Isaias 6

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Isaias 6

El largo reinado de Uzías [también llamado Azarías] en la tierra de Judá y de Benjamín fué
caracterizado por una prosperidad mayor que la conocida bajo cualquier otro gobernante desde la
muerte de Salomón, casi dos siglos antes. Durante muchos años el rey gobernó con discreción.
Gracias a la bendición del Cielo, sus ejércitos recobraron parte del territorio que se había perdido
en años anteriores. Se reedificaron y fortificaron ciudades, y quedó muy fortalecida la posición de
la nación entre los pueblos circundantes. El comercio revivió y afluyeron a Jerusalén las riquezas
de las naciones. La fama de Uzías “se extendió lejos, porque se ayudó maravillosamente, hasta
hacerse fuerte.” 2 Crónicas 26:15. P y P 225 .1

Pensamientos como éstos embargaban a Isaías mientras se hallaba bajo el pórtico del templo. De
repente la puerta y el velo interior del templo parecieron alzarse o retraerse, y se le permitió mirar
al interior, al lugar santísimo, donde el profeta no podía siquiera asentar los pies. Se le presentó
una visión de Jehová sentado en un trono elevado, mientras que el séquito de su gloria llenaba el
templo. A ambos lados del trono, con el rostro velado en adoración, se cernían los serafines que
servían en la presencia de su Hacedor y unían sus voces en la solemne invocación: “Santo, santo,
santo, Jehová de los ejércitos: toda la tierra está llena de su gloria” (Isaías 6:3), hasta que el sonido
parecía estremecer las columnas y la puerta de cedro y llenar la casa con su tributo de alabanza.

Mientras Isaías contemplaba esta revelación de la gloria y majestad de su Señor, se quedó


abrumado por un sentido de la pureza y la santidad de Dios. ¡Cuán agudo contraste notaba entre
la incomparable perfección de su Creador y la conducta pecaminosa de aquellos que, juntamente
con él mismo, se habían contado durante mucho tiempo entre el pueblo escogido de Israel y Judá!
“¡Ay de mí!—exclamó;—que soy muerto; que siendo hombre inmundo de labios, y habitando en
medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos.”
Vers. 5. Estando, por así decirlo, en plena luz de la divina presencia en el santuario interior,
comprendió que si se le abandonaba a su propia imperfección y deficiencia, se vería por completo
incapaz de cumplir la misión a la cual había sido llamado. Pero un serafín fué enviado para aliviarle
de su angustia, y hacerle idóneo para su gran misión. Un carbón vivo del altar tocó sus labios y oyó
las palabras: “He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado.” Entonces
oyó que la voz de Dios decía: “¿A quién enviaré, y quién nos irá?” E Isaías respondió: “Heme aquí,
envíame a mí.” Vers. 7, 8.

El visitante celestial ordenó al mensajero que aguardaba: “Anda, y di a este pueblo: Oíd bien, y no
entendáis; ved por cierto, mas no comprendáis. Engruesa el corazón de aqueste pueblo, y agrava
sus oídos, y ciega sus ojos; porque no vea con sus ojos, ni oiga con sus oídos, ni su corazón
entienda, ni se convierta, y haya para él sanidad.” Vers. 9, 10.

Era muy claro el deber del profeta; debía elevar la voz en protesta contra los males que
prevalecían. Pero temía emprender la obra sin que se le asegurase cierta esperanza. Preguntó:
“¿Hasta cuándo, Señor?” Vers. 11. ¿No habrá ninguno entre tu pueblo escogido que haya de
comprender, arrepentirse y ser sanado?

La preocupación de su alma en favor del errante Judá no había de ser vana. Su misión no iba a ser
completamente infructuosa. Sin embargo, los males que se habían estado multiplicando durante
muchas generaciones no podían eliminarse en sus días. Durante toda su vida, habría de ser un
maestro paciente y valeroso, un profeta de esperanza tanto como de condenación. Cuando
estuviese cumplido finalmente el propósito divino, aparecerían los frutos completos de sus
esfuerzos y de las labores realizadas por todos los mensajeros fieles a Dios. Un residuo se salvaría.
A fin de que esto sucediera, los mensajes de amonestación y súplica debían ser entregados a la
nación rebelde, declaró el Señor, “hasta que las ciudades estén asoladas, y sin morador, ni hombre
en las casas, y la tierra sea tornada en desierto; hasta que Jehová hubiere echado lejos los
hombres, y multiplicare en medio de la tierra la desamparada.” Vers. 11, 12.

Los grandes castigos que estaban por caer sobre los impenitentes: guerra, destierro, opresión,
pérdida de poder y prestigio entre las naciones, acontecerían para que pudiese inducirse al
arrepentimiento a aquellos que reconociesen en esos castigos la mano de un Dios ofendido. Las
diez tribus del reino septentrional iban a quedar pronto dispersadas entre las naciones, y sus
ciudades serían dejadas asoladas; los destructores ejércitos de las naciones hostiles iban a arrasar
la tierra vez tras vez; al fin la misma Jerusalén caería y Judá sería llevado cautivo; y sin embargo la
tierra prometida no quedaría abandonada para siempre. El visitante celestial aseguró a Isaías:
“Pues aun quedará en ella una décima parte, y volverá, bien que habrá sido asolada: como el olmo
y como el alcornoque, de los cuales en la tala queda el tronco, así será el tronco de ella la simiente
santa.” Vers. 13.

Esta promesa del cumplimiento final que había de tener el propósito de Dios infundió valor al
corazón de Isaías. ¿Qué importaba que las potencias terrenales se alistasen contra Judá? ¿Qué
importaba que el mensajero del Señor hubiese de encontrar oposición y resistencia? Isaías había
visto al Rey, a Jehová de los ejércitos; había oído el canto de los serafines: “Toda la tierra está llena
de su gloria.” Vers. 3. Había recibido la promesa de que los mensajes de Jehová al apóstata Judá
irían acompañados con el poder convincente del Espíritu Santo; y el profeta quedó fortalecido
para la obra que le esperaba. Durante el cumplimiento de su larga y ardua misión recordó siempre
esa visión. Por sesenta años o más, estuvo delante de los hijos de Judá como profeta de esperanza,
prediciendo con un valor que iba siempre en aumento el futuro triunfo de la iglesia.

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