Bécquer Gustavo - Páginas Desconocidas PDF
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Páginas desconocidas
Gustavo Adolfo Bécquer
Preliminar
Gustavo A. Bécquer
Biografía por Narciso Campillo
(Inédita)
NUNCA he tomado la pluma conociendo mejor el asunto de que
voy a
tratar, y, sin embargo, jamás experimenté la indecisión en que
ahora mi
ánimo vacila. Porque escribir la biografía de un personaje
universalmente
reputado, y cuya existencia, completa en el tiempo, ha
producido todos sus
frutos para el saber, para el arte, para la gobernación de su
patria, es
narrar hechos íntegros, es presentar el drama humano desde su
exposición
hasta su desenlace.
Pero bosquejar el cuadro de una vida, cuyos hilos rotos
flotan al
acaso, de una vida que fue sólo una mañana tempestuosa, aunque
anunciaba
ser un medio día espléndido y una serena y luminosa tarde, es
tomar la
pluma del biógrafo para cambiarla pronto por la del poeta y
dejando el
terreno de la realidad, lanzarse por los campos imaginarios de
la
fantasía. Procuraré contenerme en los límites de lo justo, sin
que la
amistad ni otra consideración alguna me perturbe ni extravíe.
En Sevilla, y en el mismo barrio en que el célebre
caballero Don
Miguel de Mañara, tipo original y primitivo de Lisardo el
Estudiante y de
Don Juan Tenorio, sintió el misterioso golpe y vio desfilar su
propio
entierro, nació en el 1835, dos años después que su hermano el
pintor, D.
Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bécquer. Eran sus antepasados
oriundos de
Alemania; mas ya en el siglo XVI avecindados y conocidos en la
reina del
Guadalquivir entre las más hidalgas familias. Fue su padre D.
José
Domínguez Bécquer, pintor aventajado en el género de
costumbres, y su
madre, doña Joaquina Bastida. Ambos, el esposo antes y poco
después la
joven viuda, bajaron al sepulcro, dejando, a unos en la niñez y
a otros en
la cuna, siete hijos varones: Eduardo, Estanislao, Valeriano,
Gustavo
Adolfo, Ricardo, Alfredo y José. Un tío, anciano y sin
descendencia, don
Juan de Vargas, se encargó de los huérfanos, haciendo para con
ellos el
oficio del más cariñoso padre, hasta que, ya crecidos, pudieron
ir
buscando honrada subsistencia en distintas profesiones.
Había en Sevilla, a la margen del río, un colegio de
pilotos de
altura, llamado San Telmo, palacio hoy de los duques de
Monpensier, en
cuyo establecimiento, planteado en 1681 sobre donde estuvo el
arrabal de
Marruecos, se refundió la antigua y famosa Escuela de
Mareantes, de
Triana. Era preciso para ingresar en ella ser huérfano, pobre y
de noble
cuna; condiciones exigidas por el Estado, que costeaba la
educación y
alimento de los alumnos. Gustavo reunía tales circunstancias, y
antes de
los diez años era ya colegial de San Telmo. Poco después lo fue
también el
que estas líneas escribe, y nuestra amistad de la primera
infancia se
fortaleció entonces con la vida común, vistiendo igual
uniforme, comiendo
a una mesa y durmiendo en el mismo inmenso salón, cuyos arcos,
columnas y
melancólicas lámparas colgadas de trecho en trecho, me parece
estar viendo
todavía.
Me complazco en recordar esta época de nuestro primer
vagido
literario; y digo nuestro, porque siendo él de diez años y yo
de once,
compusimos y representamos en dicho colegio un espantable y
disparatado
drama, que se titulaba, si mal no recuerdo, Los conjurados.
Asimismo
comenzamos una novela. Me extraña la candidez con que aquellos
dos niños,
ignorantes de todo, se lanzaban jugando a los dos géneros
literarios que
más conocimientos exigen del hombre, de la sociedad y de la
vida. ¡Tiempo
había de llegar en que, a fuerza de penosos combates y rudas
pruebas,
adquiriesen esta ciencia, tan difícil como amarga!
El colegio fue suprimido de real orden y nos encontramos en
la calle.
Decididamente la fortuna se empeñaba en que no llegásemos a ser
pilotos de
altura, cosmógrafos y navegantes. Gustavo fue recogido por la
señora
Monehay, su madrina de bautismo, persona de claro talento, que
poseía
bastantes libros y ¡cosa rara en mujer! que los había leído
todos. Estos
libros fueron una mina para Gustavo; los leyó, los releyó, y
como algunos
estuviesen destrozados, faltándoles ya el principio, ya el fin,
los
empezaba o concluía de su cosecha, devorándose los sesos días
enteros y
semanas seguidas en semejante empeño, descomunal y
extraordinario para las
fuerzas intelectuales de un niño.
Por este tiempo leyó dos obras que influyeron en él
notablemente: las
Odas de Horacio, traducidas por el padre Urbano Campos, y las
poesías de
Zorrilla. Vacilando entre ambos caminos, unas veces seguía las
huellas del
epicúreo cantor de Roma, valiéndose de las imágenes, alusiones
y ornato
mitológico, y otras adoptaba con admirable facilidad el estilo
pintoresco,
libre, incorrecto y desigual del poeta vallisoletano. A esta
época
pertenecen muchas composiciones que, con otras mías, en número
de miles de
versos, quemamos una tarde en mi casa. De las de Gustavo dos
solamente
recuerdo: una «Al viento», imitación de Zorrilla, y otra en
verso suelto,
del corte horaciano, dirigida a mí, que empezaba de este modo:
Muy más sabrosos que
la miel
hiblea,
más gratos que el murmullo de la fuerte,
me son, Narciso, tus hermosos versos.
NARCISO CAMPILLO
NOTA DEL RECOPILADOR.- Esta biografía la escribió Narciso
Campillo para un
libro que no llegó a publicarse, y que titulaba Mis
contemporáneos. El
manuscrito lo conservó entre sus papeles don Julio Nombela.
El Retiro
(Inédito)
CADA uno de los paseos de Madrid tiene su carácter, su
fisonomía y su
concurrencia especial. A mí me basta saber a qué paseo asiste
de ordinario
una persona para formarme una idea aproximada de su posición,
su genio y
sus costumbres.
Desde el Campo del Moro a la Fuente Castellana, desde el
paseo de
Oriente a Recoletos, desde la Plaza Mayor a Atocha, desde las
Vistillas al
Salón del Prado, la coronada Villa ofrece tan ancho y variado
campo a sus
habitantes, que, excepto algunas raras excepciones, cada cual
busca el
punto de reunión más en armonía con sus hábitos, su carácter y
sus
intereses, obedeciendo a esa ley eterna que impulsa a la llama
a subir y
al agua a buscar su nivel.
Ponedme un domingo cualquiera en un lugar céntrico de la
población y
yo os diré sin vacilar un momento y casi con la seguridad de no
equivocarme un punto:
¿Veis esa elegante carretela sobre cuyo fondo azul y entre
un mar de
glasé y de blondas se destaca una cabeza rubia y distinguida?
Pues esa va
a la Fuente Castellana.
¿Veis aquel grupo de alegres y honrados artesanos que con
cara de
Pascuas y vestidos de día de fiesta cruzan en opuesta
dirección? Pues esos
seguramente van a merendar en la Pradera, en las Vistillas o a
las
inmediaciones del Puente Verde.
Aquella mamá, obesa, que sigue la calle de Alcalá
adelante, precedida
de dos pimpollos, en estado de merecer, perdería un dedo de la
mano si no
va a sentarse frente al circo del Príncipe Alfonso.
La otra cocinera endomingada que atraviesa más lejos, con
aire
decidido y luciendo un pañolón de colorines, apostaría
cualquier cosa a
que corre en busca de la Plaza Mayor, donde la espera un su
paisano o
pariente, cabo de la primera del 5.º de artillería montada.
Ese matrimonio de edad provecta que corre a guarecerse en
el portal
de una casa, cuando siente el ruido de un coche y que parecen
comerciantes
retirados de la calle de Postas, ¿quién duda que bajarán al
Campo del
Moro?
En cuanto a ese astur sin cuba y con camisa limpia, ¿qué
hemos de
pensar, si no que se dirige a la Virgen del Puerto?
Aquella bandada de niñeras y amas de cría de casa grande,
¿Se oculta
al menos conocedor de las costumbres madrileñas que no han de
parar hasta
verse junto a la fuente de las Cuatro Estaciones?
Y así seguiría marcando sin discrepar una línea el
itinerario de
todos y de cada uno de los paseantes.
La multitud que en ciertos días clásicos va y viene, cruza
y torna a
cruzar, y se enreda y se enmaraña pasando y repasando en mil
direcciones
distintas, podrá presentarnos confundidas las diferentes capas
de la
sociedad; pero a medida que las arterias de la población van
arrojando a
la ronda los animados grupos que por ella circulan, cada actor
del gran
sainete humano busca instintivamente escena y decoración
apropiadas al
papel que les ha tocado en suerte desempeñar en el teatro del
mundo.
Hay, no obstante, un paseo cuyos concurrentes no es fácil
señalar, un
paseo al que no asiste clase determinada, al que se va casi
siempre más
bien por incidencia que por costumbre, paseo que cambia de
aspecto a
medida que cambian las estaciones, que ofrece un panorama
distinto en las
diversas horas del día, que en el discurso del año puede
asegurarse, que
ve cruzar por sus alamedas a todos los vecinos de la Corte,
amén de la
población flotante, paseo, en fin, donde se reúnen
alternativamente
paletos y damas aristocráticas, niñeras y hombres políticos,
artesanos y
estudiantes, modistas y títulos de Castilla, provincianos y
manolos,
desesperados y alegres, ricos y pobres, chicos y grandes,
muchachos y
viejos. Ese paseo sui géneris es el tradicional, el histórico
paseo del
Buen Retiro.
Y, ¿cómo se comprende, exclamará alguno, que esa multitud
que
instintivamente busca para agruparse sus elementos afines se
reúna sólo en
este punto?
Para encontrar la explicación de ese fenómeno, para darse
cuenta de
esa contradicción aparente, hay que saber de antemano que el
Retiro es un
paseo especial, un paseo ómnibus, que tiene rellanos y plazas
tapizadas de
finísima arena y cercados de arrayán para que jueguen los
chicos; calles
de copudos olmos ornados de estatuas para que paseen los
hombres graves;
fuentes egipcias y chinescas, con peces, ánades y patos, para
que se
emboben las gentes sencillas; bosquecillos de follaje tupido y
discreto
para que se aventuren las parejas de enamorados; jaulas de
fieras, con
monos que hacen gestos, y leopardos que enseñan los dientes,
para que se
extasíe la plebe menuda; parajes incultos, llenos de carrascas
y de
jaramagos amarillos, para que se tiendan al sol los haraganes;
hileras de
pinos y cipreses para que discurran a su sombra los
melancólicos; es
preciso, por último, no perder de vista que dentro de un paseo
monstruo,
cuya circunferencia mide algunos kilómetros, hay otros cien
paseos
aislados e independientes, con su hechura, sus condiciones y su
carácter
adecuados a las diferentes clases de personas que los
frecuentan.
De esta variedad infinita nace la dificultad con que
tropiezan así el
escritor como el dibujante al tratar de reproducir su múltiple
fisonomía.
Tarea inútil es asestarle el lente fotográfico; trabajo perdido
cruzar sus
enarenadas calles lápiz o pluma en ristre. A cada instante
cambian la
expresión, la luz y hasta las líneas del modelo que se intenta
copiar.
Figuráos, por ejemplo, que penetramos en el Retiro en una
de esas
mañanas de abril o mayo que inspiraron a Calderón la comedia
más llena de
risueña poesía, de elegantes discreciones y novelescas
aventuras de
nuestro teatro antiguo. Es la estación en que los almendros
cubren el
suelo con los despojos de sus tempranas y efímeras flores,
dejando asomar
sus primeras hojas verdes y transparentes; es la estación en
que los
intrincados laberintos del estanque chinesco se engalanan con
ramos de
lilas; es la estación en que el sol comienza a despertarse
temprano y
alegre, llamando con sus reflejos de oro al balcón de los
perezosos. Los
troncos, antes desnudos, se han vestido de nuevo y espléndido
ropaje; el
cielo parece más puro y transparente; entre las hojas suena una
confusa
algarabía de trinos y gorjeos que regocija el alma.
El Retiro va a ofrecernos una de sus escenas más
características. Las
modistillas que a costa de un madrugón han podido robar dos o
tres horas
de cuotidiano trabajo del taller, cruzan alegres y desenfadadas
por los
senderos que dibujan los floridos arbustos, víctimas de sus
matinales
expediciones. Sus voces frescas y juveniles, sus gritos y sus
risas forman
coro y se confunden con el alegre y ruidoso canto de los
pájaros.
¡Vedlas con sus sencillos trajes de percal, sus cabellos
en desorden
y volando sueltos al aire los extremos de sus graciosas
mantillas, correr
de un lado a otro con esa vertiginosa inquietud con que vuelan
las
mariposas zumbando en rededor de las flores! Mientras unas
acechan los
movimientos del guarda, otras penetran en los cuadros del
jardín y repelan
las acopadas matas de lilas, no faltando en esta bulliciosa
operación
algunos estudiantes que las requiebran, las persiguen o las
asustan
escondidos entre la arboleda. Todo enderredor parece que se
anima, sonríe
y toma parte en la loca alegría de las muchachas.
Involuntariamente se
escapan de los labios los dulces y espontáneos versos del poeta
florentino:
¡Oh, primavera,
gioventú
de'amour!
¡Gioventú, primavera della vita!
.....................................................................
.....................................................................
......
.....................................................................
.....................................................................
......
He aquí el borrador de una página del paseo del Buen
Retiro; mas no
os apresuréis por ella a formar buena idea del conjunto. Una
página no es
un libro.
Dejemos la fuente chinesca; seguidme por las revueltas de
los
jardines; no os preocupéis de la media docena de desocupados
que arrojan
pedacitos de pan a los peces del estanque grande, y recorriendo
una ancha
y solitaria calle de castaños, acopados y añosos, nos
encontraremos en la
fuente de la Salud. ¡Ved cómo han cambiado la decoración y los
personajes;
ved cómo todo es aquí diferente: la agitación deja lugar al
reposo; a los
gritos y las alegres carcajadas sustituyen las conversaciones a
media voz.
El ancho batiente de un musgoso paredón, a cuyo pie se
distinguen algunos
bancos rústicos, presta a este lugar un aire de sosegada
tristeza; la luz
se abre paso con dificultad al través de las apretadas copas de
los
árboles.
Niñas pálidas, viejas achacosas, empleados sin empleo y
militares en
situación de reemplazo, todos adoradores de la maravillosa
fuente, se
agrupan en torno del manantial y discuten acerca de las
propiedades del
agua, repiten por centésima vez el número de vasos que se han
bebido o
pasean con lentitud a lo largo de las alamedas.
Pero no han concluído aún todos los objetos del diorama.
Volvamos
otra hoja del libro; internémonos otra vez en la espesura. ¿No
habéis
reparado en las orlas de una elegante falda de seda que
desaparece siempre
por el extremo opuesto de las sendas que seguimos? ¿No habéis
visto
dibujarse vagamente al través de los claros que dejan las ramas
el perfil
de una enamorada pareja, que al menor ruido huye y evita el
encuentro de
los curiosos, escondiéndose entre el espeso follaje de los
jardines?
Si al abandonar el Retiro encontrásemos parada cerca del
templo de
Atocha alguna elegante berlina con cifra o blasón en la
portezuela, acaso
el cochero podría darnos la solución de la charada. Las
tradiciones
galantes de la corte del rey poeta no se han perdido del todo
entre las
damas de la coronada villa.
Mas el sol sube a escape por el cielo y deja sentir en las
espaldas
la viva influencia de sus rayos; los paseantes desfilan unos
tras otros;
las muchachas vuelven a la población con el delantal lleno de
flores; los
inválidos de la fuente de la Salud con un paseo mayúsculo y
docena y media
de vasos de agua en el cuerpo. Ya no se queda en los jardines
más que
algún pretendiente, sin casa ni hogar, que duerme al pie de sus
árboles el
inquieto sueño de las dudosas esperanzas, o algún estudiante
que intenta
repasar a la sombra las asignaturas del curso y acaba también
por rendirse
a la influencia del sueño; mientras gesticula y habla solo,
discurriendo
por entre el laberinto de hojas y flores, alguno de esos
filósofos,
derrotados y silvestres, tipo original del que no faltan
ejemplares en la
corte.
Tal es, hecho a la pluma, el ligero bosquejo de uno de los
variados
cuadros que ofrece el Retiro. Con todos ellos podría formarse
el más
curioso álbum de costumbres madrileñas.
El Duque de Rivas
(Inédito)
Apunte biográfico
POETA y soldado a la vez, como Cervantes, como Lope, como
Ercilla y
como tantos otros egregios varones, orgullo del Parnaso
castellano, el
Duque de Rivas, cuya muerte deploramos hoy, mantuvo en la
historia de
nuestra literatura la gloriosa tradición de aquellos peregrinos
ingenios
españoles, verdadera encarnación de nuestro espíritu nacional,
que así
manejaban la pluma como la espada.
Quisiera disponer de bastante espacio y tener el talento
suficiente
para trazar, adornándolo con las galas del estilo, el brillante
cuadro de
su existencia, desarrollando unas tras otras sus escenas desde
los tiempos
en que, joven e inflamado su espíritu por el amor patrio,
regaba con su
sangre los campos de Ocaña, hasta la época en que, lejos ya del
tumulto de
los combates y de las agitaciones de la vida pública, levantaba
un
monumento indestructible a nuestras glorias nacionales con su
Romancero
histórico.
Al escribir lo que ni aun me atrevo a llamar bosquejo
biográfico del
excelente poeta cuyo nombre sirve de epígrafe a estas líneas,
me limitaré
a consignar algunas de las fechas más notables de su vida.
Don Ángel Saavedra, el popular autor de Don Álvaro, nació
el 10 de
marzo de 1791, en Córdoba, y fueron sus padres don Juan Martín
de Saavedra
y Ramírez, duque de Rivas, y doña María Dominga de Baquedano y
Quiñones,
marquesa de Andía y de Villasinda. Siguiendo la tradición
constante en las
casas más ilustres, de dedicar a los hijos segundos bien a la
carrera de
la Iglesia o de las armas, los padres del popular poeta, que se
hallaba en
este caso, hubieron de pensar desde muy temprano en enderezarle
por este
último camino, pues cuando apenas contaba algunos meses ya
habían
conseguido para él la bandolera de guardia de Gorps y el título
de
caballero de justicia de la Orden de Malta.
Los primeros años de su vida los pasó en la hermosa ciudad
donde
había nacido, y en la cual estuvieron encargados de su
educación literaria
y artística Mr. Tostin, canónigo francés, emigrado de su patria
a causa de
los disturbios políticos que la agitaban por aquella época, y
Mr.
Verdiguer, escultor notable, que por las mismas razones se
había
establecido en Córdoba.
A la muerte de su padre, ocurrida en 1802, y en Madrid,
adonde se
había trasladado con toda su familia, ingresó en el Seminario
de nobles,
donde logró distinguirse, dando muestras de las felices
disposiciones de
su talento, no sólo en los diferentes estudios a que se
dedicaba, sino en
algunos recomendables aunque tímidos ensayos literarios.
Pero «la época no era de poesía, era de armas», dice uno
de sus
biógrafos al llegar a este punto de su vida. En efecto: la
época no era de
poesía escrita, de esa poesía que nace en el silencio del
gabinete al
calor de la inteligencia como una hermosa y delicada flor del
ingenio; era
época de grandes pasiones que exaltaban los espíritus; época de
transtornos, de peligros y de combates; época de poesía en
acción; época,
en fin, la más adecuada para desarrollar en la mente de los
hombres
destinados a romper más tarde las enojosas trabas de la poesía
de
academia, los, gérmenes de la grande, de la verdadera, de la
tradicional
poesía española.
La guerra de la Independencia había comenzado. Los héroes
que habían
de escribir con su sangre tantas y tan brillantes páginas de
nuestra
historia hacían frente a los invasores, cuando henchida el alma
de noble
ardimiento, don Ángel Saavedra, acompañado de su hermano mayor,
entonces
duque de Rivas, fue a reunirse con los valientes que peleaban
en defensa
de la patria.
Las orillas del Ebro, las llanuras de León y los campos de
Alcalá
fueron testigos de los diferentes combates en que ambos
hermanos se
distinguieron peleando esforzadamente, aunque con adversa
fortuna. Por
último, don Ángel cayó herido mortalmente en la desgraciada
acción de
Ocaña, en cuyos campos fue recogido, durante la noche, de entre
los
muertos, y transportado a un pueblecillo de las cercanías,
donde aun
postrado en el lecho escribió el bellísimo romance que
comienza:
Con once heridas
mortales,
hecha pedazos la espada,
La picota de Ocaña
LA hora en que se ve, la luz que recibe, o el horizonte
sobre que se
dibuja, modifican hasta tal punto las apariencias de un mismo
objeto, que
sería difícil fijar su verdadero carácter aislándole del fondo
que le
rodea o contemplándole bajo otro punto de vista del que le
conviene.
Saliendo de la villa de Ocaña, por el lado que conduce a
las eras, en
uno de esos calurosos días de julio en que sólo cuando declina
el sol y se
levanta el aire fresco de la tarde es posible respirar fuera
del recinto
de las poblaciones, sorprende el animado cuadro que presenta la
inmediata
llanura.
Por un lado se descubre la hilera de casas, cercas y
bardales de los
barrios extremos de la población, entre cuyos rojizos tejados
asoman los
chapiteles de las torres, las espadañas de las iglesias, y, de
trecho en
trecho, el almenado lienzo de un muro: por otro se ve el
espacio que
constituye las eras, limitada llanura formada por la meseta de
una suave
colina: al fondo se desenvuelve la línea azul de los montes
lejanos,
bañada en un luminoso y encendido vapor que vela los contornos
y los
colores con una tinta general dulce y armoniosa.
Diseminados acá y allá en pintoresco desorden, animan el
paisaje
numerosos grupos de figuras: campesinos, mujeres, animales que
van y
vienen ocupados en las faenas propias de un pueblo
esencialmente agrícola.
Aquí rumian los bueyes acostados junto a las carretas; allí
corren las
mulas describiendo un círculo al arrastrar el trillo sobre las
parvas; los
labriegos aventan el grano, las muchachas cruzan cargadas de
haces de
espigas, los chicuelos espeluznados y con la cabeza llena de
paja, se
revuelcan por los montones de trigo. Unos cantan, otros ríen;
éstos se
llaman con gritos desaforados, aquéllos animan a las bestias
con rudas
interjecciones; todo es vida y movimiento, colores y luz que se
combinan
en efectos pictóricos a cual más sorprendentes.
En mitad de este alegre cuadro, dominando los grupos de
figuras,
cortando las horizontales líneas del fondo y destacándose como
perfilado
de oro por los rayos del sol poniente sobre el azul del cielo,
se levanta
un monumento de granito, airoso y elegante, cuyo carácter no es
posible
definir y cuya destinación se comprende apenas.
Es alto como una mediana torre, esbelto y delgado como una
palma; el
arte ojival trazó su silueta reuniendo al más puro y ligero de
sus
contornos góticos los rasgos más sencillos y característicos de
su
graciosa ornamentación. El tiempo ha completado la obra del
artista,
prestándole la riqueza de color y la variedad de tonos que los
años dan al
granito; las mutilaciones propias de las injurias de la edad
contribuyen a
hacerlo pintoresco; un cabo de enredadera que sale de entre las
junturas
de los sillares, los jaramagos que crecen al pie y cubren en
parte los
rotos escalones, el sol que llamea en los abiertos brazos de la
cruz de
hierro que lo corona, todos son detalles y accidentes que
aumentan su
hermosura.
Cuando los labradores terminan su ruda tarea, cuando las
muchachas
han amontonado ya los haces en la parva y el sol prolonga los
azules
batientes de los objetos, unos tras otros vienen a agruparse al
lado del
alto pilar, y ya de pie, apoyados en las palas y las
horquillas, ya
sentados en los escalones aspirando la fresca brisa que enjuga
el sudor de
sus frentes, relatan cuentos de príncipes y encantadores o
graciosos
chascarrillos que son acogidos por la multitud con
exclamaciones de
asombro o risotadas interminables.
Difícil sería que el espectador de esta égloga, examinando
el
monumento, punto de reunión de los tranquilos campesinos,
presintiese su
historia, fijase su carácter o adivinase el pensamiento a que
obedeció el
artista al levantarlo.
El transcurso de las edades y la variación de las
costumbres han
despojado aquel sitio de su sello histórico.
Hace algún tiempo el caminante que caballero en su mula
llegase a la
villa de Ocaña por la parte de las eras, si se había retrasado
en el
camino hasta el punto de entrársele la noche nebulosa y triste,
no podría
menos de hacer la señal de la cruz, murmurar una oración y
tirar de rienda
a su cabalgadura para desviarse de aquel sitio.
Alto, delgado e inmóvil como un fantasma, vería destacarse
sobre el
anubarrado cielo de la noche, rompiendo la dentellada línea de
casas de la
población, un monumento de piedra semejante a esas columnas que
permanecen
de pie y aisladas entre las ruinas de un templo. Si la medrosa
soledad de
sus contornos, si el sordo aleteo de las aves de rapiña que
venían a
detenerse sobre la cruz del remate, si su forma particular e
imponente no
bastaban a hacerle comprender lo que aquello era, una cabeza
separada del
tronco, greñuda y horrible, metida dentro de una jaula de
hierro, un
miembro humano enganchado en un garfio, o el enjuto cadáver de
un hombre
suspendido aún de la cuerda y bamboleándose lentamente al soplo
del aire
de la noche, le dirían bien pronto que había dado de manos a
boca con la
picota del lugar.
La picota, como cuestión de arte, es la horca elevada a
monumento, la
columna triunfal erigida en honor del verdugo.
Los señores que ejercían jurisdicción y señorío en un
lugar la
colocaban en otros tiempos a la entrada, como señal de dominio.
¡Cuántos
dolores, cuántas infamias, cuántas ignominias se han atado a
esos pilares
de piedra que aún puede ver el viajero en la mayor parte de
nuestras
pequeñas poblaciones! ¡Cuánta sangre ha chorreado a lo largo de
esos
obscuros postes por donde hoy trepan los tallos de las
enredaderas
silvestres!
El aldeano que apenas recuerda confusamente la tradición,
que no
comprende lo que significa el castillo que todavía domina las
casucas del
lugar, agrupado a sus pies; que no sabe cuántas obscuras
generaciones
pasaron humillando la frente ante aquel signo de fuerza, viene
en la tarde
a sentarse indiferente junto a la picota; las muchachas
refieren cuentos
agrupadas en sus escalones; los chicos trepan a la cúspide a
coger los
nidos de los pájaros; ¿qué más? ¡Hasta en un pueblo he visto
hacer en ella
un columpio!
Hay algo providencial en ese olvido que borra el pasado de
la memoria
de las masas, ahogando así los gérmenes de muchas violencias,
de muchos
odios y de muchos sombríos pensamientos. Por eso a solas
conmigo me he
preguntado más de una vez si será o no conveniente remover lo
que duerme
en el fondo de la conciencia del pueblo, hablándole de esas que
sólo puede
perdonar olvidándolas.
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Últimamente, los restos del ilustre soldado y poeta fueron
conducidos
en pública procesión a la iglesia de San Francisco el Grande,
de Madrid,
donde esperan en un rincón de la sacristía la resurrección de
la carne y
un monumento en el panteón nacional.
Una calle de Toledo
DISCURRIENDO al azar por entre el confuso laberinto de
calles de la
antiquísima ciudad de Toledo, el artista, el historiador y el
poeta
encuentran en los detalles de sus edificios, en los grandes
nombres que
conmemoran y el sentimiento que inspiran, el más curioso de los
Museos, la
más interesante de las crónicas y la más pura fuente de
melancólicas y
altas inspiraciones.
El dibujo que damos a nuestros lectores, recuerdo de uno
de estos
paseos por las desiertas calles de la ciudad histórica por
excelencia, es
cumplida prueba de lo que dejamos dicho.
En el fondo se destaca sobre los redondos arcos del
pórtico de una
iglesia, cuya última restauración se remonta al siglo XVI, la
torre alta y
airosa que en su tipo y ornato ofrece clara muestra del visible
influjo de
la dominación árabe. A un lado y contra el desnudo paredón del
ábside de
un convento, se ve la cruz colosal que expresa con líneas más
sobrias y
grandes el mismo pensamiento religioso que llenó en una época
de
churriguerescos retablos las esquinas de las calles de nuestras
antiguas
poblaciones. Al otro, completa el cuadro el muro y la portada
de granito
de una noble casa, solar de un esclarecido linaje.
El artista no necesita preguntar el nombre de aquellos
edificios, ni
conocer las circunstancias de su construcción o los sucesos de
que han
sido teatro, para encontrar un cuadro completo en la
combinación de sus
caprichosas líneas, su color y detalles.
Pero llega el historiador. Él nos refiere que aquel templo
fue
primero mezquita de los moros los cuales la conservaron
dedicada a la
celebración de sus ritos aun después de reconquistada la
ciudad. Por él
sabemos cómo más tarde se consagró al culto católico bajo la
advocación de
San Román, que hoy conserva, reedificándola y levantando su
airosa torre
muzárabe el célebre prócer castellano don Esteban de Illan, el
cual,
ayudado de los Benavides y de otros caballeros de linajes
ilustres de
Toledo, en una noche del verano de 1166, después de haberle
sacado
ocultamente de la villa de Maqueda, donde le criaban los
secuaces del
bando de los Castros, encerraron en ella al niño Rey don
Alfonso VIII,
proclamándolo mayor de edad desde lo alto de sus ajimeces, en
los cuales
amaneció ondeando el pendón de Castilla, mientras los heraldos
anunciaban
la nueva a la atónita población, que no esperaba que sus
sangrientas
disensiones tuvieran aquel rápido desenlace.
Esta es, nos dice luego, la casa del famoso don Esteban,
en la cual
es tradición vivió asimismo el dulce poeta Garcilaso: el
tiempo, al borrar
el sello de las remotas edades del exterior del edificio, ha
respetado en
el interior una magnífica sala morisca, ornamenta da conforme
al gusto
muzárabe tan usado por los conquistadores, y algunos escudos y
timbres
heráldicos que traen a la memoria el nombre de sus ilustres
dueños.
Aquel ábside, añade por último, pertenece al convento de
monjas
bernardas de San Clemente, fundado en el siglo XII por D.
Alonso el
Emperador, y bajo cuyas bóvedas duerme el sueño de la muerte su
hijo el
infante don Fernando.
¡Qué grandes proporciones, qué imponente poesía adquiere
entonces a
nuestros ojos, aquella estrecha y solitaria calle que antes
sólo se nos
antojaba un cuadro pintoresco, y ya es una página viva de
nuestra
historia!
Apólogo
BRAHMA se mecía satisfecho sobre el cáliz de una
gigantesca flor de
Loto que flotaba sobre el haz de las aguas sin nombre.
La Maija fecunda y luminosa envolvía sus cuatro cabezas
como con un
velo dorado.
El éter encendido palpitaba en torno a las magníficas
creaciones,
misterioso producto del consorcio de las dos potencias
místicas.
Brahma había deseado el cielo, y el cielo salió del abismo
del caos
con sus siete círculos y semejante a una espiral inmensa.
Había deseado mundos que girasen en torno a su frente, y
los mundos
comenzaron a voltear en el vacío como una ronda de llamas.
Había deseado espíritus que le glorificasen, y los
espíritus, como
una savia divina y vivificadora, comenzaron a circular en el
seno de los
principios elementales.
Unos chispearon con el fuego, otros giraron con el aire,
exhalaron
suspiros en el agua o estremecieron la tierra internándose en
sus
profundas simas.
Visnú, la potencia conservadora, dilatándose alrededor de
todo lo
creado, lo envolvió en su ser como si lo cubriese con un
inmenso fanal.
Siva, el genio destructor, se mordía los codos de rabia.
El lance no
era para menos.
Había visto los elefantes que sostienen los ocho círculos
del cielo,
y al intentar meterles el diente, se encontró con que eran de
diamante; lo
que dice sobrado cuán duros eran de roer.
Probó descomponer el principio de los elementos y los
halló con una
fuerza reproductora tan activa y espontánea, que juzgó más
fácil encontrar
el último punto de la línea de circunferencia.
De los espíritus no hay para qué decir que en su calidad
de esencia
pura burlaron completamente sus esfuerzos destructores.
En tal punto la creación, y en esta actitud los genios que
la
presiden, Brahma, satisfecho de su obra, pidió de beber a
grandes voces.
Diéronle lo que había pedido, bebió, y no debió de ser
agua, porque
los vapores, subiéndosele a la cabeza, le transtornaron por
completo.
En este estado de embriaguez deseó alguna cosa muy
extravagante, muy
ridícula, muy pequeña; algo que formara contraste con todo lo
magnífico y
lo grandioso que había creado: y fue la humanidad.
Siva se restregó las manos de gusto al contemplarla.
Visnú frunció el ceño al ver encomendada a su custodia una
cosa tan
frágil.
Los hombres, en tanto, andaban mustios y sombríos por el
mundo,
ocultándose avergonzados los unos de los otros, cerrando los
ojos para no
ver a su alrededor tanto grande y eterno, y no compararlo
involuntariamente con su pequeñez y su miseria.
Porque los hombres tenían la conciencia exacta de sí
mismos.
-¿Queréis acabar de una vez con vuestros males? -les dijo
Siva-.
¿Queréis morir?
-Sí, sí -exclamaron todos en tumulto-. ¿Para qué queremos
este soplo
de existencia?
-Yo soy un estúpido, lo sé, y me avergüenzo de mi
barbarie- decía
uno.
-Yo soy deforme añadía el otro-, y me entristece el
espectáculo de mi
ridiculez.
-Y tenemos estas y estas faltas y aquellas y las otras
miserias
-proseguían diciendo los demás, enumerando el cúmulo de males y
defectos
de que entonces, como ahora, se hallaban plagados los hombres.
-Es cosa hecha -dijo Siva, viendo la decisión de la
humanidad entera.
Y levantó la mano para destruirla; pero, en aquel instante
se
interpuso Visnú.
-Esperad un día -exclamó dirigiéndose a los hombres-, un
día no más.
Voy a daros a beber un elixir misterioso. Si mañana, después de
haberlo
bebido, queréis morir, que vuestra voluntad se cumpla.
Los hombres aceptaron y Siva dejó su presa, refunfuñando
entre
dientes, porque conocía el ingenio y la travesura de su
competidor.
Visnú, que, efectivamente, era hombre, digo mal, era dios
de grandes
recursos en las ocasiones críticas, se las compuso de manera
que a las
pocas horas tenía ya hecho y embotellado su elixir, en tal
cantidad, que
tocó a frasco por barba.
Pasó la noche, durante la cual los hombres no hicieron
otra cosa que
sorber por la nariz aquella especie de éter mágico; y cuando
tornó a
brillar la luz, vino Siva de nuevo, a renovar sus proposiciones
de muerte.
Los hombres, al oirle, comenzaron por maravillarse y
acabaron por
reírsele en las barbas.
-¡Morir nosotros -exclamaron-, cuando un porvenir inmenso
se abre
ante nuestra vista!
-Yo -decía el uno- voy a conmover el mundo con la fuerza
de mi brazo.
-Yo voy a hacer mi nombre inmortal en la tierra.
-Yo a avasallar los corazones con el encanto de mi
hermosura.
Y así todos iban repitiendo:
-¡Morir yo que siento arder en mi frente la llama del
genio; yo, que
soy fuerte; yo, que soy hermoso; yo, que seré inmortal!
Siva no daba crédito a sus ojos, y unas veces le daban
ganas de
rabiar y otras de reír a carcajadas ante el espectáculo de tan
ridícula
transformación. En aquel momento pasaba Visnú a su lado y el
genio
destructor no pudo menos de dirigirle estas palabras:
-¿Qué diantres les has dado a esos imbéciles, que ayer
estaban todos
mustios, cabizbajos y llenos de la conciencia de su pequeñez, y
hoy andan
con la frente erguida, burlándose los unos de los otros,
creyéndose cada
uno cual un dios?
Visnú, con mucha sorna, y dándole un golpecito en un
hombro, se
inclinó al oído de Siva y le dijo en voz muy baja:
-Les he dado el amor propio.
La Ridiculez
LA ridiculez es un accidente moderno en la historia de las
costumbres.
Merced a sus revoluciones internas, los pueblos, como los
individuos,
suelen cambiar de temperamento más de una vez en su vida.
En estos cambios el virus social toma diversas formas para
manifestarse.
A nosotros nos ha tocado la manía de la ridiculez por
azote.
Antes de seguir hablando sobre la ridiculez, parecía
natural que
procediera a definirla exactamente.
Cansados de darle muchas vueltas al asunto cuantos han
tratado de
definir la gracia, han concluído por ponerse de acuerdo en que
es un no sé
qué inexplicable.
Y después de esta verdad inconcusa no se ha encontrado
definición más
exacta.
Pues hallo la fórmula, a ella me ajusto.
La ridiculez, como la gracia, es un no sé qué indefinible.
¿Quién sabe, si no, en qué consiste, cuál es su forma de
manifestación, dónde comienza, dónde concluye?
Se ha dicho, sin embargo, que la gracia es la luz de la
fisonomía.
Esto no es una definición, es una frase; pero la frase es
bonita y ha
hecho fortuna, lo cual prueba que, como las tortas, a falta de
pan, son
buenas las frases a falta de definiciones.
Puesto en este camino mi tarea se simplifica
extraordinariamente.
La ridiculez es una cosa horrible que hace reír.
Es algo que mata y regocija.
Es Arlequín que cambia su espada de madera por otra de
acero, asesina
con ella en broma y dice después a su víctima una bufonada por
toda
oración fúnebre.
Es Mefistófeles, con peor intención y menos profundidad,
que se burla
de todo lo santo.
Es Falstaf, menos filósofo y más raquítico, que
empequeñece todo lo
grande.
Se suele decir que un paso más allá del sublime está el
ridículo.
Esta es también una frase.
Tanto valdría afirmar que el agua del universo hay que
buscarla en la
tinaja de mi cocina.
El ridículo se encuentra un paso más allá del sublime,
porque se
encuentra un paso más allá de todo.
Y, lo que es peor, un poco más acá también.
Es un monstruo que nos tiene tendida una red inmensa y
oculta.
Un enemigo artero que se esconde detrás de nuestras más
sencillas
acciones, de nuestras palabras más inocentes, de nuestros
movimientos más
insignificantes.
Todos andamos temblando con el miedo de caer en su celada.
Todos vivimos con la angustia de Damocles y del Licenciado
Vidriera,
temiendo que se rompa el hilo que suspende el ridículo sobre
nuestra
cabeza y nos atraviese como con una espada o nos quiebre como
con un canto
caldo de una torre.
Y no es extraño este exagerado temor.
La ridiculez, como dejo dicho, es la muerte social.
Una muerte dolorosa y cómica por añadidura.
Contra este veneno se ha encontrado, no obstante, un
específico.
Pero en este caso sí que puede decirse que es peor el
remedio que la
enfermedad.
La ridiculez se cura con sangre.
Es preciso espantar si no se quiere hacer reír.
Una vez erizada la sociedad de estos escollos, los
hombres, como los
navegantes, debiéramos tener una carta hidrográfica para
navegar por sus
aguas sin peligro.
Yo sé, próximamente, lo que es bueno y lo que es malo.
Yo sé lo que se castiga y lo que se premia.
La religión tiene su catecismo.
La sociedad, sus leyes civiles y criminales.
Nadie conoce, sin embargo, el código de la ridiculez.
Nadie, aunque quisiera, podría atenerse a la ley escrita.
¿Cómo distinguirla, pues?
¿Cómo evitarla, si nada hay más elástico que su círculo de
acción?
Es ridículo desde el pobre diablo que lleva una levita de
hechura
atrasada, hasta el esposo a quien arrebatan su honor.
Quitad el desenlace a El médico de su honra y queda el
protagonista
en ridículo.
Dadle un fin trágico a El lindo don Diego y lo convertís
en un
personaje decoroso.
La teoría del ridículo, sentada sobre esta base, no
dejaría de ser un
tanto peligrosa.
¿En qué consiste, entonces, la ridiculez?
Entran en su dominio las lágrimas de sentimiento y la
hechura de
ciertos cuellos de camisa.
La turbación del amante y la manera de andar de ciertas
personas.
La sencilla franqueza del hombre honrado y tal o cual
corte de gabán.
Lo que he observado es que los bribones y los truhanes son
los únicos
que nunca se encuentran en ridículo.
Y, sin embargo, se dice que el ridículo es peor que la
muerte.
Y, sin embargo, el estar o no en ridículo es independiente
de nuestra
voluntad, porque nos puede poner el primero a quien se le
antoje.
Cuando se para mientes en estos absurdos de la vida, se
cree que la
lógica se ha hecho para entretenimiento de los escolares.
El sistema decimal hará uno, con el tiempo, los diversos
sistemas de
monedas, pesos y medidas del mundo.
Un idioma universal acabará, más tarde o más temprano, por
hacer que
todos los hombres se entiendan entre sí.
En las apreciaciones sociales nunca dejará cada uno de ver
las cosas
por un prisma diferente.
«Dadme un punto de apoyo -decía Arquímedes- y moveré el
mundo.»
Dadme una verdad social, digo yo, y, partiendo de ella,
las hallaré
todas, y daré, como Moisés, unas tablas de la ley, y haré de la
tierra un
paraíso.
Quizá por esta última razón estaremos condenados a
buscarla
eternamente sin hallarla nunca.
El pordiosero
Tipo toledano
EL estudio de las costumbres populares de un país ofrece
siempre
grande interés a las personas ilustradas. Ya se las mire bajo
el punto de
vista del arte, buscando en ellas lo mucho que tienen de
pintoresco, ya se
las considere como datos preciosos para construir el pasado,
del cual
guardan huellas tan visibles, nunca se encarecerá bastante la
atención con
que artistas, eruditos e historiadores deben detenerse a
analizar las
curiosas analogías que se hallan entre los tipos, los usos, los
trajes y
hasta las ideas de esas masas, que siguen de lejos y lentamente
el
movimiento de la civilización, con las de épocas apartadas
cuyos detalles
y rasgos característicos se suelen buscar inútilmente en
crónicas y
tradiciones.
Pero si siempre es de gran interés este género de estudio,
nunca lo
será tanto como momentos actuales, en que, espectadores de una
radical
transformación, sólo así podremos recoger la última palabra de
un modo de
ser social que desaparece, del que sólo quedan hoy rastros en
los más
apartados rincones de nuestras provincias, y del que apenas
restará mañana
un recuerdo confuso.
La irresistible corriente de las nuevas ideas nos empuja
hacia la
unidad en todo; los caprichosos ángulos de las antiguas
ciudades vienen al
suelo sacrificados a la línea recta, aspiración constante de
las modernas
poblaciones; los característicos trajes de ciertas provincias
comienzan a
parecer un disfraz fuera del obscuro rincón de la aldea; los
usos
tradicionales, las fiestas propias de cada localidad se nos
antojan
ridículas. Treinta años faltan al siglo XIX para concluir su
carrera; por
nuestra parte, creemos que en esos treinta años desaparecerá
por completo
lo poco que de este género existe y puede aún consignarse para
transmitir
su recuerdo a los que vendrán tras nosotros, y tal vez culparán
nuestra
incuria.
No nos falta la fe en el porvenir; cuando, juzgamos bajo
el punto de
vista del filósofo o del hombre político las profundas
alteraciones que
todo lo transtornan y cambian a nuestro alrededor, esperamos
que en un
término más o menos distante algo se levantará sobre tantas
ruinas; pero
séanos permitido guardar la memoria de un mundo que desaparece
y que tan
alto habla al espíritu del artista y del poeta; séanos
permitido sacar de
entre los escombros algunos de sus más preciosos fragmentos
para
conservarlos como un dato para la historia, como una curiosidad
o una
reliquia.
Reuniendo en las columnas de La Ilustración de Madrid
cuanto nos sea
posible allegar referente a monumentos, tipos, trajes y
costumbres de
nuestras provincias, creemos hacer algo de lo mucho que en este
camino
podría aún hacerse por nuestros artistas y escritores
contemporáneos.
El tipo que ofrecemos hoy, y que nos ha inspirado estas
líneas, viene
a corroborar la opinión que dejamos consignada. Merced a los
esfuerzos de
la beneficencia oficial y a los reglamentos de policía urbana,
las
poblaciones importantes de nuestro país se han visto libres de
la nube de
pordioseros que en tiempos no muy remotos llenaban sus calles.
El mendigo, cuya cabeza típica y pintorescos harapos
inspiró a más de
un artista fantásticas siluetas, se ha transformado, al
contacto de la
civilización, en el vulgar acogido de San Bernardino, con su
uniforme de
bayeta obscura y su sombrero de hule. Al imponerles la chapa y
la guitarra
a los que aún permanecen, merced a no sabemos qué privilegio, a
las
puertas de las iglesias, los han despojado de la originalidad y
multitud
de atavíos, lesiones, actitudes y arengas en que desplegaban su
inagotable
fantasía. La mendicidad, que se arrastra siempre en derredor
del fausto,
ha sido en ciertas edades el rasgo característico de la
sociedad española.
Desde el lisiado que pedía limosna a Gil Blas con el trabuco,
hasta el
sopista que seguía una carrera y llegaba a veces a los más
altos honores
mendigando las sobras de los conventos, nuestro país ha
ofrecido tipos de
pordioseros, tan numerosos y extravagantes, que ni Callot ni
Goya los
hubieran soñado.
Aplaudimos a la Administración, que hace esfuerzos por
remediar este
daño, poniéndonos en lo posible al nivel de los países de mayor
cultura;
pero, no obstante, nos gusta recoger las impresiones que guarda
el artista
de estos tipos tradicionales, y que hoy sólo en algunas
provincias pueden
estudiarse con toda su pintoresca originalidad. Tiene el arte
no sabemos
qué secreto encanto que todo lo que toca lo embellece. Entre
cien modelos
repugnantes y groseros, sabe, tomando un detalle de cada uno,
formar un
tipo que, sin ser falso, resulta hermoso. Mirado a través de
este prisma,
no hay asunto que no interese, ni figura que deje de ser
simpática.
En algunas de nuestras antiguas ciudades castellanas,
cuando la nieve
cubre el piso de las revueltas calles y sopla el cierzo
haciendo rechinar
las mohosas veletas de las obscuras torres, ¿quién no ha visto
inmóvil,
junto al timbrado arco de una vetusta casa solariega, la figura
de un
pordiosero que tiende al fin la descarnada mano para llamar a
la puerta,
cuyos tableros desunidos, grandes clavos y colosales aldabas
traen a la
memoria las misteriosas puertas de esos palacios deshabitados
llenos de
encantos medrosos de que nos hablan en los cuentos,?
La multitud pasa indiferente al lado de aquella escena; el
artista se
detiene, herido ante el contraste de tanta miseria junto a
tanto
esplendor; repara en la armonía de las líneas y en los efectos
del color,
se siente impresionado como ante un cuadro que pertenece a otra
época
diferente y ve una revelación de otro siglo y de otra manera de
ser social
en aquella tradición viva que entra a hablar a su alma por el
conducto de
los ojos.
La cruz de mayo
CON dificultad puede encontrarse un pueblo más apegado a
sus
tradiciones y costumbres que el pueblo de Madrid. Hablamos del
verdadero
pueblo. En Madrid hay dos grandes grupos de población: uno de
gente febril
e inquieta para la que no hay otro calendario que la Guía, ni
más oráculo
que la Gaceta Oficial; este grupo de gente oscila al compás de
los sucesos
políticos, vive en los círculos, en los cafés, en el salón de
conferencias, hace cola a la puerta de la tribuna del Congreso,
se
desespera en la antesala del ministro y lleva sus
preocupaciones a la
Fuente Castellana, su difícil digestión a los bufos o su ayuno
a los
bancos de los paseos públicos, donde encuentra lecho; ésta es
la gente que
vive en el mundo del negocio, de la aristocracia y de la
política; turba
dorada o miserable de banqueros, títulos, oradores, empleados,
escritores,
artistas, cesantes y vagos para los que no hay fiestas, ni
estaciones, ni
santos, ni apenas día y noche.
Hay otro gran grupo de menestrales, artesanos, de gentes
que viven de
esos oficios sin nombre o no viven de ninguno, que forma otro
mundo
social, el cual marca como un cronómetro el curso de las horas
y los días
del año, y enmedio de las mayores preocupaciones y de los más
grandes
transtornos se acuerda de la fecha de las verbenas, de los días
en que se
coge la bellota en el Pardo, cuándo florecen las lilas en el
Retiro, se
visitan los monumentos, se destripan las meriendas en el canal,
se celebra
el santo patrón, se conmemoran los mártires de la Independencia
o se
entierra la sardina.
El que ocasionalmente vive en Madrid, o aunque de asiento
en él, no
traspasa la barrera de ese, no sabemos si medio o cuarto de
mundo
cortesano que empieza en la Castellana y acaba en el Teatro
Real,
comprendiendo en su ámbito una media docena de calles, se
encuentra a
veces sorprendido por una mesa cubierta de un paño negro; sobre
la mesa
hay un crucifijo y dos velas, y al lado un hombre del pueblo o
un militar,
cuyo uniforme sólo se encuentra ya en los figurines de la
historia del
ejército. Aquellas figuras austeras que le piden en tono grave
una limosna
para las víctimas; aquella bayeta obscura y aquella cruz, le
dicen que ha
llegado el 2 de mayo. Él podría haberlo olvidado quizás; el
pueblo de
Madrid no lo olvida nunca. Pero pasan veinticuatro horas. El
cortesano
siente que le detienen suavemente por la manga del paletó y oye
una voz
dulce, una voz de niña: ¿Caballero, un cuartito para la Cruz de
Mayo?
Vuelve la cara y... el altar no ha desaparecido, pero a los
paños negros
sustituyen telas vistosas de mil colores, dijes y guirnaldas de
verdura.
La cruz está allí, pero sus descarnados brazos se han vestido
de flores y
alrededor de la mesa, rodeada de macetas y cubierta de paños
blancos y
encajes, forman como un grupo de muchachas bonitas.
La manecilla del reloj ha dado dos vueltas en el horario y
el pueblo
de Madrid, de la noche a la mañana, ha hecho, siguiendo sus
invariables
costumbres, aquella rápida transición.
La cruz de mayo es en la corte una contribución que no nos
atrevemos
a llamar voluntaria; con tal imperio la exigen sus lindas
comisionadas de
apremio.
A las más pequeñas cobradoras se las suele dar dos cuartos
y un beso;
a las mayores se las da los dos cuartos solos, aunque no
siempre por falta
de ganas de darles las dos cosas juntas.
El café de Fornos
EL arte recibe siempre vida de su íntimo consorcio con los
hábitos y
las ideas del período que atraviesa. En otras épocas recibió
aliento y se
adaptó a la forma de la sociedad en que había nacido, y se
desarrollaba
traduciendo los símbolos cristianos, prestando su magia al
ostentoso culto
católico o enriqueciendo las severas estancias de los reyes y
los
magnates. Al desvanecerse aquella sociedad, que estribaba en
círculos
jerárquicos; al debilitarse en cierto modo la fe religiosa al
menos en
cuanto se refiere al culto externo, el arte entró en un período
difícil,
del cual todavía no ha salido por completo, aun cuando se ve el
camino que
ha de conducirle a otra manera de ser. En efecto, si bien
sustrayéndose en
cierto modo a las severas reglas estéticas a que un tiempo
vivió sujeto,
se observa en él la tendencia a generalizarse, apoderándose de
la
industria, multiplicando hasta el infinito los objetos que
produce y
descendiendo de la olímpica altura en que se mecía para
filtrarse por
todas las clases de la sociedad, a las cuales lleva como un
impulso
regenerador las nociones del buen gusto y la aspiración a lo
bello. Hasta
que esta revolución no se realice del todo, el arte moderno no
habrá
encontrado su verdadera fórmula.
El dibujo (1) que orfrecemos hoy del notable trabajo, obra
de nuestro
querido compañero y amigo el señor Vallejo, es una palpable
muestra de lo
que en este camino se ha adelantado en España. La elegancia de
la
composición, lo correcto de las formas, el gusto y la sencillez
con que el
autor ha sabido interpretar el pensamiento que preside a este
cuadro, lo
clasifican a primera vista entre las producciones que
satisfacen las más
delicadas exigencias; sin embargo, esta obra no va a realzar
con sus
contornos y colores la soberbia cúpula de un templo ni el
pórtico de un
palacio: su destino es más modesto, más popular; completa, o
mejor dicho,
es el punto de partida de la ornamentación de un café público.
¿Cómo se ha operado esta transformación en el país clásico
del arte
oficial, del arte conservado al calor de los poderosos o las
corporaciones? Vamos a echar una rápida ojeada sobre la
historia de los
cafés públicos en Madrid y el fenómeno quedará explicado.
El café desciende en línea recta de la botillería. ¿Quién
no recuerda
el carácter y la fisonomía de estos establecimientos
tradicionales, en que
sólo se hacía café para algún que otro raro aficionado, y se
servían
sorbetes en determinadas estaciones? La botillería era un lugar
de paso;
alguna manola, invitada por un majo de los que reprodujo Goya,
solían
entrar a refrescar, después de la corrida de toros en que
habían admirado
a Pepe Hillo; algún politicón rancio o tal cual poeta
confeccionador de
ovillejos entraban a leer el Mercurio o a departir acerca del
mérito de
las novedades teatrales antes de ir al corral de las comedias.
Las
personas algo encopetadas se hacían llevar a sus casas las
bebidas, las
noches de saraos, y la multitud no había adquirido la costumbre
de
pernoctar en los cafés. El mobiliario y el fondo de la
botillería se
armonizaba con sus concurrentes, como el fondo de un buen
cuadro con las
figuras que lo componen.
El cambio de sistema de gobierno trajo una revolución en
las
costumbres. La vida se hizo más exterior, nació la política, la
multitud
tomó parte en sus luchas, y, como no era posible la vida del
foro a
semejanza de Roma, surgió espontáneamente el café, sucursal
afortunado de
la plaza pública. La fama de Pombo y Lorencini se remonta a
esta época.
Más tarde fue creciendo el anhelo de sociabilidad, de esa
sociabilidad cómoda y barata que se realiza en estos
establecimientos, y
comenzaron a multiplicarse, y el espíritu de especulación se
fijó en el
negocio. Los veladores de mármol sustituyen a las mesas de
pino; el gas,
al aceite; las cortinillas de indiana dejan sitio a los grandes
portiers;
donde estaba el reloj de cuco y figuras de movimiento campea
una esfera
magnífica; el lujo no se detiene y llega a la prodigalidad; se
multiplican
las luces, se agrandan hasta la exageración los espejos; el
oro, casi en
profusión lastimosa, chispea por todas partes, unos, tratando
de
sobrepujar a los otros, llegan al límite extremo, porque no
cabe ya más en
esa senda de riqueza sobrecargada y de dudoso gusto. La
multitud sigue con
interés estas evoluciones; hoy admira un café nuevo, mañana
celebra otro;
pero de día en día son mayores sus exigencias. En este punto,
lo que
comenzó por necesidad vulgar de comodidades y ostentación, se
convierte en
exigencia de un gusto más delicado. El café de Madrid fue un
paso dado en
este camino; pero la diversidad de artistas que en su
decoración tomaron
parte y la falta de unidad en el conjunto, hacen que aquella
tentativa
fuese más digna de alabanza por la intención que por el
resultado.
Últimamente, al tratar de construir un café en la
magnífica casa que
ocupa el solar de las Vallecas, sus dueños han conseguido
superar cuanto
hasta aquí se ha hecho, uniendo al lujo material de la
decoración ese
refinamiento de lo rico, que sólo puede conseguirse merced al
arte, que a
todo presta un valor sin límites. Para conseguir este resultado
se ha
valido de artistas tan distinguidos como el señor Vallejo y los
señores
Terry y Busato, de quienes ya hemos tenido ocasión de ocuparnos
con motivo
de trabajos semejantes. Saliéndose del camino trillado en este
género de
obras, el señor Vallejo ha encontrado con rara fortuna la
fórmula de
llenar todas las condiciones de la pintura decorativa, tratando
asuntos
apropiados al destino del local. Los cuatro cuadros principales
y el
círculo que lo adornan, en los que se desenvuelve con claridad,
merced a
bien pensados grupos de figuras, las alegorías de el té, el
café, el
chocolate, los licores y los helados serían siempre verdadero
motivo de
alabanza por el esfuerzo de originalidad e ingenio que supone
armonizar
felizmente ideas tan vulgares con formas y efectos artísticos,
si ya por
la maestría de las composiciones, la pureza de los contornos y
la frescura
del colorido no fueran todos ellos verdaderas obras de arte,
dignas del
nombre de su autor, que aun en estos, para él fáciles trabajos,
deja
siempre marcada la huella del talento.
La elegantísima ornamentación estilo de Luis XV que
completa el
decorado de los salones, y en la cual sobre fondo blanco con
filetes,
florones y molduras de oro, lucen caprichosas grecas, cuadros
de paisaje,
pájaros y flores vistosas, está en perfecta armonía con la
distinción y
elegancia que reinan hasta en los menores detalles, y
constituyen un
trabajo que honra a sus autores, los señores Terry y Busato,
verdaderas
especialidades en este género.
Circo de Madrid
Decoración y escena del primer acto de Mignon
NO es preciso ser muy viejos para recordar la época en que
nuestros
teatros no tenían por todo recurso de aparato escénico más que
la
consabida baraja de decoraciones de palacio, calle corta, casa
pobre y
selva, con tres o cuatro trastos sueltos para transformaciones
tan
inocentes como la de La pata de cabra o Los polvos de la madre
Celestina.
Sobre este obligado fondo habían de destacarse las figuras de
los actores,
cuyo exiguo guardarropa inventarió con tanta gracia el
inimitable Fígaro
en uno de sus mejores artículos.
Cierto es que con tan pobres recursos todavía encontraba
el arte
medios suficientes para cautivar al auditorio, y los tiempos de
Máiquez,
Latorre y Romea serán siempre memorables para los amantes de la
escena
española. ¿Pero qué mucho que la musa trágica y cómica se
dignaran
descender al templo donde se les rendía culto con fe, ya que no
con
ostentoso aparato, si sobre cuatro tablas y al aire libre nació
el teatro
de Lope y Calderón y las tragedias de Shakespeare se
representaron
teniendo que decir en un cartel al comenzar cada uno de sus
actos: «Este
es el foro de Roma, el castillo de Ellingor o una plaza de
Venecia»? Lo
que faltaba al artificio escénico lo suplían la potencia de la
creación,
el talento de los intérpretes y el entusiasmo del público.
Al llegar a un período de decadencia para el teatro, y no
local, sino
que en mayor o menor escala se advierte en toda Europa, lo
accesorio se ha
sobrepuesto a lo substancial, y las otras artes que sólo debían
concurrir
como auxiliares a realzar la concepción del poeta, procuran
vestir de
hermosas apariencias el esqueleto de las modernas producciones.
Algo es
algo. En Francia, muy particularmente, alcanzan gran éxito, y
no sin
razón, obras cuyo principal mérito consiste en la profusión y
bondad de
las decoraciones, la propiedad y el lujo de los trajes y el
número y la
belleza de las figurantas. Ni tampoco en los teatros de
Alemania e
Inglaterra, donde poco notable se produce actualmente, desdeñan
estos
poderosos recursos para atraer la multitud y conquistar su
favor.
En nuestro país, después de flotar algún tiempo en el
limbo; después
de componernos del mejor modo que nos ha sido posible para
tener teatro,
resolviendo el difícil problema de interesar al público, sin
obras de
importancia, sin actores notables y sin aparato escénico,
comenzamos a
sentirnos arrastrados por la corriente general, exigiendo
también que al
menos, ya que no nos hablen al corazón, nos hablen a los ojos.
Algo es
algo, dijimos más arriba, al apuntar ligeramente el carácter
del
movimiento que se observa en la escena de otras naciones. Y, en
efecto,
por todos los sentidos se llega a la inteligencia; una obra
artísticamente
decorada y vestida con la propiedad y el lujo de detalles
propios de un
lugar o una época precisa, es casi una lección de historia, de
arqueología
e indumentaria. Además, el espectáculo de lo bello en cualquier
forma que
se presente levanta la mente a nobles aspiraciones. Yo, que
profeso esta
teoría, creo de todas veras que una mujer hermosa civiliza
tanto como un
libro. Sin querer, al contemplarla se buscan sus afinidades y
se encuentra
al cabo que la virtud es, en el orden moral, lo que en el
físico la
hermosura. Justo es, por lo tanto, que, procuremos animar a las
Empresas,
que comienzan a considerar las especulaciones teatrales bajo
este punto de
vista.
Al hacerse la revolución en el sentido indicado, el teatro
de la
Ópera italiana rompió la marcha. Todavía nuestra escena
nacional se
mantenía firme en sus trece de la selva, con follaje de verde,
de ventanas
de casa pobre, con la consabida estampa pegada a la pared, y
sus
aristócratas invitados a los grandes bailes con guantes blancos
de hilo y
manos que recordaban los que abren las portezuelas de los
coches, cuando
ya las obras de algunos maestros inmortales se habían visto
exornadas de
grande aparato en el coliseo de la plaza de Oriente. Aún
después de haber
perdido el nombre, nuestros clásicos corrales de las comedias
se han
resistido heroicamente a perder los hábitos y la hechura. Poco
a poco las
exigencias del público, la iniciativa de algunos inteligentes
actores y
las condiciones de artistas que realmente conocen el arte en
cuanto se
relaciona con la pintura escénica, han cambiado la fisonomía de
nuestros
teatros, ya exornando la sala con adornos y techos de color y
gusto, en
armonía con su destino, ya dando nuevo interés a la escena,
merced a las
decoraciones, la propiedad y la elegancia en los trajes, y el
escrupuloso
estudio de los accesorios.
Larga tarea sería el enumerar cuanto se ha hecho en este
camino, con
más o menos resultado; hoy se cumple a mi propósito, decir
algunas
palabras acerca del nuevo teatro establecido en el Circo de
Madrid, cuyo
activo e inteligente empresario y dueño, así sabe presentarlo
al público
como brillante hipódromo, como salón de conciertos o,
finalmente,
transformado en elegante y fresco teatro de verano, destinado a
dar a
conocer al público de Madrid las mejores producciones de la
ópera cómica
francesa, exornadas con el aparato y el lujo que son en París
uno de sus
rasgos más característicos.
Secundado en esta empresa por los pintores escenógrafos
señores Ferri
y Busato, cuyas obras se han aplaudido ya tantas veces, y
habiendo tomado
a su cargo la parte de composición y figuras que exornan la
sala un
artista tan reputado e inteligente como el señor Vallejo, no
hay para qué
decir que el señor Rivas ha conseguido lo que deseaba.
Los críticos musicales podrán discutir acerca del mérito
respectivo
de los cantantes que forman la compañía; el público podrá
dividirse en
encontrados pareceres sobre la oportunidad de este o aquel
género
importado de la nación vecina; pero todos convendrán en
aplaudir el
esfuerzo hecho para presentar la ópera francesa en condiciones
dignas de
un público ilustrado y de buen gusto, admirando muy
particularmente la
decoraciones que en La bella Elena, Los Mosqueteros de la Reina
y
últimamente en Mignon, hubieran bastado a conquistarle al señor
Ferri un
alto puesto entre los pintores escenógrafos de primera línea,
si ya no se
le hubieran alcanzado las muestras de fecundidad y talento que
ha dado en
obras anteriores.
Tipos de Ávila
LA famosa romería de la Virgen de Lourdes, cuya pintoresca
ermita se
encuentra situada a una media legua de la ciudad de Ávila,
reúne en el
espacioso atrio que sirve de ingreso al templo multitud de
gentes de todas
clases y condiciones, venidas de diferentes pueblos de la
provincia.
Como puede calcularse, esta gran reunión de personas,
entre las
cuales domina siempre el elemento popular, ofrece al estudio
del
observador multitud de tipos y trajes, a cual más variados y
curiosos.
Sin embargo, que casi todos ellos ofrecen alguna
particularidad
notable, se puede, desde luego mencionar, como uno de los más
llamativos,
por su originalidad y carácter propio de aquella provincia
castellana, el
de las labradoras del valle de Amblés.
El sombrero de paño y anchas alas, adornado de flores
contrahechas,
ramilletes de siempreviva, galón de seda y vueltas de alfileres
con
cabezas de colores; el sencillo jubón negro sobre el cual
campea el
pañuelo blanco bordado y guarnecido de encaje; el airoso
guardapiés
amarillo franjado de rojo; la media encarnada o negra, según
que la dueña
sea casada o moza; el zapatito bajo con moño de colorines o
hebillas de
plata, todo lo que compone su extraño atavío, forma un conjunto
tan
pintoresco, que bastaría por sí solo a llamar la atención del
más
indiferente en materias de arte, si ya no la llamara de manera
tanto o más
poderosa la picaresca gracia y la gentileza y donaire de las
mujeres que
lo lucen.
El tipo de las labradoras avilesas no es seguramente un
dechado de
perfecciones clásicas, ni nada hay más distante que su
expresión y sus
contornos de las formas aéreas de la mujer sílfide, producto de
la
civilización: su nariz, ligeramente remangada; sus ojos vivos,
negros y
pequeños; sus labios que parecen guindas; su tez dorada como el
trigo; su
talle apretado y sus caderas redondas, realizan el ideal de la
muchacha
bonita de aldea, limpia, hacendosa y alegre, que huele a
tomillo y
mejorana.
Tipos de Soria
LA falta de fáciles comunicaciones y la escasa noticia que
generalmente se tiene acerca de las particularidades de la
provincia de
Soria, son en primer término la causa de que rara vez la
visiten los
artistas y viajeros. No obstante, así en monumentos de arte,
como en
costumbres, trajes y tipos, guarda esta olvidada provincia un
verdadero
tesoro, que pronto desaparecerá sin que de él quede rastro, si
antes no se
procura consignar, ya en el lienzo, en los libros especiales o
en
publicaciones ilustradas.
En los aldeanos de Fuente Toba llaman en primer término la
atención
el coleto de paño burdo y la alta montera, tan común en otras
provincias,
y que en Castilla sólo se encuentran en algunas localidades. El
corte de
jubón, y el manteo ceñido de las muchachas recuerdan la moda de
los siglos
medios, en que se procuraba deprimir el pecho de las mujeres,
hasta el
punto de hacerle casi desaparecer, como se observa en las
esculturas,
iluminaciones y tablas de aquella época.
La capa blanca del pastor de Villaciervos, es una prenda
de las menos
comunes, y, sin duda, la que más recuerda el origen árabe. En
los
bajorrelieves de un curioso edificio bizantino de Soria (San
Juan del
Duero) se observan, entre otras, varias figuras de pastores en
el acto de
adorar al Niño Dios, y casi todas ellas llevan la
característica capa
blanca de capucha. Estos bajorrelieves son próximamente de
principios del
siglo XII o fines del XI, época en que no hacía mucho la
provincia había
dejado de pertenecer a los árabes.
En cuanto al leñador que viste una cumplida dalmática de
manga suelta
y deja aún flotar sus cabellos sobre el hombro, recortándolos
en forma de
fleco sobre las cejas, con la barba crecida y fosca, calzado de
abarcas de
cuero cuyos cabos suben dando vueltas hasta la mitad de la
pierna, y con
el hacha sujeta a la cintura por un cinturón de cáñamo, se
tendría el tipo
más general del hombre del pueblo español en diferentes
períodos
históricos. Recuerda la gente bracata de los celtíberos, que
con tanto
denuedo pelearon en Numancia, junto a cuyas ruinas viven. Trae
asimismo a
la memoria el tipo del siervo godo y el del plebeyo castellano
de la Edad
Media. El pintor de Historia que, dejando a un lado los modelos
académicos
y vulgares, se empapase en el carácter de estos tipos, ganaría
mucho bajo
el punto de vista de la verdad y belleza de sus cuadros.
En el discurso de la publicación de nuestro periódico
tendremos
tiempo de ocuparnos de la provincia de Soria, dando a conocer
algunos de
sus más notables monumentos de arte, entre los cuales los hay
de gran
interés y completamente desconocidos, al par que trazaremos
cuadros de las
antiquísimas y tradicionales costumbres que aún se conservan en
la capital
y en muchos de los pueblos de la provincia.
De este modo, y haciendo extensivo este género de estudios
a las
diversas localidades de España, procuraremos llenar el vacío
que se nota
por falta de una publicación especial destinada a recoger tan
curiosos
datos.
Escenas de Madrid
- I -
La horchatería
TODOS los comercios, todas las industrias y oficios tienen
sus
alternativas; sus buenas y malas épocas. Hasta la literatura
sigue estas
oscilaciones; pues, según el don Eleuterio de Moratín, las
comedias, como
los besugos, varían de precio en verano.
El quid de la dificultad consiste en encontrar algo que
pueda
adaptarse a todas las situaciones y temperaturas, o aliar de
tal modo dos
o más comercios que alternen según la estación del año. Y este
difícil
problema lo han resuelto en Madrid los valencianos, que en
invierno nos
abrigan los pies con las esteras, y durante el estío nos
refrescan el
estómago con la horchata.
En el almacén de felpudos y esteras de esparto está el
despacho de
horchata de chufas y agua de cebada y limón, como la mariposa
dentro de la
crisálida. Durante el invierno, se le ve obscuro y frío, con
las paredes
vestidas de rollos de pleita, y un valenciano de cara fosca que
ajusta su
mercancía con los criados de la casa, los porteros de las
oficinas y las
amas de huéspedes, sus ordinarios marchantes; pero, pasa la
primavera, se
acentúa el verano, la mariposa rompe su cárcel y se transforma
el
establecimiento.
A las esteras de color sombrío, suceden las de paja color
de oro,
rojas y verdes, colocadas con arte y simetría. El portal se
engalana con
las tradicionales cortinas de percal encarnado con rauda
blanca; se
multiplican las luces, salen de no sé dónde las mesas blancas y
redondas;
ocupa su trono la enorme garrapiñera, y el valenciano huye al
fondo de la
tienda para dejar paso a tres o cuatro lindísimas valencianas
pálidas,
morenas, y de grandes ojos negros, que templan y previenen el
excesivo
enfriamiento que pudiera producir el abuso de la horchata.
- II -
La plaza Mayor
TEATRO de grandes acontecimientos políticos, de fiestas y
ceremonias
públicas, la plaza Mayor de Madrid tiene una larga e
interesante historia,
demasiado conocida para que nosotros nos detengamos a trazar de
nuevo sus
páginas. El pincel y el buril nos han ofrecido también en
diversas épocas
los rasgos de su particular fisonomía, ya se levantara en su
ámbito el
cadalso para la ejecución de un poderoso valido, ya coronaran
sus arcadas
las damas y galanes, espectadores de una fiesta real, u ocupara
los
estrados y graderías el imponente Tribunal de la Inquisición,
en algunos
de sus famosos autos de fe. El siglo XIX, que no se encontraba
bien
moviéndose dentro del círculo severo de arcos y edificios de
altas torres,
con chapiteles de pizarra obscura, trasunto fiel de la triste
época a que
se debe la última reedificación de esta plaza, creó la Puerta
del Sol, en
un principio estrecha e irregular, pero llena de movimiento y
vida, que
forman contraste con el abandono en que desde este punto quedó
aquel
histórico recinto.
Como un recuerdo de su grandeza pasada, aún en las últimas
bodas
reales se jugaron cañas y se corrieron toros donde hoy
admiramos más bien
que la belleza de la estatua de Felipe III, el inconmensurable
abdomen del
caballo que la sustenta, por sólo esta particularidad famoso;
pero el
Municipio, comprendiendo al fin que la romántica y caballeresca
historia
de este sitio había llegado a su término, lo ha embellecido con
jardines,
fuentes y asientos, entregándolo en esta forma a la explotación
de los
soldados, amas de cría y niñeras, sus habituales concurrentes.
Pozo árabe de Toledo
(2)
EL POZO cuyo dibujo pueden ver los lectores de LA
ILUSTRACIÓN en sus
columnas es un precioso ejemplar de los productos de alfarería
de los
árabes toledanos.
En la calle de San Ildefonso, y próximo a la capilla
levantada sobre
el mismo terreno, en que es tradición vino al mundo el célebre
arzobispo
de Toledo, hay un pequeño jardín hecho sobre el solar de una
antigua casa.
En el extremo de este jardín existía, desde hace mucho
tiempo, un
pozo cuyo informe brocal presentaba el aspecto de un mal
trazado círculo
de ladrillos revestido de argamasa obscura. Al tratar de
destruirlo,
apareció debajo de la grosera corteza que lo envolvía el que es
objeto de
nuestra ilustración, que por su sencillez y elegancia
constituye un
ejemplar digno de estudio del arte árabe español.
Este hermoso brocal es de tierra roja cocida y bañada, y
su adorno lo
forman dos grecas, por entre las cuales corre rodeándole una
magnífica
inscripción en caracteres cúficos ornamentales. La inscripción
y la greca
son verdes y destacan por el color y el alto relieve que
presentan sobre
el fondo blanco del brocal.
Escrupulosamente copiada, damos aparte la inscripción con
un doble
objeto: el de que los orientalistas la estudien y la traduzcan,
si es
posible, toda vez que ya algunos verdaderamente dignos, de este
nombre a
quienes hemos acudido, hallan bastante difícil la empresa, y el
reproducir
un hermoso modelo de caracteres cúficos empleados en la época
que
podríamos llamar clásica de la arquitectura árabe española, de
los cuales
se encuentran raras inscripciones, no recordando nosotros
ninguna en que
sólo la letra, sin combinarse con otros extraños, a su
configuración,
forme un adorno tan rico, tan elegante y completo.
El señor don Francisco Hernández, vecino y propietario de
Toledo, y
dueño del jardín en que hasta ahora ha existido el pozo que
nosotros hemos
tenido ocasión de copiar en el mismo punto donde se encontró,
lo ha
regalado últimamente al Museo de aquella ciudad, dando así una
prueba de
generoso desprendimiento y de amor a las artes.
La Semana Santa
Una cofradía de penitentes en Palencia
La mesa de petitorio en Madrid
TODAS las ceremonias religiosas del culto católico se han
revestido
en España de un carácter peculiar del país. Las de la Semana
Santa, en que
los fieles conmemoran la Pasión y Muerte del Rendentor de los
hombres,
son, sin embargo, las que, por su índole grave y su solemne y
dramático
asunto, se han prestado más a ser representadas con ese lujoso
e imponente
aparato, propio para herir y exaltar la imaginación de un
pueblo más
impresionable que reflexivo.
El transcurso del tiempo, debilitando por una parte el
fervor
religioso y modificando, por otra las costumbres, ha
contribuido
poderosamente a borrar en algunos puntos los vestigios del
pasado,
haciendo desaparecer mucho de aquello con que la piedad de los
fieles
reunidos en corporaciones parece como que añadía un comento con
sus puntas
de teatral y profano a los ritos siempre solemnes y graves de
la Iglesia.
No obstante, basta fijarse en las diferencias que se notan
durante esta
época entre los centros de mayor movimiento y vida y los que
siguen
lentamente la evolución social y política moderna, para conocer
que esta
transformación tardará mucho en operarse por completo, aunque
esté
iniciada y se vea claro el camino que ha de recorrer antes de
llegar al
fin que se propone.
La Cofradía de Penitentes en Palencia y la Mesa de
petitorio en
Madrid, señalan los dos puntos más culminantes del estudio que
se podría
hacer sobre este particular, no ya somera y ligeramente en las
columnas de
un periódico, sino concienzuda y detenidamente en las páginas
de un libro.
La cofradía es la escena fantástica de un drama conmovedor
y
terrible; la mesa de petitorio un cuadro de costumbres
elegantes y
modernas. En la una el natural ofrece contrastes de luz
vigorosos y
siluetas extrañas como las que sólo se contemplan en la visión
de un
sueño; en la otra, todo entra en el dominio de la vida mal y es
conocido y
visto.
El diverso carácter de dos épocas muy distintas se revela,
al
aproximarlas, al menos dado a sacar este género de deducciones
del estudio
de las costumbres. La exaltación religiosa, en la que trae su
origen de
siglos pasados, sólo se propone reavivar la memoria del
sangriento drama
de la Redención del mundo, imponer con la representación de sus
terribles
escenas vestir con formas inusitadas y solemnes que han de
infundir terror
y piedad y pasmo, la idea cristiana, cuya expresión más genuina
era la
catedral con sus líneas extrañas, sus sombras y su misterio.
Un propósito santo, pero más calculador y positivo, en
armonía con la
índole de la época actual, utiliza hoy en provecho de la
miseria la piedad
de los fieles, y la caridad, siempre ingeniosa, no sólo pone en
estos días
a contribución en las mesas de petitorio el impulso del alma
compasiva,
sino que hace pagar tributo a los mismos vicios y ridiculeces
sociales
como el orgullo, la vanidad o la moda.
RIMA
Fingiendo realidades
con sombra vana,
delante del Deseo
va la Esperanza.
Y sus mentiras
como el Fénix renacen
de sus cenizas.
RIMA
Una mujer me ha
envenenado el alma,
Otra mujer me ha envenenado el cuerpo;
Ninguna de las dos vino a buscarme,
Yo de ninguna de las dos me quejo.
Como el mundo es redondo, el mundo rueda.
Si mañana, rodando, este veneno
Envenena a su vez, ¿Por qué acusarme?
¿Puedo dar más de lo que a mí me dieron?
Volumen II
Prólogo
INFATIGABLES en nuestra labor de sacar de la obscuridad y
el olvido
toda la obra de Bécquer, que hasta hoy estaba perdida en viejos
periódicos
y en archivos particulares, damos a la luz este segundo
volumen, que tiene
el doble interés de darnos a conocer un nuevo aspecto del
poeta: Bécquer,
crítico literario y político. Hay en las «Revistas» que
semanalmente y
casi durante un año publicó, páginas tan espontáneas y jugosas,
que
Fígaro, príncipe de los críticos, hubiese firmado con orgullo.
También publicamos, con otras de sus primeros tiempos, una
poesía que
el poeta hizo para encabezar con ella sus rimas, y que dedica
«A Elisa».
¿Quién sería esta Elisa, para la que su inspiración soberana
tejió un
collar de rimas inmortales?
Invisible para tus visionarias pupilas, ¡oh, poeta
dolorido!, la
pálida vampiresa siempre caminaba a tu lado. Su marfileña y
fría mano
acariciaba tu romántica melena y sus labios exangües siempre
tenían un
beso, largo y silencioso para tu frente. Beso insaciable que
iba
absorbiendo poco a poco el aroma de tu rosa interior.
Bruja vampiresa, ahijada de la luna, de cuyos verdes rayos
te
embriagas en la noche para después convertirlos en besos de
muerte y
dolor. Eres la amada única de los soñadores, de los poetas.
Para ti fueron
los últimos acordes de Chopin, cuando a la claridad muriente de
la tarde,
sentado ante el viejo clavi, sintió que su vida se extinguía
como una
débil luz. Para ti dijo Verlaine sus bellas canciones paganas
en las que
ríen, en un claro bosque de laureles, un coro de ninfas
rosadas, y en las
que suena eternamente la melodiosa flauta de Pan. Tú, virgen
del
infortunio, pusiste la pistola en la mano de Larra; de un fatal
conjuro de
tu boca maldita nació el canto de Espronceda a la amada muerta.
¡Cuántos
ruiseñores a los que cegaste primero para hacer más bello su
canto de
agonía, dejaron de cantar por tu culpa!
Y con un gran dolor, abatido por la ráfaga de infortunio
que arrastra
sus ilusiones -amarillas hojas de su jardín interior-, llena de
negras
sombras el alma, pasa Bécquer por la vida y pasa derramando un
tesoro de
rimas bellas, diáfanas, como diamantes, como lágrimas... El
silencio, el
trágico si que le rodea, él le rompe con acariciantes palabras
musicales!
¡Tomad -dice a las gentes-, a cambio de vuestro desdén, de
vuestra
indiferencia, de vuestra envidia, yo os regalo el aroma de la
flor de mi
alma para que perfume la monotonía de vuestras vidas vulgares;
yo os
ofrendo mis rimas para que vuestras mujeres sientan, en el
fondo del
pecho, esa inexplicable emoción que vosotros no fuisteis
capaces de
hacerlas sentir! ¡Yo os regalo todo mi tesoro y todo mi
desprecio también!
.....................................................................
.....................................................................
......
.....................................................................
.....................................................................
......
Y el poeta empieza...
Rimas
Flores tronchadas, marchitas
hojas
arrastra el viento;
en los espacios tristes gemidos
repite el eco.
......................
Entre las nieblas de lo pasado,
En las regiones del pensamiento,
gemidos tristes, marchitas galas,
son mis recuerdos.
A ELISA
Para que los leas con tus ojos grises,
para que los cantes con tu clara voz,
para que llenen de emoción tu pecho
hice mis versos yo.
Para que encuentren en tu pecho asilo
y los des juventud, vida, calor,
tres cosas que yo no puedo darles,
hice mis versos yo.
Para hacerte gozar con mi alegría,
para que sufras tú con mi dolor,
para que sientas palpitar mi vida,
hice mis versos yo.
Para poder poner ante tus plantas
la ofrenda de mi vida y de mi amor,
con alma, sueños rotos, risas, lágrimas,
hice mis versos yo.
Negros fantasmas,
nubes sombrías,
huyen ante el destello
de luz divina.
Esa luz santa,
niña de ojos negros,
es la esperanza.
Al calor de sus rayos
mi fe gigante,
contra desdenes lucha
sin amenguarse.
En este empeño
es, si grande el martirio,
mayor el premio.
Y si aún muestras esquiva
alma de nieve,
si aún no me quisieras,
yo he de quererte.
Mi amor es roca
donde se estrellan tímidas
del mal las olas.
La feria de Sevilla
- I -
No hace mucho que ocupándonos, aunque incidentalmente de
la Semana
Santa en Sevilla, dijimos que el notable movimiento de adelanto
que se
advierte en esta hermosa ciudad de Andalucía ha impreso a sus
solemnidades
religiosas un sello especialísimo, merced al cual, si bien han
ganado bajo
el punto de vista de la ostentación y la riqueza, han perdido,
y no poco,
del carácter tradicional que guardan aún en otras poblaciones
de menor
importancia. Respecto de su célebre feria, puede repetirse algo
semejante.
Entre los verdaderos conocedores de las costumbres andaluzas en
toda su
pureza, entre los que buscan con entusiasmo las escenas y tipos
y recogen
con afán los cantares y giros pintorescos del lenguaje que
revelan la
genialidad propia de un pueblo tan digno de estudio, nunca se
borrará el
recuerdo de aquellas renombradas ferias de Mairena y Ronda, de
las
cabalgatas a la Vigen del Rocío o la vuelta de las hermandades
del Cristo
de Torrijos, cuando desembocaban en tropel por el histórico
puente de
barcas entre la nube de polvo que doraba el sol poniente o a la
de las
antorchas, que reflejaban su cabellera de chispas en el
Guadalquivir;
vistosos grupos de majos a caballo, llevando las mujeres a las
ancas, o
multitud de carretas colgadas de cintas y flores, con su
obligado
acompañamiento de guitarras, palmas y cantares.
Las ferias, de origen popular, se crearon espontáneamente,
y la
costumbre, arraigada por la tradición, mantenía su
concurrencia; sus
anales registran los más altos hechos de la gente de bronce; en
sus reales
tuvo origen la celebridad de las ganaderías más famosas; en
ellas, en fin,
como en teatro propio de sus hazañas y gallardías, se daban a
conocer los
cantadores y los valientes. Un caballo inglés, un Rogs-Karr, un
sombrerito
Tanchon o cuaquier cosa de este jaez hubiera sido en ellas un
verdadero
fenómeno. Pero pasó el reinado de la calesa, del cual, y sólo
como
documento histórico, se conserva alguna desvencijada y rota en
las
antiquísimas cocheras de las Gradas. El calesero, cuya
descripción sirvió
de tema a tantas festivas plumas, y cuyo tipo fue modelo de
tantos
pintores, no fuma ya su cigarro sentado de medio ganchete en la
vara,
cantando y jaleando el jaco al son del alegre campanilleo, que
hacía
olvidar el calor, el polvo y la fatiga del camino. Estacionado
en la plaza
de San Francisco, con un sombrero de copa lleno de apabullos,
una levita
rancia y un corbatín de suela, lee hoy La Correspondencia en el
pescante
de un simón. El movimiento social lo ha convertido en cochero
de punto.
Sobre las ruinas de las tradiciones típicas y peculiares
de
Andalucía, de sus renombradas ferias, sus características
diversiones y
pintorescas zambras, se ha levantado la feria de Sevilla, que
obedeciendo
a un pensamiento ecléctico, quiere reunir y armonizar lo que se
va con lo
que viene, la tradición con las nuevas ideas. La feria de
Sevilla es muy
moderna, es, propiamente dicho, una feria oficial. Creada de la
noche a la
mañana por la voluntad del Municipio, nada le faltó ciertamente
desde el
primer día, y desde entonces acá viene ganando respecto a lujo,
conocimiento y comodidades. Tiene, sin duda, todo lo que
constituye una
feria de las más renombradas; tiene algo más tal vez: por
teatro un prado
inmenso, cubierto de un tapiz de verdura finísima e iluminado
por un sol
de fuego que todo lo dora y abrillanta; por fondo la
accidentada silueta
de Sevilla con sus millares de azoteas y campanarios que
coronan la
catedral y el giraldillo; por actores una multitud alegre y
ruidosa ávida
de placeres y emociones, que duplica a veces la numerosa
población de la
ciudad. No obstante, parece que le falta algo. Allí hay
vendedores y
traficantes de todo género, productos de diversas industrias,
muestras de
las mejores ganaderías, gitanos de todas las provincias de
España,
tabernas y buñolerías en montón: se compra, se vende y se
cambalachea; se
toca, se come y se bebe; hay palmas, cantares y borracheras más
o menos
chistosas, pero todo ello como adulterado y compuesto con la
mezcla del
elemento que llaman elegante y que algunos, tratándose de esta
clase de
fiestas, se atreverían a calificar de cursi. En efecto, no
busquéis ya
sino como rara excepción el caballo enjaezado a estilo de
contrabandista,
la chaqueta jerezana, el marsellé y los botines blancos
pespunteados de
verde; no busquéis la graciosa mantilla de tiras, el vestido de
faralares
y el incitante zapatito con galgas; el miriñaque y el hongo han
desfigurado el traje de la gente del pueblo, y en cuanto a los
jóvenes de
clase más elevada que en esta ocasión solían llevar la bandera
del tipo
sevillano, obedecen en todo y por todo a los preceptos del
último figurín.
Hasta las hijas de los ricos labradores que viven en los
pueblos de la
provincia encargan a Honorina, o hacen traer de París los
trajes que han
de llevar en Sevilla durante las ferias. Junto al potro andaluz
trota el
ponney de raza; al lado del coche de colleras, con sus caireles
y
campanillas, pasa la carretela a la grand Dumont con sus
postillones de
peluca empolvada; tocando al tendujo donde se bebe la
manzanilla en cañas
y se venden pescadillas de Cádiz y se fríen buñuelos, se
levanta el lujoso
café-restaurant donde se encuentran paté de foiegráss, trufas
dulces y
helados exquisitos; el piano, con su diluvio de notas secas y
vibrantes,
atropella y ahoga los suaves y melancólicos tonos de la
guitarra; los
últimos y quejumbrosos ecos del polo de tóbalo se confunden con
el
estridente grito final de una cavatina de Verdi.
No obstante estos inarmónicos detalles, que sólo pueden
apreciar bien
los que conocen a fondo el país y sus ya degenerados tipos,
como cuestión
de visualidad y de alegría, la feria de Sevilla no tan sólo no
desmiente,
sino que supera la fama de que goza fama que se acrecienta de
día en día y
de la que son claro testimonio la infinidad de viajeros que
acuden a ella
procedentes de todas las provincias de España y de las más
principales
naciones europeas.
- II -
La gran afluencia de forasteros que se nota en Sevilla por
esta época
convierte la cuestión de alojamientos en una verdadera
dificultad: aunque
se multiplican prodigiosamente las casas de hospedaje y desde
la popular
posada hasta el aristocrático hotel rivalizan en la resolución
del
problema, que consiste en encajonar doce donde apenas caben
cuatro,
todavía no bastan y los apuros y trastornos que de aquí
resultan, todos
vienen a resolverse en un alarmante menoscabo del bolsillo. Los
únicos
que, merced a la benignidad del clima y a sus patriarcales
costumbres,
encuentran zanjados desde luego todos estos inconvenientes son
los
forasteros procedentes de los lugares circunvecinos, que en
numerosas
tribus se instalan en los zaguanes de las casas o toman las
aceras por
colchón, esperando la primera luz del día para levantarse.
Sin duda alguna las horas más alegres de la feria son las
primeras de
la mañana. Apenas comienza a rayar el alba, las mujeres se
apresuran a
regar y barrer las calles del tránsito; cada balcón es un
jardín; la luz
viene creciendo y dorando las veletas y los miradores; hay un
olor de
flores y de tierra húmeda que embriaga; se siente un aire
fresco y
vivificador que se aspira con deleite.
A medida que aumenta la claridad, se hace mayor el
movimiento de la
multitud que comienza a invadir las calles, y se ven bandadas
de jóvenes
que con la guitarra al hombro y la bota bajo el brazo, se
dirigen al prado
de San Sebastián, mientras por otra parte cruzan numerosos y
alegres
grupos de muchachas con vestidos claros y ligeros, que llevan
por todo
adorno un manojo de rosas y alelíes en la cabeza.
La aristocracia tiene el buen gusto de no emperejilarse
desde tan
temprano y acudir al punto de cita en traje de negligé siempre
más cómodo
y gracioso; algunos llevan su condescendencia hasta resucitar
el sombrero
redondo y la chaquetilla torera, y lo que es más raro, suele
verse tal
cual muchacha perteneciente a una clase distinguida bajar al
prado,
vestida al uso del país, sobre un caballo, con jaez de
caireles.
El panorama que ofrece el real de la feria desde la Puerta
de San
Fernando es imposible describirlo con palabras y apenas el
lápiz lo podría
reproducir en conjunto. Hay una riqueza tal de luz, de color y
de líneas,
acompañada de un movimiento y un ruido tan grandes, que fascina
y aturde.
Figuraos al través de la gasa de oro que finge el polvo, su
llanura,
tendida y verde como la esmeralda, el cielo azul y brillante,
el aire como
inflamado por los rayos de un sol de fuego que todo lo rodea,
lo colora y
lo enciende. Por un lado se ven las blancas azoteas de Sevilla,
los
campanarios de sus iglesias, los moriscos miradores, la verdura
de los
jardines que rebosa por cima de las tapias, los torreones
árabes y romanos
de los muros. La catedral, en fin, con sus agujas airosas, sus
arbotantes
fortísimos, sus pretiles calados y la Giralda por remate, que
parece un
navío de piedra al anclar sobre los rojizos tejados de la
ciudad. Por otra
parte, y extendiéndose hasta perderse de vista, se descubren
millares de
tiendas de campaña, formadas de telas vistosas y empavesadas
con banderas
y gallardetes de infinitos colores; largas filas de casetas
vestidas de
pabellones blancos y adornadas con cintas y ramos, delante de
las cuales
fríen los gitanos los obligados buñuelos y desde donde se eleva
el humo de
las sartenes, en penachos azules; diseminadas aca y allá,
fondas
improvisadas, cafés al aire libre, tabernas, sombrajos, puestos
de flores,
de frutas, de juguetes y baratijas, entre los que se
distinguen,
procurando llamar la atención, saltimbanquis que tragan espadas
desnudas,
ciegos que cantan jácaras, farsantes que enseñan monstruos
vivos,
circulando por medio de una inmensa multitud de gentes que van
y vienen
sin cesar y de los cuales unos se agrupan a la puerta de un
tendujo a oír
un jaleo, otros se sientan a la ronda para despachar la
pitanza, estos se
pasean, aquellos se requiebran, los de más allá riñen,
presentando el
conjunto más abigarrado y movible que puede imaginarse.
En estas horas de la mañana, que, como dejamos dicho, son
las más
animadas de la feria, tienen lugar las ventas, trueques y
transacciones
que son su objeto principal. Abandonando el punto en que se
agitan los que
sólo tratan de divertirse, se encuentran descansados rellanos y
suaves
laderas donde pueden admirarse grupos pintorescos de la gente
de campo,
con los trajes característicos del país, y magníficas muestras
de las
mejores ganaderías andaluzas. En este sitio, en vez de
elegantes tiendas y
vistosas buñolerías, se descubren esos sombrajos hechos de tres
palos y
una estera de palma, propios de los cortijos; entre los
rediles, donde se
apiñan millares de ovejas, se ve a los pastores encender la
lumbre y hacer
tasajos una res para aviar el almuerzo. Los vaqueros, sobre
caballos del
país, acosan, garrocha en mano, las vacas y los toros, y los
reúnen o los
separan a fin de que los compradores los examinen a su gusto;
los dueños
de las yeguadas asisten a la prueba de los potros, y entre esta
reunión de
gentes que hablan y gesticulan ponderando las excelencias de
los animales,
circulan, salpicamentando los diálogos con sus chistes y
ocurrencias,
multitud de gitanos, que esquilan un borriquillo o pulen y
aderezan un
penco, que, gracias a su palique, encajarán como una ganga a
algún
inocente.
Poco a poco el sol se remonta, y a medida que se deja
sentir la
abrasadora acción de los rayos van disminuyendo la
concurrencia, la
animación y la bulla. Los forasteros pobres toman nuevamente
las aceras
por cama y duermen la siesta a la sombra de los monumentos
históricos. Las
muchachas de la ciudad vuelven encarnadas como amapolas,
cubiertas de
sudor y de polvo, pero satisfechas y alegres a buscar el fresco
de sus
patios; los paseantes unos se refugian en los cafés y las
fondas y otros
entran en las tiendas de campaña propias o de sus amigos, donde
encuentran
dispuesto un opíparo almuerzo, servido con todos los perfiles
del más
refinado gusto. Los vendedores tienden el sombrajo y se
acuestan al pie de
la mesa; las gitanas apagan la lumbre de los anafes, los
ganaderos dan
orden de que se retiren los rebaños que se alejan lentamente al
son de la
esquila de los guiones, y reina un silencio extraño,
interrumpido sólo por
el monótono canto de los grillos y las chicharras; silencio que
cuando el
sol está en lo más alto del cielo recuerda el de la hora de la
siesta en
Sevilla, que tanto se parece a una noche con luz.
- III -
Cuando el sol suspendido sobre las lomas de San Juan de
Aznalfarache
hiere la ciudad con sus oblicuos rayos y prolonga, sobre la
llanura que la
rodea la sombra de sus murallas y sus torres, la multitud
comienza
nuevamente a dar señales de vida encaminándose al prado de San
Sebastián.
La brisa de la tarde, que se levanta del río, refresca la
atmósfera con su
soplo húmedo y cargado de perfumes; los dependientes del
Municipio apagan
el polvo de los paseos y comienza lo que podríamos llamar el
segundo acto
de la comedia. La decoración es la misma, pero los actores han
cambiado de
traje y de aspecto. La feria de la tarde es la feria de la
elegancia y el
buen tono. Las figuras que se destacan en primer término
pertenecen a la
aristocracia o a esa otra clase más modesta que hace esfuerzos
desesperados por seguirla pisándola los talones. El pueblo
acude como
espectador.
Cuantos carruajes se han encontrado en la ciudad y en
algunas leguas
a la redonda se ponen en movimiento, desde la elegante victoria
al
desvencijado alquilón. A veces y como un fantasma evocado de
otra edad,
aparece una calesa. La animación y la vida, antes diseminadas
por todos
los ámbitos del prado se concentran ahora en tres o cuatro
puntos. En el
paseo de las gentes de a pie, donde arrastran las elegantes de
cortos
medios sus largas colas por delante de una quíntuple fila de
curiosos
sentados en sillas; en el paseo destinado a los carruajes, por
donde
circulan todo género de vehículos confundidos y mezclados con
multitud de
jinetes; a lo largo de las hileras de puestos de juguetes,
estación de los
padres de familia, las amas de cría y los niños alrededor de
las tiendas
de campaña de propiedad particular, a cuyas puertas, y como en
son de
parada, se sientan los dueños vestidos de punta en blanco, y en
posturas
académicas. No es fácil dar idea al aire de afectada animación
y buen tono
que reina en esta segunda parte del espectáculo. La gente del
pueblo anda
como encogida por entre aquellas oleadas de seda y de blondas
sin
comprender qué objeto guía a los que se reúnen como ellos a
cantar, beber,
bailar y divertirse, y se limitan a solo dar vueltas gravemente
alrededor
de un punto al compás de una música militar que toca piezas de
ópera con
solos de cornetín y dúos de clarinete y figle.
Pasa al fin la hora del crepúsculo, entra la noche,
comienzan a
brillar las luces, desfilan los paseantes compuestos, se alejan
los
coches, desaparecen los jinetes, las buñoleras levantan el
grito. Las
tabernas se llenan de parroquianos la gente menuda vuelve a
apiñarse y a
ir y venir gozosa entre aquella obscuridad que se presta a todo
género de
expansiones, y tornan a oírse voces, pitidos, pregones, risas,
requiebros,
palmas, músicas y cantares.
En tanto que se reanuda el hilo de la fiesta popular, la
elegancia
que ha desaparecido entre bastidores cambia por tercera vez de
traje para
asistir a las soirées y a los bailes. Estos tienen lugar en las
lujosas
tiendas que el Casino y los diferentes círculos de Sevilla
disponen al
efecto en el mismo campo de la feria. No hay para qué decir que
son de
etiqueta rigurosa. Frac negro y corbata blanca; hombros
desnudos, cola
inconmensurable, tules, gasa, blondas y pedrería.
Los carruajes llegan unos tras otros a depositar su
elegante y
perfumada carga en el vestíbulo de las tiendas; los lacayos se
llaman con
el apellido o título de sus señores y abren y cierran las
portezuelas
haciendo grotescos saludos. Todo aquello recuerda ago el
vestíbulo del
teatro Real una noche que canta la Patti. Luego avanza la
noche, las luces
se van apagando; los vendedores, roncos de vocear y beber
aguardiente, se
esconden otra vez bajo los puestos como el caracol en su
concha; las
gitanas recogen los trebejos y soplan los candiles; los
incansables
caballos del tío vivo dejan de dar vueltas y cesa su
acompañamiento de
bombo y corneta de pistón; el último acorde de la música de los
bailes, se
desvanece temblando; entre la obscuridad brilla alguna luz
solitaria y
perdida como una estrella; por el suelo se distinguen
confusamente
montones de gentes tendidas que dan a la llanura el aspecto de
un campo de
batalla. Es la hora en que el peso de la noche cae como una
losa de plomo
y rinde a los más inquietos e infatigables. Sólo allá, lejos,
se oye el
ruido lento y compasado de las palmas y una voz quejumbrosa y
doliente que
entona las tristes o las seguidillas del Tillo. Es un grupo de
gente
flamenca y de pura raza que alrededor de una mesa coja y de un
jarro vacío
cantan lo hondo sin acompañamiento de guitarra, graves y
extasiados como
sacerdotes de un culto abolido, que se reúnen en el silencio de
la noche a
recordar las glorias de otros días y a cantar llorando como los
judíos
super fluminem Babiloniae.
El monasterio de Veruela
LA fundación de este célebre monasterio, del cual ya hemos
tenido
ocasión de hablar, se debe al famoso príncipe de Aragón don
Pedro Atarés,
señor de Borja. Refieren las crónicas, y en la localidad se
conserva aún
la tradición de esta maravilla, que sorprendido el piadoso
magnate por una
horrible tormenta en las faldas del Moncayo y en lo más
intrincado y
espeso del monte, creyendo su hora llegada, se encomendó tan de
veras a la
Virgen, a quien profesaba tan particular devoción, que la
Divina Señora,
movida por sus ruegos, descendió a la tierra, calmó la
tempestad, y
después de significarle el deseo de que se erigiese allí un
monasterio en
memoria del milagro, desapareció dejando, en el lugar que
ocupaba, la
santa imagen que le prestó nombre.
La fábrica, una de las más suntuosas e imponentes que se
conservan de
su época, comenzó a elevarse en 1146, quedando terminada en
1151. En su
traza y disposición puede estudiarse uno de los monumentos que
más interés
ofrecen en la historia de las transiciones arquitectónicas. El
templo,
cuya portada es bizantina, ofrece en el interior más de un
ejemplar del
arco apuntado, y en el claustro que fue la parte que se
concluyó
últimamente, y que es un primero y rudo ensayo de estilo
ojival, se notan
muchos detalles y líneas que conservan el carácter del gusto
románico, que
empezaba a desaparecer.
Habitado por religiosos de la orden del Cister, una de las
más ricas
y que más monumentos han dejado en nuestro país de su
inteligencia y buen
gusto por las artes, el monasterio de Santa María de Veruela,
creciendo de
día en día en importancia, sufrió en épocas posteriores
modificaciones muy
notables, pudiéndose decir que cada siglo ha dejado en él una
hermosa
muestra de su arquitectura. Entre estas nuevas edificaciones,
la que
contribuyó a darle el extraño carácter entre religioso y
guerrero que aún
conserva, fue la que llevó a cabo el abad don Lope Marco, al
cual se deben
las altísimas y fuertes murallas que lo circundan, la magnífica
galería
del gusto renacido, llamado de los azulejos, y algunas otras
importantes
obras que más tarde se completaron con la construcción del
claustro nuevo,
el palacio abacial y varias dependencias y oficinas.
La vista general del edificio, que hoy ofrecemos a
nuestros lectores,
da una idea de sus grandes proporciones y del carácter
particular que
ofrece: la parte de fábrica construída en los siglos XVI y
XVII. Los
detalles del claustro antiguo, en donde se encuentran las
tumbas de los
hijos del fundador, y en cuyo suelo descansó largos años bajo
una losa
humilde el mismo don Pedro Atarés, dan a conocer la extraña
mezcla del
estilo ojival y el románico, cuya misteriosa fusión tenía lugar
en los
momentos en que comenzó a construirse.
Este artículo se publicó acompañado de un dibujo de
Valeriano
Bécquer.
El monasterio de Veruela
(Enterramiento del fundador y sus hijos)
AL ofrecer a mis lectores algunas vistas del monasterio de
Veruela,
célebre por su antigüedad y su magnificencia, en Aragón, donde
se
encuentran tantos otros edificios del mismo género, dignos del
estudio y
la admiración de los inteligentes, notamos que el famoso don
Pedro Atarés,
a quien se debe, dispuso al morir que sus restos fuesen
colocados en una
humilde sepultura, en el dintel de la puerta que da ingreso al
templo
desde el claustro.
En efecto: después de recorrer las extensas alas del
claustro
procesional, severa y sencilla muestra del arte gótico en su
primer
período, bañada en la media luz misteriosa que pasa al través
de las
piedras blancas y transparentes, que en vez de vidrio, cubren
el vano de
las ojivas de la luna, y contrastando, merced a su forma
especial que
recuerda el género a que pertenece la iglesia y a la
ornamentación
bizantina que engalana, con las descarnadas líneas de los
pilares y los
arcos apuntados que a ella conducen, se encuentra la puerta que
da paso al
Santuario, y en el dintel, una losa ancha y obscura, sin otra
figura o
inscripción que una espada toscamente labrada en el hueco. Esta
losa,
desgastada en parte y rota, cubre el enterramiento del poderoso
príncipe
que edificó a Santa María de Veruela, y fue tronco de la
ilustre casa de
los Borjas, tan célebre en la historia de nuestro país y la de
Italia, a
donde pasaron algunos de sus descendientes.
Cerca de la sepultura de don Pedro y en una fosa cubierta
con una
piedra no menos sencilla y humilde, fue enterrada su esposa,
nobilísima
dama que edificó a sus espensas la catedral, de Tarazona; y más
tarde, y a
medida que fueron muriendo sus hijos, varones famosos en las
armas, que
peleando con don Jaime en Valencia, hicieron célebre el
sobrenombre de los
Borjas, con que les apellidaban en el ejército, vinieron a
buscar su
último asilo al lado de sus progenitores y a la sombra de las
santas
bóvedas del templo, obra gigantesca de su familia, la cual,
durante
siglos, había de pregonar a las generaciones la piedad y
munificencia de
los que le edificaron. En un ángulo del claustro se encuentran
reunidas
estas antiguas sepulturas, dignas de estudio por más de un
concepto.
Religiosamente conservadas durante la estancia de los monjes,
guardaron
intacto su sagrado depósito por espacio de muchos siglos, pero
en nuestra
época han sido violados más de una vez, esparciendo al aire las
cenizas
que contenían y deteriorándolas de una manera lastimosa.
Este artículo se publicó acompañado de un dibujo de Valeriano
Bécquer,
compañero de su hermano en sus románticas peregrinaciones por
la España
desconocida.
Desde mi celda
(Inédita)
(Carta literaria)
Monasterio de Veruela, 1864.
Por fin, después de haber vuelto, por un momento, a ese
mar sin fondo
de la lucha diaria, me encuentro otra vez en el seno de la
madre
naturaleza. Otra vez he sido testigo de esa pequeña novela de
viaje que
para vosotros escribí y que vio la luz en las columnas de El
Contemporáneo
(3), y cuyo último capítulo son los altos muros de este vetusto
monasterio, por los que trepa libremente la hiedra y el
jaramago, y cuyo
silencio sólo es turbado por la eterna canción del agua y del
viento.
Mis papeles, que esta gente respeta como cosa de
hechicería, se
encuentran en la misma forma que los dejé, cubiertos por una
espesa capa
de polvo. La carpeta de dibujo donde igual que en las
cuartillas, voy
dejando las impresiones de cada momento, espera también la
caricia del
lápiz, que en el tiempo de mi ausencia la dejó descansar. Todo,
en fin,
está como el día que lo abandoné para ir a perderme, por un
instante, en
el torbellino de la lucha que a vosotros arrastra y al cual yo,
por causa
de mi mala salud, tuve desgraciadamente que abandonar.
Después que la lugareña que fielmente me sirve, puso sobre
la tosca
mesa de pino el último plato del almuerzo, y mientras el café
se hacía en
el rojo hogar, he salido a dar un pequeño paseo por los
alrededores del
monasterio, este monasterio que fundó la fe de don Pedro Atarés
y que de
tantos bellos fantasmas ha poblado mi fantasía.
Todo es silencio, soledad y olvido en estas veneradas
ruinas. La fe
que como llama viva, levantó esta oración de piedra, hoy, poco
a poco, se
extingue y apaga en los pechos. Este siglo positivista y
burgués sólo
rinde culto al dios dinero y es su romanza preferida el sonido
del oro
acuñado. Pero, en fin, amigos míos, el café, ese negro brebaje
que
alimenta mis nervios cansados, me espera en la taza, y mientras
le bebo
sorbo a sorbo, trazo estos renglones que serán un eco de mi voz
y una
vibración de mi espíritu en vuestra tertulia del Suizo, de la
que tanto me
acuerdo en esta espantosa soledad.
Revistas contemporáneas
SE compara por algunos la vida a una larga cadena cuyos
eslabones de
diversos metales son los años.
Admitida la exactitud de la comparación, natural es que
nos preocupe
la duda de si el que vamos a añadirle será de hierro o de oro.
Si la Providencia al determinar el curso de los sucesos
siguiese la
regla heráldica que prohíbe poner un metal sobre otro de la
misma clase,
ya tendríamos un dato para nuestras investigaciones. La calidad
del año
que nace podría colegirse por la del que muere. Pero en
cuestión de años,
viene observándose de muy antiguo que buenos y malos suelen
darse por
rachas como los colores en el Juego.
En esta incertidumbre cada cual consulta el barómetro que
cree más
seguro para calcular el tiempo que nos aguarda.
Los que opinan que el jefe del vecino imperio tiene aun en
sus manos
los destinos de Europa y la paz o la guerra del mundo,
esperaban
impacientes para fijar su criterio, la gran recepción de
primero de año.
La recepción ha tenido lugar; la esfinge de las Tullerías ha
hablado al
fin: sólo falta un Edipo que descifre su enigma.
Napoleón cree en la paz: al menos así lo ha dicho. Al
oírle es seguro
que más de una mefistofélica sonrisa habrá vagado por los finos
labios de
sus diplomáticos oyentes.
Las seguridades del César francés han hecho, no obstante,
en algunos
el efecto de un Iris tendido sobre el nebuloso cielo de la
política.
Verdad es que otros niegan la exactitud de los pronósticos
imperiales y
aseguran haber oído en lo alto del Vaticano palabras temerosas
que
predicen grandes y próximos cataclismos. ¿Quiénes estarán en lo
cierto? Al
tiempo, gran maestro de verdades, dejamos el encargo de
despejar la
incógnita.
Entre tanto, y siguiendo el deseo natural en el que recoge
una
herencia, tratemos de ver si es buena o mala la que al morir
nos ha legado
el año de 1865.
Si tendemos la vista por Europa, encontramos que casi
todos los
países se hallan preocupados en la resolución de algunos de
esos
importantes problemas que afectan directamente a la vitalidad
de las
naciones.
La Francia imperialista siente que se bambolean sus obras,
aflojándose los lazos con que ha querido hacerlas solidarias de
su
fortuna: la silueta de Grant comienza a dibujarse amenazadora
para el
trono de Méjico en el porvenir de los Estados Unidos, a cuya
jefatura
parece llamado, y el rey, galantuomo se encuentra impotente
ante los
conflictos que a cada paso le crea el partido de acción, el
cual se olvida
de Solferino para no acordarse más que de Aspromonte.
En Inglaterra el fenianismo por un lado, y la insurrección
de la
Jamaica por otro, han dejado tan profunda huella en el espíritu
público,
agitándolo, en diversos sentidos, que los radicales, dueños al
fin del
poder, tras una larga lucha parlamentaria, dudan y no se
atreven a plantar
la más pequeña de las importantes reformas que prometieron en
la
oposición.
Y lo que decimos de estas dos grandes naciones, que por la
actitud en
que se encuentran y los medios que poseen, se han llamado con
razón los
dos platos de la balanza política del mundo, se hace extensivo
en mayor o
menor escala a las demás potencias importantes. Por fortuna, el
espíritu
de incesante actividad que anima a los pueblos y que puede
decirse que es
el secreto de su conservación, ni se desalienta ni se asusta, y
a pesar de
la general inquietud, y de los funestos vaticinios, rompe la
atmósfera de
preocupaciones que lo envuelve y tornasola con un rayo de
esperanza y vida
las tempestuosas nubes que se amontonan en su horizonte. ¡
Gloria, al genio
del siglo, que al través de las convulsiones, los trastornos y
el pánico
de la sociedad, marcha con paso seguro y sin apartar los ojos
de la meta a
que se dirige a la conquista de las grandes verdades y a la
realización
del triunfo de la inteligencia!
A él se debe el grandioso proyecto de la próxima
Exposición
Universal, donde compitiendo en lucha gigantesca las artes y la
industria
del mundo, al par que se ofrece el magnifico espectáculo de la
más hermosa
fiesta de la civilización, podrán abrirse nuevos veneros a la
riqueza y al
tráfico, estrechando las relaciones de los pueblos.
A él se debe la perforación del istmo de Suez, problema
insoluble
hasta que ha venido a resolverlo la generación actual, que
según las
últimas noticias verá dentro de un brevísimo término,
confundidas las
aguas de dos mares, y abierto al comercio de Europa ese camino
de Oriente
tanto tiempo soñado por nuestros navegantes.
A él se debe, en fin, el generoso impulso a que obedecen
los
soberanos, convocando en Constantinopla las Conferencias
sanitarias,
verdadero acontecimiento científico que derramará la luz sobre
esa
enfermedad terrible y misteriosa que guarda aún el secreto de
su deletéreo
influjo.
Esta misma lucha entre el espíritu de actividad y vida, y
el marasmo
y el temor que engendran las preocupaciones de la doble crisis
política y
financiera por que atraviesa Europa, podemos observarla en
España.
El estado de la Hacienda, las luchas de los partidos, la
paralización
y el luto que ha dejado en pos de sí el cólera, contribuyeron
por un
instante a detener el natural movimiento, dando pie a los
augures de
desdichas para trazar cuadros lamentables del porvenir que nos
aguarda. No
obstante el país despierta poco a poco de su letargo. Al
patriótico
llamamiento del comercio de Madrid, que en una Memoria luminosa
expone a
grandes rasgos los motivos de su momentánea decadencia, e
indica los
medios de remediarla se han apresurado a responder,
adhiriéndose al
pensamiento, primero el Círculo Mercantil de Barcelona, y
después los de
todas las ciudades más importantes de España. En los centros
industriales
y artísticos también se nota una actividad desusada debida a la
reciente
circular de la comisión nombrada para disponer el envío de
nuestros
productos a la exposición universal de París.
Los teatros, que bajo tan malos auspicios comenzaron sus
tareas, se
ven ya concurridos por un público numeroso. El Real, a fuerza
de ir
pasando ante los ojos de los espectadores una interminable
serie de
cantantes de segundo orden como figuras que cruzan por el lente
de una
linterna mágica, ha conseguido sacar a sayo una tiple. Pero no
contento
todavía con este éxito el señor Caballero, sigue impávido el
itinerario
del que podríamos llamar Viaje alrededor de un cantante de
punta.
En el Circo, la lindísima comedia del señor Rubí titulada
Física
experimental, continúa llamando la atención del público, y
mientras el
Príncipe, que teniendo en cuenta la aristocrática sociedad que
concurre a
sus localidades, podremos llamar la sucursal del regio coliseo,
sin
abandonar los preparativos para las anunciadas representaciones
del César
y el Hernán Cortés, saca a luz las gloriosas obras de nuestros
inmortales
poetas antiguos, la Zarzuela, ansiosa de ofrecer alguna
novedad, contrata
la compañía de cuadros plásticos de Mr. Farriol, que con tanta
aceptación
ha recorrido las primeras capitales de nuestras provincias.
Por último aún no se han desvanecido los rumores de las
pasadas
fiestas; aun suenan en el oído los ecos del tambor que acompaña
los cantos
populares, cuando ya comienza a percibirse la alegre algarabía
del
Carnaval, que se acerca a nosotros agitando su cetro de
cascabeles y
llamando con su voz destemplada y chillona a los adoradores de
Terpsícore.
Lástima grande será que los lamentables sucesos que han
venido de
improviso a turbar el orden público, detengan el
desenvolvimiento de
tantos intereses y la realización de tantas esperanzas,
saliéndonos a
recibir en el dintel del nuevo año con su enojoso cortejo de
inquietudes,
preocupaciones y temores.
Por su parte El Museo Universal que con este primer número
entra en
el décimo año de su publicación, ajeno en un todo a las luchas
y a las
pasiones políticas, procurará seguir ese movimiento de adelanto
que nota a
su alrededor difundiendo el gusto hacia el estudio de las
ciencias y las
artes, delicadas flores del ingenio humano, cuyo cultivo
inclina a los
hombres al amor de la paz y de los saludables progresos.
A fin de conseguirlo, continuaremos en el discurso del año
que
comienza trabajando con la misma fe que en los precedentes
dándonos por
muy satisfechos si merced a la variedad de los asuntos, al
interés de los
artículos especiales y la perfección de las ilustraciones,
logramos que
como hasta aquí, ocupe un lugar distinguido en la consideración
del
público.
HAY un adagio muy conocido que dice que no hay mal que por
bien no
venga. Lo que respecto a la cuestión de Chile y el apresamiento
de La
Covadonga sucede, viene, en cierto modo, a justificar el
adagio. Que el
triste suceso que ha llenado de indignación todas las almas
verdaderamente
españolas ha sido un mal, no hay para qué afanarse en probarlo:
tratemos
de averiguar ahora los bienes que a consecuencia de este mal
nos han
venido. Por lo pronto, el interés que esta cuestión tiene en sí
misma;
avivado por tan notable incidente contribuye de una manera
eficaz a que se
fijen los ojos en aquellos apartados países, desviándolos un
punto de las
pequeñeces y las miserias de nuestras luchas políticas. Si a
esto se añade
que, merced a la traidora agresión de los chilenos, se han roto
como por
encanto las redes diplomáticas en que los representantes de las
potencias
mediadoras tenían envuelto el asunto, devolviéndonos, sin
ningún género de
responsabilidades, toda nuestra libertad de acción, fuerza será
confesar
que se inclina de nuestro lado la balanza. El encontrarnos para
obrar de
aquí en adelante en un terreno tan franco y despejado bien vale
cualquier
sacrificio.
La unanimidad de opinión que se observa en todos los
partidos
respecto a la conducta que ha de observarse con Chile para
vengar con
usura el agravio hecho a las armas españolas y el sentimiento
íntimo de
nuestra superioridad sobre un país que sólo por medio de la
alevosía ha
podido conseguir un pequeño y fácil triunfo, afirman en nuestro
ánimo el
convencimiento de que por nuestra parte ha de tener la cuestión
un
desenlace honroso.
No debe suceder así a los chilenos, los cuales se
apresuran a gozar
de su victoria con todo género de ridículas demostraciones,
previendo que
no ha de durarles mucho la alegría.
La explosión de cómico entusiasmo que en aquella república
ha
producido la inesperada captura de La Covadonga raya en lo
inverosímil.
Chile, y permítasenos lo vulgar de la comparación, se encuentra
con esta
pequeña ventaja como niño con zapatos nuevos; la lectura de sus
periódicos, que pregonan la nueva en estilo rimbombante y
describen los
transportes de júbilo a que el país se ha entregado, causa a un
mismo
tiempo indignación y risa. Ha habido fiestas e iluminaciones,
Te Deum y
repique de campanas, salvas de artillería y arcos de triunfo.
El Senado se
ha reunido para votar solemnemente una recompensa nacional en
favor de Mr.
Villians, del extranjero a quien debe su reciente gloria,
especie de Otelo
rubio que combate por cuenta de Chile, como el amante de
Desdémona por la
de la república veneciana. En el teatro de la capital se ha
hecho una
función patriótica de cuadros vivos, en que la Esmeralda
aparecía como el
terror de los mares y el león de España humillado a los pies de
sus
enemigos: cuadros que, si bien son un inocente desahogo, tienen
la falta
de conocerse a tiro de ballesta que es chileno el pintor. Por
último, como
trofeo glorioso, han colocado en la Catedral la bandera de
nuestro buque.
Si todo esto se hace a propósito de la captura de una goleta, ¿
cómo creen
en Chile que deberán significar su júbilo las naciones cuando
reciben
nuevas de una victoria como la de Lepanto? Por nuestra parte,
el día que
sepamos que la escuadra española ha bombardeado a Valparaíso,
ha echado a
pique la Esmeralda y rescatado La Covadonga, ha lavado, en fin,
en sangre
el agravio que nos han inferido, nos limitaremos a leer la
noticia en el
periódico oficial o en la Correspondencia, diciendo: «Cuestión
concluida»;
y no haremos tantos extremos ni daremos a las cosas la
importancia que no
tienen.
Y este desenlace único que podrá satisfacer las generales
aspiraciones del país, no tardará mucho. Bien puede, pues,
Chile
apresurarse a realizar todo el programa de sus estrepitosas
demostraciones, antes de que los sucesos se precipiten en su
daño, porque
los vientos que corren y el horizonte que sobre sus negocios se
descubre
nada bueno anuncian. Se dice que las potencias mediadoras,
juzgando que en
las nuevas circunstancias que han surgido nada tienen que
hacer, tratan de
significárselo a ambas partes beligerantes. Se dice así mismo
que
Inglaterra, sabedora de la estratagema indigna del capitán
Willans, trata
de pedir explicaciones a los que tan escandalosamente han
abusado de la
confianza que inspiraba su pabellón. Se añade, por último, que,
excepto el
Perú, todas las demás repúblicas de América han repetido su
declaración de
estricta neutralidad, en respuesta a las reiteradas instancias
de Chile,
que por segunda vez pugna en balde para formar contra nosotros
una
poderosa liga.
Las noticias que acerca de los movimientos de nuestra
escuadra se
reciben por diferentes conductos, no presentan tampoco la
cuestión bajo un
aspecto muy favorable para la causa de nuestros contrarios.
Primeramente,
un periódico francés habló de un reñidísimo combate entre La
Resolución y
varios buques chilenos, combate en el que nuestros marinos
llevaron lo
mejor de la jornada. Después, y con referencia a cartas del
Callao,
recibidas en nuestros puertos por algunos particulares, se ha
asegurado
que la fragata de hélice Blanca, que sostenía el bloqueo de
Caldera, fue
atacada por tres vapores chilenos y cuarenta lanchas y chalupas
bajo el
mando del capitán Willians. Según las correspondencias de donde
tomamos
estas noticias, la Blanca, después de una empeñada lucha,
obtuvo el más
brillante triunfo, echando a pique dos buques de los que le
atacaron y
dispersando a los demás con grandes averías. Los buques que
atacaron a
nuestra fragata con tan poco éxito, parece que han sido La
Esmeralda, La
Covadonga, al mando de Tonipson, y el Antonio Vargas, vapor de
cuatro
cañones de poderoso calibre recientemente construídos en
Inglaterra.
Ignoramos si las noticias recibidas por el periódico
francés y las
que por otro conducto se han tenido, en España se refieren a
dos
encuentros diferentes, o, como estamos más inclinados a creer,
a uno
mismo, aunque aparezcan trocados los nombres del buque que lo
ha
sostenido. De cualquier modo que sea, si se confirma
oficialmente podemos
darnos por satisfechos del principio de la segunda parte de
esta cuestión,
que promete ser más rápida, más animada y gloriosa que la
primera.
Entre tanto, la política extranjera se desenvuelve
lentamente en el
exterior, manteniéndose casi todas las cuestiones en el mismo
estado en
que se hallaban cuando tratamos de ellas en nuestra última
revista. El
discurso del emperador Napoleón al abrir las Cámaras francesas,
aunque ha
tocado diferentes e importantes asuntos, sólo respecto a
Méjico, ha hecho
nuevas declaraciones. Después de repetir que espera que la paz
del mundo
no ha de turbarse por ahora, promete que en un término próximo
saldrán las
tropas francesas del territorio mejicano, para lo cual tomará
medidas
eficaces que aseguren los intereses de la Francia en aquellos
países.
Alguna más animación que en los que se ocupan
exclusivamente de la
política se nota en los círculos científicos. En una
conferencia pública
celebrada en Nueva York, Mr. Collin, director del telégrafo
ruso
americano, ha dado algunos pormenores interesantes sobre esta
gigantesca
empresa, que, venciendo todo género de obstáculos, marcha
rápidamente a su
término. El hilo telegráfico, merced al cual la palabra del
hombre,
llevada en alas de la electricidad, podrá dar instantáneamente
la vuelta
al mundo, ha de partir de Nueva York, y, atravesando todo el
Oeste de los
Estados Unidos, el estrecho de Beringh, la Rusia asiática y la
Europa,
vendrá a terminar en San Petersburgo. Cuando Mr. Collin hubo
concluido de
desenvolver a grandes rasgos la historia de los trabajos más
principales
de esta colosal empresa, para dar una idea del inmenso
territorio que la
de recorrer el telégrafo ruso americano, dijo que el sol
brillaría sobre
la línea veintiuna horas y doce minutos diarios.
En Londres se agita la idea de organizar para la primavera
próxima
una exposición de horticultura, que, saliendo de los estrechos
límites que
suelen darse a estas exposiciones, admita a la concurrencia de
los premios
a todos los países. Al mismo tiempo deberá reunirse un Congreso
botánico
en el cual se discutan las cuestiones que han de surgir de la
comparación
de los productos de climas y métodos diferentes. Esta
exposición, cuya
empresa patrocinan la reina y el príncipe de gales, aspira a
perpetuarse
celebrando sucesivamente en Londres, París y San Petersburgo un
concurso
anual. Falta hace que se realice este pensamiento, y que
nuestros
expositores, que en los diversos ramos de las artes y la
industria no
pueden luchar con otros países, lleven sus productos a una
exposición en
que lograrían obtener más lisonjero éxito.
Entre nosotros, los fantasistas políticos y los inventores
con
diploma, de patrañas de grueso calibre, están de pésame. Como
suele
decirse, muerto el perro se acabó la rabia. Terminados los
sucesos que
daban pábulo a sus diarias novelas, y restablecida la
tranquilidad en los
ánimos, concluyó su misión. Madrid ha vuelto a coger el hilo de
sus
interrumpidas tareas. Los diletantis vuelven a preocuparse de
la próxima
llegada de Tamberlik, y discuten acerca de si hará su debut con
el
Guglielmo o los Hugonotes. Los literatos acogen con avidez los
rumores que
nuevamente circulan sobre la representación del César, de
Ventura de la
Vega, asuntos cuyas altas y bajas comienzan a hacerse célebres.
Infinitos son, pues, los cálculos que se hacen y las
esperanzas que
se fundan sobre el porvenir, tanto respecto al movimiento
artístico e
industrial, como a novedades literarias. Mientras la época de
la
realización de estos vaticinios se aproxima, fuerza será
contentarnos con
lo poco que da el presente.
La Zarzuela, que ha sido la primera en lanzarse en el
camino de la
novedad, nos ha ofrecido dos en un acto, titulada una El rábano
por las
hojas y la otra, Gibraltar en 1890. Ambas son producciones
ligeras y de
escasas pretensiones, y en tal concepto las recibió con agrado
el público.
El rábano por las hojas adolece, no obstante, de un gran
defecto: su
autor, que en otras obras ha demostrado que sabe tener gracia
sin apelar a
chistes de cierta clase, tomando, en ésta una cosa por otra,
aunque sin
apercibirse, ha cogido también por las hojas el rábano en
cuestión.
Respecto al juguete titulado Gibraltar en 1890, nos parece poco
lisonjero
para España, que sólo en sueños pueda suponerse posible la
recuperación de
aquella plaza, y eso por los medios sobrenaturales que emplea
el
protagonista de la zarzuela.
A última hora, el nacimiento de un nuevo infante anunciado
a la
población con las salvas de ordenanza ha contribuido a que la
opinión
pública torne a ocuparse de la política interior, en la cual,
una vez
restablecida su majestad la Reina, los noticieros aguardan
significativas
variaciones.
Epílogo
Valeriano Bécquer
En este libro, lámpara fervorosa encendida en memoria del
poeta de
las rimas, queremos dedicar un recuerdo a su hermano Valeriano,
su
compañero en románticas peregrinaciones de arte, y como él,
perseguido por
la fatalidad.
El 13 de Octubre pasado fue el cincuenta y dos aniversario
de su
muerte. Cincuenta y dos años de doloroso olvido, de
desconsoladora
indiferencia, y mientras fueron y son ensalzados muchos que no
pasaron del
límite de lo mediocre, Valeriano Bécquer, continúa obscurecido,
sin que
sea estudiada su obra, recogidos sus dibujos, sus apuntes,
perdidos entre
las páginas de viejas revistas, de algunas de las cuales ya no
quedarán
ejemplares.
No es bastante que el Museo de Arte Moderno guarde en sus
salas media
docena escasa de sus lienzos. Valeriano Bécquer, que supo poner
en sus
lápices y en su pincel, un soplo de divinidad, se merece algo
más, mucho
más de lo que por él hicieron los hombres de su patria y de su
tiempo.
¡Pobre y genial pintor! La fatalidad puso un beso sobre tu
frente.
Primero la miseria, el dolor de la lucha; después, cuando
disipada la
negra noche, empiezas a sentir las caricias de la gloria y la
vida empieza
a ser fácil, es la muerte la que te sale al paso; después de la
muerte, el
olvido.
Valeriano Béquer nació en Sevilla el año 1834. Muerto su
padre y sin
más recursos para defender su vida que lo que el trabajo le
produjese, a
él se dedicó bajo la dirección de su tío Joaquín pintor que en
aquel
tiempo gozaba de bastante fama. En Sevilla pasaron los años de
su juventud
y en ella quedaron sus primeras obras. El año 1861 viene a
Madrid, donde
su hermano Gustavo, casi desconocido aún, luchaba por abrirse
paso.
En Madrid le espera la miseria -¡triste suerte de los
artistas!-, la
implacable miseria, que trunca sus esperanzas, que le despierta
de sus
sueños. El 1864 marchan los dos hermanos al monasterio de
Veruela, donde
Gustavo escribe las inmortales Cartas desde mi celda, y
Valeriano se
dedica, infatigable, a pintar las costumbres populares. De su
estancia en
el vetusto monasterio son algunos de sus cuadros de más genial
inspiración. Después, y siempre acompañado de su hermano, del
que nunca se
separó ya, recorre los más escondidos rincones de España,
estudiando
tipos, costumbres, y de pueblo en pueblo, de aldea en aldea, va
recogiendo
momentos, trozos de vida, girones de luz, que más tarde
eternizará en sus
cuadros: «Las carretas de los Pinares», «La Vendimia», «El
Leñador», «La
romería de Sansoles».
Una pensión de diez mil reales y lo que a Gustavo le daban
en El
Contemporáneo es toda la fortuna de los dos hermanos. Después
empieza a
dibujar para El Museo Universal, que el popular editor Gaspar y
Roig
publicaba entonces. Sus dibujos de esta época, como casi todos
los que
salieron de su lápiz, son de costumbres populares.
Y otra vez la miseria empezaba a obscurecer el horizonte.
Llega la
revolución de Septiembre. Valeriano pierde la pensión y Gustavo
queda
cesante en el empleo oficial que desempeñaba. Y otra vez la
lucha, la
abrumadora lucha, el tormento de cada día, de cada hora. Pero
esta racha
de infortunio dura poco. Don Eduardo Gasset y Artime fundó La
Ilustración
de Madrid, de cuya dirección se encargó Gustavo y en la que
Valeriano dejó
las huellas más profundas de su genio. En ella se publicaron
«El
Pordiosero», «Una calle de Toledo», «Tipos de Soria», «Tipos
Vascos» y
muchos más, que bastarían para inmortalizarle.
La Ilustración de Madrid fue la redención de los dos
hermanos. Casi
habían ya olvidalo las pasadas privaciones y los días de lucha
y de
tristeza, y en su casita de las afueras de Madrid, rodeados de
los hijos
del poeta, trabajan sin descanso, hacen proyectos, empiezan a
sentir la
caricia de la felicidad. Pero como la fatalidad los perseguía,
esta
felicidad duró poco. Ahora no era la miseria la que salía a su
paso y a la
que tantas veces vencieron; era algo peor, algo a lo que no
podía vencer
su esfuerzo: era la muerte.
En Septiembre del año 70 muere Valeriano; el 22 de
Diciembre del
mismo año el alma de Gustavo traspasa los límites de la eterna
noche.
Una tarde gris, anuncio del cercano otoño, es enterrado en
el
cementerio de San Lorenzo, Valeriano Bécquer. Un grupo de
artistas y
escritores forman el fúnebre cortejo. Entre ellos están
Rodríguez Correa,
Casado del Alisal, Pradilla, Fernan-Flor. Hay en su rostros un
gesto de
melancolía.
Cincuenta y dos años han pasado. La obra de Valeriano
Bécquer, como
las rimas y las Leyendas de su hermano Gustavo, venció al
tiempo y no
morirá nunca; pero es necesario hacer algo más, mucho más. Los
dibujos en
los que recogió el alma de la España desconocida, sus pueblos,
sus aldeas,
no deben perderse en las amarillentas páginas de viejos
periódicos. Hay
que pedir para la memoria y la obra del genial pintor un poco
más de luz y
un poco menos de indiferencia.
F. I. F.
Volumen III
Prólogo
Una vez más hemos conseguido rasgar un nuevo jirón del
trágico velo
del olvido que una imperdonable indiferencia, un bárbaro
abandono, había
consentido que, hasta hoy, ocúltase una gran parte de la obra
de Bécquer.
Nuevos pilares del más sólido granito, para el monumento
que en las
almas tiene el poeta de las rimas, son estas páginas
desconocidas que hoy
salen del olvido, de la sombra, para entrar en la inmortalidad,
en la
región de los siempre verdecidos laureles, donde ofrece la
gloria su
ardiente beso de mujer.
En estos días otoñales, teniendo en nuestras manos las
viejas
revistas, de amarillentos folios, y los manuscritos de
parduzcas letras,
en los que su alma, genial y dolorida, fue dejando jirones de
luz, como en
los zarzales del infinito camino de tedio de su vida dejó las
rojas rosas
de su sangre, la sombra del poeta pasó ante nosotros. Revuelta
la negra
melena, perdidos sus ojos en inaccesibles lejanías, en su
rostro un gesto
de supremo desdén. Parecía uno de los enlutados caballeros que
inmortalizó
el Greco con su pincel.
Cuando ordenaba los papeles, las cuartillas en las que
quedaron
grabados los frutos de tu genial inspiración, para formar estos
volúmenes,
que salvarán tu obra del olvido y de la muerte, yo he sentido
la fría
caricia de tu mano, que me guiaba, señalándome amplios y
maravillosos
caminos.
¡Pobre Gustavo Adolfo! Tu trágica miseria, el incurable
dolor de tu
alma incomprendida, que iba agostándose lentamente, tu altiva
silueta
romántica vivieron conmigo en las interminables horas de
trabajo, en las
que una copia de la «Melancolía», de Alberto Durero, era el
único testigo
de mi fiebre, de mi fervor.
Y ya está la obra terminada. Nuevamente tus palabras,
acariciantes y
musicales, rompen el silencio, la indiferencia.
UN RECUERDO
Ya que hemos evocado a la mujer inspiradora de las rimas,
queremos
también, creyendo hacer una obra de justicia y desagravio,
dedicar un
recuerdo a la que fue esposa del poeta, madre de sus hijos.
Todos los
biógrafos la olvidan; algunos, al hablar de ella, la llaman
ignorante,
incapaz de comprender a Bécquer, indigna de ser la mujer de un
artista.
Encuentran, en fin, un caso más que añadir a los que sirvieron
a Daudet
para escribir su célebre obra, en la que con tan sutil ingenio
retrata
estos equivocados matrimonios.
Encontrando nebuloso y oscuro todo cuanto de la mujer de
Bécquer
dijeron, lo mismo sus contemporáneos que los escritores de hoy,
en
biografías y artículos, me dediqué, infatigable, a recoger
cuantos datos
encontrase que me permitiesen proyectar un poco de luz sobre su
perdida
figura. Hoy, teniendo reunidos, sobre mi mesa de trabajo, los
resultados
de mis investigaciones, veo cuán injustos fueron todos con
aquella
infortunadísima mujer, dotada de una sorprendente inteligencia
y digna por
todos conceptos de ser la compañera de Bécquer.
La vida de esta mujer es una historia de dolor y de
sacrificio.
Muerto su marido, la más negra de las miserias es su único
horizonte y el
de sus tres hijos. Cuando unos fieles amigos recogen en dos
pequeños
volúmenes, que la caridad editó, una parte de la obra del
poeta, su mísera
situación encuentra una pequeña tregua de tranquilidad. Nuevas
ediciones
la permiten ir saliendo adelante sin angustias ni apremios;
pero llega un
momento en que dichas obras pasan a ser propiedad de un editor
mediante
una cantidad, que no debió ser muy crecida, puesto que a los
pocos meses
volvió la miseria al hogar del poeta.
Sin medios ya para hacer frente a la vida recurre a una
suscripción
entre los admiradores y amigos de su marido, y con un álbum en
el que
constaban las limosnas, fue de puerta en puerta, recogiendo
ingratitud,
indiferencia, dolor...
En el otoño de 1882, y provista de varias cartas de
presentación de
Castelar, marcha a París, donde, gracias a éstas y a un pequeño
núcleo de
españoles, puede encontrar los medios de regresar a España.
-¡Señora! ¿Cómo toleran los españoles y su Gobierno que la
viuda de
un poeta como Bécquer tenga que ir al extranjero a pedir una
limosna?
Esto la dijo un ilustre hombre público de Francia al
enterarse de su
dolorosa peregrinación.
De vuelta a España escribe y publica un libro, colección
de cuentos y
artículos, titulado «Mi primer ensayo», que dedica a la
Marquesa de Salar.
Hay en esta dedicatoria un párrafo en el que palpita y sangra
la llaga
siempre abierta de su dolor. Dice así:
«Pobre y enfermo estaba mi ser, porque enferma y herida
tenía mi
dolorida alma, cansada de luchar contra mi destino, cuando se
me ocurrió
escribir estas mal trazadas líneas como último recurso para
defenderme de
la miseria y del hambre, que en esta tierra, patria de
Cervantes y
Calderón, es la única herencia que, por desgracia, alcanzamos
las viudas
de los poetas, cuyos horrores y privaciones son las recompensas
conseguidas al brillo que a su patria dieron con sus plumas y
su talento.»
Poco después de publicado este libro, la enfermedad
nerviosa que
padecía se agudizó de un modo alarmante. El día 22 de marzo de
1885, Casta
Esteban y Navarro, la viuda de Gustavo Adolfo Bécquer, entraba
en el
Hospital General, y en la sala número 13, cama número 3, dejaba
de existir
el día 30 del mismo mes a las tres y media de la tarde. Sus
restos
recibieron el abrazo de la madre tierra en el cementerio de
Santa María.
¿Qué rima puede compararse, mujer infortunada, al negro
camino de tu
vida y a la soledad y el dolor de tu muerte?
Que estas páginas, que hoy se publican, sean una ráfaga de
aire nuevo
que bese el roto mármol de tu olvidada sepultura.
FERNANDO IGLESIAS FIGUEROA.
Rimas
¿No has sentido en la
noche,
cuando reina la sombra,
una voz apagada que canta
y una inmensa tristeza que llora?
Apoyando mi frente
calurosa
en el frío cristal de la ventana,
en el silencio de la oscura noche
de su balcón mis ojos no apartaba.
En medio de la sombra misteriosa
su vidriera lucía iluminada,
dejando que mi vista penetrase
en el puro santuario de su estancia.
Pálido como el mármol el semblante,
la blonda cabellera destrenzada,
acariciando sus sedosas ondas,
sus hombros de alabastro y su garganta,
mis ojos la veían, y mis ojos
al verla tan hermosa, se turbaban.
Mirábase al espejo; dulcemente
sonreía a su bella imagen lánguida,
y sus mudas lisonjas al espejo
con un beso dulcísimo pagaba...
Mas la luz se apagó; la visión pura
desvanecióse como sombra vana,
y dormido quedé, dándome celos
el cristal que su boca acariciara.
Si copia tu frente
del río cercano la pura corriente
y miras tu rostro de amor encendido
soy yo, que me escondo
del agua en el fondo
y loco de amores a amar te convido;
soy yo, que en tu pecho, buscando morada,
envío a tus ojos mi ardiente mirada,
mi llama divina...
y el fuego que siento la faz te ilumina.
Si en medio del valle
en tardo se trueca tu andar animado,
vacila tu planta, se pliega tu talle...
soy yo, dueño amado,
que en no vistos lazos
de amor anhelante, te estrecho en mis brazos,
soy yo, quien te teje la alfombra florida
que vuelve a tu cuerpo la fuerza y la vida;
soy yo, que te sigo
en alas del viento soñando contigo.
Si estando en tu lecho
escuchas acaso celeste armonía
que llena de goces tu cándido pecho,
soy yo, vida mía...
soy yo, que levanto
al cielo tranquilo mi férvido canto;
soy yo, que los aires cruzando ligero
por un ignorado movible sendero,
ansioso de calma,
sediento de amores, penetro en tu alma.
La fe salva
(Apuntes para una novela)
Nota preliminar
Esta novela la publicó Bécquer en el Almanaque de «El Café
Suizo»,
revista literaria que apareció en Madrid el año 1865.
Rodríguez Correa, en el prólogo de las «Obras completas»
la cita
entre las novelas y leyendas que el poeta tenía en proyecto.
Acaso por
considerarla como proyecto, la tituló apuntes, con los que,
según él mismo
dice, pensaba hacer un cuadro más acabado.
- I -
Encontrándome en el Balneario de Fitero, en busca de un
poco de salud
para mi cuerpo dolorido y cansado, conocí a una mujer extraña,
de una
dulce y marchita belleza. Representaba tener unos veintiocho
años, aunque
el sufrimiento, sin duda, había puesto en su rostro un sello de
prematura
vejez. Hacía una vida retirada; su única compañía era una
señora anciana
que fielmente y con aire de servidumbre, la seguía a todas
partes.
La extraña belleza de la desconocida; su rostro, donde se
reflejaba
un oculto dolor; su vida, apartada y silenciosa, me
impresionaron tan
profundamente que, sin yo quererlo, empezó a forjar mi fantasía
una
novela, novela absurda y disparatada, de la que Ella era la
protagonista,
el único y central personaje alrededor del cual giraba el mundo
entero.
Con motivo de una visita que en el mismo día hicimos a la
ruinosa
Abadía (cuyos muros conservan el eco del más extraño y
misterioso Miserere
(4)), conseguí hablar con la enigmática mujer que tan gran
interés había
despertado en mi insaciable curiosidad.
Buscando un pretexto para empezar la conversación, me
ofrecí a ella
en calidad de ciceronne, puesto que conocía perfectamente la
vetusta
Abadía que íbamos a visitar. Ella, que no sé por quién, sabía
mi condición
de escritor, aceptó encantada mi ofrecimiento. De esta sencilla
manera
empezó nuestra romántica amistad.
Empezaba a caer la tarde cuando terminamos de visitar el
monasterio.
Lo que a mi bella compañera más impresionó fue la historia del
misterioso
Miserere que en la biblioteca de la Abadía se conserva y con
cuyo extraño
asunto la prometí escribir una leyenda.
El sol acababa de hundirse en el ocaso, tiñendo el
horizonte de una
tonalidad violeta. En el cielo, como una lágrima, temblaba el
lucero de la
tarde.
Durante nuestro paseo pude adivinar que un gran dolor
consumía
lentamente su vida. Nada me dijo ella; pero en el fondo de sus
ojos grises
leí como en un libro abierto.
- II -
Desde nuestra visita a la ruinosa Abadía nuestra amistad
fue
haciéndose cada vez más íntima. Por las tardes yo era su
acompañante; la
di libros, la leí mis versos, la hice, en fin, la confidente de
mi vida y
mi consejera en horas de duda y vacilación.
Una tarde, visitando una vez más el viejo monasterio,
nuestra
conversación fue descubriendo, poco a poco, los íntimos
anhelos, las
ansias secretas de nuestras almas, y sin darse cuenta, como
obedeciendo a
una oculta fatalidad, empezó a contarme la historia de su vida;
una
historia triste, humedecida por las lágrimas, llena de
renunciaciones, de
sueños rotos, de dolor.
Historia que hoy traslada mi pluma a la blanca virginidad
de las
cuartillas.
- III -
«En una vieja ciudad castellana en la que las milenarias
piedras de
sus caserones y de sus iglesias guardan, como beso sagrado, la
huella de
tantas generaciones, y cuyas rúas solitarias y retorcidas
conservan el eco
de las voces lejanas, vivíamos, acompañadas de nuestro padre,
un bravo
soldado héroe de románticas empresas, que supo de
conspiraciones, y que
muchas veces estuvo a punto de perder la vida por defender la
libertad. En
aquella ciudad, de la que solamente conservo un vago y brumoso
recuerdo:
el que en mi alma grabaran la verde tonalidad de la hiedra y la
grave voz
de las campanas, transcurrieron los años de mi niñez. Mi
hermana Blanca,
algo mayor que yo, por la que no añoré las dulces y perdidas
caricias de
nuestra madre muerta, era la única nota de alegría en el viejo
caserón que
nos sirvió de cuna; su clara voz era una música renovadora en
nuestra
silenciosa tristeza; su risa, un aire de primavera que pasaba
besando los
espesos muros de los anchos salones sombríos. ¡Cómo brilla en
el fondo de
mi alma la misteriosa luz de sus apagadas pupilas verdes! ¡Sus
magas
pupilas de esmeralda, que al perder su luz sumieron mi vida en
una eterna
noche!
Catorce años tenía cuando mi padre tuvo que abandonar la
muerta
ciudad donde recibí el primer beso de luz y nos fuimos a vivir
a Madrid.
Habitamos un piso segundo en una de las calles más concurridas,
por cuyos
balcones entraba el sol pródigamente. Nuestra vida pareció
cambiar.
Aquella luz que el sol nos regalaba, hizo el milagro de disipar
todas las
sombras que la vieja ciudad de Castilla infiltró en nuestras
almas.
Mi padre, preocupado por los acontecimientos políticos,
entró en un
período de intensa actividad. Comprometido con sus compañeros
de profesión
desterrados de la patria, preparaba en las sombras el
movimiento
revolucionario que pocos meses después estalló en España.
Nuestra casa se
convirtió en un centro de conspiración. Por allí pasaron
literatos,
políticos, militares y entre ellos llegó el hombre cuyo nombre
es para mí
una maldición. ¡El que apagó la intensa luz de sus ojos
verdes!»
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
... ...
Llegaba la noche, la campana de la ruinosa Abadía nos
recordaba la
hora de la oración. Una plegaria floreció en nuestros labios,
nuestras
manos, obedeciendo a un impulso desconocido, se estrecharon
fuertemente
como si sellasen un pacto. Eran ya hermanas nuestras almas,
porque las
unía el dolor.
Y cuando silenciosos, perdidos en el laberinto de nuestros
sueños,
regresábamos al pueblo, ¡yo sentí los misteriosos acordes, las
extrañas
notas, el inmenso gemido del Miserere que una noche recogió en
su cuaderno
un genial peregrino, y que hoy conservan los monjes en su
polvorienta
biblioteca!
- IV -
En sucesivos días y aprovechando las excursiones que
hacíamos a los
pintorescos alrededores del balneario, mi triste y bella
confidente fue
contándome todos los capítulos de la novela de su vida. Un vago
y grato
perfume de flores marchitas; el recuerdo que deja en un alma
sensible un
bello crepúsculo; el eco de una canción lejana que dijo su
queja en la
tarde y que confusamente llegó a nuestro oído. Algo impreciso,
inmaterial,
de refinada sutileza, era el íntimo drama, la silente tragedia
de mi
amiga.
«En la tertulia que todas las noches se formaba en nuestra
casa y que
era un pequeño centro de conspiración, apareció un día un joven
poeta que
acababa de llegar de Portugal. Se llamaba Alberto Albert. Sus
versos, de
un exaltado romanticismo, cantaban la libertad, la lucha; pero
los que más
llegaron al fondo de mi alma, los que me descubrieron el
secreto del
llanto fueron aquellos cortos como suspiros, de ritmo extraño,
de los que
brota a un aroma de amor. Tanto simpatizó con nosotros, tan
gran afecto le
tomó mi padre que al poco tiempo era uno más en el seno de
nuestra
familia.
Y empezó a gestarse la tragedia, la gran tragedia de
nuestras almas,
la que salvó mi vida por un milagro de la fe, la que apagó para
siempre la
misteriosa luz esmeralda que brillaba en sus ojos.
De la intimidad fue naciendo, poco a poco, el amor. Sin
darnos cuenta
Blanca y yo, como mariposas que abrasan, inconscientes, sus
alas en la
llama, nos sentimos atraídas por Alberto, que se presentaba
ante nuestro
naciente deseo como el príncipe soñado en interminables noches,
héroe de
aquellas novelas de soldados y trovadores que guardaba la vieja
librería
de roble de nuestro padre, y que fueron la única distracción de
nuestros
interrogantes anhelos, en la vieja ciudad de los grises
palacios de
piedra, bajo el clamor de las campanas. Poeta rodeado de una
romántica
leyenda de conspiraciones y de luchas, orlada su cabeza por una
negra
melena, un infinito tedio reflejado en sus ojos, ¿qué más podía
pedir
nuestra sedienta juventud?
Nosotras ocultamos nuestra pasión en el fondo de nuestros
pechos.
Sabíamos que si el amor triunfaba en una, en la otra la
desilusión
troncharía, agostaría sin piedad. Una primavera en un alma
equivalía a un
otoño en la otra. Y callamos.
Una tarde Blanca estaba en el balcón, su marfileña mano
sostenía un
libro: los versos de Alberto, divinas palabras rimadas,
diminutas violetas
de tenue perfume con que la poesía habla a la vida. Empezaba a
morir el
día y la sombra, como un denso velo, iba extendiéndose por la
habitación.
La voz de un piano que llegaba confusamente tenía toda la
melancolía de un
adiós.
Y Alberto llegó a ella. El libro, rota la cárcel de la
mano que lo
retenía, rodó por su falda. Toda la pasión contenida tanto
tiempo surgió
con toda la magnificencia de un canto triunfal. La romántica
melena del
poeta se confundía con el obscuro y brillante pelo de mi
hermana, se
buscaron sus manos y dijeron, al unirse, mucho más que las
confusas
palabras que pronunciaban los labios temblorosos.
Yo, que sin turbar el silencio me deslicé por el cuarto en
sombras,
lo contemplaba todo desde un escondido rincón. Sentí que, poco
a poco, iba
apagándose mi vida, el corazón, como pájaro aprisionado, quería
romper su
jaula, su latido parecía el tic-tac monótono de un reloj que
quisiese
acelerar la marcha del tiempo.
Ya era de noche, en el balcón únicamente se distinguía la
silueta,
confundida, de los cuerpos bañados por un rayo de luna. Mi
pobre alma no
pudo más; la vida se escapaba de mí como una frágil hoja seca
arrastrada
por una ráfaga de muerte. Todo me abandonaba; y como un ave
herida en su
vuelo, caí al suelo sin que el más débil grito, ni la más leve
queja
vibrase en mi garganta.
Cuando desperté me encontré en el lecho, rodeada de todos.
Blanca,
llenos sus ojos de lágrimas, besaba mi frente. Alberto,
aprisionándome una
mano fuertemente, parecía pedirme perdón.
La tragedia acababa de extender sus alas sobre nosotros.»
- V -
«Mi inexplicable enfermedad se prolongó días y días, sin
que nadie
supiese lo que me pasaba. Todos los médicos de algún relieve
desfilaron
por la cabecera de mi cama, y después de mil ensayos y
conjeturas se
marchaban, confesando noblemente el fracaso de su ciencia ante
mi extraño
mal. Y es que los médicos sólo saben de las dolencias
materiales; de las
que dañan el cuerpo; de las que dejan huella sensible; pero de
las del
alma, las producidas por el fracaso de una ilusión o por la
muerte de un
sentimiento, de esas no saben nada, ni siquiera se atreven a
creer en
ellas. Larra, cuyas obras me enseñaron el dolor, define muy
bien estos
estados, acaso porque nadie como él sintió desgarrado su pecho
por un
inapagable deseo. El amor mata, aunque no mata a todo el mundo.
¡Cuántas
cosas me revelaron estas sabias palabras!
Desde la noche en que empezó a marchitarse mi vida, Blanca
y Alberto
fueron mis compañeros. Nunca se atrevieron a explicar lo que
sucedió; ni
siquiera cambiaron una mirada estando yo delante.
Yo sabía que el dolor de mi hermana era tan infinito como
el mío y
supe leer en su cara, en su gesto de melancolía que por mí
sacrificaba
todas sus ilusiones, sus sueños, sus esperanzas que ya nunca
serían
realidad. Su pecho sería desde entonces el sepulcro de un amor.
En aquellos días estalló en Madrid la revolución que el
mes de julio
de 1851 hizo de la ciudad un campo de batalla. Mi padre y
Alberto, que
esperaban el momento, fueron de los primeros en acudir a la
lucha, y días
enteros estuvimos sin saber de ellos. Muy de tarde en tarde
aparecían para
tranquilizarnos, y de nuevo volvían a sus barricadas.»
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
... ...
Cuando mi pobre amiga trajo a mi memoria aquellos días de
mi fogosa y
romántica juventud, todo mi pasado surgió ante mí, por el
mágico poder de
la evocación.
¡Última revolución romántica que a través del tiempo
adquiere toda la
grandeza de una epopeya!
Y entonces fui yo el que conté a mi compañera y confidente
todos los
acontecimientos de aquel bello pasado que conservo, como una
reliquia, en
el corazón. Y vertí de este modo un bálsamo de olvido en la
llaga de su
melancolía.
Yo aún no había llegado a Madrid. Ya empezaba a preparar
el viaje, y
mis carpetas y cuartillas, como llaves, que me abrirían las
puertas de la
inmortalidad, esperaban resignadas en el fondo de una vieja
maleta de
cuero.
Por las tardes, paseando con Narciso Campillo por las
pintorescas
afueras de nuestra Sevilla, teniendo como único testigo el
Guadalquivir,
hacíamos proyectos para la lucha que empezaríamos en breve.
Madrid se
presentaba ante nuestras inquietas fantasías como una bella
mujer, cuyo
amor fuese solamente posible a los elegidos, que supieron
conquistarle con
el oro de su inteligencia.
Una fuerza desconocida ponía pintorescas alas en nuestra
insaciable
juventud. ¡Y qué gran dolor el de las alas rotas antes de
emprender el
primer vuelo!
Luis García Luna, el primer amigo que en Madrid tuve,
amistad que el
tiempo acrecentó, fue el que me contara, pues de ellos era
testigo, todos
los acontecimientos de los que el año 54 tuvieron por escenario
a Madrid.
La revolución triunfante hizo de la ciudad un gran campo
de batalla.
En todas las calles se levantaron con piedras, cajones y
enseres
domésticos grandes barricadas que defendía el pueblo con
inaudito valor.
Sedientos de venganza, grupos de hombres armados recorrían las
calles
entre lluvia de balas que se cruzaban en todas direcciones; los
palacios
de aquellos hombres públicos a los que el pueblo acusaba de ser
causantes
de sus males, fueron asolados y en medio del arroyo se formaron
grandes
pirámides con los muebles y obras de arte que a ellos
pertenecieron. Y el
fuego los redujo a cenizas.
Una tarde García Luna, vagando curioso por las calles,
presenció un
espectáculo de profunda y trágica emoción. Sus pasos le
llevaron a la
Plazuela de los Mostenses, en una de cuyas casas vivía
Francisco Chico,
jefe entonces de la policía Madrileña y a quien se atribuían,
creo que con
razón, toda clase de atropellos e injusticias. El populacho
rodeaba el
edificio en cuyo interior se buscaba, inútilmente, al
inquisitorial
polizonte. García Luna se sumó a los curiosos que presenciaban
el
espectáculo de aquella extraña cacería. Un cuarto de hora
llevaba allí mi
amigo, cuando por el ancho portalón apareció una triste y
macabra
comitiva: en un colchón que sobre una escalera sostenían media
docena de
hombres, iba, con el sello de la muerte en el semblante,
Francisco Chico;
detrás, y con una fuerte cuerda al cuello, marchaba su
secretario. Toda
clase de maldiciones e insultos salió de aquella masa humana.
El pueblo se
disponía a hacer justicia una vez más.
Y así continuó el trágico cortejo hasta la Plazuela de la
Cebada,
donde Chico y su criado fueron, sin piedad, fusilados.
Todos los episodios de aquella romántica revolución
vivieron aquella
tarde en mis labios nuevamente, como un bello cuento; como un
romance
legendario de los que pasan de generación en generación dejando
en las
almas una brillante estela de inquietud.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
... ...
La noche tendió, una vez más, sus alas sombrías sobre
nosotros.
Volvíamos al pueblo por el estrecho camino, que parecía bajo la
luna una
estrecha cinta de plata.
Formando una compacta masa marfileña, un rebaño de ovejas
volvía al
redil, rompiendo el silencio con la tenue música de las
esquilas. Poco a
poco, en el cielo se iban encendiendo las estrellas, de clara
luz unas,
como fantásticos diamantes; otras, débiles, apagadas...
La silueta de la vieja Abadía se recortaba en el horizonte
como un
encantado palacio de leyenda.
- VI -
Durante unos días en que nos vimos obligados a permanecer
en los nada
cómodos cuartos de la fonda, a causa del temporal, que
convirtió el
balneario y sus cercanías en tina sucia y cenagosa laguna, Ella
siguió
contándome los episodios de su vida, con los que se podía
construir la más
extraña e interesante novela.
Y Ella habla...
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
... ...
«Dos días llevábamos de incertidumbre e intranquilidad,
cuando una
nueva desgracia vino a complicar de nuevo el curso de nuestras
vidas:
Alberto fue herido gravemente en la barricada de la calle
Mayor, que fue
su baluarte desde los comienzos de la revolución. Una noche,
ocultándose a
toda mirada curiosa, fue traído a nuestra casa, en brazos de
nuestro padre
y de dos de sus mejores amigos. En una de las habitaciones más
retiradas
se le improvisó un cómodo y limpio lecho, y allí murió en las
primeras
horas de la mañana del siguiente día. El nombre de mi hermana
fue la
última palabra que pronunciaron sus labios.
Y así acabó aquel héroe de leyenda que supo arrastrar
nuestras vidas
con el impulso de su romanticismo.
Mi inexplicable enfermedad, si es que enfermedad podía
llamarse a la
ráfaga de melancolía que por mi alma pasaba, se agravó de un
modo
alarmante. Los médicos ya desconfiaban de su ciencia y veían,
impotentes
para todo, cómo se iba extinguiendo mi vida lentamente.
Yo sentía a la muerte que, con sus frías y descarnadas
manos
acariciaba mi frente y apretaba, implacable, mi corazón.
Y cuando, perdida ya toda esperanza, la eterna noche
tendía sobre mí
sus alas de sombra, un milagro, un raro milagro, obra de la
gigantesca fe
de mi hermana, me volvió nuevamente a la vida, a la luz...
Blanca, arrodillada ante mi lecho, después de rogar,
inútilmente, un
poco de clemencia y piedad para mí, ofreció a una antigua
imagen que aún
existe en una vieja iglesia madrileña, a cambio de mi salud y
de mi vida,
la luz que brillaba en el fondo de sus pupilas.
Y el milagro se obró. Poco a poco, una corriente de sangre
nueva fue
tiñendo de suave carmín mi amarillento rostro y mis exangües
labios; mis
enfermos pulmones volvieron a respirar nuevamente, libres de
aquella garra
implacable que los oprimía; dejó mi corazón de ser aquel reloj
loco que
parecía querer traspasar los límites del tiempo. En las
tinieblas de mi
alma había penetrado un rayo de sol. Pero conforme el milagro
de mi
resurrección iba operándose, la Providencia, inflexible, exigía
a mi
hermana el cumplimiento de su promesa; sus maravillosos ojos
verdes iban
lentamente perdiendo su luz.
Un día la deuda fatal quedó cancelada definitivamente:
Blanca quedó
ciega, quedaron sin vida, para siempre paradas, sus
encantadoras pupilas,
como quedan los ojos de los muertos que no tienen una mano
amiga que
cierre sus párpados.
Si algún día entra usted en la iglesia de... podrá ver,
entre los
ex-votos de la virgen que tiene su altar en la más oculta
capilla, los
ojos de mi hermana como dos trágicas joyas fantásticas. Nadie
hasta ahora
consiguió ver el extraño ex-voto y tomaron mi visión como
desvarío de mi
débil cerebro, prueba acaso de una incipiente locura; pero yo
sé que usted
sabrá ver lo que se ocultó a las miradas profanas de las gentes
vulgares.
Si algún día su curiosidad de poeta, buscadora infatigable de
emociones
nuevas, le lleva a la oculta capilla de la vieja iglesia
madrileña, y su
alma sabe ver el milagro, acuérdese de mí.»
Estas fueron las confidencias de mi pobre hermana
espiritual, frágil
sensitiva de un fantástico jardín. Sus palabras, una a una,
quedaron
grabadas en mi corazón. ¡Aún creo escuchar su voz fina y
apagada, cuando a
la luz de un bello crepúsculo iba descubriéndome la clave de su
incurable
tristeza!
Dos días después la vida destruyó nuestra hermandad. En
Madrid me
esperaban mis amigos, los periódicos que de pedazos de mi alma
nutrían sus
columnas, la agobiante lucha diaria en la que no puede haber un
momento de
descanso ni vacilación. Y guardando en la vieja maleta
cartapacios, libros
y papeles, a Madrid volví, llevando en mi alma un poco de
melancolía y en
mis cabellos algún nuevo hilillo de plata.
Fue muy triste la despedida. En mis labios floreció una
promesa; una
lágrima rodó por los surcos que en mi cara había labrado el
dolor. La
crujiente e incómoda diligencia me esperaba, y los collerones
de las mulas
rompieron el silencio de la tarde con su argentino tintineo.
Durante un largo rato dos pañuelos se saludaban en la
lejanía, como
prisioneras palomas blancas...
- VII -
Cerca de tres meses hacía que estaba de nuevo en Madrid,
entregado en
cuerpo y alma a la lucha diaria y agotadora. El teatro Real, mi
tertulia
del Suizo, la tribuna del Congreso, la redacción. De uno a otro
lado
marchaba sin cesar, como arrastrado por una desconocida fuerza.
Mi
cerebro, sacudido por nuevas impresiones, fue olvidando, poco a
poco, el
romántico idilio, las confidencias de la pobre alma enferma. De
todo
conservaba únicamente esa secreta armonía, el vago eco que deja
en
nosotros una bella música que sonó un día en nuestro camino y
que nunca
volveremos a escuchar. En mi álbum de dibujo, uno de mis más
fieles
amigos, quedaron también eternizados muchos momentos de mi
pasada
aventura. Pensé escribir una novela, libro extraño, nueva danza
macabra en
la que bailaban, en trágico abrazo, el amor y la muerte. Sería
mi obra una
absurda mezcla de noche y silencio; como aquel Miserere que en
la ruinosa
Abadía de Fitero se conserva.
Y la novela se quedó sin hacer. Hoy, que una inexplicable
melancolía
acaricia mi alma, trazo estos ligeros apuntes con los que haré
algún día
un cuadro más acabado. Acariciar el recuerdo es lo único que
hoy puedo
hacer: soñar, como el estudioso Fausto soñaba con el beso de
Margarita.
- VIII -
Vagando una tarde por las estrechas calles del Madrid
viejo, viajero
sin rumbo definido, perdido en el laberinto de mi fantasía, que
de tantos
fantasmas y evocaciones llenaba las solitarias rúas. De cada
encrucijada,
de cada portalón surgía una sombra evocadora; de cada balcón de
los
señoriales palacios muertos, parecía salir la música de un
clave
acariciado por una blanca mano de mujer. ¡Palacios viejos! ¡Aún
conserváis
la luz de las grandes arañas que un día alumbraron vuestros
anchos
salones, en versallescas fiestas galantes; frágiles
marquesitas, tocadas
sus cabezas con empolvadas pelucas de nieve, trenzaron ligeros
minuetos, y
valses pausados, sobre los mullidos tapices de Oriente que
cubrían
vuestros suelos! ¡Aún conserváis el eco de los clavicordios, de
las
palabras de amor de que fuisteis testigos! La vida, toda la
vida, con sus
alegrías y sus miserias, sus inagotables placeres y sus dolores
infinitos
vibró un día en vosotros. Hoy solamente sois el gris fantasma
de vuestra
perdida grandeza, el recuerdo de un pasado muerto, una
reliquia...
Empezaba a ponerse el sol y decidí terminar mi paseo,
volver
nuevamente a la realidad, dejar otra vez aquel mundo de
evocaciones y de
sombras en el que tanto me agradaba perderme. La vida me
llamaba con voz
fuerte e imperativa. Caminaba despacio, envuelto en mi ancha
capa, cuando
pasé por una iglesia cuya plañidera campana decía su canto en
tarde. Como
una voz desconocida que sonase en mi oído, recordé que aquella
era la
iglesia que guardaba, en una de sus capillas, la virgen que dio
vida a mi
amiga, y que conservaba entre sus exvotos unos verdes ojos de
mujer.
Entré; una docena escasa de fieles musitaban sus oraciones en
el silencio.
La función religiosa acababa de terminar hacía un momento, y
uno de los
servidores del culto apagaba lentamente las luces. Casi en
tinieblas iba
quedando el templo. Mi curiosidad me hizo buscar la pequeña
capilla en que
la imagen se venera, y recordando los datos que confusamente
guardaba en
la memoria, la encontré al instante. Lleno de un vago temor,
mezcla de fe
y miedo, entré en ella.
¡Y vi el milagro! En el rostro de la virgen, un rostro de
dolor, obra
de algún visionario artífice, en aquella cara ennegrecida por
el beso de
los años, brillaban unos alucinantes ojos de esmeralda. Una
trágica luz
fosforescente salía de ellos.
Caí de rodillas al pie del viejo altar mientras mis labios
decían una
oración; oración extraña, de palabras confusas, voz de mi fe y
canto
pagano a la pobre mujercita que apagó la luz de sus pupilas
para que de su
eterna noche surgiera una vida.
¿Cuánto tiempo estuve allí? No lo sé. De mi éxtasis vino a
sacarme el
sacristán agitando un manojo de grandes llaves, y los fieles,
que al pasar
por mi lado me miraban como a una cosa rara, dudando si aquel
hombre que
estaba ante el altar era un santo o un loco, inclinándose más a
esta
segunda idea.
¿Qué sabían ellos, pobres humanos, de las grandes batallas
del alma?
FIN
Memorias de un pavo
(Cuento)
No hace mucho que invitado a comer en casa de un amigo,
después que
sirvieron otros platos confortables, hizo su entrada triunfal
el clásico
pavo, de rigor durante las Pascuas en toda mesa que se respeta
un poco y
que tiene en algo las antiguas tradiciones y las costumbres de
nuestro
país.
Ninguno de los presentes al convite, incluso el anfitrión,
éramos muy
fuertes en el arte de trinchar, razón por la que mentalmente
todos debimos
coincidir en el elogio del uso últimamente establecido de
servir las aves
trinchadas. Pero como sea por respeto al rigorismo de la
ceremonia que en
estas solemnidades y para dar a conocer, sin que quede género
alguno de
duda, que el pavo es pavo, parece exigir que éste salga a la
liza en una
pieza; sea por un involuntario olvido o por otra causa que no
es del caso
averiguar, el animalito en cuestión estaba allí íntegro y
pidiendo a voces
un cuchillo que lo destrozase; me decidí a hacerlo, y poniendo
mi
esperanza en Dios y mi memoria en el Compendio de Urbanidad que
estudié en
el colegio donde, entre otras cosas no menos útiles, me
enseñaron algo de
este difícil arte, empuñé el trinchante en la una mano, blandí
el acero
con la otra y a salga lo que saliere, le tiré un golpe
furibundo.
El cuchillo penetró hasta las más recónditas regiones del
ya implume
bípedo, mas juzguen mis lectores cuál no sería mi sorpresa al
notar que la
hoja tropezaba en aquellas interioridades con un cuerpo
extraño.
-¿Qué diantre tiene este animal en el cuerpo? -exclamé con
un gesto
de asombro e interrogando con la vista al dueño de la casa.
-¿Qué ha de tener?-me contestó mi amigo con la mayor
naturalidad del
mundo-, que está relleno.
-¿Relleno, de qué?-proseguí yo, pugnando por descubrir la
causa de mi
estupefacción-; por lo visto, debe ser de papeles, pues a
juzgar por lo
que se resiste y el ruido especial que produce lo que se toca
con el
cuchillo, este animal trae un protocolo en el buche.
Los circunstantes rieron a mandíbula batiente mi
observación.
*
* *
Me he detenido en lo más alto de la cumbre que domina el
valle donde
viví, para contemplar por última vez las bardas del corral
paterno.
Con cuánta verdad podría llamarse a estas peñas, desde
donde envío un
postrer adiós a lo que fue mi reino, el suspiro del pavo!
Desde aquí veo la llanura teatro de mis cacerías. Más
allá, corre el
arroyo que, al par que apagaba mi sed, me ofrecía limpio espejo
donde
contemplar mi hermosura. Allí vive mi pava; junto a aquel árbol
la vi por
primera vez. ¡Al pie de ese otro la declaré mi amor!
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
... ...
... ... ... ...
Las lágrimas me obscurecen la vista y lloro a moco
tendido, en toda
la extensión de la frase.
¡Parece que al alejarme de estos sitios se me arranca algo
del fondo
de las entrañas y, a mi pesar, se queda en ellos!
¿Será este extraño afán presentimiento de mi desventura? ¿
Será?...
Un cañazo ha interrumpido el hilo de mis reflexiones en
este
instante.
Hago aquí punto, de prisa y corriendo, para reunirme a la
manada, no
sea que se repita la insinuación.
*
* *
Ya estamos en la corte. He necesitado que me lo digan y me
lo repitan
cien veces para creerlo. ¿Es esto Madrid? ¿Es este el paraíso
que yo soñé
en mi aldea? ¡Dios mío! ¡Qué desencanto tan horrible!
El sol llega trabajosamente al fondo de estas calles,
cuyas casas
parecen castillos; ni un mal jaramago crece entre las
descarnadas junturas
de los adoquines; aún no ha acabado de caer al suelo la cáscara
de una
naranja, el troncho de una col, el hueso de un albaricoque,
cualquier
cosa, en fin, que pueda utilizarse como alimento digerible,
cuando ya ha
desaparecido sin saber por donde.
En cada calle hay un tropiezo, en cada esquina un peligro.
Cuando no
nos acosa un perro, amenaza aplastarnos un coche o nos arrima
un puntillón
un pillete.
La caña no se da punto de reposo. Noche y día la tenemos
suspendida
sobre la cabeza como una nueva espada de Damocles.
Yo no puedo seguir al azar el camino que mejor me parece,
ni
detenerme un momento para descansar de las fatigas de este
interminable
paseo. «¡Anda! ¡Anda!» -me dice a cada instante nuestro guía,
acompañando
sus palabras con un cañazo.
¡Con cuánta más razón que al famoso judío de la leyenda,
se me podría
llamar a mí el pavo errante!
¿Cuándo terminará esta enfadosa y eterna peregrinación?
He perdido lo menos dos libras de carne.
No obstante, a un caballero que se ha parado delante de la
manada he
conseguido llamarle la atención por gordo.
¡Si me hubiera conocido en mi país y en los días de mi
felicidad!
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
... ...
...
Con esta va de tres veces que me coge por las patas y me
mira y me
remira, columpiándome en el aire, dejándome luego, para
proseguir en el
animado diálogo que sostiene con nuestro conductor.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
... ...
...
Por cuarta vez me ha cogido en peso, y, sin duda, ha
debido
distraerse con su conversación, pues me ha tenido cabeza abajo
más de
siete minutos.
El capricho de este buen señor comienza a cargarme.
*
* *
¿Es esto una pesadilla horrible? ¿Estoy dormido o
despierto? ¿Qué
pasa por mí?
Ya hace más de un cuarto de hora que trato de sobreponerme
al estupor
que me embarga y no acierto a conseguirlo.
Me encuentro como si despertara de un sueño angustioso...
Y no hay
duda. He dormido, o mejor dicho, me he desmayado.
Tratemos de coordinar las ideas. Comienzo a recordar
confusamente lo
que me ha pasado. Después de mucha conversación entre nuestro
guía y el
desconocido personaje, éste me entregó a otro hombre, que me
agarró por
las patas y se me cargó al hombro.
Quise resistirme, quise gritar al ver que se alejaban mis
compañeros;
pero la indignación, el dolor y la incómoda postura en que me
habían
colocado ahogó la voz en mi garganta. Figuraos cuánto sufriría
hasta
perderlos de vista.
Luego me sentí llevado al través de muchas calles, hasta
que
comenzamos a subir unas empinadas escaleras que no parecían
tener fin.
A la mitad de esta escala, que podría compararse a la de
Jacob, por
lo larga, aun cuando no bajasen ni subiesen ángeles por ella,
perdí el
conocimiento.
La sangre, agolpada a la cabeza, debió producirme un
principio de
congestión cerebral.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
... ...
...
Al volver en mí me he hallado envuelto en tinieblas
profundas. Poco a
poco, mis ojos se van acostumbrando a distinguir los objetos en
la
obscuridad, y he podido, ver el sitio en que me encuentro.
Esto debe ser lo que en Madrid llaman una bohardilla.
Trastos viejos,
rollos de estera, pabellones de telaraña constituyen todo el
mobiliario de
esta tenebrosa estancia, por la que discurren a su sabor
algunos ratones.
Por el angosto tragaluz penetra en este instante un
furtivo rayo de
sol... ¡El sol, el campo, el aire libre! ¡Dios mío, qué tropel
de ideas se
agolpa en mi mente! ¿Dónde están aquellos días felices? ¿Dónde
están
aquellas...?
Me es imposible proseguir. Una harpía, turbando mis
meditaciones, me
ha metido catorce nueces en el buche. Catorce nueces con
cáscaras y todo.
Figuraos, por un momento, cuál será mi situación. ¡Y a esto le
llaman en
este país dar de comer!
*
* *
¡Lasciati agni speranza! Han pasado algunos días y se me
ha revelado
todo lo horrible de mi situación. He visto brillar con un
fulgor siniestro
el cuchillo que ha de segar mi garganta, y he contemplado con
terror la
cazuela destinada a recibir mi sangre.
Ya oigo los tambores de los chiquillos, que redoblan,
anunciando mi
muerte. Mis plumas, estas hermosas plumas con que tantas veces
he hecho el
abanico, van a ser arrancadas, una a una, y esparcidas al
viento como las
cenizas de los más monstruosos animales.
Voy a tener por tumba un estómago, y por epitafio la
décima en que
pide los aguinaldos un sereno.
¡Se tu non piangi da che pianger suoli?»
*
* *
Cuando terminé la lectura de este extraño diario, todos
estábamos
enternecidos. La presencia de la víctima hacía más conmovedora
la relación
de sus desgracias.
Pero... ¡oh, fuerza de la necesidad y la costumbre!,
transcurrido el
primer momento de estupor y de silencio profundo, nos enjugamos
con el
pico de la servilleta la lágrima que temblaba suspendida en
nuestros
párpados y nos comimos el cadáver.
FIN
La Caridad
El cólera desaparece, la tranquilidad renace y el pueblo
de Madrid,
como si despertase de una larga y fatigosa noche, vuelve a su
actividad
acostumbrada.
Pronto, tal vez al mismo tiempo que estas desaliñadas
líneas llegan a
manos de nuestros lectores, las campanas anunciarán la fausta
nueva
enviando al cielo fervientes oraciones de los fieles.
¡Cuán dolorosas y profundas huellas deja de su paso el
terrible azote
al desaparecer de entre nosotros, no hay necesidad de
encarecerlo; lo
dicen con harta elocuencia las lágrimas frescas aún en las
mejillas de
tantos desgraciados como lloran y llorarán todavía largo tiempo
la pérdida
de seres queridos; lo dice el luto general que a todas partes
que volvemos
los ojos encontramos, hablándonos del oculto dolor que
simboliza y
reavivando en la imaginación tristes y aún no borradas
memorias!
No obstante, ahora, como siempre, del dolor ha surgido una
consoladora esperanza; ahora, como siempre, la adversidad ha
revelado en
el pueblo de Madrid condiciones tales de heroísmo y de virtud,
que el
placer que proporciona su espectáculo aminora el sentimiento y
hace más
llevaderas las desgracias que han contribuido a ponerlas de
relieve.
No indagaremos nosotros la causa, no culparemos a nadie,
porque ni la
índole de nuestra publicación lo permite, ni aunque lo
permitiese conviene
ahora a nuestros propósitos; pero no es posible poner en duda
que al
recrudecerse la epidemia que ha afligido a la capital de la
monarquía
hemos atravesado por momentos críticos y horribles, cuya
prolongación
amenazaba una gran catástrofe.
Los que lo hemos presenciado no lo olvidaremos jamás. Hubo
un momento
en que el azote llamó a las puertas de la miseria envenenando
con su
hálito ponzoñoso la atmósfera de esos hediondos tugurios en que
se
hacinaban sus hijos; hubo un momento en que la solicitada a la
vez de
todas partes, la administración se encontró insuficiente para
atender a un
tiempo a tantos dolores; hubo un momento de horrorosa
incertidumbre, de
verdadero pánico, en que se sobrecogieron los ánimos más
serenos, en que
vacilaron los más firmes, y una gran parte de la población huyó
espantada,
mientras otra no sabía adonde volver los ojos en tan
angustiosas
circunstancias. Por fortuna, en aquellos mismos momentos,
cuando la
inteligencia del hombre, llena de estupor ante el
incomprensible fenómeno,
buscaba en vano su misteriosa explicación; cuando la ciencia,
sintiéndose
impotente para combatirlo, doblaba la cabeza, confusamente,
ante el
doloroso azote; cuando la impresionable multitud se sentía
presa de un
desaliento y un terror profundos, creyéndose herida por los
golpes de un
implacable ministro de la cólera del cielo, el ángel de la
Caridad,
surgiendo, de improviso, como un rayo de luz que venía a
iluminar aquella
horrible noche, avivó la fe de los unos, reanimó la esperanza
de los
otros, y dando principio a su gigantesca y sublime lucha con la
Miseria y
la Muerte, lucha de que, al fin, había de salir triunfante,
vino a ofrecer
al resto de España el espectáculo de un pueblo que, abandonado
a sí mismo,
sabe hacerse superior a sus desgracias, encontrando en la
abnegación y el
desinterés de sus hijos recursos instantáneos para las
necesidades,
bálsamo y consuelo para todos los dolores.
Si nos fuera posible trazar el cuadro lleno de rasgos
sublimes y de
conmovedores detalles que han ofrecido las diferentes clases de
la
sociedad al unirse espontáneamente para llevar a cabo su santa
misión,
escribiríamos una de las más hermosas páginas de la historia de
un pueblo,
que tan brillantes las tiene ya en sus anales gloriosos. Pero
no es
posible: no basta la imaginación a abarcar, ni hay pluma que
pueda
describir tantas escenas conmovedoras como se han desarrollado
a nuestros
ojos durante esos inolvidables días. Ya mostrándose en forma de
asociación
por medio de los amigos de los pobres, ya guiando con celeste
iniciativa
el generoso impulso de los sentimientos individuales, enérgica,
activa,
poderosa como la terrible epidemia que iba a combatir, la
caridad, hija
del cielo, se ha engrandecido, se ha multiplicado, ha hecho, en
fin,
patente que es la más grande y la más fecunda virtud que existe
en la
tierra.
Las fatigas más rudas, el temor al contagio, el
espectáculo de las
miserias más inconcebibles, antes que a desanimarla y vencerla
han servido
para fortificar su fe avivando y haciendo más intensa la llama
de
inextinguible amor que la consume.
¿Qué inmensa abnegación, qué inquebrantable fortaleza de
espíritu,
qué fe tan ciega no habrá necesitado para seguir, constante y
animosa, por
tan áspero sendero, para no retroceder, llena de pavor y
desaliento, ante
la gigantesca obra que había acometido? ¡Hasta que no se
levanta por un
acaso el velo que, cubre ciertas horribles e ignoradas escenas;
hasta que
no se desciende a respirar un momento la corrompida atmósfera
que respiran
las últimas clases sociales; hasta que no se ven realmente y en
toda su
horrible desnudez ciertos dolores cuya pintura nos parece luego
exagerada;
hasta que una de estas inopinadas catástrofes, revolviendo el
légamo del
fondo, no viene a empañar la aparente limpidez de las aguas en
que vemos
retratarse como en un espejo la risueña imagen del bienestar de
la vida;
hasta entonces, repetimos, no puede calcularse cuán profundo es
el abismo
de la miseria que hay oculto a nuestros pies, cuán inmenso
campo queda aún
a la caridad para ejercitarse en sus piadosas obras, qué
raquíticos y qué
insuficientes son los medios de que la filantropía oficial
dispone para
extirpar de raíz el cáncer que nos corroe las entrañas!
Hoy que la causa que ha hecho ver más claras esas
tristísimas
miserias ha desaparecido; hoy que el público de Madrid puede
apreciar con
ánimo más reposado y sereno la gran victoria que los obscuros y
generosos
soldados de la caridad han conseguido con sus incansables
esfuerzos contra
el duro azote que ha llenado de consternación una gran parte de
la
península; hoy que se tocan los efectos maravillosos del celo
que lo prevé
y lo detiene, de la abnegación que lo busca y lo combate y del
desprendimiento que hace menos amargas sus consecuencias,
debemos unir
nuestra humilde voz a la de los hombres pensadores que,
encontrando en el
fondo de las más dolorosas calamidades una fuente de
experiencia y
enseñanza, piden que no pase desapercibido, ni se olvide tan
sublime
ejemplo.
Al consagrar una de nuestras páginas al glorioso recuerdo
de tantas y
tan heroicas acciones como hemos presenciado; al dar desde las
columnas de
nuestro periódico al generoso pueblo de Madrid una entusiasta
muestra de
la profunda admiración que su conducta nos inspira, abrigamos
la esperanza
de que su inagotable caridad no se habría despertado más viva y
más
ardiente que nunca para brillar con tan intenso esplendor un
punto y
amortiguarse luego.
En vano al llenar otra vez el aire los alegres rumores de
la vida
activa; en vano al sentirnos arrastrados otra vez por el
torbellino de las
pasiones podrá tratarse de olvidar los horribles misterios que
se han
hecho claros al penetrar en esas viviendas miserables e
infectas, donde
viven respirando una atmósfera emponzoñada y luchando con el
hambre y la
desnudez millares de seres a quienes sólo sus hermanos pueden
tender una
mano piadosa.
Los cálculos de la ciencia económica, los desvelos de la
administración, los esfuerzos de los gobernantes han sido y
seguirán
siendo impotentes para la resolución del pavoroso problema de
la miseria
social, que, como la esfinge de Edipo, amenaza devorar a las
naciones que
no acierten a descifrar su obscuro enigma. Sólo queda un camino
abierto,
sólo queda una doctrina: el camino que nos trazó el divino
Maestro, que
sobre la piedra de la caridad echó los sólidos cimientos de la
civilización moderna: la doctrina que Él mismo predicó a sus
discípulos
por medio de un hermoso símbolo cuando, para hacerles
comprender hasta qué
punto la caridad puede realizar imposibles, dio de comer con
cinco panes y
cinco peces a millares de hombres.
La calle de la Montera
La calle de la Montera de nuestros días, esa calle
engalanada,
coqueta y bulliciosa, centro podemos decirlo así, del comercio
de Madrid
era hace tres siglos más bien que calle, un lodazal en tiempo
de invierno
y un depósito de polvo y de inmundicias en verano.
La policía urbana era desconocida entonces, y porque un
honrado
vecino arrojase a la vía pública los desperdicios de su casa,
no se le
inquietaba con papel de multas ni cosa por el estilo.
¡Oh, hermosa calle de la Montera! Tres siglos hace que ni
aun nombre
tenías, y paral dar de ello una ligera prueba diremos que
procede el que
llevas actualmente, de cierta hermosa dama, tan hermosa como...
coqueta,
mujer del montero mayor del rey.
Esta buena señora, cuyas aventuras galantes dieron asunto
bastante
para que el inspirado Serra escribiese una lindísima comedia,
tenía
escandalizado al buen pueblo de Madrid, extendiéndose su fama
hasta muchas
leguas en contorno de la coronada villa.
Y no se crea que estos escándalos deshonrasen al señor
montero mayor:
todo menos eso. La dama era, según opinión pública,
honestísima, y ningún
galán de los infinitos que la solicitaban podía vanagloriarse
de haber
obtenido de ella el favor más insignificante.
Todo lo más que sucedía era que la señora Montera se
asomaba a sus
balcones tan luego como Dios ordenaba al sol que alumbrase la
tierra, y
entonces, a pretexto de cuidar de las flores de sus búcaros,
arrojaba a la
calle, así como al descuido, dos o tres de las marchitas.
Cuenta la crónica de donde tomamos estos apuntes, que por
un clavel
rojo y una maravilla jaspeada de blanco, se dieron de estocadas
un marqués
(la crónica calla el nombre) y un alférez de guardias
amarillas, quedando
este último bastante malherido, pues en aquel tiempo no eran
sólo los
militares los únicos diestros en el manejo de la espada.
Otras veces la celebrada dama, cuando iba o volvía de la
iglesia,
bajaba un tantico el rebocillo de su manto de seda negra, y
tenía para
cada uno de sus adoradores miradas rápidas, pero de fuego. ¡La
niña no
sabía mirar de otra manera!
Por las noches, si alumbraba la luna, pues entonces no
había más
faroles que los de las santas imágenes que la piedad de los
vecinos
alimentaba en algunas calles, y es fama que en la de la Montera
no existía
ninguna, por las noches, repetimos, y bañados por los rayos de
nuestro
satélite, rondaban la puerta de la bella dama cien galanes sin
ventura.
Mirábanse los unos a los otros; retorcían el mostacho a la
Borgoñona
que todo el que tenía pelos en la cara usaba entonces, y
tropezándose al
pasar, buscaban de esta o de otra manera un motivo para hacerse
una
sangría de más o menos consideración.
Los poetas o los que presumían de tales, puestos los ojos
en blanco,
la capa echada a la espalda y arañando en una vihuela, laúd,
tiorba o
bandurria, desahogaban su amoroso afán en canciones capaces de
ablandar no
digo a una Montera pero sí a cierta estatua con formas de mujer
que se
alzaba entonces en el centro de la mal llamada puerta del Sol,
y que se
conocía con el nombre de Mari-Blanca.
La dama se hacía sorda a estas demostraciones, y sus
celosías
permanecían cruelmente cerradas; cantaban los trovadores; los
gatos que se
disputaban aquella gata (perdónesenos la comparación) sacaban
las uñas, o
llámense espadas si gustáis, y zis, zás, estocada tras
estocada, no
tardaba en oírse un: «¡Dios me socorra!» y cataplúm:¡hombre a
tierra!
Sobrevenía entonces la ronda de un señor alcalde de casa y
corte con
sus alguaciles y arqueros de la villa, y tropezaba con un
muerto, no
dándose nunca el caso de que el vivo, o sea el matador, fuese
capturado.
En algunas noches obscuras, sucedía que al acudir la ronda
al rumor
de una pendencia, hacían causa común los galanes y arremetían
con sin
igual furor a los pobres golillas, administrándoles tales
palizas que no
tardaban en huir como cuervos a la desbandada, pidiendo favor y
ayuda.
Y entretanto la señora Montera, Dios sabe si en dulces y
suaves
coloquios, estaría burlándose de sus amadores en compañía de su
muy amado
marido, o si para cada uno de sus suspiros tendría un ronquido
más o menos
armonioso.
Cuando, después de una noche de serenatas y estocadas, la
justicia
recogía, al amanecer, un cadáver en aquella calle de trágicas
aventuras,
nuestra buena Montera, tan fresca y tan bella siempre como una
flor de
primavera, entraba a oír misa en San Luis, sin dar la más
pequeña muestra
de arrepentimiento por sus culpables coqueterías.
He aquí, lectores amables, por qué la linda calle que da
nombre a
este artículo se llama la calle de la Montera.
Respecto al comercio que entonces existía en ella, estaba
reducido a
unos miserables tenduchos en los cuales se vendía pan. Tales
establecimientos llegaban desde un extremo de la calle hasta la
iglesia de
San Luis, y a fin de que no hurtasen el pan tenía a la entrada
unas
fuertes mallas de cuerda sujetas a un marco. Por eso aún en el
día es
conocido aquel sitio con el nombre de Red de San Luis.
Las Jugadoras
Nosotros hemos visto jugar en todas partes, porque el
juego se ha
generalizado de una manera increíble.
En los dorados círculos de la alta sociedad, en los
garitos de los
tahúres, al fin de las sucias y derruidas tapias de la Ronda,
en cada
calle, detrás de cada esquina, el vicio ha fijado en la corte
una bandera
de enganche para sus neófitos; sin embargo, en Madrid la
afición a los
naipes sólo ha reclutado adoradores entre el sexo feo, si
exceptuamos
alguna que otra ave de mal agüero y peor catadura, especialidad
femenina
que conocen los asistentes a ciertos tugurios con un nombre
gráfico.
Es preciso salir de la coronada villa, es preciso dar una
vuelta por
algunas de las provincias de España, y muy especialmente por
algunos de
los pequeños lugares enclavados entre las sinuosidades de la
parte más
escabrosa e inexplorada del Alto Aragón, para encontrar
completamente
trocados los papeles.
En la tarde del domingo, cuando el cura del lugar, después
de dormir
la siesta sale a hacer un poco de ejercicio por las eras
cercanas, en
compañía del alcalde, el médico y algunas otras personas graves
de la
población; cuando los labradores acomodados hablan sentados
tranquilamente
en los soportales de la plaza, y los mozos recorren las
estrechas y
tortuosas calles cantando la jota al compás de un guitarrico
destemplado,
se juntan en grupos a la puerta de una bodega, donde beben el
vino en
pucheros, forman círculos en el juego de pelota, donde se lucen
los más
ágiles, o asisten, envueltos en sus mantas, al tiro de la
barra, donde
campean los más forzados; cuando chicos y grandes, casados y
mozos, viejos
y muchachos discurren, en fin, de un lado a otro, celebrando,
cada cual a
su manera, la festividad del día, las mujeres se reúnen en las
cocinas de
las casas, en los cantones de las calles o en las avenidas de
los caminos,
y dejando a un lado el rosario en que rezaban al sonar el toque
de
vísperas, desenvaina cada cual su más o menos mugrienta baraja,
se sientan
en un corro y da principio el juego.
En cada círculo se juega con arreglo a las circunstancias
y los
medios de las jugadoras.
El ama del cura, la alcaldesa, la cirujana y alguna
labradora
acomodada juegan el chocolate y los esponjados al amor de la
lumbre, donde
brilla el alegre fuego del hogar y hierve la vajilla con el
agua preparada
de antemano.
Las mujeres de los braceros y las hijas de los peones,
engalanadas
con sus apretadores verdes, sus sayas rojas y sus collares de
cuentas
azules, juegan en mitad del arroyo los cuartos y ochavos que
han podido
ahorrar en la semana, y gritan, riñen y se repelan al
cuestionar sobre una
jugada o el extravío de un maravedí.
Las chiquillas, sentadas al borde del camino que conduce
al lugar,
sacan también sus baratijas y juegan alfileres, huesos de
frutas y cosas
por el estilo.
Revistas Contemporáneas
(Última serie )
Febrero goza fama de loco, y en verdad que es la suya fama
merecida;
pues difícilmente se encontrará otro mes más sujeto a
contrastes y
variaciones. Por no parecerse a ninguno de sus compañeros de
Calendario,
sólo consta de veintiocho días; y hasta esos veintiocho días,
para ser
mudable en todo, se transforman en veintinueve los años
bisiestos. Durante
su breve reinado, el termómetro no descansa un minuto; el
cuadrante hace
los giros más increíbles, y el cielo se asemeja al foro de un
teatro en la
representación de una comedia de magia, que todo se vuelve
poner y quitar
decoraciones. En este mes, tan lógicamente se puede uno morir
de un
tabardillo, como de una pulmonía; con el mismo derecho puede
uno quejarse
de la alteración del sistema nervioso, producido por la
sequedad de la
temperatura, que de la vuelta de los dolores reumáticos, hijos
de las
nieblas y las humedades. Al templado soplo de las brisas, que
anuncian la
primavera, abre el almendro sus blancas y tempranas flores, y
el cierzo de
Guadarrama impele la nieve que azota el vidrio de los balcones;
a una
mañana nebulosa sigue un día radiante; a un crepúsculo de la
tarde, suave
y largo como los de estío, una noche tan cruda como la más
rigurosa de
Navidad.
Y no paran aquí las variaciones y las excentricidades que
le han
granjeado a febrero general reputación de loco. Al lado de
estos
contrastes que sólo afectan, por decirlo así, la epidermis del
individuo,
hace gala de otros no menos bruscos, y seguramente más
trascendentales y
dignos de ser tomados en cuenta. Febrero tiene el raro
privilegio de
reunir, en su corto número de días, los más alegres y los más
tristes de
los doce meses. Dentro de una de sus semanas se dan la mano el
beodo
Carnaval y la escuálida Cuaresma. El que quiera dar en este mes
a Dios lo
que es de Dios, y al César lo que es del César, se ve en la
precisión de
embriagarse y ayunar, de bailar unas habaneras y oír un sermón,
de
comprarse una careta y unas disciplinas. Tan extraña amalgama
de
contricciones y locuras han hecho la tradición y las costumbres
en este
período del año. En vano el primer miércoles de la Cuaresma
sale severo y
grave a la mitad del camino de las alegres comparsas, y trata
de ocultar
debajo de sus cenizas el fuego del Carnaval; el domingo de
Piñata sopla al
fin en ellas, y aunque fugaz, vuelve a lucir por un instante la
llama de
la orgía que, semejante a la luz de la lámpara, brilla más
intensamente en
el punto en que va a morir. He oído a un hombre de mucho
talento hacer una
observación respecto a las mujeres, que viene como de molde en
la presente
ocasión. Según él, siempre que éstas escriben, lo más
importante de sus
cartas lo dicen en la postdata y como por incidencia. Al
Carnaval le pasa
lo mismo. Cuando semejante al Don Basilio de El Barbero, torna
a aparecer
en escena para repetir su buona sera, despidiéndose por la
centésima vez,
resucita más animado, más ruidoso que nunca. El domingo de
Piñata se llama
la postdata del Carnaval, y en su cualidad de postdata, como en
las
epístolas femeninas, ha sido breve, pero interesante. Al
exterior poco o
nada se ha manifestado: el respeto a la Cuaresma por una parte,
y la mala
coyuntura del tiempo por otra, han impedido que las máscaras se
lanzasen
al Prado en comparsas, pero reconcentrándose el entusiasmo y la
animación
en los salones, desde los del Real a los de Capellanes. Todos
han ofrecido
larga cosecha de bromas y aventuras a los apasionados de este
género de
fiestas, que afirman no haber, asistido hace muchos años a
otras tan
brillantes, concurridas y alegres, como las del domingo.
Apagado el último y fugitivo esplendor de las pasadas
diversiones, la
Cuaresma ha entrado de lleno en la posesión de sus derechos, y
el ánimo de
las gentes se ha vuelto a fijar en cosas más graves. Imitando
nosotros
esta conducta, pasaremos a ocuparnos asimismo de asuntos más
serios.
Respecto a política, seguimos en la misma situación que
estábamos.
Dos Palacios
- I -
El del duque de Uceda
Uno de los caracteres distintivos de nuestra época es el
afán de las
innovaciones. A este movimiento que en París engendró la fiebre
demoledora
que ha hecho célebre al prefecto Hausuran, obedecen, en mayor o
menor
escala, todos los países. Al dejar el siglo XIX su herencia al
que ha de
sucederle, sólo se conocerán las principales poblaciones de
Europa por el
punto topográfico que ocupan en el mapa. Por fortuna, y para
consuelo de
sus habitantes, lo que las poblaciones pierden en carácter,
originalidad y
recuerdos, lo ganan con creces en salubridad, amplitud y esa
especial
belleza que resulta de la idea de lo útil combinado con lo
agradable.
Madrid se encuentra en este caso. Ha hecho bien el Curioso
parlante en
dejarnos retratados en un libro, merced a su pluma, que así
consigna ideas
como pinta cuadros completos de color y forma, la fisonomía del
antiguo
Madrid, que tan rápidamente desaparece de nuestros ojos. A no
ser así,
pronto perderíamos hasta su recuerdo. De tal modo se transforma
y muda.
No hace muchos años que entre el Paseo de la Fuente
Castellana y el
Salón del Prado existía, en el punto que se conoce con el
nombre de
Recoletos, una especie de solución de continuidad del Madrid
elegante.
La fuente de Cibeles, con un triple cinturón de cubas y
aguadores, se
destacaba apenas sobre una pared ruinosa y mezquina; el Pósito,
con su
fachada polvorienta y obscura, se alzaba al lado de un callejón
formado
por la tapia de las Salesas, cuyos cipreses altos y obscuros,
saliendo por
cima de las copas raquíticas de algunos pocos árboles viejos
retorcidos y
deformes, daban sombra a la antigua Puerta de Recoletos, cuyas
líneas mo
[...] (6) ficio destinado a escuela de Veterinaria, y por otro
tres o
cuatro miserables casuchas adosadas al monumento.
El municipio, constante en su idea de embellecer la
población, fijó,
al cabo, sus ojos en este punto, y secundado por el esfuerzo de
los
particulares, se derribó aquí, se edificó más allá, se movieron
terrenos,
se trasplantaron árboles, y en pocos años lo que antes era
camino lóbrego
y fangoso, cercado de tapias obscuras y edificios de triste
aspecto, se
convirtió en magníficos paseos bordados de jardines y palacios
que se
prolongan hasta el obelisco de la Castellana, meta colocada al
extremo del
espacio en que se agita el mundo elegante.
Entre estos palacios modernos, uno de los más notables por
sus
proporciones, el lujo desplegado en su construcción y la
completa idea que
por él puede formarse del gusto dominante en la arquitectura
urbana de
nuestra época, es del duque de Uceda.
- II -
El del marqués de Portugalete
Prosiguiendo en nuestra comenzada tarea de dar a conocer,
al mismo
tiempo que la fisonomía del Madrid antiguo y tradicional, el
nuevo
carácter que le imprimen las constantes innovaciones propias de
la época
de adelanto y desenvolvimiento que atravesamos, ofrecemos hoy
la vista del
elegante palacio del marqués de Portugalete, recientemente
construido en
las inmediaciones de la puerta de Alcalá.
Los planos y la dirección de esta obra se deben al
arquitecto francés
Mr. Adolfo Ombrecht, establecido en España, y el conjunto del
edificio
pertenece a esa caprichosa mezcla de géneros diversos, que,
amalgamados
con más o menos gusto, pero sin obedecer a reglas fijas,
constituye lo que
se ha dado en llamar arquitectura del siglo XIX. Aunque este
nuevo género
de arquitectura carece de verdadera originalidad, ofreciendo
sus más
caracterizadas producciones ancho campo a la crítica, si se las
juzga con
arreglo a las eternas y elevadas leyes de la estética del arte,
no deja de
producir a veces obras cuyo aspecto seduce, ya por la elegancia
de su
traza, ya por la gentileza de sus proporciones o el gusto de su
rico y
profuso ornato. El edificio de que nos ocupamos hoy, sin duda
uno de los
más dignos de fijar la atención entre los que se han levantado
en Madrid,
de algunos años a esta parte, es un buen ejemplo.
La disposición interior del palacio corresponde en un todo
a la idea
que hace concebir su buen aspecto, dando a conocer el criterio
y el
delicado y artístico gusto que en su arreglo ha presidido. Aun
cuando no
están concluidas todas las obras proyectadas, algunas de las
cuales, como
el salón del piso principal, la galería destinada a museo y la
capilla,
prometen ser de verdadera importancia, ya en la planta baja del
palacio
pueden admirarse algunos departamentos acabados con gran lujo
de
ornamentación y detalles. Entre éstos se cuentan la sala de
billar, de
estilo caprichoso, que recuerda las extrañas combinaciones del
chinesco,
un tocador y una espaciosa cámara de dormir, de gusto moderno,
la sala de
baños, decorada a la manera pompeyana, por el pintor italiano
Oreste
Mancini, y el magnífico salón de música, la más rica y hermosa
de las
estancias del edificio y en la cual ha dado muestras de su
lozana
imaginación y su talento de artista el profesor de la Escuela
de Bellas
Artes D. José Marcelo Contreras. Como quiera que la importancia
de las
obras que se ejecutan en la actualidad y que aún no se han
terminado,
obras a cuya mejor realización han de contribuir diferentes
artistas, nos
darán ocasión para ocuparnos nuevamente de este mismo palacio,
dejamos
para entonces la descripción detallada de sus más notables
departamentos y
de las producciones del arte que los avaloran.
La segadoras
(Estudio de costumbres aragonesas)
Viene ya de antiguo la manía de censurar las emigraciones
veraniegas
que durante cierta época del año desparraman la población de
los grandes
centros por las costas y los pueblos de la Península.
Por nuestra parte creemos que esta costumbre o moda, o
como quiera
llamársela, es más digna de alabanza que de censura.
La circulación de las gentes trae como consecuencia
natural la
circulación de dinero, y, lo que es más importante, la de las
ideas.
Cambiar de horizonte, cambiar de método de vida y de atmósfera,
es
provechoso a la salud y a la inteligencia. Hay algunos que no
salen de la
ciudad buscando en el campo la calma y el sosiego como
contraste a su
perpetua agitación. Adoradores de un ídolo, corren a rendirle
culto adonde
se trasladan sus sacerdotes. Esclavos de la moda y las
exigencias
sociales, cambian de decoración; pero van a los puntos en que
se reúne el
mundo elegante a continuar representando la misma escena.
Otros, por el
contrario, y éstos son los que verdaderamente justifican la
conveniencia
de una costumbre desde mucho tiempo adoptada en otros países y
hoy ya
bastante general en el nuestro, buscan en lugares apartados el
reposo que
ha de devolverles la energía del cuerpo y del alma, enriquecen
su
inteligencia con el conocimiento íntimo de los hábitos y
necesidades de
los pueblos agrícolas, rompen la monotonía que también reslta
del eterno
tráfago de las ciudades, con la contemplación de escenas y
paisajes
completamente nuevos, y en la serenidad que las rodea, en lo
extraño de
los tipos, en la sencillez de las costumbres, encuentran una
emoción, aun
los mismos que la buscan inútilmente dentro del círculo de su
tempestuosa
vida.
Juicios críticos
Algunos juicios críticos acerca de los dos primeros volúmenes
de Páginas
desconocidas, de Gustavo A. Bécquer.
Acontecimiento literario.
La Casa «Renacimiento», acaba de publicar el primer
volumen de las
obras inéditas de Gustavo Adolfo Bécquer, el genial y malogrado
autor de
las «Rimas» y de las «Leyendas». Cincuenta y dos años hace que
murió el
poeta y en todo ese tiempo sólo llegó al público una parte
insignificante
de su varia y extensa labor: la publicada a raíz de su muerte
como póstumo
homenaje de sus amigos y admiradores, que ocupaba un par de
pequeños
volúmenes.
A remediar el justo olvido que sobre el resto de su obra
pesaba,
vienen estos libros que hoy publica «Renacimiento» y que han
sido
cuidadosamente seleccionados por Fernando Iglesias Figueroa,
que dedicó a
ello gran cantidad de tiempo y esfuerzo.
De «acontecimiento literario» puede calificarse la
aparición de las
«Páginas desconocidas» de Gustavo Adolfo Bécquer.
(El Tiempo, Alicante.)
«Páginas desconocidas», de Gustavo Adolfo Bécquer. -Editorial
«Renacimiento». Madrid
¡Bécquer! Basta su nombre para remover en nosotros un
mundo de
recuerdos y de impresiones imborrables. Todos, al pasar por la
juventud,
sufrimos su hechizo; todos rumoreamos la música de algunas
rimas suyas al
oído atento de una mujer; todos hicimos nuestros sus ensueños
posibilitando, bajo su égida, la permanencia del espíritu
romántico en
nuestras almas.
Ahora mismo, en estos tiempos prosaicos, en estos días de
materialismo desbordado, donde el sensualismo se erige en norma
y la carne
en diosa, ¿no es cierto que su obra nos sabe a remanso de paz y
a oasis de
quietud? Su misma figura frágil, quebradiza, ¿no logra hoy,
entre tanto
público «municipal y espeso», la apostura elegante y la
señorial
prestancia de un retrato de Van Dyck?
La editorial «Renacimiento» ha hecho muy bien exhumando
estas páginas
olvidadas del escritor inmortal y su seleccionador, Fernando
Iglesias
Figueroa, merece por su labor entusiastas plácemes.
(El Noticiero Sevillano, Sevilla.)