclamaciones, edictos, escrituras y otros
documentos de los templarios. Fruto de esta investigación exhaustiva fue la evidencia de que
la lista de los Dossiers Secrets era más correcta que cualquier otra, no sólo en lo relativo a la
identidad de los grandes maestres, sino también en lo que se refiere a las fechas de sus
regímenes respectivos. Si existía una lista definitiva de los grandes maestres del Temple,
esta lista era la de los Dossiers Secrets.20
Tanto si nuestra conclusión estaba justificada como si no, nos encontrábamos ante un hecho
indiscutible: alguien, de algún modo, había tenido acceso a una lista que era más correcta
que cualquier otra. Y como dicha lista —pese a contener divergencias en comparación con
otras más aceptadas— demostraba ser correcta con tanta frecuencia, confería mucha
credibilidad al conjunto de los «documentos Prieuré. Si los Dossiers Secrets eran dignos de
confianza en este aspecto crítico, había menos motivos para dudar de ellos en otros
aspectos.
Esta noticia tranquilizadora resultó tan oportuna como necesaria. Sin ella tal vez
habríamos desechado de entrada la tercera lista de los Dossiers Secrets, la de los grandes
maestres de la Prieuré de Sion. Porque esta tercera lista, incluso vista por encima, parecía
absurda.
En los Dossiers Secrets1 aparece una lista de los siguientes individuos como sucesivos
grandes maestres de la Prieuré de Sion o, para utilizar la designación oficial,
«Nautonnier», antigua palabra francesa que quiere decir «navegante» o «timonel»:
116
La primera vez que la vimos, esta lista provocó inmediatamente nuestro escepticismo. Por
un lado, incluye varios nombres que esperamos automáticamente encontrar en una lista
semejante, nombres de individuos famosos a los que se relaciona con lo «oculto» y lo «esoté
rico». Por otro lado, incluye una serie de nombres ilustres e improbables, individuos a los
que, en ciertos casos, no podíamos imaginarnos presidiendo una sociedad secreta. Al mismo
tiempo, muchos de estos nombres son precisamente los que algunas organizaciones del siglo
XX han tratado de apropiarse para sí, creando así una especie de «genealogía» espuria. Hay,
por ejemplo, listas publicadas por AMORC, los «rosacruces» modernos, cuya base está en
California, que incluyen virtualmente todas las figuras importantes de la historia y la cultura
occidentales cuyos valores, aunque fuera sólo de modo tangencial, coincidieran casualmente
con los de la propia orden. Y a menudo una coincidencia o convergencia fortuita de actitudes
se falsifica deliberadamente para que dichas figuras parezcan «miembros iniciados». Así, por
ejemplo, nos dicen que Dante, Shakespeare, Goethe y muchos más personajes célebres
eran «rosacruces», dando a entender con ello que eran «miembros con carnet» que
pagaban regularmente su cuota.
Nuestra actitud inicial ante la citada lista fue igualmente cínica. Por un lado, vemos en ella los
nombres que eran de esperar, nombres relacionados con lo «oculto» y lo «esotérico». Nicolás
Flamel, por ejemplo, es quizás el más famoso y el mejor documentado de los alquimistas
medievales. Robert Fludd, el filósofo del siglo XVII, era un exponente del pensamiento
hermético y de otras disciplinas arcanas. Johann Valentín Andrea, contemporáneo alemán de
Fludd, compuso, entre otras cosas, algunas de las obras de las que nació el mito del
117
Dado que incluía semejantes nombres, era inevitable que la lista de los Dossiers Secrets
pareciera sospechosa. Era casi inconcebible que algunos de los individuos citados presidiese
una sociedad secreta dedicada al cultivo de inquietudes «ocultas» y «esotéricas». Boyle y
Newton, por ejemplo, no son precisamente nombres que las gentes del siglo XX relacionen
con lo «oculto» y lo «esotérico». Y, aunque Hugo, Debussy y Cocteau sentían gran interés
por estas cosas, diríase que son figuras demasiado conocidas, estudiadas y documentadas
para haber sido «grandes maestres» de una orden secreta. AJ menos para haberlo sido sin
que el hecho llegara a conocimiento del público.
Por otro lado, los nombres distinguidos no son los únicos que aparecen en la lista. La
mayoría de los demás nombres pertenecen a nobles europeos de alto rango, muchos de los
cuales son extremadamente oscuros, desconocidos, no sólo para el lector corriente, sino
incluso para el historiador profesional. Tenemos a Guiüaume de Gisors, por ejemplo, que, según
se dice, en 1306 organizó la Prieuré de Sion como una «francmasonería hermética». Y
tenemos al abuelo de Guillaume, Jean de Gisors, al que se presenta como el primer Gran maestre
independiente de la orden de Sion, cargo que pasó a ocupar después de la «tala del olmo» y la
separación del Temple en 1188. No hay ninguna duda de que Jean de Gisors existió
históricamente. Nació en 1133 y murió en 1220. Se le menciona en cartas y fue cuando
menos señor nominal de la famosa fortaleza de Normandía donde tradicionalmente tenían lugar
las entrevistas entre los reyes de Inglaterra y Francia y donde, además, tuvo efecto la tala del
olmo en 1188. Al parecer, Jean de Gisors fue un terrateniente sumamente poderoso y rico y,
hasta 1193, vasallo del rey de Inglaterra. También se sabe que tenía propiedades en Inglaterra:
en Sussex y en el manor de Titchñeld en Hampshire.2 Según los Dossiers Secrets, en 1169
se entrevistó con Thomas Becket en Gisors, aunque no se da ninguna indicación del motivo
de la entrevista. Podemos confirmar que, efectivamente, Becket estuvo en Gisors en 11693
y, por consiguiente, es probable que tuviera algún contacto con el señor de la fortaleza,
pero no logramos dar con ningún testimonio de un encuentro entre los dos.
En pocas palabras, Jean de Gisors, aparte de algunos detalles poco firmes, resultó
virtualmente imposible de localizar. Parecía no haber dejado la menor huella en la historia,
exceptuando su existencia y su título. No encontramos ninguna indicación de lo que hizo, de lo
118
que pudo constituir la fuente de su fama, ni de algo que justificase el que desempeñara el cargo
de Gran maestre de la orden de Sion. Si la lista de los supuestos grandes maestres de esta
orden era auténtica, ¿qué hizo Jean de Gisors para merecer un puesto en ella? Y si la lista era
una invención posterior, ¿por qué se había incluido en ella a un personaje tan oscuro?
A nuestro modo de ver, sólo había una explicación posible y que, de hecho, no explicaba
muchas cosas. Al igual que los demás nombres aristocráticos de la lista de grandes
maestres de la orden de Sion, el de Jean de Gisors aparecía en las complicadas genealogías
que figuraban en otras partes de los «documentos Prieuré». Junto con los otros nobles
escurridizos, al parecer pertenecía al mismo bosque denso de árboles genealógicos,
descendiendo en esencia, supuestamente, de la dinastía merovingia. Por tanto, nos pareció
evidente que la Prieuré de Sion —al menos en cierta medida significativa— era un asunto
doméstico. De algún modo la orden parecía estar íntimamente asociada a una estirpe y un
linaje. Y era su conexión con dicha estirpe o linaje lo que tal vez explicaba los diversos nobles
con título que aparecían en la lista de grandes maestres.
A juzgar por la lista que hemos citado antes, diríase que el cargo de
La Prieuré de Sion parecía, al menos en este sentido, tan modesta como realista. No
pretende haber funcionado bajo los auspicios de grandes genios, de «maestres»
sobrehumanos, de «iniciados» iluminados, de santos, sabios o inmortales. Por el
contrario, reconoce que sus grandes maestres fueron seres humanos y falibles y que
constituyen una muestra representativa de la humanidad: unos cuantos genios, un puñado
de notables, unos cuantos «ejemplares corrientes», algunos seres vulgares e incluso
119
un puñado de imbéciles.
Inevitablemente, nos preguntamos por qué una lista falsificada iba a incluir un espectro
como éste. Si uno desea inventar una lista de grandes maestres, ¿por qué no incluir en
ella únicamente nombres ilustres? Si uno pretende «fabricar una genealogía» que incluya
a Leonardo, a Newton y a Víctor Hugo, ¿por qué no incluir también a Dante, a
Miguel Ángel, a Goethe y a Tolstoi, en vez de recurrir a gente poco conocida como
Edouard de Bar y Maximilien de Lorena? ¿Por qué, además, había tantas «lumbreras
menores» en la lista? ¿Por qué se incluye a un escritor relativamente segundón como
Charles Nodier en lugar de a coetáneos suyos como Byron o Pushkin? ¿Por qué se
incluye a un excéntrico aparente como Cocteau y no a hombres de prestigio
internacional como André Gide o Albert Camus? ¿Y por qué se omite a individuos como
Poussin, cuya relación con el misterio ya estaba comprobada? Esas y otras preguntas
parecidas nos atosigaban y señalaban que estaba justificado tener presente la lista
antes de descartarla como una patraña descarada.
120
parentesco de sangre con la casa de Lorena o tenían alguna otra clase de relación con ella;
hasta Robert Fludd, por ejemplo, prestó servicios en calidad de preceptor de los hijos del
duque de Lorena. De Nicolás Flamel en adelante, cada uno de los nombres de la lista, sin
excepción alguna, estaba impregnado de pensamiento hermético y a menudo relacionado
también con las sociedades secretas: incluso hombres a los que no se suele relacionar con
estas cosas, como, por ejemplo, Boyle y Newton. Y con una sola excepción cada supuesto Gran
maestre tenía algún contacto —a veces directo, otras veces a través de mutuos amigos
íntimos— con los que le precedieron y sucedieron. Que nosotros pudiéramos ver, había una
única «ruptura en la cadena». E incluso ésta —que, al parecer, ocurrió alrededor de la
época de la revolución francesa, entre Maximilien de Lorena y Charles Nodier—, en modo
alguno es concluyente.
En el contexto del presente capítulo no podemos comentar detalladamente cada uno de los
supuestos grandes maestres. Algunas de las figuras menos conocidas sólo adquieren
importancia si se examinan sobre el fondo de una época determinada, y explicar esta
importancia de modo satisfactorio nos obligaría a desviarnos por los caminos olvidados de la
historia. En el caso de los nombres más famosos, sería imposible hacerles justicia en unas
cuantas páginas. Por consiguiente, el material biográfico relativo a los supuestos grandes
maestres y las relaciones entre ellos lo hemos incluido en un apéndice (véase pp. 380
400). En este capítulo nos ocuparemos de fenómenos sociales y culturales de índole más
general en los que una sucesión de supuestos grandes maestres desempeñó un papel
colectivo. En esta clase de fenómenos sociales y culturales fue donde nuestras investiga
ciones nos permitieron detectar con claridad la intervención de la Prieure de Sion.
Rene de Anjou
Aunque hoy día es poco conocido, Rene de Anjou —el «Buen Rey Rene», como le
llamaban—, fue una de las figuras más importantes de la cultura europea en los años
inmediatamente anteriores al Renacimiento. Nacido en 1408, durante su vida ostentó
un número asombroso de títulos. Entre ellos estaban el de conde de Bar, conde de
Provenza, conde del Piamonte, conde de Guisa, duque de Calabria, duque de Anjou,
duque de Lorena, rey de Hungría, rey de Nápoles y Sicilia, rey de Aragón, Valencia,
Mallorca y Cerdeña y, quizás el más resonante de todos, rey de Jerusalén. Este último,
huelga decirlo, era puramente nominal. Sin embargo, invocaba una continuidad que
se remontaba a Godofredo de Bouillon y era reconocido por otros potentados de
Europa. Una de las hijas de Rene, Margarita de Anjou, casó en 1445 con Enrique VI
de Inglaterra y tuvo una actuación destacada en la guerra de las Dos Rosas.
121
Las circunstancias apuntan a que Rene acompañó realmente a Juana hasta Chinon. Porque si
hubo una persona dominante en el Chinon de aquellos tiempos, esta persona fue Iolande de
Anjou. Era Iolande quien constantemente daba al febril e indeciso delfín inyecciones de
moral. Fue Iolande quien inexplicablemente se nombró a sí misma protectora oficial y madrina
122
de Juana. Fue Iolande quien venció la resistencia que la corte ofreció a la muchacha visionaria
y obtuvo autorización para que fuera con el ejército a Orléans. Fue Iolande quien convenció
al delfín de que Juana bien podía ser la salvadora que pretendía ser. Fue Iolande quien
maquinó el matrimonio del delfín... con la hija de la propia Iolande. Y Iolande era la madre
de Rene de Anjou. . Al estudiar estos detalles, cada vez nos sentíamos más convencidos, al
igual que muchos historiadores modernos, de que algo se estaba representando entre
bastidores, alguna intriga complicada de alto nivel o algún plan audaz. Cuanto más
examinábamos la meteórica carrera de Juana de Arco, más se nos antojaba una «trampa»,
como si alguien, explotando leyendas populares en torno a una «virgen de Lorena» y
jugando ingeniosamente con la psicología de las masas, hubiera ideado y orquestado la
supuesta misión de la Doncella de Orléans. Ni que decir tiene, esto no presuponía la
existencia de una sociedad secreta. Pero sí hacía que dicha existencia fuese más verosímil. Y si
tal sociedad existía, es muy posible que la presidiera Rene de Anjou.
Si Rene estuvo asociado con Juana de Arco, su carrera posterior, en su mayor parte, fue
mucho menos belicosa. A diferencia de muchos de sus contemporáneos, Rene tenía menos
de guerrero que de cortesano. En este sentido era un inadaptado en su propia época; era,
en pocas palabras, un hombre que se adelantó a su tiempo, un anticipo de los cultos príncipes
italianos del Renacimiento. Persona cultísima, era un escritor prolífico que ilustraba sus
propios libros. Escribía poesía y alegorías, además de compendios de reglas de los torneos.
Procuraba fomentar el conocimiento y en cierto momento tuvo empleado a Cristóbal Colón.
Estaba empapado en la tradición esotérica y en su corte había un astrólogo, cabalista y
médico judío que respondía al nombre de Jean de Saint-Rémy. Según cuentan diversas
crónicas, Jean de Saint-Rémy era el abuelo de Nostradamus, el famoso profeta del siglo XVI
que también figuraría en nuestra historia. Entre las inquietudes de Rene se contaban los
romances de caballería además de los romances sobre el rey Arturo y el Grial. De hecho, se
dice que estaba muy orgulloso de una magnífica copa de porfirio rojo que, según él, había
sido utilizada en las bodas de Cana. Afirmaba haberla obtenido en Marsella, donde la
Magdalena, según la tradición, desembarcó con el Grial. Otros cronistas dicen que Rene
tenía en su poder una copa —tal vez la misma— en cuyo borde había una misteriosa
inscripción:
123
(Aquel que beba bien verá a Dios.Aquel que beba de un solo trago verá a Dios y a la
Magdalena.)
No sería equivocado ver en Rene de Anjou a uno de los grandes impulsores del fenómeno
que hoy conocemos por Renacimiento. Como tenía numerosas posesiones en Italia, pasó
algunos años en dicho país; y, dada su gran amistad con los Sforza, la familia gobernante
de Milán, estuvo en contacto con los Medici de Florencia. Hay buenas razones para creer que
fue en gran parte la influencia de Rene lo que movió a Cosimo de Medici a embarcarse en una
serie de proyectos ambiciosos que estaban destinados a transformar la civilización
occidental.
En 1439, cuando Rene residía en Italia, Cosimo de Medici empezó a enviar agentes a todo el
mundo en busca de manuscritos antiguos. Luego, en 1444, Cosimo fundó la primera
biblioteca pública de Europa, la Biblioteca de San Marco, y con ello comenzó a desafiar el
monopolio del saber que la Iglesia tenía desde haría mucho tiempo. Por orden expresa de
Cosimo, por primera vez se tradujo la obra de los pensadores platónicos, neoplatónicos,
pitagóricos, gnósticos y herméticos, obra que a partir de entonces fue de fácil acceso.
Cosimo también ordenó a la universidad de Florencia que iniciase la enseñanza del griego, por
primera vez en Europa desde haría unos setecientos años. Y se comprometió a crear una
academia de estudios pitagóricos y platónicos. La academia de Cosimo no tardó en generar
multitud de instituciones parecidas en toda la península italiana, instituciones que se
convirtieron en bastiones de la tradición esotérica occidental. Y a partir de ellas comenzó a
florecer la alta cultura del Renacimiento.
124
La Arcadia figura también en otras partes de la obra de Rene. Con frecuencia está
representada por una fuente o una lápida sepulcral, ambas asociadas a una corriente
subterránea. Esta corriente suele equipararse al río Alfeo, que es el río central que fluye por
la Arcadia geográfica real de Grecia. Es un río de curso subterráneo que, según se dice, vuelve
a la superficie en la Fuente de Aretusa, en Sicilia. Desde la antigüedad más remota hasta el
Kubla Khan de Coleridge, el río Alfeo ha sido considerado como sagrado. Su nombre se
deriva de las mismas raíces que la palabra griega Alpha, que significa primero o fuente.
Al parecer, para Rene el motivo de una corriente subterránea era muy rico en resonancias
simbólicas y alegóricas. Entre otras cosas, parece connotar la tradición esotérica
subterránea del pensamiento pitagórico, gnóstico, cabalístico y hermético. Pero también
podría connotar algo más que un cuerpo general de enseñanzas, quizás alguna información
basada en hechos y muy específica: alguna clase de «secreto», transmitido clandestinamente
de una generación a otra. Y podría connotar una estirpe no reconocida y, por ende,
subterránea.
Según todos los indicios, en las academias italianas la imagen de una corriente subterránea
poseía todos estos niveles de significado. Y se repite de modo constante, tanto es así, de
hecho, que las propias academias han recibido con frecuencia la etiqueta de arcádicas. Así, en
1502 se publicó una obra importante, un largo poema titulado Arcadia, escrito por Jacopo
Sannazaro; y unos años antes, en el séquito italiano de Rene de Anjou había un tal Jacques
Sannazar, probablemente el padre del poeta. En 1553 el poema de Sannazaro fue traducido
al francés. Es interesante observar que iba dedicado al cardenal de Lénoncourt, antepasado
del conde de Lénoncourt del siglo XX, recopilador de las genealogías que aparecen en los
documentos Prieuré
125
En el siglo XVII tuvo lugar una diseminación de ideas parecida, primero en Alemania,
extendiéndose luego a Inglaterra. En 1614 apareció el primero de los llamados
manifiestos rosacruces, al que siguió un segundo opúsculo un año después. Estos
manifiestos hicieron furor en su tiempo, provocando las iras de la Iglesia y de los
jesuítas y ganándose el apoyo entusiasmado de las facciones liberales de la Europa
protestante. Entre los exponentes más elocuentes e influyentes del pensamiento
«rosacruz» estaba Robert Fludd, que aparece citado como decimosexto Gran maestre
de la Prieuré de Sion, la cual presidió entre 1595 y 1637.
Entre otras cosas, los manifiestos rosacruces8 promulgaban la historia del legendario
Christian Rosenkreuz. Pretendían haber salido de una cofradía secreta e invisible de
«iniciados» en Alemania y Francia. Prometían la transformación del mundo y del
conocimiento humano de acuerdo con principios esotéricos, herméticos: la «corriente
subterránea» que había fluido desde Rene de Anjou a través del Renacimiento.
Anunciaban una nueva época de libertad espiritual, una época en la que el hombre
se liberaría de sus anteriores grilletes, abriría la puerta a secretos de la naturaleza
que hasta entonces habían permanecido dormidos, y gobernaría su propio destino de
acuerdo con leyes universales y cósmicas, armoniosas y omnipresentes. Al mismo
tiempo, los manifiestos eran de lo más incendiario desde el punto de vista político,
pues atacaban ferozmente a la Iglesia católica y al antiguo Sacro Imperio Romano.
Actualmente, por regla general se cree que estos manifiestos los escribió un teólogo y
esoterista alemán, Johann Valentín Andrea, que aparece después de Robert Fludd en la lista
de grandes maestres de la Prieuré de Sion. Si no los escribió Andrea, ciertamente fueron
escritos por uno o varios de sus colaboradores.
126
Nupcias químicas es una compleja alegoría hermética que posteriormente influyó en obras
tales como el Fausto de Goethe. Francés Yates ha demostrado que contiene ecos
inconfundibles del esoterista inglés John Dee, el cual también influyó en Robert Fludd. En la
obra de Andrea hay también resonancias de los romances sobre el Grial y de los caballeros
templarios: se dice en ella, por ejemplo, que Christian Rosenkreuz lleva una túnica blanca
con una cruz roja en el hombro. En el transcurso de la narración se interpreta una obra, una
alegoría dentro de una alegoría. En esta obra hay una princesa, de linaje «real» no
especificado, cuyos dominios legítimos han sido usurpados por los moros y que el mar arroja
a una playa en un arca de madera. El resto de la obra narra las vicisitudes de la princesa y su
matrimonio con un príncipe que la ayudará a recuperar su patrimonio.
En 1613 Federico del Palatinado había contraído matrimonio con Elizabeth Estuardo, hija de
Jacobo I de Inglaterra, nieta de María Estuardo, reina de Escocia y biznieta de María de
Guisa..., y los Guisa eran la rama menor de la casa de Lorena. Un siglo antes María de
Guisa se había casado con el duque de Longueville y luego, al morir éste, con Jacobo V de
Escocia. Este matrimonio creó una alianza dinástica entre las casas de Estuardo y de Lorena.
Por consiguiente, los Estuardo empezaron a figurar, aunque sólo fuera de modo periférico,
en las genealogías de los documentos Prieuré; y Andrea mostró cierto interés por la casa
real escocesa, cosa que, en mayor o menor grado, hicieron también los tres supuestos
grandes maestres que le sucedieron. Durante este período la casa de Lorena quedó
eclipsada de modo significativo. Si en aquel tiempo la Prieuré de Sion era una orden coherente
y activa, podría haber trasladado su lealtad, al menos de manera parcial y temporal, a los
Estuardo, cuya influencia era decididamente mayor.
En todo caso, Federico del Palatinado, después de su matrimonio con Elizabeth Estuardo,
estableció una corte de orientación esotérica en Heidelberg, su capital. Tal como escribe
Francés Yates:
127
En medio de la confusión que rugía a su alrededor, Andrea creó una red de sociedades más
o menos secretas a las que se dio el nombre de «Uniones Cristianas». De acuerdo con el
proyecto de Andrea, encabezaba cada sociedad un príncipe anónimo, al que ayudaban
otros doce que estaban divididos en grupos de tres príncipes, cada uno de los cuales era
especialista de una esfera de estudios determinada.10 El propósito original de las Uniones
Cristianas era preservar los conocimientos que se veían amenazados, especialmente los
avances científicos más recientes, muchos de los cuales eran considerados como heréticos
por la Iglesia. Sin embargo, al mismo tiempo las Uniones Cristianas eran un refugio para las
personas que huían de la Inquisición, la cual acompañaba a los ejércitos católicos invasores
y estaba empeñada en extirpar todos los vestigios del pensamiento rosacruz. Así pues,
numerosos eruditos, científicos, filósofos y «esoteristas» encontraron cobijo en las
instituciones de Andrea. A través de éstas muchos de ellos fueron sacados del país y
llevados a un lugar seguro: Inglaterra, donde la francmasonería empezaba justamente a
cobrar forma. En cierto sentido significativo, es posible que las Uniones Cristianas de Andrea
contribuyeran a la organización del sistema de logias masónicas.
128
Entre los europeos desplazados que consiguieron llegar a Inglaterra estaban varios de los
colaboradores personales de Andrea: Samuel Hartlib, por ejemplo; Adam Komensky, al que
se conoce mejor por Comenius, con el cual Andrea mantuvo una correspondencia continua;
Theodore Haak, que era también amigo personal de Elizabeth Estuardo y mantenía
correspondencia con ella; y el doctor John Wilkins, ex capellán personal de Federico del
Palatinado y más adelante obispo de Chester.
Una vez en Inglaterra, estos hombres trabaron una relación estrecha con los círculos
masónicos. Se hicieron amigos de Robert Moray, por ejemplo, cuya iniciación en una logia
masónica en 1641 es una de las primeras de las que se conservan testimonios; de Elias
Ashmole, anticuario y experto en órdenes de caballería, que fue iniciado en 1646; con el joven
pero precoz Robert Boy le, quien, aunque no era francmasón, era miembro de otra sociedad
secreta, una sociedad más elusiva.” No hay pruebas concretas de que esta sociedad secreta
fuese la Prieuré de Sion, pero Boyle, según los «documentos Prieuré», sucedió a Andrea en
el cargo de Gran maestre de Sion.
La dinastía Estuardo
Desde el siglo XVI los Radclyffe eran una familia influyente de Northumberland. En
129
1688, poco antes de ser depuesto, Jacobo II los había nombrado condes de
Derwentwater. Charles Radclyffe nació en 1693. Su madre era hija ilegítima de Carlos
II y de su concubina Molí Davis. Radclyffe era, pues, de sangre real por parte de
madre: nieto del penúltimo monarca Estuardo. Era primo del príncipe Carlos y de
George Lee, conde de Lichfield, otro nieto ilegítimo de Carlos II. No es extraño, por
tanto, que Radclyffe dedicara gran parte de su vida a la causa de los Estuardo.
130
131
de la francmasonería. Se sabe con seguridad que asistió a reuniones de la logia con cierto
número de figuras destacadas, entre ellas Desaguliers. Y fue objeto del mecenazgo especial
de la familia Tour d'Auvergne, los vizcondes de Turenne y los duques de Bouillon, quienes,
tres cuartos de siglo antes, habían estado emparentados con Federico del Palatinado. En
tiempos de Ramsay el duque de Bouillon era primo del príncipe Carlos, el «Joven
Pretendiente», así como una de las figuras más prominentes de la francmasonería. El duque
concedió a Ramsay una finca y una casa en la ciudad y, además, le nombró preceptor de su
hijo.
En 1737 Ramsay pronunció su famosa «Oración», larga disquisición sobre la historia de la
francmasonería que posteriormente se convirtió en documento germinal de ésta.14 Gracias a
dicha «Oración», Ramsay se vio convertido en el principal portavoz masónico de la época.
Sin embargo, nuestras investigaciones nos convencieron de que la verdadera voz detrás de
Ramsay era la de Charles Radclyffe, que presidía la logia en la que Ramsay pronunció su
discurso y que aparería de nuevo, en 1743, como principal signatario en el entierro de
Ramsay. Pero si Radclyffe era el poder que había detrás de Ramsay, diríase que era Ramsay
quien constituía el eslabón entre Radclyffe y Newton.
A pesar de la muerte prematura de Radclyffe en 1746, las semillas que había plantado en
Europa continuaron dando fruto. A principios del decenio de 1750 apareció un nuevo
embajador de la francmasonería, un alemán llamado Karl Gottlieb von Hund. Éste añrmaba
haber sido iniciado en 1742: un año antes de la muerte de Ramsay y cuatro antes de la de
Radclyffe. Al ser iniciado, según él, había sido introducido en un sistema nuevo de
francmasonería, el cual le había sido confiado por superiores desconocidos.15 Hund afirmaba
que estos «superiores desconocidos» estaban relacionados de forma muy estrecha con la
causa jacobita. A decir verdad, al principio creía incluso que el hombre que había presidido
su iniciación era el príncipe Carlos. Y, aunque se le demostró que no era así, Hund siguió
convencido de que dicho personaje no identificado era alguien íntimamente relacionado con
el Joven Pretendiente. Parece razonable suponer que el hombre que presidió la iniciación fue
Charles Radclyffe.
El sistema de la francmasonería en el que se inició a Hund era una nueva extensión del «rito
escocés» y más adelante se denominaría «de estricta observancia». El nombre procedía del
juramento que se exigía, un juramento de obediencia inamovible y sumisa a los «superiores
desconocidos». Y el principio básico de la «estricta observancia» era que descendía
directamente de los caballeros templarios, algunos de los cuales, según se suponía, habían
sobrevivido a la purga de 1307-1314 y perpetuado su orden en Escocia.
Con esta pretensión ya estábamos familiarizados. Nuestras propias investigaciones nos
132
133
sino también a los documentos Prieuré. Esta información es una lista de grandes maestres
de los caballeros templarios que Hund, según él mismo insistía, había obtenido de sus
superiores desconocidos.16 Basándonos en nuestras propias investigaciones, habíamos
sacado la conclusión de que la lista de grandes maestres templarios que aparecía en los
Dossiers Secrets era correcta, tan correcta, de hecho, que parecía ser fruto de «información
confidencial». Con la excepción del modo en que estaba escrito un solo apellido, la lista que
presentó Hund concordaba con la de los Dossiers Secrets. En pocas palabras, de un modo u
otro Hund había obtenido una lista de los grandes maestres templarios que era más exacta
que cualquiera de las que se conocían entonces. Además, la obtuvo cuando muchos de los
documentos de los cuales dependíamos nosotros —cartas, escrituras, proclamaciones—
estaban aún secuestrados en el Vaticano y, por ende, eran imposibles de obtener. Esto
parecía confirmar la veracidad de la historia que contaba Hund sobre unos «superiores
desconocidos». También parecía indicar que dichos «superiores desconocidos» estaban
enteradísimos de lo referente a la orden del Temple, más enterados de lo que hubiesen
podido estar sin tener acceso a «fuentes privilegiadas».
En todo caso, a pesar de las acusaciones formuladas contra él, Hund no se quedó
completamente sin amigos. Después del derrumbamiento de la causa jacobita, encontró un
protector comprensivo y compañero íntimo nada menos que en la persona del Sacro
Emperador Romano. A la sazón éste era Fran$ois, duque de Lorena, quien, con su
matrimonio con María Teresa de Austria en 1735, había enlazado las casas de los
Habsburgo y de Lorena e inaugurado la dinastía Habs-burgo-Lorena. Y, según los
«documentos Prieuré», era el hermano de Frangois, Charles de Lorena, quien sucedió a
Radclyffe en calidad de Gran maestre de Sion.
Frangois fue el primer príncipe europeo que se hizo masón y que anunció públicamente su
afiliación masónica. Fue iniciado en 1731, en La Haya, que era un bastión de actividades
esotéricas desde que círculos «rosacruces» se habían instalado allí durante la guerra de los
Treinta Años. Y el hombre que presidió la iniciación de Francois fue Jean Desagüliers,
colaborador íntimo de Newton, Ramsay y Radclyffe. Asimismo, poco después de su
iniciación Francois partió para Inglaterra, donde permaneció mucho tiempo. En Inglaterra
ingresó en aquella institución de nombre inocuo que era el «Gentleman's Club of
Spaulding».
Durante los años subsiguientes Frangois de Lorena fue probablemente más responsable que
cualquier otro potentado europeo de la propagación de la francmasonería. Su corte de Viena
se convirtió, en cierto sentido, en la capital masónica de Europa y en centro de un espectro
amplio de otras inquietudes esotéricas. El propio Francpis practicaba la alquimia y tenía un
134
laboratorio en el palacio imperial, el Hofburg. Al morir el último de los Medici, pasó a ser
gran duque de Toscana y con mucha destreza impidió que la Inquisición siguiera hostigando
a los francmasones en Florencia. A través de Francois, Charles Radclyffe, que había fundado
la primera logia masónica en el continente, dejó un legado duradero.
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joven, había estado relacionado con un círculo «rosacruz» con Victor Hugo. En 1912 Barres
publicó su novela más famosa: La colline inspirée («La colina inspirada»). Ciertos comenta
ristas modernos han sugerido que, de hecho, esta obra es una alegoría apenas disimulada
de Bérenger Sauniére y Rennes-le-Cháteau. Ciertamente, hay paralelos que parecen
demasiado notables para ser fruto de la coincidencia. Pero Barres no sitúa su narración en
Rennes-le-Cháteau, ni en ningún otro lugar del Languedoc. Al contrario, la «colina
inspirada» del título es una montaña coronada por un pueblo en Lorena. Y el pueblo es el
antiguo centro de peregrinaciones de Sion.
Jean Cocteau más que Charles Radclyffe, más que Charles Nodier, Jean Cocteau se nos
antojó un candidato muy improbable para el puesto de Gran maestre de una influyente
sociedad secreta. Sin embargo, en el caso de Radclyffe y en el de Nodier nuestra
investigación había revelado ciertas relaciones de considerable interés. En el de Cocteau
descubrimos muy pocas.
Ni que decir tiene, Cocteau se crió en un ambiente muy próximo a los «pasillos del poder»:
su familia destacaba en la política y su tío era un diplomático importante. Pero Cocteau,
cuando menos ostensiblemente, abandonó este mundo, marchándose de casa cuando
contaba quince años y sumergiéndose en la sórdida subcultura de Marsella. En 1908 ya se
había labrado un nombre en los círculos artísticos bohemios. A los veinte años y pico se
relacionó con Proust, Gide y Maurice Barres. También era amigo íntimo del bisnieto de
Victor Hugo, Jean, con quien se embarcó en diversas experiencias espiritualistas y ocultis
tas. No tardó en estar muy versado en los asuntos esotéricos; y el pensamiento hermético
moldeó, no sólo gran parte de su obra, sino también toda su estética. En 1912, si no antes,
había empezado a tratar a Debussy, al que alude con frecuencia, si bien en forma no
comprometida, en sus diarios. En 1926 diseñó los decorados para una producción de la
ópera Pelléas et Mélisande porque, según un comentarista, «no fue capaz de resistirse a la
tentación de ver su nombre unido para siempre con el de Claude Debussy».
La vida privada de Cocteau —que incluyó ataques de toxicomanía y una sucesión de
amoríos homosexuales— fue notoriamente irregular. Esto le ha creado una imagen de
individuo volátil y tremendamente irresponsable. En realidad, sin embargo, siempre fue
muy consciente de su persona pública y, fueran cuales fuesen sus aventuras personales,
nunca permitió que le privasen del acceso a gentes influyentes y poderosas. Como él mismo
reconocía, siempre había anhelado el reconocimiento, el honor y la estima públicos, incluso
la admisión en la Académie Francaise. Y procuraba ajustarse a las normas lo suficiente
como para tener asegurado el prestigio que deseaba. Por consiguiente, nunca estuvo muy
141
alejado de figuras prominentes como Jacques Maritain y André Malraux. Aunque jamás
mostró un interés manifiesto por la política, denunció al gobierno de Vichy durante la guerra
y, al parecer, estuvo discretamente aliado con la resistencia. En 1949 fue nombrado
Chevalier de la Legión de Honor. En 1958 el hermano de De Gauile le invitó a pronunciar un
discurso en público sobre el tema general de Francia. No es el tipo de papel que
normalmente se atribuye a Cocteau, pero, al parecer, lo interpretó a menudo y disfrutó
interpretándolo.
Durante buena parte de su vida Cocteau estuvo asociado —a veces íntimamente, a veces de
modo periférico— con círculos católicos y monárquicos. En ellos se codeaba frecuentemente
con miembros de la antigua aristocracia, incluyendo algunos de los amigos y protectores de
Proust. Al mismo tiempo, sin embargo, el catolicismo de Cocteau resultaba sumamente
sospechoso y heterodoxo y, a lo que parece, tenía más de compromiso estético que de
compromiso religioso. En la última parte de su vida dedicó mucha energía a redecorar
iglesias, lo que es quizás un eco curioso de Bérenger Sauniére. Sin embargo, incluso
entonces su piedad era discutible: Me toman por un pintor religioso porque he decorado una
capilla. Siempre la misma manía de etiquetar a la gente.28
Al igual que Sauniére, Cocteau incorporaba en sus decoraciones ciertos detalles curiosos y
sugestivos. Algunos de ellos son visibles en la iglesia de Notre Dame de France, en la
esquina de Leicester Square, en Londres. La iglesia en sí data de 1865 y puede que en el
momento de su consagración tuviera ciertas conexiones masónicas. En 1940, en el
momento culminante de los bombardeos, resultó seriamente dañada. A pesar de ello, siguió
siendo la iglesia favorita de muchos miembros importantes de las fuerzas de los Franceses
Libres; y después de la guerra fue restaurada y redecorada por artistas procedentes de toda
Francia. Entre ellos estaba Jean Cocteau, quien en 1960, tres años antes de su muerte,
ejecutó un mural en el que se ve la crucifixión. Se trata de una crucifixión extremadamente
singular. En ella aparecen un sol negro y una figura siniestra, verdosa y no identificada en el
ángulo inferior de la derecha. Hay un soldado romano que sostiene un escudo en el que hay
pintado un pájaro muy estilizado que hace pensar en una representación egipcia de Horas.
Entre las mujeres que lloran y los centuriones que juegan a los dados aparecen dos figuras
incongruentemente modernas: una de ellas es el autorretrato del propio Cocteau, quien,
significativamente, aparece de espaldas a la cruz. Lo más sorprendente de todo es que en el
mural sólo se ve la parte inferior de la cruz. Quienquiera que esté clavado en ésta sólo es
visible hasta las rodillas, és decir, no se le ve la cara ni es posible determinar su identidad.
Y clavada en la cruz, inmediatamente debajo de los pies de la víctima anónima, hay una
rosa gigantesca. El mural, en pocas palabras, es escandalosamente rosacruz. Y lo mínimo
142
que puede decirse de él es que se trata de un motivo muy singular para una iglesia católica.
Según los «documentos Prieuré», hasta la «tala del olmo» en 1188 la orden de Sion y la
orden del Temple compartían el mismo Gran maestre. Al parecer, después de 1188 la orden
de Sion eligió su propio Gran maestre, siendo el primero de ellos Jean de Gisors. Según los
«documentos Prieuré», cada Gran maestre, al pasar a ocupar su cargo, ha adoptado el
nombre de Jean (Juan) o, dado que entre ellos ha habido cuatro mujeres, Jeanne (Juana).
Así pues, se supone que los grandes maestres de Sion han comprendido una sucesión
ininterrumpida de Jeans y Jeannes desde 1188 hasta la actualidad. Es claro que esta
sucesión entrañaba un pontificado esotérico y hermético basado en Juan, en contraste (tal
vez en oposición) al exotérico basado en Pedro.
Cabía hacerse una pregunta importante: ¿de qué Juan se trataba? ¿De Juan el Bautista?
¿De Juan el Evangelista, el «discípulo amado» del cuarto evangelio? ¿O de Juan el Divino,
autor del Libro del Apocalipsis? Nos pareció que tenía que ser uno de estos tres porque,
según se decía, Jean de Gisors en 1188 había adoptado el título de Jean II. ¿Quién fue,
pues, Jean I?
Fuese cual fuese la respuesta a esta pregunta, en la lista de supuestos grandes maestres de
Sion Jean Cocteau aparecía como Jean XXIII. En 1958, cuando es de suponer que Cocteau
era aún el Gran maestre de la orden, murió el papa Pío XII, y los cardenales, reunidos en
cónclave, eligieron como nuevo pontífice al cardenal Angelo Roncalli de Venecia. Todo papa
recién elegido escoge su propio nombre; y el cardenal Roncalli causó mucha consternación
al elegir el de Juan XXIII. Esta consternación no era injustificada. En primer lugar, el
nombre de «Juan» había sido anatematizado implícitamente desde la última vez que fuera
utilizado a principios del siglo xv: por un antipapa. Asimismo, ya había habido un Juan
XXIII. El antipapa que abdicó en 1415 y que —detalle interesante— había sido antes obispo
de Alet era, de hecho, Juan XXIII. Por consiguiente, era insólito, por no decir algo más
En 1976 se publicó en Italia un librito enigmático que poco después fue traducido al francés.
Se titulaba Las profecías del papa Juan XXIII* y contenía una recopilación de oscuros
143
poemas proféticos en prosa que, según se afirmaba, eran obra del pontífice citado, el cual
había muerto trece años antes, en 1963, el mismo año en que murió Cocteau. En su mayor
parte estas «profecías» son extremadamente opacas y se resisten a toda interpretación
coherente. También es discutible que sean obra de Juan XXIII. Pero eso es lo que dice la
introducción. Y dice también algo más: que Juan XXIII era secretamente miembro de la
«Rose-Croix», a la que se había afiliado cuando era nuncio del papa en Turquía, en 1935.
Ni que decir tiene, esta afirmación resulta increíble. Ciertamente,
* Publicado en la colección Fontana Fantástica de esta misma editorial. (N. del E.)
no puede probarse y no encontramos pruebas externas que la apoyaran. Pero, con todo,
nos preguntamos por qué se habría hecho una afirmación semejante.
¿Y si, después de todo, era cierta? ¿Habría cuando menos un granito de verdad en ella? Se
dice que en 1188 la Prieuré de Sion adoptó el subtítulo de Rose-Croix Veritas. Si el papa
Juan estaba afiliado a una organización de la Rose-Croix, y si dicha organización era la
Prieuré de Sion, las implicaciones serían extremadamente intrigantes. Entre otras cosas,
sugerirían que el cardenal Roncalli, al convertirse en papa, escogió el nombre de su propio
Gran maestre secreto y entonces, por alguna razón simbólica, habría un Juan XXIII
presidiendo la orden de Sion y el papado simultáneamente.
En todo caso, el gobierno simultáneo de un Juan (o Jean) XXIII tanto en la orden de Sion
como en Roma resulta una coincidencia extraordinaria. Y no cabía la posibilidad de que los
«documentos Prieuré» hubieran inventado semejante lista con el fin de crear tal
coincidencia, una lista que culminaba con Jean XXIII al mismo tiempo que un hombre que
ostentaba el mismo título ocupaba el trono de San Pedro. Porque la lista de los supuestos
grandes maestres de Sion había sido redactada y depositada en la Bibliothéque Nationale en
1956 a más tardar, es decir, dos años antes de que comenzara el pontificado de Juan XXIII.
Había otra coincidencia extraordinaria. En el siglo xn un monje irlandés llamado Malachi
recopiló una serie de profecías por el estile de las de Nostradamus. En estas profecías —de
las que, por cierto, se dice que son muy estimadas por muchos católicos importantes, inclu
yendo el actual papa, Juan Pablo II— Malachi enumera los pontífices que ocuparán el trono
de San Pedro en los siglos venideros. Para cada pontífice el monje ofrece una especie de
lema descriptivo. Y para Juan XXIII el lema, traducido al francés, es «Pasteur et
Nautonnier»: «Pastor y Navegante».29 El título oficial del supuesto Gran maestre de Sion
también es de «Nautonnier».
Sea cual sea la verdad que hay debajo de estas extrañas coincidencias, no cabe ninguna
duda de que Juan XXIII, más que cualquier otro papa, fue el artífice de una reorientación de
la Iglesia católica, y de llevarla, como con frecuencia han dicho los comentaristas, al siglo
144
xx. Gran parte de esta labor la realizaron las reformas del concilio Vaticano Segundo, que
fue inaugurado por el papa Juan. Al mismo tiempo, sin embargo, dicho pontífice fue
responsable de otros cambios. Revisó la postura de la Iglesia ante la francmasonería, por
ejemplo, rompiendo con por lo menos dos siglos de tradición arraigada y declarando que un
católico podía ser francmasón. Y en junio de 1960 promulgó una carta apostólica de
profunda importancia.30 En ella abordaba de forma específica el tema de «La Preciosa
Sangre de Jesús», a la que atribuía una importancia sin precedentes hasta aquel momento.
El papa hacía hincapié en los sufrimientos de Jesús como ser humano y afirmaba que la
redención de la humanidad se había efectuado mediante el derramamiento de dicha sangre.
En el contexto de la carta del papa Juan, la pasión humana de Jesús y el derramamiento de
su sangre adquieren mayor importancia que la resurrección o incluso que la mecánica de la
crucifixión.
En esencia, las consecuencias de esta carta son enormes. Tal como ha señalado un
comentarista, alteran toda la base de las creencias cristianas. Si la redención del hombre se
efectuó mediante el derramamiento de la sangre de Jesús, la muerte y la resurrección de
éste pasaban a ser incidentales, cuando no, de hecho, superfluas. Para que la fe conservase
su validez, no hacía falta que Jesús muriese en la cruz.
La conspiración a través de los siglos
¿Cómo íbamos a sintetizar los datos que habíamos reunido? Gran parte de ellos eran
convincentes y parecían atestiguar algo, alguna pauta, algún plan coherente. La lista de los
supuestos grandes maestres de la orden de Sion, por improbable que nos hubiera parecido
al principio, empezaba a mostrar una coherencia notable. Por ejemplo, la mayoría de las
figuras que aparecían en ella estaban relacionadas, ya fuera por vía de sangre o por
asociación personal, con las familias cuyas genealogías constaban en los «documentos
Prieuré» y especialmente con la casa de Lorena. Casi todas ellas tuvieron que ver con
órdenes de uno u otro tipo o con sociedades secretas. Virtualmente todas ellas, incluso
cuando eran nominalmente católicas, albergaban creencias religiosas poco ortodoxas, y
estaban sumergidas, por así decirlo, en el pensamiento y la tradición esotéricos. Y en casi
todos los casos había existido algún contacto estrecho entre un supuesto Gran maestre, su
predecesor y su sucesor.
Sin embargo, estos hechos, por convincentes que fueran, no probaban necesariamente
nada. No probaban, por ejemplo, que la Prieuré de Sion, cuya existencia durante la Edad
Media habíamos confirmado, hubiera realmente sobrevivido durante los siglos subsi
guientes. Y menos aún probaban que los individuos que se citaban como grandes maestres
ocupasen realmente tal cargo. Todavía nos costaba creer que algunos de ellos realmente
145
fueran grandes maestres. En algunos casos la edad que tenían cuando supuestamente
habían pasado a desempeñar el cargo era un argumento contrario a ellos. Era posible, por
supuesto, que Edouard de Bar hubiese sido elegido Gran maestre cuando tenía cinco años
de edad, o que Rene de Anjou lo hubiese sido a los ocho años, basándose en algún principio
hereditario. Pero ningún principio de esa índole parecía aplicable a Robert Fludd o a Charles
Nodier, los cuales, según se supone, pasaron a ser grandes maestres a la edad de veintiún
años; ni era aplicable a Debussy, que se convirtió en Gran maestre a los veintitrés años.
Estos individuos no habrían tenido tiempo de «abrirse camino hacia la cumbre desde una
posición más modesta», como hubieran podido hacer, por ejemplo, en la francmasonería. Ni
siquiera contaban con una sólida posición en sus esferas respectivas. Esta anomalía no
parecía tener sentido. A no ser que supusiéramos que el cargo de Gran maestre de la
Prieuré de Sion era con frecuencia puramente simbólico, una posición ritual ocupada por
una figura decorativa, una figura que, quizá, ni siquiera era consciente de la categoría que
se le otorgaba.
Sin embargo, las especulaciones resultaban fútiles, al menos si nos basábamos en la
información que temamos. Así pues, volvimos a recurrir a la historia en busca de pruebas
sobre la Prieuré de Sion en otras partes, en sitios ajenos a la lista de supuestos grandes
maestres. Investigamos con especial atención las peripecias de la casa de Lo-rena y de
algunas de las demás familias que se citan en los «documentos Prieuré». Procuramos
verificar otras afirmaciones que se hacían en dichos documentos. Y buscamos más pruebas
de la labor realizada por una sociedad secreta que actuase de forma más o menos encu
bierta, entre bastidores.
Si era auténticamente secreta, huelga decirlo, no esperábamos que la Prieuré de Sion fuese
citada explícitamente por su nombre. Si había continuado funcionando a lo largo de los
siglos, lo habría hecho bajo diversos disfraces y máscaras, «tapaderas» y fachadas, del
mismo modo que, según se decía, durante un tiempo funcionó bajo el nombre de «Ormus»,
que más adelante desechó. Tampoco habría seguido una única y obvia política específica, ni
una postura política y una actitud del mismo tenor. En realidad, cualquier información en
este sentido nos habría parecido sumamente sospechosa. Si nos encontrábamos ante una
organización que había sobrevivido durante unos nueve siglos, había que reconocer que su
flexibilidad y su capacidad de adaptación eran considerables. Su supervivencia habría de
pendido de tales cualidades; y sin ellas habría degenerado en una forma vacía, tan
desprovista de poder verdadero como, pongamos por caso, los alabarderos de palacio. En
pocas palabras, la Prieuré de Sion no podía haber permanecido rígida e inmutable durante
toda su historia. Al contrario, se habría visto obligada a cambiar periódicamente, a
146
Según los documentos Prieuré, entre 1306 y 1480 la orden tuvo nueve encomiendas. Se
supone que en 1481 —año en que murió Rene de Anjou— este número se amplió a
veintisiete. Según las listas, las más importantes fueron las situadas en Bourges, Gisors,
Jarnac, Mont-Saint-Michel, Montréval, París, Le Puy, Solesmes y Stenay. Y, según añaden
crípticamente los Dossiers Secrets, había «un arco llamado Beth-Ania —casa de Ana—
situado en Rennes-le-Cháteau.1 El significado exacto de este pasaje no está claro,
exceptuando que, al parecer, Rennes-le-Cháteau tenía una importancia muy especial. Y sin
duda no puede ser una coincidencia que Sauniére, al construir su villa, la bautizara «Villa
Bethania».
Según los Dossiers Secrets, la encomienda de Gisors databa de 1306 y estaba situada en la
Rué de Vienne. Se supone que desde allí se comunicaba, por medio de un pasadizo
subterráneo, con el cementerio de la localidad y con la capilla subterránea de Sainte-
Catherine, que estaba debajo de la fortaleza. En el siglo xvi, la citada capilla, o tal vez una
cripta adyacente a la misma, pasó a ser, según se dice, el depósito de los archivos de la
Prieuré de Sion, los cuales se guardaban en treinta cofres.
A principios de 1944, cuando Gisors fue ocupada por los alemanes, Berlín envió una misión
militar especial que debía preparar una serie de excavaciones debajo de la fortaleza. El
desembarco aliado en Normandía impidió que se llevasen a cabo dichas excavaciones; pero
poco tiempo después, un trabajador francés llamado Roger Lhomoy inició excavaciones por
cuenta propia. En 1946 Lhomoy comunicó al alcalde de Gisors que había encontrado una
capilla subterránea en la que había diecinueve sarcófagos de piedra y treinta cofres de
metal. Lhomoy pidió permiso para seguir excavando y dar a conocer su descubrimiento,
pero el permiso se vio retrasado —parece ser que casi deliberadamente— por los trámites
147
Basándose en estas citas, la historia de Lohmoy resulta cuando menos verosímil. También
es verosímil que la capilla subterránea fuese el depósito de los archivos de la Prieuré de
Sion. Y lo es porque durante nuestras investigaciones encontramos pruebas concluyentes de
que la Prieuré de Sion continuó existiendo por lo menos durante tres siglos después de las
cruzadas y de la disolución de los caballeros templarios. Entre principios del siglo XIV y
principios del siglo XVII, por ejemplo, los documentos relativos a Orléans y a Saint-Samson,
sede de la orden en dicha ciudad, aluden de modo esporádico a la orden. Así, consta que a
principios del siglo XVI miembros de la Prieuré de Sion en Orléans ofendieron al papa y al
rey de Francia por haber hecho caso omiso de su «regla» y «negarse a vivir en común».
También en las postrimerías del siglo xv los miembros de la orden fueron acusados de
varias ofensas: no observar su regla, vivir «individualmente» en lugar de «en común», ser
licenciosos, residir fuera de los muros de Saint-Samson, boicotear los oficios divinos y no
reconstruir los muros de la casa, que habían resultado seriamente dañados en 1562. Al
parecer, en 1619 las autoridades perdieron la paciencia. En dicho año, según los
testimonios escritos, la Prieuré de Sion fue desahuciada de Saint-Samson y la casa pasó a
poder de los jesuítas.3
A partir de 1619 no pudimos encontrar ninguna alusión a la Prieuré de Sion, al menos bajo
este nombre. Pero, a pesar de ello, al menos podíamos probar su existencia hasta el siglo
XVII. Y, sin embargo, la prueba misma planteaba cierto número de interrogantes cruciales.
En primer lugar, las alusiones que encontramos no arrojaban ninguna luz sobre las
actividades, objetivos e intereses de la orden ni sobre su posible influencia. En segundo
lugar, estas alusiones parecían atestiguar sólo algo de poca importancia: una hermandad
curiosamente elusiva de monjes o devotos religiosos cuyo comportamiento, aunque
heterodoxo y quizá clandestino, era de una importancia relativamente menor. Era difícil
creer que estos ocupantes en apariencia negligentes de Saint-Samson fueran miembros de
la célebre y legendaria Rose-Croix, o que una banda de monjes rebeldes constituyera una
institución entre cuyos miembros se suponía que estaban algunos de los nombres más
148
Durante el siglo XVI la casa de Lorena y su rama menor, la casa de Guisa hicieron un
intento concertado y decidido de derribar a la dinastía francesa de los Valois, de exterminar
149
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La vendetta continuó. Al concluir el siglo, los Valois ya se habían extinguido. Pero la casa de
Guisa se había desangrado hasta la muerte a causa de las luchas, y no pudo proponer
ningún candidato a aquel trono que por fin tenía al alcance de la mano.
Sencillamente no se sabe si hubo alguna sociedad u orden secreta que apoyase a las casas
de Guisa y Lorena. Ciertamente, contaron con la ayuda de una red internacional de
emisarios, embajadores, asesinos, agentes provocadores y espías que es muy posible que
formasen una institución clandestina. Según Gérard de Sede, uno de tales agentes era
Nostradamus; y hay otros «documentos Prieuré» que corroboran la afirmación de Gérard de
Sede. En todo caso, hay pruebas abundantes de que Nostradamus fue realmente un agente
secreto al servicio de Francois de Guisa, y de Charles, cardenal de Lorena.6
Si Nostradamus era agente de las casas de Guisa y Lorena, no sólo les proporcionaría
información importante sobre las actividades y planes de sus adversarios, sino que,
además, en su calidad de astrólogo de la corte francesa, conocería toda suerte de secretos
íntimos, así como de peculiaridades y debilidades personales. Valiéndose de este conoci
miento, es posible que manipulase psicológicamente a los Valois para hacerles caer en
manos de sus enemigos. Y en virtud de esta familiaridad con sus horóscopos, también es
posible que aconsejara a los enemigos de los Valois sobre, por ejemplo, el momento que
parecía más propicio para el asesinato. En pocas palabras, muchas de las proferías de
Nostradamus quizá no tuvieran nada de profecías. Puede que fuesen mensajes crípticos,
cifras, planes, horarios, instrucciones, proyectos para emprender alguna acción.
Tanto si era realmente así como si no, es indudable que algunas de las profecías de
Nostradamus no eran profecías, sino que se referían muy explícitamente al pasado: a los
caballeros templarios, a la dinastía merovingia, a la historia de la casa de Lorena. Bastantes
de ellas se refieren a Razés, el viejo conde de Rennes-le-Cháteau.7 Y las numerosas
cuartetas que se refieren al advenimiento de le Grand Monarch—el Gran Monarca— indican
que este soberano procederá del Languedoc.
Nuestras pesquisas revelaron un fragmento complementario que establecía un vínculo aún
más directo entre Nostradamus y nuestra investigación. Según Gérard de Sede,8 y también
según la leyenda popular, Nostradamus, antes de iniciar su carrera de profeta, pasó mucho
tiempo en Lorena. Al parecer, se trató de una especie de noviciado o de período de prueba
después del cual se supone que fue «iniciado» en algún secreto portentoso. Se dice de
modo más específico que le fue mostrado un libro antiguo y arcano en el que basaría toda
su obra subsiguiente. Y, a lo que parece, este libro le fue mostrado en un lugar muy
significativo: la misteriosa abadía de Orval, donada por la madre adoptiva de Godofredo de
Bouillon, donde nuestra investigación sugería que tal vez nació la Prieuré de Sion. En todo
152
caso, durante otros dos siglos Orval siguió estando asociado al nombre de Nostradamus. En
tiempos de la revolución francesa y de Napoleón todavía salían de Orval libros de proferías
supuestamente escritos por Nostradamus.
A mediados del decenio de 1620 el trono de Francia estaba ocupado por Luis XIII. Pero el
poder que había detrás del trono era el primer ministro del rey, el cardenal Richelieu,
verdadero arquitecto de la política francesa. Todo el mundo está de acuerdo en que
Richelieu fue el archi-Maquiavelo, el maquinador supremo de su época. Puede que fuera
también algo más.
Mientras Richelieu daba a Francia una estabilidad sin precedentes, el resto de Europa —y
especialmente Alemania— se debatía entre las llamas de la guerra de los Treinta Años. En
sus orígenes esta guerra no fue esencialmente religiosa. A pesar de ello, pronto se polarizó
en términos religiosos. En un bando estaban las fuerzas acérrimamente católicas de España
y Austria. En el otro, los ejércitos protestantes de Suecia y de los pequeños principados
alemanes, incluyendo el Palati-nado del Rhin, cuyos gobernantes, el Elector Federico y su
esposa Elizabeth Estuardo, se encontraban exiliados en La Haya. Federico y sus aliados
contaban con el apoyo de los pensadores y escritores «rosa-cruces» tanto en el continente
como en Inglaterra.
En 1633 el cardenal Richelieu emprendió una política audaz y en apariencia increíble. Metió
a Francia en la guerra de los Treinta Años, pero no en el bando que cabría esperar. Para
Richelieu cierto número de consideraciones tenían precedencia sobre sus obligaciones
religiosas como cardenal. Quería establecer la supremacía francesa en Europa. Pretendía
neutralizar la amenaza perpetua y tradicional que para la seguridad de Francia
representaban Austria y España. Y quería destruir la hegemonía española que duraba desde
hacía ya más de un siglo, especialmente en los Países Bajos y partes de la Lorena moderna,
es decir en el corazón del antiguo reino merovingio. A causa de estos factores, Europa vio
con sorpresa la acción inusitada de un cardenal católico, presidente de un país católico,
despachando tropas católicas a luchar en el bando protestante... contra otros católicos.
Ningún historiador ha sugerido jamás que Richelieu fuera rosacruz. Pero habría sido
imposible hacer algo más en consonancia con las actitudes de los rosacruceso algo que le
hubiera granjeado más los favores de la Rosacruz.
Mientras tanto la casa de Lorena había empezado otra vez a aspirar al trono francés,
153
aunque de manera oblicua. Esta vez el pretendiente al trono era Gastón de Orléans,
hermano menor de Luis XIII. Gastón no pertenecía a la casa de Lorena. En 1632, sin
embargo, había contraído matrimonio con la hermana del duque de Lorena. Por
consiguiente, su heredero llevaría sangre de Lorena por parte materna; y si Gastón subía al
trono, Lorena presidiría Francia en el plazo de otra generación. Esta perspectiva bastó para
movilizar apoyo. Entre los que defendieron el derecho de Gastón a la sucesión encontramos
a un individuo al que ya habíamos encontrado antes: Charles, duque de Guisa. Charles
había tenido por preceptor al joven Robert Fludd. Y se había casado con Henriette-Catherine
de Joyeuse, propietaria de Couiza y de Arques, donde está situada la tumba que es idéntica
a la que aparece en el cuadro de Poussin.
Fracasaron los intentos de deponer a Luis y sentar en el trono a Gastón, pero, al parecer, el
tiempo estaba del lado de este último; o al menos del lado de sus herederos, pues Luis XIII
y su esposa, Ana de Austria, seguían sin tener hijos. Ya circulaban rumores en el sentido de
que el rey era homosexual o de que estaba sexualmente incapacitado; y, de hecho, según
ciertos informes que se dieron a conocer después de su autopsia, era incapaz de engendrar
hijos. Pero en 1638, tras veintitrés años de matrimonio estéril, de pronto Ana de Austria
concibió un hijo. Pocas personas de aquel tiempo creyeron en la legitimidad de aquel hijo y
sigue habiendo muchas dudas al respecto. Según autores de la época y posteriores, el
verdadero padre del niño era el cardenal Richelieu o quizá un «semental» contratado por él,
muy posiblemente su protegido y sucesor, el cardenal Mazarino. Incluso se ha afirmado que
después de la muerte de Luis XIII, Mazarino y Ana de Austria se casaron en secreto.
En todo caso, el nacimiento de un heredero de Luis XIII fue un duro golpe para las
esperanzas de Gastón de Orléans y la casa de Lorena. Y cuando murieron Luis y Richelieu,
ambos en 1642, se hizo el primero de una serie de intentos concertados de derrocar a
Mazarino e impedir que el joven Luis XIV subiera al trono. Estos intentos, que empezaron en
forma de levantamientos populares, culminaron en una guerra civil que duró, de modo
intermitente, diez años. Los historiadores llaman a esta guerra «la Fronde». Además de
Gastón de Orléans, entre sus principales instigadores había cierto número de nombres,
familias y títulos que ya nos resultan familiares. Estaba Frédéric-Maurice de la Tour de
Auvergne, duque de Bouillon. Estaba el vizconde de Turenne. Estaba el duque de
Longueville, nieto de Louis de Gonzaga, duque de Nevers y supuesto Gran maestre de la
orden de Sion medio siglo antes. El cuartel general y capital de los frondeurs era la antigua
población de Stenay, en las Ardenas, lo cual resulta bastante significativo.
154
La Compagnie du Saint-Sacrement
Según los documentos Prieuré, durante mediados del siglo xvn la Prieuré de Sion se dedicó
a deponer a Mazarino. Está muy claro que no lo consiguió. La Fronda fue un fracaso, Luis
XIV subió al trono de Francia y Mazarino, aunque fue depuesto brevemente, volvió a
recuperar su cargo en seguida y presidiría el país, en calidad de primer ministro, hasta su
muerte en 1660. Pero si la Prieuré de Sion se dedicó realmente a oponerse a Mazarino, por
fin teníamos algún indicio sobre ello, un medio de localizar e identificar a la orden. Dadas
las familias que participaron en la Fronda —familias cuyas genealogías figuraban también en
los documentos Prieuré—, parecía razonable asociar a la orden con los instigadores de
aquellos conflictos.
Los documentos Prieuré decían que la Prieuré de Sion se opuso activamente a Mazarino.
También decían que ciertas familias y títulos —Lorena, por ejemplo, Gonzaga, Nevers,
Guisa, Longueville y Bouillon— no sólo habían estado íntimamente relacionados con la
orden, sino que, además, proporcionaron a la misma algunos de sus grandes maestres. Y la
historia confirmaba que eran estos nombres y títulos los que encabezaban la oposición al
cardenal. Por consiguiente, nos pareció que habíamos localizado la Prieuré de Sion e
identificado por lo menos a algunos de sus miembros. Si estábamos en lo cierto, la Prieuré
de Sion —al menos durante el período en cuestión— era sencillamente otro nombre de un
movimiento y una conspiración reconocidos por los historiadores desde haría ya tiempo.
Pero los frondeurs no eran el único enclave de oposición a Mazarino. Había también otros
que coincidían en algunos puntos y funcionaron, no sólo durante la Fronda, sino también
mucho tiempo después. Los propios «documentos Prieuré» se refieren de modo repetido e
insistente a la Compagnie du Saint-Sacrement. Dan a entender, de forma muy clara, que la
Compagnie era en realidad la orden de Sion, o una fachada detrás de la cual ésta se
escondía, actuando bajo otro nombre. Y ciertamente la Compagnie —por su estructura, su
organización, sus actividades y sus modos de actuación— concordaba con la idea que
habíamos comenzado a formarnos de la Prieuré de Sion.
La Compagnie du Saint-Sacrement era una sociedad secreta muy bien organizada y
eficiente. En modo alguno se trata de una ficción. Por el contrario, su existencia ha sido
reconocida por sus contemporáneos, así como por los historiadores posteriores. Ha sido
documentada de manera exhaustiva y se le han dedicado numerosos libros y artículos. Su
nombre es bastante conocido en Francia y continúa gozando de cierta mística de moda.
Incluso han salido a la luz algunos de sus propios papeles.
Se dice que la Compagnie fue fundada entre 1627 y 1629 por un noble asociado con Gastón
de Orléans. Los individuos que guiaban y daban forma a su política, sin embargo,
155
156
miembro del real «Consejo de Conciencia», por ejemplo, Vicente de Paúl se convirtió en
confesor de Luis XIII. También fue consejero íntimo de Luis XIV, hasta que, debido a su
oposición a Mazarino, tuvo que renunciar a su cargo. Y la reina madre, Ana de Austria, era
en muchos aspectos un peón infortunado de la Compagnie, que —al menos durante un
tiempo— logró ponerla en contra de Mazarino. Pero la Compagnie no se limitaba
exclusivamente al trono. A mediados del siglo XVII tenía poder a través de la aristocracia, el
parlamento, la judicatura y la policía. Tanto era así que en varias ocasiones estas
corporaciones se atrevieron a desafiar al rey.
En nuestras investigaciones no encontramos ningún historiador, de entonces o más
reciente, que explicase de forma adecuada la Compagnie du Saint-Sacrement. La mayoría
de los autores la pintan como una organización archicatólica militante, un bastión de
ortodoxia rígidamente arraigada y fanática. Los mismos autores afirman que se dedicaba a
suprimir herejes. Pero, ¿por qué, en un país devotamente católico, era necesario que una
organización como esa funcionara dentro de un secreto tan estricto? ¿Y qué significaba la
palabra hereje en aquel tiempo? ¿Protestante? ¿Jansenista? De hecho, había numerosos
protestantes y jansenistas en las filas de la Compagnie.
Si la Compagnie era piadosamente católica, teóricamente debería haber apoyado al cardenal
Mazarino, quien, después de todo, encarnaba los intereses católicos en aquel tiempo. Pese a
ello, la Compagnie se opuso rotundamente a Mazarino, hasta tal punto que el cardenal,
perdiendo los estribos, juró que utilizaría todos sus recursos para destruirla. Lo que es más,
la Compagnie despertó también la hostilidad de otros círculos. Los jesuítas, por ejemplo,
llevaron a cabo campañas asiduas contra ella. Otras autoridades católicas la acusaron de
herejía, que era precisamente lo que la Compagnie afirmaba combatir. En 1651 el obispo de
Toulouse acusó a la Compagnie de prácticas impías e insinuó que había algo sumamente
irregular en sus ceremonias de iniciación," lo cual representa un eco curioso de las
acusaciones que se lanzaron contra los templarios. Incluso amenazó con excomulgar a los
miembros de la Compagnie. La mayoría de ellos desafiaron descaradamente la amenaza, lo
cual es una respuesta muy singular viniendo, como viene, de católicos supuestamente
«piadosos».
La Compagnie había sido formada cuando el furor ocasionado por la «Rosacruz» estaba aún
en su cénit. La gente creía que la cofradía invisible estaba en todas partes, que era
omnipresente, y esto no sólo engendraba pánico y paranoia, sino también las inevitables
cazas de brujas. Y, pese a ello, jamás encontraron trazas de ningún rosacruz con carnet: en
ninguna parte, y menos aún en la católica Francia. En lo que se refería a dicho país, los
rosacruces siguieron siendo fruto de la imaginación alarmista del pueblo. ¿O no fue así? Si
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finalmente pudieron localizar los restos de los muros de una ciudad y de un castillo.
Actualmente se reconoce que el lugar en cuestión fue Barberie. Al parecer, antes de su
destrucción consistía en una pequeña ciudad fortificada y un castillo.16 Y se encuentra a
poca distancia de la antigua aldea de Les Plantards.
Ahora ya podíamos decir que Cháteau Barberie existió indiscutiblemente y que fue destruido
por el fuego. Y, dada la existencia de la aldea de Les Plantards, no había motivos para dudar
de que fuera propiedad de una familia que ostentaba dicho nombre. Lo curioso era el hecho
de que no hubiese ningún testimonio de la fecha y el autor de la destrucción del castillo. Si
el responsable fue Mazarino, diríase que hizo lo imposible por borrar todo vestigio de su
actuación. A decir verdad, daba la impresión de que se hubiera intentado, de forma metó
dica y sistemática, borrar el Cháteau Barberie del mapa y de la historia. ¿Por qué
embarcarse en semejante tarea a menos que hubiera algo que esconder?
Nicolás Fouquet
Mazarino tenía otros enemigos aparte de los frondeurs y de la Compagnie du Saint-
Sacrement. Uno de los más poderosos era Nicolás Fouquet, quien en 1653 se había
convertido en el hombre más rico y más poderoso del reino. A veces le llamaban «el
verdadero rey de Francia». Y no carecía de aspiraciones políticas. Corrían rumores de que se
proponía transformar Bretaña en un ducado independiente presidido por él mismo.
La madre de Fouquet era miembro destacado de la Compagnie du Saint-Sacrement.
También lo era su hermano Charles, arzobispo de Narbona, en el Languedoc. Su hermano
menor, Louis, también era eclesiástico. En 1656 Nicolás Fouquet envió a Louis a Roma por
motivos que nunca han sido explicados, aunque ello no significa forzosamente que fueran
misteriosos. Desde Roma Louis escribió la carta enigmática que se cita en el capítulo 1, la
carta que habla de un encuentro con Poussin y de un secreto «que hasta a los reyes les
costaría mucho sacarle. Y, a decir verdad, si Louis se mostró indiscreto en la
correspondencia, Poussin no lo fue en absoluto. Su sello personal llevaba el lema Tenet
Confidentiam.
En 1661 Luis XIV ordenó la detención de Nicolás Fouquet. Las acusaciones eran
extremadamente generales y nebulosas. Había vagas acusaciones de malversación de
fondos y otras, aún más vagas, de sedición. Basándose en tales acusaciones, todos los
bienes y posesiones de Fouquet fueron secuestrados por orden del rey. Pero éste prohibió a
sus funcionarios que tocasen los papeles y la correspondencia del superintendente e insistió
en ser él mismo quien los examinara en privado.
El proceso de Fouquet duró cuatro años y fue la sensación de la Francia de la época,
escindiendo y polarizando violentamente a la opinión pública. Louis Fouquet —que se había
160
entrevistado con Poussin y escrito la carta desde Roma— ya había muerto. Pero la madre
del superintendente y el hermano que aún vivía movilizaron a la Compagnie du Saint-
Sacrement, entre cuyos miembros se contaba también uno de los jueces que presidieron el
juicio. La Compagnie prestó todo su apoyo al superintendente y trabajó activamente a
través de los tribunales y de la opinión popular. Luis XIV —que no solía ser sanguinario—
exigió que la condena fuese a muerte. El tribunal, negándose a ser intimidado por el mo
arca, dictó sentencia de destierro perpetuo. Exigiendo todavía la pena de muerte, el rey,
enfurecido, sustituyó a los recalcitrantes jueces por otros más obedientes; pero, al parecer,
la Compagnie siguió desafiándole. A la larga, en 1665, Fouquet fue condenado a cadena
perpetua. Por orden del rey se le mantuvo en riguroso aislamiento. Fue privado de todo lo
que sirviera para escribir y de todo lo que le permitiera comunicarse con alguien. Y, según
se dice, los soldados que conversaban con él eran encerrados en prisiones flotantes o, en
algunos casos, colgados.17
En 1665, el año en que Fouquet fue encarcelado, Poussin murió en Roma. Durante los años
siguientes Luis XIV persistió en sus esfuerzos, a través de sus agentes, por conseguir un
soto cuadro: Les bergers d'Arcadie. En 1685 consiguió por fin su propósito. Pero el cuadro
no fue exhibido, ni siquiera en la residencia del monarca. Por el contrario, quedó
secuestrado en los aposentos privados de Luis XIV, donde nadie podía verlo sin contar con
el permiso personal del rey.
La historia de Fouquet tiene una nota a pie de página, por así decirlo. Su desgracia, fuera
cuales fuesen sus causas y su magnitud, no recayó sobre sus hijos. A mediados del siglo
siguiente el nieto de Fouquet, el marqués de Belle-Isle, era ya, de hecho, el hombre más
importante de Francia. En 1718 el marqués de Belle-Isle cedió la propia Belle-Isle —que era
una isla fortificada ante la costa bretona— a la corona. A cambio obtuvo ciertos territorios
interesantes. Uno de ellos era Longueville, cuyos anteriores duques y duquesas habían
aparecido repetidas veces en nuestra investigación. Y otro era Gisors. En 1718 el marqués
de Belle-Isle se convirtió en conde de Gisors. En 1742 pasó a ser duque de Gisors. Y en
1748 Gisors fue elevado a la categoría de ducado principal.
Nicolás Poussin
El propio Poussin nació en 1594, en una ciudad pequeña llamada Les Andelys, la cual, según
pudimos descubrir, distaba unos pocos kilómetros de Gisors. De joven se marchó de Francia
y se instaló en Roma, donde pasó toda su vida, volviendo una sola vez a su país natal. A
principios del decenio de 1640 regresó a Francia a petición del cardenal Richelieu, que le
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Los «documentos Prieuré» dicen que Et in Arcadia Ego fue la divisa oficial de la familia
Plantard desde por lo menos el siglo XII, que fue cuando Jean de Plantard se casó con
Idoine de Gisors. Según una fuente citada en los «documentos Prieuré», en 1210 ya alude a
la divisa un tal Robert, abad de Mont-Saint-Michel.20 No pudimos obtener acceso a los
archivos de Mont-Saint-Michel y, por tanto, no nos fue posible verificar esta afirmación. Sin
embargo, nuestra investigación nos convenció de que la fecha de 1210 era errónea y podía
demostrarse que lo era. De hecho, en 1210 no había en Mont-Saint-Michel ningún abad que
se llamase Robert. En cambio, un tal Robert de Torigny fue realmente abad de Mont-Saint-
Michel entre 1154 y 1186. Y se sabe que Robert de Torigny fue un historiador prolífico y
asiduo, entre cuyos pasatiempos estaba coleccionar lemas, divisas, blasones y escudos de
armas de familias nobles de toda la cristiandad.21
Fuera cual fuese el origen de la frase, parece ser que tanto para Guercino como para
Poussin las palabras Et in Arcadia Ego eran algo más que un verso de poesía elegiaca. Salta
a la vista que tenía algún significado secreto e importante que ciertas personas sabían re
conocer o identificar: era el equivalente, en pocas palabras, de un signo o contraseña de los
masones. Y es precisamente en tales términos que una afirmación que aparece en los
«documentos Prieuré» define el carácter del arte simbólico o alegórico:
Las obras alegóricas tienen esta ventaja, que una sola palabra basta para iluminar
conexiones que la multitud no alcanza a percibir. Tales obras están a disposición de todo el
mundo, pero su significado va dirigido a una élite. Por encima y más allá de las masas,
quien envía y quien recibe se comprenden el uno al otro. El éxito inexplicable de ciertas
obras se deriva de esta cualidad alegórica, la cual no constituye una simple moda, sino una
forma de comunicación esotérica.22
En su contexto esta afirmación se refería a Poussin. No obstante, tal como ha demostrado
Francés Yates, podría aplicarse igualmente a las obras de Leonardo, Botticelli y otros
artistas del Renacimiento. También cabría aplicarla a figuras posteriores: Nodier, Hugo, De
bussy, Cocteau y sus círculos respectivos.
Rosslyn Chapel y Shugborough Hall.
Durante nuestra investigación anterior habíamos encontrado varios vínculos importantes
entre los supuestos grandes maestres de la Prieuré de Sion en los siglos XVI y XVII y la
francmasonería europea. En el curso de nuestro estudio de la francmasonería descubrimos
otros vínculos también. Estos vínculos no tenían relación alguna con los supuestos grandes
maestres como tales, pero sí la tenían con otros aspectos de nuestra investigación.
Así, por ejemplo, encontramos alusiones repetidas a la familia Sinclair, rama escocesa de la
familia normanda Saint-Clair Gisors. Su dominio en Rosslyn distaba sólo unos kilómetros del
164
Esta estrofa parece una alusión explícita al cuadro de Poussin y a la inscripción Et in Arcadia
Ego... hasta lo del edo señalando la tumba. Y en los terrenos de Shugborough hay un
imponente bajorrelieve de mármol, ejecutado por orden de la familia Anson entre 1761 y
165
En 1738 el papa Clemente XII promulgó una bula pontificia condenando y excomulgando a
todos los francmasones, a los que declaró «enemigos de la Iglesia romana». Nunca ha
estado muy claro por qué fueron considerados de este modo, sobre todo si se tiene en
cuenta que muchos de ellos, al igual que los jacobitas de la época, eran ostensiblemente
católicos. Quizás el papa era consciente de la relación que nosotros habíamos descubierto
entre la francmasonería de los primeros tiempos y los «rosacruces» antirromanos del siglo
xvn. En todo caso, puede que sobre la cuestión arroje algo de luz una carta que fue
publicada por primera vez en 1962. Esta carta la había escrito el papa Clemente XII e iba
dirigida a un corresponsal desconocido. En su texto el papa declara que el pensamiento
masónico reposa en una herejía que nosotros habíamos encontrado repetidas veces: la
negación de la divinidad de Jesús. Y, además, afirma que los espíritus guías, las «mentes
directoras» que hay detrás de la francmasonería son las mismas que las que provocaron la
reforma luterana.25 Es muy posible que el papa fuera paranoico; pero es importante señalar
que no está hablando de nebulosas corrientes del pensamiento ni de tradiciones vagas. Por
el contrario, está hablando de un grupo de individuos muy organizado —secta, orden,
sociedad secreta— que a lo largo de los siglos se ha dedicado a subvertir el edificio del
cristianismo católico.
La Roca de Sion
En las postrimerías del siglo xvm, cuando proliferaban numerosos sistemas masónicos
distintos, hizo su aparición el llamado Rito Oriental de Menfis.26 En este rito el nombre de
Ormus aparecía —que nosotros supiéramos— por primera vez. Se trataba del nombre que
supuestamente había adoptado la Prieuré de Sion entre 1188 y 1307. Según el Rito Oriental
de Menfis, Ormus era un sabio egipcio que, alrededor del año 46 de la era cristiana,
amalgamó misterios paganos y cristianos y, al hacerlo, creó la Rose-Croix.
En otros ritos masónicos del siglo xvm se repiten las alusiones a la oca de Sion, la misma
Roca de Sion que, tal como citan los «documentos Prieuré», hizo que la tradición real
instaurada por Godo-fredo de Bouillon y Balduino de Bouillon fuera igual a la de cualquier
otra dinastía reinante en Europa. Antes habíamos supuesto que la Roca de Sion era
166
sencillamente el Monte Sion, la colina alta situada al sur de Jerusalén sobre la cual
Godofredo construyó una abadía destinada a albergar a la orden que se convertiría en la
Prieuré de Sion. Pero las fuentes masónicas atribuyen un significado complementario a la
Roca de Sion. Dado su interés por el Templo de Jerusalén, no es extraño que remitan al
lector a pasajes específicos de la Biblia. Y en estos pasajes la Roca de Sion a veces es algo
más que una colina alta. Es una piedra determinada que fue pasada por alto u olvidada de
modo injustificable durante la construcción del Templo y que posteriormente debe
recuperarse e incorporarse como piedra angular de la estructura. Según el Salmo 118, por
ejemplo:
La piedra que desecharon los edificadores ha venido a ser cabeza del ángulo.
En Mateo 21, 42, Jesús alude de manera específica a este salmo:
¿Nunca leísteis en las Escrituras: La piedra que desecharon los edificadores, ha venido a ser
cabeza del ángulo?
En Romanos 9, 33, hay otra alusión, bastante más ambigua:
He aquí que pongo en Sion piedra de tropiezo y roca de caída; Y el que creyere en él, no
será avergonzado.
En Hechos 4, 10, la Roca de Sion bien podría interpretarse como una metáfora que se
refiere al propio Jesús: que en el nombre de Jesucristo de Nazaret... este hombre está en
vuestra presencia sano. Este Jesús es la piedra reprobada por vosotros los ediñcadores, la
cual ha venido a ser cabeza del ángulo.
En Efesios 2, 20 la equiparación de Jesús con la Roca de Sion se hace más aparente:
edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del
ángulo Jesucristo mismo.
Y en la 1.a de San Pedro 2, 3-8 esta equiparación se hace todavía más explícita:
si es que habéis gustado la benignidad del Señor. Acercándoos a él, piedra viva, desechada
ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como
piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio sano, para ofrecer sacrificios
espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo. Por lo cual también contiene la
Escritura: He aquí, pongo en Sion la principal piedra del ángulo, escogida, preciosa; Y el que
creyere en él, no será avergonzado. Para vosotros, pues, los que creéis, él es precioso; pero
para los que no creen, la piedra que los edificadores desecharon, ha venido a ser la cabeza
del ángulo; y: Piedra de tropiezo, y roca que hace caer, porque tropiezan en la palabra,
siendo desobedientes; a lo cual fueron también destinados.
En la frase siguiente el texto procede a recalcar temas cuyo significado no advertimos hasta
más tarde. Habla de un linaje escogido de reyes que son a la vez líderes espirituales y
167
En 1833 Jean Baptiste Pitois, ex discípulo de Charles Nodier en la biblioteca del Arsenal, era
funcionario del ministerio de Educación Pública.2" Y en aquel año el ministerio emprendió un
proyecto ambicioso: publicar todos los documentos relativos a la historia de Francia que
hasta aquel momento habían permanecido suprimidos. Se formaron dos comités que
presidirían la empresa. Entre otras personas, formaban parte de dichos comités Víctor
Hugo, Jules Michelet y una autoridad en el tema de las cruzadas, el barón Emmanuel Rey.
Entre las obras que se publicaron subsiguientemente bajo los auspicios del ministerio de
Educación Pública estaba la monumental Le procés des Templiers, de Michelet, que consistía
en una recopilación exhaustiva de testimonios de la Inquisición referentes a los procesos a
que fueron sometidos los caballeros templarios. Bajo los mismos auspicios, el barón Rey
publicó varias obras que trataban de las cruzadas y del reino franco de Jerusalén. En ellas
aparecieron impresas por primera vez cartas originales relacionadas con la Prieuré de Sion.
En ciertas partes los textos que cita Rey son casi idénticos a pasajes que aparecen en los
«documentos Prieuré».
En 1875 el barón Rey fue cofundador de la Société de l'Orient Latin (Sociedad del Oriente
Medio Latino [o Franco]). Esta sociedad, cuya base estaba en Ginebra, se dedicó a
ambiciosos proyectos arqueológicos. También publicaba su propia revista, la Revue de l'O-
rient Latin, que actualmente es una de las fuentes principales para los historiadores
modernos como sir Steven Runciman. La Revue de l'Orient Latin reprodujo más documentos
de la Prieuré de Sion.
La investigación de Rey era típica de una nueva forma de erudición histórica que empezaba
a aparecer en Europa en aquel tiempo, sobre todo en Alemania, y que representaba una
amenaza extremadamente seria para la Iglesia. La diseminación del pensamiento
darwiniano y del agnosticismo ya había provocado una «crisis de fe» a finales del siglo XIX,
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crisis que la nueva erudición vino a ampliar. Antes de entonces la mayor parte de la
investigación histórica había sido algo poco digno de confianza, pues se apoyaba en unos
cimientos muy tenues: en la leyenda y la tradición, en las memorias personales, en
exageraciones promulgadas en bien de tal o cual causa. Hasta el siglo xix no empezaron los
eruditos alemanes a introducir las técnicas rigurosas y meticulosas que actualmente se
aceptan como cosa normal, como repertorio de todo historiador responsable. Esta
preocupación por el examen crítico, por la investigación de las fuentes de primera mano,
por la remisión a otras fuentes y por la cronología exacta fue el origen del estereotipo
convencional del pedante teutónico. Pero si los historiadores alemanes de la época tendían a
perderse en minucias, también proporcionaron una base sólida para la investigación. Y
también para cierto número de importantes descubrimientos arqueológicos. El ejemplo más
famoso,huelga decirlo, es Henrich Schliemann, que realizó excavaciones en el antiguo
emplazamiento de Troya.
Era sólo cuestión de tiempo antes de que las técnicas de la erudición alemana fuesen
aplicadas, con parecida diligencia, a la Biblia. Y la Iglesia, que dependía de la aceptación
ciega del dogma, sabía muy bien que la Biblia misma no podría soportar semejante
escrutinio crítico. En su libro Vida de Jesús, que se vendió mucho y provocó grandes
polémicas, Ernest Rénan ya había aplicado la metodología alemana al Nuevo Testamento,
con unos resultados que, para Roma, fueron extremadamente turbadores.
En sus inicios el movimiento modernista católico surgió como respuesta a este nuevo
desafío. Su objetivo original era producir una generación de expertos eclesiásticos
entrenados en la tradición alemana que defendieran la verdad literal de las Escrituras
utilizando para ello todo el pesado armamento de la erudición crítica. Sucedió, sin embargo,
que el plan perjudicó a sus propios inventores. Cuanto más procuraba la Iglesia equipar a
sus clérigos jóvenes con las armas necesarias para combatir en el polémico mundo
moderno, mayor era el número de tales clérigos que desertaba de la causa para cuya
defensa habían sido reclutados. El examen crítico de la Biblia reveló multitud de
incongruencias, discrepancias e implicaciones que eran decididamente perjudiciales para el
dogma romano. Y hacia las postrimerías del siglo los modernistas ya no eran las tropas de
élite que la Iglesia había esperado que fuesen, sino que eran detectores y herejes incipien
tes. De hecho, representaban la amenaza más grave que había experimentado la Iglesia
desde Martín Lutero y pusieron el catolicismo al borde de un cisma como no se había visto
durante siglos.
El semillero de la actividad modernista fue Saint Sulpice en París, que ya había
desempeñado la misma función para la Compagnie du Saint-Sacrement. A decir verdad, una
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de las voces más resonantes del movimiento modernista era el hombre que ocupó el cargo
de director del seminario de Saint Sulpice desde 1852 hasta 1884.29 A partir de Saint
Sulpice los criterios modernistas se extendieron rápidamente al resto de Francia, así como a
Italia y a España. Según dichos criterios, los textos bíblicos no eran infalibles, sino que
había que comprenderlos en el contexto específico de su época. Y los modernistas también
se rebelaron contra la creciente centralización del poder eclesiástico, en especial contra la
recién instituida doctrina de la infalibilidad del papa,30 la cual era rotundamente contraria a
la nueva tendencia. Antes de que transcurriese mucho tiempo los criterios modernistas
empezaron a ser diseminados no sólo por los clérigos intelectuales, sino también por
escritores distinguidos e influyentes. Figuras como Roger Martin en Francia y Miguel de
Unamuno en España estaban entre los principales portavoces del modernismo.
La Iglesia replicó con el vigor y la ira que eran de prever. Los modernistas fueron acusados
de francmasones. Muchos de ellos fueron suspendidos de sus funciones o incluso
excomulgados y sus libros pasaron a engrosar el índice de obras prohibidas. En 1903 el
papa León XIII fundó la Comisión Bíblica Pontificia, cuya misión sería controlar los escritos
de los eruditos bíblicos. En 1907 el papa Pío X hizo pública una condena oficial del
modernismo. Y el 1 de septiembre de 1910 la Iglesia exigió que sus clérigos prestasen
juramento contra las tendencias modernistas.
A pesar de todo ello, el modernismo continuó floreciendo hasta que la primera guerra
mundial desvió la atención del público hacia otras inquietudes. Hasta 1914 fue una cause
célebre. Un autor modernista, el abate Turmel, demostró ser un individuo especialmente
travieso. Al mismo tiempo que en apariencia llevaba un comportamiento impecable, en su
puesto docente de Bretaña, publicó una serie de obras modernistas utilizando no menos de
catorce seudónimos distintos. Cada una de tales obras fue incluida en el índice de libros
prohibidos, pero hasta 1929 no se supo que su autor era Turmel. Ni que decir tiene, fue
excomulgado sumariamente.
Mientras tanto el modernismo llegó a Gran Bretaña, donde fue bien acogido y sancionado
por la Iglesia anglicana. Entre sus partidarios anglicanos estaba William Temple, que más
adelante sería arzobispo de Canterbury y que declaró que el modernismo es lo que ya creen
la mayoría de las personas educadas».31 Uno de los colaboradores de Temple era el
canónigo A. L. Lilley. Y Lilley conocía al sacerdote de quien habíamos recibido aquella carta
portentosa: la que hablaba de pruebas incontrovertibles de que Jesús no murió en la cruz.
Lilley, como nosotros ya sabíamos, había trabajado en París durante algún tiempo y allí
había conocido al abate Emile Hoffet, el hombre a quien Sauniére llevó los pergaminos
hallados en Rennes-le-Cháteau. Con sus conocimientos de historia, lenguas y lingüística,
170
Hoffet era un ejemplo típico del joven erudito modernista de su tiempo. Sin embargo, no se
había preparado en Saint Sulpice. Por el contrario, se había formado en Lorena. En la
Escuela Seminario de Sion: La colline inspirée.32
Los protocolos de Sion
Uno de los testimonios más persuasivos de cuantos encontramos sobre la existencia y las
actividades de la Prieuré de Sion databa de las postrimerías del siglo XIX. El testimonio en
cuestión es conocido, pero no reconocido como tal. Al contrario, siempre ha ido asociado a
cosas más siniestras. Ha desempeñado un papel tristemente célebre en la historia reciente y
todavía tiende a despertar tantas emociones violentas, antagonismos encarnizados y
recuerdos horripilantes que la mayoría de los autores prefieren descartarlo de entrada. Esta
reacción es perfectamente comprensible en la medida en que dicho testimonio ha
contribuido de modo significativo a los prejuicios y sufrimientos de la humanidad. Pero si
bien es cierto que el testimonio ha sido usado criminalmente, nuestras investigaciones nos
convencieron de que también ha sido objeto de graves errores de interpretación.
El papel de Rasputín en la corte de Nicolás y Alejandra de Rusia es más o menos del
conocimiento de todos. Sin embargo, lo que no suele saberse es que en la corte rusa
existían enclaves esotéricos influyentes, incluso poderosos, mucho antes de la aparición de
Rasputín. Durante los decenios de 1890 y 1900 se formó uno de tales enclaves en torno a
un individuo conocido por Monsieur Philippe y en torno al mentor de éste, que
periódicamente visitaba la corte imperial de Petersburgo. Y el mentor de Monsieur Philippe
era nada menos que el hombre llamado Papus:33 el esoterista francés que estaba
relacionado con Jules Doinel (fundador de la iglesia neocátara del Languedoc), Péladan (que
pretendía haber descubierto la tumba de Jesús), Emma Calvé y Claude Debussy. En pocas
palabras, el renacimiento del ocultismo francés a finales del siglo xix no se había extendido
sólo a Petersburgo, sino que, además, sus representantes gozaban de la condición
privilegiada de confidentes personales del zar y la zarina.
No obstante, el enclave esotérico de Papus y de Monsieur Philippe provocó la oposición
activa de otros intereses poderosos: la gran duquesa Isabel, por ejemplo, que estaba
empeñada en colocar a sus propios favoritos en las inmediaciones del trono imperial. Uno de
los favoritos de la gran duquesa era un individuo más bien despreciable que ha pasado a la
posteridad con el seudónimo de Sergei Nilus. Alrededor de. 1903 Nilus presentó al zar un
documento muy controvertible que supuestamente testificaba la existencia de una peligrosa
conspiración. Pero si Nilus esperaba que el zar le demostrase gratitud por su revelación,
debió de llevarse un serio desengaño. El zar declaró que el documento era una patraña
escandalosa y ordenó la destrucción de todos los ejemplares del mismo. Y Nilus, caído en
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lan Fleming. Sin .embargo, cuando fueron publicados por primera vez se dijo que eran obra
de un Congreso Judaico Internacional reunido en Basilea en 1897. La falsedad de esta
aseveración quedó demostrada hace ya mucho tiempo. Se sabe, por ejemplo, que los
primeros ejemplares de los Protocolos estaban redactados en francés y en el congreso cele
brado en Basilea en 1897 no había ni un solo delegado francés. Por si fuera poco, se sabe
también que un ejemplar de los Protocolos circulaba ya en 1884, es decir, trece años antes
del congreso de Basilea.
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que presidirá dicho ino masónico. Afirma que el futuro rey será de las raíces dinásticas del
rey David. También dice que el rey de los judíos será el verdadero papa y el patriarca de
una Iglesia internacional. Y concluye, de una manera harto críptica, diciendo que Ciertos
miembros de la simiente de David prepararán a los reyes y a sus herederos... Sólo el rey y
los tres que lo apadrinaron sabrán lo que va a venir.39
Como expresión del pensamiento judaico, real o inventado, estas afirmaciones son
manifiestamente absurdas. Desde tiempos bíblicos ningún rey ha figurado en la tradición
judaica y el principio mismo de la realeza se ha convertido en algo totalmente fuera de
lugar. El concepto de un rey no habría significado nada para los judíos de 1897, como
tampoco significaría nada para los judíos de hoy; y este hecho no podía ignorarlo ningún
falsificador. En realidad, las referencias que hemos citado parecen más cristianas que
judías. Durante los dos últimos milenios el único «rey de los judíos» ha sido Jesús; y Jesús,
según los evangelios, era de las raíces dinásticas de David. Si alguien inventa un documento
y lo atribuye a una conspiración judía, ¿por qué va a incluir ecos tan patentemente
cristianos? ¿Por qué hablar de un concepto tan específica y singularmente cristiano como es
el de un papa? ¿Por qué hablar de una «Iglesia internacional en lugar de una sinagoga o un
templo internacional? ¿Y por qué incluir la alusión enigmática al rey y a los tres que lo
apadrinaron? Más que en el judaismo y el cristianismo, esto último hace pensar en las
sociedades secretas de Johann Valentín Andrea y Charles Nodier. Si los Protocolos en su
totalidad fueron fruto de la imaginación antisemítica de un propagandista, es difícil imaginar
que éste fuera tan inepto, tan ignorante y tan mal informado.
Basándonos en una investigación prolongada y sistemática, sacamos ciertas conclusiones en
relación con los Protocolos de los sabios de Sion. Son las siguientes:
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siglo XIX y, específicamente, sobre Bérenger Sauniére. Según una de estas crónicas puestas
al día, Sauniére no descubrió por casualidad los trascendentales pergaminos en su iglesia.
Por el contrario, se dice que dio con ellos porque emisarios de la Prieuré de Sion le
informaron de su paradero. Estos emisarios visitaron a Sauniére en Rennes-le-Cháteau y le
reclutaron en calidad de factótum. Al parecer, hacia finales de 1916 Sauniére se peleó con
dichos emisarios.40 Si esto es cierto, la muerte dtl cura en enero de 1917 cobra un tono más
siniestro del que generalmente se le atribuye. Diez días antes de su muerte Sauniére
gozaba de buena salud. A pesar de ello, diez días antes de su muerte alguien encargó un
ataúd en su nombre. El recibo del ataúd, fechado el 12 de enero de 1917, está extendido a
nombre de Mane Denarnaud, confidente y gobernanta de Sauniére.
Una publicación Prieuré más reciente y, al parecer, más autorizada amplía la historia de
Sauniére y diríase que confirma, al menos en parte, la crónica que hemos resumido más
arriba. Según dicha publicación, Sauniére no era más que un peón y su papel en el misterio
de Rennes-le-Cháteau ha sido muy exagerado. La verdadera fuerza que había detrás de los
acontecimientos del pueblo de montaña era, según se dice, el abate Henri Boudet, amigo de
Sauniére y cura del cercano pueblo de Rennes-les-Bains.41
Se dice que Boudet proporcionó a Sauniére todo su dinero, un total de trece millones de
francos entre 1887 y 1915. Y también se dice que Boudet guió a Sauniére en sus diversos
proyectos: las obras públicas, la construcción de la Villa Bethania y de la Tour Magdala.
Asimismo, Boudet supervisó la restauración de la iglesia de Rennes-le-Cháteau y diseñó las
desconcertantes estaciones de la cruz de Sauniére como una especie de versión ilustrada o
equivalente visual de un libro críptico suyo.
Según esta reciente publicación Prieuré, en esencia Sauniére ignoró siempre el verdadero
secreto que él mismo custodiaba: hasta que Boudet, a punto ya de morir, se lo confió en
marzo de 1915. Según la misma publicación, Marie Denarnaud, la gobernanta de Sauniére,
era en realidad agente de Boudet. Se supone que fue a través de ella que Boudet transmitía
instrucciones a Sauniére. Y todo el dinero se lo pagaba a ella. O, mejor dicho, la mayor
parte del dinero. Pues se dice que entre 1885 y 1901 Boudet pagó 7.655.250 francos al
obispo de Carcasona, es decir, el hombre que envió a Sauniére a París con los pergaminos y
que corrió con todos los gastos del viaje y de la estancia. Da la impresión de que también el
obispo trabajaba esencialmente para Boudet. No hay duda de que la situación resulta
incongruente: un importante obispo regional es el sirviente pagado de un humilde cura de
una parroquia remota. ¿Y el párroco? ¿Para quién trabajaba Boudet? ¿A qué intereses
representaba? ¿Qué le daría el poder necesario para contratar los servicios y el silencio de
su superior eclesiástico? ¿Y quién le proporcionaría aquellos inmensos recursos económicos
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que él gastaba con tanta prodigalidad? Estas preguntas no hallan una respuesta explícita.
Pero la contestación está implícita de manera constante: la Prieuré de Sion.
Una nueva obra que, al igual que sus predecesoras, parecía inspirada en fuentes de
información privilegiadas arrojó más luz sobre el asunto. La obra en cuestión es Le trésor du
triangle d'or (El tesoro del triángulo de oro), de Jean-Luc Chaumeil, publicada en 1979.
Según Chaumeil, varios clérigos relacionados con el enigma de Rennes-le-Cháteau —
Sauniére, Boudet y muy probablemente otros como Hoffet, el tío de Hoffet en Saint Sujpice
y el obispo de Carcasona— estaban afiliados a la masonería de «nto escocés». Esta variante
de la francmasonería, declara Chaumeil, difería de la mayoría de las demás por ser
«cristiana, hermética y aristocrática». En pocas palabras, a diferencia de muchos ritos de la
francmasonería, no consistía principalmente en librepensadores y ateos. Al contrario, parece
ser que era profundamente religiosa y que estaba orientada a la magia: hacía hincapié en
una sagrada jerarquía social y política, en un orden divino, en un plan subyacente de índole
cósmica. Y los grados más altos de dicha francmasonería, según Chaumeil, eran los grados
inferiores de la Prieuré de Sion.42
Durante nuestras pesquisas ya habíamos encontrado una francmasonería del tipo que
describe Jean-Luc Chaumeil. A decir verdad, la descripción que éste hace podía aplicarse
fácilmente al «rito escocés» original que introdujeron Charles Radclyffe y sus colaboradores.
Tanto la masonería de Radclyffe como la que describe Chaumeil habrían sido aceptables
para los católicos devotos a pesar de la condenación del papa, ya fueran tales católicos
jacobitas del siglo xvm o curas franceses del XX. No hay duda de que Roma lo desaprobaba
en ambos casos, y lo hacía de forma muy vehemente. Sin embargo, parece que los
individuos relacionados con todo ello no sólo persistieron en considerarse como cristianos y
católicos. A juzgar por los datos de que disponemos, también parecen haber recibido una
importante y vigorizadora transfusión de fe que les permitía verse a sí mismos como
cristianos en un sentido más verdadero que el del pontificado.
Aunque Jean-Luc Chaumeil se muestra tan impreciso como evasivo, da a entender de modo
implícito que en los años anteriores a 1914 la francmasonería a la que pertenecían Boudet y
Sauniére se amalgamó con otra institución esotérica, una institución que bien podría
explicar algunas de las referencias curiosas a un monarca que aparecen en los Protocolos de
los sabios de Sion, especialmente si, como insinúa Chaumeil, e1 verdadero poder que había
detrás de esta otra institución era también la Prieuré de Sion.
La institución a la que nos referimos se llamaba la Hiéron du Val d'Or, lo cual parece una
transposición verbal de Orval,43 el sitio que figuraba repetidamente en la historia. La Hiéron
du Val d'Or era una especie de sociedad secreta política fundada alrededor de 1873. Parece
182
ser que compartía muchas cosas con otras organizaciones esotéricas de la época. Daba una
importancia característica, por ejemplo, a la geometría sagrada y a varios emplazamientos
también sagrados. Insistía en la existencia de una verdad mística o gnóstica debajo de los
motivos mitológicos. Se advertía su preocupación por los orígenes de los hombres, las
razas, las lenguas y los símbolos, tal como se advierte también en la teosofía. Y, al igual
que muchas otras sectas y sociedades de la época, la Hiéron du Val d'Or era al mismo
tiempo cristiana y transcristiana. Ponía de relieve la importancia del Sagrado Corazón, por
ejemplo, pero lo vinculaba con otros símbolos precristianos. Procuraba hacer compatibles
los misterios cristianos y paganos, tal como se decía que había hecho el legendario Ormus.
Y atribuía un significado especial al pensamiento druídico, al que, como hacen muchos
expertos modernos, consideraba como parcialmente pitagórico. Todos estos temas aparecen
bosquejados en la obra publicada del abate Henri Boudet, el amigo de Sauniére.
La Hiéron du Val d'Or tenía que ver con nuestra investigación porque formulaba lo que Jean-
Luc Chaumeil denomina una «geopolítica esotérica» y un «orden mundial etnárquico». En
realidad, estas denominaciones, traducidas a un lenguaje más asequible, significaban la
instauración de un nuevo Sacro Imperio Romano en la Europa del siglo XIX, un Sacro
Imperio Romano revitalizado y reconstituido, un Estado secular que unificaría a todos los
pueblos y que en esencia se apoyaría en cimientos espirituales en lugar de sociales, políticos
o económicos. A diferencia de su predecesor, este nuevo Sacro Imperio Romano sería
auténticamente sacro, auténticamente «romano» y auténticamente «imperial», aunque el
significado específico de estos términos sería crucialmente distinto del significado aceptado
por la tradición y el convencionalismo. Un Estado de estas características llevaría a la
práctica el sueño secular de un reino celestial en la Tierra, una copia o imagen terrestre del
orden, la armonía y la jerarquía del cosmos. Habría realizado la antigua premisa hermética
de lo de arriba, también abajo. Y no era del todo utópico o ingenuo. Al contrario, era cuando
menos remotamente factible en el contexto de la Europa del siglo XIX.
Según Chaumeil, los objetivos de la Hiéron du Val d'Or eran:
una teocracia en donde las naciones no serían más que provincias, sus líderes no serían otra
cosa que procónsules al servicio de un gobierno mundial oculto integrado por una élite. Para
Europa este régimen del Gran Rey entrañaba una doble hegemonía del pontificado y el
imperio, del Vaticano y de los Habsburgo, que serían el brazo derecho del Vaticano.44
En el siglo XIX, huelga decirlo, los Habsburgo eran sinónimo de la casa de Lorena. Por
consiguiente, el concepto de un Gran Rey habría significado el cumplimiento de las profecías
de Nostradamus. Y también habría realizado, al menos en cierto sentido, el proyecto
monárquico que se bosquejaba en los Protocolos de los sabios de Sion. Al mismo tiempo,
183
está claro que la realización de un proyecto tan grandioso habría entrañado diversos
cambios en las instituciones existentes. El Vaticano, por ejemplo, seguramente hubiera sido
muy distinto del que a la sazón estaba instalado en Roma. Y los Habsburgo habrían sido
algo más que jefes de Estado imperiales. De hecho, se hubiesen convertido en una dinastía
de reyes-sacerdotes, igual que los faraones del antiguo Egipto. O igual que el Mesías que
esperaban los judíos en el alba de la era cristiana.
Chaumeil no aclara hasta qué punto los propios Habsburgo participaban activamente en
estos ambiciosos planes clandestinos. Hay datos, no obstante —incluyendo la visita de un
archiduque Habsburgo a Ren-nes-le-Cháteau—, que parecen atestiguar cuando menos
cierta participación. Pero los planes que se habían trazado, fuesen los que fuesen, se vieron
frustrados a causa de la primera guerra mundial, que entre otras cosas significó el final del
poder de los Habsburgo.
Tal como los explicaba Jean-Luc Chaumeil, los objetivos de la Hiéron du Val d'Or —o de la
Prieuré de Sion— tenían cierto sentido lógico en el contexto de lo que habíamos descubierto
nosotros. Arrojaban nueva luz sobre los Protocolos de los sabios de Sion. Concordaban con
los objetivos declarados de varias sociedades secretas, incluyendo las de Charles Radclyffe y
Charles Nodier. Y lo más importante de todo era que se ajustaban a las aspiraciones
políticas que, tal como habíamos podido comprobar, albergó la casa de Lorena a lo largo de
los siglos.
Pero si los objetivos de la Hiéron du Val d'Or tenían sentido lógico, no tenían sentido político
desde el punto de vista práctico. Nos preguntamos en qué se hubiesen basado los
Habsburgo para reclamar su derecho de funcionar en calidad de dinastía de reyes-
sacerdotes. A menos que contasen con un abrumador apoyo popular, no hubiera sido
posible defender tal derecho en contra del gobierno republicano de Francia, por no hablar de
las dinastías imperiales que en aquel tiempo reinaban en Rusia, Alemania y Gran Bretaña.
¿Y cómo habrían podido obtener el necesario apoyo popular?
En el contexto de las realidades políticas del siglo XIX semejante plan, pese a su
consistencia lógica, nos pareció absurdo. Sacamos la conclusión de que quizás habíamos
interpretado mal la Hiéron du Val d'Or. O quizás era que los miembros de la Hiéron du Val
d'Or sencillamente estaban chiflados.
No tuvimos más remedio que archivar el asunto en espera de más información. Mientras
tanto, dirigimos la atención hacia el presente al objeto de determinar si la Prieuré de Sion
existía hoy día. No tardamos en descubrir que sí. Sus miembros no estaban chiflados y
pudimos comprobar que en el siglo XX seguían un programa que se parecía en esencia al
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El Journal Officiel es una publicación semanal del gobierno francés en la que deben
declararse todos los grupos, sociedades y organizaciones del país. En el número
correspondiente a la semana del 20 de julio de 1956 (número 167) se lee lo siguiente:
25 juin 1956. Déclaration á la sous-préfecture de Saint-Julien-en-Genevois. Prieuré de Sion:
études et entr'aide des membres. Siége social: Sous-Cassan, Annemasse (Haute Savoie).
(25 de junio de 1956. Declaración ante la subprefectura de Saint-Julien-en-Genevois.
Prieuré de Sion. Objetivos: estudios y ayuda mutua entre los asociados. Domicilio social:
Sous-Cassan, Annemasse, Alta Saboya.)
La Prieuré de Sion estaba inscrita oficialmente ante la policía. Teníamos ante nosotros lo
que parecía una prueba definitiva de su existencia en nuestra propia .época, aunque nos
pareció un poco extraño que una sociedad supuestamente secreta se anunciara de este
modo. Pero quizá, después de todo, no fuese tan extraño. No encontramos el número de
teléfono de la Prieuré de Sion en ninguna guía telefónica de Francia. La dirección resultaba
demasiado imprecisa para identificar una oficina específica, o una casa, edificio o incluso
una calle. Y en la subprefectura, cuando les telefoneamos, no nos resultaron de mucha
ayuda. Dijeron que habían recibido numerosas preguntas y lo dijeron en tono cansado,
resignado, como el de alguien que lleva mucho tiempo sufriendo. Pero no pudieron darnos
más información. Que ellos supieran, la dirección era ilocalizable. Aunque no sacamos nada
en claro, lo ocurrido nos dio que pensar. Entre otras cosas, hizo que nos preguntáramos
cómo ciertos individuos se las habían ingeniado para registrar una organización ficticia o
inexistente ante la policía y luego, a lo que parecía, librarse de todas las posibles
consecuencias del hecho. ¿Era la policía realmente tan despreocupada e indiferente como
parecía ser? ¿O se trataba más bien de que la orden había conseguido ganarse su
cooperación y su discreción?
Solicitamos a la subprefectura una copia de lo que eran los supuestos estatutos de la
Prieuré de Sion. Nos la proporcionaron. El documento, que consistía en veintiún artículos,
no era controvertible ni especialmente iluminador. Por ejemplo, no decía claramente cuáles
eran los objetivos de la orden. No daba ninguna indicación de su posible influencia, del
número de asociados o de sus recursos. En su conjunto resultaba bastante inocuo aunque,
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al mismo tiempo, hizo crecer nuestra perplejidad. En cierto lugar, por ejemplo, los estatutos
declaraban que la entrada en la orden no debía verse restringida por motivos de lengua,
origen social, clase o ideología política. En otro lugar estaba estipulado que todos los
católicos mayores de veintiún años podían ser miembros de la orden. De hecho, los
estatutos en general parecían salidos de una institución piadosa e incluso fervientemente
católica. Y, pese a ello, los supuestos grandes maestres de la orden, así como su historia
pasada, en la medida en que habíamos podido seguirla, no eran precisamente ejemplos de
catolicismo ortodoxo. A este respecto, incluso los modernos «documentos Prieuré», muchos
de ellos publicados al mismo tiempo que los estatutos, eran de orientación más hermética,
incluso heréticamente gnóstica, que católica. La contradicción no parecía tener sentido, a no
ser que la Prieuré de Sion, al igual que los caballeros templarios y que la Compagnie du
Saint-Sacrement, exigiera el catolicismo como prerrequisito exotérico, el cual podía
posteriormente ser trascendido en el seno de la orden. En todo caso, la orden de Sion, al
igual que el Temple y que la Compagnie du Saint-Sacrement, parecía exigir una obediencia
que, por su naturaleza absoluta, subsumía todos los demás compromisos, fueran seculares
o espirituales. De conformidad con el artículo VII de los luego, a lo que parecía, librarse de
todas las posibles consecuencias del hecho. ¿Era la policía realmente tan despreocupada e
indiferente como parecía ser? ¿O se trataba más bien de que la orden había conseguido
ganarse su cooperación y su discreción? Solicitamos a la subprefectura una copia de lo que
eran los supuestos estatutos de la Prieuré de Sion. Nos la proporcionaron. El documento,
que consistía en veintiún artículos, no era controvertible ni especialmente iluminador. Por
ejemplo, no decía claramente cuáles eran los objetivos de la orden. No daba ninguna
indicación de su posible influencia, del número de asociados o de sus recursos. En su
conjunto resultaba bastante inocuo aunque, al mismo tiempo, hizo crecer nuestra
perplejidad. En cierto lugar, por ejemplo, los estatutos declaraban que la entrada en la
orden no debía verse restringida por motivos de lengua, origen social, clase o ideología
política. En otro lugar estaba estipulado que todos los católicos mayores de veintiún años
podían ser miembros de la orden. De hecho, los estatutos en general parecían salidos de
una institución piadosa e incluso fervientemente católica. Y, pese a ello, los supuestos
grandes maestres de la orden, así como su historia pasada, en la medida en que habíamos
podido seguirla, no eran precisamente ejemplos de catolicismo ortodoxo. A este respecto,
incluso los modernos documentos Prieuré, muchos de ellos publicados al mismo tiempo que
los estatutos, eran de orientación más hermética, incluso heréticamente gnóstica, que cató
lica. La contradicción no parecía tener sentido, a no ser que la Prieuré de Sion, al igual que
los caballeros templarios y que la Compagnie du Saint-Sacrement, exigiera el catolicismo
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Alain Poher
A principios del decenio de 1970 la Prieuré de Sion se había convertido en una modesta
cause célebre entre ciertas personas de Francia. Se publicaron varios artículos en revistas y
algún periódico se ocupó del asunto. El 13 de febrero de 1973 el Midi Libre publicó un
artículo bastante largo sobre la orden de Sion, Sauniére y el misterio de Ren-nes-le-
Cháteau. El artículo vinculaba específicamente la orden con la posible supervivencia de la
estirpe merovingia en el siglo xx. También sugería que entre los descendientes de los
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segundas y terceras partes, etcétera. No podían compararse, por ejemplo, con la obra
Chariots of the Gods, de Von Dániken, con las diversas obras que tratan del triángulo de las
Bermudas o con las obras de Carlos Castañeda. Fuese cual fuese la motivación que había
detrás de los «documentos Prieuré», era evidente que no se trataba del afán de lucro. De
hecho, el dinero parecía ser únicamente un factor incidental, suponiendo que fuese siquiera
eso. Aunque habrían resultado sumamente lucrativos en forma de libro, los «documentos
Prieuré» más importantes no fueron publicados como tal. A pesar de su comercialidad
potencial, no eran más que ediciones privadas y limitadas, depositadas discretamente en la
Bibliothéque Nationale, donde, además, no siempre estaban a disposición del público. Y la
información que aparecía en forma de libros normales y corrientes no era fortuita ni
arbitraria y, en su mayor parte, no era obra de investigadores independientes, sino que
parecía salir de una sola fuente. La mayor parte de ella se basaba en el testimonio de
informadores muy específicos que medían con cuentagotas las cantidades de información
que daban a conocer, de acuerdo con algún plan concebido de antemano. Cada dato nuevo
añadía por lo menos una modificación, una nueva pieza del rompecabezas general. Muchos
de estos fragmentos salían firmados con nombres distintos. De esta manera se daba la
impresión superficial de que había varios autores, lo cual servía también para que cada uno
de ellos confirmase y diera credibilidad a los demás.
Para nosotros esta forma de obrar sólo podía tener una motivación verosímil: llamar la
atención del público sobre ciertas cuestiones, establecer credibilidad, engendrar interés,
crear un clima psicológico que mantuviese a la gente esperando, con el aliento contenido,
nuevas revelaciones. En pocas palabras, los documentos Prieuré parecían haber sido
calculados específicamente para preparar el camino para alguna revelación asombrosa.
Fuese cual fuere, esta revelación, al parecer, requería un prolongado proceso de
ablandamiento, de preparación del público. Y fuese cual fuere, esta revelación era algo
relacionado con la dinastía merovingia, la perpetuación de su estirpe hasta la actualidad y
una realeza clandestina. Así, en un artículo de revista que se decía escrito por un miembro
de la Prieuré de Sion encontramos la siguiente afirmación: Sin los merovingios, la Prieuré de
Sion no existiría y sin la Prieuré de Sion, la dinastía merovingia se extinguiría. La relación
entre la orden y la estirpe merovingia queda parcialmente aclarada y, en parte, más
confusa todavía en la siguiente afirmación:
El Rey es pastor y sacerdote al mismo tiempo. A veces envía algún embajador brillante a su
vasallo en el poder, su factótum, uno que tiene la felicidad de estar sometido a la muerte.
Así Rene de Anjou, Connétable de Bourbon, Nicolás Fouquet... y otros muchos para quienes
un éxito asombroso se ve seguido de una inexplicable caída en desgracia..., pues estos
190
emisarios son a la vez terribles y vulnerables. Custodios de un secreto, sólo cabe exaltarlos
o destruirlos. Así gente como Gilíes de Rais, Leonardo da Vinci, Joseph Balsamo, los duques
de Nevers y Gonzaga, cuya estela va envuelta en un perfume mágico en el que el azufre se
mezcla con el incienso: el perfume de la Magdalena.
Si el rey Carlos VII, al entrar Juana de Arco en la sala grande de su castillo de Chinon, se
escondió entre sus cortesanos, no fue porque quisiera gastar una broma frivola —¿qué
gracia habría en ello?—, sino porque ya sabía de quién era ella embajadora. Y que ante ella
él era poco más que un cortesano entre los otros. El secreto que ella le reveló en privado lo
contenían estas palabras: Señor, vengo en nombre del Rey.4
Las implicaciones de este pasaje son provocativas e intrigantes. Una es que el rey —el «Rey
Perdido, seguramente de estirpe merovingia— sigue gobernando en realidad, simplemente
por ser quien es.
Otra implicación, tal vez más sorprendente todavía, es que los soberanos temporales son
conscientes de su existencia, le reconocen, le respetan y le temen. Una tercera implicación
es que el Gran maestre de la Prieuré de Sion, o algún otro miembro de la orden, desempeña
las funciones de embajador entre el «Rey Perdido» y sus sustitutos o representantes
temporales. Y, al parecer, se considera que tales embajadores son personas de las que se
puede prescindir.
Opúsculos curiosos en la Bibliothéque Nationale de París.
En 1966 se produjo un curioso intercambio de cartas referentes a la muerte de Leo Schidlof,
el hombre que, bajo el seudónimo de Henri Lobineau, fue el autor, según se dijo a la sazón,
de las genealogías que aparecen en algunos de los «documentos Prieuré». La primera carta,
que apareció en el Catholic Weekly of Geneva, lleva fecha del 22 de octubre de 1966. Va
firmada por un tal Lionel Burrus, quien afirma hablar en nombre de una organización
llamada Juventud Cristiana Suiza. El señor Burrus anuncia que Leo Schidlof, alias Henri
Lobineau, murió en Viena una semana antes, el 17 de octubre. Seguidamente procede a
defender al difunto de un ataque difamatorio que, según él, apareció en un reciente boletín
católico. El señor Burrus expresa indignación ante dicho ataque. En su apología de Schidlof
declara que éste, utilizando el nombre de Lobineau, en 1956 recopiló «un notable estudio...
sobre la genealogía de los reyes merovingios y el asunto de Rennes-le-Cháteau».
El señor Burrus manifiesta que Roma no se atrevió a calumniar a Schidlof cuando éste aún
vivía, pese a que tenía un dosier exhaustivo sobre él y sus actividades. Pero incluso ahora, a
pesar de su muerte, se siguen fomentando los intereses merovingios. En apoyo de sus
afirmaciones el señor Burrus roza el absurdo en más de una ocasión. Cita lo que en 1966
era el emblema de Antar, una de las principales compañías petroleras de Francia. Dice que
191
dicho emblema incluye una divisa merovingia y que en él se ve un rey merovingio, aunque
sea en forma caricaturesca. Y este emblema, según el señor Burrus, demuestra que de una
manera efectiva se está diseminando información y propaganda por cuenta de los
merovingios. Y, aunque ello no venga al caso, añade que ni siquiera el clero francés mueve
siempre la cola por orden del Vaticano. En cuanto a Leo Schidlof, el señor Burrus concluye
(y con ello se hace eco del pensamiento francmasónico y cátaro): Para todos aquellos que
conocimos a Henri Lobineau, que fue un gran viajero y un gran buscador, un hombre leal y
bueno, permanece en nuestros corazones como símbolo de un "maitre parfait" a quien se
respeta y venera».5
Esta carta de Lionel Burrus parece decididamente obra de un chiflado. Desde luego, es
curiosísima. Sin embargo, aún resulta más curioso el supuesto ataque de que fue objeto
Schidlof por parte de un boletín católico, que el señor Burrus cita repetidamente. Según el
señor Burrus, el boletín acusa a Schidlof de ser «prosoviético, notorio francmasón que
prepara el camino para el advenimiento de una monarquía popular en Francia».6 Se trata de
una acusación singular y aparentemente contradictoria, pues no es habitual que las
simpatías prosoviéticas vayan unidas a un intento de instaurar una monarquía. Y, pese a
ello, el boletín, tal como lo cita el señor Burrus, lanza acusaciones que resultan aún más
extravagantes:
Los descendientes merovingios han estado siempre detrás de todas las herejías, desde el
arrianismo hasta la francmasonería pasando por los cataros y los templarios. En tos inicios
de la Reforma protestante el cardenal Mazarino, en julio de 1659, hizo destruir su castillo de
Barberie, que databa del siglo XII. Porque la casa y la familia en cuestión, a través de los
siglos, no habían engendrado más que agitadores secretos contra la Iglesia.7
El señor Burrus no indica claramente qué boletín católico es el que publicó la acusación que
él cita, de modo que no pudimos comprobar su veracidad. Con todo, si es auténtica, sería
de gran importancia, pues constituiría un testimonio independiente, salido de fuentes
católicas, de la destrucción del Cháteau Barberie en Nevers. También parece sugerir cuando
menos una razón de ser de la Prieuré de Sion, aunque sea sólo en parte. Para entonces ya
concebíamos la Prieuré de Sion, y las familias asociadas a ella, como una organización que
maniobraba para hacerse con el poder y que, a causa de ello, había chocado numerosas
veces con la Iglesia. Según la cita que acabamos de ver, sin embargo, no parece que la
oposición a la Iglesia fuese fruto de la casualidad, las circunstancias o siquiera la política.
Por el contrario, diríase que se trataba de una norma sistemática. Lo cual representaba otra
contradicción, toda vez que los estatutos de la Prieuré habían salido, al menos en
apariencia, de una institución acérrimamente católica.
192
No había transcurrido mucho tiempo desde la publicación de esta carta cuando Lionel Burrus
murió en un accidente de automóvil en el que hubo seis víctimas más. Sin embargo, poco
antes de su muerte su carta recibió una respuesta todavía más curiosa y provocativa que la
que él mismo había escrito. Esta respuesta apareció en forma de folleto publicado
privadamente y bajo el nombre de S. Roux.8
En ciertos aspectos, da la impresión de que el texto de S. Roux se hace eco del ataque
contra Schidlof que tuvo por contestación la carta del señor Burrus. También critica al señor
Burrus por ser joven, excesivamente entusiasta, irresponsable y propenso a hablar
demasiado. Pero, si bien parece condenar la postura del señor Burrus, el folleto de S. Roux
no sólo confirma los hechos que aquél cita, sino que, además, incluso los amplía. Leo
Schidlof, según afirma S. Roux, era un dignatario de la Grande Loge Alpina de Suiza, es
decir, la logia masónica cuyo pie de imprenta aparecía en ciertos «documentos Prieuré».
Según S. Roux, Schidlof no ocultaba sus sentimientos amistosos hacia el bloque oriental.9
En cuanto a las afirmaciones del señor Burrus sobre la Iglesia, S. Roux prosigue diciendo:
no puede decirse que la Iglesia ignore la existencia del linaje de Razas, pero es necesario
recordar que todos sus descendientes, desde Dagoberto, han sido agitadores secretos tanto
contra el linaje de Francia como contra la Iglesia y que han sido la fuente de todas las
herejías. La vuelta de un descendiente merovingio al poder entrañaría para Francia la
proclamación de una monarquía popular aliada a la URSS así como el triunfo de la
francmasonería: en pocas palabras, la desaparición de la libertad religiosa.10
Si todo esto parece bastante extraordinario, aún lo son más las afirmaciones con que
concluye el folleto de S. Roux:
En cuanto a la cuestión de la propaganda merovingia en Francia, todo el mundo sabe que la
publicidad de Antar Petrol, con un rey merovingio que sostiene un Lirio y un Círculo, es un
llamamiento popular a favor del regreso de los merovingios al poder. Y uno no puede por
menos de preguntarse qué estaba preparando Lobineau en el momento de su fallecimiento
en Viena, en vísperas de cambios profundos en Alemania. ¿Acaso no es también cierto que
Lobineau preparó en Austria un futuro acuerdo recíproco con Francia? ¿Acaso no fue esto la
base del acuerdo francorruso? 11
No es extraño que nos quedáramos absolutamente perplejos, preguntándonos de qué
diablos hablaba S. Roux. Parecía haber superado al señor Burrus en lo que se refiere a decir
tonterías. Al igual que el boletín al que atacara el señor Burrus, S. Roux vincula objetivos
políticos en apariencia tan diversos y discordantes como son la hegemonía soviética y la
monarquía popular. Y va más lejos que el señor Burrus, puesto que declara que «todo el
mundo sabe» que el emblema de una compañía de petróleos es una forma sutil de
193
¿Para qué se está preparando la Prieuré de Sion? No lo sé, pero representa un poder capaz
de enfrentarse al Vaticano en días venideros. Monseñor Lefebvre es un miembro de lo más
activo y formidable, capaz de decir: Tú me haces papa y yo te haré rey.12
194
En este extracto hay dos noticias nuevas e importantes. Una es la supuesta afiliación a la
Prieuré de Sion del arzobispo Marcel Lefebvre. No hace falta decir que monseñor Lefebvre
representa el ala ultracon-servadora de la Iglesia católica. Criticó abiertamente al papa
Pablo VI, a quien desafió de manera flagrante y llamativa. En 1976 y 1977, de hecho, fue
amenazado explícitamente con la excomunión, y la descarada indiferencia con que recibió
tal amenaza estuvo en un tris de provocar un cisma eclesiástico a gran escala. Pero, ¿de
qué manera un católico fanático y «duro» como monseñor Lefebvre podía ser compatible
con un movimiento y una orden de orientación hermética, por no decir claramente herética?
Al parecer, no había forma alguna de explicar esta contradicción: a no ser que monseñor
Lefebvre fuese un representante moderno de la francmasonería del siglo XIX asociada con la
Hiéron du Val d'Or: la francmasonería cristiana, aristocrática y hermética» que hada gala de
considerarse a sí misma más católica que el papa.
La segunda novedad importante del extracto que hemos citado es, por supuesto, la
identificación del abate Ducaud-Bourget como Gran maestre de la Prieuré de Sion en aquel
tiempo. Francois Ducaud-Bourget nació en 1897 y se preparó para el sacerdocio en el
seminario de Saint Sulpice, lo cual era de esperar. Por consiguiente, es probable que
conociera a muchos de los modernistas y muy posiblemente a Emile Hoffet. Más adelante
fue capellán conventual de la Soberana Orden de Malta. Por sus actividades durante la
segunda guerra mundial recibió la medalla de la Resistencia y la Croix de Guerre. Hoy en
día es reconocido como distinguido hombre de letras: miembro de la Academia Francesa,
biógrafo de importantes escritores católicos franceses como Paul Claudel y Francois Mauriac
y poeta que goza de gran estima por derecho propio.
Al igual que monseñor Lefebvre, el abate Ducaud-Bourget adoptó una postura de decidida
oposición al papa Pablo VI. Al igual que monseñor Lefebvre, es partidario de la misa
tridentina. Al igual que monseñor Lefebvre, se ha declarado «tradicionalista», acérrimo ene
migo de la reforma eclesiástica y de todo intento de «modernizar» el catolicismo. El 22 de
mayo de 1976 se le prohibió administrar la confesión y la absolución y, siguiendo los pasos
de monseñor Lefebvre, desafió el interdicto que le impusieron sus superiores. El 27 de
febrero de 1977 encabezó el millar de tradicionalistas católicos que ocuparon la iglesia de
Saint-Nicolas-du-Chardonnet en París.
Si Marcel Lefebvre y Francois Ducaud-Bourget parecen «derechistas» desde el punto de
vista teológico, también lo parecen vistos a través de un prisma político. Antes de la
segunda guerra mundial, monseñor Lefebvre estuvo relacionado con la Action Francaise,
que a la sazón era la extrema derecha de la política francesa de la época y compartía ciertas
actitudes con el nacionalsocialismo alemán. En tiempos más recientes el «arzobispo
195
rebelde» ganó mucha notoriedad por sus elogios al régimen militar argentino. Al ser
interrogado sobre ello, dijo que se había equivocado al hablar de la Argentina. ¡En realidad
se había referido a Chile! Francois Ducaud-Bourget no parece tan extremista; y sus
medallas, en todo caso, son testimonio de sus actividades patrióticas y antialemanas
durante la guerra. Sin embargo, ha expresado el gran respeto que le inspira la figura de
Mussolini y la esperanza de que Francia recobrase su sentido de los valores bajo la guía de
un nuevo Napoleón.1:>
Lo primero que sospechamos fue que, de hecho, Marcel Lefebvre y Francois Ducaud-Bourget
no estaban afiliados en absoluto a la Prieuré de Sion, sino que alguien, de forma
premeditada, había tratado de causarles problemas alineándolos con las fuerzas a las que,
en teoría, se opondrían con mayor vigor. Y, pese a ello, según los estatutos que habíamos
obtenido de la policía francesa, el subtítulo de la Prieuré de Sion era «Chevalerie
d'Institutions et Regles Catholiques, d'Union Indépendante et Tradicionaliste». Era muy
posible que una institución que ostentase semejante nombre diera cabida a individuos como
Marcel Lefebvre y Francois Ducaud-Bourget.
Nos pareció que existía una segunda explicación posible, una explicación inverosímil, preciso
es reconocerlo, pero que como mínimo aclararía las contradicciones con que nos
enfrentábamos. Quizá Marcel Lefebvre y Francois Ducaud-Bourget no eran lo que parecían
ser. Quizás eran otra cosa. Quizás, en realidad, eran agentes provocadores cuyo objetivo
consistía en crear sistemáticamente confusión, sembrar disentimiento, fomentar un cisma
incipiente que amenazase al pontificado del papa Pablo. Esta clase de tácticas estaría en
consonancia con las sociedades secretas descritas por Charles Nodier, así como con los
Protocolos de los Sabios de Sion. Y varios comentaristas recientes —periodistas así como
autoridades eclesiásticas— han declarado que el arzobispo Lefebvre trabaja para otra
persona o es manipulado por ésta.14
Por rebuscada que pueda parecer nuestra hipótesis, se apoyaba en una lógica coherente. Si
alguien considerase que el papa Pablo es el enemigo y deseara obligarle a adoptar una
postura más liberal, ¿qué tendría que hacer para conseguirlo? Desde luego, no llevaría a
cabo una campaña desde un punto de vista liberal, pues sólo serviría para que el papa se
«atrincherase» más en su conservadurismo. Pero, ¿y si adoptara una postura pública aún
más conservadora que la del papa Pablo? ¿No se vería el papa obligado a adoptar una
postura cada vez más liberal, a pesar de sus deseos? Y, ciertamente, eso es lo que
consiguieron el arzobispo Lefebvre y sus colegas: la hazaña sin precedente de dar al papa el
papel de liberal.
Fueran nuestras conclusiones correctas o no, nos pareció claro que el arzobispo Lefebvre, al
196
igual que tantos otros individuos de nuestra investigación, estaba al corriente de algún
secreto trascendental y explosivo. En 1976, por ejemplo, su excomunión parecía inminente.
De hecho, la prensa esperaba que tuviese lugar de un momento a otro, ya que el papa
Pablo, al encontrarse ante un desafío descarado y repetido, no parecía tener otra
alternativa. Y, pese a ello, el papa se echó atrás en el último momento. Todavía no está
claro por qué fue así, pero tal vez encontremos una pista en el siguiente extracto publicado
en The Guardian el 30 de agosto de 1976:El equipo de sacerdotes del arzobispo en Gran
Bretaña... cree que su líder tiene todavía una poderosa arma eclesiástica para utilizarla en
su disputa con el Vaticano. Nadie está dispuesto a decir de qué se trata, pero el padre Peter
Morgan, líder del grupo... dice que es algo capaz de «conmocionar el mundo.15
¿Qué sería esta arma secreta susceptible de intimidar de tal modo al Vaticano? ¿Qué clase
de espada de Damocles, invisible para el mundo en general, colgaría sobre la cabeza del
pontífice? Fuese lo que fuere, no hay duda de que era efectiva. De hecho, parece que
gracias a ella el arzobispo es totalmente inmune a las medidas punitivas de Roma. Tal como
escribió Jean Delaude, Marcel Lefebvre verdaderamente parecía «representar un poder
capaz de enfrentarse al Vaticano: cara a cara si hacía falta.
Pero ¿a quién dijo —o dirá—: Tú me haces papa y yo te haré rey?
El convento de 1981 y los estatutos de Cocteau
Recientemente parecen haberse esclarecido algunas de las cuestiones relativas a Franois
Ducaud-Bourget. Este esclarecimiento ha sido el resultado de una publicidad repentina que
recibió la Prieuré de Sion en Francia a finales de 1980 y principios de 1981.
En agosto de 1980 la popular revista Bonne Soirée —especie de amalgama entre un
suplemento dominical de la prensa británica y la TV Guide norteamericana— publicó un
artículo en dos partes sobre el misterio de Rennes-le-Cháteau y la Prieuré de Sion. En el
artículo tanto Marcel Lefebvre como Francois Ducaud-Bourget aparecen vinculados
explícitamente con Sion. Se dice que hace poco ambos hicieron una visita especial a uno de
los sitios sagrados de Sion, el pueblo de Sainte-Colombe, en Nevers, donde estaba situado
el dominio de los Plantard en Cháteau Barberie antes de su destrucción por orden del
cardenal Mazarino en 1659.
Al publicarse el artículo en cuestión, nosotros ya habíamos establecido contacto, tanto
telefónico como postal, con el abate Ducaud-Bourget, que se mostró bastante cortés. Pero
dio respuestas vagas a la mayoría de nuestras preguntas, por no decir que contestó con
evasivas; y negó toda afiliación con la Prieuré de Sion, lo cual no es de extrañar. Esta
negativa la reiteró en una carta que poco después envió a Bonne Soirée.
El 22 de enero de 1981 apareció un artículo corto en la prensa francesa16 que vale la pena
197
198
199
bolas blancas y bolas negras. Para ser adoptadas, todas las mociones deben recibir ochenta
y una bolas blancas. Todas las mociones que no reciban sesenta y una bolas blancas en una
votación no pueden presentarse de nuevo.
ARTÍCULO DECIMOTERCERO. El convento de la Prieuré de Sion es el único que decide,
basándose en una mayoría de 81 votos del total de 121 miembros, todos los cambios de la
constitución y el reglamento interno de ceremonial.
ARTÍCULO DECIMOCUARTO. Todas las admisiones serán decididas por el Consejo de los
trece Rose-Croix. Los títulos y los deberes serán conferidos por el Gran maestre de la
Prieuré de Sion. Los miembros ingresan a título vitalicio. Sus títulos pasan por derecho a
uno de sus hijos elegido por ellos mismos sin consideración de sexo. El hijo designado de
esta manera puede efectuar un acto de renuncia a sus derechos, pero no puede hacer este
acto a favor de un hermano, hermana, pariente o cualquier otra persona. No puede ser
readmitido en la Prieuré de Sion.
ARTÍCULO DECIMOQUINTO. En el plazo de veintisiete días completos se requerirá de dos
miembros que se pongan en contacto con un miembro futuro a fin de obtener su
asentimiento o su renuncia. A falta de una escritura de aceptación después de un período de
reflexión de ochenta y un días completos, la renuncia será reconocida legalmente y se
considerará que la plaza está vacante. ARTÍCULO DECIMOSEXTO. En virtud del derecho
hereditario confirmado por los artículos precedentes, las obligaciones y los títulos de Gran
maestre de la Prieuré de Sion serán transmitidos a su sucesor de acuerdo con las mismas
prerrogativas. En el caso de estar vacante el cargo de Gran maestre, y de ausencia de un
sucesor directo, el convento debe proceder a una elección en el plazo de ochenta y un días.
ARTÍCULO DECIMOSÉPTIMO. Todos los decretos deben ser votados por el convento y ser
validados por el sello del Gran maestre. El secretario general lo nombra el convento para un
período de tres años, renovable por consentimiento tácito. El secretario general debe tener
el grado de comandante para hacerse cargo de sus obligaciones. Las funciones y las
obligaciones no se remuneran. ARTÍCULO DECIMOCTAVO. La jerarquía de la Prieuré de Sion
se compone de cinco grados:
l.°Nautonnier número: 1
2.° Croisé número: 3 Arche de los 13
3.° Commandeur número: 9 Croix
4.°Chevalier número: 27 Las nueve
5.° Ecuyer número: 81 del Temple
Total: 12
1
200
ARTÍCULO DECIMONOVENO. Hay 243 hermanos libres, llamados Preux o, desde el año
1681, Enfants de Saint Vincent, los cuales no participan ni en la votación ni en los
conventos, pero a los cuales la Prieuré de Sion concede ciertos derechos y privilegios de
conformidad con el decreto del 17 de enero de 1681.
ARTÍCULO VIGÉSIMO. Los fondos de la Prieuré de Sion se componen de donativos y cuotas
de los miembros. Una reserva, llamada «el patrimonio de la orden», es asignada al consejo
de los trece Rose-Croix. Este tesoro sólo puede utilizarse en caso de absoluta necesidad y
de grave peligro para la Prieuré y sus miembros. ARTÍCULO VIGÉSIMO PRIMERO. El
convento lo convoca el secretario general cuando el consejo de la Rose-Croix lo juzga con
veniente.
ARTÍCULO VIGÉSIMO SEGUNDO. La repudiación de la pertenencia a la Prieuré de Sion,
manifestada públicamente y por escrito, sin causa o peligro personal, incurrirá en la
exclusión del miembro, la cual será pronunciada por el convento. Texto de la constitución en
XXII artículos conforme al original y a las modificaciones del convento del 5 junio de 1956.
Firma del Gran maestre Jean Cocteau
En ciertos detalles estos estatutos no concuerdan con los que nos facilitó la policía francesa
ni con la información relativa a Sion que aparece en los «documentos Prieuré». Éstos
indican un total de 1.093 miembros; aquéllos, 9.841. Según los artículos que acabamos de
citar, el número total de miembros de Sion, incluyendo los 243 «niños de Saint Vincent», es
sólo de 364. Los «documentos Prieuré», además, establecen una jerarquía de siete grados.
En los estatutos facilitados por la policía francesa esta jerarquía aparece ampliada a nueve
grados. Según los artículos que acabamos de citar, hay únicamente cinco grados en la
jerarquía. Y los títulos específicos de estos grados difieren también de los que se indican en
las dos fuentes previas.
Estas contradicciones podrían ser la prueba de la existencia de algún cisma, o cisma
incipiente, en el seno de la Prieuré de Sion que datase de alrededor de 1956, fecha en que
los «documentos Prieuré» empezaron a aparecer por primera vez en la Bibliothéque
Nationale. Y, de hecho, Philippe de Chérisey alude precisamente a un cisma en un artículo
reciente.20 Se produjo entre 1956 y 1958 y amenazó con adquirir las mismas proporciones
de la escisión entre Sion y la orden del Temple que tuvo lugar en 1188, la escisión que
comportó la tala del olmo. Según el señor De Chérisey, el cisma fue evitado gracias a la
habilidad diplomática del señor Plantard, que logró que los posibles disidentes volvieran al
redil. En todo caso, y fuera cual fuese la política interna de la Prieuré de Sion, parece que a
partir del convento celebrado en enero de 1981 la orden ha constituido una entidad
unificada y coherente.
201
Si Frangois Ducaud-Bourget era el Gran maestre de la Prieuré de Sion, parece claro que ya
no lo es. El señor De Chérisey declaró que no había sido elegido por el quorum necesario.
Esto puede significar que fue elegido por los cismáticos incipientes. No está claro si se so
mete o infringe el artículo vigesimosegundo de los estatutos. Podemos suponer que su
afiliación a la orden —fuera cual fuese en el pasado— ya no existe.
Los estatutos citados dan la impresión de esclarecer la categoría de Fransois Ducaud-
Bourget. En todo caso, dejan bien sentado el principio de selección que rige a los grandes
maestres de la Prieuré de Sion. Ahora se comprende por qué ha habido grandes maestres
cuya edad era sólo de cinco u ocho años. También se comprende por qué el título de Gran
maestre entra y sale de determinada estirpe o red de genealogías vinculadas entre sí. En
principio, diríase que el título es hereditario, transmitido a lo largo de los siglos a través de
un grupo de familias entrelazadas, todas las cuales afirman ser descendientes de los mero
vingios. Sin embargo, cuando no había ningún aspirante elegible, o cuando el aspirante
designado rechazaba la categoría que se le brindaba, el título de Gran maestre,
seguramente de conformidad con los procedimientos que establecen los estatutos, era
conferido a alguien que no pertenecía a la orden. Seguramente fue de esta manera que
individuos como Leonardo, Newton, Nodier y Cocteau pasaron a formar parte de la lista.
El señor Plantard de Saint-Clair
Entre los nombres que figuraban de forma más prominente y repetida en los diversos
documentos Prieuré estaba el de la familia Plantard. Y entre los numerosos individuos
relacionados con el misterio de Sauniére y Rennes-le-Cháteau, el más autorizado parecía
ser Pierre Plantard de Saint-Clair.21 Según las genealogías que aparecen en los documentos
Prieuré, el señor Plantard es descendiente por línea directa del rey Dagoberto II y de la
dinastía merovingia. Según las mismas genealogías, también es descendiente por línea
directa de los propietarios del Cháteau Barberie, la finca que fue destruida por orden del
cardenal Mazanno en 1659.
En el curso de nuestras indagaciones habíamos encontrado el nombre del señor Plantard
repetidas veces. A decir verdad, en lo que se refería a la aportación de información durante
los últimos veinticinco años y pico, daba la impresión de que todas las pistas conducían a
dicha persona. En 1960, por ejemplo, fue entrevistado por Gérard de Sede y habló de un
«secreto internacional escondido en Gisors.22 Durante el decenio siguiente fue, al parecer,
una fuente importante de información
202
para los libros que escribió el señor De Sede tanto sobre Gisors como sobre Rennes-le-
Cháteau.23 Según hechos revelados recientemente, el abuelo del señor Plantard conocía
personalmente a Bérenger Sauniére. Y el propio señor Plantard era propietario de diversos
terrenos en las proximidades de Rennes-le-Cháteau y Rennes-les-Bains, incluyendo la
montaña de Blanchefort. Cuando entrevistamos al anticuario de la ciudad de Stenay, en las
Ardenas, nos dijo que el emplazamiento de la antigua iglesia de Saint Dagobert también era
propiedad del señor Plantard. Y, según los estatutos proporcionados por la policía francesa,
el señor Plantard era secretario general de la Prieuré de Sion.
En 1973 una revista francesa publicó algo que parece ser una transcripción de una
entrevista telefónica con el señor Plantard. Este no se mostró muy informativo, lo cual no es
extraño. Como era de esperar, sus declaraciones fueron elusivas, crípticas y provocativas y,
de hecho, planteaban más interrogantes de los que respondían. Así, por ejemplo, al hablar
del linaje merovingio y de sus aspiraciones al trono, declaró: Debe usted explorar los
orígenes de ciertas grandes familias de Francia y entonces comprenderá cómo un personaje
llamado Henri de Montpézat podría algún día convertirse en rey.24 Y al preguntársele cuáles
eran los objetivos de la Prieuré de Sion, el señor Plantard replicó de una manera evasiva,
como era de esperar: Eso no se lo puedo decir. La sociedad a la que pertenezco es
extremadamente antigua. Yo me limito a suceder a otros, a ser un punto de una línea.
Somos custodios de ciertas cosas. Y sin publicidad.25
La misma revista francesa publicó también una semblanza biográfica del señor Plantard
escrita por su primera esposa, Anne Lea Hisler, que murió en 1971. Si hay que dar crédito a
la revista, esta semblanza apareció por primera vez en Circuit, la publicación interna de la
propia Prieuré de Sion, para la cual, según se dice, el señor Plantard escribía regularmente
con el seudónimo de «Chyren»:
No olvidemos que este psicólogo era amigo de personajes tan diversos como el conde Israel
Monti, uno de los hermanos de la Santa Vehm, Gabriel Trarieux d'Egmont, uno de los trece
miembros de la Rose-Croix, Paul Lecour, el filósofo de la Atlántida, el abate Hoffet del
servicio de documentación del Vaticano, Th. Mo-reaux, director del conservatorio de
Bourges, etc. Recordemos que durante la ocupación fue detenido, sufrió tortura a manos de
la Gestapo y fue internado como prisionero político durante largos meses. En su capacidad
de doctor en ciencias arcanas, aprendió a apreciar el valor de la información secreta, lo cual
indudablemente le llevó a recibir el título de miembro honorario de varias sociedades
herméticas. Todo esto ha contribuido a formar un personaje singular, un místico de la paz,
un apóstol de la libertad, un asceta cuyo ideal es servir al bienestar de la humanidad. ¿Es
asombroso,por tanto, que se convirtiera en una de las eminencias grises cuyo consejo
203
buscan los grandes de este mundo? Invitado en 1947 por el gobierno federal de Suiza,
residió en dicho país durante varios años, cerca del lago Leman, donde numerosos chargés
de missions y delegados de todo el mundo se encuentran reunidos.26
Sin duda la señora Hisler quería escribir un retrato entusiasta. No obstante, la impresión
que sacamos es que se trata de un individuo más singular que otra cosa. En algunos lugares
las palabras de la señora Hisler resultan a la vez vagas e hiperbólicas. Asimismo, las
diversas personas que se citan como conocidos distinguidos del señor Plantard forman un
grupo curioso, por no decir otra cosa.
Por un lado, el contratiempo que el señor Plantard tuvo con la Gestapo parece señalar que
desarrolló alguna actividad laudable durante la ocupación. Y nuestras propias
investigaciones acabaron proporcionándonos pruebas documentales de la misma. En 1941
Pierre Plantard dirigía la revista de la resistencia, Vaincre, que se publicaba en un suburbio
de París. Fue encarcelado por la Gestapo durante más de un año, de octubre de 1943 a
finales de 1944."
Resultó que entre los amigos y colaboradores del señor Plantard había individuos bastante
más conocidos que los citados por la señora Hisler. Entre ellos se contaban André Malraux y
Charles de Gaulle. A decir verdad, las relaciones de Plantard parecían penetrar mucho en los
pasillos del poder. En 1958, por ejemplo, Argelia se sublevó y el general De Gaulle procuró
hallar el modo de volver a la presidencia de Francia. Al parecer, recurrió concretamente al
señor Plantard en busca de ayuda. Parece ser que el señor Plantard, junto con André
Malraux y otros, respondieron movilizando los llamados «Comités de Salud Pública», los
cuales desempeñaron un papel crítico en el regreso de De Gaulle al palacio del Elíseo. En
itfia carta del 29 de julio de 1958 De Gaulle dio personalmente las gracias al señor Plantard
por sus servicios. En una segunda carta, fechada cinco días después, el general pedía al
señor Plantard la disolución de los comités, pues éstos ya habían cumplido su objetivo. El
señor Plantard satisfizo los deseos del general y disolvió dichas organizaciones por medio de
un comunicado oficial que se dio a conocer por la prensa y la radio.28
Huelga decir que, a medida que avanzaba nuestra investigación, más vivo era nuestro
deseo de conocer al señor Plantard. Sin embargo, al principio parecían ser pocas las
probabilidades de cumplir nuestro deseo. El señor Plantard parecía ser un hombre
ilocalizable y daba la impresión de que no había forma de que nosotros, como ciudadanos
particulares, pudiéramos dar con él. Luego, durante los inicios de la primavera de 1979,
empezamos a preparar otra película sobre Rennes-le-Cháteau para la BBC, que puso sus
recursos a nuestra disposición.
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Fue bajo los auspicios de la BBC que por fin logramos establecer contacto con el señor
Plantare! y la Prieuré de Sion.
De las primeras consultas se encargó una periodista inglesa que vivía en París, había
trabajado en diversos proyectos para la BBC y contaba con una impresionante red de
relaciones en toda Francia, a través de las cuales intentó encontrar la Prieuré de Sion. Al
principio, mientras llevaba a cabo sus indagaciones a través de logias masónicas y la
«subcultura» esotérica de París, tropezó con la previsible cortina de humo hecha de
confusión y contradicciones. Un periodista le advirtió, por ejemplo, que cualquier persona
que ahondase demasiado en los secretos de la orden de Sion acababa muriendo de forma
violenta. Otro le dijo que, efectivamente., la orden había existido durante la Edad Media,
pero no en la actualidad. En cambio, un oficial de la Grande Loge Alpina le dijo que la orden
de Sion sí existía hoy, pero que era una organización moderna y jamás, según él, había
existido en el pasado.
Abriéndose paso a través de esta maraña de confusión, nuestra investigadora logró por fin
establecer contacto con Jean-Luc Chaumeil, que había entrevistado al señor Plantard para
una revista y escrito extensamente sobre Sauniére, Rennes-le-Cháteau y la Prieuré de Sion.
El señor Chaumeil dijo que él no pertenecía a la orden, pero podía ponerse en contacto con
el señor Plantard y posiblemente concertar una entrevista con nosotros. Mientras tanto,
proporcionó más información a nuestra investigadora.
Según el señor Chaumeil, la Prieuré de Sion no era, hablando en rigor, una «sociedad
secreta». Sencillamente deseaba ser discreta acerca de su existencia, sus actividades y sus
afiliados. El señor Chaumeil dijo que la información que se daba en el Journel Officiel era
espuria, que la habían colocado allí ciertos «miembros disidentes» de la orden. Según el
señor Chaumeil, los estatutos presentados a la policía también eran espurios y procedían de
los mismos «miembros disidentes».
El señor Chaumeil confirmó nuestras sospechas de que la orden de Sion albergaba
ambiciosos planes políticos para un futuro próximo. En el plazo de unos pocos años, afirmó,
se produciría un cambio espectacular en el gobierno francés, un cambio que prepararía el
camino para una monarquía popular con un gobernante merovingio en el trono. Afirmó
también que la orden estaría detrás de dicho cambio, como había estado detrás de otros
muchos cambios importantes a lo largo de los siglos. Al decir del señor Chaumeil, Sion era
antimilitarista y pretendía presidir una restauración de «valores verdaderos», valores, al
parecer, de índole espiritual, quizá esotérica. Nos explicó que tales valores eran
esencialmente precristianos, a pesar de la orientación ostensiblemente cristiana de la orden,
a pesar del marcado cariz catóico de los estatutos. El señor Chaumeil también reiteró que el
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se habría beneficiado de ello. No hay duda de que esta reflexión fue la que movió al señor
Chaumeil a telefonear al señor Plantard.
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que ocurriría lo que acabamos de señalar; y lo dijo en un tono muy reposado, muy flemá
tico. .., y muy definitivo.
En el discurso del señor Plantard había ciertas incongruencias curiosas. A veces parecía
hablar en nombre de la Prieuré de Sion: decía nosotros, por ejemplo, lo que daba a
entender que se refería a la orden. Otras veces daba la impresión de disociarse de ella y
hablaba de sí mismo, y de nadie más, como pretendiente merovingio, como rey legítimo, y
de la orden como sus aliados o partidarios. Nos parecía estar escuchando dos voces bien
distintas y que no siempre eran compatibles. Una era la voz del secretario general de Sion.
La otra era la voz de un rey de incógnito que reina pero no gobierna y que consideraba a la
orden como una especie de consejo privado. Esta dicotomía entre las dos voces nunca
quedó resuelta de modo satisfactorio y no pudimos persuadir al señor Plantard a que nos la
aclarase.
Después de celebrar tres entrevistas con el señor Plantard y sus colaboradores, seguíamos
sin saber mucho más que antes. Aparte de los Comités de Salud Pública y de las cartas de
Charles de Gaulle, no teníamos ningún indicio de la influencia o el poder político de la orden
de Sion, ni de que los hombres con quienes nos habíamos entrevistado estuvieran en
condiciones de transformar el gobierno y las instituciones de Francia. Y tampoco sabíamos
por qué a la estirpe merovingia debía tomársela más en serio que a los diversos intentos de
restaurar a cualquier otra dinastía real. Hay varios pretendientes Estuardo al trono de
Inglaterra, por ejemplo, y sus pretensiones, al menos en lo que se refiere a los historiadores
modernos, se apoyan en una base más sólida que la de los merovingios. Además, en toda
Europa abundan los pretendientes a coronas y tronos vacantes; y viven aún miembros de
dinastías tales como, por ejemplo, los Borbones, los Habsburgo, los Hohen-zollern y los
Romanov. ¿Por qué a ellos se les tenía que dar menos credibilidad que a los merovingios?
En términos de «legitimidad absoluta» y desde un punto de vista puramente técnico, es
verdad que los merovingios podían tener precedencia. Pero no por ello dejaría la pretensión
de tener un valor puramente simbólico en el mundo moderno, tan simbólico, pongamos por
caso, como el hecho de que un irlandés de nuestros días demostrase ser descendiente de
los reyes de Tara.
Una vez más nos pasó por la cabeza la idea de descartar la Prieuré de Sion tachándola de
secta de lunáticos, por no decir de engaño descarado. Y, a pesar de ello, todos los datos
que habíamos conseguido reunir indicaban que en el pasado la orden había tenido verda
dero poder y había participado en asuntos internacionales de alto nivel. Era evidente que
incluso en la actualidad había algo más que lo que se veía a simple vista. La orden, por
ejemplo, no tenía nada de mercenaria o explotadora. De haberlo deseado, el señor Plantard
208
En 1973 se publicó un libro que llevaba por título Les dessous d'une ambition potinque (Las
corrientes submarinas de una ambición política). Este libro, escrito por un periodista suizo
llamado Mathieu Paoli, cuenta la esforzada labor que llevó a cabo su autor con el objeto de
investigar la Prieuré de Sion. Al igual que nosotros, el señor Paoli logró finalmente
establecer contacto con un representante de la orden, aunque no lo identifica por su
nombre. Pero el señor Paoli no estaba respaldado por el prestigio de la BBC y el
representante con el que se entrevistó —si podemos juzgar por su crónica— parece de
categoría inferior a la del señor Plantard. Y, por otro lado, el representante que le recibió no
estuvo tan comunicativo como el señor Plantard. Al mismo tiempo, el señor Paoli, por tener
su base de operaciones en el continente y gozar de mayor movilidad que nosotros, pudo
seguir ciertas pistas y hacer investigaciones «sobre el terreno» de un modo que a nosotros
nos estaba vedado. A causa de todos estos factores, su libro es valiosísimo y contiene gran
cantidad de información nueva; tanta información, de hecho, que, al parecer, justificaba
una segunda parte. ¿Por qué el señor Paoli no la habría escrito? Preguntamos por su
paradero y nos dijeron que en 1977 o 1978 había sido fusilado por el gobierno israelí por
tratar de vender ciertos secretos a los árabes.29
El método del señor Paoli, tal como lo describe en su libro, se parecía en muchos aspectos
al nuestro. También él se puso en contacto con la hija de Leo Schidlof en Londres; y
también a él le dijo la señorita Schidlof que su padre, que ella supiera, no tenía la menor
relación con sociedades secretas, la francmasonería o genealogías merovingias. Al igual que
nuestra investigadora de la BBC, el señor Paoli se había puesto en contacto con la Grande
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Loge Alpina y se había entrevistado con el canciller de la misma. Y, como antes le ocurriera
a nuestra colaboradora, había recibido una respuesta ambigua. Según el señor Paoli, el
canciller negó rotundamente conocer a alguien que se llamase «Lobineau» o «Schidlof». En
cuanto a las diversas obras que ostentaban el pie de imprenta de la Alpina, el canciller
afirmó de modo categórico que no existían. Y, pese a ello, un
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amigo personal del señor Paoli, que era también miembro de dicha logia, afirmó haber visto
tales obras en la biblioteca de la Alpina. El señor Paoli sacó la siguiente conclusión:
Existe una de dos posibilidades. Dado el carácter específico de las obras de Henri Lobineau,
la Grande Loge Alpina —que prohibe toda actividad política, tanto en Suiza como fuera de
ella— no quiere que se sepa su intervención en el asunto. O bien otro movimiento se ha
valido del nombre de la Grande Loge para camuflar sus propias actividades.30
En el anexo Versalles de la Bibliothéque Nationale el señor Paoli descubrió cuatro números
de Circuit,31 la revista que se menciona en los estatutos de la Prieuré de Sion. El primero
llevaba fecha del 1 de julio de 1959, y su director era Pierre Plantard. Pero la revista no
pretendía estar relacionada con la Prieuré de Sion. Al contrario, declaraba ser el órgano
oficial de una entidad llamada «Federación de Fuerzas Francesas». Incluso había un sello,
que el señor Paoli reproduce en su libro, y los datos siguientes:
Publication périodique culturelle de la Fedération des
Forces Francaises
116 Rué Pierre Jouhet, 116
Aulnay-sous-Bois — (Seine-et-Oise)
Tél.: 929-72-49
El señor Paoli comprobó la citada dirección. Allí nunca se había publicado ninguna revista.
También el número de teléfono resultó ser falso. Y todos los intentos que hizo el señor Paoli
de localizar a la Federación de Fuerzas Francesas resultaron inútiles. Hasta el momento no
se ha recibido ninguna información sobre la citada entidad. Pero sin duda no es una
coincidencia que el cuartel general francés de los Comités de Salud Pública estuviese
también en Aulnay-sous-Bois.32 Así pues, parece que la Federación de Fuerzas Francesas
tuvo alguna relación con los comités. Diríase que hay motivos abundantes para hacer tal
suposición. El señor Paoli señala que en el segundo volumen de Circuit se alude a una carta
que De Gaulle envió a Pierre Plantard, dándole las gracias por sus servicios. Seguramente,
tales servicios consistieron en la labor de los Comités de Salud Pública.
Según el señor Paoli, la mayoría de los artículos de Circuit se ocupaban de temas esotéricos.
Iban firmados por Pierre Plantard —con su propio nombre y también con el seudónimo de
«Chyren»—, Anne Lea Hisler y otras personas que ya nos eran conocidas. Al mismo tiempo,
empero, había otros artículos de índole muy diferente. Algunos de ellos, por ejemplo,
hablaban de una ciencia secreta sobre las vides y la viticultura —los injertos en las vides—
que, al parecer, tenía alguna relación crucial con la política. Esto no parecía tener ningún
sentido a menos que supusiéramos que vides y viticultura eran términos que debían
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interpretarse alegóricamente: tal vez una metáfora que se refería a genealogías, a árboles
genealógicos y alianzas dinásticas.
Según el señor Paoli, cuando no eran arcanos u oscuros, los artículos de Circuit eran
fervientemente nacionalistas. En uno de ellos, por ejemplo, firmado por Adrián Sevrette, el
autor afirma que no se encontrará ninguna solución para los problemas existentes
salvo a través de nuevos métodos y nuevos hombres, puesto que la política está muerta. Lo
que sigue siendo curioso es que los hombres no quieran reconocer este hecho. Existe
únicamente una cuestión: la organización económica. Pero, ¿hay todavía hombres que sean
capaces de pensar Francia, al igual que durante la ocupación, cuando los patriotas y los
combatientes de la resistencia no se preocupaban por las tendencias políticas de sus
camaradas de lucha?33
Y del volumen 4 de Circuit el señor Paoli cita el siguiente pasaje:
Deseamos que los 1.500 ejemplares de Circuit sean un contacto que encienda una luz,
deseamos que la voz de los patriotas pueda trascender los obstáculos como en 1940,
cuando abandonaron la Francia invadida para venir a llamar a la puerta del líder de la
Francia Libre. Hoy es lo mismo, ante todo somos franceses, somos esa fuerza que lucha de
un modo u otro para construir una Francia purificada y nueva. Esto debe hacerse con el
mismo espíritu patriótico, con la misma voluntad y la misma solidaridad de acción. Así,
citamos aquí lo que declaramos que es una antigua filosofía.34
Viene a continuación un detallado plan de gobierno destinado a devolver a Francia el
esplendor perdido. Insiste, por ejemplo, en el desmantelamiento de los departamentos y la
restauración de las provincias:
El departamento no es más que un sistema arbitrario, creado en tiempos de la Revolución,
dictado y determinado por la época de acuerdo con las exigencias de la locomoción (el
caballo). Hoy día ya no representa nada. En contraste, la provincia es una porción viva de
Francia; es todo un vestigio de nuestro pasado, la misma base que formó la existencia de
nuestra nación; tiene su propio folclore, sus costumbres, sus monumentos, con frecuencia
sus dialectos locales, que nosotros deseamos recuperar y promulgar. La provincia ha de
tener su propio aparato específico para la defensa y la administración, adaptado a sus
necesidades concretas, con la unidad nacional.35
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Seguidamente, el señor Paoli cita ocho páginas. El material que éstas contienen está
organizado bajo los siguientes subtítulos:
Consejo de las Provincias
Consejo de Estado
Consejo Parlamentario
Impuestos
Trabajo y Producción
Medicina
Educación Nacional
Mayoría de Edad
Viviendas y Escuelas
El plan de gobierno que se propone bajo estos subtítulos no es demasiado polémico y
probablemente podría ponerse en práctica con un mínimo de trastornos. Tampoco es posible
ponerle una etiqueta política a dicho plan. No puede calificarse de izquierdista o derechista,
liberal o conservador, radical o reaccionario. En conjunto parece bastante inocuo y no se
alcanza a ver de qué manera devolvería necesariamente a Francia su esplendor perdido. Tal
como dice el señor Paoli, «Las proposiciones... no son revolucionarias. No obstante, reposan
en un análisis realista de las estructuras actuales del Estado francés y están impregnadas de
buen sentido.36 Pero el plan de gobierno que se bosqueja en Circuit no alude explícitamente
a la base real sobre la que es de suponer que se apoyaría en el caso de ser llevado a la
práctica: la restauración de una monarquía popular bajo la estirpe merovingia. En Circuit no
había necesidad de decirlo claramente, toda vez que constituía un «hecho» subyacente, una
premisa en torno a la cual giraba todo lo publicado en la revista. Salta a la vista que para
los lectores de la revista la restauración de la estirpe merovingia era un objetivo demasiado
obvio y aceptado para necesitar más explicaciones.
Al llegar a este punto de su libro, el señor Paoli plantea una cuestión crucial, una cuestión
que también nos había obsesionado a nosotros:
Tenemos, por un lado, a un descendiente oculto de los merovingios y, por el otro, a un
movimiento secreto, la Prieuré de Sion, cuya meta es facilitar la restauración de una
monarquía popular del linaje merovingio... Pero es necesario saber si este movimiento se
contenta con especulaciones esotérico-políticas (cuya finalidad no declarada es ganar mucho
dinero explotando la credulidad y la ingenuidad del mundo) o si este movimiento actúa de
una manera genuina.'"
Acto seguido el señor Paoli procede a reflexionar sobre esta cuestión y a repasar los datos
de que dispone. Su conclusión es la siguiente:
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Indudablemente, parece ser que la Prieuré de Sion posee relaciones poderosas. En realidad,
siempre que se crea una asociación ésta es sometida a una investigación preliminar por
parte del ministro del Interior. Así se hace también en el caso de una revista, de una
editorial. Y, pese a ello, esta gente puede publicar con seudónimos, en direcciones falsas, a
través de editoriales inexistentes, obras que no se encuentran en circulación ya sea en
Suiza o en Francia. Hay dos posibilidades. O bien las autoridades del gobierno no están
cumpliendo con su obligación. O...38
El señor Paoli no dice cuál es la otra alternativa. Al mismo tiempo, es obvio que
personalmente considera que esta alternativa que no especifica es la más probable de las
dos. En pocas palabras, la conclusión del señor Paoli es que funcionarios del gobierno, así
como muchas más personas poderosas, son miembros de la Prieuré de Sion o la obedecen.
Si así es, la orden debe de ser una organización en verdad influyente.
Después de llevar a cabo sus propias y extensas investigaciones, el señor Paoli queda
satisfecho con la pretensión merovingia de legitimidad. Reconoce que hasta ahí les
encuentra sentido a los objetivos de la Prieuré de Sion. Sin embargo, más allá de este punto
confiesa sentirse profundamente desconcertado. ¿A qué viene, se pregunta, restaurar la
estirpe merovingia hoy, cuando han transcurrido 1.300 años desde que fue depuesta?
¿Acaso un régimen merovingio moderno sería distinto de cualquier otro régimen de nuestros
días? Si así es, ¿en qué y por qué? ¿Qué tienen de especial los merovingios? Aun cuando su
pretensión fuera legítima, diríase que no viene al caso. ¿Por qué tantas personas poderosas
e inteligentes, de hoy y del pasado, le prestan, no solo su atención, sino también su lealtad?
Nosotros, huelga decirlo, nos hacíamos las mismas preguntas. Al igual que el señor Paoli,
estábamos dispuestos a reconocer la pretensión de legimitidad de los morovingios. Pero,
¿qué importancia podría tener hoy semejante pretensión? ¿Acaso la legimitidad técnica de
una monarquía podía ser realmente un argumento persuasivo y convincente? ¿Por qué, a
finales del siglo xx, recibiría una monarquía, legítima o no, el tipo de lealtad que al parecer
recibían los merovingios?
Si nos hubiéramos encontrado sólo ante un grupo de chiflados idiosincráticos, habríamos
descartado el asunto de entrada. Pero no era así. Al contrario, nos ocupábamos de una
organización que parecía extremadamente influyente, que contaba entre sus filas a algunos
de los hombres más importantes, más distinguidos, más aclamados y más responsables de
nuestra época. Y al parecer, estos hombres, en muchos casos, consideraban que la
restauración de la dinastía merovingia era un objetivo suficientemente válido como para
trascender sus diferencias personales de índole política, social y religiosa.
218
A simple vista, no tenía ningún sentido que la restauración de una estirpe de 1.300 años de
antigüedad constituyera una cause célebre tan importante para tantas personas públicas
que gozaban de una alta estima. A menos, por supuesto, que se nos escapara algo. A
menos que la legitimidad no fuera la única pretensión merovingia. A menos que hubiera
algo más, algo de inmensa importancia, que diferenciase a los merovingios de otras
dinastías. A menos, en pocas palabras, que en la sangre real merovingia hubiera algo muy
especial.
Los monarcas melenudos.
A estas alturas, desde luego, ya habíamos estudiado la dinastía merovingia. En la medida
de lo posible, nos habíamos abierto paso a tientas a través de una neblina hecha de fantasía
y oscuridad, una neblina todavía más opaca que la que envolvía a los cataros y a los
caballeros templarios. Durante meses habíamos tratado de deshacer una compleja maraña
en la que la historia se entremezclaba con la fábula. Sin embargo, y a pesar de nuestros
esfuerzos, los merovingios en su mayor parte seguían envueltos en el misterio.
La dinastía merovingia nació de los sicambros, una tribu del pueblo germánico que recibía el
nombre colectivo de «francos». Entre los siglos V y vil los merovingios gobernaron grandes
extensiones de lo que actualmente son Francia y Alemania. El período de su ascendiente,
que coincide con la época del rey Arturo, constituye el marco de los romances sobre el
Santo Grial. Probablemente es el período más impenetrable de lo que en la actualidad se
denomina «la Edad de las Tinieblas». Pero descubrimos que la Edad de las Tinieblas no
había sido verdaderamente tenebrosa. Al contrario, pronto se hizo evidente que alguien la
había oscurecido de forma premeditada. En la medida en que la Iglesia de Roma ejercía un
auténtico monopolio del saber, y especialmente de la escritura, los testimonios que se
conservaban representaban ciertos intereses creados. Casi todo lo demás se había
perdido... o había sido censurado. Pero de vez en cuando algo se deslizaba a través de la
cortina que ocultaba el pasado y llegaba hasta nosotros a pesar del silencio oficial. A partir
de estos vestigios confusos podía reconstruirse una realidad: una realidad interesantísima
que, además, discrepaba de los dogmas de la ortodoxia.
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bien podría indicar algún tipo de matrimonio entre parientes: una genealogía transmitida a
través de la madre, como en el judaismo, por ejemplo, o una mezcla de linajes dinásticos
en virtud de la cual los francos pasaron a ser aliados de sangre de otro pueblo; muy
posiblemente con una fuente de «allende el mar», una fuente que, por una u otra razón, las
fábulas subsiguientes transformaron en una criatura marina.
En todo caso, en virtud de esta sangre dual se dijo que Meroveo estaba dotado de una
impresionante colección de poderes sobrehumanos. Y, sea cual fuere la realidad histórica
que hay detrás de la leyenda, la dinastía merovingia siguió envuelta en un aura de magia,
brujería y fenómenos sobrenaturales. Según la tradición, los monarcas merovingios eran
adeptos ocultistas, iniciados en ciencias arcanas, practicantes de artes esotéricas, dignos
rivales de Merlín, su fabuloso casi contemporáneo. A menudo los llamaban «los reyes
brujos» o «los reyes taumaturgos». En virtud de alguna propiedad milagrosa que llevaban
en la sangre, se les creía capaces de curar por imposición de manos; y, según una crónica,
se consideraba que las borlas que adornaban los bordes de sus vestiduras poseían
milagrosas propiedades curativas. Se decía que eran capaces de comunicarse de forma
clarividente o telepática con las bestias y con el mundo natural que los rodeaba y que
llevaban un poderoso collar mágico. También.se decía que poseían un hechizo arcano que
los protegía y les daba una longevidad fenomenal (por cierto que la historia no parece
confirmar esto último). Y se suponía que todos ellos llevaban una mancha de nacimiento
que los distinguía de todos los demás hombres, les haría inmediatamente iden-tificables y
atestiguaba su sangre semidivina sobre el corazón —curioso anticipo del blasón de los
templarios— o entre los omóplatos.
Asimismo, a los merovingios se les llamaba con frecuencia «los reyes melenudos». Al igual
que Sansón en el Antiguo Testamento, eran reacios a cortarse el pelo. Al igual que el de
Sansón, su pelo contenía supuestamente su vertu, es decir, la esencia y el secreto de su
poder. Fuera cual fuese la base de esta creencia en el poder del pelo de los merovingios,
parece ser que se la tomaban muy en serio, incluso en el año 754 de nuestra era. Cuando
Childerico III fue depuesto en aquel año y encarcelado, le cortaron ritualmente el pelo por
orden expresa del papa.
Por extravagantes que sean las leyendas que rodean a los merovingios, diríase que se
apoyan en alguna base concreta, en alguna categoría de la que gozaban los monarcas
merovingios durante su vida. De hecho, a los merovingios no se les consideraba como reyes
en el sentido moderno de la palabra. Se les tenía por reyes-sacerdotes: encarnaciones de lo
divino, algo parecido, pongamos por caso, a los faraones del antiguo Egipto. No gobernaban
sencillamente por la gracia de Dios. Al contrario, según parece, eran considerados como la
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Ellos mismos afirmaban ser descendientes de Noé, al que consideraban, más incluso que a
Moisés, como la fuente de toda la sabiduría bíblica, lo cual constituye una postura
interesante que volvería a aflorar a la superficie mil años más tarde en la francmasonería
europea. Los merovingios también afirmaban ser descendientes directos de la antigua
Troya, lo cual, sea cierto o no, serviría para explicar el hecho de que en Francia existan
nombres troyanos como Troyes y París. Autores más contemporáneos —incluyendo los que
escribieron los documentos Prieuré— se han esforzado por localizar el origen de los
merovingios en la antigua Grecia y específicamente en la región conocida por la Arcadia.
Según estos documentos, los antepasados de los merovingios estaban relacionados con la
casa real de la Arcadia. En alguna fecha no especificada, próximo ya el advenimiento de la
era cristiana, se supone que emigraron hacia el Danubio, subieron luego por el Rhin y se
instalaron en lo que ahora es la Alemania occidental.
Que los merovingios descendieran o no de Troya o de la Arcadia parece ahora un hecho
secundario, y las dos pretensiones no son necesariamente contradictorias. Según Hornero,
un contingente nutrido de arcadios estuvo presente en el sitio de Troya. Según las primeras
historias griegas, Troya fue, de hecho, fundada por colonos procedentes de la Arcadia. De
paso, también vale la pena señalar que en la antigua Arcadia el oso era un animal sagrado,
un tótem en el que se basaban cultos mistéricos y al que se ofrecían sacrificios rituales.4 A
decir verdad, el nombre mismo de la Arcadia se deriva de «Arkades», que significa Pueblo
del Oso. Los antiguos arcadios afirmaban ser descendientes de Arkas, la deidad patrona de
la tierra, cuyo nombre también significa oso. Según los mitos griegos, Arkas era el hijo de
Kallisto, una ninfa relacionada con Artemisa, la Cazadora. Para la mente moderna Kallisto es
más conocida como la constelación Ursa Major, es decir, la Osa Mayor.
Para los francos sicambros, antecesores de los merovingios, el oso gozaba de parecida
categoría exaltada. Al igual que los antiguos arca-dios, éstos rendían culto al oso bajo la
forma de Artemisa o, más específicamente, bajo la forma de su equivalente gálico, Arduina,
diosa patrona de las Ardenas. El culto mistérico de Arduina persistió hasta bien entrada la
Edad Media, siendo uno de sus centros la ciudad de Lunéville, no muy lejos de otros dos
lugares que aparecieron repetidamente en nuestra investigación: Stenay y Orval. En 1304
la Iglesia todavía promulgaba estatutos que prohibían adorar a la diosa pagana.5
Dada la condición mágica, mítica y tote mica que tenía el oso en la tierra merovingia de las
Ardenas, no es extraño que el nombre Ursus —oso en latín— aparezca asociado en los
documentos Prieuré con el linaje real merovingio. Un poco más extraño es el hecho de que
la palabra gala que significa oso sea arth, de la que se deriva el nombre de «Arthur»
(Arturo). Aunque de momento no seguimos investigando este aspecto, la coincidencia nos
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intrigó: que Arturo fuera,no sólo contemporáneo de los merovingios, sino también, al igual
que ellos, que estuviera relacionado con el oso.
Los sicambros entran en la Galia
A principios del siglo v la invasión de los hunos provocó migraciones a gran escala de casi
todas las tribus europeas. Fue en aquel momento cuando los merovingios —o, para ser más
exactos, sus antepasados sicambros— cruzaron el Rhin y penetraron en masa en la Galia,
instalándose en lo que ahora son Bélgica y la Francia septentrional, en las proximidades de
las Ardenas. Un siglo después a esta región se le dio el nombre de reino de Austrasia. Y el
corazón del reino de Austra-sia era la actual Lorena.
La entrada de los sicambros en la Galia no consistió en la irrupción de una horda de
bárbaros salvajes y desaliñados. Al contrario, fue una cosa plácida y civilizada. Durante
siglos los sicambros habían mantenido contactos estrechos con los romanos y, aunque eran
paganos, no eran salvajes. De hecho, estaban bien versados en las costumbres y la
administración romanas y seguían las modas de Roma. Algunos sicambros habían llegado a
ser oficiales de alto rango en el ejército imperial. Algunos incluso habían llegado a ser
cónsules romanos. Así pues, la entrada de los sicambros tuvo menos de asalto o invasión
que de absorción pacífica. Y hacia las postrimerías del siglo v, cuando el imperio romano se
derrumbó, los sicambros llenaron el vacío. No lo hicieron violentamente o empleando la
fuerza. Conservaron las antiguas costumbres y cambiaron muy poco. Sin ningún tipo de
trastorno asumieron el control del aparato administrativo que ya existía aunque estaba
vacante. Por consiguiente, el régimen de los primeros merovingios se ajustó bastante al
modelo del antiguo imperio romano.
Durante nuestra investigación encontramos alusiones a por lo menos dos figuras históricas
que llevaban el nombre de Meroveo, y no acaba de estar claro a cuál de las dos atribuye la
leyenda la descendencia de una criatura marina. Uno de los dos Meroveos era un caudillo
sicambro que vivía en 417, combatió a las órdenes de los romanos y murió en 438. Por lo
menos un experto moderno en este período ha sugerido que, de hecho, este Meroveo visitó
Roma, donde causó gran sensación. Ciertamente existe un testimonio de la visita de un
imponente jefe franco que llamaba la atención por su larga cabellera rubia.
En 448 el hijo de este primer Meroveo, que llevaba el mismo nombre que su padre, fue
proclamado rey de los francos en Tournai y reinó hasta su muerte, acaecida diez años más
tarde. Puede que fuese el primer rey oficial de los francos como pueblo unido. Quizás en
224
Sangre real
Aunque la cultura merovingia era tan moderada como sorprendentemente moderna, los
monarcas que la presidieron eran otra historia. No eran típicos ni siquiera de los
gobernantes de su propia época, pues la atmósfera de misterio y leyenda, de magia y de
225
fenómenos sobrenaturales, los rodeó incluso cuando estaban vivos. Si las costumbres y la
economía del mundo merovingio no se diferenciaban señaladamente de otras costumbres y
economías del período, el aura que envolvía el trono y la estirpe real era una cosa singular.
A los hijos de los merovingios no se les nombraba reyes. Al contrario, se les consideraba
automáticamente como tales cuando cumplían doce años. No se celebraba ninguna
ceremonia pública de unción, ninguna coronación del tipo que fuese. El poder era
sencillamente asumido, como por derecho sagrado. Pero, si bien el rey era la autoridad
suprema, jamás estuvo obligado —ni siquiera se esperó de él— que se ensuciase las manos
con la mundanal tarea de gobernar. Era en esencia una figura «ritualizada», un rey-
sacerdote, y su papel no consistía necesariamente en hacer algo, sino simplemente en ser.
En pocas palabras, el rey reinaba, pero no gobernaba. En este sentido, su condición se
parecía un poco a la de la actual familia real británica. El gobierno y la administración se
dejaban en manos de un funcionario cuya sangre no era real, el equivalente de un canciller,
que ostentaba el título de «mayordomo de palacio». En su conjunto, la estructura del
régimen merovingio tema muchas cosas en común con las modernas monarquías
constitucionales.
Incluso después de su conversión al cristianismo, los reyes merovingios, al igual que los
patriarcas del Antiguo Testamento, fueron polígamos. A veces tenían harenes de
proporciones orientales. Incluso cuando la aristocracia, bajo la presión de la Iglesia, se hizo
rigurosamente monógama, la monarquía permaneció exenta. Y la Iglesia, curiosamente,
parece que aceptó esta prerrogativa sin protestar demasiado. Según un comentarista
moderno:
¿Por qué sería [la poligamia] aprobada tácitamente por los mismos francos? Puede que nos
encontremos en presencia de un antiguo uso de la poligamia en una familia real, una familia
de tan alto rango que su sangre no podía ser ennoblecida por ningún casa miento, por
ventajoso que fuese, ni degradada por la sangre de esclavos... Daba lo mismo que la reina
fuese elegida entre los miembros de una dinastía real o entre las cortesanas.... La fortuna
de la dinastía reposaba en su sangre y era compartida por todos los que llevaban tal
sangre.7
Y, asimismo, Es posible que en los merovingios tengamos una dinastía de Heerkónige
germánica procedente de una antigua familia de reyes del período de las migraciones.8
Pero, ¿cuántas familias pueden haber existido, en toda la historia del mundo, que
disfrutasen de semejante estado extraordinario y exaltado? ¿Por qué disfrutaban de él los
merovingios? ¿Por qué su sangre fue investida de un poder tan inmenso? Estas preguntas
seguían llenándonos de perplejidad.
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227
crónica, titulada La vida de Saint Rémy, fue destruida y sólo quedaron unas cuantas páginas
manuscritas sueltas. Y parece ser que fue destruida deliberadamente. Sin embargo, los
fragmentos que se conservan atestiguan la importancia del asunto.
Según la tradición, la conversión de Clodoveo fue súbita e inesperada y obra de la esposa
del rey, Clotilde, ferviente devota de Roma que, al parecer, acosó a su esposo hasta que
éste aceptó su fe. Posteriormente, Clotilde fue canonizada por sus esfuerzos. Se decía que
en tales esfuerzos había sido guiada y ayudada por su confesor, san Rémy. Pero detrás de
estas tradiciones hay una realidad histórica muy práctica y mundana. Cuando Clodoveo se
convirtió al cristianismo y pasó a ser el primer rey católico de los francos, lo hizo para
ganarse algo más que la aprobación de su esposa; además, poseía un reino mucho más
tangible y sustancial que el reino de los cielos.
Se sabe que en 496 tuvieron lugar varias entrevistas secretas entre Clodoveo y san Rémy.
Inmediatamente después de ellas Clodoveo y la Iglesia de Roma ratificaron un acuerdo.
Para Roma este acuerdo constituía un importante triunfo político. Garantizaría la
supervivencia de la Iglesia y la instauraría como suprema autoridad espiritual de Occidente.
Consolidaría la categoría de Roma como igual a la fe ortodoxa griega con base en
Constantinopla. Ofrecería la perspectiva de la hegemonía de Roma y un medio eficaz de
extirpar las cabezas de hidra de la herejía. Y Clodoveo sería el medio de llevar a la práctica
estas cosas: la espada de la Iglesia de Roma, el instrumento por medio del cual Roma
impondría su dominación espiritual, el brazo seglar y la manifestación palpable del poder de
Roma.
A cambio de ello Clodoveo recibió el título de Novus Constanti-nus, es decir, «Nuevo
Constantino. Dicho de otro modo, presidiría un imperio unificado, un Sacro Imperio Romano
que sucedería al que supuestamente había sido creado bajo Constantino y que los visigodos
y los vándalos habían destruido no mucho tiempo antes. Según un moderno experto en el
período, Clodoveo, antes de su bautismo, fue fortalecido... por visiones de un imperio que
sucedería al de Roma y que sería la herencia de la raza merovingia.9
Según otro autor moderno, Clodoveo debe convertirse ahora en una especie de emperador
occidental, un patriarca para los germanos occidentales, reinando, pero no gobernando,
sobre todos los pueblos y reyes.10
En pocas palabras, el pacto entre Clodoveo y la Iglesia de Roma tuvo una importancia
trascendental para la cristiandad: no sólo para la de aquella época, sino también para la del
milenio subsiguiente. Se consideró que el bautismo de Clodoveo señalaba el nacimiento de
un nuevo imperio romano, un imperio cristiano, basado en la Iglesia de Roma y
administrado, a nivel seglar, por la estirpe merovingia. Dicho de otro modo, se estableció un
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vínculo indisoluble entre la Iglesia y el estado, cada uno de los cuales prometió lealtad al
otro, cada uno de los cuales se ató al otro a perpetuidad. A guisa de ratificación de
estevínculo, en 4% Clodoveo se permitió ser bautizado oficialmente por san Rémy en
Reims. En el momento culminante de la ceremonia san Rémy pronunció sus famosas
palabras:
Milis depone colla, Sicamber, adora quod incendisti, incendi quod adorasti.
(Inclina la cabeza humildemente, sicambro, venera lo que has quemado y quema lo que has
venerado.)
Es importante señalar que el bautismo de Clodoveo no fue una coronación, tal como a veces
dan a entender los historiadores. La Iglesia no hizo rey a Clodoveo. Éste ya lo era y lo único
que podía hacer la Iglesia era reconocerlo como tal. Al hacerlo, la Iglesia se ató
oficialmente, no sólo a Clodoveo, sino también a sus sucesores; no a un solo individuo, sino
a una estirpe. En este sentido, el pacto se parece a la alianza que Dios hace con el rey
David en el Antiguo Testamento, un pacto que puede ser modificado, como en el caso de
Salomón, pero no revocado, roto o traicionado. Y los merovingios no perdieron de vista este
paralelo.
Durante los restantes años de su vida Clodoveo cumplió plenamente los planes ambiciosos
que Roma esperaba de él. Con eficiencia irresistible la fe fue impuesta por la espada; y con
la sanción y el mandato espiritual de la Iglesia el reino franco se expandió hacia el este y
hacia el sur, abarcando la mayor parte de la moderna Francia y gran parte de la moderna
Alemania. Entre los numerosos adversarios de Clodoveo los más importantes eran los
visigodos, que eran seguidores del cristianismo amano. Fue contra el imperio de los
visigodos —que estaba situado a caballo de los Pirineos y por el norte llegaba hasta
Toulouse— que Clodoveo dirigió sus campañas más asiduas y concertadas. En 507 derrotó
decisivamente a los visigodos en la batalla de Vouillé. Poco después, Aquitania y Toulouse
cayeron en manos de los francos. El imperio de los visigodos situado al norte de los Pirineos
se derrumbó ante la acometida de los francos. Desde Toulouse los visigodos se replegaron
hacia Carcasona. Expulsados de Carcasona, instalaron su capital y último bastión en Razés,
en Rhédae: actualmente el pueblode Rennes-le-Cháteau.
DagobertoII
Clodoveo murió en 511 y el imperio que él había creado fue dividido, de acuerdo con la
costumbre merovingia, entre sus cuatro hijos. Durante más de un siglo a partir de aquel
momento la dinastía merovingia presidió varios reinos dispares y a menudo en lucha entre
sí, mientras que las líneas de sucesión se enmarañaban cada vez más y crecía la confusión
en lo referente a las pretensiones a los diversos tronos.
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230
Despojados de forma creciente de su autoridad, los últimos reyes merovingios han sido
llamados con frecuencia les rois fainéant, es decir, los reyes holgazanes. La posteridad los
ha estigmatizado despreciativamente como monarcas débiles e ineficaces, afeminados, ma
nejables e impotentes a manos de consejeros astutos y arteros. Nuestra investigación
reveló que este estereotipo no era rigurosamente exacto. Es cierto que las constantes
guerras, vendettas y luchas encarnizadas hicieron que diversos príncipes se vieran sentados
en el trono a una edad extremadamente tierna, por lo que eran fácilmente manipulados por
sus consejeros. Pero los que lograron llegar a la edad viril demostraron ser tan fuertes y
decididos como cualquiera de sus predecesores. Ciertamente, este parece que fue el caso
de Dagoberto II.
Dagoberto II nació en 651, heredero del reino de Austrasia. Al fallecer su padre en 656, se
hicieron diversos intentos de impedir que subiera al trono. De hecho, los primeros años de
Dagoberto parecen una leyenda medieval o un cuento de hadas. Pero son hechos históricos
y bien documentados.11
Al morir su padre, Dagoberto fue raptado por el mayordomo de palacio que a la sazón
gobernaba el reino, un individuo llamado Grimoald. Los intentos de encontrar al niño, que a
la sazón tenía cinco años, resultaron infructuosos y no fue difícil convencer a la corte de que
había muerto. Basándose en esto, Grimoald empezó a maquinar para que el trono lo
ocupase su propio hijo, afirmando que éste había sido el deseo del monarca fallecido, es
decir, el padre de Dagoberto. El ardid dio resultado. Hasta la madre de Dagoberto, creyendo
que su hijo estaba muerto, cedió ante el ambicioso mayordomo de palacio.
Sin embargo, parece ser que Grimoald no quiso llegar al extremo de asesinar al joven
príncipe. Dagoberto había sido confiado en secreto al obispo de Poitiers. Al parecer, el
obispo tampoco quiso asesinar al pequeño. Así pues, Dagoberto se vio exiliado
permanentemente en Irlanda. Se hizo hombre en el monasterio irlandés de Slane,12 que no
estaba lejos de Dublín; y allí, en la escuela adjunta al monasterio, recibió una educación
que no hubiera podido recibir en la Francia de aquel tiempo. Se supone que en algún
momento de este período asistió a la corte del rey de Tara. Y se dice que trabó
conocimiento con tres príncipes de Northumberland, que también se estaban educando en
Slane. En 666, probablemente todavía en Irlanda, Dagoberto casó con Matilde, una princesa
celta. Al cabo de poco tiempo pasó de Irlanda a Inglaterra y estableció su residencia en
York, en el reino de Northumberland. Allí trabó íntima amistad con san Wilfrid, obispo de
York, que pasó a ser su mentor.
Durante el período en cuestión existía aún un cisma entre las iglesias romana y celta; esta
última se negaba a reconocer la autoridad de la otra. En bien de la unidad, Wilfrid estaba
empeñado en hacer que la Iglesia celta volviera al redil de Roma. Ya lo había conseguido
con el famoso concilio de Whitby en 664. Pero puede que la amistad y la protección que
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Según Gérard de Sede, también tuvo que ver con ella una figura mucho más elusiva,
mucho más misteriosa, sobre la cual hay poca información histórica: san Amatus, obispo de
Sion en Suiza.14
Una vez hubo recuperado el trono, Dagoberto no fue ningún roí fainéant. Al contrario,
demostró ser un digno sucesor de Clodoveo. Emprendió en seguida la tarea de imponer y
consolidar su autoridad, dominando la anarquía que imperaba en toda Austrasia y restable
ciendo el orden. Gobernó con firmeza, acabando con el control de varios nobles revoltosos
que habían movilizado suficiente poder militar y económico para desafiar al trono. Y se dice
que en Rennes-le-Cháteau reunió un tesoro nada despreciable. Estos recursos los utilizaría
para financiar la reconquista de Aquitania,15 que se había separado de los merovingios unos
cuarenta años antes y se había declarado principado independiente.
Al mismo tiempo, Dagoberto debió de ser una gran decepción para Wilfrid de York, si éste
esperaba de él que fuera el brazo armado de la Iglesia. Al contrario, parece que puso freno a
los intentos de expansión de la Iglesia dentro de su reino, con lo que se granjeó la animosidad
eclesiástica. Existe una carta de un prelado franco a Wilfrid condenando airadamente a
Dagoberto por recaudar impuestos, por «escarnecer a las iglesias de Dios junto con sus
obispos».16
Y no es este el único aspecto en que se indispuso Dagoberto con Roma. En virtud de su
matrimonio con una princesa visigoda, Dagoberto había adquirido mucho territorio en lo que
ahora es el Langue-doc. Puede que también adquiriese algo más. Los visigodos eran leales a
la Iglesia de Roma sólo de modo nominal. En realidad, su lealtad a Roma era extremadamente
tenue y la familia seguía siendo proclive al arrianismo. Hay datos que inducen a pensar que
Dagoberto absorbió parte de dicha proclividad.
En 679, después de tres años en el trono, Dagoberto ya se había creado diversos enemigos
poderosos, tanto seglares como eclesiásticos. Al poner coto a su autonomía rebelde, había
despertado la hostilidad de ciertos nobles vengativos. Al frustrar sus intentos de expansión,
había provocado la antipatía de la Iglesia. Al instaurar un régimen eficaz y centralizado,
había suscitado envidia y alarma entre otros potentados francos: los gobernantes de reinos
adyacentes. Algunos de estos gobernantes contaban con aliados y agentes dentro del reino
de Dagoberto. Uno de ellos era el mayordomo de palacio del propio rey. Pipino de Heristal. Y
Pipino, alineándose clandestinamente con los enemigos políticos de Dagoberto, no era
hombre al que repugnasen la traición y el asesinato.
Al igual que la mayoría de los gobernantes merovingios, Dagoberto tenía como mínimo dos
capitales. La más importante de ellas era Ste-nay,17 situada al borde de las Ardenas. Cerca del
palacio real de Stenay había una extensión de tierra muy boscosa que se llamaba el bosque de
Woévres y que se consideraba sagrada desde haría mucho tiempo.
Según se dice, el 23 de diciembre de 679 Dagoberto se fue a cazar en dicho bosque. Dada la
fecha, es posible que la caza fuera algún ritual. En todo caso, lo que ocurrió seguidamente
despierta multitud de ecos arquetípicos, incluyendo el asesinato de Siegfried en
Nibelungenlied.
Sobre el mediodía el rey, vencido por la fatiga, se echó a descansar a la orilla de un arroyo,
a los pies de un árbol. Mientras dormía, uno de sus sirvientes —se supone que su ahijado— se
acercó furtivamente a él y, obedeciendo órdenes de Pipino, le clavó una lanza en un ojo. Des
pués los asesinos regresaron a Stenay con la intención de exterminar al resto de la familia, que
tenía allí su residencia. No está claro hasta qué punto lograron sus propósitos. Pero no hay
duda de que el reinado de Dagoberto y su familia terminó de una forma brusca y violenta.
Tampoco desperdició la Iglesia mucho tiempo en llorarles. Al contrario, no tardó en sancionar
la actuación de los asesinos del rey. Incluso hay una carta de un prelado franco a Wilfrid de
York que intenta racionalizar y justificar el regicidio.18
Tanto el cadáver de Dagoberto como su categoría postuma sufrieron una serie de curiosas
vicisitudes. Inmediatamente después de su muerte, fue enterrado en Stenay, en la capilla
real de Saint Rémy. En 872 —casi dos siglos más tarde— el cadáver fue exhumado y trasladado
a otra iglesia. Esta nueva iglesia se convirtió en la de San Dagoberto, pues en aquel mismo
año el rey muerto fue canonizado, no por el papa (que no reivindicó este derecho en exclusiva
hasta 1159), sino por un cónclave metropolitano. El motivo de la canonización de Dagoberto
sigue sin haberse aclarado. Según una fuente, obedeció a que se creía que sus reliquias
habían protegido a Stenay y sus inmediaciones contra los ataques de los vikingos, aunque esta
explicación comete petición de principio, pues, para empezar, no está claro por qué las
reliquias poseían tales facultades. Las autoridades eclesiásticas dan muestra de ignorancia y
confusión a este respecto. Reconocen que Dagoberto, por el motivo que fuese, pasó a ser
objeto de un culto en toda la regla y a tener su propia festividad: el 23 de diciembre,
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aniversario de su muerte.19 Pero no tienen la menor idea de por qué se le ensalzó de esta
manera. Es posible, por supuesto, que la Iglesia se sintiera culpable a causa del papel que
desempeñó en el asesinato del monarca. Por consiguiente, cabe la posibilidad de que la
canonización de Dagoberto fuese un intento de expiar su culpa. Sin embargo, de ser así, no
hay ninguna indicación de por qué se consideró que este gesto era necesario ni de por qué
tuvo que esperar dos siglos.
Stenay, la iglesia de San Dagoberto y quizá las reliquias que la misma contenía fueron
consideradas como muy importantes por diversas figuras ilustres en los siglos subsiguientes.
En 1069, por ejemplo, el duque de Lorena —el abuelo de Godofredo de Bouillon— concedió
protección especial a la iglesia y la colocó bajo los auspicios de la cercana abadía de Gorze.
Unos años después un noble de la localidad se apropió de la iglesia. En 1093 Godofredo de
Bouillon movilizó
un ejército y puso sitio a Stenay con el único propósito, al parecer, de recuperar la iglesia y
devolverla a la abadía de Gorze.
Durante la revolución francesa la iglesia fue destruida y las reliquias de san Dagoberto,
como tantas otras de toda Francia, fueron dispersadas. Hoy día en un convento de Mons se
conserva un cráneo con una incisión ritual que, según se dice, es el de Dagoberto. Las
demás reliquias del rey han desaparecido en su totalidad. Pero a mediados del siglo XIX salió a
la luz un documento curiosísimo. Se trataba de un poema, una letanía de veintiún versos,
titulada «De sancta Dagoberto martyre prose», lo que daba a entender que Dagoberto sufrió
martirio por algo. Se cree que el citado poema data cuando menos de la Edad Media,
posiblemente de mucho antes. Lo que es significativo es que fuera hallado en la abadía de
Orval.20
A los ojos de la posteridad Carlos Martel es una de las figuras más heroicas de la historia de
Francia. Desde luego, los elogios que se le han tributado tienen cierto fundamento. Carlos
Martel detuvo la invasión árabe de Francia en la batalla de Poitiers en 732, y debido a su
victoria, fue en cierto sentido tanto «defensor de la fe» como «salvador de la cristiandad».
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Lo curioso es que Carlos Martel, pese a ser un hombre fuerte, nunca llegó a apoderarse del
trono, que ciertamente estaba a su alcance. De hecho, da la impresión de que contemplaba el
trono con cierto temor supersticioso y, con toda probabilidad, como una prerrogativa
específicamente merovingia. Por supuesto, los sucesores de Carlos Martel, que sí se
apoderaron del trono, hicieron lo imposible por establecer su legitimidad casándose con
princesas mero-vingias.
Carlos Martel murió en 741. Diez años más tarde su hijo, Pipino III, mayordomo de palacio
del rey Childerico III, obtuvo el apoyo de la Iglesia a su petición oficial del trono. «¿Quién
debería ser rey?», preguntaron al papa los embajadores de Pipino. «¿El hombre que real
mente tiene poder o aquel que, pese a llamarse rey, no tiene ni pizca de poder?» El papa se
pronunció en favor de Pipino. Valiéndose de la autoridad apostólica, ordenó que Pipino fuese
nombrado rey de los francos, lo cual era una flagrante violación del pacto ratificado con
Clodoveo dos siglos y medio antes. Contando con la sanción de Roma, Pipino depuso a
Childerico III, lo confinó en un monasterio y —para humillarle, para privarle de sus «poderes
mágicos» o para ambas cosas— ordenó que le cortasen la cabellera, que era sagrada. Al
cabo de cuatro años Childerico murió y ya nadie pudo disputarle el trono a Pipino.21
Un año antes y de forma conveniente había aparecido un documento crucial que más
adelante cambiaría el curso de la historia de Occidente. Este documento era llamado la
«Donación de Constantino». Hoy en día no existe la menor duda de que se trataba de una
falsificación perpetrada —sin mucha habilidad— por la cancillería pontificia. En aquel tiempo, sin
embargo, se consideró que era auténtico y su influencia fue enorme.
La «Donación de Constantino» pretendía datar de la supuesta conversión de Constantino al
cristianismo en 312. Según el documento, Constantino había dado oficialmente al obispo de
Roma sus símbolos e insignias reales, que, por ende, pasaron a ser propiedad de la Iglesia.
Además, la «Donación» alegaba que Constantino, por primera vez, había declarado que el
obispo de Roma era el «Vicario de Cristo» y que le había ofrecido la categoría de emperador.
En calidad de «Vicario de Cristo», el obispo supuestamente había devuelto las insignias
imperiales a Constantino, que a partir de aquel momento las llevó con sanción y permiso
eclesiásticos: más o menos a modo de préstamo.
Las implicaciones de este documento son bastante claras. Según la «Donación de
Constantino», el obispo de Roma ejercía la suprema autoridad, tanto secular como
espiritual, sobre la cristiandad. Era, de hecho, un emperador pontificio que podía disponer a
su antojo de la corona imperial, que podía delegar su poder o cualquier aspeeto del mismo
del modo que juzgase conveniente. Dicho de otro modo, poseía, a través de Cristo, el
derecho indiscutible de nombrar o deponer reyes. Es de la «Donación de Constantino» de
donde procede en esencia el poder subsiguiente del Vaticano en los asuntos seculares.
La Iglesia, basando su autoridad en la «Donación de Constantino», utilizó su influencia a
favor de Pipino III. Inventó una ceremonia en virtud de la cual podía hacerse sagrada la
sangre de los usurpadores o, para el caso, de cualquier otra persona. A esta ceremonia dio en
llamársela «coronación y unción», tal como dichos términos se interpretaron durante la Edad
Media y luego hasta bien entrado el Renacimiento. En la coronación de Pipino se autorizó por
primera vez la asistencia de obispos, con rango igual al de los nobles seculares. Y la coronación
propiamente dicha ya no entrañaba el reconocimiento de un rey, o un pacto con un rey. A
partir de ahora consistiría nada menos que en el nombramiento de un rey.
El ritual de la unción fue transformado de forma parecida. Antes, en los casos en que se
practicaba, era una investidura ceremonial, un acto de reconocimiento y ratificación. A partir
de este momento, sin embargo, adquirió un significado nuevo. Tenía precedencia sobre la
sangre y, por así decirlo, podía santificarla «mágicamente». La unción pasó a ser algo más que
un gesto simbólico. Se convirtió en el acto literal en virtud del cual la gracia divina era
conferida a un gobernante. Y el papa, al ejecutar este acto, pasaba a ser el supremo
mediador entre Dios y los reyes. Mediante el ritual de la unción, la Iglesia se arrogaba el
derecho de hacer reyes. La sangre era ahora subordinada del aceite. Y todos los monarcas
pasaban a ser en esencia subordinados del pontífice.
En 754 Pipino III fue ungido oficialmente en Ponthion, inaugurando así la dinastía
carolingia. El nombre tiene su origen en Carlos Martel, aunque generalmente se asocia con el
más famoso de los gobernantes carolingios: Carlos el Grande, Carolus Magnus o, como
mejor se le conoce, Carlomagno. Y en 800 Carlomagno fue procla mado Sacro Emperador
Romano, título que, en virtud del pacto con Clodoveo tres siglos antes, hubiera tenido que
reservarse exclusivamente para el linaje merovingio. Roma se transformó en la sede de un
imperio que abarcaba la totalidad de la Europa occidental y cuyos emperadores gobernaban
únicamente con la sanción del papa.
236
Por tanto, no podemos estar seguros de que la unción con crisma de los carolingios
tuviera por objeto compensar la pérdida de propiedades mágicas de la sangre simbolizada por
el pelo largo. Si compensaba alguna cosa, probablemente era la pérdida de fe en que se
incurrió al infringir el juramento de fidelidad de una forma especialmente escandalosa.22
Y asimismo, «Roma mostró el camino al proporcionar con la unción un rito para hacer
reyes... que de un modo u otro limpiaba la conciencia de "todos los francos"».23
No todas las conciencias, sin embargo. Parece ser que los usurpadores mismos sintieron, si
no culpabilidad, al menos una gran necesidad de establecer su legitimidad. A tal efecto Pipino
III, inmediatamente antes de su unción, se había casado ostentosamente con una princesa
merovingia. Y lo mismo hizo Carlomagno.
Además, parece ser que Carlomagno era muy consciente de la traición que representaba
su coronación. Según las crónicas contemporáneas, la coronación fue un acto cuidadosamente
ensayado, maquinado por el papa a espaldas del monarca franco; y, al parecer, Carlomagno
se sintió tan sorprendido como profundamente turbado. De manera clandestina, ya se había
preparado una corona de algún tipo. Carlomagno había sido atraído hacia Roma y, una vez
allí, persuadido a asistir a una misa especial. Al ocupar su lugar en la iglesia, el papa, sin
advertencia alguna, colocó una corona sobre la cabeza del monarca franco, al mismo tiempo
que el populacho le aclamaba como «Carlos, Augusto, coronado por Dios, el emperador
grande y amante de la paz de los romanos». Citando las palabras de un cronista de la época,
Carlomagno «dejó bien sentado que no hubiese entrado en la catedral aquel día, pese a ser
la más grande de todas las festividades de la Iglesia, si hubiera sabido de antemano lo que
el papa se proponía hacer».24
Pero, fuese cual fuere la responsabilidad que Carlomagno tuvo en el asunto, lo cierto es
que se infringió desvergonzadamente el pacto que se había establecido con Clodoveo y la
estirpe merovingia. Y todas nuestras investigaciones indicaban que la traición, pese a haber
ocurrido más de 1100 años antes, seguía escociendo a la Prieuré de Sion. Mathieu Paoli, el
investigador independiente al que aludimos en el capítulo anterior, sacó una conclusión
parecida:
Para ellos [la Prieuré de Sion] la única nobleza auténtica es la de origen visigodo/merovingio.
Los carolingios, luego todos los demás, no son más que usurpadores. En efecto, no eran más
que funcionarios del rey, encargados de administrar las tierras, que, después de transmitir
por herencia su derecho a gobernar estas tierras, pura y sencillamente se apropiaron del
poder. Al consagrar a Carlomagno en el año 800, la Iglesia perjuró, pues había firmado; en el
momento del bautismo de Clodoveo, una alianza con los me-rovingios que había hecho de
Francia la hija mayor de la Iglesia.25
237
Con el asesinato de Dagoberto II en 679 terminó a todos los efectos la dinastía merovingia.
Con la muerte de Childerico III en 755 los merovingios parecieron desaparecer por completo
del escenario de la historia mundial. No obstante, según los «documentos Prieuré», en
realidad' la estirpe merovingia sobrevivió. Según dichos documentos, fue perpetuada hasta
nuestros días, a partir del infante Sigisberto IV, es decir, el hijo de Dagoberto y de su
segunda esposa, Giselle de Razés.
No cabe la menor duda de que Sigisberto existió y de que era el heredero de Dagoberto.
Según todas las fuentes excepto los «documentos Prieuré», con todo, no está claro lo que
fue de él. Ciertos cronistas han supuesto tácitamente que fue asesinado junto con su padre
y otros miembros de la familia real. Una crónica sumamente sospechosa afirma que murió
debido a un accidente de caza uno o dos años antes de la muerte de su padre. Si eso es
cierto, Sigisberto debió de ser un cazador precoz, pues en aquel momento no podía tener más
de tres años de edad.
No hay absolutamente ningún testimonio de la muerte de Sigisberto. Tampoco lo hay —
aparte de lo que dicen los «documentos Prieuré»— de que sobreviviera. Da la impresión de
que todo el asunto se ha perdido en «las brumas del tiempo» y de que nadie se ha
preocupado mucho por ello, excepto, naturalmente, la Prieuré de Sion. En todo caso, Sion
parecía estar enterada de cierta información que no se encontraba en ninguna otra parte; o
que se consideraba demasiado insignificante para justificar una investigación; o que había sido
suprimida deliberadamente.
No ha de extrañarnos que no nos haya llegado ninguna crónica del destino de Sigisberto.
Hasta el siglo XVII no estuvo a disposición del público ni siquiera una crónica de Dagoberto. En
algún momento dado de la Edad Media, al parecer, se llevó a cabo un intento sistemático de
borrar a Dagoberto de la historia, de negar que hubiera existido alguna vez. Hoy día a
Dagoberto II se le puede encontrar en cualquier enciclopedia. Sin embargo, hasta 1646 no
había absolutamente ningún reconocimiento de que hubiese existido jamás.26 Cualquier lista o
genealogía de gobernantes franceses recopilada antes de 1646 sencillamente omite su
nombre, saltando (a pesar de la flagrante incongruencia) de Dagoberto I a Dagoberto III,
uno de los últimos monarcas merovingios, que falleció en 715. Y hasta 1655 no volvió
Dagoberto II a ocupar un lugar en las listas de reyes franceses. En vista de este proceso de
eliminación, no nos sorprendimos demasiado al constatar la escasez de información relativa a
Sigisberto. Y no pudimos por menos de sospechar que la información que existiera había sido
suprimida deliberadamente.
Pero nos preguntamos por qué habrían borrado a Dagoberto II de a historia. ¿Qué se
pretendía ocultar con semejante eliminación? ¿Por qué se desearía negar la existencia misma
de un hombre? Una posibilidad, huelga decirlo, es porque de esta forma se niega también la
existencia de sus herederos. Si Dagoberto nunca existió, tampoco pudo existir Sigisberto. Pero
¿por qué habría tenido importancia, llegados ya al siglo XVII, negar la existencia de Sigisberto? A
no ser que verdaderamente hubiese sobrevivido y a sus descendientes se les siguiese consi
derando como una amenaza.
Nos pareció claro que estábamos ante algún tipo de «encubrimiento». Era patente que
existían intereses creados que tenían algo importante que perder si se sabía que Sigisberto
había existido. Diríase que en el siglo IX, y puede que todavía en la época de las cruzadas,
estos intereses eran la Iglesia de Roma y el linaje real francés. Pero ¿por qué el asunto tendría
aún importancia en la época de Luis XIV? Sin duda a semejantes alturas sería un asunto
secundario, pues tres dinastías francesas habían ocupado el trono en el ínterin, a la vez que el
protestantismo había roto la hegemom'a de Roma. A menos que en verdad hubiese algo
muy especial en la sangre merovingia. No «propiedades mágicas», sino otra cosa, algo que
conservaba su potencia explosiva incluso después de que la superstición sobre la sangre
mágica hubiera sido desechada.
238
Según los «documentos Prieuré», Sigisberto IV, al morir su padre, fue rescatado por su
hermana y llevado a escondidas al sur donde estaba el dominio de su madre, la princesa
visigoda Giselle de Razés. Se dice que Sigisberto llegó al Languedoc en 681 y que, poco
después de su llegada, adoptó —o heredó— los títulos de su tío: duque de Razés y conde
de Rhédae. También se dice que adoptó el apellido, o apodo, de «Plant-Ard» (que luego se
transformaría en Plantard), derivado del apelativo «réjeton ardent»: «vastago que florece
ardientemente» de la vid merovingia. Bajo este nombre, y bajo los títulos adquiridos de su
tío, se dice que perpetuó su linaje. Y en 886 una rama de dicho linaje culminó, según se dice,
en cierto Bernard Plantavelu —nombre que, al parecer, se deriva de Plant-ard o Plantard—
cuyo hijo se convirtió en el primer duque de Aquitania.
Según nuestros datos, ningún historiador independiente había confirmado o puesto en
duda estas afirmaciones. Sencillamente no se había prestado la menor atención al asunto.
Pero las pruebas circunstanciales indicaban de modo persuasivo que Sigisberto realmente so
brevivió y perpetuó su linaje. La eliminación asidua de Dagoberto de la historia da
credibilidad a esta conclusión. Negando su existencia, se habría invalidado cualquier línea de
descendencia que partiera de él. Esto constituye una motivación para hacer algo que por
lo demás resulta inexplicable. Entre los otros fragmentos de información hay un documento
fechado en 718, relativo a la fundación de un monasterio —a pocos kilómetros de Rennes-le-
Cháteau— por «Sigebert, Comte de Rhédae y su esposa, Magdala».27 Aparte de este
documento, no hay ninguna otra noticia sobre los títulos de Rhédae o Razés durante otro
siglo. Sin embargo, cuando uno de ellos reaparece es en un contexto interesantísimo.
En 742 había ya en el sur de Francia un estado independiente y plenamente autónomo: un
principado según algunas crónicas y un reino con todas las de la ley según otras. La
documentación es esquemática y la historia sólo dice vaguedades sobre él —de hecho, la mayo
ría de los historiadores desconocen su existencia—, pero no cabe la menor duda de su
realidad. Fue reconocido oficialmente por Carlo-magno y sus sucesores, así como por el califa
de Bagdad y el mundo islámico. También fue reconocido por la Iglesia, aunque a regañadien
tes, ya que dicho Estado había confiscado algunas de sus tierras. Y sobrevivió hasta finales del
siglo ix.
En algún momento situado entre 759 y 768 el gobernante de dicho Estado —que incluía
Razés y Rennes-le-Cháteau— fue nombrado oficialmente rey. A pesar de la desaprobación de
Roma, fue reconocido como tal por los carolingios, a quienes se vinculó en calidad de vasallo.
En las crónicas existentes figura con mayor frecuencia bajo el nombre de Teodorico o Thierry.
Y la mayoría de los eruditos modernos opinan que era descendiente de los merovingios.28 No
hay ninguna prueba definitiva del posible origen de tal descendencia. Bien podría derivarse de
Sigisberto. En todo caso, no hay ninguna duda de que en 790 el hijo de Teodorico, Guillem de
Gellone, ostentaba el título de conde de Razés, esto es, el título que, según se dice, poseía
Sigisberto, el cual lo transmitió a sus descendientes.
Guillem de Gellone fue uno de los hombres más famosos de su tiempo, tanto es así, de
hecho, que su realidad histórica —al igual que la de Carlomagno y la de Godofredo de
Bouillon— se ha visto oscurecida por la leyenda. Antes de la época de las cruzadas, se
compusieron como mínimo seis poemas épicos sobre él, chansons de geste parecidas a la
famosa Chanson de Roland. En la Divina comedia Dante le otorgó una categoría singularmente
ensalzada. Pero incluso antes de Dante, Guillem había vuelto a ser objeto de atención
literaria. A principios del siglo XIII figuró como protagonista de Willehalm, un romance épico
inacabado que escribió Wolfram von Eschenbach, cuya obra más famosa, Parzival, es
probablemente el más importante de todos los romances que se ocupan de tos misterios del
Santo Grial. A nosotros nos pareció un tanto curioso al principio que Wolfram —la totalidad
de cuya obra restante se ocupa del Grial, de la «familia del Grial» y del linaje de la «familia
del Grial»— se dedicase de pronto a escribir sobre un tema tan radicalmente distinto como es
el de Guillem de Gellone. Por otro lado, Wolfram manifestaba en otro poema que el «castillo
del Grial», morada de la «familia del Grial», estaba situado en los Pirineos: en lo que, en los
inicios del siglo ix, era el dominio de Guillem de Gellone.
Guillem mantenía una relación estrecha con Carlomagno. De hecho, su hermana estaba
casada con uno de los hijos de Carlomagno, por lo que existía un vínculo dinástico con la
sangre imperial. Y el propio Guillem fue uno de los principales comandantes de Carlomagno en
sus guerras incesantes contra los moros. En 803, poco después de la coronación de
Carlomagno como Sacro Emperador Romano, Guillem conquistó Barcelona, doblando así su
propio territorio y extendiendo su influencia a través de los Pirineos. Tan agradecido estaba
239
Carlomagno por sus servicios que confirmó su principado como institución permanente. El
documento que ratifica esta confirmación se ha perdido o ha sido destruido, pero hay
testimonios abundantes de su existencia.
240
El príncipe L'rsus
241
242
La Edad Media abunda en una mitología tan rica y resonante como las de la antigua Grecia
y la antigua Roma. Parte de esta mitología, pese a la tremenda exageración de sus formas,
se refiere a personajes históricos que existieron en realidad: el rey Arturo, Roland y Carlo
magno, Rodrigo Díaz de Vivar, conocido popularmente por «El Cid». Otros mitos —como, por
ejemplo, los relativos al Grial— parecen, a primera vista, descansar sobre una base más
tenue.
Entre los mitos medievales más populares y evocadores se cuenta el de Lohengrin, el
«Caballero Cisne». Por un lado, está estrechamente relacionado con los fabulosos romances
sobre el Grial; por otro, cita personajes históricos concretos. Puede que sea único por su
mezcla de realidad y fantasía. Y mediante obras tales como la ópera de Wagner continúa
teniendo un atractivo arquetípico incluso hoy día.
Según las crónicas medievales, Lohengrin —-al que a veces llaman Helias, nombre que
lleva connotaciones solares— era vastago de la elusiva y misteriosa «familia del Grial». En el
poema de Wolfram von Eschenbach es, de hecho, el hijo de Parzival, el supremo «caballero del
Grial». Se dice que un día, en el templo o castillo sagrado del Grial, en Munsalvaesche,
Lohengrin oyó que la campana de la capilla tañía sin
intervención de manos humanas: era la señal de que en alguna parte del mundo se
necesitaba con urgencia su ayuda. Como era de esperar, quien la necesitaba era una damisela
en apuros: la duquesa de Brabante,32 según algunas crónicas, la duquesa de Bouillon, según
otras. La dama necesitaba desesperadamente un paladín y Lohengrin se apresuró a acudir en
su ayuda en una embarcación de la que tiraban cisnes heráldicos. En singular combate
derrotó al perseguidor de la duquesa, luego se casó con la dama. En las nupcias, sin
embargo, pronunció una advertencia severa. Su esposa jamás debería preguntarle sobre sus
orígenes o antepasados, sus antecedentes o el lugar de donde procedía. Y durante algunos
años la dama obedeció la orden de su esposo. Al final, sin embargo, despertada su curiosidad
por las insinuaciones difamatorias de los rivales de Lohengrin, se atrevió a formular la
pregunta prohibida. En seguida se sintió Lohengrin obligado a partir y desapareció en el
crepúsculo a bordo de su embarcación tirada por cisnes. Y tras de sí, con su esposa, dejó un
hijo de linaje incierto. Según las diversas crónicas, este hijo fue o bien el padre o el abuelo de
Godofredo de Bouillon.
243
Dada esta categoría exaltada, es comprensible que se atribuyeran a Godofredo toda suerte
de ilustres y míticas genealogías. Incluso es comprensible que Wolfram von Eschenbach, así
como otros roman-ciers medievales, establecieran un vínculo directo entre él y el Grial, que
lo presentasen como descendiente por línea directa de la misteriosa «familia del Grial». Y
estas genealogías fabulosas resultan aún más comprensibles debido a que el verdadero linaje
de Godofredo está poco claro. La historia sigue siendo incómodamente incierta en lo que se
refiere a su estirpe.33
Los «documentos Prieuré» nos proporcionaron la genealogía más plausible —quizás, a
decir verdad, la primera genealogía plausible— de Godofredo de Bouillon que ha salido a la
luz hasta el momento. En la medida en que fue posible comprobar dicha genealogía —y pudimos
comprobar gran parte de ella—, vimos que era exacta. No encontramos datos que la
contradijeran y sí muchas cosas que la confirmaban; y cubría de forma convincente diversos
huecos de la historia que nos habían llenado de perplejidad.
Según la genealogía de los «documentos Prieuré», Godofredo de Bouillon —en virtud de su
bisabuela, que casó con Hugues de Plantard en 1009— era descendiente por línea directa de la
familia Plantard. Dicho de otro modo, Godofredo llevaba en sus venas sangre merovin-gia,
descendía directamente de Dagoberto II, Sigisberto IV y el linaje de «reyes perdidos»
merovingios: «les rois perdus». Parece ser que durante cuatro siglos la sangre real merovingia
fluyó a través de nudosos y numerosos árboles genealógicos. Finalmente, mediante un pro
ceso análogo a los injertos de vides en la viticultura, parece que dio fruto. Y el fruto fue
Godofredo de Bouillon, duque de Lorena. Y aquí, en la casa de Lorena, estableció un nuevo
patrimonio.
Esta revelación arrojó una luz nueva y significativa sobre las cruzadas. Ahora podíamos ver
las cruzadas desde una nueva perspectiva, y discernir en ellas algo más que el gesto
simbólico de arrebatar el sepulcro de Cristo a los sarracenos.
Ante sus propios ojos, así como ante los de sus seguidores, Godofredo sería más que
duque de Lorena. De hecho, sería un rey legítimo, un pretendiente legítimo de la dinastía
depuesta con Dagoberto II en 679. Pero, si Godofredo era un rey legítimo, era también un
rey sin reino; y la dinastía Capeta de Francia, apoyada por la Iglesia de Roma, estaba a la
sazón demasiado consolidada para que fuese posible destronarla.
¿Qué se puede hacer si se es rey y no se tiene reino? Quizá buscar un reino. O crearlo. El
reino más precioso de todo el mundo: Palestina, la Tierra Santa, el suelo que pisara el
mismísimo Jesús. ¿Acaso el gobernante de semejante reino no sería comparable a cualquier
otro de Europa? ¿Y acaso, al presidir el más sagrado de los lugares de la Tierra, no se
cobraría una dulce venganza de la Iglesia que traicionara a sus antepasados cuatro siglos
antes?
El misterio elusivo
Poco a poco ciertas piezas del rompecabezas empezaban a encajar. Si Godofredo llevaba
sangre merovingia, diversos fragmentos que en apariencia eran inconexos dejaban de serlo
y adquirían una continuidad coherente. De esta manera pudimos explicarnos la importancia
que se daba a elementos aparentemente tan dispares como la dinastía merovingia y las
cruzadas, Dagoberto II y Godofredo, Rennes-le-Cháteau, los caballeros templarios, la casa
de Lorena, la Prieuré de Sion. Incluso podíamos seguir las estirpes merovingias hasta
nuestros días: hasta Alain Poner, hasta Henri de Montpézat (consorte de la reina de
Dinamarca), hasta Pierre Plantard de Saint-Clair, hasta Otto von Habsburg, duque
titular de Lorena y rey de Jerusalén.
244
245
10
La tribu exiliada
¿Era posible que hubiese algo especial en la estirpe merovingia, algo más que una legitimidad
académica, técnica? ¿Podía realmente haber algo que, de algún modo, tuviese verdadera
importancia para personas de nuestro tiempo? ¿Podía tratarse de algo que tal vez afectara,
quizás incluso cambiara, las instituciones sociales, políticas o religiosas de hoy? Estas
preguntas seguían importunándonos. Y, pese a ello, de momento no parecían tener
respuesta.
Una vez más examinamos minuciosamente la recopilación de «documentos Prieuré» y,
especialmente, los importantísimos Dossiers Secrets. Volvimos a leer pasajes que antes no
nos habían dicho nada. Ahora les encontramos sentido, pero no explicaban el misterio, ni
respondían a las preguntas que ya eran críticas. Por otro lado, había otros pasajes cuya
pertinencia seguíamos sin ver con claridad. En modo alguno podíamos decir que estos
pasajes resolvieran el enigma; pero, cuando menos, nos hicieron pensar de acuerdo con
ciertas pautas, unas pautas que lnego veríamos que tenían una importancia primordial.
Ya habíamos averiguado que los merovingios, según sus propios cronistas, pretendían ser
descendientes de la antigua Troya. Pero, según ciertos «documentos Prieuré», el árbol
genealógico merovingio era más antiguo que el sitio de Troya. Según ciertos «documentos
Prieuré», era posible que, de hecho, el árbol genealógico de los merovingios se remontase al
Antiguo Testamento.
Entre las genealogías de los Dossiers Secrets, por ejemplo, había numerosas notas a pie de
página y anotaciones. Muchas de éstas se referían específicamente a una de las doce tribus de
la antigua Israel, la tribu de Benjamín. Una de tales referencias cita, y pone de relieve, tres
pasajes bíblicos: Deuteronomio 33, Josué 18 y Jueces 20 y 21.
Deuteronomio 33 contiene la bendición que dio Moisés a los patriarcas de cada una de las
doce tribus. De Benjamín dice Moisés: «El amado de Jehová habitará confiado cerca de él; lo
cubrirá siempre, y entre sus hombros morará» (33, 12). Dicho de otro modo, a Benjamín y
sus descendientes se les hizo objeto de una bendición muy especial y exaltada. Eso, cuando
menos, estaba claro. Nos sorprendió, ni que decir tiene, la promesa de que el Señor moraría
«entre los hombros de Benjamín». ¿Debíamos relacionar dicha promesa con la legendaria
mancha de nacimiento de los merovingios? Es decir, con la cruz roja entre los hombros. La
relación se nos antojó un tanto rebuscada. Por otro lado, había otras similitudes más claras
entre Benjamín en el Antiguo Testamento y el tema de nuestra investigación. Según Robert
Graves, por ejemplo, el día sagrado para Benjamín era el 23 de diciembre:1 el día de san
Dagoberto. Entre los tres clanes que integraban la tribu de Benjamín estaba el clan de
Ahiram, lo que podría ser una referencia oscura a Hiram, constructor del templo de Salomón y
figura central de la tradición masónica. Además, el discípulo más devoto de Hiram se llamaba
Benoni; y Benoni, detalle interesante, era el nombre conferido en principio al infante
Benjamín por su madre, Rachel, antes de morir.
La segunda referencia bíblica de los Dossiers Secrets, la de Josué 18, es bastante más clara.
Trata de la llegada del pueblo de Moisés a la Tierra Prometida y de la asignación a cada una
de las doce tribus de determinadas extensiones de territorio. En virtud de esta asignación, el
246
Los varones de Israel habían jurado en Mizpa, diciendo: Ninguno de nosotros dará su hija a
los de Benjamín por mujer. Y vino el pueblo a la casa de Dios, y se estuvieron allí hasta la
noche en presencia de Dios; y alzando su voz hicieron gran llanto, y dijeron: Oh Jehová Dios de
Israel, ¿por qué ha sucedido esto en Israel, que falte hoy de Israel una tribu? (Jueces, 21, 1
3).
Y otra vez:
Ante la posible extinción de una tribu entera, los ancianos se apresuran a idear una solución.
En Silo, en Bet-el, debe celebrarse una fiesta dentro de poco; y a las mujeres de Silo —cuyos
hombres habían permanecido neutrales en la guerra— hay que considerarlas «presa
legítima». Los benjamitas supervivientes reciben instrucciones de ir a Silo y esperar
escondidos en los viñedos. Cuando las mujeres de la ciudad se congreguen para bailar en la
fiesta, los benjamitas saltarán sobre ellas y las tomarán por esposas
247
No está nada claro por qué los Dossiers Secrets insisten en llamar la atención sobre este
pasaje. Pero, sea cual fuere la razón, los benjamitas, en lo que se refiere a la historia bíblica,
son claramente importantes. A pesar de la devastación ocasionada por la guerra, rápida
mente recuperan su prestigio, si no su número. A decir verdad, se recuperan tan bien que
en Samuel 1 proporcionan a Israel su primer rey, Saúl.
Sin embargo, sea cual sea la recuperación que hayan logrado los benjamitas, los
Dossiers Secrets dan a entender que la guerra en torno a los seguidores de Belial fue un
momento crítico y crucial. Diríase que, a raíz de este conflicto, muchos, si no la mayoría de
los benjamitas se exiliaron. Así, en los Dossiers Secrets hay una nota solemne escrita con
letras mayúsculas:
UN DÍA LOS DESCENDIENTES DE BENJAMÍN ABANDONARON SU PAÍS; CIERTOS SE
QUEDARON; DOS MIL AÑOS MÁS TARDE GODOFREDO VI [DE BOUILLON] SE CONVIRTIÓ
EN REY DE JERUSALÉN Y FUNDÓ LA ORDEN DE SION.2
Al principio no vimos ninguna relación entre estos aparentes non sequiturs. No obstante,
cuando reunimos las referencias diversas y fragmentarias de los Dossiers Secrets, empezó a
cobrar forma una historia coherente. Según esta crónica, la mayoría de los benjamitas se
exilió. Se supone que fueron a Grecia, al Peloponeso central: a la Arcadia, en suma, donde
supuestamente se alinearon con la estirpe real arcádica. Se dice que, cercano ya el
advenimiento de la era cristiana, emigraron y subieron por el Danubio y el Rhin, mezclándose
matrimonialmente con ciertas tribus teutónicas hasta que finalmente engendraron a los
francos sicambros: los antepasados inmediatos de los merovingios.
Así pues, según los «documentos Prieuré», los merovingios descendían, a través de la
Arcadia, de la tribu de Benjamín. Dicho de otra manera, los merovingios, así como sus
descendientes —las estirpes Plantard y Lorena, por ejemplo— eran en esencia de origen
semítico o israelita. Y si Jerusalén era verdaderamente el patrimonio hereditario de los
benjamitas, Godofredo de Bouillon, al marchar sobre la Ciudad Santa, de hecho reclamó su
patrimonio antiguo y legítimo. Además, es significativo que Godofredo fuese el único de los
augustos príncipes europeos que participaron en la primera cruzada que se despojó de
todas sus propiedades antes de ponerse en marcha, lo cual daba a entender que no pensaba
regresara Europa.
Ni que decir tiene, nosotros no temamos manera de comprobar si los merovingios eran
de origen benjamita o no. La información que había en los «documentos Prieuré» se refería
a un pasado demasiado remoto, demasiado oscuro, sobre el cual no existían confirmación ni
testimonios de ninguna clase. Pero las afirmaciones no eran especialmente únicas ni nuevas.
Al contrario, venían circulando desde hacía mucho tiempo en forma de rumores vagos y
tradiciones nebulosas. Para citar un solo ejemplo, Proust las utiliza en su obra; y más recien
temente el novelista Jean d'Ormesson sugiere que ciertas familias de la nobleza francesa
son de origen judaico. Y en 1965 Roger Peyre-fitte, a quien parece ser que le gusta
escandalizar a sus compatriotas, causó sensación con una novela en la que señalaba el
origen esencialmente judaico de toda la nobleza de Francia y de la mayor parte de la de
Europa.
De hecho, el argumento, pese a ser indemostrable, no es del todo inverosímil,
248
249
como tampoco lo son el exilio y la migración que los «documentos Prieuré» atribuyen a la
tribu de Benjamín. Esta tribu se alzó en armas para defender a los seguidores de Belial, que
es una forma de Diosa Madre que a menudo se asocia con imágenes de un toro o ternero.
Hay motivos para creer que los propios benjamitas veneraban a la misma deidad. De hecho,
es posible que el culto del Becerro de Oro que se cita en el Éxodo —tema,
significativamente, de uno de los cuadros más famosos de Poussin— fuese un ritual
específicamente benjamita.
Después de su guerra contra las otras once tribus de Israel, los benjamitas, al huir,
forzosamente tendrían que dirigirse hacia el oeste, es decir, hacia la costa fenicia. Los
fenicios poseían naves capaces de transportar grandes números de refugiados. Y eran alia
dos obvios de los benjamitas fugitivos, porque también los fenicios adoraban a la Diosa
Madre encarnada por Astarté, reina del cielo.
Si hubo realmente un éxodo de benjamitas desde Palestina cabía albergar la esperanza
de dar con algún testimonio del mismo. Lo encontramos en la mitología griega. Existe la
leyenda del hijo del rey Belus, un tal Danaus, que llega en barco a Grecia, acompañado por
sus hijas. Se dice que éstas introdujeron el culto a la Diosa Madre, que pasó a ser el culto
oficial de los arcadios. Según Robert Graves, el mito de Danaus registra la llegada al
Peloponeso de «colonos procedentes de Palestina».3 Graves afirma que el rey Belus es en
realidad Baal o Bel o quizás el Belial del Antiguo Testamento. También es digno de tenerse
en cuenta que uno de los clanes de la tribu de Benjamín era el clan de Bela.
En la Arcadia el culto a la Diosa Madre no sólo prosperó, sino que duró más tiempo que en
cualquier otra parte de Grecia. Quedó asociado al culto de Deméter, luego Diana o
Artemisa. Ésta, conocida en la región por Arduina, pasó a ser la deidad tutelar de las
Ardenas; y fue de las Ardenas de donde salieron por primera vez los francos sicambros para
penetrar en lo que ahora es Francia. El tótem de Artemisa era la osa: Kallisto, cuyo hijo
era Arkas, el niño oso y patrón de la Arcadia. Y Kallisto, transportado a los cielos por Arte-
misa, se transformó en la constelación Ursa Major, es decir, la Osa Mayor. Cabe pues, que
haya algo más que coincidencia en el apellido «Ursus» que repetidamente se aplica a la
estirpe merovingia.
En todo caso, hay otros datos, aparte de la mitología, que inducen a pensar que hubo una
migración judaica a la Arcadia. En los tiempos clásicos la región conocida por la Arcadia era
gobernada por el poderoso y militarista estado de Esparta. Los espartanos absorbieron gran
parte de la cultura arcádica, que era más antigua; y, desde luego, el legendario Liceo
Arcádico puede en realidad identificarse con Licurgo, que codificó la ley espartana. Al llegar
a la edad viril, los espartanos, al igual que los merovingios, atribuían un significado especial
y mágico a su cabello y, también al igual que los merovingios, lo llevaban largo. Según una
autoridad, «la longitud del cabello denotaba su vigor físico y se convirtió en un símbolo
sagrado».4 Lo que es más: ambos libros de los Macabeos en la Apócrifa recalcan el vínculo
entre los espartanos y los judíos. Macabeos 2 habla de que ciertos judíos se habían
«embarcado para ir a los lacedemonios, con la esperanza de encontrar protección allí debido a
su parentesco».5 Y Macabeos 1 afirma explícitamente: «Se ha encontrado en escritos
referentes a los espartanos y a los judíos que son hermanos y son de la familia de Abraham».
250
Así pues, cabría reconocer cuando menos la posibilidad de una migración judaica a la
Arcadia, por lo que los «documentos Prieu-ré», si no podía probarse que eran correctos,
tampoco podían descartarse. En cuanto a la influencia semítica en la cultura franca, había
sólidas pruebas arqueológicas. Rutas comerciales fenicias o semíticas atravesaban todo el
sur de Francia, desde Burdeos hasta Marsella y Narbona. También remontaban el curso del
Rhin. Ya en el período 700-600 a. de. C. había asentamientos fenicios en Francia, no sólo a lo
largo de la costa, sino también en el interior, en lugares como Carcasona y Toulouse. Entre
los artefactos hallados en estos sitios había muchos de origen semítico. Lo cual no es nada
extraño. En el siglo IX a. de C. los reyes fenicios de Tiro se habían aliado matrimonialmente
con los reyes de Israel y Judá, instaurando así una alianza dinástica que engendraría un
contacto estrecho entre sus respectivos pueblos.
El saqueo de Jerusalén en el año 70 de nuestra era, así como la destrucción del templo,
provocó un éxodo masivo de judíos de Tierra Santa. Así, en la ciudad de Pompeya, destruida
por la erupción del Vesubio en 79 d. de C, había una comunidad judía. Ciertas ciudades del
sur de Francia —por ejemplo, Arles, Lunel y Narbona— fueron un refugio para los judíos
fugitivos más o menos en aquella misma época. Y, pese a todo, la llegada de pueblos
judaicos a Europa, y especialmente a Francia, era anterior a la caída de Jerusalén en el
siglo I. De hecho, había comenzado antes de la era cristiana. Entre 106 y 48 a. de C. una
colonia judía se estableció en Roma. No mucho tiempo después se fundó otra colonia a orillas
del curso alto del Rhin, en Colonia. En ciertas legiones romanas se encuadraban contingentes
de esclavos judíos, los cuales acompañaban a sus amos por toda Europa. Con el tiempo,
muchos de estos esclavos ganaban, compraban u obtenían de otro modo su libertad y
formaban comunidades.
Por consiguiente, hay muchos topónimos específicamente semíticos esparcidos por toda
Francia. Algunos de ellos se encuentran de lleno en lo que era el antiguo país de los merovingios.
A pocos kilómetros de Stenay, por ejemplo, al borde del bosque de Woevres, donde fue
asesinado Dagoberto, hay un pueblo llamado Baalon. Entre Stenay y Orval se alza una ciudad
llamada Avioth. Y la montaña de Sion en Lorena —«la colline inspirée»— se llamaba originalmente
Mount Semita.7
Así pues, aunque no podíamos probar lo que decían los «documentos Prieuré», tampoco
podíamos descartarlos. Ciertamente, había suficientes pruebas como para considerar que,
como mínimo, eran plausibles. Tuvimos que reconocer que dichos documentos podían ser co
rrectos, que los merovingios y las diversas familias de la nobleza que descendían de ellos
quizás habían surgido de fuentes semíticas.
Pero nos preguntamos si esto sería realmente todo. ¿Sería éste el secreto portentoso que
había dado pie a tantas complicaciones e intrigas, a tantas maquinaciones y misterios, a tantas
controversias y conflictos a lo largo de los siglos? ¿Nada más que otra leyenda sobre una tribu
perdida? Y aunque no fuese leyenda, sino un hecho verdadero, ¿podía realmente explicar la
motivación de la Prieuré de Sion y la pretensión de la dinastía merovingia? ¿Podía realmente
explicar la adhesión de hombres como Leonardo y Newton o las actividades de las casas de
Guisa y Lorena, los esfuerzos secretos de la Compagnie du Saint-Sacrement, los secretos
elusivos de la francmasonería «de rito escocés»? Es obvio que no. ¿Por qué el hecho de
descender de la tribu de Benjamín constituiría un secreto tan explosivo? ¿De qué manera
podía clarificar las actividades y objetivos de la Prieuré de Sion en nuestros días?
Además, si nuestra investigación afectaba a intereses creados que eran claramente semíticos o
judaicos, ¿por qué nos encontrábamos con tantos componentes que eran específicamente,
incluso fervorosamente cristianos? El pacto entre Clodoveo y la Iglesia de Roma, por ejemplo;
el cristianismo declarado de Godofredo de Bouillon y la conquista de Jerusalén; el
pensamiento, quizás herético pero no por ello menos cristiano, de los cataros y los caballeros
del Temple; instituciones pías como la Compagnie du Saint-Sacrement; una francmasonería
que era «hermética, aristocrática y cristiana», y la implicación de tantos eclesiásticos
cristianos, desde encumbrados príncipes de la Iglesia hasta curas de pueblo como Boudet y
Sauniére.
Podía ser que, en esencia, los merovingios fuesen de origen judaico, pero, suponiendo
que esto fuese cierto, a nosotros nos parecía esencialmente incidental. Fuere cual fuese el
verdadero secreto que había debajo de nuestra investigación, daba la impresión de estar inex
tricablemente ligado, no al judaismo del Antiguo Testamento, sino al cristianismo. En pocas
palabras, la tribu de Benjamín —al menos por el momento— parecía ser una cortina de
humo. Por importante que pudiera ser, el asunto llevaba aparejado algo que aún lo era
más. Seguía habiendo algo que nos estábamos pasando por alto.
251
Tercera
parte
La Estirpe
252
11
El Santo Grial
¿Qué sería ese algo que se nos había pasado por alto? O, dicho de otro modo, ¿qué sería
lo que habíamos estado buscando donde no deberíamos haber buscado? ¿Habíamos tenido
algún fragmento ante nuestros ojos y, por una razón u otra, no habíamos reparado en él? No
acertábamos a ver que se nos hubiera escapado algo, algún dato de la erudición histórica
aceptada. Pero ¿cabía la posibilidad de que hubiese algo más, algo que estuviese «fuera de los
límites» de la historia documentada, de los hechos concretos a los que habíamos procurado
atenernos?
Ciertamente, había un motivo (fabuloso, hay que reconocerlo) que se había colado en
nuestra investigación, repitiéndose una y otra vez, con una constancia insistente e intrigante.
Nos referimos al misterioso objeto conocido por el «Santo Grial». Los contemporáneos de los
cataros, por ejemplo, creían que éstos se hallaban en posesión del Grial. También los
templarios habían pasado con frecuencia por ser sus custodios; y los romances sobre el Grial
habían surgido originalmente de la corte del conde de la Champagne, que tuvo mucho que ver
con la fundación de los caballeros templarios. Además, cuando los templarios fueron
suprimidos, las estrafalarias cabezas a las que supuestamente rendían culto gozaban, según
los informes oficiales de la Inquisición, de muchos de los atributos tradicionales del Grial:
proporcionar sustento, por ejemplo, y dar fertilidad a la tierra.
En el curso de nuestra investigación también habíamos tropezado con el Grial en otros
muchos contextos. Algunos eran relativamente recientes, tales como los círculos ocultistas
de Joséphin Péladan y Claude Debussy en las postrimerías del siglo xix. Otros eran mucho
más antiguos. Según la leyenda y el folclore medievales, por ejemplo, Godofredo de Bouillon
descendía de Lohengrin, el caballero del Cisne; y en los romances Lohengrin era hijo de
Perceval o Parzival, protagonista de la totalidad de los primeros cuentos relativos al Grial.
Asimismo, Guillem de Gellone, gobernante del principado medieval del sur de Francia durante
el reinado de Carlomagno, era el héroe de un poema de Wolfram von Eschenbach, el más
importante de los cronistas del Grial. De hecho, se decía que el Guillem que aparecía en el
poema de Wolfram tenía alguna relación con la misteriosa «familia del Grial».
Estas intrusiones del Grial en nuestra investigación, así como otras por el estilo, ¿eran pura
coincidencia? ¿O había una continuidad subyacente que las unía, una continuidad que, de
alguna forma inimaginable, vinculaba nuestra investigación con el Grial, fuese éste lo que
realmente fuere? Al llegar aquí, nos encontramos ante un interrogante asombroso. ¿Podía el
Grial ser algo más que pura fantasía? ¿Habría existido realmente en algún sentido? ¿Era en
realidad posible que hubiese existido el Santo Grial? ¿O, cuando menos, algo concreto cuyo
símbolo era el Santo Grial?
Estas preguntas eran en verdad apasionantes y provocadoras, por no emplear términos
más fuertes. Al mismo tiempo, amenazaban con llevarnos demasiado lejos, hacernos entrar
en esferas de especulación espuria. Sin embargo, sirvieron para dirigir nuestra atención hacia
los romances sobre el Grial. Y también éstos planteaban diversos rompecabezas intrigantes y
claramente pertinentes.
Por lo general, se supone que el Santo Grial tiene alguna relación con Jesús. Según
algunas tradiciones, fue la copa de la que bebieron Jesús y sus discípulos en la Última Cena.
Otras dicen que fue la copa que José de Arimatea utilizó para recoger la sangre de Jesús
crucificado. Y hay otras tradiciones que aseguran que el Grial fue ambas cosas. Pero si el
Grial estaba tan íntimamente asociado a Jesús, o si existió de verdad ¿por qué durante más
253
de mil años no se hizo absolutamente ninguna alusión a él? ¿Dónde estuvo durante todo
este tiempo? ¿Por qué no figuró en la literatura, el folclore o la tradición de tiempos
anteriores? ¿Por qué una cosa de tanta importancia para el cristianismo permaneció
enterrada durante aparentemente tanto tiempo?
Y la pregunta más provocadora de todas era ésta: ¿por qué finalmente afloró a la
superficie exactamente en aquel momento, en el punto culminante de las cruzadas? ¿Fue
coincidencia que este objeto enigmático, en apariencia inexistente durante diez siglos,
asumiera aquella categoría justamente en aquel momento: cuando el reino franco de
Jerusalén se hallaba aún en toda su gloria, cuando los templarios estaban en el cénit de su
poder, cuando la herejía catara iba cobrando un ímpetu que amenazaba realmente con
desplazar el credo de Roma? Esta convergencia de circunstancias, ¿constituía una verdadera
coincidencia? ¿O había alguna vinculación entre ellas?
Inundados de preguntas como éstas, que nos intimidaban un poco, dirigimos nuestra
atención hacia los romances sobre el Grial. Sólo examinando atentamente estas «fantasías»
podíamos albergar la espe ranza de determinar si su repetida aparición en nuestras
indagaciones era en verdad coincidencia o la manifestación de una pauta que significase algo.
254
255
Dejando a su madre viuda, Perceval parte en busca de su título de caballero. Durante sus
viajes se encuentra con un enigmático pescador —el famoso «Rey Pescador»—que le brinda su
castillo para pernoctar. Aquella noche aparece el Grial. Ni en este punto ni en cualquier otro
punto del poema se establece vínculo alguno entre el Grial y Jesús. A decir verdad, el lector
se entera de pocas cosas sobre el famoso objeto. Ni siquiera se le dice en qué consiste. Pero
sea lo que sea, lo transporta una damisela, es de oro y está adornado con gemas. Perceval no
sabe que se espera de él que haga una pregunta a este misterioso objeto. La pregunta es:
«¿A quién se sirve con él?». Obviamente, se trata de una pregunta ambigua. Si el Grial es una
vasija o un plato de alguna clase, la pregunta puede significar: «¿Quién debe comer de él?».
Por otro lado, cabría formular la pregunta de otra manera: «¿A quién se sirve (en sentido
caballeresco) en virtud de servir al Grial?». Sea cual fuere el significado de la pregunta,
Perceval se olvida de formularla; y al día siguiente, cuando despierta, el castillo está vado.
Más adelante llega a su conocimiento que la omisión ha provocado un desastroso infortunio en
la tierra. Aún más adelante se entera de que él mismo es de la «familia del Grial», y que el
misterioso «Rey Pescadon>, que era «sustentado» por el Grial, era, de hecho, su propio tío.
En este momento Perceval hace una curiosa confesión. Desde su infeliz experiencia con el
Grial, declara, ha dejado de amar a Dios o de creer en él.
El poema de Chrétien resulta aún más intrigante por el hecho de estar inacabado. Chrétien
murió alrededor de 1188, muy posiblemente antes de que pudiera completar la obra; y,
aunque lograse terminarla, no se ha conservado ninguna copia. Si dicha copia existió alguna
vez, es muy posible que fuese destruida por un incendio que hubo en Tro-yes en 1188. No es
necesario extendernos sobre este particular, pero algunos eruditos han opinado que este
incendio, que coincide con la muerte del poeta, resulta vagamente sospechoso.
En todo caso, la versión que escribió Chrétien de la historia del Grial es en sí misma menos
importante que en su papel de precursora. Durante el medio siglo siguiente el motivo que él
había introducido en la corte de Troyes se propagaría por toda la Europa occidental como un
incendio forestal. Al mismo tiempo, empero, los expertos modernos en el tema están de
acuerdo en que los posteriores romances sobre el Grial no parecen haberse derivado
enteramente de Chrétien, sino que dan la impresión de haberse inspirado también en como
mínimo otra fuente, una fuente que con toda probabilidad era anterior a Chrétien. Y durante
su proliferación la historia del Grial quedó mucho más vinculada estrechamente al rey Arturo,
que en la versión de Chrétien no era más que una figura periférica. Y también quedó
vinculada a Jesús.
Entre los numerosos romances sobre el Grial que aparecieron después de la versión de
Chrétien había tres que demostraron tener un interés y una importancia especiales para
nosotros. Uno de éstos, el Román de l'estoire dou Saint Graal, fue compuesto por Robert de
Boron en algún momento comprendido entre 1190 y 1199. Con razón o sin ella, a menudo se
atribuye a este autor el mérito de haber convertido el Grial en un símbolo específicamente
cristiano. El propio autor manifiesta que se inspira en una fuente anterior, una fuente muy
distinta de la que utilizara Chrétien. Al hablar de su poema, y especialmente del carácter
cristiano del Grial, Robert de Boron alude a un «gran libro» cuyos secretos le han sido
revelados.3
256
Así pues, no se sabe a ciencia cierta si fue Robert de Boron quien cristianizó el Grial o si otro
autor lo hizo antes que él. La mayoría de las actuales autoridades en la materia se inclinan a
creer en la segunda posibilidad. Sin embargo, es indudable que la crónica de Robert de Boron
es la primera que proporciona una historia del Grial. El autor explica que el Grial fue la copa
que se usó en la Última Cena. Luego pasó a manos de José de Arimatea, quien, cuando Jesús
fue bajado de la cruz, la llenó con la sangre del Salvador; y es esta sangre sagrada la que
confiere al Grial una cualidad mágica. Robert de Boron prosigue diciendo que, después de la
crucifixión, la familia de José de Arimatea se encargo de la custodia del Grial. Y para este
autor los romances sobre este misterioso objeto se refieren a las aventuras y vicisitudes de
esta familia determinada. Así, se dice que Galahad es hijo de José de Arimatea. Y el Grial pasa
a poder del cuñado de Jesús, Brons, que lo lleva a Inglaterra y se convierte en el Rey
Pescador. Al igual que en el poema de Chrétien, Perceval es el «Hijo de la Dama Viuda», pero
es también el nieto del Rey Pescador.
Por consiguiente, la versión de Robert de Boron se aparta de la de Chrétien en varios
aspectos importantes. En ambas versiones Perceval es «Hijo de la Dama Viuda», pero en la
de Robert de Boron es el nieto en vez del sobrino del Rey Pescador y, por ende, está
emparentado de forma aún más directa con la familia del Grial. Y mientras que la narración
de Chrétien resulta imprecisa en lo que respecta a la cronología, pues transcurre en un
momento indeterminado de la época de Arturo, la de Robert es muy precisa. Para este
autor la historia del Grial transcurre en Inglaterra y no es coetánea con Arturo, sino con
José de Arimatea.
Hay otro romance sobre el Grial que tiene mucho en común con el de Robert de Boron.
Diríase, de hecho, que se inspira en las mismas fuentes, pero su utilización de las mismas es
muy diferente y mucho más interesante. El romance en cuestión lleva el título de Perlesvaus.
Fue compuesto más o menos en la misma época que el poema de Robert de Boron, entre
1190 y 1212, por un autor que, despreciando la costumbre de la época, prefirió guardar el
anonimato. Es extraño que optase por ello en vista de los honores que se tributaban a los
poetas, a menos que tuviese que ver con alguna institución —una orden monástica o militar,
por ejemplo— que hubiese visto con malos ojos la composición de este tipo de romances. Y,
de hecho, el peso de los datos textuales relativos al Perlesvaus hace pensar que tal era el
caso. Por lo menos según un experto moderno, el Perlesvaus pudo, en realidad, ser obra de
un templario.4 Y, desde luego, hay datos que apoyan esta conjetura. Se sabe, por ejemplo,
que los caballeros teutónicos alentaron y patrocinaron a los poetas anónimos que había en
sus filas, y es posible que este precedente lo hubieran sentado los templarios. Lo que es
más, el autor del Perlesvaus revela, en el curso del poema, un conocimiento
extraordinariamente detallado de las realidades del combate: de las armaduras y los
pertrechos, de la estrategia y la táctica, así como de las armas y sus efectos en la carne
humana. La descripción gráfica de heridas, por ejemplo, parece atestiguar que el autor
posee experiencia de primera mano de lo que ocurre en el campo de batalla, una
experiencia realista, en modo alguno teñida de romanticismo, que brilla por su ausencia en
los otros romances sobre el Grial.
Aun en el caso de que el Perlesvaus no fuera en realidad compuesto por un templario, no por
ello deja de aportar una base sólida para relacionar a los templarios con el Grial. Aunque no
se menciona a la orden por su nombre, su aparición en el poema es inconfundible. Así,
Perceval, en sus vagabundeos, llega casualmente a un castillo. Este castillo no alberga el
Grial, pero sí se aloja en él un cónclave de «iniciados» que obviamente están familiarizados
con dicho objeto. Perceval es recibido por dos «maestres» que baten palmas y a los que se
unen otros treinta y tres hombres. «Iban vestidos de blanco y ninguno de ellos dejaba de
ostentar una cruz roja en mitad del pecho, y parecían todos ser de la misma edad».5 Uno de
estos «maestres» misteriosos afirma que ha visto personalmente el Grial, lo cual es una expe
riencia que sólo se concede a unos cuantos elegidos. Y afirma también que está familiarizado
con el linaje de Perceval.
257
En mayor grado que los poemas de Chrétien o de Robert, el Perlesvaus es una obra de
naturaleza mágica. Además de su conocimiento del campo de batalla, su anónimo autor está
versado en los conjuros y la adivinación, lo que es extraño en su época. Hay también
numerosas alusiones alquímicas: a dos hombres, por ejemplo, «hechos de cobre por arte de
nigromancia».7 Y en algunas de las alusiones mágicas y alquímicas resuenan los ecos del
misterio que rodea a los templarios. Así, uno de los «maestres» de esta compañía vestida de
blanco y parecida a los templarios le dice a Perceval: «Hay las cabezas selladas con plata y las
cabezas selladas con plomo, y los cuerpos a los cuales pertenecían estas cabezas; yo te digo
que tienes que hacer que venga aquí la cabeza tanto del rey como de la reina».8
Además de las alusiones mágicas, en el Perlesvaus también abundan alusiones que son
tanto heréticas como paganas o ambas cosas a la vez. Una vez más se designa a Perceval por
la apelación dualista «Hijo de la Dama Viuda». Se habla de un ritual sancionado de sacrificio
del rey, lo cual resulta de lo más incongruente en un poema supuestamente cristiano. También
se dice que se asan y comen niños, crimen del que popularmente se acusaba a los templarios.
Y en un momento dado hay un rito singular que también evoca recuerdos de los procesos de
los templarios. Ante una cruz roja erigida en un bosque una hermosa
bestia blanca, de naturaleza indeterminada, es despedazada por unos lebreles. Mientras
Perceval contempla la escena aparecen un caballero y una dama con vasijas de oro, recogen
los fragmentos de carne mutilada y, después de besar la cruz, desaparecen entre los árboles.
Entonces el propio Perceval se arrodilla ante la cruz y la besa:
y llegó a él un olor muy dulce que salía de la cruz y del lugar, con el que ninguna dulzura puede
compararse. Mira y ve venir del bosque a dos sacerdotes a pie; y el primero le grita: «Señor
Caballero, retírate de la cruz, pues ningún derecho tienes de acercarte a ella». Perceval
retrocede, y el sacerdote se arrodilla ante la cruz y la adora y se inclina y la besa más de
una docena de veces, y manifiesta la mayor alegría del mundo. Y el otro sacerdote viene des
pués y aparta al primer sacerdote por la fuerza, y golpea la cruz con la vara en todas partes y
llora desconsoladamente.
Perceval le contempla con extrañeza grande y justificada y le dice: «Señor, ¡tú no me
pareces ningún sacerdote! ¿Por qué haces algo tan vergonzoso?». «Señor—dice el sacerdote—
, ¡nada te importa a ti lo que nosotros hagamos, ni nada sabrás de nosotros!» De no haber
sido un sacerdote, Perceval se hubiera enfurecido con él, pero no tenía ánimo de hacerle mal
alguno.9
Esta profanación de la cruz hace pensar en las acusaciones que se lanzaron contra los
templarios. Pero no sólo hace pensar en los templarios. También podría reflejar el
pensamiento dualista o gnóstico: el pensamiento de los cataros, por ejemplo, que también
repudiaban la cruz.
En el Perlesvaus el pensamiento dualista o gnóstico se extiende en algún sentido hasta el
mismo Grial. Para Chrétien el Grial era algo no especificado, hecho de oro y adornado con
gemas. Robert de Boron lo identificaba con la copa que se utilizó en la Última Cena y más
adelante para recoger la sangre de Jesús. En el Perlesvaus, no obstante, el Grial adquiere una
dimensión sumamente curiosa y significativa. En un momento dado un sacerdote advierte a
sir Gawain: «pues no corresponde descubrir los secretos del Salvador, y también a aquellos a
quienes han sido confiados les corresponde guardarlos secretamente».10 El Grial, pues,
entraña un secreto que tiene alguna relación con Jesús; y la naturaleza de este secreto es
confiada a una compañía selecta.
Cuando al final Gawain consigue ver el Grial, «le parece que en medio del Graal ve la figura
de un niño... alza la vista y le parece que el Graal es todo de carne, y cree ver, encima de él,
un rey coronado, clavado en una cruz»." Y más adelante, el Grial
258
apareció en la consagración de la misa, de cinco maneras diversas que nadie debería decir,
pues las cosas secretas del sacramento nadie debería decirlas abiertamente, sino aquel a
quien Dios lo ha dado. El rey Arturo contempló todos los cambios, el último de los cuales fue
la transformación en un cáliz.I2
De todos los romances sobre el Grial el más famoso, y el más significativo desde el punto
de vista artístico, es Parzival, compuesto entre 1195 y 1216. Su autor fue Wolfram von
Eschenbach, un caballero de origen bávaro. Al principio creímos que este factor podía distan
ciarle de su tema, haciendo que su crónica fuera menos fiable que otras. Sin embargo,
poco después sacamos la conclusión de que, si había alguien que podía hablar con autoridad
del Grial, ese alguien era Wolfram.
En el principio de Parzival el autor afirma atrevidamente que la versión de la historia
sobre el Grial que escribió Chrétien está equivocada, mientras que la suya propia es correcta
porque se basa en información privilegiada. Más adelante explica que dicha información la
obtuvo de un tal Kyot de Provenza, quien a su vez, según se supone, la obtuvo de un tal
Flegetanis. Merece la pena citar las palabras de Wolfram:
Cualquiera que me preguntaba antes acerca del Grial y me reprendía por no contestarle
estaba muy equivocado. Kyot me pidió que no revelase esto, pues la Aventura le ordenaba
no pensar en ello hasta que ella misma, la Aventura, incitase a decirlo, y entonces uno ha de
hablar de ello, por supuesto.
Kyot, el conocido maestro, encontró en Toledo, desechada, redactada en escritura
pagana, la primera fuente de esta aventura.
Primero tuvo que aprender los abecés, pero sin el arte de la magia negra...
Un pagano, Flegetanis, había conquistado mucho renombre por su saber. Este erudito de la
naturaleza descendía de Salomón y había nacido en el seno de una familia que había sido
israelita durante mucho tiempo hasta que el bautismo se convirtió en nuestro escudo contra el
fuego del Infierno. Escribió la aventura del Grial. Por parte de padre, Flegetanis era pagano y
adoraba un becerro...
El pagano Flegetanis podía decirnos cómo todas las estrellas se ponen y vuelven a alzarse...
Con el curso en círculo de las estrellas están vinculados los asuntos y el destino del hombre.
Flegetanis el pagano vio con sus propios ojos, en las constelaciones, cosas sobre las que
evitaba hablar, misterios escondidos. Dijo que había una cosa que se llamaba el Grial, cuyo
nombre había leído él claramente en las constelaciones. Una hueste de ángeles la dejaron en
la tierra.
Desde entonces, los hombres bautizados han tenido la misión de guardarla, y con tal
disciplina casta que aquellos que son llamados al servicio del Grial son siempre hombres
nobles. Así escribió Flegetanis de estas cosas.
Kyot, el sabio maestro, se dedicó a buscar este cuento en libros latinos, para ver dónde
había habido alguna vez un pueblo dedicado a la pureza y digno de cuidar del Grial. Leyó las
crónicas de las tierras, en Inglaterra y en otras partes, en Francia y en Irlanda, y en Anjou
encontró el cuento. Alt' leyó la verdadera historia de Mazadán, y el testimonio exacto de toda
la familia estaba escrito allí.14
259
Entre las numerosas afirmaciones que se hacen en este pasaje y que requieren comentario,
es importante señalar por lo menos cuatro. Una es que la historia del Grial parece estar
relacionada con la familia de un individuo llamado Mazadán. La segunda es que la casa de
Anjou tiene una importancia primordial. La tercera es que la versión original de la historia
parece haber llegado a Europa occidental desde el otro lado de los Pirineos, es decir, desde la
España musulmana: lo cual es perfectamente verosímil porque Toledo era un centro de
estudios esotéricos, tanto judaicos como musulmanes. Pero el elemento más notable del
pasaje citado es que la historia del Grial, tal como Wolfram explica su derivación, es en
esencia de origen judaico. Si el Grial es un misterio cristiano que infunde un temor reverencial
tan grande, ¿por qué su secreto lo transmitirían iniciados judaicos? O, para el caso, ¿por qué
unos autores judaicos tendrían acceso a un material específicamente cristiano cuya existencia
desconocía la propia cristiandad?
Los eruditos han desperdiciado mucho tiempo y mucha energía discutiendo sobre si Kyot y
Flegetanis existieron de verdad o son personajes inventados. De hecho, la identidad de Kyot,
según habíamos comprobado al estudiar los templarios, puede establecerse de modo
bastante sólido. Es casi seguro que Kyot de Provenza era Guiot de Provins, un trovador,
monje y portavoz de los templarios que vivió en Provenza y escribió canciones de amor,
ataques contra la Iglesia, cantos de júbilo en alabanza del Temple y versos satíricos. Se sabe
que Guiot visitó Maguncia, en Alemania, en 1184. La visita la hizo con motivo de la fiesta
caballeresca de Pentecostés, en la cual el Sacro Emperador Romano, Federico Barbarroja,
confirió el título de caballero a sus hijos. Era cosa corriente que asistieran a la ceremonia
poetas y trovadores procedentes de toda la cristiandad. Es casi seguro que Wolfram, en su
calidad de caballero del Sacro Imperio Romano, estuvo presente; y, desde luego, es razonable
suponer que él y Guiot se conocieron. Los hombres cultos no eran muy frecuentes en aquella
época. Inevitablemente, se agrupaban, se buscaban unos a otros, trababan conocimiento; y
es muy posible que Guiot encontrase en Wolfram un alma gemela, a la que quizá confirió
cierta información, aunque fuese sólo en forma simbólica. Y si Guiot permite que se acepte a
Kyot como genuino, es cuando menos plausible suponer que también Flegetanis existió en
realidad. Si no fue así, entonces Wolfram o Guiot (o tal vez los dos) debieron de tener algún
propósito especial para crearlo. Y para darle la procedencia y la genealogía distintivas que se
dice que tenía.
Además de la historia del Grial, Wolfram tal vez recibió de Guiot un interés apasionado por
los templarios. En todo caso, se sabe que Wolfram sentía tal interés. Al igual que Guiot,
incluso hizo una peregrinación a Tierra Santa, donde pudo observar a los templarios en
acción, con sus propios ojos. Y en Parzival hace hincapié en que los custodios del Grial y la
familia del Grial son templarios. Huelga decir que esto podría ser un ejemplo de cronología
chapucera y del anacronismo propio de la licencia poética, tal como se encuentra en otros
romances sobre el Grial. Pero Wolfram se muestra a este respecto mucho más cuidadoso que
otros escritores de su tiempo. Además, hay alusiones patentes al Temple en el Perlesvaus.
¿Cabe suponer que tanto Wolfram como el autor del Perlesvaus serían culpables del mismo
anacronismo? Posiblemente. Pero también es posible que se quiera dar a entender algo
relacionando ostentosamente a los templarios con el Grial. Porque si los templarios son en
verdad custodios del Grial, hay una implicación flagrante: que el Grial existió no sólo en
tiempos del rey Arturo, sino también durante las cruzadas, que fue la época en que se
compusieron los romances sobre él. Introduciendo a los templarios, tanto Wolfram como el
autor del Perlesvaus tal vez sugieran que el Grial no era simplemente algo que pertenecía al
pasado, sino también algo que, a su juicio, tenía importancia en su propia época.
Así pues, el trasfondo del poema de Wolfram es tan importante, de una manera oscura,
como el mismo texto del poema. A decir verdad, el papel de los templarios, al igual que la
identidad tanto de Kyot como de Flegetanis, parece crucial; y es muy posible que estos
factores contengan la clave de todo el misterio que rodea al Grial. Por desgracia, el texto de
Parzival contribuye en poca medida a resolver estas cuestiones, al mismo tiempo que plantea
muchosotrosinterrogantes.
En primer lugar, Wolfram no sólo mantiene que su versión de la historia del Grial es la
correcta, en contraste con la de Chrétien, sino que también dice que la crónica de Chrétien es
meramente una fábula fantástica, mientras que la suya es, de hecho, una especie de «docu
mento de iniciación». Dicho de otro modo, tal como afirma Wolfram de forma inequívoca, en
el misterio del Grial hay más de lo que se ve a simple vista. Y deja bien sentado, por medio de
numerosas referencias a lo largo de todo el poema, que el Grial no es simplemente un objeto
de mistificación y fantasía gratuitas, sino un medio de ocultar algo de inmensa importancia.
260
Una y otra vez incita al lector a leer entre líneas, para lo cual lanza aquí y allí algunas
indirectas sugestivas. Al mismo tiempo, reitera constantemente la apremiante necesidad de
guardar el secreto. «Pues ningún hombre podrá jamás ganar el Grial a menos que sea
conocido en el Cielo y que sea llamado por su nombre al Grial».'' Y «el Grial es desconocido
salvo para aquellos que han sido llamados por su nombre... a la compañía del Grial».16
Wolfram se muestra a la vez preciso y elusivo en lo que se refiere a la identificación del Grial.
Cuando éste aparece por primera vez, no hay ninguna indicación de qué se trata. Diríase,
con todo, que tiene algo en común con la vaga descripción del mismo que hace Chrétien:
Ella [la Reina de la familia del Grial] llevaba un vestido de seda árabe. Sobre un achmardi de
color verde intenso lucía la Perfección del Paraíso, tanto raíz como rama. Era una cosa llamada
el Grial, la cual supera toda la perfección terrenal. Repanse de Schoye era el nombre de
aquella a quien el Grial permitía ser su portadora. Tal era la naturaleza del Grial que aquella
que lo custodiaba tenía que conservar su pureza y renunciar a toda falsedad.17
Entre otras cosas, el Grial, en este punto, parece ser una especie de cornucopia mágica o
cuerno de la abundancia:
Un centenar de escuderos, obedeciendo las órdenes que habían recibido, tomaron con
reverencia pan en servilletas blancas de delante del Grial, retrocedieron en grupo y,
separándose, pasaron el pan a todas las mesas. Se me dijo, y os lo digo a vosotros también,
pero sobre vuestro juramento, no el mío—de ahí que si os engaño, todos nosotros somos
mentirosos— que cualquier cosa que uno quisiera coger alargando la mano la encontraba
preparada, delante del Grial, alimento caliente o alimento frío, platos nuevos o viejos, carne
mansa o caza. «Nunca hubo cosa parecida», dirán muchos.
Pero estarán equivocados en su airada protesta, porque el Grial era el fruto de la beatitud, tal
abundancia de la dulzura del mundo que sus delicias eran muy parecidas a lo que nos es
dicho del reino de los cielos.18
A su manera, todo esto es bastante mundanal, incluso pedestre, y diríase que el Grial es
una cosa bastante inocua. Pero más adelante, cuando el tío eremita de Parzival comenta el
Grial, éste se convierte en algo decididamente más poderoso. Después de una larga
disquisición, en la que hay elementos de un pensamiento flagran teme nte gnóstico, el
eremita describe el Grial de la siguiente manera:
Bien sé yo que muchos bravos caballeros moran con el Grial en Munsalvaesche. Siempre que
salen a caballo, como hacen a menudo, es en busca de aventuras. Hacen esto por sus
pecados, estos templarios, sea su recompensa la derrota o la victoria. Una hueste valiente
vive allí, y os diré de qué manera se sustentan. Viven de una piedra de la clase más pura. Si
no la conocéis, aquí os será nombrada. Se llama lapsit exillis. Por el poder de esta piedra el
fénix arde y se convierte en cenizas, pero las cenizas le dan vida otra vez. Así el fénix muda
y cambia su plumaje, que después es luminoso y brillante y tan precioso como antes. Nunca
hubo un ser humano tan enfermo que, si un día ve esa piedra, no pueda morir durante la
semana siguiente. Y su aspecto no se marchitará. Su apariencia será la misma, sea doncella
u hombre, que en el día en que vio la piedra, la misma que cuando comenzaron los mejores
años de su vida, y aunque viera la piedra durante doscientos años, nunca cambiará, salvo que
su cabello podría quizá volverse gris. Tal poder da la piedra a un hombre que la carne y los
huesos vuelven en seguida a ser jóvenes. La piedra es llamada también el Grial.19
Así pues, según Wolfram, el Grial es una piedra de alguna clase. Pero semejante definición
del Grial es mucho más provocativa que satisfactoria. Los eruditos han apuntado diversas
interpretaciones de las palabras «lapsit exillis», todas las cuales son más o menos plausibles.
«Lapsit exillis» podría ser una corrupción de «lapis ex caelis», es decir, «piedra procedente de
los cielos». También podría ser una corrupción de «lapsit ex caelis», o sea, «cayó de los
cielos»; o de «lapsis lapsus ex caelus», que quiere decir «una piedra cayó del cielo»; o,
finalmente, de «lapis elixir»: la fabulosa piedra filosofal de la alquimia.20 Ciertamente, el pasaje
citado, al igual para el caso que la totalidad del poema de Wolfram, está cargado de
simbolismo alquímico. El fénix, por ejemplo, es un conocido símbolo alquímico de la
resurrección o el renacimiento y también, en la iconografía medieval, un emblema del Jesús
moribundo y resurrecto.
261
Si el fénix sirve en verdad para representar a Jesús, Wolfram asocia implícitamente a éste con
una piedra. Huelga decir que semejante asociación no es única. Tenemos a Pedro (Pierre o, lo
que es lo mismo, «piedra» en francés): la «piedra» o «roca» sobre la que Jesús funda su
Iglesia. Y, tal como habíamos descubierto, Jesús, en el Nuevo Testamento, se equipara
explícitamente a sí mismo con «la piedra angular olvidada por los constructores»: la piedra
angular del templo, la Roca de Sion. Por estar «fundada» en esta roca, existía
supuestamente una tradición real que descendía de Godofredo de Bouillon y que era igual a
las dinastías que reinaban en Europa.
En el pasaje que sigue inmediatamente al que acabamos de citar, Wolfram establece un
vínculo específico entre el Grial y la crucifixión y, a través del símbolo de la paloma, con la
Magdalena:
Este mismo día llega a él [al Grial] un mensaje en el que reside su mayor poder. Hoy es
Viernes Santo, y aguardan allí a una paloma, que descenderá del Cielo. Trae una oblea
pequeña y blanca y la deja sobre la piedra. Luego, blanca y reluciente, vuelve a remontarse a
las alturas del cielo. Siempre en Viernes Santo trae a la piedra lo que os acabo de decir, y de
eso la piedra deriva las buenas fragancias de comida y bebida que hay en la tierra, iguales a la
perfección del Paraíso. Me refiero a todas las cosas que la tierra pueda dar. Y además la
piedra proporciona toda la caza que hay bajo los cielos, tanto si vuela como si corre o nada.
Así, a la hermandad caballeresca, da sustento el poder del Grial.21
Oíd ahora cómo aquellos que son llamados al Grial son dados a conocer. Sobre la piedra,
alrededor del borde, aparecen letras inscritas, dando el nombre y el linaje de cada uno,
doncella o muchacho, que debe emprender este bendito viaje. Nadie necesita borrar la
inscripción, pues, una vez haya él leído el nombre, desaparece ante sus ojos. Todos aquellos
que ahora han alcanzado la madurez llegaron aquí como niños. Bienaventurada sea la madre
que parió un hijo destinado a prestar servicio aquí. Pobres y ricos por igual se alegran si su hijo
es convocado a unirse a la compañía. Son llevados allí desde muchas tierras. De la vergüenza
pecaminosa están más protegidos que otros, y reciben buena recompensa en el cielo. Cuando
la vida muere para ellos allí les es dada la perfección."
Si los guardianes del Grial son los templarios, diríase que sus custodios reales son los
miembros de una familia específica. Esta familia parece poseer numerosas ramas colaterales,
algunas de las cuales —cuya identidad ellas mismas desconocen a menudo— están esparcidas
por todo el mundo. Pero otros miembros de la familia habitan en el castillo del Gríal que se alza
en Munsalvaesche, que está relacionado de forma bastante obvia con el legendario castillo
cátaro de Montsalvat, que como mínimo un autor ha identificado como Montségur.23 Dentro de
Munsalvaesche moran diversas ñguras enigmáticas. Está la vigilante y portadora del Grial,
Repanse de Schoye («Réponse de Choix» o «Respuesta Elegida»). Y está también, desde
luego, Anfortas, el Rey Pescador y señor del castillo del Grial, que está herido en los genitales y
no puede procrear o, como opción contraria, morir. Al igual que en el romance de Chrétien
sobre el Grial, Anfortas, para Wolfram, es el tío de Parzival. Y al ñnal del poema, cuando la
maldición es levantada, y Anfortas por fin puede morir, Parzival se convierte en el heredero
del castillo del Grial.
262
El Grial, o la familia del Grial, llama a su servicio a ciertos individuos del mundo exterior,
individuos a los que es preciso iniciar en alguna suerte de misterio. Al mismo, tiempo, envía a
sus servidores adiestrados al mundo con el ñn de que hagan cosas en su nombre y, a veces,
de que ocupen un trono. Porque el Grial, al parecer, posee el poder de nombrar reyes:
Se nombran doncellas para que cuiden del Grial... Ese fue el decreto de Dios y estas
doncellas cumplieron su servicio ante él. El Grial selecciona una compañía noble. Caballeros,
devotos y buenos, resultan elegidos para guardarlo. La llegada de las altas estrellas trae a
esta gente gran congoja, a jóvenes y viejos por igual. La ira de Dios contra ellos ha durado
demasiado tiempo. ¿Cuándo dirán sí a la alegría?... Os diré algo más, en cuya veracidad bien
podéis creer. Con frecuencia tienen una oportunidad doble; dan y a la vez reciben provecho.
Reciben a niños pequeños allí, de linaje noble y hermosos. Y si en alguna parte una tierra
pierde su señor, se les otorga uno de la compañía del Grial. Deben tratarle con cortesía, pues
la bendición de Dios le proteje.24
Diríase, a juzgar por este pasaje, que en algún momento pasado la familia del Grial
incurrió en la ira de Dios. La alusión a la «ira de Dios contra ellos» hace pensar en
numerosas afirmaciones medievales sobre los judíos. También recuerda el título de un libro
misterioso que se relaciona con Nicolás Flamel: El sagrado libro de Abram el judío, príncipe,
sacerdote, levita, astrólogo y filósofo de aquella tribu de judíos que por la ira de Dios fueron
dispersados entre los galos. Y Flegetanis, quien, según Wolfram, escribió la crónica original
del Grial, desciende, dicen, de Salomón. ¿Cabía la posibilidd de que la familia del Grial
fuese de origen judaico?
Fuera cual fuese la maldición que hubiera caído antes sobre la familia del Grial, es
indudable que ésta, en tiempos de Parzival, ya goza del favor divino, así como de mucho
poder. Y, pese a ello, se la conmina rigurosamente, al menos en ciertos aspectos, a guardar
el secreto de su identidad.
A los hombres [de la familia del Grial] Dios ordena que salgan en secreto; las doncellas salen
abiertamente... Así las doncellas son enviadas abiertamente desde el Grial, y los hombres en
secreto, para que puedan tener hijos que a su vez algún día entrarán al servicio del Grial y,
sirviendo, mejorarán su compañía. Dios puede enseñarles cómo se hace esto.25
Así pues, las mujeres de la familia del Grial, cuando contraen matrimonio con hombres del
mundo exterior, están autorizadas a revelar su genealogía y su identidad. Los hombres, sin
embargo, deben ocultar escrupulosamente esta información; tanto es así, de hecho, que ni
siquiera pueden permitir preguntas sobre sus orígenes. Al parecer, esto es de crucial
importancia, pues Wolfram vuelve a hablar de ello con gran énfasis en el final mismo del
poema.
Sobre el Grial se encontró ahora escrito que cualquier templario al que la mano de Dios
nombró maestre de un pueblo extranjero debe prohibir que se le pregunte su nombre y su
raza, y les ayudará a defender sus derechos. Si se le hace la pregunta, no contarán más con
su ayuda.26
263
De esto, huelga decirlo, sale el dilema de Lohengrin, el hijo de Parzival, quien, al ser
interrogado sobre su origen, debe abandonar a su esposa y a sus hijos y retirarse a la
soledad de donde salió. Pero, ¿por qué se exige un secreto tan riguroso? ¿Qué «trapos
sucios», por así decirlo, deben ocultarse? Si la familia del Grial era verdaderamente de origen
judaico, eso —en la época en que escribió Wolfram— podría constituir una posible explicación. Y
tal explicación recibe cuando menos cierta credibilidad en la historia de Lohengrin. Porque
existen muchas variantes de dicha historia y a Lohengrin no siempre se le identifica por el
mismo nombre. En algunas versiones se llama Helios, alusión al Sol. En otras versiones recibe
el nombre de Elie o Eli,27 nombre inconfundiblemente judaico.
En el romance de Robert de Boron y en el Perlesvaus, Perceval es de linaje judaico: el
«linaje santo» de José de Arimatea. Diríase que en el poema de Wolfram esta condición, en lo
que se refiere a Parzival, es incidental. Es cierto que Parzival es sobrino del herido Rey
Pescador y, por ende, está emparentado por sangre con la familia del Grial. Y, aunque no
ingresa en dicha familia por medio del matrimonio —pues, de hecho, ya está casado—, no por
ello deja de heredar el castillo del Grial y de convertirse en su nuevo señor. Mas, a lo que
parece, Wolfram considera que la genealogía del protagonista es menos importante que los
medios de los que se vale para demostrar que es digno de ella. Debe, en resumen, amoldarse
a ciertos criterios que dicta la sangre que corre por sus venas. Y está claro que este énfasis
indica la importancia que el autor del poema atribuye a dicha sangre.
No hay la menor duda de que Wolfram atribuye una importancia inmensa a determinada
estirpe. Si hay un solo tema dominante, no sólo en Parzival, sino también en sus demás obras,
este tema no es tanto el Grial como la familia del Grial. A decir verdad, esta familia parece
dominar la mente de Wolfram hasta rozar la obsesión, y el poeta dedica mucha más atención a
la misma y a su genealogía que al misterioso objeto que se encuentra bajo su custodia.
La genealogía de la familia del Grial puede reconstruirse leyendo atentamente Parzival.
Este es sobrino de Anfortas, el mutilado Rey Pescador y señor del castillo del Grial. Anfortas, a
su vez, es hijo de un tal Frimutel y éste es el hijo de Titurel. Al llegar aquí, el linaje se hace
más enmarañado. Finalmente, sin embargo, conduce de nuevo a cierto Laziliez, que puede
ser un nombre derivado de Lázaro, hermano de María y de Marta en el Nuevo Testamento. Y
los padres de Laziliez, los progenitores originales de la familia del Grial, se llaman Mazadán y
Terdelaschoye. Este último nombre es obviamente una versión germánica de las palabras
francesas «Terre de la Choix», es decir, «Tierra Escogida». Mazadán es un personaje algo
más oscuro. Podría tratarse de un derivado del Ahura Mazda zoroástrico, es decir, del
principio dualista de la luz. Al mismo tiempo, también podría sugerir —aunque sólo fuese
fonéticamente— Masada, que fue un bastión importante en la revuelta judaica contra la
ocupación romana en el año 68 de la era cristiana.
Los nombres que Wolfram atribuye a la familia del Grial son, pues, a menudo provocativos y
sugestivos. Al mismo tiempo, sin embargo, no nos decían nada que fuera históricamente útil.
Si esperásemos encontrar un verdadero prototipo histórico de la familia del Grial, tendríamos
que buscarlo en otra parte. Las pistas eran bastante escasas. Sabíamos, por ejemplo, que la
familia del Grial culminó supuestamente en Godofredo de Bouillon; pero eso no arrojaba
mucha luz sobre los antecedentes míticos de Godofredo, excepto, naturalmente, que (al
igual que sus antecesores verdaderos) mantuvieran su identidad en escrupuloso secreto. Pero,
según Wolfram, Kyot halló una crónica de la historia del Grial en los anales de la casa de
Anjou, y se dice que el propio Parzival llevaba sangre angevina. En el menor de los casos,
esto es interesantísimo, pues la casa de Anjou estaba estrechamente relacionada con los
templarios y Tierra Santa. De hecho, Fulques, conde de Anjou, se convirtió, por así decirlo,
en miembro «honorario» o «eventual» de los templarios. Asimismo, en 1131 casó con la
sobrina de Godofredo de Bouillon, la legendaria Melusine, y se hizo rey de Jerusalén. Según
los «documentos Prieuré», los señores de Anjou —la familia Plantagenet— se aliaron de esta
forma con la estirpe merovingia. E incluso es posible que el nombre de Plantagenet fuera un
eco de «Plant-Ard» o Plantard.
264
265
El Grial y el cabalismo
Tal como sugiere el Perlesvaus, diríase que el Grial, al menos en parte, fue una experiencia
de algún tipo. En su apéndice explicativo sobre las propiedades curativas del Grial y su
facultad de asegurar la longevidad, diríase también que Wolfram da a entender algo experien
cial así como simbólico: un estado anímico o un estado existencial. Poca duda cabe de que a
un nivel el Grial es una experiencia iniciática que, utilizando la terminología moderna,
llamaríamos «transformación» o «estado alterado de la conciencia». Otra opción sería Rescri
birlo como una «experiencia gnóstica», una «experiencia mística», «iluminación» o «unión con
Dios». Podemos ser todavía más precisos y situar el aspecto experiencial del Grial en un
contexto muy específico. Ese contexto es la cabala y el pensamiento cabalístico. Desde luego,
semejante pensamiento estaba muy «en el aire» en la época en que se compusieron los
romances sobre el Grial. Había una famosa escuela cabalística en Toledo, por ejemplo,
donde, según se dice, Kyot se enteró de la existencia del Grial. Había otras escuelas en
Gerona, Montpellier y en otros lugares del sur de Francia. Y no parece coincidencia que
hubiera también una de estas escuelas en Troyes. Databa de 1070 —la época de Godofredo
de Bouillon— y era dirigida por un tal Rashi, quizas el más famoso de los cabalistas
medievales.
Es imposible, huelga decirlo, hacer justicia aquí a la cabala o al pensamiento cabalístico.
Sin embargo, hay que hacer diversos comentarios con el fin de establecer la relación entre el
cabalismo y los romances sobre el Grial. Muy brevemente, pues, diremos que el cabalismo
podría calificarse de «judaismo esotérico»: una metodología psicológica práctica de origen
singularmente judaico cuyo objetivo consistía en inducir una transformación dramática de la
conciencia. En este sentido, cabe verlo como un equivalente judaico de metodologías o
disciplinas similares que se encuentran en las tradiciones hindú, budista y taoísta: ciertas
formas de yoga, por ejemplo, o de zen.
Al igual que sus equivalentes orientales, el adiestramiento cabalístico entraña una serie de
rituales: una secuencia estructurada de sucesivas experiencias iniciáticas que conducen a quien
las vive a modificaciones cada vez más radicales de la conciencia y la cognición. Y, aunque el
significado y la importancia de tales modificaciones pueden interpretarse de modo distinto, su
realidad como fenómenos psicológicos es indiscutible. De las «etapas» de la iniciación
cabalística, una de las más importantes es la llamada tiferet. Durante esta experiencia,
según dicen, el individuo va más allá del mundo de la forma y entra en el mundo amorfo, o,
en términos contemporáneos, «trasciende su ego». Hablando simbólicamente, esto
consiste en una especie de «muerte» en sacrificio: la «muerte» del ego, del sentido de la
individualidad y del aislamiento que tal individualidad entraña; y, por supuesto, un
renacimiento o resurrección en otra dimensión de unidad y armonía que lo abarcan todo. En
las adaptaciones cristianas del cabalismo, por tanto, el tiferet estaba relacionado con Jesús.
Para los cabalistas medievales, la iniciación en el tiferet llevaba aparejados ciertos símbolos
específicos. Entre ellos se hallaban incluidos un eremita o guía o anciano sabio, un rey
mayestático, un niño, un dios sacrificado.30 Con el tiempo se añadieron otros símbolos: una
pirámide truncada, por ejemplo, un cubo y una cruz rosa. La relación de estos símbolos
con los romances sobre el Grial es bastante visible. En todas las narraciones sobre el Grial
hay un eremita anciano y sabio —con frecuencia el tío de Perceval o Parzival— que actúa
en calidad de guía espiritual. En el poema de Wolfram es posible que el Grial como «piedra»
corresponda al cubo. Y en el Perles-vaus las diversas manifestaciones del Grial se
corresponden casi exactamente con los símbolos del tiferet. A decir verdad, el Perles-vaus
en sí mismo establece un vínculo crucial entre la experiencia del tiferet y el Grial.31
266
El juego de palabras
267
Los romances sobre el Grial no eran los únicos poemas de su clase que encontraron un
público receptivo a finales del siglo XII y principios del XIII. Había muchos más —Tristón e
Isolda, por ejemplo, y Eric y Enide—, que en algunos casos fueron compuestos por Chrétien y
en otros por contemporáneos y compatriotas de Wolfram tales como Hartmann von Aue y
Gottfried von Strassburg. En estos romances no se menciona para nada el Grial. Pero es
obvio que transcurren en el mismo período mítico-histórico que los romances sobre el famoso
objeto, ya que dependen en mayor o menor medida del rey Arturo. En la medida en que es
posible datarlo, parece ser que Arturo vivió a finales del siglo V o inicios del vi (o las dos cosas
a la vez). Dicho de otra manera, Arturo vivió en el momento culminante del ascendiente de los
merovingios en la Galia y fue, de hecho, contemporáneo de Clodoveo. Si el término «Ursus» —
«oso»— era aplicado a la línea real merovin-gia, el nombre de «Arturo», que también significa
«oso», puede que representase un intento de conferir una dignidad comparable a un caudillo
británico.
A lo que parece, la era merovingia tuvo una importancia crucial para los autores de la
época de las cruzadas; tanto es así, de hecho, que les proporcionó «el telón de fondo» para
romances que no tenían nada que ver con Arturo o el Grial. Uno de ellos es la epopeya
nacional de Alemania, la Nibelungenlied, o Canción de los Nibelungos, en la que, ya en el siglo
XIX, Wagner se inspiró para componer su monumental secuencia operística El anillo de los
Nibelungos. Esta obra musical y el poema del que procede suelen descartarse como fantasía
pura. Sin embargo, los nibelungos eran un pueblo que existió en realidad, una tribu
germánica que vivió en las postrimerías de la época merovingia. Asimismo, muchos de los
nombres que salen en la Nibelungenlied —Siegmund, por ejemplo, Siegfried, Sieglinde,
Brünhilde y Kriem-hild— son patentemente nombres merovingios. Muchos de los episodios
del poema muestran un gran paralelismo con hechos específicos de la época merovingia, e
incluso puede que se refieran a ellos.
Aunque no tiene nada que ver con el rey Arturo o con el Grial, la Nibelungenlied
constituye una prueba más de que la época merovingia ejerció una influencia poderosa en la
imaginación de los poetas de los siglos xil y XIII, como si conocieran algo crucial sobre aquella
época que desconocían los autores y los historiadores posteriores. En todo caso, los
eruditos modernos están de acuerdo en que los romances sobre el Grial, al igual que la
Nibelungenlied, se refieren a la era de los merovingios. Naturalmente, en parte esta
conclusión parece evidente por sí misma, dada la prominencia de Arturo. Pero también se
basa en indicaciones específicas que aportan los propios romances sobre el Grial. La Queste
del Saint Graal, por ejemplo, compuesta entre 1215 y 1230, declara explícitamente que los
acontecimientos que se narran en la historia del Grial ocurrieron exactamente 454 años
después de la resurrección de Jesús.32 Dando por sentado que Jesús murió en el año 33 de la
era cristiana, la saga sobre el Grial habría tenido lugar en el año 487 de la misma era,
durante la primera oleada de poder merovin-gio y cuando faltaban únicamente nueve años
para el bautismo de Clo-doveo.
Por tanto, no había nada revolucionario o polémico en el hecho de relacionar los
romances sobre el Grial con la era merovingia. Así y todo, teníamos la impresión de que se
nos había pasado por alto alguna cosa. Era, en esencia, una cuestión de énfasis, el cual,
debido al rey Arturo, se ha puesto principalmente en Inglaterra. A consecuencia de este
énfasis marcadamente británico, no habíamos relacionado automáticamente el Grial con la
dinastía merovingia. Y, pese a ello, Wolfram insiste en que la corte de Arturo está en
Nantes y que la acción de su poema transcurre en Francia. La misma afirmación la hacen
otros romances sobre el Grial: la Queste del Saint Graal, por ejemplo. Y existen tradiciones
medievales que afirman que el Grial no fue llevado a Inglaterra por José de Arimatea, sino
a Francia por la Magdalena.
En vista de ello, empezamos a preguntarnos si no estaría desplazada la preeminencia
que habían dado a Inglaterra los comentaristas de los romances sobre el Grial,33 y si, en
realidad, dichos romances se referirían principalmente a acontecimientos ocurridos en el
continente, sobre todo en Francia. Y también empezamos a sospechar que el Grial en sí
mismo, la «sangre real», se refería en realidad a la sangre real de la dinastía merovingia,
una sangre que se tenía por sagrada e investida de propiedades mágicas o milagrosas.
268
Tal vez los romances sobre el Grial constituían, al menos en parte, una crónica simbólica o
alegórica de ciertos acontecimientos de la época de los merovingios. Y quizá ya habíamos
encontrado algunos de estos acontecimientos en el transcurso de nuestra investigación. Un
matrimonio con alguna familia especial, por ejemplo, y que, envuelto por el tiempo,
engendró las leyendas relativas a la paternidad dual de Meroveo. O quizás, en la familia del
Grial, una representación de la perpetuación clandestina de la estirpe merovingia —les rois
perdus o «reyes perdidos»— en las montañas y cuevas de Razés. O quizás el exilio de dicha
estirpe en Inglaterra en las postrimerías del siglo ix y comienzos del X. Y las secretas pero
augustas alianzas dinásticas por medio de las cuales la vid merovingia, al igual que la de la
familia del Grial, acabaría dando por fruto a Godofredo de Boui-llon y la casa de Lorena.
Tal vez el propio Arturo —el «oso»— sólo estuviera relacionado incidentalmente con el
caudillo celta o galorro-mano. Quizás e! Arturo de los romances sobre el Grial era en reali
dad «Ursus», otra palabra que significa «oso». Quizá del legendario Arturo de las crónicas de
Geoffrey de Monmouth se habían apropiado los que escribían sobre el Grial, los cuales lo
habían transformado deliberadamente en el vehículo para una tradición secreta y total
mente distinta. Si así era, esto explicaría por qué los templarios —cuya orden fue
fundada por la Prieuré de Sion como custodia de la estirpe merovingia— fueron declarados
custodios del Grial y de la familia del Grial. Si la familia del Grial y la estirpe merovingia
eran una misma cosa, los templarios serían verdaderamente los custodios del Grial en la
época, más o menos, en que se compusieron los romances relativos al misterioso objeto.
Su presencia en tales romances, pues, no sería anacrónica.
La hipótesis resultaba intrigante, pero planteaba una cuestión extremadamente crucial.
Puede que los romances estuviesen enmarcados en la época merovingia, pero establecían un
vínculo muy explícito entre el Grial y los orígenes del cristianismo: con Jesús, con José de
Arimatea, con la Magdalena. Algunos de ellos, de hecho, van aún más lejos. En el poema
de Robert de Boron se dice que Galahad es hijo de José de Arimatea, aunque la identidad
de la madre del caballero no está clara. Y la Queste del Saint Graal llama a Galahad, al
igual que a Jesús, «vastago de la casa de David» e identifica a dicho caballero con el
mismísimo Jesús. A decir verdad, el nombre mismo de Galahad, según los eruditos
modernos, se deriva del nombre de Gilead, que era considerado una designación mística de
Jesús.34
Si se podía identificar el Grial con la estirpe merovingia, ¿cuál era su relación con Jesús?
¿Por qué una cosa relacionada tan íntimamente con Jesús estaría también asociada con la
época de los mero-vingios? ¿Cómo podíamos resolver la discrepancia cronológica, la relación
entre algo tan pertinente a Jesús y unos acontecimientos que tuvieron lugar como -mínimo
cuatro siglos después? ¿Cómo podía el Grial referirse, por un lado, a la época merovingia y,
por el otro, a algo que José de Arimatea llevó a Inglaterra o la Magdalena llevó a Francia?
Incluso 3. nivel simbólico era forzoso reflexionar sobre estos interrogantes. El Grial, por
ejemplo, tenía alguna relación con la sangre. Incluso sin dividir «Sangraal» en «Sang raal»,
el Grial, según se decía, había contenido la sangre de Jesús. ¿Cómo podía relacionarse esto
con los merovingios? ¿Y por qué había que relacionarlo con ellos precisamente en aquel
tiempo: durante las cruzadas, cuando cabezas merovingias llevaban la corona del reino de
Jerusalén, protegidas por la orden del Temple y la Prieuré de Sion?
Los romances sobre el Grial recalcan la importancia de la sangre de Jesús. También ponen de
relieve un linaje de alguna clase. Y, habida cuenta de factores tales como el hecho de que
la familia del Grial culminase en Godofredo de Bouillon, diríase que estaban relacionados con
el linaje merovingio.
¿Habría tal vez alguna relación entre estos dos elementos en apariencia discordantes?
¿Tendría la sangre de Jesús alguna relación con la sangre real de los merovingios? ¿Podía el
linaje relacionado con el Grial, que fue traído a la Europa occidental poco después de la crucifi
xión, estar entrelazado con el linaje de los merovingios?
269
La necesidad de sintetizar
Al llegar aquí, hicimos una pausa para repasar los datos de que disponíamos. Y vimos que
nos conducían en una dirección sorprendente y, pese a ello, inconfundible. Pero ¿por qué los
eruditos nunca habían hecho uso de tales datos con anterioridad? Ciertamente, la habían
tenido a su disposición durante siglos y siglos. ¿Por qué nadie, que nosotros supiéramos, la
había sintetizado y sacado unas conclusiones que, aunque especulativas, eran bastante
obvias? Preciso era reconocer que unos cuantos siglos antes tales conclusiones hubiesen sido
rigurosamente tabú y, en el caso de ser divulgadas, habrían recibido un severo castigo. Pero
hada por lo menos dos siglos que este peligro había desaparecido. ¿Por qué, entonces,
nadie había reunido aún los fragmentos del rompecabezas para formar un conjunto
coherente?
Nos dimos cuenta de que las respuestas a estas preguntas estaban en nuestra propia
época y en las costumbres o hábitos del pensamiento que la caracterizan. Desde la llamada
«Ilustración» del siglo xvm, la cultura y la conciencia de Occidente han estado orientadas al
análisis en vez de a la síntesis. A consecuencia de ello, la nuestra es una época de creciente
especialización. De conformidad con esta tendencia, la erudición moderna pone un acento
desmesurado en la especialización, lo cual, como atestigua la universidad moderna, implica y
entraña la segregación del conocimiento en «disciplinas» diferenciadas. En consecuencia, las
diversas esferas que abarcó nuestra investigación han estado divididas tradicionalmente en
compartimentos muy separados unos de otros. En cada uno de ellos el material pertinente
ha sido debidamente explorado y valorado por especialistas o «expertos» en el campo de que
se trate. Pero pocos o ninguno de estos «expertos» se han esforzado por establecer la
conexión entre su campo particular y otros que puedan coincidir con él. De hecho, tales
«expertos» tienden generalmente a contemplar con mucha suspicacia los campos ajenos al
suyo; una suspicacia que en el peor de los casos es espuria y en el mejor es inoportuna. Y a
menudo la investigación ecléctica o «interdisciplinaria» choca con obstáculos que se colocan
deliberadamente a su paso porque se la juzga, entre otras cosas, demasiado especulativa.
Se han escrito numerosos tratados sobre los romances que hablan del Grial, sus orígenes
y evolución, su repercusión cultural, su calidad
literaria. Y se han hecho muchos estudios, válidos o no, sobre los templarios y las cruzadas.
Pero entre los expertos en los citados romances ha habido pocos historiadores, y aún menos
han sido los historiadores que han mostrado interés por la historia compleja, a veces sórdida y
no muy romántica que hay detrás de los templarios y de las cruzadas. De modo parecido, los
historiadores de los templarios y las cruzadas, al igual que todos sus colegas, se atienen casi
exclusivamente a testimonios y documentos «basados en datos». Los romances sobre el Grial
han sido descartados como simples cuentos, como un «fenómeno cultural» y nada más, una
especie de «subproducto» engendrado por la «imaginación de la época». Sugerirle a uno de
estos historiadores que los romances sobre el Grial podrían contener un núcleo de verdad
histórica equivaldría a una herejía, pese a que Schliemann, hace más de un siglo, descubrió
el emplazamiento de Troya a fuerza de leer a Hornero.
Es cierto que varios autores ocultistas, basándose principalmente en la expresión de sus
propíos deseos, han creído literalmente las leyendas que afirman que, de alguna forma
mística, los templarios eran custodios del Grial, prescindiendo de lo que éste fuese. Pero no
ha habido ningún estudio histórico serio que se esforzara por establecer una conexión real. A
los templarios se les considera como un hecho histórico; al Grial, como una tabulación; y no
se reconoce la posibilidad de que exista alguna relación entre ambas cosas. Y si, por ende, los
eruditos y los historiadores del período en que se escribieron no prestaron atención a los
romances sobre el Grial, no hay que extrañarse al ver que tampoco han hecho caso de ellos
los expertos en épocas anteriores. La cosa es bien sencilla: a un especialista en la época
merovin-gia no se le ocurriría sospechar que quizá los romances sobre el Grial podrían
arrojar alguna luz sobre el tema que él estudia, suponiendo, claro está, que esté enterado
de la existencia de tales romances. Pero ¿acaso no es una omisión grave que ninguno de los
estudiosos de los merovingios que hemos encontrado mencione siquiera las leyendas sobre
el rey Arturo, las cuales, cronológicamente hablando, se refieren a la misma época en la que
dicho estudioso afirma ser experto?
270
Si los historiadores no están dispuestos a establecer estas conexiones, aún menos lo están
los estudiosos de la Biblia. Durante los últimos decenios se han escrito muchos libros según
los cuales Jesús era un pacifista, un esenio, un místico, un budista, un brujo, un revolucionario,
un homosexual e incluso una seta. Pero, a pesar de esta plétora de material relativo a Jesús
y al contexto histórico del Nuevo Testamento, ni un solo autor, que nosotros sepamos, se ha
ocupado de la cuestión del Grial. ¿Y por qué iba a hacerlo? ¿Por qué iba un experto en
historia bíblica a mostrar interés por un torrente de poemas románticos y fantásticos
compuestos en la Europa occidental más de mil años después? Parece inconcebible que los
romances sobre el Grial puedan dilucidar de alguna forma los misterios que envuelven el Nuevo
Testamento.
271
Para finalizar, no basta con limitarse exclusivamente a los hechos. Hay que discernir
también las repercusiones y ramificaciones de los hechos, tal como las mismas irradian a
través de los siglos, con frecuencia bajo la forma de mitos y leyendas. Es cierto que ello puede
tergiversar los hechos, como un eco que reverbera entre los barrancos. Pero si es imposible
localizar la voz que lo produce, el eco, por deformado que esté, puede indicarnos el camino
para llegar a ella. Los hechos, en resumen, son como guijarros que tiramos al estanque de la
historia. Desaparecen rápidamente, a menudo sin dejar rastro. Pero producen unas ondas
que, si tu perspectiva es suficientemente amplia, te permiten señalar el punto exacto en que
cayó el guijarro. Guiándote por las ondas, puedes entonces zambullirte o dragar o recurrir al
método que desees. Lo importante es que las ondas permiten localizar lo que sin ellas
podría ser irrecuperable.
A estas alturas empezaba a resultarnos evidente que todo lo que habíamos estudiado
durante nuestra investigación no era más que una onda, la cual, si la observábamos
correctamente, tal vez nos dirigiría a una sola piedra que hace dos mil años alguien arrojó al
estanque de la historia.
Nuestra hipótesis
Jerusalén en 1099 entrañaría mucho más que un simple arrebatarles el Santo Sepulcro a
los infieles. Godofredo habría recuperado su propio y legítimo patrimonio.
Ya habíamos adivinado que las referencias a la viticultura que habíamos encontrado
durante nuestra investigación simbolizaban alianzas dinásticas. Basándonos en nuestra
hipótesis, la viticultura ahora nos parecía simbolizar el proceso por medio del cual Jesús —
que se identifica repetidamente a sí mismo como la vid— perpetuó su linaje. Como si se
tratara de una confirmación, descubrimos una puerta de madera tallada que mostraba a
Jesús como un racimo de uvas. Esta puerta se hallaba en Sion, Suiza.
Nuestro guión hipotético era lógico, congruente e intrigante. De momento, sin embargo,
era también absurdo. Por atractivo que resultase, de momento era aún demasiado
esquemático y se apoyaba en unos cimientos excesivamente endebles. Si bien explicaba
muchas cosas, todavía no se sostenía por sí solo. Aún había demasiados agujeros en él,
demasiadas incongruencias y anomalías, demasiados cabos sueltos. Antes de que pudiéramos
tomárnoslo en serio tendríamos que determinar si había alguna prueba real que lo sostuviese.
Tratando de encontrar tal prueba, empezamos a explorar los evangelios, el contexto histórico
del Nuevo Testamento y los escritos de los primeros padres de la Iglesia.
273
12
La mayoría de la gente habla del «cristianismo» como si fuera una cosa única y específica,
una entidad coherente, homogénea y unificada. Ni que decir tiene que el «cristianismo» no es
nada de eso. Como sabe todo el mundo, hay numerosas formas de «cristianismo»: el catoli
cismo romano, por ejemplo, o la Iglesia de Inglaterra que fundara Enrique VIII. Tenemos las
otras denominaciones del protestantismo: desde el luteranismo y el calvinismo de los
primeros tiempos de la Reforma en el siglo xvi hasta fenómenos relativamente recientes como
el unitarianismo. Existen numerosas congregaciones «marginales» o «evangélicas» como, por
ejemplo, los Adventistas del Séptimo Día y los Testigos de Jehová. Y existe también un gran
surtido de sectas y cultos contemporáneos, como los Niños de Dios y la Iglesia de la
Unificación del Reverendo Moon, por citar únicamente dos de ellas. Si examinamos este
desconcertante espectro de creencias —que van de las rígidamente dogmáticas y
conservadoras a las radicales y extáticas—, es difícil determinar con exactitud qué es lo que
constituye «cristianismo».
Si existe un factor único que permite hablar de «cristianismo», un factor único que
vincula a diversos credos «cristianos» que por lo demás son divergentes unos de otros,
este factor es el Nuevo Testamento y, más especialmente, la categoría singular que el Nuevo
Testamento atribuye a Jesús, así como a su crucifixión y a su resurrección. Incluso en el
supuesto de que una persona no suscriba la verdad literal o histórica de tales
acontecimientos, la aceptación de su significado simbólico suele ser suficiente para que se la
considere como cristiana.
Por tanto, si hay alguna unidad en el fenómeno difuso llamado «cristianismo», esta unidad
reside en el Nuevo Testamento y, más específicamente, en las crónicas sobre la vida de Jesús
que reciben el título de los cuatro evangelios. Estas crónicas son consideradas popu lamiente
como las más autorizadas que se conocen: y para muchos cristianos son a la vez coherentes
e irrebatibles. Desde la infancia se nos enseña a creer que la «historia» de Jesús, tal como se
conserva en los cuatro evangelios, es, si no inspirada por Dios, cuando menos sí definitiva.
Los cuatro evangelistas, supuestos autores de los evangelios, son considerados como
testigos indiscutibles, cada uno de los cuales refuerza y confirma el testimonio de los demás.
Entre las personas que hoy día se dicen cristianas, hay relativamente pocas que sean
conscientes de que los cuatro evangelios no sólo se contradicen unos a otros, sino que, a
veces, discrepan de manera violenta.
En lo que se refiere a la tradición popular, el origen y el nacimiento de Jesús son bien
conocidos. Pero, en realidad, los evangelios, que constituyen la base de dicha tradición, son
mucho más imprecisos en lo que respecta a estos hechos. Sólo dos de los evangelios —el de
Mateo y el de Lucas— dicen algo sobre los orígenes y el nacimiento de Jesús; y discrepan
flagrantemente uno del otro. Según Mateo, por ejemplo, Jesús era un aristócrata, si no un
rey legítimo que descendía de David a través de Salomón. Según Lucas, por el contrario, la
familia de Jesús, si bien era descendiente de la casa de David, pertenecía a un linaje menos
alto; y la leyenda del «pobre carpintero» nació de la crónica de Marcos. En resumen, las dos
genealogías discrepan de modo tan palpable que bien cabría suponer que se refieren a dos
individuos totalmente distintos.
-
274
Las discrepancias entre los evangelios no se limitan a los antepasados y la genealogía de
Jesús. Según Lucas, Jesús, al nacer, fue visitado por pastores. Según Mateo, los visitantes
eran reyes. Según Lucas, la familia de Jesús vivía en Nazaret. Desde allí, según se dice,
viajó a Belén —a causa de un censo que la historia sugiere que jamás tuvo efecto en
realidad—, donde Jesús nació en un humilde pesebre. Sin embargo, según Mateo, la familia
de Jesús gozaba de una posición bastante buena y siempre había vivido en Belén, y el
propio Jesús nació en una casa. En la versión de Mateo la persecución de los inocentes por
Herodes obliga a la familia a huir a Egipto y hasta su regreso no se establece en Nazaret.
La información que da cada una de estas crónicas es bastante específica y —suponiendo
que el censo se hiciera en realidad— perfectamente plausible. Y, sin embargo, la información
misma sencillamente no concuerda. Es imposible racionalizar esta conclusión. Las dos na
rraciones conflictivas no pueden ser correctas y no hay manera de hacerlas compatibles.
Quiera reconocerse o no, es innegable que uno de los dos evangelios (o los dos) está
equivocado. Ante una conclusión tan evidente e inevitable, es imposible considerar los
evangelios como irrefutables. ¿Cómo pueden ser irrefutables si se refutan entre sí?
Cuanto más se estudian los evangelios, más visibles son las contradicciones que se dan
entre ellos. A decir verdad, ni siquiera coinciden en el día de la crucifixión. Según el evangelio
de Juan, ésta tuvo lugar un día antes de la pascua de los hebreos. Según los evangelios de
Marcos, Lucas y Mateo, tuvo efecto el día después de la citada festividad. Tampoco están de
acuerdo los evangelios sobre la personalidad y el carácter de Jesús. Cada uno describe una
figura que discrepa de forma patente de la que presentan los otros: un salvador humilde
como un cordero en Lucas, por ejemplo; un soberano poderoso y mayestá-tico en Mateo, un
soberano que no ha venido «para traer paz, sino espada». Y hay más discrepancias en lo que
se refiere a las últimas palabras de Jesús en la cruz. En Mateo y Marcos estas palabras son:
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». En Lucas son: «Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu». Y en Juan son simplemente: «Consumado es».
Dadas estas discrepancias, los evangelios sólo pueden aceptarse como una autoridad
sumamente discutible y, ciertamente, no definitiva. No representan la palabra perfecta de
ningún dios; o, en el caso de que la representen, las palabras de Dios han sido muy
censuradas, modificadas, revisadas, glosadas y reescritas por manos humanas. La Biblia,
preciso es recordarlo —y esto se refiere a ambos Testamentos—, es únicamente una selección
de palabras y, en muchos aspectos, una selección un tanto arbitraria. De hecho, podría
incluir muchos más libros y escritos de los que incluye. Y no se trata de que los libros que
faltan se hayan «perdido». Al contrario, fueron excluidos deliberadamente. En 367 d. de C. el
obispo Atanasio de Alejandría recopiló una lista de obras que debían incluirse en el Nuevo
Testamento. Esta lista fue ratificada por el concilio eclesiástico celebrado en Hippo en 393 y
de nuevo por el concilio de Cartago cuatro años más tarde. En estos concilios se acordó una
selección. Ciertas obras fueron reunidas para formar el Nuevo Testamento tal como lo
conocemos hoy y otras fueron desdeñadas olímpicamente. ¿Cómo puede considerarse como
definitivo semejante proceso de selección? ¿Cómo podía un cónclave de clérigos decidir
infaliblemente que ciertos libros «eran propios» de la Biblia y otros no, especialmente cuando
algunos de los libros excluidos tienen perfecto derecho a defender su veracidad histórica?
Asimismo, tal como existe hoy, la Biblia no es sólo fruto de un proceso más o menos
arbitrario de selección. También ha sido sometida a modificaciones, censuras y revisiones
bastante drásticas. En 1958, por ejemplo, el profesor Morton Smith de la Columbia Univer
sity descubrió, en un monasterio cercano a Jerusalén, una carta que contenía un fragmento
desaparecido del evangelio de Marcos. El fragmento desaparecido no se había perdido. Al
contrario, al parecer había sido suprimido deliberadamente... por instigación, cuando no
por orden expresa, del obispo Clemente de Alejandría, uno de los más venerados entre los
primeros padres de la Iglesia.
Según parece, Clemente había recibido una carta de un tal Teodoro quejándose de una
secta gnóstica, la de los carpocracianos. Al parecer, éstos interpretaban ciertos pasajes del
evangelio de Marcos de
acuerdo con sus propíos principios", los cuales no coincidían con la postura de Clemente y
Teodoro. Por consiguiente, parece ser que Teodoro los atacó y luego dio cuenta de ello a
Clemente. En la carta que encontró el profesor Smith, Clemente contesta así a su discípulo:
275
Has hecho bien en silenciar las enseñanzas incalificables de los carpocracianos. Porque
estas son las «estrellas errantes» a las que alude la profecía, las cuales se desvían de la
angosta senda de los mandamientos hacia el abismo sin límites de los pecados carnales y
corporales. Pues, enorgulleciéndose de su conocimiento, tal como dicen ellos, «de las
profundas [cosas] de Satanás», no saben que se están arrojando al «infierno de las tinieblas»
de la falsedad, y, jactándose de ser libres, se han convertido en esclavos de deseos serviles.
A tales [hombres] hay que oponerse de todas las maneras y por completo. Pues, aun
cuando dijeran algo verdadero, uno que ame la verdad no debe, aun así, estar de acuerdo
con ellos. Pues no todas las [cosas] verdaderas son la verdad, ni debe esa verdad que
[meramente] parece verdadera según las opiniones humanas ser preferida a la verdad
verdadera, aquella que está de acuerdo con la fe. •
Esta es una afirmación extraordinaria para ser un padre de la Iglesia quien la hace. En
efecto, lo que dice Clemente no es otra cosa que: «Si da la casualidad de que tu oponente dice
la verdad, debes negarla y mentir con el objeto de refutarlo». Pero eso no es todo. En el
pasaje siguiente la carta de Clemente pasa a comentar el evangelio de Marcos y el «mal uso»
que a su juicio hacen de él los carpocracianos:
[En cuanto a] Marcos, pues, durante la estancia de Pedro en Roma, escribió [una crónica
de] los hechos del Señor, no, sin embargo, declarando todos [ellos], ni tampoco insinuando los
[hechos] secretos, sino seleccionando aquellos que él juzgaba más útiles para incrementar la fe
de aquellos a los que se estaba instruyendo. Pero cuando Pedro murió como mártir, Marcos
vino a Alejandría, trayendo tanto sus propias notas como las de Pedro, de las que transfirió a
su antiguo libro las cosas idóneas para lo que contribuya al progreso hacia el conocimiento
[gnosis]. [Así] compuso un evangelio más espiritual para uso de aquellos a los que se estaba
perfeccionando. Sin embargo, todavía no divulgó las cosas que no debían expresarse, ni
escribió la enseñanza hierofántica del Señor, sino que a las historias ya escritas añadió otras
más y, asimismo, introdujo ciertos dichos de cuya interpretación él sabía, como mista-gogo,
que conduciría a los oyentes hacia el santuario más recóndito de esa verdad oculta por siete
[velos]. Así, en suma, preparó las cosas de antemano, ni a regañadientes ni incautamente,
en mi opinión, y, al morir, dejó su composición a la Iglesia de Alejandría, donde incluso
ahora se guarda con el mayor cuidado, siendo leída solamente a aquellos a los que se está
iniciando en los grandes misterios.
Pero, como los demonios inmundos están siempre inventando la destrucción para la raza de
los hombres, Carpócrates, instruido por ellos, y valiéndose de artes engañosas, de tal modo
esclavizó a cierto presbítero de la Iglesia de Alejandría que obtuvo de él una copia del
evangelio secreto, la cual interpretó de acuerdo con su doctrina blasfema y carnal y, además,
ensució, mezclando con las palabras inmaculadas y santas mentiras absolutamente desvergon-
zadas.2
Así pues, Clemente reconoce libremente que existe un evangelio secreto y auténtico de
Marcos. Seguidamente, instruye a Teodoro para que lo niegue:
Ante ellos [los carpocracianos], por tanto, como he dicho antes, uno no debe ceder jamás,
ni, cuando proponen sus falsificaciones, debe uno conceder que el evangelio secreto es de
Marcos, sino que incluso debe negarlo sobre un juramento. Pues «no todas las [cosas]
verdaderas deben decirse a todos los hombres».3
¿Cuál era este «evangelio secreto» que Clemente ordenó a su discípulo que repudiase y
que los carpocracianos estaban «interpretando mal»? Clemente responde a la pregunta
incluyendo una transcripción literal del texto en su carta:
A vosotros, por tanto, no vacilaré en responder a las [preguntas] que habéis hecho,
refutando las falsificaciones por las mismas palabras del evangelio. Por ejemplo, después de
«Y estaban en el camino que subía a Jerusalén» y lo que sigue, hasta «Después de tres días
resucitará» [el evangelio secreto] trae el siguiente [material] palabra por palabra:
276
«Y entran en Betania, y cierta mujer, cuyo hermano había muerto, estaba allí. Y,
acercándose, se postró ante Jesús y le dice: "Hijo de David, ten piedad de mí". Mas los
discípulos la regañaron. Y Jesús, enojándose, se marchó con ella al jardín donde estaba la
tumba y en seguida de la tumba surgió un gran grito. Y, acercándose, Jesús apartó la piedra de
la puerta de la tumba. Y en seguida, entrando en el lugar donde estaba el joven, extendió la
mano y lo levantó, cogiéndole la mano. Pero el joven, alzando los ojos hacia él, le amó y
comenzó a rogarle diciéndole que quería estar con él. Y, saliendo de la tumba, entraron en
la casa del joven, pues era rico. Y después de seis días, Jesús le dijo lo que debía hacer y por
la noche el joven se acerca a él, llevando un paño de lino sobre [el cuerpo] desnudo. Y se
quedó con él aquella noche, pues Jesús le enseñó el misterio del reino de Dios. Y
levantándose de allí, regresó al otro lado del Jordán.»4
Este episodio no aparece en ninguna de las versiones del evangelio de Marcos que
existen. Sin embargo, en sus líneas generales es bastante conocido. Se trata, desde
luego, de la resurrección de Lázaro, la cual se describe en el cuarto evangelio, el que
se atribuye a Juan. No obstante, en la versión citada hay algunas variaciones
significativas. En primer lugar hay un «gran grito» que surge de la tumba antes de
que Jesús aparte la piedra u ordene a su ocupante que salga. Esto induce
decididamente a pensar que el ocupante no estaba muerto y, por ende, de un solo
golpe borra todo elemento milagroso. En segundo lugar, diríase que está claro que el
episodio lleva aparejado algo más de lo que dicen las crónicas aceptadas del episodio
de Lázaro. Ciertamente, el pasaje citado atestigua la existencia de alguna relación
especial entre el hombre de la tumba y el hombre que lo «resucita». Tal vez un lector
moderno estaría tentado de ver en ello una insinuación de homosexualidad. Es posible
que los carpocracianos —secta que aspiraba a trascender los sentidos mediante la
saciedad de los mismos— discernieran precisamente semejante insinuación. Pero, tal
como arguye el profesor Smith, de hecho es mucho más probable que todo el episodio
se refiera a una típica iniciación en una escuela mistérica, una muerte y un rena
cimiento ritualizados y simbólicos del tipo que tanto predominaban en el Oriente
Medio de aquellos tiempos.
En todo caso, lo importante es que el episodio y el pasaje citados arriba no
aparecen en ninguna versión moderna o aceptada de Marcos. A decir verdad, las
únicas referencias a Lázaro o a una figura parecida que hay en el Nuevo Testamento
se encuentran en el evangelio atribuido a Juan. Así pues, está claro que el consejo
de Clemente fue aceptado, no sólo por Teodoro, sino también por autoridades subsi
guientes. Ocurrió sencillamente que la totalidad del episodio de Lázaro fue suprimida
del evangelio de Marcos.
Si el evangelio de Marcos .fue expurgado de modo tan drástico, también fue
cargado con añadiduras espurias. En su versión original termina con la crucifixión, el
entierro y el sepulcro varío. No hay ninguna escena de resurrección, ninguna reunión
con los discípulos. Hay, ni que decir tiene, ciertas Biblias modernas que sí contienen
un final más convencional del evangelio de Marcos, un final que sí incluye la
resurrección. Pero virtualmente todos los eruditos bíblicos están de acuerdo en que
este final ampliado es una añadidura posterior que data de las postrimerías del siglo
n y fue agregado al documento original.5
El evangelio de Marcos proporciona, pues, dos ejemplos de un documento sagrado
—supuestamente inspirado por Dios— que ha sido manipulado, modificado, censurado
y revisado por manos humanas. Y estos dos casos no son especulativos. Al
contrario, actualmente los eruditos los aceptan como demostrables y probados. ¿Es
posible, pues, suponer que el evangelio de Marcos fue el único que sufrió alteraciones?
Evidentemente, si el evangelio de Marcos fue modificado con tanta facilidad, es razonable
suponer que lo mismo les ocurrió a los demás evangelios.
277
En el siglo i Palestina era un rincón muy turbulento del globo. Durante un tiempo la Tierra
Santa había sido escenario de riñas dinásticas, luchas encarnizadas y, a veces, de guerra a
gran escala. Durante el siglo II a. de C. se fundó de modo transitorio un reino judaico más o
menos unificado, tal como registran los dos libros apócrifos de los Macabeos. En 63 a. de C.,
no obstante, el país volvía a estar revuelto y maduro para ser conquistado por alguien.
Más de medio siglo antes del nacimiento de Jesús, Palestina cayó en poder de los
ejércitos de Pompeyo y se impuso en ella el gobierno de los romanos. Pero a la sazón Roma
tenía un imperio demasiado extenso y estaba demasiado preocupada por sus propios
asuntos para instalar el aparato administrativo necesario para ejercer el gobierno directo. A
causa de ello, creó un linaje de reyes marionetas que gobernarían bajo la égida romana.
Este linaje era el de los herodia-nos, que no eran judíos, sino árabes. El primero de la
línea fue Antipater, que subió al trono de Palestina en 63 a. de C. Al morir en 37 a. de C. le
sucedió su hijo Herodes el Grande, que gobernó hasta 4 a. de C. Hay que imaginar, pues,
una situación análoga a la de Francia bajo el gobierno de Vichy entre 1940 y 1944. Hay que
imaginarseuna tierra y un pueblo conquistados, gobernados poc un régimen marioneta que se
mantenía en el poder gracias a la fuerza militar. A los habitantes del país se les permitía
conservar sus propias costumbres y religión. Pero la autoridad definitiva era Roma. Esta
autoridad se ejercía conforme al derecho romano y eran romanos los soldados que velaban
por el cumplimiento de las leyes, como ocurriría en Inglaterra no mucho tiempo después.
En el año 6 de la era cristiana la situación se hizo más crítica, ya que el país se escindió, desde,
el punto de vista administrativo, en una provincia y dos tetrarquías. Herodes Antipas pasó a
ser el gobernante de una de ellas, Galilea. Pero Judea —la capital espiritual y secular— quedó
sujeta al gobierno directo de los romanos y era administrada por un procurador romano que
tenía su base en Cesárea. El régimen romano era brutal y autocrático. Cuando asumió el
control directo de Judea más de tres mil rebeldes fueron crucificados sumariamente. El templo
fue saqueado y mancillado. Se cobraron fuertes impuestos. La tortura se utilizaba con
frecuencia y gran número de habitantes del país se suicidaron. Este estado de cosas no mejoró
con Poncio Pilato, que presidió en calidad de procurador de Judea de 26 a 36 d. de C. En
contraste con los retratos bíblicos de Pilato, los testimonios que existen indican que era un
hombre cruel y corrompido, que no se limitó a perpetuar los abusos cometidos por sus
antecesores, sino que los inten-;ificó. Por tanto, resulta aún más sorprendente —al menos a
primera vista— que en los evangelios no se encuentre ninguna crítica de Roma, ninguna
mención siquiera del peso del yugo romano. De hecho, las crónicas de los evangelios
sugieren que los habitantes de Judea eran personas plácidas que estaban satisfechas de su
suerte.
278
279
La realidad era que muy pocas personas se sentían satisfechas y que gran número de ellas
distaban mucho de ser plácidas. Los judíos que a la sazón vivían en Tierra Santa se dividían en
varias sectas y subsectas. Estaban, por ejemplo, los- saduceos, reducida pero acaudalada
clase terrateniente que, ante la indignación de sus compatriotas, colaboraban, como
Quisling, con los romanos; los fariseos, grupo progresista que introdujo muchas reformas
en el judaismo y que, a pesar del retrato que de ellos hacen los evangelios, se opusieron
acérrimamente, aunque de forma principalmente pasiva, a Roma; los esenios, secta austera,
de orientación mística, cuyas enseñanzas predominaban e influían mucho más de lo que se
reconoce o supone generalmente. Entre las sectas y subsectas más pequeñas había muchas
cuyo carácter preciso se perdió hace mucho tiempo y que, por ende, son difíciles de definir. No
obstante, merece la pena citar a los nazaritas, secta a la que Sansón había pertenecido siglos
antes y que aún existía en tiempos de Jesús. Y también hay que citar a los nazareos o
nazarenos, término que, a lo que parece, se aplicaba a Jesús y sus discípulos. De hecho, la
versión original griega del Nuevo Testamento llama a Jesús «Jesús el nazareno», que se
traduce mal por «Jesús de Nazaret». «Nazareno», en resumen, es una palabra
específicamente sectaria y no tiene nada que ver con Nazaret.
Había también muchos más grupos y sectas, uno de los cuales demostró tener una
importancia especial para nuestra investigación. En el año 6 de nuestra era, cuando Roma
asumió el control directo de Judea, un rabino fariseo llamado Judas de Galilea había creado
un grupo revolucionario muy fanático integrado, al parecer, tanto por fariseos como por
esenios. A los miembros de este grupo se les dio el nombre de «zelotes». Hablando en rigor,
no eran una secta. Más bien eran un movimiento cuyos miembros se reclutaban entre los
adeptos de diversas sectas. En tiempos de la misión de Jesús los zelotes desempeñaban ya
un papel muy destacado en los asuntos de Tierra Santa. Sus actividades formaron quizás el
telón de fondo político más importante del drama de Jesús. Mucho tiempo después de la
crucifixión, la actividad de los zelotes continuaba sin haber disminuido. En 44 d. de C. esta
actividad se había intensificado tanto que parecía inevitable que se produjera algún tipo de
lucha armada. En 66 d. de C. estalló tal lucha, pues la totalidad de Judea protagonizó una
revuelta organizada contra Roma. Fue un conflicto desesperado, tenaz pero esencialmente
fútil, que en ciertos aspectos recuerda, pongamos por caso, la rebelión de Hungría en 1956.
Sólo en Cesárea 20.000 judíos perecieron a manos de los romanos. En el plazo de cuatro
años las legiones romanas ocuparon Jerusalén, arrasando la ciudad y saqueando el templo. A
pesar de ello, la fortaleza de Masada resistió en las montañas durante tres años más, bajo
el mando de un descendiente por línea directa de Judas de Galilea.
Las secuelas de la revuelta de Judea fueron, entre otras, un éxodo masivo de judíos de
Tierra Santa. Sin embargo, quedaron los suficientes para fomentar otra rebelión alrededor de
setenta años después, en 132 d. de C. Por fin, en 135, el emperador Adriano decretó que
todos los judíos fuesen expulsados de Judea, y Jerusalén se convirtió esencialmente en una
ciudad romana. Fue rebautizada con el nombre de Aelia Capitolina.
La vida de Jesús abarcó aproximadamente los primeros treinta y cinco años del
turbulento período que duró 140. La turbulencia no acabó al morir Jesús, sino que se
prolongó durante otro siglo. Y engendró los aditamentos psicológicos y culturales que
inevitablemente acompañan a semejantes actos de desafio sostenido contra el opresor. Uno
de tales aditamentos era la esperanza y el anhelo de que llegara un mesías que liberase a su
pueblo del yugo del tirano. Si el término «mesías» fue aplicado de forma específica y
exclusiva a Jesús, fue sólo a causa de un accidente histórico y semántico.
Los contemporáneos de Jesús jamás habrían considerado a un mesías como divino. A decir
verdad, la idea misma de un mesías divino hubiese sido absurda por no decir impensable. La
palabra griega que significa «mesías» es «Cristo» o «Cristos». El término —sea en hebreo
o en griego— significaba simplemente «el ungido» y generalmente se refería a un rey. Así,
David, al ser ungido rey en el Antiguo Testamento, se convirtió de modo muy explícito en un
«mesías» o «Cristo». Y todos los reyes subsiguientes de la casa de David serían designados
con el mismo título. Incluso durante la ocupación de Judea por los romanos al sumo
sacerdote, que era nombrado por los romanos, se le llamaba el «mesías sacerdote» o el
«Cristo sacerdote».6
280
Sin embargo, para los zelotes, así como para otros enemigos de Roma, este sacerdote
marioneta era necesariamente un «falso mesías». Para ellos un «verdadero mesías» era
algo muy distinto: el legítimo roi perdu o «rey perdido», el descendiente desconocido de la
casa de David que liberaría a su pueblo de la tiranía romana. Durante la vida de Jesús la
anticipación de la llegada de tal mesías alcanzó una intensidad que lindaba con la histeria de
masas. Y esta anticipación continuó después de la muerte de Jesús. De hecho, la revuelta
de 66 d. de C. fue propiciada en gran parte por la agitación y la propaganda de los zelotes
en nombre de un mesías cuyo advenimiento, según se decía, era inminente.
Así pues, el término «mesías» no entrañaba nada divino. Definido con rigor, no
significaba nada más que un rey ungido; y en la mente del pueblo llegó a significar un rey
ungido que sería también un liberador. Dicho de otro modo, era un término con
connotaciones específicamente políticas, algo muy distinto de la posterior idea cristiana de
un «Hijo de Dios». Fue este término mundanal y político el que se aplicó a Jesús. Le
llamaban «Jesús el Mesías» o —traducido al griego— «Jesús el Cristo». Sólo más tarde se
contrajo esta designación en «Jesucristo», con lo que un título puramente funcional se
transformó en un nombre propio.
Los evangelios nacieron de una realidad histórica reconocible y concreta. Era una realidad
de opresión, de descontento cívico y social, de inquietud política, de persecución incesante y
rebelión intermitente. Era también una realidad inundada de promesas perpetuas y tentado
ras, de esperanzas y de sueños, de que aparecería un rey legítimo, un líder espiritual y
secular que conduciría a su pueblo hacia la libertad. En lo que se refería a la libertad política,
estas aspiraciones fueron extinguidas brutalmente por la guerra devastadora de 66 a 74 d. de
C. Sin embargo, estas aspiraciones, transpuestas en una forma totalmente religiosa, no sólo
fueron perpetuadas por los evangelios, sino que también recibieron un nuevo y poderoso
ímpetu.
Los eruditos modernos opinan unánimemente que los evangelios no datan de la época en
que Jesús estaba vivo. En su mayor parte datan del período comprendido entre las dos
principales revueltas de Judea
298
281
—la de 66 a 74 y la de 132 a 135—, aunque es casi seguro que se basan en crónicas anteriores.
Puede que éstas incluyeran documentos escritos que más adelante se perdieron, pues hubo
una destrucción generalizada de testimonios de este tipo a raíz de la primera rebelión. Pero,
ciertamente, existirían también tradiciones orales. No cabe duda de que algunas de ellas
serían muy exageradas o tergiversadas (cuando no las dos cosas a la vez), recibidas y
transmitidas de segunda, tercera y cuarta mano. Otras, sin embargo, tal vez procedían de
individuos que vivieron en tiempos de Jesús y que incluso le conocieron personalmente. Es
muy posible que un hombre que era joven en el momento de la crucifixión viviera aún cuando
se redactaron los evangelios.
Por regla general, se cree que el más antiguo de los evangelios es el de Marcos, redactado
durante la revuelta de 66-74 o poco después de ella, exceptuando el tratamiento de la
resurrección, que es una añadidura posterior y espuria. Aunque no fue uno de los discípulos
originales de Jesús, parece ser que Marcos procedía de Jerusalén y que fue compañero de san
Pablo; y su pensamiento muestra el sello inconfundible del pensamiento paulino. Pero si
Marcos era nativo de Jerusalén, su evangelio —como afirma Clemente de Alejandría— fue
escrito en Roma e iba dirigido a un público grecorromano. Esto en sí mismo explica muchas
cosas. En la época en que se escribió el evangelio de Marcos, Judea se hallaba en franca
rebelión, o lo había estado recientemente, y miles de judíos morían crucificados por rebelarse
contra el régimen romano. Si Marcos deseaba que su evangelio sobreviviera y causase
impresión en un público romano, en modo alguno podía presentar a Jesús como antirromano.
De hecho, no podía presentar a Jesús como un ser politizado. Con el objeto de tener
garantizada la supervivencia de su mensaje, Marcos estaba obligado a exonerar a los
romanos de toda culpa por la muerte de Jesús: a encubrir al régimen existente y echarles
a ciertos judíos la culpa de la muerte del mesías. Este ardid no lo adoptaron únicamente
los autores de los demás evangelios, sino también la primitiva Iglesia cristiana. Sin un
ardid como éste, ni los evangelios ni la Iglesia hubieran sobrevivido.
Los eruditos datan el evangelio de Lucas en 80 d. de C. aproximadamente. Al parecer,
Lucas era un médico griego que escribió su obra para un funcionario romano de alto rango en
Cesárea, la capital romana de Palestina. Por consiguiente, también Lucas tuvo que aplacar y
apaciguar a los romanos y cargarles la culpa a otros. Cuando se escribió el evangelio de Mateo
—más o menos en 85 d. de C.— esa transferencia de culpabilidad ya había sido aceptada, al
parecer, sin que nadie pusiera objeción alguna. De hecho, más de la mitad del evangelio de
Mateo se deriva directamente del de Marcos, aunque fue redactado originalmente en griego
y refleja de modo específico características griegas. Da la impresión de que el autor fue un
judío, muy posiblemente un refugiado de Palestina. No hay que confundirlo con el discí-
299
282
pulo que se llamaba Mateo, el cual vivió mucho antes y probablemente sólo hablaba arameo.
Los evangelios de Marcos, Lucas y Mateo reciben el nombre colectivo de «evangelios
sinópticos», lo que da a entender que ven las cosas «con los mismos ojos» o «con un solo
ojo», cosa que, desde luego, no er cierta. A pesar de ello, existen entre ellos suficientes
coincidencias como para deducir que procedieron de una sola fuente común, que podía ser
una tradición oral u otro documento que luego se perdió. Esto los distingue del evangelio de
Juan, que deja entrever unos orígenes significativamente distintos.
Del autor del cuarto evangelio no se sabe absolutamente nada. A decir verdad, no hay
nada que induzca a pensar que se llamaba Juan. Con la excepción de Juan el Bautista, el
nombre de «Juan» no es mencionado en ninguna parte del evangelio y el hecho de que éste
se atribuya a un hombre llamado así es una tradición posterior, cosa en la que casi todo el
mundo está de acuerdo. El cuarto evangelio es el más reciente de todos los que aparecen en
el Nuevo Testamento y fue redactado alrededor de 100 d. de C, en las proximidades de la
ciudad griega de Éfeso. Tiene varios rasgos distintivos. No hay ninguna escena de la natividad,
por ejemplo, y ninguna descripción del nacimiento de Jesús; a su vez, el comienzo es de
carácter casi gnóstico. La naturaleza del texto es decididamente más mística que los otros
evangelios y el contenido también es diferente. Los demás evangelios, por ejemplo, se
concentran principalmente en las actividades de Jesús en la provincia septentrional de Galilea
y reflejan lo que parece ser un conocimiento de segunda o tercera mano de los hechos
acaecidos en el sur, en Judea y en Jerusalén, incluyendo la crucifixión. En contraste, el cuarto
evangelio dice relativamente poco sobre Galilea. Se ocupa de manera exhaustiva de lo que
ocurrió en Judea y Jerusalén en las postrimerías de la vida de Jesús, y es posible que, en
esencia, su crónica de la crucifixión se apoye en el testimonio de algún testigo presencial.
También contiene cierto número de episodios e incidentes que no figuran para nada en los
otros evangelios: las bodas de Cana, el papel de Nicodemo y de José de Arimatea y la
resurrección de Lázaro (aunque esto último estuvo incluido durante un tiempo en el evangelio
de Marcos). Basándose en estos factores, los eruditos modernos han apuntado que el
evangelio de Juan, pese a que fue redactado más tarde, bien puede ser el más fiable e
históricamente exacto de los cuatro. Más que los otros evangelios, parece inspirarse en
tradiciones que corrían entre los coetáneos de Jesús, así como en otro material del que no
dispusieron Marcos, Lucas ni Mateo. Un investigador moderno señala que refleja el
conocimiento topográfico, al parecer de primera mano, de la Jerusalén anterior a la revuelta
de 66 d. de C. El mismo autor concluye: «Detrás del cuarto evangelio hay una tradición
antigua e independiente de los otros evangelios».7 No es ésta una opinión aislada. De hecho,
es la que más predomina en los círculos modernos de eruditos bíblicos. Según otro autor, «El
evangelio de Juan, aunque no se atiene al marco cronológico de Marcos y es de fecha muy
posterior, parece conocer una tradición relativa a Jesús que debe de ser primitiva y
auténtica».8
También nosotros, basándonos en nuestra propia investigación, concluimos que el cuarto
evangelio es el más fiable de los libros que forman el Nuevo Testamento, aun cuando, al igual
que los otros, fuera sometido a modificaciones, manipulaciones, expurgaciones y revisiones.
En el curso de nuestras pesquisas tuvimos ocasión de recurrir a los cuatro evangelios sin
excepción, así como a gran cantidad de material colateral. Pero fue en el cuarto evangelio
donde encontramos pruebas más persuasivas de nuestra hipótesis, una hipótesis que, de
momento, todavía era provisional.
283
No era nuestra intención desacreditar los evangelios. Lo único que pretendíamos era
analizarlos, localizar ciertos fragmentos de veracidad posible o probable y extraerlos de la
matriz de detalles ficticios que los rodease. Por otra parte, buscábamos fragmentos de un
carácter muy preciso: fragmentos que pudieran atestiguar el matrimonio entre Jesús y la
mujer conocida por «la Magdalena». Estos testimonios, huelga decirlo, no serían explícitos.
Nos dimos cuenta de que para encontrarlos tendríamos que leer entre líneas, llenar ciertos
huecos, explicar determinadas cesuras y elipsis. Tendríamos que ocuparnos de omisiones, de
indirectas, de alusiones que, en el mejor de los casos, serían oblicuas. Y no sólo tendríamos
que buscar pruebas de un matrimonio, sino también de las circunstancias que hubieran
conducido al mismo. Por consiguiente, nuestras pesquisas tendrían que abarcar cierto nú
mero de cuestiones distintas pero estrechamente relacionadas entre sí. Empezamos por la
más obvia de ellas.
1) ¿Hay en los evangelios algún dato, directo o indirecto, que haga pensar que Jesús
estuvo casado?
Naturalmente, no hay ninguna declaración explícita en el sentido de que lo estuviese. Por
otro lado, tampoco la hay de que no lo estuviese. Y esto es a la vez más curioso y más
significativo de lo que pueda parecer a primera vista. Tal como señala el doctor Geza Vermes,
de la universidad de Oxford, «Hay en los evangelios un silencio total en lo que se refiere al
estado civil de Jesús... Semejante estado de cosas es suficientemente insólito en la judería
antigua como para propiciar nuevas investigaciones».9
Los evangelios afirman que muchos de los discípulos —Pedro, por ejemplo— estaban
casados. Y el propio Jesús en ninguna parte aboga por el celibato. Al contrario, en el
evangelio de Mateo declara: «¿No habéis leído que el que los hizo al principio, varón y
hembra los hizo...? Por esto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer: y los
dos serán una sola carne» (19, 4-5). Difícilmente pueden estas palabras ser compatibles con la
recomendación del celibato. Y si Jesús no predicó el celibato, tampoco hay motivo para
suponer que lo practicase. Según la costumbre judaica de la época, que un hombre se casara
no era únicamente normal, sino también casi obligatorio. Exceptuando entre ciertos esenios de
ciertas comunidades, el celibato era condenado vigorosamente. Durante las postrimerías del
siglo i un autor judío incluso comparó el celibato deliberado con el asesinato y, al parecer, su
actitud no era única. Y para un padre judío encontrar esposa para su hijo era tan obligatorio
como encargarse de que éste fuera circuncidado.
Si Jesús no estaba casado, el hecho hubiera sido sumamente conspicuo. Habría llamado la
atención y se hubiese utilizado para caracterizarle e identificarle. Le hubiera apartado en un
sentido significativo del resto de sus contemporáneos. De haber sido así, es de esperar que
como mínimo una de las crónicas de los evangelios haría alguna referencia a tan marcada
desviación de la costumbre. Si Jesús era en verdad tan célibe como afirma la tradición
posterior, es extraordinario que no haya ninguna alusión a tal celibato. La falta de tal alusión
decididamente sugiere que Jesús, en lo que se refería al asunto del celibato, se ajustaba a los
convencionalismos de su época y su cultura, sugiere, en suma, que estaba casado. Sólo esto
explicaría satisfactoriamente el silencio que sobre el asunto guardan los evangelios. El argu
mento lo resume del modo siguiente un respetado erudito moderno en cuestiones teológicas:
Dado el trasfondo cultural que indican los testimonios... es sumamente improbable que
Jesús no se casara mucho antes del inicio de su ministerio público. Si hubiera insistido en su
celibato, habría armado gran revuelo, una reacción que hubiese dejado algún rastro. Así
pues, el hecho de que en los evangelios no se hable del matrimonio de Jesús es un buen
argumento, no contra la hipótesis de tal matrimonio, sino a favor de ella, toda vez que, en el
contexto judío de la época, la práctica o la defensa del celibato voluntario habría sido tan
insólita que hubiese llamado la atención y atraído muchos comentarios.10
284
La hipótesis del matrimonio resulta aún más sostenible si se tiene en cuenta que en los
evangelios con frecuencia se aplica a Jesús el título de «rabí». Desde luego, es posible que el
citado término se utilice en su sentido más amplio, es decir, cuando significa sencillamente
«maestro que se ha nombrado a sí mismo». Pero la cultura de Jesús —su alarde de
conocimientos ante los ancianos del templo, por ejemplo— es un buen indicio de que era
algo más que un maestro que se hubiera nombrado a sí mismo. Induce a pensar que se
sometió a algún tipo de
preparación rabínica oficial y que era reconocido oficialmente como rabí. Esto se ajustaría a la
tradición, que presenta a Jesús como rabí en el sentido estricto de la palabra. Pero, si Jesús era
un rabí en tal sentido estricto, su matrimonio no hubiera sido probable, sino virtualmente
cierto. La ley misnaica de los judíos es bien explícita al respecto: «Un hombre soltero no puede
ser maestro».11
En el cuarto evangelio hay un episodio relacionado con un matrimonio que, de hecho, puede
ser el del propio Jesús. Este episodio, por supuesto, es el de las bodas de Cana, historia
bastante conocida. Pero, a pesar de ser conocida, hay ciertas cuestiones sobresalientes del
mismo que merecen tenerse en consideración.
A juzgar por la crónica del cuarto evangelio, las bodas de Cana fueron una ceremonia
local y modesta, una típica boda de pueblo cuyos protagonistas, el novio y la novia,
permanecen en el anonimato. A estas bodas Jesús es «llamado» específicamente, lo que es
quizás un tanto curioso, porque en realidad aún no ha iniciado su ministerio. Sin embargo,
todavía es más curioso el que su madre esté presente en ellas «por casualidad», por así
decirlo. Y se diría que su presencia se considera como cosa natural. Ciertamente, no se
explica de ninguna manera.
Lo que es más, es María quien ordena a Jesús que llene de nuevo los odres de vino, en
vez de limitarse a sugerírselo. María se comporta como si fuera la anfitriona: «Y faltando el
vino, la madre de Jesús le dijo: No tienen vino. Jesús le dijo: ¿Qué tienes conmigo, mujer?
Aún no ha venido mi hora» (Juan, 2, 3-4). Pero María, sin inmutarse lo más mínimo, hace
caso omiso de la protesta de su hijo: «Su madre dijo a los que servían: Haced todo lo que os
dijere» (5). Y los sirvientes se apresuran a cumplir las órdenes, como si estuvieran
acostumbrados a recibirlas tanto de María como de Jesús.
A pesar del intento ostensible de desentenderse de ella que hace Jesús, María impone su
voluntad y entonces Jesús lleva a cabo su primer milagro importante: la transmutación del
agua en vino. En lo que se refiere a los evangelios, hasta ahora no ha demostrado sus
poderes; y no hay razón por la cual María deba suponer siquiera que los posee. Pero aun en
el caso de que la hubiere, ¿por qué unos dones tan singulares y santos se utilizarían con un
fin tan banal? ¿Por qué María le haría tal petición a su hijo? Y lo que es aún más importante:
¿por qué dos «invitados» a una boda asumirían la responsabilidad de proporcionar el vino,
responsabilidad que, de acuerdo con la costumbre, correspondía al anfitrión? A no ser, claro
está, que las bodas de Cana fueran las del propio Jesús. En tal caso, en verdad sería Jesús el
encargado de proporcionar más vino.
Hay más pruebas de que las bodas de Cana son en realidad las del propio Jesús.
Inmediatamente después de hacerse el milagro, el «maestresala» —una especie de
mayordomo o maestro de ceremonias— cata el vino recién producido: «Cuando el maestresala
probó el agua hecha vino, sin saber él de dónde era, aunque lo sabían los sirvientes que
habían sacado el agua, llamó al esposo, y le dijo: Todo hombre sirve primero el buen vino, y
cuando ya han bebido mucho, entonces el inferior; pero tú has reservado el buen vino hasta
ahora» (Juan, 2, 9-10; el subrayado es nuestro). Estas palabras van claramente dirigidas a
Jesús. Sin embargo, según el evangelio, van dirigidas al «esposo». Una conclusión obvia es que
Jesús y el «esposo» son la misma persona.
285
La esposa de Jesús
2) Suponiendo que Jesús estuviera casado, ¿hay en los evangelios algún indicio sobre la
identidad de su esposa?
De buenas a primeras, diríase que hay dos posibles candidatas, dos mujeres, aparte de su
madre, que se mencionan repetidamente en los evangelios como integrantes del séquito de
Jesús. La primera de ellas es la Magdalena o, para ser más exactos, María del pueblo de
Migdal o Magdala, en Galilea. En los cuatro evangelios sin excepción el papel de esta mujer
es singularmente ambiguo y parece que haya sido oscurecido de forma premeditada. En las
crónicas de Marcos y Mateo no se la menciona por su nombre hasta muy adelante. Cuando
aparece por fin es en Judea, en el momento de la crucifixión, y se cuenta entre los
seguidores de Jesús. Sin embargo, en el evangelio de Lucas aparece en un momento
relativamente temprano del ministerio de Jesús, cuando éste todavía predica en Galilea.
Diríase, pues, que ella le acompaña de Galilea a Judea o, de no ser así, al menos que se
mueve entre las dos provincias con la misma facilidad que él. Esto por sí solo es un buen
indicio de que la mujer estaba casada con alguien. En la Palestina de la época de Jesús
hubiese sido impensable que una mujer soltera viajase sin compañía y todavía más que
viajara shrcompañía con un maestro religioso y su séquito. Al parecer, varias tradiciones se
han dado cuenta de que este hecho puede resultar embarazoso. Así, a veces se dice que la
Magdalena estaba casada con uno de los discípulos de Jesús. Si este era el caso, sin
embargo, su relación especial con Jesús y su proximidad a él les hubieran hecho sospechosos
de adulterio, suponiendo que no les hubieran acusado abiertamente de ello.
A pesar de la tradición popular, en ninguna parte de los evangelios se dice que la
Magdalena fuera una prostituta. La primera vez que se la menciona en el evangelio de Lucas se
nos dice que era una mujer «de la que habían salido siete demonios». Por regla general, se
supone que estas palabras se refieren a alguna especie de exorcismo llevado a cabo por
Jesús, dando a entender con ello que la Magdalena era una «posesa». Pero es igualmente
posible que tales palabras se refieran a algún tipo de conversión o de iniciación ritual, o de
ambas cosas. El culto de Istar o Astarté —la Madre Diosa y «Reina del Cielo»— entrañaba, por
ejemplo, una iniciación en siete etapas. Con anterioridad a su afiliación a Jesús», puede ser
que la Magdalena estuviese relacionada con un culto semejante.
Un capítulo antes de hablar de la Magdalena, Lucas alude a una mujer que ungió a Jesús. En
el evangelio de Marcos hay un ungimiento parecido por parte de una mujer cuyo nombre no se
indica. Ni Lucas ni Marcos identifican explícitamente esta mujer con la Magdalena. Pero Lucas
dice que se trataba de una «mujer caída», de una «pecadora». Comentaristas posteriores han
supuesto que la Magdalena, dado que, al parecer, de ella salieron siete demonios, debía de
ser una pecadora. Basándose en esto, la mujer que unge a Jesús y la Magdalena llegaron a
ser consideradas como la misma persona. En realidad, es posible que lo fuesen. Si la
Magdalena tenía que ver con un culto pagano, ciertamente esto la habría convertido en una
«pecadora» a los ojos, no sólo de Lucas, sino también de autores posteriores.
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Si la Magdalena era una «pecadora», está muy claro que era también algo más que la
«prostituta vulgaD> de la tradición popular. Salta a la vista que era una mujer de posibles.
Dice Lucas, por ejemplo, que entre sus amistades se contaba la esposa de un alto dignatario
de la corte de Herodes y que ambas mujeres, junto con varias otras, utilizaban sus recursos
económicos para apoyar a Jesús y sus discípulos. También la mujer que ungió a Jesús era
una mujer de posibles. En el evangelio de Marcos se hace mucho hincapié en que el ungüento
de espicanardo que se empleó en el ritual era muy costoso.
Diríase que todo el episodio del ungimiento de Jesús fue un asunto de gran importancia. De
no ser así, ¿por qué lo recalcarían tanto los evangelios? Dada su prominencia, parece tratarse
de algo más que de un gesto impulsivo, espontáneo. Da la impresión de ser un rito preme
ditado cuidadosamente. Hay que tener presente que el ungimiento era la prerrogativa
tradicional de los reyes: y del «Mesías legítimo», es decir, del «ungido». De esto se
desprende que Jesús se convierte en un mesías auténtico en virtud de su ungimiento. Y la
mujer que le consagra en tan augusto papel difícilmente puede ser insignificante.
En todo caso, está claro que la Magdalena, hacia el final del ministerio de Jesús, se ha
transformado en una figura de inmensa importancia. En los tres evangelios sinópticos su
nombre encabeza constantemente las listas de mujeres que siguieron a Jesús, del mismo
modo que Simón Pedro encabeza las listas de discípulos masculinos. Y, por supuesto, la
Magdalena fue la primera persona que vio el sepulcro vacío después de la crucifixión. Entre
todos sus devotos, fue a la Magdalena a quien eligió Jesús para revelarle su resurrección
antes que a nadie.
A lo largo de todos los evangelios Jesús trata a la Magdalena de un modo único y
preferente. Bien puede ser que tal tratamiento despertase celos en los demás discípulos.
Parece bastante obvio que las tradiciones posteriores procurarían pintar de negro los
antecedentes de la Magdalena, si no su nombre. Retratarla como una prostituta pudo ser la
venganza exagerada de unos seguidores de Jesús que veían con malos ojos que la relación de
la Magdalena con Jesús fuese más estrecha que la que les unía a ellos con su maestro. Si
otros «cristianos», en vida de Jesús o después, veían con malos ojos el singular vínculo que
existía entre la Magdalena y su líder espiritual, es posible que se intentase quitarle
importancia a los ojos de la posteridad. No cabe ninguna duda de que a la Magdalena se le
quitó importancia de esta manera. Incluso hoy día se la tiene por una ramera y durante la
Edad Media a las casas destinadas a las prostitutas reformadas se les llamaba «Magdalenas».
Pero los evangelios atestiguan que la mujer que impartió su nombre a estas instituciones no
merecía que la estigmatizasen de este modo.
Sea cual sea la categoría de la Magdalena en los evangelios, no es la única candidata posible
al puesto de esposa de Jesús. Hay otra que figura de manera muy prominente en el cuarto
evangelio y a la que cabe identificar como María de Betania, hermana de Marta y de Lázaro.
Es evidente que esta mujer y su familia gozan de gran familiaridad con Jesús. También son
personas ricas que mantienen una casa en un barrio elegante de Jerusalén, una casa lo
suficientemente grande como para alojar en ella a Jesús y a todo su séquito. Lo que es más:
el episodio de Lázaro revela que esta casa contiene una tumba particular, lo cual era un lujo
bastante llamativo en tiempos de Jesús, no sólo una señal de riqueza, sino también un
símbolo de categoría social y testimonio de relaciones aristocráticas. En la Jerusalén bíblica, al
igual que en cualquier ciudad moderna, la tierra se pagaba a muy alto precio; y sólo un
reducidísimo grupo de personas podían permitirse el lujo de tener un cementerio privado.
En el cuarto evangelio, cuando Lázaro enferma, Jesús se ha ido de Betania durante unos
días y se aloja con sus discípulos a orillas del Jordán. Al enterarse de lo ocurrido, permanece
dos días más donde se encuentra —lo cual es una reacción bastante curiosa— y luego vuelve a
Betania, donde Lázaro yace ya en la sepultura. Al acercarse al lugar, Marta se apresura a
salir a su encuentro y exclama: «Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría
muerto» (Juan, 11, 21). Es una afirmación que llena de perplejidad, toda vez que cabe
preguntarse por qué la presencia física de Jesús necesariamente hubiese impedido la muerte
de Lázaro. Pero el incidente es significativo porque Marta, al recibir a Jesús, está sola. Cabría
esperar que María, su hermana, estuviese con ella. Sin embargo, María se encuentra sentada
en la casa y no sale hasta que Jesús se lo ordena explícitamente. Este extremo resulta más
claro en el evangelio «secreto» de Marcos que descubrió el profesor Morton Smith y que
hemos citado en otra parte del presente capítulo. En la crónica suprimida de Marcos parece
que María sí sale de la casa antes de que Jesús se lo ordene. Y es pronta y airadamente
reñida por los discípulos, a quienes Jesús se ve obligado a silenciar.
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Sería bastante plausible que María estuviese sentada en la casa cuando Jesús llega a
Betania. De conformidad con la costumbre judía, estaría «sentada en shiveh», es decir,
sentada de luto. Pero, ¿por qué no sale corriendo a recibir a Jesús como hace Marta? Hay una
explicación obvia. Según los principios de la ley judaica de la época, a una mujer «sentada en
shiveh» le estaba estrictamente prohibido salir de la casa salvo por orden expresa de su
esposo. En este incidente el comportamiento de Jesús y de María de Betania se ajusta
exactamente al comportamiento tradicional de una pareja de esposos judíos.
Hay más indicios de un posible matrimonio entre Jesús y María de Betania. Los
encontramos, más o menos en forma de non sequitur, en el evangelio de Lucas:
Aconteció que yendo de camino [Jesús], entró en una aldea; y una mujer Llamada Marta le
recibió en su casa.
Ésta tenía una hermana que se llamaba María, la cual, sentándose a los pies de Jesús, oía
su palabra.
Pero Marta se preocupaba con muchos quehaceres, y acercándose dijo: Señor, ¿no te da
cuidado que mi hermana me deje servir sola? Dile, pues, que me ayude.
Respondiendo Jesús, le dijo: Marta, Marta, afanada y turbada estás con muchas cosas.
Pero sólo una cosa es necesaria; y María ha escogido la buena parte, la cual no le será
quitada. (Lucas, 10, 38-42.)
A juzgar por las palabras de Marta, parece evidente que Jesús ejercía algún tipo de
autoridad sobre María. Con todo, aún es más importante la respuesta de Jesús. En cualquier
otro contexto uno no titubearía en interpretar tal respuesta como una alusión a un matrimo
nio. En todo caso, sugiere claramente que María de Betania era una discípula tan ávida como
la Magdalena.
Hay razones de peso para pensar que la Magdalena y la mujer que unge a Jesús son una
misma persona. Nos preguntamos si esta persona podía ser también la misma que María de
Betania, hermana de Lázaro y de Marta. ¿Era posible que estas mujeres que, en los evan
gelios, aparecen en tres contextos distintos fueran en realidad una misma persona? La
Iglesia medieval ciertamente opinaba que sí, y lo mismo hacía la tradición popular. Hoy en
día muchos eruditos bíblicos son de la misma opinión. Hay pruebas abundantes que
confirman esta conclusión.
Los evangelios de Mateo, Marcos y Juan, por ejemplo, señalan que la Magdalena estuvo
presente en la crucifixión. Ninguno de ellos dice que María de Betania también lo estuviese.
Pero, si María de Betania era una discípula tan devota como parece ser, su ausencia, en el
menor de los casos, parecería negligente. ¿Es posible creer que ella —por no citar a su
hermano Lázaro— dejara de presenciar el momento culminante de la vida de Jesús? Esta
omisión resultaría tan inexplicable como reprensible, a menos, claro está, que se hallara
presente y los evangelios la citen bajo el nombre de la Magdalena. Si la Magdalena y María de
Betania son una misma persona, no cabe pensar que la segunda estuviera ausente en el
momento de la crucifixión.
A la Magdalena se la puede identificar con María de Betania. A la Magdalena también se la
puede identificar con la mujer que unge a Jesús. El cuarto evangelio identifica a la mujer que
unge a Jesús con María de Betania. A decir verdad, el autor del cuarto evangelio se muestra
muy explícito al respecto:
Estaba entonces enfermo uno llamado Lázaro, de Betania, la aldea de María y de Marta
su hermana.
(María, cuyo hermano Lázaro estaba enfermo, fue la que ungió al Señor con perfume, y le
enjugó los pies con los cabellos.) (Juan, 11,1-2.)
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Seis días antes de la pascua, vino Jesús a Betania, donde estaba Lázaro, el que había
estado muerto, y a quien había resucitado de los muertos.
Y le hicieron allí una cena; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban sentados a la
mesa con él.
Entonces María tomó una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, y ungió los
pies de Jesús, y los enjugó con sus cabellos; y la casa se llenó del olor del perfume. (Juan, 12,
1-3.)
Por tanto, está claro que María de Betania y la mujer que unge a Jesús son la misma
persona. Si no igualmente claro, ciertamente es probable que esta mujer sea también la
Magdalena. Si Jesús en verdad estaba casado, diríase, pues, que había una sola candidata al
puesto de esposa suya: una mujer que sale repetidamente en los evangelios bajo nombres
diferentes y desempeñando funciones distintas.
El discípulo amado
3) Si la Magdalena y María de Betania son la misma mujer, y si esta mujer era la esposa de
Jesús, Lázaro sería cuñado de Jesús. ¿Hay en los evangelios alguna prueba de que Lázaro
gozara realmente de tal categoría?
Lázaro no figura bajo su nombre en los evangelios de Lucas, Mateo y Marcos, aunque en
principio su «resurrección de los muertos» formaba parte de la crónica de Marcos y fue
suprimida más adelante. A causa de ello, si Lázaro ha pasado a la posteridad, ha sido gracias
exclusivamente al cuarto evangelio, es decir, el de Juan. Pero acabamos de ver claramente
que disfruta de alguna especie de trato preferente, el cual no se limita al hecho de ser
«resucitado de los muertos». En este sentido y en otros varios, diríase, en todo caso, que
estaba más allegado a Jesús que los propios discípulos. Y, pese a ello, curiosamente, los
evangelios ni siquiera le cuentan entre sus discípulos.
A diferencia de los discípulos, Lázaro llega a ser amenazado. Según el cuarto evangelio, los
sacerdotes principales, al decidir eliminar a Jesús, decidieron matar también a Lázaro (Juan,
12, 10). Al parecer, Lázaro llevó a cabo algunas actividades en nombre de Jesús, que es más
de lo que puede decirse de algunos de los discípulos. En teoría, esto debiera haberle hecho
digno del título de discípulo y, a pesar de ello, no aparece citado como tal. Tampoco se dice
que estuviera presente en la crucifixión, lo que, aparentemente, es una muestra de
ingratitud por parte de un hombre que literalmente debía su vida a Jesús. Es verdad que tal
vez se escondió a causa de la amenaza que pesaba sobre él. Pero resulta curiosísimo que no
haya más alusiones a él en los evangelios. Da la impresión de haberse esfumado por completo
y nunca se le vuelve a mencionar. ¿O no es así? Intentamos examinar el asunto más de cerca.
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Después de permanecer tres meses en Betania, Jesús se retira con sus discípulos a las
márgenes del Jordán, a poco más de un día de distancia. Un mensajero acude
apresuradamente a él con la noticia de que Lázaro está enfermo. Pero el mensajero no cita a
Lázaro por su nombre. Al contrario, presenta al enfermo como alguien que tiene una
importancia muy especial: «Señor, he aquí que el que amas está enfermo» (Juan, 11, 3). La
reacción de Jesús ante tal noticia es decididamente rara. En lugar de acudir con prontitud a
socorrer al hombre al que supuestamente ama, descarta alegremente el asunto: «Oyéndolo
Jesús, dijo: Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el hijo
de Dios sea glorificado por ella» (11, 4). Y si sus palabras resultan desconcertantes, más aún
lo son sus actos: «Cuando oyó, pues, que estaba enfermo, se quedó dos días más en el
lugar donde estaba» (11, 6). En resumen, Jesús se entretiene en el Jordán dos días más a
pesar de la alarmante noticia que acaba de recibir. Finalmente decide volver a Betania. Y
entonces contradice flagrante-mente su afirmación anterior comunicando a los discípulos que
Lázaro ha muerto. Sin embargo, continúa mostrándose imperturbable. De • hecho, dice
bien claramente que la «muerte» de Lázaro ha servido para algo y se sacará provecho de ella:
«Nuestro amigo Lázaro duerme; mas voy para despertarle» (11, 11). Y cuatro versículos
después reconoce virtualmente que todo el asunto ha sido preparado y dispuesto cuida
dosamente de antemano: «Y me alegro por vosotros, de no haber estado allí, para que
creáis; mas vamos a él» (11, 15). Si este comportamiento es extraño, no lo es menos la
reacción de los discípulos: «Dijo entonces Tomás, llamado Dídimo, a sus condiscípulos: Vamos
también nosotros, para que muramos con él» (11, 16). ¿Qué significa esto? Si Lázaro está
literalmente muerto, ¡sin duda los discípulos no tendrán la intención de unirse a él por medio
de un suicidio colectivo! ¿Y cómo podemos explicar la despreocupación de Jesús, la
indiferencia con la que recibe la noticia de la enfermedad de Lázaro y la demora en volver a
Betania?
Diríase que la explicación reside, tal como sugiere el profesor Mor-ton Smith, en una
iniciación más o menos estándar en una «escuela mistérica». Tal como demuestra el profesor
Smith, estas iniciaciones y los rituales que las acompañaban eran cosa corriente en la Palestina
de la época de Jesús. Con frecuencia entrañaban una muerte y un renacimiento simbólicos, a
los que se denominaba con tales nombres; secuestro en una tumba, que se convertía en un
vientre para el renacimiento del acólito; un rito, al que ahora se denomina «bautismo»: una
inmersión simbólica en agua; y una copa de vino, a la que se identificaba con la sangre del
profeta o mago que presidía la ceremonia. Bebiendo de tal copa, el discípulo consumaba una
unión simbólica con su maestro, es decir, el primero se convertía místicamente en «una
persona» con el segundo. Hay un detalle significativo que es el hecho de que precisamente
son estos términos los que utiliza san Pablo para explicar la finalidad del bautismo. Y el
propio Jesús los emplea en la Ultima Cena.
Tal como señala el profesor Smith, la carrera de Jesús se parece mucho a la de otros
magos, curadores, hacedores de prodigios y taumaturgos del período.l2 En los cuatro
evangelios, por ejemplo, una y otra vez se reúne en secreto con las personas a las que se
dispone a curar, o habla en voz baja y a solas con ellas. Después, a menudo les pide que no
divulguen lo que han hablado. Y, en lo que se refiere al público en general, habitualmente se
expresa por medio de alegorías y parábolas.
Diríase, pues, que Lázaro, durante la estancia de Jesús a orillas del Jordán, se ha
embarcado en un típico rito de iniciación, el cual, como era tradicional en tales ritos, conduce
a una resurrección y un renacimiento simbólicos. Visto bajo esta luz, el deseo de los discípulos
de «morir con él» se hace perfectamente comprensible, como ocurre también con la
complacencia, por lo demás inexplicable, que muestra Jesús en relación con todo el asunto.
Hay que reconocer que María y Marta parecen verdaderamente desconsoladas, al igual que
otras personas lo parecerían. Pero puede ser sencillamente que hayan entendido o
interpretado mal el propósito de todo ello. O quizá todo el episodio fue una comedia
hábilmente representada cuya naturaleza y propósitos verdaderos sólo conocían unos
cuantos.
Si el episodio de Lázaro refleja realmente una iniciación ritual, salta a la vista que se le
hace objeto de un trato preferente. Entre otras cosas, aparentemente se le inicia antes que a
cualquiera de los discípulos, los cuales, de hecho, parecen sentir mucha envidia ante
semejante privilegio. Pero ¿por qué se distingue a este hombre de Betania que hasta ahora
era desconocido? ¿Por qué debe pasar por una experiencia que los discípulos tanto ansian
compartir con él? ¿Por qué dieron tanta importancia al asunto posteriores «herejes» de
orientación mística como, por ejemplo, los carpocracianos?
294
¿Y por qué se suprimió todo el episodio del evangelio de Marcos? Quizá porque Lázaro era
«aquel al que Jesús amaba»... más que a los otros discípulos. Quizá porque Lázaro tenía
alguna relación especial con Jesús, por ejemplo la de cuñado. Quizá por ambas razones. Es
posible que Jesús llegase a conocer y a amar a Lázaro precisamente porque Lázaro era su
cuñado. En todo caso, una y otra vez se hace hincapié en tal amor. Cuando Jesús regresa a
Betania y llora, o finge llorar, la muerte de Lázaro, los espectadores se hacen eco de las
palabras del mensajero: «Mirad cómo le amaba» (Juan, 11, 36).
El autor del evangelio de Juan —es decir, el evangelio en el que figura la historia de
Lázaro— en ningún punto se identifica a sí mismo como «Juan». De hecho, no nos dice su
nombre en absoluto. Sin embargo, sí se refiere a sí mismo utilizando un título muy distintivo.
Constantemente se llama a sí mismo «el discípulo amado», «aquel a quien Jesús amaba» y da
a entender claramente que goza de una categoría única y preferente en comparación con sus
camaradas. En la Ultima Cena, por ejemplo, exhibe flagrantemente su proximidad personal a
Jesús y es a él y a nadie más a quien Jesús confía el medio en virtud del cual se producirá la
traición:
Y uno de sus discípulos, al cual Jesús amaba, estaba recostado al lado de Jesús.
A éste, pues, hizo señas Simón Pedro, para que preguntase quién era aquel de quien
hablaba.
Él entonces, recostado cerca del pecho de Jesús, le dijo: Señor, ¿quién es?
Respondió Jesús: A quien yo diere el pan mojado, aquél es. Y mojando el pan, lo dio a
Judas Iscariote hijo de Simón. (Juan, 13, 23-26.)
¿Quién es este «discípulo amado» en cuyo testimonio se basa el cuarto evangelio? Todos
los datos inducen a pensar que, de hecho, es Lázaro: «aquel a quien Jesús amaba». Diríase,
entonces, que Lázaro y el «discípulo amado» son la misma persona, y que Lázaro es la identi
dad verdadera de «Juan». Esta conclusión parece casi inevitable. Y no fuimos nosotros los
únicos que la sacamos. Según el profesor William Brownlee, destacado erudito bíblico y uno de
los principales expertos en los pergaminos del mar Muerto: «Partiendo de las pruebas internas
que hay en el cuarto evangelio..., la conclusión es que el discípulo amado es Lázaro de
Betania».13
Si Lázaro y el «discípulo amado» son una misma persona, entonces tendríamos la
explicación de diversas anomalías. Quedarían explicadas la misteriosa desaparición de Lázaro
de la crónica bíblica y su aparente ausencia durante la crucifixión. Porque si Lázaro y el
«discípulo amado» eran la misma persona, Lázaro habría estado presente en la crucifixión. Y
habría sido a Lázaro a quien Jesús hubiera confiado el cuidado de su madre. Las palabras con
las que lo hizo bien podrían ser las de un hombre que habla con su cuñado:
Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a
su madre: Mujer, he ahí tu hijo.
Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en
su casa. (Juan, 19, 26-27.)
La última palabra de esta cita es especialmente reveladora. Porque los demás discípulos
han dejado sus hogares en Galilea y, en realidad, son personas sin hogar. Lázaro, en cambio,
tiene un hogar: aquella casa crucial en Betania, donde el propio Jesús estaba acostumbrado a
hospedarse.
Después de afirmar que los sacerdotes han decidido su muerte, el nombre de Lázaro no
vuelve a mencionarse. Diríase que ha desaparecido por completo. Pero, si verdaderamente
él es el «discípulo amado», bien mirado no desaparece y es posible seguir sus movimientos y
actividades hasta el mismo final del cuarto evangelio. Y también aquí hay un episodio curioso
que merece ser examinado. Al final del cuarto evangelio Jesús predice la muerte de Pedro y
ordena a éste que le «siga»:
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Volviéndose Pedro, vio que les seguía el discípulo a quien amaba Jesús, el mismo que en
la cena se había recostado al lado de él, y le había dicho: Señor, ¿quién es el que te ha de
entregar?
Cuando Pedro le vio, dijo a Jesús: Señor, ¿y qué de éste?
Jesús le dijo: Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Sigúeme tú.
Este dicho se extendió entonces entre los hermanos, que aquel discípulo no moriría. Pero
Jesús no le dijo que no moriría, sino: Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti?
Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas, y escribió estas cosas; y sabemos
que su testimonio es verdadero. (Juan, 21, 20-24.)
Ciertamente, esta es la conclusión que saca el doctor Hugh Schon-field.14 Arguye de modo
convincente que la preparación de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén fue confiada a
Lázaro y que los otros discípulos no sabían nada del asunto. Si tal era realmente el caso, es
señal de que existía un círculo íntimo de seguidores de Jesús, un núcleo de colaboradores; co
conspiradores o familiares que gozan de modo exclusivo de la confianza de su maestro. El
doctor Schonfield cree que Lázaro forma parte de tal círculo. Y su creencia concuerda con la
insistencia del profesor Smith en el trato preferente que recibe Lázaro en virtud de su
iniciación o muerte simbólica en Betania. Es posible que Betania fuera un centro de culto,
un lugar reservado para los rituales singulares que Jesús presidía. De ser así, esto explicaría
la aparición, por lo demás enigmática, de Betania en otras partes de nuestra investigación.
La Prieuré de Sion había dado el nombre de «Béthanie» a su «arco» en Rennes-le-Cháteau. Y
Sauniére, según parece a petición de la Prieuré de Sion, había bautizado su villa con el nombre
de «Villa Bethania».
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En todo caso, la colusión que parece obtener un asno del «hombre de Betania» bien puede
mostrarse otra vez en el misterioso final del cuarto evangelio, cuando Jesús ordena al
«discípulo amado» que espere su regreso. Parece que él y el «discípulo amado» tienen planes
que trazar. Y no es irrazonable suponer que entre estos planes estaba el cuidado de la familia
de Jesús. En la crucifixión ya había confiado su madre a la custodia del «discípulo amado». Si
tenía esposa e hijos, es de suponer que los confiaría también a la custodia del «discípulo
amado». Esto, desde luego, sería aún más plausible si el «discípulo amado» fuera realmente
su cuñado.
Cuenta una tradición muy posterior que la madre de Jesús murió en su exilio de Éfeso,
lugar de donde, según se dice, salió luego el cuarto evangelio. Sin embargo, no hay
ninguna indicación de que el «discípulo amado» atendiera a la madre de Jesús hasta el final de
sus días. Según el doctor Schonfield, probablemente el cuarto evangelio no fue redactado en
Efeso, sino sólo revisado y modificado por un anciano griego de allí, el cual procuró ajustado a
sus propias ideas.15
Si el «discípulo amado» no fue a Éfeso, ¿qué se hizo de él? Si él y Lázaro eran una misma
persona, es posible responder a esta pregunta, pues la tradición es muy explícita en lo que
hace a la suerte de Lázaro. Según la tradición, así como ciertos autores de la Iglesia primitiva,
Lázaro, la Magdalena, Marta, José de Arimatea y varias personas más fueron transportadas
en barco hasta Marsella.16 Se supone que en dicho lugar José fue consagrado por san Felipe y
enviado a Inglaterra, donde fundó una iglesia en Glastonbury. Sin embargo, Lázaro y la
Magdalena se quedaron en la Galia. La tradición afirma que la Magdalena murió en Aix-en-
Provence o en Saint Baume, y Lázaro en Marsella después de fundar el primer obispado de
dicho lugar. Se dice que uno de sus compañeros, san Maximino, fundó el primer obispado en
Narbona.
Si Lázaro y el «discípulo amado» fueran la misma persona, tendríamos la explicación del
hecho de que desaparecieran conjuntamente. Al parecer, Lázaro, el verdadero «discípulo
amado», desembarcó en Marsella junto con su hermana, la cual, como afirma.luego la
tradición, llevaba consigo el Santo Grial, la «sangre real». Y da la impresión de que las
medidas para facilitar su fuga y exilio las tomó el propio Jesús, junto con el «discípulo amado»,
al final del cuarto evangelio.
La dinastía de Jesús
4) Si Jesús estaba realmente casado con la Magdalena, ¿cabe la posibilidad de que tal
matrimonio tuviera algún propósito específico? Dicho de otro modo, ¿sería algo más que un
matrimonio normal y corriente? ¿Constituiría algún tipo de alianza dinástica con sus corres
pondientes implicaciones y repercusiones políticas? En pocas palabras, una estirpe resultante
de tal matrimonio, ¿justificaría plenamente el título de «sangre real»?
El evangelio de Mateo afirma explícitamente que Jesús era de sangre real: un rey
auténtico, heredero por línea directa de Salomón y David. Si esto es verdad, disfrutaría de
un derecho legítimo al trono de una Palestina unida, y puede incluso que gozara del derecho
legítimo. Y la inscripción que se hizo en la cruz sería mucho más que una simple burla sádica,
pues Jesús sería de veras el «rey de los judíos». En muchos sentidos, su posición sería
análoga a la de, pongamos por caso, el príncipe Carlos Estuardo en 1745. Y, por ende,
engendraría la oposición que engendró exactamente debido a esta condición: la de rey-
sacerdote que tal vez unificaría a su país y al pueblo judío, con lo
que representaría una seria amenaza tanto para Herodes como para Roma.
297
Ciertos eruditos bíblicos de nuestro tiempo han argüido que la famosa «matanza de
inocentes» ordenada por Herodes en realidad nunca tuvo lugar. Y aun suponiendo que
ocurriera, probablemente no tuvo las horribles proporciones que le atribuyeron los evangelios
y la tradición subsiguiente. Y, sin embargo, diríase que la misma perpetuación de la historia
atestigua algo, alguna alarma sincera por parte de Herodes, alguna ansiedad muy real ante
la perspectiva de ser depuesto. Huelga decir que Herodes era un gobernante
extremadamente inseguro, odiado por sus esclavizados subditos y sostenido en el poder sólo
por las cohortes romanas. Pero, por precaria que fuera su posición, no podía, hablando
realistamente, verse seriamente amenazada por rumores sobre un salvador místico o
espiritual, un salvador como los que, de todos modos, ya abundaban en la Tierra Santa de
aquel tiempo. Si Herodes realmente estaba preocupado, sólo podía ser por una amenaza
política muy real y concreta: la amenaza que representaba un hombre que poseía un
derecho más legítimo al trono que el propio Herodes y que contaba con un importante
apoyo popular. Puede que la «matanza de los inocentes» nunca tuviese lugar, pero las
tradiciones relativas a la misma reflejan cierta preocupación por parte de Herodes —una
preocupación ocasionada por un derecho rival-^- y, muy posiblemente, algunas medidas
destinadas a anticiparse a él o a eliminarlo. Este derecho sólo podía ser de naturaleza
pob'tica. Y debía de justificar el que fuera tomado en serio.
Afirmar que Jesús gozaba de tal derecho representa, huelga decirlo, contradecir la
imagen popular del «pobre carpintero de Naza-ret». Pero hay razones persuasivas para
hacerlo. En primer lugar, no es del todo seguro que Jesús fuera de Nazaret. «Jesús de
Nazaret» es, en realidad, una corrupción o una mala traducción de «Jesús el nazarita» o
«Jesús el nazareno» o quizá de «Jesús de Gennesaret». En segundo lugar, existen dudas
considerables sobre si la ciudad de Nazaret existía en realidad en tiempos de Jesús. No
aparece en ningún mapa, documento o registro romano. No se menciona en el Talmud. No
se menciona ni se relaciona con Jesús en ninguno de los escritos de san Pablo, los cuales,
después de todo, fueron redactados antes que los evangelios. Y Flavio Josefo —el principal
cronista de la época, que mandaba tropas en Galilea e hizo una lista de las ciudades de la
provincia— tampoco hace mención de Nazaret. Diríase, en pocas palabras, que Nazaret no
apareció como ciudad hasta después de la revuelta de 66-74 d. de C, y que el nombre de
Jesús quedó asociado a la ciudad a causa de la confusión semántica —casual o deliberada—
que caracteriza a una proporción tan grande del Nuevo Testamento.
Tanto si Jesús era «de Nazaret» como si no, no hay ningún indicio de que alguna vez
fuese un «pobre carpintero».17 Ciertamente, ninguno de los evangelios lo presenta como tal.
A decir verdad, los datos que proporcionan hacen pensar en lo contrario. Parece un hombre
instruido, por ejemplo. Da la impresión de estar preparado para ejercer el ministerio de rabí,
y de haberse relacionado con gente rica e influyente tan a menudo como con los pobres: José
de Arimatea, por ejemplo, y Nicodemo. Y las bodas de Cana aportan más testimonios de la
categoría y la posición social de Jesús.
Estas bodas no dan la impresión de ser una fiesta humilde > modesta, organizada por la
«gente vulgar». Al contrario, muestran todas las señales de una unión aristocrática, un enlace
de la «alta sociedad» al que asistieron como mínimo varios centenares de invitados. Hay abun
dancia de sirvientes, por ejemplo, los cuales se apresuran a cumplir las órdenes de María y de
Jesús. Hay un «maestresala» o «maestro de ceremonias» que, en este contexto, sería una
especie de mayordomo o que incluso podía ser también aristócrata. Y lo más obvio es que se
sirve una cantidad enorme de vino. Al «transmutar» el agua en vino, Jesús produce, según la
«Biblia de la Buena Nueva», no menos de seiscientos litros, ¡lo que representa más de
ochocientas botellas! Y esto además de lo que ya se ha consumido.
Bien mirado, las bodas de Cana fueron una ceremonia suntuosa de la alta burguesía o la
aristocracia. Aunque no fuesen las bodas del propio Jesús, su presencia y la de su madre
inducen a pensar que los dos pertenecían a la misma casta. Esto solo bastaría para explicar la
obediencia de los sirvientes.
298
Si Jesús era un aristócrata y si estaba casado con la Magdalena, es probable que ésta
gozara de una condición social comparable. Y, de hecho, parece que así era. Tal como hemos
visto, la Magdalena contaba entre sus amistades a la esposa de un importante funcionario de
la corte de Herodes. Pero cabe que ella fuese más importante todavía.
Tal como habíamos descubierto al buscar referencias en los «documentos Prieuré»,
Jerusalén —la Ciudad Santa y capital de Judea—- al principio había sido propiedad de la tribu
de Benjamín. Posteriormente los benjamitas fueron diezmados en su guerra contra las
demás tribus de Israel y muchos de ellos se exiliaron, aunque, tal como dicen los
«documentos Prieuré», «ciertos de ellos se quedaron». Un descendiente de los que se
quedaron era san Pablo, que afirma explícitamente ser benjamita (A los romanos, 11, 1).
A pesar de su conflicto con las otras tribus de Israel, parece que la tribu de Benjamín
disfrutaba de alguna categoría especial. Entre otras cosas, proporcionó a Israel su primer rey
—Saúl, ungido por el profeta Samuel— y su primera casa real. Pero Saúl fue más tarde
depuesto por David, de la tribu de Judá. Y David no sólo privó a los benjamitas de su
derecho al trono, sino que, al instalar su capital en Jerusalén, les privó también de su
patrimonio legítimo.
Según todas las crónicas del Nuevo Testamento, Jesús era del linaje de David y, por ende,
también miembro de la tribu de Judá. A ojos de los benjamitas esto le convertiría, al menos
en cierto sentido, en un usurpador. Sin embargo, una objeción de esta índole habría
quedado superada de haber contraído Jesús matrimonio con una mujer benja-mita.
Un matrimonio de esta clase hubiera constituido una importante alianza dinástica, una
alianza cargada de importancia política. No sólo habría proporcionado a Israel un
poderoso rey-sacerdote, sino que, además, habría cumplido la función simbólica de
devolver Israel a sus propietarios originales y legítimos. De esta manera habría servido
para estimular la unidad y el apoyo del pueblo, aparte de consolidar el derecho al
trono que pudiera poseer Jesús.
En el Nuevo Testamento no se indica a qué tribu pertenecía la Magdalena. Sin
embargo, en las leyendas posteriores se dice que era de linaje real. Y otras
tradiciones afirman específicamente que era de la tribu de Benjamín.
Al llegar aquí, empezaron a hacerse discernibles las líneas generales de un escenario
histórico coherente. Y, que nosotros pudiéramos ver, la cosa empezaba a tener
sentido desde el punto de vista pob'tico. Jesús sería un rey-sacerdote del linaje de
David que poseía un derecho legítimo al trono. Consolidaría su posición mediante un
matrimonio dinástico simbólicamente importante. Luego estaría en condiciones de
unificar a su país, movilizar al pueblo tras él, expulsar a los opresores, deponer a su
marioneta abyecta y restaurar la gloria de la monarquía tal como era bajo Salomón.
Un hombre así habría sido verdaderamente «rey de los judíos».
299
La crucifixión
5) Tal como atestiguan los logros de Gandhi, un líder espiritual, si cuenta con
suficiente apoyo popular, puede representar una amenaza para el régimen. Pero un
hombre casado, con un derecho legítimo al trono e hijos a través de los cuales pueda
establecer una dinastía es una amenaza decididamente más seria. ¿Hay en los
evangelios algún indicio de que los romanos vieran semejante amenaza en Jesús?
Durante su entrevista con Jesús, Pilato le llama varias veces «rey de los judíos».
Siguiendo las instrucciones de Pilato, también se clava en la cruz una inscripción con
dicho título. Tal como argumenta el profesor S. G. F. Brandon, de la universidad de
Manchester, la inscripción que se clavó en la cruz debe considerarse tan genuina como
cualquier otra cosa que aparezca en el Nuevo Testamento. En primer lugar, figura,
virtualmente sin ninguna variación, en los cuatro evangelios. En segundo lugar, el
episodio es demasiado comprometedor, demasiado embarazoso, para ser una
invención posterior.
En el evangelio de Marcos, Pilato, después de interrogar a Jesús, hace la pregunta
siguiente a los dignatarios reunidos: «¿Qué, pues, queréis que haga del que llamáis
rey de los judíos?» (Marcos, 15, 12). Ésto indica que cuando menos algunos judíos se
refieren realmente a Jesús como su rey. Al mismo tiempo, sin embargo, en los cuatro evan
gelios Pilato también da a Jesús este título. No hay motivo para suponer que lo haga en tono
irónico o burlón. En el cuarto evangelio insiste seriamente en dar dicho título a Jesús, a pesar
del coro de protestas. Asimismo, en los tres evangelios sinópticos, el propio Jesús reconoce
su derecho al título: «Pilato le preguntó: ¿Eres tú el rey de los judíos? Respondiendo él, le
dijo: Tú lo dices» (Marcos, 15, 2). Puede que en la traducción al castellano esta respuesta
resulte ambivalente, tal vez de modo deliberado. Sin embargo, en el original en griego su
significado es del todo inequívoco. Sólo cabe interpretarla del modo siguiente: «Has hablado
correctamente». Y así se interpreta la frase cuando aparece en otros lugares de la Biblia.
Los evangelios fueron redactados durante y después de la revuelta de 66-74 d. de C,
cuando el judaismo había dejado de existir como fuerza organizada de índole social, política y
militar. Lo que es más: los evangelios se escribieron pensando en un público grecorromano y
era necesario que este público los encontrase aceptables. Roma acababa de hacer una
guerra encarnizada y costosa contra los judíos. Por consiguiente, era perfectamente natural dar
a los judíos el papel de «malos» de la obra. Además, a raíz de la revuelta de Judea era
imposible presentar a Jesús como una figura política, una figura relacionada de alguna forma
con la agitación que había desembocado en la guerra. Finalmente, era necesario «blanquear»
el papel de los romanos en el proceso y la ejecución de Jesús y presentarlos del modo más
simpático que fuera posible. Así, Pilato aparece en los evangelios como un hombre decente,
responsable y tolerante que sólo a regañadientes consiente que se lleve a cabo la
crucifixión.18 Pero, a pesar de estas libertades que se tomaron con la historia, la verdadera
posición de Roma en el asunto es fácil de discernir.
Según los evangelios, al principio Jesús es condenado por el sanedrín —el consejo de los
ancianos judíos—, que luego lo conduce a presencia de Pilato y pide a éste que se pronuncie
contra él. Históricamente, esto no tiene ningún sentido. En los tres evangelios sinópticos
Jesús es detenido y condenado por un sanedrín durante la noche de la pascua. Pero la ley
judaica prohibía al sanedrín reunirse durante la pascua.19 En los evangelios la detención y el
proceso de Jesús tienen lugar durante la noche, ante el sanedrín. La ley judaica prohibía al
sanedrín reunirse de noche, en casas particulares o en cualquier parte que no fuese el recinto
del templo. En los evangelios el sanedrín parece no estar autorizado a dictar sentencia de
muerte, lo cual sería el motivo ostensible para llevar a Jesús a presencia de Pilato. Sin
embargo, el sanedrín reunirse de noche, en casas particulares o en cualquier otra parte ción si
no por crucifixión. Si el sanedrín hubiera deseado librarse de Jesús, por tanto, le hubiera
podido condenar, basándose en su propia autoridad, a morir lapidado. No hubiera habido
necesidad alguna de molestar a Pilato.
300
Los autores de los evangelios hacen muchos más intentos de quitarle la culpa y la
responsabilidad a Roma. Uno de ellos es el aparente ofrecimiento de una dispensa que hace
Pilato, su disposición a liberar al preso que elija la multitud. Según los evangelios de Marcos y
Mateo, esta era una «costumbre de la fiesta de la pascua». De hecho, no era nada de eso.20
Hoy día las autoridades en la materia están de acuerdo en que semejante política por parte de
los romanos no existió jamás y que el ofrecimiento de poner en libertad a Jesús o a Barrabás
es pura ficción. La resistencia de Pilato a condenar a Jesús y su sumisión a regañadientes a las
presiones de la multitud parecen ser igualmente ficticias. En realidad, hubiese sido
impensable que un procurador romano —y especialmente un procurador tan despiadado como
Pilato— se inclinara ante la presión de una chusma. Por otra parte, el propósito de estas
ficciones es bastante claro: exonerar a los romanos, cargarles la culpa a los judíos y, por
ende, hacer que Jesús fuese aceptable para un público romano.
Es posible, desde luego, que no todos los judíos fuesen totalmente inocentes. Aunque
temiera a un rey-sacerdote con derecho al trono, la administración romana no podía
embarcarse abiertamente en actos de provocación, actos que podían precipitar una rebelión a
gran escala. Ciertamente, a Roma le resultaría más conveniente que el rey-sacerdote fuese,
en apariencia, traicionado por su propio pueblo. Es, pues, concebible que los romanos
empleasen a ciertos saduceos en calidad, digamos, de agentes provocadores. Pero aunque
tal fuera el caso, el hecho ineludible sigue siendo que Jesús fue víctima de la administración
romana, de un tribunal romano, de una sentencia romana, de la soldadesca romana y de una
ejecución romana, una ejecución que, en su forma, era reservada exclusivamente para los
enemigos de Roma. Jesús no fue crucificado por haber cometido delitos contra el judaismo,
sino por delitos contra el imperio.21
6) ¿Hay alguna prueba en los evangelios de que Jesús realmente tuviese hijos?
No hay nada explícito. Pero, por supuesto, se consideraba normal que los rabís tuvieran
descendencia; y si Jesús era un rabí, hubiese sido sumamente insólito que no tuviera hijos. A
decir verdad, habría sido insólito que no tuviese hijos tanto si era rabí como si no. Es cierto
que estos argumentos en sí mismos no constituyen una prueba concluyente. Pero hay pruebas
de un tipo más concreto, más específico. Estas pruebas consisten en el individuo elusivo que
figura en los evangelios bajo el nombre de Barrabás, o, para ser más exactos, de Jesús
Barrabás, pues éste es el nombre con el que se le identifica en un primitivo manuscrito del
evangelio de Mateo. La coincidencia es cuando menos notable.
Los eruditos modernos no están seguros de cuál es la derivación y el significado de «Barrabás».
Puede que «Jesús Barrabás» sea una corrupción de «Jesús Berabbi». «Berabbi» era un título
que se reservaba para los rabís más encumbrados y estimados, y se colocaba detrás del
nombre de pila del rabí.22 Por consiguiente, «Jesús Berabbi» pudiera referirse al propio Jesús.
Otra explicación podría ser que al principio «Jesús Barrabás» signifícase «Jesús bar Rabbi»:
«Jesús, hijo del rabí». No se encuentra en ninguna parte testimonio alguno de que el padre
del propio Jesús fuera un rabí. Pero si Jesús tuvo un hijo al que bautizaron con su propio
nombre, es seguro que dicho hijo se llamaría «Jesús bar Rabbi». Existe también otra
posibilidad. «Jesús Barrabás» puede derivarse de «Jesús bar Abba»; y dado que «Abba»
significa «padre» en hebreo, «Barrabás» significaría «hijo del padre», lo cual constituiría una
designación sin sentido a menos que el «padre» sea especial por alguna razón. Si el «padre»
era realmente el «Padre Celestial», entonces, una vez más, «Barrabás» podría referirse al
propio Jesús. Por otra parte, si el «padre» es el propio Jesús, «Barrabás» se referiría a su
hijo.
Sean cuales fueren el significado y la derivación del nombre, la figura de Barrabás es
curiosísima. Y cuanto más se reflexiona sobre el episodio relativo a él, más evidente resulta
que se trata de algo irregular y que alguien intenta ocultar algo. En primer lugar, el nombre
de Barrabás, al igual que el de la Magdalena, parece haber sido sometido a una
denigración deliberada y sistemática. Del mismo modo que presenta a la Magdalena como
una ramera, la tradición popular presenta a Barrabás como un «ladrón». Pero, si Barrabás
era alguna de las cosas que su nombre sugiere, no es probable que fuera un ladrón vulgar y
corriente. En tal caso, ¿por qué denigrarían su nombre? A no ser que en realidad fuera otra
cosa, algo que quienes redactaron el Nuevo Testamento no querían que llegase a conoci
miento de la posteridad.
301
La crucifixión en detalle
7) Es muy posible que Jesús engendrase varios hijos antes de la crucifixión. Si sobrevivió a
ésta, empero, la probabilidad de que tuviera descendencia aumentaría aún más. ¿Hay alguna
prueba de que Jesús realmente sobreviviera a la crucifixión o de que ésta fuese una farsa?
Dado el retrato que de él hacen los evangelios, es inexplicable que Jesús fuese crucificado.
Según los evangelios, sus enemigos eran los intereses creados de los judíos de Jerusalén. Pero
tales enemigos, si en realidad existieron, hubieran podido matarle a pedradas por iniciativa y
autoridad propias, sin meter a Roma en el asunto. Según los evangelios, Jesús no tenía nada
especial contra Roma y no violó la ley romana. Y, pese a ello, fue castigado por los romanos,
de conformidad con la ley y los procedimientos romanos. Y fue castigado con la crucifixión,
pena que se reservaba exclusivamente para los que eran culpables de delitos contra el
imperio. Si Jesús fue en verdad crucificado, no puede ser que fuese tan apolítico como lo
302
presentan los evangelios. Al contrario, forzosamente haría algo que provocaría la ira de los
romanos y no la de los judíos.
Fueren cuales fuesen los delitos que motivaron la crucifixión de Jesús, su aparente muerte
en la cruz está llena de incongruencia1;. Sencillamente, no hay motivo para pensar que su
crucifixión, tal como la d.scriben los evangelios, fuera fatal. La afirmación de que lo fue
merece ser estudiada más atentamente.
La costumbre romana de ia crucifixión seguía una serie de procedimientos muy precisos.25
Una vez dictada la sentencia, la víctima era flagelada, con el consiguiente debilitamiento
producido por la pérdida de sangre. Luego, con los brazos extendidos, era sujetada —general
mente por medio de correas, aunque a veces se usaban clavos— a un J pesada viga de
madera colocada horizontalmente • lo largo de su cuello y de sus hombros. Cargada con este
madero, eia entonces conducida al lugar de la ejecución. Una vez allí, con la víciima colgada
de él, el madero era alzado y unido a un poste o pilote vertical.
Colgada así de las manos, a la víctima le resultaba imposible respirar, a no ser que los pies
también estuvieran sujetados a la cruz, lo que le permitía apoyarse en ellos para aliviar la
presión que sufría en el pecho. Pero, a pesar del terrible dolor, un hombre suspendido con los
pies sujetados —y especialmente un hombre sano y en buena forma— normalmente
sobrevivía como mínimo uno o dos días. De hecho, a menudo la víctima tardaba hasta una
semana en morir: de agotamiento, de sed o, en el caso de que se utilizasen clavos, de una
infección de la sangre. Esta agonía atenuada podía acelerarse rompiendo las piernas o las
rodillas de la víctima, cosa que, según los evangelios, se disponían a hacer los verdugos de
Jesús antes de que se lo impidieran. La ruptura de las piernas o de las rodillas no era un
tormento sádico complementario. Al contrario, era un acto de misericordia, un golpe de
gracia que provocaba una muerte muy rápida. Sin nada que sostuviera a la víctima, la presión
en el pecho se hacía intolerable y el desgraciado se asfixiaba rápidamente.
Los eruditos modernos coinciden en opinar que sólo el cuarto evangelio se basa en la crónica
de la crucifixión efectuada por un testigo presencial de la misma. Según el cuarto evangelio,
los pies de Jesús fueron sujetados a la cruz —lo cual aliviaba la presión que soportaban los
músculos del pecho— y sus piernas no fueron rotas. Por tanto, sobreviviría, al menos en
teoría, sus buenos dos o tres días. Y, sin embargo, permanece sólo unas horas en la cruz
antes de que se le declare muerto. En el evangelio de Marcos, hasta Pilato se asombra de la
rapidez con que se produce la muerte (Marcos, 15, 44).
¿Qué pudo constituir la causa de la muerte? No el lanzazo en el costado, pues el cuarto
evangelio afirma que Jesús ya había muerto cuando le fue infligida esta herida (Juan, 19, 33).
Sólo cabe una explicación: la muerte se produjo a causa de una combinación de agotamiento,
fatiga, debilitamiento general y el trauma de la flagelación. Pero ni siquiera estos factores
tenían por qué resultar fatales tan pronto. Es posible, desde luego, que sí resultaran fatales,
pues, a pesar de las leyes de la fisiología, a veces un hombre muere de un solo y relativamente
inocuo golpe. Pero, a pesar de ello, seguiría habiendo algo sospechoso en el asunto. Según el
cuarto evangelio, los verdugos de Jesús se disponen a romperle las piernas, lo que hubiera
acelerado su muerte. ¿Por qué tomarse esta molestia si ya estaba moribundo? En pocas
palabras, no valía la pena romperle las piernas a Jesús a menos que la muerte no fuera en
realidad inminente.
303
304
La tradición popular describe la crucifixión como .un acto público a gran escala, accesible a la
multitud y presenciado por miles de personas. Y, pese a ello, los evangelios mismos sugieren
circunstancias muy diferentes. Según Mateo, Marcos y Lucas, la crucifixión es presenciada por
la mayoría de la gente, incluyendo las mujeres, «desde lejos» (Lucas, 23, 49). Parece claro,
por tanto, que la muerte de Jesús no fue un acontecimiento público, sino privado, una
crucifixión privada que se ¡levó a cabo en una propiedad igualmente privada. Varios eruditos
modernos arguyen que el verdadero lugar de la ejecución fue el huerto de Getsemaní. Si
Getsemaní era realmente propiedad privada de uno de los discípulos secretos de Jesús, esto
explicaría por qué Jesús, antes de la crucifixión, era tan libre de utilizar el lugar.27
Ni que decir tiene, una crucifixión privada en propiedad privada deja mucho margen para
el engaño: una crucifixión fingida, un ritual cuidadosamente montado. Estarían presentes sólo
unos pocos testigos. Para el populacho en general el drama sólo sería visible, tal como
confirman los evangelios sinópticos, desde cierta distancia. Y desde tal distancia no se hubiera
podido ver con claridad a quién se crucificaba realmente. Ni si el crucificado moría de verdad.
Como es natural, semejante charada haría necesario cierto grado de connivencia y
colusión por parte de Poncio Pilato o de algún otro personaje influyente de la administración
romana. Y, de hecho, es muy probable que se dieran esta connivencia y esta colusión.
Sabemos que Pilato era un hombre cruel y tiránico. Pero era también corrompido y se le
podía sobornar. El Pilato histórico, en contraposición al que nos muestran los evangelios, no
hubiera desdeñado respetar la vida de Jesús a cambio de una buena suma de dinero y, quizá,
de la garantía de que cesaría la agitación política.
Fuesen cuales fueren sus motivaciones, en todo caso no cabe duda de que Pilato se ve
involucrado íntimamente en el asunto. Reconoce la pretensión de Jesús de ser el «rey de los
judíos». También expresa, o finge expresar, sorpresa ante el hecho de que la muerte de
Jesús se produzca tan rápidamente como al parecer se produce. Y —quizá lo más importante
de todo— concede el cuerpo de Jesús a José de Ari-matea.
De acuerdo con la ley romana de aquel tiempo, a un crucificado se le negaba toda forma
de entierro.28 De hecho, era costumbre apostar guardias en el lugar de ejecución para que
impidiesen que los parientes o los amigos se llevaran el cadáver. Sencillamente se dejaba a
la víctima en la cruz, a merced de los elementos y de las aves carroñeras. Sin embargo, Pilato,
violando de modo flagrante las normas establecidas, se apresura a concederle el cuerpo a
José de Arimatea. Es obvio que tal proceder indica que hay cierta complicidad por parte de
Pilato. Y puede que también indique otras cosas.
En las traducciones castellanas del evangelio de Marcos, José le pide a Pilato el cuerpo
de Jesús. El romano expresa sorpresa ante el hecho de que Jesús haya muerto, consulta
con un centurión y luego, convencido ya, satisface la solicitud de José. A primera vista, todo
esto parece normal; pero en la versión original en griego de dicho evangelio José, al pedir el
cuerpo de Jesús, utiliza una palabra, soma, que se aplicaba únicamente a un cuerpo vivo.
Pilato, al satisfacer la solicitud, usa la palabra ptoma, que significa «cadáver».29 Según el
texto griego, pues, José pide explícitamente un cuerpo vivo y Pilato le concede lo que él
juzga, o finge juzgar, un cuerpo muerto.
Dada la prohibición de enterrar a los crucificados, también es extraordinario que a José
le entreguen el cuerpo, ya esté vivo o muerto. ¿Por qué se lo entregan? ¿Qué derecho tiene
José de pedir el cuerpo de Jesús? Si José era un discípulo secreto, difícilmente podía
reclamar el cadáver sin revelar el hecho de que era un discípulo del muerto, a no ser que
Pilato ya estuviera enterado de ello o que hubiese algún otro factor que fuera favorable a
José.
Existe poca información relativa a José de Arimatea. Los evangelios dicen sólo que era
discípulo secreto de Jesús, que poseía mucha riqueza y que pertenecía al sanedrín, es decir,
el consejo de ancianos que gobernaba a la comunidad judaica de Jerusalén bajo el auspicio
de los romanos. También resulta obvio que José era un hombre influyente. Y esta conclusión
se ve confirmada por sus tratos con Pilato y por el hecho de que posee un terreno en el que
hay un sepulcro privado.
La tradición medieval nos presenta a un José de Arimatea que es custodio del Santo Grial;
y se nos dice que Perceval pertenecía a su linaje. Según tradiciones posteriores, tiene algún
parentesco de sangre con Jesús y con la familia de éste. Si realmente era así, en el menor de
los casos tendría algún derecho plausible a reclamar el cuerpo de Jesús, pues, aunque Pilato no
podía entregar el cuerpo de un delincuente ejecutado a un desconocido cualquiera, sí podía
entregárselo, con el incentivo de un soborno, a los parientes del ajusticiado. Si José —miem
bro rico e influyente del sanedrín— era en verdad pariente de Jesús, tenemos un testimonio
más de la genealogía aristocrática de Jesús. Y si José era pariente de Jesús, su relación con el
Santo Grial —la «sangre real»— sería tanto más explicable.
305
El «guión»
Ya habíamos trazado una hipótesis provisional que proponía una estirpe descendiente de
Jesús. Ahora empezamos a ampliar dicha hipótesis y —pese a que seguía siendo provisional—
a rellenar cierto número de detalles cruciales. Al hacerlo, el panorama global empezó a
adquirir coherencia y verosimilitud.
Cada vez nos parecía más claro que Jesús era un rey-sacerdote —un aristócrata y
pretendiente legítimo al trono— que llevó a cabo un intento de recuperar su patrimonio
legítimo. Jesús sería nativo de Galilea, tradicional semillero de oposición al régimen romano. Al
mismo tiempo, tendría numerosos partidarios nobles, ricos e influyentes en toda Palestina,
incluyendo Jerusalén, la capital; y puede que uno de tales partidarios, poderoso miembro del
sanedrín, fuese también pariente suyo. Asimismo, en el barrio de Jerusalén llamado Betania,
estaba el hogar de su esposa o bien de la familia de su esposa; y aquí, en vísperas de su
entrada triunfal en la capital, residía el aspirante a rey-sacerdote. Aquí estableció el centro de
su culto mistérico. Aquí aumentó el número de sus seguidores por medio de iniciaciones ritua
les, incluyendo la de su cuñado.
Semejante aspirante a rey-sacerdote engendraría una oposición poderosa en ciertos
círculos, inevitablemente en la administración romana y quizá en los intereses creados
judíos, cuyos representantes eran los saduceos. Al parecer, uno de estos intereses, o
ambos, se propuso frustrar sus aspiraciones al trono. Pero su intento de exterminarle no
obtuvo el éxito que esperaban. Porque, al parecer, el rey-sacerdote tenía amigos en las
altas esferas; y estos amigos, trabajando en colusión con un procurador romano corrupto,
fácil de sobornar, montaron una crucifixión ficticia: en terreno privado, inaccesible a todos
salvo a un puñado de elegidos. Manteniendo al populacho a una distancia conveniente,
montaron una ejecución en la que un sustituto ocupó el lugar del rey-sacerdote en la cruz o
en la que el propio rey-sacerdote no murió realmente. Hacia el atardecer —nuevo obstáculo
a la visibilidad-— se trasladó «un cuerpo» a un sepulcro situado oportunamente cerca,
sepulcro del que, al cabo de uno o dos días, desapareció «milagrosamente».
Si nuestro «guión» era correcto, ¿adonde fue Jesús entonces? En lo que se refería a
nuestra hipótesis sobre una estirpe, la respuesta a esta pregunta no revestía especial
importancia. Según ciertas leyendas islámicas o indias, finalmente murió a una edad madura,
en alguna parte de Oriente: Cachemira es la que se señala con mayor frecuencia. Por otro
lado, un periodista australiano ha propuesto un argumento intrigante y persuasivo: que
Jesús murió en Masada cuando la fortaleza cayó en poder de los romanos en 74 d. de C. En
aquel tiempo estaría a punto de cumplir los ochenta años.30
Según la carta que recibimos, los documentos que Bérenger Sau-niére encontró en
Rennes-le-Cháteau contenían «pruebas irrefutables» de que Jesús vivía en 45 d. de C, pero
no hay ninguna indicación de dónde vivía. Una posibilidad sería Egipto y en concreto
Alejandría, donde, más o menos por aquel entonces, según se dice, el sabio Ormus creó la
Rose-Croix amalgamando el cristianismo con misterios más antiguos y precristianos. Incluso se
ha insinuado que el cuerpo momificado de Jesús puede estar escondido en alguna parte de los
alrededores de Rennes-le-Cháteau, lo cual explicaría el mensaje cifrado que aparece en los
pergaminos de Sauniére: «IL EST LA MORT» («Él está allí muerto»).
No pretendemos afirmar que Jesús acompañó a su familia a Marsella. De hecho, las
circunstancias son un argumento contrario a semejante afirmación. Puede que no estuviera en
condiciones de viajar y, además, su presencia hubiera constituido una amenaza para la
seguridad de sus parientes. Tal vez consideró que era más importante permanecer en Tierra
Santa —al igual que su hermano, san Jaime— y seguir trabajando por sus objetivos allí. En
resumen, no podemos ofrecer ninguna sugerencia real sobre lo que fue de él, no más de lo
que pueden ofrecerla los evangelios.
Sin embargo, a efectos de nuestra hipótesis, el destino de Jesús era menos importante
que la suerte que corrió la sagrada familia, y especialmente su cuñado, su esposa y sus
hijos. Si nuestro «guión» era correcto, ellos, junto con José de Arimatea y ciertas
personas más, fueron sacados en secreto de Tierra Santa y llevados en barco a Marsella. Y
cuando desembarcaron allí la Magdalena llevaría en verdad el Sangraal —la «sangre real», el
vastago de la casa de David— a Francia.
306
13
Huelga decir que éramos muy conscientes de que nuestro «guión» no concordaba con las
enseñanzas cristianas. Pero cuanto más investigábamos, más evidente era que tales
enseñanzas, tal como se han transmitido a lo largo de los siglos, no son más que una
recopilación muy seleccionada de fragmentos, sujetos a una expurgación y una revisión muy
estrictas. Dicho de otro modo, el Nuevo Testamento ofrece un retrato de Jesús y de su época
que se ajusta a las necesidades de ciertos intereses creados, de ciertos grupos de individuos
que tenían —y en grado significativo siguen teniendo— un interés importante en la cuestión. Y
cualquier cosa que pudiera comprometer o turbar tales intereses —como, por ejemplo, el
evangelio «secreto» de Marcos— ha sido debidamente extirpada. Es tanto lo que se ha
extirpado, de hecho, que se ha creado una especie de varío. En este vacío la especulación se
hace a la vez justificada y necesaria.
Si Jesús era un pretendiente legítimo al trono, es probable que contase con el apoyo,
cuando menos al principio, de un porcentaje relativamente reducido de la población: sus
familiares inmediatos de Galilea, ciertos miembros de su propia y aristocrática clase social y
unos cuantos representantes, situados estratégicamente, en Judea y en la capital, Jerusalén.
Estos partidarios, aunque distinguidos, difícilmente bastarían para asegurar la realización de
sus objetivos: el éxito de su aspiración al trono. Por tanto, se vería obligado a reclutar un
grupo más nutrido de seguidores entre las otras clases sociales, como hizo en 1745 el
príncipe Carlos Estuardo, para usar una analogía que ya utilizamos antes.
¿Cómo se recluta un número elevado de partidarios? Obviamente, promulgando un
mensaje destinado a captar su lealtad y su apoyo. Este mensaje no sería necesariamente tan
cínico como los de las políticas modernas. Al contrario, puede que fuese promulgado de buena
fe, con un idealismo totalmente noble y ardiente. Pero, a pesar de su orientación
marcadamente religiosa, su objetivo principal sería el mismo que el de los mensajes de las
políticas modernas: asegurarse la adhesión del pueblo. Jesús promulgaba un mensaje cuyo
objetivo era precisamente el que acabamos de señalar: ofrecer esperanza a los oprimidos, a
los afligidos, a los humildes. Era, en resumen, un mensaje que contenía una promesa. Si el
lector moderno logra vencer sus prejuicios y sus ideas preconcebidas, observará un
mecanismo que se parece de modo extraordinario al que vemos hoy en todo el mundo: un
mecanismo por medio del cual el pueblo es y siempre ha sido unido en nombre de una causa
común y transformado en un instrumento para el derrocamiento de un régimen despótico. Lo
importante es que el mensaje de Jesús era,a la vez ético y político. Iba dirigido a un
segmento determinado del pueblo de acuerdo con consideraciones políticas. Pues sólo podía
albergar la esperanza de encontrar seguidores entre los oprimidos, los afligidos y los
humildes. Los saduceos, que habían llegado a un entendimiento con los ocupantes romanos,
se opondrían, como han hecho todos los saduceos de la historia, a perder sus posesiones o a
poner en peligro su seguridad y su estabilidad.
El mensaje de Jesús, tal como aparece en los evangelios, no es del todo nuevo ni del todo
único. Es probable que el propio Jesús fuera un fariseo y sus enseñanzas contienen cierto
número de elementos de la doctrina farisaica. Tal como atestiguan los pergaminos del mar
Muerto, también contienen diversos aspectos importantes del pensamiento esenio. Pero si el
mensaje, como tal, no era del todo original, probablemente sí lo era el medio de transmitirlo.
No hay duda de que el propio Jesús era un individuo dotado de un carisma inmenso. Es
posible que poseyera aptitudes para curar y para hacer otros «milagros» parecidos.
307
Ciertamente, poseía el don de comunicar sus ideas por medio de parábolas evocadoras y
vividas que no requerían una gran cultura por parte de sus oyentes, sino que estaban al
alcance, ei< algún sentido, del pueblo en general. Además, a diferencia de sus precursores
esenios, Jesús no tenía por qué limitarse a predecir el advenimiento de un mesías. Podía
afirmar que él era dicho mesías. Y esto, como es natural, daría mucha más notoriedad y
credibilidad a sus palabras.
Es evidente que en el momento de su entrada triunfal en Jerusalén Jesús ya había
reclutado un buen número de seguidores. Pero entre éstos habría dos elementos claramente
diferenciados y cuyos intereses no eran precisamente los mismos. Por un lado estaría un
pequeño grupo de «iniciados»: parientes inmediatos, otros miembros de la nobleza,
partidarios ricos e influyentes cuyo objetivo principal era ver a su candidato sentado en el
trono. Por el otro lado, habría un séquito mucho más amplio de «personas corrientes», las
«masas» del movimiento, cuyo objetivo principal era ver cómo se cumplían el mensaje y la
promesa que éste contenía. Es importante reconocer la distinción entre estas dos facciones.
Su objetivo político —sentar a Jesús en el trono— sería el mismo. Pero sus motivaciones
serían esencialmente distintas.
Cuando fracasó la empresa, como obviamente ocurrió, la incómoda alianza entre estas dos
facciones —«partidarios del mensaje» y partidarios de la familia— amenazaría con venirse
abajo. Ante semejante desastre y la amenaza de un aniquilamiento inminente, la familia daría
prioridad al único factor que desde tiempo inmemorial era de suprema importancia para las
familias nobles y reales: la preservación de la estirpe a toda costa y, de ser necesario, en el
exilio. Para los «partidarios del mensaje», sin embargo, la supervivencia de la estirpe tendría
una importancia secundaria. Su principal objetivo sería la perpetuación y la diseminación del
mensaje.
El cristianismo, tal como evoluciona durante sus primeros siglos y finalmente llega hasta
nosotros, es fruto de los «partidarios del mensaje». Otros eruditos se han ocupado de
estudiar su propagación y su desarrollo, por lo que no es necesario dedicarles aquí mucha
atención. Bastará decir que con san Pablo «el mensaje» ya había empezado a adquirir una
forma cristalizada y definitiva; y esta forma se convirtió en la base sobre la que se erigió todo el
edificio teológico del cristianismo. Cuando se redactaron los evangelios, los principios básicos de
la nueva religión ya habían sido virtualmente completados.
La nueva religión estaba orientada principalmente a Roma o a un público romanizado. Así,
el papel de Roma en la muerte de Jesús fue forzosamente «blanqueado» y la culpabilidad fue
transferida a los judíos. Pero esta no fue la única libertad que se tomaron con los aconte
cimientos a fin de que resultasen aceptables para el mundo romano. Porque el mundo romano
estaba acostumbrado a deificar a sus gobernantes y César ya había sido declarado oficialmente
dios. Con el fin de competir, Jesús —a quien nadie había considerado antes como divino—
tenía que ser deificado también. Y lo fue por parte de Pablo.
Antes de que la nueva religión pudiera ser diseminada con éxito —de Palestina a Siria,
Asia Menor, Grecia, Egipto, Roma y la Europa occidental—, hizo falta convertirla en algo
aceptable para los pueblos de tales regiones. Y tenía que ser una religión capaz de defenderse
ante los credos ya arraigados. El nuevo dios, en pocas palabras, debía tener un poder, una
majestad y un repertorio de milagros comparables con los que pretendía desplazar. Si se
quería que Jesús estableciera una «cabeza de puente» en el mundo romanizado de su tiempo,
por fuerza había que convertirlo en un dios con todas las de la ley. No un mesías en el sentido
antiguo de la palabra, ni un rey-sacerdote, sino una encarnación divina que, al igual que sus
colegas sirios, fenicios, egipcios y clásicos, pasara por los infiernos y sus penalidades y saliera,
rejuvenecido, con la primavera. Fue en este punto donde por primera vez adquirió una
importancia crucial la idea de la resurrección, y por un motivo bastante obvio: para colocar a
Jesús al mismo nivel que Tammuz, Adonis, Attis, Osiris y todos los demás dioses fallecidos y
308
resucitados que poblaban tanto el mundo como la conciencia de su época. Precisamente por
la misma razón se promulgó la doctrina del nacimiento virgen. Y la festividad de la pascua —la
fiesta de la muerte y la resurrección— se hizo coincidir con los ritos de primavera de otros
cultos y escuelas mistéricas de aquel tiempo.
Dada la necesidad de diseminar un mito referente a un dios, la familia corpórea real del
«dios» y los elementos políticos y dinásticos de su historia resultarían superfluos.
Encadenados como estaban a un tiempo y un lugar específicos, hubiesen obrado en
detrimento de su pretensión de universalidad. Por tanto, para promover dicha pretensión,
todos los elementos políticos y dinásticos fueron rigurosamente extirpados de la biografía de
Jesús. Y, así, todas las referencias a los zelotes, por ejemplo, y a los esenios también fueron
suprimidas discretamente. Como mínimo estas referencias habrían resultado embarazosas. No
hubiese quedado bien que un dios interviniera en una conspiración política y dinástica compleja
y en esencia efímera, y especialmente una conspiración que fracasó. Al final no quedó nada
salvo lo que contenían los evangelios: una crónica de sencillez austera, mítica, que sólo
incidentalmente transcurría en la Palestina ocupada por los romanos del siglo I y
principalmente en el presente eterno de todos los mitos.
Al parecer, mientras «el mensaje» se desarrollaba de esta forma, la familia y sus
partidarios no permanecieron ociosos. Julio Africano, que escribió en el siglo m, dice que los
parientes de Jesús que sobrevivieron acusaron amargamente a los gobernantes herodianos de
destruir las genealogías de los nobles judíos, eliminando con ello toda prueba que pudiera
representar un desafío para su pretensión al trono. Y se dice que estos mismos parientes
«migrarpn por el mundo», llevando con ellos ciertas genealogías que se habían librado de la
destrucción de documentos durante la revuelta de 66 a 74 d. de C.1
Para los propagadores del nuevo mito, la existencia de esta familia no tardaría en
convertirse en algo más que un detalle que no haría al caso. Se convertiría en una posible
fuente de problemas de proporciones gigantescas. Porque la familia —que podía aportar un
testimonio de primera mano de lo que había ocurrido real e históricamente— hubiese
constituido una amenaza peligrosa para el mito. De hecho, basándose en su conocimiento de
primera mano, la familia hubiese podido desacreditar el mito por completo. Así, en los
primeros tiempos del cristianismo toda mención de una familia noble o real, de una estirpe,
de ambiciones políticas o dinásticas, tuvo que suprimirse. Y —dada la necesidad de
reconocer las realidades cínicas de la situación— la familia misma, que podía traicionar la
nueva religión, debía ser exterminada, si ello era posible. De ahí la necesidad del mayor
secreto por parte de la familia. De ahí la intolerancia que mostraban los primeros padres de
la Iglesia ante cualquier desviación de la ortodoxia que ellos se esforzaban por imponer. Y de
ahí también, quizás, uno de los orígenes del antisemitismo. En efecto, los «partidarios del
mensaje» y propagadores del mito cumplirían un propósito dual al culpar a los judíos y
exonerar a los romanos. No sólo harían que el mito y «el mensaje» fuesen aceptables para
un público romano, sino que, además, impugnarían la credibilidad de la familia, toda vez que
ésta era judía. Y los sentimientos antijudíos que engendraron promoverían aún más sus
objetivos. Si la familia había encontrado refugio en una comunidad judía de alguna parte del
imperio, la persecución popular podría, en su momento de mayor impulso, silenciar
convenientemente a los testigos peligrosos.
Complaciendo a un público romano, deificando a Jesús y utilizando a los judíos como
chivos expiatorios, estaba asegurada la propagación de lo que posteriormente pasaría a ser
la ortodoxia cristiana. La posición de dicha ortodoxia comenzó a consolidarse de modo
definitivo en el siglo II, sobre todo a través de Ireneo, obispo de Lyon en 180 d. de C.
aproximadamente. Es probable que Ireneo, más que cualquier otro de los primeros padres
de la Iglesia, lograse impartir a la teología cristiana una forma estable y coherente. Lo consi
guió principalmente por medio de una obra voluminosa, Libros Quinqué Adversus Haereses
(«Cinco libros contra las herejías»). En su exhaustiva obra Ireneo catalogó todas las
desviaciones de la ortodoxia que empezaban a consolidarse y las condenó con vehemencia.
Deplorando la diversidad, afirmó que únicamente podía haber una Iglesia válida y que fuera
de ella no podía haber salvación. Quienquiera que desafiase esta afirmación era tachado de
hereje por Ireneo: un hereje al que había que expulsar y, si era posible, destruir.
309
Entre el gran número de formas diversas que tuvo el cristianismo en sus primeros tiempos
se hallaba el gnosticismo, al que Ireneo dedicó sus peores vituperios. El gnosticismo se basaba
en la experiencia personal, en la unión personal con lo divino. A juicio de Ireneo, esto,
naturalmente, socavaba la autoridad de los sacerdotes y obispos y, por ende, impedía el
intento de imponer la uniformidad. En vista de ello, empleó sus energías en suprimir el
gnosticismo. A tal efecto era necesario desaprobar la especulación individual y alentar la fe
ciega en un dogma fijo. Se necesitaba un sistema teológico, una estructura de principios
codificados que no permitieran la interpretación por parte del individuo. En oposición a la
experiencia personal y a la gnosis, Ireneo insistía en una sola Iglesia «católica» (es decir,
universal) que se basara en unos cimientos y una sucesión apostólicos. Y para llevar a cabo la
creación de tal Iglesia, Ireneo reconoció la necesidad de un canon definitivo, una lista fija de
escritos autorizados. Así pues, recopiló dicho canon tras revisar las obras existentes,
incluyendo algunas de ellas y rechazando otras. Ireneo es el primer autor cuyo canon del
Nuevo Testamento concuerda en esencia con el actual.
Estas medidas, huelga decirlo, no impidieron la propagación de las primitivas herejías. Al
contrario, éstas siguieron floreciendo. Pero con Ireneo, la ortodoxia —el tipo de cristianismo
promulgado por los «partidarios del mensaje»— cobró una forma coherente que aseguró su
supervivencia y su triunfo final. No es irrazonable afirmar que Ireneo preparó el camino para
lo que ocurrió durante e inmediatamente después del reinado de Constantino, bajo cuyos
auspicios el imperio romano pasó a ser, en cierto sentido, un imperio cristiano.
El papel de Constantino en la historia y la evolución del cristianismo ha sido falsificado,
mal presentado y mal comprendido. La espuria «Donación de Constantino» del siglo vin, que
ya comentamos en el capítulo 9, ha venido a confundir las cosas aún más a ojos de autores
subsiguientes. Sin embargo, con frecuencia se atribuye a Constantino el mérito de la victoria
definitiva de los «partidarios del mensaje» y ello no es del todo injustificado. Así pues, tuvimos
que estudiar más atentamente a Constantino y para ello fue necesario negar algunos de los lo
gros más fantasiosos y especiosos que se le atribuían.
Según la tradición posterior de la Iglesia, Constantino había heredado de su padre la
predisposición a mostrarse comprensivo con el cristianismo. De hecho, parece ser que esta
predisposición era más que nada una cuestión de conveniencia, pues por aquel entonces los
cristianos ya eran numerosos y Constantino necesitaba toda la ayuda que pudiera recibir
contra Magencio, que rivalizaba con él por el trono imperial. En 312 d. de C. Magencio fue
derrotado en la batalla de Puente Milvio, tras la cual ya nadie discutió el derecho de
Constantino. Se dice que inmediatamente antes de esta batalla crucial Constantino tuvo una
visión —reforzada más tarde por un sueño profético— en la que una cruz luminosa aparecía
colgada en el cielo. Y se supone que en dicha cruz estaba inscrita una frase: In hoc signo vinces
(«Por esta señal vencerás»). Cuenta la tradición que Constantino, obedeciendo este portento
celestial, se apresuró a ordenar que los escudos de sus tropas fuesen adornados con el
monograma cristiano: las letras griegas «chi rho», las dos primeras de la palabra «Christos».
A resultas de ello, la victoria de Constantino sobre Magencio en Puente Milvio llegó a re
presentar un triunfo milagroso del cristianismo sobre el paganismo.
Esta, pues, es la tradición popular de la Iglesia en que se basó Constantino, según se cree
a menudo, para «convertir el imperio romano al cristianismo». En realidad, sin embargo,
Constantino no hizo nada de eso. Pero, para saber exactamente qué hizo, debemos examinar
los datos con mayor atención.
En primer lugar, la «conversión» de Constantino —si esa es la palabra apropiada— no
parece cristiana, sino descaradamente pagana. Constantino tuvo alguna visión o experiencia
reveladora en el recinto de un templo pagano dedicado al Apolo gálico, ya sea en los Vosgos o
cerca de Autun. Según un testigo que acompañaba al ejército de Constantino, la visión
consistió en un dios Sol: la deidad que adoraban ciertos cultos bajo el nombre de «Sol
Invictus», es decir, «el Sol Invencible». Hay pruebas de que Constantino, justo antes de la
visión, había sido iniciado en un culto del Sol Invictus. En todo caso, el senado romano,
después de la batalla de Puente Milvio, erigió un arco triunfal en el Coliseo. Según la
inscripción de dicho arco, la victoria de Constantino se obtuvo «mediante el dictado de la
deidad». Mas la deidad en cuestión no era Jesús. Era el Sol Invictus, el dios Sol de los
paganos.2
310
Contrariamente a lo que dice la tradición, Constantino no convirtió el cristianismo en la
religión oficial del estado romano. Esta religión, bajo Constantino, era en realidad el culto
pagano al Sol; y Constantino, durante toda su vida, actuó como sumo sacerdote del citado
culto. A decir verdad, su reinado era denominado «el imperio del Sol» y el Sol Invictus
figuraba en todas partes, incluso en las banderas imperiales y en las monedas del reino. La
imagen de Constantino como fervoroso converso al cristianismo es claramente errónea. El
emperador no fue bautizado hasta 337, cuando yacía en su lecho de muerte y. al parecer, se
sentía demasiado débil o demasiado apático para protestar. Tampoco se le puede atribuir el
monograma «chi rho». Una inscripción con dicho monograma fue hallada en una tumba de
Pompeya que databa de dos siglos y medio antes.3
El culto al Sol Invictus era de origen sirio y los emperadores romanos lo impusieron a sus
subditos un siglo antes de Constantino. Aunque contenía elementos del culto a Baal y Astarté,
era esencialmente monoteísta. En efecto, proponía el dios Sol como la suma de todos los
atributos de todos los demás dioses y de esta manera subsumía pacíficamente a sus posibles
rivales. Asimismo, armonizaba convenientemente con el culto a Mitras, que también
prevalecía en Roma y el imperio por aquel entonces y que también llevaba aparejada la
adoración del sol.
Para Constantino el culto al Sol Invictus era conveniente, sencillamente eso. Su objetivo
principal o, mejor dicho, su obsesión era la unidad: unidad política, religiosa y territorial. Un
culto o una religión estatal que incluyese en su seno a todos los demás cultos era, como es
obvio, favorable a este objetivo. Y fue bajo los auspicios del culto al Sol Invictus que el
cristianismo consolidó su posición.
La ortodoxia cristiana tenía mucho en común con el culto al Sol Invictus y, por ende, pudo
florecer tranquilamente al amparo de la tolerancia del mismo. El culto al Sol Invictus, siendo
especialmente monoteísta, preparó el camino para el monoteísmo del cristianismo. Y el culto
al Sol Invictus también era conveniente en otros sentidos, los cuales modificaban y a la vez
facilitaban la propagación del cristianismo. Mediante un edicto promulgado en 321, por
ejemplo, Constantino ordenó que los tribunales de justicia cerrasen en «el venerable día del
Sol» y que dicho día fuera de descanso. Hasta entonces el cristianismo había conservado el
sábado de los judíos como día sagrado. Ahora, de acuerdo con el edicto de Constantino, el
día sagrado pasó a ser el domingo. De este modo no sólo armonizaba con el régimen
existente, sino que, además, podía disociarse un poco más de sus orígenes judaicos. Por otra
parte, hasta el siglo IV el cumpleaños de Jesús se celebró el día 6 de enero. Sin embargo,
para el culto al Sol Invictus el día crucial del año era el 25 de diciembre, la festividad de
Natalis Invictus, el nacimiento (o renacimiento) del Sol, fecha en que los días comenzaban a
alargarse. También a este respecto el cristianismo se alineó con el régimen y con la religión
oficial del estado.
El culto al Sol Invictus engranó felizmente con el culto a Mitras; tanto es así, de hecho, que
a menudo se confunden el uno con el otro.4 Ambos hadan hincapié en la importancia del Sol.
Ambos consideraban el domingo como día sagrado. Ambos celebraban una natividad
importante el 25 de diciembre. A resultas de ello, el cristianismo pudo encontrar también
puntos de convergencia con el mitraísmo, tanto más cuanto que el mitraísmo recalcaba la
inmortalidad del alma, un juicio futuro y la resurrección de los muertos.
En bien de la unidad Constantino optó deliberadamente por difu-minar las distinciones
entre el cristianismo, el mitraísmo y el Sol Invictus; optó deliberadamente por no ver ninguna
contradicción entre tales religiones. Por esto toleró al Jesús deificado como manifestación
terrenal del Sol Invictus. Por esto construyó una iglesia cristiana, al mismo tiempo que erigía
estatuas de la Diosa Madre Cibeles y del Sol Invictus, el dios Sol (este último era una imagen
de él mismo que llevaba sus rasgos). En estos gestos eclécticos y ecuménicos también cabe
ver la importancia que se daba a la unidad. La fe, en resumen, era para Constantino una
cuestión política; y toda fe que condujese a la unidad era tratada con indulgencia.
Por tanto, aunque Constantino no fue el «buen cristiano» que nos presentan las
tradiciones posteriores, sí consolidó, en nombre de la unidad y de la uniformidad, la
categoría de la ortodoxia cristiana. En 325, por ejemplo, convocó el concilio de Nicea, en el
que se decidió la fecha de la pascua, y se dictaron reglas que definían la autoridad de los
obispos, preparando con ello el camino para una concentración de poder en manos
eclesiásticas. Lo más importante de todo fue que el concilio de Nicea decidió, mediante
votación,5 que Jesús era un dios y no un profeta mortal. Sin embargo, hay que volver a
recalcar que para Constantino lo principal no era la piedad, sino la unidad y la conveniencia.
En su calidad de dios, Jesús podía ser asociado convenientemente con el Sol Invictus. Como
311
profeta mortal, habría sido más difícil darle cabida. En pocas palabras, la ortodoxia cristiana
se prestaba a una fusión políticamente deseable con la religión oficial del estado; y en la
medida en que así era, Constantino apoyó la ortodoxia cristiana.
Así, un año después del concilio de Nicea, sancionó la confiscación y destrucción de todas las
obras que desafiaran las enseñanzas ortodoxas: obras de autores paganos que hacían
referencia a Jesús, así como obras de cristianos «heréticos». También dispuso que se
concedieran a la Iglesia unos ingresos fijos e instaló al obispo d Roma en el palacio de
Letrán.6 Luego, en 331, encargó y financió nuevas copias de la Biblia. Esto constituyó uno
de los factores más decisivos de toda la historia del cristianismo y proporcionó a la ortodoxia
cristiana —a los «partidarios del mensaje»— una oportunidad sin paralelo.
En 303, un cuarto de siglo antes, el emperador pagano Diocle-ciano se había propuesto
destruir todos los escritos cristianos que pudiera encontrar. A causa de ello, los documentos
cristianos —sobre todo en Roma— desaparecieron prácticamente. Al encargar Constantino
versiones nuevas de tales documentos, los custodios de la ortodoxia pudieron revisar,
modificar y reescribir el material como les parecía conveniente, de acuerdo con sus
principios. Probablemente fue entonces cuando se hicieron la mayoría de las alteraciones
cruciales del Nuevo Testamento y Jesús asumió la categoría singular de que ha gozado
desde entonces. La importancia del encargo de Constantino no debe ser subvalorada. De las
cinco mil versiones manuscritas del Nuevo Testamento que se conservan, ninguna de
ellas es anterior al siglo iv.7 El Nuevo Testamento, tal como existe hoy día, es en esencia
obra de quienes lo prepararon y escribieron en el siglo iv, es decir, de los custodios de la
ortodoxia, los «partidarios del mensaje», que teman intereses creados que proteger.
Los zelotes
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(Í3U(Í
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Una de tales obras es el evangelio de Pedro, del cual se localizó una primera copia en un
valle del alto Nilo en 1886, aunque es mencionado por el obispo de Antioquía en 180. Según
este evangelio «apócrifo», José de Arimatea era amigo íntimo de Pondo Pilato, lo cual, de ser
cierto, aumentaría la probabilidad de que la crucifixión fuese fraudulenta. El evangelio de
Pedro también dice que el sepulcro en el que fue enterrado Jesús se hallaba en un lugar
llamado «el jardín de José». Y las últimas palabras que Jesús pronuncia en la cruz llaman la
atención de una manera especial: «Poder mío, poder mío, ¿por qué me has desamparado?».8
Otra obra apócrifa que reviste interés es el evangelio de la Infancia de Jesucristo, que data
a más tardar del siglo H y posiblemente de antes. En este libro se presenta a Jesús como un
niño brillante pero eminentemente humano. Demasiado humano quizá, pues es violento e
indisciplinado, propenso a demostraciones escandalosas de temperamento y al ejercicio más
bien irresponsable de sus poderes. A decir verdad, en una ocasión mata a golpes a un niño
que le ha ofendido. Una suerte parecida corre un mentor autocrático. Es indudable que
estos incidentes son espurios, pero atestiguan la forma en que, a la sazón, había que
presentar a Jesús si se quería que adquiriese la condición divina entre sus seguidores.
Además del comportamiento más bien escandaloso del niño Jesús, hay en el evangelio de la
infancia un fragmento curioso y tal vez significativo. Se dice que, al ser circuncidado Jesús, una
vieja no identificada se apropió de su prepucio y lo guardó en un estuche de alabastro
utilizado para el aceite de nardo. Y «Este es aquel estuche de alabastro que María la pecadora
sacó y del que vertió el ungüento sobre la cabeza y los pies de nuestro Señor Jesucristo».9
Así pues, al igual que en los evangelios aceptados, hay aquí un ungimiento que obviamente
es más de lo que parece, un ungimiento que viene a ser un ritual significativo. En este caso,
empero, está claro que el ungimiento está previsto y ha sido preparado con mucha antelación.
Y todo el incidente entraña una conexión —aunque oscura y retorcida— entre la Magdalena y
la familia de Jesús mucho antes de que Jesús iniciase su misión a la edad de treinta años. Es
razonable suponer que los padres de Jesús no hubieran entregado su prepucio a la primera
vieja que lo solicitase, aun en el caso de que no hubiese nada insólito en una petición
aparentemente tan rara. Por tanto, la vieja tiene que ser una persona importante o que es
íntima de los padres de Jesús, o ambas cosas a la vez. Y el hecho de que más adelante la
Magdalena posea la estrafalaria reliquia —o, en cualquier caso, el recipiente de la misma—
induce a pensar que existe una conexión entre ella y la vieja. Una vez más parece que nos
encontramos ante los vestigios oscuros de algo que tenía más importancia de lo que general
mente se cree ahora.
Ciertos pasajes de los libros de la Apócrifa —los flagrantes excesos de la infancia de Jesús,
por ejemplo— resultaban indudablemente embarazosos para la ortodoxia posterior.
Ciertamente, lo serían para la mayoría de los cristianos de hoy. Pero hay que
recordar que la Apócrifa, al igual que los libros aceptados del Nuevo Testamento, fue
redactada por «partidarios del mensaje» empeñados en deificar a Jesús. Por
consiguiente, no cabe esperar que la Apócrifa contenga algo que pudiera
comprometer seriamente el «mensaje», cosa que sin duda haría cualquier alusión a la
actividad política de Jesús y, más todavía, a sus posibles ambiciones dinásticas. Los
datos sobre asuntos controvertibles como éstos tuvimos que buscarlos en otra parte.
En tiempos de Jesús había en Tierra Santa un número sorprendente de grupos,
facciones, sectas y subsectas judaicos. En los evangelios únicamente se citan dos de
ellos, los fariseos y los saduceos, y ambos aparecen interpretando el papel de
«malos». Sin embargo, este papel sólo se les puede atribuir a los saduceos, que
colaboraban con la administración romana. Los fariseos mantenían una acérrima
oposición a Roma; y el propio Jesús, si no era en realidad fariseo, actuaba en
esencia dentro de la tradición farisaica.10
Con el fin de atraer a un público romanizado, los evangelios tuvieron que exonerar
a los romanos y denigrar a los judíos. Esto explica por qué fue necesario presentar
erróneamente a los fariseos y estigmatizarlos de forma deliberada junto con sus
compatriotas genuinamente culpables, los saduceos. Pero ¿por qué los evangelios no
mencionan a los zelotes, los revolucionarios y «luchadores por la libertad» fanáticos y
místicos que el público romano fácilmente habría considerado como «los malos»? No
parece haber explicación alguna de su aparente omisión en los evangelios, a menos
que Jesús estuviera tan estrechamente relacionado con ellos que no fuera posible
borrar esta asociación y sólo cupiera glosarla y, por ende, ocultarla. Tal como
argumenta el profesor Brandon: «El silencio de los evangelios respecto de los
zelotes... debe indicar sin duda una relación entre Jesús y estos patriotas, una
relación que los evangelistas prefirieron no revelan).1'
317
Fuera cual fuese la posible relación de Jesús con los zelotes, no hay duda de que
fue crucificado como uno de ellos. De hecho, los dos hombres que supuestamente
fueron crucificados con él son calificados explícitamente de lestai, nombre que los
romanos daban a los zelotes. Es dudoso que el propio Jesús fuera un zelote. Sin
embargo, en algunos momentos de los evangelios Jesús da muestras de un
militarismo agresivo que es comparable al de los zelotes. En un pasaje
embarazosamente famoso, anuncia que ha venido «no para traer paz, sino espada».
En el evangelio de Lucas dice a sus seguidores que no tienen espada que compren
una (Lucas, 22, 36); y él mismo comprueba y aprueba que estén armados tras el
ágape de la pascua (Lucas, 22, 38). En el cuarto evangelio Simón Pedro lleva encima
una espada en el momento en que Jesús es detenido. Es difícil hacer que estas referencias
sean compatibles con la imagen tradicional de un dulce salvador-pacifista. ¿Habría tal
salvador sancionado el portar armas, especialmente por parte de uno de sus discípulos
favoritos, aquel sobre el que se supone que fundó su Iglesia?
Si Jesús mismo no era un zelote, los evangelios —al parecer, pese a ellos mismos— revelan y
establecen su conexión con la citada facción militante. Hay pruebas persuasivas que relacionan
a Barrabás con Jesús; y a Barrabás también se le califica de lestai. Jaime, Juan y Simón Pedro
llevan títulos que tal vez aluden de modo oblicuo a que simpatizan con los zelotes, si no están
mezclados con ellos. Según las autoridades modernas, «Judas Iscariote» viene de «Judas el
Sicario», y «sicario» era otro término que significaba «zelote», además de ser intercambiable
con lestai. De hecho, parece que los sicarios eran una élite dentro de las filas zelotes, un cuadro
especial de asesinos profesionales. Finalmente, tenemos el discípulo conocido por Simón. En la
versión griega de Marcos este discípulo es llamado Kananaios: transcripción griega de la
palabra aramea que signiñca «zelote». En la «Biblia del rey Jacobo»* la palabra griega ha sido
mal traducida y Simón aparece como «Simón el Cana-neo». Pero el evangelio de Lucas no
deja lugar a dudas. Simón es identificado claramente como zelote e incluso la «Biblia del rey
Jacobo» lo llama «Simón Zelotes». Parece, pues, bastante indiscutible que Jesús contaba como
mínimo con un zelote entre sus seguidores.
Si la ausencia —o, mejor dicho, la ausencia aparente— de zelotes de los evangelios es
notable, también lo es la de los esenios. En la Tierra Santa de la época de Jesús los esenios
constituían una secta tan importante como los fariseos y los saduceos, y es inconcebible que Jesús
no entrara en contacto con ellos. De hecho, a juzgar por la descripción que de él se hace, diríase
que Juan el Bautista era un esenio. La omisión de toda referencia a los esenios parece dictada por
las mismas consideraciones que causaron la omisión de virtualmente todas las alusiones a los
zelotes. Resumiendo, las relaciones de Jesús con los esenios, al igual que su conexión con los
zelotes, eran probablemente demasiado estrechas y demasiado conocidas para negarlas. Lo
único que podía hacerse era glosarlas y ocultarlas.
Gracias a los escritos de historiadores y cronistas de la época, sabemos que los esenios
tenían comunidades en toda Tierra Santa y, muy posiblemente, también en otras partes.
Comenzaron a aparecer en 150 a. de C. aproximadamente, y utilizaban el Antiguo Testa
mento, pero interpretándolo más como una alegoría que como la verdad histórica literal.
Repudiaban el judaismo tradicional y preferían una forma de dualismo gnóstico, que, al
parecer, incorporaba elementos del culto al Sol y del pensamiento pitagórico. Practicaban la
curación y eran estimados por su conocimiento de las técnicas terapéuticas. Finalmente,
practicaban un ascetismo riguroso y era fácil distinguirlos por sus vestimentas sencillas y
blancas.
La mayoría de las modernas autoridades en la materia creen que los famosos pergaminos
del mar Muerto encontrados en Qumran son en esencia documentos esenios.
318
Y no cabe duda de que la secta de ascetas que vivía en Qumran tenía mucho en común con
el pensamiento esenio. Al igual que la enseñanza esenia, los pergaminos del mar Muerto
reflejan una teología dualista. Al mismo tiempo, hacen gran hincapié en la venida de un
mesías —de un «ungido»— que es descendiente del linaje de David.12 Tienen también un
calendario especial según el cual el oficio de pascua no se celebraba en viernes, sino en
miércoles, lo que concuerda con el oficio pascual en el cuarto evangelio. Y en cierto número de
aspectos significativos coinciden, casi palabra por palabra, con algunas de las enseñanzas de
Jesús. Diríase como mínimo que Jesús conocía la existencia de la comunidad de Qumran y, al
menos en cierta medida, puso sus propias enseñanzas de acuerdo con las suyas. Un experto
moderno en los pergaminos del mar Muerto cree que éstos «proporcionan más fundamento
para creer que muchos incidentes [en el Nuevo Testamento] son meras proyecciones, en la
historia del propio Jesús, de lo que se esperaba del Mesías».13
Tanto si la secta de Qumran era realmente esenia como si no, parece claro que Jesús —
aunque no tuviese una preparación esenia— estaba muy versado en el pensamiento de la
citada secta. A decir verdad, machas de sus enseñanzas se hacen eco de las que se atribuyen
a los esenios. Y, del mismo modo, si se examinan los evangelios con mayor atención, se verá
que es posible que los esenios-figurasen de modo aún más significativo en la carrera de Jesús.
Como acabamos de decir, los esenios eran fáciles de identificar por sus vestiduras blancas,
las cuales, a pesar de los cuadros y de las películas, eran a la sazón menos corrientes en Tierra
Santa de lo que se suele creer. En el evangelio «secreto» y suprimido de Marcos, una túnica
de lino blanco desempeña una importante función ritual, y vuelve a aparecer más.adelante
incluso en la versión autorizada y aceptada. Si Jesús llevaba a cabo iniciaciones en una
escuela mistérica en Betania o en otra parte, la túnica de lino blanco induce a pensar que es
muy posible que tales iniciaciones fueran de índole esenia. Lo que es más, el motivo de la
túnica de lino blanca se repite más tarde en los cuatro evangelios sin excepción. Después de la
crucifixión, el cuerpo de Jesús desaparece «milagrosamente» del sepulcro, en el cual se
encuentra por lo menos una figura vestida de blanco. En Mateo se trata de un ángel con un
«vestido blanco como la nieve» (28, 3). En Marcos es un joven «cubierto de una larga ropa
blanca» (16, 5). Lucas dice que eran «dos varones con vestiduras resplandecientes» (24,
4), mientras que el cuarto evangelio habla de «dos ángeles con vestiduras blancas» (20,
12). En dos de estas crónicas a la figura o figuras que ocupan el sepulcro ni siquiera se les
atribuye una categoría sobrenatural. Es de suponer que dichas figuras son totalmente
mortales y, pese a ello, da la impresión de que los discípulos no las conocen. Ciertamente, es
razonable suponer que se trata de esenios. Y, dada la aptitud de los esenios para curar, tal
suposición se hace todavía más sostenible. Si Jesús, al ser bajado de la cruz, realmente aún
vivía, está claro que se necesitarían los servicios de un curador. Aun en el supuesto de que
estuviera muerto, es probable que un curador se hallara presente, aunque fuera sólo como
«esperanza con pocas probabilidades de hacerse realidad».
Y en aquella época no había en Tierra Santa curadores más estimados que los esenios.
Según nuestro «guión», ciertos partidarios de Jesús, contando con la colusión de Pilato,
organizaron una crucifixión ficticia en terreno privado. Concretando más: no la organizarían
«partidarios del mensaje», sino partidarios de la estirpe o, dicho de otro modo, familiares
inmediatos u otros aristócratas o miembros de un círculo secreto (o bien los tres grupos a la
vez). Es muy posible que estos individuos tuvieran relación con los esenios o que ellos mismos
fueran esenios. Sin embargo, la estratagema no sería dada a conocer a los «partidarios del
mensaje», es decir, a las «masas» del movimiento, cuyo epítome es Simón Pedro.
Al ser transportado al sepulcro de José de Arimatea, Jesús requeriría cuidados médicos,
para lo cual estaría presente un curador esenio.
Y más adelante, cuando se encontró vacío el sepulcro, de nuevo sería necesario un emisario,
un emisario al que no conocieran los discípulos que pertenecían a la «masa». Este emisario
tendría que tranquilizar a los confiados «partidarios del mensaje», hacer de intermediario
entre Jesús y sus seguidores, y adelantarse a las acusaciones de robar o profanar
tumbas que se lanzarían contra los romanos y que hubieran podido provocar graves
disturbios avieos.
319
Tanto si este «guión» era correcto como si no, a nosotros nos parecía bastante claro que
Jesús estaba relacionado tan estrechamente con los esenios como con los zelotes. Al
principio esto podía parecer un poco raro, pues a menudo se cree que los zelotes y los
esenios eran incompatibles. Los zelotes eran agresivos, violentos, militaristas y no les hacían
ascos al asesinato y al terrorismo. Los esenios, en contraste, suelen presentarse como gente
apolítica, quietista, pacifista y gentil. En realidad, sin embargo, en las filas de los zelotes
había muchos esenios, pues los zelotes no eran una secta, sino una facción política. Y como tal
recibían apoyo, no sólo de los fariseos antirromanos, sino también de los esenios, cuyo
nacionalismo podía ser tan agresivo como el de otro grupo cualquiera.
La asociación de los zelotes y los esenios es especialmente evidente en los escritos de
Josefo, de quien procede gran parte de la información que tenemos sobre la Palestina de
aquel tiempo. José ben Matt-hias nació en el seno de la nobleza judaica en 37 d. de C. Al
estallar la revuelta de 66 d. de C. fue nombrado gobernador de Galilea, donde asumió el
mando de las fuerzas alineadas contra los romanos. Parece ser que como comandante militar
fue señaladamente inepto y no tardó en ser capturado por el emperador romano
Vespasiano. Entonces se convirtió en un Quisling. Adoptando el nombre romanizado de Flavio
Josefo, se convirtió en ciudadano romano, se divorció de su esposa, contrajo matrimonio con
una heredera romana y aceptó lujosos regalos del emperador de Roma, entre los que había
un aposento privado en el palacio imperial y tierras confiscadas a los judíos en Tierra Santa.
Alrededor de la fecha de su muerte, en 100 d. de C, comenzaron a aparecer sus copiosas
crónicas del período.
En La guerra judía Josefo ofrece una crónica detallada de la revuelta de 66 a 74 d. de C.
De hecho, fue de Josefo de quien los historiadores que le siguieron obtuvieron la mayor parte
de la información sobre la desastrosa insurrección, el saqueo de Jerusalén y la destrucción del
templo. Y la obra de Josefo también contiene la única crónica de la caída, en 74 d. de C, de
la fortaleza de Masada, situada en el ángulo del sudoeste del mar Muerto.
Al igual que Montségur unos mil doscientos años después, Masada ha pasado a simbolizar la
tenacidad, el heroísmo y el martirio en defensa de una causa perdida. Al igual que Montségur,
continuó resistiéndose al invasor mucho después de que cesara virtualmente toda otra
forma de resistencia organizada. Mientras el resto de Palestina se derrumbaba bajo la
embestida de los romanos, Masada se mantuvo firme. Finalmente, en 74 d. de C, la posición
de la fortaleza se hizo insostenible. Después de un prolongado bombardeo con maquinaria
pesada, los romanos instalaron una rampa que les permitía abrir brecha en las defensas. En
la noche del 15 de abril se prepararon para el asalto final. En aquella misma noche los 960
hombres, mujeres y niños que había en la fortaleza se suicidaron en masa. Al día siguiente,
cuando irrumpieron en el recinto, los romanos sólo encontraron cadáveres entre las llamas.
El propio Josefo acompañaba a las tropas romanas que entraron en Masada durante la
mañana del 16 de abril. Josefo afirma que vio personalmente la carnicería. Y añade que
entrevistó a tres supervivientes de la hecatombe: una mujer y dos niños que, según se
supone, se escondieron en los conductos de debajo de la fortaleza mientras el resto de la
guarnición se quitaba la vida. Josefo dice que estos supervivientes le hicieron una crónica
detallada de lo ocurrido durante la noche. Según dicha crónica, el comandante de la
guarnición era un hombre llamado Eleazar, nombre que —detalle interesante— es una
variante de Lázaro. Y parece ser que fue Eleazar quien, valiéndose de su elocuencia
persuasiva y carismática, impulsó a los defensores a tomar su siniestra decisión. En su crónica
Josefo repite las alocuciones de Eleazar tal como, según dice, las oyó en boca de los
supervivientes. Y estas alocuciones son interesantísimas. La historia dice que Masada fue
defendida por zelotes militantes. El propio Josefo usa las palabras «zelotes» y «sicarios» de
forma intercambiable. Y, sin embargo, las alocuciones de Eleazar no son siquiera
convencionalmente judaicas. Ai contrario, son inconfundiblemente esenias, gnósticas y
dualistas:
320
Desde que el hombre primitivo empezó a pensar, las palabras de nuestros antepasados y
de los dioses, apoyadas por los actos y por el espíritu de nuestros abuelos, nos han inculcado
constantemente que la vida y no la muerte es la calamidad para el hombre. La muerte da
libertad a nuestras almas y les permite partir hacia su propio y puro hogar donde nada
sabrán de calamidades; pero mientras permanecen confinadas dentro de un cuerpo mortal y
comparten sus miserias, en verdad estricta están muertas. Pues la asociación de lo divino con
lo mortal es sumamente impropia. Ciertamente, el alma puede hacer mucho incluso cuando
está encarcelada en el cuerpo: hace del cuerpo su propio órgano de los sentidos, moviéndolo
invisiblemente e impulsándolo en sus actos más allá de donde puede alcanzar la naturaleza
mortal. Mas cuando, liberada del peso que la aplasta contra la tierra y cuelga de ella, el
alma regresa a su lugar propio, entonces en verdad participa de un poder bendito y de una
fuerza totalmente libre, permaneciendo tan invisible a los ojos humanos como el propio Dios.
Ni siquiera cuando está en el cuerpo se la puede ver; entra sin ser detectada y parte sin ser
vista, poseyendo ella misma una naturaleza imperecedera, pero ocasionando un cambio en el
cuerpo; pues cualquier cosa que el alma toque vive y florece, cualquier cosa a la que
abandone se marchita y muere: tal es su superabundancia de inmortalidad.14
Y, de nuevo:
Ellos son hombres de verdadero coraje que, contemplando esta vida como una especie de
servicio que debemos prestar a la naturaleza, la soportan a regañadientes y se apresuran a
liberar sus almas de sus cuerpos; y, aunque ningún infortunio los apriete o los ahuyente, el
deseo de vida inmortal los impulsa a informar a sus amigos que van a partir.15
321
Josefo, huelga decirlo, no dice nada de esto, aunque, suponiendo que lo hubiera dicho,
sus palabras habrían sido borradas más tarde. Al mismo tiempo, cabría esperar que Josefo, al
escribir una historia de Palestina durante el siglo i, mencionase a Jesús. Es cierto que en
muchas ediciones posteriores de la obra de Josefo se alude a Jesús, pero se trata del Jesús
de la ortodoxia establecida, y la mayoría de los eruditos modernos las descartan por
considerarlas como interpolaciones espurias que datan de una época no anterior a la de
Constantino. Sin embargo, en el siglo xix se descubrió en Rusia una edición de Josefo que
era distinta de todas las demás. El texto mismo, traducido al ruso antiguo, databa
aproximadamente de 1261. Era evidente que la persona que lo transcribió no era judía
ortodoxa, toda vez que conservó numerosas alusiones «procristianas». Y, pese a ello, Jesús,
en esta versión de Josefo, es presentado como un ser humano, un revolucionario político y un
«rey que no reinó».16 También se dice que tenía «una línea en medio de la cabeza a la manera
de los nazareos».17
Los eruditos han gastado mucho papel y mucha energía en discutir la posible autenticidad
de lo que se denomina ahora «el Josefo eslavo». Considerando todos los puntos, nos
inclinábamos a considerarlo como más o menos auténtico: una transcripción de una copia o
copias de Josefo que sobrevivieron a la destrucción de documentos cristianos decretada por
Diocleciano y que eludieron el celo «revisionista» de la ortodoxia restaurada bajo Constantino.
Nuestra conclusión se basó en varias razones poderosas. Si el Josefo eslavo era una
falsificación, por ejemplo, ¿a qué intereses serviría? Que presentara a Jesús como rey
difícilmente sería aceptable para un público judío del siglo xill. Y que lo presentara como ser
humano no sería del agrado de la cristiandad del mismo siglo. Lo que es más, Orígenes,
padre de la Iglesia que escribió a principios del siglo III, alude a una versión de Josefo que
niega a Jesús la condición de mesías.18 Esta versión —que en otro tiempo pudo ser la
original, auténtica y «clásica»— bien podía ser la fuente del texto del Josefo eslavo.
322
Si hubo una región en la que las primeras herejías arraigaron más que en otras, esa
región fue Egipto, sobre todo Alejandría: la ciudad más culta y cosmopolita del mundo en
aquella época, la segunda en importancia del imperio romano y depositaría de una sor
prendente variedad de fes, enseñanzas y tradiciones. A raíz de las dos revueltas de Judea,
Egipto demostró ser el refugio más accesible tanto para los fugitivos judíos como para los
cristianos, que acudieron en gran número a Alejandría. No era extraño, pues, que Egipto
brindase las pruebas más concluyentes en apoyo de nuestra hipótesis. Estas pruebas se
encontraban en los llamados «Evangelios gnósticos» o, para ser más exactos, los «papiros
de Naj 'Hammadi».
En diciembre de 1945 un campesino egipcio, mientras excavaba en busca de un suelo
blando y fértil, cerca del poblado de Naj 'Hammadi, en el Alto Egipto, exhumó una vasija
de arcilla roja. Resultó que en su interior había trece códices —libros de papiro o
manuscritos— encuadernados en piel. Sin darse cuenta de la magnitud del descubrimiento,
el campesino y su familia utilizaron algunos de los códices para alimentar el fuego. A la
larga, sin embargo, los restantes códices llamaron la atención de los expertos; y uno de
ellos, sacado clandestinamente de Egipto, fue ofrecido en venta en el mercado negro.
Parte de este códice, que fue adquirido por la Fundación C. G. Jung, demostró contener el
ahora famoso evangelio de Tomás.
Mientras tanto, el gobierno egipcio nacionalizó el resto de la colección de Naj 'Hammadi
en 1952. Con todo, hasta 1961 no se reunió un equipo internacional de expertos con el fin
de copiar y traducir todo el material encontrado. En 1972 apareció el primer volumen de la
edición fotográfica. Y en 1977 apareció toda la colección de papiros traducidos al inglés por
vez primera.
Los papiros de Naj 'Hammadi son una colección de textos bíblicos, de índole
esencialmente gnóstica, que datan, al parecer, de finales del siglo IV y principios del v: de
alrededor de 400 d. de C. Los papiros en cuestión son copias y los originales de los que
fueron transcritos datan de mucho antes. Algunos de ellos —el evangelio de Tomás, por
ejemplo, el evangelio de la Verdad y el evangelio de los Egipcios— son mencionados por los
primeros padres de la Iglesia, tales como Clemente de Alejandría, Ireneo y Orígenes. Los
eruditos modernos han establecido que algunos de los textos, si no todos, datan de 150 d.
de C. a lo sumo. Y puede que cuando menos uno de ellos incluya material mucho más
antiguo que los cuatro evangelios clásicos del Nuevo Testamento.21
323
Y la compañera del Salvador es María Magdalena. Pero Cristo la amaba más que a
todos los discípulos y solía besarla en la boca a menudo. El resto de los discípulos se
ofendían por ello y expresaban desaprobación. Le decían: «¿Por qué la amas más que a
todos nosotros?». El Señor les contestaba diciendo: «¿Por qué no os amo a vosotros como a
ella?».29
324
14
La dinastía del Grial
325
326
Entre los devotos más fervorosos del arrianismo estaban los godos, que se habían
convertido a dicha herejía, tras abandonar el paganismo, en el siglo IV. Los suevos, los
lombardos, los alanos, los vándalos, los burgundos y los ostrogodos eran sin excepción
arríanos. También lo eran los visigodos, que, cuando saquearon Roma en 480, respetaron
las iglesias cristianas. Suponiendo que los primeros merovingios, con anterioridad a Clodoveo,
fueron receptivos ai cristianismo, éste sería el cristianismo arriano de sus vecinos inmediatos,
ios visigodos y los burgundos.
Bajo los auspicios de los visigodos, el arrianismo pasó a ser la forma de cristianismo
predominante en España, los Pirineos y lo que en la actualidad es el sur de Francia. Si es
cierto que la familia de Jesús halló refugio en la Galia, en el siglo v sus señores ya eran los
visigodos arrianos. No es probable que la familia padeciese persecución bajo el régimen.
Probablemente gozaría de gran estima y es posible que se aliara matrimonialmente con la
nobleza visigoda antes de hacer lo mismo con los francos y producir los merovingios. Y con el
patronazgo y la protección de los visigodos, estaría a salvo de todas las amenazas
procedentes de Roma. Así pues, no tiene nada de extraño encontrar nombres
inconfundiblemente semíticos —Bera, por ejemplo— en la aristocracia y la realeza visigótica.
Dagoberto II casó con una princesa visigoda cuyo padre se llamaba Bera. Este nombre
aparece repetidamente en el árbol genealógico merovingio-visigodo descendiente de
Dagoberto II y Sigisberto IV.
Se dice que la Iglesia de Roma declaró que el hijo de Dagoberto se había convertido al
arrianismo2 y no sería extraordinario que así lo hiciera. A pesar del pacto entre la Iglesia y
Clodoveo, los merovingios siempre habían simpatizado con el arrianismo. Uno de los nietos
de Clodoveo, Chilperico, no hacía ningún secreto de sus inclinaciones amanas.
Si el arrianismo no era perjudicial para el judaismo, tampoco lo era para el islamismo, que
subió con la misma velocidad meteórica en el siglo vil. La visión que tenía el arrianismo de
Jesús concordaba del todo con la que tenía el Corán. En el libro santo de los musulmanes el
nombre de Jesús aparece mencionado no menos de treinta y cinco veces, bajo cierto
número de títulos impresionantes: «Mensajero de Dios» y «Mesías» entre otros. Sin
embargo, en ningún momento se le considera como otra cosa que un profeta mortal,
precursor de Mahoma y portavoz de un dios único y supremo. Y, al igual que Basílides y
Mani, el Corán dice que Jesús no murió en la cruz, «no le mataron, ni le crucificaron, sino que
creyeron hacerlo».5 El Corán mismo no se extiende en explicaciones sobre esta afirmación
ambigua, pero sí lo hacen los comentaristas islámicos. Según la mayoría de ellos, había un
sustituto, que generalmente, aunque no siempre, se supone que era Simón de Cirene.
Ciertos autores musulmanes dicen que Jesús se escondió en un nicho de una pared y que
desde allí contempló la crucifixión de un sustituto, lo cual concuerda con el fragmento ya
citado de los papiros de Naj 'Hammadi.
Merece la pena señalar la tenacidad con que, incluso ante las persecuciones más vigorosas,
la mayoría de las herejías —y especialmente el arrianismo— insistieron en la mortalidad y la
humanidad de Jesús. Pero no encontramos ninguna indicación de que alguna de ellas pose
yera necesariamente conocimiento de primera mano de la premisa a la que se aferraban
con tanta persistencia. Menos aún encontramos pruebas, aparte de los papiros de Naj
'Hammadi, de que fueran conscientes de una posible estirpe. Por supuesto, es posible que
existiesen ciertos documentos afines a los papiros de Naj Hammadi, quizás incluso
genealogías y archivos. La virulencia misma de la persecución romana podría ser indicio de
un temor a tales pruebas y de un deseo de asegurarse de que las mismas jamás saliesen a
la luz. Pero, en el supuesto de que así fuera, parece que el empeño de Roma se vio coronado
por el éxito.
Así pues, las herejías no nos dieron ninguna confirmación decisiva de la existencia de una
conexión entre la familia de Jesús y los merovingios, los cuales aparecieron en la escena
mundial unos cuatro siglos más tarde. Esta confirmación tuvimos que buscarla en otra parte,
en los propios merovingios. A primera vista, los datos existentes parecían escasos. Ya
habíamos considerado el legendario nacimiento de Meroveo, por ejemplo —hijo de dos
padres, uno de los cuales era una misteriosa criatura acuática llegada de allende el mar— y
habíamos conjeturado que la posible intención de tal fábula era reflejar y. al mismo tiempo,
ocultar una alianza dinástica o matrimonial. Pero, aunque el simbolismo del pez era
sugestivo, no podíamos considerarlo como concluyente. De modo parecido, el pacto
subsiguiente entre Clodoveo y la Iglesia de Roma tenía mucho más sentido al examinarlo
bajo la luz de nuestro «guión»; mas el pacto en sí mismo no constituía una prueba concreta.
327
Y, si bien a la sangre real de los merovingios se le atribuía una naturaleza sagrada, milagrosa
y divina, en ninguna parte se decía de modo explícito que esta sangre fuese realmente la de
Jesús.
A falta de testimonios decisivos y concluyentes, teníamos que proceder con cautela. Era
necesario valorar los fragmentos de pruebas circunstanciales y tratar de unir estos
fragmentos para formar un cuadro coherente. Y primero debíamos determinar si había
influencias singularmente judaicas en los merovingios.
Ciertamente, no parece que los reyes merovingios fueran antisemitas. Al contrario, dan la
impresión de haber sido, no sólo tolerantes, sino francamente comprensivos con los judíos
que había en sus dominios, y esto a pesar de las asiduas protestas de la Iglesia de Roma. Los
matrimonios mixtos eran frecuentes. Muchos judíos, especialmente en el sur, poseían grandes
fincas. Muchos de ellos eran dueños de esclavos y sirvientes cristianos. Y muchos de ellos
prestaban servicios en calidad de magistrados y administradores de alto rango a sus señores
merovingios. En conjunto, la actitud merovingia ante el judaismo no parece haber tenido
paralelo en la historia de Occidente anterior a la reforma luterana.
Los merovingios creían que su poder milagroso residía en gran parte en sus cabellos, que
tenían prohibido cortar. Su postura en este asunto era idéntica a la de los nazaritas del
Antiguo Testamento, uno de los cuales era Sansón. Hay muchos datos que inducen a pensar
que Jesús también era un nazarita. Según los primeros autores eclesiásticos, así como los
eruditos modernos, san Jaime, el hermano de Jesús, era indiscutiblemente un nazarita.
En la casa real merovingia, así como en las familias relacionadas con ella, había un
número sorprendente de nombres específicamente judaicos. Así, en 577 un hermano del rey
Clotario II fue bautizado con el nombre de Sansón. Posteriormente, un tal Mirón «le Lévite»
fue conde de Bésalou y obispo de Gerona. Un conde del Rosellón se llamaba Salomón y
otro Salomón llegó a ser rey de Bretaña. Hubo un abad Elisachar, que es una variante de
«Eleazar» y «Lázaro». Y el mismo nombre de «Meroveo» parece derivarse del Oriente Me-
dio.4
Los nombres judaicos se hicieron cada vez más prominentes en virtud de matrimonios
dinásticos entre los merovingios y los visigodos. Estos nombres figuran en la nobleza y la
realeza visigoda; y es posible que muchas familias llamadas «visigodas» fueran en realidad
judaicas. Esta posibilidad es más verosímil si se tiene en cuenta que los cronistas utilizaban
con frecuencia las palabras «godo» y «judío» de modo intercambiable. En el sur de Francia y
las marcas hispánicas —la región conocida por Septimania en tiempos de los merovingios y
los carolingios— vivía una población judía extraordinariamente numerosa. A esta región
también se la llamaba «Gothie» o «Gothia», por lo que a menudo se daba el nombre de
«godos» a sus habitantes, error que a veces quizás era premeditado. Debido a este error,
era imposible identificar a los judíos como tales, salvo por medio de sus apellidos
específicos. Así, el suegro de Dagoberto se llamaba Bera, que es un nombre semítico. Y la
hermana de Bera estaba casada con un miembro de una familia llamada Levy.5
Huelga decir que los nombres y el misticismo del cabello no constituían necesariamente una
base sólida para edificar una conexión entre les merovingios y el judaismo. Pero había otro
detalle que resultaba un tanto más persuasivo. Los merovingios eran la dinastía real de los
francos, una tribu teutónica que se guiaba por el derecho tribal de los teutones. En las
postrimerías del siglo v este derecho, codificado y expresado en un marco romano, pasó a
llamarse «la ley sálica». En sus orígenes, empero, la ley sálica era esencialmente una ley tribal
teutónica y databa de antes del advenimiento del cristianismo romano a la Europa occidental.
Durante los siglos siguientes continuó oponiéndose a la ley eclesiástica promulgada por
Roma. Durante toda la Edad Media fue la ley secular oficial del Sacro Imperio Romano. En
tiempos de la reforma luterana el campesinado y los caballeros alemanes todavía incluían, en
sus agravios contra la Iglesia, el desprecio que ésta mostraba por la tradicional ley sálica.
Hay toda una sección de la ley sálica —Título 45, «De migranti-bus»— que ha
desconcertado siempre a los estudiosos y a los comentaristas, además de ser fuente de
incesantes debates jurídicos. Se trata de una complicada sección de estipulaciones y cláusulas
referentes a circunstancias en virtud de las cuales los itinerantes pueden establecer residencia
y recibir la ciudadanía. Lo que es curioso en dicha sección es que su origen no es teutónico y
los autores se han sentido empujados a postular hipótesis estrafalarias para explicar su
inclusión en el código sálico. Sin embargo, hasta hace poco no se ha descubierto que esta
sección del código sálico se deriva directamente de la ley judaica.6 Más específicamente, cabe
localizar su origen en una sección del Talmud. Así pues, puede decirse que la ley sálica, al
menos en parte, nace directamente de la tradicional ley judaica. Y a su vez esto sugiere que
los merovingios —bajo cuyos auspicios se codificó la ley sálica— no sólo estaban versados en
la ley judaica, sino que también tenían acceso a textos judaicos.
328
El principado de Septimania
Estos detalles resultaban provocativos, pero sólo aportaban una base tenue para nuestra
hipótesis: que una estirpe descendiente de Jesús existió en el sur de Francia, que esta
estirpe se alió matrimonial-mente con los merovingios y que, por ende, los merovingios eran
parcialmente judaicos. Pero, si bien la época merovingia no nos proporcionó ninguna prueba
concluyeme de nuestra hipótesis, sí lo hizo la época inmediatamente posterior a ella. De
pronto, gracias a esta «prueba retroactiva», nuestra hipótesis se hizo sostenible.
Ya habíamos estudiado la posibilidad de que la estirpe merovingia sobreviviese después de
ser destronada por los carolingios. Durante nuestras investigaciones habíamos encontrado
un principado autónomo que existió en el sur de Francia durante un siglo y medio, un
principado cuyo gobernante más famoso fue Guillem de Gellone, uno de los héroes más
venerados de su tiempo. Fue también el protagonista de Willehalm de Wolfram von
Eschenbach y se dice que estuvo relacionado con la familia del Grial. Fue en Guillem de
Gellone y en sus antecedentes donde encontramos algunas de nuestras pruebas más sor
prendentes y apasionantes.
En el momento culminante de su poder Guillem de Gellone contaba entre sus dominios el
nordeste de España, los Pirineos y la región de la Francia meridional conocida por Septimania.
Desde hada tiempo había en dicha región una nutrida población judía. Durante los siglos VI y
vil esta población había gozado de unas relaciones cordialísimas con sus señores visigodos,
que eran partidarios del cristianismo arriano; tanto es así, de hecho, que los matrimonios
mixtos eran cosa frecuente y las palabras «godo» y «judío» se empleaban a menudo de
forma intercambiable.
En 711, sin embargo, la situación de los judíos de Septimania y del nordeste de España ya
se había agravado de una forma lamentable. En el citado año Dagoberto II había sido
asesinado y su linaje había tenido que esconderse en Razés, la región que incluía y rodeaba a
Rennes-le-Cháteau. Y si bien ramas colaterales de los merovingios todavía ocupaban
nominalmente el trono situado al norte, el único poder verdadero estaba en manos de los
llamados «mayordomos de palacio», los usurpadores carolingios que, con la sanción y el
apoyo de Roma, se dispusieron a instaurar su propia dinastía. Para entonces también los
visigodos se habían convertido al cristianismo romano y comenzaban a perseguir a los judíos
en sus dominios. Así, cuando la España visigoda fue invadida por los moros en 711, los judíos
dieron la bienvenida a los invasores.
Bajo el gobierno musulmán los judíos de España disfrutaron de una existencia próspera.
Los moros se portaban bien con ellos y a menudo los colocaban al frente de la administración
de ciudades conquistadas como Córdoba, Granada y Toledo. El comercio judío fue alentado y
alcanzó una prosperidad insólita. El pensamiento judaico coexistía con el islámico y los dos se
fecundaban mutuamente. Y en muchas ciudades —incluyendo Córdoba, la capital de la España
mora— la población era predominantemente judía.
A principios del siglo vm los moros cruzaron los Pirineos y penetraron en Septimania; y
desde 720 hasta 759 —mientras el nieto y el bisnieto de Dagoberto seguían su existencia
clandestina en Razés— Septimania permaneció en manos islámicas. Septimania se convirtió
en un principado moro autónomo, que tenía su propia capital en Narbona y sólo debía lealtad
nominal al emir de Córdoba. Y desde Narbona los moros de Septimania empezaron a
lanzar ataques contra el norte, llegando a conquistar ciudades como, por ejemplo, Lyon,
que estaban situadas muy en el interior del territorio franco.
El avance moro fue contenido por Carlos Martel, mayordomo de palacio y abuelo de
Carlomagno. En 738 Carlos Martel ya había obligado a los moros a retirarse hasta Narbona, a
la que puso sitio. No obstante, Narbona —defendida tanto por moros como por judíos— re
sultó inexpugnable, y Carlos Martel desahogó su frustración devastando la campiña que
rodeaba la ciudad.
329
En 752 el hijo de Carlos Martel, Pipino, había formado alianzas con aristócratas locales que
le permitieron tener a Septimania completamente bajo su control. Sin embargo, Narbona
continuó resistiendo, soportando un sitio de siete años por parte de las fuerzas de Pipino. La
ciudad representaba una espina dolorosa clavada en el costado de Pipino en unos
momentos en que para él era urgentísimo consolidar su posición. Pipino y sus sucesores eran
muy sensibles a las acusaciones de haber usurpado el trono merovingio. Para tener derecho a
la legitimidad, forjó alianzas dinásticas con familias supervivientes de la sangre real
merovingia. Para dar mayor validez a su posición, dispuso que su coronación se distinguiera
por el rito bíblico del ungimiento, en virtud del cual la Iglesia asumía la prerrogativa de
nombrar reyes. Pero en el ritual del ungimiento había otro aspecto. Según los eruditos, el
ungimiento constituía un intento deliberado de sugerir que la monarquía franca era una copia
exacta, si no una verdadera continuación, de la monarquía judaica del Antiguo Testamento.
Esto es en sí mismo interesantísimo. Pues ¿por qué Pipino el usurpador querría legitimarse
por medio de un prototipo bíblico? A no ser que la dinastía a la que él depuso —la
merovingia— se hubiera legitimado precisamente de la misma manera.
En todo caso, Pipino se encontró ante dos problemas: la tenaz resistencia de Narbona y la
cuestión de establecer su propio derecho legítimo al trono acudiendo al precedente bíblico. Tal
como ha demostrado el profesor Arthur Zuckerman, de la Columbia University, Pipino
resolvió ambos problemas por medio de un pacto que en 759 estableció con la población
judía de Narbona. De conformidad con dicho pacto, Pipino recibiría la sanción de los judíos a
su pretendida sucesión bíblica. También recibiría ayuda judía contra los moros. A cambio de
todo ello, concedería a los judíos de Septimania un principado y un rey propios.7
En 759 la población judía de Narbona se revolvió de pronto contra los defensores
musulmanes de la ciudad, les dio muerte y abrió las puertas de la fortaleza a los sitiadores
francos. Poco después, los judíos reconocieron a Pipino como su señor nominal y validaron la
pretendida sucesión bíblica legítima. Mientras tanto Pipino cumplió su parte del pacto. En 768
se creó en Septimania un principado judío que rendía lealtad nominal a Pipino pero que, en
esencia, era independiente. Se designó oficialmente un gobernante en calidad de rey de los
judíos. En los romances este personaje se llama Aymery. Sin embargo, según los testimonios
que se conservan, parece que, al ser recibido en las filas de la nobleza franca, adoptó el
nombre de Teodorico o Thierry. Teodo-rico o Thierry era el padre de Guillem de Gellone. Y
fue reconocido tanto por Pipino como por el califa de Bagdad como «la semilla de la real casa
de David».8
Tal como ya habíamos descubierto, los eruditos modernos no estaban seguros de cuáles
eran los orígenes y la procedencia de Teodorico. Según la mayoría de los investigadores, era
descendiente de los mero-vingios.9 Según Arthur Zuckerman, era nativo de Bagdad, un «exi
larca» descendiente de judíos que habían vivido en Babilonia desde el cautiverio allí. Con
todo, también es posible que el «exilarca» de Bagdad no fuera Teodorico. Cabe que el
«exilarca» llegase de Bagdad para consagrar a Teodorico y que los testimonios posteriores
confundieran un personaje con el otro. El profesor Zuckerman menciona una afirmación
curiosa en el sentido de que los «exilarcas occidentales» eran de «sangre más pura» que los
orientales.10
¿Quiénes eran los «exilarcas occidentales» si no los merovingios? ¿Por qué un individuo
descendiente de tos merovingios sería reconocido como rey de los judíos, gobernante de un
principado judío y «semilla de la casa real de David», a no ser que los merovingios fuesen en
realidad parcialmente judaicos? Tras la colusión de la Iglesia en el asesinato de Dagoberto y
la violación del pacto con Clodoveo, es muy posible que los merovingios supervivientes
repudiaran toda lealtad a Roma y volviesen a su fe de antes. En todo caso, sus lazos con dicha
fe se verían reforzados por el matrimonio de Dagoberto con la hija de un príncipe
ostensiblemente «visigodo» que llevaba el nombre patentemente semítico de Bera.
Teodorico o Thierry consolidó aún más su posición, así como la de Pipino, contrayendo un
oportuno matrimonio con la hermana de éste, Alda, tía de Carlomagno. En los años
siguientes el reino judío de Septimania disfrutó de una próspera existencia. Poseía numerosas
fincas recibidas en tenencia libre de los monarcas carolingios. Incluso se le concedieron
extensiones respetables de tierras eclesiásticas, a pesar de las protestas vigorosas del papa
Esteban III y sus sucesores.
330
El hijo de Teodorico, rey de los judíos de Septimania, era Guillem de Geilone, entre cuyos
títulos estaban el de conde de Barcelona, de Toulouse, de Auvergne... y de Razés. Al igual
que su padre, Guillem era, no sólo merovingio, sino también judio de sangre real. Una sangre
real que era de la casa de David, hecho que era reconocido por los carolingios, por el califa y,
aunque a regañadientes, por el papa.
A pesar de los intentos subsiguientes de ocultarlo, los eruditos y los investigadores
modernos han demostrado sobradamente el judaismo de Guillem de Gellone. Incluso en los
romances —donde figura con el nombre de Guillaume, príncipe de Orange— habla con
soltura tanto el hebreo como el árabe. La divisa de su escudo es la de los «exilarcas»
orientales: el León de Judá, la tribu a la que pertenecía la casa de David y a la que más
adelante pertenecería Jesús. Se le da el apodo de «nariz ganchuda». E incluso en medio de sus
campañas hace todo lo posible por guardar el sábado y la fiesta judaica de los tabernáculos. Tal
como comenta Arthur Zuckerman:
El cronista que escribió el informe original del sitio y la caída de Barcelona registró los
acontecimientos de acuerdo con el calendario judío... [El] comandante de la expedición,
duque Guillermo de Narbona y Toulouse, dirigió la campaña guardando estrictamente los
sábados y días santos de los judíos. En todo esto disfrutó de la comprensión y la cooperación
del rey Luis."
331
TOULOUSE
y/////,,,
CABCASONA •
332
La semilla de David
A lo que parece, en siglos posteriores se han hecho intentos asiduos de extirpar de los anales
toda traza del reino judío de Septima-nia. La frecuente confusión de «godos» y «judíos» parece
ser un indicio de esta censura. Pero la censura no podía albergar la esperanza de salir
totalmente triunfante. En 1143 Pedro el Venerable de Cluny, en una alocución dirigida a Luis VII
de Francia, todavía condenaba a los judíos de Narbona, que pretendían tener un rey residiendo
entre ellos. En 1144 un monje de Cambridge, un tal Theo-bald, habla de «los principales
príncipes y rabís de los judíos que moran en España [y] se reúnen en Narbona donde reside la
semilla real».15 Y en 1165-1166 Benjamín de Tudela, famoso viajero y cronista, da cuenta de que
en Narbona hay «sabios, magnates y príncipes a la cabeza de los cuales está... un
descendiente de la casa de David según se manifiesta en su árbol genealógico».16
Pero cualquier semilla de David que residiera en Narbona en el siglo XII era de menor
importancia que cierta semilla que vivía en otra parte. Los árboles genealógicos se bifurcan, se
extienden, se subdividen y producen verdaderos bosques. Si ciertos descendientes de
Teodorico y Guillem de Gellone se quedaron en Narbona, hubo otros que durante los cuatro
siglos intermedios habían alcanzado dominios más augustos. En el siglo xii dichos dominios in
cluían los más ilustres de la cristiandad: Lorena y el reino franco de Jerusalén.
En el siglo IX la estirpe de Guillem de Gellone había culminado en los primeros duques de
Aquitania. También se alineó con la casa ducal de Bretaña. Y en el siglo X cierto Hugues de
Plantard —apodado «nariz larga» y descendiente por línea directa tanto de
Figura
Figura 3. El escudo de armas 4. La insignia oficial de la Prieuré de Sion.
de Rennes-le-Cháteau.
333
Dagoberto como de Guillem de Gellone— fue padre de Eustache, primer conde de
Boulogne. El nieto de Eustache fue Godofredo de Bouillon, duque de Lorena y conquistador
de Jerusalén. Y de Godofredo nacieron una dinastía y una «tradición real» que, por estar
fundadas sobre «la roca de Sion», eran iguales a las que presidían en Francia, Inglaterra
y Alemania. Si los merovingios descendían realmente de Jesús, entonces Godofredo —
vastago de la sangre real merovingia— había recuperado su legítimo patrimonio al con
quistar Jerusalén.
Por supuesto, Godofredo y la subsiguiente casa de Lorena eran nominalmente católicos.
Para sobrevivir en un mundo ya cristianizado, tenían que serlo por fuerza. Pero parece ser
que sus orígenes eran conocidos cuando menos en ciertos círculos. En el siglo xvi todavía
se dice que Henri de Lorena, duque de Guisa, al entrar en la ciudad de Joinville, en la
Champagne, fue recibido por multitudes exuberantes. Y se dice que entre ellos había ciertos
individuos que cantaban «Hosannah filio David» («Hosanna al hijo de David»).
Quizá no deje de ser significativo que este incidente conste en una moderna historia de
Lorena que se imprimió en 1966. La obra contiene una introducción especia! de Otto von
Habsburg..., quien es hoy duque de Lorena y rey titular de Jerusalén.17
334
15
Pero si, por ejemplo, la afirmación de que Jesús resucitó de los muertos hay que
entenderla, no literalmente, sino simbólicamente, entonces es susceptible de varias
interpretaciones que no chocan con el conocimiento y que no perjudican el significado de la
afirmación. La objeción de que entenderla simbólicamente pone fin a la esperanza cristiana
de inmortalidad no es válida, porque mucho antes del advenimiento del cristianismo la
humanidad creía en una vida después de la muerte y, por tanto, no necesitaba el aconteci
miento de la pascua como garantía de inmortalidad. El peligro de que una mitología
entendida demasiado literalmente, y tal como la enseña la Iglesia, sea repudiada en su
totalidad súbitamente es hoy más grande que nunca. ¿No ha llegado la hora de que la
mitología cristiana, en lugar de ser borrada, sea entendida simbólicamente por una vez?
CARL JUNG, «The undiscovered self», Colleaed works, vol. 10 (1956), p. 266.
Nuestra intención inicial no era probar ni refutar nada, mucho menos la conclusión a la
que habíamos llegado de forma ineludible. Ciertamente, no nos habíamos propuesto desafiar
algunos de los principios más básicos del cristianismo. Al contrario, habíamos comenzado
investigando un misterio específico. Buscábamos respuestas a ciertas preguntas que nos
llenaban de perplejidad, explicaciones de ciertos enigmas históricos. Durante la búsqueda
tropezamos de forma más o menos casual con algo de importancia bastante superior a lo que
creíamos al principio. Y nos vimos conducidos a una conclusión sorprendente, controvertida y
aparentemente absurda.
Esta conclusión nos obligó a dirigir la atención hacia la vida de Jesús y los orígenes de la
religión fundada por él. Al hacerlo, seguíamos sin tener la intención de desafiar al
cristianismo. Sencillamente intentábamos comprobar si nuestra conclusión era sostenible o
no. El estudio exhaustivo del material bíblico nos convenció de que lo era. A decir verdad,
quedamos convencidos de que nuestra conclusión no sólo era sostenible, sino también
extremadamente probable.
No pudimos —y todavía no podemos— probar la exactitud de nuestra conclusión. Sigue
siendo una hipótesis, al menos hasta cierto punto. Pero es una hipótesis plausible y tiene un
sentido coherente. Explica muchas cosas. Y, en lo que se refiere a nosotros, constituye una
crónica históricamente más probable que cualquiera de las crónicas que encontramos y que
hablaban de los acontecimientos y personajes que, hace dos mil años, quedaron grabados en
la conciencia occidental, y que, en los siglos siguientes, moldearon nuestra cultura y nuestra
civilización.
Sin embargo, si no podemos probar nuestra conclusión, hemos recibido pruebas
abundantes —tanto de sus documentos como de sus representantes— de que la Prieuré de
Sion sí puede. Basándonos en sus cartas y en conversaciones con nosotros, estamos
dispuestos a creer que la orden de Sion posee algo: algo que de algún modo representa una
«prueba irrefutable» de la hipótesis que hemos propuesto. No sabemos a ciencia cierta en
qué puede consistir tal prueba. Sin embargo, podemos hacer una conjetura con cierto
fundamento.
335
Si nuestra hipótesis es correcta, la esposa y los hijos de Jesús (y pudo engendrar varios
hijos entre la edad de dieciséis o diecisiete y su supuesta muerte), después de huir de Tierra
Santa, hallaron refugio en el sur de Francia y preservaron su linaje en el seno de una
comunidad judía que había en dicho lugar. Parece ser que durante el siglo v este linaje se alió
matrimonialmente con el linaje real de los francos, engendrando así la dinastía merovingia. En
4% d. de C. la Iglesia hizo un pacto con la citada dinastía, comprometiéndose a perpetuidad
con la estirpe merovingia, es de suponer que conociendo a la perfección la verdadera
identidad de dicha estirpe. Esto explicaría por qué se ofreció a Clodoveo la categoría de Sacro
Emperador Romano, de «nuevo Constantino», y por qué no fue nombrado rey, sino que
únicamente se le reconoció como tal.
Cuando la Iglesia intervino en el asesinato de Dagoberto y en la subsiguiente traición a la
estirpe merovingia, se hizo culpable de un crimen que no podía racionalizarse ni borrarse. Lo
único que podía hacerse era suprimirlo. Sería necesario suprimirlo, toda vez que la revelación
de la verdadera identidad de los merovingios difícilmente habría reforzado la posición de
Roma ante sus enemigos.
A pesar de todos los esfuerzos por erradicarla, la estirpe de Jesús —o, en todo caso, la
estirpe merovingia— sobrevivió. En parte sobrevivió a través de los carolingios, que,
evidentemente, se sentían más culpables por su usurpación de lo que se sentía Roma, y
procuraron legitimarse mediante alianzas dinásticas con princesas merovingias. Pero, más
significativamente, sobrevivió a través del hijo de Dagoberto, Sigisberto, entre cuyos
descendientes estaba Guillem de Ge-Uone, gobernante del reino judío de Septimania y. más
adelante, Go-dofredo de Bouillon Con la conquista de Jerusalén por Godofredo en 1099, el
linaje de Jesús recuperaría su patrimonio legítimo, el patrimonio que le fuera conferido en
tiempos del Antiguo Testamento.
ts dudoso que, durante la época de !as cruzadas, la genealogía verdadera de Godofredo
fuese tan secreta como Roma hubiera deseado. Dada la hegemonía de la Iglesia, no pudo
haber una revelación abierta, desde luego. Pero es probable que abundasen los rumores, las
tradiciones y las leyendas; y, al parecer, todo esto halló su expresión más prominente en
cuentos como el de Lohengrin, por ejemplo, el antepasado mítico de Godofredo y,
naturalmente, en los romances sobre el Santo Grial.
Si nuestra hipótesis es correcta, el Santo Grial sería cuando menos dos cosas a la vez. Por
un lado, sería la estirpe y los descendientes de Jesús, la «Sang Raal», la sangre «verdadera»
o «real» cuya custodia fue encomendada a los templarios, orden creada por la Prieuré de
Sion. Al mismo tiempo, el Santo Grial sería, literalmente, el receptáculo o vasija que recibió
y contuvo la sangre de Jesús. Dicho de otro modo, sería el vientre de la Magdalena y, por
extensión, la propia Magdalena. De esto nacería el culto a la Magdalena, tal como fue
promulgado en la Edad Media; y este culto sería confundido con el culto a la virgen. Puede
demostrarse, por ejemplo, que muchas de las famosas «vírgenes negras» de principios de la
era cristiana eran altares, no a la virgen, sino a la Magdalena: y muestran una madre y un
hijo. También se ha argüido que las catedrales góticas —esas majestuosas copias de piedra
del vientre dedicadas a «Notre Dame»— eran también, como afirma La serpent rouge,
altares a la consorte de Jesús en lugar de a su madre.
El Santo Grial, pues, simbolizaría tanto la estirpe de Jesús como la Magdalena, de cuyo
vientre salió dicha estirpe. Pero cabe que fuese también algo más. En 70 d. de C, durante la
gran revuelta que hubo en Judea, las legiones romanas que mandaba Tito saquearon el
templo de Jerusalén. Se dice que el tesoro robado del templo fue a parar finalmente a los
Pirineos y el señor Plantard, durante la conversación que sostuvo con nosotros, afirmó que
dicho tesoro estaba hoy día en manos de la Prieuré de Sion. Pero cabe que el templo de
Jerusalén contuviese más que el tesoro robado por los centuriones de Tito. En el judaismo
antiguo la religión y la política eran inseparables. El Mesías tenía que ser un rey-sacerdote
cuya autoridad abarcaría por igual los dominios espirituales y los seculares. Así pues, es
verosímil, incluso probable, que en e! templo se guardasen anales oficiales pertenecientes al
linaje real de Israel, los equivalentes de los certificados de nacimiento, las licencias
matrimoniales y otros datos pertinentes relativos a cualquier familia real o aristocrática
moderna Si Jesús era en verdad el «rey de los judíos», es casi seguro que el templo
contendría copiosa
información sobre él. Incluso es posible que contuviera su cuerpo o por lo menos su sepulcro,
una vez su cuerpo fue sacado de la sepultura temporal que figura en los evangelios.
No hay ninguna indicación de que Tito, al saquear el templo en 70 d. de C, obtuviera
algo que tuviera alguna relación con Jesús. Por supuesto, es posible que semejante material,
en caso de existir, fuese destruido. Por otro lado, también cabe que fuera escondido; y los
soldados de Tito, a los que únicamente interesaba el botín, no se molestarían en buscarlo.
336
Es obvio que cualquier sacerdote que se hallase en el templo en aquel momento sólo podía
hacer una cosa. Al ver que una falange de centuriones avanzaba hacia él, les dejaría el oro,
las joyas, el tesoro material que esperaban encontrar. Y escondería, quizá debajo del templo,
las cosas que eran de mayor importancia, cosas relacionadas con el rey legítimo de Israel, el
Mesías reconocido y la familia real.
los judíos. En su calidad de rey de Jerusalén, sus descendientes por hnea directa estarían en
condiciones de poner en práctica uno de los principios esenciales de la política templaría: la
reconciliación del cristianismo con el judaismo y el islamismo.
Las circunstancias históricas, huelga decirlo, no permitieron que las cosas llegaran a este
punto. El reino franco de Jerusalén jamás consolidó su posición. Completamente sitiado por
los ejércitos musulmanes, inestables su gobierno y su administración propios, jamás adquirió
la fuerza y la seguridad interna que necesitaba para sobrevivir, y menos aún para imponer
su supremacía sobre las coronas de Europa y la Iglesia de Roma. El grandioso proyecto se
fue a pique; y con la pérdida de Tierra Santa en 1291 se derrumbó por completo. Los
merovingios se encontraron una vez más sin corona. Y los caballeros templarios no sólo se
hicieron superfluos, sino que también se podía prescindir de ellos.
En los siglos siguientes los merovingios —ayudados, dirigidos o protegidos (o todo ello a la
vez) por la Prieuré de Sion— hicieron repetidos intentos de recuperar su patrimonio, pero
estos intentos se limitaron a Europa. Al parecer, llevaron aparejados cuando menos tres
programas relacionados entre sí pero esencialmente distintos. Uno consistía en la creación de
un clima psicológico, una tradición clandestina cuyo objetivo sería erosionar la hegemonía
espiritual de Roma. Esta tradición halló expresión en el pensamiento hermético y esotérico,
en los manifiestos rosacruces y escritos similares, en ciertos ritos de la francmasonería y, por
supuesto, en los símbolos de la Arcadia y de la corriente subterránea. Un segundo programa
entrañaba la maquinación política, la intriga y, de ser posible, la conquista del poder, es
decir, las técnicas que emplearon las familias de Guisa y Lorena en el siglo xvi y los
arquitectos de la Fronda en el xvn. Un tercer programa, por medio del cual los merovingios
pretendían recuperar su patrimonio, eran los matrimonios dinásticos.
A primera vista, diríase que estos procedimientos bizantinos eran innecesarios; diríase que
los merovingios —si verdaderamente descendían de Jesús— no hubieran tenido problemas
para establecer su supremacía. Lo único que necesitaban era revelar y demostrar su verda
dera identidad y el mundo les reconocería. En realidad, sin embargo, las cosas no hubiesen
sido tan sencillas. El propio Jesús no era reconocido por los romanos. La Iglesia, cuando ello
le pareció conveniente, no dudó en sancionar el asesinato de Dagoberto y el derrocamiento
de su estirpe. La revelación prematura de su genealogía no habría garantizado el éxito de los
merovingios Al contrario, hubiese sido mucho más probable que les perjudicara, que hiciera
estallar una lucha entre facciones, que precipitase una crisis de la fe y que provocara
desafíos tanto de la Iglesia como de otros potentados seculares. A menos que estuvieran
bien instalados en posiciones de poder, los merovingios no hubiesen podido resistir tales
repercusiones y el secreto de su identidad, su naipe del palo de triunfo, por así decirlo, se
hubiera jugado a destiempo y perdido para siempre. Dadas las realidades tanto de la historia
como de la política, este naipe no hubiera podido utilizarse como escalón para llegar al poder.
Sólo hubiera podido jugarse cuando ya se hubiese adquirido el poder; dicho de otro modo,
desde una posición de fuerza.
Así pues, con ei fin de recuperar su patrimonio, los merovingios tuvieron que recurrir a
procedimientos más convencionales, los procedimientos que solían utilizarse en su época. Por
lo menos en cuatro ocasiones estos procedimientos estuvieron muy cerca del éxito y sólo
quedaron frustrados a causa de errores de cálculo, de la fuerza de las circunstancias o de
fenómenos totalmente imprevistos. En el siglo xvi, por ejemplo, la casa de Guisa casi logró
apoderarse del trono de Francia. En el siglo xvn la Fronda estuvo muy cerca de apartar a Luis
XIV del trono y sustituirle por un representante de la casa de Lorena. A finales del siglo xix
se hicieron planes para una especie de Santa Liga rediviva que hubiera unificado a la Europa
católica —Austria, Francia, Italia y España— bajo los Habsburgo. Estos planes fracasaron a
causa del comportamiento irregular y agresivo tanto de Alemania como de Rusia,
comportamiento que provocó un cambio constante de alianzas entre las principales potencias
y que finalmente precipitó una guerra que derribó a todas las dinastías continentales.
Sin embargo, fue en el siglo xvm cuando la estirpe merovingia probablemente se acercó
más al cumplimiento de sus objetivos. En virtud de sus alianzas matrimoniales con los
Habsburgo, la casa de Lorena había adquirido realmente el trono de Austria, el Sacro Impe
rio Romano. Cuando María Antonieta, hija de Franc.ois de Lorena, seconvirtió en reina de
Francia, también el trono francés estuvo a una distancia de sólo una generación o así. De no
haber intervenido la revolución francesa, la casa de Habsburgo-Lorena tal vez hubiera estado
en camino, a principios del siglo xrx, de establecer su dominio sobre toda Europa.
338
Es claro que la revolución francesa fue un golpe devastador para las esperanzas y las
aspiraciones de los merovingios. En un único y terrible cataclismo los proyectos trazados y
realizados cuidadosamente durante un siglo y medio quedaron de pronto reducidos a
escombros. Además, a juzgar por referencias que hay en los «documentos Prieuré», diñase
que la orden de Sion, durante los tiempos turbulentos de la revolución, perdió muchos de sus
anales más preciosos y posiblemente también otras cosas. Esto podría explicar el cambio que
se produjo en el puesto de Gran maestre de la orden, que a partir de entonces fue ocupado
por figuras culturales específicamente francesas que, al igual que Nodier, tenían acceso a
material que no podía encontrarse en otra parte. También podría explicar el papel de
Sauniére. En la misma víspera de la revolución, Antoine Bigou, el predecesor de Sauniére,
había escondido, y posiblemente redactado, los pergaminos cifrados, tras lo cual huyó a
España, donde murió al cabo de poco tiempo. Así pues, es posible que la Prieuré de Sion,
al menos durante un tiempo, no supiera con exactitud dónde estaban los pergaminos.
Pero, aun en el caso de que se supiese que estaban en la iglesia de Rennes-le-Cháteau,
no hubiera sido fácil recuperarlos sin contar con las simpatías del sacerdote encargado de
dicho templo, un hombre que obedeciese las órdenes de la Prieuré de Sion, que se
abstuviera de hacer preguntas embarazosas, que guardase silencio y no se entremetiera
en los intereses y actividades de la orden. Asimismo, si los pergaminos se referían a otra
cosa, a algo que estaba oculto en los alrededores de Rennes-le-Cháteau, contar con un
hombre así hubiese sido todavía más esencial.
Sauniére murió sin divulgar su secreto. Lo mismo hizo su gobernanta, Marie Denarnaud.
Durante los años siguientes se han llevado a cabo muchas excavaciones en las
proximidades de Rennes-le-Cháteau, pero ninguna de ellas ha dado fruto. Si, como
suponemos, en cierta ocasión se escondieron en aquellos parajes determinadas cosas
explosivas, es seguro que ya las habían sacado de allí cuando la historia de Sauniére
comenzó a llamar la atención y a atraer a los buscadores de tesoros: a no ser que tales
cosas estuvieran escondidas en algún lugar que fuese inmune a los buscadores de tesoros,
en una cripta subterránea, por ejemplo, debajo de un estanque artificial situado en
propiedad privada. Una cripta de este tipo garantizaría la seguridad y estaría también a
prueba de excavaciones no autorizadas. No podrían realizarse excavaciones de esa índole
sin antes vaciar el estanque; y esto difícilmente podía llevarse a cabo de manera clan
destina, especialmente hallándose el estanque en propiedad privada.
339
Hemos formulado una hipótesis sobre una estirpe descendiente de Jesús que ha
perdurado hasta nuestros días. No podemos, desde luego, estar seguros de que nuestra
hipótesis sea correcta en todos sus detalles. Pero aunque aquí y allá algunos detalles
específicos estén sujetos a modificaciones, estamos convencidos de que las líneas esenciales
de nuestra hipótesis son correctas. Puede que hayamos interpretado mal el significado de,
pongamos por caso, las actividades de determinado Gran maestre, o de una alianza en
las luchas por el poder y las maquinaciones políticas del siglo xvm. Pero nuestras
investigaciones nos han persuadido de que el misterio de Rennes-le-Cháteau lleva
aparejado un intento serio, por parte de personas influyentes, de reestablecer una
monarquía merovingia en Francia, por no decir en toda Europa, y de que la pretensión de
legitimidad de dicha monarquía se apoya en la descendencia merovingia de Jesús.
Vistas desde esta perspectiva, se hacen explicables varias de las anomalías, enigmas y
preguntas sin respuesta planteadas por nuestras investigaciones. Lo mismo cabe decir de
muchos fragmentos de apariencia trivial pero igualmente desconcertantes: el título del
libro asociado con Nicolás Flamel, por ejemplo: El sagrado libro de Abraam el judío, príncipe,
sacerdote, levita, astrólogo y filósofo de aquella tribu de judíos que por la ira de Dios fueron
dispersados entre los galos; o el Grial simbólico de Rene de Anjou, que proporcionaba, al
hombre que lo apurase de un solo trago, una visión tanto de Dios como de la Magdalena; o
las Nupcias químicas de Christian Rosen-kreuz, de Andrea, que habla de una misteriosa
niña de sangre real que llega a la playa en una embarcación y cuyo patrimonio legítimo ha
caído en manos islámicas; o el secreto que Poussin conocía..., así como el «Secreto» que,
según se decía, «residía en el corazón» de la Compagnie du Saint-Sacrement.
Durante el curso de la investigación habíamos encontrado algunos fragmentos más. De
momento nos había parecido que carecían de todo significado o que no tenían relación con
nuestras pesquisas. Ahora, sin embargo, también estos fragmentos tienen sentido. Así,
ahora está claro por qué Luis XI consideraba a la Magdalena como fuente del linaje real de
Francia, creencia que, incluso en el contexto del siglo XV, al principio nos pareció absurda.1
También se explica por qué se dice que la corona de Carlomagno —una copia exacta de la
cual forma ahora parte de las divisas imperiales de los Habsburgo— llevaba la inscripción
«Rex Salomón».2 Asimismo, ahora nos explicamos por qué los Protocolos de los sabios de
Sion hablan de un nuevo rey «de la sagrada semilla de David».3
Durante la segunda guerra mundial, por razones que nunca se han explicado
satisfactoriamente, la cruz de Lorena se convirtió en el símbolo de las fuerzas de la
Francia Libre bajo el mando de Charles de Gaulle. En sí mismo esto es algo curioso. ¿Por
qué la cruz de Lorena —la divisa de Rene de Anjou— fue equiparada con Francia? Lorena
nunca fue el corazón de Francia. De hecho, durante la mayor parte de su historia, Lorena
fue un ducado independiente, un estado germánico que comprendía parte del antiguo Sacro
Imperio Romano.
Puede que en parte la cruz de Lorena fuese adoptada a causa del importante papel que,
al parecer, desempeñó la Prieuré de Sion en la resistencia francesa. En parte, puede que
fuese adoptada a causa de la relación entre el general De Gaulle y miembros de la Prieuré
de Sion, como el señor Plantard, por ejemplo. Pero resulta interesante ver que, casi
treinta años antes, la cruz de Lorena figuraba provocativamente en un poema de Charles
Péguy. No mucho antes de morir en la batalla del Mame en 1914, Péguy —amigo íntimo de
Maurice Barres, el autor de La colline inspirée— compuso las siguientes líneas:
Les armes de Jésus c'est la croix de Lorraine, et la sang dans l'artére et le sang dans la veine, et la
source de gráce et la clairefontaine; Les armes de Satán c'est la croix de Lorraine, et c'est la
méme artére et c'est la méme veine et c'est la méme sang et la trouble fontaíne...
(Las armas de Jesús son la cruz de Lorena, tanto la sangre en la arteria como la sangre en la
vena,tanto la fuente de gracia como la fuente clara; Las armas de Satán son la cruz de
Lorena, y la misma arteria y la misma vena, y la misma sangre y la fuente revuelta.. .)4
En las postrimerías del siglo xvn el reverendo padre Vincent, historiador y anticuario de
Nancy, escribió una historia de la orden de Sion en Lorena: además, escribió otra obra,
titulada La verdadera historia de san Sigisberto, que también contiene una crónica de la vida
340
de Dagoberto II.5 En la portada de esta segunda obra hay un epígrafe, una cita del cuarto
evangelio, «Él está entre vosotros y vosotros no le conocéis».
341
No podemos señalar un hombre y decir que es descendiente por línea directa de Jesús.
Los árboles genealógicos se bifurcan, subdividen y, en el transcurso de los siglos, se multiplican
y forman verdaderos bosques. Actualmente hay en Inglaterra y Europa cuando menos una
docena de familias —con numerosas ramas colaterales— cuyo linaje es merovingio. Entre ellas
están las casas de Habsburgo-Lorena (actuales duques titulares de Lorena y reyes de
Jerusalén), Plantard, Luxem-burgo, Montpézat, Montesquieu y varias más. Según los
«documentos Prieuré», la familia Sinclair de Inglaterra también está aliada a la estirpe, al
igual que lo están las diversas ramas de los Estuardo. Y parece ser que la familia Devonshire.
entre otras, conocía el secreto. Seguramente, la mayoría de estas casas podría afirmar que
descienden de Jesús; y si un hombre, en algún momento del futuro, debe ser propuesto
como rey-sacerdote, nosotros no sabemos quién es.
Pero, cuando menos, varias cosas quedan claras. En lo que se refiere personalmente a
nosotros, el descendiente por línea direc'a ¿e Jesús no sería más divino, más intrínsecamente
milagroso, que el resto de nosotros. Sin duda esta actitud la compartirían muchísimas
personas de hoy. Sospechamos que también la comparte la Prieuré de Sion. Además, la
revelación de un individuo, o grupo de individuos, descendiente de Jesús no sacudiría al
mundo como lo hubiese sacudido hace uno o dos siglos sin ir más lejos. Aunque hubiese
«pruebas irrefutables» de tal linaje, muchas personas se limitarían a encogerse de hombros y
decir: «¿Y qué?». POÍ; tanto, no parece haber muchos motivos para los complejos planes*de
la Prieuré de Sion, a no ser que dichos planes estén aliados, de-alguna forma crucial, con la
política. Sean cuales sean las repercusiones teológicas de nuestras conclusiones, parece muy
claro que hay también otras repercusiones, unas repercusiones políticas que pueden tener un
impacto potencialmente enorme y afectar el pensamiento, los valores, ¡as institucionaes del
mundo contemporáneo en el que vivimos.
Ciertamente, en el pasado las diversas familias descendientes de los merovingios estaban
totalmente impregnadas de política y entre sus objetivos se contaba el poder político. Al
parecer, lo mismo ocurría en los casos de la Prieuré de Sion y de varios de sus grandes
maestres. No hay motivo para suponer que la política no tuviera igual importancia tanto para
la Prieuré de Sion como para la estirpe hoy en día. De hecho, todos los datos inducen a
pensar que la Prieuré de Sion piensa en términos de una unidad entre lo que solía llamarse la
Iglesia y el Estado, una unidad de lo secular y lo espiritual, lo sagrado y lo profano, la política
y la religión. En muchos de sus documentos la Prieuré de Sion afirma que el nuevo rey, de
conformidad con la tradición merovingia, «reinaría pero no gobernaría». Dicho de otro modo,
sería un rey-sacerdote que actuaría principalmente en una capacidad ritual y simbólica; y la
tarea práctica de gobernar la llevaría a cabo otra persona o personas y cabe concebir que
estas personas serían la Prieuré de Sion.
Durante el siglo xix la Prieuré de Sion, trabajando a través de la francmasonería y el
Hiéron du Val d'Or, intentó establecer un Sacro Imperio Romano redivivo y «actualizado»,
una especie de Estados Unidos y Teocráticos de Europa, gobernados simultáneamente por los
Habsburgo y por una Iglesia radicalmente reformada. Esta empresa se vio frustrada por la
primera guerra mundial y por la caída de las dinastías reinantes en Europa. Pero no es
irrazonable suponer que los actuales objetivos de la Prieuré de Sion son básicamente
parecidos —al menos en sus líneas generales— a los del Hiéron du Val d'Or.
Ni que decir tiene, sobre tales objetivos sólo podemos hacer conjeturas. Pero parecen
incluir unos Estados Unidos Teocráticos de Europa, una confederación transeuropea o
paneuropea reunida en un imperio moderno y gobernado por una dinastía descendiente de
Jesús. Esta dinastía no sólo ocuparía un trono de poder político o secular, sino que es
también muy concebible que ocupase también el trono de San Pedro. Bajo esta autoridad
suprema podría haber entonces una red entrelazada de reinos o principados, conectados
unos con otros por medio de alianzas dinásticas y matrimoniales, una especie de «sistema
feudal» del siglo xx, pero sin los abusos que generalmente se relacionan con dicho sistema. Y
el- proceso real de gobernar residiría seguramente en la Prieuré de Sion, que podría adquirir
la forma de, pongamos por caso, un parlamento europeo dotado de poderes ejecutivos o
legislativos, o de ambos tipos.
342
Una Europa así constituiría una fuerza política nueva y unificada en los asuntos
internacionales, una entidad cuya categoría sería esencialmente comparable a la de la Unión
Soviética o los Estados Unidos de América. De hecho, podría resultar más fuerte que ellos
porque se apoyaría en unos cimientos profundos, espirituales y emocionales en lugar de en
unos cimientos abstractos, teóricos e ideológicos. Apelaría, no sólo a la cabeza del hombre,
sino también a su corazón. Obtendría su fuerza del aprovechamiento de la psique colectiva
de la Europa occidental, despertando el impulso religioso fundamental.
Puede que un programa de esta índole parezca quijotesco. Pero a estas alturas la historia
ya debería habernos enseñado a no infravalorar el potencial de la psique colectiva, y el poder
que puede obtenerse encauzándola. Hace pocos años hubiera parecido inconcebible que un
zelote religioso —sin un ejército propio, sin un partido político detrás suyo, sin disponer de
nada salvo carisma y el hambre religiosa de un pueblo— pudiera, sin ayuda de nadie, derribar
el edificio moderno y soberbiamente equipado del régimen del sha en Irán. Y, pese a ello,
eso es precisamente lo que consiguió hacer el ayatollah Jomeini.
Por supuesto, no estamos dando una voz de alarma. No estamos cornparando, implícita o
explícitamente, la Prieuré de Sion con el ayatollah. No tenemos motivos para juzgar que la
Prieuré de Sion sea siniestra, como sí lo es el demagogo de Irán. Pero Jomeini es un
testimonio elocuente del arraigo, la energía, el poder potencial del impulso religioso del
hombre y de las maneras en que dicho impulso puede aprovecharse para fines políticos. Estos
fines no suponen necesariamente un abuso de la autoridad. Pueden ser tan encomiables
como los de Churchill y De Gaulle durante la segunda guerra mundial. El impulso religioso
puede encauzarse en innumerables direcciones. Es una fuente de inmenso poder potencial. Y
con demasiada frecuencia lo pasan por alto u olvidan los gobiernos modernos, que se fundan
en la razón y nada más, y que a menudo están atados a ella. El impulso religioso refleja una
profunda necesidad psicológica y emocional. Y las necesidades psicológicas y emocionales son
tan reales como la necesidad de pan, de cobijo y de seguridad material.
Sabemos que la Prieuré de Sion no es una organización de «elementos lunáticos». Sabemos
que está bien financiada e incluye —o cuando menos cuenta con sus simpatías— a hombres
que ocupan puestos de responsabilidad e influencia en la política, la economía, los medios de
comunicación y las artes. Sabemos que desde 1956 el número de sus miembros ha
aumentado más de cuatro veces, como si se estuviera movilizando o preparando para algo; y
el señor Plantard nos dijo personalmente que él y su orden estaban trabajando de acuerdo
con un calendario más o menos preciso. También sabemos que desde 1956 la Prieuré de Sion
ha puesto cierta información a disposición del público, y lo ha hecho de manera discreta,
tentadora, poco a poco, en cantidades medidas y suficientes para despertar interés. El
presente libro es fruto de esta operación.
Si la Prieuré de Sion piensa «mostrar sus cartas», ya ha llegado el momento de que lo
haga. Los sistemas e ideologías políticos que en los primeros años de este siglo parecían
prometer tanto están, en su virtual totalidad, cerca de la bancarrota. El comunismo, el
socialismo, el fascismo, el capitalismo, la democracia de corte occidental, todos estos
sistemas e ideologías, han traicionado sus promesas de una u otra manera, han
decepcionado a sus partidarios y no han logrado que se cumplieran los sueños que ellos
mismos engendraron. Debido a su estrechez de miras, a la falta de perspectiva y al abuso
de sus cargos, los políticos ya no inspiran confianza, sólo desconfianza. En el Occidente de
hoy se registran un cinismo, una insatisfacción y una desilusión cada vez mayores. Crecen la
tensión psíquica, la angustia y la desesperanza. Pero hay también una creciente búsqueda
de significado, de realización emocional, de una dimensión espiritual en nuestras vidas, de
algo en lo que se pueda creer sinceramente. Hay un anhelo de encontrar un sentido
renovado de lo sagrado y este anhelo, de hecho, constituye un renacimiento religioso a gran
escala, como demuestra, por ejemplo, la proliferación de sectas y cultos, así como la creciente
marea de fundamentalismo que se observa en los Estados Unidos. Hay también, cada vez
más, un deseo de contar con un verdadero «líder», no un «Führer», sino una especie de
figura benévola y espiritual, un «rey-sacerdote» en el que la humanidad pueda depositar
tranquilamente SJ confianza. Nuestra civilización se ha saciado de materialismo y ello le ha
hecho percatarse de un hambre más profunda. Ahora empieza a mirar hacia otra parte,
buscando la satisfacción de necesidades emocionales, psicológicas y espirituales.
343
Un clima como éste parece eminentemente propicio para los objetivos de la Prieuré de
Sion. Coloca a la orden en condiciones de ofrecer una alternativa a los sistemas sociales y
políticos existentes. No es probable que dicha alternativa constituya una utopía o la Nueva
Jeru-salén. Pero, en la medida en que satisface necesidades que los sistemas existentes ni
siquiera reconocen, bien podría resultar inmensamente atractiva.
Hay muchos cristianos devotos que no vacilan en equiparar el Apocalipsis con el holocausto
nuclear. ¿Cómo podría interpretarse el advenimiento de un descendiente por línea directa de
Jesús? Para un público receptivo podría ser una especie de Segunda Venida.
péndice
Jl-.AN DE GISORS. Según los «documentos Prieuré», Jean de Gisors fue el primer Gran maestre
independiente de Sion, asumiendo su cargo tras la «tala del olmo» y la separación de los
caballeros templarios en 1188. Nació en 1133 y murió en 1220. Fue cuando menos señor
nominal de la fortaleza de Gisors, en Normandía, donde tradicionalmente se convocaban las
reuniones entre los reyes de Inglaterra y Francia y donde, en 1188, se produjo una curiosa
disputa que trajo aparejada la tala de un olmo. Hasta 1193 Jean fue vasallo del rey de
Inglaterra: primero de Enrique II y luego de Ricardo I. También tenía propiedades en
Inglaterra: en Sussex, y el «manor» de Titchfield, en Hamps-hire. Según los «documentos
Prieuré», conoció a Tomás Becket en 1169. No se conserva ningún testimonio independiente
de dicho encuentro, pero Becket estaba en Gisors en 1169 y por fuerza tendría algún
contacto con el señor de la fortaleza.
MARIE DE SAINT-CLAIR. Encontrar información sobre Marie de Saint-Clair fue aún más difícil-
que reunir datos sobre Jean de Gisors. Nacida alrededor de 1192, era descendiente de Henri
de Sant-Clair, barón de Rosslyn, en Escocia, el cual acompañó a Godofredo de Bouillon en
la primera cruzada. Rosslyn estaba situada no lejos de la principal preceptoría templaría de
Escocia, y Rosslyn Chapel, edificada en el siglo xv, quedó envuelta en leyendas de la Rose-
Croix y la francmasonería. La abuela de Marie de Saint-Clair entró por matrimonio en la
familia francesa Chaumont, cosa que también hizo Jean de Gisors. Las genealogías de los
Chaumont, los Gisors y, los Saint-Clair quedaron así estrechamente vinculadas. Hay
algunas pruebas de que, en realidad, Marie de Saint-Clair era la segunda esposa de Jean
de Gisors, pero no pudimos confirmar este extremo de manera definitiva. Según las
genealogías que aparecen en los «documentos Prieuré», la madre de Marie era una tal Isabel
Lewis. Este apellido, que parece de origen judaico, es frecuente en el Languedoc, donde
había asentamientos judíos que databan de antes de la época cristiana.
344
345
EDOUARD DE BAR. Nacido en 1302, Edouard, conde de Bar, era nieto de Eduardo I de
Inglaterra y sobrino de Eduardo II. Descendía de una familia que había sido influyente en las
Ardenas desde la época de los merovingios y es casi seguro que estaba relacionado con la
dinastía merovingia. La hija de Edouard, al casarse, entró en la casa de Lorena y a partir de
dicho momento las genealogías de Bar y de Lorena aparecen estrechamente entremezcladas.
En 1308, a la edad de seis años (!), Edouard acompañó al duque de Lorena al campo de
batalla, cayó prisionero y no fue rescatado hasta 1314. Al llegar a la mayoría de edad,
compro el señorío de Stenay a uno de sus tíos, Jean de Bar. En 1324 se alió en operaciones
militares con Ferry de Lorena y Jean de Luxemburgo; y parece que la casa de Luxemburgo,
al igual que la de Lorena, llevaba en sus venas sangre merovingia. En 1336 Edouard murió
en un naufragio ante la costa de Chipre.
Ninguna fuente independiente pudo proporcionarnos un vínculo entre Edouard de Bar y
Guillaume de Gisors. Según las genealogías de los «documentos Prieuré», sin embargo,
Edouard era resobrino de la esposa de Guillaume, Iolande de Bar. Si bien no pudimos con
firmar esta afiliación, tampoco encontramos nada que la contradijese.
Si, como afirman los «documentos Prieuré», Edouard ocupó el cargo de Gran maestre
de Sion en 1307, lo haría a la edad de cinco años. Esto no es necesariamente improbable
si fue capturado en el campo de batalla cuando sólo contaba seis años de edad. Hasta que
Edouard alcanzó la mayoría de edad, el condado de Bar fue gobernado por su tío, Jean de
Bar, que hizo las veces de regente. Es posible que Jean actuase en calidad de «Gran
maestre regente» también. Pero no se le encuentra ningún sentido a la elección de un
chico de cinco años para el cargo de Pneuré de Sion, a menos que este cargo
estuviera vinculado de algún modo a la- herencia o a la descendencia de sangre.
JEANNE DE BAR. Jeanne de Bar nació en 1295 y era hija mayor de Edouard. Era, pues,
nieta de Eduardo I de Inglaterra y sobrina de Eduardo II. En 1310, a la edad de
quince años, contrajo matrimonio con el conde de Warren, Surrey, Sussex y Strathern
y se divorció de él al cabo de unos cinco años, después de que él fuera excomulgado
por adulterio. A pesar de ello, Jeanne continuó viviendo en Inglaterra y, aunque no
pudimos encontrar ningún testimonio detallado de sus actividades, parece ser que
disfrutó de unas relaciones cordialisimas con el trono inglés. También parece que gozo
de excelentes relaciones con el rey de Francia, que en 1345 la invitó a volver al
continente, donde se convirtió en regente del condado de Bar En 1353 —a pesar de
la guerra de los Cien Años y de la hostilidad consiguiente entre Inglaterra y Francia—
Jeanne volvió a Inglaterra. Cuando el monarca francés fue hecho prisionero en la
batalla de Poitiers, en 1356, y encarcelado en Londres, Jeanne recibió permiso para
«consolarlo» y cuidarlo Se dice que durante el subsiguiente encarcelamiento
prolongado del rey francés Jeanne fue su amante, aunque a la sazón ambos eran de
edad avanzada. Murió en Londres en 1361.
Según los «documentos Prieuré», Jeanne de Bar presidió la Prieuré de Sion hasta
1351, es decir, hasta diez años antes de su muerte. Parece, pues, que fue la única
figura de la lista de grandes maestres que dimitió, abdicó o fue depuesta de su cargo.
346
BLANCHE DE EVREUX. Blanche de Evreux era en realidad Blanca de Navarra, hija del rey
de Navarra. Nació en 1332. De su padre heredó los condados de Longueville y
Evreux, ambos inmediatamente contiguos a Gisors; y en 1359 se convirtió en
condesa de Gisors también. Diez años antes se había casado con Felipe VI, rey de
Francia, a través del cual es casi seguro que conocería a Jeanne de Bar. Pasó gran
parte de su vida en el castillo de Neuphle, cerca de Gisors, donde murió en 1398.
Según numerosas leyendas, Blanche estaba inmersa en estudios y experimentos
alquímicos; y la tradición habla de laboratorios en algunos de sus castillos. Se dice que poseía
una obra alquimica de valor incalculable que había sido producida en el Languedoc durante el
siglo XIV, pero que estaba basada en un manuscrito que databa de los últimos días de la
dinastía merovingia, setecientos años antes. También se rumorea que protegía a Nicolás
Flamel.
347
lOLANDE DE BAR. Nacida alrededor de 1428, Iolande de Bar era hija de Rene de Anjou. En
1445 contrajo matrimonio con Ferri, señor de Sion-Vaudémont y uno de los primeros
caballeros de la orden de la Media Luna que fundara Rene. Tras la muerte de Ferri, Iolande
pasó la mayor parte de su vida en Sion-Vaudémont, que, bajo sus auspicios, dejó de ser
centro de peregrinaciones locales para convertirse en lugar sagrado para toda Lorena. En un
remoto pasado pagano el lugar ya había gozado de tal categoría y más adelante se encontró
en él una estatua de Rosemerthe, antigua Diosa Madre galo-teutónica. Incluso en los
primeros tiempos del cristianismo el lugar era considerado como sagrado, aunque a la sazón
se llamaba Mount Semita, lo cual hada pensar en algo más judaico que cristiano. Durante la
era merovingia se erigió en él una estatua de la virgen y en 1070 el conde que gobernaba
Vaudémont se había proclamado públicamente «vasallo de la reina del cielo». La virgen de
Sion fue declarada oficialmente «soberana del condado de Vaudémont», cada mes de mayo
se celebraban fiestas en su honor y era reconocida como protectora de toda Lorena.
Encontramos un documento que databa de 13% y que pertenece a una especie de cofradía
caballeresca con base en las montañas, la cofradía de los Chevaliers de Sion, cuyo origen,
según se decía, se remontaba' a la antigua abadía de monte Sion, en las afueras de
Jerusalén. Con todo, parece ser que en el siglo xv Sion-Vaudémont ya había perdido parte
de su importancia. Iolande de Bar le devolvió parte de su gloria de antaño.
Posteriormente, el hijo de Iolande, Rene, se convirtió en duque de Lorena. Siguiendo
instrucciones de sus padres, fue educado en Florencia, por lo que estaba bien versado en la
tradición y la orientación esotéricas de las academias. Su preceptor fue Georges Antoine
Ves-pucci, uno de los principales patronos y protectores de Botticelli.
348
SANDRO FlLIPEPI. Más conocido por Botticelli, Sandro Filipepi nació en 1444. Con la excepción
de Nicolás Flamel, su nombre es el primero de la lista de supuestos grandes maestres de Sion
que no está directamente afiliado con las familias cuyas genealogías figuran en los «docu
mentos Prieuré». Al mismo tiempo, no obstante, parece ser que gozó de una relación
estrechísima con algunas de las citadas familias. Entre sus patronos estaban los Medici, los
Este, los Gonzaga y los Vespucci, de los últimos de los cuales había salido el preceptor del
hijo de Iolande de Bar, el futuro duque de Lorena. El propio Botticelli estudió bajo Filippo
Lippi y Mantegna, que habían sido protegidos por Rene de Anjou. También estudió bajo
Verrocchio, alquimista y exponente del pensamiento hermético entre cuyos alumnos se
encontraba Leonardo da Vinci.
Al igual que la mayoría de la gente, al principio no relacionamos a Botticelli con el
«ocultismo» y lo esotérico. Pero recientes estudiosos del Renacimiento —Edgar Wind, por
ejemplo, y Francés Yates— han argüido efectivamente que había en él una predisposición a
lo esotérico, de manera que nos dejamos convencer por sus persuasivas conclusiones. Parece
ser que Botticelli era un «esoterista» y la mayor parte de su obra refleja una encarnación de
principios esotéricos. Se atribuye a Botticelli o a su preceptor, Mantegna, una de las barajas
de naipes del Tarot más antiguas que se conocen. Y el famoso cuadro «Primavera» es, entre
otras muchas cosas, una ampliación del tema de la Arcadia y de la «corriente subterránea»
esotérica.
LEONARDO DA VINCI. Nacido en 1452, Leonardo conocía bien a Botticelli, en gran parte porque
ambos habían trabajado en calidad de aprendices para Verrocchio. Al igual que Botticelli,
Leonardo fue protegido por los Medici, los Este y los Gonzaga. También lo fue por Ludovico
Sforza, hijo de Francesco Sforza, uno de los amigos más íntimos de Rene de Anjou y
miembro original de la orden de la Media Luna.
Los intereses y la orientación esotéricos de Leonardo, al igual que los de Botticelli, ya han
quedado bien demostrados. Francés Yates, en una conversación que sostuvo con uno de
nuestros investigadores, le calificó de «rosacruz» primitivo. Pero en el caso de Leonardo
parece que lo esotérico va todavía más lejos que en el de Botticelli. Hasta Vasari, su biógrafo
y contemporáneo, dijo de él que tenía «una mentalidad herética». Aún no está claro en qué
consistía exactamente su herejía. Sin embargo, durante los últimos años ciertas autoridades
le han atribuido una antigua creencia herética según la cual Jesús tenía un hermano gemelo.
Ciertamente, hay pruebas de ello: en un bosquejo titulado «La virgen con san Juan Bautista y
santa Ana», y en la famosa «Última Cena», donde hay. de hecho, dos Cristos virtualmente
idénticos. Pero no hay ninguna indicación de si la doctrina del hermano gemelo de Jesús hay
que tomársela en sentido literal o simbólico
Entre 1515 y 1517 Leonardo, en calidad de ingeniero militar, estuvo agregado al ejército
de Charles de Montpensier y de Borbón, condestable de Francia, virrey del Languedoc y de
Milán. En 1518 se instaló en el castillo de Cloux y, según parece, volvió a estar cerca del
condestable, en Amboise, no lejos de allí.
349
FERDINAND DE GONZAGUE. Ferrante de Gonzaga, nombre que se le suele dar más a menudo,
nació en 1507, hijo del duque de Mantua y de Isabelle de Este, uno de los protectores más
entusiásticos de Leonardo. Su principal título era el de conde de Guastalla. En 1527 ayudo a
su primo Charles de Montpensier y de Horbón en sus operaciones militares. Al parecer, varios
años después estuvo coaligado abiertamente con Frangois de Lorena, duque de Guisa, que
casi logró apoderarse del trono de Francia. Al igual que virtualmente todos los Gonzaga de
Mantua, Ferrante era un devoto asiduo del pensamiento esotérico.
Al mismo tiempo, en su caso nos encontramos con el único fragmento de información
ostensiblemente errónea que contenían los «documentos Prieuré». Según la lista de grandes
maestres de Sion que aparece en los Dossiers Secrets, Ferrante presidió la orden hasta que
murió en 1575. Sin embargo, según fuentes independientes, se cree que murió cerca de
Bruselas en 1557. Las circunstancias que rodearon su muerte son extremadamente
imprecisas y, por supuesto, es posible que no muriese en 1557, sino que simplemente se
ocultara. Por otro lado, la fecha que dan los Dossiers Secrets puede ser un error auténtico.
Lo que es más. Ferrante tenía un hijo, César, que sí murió en 1575 y que tal vez haya sido
confundido con su padre, deliberadamente o sin querer. Lo importante es que no encontramos
más inexactitudes tan aparentes en los «documentos Prieuré», incluso en los casos en que el
tema era mucho más oscuro y menos susceptible de que fuentes independientes lo
contradijesen. Nos pareció casi inconcebible que un error, en este caso concreto, pudiera
deberse simplemente a un descuido. Al contrario, era casi como si el error, al confutar de
manera tan flagrante crónicas aceptadas, fuese intencionado y con él se quisiera transmitir
algo.
LOUIS DE NEVERS. Louis, duque de Nevers, era, en realidad, Louis de Gonzaga. Nacido en 1539,
era sobrino de Ferrante de Gonzaga, su predecesor en la lista de grandes maestres de Sion.
Su hermano, al casarse, pasó a formar parte de la familia de los Habsburgo y su hija contrajo
matrimonio con el duque de Longueville, título que otrora ostentase Blanche de Evreux; su
resobrina casó con el duque de Lorena y se interesó mucho por el antiguo lugar sagrado de
Sion-Vau-démont. En 1622 hizo instalar allí una cruz especial y en 1627 se fundaron una casa
religiosa y una escuela.
Durante las guerras de religión Louis de Nevers estuvo estrechamente aliado a la casa de
Lorena y a su rama menor, la casa de Guisa, que exterminó a la antigua dinastía Valois de
Francia y estuvo a punto de hacerse con el trono. En 1584, por ejemplo, Louis firmó un
tratado con el duque de Guisa y el cardenal de Lorena prometiendo oposición mutua a Enrique
III de Francia. Sin embargo, al igual que sus colegas, Louis se reconcilió con Enrique IV y
sirvió al nuevo monarca en calidad de superintendente de hacienda. En el desempeño de esta
actividad cooperaría con el padre de Robert Fludd. Sir Thomas Fludd era tesorero del
contingente militar que Isabel I de Inglaterra envió en apoyo del rey de Francia.
Louis de Nevers, al igual que todos los Gonzaga, estaba profundamente versado en la
tradición esotérica y se cree que estuvo asociado con Giordano Bruno, el cual, según Francés
Yates, tuvo que ver con ciertas sociedades secretas de índole hermética que fueron un
anticipo de los «rosacruces». En 1582, por ejemplo, Louis estuvo en Inglaterra, asociado con
sir Philip Sidney (autor de Arcadia) y John Dee, el principal esoterista inglés de la época. Un
año más tarde Bruno visitó Oxford y se asoció con la misma gente y, según Francés Yates,
promovió las actividades de su organización clandestina.
ROBERT FLUDD. Nacido en 1574, Robert Fludd sucedió a John Dee como principal exponente
del pensamiento esotérico en Inglaterra. Escribió y publicó muchas obras sobre un amplio
espectro de temas esotéricos y desarrolló una de las formulaciones más exhaustivas de la
filosofía hermética jamás escritas. Francés Yates sugiere que parte de su obra puede ser «el
Sello o código secreto de una secta o sociedad hermética». Aunque el propio Fludd nunca
afirmó ser miembro de los «rosacruces», que por aquel entonces causaban sensación en el
continente, manifestó su aprobación y declaró que el «bien más elevado» era la «Magia,
Cabala y Alquimia de los Hermanos de la Rosa Cruz».
Al mismo tiempo, Fludd ascendió a un puesto muy estimado en el Colegio de Médicos de
Londres y entre sus amigos se encontraban William Harvey, el descubridor de la circulación
de la sangre. Fludd también disfrutó del favor de Jacobo I y Carlos I, los cuales le conce
dieron rentas procedentes de tierras situadas en Suffolk. Formó parte del cónclave de
eruditos que presidió la traducción de la «Biblia del rey Jacobo».
350
El padre de Fludd había estado relacionado con Louis de Nevers. El propio Fludd se educó
en Oxford, donde, al parecer, John Dee y sir Philip Sidney establecieron un enclave de
intereses esotéricos unos cuantos años antes. Entre 1596 y 1602 Fludd viajó extensamente
por Europa, asociándose con mucha gente que posteriormente tendría que ver con el
movimiento «rosacruz». Entre esta gente se contaba un tal Janus Gruter, íntimo amigo
personal de Johann Valentín Andrea.
En 1602 Fludd recibió un encargo interesante y, a efectos de nuestra investigación,
significativo. Fue llamado específicamente a Marsella para que sirviera en calidad de preceptor
personal de los hijos del duque de Guisa, sobre todo de Charles, el joven duque de Guisa. Al
parecer, su asociación con Charles continuó hasta 1620.
En 1610 Charles, duque de Guisa, casó con Henriette-Catherine de Joyeuse. Entre las
posesiones de ésta estaba Couiza, a los pies de la montaña en la que se halla situado
Rennes-le-Cháteau. E incluían Arques, lugar donde se alza la tumba idéntica a la que se ve
en el cuadro de Poussin. Transcurridos unos veinte años, en 1631, el duque de Guisa,
después de conspirar contra el trono de Francia, se exilió voluntariamente en Italia, donde
pronto se reuniría con él su esposa. En 1640 el duque murió. Pero a su esposa no se le
permitió volver a Francia hasta que consintió vender Couiza y Arques a la corona.2
JOHANN VALENTÍN ANDREA. Andrea, hijo de un pastor y teólogo luterano, nació en 1586, en
Württemburg, que lindaba con Lorena y el Palatinado del Rhin. Ya en 1610 viajaba por
Europa y se rumoreaba que era miembro de una sociedad secreta de iniciados herméticos o
esotéricos. En 1614 fue ordenado diácono de una pequeña ciudad próxima a Stuttgart y, al
parecer, permaneció en ella, sano y salvo, durante las calamidades de la guerra de los Treinta
Años (1618-1648) que vino después.
ROBERT BOYLE. Robeit Boyle nació en 1627, hijo menor del conde de Cork. Más adelante le sería
ofrecido un título nobiliario propio que él rechazaría. Se educó en Eton, donde su director, sir
Henry Wotton, estaba estrechamente relacionado con el séquito «rosacruz» de Federico del
Palatinado.
En 1639 Boyle inició una prolongada gira por Europa. Pasó cierto tiempo en Florencia,
donde los Medici, resistiéndose a las presiones del papa, seguían prestando apoyo a
esoteristas y científicos, entre los cuales se encontraba Galileo. Y pasó veintiún meses en
Ginebra, donde se interesó por diversas disciplinas esotéricas, incluyendo la demonología.
Durante su estancia en Ginebra obtuvo una obra, El diablo de Mascón, que hizo traducir por
un tal Pierre du Moulin, que sería amigo suyo durante el resto de su vida. El padre de Du
Moulin era capellán personal de Catherine de Bar, esposa de Henri de Lorena, duque de Bar.
Posteriormente, Du Moulin padre obtuvo el mecenazgo asiduo de Henri de la Tour de
Auvergne, vizconde de Turenne y duque de Bouillon.
A su regreso a Inglaterra en 1645, Boyle estableció inmediatamente contacto con el círculo
de Samuel Hartlib, amigo íntimo y corresponsal de Andrea. En una serie de cartas fechadas
en 1646 y 1647 habla repetidamente del «colegio invisible». Declara, por ejemplo, que «las
piedras angulares del Invisible o (como se llaman a sí mismos) del Colegio Filosófico, de vez
en cuando me honran con su compañía».
En 1654 Boyle ya estaba en Oxford, donde se asocio con John Wilkin, ex capellán de
Federico del Palatinado. En 1660 Boyle estuvo entre las primeras figuras públicas que
ofrecieron lealtad a los Es-tuardo, que acababan de ser restaurados, y Carlos II se convirtió
en protector de la Royal Society. En 1668 se instaló en Londres, donde vivió con su hermana,
que estaba emparentada matrímonialmente con John Dury, otro amigo y corresponsal de
Andrea. En su domicilio de Londres, Boyle recibió a numerosos visitantes distinguidos,
incluyendo a Cosimo III de Medici, que más adelante gobernaría Florencia y sería gran duque
de la Toscana.
Durante estos años los dos amigos más íntimos de Boyle fueron Isaac Newton y John
Locke. Se dice que Boyle enseñó a Newton los secretos de la alquimia. En todo caso, los dos
se reunían regularmente para hablar del tema y estudiar obras alquímicas. Mientras tanto,
Locke, poco después de trabar conocimiento con Boyle, fue a pasar una larga temporada en
el sur de Francia. Se sabe que visitó especialmente las tumbas de Nostradamus y de Rene
de Anjou. También se sabe que estuvo en los alrededores de Toulouse, Carcasona, Narbona
y, muy posiblemente, Rennes-le-Cháteau. Además, consta que se relacionó con la duquesa de
Guisa y que estudió los informes de la Inquisición sobre los cataros, así como la historia de las
leyendas según las cuales la Magdalena trajo el Santo Grial a Marsella. En 1676 visitó la
supuesta residencia de la Magdalena en Saint Baume.
351
cumpliría con mi antigua intención de dejar una especie de legado hermético a los discípulos
estudiosos de ese arte y entregar sinceramente en el papel adjunto algunos procesos,
químicos y médicos, que son menos simples y sencillos que aquellos apenas iucíferos que he
solido seguir y de un tipo más difícil y complejo que los que hasta ahora he publicado y más
en consonancia con los más nobles secretos herméticos o, como los denomina Helmont.
«arcana ma-jora».3
Añade que piensa hablar tan claramente como pueda, «aunque los usos plenos y
completos no se mencionan, en parte porque, a pesar de mi filantropía, me comprometí a
guardar el secreto».4'
El «papel adjunto» al que alude Boyle nunca fue encontrado. Es posible que pasara a
manos de Locke o, más probablemente, de New-ton. En el momento de su muerte en 1691,
Boyle entregó todos sus demás papeles a estos dos confidentes, así como muestras de un
misterioso «polvo rojo» que figuraba de modo muy prominente en gran parte de la
correspondencia de Boyle y en sus experimentos alquí-micos.
ISAAC NEWTON. Isaac Newton nació en Lincolnshire en 1642. Era descendiente de la «antigua
nobleza escocesa», según él mismo insistía, aunque, al parecer, nadie se tomó muy en serio
tal afirmación. Se educó en Cambridge, fue elegido miembro de la Royal Society en 1672 y
tuvo su primer encuentro con Boyle al año siguiente. En 1689-1690 se asoció con John Locke y
con un individuo elusivo y enigmático que se llamaba Nicholas Fatio de Duillier. Al parecer,
Fatio de Duillier, que descendía de la aristocracia ginebrina, paseó su altiva insolencia por
toda la Europa de su tiempo. A veces, según parece, trabajó como espía, normalmente
contra Luis XIV de Francia. También parece que fue íntimo de todos los científicos
importantes de la época. Y desde el momento de su aparición en Inglaterra, fue el amigo
más íntimo de Newton. Durante por lo menos el decenio siguiente sus nombres estuvieron
inextricablemente vinculados.
En 16% Newton fue nombrado director de la ceca real y más adelante participó en la
fijación del patrón oro. En 1703 fue elegido presidente de la Royal Society. Más o menos por
aquel entonces también hizo amistad con un joven refugiado protestante francés llamado
Jean Desaguliers, que era uno de los dos encargados de experimentos de la Royal Society.
En los años siguientes Desaguliers se convirtió en una de las principales figuras de la
asombrosa proliferación de la francmasonería en toda Europa. Estuvo asociado con
destacadas figuras masónicas como James Anderson, el Chevalier Ramsay y Charles Rad
clyffe. Y en 1731, en su calidad de maestre de la logia masónica de La Haya, presidió la
iniciación del primer príncipe europeo que se hizo masón. El príncipe en cuestión era Fran?ois,
duque de Lorena, quien, tras su matrimonio con María Teresa de Austria, se convirtió en
Sacro Emperador Romano.
352
No hay ningún testimonio de que el propio Newton fuera masón. Al mismo tiempo, sin
embargo, era miembro de una institución semimasónica, el «Club de Caballeros de Spakiing»,
que incluía figuras tan notables como Alexander Pope. Asimismo, ciertas actitudes y obras
suyas reflejan inquietudes compartidas por figuras masónicas del período. Al igual que
muchos autores masónicos, por ejemplo, estimaba a Noé, más que a Moisés, como fuente
esencial de sabiduría esotérica. Ya en 1689 había iniciado lo que él consideraba como una de
sus obras más importantes: un estudio de las monarquías antiguas. Esta obra, The
chronology of ancient kingdoms amended, trataba de establecer los orígenes de la
institución monárquica, así como la primada de Israel sobre otras culturas de la
antigüedad. Según Newton, el judaismo antiguo había sido depositario del conocimiento
divino, que posteriormente se había diluido, corrompido y perdido en gran parte. Sin
embargo, él creía que parte de dicho conocimiento se había filtrado hasta Pitágoras, cuya
«música de las esferas» era, a juicio de Newton, una metáfora de la ley de la gravedad. En su
intento de formular una metodología científica precisa para la datación de los acontecimientos,
tanto de las Escrituras como de los mitos clásicos, utilizó la búsqueda del Vellocino de Oro por
parte de Jasón como acontecimiento fundamental; y, al igual que otros escritores masónicos
y esotéricos, interpretó dicha búsqueda como una metáfora alquímica. También trató de
discernir «correspondencias» o correlaciones herméticas entre la música y la arquitectura. Y,
al igual que muchos masones, atribuyó gran importancia a la configuración y las
dimensiones del templo de Salomón. A su modo de ver, dichas dimensiones y configuración
ocultaban fórmulas alquímicas; y él creía que las antiguas ceremonias que se celebraban en el
templo llevaban aparejados procesos alquímicos.
Para nosotros fue una revelación el hecho de que Newton se preocupara por estas cosas.
Ciertamente, no concuerdan con la imagen de Newton que se promulga en nuestro propio
siglo, la imagen de ur científico que estableció de modo definitivo la separación entre 1F,
filosofía de la naturaleza y la teología. En realidad, sin embargo, Newton, más que
cualquier otro científico de su época, estaba empapado de textos herméticos y en sus
propias actitudes reflejaba la tradición hermética. Persona profundamente religiosa, le
obsesionaba la búsqueda de una unidad divina y de una red de correspondencias inherentes
a la naturaleza. Esta búsqueda le llevó a la exploración de la geometría y la numerología
sagradas, el estudio de las propiedades intrínsecas de la forma y el número. En virtud de su
asociación con Boyle, era también un alquimista practicante que, de hecho, atribuía una
importancia primordial a su obra alquímica 5 Además de ejemplares anotados
personalmente de los manifiestos «rosacruces», en su biblioteca había más de cien obras
alquímicas. Una de ellas, un volumen de Nicolás Flamel, la había copiado laboriosamente a
mano. La preocupación de Newton por la alquimia continuó durante toda su vida. Mantuvo
una correspondencia voluminosa y críptica sobre el tema con Boyle, Locke, Fatio de Duillier
y otros. En una de las cartas incluso aparecen borradas ciertas palabras clave.
Si las inquietudes científicas de Newton eran menos ortodoxas de lo que habíamos
imaginado al principio, lo mismo ocurría con sus opiniones religiosas. Era fanáticamente hostil,
aunque de un modo callado, a la idea de la Trinidad. También repudiaba el deísmo que
estaba de moda en su tiempo y que reducía el cosmos a una vasta máquina mecánica
construida por un Ingeniero Celestial. Puso en duda la divinidad de Jesús y coleccionaba
ávidamente todos los manuscritos que trataran de eíla. Dudaba de la autenticidad completa
del Nuevo Testamento y creía que ciertos pasajes del mismo eran corrupciones interpoladas
en el siglo V. Se sentía profundamente intrigado por algunas de las primeras herejías
gnósticas y escribió un estudio sobre una de ellas.6
Alentado por Fatio de Duillier, Newton mostró también una simpatía notable y
sorprendente por los camisardos o Profetas de Céven-nes, los cuales, poco después de 1705,
empezaron a aparecer en Londres. Llamados así a causa de sus túnicas blancas, los
camisardos, como los cataros antes que ellos, habían surgido en el sur de Francia. Al igual
que los cataros, se oponían con vehemencia a Roma y recalcaban la supremacía de la «gnosis»
o conocimiento directo sobre la fe. Al igual que los cataros, ponían en entredicho la
«divinidad» de Jesús y habían sido supri-nidos brutalmente por la fuerza militar: de hecho, fue
como una versión del siglo xvm de la cruzada contra los albigenses. Expulsados dei
Languedoc, los herejes encontraron refugio en Ginebra y en Londres.
Pocas semanas antes de morir, Newton, ayudado por unos cuantos amigos íntimos, quemó
sistemáticamente las numerosas cajas de manuscritos y papeles personales. Sus
contemporáneos quedaron muy sorprendidos al ver que, ya en su lecho de muerte, no
solicitaba los últimos sacramentos.
353
CHARLES RADCLYFFE. Desde el siglo xvi los Radclyffe habían sido una influyente familia de
Northumberland. En 1688, poco antes de ser depuesto, Jacobo II les había concedido el título
de condes de Derwen-twater. Charles Radclyffe nació en 1693. Su madre era hija ilegítima de
Carlos II y de su amante Molí Davis. Por consiguiente, Radclyffe era, por parte de madre, de
sangre real, nieto de Carlos II. Era primo del pretendiente Carlos Estuardo y de George Lee,
conde de Lichfield, otro nieto ilegítimo del rey Estuardo. No es extraño, pues, que Radclyffe
dedicara gran parte de su vida a la causa de los Estuardo.
CHARLES DE LORENA. Nacido en 1712, Charles de Lorena era hermano de Francois, que le
llevaba cuatro años. Es probable que durante la infancia ambos hermanos estuvieran
expuestos a la influencia jaco-bita, pues su padre había ofrecido protección y refugio en Bar-
le-Duc a los Estuardo exiliados. En 1735, cuando Franc.ois casó con María Te-
resa, Charles se convirtió en cuñado de la emperatriz austríaca. Nueve años más
tarde, en 1744, consolidó esta relación contrayendo matrimonio con la hermana de
María Teresa, María Ana. En el mismo año fue nombrado gobernador general de los
Países Bajos austríacos (la actual Bélgica) y comandante en jefe del ejército austríaco.
Al contraer matrimonio, Fran^ois había renunciado formalmente a todo derecho
sobre Lorena, que fue confiada a una marioneta francesa. A cambio de ello recibió el
archiducado de la Toscana. Sin embargo, Charles se negó obstinadamente a
reconocer esta transacción y a renunciar a su derecho sobre Lorena. En efecto,
debido a la abdicación de Francois, Charles era duque titular de Lorena. Y en 1742
avanzó con un ejército de 70.000 hombres para reconquistar su suelo natal. Es muy
probable que lo hubiera conseguido de no haberse visto obligado a desviar su ejército
hacia Bohemia con el fin de hacer frente a una invasión francesa.
En las operaciones militares que siguieron Charles demostró ser un hábil
comandante. Sin duda, hoy se le consideraría como uno de los mejores generales de
su tiempo de no haber tenido la desgracia de verse forzado a enfrentarse
repetidamente a Federico el Grande. Fue contra Charles que Federico obtuvo una de
sus victorias más deslumbrantes y decisivas, la batalla de Leuthen en 1757. Y, pese
a ello, Federico tenía a Charles por un adversario digno y «temible» y cuando hablaba
de él no hacía sino dedicarle elogios.
Tras ser derrotado en Leuthen, Charles fue relevado del mando por María Teresa y
se retiró a su capital de Bruselas. Allí se instaló como mecenas de las artes y reunió
una corte rutilante a su alrededor: una corte elegante, graciosa, cultivadísima, que se
convirtió en centro de la literatura, la pintura, la música y el teatro. En muchos
sentidos esta corte se parecía a la del antepasado de Charles, Rene de Anjou; y es
muy posible que el parecido fuese deliberado.
En 1761 Charles se convirtió en Gran maestre de la orden Teutónica, que era un
vestigio caballeresco de los antiguos caballeros teutónicos, los protegidos germánicos
de los templarios que habían sido una importante fuerza militar hasta el siglo xvi. Más
adelante, en 1770, se nombró un nuevo coadjutor de la orden Teutónica: Maximilian,
el sobrino favorito de Charles. Durante los años siguientes el lazo entre tío y sobrino
fue extremadamente estrecho; y en 1755, cuando se erigió en Bruselas una estatua
ecuestre a Charles, Maximilian asistió a la ceremonia. El descubrimiento oficial de la
estatua, que había sido programado con mucha precisión, tuvo lugar el 17 de enero,7
es decir, la fecha de la primera transmutación alquímica efectuada por Nicolás Flamel,
de la lápida sepulcral de Marie de Blanchefort y de la embolia que acabó con la vida de
Sauniére.
354
355
Aunque al principio simpatizó con la revolución, Nodier no tardó en volverse contra ella.
Mostró un cambio semejante en su actitud ante Napoleón y en 1802 se opuso ruidosamente al
emperador. En el citado año publicó, en Londres, un poema satírico, The Napoléone. Después
de producir esta obra sediciosa, hizo algo extraño: se puso a llamar la atención sobre el hecho
de que la había escrito. Al principio las autoridades no le prestaron atención y, al parecer,
Nodier hizo todo lo posible para que le detuvieran. Por fin, después de escribir una carta
personal a Napoleón en la que confesaba su culpa, fue encarcelado durante un mes, enviado
luego a Besancon y sujeto a una vigilancia poco rigurosa. A pesar de ello, más adelante
Nodier afirmaría haber continuado oponiéndose al régimen, viéndose envuelto en dos com
plots distintos contra Napoleón, en 1804 y de nuevo en 1812. Aunque era dado a las
bravuconadas y a la fanfarronería, puede que en esta afirmación hubiese algo de verdad.
Ciertamente, mantuvo amistad con los instigadores de los dos complots, a los que había
conocido en Besancon durante su juventud.
VÍCTOR HUGO. La familia de Hugo era originaria de Lorena —más adelante él insistiría en que
descendía de gentes aristocráticas y distinguidas— pero él nació en Besancon, semillero de
actividades subterráneas y subversivas, en 1802. Su padre fue general bajo Napoleón, pero
mantuvo relaciones muy cordiales con los conspiradores que tramaron el complot contra el
emperador. De hecho, uno de tales conspiradores era amante de la señora Hugo,
cohabitando con ella en la misma casa y desempeñando un papel importante en el desarrollo
de su hijo, siendo padrino y mentor de Víctor. Así, Hugo había conocido el mundo de la
intriga, la conspiración y las sociedades secretas desde los siete años de edad.
A los diecisiete años Víctor Hugo ya era discípulo ferviente de Charles Nodier; y fue de
Nodier de quien adquirió su conocimiento erudito de la arquitectura gótica, que figura de
forma tan sobresaliente en El jorobado de Nótre Dame. En 1819 Hugo y su hermano fundaron
una editorial conjuntamente con Nodier y esta editorial produjo una revista cuyo director era
Nodier. En 1822 Hugo contrajo matrimonio en una ceremonia especial celebrada en Saint
Sulpice. Tres años después, él y Nodier, con sus respectivas esposas, hicieron un prolongado
viaje a Suiza. En el mismo año, 1825, los dos amigos hicieron juntos un viaje para asistir a la
coronación de Carlos X. En los años siguientes Hugo formó su propio salón, tomando como
modelo el de Nodier, que era frecuentado por la mayoría de las mismas celebridades. Y
cuando Nodier murió en 1845, Hugo fue uno de los portadores del féretro.
Al igual que Newton, Hugo era un hombre profundamente religioso, pero sus opiniones
religiosas eran de lo más heterodoxas. Al igual que Newton, era decididamente antitrinitario y
repudiaba la divinidad de Jesús. A resultas de la influencia de Nodier, pasó toda su vida
inmerso en el esoterismo, en el pensamiento gnóstico, cabalístico y hermético: preocupación
que ñgura de forma prominente en su poesía y en su prosa. Y se sabe que estuvo relacionado
con una llamada orden de la «Rose Croix» de la que también formaban parte Eliphas Lévi y el
joven Maurice Barres.
Las actitudes políticas de Victor Hugo siempre han llenado de perplejidad a críticos e
historiadores y son demasiado complejas, demasiado incongruentes y dependen demasiado
de otros factores para comentarlas aquí. Sin embargo, nos pareció significativo que, a pesar
de su admiración personal por Napoleón, Hugo fuese un monárquico leal que acogió con
agrado la restauración de la antigua dinastía borbónica. Pero, al mismo tiempo, parece que
consideraba que los Borbones sólo eran deseables de modo provisional, como una especie
de solución momentánea. En conjunto, da la impresión de haberlos despreciado y se mostró
especialmente feroz al condenar a Luis XIV. El gobernante al que Hugo apoyó con mayor
entusiasmo —de hecho, los dos eran amigos íntimos— fue Luis Felipe, el «rey ciudadano» que
fue elegido para que presidiera una monarquía popular. Y, debido a su matrimonio, Luis
Felipe estaba aliado a la casa de Habsburgo-Lorena. De hecho, su esposa era sobrina de
Maximilian de Lorena.
356
CLAUDE DEBUSSY. Debussy nació en 1862 y, aunque su familia era pobre, no tardó en tener
contacto con personas ricas e influyentes. Cuando era aún adolescente, actuaba de pianista
en el castillo de la amante del presidente de Francia y, al parecer, conoció también al jefe del
estado. En 1880 fue adoptado por la noble rusa que había protegido a Tchaikovsky y viajó
con ella a Suiza, Italia y Rusia. En 1884, después de ganar un codiciado premio musical, pasó
una temporada estudiando en Roma. Entre 1887 y 1906 vivió principalmente en París, pero
los años que precedieron y sucedieron a este período los dedicó a viajar extensamente. Se
sabe que estos viajes le pusieron en contacto con cierto número de personas eminentes.
Intentamos averiguar si alguna de ellas estaba relacionada con las familias cuyas genealogías
figuran en los «documentos Prieuré», pero nuestros esfuerzos fueron en vano en su mayor
parte. Averiguamos que Debussy era curiosamente aficionado a mantener el secreto en lo
que se refería a sus conocidos aristocráticos y políticos. Muchas de sus cartas han sido
suprimidas y en las publicadas se han borrado escrupulosamente nombres importantes y, a
veces, frases enteras.
Al parecer, Debussy conoció a Víctor Hugo por mediación del poeta simbolista Paul
Verlaine. Más adelante puso música a varias obras de Hugo. Durante su estancia en París
formó parte de los círculos simbolistas que dominaban la vida cultural de la capital francesa. A
veces estos círculos eran ilustres, otras veces eran extraños y en algunas ocasiones eran
ambas cosas a la vez. Entre sus componentes se encontraba el joven clérigo Emile Hoffet, a
través del cual Debussy conoció a Bérenger Sauniére; a Emma Calvé, la diva aficionada al
esoterismo; al enigmático mago de la poesía simbolista francesa Stéphane Ma-llarmé, a una
de cuyas obras maestras, L'Aprés-Midi d'un Faun, puso música Debussy; al dramaturgo
simbolista Maurice Maeterlinck, sobre cuyo drama Pelléas et Mélisande escribió Debussy una
ópera mundial-mente famosa; y al extravagante conde Phillipe Auguste Vüliers de risle-
Adam, que escribió la obra teatral «rosacruz» Axel. Aunque su muerte en 1918 le impidió
terminarlo, Debussy empezó a escribir un libreto para el drama ocultista de Villiers, con la
intención de componer también una ópera basada en él. Entre sus otros conocidos estaban
las luminarias que asistían a las famosas soirées que Mallarmé organizaba los martes por la
noche: Osear Wilde, W. B. Yeats, Paul Valéry, André Gide, Marcel Proust.
En sí mismos los círculos de Debussy y de Mallarmé estaban impregnados de esoterismo. Al
mismo tiempo, en algunos aspectos coincidían con otros círculos que eran aún más esotéricos.
Así, Debussy se asoció con virtualmente la totalidad de los nombres más prominentes del
llamado «renacimiento ocultista francés».
JEAN COCTEAU. Nacido en 1889, Cocteau nos pareció un candidato muy poco verosímil para el
cargo de Gran maestre de una influyente sociedad secreta. Pero lo mismo ocurrió con algunos
de los otros nombres la primera vez que los encontramos. En el caso de todos los demás poco
a poco se hicieron visibles ciertas conexiones pertinentes. En el caso de Cocteau, hallamos
pocas conexiones de este tipo.
Conviene señalar, sin embargo, que Cocteau se educó en un ambiente próximo a los
pasillos del poder, pues su familia destacaba en política y su tío era un diplomático importante.
A pesar de su subsiguiente existencia bohemia, Cocteau nunca se divorció por completo de
estas esferas influyentes. Aunque su comportamiento era a veces escandaloso, conservo un
contacto estrecho con individuos muy relevantes de los círculos aristocráticos y políticos. Al
igual que muchos de los supuestos grandes maestres de Sion —Boyle, Newton, Debussy. por
ejemplo—, Cocteau se mostró sublimemente alejado de la política. Durante la ocupación
alemana no tomó parte activa en la resistencia, aunque demostró claramente la antipatía
que le inspiraba el régimen de Pétain. Y, al parecer, después de la guerra disfrutó de mucha
estimación por parte de De Gaulle, cuyo hermano le encargó que pronunciase una importante
conferencia sobre el estado de Francia. A nuestro modo de ver, el testimonio más convincente
de la afiliación de Cocteau a la Prieuré de Sion reside en su obra: en la película Orfeo, por
ejemplo, en obras teatrales como El águila tiene dos cabezas (basada en la emperatriz
Habsburgo Isabel de Austria) y en la decoración de iglesias como Nótre Dame de France en
Londres. Sin embargo, lo más convincente de todo es su firma al pie de los estatutos de la
Prieuré de Sion.
357
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366
Notas y referencias
367
embargo, este extracto no menciona la tumba. Sólo cabe suponer que las piezas que faltan
contienen la información; no obstante, el manuscrito de Delmas es ahora de propiedad privada
en Limoux, y no nos ha sido facilitado para consultarlo.
368
3.
WILLIAM OF TYRE, History of Deeds Done Beyond the Sea, vol. 1, pp. 525 y ss.
4. ADDISON, History of the Knights Templan, p. 19. Para una copia de la regla
original, véase CURZON, La regle du Temple.
5. ADDISON, History ofthe Knights Templars, p. 19.
6. Esta fecha ha sido puesta en duda, y se ha argüido que la bula no data de antes de
1152.
7. El rey Ricardo I era amigo íntimo de la orden, y vivió con los templarios durante su
estancia en Acre. Cuando se marchó de Tierra Santa en 1192, lo hizo disfrazado de
templario, a bordo de un buque'templario y acompañado por otros cuatro miembros de
la orden. Véase ADDISON, History ofthe Knights Templars, p. 148.
8. DARAUL, History of Secret Societies, pp. 46 y ss. Daraul se olvida de indicar la
fuente.
9. Véase PlQUET, Des banquiers au moyen age. La función inicial consistía en facili
tar la peregrinación a Tierra Santa. Véase también MELVILLE, Vie des Templiers, pp. 87
y ss. El primer préstamo fue registrado en 1135. SEWARD, The Monks ofWar, p. 213,
dice: «El logro más duradero de los Pobres Caballeros, su contribución al derrocamiento
de la actitud de la Iglesia ante la usura, fue de índole económica. Ninguna institución
medieval hizo más por el auge del capitalismo».
La usura estaba prohibida, por lo que el interés por los préstamos se calculaba de antemano
y se incluía en la suma total recibida en préstamo. Si se utilizaba tierra como garantía
subsidiaria, los templarios recibían todos los ingresos producidos por dicha tierra hasta que
quedaba saldada la totalidad del préstamo.
10. MELVILLE, Vie des Templiers, p. 220.
11. Véase MAZIÉRES, «La venue et la séjour des Templiers», p. 235.
12. Blanchefort fue destruida durante la cruzada contra los albigenses, cayendo antes
de 1215, fecha en la cual Simón de Montfort dio sus tierras a Pierre de Voisins. El señor
de Blanchefort había combatido al lado de Raymond-Roger Trencavel, el líder cátaro.
Véase FÉDIÉ, Le comté de Razés, p. 151.
El propio Bertrand de Blanchefort, a menudo en conjunción con el Trencavel anterior, hizo
donaciones de dinero y propiedades a los templarios. Estas transacciones aparecen
registradas antes de su ingreso en la orden, cuando seguía casado con su esposa Fabrissa.
Véase ALBON, Cartulaire general, p. 41 (Documento LVI, 1133-1134). En la misma obra
aparecen mencionados la esposa y los dos hermanos de Bertrand, Arnaud y Raymond,
Documento CLX, 1138, p. 112.
13. MAZIÉRES, «La venue et le séjour des Templiers», pp. 243 y ss. Véase también
MAZIÉRES, «Recherches historiques», p. 276. Un documento hallado en los archivos de
las familias Bruyéres y Mauléon registra cómo los templarios de Campagney Albedune
(Le Bézu) fundaron una casa de refugio para «bonhommes» cataros. Este documento y
otros desaparecieron durante la guerra, en noviembre de 1942.
14. Véase, por ejemplo, LÉONARD, Introduction au cartulaire, p. 76. El preceptor
del Temple en Toulouse al comenzar la cruzada contra los albigenses pertenecía a la
familia catara Trencavel.
15. Una de las maneras en que es posible que la orden fuera avisada de antemano de
la catástrofe fue a través de Jean de Joinville. Éste era senescal de la Champagne y, por
ende, recibiría órdenes secretas de Felipe el Hermoso en el sentido de que practicase las
detenciones. Se sabía que Joinville simpatizaba con los templarios, y su tío, André, había
sido miembro de la orden y preceptor de Payns en el decenio de 1260 (LÉONARD,
Introduction au cartulaire, p. 145). Jean escribió sobre un juramento misterioso y men
cionó que se escupía sobre la cruz en la época en que los templarios eran acusados de
esto. Además, insinuó de modo muy claro que san Luis estaba enterado de ello cin
cuenta años antes y se negó a condenarlo. (Véase JEAN DE JOINVILLE, Life of Saint
Louis, p. 254.) Jean organizó una liga de nobles con el fin de oponerse a los excesos de
los reyes franceses contra el Temple. La liga perdió su razón de ser al morir el rey.
16. Cuando los funcionarios que debían practicar las detenciones, acompañados por
el rey en persona, ocuparon el Temple de París en 1307, no encontraron ni el dinero de la
orden ni documentos. El tesorero de la orden era Hugues de Peraud, y bajo él servía
Gérard de Villers, el preceptor de Francia.
369
En 1308 setenta y dos templarios fueron llevados a Poitiers para que prestasen declaración
ante el propio papa (el número de templarios se da en la bula pontificia Faciens
misencordiam). No se han conservado todas las declaraciones que se tomaron en aquel
momento. Es muy posible que muchas de ellas desaparecieran cuando todos los archivos del
Vaticano, incluyendo la totalidad de los documentos relativos a los templarios, fueron
transportados a París por orden de Napoleón. El caos fue tan grande que se encontró a
algunos tenderos envolviendo sus mercancías con los preciosos documentos.
Treinta y tres declaraciones prestadas en Poitiers fueron publicadas por el historiador alemán
Conrad Schottmüller en 1887, y otras siete por Heinrich Finke en 1907. En este último grupo
hay una curiosa declaración de Jean de Chálons. Dijo que Gérard de Villers se había
enterado con tiempo de las detenciones, había huido del Temple con cincuenta caballeros y se
había embarcado en dieciocho galeras de la orden. Añade que Hugues de Chálons se había ido
con todo el tesoro de Hugues de Peraud: cum tolo thesauro fratris Hugonis de Peraudo. Al ser
interrogado, dijo que esto había permanecido secreto porque los templarios que estaban al
corriente de ello temían que los matasen si hablaban. Véase FlNKE, I'apsttum und
Untergang des Templerordens, vo l . I I , p. 339.
Hay algunos datos que corroboran esta afirmación. Cuando los templarios fueron detenidos
aquel amanecer, ciertos caballeros no estaban presentes, y fueron detenidos al cabo de unos
días. Entre el pequeño grupo que fue capturado más tarde estaban Gérard de Villers y Hugues
de Chálons. Véase BARBER, M., Trial ofthe Templars, p. 46.
17. De esta historia da cuenta WAITE, New Encyclopaedia of Freemasonry, vol. 2, p.
223.
18. WOLFRAM VON ESCHENBACH, Parzival, p. 251.
19. SHAH, The Sufis, p. 225. Véase también la introducción al libro de Shah escrita
por Robeft Graves, quien en la página xix explica el juego de palabras que vincula lo
blanco con lo sabio en árabe. Graves afirma que las tres cabezas negras del escudo
familiar de Hugues de Payen son una divisa que tiene un significado dual.
20. OURSEL, Leprocés des Templiers, p. 208.
21. LOB1NEAU, H., Dossiers secrets, lámina núm. 4, Ordre de Sion, da una cita de la
p. 292 del Livre des constitutions (de la orden de Sion) donde a la cabeza se la llama
CAPUT LVIII TTJ : Cabeza 58 Virgo.
22. Esta versión procede de WARD, Freemasonry and the Ancient Gods, p. 305.
23. ROGER DE HOVEDEN, vol. II, p. 248 y ss. Para un comentario detallado de las
historias de Yse, véase BARBER, M., Trial of the Templars, pp. 185 y ss. Barber no
considera que la historia tenga algo que ver con los templarios y sugiere que era un
fragmento de folklore común utilizado como arma contra la orden.
24. BARBER, M., Trial ofthe Templars, p. 249. La lista ha sido abreviada.
25. MICHELET, Procés des Templiers, vol. II, p. 383, declaración de Jean de
Chaumes.
26. SCHOTTMÜLLER, Der Untergang des Templer-Ordens, vol. III, p. 67, declara
ción de Deodatus Jefet.
27. MICHELET, Procés des Templiers, pp. 383 y ss., declaración de Fulk de Troyes.
28. JEAN DE JOINVILLE, Life of Saint Louis, p. 254. Véase también cap. 3, n. 15.
29. ALBON, Cartulairegeneral, p. 2 (Documento III, 1125), menciona un templario
llamado Roberti, que pudo ser el Robert que fue Gran maestre después de la muerte de
Hugues de Payen. En p. 3 (Documento IV, 1125) se menciona a los templarios Henrico
et Roberto. Esto, por ende, añade dos nombres a Fulk de Anjou y Hugues de Cham
pagne, con lo que salen cuando menos cuatro reclutas.
30. BOUQUET, Recueildes historiens, vol. 15 (Epistolae ivonis carnotensis episcopi),
p. 162, núm. 245.
31. «La milice du Chríst, la tropa evangélica de esta carta no es otra que la orden del
Temple. Pero en 1114 la orden del Temple aún no había sido fundada...» ARBOIS DE
JUBAINVILLE, Histoire[...]deChampagne, vol. II, pp. 113-114, n. 1.
32. La escuela fue fundada por el famoso rabino medieval Rashi (1040-1105).
33. ALLEGRO, TreasureoftheCopperScroll,pp. 107 y ss.
34. ARBOIS DE JUBAINVILLE, Histoire[...]de Champagne, vol. II, pp. 87 y ss.
370
14. das o algunas secciones de ellas han sido eliminadas o tachadas. Sólo el
Calendarium
martyrology puede leerse claramente.
15. RÓHRICHT, Regesta, p. 375, núm. 1440.
16. BRUEL, Charles d'Adam, pp. 1 y ss.
17. LOBINEAU, H., Dossiers Secrets, lámina núm. 4.
18. OURSEL, Le procésdes Templiers, p. 208.
19. REY, E.-G., Charles [...]duMont-Sion, pp. 34 y ss.
20. Quizá valga la pena comparar las listas de grandes maestres de los
caballeros
templarios.
A. La lista tal como se dan en LOBINEAU, H., Dossiers
secrets:
Hugues de Payen, 1118-1131.
Robert de Bourgogne, 1131-1150.
Bernard de Tremblay, 1150-1153.
371
372
373
374
19. De este cuadro hay una ilustración en WARD, Freemasonry and thc
Ancienl
Gods, frenten a la página 134. Está en poder del Supreme Grand Royal Arch
Chapter of
Scotland, en Edimburgo.
20. DELAUDE, Cercled'Ulysse, p. 3.
21. GOUT, Mont-Saint-Michel, pp. 141 y ss. Robert de Torigny, abad, 1154
1186.
escribió alrededor de 140 volúmenes durante su vida, gran número de
los cuales
estaban dedicados a la historia de la región. Durante su gobierno el
número de mon
jes de la abadía se duplicó, y el lugar se convirtió en un «santuario de la
ciencia». Era
amigo íntimo tanto de Enrique II como de Becket, y dada su estrecha
relación con la
Prieuré de Sion, los templarios y Gisors, sería extraño que Robert no
375
estuviera tam
bién au faii con ellos. Si la familia Plantard verdaderamente utilizó el lema
tal como
se sugiere, cabría esperar que Robert dejase constancia de ello, toda
vez que la
familia Plantard no sólo parece que residió en Bretaña por aquel
entonces, sino que
Jean VI des Plantard (según Henri Lobineau) en 1156 casó con Idoine de
Gisors, la
hermana de Jean de Gisors, noveno Gran maestre de la orden de Sion,
fundador de
la orden de la Rose-Croix. La historia registra el nombre de Idoine, mas
no el de su mando, lo cual nos impide encontrar qué título utilizaba la
familia Plantard en el siglo Xll.
No pudimos encontrar mención alguna de la familia Plantard ni rastro alguno
de los estudios genealógicos de Robert. Sus manuscritos han sido esparcidos,
pero existen listas de ellos, aunque ninguna de ellas incluye material
obviamente genealógico. Más adelante se nos dijo que el manuscrito
pertinente estaba en los archivos «privados» de Saint Sulpice, París. No
puede decirse que fuera un final satisfactorio de esta parte de la inves
tigación.
22.MYRIAM, «Les bergers d'Arcadie», en Le Charivari, núm. 18, pp. 49 y ss.
23.THORY, Acta latomorum, vol. 2, pp. 15 y ss. GOULD, History of
Freemasonry,
vol. 2, p. 383.
24.ERDESW1CK, A Survey ofStaffordshire, p. 189.
25.PEYREFITTE, «La lettre secrete», pp. 197 y ss. La carta en cuestión iba
unida a
una bula de excomulgación emitida por el papa el 28 de abril de 1738.
26.El rito oriental de Menfis apareció por primera vez en 1838, cuando
Jacques
Etiennes Marconis de Négre fundó la gran logia Osiris en Bruselas. La leyenda
que había
debajo del rito era que éste descendía de los misterios dionisiacos y egipcios.
Se dice que
el sabio Ormus combinó los misterios con el cristianismo para producir la
Rose-Croix
original. El rito oriental de Menfis era un sistema de noventa y siete grados
y producía
títulos tan augustos como «comandante del triángulo luminoso», «príncipe
sublime del
misterio real», «pastor sublime del Hutz», «doctor de los planisferios»,
etcétera. Véase
WAITE, New Encyclopaedia ofFreemasonry, vól. 2, pp. 241 y ss. Andando el
tiempo, el
rito fue reducido a treinta y tres grados, y adoptó el título de Ancient and
Primitive Rite.
Fue llevado a los Estados Unidos, hacia 1854-1856, por H. J. Seymour, y a
Inglaterra, en
1872, por John Yarker. Más adelante estuvo asociado con el Ordo Templi
Orientis. La
revista del rito de Menfis, la Oriflamme, anunciaba el O T O en sus números.
En 1875 el
rito fue amalgamado con el Rite of Misraim. En History ofthe Ancient and
Primitive Rite
of Masonry (Londres, 1875) se dice que el rito de Menfis se deriva del de los
Filadelfos
de Narbona, fundados en 1779.
27.Véase también Génesis, 28, 18, donde Jacob unge un pilar de piedra.
28.Pitois, como bibliotecario del ministerio de Educación Pública, recibió el
encargo
de clasificar todos los libros de los monasterios y bibliotecas provinciales
llevados a París.
El y Charles Nodier los estudiaron larga y detenidamente, y dijeron que cada
día habían
hecho descubrimientos interesantes.
29.Jean-Baptiste Hogan.
30.Es muy posible que la doctrina de la infalibilidad del papa, que fue
proclamada
oficialmente por vez primera el 18 de julio de 1870, formase parte de la
reacción de la
Iglesia católica ante las tendencias modernistas, así como ante el
pensamiento darwi-
niano y el creciente poderío continental de la Prusia luterana.
31.IREMONGER, Willuwn Temple, p. 490.
32.Una breve biografía de Hoffet se encuentra en DESCADEILLAS, Mythology,
pp.
85 y ss. Hoffet nació en Schiltigheim, Alsacia, el 11 de mayo de 1873. En
1884 empezó
376
21 Durante la redacción del presente libro hemos consultado gran número de obras
que tratan de las genealogías de familias de la nobleza, tanto antiguas como
contemporá
neas. Nunca hemos encontrado ninguna referencia al título Plantard de Saint-Clair.
Sin
embargo, el hecho de no haber encontrado su nombre no invalida el título, especial
mente si tenemos en cuenta que él reconoce que el nombre ha sido clandestino
durante
siglos
22 Le Charivari, núm. 18, p. 60, Gisors etson secret.
23. La obra principal del señor De Sede, Les Templiers sontparmi nous, contiene una
sección final titulada «Pomt de vue d'un ésotériciste». Esta sección consiste en una
larga entrevista con Pierre Plantard de Saint-Clair en la cual De Sede no sólo plantea
multitud de preguntas, sino que además reconoce a Plantard como una autoridad
defini
tiva Según parece, el señor Plantard también tuvo que ver con el libro de De Sede
sobre
Rennes-le-Cháteau. Durante la filmación de la película The Lost Treasure ofJerusalem9
para la BBC, recibimos de los editores de De Sede gran cantidad de material visual
que
se había utilizado en el libro. Todas las fotografías llevaban el nombre «Plantard»
estam
pillado en el reverso. Esto induce a pensar que el material había estado en poder
de
Plantard y que éste lo hada confiado a De Sede.
24. Le Charivari, núm. 18, p. 55.
25. Ibíd.
26. Ibíd, p. 53.
27. Recibimos del señor Plantard una fotocopia de una declaración legalmente certi
ficada por parte de un miembro de la Legión de Honor y oficial de la resistencia
francesa
durante la segunda guerra mundial. En ella se afirma que Pierre Plantard
produjo
clandestinamente la revista de la resistencia Vaincre a partir de 1941. Además, dice
que
el señor Plantard fue encarcelado en Fresnes por la Gestapo de octubre de 1943 a
febrero
de 1944. Esta declaración aparece estampillada y lleva fecha del 11 de mayo de
1953.
Comprobar todo esto no fue tarea sencilla. En primer lugar, había muchas revistas
con el título de Vaincre publicadas por varios grupos de la resistencia durante la
guerra. Sin embargo, parecía ser que la revista que nos interesaba era la Vaincre
publicada por el Comité Local du Front National de Lutte pour l'Indépendance de la
France, un ejemplar de la cual, fechado en abril de 1943, se guarda en la Bibliotéque
Nationale de París. Fue producida en Saint-Cloud, París.
Escribimos al servicio histórico del ejército francés pidiendo detalles de las activida
des del señor Plantard en la resistencia. Recibimos una carta del ministerio de
Defensa francés comunicándonos que la información solicitada era personal y
confidencial.
28. Véase VAZART, Abrégé de l'histoire des Francs, pp. 271, 272, nn. 1 y 2. La última
nota contiene el texto de la carta del general De Gaulle.
29. Esta información nos la proporcionó Jean-Luc Chaumeil durante una conversa
ción. Queríamos comprobar lo que decía el señor Paoli, empezando por la
televisión
suiza, ya que sabíamos que trabajaba para ella cuando escribió su libro. El jefe
adminis
trativo de la Radio-Té le visión Suisse Romande nos dijo que el señor Paoli había
dejado
su puesto en 1971. Al parecer, se había ido a Israel, donde trabajó para la
televisión
israelí en Tel Aviv. Por desgracia, la pista terminaba aquí.
30. PAOLI, Lesdessous, p. 86.
31. Los números de Circuit, algunos de los cuales se encuentran en el anexo de
Versalles, son un ejemplo excelente de la forma oscura en que la historia ha
llegado al
público.
La primera serie de Circuit empieza el 27 de mayo de 1956 y aparece semanalmente
hasta una edición especial que sigue al número 11 y lleva fecha del 2 de septiembre
de 1956. Las revistas son en mimeógrafo y generalmente tienen entre dos y cuatro
páginas. Proceden de Sous-Cassan Annemasse, y cada una de ellas lleva una
379
380
383
31. La noticia más antigua de esta leyenda aparece en 1686, cuando el doctor Plot lo
relata en su Natural History ofStaffordshire, pp. 315 y ss., en el curso de un informe
sobre
la francmasonería.
32. El título del ducado de Godofredo de Bouillon, Baja Lorena, fue abandonado en
1190; los señores se llamaban a sí mismos duques de Brabante. Así pues, no hay
duda de
que la duquesa de Brabante es una variante de la duquesa de Bouillon.
33. La obra genealógica clásica, en lo que se refiere a Francia, es ANSELM, Histoire
généalogique etchronologique, que detalla la historia de la casa de Boulogne en el vol.
VI,
pp. 247 y ss. Es con el abuelo de Godofredo, el conde Eustache I de Boulogne,
donde
empieza la confusión. Su padre no aparece registrado, sólo el nombre de su
madre,
Adeline, y de su segundo esposo, Ernicule, conde de Bouiogne. Ernicule adoptó al
joven
Eustache y le hizo su heredero. El nombre de su verdadero padre no ha pasado
a la
historia.
Los Dossiers secrets (lámina núm. 2, 900-1200) indican que su verdadero padre fue
Hugues des Plantard («Nariz Larga»), que (según el abate Pichón) fue asesinado en
1015.
384
385
prueba que ya se habían fundido a principios del siglo XIIl. Éste es un campo que
necesita ser más estudiado. Las imágenes concretas del Perlesvaus son las que
normalmente se asocian con la cabala tal como se utiliza mágicamente.
32. Queste del Saint Graal, p. 34.
33. Puede que sea eco del hecho de que el rey Dagoberto pasó gran parte de su
juventud en Inglaterra.
34. Queste del Saint Graal, introducción, pp. 16 y ss.
10. CHARLES DA VIS, noticia dada en el Observer (Londres, 28 marzo 1971), p. 25.
11. PHIPPS, Sexuality ofJesús, p. 44.
12. SMITH, Jesús the Magician, pp. 81 y ss.
13. BROWNLEE, «Whence the Gospel According to John», p. 192.
14. SCHONFIELD, Passover Plot, pp. 119, 134 y ss.
15. ídem ibíd., p. 256.
16. La tradición clásica se da en JACOBUS DE VORÁGINE, The Golden Legend, en la
Life ofS. Mary Magdalen, pp. 73 y ss. Data de 1270. La versión escrita más antigua de
esta
tradición parece ser la «Life of Mary Magdalen», de Rabanus (776-856), arzobispo
de
Mainz. Es en The Antiquities of Glastonbury, de William de Malmesbury, donde la
extensión de la leyenda —la venida de José de Arimatea a Inglaterra— tiene lugar
por
primera vez. A menudo se la considera como una añadidura posterior a la crónica
de
William.
17. VERMES, Jesús the Jew, p. 21, menciona que en los dichos talmúdicos el nombre
arameo que denota «carpintero» o «artesano» (naggar) representa «hombre
culto» o
«erudito».
18. MACCOBY, Revolution in Judaea, pp. 57 y ss., cita a Filón de Alejandría, que
califica a Pilato de «cruel por naturaleza».
19. COHN,H., TrialandDeath of Jesús, pp. 97 y ss.
20. Todos los eruditos están de acuerdo en que no existía tal privilegio. El propósito de
la ficción es incrementar la culpabilidad de los judíos. Véase BRANDON, Jesús and
the
Zealots, p. 259; COHN, H., Trial and Death of Jesús, pp. 166 y ss. (Haim Cohn es un
ex
fiscal general de Israel, miembro del tribunal supremo y catedrático de derecho
histórico),
y W1NTER, P., On the Trmlof Jesús, p. 94.
21. Tal como dice el profesor Brandon (Jesús and the Zealots, p. 328), toda investiga-1
ción en torno al Jesús histórico debe empezar a partir del hecho de su ejecución por
los
romanos por sedición. Brandon añade que la tradición de que era «rey de los judíos»
debe
ser aceptada como auténtica. En vista de su índole embarazosa, los cristianos
primitivos
no hubieran inventado semejante titulo.
22. MACCOBY, Revolution in Judaea, p. 216
23. BRANDON, Tríalo)'Jesús, p 34.
24. JOYCE, Jesús Scroll, p. 106
386
25. Para detalles de la crucifixión, véase WlNTER, On the Trial ofJesús, pp. 62 y ss y
COHN, H., Trial and Death of Jesús, pp. 230 y ss.
26. Véase SCHONFIELD, Passover Plot, pp. 154 y ss., para detalles.
27. Un argumento para esta identificación lo da ALLEGRO, The Copper Scroll, pp. 100
yss.
28. COHN, H., Trial and Death of Jesús, p. 238.
29. Véase The Interlinear Greek-English New Testament, p. 214 (Marcos, 15,43,45).
30. JOYCE, Jesús Scroll. El autor afirma que cuando estaba en Israel le pidieron que
ayudase a sacar clandestinamente del país un manuscrito robado procedente de
las
excavaciones de Masada. Dice que, si bien se negó, pudo ver dicho manuscrito.
Iba
firmado Yeshua ben Ya'akob ben Gennesareth, que afirmaba tener ochenta años de
edad y
añadía que era el último de los reyes legítimos de Israel (p. 22). El nombre, al ser
traducido
al castellano, se convierte en Jesús de Genesaret, hijo de Jacob. Joyce identifica al
autor
como Jesús de Nazaret.
10. MACCOBY, Revoluúon in Judaea, p. 129. El autor añade que el retrato de Jesús
como antifariseo probablemente formaba parte del intento de mostrarle como un
rebelde
contra la religión judía masque como un rebelde contra Roma.
11. BRANDON, Jesús and the Zealots, p. 327. Véase también VERMES, Jesús the Jew,
p. 50: «Zelote o no, ciertamente Jesús fue acusado, procesado y sentenciado como
tal».
12. ALLEGRO, Dead Sea Scrolls, p. 167.
13. ídem ibíd, p. 175.
14. JOSEFO, Jewish War, p. 387.
15. ídem ibíd, p. 387.
16. ídem ibíd., apéndice, p. 400.
17. EISLER, Messiah Jesús, p. 427.
18. ídem ibíd, p. 167.
19. IRENEO, Five Books [...] against Heresies, p. 73.
20. Corán, 4, 157. Véase también PARRINDER, Jesús in the Quran, pp. 108 y ss.
21. PAGELS, Gnostic Gospels, pp. xvi y ss.
22. El Segundo Tratado del Gran Set, en ROBINSON, J., Nag Hammadi Library in
English, p. 332.
23. El Evangelio de María, en ROBINSON, J., ob. cil., p. 472.
24. ídem ibíd, p. 473.
25. ídem ibíd.
387
388
índice de nombres
389
432
Cristo, Los Caballeros de, véase Caballeros de Cristo, Los.
Chálons, Hugues de, 414.
Chálons, Jean de, 414.
Champagne, conde de, véase Hugues, conde de la Champagne.
Champagne, condesa de la, véase Mane, condesa de la Champagne.
Charnay, Geoffroi de, 69.
Chartres, Fulk de, 60, 77.
Chartres, obispo de, 82.
Chateaubriand, Francois-René, 139.
Chaumeil, Jean-Luc (El tesoro del triángulo de oro [«Le Trésor du triangle d'or»J),
180-183, 197, 204-206, 418, 419,420,421,423.
Chemical Wedding of Christian Rosen-kreuz («Nupcias químicas de Christian
Rosenkreuz»), véase Andrea, Johann V.
Chérisey, Philippe de, 197,200, 201, 421, 424,425.
Chevaierie d'Institutions el Regles Catho-liques, d'Union ¡ndépendante et Tra
ditionaliste («Caballería de reglas e instituciones católicas de la Unión Independiente
y Tradicionalista»), véase Circuit.
Childericol,rey,218, 221.
Childerico III, rey, 217, 232, 233, 236.
Chrétien de Troyes, 55, 80, 263-266, 269, 272,275,299,427;
Le conté del Graal o Le román de'Per-ceval, 261,262.
Christian, Paul, véase Pitois, Jean B.
Chronology of Ancient Kingdoms Amen-ded, véase Newton, sir Isaac.
Dagoberto II, rey
asesinato, 286, 358,366,370;
biografía, 226-228,425;
exclusión de la historia, 236;
información de su vida, 230-232, 239, 240, 374;
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394
395
396
397
398
índice de ilustraciones
Pliegos
399
19. Lafontaine de Fortune, de Rene de Anjou.
20. El in Arcadia ego, de Guercino.
21. EtinA rcadia ego, de Poussin.
22. Les bergers d'Arcadie, de Poussin.
23. The Shepherds' Monument, Shugborough Hall.
Mapas
Cuadros genealógicos
400
4. La dinastía merovingia: Los reyes perdidos ............................................
245
Figuras
1. El blasón de la familia Plantard ........................................................... 166
401
402