El Último Verso de José Jiménez Lozano
El Último Verso de José Jiménez Lozano
El Último Verso de José Jiménez Lozano
Recuerdo haber transcrito, para su edición en los cursos de verano, aquella ponencia, sin saber
aún muy bien a quién transcribía, y que cuando leí a fondo el manuscrito, comprendí la razón
de aquel dinamismo humano, pues me deslumbró la inteligencia que desbordaba. Pensé:
¡Vaya, un escritor de verdad!, sorprendida, pues hay, como sabía Don José, tantos falsos
escritores, casi se diría que encontrar un escritor es un auténtico milagro en esta época de
impostaciones y premios, de eminencias y faraones de la palabra, que en una década o dos
trasponen su fulgor hacia el ocaso y dejan de ser reconocidos. Yo pude reconocer en aquella
fineza de pensamiento, en ese dinamismo cultural, a un escritor de los buenos. Y comencé a
leerle, también porque vi que aunaba sus ideas, y sus intervenciones, con autores a los que yo
admiraba, y tenía un impecable juicio clínico sobre el mundo de los escritores, los pensadores
o la literatura. Era un autor multidisciplinar en su capacidad de juicio. Lo que más me
impresionó, en aquellos años, era su absoluta humildad intelectual y el sentido de justicia que
practicaba respecto al mundo de la literatura y de la cultura, como un auténtico gentleman de
las letras españolas, pero con un sentido humano y cercano de la creación literaria.
Pasaron muchos años, y en torno al 2005 volví a encontrarme con Jiménez Lozano en una
lectura de poemas que hizo en el Museo Lázaro Galdeano de Madrid. Entonces había
envejecido, ya no era ese dinámico hombre del campo que llegó al Escorial, sino una figura
más elegante y respetable, más rodeado de su público y admiradores, más acompañado de
autoridades y premios. En ese lapso de tiempo yo había leído todos sus ensayos y descubierto
su poesía, que considero la mejor producción en lengua española de la segunda mitad del siglo
XX, digna continuadora del 27 y restauradora de la poesía pura en lengua española. Fui al
encuentro del escritor para que me firmara los libros de poemas, lo que hizo con enorme
simpatía. Seguía siendo la misma persona cercana y amable, y seguía teniendo la misma
humildad intelectual. Por aquel entonces, su gran estudiosa y admiradora, mi compañera
Guadalupe Arbona, me proporcionó su correo y comencé una correspondencia con Jiménez
Lozano, que constituye para mí un verdadero tesoro, porque el autor me abrió las puertas de
su amistad, que como sabemos sus lectores, cultivaba de un modo tan noble y profundo que
se sentía uno sinceramente honrado con ella por la altura, la nobleza de su trato. Recuerdo
asombrarme de ver que un autor de esta categoría acudía a correos a enviarme sus nuevos
libros publicados, con total sencillez.
Pude intercambiar con Jiménez Lozano opiniones literarias, discusiones académicas, bromas
de todo tipo, y también le rogué varias veces que no tirara a la hoguera los papeles escritos
con sus poemas. Compartimos el amor por los pájaros y disquisiciones sobre la lengua alada, y
pude sentir la camaradería de un autor único en lengua poética, como un privilegio personal.
Me dio a leer manuscritos y yo le mandé traducciones y compartimos algunos proyectos. De
toda la amistad, recuerdo haber estado en su casa, con mi perro Turrón, una primavera
lluviosa. Recuerdo lo goloso y lo vivaracho que estaba, ya en 2016, y cómo disfrutamos de una
tarde de junio de parleta, como decía, su insaciable curiosidad intelectual y su capacidad para
prolongar el interés por sus amigos y por la literatura más allá de todo límite.
Unos días antes de morir, le escribí un correo disculpándome porque no podía asistir al
homenaje que le iban a hacer sus amigos, con motivo de su 90 cumpleaños. Recuerdo bromear
con él, pues me decía que más que el homenaje, le hubiera gustado tener en Westminster una
placa de plata por suscripción de lectores, en la que se dijera que su obra había sido traducida
por mí…”ya ve que humor no me falta”, me decía. Y se despedía, a pocas horas de su muerte,
pidiendo que el verano le fuera más piadoso que el invierno, pues lo había tenido malo, y mira
que le gustaba disfrutar de la esencia más delicada de esa estación, y espiar todos sus
encantos, en los increíbles poemas que nos ha dejado.
Recuerdo preguntarle cómo había sido capaz de escribir esas maravillas de tres, cuatro versos,
con una métrica sorprendente, y cómo lo conseguía. Sonriendo, se tocaba la oreja una y otra
vez. Oído, oído, oído, le entendía yo. Era perfectamente consciente del sacrificio y vocación del
escritor, de cómo debe cuidar su ejercicio, de sus necesarias reclusiones, de sus marcas
heroicas, y con su sagaz visión conocía el mundo literario, y sus moscas, como conocía cada
pájaro que volaba en la tierra de Alcazarén. Recuerdo su inmensa generosidad regalando sus
libros, sus correos largos y generosos, cómo sabía ser el más opulento y magnánimo de los
anfitriones. No he ido a un templo literario más increíble y fastuoso que a su casa en
Alcazarén, porque los regalos que hacía a sus amigos eran únicos, y nunca, nunca, dejaba de
corresponder. Era un gusto mandarle alguna joya literaria porque siempre a vuelta de correo
enviaba él otra.
Los poemas de Jiménez Lozano, de su primer libro, “Tantas Devastaciones”, al último, quizás
en imprenta –así lo deseo-, titulado “Esperas y Esperanzas”, son un conjunto simple e inmenso
en la poesía en nuestra lengua. Como el del mudejarillo Juan de Yepes, que escribió pocos
versos, pero inmortales, con el mismo amor a las montañas, las aves o las florecillas. Esos
versos que son como cuadros completos de un pintor magistral, se seguirán leyendo, se
seguirán amando, y se implorará con ellos, cuando todos nosotros ya no estemos. En la
manera en que Jiménez Lozano termina el poema, hay un rastro angélico. No tengo mayor
certeza.