Bécquer Gustavo - Páginas Desconocidas PDF

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EDITADO POR "EDICIONES LA CUEVA"

Páginas desconocidas
Gustavo Adolfo Bécquer

Preliminar

GUSTAVO Adolfo Bécquer es uno de los poetas más populares


de España y
al mismo tiempo, extraña paradoja, uno de los menos conocidos.
Publicadas
sus obras como póstumo homenaje de sus admiradores, sólo llegó
al público
una pequeña parte de su copiosa labor. Dos días después de
muerto el poeta
se reunieron, en el estudio que en la plaza del Progreso tenía
Casado de
Alisal, todos los artistas y literatos que fueron sus amigos, y
acordaron
reunir en un libro, que sería editado por suscripción pública,
toda su
obra, dispersa en las columnas de periódicos y revistas.
¿Es toda la obra de Bécquer la reunida en un par de
pequeños
volúmenes por sus admiradores y amigos? No; el poeta de las
RIMAS dejó una
obra más extensa, más varia que la contenida en los volúmenes
que la
caridad popular editó. A que no se pierda esta obra, a que
Bécquer sea
conocido ampliamente, es a lo que tiende esta recopilación de
trabajos
suyos, perdidos entre las amarillentas páginas de las revistas
de su
época, entre los que hay -LA PICOTA DE OCAÑA, UNA CALLE DE
TOLEDO,
APÓLOGO, EL RETIRO, ENTERRAMIENTO DE GARCILASO DE LA VEGA-
trabajos dignos
hermanos de RAYO DE LUNA, LA VENTA DE LOS GATOS y las CARTAS
DESDE MI
CELDA. También publicamos dos RIMAS, copiadas del original del
libro que
el poeta pensaba publicar, titulado LIBRO DE LOS GORRIONES. Una
de ellas,
la que empieza «Una mujer envenenó mi alma», aparece tachada en
el
original. ¿Qué historia de dolor hay en esa rima que Bécquer se
arrepintió
de haber escrito?
Para este libro dibujó el poeta una portada que le
acredita de
dibujante genial. Representa el rincón de un jardín abandonado,
por cuyas
tapias trepa libremente la hiedra y en el que una fuente glosa
su eterna y
melancólica canción. ¿Por qué los que se encargaron de la
edición de sus
obras no pusieron al frente de las RIMAS esta portada? Sin duda
el
original del LIBRO DE LOS GORRIONES debió permanecer ignorado
para los
amigos del poeta, pues de no haber sido así, el olvido sería
imperdonable.
Es necesaria una edición de las RIMAS, a cuyo frente vaya el
dibujo que
para ellas hizo Bécquer: una edición cuidada, pequeña, libro-
breviario en
el que las mujeres, los artistas, recen las íntimas oraciones
de su
tristeza, de sus sueños, de su silencio. Libro que, como la
IMITACIÓN de
Tomás Kempis, sea un oasis en nuestro árido y solitario camino,
bálsamo
que nos consuele y conforte en horas de melancolía.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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.
Este libro que hoy publicamos es una lámpara más que
alumbrará
perennemente la gloriosa memoria del poeta a quien la fatalidad
puso su
frío beso en la frente.
F. I. F.

Gustavo A. Bécquer
Biografía por Narciso Campillo
(Inédita)
NUNCA he tomado la pluma conociendo mejor el asunto de que
voy a
tratar, y, sin embargo, jamás experimenté la indecisión en que
ahora mi
ánimo vacila. Porque escribir la biografía de un personaje
universalmente
reputado, y cuya existencia, completa en el tiempo, ha
producido todos sus
frutos para el saber, para el arte, para la gobernación de su
patria, es
narrar hechos íntegros, es presentar el drama humano desde su
exposición
hasta su desenlace.
Pero bosquejar el cuadro de una vida, cuyos hilos rotos
flotan al
acaso, de una vida que fue sólo una mañana tempestuosa, aunque
anunciaba
ser un medio día espléndido y una serena y luminosa tarde, es
tomar la
pluma del biógrafo para cambiarla pronto por la del poeta y
dejando el
terreno de la realidad, lanzarse por los campos imaginarios de
la
fantasía. Procuraré contenerme en los límites de lo justo, sin
que la
amistad ni otra consideración alguna me perturbe ni extravíe.
En Sevilla, y en el mismo barrio en que el célebre
caballero Don
Miguel de Mañara, tipo original y primitivo de Lisardo el
Estudiante y de
Don Juan Tenorio, sintió el misterioso golpe y vio desfilar su
propio
entierro, nació en el 1835, dos años después que su hermano el
pintor, D.
Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bécquer. Eran sus antepasados
oriundos de
Alemania; mas ya en el siglo XVI avecindados y conocidos en la
reina del
Guadalquivir entre las más hidalgas familias. Fue su padre D.
José
Domínguez Bécquer, pintor aventajado en el género de
costumbres, y su
madre, doña Joaquina Bastida. Ambos, el esposo antes y poco
después la
joven viuda, bajaron al sepulcro, dejando, a unos en la niñez y
a otros en
la cuna, siete hijos varones: Eduardo, Estanislao, Valeriano,
Gustavo
Adolfo, Ricardo, Alfredo y José. Un tío, anciano y sin
descendencia, don
Juan de Vargas, se encargó de los huérfanos, haciendo para con
ellos el
oficio del más cariñoso padre, hasta que, ya crecidos, pudieron
ir
buscando honrada subsistencia en distintas profesiones.
Había en Sevilla, a la margen del río, un colegio de
pilotos de
altura, llamado San Telmo, palacio hoy de los duques de
Monpensier, en
cuyo establecimiento, planteado en 1681 sobre donde estuvo el
arrabal de
Marruecos, se refundió la antigua y famosa Escuela de
Mareantes, de
Triana. Era preciso para ingresar en ella ser huérfano, pobre y
de noble
cuna; condiciones exigidas por el Estado, que costeaba la
educación y
alimento de los alumnos. Gustavo reunía tales circunstancias, y
antes de
los diez años era ya colegial de San Telmo. Poco después lo fue
también el
que estas líneas escribe, y nuestra amistad de la primera
infancia se
fortaleció entonces con la vida común, vistiendo igual
uniforme, comiendo
a una mesa y durmiendo en el mismo inmenso salón, cuyos arcos,
columnas y
melancólicas lámparas colgadas de trecho en trecho, me parece
estar viendo
todavía.
Me complazco en recordar esta época de nuestro primer
vagido
literario; y digo nuestro, porque siendo él de diez años y yo
de once,
compusimos y representamos en dicho colegio un espantable y
disparatado
drama, que se titulaba, si mal no recuerdo, Los conjurados.
Asimismo
comenzamos una novela. Me extraña la candidez con que aquellos
dos niños,
ignorantes de todo, se lanzaban jugando a los dos géneros
literarios que
más conocimientos exigen del hombre, de la sociedad y de la
vida. ¡Tiempo
había de llegar en que, a fuerza de penosos combates y rudas
pruebas,
adquiriesen esta ciencia, tan difícil como amarga!
El colegio fue suprimido de real orden y nos encontramos en
la calle.
Decididamente la fortuna se empeñaba en que no llegásemos a ser
pilotos de
altura, cosmógrafos y navegantes. Gustavo fue recogido por la
señora
Monehay, su madrina de bautismo, persona de claro talento, que
poseía
bastantes libros y ¡cosa rara en mujer! que los había leído
todos. Estos
libros fueron una mina para Gustavo; los leyó, los releyó, y
como algunos
estuviesen destrozados, faltándoles ya el principio, ya el fin,
los
empezaba o concluía de su cosecha, devorándose los sesos días
enteros y
semanas seguidas en semejante empeño, descomunal y
extraordinario para las
fuerzas intelectuales de un niño.
Por este tiempo leyó dos obras que influyeron en él
notablemente: las
Odas de Horacio, traducidas por el padre Urbano Campos, y las
poesías de
Zorrilla. Vacilando entre ambos caminos, unas veces seguía las
huellas del
epicúreo cantor de Roma, valiéndose de las imágenes, alusiones
y ornato
mitológico, y otras adoptaba con admirable facilidad el estilo
pintoresco,
libre, incorrecto y desigual del poeta vallisoletano. A esta
época
pertenecen muchas composiciones que, con otras mías, en número
de miles de
versos, quemamos una tarde en mi casa. De las de Gustavo dos
solamente
recuerdo: una «Al viento», imitación de Zorrilla, y otra en
verso suelto,
del corte horaciano, dirigida a mí, que empezaba de este modo:
Muy más sabrosos que
la miel
hiblea,
más gratos que el murmullo de la fuerte,
me son, Narciso, tus hermosos versos.

En 1849 había dos pintores notables en Sevilla, con


estudio abierto y
concurrido por numerosos alumnos, futuros émulos, cada cual en
su
imaginación, de las glorias de Velázquez y Murillo: uno de
tales estudios,
situado en el mismo local del Museo de Pinturas, era de don
Antonio Cabral
Bejarano, persona inolvidable por su talento y tal vez más por
su gracia,
delicia de cuantos le trataban; el otro, establecido en un
salón alto del
alcázar árabe de Abd-el-Azzis, junto al patio de Banderas; se
hallaba
dirigido por don Joaquín Domínguez Bécquer, hermano y discípulo
de don
José, padre de Gustavo. A pesar de la circunstancia de tan
próximo
parentesco, ingresó éste a los catorce años en el taller de
Bejarano,
donde permaneció dos, ejercitándose en el dibujo, para cuyo
arte, como
para todos los demás, poseía extraordinarias dotes. Pasó
después al
estudio de su tío, quien, juzgándole aun con más disposiciones
para la
literatura, en vista de la facilidad y mérito de sus poesías,
le aconsejó
seguir con tesón este camino y le costeó algunos estudios de
latinidad.
Entretanto Gustavo crecía y reunido constantemente conmigo
ensanchaba sus
horizontes poéticos por la meditación de los grandes modelos, y
sobre todo
por la contemplación de la naturaleza. Entonces compusimos los
tres
primeros cantos de un poema histórico, titulado La conquista de
Sevilla.
Pocos meses después, y hallándonos ambos en Madrid, ¡con qué
placer me
recordaba nuestros paseos en lancha por el Guadalquivir, donde
bogábamos
los dos entre márgenes cubiertas de álamos, sauces, palmeras,
cipreses y
naranjos, llenos de penetrantes perfumes de azahar y alumbrados
por un sol
de fuego, o por la redonda, y ancha luna que hacía brillar el
río como si
fuese plata fundida! ¡Cómo gozaba también al recordar nuestros
solitarios
paseos a las ruinas de Itálica; las cien y cien leyendas que
formábamos en
voz baja, ya vagando por las gigantescas naves de la desierta
catedral, ya
inmóviles y contemplando entre la sombra de algún ángulo
apartado el
sepulcro de un sabio, de un santo, de un guerrero, o las
innumerables
estatuas de ángeles, vírgenes, profetas, psalmistas, reyes y
apóstoles
que, desde los huecos de sus hornacinas o desde los pintados
vidrios,
parecían mirarnos tristemente a nosotros, tan jóvenes y tan
entusiastas!
El tiempo es despiadado; barre y se lleva a su paso las
ilusiones de
la adolescencia y los fríos desengaños de la ancianidad,
empujando siempre
adelante, lo mismo al que teme que al que espera. En el otoño
de 1854 vino
Gustavo a Madrid, resuelto a conquistarse con su talento un
nombre
ilustre, una posición independiente. El velo de flores y oro
que la poca
edad y el entusiasmo tejen y desarrollan ante la vista, ocultó
a la de
Gustavo el desamparo, la pobreza, los sinsabores de todo género
que sufrió
antes y aun después de ser ventajosamente conocido y de poder
subvenir a
las necesidades más imprescindibles de la vida. Dando
pormenores de este
período de la suya, temería ser indiscreto; fuera de que en sus
mismas
poesías hay lo bastante para comprender lo que son días sin
pan, noches
sin asilo y sin sueño, padecimientos físicos y congojas
morales, en la
eterna lucha del genio desamparado por salvar las frías
barreras que de
todos lados cercan y encadenan su vuelo.
En 1857, ayudado de otros literatos, y dirigiendo la obra,
emprendió
la Historia de los templos de España, de cuyo importante
trabajo sólo pudo
publicar el primer tomo, notable bajo el doble concepto de la
redacción y
los dibujos, algunos de los cuales son suyos, singularmente el
de la
portada. Todos ellos, así como otros varios sobre diversos
asuntos,
muestran con toda certeza que hubiera sobresalido en la
pintura, a no
haberla pospuesto y desatendido para dedicarse exclusivamente a
las tareas
literarias.
Como todo en nuestro país lo absorbe la política, en ella
casi
siempre se ve obligado el escritor a buscar los recursos que en
el cultivo
de las letras no halla, sentado plaza bajo tal o cual enseña
política, y
convirtiéndose, de publicista, en jornalero asalariado de la
publicidad,
que a veces desarrolla proyectos que no entiende, sustenta
cuestiones que
no le importan y se propone casi diariamente como supremo fin
el llenar
determinado número de cuartillas para aplacar la voracidad de
ese
insaciable monstruo llamado Prensa periódica. Gustavo, en 1861,
escribía
para El Contemporáneo, diario en que parece se habían dado cita
muchas
elevadas inteligencias. Gravemente enfermo en esta época, se
retiró en
busca de aires más puros, acompañándole su hermano el pintor,
Valeriano,
al histórico Monasterio de Veruela, donde escribió varias
leyendas,
fantásticas en su mayor parte, y las notables cartas tituladas
Desde mi
celda, que tanto llamaron la atención al insertarse en las
columnas del
citado periódico.
Al año siguiente regresó a la corte, donde comenzó a
publicar, en
unión de su buen amigo don Felipe Vallarino, la Gaceta
Literaria, cuya
breve, pero provechosa existencia, bastó para darnos a conocer
excelentes
artículos y poesías, y el primer tomo de la Historia de la
literatura y
del arte dramático en España, por Adolfo Federico de Schack,
traducida del
alemán con sumo acierto por don Eduardo de Mier. Este año y el
de 1863
continuó Gustavo formando parte de la redacción de El
Contemporáneo y
embelleciéndolo con varias leyendas llenas de ingenio, novedad
y colorido
poético. En los baños de Fitero, adonde fue a buscar la salud
el verano
del 64, acompañado de su inseparable Valeriano, compuso la
leyendita del
Miserere, fantástico, y también otras varias no menos
interesantes, que en
breve sus amigos, reunida a sus demás obras, daremos a la
estampa.
A su vuelta de los baños de Fitero continuó en El
Contemporáneo, y
poco después entró en un diario ministerial, arrastrando la
pesada cadena
de periodista político, porque su situación lo imponía. Digo
pesada
cadena, porque no puede haberla mayor para caracteres como el
suyo, y sólo
la necesidad más imperiosa puede hacerla soportar por algún
tiempo. Cuando
le llegó el de verse libre de ella, aceptando un destino que le
permitía
entregarse a sus estudios favoritos, mejor diré a sus sueños,
pues Gustavo
era de los hombres que sueñan despiertos hasta el punto de
asistir como
espectadores al drama real de su propia vida, su júbilo fue
grande y
proyectó vastos trabajos literarios, que, habiéndolos podido
desarrollar,
le hubieran dado ciertamente en nuestra historia el alto puesto
que su
talento merecía. Durante el tiempo de su empleo escribió un
breve tomo de
poesías, titulado Rimas. Don Luis González Bravo, ministro
entonces, y
particular amigo del poeta, se encargó espontáneamente de
ponerlas un
prólogo e imprimirlas a sus expensas; ¡tal fue la originalidad,
la
frescura y el sentimiento que encontró en ellas, como
encuentran hoy
cuantos las conocen y conocen la vida del autor!
Estalló y triunfó el movimiento revolucionario de 1868;
cayó para
siempre el trono de doña Isabel; ésta y sus ministros buscaron
precipitadamente refugio en país extranjero; Gustavo presentó
dimisión de
su empleo; volvió los ojos a la poesía; pero no pudo recobrar
su volumen
manuscrito, extraviado en aquellos días por efecto de las
circunstancias
de quien lo conservaba entre los papeles y libros. Con ímprobo
trabajo
consiguió el poeta ir recordando y transcribiendo sus
composiciones;
retirado a la imperial Toledo, se extasiaba su espíritu ante
las
grandiosas ruinas de otras edades, tal vez contemplando en
ellas una
imagen fiel y viva de su juventud y esperanzas que a un tiempo
iban
desvaneciéndose.
En 1869, a su regreso de los baños en la costa del Norte,
vino a
vivir en las afueras de Madrid, en el barrio de la Concepción.
Allí se
entregó con afán a su vida solitaria y contemplativa; pasaba
días enteros
cultivando su jardín, hablando de literatura y artes con
Valeriano y los
amigos que iban a visitarle, o alternando en infantiles juegos
con sus
pequeños hijos. Se me olvidaba decir que en 1861 había
contraído
matrimonio; verdad es que a él parecía habérsele olvidado
también, pues,
apartado de su esposa, jamás le oí hablar de ella. En este
retiro apacible
escribió algunas nuevas poesías; proyectamos publicar una
biblioteca de
grandes autores, para lo cual comenzamos a traducir él a Dante
y yo a
Homero; organizó el notable periódico titulado La Ilustración
de Madrid,
que bajo su dirección empezó en 1870, y donde tan buena muestra
dio de sí
Valeriano como dibujante conocedor de costumbres y tipos
españoles. ¡Quién
podría decirle que dentro de breve término habían de imprimirse
en el
mismo papel su necrología y la de su querido hermano!
En septiembre ocurrió el fallecimiento de éste, y desde
entonces pudo
afirmarse que Gustavo quedó herido de muerte. ¡Tal el
abatimiento y pesar
que produjo en su alma la pérdida de este hermano y compañero,
con quien
había compartido siempre su bolsillo, sus esperanzas, sus
grandes penas y
alegrías breves, su habitación y su vida! Sí, largas penas y
alegrías
breves, y además lucha incesante y obstinada; en estas palabras
se halla
comprendida su existencia. Su gozo era fugaz como el tránsito
de los días
primaverales: una ilusión, un desvanecimiento de un instante;
no es
posible leer sin pensar en esto la siguiente bellísima
composición de sus
Rimas:
Los invisibles
átomos del aire
En derredor se agitan y abrillantan,
El cielo se deshace en rayos de oro,
La tierra se estremece alborozada;
Oigo vibrar en olas de armonía
Rumor de besos y batir de alas,
Mis párpados se cierran... ¿Qué sucede?
Es el amor, que pasa.

Es verdad que pasa y no vuelve, como no vuelven tampoco


las generosas
ilusiones ni las espléndidas esperanzas de la juventud. En
cambio, el
dolor, una vez llegado, permanece y echa de día en día, como
los árboles,
más hondas raíces en nuestro corazón; y pues me he valido de
algunos
versos de Gustavo para confirmar la primera idea, sírvanme
otros del mismo
para la segunda, indicando al par otra especie de tormento que
le
devoraba:
Me ha herido
recatándose en las
sombras,
Sellando con un beso su traición:
Los brazos me echó al cuello, y por la espalda
Partióme a sangre fría el corazón.
Y ella prosigue alegre su camino,
Feliz, risueña, impávida... ¿Y por qué?
Porque no brota sangre de la herida.
Porque el muerto está en pie.
Muerto se juzgaba ya, aunque no exhalaba su pesar en
estériles ayes;
muerto para la alegría y la confianza; así le veíamos siempre
triste y
meditabundo, como si fuera recordando en su interior
contínuamente una por
una las páginas de su dolorosa historia, a que puso fin una
rápida
enfermedad el 22 de diciembre de 1870.
¿Terminaré estos apuntes biográficos examinando
literariamente sus
Rimas, Leyendas y demás producciones? De ningún modo. El
público las leerá
y juzgará en breve; sé muy bien que es inapelable su fallo, y
nunca me
pareció justo ni conveniente andar disculpando faltas ni
encareciendo
méritos. Lo que sí procuro con estas líneas es indicar las
condiciones
difíciles y adversas en que se desarrolló el genio de Gustavo,
para que,
no perdiéndolas de vista, pueda juzgarse por lo que hizo, lo
mucho que era
capaz de hacer, y por las ideas poéticas que dejó consignadas,
las muchas
y grandes que llevó consigo a otras regiones más serenas y
resplandecientes.

NARCISO CAMPILLO
NOTA DEL RECOPILADOR.- Esta biografía la escribió Narciso
Campillo para un
libro que no llegó a publicarse, y que titulaba Mis
contemporáneos. El
manuscrito lo conservó entre sus papeles don Julio Nombela.

El Retiro
(Inédito)
CADA uno de los paseos de Madrid tiene su carácter, su
fisonomía y su
concurrencia especial. A mí me basta saber a qué paseo asiste
de ordinario
una persona para formarme una idea aproximada de su posición,
su genio y
sus costumbres.
Desde el Campo del Moro a la Fuente Castellana, desde el
paseo de
Oriente a Recoletos, desde la Plaza Mayor a Atocha, desde las
Vistillas al
Salón del Prado, la coronada Villa ofrece tan ancho y variado
campo a sus
habitantes, que, excepto algunas raras excepciones, cada cual
busca el
punto de reunión más en armonía con sus hábitos, su carácter y
sus
intereses, obedeciendo a esa ley eterna que impulsa a la llama
a subir y
al agua a buscar su nivel.
Ponedme un domingo cualquiera en un lugar céntrico de la
población y
yo os diré sin vacilar un momento y casi con la seguridad de no
equivocarme un punto:
¿Veis esa elegante carretela sobre cuyo fondo azul y entre
un mar de
glasé y de blondas se destaca una cabeza rubia y distinguida?
Pues esa va
a la Fuente Castellana.
¿Veis aquel grupo de alegres y honrados artesanos que con
cara de
Pascuas y vestidos de día de fiesta cruzan en opuesta
dirección? Pues esos
seguramente van a merendar en la Pradera, en las Vistillas o a
las
inmediaciones del Puente Verde.
Aquella mamá, obesa, que sigue la calle de Alcalá
adelante, precedida
de dos pimpollos, en estado de merecer, perdería un dedo de la
mano si no
va a sentarse frente al circo del Príncipe Alfonso.
La otra cocinera endomingada que atraviesa más lejos, con
aire
decidido y luciendo un pañolón de colorines, apostaría
cualquier cosa a
que corre en busca de la Plaza Mayor, donde la espera un su
paisano o
pariente, cabo de la primera del 5.º de artillería montada.
Ese matrimonio de edad provecta que corre a guarecerse en
el portal
de una casa, cuando siente el ruido de un coche y que parecen
comerciantes
retirados de la calle de Postas, ¿quién duda que bajarán al
Campo del
Moro?
En cuanto a ese astur sin cuba y con camisa limpia, ¿qué
hemos de
pensar, si no que se dirige a la Virgen del Puerto?
Aquella bandada de niñeras y amas de cría de casa grande,
¿Se oculta
al menos conocedor de las costumbres madrileñas que no han de
parar hasta
verse junto a la fuente de las Cuatro Estaciones?
Y así seguiría marcando sin discrepar una línea el
itinerario de
todos y de cada uno de los paseantes.
La multitud que en ciertos días clásicos va y viene, cruza
y torna a
cruzar, y se enreda y se enmaraña pasando y repasando en mil
direcciones
distintas, podrá presentarnos confundidas las diferentes capas
de la
sociedad; pero a medida que las arterias de la población van
arrojando a
la ronda los animados grupos que por ella circulan, cada actor
del gran
sainete humano busca instintivamente escena y decoración
apropiadas al
papel que les ha tocado en suerte desempeñar en el teatro del
mundo.
Hay, no obstante, un paseo cuyos concurrentes no es fácil
señalar, un
paseo al que no asiste clase determinada, al que se va casi
siempre más
bien por incidencia que por costumbre, paseo que cambia de
aspecto a
medida que cambian las estaciones, que ofrece un panorama
distinto en las
diversas horas del día, que en el discurso del año puede
asegurarse, que
ve cruzar por sus alamedas a todos los vecinos de la Corte,
amén de la
población flotante, paseo, en fin, donde se reúnen
alternativamente
paletos y damas aristocráticas, niñeras y hombres políticos,
artesanos y
estudiantes, modistas y títulos de Castilla, provincianos y
manolos,
desesperados y alegres, ricos y pobres, chicos y grandes,
muchachos y
viejos. Ese paseo sui géneris es el tradicional, el histórico
paseo del
Buen Retiro.
Y, ¿cómo se comprende, exclamará alguno, que esa multitud
que
instintivamente busca para agruparse sus elementos afines se
reúna sólo en
este punto?
Para encontrar la explicación de ese fenómeno, para darse
cuenta de
esa contradicción aparente, hay que saber de antemano que el
Retiro es un
paseo especial, un paseo ómnibus, que tiene rellanos y plazas
tapizadas de
finísima arena y cercados de arrayán para que jueguen los
chicos; calles
de copudos olmos ornados de estatuas para que paseen los
hombres graves;
fuentes egipcias y chinescas, con peces, ánades y patos, para
que se
emboben las gentes sencillas; bosquecillos de follaje tupido y
discreto
para que se aventuren las parejas de enamorados; jaulas de
fieras, con
monos que hacen gestos, y leopardos que enseñan los dientes,
para que se
extasíe la plebe menuda; parajes incultos, llenos de carrascas
y de
jaramagos amarillos, para que se tiendan al sol los haraganes;
hileras de
pinos y cipreses para que discurran a su sombra los
melancólicos; es
preciso, por último, no perder de vista que dentro de un paseo
monstruo,
cuya circunferencia mide algunos kilómetros, hay otros cien
paseos
aislados e independientes, con su hechura, sus condiciones y su
carácter
adecuados a las diferentes clases de personas que los
frecuentan.
De esta variedad infinita nace la dificultad con que
tropiezan así el
escritor como el dibujante al tratar de reproducir su múltiple
fisonomía.
Tarea inútil es asestarle el lente fotográfico; trabajo perdido
cruzar sus
enarenadas calles lápiz o pluma en ristre. A cada instante
cambian la
expresión, la luz y hasta las líneas del modelo que se intenta
copiar.
Figuráos, por ejemplo, que penetramos en el Retiro en una
de esas
mañanas de abril o mayo que inspiraron a Calderón la comedia
más llena de
risueña poesía, de elegantes discreciones y novelescas
aventuras de
nuestro teatro antiguo. Es la estación en que los almendros
cubren el
suelo con los despojos de sus tempranas y efímeras flores,
dejando asomar
sus primeras hojas verdes y transparentes; es la estación en
que los
intrincados laberintos del estanque chinesco se engalanan con
ramos de
lilas; es la estación en que el sol comienza a despertarse
temprano y
alegre, llamando con sus reflejos de oro al balcón de los
perezosos. Los
troncos, antes desnudos, se han vestido de nuevo y espléndido
ropaje; el
cielo parece más puro y transparente; entre las hojas suena una
confusa
algarabía de trinos y gorjeos que regocija el alma.
El Retiro va a ofrecernos una de sus escenas más
características. Las
modistillas que a costa de un madrugón han podido robar dos o
tres horas
de cuotidiano trabajo del taller, cruzan alegres y desenfadadas
por los
senderos que dibujan los floridos arbustos, víctimas de sus
matinales
expediciones. Sus voces frescas y juveniles, sus gritos y sus
risas forman
coro y se confunden con el alegre y ruidoso canto de los
pájaros.
¡Vedlas con sus sencillos trajes de percal, sus cabellos
en desorden
y volando sueltos al aire los extremos de sus graciosas
mantillas, correr
de un lado a otro con esa vertiginosa inquietud con que vuelan
las
mariposas zumbando en rededor de las flores! Mientras unas
acechan los
movimientos del guarda, otras penetran en los cuadros del
jardín y repelan
las acopadas matas de lilas, no faltando en esta bulliciosa
operación
algunos estudiantes que las requiebran, las persiguen o las
asustan
escondidos entre la arboleda. Todo enderredor parece que se
anima, sonríe
y toma parte en la loca alegría de las muchachas.
Involuntariamente se
escapan de los labios los dulces y espontáneos versos del poeta
florentino:
¡Oh, primavera,
gioventú
de'amour!
¡Gioventú, primavera della vita!

.....................................................................
.....................................................................
......

.....................................................................
.....................................................................
......
He aquí el borrador de una página del paseo del Buen
Retiro; mas no
os apresuréis por ella a formar buena idea del conjunto. Una
página no es
un libro.
Dejemos la fuente chinesca; seguidme por las revueltas de
los
jardines; no os preocupéis de la media docena de desocupados
que arrojan
pedacitos de pan a los peces del estanque grande, y recorriendo
una ancha
y solitaria calle de castaños, acopados y añosos, nos
encontraremos en la
fuente de la Salud. ¡Ved cómo han cambiado la decoración y los
personajes;
ved cómo todo es aquí diferente: la agitación deja lugar al
reposo; a los
gritos y las alegres carcajadas sustituyen las conversaciones a
media voz.
El ancho batiente de un musgoso paredón, a cuyo pie se
distinguen algunos
bancos rústicos, presta a este lugar un aire de sosegada
tristeza; la luz
se abre paso con dificultad al través de las apretadas copas de
los
árboles.
Niñas pálidas, viejas achacosas, empleados sin empleo y
militares en
situación de reemplazo, todos adoradores de la maravillosa
fuente, se
agrupan en torno del manantial y discuten acerca de las
propiedades del
agua, repiten por centésima vez el número de vasos que se han
bebido o
pasean con lentitud a lo largo de las alamedas.
Pero no han concluído aún todos los objetos del diorama.
Volvamos
otra hoja del libro; internémonos otra vez en la espesura. ¿No
habéis
reparado en las orlas de una elegante falda de seda que
desaparece siempre
por el extremo opuesto de las sendas que seguimos? ¿No habéis
visto
dibujarse vagamente al través de los claros que dejan las ramas
el perfil
de una enamorada pareja, que al menor ruido huye y evita el
encuentro de
los curiosos, escondiéndose entre el espeso follaje de los
jardines?
Si al abandonar el Retiro encontrásemos parada cerca del
templo de
Atocha alguna elegante berlina con cifra o blasón en la
portezuela, acaso
el cochero podría darnos la solución de la charada. Las
tradiciones
galantes de la corte del rey poeta no se han perdido del todo
entre las
damas de la coronada villa.
Mas el sol sube a escape por el cielo y deja sentir en las
espaldas
la viva influencia de sus rayos; los paseantes desfilan unos
tras otros;
las muchachas vuelven a la población con el delantal lleno de
flores; los
inválidos de la fuente de la Salud con un paseo mayúsculo y
docena y media
de vasos de agua en el cuerpo. Ya no se queda en los jardines
más que
algún pretendiente, sin casa ni hogar, que duerme al pie de sus
árboles el
inquieto sueño de las dudosas esperanzas, o algún estudiante
que intenta
repasar a la sombra las asignaturas del curso y acaba también
por rendirse
a la influencia del sueño; mientras gesticula y habla solo,
discurriendo
por entre el laberinto de hojas y flores, alguno de esos
filósofos,
derrotados y silvestres, tipo original del que no faltan
ejemplares en la
corte.
Tal es, hecho a la pluma, el ligero bosquejo de uno de los
variados
cuadros que ofrece el Retiro. Con todos ellos podría formarse
el más
curioso álbum de costumbres madrileñas.

El Duque de Rivas
(Inédito)
Apunte biográfico
POETA y soldado a la vez, como Cervantes, como Lope, como
Ercilla y
como tantos otros egregios varones, orgullo del Parnaso
castellano, el
Duque de Rivas, cuya muerte deploramos hoy, mantuvo en la
historia de
nuestra literatura la gloriosa tradición de aquellos peregrinos
ingenios
españoles, verdadera encarnación de nuestro espíritu nacional,
que así
manejaban la pluma como la espada.
Quisiera disponer de bastante espacio y tener el talento
suficiente
para trazar, adornándolo con las galas del estilo, el brillante
cuadro de
su existencia, desarrollando unas tras otras sus escenas desde
los tiempos
en que, joven e inflamado su espíritu por el amor patrio,
regaba con su
sangre los campos de Ocaña, hasta la época en que, lejos ya del
tumulto de
los combates y de las agitaciones de la vida pública, levantaba
un
monumento indestructible a nuestras glorias nacionales con su
Romancero
histórico.
Al escribir lo que ni aun me atrevo a llamar bosquejo
biográfico del
excelente poeta cuyo nombre sirve de epígrafe a estas líneas,
me limitaré
a consignar algunas de las fechas más notables de su vida.
Don Ángel Saavedra, el popular autor de Don Álvaro, nació
el 10 de
marzo de 1791, en Córdoba, y fueron sus padres don Juan Martín
de Saavedra
y Ramírez, duque de Rivas, y doña María Dominga de Baquedano y
Quiñones,
marquesa de Andía y de Villasinda. Siguiendo la tradición
constante en las
casas más ilustres, de dedicar a los hijos segundos bien a la
carrera de
la Iglesia o de las armas, los padres del popular poeta, que se
hallaba en
este caso, hubieron de pensar desde muy temprano en enderezarle
por este
último camino, pues cuando apenas contaba algunos meses ya
habían
conseguido para él la bandolera de guardia de Gorps y el título
de
caballero de justicia de la Orden de Malta.
Los primeros años de su vida los pasó en la hermosa ciudad
donde
había nacido, y en la cual estuvieron encargados de su
educación literaria
y artística Mr. Tostin, canónigo francés, emigrado de su patria
a causa de
los disturbios políticos que la agitaban por aquella época, y
Mr.
Verdiguer, escultor notable, que por las mismas razones se
había
establecido en Córdoba.
A la muerte de su padre, ocurrida en 1802, y en Madrid,
adonde se
había trasladado con toda su familia, ingresó en el Seminario
de nobles,
donde logró distinguirse, dando muestras de las felices
disposiciones de
su talento, no sólo en los diferentes estudios a que se
dedicaba, sino en
algunos recomendables aunque tímidos ensayos literarios.
Pero «la época no era de poesía, era de armas», dice uno
de sus
biógrafos al llegar a este punto de su vida. En efecto: la
época no era de
poesía escrita, de esa poesía que nace en el silencio del
gabinete al
calor de la inteligencia como una hermosa y delicada flor del
ingenio; era
época de grandes pasiones que exaltaban los espíritus; época de
transtornos, de peligros y de combates; época de poesía en
acción; época,
en fin, la más adecuada para desarrollar en la mente de los
hombres
destinados a romper más tarde las enojosas trabas de la poesía
de
academia, los, gérmenes de la grande, de la verdadera, de la
tradicional
poesía española.
La guerra de la Independencia había comenzado. Los héroes
que habían
de escribir con su sangre tantas y tan brillantes páginas de
nuestra
historia hacían frente a los invasores, cuando henchida el alma
de noble
ardimiento, don Ángel Saavedra, acompañado de su hermano mayor,
entonces
duque de Rivas, fue a reunirse con los valientes que peleaban
en defensa
de la patria.
Las orillas del Ebro, las llanuras de León y los campos de
Alcalá
fueron testigos de los diferentes combates en que ambos
hermanos se
distinguieron peleando esforzadamente, aunque con adversa
fortuna. Por
último, don Ángel cayó herido mortalmente en la desgraciada
acción de
Ocaña, en cuyos campos fue recogido, durante la noche, de entre
los
muertos, y transportado a un pueblecillo de las cercanías,
donde aun
postrado en el lecho escribió el bellísimo romance que
comienza:
Con once heridas
mortales,
hecha pedazos la espada,

uno de los más sentidos y populares de su autor. El soldado,


como se ve,
no dejaba en ninguna ocasión de ser poeta.
Retirado a Córdoba para restablecer su salud, tuvo que
abandonar
también esta ciudad para refugiarse en Cádiz, cuando, forzado
ya el paso
de Sierra Morena, se derramaron los franceses por Andalucía. En
Cádiz tuvo
ingreso en el Cuerpo de Estado Mayor, y sin descuidar los
trabajos
facultativos propios de su carrera, prosiguió cultivando la
poesía y la
pintura.
En esta ciudad comenzó los resúmenes de la guerra de la
Independencia, redactados sobre los partes oficiales; escribió
en un
periódico militar; dió a luz un folleto en defensa del Cuerpo a
que
pertenecía y compuso la caballeresca poesía histórica titulada
El paso
honroso.
Concluída la guerra, y siendo ya coronel efectivo, se
retiró a
Sevilla, donde reunió algunas de sus poesías, dándolas a luz en
dos tomos.
Por este mismo tiempo escribió para el teatro las
tragedias Ataulfo,
Miatar, Doña Blanca, El Duque de Aquitania, que no llegó a
representarse,
y, por último, Maleck, Adhel, la más notable de todas ellas.
Elegido, en
1822, diputado a Cortes, interrumpió, para ocupar su puesto, un
viaje que
había comenzado con objeto de estudiar, por encargo del
Gobierno, los
establecimientos militares de los principales países de Europa.
En el
Parlamento, donde sostuvo ideas muy avanzadas, logró hacerse
aplaudir por
sus discursos políticos obteniendo un gran éxito con el que
pronunció
aprobando la conducta observada por el general San Miguel,
respecto a los
Gabinetes extranjeros que formaron la Santa Alianza.
En esta época, en que principalmente se ocupaba de
política, escribió
la tragedia titulada Lanuza.
Los sucesos políticos le obligaron, en 1823, a emigrar a
Inglaterra,
donde se reunió con otros muchos hombres notables que por las
mismas
causas tuvieron que alejarse de su país.
A bordo del buque en que abandonó las costas españolas
escribió la
composición titulada La despedida, en que se revela su
verdadero carácter
poético, original y espontáneo.
En Londres compuso la sátira, aún inédita, titulada Un
peso duro, el
poema titulado Florinda y El sueño de un proscripto.
Durante la emigración contrajo matrimonio con la
distinguida señora,
hoy duquesa viuda de Rivas, y en compañía de su joven esposa, y
después de
haber vagado algún tiempo por Italia, se fijó en Malta.
En este punto contrajo amistad con varios hombres
notables, y muy
particularmente con Mr. Frere, embajador que había sido de
Inglaterra en
España, y persona ilustradísima, a quien nuestro poeta debió el
conocimiento de los autores clásicos ingleses y alemanes, con
cuya lectura
se ensanchó el horizonte de su genio.
El período que permaneció en esta isla fue uno de los más
fecundos de
la vida del ilustre literato.
Allí escribió su notabilísima composición que lleva por
título El
faro de Malta; allí compuso la comedia Tanto vales conto
tienes; la
tragedia Arias Gonzalo, y concibió y llevó a feliz término una
de sus
obras más reputadas y notables: El moro expósito.
De Malta pasó a París y de París a Orleans, donde vivió
algún tiempo
con los recursos que le proporcionaba la pintura, arte en que
sobresalió
lo bastante para producir algunas obras apreciadas por los
inteligentes.
De Orleans se trasladó a Tours, punto en el cual estuvo algún
tiempo en
compañía de Alcalá Galiano, antiguo amigo suyo y compañero de
emigración
en Londres; de Tours salió para fijar de nuevo su residencia en
París. En
la capital de Francia trazó el plan de Don Álvaro y lo escribió
en prosa.
Abiertas las puertas de la madre patria para los
emigrados, a la
muerte de Fernando VII, don Ángel Saavedra volvió a España,
después de
diez años de ausencia. Los cuidados de la política empezaron de
nuevo a
ocupar su espíritu.
Después de fundar El Mensajero de las Cortes, heredó, por
muerte de
su hermano, el título de duque de Rivas, y por derecho propio
fue a tomar
asiento en la Cámara de los próceres. No obstante, en esta
ocasión, como
en todas, los ocios de sus tareas políticas los dedicaba al
cultivo de la
literatura, versificando y corrigiendo el Don Álvaro, cuyo
éxito al
representarse eclipsó la fama de todas sus anteriores
producciones.
Al formarse el ministerio Istúriz, los compromisos
contraídos le
obligaron a aceptar la cartera de Gobernación, puesto que
desempeñó con
honradez y con celo, hasta que los acontecimientos de la Granja
y la
revolución, que fue su consecuencia, le obligaron a buscar en
Portugal un
refugio contra sus enemigos.
El Duque de Rivas había nacido para poeta; como poeta pudo
ser
soldado; pero no hombre político.
En Portugal escribió algunos de sus Romances históricos,
ocupándose
sólo de trabajos literarios, hasta que al promulgarse la
Constitución de
1837 volvió a España para tomar asiento en el Senado.
En esta época escribió para el teatro Solaces de un
prisionero, La
morisca de Alajuar y El crisol de la lealtad, concluyendo y
dando a luz su
obra más popular: los Romances históricos.
De nuevo el curso de los sucesos políticos le obligó a
alejarse de
Madrid para fijar su estancia en Sevilla, donde su infatigable
musa le
inspiró el juguete que lleva por título El parador de Bailén y
el drama
fantástico El desengaño de un sueño. En Sevilla permaneció dos
años, pues
habiéndole elegido senador por los de 43, tuvo que trasladarse
a la corte,
donde ocupó la presidencia de la Alta Cámara, hasta que,
hallándose en el
poder don Luis González Bravo, fue enviado a representar
nuestro país en
la corte de Nápoles.
De esta época datan sus mejores poesías líricas y el
apreciable libro
en que se reveló como prosista distinguido e historiador
notable. La
Historia de la sublevación de Nápoles, capitaneada por
Massaniello, es
efectivamente una obra digna de los grandes elogios que se le
han
tributado.
Concluída su misión en Nápoles, volvió a España, donde se
mantuvo
hasta cierto punto alejado de la política, hasta que, en 1854,
formó con
Ríos Rosas, con el general Córdova y algunos otros hombres
políticos
notables, el ministerio que, creado para prevenir un conflicto,
no pudo
evitarlo y duró apenas dos días.
Después, y durante el mando del general Narváez, en 1857,
fue
nombrado embajador en París. Más tarde ocupó la presidencia del
Consejo de
Estado, puesto que, al agravarse de sus dolencias, tuvo que
abandonar, no
sin recibir al mismo tiempo como muestra de la alta estimación
en que se
le tenía, el collar de la insigne orden del Toisón de Oro.
Tal es, en resumen, el cuadro de la agitada y gloriosa
vida del
hombre eminente cuya pérdida lamentamos hoy como irreparable y
cuya
memoria se apresuran a honrar de extraordinaria y desusada
manera, así las
corporaciones científicas que han tenido el honor de contarle
entre sus
individuos, como todos los escritores que veían en él una
gloria de la
patria, tan respetable por sus talentos como por sus nobles
prendas.
Madrid, 1865.

La picota de Ocaña
LA hora en que se ve, la luz que recibe, o el horizonte
sobre que se
dibuja, modifican hasta tal punto las apariencias de un mismo
objeto, que
sería difícil fijar su verdadero carácter aislándole del fondo
que le
rodea o contemplándole bajo otro punto de vista del que le
conviene.
Saliendo de la villa de Ocaña, por el lado que conduce a
las eras, en
uno de esos calurosos días de julio en que sólo cuando declina
el sol y se
levanta el aire fresco de la tarde es posible respirar fuera
del recinto
de las poblaciones, sorprende el animado cuadro que presenta la
inmediata
llanura.
Por un lado se descubre la hilera de casas, cercas y
bardales de los
barrios extremos de la población, entre cuyos rojizos tejados
asoman los
chapiteles de las torres, las espadañas de las iglesias, y, de
trecho en
trecho, el almenado lienzo de un muro: por otro se ve el
espacio que
constituye las eras, limitada llanura formada por la meseta de
una suave
colina: al fondo se desenvuelve la línea azul de los montes
lejanos,
bañada en un luminoso y encendido vapor que vela los contornos
y los
colores con una tinta general dulce y armoniosa.
Diseminados acá y allá en pintoresco desorden, animan el
paisaje
numerosos grupos de figuras: campesinos, mujeres, animales que
van y
vienen ocupados en las faenas propias de un pueblo
esencialmente agrícola.
Aquí rumian los bueyes acostados junto a las carretas; allí
corren las
mulas describiendo un círculo al arrastrar el trillo sobre las
parvas; los
labriegos aventan el grano, las muchachas cruzan cargadas de
haces de
espigas, los chicuelos espeluznados y con la cabeza llena de
paja, se
revuelcan por los montones de trigo. Unos cantan, otros ríen;
éstos se
llaman con gritos desaforados, aquéllos animan a las bestias
con rudas
interjecciones; todo es vida y movimiento, colores y luz que se
combinan
en efectos pictóricos a cual más sorprendentes.
En mitad de este alegre cuadro, dominando los grupos de
figuras,
cortando las horizontales líneas del fondo y destacándose como
perfilado
de oro por los rayos del sol poniente sobre el azul del cielo,
se levanta
un monumento de granito, airoso y elegante, cuyo carácter no es
posible
definir y cuya destinación se comprende apenas.
Es alto como una mediana torre, esbelto y delgado como una
palma; el
arte ojival trazó su silueta reuniendo al más puro y ligero de
sus
contornos góticos los rasgos más sencillos y característicos de
su
graciosa ornamentación. El tiempo ha completado la obra del
artista,
prestándole la riqueza de color y la variedad de tonos que los
años dan al
granito; las mutilaciones propias de las injurias de la edad
contribuyen a
hacerlo pintoresco; un cabo de enredadera que sale de entre las
junturas
de los sillares, los jaramagos que crecen al pie y cubren en
parte los
rotos escalones, el sol que llamea en los abiertos brazos de la
cruz de
hierro que lo corona, todos son detalles y accidentes que
aumentan su
hermosura.
Cuando los labradores terminan su ruda tarea, cuando las
muchachas
han amontonado ya los haces en la parva y el sol prolonga los
azules
batientes de los objetos, unos tras otros vienen a agruparse al
lado del
alto pilar, y ya de pie, apoyados en las palas y las
horquillas, ya
sentados en los escalones aspirando la fresca brisa que enjuga
el sudor de
sus frentes, relatan cuentos de príncipes y encantadores o
graciosos
chascarrillos que son acogidos por la multitud con
exclamaciones de
asombro o risotadas interminables.
Difícil sería que el espectador de esta égloga, examinando
el
monumento, punto de reunión de los tranquilos campesinos,
presintiese su
historia, fijase su carácter o adivinase el pensamiento a que
obedeció el
artista al levantarlo.
El transcurso de las edades y la variación de las
costumbres han
despojado aquel sitio de su sello histórico.
Hace algún tiempo el caminante que caballero en su mula
llegase a la
villa de Ocaña por la parte de las eras, si se había retrasado
en el
camino hasta el punto de entrársele la noche nebulosa y triste,
no podría
menos de hacer la señal de la cruz, murmurar una oración y
tirar de rienda
a su cabalgadura para desviarse de aquel sitio.
Alto, delgado e inmóvil como un fantasma, vería destacarse
sobre el
anubarrado cielo de la noche, rompiendo la dentellada línea de
casas de la
población, un monumento de piedra semejante a esas columnas que
permanecen
de pie y aisladas entre las ruinas de un templo. Si la medrosa
soledad de
sus contornos, si el sordo aleteo de las aves de rapiña que
venían a
detenerse sobre la cruz del remate, si su forma particular e
imponente no
bastaban a hacerle comprender lo que aquello era, una cabeza
separada del
tronco, greñuda y horrible, metida dentro de una jaula de
hierro, un
miembro humano enganchado en un garfio, o el enjuto cadáver de
un hombre
suspendido aún de la cuerda y bamboleándose lentamente al soplo
del aire
de la noche, le dirían bien pronto que había dado de manos a
boca con la
picota del lugar.
La picota, como cuestión de arte, es la horca elevada a
monumento, la
columna triunfal erigida en honor del verdugo.
Los señores que ejercían jurisdicción y señorío en un
lugar la
colocaban en otros tiempos a la entrada, como señal de dominio.
¡Cuántos
dolores, cuántas infamias, cuántas ignominias se han atado a
esos pilares
de piedra que aún puede ver el viajero en la mayor parte de
nuestras
pequeñas poblaciones! ¡Cuánta sangre ha chorreado a lo largo de
esos
obscuros postes por donde hoy trepan los tallos de las
enredaderas
silvestres!
El aldeano que apenas recuerda confusamente la tradición,
que no
comprende lo que significa el castillo que todavía domina las
casucas del
lugar, agrupado a sus pies; que no sabe cuántas obscuras
generaciones
pasaron humillando la frente ante aquel signo de fuerza, viene
en la tarde
a sentarse indiferente junto a la picota; las muchachas
refieren cuentos
agrupadas en sus escalones; los chicos trepan a la cúspide a
coger los
nidos de los pájaros; ¿qué más? ¡Hasta en un pueblo he visto
hacer en ella
un columpio!
Hay algo providencial en ese olvido que borra el pasado de
la memoria
de las masas, ahogando así los gérmenes de muchas violencias,
de muchos
odios y de muchos sombríos pensamientos. Por eso a solas
conmigo me he
preguntado más de una vez si será o no conveniente remover lo
que duerme
en el fondo de la conciencia del pueblo, hablándole de esas que
sólo puede
perdonar olvidándolas.

Enterramientos de Garcilaso de la Vega y su padre


en Toledo
EN una de las iglesias de Toledo más llena de obras de
arte y
recuerdos históricos, hay al extremo de la nave lateral de la
derecha una
capilla obscura y de reducidas proporciones, a la que da
entrada un gran
arco redondo y macizo de estilo greco-romano.
En el testero de la capilla se levanta el altar, en cuyo
retablo,
cargado de adornos de gusto dudoso, pero ricos, se descubre la
imagen de
la Virgen que le da nombre. La luz que penetra por la cúpula
del templo y
se derrama suave y templada por su espacioso ámbito, llega allí
cansada y
confusa, y sus reflejos azules se mezclan con la claridad
rosada de un
trasparente de color que ocupa el fondo del camarín de la
Virgen, sobre el
cual destaca por obscuro el contorno de la santa imagen. La
primera vez
que visité el convento a que pertenece esta iglesia, ni sabía
su nombre ni
mucho menos los tesoros de arte que encerraban sus muros.
Cansado de dar
vueltas al azar por las calles de Toledo, acerté a pasar por
una plazuela
tan excusada y sola, que la hierba crecía entre las piedras
como en un
prado. Vi a medio cerrar el postigo de un templo, y entré en
él, como
entraba y salía por todos los que me iba encontrando en el
camino.
El día estaba al caer, y en el interior reinaba el
silencio más
profundo, turbado sólo por el ruido de los pasos de una especie
de
sacristán que iba y venía a lo largo de las naves, limpiando el
polvo de
los altares, arrastrando de acá para allá los bancos del coro,
y atizando
las lamparillas de un víacrucis.
Largo tiempo estuve examinando algunos sepulcros notables
esparcidos
en diferentes puntos de la iglesia, tratando de descifrar sus
borrosas
inscripciones a la escasa luz que penetraba por los vidrios de
la cúpula.
Creía encontrarme solo en aquel sitio, sin otro compañero que
el diligente
sacristán, que no se daba punto de reposo en la operación de su
minuciosa
limpieza más que para hacer una genuflexión delante de cada
altar de los
que iba sacudiendo.
No obstante, al cabo de algunos minutos me pareció oír
hacia el más
apartado ángulo del templo un murmullo levísimo; especie de
confuso
silabeo como de persona que reza en voz baja y sólo deja
percibir a
distancia el silbo suave de las eses que pronuncia.
Yo he oído muchas veces ¿quién no lo ha oído alguna vez?,
rezar a
media voz a esas viejas devotas que, temblándoles la barbilla y
arrebujadas en un manto de bayeta negra, turban el grave
silencio del
santuario con una especie de salmodia risible, mezcla confusa
de palabras
gangosas, silbos ásperos que se escapan por entre las desiertas
encías,
suspiros y gimoteos. Comprendí que alguien, una mujer acaso,
rezaba
envuelta entre las sombras del templo; pero lo comprendí
recordando lo que
había oído otras veces, como podría reconocer a una persona de
la que sólo
hubiera visto antes la caricatura. En efecto, aquel rumor era
en algo
parecido; pero tenía notas y modulaciones de agua que corre, de
seda que
cruje, de alas que baten el aire.
Movido de la curiosidad, di algunos pasos en la dirección
que lo
percibía, y entré en la capilla. Entonces pude corroborar mi
opinión de
que, para ver a Toledo y sentirlo y sorprender esos cuadros que
nos
impresionan por su novedad o su belleza, vale más discurrir
sólo y sin
rumbo fijo por sus calles, a lo que la casualidad ofrezca, que
no
recorrerlo a escape con un ignorante cicerone, especie de
moscardón de las
ruinas, que se os cuelga a la oreja zumbando sandeces.
El altar, de trazo grande y ornamentación fastuosa, bañado
en la
sombra del batiente del arco, dejaba ver en su centro un
luminoso óvalo de
claridad rosada, en el cual se dibujaba la imagen de la Virgen
como esas
figuras que destacan por obscuro sobre el fondo de oro de las
tablas de
los antiguos maestros alemanes. La luz del trasparente venía a
dar sobre
el muro de la derecha, sobre una amplia hornacina, en cuyo
hueco se
contemplaban dos figuras colosales de guerreros completamente
armados, que
de rodillas y con las manos juntas en actitud de orar, tenían
sus ojos sin
pupila vueltos hacia la imagen.
La diáfana claridad del tabernáculo y la fantástica
blancura de las
estatuas absorbían de tal modo la atención, que al principio, y
como no
cesaba el murmullo de palabras que me había llevado hasta aquel
sitio, me
hice un momento la ilusión de que se escapaba de los labios de
piedra de
aquellos inmóviles personajes.
Poco a poco logré darme cuenta de lo que me rodeaba, y
entonces vi a
una mujer arrodillada al pie del sepulcro. Yo no he soñado esa
mujer. Viva
y sana anda por Toledo: hermosa, alta, severa, que parece una
figura
bajada del pedestal de un claustro gótico. La he visto después
en muchas
ocasiones, en las iglesias la mayor parte de ellas, en la calle
algunas
otras, y siempre me ha parecido extraordinaria, como conjunto
maravilloso
de líneas puras y correctas; pero nunca, cual entonces, pude
sentir toda
la inexplicable poesía que irradia y la hace aparecer
encarnación humana
del mundo de idealidad que vive en Toledo; flor pálida de las
minas, que
en medio de su juventud y belleza tiene algo de severo y
triste, y se
antoja un espíritu del pasado que viene al través de los siglos
revistiendo diversas formas, y es como el alma inmortal de la
ciudad
muerta.
Yo tenía la noticia vaga de que en una de las iglesias de
Toledo se
hallaban los sepulcros del dulce poeta Garcilaso de la Vega y
de su
valeroso padre. ¿Dónde? No lo sabía. Esperaba encontrarlos en
alguna de
mis excusiones y conocerlos, bien por la inscripción, bien por
el caracter
de las figuras. La hornacina en cuyo hueco estaban arrodilladas
las dos
estatuas carecía de inscripción; en el muro no se encontraban
tampoco. No
obstante, la armónica y misteriosa relación de los objetos que
componían
el cuadro que se ofrecía a mis ojos, me reveló que aquellos
eran los
sepulcros del guerrero y del poeta.
Involuntariamente me acordé de la Vega granadina y del sol
espléndido
que iluminó el famoso combate de García Laso el de la hazaña,
cuando en
presencia de los Reyes Católicos hizo morder el polvo al
infiel, que por
el polvo arrastraba el santo nombre de María. Este es, dije,
aquel poeta
en acción, que si no hizo versos, dio amplio asunto a la musa
popular con
su caballeresca empresa. ¿Es que ilustró su vida con una alta
empresa,
llevando por dama de su pensamiento a la Reina de los Ángeles
donde pedía
dormir el sueño de la muerte, si no a la sombra de su altar,
vestido de la
armadura y vuelto aún hacia ella en muda y eterna oración? Y
aquel otro,
más alto y joven a cuyos pies murmura aún sus rezos una mujer
hermosa,
ese, proseguí pensando, ese es el que cantó el dulce lamentar
de los
pastores, tipo completo del siglo más brillante de nuestra
historia. ¡Oh!
¡Qué hermoso sueño de oro su vida! Personificar en sí una época
de poesías
y combates, nacer grande y noble por la sangre heredada, añadir
a los de
sus mayores los propios merecimientos, cantar el amor y la
belleza en
nuevo estilo y metro, y como más tarde Cervantes, y Ercilla, y
Lope, y
Calderón, y tantos otros, ser soldado y poeta, manejar la
espada y la
pluma, ser la acción y la idea, y morir luchando para descansar
envuelto
en los jirones de su bandera y ceñido del laurel de la poesía a
la sombra
de la religión en el ángulo de un templo!
¡La luz de la lámpara que alumbra la santa imagen tiembla
hace siglos
sobre tu noble frente de mármol, y entre la sombra parece que
aún chispea
tu blanca y fantástica armadura! ¡Ni una letra, ni un signo que
recuerde
tu nombre! ¿Qué importa? ¡El curioso vulgar pasará indiferente
junto a la
tumba en que reposas; pero nunca faltará quien te adivine,
nunca faltará
alguna mujer hermosa que arrodillada en ese rincón, tan propio
para la
oración y el recogimiento, venga a rezar a tus pies,
regalándote el oído
con la música de sus dulces y fervorosas palabras!...
En esto cerró la noche; la hermosa devota se levantó y se
fue...
andando sin duda... a mí me pareció entonces que deslizándose
sin tocar el
pavimento de la iglesia, como una forma leve que empuja el
aire: el
sacristán, que había terminado su limpieza, comenzó a sonar el
manojo de
llaves, como diciéndome de modo indirecto que comenzaba a
estorbar en el
templo. Salí y me encaminé a la fonda. ¿Había visto, en efecto,
el
sepulcro de Garcilaso? ¿O era todo una historia forjada en mi
mente sobre
el tema de un sepulcro cualquiera? Tenía un medio de salir de
dudas:
consultar la guía del forastero en Toledo. Pero temía
equivocarme. Después
de todo, yo no trataba de hacer un estudio serio de la
población, ni de
pertrecharme de datos eruditos. Tanto me importaba creer que lo
había
visto, como verlo.
No obstante, después de vacilar un rato, resolví salir de
la duda;
abrí el librito y leí:
«En el convento de San Pedro Mártir de Toledo y en la
capilla de la
cabecera de la nave lateral derecha, en que hay un altar
churrigueresco
con la imagen muy venerada en esta ciudad de la Virgen del
Rosario, se
hallan empotrados en el muro los sepulcros del poeta Garcilaso
de la Vega
y de su valiente padre, del mismo nombre, cuyas dos estatuas de
mármol,
armadas a la antigua y arrodilladas hacia el altar, no carecen
de mérito.»

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Últimamente, los restos del ilustre soldado y poeta fueron
conducidos
en pública procesión a la iglesia de San Francisco el Grande,
de Madrid,
donde esperan en un rincón de la sacristía la resurrección de
la carne y
un monumento en el panteón nacional.
Una calle de Toledo
DISCURRIENDO al azar por entre el confuso laberinto de
calles de la
antiquísima ciudad de Toledo, el artista, el historiador y el
poeta
encuentran en los detalles de sus edificios, en los grandes
nombres que
conmemoran y el sentimiento que inspiran, el más curioso de los
Museos, la
más interesante de las crónicas y la más pura fuente de
melancólicas y
altas inspiraciones.
El dibujo que damos a nuestros lectores, recuerdo de uno
de estos
paseos por las desiertas calles de la ciudad histórica por
excelencia, es
cumplida prueba de lo que dejamos dicho.
En el fondo se destaca sobre los redondos arcos del
pórtico de una
iglesia, cuya última restauración se remonta al siglo XVI, la
torre alta y
airosa que en su tipo y ornato ofrece clara muestra del visible
influjo de
la dominación árabe. A un lado y contra el desnudo paredón del
ábside de
un convento, se ve la cruz colosal que expresa con líneas más
sobrias y
grandes el mismo pensamiento religioso que llenó en una época
de
churriguerescos retablos las esquinas de las calles de nuestras
antiguas
poblaciones. Al otro, completa el cuadro el muro y la portada
de granito
de una noble casa, solar de un esclarecido linaje.
El artista no necesita preguntar el nombre de aquellos
edificios, ni
conocer las circunstancias de su construcción o los sucesos de
que han
sido teatro, para encontrar un cuadro completo en la
combinación de sus
caprichosas líneas, su color y detalles.
Pero llega el historiador. Él nos refiere que aquel templo
fue
primero mezquita de los moros los cuales la conservaron
dedicada a la
celebración de sus ritos aun después de reconquistada la
ciudad. Por él
sabemos cómo más tarde se consagró al culto católico bajo la
advocación de
San Román, que hoy conserva, reedificándola y levantando su
airosa torre
muzárabe el célebre prócer castellano don Esteban de Illan, el
cual,
ayudado de los Benavides y de otros caballeros de linajes
ilustres de
Toledo, en una noche del verano de 1166, después de haberle
sacado
ocultamente de la villa de Maqueda, donde le criaban los
secuaces del
bando de los Castros, encerraron en ella al niño Rey don
Alfonso VIII,
proclamándolo mayor de edad desde lo alto de sus ajimeces, en
los cuales
amaneció ondeando el pendón de Castilla, mientras los heraldos
anunciaban
la nueva a la atónita población, que no esperaba que sus
sangrientas
disensiones tuvieran aquel rápido desenlace.
Esta es, nos dice luego, la casa del famoso don Esteban,
en la cual
es tradición vivió asimismo el dulce poeta Garcilaso: el
tiempo, al borrar
el sello de las remotas edades del exterior del edificio, ha
respetado en
el interior una magnífica sala morisca, ornamenta da conforme
al gusto
muzárabe tan usado por los conquistadores, y algunos escudos y
timbres
heráldicos que traen a la memoria el nombre de sus ilustres
dueños.
Aquel ábside, añade por último, pertenece al convento de
monjas
bernardas de San Clemente, fundado en el siglo XII por D.
Alonso el
Emperador, y bajo cuyas bóvedas duerme el sueño de la muerte su
hijo el
infante don Fernando.
¡Qué grandes proporciones, qué imponente poesía adquiere
entonces a
nuestros ojos, aquella estrecha y solitaria calle que antes
sólo se nos
antojaba un cuadro pintoresco, y ya es una página viva de
nuestra
historia!

Solar de la casa del Cid


En Burgos
MERCED a la exageración que traen consigo todas las
reacciones, al
abandonar el sendero de la tradición y las autoridades, para
aplicar un
criterio razonador y filosófico al estudio de la Historia, se
ha llevado
por algunos el espíritu de duda hasta el extremo de combatir
como apócrifo
cuanto no se apoya en documentos fidedignos o no pueda probarse
de manera
auténtica.
Verdad es que las indagaciones históricas de los que se
ajustan a los
rigurosos preceptos de esta escuela, han dado y dan resultados
positivos y
satisfactorios, siempre que se trata de épocas relativamente
próximas y
acerca de las cuales tantos y tan ricos tesoros de noticias y
documentos
guardan nuestros archivos; pero, en cambio, ¿qué desencantos no
proporcionan, cuántos desalientos no originan en el que, a
medida que se
remonta, siente más insegura la base en que descansan sus
razonamientos,
acabando por averiguar como lo que en siglos lejanos fue
opinión de un
cronista crédulo, pasa repetido de autor en autor a la
categoría de
autoridad, hasta que concluye transformándose en artículo de fe
en la obra
del historiador más sesudo?
No es, pues, extraño que los que a este criterio se ciñen
duden de
todo, y para ellos acabe la historia allí donde se pierde el
rastro del
último pergamino que la confirma.
Acostumbrados a pensar en el aislamiento del gabinete, con
la
frialdad y la calma del crítico, la tradición les habla un
lenguaje
absurdo, al que prestan escasísima fe. No obstante, la
tradición es un
elemento importantísimo y del cual no puede prescindirse del
todo, so pena
de caer en un escepticismo acaso más peligroso que la misma
credulidad. Lo
que precisa es saber desembarazar la tradición del follaje de
exageraciones que la adorna y la ofusca; lo que falta es ir a
respirar su
atmósfera en los lugares en que nació y vive aún en la fantasía
del
pueblo, y poder así apreciar los quilates de verdad que
encierra,
adquiriendo el convencimiento de la intuición que se siente,
aunque no se
razona, y hace tanto peso en el ánimo como el más auténtico de
los
comprobantes.
Tal vez por no haber concedido a este elemento de la
Historia la
debida importancia, acaso por un espíritu exagerado de duda, o
sólo por
chocar con la corriente de la opinión pasando por originales y
atrevidos,
no han faltado, así en nuestro país como fuera de él,
escritores que,
después de desvirtuar los hechos más característicos de la
Historia, han
concluído negando sus héroes más gloriosos.
Pelayo y Covadonga son para ellos poco menos que los
elementos de una
conseja; Bernardo y Roncesvalles el asunto de la cántiga de un
juglar; el
Cid Campeador una figura creada por los romanceros.
Los que estas opiniones sostienen, de seguro no han
contemplado la
tosca piedra que guarda los despojos del restaurador de España
en el
cóncavo peñón, gloria de Asturias; no han oído la tradición de
la rota de
los franceses en boca de su guía al cruzar los Pirineos por el
tajo de
Roldán, ni han visto siquiera las calles de Burgos: de otro
modo su
erudito escepticismo hubiera al menos vacilado ante la
firmísima fe de la
tradición popular.
La existencia del Cid, la más acabada y perfecta figura
entre las
varias de que la Historia nos ha consignado el nombre, y el
pueblo se ha
encargado después de completarla con todos sus detalles, no es
ya objeto
de controversia ni seriamente lo ha podido ser nunca; pero
aunque fuera
aún más difícil probar la autenticidad de sus hechos, bastaría
recorrer
los lugares que la tradición señala como teatro de su vida para
adivinarlo
y sentirlo.
Cuando nos pintan al héroe con tal acento y color que no
parece sino
que le han visto con sus ojos, cuando, siguiéndole paso a paso,
desde la
cuna al sepulcro, nos refieren hasta los menores detalles de su
vida y nos
dicen aquí nació, allí vivió Jimena, esta es el arca que guardó
su palabra
que equivalía a un tesoro, aquellas son las banderas y trofeos
que arrancó
a los árabes vencidos, la de más allá es su espada, éstos, en
fin, son sus
despojos mortales, involuntariamente asoma una vaga sonrisa de
incredulidad a los labios, y ocurre pedir el testimonio en que
se fundan
aquellas creencias; pero a poco que se medite, esta ciega fe,
este mismo
lujo de detalles, hijos de la imaginación del pueblo, revelan
poderosamente la vitalidad del personaje que palpita al través
de sus
creaciones, que son como un ropaje espléndido tejido por los
romanceros,
por debajo del cual se acusan las formas y se siente que hay
una figura
real y positiva.
Es casi seguro que si tratáramos de investigar seriamente
si la casa
del Cid estiba o no en el sitio que los burgaleses han señalado
con el
sencillo monumento, sería empresa difícil probarlo. Pero el que
recuerda
el magnífico romance
En Burgos nació el valor...

y halla en uno de sus paseos solitarios aquellas piedras que le


hablan de
la Historia, que son un tributo de admiración hacia el más
caballeresco de
nuestros héroes, que prestan poesía e interés a aquel campo
escueto y
mudo, ¿qué necesidad tiene de preguntar a los empolvados
archivos si
guardan algún testimonio auténtico de la veracidad del hecho,
para sentir
y pensar, levantando la mente a la contemplación de aquellos
siglos de
rudo valor, de ciega fe y lealtad inquebrantable?
Si la tumba, el solar de la casa o el sitio en que ocurrió
la muerte
de algunos de nuestros grandes hombres, pudieran aún
inventarse, nosotros
aplaudiríamos al que los inventara; ¿Por qué hemos de
contribuir al
desprestigio de los que ya están inventados?

Sepulcros de los Condes de Melito, en Toledo


EL campo más vasto para una publicación ilustrada
española, es
seguramente la reproducción de los infinitos monumentos de
todas épocas y
estilos, que se encuentran diseminados hasta por las más
obscuras
poblaciones de nuestras provincias, muchas de las cuales no
ofrecen otro
atractivo a los ojos del artista y del viajero.
En otros países, multitud de publicaciones de diversos
géneros,
viajes, trabajos arqueológicos, y muy particularmente la
fotografía, han
agotado casi por completo el asunto. A pesar de que en España
se ha hecho
algo en este sentido, es tanto lo que permanece ignorado, que
bien puede
decirse que aún se conserva intacto su tesoro, al menos en la
parte que
suele ofrecer más novedad e interés para las personas
inteligentes.
La fotografía, como el viajero conducido por un cicerone
vulgar,
suele recorrer tan sólo aquellos puntos marcados de antemano,
reproduciendo vistas y edificios de los que, si no cabe
hastiarse, porque,
en efecto, son de incomparable hermosura, se han hecho ya
comunes a fuerza
de ver siempre repetida la misma cosa bajo idéntico punto de
vista. Cierto
que para abarcar grandes conjuntos con esa prolijidad de
detalles que
ofrecen algunos monumentos, la fotografía lleva en ocasiones
inmensa
ventaja al arte; pero, por lo común, su impresión deja
traslucir algo de
la aridez y la prosa de un procedimiento mecánico e
ininteligente,
faltando en sus producciones ese sello de buen gusto, ese tacto
para dejar
o tomar aquello que más conviene al carácter de la cosa, ese
misterioso
espíritu, en fin, que domina en la obra del artista, la cual no
siempre
hace aparecer el objeto tal cual realmente es, sino como se
presenta a la
imaginación, con un relieve y acento particular en ciertas
líneas y
detalles que produce el efecto que sin duda se propuso su autor
al
concebirlo y trazarlo.
A más del discernimiento superior que guía el lápiz del
dibujante
para buscar, entre los numerosos monumentos que nos han dejado
nuestros
mayores como testimonio de su grandeza, aquellos rasgos y
accidentes que
mejor caracterizan una época o un estilo; a más de la suma de
conocimientos que posee acerca del particular y le ayudan a
inquirir los
más obscuros e ignorados, y a saber qué elementos necesita el
pintor para
sus fondos, el arqueólogo para sus estudios, el historiador
para la
inteligencia de sus escenas, aún tiene otra ventaja y es la de
poder
reproducir todo lo que por el punto en que se encuentra, la
falta de luz
apropiada o de distancia suficiente sale del dominio de la
fotografía.
En los moriscos arcos de las casas que aún se ven en las
torcidas y
estrechas callejas de las antiguas poblaciones; en el ángulo de
los
templos adonde penetra con dificultad la luz al través de los
vidrios de
la ojiva; en el interior de las habitaciones de esos palacios
levantados
sobre las ruinas de otros edificios notables y que son una
agregación de
construcciones de diferentes y remotas épocas; por todos
aquellos sitios a
que lleva el aficionado su entusiasmo por las obras que revelan
el
carácter y el espíritu de otras edades, recoge infinitos datos
importantes
y apunta, aunque ligeramente, esos rasgos llenos de verdad y
carácter que
tanto nos deleitan, cuando examinamos la cartera de viaje de un
artista.
La ciudad deToledo, sin duda alguna la más visitada por
nacionales y
extranjeros y de la que más se ha dibujado y escrito, brinda
aún cosecha
abundante a los que se dediquen a estos estudios, ya en los
detalles de
los mismos edificios que tan a menudo se reproducen, ya en
otros al
parecer de menos importancia por sus proporciones, pero que a
veces
ofrecen mayor interés por el carácter o la ejecución.
Entre ellos se encuentran dos notables sepulcros, que
forman un solo
monumento y cuya armoniosa disposición y elegante contorno
sorprende a
primera vista y pertenecen a don Diego de Mendoza, conde de
Melito, y a su
mujer, doña Ana de la Cerda, personajes que desempeñaron un
papel muy
importante en el siglo XVI, con razón llamado de oro de las
letras y las
artes españolas. Antiguamente se encontraba en la iglesia del
convento de
Agustinos Calzados de Toledo; pero al derribar este edificio,
lo
trasladaron, no sin que sufriera algunas graves mutilaciones, a
la de San
Pedro Mártir, en una de cuyas naves se encuentra en la
actualidad.
En el convento de San Pedro Mártir, acaso el más grande,
rico y
espacioso de Toledo, se halla establecida la casa de
Beneficencia
provincial, y en su iglesia se ven reunidos numerosos y
curiosos restos
recogidos de diferentes ruinas, tales como sepulcros, lápidas e
inscripciones referentes a personajes notables y poderosos.
Cuando se penetra bajo sus bóvedas y se descubren por un
lado el
pendón que llevaba a los combates el famoso cardenal Mendoza,
también
traído aquí de otro templo, las mutiladas urnas sepulcrales de
los
próceres toledanos y las lápidas en que hablan de su poder y
sus títulos,
mientras por otro se ven arrodilladas acá y allá las infelices
criaturas
que viven de la caridad oficial, no puede menos de pensarse en
el extraño
destino de aquel inmenso edificio que, una vez abandonado por
sus
fundadores, ha venido a ser un doble asilo de las glorias del
pasado y de
la miseria del presente.

Apólogo
BRAHMA se mecía satisfecho sobre el cáliz de una
gigantesca flor de
Loto que flotaba sobre el haz de las aguas sin nombre.
La Maija fecunda y luminosa envolvía sus cuatro cabezas
como con un
velo dorado.
El éter encendido palpitaba en torno a las magníficas
creaciones,
misterioso producto del consorcio de las dos potencias
místicas.
Brahma había deseado el cielo, y el cielo salió del abismo
del caos
con sus siete círculos y semejante a una espiral inmensa.
Había deseado mundos que girasen en torno a su frente, y
los mundos
comenzaron a voltear en el vacío como una ronda de llamas.
Había deseado espíritus que le glorificasen, y los
espíritus, como
una savia divina y vivificadora, comenzaron a circular en el
seno de los
principios elementales.
Unos chispearon con el fuego, otros giraron con el aire,
exhalaron
suspiros en el agua o estremecieron la tierra internándose en
sus
profundas simas.
Visnú, la potencia conservadora, dilatándose alrededor de
todo lo
creado, lo envolvió en su ser como si lo cubriese con un
inmenso fanal.
Siva, el genio destructor, se mordía los codos de rabia.
El lance no
era para menos.
Había visto los elefantes que sostienen los ocho círculos
del cielo,
y al intentar meterles el diente, se encontró con que eran de
diamante; lo
que dice sobrado cuán duros eran de roer.
Probó descomponer el principio de los elementos y los
halló con una
fuerza reproductora tan activa y espontánea, que juzgó más
fácil encontrar
el último punto de la línea de circunferencia.
De los espíritus no hay para qué decir que en su calidad
de esencia
pura burlaron completamente sus esfuerzos destructores.
En tal punto la creación, y en esta actitud los genios que
la
presiden, Brahma, satisfecho de su obra, pidió de beber a
grandes voces.
Diéronle lo que había pedido, bebió, y no debió de ser
agua, porque
los vapores, subiéndosele a la cabeza, le transtornaron por
completo.
En este estado de embriaguez deseó alguna cosa muy
extravagante, muy
ridícula, muy pequeña; algo que formara contraste con todo lo
magnífico y
lo grandioso que había creado: y fue la humanidad.
Siva se restregó las manos de gusto al contemplarla.
Visnú frunció el ceño al ver encomendada a su custodia una
cosa tan
frágil.
Los hombres, en tanto, andaban mustios y sombríos por el
mundo,
ocultándose avergonzados los unos de los otros, cerrando los
ojos para no
ver a su alrededor tanto grande y eterno, y no compararlo
involuntariamente con su pequeñez y su miseria.
Porque los hombres tenían la conciencia exacta de sí
mismos.
-¿Queréis acabar de una vez con vuestros males? -les dijo
Siva-.
¿Queréis morir?
-Sí, sí -exclamaron todos en tumulto-. ¿Para qué queremos
este soplo
de existencia?
-Yo soy un estúpido, lo sé, y me avergüenzo de mi
barbarie- decía
uno.
-Yo soy deforme añadía el otro-, y me entristece el
espectáculo de mi
ridiculez.
-Y tenemos estas y estas faltas y aquellas y las otras
miserias
-proseguían diciendo los demás, enumerando el cúmulo de males y
defectos
de que entonces, como ahora, se hallaban plagados los hombres.
-Es cosa hecha -dijo Siva, viendo la decisión de la
humanidad entera.
Y levantó la mano para destruirla; pero, en aquel instante
se
interpuso Visnú.
-Esperad un día -exclamó dirigiéndose a los hombres-, un
día no más.
Voy a daros a beber un elixir misterioso. Si mañana, después de
haberlo
bebido, queréis morir, que vuestra voluntad se cumpla.
Los hombres aceptaron y Siva dejó su presa, refunfuñando
entre
dientes, porque conocía el ingenio y la travesura de su
competidor.
Visnú, que, efectivamente, era hombre, digo mal, era dios
de grandes
recursos en las ocasiones críticas, se las compuso de manera
que a las
pocas horas tenía ya hecho y embotellado su elixir, en tal
cantidad, que
tocó a frasco por barba.
Pasó la noche, durante la cual los hombres no hicieron
otra cosa que
sorber por la nariz aquella especie de éter mágico; y cuando
tornó a
brillar la luz, vino Siva de nuevo, a renovar sus proposiciones
de muerte.
Los hombres, al oirle, comenzaron por maravillarse y
acabaron por
reírsele en las barbas.
-¡Morir nosotros -exclamaron-, cuando un porvenir inmenso
se abre
ante nuestra vista!
-Yo -decía el uno- voy a conmover el mundo con la fuerza
de mi brazo.
-Yo voy a hacer mi nombre inmortal en la tierra.
-Yo a avasallar los corazones con el encanto de mi
hermosura.
Y así todos iban repitiendo:
-¡Morir yo que siento arder en mi frente la llama del
genio; yo, que
soy fuerte; yo, que soy hermoso; yo, que seré inmortal!
Siva no daba crédito a sus ojos, y unas veces le daban
ganas de
rabiar y otras de reír a carcajadas ante el espectáculo de tan
ridícula
transformación. En aquel momento pasaba Visnú a su lado y el
genio
destructor no pudo menos de dirigirle estas palabras:
-¿Qué diantres les has dado a esos imbéciles, que ayer
estaban todos
mustios, cabizbajos y llenos de la conciencia de su pequeñez, y
hoy andan
con la frente erguida, burlándose los unos de los otros,
creyéndose cada
uno cual un dios?
Visnú, con mucha sorna, y dándole un golpecito en un
hombro, se
inclinó al oído de Siva y le dijo en voz muy baja:
-Les he dado el amor propio.

La Ridiculez
LA ridiculez es un accidente moderno en la historia de las
costumbres.
Merced a sus revoluciones internas, los pueblos, como los
individuos,
suelen cambiar de temperamento más de una vez en su vida.
En estos cambios el virus social toma diversas formas para
manifestarse.
A nosotros nos ha tocado la manía de la ridiculez por
azote.
Antes de seguir hablando sobre la ridiculez, parecía
natural que
procediera a definirla exactamente.
Cansados de darle muchas vueltas al asunto cuantos han
tratado de
definir la gracia, han concluído por ponerse de acuerdo en que
es un no sé
qué inexplicable.
Y después de esta verdad inconcusa no se ha encontrado
definición más
exacta.
Pues hallo la fórmula, a ella me ajusto.
La ridiculez, como la gracia, es un no sé qué indefinible.
¿Quién sabe, si no, en qué consiste, cuál es su forma de
manifestación, dónde comienza, dónde concluye?
Se ha dicho, sin embargo, que la gracia es la luz de la
fisonomía.
Esto no es una definición, es una frase; pero la frase es
bonita y ha
hecho fortuna, lo cual prueba que, como las tortas, a falta de
pan, son
buenas las frases a falta de definiciones.
Puesto en este camino mi tarea se simplifica
extraordinariamente.
La ridiculez es una cosa horrible que hace reír.
Es algo que mata y regocija.
Es Arlequín que cambia su espada de madera por otra de
acero, asesina
con ella en broma y dice después a su víctima una bufonada por
toda
oración fúnebre.
Es Mefistófeles, con peor intención y menos profundidad,
que se burla
de todo lo santo.
Es Falstaf, menos filósofo y más raquítico, que
empequeñece todo lo
grande.
Se suele decir que un paso más allá del sublime está el
ridículo.
Esta es también una frase.
Tanto valdría afirmar que el agua del universo hay que
buscarla en la
tinaja de mi cocina.
El ridículo se encuentra un paso más allá del sublime,
porque se
encuentra un paso más allá de todo.
Y, lo que es peor, un poco más acá también.
Es un monstruo que nos tiene tendida una red inmensa y
oculta.
Un enemigo artero que se esconde detrás de nuestras más
sencillas
acciones, de nuestras palabras más inocentes, de nuestros
movimientos más
insignificantes.
Todos andamos temblando con el miedo de caer en su celada.
Todos vivimos con la angustia de Damocles y del Licenciado
Vidriera,
temiendo que se rompa el hilo que suspende el ridículo sobre
nuestra
cabeza y nos atraviese como con una espada o nos quiebre como
con un canto
caldo de una torre.
Y no es extraño este exagerado temor.
La ridiculez, como dejo dicho, es la muerte social.
Una muerte dolorosa y cómica por añadidura.
Contra este veneno se ha encontrado, no obstante, un
específico.
Pero en este caso sí que puede decirse que es peor el
remedio que la
enfermedad.
La ridiculez se cura con sangre.
Es preciso espantar si no se quiere hacer reír.
Una vez erizada la sociedad de estos escollos, los
hombres, como los
navegantes, debiéramos tener una carta hidrográfica para
navegar por sus
aguas sin peligro.
Yo sé, próximamente, lo que es bueno y lo que es malo.
Yo sé lo que se castiga y lo que se premia.
La religión tiene su catecismo.
La sociedad, sus leyes civiles y criminales.
Nadie conoce, sin embargo, el código de la ridiculez.
Nadie, aunque quisiera, podría atenerse a la ley escrita.
¿Cómo distinguirla, pues?
¿Cómo evitarla, si nada hay más elástico que su círculo de
acción?
Es ridículo desde el pobre diablo que lleva una levita de
hechura
atrasada, hasta el esposo a quien arrebatan su honor.
Quitad el desenlace a El médico de su honra y queda el
protagonista
en ridículo.
Dadle un fin trágico a El lindo don Diego y lo convertís
en un
personaje decoroso.
La teoría del ridículo, sentada sobre esta base, no
dejaría de ser un
tanto peligrosa.
¿En qué consiste, entonces, la ridiculez?
Entran en su dominio las lágrimas de sentimiento y la
hechura de
ciertos cuellos de camisa.
La turbación del amante y la manera de andar de ciertas
personas.
La sencilla franqueza del hombre honrado y tal o cual
corte de gabán.
Lo que he observado es que los bribones y los truhanes son
los únicos
que nunca se encuentran en ridículo.
Y, sin embargo, se dice que el ridículo es peor que la
muerte.
Y, sin embargo, el estar o no en ridículo es independiente
de nuestra
voluntad, porque nos puede poner el primero a quien se le
antoje.
Cuando se para mientes en estos absurdos de la vida, se
cree que la
lógica se ha hecho para entretenimiento de los escolares.
El sistema decimal hará uno, con el tiempo, los diversos
sistemas de
monedas, pesos y medidas del mundo.
Un idioma universal acabará, más tarde o más temprano, por
hacer que
todos los hombres se entiendan entre sí.
En las apreciaciones sociales nunca dejará cada uno de ver
las cosas
por un prisma diferente.
«Dadme un punto de apoyo -decía Arquímedes- y moveré el
mundo.»
Dadme una verdad social, digo yo, y, partiendo de ella,
las hallaré
todas, y daré, como Moisés, unas tablas de la ley, y haré de la
tierra un
paraíso.
Quizá por esta última razón estaremos condenados a
buscarla
eternamente sin hallarla nunca.

El pordiosero
Tipo toledano
EL estudio de las costumbres populares de un país ofrece
siempre
grande interés a las personas ilustradas. Ya se las mire bajo
el punto de
vista del arte, buscando en ellas lo mucho que tienen de
pintoresco, ya se
las considere como datos preciosos para construir el pasado,
del cual
guardan huellas tan visibles, nunca se encarecerá bastante la
atención con
que artistas, eruditos e historiadores deben detenerse a
analizar las
curiosas analogías que se hallan entre los tipos, los usos, los
trajes y
hasta las ideas de esas masas, que siguen de lejos y lentamente
el
movimiento de la civilización, con las de épocas apartadas
cuyos detalles
y rasgos característicos se suelen buscar inútilmente en
crónicas y
tradiciones.
Pero si siempre es de gran interés este género de estudio,
nunca lo
será tanto como momentos actuales, en que, espectadores de una
radical
transformación, sólo así podremos recoger la última palabra de
un modo de
ser social que desaparece, del que sólo quedan hoy rastros en
los más
apartados rincones de nuestras provincias, y del que apenas
restará mañana
un recuerdo confuso.
La irresistible corriente de las nuevas ideas nos empuja
hacia la
unidad en todo; los caprichosos ángulos de las antiguas
ciudades vienen al
suelo sacrificados a la línea recta, aspiración constante de
las modernas
poblaciones; los característicos trajes de ciertas provincias
comienzan a
parecer un disfraz fuera del obscuro rincón de la aldea; los
usos
tradicionales, las fiestas propias de cada localidad se nos
antojan
ridículas. Treinta años faltan al siglo XIX para concluir su
carrera; por
nuestra parte, creemos que en esos treinta años desaparecerá
por completo
lo poco que de este género existe y puede aún consignarse para
transmitir
su recuerdo a los que vendrán tras nosotros, y tal vez culparán
nuestra
incuria.
No nos falta la fe en el porvenir; cuando, juzgamos bajo
el punto de
vista del filósofo o del hombre político las profundas
alteraciones que
todo lo transtornan y cambian a nuestro alrededor, esperamos
que en un
término más o menos distante algo se levantará sobre tantas
ruinas; pero
séanos permitido guardar la memoria de un mundo que desaparece
y que tan
alto habla al espíritu del artista y del poeta; séanos
permitido sacar de
entre los escombros algunos de sus más preciosos fragmentos
para
conservarlos como un dato para la historia, como una curiosidad
o una
reliquia.
Reuniendo en las columnas de La Ilustración de Madrid
cuanto nos sea
posible allegar referente a monumentos, tipos, trajes y
costumbres de
nuestras provincias, creemos hacer algo de lo mucho que en este
camino
podría aún hacerse por nuestros artistas y escritores
contemporáneos.
El tipo que ofrecemos hoy, y que nos ha inspirado estas
líneas, viene
a corroborar la opinión que dejamos consignada. Merced a los
esfuerzos de
la beneficencia oficial y a los reglamentos de policía urbana,
las
poblaciones importantes de nuestro país se han visto libres de
la nube de
pordioseros que en tiempos no muy remotos llenaban sus calles.
El mendigo, cuya cabeza típica y pintorescos harapos
inspiró a más de
un artista fantásticas siluetas, se ha transformado, al
contacto de la
civilización, en el vulgar acogido de San Bernardino, con su
uniforme de
bayeta obscura y su sombrero de hule. Al imponerles la chapa y
la guitarra
a los que aún permanecen, merced a no sabemos qué privilegio, a
las
puertas de las iglesias, los han despojado de la originalidad y
multitud
de atavíos, lesiones, actitudes y arengas en que desplegaban su
inagotable
fantasía. La mendicidad, que se arrastra siempre en derredor
del fausto,
ha sido en ciertas edades el rasgo característico de la
sociedad española.
Desde el lisiado que pedía limosna a Gil Blas con el trabuco,
hasta el
sopista que seguía una carrera y llegaba a veces a los más
altos honores
mendigando las sobras de los conventos, nuestro país ha
ofrecido tipos de
pordioseros, tan numerosos y extravagantes, que ni Callot ni
Goya los
hubieran soñado.
Aplaudimos a la Administración, que hace esfuerzos por
remediar este
daño, poniéndonos en lo posible al nivel de los países de mayor
cultura;
pero, no obstante, nos gusta recoger las impresiones que guarda
el artista
de estos tipos tradicionales, y que hoy sólo en algunas
provincias pueden
estudiarse con toda su pintoresca originalidad. Tiene el arte
no sabemos
qué secreto encanto que todo lo que toca lo embellece. Entre
cien modelos
repugnantes y groseros, sabe, tomando un detalle de cada uno,
formar un
tipo que, sin ser falso, resulta hermoso. Mirado a través de
este prisma,
no hay asunto que no interese, ni figura que deje de ser
simpática.
En algunas de nuestras antiguas ciudades castellanas,
cuando la nieve
cubre el piso de las revueltas calles y sopla el cierzo
haciendo rechinar
las mohosas veletas de las obscuras torres, ¿quién no ha visto
inmóvil,
junto al timbrado arco de una vetusta casa solariega, la figura
de un
pordiosero que tiende al fin la descarnada mano para llamar a
la puerta,
cuyos tableros desunidos, grandes clavos y colosales aldabas
traen a la
memoria las misteriosas puertas de esos palacios deshabitados
llenos de
encantos medrosos de que nos hablan en los cuentos,?
La multitud pasa indiferente al lado de aquella escena; el
artista se
detiene, herido ante el contraste de tanta miseria junto a
tanto
esplendor; repara en la armonía de las líneas y en los efectos
del color,
se siente impresionado como ante un cuadro que pertenece a otra
época
diferente y ve una revelación de otro siglo y de otra manera de
ser social
en aquella tradición viva que entra a hablar a su alma por el
conducto de
los ojos.

La cruz de mayo
CON dificultad puede encontrarse un pueblo más apegado a
sus
tradiciones y costumbres que el pueblo de Madrid. Hablamos del
verdadero
pueblo. En Madrid hay dos grandes grupos de población: uno de
gente febril
e inquieta para la que no hay otro calendario que la Guía, ni
más oráculo
que la Gaceta Oficial; este grupo de gente oscila al compás de
los sucesos
políticos, vive en los círculos, en los cafés, en el salón de
conferencias, hace cola a la puerta de la tribuna del Congreso,
se
desespera en la antesala del ministro y lleva sus
preocupaciones a la
Fuente Castellana, su difícil digestión a los bufos o su ayuno
a los
bancos de los paseos públicos, donde encuentra lecho; ésta es
la gente que
vive en el mundo del negocio, de la aristocracia y de la
política; turba
dorada o miserable de banqueros, títulos, oradores, empleados,
escritores,
artistas, cesantes y vagos para los que no hay fiestas, ni
estaciones, ni
santos, ni apenas día y noche.
Hay otro gran grupo de menestrales, artesanos, de gentes
que viven de
esos oficios sin nombre o no viven de ninguno, que forma otro
mundo
social, el cual marca como un cronómetro el curso de las horas
y los días
del año, y enmedio de las mayores preocupaciones y de los más
grandes
transtornos se acuerda de la fecha de las verbenas, de los días
en que se
coge la bellota en el Pardo, cuándo florecen las lilas en el
Retiro, se
visitan los monumentos, se destripan las meriendas en el canal,
se celebra
el santo patrón, se conmemoran los mártires de la Independencia
o se
entierra la sardina.
El que ocasionalmente vive en Madrid, o aunque de asiento
en él, no
traspasa la barrera de ese, no sabemos si medio o cuarto de
mundo
cortesano que empieza en la Castellana y acaba en el Teatro
Real,
comprendiendo en su ámbito una media docena de calles, se
encuentra a
veces sorprendido por una mesa cubierta de un paño negro; sobre
la mesa
hay un crucifijo y dos velas, y al lado un hombre del pueblo o
un militar,
cuyo uniforme sólo se encuentra ya en los figurines de la
historia del
ejército. Aquellas figuras austeras que le piden en tono grave
una limosna
para las víctimas; aquella bayeta obscura y aquella cruz, le
dicen que ha
llegado el 2 de mayo. Él podría haberlo olvidado quizás; el
pueblo de
Madrid no lo olvida nunca. Pero pasan veinticuatro horas. El
cortesano
siente que le detienen suavemente por la manga del paletó y oye
una voz
dulce, una voz de niña: ¿Caballero, un cuartito para la Cruz de
Mayo?
Vuelve la cara y... el altar no ha desaparecido, pero a los
paños negros
sustituyen telas vistosas de mil colores, dijes y guirnaldas de
verdura.
La cruz está allí, pero sus descarnados brazos se han vestido
de flores y
alrededor de la mesa, rodeada de macetas y cubierta de paños
blancos y
encajes, forman como un grupo de muchachas bonitas.
La manecilla del reloj ha dado dos vueltas en el horario y
el pueblo
de Madrid, de la noche a la mañana, ha hecho, siguiendo sus
invariables
costumbres, aquella rápida transición.
La cruz de mayo es en la corte una contribución que no nos
atrevemos
a llamar voluntaria; con tal imperio la exigen sus lindas
comisionadas de
apremio.
A las más pequeñas cobradoras se las suele dar dos cuartos
y un beso;
a las mayores se las da los dos cuartos solos, aunque no
siempre por falta
de ganas de darles las dos cosas juntas.

Antigüedades prehistóricas de España


ANTES de dar a luz las notables Cartas prehistóricas con
que nuestro
querido amigo y colaborador don Manuel de Góngora viene a
prestar interés
a las columnas de La Ilustración de Madrid, nos ha parecido
oportuno decir
algunas palabras acerca del nacimiento y desarrollo de esta
nueva ciencia,
apuntando las nociones elementales que pueden facilitar en
cierto modo su
comprensión y dar idea, aunque ligera, de su importancia.
La aparición de la ciencia prehistórica, como todos los
grandes
desenvolvimientos de ideas, se ha venido preparando lentamente;
y mucho
antes de que formulara principios generales y recibiera nombre
gráfico ya
pudieron notarse las desviaciones del espíritu de investigación
de los
hombres científicos que, abandonando los senderos trillados,
habían de dar
lugar a su nacimiento.
La historia filosófica y grave, detenida en las fronteras
de la
fábula, pugnaba por ganar terreno en aquel campo misterioso,
personificando los mitos y buscando el origen de los dioses en
la
glorificación de los héroes.
El estudio de las razas, ensanchando el horizonte de las
edades,
traía a planos relativamente próximos las que ocupaban los
últimos
términos; y en pos de éstas, que entraban en el dominio de la
realidad,
iban apareciendo otras y otras, vagas y confusas, pero de las
que podía
presumirse que no eran aún las originarias.
Por este tiempo la geología se empeñaba en el inmenso
trabajo de
reconstruir los anales del globo, y nos hacía asistir a las
espantosas
convulsiones y las titánicas luchas de los elementos que lo
forman, hasta
decirnos cómo fueron apareciendo y modificándose la Flota y la
Fauna
primitivas.
Quedaba, sin embargo, por resolver una gran cuestión. ¿En
qué momento
aparece el hombre? En la duda, y ajustándose a las conclusiones
rigurosamente lógicas de su sistema, la ciencia negaba al
hombre hasta el
punto en que encontrara sus restos.
En medio de los primeros cataclismos, era natural que ni
aun los
buscase. Pero se producen las plantas y no se encuentra rastro
suyo; llega
el período de los grandes paquidermos, y tampoco. Se estudian
los
sedimentos de la transformación conocida con el nombre de el
diluvio, y, a
pesar de las más autorizadas tradiciones, la geología, no
encontrando sus
huellas, afirma que la raza humana es posterior a aquella gran
catástrofe.
La ciencia, separándose de este punto de la tradición, con
la cual
venía hasta allí como de la mano, no sospechaba que después de
un largo
rodeo debía encontrarla otra vez en su camino. En efecto, los
que estudian
al hombre como centro en derredor del cual gira todo lo creado,
como punto
culminante con el que se relaciona cuanto existe, presienten su
aparición
contemporánea de las razas de animales que han desaparecido, y
creen ver
sus huellas en los objetos de piedra toscamente labrada que se
hallan
diseminados por diferentes puntos del globo. No obstante, estos
objetos se
encontraban casi siempre en la superficie de la tierra o en
capas que no
probaban terminantemente su remota antigüedad. Al cabo se
descubren
algunos pedazos de sílex simétricamente cortados en terrenos
aún no
removidos y en yacimientos geológicos, que prueban la
existencia del
hombre coetáneo de los fósiles.
¿Pero debía caer al suelo todo un magnífico sistema, por
un pedazo de
piedra, con un corte o una depresión, al parecer obra de la
industria
humana? La generalidad se encoge de hombros ante aquella
prueba, mientras
los menos, concediéndola alguna más importancia, tratan de
explicar de
otro modo el hecho. Mas había llegado el momento de la
revelación
completa, y por último aparece el hombre fósil. Boucher de
Peters, el
infatigable sostenedor de esta teoría, el patriarca de la
ciencia
prehistórica, somete al examen del mundo científico la famosa
mandíbula de
las canteras de Moulin Quignon.
La prueba es decisiva y los refractarios sólo pueden poner
en duda la
autenticidad del objeto que la constituye. Acerca de este punto
de la
cuestión se traba una reñida contienda entre los sabios, que da
origen a
la especie de proceso científico que se resuelve por medio de
una reunión
de eminencias en diversos ramos del saber humano, presididas
por el
célebre Milne Ewards. Y en este punto se tocan las ventajas de
los
estudios y los sistemas, fundados en la observación de datos y
hechos
positivos. Acaso por la primera vez resulta un acuerdo general
entre
distintas y encontradas opiniones, que no pueden resistir a la
evidencia
al examinar un hecho concluyente sobre el terreno en que se ha
producido.
A partir de este momento, los apóstoles de la nueva
ciencia se
diseminan por diversos países y comienzan a hacer prosélitos.
Ya se fija
la atención en ella, se habla, se escribe y se estudia,
viniendo a coronar
estos esfuerzos, sancionando sus principios, el descubrimiento
de las
ciudades lacustres de Suiza, donde bajo las aguas de los lagos
se
encuentran restos de habitaciones, útiles, armas y objetos que
prueban la
existencia del hombre en cierto grado de civilización en una
época que los
cálculos geológicos no vacilan en remontar a cinco o seis mil
años de
distancia de la nuestra. Semejantes o parecidos descubrimientos
coinciden
con éstos, o los siguen muy de cerca, en Italia, Alemania,
Francia,
Escocia e Irlanda, y animados con sus triunfos los propagadores
de la
idea, celebran congresos, dan nombre de ciencia prehistórica a
aquel nuevo
linaje de estudios, y sientan los principios generales
dividiendo la época
primitiva en cuatro grandes períodos:
Megalítico o de la piedra tallada.
Neolítico o de la piedra pulimentada.
Del bronce.
Del hierro.
Refiriéndose a ellos, según de su estructura, su materia o
su
perfección se desprende, clasifican los diversos útiles y
objetos
encontrados, ya en las cavernas habitadas por las primitivas
razas, ya en
los bancos formados por acumulaciones de diferentes despojos,
en el fondo
de los lagos o en terrenos que movimientos sucesivos han
contribuido a
cambiar de posición respecto a la superficie.
La geología, la antropología y la arqueología, reuniendo
así sus
fuerzas, aspiran después de allegar los datos suficientes a
echar los
cimientos de una nueva historia. Como dejamos apuntado, todos
los países
han contribuido a esta empresa colosal, y el nuestro, aunque
uno de los
últimos a llevar su parte, no es por cierto el que menos ha
coadyuvado al
éxito.
Ya algunas personas ilustradas, que desde el fondo de su
gabinete
siguen el movimiento científico de Europa, habían hecho algunos
estudios
aislados; ya un profesor eminente había llamado la atención
hacia los
interesantes problemas que ofrece la antropología, cuando
apareció el
notable libro del señor Góngora, titulado Antigüedades
prehistóricas de
Andalucía, y con la aparición de este libro España se colocó a
una
decorosa altura.
En otros países la protección de los Gobiernos, los
esfuerzos de las
asociaciones y el generoso e ilustrado apoyo de los
particulares, había
permitido hacer estudios serios y dar a luz publicaciones
costosas. En
España, un hombre solo, sin otro impulso que el de su fe en la
ciencia, no
ha vacilado en sacrificar su modesta fortuna, primero en viajes
y
exploraciones, y después en la publicación de una obra que,
entre otros
méritos, tiene el de ser modelo acabado de tipografía y muestra
de lo que
respecto a libros ilustrados puede hacerse con elementos
puramente
nacionales.
El señor Góngora en este libro aporta nuevos e importantes
datos para
escribir la historia de las primeras razas que habitaron
nuestro suelo;
pinta con sencillez, pero con gran verdad y color, los
apartados lugares
que ha recorrido buscando las casi borradas huellas de los
primitivos
pobladores de las comarcas andaluzas, y, entre otras no menos
ignoradas y
curiosas, describe la Cueva de los Murciélagos, situada cerca
de Albuñol,
misteriosa y antiquísima necrópolis, en la cual tuvieron
sepultura más de
cincuenta cadáveres pertenecientes a épocas que traspasan el
límite
conocido de la historia.
El estudio de los cráneos y osamentas recogidos allí; la
descripción
y clasificación de las armas de piedra, utensilios de madera y
hueso,
vasijas de barro, restos de vestiduras y objetos de esparto
tejido, como
gorros, túnicas, bolsas y escudos, al que se reúne el hallazgo
de una
diadema de oro puro groseramente batido; adornos y ofrendas,
consistentes
en caracolas, colmillos de jabalí y cabezas de adormideras,
prestan a las
páginas del mencionado libro un interés que contribuye a
aumentar la
reproducción de muestras de una escritura desconocida
encontrada en la
Cueva de los Letreros, y noticias de cavernas, sepulturas,
túmulos,
dólmenes y recintos sagrados de un período tal vez posterior,
pero que se
enlazan en cierto modo con ese más obscuro y lejano cuyas
sombras trata de
disipar la historia. Como era de esperar, el libro del señor
Góngora ha
obtenido la más favorable acogida, y animado con el éxito a
proseguir la
empresa, nosotros podemos ofrecer a los lectores de La
Ilustración de
Madrid los nuevos trabajos y descubrimientos que han de servir
de base a
la segunda parte de su obra.
La importancia de estos trabajos en la época presente no
tenemos
necesidad de encarecerla. Hay en las ciencias períodos de
análisis y
períodos de síntesis. El que atravesamos pertenece a los
primeros. Hasta
aquí se ha escrito la historia de una sucesión de
individualidades,
dioses, reyes y héroes. Hoy se reúnen los datos para escribir
la del ser
colectivo que se llama humanidad. Sobre el abismo en que se
habían hundido
esas razas desconocidas sólo flotaban nombres; la historia,
sentada al
borde de ese obscuro abismo, tejía de fábulas maravillosas sus
narraciones, con la proverbial seguridad del mentir de las
estrellas. Pero
del seno de las sombras ha comenzado a surgir la luz, Nínive y
Babilonia
sacan la cabeza de entre las arenas del desierto; los pueblos
aborígenes
salen de las cavernas, se alzan del fondo de los lagos o
abandonan sus
túmulos; primero hemos interrogado sus cráneos, que no tienen
la lengua
para contestarnos; más tarde hemos encontrado respuesta a
nuestra
curiosidad en los enhiestos peñones que ostentan rastros de una
escritura
indescifrable como un enigma, pero que algún día encontrarán su
Champollion, como los geroglíficos de Menfis. Entretanto, los
mantenedores
de añejas teorías, los que se complacen en poblar de sueños los
últimos
confines de la historia, en la seguridad de no ser desmentidos,
pueden
decir, en presencia de los hechos que vienen a derribar sus
artificiosos
sistemas, lo que Macbet ante el espectro de Banquo:
«Antiguamente un muerto metido debajo de la tierra se
estaba allí
tranquilo. Hoy se rompen todas las leyes de la naturaleza para
que salgan
a atormentar a los que viven.»

Biblioteca de autores españoles


Poetas líricos del siglo XVIII
Colección formada e ilustrada por el excelentísimo Sr. D.
Leopoldo Augusto
de Cueto
LA Biblioteca de Autores Españoles acaba de enriquecerse
con un nuevo
tomo, primero de los que han de formar la colección de poetas
líricos del
siglo pasado.
Siendo el objeto principal de esta Biblioteca reunir en
volúmenes
económicos y manuables las obras de nuestros escritores y
poetas que
despiertan mayor interés, y que se hallan diseminadas en
diferentes
ediciones unas, y olvidadas, oscurecidas o inéditas otras, el
tomo que
acaba de ver la luz pública cumple de lleno su misión al
presentar
coleccionadas las producciones líricas de un período literario
tal vez el
más digno de estudio para los críticos, y seguramente el más
desconocido
de les aficionados a las letras.
La colección de estas poesías, en las cuales se refleja el
estado
político y social de España en el más triste período de su
decadencia y la
lucha del genio nacional vencido al cabo por los elementos
extranjeros que
todo lo desnaturalizaban, resultaría sin embargo un logogrifo
indescifrable para nosotros, si un concienzudo escritor no nos
condujese
como de la mano por entre el confuso laberinto de una época
que, a pesar
de su proximidad a la presente, o tal vez por lo mismo,
desconocemos casi
por completo.
Hombres ilustrados, así nacionales como extranjeros, han
hecho ya
particulares estudios acerca del siglo de oro de la literatura
castellana.
Posteriormente se ha trabajado con afán, y no sin éxito, para
trazar con
exactitud el cuadro de los esfuerzos intelectuales que en
siglos
anteriores vinieron preparando aquella magnífica explosión de
genio y
originalidad; faltaba el estudio filosófico y elevado de la
época de
decadencia que le siguió, y con la cual, como su derivación
inmediata,
debe tener la presente desconocidas y curiosas afinidades.
Para llevar a cabo esta empresa, por muchos conceptos
difícil, se
necesitaban requisitos que rara vez se reúnen en un mismo
hombre: la
diligencia y la tenacidad propias del erudito que persigue un
dato hasta
el más obscuro y empolvado rincón de una biblioteca y la
elevación de
miras y el criterio peculiares al que siguiendo las evoluciones
de la
crítica moderna sólo tiene en cuenta esos detalles para
generalizar,
buscando una síntesis filosófica.
El señor don Leopoldo Augusto de Cueto, encargado de tan
difícil
obra, con una flexibilidad de talento verdaderamente peregrina,
ha logrado
arrancar los materiales de la cantera, cortar los sillares y
levantar el
edificio. El bosquejo histórico-crítico de la poesía castellana
en el
siglo XVIII, que precede al tomo LXI no es, como ya ha hecho
observar otra
publicación, un mero bosquejo del asunto que su autor se
propone tratar;
más afortunado que aquellos otros braceros infatigables de la
inteligencia, a quienes sus pesquisas y hallazgos sólo permiten
señalar
nuevos derroteros al talento de los historiadores, el señor
Cueto entra en
ancho campo que descubre y lo agota bajo todos los puntos de
vista,
haciendo, no ya un bosquejo o introducción, sino un verdadero
libro, del
cual las poesías que le siguen no vienen a ser más que notas y
comprobantes.
Procediendo con el arte y el método de quien no desconoce
las
exigencias de la moderna crítica, el autor de este trabajo,
merced a un
profundo estudio de todos los elementos que lo constituyen, nos
presenta
el cuadro perfecto de la sociedad del siglo XVIII como fondo de
la escena;
después de agrupar los personajes secundarios, evoca los
actores que ha de
traer al primer término, y, dándoles vida, fisonomía y
carácter, nos
prepara perfectamente para poderlos comprender luego que,
puesto punto a
su historia, suelta la pluma, dejando que ellos hablen por
medio de sus
poesías.
De la severa imparcialidad con que juzga estas mismas
poesías,
sacando a unos autores del injusto olvido en que yacían
envueltos y
haciendo bajar a otros del pedestal en que una rutinaria
tradición les
había colocado, sólo podríamos dar exacta idea entrando en el
análisis de
un libro que ni su seriedad ni sus especiales condiciones
permiten juzgar
sin más sosiego y espacio del que nos es posible disponer en
este momento.

El café de Fornos
EL arte recibe siempre vida de su íntimo consorcio con los
hábitos y
las ideas del período que atraviesa. En otras épocas recibió
aliento y se
adaptó a la forma de la sociedad en que había nacido, y se
desarrollaba
traduciendo los símbolos cristianos, prestando su magia al
ostentoso culto
católico o enriqueciendo las severas estancias de los reyes y
los
magnates. Al desvanecerse aquella sociedad, que estribaba en
círculos
jerárquicos; al debilitarse en cierto modo la fe religiosa al
menos en
cuanto se refiere al culto externo, el arte entró en un período
difícil,
del cual todavía no ha salido por completo, aun cuando se ve el
camino que
ha de conducirle a otra manera de ser. En efecto, si bien
sustrayéndose en
cierto modo a las severas reglas estéticas a que un tiempo
vivió sujeto,
se observa en él la tendencia a generalizarse, apoderándose de
la
industria, multiplicando hasta el infinito los objetos que
produce y
descendiendo de la olímpica altura en que se mecía para
filtrarse por
todas las clases de la sociedad, a las cuales lleva como un
impulso
regenerador las nociones del buen gusto y la aspiración a lo
bello. Hasta
que esta revolución no se realice del todo, el arte moderno no
habrá
encontrado su verdadera fórmula.
El dibujo (1) que orfrecemos hoy del notable trabajo, obra
de nuestro
querido compañero y amigo el señor Vallejo, es una palpable
muestra de lo
que en este camino se ha adelantado en España. La elegancia de
la
composición, lo correcto de las formas, el gusto y la sencillez
con que el
autor ha sabido interpretar el pensamiento que preside a este
cuadro, lo
clasifican a primera vista entre las producciones que
satisfacen las más
delicadas exigencias; sin embargo, esta obra no va a realzar
con sus
contornos y colores la soberbia cúpula de un templo ni el
pórtico de un
palacio: su destino es más modesto, más popular; completa, o
mejor dicho,
es el punto de partida de la ornamentación de un café público.
¿Cómo se ha operado esta transformación en el país clásico
del arte
oficial, del arte conservado al calor de los poderosos o las
corporaciones? Vamos a echar una rápida ojeada sobre la
historia de los
cafés públicos en Madrid y el fenómeno quedará explicado.
El café desciende en línea recta de la botillería. ¿Quién
no recuerda
el carácter y la fisonomía de estos establecimientos
tradicionales, en que
sólo se hacía café para algún que otro raro aficionado, y se
servían
sorbetes en determinadas estaciones? La botillería era un lugar
de paso;
alguna manola, invitada por un majo de los que reprodujo Goya,
solían
entrar a refrescar, después de la corrida de toros en que
habían admirado
a Pepe Hillo; algún politicón rancio o tal cual poeta
confeccionador de
ovillejos entraban a leer el Mercurio o a departir acerca del
mérito de
las novedades teatrales antes de ir al corral de las comedias.
Las
personas algo encopetadas se hacían llevar a sus casas las
bebidas, las
noches de saraos, y la multitud no había adquirido la costumbre
de
pernoctar en los cafés. El mobiliario y el fondo de la
botillería se
armonizaba con sus concurrentes, como el fondo de un buen
cuadro con las
figuras que lo componen.
El cambio de sistema de gobierno trajo una revolución en
las
costumbres. La vida se hizo más exterior, nació la política, la
multitud
tomó parte en sus luchas, y, como no era posible la vida del
foro a
semejanza de Roma, surgió espontáneamente el café, sucursal
afortunado de
la plaza pública. La fama de Pombo y Lorencini se remonta a
esta época.
Más tarde fue creciendo el anhelo de sociabilidad, de esa
sociabilidad cómoda y barata que se realiza en estos
establecimientos, y
comenzaron a multiplicarse, y el espíritu de especulación se
fijó en el
negocio. Los veladores de mármol sustituyen a las mesas de
pino; el gas,
al aceite; las cortinillas de indiana dejan sitio a los grandes
portiers;
donde estaba el reloj de cuco y figuras de movimiento campea
una esfera
magnífica; el lujo no se detiene y llega a la prodigalidad; se
multiplican
las luces, se agrandan hasta la exageración los espejos; el
oro, casi en
profusión lastimosa, chispea por todas partes, unos, tratando
de
sobrepujar a los otros, llegan al límite extremo, porque no
cabe ya más en
esa senda de riqueza sobrecargada y de dudoso gusto. La
multitud sigue con
interés estas evoluciones; hoy admira un café nuevo, mañana
celebra otro;
pero de día en día son mayores sus exigencias. En este punto,
lo que
comenzó por necesidad vulgar de comodidades y ostentación, se
convierte en
exigencia de un gusto más delicado. El café de Madrid fue un
paso dado en
este camino; pero la diversidad de artistas que en su
decoración tomaron
parte y la falta de unidad en el conjunto, hacen que aquella
tentativa
fuese más digna de alabanza por la intención que por el
resultado.
Últimamente, al tratar de construir un café en la
magnífica casa que
ocupa el solar de las Vallecas, sus dueños han conseguido
superar cuanto
hasta aquí se ha hecho, uniendo al lujo material de la
decoración ese
refinamiento de lo rico, que sólo puede conseguirse merced al
arte, que a
todo presta un valor sin límites. Para conseguir este resultado
se ha
valido de artistas tan distinguidos como el señor Vallejo y los
señores
Terry y Busato, de quienes ya hemos tenido ocasión de ocuparnos
con motivo
de trabajos semejantes. Saliéndose del camino trillado en este
género de
obras, el señor Vallejo ha encontrado con rara fortuna la
fórmula de
llenar todas las condiciones de la pintura decorativa, tratando
asuntos
apropiados al destino del local. Los cuatro cuadros principales
y el
círculo que lo adornan, en los que se desenvuelve con claridad,
merced a
bien pensados grupos de figuras, las alegorías de el té, el
café, el
chocolate, los licores y los helados serían siempre verdadero
motivo de
alabanza por el esfuerzo de originalidad e ingenio que supone
armonizar
felizmente ideas tan vulgares con formas y efectos artísticos,
si ya por
la maestría de las composiciones, la pureza de los contornos y
la frescura
del colorido no fueran todos ellos verdaderas obras de arte,
dignas del
nombre de su autor, que aun en estos, para él fáciles trabajos,
deja
siempre marcada la huella del talento.
La elegantísima ornamentación estilo de Luis XV que
completa el
decorado de los salones, y en la cual sobre fondo blanco con
filetes,
florones y molduras de oro, lucen caprichosas grecas, cuadros
de paisaje,
pájaros y flores vistosas, está en perfecta armonía con la
distinción y
elegancia que reinan hasta en los menores detalles, y
constituyen un
trabajo que honra a sus autores, los señores Terry y Busato,
verdaderas
especialidades en este género.
Circo de Madrid
Decoración y escena del primer acto de Mignon
NO es preciso ser muy viejos para recordar la época en que
nuestros
teatros no tenían por todo recurso de aparato escénico más que
la
consabida baraja de decoraciones de palacio, calle corta, casa
pobre y
selva, con tres o cuatro trastos sueltos para transformaciones
tan
inocentes como la de La pata de cabra o Los polvos de la madre
Celestina.
Sobre este obligado fondo habían de destacarse las figuras de
los actores,
cuyo exiguo guardarropa inventarió con tanta gracia el
inimitable Fígaro
en uno de sus mejores artículos.
Cierto es que con tan pobres recursos todavía encontraba
el arte
medios suficientes para cautivar al auditorio, y los tiempos de
Máiquez,
Latorre y Romea serán siempre memorables para los amantes de la
escena
española. ¿Pero qué mucho que la musa trágica y cómica se
dignaran
descender al templo donde se les rendía culto con fe, ya que no
con
ostentoso aparato, si sobre cuatro tablas y al aire libre nació
el teatro
de Lope y Calderón y las tragedias de Shakespeare se
representaron
teniendo que decir en un cartel al comenzar cada uno de sus
actos: «Este
es el foro de Roma, el castillo de Ellingor o una plaza de
Venecia»? Lo
que faltaba al artificio escénico lo suplían la potencia de la
creación,
el talento de los intérpretes y el entusiasmo del público.
Al llegar a un período de decadencia para el teatro, y no
local, sino
que en mayor o menor escala se advierte en toda Europa, lo
accesorio se ha
sobrepuesto a lo substancial, y las otras artes que sólo debían
concurrir
como auxiliares a realzar la concepción del poeta, procuran
vestir de
hermosas apariencias el esqueleto de las modernas producciones.
Algo es
algo. En Francia, muy particularmente, alcanzan gran éxito, y
no sin
razón, obras cuyo principal mérito consiste en la profusión y
bondad de
las decoraciones, la propiedad y el lujo de los trajes y el
número y la
belleza de las figurantas. Ni tampoco en los teatros de
Alemania e
Inglaterra, donde poco notable se produce actualmente, desdeñan
estos
poderosos recursos para atraer la multitud y conquistar su
favor.
En nuestro país, después de flotar algún tiempo en el
limbo; después
de componernos del mejor modo que nos ha sido posible para
tener teatro,
resolviendo el difícil problema de interesar al público, sin
obras de
importancia, sin actores notables y sin aparato escénico,
comenzamos a
sentirnos arrastrados por la corriente general, exigiendo
también que al
menos, ya que no nos hablen al corazón, nos hablen a los ojos.
Algo es
algo, dijimos más arriba, al apuntar ligeramente el carácter
del
movimiento que se observa en la escena de otras naciones. Y, en
efecto,
por todos los sentidos se llega a la inteligencia; una obra
artísticamente
decorada y vestida con la propiedad y el lujo de detalles
propios de un
lugar o una época precisa, es casi una lección de historia, de
arqueología
e indumentaria. Además, el espectáculo de lo bello en cualquier
forma que
se presente levanta la mente a nobles aspiraciones. Yo, que
profeso esta
teoría, creo de todas veras que una mujer hermosa civiliza
tanto como un
libro. Sin querer, al contemplarla se buscan sus afinidades y
se encuentra
al cabo que la virtud es, en el orden moral, lo que en el
físico la
hermosura. Justo es, por lo tanto, que, procuremos animar a las
Empresas,
que comienzan a considerar las especulaciones teatrales bajo
este punto de
vista.
Al hacerse la revolución en el sentido indicado, el teatro
de la
Ópera italiana rompió la marcha. Todavía nuestra escena
nacional se
mantenía firme en sus trece de la selva, con follaje de verde,
de ventanas
de casa pobre, con la consabida estampa pegada a la pared, y
sus
aristócratas invitados a los grandes bailes con guantes blancos
de hilo y
manos que recordaban los que abren las portezuelas de los
coches, cuando
ya las obras de algunos maestros inmortales se habían visto
exornadas de
grande aparato en el coliseo de la plaza de Oriente. Aún
después de haber
perdido el nombre, nuestros clásicos corrales de las comedias
se han
resistido heroicamente a perder los hábitos y la hechura. Poco
a poco las
exigencias del público, la iniciativa de algunos inteligentes
actores y
las condiciones de artistas que realmente conocen el arte en
cuanto se
relaciona con la pintura escénica, han cambiado la fisonomía de
nuestros
teatros, ya exornando la sala con adornos y techos de color y
gusto, en
armonía con su destino, ya dando nuevo interés a la escena,
merced a las
decoraciones, la propiedad y la elegancia en los trajes, y el
escrupuloso
estudio de los accesorios.
Larga tarea sería el enumerar cuanto se ha hecho en este
camino, con
más o menos resultado; hoy se cumple a mi propósito, decir
algunas
palabras acerca del nuevo teatro establecido en el Circo de
Madrid, cuyo
activo e inteligente empresario y dueño, así sabe presentarlo
al público
como brillante hipódromo, como salón de conciertos o,
finalmente,
transformado en elegante y fresco teatro de verano, destinado a
dar a
conocer al público de Madrid las mejores producciones de la
ópera cómica
francesa, exornadas con el aparato y el lujo que son en París
uno de sus
rasgos más característicos.
Secundado en esta empresa por los pintores escenógrafos
señores Ferri
y Busato, cuyas obras se han aplaudido ya tantas veces, y
habiendo tomado
a su cargo la parte de composición y figuras que exornan la
sala un
artista tan reputado e inteligente como el señor Vallejo, no
hay para qué
decir que el señor Rivas ha conseguido lo que deseaba.
Los críticos musicales podrán discutir acerca del mérito
respectivo
de los cantantes que forman la compañía; el público podrá
dividirse en
encontrados pareceres sobre la oportunidad de este o aquel
género
importado de la nación vecina; pero todos convendrán en
aplaudir el
esfuerzo hecho para presentar la ópera francesa en condiciones
dignas de
un público ilustrado y de buen gusto, admirando muy
particularmente la
decoraciones que en La bella Elena, Los Mosqueteros de la Reina
y
últimamente en Mignon, hubieran bastado a conquistarle al señor
Ferri un
alto puesto entre los pintores escenógrafos de primera línea,
si ya no se
le hubieran alcanzado las muestras de fecundidad y talento que
ha dado en
obras anteriores.

El dos de mayo en Madrid


LAS páginas de nuestra historia contemporánea están llenas
de nombres
y fechas más o menos gloriosas, que en vano los diferentes
partidos
políticos se han afanado por perpetuar, decretan honor fiestas
nacionales,
para que un acontecimiento o una figura vivan con la vida de la
gloria,
que prolonga su existencia al través de las generaciones, no
basta un
decreto de la Gaceta o el acuerdo de una Cámara; es preciso que
hieran las
fibras del corazón del pueblo, que se graben en la memoria de
las masas y
que éstas se lo transmitan de padres a hijos, vistiéndoles, a
medida que
pasan los años, de esas galas de la imaginación, que
constituyen su
aureola, y son, por decirlo así, el origen de la leyenda.
El Dos de Mayo en Madrid reúne todas estas condiciones, y
por eso
basta citar esa fecha gloriosa para que el pueblo recuerde el
acontecimiento a que se refiere y los nombres y los más
insignificantes
detalles de los héroes que en él figuran.
Alguna vez se ha hablado de si es o no político
prolongarse el
recuerdo de una fecha que podría mantener vivo el espíritu de
odio entre
dos naciones vecinas. Las grandes virtudes excluyen las
pequeñas pasiones;
y el monumento del Dos de Mayo, por más que Nicasio Gallego
dijese de el
Altar eterno sea,
donde todo español al galo jure
rencor de muerte, que en sus venas cunda,
y a cien generaciones se difunda.

el Dos de Mayo, repetimos, más que un monumento de odio es ara


levantada
en honor del sentimiento de independencia, el más noble y el
más digno de
conservarse puro en un gran pueblo.
La cuestión ofrece, pues, muchos puntos de vista, y no es
seguramente
el menos ilustrado el de los que desean se conserve la
costumbre de
conmemorar en ese día los nombres de las ilustres víctimas que
derramaron
su sangre por el amor de la patria. Ni aunque se acordase
quitar a esta
ceremonia todo lo que puede tener de oficial, el pueblo de
Madrid
olvidaría esta fecha. Acaso faltaría a la solemnidad el aparato
de las
Corporaciones que a ella concurren, el del Ejército, que
contribuye a su
ostentación con su presencia y la anuncia con el estampido de
los cañones;
pero el pueblo de Madrid, que sabe de memoria la triste y
gloriosa
relación de aquellos acontecimientos, recorrería mañana como
hoy esa
especie de víacrucis, cuyas estaciones recuerdan cada una el
nombre de una
víctima, repitiendo a sus hijos: este es el parque de
Monteleón, teatro de
la hazaña de nuestros padres; en aquel pequeño cementerio de la
Moncloa
duermen el sueño eterno los que cayeron bajo el plomo de los
invasores en
la montaña del Príncipe Pío; junto a ese muro fusilaron un
grupo de
patriotas; allí reposan las cenizas de los improvisados jefes
del
movimiento; ¡esta es, en fin, la casa de Daoiz! Y una corona de
siemprevivas puesta por una mano ignorada sobre la tumba de los
héroes; un
paño negro y una cruz, altar improvisado en el histórico rincón
de una
calle; una rama de ciprés suspendida de las humildes tapias de
un
cementerio, encontrando, como encontrarían siempre, eco
profundo en la
masa popular, valdrían tanto como las más ostentosas ceremonias
oficiales,
siempre vanas y frías, cuando no responden a un sentimiento
que, sin
distinciones de partidos, vive en el corazón de todo el país.

Tipos de Ávila
LA famosa romería de la Virgen de Lourdes, cuya pintoresca
ermita se
encuentra situada a una media legua de la ciudad de Ávila,
reúne en el
espacioso atrio que sirve de ingreso al templo multitud de
gentes de todas
clases y condiciones, venidas de diferentes pueblos de la
provincia.
Como puede calcularse, esta gran reunión de personas,
entre las
cuales domina siempre el elemento popular, ofrece al estudio
del
observador multitud de tipos y trajes, a cual más variados y
curiosos.
Sin embargo, que casi todos ellos ofrecen alguna
particularidad
notable, se puede, desde luego mencionar, como uno de los más
llamativos,
por su originalidad y carácter propio de aquella provincia
castellana, el
de las labradoras del valle de Amblés.
El sombrero de paño y anchas alas, adornado de flores
contrahechas,
ramilletes de siempreviva, galón de seda y vueltas de alfileres
con
cabezas de colores; el sencillo jubón negro sobre el cual
campea el
pañuelo blanco bordado y guarnecido de encaje; el airoso
guardapiés
amarillo franjado de rojo; la media encarnada o negra, según
que la dueña
sea casada o moza; el zapatito bajo con moño de colorines o
hebillas de
plata, todo lo que compone su extraño atavío, forma un conjunto
tan
pintoresco, que bastaría por sí solo a llamar la atención del
más
indiferente en materias de arte, si ya no la llamara de manera
tanto o más
poderosa la picaresca gracia y la gentileza y donaire de las
mujeres que
lo lucen.
El tipo de las labradoras avilesas no es seguramente un
dechado de
perfecciones clásicas, ni nada hay más distante que su
expresión y sus
contornos de las formas aéreas de la mujer sílfide, producto de
la
civilización: su nariz, ligeramente remangada; sus ojos vivos,
negros y
pequeños; sus labios que parecen guindas; su tez dorada como el
trigo; su
talle apretado y sus caderas redondas, realizan el ideal de la
muchacha
bonita de aldea, limpia, hacendosa y alegre, que huele a
tomillo y
mejorana.

Tipos de Soria
LA falta de fáciles comunicaciones y la escasa noticia que
generalmente se tiene acerca de las particularidades de la
provincia de
Soria, son en primer término la causa de que rara vez la
visiten los
artistas y viajeros. No obstante, así en monumentos de arte,
como en
costumbres, trajes y tipos, guarda esta olvidada provincia un
verdadero
tesoro, que pronto desaparecerá sin que de él quede rastro, si
antes no se
procura consignar, ya en el lienzo, en los libros especiales o
en
publicaciones ilustradas.
En los aldeanos de Fuente Toba llaman en primer término la
atención
el coleto de paño burdo y la alta montera, tan común en otras
provincias,
y que en Castilla sólo se encuentran en algunas localidades. El
corte de
jubón, y el manteo ceñido de las muchachas recuerdan la moda de
los siglos
medios, en que se procuraba deprimir el pecho de las mujeres,
hasta el
punto de hacerle casi desaparecer, como se observa en las
esculturas,
iluminaciones y tablas de aquella época.
La capa blanca del pastor de Villaciervos, es una prenda
de las menos
comunes, y, sin duda, la que más recuerda el origen árabe. En
los
bajorrelieves de un curioso edificio bizantino de Soria (San
Juan del
Duero) se observan, entre otras, varias figuras de pastores en
el acto de
adorar al Niño Dios, y casi todas ellas llevan la
característica capa
blanca de capucha. Estos bajorrelieves son próximamente de
principios del
siglo XII o fines del XI, época en que no hacía mucho la
provincia había
dejado de pertenecer a los árabes.
En cuanto al leñador que viste una cumplida dalmática de
manga suelta
y deja aún flotar sus cabellos sobre el hombro, recortándolos
en forma de
fleco sobre las cejas, con la barba crecida y fosca, calzado de
abarcas de
cuero cuyos cabos suben dando vueltas hasta la mitad de la
pierna, y con
el hacha sujeta a la cintura por un cinturón de cáñamo, se
tendría el tipo
más general del hombre del pueblo español en diferentes
períodos
históricos. Recuerda la gente bracata de los celtíberos, que
con tanto
denuedo pelearon en Numancia, junto a cuyas ruinas viven. Trae
asimismo a
la memoria el tipo del siervo godo y el del plebeyo castellano
de la Edad
Media. El pintor de Historia que, dejando a un lado los modelos
académicos
y vulgares, se empapase en el carácter de estos tipos, ganaría
mucho bajo
el punto de vista de la verdad y belleza de sus cuadros.
En el discurso de la publicación de nuestro periódico
tendremos
tiempo de ocuparnos de la provincia de Soria, dando a conocer
algunos de
sus más notables monumentos de arte, entre los cuales los hay
de gran
interés y completamente desconocidos, al par que trazaremos
cuadros de las
antiquísimas y tradicionales costumbres que aún se conservan en
la capital
y en muchos de los pueblos de la provincia.
De este modo, y haciendo extensivo este género de estudios
a las
diversas localidades de España, procuraremos llenar el vacío
que se nota
por falta de una publicación especial destinada a recoger tan
curiosos
datos.

Mayólica del siglo XVI


LA industria que dio origen al desarrollo y
perfeccionamiento que
alcanzó en Italia la fabricación del género de loza conocido
generalmente
con el nombre de mayólica, tuvo su origen en nuestro país,
durante el más
brillante período de la dominación sarracena.
Sabido es que los árabes, cuya civilización especial, y
muy
particularmente en lo que toca a nuestra Península, aún no se
ha estudiado
bien, fueron hábiles e ingeniosos alfareros. En las muestras
que nos han
dejado de tierras cocidas y bañadas, ya en forma de jarros,
fuentes y
platos, como en sus inimitables azulejos, puede decirse que se
encuentran
los gérmenes de la fabricación de estos productos de la
industria
cerámica, que más tarde, y al desenvolverse en Italia bajo la
influencia
de los grandes artistas del siglo XVI, adquirieron formas tan
hermosas,
enriqueciéndose en estructura y color hasta el punto de
constituir las que
hoy se conservan verdaderas joyas, dignas de estimación, no
sólo por su
antigüedad, sino por su mérito indisputable.
No cumple a nuestro propósito detenernos a referir cómo se
importaron
a Italia las primeras muestras de esta industria, merced a la
pasajera
irrupción de los pisanos en la isla de Mallorca, célebre a
mediados del
siglo XII, en que tuvo lugar este acontecimiento, por sus
muchas y
renombradas alfarerías. Bástanos consignar que los
etimologistas dan este
origen al nombre de mayólicas, o mallorquinas, con que han
llegado hasta
nosotros sus productos.
Tampoco entraremos a detallar las vicisitudes por que
pasaron las
mayólicas durante la Edad Media, hasta que en la mitad del
siglo XVI, en
la famosa fábrica de Urbino, llegaron al más alto grado de
perfección, no
tanto en los esmaltes y barnices, que en algunas otras fábricas
se
empleaban muy superiores, como en la forma y ornato que
constituyen su
especialidad. Aun los más sabios coleccionistas dudan a menudo
de la
procedencia fija de las mayólicas, subdividiéndolas para su
clasificación
y orden, en épocas, escuelas y grupos; pues si bien es verdad
que algunas
ostentan las marcas de fábrica o de sus autores, éstas no
suelen ser
siempre las mismas, y hasta respecto de las contraseñas e
iniciales reina
extraordinaria confusión, equivocándose a menudo con las de
otros que
habitaron diferente localidad y pintaron en diversos tiempos.
No obstante, la carencia de datos que origina dudas en los
que
proceden de buena fe, es costumbre general referir aquéllas en
que más
directamente se nota la influencia de la escuela de Rafael, a
la famosa
fábrica de Urbino; no faltando quien se enorgullece, creyéndose
posesor de
mayólicas trazadas y pintadas por no de aquel grande artista.
La crítica juiciosa no ha admitido, y con razón, esta
especie como
cierta. Aunque la valentía y corrección con que están trazadas
las figuras
que adornan ciertas mayólicas, y la grandiosidad y disposición
del asunto
de sus cuadros pudieran hacer sospechar que habían tomado parte
en ellas
pintores de profundos conocimientos y fama, esta particularidad
se explica
sabiendo que, durante su mejor período, se modelaron y pintaron
conformes
a dibujos obra de Rafael y de algunos de sus mejores discípulos
y
continuadores, entre los que debemos mencionar muy
particularmente al
célebre Marco Antonio.
La mayólica que se conserva en el Museo Nacional de
Escultura de
Madrid es sin duda de las obras más notables en su género,
hasta el punto
que, si alguna pudiera suponerse obra de Rafael, ésta es desde
luego la
que más condiciones reúne para justificarlo. La elegante
disposición del
contorno, la corrección del dibujo y las grandiosas formas de
las
caprichosas figuras que la embellecen, la gracia y la ligereza
de las
figurinas y adornos que componen el grotesco de la orla, junto
a la
magistral composición del asunto que llena el fondo, nos hacen
presumir
que pertenece al número de las que se produjeron en el más
brillante
período de la fábrica de Urbino, con arreglo a dibujos y traza
de Marco
Antonio, de cuyas obras tiene toda la belleza y el carácter.
Esta magnífica mayólica, que, según dejamos dicho, se
guarda con gran
estimación en el Museo Nacional de Escultura, estuvo hasta no
hace muchos
años en la botica de la Real Casa, dedicada a los servicios
usuales en
esta clase de establecimientos. El inteligente artista y pintor
de cámara
don José Madrazo, que tan activa, parte tomó en la formación de
nuestros
Museos, la sacó del sitio en que permanecía olvidada y
desconocido su
mérito, para colocarla donde hoy sirve de admiración y
enseñanza, no sólo
a los aficionados a este género de obras, sino a cuantos
entienden algo de
arte y pueden apreciar en lo que valen las condiciones de
elegancia y
corrección que reúne.

Escenas de Madrid
- I -
La horchatería
TODOS los comercios, todas las industrias y oficios tienen
sus
alternativas; sus buenas y malas épocas. Hasta la literatura
sigue estas
oscilaciones; pues, según el don Eleuterio de Moratín, las
comedias, como
los besugos, varían de precio en verano.
El quid de la dificultad consiste en encontrar algo que
pueda
adaptarse a todas las situaciones y temperaturas, o aliar de
tal modo dos
o más comercios que alternen según la estación del año. Y este
difícil
problema lo han resuelto en Madrid los valencianos, que en
invierno nos
abrigan los pies con las esteras, y durante el estío nos
refrescan el
estómago con la horchata.
En el almacén de felpudos y esteras de esparto está el
despacho de
horchata de chufas y agua de cebada y limón, como la mariposa
dentro de la
crisálida. Durante el invierno, se le ve obscuro y frío, con
las paredes
vestidas de rollos de pleita, y un valenciano de cara fosca que
ajusta su
mercancía con los criados de la casa, los porteros de las
oficinas y las
amas de huéspedes, sus ordinarios marchantes; pero, pasa la
primavera, se
acentúa el verano, la mariposa rompe su cárcel y se transforma
el
establecimiento.
A las esteras de color sombrío, suceden las de paja color
de oro,
rojas y verdes, colocadas con arte y simetría. El portal se
engalana con
las tradicionales cortinas de percal encarnado con rauda
blanca; se
multiplican las luces, salen de no sé dónde las mesas blancas y
redondas;
ocupa su trono la enorme garrapiñera, y el valenciano huye al
fondo de la
tienda para dejar paso a tres o cuatro lindísimas valencianas
pálidas,
morenas, y de grandes ojos negros, que templan y previenen el
excesivo
enfriamiento que pudiera producir el abuso de la horchata.

- II -
La plaza Mayor
TEATRO de grandes acontecimientos políticos, de fiestas y
ceremonias
públicas, la plaza Mayor de Madrid tiene una larga e
interesante historia,
demasiado conocida para que nosotros nos detengamos a trazar de
nuevo sus
páginas. El pincel y el buril nos han ofrecido también en
diversas épocas
los rasgos de su particular fisonomía, ya se levantara en su
ámbito el
cadalso para la ejecución de un poderoso valido, ya coronaran
sus arcadas
las damas y galanes, espectadores de una fiesta real, u ocupara
los
estrados y graderías el imponente Tribunal de la Inquisición,
en algunos
de sus famosos autos de fe. El siglo XIX, que no se encontraba
bien
moviéndose dentro del círculo severo de arcos y edificios de
altas torres,
con chapiteles de pizarra obscura, trasunto fiel de la triste
época a que
se debe la última reedificación de esta plaza, creó la Puerta
del Sol, en
un principio estrecha e irregular, pero llena de movimiento y
vida, que
forman contraste con el abandono en que desde este punto quedó
aquel
histórico recinto.
Como un recuerdo de su grandeza pasada, aún en las últimas
bodas
reales se jugaron cañas y se corrieron toros donde hoy
admiramos más bien
que la belleza de la estatua de Felipe III, el inconmensurable
abdomen del
caballo que la sustenta, por sólo esta particularidad famoso;
pero el
Municipio, comprendiendo al fin que la romántica y caballeresca
historia
de este sitio había llegado a su término, lo ha embellecido con
jardines,
fuentes y asientos, entregándolo en esta forma a la explotación
de los
soldados, amas de cría y niñeras, sus habituales concurrentes.
Pozo árabe de Toledo
(2)
EL POZO cuyo dibujo pueden ver los lectores de LA
ILUSTRACIÓN en sus
columnas es un precioso ejemplar de los productos de alfarería
de los
árabes toledanos.
En la calle de San Ildefonso, y próximo a la capilla
levantada sobre
el mismo terreno, en que es tradición vino al mundo el célebre
arzobispo
de Toledo, hay un pequeño jardín hecho sobre el solar de una
antigua casa.
En el extremo de este jardín existía, desde hace mucho
tiempo, un
pozo cuyo informe brocal presentaba el aspecto de un mal
trazado círculo
de ladrillos revestido de argamasa obscura. Al tratar de
destruirlo,
apareció debajo de la grosera corteza que lo envolvía el que es
objeto de
nuestra ilustración, que por su sencillez y elegancia
constituye un
ejemplar digno de estudio del arte árabe español.
Este hermoso brocal es de tierra roja cocida y bañada, y
su adorno lo
forman dos grecas, por entre las cuales corre rodeándole una
magnífica
inscripción en caracteres cúficos ornamentales. La inscripción
y la greca
son verdes y destacan por el color y el alto relieve que
presentan sobre
el fondo blanco del brocal.
Escrupulosamente copiada, damos aparte la inscripción con
un doble
objeto: el de que los orientalistas la estudien y la traduzcan,
si es
posible, toda vez que ya algunos verdaderamente dignos, de este
nombre a
quienes hemos acudido, hallan bastante difícil la empresa, y el
reproducir
un hermoso modelo de caracteres cúficos empleados en la época
que
podríamos llamar clásica de la arquitectura árabe española, de
los cuales
se encuentran raras inscripciones, no recordando nosotros
ninguna en que
sólo la letra, sin combinarse con otros extraños, a su
configuración,
forme un adorno tan rico, tan elegante y completo.
El señor don Francisco Hernández, vecino y propietario de
Toledo, y
dueño del jardín en que hasta ahora ha existido el pozo que
nosotros hemos
tenido ocasión de copiar en el mismo punto donde se encontró,
lo ha
regalado últimamente al Museo de aquella ciudad, dando así una
prueba de
generoso desprendimiento y de amor a las artes.

A la memoria de Miguel de Cervantes


LARGO tiempo se han buscado con verdadero afán los restos
mortales
del autor del Quijote. Sabíase que en cumplimiento de una de
sus últimas
disposiciones habían sido sepultados en el convento de monjas
Trinitarias
de Madrid; pero en vano corporaciones y particulares han
practicado en
diferentes épocas las diligencias más exquisitas, a fin de
conocer el
preciso lugar de su enterramiento.
Al agitarse recientemente la idea de erigir un panteón
nacional que
guardase los despojos de nuestros varones más insignes en
ciencias, armas
y letras, los entusiastas y numerosos admiradores del
incomparable
escritor a quien debe España la más brillante de sus glorias,
tornaron a
buscar datos, inquirir noticias y practicar diligencias para
dar con su
ignorada sepultura; más todo fue asimismo inútil.
Sabiendo, como de ello se tiene certidumbre, que yace en
las bóvedas
de la iglesia de Trinitarias, lo natural era dejarse de
infructuosas
pesquisas, considerar el templo todo como tumba apenas bastante
a contener
tan inmensa gloria, y colocar en sus muros un epitafio.
Esto es lo que ha hecho la Academia de la Lengua,
mereciendo bien de
cuantos se complacen en ver honrados, aunque tarde, la virtud y
el
talento.
Encargado el distinguido escultor don Ponciano Ponzano de
ejecutar
esta obra, pobre tributo que una corporación literaria, la cual
cuenta con
limitados medios, rinde al autor de El Ingenioso Hidalgo, ha
sabido reunir
la sencillez a la nobleza de las formas y proposiciones,
dándole con gran
arte, a una modesta lápida la importancia que requiere cuando
ésta se
dedica a conmemorar tan famoso nombre.
Este monumento se inauguró asistiendo al acto la Academia
de la
Lengua en corporación y gran número de literatos y personas
distinguidas
entusiastas admiradores de Miguel de Cervantes Saavedra.
Nosotros, que de
todas veras nos asociamos al pensamiento de la Academia,
rendimos en estas
líneas un tributo de admiración al gran novelista, y damos
nuestros
plácemes a la corporación literaria.
NOTA DEL RECOPILADOR.-Este artículo se publicó acompañado
de un
dibujo de Valeriano Bécquer.

Octava del Corpus en Sevilla


Los seises de la iglesia catedral
LA ciudad de Sevilla se ha hecho justamente célebre por el
fausto y
la grandeza con que solemniza las festividades religiosas. Ya
en el siglo
XVI la llamaba el autor del Quijote «Roma triunfante en ánimo y
riqueza»,
y posteriormente la han confirmado digna émula de la capital
del orbe
católico cuantos han tenido ocasión de asistir a alguna de sus
fiestas
clásicas. Entre éstas han sido objeto preferente de alabanza,
así de
propios como extraños, las cofradías y oficios de la Semana
Santa; pero en
nuestro juicio tiene más carácter y responde mejor a las
costumbres de sus
habitantes y a la fisonomía especial de la población la
festividad del
Corpus; toda luz, flores, perfumes y galas en las calles; toda
majestad,
riqueza y armonías en el templo.
Aun cuando indudablemente ofrecería gran interés, no entra
hoy en
nuestro ánimo ocuparnos detenidamente de todos los pormenores
de sus
ceremonias, sino fijarnos en uno de sus más curiosos detalles,
apuntando
ligeramente algo de los famosas bailes de los seises, cuyos
ricos trajes,
graciosas contradanzas y concertadas voces maravillan y
suspenden a
cuantos asisten a la Octava.
Que estos bailes son recuerdos de las características
contradanzas y
representaciones que en lo antiguo tuvieron lugar en los
templos como
parte del culto católico, bien claro se ve a poco que se
estudien.
Sin embargo, cuando se creó este coro de cantores
especiales,
conocidos en otra época con el nombre de los niños cantorcicos,
no puede
decirse, aunque sí que se remonta a muy lejana fecha, toda vez
que en
documentos pertenecientes al siglo XV se habla ya de ellos como
de cosa
establecida.
Varias veces los prelados han creído poco conveniente a la
majestad
del culto las danzas de los seises, dándose ocasión a diversas
cuestiones
con el capítulo. Es fama que para ultimar una de ellas
pendiente de la
resolución del Pontífice, el cabildo envió a Roma los
cantorcicos
acompañados de su maestro, a fin de que en presencia del que
había de ser
juez de la causa ejecutasen el baile objeto de la censura
arzobispal.
Bailaron los seises tañendo las castañuelas de marfil y
entonando sus
armoniosos coros, y de tal modo lo hicieron, que, prendado el
Pontífice de
la majestad y compostura de la danza y el agradable concierto
de las
voces, no sólo dispuso continuaran como hasta allí, sino que
confirmó
nuevamente el privilegio que gozan aún de bailar con la cabeza
cubierta
por el sombrerillo delante del Santísimo Sacramento de la
Eucaristía.

La Semana Santa
Una cofradía de penitentes en Palencia
La mesa de petitorio en Madrid
TODAS las ceremonias religiosas del culto católico se han
revestido
en España de un carácter peculiar del país. Las de la Semana
Santa, en que
los fieles conmemoran la Pasión y Muerte del Rendentor de los
hombres,
son, sin embargo, las que, por su índole grave y su solemne y
dramático
asunto, se han prestado más a ser representadas con ese lujoso
e imponente
aparato, propio para herir y exaltar la imaginación de un
pueblo más
impresionable que reflexivo.
El transcurso del tiempo, debilitando por una parte el
fervor
religioso y modificando, por otra las costumbres, ha
contribuido
poderosamente a borrar en algunos puntos los vestigios del
pasado,
haciendo desaparecer mucho de aquello con que la piedad de los
fieles
reunidos en corporaciones parece como que añadía un comento con
sus puntas
de teatral y profano a los ritos siempre solemnes y graves de
la Iglesia.
No obstante, basta fijarse en las diferencias que se notan
durante esta
época entre los centros de mayor movimiento y vida y los que
siguen
lentamente la evolución social y política moderna, para conocer
que esta
transformación tardará mucho en operarse por completo, aunque
esté
iniciada y se vea claro el camino que ha de recorrer antes de
llegar al
fin que se propone.
La Cofradía de Penitentes en Palencia y la Mesa de
petitorio en
Madrid, señalan los dos puntos más culminantes del estudio que
se podría
hacer sobre este particular, no ya somera y ligeramente en las
columnas de
un periódico, sino concienzuda y detenidamente en las páginas
de un libro.
La cofradía es la escena fantástica de un drama conmovedor
y
terrible; la mesa de petitorio un cuadro de costumbres
elegantes y
modernas. En la una el natural ofrece contrastes de luz
vigorosos y
siluetas extrañas como las que sólo se contemplan en la visión
de un
sueño; en la otra, todo entra en el dominio de la vida mal y es
conocido y
visto.
El diverso carácter de dos épocas muy distintas se revela,
al
aproximarlas, al menos dado a sacar este género de deducciones
del estudio
de las costumbres. La exaltación religiosa, en la que trae su
origen de
siglos pasados, sólo se propone reavivar la memoria del
sangriento drama
de la Redención del mundo, imponer con la representación de sus
terribles
escenas vestir con formas inusitadas y solemnes que han de
infundir terror
y piedad y pasmo, la idea cristiana, cuya expresión más genuina
era la
catedral con sus líneas extrañas, sus sombras y su misterio.
Un propósito santo, pero más calculador y positivo, en
armonía con la
índole de la época actual, utiliza hoy en provecho de la
miseria la piedad
de los fieles, y la caridad, siempre ingeniosa, no sólo pone en
estos días
a contribución en las mesas de petitorio el impulso del alma
compasiva,
sino que hace pagar tributo a los mismos vicios y ridiculeces
sociales
como el orgullo, la vanidad o la moda.

RIMA
Fingiendo realidades
con sombra vana,
delante del Deseo
va la Esperanza.
Y sus mentiras
como el Fénix renacen
de sus cenizas.

RIMA
Una mujer me ha
envenenado el alma,
Otra mujer me ha envenenado el cuerpo;
Ninguna de las dos vino a buscarme,
Yo de ninguna de las dos me quejo.
Como el mundo es redondo, el mundo rueda.
Si mañana, rodando, este veneno
Envenena a su vez, ¿Por qué acusarme?
¿Puedo dar más de lo que a mí me dieron?

NOTA.-Esta rima, lo mismo que la anterior, están copiadas del


manuscrito
original del libro que el poeta pensaba publicar con el título
de LIBRO DE
LOS GORRIONES.-Colección de proyectos, argumentos, ideas y
planes de cosas
diferentes que se concluirán o no, según sople el viento. 1868.
Para este
libro escribió Bécquer la Introducción que luego apareció al
frente de sus
obras completas y que él tituló Introducción sinfónica.

Volumen II

Prólogo
INFATIGABLES en nuestra labor de sacar de la obscuridad y
el olvido
toda la obra de Bécquer, que hasta hoy estaba perdida en viejos
periódicos
y en archivos particulares, damos a la luz este segundo
volumen, que tiene
el doble interés de darnos a conocer un nuevo aspecto del
poeta: Bécquer,
crítico literario y político. Hay en las «Revistas» que
semanalmente y
casi durante un año publicó, páginas tan espontáneas y jugosas,
que
Fígaro, príncipe de los críticos, hubiese firmado con orgullo.
También publicamos, con otras de sus primeros tiempos, una
poesía que
el poeta hizo para encabezar con ella sus rimas, y que dedica
«A Elisa».
¿Quién sería esta Elisa, para la que su inspiración soberana
tejió un
collar de rimas inmortales?
Invisible para tus visionarias pupilas, ¡oh, poeta
dolorido!, la
pálida vampiresa siempre caminaba a tu lado. Su marfileña y
fría mano
acariciaba tu romántica melena y sus labios exangües siempre
tenían un
beso, largo y silencioso para tu frente. Beso insaciable que
iba
absorbiendo poco a poco el aroma de tu rosa interior.
Bruja vampiresa, ahijada de la luna, de cuyos verdes rayos
te
embriagas en la noche para después convertirlos en besos de
muerte y
dolor. Eres la amada única de los soñadores, de los poetas.
Para ti fueron
los últimos acordes de Chopin, cuando a la claridad muriente de
la tarde,
sentado ante el viejo clavi, sintió que su vida se extinguía
como una
débil luz. Para ti dijo Verlaine sus bellas canciones paganas
en las que
ríen, en un claro bosque de laureles, un coro de ninfas
rosadas, y en las
que suena eternamente la melodiosa flauta de Pan. Tú, virgen
del
infortunio, pusiste la pistola en la mano de Larra; de un fatal
conjuro de
tu boca maldita nació el canto de Espronceda a la amada muerta.
¡Cuántos
ruiseñores a los que cegaste primero para hacer más bello su
canto de
agonía, dejaron de cantar por tu culpa!
Y con un gran dolor, abatido por la ráfaga de infortunio
que arrastra
sus ilusiones -amarillas hojas de su jardín interior-, llena de
negras
sombras el alma, pasa Bécquer por la vida y pasa derramando un
tesoro de
rimas bellas, diáfanas, como diamantes, como lágrimas... El
silencio, el
trágico si que le rodea, él le rompe con acariciantes palabras
musicales!
¡Tomad -dice a las gentes-, a cambio de vuestro desdén, de
vuestra
indiferencia, de vuestra envidia, yo os regalo el aroma de la
flor de mi
alma para que perfume la monotonía de vuestras vidas vulgares;
yo os
ofrendo mis rimas para que vuestras mujeres sientan, en el
fondo del
pecho, esa inexplicable emoción que vosotros no fuisteis
capaces de
hacerlas sentir! ¡Yo os regalo todo mi tesoro y todo mi
desprecio también!

Hay hombres que a través del tiempo, cuando ya la muerte


guarda en su
seno las pequeñas miserias, los defectos inherentes a la vida
carnal, van
poco a poco convirtiéndose en símbolos; sus vidas, ¡tan
lejanas!, se
desprendieron de la realidad, y ya solo las vemos reflejadas en
sus obras,
en sus hechos cumbres que merecieron la admiración del mundo,
en la
leyenda que los envuelve.
Y entonces comienza su verdadera vida.
Bécquer es para nosotros un símbolo. En él se personifica
el dolor
del genio ante la hostilidad e indiferencia de las gentes; la
lucha del
hombre superior al que ahoga la pequeñez del medio en que vive.
Bécquer es
la encarnación de esa melancolía infinita que florece en todas
las almas
sensibles, el muerto espejo en el que todos los tristes ven
reflejado su
dolor.
Incomprendido por sus contemporáneos, ni siquiera tuvo la
íntima
satisfacción de ver sus obras recogidas en las páginas de un
libro. El
periódico, la revista de efímera vida, fueron los únicos que
acogieron en
su seno los frutos de su genio. Fue necesario que la muerte
besase su
frente para que la gente reaccionase, y teniendo por
colaboradora a la
pública caridad, dos de sus mejores amigos publicaron en unos
pequeños
volúmenes una pequeña parte de su extensa labor.
La envidia, que no perdona a nada ni a nadie que consiga
sobrepasar
el nivel normal, persiguió al poeta durante su vida y le siguió
y le sigue
persiguiendo después de muerto. Sin sólidos argumentos para
combatirle,
dijeron que imitaba, que plagiaba a Heine. Núñez de Arce llama
despectivamente a las rimas suspirillos germánicos. Pero como
la verdad se
impone siempre, las envidiosas voces se perdieron en el vacío,
cayeron de
su pedestal muchos falsos ídolos, y Bécquer, el taciturno
cantor de las
golondrinas, ocupa el más preciado lugar de nuestro santuario
interior.
Fiesta espiritual es este libro que hoy llega a tus manos,
lector...
Léelo con el mismo fervor con que nosotros lo compusimos. Es
una nueva
estrella que brilla en el cielo de su gloria. Una nueva
llama...

.....................................................................
.....................................................................
......

.....................................................................
.....................................................................
......
Y el poeta empieza...

FERNANDO IGLESIAS FIGUEROA

Rimas
Flores tronchadas, marchitas
hojas
arrastra el viento;
en los espacios tristes gemidos
repite el eco.
......................
Entre las nieblas de lo pasado,
En las regiones del pensamiento,
gemidos tristes, marchitas galas,
son mis recuerdos.

Es el alba una sombra


de tu sonrisa,
y un rayo de tus ojos
la luz del día;
pero tu alma
es la noche de invierno
negra y helada.

Errante por el mundo fui


gritando:
¿la gloria dónde está?
y una voz misteriosa contestóme:
Más allá... más allá...
En pos de ella seguí por el camino
que la voz me marcó
halléla al fin, pero en aquel instante
en humo se trocó.
Mas el humo, formando denso velo,
se empezó a remontar:
y penetrando en la azulada esfera
al cielo fue a parar.

A ELISA
Para que los leas con tus ojos grises,
para que los cantes con tu clara voz,
para que llenen de emoción tu pecho
hice mis versos yo.
Para que encuentren en tu pecho asilo
y los des juventud, vida, calor,
tres cosas que yo no puedo darles,
hice mis versos yo.
Para hacerte gozar con mi alegría,
para que sufras tú con mi dolor,
para que sientas palpitar mi vida,
hice mis versos yo.
Para poder poner ante tus plantas
la ofrenda de mi vida y de mi amor,
con alma, sueños rotos, risas, lágrimas,
hice mis versos yo.

Negros fantasmas,
nubes sombrías,
huyen ante el destello
de luz divina.
Esa luz santa,
niña de ojos negros,
es la esperanza.
Al calor de sus rayos
mi fe gigante,
contra desdenes lucha
sin amenguarse.
En este empeño
es, si grande el martirio,
mayor el premio.
Y si aún muestras esquiva
alma de nieve,
si aún no me quisieras,
yo he de quererte.
Mi amor es roca
donde se estrellan tímidas
del mal las olas.

Yo soy el rayo, la dulce


brisa;
lágrima ardiente, fresca sonrisa;
flor peregrina, rama tronchada;
yo soy quien vibra
flecha acerada.
Hay en mi esencia, como en las flores,
de mil perfumes suaves vapores;
y su fragancia fascinadora
trastorna el alma de quien adora.
Yo mis aromas doquier prodigo,
y el más horrible dolor mitigo;
y en grato, dulce, tierno delirio,
cambio el más duro, cruel martirio.
¡Ay!, yo encadeno los corazones,
mas son de flores mis eslabones.
Navego por los mares,
voy por el viento;
alejo los pesares
del pensamiento.
Yo dicha o pena
reparto a los mortales con faz serena.
Poder terrible, que en mis antojos
brota sonrisas o brota enojos,
poder que abrasa un alma helada,
si airado vibro
flecha acerada.
Doy las dulces sonrisas a las hermosas,
coloro sus mejillas de nieve y rosas;
humedezco sus labios, y a sus miradas
hago prometer dichas no imaginadas.
Yo hago amable el reposo, grato, halagüeño,
o alejo de los seres el dulce sueño.
Todo a mi poderío rinde homenaje,
todos a mi corona dan vasallaje;
soy amor rey del mundo, niña tirana
ámame, y tú la reina
serás mañana.

La feria de Sevilla
- I -
No hace mucho que ocupándonos, aunque incidentalmente de
la Semana
Santa en Sevilla, dijimos que el notable movimiento de adelanto
que se
advierte en esta hermosa ciudad de Andalucía ha impreso a sus
solemnidades
religiosas un sello especialísimo, merced al cual, si bien han
ganado bajo
el punto de vista de la ostentación y la riqueza, han perdido,
y no poco,
del carácter tradicional que guardan aún en otras poblaciones
de menor
importancia. Respecto de su célebre feria, puede repetirse algo
semejante.
Entre los verdaderos conocedores de las costumbres andaluzas en
toda su
pureza, entre los que buscan con entusiasmo las escenas y tipos
y recogen
con afán los cantares y giros pintorescos del lenguaje que
revelan la
genialidad propia de un pueblo tan digno de estudio, nunca se
borrará el
recuerdo de aquellas renombradas ferias de Mairena y Ronda, de
las
cabalgatas a la Vigen del Rocío o la vuelta de las hermandades
del Cristo
de Torrijos, cuando desembocaban en tropel por el histórico
puente de
barcas entre la nube de polvo que doraba el sol poniente o a la
de las
antorchas, que reflejaban su cabellera de chispas en el
Guadalquivir;
vistosos grupos de majos a caballo, llevando las mujeres a las
ancas, o
multitud de carretas colgadas de cintas y flores, con su
obligado
acompañamiento de guitarras, palmas y cantares.
Las ferias, de origen popular, se crearon espontáneamente,
y la
costumbre, arraigada por la tradición, mantenía su
concurrencia; sus
anales registran los más altos hechos de la gente de bronce; en
sus reales
tuvo origen la celebridad de las ganaderías más famosas; en
ellas, en fin,
como en teatro propio de sus hazañas y gallardías, se daban a
conocer los
cantadores y los valientes. Un caballo inglés, un Rogs-Karr, un
sombrerito
Tanchon o cuaquier cosa de este jaez hubiera sido en ellas un
verdadero
fenómeno. Pero pasó el reinado de la calesa, del cual, y sólo
como
documento histórico, se conserva alguna desvencijada y rota en
las
antiquísimas cocheras de las Gradas. El calesero, cuya
descripción sirvió
de tema a tantas festivas plumas, y cuyo tipo fue modelo de
tantos
pintores, no fuma ya su cigarro sentado de medio ganchete en la
vara,
cantando y jaleando el jaco al son del alegre campanilleo, que
hacía
olvidar el calor, el polvo y la fatiga del camino. Estacionado
en la plaza
de San Francisco, con un sombrero de copa lleno de apabullos,
una levita
rancia y un corbatín de suela, lee hoy La Correspondencia en el
pescante
de un simón. El movimiento social lo ha convertido en cochero
de punto.
Sobre las ruinas de las tradiciones típicas y peculiares
de
Andalucía, de sus renombradas ferias, sus características
diversiones y
pintorescas zambras, se ha levantado la feria de Sevilla, que
obedeciendo
a un pensamiento ecléctico, quiere reunir y armonizar lo que se
va con lo
que viene, la tradición con las nuevas ideas. La feria de
Sevilla es muy
moderna, es, propiamente dicho, una feria oficial. Creada de la
noche a la
mañana por la voluntad del Municipio, nada le faltó ciertamente
desde el
primer día, y desde entonces acá viene ganando respecto a lujo,
conocimiento y comodidades. Tiene, sin duda, todo lo que
constituye una
feria de las más renombradas; tiene algo más tal vez: por
teatro un prado
inmenso, cubierto de un tapiz de verdura finísima e iluminado
por un sol
de fuego que todo lo dora y abrillanta; por fondo la
accidentada silueta
de Sevilla con sus millares de azoteas y campanarios que
coronan la
catedral y el giraldillo; por actores una multitud alegre y
ruidosa ávida
de placeres y emociones, que duplica a veces la numerosa
población de la
ciudad. No obstante, parece que le falta algo. Allí hay
vendedores y
traficantes de todo género, productos de diversas industrias,
muestras de
las mejores ganaderías, gitanos de todas las provincias de
España,
tabernas y buñolerías en montón: se compra, se vende y se
cambalachea; se
toca, se come y se bebe; hay palmas, cantares y borracheras más
o menos
chistosas, pero todo ello como adulterado y compuesto con la
mezcla del
elemento que llaman elegante y que algunos, tratándose de esta
clase de
fiestas, se atreverían a calificar de cursi. En efecto, no
busquéis ya
sino como rara excepción el caballo enjaezado a estilo de
contrabandista,
la chaqueta jerezana, el marsellé y los botines blancos
pespunteados de
verde; no busquéis la graciosa mantilla de tiras, el vestido de
faralares
y el incitante zapatito con galgas; el miriñaque y el hongo han
desfigurado el traje de la gente del pueblo, y en cuanto a los
jóvenes de
clase más elevada que en esta ocasión solían llevar la bandera
del tipo
sevillano, obedecen en todo y por todo a los preceptos del
último figurín.
Hasta las hijas de los ricos labradores que viven en los
pueblos de la
provincia encargan a Honorina, o hacen traer de París los
trajes que han
de llevar en Sevilla durante las ferias. Junto al potro andaluz
trota el
ponney de raza; al lado del coche de colleras, con sus caireles
y
campanillas, pasa la carretela a la grand Dumont con sus
postillones de
peluca empolvada; tocando al tendujo donde se bebe la
manzanilla en cañas
y se venden pescadillas de Cádiz y se fríen buñuelos, se
levanta el lujoso
café-restaurant donde se encuentran paté de foiegráss, trufas
dulces y
helados exquisitos; el piano, con su diluvio de notas secas y
vibrantes,
atropella y ahoga los suaves y melancólicos tonos de la
guitarra; los
últimos y quejumbrosos ecos del polo de tóbalo se confunden con
el
estridente grito final de una cavatina de Verdi.
No obstante estos inarmónicos detalles, que sólo pueden
apreciar bien
los que conocen a fondo el país y sus ya degenerados tipos,
como cuestión
de visualidad y de alegría, la feria de Sevilla no tan sólo no
desmiente,
sino que supera la fama de que goza fama que se acrecienta de
día en día y
de la que son claro testimonio la infinidad de viajeros que
acuden a ella
procedentes de todas las provincias de España y de las más
principales
naciones europeas.

- II -
La gran afluencia de forasteros que se nota en Sevilla por
esta época
convierte la cuestión de alojamientos en una verdadera
dificultad: aunque
se multiplican prodigiosamente las casas de hospedaje y desde
la popular
posada hasta el aristocrático hotel rivalizan en la resolución
del
problema, que consiste en encajonar doce donde apenas caben
cuatro,
todavía no bastan y los apuros y trastornos que de aquí
resultan, todos
vienen a resolverse en un alarmante menoscabo del bolsillo. Los
únicos
que, merced a la benignidad del clima y a sus patriarcales
costumbres,
encuentran zanjados desde luego todos estos inconvenientes son
los
forasteros procedentes de los lugares circunvecinos, que en
numerosas
tribus se instalan en los zaguanes de las casas o toman las
aceras por
colchón, esperando la primera luz del día para levantarse.
Sin duda alguna las horas más alegres de la feria son las
primeras de
la mañana. Apenas comienza a rayar el alba, las mujeres se
apresuran a
regar y barrer las calles del tránsito; cada balcón es un
jardín; la luz
viene creciendo y dorando las veletas y los miradores; hay un
olor de
flores y de tierra húmeda que embriaga; se siente un aire
fresco y
vivificador que se aspira con deleite.
A medida que aumenta la claridad, se hace mayor el
movimiento de la
multitud que comienza a invadir las calles, y se ven bandadas
de jóvenes
que con la guitarra al hombro y la bota bajo el brazo, se
dirigen al prado
de San Sebastián, mientras por otra parte cruzan numerosos y
alegres
grupos de muchachas con vestidos claros y ligeros, que llevan
por todo
adorno un manojo de rosas y alelíes en la cabeza.
La aristocracia tiene el buen gusto de no emperejilarse
desde tan
temprano y acudir al punto de cita en traje de negligé siempre
más cómodo
y gracioso; algunos llevan su condescendencia hasta resucitar
el sombrero
redondo y la chaquetilla torera, y lo que es más raro, suele
verse tal
cual muchacha perteneciente a una clase distinguida bajar al
prado,
vestida al uso del país, sobre un caballo, con jaez de
caireles.
El panorama que ofrece el real de la feria desde la Puerta
de San
Fernando es imposible describirlo con palabras y apenas el
lápiz lo podría
reproducir en conjunto. Hay una riqueza tal de luz, de color y
de líneas,
acompañada de un movimiento y un ruido tan grandes, que fascina
y aturde.
Figuraos al través de la gasa de oro que finge el polvo, su
llanura,
tendida y verde como la esmeralda, el cielo azul y brillante,
el aire como
inflamado por los rayos de un sol de fuego que todo lo rodea,
lo colora y
lo enciende. Por un lado se ven las blancas azoteas de Sevilla,
los
campanarios de sus iglesias, los moriscos miradores, la verdura
de los
jardines que rebosa por cima de las tapias, los torreones
árabes y romanos
de los muros. La catedral, en fin, con sus agujas airosas, sus
arbotantes
fortísimos, sus pretiles calados y la Giralda por remate, que
parece un
navío de piedra al anclar sobre los rojizos tejados de la
ciudad. Por otra
parte, y extendiéndose hasta perderse de vista, se descubren
millares de
tiendas de campaña, formadas de telas vistosas y empavesadas
con banderas
y gallardetes de infinitos colores; largas filas de casetas
vestidas de
pabellones blancos y adornadas con cintas y ramos, delante de
las cuales
fríen los gitanos los obligados buñuelos y desde donde se eleva
el humo de
las sartenes, en penachos azules; diseminadas aca y allá,
fondas
improvisadas, cafés al aire libre, tabernas, sombrajos, puestos
de flores,
de frutas, de juguetes y baratijas, entre los que se
distinguen,
procurando llamar la atención, saltimbanquis que tragan espadas
desnudas,
ciegos que cantan jácaras, farsantes que enseñan monstruos
vivos,
circulando por medio de una inmensa multitud de gentes que van
y vienen
sin cesar y de los cuales unos se agrupan a la puerta de un
tendujo a oír
un jaleo, otros se sientan a la ronda para despachar la
pitanza, estos se
pasean, aquellos se requiebran, los de más allá riñen,
presentando el
conjunto más abigarrado y movible que puede imaginarse.
En estas horas de la mañana, que, como dejamos dicho, son
las más
animadas de la feria, tienen lugar las ventas, trueques y
transacciones
que son su objeto principal. Abandonando el punto en que se
agitan los que
sólo tratan de divertirse, se encuentran descansados rellanos y
suaves
laderas donde pueden admirarse grupos pintorescos de la gente
de campo,
con los trajes característicos del país, y magníficas muestras
de las
mejores ganaderías andaluzas. En este sitio, en vez de
elegantes tiendas y
vistosas buñolerías, se descubren esos sombrajos hechos de tres
palos y
una estera de palma, propios de los cortijos; entre los
rediles, donde se
apiñan millares de ovejas, se ve a los pastores encender la
lumbre y hacer
tasajos una res para aviar el almuerzo. Los vaqueros, sobre
caballos del
país, acosan, garrocha en mano, las vacas y los toros, y los
reúnen o los
separan a fin de que los compradores los examinen a su gusto;
los dueños
de las yeguadas asisten a la prueba de los potros, y entre esta
reunión de
gentes que hablan y gesticulan ponderando las excelencias de
los animales,
circulan, salpicamentando los diálogos con sus chistes y
ocurrencias,
multitud de gitanos, que esquilan un borriquillo o pulen y
aderezan un
penco, que, gracias a su palique, encajarán como una ganga a
algún
inocente.
Poco a poco el sol se remonta, y a medida que se deja
sentir la
abrasadora acción de los rayos van disminuyendo la
concurrencia, la
animación y la bulla. Los forasteros pobres toman nuevamente
las aceras
por cama y duermen la siesta a la sombra de los monumentos
históricos. Las
muchachas de la ciudad vuelven encarnadas como amapolas,
cubiertas de
sudor y de polvo, pero satisfechas y alegres a buscar el fresco
de sus
patios; los paseantes unos se refugian en los cafés y las
fondas y otros
entran en las tiendas de campaña propias o de sus amigos, donde
encuentran
dispuesto un opíparo almuerzo, servido con todos los perfiles
del más
refinado gusto. Los vendedores tienden el sombrajo y se
acuestan al pie de
la mesa; las gitanas apagan la lumbre de los anafes, los
ganaderos dan
orden de que se retiren los rebaños que se alejan lentamente al
son de la
esquila de los guiones, y reina un silencio extraño,
interrumpido sólo por
el monótono canto de los grillos y las chicharras; silencio que
cuando el
sol está en lo más alto del cielo recuerda el de la hora de la
siesta en
Sevilla, que tanto se parece a una noche con luz.

- III -
Cuando el sol suspendido sobre las lomas de San Juan de
Aznalfarache
hiere la ciudad con sus oblicuos rayos y prolonga, sobre la
llanura que la
rodea la sombra de sus murallas y sus torres, la multitud
comienza
nuevamente a dar señales de vida encaminándose al prado de San
Sebastián.
La brisa de la tarde, que se levanta del río, refresca la
atmósfera con su
soplo húmedo y cargado de perfumes; los dependientes del
Municipio apagan
el polvo de los paseos y comienza lo que podríamos llamar el
segundo acto
de la comedia. La decoración es la misma, pero los actores han
cambiado de
traje y de aspecto. La feria de la tarde es la feria de la
elegancia y el
buen tono. Las figuras que se destacan en primer término
pertenecen a la
aristocracia o a esa otra clase más modesta que hace esfuerzos
desesperados por seguirla pisándola los talones. El pueblo
acude como
espectador.
Cuantos carruajes se han encontrado en la ciudad y en
algunas leguas
a la redonda se ponen en movimiento, desde la elegante victoria
al
desvencijado alquilón. A veces y como un fantasma evocado de
otra edad,
aparece una calesa. La animación y la vida, antes diseminadas
por todos
los ámbitos del prado se concentran ahora en tres o cuatro
puntos. En el
paseo de las gentes de a pie, donde arrastran las elegantes de
cortos
medios sus largas colas por delante de una quíntuple fila de
curiosos
sentados en sillas; en el paseo destinado a los carruajes, por
donde
circulan todo género de vehículos confundidos y mezclados con
multitud de
jinetes; a lo largo de las hileras de puestos de juguetes,
estación de los
padres de familia, las amas de cría y los niños alrededor de
las tiendas
de campaña de propiedad particular, a cuyas puertas, y como en
son de
parada, se sientan los dueños vestidos de punta en blanco, y en
posturas
académicas. No es fácil dar idea al aire de afectada animación
y buen tono
que reina en esta segunda parte del espectáculo. La gente del
pueblo anda
como encogida por entre aquellas oleadas de seda y de blondas
sin
comprender qué objeto guía a los que se reúnen como ellos a
cantar, beber,
bailar y divertirse, y se limitan a solo dar vueltas gravemente
alrededor
de un punto al compás de una música militar que toca piezas de
ópera con
solos de cornetín y dúos de clarinete y figle.
Pasa al fin la hora del crepúsculo, entra la noche,
comienzan a
brillar las luces, desfilan los paseantes compuestos, se alejan
los
coches, desaparecen los jinetes, las buñoleras levantan el
grito. Las
tabernas se llenan de parroquianos la gente menuda vuelve a
apiñarse y a
ir y venir gozosa entre aquella obscuridad que se presta a todo
género de
expansiones, y tornan a oírse voces, pitidos, pregones, risas,
requiebros,
palmas, músicas y cantares.
En tanto que se reanuda el hilo de la fiesta popular, la
elegancia
que ha desaparecido entre bastidores cambia por tercera vez de
traje para
asistir a las soirées y a los bailes. Estos tienen lugar en las
lujosas
tiendas que el Casino y los diferentes círculos de Sevilla
disponen al
efecto en el mismo campo de la feria. No hay para qué decir que
son de
etiqueta rigurosa. Frac negro y corbata blanca; hombros
desnudos, cola
inconmensurable, tules, gasa, blondas y pedrería.
Los carruajes llegan unos tras otros a depositar su
elegante y
perfumada carga en el vestíbulo de las tiendas; los lacayos se
llaman con
el apellido o título de sus señores y abren y cierran las
portezuelas
haciendo grotescos saludos. Todo aquello recuerda ago el
vestíbulo del
teatro Real una noche que canta la Patti. Luego avanza la
noche, las luces
se van apagando; los vendedores, roncos de vocear y beber
aguardiente, se
esconden otra vez bajo los puestos como el caracol en su
concha; las
gitanas recogen los trebejos y soplan los candiles; los
incansables
caballos del tío vivo dejan de dar vueltas y cesa su
acompañamiento de
bombo y corneta de pistón; el último acorde de la música de los
bailes, se
desvanece temblando; entre la obscuridad brilla alguna luz
solitaria y
perdida como una estrella; por el suelo se distinguen
confusamente
montones de gentes tendidas que dan a la llanura el aspecto de
un campo de
batalla. Es la hora en que el peso de la noche cae como una
losa de plomo
y rinde a los más inquietos e infatigables. Sólo allá, lejos,
se oye el
ruido lento y compasado de las palmas y una voz quejumbrosa y
doliente que
entona las tristes o las seguidillas del Tillo. Es un grupo de
gente
flamenca y de pura raza que alrededor de una mesa coja y de un
jarro vacío
cantan lo hondo sin acompañamiento de guitarra, graves y
extasiados como
sacerdotes de un culto abolido, que se reúnen en el silencio de
la noche a
recordar las glorias de otros días y a cantar llorando como los
judíos
super fluminem Babiloniae.

La Semana Santa en Toledo


AL tratar de las solemnidades religiosas con que en estos
días
conmemora la Iglesia la pasión y muerte del Redentor del mundo,
ocurren
naturalmente los nombres de Toledo y Sevilla, ciudades ambas
famosas, así
en España como fuera de ella, por la magnificencia y el aparato
que en sus
templos y catedrales desplega el culto católico.
Algunos escritores, concretándose particularmente a las
ceremonias y
cofradías de la Semana Santa, han intentado hacer comparaciones
entre las
de una y otra ciudad; pero es lo cierto que, si bien en ellas
puede
hallarse un notabilísimo contraste, de ningún modo cabe la
comparación:
tan diverso es el espectáculo que ofrecen y el sello especial
que las
caracteriza.
Sevilla, población floreciente y próspera, en la cual el
espíritu
moderno ha llevado a cabo las más radicales transformaciones
imprime a
estas solemnidades un sello propio de animación, novedad y
lujo, que
inútilmente buscaremos en la vetusta capital de la monarquía
goda. Sus
célebres cofradías, más bien que la continuación de las
tradiciones, son
una restauración con todos los accidentes propios de este
género de obras.
Habiendo atravesado al par que las demás de España una larga
época de
decadencia, han salido de ella, merced, no tanto al fervor
religioso que
las dio vida como al espíritu de especulación y vanidad que las
mantiene
en el grado de esplendor en que se hallan. La Semana Santa de
Toledo, con
sus escasas y pobres cofradías, es, por decirlo así, la Última
palabra de
la tradición que, ya decadente, guarda, no obstante, en sus
destrozados
vestigios el carácter y color de la edad en que tuvo su origen.
Los que han tenido ocasión de visitar ambas ciudades en
esta época
del año y las han estudiado con alguna detención, no podrán
menos de
sentir y apreciar como nosotros el contraste que resulta de la
aproximación de sus recuerdos.
Sevilla la llana, donde la primavera que se anticipa al
calendario
llena ya el aire de luz y perfumes, con su blanco caserío, sus
celosías
verdes, sus balcones enredados de madreselva y su cielo azul,
con un sol
de fuego que derrama la claridad a mares; Sevilla la alegre y
la
bulliciosa, con su plaza Nueva, guarnecida de una guirnalda de
naranjos en
flor; la muchedumbre que se agita en su ámbito, y por entre la
cual
desfilan, al compás de las músicas, aquellos miles de elegantes
y
perfumados penitentes de todos hábitos y colores, blancos,
negros, rojos y
azules, repartiendo a las niñas dulces de sus canastillos y
arrastrando
luengas colas de terciopelo o de seda; las andas cubiertas de
flores y de
luces, las imágenes cargadas de oro y pedrería, los coros de
ángeles
engalanados de plumas, flecos y oropel, las cohortes romanas
con airones
de papagayo, armaduras de hoja de lata y calzas de punto color
de carne
como los saltimbanquis o los bailarines; todo, en fin, lo que
en ella se
agita y reluce y suena durante esos días clásicos, ofrece un
conjunto en
que se mezcla y confunde lo profano con lo religioso, de manera
que tiene
a intervalos el aspecto de una ceremonia grave o la vanidad de
un
espectáculo público con sus puntas y ribetes de bufonada.
El fondo que a estas ceremonias presta Toledo es, desde
luego, muy
distinto y de más propio carácter. Asentada sobre las
escarpadas rocas que
rodean el Tajo, retorciéndose entre peñascos y ruinas, envuelta
aun en las
opacas nieblas del invierno, o azotada por los vendavales, sus
calles
sombrías, tortuosas y empinadas, sus denegridos torreones, sus
vetustos
muros y las musgosas paredes, restos imponentes de iglesias
derruídas o
monasterios abandonados, dan una tinta melancólica y grave al
severo
cuadro que ofrece esta solemnidad. En el tránsito de sus
cofradías rara
vez se aglomera esa muchedumbre ruidosa e inquieta que acude a
todo género
de reuniones, más por lucir las galas y ver y ser vista, que
llevadas de
la curiosidad, la devoción o el entusiasmo. Las largas hileras
de
penitentes negros y los guardadores del sepulcro vestidos de
hierro, pasan
silenciosos con sus cruces, sus pendones y sus alabardas,
deslizándose por
entre los anchos salientes de sombra de los edificios como una
procesión
de gentes de otra edad evocados en la nuestra merced a un
misterioso
conjuro.
Desde que el camino de hierro ha puesto la ciudad imperial
casi a las
puertas de Madrid, aumenta de año en año y de una manera
sensible el
número de viajeros que acuden en esta época a presenciar las
ceremonias y
cofradías que han hecho célebre su Semana Santa. No obstante,
en otro país
cualquiera sería este número mucho mayor, atendido que al
interés que la
solemnidad religiosa ofrece, se une el de visitar una población
tan llena
de recuerdos históricos y monumentos del arte, que no sin razón
se ha
llamado la Roma española.
Sirve, en efecto, de magnífico prólogo, y prepara
convenientemente el
ánimo a la representación del sublime drama el espectáculo de
aquel montón
de ruinas y monumentos en que se ve trazado a rasgos todo el
gran período
histórico que abarca el desarrollo de la idea cristiana. En
derredor de
los muros, y al través de las calles de Toledo, el arte nos va
explicando
la historia escrita por él en páginas de piedra, que hablan a
un tempo a
la razón y al sentimiento.
Los vestigios del circo romano recuerdan los tiempos de
los primeros
mártires, cuya sangre fue la última a empapar la arena antes
teñida con la
impura de los gladiadores paganos y desde aquel punto
santificada.
Una piedra colocada sobre la tierra removida, humilde
sepultura de
una virgen que murió por la fe de Cristo, sirvió más tarde de
cimiento a
la Basílica de Santa Leocadia, la cual, aunque con otra forma,
con la
misma advocación, permanece aún en pie desde los primeros
siglos de la
Iglesia, allí donde se elevaban fábricas suntuosas, de las que
con
dificultad se encuentra el rastro entre las ortigas y los
cardos
silvestres de la desolada llanura. Los muros de Wamba, la misma
Basílica y
los cíclopes cimientos de palacios derruidos, traen a la
memoria el pasado
esplendor de la monarquía goda, cuyos reyes, prelados y
próceres echaron
el cimiento en sus famosos concilios del código más perfecto de
su época,
patentizando así el poderoso influjo de la nueva idea que había
convertido
en grandes pueblos aquellas hordas semisalvajes, que después de
hacer
girones el imperio romano se lo repartieron como un botín de
guerra.
Huellas de la sangrienta y porfiada batalla que durante siglos
sostuvieron
en nuestro país los soldados de la cruz y los sectarios de
Mahoma se ven
por todas partes. Aquí los templos en que al través de la
dominación
sarracena guardaron incólumes los muzárabes el sagrado depósito
de la fe
de sus mayores; allá mezquitas convertidas en iglesias
católicas, y
harenes moriscos transformados en austeros claustros; más
lejos,
monumentos que, como la puerta de Valmardon y el Cristo de la
Luz, nos
hablan de la reconquista. Un sinnúmero de edificios,
monasterios y
fundaciones piadosas aparecen a los ojos del que conoce la
historia de su
fundación, como otros tantos arcos de triunfo que recuerdan un
hecho
heroico o una señalada victoria, descollando entre todos ellos
el
magnífico San Juan de los Reyes, erigido después del combate en
que, como
en un juicio de Dios, se decidió de la sucesión al trono de
Castilla, y
que con sus grillos y cadenas entrelazados en los sillares del
ábside,
pregonan los altos hechos de la recuperación de Ronda, Málaga y
Granada.
La Catedral, por último, prodigio del arte que cinco
generaciones
levantaron como testimonio del levantado espíritu que las
animaba, de la
medida de lo que es capaz un pueblo que espera y cree, y con la
conciencia
de su inmortalidad emprende obras que aspira a hacer eternas,
realizando
las palabras del Evangelio: «La fe hace andar las montañas.»
Los viajeros que acuden a Toledo durante la Semana Santa,
visitan
casi todos con infalible entusiasmo, aunque pocos con verdadero
provecho,
los puntos más notables de la población, viéndose es cruzar en
grupos por
sus calles, hasta que llegada la hora prefijada, buscan sitio a
propósito
para ver desfilar las cofradías. Estas se reducen en la
actualidad a dos,
de las cuales una recorre la ciudad el Jueves Santo y la otra
el Viernes.
El dibujo publicado en las columnas de «El Museo», y cuyo
título sirve de
epígrafe a estas líneas, representa con gran escrupulosidad en
los
detalles, los cuales conservan el carácter extraño del
original, el grupo
de guerreros guardianes del Santo Sepulcro que acompañan a la
segunda de
las mencionadas cofradías. Después que han desfilado los
penitentes, a
quienes llama el vulgo mariquitas negras, y detrás de las andas
sobre las
que se ve representado por figuras de talla de regular mérito y
tamaño
natural el Descendimiento de la cruz, se ven los armados, que,
en número
de veintiséis, y revestidos de corazas, cascos y coseletes,
forman una
escuadra que precede, rodea y sigue a las andas donde José de
Arimatea y
Nicodemus sostienen la urna. De estos guerreros, cuyas
magníficas
armaduras pertenecen a diferentes épocas, aunque en su mayor
parte son del
sig1o XVI, los unos llevan lanzas con enormes hierros, los
otros que hacen
de jefes, estoques y rodelas; acompañan al capitán y al
abanderado que
lleva el estandarte arrastrando por el suelo en señal de luto,
un niño que
viste una armadura milanesa grabada de oro y al cual llaman
paje.
El viajero que conducido en el tren de Madrid cambia por
completo de
decoración en menos de tres horas, y se encuentra en el
Zocodover con tan
extraña procesión de figuras que parecen arrancadas de un tapiz
antiguo,
nada de particular tiene que la encuentre algo fuera de época,
y
pareciéndole poco menos que ridículos los penitentes, con sus
altas
caperuzas negras, los rostros cubiertos por el antifaz y las
inmensas
colas tendidas por el suelo, los soldados de la escuadra, que
más bien que
guerreros vestidos de sus arreos de batalla parecen, vistos a
la luz del
día, maniquís ambulantes que arrastran aún trabajosamente, y
como por
escarnio, las colosales piezas de hierro de las arrinconadas
armaduras de
otra raza membruda y gigantesca. Hasta las imágenes de las
andas pueden
parecer a un purista en las artes, de un realismo tal, que casi
degenera
en lo grotesco. No lo extrañamos, volvemos a repetir. Cuando se
cambia
súbitamente de atmósfera, el pulmón experimenta cierta fatiga,
hasta
acostumbrarse. La inteligencia vive en un medio intelectual que
no puede
tampoco cambiarse de improviso sin que experimente alguna
perturbación.
Hoy, que tanto se habla de libertad de cultos y de iglesias
nuevas con
ritos más sencillos y severos; hoy, que casi todos miran
adelante y casi
ninguno vuelve la vista atrás de buena fe, no para retroceder
por donde se
ha venido, sino para saber a ciencia cierta, por la comparación
de lo
andado, en qué punto del camino se encuentra la sociedad
española, al
llegar del centro en que bullen y se agitan todas las nuevas
ideas, ¿cómo
no ha de parecernos natural que asome a los labios una sonrisa
de
compasión ante el espectáculo que la vieja Toledo ofrece en
estos días a
la curiosidad de los viajeros empapados en el espíritu práctico
y
positivista de su siglo? Pero cruzad durante algunas horas por
las
revueltas calles de la población, hasta que, a pesar vuestro,
os empapéis
en la atmósfera de gravedad melancólica que hace respirar sus
ruinas;
aguardad a que el día comience a caer, a que las dentelladas
crestas de
las balaustradas ojivales de la Catedral se dibujen obscuras
sobre el
cielo del crepúsculo, y en la gótica torre suene el toque de
oraciones en
la colosal campana cuyo tañido truena y zumba como una voz
apocalíptica, y
ved esa misma procesión cuando, de vuelta al templo cruza por
una de las
calles características de la ciudad. Las sombras envuelven el
fondo, el
resplandor de las hachas arroja sobre los muros la fantástica
silueta de
los penitentes, cuyos pasos se sienten en el silencio con un
rumor
semejante al del agua que cae y resbala sobre las hojas: las
imágenes de
las andas se dibujan confusas y semejan gentes vivas que miran
y ven con
sus ojos de vidrio, causando la impresión de algo que,
semejante a la
visión del sueño, flota entre el mundo real y el imaginario: el
Cristo del
descendimiento se balancea suspendido en el aire, las ropas de
los que la
bajan se agitan al soplo del viento: la ilusión es completa. No
se trata
ya del arte puro que se eleva a las regiones de la estética y
del
idealismo, sino de otra cosa que va a herir profundamente las
fibras de la
mutitud y a buscar en ellas la vibración del sentimiento con
medios
apropiados en genialidad y en carácter. Por último, se ve
lanzar chispas
de luz de las armaduras, y se oyen crujir los hierros al compás
de los
pasos. Aquellas armaduras estuvieron acaso en Granada, Italia y
en Orán;
bajo aquellos celestes salieron corazones llenos de fe, de
entusiasmo y de
patriotismo. ¡Parece que los hombres que las ceñían han dejado
el lecho de
piedra donde duermen a la sombra de los altares, para cruzar
una vez más
las estrechas calles de Toledo, donde aún podrían reconocer las
portadas y
los escudos de sus casas solariegas! La imaginación se remonta
desde
aquella apariencia de realidad al ancho espacio en que campea y
domina
como dueña y señora, y reconstruye todo el pasado y lo siente y
lo admira
en lo que tenía de admirable.
Considerada bajo este punto de vista la Semama Santa de
Toledo, no
admite parangón con ninguna otra.

El monasterio de Veruela
LA fundación de este célebre monasterio, del cual ya hemos
tenido
ocasión de hablar, se debe al famoso príncipe de Aragón don
Pedro Atarés,
señor de Borja. Refieren las crónicas, y en la localidad se
conserva aún
la tradición de esta maravilla, que sorprendido el piadoso
magnate por una
horrible tormenta en las faldas del Moncayo y en lo más
intrincado y
espeso del monte, creyendo su hora llegada, se encomendó tan de
veras a la
Virgen, a quien profesaba tan particular devoción, que la
Divina Señora,
movida por sus ruegos, descendió a la tierra, calmó la
tempestad, y
después de significarle el deseo de que se erigiese allí un
monasterio en
memoria del milagro, desapareció dejando, en el lugar que
ocupaba, la
santa imagen que le prestó nombre.
La fábrica, una de las más suntuosas e imponentes que se
conservan de
su época, comenzó a elevarse en 1146, quedando terminada en
1151. En su
traza y disposición puede estudiarse uno de los monumentos que
más interés
ofrecen en la historia de las transiciones arquitectónicas. El
templo,
cuya portada es bizantina, ofrece en el interior más de un
ejemplar del
arco apuntado, y en el claustro que fue la parte que se
concluyó
últimamente, y que es un primero y rudo ensayo de estilo
ojival, se notan
muchos detalles y líneas que conservan el carácter del gusto
románico, que
empezaba a desaparecer.
Habitado por religiosos de la orden del Cister, una de las
más ricas
y que más monumentos han dejado en nuestro país de su
inteligencia y buen
gusto por las artes, el monasterio de Santa María de Veruela,
creciendo de
día en día en importancia, sufrió en épocas posteriores
modificaciones muy
notables, pudiéndose decir que cada siglo ha dejado en él una
hermosa
muestra de su arquitectura. Entre estas nuevas edificaciones,
la que
contribuyó a darle el extraño carácter entre religioso y
guerrero que aún
conserva, fue la que llevó a cabo el abad don Lope Marco, al
cual se deben
las altísimas y fuertes murallas que lo circundan, la magnífica
galería
del gusto renacido, llamado de los azulejos, y algunas otras
importantes
obras que más tarde se completaron con la construcción del
claustro nuevo,
el palacio abacial y varias dependencias y oficinas.
La vista general del edificio, que hoy ofrecemos a
nuestros lectores,
da una idea de sus grandes proporciones y del carácter
particular que
ofrece: la parte de fábrica construída en los siglos XVI y
XVII. Los
detalles del claustro antiguo, en donde se encuentran las
tumbas de los
hijos del fundador, y en cuyo suelo descansó largos años bajo
una losa
humilde el mismo don Pedro Atarés, dan a conocer la extraña
mezcla del
estilo ojival y el románico, cuya misteriosa fusión tenía lugar
en los
momentos en que comenzó a construirse.
Este artículo se publicó acompañado de un dibujo de
Valeriano
Bécquer.

El monasterio de Veruela
(Enterramiento del fundador y sus hijos)
AL ofrecer a mis lectores algunas vistas del monasterio de
Veruela,
célebre por su antigüedad y su magnificencia, en Aragón, donde
se
encuentran tantos otros edificios del mismo género, dignos del
estudio y
la admiración de los inteligentes, notamos que el famoso don
Pedro Atarés,
a quien se debe, dispuso al morir que sus restos fuesen
colocados en una
humilde sepultura, en el dintel de la puerta que da ingreso al
templo
desde el claustro.
En efecto: después de recorrer las extensas alas del
claustro
procesional, severa y sencilla muestra del arte gótico en su
primer
período, bañada en la media luz misteriosa que pasa al través
de las
piedras blancas y transparentes, que en vez de vidrio, cubren
el vano de
las ojivas de la luna, y contrastando, merced a su forma
especial que
recuerda el género a que pertenece la iglesia y a la
ornamentación
bizantina que engalana, con las descarnadas líneas de los
pilares y los
arcos apuntados que a ella conducen, se encuentra la puerta que
da paso al
Santuario, y en el dintel, una losa ancha y obscura, sin otra
figura o
inscripción que una espada toscamente labrada en el hueco. Esta
losa,
desgastada en parte y rota, cubre el enterramiento del poderoso
príncipe
que edificó a Santa María de Veruela, y fue tronco de la
ilustre casa de
los Borjas, tan célebre en la historia de nuestro país y la de
Italia, a
donde pasaron algunos de sus descendientes.
Cerca de la sepultura de don Pedro y en una fosa cubierta
con una
piedra no menos sencilla y humilde, fue enterrada su esposa,
nobilísima
dama que edificó a sus espensas la catedral, de Tarazona; y más
tarde, y a
medida que fueron muriendo sus hijos, varones famosos en las
armas, que
peleando con don Jaime en Valencia, hicieron célebre el
sobrenombre de los
Borjas, con que les apellidaban en el ejército, vinieron a
buscar su
último asilo al lado de sus progenitores y a la sombra de las
santas
bóvedas del templo, obra gigantesca de su familia, la cual,
durante
siglos, había de pregonar a las generaciones la piedad y
munificencia de
los que le edificaron. En un ángulo del claustro se encuentran
reunidas
estas antiguas sepulturas, dignas de estudio por más de un
concepto.
Religiosamente conservadas durante la estancia de los monjes,
guardaron
intacto su sagrado depósito por espacio de muchos siglos, pero
en nuestra
época han sido violados más de una vez, esparciendo al aire las
cenizas
que contenían y deteriorándolas de una manera lastimosa.
Este artículo se publicó acompañado de un dibujo de Valeriano
Bécquer,
compañero de su hermano en sus románticas peregrinaciones por
la España
desconocida.

Desde mi celda
(Inédita)
(Carta literaria)
Monasterio de Veruela, 1864.
Por fin, después de haber vuelto, por un momento, a ese
mar sin fondo
de la lucha diaria, me encuentro otra vez en el seno de la
madre
naturaleza. Otra vez he sido testigo de esa pequeña novela de
viaje que
para vosotros escribí y que vio la luz en las columnas de El
Contemporáneo
(3), y cuyo último capítulo son los altos muros de este vetusto
monasterio, por los que trepa libremente la hiedra y el
jaramago, y cuyo
silencio sólo es turbado por la eterna canción del agua y del
viento.
Mis papeles, que esta gente respeta como cosa de
hechicería, se
encuentran en la misma forma que los dejé, cubiertos por una
espesa capa
de polvo. La carpeta de dibujo donde igual que en las
cuartillas, voy
dejando las impresiones de cada momento, espera también la
caricia del
lápiz, que en el tiempo de mi ausencia la dejó descansar. Todo,
en fin,
está como el día que lo abandoné para ir a perderme, por un
instante, en
el torbellino de la lucha que a vosotros arrastra y al cual yo,
por causa
de mi mala salud, tuve desgraciadamente que abandonar.
Después que la lugareña que fielmente me sirve, puso sobre
la tosca
mesa de pino el último plato del almuerzo, y mientras el café
se hacía en
el rojo hogar, he salido a dar un pequeño paseo por los
alrededores del
monasterio, este monasterio que fundó la fe de don Pedro Atarés
y que de
tantos bellos fantasmas ha poblado mi fantasía.
Todo es silencio, soledad y olvido en estas veneradas
ruinas. La fe
que como llama viva, levantó esta oración de piedra, hoy, poco
a poco, se
extingue y apaga en los pechos. Este siglo positivista y
burgués sólo
rinde culto al dios dinero y es su romanza preferida el sonido
del oro
acuñado. Pero, en fin, amigos míos, el café, ese negro brebaje
que
alimenta mis nervios cansados, me espera en la taza, y mientras
le bebo
sorbo a sorbo, trazo estos renglones que serán un eco de mi voz
y una
vibración de mi espíritu en vuestra tertulia del Suizo, de la
que tanto me
acuerdo en esta espantosa soledad.

La voz del silencio


(Inédita)
(Tradición de Toledo)
En una de las visitas que como remanso en la lucha diaria
hago a la
vetusta y silenciosa Toledo, sucedieron estos pequeños
acontecimientos que
agrandados por mi fantasía traslado a las blancas cuartillas.
Vagaba una tarde por las estrechas calles de la imperial
ciudad con
mi carpeta de dibujo debajo del brazo cuando sentí que una voz
como un
inmenso suspiro pronunciaba a mi lado vagas y confusas
palabras; me volví
apresuradamente y cuál no sería mi asombro al encontrarme
completamente
solo en la estrecha calleja. Y, sin embargo, indudablemente una
voz, una
voz extraña, mezcla de lamento, voz de mujer sin duda, había
sonado a
pocos pasos de donde yo estaba. Cansado de buscar inútilmente
la boca que
a mi espalda había lanzado su confusa queja, y habiendo ya
sonado la hora
del Ángelus en el reloj de un cercano convento, me dirigí a la
posada que
me servía de refugio en las interminables horas de la noche.
Al quedarme solo en mi habitación y a la luz de la débil y
vacilante
bujía, tracé en mi álbum una silueta de mujer.

Dos días después, y cuando ya casi había olvidado mi


pasada aventura,
la casualidad me llevó nuevamente a la torcida encrucijada
teatro de ella.
Empezaba a morir el día, el sol teñía el horizonte de manchas
rojas,
moradas, caía grave en el silencio la vez de bronce de las
horas. Mi paso
era lento, una vaga melancolía ponía un gesto de duda en mi
semblante.
Y otra vez la voz, la misma voz del pasado día, volvió a
turbar el
silencio y mi tranquilidad. Esta vez decidí no descansar hasta
encontrar
la clave del enigma, y cuando ya desconfiaba de mis
investigaciones,
descubrí en una vieja casa, de antiquísima arquitectura, una
pequeña
ventana cerrada por una reja de caprichoso y artístico
enrejado. De
aquella ventana salía indudablemente la armoniosa y silente voz
de mujer.
Era completamente de noche, la voz-suspiro había callado y
decidí
volver a mi posada, en cuya habitación de enjabelgadas paredes
y tendido
en el duro lecho, ha creado mi fantasía una novela que,
desgraciadamente... nunca podrá ser realidad.

Al día siguiente un viejo judío que tiene su puesto de


quincalla
frente a la vieja casa en que sonó la misteriosa voz, me contó
que dicha
casa está deshabitada desde hace mucho tiempo. Vivía en ella
una bellísima
mujer acompañada de su esposo, un avaro mercader de mucha más
edad que
ella. Un día el mercader salió de la casa cerrando la puerta
con llave y
no volvió a saberse de él ni de su hermosa mujer. La leyenda
cuenta que
desde entonces todas las noches un fantasma blanco con formas
de mujer
vaga por el ruinoso caserón, y se escuchan confusas voces
mezcla de
maldición y lamento.
Y la misma leyenda cree ver en el blanco fantasma a la
bella mujer
del mercader avaro.

Voz de mujer que como música celeste, como suspiro de un


alma
enamorada viniste a mí, traída por la caricia del aire, lleno
de aromas de
primavera. ¿Qué misterio hay en tus palabras confusas, en tus
débiles
quejas, en tus armoniosas y extrañas canciones?

Madrid, Noviembre de 1862.

Estatua de Santa Teresa


UNO de los más distinguidos individuos de nuestra
aristocracia, el
señor marqués de Portugalete, ha hecho construir para su
habitación un
magnífico palacio en los solares del Buen Retiro, inmediatos a
la Puerta
de Alcalá, reuniendo en él bellísimas obras del arte moderno,
debidas e
nuestros primeros pintores y escultores.
Entre ellas figura la estatua de Santa Teresa, hermosa y
elegante
escultura que honra a su autor, el joven artista, don Elías
Martín, y al
arte español contemporáneo.
Al ver esta preciosa estatua, no se dirá ciertamente que
nuestra
época se niega a reflejar en sus obras aquel espíritu
religioso, aquel
sentimiento de piedad sublime que inmortalizó en sus
producciones a tantos
de nuestros antiguos artistas.
Cierto que el sentimiento místico ha perdido su carácter
generalizador. Los tiempos pasan y con ellos las ideas y las
formas que
revisten.
Ya no se alza en cada calle una iglesia y un convento, en
cada
esquina un Cristo esculpido o una imagen alumbrada por mal
lucientes
faroles; ya no encontramos a cada paso un fraile de aspecto
triste y
enfermizo que parece vivir a su pesar en el mundo, y que cruza
por él
ajeno a los dolores y alegrías de los otros mortales. El arte
se ha hecho
menos dramático y espontáneo, bajo el punto de vista religioso;
pero está
más conforme con las manifestaciones de nuestra propia
naturaleza, y a
veces sin dejar de ser humano es tan conmovedor y no menos
grandioso.
Nuestros antiguos artistas hacían irradiar la luz de una
eterna
aspiración al cielo en los rostros de sus santos y vírgenes;
pero esta luz
fulgurante devoraba la belleza física. Ofrecían a Dios en sus
obras
sacrificada la materia, y el cuerpo humano era para ellos como
un vaso de
tosca y despreciable hechura fabricado para contener la
delicada y
riquísima esencia de la piedad cristiana. Mirad los Cristos y
las
Dolorosas del divino Morales; veréis en ellos algo de una
naturaleza
extraordinaria; veréis en aquellas caras de marfil y en
aquellos cuerpos
hechos de manojos de huesos algo que es sublime, pero con la
desconsoladora sublimidad del rostro de un moribundo.

Al interpretar el sentimiento religioso, el señor Martín


ha evitado
este escollo, y su estatua da completa idea de esa feliz unión
del
sentimiento antiguo y de la forma moderna. Está llena de
espíritu, al
propio tiempo que de elegancia y sencillez. Las líneas de esta
composición
son tan felices, que parecen las únicas convenientes para esta
figura. Son
las líneas de la verdad trazadas por la inspiración.
No puede expresarse en nuestro concepto de un modo más
sentido
aquellos éxtasis que la piedad bañaba con la pura luz de una
sublime
melancolía el rostro de Santa Teresa cuando en su solitaria
celda y
reclinada en el monástico sitial, quemaba las alas de su alma
en el fuego
del amor divino, melancolía sublime que imprimía al propio
tiempo en su
pálido y bello semblante el sello del dolor que el espíritu
sentía dentro
de la prisión de carne, que le estorbaba ascender completa y
libremente al
dichoso lugar de sus visiones celestiales.
Tan acertado en el pensamiento como en la forma, el señor
Martín ha
creado con su cincel una estatua que se contemplará siempre con
interés
por el público y que siempre merecerá los elogios de los
inteligentes.
Reciba nuestros plácemes por tan notable obra su
distinguido autor, y
recíbalos también el señor marqués de Portugalete, cuyo amor a
las artes y
exquisito buen gusto claramente se han revelado en la
adquisición de esta
obra y de tantas otras como adornan el magnífico palacio de su
residencia.

Revistas contemporáneas
SE compara por algunos la vida a una larga cadena cuyos
eslabones de
diversos metales son los años.
Admitida la exactitud de la comparación, natural es que
nos preocupe
la duda de si el que vamos a añadirle será de hierro o de oro.
Si la Providencia al determinar el curso de los sucesos
siguiese la
regla heráldica que prohíbe poner un metal sobre otro de la
misma clase,
ya tendríamos un dato para nuestras investigaciones. La calidad
del año
que nace podría colegirse por la del que muere. Pero en
cuestión de años,
viene observándose de muy antiguo que buenos y malos suelen
darse por
rachas como los colores en el Juego.
En esta incertidumbre cada cual consulta el barómetro que
cree más
seguro para calcular el tiempo que nos aguarda.
Los que opinan que el jefe del vecino imperio tiene aun en
sus manos
los destinos de Europa y la paz o la guerra del mundo,
esperaban
impacientes para fijar su criterio, la gran recepción de
primero de año.
La recepción ha tenido lugar; la esfinge de las Tullerías ha
hablado al
fin: sólo falta un Edipo que descifre su enigma.
Napoleón cree en la paz: al menos así lo ha dicho. Al
oírle es seguro
que más de una mefistofélica sonrisa habrá vagado por los finos
labios de
sus diplomáticos oyentes.
Las seguridades del César francés han hecho, no obstante,
en algunos
el efecto de un Iris tendido sobre el nebuloso cielo de la
política.
Verdad es que otros niegan la exactitud de los pronósticos
imperiales y
aseguran haber oído en lo alto del Vaticano palabras temerosas
que
predicen grandes y próximos cataclismos. ¿Quiénes estarán en lo
cierto? Al
tiempo, gran maestro de verdades, dejamos el encargo de
despejar la
incógnita.
Entre tanto, y siguiendo el deseo natural en el que recoge
una
herencia, tratemos de ver si es buena o mala la que al morir
nos ha legado
el año de 1865.
Si tendemos la vista por Europa, encontramos que casi
todos los
países se hallan preocupados en la resolución de algunos de
esos
importantes problemas que afectan directamente a la vitalidad
de las
naciones.
La Francia imperialista siente que se bambolean sus obras,
aflojándose los lazos con que ha querido hacerlas solidarias de
su
fortuna: la silueta de Grant comienza a dibujarse amenazadora
para el
trono de Méjico en el porvenir de los Estados Unidos, a cuya
jefatura
parece llamado, y el rey, galantuomo se encuentra impotente
ante los
conflictos que a cada paso le crea el partido de acción, el
cual se olvida
de Solferino para no acordarse más que de Aspromonte.
En Inglaterra el fenianismo por un lado, y la insurrección
de la
Jamaica por otro, han dejado tan profunda huella en el espíritu
público,
agitándolo, en diversos sentidos, que los radicales, dueños al
fin del
poder, tras una larga lucha parlamentaria, dudan y no se
atreven a plantar
la más pequeña de las importantes reformas que prometieron en
la
oposición.
Y lo que decimos de estas dos grandes naciones, que por la
actitud en
que se encuentran y los medios que poseen, se han llamado con
razón los
dos platos de la balanza política del mundo, se hace extensivo
en mayor o
menor escala a las demás potencias importantes. Por fortuna, el
espíritu
de incesante actividad que anima a los pueblos y que puede
decirse que es
el secreto de su conservación, ni se desalienta ni se asusta, y
a pesar de
la general inquietud, y de los funestos vaticinios, rompe la
atmósfera de
preocupaciones que lo envuelve y tornasola con un rayo de
esperanza y vida
las tempestuosas nubes que se amontonan en su horizonte. ¡
Gloria, al genio
del siglo, que al través de las convulsiones, los trastornos y
el pánico
de la sociedad, marcha con paso seguro y sin apartar los ojos
de la meta a
que se dirige a la conquista de las grandes verdades y a la
realización
del triunfo de la inteligencia!
A él se debe el grandioso proyecto de la próxima
Exposición
Universal, donde compitiendo en lucha gigantesca las artes y la
industria
del mundo, al par que se ofrece el magnifico espectáculo de la
más hermosa
fiesta de la civilización, podrán abrirse nuevos veneros a la
riqueza y al
tráfico, estrechando las relaciones de los pueblos.
A él se debe la perforación del istmo de Suez, problema
insoluble
hasta que ha venido a resolverlo la generación actual, que
según las
últimas noticias verá dentro de un brevísimo término,
confundidas las
aguas de dos mares, y abierto al comercio de Europa ese camino
de Oriente
tanto tiempo soñado por nuestros navegantes.
A él se debe, en fin, el generoso impulso a que obedecen
los
soberanos, convocando en Constantinopla las Conferencias
sanitarias,
verdadero acontecimiento científico que derramará la luz sobre
esa
enfermedad terrible y misteriosa que guarda aún el secreto de
su deletéreo
influjo.
Esta misma lucha entre el espíritu de actividad y vida, y
el marasmo
y el temor que engendran las preocupaciones de la doble crisis
política y
financiera por que atraviesa Europa, podemos observarla en
España.
El estado de la Hacienda, las luchas de los partidos, la
paralización
y el luto que ha dejado en pos de sí el cólera, contribuyeron
por un
instante a detener el natural movimiento, dando pie a los
augures de
desdichas para trazar cuadros lamentables del porvenir que nos
aguarda. No
obstante el país despierta poco a poco de su letargo. Al
patriótico
llamamiento del comercio de Madrid, que en una Memoria luminosa
expone a
grandes rasgos los motivos de su momentánea decadencia, e
indica los
medios de remediarla se han apresurado a responder,
adhiriéndose al
pensamiento, primero el Círculo Mercantil de Barcelona, y
después los de
todas las ciudades más importantes de España. En los centros
industriales
y artísticos también se nota una actividad desusada debida a la
reciente
circular de la comisión nombrada para disponer el envío de
nuestros
productos a la exposición universal de París.
Los teatros, que bajo tan malos auspicios comenzaron sus
tareas, se
ven ya concurridos por un público numeroso. El Real, a fuerza
de ir
pasando ante los ojos de los espectadores una interminable
serie de
cantantes de segundo orden como figuras que cruzan por el lente
de una
linterna mágica, ha conseguido sacar a sayo una tiple. Pero no
contento
todavía con este éxito el señor Caballero, sigue impávido el
itinerario
del que podríamos llamar Viaje alrededor de un cantante de
punta.
En el Circo, la lindísima comedia del señor Rubí titulada
Física
experimental, continúa llamando la atención del público, y
mientras el
Príncipe, que teniendo en cuenta la aristocrática sociedad que
concurre a
sus localidades, podremos llamar la sucursal del regio coliseo,
sin
abandonar los preparativos para las anunciadas representaciones
del César
y el Hernán Cortés, saca a luz las gloriosas obras de nuestros
inmortales
poetas antiguos, la Zarzuela, ansiosa de ofrecer alguna
novedad, contrata
la compañía de cuadros plásticos de Mr. Farriol, que con tanta
aceptación
ha recorrido las primeras capitales de nuestras provincias.
Por último aún no se han desvanecido los rumores de las
pasadas
fiestas; aun suenan en el oído los ecos del tambor que acompaña
los cantos
populares, cuando ya comienza a percibirse la alegre algarabía
del
Carnaval, que se acerca a nosotros agitando su cetro de
cascabeles y
llamando con su voz destemplada y chillona a los adoradores de
Terpsícore.
Lástima grande será que los lamentables sucesos que han
venido de
improviso a turbar el orden público, detengan el
desenvolvimiento de
tantos intereses y la realización de tantas esperanzas,
saliéndonos a
recibir en el dintel del nuevo año con su enojoso cortejo de
inquietudes,
preocupaciones y temores.
Por su parte El Museo Universal que con este primer número
entra en
el décimo año de su publicación, ajeno en un todo a las luchas
y a las
pasiones políticas, procurará seguir ese movimiento de adelanto
que nota a
su alrededor difundiendo el gusto hacia el estudio de las
ciencias y las
artes, delicadas flores del ingenio humano, cuyo cultivo
inclina a los
hombres al amor de la paz y de los saludables progresos.
A fin de conseguirlo, continuaremos en el discurso del año
que
comienza trabajando con la misma fe que en los precedentes
dándonos por
muy satisfechos si merced a la variedad de los asuntos, al
interés de los
artículos especiales y la perfección de las ilustraciones,
logramos que
como hasta aquí, ocupe un lugar distinguido en la consideración
del
público.

ORA fijemos los ojos en el espectáculo que ofrece nuestro


actual
estado de cosas, ora los volvamos fuera hacia lo que sucede en
otros
países, de todos modos se nos antoja empresa bastante ardua
escribir una
revista que interese a la generalidad de sus lectores.
Como presentíamos, la complicación de los lamentables
sucesos que se
iniciaron en la última semana ha venido a desviar la atención
pública de
los asuntos de nuestro dominio, propios por su carácter de un
periódico de
la índole de El Museo que aun en circunstancias normales,
apenas toca al
pasar ligeramente por cima de ellas las ardientes cuestiones de
nuestra
política interior.
¿Qué hay? ¿Qué pasa? ¿Qué se dice? ¿Sabe usted algo? De
aquí las
únicas palabras que se han oído durante los últimos días; la
fórmula usual
de salutación en todos los círculos; el prólogo y el epílogo de
todas las
conversaciones. Mientras ha durado lo que pudiéramos llamar el
período
álgido de la gran cuestión del momento, cada ciudadano español
ha sido una
interrogación ambulante.
Acontecimientos análogos a éste han producido en otras
épocas una
honda sensación acompañada de temores, de esperanzas, de
afectos graves,
en fin, que han agitado el espíritu público de una manera seria
y
profunda; el presente, más bien que otra cosa, puede asegurarse
que ha
obtenido un éxito de curiosidad sin ejemplo. ¡Húndase el mundo,
parecían
decir los curiosos, pero, sepamos de qué modo se hunde y
estaremos
tranquilos! Como en la representación de una de esas comedias
de enredo,
en que el autor se complace en burlar la perspicacia de los
espectadores,
ocultando los resortes a que obedecen sus personajes, el
público sólo se
ha manifestado impaciente por conocer el desenlace de la
fábula.
En esta situación anormal, la hoja volante de un periódico
de
noticias, el extraordinario de La Correspondencia o el
suplemento de la
Gaceta con los últimos partes recibidos por el telégrafo,
consiguen que se
echen a un lado, como cosa de escasa importancia y poco
momento, el libro
más interesante, el semanario más instructivo, la lectura más
deleitosa.
Al oír los discordes gritos con que la turba de chicuelos que
se derrama
como un río que sale de madre por las calles de la coronada
villa, anuncia
la última novedad, el erudito levanta la vista del empolvado
infolio que
hojeaba, tratando de indagar los secretos de otras edades para
saber lo
que pasa en la suya; el sabio abandona el telescopio con que
medía las
profundidades del cielo para inquirir lo que sucede en la
tierra; el
artista desciende un momento del mundo ideal a la poesía para
entrar en el
de la prosa, y todos a una voz preguntan, saliendo del retiro
de su
gabinete: ¿Qué hay?
El Museo, que no frecuenta los círculos oficiales ni los
de los
novelistas políticos; El Museo, cuyas prensas no aguardan
impacientes la
última fila para servirla palpitante aún a los consumidores,
poco o nada
podrá decir a los que, amantes de ese género de actualidades,
le salgan al
paso con la pregunta estereotipada en todos los labios. ¿Les
extractaremos, por ventura, los partes telegráficos del órgano
oficial del
Gobierno? ¿Quién no los ha leído ya? ¿Quién lo ignora? ¿Les
hilvanaremos
en la forma más dramática posible las mil y mil absurdas
noticias que
circulan, producto de la fantasía de los noveleros de oficio
que en estas
ocasiones se despachan a su gusto? Tanto vale abrir el libro de
Las mil y
una noches o el más moderno de Las mil y una barbaridades y
leer
cualquiera de sus capítulos.
Lo repetimos: para satisfacer a ciertos curiosos, las
publicaciones
como la nuestra son las más abonadas. Sin embargo, hay algunos
a quienes,
como a nosotros, aflige el espectáculo de estas pequeñas
miserias de la
vida interior de todos los países; personas que siguen con
interés el
movimiento general de la política del mundo, por cuanto ofrece
un
provechoso estudio y una saludable enseñanza, pero que no es
gusta fijarse
en estos enojosos pormenores; personas, en fin, que, abstraídas
en la
contemplación de las cosas grandes, de los problemas sociales y
científicos que la humanidad trata de resolver, viven en una
atmósfera más
serena y no desvían un momento su atención del asunto que les
preocupa
para ver el motín que pasa por debajo de sus balcones. Pocas
son estas
personas, pero para ellas escribimos, repitiendo, al comenzar
nuestra
tarea la famosa divisa: ¡Qui m'aime me suive!
Y para apartar más por completo la atención de lo que pasa
a nuestro
alrededor, trasladémonos de un salto del lado de allá de los
mares para
venirnos aproximando poco a poco al punto de donde partimos.
En Chile la cuestión española se mantiene in statu quo:
han tenido
lugar algunas ligeras escaramuzas entre las tripulaciones de
varios botes
de los buques de nuestra escuadra y las de otros de los
chilenos; pero las
hostilidades no se han roto en forma, por más que se ha echado
a volar por
algunos esta noticia; antes por el contrario, si hemos de dar
crédito a la
carta escrita por Mr. Bright al presidente de la Asociación de
fundidores
de cobre de Birmingham, en Inglaterra, se espera con gran
confianza un
próximo arreglo del conflicto. Cierto es que el partido
demagógico hace
esfuerzos increíbles para impedirlo, y hasta amenaza con una
guerra civil;
pero el Gobierno de Chile, no encontrando apoyo en el Brasil,
Buenos
Aires, Montevideo y Nueva Granada, que, por el contrario, le
aconsejan la
paz, tendrá que optar por este último extremo. La cuestión
queda, pues, en
el mismo estado de espectativa en que se encontraba, estado
especial, en
que ha entrado, igualmente la del Paraguay con la aceptación
por ambas
partes, beligerantes de un armisticio de dos meses.
En Méjico, por el contrario, a juzgar por los rumores que
circulan a
última hora, se encuentran en el principio del fin, el cual no
tardará
mucho si sale cierta la noticia de haber estallado una
sublevación en la
capital del imperio. Napoleón, preocupado en la actualidad con
el estado
de alarma en que se encuentran los hombres de negocios de
Francia, a los
cuales no satisface la reciente Memoria de Mr. Fould, que en
vano procura
ocultar con flores los bordes del precipicio, tendrá que
atender a esta
nueva complicación política, complicación en la que no dejarán
de tomar
parte, desempeñando un principal papel, los Estados Unidos,
donde las
ideas vertidas por Grant en sus discursos se acogen con
verdadero
entusiasmo.
París, el cerebro del mundo inteligente, como le llaman
sus
admiradores, se preocupa también de esta cuestión; pero, a
pesar de todo,
no le falta tiempo para discutir cosas más fútiles, y aún no se
ha
extinguido el eco de las acaloradas polémicas a que dieron
lugar las
representaciones de Enriqueta Marechal, cuando he aquí que sale
a la
palestra un nuevo asunto de controversias. Verdi trató de
escribir una
ópera con el mismo argumento del famoso drama de Schiller
titulado Don
Carlos.
Ocupándose de la comedia de los hermanos Goncourt, ha
dicho Kar,
cerrando el debate con su lacónica sentencia: «Admito la
fotografía en el
teatro. Enriqueta Marechal es una prueba acabada del nuevo
género; pero ya
que sois fotógrafos no os deis tono de artistas.»
Un distinguido crítico francés, a semejanza del reputado
novelista,
ha concluido la cuestión que se agitaba en torno a la futura
ópera de
Verdi con estas. frases: «El Don Carlos de Schiller, el Don
Carlos de la
leyenda no existe. La crítica y los recientes estudios
históricos lo han
matado. Su resurrección sería un contrasentido hasta en el
teatro de la
Ópera.»
He aquí lo que más inmediatamente ocupa la atención de
ciertos
círculos, mientras en otros consultan llenos de sobresalto el
horizonte de
la política.
Afortunadamente, en este continuo vaivén de los sucesos,
cuando el
horizonte se nubla en un punto, la tormenta que parecía próxima
a estallar
en otro se desvanece como por ensalmo.
La situación de Italia ofrece un ejemplo palpable.
Mientras en
Florencia se complican los asuntos, merced a la doble oposición
de la
Cámara a la cual no satisface de ningún modo el Gabinete con
tanto trabajo
constituido después de la última crisis, en Roma la aceptación
por parte
de Pío IX de los recursos con que el Gobierno de Víctor Manuel
se brinda a
levantar en una razonable proporción la abrumadora carga de la
deuda
pontificia, ha abierto nuevos horizontes a la esperanza de
algunos, que
confían ver armonizados en un término más o menos próximo los
intereses de
la Iglesia y del nuevo reino italiano.
En Nápoles, al menos, debe tenerse fe en un desenlace
feliz de la
cuestión magna, cuando sus hombres más eminentes se ocupan en
primer
término de la organización definitiva de la Academia de
ciencias morales y
políticas creada últimamente en aquella ciudad, promete ser una
de las más
notables de la península itálica, y a la cual el ministro de
Estado ha
pedido la dirección científica para un viaje de
circunnavegación que va
emprenderse por cuenta del Gobierno.
Hasta qué punto se realizarán estas esperanzas, no nos
atrevemos a
pronosticarlo, por más que en política nuestra divisa sea el
conocido
Nihil admirare.
Y en verdad que pocas cosas podrán ya parecernos
imposibles en este
terreno, cuando vemos que se habla como de asunto corriente en
Turquía de
sacar a la venta pública bienes de las mezquitas; esto es, de
llevar a
cabo en uno de los países más fanáticos del mundo una medida
económica
semejante a nuestra desamortización eclesiástica, y cuando
desvanecidos,
al parecer, los insuperabes obstáculos que a ellos se oponían,
vemos la
nacionalidad húngara renacer vigorosa, armonizándose con la
política de
Austria, cuyos emperadores van a ser solemnemente coronados en
Pesth.
En presencia de estos acontecimientos inexplicables,
esperemos, a
pesar de todo, que tanto fuera como dentro de nuestro país las
cosas tomen
un camino diferente del que anuncian las fatídicas señales con
que se ha
inaugurado el año; esperemos que la apertura de los elegantes
salones de
la sociedad madrileña la animación de los teatros, la aparición
de las
obras literarias que se disponen y el movimiento y la vida
propios de la
corte en la época que atravesamos, vendrán a hacer más fácil
nuestra
tarea, ofreciéndonos alguna novedad agradable.
Hoy, con decir a nuestros lectores que en algunos puntos
se han
constituido ya las Juntas provinciales que han de disponer
cuanto
concierne al envío de los productos españoles a la exposición
universal de
París, que en otros se organizan bajo nuevas bases las
Comisiones
encargadas de la conservación de los monumentos artísticos, y
que en
Madrid la escasa atención que el público presta a cuanto no
atañe a la
política, se divide entre la Harris, que cada noche alcanza un
nuevo
triunfo en la Sonámbula y la compañía de los cuadros plásticos
de Mr.
Farriols, que ha conseguido ser recibida con aplauso en la
Zarzuela,
podemos poner punto al catálogo de las novedades de esta
semana, una de
las más llenas de emociones y acontecimientos, y, sin embargo,
la más
estéril para nuestra revista.

HAY un adagio muy conocido que dice que no hay mal que por
bien no
venga. Lo que respecto a la cuestión de Chile y el apresamiento
de La
Covadonga sucede, viene, en cierto modo, a justificar el
adagio. Que el
triste suceso que ha llenado de indignación todas las almas
verdaderamente
españolas ha sido un mal, no hay para qué afanarse en probarlo:
tratemos
de averiguar ahora los bienes que a consecuencia de este mal
nos han
venido. Por lo pronto, el interés que esta cuestión tiene en sí
misma;
avivado por tan notable incidente contribuye de una manera
eficaz a que se
fijen los ojos en aquellos apartados países, desviándolos un
punto de las
pequeñeces y las miserias de nuestras luchas políticas. Si a
esto se añade
que, merced a la traidora agresión de los chilenos, se han roto
como por
encanto las redes diplomáticas en que los representantes de las
potencias
mediadoras tenían envuelto el asunto, devolviéndonos, sin
ningún género de
responsabilidades, toda nuestra libertad de acción, fuerza será
confesar
que se inclina de nuestro lado la balanza. El encontrarnos para
obrar de
aquí en adelante en un terreno tan franco y despejado bien vale
cualquier
sacrificio.
La unanimidad de opinión que se observa en todos los
partidos
respecto a la conducta que ha de observarse con Chile para
vengar con
usura el agravio hecho a las armas españolas y el sentimiento
íntimo de
nuestra superioridad sobre un país que sólo por medio de la
alevosía ha
podido conseguir un pequeño y fácil triunfo, afirman en nuestro
ánimo el
convencimiento de que por nuestra parte ha de tener la cuestión
un
desenlace honroso.
No debe suceder así a los chilenos, los cuales se
apresuran a gozar
de su victoria con todo género de ridículas demostraciones,
previendo que
no ha de durarles mucho la alegría.
La explosión de cómico entusiasmo que en aquella república
ha
producido la inesperada captura de La Covadonga raya en lo
inverosímil.
Chile, y permítasenos lo vulgar de la comparación, se encuentra
con esta
pequeña ventaja como niño con zapatos nuevos; la lectura de sus
periódicos, que pregonan la nueva en estilo rimbombante y
describen los
transportes de júbilo a que el país se ha entregado, causa a un
mismo
tiempo indignación y risa. Ha habido fiestas e iluminaciones,
Te Deum y
repique de campanas, salvas de artillería y arcos de triunfo.
El Senado se
ha reunido para votar solemnemente una recompensa nacional en
favor de Mr.
Villians, del extranjero a quien debe su reciente gloria,
especie de Otelo
rubio que combate por cuenta de Chile, como el amante de
Desdémona por la
de la república veneciana. En el teatro de la capital se ha
hecho una
función patriótica de cuadros vivos, en que la Esmeralda
aparecía como el
terror de los mares y el león de España humillado a los pies de
sus
enemigos: cuadros que, si bien son un inocente desahogo, tienen
la falta
de conocerse a tiro de ballesta que es chileno el pintor. Por
último, como
trofeo glorioso, han colocado en la Catedral la bandera de
nuestro buque.
Si todo esto se hace a propósito de la captura de una goleta, ¿
cómo creen
en Chile que deberán significar su júbilo las naciones cuando
reciben
nuevas de una victoria como la de Lepanto? Por nuestra parte,
el día que
sepamos que la escuadra española ha bombardeado a Valparaíso,
ha echado a
pique la Esmeralda y rescatado La Covadonga, ha lavado, en fin,
en sangre
el agravio que nos han inferido, nos limitaremos a leer la
noticia en el
periódico oficial o en la Correspondencia, diciendo: «Cuestión
concluida»;
y no haremos tantos extremos ni daremos a las cosas la
importancia que no
tienen.
Y este desenlace único que podrá satisfacer las generales
aspiraciones del país, no tardará mucho. Bien puede, pues,
Chile
apresurarse a realizar todo el programa de sus estrepitosas
demostraciones, antes de que los sucesos se precipiten en su
daño, porque
los vientos que corren y el horizonte que sobre sus negocios se
descubre
nada bueno anuncian. Se dice que las potencias mediadoras,
juzgando que en
las nuevas circunstancias que han surgido nada tienen que
hacer, tratan de
significárselo a ambas partes beligerantes. Se dice así mismo
que
Inglaterra, sabedora de la estratagema indigna del capitán
Willans, trata
de pedir explicaciones a los que tan escandalosamente han
abusado de la
confianza que inspiraba su pabellón. Se añade, por último, que,
excepto el
Perú, todas las demás repúblicas de América han repetido su
declaración de
estricta neutralidad, en respuesta a las reiteradas instancias
de Chile,
que por segunda vez pugna en balde para formar contra nosotros
una
poderosa liga.
Las noticias que acerca de los movimientos de nuestra
escuadra se
reciben por diferentes conductos, no presentan tampoco la
cuestión bajo un
aspecto muy favorable para la causa de nuestros contrarios.
Primeramente,
un periódico francés habló de un reñidísimo combate entre La
Resolución y
varios buques chilenos, combate en el que nuestros marinos
llevaron lo
mejor de la jornada. Después, y con referencia a cartas del
Callao,
recibidas en nuestros puertos por algunos particulares, se ha
asegurado
que la fragata de hélice Blanca, que sostenía el bloqueo de
Caldera, fue
atacada por tres vapores chilenos y cuarenta lanchas y chalupas
bajo el
mando del capitán Willians. Según las correspondencias de donde
tomamos
estas noticias, la Blanca, después de una empeñada lucha,
obtuvo el más
brillante triunfo, echando a pique dos buques de los que le
atacaron y
dispersando a los demás con grandes averías. Los buques que
atacaron a
nuestra fragata con tan poco éxito, parece que han sido La
Esmeralda, La
Covadonga, al mando de Tonipson, y el Antonio Vargas, vapor de
cuatro
cañones de poderoso calibre recientemente construídos en
Inglaterra.
Ignoramos si las noticias recibidas por el periódico
francés y las
que por otro conducto se han tenido, en España se refieren a
dos
encuentros diferentes, o, como estamos más inclinados a creer,
a uno
mismo, aunque aparezcan trocados los nombres del buque que lo
ha
sostenido. De cualquier modo que sea, si se confirma
oficialmente podemos
darnos por satisfechos del principio de la segunda parte de
esta cuestión,
que promete ser más rápida, más animada y gloriosa que la
primera.
Entre tanto, la política extranjera se desenvuelve
lentamente en el
exterior, manteniéndose casi todas las cuestiones en el mismo
estado en
que se hallaban cuando tratamos de ellas en nuestra última
revista. El
discurso del emperador Napoleón al abrir las Cámaras francesas,
aunque ha
tocado diferentes e importantes asuntos, sólo respecto a
Méjico, ha hecho
nuevas declaraciones. Después de repetir que espera que la paz
del mundo
no ha de turbarse por ahora, promete que en un término próximo
saldrán las
tropas francesas del territorio mejicano, para lo cual tomará
medidas
eficaces que aseguren los intereses de la Francia en aquellos
países.
Alguna más animación que en los que se ocupan
exclusivamente de la
política se nota en los círculos científicos. En una
conferencia pública
celebrada en Nueva York, Mr. Collin, director del telégrafo
ruso
americano, ha dado algunos pormenores interesantes sobre esta
gigantesca
empresa, que, venciendo todo género de obstáculos, marcha
rápidamente a su
término. El hilo telegráfico, merced al cual la palabra del
hombre,
llevada en alas de la electricidad, podrá dar instantáneamente
la vuelta
al mundo, ha de partir de Nueva York, y, atravesando todo el
Oeste de los
Estados Unidos, el estrecho de Beringh, la Rusia asiática y la
Europa,
vendrá a terminar en San Petersburgo. Cuando Mr. Collin hubo
concluido de
desenvolver a grandes rasgos la historia de los trabajos más
principales
de esta colosal empresa, para dar una idea del inmenso
territorio que la
de recorrer el telégrafo ruso americano, dijo que el sol
brillaría sobre
la línea veintiuna horas y doce minutos diarios.
En Londres se agita la idea de organizar para la primavera
próxima
una exposición de horticultura, que, saliendo de los estrechos
límites que
suelen darse a estas exposiciones, admita a la concurrencia de
los premios
a todos los países. Al mismo tiempo deberá reunirse un Congreso
botánico
en el cual se discutan las cuestiones que han de surgir de la
comparación
de los productos de climas y métodos diferentes. Esta
exposición, cuya
empresa patrocinan la reina y el príncipe de gales, aspira a
perpetuarse
celebrando sucesivamente en Londres, París y San Petersburgo un
concurso
anual. Falta hace que se realice este pensamiento, y que
nuestros
expositores, que en los diversos ramos de las artes y la
industria no
pueden luchar con otros países, lleven sus productos a una
exposición en
que lograrían obtener más lisonjero éxito.
Entre nosotros, los fantasistas políticos y los inventores
con
diploma, de patrañas de grueso calibre, están de pésame. Como
suele
decirse, muerto el perro se acabó la rabia. Terminados los
sucesos que
daban pábulo a sus diarias novelas, y restablecida la
tranquilidad en los
ánimos, concluyó su misión. Madrid ha vuelto a coger el hilo de
sus
interrumpidas tareas. Los diletantis vuelven a preocuparse de
la próxima
llegada de Tamberlik, y discuten acerca de si hará su debut con
el
Guglielmo o los Hugonotes. Los literatos acogen con avidez los
rumores que
nuevamente circulan sobre la representación del César, de
Ventura de la
Vega, asuntos cuyas altas y bajas comienzan a hacerse célebres.
Infinitos son, pues, los cálculos que se hacen y las
esperanzas que
se fundan sobre el porvenir, tanto respecto al movimiento
artístico e
industrial, como a novedades literarias. Mientras la época de
la
realización de estos vaticinios se aproxima, fuerza será
contentarnos con
lo poco que da el presente.
La Zarzuela, que ha sido la primera en lanzarse en el
camino de la
novedad, nos ha ofrecido dos en un acto, titulada una El rábano
por las
hojas y la otra, Gibraltar en 1890. Ambas son producciones
ligeras y de
escasas pretensiones, y en tal concepto las recibió con agrado
el público.
El rábano por las hojas adolece, no obstante, de un gran
defecto: su
autor, que en otras obras ha demostrado que sabe tener gracia
sin apelar a
chistes de cierta clase, tomando, en ésta una cosa por otra,
aunque sin
apercibirse, ha cogido también por las hojas el rábano en
cuestión.
Respecto al juguete titulado Gibraltar en 1890, nos parece poco
lisonjero
para España, que sólo en sueños pueda suponerse posible la
recuperación de
aquella plaza, y eso por los medios sobrenaturales que emplea
el
protagonista de la zarzuela.
A última hora, el nacimiento de un nuevo infante anunciado
a la
población con las salvas de ordenanza ha contribuido a que la
opinión
pública torne a ocuparse de la política interior, en la cual,
una vez
restablecida su majestad la Reina, los noticieros aguardan
significativas
variaciones.

MERCED a una semana de días serenos y luminosos que se han


adelantado
a la estación de las flores como un lisonjero programa de la
primavera, el
Carnaval, que se aproxima seguido de su cortejo de bailes,
bromas y
placeres, ha conseguido variar de una a otra revista la
fisonomía de la
carte.
Verdad es que en este espacio de tiempo las cuestiones
políticas más
interesantes se han mantenido en el mismo ser y estado en que
las dejamos,
y aquí, como en todas partes, para conservar vivo el interés
que al
iniciarse inspiran, es necesario que un asunto ofrezca a cada
momento
combinaciones más nuevas y extrañas que las del kaleidoscopos.
La política
general sigue su curso, concentrándose todo su interés en los
debates del
Senado, donde la oposición ha presentado la batalla al
Ministerio en la
cuestión de Italia. La cuestión de Italia, o mejor dicho, la
cuestión del
pontificado, a la que tan estrechamente se encuentra unida, es,
sin duda,
una de las más arduas y graves de las que nuestra época parece
llamada a
resolver; y, sin embargo, la opinión pública no se muestra tan
preocupada
de la discusión que a propósito de ella se ha empeñado como la
magnitud
del asunto requiere. Esta aparente contradicción se explica. Al
lado de
esa inmensa cuestión que se desarrolla con lentitud, cuya
profundidad no
es dado mesurar a todos, cuya historia es ya muy larga y cuyo
desenlace no
es fácil prever, ha surgido otra de momento, más viva, más
palpitante, más
comprensible, una cuestión de honra y de intereses de
actualidad: la
cuestión de Chile, en fin, que con sus inesperados accidentes y
los
contradictorios juicios a que da lugar, tiene el privilegio de
ocupar en
primer término la atención de todos los círculos sociales. A
cada cual le
llega su hora. Primero el interés de negocios tan graves como
los de
América palideció y se puso en olvido al lado de los trastornos
políticos
interiores. Después nuestras diferencias con Chile y el Perú
han venido a
desviar la atención de cuestiones tan vitales como la de
Italia, la de
Hacienda y de orden público. Mañana no sabemos cuál será el
punto
culminante en que el país fijará sus ojos, pues como indicamos
al comenzar
nuestra revista, la falta de nuevos acontecimientos tiene en la
actualidad
al público como en suspenso, y con predisposición para ocuparse
con más
ahínco del carnaval, que llama a nuestras puertas, que de los
buques
chilenos armados en corso y de las futuras proezas de nuestra
marina.
Pasará el carnaval, vendrá el miércoles de ceniza, y con el
memento homo
la memoria de nuestra situación nada lisonjera: entonces con el
pico del
dominó nos enjugaremos una lágrima y volveremos a preocuparnos
de la
política analizando y tratando de escudriñar en su obscuro
porvenir. Y
ruede la bola.
Entretanto en la semana que concluye hemos podido oír en
boca del
señor ministro de la Gobernación la noticia oficial de la
salida de varios
buques corsarios. Los que todo lo ven color de rosa afectan no
darle
importancia al suceso y limitan el número de estos buques a dos
o tres,
mal equipados y de peores condiciones marineras. Los que por el
contrario
se complacen en levantar en el aire y sobre cualquier asunto un
maravilloso castillo de suposiciones, pintan todos los mares
del globo
cuajados de fragatas acorazadas, blindadas y con espolones, de
las cuales
cada una tiene ochenta o más bocas de fuego, amen de una no
pequeña
cantidad de torpedos y máquinas infernales que han de reducir a
pavesas
nuestra escuadra, nuestros buques y nuestros puertos. En un
justo medio
dicen que consiste la virtud y en éste precisamente es en el
que debemos
colocarnos para juzgar con tino de las contradictorias
opiniones que
circulan. Desde luego la llegada a Madrid de nuestro
representante en el
Perú y del cónsul del Callao nada bueno augura: pero sea la que
quiera la
causa del viaje de nuestros agentes diplomático y consular en
aquellas
regiones, causa sobre la cual el gobierno ha creído necesario
usar de una
prudente reserva, sean los que fueren los medios a que las dos
repúblicas
americanas hoy unidas recurran para combatirnos, nosotros
tenemos gran fe
en el patriotismo de nuestra nación y en los grandes recursos
de que en un
caso extremo puede disponer para sacar a salvo su dignidad y su
honra.
La conducta de la provincia de Málaga que por medio de sus
representantes se ha ofrecido espontáneamente a ayudar al
gobierno con
recursos extraordinarios para la guerra, estamos seguros que a
ser
preciso, la seguirían todas las demás provincias de España.
Del extranjero seguimos careciendo de noticias de
verdadera
importancia. El único acontecimiento que ha logrado fijar un
tanto la
atención fuera de nuestro país ha sido la retirada del
representante de
Rusia de la corte de Roma. El emperador Alejandro, disponiendo
que el
barón de Meyendorff vuelva a San Petersburgo para ser
sustituido por otro
personaje cerca del Pontífice, ha querido dar una pública
satisfacción al
jefe de la Iglesia Católica, que tanto en este concepto como en
su calidad
de soberano, merecía más respeto que el que le demostró en su
última y ya
célebre conferencia el diplomático ruso.
En París se decía que como sello a la reconciliación del
emperador
con su augusto primo volvería éste a encargarse de la
presidencia de la
próxima exposición universal; pero a última hora se ha
asegurado que la
reconciliación no es tan completa, o al menos importa
aparentarlo así, que
permita este arreglo. Algunos periódicos franceses anuncian que
este
importante cargo se conferirá a nuestra ilustre compatriota la
emperatriz
Eugenia. El tino y la discreción que la esclarecida dama
española demostró
en el desempeño de los negocios políticos durante la regencia
interina, la
hacen acreedora a esta muestra de especial confianza. En una
exposición
universal, que en suma no es sino una gran fiesta a la que se
invita a
todos los países, parece natural que la señora de la casa haga
los honores
a los convidados.
Al mismo tiempo que de este incidente que ha surgido a
propósito de
la exposición universal, exposición que como hemos dicho en
otras
ocasiones preocupa mucho a los franceses por creer que a ella
va unido un
pensamiento político, se discute anticipadamente en los
círculos
literarios de París acerca de dos obras, las cuales, aun cuando
todavía no
se han dado a la luz, ya interesan al público y son objeto de
grandes
controversias. Una es el nuevo libro de Renan la Vida de los
apóstoles: la
otra el segundo tomo de las Meditaciones religiosas de Guizot.
La primera
está ya impresa y sin embargo no se publica, según algunos por
miedo a un
tropiezo semejante al del editor de Los evangelios anotados de
Proudhon:
la segunda se halla en prensa y se aguardan con ansiedad los
primeros
ejemplares. Ambas y cada cual bajo su punto de vista, están
llamadas a
preocupar por largo tiempo el mundo religioso, literario y
científico.
También entre nosotros, y aunque en más modesta y reducida
órbita,
han causado sensación y se han ocupado con elogio los
periódicos de dos
nuevos libros. Las Inspiraciones del conocido y popular poeta
don Ventura
Ruiz Aguilera y las Horas crepusculares de la señorita doña
Isabel
Villamartín, cada cual en la línea que le corresponde, son dos
obras
dignas de las alabanzas que se le tributan. Aquélla es el fruto
de una
inteligencia y de un sentimiento exquisitos en su más brillante
período:
es la realidad. Esta es el primer ensayo de una imaginación
ardiente y de
un corazón joven: es la promesa. De las dos diríamos alguna
palabra más en
nuestra revista, si en este mismo número de El Museo no se
ocupara ya otro
de hacerlo respecto a la del señor Aguilera y si por nuestra
parte no
pensáramos tratar aparte la de la señorita Villamartín.
El teatro asimismo nos ha ofrecido una novedad que si bien
de escasa
importancia bajo el punto de vista literario pues los trabajos
de este
género no aspiran a conseguirla, no carece de cierto interés,
como
espectáculo entretenido y agradable. Aludimos a la Revista de
un muerto,
del señor Alba, representada en el coliseo de la Plazuela del
Rey.
El éxito de esta obra, aunque bueno, ha sido inferior al
de la que
con parecida idea se hizo en el año de 1865, y la verdad es que
el asunto
no se ha presentado con tanta novedad e interés.
En el Príncipe la representación de Súllivan a beneficio
de Romea ha
tenido por espectadores a cuanto de más distinguido encierra
Madrid en
damas elegantes y personas inteligentes. El actor favorito del
público
consiguió un nuevo triunfo en esta obra, donde a tan grande
altura se
levanta en el desempeño de una de sus más hermosas y
características
creaciones. Nosotros damos el parabién al gran actor y nos le
damos a
nosotros mismos al ver que, a despecho de los crueles
sufrimientos que le
han aquejado, aún puede dar muchos días de gloria a la escena
española,
cuyo porvenir se presenta tan obscuro para el momento en que le
falten los
pocos buenos actores que todavía mantienen su brillo.
Los dilletanti, con el debut de la señora Galletti tienen
por ahora
en qué entretener sus ocios, disputando acerca del mayor o
menor mérito de
esta cantante, mientras llega el tan anunciado, deseado y
suspirado
Tamberlik. La Galletti ha debutado en Norma. Cualquiera creerá
que esta es
la ópera que mejor canta, que es lo que suele llamarse su
caballo de
batalla, puesto que con ella se estrena. Pues nada menos que
eso. Nosotros
creemos que ni a la tesitura de su voz ni a sus condiciones
conviene. De
estos errores se ven muchos entre los artistas. No obstante, el
público la
ha aplaudido en algunos momentos y la ha aceptado con placer.
Con este
puntal ya puede mantenerse por algunos días el ruidoso teatro
de Oriente.

UNA revista de Carnaval parece indispensable que salga


disfrazada de
modo que no la conozcan sus habituales lectores. No teniendo a
mano un
dominó y una careta que ponerle a estas líneas invertimos el
orden de los
asuntos, y así como siempre comenzamos por lo más serio para
concluir con
lo más alegre, hoy daremos principio a nuestro resumen semanal
por lo más
fútil haciendo punto en lo más grave. Y algo es algo.
En la anterior revista dijimos que la perspectiva del
Carnaval y la
hermosura del tiempo habían cambiado por completo la fisonomía
de la
corte. A última hora el tiempo hizo fiasco: el cielo, antes
sereno y
limpio, se cubrió de nubes; al aire perfumado y tibio, propio
de
primavera, sustituyó el cierzo frío y delgado como la hoja de
un puñal de
Albacete: pero el impulso estaba dado, y el Carnaval no ha sido
por eso
menos alegre y ruidoso que de costumbre.
Rompió la marcha inaugurando por decirlo así el período
carnavalesco,
el baile dado en el Conservatorio por la asociación de damas de
la
Beneficencia. Los salones del Conservatorio han estado bastante
concurridos, y la reunión fue tan escogida como cabe en lo
posible cuando
se trata de una sociedad en la cual no se exigen más requisitos
para ser
presentado que tener ganas de gastar 40 reales. Entre muchas
elegantes
damas, a quienes a pesar de su disfraz conocimos, circulaban
por lo tanto
alguna que otra muestra de ese demi monde, o quart de monde,
que en Madrid
se introduce en todos los círculos apenas ve la puerta
entreabierta. Pero
el Carnaval tiene algo de fácil y tolerante respecto a las
costumbres; la
careta autoriza ciertas derogaciones por parte de las gentes
más rígidas;
y luego... se presentan tan pocas ocasiones de hacer una obra
de caridad
bailando un schottis-polka que no tan sólo no extrañamos la
boga de estas
o parecidas fiestas, sino que por el contrario, las aplaudimos.
No todos
comprenden la caridad de un mismo modo, no a todos es dado
practicarla en
lo que tiene de más enojoso y áspero: bueno es, pues, allanar
el camino
armonizándola con otro placer que el que las almas
privilegiadas
encuentran en el fondo de la caridad misma.
Al baile del Conservatorio han seguido los del Real, la
Zarzuela y
Capellanes. No hay para qué decir que en todos se han notado
animación y
concurrencia. En el segundo o tercer baile podrán las
sociedades
encargadas de esta clase de especulaciones ganar o perder según
el humor
de las gentes y las circunstancias del momento: pero en el
primero ¿cuál
es tan torpe que no tiene a mano un par de docenas de ninfas
alquiladas y
de jóvenes de más humor que dinero que hagan bulto, merced a
algunos
billetes gratis? Sabido el secreto de los primeros bailes de la
temporada,
no nos ha extrañado, pues, encontrar en ellos el personal
conocido. En el
teatro de la ópera, al compás de su magnífica orquesta,
dirigida por
Bonetti, hemos visto walsar, amén de todo el escuadrón femenino
de entre
bastidores, bailarinas, coristas, y figurantas, una multitud de
esas
beldades de clasificación dudosa: vanguardia encubierta de un
género de
damas popularizadas por la pluma de Dumas hijo y la música de
Verdi, que
hacen esfuerzos increíbles para aclimatarse en nuestro país por
más que
las rechacen nuestro carácter y nuestras costumbres.
Algún que otro dominó de seda, por cuyos anchos y
flotantes pliegues
asoma una mano aristocrática y pequeña calzada de un guante
perfumado y
finísimo, dejaba, sin embargo, adivinar la presencia en los
salones de el
Real de una reducida parte del sexo bello verdaderamente
elegante y
distinguido de la corte.
Estas discretas tapadas, de las cuales podríamos decir en
confianza y
al oído de un amigo el nombre de algunas, y varias personas
conocidas, que
formaban corro entre los individuos del sexo feo que se agrupan
en el
centro del salón, han impreso este año como en los pasados su
sello
especial y característico a los bailes del teatro de la plaza
de Oriente.
Jovellanos manteniendo su tradición respecto a máscaras,
se ha
mostrado asimismo alegre, ruidoso y todo lo expansivo que
permiten el
disfraz y la careta. Sobre el indispensable fondo de personajes
equívocos
pertenecientes a ambos sexos, ha ofrecido su risueña galería de
figuras
propias de estos bailes de medio carácter. Sentadas alrededor
de la sala
han podido, pues, verse muchas viudas de intendentes (requisito
forzoso de
toda pupilera), acompañadas de sus tiernos pimpollos; y
circulando en
grupos, muchos estudiantes de todo género de derechos y
carreras, inclusa
la más célebre de la corte. De Jovellanos a Capellanes la
decoración varía
y han variado igualmente los actores. Desde la modistilla a las
nocturnas
paseantas de la con tanta razón, llamada calle de Peligros:
desde los
abonados a los Andaluces a los toreros que se estacionan en las
cuatro
esquinas, lo más florido de la gente del bronce, de la perpetua
diversión,
de la eterna jarana y del escándalo eterno, ha tenido
representación en el
local que reúne el raro privilegio de dar a un tiempo acogida a
todo
género de personas. En efecto, lo más característico del teatro
de Oriente
y la Zarzuela los que acaso salen de un salón aristocrático o
han pasado
la tarde en el Canal, han venido en esta ocasión, como vienen
siempre, a
pagar el tributo de un momento de la noche a Capellanes.
En el Prado, y durante los primeros días del Carnaval, la
multitud ha
sido inmensa y la animación y el bullicio tan grandes como si
en nada
tuviéramos por el momento en que pensar más que en disfrazarnos
y
divertirnos. El pueblo es como los niños: con la misma
facilidad llora que
se consuela, mostrando a veces juntas las lágrimas y la risa.
En los días
en que la terrible epidemia azotaba a Madrid, parecía imposible
que el
tiempo pudiera borrar las hondas huellas que habla dejada
cuando más tarde
los trastornos políticos preocuparon hondamente la atención
pública, era
de esperar que por muchos meses todos se ocuparían de la
probable
resolución de un obscuro problema planteado y no resuelto. Más
tarde, el
descalabro sufrido en Chile, llenó de santa y patriótica
indignación las
almas y debía creerse que nadie apartaría los ojos de este
asunto hasta
ver su desenlace. Sin embargo, llega el Carnaval, los lutos se
esconden,
las preocupaciones se disipan, los proyectos bélicos se aplazan
y el país
transformado de la noche a la mañana de grave y preocupado en
alegre y
bullicioso, puede exclamar a su vez: Europa, ¿me conoces?
El miércoles de Ceniza, ayudado del diluvio de agua que
han arrojado
las nubes, ha venido a cerrar el período de locura, trayéndonos
el
enfadoso bagaje de nuestras antiguas preocupaciones al ponernos
la ceniza
en la frente. -Polvo eres y en polvo te has de convertir! Este
lúgubre
estribillo con que termina la Iglesia la canción báquica
comenzada por el
Carnaval, viene a concluir con un imponente acorde de Miserere
la
atronadora sinfonía de los placeres mundanales.
Después de los excesos y los gastos extraordinarios que
inevitablemente traen consigo todas estas grandes fiestas, la
primera idea
seria que se ocurre es la de reparar por medio de la economía
el
desequilibrio del bolsillo; y esta preocupación, particular a
cada
individuo, trasciende a la pública opinión y forma una
atmósfera. Nada más
natural, por lo tanto, que la primera cuestión puesta sobre el
tapete en
materias políticas sea la cuestión de Hacienda, pronunciándose
todos en
favor de las economías en el presupuesto. En el Senado las
oposiciones
presentaron el combate al ministerio en los asuntos de Italia,
en las
Cortes se trata de hostilizarle en una larga serie de
encuentros y
escaramuzas a propósito de las tantas veces anunciadas
economías. El
Gabinete asegura que se encuentra animado de los mejores deseos
respecto a
este particular: nosotros lo creemos; pero ha debido sucederle
lo que a
aquel grande de España, que, conociendo su ruinosa situación, y
después de
decidirse a tomar una medida radical reduciendo el total de sus
gastos al
de los ingresos, dio una vuelta por su casa y no encontró que
suprimir más
que una ensalada en la comida y un farol en el patio. Las
economías
realizadas en el presupuesto hasta ahora no equivalen a más. Y
cuidado que
por nuestra parte no creemos que las economías, que son el a b
c de la
ciencia, bastan por sí solas a salvar una situación. Podrán a
lo sumo,
servir para atravesar más fácilmente un período dado, para
resolver un
conflicto de momento, pero no para prosperar y desenvolverse un
país.
Del Pacífico se han recibido noticias por la Mala inglesa
las cuales
se reducen a decir que nada ocurre de particular. Esto mismo
debiéramos
repetir en nuestra revista; pero la verdad es que el no haber
ocurrido
nada, en el terreno en que ya se encuentra la cuestión, no deja
de ser
bastante. También se ha hablado en los círculos políticos de
una nota que
el general Lamármora ha enviado al Gobierno de España,
protestando en
nombre del de Víctor Manuel contra el espíritu de ciertos
documentos
relativos al reconocimiento de Italia, publicados con motivo de
la
discusión del discurso de la corona. La trascendencia de esta
cuestión es
bastante grande, toda vez que al complicarse podrá hacer que
resulte
inútil un paso diplomático que ha dado margen a muchas
discusiones, y en
el que algunos partidos fundaban lisonjeras esperanzas.
Estos asuntos y algunas que otras noticias
contradictorias, acerca de
los corsarios, ocupan por el momento la atención de los
círculos
políticos, mientras los aficionados a otro género de novedades
hablan de
las próximas reuniones particulares, que se anuncian para la
Cuaresma, y
del nuevo drama Doña Leonor de Pimentel, estrenado en el teatro
de
Variedades por la Civili. Después del beneficio de Valero, en
el que este
eminente actor consiguió un nuevo y ruidoso triunfo con La
carcajada, la
representación de la obra del señor Valcárcel ha sido, sin duda
alguna, el
suceso más notable que en la última semana han ofrecido los
teatros. Doña
Leonor de Pimentel dista mucho todavía de ser una obra perfecta
en su
género. Fáltale a su autor experiencia de la escena y el
conocimiento
profundo del carácter de la época que trata de resucitar,
condición la
segunda que cada día se hace más indispensable en los dramas
históricos.
No obstante, algunos rasgos felices diseminados en la obra, la
galanura
del estilo y la pasión con que están escritas ciertas escenas,
contribuyen
a que se califique esta producción de un feliz ensayo que deja
presentir
grandes triunfos al joven poeta que lo ha acometido. La
ejecución de la
obra por parte de la Civil justifica los aplausos que le
prodiga el
público, haciendo olvidar en parte la desigualdad del cuadro de
actores
que la acompaña y la escasez de recursos y de aparato escénico
del teatro
en que actúa.
Últimamente, la Facultad de Medicina de la Real Camára ha
puesto en
conocimiento de la presidencia del Consejo de ministros la
enfermedad y la
muerte del infante don Francisco de Asís y Leopoldo, cuyo
cadáver, después
de haber sido expuesto al público en una de las salas del
Palacio, será
conducido con la pompa y ceremonias de costumbre al panteón de
El
Escorial.

EL invierno se resiste a abandonarnos. En balde la


primavera, con el
calendario en la mano, aduce sus derechos a la presente
estación; el frío,
refugiándose en las últimas trincheras, despliega todo su
aparato de
nieves y granizos de lluvias y vientos, y quema los tempranos
retoños de
los árboles y arroja al suelo a sus adelantadas flores. La
Cuaresma, ya
bastante triste de por sí misma, con este aditamento de nubes y
temporales
nos tiene metido el corazón en un puño. Por fortuna, los
teatros por un
lado, y las reuniones particulares por otro, ofrecen un refugio
a la buena
sociedad madrileña, que se ve privada de asistir a sus paseos
favoritos.
La vida activa de la corte se ha reconcentrado en el interior
de sus
círculos especiales.
Tratemos de penetrar en algunos para trazar en un par de
rasgos
nuestra periódica revista.
Entre las fiestas musicales celebradas o los salones que
tienen hoy
el privilegio de reunir a lo más fassionable del gran mundo,
debemos
colocar desde luego la que ha tenido lugar últimamente en casa
de la
señora condesa de Montijo. El Stabat Mater, de Rossini, una de
las más
espontáneas y melódicas inspiraciones del célebre maestro
italiano ha sido
interpretado en la reunión del domingo de un modo tan correcto
y con una
unidad y un buen gusto tales, que han sobrepujado a la
ventajosa idea que
los concurrentes tenían formada de antemano de esta soirée
musical,
juzgando por el nombre de las conocidas y elegantes aficionadas
que
tomaron parte en ella.
Las letras han tenido asimismo en la pasada semana ocasión
de ser
objeto de plácemes entre el círculo de sus apasionados. La Real
Academia
Española ha reforzado sus filas con un nombre célebre en
nuestras
discusiones parlamentarias, y que ha brillado y brilla aún, en
el foro
como una de sus glorias. Aludimos al señor don Antonio Aparisi,
elegido
por voto unánime de los individuos de aquella respetable
corporación para
ocupar el sitio que ha dejado vacante, a su muerte, el ilustre
marqués de
Pidal. Sean las que fueran las ideas políticas del señor
Aparisi, nosotros
felicitamos con toda sinceridad a la Academia por haber hecho
recaer su
elección en un hombre de corazón sano, de convicciones
arraigadas y
profundas, y cuyos méritos y extraordinarios talentos no pueden
ponerse en
duda.
La reunión literaria que ha tenido lugar en el gabinete de
medallas
de la Biblioteca Nacional para hacer entrega del premio
otorgado en el
último concurso no ha sido menos satisfactoria para cuantos
tuvimos el
gusto de concurrir a ella. Presidía el acto el señor ministro
de Fomento,
asistiendo, a más del señor Silvela, director de Instrucción
pública, y de
algunas otras personas notables por su posición oficial, otras
muchas
conocidas por sus obras en la república de las letras. No hemos
leído aún
el libro del señor Alenda Relaciones de solemnidades y fiestas
públicas de
España; pero, a juzgar por el asunto, y creyendo que para
merecer la
distinción que ha merecido, deberá reunir las condiciones que
un trabajo
de esta índole exige, no dudamos que su lectura abrirá un ancho
campo y
ofrecerá datos preciosos para los estudios de trajes, usos y
costumbres de
nuestro país, así como de las artes y la literatura, que tanto
han
contribuido siempre al mayor lucimiento de tales fiestas. En
esta misma
reunión, y después que el señor Harzenbusch dio cuenta en una
luminosa
memoria de los trabajos llevados a cabo en el ramo de
bibliotecas y
archivos, don Cayetano Rossall dio a conocer algunas de las
cartas
inéditas de don Leandro Fernández de Moratín cuya colección se
ha mandado
publicar por el ministerio de Fomento. Cuantos admiran la
gracia, las
dotes de observador profundo y la pureza de lenguaje que
adornan al
clásico autor de El sí de las niñas y El Café, están de
enhorabuena con la
publicación de estas epístolas, en las cuales Moratín trata los
más
variados asuntos con el estilo ameno, ligero y cómico que tan
bien sienta
a este género especial de literatura y que es seguramente el
que con más
facilidad manejaba.
Respecto a política también se nota alguna animación, y
podemos decir
como la criada de El marqués de Caravaca, de Ventura de la
Vega, ¡Se
charla, se charla, se charla! En efecto, se charla en las
Cámaras, se
charla en los salones de conferencias, se charla en los casinos
y en los
cafés y en las esquinas, y mientras en estos corros y corrillos
cada cual
arregla el país a su modo y deja en pañales al mismo
Nostradamus. Respecto
a profecías, los acontecimientos siguen su curso. Qué curso
siguen estos
acontecimientos es lo que no nos atreveremos a decir. El Museo,
quizás
cometiendo una indiscreción, se ha aventurado alguna vez a
alargar el
cuello y a meter un poco la cabeza por la entreabierta puerta
de la
política. Después de haberle dado repetidas veces, como
vulgarmente se
dice, con la puerta en los hocicos, ha decidido la enmienda,
sentándose en
el dintel para descansar un momento, y, una vez descansado,
tomando el
rumbo para otra parte.
El caso es que la semana anterior la política extranjera,
única en
que por un exceso de longanimidad se nos permite echar de vez
en cuando un
cuarto, a espadas ha ofrecido tan poco asunto para nuestra
revista, que
será preciso hablar a nuestros lectores de otra cosa.
En París, por ejemplo, tanto o más que de los discursos de
la Cámara,
se habla en la actualidad de la llegada del abate Litz, el cual
ha ido a
dirigir personalmente el ensayo de su magnífica misa.
En Roma, después de haberse celebrado la tradicional
ceremonia de la
bendición de La Rosa de Oro, todo el mundo se deshace en
conjeturas acerca
del destino que se dará este año al simbólico presente con que
Su Santidad
obsequia al soberano que más se ha distinguido en la defensa de
los
intereses católicos.
Desde el curioso asunto jurídico que llama la atención en
Londres,
entablado por una señora particular que, fundándose en títulos
valederos
trata de que se la reconozca como miembro de la misma familia
real
inglesa, hasta el extravagante fenómeno ocurrido en un punto de
América,
donde otra individua ha dado a luz en un solo parto a tres
hijos varones,
cada cual de una raza y de un color distinto, raro es el país
que no ha
ofrecido alguna cosa notable.
Sin embargo, la más notable es, y seguirá siéndolo aún
muchos días,
la coincidencia geológica que ha podido observarse últimamente
por los que
se dedican a este género de estudios. Al mismo tiempo que un
movimiento
volcánico ha hecho aparecer un nuevo islote en las costas de
Grecia, el
capitán de un buque que navega en los mares de Australia da
cuenta de la
desaparición de uno de los puntos señalados en la carta marina
de aquellas
regiones.
Unas veces con los sacudimientos de tierra, coincidiendo
con la
erupción de un volcán, en puntos lejanos entre sí; otras con
estas
inmersiones y apariciones que ofrecen cierta analogía en el
fenómeno que
las produce, nunca faltan a la ciencia arduos y difíciles
problemas que
resolver. De Francia, y por orden de su Gobierno, ha salido una
comisión
de hombres eminentes, con rumbo a Grecia, para estudiar esta
cuestión.
Veremos qué sacan en limpio.
Ahora, y trasladándonos a nuestro país desde la región
objeto de esos
estudios, diremos según costumbre, algunas palabras sobre
teatros para
terminar la revista.
En el Real sigue Tamberlik recogiendo aplausos en La
Africana; el
nombre de César continúa apareciendo en los carteles del
Príncipe; el
teatro de Jovellanos es el único que acaba de ofrecer una
novedad, si
novedad puede llamarse al arreglo de una bufonada escénica que
ya hemos
visto antes de ahora representada en Madrid por una compañía de
actores
franceses.
Titúlase este arreglo Los cómicos de la legua, y como
puede inferirse
del asunto, mucho más sabiendo que toman parte en él Caltañazor
y
Arderius, creemos excusado decir que es perfectamente a
propósito para
reír un rato.
Cuando en todos los terrenos se encuentran tantos motivos
para
afligirse, no nos parece completamente inoportuna la aparición
de una obra
que sólo aspira a regocijar el ánimo, aunque sea a fuerza de
disparates.
Los disparates tienen también su mérito. No todo el que quiere
disparata
con gracia, por más que muchos prueben a hacerlo. Testigo el
pobre Olona,
que en su género, bueno o malo, pero indudablemente divertido,
sigue
siendo inimitable.

SIGUE el termómetro en pugna con el calendario. La


primavera llega y
el invierno no desaparece: de aquí resulta una anarquía
estacional tan
incómoda como insalubre.
De vez en cuando el sol rasga las nubes, la tierra,
estremecida de
placer bajo la impresión de sus besos de luz, se dispone a
revestirse con
sus más espléndidas galas; los árboles se cubren con sus
primeras y
transparentes hojas; los insectos, de oro y de colores,
revolotean
zumbando en torno a la flor de los tempranos almendros, y los
habitantes
de la coronada villa salen a disfrutar de las delicias
primaverales a la
Castellana o al Retiro; pero de pronto cambia la decoración:
las nubes se
amontonan, el viento Norte se desencadena y lo que comenzó en
idilio acaba
en catarro. El almanaque, inflexible como el destino, sigue su
marcha al
través de estas bruscas variaciones y marcando impávido las
estaciones y
las solemnidades con la exactitud de un cronómetro nos lleva
insensiblemente del Carnaval a la Cuaresma, de la Cuaresma a la
Pascua,
hasta llegar el día de San Silvestre, en que deja el puesto a
otro año y a
otro cicerone que con la misma imperturbabilidad continúa la
tarea.
Siguiendo su itinerario nos encontramos hoy en la Semana
de Dolores,
que puede llamarse propiamente el dintel de la Semana Santa.
A medida que se aproxima la época en que la Iglesia
conmemora los
augustos misterios de nuestra redención, nótase una especie de
recogimiento gradual, que de día en día va haciéndole más
perceptible. La
concurrencia a les teatros disminuye; el interés de los
negocios públicos
se debilita; hasta la actividad y el movimiento individual
parece que se
disponen a entrar en un período de quietud y de reposo. La
meditación es
hija de la calma y el silencio. ¿Y quién habrá tan incrédulo o
tan
indiferente que, como cristiano y como filósofo, no se sienta
embargado,
aun a su pesar, por las graves ideas que en estos días solemnes
asaltan la
imaginación? Los rumores de la vida política, la inquietud
febril de la
lucha de los intereses terrenales y el ruidoso tráfago de la
actividad
humana, como las olas que vienen a morir en la orilla del mar,
vienen en
estos instantes a morir y a apagarse a las puertas del templo,
que
desplega todas sus pompas para cautivar y absorber el ánimo de
los fieles.
Una de las más grandes misiones del arte ha sido en todas las
épocas
levantar el espíritu por medio de sus obras a regiones
elevadas,
predisponiéndole a la concepción de cierto género de ideas. El
catolicismo
se ha valido de él como de un poderoso intérprete para llegar
hasta el
fondo del alma por medio de los sentidos.
En estos días más que nunca puede apreciarse hasta dónde
contribuyen
a la majestad y a la imponente belleza del culto las sublimes
creaciones
del arte cristiano. Considerada bajo este punto, de vista, la
Semana Santa
de la corte no es la que ofrece más poderosos atractivos; pero
la
facilidad de las comunicaciones va generalizando tanto la
costumbre de
asistir a esta solemnidad en otros puntos célebres por el
esplendor y la
grandiosidad de sus ceremonias religiosas, que la mayor parte
de la buena
sociedad madrileña se divide entre Toledo y Sevilla, que con
algunas
capitales de provincia importantes justifican la fama que gozan
en este
concepto.
Las circunstancias que dejemos apuntadas han contribuido a
que en la
semana última encontremos pocas novedades de qué ocuparnos.
La cuestión de Chile ha ofrecido, no obstante, algún
entretenimiento
a la curiosidad pública. Según las últimas noticias recibidas
de las
repúblicas del Ecuador habían hecho un tratado de alianza
ofensiva y
defensiva con los enemigos de España. En cambio de este suceso,
que
después de todo carece de importancia verdadera, pues el
Ecuador sólo
puede ofrecer a sus nuevos aliados estériles simpatías, la Mala
del
Pacífico nos ha traído una nueva favorable a nuestros
intereses. La
fragata peruana Amazonas y el vapor Loa han naufragado.
Ignóranse aún los
pormenores de este siniestro, del que, sin embargo, no puede
dudarse,
habiéndose recibido la noticia por diferentes conductos: sólo
sabemos que
el Gobierno peruano ha hecho prender a los capitanes de estos
buques para
abrir una información facultativa. No siempre la fatalidad ha
de prestar
ayuda a nuestros enemigos. El desastre de la Amazonas y el Loa
viene a
compensar en cierto modo la desgracia que nos hizo perder uno
de nuestros
más hermosos buques enfrente de las islas Chinchas. Respecto a
pérdidas
casuales, puede decirse que estamos en paz y jugando. En la
cuestión que
honra algo se ha hecho, entregando a las llamas las
embarcaciones
mercantes apresadas; pero todavía esperamos que nuestra marina
hará todo
lo que exigen de ella sus gloriosos antecedentes y la esperanza
que el
país entero funda en su valor y heroísmo.
Los asuntos de política extranjera, que afectan más
directamente a
otras naciones, aunque a paso de tortuga, también van
adelantando algo en
su desenvolvimiento. Ya tenemos en campana un candidato para el
trono de
los Principados, vacante por la forzosa abdicación del príncipe
Couza. El
emperador de Rusia propone para esta prebenda al duque de
Leutchtemberg,
que en la actualidad se encuentra en Italia. Los representantes
de los
diversos países que han tomado parte en las conferencias
celebradas en
París para arreglar este complicado negocio, no creemos que
acordarán
todos sus simpatías al candidato ruso, pues en pormenores de
mucha menos
entidad no han podido aún ponerse de acuerdo. Y lo que acontece
en París
respecto de la cuestión de los Principados del Danubio en la
conferencia
política, se reproduce en Constantinopla con motivo del
itinerario de las
caravanas de la India en el Congreso sanitario. Si sólo
hubieran asistido
médicos a esta reunión salvadora, todavía juzgaríamos muy
difícil que la
ciencia, aun siendo ciencia, lograse ponerse de acuerdo consigo
misma por
medio de sus representantes; pero habiendo interpelado los
diplomáticos
con los doctores, el resultado de todo será seguramente el
contenido del
libro que leía Hamlet: ¡Palabras, palabras, palabras!
En efecto: el Congreso sanitario discute aún
acaloradamente sobre la
marcha de las caravanas y los medios de precaución
convenientes, y ya los
peregrinos del Ganges comienzan a ponerse en movimiento y el
cólera se
cierne sobre algunos puntos del litoral del Mediterráneo.
Mientras los
médicos entran en acaloradas polémicas sobre el principio
morboso
generador del terrible azote, los diplomáticos han tenido
tiempo de
deslizar en medio de la discusión algunas frases alusivas a
intereses
políticos de este o aquel país, ocultas bajo el manto de la
filantropía, y
he aquí lo bastante para que las conferencias científicas, de
las cuales
tanto esperaba la humanidad, terminen, según la gráfica
expresión del
vulgo como merienda de negros.
El bill de reforma electoral presentado a las Cámaras
británicas
promete asimismo ser objeto de largas y acaloradas
controversias por parte
de los representantes del país. Desde luego, el proyecto de
reforma sólo
hace aplicación de los nuevos derechos a Inglaterra, excluyendo
la Escocia
y la Irlanda. Estas restricciones, a más de aumentar la
exasperación de
los países a que se refieren, son acogidas con evidente
disgusto entre los
radicales, a quienes no impone la obligación de callar el
interés del
Gobierno. Por su parte los conservadores han celebrado un
meeting con
asistencia de todas las notabilidades del partido en el cual se
acordó
presentar la batalla al Gabinete en ambas Cámaras. Acerca del
resultado de
la campaña parlamentaria que se inaugura con el bill de
reforma, se hacen
muchos comentarios, no faltando quien se anticipe a predecir la
derrota
del Gabinete.
Estas levantadas y luminosas discusiones del Parlamento
inglés y las
que actualmente tienen lugar en la Cámara francesa a propósito
del debate
sobre libertades públicas, ocuparán en primer término y durante
algunas
semanas la atención de los que siguen con interés el curso de
la política
extranjera.
Dejando nosotros este terreno por ahora, y volviendo los
ojos a
nuestro país para terminar la revista ocupándonos de algo menos
árido y
enojoso que los asuntos políticos, vamos a decir dos palabras
acerca de
las novedades literarias y científicas de que hemos tenido
conocimiento
durante la semana última.
Pocas son estas novedades, aunque algunas de ellas de
verdadero
interés. La Junta de Archivos y Bibliotecas ha acordado la
formación de un
museo arqueológico donde se reúnan y custodien los tesoros que
poseemos de
este género, casi abandonados y esparcidos sin orden en
diferentes
establecimientos públicos. La importancia de esta determinación
creemos
inútil encarecerla, pues aunque nos parece que viene un poco
tarde, y
cuando ya los traficantes y especuladores han hecho desaparecer
los
objetos dignos de estima, así en muebles, armas y medallas,
como en
pinturas, códices y trajes de que tan rico era hace pocos años
nuestro
país, todavía reuniendo lo que se conserva y haciendo
adquisiciones por
medio de personas inteligentes, podrá formarse un museo de
grande utilidad
para el estudio de escritores y artistas. Y ahora que de museos
hablamos,
parécenos ocasión oportuna de dar, por último, cuenta a
nuestros lectores
de la aparición del Catálogo provisional historial y razonado
del Museo
Nacional de Pinturas, formado por don Gregorio Cruzada
Villaamil. Sólo
teniendo conocimiento de la falta de datos y noticias acerca
del origen y
procedencia de estos cuadros, falta con que ha tenido que
tropezar desde
luego el señor Cruzada al emprender su tarea, puede apreciarse
debidamente
la diligencia exquisita, la perseverancia y el buen acierto con
que la ha
llevado a cabo. El Catálogo del Museo Nacional, por el orden
con que en él
se encuentran clasificadas las producciones de las diferentes
escuelas que
lo componen, por las noticias biográficas de los autores que
contiene, y
el tino con que, aunque ligeramente, se juzgan sus principales
obras,
puede servir de materia importante para la historia de la
pintura
española, sobre la cual tan poco se ha escrito aún, a pesar de
la merecida
fama que goza entre nacionales y extranjeros.

EL velo de los altares se ha rasgado, las campanas voltean


en las
torres y celebran la Resurrección de Cristo entonando un himno
de júbilo
al vencedor de la muerte. En las puertas de abril, del mes
favorito de la
primavera, nos encontramos con la Pascua florida. De la
tristeza, la
quietud y el silencio hemos pasado como por encanto al
regocijo, a la
actividad y el ruido. Las campanas han dado la señal rompiendo
el aire con
su alegre armonía. En las ondas de luz, de sonidos y de
perfumes que
llegan en este momento hasta nosotros, debe haber algo de aquel
encanto
inexplicable e irresistible de que se siente poseído Fausto en
una de las
primeras escenas del poema de Goethe, al oír la misteriosa
música de las
campanas de la vetusta catedral gótica que saludan el alba el
día de la
Resurrección.
El tiempo, por su parte, no ha contribuido poco a
completar los
seductores detalles del cuadro. Compadecido de nosotros y para
darnos a
entender que no porque se entretenga a despedir cariñosamente
al invierno
pierde un día de jornada en el camino que le conduce al verano,
se ha
plantado de un salto en la primavera. Y henos aquí gozando de
todas las
delicias que proporciona la corte con sus mañanas frescas y
alegres que
llaman con un rayo de sol a la ventana de los perezosos
convidándoles a ir
al Retiro, donde ya florecen las primeras lilas, y con sus
tardes serenas
y templadas que reúnen en el Prado, en la Castellana y en
Recoletos a lo
más elegante y escogido de la sociedad madrileña.
Absortos en la presente felicidad sólo nos asalta de
cuando en cuando
un temor. ¿Durará esto mucho? El tiempo que para hacer resaltar
mejor la
bondad de sus días hermosos viene agobiándonos a fuerza de
contrastes
¿renunciará por completo a esos efectos teatrales cuando menos
se espera
hacen sufrir al termómetro un bajón de catorce o quince grados?
Difícil
nos parece, porque como dice el adagio, el que malas mañas ha,
tarde o
nunca las olvida. No obstante, la desconfianza que abrigamos
respecto a
este caprichoso árbitro de nuestra salud y nuestros placeres,
no nos
impedirá darle un voto de gracias por el interregno que nos ha
concedido.
Merced a su benevolencia, los fieles han podido acudir
como de
costumbre a visitar los templos sin grave detrimento del
vestuario de
gala, y las procesiones y cofradías han salido a las calles sin
temor de
que un chubasco las desordene o desluzca. Respecto a Madrid
aunque el
temporal hubiese impedido esta última parte de la solemnidad
religiosa,
seguramente que no sería muy de lamentar la pérdida del
espectáculo. Es
cosa olvidada de sabida que en cuanto al mérito de las imágenes
y el lujo
y la pompa de cofradías y procesiones, la coronada villa apenas
puede
sostener la comparación con la última de las capitales de
provincia de
España.
No sucede lo mismo en lo que concierne al decorado y
ornamentación de
las iglesias pues si bien no se hallan monumentos tan
majestuosos e
imponentes por sus colosales proporciones como los de las
catedrales de
Toledo y Sevilla o el no menos artístico y grandioso de San
Lorenzo del
Escorial, el buen gusto y la acertada disposición de los que se
ven en los
templos de la corte suplen a la falta de magnitud y de
grandeza, que no
permite a veces la pequeñez del recinto en que se levantan.
Lo más notable y clásico de la Semana Santa de Madrid es,
pues, la
tarde del Jueves Santo en que la población en masa, cumpliendo
uno de los
preceptos de la solemnidad, visita los monumentos de las
diferentes
iglesias. En ese día las damas elegantes truecan las
caprichosas
toilettes, propias del Real, y el distinguido sombrero francés
de rigor en
la Castellana, por la sencilla y severa falda de glasé negro y
la graciosa
y tradicional mantilla española y colocadas a la puerta de los
templos
consiguen de sus admiradores que, siquiera por un momento,
hagan de la
Caridad fórmula de galantería.
La devoción en primer término y la curiosidad en segundo
atraen un
inmenso número de personas a las iglesias cuyo camino señala un
cordón de
gentes que van y vienen sin cesar. Como en los años anteriores
la capilla
del Obispo donde se admiran en esta época los apreciables
lienzos de
Villoldo, ha sido una de las más frecuentadas, llamando
igualmente la
atención la del Hospital general y la parroquia de San Ginés
por los
elegantes y artísticos monumentos que en ellas se han colocado
nuevamente.
Pero como todo pasa en este mundo, la Semana Santa con sus
esplendores religiosos, sus austeras penitencias y su
silencioso
recogimiento ha pasado también, volviendo las cosas a seguir su
curso
regular y ordinario. Como es natural, al fijar de nuevo la
vista en los
asuntos objeto de nuestra preferente atención, encontramos un
sinnúmero de
novedades de toda especie. De estas novedades unas las
constituyen sucesos
realizados, otras se componen de proyectos y planes para un
cercano
porvenir. En política sobre todo hay materia para escribir no
una revista,
sino algunos volúmenes. Y eso que no entra en nuestro ánimo
ocuparnos de
lo que pasa de puertas adentro.
Por de pronto, según las últimas noticias que encontramos
en
correspondencias dignas de crédito y a juzgar por el carácter
que presenta
la tan debatida cuestión de los ducados alemanes, se hace
inminente la
guerra entre Prusia y Austria. Esto al menos dicen la mayor
parte de los
periódicos extranjeros, y del mismo modo opinan políticos
experimentados y
sagaces en esta clase de negocios. Sin embargo, a nosotros se
nos antoja
que esta vez como siempre las dos grandes potencias alemanas se
limitarán
a cambiar algunas diatribas en las hojas oficiales, a hacer
algunos
equilibrios diplomáticos, quitar el polvo a las armas de los
parques, y
como el valentón del famoso soneto de Cervantes mirarse de
soslayo y
marcharse sin hacer nada.
Algo más seria nos parece la agitación que se deja sentir
en toda
Italia a medida que se aproxima el plazo estipulado en el
convenio de 15
de septiembre para el completo abandono de Roma por la
guarnición
francesa: agitación que se ha manifestado bien a las claras con
pretexto
de la anulación del acta de Mazini.
Elegido el célebre triunviro por uno de los distritos
electorales de
Italia, para ocupar un escaño en el Parlamento, la Cámara ha
anulado el
acta cerrándole las puertas de la representación nacional. El
partido de
acción conociendo que de día en día pierde terreno en las
esferas
oficiales, acusa al Gabinete de haber cedido en este asunto a
la
influencia de las Tullerías, y en un meeting celebrado en
Florencia los
oradores han ido tan lejos por este camino que hubo momentos en
que se
temió seriamente por la conservación del orden. Al meeting de
Florencia
parece que seguirán otros muchos en diversas localidades de la
península,
y los exaltados asociando los nombres de Garibaldi y Mazini y
tremolando
la bandera con el lema de Italia una y Roma la capital, no
dudamos que
darán mucho que hacer al Gobierno de su país y a los Gabinetes
extranjeros, que ya comienzan a preocuparse de esta formidable
cuestión.
En Inglaterra, por el contrario, los vientos soplan de
diferentes
cuadrantes. Por espacio de algunos años los radicales hicieron
de la
reforma un ariete poderoso para batir en brecha a los Gobiernos
conservadores: en la Cámara, en la Prensa, en las reuniones
públicas, se
presentaba este paso como una necesidad para todos los
intereses: pero he
aquí que el jefe de la parcialidad que más alto proclamaba la
conveniencia
de la ampliación de ciertos derechos, sube al Poder y cuando
intenta poner
en práctica su idea, se encuentra con una oposición compuesta
de
partidarios tan decididos y numerosos como los que un día logré
reunir en
torno a su estandarte. ¿Era ficticia la atmósfera que se hizo
en todo el
país por los radicales al iniciar estas medidas? ¿Han cambiado
de tal modo
las circunstancias que lo que antes fue necesidad apremiante
ahora podría
calificarse de aventurado y atrevido? He aquí un problema que
los
periódicos ingleses se afanan inútilmente por resolver; pero
entre tanto
es un hecho que la reforma encuentra cada día mayores
obstáculos en su
camino y que los que más claro ven en la cuestión no dudas de
que el
Ministerio se encuentra como vulgarmente se dice entre la
espada y la
pared, esto es, en la alternativa de retirar el bill de la
Cámara o
retirarse él mismo de la gestión de los negocios públicos.
Mientras el Gabinete británico se decide por una u otra
cosa
retirémonos nosotros del terreno de la política para apuntar
dos noticias
pertenecientes al círculo de las artes y la literatura.
La Real Academia de San Fernando ha nombrado su socio
correspondiente
al ilustrado canónigo lectoral de la catedral de Córdoba señor
don Vicente
Cándido López. Cuantos se interesen algo por el esplendor de
las artes
españolas y vean con gusto difundirse en todas las clases
sociales el
inteligente respeto y la piadosa veneración hacia los
monumentos que no
han dejado otros siglos como testimonio de su grandeza, no
podrán menos de
aplaudir elección tan acertada. En efecto, el señor don Vicente
Cándido
López, dando un ejemplo digno de imitarse ha emprendido la
restauración de
la célebre mezquita cordobesa, hoy convertida en templo
cristiano, con un
acierto y una inteligencia dignos de los mayores elogios.
Merced a su
ilustrada iniciativa y a su actividad incansable, los
entusiastas de la
arquitectura árabe podrán admirar en toda su pureza y esplendor
una de sus
más hermosas muestras en un templo que la ignorancia y la
incuria habían
afeado y deslucido hasta el punto de ser objeto constante de
crítica y
desdoro para nuestro país, del cual daba malísima idea a los
extranjeros
que de continuo lo visitan.
Así como la Academia de San Fernando se ha reunido para
acordar esta
acertada muestra de distinción a una persona que por tantos
títulos la
merece, la Sociedad de bibliófilos ha celebrado una importante
sesión en
la Biblioteca Nacional, bajo la presidencia del señor don
Cayetano Rosell,
en la cual se ha decidido dar a luz la colección completa de
las obras del
inmortal poeta de las flores y las ruinas, del clásico Roja.
Esta
colección, en la cual habrán de comprenderse todas sus
producciones, así
las publicadas como las que aún se conservan inéditas, ha de
contribuir a
hacer más popular el nombre del ilustre poeta sevillano,
prestando al
mismo tiempo, un verdadero servicio a las letras castellanas y
a los
muchos admiradores de tan celebrado autor. Para terminar
nuestra tarea
diríamos algunas palabras acerca de los teatros si en la última
semana las
fiestas religiosas no hubieran reducido a cero las novedades de
este
género. Afortunadamente proyectos para el porvenir no faltan y
en las
revistas próximas podremos desquitarnos.

EN dos sucesos culminantes se ha fijado la atención


pública durante
la última semana. La dimisión de Ríos Rosas y el combate de
algunos de
nuestros buques del Pacífico con los de la escuadra aliada de
Chile y el
Perú.
El primero de estos acontecimientos, aunque lenta y
trabajosamente,
ha llegado al fin a su desenlace, y los comentadores de oficio
han dicho
sobre él su última palabra. Acerca de las noticias recibidas
del teatro de
la guerra, se han emitido muchos pareceres contradictorios
hasta tanto que
los partes oficiales del jefe de las fuerzas españolas han
hecho luz en el
asunto.
El encuentro, objeto de tan diversas opiniones, parece que
tuvo lugar
del siguiente modo: Las fragatas Blanca y Villa de Madrid,
mandadas por
los capitanes de navío señores Topete y Alvar González, se
destacaron de
la escuadra en busca de víveres. Con este objeto, tocaron en
algunos
puntos donde esperaban encontrarlos en abundancia. De vuelta de
su
expedición, y después de haberse aprovisionado, tuvieron aviso
los
capitanes de ambos buques de que la mayor parte de las
escuadras, chilena
y peruana se hallaba en uno de los puertos de Chile, a donde se
habían
refugiado para ponerse al abrigo del ataque de nuestras
fuerzas.
Efectivamente, poniendo el rumbo al sitio que les habían
indicado,
hallaron en el puerto de Abatao a la fragata Apurimac, de
cuarenta
cañones; las corbetas Unión y América, de diez y seis; la
Covadonga, de
tres, y varios vapores y lanchas cañoneras. Estas fuerzas,
protegidas por
los bajos y escollos peligrosísimos que rodean el lugar en que
estaban
fondeadas, y por dos fuertes, en los cuales se habían artillado
los
cañones de la Amazonas y del Tumbez, presentaban un aspecto
formidable. La
Blanca y la Villa de Madrid, cuyos jefes han tenido ya lugar de
distinguirse en otras ocasiones, y que en ésta han dado una
nueva y
brillante muestra de su decisión y energía, no dudaron un
instante en
empeñar la lucha. Despreciando el fuego, bastante vivo al
comenzar el
combate, se aproximaron cuanto les fue posible a la escuadra
contraria, y
asestándole sus cañones después de tres o cuatro horas de una
empeñadísima
lucha, teniendo que sufrir las andanadas de los fuertes que
cruzaban sus
fuegos a la embocadura del estrecho y de las piezas de los
buques chilenos
y peruanos, entre las cuales las había de gran calibre,
lograron romper la
línea enemiga, causándoles considerables destrozos. Terminada
la lucha por
haber sobrevenido la noche, y por haberse refugiado los buques
contrarios
al fondo del puerto, inaccesible por los bajos y escollos que
le rodean,
en los cuales se perdieron no ha mucho el Amazonas y un vapor
chileno, las
fragatas Blanca y Villa de Madrid, que sólo habían sufrido
ligeras
averías, viraron de bordo, haciendo rumbo a alta mar.
Tal es, según de la relación de los periódicos extranjeros
y de las
cartas confidenciales se desprende, la verdad de los sucesos
ocurridos.
Los partes oficiales de los periódicos de Chile confirman
igualmente la
exactitud del anterior relato, pues si bien exageran las cosas
en su
favor, en la frialdad con que están redactados, se conoce a
tiro de
ballesta que la impresión que el suceso ha producido no es la
más
satisfactoria.
No obstante el aire de verosimilitud que presta a esta
noticia la
conformidad de las diferentes relaciones que de ella se han
recibido, el
prolongado silencio de la Gaceta dio lugar a temores y tristes
conjeturas
que nosotros creímos siempre destituidos de todo fundamento. Si
es verdad
que el combate de Chile, a juzgar por lo que de él nos dice la
Gaceta, no
ha sido tan decisivo como fuera de esperar, siempre, por las
condiciones
desventajosas en que se hallaban nuestros buques, arrostrando a
un tiempo
el fuego de los contrarios y los peligros que ofrecen aquellas
costas,
habrá de considerársele como una acción brillante en que los
jefes de la
Blanca y la Villa de Madrid, han demostrado el valor y los
conocimientos
facultativos tradicionales en la marina española.
Posteriormente se ha dicho que el señor Méndez Núñez ha
dispuesto que
la Blanca, la Resolución y la Numancia se dirijan a Chile para
bloquear y
destruir los buques que se albergan en el puerto de Abatao,
mientras el
resto de la escuadra hace rumbo al Callao, donde se encuentran
la
Esmeralda con algunos otros buques peruanos y chilenos.
Si estas disposiciones son ciertas no dudamos que las
primeras
noticias que se reciban de aquellas remotas playas serán
completamente
satisfactorias.
No lo son tanto las que se reciben respecto a política
extranjera, si
hemos de tomar como moneda corriente el entusiasmo bélico de
que se
manifiestan poseídas las hojas alemanas. Nosotros hemos creído
siempre y
seguimos creyendo todavía, que las dos grandes potencias de la
Confederación Germánica, objeto en la actualidad de la más
honda
preocupación en los círculos diplomáticos, se limitarán ahora
como en
otras ocasiones a desahogar su cólera en amenazas. No obstante,
esta vez
hacen el papel tan a lo vivo que de cuando en cuando aun a los
más
incrédulos nos asalta la duda, y no podemos menos de
preguntarnos: ¿será
posible la guerra entre Prusia y Austria? Una vez rotas las
hostilidades
entre estas dos poderosas naciones, seguramente el Gobierno de
Víctor
Manuel, empujado por el partido de acción, aprovecharía la
coyuntura para
distraer la atención de Roma encaminándola al Véneto. Enzarzada
Italia, ¿a
quién se oculta que Francia se vería arrastrada a mezclarse en
el asunto?
Y en cuanto a Inglaterra, ¿permanecería cruzada de brazos
consintiendo
voluntariamente en anularse a los ojos de Europa, ella que en
otros
tiempos ha llevado la batuta en el concierto de los intereses
del mundo?
Al aceptar por un momento la posibilidad de esa guerra, la
imaginación recorre rápidamente la línea de graves e
inevitables
conflictos y choques que serían su consecuencia, y el temor y
la inquietud
se apoderan del ánimo. Afortunadamente estas vacilaciones son
pasajeras, y
pronto volvemos a nuestra antigua opinión, que puede
sintetizarse en esta
frase, aunque vulgar por extremo gráfica: «No llegará la sangre
al río».
En efecto, los últimos despachos telegráficos anuncian que
Austria ha
enviado una nota a su antagonista, asegurándole que por su
parte no se
turbará la paz, y los Estados secundarios han dicho que
entrarán en la
lucha para combatir a aquella de las dos potencias de la cual
parta la
agresión.
Aunque todo ello no obsta para que prosigan los
preparativos
marciales, se fortifiquen las fronteras y hasta se designen los
nombres de
los generales que se han de poner a la cabeza de tales y cuales
cuerpos de
ejército en la campaña, bien podemos apartar la vista
tranquilos de este
asunto para fijarla en cosas de más entidad para nosotros,
primero por
tocarnos más de cerca, y segundo porque esperamos que serán más
positivas.
Entre ellas debemos hablar en primer termino, de la
inauguración de
los trabajos para construir el edificio destinado a Biblioteca
Nacional y
Museo, a los cuales se dará principio muy en breve. Cuando se
verifique la
ceremonia de colocar la primera piedra, ceremonia que ha de
llevarse a
efecto con solemnidad desusada, tendremos ocasión de ocuparnos
de un
proyecto tan importante para el decoro de las letras y las
artes
españolas, albergadas ambas en la actualidad en edificios
insuficientes e
indignos de su riqueza y su mérito. Por hoy nos limitaremos a
felicitarnos
de que, a pesar de las preocupaciones políticas, que suelen
distraer más
de lo necesario el ánimo de los gobernantes, no se haya puesto
en olvido
un proyecto que muchos dudaban que llegara a realizarse, y que,
aun
después de colocada la primera piedra, creemos que acerca de su
terminación no faltarán incrédulos que repitan el ver para
creer de Santo
Tomás. ¡Se han colocado en España tantas primeras piedras, que
todavía
están aguardando la última, que la desconfianza en semejantes
cuestiones
suele ser compañera inseparable de la prudencia!
Y ahora que de arte nos ocupamos, a propósito del futuro
Museo,
parécenos igualmente ocasión de escribir algunas líneas acerca
de una
exposición especial para la que el señor ministro de Fomento ha
concedido
sitio a propósito. Un aficionado a antigüedades, que hace
algunos años
adquirió la propiedad del palacio fortaleza de Curiel, por
compra hecha al
señor duque de Osuna, posee varias curiosísimas pinturas en
tabla,
procedentes de aquella residencia real. Estas tablas, que
representan la
caza del león, del cocodrilo, del oso, del tigre y del jabalí,
con otra
porción de asuntos caprichosos y fantásticos, pueden servir de
datos
inestimables para la historia de la pintura, por remontarse a
una grande
antigüedad, ofreciendo al mismo tiempo ancho campo al estudio
de las
costumbres, los trajes y las armas de los siglos a que se
refieren sus
asuntos.
Las periódicos que se han ocupado de tan precioso
hallazgo, hacen
votos por que el Museo Nacional adquiera estas obras de arte.
Nosotros
esperaremos a que su dueño, aprovechando la oferta del marqués
de la Vega
de Armijo, las exponga en el local que se le ha concedido para
este
objeto, y después de examinarlas y de dar a nuestros lectores
una idea de
ellas, uniremos nuestra voz a la de los demás periódicos, para
que, si son
dignas de estima, no vayan, como tantas otras han ido a
enriquecer los
museos de naciones extranjeras.
Por último, y entre las cosas notables de la pasada
semana, hemos
podido gozar del espectáculo de un eclipse total y visible de
luna. -Un
eclipse de luna dirán nuestros lectores, no es cosa nueva ni
que merezca
llamar seriamente la atención de los curiosos. El almanaque
viene lleno de
anuncios de la misma índole.- Sin embargo, al eclipse a que nos
referimos
han acompañado circunstancias tan extraordinarias, que bien
merece el
estudio particular con que le han observado los hombres
científicos.
Merced a la extraña revolución celeste que lo produjo, en el
próximo mes
pasado ha habido dos lunas llenas y en el presente habrá dos
menguantes,
cosa que según los cálculos astronómicos no ha sucedido tal vez
desde la
creación del mundo. Vean, pues, nuestros lectores, si el
eclipse traía
malicia y si merecía ser visto.
A los que por ignorancia o inadvertencia se les haya
pasado la
ocasión de observarlo les queda, sin embargo, un consuelo.
Dentro de nueve
mil y pico de años se repetirá la función, y de aquí a entonces
tienen
tiempo de sobra para estar prevenidos.

BARÓMETRO de la política llaman algunos a la Bolsa, y


nunca más
oportunamente que hoy se ha podido aplicar la frase. Ya en
alza, ya en
baja, ya vacilante, ya firme, sigue todas las oscilaciones de
su
inseparable compañera, y en este momento, sin duda por
imitarla, está,
como vulgarmente suele decirse, a ver venir.
Las cuestiones políticas, así dentro como fuera de nuestro
país, han
entrado en un período de expectación fecundo sólo en cálculos y
esperanzas. La misión secreta del general Quesada; la
expedición del señor
Méndez Núñez y el futuro Banco Nacional, son materia más que
suficiente
para mantener vivos el interés y la ansiedad de los que se
ocupan con
predilección de estos asuntos. Esperemos a que el tiempo se
encargue de
resolver los problemas que cada cual plantea a su modo, para
consignar su
resultado positivo, y mientras se mantienen en el nebuloso
estado en que
se encuentran, tratemos de buscar por otra parte asunto a
nuestra
periódica revista.
De la cuestión alemana, cuyo amenazador horizonte hizo
temer por un
momento a Europa que iba a estallar la tormenta, tampoco se
tienen
noticias que se puedan calificar de interesantes. Austria y
Prusia han
quitado la mano del pomo de sus espadas, llevándola al sombrero
para
saludarse cordialmente, por medio de algunos despachos
diplomáticos, y la
pompa de jabón se ha deshecho. En los demás países también se
mantienen in
statu quo los asuntos políticos: fuerza será que aprovechemos
esta especie
de tregua para echar una ojeada sobre algunas cuestiones
artísticas y
literarias que en la actualidad se agitan entre nosotros.
Entre estas cuestiones, comienza a ser objeto de
encontrados
pareceres la del local destinado a España en la próxima
Exposición
Universal de París. Esperamos que en breve, personas ilustradas
y
competentes en la materia que se debate, favorecerán las
columnas de El
Museo con meditadas observaciones, hijas de un estudio detenido
de la
cuestión, hecho sobre el mismo terreno; pero esto no obstará a
que, sin
entrar en todos sus detalles, digamos hoy algunas palabras
acerca de ella.
Bien porque la iniciativa oficial no ha sido suficientemente
activa y
poderosa, bien porque en la masa de nuestros artistas e
industriales no ha
penetrado lo bastante el convencimiento de su utilidad, es lo
cierto que,
en las exposiciones anteriores, España ha hecho un papel
bastante
desairado, por no decir ridículo. Si el estado de nuestras
artes, nuestra
agricultura y nuestra industria fuera tan lastimoso y decadente
que
hiciera inútiles todos los esfuerzos del país por conservarse a
una altura
digna, nosotros seríamos los primeros a sentir en silencio,
deplorando,
interiormente las causas de esa triste decadencia, a atenuar en
lo posible
el efecto producido en Europa por la exhibición de nuestro
atraso, y
aconsejar, por último, que se renunciase a figurar de ninguna
manera al
lado de las demás naciones, si no se podía hacer con cierto
decoro.
Pero no es así: España, si no en la medida que los países
que marchan
a la cabeza de la civilización, tiene elementos bastantes para
hacer ver
que no permanece ajena del todo al movimiento de adelanto del
siglo XIX: y
su renaciente industria, sus artes, que en poco tiempo han
tomado un vuelo
prodigioso, unidas a los productos de su fecundo suelo, pueden
figurar
dignamente en el concurso universal, modificando la equivocada
idea que de
nuestro país se tiene en el mundo.
Para conseguir tan satisfactorio resultado, es necesario
que,
combinándose los esfuerzos particulares con los de la
administración,
allanen los obstáculos y las preocupaciones de todo género, que
muy
especialmente se encuentran en un país que aún no ha adquirido
la
costumbre de vencerlos; es necesario que así en la elección
como en la
colocación de los objetos suplan el acierto y el buen gusto al
número y la
calidad; es necesario, en fin, que tratándose si no de
competir, de
colocarse al lado de naciones que, sobre la ventaja material
que nos
llevan, hacen un particular estudio del aparato teatral de la
exhibición,
y saben doblar el efecto de las cosas, colocándolas
convenientemente, no
vayamos a prescindir de estos requisitos tan importantes,
cuando se ha de
juzgar por la impresión, presentándonos como suele decirse a la
pata la
llana a formar un contraste lastimoso con las encantadoras
coqueterías y
las refinaciones de buen gusto de las artes y las industrias
extranjeras.
La experiencia adquirida en otras exposiciones nos indujo
a creer que
algo había de remediarse en la que se prepara.
El movimiento y la animación que se hizo notar cuando se
publicó la
convocatoria parecía señal evidente de que poco a poco
comenzaba a dársele
a este asunto toda la importancia que merece; pero a medida que
se acerca
el plazo vemos ir apareciendo unas tras otras las mismas
dificultades y
reproducirse idénticas quejas.
La Administración se duele de que los particulares no
secunden sus
esfuerzos: los particulares, a su vez, dicen que la
Administración se
encoge de hombros a sus justas exigencias. En tanto el tiempo
corre, el
término se aproxima y mientras los otros países no descansan un
punto en
sus trabajos, rivalizando entre sí, en actividad y celo, aquí
marchan las
cosas con una lentitud desesperante. Y no es éste, después de
todo, el
mayor mal, sino que a las causas de desaliento y disgusto
enumeradas ha
venido a unirse últimamente la desconfianza de que el local que
se nos
destina sea bastante a satisfacer los deseos de los expositores
españoles.
Noticias particulares recibidas de París dan por seguro
que nuestra
nación, peor representada o menos exigente que las otras
naciones, sólo ha
podido obtener un reducido espacio, en el que apenas cabrían
amontonados,
como en un almacén, todos los productos y objetos que trata de
enviar.
Ignoramos hasta qué punto un disculpable sentimiento de amor
propio
nacional herido por las preferencias y ventajas concedidas a
otros países
menos importantes podrá haber exagerado el fondo de verdad que
hay en el
asunto; de todos modos, creemos que el Gobierno español debe
gestionar
vivamente para que se subsane el daño, pues de no conseguirlo,
se
justificarían las prevenciones de los que se retraen, se
malograrían los
esfuerzos de los que tratan de exponer, y el resultado del
concurso sería
en último término ponernos una vez más en evidencia a los ojos
de Europa.
Al mismo tiempo que de este asunto, que como es natural
preocupa
ahora en primer lugar a los que se encuentran más directamente
interesados
en él, se vuelve a hablar de a exposición de los objetos
traídos por la
Comisión científica del Pacífico, como de un acontecimiento
próximo a
realizarse. Al efecto parece que los trabajos emprendidos en el
jardín
Botánico, donde ha de tener lugar, marchan rápidamente a su
terminación,
de modo que, habiendo llegado ya al puerto de Barcelona setenta
y dos
cajones que componen la última remesa de los objetos que han de
exponerse,
el acto de la inauguración podrá celebrarse dentro de los días
que restan
del mes de abril.
Antes que los jardines del Botánico abran sus puertas a
los
inteligentes y curiosos atraídos por el interés de actualidad
que inspira
una exposición que parece que en cierto modo se relaciona con
la guerra
que España sostiene en estos momentos en América, habrán dejado
de estar
expuestas al público las interesantes tablas que, según dijimos
en nuestra
revista, llamaban mucho la atención de los arqueólogos y
aficionados a
este género de antigüedades.
Las pinturas de estas tablas, que ya hemos tenido ocasión
de
examinar, son, según presumíamos, más dignas de estima como
documento
curioso para la historia del arte, que obras de mérito
positivo. Las
muestras del período a que pertenecen no son, sin embargo,
únicas, ni tan
raras que antes de ahora no pudieran haberse estudiado. En
Toledo, y en el
friso del artesonado de estilo muzárabe de una de sus
parroquias, hemos
visto tableros con una ornamentación muy semejante en la forma,
y realzada
asimismo con imágenes de caballeros y animales fantásticos,
toscamente
diseñadas con una línea obscura sobre los vivos colores del
fondo. Si,
como nosotros creemos conveniente, al Museo Nacional de
pinturas se le
imprime un carácter histórico procurando reunir los bastantes
cuadros
españoles para dar una idea exacta de los principios, la
marcha, el
desenvolvimiento y las intermitencias de postración del arte en
nuestro
país, la adquisición de las tablas del castillo de Curiel, como
recuerdo
histórico y como página interesante de la época en que la
pintura
comenzaba tímidamente a ensayar sus primeros pasos,
contribuyendo a la
ornamentación de los artesonados del palacio de los muros del
templo y de
las márgenes del libro, nos parece que sería de grande utilidad
y
verdadero interés.

EN el momento en que el agio toma por su cuenta un asunto


político,
ya puede decirse que hay tela cortada. Poco importa que las
hojas
oficiales y los documentos diplomáticos se esfuercen por hacer
la luz
sobre el negocio, presentándolo bajo su verdadero punto de
vista; los
especuladores del miedo, cuya imaginación supera en fecundidad
e invectiva
a la de los novelistas más famosos, forjan a cada paso una
nueva fábula,
y, trasformando lo posible en probable, y lo probable en
cierto, cuando
ven que una cuestión explotable languidece y concluye la toman
por su
cuenta, y, aderezándola a su capricho, cada día la hacen
aparecer bajo una
nueva forma; cada día, por decirlo así, nos la sirven en
diversa salsa.
Algo que se relacionase con las breves reflexiones que
dejamos
apuntadas podríamos decir respecto a lo que sucede en la
actualidad entre
nosotros; pero como al revés de lo que aconseja el refrán,
debemos
ocuparnos más bien de la casa del vecino que de la propia,
aplicaremos la
observación a la política extranjera en general, y
particularmente a la
cuestión alemana ayer concluida, según el criterio de los
periódicos y los
personajes mejor informados, y hoy vuelta a sacar a la arena de
la pública
discusión bajo una forma inesperada, merced a los que tienen
interés en
que se prolongue por un tiempo indefinido. En una de nuestras
revistas
anteriores nos ocupamos de las notas cambiadas entre los
Gabinetes de
Viena y Berlín, en virtud de las cuales Austria y Prusia, que
por un
momento amenazaron envolver a Europa en una guerra terrible,
después de
darse todo género de satisfacciones aparecían completamente de
acuerdo
para remitir a la Dieta la decisión de sus diferencias y el
arreglo de sus
encontrados intereses.
Mientras duró el estado de tirantez entre las dos grandes
potencias
alemanas la Bolsa seguía todas las oscilaciones, ya favorables
a la paz,
ya precursoras de la guerra, significándose este movimiento de
un modo más
o menos sensible según las relaciones financieras de cada país
con los que
iban a entrar en la lucha. A río revuelto, ganancia de
pescadores, dice el
adagio. A bolsa vacilante, provecho de agiotistas, podemos
repetir
nosotros, y sólo así tendremos la explicación de la avidez con
que todas
las noticias referentes al asunto eran discutidas, comentadas y
aun
adornadas y corregidas entre los hombres de negocio. Arreglada
la
cuestión, cesaban las ocasiones de jugar con ventaja, y esto
precisamente
era lo que había sucedido. Pero he aquí que de la noche a la
mañana se
presenta bajo un punto de vista al mismo tiempo más temible y
más
probable. Según las afirmaciones de un periódico belga que se
adelanta
hasta a publicar el texto, Prusia e Italia acaban de celebrar
un tratado
de alianza ofensiva y defensiva. Mr. de Bismark ayudará al
Gabinete de
Víctor Manuel a apoderarse del Veneto, y el rey Galantuomo, en
cambio,
prestará a Prusia su cooperación para realizar los planes de
unidad
alemana en provecho exclusivo del Gabinete de Berlín. La cosa
es grave.
Por fortuna para responder de la veracidad de esta
trascendental
negociación no se tienen más datos que un tratado secreto, que
a los
cuatro días de celebrarse un periódico belga comunica, en
secreto también,
a todos los círculos políticos de Europa. La noticia, pues, no
ha surtido
todo el efecto que debiera, si exceptuamos el punto en que tal
vez se
tenía más interés de que lo surtiese. El dinero es medroso y de
su miedo
nace la credulidad. Los valores públicos han oscilado,
pronunciándose por
un momento en baja en casi todas las Bolsas europeas y a estas
horas
estará ya dado el golpe. Cumplida su misión, la pavorosa
noticia se
desvanecerá como el humo, la esperanza y la paz volverá a
renacer y hasta
otra. Esta es la historia eterna, de la cual cada día aparece
una edición,
y que el vulgo nunca acaba de aprender de memoria.
Respecto a nuestros asuntos de Chile y el Perú, tampoco
han faltado
nuevas inverosímiles durante la semana; pero en esta cuestión
la
experiencia parece que nos ha prevenido un poco, y los
inventores,
desconcertados con algunos chascos, se limitan a cálculos y
conjeturas. No
por eso faltan quienes afectan saber mejor acaso que el mismo
general
Quesada el qué y el cómo de su misión, relatando punto por
punto sus
instrucciones secretas, como si el Gobierno antes de ponerlas
en manos del
jefe de marina hubiese tenido la amabilidad de dárselas a leer
a media
docena de curiosos.
Lo cierto del caso es que, aunque algo se presume, nada se
sabe, y si
bien en uno de los correos próximos esperamos detalles del
recibimiento
que han hecho al Huascar y la Independencia los buques de
nuestra escuadra
que se habrán adelantado cortésmente a darles bienvenida; y
acaso sé
confirme también el brillante resultado de la expedición del
señor Méndez
Núñez a Chile, hasta que llegue la época sólo podemos confirmar
las
noticias que hacían subir a dos el número de buques
inutilizados, a los
enemigos en el último combate, y que pintan con los colores más
sombríos
la situación financiera de Chile y el estado de sus plazas
comerciales.
La política, pues, como ven nuestros lectores, sigue
ofreciendo muy
reducido campo a los que para apreciar su curso desean partir
de bases
seguras o lo que es lo mismo, de noticias ciertas.
Trasladándonos a otro
terreno, se encuentran más fácilmente asuntos de qué ocuparnos.
La preciosa comedia de costumbres del señor Rubí, de cuyo
estreno
hicimos mérito en el número próximo pasado al ofrecer a
nuestros
suscriptores el retrato del autor, sigue llamando la atención
del público,
que todas las noches acude al afortunado coliseo de la plaza
del Rey, al
mismo tiempo que merece las más lisonjeras apreciaciones por
parte de los
críticos que hasta ahora se han ocupado de ella.
El reducido espacio de que podemos disponer en una revista
consagrada
a tantos y tan diferentes asuntos, no nos permite hablar de
esta notable
producción con el detenimiento que reclama. No obstante,
debemos consignar
que, así por lo profundo del pensamiento del señor Rubí, que ha
encontrado
una fórmula sencilla para encarnarle, como por las bellezas
literarias en
que abunda, merece los unánimes aplausos que el público y la
Prensa le
tributan. ¡La sociedad marcha por un camino extraviado! He aquí
el grito
angustioso de los escritores moralistas en el libro y en la
escena. Cada
cual busca por su lado un vicio que estigmatizar, una costumbre
perniciosa
que corregir, una pasión poco noble que poner de relieve, una
hipocresía a
que arrancarle la careta. En la resolución del problema social
que tenemos
ante los ojos, la mayor parte se han limitado a atacar
aisladamente
algunos de los efectos, buscando el origen propio de la
enfermedad
especialísima que se proponían combatir en lo que más
directamente tiene
relación con ella.
El señor Rubí, buscando el principio morboso generador de
tantos
males, el germen primero y único que luego se desarrolla
tomando formas
tan diferentes, ha encontrado el verdadero punto vulnerable de
la
cuestión. La familia, el hogar doméstico es el núcleo de la
sociedad, de
la gran familia humana; del hogar doméstico irradian a fuera
todas las
virtudes o los vicios, cuyos gérmenes se pueden extirpar o
fecundar más
fácilmente en el primer período de su desarrollo. En la comedia
del señor
Rubí, sencilla en la forma, pero profunda en la idea, se aborda
y se
resuelve esta inmensa cuestión. La verdad de los caracteres de
sus
personajes es tal, y tan acabado el estudio que de la escena
hace el
autor, que a todos nos parece conocerlos, que no hay apenas una
idea
iniciada en el discurso de la obra, que si no tan brillante y
con una
fórmula tan bella, no nos haya asaltado alguna vez la
imaginación. La
comedia del señor Rubí realiza el ideal del género.
Es propiamente un espejo en el que se refleja el interior
de una
familia, cuyas buenas y malas cualidades son harto comunes. Al
público le
basta ver aquella fiel imagen para reconocerse.
El legítimo triunfo del autor de esta nueva comedia ha
venido a hacer
patente una vez más que tenemos autores dramáticos dignos
sucesores de los
que en otras épocas dieron tantos días de gloria al famoso
teatro español.
Fáltanos, sin embargo, elementos materiales para que la escena
de nuestro
país se coloque a la altura que le corresponde.
Entre estos elementos es uno, sin duda, la construcción de
un
edificio digno de albergar la musa dramática española. Los que
la rinden
culto se muestran estos días muy animados con el proyecto de un
teatro
nacional, que ha de levantarse en breve merced al esfuerzo de
algunos
particulares. La incansable y poderosa iniciativa de don
Eduardo Asquerino
ha vuelto a agitar este asunto. Son tantos los obstáculos que
se oponen a
una empresa de tanta magnitud, que no podemos menos de temer
que en ésta,
como en las anteriores tentativas, el proyecto de teatro
Nacional no pase
de la esfera de la ilusión. Sin embargo, hoy que todo se fía en
el asunto
al interés individual, acaso tenga mejor fin que cuando se
apoyan en esas
protecciones oficiales que todo lo entorpecen y esterilizan.
Como objeto de especulación, que no por eso dejaría de
prestar un
gran servicio al arte, posible será, pues, que el teatro
Nacional llegue a
construirse; pero aun después de construido, y contando con
obras de
verdadero mérito, queda un problema por resolver: ¿Y los
actores?
Mientras éste y otros proyectos que han de dar mayor
importancia a la
escena dramática se realizan, la música, que de día en día
cuenta con más
numerosos adeptos, adelanta a grandes pasos en el camino del
favor para
con el público de la corte. Verdad es que con maestros tan
inteligentes y
activos como el señor Barbieri, y profesores tan admirables
como los que
secundan sus esfuerzos no es difícil propagar la afición por
tan divino
arte.
Sea cuestión de lujo o de moda, el espectáculo lírico ha
echado tan
profundas raíces entre nosotros, que su mantenimiento, es al
presente una
necesidad artística de primer orden. Gracias a la influencia de
la ópera
italiana, el oído del público se ha educado poco a poco,
preparándose su
inteligencia a entrar de lleno en el dominio de la música,
sabia y
profunda de los grandes maestros clásicos. Algunas fiestas
musicales del
Conservatorio y la sociedad de cuartetos, en sus deliciosas
sesiones
filarmónicas iban preparando la transición en un círculo
privilegiado.
Faltaba sólo dar un carácter más popular a estos conciertos, y
he aquí lo
que ha logrado el señor Barbieri en los que ha ofrecido en el
Circo del
Príncipe Alfonso.

SEGÚN anunciamos, la ceremonia para colocar la primera


piedra del
edificio destinado a Biblioteca y Museos Nacionales se ha
llevado, a
efecto con la brillantez y la animación que hacía presumir el
general
deseo de que se realizase pronto y de una manera digna un acto
de tanta
importancia para las artes y las letras españolas. En otro
lugar de
nuestro periódico, y acompañando al dibujo que la representa
con todos sus
detalles, damos noticias más circunstanciadas de esta
ceremonia, que ha
dejado un grato recuerdo en el ánimo de la multitud de personas
notables
en las círculos políticos, artísticos y literarios de la corte
que
acudieron a presenciarla.
Debiendo ocuparnos en la revista de otros asuntos, nos
limitaremos a
consignar aquí la satisfacción que este suceso ha producido en
cuantos se
interesan por los adelantos y las mejoras de nuestro país, en
el cual
aunque luchando siempre con obstáculos difíciles de vencer, el
espíritu de
progreso ni se desanima ni se detiene, y, si bien, con lentitud
en algunas
ocasiones, sigue invariable el camino que ha de llevarnos a
estado más
próspero.
En medio de las preocupaciones políticas, de cada vez más
hondas,
cuando las cuestiones de Hacienda comúnmente circunscritas en
la esfera de
los grandes intereses son objeto hoy de la atención de todo el
país, que
aguarda verlas resueltas en una ansiosa expectativa, es
verdaderamente
maravilloso que no se apague el entusiasmo y la fe de los que
esperan un
porvenir más risueño y bonancible, y que no se echen al olvido
los
proyectos de reformas y mejoras cuya necesidad es tan
generalmente
sentida. Por más que la situación que atravesamos deba
calificarse de
difícil, naciones como la nuestra hallan en las mismas
contrariedades
motivo de redoblar sus esfuerzos y desplegar nueva energía,
siendo a veces
los obstáculos que detienen su marcha causas providenciales que
las
impulsan, a persistir en la demanda con más ardientes bríos.
Al mismo tiempo que se colocaba la primera piedra del
edificio que ha
de prestar decoroso albergue a las letras y las artes
españolas, ha vuelto
a hablarse de la construcción del nuevo teatro donde los
escritores
dramáticos encontrarán escena digna de sus producciones. Y no
son estos
proyectos los únicos de que en la actualidad se ocupan la
Prensa y las
personas más directamente interesadas en llevarlos a cabo.
También se
trata de abordar una de las reformas que más han de contribuir
a dar a la
capital de España el aspecto de cultura y adelanto, propio de
una
población moderna e importante. La construcción de un
camposanto
digno de Madrid, a que aludimos en las anteriores líneas, es,
sin duda,
una de las necesidades que más se sienten.
Después de haber visto los modelos de este género que
ofrecen las
demás capitales de Europa, en los cuales se esfuerza el arte,
ayudado de
la naturaleza, para realizar el ideal de esa última morada del
hombre,
llena de majestad imponente o de melancólica hermosura, causa
verdadero
disgusto traer a la memoria nuestros prosaicos y repugnantes
cementerios,
donde se empaquetan los cadáveres en nichos que recuerdan los
cajones
numerados del estante de una droguería.
Bueno es que, una vez puesta la primera piedra del
cimiento se
prosiga con actividad la obra del magnífico edificio destinado
a las
artes; bueno que se piense en la constitución de un nuevo
teatro; que se
trate del trazado de nuevos jardines, del mejoramiento de
ciertas
localidades, hasta de levantar una nueva plaza de toros; pero,
al mismo
tiempo, no debe olvidarse que el planteamiento de un campo
santo, sujeto a
las condiciones artísticas e higiénicas puestas en práctica en
otros
grandes centros, o la reforma radical de los que hoy existen;
es una de
las obras que Madrid reclama con mayor urgencia, por ser el
asunto en que
se interesan el decoro de toda la población y el sentimiento
particular de
cada uno de sus habitantes.
Como es natural, mientras se han agitado estas cuestiones
y proyectos
la política ha permanecido estacionada, o más bien dicho,
porque la
política no ha ofrecido novedad alguna, estos proyectos han
llegado a
preocupar y a servir de tema a las conversaciones. La cuestión
de Chile
sigue en el mismo estado en que la dejamos en nuestra anterior
revista.
Las últimas noticias del Pacífico han dejado al público en esa
ansiedad
que deja el capítulo de un folletín interesante cuando se lee
al pie: la
continuación en el próximo número. De la exactitud con que se
ha contado
el desenlace de la expedición del brigadier Méndez Núñez, del
cual hubo
algunas vagas noticias, y del resultado de la empresa confiada
a la
pericia y discreción del general Quesada debemos igualmente
decir a
nuestros lectores: la continuación al próximo correo.
En cambio, el telégrafo y las correspondencias extranjeras
han traído
la noticia primero, y algunos detalles después, del atentado
contra la
vida del emperador de Rusia. La persona que se arrojó a un acto
tan
atrevido se cree que no estaba en el cabal uso de sus
facultades. Es un
propietario a quien el decreto de emancipación de los siervos
había traído
pérdidas bastante considerables. Para consumar el crimen se
aproximó al
carruaje del emperador, y cuando le tuvo a tres pasos de
distancia le hizo
fuego con un revólver. Sin duda hubiera conseguido su objeto,
si un agente
de Policía que se encontraba inmediato no se hubiese arrojado
sobre el
culpable, sujetándole el brazo, y desviando, por consiguiente,
la
dirección de la bala, que fue a elevarse en una pared próxima.
Este suceso
de que en la actualidad se ocupan todas las publicaciones
extranjeras, ha
dado lugar a que algunas se detengan en los comentarios de un
contraste
que desde luego salta a la vista. Dos actos señalan, por
decirlo así, el
reinado del actual emperador de Rusia. La durísima y cruel
represión de
Polonia y el decreto de emancipación de los siervos. El primero
execrado
por toda la Europa ha valido al emperador las más ardientes
ovaciones de
sus súbditos; el segundo, que no pudieron menos de aplaudir
todos los
países civilizados, le ha puesto a dos dedos de perecer a mano
de uno de
sus compatriotas. Indudablemente la Rusia no puede aún juzgarse
con el
criterio de las demás naciones.
Fuera de este suceso dramático, pero completamente ajeno a
la
política, poco o nada sabemos del exterior digno de ser
referido. Como
presumíamos, en el tira y afloja de la cuestión alemana
volvemos a
encontrarnos en un período de esperanza en la paz: mañana
seguramente
tornarán a reaparecer los rumores de guerra, y así seguirá
prolongándose
el juego hasta que los que la siguen atentamente se aburran de
una
cuestión que se presenta con tantos ribetes de farsa.
En París, desde luego, cada vez hacen menos efecto las
contradictorias noticias que cada día se reciben de Austria y
Prusia, y en
la actualidad todo el interés se concentra en los preparativos
de la
Exposición y en las acaloradas polémicas que suscita el nuevo
libro de
Renan La vida de los apóstoles. En general la crítica encuentra
la segunda
parte de la obra del profesor de hebreo muy inferior en todos
conceptos a
la primera. Siempre se dudó que en La vida de Jesús hubiese
completa buena
fe por parte del autor; pero en la de los apóstoles es
indudable que sólo
se ha tratado de explotar el negocio editorial que resulta del
ruido y del
escándalo que producen ciertas arriesgadas teorías. Cualquiera
que fuese
el objeto que con ella se propuso Renan, La vida de Jesús se
había hecho
con más estudio; para producirla se había trabajado seriamente.
La última
producción es la segunda parte obligada de todas las obras que
hacen
fortuna y que, por lo tanto, le coge de medio a medio el dicho
de
Cervantes de que nunca segundas partes fueron buenas.
Entre nosotros no tardará mucho en agitarse la cuestión de
este
libro, pues los campeones de la Iglesia, así en Francia como en
casi todos
los países católicos, se disponen a librar una segunda batalla
contra las
teorías del ya famoso profesor de hebreo.
Entretanto aquí los círculos literarios sólo se ocupan de
la nueva
obra del señor Larra, titulada En brazos de la muerte, que tan
lisonjera
acogida ha merecido del inteligente y numeroso público que
frecuenta el
teatro del Príncipe.
El drama del señor Larra, en cuya ejecución se han
distinguido
Teodora Lamadrid y Valero, está lleno de escenas interesantes y
de rasgos
de sentimiento que justifican los calurosos aplausos con que el
público
premia todas las noches a su autor llamándole repetidas veces a
la escena.
De la crítica fría y severa del drama resultan algunas
flaquezas de
la fábula y falta de verdad en ciertos caracteres; pero el todo
se
encuentra revestido de una forma literaria tan poco vulgar y se
trasluce
en el discurso de la obra un conocimiento de los recursos de la
escena,
que no dudamos en colocarla al lado de las más populares que
han brotado
de la misma pluma a que se debe La oración de la tarde y otras
no menos
bellas producciones de nuestro teatro moderno.
PARA los poetas, la primavera es la estación de las flores
y del
amor: es la gioventu de l'anno si hemos de creer al Dante. El
cielo se
viste de azul, la tierra se cubre de verdura, el aire se llena
de
armonías, la cabeza de sueños, el corazón de deseos sin nombre:
Da
sospiros la duegna que non ha esposo, como observa Berceo. Todo
germina,
brota y se desenvuelve. Todo revela que la vitalidad toca de
nuevo al
misterioso, punto del círculo en que gira renovando al pasar
por él sus
inagotables fuerzas. Esto era antiguamente, pero los modernos,
como el
protagonista de El médico a palos, «hemos arreglado las cosas
de otro
modo». Para los jugadores de Bolsa, para los augures del siglo
XIX, la
primavera es la época de las grandes combinaciones políticas,
de las
guerras y los cataclismos, la época, en fin, en que los
geógrafos
coronados rectifican el mapa-mundi con la punta de su espada
señalando con
sangre a falta de otra pintura mejor la línea de los nuevos
límites. Todo
lo que la diplomacia incuba en el fondo de sus notas reservadas
durante el
invierno, germina, brota y florece al dulce aflujo de los rayos
de sol
primaverales. No siempre la flor da fruto. No todo lo que se
proyecta se
realiza. Sin embargo, el almanaque político, sin temor de
equivocarse
puede dar de antemano para esta estación nubes obscuras, aires
de
tempestad, aparato de tormenta.
La primavera del 66 no había de ser menos que sus
predecesoras, y al
efecto nos ha dado el anual contingente de novedades con un
serio
conflicto en perspectiva. El prólogo de la función ha corrido
de cuenta de
las dos grandes potencias alemanas. El diálogo de Austria y
Prusia
comenzaba a hacerse pesado y a perder parte del interés; mas he
aquí que
con la Italia sale un nuevo personaje a la escena y asunto se
complica,
viniendo como de molde aquello del marqués de Caravaca:
«Es de enredo el
argumento;
un embrollo de otro nace.»

El prólogo, pues, ha concluido. Comienza el primer acto,


sale Víctor
Manuel en luces de bengala y dice:
Ya sabréis, vasallos
míos,
que habrá tres años y medio
que a pesar del Cuadrilátero
le hago el amor al Veneto, etc.
He aquí en resumen lo que viene a significar la escena
representada
por Italia; he aquí en compendio a noticia que al comenzar la
semana
última ha caído de las nubes como una bomba en medio de los
círculos
Políticos, produciendo la estupefacción de los diplomáticos en
agraz y una
baja en los fondos públicos que juntarán la cabeza con los pies
a más de
un jugador optimista.
El caso no es para menos. El telégrafo al comunicar la
nueva no se
anduvo en perfiles. Nos acostamos tan tranquilos la víspera de
la
explosión, y al amanecer nos encontramos con esta friolera:
«Italia ha puesto en pie de guerra su ejército. Lamármora
abandona el
Poder a Ricascli. Se ha llamado a Garibaldi, que acaso está ya
en
Florencia. Austria, por su parte, ha interrumpido el servicio
de los
caminos de hierro para el público, utilizándolos en el
transporte de
materiales con destino a la campaña. Por lo pronto, ha
concentrado en el
Cuadrilátero 200.000 hombres.»
Los desconfiados se restregaban los ojos y volvían a leer
el
telegrama, creyendo que no lo habían entendido bien. Los
crédulos,
aguzando el oído y poniendo atención hacia la parte de Italia,
pensaban
oír el rumor del primer cañonazo disparado en la frontera de
Lombardía.
Unos y otros fijaron después la vista alternativamente en
Prusia,
Inglaterra y Francia.
Bismark se restregaba las manos de gusto y se daba
palmadas en la
frente repitiendo con Fígaro: ¡Che invenzione! ¡Che
invenzione!, mientras
John Bull, aun no repuesto del chasco del bill reformador,
miraba de reojo
hacia las Tullerías, donde el águila imperial silbaba con
cierto retintín
y mejor que lo pudiera hacer un mirlo, el famoso aire:
No: no tendrás
nuestro Rhin alemán.

El conjunto ofrecía un verdadero tableau. A juzgar por los


preparativos, era de temer que después de una acción complicada
al llegar
el desenlace cada cual tiraría de un girón del remendado
imperio
austriaco, cumpliéndose el refrán «el que de ajeno se viste...»
Por fortuna, en esta como en casi todas las ocasiones
semejantes, la
concisión sui geneneris del lenguaje telegráfico, omitiendo
ciertas medias
tintas que quitan la crudeza al color de los asuntos, hizo que
la noticia
pareciese más precisa y rotunda de lo que en realidad son los
sucesos.
Pasado el primer repente, se ha ido diciendo que Lamármora
no deja la
presidencia del Consejo de ministros, que Garibaldi permanece
en Caprera,
que el Austria, en fin, no se decide a tomar la iniciativa,
rompiendo las
hostilidades, hostilidades que Italia por su parte duda
asimismo en
iniciar.
La obscura nube que cubrió el horizonte en Europa, se ha
rasgado por
algunos puntos, dejando ver a retazos el azul del cielo. ¿
Pasará la
tempestad de largo? ¡Quién sabe! Estas tormentas de verano son
tan
caprichosas. No obstante, debemos decir que si bien las
primeras noticias
han sido evidentemente exageradas, pues la cuestión se
encuentra aún en el
período de los armamentos y revistas, los planes y los
cálculos, las
impaciencias y las precauciones, no sería extraño que al fin se
formalizase, y una vez producida la primera chispa, el incendio
se hiciese
general a Europa. ¿Hasta qué punto pudieran envolvernos las
eventualidades
de una guerra de tanta importancia? He aquí una nueva cuestión
nada fácil
de resolver, pero en la que ni entraremos estando como estamos
en la
creencia de que aún no es hora. Lo repetimos, el negocio está
en flor
todavía, acaso el sol de los primeros meses de estío madure el
fruto; de
aquí allá tiempo tenemos de ocuparnos de cosas más positivas y
que nos
atañen más de cerca.
Con las noticias de Chile, esta vez al menos, ha sucedido
lo
contrario de lo que acontece con las de Italia. Las últimas a
medida que
se completan van decreciendo en interés, las primeras según
llegan con más
detalles adquieren mayor importancia. La segunda expedición de
nuestros
buques al puerto de Abatao tenía al país pendiente del
desenvolvimiento de
los sucesos de aquella lejana guerra. Tratábase de dar un golpe
decisivo,
tratábase de coronar dignamente la obra comenzada por los
bravos marinos
Topete y Alvar Gonzalo. Ya desde hace algunos días circulaban
rumores
vagos respecto al desenlace de este segundo episodio, rumores
que hicieron
nacer más de una lisonjera esperanza, que, contra lo ordinario,
se han
visto superadas por la realidad.
En efecto: los jefes de las fragatas Numancia y
Resolución, a los
cuales estaba encomendada la honrosa tarea de acabar de lavar
por completo
hasta el más leve vestigio del ultraje inferido a nuestra
bandera con el
apresamiento de la Covadonga, han cumplido como buenos,
añadiendo una
nueva página de gloria a los brillantes anales de nuestra
marina. Los
restos de la escuadra chileno-peruana, que inútilmente habían
buscado un
refugio entre los bajíos y escollos de Abatao, han sido
destruídos por los
proyectiles de nuestros cañones: de los buques de que se
componía, unos
fueron echados a pique, otros constituyen la presa de guerra
que como
señal de triunfo han sacado la Numancia y la Resolución de las
aguas de
Chiloe.
El suceso, como es fácil de presumir, ha causado el mayor
desaliento
en las repúblicas enemigas. Hay desastres que toda la retórica
oficial no
basta a disfrazar a los ojos de los que sienten sus efectos.
Otro
incidente glorioso para nuestras armas ha venido a colmar la
medida del
abatimiento, aun entre los más exaltados partidarios de la
guerra en Chile
y el Perú.
Al regresar las fragatas españolas de expedición, han
apresado un
buque de vapor, y con él, a más de los tripulantes, jefes y
marinería, la
no despreciable cantidad de seis o siete millones de reales. Ya
hay para
echar un remiendo, a costa del enemigo, a aquellos de nuestros
barcos que
hayan sufrido averías en la refriega. La veleta de la fortuna
se ha vuelto
del lado favorable a nuestras armas, y según la ya conocida
frase, todo es
empezar. Por lo pronto, el brigadier Méndez Núñez ha propuesto
el canje de
sus prisioneros de guerra por los de la Covadonga, amenazando
si nuestros
adversarios se niegan a él con bombardear a Valparaíso.
De las dos acciones en que estaba dividido el interés de
la guerra
para el público, una es ya conocida, la otra permanece aún
oculta entre
las sombras del misterio. Ya sabemos lo que han hecho las
fuerzas al mando
del brigadier Méndez Núñez. Resta una incógnita por despejar. ¿
Qué es del
general Quesada? Noticias recibidas de Río Janeiro anuncian que
las
fragatas Huascar e Independencia han tocado en las costas del
Brasil, con
dirección a Chile. Se había dicho que la misión secreta del
general
Quesada era salirles al encuentro antes de llegar a donde se
encuentran.
Nosotros dudamos siempre que fuera esta precisamente la misión
de nuestro
entendido general de marina. ¿Si era secreta la misión cómo la
habíamos de
saber todo el mundo? El tiempo ha venido a justificar nuestras
presunciones. Esperemos, pues, tranquilos el resultado de esta
segunda
parte, que como suele decirse, y aquí viene de molde, lo que
fuere sonará.
Entretanto el aura de gloria que nos ha venido como un
soplo
vivificador de allende el mar, llega a propósito en la época en
que el
pueblo de Madrid conmemora el nombre de aquéllos de sus
heroicos hijos que
fueron log primeros en derramar su sangre por la independencia
de la
patria. El Dos de Mayo ha sido fuente copiosa de sentimiento y
de
elocuencia. Como origen de sentimiento, permanece aún y seguirá
siendo
inagotable, como tema de hermosas frases, nuestros más
respetados
oradores, nuestros más inspirados poetas la han agotado. Antes
de profanar
tan augusto día con un ditirambo de troquel, nos limitaremos,
pues, a
sentir en silencio, que cuando todo se ha dicho, es sin duda
alguna el
discurso más elocuente. ¡El Dos de Mayo! ¿Por ventura esta
fecha no es por
sí sola un himno? ¿Al qué añadirle una sola palabra?

RARA vez a una semana, llena de acontecimientos notables,


como la
última, sucede otra igualmente fecunda en novedades y noticias
de interés.
Ahora, sin embargo, la regla ha tenido una excepción. Desde que
el
telégrafo dio la voz de alarma y la atención de las potencias
europeas se
reconcentró en el punto en que amenazaba estallar la tempestad,
los
alambres eléctricos prosiguen funcionando noche y día
trayéndonos
incesantemente, nuevas a cual más extraordinarias e
imprevistas. Las que
se refieren al atentado contra la vida de Mr. de Bismark, son
sin duda
alguna las que más vivamente han llamado la atención del
público. Hay
momentos en la historia de los pueblos en que todo pende de la
vida de un
hombre. Mr. de Bismark, en quien la tenacidad suple al genio,
ha logrado
colocarse en esa situación. Su muerte hubiera indudablemente
trastornado
los planes políticos que vienen preparando desde algún tiempo
atrás varias
de las más importantes naciones y de las cuales es el alma y la
vida el
sagaz presidente del Gabinete prusiano. El revólver de un
fanático ha
estado a punto de romper de un balazo el nudo gordiano de la
cuestión
europea que toda la diplomacia del mundo no ha sido suficiente
a desatar.
Verdaderamente parece que no vale la pena de estarse
combinando meses
y meses un plan gigantesco, de secarse la inteligencia y agotar
todos los
recursos: de la astucia y el cálculo planteando un negocio, del
cual lleva
un quidan la resolución en el bolsillo. Por fortuna, y decimos
por fortuna
porque condenamos enérgicamente estos atentados, vengan de
donde vinieren
y cualquiera que sea la causa a que sus autores pretendan
servir, de los
cuatro disparos que ha sufrido Mr. de Bismark sólo uno le ha
tocado, e
hiriéndole tan levemente, que tuvo ánimo y fuerzas bastantes
para
apoderarse por su mano del asesino. La noticia del suceso,
comunicada
rápidamente por todos los círculos políticos, produjo la
estupefacción y
la alarma naturales. Nadie esperaba ni temía que un hecho de
esta
naturaleza viniese a trastornar el orden previsto de los
negocios,
desviando y torciendo su curso. No obstante, pasado el susto,
las cosas
han vuelto a su primitivo ser y estado.
Otra de las noticias que también puede clasificarse entre
las de
mayor importancia, no tanto por lo que es en sí como por la
significación
que tiene es la respuesta del Gabinete de Viena a las notas de
Prusia e
Italia. Austria indudablemente ha deseado evitar el conflicto
en que se
encuentra; su política y sus intereses se lo aconsejaban a una.
A este fin
ha conspirado por todos los medios posibles; sin embargo, ahora
al
proponerle las condiciones con que los Gobiernos de Berlín y
Florencia
procederían al desarme, las rechaza con altivez y se dispone a
la guerra.
Seguramente ha conocido que la cuestión no tiene arreglo
probable, y como
Francisco I en Pavía, quiere salvar el honor aunque lo pierda
todo. Al
conocerse la contestación de Austria, se ha hecho tan evidente
la
inminencia de la guerra, que no han faltado noticieros que
anuncien la
ruptura de las hostilidades por parte de los italianos. Otros
han dicho
que el ataque ha partido de las fuerzas austriacas. La verdad
es que hasta
el momento no hay noticias positivas ni en uno ni en otro
sentido, y si
bien es un hecho apresurado la organización de los voluntarios
en Italia,
el nombramiento de los generales que han de mandar las
divisiones de
Prusia y la formidable concentración de fuerzas austriacas, en
el
cuadrilátero, todo permanece aún en ese estado de imponente
calma que
precede de cerca a las grandes tempestades. Las potencias que
se aperciben
a la lucha como los héroes de Homero, se miden con la vista
desde la
cabeza al pie antes de trabar combate.
En los demás países la política se amolda a las
circunstancias,
sintiéndose en casi todos los tristes efectos de la situación
que
atravesamos. Aunque una guerra nos lleve a la conquista de la
civilización
y de los derechos más preciados, mientras dura, hay que cubrir
con un velo
la estatua de la libertad. Y como quiera que los intervalos de
fuerza
suelen no venir mal a los gobernantes de ningún país, la mayor
parte de
ellos se apresuran a tomar con tiempo esta precaución. En
Inglaterra, el
partido conservador, que cree llegada la hora de dar la última
y decisiva
batalla a los radicales, después del combate a que dio lugar el
bill de la
reforma, se preparan a nuevas y más empeñadas luchas. En
Francia, la frase
sacramental de el estado de Europa, sirve de respuesta para los
que piden
cierta latitud en los derechos políticos y la reducción del
ejército. En
España también se deja sentir la influencia de ese estado
excepcional. La
política, pues impera como reina absoluta en todos los
círculos, en sus
aras se consagran las primicias de todas las preocupaciones, a
ella se
deben las primeras frases de toda conversación. Obedeciendo al
impulso
general, nuestra revista no puede menos de pagarle a su vez un
tributo en
los anteriores párrafos. Por otra parte, las noticias de
diferente índole
han escaseado en los últimos días, ofreciéndosenos únicamente
en
lontananza. La fiesta de San Isidro, en cuya alegre romería da
el pueblo
de Madrid al olvido todos sus pesares y sus inquietudes, la
exposición de
los objetos traídos por la comisión científica de la América
del Sur, y el
certamen poético abierto por la Sociedad abolicionista
española, darán en
breve materia abundante para la revista semanal de nuestro
periódico en
cuanto se relaciona con las artes, la industria y las
costumbres
características del país, que son sus asuntos predilectos. En
tanto, y
mientras la Gaceta no nos proporciona datos fidedignos acerca
de los
últimos sucesos de nuestra guerra con Chile y el Perú, con que
adicionan
esta ligera reseña de actualidades, diremos algunas palabras
sobre música,
que aunque en algunas ocasiones y esta es una de ellas, todo ha
de parecer
celestial, fuerza es tomar las cosas según se van dando.
Respecto a música hemos tenido últimamente dos verdaderas
novedades.
El concierto del guitarrista señor Cano ha sido una, y la
ejecución casi
perfecta de una ópera en el teatro Real, la otra. Ambas suelen
producirse
muy de tarde en tarde. El reinado de la guitarra pasó. El
atronador piano
la ha relegado otra vez al dominio del pueblo, de donde salió
hace años
para enseñorearse momentáneamente de los salones. Algunos
apasionados del
característico y tradicional instrumento en que nuestras
abuelas cantaron
la Atala y el Frondoso, siguen en la creencia de que así es
bueno para
rasguear unas seguidillas como para tocar la sinfonía de
Guillermo Tell,
de Rossini. Si alguien puede contribuir a que se mantenga esta
ilusión,
seguramente es un guitarrista tan consumado y hábil como el
señor Cano.
-«En sus manos, dicen sus admiradores, el instrumento que toca
no parece
una guitarra.» Y en efecto es así. Pero este elogio del artista
es la
condenación del instrumento: cuando se le ha vencido, cuando se
le ha
dominado, todo lo más que se logra es que parezca lo que no es.
A nuestro
modo de ver, así como el piano, a pesar de las eminencias que
en él han
descollado, desempeña sus funciones más importantes llevando el
compás de
un cotillón o un wals polka en una reunión de familia, la
guitarra,
instrumento popular por excelencia, nunca suena mejor que en la
noche,
quejándose al pie de una ventana, o prestando vida y
movimiento, con sus
alegres tonos a lo que la gente de la bulla llama en Andalucía
un jaleo
pobre.
El concierto del señor Cano ha sido, no obstante, una
verdadera
solemnidad filarmónica para sus entusiastas; por nuestra parte
sólo
deploramos que tanta constancia y tanto talento se empleen en
tarea tan
ingrata como querer dar idea con las seis cuerdas de un
instrumento,
aunque rico en armonías, pobrísimo en sonoridad, de los efectos
de la
música, escrita para orquesta.
¿Quién puede asegurarnos que tantas y tan bellísimas
melodías de
nuestro célebre Carnicer no duermen en el más profundo olvido,
sólo por
haberse escrito para guitarra?
La segunda novedad: la representación del Trovador, por
Tamberlik, ha
sido un nuevo y magnífico triunfo para este eminente artista.
Sólo una
ejecución perfecta ha podido conseguir que el público, primero,
y
nosotros, después, coloquemos en el catálogo de las cosas
notables y
nuevas la representación de una ópera tan puro traída y llevada
que la
silban los pilluelos y la repiten los organillos. El Teatro
Real muere
como el cisne entonando su mejor canto para despedirse del
mundo. La
empresa de los Elíseos, a la que antes se ofrecía el camino
llano y
agradable, tendrá que hacer bastante para luchar con este
recuerdo.
La temporada filarmónica empezó con La Africana y acaba
con la
magnífica ejecución del Trovador, de la cual hablarán por mucho
tiempo los
dilletantis cortesanos. «Comincia bene e finisce meglio.» Esto
decía
Rosini a un músico que le preguntaba el secreto de sus
triunfos. El Teatro
Real, sin embargo, ha seguido la regla del preceptista, sin que
por eso
pueda asegurarse que los abonados se reunirán para costearle
una corona de
laurel a la empresa. ¡En el largo paréntesis que forman La
Africana y El
Trovador hemos asistido a tantas catástrofes!

BUEN principio ha tenido la semana última. ¡La ofensa


hecha a
nuestros valientes marinos con el apresamiento de la Covadonga
está
vengada! ¡La escuadra española ha bombardeado a Valparaíso! He
aquí las
frases que se han repetido con entusiasmo durante los primeros
días por
todo el país al llegar hasta sus más apartados rincones esta
lisonjera
noticia. Tiempo hacía que deseábamos comenzar la revista de una
semana con
esas frases. Tiempo hacía que en medio de los sinsabores que a
cada paso
ofrecen las dificultades de la política interior, esperábamos
la
compensación en una poca gloria adquirida por nuestras armas en
aquellos
países remotos.
Ha bastado que el Gobierno dejase al jefe de la escuadra
española la
libertad de obrar enérgicamente para que la guerra de un gran
paso hacia
su término. La firme persuasión de que se podría concluir en un
momento
dado ha influido sin duda alguna en el exceso de
consideraciones
diplomáticas que vienen dificultando y entorpeciendo la
resolución de este
asunto desde que se planteó en el terreno de la fuerza. El acto
de energía
que hoy aplaudimos todos, llevado a efecto hace algunos meses
hubiera dado
a estas fechas resultados tanto o más ventajosos que los que
han tocarse a
consecuencia del bombardeo de Valparaíso. Sin embargo, más vale
tarde que
nunca. Puestos una vez en este camino, la marina española, cuya
pericia y
arrojo se han hecho evidentes, sabrá ganar el tiempo perdido
probando a
los que todavía abriguen alguna duda respecto al particular que
el no
haber humillado antes a nuestros contrarios, tomándonos por
nuestra mano
la justicia y la reparación que nos niegan, ha sido más sobra
de
longanimidad y consideraciones que falta de valor y medios.
Transmitida a Europa la noticia de tan importante
acontecimiento por
medio de telegramas, carecemos aún de detalles. Se ha hablado
de protestas
por parte de los representantes de algunos países, y aun se ha
llegado a
decir que el de los Estados Unidos trató de impedir por medios
materiales
el bombardeo de la ciudad. Respecto a lo primero, nada más
natural que
algunas de las potencias interesadas en conservar los intereses
comerciales de sus súbditos tratasen de reproducir sus
gestiones
anteriores en este sentido; en cuanto a la protesta acompañada
por las
vías de hechos del representante de los Estados Unidos la
creemos
completamente inverosímil. Los enemigos de España, que no son
pocos,
incansables en su ímproba tarea de tejer falsedades, han
querido tal vez
empañar la alegría de nuestros compatriotas, presentándonos
como resultado
de la gallarda acción del señor Méndez Núñez la proximidad de
un conflicto
con una potencia marítima tan importante como la
norteamericana. Pero su
afán es inútil; ni sus artificiosas mentiras ni el amaño y la
falta de
buena fe de los documentos oficiales de las repúblicas enemigas
conseguirán esta vez disminuir las proporciones del triunfo que
han
alcanzado nuestras armas. A los que tratan de suponer que se
oponen
grandes obstáculos a la prosecución de los planes del jefe de
nuestra
escuadra del Pacífico, responde el señor Méndez Núñez arrasando
unos tras
otros, todos los puertos importantes del litoral chileno para
concluir su
triunfal expedición posesionándose de las islas Chinchas. A los
que se
empeñan en reducir la importancia del desastre de nuestros
contrarios
responderán los humeantes escombros de las fortificaciones y
los edificios
públicos de Valparaíso.
El golpe ha sido acaso tardío, pero cierto; según las
noticias
recibidas, se evalúa en veinte millones de pesos la pérdida
material que
han ocasionado nuestros proyectiles. Las fortificaciones han
venido al
suelo, la Aduana se ha desplomado, vastos almacenes han sido
presa de las
llamas.
Como el acontecimiento estaba previsto, la inmensa mayoría
de sus
habitantes habían abandonado la ciudad a la primera intimación
del jefe de
la escuadra española, y, por lo tanto, las desgracias
personales han sido
muchas menos que las que podría hacer presumir tan espantosa
ruina.
¡Gran mes se presenta el mes de mayo! El almanaque parece
que lo
trata con cariñosa predilección, acumulando en sus días todo
género de
festividades cívicas y religiosas. El barómetro viene señalando
desde que
apareció un tiempo de verdadera primavera. Los sucesos se
arreglan de modo
que con cada fiesta parece que coincide una noticia del
exterior
agradable. Lástima que el metálico y nuestros asuntos
interiores se
empeñen, aquél escaseando y éstos enmarañándose, en que no
tengamos dicha
completa. Por fortuna o por desgracia, pues no acertaremos a
decir si ésta
es una buena o mala cualidad de nuestro carácter, entre
nosotros las cosas
se van tomando como van viniendo, y si a un día nublado y
triste, lleno de
preocupaciones, de inquietudes y de rumores alarmantes sucede
otro
espléndido y sereno, con un sol de oro en el fondo del cielo
azul y un
rayo de esperanza en el fondo, del alma todo se olvida, todo se
borra y no
hay preocupación ni augurio infausto capaz de obscurecer un
punto la
alegría del momento.
Todas estas circunstancias parece que se han reunido por
un acuerdo
tácito, a fin de aligerar la atmósfera que a efectos de los
acontecimientos políticos interiores y la pendiente y temerosa
cuestión de
Hacienda comenzaba a enrarecerse y a hacerse pesada. El pueblo
de Madrid
ha corrido, pues, este año con tanto o más gozo que los
anteriores a
posesionarse de la tradicional pradera de San Isidro, desde la
víspera del
día en que la Iglesia conmemora a su santo patrono.
Hay en España multitud de romerías, ferias y fiestas
populares de
este género, célebres y dignas de la celebridad que gozan. A
unas da fama
el santuario junto a cuyos muros se celebran; a otras la
hermosura del
sitio, el lujo desplegado en su adorno o la riqueza y el número
de las
cosas que en ellas son objeto de tráfico. La romería de San
Isidro, en
Madrid, careciendo de todos estos perfiles, conservándose en el
estado de
sencillez más primitivo, es, no obstante, la más renombrada, y
merece
serlo. El fondo no vale la pena; pero los personajes del cuadro
son
inmejorables. Una pradera monótona, al lado de un río
enclenque: cuatro
ribazos parduzcos, coronados de una mezquina ermita. He aquí la
decoración
del inmenso entremés, cuyos personajes necesitaríamos la pluma
de don
Ramón de la Cruz para trazarlos. Y aún así nuestra tarea
quedaría
incompleta. Podríamos tal vez pintar una escena, dar idea de un
diálogo,
dibujar un grupo, sorprender uno de los rasgos característicos
de los
actores; ¿pero cómo abarcar aquel conjunto abigarrado y
ruidoso, dónde
entre la nube de polvo y del humo de las buñolerías ambulantes,
van y
vienen, pasan y tornan, se empujan, se codean, se revuelven y
se confunden
éstos a pie, aquéllos en desvencijados alquilones, los otros en
jamelgos
imposibles o en ómnibus de todas formas, colores y tamaños, una
multitud
compuesta de cientos de miles de personas, para quienes la
romería del
Santo Labrador constituye la más grande y hermosa fiesta del
año? Los que
han asistido a ella, por mucho que les digamos, encontrarán
pálida la
descripción; los que no la conocen sino de oídas mal podrán
comprender lo
que es la romería por nuestras palabras.
Al mismo tiempo que la fiesta de San Isidro llamaba a la
multitud a
las orillas del Manzanares, los jardines del Botánico abrieron
sus puertas
al público, inaugurándose la exposición de los objetos traídos
del
Pacífico por la expedición científica. No sin razón se suele
decir que en
Madrid hay gente para todo. En ciertas ocasiones parece, en
efecto, que
según se va necesitando va saliendo de debajo de las piedras.
La pradera
del Santo estuvo llena; los hermosos jardines en que tiene
lugar la
exposición no bastaban a contener las muchas personas que
acudieron a
visitarla el primer día. La exposición merece, en efecto, ser
vista, no
sólo de los que aman la ciencia, sino de todos aquellos a
quienes
interesa, siquiera sea por sola curiosidad, cuanto se relaciona
con los
lejanos países en que sostenemos una dilatada y honrosa lucha.
No es una revista del género a que ésta pertenece el sitio
oportuno
para la descripción detallada y científica de los innumerables
objetos
curiosos expuestos en el Botánico, ni el espacio de que podemos
disponer
lo permite, ni aunque lo permitiese la tarea es cosa fácil para
hecha con
sólo una ligera visita al local en que se encuentran reunidos.
Sólo diremos que, así por lo delicioso del paraje, como
por la
riqueza y la novedad de los objetos y el buen gusto y la
inteligencia de
que se ha dado muestra al exhibirlos, la exposición puede
colocarse desde
luego en el número de las más curiosas y dignas de un pueblo
ilustrado e
inteligente de cuantas se han celebrado en la corte.

TIRÓ el diablo de la manta y se descubrió el pastel. El


Gabinete de
las Tullerías comienza a enseñar la punta de la oreja de sus
propósitos.
En el que podríamos llamar periodo álgido de la cuestión
austro-prusiana;
cuando el telégrafo nos transmitía despachos terroríficos;
cuando las
columnas de los periódicos extranjeros bastaban apenas a
contener las
noticias belicosas y las bruscas oscilaciones de los valores
públicos
anunciaban la proximidad de la catástrofe, indicamos, aunque
ligeramente,
en nuestra revista que no sería difícil que esta vez, como
otras muchas,
todo se redujese al amago del golpe. La intervención de Italia
en el
negocio y la pregunta aquiescencia del emperador de los
franceses dieron a
la guerra un carácter de probabilidad, que cada día se
pronunciaba más con
los anuncios de grandes y trascendentales combinaciones
preparadas de
antemano, y de las cuales tenía a su cargo la dirección el jefe
del vecino
imperio, a medida de cuya voluntad se desenvolvían los sucesos
que habían
de traerle por último a la codiciada posesión de las que han
dado en
llamarse fronteras naturales de la Francia.
Todo parecía dispuesto para comenzar; todo estaba
hábilmente
previsto; los hombres políticos y las publicaciones más graves
discutían
apenas las probabilidades de la guerra, ocupándose en primer
término de su
resultado. Nosotros, a despecho de la general evidencia, aunque
con
intervalos de pasajeras dudas, seguíamos no obstante guardando
un resto de
desconfianza. Como el apóstol, incrédulo, necesitábamos ver
para creer.
Teníamos al Austria, a la Prusia y la Italia, respectivamente,
armadas y
prontas a acometerse; pero necesitábamos oír el primer
cañonazo.
Hace cerca de un mes que la Europa entera escucha con
atención,
esperando inútilmente oír ese primer cañonazo, y en el
intervalo la
diplomacia ha echado a volar la frase «Congreso europeo».
Nuestra
incredulidad no era del todo infundada.
El Congreso europeo de soberanos es el sueño favorito de
Napoleón, la
corona de sus planes. Hace años que la idea se cierne en la
atmósfera de
la diplomacia sobre todos los grandes sucesos que ocurren. ¿
Quién sabe si
el aparato bélico desplegado en Europa en las circunstancias
presentes, y
el haber traído los sucesos hasta el punto en que se
encuentran, no habrá
sido otra cosa que un ardid para empujar a los países que aún
se oponen a
su celebración hacia ese famoso congreso de soberanos,
verdadera panacea
de los males que nos afligen en concepto del que lo ha
concebido?
De todos modos la cuestión es indudable que acaba de
entrar en un
nuevo período. El discurso de Thiers pronunciado últimamente en
la Cámara
legislativa, desvaneciendo todo género de ilusiones acerca de
soñados
aumentos de territorio, que aún caso de verificarse traerían
como
resultado la unidad alemana, fatal a la política francesa, ha
acabado de
resfriar el espíritu público entre nuestros convecinos de
allende el
Pirineo, entre los que ya tenía la guerra pocos entusiastas. La
misma
Italia parece que no responde al llamamiento patriótico con
todo el
entusiasmo que debía esperarse. Aunque vago, se siente en el
moderno reino
el presentimiento de alguna catástrofe oculta entre las sombras
del
porvenir. Hasta ha llegado a aventurarse la idea de que
Napoleón,
arrepentido de su obra, busca medios indirectos de deshacerla.
Para
nosotros la más segura garantía de la paz es la desconfianza
que
respectivamente abrigan unas para con otras las potencias de
primer orden.
La diplomacia ha perdido la pista; los Gabinetes europeos se
sienten
inquietos y recelosos ante la presencia de esa esfinge que
oculta
tenazmente su enigma, y que se llama Napoleón. Ahora mejor que
nunca
podría aplicarse a la situación actual de Europa el título de
la célebre
comedia de Tirso: Entre bobos anda el juego.
Mientras por el Viejo Mundo las cuestiones oscilan a un
lado y otro
sin salir del mismo sitio, como la péndola de un reloj, en el
Nuevo
marchan nuestros negocios viento en popa, y según todas las
probabilidades
pronto la Mala del Pacífico nos traerá noticia de la excursión
de la
escuadra, que al mando del señor Méndez Núñez, se dirigía a la
fecha de
los últimos partes a recorrer, hostilizándolos, todos los
puertos de
importancia de las repúblicas enemigas.
Apenas se ha entrado en e1 verdadero período de acción y
de energía,
la cuestión de Chile y el Perú se ha presentado bajo una nueva
faz. En
punto a derecho internacional, por más lamentable que esto sea,
aún
necesitan las reclamaciones más justas de la aceptación de
algunos
cañonazos para que se las entiendan bien. En tanto que nos
hemos mantenido
en el límite de las contemporizaciones, todo el mundo parecía
negarnos la
razón, todo el mundo se conceptuaba con derecho para añadir una
dificultad
más a las muchas con que luchábamos sin resultado en este
asunto. A la luz
de los fuertes incendiados de Valparaíso, las potencias
neutrales han
visto al fin las cosas más claras, y si seguimos aportando al
debate
razones del calibre de las bombas arrojadas a la ciudad
enemiga, hasta los
mismos chilenos y peruanos acabarán por conceder que tenemos
sobrada
razón. Ocupándose la Cámara inglesa recientemente de los
asuntos del
Pacífico, aunque tarde, se ha visto precisada a hacer justicia
a nuestra
patria. En su seno se han levantado hombres distinguidos por su
talento y
su posición oficial para pagar un merecido tributo de elogios a
la
conducta de nuestros valientes marinos, y particularmente del
jefe que los
guía. El señor Méndez, en quien desde luego colocó el país sus
más
lisonjeras esperanzas, y que por las cualidades de carácter, de
entendimiento y de energía de que antes de ahora ha dado
pruebas parecía
llamado desde luego a desempeñar un papel brillante en esta
ocasión, ha
respondido a la confianza que en él depositó el Gobierno
confiriéndole tan
elevado cargo, y ha sacado airosas las predicciones de los que
le
auguraban un porvenir glorioso. El público testimonio de la
Cámara
inglesa, que rara vez se excede en el elogio de las demás
naciones, y la
casi unánime aprobación de las publicaciones extranjeras,
acordes en
alabar la prudencia, la energía y la generosidad del jefe de la
escuadra
española y de los valientes marinos que están a sus órdenes
deben
llenarnos de legítimo orgullo. A propósito de esta
cuestión se
refiere un diálogo que merece ser conocido. Parece que al
cumplirse el
término señalado por el señor Méndez Núñez para proceder al
bombardeo se
presentó en su cámara el comodoro americano, con objeto de
hacer una
última tentativa a favor del arreglo. Perdida la esperanza de
conseguirlo,
y no encontrando razones válidas que oponer a las que aducía el
jefe de
nuestras fuerzas navales en apoyo de su conducta, exclamó en
tono
interrogativo, desde un corto momento de pausa: «Y si en el
acto de ir a
romper el fuego me interpusiese yo entre la ciudad y la
escuadra española,
¿qué haría usted?» Méndez Núñez, sin sorprenderse, a pesar de
lo
inesperado de la pregunta le contestó con gran sencillez:
«Comenzaría por
echarlo a usted a pique y luego cumpliría las órdenes de mi
Gobierno.»
Ignoramos hasta qué punto el diálogo es auténtico; pero de lo
que no podrá
caber duda a ninguna de las personas que tienen idea del temple
de uno de
los interlocutores, es de su verosimilitud. Fuera de estos
detalles, de la
sesión de la Cámara inglesa y de los despachos telegráficos que
se
refieren a los proyectos de celebración de un Congreso europeo,
nada
encontramos en las hojas extranjeras que naturalmente deba
ocupar un sitio
en nuestra periódica revista, si exceptuamos las noticias que
se refieren
a la Exposición de Pinturas que acaba de abrir sus salones al
público en
París.
Ya hacía tiempo que las publicaciones relativas al arte
que ven la
luz en Francia se habían ocupado del excesivo rigor de que daba
muestras
el Jurado al recibir o rechazar los cuadros destinados a esta
Exposición.
La lamentable desgracia de un artista de mérito que puso fin a
su
existencia al saber que había sido rechazada su obra y las
vivas
discusiones a que ha dado lugar entre escritores de arte
distinguidos las
inflexibles decisiones del Jurado, contribuían a excitar la
curiosidad y
el interés que naturalmente despierta una solemnidad de este
género. A
juzgar por los antecedentes, la Exposición de 1866 prometía ser
una de las
más escogidas y brillantes. Si hemos de dar crédito a las
ligeras noticias
que hasta ahora hemos podido recibir, las obras, en efecto,
responden por
su originalidad y por su mérito a la idea que ha presidido a
los acuerdos
del Jurado, el cual juzgando demasiado corto el número de
premios que han
de distribuirse, se propuso que la admisión constituyese por sí
sola una
recompensa. Teniendo en cuenta estas circunstancias, hemos
visto con
verdadera satisfacción que en el número de los que han logrado
esta
señalada muestra de aprecio, se encuentran muchos de nuestros
compatriotas, a los cuales felicitamos sinceramente. Ya que por
dentro las
cosas no anden tan bien como todos desearíamos bueno es que en
el exterior
procuremos ayudar la reacción favorable a España, que poco a
poco comienza
a hacerse, la cual acabará de completarse cuando de un modo o
de otro se
logre inspirar en cuestiones financieras la confianza que ha
tiempo
tenemos perdida.
En tanto que los partidos y los hombres políticos disputan
acaloradamente los medios que han de conducimos a este
resultado, las
cosas siguen su acostumbrado curso en la coronada villa, donde
en medio de
las mayores preocupaciones siempre queda un resto de buen humor
para
templar lo agrio con lo dulce.
Las empresas dramáticas que terminan en este mes sus
tareas, han
tratado de dejar buenos recuerdos en el público, dándole a
conocer al
despedirse algunas obras de mérito de reputados escritores. El
Circo,
poniendo en escena la comedia del señor Coupigny, titulada La
paja en el
ojo ajeno, se muestra hasta el fin incansable en su tarea de
ofrecer obras
nuevas a sus favorecedores. La paja en el ojo ajeno, sin
pretensiones de
trascendental, es una comedia agradable por la sencillez de su
fábula y
los rasgos felices con que están delineados algunos de sus
caracteres;
estas condiciones de la obra, unidas a una ejecución esmerada,
han
conseguido llamar al público por espacio de muchas noches al
teatro de la
plazuela del Rey.
La comedia Bienaventurados los que lloran, al mismo tiempo
que
proporciona un nuevo y legítimo triunfo a su autor, el señor
Larra, y a
los actores que la interpretan, sigue manteniendo reunida en el
teatro del
Príncipe una escogida concurrencia de las damas más elegantes y
bellas de
la corte, que después de haber colmado de aplausos a Tamberlik
en su
última representación dada a favor de los pobres, se disponen
(si el
tiempo lo permite) a trasladar sus reales a los Campos Elíseos,
que abren
esta semana las puertas del teatro Rossini con Roberto il
diavolo.

TENEMOS un pie en el dintel del verano y a las


revoluciones
atmosféricas siguen no importándoles un ardite los preceptos
del
almanaque. Y lo peor de todo es que si hemos de dar crédito al
ya famoso
astrónomo zaragozano, hay temporal para unos pocos días. Sólo
una cosa nos
consuela y nos mueve a dar crédito al antiguo adagio, que
asegura que no
hay mal que no venga para bien.
Si al comenzar hoy por segunda vez nuestra revista no
pudiéramos
hablar del tiempo, ¿con qué asunto hilvanaríamos a última hora
estos
veinte renglones a fin de no dejarla decapitada? El tiempo
viene siendo,
desde la antigüedad más remota, el gran recurso para los que no
saben qué
decir, o no pueden decir lo que saben. No hay tema más
manoseado, pero ni
más socorrido.
Démosle, pues, gracias porque nos proporciona el modo de
llenar un
hueco, y ya que respecto a los asuntos interiores no nos dejan
ni repetir
a la tarde lo que a todo el mundo dice por la mañana la Gaceta,
mudemos de
conversación y torzamos el rumbo.
Fijando desde luego la vista en lo que sucede en otros
países,
diremos que cuantas noticias se reciben del exterior vienen a
justificar
otro de los rumores políticos que comenzaron a adquirir
consistencia
cuando escribíamos la última revista. La idea de un Congreso,
echada a
volar en el punto en que Austria e Italia tenían ha levantado
el brazo
para descargarse un furibundo golpe, ha logrado hacer
prosélitos, y las
potencias interesadas en la cuestión, a semejanza del famoso
vizcaíno de
Cervantes, se han quedado con el brazo en alto esperando a otro
capítulo
la continuación de la historia.
Las tres naciones neutrales Francia, Inglaterra y Rusia,
tomando la
iniciativa en el asunto se han puesto de acuerdo para redactar
los
preliminares del Congreso, que bajo el nombre de Conferencia
habrá de
celebrarse muy en breve. Los Gabinetes de Austria, Italia y
Prusia, parece
que han adoptado la idea en principio, y sólo se trata ahora de
la actitud
en que cada cual ha de esperar l'ardua sentenza. Si el Congreso
cuaja,
¡qué triunfo para la diplomacia, tan de capa caída de algunos
años a esta
parte! A nuestro modo de ver, el Congreso se llevará a efecto,
se hablará
mucho, se pondrá un puntal para que el equilibrio se mantenga
un poco, no
resultando de todo ello más que un nuevo arañazo a los tratados
de 1815.
La obra colosal de toda la Europa coaligada contra el tío va
desapareciendo poco a poco merced a la perseverancia del
sobrino. Cada
Congreso es una brecha que se abre; en cada Conferencia se le
da un
asalto. Víctor Hugo dice en su última novela que el secreto de
todos los
grandes triunfos está en esta palabra de una antigua divisa
española:
Perseverando. Napoleón acabará por demostrarnos que, al menos
en política,
es más seguro desatar que cortar, y, por consiguiente no
importa lo mismo.
Respecto a Europa, y durante algunos meses, podemos
considerarnos
libres de todo género de conflicto creado por la guerra. En
América, si
hemos de juzgar por las noticias particulares que se reciben
del Pacífico,
tampoco ha de prolongarse mucho la cuestión que por medio de
las armas
ventilamos en la actualidad con algunas de sus repúblicas.
El bombardeo de Valparaíso, sobre el cual cada día tenemos
nuevos e
interesantes pormenores, ha causado en Chile un efecto moral
indescriptible. Bien fuese resultado de una absurda confianza,
bien efecto
de promesas aventuradas, que luego no han podido cumplirse, los
chilenos
así creían en que la escuadra española había de saludar sus
poblaciones a
balazos como en los milagros de Mahoma. La nueva del bombardeo
ha caído
como un jarro de agua fría sobre el entusiasmo de los más
ardientes en su
odio contra España, y ha sido necesario para contener una
pública
manifestación de disgusto, poner en juego todos los recursos de
un
Gobierno y de una situación de cosas que fundan su existencia
en la
prolongación de la lucha.
Por el pronto, la escuadra chileno-peruana sigue escondida
en el
puerto de Huite, viendo, como suele decirse, los toros desde el
andamio.
Huite es un puerto que no tiene más entrada que un canal
estrecho y
peligroso, inaccesible a buques de alto porte y defendido
naturalmente por
los bajíos y rocas que dificultan su navegación. Pero a la
prudente
escuadra enemiga no le han parecido bastante estas defensas, y
por si
fortis ha ocurrido a la seguridad personal de sus tripulaciones
con las
siguientes frioleras. A la boca del canal se ha colocado un
fuerte con
baterías de cañones rayados de 120, más lejos un buque lleno de
pólvora,
para hacerlo volar a la aproximación de nuestras fuerzas y por
si la
explosión del buque no diese resultado, aguardan un poco más
allá dos de
esas infernales máquinas submarinas, llamadas torpedos; con
estos aprestos
de defensa cuya retaguardia forman varias cadenas tendidas,
otro buque
cargado de materias inflamables y un segundo y último fuerte
con baterías
de cañones de un calibre desmesurado, parece que el jefe de la
escuadra
enemiga se siente un poco tranquilo aguardando el fin de los
sucesos.
¡Lástima de dinero empleado en semejante marina! ¿Y eran esos
los bravos
con que contaba la república chilena para el combate naval, que
en un
ridículo cartel de desafío propuso su presidente al señor
Méndez Núñez?
No obstante, los más exaltados del partido de la guerra se
agarran
como suele decirse, de un ascua ardiendo y todavía fundan un
resto de
esperanza en el arribo de las fragatas Huascar y Independencia;
pero estos
buques a lo que parece no se dan gran prisa por llegar a su
destino.
Entretenidos en hacer fácil presa de pequeñas embarcaciones
mercantes,
entre las cuales ha habido alguna cuyo capitán le han quitado
hasta el
reloj, encuentran más cómodo proseguir poco a poco su
itinerario y
ensayarse en este género de proezas que exponerse a dar de
manos a boca
con el señor Méndez Núñez, del cual seguramente no esperan un
cordial
recibimiento.
Entretanto que los chilenos aguardan a sus salvadores que
como el
Mambrú de la canción no saben cuándo llegarán, si por la
Navidad o la
Pascua, el jefe de nuestra escuadra se coloca frente al Callao,
donde
habrá dado ya principio la segunda parte del drama representado
en
Valparaíso.
Aguardando nuevas del Callao, cuyo ataque es de presumir
pondrá
término a la cuestión chileno-peruana, y en el corto espacio
que nos dejan
libres las preocupaciones políticas, siguen entre nosotros
agitándose
asuntos de diversa índole, aunque encaminados todos a remediar
el estado
financiero del país. Puestas sobre el tapete las cuestiones de
economías,
el Estado y los particulares, grandes y pequeños, ricos y
pobres, cada
cual por su lado procura dar una pronta solución al problema
que se
encierra en estos dos términos: «gastar menos y ganar más», y
como es de
presumir, se ha comenzado por lo que parece más fácil, esto es,
por cerrar
el bolsillo.
Ha dicho, no sabemos quién, y lo repite todo el mundo, que
los
extremos se tocan, y nunca como ahora viene de molde la
observación. Tan
mal hemos de vernos gastando más de lo que cada cual tiene,
como
metiéndonos el último duro en el bolsillo y poniéndole la mano
encima.
Bueno es que se piense en disminuir los gastos, pero sin que se
olvide que
la prosperidad estriba en el aumento de los productos. Por eso
notamos con
gusto que en medio de los generales pujos de economía, que
concluirán por
hacer de el Gran Tacaño el tipo del hombre modelo, hay quienes
piensan
todavía en acometer grandes empresas, como la que en la
actualidad se
agita, destinada a llevar a cabo la colonización de los
terrenos yermos de
España.
Esta empresa, que si se realiza ha de dar grandes
resultados a los
que la acometan, cuenta ya con mil familias de pequeños
propietarios
alemanes, los cuales se trasladarán a nuestro país, trayendo
además del
producto de la venta de sus bienes, ganado vacuno escogido
entre las
mejores razas, instrumentos de labranza perfeccionados y
modernos y
máquinas para establecer nuevas industrias. Lo mismo para la
construcción
de las habitaciones tales como pequeñas aldeas, granjas y
alquerías, que
para las plantaciones y el cultivo, se adoptarán los adelantos
ensayados
ya con admirable resultado en las grandes colonizaciones que
actualmente
se llevan a cabo en otros países.
Con el anuncio de la próxima realización de este
pensamiento que
viene preparándose de largo tiempo atrás, los preparativos para
una junta
extraordinaria en que se han de repartir los premios que la
Sociedad
abolicionista señala a la mejor poesía alusiva al objeto que
sus asociados
se proponen, y la celebración de la fiesta del Corpus, que,
como de
costumbre, ha llevado una multitud de forasteros a los puntos
que con más
pompa se celebra, concluye la historia de la última semana del
mes de
mayo, que, a juzgar por lo sucedido, más bien que mes de las
flores,
deberíamos llamar mes de las lluvias y las fiestas.

HEMOS conseguido un triunfo. Querer dar idea del


entusiasmo y el
interés que han despertado en el país las últimas noticias,
recibidas del
Pacífico, sería desear un imposible. Durante los últimos días
de la semana
las más ardientes cuestiones, los más importantes asuntos
políticos se han
pospuesto a las infinitas versiones y comentarios con que el
deseo y la
esperanza adornan los breves partes telegráficos que nos dieron
las
nuevas.
¿Qué ha sucedido en el Callao? He aquí la pregunta
estereotipada en
todos los labios en el momento en que escribimos estas líneas,
y a la que
solo contesta el telégrafo con su desesperante concisión.
Verdad es que la fantasía no se detiene en barras, y lo
que no ve lo
presume, y lo que no acierta a presumir lo inventa. Merced a
este
procedimiento, no faltan detalles en algunas publicaciones, y
noticiero
hay que relata lo acontecido con más pormenores que si hubiese
presenciado
la acción desde el tope de la Numancia. De estas relaciones
prematuras
debe desconfiarse siempre. Tomando por base la verdad conocida,
cada cual
le presta la forma que mejor conviene a sus intereses o sus
simpatías.
Hasta el momento sólo puede decirse que el jefe de nuestra
escuadra
comienza a justificar la hermosa frase que pronunció
contestando a los
agentes diplomáticos de las potencias neutrales: Más quiere
España honra
sin barcos, que barcos sin honra.
Fácil hubiera sido al señor Méndez Núñez, después del
bombardeo de
Valparaíso, continuar arrasando las poblaciones de las costas
chilenas y
peruanas que contaban con pocos medios de defensa; fácil le
hubiera sido
igualmente posesionarse desde luego de las Chinchas, asegurando
la
indemnización de guerra al mismo tiempo que proporcionaba a la
escuadra un
punto de reposo; pero ni el rehuir el peligro es propio de
hombres de su
temple, ni cuadra al carácter de la cuestión que sostenemos con
aquellas
repúblicas, atender a los intereses materiales antes que al de
la honra.
El Perú había acumulado todos sus medios de defensa en el
Callao;
allí estaba, por decirlo así, el corazón de la liga, allí los
únicos que
resguardados por las formidables fortificaciones se atreverían
a
defenderse: un deber de honor obligaba a nuestros valientes
marinos a ir
allí en busca de esa honra que España desea, aunque para
adquirirla
tuviésemos que perder algún barco.
En efecto: nuestros buques han sufrido averías; alguno de
ellos,
dicen que se ha inutilizado, pero la gloria de la jornada
pertenece a los
españoles. Cualquiera que sea en definitiva el éxito del
ataque, cuyos
pormenores oficiales ignoramos, podemos repetir las palabras
que a este
propósito ha dicho en el Congreso un diputado de la oposición:
Vencidos o
vencedores, nuestros valientes marinos merecen el aplauso de
sus
compatriotas. Basta detenerse un momento a considerar la
magnitud de la
empresa para comprender el mérito de los que la han acometido.
Aprovechándose del intervalo de paz debido al último
convenio que se
celebró con el Perú, este viene trabajando activamente hace
mucho tiempo
en completar las fortificaciones de la más importante de sus
plazas
marítimas. Ingenieros y material de guerra, trazas de las
nuevas defensas
y cañones para artillarlas, todo se debe a extranjeros,
norteamericanos en
su mayoría, más duchos y avezados en este linaje de cosas que
nuestros
enemigos. El Callao al presentarse enfrente nuestra escuadra
ofrecía un
aspecto formidable, contándose en las baterías de tierra hasta
cien
cañones artillados, muchos de ellos del enorme calibre de 450.
Méndez
Núñez con sólo dos buques blindados apenas fuertes lo bastante
para sufrir
el empuje de tan monstruosos proyectiles, con algunas otras
embarcaciones
de madera y no contando sino con bocas de fuego de menor,
calibre, ha
bombardeado el Callao por espacio de cuatro horas. Por razón
del alcance
de sus cañones, la escuadra española debió estar situada
darante el
combate a menos de medio tiro de las baterías peruanas,
sufriendo un
horroroso fuego, al que contestaron incendiando parte de la
población,
desmontando un fuerte y causándoles a los enemigos gran número
de
victimas, entre las que se hallan el ministro de la Guerra y
algunos otros
jefes conocidos.
Tan satisfactorios resultados no han podido lograrse sin
que nuestros
buques sufrieran averías de alguna consideración. Precisamente
en el
peligro que ofrecía la lucha consiste la gloria que nuestros
marinos han
alcanzado en la jornada. En los primeros partes se indicó que
tres de los
buques de madera se habían visto forzados a retirarse del
teatro de la
acción, después de haber desmontado varios fuertes, haber
volado un
polvorín y causado grandes destrozos en la ciudad, quedando la
Numancia
para responder al fuego de dos baterías blindadas, únicas que
pudieron
resistir al empuje de nuestros cañones.
También se dijo que entre los varios oficiales españoles
heridos, lo
estaban de gravedad el comandante de la Resolución, y levemente
el señor
Méndez Núñez. Respecto al segundo, otros partes recibidos a
última hora
desmienten la noticia y lo presentan disponiéndose a reiterar
su ataque
contra el Callao, desde donde marchará a posesionarse de las
islas
Chinchas, en las cuales esperará el resultado de la guerra.
Según lo habíamos previsto, la cuestión de España con
Chile y Perú se
aproxima al desenlace, y la segunda parte del bombardeo del
Callao le
servirá de epílogo. Todo conspira a que así suceda. El Huascar
y la
Independencia, magníficos barcos en los cuales fundaban la
postrer
esperanza, han sufrido deterioros que imposibilitan su uso, por
falta de
pericia en su comandantes. Los torpedos, que fabricados en San
Francisco
de California, habían de servir para destruir cobardemente
nuestra marina,
han estallado al tiempo de hacer el transbordo, causando
innumerables
víctimas entre las que se cuenta el comisionado de las
repúblicas. Hasta
se han enajenado el resto de simpatías que las potencias
neutrales
pudieran conservar hacia la causa del Perú y de Chile, merced a
la
conducta usada con los españoles residentes en aquellos países,
conducta a
todas luces cruel e indigna de una nación que se estima en algo
y de la
que la humanidad y el propio respeto no nos permiten usar
represalias.
Como indicamos al comenzar la revista, los más graves
asuntos
interiores han palidecido, perdiendo parte de su importancia,
ante las
noticias que del exterior trae el telégrafo. Aún aguardamos
llenos de
impaciente ansiedad los detalles del bombardeo del Callao,
cuando el
termómetro nos anuncia una nueva y brusca variación en la
atmósfera
política de Europa. ¡La Conferencia ha hecho fiasco! He aquí el
doloroso
lamento de la diplomacia contristada que ha venido a sacar a
los pueblos
del dulce éxtasis ocasionado por las ilusiones de la paz.
Vuelta a resonar
el parche herido, vuelta a rasgar los aires con el clamor de la
trompetería, vuelta a asustarse unos a otros con el espectáculo
de
formidables aprestos. Nuevos nombramientos de jefes, nuevas
marchas y
contramarchas de tropas, nuevas combinaciones estratégicas. La
palabra
alada vuela por los hilos telegráficos y da en algunos
instantes la vuelta
a Europa diciendo: «La lucha es segura, el conflicto inminente,
mañana se
declara la guerra.» Pero llega ese mañana precedido de tantos
temores y
todo continúa lo mismo, y sigue otro no menos acompañado de
ansiedades, y
las cosas prosiguen en idéntico ser, y dan ganas, por último,
de exclamar
con Quevedo: ¡Tanto mañana y nunca mañanamos!
No obstante, ahora, como suele decirse, va de veras. El
estado en que
se encuentran las cosas no permite más dilaciones: la cuerda
del arco no
puede continuar tendida, es preciso aflojarla o concluir de
disparar la
saeta. Acaso cuando estas líneas lleguen a manos de nuestros
lectores, los
cañones del Austria habrán dado la señal del combate, tal vez
la revista
siguiente no baste a contener la sumaria relación de los altos
hechos
ocurridos en la semana próxima. En todos los círculos
políticos, en todas
las publicaciones importantes, se habla ya de la guerra como de
cosa
segura. Esta conformidad de pareceres nos intimida y nos retrae
de
expresar libremente una vaga creencia propia, sin fundamento,
irrazonable
si se quiere, pero que si tuviésemos la energía de Galileo, nos
haría
exclamar al mismo tiempo que damos cuenta del verdadero estado
de la
cuestión: é pur si muove, o lo que es lo mismo, a pesar de
tantos
aprestos, aún no hemos oído el primer cañonazo.
Correspondencias muy autorizadas aseguran que
inspeccionando el jefe
del vecino imperio los colosales trabajos para la futura
Exposición
Universal, ha dirigido a los obreros y a las personas agrupadas
en torno
suyo estas significativas frases: «Trabajad, trabajad con fe,
que la
Exposición se llevará a efecto pronto, y en medio de la paz de
Europa.»
Este es un dato.
Al mismo tiempo que Napoleón pronuncia estas palabras,
proyecta un
empréstito de 500 millones de francos, y se susurra que en la
contingencia
de una ruptura con Austria, se pondrá al frente del ejército de
la
frontera del Rhin.
Ahora, con estos antecedentes, ate usted cabos a la
política del
momento.
Fuera de las noticias que dejamos apuntadas, y que son los
ejes sobre
que gira la conversación en todos los círculos, la publicación
extranjera
no ofrece ningún asunto de interés. Aunque saliendo de la
política,
quisiéramos buscar entre nosotros algunas novedades con qué
amenizar
nuestro trabajo, tampoco lo encontraríamos hoy.
Si la revista de El Museo ha de ser un espejo fiel de la
fisonomía de
la semana, cuyos sucesos y preocupaciones culminantes trata de
condenar en
algunos párrafos, por fuerza ha de reflejar en esta ocasión las
dos solas
cuestiones que han monopolizado el interés público. La cuestión
italiana y
nuestros asuntos del Pacífico.

QUISIÉRAMOS poder dar idea a nuestros lectores del afán y


el
creciente interés con que se reciben y comentan las noticias
del Pacífico,
pues sólo así lograríamos que se reflejasen en nuestra revista
el
movimiento y la entusiasta agitación de la semana última.
Cómo se pudo presumir, atendida la procedencia de los
primeros
detalles que se recibieron en Europa, los sucesos del Callao
han sido más
brillantes y menos costosos para España que lo que
prudentemente debía
esperarse de una tan arriesgada y difícil empresa.
La lectura de los partes oficiales ha dado ocasión en
ambas Cámaras a
escenas de entusiasmo imposibles de describir. Suspendidas por
un momento
las más empeñadas y ardientes discusiones, depuestas en aras
del
patriotismo y de un elevado sentimiento de orgullo nacional las
diferencias políticas que los separan, los representantes del
país se han
mostrado unánimes en su deseo de significar la admiración que
en todos
produce la conducta de nuestra valiente escuadra del Pacífico y
del
esforzado jefe que la dirige.
Varias son las proposiciones que con este objeto se han
presentado en
los cuerpos colegisladores, dando lugar a que algunos de
nuestros hombres
políticos más caracterizados pronunciasen breves y elocuentes
discursos
que el público que ocupaba las tribunas acogió a su vez con
significativas
muestras de aplauso.
En las provincias, si hemos de juzgar por los partes
telegráficos que
continuamente se reciben, también han producido inmensa
sensación tan
satisfactoria nuevas. Las corporaciones municipales se
apresuran a
felicitar a los valientes marinos españoles por su
comportamiento en el
Callao, en algunos puntos la alegría popular se ha manifestado
por medio
de ruidosas y públicas aclamaciones. Verdaderamente el suceso
tiene más
importancia de la que a primera vista se le concedió.
El triunfo de España sobre las repúblicas aliadas del Perú
y Chile
marca el principio de una era de prosperidad y de gloria para
nuestro
país, que difícilmente podrán desconocer sus más tenaces
detractores.
Tener buques no es tener marina, suele decirse, no sin falta de
razón. Si
los ejércitos de tierra no se improvisan, el personal apto para
las luchas
de los mares mucho menos. El ejemplo de las fragatas Huascar e
Independencia, magníficos buques blindados adquiridos por el
Perú a fuerza
de los mayores sacrificios, y que, sin embargo, les son casi
inútiles por
falta de gente práctica que los dirijan, viene a confirmar la
opinión
general sobre este asunto. Rotas por un momento las gloriosas
tradiciones
de nuestra marina nacional, por el miserable estado a que vino
en época no
muy lejana, no sólo en las apartadas regiones donde sostenemos
la guerra,
sino en los países que más exacta noticia podrían tener de
nuestras cosas,
dudábase aún que fuera una verdad su restablecimiento.
Unos construídos en nuestros arsenales, otros en los de
Francia e
Ingaterra, poco a poco iba poblándose el mar con buques en
cuyos altos
mástiles ondeaba la bandera española. De año en año la
estadística
arrojaba un sensible aumento en las fuerzas navales del país,
que caído al
más inconcebible estado de postración, había ocupado no
obstante uno de
los primeros puestos entre las potencias que se llamaban dueñas
del
Océano. Pero tener buques no es tener marina, seguían diciendo
los que ven
con disgusto a España levantarse gradualmente a la altura a que
está
llamada por sus condiciones, por su posición y su historia. Los
esforzados
campeones de la honra nacional que a las órdenes del bizarro y
entendido
jefe señor Méndez Núñez lavan en estos momentos con sangre
enemiga el
ultraje inferido a su bandera, están dando con su conducta y
sus heroicos
hechos cumplida respuesta a los que persisten en abrigar
semejantes dudas.
El sufrimiento y la constancia, que hacen sobrellevar con
alegría y
entusiasmo las más duras fatigas de tan rudo y trabajoso
ejercicio; la
pericia y el saber, que le dan el dominio del temible elemento
en que
vive; la serenidad y el valor, que prestan ánimo para
arriesgarse en las
más difíciles empresas. He aquí las grandes cualidades que
constituyen un
buen marino.
De todas y de cada una de ellas han hecho alarde nuestros
hermanos a
los ojos del mundo. La Numancia, resolviendo el problema
náutico planteado
a propósito de la dificultad de conducir una embarcación
blindada a tan
remotas regiones, y la Blanca y la Villa de Madrid, maniobrando
bajo el
fuego de los cañones enemigos y con la sola ayuda de la carta
marina por
entre los peligrosos bajíos y escollos del puerta de Abatao, en
Chile, han
dado una prueba irrefutable de su práctica y sus grandes
conocimientos.
En el rescate de la barca Heredia, hecho por una goleta en
medio de
un puerto enemigo, a la presencia de sus buques y de sus
fuertes; en el
combate de Chile, el bombardeo de Valparaíso, y, por último, el
ataque del
Callao, donde desdeñando todo género de ventajas, han
arrostrado nuestros
marinos durante un día entero los disparos de más de setenta
cañones
monstruos, hasta lograr apagar sus fuegos, echar a pique los
monitores y
destruir gran parte de la ciudad, han ofrecido el más notable
ejemplo de
valor y arrojo.
Durante cuatro años consecutivos de estar en pie de
guerra, cuatro
años de sufrimientos y privaciones, en cuyo transcurso han
carecido a
veces de lo más necesario, teniendo que recurrir al ingenio, a
un trabajo
ímprobo y una habilidad prodigiosa para reparar todos los
desperfectos y
averías, propios de tan larga y peligrosa navegación, han hecho
por
último, evidentes las prendas de carácter que les adornan, la
admirable
disciplina a que se sujetan y la satisfacción y el entusiasmo
con que
saben sobrellevar los más rudos trabajos por servir a la
patria, que funda
en ellos su esperanza y su orgullo.
Esta justicia, que no han podido menos de hacerles los
hombres y las
publicaciones más notables del extranjero, rectificará
debidamente la
errónea idea que acerca de nuestra verdadera significación se
quiere hacer
valer por los enemigos de las glorias de España. Tenemos, pues,
buques y
tenemos marina, porque nuestras costas dan de sobra gente de
mar avezada a
sus luchas, y contamos con bravos y entendidos oficiales que
los dirijan.
Esto es lo que importaba demostrar y esto es lo que hemos
demostrado en la
primera ocasión en que nuestra escuadra ha podido hacerlo.
He aquí la razón por qué nosotros damos a los sucesos del
Callao
grande importancia, y encontramos justificadas las muestras de
alegría y
de entusiasmo con que el país acoge las nuevas que se
relacionan con el
mismo asunto. Es, por otra parte, tan raro ver acordes en un
punto todos
los deseos, los votos y las esperanzas de las diferentes
fracciones
políticas en que nos encontramos subdivididos presentan tan
escasas
coyunturas de recordar que por cima de nuestras pequeñas
discordias,
nuestras luchas de intereses de vanidad o de preocupación, hay
un alto
sentimiento de patriotismo, que en ocasiones solemnes se
sobrepone a todo
y todo lo une y lo armoniza para el logro de la idea nacional,
que aunque
la guerra que sostenemos en aquellas distantes regiones sólo
sirviese para
fortificar estos lazos comunes de amor a la patria, levantando,
siquiera
por momentos, el espíritu público y apartándole de mezquinas
luchas,
podríamos dar por bien y gloriosamente empleados los costosos
sacrificios
y la generosa y noble sangre que nos cuesta.
¡Sirva de consuelo a los que lloran sensibles pérdidas el
tributo de
admiración con que sus conciudadanos premian el heroico
comportamiento de
las víctimas, y la idea de que esa sangre no se ha ofrecido en
holocausto
ante el mezquino altar de los personales intereses de partido,
sino ante
el ara santa de la patria que se apresta a recompensar sus
hechos y a
perpetuar su memoria!
Embebidos durante la semana última en analizar, comentar y
discutir
las noticias del Callao, la cuestión de la guerra austro-pruso-
italiana
nos ha preocupado poco. Verdad es que la cuestión no adelanta
mucho, y no
adelantando, le sucede lo que a las situaciones muy críticas y
tirantes en
la escena: que en prolongándolas más de lo justo pierden todo
su interés,
y acaban por aburrir a los espectadores. Y eso que movimientos,
marchas y
contramarchas diplomáticas y guerreras de importantes
personajes no han
faltado en estos días. Por el pronto, Austria y Prusia han
retirado
respectivamente sus embajadores de las cortes de Viena y
Berlín; Garibaldi
ha salido de Caprera y recorre triunfalmente las ciudades de
Italia,
reclutando voluntarios mientras que el general Manteuffeld,
jefe de las
fuerzas prusianas, resuelve por sí y ante sí la peliaguda
cuestión origen
de tantos conflictos, estableciendo un nuevo Gobierno en los
ducados
hosteinenses. Pero el suceso que reclama para sí los honores
del interés y
la atención de Europa en todo este asunto es la lectura de la
carta que
Napoleón ha dirigido a su ministro de Negocios Extranjeros, y
de la cual
éste ha dado conocimiento a la Cámara legislativa.
A vueltas de frases ambiguas que nadie ha podido
explicarse de una
manera satisfactoria, Napoleón declara en ella que uno de sus
intereses
permanentes, o mejor dicho uno de los compromisos de honor de
la Francia,
es mantener el edificio cuyos cimientos se amasaron con la
sangre de
Solferino y Magenta.
El párrafo en que se alude a la cuestión vital en estos
significativos términos es el alma de la carta, y constituyen
todo lo que
pudiéramos llamar el busilis del negocio. Respecto a si quiere
o no quiere
las fronteras del Rhin, el hábil diplomático de las Tullerías
arma un
enredo de frases, que, como en otro documento por el estilo no
nos
proporcione la solución, no hay quien acierte a descifrar la
charada.
Resumiendo: en una de las semanas anteriores dejamos
apuntando los
cañones de las partes contendientes. Durante esta última se han
encendido
las mechas. ¿Dispararán en la próxima? Mucho lo dudamos
todavía.
Entre tanto la clausura de los teatros y los continuos
fiascos que
los artistas y el temporal, puestos en combinación para echar a
pique la
empresa de los Campos Elíseos, proporcionan al público, nos
impiden
entretener a nuestros lectores con noticias más agradables y
ligeras.

AUNQUE preocupados por los acontecimientos que han tenido


lugar a
nuestra vista, poco a poco, y a medida que la calma y la
confianza se
restablecen, vuelve a fijarse la atención en el teatro de la
guerra,
donde, una vez rotas las hostilidades, los sucesos se
precipitan y
desenvuelven con la rapidez propia de una lucha para la que
vienen
preparándose de largo tiempo atrás las naciones contendientes.
Las primeras noticias recibidas de Alemania hicieron creer
que la
guerra tomaría grandes proporciones en la frontera de Prusia
antes de
comenzar en Italia. Los partes telegráficos dando cuenta
detallada de los
movimientos estratégicos llevados a cabo por las fuerzas de uno
y otro
país en combinación con los contingentes federales, presentaron
como
inminente el encuentro de dos grandes cuerpos de ejército a la
vista de
Francfort. Parecía natural que el de Víctor Manuel, acampado a
la orilla
del Mincio, aguardase el resultado de una acción decisiva para
tomar la
actitud más conveniente: ofensiva o defensiva, según lo
requiriesen las
circunstancias. Algunos movimientos imprevisitos de las fuerzas
prusianas,
que después de amagar a Francfort cambiaron aparentemente de
plan,
hicieron perder la pista a los observadores, mientras el
telégrafo,
comunicando noticias sueltas de marchas y contramarchas
parciales, de
amagos de ataque y defensa, de escaramuzas sin importancia o de
encuentros
dudosos, vino a completar la confusión y la vaguedad en que se
presentaban
envueltas las operaciones militares desde el primer encuentro.
En esta situación las cosas, la atención volvió a fijarse
en el
cuadrilátero de donde se había apartado en la espectativa de
los
acontecimientos que se preparaban hacia el Norte. El ejército
italiano
había pasado el Mincio. Apenas se comunicó esta nueva al resto
de Europa,
el interés creció de punto. La posición de los italianos con
Mantua y
Verona al frente y el Mincio a la espalda les ofrecía una
desventaja
notable. Sin duda alguna en este movimiento podía observarse la
falta de
prudencia propia de la exaltación y el entusiasmo de soldados
que ansiaban
medir sus armas con el enemigo. Los austriacos, que tal vez
contaban con
aquella imprudencia, sacaron ventaja de su posición, y
protegidos por las
fortalezas de Peschiera, Mantua y Verona rechazaron la
acometida,
obligando a Víctor Manuel a repasar el Mincio.
La situación de las cosas ha vuelto, pues, a su último
estado; pero
en Italia ha producido muy mal efecto el desgraciado éxito de
esta primera
tentativa.
Acerca de la verdaderas proporciones de la derrota de los
italianos,
se ha hablado en muy diferente sentido. Un parte telegráfico,
mal
interpretado, hacía subir a 25.000 el número de los prisioneros
hechos por
las fuerzas austriacas en la batalla de Verona. Tan
considerable número de
prisioneros sólo podía comprenderse suponiendo que la batalla
había sido
un verdadero desastre para el cuerpo de ejército mandado por
Víctor
Manuel. Casi se conceptuaba imposible que éste hubiera podido
repasar el
Mincio si la derrota alcanzaba tan espantosas proporciones.
A medida que se van obteniendo más pormenores se
restablece la verdad
de los hechos, y hoy puede asegurarse que, aunque en este
primer encuentro
el irreflexivo ardor de los italianos ha recibido una lección
que no deben
desaprovechar para lo sucesivo, las consecuencias materiales de
su pérdida
son mucho menos importantes de lo que se creía.
La batalla, según los despachos últimamente recibidos, se
empeñó a la
vista de Brescia y Verona, llevando en el principio los
italianos la mejor
parte. Al mismo tiempo que numerosas fuerzas de la caballería
de Víctor
Manuel arrollaban la vanguardia austriaca en la llanura, los
cañones
italianos batían en brecha a Peschiera, intentando un asalto.
En este
estado se mantuvo la acción un día: al siguiente los
austriacos,
desplegando una formidable línea de batalla que se apoyaba por
los
extremos en sus amenazadoras fortificaciones, emprendieron un
movimiento
de ataque lento, pero irresistible, ante el cual sus enemigos
se vieron en
la precisión de retroceder, aunque ordenadamente.
En este momento fue cuando los jefes italianos debieron
comprender la
imprudencia de dejar el Mincio a sus espaldas. Estrechados
entre la línea
contraria y la orilla del río, lo que debió limitarse a una
retirada
estratégica se convirtió a última hora en derrota,
pronunciándose ésta en
una de los cuerpos que los otros no pudieron proteger,
desenvolviéndose en
terreno conveniente. La serenidad y el arrojo de los jefes
impidió que las
pérdidas fuesen mayores, contribuyendo a que el grueso de las
fuerzas
repasasen en orden el río. No obstante, los austriacos, aunque
tuvieron
que sufrir muchas pérdidas lograron hacer 2.500 prisioneros,
apoderándose
de algunos cañones, y causar muchas bajas en el ejército
italiano, que
cuenta entre sus heridos al príncipe Amadeo y a varios
oficiales
generales.
Antes que la noticia de este contratiempo haya labrado en
el ánimo de
los que se interesan por la causa de Italia, se cree que las
fuerzas
navales del mismo país habrán compensado la derrota de Verona
con el
bombardeo de Trieste a cuyo efecto ha salido en la misma
dirección una
armada poderosa.
En cuanto a los austriacos, fuertes en sus
atrincheramientos del
cuadrilátero, no parecen dispuestos a abandonar sus ventajosas
posiciones
para ofrecer la revancha a sus contrarios de otro lado del
Mincio, y
escogiendo nuevo teatro para la guerra concentran fuerzas sobre
Milán, que
según creemos, está llamada a ofrecer uno de los más notables y
sangrientos episodios de la lucha.
A juzgar por lo que encontramos en los periódicos
extranjeros, el
aspecto de los negocios de la guerra preocupa hondamente a casi
todos los
países, particularmente a la Francia, cuyo jefe no sabemos si
sentirá o se
alegrará de que los sucesos le presenten coyuntura favorable
para terciar
en la cuestión.
Mientras por Europa se complican los asuntos políticos y
el horizonte
se carga de vapores caliginosos las correspondencias recibidas
de América
presentan nuestros negocios en aquel continente bajo un punto
de vista
favorable.
Las últimas proezas de nuestros valientes marinos en el
Callao parece
que han causado gran impresión en las repúblicas hostiles a
España,
aumentando el prestigio de nuestra bandera y levantándola a la
altura que
le corresponde. En los Estados Unidos pierden terreno los
agentes del Perú
y de Chile que trataron de formar atmósfera contra España.
Las repúblicas que han permanecido hasta ahora neutrales,
y aun
algunas de las comprometidas a favor de nuestros enemigos se
niegan a
cooperar a la guerra.
La falta de apoyo material en estos países, falta que no
compensan
sus estériles protestas de simpatía, unidas al grave estado
económico en
que se encuentran, van apagando gradualmente el entusiasmo de
peruanos y
chilenos, hasta el punto que no sería imposible diesen algunos
pasos en
favor de la paz antes que una nueva excursión de nuestras
fuerzas
marítimas acabase de arruinar su comercio, asolando por
completo sus
costas.
Menos lisonjeras que éstas son las nuevas que tenemos
acerca del
terrible azote que el año último castigó algunas de nuestras
poblaciones,
y que se temió volviese a caer sobre nosotros al llegar el
verano. El
delegado español en las conferencias sanitarias de
Constantinopla ha
participado al Gobierno que el cólera comienza a hacer estragos
en todo el
Egipto, y muy particularmente en Alejandría, desde donde en las
anteriores
invasiones ha partido para recorrer el litoral del
Mediterráneo. Prevenido
a tiempo el Gobierno, se han adoptado las medidas convenientes
para
libertar nuestras costas de su contagio, declarando sucias las
patentes de
aquella procedencia, a pesar de que las autoridades egipcias,
atendiendo
antes al provecho de sus intereses materiales que al bien de la
humanidad,
siguen expidiéndolas limpias a los buques surtos en las aguas
del más
importante de sus puertos. Afirmada en las conferencias
sanitarias la
opinión de que el único medio de preservar los pueblos de la
maléfica
influencia de esta enfermedad terrible es redoblar la
vigilancia de las
costas y adoptar las más eficaces prevenciones, esperamos
confiadamente en
que, amaestrados por la experiencia, y protegidos por las leyes
especiales
sobre la materia, que deberán aplicarse con el mayor rigorismo,
lograremos
libertar a nuestro país de la calamidad que nuevamente amenaza
a Europa.
En la confianza de que sucederá así y que poco a poco
lograremos vencer
todas las dificultades, así interiores como exteriores con que
en este
momento lucha España, no creemos aventurado predecir que el
verano que con
tan mal pie entra, concluirá ofreciéndonos la realidad de un
estado de
cosas más próspero y risueño que el presente.
Con la confianza que renace, con la calma que se
restablece y la
inquietud de los ánimos que gradualmente se disipa, volverán
sin duda
alguna a ofrecer atractivo las cuestiones que se rozan con las
letras, las
artes y la industria, momentáneamente relegadas al olvido ante
el doloroso
interés que despiertan tristes y deplorables acontecimientos.

SEGÚN las noticias que se reciben de América, chilenos y


peruanos
tratan de disimular su derrota, encubriéndola con las
apariencias del
triunfo. A este fin, en Valparaíso se ha abierto una
suscripción para
regalar una espada de honor al dictador Prado, y en el Callao
se disponen
fiestas públicas y banquetes nacionales en celebración de la
victoria. El
expediente, aunque original, no surte todo el efecto apetecido.
Acaso
entre el vulgo las alharacas de los gobernantes logren ofuscar
la opinión,
cubriendo de flores la profunda sima en que yacen sepultados el
crédito y
la prosperidad de ambas repúblicas. Entre las gentes sensatas,
contando en
este número muchos de los que al principio se mostraron
decididos
partidarios de la guerra, comienza a operarse una gran
reacción, que no
por ser más silenciosa será menos fuerte. Es tal el desorden
que reina en
aquellos países, tal la paralización de la industria, ya de por
sí escasa,
las pérdidas del comercio, y el abatimiento de los ánimos, que
no sería de
extrañar que al volver nuestros buques a comenzar la segunda
parte de la
guerra, un movimiento insurreccional preparado por la clases
conservadoras
e ilustradas, derrocase el actual orden de cosas, creando un
Gobierno
favorable al arreglo de la paz con honrosas condiciones. Si se
confirman
los rumores que han circulado en estos últimos días, acerca del
abandono o
la pérdida de sus dos famosos buques el Huascar y la
Independencia, el
Partido de los que creen más razonable transigir que sostener
una lucha
imposible, saldrá poco a poco del retraimiento a que le condena
la presión
de las turbas fascinadas con el simulacro de triunfo que
representan sus
gobernantes.
Algunos periódicos extranjeros, coincidiendo con las
noticias de
varias correspondencias particulares, aseguraron no ha mucho
que al llegar
al Estrecho cuya difícil navegación ofrecía serios obstáculos a
los jefes,
del Huascar y la Independencia, desalentadas las tripulaciones
con las
nuevas del bombardeo del Callao, se negaron a pasar adelante,
sublevándose
por último y abandonando los buques en aquellas peligrosas
costas, sin
dotación suficiente para proseguir su rumbo. Más tarde,
refiriéndose a
noticias llegadas a la Habana por el vapor Liberti y
comunicadas a la
Península en el paquete-correo, se ha vuelto a dar por segura
la pérdida
de estos buques, última esperanza de nuestros enemigos, aunque
explicándola de diverso modo. Según la versión más reciente,
las cuatro
fragatas españolas que al dividirse nuestra escuadra se
dirigían a
Valparaíso al mando de Topete, encontraron al Huascar y la
Independencia a
la entrada del Estrecho.
Después de un combate sangriento y en el cual nuestros
valientes
marinos habían experimentado algunas bajas y perdido la
Almansa, el bravo
comandante de las fuerzas españolas se apoderó de los dos
temibles
monitores peruanos, enarbolando en ellos el pabellón rojo y
amarillo.
Esta es en resumen la historia de los sucesos tal como los
presentan
las noticias objeto hoy de comentarios en diferentes
periódicos. La
experiencia nos ha enseñado a ser cautos respecto a noticias
cuya
adulteración depende a veces de un espíritu de optimismo
exagerado o de
una hostilidad sistemática. No obstante, sin dar entero crédito
a las que
dejamos consignadas, debemos decir que el suceso no es tan
extraño que no
estuviese previsto por algunos. Conocido el rumbo de las
fuerzas españolas
y peruanas, parecía inevitable un encuentro, y en el caso de
tener este
lugar, es casi seguro que el animoso comandante Topete, que
tanto se ha
distinguido en la expedición de Chile y el bombardeo del
Callao, habrá
trabado un combate, que si ha obtenido el éxito que afirman,
corona
dignamente la obra de nuestros valientes marinos en aquellos
países.
Extraña a algunos la vaguedad y las apariencias de
contradicción que
se encuentran en las noticias referentes a los sucesos que
dejamos
relatados, pues mientras unas presentan los buques enemigos
abandonados de
la mayor parte de su tripulación y tal vez encallados en alguno
de los
peligrosos bajíos del Estrecho, otros nos los pintan
combatiendo
vigorosamente, contra las cuatro fragatas españolas y no
rindiéndose sino
después de una sangrienta lucha. Por lo que a nosotros toca no
nos admiran
estas confusiones y falta de precisión en los despachos
telegráficos y aun
en las comunicaciones más serias, y a los que les pasman, el
ejemplo de lo
que sucede con la guerra que tenemos, puede decirse que a la
puerta de
casa podría curarles de espanto.
Las proporciones de la lucha entre Austria, Italia y
Prusia, lucha en
la cual se presume han de mezclarse otras naciones poderosas,
ha
despertado tan vivo interés en Europa, que particularmente en
París es el
objeto de todos los cálculos y las discusiones; de los círculos
político.
La industria, que en aquella capital vive al acecho de las
ocasiones y
explota de una manera prodigiosa todos los acontecimientos, ha
puesto de
moda unos nuevos mapas del teatro de la guerra, ingeniosamente
dispuestos
para poder seguir y comprender el curso de las operaciones
militares:
alfileres con cabezas de diverso color sirven para marcar la
situación que
respectivamente ocupan los ejércitos, hay al margen casillas
para señalar
el número de muertos, heridos y prisioneros en las batallas;
cuadros de
los recursos con que cada país cuenta; reúnen por fin estos
mapas todas
las condiciones precisas para ayudar a la inteligencia y
claridad de los
hechos. No obstantes así como el emperador Carlos V no logró
nunca que los
relojes que se entretenía en armar en su retiro de Yuste dieran
la hora a
un tiempo, aún no se ha logrado que el mapa de los partidarios
de Austria
marque los mismos movimientos y sus alfileres señalen los
mismos puntos
que el de los entusiastas de Italia. Si se suman los muertos,
discusión;
si se comparan los heridos, polémica; si se trata de precisar
las pérdidas
o ventajas de ambas partes, no hay modo de entenderse. Y todos
llevan
razón. No hay más diferencia sino que unos creen artículo de fe
los
despachos de Viena, y los otros se atienen a las noticias de
Florencia y
Berlín. Merced a este sistema de ocultaciones o de exageración,
del que
puede hacerse un cargo a los dos países, y a haberse mezclado
en el asunto
a más del interés político el de los especuladores, hemos
estado
completamente a obscuras al comenzar las hostilidades en
Alemania respecto
al verdadero estado de la guerra.
Poco a poco, y restando de unas y otras noticias en
diverso sentido
para encontrar la verdad, se comenzó a comprender que lo que
Austria había
adelantado en el cuadrilátero lo iba perdiendo con mucho en la
Silesia. En
vano se aferraban aún sus más decididos admiradores, haciendo
la relación
de las pérdidas de los prusianos, y cuestionando sobre si el
desenlace de
esta o aquella acción fue retirada o derrota. La prueba más
evidente de
que perdía terreno era que iba desalojando sus posesiones, y
que a pesar
de los esfuerzos de Benedek para impedirlo, los ejércitos del
Elba y de
Silesia lograron reunirse. Cuán importante era la realización
de este
movimiento estratégico para la causa de Prusia lo daba a
entender la
tenacidad con que los austriacos se oponían, y lo ha demostrado
por último
más a las claras las consecuencias de la concentración de estas
fuerzas
poderosas. La batalla de Koeniggraetz, última de que nos ha
dado cuenta el
telégrafo, ha sido en efecto la más terrible de cuantas han
ocurrido hasta
ahora, y su resultado completamente adverso para el Austria. Si
hemos de
dar crédito a las comunicaciones de París, Benedek no oculta la
importancia del desastre que ha costado a su ejército pérdidas
inmensas.
Mientras la guerra se presenta bajo una faz imprevista al
Norte, el
ejército italiano, después de repasar el Mincio, aguarda a la
defensiva
que el Gabinete de Florencia adopte un nuevo plan de campaña, y
Garibaldi,
en combinación con Cialdini, avanza por el Tirol para dejarse
caer cuando
menos se le espere sobre algún punto importante después de
levantar las
poblaciones en favor de su causa.
Tal es a grandes rasgos el cuadro de la situación actual
de la
guerra, cuyo resultado no puede aún preverse, por más que la
balanza
parezca inclinarse del lado de la Prusia.
Fuera de las noticias que se relacionan con este asunto,
poco o nada
podemos decir hoy a nuestros lectores, por más que en
lontananza se
dibujen algunos sucesos pertenecientes a otro orden de cosas
más
agradables sino de tan grande interés. El tiempo, que, como
suele decirse,
es buen pagador, comienza a proporcionarnos la parte de calor
que
corresponde al verano presente, en la idea sin duda de
prolongar los
rigores hasta diciembre, ya que para dar principio ha aguardado
a julio.
Las personas más conocidas de la sociedad han salido a
provincias o se
disponen a salir muy en breve. Los teatros se han cerrado y los
Campos
Elíseos no se abren. La perspectiva que ofrece Madrid a los que
se deciden
a soportar en él la temporada de calor que nos aguarda, preciso
es
confesar que no es de las más seductoras.

Después de terminada nuestra revista, nos ha sorprendido


el telégrafo
con una noticia, en extremo importante. Las sucesivas derrotas
experimentadas por el ejército al mando del general Benedek han
determinado al emperador de Austria a ceder el Veneto a
Napoleón,
conviniendo con las ideas emitidas por este soberano en la
carta que el
ministro de Negocios Extranjeros dio a conocer en la Cámara
legislativa
francesa.
El emperador Napoleón se ha dirigido a los reyes de Prusia
e Italia
con objeto de acordar un armisticio. Del armisticio saldrá
regularmente un
Congreso, y la idea que tanto tiempo hace acaricia el César
francés se
verá realizada al cabo.
El inesperado desenlace de esta cuestión, trae a nuestra
memoria las
palabras que Napoleón dirigió no ha mucho a los trabajadores
del Campo de
Marte, animándoles a proseguir en sus trabajos preparatorios de
la
Exposición Universal. -Trabajad, trabajad con fe, dijo; que la
Exposición
ha de celebrarse a su debido tiempo y en medio de la paz de
Europa.
La profecía lleva camino de cumplirse.

Epílogo
Valeriano Bécquer
En este libro, lámpara fervorosa encendida en memoria del
poeta de
las rimas, queremos dedicar un recuerdo a su hermano Valeriano,
su
compañero en románticas peregrinaciones de arte, y como él,
perseguido por
la fatalidad.
El 13 de Octubre pasado fue el cincuenta y dos aniversario
de su
muerte. Cincuenta y dos años de doloroso olvido, de
desconsoladora
indiferencia, y mientras fueron y son ensalzados muchos que no
pasaron del
límite de lo mediocre, Valeriano Bécquer, continúa obscurecido,
sin que
sea estudiada su obra, recogidos sus dibujos, sus apuntes,
perdidos entre
las páginas de viejas revistas, de algunas de las cuales ya no
quedarán
ejemplares.
No es bastante que el Museo de Arte Moderno guarde en sus
salas media
docena escasa de sus lienzos. Valeriano Bécquer, que supo poner
en sus
lápices y en su pincel, un soplo de divinidad, se merece algo
más, mucho
más de lo que por él hicieron los hombres de su patria y de su
tiempo.
¡Pobre y genial pintor! La fatalidad puso un beso sobre tu
frente.
Primero la miseria, el dolor de la lucha; después, cuando
disipada la
negra noche, empiezas a sentir las caricias de la gloria y la
vida empieza
a ser fácil, es la muerte la que te sale al paso; después de la
muerte, el
olvido.
Valeriano Béquer nació en Sevilla el año 1834. Muerto su
padre y sin
más recursos para defender su vida que lo que el trabajo le
produjese, a
él se dedicó bajo la dirección de su tío Joaquín pintor que en
aquel
tiempo gozaba de bastante fama. En Sevilla pasaron los años de
su juventud
y en ella quedaron sus primeras obras. El año 1861 viene a
Madrid, donde
su hermano Gustavo, casi desconocido aún, luchaba por abrirse
paso.
En Madrid le espera la miseria -¡triste suerte de los
artistas!-, la
implacable miseria, que trunca sus esperanzas, que le despierta
de sus
sueños. El 1864 marchan los dos hermanos al monasterio de
Veruela, donde
Gustavo escribe las inmortales Cartas desde mi celda, y
Valeriano se
dedica, infatigable, a pintar las costumbres populares. De su
estancia en
el vetusto monasterio son algunos de sus cuadros de más genial
inspiración. Después, y siempre acompañado de su hermano, del
que nunca se
separó ya, recorre los más escondidos rincones de España,
estudiando
tipos, costumbres, y de pueblo en pueblo, de aldea en aldea, va
recogiendo
momentos, trozos de vida, girones de luz, que más tarde
eternizará en sus
cuadros: «Las carretas de los Pinares», «La Vendimia», «El
Leñador», «La
romería de Sansoles».
Una pensión de diez mil reales y lo que a Gustavo le daban
en El
Contemporáneo es toda la fortuna de los dos hermanos. Después
empieza a
dibujar para El Museo Universal, que el popular editor Gaspar y
Roig
publicaba entonces. Sus dibujos de esta época, como casi todos
los que
salieron de su lápiz, son de costumbres populares.
Y otra vez la miseria empezaba a obscurecer el horizonte.
Llega la
revolución de Septiembre. Valeriano pierde la pensión y Gustavo
queda
cesante en el empleo oficial que desempeñaba. Y otra vez la
lucha, la
abrumadora lucha, el tormento de cada día, de cada hora. Pero
esta racha
de infortunio dura poco. Don Eduardo Gasset y Artime fundó La
Ilustración
de Madrid, de cuya dirección se encargó Gustavo y en la que
Valeriano dejó
las huellas más profundas de su genio. En ella se publicaron
«El
Pordiosero», «Una calle de Toledo», «Tipos de Soria», «Tipos
Vascos» y
muchos más, que bastarían para inmortalizarle.
La Ilustración de Madrid fue la redención de los dos
hermanos. Casi
habían ya olvidalo las pasadas privaciones y los días de lucha
y de
tristeza, y en su casita de las afueras de Madrid, rodeados de
los hijos
del poeta, trabajan sin descanso, hacen proyectos, empiezan a
sentir la
caricia de la felicidad. Pero como la fatalidad los perseguía,
esta
felicidad duró poco. Ahora no era la miseria la que salía a su
paso y a la
que tantas veces vencieron; era algo peor, algo a lo que no
podía vencer
su esfuerzo: era la muerte.
En Septiembre del año 70 muere Valeriano; el 22 de
Diciembre del
mismo año el alma de Gustavo traspasa los límites de la eterna
noche.
Una tarde gris, anuncio del cercano otoño, es enterrado en
el
cementerio de San Lorenzo, Valeriano Bécquer. Un grupo de
artistas y
escritores forman el fúnebre cortejo. Entre ellos están
Rodríguez Correa,
Casado del Alisal, Pradilla, Fernan-Flor. Hay en su rostros un
gesto de
melancolía.
Cincuenta y dos años han pasado. La obra de Valeriano
Bécquer, como
las rimas y las Leyendas de su hermano Gustavo, venció al
tiempo y no
morirá nunca; pero es necesario hacer algo más, mucho más. Los
dibujos en
los que recogió el alma de la España desconocida, sus pueblos,
sus aldeas,
no deben perderse en las amarillentas páginas de viejos
periódicos. Hay
que pedir para la memoria y la obra del genial pintor un poco
más de luz y
un poco menos de indiferencia.

F. I. F.

Volumen III

Prólogo
Una vez más hemos conseguido rasgar un nuevo jirón del
trágico velo
del olvido que una imperdonable indiferencia, un bárbaro
abandono, había
consentido que, hasta hoy, ocúltase una gran parte de la obra
de Bécquer.
Nuevos pilares del más sólido granito, para el monumento
que en las
almas tiene el poeta de las rimas, son estas páginas
desconocidas que hoy
salen del olvido, de la sombra, para entrar en la inmortalidad,
en la
región de los siempre verdecidos laureles, donde ofrece la
gloria su
ardiente beso de mujer.
En estos días otoñales, teniendo en nuestras manos las
viejas
revistas, de amarillentos folios, y los manuscritos de
parduzcas letras,
en los que su alma, genial y dolorida, fue dejando jirones de
luz, como en
los zarzales del infinito camino de tedio de su vida dejó las
rojas rosas
de su sangre, la sombra del poeta pasó ante nosotros. Revuelta
la negra
melena, perdidos sus ojos en inaccesibles lejanías, en su
rostro un gesto
de supremo desdén. Parecía uno de los enlutados caballeros que
inmortalizó
el Greco con su pincel.
Cuando ordenaba los papeles, las cuartillas en las que
quedaron
grabados los frutos de tu genial inspiración, para formar estos
volúmenes,
que salvarán tu obra del olvido y de la muerte, yo he sentido
la fría
caricia de tu mano, que me guiaba, señalándome amplios y
maravillosos
caminos.
¡Pobre Gustavo Adolfo! Tu trágica miseria, el incurable
dolor de tu
alma incomprendida, que iba agostándose lentamente, tu altiva
silueta
romántica vivieron conmigo en las interminables horas de
trabajo, en las
que una copia de la «Melancolía», de Alberto Durero, era el
único testigo
de mi fiebre, de mi fervor.
Y ya está la obra terminada. Nuevamente tus palabras,
acariciantes y
musicales, rompen el silencio, la indiferencia.

LA MUSA DE LAS RIMAS


La vieja y retorcida calle de la Justa, rincón del antiguo
Madrid de
nuestros abuelos, convertida hoy en patio de repugnante
lupanar, guarda,
entre sus edificios, la casa donde vivió la musa de las rimas;
la que
inspiró al poeta su maravilloso breviario de amor. Es la
señalada hoy con
el número 30, y que está enfrente de la calle de la Flor.
Una tarde Bécquer, acompañado de Julio Nombela, fueron a
ver en dicha
calle, la casa en que este último había nacido. Era un ruinoso
edificio de
un solo piso, que el tiempo había convertido en guarida de
vicio y
miseria. Siguieron Bécquer y Nombela su camino y al llegar
frente a la
casa número 30, algo que creyeron sobrenatural hizo que
detuviesen el paso
y una brisa de emoción acarició sus almas: en uno de los
balcones del piso
principal estaban asomadas dos bellísimas mujercitas. Una de
ellas
impresionó tan profundamente al poeta, que ya, todas las
tardes, sus pasos
le llevaban a la estrecha calle para ver a su amada ideal. La
mujercita,
aquella ingenua mujercita que tenía en su cabellera aprisionado
un rayo de
sol, también le esperaba, poniendo una promesa de amor infinito
en la
sonrisa de su boca, en el tenue brillo de sus ojos azules, en
la nieve de
su mano, cuando, al alejarse el extraño desconocido, le enviaba
un adiós.
A esto se redujeron sus amores. Nombela, hombre más
práctico, no
tardó en enterarse de que aquella mujer, que la casualidad puso
en su
camino, se llamaba Julia Espín, y era hija del compositor del
mismo
apellido. Encontró el medio de asistir a las reuniones y
conciertos que en
aquella casa se celebraban semanalmente, pudiendo, por lo
tanto, hacer una
realidad de sus platónicos amores; pero Bécquer no quiso. La
realidad, con
su cortejo de vulgaridad y prosa, hubiese destruido aquel amor,
hijo de su
sueño; la flor que crecía en lo más recóndito de su espíritu
habría
perdido su perfume. Prefirió soñar, vivir la vida que él mismo
creaba como
su más preciada obra de arte, seguir el camino que le marcaba
su luz
interior...
Y sin ella saberlo, sin que llegase a saberlo nunca,
aquella
mujercita que una tarde de otoño estaba asomada a un balcón en
una
estrecha calleja del viejo Madrid, fue la inspiradora del más
bello
breviario de amor que repiten de memoria todas las mujeres.
Bien merece tu nombre -pobre musa desconocida- ser grabado
en el
pórtico de este libro que tantas páginas habrás inspirado.

UN RECUERDO
Ya que hemos evocado a la mujer inspiradora de las rimas,
queremos
también, creyendo hacer una obra de justicia y desagravio,
dedicar un
recuerdo a la que fue esposa del poeta, madre de sus hijos.
Todos los
biógrafos la olvidan; algunos, al hablar de ella, la llaman
ignorante,
incapaz de comprender a Bécquer, indigna de ser la mujer de un
artista.
Encuentran, en fin, un caso más que añadir a los que sirvieron
a Daudet
para escribir su célebre obra, en la que con tan sutil ingenio
retrata
estos equivocados matrimonios.
Encontrando nebuloso y oscuro todo cuanto de la mujer de
Bécquer
dijeron, lo mismo sus contemporáneos que los escritores de hoy,
en
biografías y artículos, me dediqué, infatigable, a recoger
cuantos datos
encontrase que me permitiesen proyectar un poco de luz sobre su
perdida
figura. Hoy, teniendo reunidos, sobre mi mesa de trabajo, los
resultados
de mis investigaciones, veo cuán injustos fueron todos con
aquella
infortunadísima mujer, dotada de una sorprendente inteligencia
y digna por
todos conceptos de ser la compañera de Bécquer.
La vida de esta mujer es una historia de dolor y de
sacrificio.
Muerto su marido, la más negra de las miserias es su único
horizonte y el
de sus tres hijos. Cuando unos fieles amigos recogen en dos
pequeños
volúmenes, que la caridad editó, una parte de la obra del
poeta, su mísera
situación encuentra una pequeña tregua de tranquilidad. Nuevas
ediciones
la permiten ir saliendo adelante sin angustias ni apremios;
pero llega un
momento en que dichas obras pasan a ser propiedad de un editor
mediante
una cantidad, que no debió ser muy crecida, puesto que a los
pocos meses
volvió la miseria al hogar del poeta.
Sin medios ya para hacer frente a la vida recurre a una
suscripción
entre los admiradores y amigos de su marido, y con un álbum en
el que
constaban las limosnas, fue de puerta en puerta, recogiendo
ingratitud,
indiferencia, dolor...
En el otoño de 1882, y provista de varias cartas de
presentación de
Castelar, marcha a París, donde, gracias a éstas y a un pequeño
núcleo de
españoles, puede encontrar los medios de regresar a España.
-¡Señora! ¿Cómo toleran los españoles y su Gobierno que la
viuda de
un poeta como Bécquer tenga que ir al extranjero a pedir una
limosna?
Esto la dijo un ilustre hombre público de Francia al
enterarse de su
dolorosa peregrinación.
De vuelta a España escribe y publica un libro, colección
de cuentos y
artículos, titulado «Mi primer ensayo», que dedica a la
Marquesa de Salar.
Hay en esta dedicatoria un párrafo en el que palpita y sangra
la llaga
siempre abierta de su dolor. Dice así:
«Pobre y enfermo estaba mi ser, porque enferma y herida
tenía mi
dolorida alma, cansada de luchar contra mi destino, cuando se
me ocurrió
escribir estas mal trazadas líneas como último recurso para
defenderme de
la miseria y del hambre, que en esta tierra, patria de
Cervantes y
Calderón, es la única herencia que, por desgracia, alcanzamos
las viudas
de los poetas, cuyos horrores y privaciones son las recompensas
conseguidas al brillo que a su patria dieron con sus plumas y
su talento.»
Poco después de publicado este libro, la enfermedad
nerviosa que
padecía se agudizó de un modo alarmante. El día 22 de marzo de
1885, Casta
Esteban y Navarro, la viuda de Gustavo Adolfo Bécquer, entraba
en el
Hospital General, y en la sala número 13, cama número 3, dejaba
de existir
el día 30 del mismo mes a las tres y media de la tarde. Sus
restos
recibieron el abrazo de la madre tierra en el cementerio de
Santa María.
¿Qué rima puede compararse, mujer infortunada, al negro
camino de tu
vida y a la soledad y el dolor de tu muerte?
Que estas páginas, que hoy se publican, sean una ráfaga de
aire nuevo
que bese el roto mármol de tu olvidada sepultura.
FERNANDO IGLESIAS FIGUEROA.

Rimas
¿No has sentido en la
noche,
cuando reina la sombra,
una voz apagada que canta
y una inmensa tristeza que llora?

¿No sentiste en tu oído de virgen


las silentes y trágicas notas
que mis dedos de muerto
arrancaban a la lira rota?
¿No sentiste una lágrima mía
deslizarse en tu boca?
¿Ni sentiste mi mano de nieve
estrechar a la tuya de rosa?

¿No viste entre sueños


por el aire vagar una sombra,
ni sintieron tus labios un beso
que estalló misterioso en la alcoba?

Pues yo juro por ti, vida mía,


que te vi entre mis brazos, miedosa,
que sentí tu aliento de jazmín y nardo,
y tu boca pegada a mi boca.

Yo me acogí, como perdido


nauta,
a una mujer para pedirla amor,
y fue su amor, cansancio a mis sentidos,
hielo a mi corazón.

Y quedé de mi vida, en la carrera


que un mundo de esperanza ayer pobló,
como queda un viandante en el desierto:
¡a solas con su Dios!
¡Quién fuera luna,
quién fuera brisa,
quién fuera sol!
.............................
¡Quién del crepúsculo
fuera la hora,
quién el instante
de tu oración;
quién fuera parte
de la plegaria
que solitaria
mandas a Dios!
.............................
¡Quién fuera luna,
quién fuera brisa,
quién fuera sol!...

Apoyando mi frente
calurosa
en el frío cristal de la ventana,
en el silencio de la oscura noche
de su balcón mis ojos no apartaba.
En medio de la sombra misteriosa
su vidriera lucía iluminada,
dejando que mi vista penetrase
en el puro santuario de su estancia.
Pálido como el mármol el semblante,
la blonda cabellera destrenzada,
acariciando sus sedosas ondas,
sus hombros de alabastro y su garganta,
mis ojos la veían, y mis ojos
al verla tan hermosa, se turbaban.
Mirábase al espejo; dulcemente
sonreía a su bella imagen lánguida,
y sus mudas lisonjas al espejo
con un beso dulcísimo pagaba...
Mas la luz se apagó; la visión pura
desvanecióse como sombra vana,
y dormido quedé, dándome celos
el cristal que su boca acariciara.

Si copia tu frente
del río cercano la pura corriente
y miras tu rostro de amor encendido
soy yo, que me escondo
del agua en el fondo
y loco de amores a amar te convido;
soy yo, que en tu pecho, buscando morada,
envío a tus ojos mi ardiente mirada,
mi llama divina...
y el fuego que siento la faz te ilumina.
Si en medio del valle
en tardo se trueca tu andar animado,
vacila tu planta, se pliega tu talle...
soy yo, dueño amado,
que en no vistos lazos
de amor anhelante, te estrecho en mis brazos,
soy yo, quien te teje la alfombra florida
que vuelve a tu cuerpo la fuerza y la vida;
soy yo, que te sigo
en alas del viento soñando contigo.

Si estando en tu lecho
escuchas acaso celeste armonía
que llena de goces tu cándido pecho,
soy yo, vida mía...
soy yo, que levanto
al cielo tranquilo mi férvido canto;
soy yo, que los aires cruzando ligero
por un ignorado movible sendero,
ansioso de calma,
sediento de amores, penetro en tu alma.

La fe salva
(Apuntes para una novela)
Nota preliminar
Esta novela la publicó Bécquer en el Almanaque de «El Café
Suizo»,
revista literaria que apareció en Madrid el año 1865.
Rodríguez Correa, en el prólogo de las «Obras completas»
la cita
entre las novelas y leyendas que el poeta tenía en proyecto.
Acaso por
considerarla como proyecto, la tituló apuntes, con los que,
según él mismo
dice, pensaba hacer un cuadro más acabado.

- I -
Encontrándome en el Balneario de Fitero, en busca de un
poco de salud
para mi cuerpo dolorido y cansado, conocí a una mujer extraña,
de una
dulce y marchita belleza. Representaba tener unos veintiocho
años, aunque
el sufrimiento, sin duda, había puesto en su rostro un sello de
prematura
vejez. Hacía una vida retirada; su única compañía era una
señora anciana
que fielmente y con aire de servidumbre, la seguía a todas
partes.
La extraña belleza de la desconocida; su rostro, donde se
reflejaba
un oculto dolor; su vida, apartada y silenciosa, me
impresionaron tan
profundamente que, sin yo quererlo, empezó a forjar mi fantasía
una
novela, novela absurda y disparatada, de la que Ella era la
protagonista,
el único y central personaje alrededor del cual giraba el mundo
entero.
Con motivo de una visita que en el mismo día hicimos a la
ruinosa
Abadía (cuyos muros conservan el eco del más extraño y
misterioso Miserere
(4)), conseguí hablar con la enigmática mujer que tan gran
interés había
despertado en mi insaciable curiosidad.
Buscando un pretexto para empezar la conversación, me
ofrecí a ella
en calidad de ciceronne, puesto que conocía perfectamente la
vetusta
Abadía que íbamos a visitar. Ella, que no sé por quién, sabía
mi condición
de escritor, aceptó encantada mi ofrecimiento. De esta sencilla
manera
empezó nuestra romántica amistad.
Empezaba a caer la tarde cuando terminamos de visitar el
monasterio.
Lo que a mi bella compañera más impresionó fue la historia del
misterioso
Miserere que en la biblioteca de la Abadía se conserva y con
cuyo extraño
asunto la prometí escribir una leyenda.
El sol acababa de hundirse en el ocaso, tiñendo el
horizonte de una
tonalidad violeta. En el cielo, como una lágrima, temblaba el
lucero de la
tarde.
Durante nuestro paseo pude adivinar que un gran dolor
consumía
lentamente su vida. Nada me dijo ella; pero en el fondo de sus
ojos grises
leí como en un libro abierto.

- II -
Desde nuestra visita a la ruinosa Abadía nuestra amistad
fue
haciéndose cada vez más íntima. Por las tardes yo era su
acompañante; la
di libros, la leí mis versos, la hice, en fin, la confidente de
mi vida y
mi consejera en horas de duda y vacilación.
Una tarde, visitando una vez más el viejo monasterio,
nuestra
conversación fue descubriendo, poco a poco, los íntimos
anhelos, las
ansias secretas de nuestras almas, y sin darse cuenta, como
obedeciendo a
una oculta fatalidad, empezó a contarme la historia de su vida;
una
historia triste, humedecida por las lágrimas, llena de
renunciaciones, de
sueños rotos, de dolor.
Historia que hoy traslada mi pluma a la blanca virginidad
de las
cuartillas.

- III -
«En una vieja ciudad castellana en la que las milenarias
piedras de
sus caserones y de sus iglesias guardan, como beso sagrado, la
huella de
tantas generaciones, y cuyas rúas solitarias y retorcidas
conservan el eco
de las voces lejanas, vivíamos, acompañadas de nuestro padre,
un bravo
soldado héroe de románticas empresas, que supo de
conspiraciones, y que
muchas veces estuvo a punto de perder la vida por defender la
libertad. En
aquella ciudad, de la que solamente conservo un vago y brumoso
recuerdo:
el que en mi alma grabaran la verde tonalidad de la hiedra y la
grave voz
de las campanas, transcurrieron los años de mi niñez. Mi
hermana Blanca,
algo mayor que yo, por la que no añoré las dulces y perdidas
caricias de
nuestra madre muerta, era la única nota de alegría en el viejo
caserón que
nos sirvió de cuna; su clara voz era una música renovadora en
nuestra
silenciosa tristeza; su risa, un aire de primavera que pasaba
besando los
espesos muros de los anchos salones sombríos. ¡Cómo brilla en
el fondo de
mi alma la misteriosa luz de sus apagadas pupilas verdes! ¡Sus
magas
pupilas de esmeralda, que al perder su luz sumieron mi vida en
una eterna
noche!
Catorce años tenía cuando mi padre tuvo que abandonar la
muerta
ciudad donde recibí el primer beso de luz y nos fuimos a vivir
a Madrid.
Habitamos un piso segundo en una de las calles más concurridas,
por cuyos
balcones entraba el sol pródigamente. Nuestra vida pareció
cambiar.
Aquella luz que el sol nos regalaba, hizo el milagro de disipar
todas las
sombras que la vieja ciudad de Castilla infiltró en nuestras
almas.
Mi padre, preocupado por los acontecimientos políticos,
entró en un
período de intensa actividad. Comprometido con sus compañeros
de profesión
desterrados de la patria, preparaba en las sombras el
movimiento
revolucionario que pocos meses después estalló en España.
Nuestra casa se
convirtió en un centro de conspiración. Por allí pasaron
literatos,
políticos, militares y entre ellos llegó el hombre cuyo nombre
es para mí
una maldición. ¡El que apagó la intensa luz de sus ojos
verdes!»
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
... ...
Llegaba la noche, la campana de la ruinosa Abadía nos
recordaba la
hora de la oración. Una plegaria floreció en nuestros labios,
nuestras
manos, obedeciendo a un impulso desconocido, se estrecharon
fuertemente
como si sellasen un pacto. Eran ya hermanas nuestras almas,
porque las
unía el dolor.
Y cuando silenciosos, perdidos en el laberinto de nuestros
sueños,
regresábamos al pueblo, ¡yo sentí los misteriosos acordes, las
extrañas
notas, el inmenso gemido del Miserere que una noche recogió en
su cuaderno
un genial peregrino, y que hoy conservan los monjes en su
polvorienta
biblioteca!

- IV -
En sucesivos días y aprovechando las excursiones que
hacíamos a los
pintorescos alrededores del balneario, mi triste y bella
confidente fue
contándome todos los capítulos de la novela de su vida. Un vago
y grato
perfume de flores marchitas; el recuerdo que deja en un alma
sensible un
bello crepúsculo; el eco de una canción lejana que dijo su
queja en la
tarde y que confusamente llegó a nuestro oído. Algo impreciso,
inmaterial,
de refinada sutileza, era el íntimo drama, la silente tragedia
de mi
amiga.
«En la tertulia que todas las noches se formaba en nuestra
casa y que
era un pequeño centro de conspiración, apareció un día un joven
poeta que
acababa de llegar de Portugal. Se llamaba Alberto Albert. Sus
versos, de
un exaltado romanticismo, cantaban la libertad, la lucha; pero
los que más
llegaron al fondo de mi alma, los que me descubrieron el
secreto del
llanto fueron aquellos cortos como suspiros, de ritmo extraño,
de los que
brota a un aroma de amor. Tanto simpatizó con nosotros, tan
gran afecto le
tomó mi padre que al poco tiempo era uno más en el seno de
nuestra
familia.
Y empezó a gestarse la tragedia, la gran tragedia de
nuestras almas,
la que salvó mi vida por un milagro de la fe, la que apagó para
siempre la
misteriosa luz esmeralda que brillaba en sus ojos.
De la intimidad fue naciendo, poco a poco, el amor. Sin
darnos cuenta
Blanca y yo, como mariposas que abrasan, inconscientes, sus
alas en la
llama, nos sentimos atraídas por Alberto, que se presentaba
ante nuestro
naciente deseo como el príncipe soñado en interminables noches,
héroe de
aquellas novelas de soldados y trovadores que guardaba la vieja
librería
de roble de nuestro padre, y que fueron la única distracción de
nuestros
interrogantes anhelos, en la vieja ciudad de los grises
palacios de
piedra, bajo el clamor de las campanas. Poeta rodeado de una
romántica
leyenda de conspiraciones y de luchas, orlada su cabeza por una
negra
melena, un infinito tedio reflejado en sus ojos, ¿qué más podía
pedir
nuestra sedienta juventud?
Nosotras ocultamos nuestra pasión en el fondo de nuestros
pechos.
Sabíamos que si el amor triunfaba en una, en la otra la
desilusión
troncharía, agostaría sin piedad. Una primavera en un alma
equivalía a un
otoño en la otra. Y callamos.
Una tarde Blanca estaba en el balcón, su marfileña mano
sostenía un
libro: los versos de Alberto, divinas palabras rimadas,
diminutas violetas
de tenue perfume con que la poesía habla a la vida. Empezaba a
morir el
día y la sombra, como un denso velo, iba extendiéndose por la
habitación.
La voz de un piano que llegaba confusamente tenía toda la
melancolía de un
adiós.
Y Alberto llegó a ella. El libro, rota la cárcel de la
mano que lo
retenía, rodó por su falda. Toda la pasión contenida tanto
tiempo surgió
con toda la magnificencia de un canto triunfal. La romántica
melena del
poeta se confundía con el obscuro y brillante pelo de mi
hermana, se
buscaron sus manos y dijeron, al unirse, mucho más que las
confusas
palabras que pronunciaban los labios temblorosos.
Yo, que sin turbar el silencio me deslicé por el cuarto en
sombras,
lo contemplaba todo desde un escondido rincón. Sentí que, poco
a poco, iba
apagándose mi vida, el corazón, como pájaro aprisionado, quería
romper su
jaula, su latido parecía el tic-tac monótono de un reloj que
quisiese
acelerar la marcha del tiempo.
Ya era de noche, en el balcón únicamente se distinguía la
silueta,
confundida, de los cuerpos bañados por un rayo de luna. Mi
pobre alma no
pudo más; la vida se escapaba de mí como una frágil hoja seca
arrastrada
por una ráfaga de muerte. Todo me abandonaba; y como un ave
herida en su
vuelo, caí al suelo sin que el más débil grito, ni la más leve
queja
vibrase en mi garganta.
Cuando desperté me encontré en el lecho, rodeada de todos.
Blanca,
llenos sus ojos de lágrimas, besaba mi frente. Alberto,
aprisionándome una
mano fuertemente, parecía pedirme perdón.
La tragedia acababa de extender sus alas sobre nosotros.»

- V -
«Mi inexplicable enfermedad se prolongó días y días, sin
que nadie
supiese lo que me pasaba. Todos los médicos de algún relieve
desfilaron
por la cabecera de mi cama, y después de mil ensayos y
conjeturas se
marchaban, confesando noblemente el fracaso de su ciencia ante
mi extraño
mal. Y es que los médicos sólo saben de las dolencias
materiales; de las
que dañan el cuerpo; de las que dejan huella sensible; pero de
las del
alma, las producidas por el fracaso de una ilusión o por la
muerte de un
sentimiento, de esas no saben nada, ni siquiera se atreven a
creer en
ellas. Larra, cuyas obras me enseñaron el dolor, define muy
bien estos
estados, acaso porque nadie como él sintió desgarrado su pecho
por un
inapagable deseo. El amor mata, aunque no mata a todo el mundo.
¡Cuántas
cosas me revelaron estas sabias palabras!
Desde la noche en que empezó a marchitarse mi vida, Blanca
y Alberto
fueron mis compañeros. Nunca se atrevieron a explicar lo que
sucedió; ni
siquiera cambiaron una mirada estando yo delante.
Yo sabía que el dolor de mi hermana era tan infinito como
el mío y
supe leer en su cara, en su gesto de melancolía que por mí
sacrificaba
todas sus ilusiones, sus sueños, sus esperanzas que ya nunca
serían
realidad. Su pecho sería desde entonces el sepulcro de un amor.
En aquellos días estalló en Madrid la revolución que el
mes de julio
de 1851 hizo de la ciudad un campo de batalla. Mi padre y
Alberto, que
esperaban el momento, fueron de los primeros en acudir a la
lucha, y días
enteros estuvimos sin saber de ellos. Muy de tarde en tarde
aparecían para
tranquilizarnos, y de nuevo volvían a sus barricadas.»
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
... ...
Cuando mi pobre amiga trajo a mi memoria aquellos días de
mi fogosa y
romántica juventud, todo mi pasado surgió ante mí, por el
mágico poder de
la evocación.
¡Última revolución romántica que a través del tiempo
adquiere toda la
grandeza de una epopeya!
Y entonces fui yo el que conté a mi compañera y confidente
todos los
acontecimientos de aquel bello pasado que conservo, como una
reliquia, en
el corazón. Y vertí de este modo un bálsamo de olvido en la
llaga de su
melancolía.
Yo aún no había llegado a Madrid. Ya empezaba a preparar
el viaje, y
mis carpetas y cuartillas, como llaves, que me abrirían las
puertas de la
inmortalidad, esperaban resignadas en el fondo de una vieja
maleta de
cuero.
Por las tardes, paseando con Narciso Campillo por las
pintorescas
afueras de nuestra Sevilla, teniendo como único testigo el
Guadalquivir,
hacíamos proyectos para la lucha que empezaríamos en breve.
Madrid se
presentaba ante nuestras inquietas fantasías como una bella
mujer, cuyo
amor fuese solamente posible a los elegidos, que supieron
conquistarle con
el oro de su inteligencia.
Una fuerza desconocida ponía pintorescas alas en nuestra
insaciable
juventud. ¡Y qué gran dolor el de las alas rotas antes de
emprender el
primer vuelo!
Luis García Luna, el primer amigo que en Madrid tuve,
amistad que el
tiempo acrecentó, fue el que me contara, pues de ellos era
testigo, todos
los acontecimientos de los que el año 54 tuvieron por escenario
a Madrid.
La revolución triunfante hizo de la ciudad un gran campo
de batalla.
En todas las calles se levantaron con piedras, cajones y
enseres
domésticos grandes barricadas que defendía el pueblo con
inaudito valor.
Sedientos de venganza, grupos de hombres armados recorrían las
calles
entre lluvia de balas que se cruzaban en todas direcciones; los
palacios
de aquellos hombres públicos a los que el pueblo acusaba de ser
causantes
de sus males, fueron asolados y en medio del arroyo se formaron
grandes
pirámides con los muebles y obras de arte que a ellos
pertenecieron. Y el
fuego los redujo a cenizas.
Una tarde García Luna, vagando curioso por las calles,
presenció un
espectáculo de profunda y trágica emoción. Sus pasos le
llevaron a la
Plazuela de los Mostenses, en una de cuyas casas vivía
Francisco Chico,
jefe entonces de la policía Madrileña y a quien se atribuían,
creo que con
razón, toda clase de atropellos e injusticias. El populacho
rodeaba el
edificio en cuyo interior se buscaba, inútilmente, al
inquisitorial
polizonte. García Luna se sumó a los curiosos que presenciaban
el
espectáculo de aquella extraña cacería. Un cuarto de hora
llevaba allí mi
amigo, cuando por el ancho portalón apareció una triste y
macabra
comitiva: en un colchón que sobre una escalera sostenían media
docena de
hombres, iba, con el sello de la muerte en el semblante,
Francisco Chico;
detrás, y con una fuerte cuerda al cuello, marchaba su
secretario. Toda
clase de maldiciones e insultos salió de aquella masa humana.
El pueblo se
disponía a hacer justicia una vez más.
Y así continuó el trágico cortejo hasta la Plazuela de la
Cebada,
donde Chico y su criado fueron, sin piedad, fusilados.
Todos los episodios de aquella romántica revolución
vivieron aquella
tarde en mis labios nuevamente, como un bello cuento; como un
romance
legendario de los que pasan de generación en generación dejando
en las
almas una brillante estela de inquietud.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
... ...
La noche tendió, una vez más, sus alas sombrías sobre
nosotros.
Volvíamos al pueblo por el estrecho camino, que parecía bajo la
luna una
estrecha cinta de plata.
Formando una compacta masa marfileña, un rebaño de ovejas
volvía al
redil, rompiendo el silencio con la tenue música de las
esquilas. Poco a
poco, en el cielo se iban encendiendo las estrellas, de clara
luz unas,
como fantásticos diamantes; otras, débiles, apagadas...
La silueta de la vieja Abadía se recortaba en el horizonte
como un
encantado palacio de leyenda.

- VI -
Durante unos días en que nos vimos obligados a permanecer
en los nada
cómodos cuartos de la fonda, a causa del temporal, que
convirtió el
balneario y sus cercanías en tina sucia y cenagosa laguna, Ella
siguió
contándome los episodios de su vida, con los que se podía
construir la más
extraña e interesante novela.
Y Ella habla...
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
... ...
«Dos días llevábamos de incertidumbre e intranquilidad,
cuando una
nueva desgracia vino a complicar de nuevo el curso de nuestras
vidas:
Alberto fue herido gravemente en la barricada de la calle
Mayor, que fue
su baluarte desde los comienzos de la revolución. Una noche,
ocultándose a
toda mirada curiosa, fue traído a nuestra casa, en brazos de
nuestro padre
y de dos de sus mejores amigos. En una de las habitaciones más
retiradas
se le improvisó un cómodo y limpio lecho, y allí murió en las
primeras
horas de la mañana del siguiente día. El nombre de mi hermana
fue la
última palabra que pronunciaron sus labios.
Y así acabó aquel héroe de leyenda que supo arrastrar
nuestras vidas
con el impulso de su romanticismo.
Mi inexplicable enfermedad, si es que enfermedad podía
llamarse a la
ráfaga de melancolía que por mi alma pasaba, se agravó de un
modo
alarmante. Los médicos ya desconfiaban de su ciencia y veían,
impotentes
para todo, cómo se iba extinguiendo mi vida lentamente.
Yo sentía a la muerte que, con sus frías y descarnadas
manos
acariciaba mi frente y apretaba, implacable, mi corazón.
Y cuando, perdida ya toda esperanza, la eterna noche
tendía sobre mí
sus alas de sombra, un milagro, un raro milagro, obra de la
gigantesca fe
de mi hermana, me volvió nuevamente a la vida, a la luz...
Blanca, arrodillada ante mi lecho, después de rogar,
inútilmente, un
poco de clemencia y piedad para mí, ofreció a una antigua
imagen que aún
existe en una vieja iglesia madrileña, a cambio de mi salud y
de mi vida,
la luz que brillaba en el fondo de sus pupilas.
Y el milagro se obró. Poco a poco, una corriente de sangre
nueva fue
tiñendo de suave carmín mi amarillento rostro y mis exangües
labios; mis
enfermos pulmones volvieron a respirar nuevamente, libres de
aquella garra
implacable que los oprimía; dejó mi corazón de ser aquel reloj
loco que
parecía querer traspasar los límites del tiempo. En las
tinieblas de mi
alma había penetrado un rayo de sol. Pero conforme el milagro
de mi
resurrección iba operándose, la Providencia, inflexible, exigía
a mi
hermana el cumplimiento de su promesa; sus maravillosos ojos
verdes iban
lentamente perdiendo su luz.
Un día la deuda fatal quedó cancelada definitivamente:
Blanca quedó
ciega, quedaron sin vida, para siempre paradas, sus
encantadoras pupilas,
como quedan los ojos de los muertos que no tienen una mano
amiga que
cierre sus párpados.
Si algún día entra usted en la iglesia de... podrá ver,
entre los
ex-votos de la virgen que tiene su altar en la más oculta
capilla, los
ojos de mi hermana como dos trágicas joyas fantásticas. Nadie
hasta ahora
consiguió ver el extraño ex-voto y tomaron mi visión como
desvarío de mi
débil cerebro, prueba acaso de una incipiente locura; pero yo
sé que usted
sabrá ver lo que se ocultó a las miradas profanas de las gentes
vulgares.
Si algún día su curiosidad de poeta, buscadora infatigable de
emociones
nuevas, le lleva a la oculta capilla de la vieja iglesia
madrileña, y su
alma sabe ver el milagro, acuérdese de mí.»
Estas fueron las confidencias de mi pobre hermana
espiritual, frágil
sensitiva de un fantástico jardín. Sus palabras, una a una,
quedaron
grabadas en mi corazón. ¡Aún creo escuchar su voz fina y
apagada, cuando a
la luz de un bello crepúsculo iba descubriéndome la clave de su
incurable
tristeza!
Dos días después la vida destruyó nuestra hermandad. En
Madrid me
esperaban mis amigos, los periódicos que de pedazos de mi alma
nutrían sus
columnas, la agobiante lucha diaria en la que no puede haber un
momento de
descanso ni vacilación. Y guardando en la vieja maleta
cartapacios, libros
y papeles, a Madrid volví, llevando en mi alma un poco de
melancolía y en
mis cabellos algún nuevo hilillo de plata.
Fue muy triste la despedida. En mis labios floreció una
promesa; una
lágrima rodó por los surcos que en mi cara había labrado el
dolor. La
crujiente e incómoda diligencia me esperaba, y los collerones
de las mulas
rompieron el silencio de la tarde con su argentino tintineo.
Durante un largo rato dos pañuelos se saludaban en la
lejanía, como
prisioneras palomas blancas...

- VII -
Cerca de tres meses hacía que estaba de nuevo en Madrid,
entregado en
cuerpo y alma a la lucha diaria y agotadora. El teatro Real, mi
tertulia
del Suizo, la tribuna del Congreso, la redacción. De uno a otro
lado
marchaba sin cesar, como arrastrado por una desconocida fuerza.
Mi
cerebro, sacudido por nuevas impresiones, fue olvidando, poco a
poco, el
romántico idilio, las confidencias de la pobre alma enferma. De
todo
conservaba únicamente esa secreta armonía, el vago eco que deja
en
nosotros una bella música que sonó un día en nuestro camino y
que nunca
volveremos a escuchar. En mi álbum de dibujo, uno de mis más
fieles
amigos, quedaron también eternizados muchos momentos de mi
pasada
aventura. Pensé escribir una novela, libro extraño, nueva danza
macabra en
la que bailaban, en trágico abrazo, el amor y la muerte. Sería
mi obra una
absurda mezcla de noche y silencio; como aquel Miserere que en
la ruinosa
Abadía de Fitero se conserva.
Y la novela se quedó sin hacer. Hoy, que una inexplicable
melancolía
acaricia mi alma, trazo estos ligeros apuntes con los que haré
algún día
un cuadro más acabado. Acariciar el recuerdo es lo único que
hoy puedo
hacer: soñar, como el estudioso Fausto soñaba con el beso de
Margarita.

- VIII -
Vagando una tarde por las estrechas calles del Madrid
viejo, viajero
sin rumbo definido, perdido en el laberinto de mi fantasía, que
de tantos
fantasmas y evocaciones llenaba las solitarias rúas. De cada
encrucijada,
de cada portalón surgía una sombra evocadora; de cada balcón de
los
señoriales palacios muertos, parecía salir la música de un
clave
acariciado por una blanca mano de mujer. ¡Palacios viejos! ¡Aún
conserváis
la luz de las grandes arañas que un día alumbraron vuestros
anchos
salones, en versallescas fiestas galantes; frágiles
marquesitas, tocadas
sus cabezas con empolvadas pelucas de nieve, trenzaron ligeros
minuetos, y
valses pausados, sobre los mullidos tapices de Oriente que
cubrían
vuestros suelos! ¡Aún conserváis el eco de los clavicordios, de
las
palabras de amor de que fuisteis testigos! La vida, toda la
vida, con sus
alegrías y sus miserias, sus inagotables placeres y sus dolores
infinitos
vibró un día en vosotros. Hoy solamente sois el gris fantasma
de vuestra
perdida grandeza, el recuerdo de un pasado muerto, una
reliquia...
Empezaba a ponerse el sol y decidí terminar mi paseo,
volver
nuevamente a la realidad, dejar otra vez aquel mundo de
evocaciones y de
sombras en el que tanto me agradaba perderme. La vida me
llamaba con voz
fuerte e imperativa. Caminaba despacio, envuelto en mi ancha
capa, cuando
pasé por una iglesia cuya plañidera campana decía su canto en
tarde. Como
una voz desconocida que sonase en mi oído, recordé que aquella
era la
iglesia que guardaba, en una de sus capillas, la virgen que dio
vida a mi
amiga, y que conservaba entre sus exvotos unos verdes ojos de
mujer.
Entré; una docena escasa de fieles musitaban sus oraciones en
el silencio.
La función religiosa acababa de terminar hacía un momento, y
uno de los
servidores del culto apagaba lentamente las luces. Casi en
tinieblas iba
quedando el templo. Mi curiosidad me hizo buscar la pequeña
capilla en que
la imagen se venera, y recordando los datos que confusamente
guardaba en
la memoria, la encontré al instante. Lleno de un vago temor,
mezcla de fe
y miedo, entré en ella.
¡Y vi el milagro! En el rostro de la virgen, un rostro de
dolor, obra
de algún visionario artífice, en aquella cara ennegrecida por
el beso de
los años, brillaban unos alucinantes ojos de esmeralda. Una
trágica luz
fosforescente salía de ellos.
Caí de rodillas al pie del viejo altar mientras mis labios
decían una
oración; oración extraña, de palabras confusas, voz de mi fe y
canto
pagano a la pobre mujercita que apagó la luz de sus pupilas
para que de su
eterna noche surgiera una vida.
¿Cuánto tiempo estuve allí? No lo sé. De mi éxtasis vino a
sacarme el
sacristán agitando un manojo de grandes llaves, y los fieles,
que al pasar
por mi lado me miraban como a una cosa rara, dudando si aquel
hombre que
estaba ante el altar era un santo o un loco, inclinándose más a
esta
segunda idea.
¿Qué sabían ellos, pobres humanos, de las grandes batallas
del alma?
FIN

Memorias de un pavo
(Cuento)
No hace mucho que invitado a comer en casa de un amigo,
después que
sirvieron otros platos confortables, hizo su entrada triunfal
el clásico
pavo, de rigor durante las Pascuas en toda mesa que se respeta
un poco y
que tiene en algo las antiguas tradiciones y las costumbres de
nuestro
país.
Ninguno de los presentes al convite, incluso el anfitrión,
éramos muy
fuertes en el arte de trinchar, razón por la que mentalmente
todos debimos
coincidir en el elogio del uso últimamente establecido de
servir las aves
trinchadas. Pero como sea por respeto al rigorismo de la
ceremonia que en
estas solemnidades y para dar a conocer, sin que quede género
alguno de
duda, que el pavo es pavo, parece exigir que éste salga a la
liza en una
pieza; sea por un involuntario olvido o por otra causa que no
es del caso
averiguar, el animalito en cuestión estaba allí íntegro y
pidiendo a voces
un cuchillo que lo destrozase; me decidí a hacerlo, y poniendo
mi
esperanza en Dios y mi memoria en el Compendio de Urbanidad que
estudié en
el colegio donde, entre otras cosas no menos útiles, me
enseñaron algo de
este difícil arte, empuñé el trinchante en la una mano, blandí
el acero
con la otra y a salga lo que saliere, le tiré un golpe
furibundo.
El cuchillo penetró hasta las más recónditas regiones del
ya implume
bípedo, mas juzguen mis lectores cuál no sería mi sorpresa al
notar que la
hoja tropezaba en aquellas interioridades con un cuerpo
extraño.
-¿Qué diantre tiene este animal en el cuerpo? -exclamé con
un gesto
de asombro e interrogando con la vista al dueño de la casa.
-¿Qué ha de tener?-me contestó mi amigo con la mayor
naturalidad del
mundo-, que está relleno.
-¿Relleno, de qué?-proseguí yo, pugnando por descubrir la
causa de mi
estupefacción-; por lo visto, debe ser de papeles, pues a
juzgar por lo
que se resiste y el ruido especial que produce lo que se toca
con el
cuchillo, este animal trae un protocolo en el buche.
Los circunstantes rieron a mandíbula batiente mi
observación.

Sintiéndome picado de la incredulidad de mis amigos, me


apresuré a
abrir en canal el pavo, y cuando lo hube conseguido, no sin
grandes
esfuerzos, dije en son de triunfo, como el Salvador a Santo
Tomás:
-Ved y creed.
Había llegado el caso de que los demás participasen de mi
asombro.
Separadas a uno y otro lado las dos porciones carnosas de la
pechuga del
ave y rota la armazón de huesos y cartílagos que la sostenían,
todos
pudimos ver un rollo de papeles ocupando el lugar donde antes
se
encontraron las entrañas y donde entonces teníamos hasta cierto
punto
derecho a esperar que se encontrase un relleno un poco más
gustoso y
digerible.
El dueño, de la casa frunció el entrecejo. La broma, caso
de serlo,
no podía venir sino de la parte de la cocinera, y para broma de
abajo a
arriba, preciso era confesar que pasaba de castaño obscuro.
El resto de los circunstantes exclamaron a coro, pasado el
primer
momento de estupefacción, que lo fue asimismo de silencio
profundo:
-Veamos, veamos qué dice en esos papeles.
Los papeles, en efecto, estaban escritos.
Yo, aun a riesgo de mancharme los dedos, pues estaban
bastante
grasientos, los extraje del sitio en que se encontraban, y
aproximandome a
la luz de una bujía pude descifrar este manuscrito que hasta
hoy he
conservado inédito:

«Impresiones, notas sueltas, y pensamientos filosóficos de un


pavo,
destinados a utilizarse en la redacción de sus memorias:
Ignoro quiénes fueron mis padres, el sitio en que nací y
la misión
que estoy llamado a realizar en este mundo.
No sé, por lo tanto, de dónde vengo ni a dónde voy.
Para mí no existe pasado ni porvenir; de lo que fue no me
acuerdo; de
lo que será no me preocupo. Mi existencia, reducida al momento
presente,
flota en el océano de las cosas creadas, como uno de esos
átomos luminosos
que nadan en el rayo de sol.
Sin que yo, por mi parte, lo haya solicitado, ni poder
explicarme por
dónde me ha venido, me he encontrado con la vida; y como suele
decirse que
a caballo regalado no hay que mirarle el diente, sin
discutirla, sin
analizarla me limito a sacar de ella el mejor partido posible.
Porque la verdad es que en los templados días de
primavera, cuando la
cabeza se llena de sueños y el corazón de deseos, cuando el sol
parece más
brillante y el cielo más azul y más profundo, cuando el aire
perezoso y
tibio vaga a nuestro alrededor cargado de perfumes y de notas
de armonías
lejanas, cuando se bebe en la atmósfera un dulce y sutil fluido
que
circula con la sangre y aligera su curso, se siente un no sé
qué de
diáfano y agradable en uno mismo y en cuanto le rodea, que no
se puede
menos de confesar que la vida no es del todo mala.
La mía, a lo menos, es bastante aceptable. En clase de
pavo, se
entiende.
Aún no clarea la mañana, cuando un gallo, compañero de
corral, me
anuncia que es la hora de salir al campo a procurarme la
comida.
Entreabro los soñolientos ojos, sacudo las plumas y héteme
aquí
calzado y vestido.
Los primeros rayos del sol bajan resbalando por la falda
de los
montes, doran el humo que sube, en azuladas espirales, de las
rojas
chimeneas del lugar, abrillantan las gotas de rocío escondidas
entre el
césped y relucen con un inquieto punto de luz en los pequeños
cascos de
vidrio y loza, de platos y pucheros rotos que, diseminados acá
y allá, en
el montón de estiércol y basuras a que se dirigen mis pasos,
fingen, a la
distancia, una brillante constelación de estrellas.
Allí, ora distraído en la persecución de un insecto que
huye, se
esconde y retorna a aparecer; ora revolviendo con el pico la
tierra
húmeda, entre cuyos terrones aparece de cuando en cuando una
apetitosa
simiente, dejo transcurrir todo el espacio de tiempo que media
entre el
alba y la tarde. Cuando llega ésta, un manso ruidito de aguas
corrientes
me llama al borde del arroyo próximo, donde, al compás de la
música del
aire, del agua y de las hojas de los álamos, abriendo el
abanico de mis
obscuras plumas, hago cada idilio a la inocente pava, señora de
mis
pensamientos, que causarían envidia a poderlos comprender; no
digo a los
rústicos gañanes que frecuentan estos contornos, sino a los más
pulidos
pastores de la propia Galatea.
Tal es mi vida: hoy, como ayer; probablemente, mañana como
hoy.
Repetid esta página tantas veces como días tiene el año, y
tendréis
una exacta idea de la primera parte de mi historia.
*
* *
La inalterable serenidad de mi vida se ha turbado, como el
agua de
una charca a la que arrojan una piedra.
Una desconocida inquietud se ha apoderado de mi espíritu y
ya va de
dos veces que me sorprendo pensando.
Este exceso de actividad de las facultades mentales, es
causa de una
gran perturbación en mi economía orgánica: apenas duermo once
horas y ya
se me indigestó el hueso de un albaricoque.
Yo creí que no habría nada más allá de esas montañas que
limitan el
horizonte de la aldea. No obstante, he oído decir que vamos a
la corte, y
que, para llegar hasta allí, salvaremos esas altísimas barreras
de granito
que yo creía el límite del mundo. ¡La corte! ¿Cómo será la
corte? Pronto
saldré de dudas.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
... ...
...
Escribo estas líneas en el corral donde me recojo a dormir
y
aprovechando la última luz del crepúsculo de la tarde. Mañana
partimos.
Un poco precipitada me parece la marcha. Por fortuna, el
arreglo del
equipaje no me ha de entretener mucho.

*
* *
Me he detenido en lo más alto de la cumbre que domina el
valle donde
viví, para contemplar por última vez las bardas del corral
paterno.
Con cuánta verdad podría llamarse a estas peñas, desde
donde envío un
postrer adiós a lo que fue mi reino, el suspiro del pavo!
Desde aquí veo la llanura teatro de mis cacerías. Más
allá, corre el
arroyo que, al par que apagaba mi sed, me ofrecía limpio espejo
donde
contemplar mi hermosura. Allí vive mi pava; junto a aquel árbol
la vi por
primera vez. ¡Al pie de ese otro la declaré mi amor!
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
... ...
... ... ... ...
Las lágrimas me obscurecen la vista y lloro a moco
tendido, en toda
la extensión de la frase.
¡Parece que al alejarme de estos sitios se me arranca algo
del fondo
de las entrañas y, a mi pesar, se queda en ellos!
¿Será este extraño afán presentimiento de mi desventura? ¿
Será?...
Un cañazo ha interrumpido el hilo de mis reflexiones en
este
instante.
Hago aquí punto, de prisa y corriendo, para reunirme a la
manada, no
sea que se repita la insinuación.

*
* *
Ya estamos en la corte. He necesitado que me lo digan y me
lo repitan
cien veces para creerlo. ¿Es esto Madrid? ¿Es este el paraíso
que yo soñé
en mi aldea? ¡Dios mío! ¡Qué desencanto tan horrible!
El sol llega trabajosamente al fondo de estas calles,
cuyas casas
parecen castillos; ni un mal jaramago crece entre las
descarnadas junturas
de los adoquines; aún no ha acabado de caer al suelo la cáscara
de una
naranja, el troncho de una col, el hueso de un albaricoque,
cualquier
cosa, en fin, que pueda utilizarse como alimento digerible,
cuando ya ha
desaparecido sin saber por donde.
En cada calle hay un tropiezo, en cada esquina un peligro.
Cuando no
nos acosa un perro, amenaza aplastarnos un coche o nos arrima
un puntillón
un pillete.
La caña no se da punto de reposo. Noche y día la tenemos
suspendida
sobre la cabeza como una nueva espada de Damocles.
Yo no puedo seguir al azar el camino que mejor me parece,
ni
detenerme un momento para descansar de las fatigas de este
interminable
paseo. «¡Anda! ¡Anda!» -me dice a cada instante nuestro guía,
acompañando
sus palabras con un cañazo.
¡Con cuánta más razón que al famoso judío de la leyenda,
se me podría
llamar a mí el pavo errante!
¿Cuándo terminará esta enfadosa y eterna peregrinación?
He perdido lo menos dos libras de carne.
No obstante, a un caballero que se ha parado delante de la
manada he
conseguido llamarle la atención por gordo.
¡Si me hubiera conocido en mi país y en los días de mi
felicidad!
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
... ...
...
Con esta va de tres veces que me coge por las patas y me
mira y me
remira, columpiándome en el aire, dejándome luego, para
proseguir en el
animado diálogo que sostiene con nuestro conductor.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
... ...
...
Por cuarta vez me ha cogido en peso, y, sin duda, ha
debido
distraerse con su conversación, pues me ha tenido cabeza abajo
más de
siete minutos.
El capricho de este buen señor comienza a cargarme.

*
* *
¿Es esto una pesadilla horrible? ¿Estoy dormido o
despierto? ¿Qué
pasa por mí?
Ya hace más de un cuarto de hora que trato de sobreponerme
al estupor
que me embarga y no acierto a conseguirlo.
Me encuentro como si despertara de un sueño angustioso...
Y no hay
duda. He dormido, o mejor dicho, me he desmayado.
Tratemos de coordinar las ideas. Comienzo a recordar
confusamente lo
que me ha pasado. Después de mucha conversación entre nuestro
guía y el
desconocido personaje, éste me entregó a otro hombre, que me
agarró por
las patas y se me cargó al hombro.
Quise resistirme, quise gritar al ver que se alejaban mis
compañeros;
pero la indignación, el dolor y la incómoda postura en que me
habían
colocado ahogó la voz en mi garganta. Figuraos cuánto sufriría
hasta
perderlos de vista.
Luego me sentí llevado al través de muchas calles, hasta
que
comenzamos a subir unas empinadas escaleras que no parecían
tener fin.
A la mitad de esta escala, que podría compararse a la de
Jacob, por
lo larga, aun cuando no bajasen ni subiesen ángeles por ella,
perdí el
conocimiento.
La sangre, agolpada a la cabeza, debió producirme un
principio de
congestión cerebral.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
... ...
...
Al volver en mí me he hallado envuelto en tinieblas
profundas. Poco a
poco, mis ojos se van acostumbrando a distinguir los objetos en
la
obscuridad, y he podido, ver el sitio en que me encuentro.
Esto debe ser lo que en Madrid llaman una bohardilla.
Trastos viejos,
rollos de estera, pabellones de telaraña constituyen todo el
mobiliario de
esta tenebrosa estancia, por la que discurren a su sabor
algunos ratones.
Por el angosto tragaluz penetra en este instante un
furtivo rayo de
sol... ¡El sol, el campo, el aire libre! ¡Dios mío, qué tropel
de ideas se
agolpa en mi mente! ¿Dónde están aquellos días felices? ¿Dónde
están
aquellas...?
Me es imposible proseguir. Una harpía, turbando mis
meditaciones, me
ha metido catorce nueces en el buche. Catorce nueces con
cáscaras y todo.
Figuraos, por un momento, cuál será mi situación. ¡Y a esto le
llaman en
este país dar de comer!

*
* *
¡Lasciati agni speranza! Han pasado algunos días y se me
ha revelado
todo lo horrible de mi situación. He visto brillar con un
fulgor siniestro
el cuchillo que ha de segar mi garganta, y he contemplado con
terror la
cazuela destinada a recibir mi sangre.
Ya oigo los tambores de los chiquillos, que redoblan,
anunciando mi
muerte. Mis plumas, estas hermosas plumas con que tantas veces
he hecho el
abanico, van a ser arrancadas, una a una, y esparcidas al
viento como las
cenizas de los más monstruosos animales.
Voy a tener por tumba un estómago, y por epitafio la
décima en que
pide los aguinaldos un sereno.
¡Se tu non piangi da che pianger suoli?»

*
* *
Cuando terminé la lectura de este extraño diario, todos
estábamos
enternecidos. La presencia de la víctima hacía más conmovedora
la relación
de sus desgracias.
Pero... ¡oh, fuerza de la necesidad y la costumbre!,
transcurrido el
primer momento de estupor y de silencio profundo, nos enjugamos
con el
pico de la servilleta la lágrima que temblaba suspendida en
nuestros
párpados y nos comimos el cadáver.
FIN

La Caridad
El cólera desaparece, la tranquilidad renace y el pueblo
de Madrid,
como si despertase de una larga y fatigosa noche, vuelve a su
actividad
acostumbrada.
Pronto, tal vez al mismo tiempo que estas desaliñadas
líneas llegan a
manos de nuestros lectores, las campanas anunciarán la fausta
nueva
enviando al cielo fervientes oraciones de los fieles.
¡Cuán dolorosas y profundas huellas deja de su paso el
terrible azote
al desaparecer de entre nosotros, no hay necesidad de
encarecerlo; lo
dicen con harta elocuencia las lágrimas frescas aún en las
mejillas de
tantos desgraciados como lloran y llorarán todavía largo tiempo
la pérdida
de seres queridos; lo dice el luto general que a todas partes
que volvemos
los ojos encontramos, hablándonos del oculto dolor que
simboliza y
reavivando en la imaginación tristes y aún no borradas
memorias!
No obstante, ahora, como siempre, del dolor ha surgido una
consoladora esperanza; ahora, como siempre, la adversidad ha
revelado en
el pueblo de Madrid condiciones tales de heroísmo y de virtud,
que el
placer que proporciona su espectáculo aminora el sentimiento y
hace más
llevaderas las desgracias que han contribuido a ponerlas de
relieve.
No indagaremos nosotros la causa, no culparemos a nadie,
porque ni la
índole de nuestra publicación lo permite, ni aunque lo
permitiese conviene
ahora a nuestros propósitos; pero no es posible poner en duda
que al
recrudecerse la epidemia que ha afligido a la capital de la
monarquía
hemos atravesado por momentos críticos y horribles, cuya
prolongación
amenazaba una gran catástrofe.
Los que lo hemos presenciado no lo olvidaremos jamás. Hubo
un momento
en que el azote llamó a las puertas de la miseria envenenando
con su
hálito ponzoñoso la atmósfera de esos hediondos tugurios en que
se
hacinaban sus hijos; hubo un momento en que la solicitada a la
vez de
todas partes, la administración se encontró insuficiente para
atender a un
tiempo a tantos dolores; hubo un momento de horrorosa
incertidumbre, de
verdadero pánico, en que se sobrecogieron los ánimos más
serenos, en que
vacilaron los más firmes, y una gran parte de la población huyó
espantada,
mientras otra no sabía adonde volver los ojos en tan
angustiosas
circunstancias. Por fortuna, en aquellos mismos momentos,
cuando la
inteligencia del hombre, llena de estupor ante el
incomprensible fenómeno,
buscaba en vano su misteriosa explicación; cuando la ciencia,
sintiéndose
impotente para combatirlo, doblaba la cabeza, confusamente,
ante el
doloroso azote; cuando la impresionable multitud se sentía
presa de un
desaliento y un terror profundos, creyéndose herida por los
golpes de un
implacable ministro de la cólera del cielo, el ángel de la
Caridad,
surgiendo, de improviso, como un rayo de luz que venía a
iluminar aquella
horrible noche, avivó la fe de los unos, reanimó la esperanza
de los
otros, y dando principio a su gigantesca y sublime lucha con la
Miseria y
la Muerte, lucha de que, al fin, había de salir triunfante,
vino a ofrecer
al resto de España el espectáculo de un pueblo que, abandonado
a sí mismo,
sabe hacerse superior a sus desgracias, encontrando en la
abnegación y el
desinterés de sus hijos recursos instantáneos para las
necesidades,
bálsamo y consuelo para todos los dolores.
Si nos fuera posible trazar el cuadro lleno de rasgos
sublimes y de
conmovedores detalles que han ofrecido las diferentes clases de
la
sociedad al unirse espontáneamente para llevar a cabo su santa
misión,
escribiríamos una de las más hermosas páginas de la historia de
un pueblo,
que tan brillantes las tiene ya en sus anales gloriosos. Pero
no es
posible: no basta la imaginación a abarcar, ni hay pluma que
pueda
describir tantas escenas conmovedoras como se han desarrollado
a nuestros
ojos durante esos inolvidables días. Ya mostrándose en forma de
asociación
por medio de los amigos de los pobres, ya guiando con celeste
iniciativa
el generoso impulso de los sentimientos individuales, enérgica,
activa,
poderosa como la terrible epidemia que iba a combatir, la
caridad, hija
del cielo, se ha engrandecido, se ha multiplicado, ha hecho, en
fin,
patente que es la más grande y la más fecunda virtud que existe
en la
tierra.
Las fatigas más rudas, el temor al contagio, el
espectáculo de las
miserias más inconcebibles, antes que a desanimarla y vencerla
han servido
para fortificar su fe avivando y haciendo más intensa la llama
de
inextinguible amor que la consume.
¿Qué inmensa abnegación, qué inquebrantable fortaleza de
espíritu,
qué fe tan ciega no habrá necesitado para seguir, constante y
animosa, por
tan áspero sendero, para no retroceder, llena de pavor y
desaliento, ante
la gigantesca obra que había acometido? ¡Hasta que no se
levanta por un
acaso el velo que, cubre ciertas horribles e ignoradas escenas;
hasta que
no se desciende a respirar un momento la corrompida atmósfera
que respiran
las últimas clases sociales; hasta que no se ven realmente y en
toda su
horrible desnudez ciertos dolores cuya pintura nos parece luego
exagerada;
hasta que una de estas inopinadas catástrofes, revolviendo el
légamo del
fondo, no viene a empañar la aparente limpidez de las aguas en
que vemos
retratarse como en un espejo la risueña imagen del bienestar de
la vida;
hasta entonces, repetimos, no puede calcularse cuán profundo es
el abismo
de la miseria que hay oculto a nuestros pies, cuán inmenso
campo queda aún
a la caridad para ejercitarse en sus piadosas obras, qué
raquíticos y qué
insuficientes son los medios de que la filantropía oficial
dispone para
extirpar de raíz el cáncer que nos corroe las entrañas!
Hoy que la causa que ha hecho ver más claras esas
tristísimas
miserias ha desaparecido; hoy que el público de Madrid puede
apreciar con
ánimo más reposado y sereno la gran victoria que los obscuros y
generosos
soldados de la caridad han conseguido con sus incansables
esfuerzos contra
el duro azote que ha llenado de consternación una gran parte de
la
península; hoy que se tocan los efectos maravillosos del celo
que lo prevé
y lo detiene, de la abnegación que lo busca y lo combate y del
desprendimiento que hace menos amargas sus consecuencias,
debemos unir
nuestra humilde voz a la de los hombres pensadores que,
encontrando en el
fondo de las más dolorosas calamidades una fuente de
experiencia y
enseñanza, piden que no pase desapercibido, ni se olvide tan
sublime
ejemplo.
Al consagrar una de nuestras páginas al glorioso recuerdo
de tantas y
tan heroicas acciones como hemos presenciado; al dar desde las
columnas de
nuestro periódico al generoso pueblo de Madrid una entusiasta
muestra de
la profunda admiración que su conducta nos inspira, abrigamos
la esperanza
de que su inagotable caridad no se habría despertado más viva y
más
ardiente que nunca para brillar con tan intenso esplendor un
punto y
amortiguarse luego.
En vano al llenar otra vez el aire los alegres rumores de
la vida
activa; en vano al sentirnos arrastrados otra vez por el
torbellino de las
pasiones podrá tratarse de olvidar los horribles misterios que
se han
hecho claros al penetrar en esas viviendas miserables e
infectas, donde
viven respirando una atmósfera emponzoñada y luchando con el
hambre y la
desnudez millares de seres a quienes sólo sus hermanos pueden
tender una
mano piadosa.
Los cálculos de la ciencia económica, los desvelos de la
administración, los esfuerzos de los gobernantes han sido y
seguirán
siendo impotentes para la resolución del pavoroso problema de
la miseria
social, que, como la esfinge de Edipo, amenaza devorar a las
naciones que
no acierten a descifrar su obscuro enigma. Sólo queda un camino
abierto,
sólo queda una doctrina: el camino que nos trazó el divino
Maestro, que
sobre la piedra de la caridad echó los sólidos cimientos de la
civilización moderna: la doctrina que Él mismo predicó a sus
discípulos
por medio de un hermoso símbolo cuando, para hacerles
comprender hasta qué
punto la caridad puede realizar imposibles, dio de comer con
cinco panes y
cinco peces a millares de hombres.

La calle de la Montera
La calle de la Montera de nuestros días, esa calle
engalanada,
coqueta y bulliciosa, centro podemos decirlo así, del comercio
de Madrid
era hace tres siglos más bien que calle, un lodazal en tiempo
de invierno
y un depósito de polvo y de inmundicias en verano.
La policía urbana era desconocida entonces, y porque un
honrado
vecino arrojase a la vía pública los desperdicios de su casa,
no se le
inquietaba con papel de multas ni cosa por el estilo.
¡Oh, hermosa calle de la Montera! Tres siglos hace que ni
aun nombre
tenías, y paral dar de ello una ligera prueba diremos que
procede el que
llevas actualmente, de cierta hermosa dama, tan hermosa como...
coqueta,
mujer del montero mayor del rey.
Esta buena señora, cuyas aventuras galantes dieron asunto
bastante
para que el inspirado Serra escribiese una lindísima comedia,
tenía
escandalizado al buen pueblo de Madrid, extendiéndose su fama
hasta muchas
leguas en contorno de la coronada villa.
Y no se crea que estos escándalos deshonrasen al señor
montero mayor:
todo menos eso. La dama era, según opinión pública,
honestísima, y ningún
galán de los infinitos que la solicitaban podía vanagloriarse
de haber
obtenido de ella el favor más insignificante.
Todo lo más que sucedía era que la señora Montera se
asomaba a sus
balcones tan luego como Dios ordenaba al sol que alumbrase la
tierra, y
entonces, a pretexto de cuidar de las flores de sus búcaros,
arrojaba a la
calle, así como al descuido, dos o tres de las marchitas.
Cuenta la crónica de donde tomamos estos apuntes, que por
un clavel
rojo y una maravilla jaspeada de blanco, se dieron de estocadas
un marqués
(la crónica calla el nombre) y un alférez de guardias
amarillas, quedando
este último bastante malherido, pues en aquel tiempo no eran
sólo los
militares los únicos diestros en el manejo de la espada.
Otras veces la celebrada dama, cuando iba o volvía de la
iglesia,
bajaba un tantico el rebocillo de su manto de seda negra, y
tenía para
cada uno de sus adoradores miradas rápidas, pero de fuego. ¡La
niña no
sabía mirar de otra manera!
Por las noches, si alumbraba la luna, pues entonces no
había más
faroles que los de las santas imágenes que la piedad de los
vecinos
alimentaba en algunas calles, y es fama que en la de la Montera
no existía
ninguna, por las noches, repetimos, y bañados por los rayos de
nuestro
satélite, rondaban la puerta de la bella dama cien galanes sin
ventura.
Mirábanse los unos a los otros; retorcían el mostacho a la
Borgoñona
que todo el que tenía pelos en la cara usaba entonces, y
tropezándose al
pasar, buscaban de esta o de otra manera un motivo para hacerse
una
sangría de más o menos consideración.
Los poetas o los que presumían de tales, puestos los ojos
en blanco,
la capa echada a la espalda y arañando en una vihuela, laúd,
tiorba o
bandurria, desahogaban su amoroso afán en canciones capaces de
ablandar no
digo a una Montera pero sí a cierta estatua con formas de mujer
que se
alzaba entonces en el centro de la mal llamada puerta del Sol,
y que se
conocía con el nombre de Mari-Blanca.
La dama se hacía sorda a estas demostraciones, y sus
celosías
permanecían cruelmente cerradas; cantaban los trovadores; los
gatos que se
disputaban aquella gata (perdónesenos la comparación) sacaban
las uñas, o
llámense espadas si gustáis, y zis, zás, estocada tras
estocada, no
tardaba en oírse un: «¡Dios me socorra!» y cataplúm:¡hombre a
tierra!
Sobrevenía entonces la ronda de un señor alcalde de casa y
corte con
sus alguaciles y arqueros de la villa, y tropezaba con un
muerto, no
dándose nunca el caso de que el vivo, o sea el matador, fuese
capturado.
En algunas noches obscuras, sucedía que al acudir la ronda
al rumor
de una pendencia, hacían causa común los galanes y arremetían
con sin
igual furor a los pobres golillas, administrándoles tales
palizas que no
tardaban en huir como cuervos a la desbandada, pidiendo favor y
ayuda.
Y entretanto la señora Montera, Dios sabe si en dulces y
suaves
coloquios, estaría burlándose de sus amadores en compañía de su
muy amado
marido, o si para cada uno de sus suspiros tendría un ronquido
más o menos
armonioso.
Cuando, después de una noche de serenatas y estocadas, la
justicia
recogía, al amanecer, un cadáver en aquella calle de trágicas
aventuras,
nuestra buena Montera, tan fresca y tan bella siempre como una
flor de
primavera, entraba a oír misa en San Luis, sin dar la más
pequeña muestra
de arrepentimiento por sus culpables coqueterías.
He aquí, lectores amables, por qué la linda calle que da
nombre a
este artículo se llama la calle de la Montera.
Respecto al comercio que entonces existía en ella, estaba
reducido a
unos miserables tenduchos en los cuales se vendía pan. Tales
establecimientos llegaban desde un extremo de la calle hasta la
iglesia de
San Luis, y a fin de que no hurtasen el pan tenía a la entrada
unas
fuertes mallas de cuerda sujetas a un marco. Por eso aún en el
día es
conocido aquel sitio con el nombre de Red de San Luis.

Sepulcro de Raimundo Berenguer en la catedral de Gerona


Entre los varios documentos dignos de estima que se
encuentran en la
antigua e histórica ciudad de Gerona, merece particular mención
su
catedral, elegante obra construida por los años de 1416 bajo la
dirección
de Guillermo Boffy.
Recorriendo sus extensas naves bañadas por la claridad
tenue y
misteriosa que penetra al través de las caladas ojivas,
deteniéndose a
contemplar los objetos de arte acumulados en su recinto, o
repasando en la
imaginación las antiguas memorias que despiertan los nombres de
los
ilustres personajes que duermen el eterno sueño de la muerte
bajo sus
santas bóvedas, el artista, el arqueólogo y el historiador
encuentran
ancho campo para sentir y estudiar.
Muchas son, en efecto, las cosas notables por su mérito o
su
antigüedad, que en ella pueden admirarse; pero una de las más
curiosas es,
sin duda, el sepulcro de Raimundo Berenguer, segundo de su
nombre entre
los condes de Barcelona y al cual hicieron famoso sus hechos y
su
desastrosa muerte. Berenguer I, conocido con el sobrenombre de
El Viejo,
instituyó al morir por herederos suyos a los dos hijos que tuvo
en su
segunda mujer doña Almodis. Raimundo Berenguer y Berenguer
Ramón
disputaron por largo tiempo entre sí antes de deslindar
definitivamente
sus respectivos derechos. Documentos sacados a luz en nuestros
días por
escritores diligentes y eruditos especifican con todos sus
detalles las
negociaciones, los tratos y contratos, avenencias y rupturas a
que dio
lugar este asunto. Por último, ambos hermanos se avinieron a
gobernar
pro-indiviso sus Estados, aunque sólo Raimundo usó el título de
conde.
A pesar de encontrarse acordes en la apariencia, sea
porque le
impulsase a ello su carácter duro y su aviesa condición, sea
porque se
creyese agraviado por la preeminencia concedida a su hermano,
Berenguer
Ramón no cesó de hostilizar secretamente a Raimundo, llegando a
tal
extremo en su animosidad que la tradición, a despecho de la
historia,
atribuyó siempre a una de sus asechanzas la muerte del
infortunado conde.
Los documentos de que dejamos hecho mérito, los cuales arrojan
nueva luz
sobre este obscuro período de las crónicas catalanas, confirman
y
robustecen la que sólo fue un tiempo opinión del vulgo.
La muerte de Raimundo Berenguer, a quien a causa del
extraño color y
la abundancia de sus cabellos dieron el sobrenombre de Cabeza
de estopa,
ocurrió a los cinco años de haber entrado en posesión de la
señoría
condal. Engolfado en la persecución de la caza, se alejó de su
comitiva
internándose por un monte solitario, con el azor en el puño.
Acometido
allí por una gavilla de bandoleros, cayó herido de muerte a los
primeros
golpes. La tradición refiere que los asesinos arrastraron el
cadáver lejos
del teatro del crimen y le enterraron para hacer desaparecer
sus huellas;
pero el azor, que, al caer herido su dueño, se había escapado
volando, fue
a colocarse sobre una roca cercana a la sepultura y desde allí
llamó la
atención de la comitiva del conde con sus gritos lastimeros.
Descubierto
el ensangrentado cuerpo de Raimundo y trasladado a Gerona, la
gente llamó
a la roca a cuyo pie se había encontrado, la percha del azor,
nombre que
ha conservado hasta el día.

La vuelta del campo


Cuando la farola de la Puerta del Sol, de Madrid,
desplegando sus
abanicos de luz anuncia que ha concluido la tarde y comienza la
extraña e
inquieta vida de la noche, vida artificial propia de los
habitantes de los
grandes centros; cuando los teatros abren de par en par sus
puertas, las
mesas de los cafés se llenan de parroquianos, los carruajes
cruzan las
calles a la carrera, las vendedoras de periódicos atruenan los
oídos con
sus voces, los toreros y desocupados se posesionan de las
cuatro esquinas,
y el vicio sin disfraz ni misterio circula en forma animada y
viviente
entre la multitud que va y viene presurosa en direcciones
encontradas, la
imaginación, amiga de los contrastes, se suele transportar
lejos de la
escena que la aturde, comparando el cuadro que ofrecen a
aquella misma
hora algunos obscuros y silenciosos rincones a que la
civilización no ha
llevado aún sus costumbres perturbadoras de las leyes de la
naturaleza.
La contemplación mental de los nuevos horizontes varía el
curso de
las ideas, y lo que comenzó sátira acaba en idilio. Vuelven a
la memoria
los risueños campos que hemos visto alguna vez en nuestros
viajes
iluminados por el último y dorado reflejo del sol de otoño. El
cielo
violado del crepúsculo, que guarda aún las armoniosas tintas de
la luz que
desaparece; la niebla azulada de la noche, que borra poco a
poco los
colores y los contornos de los objetos; las chimeneas del
hogar, donde se
prepara la comida para los trabajadores y que arrojan, a
intervalos,
borbotones de humo; el canto lejano del labrador, que vuelve de
sus faenas
del día, caballero en su poderosa yunta de mulas, y acompaña su
canción
con el monótono ruido del timón del arado, que arrastra por la
tierra; el
vibrante sonido de las esquilas del ganado, que anuncian a gran
distancia
el regreso de los pastores; todos esos murmullos, en fin, que
van
debilitándose gradualmente y que llenan el alma del suave y
sosegado
bienestar que nos predispone al reposo y al sueño.

Procesión del Viernes Santo en León


Entre los países católicos, seguramente es España uno de
los que más
se distinguen por la pompa y el esplendor del culto. Las
ceremonias
religiosas de la Semana Santa, si bien en la actualidad han
perdido algo
de su primitivo carácter, en algunas poblaciones todavía son
tan dignas de
llamar la atención, que desde muy lejos y aun de naciones
extranjeras
acuden curiosos o devotos a pasar esta época del año en los
puntos más
célebres por el número y la riqueza de sus congregaciones y
cofradías.
Nada diremos de Sevilla, cuya Semana Santa se ha comparado
por
algunos con la de Roma, no faltando quien dé la ventaja a la
primera;
tampoco hablaremos de Toledo, cuyas imponentes ceremonias gozan
de fama
universal. Lo mucho que se ha escrito acerca de las fiestas
religiosas de
estas y otras poblaciones frecuentemente visitadas por artistas
y
literatos, nos induce a buscar la novedad, ocupándonos de otras
procesiones que, como la del Viernes Santo, en León, son menos
conocidas a
pesar de que por sus detalles y las originales escenas a que
dan lugar,
merecen que se haga de ellas aunque no sea más que un ligero
estudio.
Esta procesión, llamada vulgarmente El Encuentro, sale a
las diez de
la mañana del Viernes Santo y recorre casi todas las calles de
la ciudad,
acompañada de cofrades con hachas encendidas, cruces,
estandartes y
pendones.
En esta forma sigue hasta llegar a la Plaza Mayor, donde
la espera
una multitud de gentes, entre las que se ven pintorescos grupos
de
montañeses y aldeanos, que en días semejantes acuden a la
capital
engalanados con sus vistosos y característicos trajes.
En uno de los balcones del piso principal de la casa del
Consistorio,
y bajo dosel, se coloca un sacerdote, el cual, esforzando la
voz de modo
que pueda hacerse oír de los fieles que ocupan el extenso
ámbito de la
plaza, comienza a trazar a grandes rasgos y en estilo tan
dramático como
original todas las escenas de la pasión y la muerte del
Redentor del
mundo.
Como nuestros lectores pueden suponer, la oratoria
especialísima del
encargado de dirigirse a la multitud para prepararla
convenientemente a
sentir la extraña escena que va a presenciar, abunda en rasgos
y
comparaciones que en otro sitio podríamos calificar de toscos y
vulgares,
pero que son sin duda los más adecuados en esta ocasión, sobre
todo si se
tiene en cuenta que el auditorio a que se dirige lo componen en
su mayor
parte gentes ignorantes y sencillas.
Durante el sermón, el paso de Jesús Nazareno con la cruz a
cuestas,
está al extremo de la plaza, a la derecha del predicador, y en
un momento
determinado los de San Juan y la Virgen de las Angustias,
comienzan a
bajar por una de las calles próximas y en dirección contraria.
Cuando unos y otros se encuentran comienza lo más
importante de la
ceremonia. El predicador interroga a los sagrados personajes o
habla por
ellos; otras veces se dirige a la multitud, explica la escena
que se
representa ante sus ojos, y con sentidos apóstrofes y
vehementes
exclamaciones trata de conmoverla, despertando por medio de sus
palabras,
que ayudan a la comprensión y al efecto de las ceremonias, un
recuerdo
vivo del encuentro de Jesús con su Santa Madre en la calle de
la Amargura.

Las Jugadoras
Nosotros hemos visto jugar en todas partes, porque el
juego se ha
generalizado de una manera increíble.
En los dorados círculos de la alta sociedad, en los
garitos de los
tahúres, al fin de las sucias y derruidas tapias de la Ronda,
en cada
calle, detrás de cada esquina, el vicio ha fijado en la corte
una bandera
de enganche para sus neófitos; sin embargo, en Madrid la
afición a los
naipes sólo ha reclutado adoradores entre el sexo feo, si
exceptuamos
alguna que otra ave de mal agüero y peor catadura, especialidad
femenina
que conocen los asistentes a ciertos tugurios con un nombre
gráfico.
Es preciso salir de la coronada villa, es preciso dar una
vuelta por
algunas de las provincias de España, y muy especialmente por
algunos de
los pequeños lugares enclavados entre las sinuosidades de la
parte más
escabrosa e inexplorada del Alto Aragón, para encontrar
completamente
trocados los papeles.
En la tarde del domingo, cuando el cura del lugar, después
de dormir
la siesta sale a hacer un poco de ejercicio por las eras
cercanas, en
compañía del alcalde, el médico y algunas otras personas graves
de la
población; cuando los labradores acomodados hablan sentados
tranquilamente
en los soportales de la plaza, y los mozos recorren las
estrechas y
tortuosas calles cantando la jota al compás de un guitarrico
destemplado,
se juntan en grupos a la puerta de una bodega, donde beben el
vino en
pucheros, forman círculos en el juego de pelota, donde se lucen
los más
ágiles, o asisten, envueltos en sus mantas, al tiro de la
barra, donde
campean los más forzados; cuando chicos y grandes, casados y
mozos, viejos
y muchachos discurren, en fin, de un lado a otro, celebrando,
cada cual a
su manera, la festividad del día, las mujeres se reúnen en las
cocinas de
las casas, en los cantones de las calles o en las avenidas de
los caminos,
y dejando a un lado el rosario en que rezaban al sonar el toque
de
vísperas, desenvaina cada cual su más o menos mugrienta baraja,
se sientan
en un corro y da principio el juego.
En cada círculo se juega con arreglo a las circunstancias
y los
medios de las jugadoras.
El ama del cura, la alcaldesa, la cirujana y alguna
labradora
acomodada juegan el chocolate y los esponjados al amor de la
lumbre, donde
brilla el alegre fuego del hogar y hierve la vajilla con el
agua preparada
de antemano.
Las mujeres de los braceros y las hijas de los peones,
engalanadas
con sus apretadores verdes, sus sayas rojas y sus collares de
cuentas
azules, juegan en mitad del arroyo los cuartos y ochavos que
han podido
ahorrar en la semana, y gritan, riñen y se repelan al
cuestionar sobre una
jugada o el extravío de un maravedí.
Las chiquillas, sentadas al borde del camino que conduce
al lugar,
sacan también sus baratijas y juegan alfileres, huesos de
frutas y cosas
por el estilo.

Revistas Contemporáneas
(Última serie )
Febrero goza fama de loco, y en verdad que es la suya fama
merecida;
pues difícilmente se encontrará otro mes más sujeto a
contrastes y
variaciones. Por no parecerse a ninguno de sus compañeros de
Calendario,
sólo consta de veintiocho días; y hasta esos veintiocho días,
para ser
mudable en todo, se transforman en veintinueve los años
bisiestos. Durante
su breve reinado, el termómetro no descansa un minuto; el
cuadrante hace
los giros más increíbles, y el cielo se asemeja al foro de un
teatro en la
representación de una comedia de magia, que todo se vuelve
poner y quitar
decoraciones. En este mes, tan lógicamente se puede uno morir
de un
tabardillo, como de una pulmonía; con el mismo derecho puede
uno quejarse
de la alteración del sistema nervioso, producido por la
sequedad de la
temperatura, que de la vuelta de los dolores reumáticos, hijos
de las
nieblas y las humedades. Al templado soplo de las brisas, que
anuncian la
primavera, abre el almendro sus blancas y tempranas flores, y
el cierzo de
Guadarrama impele la nieve que azota el vidrio de los balcones;
a una
mañana nebulosa sigue un día radiante; a un crepúsculo de la
tarde, suave
y largo como los de estío, una noche tan cruda como la más
rigurosa de
Navidad.
Y no paran aquí las variaciones y las excentricidades que
le han
granjeado a febrero general reputación de loco. Al lado de
estos
contrastes que sólo afectan, por decirlo así, la epidermis del
individuo,
hace gala de otros no menos bruscos, y seguramente más
trascendentales y
dignos de ser tomados en cuenta. Febrero tiene el raro
privilegio de
reunir, en su corto número de días, los más alegres y los más
tristes de
los doce meses. Dentro de una de sus semanas se dan la mano el
beodo
Carnaval y la escuálida Cuaresma. El que quiera dar en este mes
a Dios lo
que es de Dios, y al César lo que es del César, se ve en la
precisión de
embriagarse y ayunar, de bailar unas habaneras y oír un sermón,
de
comprarse una careta y unas disciplinas. Tan extraña amalgama
de
contricciones y locuras han hecho la tradición y las costumbres
en este
período del año. En vano el primer miércoles de la Cuaresma
sale severo y
grave a la mitad del camino de las alegres comparsas, y trata
de ocultar
debajo de sus cenizas el fuego del Carnaval; el domingo de
Piñata sopla al
fin en ellas, y aunque fugaz, vuelve a lucir por un instante la
llama de
la orgía que, semejante a la luz de la lámpara, brilla más
intensamente en
el punto en que va a morir. He oído a un hombre de mucho
talento hacer una
observación respecto a las mujeres, que viene como de molde en
la presente
ocasión. Según él, siempre que éstas escriben, lo más
importante de sus
cartas lo dicen en la postdata y como por incidencia. Al
Carnaval le pasa
lo mismo. Cuando semejante al Don Basilio de El Barbero, torna
a aparecer
en escena para repetir su buona sera, despidiéndose por la
centésima vez,
resucita más animado, más ruidoso que nunca. El domingo de
Piñata se llama
la postdata del Carnaval, y en su cualidad de postdata, como en
las
epístolas femeninas, ha sido breve, pero interesante. Al
exterior poco o
nada se ha manifestado: el respeto a la Cuaresma por una parte,
y la mala
coyuntura del tiempo por otra, han impedido que las máscaras se
lanzasen
al Prado en comparsas, pero reconcentrándose el entusiasmo y la
animación
en los salones, desde los del Real a los de Capellanes. Todos
han ofrecido
larga cosecha de bromas y aventuras a los apasionados de este
género de
fiestas, que afirman no haber, asistido hace muchos años a
otras tan
brillantes, concurridas y alegres, como las del domingo.
Apagado el último y fugitivo esplendor de las pasadas
diversiones, la
Cuaresma ha entrado de lleno en la posesión de sus derechos, y
el ánimo de
las gentes se ha vuelto a fijar en cosas más graves. Imitando
nosotros
esta conducta, pasaremos a ocuparnos asimismo de asuntos más
serios.
Respecto a política, seguimos en la misma situación que
estábamos.

De Chile no se ha recibido noticia alguna importante, pues


aunque
vuelve a hablarse de otro combate entre La Resolución y dos
buques
chilenos, la noticia ha llegado por conducto extra-oficial, y
ya
-permítasenos la palabrilla, aunque vulgar- estamos tan
escamados respecto
a las soñadas victorias, que aun después de verlas anunciadas
en la
Gaceta, hemos de esperar un poco para darles entero crédito.
Por el telégrafo sabemos que el Gabinete portugués ha
significado al
general Prim su deseo de que abandone aquel reino. Esta
determinación, que
el ministerio funda en la última proclama del general español,
ha sido
objeto de ardientes debates en la Cámara, donde las oposiciones
liberales
piensan dar una gran batalla política a los hombres que ocupan
el Poder.
En París vuelve a hablarse de un viaje de la emperatriz
Eugenia a la
capital del mundo católico con motivo de las próximas
solemnidades
religiosas de Semana Santa. Como es natural, a este viaje se da
una gran
significación política, y aunque ya en otras ocasiones se ha
hablado sin
fundamento de proyectos semejantes, ahora se cree que la
presencia de la
emperatriz en Roma, coincidiendo con la retirada de las tropas
francesas,
tiene el objeto de dar al solio pontificio el apoyo moral
suficiente a
contrabalancear el material que va a faltarle. Ello es lo
cierto, que al
cumplirse el término de la estipulación de 15 de septiembre,
los asuntos
políticos de Italia presentan una faz muy distinta de la que en
el nuevo
reino esperaba encontrar el partido de acción. El contingente
para el
ejército pontificio se ha cubierto en Francia, el príncipe
imperial
contribuye con sus intereses particulares a costear el
armamento de guerra
de estos nuevos cuerpos de ejército, el emperador Napoleón se
pronuncia
decididamente en las Cámaras a favor de la conservación del
poder temporal
del Papa, y la emperatriz se dispone a ir en persona a
prosternarse ante
el solio pontificio. No era esta, seguramente, la perspectiva
que soñaron
para cuando expirase el plazo convenido entre el Gabinete de
las Tullerías
y el de Turín, los que sólo veían en Florencia la última etapa
para
penetrar en Roma.
El malhumor que este estado de cosas, poco halagüeño para
sus
intereses, produce en la corte de Víctor Manuel, ha venido a
recaer en
nosotros como de rechazo, y la nota de Lamármora dirigida al
Gabinete
español es una prueba.
Entretanto que estos asuntos entretienen la curiosidad y
despiertan
el interés de los hombres políticos, reanudando la serie de
preocupaciones
serias, un momento interrumpidas por el estrépito y la alegre
vocería de
la multitud que ha tomado parte en las últimas fiestas del
Carnaval, los
círculos científicos y literarios, así dentro como fuera de
nuestro país,
vuelven a su actividad acostumbrada. De Constantinopla dicen
que han
comenzado a celebrarse las sesiones de las conferencias
sanitarias,
prevaleciendo en ellas y en gran mayoría la opinión de que la
terrible
enfermedad, objeto de sus estudios y debates, es indudablemente
contagiosa. La ciencia, pues, si esta opinión se confirma,
tendrá que dar
un paso atrás resucitando en lo posible el antiguo sistema de
cuarentenas
y aislamiento de los puntos invadidos. Como quiera que al
aparecer la
primavera no sería extraño que con ella apareciese otra vez el
cólera en
algunas localidades de nuestro país, creemos que sería muy
conveniente que
el gobierno y las corporaciones tuviesen un criterio a que
ajustarse
conforme con lo que de estas conferencias resulte. Los trabajos
para la
Exposición de los objetos traídos del Pacífico por la Comisión
científica
que acompañó a la escuadra española se prosiguen activamente, y
a juzgar
por las noticias que tenemos, será digna de la ilustrada e
inteligente
persona a quien se ha confiado la dirección de tan importante
asunto.
Las Academias literarias y científicas, cumpliendo con el
objeto para
que fueron fundadas, dan asimismo señales de animación y vida.
La de la
Lengua ha premiado últimamente con el accésit, en sesión
extraordinaria,
las dos novelas españolas que, entre las varias presentadas al
concurso,
se han juzgado dignas de esta honorífica distinción. Falta hace
que, bien
por medio del estímulo, bien por medio de discusiones
didácticas sobre tan
interesante asunto, las corporaciones literarias, apoyándose en
la
crítica, procuren señalar el verdadero camino de la novela
nacional, que
dadas las brillantes condiciones de imaginación que
especialmente
distinguen a los ingenios españoles, puede prometerse un
brillante
porvenir. La Academia de Ciencias Políticas y Morales, cuya
presidencia
estuvo encomendada al eminente repúblico y erudito literato D.
Pedro José
Pidal, ha nombrado para sustituirle en este importante puesto a
D. Lorenzo
Arrazola. La fama de que goza el más notable de los
comentaristas de
nuestras leyes en el mundo de la política y de las letras,
justifica
cumplidamente esta acertada elección, que con dificultad podía
haber
recaído en persona de más respetabilidad y méritos. Los
teatros, saliendo
del quietismo que en alguno de ellos se venía observando hace
algunas
semanas, han ofrecido en ésta diferentes novedades. En el Real
ha habido
de todo, pues mientras el público inteligente y de buen gusto
no ha podido
menos de aplaudir los conciertos sacros, y especialmente a la
señora
Rey-Balla y a los concertistas que le han acompañado en la
interpretación
del Ave María de Gounod, la misma distinguida cantante, el Sr.
Abruñedo y
el cuadro de artistas que ha resucitado el Hernani, para
desesperación de
los abonados al regio coliseo, han encontrado, en la
indiferencia o en las
muestras de disgusto del público, el castigo de su temeridad al
acometer
la obra de Verdi con tan evidente falta de fuerzas en unos, y
de ensayos y
de unidad en otros.
En el teatro del Príncipe, y en tanto que se continúan los
ensayos de
la última producción de Ventura de la Vega, la cual ya deberá
haberse
representado cuando El Museo llegue a manos de sus habituales
lectores, se
ha puesto a beneficio de la señorita Valverde la comedia
titulada Un
hombre público. Esta comedia, escrita con gracia y ligereza,
pero cuyo
asunto, por demás trivial, carece de interés y de importancia,
ha tenido
una regular acogida por parte del numeroso público, que pagaba
con su
presencia un tributo de simpatías a la beneficiada. Más
lisonjero éxito ha
obtenido en el teatro del Circo la pieza nueva titulada La tapa
del
cuello, que con la loa lírico-burlesca Caltañazor y Arderíus, o
de Dios
nos venga el remedio, puesta en escena en el teatro de la
Zarzuela, tiene
el privilegio de llamar la atención de los aficionados al
género
entretenido y agradable, que a falta de grandes y
transcendentales
producciones, no dudamos en calificar de el mejor y más
adecuado al fin
que se propone el teatro moderno, que es enseñar y distraer.
Cuando de las
obras no resulta una gran enseñanza, lo cual no es del todo
fácil, justo
es que al menos resulte una razonable distracción.
Últimamente, el mismo teatro del Circo, que ya al
principio de la
semana ofreció una novedad a sus habituales favorecedores, ha
puesto en
escena, a beneficio de la simpática actriz doña Adela Álvarez,
una obra
que ha conseguido llamar la atención del público, y que por el
ligero
juicio que hemos podido formar de ella en una primera
representación,
merece los elogios que la Prensa le tributa. Dulces cadenas,
que tal es el
título de la nueva comedia con que se ha revelado autor
dramático de
mérito un joven escritor, hasta hoy casi desconocido, tiene,
desde luego,
para nosotros una gran recomendación, que consiste en no haber
venido al
teatro precedida de esa atronadora sinfonía de aplausos de
gacetilla, con
la cual suelen anunciarse otras producciones, que al fin
concluyen con un
fiasco.
En el ensayo dramático del Sr. San Juan, si ensayo puede
llamarse una
obra que reúne las condiciones de la suya, no campea tanto la
novedad y la
importancia del pensamiento como el tino poco común con que lo
ha
desarrollado y la armonía que se advierte entre las diversas
partes que lo
componen.
El público con sus aplausos, y la Prensa con sus unánimes
elogios,
han recompensado dignamente al modesto joven que con tan
legítimos títulos
viene a pedir un puesto entre nuestros escritores dramáticos.
Nosotros
unimos nuestro más sincero parabién a los muchos que de todas
partes
recibe; pero entre el concierto de merecidas alabanzas que en
este momento
halaga sus oídos, permítanos el señor San Juan que, a la manera
que los
egipcios presentaban un ataúd en medio de sus festines y los
romanos
ponían un esclavo en el carro de la victoria para decirles a
cada instante
al triunfador acuérdate que eres hombre, nosotros, a nuestra
vez, le
recordamos que la carrera de escritor dramático es tan
brillante como
difícil; que de la escena, quizá con más razón que de la mujer,
pudo decir
Shakespeare: pérfida como la onda, y que en este país donde
tantos
empiezan por el fin, la verdadera inteligencia no debe fiar
mucho ni
dormirse sobre los laureles de un primer escrito.
En los estrechos límites de una revista que ha de tratar
diversos
asuntos, no cabe el juicio crítico de una obra de tanta
importancia como
la que últimamente se ha puesto en escena en el teatro del
Príncipe, y que
con justicia ocupa en primer término la atención del público.
Dejando a
otros intacto el campo de la crítica literaria e histórica, por
nuestra
parte nos limitaremos a decir algunas palabras acerca de la
primera
representación de la obra del malogrado Ventura de la Vega, la
cual, a
pesar de las condiciones que hacen sumamente difícil su
desempeño, ha sido
una verdadera solemnidad dramática y un magnífico y merecido
triunfo para
su autor.
Mucho se ha discutido y se discute aún la conveniencia de
representar
una tragedia que, como la de que nos estamos ocupando, exige un
cuadro de
actores numeroso y escogido para que la interpreten, y un
público
inteligente y de un gusto muy depurado, para que sienta sus
bellezas
especiales. Los que opinan porque La muerte de César no debió
ponerse en
escena, dicen que la cuestión estaba prejuzgada por el mismo
autor de la
obra en el hecho de haberla impreso antes de llevarla al
teatro, donde,
según sus palabras, no esperaba verla nunca; su tragedia creyó,
pues,
Ventura de la Vega, que más era para leída que para vista
representar. No
obstante, la piedra de toque para aquilatar el valor de los
trabajos
dramáticos, es la escena. Hasta que la obra teatral no se anima
y toma
cuerpo, hasta que sus personajes no comienzan a moverse y a
respirar,
desenvolviéndose la acción en una forma más real y tangible a
los ojos de
los espectadores, no es fácil juzgar de sus condiciones
escénicas ni de su
verdadero mérito. Por nuestra parte no se nos ocultaba que la
inspiración,
demasiado casera, de la mayor parte de nuestros poetas
modernos, tiene más
familiarizado al público con las intrigas de tocador y las
mezquinas
pasiones de frac negro y corbata blanca, que con los imponentes
vestíbulos
del Foro de Roma, y los enérgicos caracteres de los hombres de
aquellos
siglos; ni tampoco dejábamos de comprender que aunque hay
actores de gran
talento en el teatro del Príncipe, faltaría unidad en el
cuadro, bastante
numeroso, de los personajes de la obra; pero a pesar de todo,
deseábamos
verla en escena, y el éxito que ha obtenido nos ha confirmado
en la idea
que teníamos acerca de la conveniencia de su representación. El
éxito de
La muerte de César, de una obra hija tanto de la inspiración
como del
estudio, que ha debido ajustarse a rigurosos preceptos
literarios, en la
que ha sido preciso marchar por la senda que traza la historia,
cuyo
general conocimiento impide hoy ciertas desviaciones, no podía
ser nunca
uno de esos éxitos de interés palpitante, de emociones más
vivas que
profundas, éxitos de curiosidad o de sensación propios de la
moderna
escuela dramática. Más reposada, más severa, más fría, si se
quiere, la
tragedia de Ventura de la Vega, fruto de un trabajo
concienzudo, retrato
fiel de una época histórica, vestida con galas poéticas tan
graves, tan
sencillas como la toga y el manto de sus personajes, habla a un
mismo
tiempo a la inteligencia que al sentimiento, y de la dulce
armonía que
forman al combinarse las dos cuerdas que vibran a la vez en el
corazón y
en la cabeza de los espectadores, resulta ese placer profundo,
tranquilo e
indefinible que producen las verdaderas obras de arte en los
que alcanzan
a comprenderlas y están organizados para poder sentirlas. El
escogido
público que en la noche del estreno llenaba las localidades del
teatro del
Príncipe, reunía, casi en su totalidad, estas condiciones. El
triunfo del
poeta cuya pérdida llora aún, y llorará largo tiempo la musa
castellana,
fue, pues, tan satisfactorio y tan legítimo como era de
esperar. Ya desde
mucho antes que comenzara la representación de la obra, el
animado aspecto
de la sala, y la multitud de personas conocidas en el mundo de
las letras,
la política y las artes, que habían acudido a esta solemnidad
literaria,
nos dieron la medida del entusiasmo y la general aceptación con
que sería
acogido el homenaje que la empresa del Príncipe trataba de
ofrecer a la
memoria de Ventura de la Vega. Durante el curso de la
representación, el
profundo silencio con que escuchaba el público los altos
conceptos en que
abunda la obra, sólo se interrumpía de cuando en cuando para
dar lugar a
espontáneas manifestaciones de aprobación y aplausos unánimes.
Al terminar
el último acto el busto de Ventura de la Vega fue coronado en
la escena
entre las entusiastas aclamaciones del público, que arrojaban
coronas,
versos y flores, y Romea, con la voz entrecortada por la
emoción, pero con
esa entonación y ese sentimiento admirables con que sólo él
sabe hacerlo,
leyó la siguiente poesía de D. Ricardo de la Vega, uno de los
hijos del
ilustre autor de la obra que acababa de representarse:
«Hoy, que del romano sol
de nuevo la lumbre brilla,
se empaña el sol de Castilla
llorando al vate español.
César no ha muerto: al crisol
del que padre suyo fue,
vive, alienta, se le ve;
y para verlo en tal día,
¡al padre del alma mía
no hay quien la vida le dé!

Crezca en entusiasta ruido


que en esta noche sublime
placer y dolor imprime
a mi corazón herido.
Rásguese el velo tupido
que oculta misterio santo,
y a ti, en armonioso canto,
llegue, ¡oh padre sin igual!,
el aplauso universal,
y de tus hijos el llanto.

Público, vates y actores


que, para honrar la memoria
de quien os lega su gloria
tejéis coronas de flores:
¿cómo tan tiernos favores
puede un hijo agradecer?
¡Si es la gratitud deber
y esperáis el galardón,
ahí os va mi corazón;
no tengo más que ofrecer!»

Algunos días después de la representación de La muerte de


César,
hemos asistido a otra solemnidad más grave y también
conmemorativa de un
ilustre poeta, cuyo nombre constituye por sí solo una verdadera
gloria
nacional. La Academia Española acordó celebrar solemnes honras
fúnebres
por el eterno descanso de su difunto director, el ilustre duque
de Rivas,
y unos invitados, otros espontáneamente, todo lo más escogido
de la
sociedad madrileña ha acudido a la real iglesia de San Isidro,
a pagar
este respetuoso y cristiano tributo a la memoria del autor de
Don Álvaro.
El nombre del duque de Rivas, que con este motivo vuelve a
evocarse
en la Prensa, rodeado del prestigio y el respeto que merece, ha
contribuido a que se reanime la cuestión de la corona poética
que los
literatos españoles trataban de dedicarle, al mismo tiempo que
se diera en
el teatro del Príncipe una representación extraordinaria de la
más notable
de sus obras escénicas. Esperamos que la comisión encargada de
disponer
los medios de honrar dignamente la memoria del hombre que por
sus
condiciones de corazón y de talento supo conquistarse el cariño
y la
admiración de sus conciudadanos, no demorará el día en que el
país pueda
satisfacer esta deuda de gratitud contraída para con uno de sus
más
esclarecidos ingenios.
En política, la semana se ha presentado más escasa de
acontecimientos
que en literatura. Respecto a España, lo más corto y lo más
prudente nos
parece decir que nada ha sucedido, pues si bien se ha insertado
en la
Gaceta la sentencia condenando al general Prim y a los que le
siguieron en
las sublevaciones de Aranjuez y Ocaña, y hemos tenido
conocimiento de las
deliberaciones de la Cámara portuguesa, favorables en su
mayoría al
acuerdo del Consejo de Ministros extrañando, al mismo famoso
personaje del
vecino reino, tanto estos sucesos como el tratado de alianza
ofensiva y
defensiva entre Chile y el Perú, eran cosas sabidas o esperadas
y, por lo
tanto, el interés que han inspirado, corto y pasajero.
En el exterior, la Prensa extranjera se ocupa,
comentándola de
diversos modos, de la revolución de los Principados. Esta
revolución, que
puede decirse que no ha sido vista ni oída y que, de la noche a
la mañana
ha dado, sin embargo, en tierra con el príncipe Couza,
destruyendo en un
día y desbaratando pon golpe violento una de las más arduas y
complicadas,
de la diplomacia europea, aunque animada de cierto espíritu
liberal, no ha
aparecido con tendencias democráticas. Llevada a cabo por el
ejército, con
la cooperación de las masas populares, se ha consumado sin
derramamiento
de sangre, y después de arrancarle un acta de abdicación al
príncipe
destronado y de autorizarle para abandonar el país, los
miembros del
Gobierno provisional se han apresurado a ofrecer la corona al
conde de
Flandes, hermano menor de Leopoldo II, actual rey de Bélgica.
Pero los
tiempos se presentan tan duros para reinar que lo que en otras
épocas se
consideró el límite de la humana ambición, hoy sale poco menos
que a la
plaza pública y se ofrece casi de balde, sin encontrar
licitadores.
Ejemplos son el trono de Méjico, aceptado con tanta dificultad
y tantas
condiciones; el de Grecia, vacante largos meses y ocupado a
duras penas
por un príncipe dinamarqués; el de Rumania, en fin, que no ha
admitido el
conde de Flandes y que esperará vacío a que las potencias
europeas le
busquen un candidato con la linterna con que Diógenes buscaba
un hombre.
Fuera de este acontecimiento que, aunque lejano, llama la
atención y fija
por el momento el interés de los que siguen el complicado curso
de la
política extranjera en todos sus detalles, nada de particular o
de nuevo
ocurre. En Italia, como se esperaba, el gabinete Lamármora ha
salido
triunfante en la votación de las Cámaras, donde se discutía una
cuestión
que el Gobierno creyó que, de aprobarse, podría significar un
voto de
desconfianza. En Inglaterra siguen a vueltas con la vasta
conspiración de
los fenianos irlandeses, que, como a la hidra de la fábula,
parece que le
renacen las cabezas a medida que se le cortan; y, por último,
la Prensa de
los demás países comenta la nota del cardenal Antonelli sobre
las
consecuencias del tratado de 15 de septiembre, nota que acaba
de hacer
pública El memorial diplomático.
Terminada ésta que pudiéramos llamar digresión política, y
volviendo
al terreno literario y artístico en que comenzamos nuestra
revista de la
semana, réstanos aún escribir algunas líneas para completar el
cuadro de
los acontecimientos que en ella han ocurrido. La nueva empresa
de la
Zarzuela, a cuyo frente se ha colocado el simpático actor
Arderius, acaba
de ofrecer un juguete en un acto, titulado Don Genaro, debido a
la pluma
que ha escrito Don Tomás y El último mono. Este juguete, aunque
inferior a
las festivas y populares obras de su autor, revela en algunos
chistes y en
la viveza y la facilidad del diálogo las indisputables
condiciones de
talento y espontaneidad que adornan al Sr. Serra. La comedia
del Sr. Mozo
Rosales, estrenada en el mismo teatro con el título de La niña
mimada, es
una producción ligera destinada a entretener algunas noches al
público que
acude al teatro de Jovellanos y a pasar sin dejar huella
alguna.
Los dilettantes son los que están de enhorabuena con la
llegada de
Tamberlik, el cual viene a pronunciar el quos ego, de Neptuno,
calmando
con el mágico eco de su poderosa voz las tempestades del teatro
de
Oriente. Cuando esta revista se publique, si los carteles no
nos engañan,
lo cual suele suceder con alguna frecuencia, ya el tenor
favorito del
público madrileño habrá debutado en La Africana, obra en la
cual le
auguramos un brillante éxito.
Ahora que hemos puesto fin a nuestra periódica revista y
que febrero,
para morir tan loco como ha vivido, se despide de nosotros
azotando los
vidrios de nuestros balcones con una espesa lluvia de blancos y
menudos
copos de nieve, vamos a leer sentados al calor del fuego los
últimos
versos que han brotado de la elegante pluma de uno de nuestros
más dulces
poetas. En uno de los próximos números hablaremos más
largamente de El
Caudillo de los Ciento, novela escrita en verso por D. Antonio
Arnao, que
es el nuevo libro que hoy ocupa la atención de los círculos
literarios y
al que acabamos de aludir en las líneas anteriores.

La Real Academia Española ha celebrado una sesión


extraordinaria para
conmemorar dignamente entre sus individuos el nombre del
ilustre duque de
Rivas. Correspondiendo a su galante invitación hemos tenido el
gusto de
asistir a esta solemnidad literaria.
Nuestro corazón se dilata y se ensancha nuestro ánimo
cuando,
haciendo punto un instante en medio de las graves
preocupaciones políticas
que nos rodean, en medio de la inquietud y las luchas de
encontrados
principios e intereses que nos agitan, encontramos ocasión de
asistir a un
espectáculo tan consolador y satisfactorio como el que ofrece
una
corporación, respetable por los méritos de los individuos que
la componen,
al reunirse grave y sosegadamente para consagrar un público y
solemne
testimonio de su gratitud y admiración, no al hombre político,
no al
grande de España, sino al poeta que entró un día por las
puertas de la
Academia trayendo su Romancero histórico en la mano como el
mejor título a
tan señalada honra.
El acto, al que han concurrido, a más de los académicos
que forman
parte de la corporación, multitud de individuos de otras
academias
científicas, y personas conocidas por su posición en el mundo
de la
política y de las letras, estuvo realzado con la presencia de
algunas
elegantes damas, entre las que en lugar preferente tuvimos el
gusto de ver
a las de la familia del inolvidable duque, cuyo busto de
mármol, colocado
sobre la mesa de la presidencia, delante del sitial vacío y
cubierto con
un velo negro, nos traía a la memoria el tiempo en que el
respetable
anciano, aquejado ya de los males que habían de concluir con su
existencia, venía aún a dirigir los debates y a aportar a las
más obscuras
cuestiones la luz de su esclarecido ingenio.
Pero nuestro recuerdo se hizo más vivo, y la figura del
hombre
notable por tantos conceptos, en cuya honra tenía lugar aquella
solemne
reunión, comenzó a dibujarse con líneas cada vez más acentuadas
a los ojos
de la fantasía, cuando el excelentísimo señor don Leopoldo
Augusto de
Cueto, unido al ilustre difunto por estrechos lazos de
parentesco y de
íntima amistad, cumpliendo el triste al par que satisfactorio
encargo que
la Academia había tenido a bien confiarle, comenzó a trazar a
grandes
rasgos el cuadro de la agitada y gloriosa vida del poeta,
examinando de
paso la índole de sus creaciones más populares, y apreciando el
conjunto
de sus obras literarias con un alto y luminoso criterio, que
puso de
relieve el carácter del autor, la especialidad de su talento y
el influjo
que había ejercido en su época. El trabajo del Sr. Cueto, tan
digno de
llamar la atención por su elegante forma y castizo lenguaje,
como por el
tino y la profundidad de sus observaciones críticas, fue
acogido con
significativas muestras de aplauso por parte del numeroso y
escogido
auditorio que llenaba el local de la Academia, colmando la
medida del
entusiasmo producido en los concurrentes por los brillantes
rasgos de la
necrología del autor de Don Álvaro y de El moro expósito, la
lectura de
dos de sus más hermosas y espontáneas inspiraciones poéticas,
El faro de
Malta y La vejez.
Las gratas impresiones que dejó en los ánimos esta grave y
brillante
solemnidad, con la cual puede decirse que se inauguró la semana
última, se
han ido luego borrando poco a poco para dejar lugar a otras
ideas menos
agradables. Las noticias recibidas del Pacífico por la Mala
inglesa, no
son, en efecto, las más satisfactorias para los que se nos
hacen siglos
los días que pasan, sin haberse lavado de una manera honrosa y
digna la
afrenta inferida a nuestro pabellón por los chilenos. Antes por
el
contrario, un suceso que, a juzgar por los precedentes
conocidos, se podía
prever, y que, por tanto, anque nos ha indignado, no debía
cogernos de
nuevas, ha venido a aumentar el largo catálogo de las
informalidades, los
agravios y los insultos de que España tiene que pedir estrecha
cuenta a
las repúblicas americanas hostiles a nuestro país.
El Perú, sin tener en nada lo pactado y concluido por su
anterior
presidente, tal vez envalentonado con el pasajero y traidor
éxito de
Chile, nos acaba de declarar formalmente la guerra. Nada más
hinchado y
ridículo que el documento en que lo hace. El dictador Prado,
abusando en
él de la credulidad de sus compatriotas, les da la seguridad de
un próximo
triunfo, saca a relucir las tan manoseadas glorias de su
independencia
(independencia cuyo poco mérito, dadas las circunstancias en
que se
realizó, ha patentizado ya la historia), y encarga por último a
la marina
peruana la venganza nacional.
Cierto es que las baladronadas del Perú, a que tan
acostumbrados nos
tienen sus gobernantes, no son cosa para quitar el sueño a
ninguna nación
que, como la nuestra, tenga la conciencia de su superioridad en
todos los
terrenos; pero bueno será, de cualquier modo, hacerles entender
a los que
tan fácilmente se olvidan de la impotencia que les obligó no ha
mucho a
darnos las más satisfactorias explicaciones, que aún nos sobran
medios y
ánimos para obligarles a cumplir lo pactado.
Según los últimos partes, nuestra escuadra, después de
levantar el
bloqueo de los puertos, se ha reunido para salir en busca de
las fuerzas
navales enemigas. Estas fuerzas, por su parte, evitan
cuidadosamente el
encuentro de los buques españoles, pues divididas aún las de
Chile y las
del Perú, aguardan sin duda a hallarse juntas y a ser
reforzadas con los
dos buques que han salido de los astilleros de Francia e
Inglaterra, para
decidirse a aventurar un combate.
Por lo que a nosotros toca, es tan grande la confianza que
tenemos en
los valientes marinos encargados de mantener en las aguas del
Pacífico el
pabellón nacional a la altura que le corresponde, que hacemos
los más
fervientes votos porque ese encuentro se realice, en la
seguridad de que
su resultado dará ocasión a una nueva y gloriosa página en los
anales de
la marina española, tan fecundos ya en hechos brillantes y
heroicos.
Respecto a política interior continuaremos, siendo tan
parcos como la
índole de nuestro periódico exige. Las discusiones del proyecto
de ley
sobre imprenta sigue su curso en el Senado, y en el Congreso el
discurso
del conde de San Luis ha llamado de tal modo la atención
pública, que
durante algunos días ha sido el único objeto de los comentarios
de la
Prensa y de los círculos políticos.
Si la ciencia no hubiera demostrado ya de una manera
incontestable
que nuestro Globo gira en el espacio, la impresión que ha
producido este
discurso nos daría ocasión para exclamar con Galileo: E pur si
muove.
Porque, en efecto, ¿a quién de los que asistieron a la famosa
sesión en
que fue pronunciado, no le brotaría espontáneamente de los
labios esta
frase, aunque vulgar, por extremo gráfica: «¡Qué vueltas da el
mundo!?»
En París también está siendo objeto de controversias
vivísimas otro
magnífico e importante discurso. Monsieur Thiers, cuya activa
energía y
profundo talento ni se cansan ni se debilitan con los años, ha
dado una
nueva batalla a la tiranía democrática del imperio, a nombre de
las que
llama libertades racionales. La acometida ha sido brusca, pero
hoy como
ayer, el golpe de la elocuencia del célebre historiador se
embotará en la
compacta masa de la mayoría que, como una avalancha, caerá con
sus votos
sobre una minoría pequeña por su número, aunque grande por las
notabilidades que la componen.
Al mismo tiempo que del discurso de monsieur Thiers, los
diferentes
círculos de la capital de Francia se preocupan de otros mil y
mil diversos
asuntos que dan pasto a su incesante actividad intelectual. Los
diplomáticos hablan de las próximas conferencias en que las
naciones
signatarias del tratado de París han de reunirse para arreglar
definitivamente la cuestión de los Ducados, y tal vez para
tratar de los
asuntos de Italia, de cuya responsabilidad no le disgustaría al
emperador
descartarse un poco, repartiendo el grave paso entre varias
potencias.
Los filarmónicos se ocupan de una notabilidad, cuya
aparición en el
teatro Lírico obtendrá seguramente un éxito de curiosidad
extraordinario:
trátase de un verdadero fenómeno, de una joven de diez y ocho
años,
hermosa y con talento, que, a más de estas recomendables
cualidades, posee
una magnífica y robusta voz de tenor. El hallazgo no puede ser
más
oportuno para el mundo musical, hoy que los buenos tenores
escasean tanto
y, por nuestra parte, no desesperamos que siguiendo adelante en
sus
pesquisas los que han logrado encontrar este tesoro, darán el
mejor día
del año con alguna otra joven que pueda desempeñar la parte de
Bertrán,
del Roberto, o la del Gran Pontífice, en El Nabuco. Y no paran
aquí las
novedades que la capital del vecino imperio ofrece en la
actualidad a sus
habitadores, pues la venta de la quinta romana del príncipe
Napoleón y las
de varias colecciones de muebles históricos, cuadros, vasos,
medallas y
autógrafos importantes, traen en continuo movimiento a los
amateurs de
estas curiosidades, así franceses como extranjeros, entre los
cuales y a
propósito de la valuación de estos tesoros sacados a pública
subasta, se
suscitan las más acaloradas y curiosas controversias
artísticas,
arqueológicas y paleográficas.
Entre nosotros, si bien en pequeña escala, no deja de
notarse algún
movimiento. La Academia de Juegos florales ha publicado el
programa en
lengua limosina, convocando a los justadores literarios a la
lid abierta
para ganar la flor de oro, que, como en los buenos tiempos de
los
trovadores provenzales, ha de entregar una dama al vencedor;
aunque
modesto, un inventor español acaba de ensayar un descubrimiento
útil:
aludimos al peso para distinguir infaliblemente las monedas de
ley de las
falsas, descubrimiento que hoy, que circulan tantas de dudosa
legitimidad,
no es como vulgarmente suele decirse para echado en saco roto;
en algunas
provincias se anuncian exposiciones parciales agrícolas y de
ganados, y en
todas ellas se activan los preparativos para el envío de los
productos y
objetos que han de representar a España en la universal de
París.
Entretanto en la corte, después de la política, que es la
idea que
preocupa siempre en primer término, los teatros son los que
tienen el
privilegio de llamar la atención más constantemente. Las
representaciones
del César siguen llamando al público al elegante coliseo del
Príncipe,
mientras la obra de Ventura de la Vega encuentra diversa
acogida entre los
críticos de la Prensa periódica. La Zarzuela, dando a luz
obrillas cómicas
y ligeras, unas con mejor, otras con peor éxito, y agotando
todos los
recursos que posee la imaginación de su actual y simpático
director
Arderius, al que ayuda en esta campaña el inimitable
Caltañazor, logra
entretener a sus abonados ofreciendo espectáculos si no
altamente
trascendentales y literarios, al menos variados y divertidos.
El Pastelero
de París, El Colmillo del Elefante y la serie de cuadros vivos,
ejecutados
por los individuos de la compañía, que son las novedades que ha
ofrecido
en la semana, pertenecen a ese género de bromas con las que la
severa
crítica no tiene que ver nada, y que en logrando desarrugar
algunos ceños
y arrancar algunas sonoras carcajadas del público, que va de
buena fe a
divertirse, pueden bajar al panteón dramático con la
tranquilidad de que
han llenado su objeto.
Por último, y según habíamos previsto en nuestra anterior
revista,
Tamberlik ha obtenido un triunfo al aparecer en la escena del
teatro Real
con La Africana. La obra de Mayerber, realzada con el poderoso
concurso de
un artista tan de primer orden, ha podido ser apreciada por el
público en
cuanto vale. Durante todo el curso de la representación, los
aplausos del
auditorio, sustituyeron a los chicheos y silbas a que ya casi
nos tenían
acostumbrados los recalcitrantes del regio coliseo, y al llegar
al
magnífico dúo de Vasco de Gama y Zelika, el entusiasmo de los
espectadores
llegó a un punto difícil de pintar. Bástenos decir, para dar
una idea, que
la señora Rey Balla y Tamberlik fueron llamados hasta siete
veces a la
escena. Verdad es que como todo es relativo en este mundo,
según el dicho
de D. Hermógenes, las siete veces que han sido llamados al
palco escénico
los intérpretes de La Africana, son nada con las que el público
de Roma ha
hecho salir al maestro Petrella en la primera representación de
su nuevo
spartito «Caterina Howard». Según un periódico, el público
romano,
entusiasmado con las bellísimas melodías de esta ópera, hizo
salir al
maestro al foro hasta cincuenta y cuatro veces. Francamente,
este fatigoso
ejercicio, más que premio por una buena obra, parece penitencia
impuesta
por algún desaguisado musical.

Al fin se rompieron las hostilidades entre Austria y


Prusia. Suele
decirse a menudo, y nosotros lo hemos repetido algunas veces,
para dar a
entender que ha dado principio una guerra que se ha disparado o
se va a
disparar el primer cañonazo. La guerra presente, que, según
aseguran, se
ha venido tramando en silencio desde la famosa entrevista de
Napoleón,
Bismarck y Nigra en las playas de Biarriz, por burlar hasta
última hora la
previsión de los curiosos políticos, ha comenzado el drama con
una escena
mímica lo menos ruidosa posible. Hasta el momento, sólo ha
tenido lugar un
choque de la caballería austríaca con la prusiana, en el que
ésta ha
llevado la peor parte. Los cañones guardan aún un prudente
silencio, pero
dentro de muy poco abrirán sus formidables bocas para concluir
la
complicada polémica diplomática de un modo más enérgico y
terminante que
lo hubieran podido hacer los más elocuentes hombre de Estado en
las
frustradas conferencias.
El conflicto europeo está en pie. Hora es de mesurar,
aunque
ligeramente, sus gigantescas proporciones. Para poderlas
apreciar con
alguna exactitud, fuerza es tender la vista a nuestro alrededor
fijándonos
en la actitud en que al comenzar la guerra están colocados cada
uno de los
países que, más o menos directamente, se encuentran interesados
en la
lucha, de la cual podrían, en un caso dado, ser actores muchos
de los que
al presente se limitan a desempeñar el papel de testigos.
Austria y Prusia, cuyo antagonismo secular sólo se
debilita a
intervalos para reaparecer más enconado e intransigente, si se
atiende a
los datos que arroja la estadística militar, tienen casi
niveladas sus
fuerzas. Pero hay que hacer una observación importante. En
Austria la
guerra es popular; en Prusia no; o al menos Bismarck, que es el
alma de
ella, lucha inútilmente por levantar el espíritu público en
favor de sus
proyectos, de los que sospechan puedan ser tan sólo un medio
hábil para
distraer la atención del régimen político que con tan extraña
tenacidad
sostiene.
Hay otra desventaja en contra de Prusia. El Gabinete de
Viena,
insinuando hábilmente la idea de que el término de la cuestión
podría ser
la pérdida de la frontera del Rhin, ha herido la fibra nacional
alemana,
consiguiendo poner de su lado a la mayoría de los miembros de
la
federación. El equilibrio de poder, roto por la parte de
Prusia, se
restablece al caer en la balanza el peso de Italia.
En Italia la guerra es altamente popular e hija de un puro
y exaltado
sentimiento patriótico. Preparado de antemano el Gabinete de
Florencia a
las eventualidades de un choque inevitable en término más o
menos próximo
y ayudado en sus aprestos militares por una nación poderosa y
amiga,
cuenta con grandes recursos para comenzar la lucha, y se siente
fuerte con
la cooperación de un pueblo que despierta entusiasta a la nueva
vida de la
dignidad y la independencia, deseando dar muestras de que ha
llegado al
período de virilidad en que las naciones se bastan a sí mismas
para
conquistarse un puesto preeminente.
Decíamos, pues, que al caer el peso de Italia en la
balanza de las
probabilidades de éxito, el fiel se mantenía en equilibrio
entre las
partes contendientes, y por nuestras palabras acerca de los
medios con que
cuenta Víctor Manuel parece que no sólo restablece su
equilibrio, sino que
la vence del lado de las dos naciones aliadas. Hay, sin
embargo, que no
dejarse deslumbrar por el exterior homogéneo y simpático que
ofrece una
causa tan grande y popular como la italiana, midiendo sus
fuerzas por la
simpatía que inspira. Por debajo de la brillante superficie se
extiende
una red de intereses heridos, de odios mal apagados, de
aspiraciones
reprimidas, mas no olvidadas. Esa masa, numerosa aunque
dispersa, espía en
silencio una ocasión, mina sordamente el país, y no porque
ponga un empeño
particular en ocultarse, debe pasar desapercibida a los ojos
del que
intenta de buena fe sondear el verdadero estado de las cosas.
El
destronado rey de Nápoles, manteniéndose en su manifiesto
dentro de los
límites de una prudente reserva, aconsejando la calma, y
exhortando a sus
parciales a continuar unidos y en expectativa, traza claramente
esta línea
de conducta, más temible que la acción franca y desembozada.
La actitud de Roma no es menos digna de ser tomada en
cuenta.
Encerrada en un profundo silencio, aislada en medio de la
lucha, trata de
mantenerse impasible y extraña a los sucesos que a su alrededor
se
desenvuelven, pero ¿quién podrá calcular el efecto de su
autoridad
respetable cayendo en un momento oportuno al lado de uno de los
contendientes?
Además, cosa extraña, pero que se explica: la guerra con
Italia es,
en Austria, tanto o más popular que la de Prusia. Hay todavía
en el fondo
del corazón de los austríacos algo de aquella avidez y aquella
ansia que
empujó irresistiblemente en otros siglos a las razas del Norte
sobre el
Mediodía, cuyo sol y cuyo cielo equivalen a un paraíso; hay,
junto a ese
impulso poderoso, el deseo de vengar las derrotas de Solferino
y Magenta.
Tal es la situación de las tres grandes naciones que hasta
ahora han
aparecido en escena, y a las que está encomendado el prólogo
del inmenso
drama que tiene el privilegio de absorber la atención del mundo
en los
actuales momentos. Sin embargo, detrás de los bastidores se
adivina que
hay más de un personaje vestido y dispuesto a salir a las
tablas apenas lo
requiera el argumento, que amenaza ser complicadísimo. Algunos
de ellos se
han anunciado ya convenientemente, y, según lo requieren las
reglas
clásicas de las obras teatrales. Francia proclama en alta voz
su
neutralidad; pero es una neutralidad incomprensible. La carta
de Napoleón
a su ministro de Negocios Extranjeros, es un verdadero
logogrifo. Su
empeño, dice, es mantener la obra de Francia en Italia. Si ésta
se ve
amenazada, por cuestión de honor nacional, se encontrará
precisada a
terciar en la cuestión con las armas en la mano. Pero ¿cuál es
la obra de
Francia? La creación del reino de Italia tal y conforme se
encuentra
constituido. Si la Lombardía y el Milanesado vuelven a poder de
los
austríacos, he aquí su obra deshecha.
Si por el contrario, Venecia sale de manos del Austria
para
incorporarse a los dominios de Víctor Manuel, sucede lo mismo.
¿Será éste
el sentido de la carta imperial? En fuerza de ser lógico,
parece absurdo.
Napoleón no debe permitirse la candidez de aparentar que
cree la
cuestión reducida a un duelo de amor propio entre las partes
beligerantes.
He aquí explicado por qué Rusia, que sospecha, y no sin falta
de razón,
que Francia ha de ser neutral mientras la fortuna ayude a
Italia, y ha de
salir de su reserva si por casualidad le vuelve las espaldas,
ha declarado
terminantemente que un paso del Gabinete de las Tullerías en
este sentido,
la determinaría a tomar una parte activa en el asunto,
colocándose al lado
de Austria, a cuyo fin concentra en la frontera un ejército de
observación
compuesto de 200.000 hombres.
Por lo pronto, estos son los dos nuevos adalides que,
armados de
punta en blanco, presiden la liza, no con intenciones de
arrojar el bastón
en medio de los combatientes cuando se enardezca la lucha, sino
con el de
bajar, lanza en ristre, a la arena a compartir sus peligros y
su suerte.
Mas entretanto que con más o menos franqueza cada cual se
coloca en un
determinado sitio y deja traspirar sus intenciones, ¿qué hace
Inglaterra?
Napoleón, engolfado en la prosecución de sus trascendentales
combinaciones, vuelve de cuando en cuando los ojos hacia el
Canal de la
Mancha, y acecha con miradas furtivas a su eterna rival,
tratando de
traslucir sus pensamientos. Inglaterra, muda e impasible, le ve
hacer,
aparenta preocuparse con sus asuntos interiores, y se oculta
bajo la
impenetrable máscara de una glacial indiferencia. Algo medita,
sin
embargo. La casi imperceptible sonrisa que dilata sus delgados
labios,
trae inquietos a los que se dedican a augures de su semblante.
Dinamarca,
Suecia y Noruega, obedeciendo a sus ocultas insinuaciones,
estrechan en
silencio el lazo de la unión escandinava, y esperan también,
envueltas en
una reserva impenetrable y fría, como sus eternas nieves. Toda
la Europa
en armas, levantando cada país su bandera al primer grito y
amenazando
mezclarse en una contienda titánica, ardiente y general desde
el
principio, sería menos temible que esa calma preñada de
proyectos obscuros
que rodea a los combatientes. Hay algo de pavoroso en la
actitud de esos
países que aguardan el momento en que la fortuna vuelva una vez
la espalda
a un poderoso enemigo para caer sobre sus restos y desbaratar
su obra, ya
que nu puedan repartirse sus despojos. Se presiente en la
pesadez de la
atmósfera que nos rodea como el informe conato de un Waterlóo
colosal. El
segundo imperio, menos brillante y ruidoso que el primero,
tiene, no
obstante, raíces más profundas, y para descuajarlo se ha de
sentir una muy
honda conmoción. El Waterlóo de Napoleón I fue la caída de un
hombre; el
del III sería la de un orden de cosas encadenadas estrechamente
entre sí,
y que han tenido tiempo de solidificarse. Al detenerse un punto
a meditar
sobre las arduas cuestiones arrojadas a la arena de la
discusión en estos
graves momentos, después de haber examinado rápidamente los
móviles que
impulsan a otros países, las probabilidades de éxito con que
cuentan, y
los proyectos que, más o menos fundadamente, se puede presumir
que
abrigar, ocurren naturalmente multitud de reflexiones que a
medida que
vayan sucediéndose los acontecimientos, iremos exponiendo a la
consideración de nuestros lectores.
Hace poco, los que oyeron a Napoleón decir a los
trabajadores del
Campo de Marte:
«No desmayar en vuestras tareas; la Exposición ha de
celebrarse en
medio de la más profunda tranquilidad», auguraron de aquí que
la paz no se
turbaría. Al ver hoy que los trabajos para la próxima
Exposición universal
siguen activamente y que los obreros que se retiran a descansar
de las
fatigas del día son sustituídos por otros que siguen la faena
con ayuda de
un faro eléctrico, durante la noche, no puede darse otra
explicación a sus
palabras, sino que la guerra que se dispone ha de ser
sangrienta pero
breve.
Tal es el cuadro que ofrece la política exterior al
expirar la
presente semana. La carencia de otros sucesos más importantes y
la
imposibilidad de ocuparnos de algunos que se realizan entre
nosotros, por
no permitirlo la índole de este trabajo, nos ha hecho
detenernos
deliberadamente en trazarlo a nuestros lectores, pues terminada
por el
momento la cuestión del Pacífico, todo el interés se
reconcentra en
adelante en el nuevo teatro de la guerra.
Respecto a espectáculos, tampoco podemos añadir gran cosa.
De los
caballitos del Circo, donde nada nuevo se hace, nada nuevo
puede decirse.
Como presumíamos, la empresa de los Campos Elíseos vino al
suelo combatida
de las mil contrariedades con que ha tenido que luchar desde su
creación.
Aunque se habla mucho de música y conciertos de todos tamaños,
chicos,
medianos y monstruosos, la cosa no ha pasado aún de la
categoría de
proyecto. Cuando se realicen, daremos cuenta a nuestros
lectores del
resultado.
El mal tiempo ha hecho que en el presente año se hayan
retrasado las
expediciones veraniegas, ya al campo, va a los puertos de mar y
a los
establecimientos de baños, donde unos acuden en busca de salud
y otros a
caza de aventuras de todo género. Es de esperar que si la
atmósfera se
despeja y desaparecen las nubes que constantemente han estado
casi toda la
primavera amagando y aun descargando sobre nuestras míseras
humanidades
terribles aguaceros, los habitantes de la corte se apresuren a
hacer la
maleta y se marchen, como suele decirse, con la música a otra
parte.
No obstante el estado excepcional en que aún se encuentra
la corte,
la política interior comienza a dar algunas señales de vida. La
lectura
del proyecto de contestación al discurso de la corona, ha
tenido lugar en
el Senado, sin otro incidente notable que el promovido en una
cuestión
previa a propósito de la mayor o menor conveniencia de entrar
en los
debates consiguientes a la aprobación del proyecto, hallándose
aún en
estado de sitio la capital de la monarquía. Resuelto este
incidente, se ha
dado principio a la discusión, la cual, aunque ofrece grande
interés, no
halla en la Prensa ni en los círculos políticos el eco que
hubiera
encontrado a ser otras las circunstancias.
En las Cortes, si bien no han comenzado aún los debates,
la lectura
del documento en que este Cuerpo colegislador contesta al de la
corona, ha
dado ya lugar a que la opinión pública se fije en la especial
actitud de
la mayoría. Del seno de esta mayoría salió la comisión que ha
redactado el
párrafo en el cual se aboga calurosamente por la conservación
del poder
temporal del Papa, y del seno de esta misma mayoría saldrán los
defensores
del proyecto de enmienda de ese párrafo en que sus impugnadores
creen que
se ha ido mucho más allá del pensamiento del Gobierno.
A distraer la atención de este incidente, que se presta,
en efecto, a
comentarios de muy diversa índole, ha venido por último la
presentación en
la Alta Cámara de dos proyectos de leyes importantes.
Uno de ellos se dirige a modificar la actual ley de
imprenta en
sentido restrictivo; el otro tiende a introducir algunas
novedades en la
de asociación y reuniones públicas. Como anunciábamos en
nuestra última
revista, no ha transcurrido mucho tiempo sin que en la política
interior
se hayan realizado significativas variaciones.
Estos nuevos asuntos que sirven de tema a los diferentes
cálculos y
apreciaciones del país no logran, sin embargo, amortiguar el
creciente
interés que despierta cuanto se relaciona con la cuestión de
Chile.
Antes de ahora habíamos hablado de un combate entre un
buque de
nuestra escuadra con varios otros, procedentes de Chile y el
Perú, combate
en el cual nuestra marina de guerra había colocado el pabellón
nacional a
la altura que le corresponde.
Estas noticias halagüeñas que, aunque extraoficiales,
llegaron hasta
nosotros por tan diferentes conductos que parecían excluir toda
idea de
desconfianza en su autenticidad, las confirmó nuevamente una
carta
recibida en Barcelona, en la cual se refiere el suceso con
tantos
pormenores, que a nadie quedaba ya sobre el particular la más
remota duda.
No obstante, la llegada del correo del Pacífico y el
silencio del
diario oficial, han venido a echar por tierra todas las
ilusiones que se
habían forjado acerca del éxito de nuestras armas en aquellos
países. La
reacción producida en el espíritu público alienta, en cierto
modo, a los
que complaciéndose en amontonar dificultades en el porvenir,
auguran a
este asunto un desenlace desastroso para nuestra honra y
nuestros
intereses. Nada más lejos de nuestro ánimo que el temor de que
esto
suceda, pero aunque abrigamos confianza en el valor de nuestros
marinos,
no dejaremos un instante de unir nuestra voz a la del país
todo, que ansía
y pide más actividad en la resolución de un asunto que cada día
que se
demora puede traernos, y nos trae efectivamente, una nueva
complicación o
un nuevo obstáculo.
Correspondencias de Londres, cuyo contenido hemos visto
después
confirmado en los centros oficiales, anuncian que se han hecho
a la mar
algunos buques chilenos armados en corso. Estos buques,
tripulados por
gentes a quienes guía más bien que una idea patriótica el cebo
de una
ganancia segura, la experiencia nos enseña con cuánta facilidad
se
multiplican ante la perspectiva de una larga guerra. Hoy por
hoy las
fuerzas marítimas de que disponemos bastan a proteger nuestras
costas y
los intereses de nuestras embarcaciones mercantes, pero ¿quién
nos asegura
que si los accidentes de la lucha hacen necesario el refuerzo
de la
escuadra del Pacífico, los buques chilenos y peruanos armados
en corso no
nos crearán serios conflictos?
Fuera de las noticias referentes a esta cuestión, cuyos
menores
detalles tienen importancia para nosotros, ninguna de las que
se reciben
del exterior respecto a la política de las otras naciones
ofrece nada de
notable.
Las exequias del príncipe Othon, cuya temprana muerte ha
venido a
aumentar los pesares domésticos de Víctor Manuel, se han
celebrado en
Génova con una solemnidad y pompa inusitadas. El príncipe Othon
había
nacido en 1846, y aunque su salud fue siempre delicada, mostró
en la
investigación de algunos problemas científicos, a cuyo estudio
era muy
aficionado, condiciones de carácter y talento nada comunes.
En Francia, el emperador Napoleón, dando por un momento
tregua a la
política, parece que se ocupa activamente en la prosecución de
los
gigantescos trabajos preparatorios de la exposición universal,
en la cual
trata de tomar parte figurando personalmente entre los
expositores. A este
fin, con la misma pluma con que escribió la Historia de César,
tomando
plaza entre los literatos, tira líneas, levanta planos y hace
croquis para
completar su proyecto, que una vez logrado, ha de traerle las
simpatías de
la clase obrera. Los trabajos que piensa exponer consisten en
modelos de
habitaciones que reúnan, a un precio extraordinariamente
barato, todas las
condiciones higiénicas y de comodidad apetecibles. Se dice que
para que el
público pueda juzgar competentemente los modelos imperiales,
van a
levantarse en el parque de la exposición tres o cuatro de estas
casas,
propias para obreros de la ciudad las unas, y las otras para
labradores.
Veremos si estos proyectos de que tanto se viene hablando en
Francia, como
una de las más eficaces medidas para la solución de las
cuestiones
económicas, respecto a la clase obrera, llegan a su madurez o
sucede lo
que entre nosotros, que siempre se quedan en los limbos de la
ilusión y el
buen deseo.
Si bien la semana se ha presentado escasa de novedades
respecto al
exterior, pues aparte de estas noticias y algunas otras de poca
importancia, nada encontramos en las correspondencias y
periódicos
extranjeros a propósito para nuestra revista, la cual, debiendo
ocuparse
en globo de todas las cuestiones, sólo toca de ellas los puntos
más
salientes, en los círculos científicos, artísticos y literarios
de la
corte hemos podido observar algún más movimiento que el de
costumbre.
Las personas encargadas de llevar a cabo la Exposición de
los objetos
remitidos al Gobierno por la comisión científica del Pacifico,
se han
reunido bajo la presidencia del director de Instrucción
pública, a fin de
acordar definitivamente las bases del proyecto. Según unos, la
Exposición
tendrá lugar en la histórica casa de los Lujanes; al menos esta
parece que
fue la primitiva idea del Gobierno. Otros, sin embargo, opinan
por que se
realice en el Jardín Botánico, local que juzgan más a propósito
por sus
especiales condiciones. En este sitio o en aquél, celebraríamos
que la
Exposición no se hiciese esperar mucho, pasando a la categoría
de los
mitos como la célebre hispano-americana, para la cual se
hicieron tantos
planos en balde y hasta se nombró una comisión y se señalaron
los terrenos
que habían de ocupar los parques y galerías.
La Real Academia de Medicina de Madrid ha celebrado la
sesión
inaugural del nuevo año 66 con la brillantez que acostumbra.
Multitud de
personas notables, así por su posición como por su talento, han
concurrido
a este acto científico, importante no sólo por las cuestiones
que han
tratado en sus discursos los que en él tomaron parte, sino por
el estudio
que despierta entre los que se dedican al estudio de la ciencia
de curar
el ver recompensados sus afanes y vigilias de una manera
oficial y
solemne.
Así en la relación que hizo el Sr. Nieto y Serrano de los
trabajos
llevados a cabo por la Academia durante el año último, como en
el discurso
que leyó el Sr. Santucho sobre Las relaciones entre la Medicina
y los
sistemas de filosofía, el público ha podido apreciar
distintamente el
vuelo que van tomando en nuestro país cierto género de
estudios, que en
éste como en los diversos ramos del saber humano, anuncian una
nueva era
de adelanto para nuestras escuelas profesionales.
Antes de terminar la sesión, el señor presidente adjudicó
los premios
a los autores de las Memorias que la Academia ha juzgado dignas
de este
honor, abriendo nuevamente concurso para los años de 1866 y
1867.
Después de esta solemnidad científica, hemos tenido
ocasión de
asistir a otra literaria no menos importante. La primera
representación de
una obra de Bretón de los Herreros, del ilustre decano de la
comedia de
costumbres españolas, se ha considerado siempre como un
acontecimiento
para las letras. El Abogado de los pobres, que tal es el título
de la
nueva joya con que el autor de La Marcela ha enriquecido
nuestro teatro,
merece, en efecto, ocupar el lugar preferente en que la colocan
los
críticos, al lado de las mejores que ha producido la misma
chispeante y
fecunda pluma. El pensamiento de la obra es altamente
filosófico,
mereciendo desde luego nuestro aplauso el fin moral que se
propone su
autor, combatiendo con todo género de armas la creciente
ambición y el
inmoderado afán de lucro y de goces que atormenta a la sociedad
moderna,
como una sed febril e insaciable. Esta misma idea la hemos
visto más de
una vez desarrollada así en nuestro teatro como en el
extranjero, pero
nunca hasta hoy había aparecido en la escena vestida con un
traje tan
español y tan característico. Los personajes que intervienen en
la fábula
no son, como por desgracia suele acontecer en nuestras comedias
de ahora,
un pálido trasunto de las pasiones, los sentimientos y los
intereses de
otra sociedad: a todos los hemos visto alguna vez, los
conocemos, pasan en
el mundo a nuestro lado. Desenvuelto el plan por medio de
escenas
naturales y perfectamente encadenadas, sin exagerados
contrastes, sin
efectos de relumbrón ni situaciones falsas, va el espectador
hasta el fin
de la obra movido de un agradable interés que jamás se
debilita. El
diálogo suelto, cómico y chispeante, ayudado de esa fácil y
maravillosa
versificación, que es la dote que más particularmente distingue
a Bretón
de los Herreros en cuanto escribe, completan las condiciones de
esta
lindísima comedia, que con tan justos y tan merecidos aplausos
recibió la
noche de su estreno el público.
Nosotros unimos nuestro más sincero parabién al de los que
una y otra
noche llaman al palco escénico a su popular autor, cuyo talento
y
admirables dotes se creían debilitados por los años y que hoy
aparece más
joven, más lleno de savia y brío que nunca.
También los apasionados por la música han tenido motivo
para
felicitarse en la semana pasada. La inauguración de los
conciertos
clásicos en los salones del Conservatorio, han venido a
indemnizar en
parte a los que no hallan en el Teatro Real armonías dignas de
sus
delicados e inteligentes oídos.
A una parte de la sociedad, que sólo encuentra en la
música pretexto
para asistir a un teatro concurrido, mostrarse vestida de
trajes
elegantes, con los hombros cubiertos de una gasa transparente y
el cabello
prendido en una red de perlas, sobre el fondo grana y oro del
palco, o
para dirigir desde las butacas a un lado y otro de la sala la
batería de
sus gemelos, el Real, con su lujo deslumbrador y sus
localidades llenas
por la sociedad más brillante de la corte, sea bueno o malo el
cuadro de
cantantes y las óperas que se representen, siempre ofrecerá un
poderoso
atractivo. Pero los constantes y verdaderos apasionados de la
buena
música, de esa música clásica, vedada a los oídos profanos que
necesitan
un largo y enojoso noviciado filarmónico para comprenderla,
abandonan el
regio coliseo para darse cita en el salón del Conservatorio,
donde las
sublimes creaciones de Mozart, de Haidyn, de Madelson y de
Handel les
hacen olvidar, con sus melodías bellísimas, sus sabias
combinaciones y sus
inspirados giros, el estado de decadencia y abandono en que se
halla el
teatro de la ópera.

Como era de esperar, a medida que transcurren días el


drama político
que se representa a los ojos del país, pierde parte del interés
que
inspiraba y comienza a aburrir a los espectadores.
Lo mismo en la escena del mundo que en la del teatro, es
preciso que
los desenlaces sean muy breves para mantener viva la atención
hasta la
última palabra.
Esta especie de paréntesis que la monotonía de los sucesos
ha venido
a abrir en medio de la pública ansiedad, se ha llenado, sin
embargo, con
variaciones sobre un tema interesante. Aludimos a la ya famosa
sesión de
las Cámaras portuguesas.
La energía con que los jefes más importantes de todos los
partidos
políticos han protestado contra la idea de unión ibérica, ha
causado en
muchos una honda impresión de asombro. Por nuestra parte, no
nos ha cogido
de susto esa ruidosa y un tanto finchada explosión de
sentimientos de
independencia. La cuestión es muy sencilla. Por muchas
ilusiones que se
hagan acerca de su país, a ningún hombre político del vecino
reino se le
oculta, que en cualquiera forma que anexionasen España a
Portugal, los
anexionados serían ellos.
De todos modos, las últimas y explícitas declaraciones de
la Cámara
portuguesa y las desusadas medidas de precaución que aseguran
va a tomar
aquel gobierno con los militares españoles que se refugian en
su país,
serían aún objeto de extensos comentarios, si la triste e
inesperada
noticia de sucesos que nos atañen más de cerca no hubieran
venido a fijar
la atención pública en otro asunto.
La noticia del apresamiento de la goleta Covadonga,
llevado a cabo en
las aguas de Coquimbo por una fragata chilena, ha sido, pues,
el tema de
todas las conversaciones durante los primeros días de la
semana.
Acerca de los pormenores del combate que dio por resultado
el
apresamiento de la Covadonga, han circulado versiones muy
distintas; y
nada tiene esto de extraño, toda vez que, según la declaración
del
gobierno en las Cortes, la noticia se ha recibido por conducto
extraoficial. Lo verdaderamente triste es, que mientras el
suceso no se
conoce con todos sus detalles, los periódicos extranjeros,
hostiles a
nuestros intereses y a nuestra política en aquellos países,
sacan partido
de esta cuestión para rebajarnos a los ojos del mundo.
La Presse, por ejemplo, dice que la fragata chilena
Esmeralda hizo
hasta quince disparos, que todos alcanzaron a la Covadonga,
mientras ésta
le contestó con nueve, de los cuales ni uno solo tocó al buque
enemigo,
arriando por fin la bandera española y entregándose a
discreción después
de un combate que duraría veinte minutos lo más. Esta relación
es tan
apasionada como inverosímil. La Presse se sabe que es uno de
tantos
periódicos como hay en el extranjero, que parodiando a nuestro
Lope de
Vega:
Pues se lo paga Chile,
creen que es
justo
trocar las cosas para darle gusto.

Pero no necesitábamos nosotros saberlo para resistirnos a


creer
ciertos detalles, que, habiendo ocurrido tal y como el
periódico francés
los refiere, dejarían en mal lugar a nuestra marina.
No valen ciertamente los chilenos el recuerdo, por ser
demasiado
grande para tan pequeña ocasión, mas en caso de duda, nos
hubiera bastado
traer a la memoria los nombres de Lepanto y Trafalgar, para
adquirir el
convencimiento de que los mismos que tan gloriosamente han
sabido vencer y
sucumbir en otras ocasiones, no desmentirían en ésta la
tradición de la
marina española.
En efecto, según la relación que se cree más conforme con
las
noticias del gobierno, La Esmeralda, de veintiséis cañones,
merced a una
indigna estratagema, y arbolando la bandera inglesa, logró
sorprender
nuestro buque, disparándole de improviso una andanada que dejó
fuera de
combate a varios hombres de la tripulación, desmontando al
mismo tiempo el
principal de los dos cañones con que podía defenderse. La
Covadonga, no
obstante, hizo un disparo que derribó la chimenea de la
Esmeralda, pero
viendo la imposibilidad de sostener una lucha con tan
desiguales fuerzas,
trató de quitar los tornillos para irse a fondo, lo que
indudablemente
hubiera hecho a haberles dado lugar a ello los enemigos, que se
precipitaron al abordaje sobre la goleta. Este ha sido el
triunfo que han
obtenido los chilenos: decimos mal, los chilenos no; pues según
todas las
noticias, confirmadas por los mismos periódicos partidarios de
aquel país,
la Esmeralda, que sólo izando una bandera que no es la suya
pudo engañar a
nuestros marinos, como los engañaría el pirata más vulgar, iba
mandada por
un capitán inglés, haciendo las veces de segundo un norte
americano.
De la impresión que este contratiempo produjo en el ánimo
del general
Pareja, jefe de nuestra escuadra, se ha hablado también en muy
diversos
sentidos.
A última hora se ha confirmado la noticia de su
desgraciada muerte.
Esta catástrofe, que priva a nuestra marina de uno de sus jefes
más
entendidos y pundonorosos, se refiere así: El general Pareja,
intranquilo
ya por la tardanza de la Covadonga, que debía traerle unos
pliegos, tuvo
conocimiento, merced al cónsul de los Estados Unidos, de los
rumores que
circulaban acerca de su encuentro con la Esmeralda. La noticia
no era aún
oficial, pero al día siguiente la confirmó el mismo cónsul con
datos que
no dejaban lugar a dudas. El general Pareja no mostró afectarse
mucho,
antes por el contrario, paseando sobre cubierta con la misma
persona que
había confirmado el hecho y con algunos otros jefes de la
escuadra, dio a
entender que era un contratiempo fácil de remediar; ni su
aspecto, ni sus
palabras, revelaron cual era el verdadero estado de su
espíritu, ni dieron
lugar a que se sospechase que había concebido tan fatal
resolución. No
obstante esta tranquilidad engañosa, apenas se vio solo bajó al
camarote,
y disparándose un revólver puso fin a su vida. Cuando los
oficiales del
buque, alarmados por la detonación, penetraron en el camarote
de su jefe,
sólo encontraron un cuerpo inerte y sangriento, y un papel en
que había
escrito estas líneas:
«Suplico que no se arroje mi cadáver en las aguas de
Chile.»
La última voluntad del desgraciado general Pareja se ha
cumplido.
En estos difíciles momentos ha entrado a sustituirle,
encargándose
del mando de las fuerzas navales, D. Casto Méndez Núñez,
inteligente
marino en cuya capacidad y resuelto ánimo se fundan grandes
esperanzas, y
el cual, sin andar en contemplaciones, habrá tomado ya
revancha, arrasando
la costa de ese país, que ha interpretado como miedo lo que ha
sido, por
parte nuestra, un exceso de consideración, y obligando a la
Esmeralda, que
tan satisfecha se mostrará de su fácil triunfo, a que se
esconda de
nuestra ira huyendo a otros mares. Nos parece que las potencias
mediadoras
no abrigarán todavía la ilusión de arreglarlo todo con un par
de notas
diplomáticas, verdaderos papeles mojados cuando las cosas se
colocan en el
terreno en que se ha colocado ya la cuestión. Y si la
abrigasen, tanto
peor para ellas, que tan frecuentemente nos dan el ejemplo de
cómo se
zanjan estos asuntos.
Mientras esto sucede en el Nuevo Mundo, en el viejo,
Napoleón se
ocupa casi exclusivamente de la apertura de la Cámara popular.
Este
acontecimiento, siempre importante, contribuyen a hacerlo más
todavía en
las circunstancias actuales la actitud de los partidos y la
gravedad de
las cuestiones que en ella se han de resolver.
La comedia francesa se dispone a inaugurar en su próxima
representación de aniversario las estatuas de Mlle. Mars y la
Rachel,
honrando así con un solemne y entusiasta homenaje, el recuerdo
de las dos
célebres actrices que tantos días de gloria han dado a la
escena de su
patria.
Las comisiones encargadas de dar el mayor realce posible a
la
Exposición que ha de llevarse a efecto en 1867, madura el
proyecto de un
teatro internacional donde puedan representarse en su propio
idioma las
inmortales creaciones de Calderón y de Shakespeare, de
Corneille y de
Schiller.
La Academia de Ciencias, en fin, que ha recibido como
donativo
particular la suma de 80.000 francos, ofrece un premio
destinado a
recompensar el descubrimiento más útil a la clase obrera.
Y esta misma actividad científica, industrial y literaria,
que
contrabalancea en el vecino imperio el influjo de la política,
se deja
sentir en Inglaterra de una manera más clara y evidente.
Aún se discuten las importantes cuestiones abordadas en el
mitin
religioso, donde tomaron la palabra, en unión de algunos
individuos del
clero ruso, los obispos y doctores más eminentes del
protestantismo, para
tratar de la unión de las iglesias anglicana y oriental, cuando
ya llega
hasta nosotros la noticia de una nueva y numerosa reunión de
los
sacerdotes católicos celebrada en casa de monseñor Manning,
arzobispo de
Westminster. Todavía se ocupan los periódicos del atrevido
proyecto para
establecer entre Douvres y Calais una comunicación regular por
medio de
buques de las dimensiones del Great-Eastern, sobre los cuales
puedan
trasladarse enteros los trenes de los ferrocarriles, cuando ya
recibimos
detalles acerca de las curiosidades literarias y arqueológicas
remitidas a
la sociedad asiática de Londres.
El casual descubrimiento a que se deben estos verdaderos
tesoros que
han de contribuir a derramar la luz sobre la historia y la
literatura
hebreas, ha tenido lugar en unas excavaciones practicadas en
Nadir-Sarape,
cerca de Trípoli. En un terreno rodeado de vastos jardines se
ha
encontrado una casa cuya fecha se remonta a dos o tres siglos
antes de
nuestra era, y cuyas habitaciones, en perfecto estado de
conservación,
guardaban aún intactos muebles, utensilios de varias clases y
una
verdadera biblioteca en que se ven libros de Moisés, salmos de
David y una
colección de poesías hebraicas desconocidas hasta hoy.
Este hallazgo y el anuncio de una nueva obra del célebre
autor de
Nuestra Señora de París, tienen en conmoción dos círculos
diferentes: el
de los eruditos y el de los soñadores; el de los que rinden
culto al libro
que acaba de ser desenterrado, y el de los que esperan
impacientes el
próximo a darse por vez primera a la luz de la publicidad. Les
travailleurs de la mer, se aguarden, en efecto, con tanto o más
afán que
las anteriores creaciones de Víctor Hugo, porque sólo el título
de la obra
hace presentir que el desterrado de Jersey ha de haber
encontrado la
inspiración a que lo debe, en la misma orilla de esa inmensidad
sin
límites ni fondo, cuyas bellezas y cuyos horrores, cuyos dramas
y cuyos
misterios va a revelarnos su pluma.
Fecunda se ha mostrado, pues, la semana en sucesos y
noticias del
exterior, si bien los menos halagüeños nos han cabido en parte.
Consuélanos, sin embargo, ver que disipados en el interior los
temores de
próximos y profundos trastornos, comienza a restablecerse la
tranquilidad,
y con ella a dar señales de vida los diferentes círculos de la
sociedad
madrileña.
La Comisaría de los Santos Lugares trata de abrir un
concurso para la
adquisición de dos cuadros con destino a Jerusalén el uno y el
otro a un
templo católico de Marruecos, y la Junta directiva de la
Academia
Médico-Quirúrgica Matritense, anuncia desde luego el certamen
para los
premios de 1866, proponiendo, como primer tema, la biografía y
el estudio
crítico-filosófico de las obras de uno de nuestros hombres más
eminentes,
Francisco Valle de Covarrubias, a quien llamaron en su época El
Divino.
A estos aislados pero generosos esfuerzos, encaminados a
despertar la
emulación y el entusiasmo entre los que cultivan las artes y
los que se
consagran a la ciencia, se une la gradual animación de los
habitantes de
Madrid, que, volviendo poco a poco a las tareas o los placeres
de la vida
ordinaria, al par que pueblan los salones y las calles, los
teatros y los
paseos, devuelven a la cortesana villa el regocijo y la
exuberancia de
luz, de color y movimiento propios de la estación presente,
cuando lucen
días de sol tan magníficos como los que nos han estado dando,
acordes por
casualidad, el cielo y el almanaque.

Después de firmados los preliminares para el convenio


entre Austria y
Prusia, aguardábase con gran interés la apertura de las Cámaras
en Berlín.
La situación especialísima en que se encuentra Mr. Bismarck
respecto al
partido liberal prusiano, dejaba presumir que el discurso del
rey vendría
a proponer la fórmula de una transacción entre las oposiciones
y su
ministro responsable. Por otra parte, como todo el tiempo que
ha mediado
desde la victoria de Sudowa, que definitivamente zanjó la
cuestión alemana
a favor del rey Guillermo, hasta el día, no han cesado los
forjadores de
hipótesis y cálculos políticos de suponer al Gabinete de Berlín
animado de
las más absurdas esperanzas y lleno de deseos exageradamente
ambiciosos
esperábase asimismo que el mensaje de la Corona a las Cámaras
había de
desenvolver la idea de una política invasora y dominante, en
cuyo fondo se
dejase adivinar el proyecto de unificar la Alemania, bajo la
égida de
Prusia.
Las Cámaras de Berlín se han abierto al cabo, y el rey
Guillermo ha
pronunciado el discurso, que por despachos telegráficos se
comunicó en
resumen a toda Europa, y del cual ya tenemos el texto íntegro.
En la
cuestión de la guerra actual los curiosos van de sorpresa en
sorpresa. Mr.
Bismarck, manteniéndose en un límite respetuoso ante la
representación del
país, ruega, por medio del rey, se legalicen sus actos pasados,
excusándolos con la necesidad de disponer los medios
conducentes a un
resultado tan satisfactorio para la causa nacional como el que
ha
obtenido. Un bill de indemnidad que presentarán los más adictos
al
Gobierno, y que indudablemente votarán por aclamación los
diputados
prusianos, pondrá término a la enojosa lucha que hace tiempo
sostenían
entre sí los representantes del pueblo y el Gabinete.
Respecto a planes futuros que se relacionan con la
política exterior,
el discurso del rey es muy sobrio de palabras, y si en realidad
puede
sospecharse otra cosa, al menos en la apariencia es franco y
explícito.
Prusia, satisfecha con la posición en que se ha colocado,
merced a sus
recientes victorias, se limitará a solidificar su obra
estrechando los
lazos que han de unirla a los Estados de la Confederación del
Norte. Una
política prudente y pacífica, podrá permitirle atender al
cuidado de la
Hacienda y de sus intereses materiales, profundamente
lastimados a
consecuencia de la guerra que acaba de sostener.
En Austria la cuestión cambia completamente de aspecto.
Mientras el
partido liberal prusiano transige con Bismarck, y acepta, quizá
gustoso,
una limitación de sus pretensiones a cambio de gloria, en Viena
comienza a
temerse que la efervescencia producida en algunos pueblos a la
noticia de
la paz se transforme en principio de una revolución que
concluya por
desgarrar en jirones el imperio.
Ante una situación vencida, todos los partidos son
exigentes.
Húngaros y polacos piden, a trueque de la humillación sufrida
por la
colectividad de que forman parte, nuevas y nuevas concesiones
en el
sentido de la independencia a que aspiran.
Todo lo que en Prusia son preludios de unidad y concordia,
se ha
convertido en Austria en síntomas de futuros conflictos y de
inevitables
pugnas de intereses.
El golpe está dado. Si Austria permanece abandonada a sí
misma en
medio de las grandes potencias que la cercan y que asisten con
el arma al
brazo a su agonía, su muerte y su descomposición serán seguras.
Los partidarios a toda costa del equilibrio europeo,
suprema lex en
el arreglo de las cuestiones internacionales en la época
presente, esperan
aún que la caída del imperio austríaco no ha de llegar a
consumarse, toda
vez que cayendo se rompería la maravillosa máquina que tanto
empeño hay en
sostener. Francia, dicen, que acaso está arrepentida de su
obra, y que en
un porvenir no lejano sería posible que coaligada con Francisco
José,
tornase las cosas a su primitivo estado. La presunción de los
que así
piensan no está del todo fuera de los límites de la
verosimilitud, pero lo
cierto es que el juego nos parece peligroso para repetido
muchas veces.
Francia protesta una vez y otra de su desinterés al mezclarse
como
mediadora en la lucha, y por nuestra parte creemos que en esta
ocasión lo
será a la manera de la zorra de la fábula en presencia de las
uvas, que
calificaba de verdes. Si, como esperaba, con algún fundamento,
hubiera
sido necesaria su intervención material, las cosas pasarían de
otro modo,
pero el cálculo salió fallido y tendrá que aguardar otra
ocasión para
volver a su eterno tema de las fronteras naturales.
Algunos publicistas franceses, haciéndose cargo de este
asunto,
parece como que desentrañan el fondo de la política imperial, y
advirtiendo a Prusia de ese peligro no lejano, tratan de
inclinar su ánimo
a una compensación que le aseguraría el porvenir por esta
parte. Esta es
una idea de un autor aislado, de un caballero particular, como
diríamos
nosotros; pero ¿a quién se oculta que en Francia no se escribe
más que lo
que al emperador importa que germine y cunda?
Tal es, al mediar la semana, el aspecto que presenta esta
enredada
cuestión que se desembrolla lentamente y que nadie sabe si aun
después de
ajustada la paz, podrá entenderse. Dejándola por ahora a un
lado hasta que
nuevos acontecimientos aporten más luz a sus obscuras
sinuosidades, vamos
a compendiar en algunos renglones las noticias que por varios
conductos se
han recibido de América.
En Chile, la elección del nuevo presidente ha dado lugar a
escenas de
desorden que patentizan hasta qué punto se encuentran divididas
las
parcialidades que ni en circunstancia como las que atraviesan
saben
acallar sus pasiones. Después de una encarnizada lucha de
intereses, en la
que más de una vez ha intervenido la fuerza para dar valor a
los
argumentos, el partido que desea la guerra con España, que si
no es el más
numeroso e ilustrado, es el más alborotador e intransigente, ha
vuelto a
sacar triunfante de las urnas el nombre del presidente Pérez.
La llegada
de los buques Huascar e Independencia ha contribuido mucho a
este éxito,
pues con este refuerzo se hacen la ilusión de que podrán
resistirnos con
ventaja. En el Perú no andan las cosas mucho mejor para los
intereses
comerciales del país.
El tiempo que les ha dejado libres nuestra escuadra, en
vez de
emplearlo en reponerse y prepararse de una manera conveniente a
resistir
el formidable ataque de nuestras fuerzas, que no tardarán en
presentarse
de nuevo ante sus costas, lo pierden en luchas intestinas y en
recriminaciones estériles. Poco a poco la verdad se va abriendo
camino, y
a pesar de las fiestas y los banquetes con que se celebró, lo
que ellos
llaman defensa del Callao, a muy pocos se oculta que la acción
fue un
verdadero revés para los peruanos. El dictador Prado,
conociendo que se le
escapa de entre las manos el Poder en que a tanta costa se
sostiene, se ha
echado por completo en brazos del partido exaltado, hiriendo el
sentimiento religioso de los pueblos con sus pretendidas
reformas.
En tanto que nuestros enemigos luchan y se desgarran entre
sí, la
escuadra española, surta en las aguas de Río Janeiro, se
dispone a entrar
de nuevo en campaña llena del mayor entusiasmo, y en la
Península se
preparan refuerzos considerables para poner término, de una vez
para
siempre, a la cuestión.
Descartadas las novedades políticas de que se ha tenido
noticia
durante la semana, y de las cuales dejamos apuntadas, aunque en
resumen,
las más dignas de fijar la atención, poco o nada podríamos
decir que
despertase el interés de nuestros lectores.
La emigración a los puertos de mar de las provincias del
Norte y al
extranjero, continúa en grande escala. El exceso de calor de
que hemos
sido víctimas los que por acá hemos quedado, justifica
sobradamente este
afán de abandonar la corte, que algunos califican de ridiculez
o capricho,
hijo de la moda, y que nosotros encontramos que si es una
necedad, es una
necedad muy agradable.
En balde los conciertos de Apolo intentan ofrecer una
compensación a
las fatigas y malos ratos de los que permanecemos firmes en la
brecha
desafiando los abrasadores rayos de la enojosa deidad que
presta nombre al
jardín, punto de cita de los filarmónicos madrileños. Barbieri
es un gran
maestro; su batuta, como la vara mágica de un encantador,
parece que tiene
encadenadas a su movimiento la voluntad de los ochenta
profesores que le
secundan. No seremos nosotros los que escaseemos nuestros
aplausos al
inteligente maestro español; pero (perdónenos la blasfemia
musical, así el
simpático director de orquesta como los augustos manes de los
grandes
músicos clásicos, cuyas obras nos da a conocer tan divinamente
interpretadas), sea que el calor nos embota los sentidos, sea
que el ansia
de una tierra de promisión distante nos obliga a tener fijos
los ojos
fuera de este abrasador recinto, en estas circunstancias y a la
altura en
que se encuentra el termómetro, preferiríamos la indefinible
música de la
ola que se tiende perezosa en la playa o se rompe en las peñas
llenando el
ambiente de menudo rocío, preferiríamos la música de la brisa
cantábrica
que viene en la tarde a orear el sudor de la frente o a agitar
con su
fresco soplo el extremo de las flotantes cintas del lazo que
prende el
cabello de las hermosas, a las combinaciones armónicas más
profundas, a
las melodías más bellas de todos los genios del mundo.
Estamos en la última escena del drama poético guerrero que
la
Alemania representa a los ojos del mundo. Aceptado el
armisticio y
ajustada la paz por las partes beligerantes, sólo falta que Mr.
Bismarck y
el emperador Napoleón, autores a medias de la obra, salgan al
proscenio y
terminen la función con el consabido estribillo: perdonad sus
muchas
faltas.
El armisticio, según las noticias recibidas, durará tres
semanas.
Conocidos ya los preliminares de la paz, si los diplomáticos se
resignan a
no lucirse enredando de nuevo el negocio, hay tiempo más que
suficiente
para que quede concluido antes que expire el término fijado a
la
suspensión de hostilidades. Después de haber dudado mucho
acerca del punto
que había de escogerse para celebrar las conferencias y ajustar
el tratado
de paz entre los representantes de Austria, Prusia e Italia, se
ha
decidido, por fin, que éstas tengan lugar en una ciudad de
Suiza, el país
neutral por excelencia, y que por su posición topográfica hace
fáciles las
comunicaciones de los diplomáticos con sus respectivos
Gobiernos. Las
bases del arreglo, a lo que parece, son las mismas de que ya
hemos hablado
a nuestros suscriptores en la revista anterior. El negocio,
pues, ha sido
para Prusia, pues aunque Italia se encuentra, como suele
decirse, gratis
et amore con el Véneto, más falta le hacía una victoria que una
provincia.
Austria, cejando al primer revés y aceptando la
humillación de verse
excluida de la Confederación alemana, cuyo dominio era el sueño
dorado del
Gabinete de Viena, sigue, sin duda alguna, la política
tradicional de sus
hombres de Estado que es, al mismo tiempo, la táctica de sus
generales.
Prefiere devorar la humillación de su derrota en silencio,
aprestándose a
la venganza, cuya idea la anima y sostiene, a exponerlo todo al
trance de
una lucha y caer envuelta para siempre en [...] (5) Esta es
cuestión de
política y de temperamento. Acaso en un lejano porvenir y
preparando,
hábilmente el terreno, podrá el Austria rehacerse del golpe de
que acaba
de ser víctima; pero por lo pronto, Prusia, a la que el sol de
Sadowa
encontró formando parte de la Confederación para dejarla al
ponerse dueña
de los destinos de la raza germánica a cuya cabeza marchará por
algún
tiempo, no es fácil que se deje ganar la partida, teniendo a su
frente un
hombre tan enérgico y perseverante como el conde de Bismarck.
En resumen, el armisticio está convenido; la paz será un
hecho dentro
de algunos días; mas la dificultad se ha rodeado, no se ha
resuelto. El
problema queda en pie, aunque las circunstancias aplacen su
reaparición.
¿En qué actitud debe esperar la Europa los resultados del
nuevo orden
de cosas que se inauguran? ¿Qué temores o qué esperanzas
deberían abrigar,
respectivamente, las naciones que han asistido al duelo de esas
grandes
potencias y que de un modo o de otro han de sentir el influjo
del nuevo
rumbo de las cuestiones encaminadas de hoy más por diferente
sendero? ¿Se
ha encontrado, al fin, la fórmula del suspirado equilibrio? Y
si se ha
encontrado, ¿cuáles deben ser sus consecuencias? He aquí el
tema de
discusión de las diferentes publicaciones que ven la luz en
Europa y el
fondo de la brillante polémica que sostienen en la capital del
vecino
imperio, dos de los más afamados adalides de la Prensa
periódica, Girardin
y la Gueroniere. Girardin juzga impotente la fuerza para hacer
que acabe
la crisis europea, que espera habrá de concluir resolviéndose
por el
criterio de la libertad y el crédito. La Gueroniere presiente
que las
naciones entran en un nuevo y desconocido período de
dificultades y de
aspiraciones encontradas y opina que la preponderancia moral de
los países
debe sostenerse con la ayuda de la material.
Consecuentes con sus ideas, el primero fija toda su
atención en el
porvenir económico de Europa, invoca la paz y pide el desarme
general de
las grandes potencias, mientras el segundo da la voz de alarma
para
prevenir contra la engañosa apariencia de estabilidad del
arreglo, y
aunque a su vez desea la paz, teme la guerra y se decide por
que todos se
encuentren prevenidos a los acontecimientos de un futuro lleno
de sombras
impenetrables.
En el intervalo que media entre la aceptación de los
preliminares
para las conferencias y el definitivo ajuste de la paz que ha
de concluir,
por ahora, la primera parte de la gran tragedia europea, la
atención
pública, sintiendo que se calma poco a poco la fiebre de
noticias
políticas que le aquejaba, comienza a fijarse en otros asuntos
que, aunque
de gran interés, parece como que se relegan y olvidan en los
períodos de
lucha y agitaciones.
Ya hace tiempo que los periódicos extranjeros hablaron de
los
preparativos hechos sobre bases más sólidas y partiendo de
datos más
seguros para acometer la colosal y tantas veces frustrada
empresa de poner
en comunicación el continente americano con el europeo por
medio de un
cable submarino. El Great Estern, encargado de tan difícil
misión, después
de partir de uno de los puertos de Irlanda llevando un personal
entusiasta
e inteligente, ha tocado por último en Trinity-Bay, alcanzando
un éxito
tan completo que algunas horas después pudo circular por toda
Inglaterra
el siguiente despacho, que es un verdadero himno de triunfo de
la ciencia:
«El mar está vencido; sumergido el cable, se han puesto ambos
mundos en
comunicación telegráfica.» El problema de la telegrafía
submarina se ha
resuelto al fin. Creemos inútil encarecer la importancia de
esta brillante
victoria de la fe y la inteligencia sobre el desaliento y la
preocupación
de los que después de experimentar varios reveses en las
anteriores
tentativas juzgaban la empresa absurda e imposible. Terminada
la gran vía
de transmisión, merced al esfuerzo de Inglaterra, ésta cogerá,
naturalmente, las primicias de sus grandes resultados; pero
nuestro país
no será el que menos ventajas reporte.
La colocación de un cable entre nuestras posesiones de
Cuba y el
puerto de Terranova, de donde parte la línea trasatlántica,
será asunto de
pocos meses, al cabo de los cuales podrán tener en la Península
noticias
diarias de aquel lejano país, facilitándose hasta lo sumo, así
las
transacciones comerciales como el gobierno político de la isla.
Al mismo tiempo que del lisonjero éxito de esta gigantesca
obra se
habla de un notable perfeccionamiento introducido en el
trazado,
construcción y material de los ferrocarriles, del cual se ha
hecho más de
un ensayo, también con un resultado brillante. El enorme costo
de la
construcción de las vías férreas, sobre todo en determinados
puntos, costo
a que no es posible que pueda subvenir el creciente desarrollo
del
movimiento comercial por más que éste se desenvuelva con
bastante rapidez,
ayudado por este medio de fácil y económica locomoción, ha
traído a las
empresas al decadente estado en que se hallan. Sin el auxilio
del Estado,
así en nuestro país como en casi todas las demás naciones, el
capital de
los particulares sería insuficiente a arrostrar la crisis que
produce el
enorme desnivel que resulta entre el costo y el producto.
Merced al nuevo
sistema ensayado, con el cual serán posibles curvas y
desniveles hasta
ahora impracticables, la construcción de un kilómetro en el
terreno más
accidentado equivaldrá a una tercera parte de lo que en la
actualidad se
le presupone de gasto, de modo que ofreciendo ventajas el
empleo de
capitales en el negocio de ferrocarriles, contribuirá en breve
a que el
interés particular sin auxilio de los Gobiernos, lleve su
poderosa
iniciativa a un ramo de la industria que amenazaba decaer
progresivamente.
Después de haber pasado semanas y semanas sin tener que
registrar en
nuestra periódica revista más que sucesos aflictivos y
desagradables,
causa verdadero placer hallar que apenas comienzan a disiparse
los temores
que hizo concebir la perspectiva de una guerra europea, vuelve
a
manifestarse el espíritu emprendedor y activo del siglo,
abriendo anchos
horizontes al comercio y a la industria, hoy en un estado de
postración
lamentable aun en los países más florecientes y ricos.

Según indicamos en nuestra anterior revista, al concluir


la semana
última gozaba entero crédito la noticia de haberse acordado un
armisticio
de cinco días entre Austria y Prusia, armisticio a que también
debió dar
su asentimiento Italia. La noticia no se confirmó plenamente,
pero siguen
en pie las negociaciones.
La lentitud con que de entonces acá opera el ejército
prusiano que,
siguiendo con resolución su camino, después de la batalla de
Sadowa podría
encontrarse ya a la vista de Viena y haber librado el postrer y
decisivo
encuentro, deja presumir que en la esperanza de un arreglo las
dos
naciones rivales economizan sus fuerzas. De esta presunción,
que
contribuyen a hacer verosímil las correspondencias que del
teatro de la
guerra se reciben, ha nacido, sin duda, la especie de que
Austria se
conforma a suscribir las bases preliminares propuestas por el
Gabinete de
Berlín, según las cuales, la Confederación Germánica se
reorganizaría de
nuevo bajo la dirección de Prusia, excluyendo el elemento
austríaco. Si el
emperador Francisco José suscribe un arreglo con estas
condiciones, la paz
es cosa segura y en breve los que tienen fe completa en el
acierto y la
perseverancia de Napoleón verán sus cálculos coronados del
éxito más
brillante. Una conferencia diplomática facilitará el camino a
la
celebración del famoso Congreso de soberanos, que modificando
los límites
de las naciones y abriendo una nueva y profunda brecha a los
tratados de
1815, buscará por otros medios más en armonía con los intereses
napoleónicos ese soñado equilibrio europeo, ideal de los
hombres de Estado
del siglo XIX, y hasta que la cuestión de Oriente vuelva a
reaparecer,
como reaparecerá antes de poco, el viejo mundo podrá gozar una
época más
tranquila que la que en la actualidad atraviesa.
No obstante la aparente naturalidad con que habrían de
encadenarse
estos sucesos, y a pesar de que todas las cosas parecen
disponerse de un
modo favorable a la paz, algunos periódicos extranjeros
comienzan a
sospechar lo que antes de ahora habíamos indicado nosotros.
Austria acepta
en los primeros momentos cuanto se le propone; desempeña con
verdadera
mansedumbre su papel de víctima; autoriza con su vago
asentimiento los
pasos que en sentido conciliador da el Gabinete de las
Tullerías; pero al
ir a cerrar las negociaciones, siempre encuentra una pequeña
dificultad
que las hace imposible y necesario comenzar de nuevo. ¿Será su
conducta
hija de un plan diplomático y estratégico que la proporcione
reorganizar
sus fuerzas y abandonar el papel que representa cuando sus
medios se lo
permitan? Las publicaciones a que nos hemos referido, las
mismas que hasta
ahora condenaban la actitud intransigente de Prusia y la poco
razonable
conducta de Italia al traspasar de nuevo el Mincio después de
la cesión
del Véneto, empiezan a sospecharlo así y acusan al Gobierno de
Francisco
José de la falta de franqueza en sus relaciones con Francia. En
este
estado la cuestión, el telégrafo nos ha sorprendido con la
noticia de una
gran batalla naval que ha tenido lugar cerca de Lissa, punto
designado
hace algún tiempo por las correspondencias como el más a
propósito para el
desembarco proyectado por el rey Víctor Manuel y su Estado
Mayor de
generales, en el último plan de campaña.
Hasta hoy se había estado en la inteligencia, fundada por
otra parte,
de que la escuadra italiana era muy superior a la austríaca,
que por dos o
tres veces ha rehuido un encuentro. El resultado del combate de
Lissa
viene a quitar una nueva ilusión en este punto a los ardientes
partidarios
de Italia. Se ha hecho evidente que, cuando menos, ambas
escuadras son
iguales en condiciones de bravura e inteligencia; y en esta
ocasión la
austriaca ha llevado sobre sus enemigos la ventaja de una
fortuna
decidida, que, contraria en unos lances y favorable en otros,
viene dando
hace algún tiempo, a los austríacos, pruebas de su proverbiales
caprichos.
En el momento en que escribimos estas lineas, aún no se
tiene una
relación completamente verídica de este hecho de armas. Los
partes
recibidos pintan su resultado de muy diverso modo, según que
procedan de
Florencia o de Viena. Sin embargo, de lo que hasta ahora se
conoce, y
deduciendo y restando de cada versión lo que el espíritu de
partido o de
nacionalidad haya podido añadir, se viene en conocimiento de
que el choque
ha sido desfavorable a los italianos. Después de un encarnizado
combate
sostenido con verdadero valor por ambos contendientes, la
magnífica
fragata acorazada Re d'Italia y la cañonera Palestro fueron
echadas a
pique por sus contrarios, los cuales, al terminar la lucha sólo
habían
sufrido averías que, aunque de alguna consideración, no les
impidió seguir
su rumbo.
El nuevo revés sufrido por Víctor Manuel en el mar, aunque
compensado
con algunas pequeñas ventajas obtenidas por el cuerpo de
ejército que
ocupa el Tirol, antes que a otra cosa, ha contribuido a
exasperar al
partido de acción hiriendo la fibra del amor propio nacional e
imposibilitando más y más un arreglo mientras las armas
italianas no
logren un brillante desquite de sus derrotas.
Hay, sin embargo, un dato favorable en el sentido de la
paz, y es la
actitud en que se han colocado Inglaterra y Rusia. Estas dos
naciones, que
en un principio se mantenían en la reserva más profunda, han
salido de su
sospechoso silencio para adherirse a los planes del emperador
Napoleón, al
cual han felicitado animándole a proseguir en sus negociaciones
conciliadoras.
Como es natural, en el estado en que se encuentra la
cuestión,
circulan varias versiones acerca de las bases del futuro
arreglo. La más
verosímil, caso que éste llegue a ser un hecho, es la
siguiente: Queda
destruida la obra del Congreso de Viena en lo que respecta a
Alemania,
rompiéndose el lazo de la antigua Confederación. La región del
Norte se
constituirá de nuevo bajo los auspicios de la Prusia, la cual
se
anexionará los ducados de Elba, excepto la porción del
Schleswig, que
pertenece a Dinamarca. Parte del reino de Hannover, del ducado
de
Hesse-Darnistad, toda la Hesse-Electoral y la antigua e
importante ciudad
de Leipzig, pasarán igualmente al dominio de Prusia, que
representará,
uniéndose a ellos por medio de un nuevo lazo federativo, a los
desmembrados reinos de Hannover y Sajonia.
Los Estados de Alemania meridional que se encuentran
divididos de los
del Norte por la línea del Mein, se constituirán en una forma
independiente, bajo la decisión militar y diplomática de la
Baviera, que
por este arreglo se eleva a un rango muy superior al que hasta
aquí había
ocupado en Europa.
El imperio de Austria, excluido de la Confederación,
conservará
íntegras sus posesiones, si se exceptúa el Véneto. Italia, al
recibir el
Véneto, pagará una indemnización de guerra a Francisco José, el
que a su
vez la entregará a Prusia.
Tal es, en ligeros rasgos, la fisonomía política de la
semana que
acaba de transcurrir, y durante la cual el calor, extremándose,
ha
contribuido a hacer más aburrido y monótona la estancia en la
heroica
villa del oso a los condenados a sufrir en ella los rigores del
estío.
Para nosotros los días se suceden, y, al contrario de lo que
asegura la
máxima, todos se parecen.
El circo del Príncipe Alfonso y los jardines de Price,
únicos que
sostienen la bandera de los espectáculos públicos durante esta
enojosa
temporada, suelen ofrecer, no obstante, alguna distracción a
sus
favorecedores; pero durante la semana última, todo parece
haberse
conjurado en su contra. Dos jóvenes gimnastas que causaban las
delicias de
muchos que se estremecen al presenciar el bárbaro espectáculo
de las
corridas de toros, se han caído desde lo más alto del techo del
circo,
probando a los sistemáticos detractores de nuestra fiesta
nacional que en
los demás países, donde tan en boga se encuentran esos
peligrosos
ejercicios, no están más adelantados que nosotros en punto a
diversiones
públicas. En el jardín de Price los aficionados a la música
sólo han
encontrado una decepción en el concierto a beneficio de las
viudas y
huérfanos de los marinos muertos en el glorioso ataque del
Callao. El
ruido de la pólvora ahogaba en su sentir las notas de la
armonía tanto
como el humo a los circunstantes. Los entusiastas de la
pirotecnia, en
cambio, creen que la música estaba de más, porque ensordecía y
quitaba la
gracia al especial chasquido de las ruedas giratorias y al
trueno de los
cohetes. A unos y otros puede consolarles la idea de que con
oír un poco
de bulla y respirar un poco de azufre, han contribuido al logro
de una
buena acción, mérito que no siempre puede contraerse a tan poca
costa.

Está en un punto tan difícil la cuestión europea que se


debate entre
Austria, Italia y Prusia, que cada vez se hace más complicada e
insoluble.
Como se había previsto, los italianos esperan el asentimiento
de sus
aliados para aceptar el armisticio, y Prusia, por su parte,
impone tales
condiciones al Gabinete de Viena, que Francisco José, antes que
perderlo
todo en un Congreso, optará por tentar de nuevo su fortuna
arriesgando la
suerte del país al trance de una batalla.
En vano el emperador Napoleón, empuñando el tridente, ha
herido las
olas del revuelto mar de la política y ha pronunciado el
formidable Quos
ego, de Neptuno; su voz se pierde entre el estruendo de la
lucha y los
ejércitos del rey Guillermo y de Víctor Manuel siguen,
impávidos, su
camino, como si se hubieran dado cita en Viena. La conducta de
Italia,
cuya indocilidad parece que ha disgustado mucho a su imperial
protector,
llegó a creerse por algunos días causa bastante para que se
rompieran las
relaciones entre los Gabinetes de Florencia y París. No falta
quien
insiste en la inminencia de un choque entre las dos naciones,
hasta aquí
unidas por los más estrechos lazos políticos; pero por nuestra
parte
creemos que las circunstancias en que se encuentra Europa, no
permiten al
emperador Napoleón cambiar tan bruscamente el plan que madura
hace tiempo,
y cuya base es la alianza italiana.
En esta situación las cosas, el ejército austriaco
aprovecha los
momentos para reorganizarse y trata de modificar radicalmente
los
proyectos estratégicos del general Benedeck, colocando al
archiduque
Alberto al frente de los negocios de la guerra. El archiduque,
previendo
el desastre de Sudowa, si los dos grandes cuerpos prusianos
llegaban a
reunirse en Koeniggraetz, ha dado muestras de una sagacidad y
un
conocimiento profundos del arte que ejercita. Según sus
disposiciones, la
corte imperial debería abandonar a Viena para evitarle a esta
magnífica
población los rigores de un sitio, y concentrando todos los
elementos de
resistencia en la línea del Danubio, donde tienen el campo
atrincherado de
Olmutz como base de operaciones, podrían mantenerse a la
defensiva y aun
tomar la ofensiva con ventaja si la fortuna abandonase a los
prusianos en
un nuevo y decisivo combate. Hasta hace muy poco se creyó que
prevalecería
la opinión del archiduque Alberto; pero a juzgar por los
telegramas que
posteriormente se han ido recibiendo, es otra la determinación
de Austria.
La gran batalla que ha de poner término a la lucha o ha de
restablecer el
equilibrio de los beligerantes, roto en Sudowa a favor de los
prusianos,
tendrá lugar delante de Viena. El emperador Francisco José, que
parecía
decidido a tomar el mando de las tropas, esperará allí con las
fuerzas
reunidas procedentes de Italia y de los restos del ejército del
Norte. El
encuentro que acaso a estas horas habrá ya tenido lugar, será
espantoso.
Por un lado los prusianos, llenos de la confianza que les
inspiran sus
continuadas victorias, avanzan ansiosos de coronar su obra,
penetrando en
Viena.
Por otra los austríacos, exasperados con los reveses que
han sufrido,
lastimados en su orgullo nacional, teniendo entre sus filas a
Francisco
José, que parece dispuesto a sepultarse en las ruinas de su
imperio, y
encontrándose a la vista de la capital, que quedará entregada a
todos los
horrores de la guerra si sus hijos no saben contener la ola
invasora al
pie de sus muros, se disponen a una resistencia heroica y
desesperada.
En la expectativa de este sangriento combate, que amenaza
ser más
grande y horrible que el de Sudowa, todo el interés se
concentra en las
operaciones que tienen por teatro la Alemania, debilitándose el
que en un
principio inspiró la suerte del ejército italiano.
En efecto, por lo que toca a Venecia, la cuestión parece
concluida.
Sea el que fuere el término de la cuestión entre Austria y
Prusia,
Francisco José habrá de deshacerse de esas provincias, que más
bien
debilitan que prestan fuerza a su imperio. Verdad es que en una
proclama
del jefe militar del Véneto se ha dicho que la cesión no es un
hecho
consumado, y que al ser rechazada la proposición de armisticio
por parte
de sus contrarios, el Gabinete de Viena puede recoger una
promesa que no
hizo incondicionalmente; verdad es también que algunos, tomando
esta
declaración por base de sus cálculos, esperan que si la suerte
favorece al
Austria dentro de su territorio, volverá a caer con sus
soldados en el
cuadrilátero; pero la opinión general, con la cual nos
encontramos en un
todo conforme, conviene en que Venecia, bien por mano de la
Francia, bien
a consecuencia del tratado que firmen las partes beligerantes
si Francisco
José es derrotado delante de Viena, entrará a formar parte del
reino de
Italia, que al adquirir esta nueva provincia reiterará mal de
su grado la
renuncia de sus aspiraciones, a Roma.
Las noticias de América recibidas en la semana última,
aunque
interesantes por serlo para nosotros todo cuanto se roza con
esta
cuestión, se limitan a confirmar las que ya teníamos acerca de
aquellos
países.
Aprovechando la retirada temporal de nuestras fuerzas, el
partido
exaltado de Chile y el Perú trata de levantar el espíritu
público,
animando al país a proseguir la guerra contra España. A este
fin han
celebrado un Congreso, en el que han tomado parte
representantes de las
tres repúblicas aliadas. En el Congreso no han faltado
bravatas, promesas
pomposas y multitud de disposiciones para activar las defensas
de las
costas, pero todos los buenos deseos de los agitadores se
estrellan en la
falta de recursos que cada día es mayor, a consecuencia del mal
estado de
sus asuntos financieros.
Parte de nuestra escuadra había llegado, en tanto, a Río
Janeiro,
desde donde después de aprovisionar convenientemente sus
buques, volverá a
las aguas del Pacífico en unión con los nuevos refuerzos que se
disponen.
Veremos si para la época en que esto suceda, que parece no ha
de tardar
mucho, siguen tan animadas las repúblicas de Chile y el Perú o
tienen que
ceder a la doble presión de nuestras fuerzas y del numeroso
partido amigo
de la paz, que aunque con menos alharacas, reúne de día en día
nuevos
prosélitos entre las clases más ilustradas y productoras de
aquellos
países.
Dejando ahora a un lado las cuestiones políticas, y
viniendo a otro
terreno, podemos consignar algunas novedades que han hecho
menos sensible
la monotonía de la corte durante el verano. Barbieri, el
infatigable
maestro que no se arredra ante ningún obstáculo, ha puesto sus
reales en
el jardín de Apolo, y contando con las simpatías que tiene
entre los
verdaderos aficionados a la música, ha inaugurado una serie de
conferencias que en nada ceden a los que ofreció el público en
el circo
del Príncipe Alfonso durante los hermosos días de primavera.
La tradición de los jardines de Apolo, parece que había de
oponerse a
hacer de estos conciertos un punto de cita de la sociedad
elegante; pero
el prestigio del maestro ha vencido toda clase de prevenciones,
y las
noches pasadas hemos podido ver reunidas allí a las más
distinguidas y
hermosas damas de la corte.
Si logran vencerse las dificultades que hasta ahora se han
opuesto a
ello, próximamente abrirán sus puertas los Campos Elíseos. Se
habla, para
cuando esto ocurra, de un concierto monstruo a beneficio de los
heridos en
la gloriosa acción del Callao, y de una compañía italiana que,
dirigida
por el célebre actor Rosi, en la actualidad en Barcelona,
vendrá a
amenizar las noches en aquellos frescos jardines. Falta hace
que de un
modo o de otro los Campos Elíseos ofrezcan algunas
distracciones a los
que, después de seguir con ojos de envidia el itinerario de los
emigrantes, no encuentran más recurso que dar vueltas al Prado,
sujetos a
los bruscos cambios de la temperatura de Madrid, que oscila
durante el
verano entre la pulmonía y la insolación.
Por fortuna, si el refrán que enseña que los días de mucho
son
vísperas de nada, puede aplicarse invirtiendo el orden de los
términos, en
el próximo otoño se encontrará ocasión de desquitarnos con
usura de la
presente falta de novedades. Para esta época se guarda la
Exposición de
Bellas Artes, que ya anda, por no perder la costumbre, buscando
albergue
de hallarle a no ser a costa del fondo destinado a premios, que
es como si
dijéramos a expensas del bolsillo de los expositores. Para esta
época
disponen los literatos sus nuevas obras, los empresarios de
espectáculos
públicos sus grandes combinaciones, los artistas de todo género
el fruto
de sus trabajos del estío; para esta época, en fin, volverá la
animación,
la vida y el movimiento, que inútilmente trataríamos de que hoy
se
reflejase en nuestra revista, cuya frialdad aumenta a medida
que suben los
grados de calor del termómetro.
El pendón de guerra del gran cardenal Mendoza y la espada de
Boabdil
Mientras sobre las almenas de la torre Bermeja se alzaba
la cruz que
aún hoy se conserva en la catedral de Toledo, y flotaba al aire
el
estandarte de Aragón y Castilla junto al pendón de guerra del
gran
cardenal Mendoza, el último rey moro de Granada entregaba a los
Reyes
Católicos, en señal de sumisión, las llaves de la ciudad
morisca y la
espada que no había servido para contrarrestar el valor
castellano a aquel
a quien su madre dio con gráficas palabras que ha conservado la
tradición:
¡Llora como mujer lo que no has sabido defender como hombre!
¿Qué página de historia más elocuente podría escribirse
que
aproximar, como lo hacemos hoy en las columnas de nuestro
periódico, esos
dos trofeos de la gloria de nuestros padres?
El arte completa en ambos la idea histórica y hace más
comprensible
la muda lección que ofrecen. Por la espada se hizo el árabe
dueño de
nuestro país: la espada de filigranada labor representa a aquel
pueblo en
el contraste que ofrecemos. La idea venció a la fuerza; la idea
de unidad
simbolizada en la religión, que llevaba sus consecuencias
unitarias a la
autoridad, a las leyes, al territorio. Su emblema es un jirón
de tela con
un signo misterioso: el signo de redención y vida bordado en
él, con la
figura de la cruz.
Todos los países, pero el nuestro más que ningún otro,
ofrecen al
artista y al pensador tesoros de formas y fecundos manantiales
de ideas en
esos objetos que completan la enseñanza de la historia.
Buscarlos,
reunirlos y ofrecer con su reproducción ancho campo a la
fantasía y al
estudio, es la misión de las publicaciones ilustradas.
El pendón azul con la cruz de Santa Elena que precedió al
gran
cardenal de España don Pedro González de Mendoza en la
conquista del reino
granadino, último baluarte de la dominación sarracena, se
encontraba hasta
hace poco en el magnífico hospital de Santa Cruz de Toledo,
fundación del
citado personaje, y hoy se ve pendiente de la hermosa reja, de
preciada
labor plateresca, que cierra la capilla mayor del templo de San
Pedro
Mártir, de la misma ciudad.
La espada de Boabdil, vinculada en la casa del señor
marqués de
Villaseca, en memoria de la activa parte que tomaron sus
antecesores en la
conquista de Granada, se conserva con la debida estimación, en
su armería.
Nuestros lectores creemos que verán con gusto el afán con
que
procuramos cumplir la tarea propia de una Ilustración española,
dando a
luz objetos nunca bastante conocidos y doblemente apreciables
por su
mérito artístico y su importancia histórica.

Dos Palacios
- I -
El del duque de Uceda
Uno de los caracteres distintivos de nuestra época es el
afán de las
innovaciones. A este movimiento que en París engendró la fiebre
demoledora
que ha hecho célebre al prefecto Hausuran, obedecen, en mayor o
menor
escala, todos los países. Al dejar el siglo XIX su herencia al
que ha de
sucederle, sólo se conocerán las principales poblaciones de
Europa por el
punto topográfico que ocupan en el mapa. Por fortuna, y para
consuelo de
sus habitantes, lo que las poblaciones pierden en carácter,
originalidad y
recuerdos, lo ganan con creces en salubridad, amplitud y esa
especial
belleza que resulta de la idea de lo útil combinado con lo
agradable.
Madrid se encuentra en este caso. Ha hecho bien el Curioso
parlante en
dejarnos retratados en un libro, merced a su pluma, que así
consigna ideas
como pinta cuadros completos de color y forma, la fisonomía del
antiguo
Madrid, que tan rápidamente desaparece de nuestros ojos. A no
ser así,
pronto perderíamos hasta su recuerdo. De tal modo se transforma
y muda.
No hace muchos años que entre el Paseo de la Fuente
Castellana y el
Salón del Prado existía, en el punto que se conoce con el
nombre de
Recoletos, una especie de solución de continuidad del Madrid
elegante.
La fuente de Cibeles, con un triple cinturón de cubas y
aguadores, se
destacaba apenas sobre una pared ruinosa y mezquina; el Pósito,
con su
fachada polvorienta y obscura, se alzaba al lado de un callejón
formado
por la tapia de las Salesas, cuyos cipreses altos y obscuros,
saliendo por
cima de las copas raquíticas de algunos pocos árboles viejos
retorcidos y
deformes, daban sombra a la antigua Puerta de Recoletos, cuyas
líneas mo
[...] (6) ficio destinado a escuela de Veterinaria, y por otro
tres o
cuatro miserables casuchas adosadas al monumento.
El municipio, constante en su idea de embellecer la
población, fijó,
al cabo, sus ojos en este punto, y secundado por el esfuerzo de
los
particulares, se derribó aquí, se edificó más allá, se movieron
terrenos,
se trasplantaron árboles, y en pocos años lo que antes era
camino lóbrego
y fangoso, cercado de tapias obscuras y edificios de triste
aspecto, se
convirtió en magníficos paseos bordados de jardines y palacios
que se
prolongan hasta el obelisco de la Castellana, meta colocada al
extremo del
espacio en que se agita el mundo elegante.
Entre estos palacios modernos, uno de los más notables por
sus
proporciones, el lujo desplegado en su construcción y la
completa idea que
por él puede formarse del gusto dominante en la arquitectura
urbana de
nuestra época, es del duque de Uceda.

- II -
El del marqués de Portugalete
Prosiguiendo en nuestra comenzada tarea de dar a conocer,
al mismo
tiempo que la fisonomía del Madrid antiguo y tradicional, el
nuevo
carácter que le imprimen las constantes innovaciones propias de
la época
de adelanto y desenvolvimiento que atravesamos, ofrecemos hoy
la vista del
elegante palacio del marqués de Portugalete, recientemente
construido en
las inmediaciones de la puerta de Alcalá.
Los planos y la dirección de esta obra se deben al
arquitecto francés
Mr. Adolfo Ombrecht, establecido en España, y el conjunto del
edificio
pertenece a esa caprichosa mezcla de géneros diversos, que,
amalgamados
con más o menos gusto, pero sin obedecer a reglas fijas,
constituye lo que
se ha dado en llamar arquitectura del siglo XIX. Aunque este
nuevo género
de arquitectura carece de verdadera originalidad, ofreciendo
sus más
caracterizadas producciones ancho campo a la crítica, si se las
juzga con
arreglo a las eternas y elevadas leyes de la estética del arte,
no deja de
producir a veces obras cuyo aspecto seduce, ya por la elegancia
de su
traza, ya por la gentileza de sus proporciones o el gusto de su
rico y
profuso ornato. El edificio de que nos ocupamos hoy, sin duda
uno de los
más dignos de fijar la atención entre los que se han levantado
en Madrid,
de algunos años a esta parte, es un buen ejemplo.
La disposición interior del palacio corresponde en un todo
a la idea
que hace concebir su buen aspecto, dando a conocer el criterio
y el
delicado y artístico gusto que en su arreglo ha presidido. Aun
cuando no
están concluidas todas las obras proyectadas, algunas de las
cuales, como
el salón del piso principal, la galería destinada a museo y la
capilla,
prometen ser de verdadera importancia, ya en la planta baja del
palacio
pueden admirarse algunos departamentos acabados con gran lujo
de
ornamentación y detalles. Entre éstos se cuentan la sala de
billar, de
estilo caprichoso, que recuerda las extrañas combinaciones del
chinesco,
un tocador y una espaciosa cámara de dormir, de gusto moderno,
la sala de
baños, decorada a la manera pompeyana, por el pintor italiano
Oreste
Mancini, y el magnífico salón de música, la más rica y hermosa
de las
estancias del edificio y en la cual ha dado muestras de su
lozana
imaginación y su talento de artista el profesor de la Escuela
de Bellas
Artes D. José Marcelo Contreras. Como quiera que la importancia
de las
obras que se ejecutan en la actualidad y que aún no se han
terminado,
obras a cuya mejor realización han de contribuir diferentes
artistas, nos
darán ocasión para ocuparnos nuevamente de este mismo palacio,
dejamos
para entonces la descripción detallada de sus más notables
departamentos y
de las producciones del arte que los avaloran.

La segadoras
(Estudio de costumbres aragonesas)
Viene ya de antiguo la manía de censurar las emigraciones
veraniegas
que durante cierta época del año desparraman la población de
los grandes
centros por las costas y los pueblos de la Península.
Por nuestra parte creemos que esta costumbre o moda, o
como quiera
llamársela, es más digna de alabanza que de censura.
La circulación de las gentes trae como consecuencia
natural la
circulación de dinero, y, lo que es más importante, la de las
ideas.
Cambiar de horizonte, cambiar de método de vida y de atmósfera,
es
provechoso a la salud y a la inteligencia. Hay algunos que no
salen de la
ciudad buscando en el campo la calma y el sosiego como
contraste a su
perpetua agitación. Adoradores de un ídolo, corren a rendirle
culto adonde
se trasladan sus sacerdotes. Esclavos de la moda y las
exigencias
sociales, cambian de decoración; pero van a los puntos en que
se reúne el
mundo elegante a continuar representando la misma escena.
Otros, por el
contrario, y éstos son los que verdaderamente justifican la
conveniencia
de una costumbre desde mucho tiempo adoptada en otros países y
hoy ya
bastante general en el nuestro, buscan en lugares apartados el
reposo que
ha de devolverles la energía del cuerpo y del alma, enriquecen
su
inteligencia con el conocimiento íntimo de los hábitos y
necesidades de
los pueblos agrícolas, rompen la monotonía que también reslta
del eterno
tráfago de las ciudades, con la contemplación de escenas y
paisajes
completamente nuevos, y en la serenidad que las rodea, en lo
extraño de
los tipos, en la sencillez de las costumbres, encuentran una
emoción, aun
los mismos que la buscan inútilmente dentro del círculo de su
tempestuosa
vida.

Fray Luis de León


Una obra de arte
Los españoles no nos hemos distinguido nunca por el afán
de perpetuar
de una manera digna la memoria de nuestros varones insignes,
para poder
vanagloriarnos de ellos repitiendo sus nombres a los extraños
al pie de
los monumentos que los recuerdan.
En este punto los extranjeros, tan dados a enaltecer sus
hombres
célebres, no podrán menos de admirar nuestra modestia suma. De
los grandes
capitanes españoles, de sus artistas famosos, de sus egregios
poetas, sólo
guardamos alguna espada en la Armería, algún cuadro en el
Museo, algún
libro en la Biblioteca. ¿Para qué más? ¡Mármoles y bronces! ¡
Vanidad de
vanidades! Esta es la opinión vulgar y corriente; sin embargo,
fuerza es
confesar que hay algunas plausibles excepciones. ¡Cosa
particular! En las
capitales de provincia, más alejadas, naturalmente, del
movimiento de arte
y entusiasmo propio de los grandes centros intelectuales, como
Madrid, es
donde se suele dar el ejemplo de ver realizadas algunas de
estas obras,
merced al esfuerzo de los admiradores de un genio cualquiera,
que, aun
cuando represente una ilustración propia de todo el país, ellos
miran como
una gloria local.
La hermosa estatua representando al famoso fray Luis de
León, debida
al cincel del inteligente escultor Sr. Sevilla, sirve de
coronación al
monumento que a aquel inimitable poeta ha erigido la ciudad de
Salamanca,
donde tuvo su cuna.

Juicios críticos
Algunos juicios críticos acerca de los dos primeros volúmenes
de Páginas
desconocidas, de Gustavo A. Bécquer.

Páginas de Bécquer, por Fernando Iglesias Figueroa.


Se ha publicado, no ha mucho, un interesantísimo libro de
recopilación, labor ingrata y desagradecida, que ha llevado a
cabo con muy
acertado tino, Fernando Iglesias Figueroa, reuniendo en un
volumen, más de
veintitantos artículos del gran Bécquer, una de las glorias más
puras del
Parnaso castellano.
Hay en este libro sabrosa materia y mucho buen gusto,
siendo más que
nada un firme puntal que se añade a la obra de revisión de
valores que hoy
es tendencia general en todos los cenáculos intelectuales.
Como dice con mucha razón el compilador, es de poeta «uno
de los
menos conocidos» y sin embargo uno de los más populares. Esta
paradoja
sirve ella sola para demostrar cuánto vale su obra, que, aun
publicada en
forma desbaratada e incompleta, fue suficiente para darle fama
y renombre
universal.
Las «páginas desconocidas» que ahora se imprimen, añaden
un laurel
más a la corona del soñador, y nos lo muestran bajo un aspecto
completamente distinto del que se conoce vulgarmente del
gustado cantor
del arpa muda. Leyendo sus artículos, cada uno nos ha traído el
recuerdo
de viejos autores y de nombres conocidos.
Recuerda, a veces, en sus crónicas de costumbres, a un
Mesonero
Romanos, escrupuloso y detallista, por momentos logrando
dibujar de un
trazo certero y firme el rasgo más saliente de un hecho o
asunto; trae el
recuerdo insistente de Larra, y como ironista, sarcástico y
mordaz, tiene
mucho de un autor posterior a él: de Oscar Wilde.
Porque es Bécquer un autor esencialmente contemporáneo; su
vida
brevísima, treinta y cuatro años, le impidió asimilarse a su
época y giró
en órbita distinta, muriendo incomprendido y extraño. El
tiempo,
justiciero, le devuelve la fama que merece. Y de la obra que va
publicándose se desprende, sin género de duda, que el poeta
escribió con
un espíritu abiertamente renovador; sus artículos de arte sobre
todo
(Antigüedades prehistóricas, Mayólica del siglo XVI), se nota,
con
asombro, un concepto definido y personalísimo sobre los graves
problemas
de la arqueología. Es, además, tan poeta en el verso como en la
prosa; hay
en el libro un apólogo indio tan sutil y perfumado como el más
lindo
cuento de Rabindranath Tagore. Es producto, según afirma
Cristóbal de
Castro, tanto él como «El caudillo de las manos rojas» de una
rápida y
asombrosa lectura del «Ramayana».
También se encuentran críticas literarias teatrales (donde
revela una
preocupación muy moderna sobre la técnica escenográfica),
notas,
descripciones y, entre éstas, el magnifico cuadro de «La picota
de Ocaña»,
tan valiente, tan real como la mejor página descriptiva de Pío
Baroja.
Por último, ciérrase el libro con dos rimas copiadas de un
manuscrito
original. La primera, brevísima, tiene aire de copla; la
segunda,
encierra, en ocho versos, toda la filosofía del Amor y del
Dolor.
Y se piensa honradamente, al leer este libro, que, quizá,
lo más
hermoso del gran poeta sea su obra inédita y desconocida.
(De La Nación, de Buenos Aires.)

«Páginas desconocidas», por Gustavo Adolfo Béquer.


Fernando Iglesias Figueroa ha recogido de entre las
revistas de la
época algunos trabajos desconocidos del inmortal poeta y que
nadie hasta
ahora se preocupó de buscar y recopilar, como si no fuese de
extremo
interés dejar que no se pierda en el olvido cuanto escribió
aquella pluma
excelsa, aquel espíritu delicado y escogido que se llamó
Gustavo Adolfo
Bécquer.
La obra, reunida y publicada por el señor Iglesias, habrá
de merecer
una acogida calurosa por parte de los innumerables devotos que
el poeta de
las Rimas tiene en todo el mundo de habla española.
(De El Sol, Madrid.)

Páginas desconocidas de Gustavo Adolfo Bécquer, recopilados por


Fernando
Iglesias Figueroa.
Con Bécquer, uno de nuestros poetas más populares, sucede
algo
parecido a lo que ocurre con Enrique Heine en Alemania, de
quien, a pesar
de haber dejado una obra considerable, sólo son generalmente
conocidos sus
poemas del «Libro de los Cantares» y las rimas de su bellísimo
«Intermezzo». Este es el caso de Bécquer en España, mucho más
grave, desde
luego, que el de Heine, pues al fin y al cabo, en Alemania se
lee mucho
más que en España, y los tudescos cuidan mucho más que nosotros
de sus
grandes poetas y prestigios literarios. Por eso puede
considerarse de
altamente meritoria la labor emprendida por el notable poeta y
literato
Fernando Iglesias Figueroa, reconstituyendo la obra íntegra de
nuestro
exquisito poeta y publicando la parte desconocida de la misma,
de tan alto
valor, y aun en ocasiones, superándola, como aquella otra que
cimentó su
gloria en la posteridad y en el corazón de su pueblo.
(Los lunes de El Imparcial, Madrid.)

Páginas desconocidas, de Gustavo Adolfo Bécquer.


Fernando Iglesias Figueroa, el notable poeta, con
meritísima
constancia en su labor de sacar de la obscuridad y el olvido
toda la obra
de Bécquer, acaba de publicar un segundo volumen de «Páginas
desconocidas», del exquisito poeta sevillano, autor de las
Rimas. En este
libro se nos da a conocer un nuevo aspecto de Bécquer: el de
crítico
literario y político. «Páginas tan espontáneas y jugosas -como
dice
Iglesias Figueroa en un bello prólogo- que Fígaro las hubiese
firmado con
orgullo.
(Los lunes de El Imparcial, Madrid.)

Acontecimiento literario.
La Casa «Renacimiento», acaba de publicar el primer
volumen de las
obras inéditas de Gustavo Adolfo Bécquer, el genial y malogrado
autor de
las «Rimas» y de las «Leyendas». Cincuenta y dos años hace que
murió el
poeta y en todo ese tiempo sólo llegó al público una parte
insignificante
de su varia y extensa labor: la publicada a raíz de su muerte
como póstumo
homenaje de sus amigos y admiradores, que ocupaba un par de
pequeños
volúmenes.
A remediar el justo olvido que sobre el resto de su obra
pesaba,
vienen estos libros que hoy publica «Renacimiento» y que han
sido
cuidadosamente seleccionados por Fernando Iglesias Figueroa,
que dedicó a
ello gran cantidad de tiempo y esfuerzo.
De «acontecimiento literario» puede calificarse la
aparición de las
«Páginas desconocidas» de Gustavo Adolfo Bécquer.
(El Tiempo, Alicante.)
«Páginas desconocidas», de Gustavo Adolfo Bécquer. -Editorial
«Renacimiento». Madrid
¡Bécquer! Basta su nombre para remover en nosotros un
mundo de
recuerdos y de impresiones imborrables. Todos, al pasar por la
juventud,
sufrimos su hechizo; todos rumoreamos la música de algunas
rimas suyas al
oído atento de una mujer; todos hicimos nuestros sus ensueños
posibilitando, bajo su égida, la permanencia del espíritu
romántico en
nuestras almas.
Ahora mismo, en estos tiempos prosaicos, en estos días de
materialismo desbordado, donde el sensualismo se erige en norma
y la carne
en diosa, ¿no es cierto que su obra nos sabe a remanso de paz y
a oasis de
quietud? Su misma figura frágil, quebradiza, ¿no logra hoy,
entre tanto
público «municipal y espeso», la apostura elegante y la
señorial
prestancia de un retrato de Van Dyck?
La editorial «Renacimiento» ha hecho muy bien exhumando
estas páginas
olvidadas del escritor inmortal y su seleccionador, Fernando
Iglesias
Figueroa, merece por su labor entusiastas plácemes.
(El Noticiero Sevillano, Sevilla.)

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