Palacios. Antropologia Visual

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Revista Chilena de Antropología Visual - número 5 - Santiago, julio 2005 - 143/150 pp.- ISSN 0718-876x. Rev. chil. antroplo.

vis.

Antropología visual: “el nudo gordiano” de la descripción y la interpretación.

José Palacios Ramírez

I.-

Este breve trabajo tiene la pretensión de sondear de forma reflexiva las posibilidades de
lo que se ha venido en llamar antropología visual, centrando la atención en sus dilemas
epistemológicos, y en especial en como estos entroncan con los dilemas de la disciplina
antropológica, incrustándose directamente en alguno de los debates de la disciplina
sobre la categoría del conocimiento antropológico, y la naturaleza de este, es decir, en
un debate tan obviamente amplio como el que centra las oscilaciones entre la
interpretación y la descripción. Para ello, en primer lugar, intentaremos deslindar de la
forma más clara posible las problemáticas de la utilización del soporte visual como
fuente de información etnográfica, para después abordar las posibilidades epistémicas
del planteamiento de una “antropología visual”. Por supuesto, no se trata en absoluto de
caer en lo que seguramente seria más sencillo, es decir, una simple toma de partido, a
favor o en contra de la antropología visual. Como digo, la intencionalidad de este
trabajo es otra, bastante más tendiente a problematizar la cuestión, que a intentar ofrecer
cualquier tipo de respuesta, si es que esta es necesaria. De cualquier manera me
atrevería a decir que, cualquier tipo de reflexión sobre la antropología visual, tendiente a
problematizar, se puede reducir a pensar, que tipo de conocimiento antropológico puede
generar la imagen, en que condiciones de posibilidad, y sobre todo, que tipo de
especifidad ofrece dicho conocimiento, si es que lo hace. De manera que estas
cuestiones ofrezcan algún tipo de perspectiva sobre la exactitud o inexactitud de hablar
de la antropología visual como de una subdisciplina antropológica.

Para intentar aclarar dentro de lo posible estas primeras líneas de reflexión, que
vertebraran el resto del texto, diré que, para mi, la cuestión se reduce, de algún modo, a
si considerando el conjunto del conocimiento antropológico a la manera de lo que
Lakatos (1983) llamaba un programa de investigación, en cuyo núcleo tendríamos
principios básicos como el relativismo la comparación o la experiencia de campo, y
rodeado este núcleo por dos anillos heurísticos, uno negativo y otro positivo. Estaría por
ver si la llamada antropología visual, y el conocimiento que genera, suponen algún tipo
de cambio en la conformación del núcleo duro, en el sentido de éste, o si tan solo
suponen un vector más dentro de las heurísticas de la disciplina, en apariencia más
cercanos a la búsqueda de “nuevos” caminos, a partir de la reutilización creativa de
principios ya existentes, en este caso la intrincada relación de la disciplina con la
imagen (de hecho, casualmente, Geertz, 1997: 59-82, en su caracterización, del estilo
etnográfico de Evans Pritchard, utiliza la metáfora de diapositivas etnográficas). Lo
cual, la incluiría en el anillo de heurísticas positivas, mucho más que en las negativas,
relativas a la critica y deconstrucción de principios ya existentes, así como a la
exploración y reflotación de vías muertas tiempo atrás. Así y todo, una cuestión
interesante que la antropología visual pone sobre la mesa, es la de que condiciones se
han dado a nivel del paradigma disciplinar (véase Kuhn, 1989), inscrito en contextos
sociales y científicos más amplios, para que aquí y ahora se de esa emergencia de la
imagen como fuente de saber, ante lo cual, cabe tanto preguntarse por tomas de posición
muy estéticas, como por búsquedas de supuestas objetividades materiales. En ambos
casos, con casi toda seguridad, fruto de las inseguridades que ciertas críticas de carácter
posracionalista, dentro de lo que fuera la posmodernidad, provocaron en la disciplina.

II.-

Podría decirse que casi desde la aparición del


fieldwork como principal herramienta de recogida de
datos, y como experiencia que vertebra el
conocimiento antropológico, la imagen en sus
diversos formatos y soportes ha servido como apoyo
complementario de las observaciones del etnógrafo.
Ésta, entendida en cierta manera como un duplicado
del mundo, una realidad de segundo grado, que
cuanto más ingenua presentara más probabilidad de
trasuntar autoridad (Sontag, 1996), se presentará,
como decíamos, como el principal complemento a las
observaciones descriptivas del etnógrafo, dado que las
imágenes, permitían a este en un momento dado la posibilidad realizar feedbacks a
partir de cronotopos de gran potencial no sólo descriptivo, sino también interpretativo
(véase Rouch, 1995: 95-121; y Ruby, 1995: 161-201). Aunque obviamente no desde un
principio, y no en todos los casos, se tendría en cuenta el potencial interpretativo de las
imágenes, su capacidad para flexibilizar tiempos y espacios al modo de las narrativas de
descripción de Joyce (1999), pues del mismo modo que las narrativas etnográficas, los
intentos de utilización del soporte visual respondían a una adscripción al ethos
malinowskiniano, algo que queda bien claro en los primeros debates en torno a los
documentales etnográficos, entre las concepciones de Flaherty –la vida real como
marco- y Vertov, y su cinema verité –la vida cogida por sorpresa-.

Independientemente “de cuestiones periféricas”, como podría ser la importancia de las


fotografías como material de apoyo, así como su utilidad práctica dentro de las retóricas
del “haber estado allí” (González Alcantud, 1999: 51), o de su capacidad para
amalgamar toda una serie de detalles que constituyen la materia prima del
conocimiento etnológico (Lisón Arcal, 1988: 172). La cuestión fundamental de fondo es
inevitable y doblemente epistemológica, pues la cuestión de una posible antropología
visual, no pone en juego más que la condición de posibilidad de un conocimiento
antropológico a partir del soporte visual, además –y esta sería una segunda cara más
profunda de la cuestión- de plantear también un debate que en otros modos ya venía
planteándose de forma “histórica” en la disciplina, sobre todo, a partir del trabajo de
campo y de las retóricas de escritura etnográfica. Nos referimos a las diferentes
adscripciones dentro de la antropología a la hora de calificar el conocimiento
etnográfico como subjetivo u objetivo –claro está en diferentes grados y con diferentes
argumentos teóricos-, lo cual conduce de forma ineluctable a la cuasi eterna discusión
sobre si la tarea del etnógrafo es describir o interpretar, y sobre todo, a los diferentes
juicios epistemológicos sobre si la voz del antropólogo se adscribe al terreno de la
interpretación o al de la inferencia.

Desde estos planteamientos, parece obvia la proyección epistémica de la imagen en la


antropología, y consecuentemente las dos posiciones más generales sobre esta cuestión,
un posicionamiento objetivista, que defendería la imagen como un pequeño fragmento
reflejado del mundo, cuyo único handicap sería su fragmentariedad, su carácter
incompleto.

Y otro subjetivista, que reconoce en la imagen una


tecnología más de la representación, con sus propias
retóricas y discursividades, con las intenciones autoriales,
de “narratividad”, y sus propias figuras, que teniendo en
cuenta además la infinitud de lecturas posibles a muy
diferentes niveles, sólo se puede mantener firmemente
como fuente de conocimiento a partir de una lectura
reflexiva, que tenga en cuenta los diferentes niveles
textuales, de narración y de lectura (véase Buxó, 1999: 1-
22; Eco, 1986: 13-21; 1996). Al fin y al cabo, no se trata de
poner en duda el potencial heurístico de las imágenes a la
hora de elaborar datos etnográficos, pues esto es obvio,
pero de ser equilibrado en su evaluación. Por supuesto que como otras fuentes de datos
etnográficos, las imágenes ofrecen lo que algunos autores califican como ventanas
epistemológicas (Werner; Schoepfle, 1985: 138) hacia espacios de conocimiento más
general, no obstante, parece muy necesario el tener en cuenta que este potencial tiene
diferentes gradaciones y que, claro está, es muy diferente el potencial de una fotografía
tomada por un etnógrafo en un contexto de campo determinado, de la tomada por
cualquier persona en otro contexto, del mismo modo parece difícil que una imagen
amalgame el potencial heurístico de una descripción etnográfica escrita, ya que para
bien o para mal, la raíz de cualquier tipo de conocimiento es la palabra (Wittgenstein,
1988) y el principio constitutivo de la antropología la interpretación (Gadamer, 1993;
Wolcott, 1993: 127-144 y Geertz, 1996).

Además, no creemos muy arriesgado el afirmar la


dificultad de realizar una antropología visual, toda vez
que supones que cualquier fotografía puede tener una
lectura antropológica o no, dado que su adjetivación
depende no del objeto mismo, sino de la implicación, las
inferencias, los silencios y las significaciones que
introduzcan el etnógrafo y el lector, en este caso
antropólogos (Lisón Tolosana, 1998: 219-235).
Dificultad dada por el peligro de obviar este factor
interpretativo, y de caer en la reproducción extrema, en
la cosificación y experimentalidad estética vanguardista,
cuyo fetichismo objetual (Taussig, 1995) volvería a creer en coleccionar conocimientos
antropológicos como si fueran mariposas, no ya por vía de cerámicas o puntas de flecha,
sino por medio de archivos visuales, olvidando que la interpretación de cualquier
imagen, implica caer en el infinito juego de las apariencias, del engaño (Foucault,
1999).

III.-

Una concepción interesante del trabajo de campo, que yo comparto en general, y de


cómo en su transcurso, el conocimiento etnográfico está directamente influenciado por
sus formas de representación, es aquella que habla de una serie de items que puntean
dicho trabajo de campo, orientando sus sentidos, prefigurando lo que posteriormente
puede ser la representación de dicha experiencia de campo, así como en algunos casos,
lo que serán nuestras reflexiones durante y tras dicha experiencia. Estos items, serán lo
que algunos autores califican como momentos fuertes, emergentes, en los cuales toda
una serie de “profundidades socio-culturales” hasta entonces elípticas, hacen acto de
presencia. Cabe pues, el hecho de encontrar, a la hora de hacer antropología, ciertos
paralelismos con la utilización de la imagen, puesto que en realidad, se trata del mismo
dispositivo heurístico que, espera encontrar en la descripción minuciosa de un ritual, la
misma profundidad cultural de la que hablaba, y que se supone, se intentaría captar en la
imagen. Y junto a esta percepción concreta del momento etnográfico, y su tradicional
relación con la experiencia de campo (hay que recordar que la cámara acompaño desde
muy pronto al etnógrafo al terreno), aparece otra que busca captar casi la totalidad de la
experiencia de campo, grabando gran cantidad de metraje en busca de captar, en la
cotidianeidad del “otro”, rasgos de su carácter cultural, de su genio, como será el caso
de los pioneros experimentos de Bateson y Mead en Bali. A estas utilizaciones prácticas
de la imagen en el transcurrir de la experiencia de campo, hay que añadir sus utilidades
posteriores, contextuales en el proceso de generar conocimiento antropológico
elaborado, en las cuales, más allá del obvio apoyo que la imagen ha dado habitualmente
al texto, también hay que valorar su capacidad de rememorar, su capacidad para
regenerar una cierta memoria experiencial, del mismo modo que pueden hacerlo, diarios
de campo, ciertos tipos de literatura de viaje, e incluso, porque no decirlo, ciertas obras
puramente literarias (sirvan de ejemplos: Rabinow, 1992; Leiris, 1988; Chatwin, 1988;
Lawrence, 1999; o Conrad, 2003).

Ahora bien, si el valor etnográfico de la imagen parece defendible con lo visto hasta
ahora, su alcance se ve reducido, si se aceptan concepciones, como la de Rabinow
(1992: 26), que adscriben el conocimiento etnográfico al espacio de la
experimentalidad, y mucho más si hablamos de percepciones cercanas a la
experiencialidad. En cuanto al valor de la imagen a la hora de generar conocimiento
antropológico, , sucede algo relativamente similar, ya que, si bien, es cierto que el
aumento de los ejercicios de reflexividad sobre la experiencia etnográfica en concreto, y
sobre el proceso de constitución del conocimiento antropológico en general (Puede
verse Ghasarian, 2002), han producido una interesante ampliación y flexibilización de
los horizontes de la disciplina, aún están por negociar los limites de estas nuevas
perspectivas, sus espacios dentro de la cartografía epistemológica general de la
disciplina. Por decirlo de otro modo, pese a que a priori, la idea de que partiendo de una
concepción semiótica de la cultura (op. cit.), la imagen es tan valida como cualquier
otro código de representación (Rabinow, 1991: 321-356), esto ha de ser relativizado,
nivelado, dado que seria caer en un error la pretensión de poner a idénticos niveles
imagen y palabra. Tanto si atendemos a un primer nivel, lo que Clifford (1999: 424)
llama el habitus del trabajo de campo, como si atendemos a niveles mucho más
generales de abstracción. Por más que muchos de los argumentos constitutivos de una
supuesta antropología visual, entendida como una subdisciplina, se puedan amparar en
la validez de la multiplicidad de perspectivas, reduciendo el saber antropológico y la
experiencia de campo al constructo (aquí confrontaría Garcia Canclini, 1991: 58-64; con
Rosaldo, 1993; y Jamard, 1999: 272-275); o a la pretensión objetivista de que la imagen
captura bocados de realidad.

Para continuar con la idea de intentar acordar los limites de estos nuevos horizontes,
como el que se presupone en la antropología visual, diré que para ello es necesario
atender a categorías básicas dentro del pensamiento antropológico (pueden verse
Beattie, 1975: 293-309; y Jarvie, 1975: 271-292), es decir, comprensión, explicación e
interpretación. En este sentido, creo que la imagen se circunscribe habitualmente al
dominio de la primera categoría, que rara vez alcanza la segunda, y que parece
improbable que alcance a la tercera, la interpretación, un nudo gordiano en cuyo centro
como única solución se halla la palabra, el antropólogo.

IV.-

Para terminar, me gustaría tomar una posición lo más ambigua


posible, incluso diría que diletante, para huir de cualquier
conclusión. Más bien me gustaría concluir, afirmando con
Levi-Strauss, que la imagen es buena para pensar, al igual que
la miel, el mar, el canibalismo o los mitos, ahora, lo que me
parece más complicado, es la pretensión de constituir a partir
de mirar y pensar imágenes, una subdisciplina antropológica,
ya que sus direccionalidades epistemológicas, no contienen
ninguna diferencialidad al respecto del “tronco” disciplinar,
como pueda darse con la antropología económica, simbólica o los estudios de
parentesco. Por lo que cabe convenir la antropología visual, tan solo como una
metodología más, una estrategia de aproximación a la realidad. Que eso si, y aquí se
concentra su particular valor epistémico, su carácter diferencial, concentra en si misma
buena parte de las potencialidades heurísticas y de las debilidades centrales del corpus
del conocimiento antropológico, debido a su ambivalente posición entre la mera
representación, y el enfoque interpretativo de la realidad, entre el objetivismo fundante
del soporte y el rabioso subjetivismo que nos acerca a la estética, entre la rígida
textualidad de la anotación y el flexible ensueño de la rememoración. Todas estas y
muchas más, son las dicotomías que hacen de una antropología visual, mejor dicho, de
una antropología hecha a partir de la imagen, un dilema irresoluble si no es partir de la
instintiva fascinación o el particular miedo a la innovación.

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