Mi Vida Al Limite PDF
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Reinhold Messner
Mi vida al límite
Una autobiografía a partir de entrevistas de Thomas Hüetlin
ePub r1.0
othon_ot 20.06.14
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Título original: Mein Leben am Limit
Reinhold Messner, 2004
Traducción: Beatriz de la Fuente Marina
Corrección: José Manuel Ramírez del Pozo Marín
Fotografía de portada: Arne Schultz
Fotografías interiores: Archivo Reinhold Messner
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CAPÍTULO I
DESAFÍO A LA GRAVEDAD
1949-1969
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Escalada en roca: el joven Reinhold Messner en las Cinque Torri (Cinco Torres), en los Dolomitas (1965).
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Las ideas que merecen la pena no se han de comprender,
sino de vivir.
Conde HARRY KESSLER,
mayo de 1896
INFANCIA EN LA ROCA
asta donde alcanza mi memoria, soy escalador. Pero no sólo escalaba las
H paredes del macizo del Odle en mi tierra natal, los bloques de roca enormes en
la linde del bosque, las fachadas de los edificios en ruina y, en el recreo, el muro del
cementerio. Sobre todo escalaba en mi imaginación. Con la mente siempre un poco
por delante de mi capacidad, escalaba paredes rocosas cada vez más inclinadas,
hasta que llegó un momento en el que nada me parecía imposible en el terreno de las
verticales. Al final conseguí realizar primeras ascensiones en serie: en las paredes
más altas de los Dolomitas, el Eiger, el Kilimanjaro y el Aconcagua.
También iba a la escuela y ayudaba en casa, como todos los hermanos, a sacar
adelante la granja avícola, que les permitía a mis padres criar a nueve hijos. Mi
padre era maestro del pueblo y también mi primer maestro en la roca, pero con diez
o doce años ya le ganaba escalando y poco después Günther, mi hermano menor, y
yo conquistamos un reino que ya sólo nos pertenecía a nosotros.
Fue en los últimos años de colegio cuando me di cuenta de que para mí el camino
al conocimiento no pasaba por bibliotecas y profesores, por universidades y estudios.
Mi camino era la vida y la vivencia de la realidad. Podía aprender mucho, tomar
prestadas experiencias de segunda mano, pero nada igualaría mis propias vivencias
en la naturaleza salvaje. Todo lo que sé en materia social, científica o religiosa se
basa en experiencias que he vivido yo mismo.
Ése es uno de los motivos por los que después siempre me obligaba a acometer la
siguiente expedición, a emprender un nuevo viaje. Cuántas veces me he dicho
mientras estaba en marcha: ¡ya basta! Sin embargo, unas semanas más tarde,
cuando ya me había olvidado de las fatigas, de las preocupaciones y del tormento,
empezaba a soñar con nuevos retos, a planear una nueva ruta de escalada. Pronto,
ya estaba otra vez en marcha, y otra vez se presentaba el peligro. Nunca quise
jugarme el todo por el todo, pero sabía que si un día dejara de soñar, de viajar, me
haría mayor y me desesperaría.
Era mediodía, y estábamos sentados los cuatro en la cresta del monte Seceda, en
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el macizo del Odle: mi padre, dos de mis hermanos y yo. Ante nosotros, la Piccola
Fermeda. Con la claridad del sol, la cara sur parecía inclinada, pero estructurada, y
la vía de ascenso, lógica. Como pelotas de algodón, colgaban un par de cúmulos
sobre los Dolomitas surorientales, cuyas cúspides sobresalían por encima de la
meseta del monte Puez. Por tanto, continuaría el buen tiempo.
No eran sólo la curiosidad o las ganas de hacer travesuras las que me obligaban
a contemplar sin cesar la pared que se alzaba ante nosotros, era algo más. Quizás se
podría calificar como un deseo de medirme con ella. Como mi padre no tenía nada
en contra, me puse en marcha, solo y sin cuerda. Fui un poco hacia abajo por una
repisa, para después subir en diagonal hacia la derecha. Al principio la roca, áspera
y bastante uniforme, no era especialmente escarpada, pero debajo de mí la pared
descendía en vertical. Yo no miraba hacia abajo, sino a la pared que tenía delante,
por la que iba subiendo de agarre en agarre y de apoyo en apoyo. Eso era justo lo
que quería hacer: escalar sin mirar a mi alrededor, hacer caso a mi instinto,
encontrar por mí mismo el camino. Estaba orgulloso de ello. Mientras tanto había
llegado al punto clave y examinaba con atención la pared vertical que se alzaba por
encima de mí. Después de buscar con la vista una secuencia de agarres y apoyos,
comencé a escalar. Me olvidé de todo, incluso de mí mismo, era todo movimiento.
Quizás vacilé un instante y miré al abismo que se abría a mis pies para perderse
trescientos metros más abajo en el verde de los pastos alpinos. Pasados unos metros,
la escalada volvió a ser más fácil, y poco después me erguía cuidadosamente en la
cumbre sur. Seguí por roca descompuesta hasta la cima principal, desde donde vi al
norte la pradera de Gschmagenhart, punto de partida de nuestra ruta esa mañana.
Al sur, delante de mí, tenía todos los picos famosos de los Dolomitas, desde el
Sassolungo hasta el Sass Songher, detrás Marmolada, monte Pelmo y Civetta.
Escalar era para mí más que un deporte: entrañaba peligro y dificultades, riesgo
y aventura. Escalar una gran pared significaba exponerse por completo, seguir un
misterio, refugiarse durante un par de días en uno mismo. La escalada tiene que ver
con la libertad de acción, con la libertad de emprender algo que escapa a toda regla,
con la posibilidad de acumular experiencias, de extraer conclusiones sobre la
naturaleza humana, aunque siempre hay más de una respuesta a la misma pregunta y
más de una historia para el mismo suceso. En mi opinión, en la escalada la
imaginación es más importante que los músculos o el desprecio por la muerte. Es
más valiosa que la tecnología, y la superación del hombre, más importante que
contar con estribos en todas partes. Nuestro tesoro se encuentra en la capacidad de
visualización, no en los tramos de escalada asegurados. Se trata, por tanto, de
asegurar la diversidad de posibilidades y no cada metro de roca.
H. Usted creció en Villnöss, un valle hasta ahora casi intacto del Tirol del Sur, al pie
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del macizo del Odle. ¿Quién estaba en la cúspide de la jerarquía en ese cosmos
intacto, Dios?
M. No, el individuo más poderoso del pueblo era el campesino con más tierras.
Después estaba el cura, un señor venerable al que todos respetábamos. Mi padre
era maestro y a la vez el director de la escuela del valle.
H. ¿Por qué se dedicaba su padre además a la cría de conejos?
M. Éramos nueve hermanos y mi padre necesitaba una segunda fuente de ingresos.
Mi madre les cortaba el pelo a los conejos y vendía la lana de angora. También
sacrificábamos algunos, pero los cincuenta, sesenta conejos significaban para
nosotros sobre todo lana, una lana de angora muy preciada.
H. Además, poco tiempo después tuvieron una granja avícola.
M. Al final teníamos miles de pollos. Distribuíamos polluelos y pollas en todo el
Tirol del Sur. Todos, incluidos los niños, teníamos que colaborar. Con seis años
empecé a trabajar en la granja.
H. ¿Cuántas horas?
M. En el verano seis, siete, ocho horas.
H. ¿Al día?
M. Sí. Mi padre no habría podido sustentarnos sólo con el sueldo de maestro.
Además, con el trabajo que nos mandaba tenía dos intenciones. En primer lugar,
quería que nosotros, los hijos del maestro, no gozáramos de una situación
privilegiada en el valle. Todos los niños del valle tenían que trabajar. Andar
correteando y jugando por ahí y poder permitirse el no hacer nada se consideraba
inmoral. Los hijos de los campesinos tenían que ir al establo, cuidar de los
animales, segar los cereales y acarrear el heno, así que nosotros también teníamos
que echar una mano en el gallinero. En segundo lugar, con eso evitaba que
anduviéramos en la calle, expuestos a cualquier posible vicio.
H. En la película de fútbol El milagro de Berna se mata un conejo para la comida del
domingo. Cuando el joven se entera, se viene abajo. ¿Tenía usted una relación
similar con los animales o veía en ellos más bien una fuente de provecho?
M. Yo solo, cuando era pequeño, con diez años, llegaba a matar y pelar los sábados
hasta cincuenta pollos. La madre de la señora Degani, del hotel Kabis, también
tenía, y nos llamaba cuando les hacía pollo a los clientes. «Muchachos —decía—
ayudadme a pelar los pollos». Los matábamos y pelábamos como si fueran los
deberes del colegio, también en casa del cura.
H. ¿Cómo se mata un pollo? ¿Cortándole la cabeza?
M. Nosotros teníamos nuestro propio método, el que nos enseñó mi padre. Se le da
un golpe en la sien, justo por encima del ojo derecho, con una tijera grande, una
tijera de sastre, de manera que queda inconsciente. Es muy sencillo. Primero se
agarra al pollo —todavía hoy lo hago con la misma facilidad con la que cojo un
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lápiz— y se le sujeta bien bajo el brazo izquierdo para que no se mueva. No, el
pollo no tiene miedo, todo es tan normal, no le hago nada. Le agarro la cabeza
con la mano y entre los dos dedos le doy un golpe seco en la sien con la tijera. En
ese momento pierde el conocimiento, no siente nada. Entonces le abro el pico con
los dos dedos y le corto las dos arterias del paladar. Sólo hace falta un corte,
porque se nota perfectamente dónde está la parte blanda del paladar. Se desangra
del todo, la sangre fluye hacia abajo sin que el pollo se mueva mucho, puesto que
todavía está aturdido; al final se menea un poco, se agita, y se acabó. Pero si se le
corta la cabeza con un hacha, sale dando saltos sin cabeza.
H. Usted rechaza ese método, ¿no es así?
M. Sí, porque no es profesional, es terrible. No puedo mirar, demuestra muy poca
destreza.
H. Por lo que se ve, por entonces ya era perfeccionista. ¿Cuánto tiempo tardaba en
pelar un pollo?
M. Cuando todavía está caliente, entre diez y quince minutos. Sé perfectamente
dónde tengo que poner más cuidado para que la piel no se desgarre. De todas
formas, no se hace igual de rápido todos los días.
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quedarse —los dableiber, como se los denominó— fueron una minoría muy
pequeña, el bajo clero, por ejemplo. No todos se marcharon entonces con el
obispo. Pero la mayoría se dijo: «Preferimos dejar esta tierra, que fue nuestra
patria durante un milenio, antes que permanecer bajo el dominio de Italia. La
verdadera patria es ahora la Alemania de Hitler, así como la identidad alemana».
Por último, querían darle una alegría al führer uniéndose a ser posible al cien por
cien. De algún modo también existía la esperanza de que con ello no se produjera
la emigración, aunque Hitler había escrito en Mi lucha que el Tirol del Sur no le
importaba en absoluto. El eje Berlín-Roma le interesaba mucho más que este
Tirol germanoparlante. Tanto cinismo, tanta ingenuidad…
H. ¿Estaba su padre entre los que entonces votaron por irse?
M. Sí, y contaba con que nos asentaran en los Cárpatos, en la península de Crimea o
donde fuera. Lo del desplazamiento fue hasta el final una historia confusa. Se le
hicieron a la gente muchas promesas, pero ninguna se cumplió. Los que se
marchaban eran distribuidos en asentamientos provisionales. Se midieron todas
las fincas agrícolas y se le dijo a la gente que les darían una parecida a la que
tenían allí. Se hablaba del tema, también en la esfera pública. Se hacía mucha
propaganda: los viticultores van a Crimea, los ganaderos seguramente a los
Cárpatos.
H. Por tanto, su padre estaba de acuerdo en hacer a otras personas justo lo mismo que
él padecía: quitarles su tierra, destruir su cultura, oprimir a la gente.
M. En el verano de 1939, algunos líderes políticos del Tirol del Sur viajaron en
secreto a Berlín para hablar con el führer. No se les dio una cita, pero sí
información. Se les permitió entrevistarse con Himmler y le preguntaron:
—¿Qué pasará con nosotros si votamos a favor del führer? Parece ser que
Himmler les dijo:
—Iréis a los Cárpatos o a Crimea como un pueblo unitario. Diez años después
de la guerra, mi padre me dio un libro juvenil que trataba sobre la caza del oso en
los Cárpatos, y me dijo:
—Léelo. Allí estaríamos ahora si las cosas hubieran sucedido de otra forma.
Es muy interesante, porque allí también hay montañas.
De manera que los Cárpatos serían las montañas en las que viviríamos ahora
si la historia hubiera sido otra. A los tiroleses del sur les gusta hablar mucho de su
amor a la patria, como si ésta fuera su bien más preciado, su punto fuerte. Pero en
aquel momento, en 1939, se habrían marchado casi todos. Hasta hoy no he
conseguido explicarme esa actitud, y el término patria me resulta sospechoso.
H. ¿En qué notaba de pequeño que en su casa se tendía al nacionalismo alemán?
M. Sólo hay que ver nuestros nombres. Me llamo Reinhold porque este nombre no se
puede italianizar. Mi hermano mayor se llama Helmut por el mismo motivo y mi
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hermana, Waltraud; Günther, Erich, Siegfried, Hubert, Hansjörg, Werner… En
nuestra familia no había ningún Josef, porque los fascistas italianos habrían hecho
de él enseguida un Giuseppe.
H. ¿Habló después con su padre sobre esta germanomanía?
M. En este tema siempre me paraban los pies.
H. ¿De qué manera?
M. Los hermanos mayores teníamos preguntas, como es lógico, pero mi padre se
callaba y mi madre decía:
—Dejadlo ya, que no se repita.
Y luego, cuando él no estaba, nos decía:
—Tenéis que entenderlo, no habléis nunca de ese asunto. No lo soporta. Ni de
la guerra, ni del régimen nazi, ni de la persecución de los judíos.
H. ¿Cuándo fue consciente de que existió algo como el Holocausto?
M. Con quince años quizás. Antes no tenía la menor idea de que se hubiera asesinado
a judíos. No obstante, en el pueblo se cantaban todavía las canciones de la
Wehrmacht, las fuerzas armadas alemanas, canciones cuyo estribillo decía: «En
Jerusalén, en la estación, se ven judíos». Lo oí de pequeño en un mesón y
pregunté en casa:
—¿Qué es lo que cantan?
Mi padre sólo respondió:
—¡Ya basta de tonterías!
Y yo no entendía por qué se enfadaba. No es más que una canción que se
canta por ahí. No sabía lo que eran los judíos. Pero ¿qué es lo que le pasa?,
pensaba.
H. ¿Por qué cree que su padre le dio carpetazo a su pasado de tal manera? ¿Puede ser
que se avergonzara de los escándalos del nacionalsocialismo? ¿Estaba amargado?
M. Tenía la impresión de haber malgastado su juventud. Pero no quería reconocer que
con esa guerra había renunciado también a sus ideales. Antes de la guerra era
seminarista, escalaba, y ahora volvía a casa con 28 años, vacío, decepcionado, sin
esperanza. Se hizo maestro porque necesitaba un trabajo. Fue después cuando
pasó a ser su profesión. Esta oportunidad la tuvieron todos los que habían ido al
instituto. Se necesitaban profesores de alemán. La escuela alemana ya no se
volvió a cerrar después de la guerra, aunque seguíamos perteneciendo a Italia.
Como maestro, mi padre fue autodidacta, muy brillante en sus explicaciones, pero
seguro que poco pedagógico.
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M. Se llamaba María, tenía el pelo oscuro y el encanto de una madonna.
H. ¿De qué color tenía los ojos?
M. ¿Azulados? No sé. Es raro que no me acuerde ahora. En cualquier caso no tan
azules como mis hermanos y yo.
H. ¿Qué es lo que ve cuando piensa en su madre?
M. Que siempre estaba ahí y resolvía todos los problemas. Era la figura fuerte de la
familia. Siempre estaba ahí para todos, yo veía su altruismo como algo natural.
Además nunca se le acababa la paciencia. Todavía no me explico cómo le daba
tiempo a todo.
H. ¿Se acuerda de que le gritara alguna vez?
M. No. No, mi madre pocas veces me gritaba.
H. ¿En qué quedamos?
M. Era muy cariñosa, el contrapunto de ese padre severo e infeliz. Cuando uno de los
muchachos se metía en un lío —mi hermana era muy buena—, ella siempre
salvaba la situación. A mi hermano Hubert lo echaron del instituto por leer en el
dormitorio una historia de Heine, su viaje a Italia pasando por el Tirol del Sur, esa
perversa descripción de la ciudad de Brixen (Bressanone). ¡Con lo bonita y lo
acertada que es! Mi padre se puso furioso y dijo:
—Bueno, si el muchacho es tan tonto, pues tendrá que aprender un oficio o
ponerse a trabajar en una granja. Se acabaron los estudios.
Pero mi madre le buscó al día siguiente otra plaza en un instituto. Fue a
Merano y habló con un director, que dicho sea de paso era un excamarada de mi
padre, un amigo de colegio. Mi padre no fue con mi madre a Merano. Ella le
consiguió una plaza allí, Hubert la aceptó y después fue a la universidad. Hoy es
un prestigioso médico.
H. ¿Necesitó usted también la ayuda de su madre?
M. Sí, desde siempre he sido una persona revolucionaria y he tenido problemas con
que me dieran órdenes los demás, incluso mi padre. Fui el primero en rebelarme
contra él. Por eso discutíamos a menudo, y mi madre después lo resolvía como
podía. Si no, mi padre me habría matado.
H. Pónganos un ejemplo.
M. Ya en la granja avícola, cuando no acababa lo que me mandaba y en lugar de eso
me iba a esquiar. Luego estaba mi afición a la escalada, que comenzó a los cinco
años, cuando subí por primera vez al Sass Rigais. Al principio mi padre me
apoyaba, pero pronto se echó atrás y empezó a restringirme las salidas,
probablemente porque se dio cuenta de que escalaba con gran entusiasmo, y nada
debía degenerar en entusiasmo. Teníamos derecho a hacer de todo, pero sólo
como lo hacía la gente de bien, sólo como se aceptaba en el pueblo. Una vez en la
iglesia, cuando el cura dijo un disparate desde el púlpito, los hermanos mayores
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nos levantamos sin más en medio del sermón y salimos por el pasillo central con
las botas claveteadas, en señal de protesta, para demostrar que no estábamos
dispuestos a aceptar cualquier disparate.
H. ¿Contra qué disparate se rebelaron?
M. Ya no me acuerdo, pero en casa hubo una bronca terrible. Mi madre dijo:
—Venga, deja a los muchachos, no pasa nada.
—¿Qué? Todo el pueblo se ha sentido ofendido con la protesta, y yo soy el
maestro. El sacerdote es una institución.
H. Después usted dijo en cierta ocasión que en realidad está a favor del matriarcado
cuando se trata de la organización familiar.
M. Así es. Nuestra madre ya nos dio a conocer el matriarcado con su organización de
la familia, con su capacidad para solucionar los problemas y encontrar siempre
una salida. Puesto que funcionó y tuvo éxito, y al mismo tiempo me di cuenta, de
forma meramente instintiva, de que el patriarcado habría sido en nuestro caso una
catástrofe, estoy a favor del matriarcado. En ese sentido tengo mucha experiencia.
Ahora en mi casa es Sabine, la mujer con la que vivo, la que tiene el poder de
decisión. Yo decido con ella, pero ella tiene la última palabra, y está bien así.
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H. Suena a batalla campal.
M. Dormíamos en literas, unos encima de otros. Mi hermana era la única que tenía
una habitación diminuta para ella sola. Mis padres tenían su habitación y mi padre
además una especie de cuarto donde corregía los muchos cuadernos de la escuela.
Luego estaba la cocina-comedor. No había baño.
H. Cuando se comparte habitación con cinco personas, ¿existe algo que se parezca a
la propiedad privada?
M. Yo tenía juguetes, un hacha pequeña y unos esquís. Eso fue, por así decir, la
primera gran sorpresa navideña, que me regalaran unos pequeños esquís de
madera.
H. ¿Y qué tenía por lo demás?
M. Dos pares de zapatos, dos pantalones, un jersey; todo heredado de mi hermano
mayor. No obstante, íbamos bien vestidos.
H. ¿Qué comían y bebían?
M. Nuestra alimentación consistía en una especie de mezcla entre los espaguetis
italianos y la cocina típica del Tirol del Sur. El menú semanal estaba claramente
definido: los lunes knödel —albóndigas de patata—, los martes y los miércoles
esto o lo otro, pero todos los miércoles lo mismo, durante décadas; asado o
patatas con tocino. Se comía carne una vez a la semana, pollo de nuestra propia
granja o conejo. Sólo bebíamos agua —ni vino ni cerveza— y desayunábamos
leche, mermelada y pan.
H. ¿Y fruta?
M. Teníamos un par de manzanos, y en nuestra pequeñísima finca se daban cerezas,
ciruelas, grosellas. También arrendábamos otros terrenos e íbamos al bosque a
coger arándanos y frambuesas a principios de verano. A menudo recolectábamos
treinta o cuarenta kilos, y luego con las bayas hacíamos confitura. Del bosque
también traíamos rebozuelos, y leña para calentarnos en invierno. Además
cortábamos helechos para la granja de pollos, eran buenos contra los piojos.
H. ¿Qué impresión le daba el angosto valle, de limitación o de seguridad?
M. Tenía la impresión de que no saldría nunca de él. Ese valle era todo mi mundo.
Las nubes entran por una parte del valle y luego desaparecen por la otra, diez
minutos más tarde. Lo que hubiera detrás no existía, y nosotros no salíamos de
allí. Quizás mi afición por la escalada tenga que ver con mis recuerdos de la
niñez.
H. ¿Le daba miedo esa angostura?
M. No, de niño nunca me dio miedo, al contrario. Tampoco tenía miedo de morirme
de hambre o de no salir adelante en la vida. Todo el mundo se las arreglaba de
alguna manera. Las preocupaciones nos las infundieron más tarde, el miedo venía
de fuera: «Si no terminas los estudios, no tendrás ninguna profesión. Si no haces
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lo que se te dice, no llegarás a ser nadie. No tenemos una granja donde puedas
quedarte a criar vacas».
H. ¿Despertaba su curiosidad el mundo que había detrás del valle de Villnöss?
M. Por supuesto. Mi primera ruta de montaña al Sass Rigais no me impresionó por
ser larga y dura, sino porque se podía ver más allá de nuestro valle. Había primero
un valle y luego otro, de nuevo montañas más a lo lejos. Detrás de ellas ya no se
veía nada, ni montañas, ni valles, nada. Y de repente el mundo se hizo más
grande, el cosmos creció. Y así se despertó mi curiosidad: lo que había detrás y
aún más allá seguía siendo un interrogante evocador.
H. ¿Qué pensaba que había detrás de esas montañas?
M. Bueno, había visto que detrás siempre había un valle, primero uno y luego otro.
Así que empezamos a subir a las montañas, primero al macizo del Odle, para
descender después por el otro lado a los pastos alpinos del lugar. Allí había
marmotas, agua y lagos, es decir, un mundo mucho más enigmático que nuestras
montañas.
H. ¿Y así crecieron las ansias?
M. Las ansias de apretar el paso y ver qué hay detrás.
H. ¿Qué significaban las montañas para los demás habitantes de Villnöss? ¿Les
gustaba también subir a esas peligrosas moles? ¿Eran para ellos las montañas
igualmente un símbolo de libertad, o pensaban más bien que allí arriba vivían los
malos espíritus?
M. Se iba al bosque para coger leña, a los pastos para coger heno, pero nadie iba más
allá. Como mucho un par de locos. Sólo se subía hasta donde se podía coger algo,
madera, heno, piezas de caza… Más arriba iban sólo los tontos.
H. ¿Por qué los tontos?
M. Tontos porque no entienden el mundo, gente que no tiene la posibilidad de
quedarse en casa haciendo algo razonable.
H. ¿Tontos con mucho tiempo?
M. Mucho tiempo y poco trabajo, gente que no tenía ninguna propiedad o que no
sabía qué hacer con su vida. De los pastos alpinos no pasa ninguna persona
razonable. Como mucho el cazador con el rifle, si es que quiere matar una
gamuza por allí, al pie de las montañas.
H. La montaña representaba una continua amenaza, se desprendían rocas y aludes.
M. Pero los aludes no llegan hasta el valle, donde la gente trabaja. En Villnöss lo que
se pensaba era que hasta una altura de dos mil trescientos metros se podía sacar
provecho de este mundo, como dehesas, pastos o bosque; más arriba era
inaccesible, tabú. Las rocas que hay más allá no son ni sagradas ni sublimes, sino
que carecen de valor. A partir de aquella altura el mundo no era aprovechable.
H. En la Edad Media la gente se estremecía ante las montañas. Algunos relatos
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cuentan que la gente a la que llevaban en sillas de mano por las montañas no
abrían las cortinas porque pensaban que su ánimo no soportaría ver aquellas
terribles moles de piedra allí arriba.
M. Cuando yo era joven ya no era así. Las montañas eran algo que no interesaba a la
gente, ni lo que había detrás ni más arriba.
H. ¿Cómo se imaginaba usted el mundo que había detrás de las montañas?
M. Tenía que ser parecido al nuestro. En casa no teníamos televisión; de pequeño
nunca oí la radio, no leí ningún periódico. Mis padres no iban a ninguna ciudad
mayor que Bolzano. Estuvieron también en Dresde y Venecia, creo; hablaban de
ello un poco como de tiempos de fábula, pero no conseguí hacerme una idea.
Tuve clase de geografía en el colegio: Tirol del Sur, Italia y Roma. Vimos algunas
imágenes, pero mi fantasía no tenía como objetivo esos lugares. Nunca soñé con
ir a Roma, a esa grandiosa ciudad del Imperio Romano.
H ¿La Plaza de San Pedro le traía sin cuidado?
M. Soñaba con escalar al verano siguiente tal o cual garganta, intentar subir por tal
pared, ir justo al lugar de donde el año anterior nos habíamos retirado por miedo.
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Con diez o doce años empecé a buscar nuevas vías, las cúspides al final del valle
se convirtieron en mi refugio fortificado. Mi hermano Helmut ya sacaba por
entonces unas notas excelentes.
H. ¿Qué fue lo más decisivo para que desarrollara esa pasión por la escalada?
M. No sabría decir si fue sólo el elogio de mis padres, o sobre todo de mi padre, que
nos llevaba con él y luego se portaba muy bien, o si fue simplemente la
posibilidad de desfogarme, de escaparme, de escalar cuanto quisiera. No lo sé.
H. ¿No era escalar simplemente una forma de aumentar la seguridad en uno mismo y
de afianzar la personalidad?
M. No diría eso. El siguiente paso fue escalar con Günther, mi hermano menor, en el
macizo del Odle; nosotros solos, es decir, por cuenta propia. Subimos por la
vertiente norte, que no es una de las vías más difíciles, pero aun así. Ya sólo el
hecho de que nos dejaran ir me parece increíble. Viéndolo ahora, admiro a mi
padre por su permisividad. No conocíamos la ruta, no sabíamos lo difícil que sería
la cara norte de la Piccola Fermeda. Empezamos a subir, tuvimos que buscar la
vía y llegamos a la cumbre. Claro que eso nos hizo fuertes, pero ¿afianzar la
personalidad?
H. ¿Cómo fue su primera ruta de escalada difícil?
M. La primera de verdad, una especie de ruta de escalada vertical —por supuesto que
no era vertical, pero entonces me lo parecía—, la hice con mi padre por la cara
este de la Piccola Fermeda. Tendría unos doce años.
H. ¿Cuál era el grado de dificultad?
M. Tres.
H. ¿Y cómo es el grado uno?
M. El grado uno implica que un buen escalador necesita la manos para moverse,
porque si no, se cae de la pared. El grado dos es medianamente difícil para un
buen escalador. La vía normal de la Gran Fermeda es de grado dos. Y tres ya es
difícil para un buen escalador, es decir, que ya se necesita experiencia, fuerza,
resistencia, hay que saber escalar y encontrar una vía concreta. Pero en la
escalada también es importante la relación fuerza-peso. Para un niño eso no es
ningún problema, además tiene las manos pequeñas y se puede sostener bien en
agarres pequeños. De todos modos, tiene la desventaja de no alcanzar muy lejos.
Si el siguiente agarre está medio metro demasiado alto, pues está medio metro
demasiado alto.
H. ¿Cómo describiría la pared?
M. Al principio el acceso es bastante difícil —chimeneas, canales, bastantes
barrancos—, pero no expuesto. No obstante, esos tramos son lisos.
H. ¿Qué quiere decir «expuesto»?
M. En primer lugar, que se mira al vacío, que por todas partes se encuentra el abismo.
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Entre la Piccola Fermeda y la Gran Fermeda hay canales estrechas por donde
corre el agua cuando hay tormenta, grandes surcos. Por ahí se sube. Y después
viene una serie de chimeneas en una elevada pared vertical, es decir, grietas
anchas por las que se escala.
H. ¿Y cómo se escala por esas chimeneas?
M. Apoyándose a uno y otro lado, haciendo presión y contrapresión con las piernas
extendidas. Esa grieta primero se estrecha, después se abre. Luego viene de nuevo
un tramo menos inclinado, para volver a inclinarse al final. La pared en sí tendrá
unos doscientos metros de desnivel. Mi padre conocía de antemano esa pared, así
que al principio subió él delante. Tras cuarenta metros, un largo de cuerda, la ató
a un saliente y me esperó. Al empezar el último tercio me dejó escalar un largo
por delante, por lo que se merece un gran respeto, ya que podría haber salido mal.
Si me hubiera caído desde esa altura, estaría muerto. Por entonces las vías de
escalada no estaban aseguradas como ahora.
H. Caer dos largos de cuerda es mucho.
M. Apenas había pitones en esa pared, sólo unos cuantos. Como de costumbre,
enganchamos los mosquetones a los viejos pitones y pasamos la cuerda de
cáñamo a través de ellos. No sé si habría aguantado una caída, no podía
controlarlo, no tenía ni idea. Pero aquélla fue la primera vez que me dejó ir
delante. A dónde voy, en general y en particular, era la pregunta. Por lo visto,
encontré la vía enseguida; lo que no podía hacer era caerme. Quizás mi padre me
quiso mostrar con eso que ir delante significa llamar al compañero que va por
detrás, asumir la responsabilidad, estar alerta; sobre todo significa tener cuidado.
Claro que mi padre me dijo cuándo no debía arriesgar para no caer. Me habría
jugado la vida. Después de esa ruta me dejaban hacer con mi hermano menor
otras parecidas por nuestra cuenta. Imagíneselo, unos padres que permiten que sus
hijos adolescentes vayan a escalar a las montañas.
H. Por tanto, su padre vio que se le daba bien y asumió de manera consciente el
riesgo, confiaba en usted.
M. Exacto.
H. Y también confiaba en que volverían con vida.
M. Sí, volver con vida era la condición. Entonces éramos dos muchachos que
empezaban a escalar por cuenta propia. Decíamos:
—Mañana vamos a la pared norte de la Piccola Fermeda.
Una pared que mi padre no había escalado nunca. Y sólo nos decía:
—Tened cuidado. ¿Por dónde vais a subir? ¿Por dónde vais a bajar?
H. ¿Cómo explica usted esto? Antes describió a su padre como alguien que le
controlaba, como una persona casi pedante, ¿y ahora dice que les abrió esa puerta
enorme?
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M. No cabe duda de que mi padre no pretendía buscarnos una carrera de escaladores,
pero no quiso prohibirnos aquello con lo que él había soñado antes de la guerra.
Nos dejó escalar a los doce años lo que él había escalado a los veinte. No existió
nunca un sentimiento de rivalidad.
H. ¿Fue quizás la ilusión que él mismo había perdido lo que no les quiso quitar a
ustedes?
M. Puede ser. Aceptó que su fase de escalador quedara interrumpida y probablemente
se dijo: «A los muchachos no les voy a robar sus sueños. Son jóvenes, pero valen
para ello». Por entonces ya se había dado cuenta, de modo intuitivo, de que yo
escalaba mejor que él. También escalamos juntos la pared este de la Gran
Fermeda. Aunque allí iba yo siempre el primero, mi padre seguía siendo el que
disponía: ¡Ahora a la izquierda! ¡Cuidado, piedra! Todas esas rutas ya las había
escalado él. Lo que él y sus compañeros de estudios no habían logrado antes de la
guerra era la cara norte del Sass Rigais, así que lo intentó conmigo. Me acuerdo
perfectamente que mi madre dijo:
—No, esa pared es demasiado alta y demasiado peligrosa para el niño. No
vayáis.
Con todo, mi padre fue conmigo a esa pared. Escalamos un tramo; subió él
primero y volvió a bajar y propuso que lo intentáramos por la izquierda. Vuelta a
subir y a bajar. No conseguíamos empezar a escalar en condiciones, siempre
teníamos que retroceder. Mi padre tenía miedo. Finalmente nos rendimos, dijo
que no encontraba la vía, que no sabía por dónde teníamos que subir. ¿Y qué
hicimos Günther y yo? Entonces yo tenía dieciséis años, creo; mi hermano,
catorce. Decidimos que ahora íbamos a intentar nosotros escalar la pared que
nuestro padre no había logrado. No para demostrarle lo mal escalador que era,
sino para dejar claro lo que queríamos. Así fue como superamos a mi padre. Por
entonces ya teníamos unos cuantos pitones, un casco para protegernos contra el
desprendimiento de piedras, una cuerda de nailon y un martillo de escalada, es
decir, las herramientas imprescindibles.
H. Ese primer casco de escalada, ¿se lo regaló su padre por Navidades?
M. El martillo también me lo regaló mi padre.
H. ¿Cómo era?
M. Enorme, pesaba muchísimo, lo hizo el herrero del pueblo. Era su martillo de los
años treinta.
H. ¿Cuánto pesaba?
M. El doble que un martillo de escalada de los que se podían comprar entonces en las
tiendas de deporte. Tenía el mango largo, algo más de treinta centímetros —como
los que hacen los herreros y fumistas—, y sin filo para abrir grietas, es decir, no
tenía punta delante, sino que sólo servía para clavar pitones. Muy razonable, sólo
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para la escalada en roca. Después siempre he rechazado esos martillitos que se
compran en las tiendas de deporte. El martillo de mi padre era mejor: siempre
funcionaba, se agarraba bien y clavaba los pitones más rápido. Fue el que llevé en
las primeras ascensiones más arriesgadas a los Dolomitas.
H. ¿Cómo se sabe si un pitón está bien fijado? ¿Por el sonido?
M. Por el tono. El pitón bien clavado canta. Si entra deprisa, ya te puedes olvidar. Si
se oye un ruido hueco, no aguanta. Pero cuando entra cantando —ése es el
tecnicismo— sí que aguanta, varias toneladas y más.
H. ¿Le gustaba clavar pitones?
M. Se me daba bien, a la fuerza. A los veinte años me vino la inspiración. Fui uno de
los primeros en escalar con un procedimiento distinto a todos los demás, que iban
escalando y, cuando la cosa se ponía difícil, clavaban rápidamente un pitón. Yo
iba escalando y cuando me daba cuenta de que había una fisura ideal y de que mi
posición era buena, entonces clavaba un pitón para asegurarme. No me costaba
ningún trabajo. Después seguía subiendo y, cuando llegaba un punto más
arriesgado, no tenía que ponerme a buscar una fisura que quizás ni siquiera
hubiera, porque ya estaba asegurado. Encontrarse en una posición expuesta y
clavar un pitón significa perder mucha fuerza. Yo podía escalar deprisa porque
estaba siempre asegurado. Por tanto, no escalaba como los demás, sino justo al
contrario. Antes, siempre que surgía una dificultad, cuando no se podía seguir, se
clavaba rápidamente en cualquier sitio un pitón de salvación que después no
aguantaba. Yo colocaba los pitones, no donde me hacían falta, sino cuando tenía
una buena posición, porque así no perdía tiempo ni mucha energía. Después, con
poco más de veinte años, esta táctica me dio ventaja sobre los demás. Gracias a
ella realizamos primeras ascensiones que parecían imposibles de repetir, porque
faltaban pitones en las posiciones clave. Los segundos ascensionistas solían
necesitar el triple de tiempo que nosotros. No es que fuéramos mejores, es que
teníamos otra manera de enfrentarnos a la roca.
H. ¿Qué fue lo que le dio la confianza para atreverse a introducir tales innovaciones?
M. En general, siempre he respetado a los que me han precedido. Primero he
aprendido de los demás, al principio siempre me he subordinado. No hay que
olvidar que yo procedía de un pequeño valle. Cuando estuve por primera vez con
escaladores famosos pensé: ¡genial! No era más que un muchacho que escalaba y
que apenas si tenía una ligera idea. Entonces me di cuenta de que ellos sabían
hacer determinadas cosas realmente mucho mejor que yo. Me fijaba bien. Pero en
algunos aspectos prácticos eran peores que yo. Me quedé con el toque. En
definitiva, aprendí muchísimo de ellos.
H. ¿Por ejemplo?
M. A asegurar, distribuir el tiempo, rapelar… A mí se me daba mejor encontrar la vía.
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En toda mi vida, desde que tuve dieciocho años, no he conocido a ningún
escalador con tanta seguridad para encontrar vías como mi hermano Günther o
yo. Lo aprendimos cuando éramos pequeños, escalando por los barrancos y las
canales del macizo del Odle. ¡Por cuántas paredes subimos sin consultar antes una
guía! Sencillamente sabíamos que se iba por aquí o por allí, era el único modo. En
la pared del monte Pelmo sabíamos que había que escalar hacia la derecha, y
después ya se podía seguir. Otros escaladores no han desarrollado nunca tales
instintos, sobre todo los de ciudad.
H. Pero no es precisamente una manera de hacerse popular.
M. No, tampoco era lo que queríamos.
H. ¿Era usted un sabelotodo?
M. Nunca y en ningún ámbito. Si no, ¿cómo habría podido aprender? Al principio me
subordinaba. En el momento en el que me daba cuenta de que los demás
realmente no sabían hacer algo en concreto, tomaba yo las decisiones. Así de
sencillo. Y ellos confiaban en mí de inmediato, me seguían relativamente rápido,
sin vacilar. Entre mi padre y yo nunca hubo rivalidad. El siguiente paso estaba
entre mi hermano y yo. Nunca se cuestionó el hecho de que yo fuera delante y él
detrás. Yo era el mayor; nunca discutimos por eso. El que iba delante tenía mayor
responsabilidad, era evidente. Yo era más alto, tenía más experiencia.
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H. ¿Era el más fuerte de la escuela?
M. Había unos cuantos que eran mayores y mucho más fuertes que yo. A ésos nunca
los hubiera tocado, eran los mayores, se guardaban las distancias. Por otra parte,
ellos tampoco se habrían metido conmigo, porque yo era de una generación más
joven y, por así decir, no de su nivel. En mi curso se me tenía por un temido
pendenciero, aunque no fuera especialmente hábil o fuerte, pero por entonces ya
tenía mucha energía y aguante, además de una gran agresividad. ¿Por qué? No lo
sé. Ahora también me siguen dando esos arrebatos. ¿A qué se deben? Ni idea,
pero me irrito muy fácilmente, aunque ahora sea en parte en broma y en parte en
serio. Con las injusticias, o cuando intentan engañarme o atacarme, puedo resultar
peligroso. Entonces me tienen miedo hasta veinte personas juntas. Es una pena
que sea así; en realidad no tendrían por qué.
H. ¿Usted pegaba o sobre todo gritaba?
M. No nos dábamos puñetazos ni nos tirábamos piedras, sino que simplemente
demostrábamos quién era el más fuerte.
H. Hasta que uno se rindiera.
M. Hasta que uno quedara tendido en el suelo o se diera por vencido.
H. También está el conocido incidente cuando con doce años usted encontró a
Günther gimiendo en la caseta del perro que tenían delante de la casa, porque su
padre le había propinado tal paliza con el látigo del perro que ni siquiera podía
andar. Entonces se dio cuenta de que Günther era, al igual que usted, víctima de
su padre, y se hicieron más amigos. De esta unión surgió posteriormente una de
las cordadas más legendarias de la historia del alpinismo. Pero primero una
pregunta muy sencilla: ¿cómo es un látigo para perros?
M. Es una fusta de goma, pero no como las porras de los policías, sino un palo de
goma maciza con el que mi padre adiestró al pastor alemán hasta que fue de
provecho.
H. ¿Qué es lo que había hecho Günther?
M. Algo insignificante, sin importancia. Yo no estaba cuando ocurrió. En general se
trata de una situación, de una imagen, de un hecho que formaba parte de la vida
diaria durante la posguerra.
H. Pero es terrible.
M. Sí, es terrible.
H. Cuando se maltrata a un niño de tal manera que ni siquiera puede andar.
M. No sólo en nuestra casa, sino en todo el valle, en el Tirol del Sur, en los países de
habla alemana se pegaba a los niños. Por suerte no en todas partes.
H. ¿Pegar como forma de educar?
M. Ésa era la forma normal de educar a los niños en los ambientes rurales. No sé si
sería igual fuera del valle, entonces no había salido de allí.
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H. ¿Por qué cosas les pegaban?
M. Por todo, por no echar de comer a los pollos a tiempo o por reñir en casa. Cuando
éramos más pequeños también por gritar o jugar. La casa era pequeña, así que mi
padre nos pegaba. Con ese montón de niños, sólo conseguía imponerse
controlándonos con la vara. En cierto modo, educar significaba hacer que
fuéramos obedientes.
H. ¿Se trataba de un verdadero castigo sistemático o se pegaba en momentos de
arrebato?
M. Las dos cosas, como educación sistemática y por arrebato. Para mi padre era
quizás también una forma de huir de su desesperación, de esa especie de callejón
sin salida en que se vio después de la guerra.
H. ¿Qué callejón sin salida?
M. Después de la guerra, mi padre no tuvo oportunidad de decidir qué hacer con su
vida. ¿Cómo había de seguir adelante? No tenía alternativa. Antes había sido una
persona con ideales, sueños, futuro. Escalaba bien, había estudiado, era un tirolés
que llevaba la vida que había soñado.
H. Después se encontró entre la espada y la pared y no la escaló.
M. Estuvo toda su vida entre la espada y la pared, como consecuencia de la guerra, de
la subordinación, de ser responsable de una gran familia. Quiero decir que esos
jóvenes soldados habían visto cosas horribles y no podían superarlas. No les
quedó nada, ninguna ilusión, sólo una especie de desesperación silenciosa.
Siempre entre la espada y la pared. Todos nosotros conocemos esos
acontecimientos sólo por la literatura, acontecimientos que arrancaron a nuestros
padres y abuelos del mundo y los empujaron a un desastre terrible. No podemos
concebir que casi todos fueran cómplices. Y después regresan todos y afirman
que ellos no han sido. Pero sí que fueron ellos y lo saben. Christoph Ransmayr lo
cuenta en Morbus Kitahara de una manera tan impresionante que muchas veces
me estremezco.
H. ¿Le devolvía los golpes a su padre?
M. No, nunca lo hice. Pero creo que se dio cuenta de que ya no podía seguir
pegándome. Con trece o catorce años era más fuerte que él. Sabía hasta dónde
podía llegar.
H. Con doce años, ¿cuál pensaba que sería más tarde su profesión?
M. Entonces no sabía qué quería hacer ni cómo era la vida, no pensaba en hacer
carrera. En la escuela de geometría, donde se recibía una formación parecida a la
de ingeniero de caminos, canales y puertos, sólo entré porque era bueno en
matemáticas. Se me daban bien las asignaturas técnicas y de ciencias naturales.
Por mi parte, nunca quise ser ingeniero, quizás arquitecto.
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H. Muchos niños quieren ser maquinistas, otros astronautas.
M. No, yo no quería ser alpinista, porque no es ninguna profesión, de modo que
alpinista no podía ser. No sabía qué sería de mi vida. Pensar en realizar mis
sueños era irreal: «Pase lo que pase, seguiré siendo alpinista». A lo sumo soñé,
desde los dieciséis a los dieciocho años, con la vida que he llevado después, a
pesar de todas las trabas y las dudas del principio.
H. ¿Y cuáles eran esas dudas?
M. Yo quería seguir siendo aventurero, como para ponerme a prueba a mí mismo,
pero no en el sentido de un explorador.
H. ¿Un gitano?
M. Sí.
H. ¿Un gitano moderno?
M. Siempre quise llegar a los últimos territorios salvajes, adonde los demás no llegan
tan fácilmente.
H. ¿Tenía algún modelo a seguir?
M. No, sólo personajes que iban con mi modo de ser.
H. ¿Se imaginaba una historia a lo Jack London? ¿Leía usted ese tipo de libros?
M. No, tampoco he leído nunca a Karl May, pero quería ir a la naturaleza salvaje.
Amaestramos a nuestro perro para que tirara de un trineo. Lo único que quería era
ir a la naturaleza virgen, escalar paredes rocosas, viajar.
H. ¿Y quién le había de sustentar?
M. Nunca me planteé esa pregunta. Estaba claro que era imposible, nadie puede vivir
de la conquista de lo inútil.
H. Volvamos a la historia de su hermano. ¿Qué les reconcilió aquella tarde? Él estaba
solo, sentado en la caseta del perro, sin poder andar. ¿Se le ocurrió entonces que
podían crear los dos juntos su propio mundo en la montaña?
M. Sólo teníamos claro que nos habíamos conjurado, que nos podrían mandar y
obligar a hacer lo que fuese, pero no dividir. Tendríamos que seguir trabajando en
la granja avícola, pero no eternamente. Quizás mi padre tuvo cargo de conciencia
y por eso más tarde permitió que nos fuéramos. Cuando me paro a pensar que yo
tenía dieciocho años y mi hermano dieciséis cuando nos dejó ir a la cara norte del
monte Pelmo… una pared gigante, ochocientos metros de desnivel. Una pared
realmente alta. Además nos sorprendió una fuerte depresión atmosférica. Mi
padre nos había prestado su motocicleta, una Lambretta, para ir hasta allí. Al día
siguiente, a las cinco de la mañana, empezamos a escalar la pared, que quizás se
habría escalado antes unas veinte veces, por parte de los mejores escaladores
alpinos de cada época.
H. ¿Les sorprendió una depresión atmosférica?
M. Al principio fue difícil. La pared era lisa, más difícil de lo que pensábamos.
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Después todo transcurrió sin contratiempos, muy deprisa. Estábamos en forma y
teníamos todo bajo control, pero a mediodía se presentó la tormenta.
H. ¿Por debajo sólo había cuatrocientos metros de abismo?
M. Por debajo aire, por encima relámpagos y granizo. ¡Horrible!
H. ¿Temieron por sus vidas? ¿Dónde se encontraban?
M. En la parte más fácil de la pared. Primero nos refugiamos bajo un desplome,
donde estábamos a salvo de los desprendimientos de roca. Las piedras bajaban
rodando. Entonces nos quedó claro que ya no podíamos bajar por la pared, porque
desde arriba se desprendían cada vez más piedras. Cuanto más abajo, más piedras,
y alguna nos alcanzaría, así que hacia arriba. Por tanto, seguimos escalando.
Después amainó el temporal, incluso se quedó despejado, pero hacía mucho frío y
la pared estaba mojada. Y luego, en el último cuarto, la siguiente tempestad:
nevó, granizó, relampagueó. La pared estaba blanca, vitrificada. Fue difícil. Así
son las auténticas aventuras, o sobrevives o estás muerto.
H. ¿Era consciente de ello?
M. Por supuesto, en situaciones así está clarísimo, todo el mundo sabe que se trata de
sobrevivir, pero no se habla de ello. En aventuras de ese tipo uno no puede darse
la vuelta, sino sólo seguir subiendo. Pero el instinto funciona y uno hace lo
correcto. Ahora bien, si se tiene mala suerte, un solo error y se acabó.
H. Eso es una contradicción: hacer lo correcto no puede llevar a la muerte, sólo el
error.
M. No, es sólo aparentemente una contradicción. Quizás sea un error el hecho mismo
de subir a la montaña, pero una vez que llega el peligro funciona así, eso es lo que
ocurre: el instinto de supervivencia, los instintos que llevamos dentro movilizan
todas las fuerzas, el sexto sentido, también el miedo y el valor. El hombre hace lo
correcto por instinto. Lo incorrecto se neutraliza.
H. Sin embargo, se puede perder la vida.
M. Sí, en la montaña se puede perder la vida.
H. Así que siguió escalando hacia arriba en medio de la tormenta, con los dedos
mojados, agarrotados. ¿Fue ésa la primera vez en su vida que se vio en verdadero
peligro de muerte?
M. Sí, ésa fue la primera vez. Sabía que estábamos en una de las paredes alpinas más
difíciles que habíamos hecho nunca, una pared que sólo consiguen subir los
expertos absolutos, ¡y encima esa tormenta! A lo largo de mi vida no me he
hallado muchas veces en peligro de muerte, quizás unas cien.
H. Me reitero: ¿fue ésa la primera vez que se encontró en serio peligro de muerte?
M. Sí, o se sale airoso o estás muerto.
H. Vivió una auténtica situación crítica; después se plantea la siguiente pregunta:
¿sigo con esto o mejor entro en la escuela técnica y me hago ingeniero?
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M. No me paré a pensar de una manera tan razonable. En el momento de peligro sólo
me venía constantemente una idea a la cabeza: «Ahora hay que salir de ésta».
Llegamos a la cumbre de noche, con una temperatura corporal bajísima, la ropa
hecha hielo. Estaba relampagueando, tronando y nevando, y aun así bajamos
hacia el sur. Fue una suerte encontrar el camino de descenso, pues sólo los
relámpagos iluminaban la noche. El mero instinto nos llevó a Ball-Band, después
al bosque.
H. ¿No se paró a pensar a posteriori qué es lo que había hecho?
M. No fue así. Pensamos que nada que sucediera en el futuro podría ser peor. Si
habíamos sobrevivido en esta ocasión, lograríamos cualquier cosa. Creíamos que
nunca más volveríamos a tener tan mala suerte: ¡una pared tan grande con esa
tormenta! Con desprendimiento de rocas, nieve, frío, relámpagos.
H. ¿Se sintieron después inmortales?
M. Sí, un poco. Tuvimos esa ingenua impresión de a nosotros no nos toca. No, no es
que fuéramos mejores que los demás, pero nosotros habíamos pasado juntos por
aquel infierno y las cosas no podían ponerse peor. «No importa que la siguiente
pared sea más difícil, también lograremos subirla —pensábamos—, pues la
naturaleza no puede sernos más adversa». Con esta aventura, y no sólo por
nuestra habilidad para escalar, sentimos que pasamos a formar parte del círculo de
escaladores extremos.
H. ¿Cuántos integrantes tenía el círculo de escaladores extremos en aquella época, es
decir, alrededor de 1964?
M. En el Tirol del Sur había unos veinte; en el Tirol del Norte, veinticinco quizás; en
el Tirol Oriental, tres o cuatro. Nos conocíamos todos, al menos de nombre.
H. ¿Y en toda la región alpina?
M. Varios centenares. Hoy existen menos escaladores de esa clase. En cambio, sólo
en Alemania hay cien mil aficionados o más a la escalada indoor.
H. ¿Y qué hacen los escaladores extremos?
M. Algo que nadie más considera razonable, con lo que te juegas la vida y que exige
habilidad, pericia, resistencia, disciplina. Hay que tener mucho aguante, dormir a
20 grados bajo cero al raso, sin refugio alguno. Hay que resistir dos días enteros
sin comer y sin beber, cuando no hay nada, y ser responsable de uno mismo y de
los compañeros, hacer todo por uno mismo, completamente solo. Dicho de otro
modo, entramos en un mundo al cual no pertenece el hombre, al cual lo más
razonable es no ir. Pero nosotros, los escaladores extremos, nos adentramos
voluntariamente en el infierno y decimos a todos los que nos critican: «Déjame en
paz, es mi decisión, quiero intentarlo». Y cuando regresamos, somos un pequeño
grupo fuertemente unido, una especie de pandilla exclusiva, nos entendemos con
una jerga, usamos un lenguaje propio… es decir, que nadie que quiera dárselas de
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escalador podrá nunca pertenecer al grupo, porque la condición de socio no se
puede comprar o adquirir parloteando, sólo se puede vivir.
H. ¿Una especie de subcultura?
M. Sí, este colectivo tiene una cultura distintiva.
H. El periodista estadounidense Tom Wolfe describió algo parecido entre los
astronautas y los pilotos de prueba. ¿Existe un código propio?
M. Desde luego. Nunca hablaríamos entre nosotros de moral, porque todos sabemos
que la moral es un asunto meramente burgués. Cuando estás colgado allí arriba,
lejos de toda esperanza de salvarte, llevarías al otro a cuestas, tirarías de él, le
gritarías con tal de salvarle. Si tienes dos tragos de agua, le das al compañero la
mitad o la botella entera, es decir, los dos tragos, si de lo contrario se va a morir.
De ese tema ni siquiera se habla, es tan evidente como la vida misma. Y si
entonces llega alguien y dice que hay que compartir el agua, preguntaríamos qué
clase de tontería es ésa. Allí fuera, lejos del mundo civilizado, está todo clarísimo
y no se habla de ello. Cuando llegan los criticones diciendo que fulano o mengano
ha dejado al otro tirado, es siempre por necedad, o para darse importancia. Ese
afán de moralización tiene tan poco sentido… Si pierdo al otro, entonces lo he
perdido todo, porque esa persona es en definitiva mi único apoyo, mi única ayuda
para asegurar el siguiente tramo o resistir todavía esa noche. Aunque sólo sea
para compartir el miedo necesitamos al otro o a los otros. Se trata de una unidad,
no está uno y luego otro, sino que es una comunidad, la cordada, el equipo como
conjunto indivisible. No se trata solamente de un espíritu de compañerismo, sino
de una unidad incondicional.
H. ¿Porque la acción dicta la moral?
M. No la acción, sino el estar en una situación de peligro de muerte.
H. Pero la necesidad de actuar dicta la moral. Compartir el agua es una cuestión
moral.
M. Pero no impuesta, no dictada desde fuera. Nuestro comportamiento es instintivo,
no existe lo correcto o lo incorrecto. No me hacen falta preceptos externos, las
cosas ocurren como antes de la era humana. Sólo la escalada popular, de masas,
necesita reglas, como los seis mil millones de personas de la Tierra.
H. Su principal maestro en esa época fue un hombre llamado Sepp Mayerl. ¿Qué
hacía él mejor que los demás?
M. Sepp era unos años mayor que yo y sabía hacer de todo. Era un muchacho
bastante cándido, de origen rural, que techaba sin andamios las torres de las
iglesias de todo el Tirol. Reparaba esas elevadas torres por arriba, atado a una
cuerda. Cuando vino una vez a trabajar al Tirol del Sur, intentó escalar la pared
norte de la Furchetta, que yo también había escalado ya, pero no la pudo subir
porque ese día no hacía buen tiempo. Cuando iba de vuelta a casa vio a mi
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hermana por la calle, se le acercó y le dijo:
—¿Es que en este pueblo no hay escaladores?
—¿Por qué?
—Estoy reparando la torre de la iglesia y la semana que viene quiero ir a
escalar otra vez.
Y Waltraud le dijo:
—Mis hermanos escalan, son escaladores extremos.
Así fue como nos conocimos. Tenía siete años más que yo.
H. ¿Cuál fue la primera ruta que hizo con el legendario Sepp Mayerl?
M. Fuimos a una pared de la región del Sella, en los Dolomitas, un desplome de unos
trescientos metros de altura. Me dejó asombrado, sabía hacer muchas cosas
mucho mejor que yo. Además Sepp se portó muy bien conmigo, me fue a buscar,
me llevó hasta allí y me pagó la comida. En la siguiente ruta me dejó ir uno o dos
largos en cabeza de cuerda.
—Prueba tú ahora, ve tú primero —dijo.
En la tercera ruta nos fuimos alternando, un largo él y otro yo. Sepp se
convirtió en mi maestro, pero no tenía una condición física tan buena como la
mía, aunque eso no importaba a la hora de escalar; sólo que no podía subir tan
rápido como yo. En resumen, formamos una cordada. En esos años escalamos, en
cordada de dos y a menudo de cuatro, todos los retos que presentaban los
Dolomitas. Conseguimos realizar muchas primeras ascensiones, también
segundas ascensiones de rutas famosas que nadie había vuelto a escalar hacía una
década. Emprendimos rutas de invierno, fuimos juntos a los Alpes Occidentales.
Una buena época.
H. ¿Quería ser más rápido que otros?
M. Yo seguía la naturaleza humana, quería estar más cerca de la naturaleza que los
demás.
H. ¿Para usted no existía el factor tiempo?
M. Sabía que si me daba prisa no tendría que pasar la noche en la pared, lo que
siempre es peligroso.
H. Sin embargo, ya entonces era enormemente ambicioso. ¿Era importante para usted
escalar vías tan difíciles que, a ser posible, nadie las pudiera repetir?
M. Ése fue mi objetivo años más tarde, sí.
H. Lo más importante ya se había escalado mucho antes de su generación. ¿Se trataba
ahora de buscar una nueva vía más difícil?
M. Exacto. Encontrar vías difíciles en las paredes famosas me incentivaba mucho.
Unos años más tarde dijo Sepp Mayerl: «Reinhold arriesga demasiado». Entonces
hice muchas rutas extremas en solitario. Günther y yo fuimos sus compañeros de
escalada preferidos, nosotros, los del Tirol del Sur, un par de locos granjeros del
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valle de Villnöss. Antes nada estaba asegurado, ni primeras, ni segundas, ni
terceras ascensiones. Por entonces nos consideraban los escaladores más creativos
de los Dolomitas.
H. ¿Querían marcar distancias?
M. No, pero al mismo tiempo a mi hermano y a mí se nos ocurrió ir todavía un poco
más lejos. De manera plenamente consciente empezamos a renunciar a los pitones
de expansión, a clavar los menos pitones posibles. Así fue como reinventamos la
escalada libre. Nuestra ambición consistía en encontrar vías que no se pudieran
volver a escalar: gran distancia entre los pitones, incluso más de mil metros de
pared.
H. ¿Qué tenía en contra de los pitones de expansión?
M. ¡Vaya una cosa!: si no avanzo, hago un agujero en la pared con un cincel, es decir,
con un burilador, hoy en día con un minicompresor, y meto el pitón. Eso lo sabe
hacer cualquiera, así se sube en teoría cualquier pared. Era aburrido: al escalar
con la ayuda de pitones de expansión ya no había nada imposible, así que fin de la
evolución.
H. A eso se llamaba cerrajear y usted lo odiaba.
M. La evolución de la escalada artificial estaba en ese momento, a mediados de los
sesenta, en su punto culminante. Por entonces se escalaban paredes de quinientos
metros de altura, lisas y desplomadas, a base de pitones. Se empezaba a dos
metros del suelo clavando el primer pitón. Lo que se hacía era perforar un agujero
en la pared, clavar un pitón y colocar los estribos, y así se pasaba de un pitón al
siguiente, de unos estribos a los otros, y de nuevo al siguiente pitón. Muchas
veces este trabajo de perforación llevaba semanas. No se subía escalando, sino de
peldaño en peldaño. Se tocaba la roca, sí, pero las rugosidades naturales, la
estructura de la roca ya no tenía ninguna relevancia. Ahora importaba el equipo,
esas estructuras artificiales.
H. Una especie de autopista a las montañas. ¿Cuándo decidió que eso era aburrido?
M. Diría que en 1966 o 1967.
H. ¿Tenía también, aparte del aburrimiento, motivos sustanciales para odiar esa
técnica?
M. No se puede clavar un pitón por metro, porque así los desplomes pierden todas su
dificultad. Así que me planté y dije que yo escalaba sin esos chismes. El progreso
y el perfeccionamiento sólo eran posibles si renunciaba a ciertas cosas. En 1966
escribí un pequeño trabajo, un artículo que se publicó en todo el mundo: «El
asesinato de lo imposible». Más o menos venía a decir que si aplico el método de
los pitones de expansión, lo imposible ya no existe y sin eso son impensables las
aventuras. Sólo se vive una verdadera aventura cuando no se sabe cómo va a salir
la cosa. Emprender una aventura significa ir en busca de lo desconocido, quizás
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de lo imposible. Entonces me muevo como en otro mundo. Si hago todo
correctamente, regreso; de lo contrario, puede que no. Esta radicalidad puso a
todos los partidarios de los clavos en mi contra. Todavía hoy muchos me odian
por ello. Se formaron dos escuelas.
H. ¿Su escuela buscaba un duelo directo con la naturaleza?
M. No, no se trata de un duelo. Lo único que hago es exponerme, pero nunca contra
otros. Estoy dispuesto a salir del mundo civilizado, a adentrarme voluntariamente
en un mundo donde no habita el ser humano. Entonces siento que el hombre no
pertenece al lugar en el que estoy Todos los demás, que sigan haciéndolo
tranquilamente según su método.
H. ¿Se consideraba también artista de la escalada libre?
M. No, nunca me he considerado un artista como escalador. Pero sabía que ahí había
una buena línea en la roca, allí una buena posibilidad de subir en escalada libre.
Me dedicaba a buscar una buena línea. La línea de la pared tenía mucha
importancia para mí, como si fuera la forma de demostrar mi habilidad.
H. ¿Qué es una buena línea?
M. La que se adapta a la naturaleza de la montaña, no al revés, es decir, yo no adapto
la montaña a mi incapacidad. Un escalador que aprovecha cada rugosidad de la
pared —aristas, grietas, secuencias de agarres— sigue una buena línea.
H. ¿Qué es una mala línea?
M. Cuando subo en línea recta y, si ya no puedo continuar, clavo pitones de
expansión; por no hablar de los puntos de reposo de las rutas modernas.
H. El hecho de no poner pitones era una rebelión, la gente se burlaba de usted y le
calificaba de neandertal que subía por la montaña colgándose como los monos.
¿Le alegró ese rechazo?
M. Un actitud simiesca… para nosotros era una honra que nos insultaran así.
H. Se decía que usted jugaba a la ruleta en el alpinismo, que descuidaba la seguridad
en la montaña, que era temerario, narcisista y que ansiaba la muerte.
M. En aquel momento hubo un interesante debate entre los escaladores extremos, no
una contienda. El mundo civil no participó en la discusión. Nosotros, los
extremos, tampoco tomábamos ya en serio a los ciudadanos. Éstos querían
seguridad, yo hacía alarde de su falta. Los ciudadanos de bien siempre dirán:
«Estos locos, como uno se caiga…». Para ellos lo que vale es la iglesia por fuera,
el bar por dentro y la montaña desde abajo. «Así que la culpa es tuya. Si no
hubieras escalado, no te habrías despeñado». Yo respondía: «Claro que tenéis
razón, pero no me importa».
H. Para el grupo de los escaladores extremos, ¿la exclusión supone un
reconocimiento?
M. Entonces nos adelantamos a nuestro tiempo. El reconocimiento no llegó hasta
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diez años más tarde, cuando se impuso en Estados Unidos la escalada limpia y los
jóvenes no conseguían subir nuestras rutas. «Maldita sea, es imposible —decían
las jóvenes estrellas—, o mienten o es que eran unos monstruos». En realidad no
éramos ni geniales ni unos monstruos; en la escalada libre éramos quizás una
pizca mejor que los que ascendían con pitones, también estábamos un poco mejor
entrenados. Y nosotros lo veíamos de forma más natural, lúdica: «¿Por qué no lo
intentamos?». Por entonces lo intentamos todo, aunque a menudo se olvide
cuántas veces fracasé, cuántas veces no salí airoso. Cada semana probábamos
algo nuevo, comenzábamos a escalar y no podíamos seguir. Diría que en un
sesenta por ciento de los casos lo lográbamos, el cuarenta por ciento restante eran
retiradas. O ni siquiera empezábamos a escalar. ¡Cuántas veces no conseguimos
subir!
H. ¿En qué notaba que no tenía sentido seguir con esa escalada?
M. En que no estábamos en forma o nos entraba miedo. Otras veces no hacía buen
tiempo, o lo que fuera. Muchas veces nos dimos la vuelta. Más tarde, en la etapa
de los ochomiles, fracasaron aproximadamente la mitad de mis intentos: una
mitad salía bien, la otra no.
H. ¿Cuándo se daba cuenta de que era hora de darse la vuelta?
M. Suele saberse muy rápido. O bien ya cuando se empieza a subir —hace demasiado
frío, o no me encuentro bien hoy, el primer largo de cuerda no sale bien—, o el
compañero protesta: «No arriesgues tanto». Günther solía decir: «No lo hagas, es
mejor que claves un pitón». Así que clavaba un pitón intermedio, volvía a
intentarlo, subía un poco más, pero al final no podía seguir. Pero… ¿aguantará el
pitón? «Ten cuidado, no te vayas a caer y se arranque». Tarde o temprano te das
cuenta de que ese día nada va a salir bien. Lo que hacíamos era jugar, aunque no
en sentido infantil. Jugábamos a poner a prueba nuestra capacidad. La pregunta
era: ¿lo conseguiremos o no?
H. Antes de empezar una ruta solía dormir mal, muchas veces nada, o soñaba que se
caía de la pared.
M. Sí, eso es lo que me pasa a mí, quizás también a otros. Podría hablar mucho de
pesadillas, pero sólo de las mías.
H. Eso quiere decir que sube con la energía a medias. ¿Se pierden fuerzas cuando se
duerme mal?
M. Sí. Sin embargo, siempre que no he tenido antes esas preocupaciones, me ha ido
mal. Ahora pienso que el nivel de adrenalina ya empieza a aumentar en la fase de
preparación.
H. ¿Recibe energía adicional en la pared gracias a ese estado de flujo, como se lo
denomina en psicología?
M. La escalada libre, cuando no se supera el límite de rendimiento, desencadena un
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estado de flujo. Ahora bien, debo tener un control absoluto de la situación.
Siempre que he trabajado de guía de montaña, he escalado peor. Me entraba
miedo al ver a los demás aferrarse a agarres flojos. Yo lo veía a treinta metros de
distancia. Sabía con certeza que si el cliente a mi cargo se asía entonces a un
agarre y se apoyaba en él, iba a salir volando de la pared. Así que le gritaba:
«¡Cuidado!». No era un buen guía, prefería escalar solo. Cuando escalo por mi
cuenta, no veo los agarres sueltos, ni siquiera los toco, me agarro
automáticamente donde la roca aguanta. A menudo mis clientes me hacían perder
el ritmo de escalada. Al volver el fin de semana con mis compañeros, tenía que
recuperar ese estado de flujo, llevaba dentro de mí la melodía equivocada que
utilizaba para guiar, como si hubiera aprendido una mala técnica. La escalada es
como el ballet, la composición y la coreografía a un tiempo, sólo que con un
desfase de segundos. Es decir, cada segundo es distinto, pues la estructura de la
roca me indica cómo tengo que componer y por tanto también cómo tengo que
moverme. Cuando escalo bien no pienso, no pienso en nada. Si encuentro el flujo
correcto, lo hago todo por instinto. Parece que la pared se sube sola, como si
desapareciera la fuerza de la gravedad.
H. Usted pasó la pubertad exclusivamente en las paredes. ¿No echaba de menos las
chicas?
M. Las paredes eran más importantes para mí; por así decir, mi sexualidad se
desfogaba en la roca. Mi fantasía se estimulaba mucho más con una nueva ruta
que con la conquista de una chica.
H. Para algunos eso es lo más importante a partir de los doce años.
M. Nosotros nos desarrollamos bastante tarde, los niños de la guerra alcanzábamos la
madurez sexual mucho más tarde que los niños de hoy.
H. ¿No había en el valle chicas que encontrara atractivas?
M. En mi valle, en esa época, no. Al final de los años sesenta, pero entonces ya no
estaba en el valle, sino en Bolzano, en Appiano, en Padua. Allí, en la escuela de
comercio había chicas que me interesaban, de lejos.
H. ¿Era más bien tímido?
M. Muy tímido.
H. ¿No sabía cómo dirigirse a una chica?
M. No.
H. ¿Por qué no intentó impresionar a las chicas con su arte de escalar?
M. Para mí estaba el mundo de la escalada, que compartía con unos cuantos
camaradas y con mi hermano, y el mundo civil. No quería compartir el primero
en la escuela, ni con una chica ni con nadie más. Tenía la impresión de que la
escalada no les importaba a mis compañeros de clase, no sabían nada de eso.
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Tampoco mis compañeros de escalada, que eran mucho mayores que yo, me
preguntaban cómo eran mis compañeros de clase o qué hacía en la escuela. Eso a
ellos tampoco les importaba.
H. ¿Eran una secta de montaña?
M. Éramos una secta, sí.
H. ¿No querían contaminarse?
M. Éramos un círculo pequeño no definido por reglamentos o tratados, sino por
vivencias comunes e historias comunes, y por los hechos. No teníamos reglas,
sólo experiencias similares y vivencias comunes, y todos los que no las habían
compartido no pertenecían al grupo. Cuando los fanfarrones —que hay muchos—
se daban importancia, sólo entonces merecían nuestro desprecio. Entre nosotros
contaban los hechos. Sólo quien lo había vivido podía opinar. Uno sólo tenía que
decir: pared del Eiger, rampa en el tercer largo, desplome a la izquierda, y todos
se enteraban.
H. ¿Se tiene que haber pasado frío y haber sufrido juntos para pertenecer al grupo?
M. Sí, porque nadie puede imaginarse, si no lo ha vivido, lo que significa pasar una
noche entera a la intemperie y helarse de frío a 30 grados bajo cero; una
tempestad, la pérdida de orientación, la muerte, todo eso no se podía explicar a
los demás. En la actitud compartida por esta élite se incluía también un
sentimiento de seguridad, pero sin arrogancia: «Si se complica salir adelante en
este mundo, nosotros somos los que lo lograremos, también porque los demás no
han aprendido a sobrevivir en un mundo difícil». Nosotros habíamos soportado
situaciones límite que no parecían poder soportarse. Así adquirimos un
sentimiento de seguridad, también para la vida diaria, pero no de superioridad: no
eres más inteligente, mejor ni más rico que los demás, pero sí capaz de sobrevivir.
No me refiero al aspecto cultural, al contrario: íbamos menos al teatro, leíamos
menos, teníamos menos dinero que otra gente de nuestra edad. Sólo aprendimos a
sobrevivir, y justo eso fue lo que nos dio esa seguridad que nos hacía fuertes en la
vida normal. Ya por aquel tiempo no tenía miedo de no arreglármelas en la vida.
Mi padre siempre se preocupaba por mí, que fuera a parar a la calle y cosas así,
sólo porque no estudiaba nada y me pasaba los veranos escalando por ahí.
H. ¿Se acuerda todavía del primer beso que le dio a una chica?
M. No hubo ningún gran amor antes de 1971. Claro que me había acostado con
alguna mujer, pero no hubo una historia de amor definida.
H. ¿Cómo lo llamaría entonces?
M. Ninguna de esas relaciones era tan importante como para renunciar a mi
fanatismo por las rocas.
H. ¿Le parecía una pérdida de tiempo?
M. Sí, habría perdido un fin de semana. Me aburre todo lo que sea andar esperando.
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H. ¿Tomar un helado con una chica, por ejemplo?
M. «¿Vamos a tomar un helado?». Insoportable para mí en aquella época.
H. ¿Qué hay de malo en ello?
M. Nada. Pero para mí eso sigue siendo un problema, al igual que antes. Conversar
un rato, beber juntos una botella de vino o dos, subir juntos una montaña o
contemplar un cuadro, sí, pero no ir a tomar un helado. Me horroriza andar
matando el tiempo.
H. ¿Tomar un helado mientras se contempla la plaza?
M. Realmente insoportable. Hago algo porque me apasiona y si no, no lo hago. Ya en
aquella época tomar un helado con una chica no significaba nada para mí.
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CAPÍTULO II
A GRAN ALTITUD
1969-1986
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Alpinismo: cara norte del Chamlang. Al fondo el Makalu, la quinta montaña más alta de la Tierra (1981).
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Me da alas un impulso irresistible, que me exhorta a
emprender algo más alto y más difícil cada vez, a dar el
máximo de mí.
HERMANN BUHL
TORMENTA Y HIELO
l alpinismo llegué por casualidad. Era estudiante cuando en 1969 me uní a una
A expedición tirolesa a los Andes, porque Kurt Schoisswohl Gagga, un excelente
escalador de roca, no pudo participar en ella. En aquella época yo quería ser
ingeniero de caminos, canales y puertos. Cuando volví a la Universidad de Padua
poco después de un año, tras una trágica expedición al Nanga Parbat y haber
sufrido amputaciones de varias yemas de los dedos en manos y pies, me sentí
desorientado en los estudios, así que me hice alpinista. Ya que estaba incapacitado
para escalar en roca, sobre todo por los dolores en el dedo anular derecho, en
adelante me concentré por completo en las grandes cordilleras de la Tierra. Viajé
mucho, también como guía de grupos para ganarme la vida, hablaba en libros y
conferencias de mis expediciones y pronto me convertí en el representante de una
generación aventurera de alpinistas y viajeros que contaban con escasos medios o
con poca capacidad para subir por sí solos a tales alturas, sólo accesibles para unos
pocos. Quería vivir experiencias y contarlas. En este sentido siempre me interesó la
incertidumbre, ese hilo entre la vida y la muerte, también en las mayores altitudes del
mundo.
No me quejo de que hoy en día se confundan las aventuras con la adrenalina, de
que la escalada, el deporte y el alpinismo se vuelvan turísticos, de que incluso el
Mont Everest se haya comercializado y se pueda reservar para unas vacaciones
especiales, que incluyan animación, seguro y tanques de oxígeno en la cumbre. Pero
una cosa es cierta: sin la propia responsabilidad, sin exponerse, tampoco en las
alturas glaciales se vivirán experiencias que vayan más allá de los patrones de
comportamiento de la guardería.
H. En 1969 dejó por primera vez los Alpes y se enroló en una expedición andina. ¿En
qué medida cambió esto su carrera?
M. No le daba importancia a la parte espectacular. Nunca he pensado en hacer
carrera. Es más significativo el hecho de que en ese momento renuncié
definitivamente a un modo de vida burgués. En la universidad no era feliz en
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absoluto, en cierto modo tenía la impresión de que me estaba perdiendo la vida.
Al intentar de toda buena voluntad estudiar ingeniería, me estaba obligando a mí
mismo a hacer algo que no quería. Y entonces me llamaron estos alpinistas de
Innsbruck, tres días antes de la salida hacia América del Sur. Llevaban planeando
la expedición desde hacía mucho, pero yo sabía poco de ella, sólo que estaban
Sepp Mayerl, mi compañero, y Peter Habeler, el magnífico guía de Zillertal, en
los Alpes. A los dos los conocía por nuestras rutas alpinas en común. Me dijeron
que había una baja y que podía ir yo. Estaba todo preparado: el billete, el
equipo… La ropa me quedaría más o menos bien. No tenía que pagar nada, de lo
que se trataba ahora era de conseguir el visado en tres días. La expedición andina
fue lo ideal para mí. Volví a casa entrenado, con nueva experiencia, había
escalado dos grandes montañas, Yerupajá Grande y Yerupajá Chico, por nuevas
vías[1] y estaba ansioso por volver a los Alpes. A continuación rompí los últimos
tabúes de la escalada alpina. La cara norte de Les Droites, en el macizo del Mont
Blanc, era en aquel tiempo, en 1969, la pared de hielo más difícil de los Alpes.
Sólo se había escalado tres veces y no se consiguió realizar ninguna ascensión sin
caídas. Los primeros ascensionistas necesitaron seis días, y los más rápidos, tres.
Yo ya había intentado escalar esa pared con mi hermano en 1965. Tuvimos
miedo, así que nos retiramos. Desde entonces no la había podido escalar nadie.
H. ¿Era toda de hielo?
M. Abajo hielo, arriba roca y hielo. Entonces teníamos piolets, no equipos de hielo
modernos. Me puse en marcha muy de mañana, pero cuando ya era de día; con un
piolet, crampones y una cuerda. Ahora esta pared ya no supone ningún problema,
entonces imponía respeto. A mediodía estaba en la cumbre, observado por los
aspirantes a guías de montaña de Chamonix. Eso me dio a conocer en Francia, me
valió el primer contrato publicitario. Era el comienzo de una carrera profesional.
H. Entonces, ¿a quién le dio las gracias allí arriba? ¿A Sepp Mayerl? ¿A Dios?
M. A ninguno de los dos. Sí que sentí una especie de gratitud, por el buen destino,
por el valor de haberlo hecho. Eso fue todo en aquel instante, y lloré de alegría.
Pero en ningún momento pensé en intentar algo más peligroso el día de mañana.
Estaba bien así, no entraba ningún dios en juego, ¿por qué le había de estar
agradecido? Y para mi maestro, seguro que con eso ya había ido demasiado lejos.
H. Pero usted era un adicto.
M. ¿Adicto a qué? Yo sólo quería una cosa: no perder nunca la vida.
H. Usted era un yonqui, había estado arriba, había recibido su dosis, estaba feliz,
estaba satisfecho, estaba tranquilo.
M. Sí, estaba completamente satisfecho, tranquilo y eufórico al mismo tiempo.
H. Estaba tranquilo. Una vez abajo pensó: «Ahora sí que ya no vuelvo a hacer algo
así tan rápido».
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M. Lo que pensé al bajar era que eso no lo conseguiría hacer nadie tan rápido, ni
siquiera en cordada de dos.
H. Estaba abajo y, dos días después, vuelta a empezar.
M. Sí, un día después vuelta a empezar: el Pilar del Frêney.
H. ¿Cómo llevó Günther, su hermano y compañero de cordada, el hecho de que usted
progresara?
M. Él estaba un poco enfadado ese verano de 1969, porque escalé poco con él. Le
incomodaban las muchas rutas en solitario y las enormes fatigas. ¿No había otra
posibilidad? Decía: «Cuando me pides que vaya contigo, casi nunca puedo. Ojalá
no tuviera que trabajar en el banco».
H. Usted iba cada vez más a la montaña y su hermano no conseguía decidirse entre la
montaña y el banco.
M. Inevitable.
H. Estaba desconcertado.
M. Sí, después decidió dejar el trabajo para participar en la expedición al Nanga
Parbat. En principio no formaba parte de ella, pero se unió porque otros
abandonaron: Mayerl, Habeler.
H. Ése fue el comienzo de la catástrofe.
M. El Nanga Parbat es justo la frontera entre nuestra juventud —con ideales,
obsesión por la montaña, la cordada en una pared vertical— y la altura, el
Himalaya. No me habría apuntado a la expedición si sólo se hubiera tratado de
realizar una tercera ascensión al Nanga Parbat, ni aunque me hubiera invitado la
reina de Inglaterra. No lo habría hecho sólo por la cumbre. Pero la pared del
Rupal, la pared más difícil del Nanga Parbat, la pared más alta del mundo, era el
reto por antonomasia. Era como tres paredes norte del Eiger apiladas, además de
la altitud, lo que representaba una nueva dimensión del alpinismo. Yo había hecho
en los Alpes todo lo que entonces nadie había sido capaz de hacer: la pared de
hielo más difícil en solitario, sin cuerda. La pared rocosa más difícil en solitario,
sólo asegurado en parte. En cada caso mil metros de peligro, de abismo.
Sencillamente subía los desplomes corriendo en vertical. El periodista de montaña
Toni Hiebler, tan sagaz escritor como insidioso cronista, me escribió por entonces
una carta: «Si no lo dejas, en otoño eres hombre muerto». Pero me constaba que
nadie más se atrevía a hacer lo que yo. Tenía mucha seguridad en mí mismo; no
es que fuera mejor que los demás, pero mi instinto funcionaba. Sabía que en aquel
tiempo ningún otro lo lograría. Es como un sueño; cuando todo fluye, se ve todo
de una forma tan natural. Ese otoño me llegó la invitación para el Nanga Parbat.
Claro que sabía que los mejores escaladores alemanes de los años sesenta habían
fracasado en la pared del Rupal. Por tanto, el Nanga Parbat no era sólo «la
montaña del destino de los alemanes», no sólo la montaña en la que Hermann
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Buhl había tenido una actuación brillante con su primera ascensión, no sólo uno
de los ochomiles más difíciles; en el Nanga Parbat se encontraba la pared de las
paredes, no escalada todavía, la pared del Rupal: cuatro mil quinientos metros de
altura, arriba en vertical. La pared de la que Hermann Buhl dijo: «Imposible para
siempre».
H. Hermann Buhl era su gran modelo a seguir. ¿No le desalentaba su dictamen?
M. Buhl había dicho además: «Sólo intentarlo sería un suicidio». Precisamente eso
era lo que me desafiaba. Habían pasado diecisiete años desde la primera
ascensión de la montaña en 1953, había llegado una nueva era. Teníamos mejor
material, sabíamos más. A mí sólo me importaba esa pared, esa pared y nada más.
H. La invitación le llegó de parte de un hombre llamado Herrligkoffer, un estricto jefe
de expedición con tendencias pangermanistas; un hombre cuyo hermanastro
Willy Merkl se había dejado la vida en el Nanga Parbat en los años treinta. ¿No
sentía cierto rechazo por lo que respectaba a Herrligkoffer?
M. Tenía todos los motivos para ello y no fue muy acertado participar. En 1953, tras
el éxito de la primera ascensión, Herrligkoffer había despellejado a su estrella,
Buhl. Además le seguía impulsando el espíritu de las expediciones de los años
treinta, cuando habían jurado: «No descansaremos hasta que la bandera esvástica
ondee en la cumbre del Nanga Parbat». Pero lo peor de todo era que no tenía ni
idea de alpinismo de alto nivel, tampoco era un buen organizador y se reservó en
exclusiva el derecho de publicación sobre la expedición. Por supuesto, yo no
sabía que la cosa saldría tan mal. Pero dejamos a un lado todas estas
contrariedades, haciendo de tripas corazón, como quien dice. Queríamos ir al
Nanga Parbat. Qué razón tenía mi hermano Günther al decir: «Habríamos ido al
Nanga Parbat hasta con el diablo».
H. Pero Günther no estaba en la primera lista de la expedición.
M. Mi padre quería sin falta que le llevara conmigo, así que abogué por su
participación.
H. Sin embargo, Herrligkoffer no contaba realmente con Günther, así que era de
temer que habría problemas.
M. Herrligkoffer hablaba siempre de compañerismo, pero él mismo no era un buen
compañero en el sentido de compartir, de colaborar, de identificarse con el
objetivo. El Nanga Parbat le pertenecía a él solo. Todo empezó cuando de camino
al campamento base tuvimos que marchar detrás de él. Era una tortura, porque el
hombre necesitaba una hora para un tramo que yo recorría en diez minutos. No lo
podía soportar, me adelantaba y siempre me volvía a reprender. Fila india en lugar
de iniciativa propia, ésa era la orden de Herrligkoffer.
H. Antes de la ascensión escribió una tarjeta a su casa diciendo: «No hay mayor
suplicio que el alpinismo».
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M. Y así es: la mayoría de las veces se tiene la garganta inflamada, mucosidad y tos,
todo debido a la respiración jadeante y a ese aire seco. La comida no sabe a nada.
A eso hay que añadir el calor de día, el frío de noche. El calor de radiación agota
y abate, es fácil volverse apático. Arriba del todo hay claridad, pero el cielo está
negro. Si se mira hacia abajo, al valle, la mayor parte del tiempo sólo se ve una
especie de tiniebla, no el suelo del valle. El abismo de esa pared es único. No se
aprecia si hay dos, tres o cuatro mil metros de arriba abajo, sólo hay abismo por
todas partes. Pero no tenía miedo, ya había subido mil metros de desplome en los
Alpes y no me había sentido inseguro.
H. Según el plan de ataque que diseñó Herrligkoffer, usted sería el primero en
coronar la cumbre, mientras que su hermano Günther tenía que pasarse días
enteros colocando cuerdas a 7500 metros de altura para asegurar el descenso. ¿Se
sintió su hermano engañado a este respecto?
M. Günther estaba muy enfadado, pensaba que no se le daría la oportunidad de hacer
cumbre.
H. ¿Se veía como un esclavo de Herrligkoffer?
M. Günther era tan listo como para saber que los planes siempre quedan abiertos
hasta el final. ¿Quién sabía ya al comienzo de la expedición quiénes iban a fallar
de camino a la cumbre? De hecho, casi todos fallaron, no es que Günther y yo nos
reserváramos la cumbre para nosotros.
H. Pero Scholz y Kuen hicieron cumbre.
M. Siguiendo nuestras huellas. Eran dos fuertes alpinistas de gran valor que tenían
guardadas las espaldas. Sin embargo, sin nuestra avanzadilla y la vía que
encontramos y abrimos, sus probabilidades de éxito habrían sido nulas.
Seguramente ni siquiera lo habrían intentado si nosotros no nos hubiéramos
atrevido.
H. Usted estaba con su hermano y el cámara de altura Gerhard Baur en el último
campamento. ¿Qué fue lo que le hizo decidirse a subir solo a la cumbre?
M. El tiempo amenazaba con empeorar. La nieve reciente y los aludes habrían
imposibilitado la subida por el Corredor Merkl. Así que le propuse a
Herrligkoffer empezar a subir de noche, llegar de día lo más alto posible, quizás
incluso alcanzar la cumbre y regresar de inmediato al campamento, donde me
estarían esperando mi hermano y Baur. La respuesta de Herrligkoffer fue: «Es
justo lo que estaba pensando».
H. Usted acordó con Herrligkoffer lo siguiente: si el pronóstico meteorológico es
malo, se lanza desde el valle un cohete rojo; si es bueno, azul. Con el rojo usted
podría intentarlo en solitario, con el azul tendría que ir en equipo. La previsión
del tiempo era buena, pero Herrligkoffer hizo que se lanzara un cohete rojo. ¿Por
qué?
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M. No lo sé. Siguen diciendo que el cohete estaba mal etiquetado. Puede ser.
H. Su compañero de expedición Max von Kienlin afirma que usted sabía que iba a
seguir haciendo buen tiempo.
M. ¿Cómo demonios habría podido adivinarlo? ¿Cómo habría podido tener acceso al
informe meteorológico? Arriba no teníamos radio, por eso acordamos las señales
con los cohetes. Von Kienlin se inventa muchas cosas, cuenta mentiras y trolas.
H. ¿Qué vio cuando se puso en marcha a las tres de la noche?
M. Una pared vertical por encima de mí, el cielo estrellado, un frío glacial.
H. Es decir, un tiempo excelente.
M. Sí, de lo contrario no habría salido. Pero eso sólo significaba que entonces todavía
hacía buen tiempo. Por la tarde ya volvió a levantarse la niebla y al día siguiente,
en el descenso de la cumbre, incluso nevó por debajo de nosotros. La previsión
meteorológica desfavorable siguió siendo determinante para mis decisiones en la
zona de la cumbre.
H. Usted afirma que al despedirse de Baur le dijo: «Esperadme aquí, que yo vuelvo
aquí». Pero Baur dice que él no oyó nada, que estaba durmiendo.
M. Allí arriba no duerme nadie, se dormita. La tarde antes de partir ya había dado
instrucciones de que fijaran las cuerdas y de que me esperaran. Baur lleva treinta
y cuatro años confirmando que así fue. ¿Y por qué les habría pedido en segundo
lugar que fijaran cuerdas en el Corredor Merkl si no tenía intenciones de bajar por
allí? Fue la tarde del 26 de junio cuando les insté a que me esperaran. ¿Por qué
iba a engañar a mi hermano y a Baur?
H. ¿Qué llevaba consigo para su ataque en solitario?
M. Varias capas de ropa, unos guantes de reserva en la chaqueta y una cajita con
comprimidos efervescentes. Nada más.
H. ¿Qué tal subió?
M. Bien, pero tuve que evitar constantemente tramos de cuerdas fijas escalando en
diagonal. Buscar la única ruta viable me costó tiempo y concentración. De esta
manera les ahorré mucho trabajo a los demás. Los que subían detrás no tenían que
buscar ni andar escalando inútilmente en ese terreno de difícil orientación. En la
parte de arriba el camino se volvió más fácil, aunque tenía claro que si nevaba esa
canal sería un auténtico infierno, sin probabilidad de supervivencia. Por ahí no
para de bajar nieve, es como un torrente que te arranca de la pared.
H. ¿Cuándo se dio cuenta de que su hermano, que debía esperarle junto con Baur
abajo en el campamento, subía detrás de usted?
M. No lo recuerdo con todo detalle, pero tampoco tiene importancia. Sólo sé que a la
izquierda hay un resalte —lo veo como si lo tuviera delante— y por allí apareció.
Al principio no sabía que era él, pero después le reconocí por la manera de
moverse. Así que le esperé en la enorme rampa que lleva en diagonal hasta el
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hombro sur.
H. ¿Qué le dijo a Günther acerca de que le hubiera seguido en contra de lo acordado?
¿Se enfadó con él?
M. No, no me enfadé, pero me desconcertó. En un primer momento incluso me
asusté, porque me hizo perder la concentración. Mi misión era alcanzar la cumbre
y bajar ese mismo día. Siendo dos se escala de otra forma, se tiende a mirar
constantemente al compañero. Por eso lo primero que le pregunté fue: «¿Llevas
cuerda?, ¿habéis fijado las cuerdas?». Al decirme que no, supe que ahora la cosa
se ponía crítica, que era muchísimo más peligrosa que en solitario. El verano
anterior había escalado solo las paredes más difíciles del mundo. Günther tenía
problemas con eso, me había dicho varias veces: «No me gusta. Me da miedo que
hagas esas locuras en solitario».
H. ¿Por qué no le dijo a Günther que se diera la vuelta?
M. Eso ni se planteaba, llevábamos toda la vida siendo una cordada. En esta
expedición Herrligkoffer había excluido a Günther de la ascensión a la cumbre.
Ahora se había dado a sí mismo la oportunidad, y demostró que podía lograrlo.
Subió el Corredor Merkl más rápido que yo. Fue él quien tomó partido por la
cumbre. Yo le habría podido plantear esta opción: «O regresas tú o regresamos los
dos». No lo hice. Los dos veíamos alguna posibilidad de coronar la cumbre.
H. No obstante, ¿le afectó psicológicamente que él estuviera ahí ahora?
M. Por supuesto. Si voy solo y muero, soy yo el que muere, pero Günther no podía
morir. Yo era el mayor y él tenía que volver sano y salvo. De alguna manera yo
me hacía responsable de él. Ya no estaba todo tan seguro como antes. Yo tenía
más experiencia, escalaba en solitario, era el hermano mayor, el que siempre iba
delante. Sí, protegía a mi hermano, como es natural. Por eso es tan inhumano que
algunos de los que participaron en aquella expedición digan: «No protegió a su
hermano, sencillamente le mandó volver por la pared del Rupal». Yo no le hice
darse la vuelta ni antes ni después de alcanzar la cumbre.
H. ¿Cuándo se dio cuenta de que Günther estaba cansado?
M. A la bajada se paraba muchas veces a hacer fotografías con su cámara 6x6. Era
una excusa, conozco esos pretextos. Cuando uno ya no puede seguir el ritmo, no
dice al instante: «No puedo más». Todo eso pasó en la cresta nevada que va desde
la cumbre principal hasta la cumbre sur, una cresta hermosa y llana, con nieve
dura por la que se iba bien. Ya a la subida —yo estaba impresionado, veía por
primera vez la Silla de Plata por debajo de mí; además había grandes bancos de
nubes— Günther iba cada vez más despacio. Necesitamos otra hora para los
últimos cincuenta metros. Arriba me dio la impresión de que los dos estábamos
igual de cansados, agotados, sobre todo por la radiación. En cierto modo sabía
que ese día ya no conseguiríamos volver abajo del todo, pero al menos un tramo
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sí sería posible.
H. ¿Qué imágenes de la cumbre retiene en la memoria?
M. Mi hermano, la Silla de Plata, nada más. Un sentimiento de responsabilidad
incondicional por mi hermano.
H. ¿Cómo transcurrió la primera bajada después de hacer cumbre?
M. Günther se quedaba cada vez más atrás, a pesar de que la cresta nevada era fácil
de recorrer. Cuando llegamos a la cumbre sur, donde la pared desciende casi en
vertical, dijo: «Por ahí no bajo. No puedo». Sabía que la cosa se ponía difícil,
pero tampoco podía decirle «¡Tienes que hacerlo!» sabiendo que, si sufría una
caída, ésta sería mortal. Eso no se le dice a un hermano que está agotado y
confuso.
H. ¿Cuánto tiempo estuvieron en la cumbre?
M. Nos quedamos quizás una hora y después bajamos.
H. ¿Se veía todavía?
M. Sí, todavía era de día.
H. ¿Cuándo se hace de noche en el Nanga Parbat a principios de verano?
M. Se veía bien hasta que llegamos al vivac en la Fisura Merkl. Seguramente
habríamos llegado de día hasta la mitad del Corredor Merkl si hubiéramos elegido
esa vía de descenso, pero tomamos otra decisión. Decidimos no bajar hacia el sur
porque a Günther le daba miedo, se esperaba mal tiempo y allí la pared desciende
en vertical. Me di cuenta de que Günther ya no estaba seguro, de que no podía
descender al cien por cien por una pared tan inclinada. Se agachaba
continuamente, bajaba inseguro, tambaleándose; eso era mala señal. Además iba
despacio, mucho más que al subir en dirección a la cumbre. La hora de descanso
en la cima no le había devuelto las fuerzas, al contrario, le había debilitado más.
Era la altura, por supuesto también el cansancio, el largo esfuerzo de la tarde
anterior, cuando subimos al último campamento; todo junto. Llevábamos
escalando sin parar un día y medio, y sin comer ni beber.
H. Pero usted llevaba unos cuantos frutos secos y comprimidos vitamínicos.
M. Tenía comprimidos vitamínicos efervescentes, unos pequeños comprimidos que se
disolvían en agua, pero no teníamos líquido. Después, al bajar, intenté una vez
disolverlos en nieve derretida, pero no sirvió de nada. Tardaba demasiado,
muchos minutos, y de todos modos esa espuma no se podía beber, era como agua
pastosa, demasiado fría, y con la mano la nieve no se derretía en la caja. Si
hubiéramos podido sorber una sopita…
H. Y los frutos secos, ¿qué eran?
M. Una especie de provisiones de emergencia, no llegaba a un puñado de pasas y
nueces. Es decir, lo normal, un poco para cada uno, nada más.
H. ¿Cómo tomaron la decisión de bajar por una pared que, primero, no estaba
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asegurada con cuerdas y donde, segundo, no les esperaba ningún campamento?
Para ustedes era un terreno completamente inexplorado, en el que se creía que
había peligro de aludes y donde no vivaqueaban compañeros que en un momento
dado pudieran encontrarles y echarles una mano.
M. Es verdad que el terreno era de difícil orientación y desconocido para nosotros,
pero vimos que era mucho más llano que la parte por donde habíamos subido. Y
sabíamos que, en la vía de subida, el tramo hasta el último campamento tampoco
estaba asegurado. Y ese tramo era realmente empinado y difícil, vertical en parte.
Si uno se resbala allí, si da un paso en falso, ya no hay manera de pararlo, se
precipita.
H. ¿No llevaban ninguna cuerda?
M. Ninguno de los dos llevábamos cuerda, a eso se debía la inseguridad de mi
hermano: «Sin cuerda no me atrevo a bajar por esta pared». No hablamos mucho,
pero lo que dijo se mantuvo, por allí no iba a bajar Günther. «Me parece
demasiado peligroso», apuntó. Los dos sabíamos que no se habían fijado cuerdas
por encima del último campamento, no hacía falta mencionarlo. No obstante, al
sur de la montaña estaban los compañeros, las tiendas. Si bajábamos hasta una
altitud de 7300 metros, Günther estaría salvado. Pero primero tenía que llevarle
hasta allí. Eran así y todo setecientos metros de altitud, impensable sin cuerda.
Me constaba que ya no lo conseguiríamos ese mismo día, se nos había hecho
demasiado tarde, por nuestra culpa, claro, pero aun así. De manera que sólo nos
quedaban dos opciones: o bajar por el empinado flanco sur y asumir el riesgo de
caída, o cambiar a la parte noroccidental, más llana, y bajar por allí un tramo. A
mí no me preocupaba en exceso bajar por la vía más empinada, me decía a mí
mismo que de algún modo la bajada saldría bien, pero mi hermano se negó.
H. ¿Qué fue lo que le dijo?
M. «Yo no bajo por ahí, me parece demasiado peligroso, tengo miedo».
H. Durante años usted fue siempre la fuerza determinante de la cordada, ¿y en esta
situación le dejó decidir a su hermano?
M. No, al contrario. Pero tenía que tomar en serio sus miedos. Consideramos juntos
lo que debíamos hacer, en la medida en que todavía podíamos pensar claro.
H. ¿Por qué no pensaron: «Hace buen tiempo, pronto llegan los compañeros y eso
puede significar que bajemos ya al día siguiente con una cuerda»?
M. Ni se nos ocurría pensar en algo así. La información que teníamos era: mal tiempo
inminente. Así que el tiempo iba a empeorar.
H. Con todo, ¿por qué no confiar en los que venían por detrás?
M. Tampoco nos planteamos que viniera nadie por detrás, era impensable. Yo había
salido a realizar el último intento después del cohete rojo. Subir con una nevada
equivaldría a un suicidio. ¿Por qué lo iba a hacer nadie? Había que excluir, por lo
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pronto, la posibilidad de que alguno de los que estaban abajo subiera un tramo,
pero al día siguiente bien podía ser. Esperaba que a la mañana siguiente alguno
subiera un poco, nos tendrían que echar en falta. Y al día siguiente el tiempo
todavía se mantuvo igual, pero el 28 de junio ya no teníamos ninguna posibilidad
de volver atrás. ¿Por qué no nos quedamos allí arriba para vivaquear? ¡Ni
pensarlo! Era el peor punto posible, la cresta de la cumbre es un sitio muy
expuesto: sin ningún lugar donde refugiarse, a 8000 metros de altitud, mucho
viento. A esta cota hace un frío extremo. Lógicamente llevaba conmigo una foto
de la pared del Rupal como única fuente de orientación, la saqué para examinar la
zona de la cumbre. Las preguntas eran por dónde podríamos bajar y qué debíamos
hacer. Comparé la realidad con la foto que llevaba para orientarme, es lo que
solemos hacer los alpinistas. Todo primer ascensionista con experiencia estudia
las vías con la ayuda de imágenes.
H. ¿Por qué llevaba una foto si no tenía pensado hacer la travesía de la montaña?
M. Todavía conservo la foto de la pared del Rupal, es la imagen de portada de un
libro de Karl Maria Herrligkoffer, del tamaño de la palma de la mano. En la
imagen está representada la pared del Rupal: casi cuatro mil quinientos metros de
pared hasta la cumbre en doscientos cincuenta centímetros cuadrados. Mi instinto
y la experiencia que tenía para encontrar vías me decían que desde la Fisura
Merkl tenía que haber una posibilidad para cruzar hasta el Corredor Merkl.
Entonces fue cuando pensé que podíamos escalar hasta allí abajo, también porque
en aquel lugar estaríamos más protegidos, no tan alto, y habría más oxígeno. Es
una zona menos expuesta, no hace tanto frío. Podríamos vivaquear allí abajo. Al
mirar hacia el noroeste, vi enseguida que por esa zona el terreno no era tan
empinado, tenía que ser posible bajar hasta la Fisura Merkl. Y entonces lo
intentamos, bajando paso a paso por un terreno relativamente fácil.
H. ¿El grado de dificultad?
M. No tiene importancia, puede que fuera un primer grado. Para nosotros, que éramos
buenos escaladores, sin problemas. Si de verdad hubiéramos pretendido bajar por
la parte occidental, el descenso hasta la Fisura Merkl habría sido un disparate,
pues lo lógico entonces habría sido ir todo el rato hacia el oeste, siempre hacia
abajo. El terreno llano y fácil, que se recorría con las manos en los bolsillos,
llevaba directamente al oeste. Pero sólo bajamos un tramo en dirección occidental
y después giramos a la izquierda, en una zona más inclinada, con objeto de llegar
a la Fisura Merkl y poder volver al día siguiente a la pared del Rupal. En aquel
momento ya teníamos claro que no podíamos seguir bajando ese mismo día. A las
siete o las ocho estábamos en la grieta, pero no vivaqueamos justo allí, sino un
poco más atrás, en un lugar protegido. Queríamos volver al día siguiente a la
pared del Rupal.
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H. Hay alpinistas que afirman que la parte superior de la pared del Rupal tampoco es
especialmente complicada, y que las dificultades de las que tenía miedo su
hermano comienzan mucho más abajo, por debajo del punto donde querían volver
a entrar en el Corredor Merkl.
M. En primer lugar, la vía por donde descendimos es infinitamente más fácil que el
camino por donde subimos, en la parte superior también. Y, en segundo lugar,
teníamos que salir lo más rápido posible de la zona con mayor peligro de muerte,
es decir, bajar un poco. A eso se añade que, según lo que habíamos acordado —
cohete rojo—, tendríamos que haber descendido la pared de la cumbre entera sin
asegurar.
H. Sin embargo, todavía quedaba la incertidumbre de cómo entrar en el Corredor
Merkl.
M. Es cierto, pero primero vivaqueamos allí. Estaba seguro de que encontraríamos un
lugar para volver al Corredor Merkl, así que ese mismo día ya no fui hasta la
grieta para mirar la pared del Rupal desde arriba. Fue a la mañana del día
siguiente cuando vi que por allí no era posible el descenso, que no se podía bajar
por allí destrepando.
H. ¿Por qué no?
M. Desde allí arriba se veía completamente vertical, además había remolinos de
nieve.
H. ¿Hielo vertical? ¿Roca vertical?
M. Una roca vertical cubierta de nieve polvo, nieve reciente, arremolinada. A mis
pies sólo había aire, miraba en una profundidad sin suelo. Aquí y allá se
distinguían un par de manchas negras, los salientes de roca. Más abajo veía el
Corredor Merkl, que se allana un poco en el punto donde se desvía hacia la
derecha. Allí el terreno tiene aproximadamente una inclinación de 60 grados, y
todavía se veía bien la línea por donde habíamos subido el día anterior. Enseguida
me quedó claro que ni siquiera nos hacía falta intentar bajar por ahí. Sin cuerda, el
descenso hasta la línea de subida era imposible.
H. ¿Qué distancia había hasta allí abajo?
M. Entre ochenta y cien metros. El terreno es vertical casi hasta el punto por donde
habíamos pasado el día anterior.
H. ¿Completamente vertical?
M. La pared descendía en vertical, sí, como si estuviera en lo alto de un rascacielos,
en la cornisa del tejado, y mirara hacia abajo. Una persona normal se marearía,
tendría miedo de perder el equilibrio. Me incliné repetidas veces hacia delante y
examiné la pared atentamente, y de nuevo vi que no era posible bajar por allí. No
hacía falta que le preguntara a mi hermano: «¿Te atreves a bajar por aquí?». Yo
tampoco me atrevía.
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H. ¿Hasta qué punto se desesperó cuando vio eso?
M. Sufrí un shock, sabía que ahora estábamos perdidos, abandonados a nuestra suerte
y a merced de la montaña. La pregunta era: «¿Qué vamos a hacer ahora?».
H. ¿Se dejó engañar por la foto y tomó una decisión equivocada?
M. Sí. No obstante, la foto sugiere una posibilidad de descenso, incluso al mirarla
ahora: el terreno, una franja de nieve… parece que se podría atravesar por allí. O
bien esta foto se hizo cuando el viento había presionado mucha nieve contra la
pared o es que entonces había colgando en la cresta enormes cornisas de nieve
que no hacían sombra. Pero ya era demasiado tarde para hacerse estas preguntas.
H. Cuando se dio cuenta de que se habían equivocado, ya llevaban una noche terrible
a sus espaldas. Günther alucinaba y veía una manta que no existía.
M. Hablaba constantemente de una manta que no había, incluso alargaba la mano
para agarrarla.
H. Lo único que llevaban consigo eran unos ligeros aislantes con los que se
envolvieron los pies. Y usted se quitó las botas y se sentó encima de ellas. ¿Cómo
era el lugar donde vivaquearon?
M. Era una zona llana con roca y nieve, había bajo la pared una hondonada, en la que
metimos los pies para no congelarnos tanto por debajo.
H. ¿Tenían una pared a sus espaldas?
M. Sí, y por una parte había unas cuantas rocas, por la otra no había nada. Pero claro
está que el viento nos llegaba por todos lados, allí arriba no se puede evitar. Con
todo, no nos acurrucamos en la arista ni en la fisura misma, es decir, donde
hubiera corriente. Estábamos en un sitio más cerrado y con mejor situación.
H. ¿Cuánto frío hacía?
M. No lo medimos. Si ahora dijera que 40 grados bajo cero, sería quizás exagerado, si
dijera que treinta bajo cero, seguramente me quedaría corto. En todo caso no
puede haber un frío peor.
H. A esa altitud, la sensación de frío a treinta bajo cero es todavía mayor.
M. Se debe a que la sangre no circula bien. Aunque tenga suficiente azúcar en sangre,
no se genera calor debido a la falta de oxígeno. A 7800 metros de altitud el mismo
frío es mucho peor que a 2000 metros sobre el nivel del mar. El calor se genera
por oxidación y allí ésta se ralentiza.
H. ¿Le dijo a Günther que allí no había ninguna manta?
M. Sí, claro. Hablamos poco, sólo nos lanzamos de vez en cuando unas cuantas
palabras, nada más.
H. Günther padece alucinaciones y le preocupa enormemente. ¿Se apodera el pánico
poco a poco también de usted?
M. Me consta que a tanta altitud se sufren alucinaciones y pensé que así era. Para mí
era la prueba de que Günther padecía el mal de altura, aunque éste sea un
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concepto más amplio. Si a gran altitud te empieza a doler la cabeza, ya sufres este
mal.
H. Aun así: Günther le preocupa cada vez más, ya no anda, tiene alucinaciones.
M. Primero le dije que iba a ver cómo bajábamos, si se podía y por dónde. Luego
volví y le dije que no se podía.
H. ¿Cómo reprimió el creciente pánico?
M. El pánico me entró después. Ninguno de los dos tendemos a rendirnos de
inmediato. No podíamos bajar, vale, pero tampoco nos sentamos y esperamos a
morir. Además ahora teníamos esperanzas de que nos ayudaran. No habíamos
regresado al último campamento, según lo previsto. Bien podía ser que mientras
tanto los otros hubieran subido un poco para buscarnos, para ayudarnos. O quizás
estuvieran en el campamento y el viento fuera favorable, quizás nos oyeran. Por
eso empecé a gritar una y otra vez, a sabiendas de que, aunque yo mirara la
inclinada pared desde arriba y supusiera que no se podía descender por ahí, cabía
esperar que desde abajo sí se pudiera escalar hacia arriba. Si venía alguno y traía
una cuerda, quizás podríamos volver a nuestra vía de subida. Eso fue lo que
pensé.
H. Ha escrito que hacía tanto frío que, aunque movía los dedos de los pies, no los
sentía. No eran sino más dolores y miedo. Y ahora se pasa tres horas gritando allí
arriba.
M. Sí, pero no de continuo. No dejé a mi hermano solo durante tres horas. Iba hasta la
grieta, daba voces desde allí y volvía al vivac.
H. ¿Y qué hacía Günther durante ese tiempo?
M. Estaba allí acurrucado. Sólo me preguntaba: «¿Viene alguien?». Hasta que vino
alguien. Alrededor de las nueve apareció gente al alcance de nuestra vista.
H. ¿Reconoció enseguida quiénes eran?
M. No al instante, pero sí bastante rápido.
H. ¿Por qué los reconoció?
M. Reconocí a Kuen por la forma de moverse y el color de la ropa, era alto y muy
delgado. Supuse que el segundo hombre era Scholz. A Kuen le reconocí por todo,
por los gestos, la altura, la mochila…
H. ¿Se alegró de que se acercara el rescate?
M. No estaba eufórico, pero me decía que ahora nos estaba permitido tener
esperanza. Si tenemos suerte y los dos llegan hasta la grieta, no es que estemos a
salvo, pero al menos volveremos a estar integrados en el equipo. Con las cuerdas
y siendo cuatro, podríamos bajar hasta el último campamento.
H. ¿Entonces se dio cuenta de que se levantaba una tormenta?
M. En el momento en el que veo que se acercan, dejo de pedir ayuda. El cielo está
claro, Günther también confía en el rescate. Nadie seguiría pidiendo auxilio
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cuando ve que la ayuda se acerca.
H. Pero usted no sabe si ellos los ven a ustedes, al fin y al cabo hay tormenta y
muchas nubes.
M. Todavía no nos envuelve la niebla y mantenemos el contacto visual, entonces
gritamos y hacemos señas por ambas partes.
H. Así que usted les hace señas y ellos responden. Pero ¿les resultó difícil
entenderse?
M. Por supuesto que era difícil entenderse. Tenía claro que habían venido sólo por
nosotros, que estaban ahí sólo porque habían oído mis gritos de socorro. Felix
Kuen intentó también escalar en mi dirección. Desapareció con gestos sordos
debajo de mí, regresó al corredor. Le era imposible. En su diario escribió que sólo
intentarlo habría sido un suicidio. Kuen tuvo que empezar varias veces, ir
adelante y atrás, de manera que poco a poco me quedaba claro que no lo iba a
conseguir. El tiempo era todavía aceptable, no bueno, pero aceptable quizás
durante unas cuantas horas. Cada vez se levantaban más nubes. El mal tiempo
anunciado, pensé. Más tarde nevó, ese 28 de junio.
H. Entonces tuvo lugar uno de los diálogos más famosos de la historia del alpinismo.
Kuen preguntó: «¿Estáis bien?». Y usted respondió: «Sí, todo bien». ¿Era usted
todavía dueño de sí mismo?
M. Antes de renunciar, tenía que conseguir que ambos subieran hasta donde
estábamos nosotros, tenía que intentar por última vez que se dirigieran a la grieta.
Era una especie de truco. Pensé que si los dos pretendían subir a la cumbre,
entonces no debían tener la impresión de que tendrían que bajarnos hasta el
campamento número cinco. Sólo tenían que llegar hasta nosotros y dejarnos una
cuerda. Lo único que no podíamos hacer era subir, pero sí descender en rápel. En
el corredor habría bastado la mitad de la cuerda. Desde donde estábamos, los dos
habrían podido llegar a la cumbre con relativa facilidad siguiendo la vía de
descenso que nosotros elegimos, mucho más fácilmente que nosotros el día
anterior. Sólo tenían que llegar hasta nosotros, esos cien metros eran lo difícil. Al
darme cuenta de que no reaccionaban, me dije que también debía de ser imposible
escalar desde abajo y con cuerda el tramo en cuestión. Si intentaran, contra toda
racionalidad, escalar hasta donde estábamos y cayeran, Günther y yo también
estaríamos muertos, de modo que la maniobra no servía de nada a nadie si es que
no se podía llevar a cabo. El rescate ya no tenía sentido. Fue entonces cuando
renuncié. «Todo bien» quería decir: nos os preocupéis más por nosotros, seguid
por vuestro camino. Así les volví a quitar a Kuen y a Scholz toda la
responsabilidad, como si no hubiera habido gritos de socorro por nuestra parte.
También actué así por nosotros, porque de lo contrario temía no poder reaccionar
ya. Si no lo hubiera hecho y los dos hubieran seguido escalando, no sé si quizás
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habrían intentado unirse a nosotros por arriba. Habrían llegado veinte horas más
tarde. Si nos hubiéramos quedado allí, ya estaríamos muertos. Y si en nuestra
crítica situación decidíamos bajar por otro sitio, tampoco habrían podido
ayudarnos, quizás habrían perdido la vida. Por eso me vi obligado a señalar, al
final de nuestro contacto verbal, que todo estaba bien.
H. Pero no se puede hablar de veinte horas. Kuen escribió después en su relato de la
expedición: «Los habríamos ayudado, puede que hubiéramos necesitado cinco
horas, pero habríamos estado allí con todo el equipo».
M. ¿Cómo? Ellos iban más tarde que nosotros. Por nuestra vía habrían alcanzado el
hombro sur por la tarde. Su variante era más corta y más fácil, y sin embargo
tuvieron que vivaquear arriba. ¿Por qué?
H. Kuen escribió además en su diario: «No sólo los habríamos podido ayudar, los
habríamos ayudado».
M. Allí arriba yo sólo conocía nuestra vía de ascenso. La vía que ellos eligieron al
final es más corta y más fácil. Les felicito por haber encontrado esa otra vía. Pero
en el instante en que nos separamos, yo no podía saber todo eso. Si hubieran
seguido nuestra vía con la rapidez que mostraron para subir hasta que pudimos
comunicarnos, habrían llegado al hombro sur al anochecer. Si se hubieran dirigido
sin perder tiempo hasta donde estábamos, es decir, después de alcanzar la cumbre
o incluso tras llegar al hombro sur sin hacer cumbre, ya no nos podrían haber
ayudado ese 28 de junio, ni aunque los hubiéramos esperado. Podríamos haber
pasado la noche allí arriba, los cuatro. Günther no habría sobrevivido a esa
segunda noche. Habríamos bajado al día siguiente dos o tres, o quizás ninguno.
¿De qué le valía a Günther todo eso?
H. Aun así. Si hubiera gritado ayuda, quizás habría aparecido Kuen allí.
M. Como muy pronto por la tarde, o sea, demasiado tarde. Los hechos están bien
claros. Viéndolo ahora, nuestro mayor error fue esperar en la Fisura Merkl, pero
confiábamos en que llegaría la ayuda, pretendíamos volver a la pared del Rupal.
H. ¿Temían no sobrevivir a una segunda noche a tanta altura?
M. La siguiente noche hubiera sido mortal, para mi hermano con toda seguridad y
para mí muy probablemente.
H. ¿Y la cuerda tampoco los habría ayudado?
M. Ya no. A un muerto se le puede dejar arriba. ¿Por qué habría de descolgar un
cuerpo inanimado poniendo en peligro mi vida?
H. Podrían haber descendido con la cuerda hasta el Corredor Merkl, quizás incluso
esa misma noche.
M. De noche nadie puede rapelar por allí, es demasiado arriesgado. Sólo si Kuen y
Scholz hubieran podido llegar donde estábamos a mediodía o a más tardar a
primera hora de la tarde, habríamos tenido todavía una pequeña posibilidad. Esa
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esperanza era ahora igual a cero. ¿Por qué había de suponer que, después de que
nos vimos, escalarían dos veces más rápido que hasta que logramos entablar
contacto verbal? Todos nos volvemos más lentos al ir llegando a la cumbre, cada
vez más lentos. Kuen y Scholz también.
H. ¿Qué fue lo último que vio de Kuen y Scholz?
M. Sólo vi que seguían hacia arriba. Luego me fui de la grieta. En el momento en el
que dije «todo bien», corté nuestro lazo emocional. Tampoco les pregunté qué
debíamos hacer. Sí, ¿qué hacemos ahora? En cualquier caso, ellos dos tampoco
nos podían ayudar. Hicieron todo lo que les fue posible.
H. ¿Por qué no les salieron al encuentro hacia arriba para coger la cuerda?
M. Para nosotros ni se planteaba la posibilidad de subir, teníamos muy pocas fuerzas.
Yo tampoco habría conseguido ya ascender los doscientos cincuenta metros que
había hasta el hombro sur, y en ese caso quizás habría necesitado toda la tarde. ¿Y
Günther? Entonces yo habría muerto arriba de agotamiento, y entretanto él se
habría congelado. Ni se planteaba. Sólo tiene importancia lo que hicimos.
H. Entonces, ¿qué decidieron?
M. El único recurso era bajar en línea recta por donde se pudiera.
H. ¿Cómo se orientó en ese terreno desconocido?
M. La vía tenía que cumplir dos requisitos: que fuera sólo de bajada y que
pudiéramos seguirla en nuestro estado. Lo que hizo que me dirigiera en dirección
a la arista central fue que Mummery ya había intentado ascender por allí en 1895.
Por dónde, cuánta distancia y cómo subió exactamente, no lo sabía, pero me dije
que lo que Mummery había escalado setenta y cinco años antes, nosotros lo
tendríamos que hacer sin cuerda, al menos en teoría.
H. Luego, al bajar, se desató una tormenta. ¿Qué distancia había entre usted y
Günther?
M. Cien metros, doscientos. A veces más, incluso trescientos.
H. ¿Usted iba buscando el camino?
M. Sí, yo me adelantaba para buscar la vía, y sólo cuando estaba seguro de que se
podía seguir por allí, le decía a Günther que me siguiera. Le avisaba desde abajo,
gritándole, haciéndole señas. A veces nos distanciábamos mucho, porque yo no
estaba seguro de si se podía seguir y por dónde.
H. ¿Fue muy violenta la tormenta?
M. Por suerte no nevó mucho, la tormenta se desarrolló por debajo de nosotros. De lo
contrario habría resultado imposible avanzar, el peligro de aludes habría sido
enorme. Teníamos una base de nieve muy buena, por la que se podía bajar a
grandes pasos. Durante un tiempo se marchaba muy bien, pero al comienzo de la
llamada Costilla de Mummery ya apenas había nieve o no había en absoluto, sólo
hielo desnudo. La única posibilidad que nos quedaba para bajar sin tener que
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volver a subir era ir descendiendo poco a poco. Si me hubiera visto obligado a
deshacer grandes distancias, habría sido un eterno fatigarse y descansar.
H. Sin embargo, pasó lo que en ningún caso debía pasar: tuvieron que vivaquear por
segunda vez, aunque Günther siempre dijo que ya no lo resistiría.
M. El segundo vivac lo hicimos en una situación muy diferente, mucho más abajo,
sin tanto frío, en roca. Estaba claro que tendríamos que vivaquear de nuevo, tan
cansados como estábamos y con lo que tardábamos debido a ello. Yo solo habría
bajado más rápido, pero no sé si lo habría conseguido en un día. Cuando ocho
años después, en 1978, escalé el Nanga Parbat en solitario, y a pesar de que sin
duda mi condición física no era mejor que en 1970, bajé esa distancia en seis
horas, un trayecto para el que Günther y yo necesitamos un día y medio, es decir,
el triple.
H. ¿Cuánto tiempo vivaquearon?
M. Desde medianoche hasta poco antes del amanecer. Nuestro problema era que
primero teníamos que encontrar la vía, y que me veía obligado a esperar muchas
veces a mi hermano. Yo también le hacía esperar a él, cuando no estaba seguro de
si se podía seguir. Es decir, que esperaba él, luego yo, después él y de nuevo yo.
H. Le repito la pregunta: ¿cuánto duró el segundo vivac?
M. Seis horas, las horas de oscuridad.
H. ¿Seguían teniendo el aislante?
M. No, ya no. El sitio estaba en medio de una pared, el terreno era ahora mucho más
inclinado. Sólo nos acurrucamos allí, a ratos nos poníamos de pie en una repisa.
H. ¿Efecto reparador?
M. Ninguno. Una noche al raso en la montaña merma siempre las fuerzas. Además
seguíamos deshidratándonos. Pero no nos quedaba más remedio que esperar. O
me quedo allí por la noche y la supero, o puedo despeñarme de inmediato.
H. ¿Se pusieron en marcha en cuanto salió la luna?
M. Seguimos bajando en cuanto vi que se podía. Es más fácil seguir que quedarse
parado allí arriba, por el frío y desde el punto de vista psíquico. Esperamos a que
pasara esa oscuridad impenetrable, luego seguimos descendiendo. Ya habíamos
perdido la noción del tiempo; horas, días, todo era igual. Sólo pensábamos: pronto
habrá claridad y entonces seguiremos. Primero a la luz de la luna, después entre
sombras, seguimos descendiendo lentamente, también porque el terreno era
difícil, claro. La roca estaba helada, había corredores, la pared era relativamente
empinada. Pero ya no estábamos a 7000 metros de altura, sino a 6000, después a
5500; es mucha diferencia. Esa ruta me resultaba conocida, una impresión
extraña.
H. ¿Cómo era en ese momento su relación con la realidad?
M. En el vivac, los dos oímos agua correr, continuamente. Incluso salí una vez del
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vivac porque pensaba que corría agua por allí, que había un manantial. Eran
alucinaciones, ilusiones desencadenadas por la sed. Mi capacidad de percepción
se vio cada vez más enturbiada por las alucinaciones.
H. Pero ¿le constaba que estaba alucinando?
M. No. Hubo momentos en los que me decía que no podía ser, que me estaba pasando
algo raro. Pero esta forma de percepción me resultaba ahora natural. Al seguir
bajando hubo unos cuantos tramos que me resultaron familiares. Tenía la
impresión de haber estado ya allí, de conocerlo todo, así que sabía el camino.
Entonces pensé que lo que quedaba de bajada ya no presentaba ningún problema.
Y a Günther le dije: «Aquí ya hemos estado. Conozco la vía».
H. ¿Cómo reaccionó?
M. Al principio parecía confuso, luego dijo: «No puede ser». Pero en parte aceptaba
mis equivocaciones.
H. ¿Por qué se adelantaba usted tanto?
M. Porque así lo exigía buscar la vía, de otro modo no sería posible que mi hermano
se salvara.
H. Pero a veces le pierde de vista.
M. La falda de una montaña no es una pista de esquí. La parte baja es un único y
abultado torrente glaciar con desprendimientos, gibosidades y depresiones. Hielo
en olas gigantescas.
H. ¿Por qué tenía que adelantarse tanto para encontrar la vía?
M. Porque viniendo de arriba uno no se podía orientar. Se trataba de evitar que
Günther tuviera que volver a subir. Muchas veces yo no podía seguir el camino,
tenía que retroceder para buscar una salida. Günther no habría conseguido dar un
paso más hacia arriba.
H. ¿Cómo es ahora el terreno que los rodea?
M. Un extraordinario circo glaciar por el que vamos huyendo hacia abajo. Por
encima, la montaña se divide en una serie de moles glaciales, por todas partes
cuelgan gruesas capas de hielo, y en la parte delantera, donde la pared se inclina,
hay un corte del que a veces el hielo se derrumba en bloques gigantescos, en
masas tan grandes como rascacielos. A veces se desprenden trozos cada par de
minutos, después vuelve el silencio. Ya pasó. Pero ¿hasta cuándo? Mi empeño por
salir con Günther del área de alcance de los seracs era apremiante. Un constante
miedo a la muerte. Ese miedo era tan palpable como el peligro. Corría por
instinto, sólo pude aminorar el paso cuando estuve fuera de la zona de avalanchas.
Entretanto, Günther se había quedado en una depresión del terreno al pie de la
pared, no lo veía. No me empecé a preocupar inmediatamente cuando vi que no
venía. Ya vendrá, pensaba como para consolarme. No pasa nada, o ha hecho un
alto o vendrá enseguida. ¿Por qué iba a tener que pasar algo ahora?
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H. ¿Pensaba que estaban fuera de la zona de peligro?
M. Él todavía estaba en la zona de avalanchas, tenía que cubrir todavía unos cientos
de metros. A mí, supuestamente, ya no me podían atrapar los aludes. Yo también
estaba agotado. Entonces llegó el respiro casi como un desfallecimiento, pero
estaba tranquilo: ¿¡a salvo!?
H. Günther no venía. ¿Por qué no volvió atrás?
M. Porque estaba rendido. No volví atrás de inmediato porque me decía a mí mismo:
«No puede ser que haya desaparecido o que haya quedado sepultado, o sea, que
esté muerto».
H. ¿Cuánto tiempo lo estuvo esperando?
M. No esperé. Había una segunda posibilidad de salir del circo glaciar al pie de la
pared. Para examinar esa vía tuve que ir hasta la morrena del margen derecho. Por
allí era por donde debía de bajar Günther. Era probable, puesto que no venía por
mi vía. La nieve dura, nieve de aludes, fue una razón importante para bajar por
donde lo hice y no por otro sitio. La otra ruta, lo vi desde arriba, era un terreno de
rocallas, sin peligro, pero fatigoso. Por allí habría tenido la ventaja de bajar sin
nieve y también sin grietas, pero en cambio habría tenido que marchar por una
zona pedregosa, y eso también es duro. Pero ¿qué era lo más fácil? Prefiero ir por
nieve dura y compacta. Diría que en suma tomé la ruta más larga y cansada; era
más fácil. De modo que elegí esa vía y traté de convencerme de que Günther
vendría enseguida, quizás también porque me parecía imposible retroceder. Nadie
debe pensar que allí arriba, tras días en peligro de muerte, habría podido dar un
paseo de vuelta tan sencillamente. «Mi hermano viene enseguida», me repetía.
Sólo me inquieté cuando vi que tardaba. Parecía que se podía salir del valle hacia
abajo. Primero tenía que beber. Encontré un manantial, bebí y bebí.
H. ¿Cuándo se dio cuenta de que algo había salido mal?
M. Cuando volví al glaciar, oí los aludes y estuve en medio de esa intensa radiación,
entre el sol y la nieve. Cuando me puse a salvo aumentaron mis preocupaciones.
A mí ya no me podía matar ningún alud.
H. ¿Qué hora era aproximadamente cuando se dio cuenta de que no volvía?
M. Era por la mañana.
H. ¿Usted se hundía ya en la nieve?
M. Sí, al ir retrocediendo. Subir era una tortura increíble. Necesitaba muchísimo
tiempo en comparación con la bajada de poco antes, debido al agotamiento, la
nieve reblandecida y el ardor del sol. Sólo se podía subir paso a paso. Un paso,
parada para descansar, otro paso.
H. ¿Cómo era su estado mental mientras subía?
M. De absoluta desesperación.
H. ¿De pánico?
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M. Todavía no. En cierto modo esperaba encontrar a mi hermano al pie de la pared,
poder ayudarle. Por supuesto la pregunta era: ¿se habrá caído en una grieta?, ¿le
habrá alcanzado un alud?, ¿le habrá…?
H. ¿De dónde sacó las fuerzas para volver a subir?
M. Tenía que encontrar a mi hermano.
H. ¿Cuántas horas llevaba entonces sin comer?
M. Cerca de cuatro días sin ingerir ningún alimento.
H. ¿Acaso le quedaban fuerzas?
M. Ya no. Tardaba mucho para todo, cada paso era un esfuerzo supremo, mi
existencia era sólo dolor. Un profano no se lo imagina, se limita a decir: ¿cómo
pudo adelantarse? Pero cualquiera seguiría adelante si por encima de él no
hubiera más que aludes. Ahora tenía que volver a aquel lugar para encontrar a mi
hermano, era lo lógico. No tenía otra alternativa más que subir de nuevo y buscar
a Günther. Seguí un impulso interno.
H. ¿Cuánto tiempo estuvo subiendo?
M. Subí y estuve buscando toda la tarde y me quedé por la noche en el glaciar.
H. ¿Vivaqueó por tercera vez?
M. No vivaqueé, sólo anduve dando vueltas como loco. Permanecí despierto, pero
entretanto me quedé dormido. Entonces ya sabía que mi hermano estaba muerto,
pero sentía su presencia.
H. ¿Cómo lo sabía?
M. Evidentemente estaba convencido de que tenía que estar muerto, pero la emoción
me decía lo contrario. En todo momento tenía la sensación de que mi hermano
estaba cerca, de que estaba ahí.
H. ¿Oía hablar a su hermano?
M. También lo oía, le oía hablar, caminar. Cuando andaba, él iba detrás de mí. Le oía
gritar.
H. ¿Qué decía?
M. Gritaba en alguna dirección e iba hacia allí, pero no había nadie. Günther estaba
ahí, para mí estaba ahí. Sólo tenía que darme la vuelta y ya lo veía. La razón me
decía que mi hermano estaba muerto. Está muerto, no hay otra explicación. La
emoción insinuaba que estaba ahí. Así estuve toda la tarde y toda la noche. Le
busqué hasta la mañana siguiente, y por la mañana fue cuando bajé hasta el
manantial. Al brillar el sol contra la pared me di cuenta de que entonces venían
los siguientes aludes.
H. ¿Qué energías de reserva movilizó entonces?
M. Hacia abajo es distinto, siempre se puede bajar; sobre todo a gran altitud es mucho
más fácil. Es incomparablemente más fácil que subir. A cuanta más altitud se
sube, más fácil es el descenso en relación con la subida. En la cumbre del Everest
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la proporción es de uno a diez. Bajar es diez veces menos cansado que subir.
H. ¿Y de repente llegó a una pradera verde?
M. El día anterior ya había sufrido alucinaciones. Primero una extensión verde, luego
había hombres, y ahora se repetían esas imágenes. La cosa fue tan lejos que vi a
personas concretas. Al principio estaba segurísimo de que ahora vendrían los
compañeros del campamento base para ayudarnos. No tenía ni idea de la distancia
que había hasta allí. ¿Qué distancia había desde la otra parte de la montaña hasta
aquí? Pero me constaba que los demás se presentarían aquí, tarde o temprano. No
era su deber, sino algo evidente. Pero en mi fantasía aparecieron personas muy
distintas, antiguos compañeros de montaña, alpinistas famosos, mi madre.
También personas que no conocía en absoluto. Vi caballos, un caballo con jinete,
pastores, rebaños… Estas apariciones fueron cada vez más frecuentes el tiempo
que estuve solo. Pasé otra noche allí arriba. Sólo empecé a bajar cuando me
quedó claro que no vendría nadie, es decir, que el valle estaba vacío.
H. ¿Entonces estaba completamente seguro de que su hermano tenía que estar
muerto?
M. Por una parte sí, cuando me hablaba la razón, pero seguía teniendo la impresión
de que estaba en alguna parte. Tenía que cerciorarme continuamente de dónde
estaba. Sí, está muerto, entonces ya lo sabía. Había estado buscándolo por todas
partes. Con la búsqueda llegó la certeza, la convicción racional: mi hermano está
muerto. No había otra explicación, de lo contrario tenía que haberlo encontrado.
En teoría también podría haberlo encontrado muerto. Habría sido más fácil bajar,
quedarme solo. El dolor habría sido naturalmente el mismo.
H. Tras la tortura que ha descrito, usted mismo estaba más cerca de la muerte que de
la vida. ¿Cómo afrontó el final cercano? ¿Qué esperaba encontrar en aquel valle
desconocido?
M. Me decía a mí mismo que me iba a morir pronto. Si no encontraba a los habitantes
del lugar, me moriría de hambre. No es que pasara nada, así era. Envolví todas las
cosas que aún llevaba conmigo en una chaqueta, me eché el hatillo al hombro con
el piolet y marché valle abajo. Algunos metros después, retrocedí y colgué una
polaina azul y roja, creo, de una gran roca bajo la que había pasado la noche. Por
último puse algunas piedras encima, sólo porque aún confiaba en que mis
compañeros vinieran. Un grupo de rescate llegaría al valle de Diamir en
helicóptero o a pie. No encontrarían nada, ni rastro de nosotros, si no hubiera
señalado el lugar donde acampé. No tenía ni lápiz ni papel, así que no podía dejar
una nota. ¿Cómo dar parte de lo ocurrido? Después seguí bajando lentamente, iba
a rastras valle abajo, me paraba, me volvía a arrastrar, sin saber dónde estaba.
¿Cómo encontré el único camino correcto? ¡Un milagro! Ningún camino llevaba
al valle, y entonces crucé un glaciar. Fue una decisión espontánea, aunque no era
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lógica. Después me he preguntado muchas veces: ¿por qué lo hice?, ¿por qué
encontré esa vía para bajar? Sólo vi unas vagas huellas de yaks y un poco de
estiércol, y seguí la ruta que eligen los ganaderos en pleno verano, cuando hace
calor. Entonces suben a la parte más alta del valle para aprovechar los pastos de
arriba. Así llegué hasta la linde del bosque, y allí había gente.
H. Fue esta gente la que lo encontró. Al final los lugareños lo bajaron en una camilla
que ataron con cuerdas de pelo de yak. Estaba salvado. Hoy dice Baur, el cámara
de la expedición, que usted había planeado desde el principio la travesía del
Nanga Parbat para establecer así un récord mundial, de manera que sacrificó a su
hermano para saciar su sed de récords.
M. Podría reírme de tal cosa y decir que si fue así, por qué Baur no transmitió por
radio al campamento base ese 28 de junio: «Enviad inmediatamente a alguien al
valle de Diamir, porque los Messner van a bajar por ese lado. Si bajan con vida,
estarán medio muertos, así que hay que ayudarlos de inmediato». Este asunto es
demasiado triste y demasiado serio. Por supuesto que los otros habrían estado en
el valle de Diamir si hubieran sabido entonces que apareceríamos por allí, pero
nadie lo esperaba. Lo de la travesía eran castillos en el aire, ideas sobre el futuro
fantaseadas con los ojos encendidos, no una posibilidad que me propusiera de
verdad.
H. Quiere decir que en las tiendas a veces el tiempo da mucho de sí.
M. ¿Por qué no se iba a poder pensar alguna vez en ello? Se habló del objetivo de la
travesía, pero ¿récord mundial?, ¿gloria? No se planeó nada en concreto al
respecto, y menos aún cuando la tarde antes de partir le había dicho a Baur en el
último campamento: «Esperad hasta que vuelva, pase lo que pase». Así está
escrito en su diario, incluso en el informe de la expedición, así que no es sólo algo
de lo que me acuerde yo: «Esperad hasta que vuelva, pase lo que pase. No bajéis,
quedaos aquí como apoyo mental», dije. Y lo que es más: «Subid un poco por el
Corredor Merkl y colocad allí los doscientos metros de cuerda que están fuera de
la tienda, así me resultará más fácil el descenso». Si planeo realizar la travesía de
la montaña, procuro primero llevar conmigo el equipo, un poco de dinero, el
pasaporte y el billete, así como algunas provisiones, el saco para vivaquear, algo
de beber y quizás también un hornillo. No necesariamente una tienda, porque
pesa mucho. Me llevo el equipo imprescindible, porque de lo contrario me
arriesgaría a morir. Pero yo sólo quería hacer cumbre y regresar de inmediato. Se
había anunciado mal tiempo, así que subida relámpago. Por eso les pedí a Baur y
a mi hermano que esperaran hasta que volviera; si no, le habría confesado a
Günther: «Voy a hacer la travesía de la montaña, o sea, a bajar por el otro lado.
Olvida por qué camino he ido, y si no he vuelto en tres horas, podéis bajar
tranquilamente, que ya no vuelvo a pasar por aquí».
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H. Ahora dice otro compañero de cordada, Max von Kienlin, que cuando usted llegó
abajo, estaba completamente en las últimas y que no tenía ni idea de dónde estaba
su hermano, que no dijo nada de una avalancha de hielo, que esa versión se la
habían inventado entre él y usted.
M. ¿Por qué habría de inventarme nada? Max von Kienlin, miembro invitado a la
expedición sin experiencia alguna en el montañismo, sólo me aconsejó que me
quedara con la declaración de «muerte por alud». Mi hermano había
desaparecido. Primero le conté a Herrligkoffer y después a él la tragedia tal como
fue. Herrligkoffer estaba al corriente antes de que Von Kienlin supiera que yo
seguía con vida. No había nada que inventar.
H. Herrligkoffer, el jefe de aquella expedición, afirmó que Günther había muerto
después del primer vivac, es decir, que ni siquiera llegó a bajar.
M. Así es. Herrligkoffer no estaba allí, pero necesitaba justificar su comportamiento:
el cohete rojo, no habernos buscado, haber emprendido el viaje de vuelta sin
nosotros… Así que se pasó la vida inventando excusas, echando la culpa a los
demás para distraer la atención de su propia responsabilidad, siempre con nuevos
pretextos.
H. Más tarde le mostró la explicación correspondiente para que usted la firmara.
M. Tenía que firmar el escenario de muerte que él se había inventado, o sea, mentir.
H. ¿Cuál era la explicación?
M. Su versión dice que Günther murió en el primer vivac, que después yo bajé solo
por la vertiente del Diamir. Después de que me enseñó esa atrocidad, dije que no
quería volver a saber nada de ese hombre, nunca más. Así fue como empezó la
polémica en 1970.
H. ¿Y por qué tenía que firmar usted eso?
M. No lo sé, probablemente quería demostrar que yo había planeado la travesía. Si
no, ¿cómo habría podido Herrligkoffer tranquilizar su mala conciencia? Quizás
pensaba que no era necesario buscar a un Messner que no respetaba el plan, y
todavía menos a su hermano, que se movía por ambición y se inventaba
extravagancias.
H. ¿Por qué no les buscó el equipo de Herrligkoffer en el valle de Diamir?
M. Eso lo entiendo. Si Herrligkoffer no me hubiera acusado de haber sacrificado a mi
hermano por ambición, no le habría recriminado nada. Herrligkoffer y buena
parte del equipo estaban casi seguros de que habíamos muerto los dos, era
evidente. Todos estaban afligidos; muchos, desconcertados porque no habíamos
aparecido. Naturalmente la expedición volvió al campamento base abatida, todos
con gran tristeza. Claro, al aparecer yo, Kuen tenía un problema, que él ya no era
el único campeón, el héroe de la pared del Rupal en el Nanga Parbat. El viaje de
regreso se emprendió cuando al final todos estuvieron de acuerdo en que los dos
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Messner habían muerto. No era fácil encontrar dos cadáveres perdidos en algún
lugar de la montaña, así que seguir buscando no tenía sentido.
H. ¿Se echa usted ahora la culpa de la muerte de Günther?
M. No hay nadie más en este asunto que pueda o deba echarse la culpa, sólo yo. Yo
soy el único responsable. Por eso no entiendo por qué algunos compañeros de
entonces se empeñan en invertir por completo la historia. También me pregunto:
¿por qué he sobrevivido yo y Günther no? Cuando me puse en marcha sólo era
responsable de mí mismo, sólo ponía en peligro mi vida. Me habían dado permiso
para subir, aunque era arriesgado. Al seguirme mi herma no, de repente las
circunstancias eran completamente distintas Por supuesto que me sentía
responsable de él y que sabía que, si seguíamos adelante, los dos nos hallaríamos
en una situación comprometida y difícil. Sin embargo, seguimos adelante. Hoy en
día ya no es relevante el hecho de si tomamos en todo momento la decisión
correcta o no. Con mi experiencia actual, nos habríamos detenido tras nuestro
encuentro y habríamos vuelto inmediatamente al campamento. En la vertiente del
Diamir podríamos haber bajado por otra vía, pero por desgracia entonces no la
conocía, porque no lo había planeado. Pero en aquella ocasión, tras alcanzar la
cumbre, nos vimos obligados a pasar por una serie de dificultades increíbles: o
quedarnos allí acurrucados y morir o intentar lo imposible. Cuanto más bajamos,
más tuvimos que arriesgar. Sólo el instinto de supervivencia nos obligó a los dos a
no abandonarnos a nuestra suerte.
H. ¿Era necesario adelantarse tanto?
M. Nadie lo haría de otra forma, suponiendo que pudiera. Cuando dos personas son
igual de rápidas, bajan la montaña en paralelo, no cuando una está débil. Si uno
no puede dar rodeos ni subir más, el otro tiene que encontrar la vía
correspondiente. Así que me vi obligado a adelantarme constantemente, a una
distancia tal que me permitiera asegurarme de que por allí se podía seguir
bajando. Cada momento, cada hora era cuestión de vida o muerte. Sólo nosotros
dos estábamos allí arriba, entre la pared del Rupal y la pared del Diamir, por
debajo de los seracs, obligados a decidir. ¿Qué hacer? Después del segundo vivac,
los demás no podían llegar donde estábamos; nos preguntábamos: ¿qué hacemos
ahora?
H. En Innsbruck le amputaron siete dedos de los pies por congelación. ¿Cómo asumió
la amputación?
M. Me resigné a la situación, pronto me acostumbré. Tuve que aprender a vivir con
ello: entrenamiento autógeno, el recuerdo de los dedos amputados… sin embargo,
no renuncié a la escalada.
H. Pero ¿al principio sí que pensó que la escalada se había acabado?
M, Yo nunca lo pensé, pero ya en nuestro primer encuentro Herrligkoffer me dijo,
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después de verme los dedos: «Ya no puedes volver a escalar». Una persona
normal nunca diría eso, en esa situación concreta no tenía ninguna importancia.
Para Herrligkoffer era una noticia importante, su dictamen de médico debía
quizás impresionarme.
H. ¿Quiere decir que era lo que él deseaba?
M, En 1953, cuando Hermann Buhl bajó del Nanga Parbat, Herrligkoffer se comportó
de forma parecida. Buhl fue el que salvó la expedición, y Herrligkoffer, el jefe de
la misma, después de este éxito decidió dejar en Pakistán el material que había
sobrado del Nanga Parbat, para utilizarlo un año más tarde en una expedición al
Broad Peak. Herrligkoffer le dijo a Hermann Buhl: «El año que viene vamos al
Broad Peak, mi próximo ochomil, pero tú no puedes venir, tienes los pies
destrozados». Hay que entender las ideas de Herrligkoffer: el hombre se había
identificado con el ascensionista a la cumbre, como si hubiera sido él mismo,
Herrligkoffer, el que había subido. Pero Buhl regresó y, cuando estuvo abajo, el
desconcierto de Herrligkoffer se hizo patente, incluso para sí mismo. Buhl era
Buhl, existía de verdad. ¿Y ahora qué ocurre con los propios sentimientos de
ascensionista? Herrligkoffer tenía que excluirlo, Buhl debía dejar de existir.
H. ¿Cómo les explicó la tragedia a sus padres?
M. Sencillamente les conté todo.
H. ¿Y cómo reaccionaron?
M. De manera distinta.
H. ¿Qué dijo su padre?
M. Nada más vernos, mi padre me preguntó por qué no había traído a Günther
conmigo, y se lo conté. Mi madre simplemente lo aceptó. Seguramente fue la que
más sufrió, pero también entendía mi situación.
H. ¿Le hizo su padre muchos reproches?
M. Por supuesto. Para mis padres la tragedia fue por lo menos tan difícil de
sobrellevar como para mi hermana y mis hermanos. Era la primera vez que moría
alguien de la familia. Yo fui el que mejor lo llevé, porque había vivido la tragedia
en persona, sabía lo que había pasado. A los demás todo eso les quedaba
infinitamente lejos. Pakistán, el Nanga Parbat, ocho mil metros… difícil de
comprender, casi imposible de asimilar.
H. Pero usted también tuvo que sufrir muchísimo, porque usted había sobrevivido y
él no.
M. Ese sentimiento de culpa sigue ahí, hasta hoy. Forma parte de la tragedia de cada
superviviente: ¿por qué me he salvado yo y él no?, ¿por qué precisamente yo? La
situación ideal —¿por qué no nos hemos salvado los dos?— no existe. El
sentimiento de culpa dice: ¿por qué yo, no él? Es injusto. Así lo he sentido hasta
hoy.
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H. Entonces, ¿no le parece curioso que esta tragedia del Nanga Parbat no marcara el
fin de su aventura en el Himalaya, sino sólo el principio? ¿No tendría que haber
dicho: «Ahora se acabó, no quiero volver a vivir algo parecido nunca más»?
M. Ahí reside la clave del alpinismo, justo ahora hemos dado con la contradicción
que nadie quiere entender en mi actitud. Ningún escalador quiere volver a vivir
una cosa parecida si es que él o ella han sobrevivido. Pero yo me encuentro
atrapado entre el deseo de no volver a vivirlo y al mismo tiempo el deseo de
seguir teniendo una y otra vez experiencias fuertes. En la resistencia a la muerte
los hombres descubrimos nuestra condición humana.
Las razones más profundas para escalar montañas o buscar situaciones
extremas —el polo sur, el polo norte, el desierto de Gobi, el K2, la meseta de
Chang Tang— se ocultan tras esta paradoja. El secreto radica en que sólo puedo
vivir las experiencias más fuertes llegando al límite de mis posibilidades. Espero
no perder la vida en ello y que a mi compañero no le pase nada, vaya, que todo
salga bien. Sé que si sólo salgo un rato a dar un paseo, no tengo experiencias
fuertes. Hay una historia muy buena al respecto, escrita por Eugen Guido
Lammer. Sucedió hace cien años, cuando Lammer cayó en la grieta de un glaciar
y volvió a salir tres días más tarde. En ese tiempo vivió la muerte, el infierno y al
llegar a casa el cielo, la impresión de volver a nacer. Ésa es la respuesta.
H. ¿Qué se extrae de esta historia?
M. En situaciones en las que se corre peligro de muerte, no perder la vida es lo
decisivo. O como dice Gottfried Benn: «El alpinismo es la resistencia a la muerte
durante un desafío». Por tanto, la muerte tiene que ser una posibilidad. El arte del
alpinismo se basa en la resistencia, la supervivencia. No me gustaría tener que
volver a sufrir una experiencia como la del Nanga Parbat, no quisiera tener que
asistir nunca más a algo similar. Pero tampoco puedo vivir sin experiencias límite.
Mi cuadro clínico se resume así: ganas de vivir aun a riesgo de la vida.
H. ¿Fue lo más grande que ha vivido jamás?
M. Sí, con toda seguridad.
H. ¿Por qué estuvo tanto tiempo haciendo equilibrios entre la vida y la muerte en esa
cresta tan afilada?
M. Porque esa cresta era muy larga y la muerte estaba tan cerca que terminó siendo
algo evidente. Al bajar por el valle con los lugareños, ya no me sentía tan mal. Al
final ya no podía caminar, pero tampoco aguantaba que me llevaran, tenía
disentería. No sabía qué hacer, así que les pedí papel y lápiz e intenté mandar a
uno de los lugareños al valle con la esperanza de que llamara a un helicóptero en
una comisaría de policía. No sabía bien inglés, pero entre italiano, inglés y latín
conseguí escribir una nota. Aunque no pudieron leerla, entendieron lo que quería
decir. Para terminar puse que sólo me quedaban uno o dos días de vida. Así de
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claro. Eso quiere decir que fui completamente objetivo, que consideraba mi
muerte como algo natural. Vivo todavía uno o dos días, sí, y después estaré
muerto. Se me acababa la vida, pero no las experiencias.
H. ¿Qué quiere decir con eso?
M. Que la muerte no representaba ningún problema, saber que me iba a morir. Sí, la
muerte había llegado a ser algo natural. Al mismo tiempo seguía procurando
salvarme, todavía estaban ahí las ganas de sobrevivir, de darlo todo por llegar al
valle.
H. ¡Pero si ya se había salvado!
M. No. Si me hubiera quedado en Diamiroi, habría muerto allí arriba de diarrea, o por
agotamiento. Claro, no tenía que haber bebido el agua turbia de allí. Los
lugareños que me la dieron toleraban el agua sucia. En aquella ocasión no bajaron
la nota al valle. Uno se la llevó y desapareció, pero no llegó ningún helicóptero.
El mensajero seguro que pensó: «El blanco se va a morir de todas maneras, ya no
necesita ayuda».
H. Casi parece que disfruta contándolo. ¿Fue una experiencia positiva?
M. Ya hace mucho que pasó, y la conformidad con la muerte es un estado agradable,
de paz. La muerte es un hecho, forma parte del juego. No es que quisiera
morirme, pero la muerte no era mucho más que una última exhalación, la
concebía como un alivio.
H. Es decir, ¿que se acepta la muerte de buen grado?
M. Mientras exista la esperanza de seguir viviendo, la muerte da miedo. Cuando toda
esperanza desaparece —de acuerdo con mi experiencia en el Nanga Parbat—, nos
sobreviene algo que nos consuela, la conformidad con la muerte, finalmente la
inmersión en la muerte. No, morirse no es para tanto. Y esta experiencia, no el
hecho de morir en sí, se quiere repetir. Espero poder repetirla cada vez, pero que
no pase nada. Eso no tiene nada que ver con las ansias de morir, sino con la sed
de experiencias. No es que fluctúe entre el miedo a la muerte y las ansias de
morir, sino entre el temor de perder la vida en ello y la alegría de haber
sobrevivido al final.
H. ¿Cuándo emprendió la primera expedición para buscar a su hermano?
M. Cuando volví a andar bien, en otoño de 1971. Cuando regresé al lugar en el que
había perdido a mi hermano, se abrieron todas las heridas. En la depresión al pie
de la pared, donde van a parar todos los aludes y donde había perdido a Günther
de vista, busqué su cuerpo durante días. Ya al día siguiente de haber llegado al
campamento base, subí a ese encajonado valle del glaciar con la esperanza de
encontrar su cadáver, así de simple, entre el hielo. Era a finales de otoño, la nieve
se había deshecho e incluso se habían reducido los conos de aludes. Pero de mi
hermano no encontré ni rastro. Al final empecé a peinar toda la zona. Un glaciar
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está siempre en movimiento y podría haber desplazado el cuerpo.
H. ¿En cuántos kilómetros cuadrados buscó, aproximadamente?
M. Calculo que en unos cuatro o cinco, en vano.
H. Su compañera sentimental de entonces, Uschi Demeter, dijo que usted lloraba
todas las noches en la tienda.
M. Volví a recordarlo todo. La pérdida de mi hermano era como un dolor fantasma. Y
entretanto Herrligkoffer se había inventado la historia de que yo había planeado la
travesía, como si por eso no hubiera hecho falta buscarnos.
H. Hace algunos años, sus antiguos compañeros de escalada Max von Kienlin y Hans
Saler dieron a entender en sus libros que en el Nanga Parbat usted sacrificó a su
hermano por ambición y que le abandonó arriba en la montaña, o bien que le hizo
volver por la pared del Rupal. En el año 2002, usted dijo en una entrevista a la
revista alemana Stern: «Tarde o temprano aparecerán en la montaña los restos (de
Günther). Entonces se aclarará el asunto».[2]
M. Sabía que la gente que dudaba de mí sólo aceptaría esa prueba.
H. Max von Kienlin afirmó en una conferencia de prensa que si en efecto usted
encontrara a su hermano al pie de la pared del Diamir, los que le criticaban
quedarían en ridículo. Mucho antes, exactamente el 20 de julio de 2000, en una
expedición organizada por usted, el guía de montaña Hans Peter Eisendle había
encontrado un hueso a 4400 metros de altura, al pie de la pared del Diamir.
M. Era un peroné. Cuando lo vio mi hermano Hubert, que es médico y acompañó a la
expedición, dijo que era demasiado grande, que ese hueso no podía pertenecer a
Günther. Günther era más bajo. Aun así me llevé el hueso y lo guardé en mi
biblioteca de Juval.
H. ¿Por qué tardó tres años en llevarlo al instituto médico forense de Innsbruck para
que le practicaran un análisis de ADN?
M. El cadáver del alpinista paquistaní al que en mi opinión pertenecía el hueso se
rescató en otro lugar. Por tanto había aumentado mucho la probabilidad de que
tuviera en casa un hueso de Günther.
H. Tras largos meses de investigación, el doctor Richard Scheitbauer, profesor
universitario de Innsbruck, llegó a la siguiente conclusión: «En conjunto, los
reconocimientos médico forenses tradicionales y en particular el análisis de ADN
no dejan lugar a dudas razonables de que el hueso examinado pertenece a un
hermano de Reinhold y Hubert Messner». Después de este resultado, ¿le ha
pedido disculpas alguno de los antiguos compañeros de escalada que le acusan de
haber sacrificado a su hermano por ambición?
M. No.
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H. En el Manaslu, su siguiente ochomil, todo volvió a salir mal. ¿Por qué?
M. Salió mal absolutamente todo. Después de este pico decidí: «Bueno, ahora lo vas
a hacer solo. Siempre que te juntas con otra gente hay algo que no funciona».
H. ¿Por qué quería su compañero Franz Jäger volver solo al campamento?
M. No lo sé, porque estaba cansado y la cumbre, muy lejos. Los ochomiles eran
obviamente rutas muy duras. Esos muchachos jóvenes pensarían quizás que subir
a ocho mil metros exigía un poco más que los Alpes, pero no tenían ni idea de lo
penoso que era de verdad avanzar a esa altitud con el equipo de entonces, como lo
habíamos hecho Günther y yo en el Nanga Parbat. Nosotros también tuvimos que
darnos cuenta. En el Manaslu la situación fue, comparada con la del Nanga Parbat
dos años antes, justo al revés: salimos los dos juntos y uno quería bajar, regresar
al campamento. El que no tenía ganas de seguir, pues se daba la vuelta. La única
pregunta era: «¿Es defendible que el otro se retire y yo siga adelante?». Según mi
experiencia no había ningún problema, y según lo que sentía, tampoco.
H. ¿A qué distancia estaba el campamento?
M. Bajando se recorrería seguramente en una o dos horas, era un terreno de marcha
fácil. Pero lo que pasó exactamente, sólo lo puedo suponer. Franz Jäger debió de
alcanzar el último campamento mucho antes de que empezara la tormenta.
Entonces salió de la tienda para buscarme o llamarme a gritos y ahí fue cuando se
perdió. ¿Que cómo es posible? En medio de una ventisca de nieve severa se
pierde la orientación en un instante. Fue la peor tormenta de nieve que he vivido
nunca.
H. ¿Cómo era la cumbre a la que ascendió en solitario?
M. Es un pequeño pico rocoso cubierto de hielo. Los japoneses, tras su primera
ascensión en 1956, clavaron arriba en el pico dos pitones muy largos, donde
pusieron una bandera. Me llevé uno de ellos.
H. ¿A qué hora hizo cumbre?
M. A media tarde. En el fondo demasiado tarde, aunque no tanto como en el Nanga
Parbat. En cualquier caso no antes de mediodía, como debería ser en general.
H. ¿Y cuánto tiempo permaneció allí arriba?
M. Muy poco, sólo tenía una o dos horas para volver al campamento.
H. ¿Por qué fue la peor tormenta de nieve que ha vivido nunca?
M. Nevaba intensamente, había metros de nieve y el viento la arremolinaba por todas
partes. Además estaba completamente oscuro.
H. Se rompió a propósito el traje de tormenta para no resbalarse si se caía.
M. Es cierto, pero aun así ese traje no me protegía mucho. Más que nada el problema
era que me podía perder, estaba desorientado.
H. ¿Se arrancó la barba porque ya no podía respirar?
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M. Se congeló todo, estaba oscuro. Por las gafas ya no veía nada.
H. ¿Era de nuevo la anhelada y al mismo tiempo temida experiencia límite?
M. No, al principio no tuve miedo de morir en esa situación, deseaba tan sólo
encontrar pronto la tienda. Iba buscando la gran meseta, no hacía más que seguir
y seguir. Llegó un punto en que estaba todo hecho hielo, entonces me hundí de
bruces en la nieve. Había por todas partes remolinos de nieve, hoyos, oscuridad.
H. ¿Hasta dónde alcanzaba la vista?
M. Casi nada, y en algún momento me di cuenta de que me estaba moviendo en
círculo. Me constaba que no tendría posibilidades de sobrevivir si me quedaba
parado. Entonces me muero de congelación o de sed, pensé.
H. ¿Oía la voz de su compañero, Franz Jäger?
M. Sí. Está en la tienda, pensaba, y me está llamando, así que yo también le llamaba a
él. Pero su voz llegaba siempre desde sitios distintos. Gritaba mi nombre
constantemente, yo el suyo. ¿Es que había salido de la tienda? Lo único que al
final me ayudó a orientarme fueron mis conocimientos. Sabía que estaba en una
gran meseta de nieve situada al norte de la cima en la que se encontraba nuestra
tienda. La tormenta venía del sur, lo había sentido y visto al estar en la cumbre,
así que me dije que tenía que ir en contra de la tormenta. De esta manera supe
dónde estaban los puntos cardinales, luego marché hacia el sur. Y llegué a la
cima, a esa cima nevada donde tenía que estar la tienda; yendo a lo largo de ella
tenía que encontrarla. Lo conseguí. Pero Franz no estaba allí. Presumiblemente
llegó mucho antes a la tienda, hizo té o lo que fuera y después salió a buscarme.
De manera que cuando llegué allí, vi la tienda y grité: «¡Estoy aquí!», salió uno y
yo pensé que era Franz Jäger, no podía ser otro. Pero allí sólo estaban Andi
Schlick y Horst Fankhauser. Andi me dijo: «Tú estás completamente helado de
frío, te quedas en la tienda; Horst y yo salimos a buscar a Franz. Enseguida le
encontraremos». Así que esperé en la tienda. Más tarde, al no volver ninguno de
los dos, les llamé una y otra vez sin abandonar la tienda.
H. ¿Y no volvió ninguno de los dos?
M. No, ellos tampoco volvieron, no podía entenderlo. Perdieron la orientación en un
cuarto de hora, no sabían volver.
H. ¿Dónde se quedaron al final?
M. En una cueva de nieve, debajo de una especie de montón de nieve arremolinada.
Excavaron un agujero y dejaron que les cubriera la nieve.
H. ¿Cuánto tiempo se quedaron allí sentados?
M. Hasta por la mañana. Antes Andi Schlick había estado insistiendo en que de
nuevo tenían que intentar encontrar la tienda. Salieron de la cueva, pero no
encontraron la tienda y excavaron otra. De esta segunda cueva salió Andi Schlick
en algún momento y simplemente no volvió. Desapareció. Fankhauser no pudo
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detenerle. Seguramente Schlick sufría alucinaciones y pensaba que la tienda
estaba cerca.
H. ¿Hubo diferencias entre los dos?
M. No. Horst arguyó: «Quédate aquí, no tiene sentido, hay que esperar a que se haga
de día. Entonces encontraremos la tienda». Pero Schlick sencillamente se marchó.
H. ¿Cuándo tuvo la impresión de que no volverían ni Jäger ni Schlick?
M. Cuando regresó Fankhauser, a eso del amanecer, ya era de día y había cesado la
tormenta. Hablamos, preparamos algo de comer y salimos a ver dónde estaban los
otros, pero no vimos nada. Ni rastro, ni una señal; un hombre, aunque estuviera
muerto, se distinguiría como una mancha oscura sobre la superficie blanca. Pero
no había nada, absolutamente nada, sólo nieve y más nieve. Estuvimos
buscándolos en la meseta unas cuantas horas, y alrededor del mediodía iniciamos
el descenso. No había otra solución, el informe del tiempo no auguraba nada
bueno.
H. ¿Al menos se pudo rescatar los cuerpos después?
M. Mucho después se dio la noticia de que se habían encontrado dos cadáveres en la
meseta, pero no se pudieron identificar.
H. ¿Qué fue lo que les hizo decidirse a bajar a usted y a Fankhauser?
M. Que el tiempo iba a empeorar enseguida, con tormenta y nevada inminentes. El
peligro de aludes entre el campamento número cuatro, donde estábamos, y el
siguiente era extremo, y seguiría aumentando. Los alpinistas que se encontraban
más abajo que nosotros, sobre todo mis amigos Oelz, apodado Bulle (Toro), y
Wolfi Nairz, el jefe de expedición, insistieron en que bajáramos. Teníamos que
volver a una zona más segura cuanto antes. Además tampoco podíamos peinar esa
enorme altiplanicie con bastones, nosotros solos, ¡imposible! Esperábamos ver un
punto negro o que algo saliera de la nieve, pero por desgracia no vimos nada.
H. ¿A qué distancia estaba el siguiente campamento?
M. Unos ochocientos metros más abajo. Llegamos al atardecer.
H. ¿Cómo estaban los ánimos?
M. Muy mal, por supuesto. Habían desaparecido dos amigos muy queridos por todos
nosotros.
H. ¿Les hicieron reproches?
M. Los reproches llegaron esta vez sólo desde fuera, otra vez de parte de
Herrligkoffer, de Kuen. El grupo de Herrligkoffer estuvo ese mismo año en el
Everest, no llegaron muy lejos y hubo bronca de nuevo. Por supuesto volvieron a
decir los sabelotodo: «Eso fue irresponsable, eso no se puede hacer».
H. ¿Qué dijo Herrligkoffer?
M. «No se deja a nadie solo en la montaña». Habló mucho, pero se olvidó de decir
que en 1953 él había dado la orden de levantar todos los campamentos que se
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encontraban por debajo del último en el momento en que Buhl se puso en marcha
desde este último campamento de la cumbre.
H. ¿Por qué lo hizo?
M. Porque había prohibido acceder a la cumbre a Buhl y a todos los demás,
imagíneselo. Levantaron todos los campamentos, de manera que el grupo
destacado se quedó colgado allí arriba. Si a Buhl le hubiera pasado algo, nadie le
habría podido ayudar.
H. ¿No existe la norma de que no se deja a nadie retroceder solo?
M. ¿Qué significan aquí las normas y quién las dispone? Por otra parte se podría
decir que todos los grandes éxitos se han alcanzado en su mayoría en contra de las
normas. También existe la norma de que nadie se adentra solo en el hielo, ni sube
montañas, ni escala por una pared rocosa. ¿Y qué? Tienes un compañero, una
cuerda y te aseguras, si es posible mutuamente. Pero por supuesto que se puede
hacer todo de otra forma. El alpinismo no es un deporte, ni un juego, ni mucho
menos una religión. Me adentro en un ámbito peligroso, en un mundo donde se
corre peligro de muerte, y me hago responsable de mí mismo y de mis
compañeros; ellos se responsabilizan de sí mismos y de mí. Todos intentamos
sobrevivir. Pero en el peligro hay momentos en los que no es posible sobrevivir.
Quien no entienda o acepte estas ideas, no puede escalar al límite. Tampoco tiene
por qué. Sólo puede hacerlo el que participa voluntariamente, con responsabilidad
propia, consciente de que corre un riesgo.
H. Pero ése es el gran error individual que se le puede reprochar a usted, que deja
retroceder solo a un compañero de escalada.
M. En todo caso el error consistió en subir al Manaslu. No hay normas. Si las
circunstancias lo permiten, se puede dejar a alguien retroceder solo. De lo
contrario nunca podría ir con otro.
H. ¿Qué le reprochó Kuen?
M. Nada en concreto. Los compañeros de escalada vienen siempre con reproches
morales, sólo son magnánimos consigo mismos. Kuen se suicidó dos años más
tarde. Nunca he hecho comentarios al respecto, ni tengo por qué. Nunca he
afirmado: el suicidio es inmoral, es decir, injustificable. Fue sólo decisión suya.
H. Hasta 1972 había hecho dos rutas en el Himalaya. El resultado: tres muertos.
M. Me resultó muy difícil de asimilar. Además, si hubiera estado solo, no me habría
pasado eso. Si hubiera subido en solitario a la cumbre del Nanga Parbat, habría
vuelto al último campamento, la cosa habría transcurrido de otra manera.
Probablemente habría conseguido, a pesar de todo, subir y bajar en el mismo día.
Si hubiera salido en solitario al Manaslu, no me habría hecho falta prestar
atención a nadie. Pero al principio Jäger quería venir conmigo, no se lo podía
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denegar. Tampoco él tuvo reparos en retirarse en solitario. Con esas experiencias
maduró mi decisión de intentarlo en solitario en el futuro, por primera vez en mi
vida. Así únicamente soy responsable de mis actos.
H. ¿No le pesaban estas tragedias en la conciencia?
M. Por supuesto que me pesa el sentimiento de culpa por ser yo el que sigue vivo,
mientras que los demás han muerto. Me sigo preguntado: ¿qué harían los otros
hoy en día? Günther, Andi, Franz, ¿quiénes serían ahora?
H. ¿Tuvo depresiones?
M. No, depresiones no. No es la palabra adecuada para expresar lo que quiero decir.
Es el duelo que llega tras la desesperación, después se presenta una especie de
sentimiento de culpa, como si se tuviera la culpa de seguir viviendo.
H. ¿Cuánto tiempo duran el duelo y la desesperación?
M. Años. No obstante, tras el Manaslu no fueron tan intensos como después del
Nanga Parbat, debido a que mi hermano me tocaba más de cerca que compañeros
a los que había empezado a conocer bien en la montaña. A Schlick y Jäger no los
conocía mucho de antes, aunque sabía que eran buenos escaladores. En el
Manaslu éramos un equipo, nos hicimos amigos. Nairz fue un jefe de expedición
con gran espíritu de compañerismo, a diferencia de Herrligkoffer. Nuestra
convivencia en la montaña todavía no era amistad, éramos un colectivo de
iguales, después fue cuando nos acercamos unos a otros. Todos estábamos
afligidos. Horst Fankhauser y yo llevábamos experiencias traumáticas a nuestras
espaldas, y los demás no reaccionaron echándonos la culpa, sino con compasión.
Ellos también eran alpinistas, a diferencia de Herrligkoffer.
H. Y después usted decidió que ahora lo quería hacer solo.
M. Sí, quería intentarlo, hacer un ochomil solo. En 1973 intenté escalar el Nanga
Parbat en solitario, pero fracasé relativamente pronto, porque no soporté los
peligros, el miedo, la soledad. Me sentía tan perdido y tan solo, que me retiré.
Puesto que no era capaz de enfrentarme por cuenta propia a esa arriesgada
empresa, ya no podía pensar con claridad. Era como si empezara a
desmoronarme.
H. Suena casi descabellado. Antes conocía el Himalaya sólo en relación con violentas
expediciones, y ahora de repente quiere subir solo al Nanga Parbat. ¿Únicamente
con una mochila?
M. Sí, desde abajo del todo. No habría planteado ningún problema desde el punto de
vista técnico; esas dificultades las habría resuelto por mí mismo. El impedimento
era emocional, ya que no tenía a nadie que fuera conmigo, a quien pedir consejo.
Las preocupaciones compartidas pesan menos: «¿Difícil?, ¿qué te parece?, ¿nos
retiramos?». Estaba perdido, a merced de mi propia soledad. No tenía la fuerza de
espíritu para seguir escalando.
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H. ¿Cómo describiría ese bloqueo interno? ¿Eran ataques de ansiedad?
M. No tenía miedo de caerme, de no poder seguir subiendo, sino miedo de estar solo
en esa gran montaña. Se había apoderado de mí una inmensa soledad. Cuando
miraba hacia arriba en esa altura, en esa infinitud, no me atrevía a dar un paso
más. Tenía miedo a perderme, había un infinito vacío en mi interior, un agujero
negro de una profundidad igual a la altura del Nanga Parbat que se alzaba por
encima de mí.
H. ¿Qué cualidades debe tener, según usted, un buen compañero de montaña?
M. Él o ella tiene que ser una persona en la que se pueda confiar, con capacidad de
entusiasmo y también fuerte. Al fin y al cabo, vamos juntos a lugares salvajes. Si
el otro se da la vuelta más tarde, no hay ningún problema. Lo importante no es la
cumbre o seguir adelante, sino la vivencia común. Desde el último campamento
hasta la cumbre suele haber sólo unas cuantas horas, y unas cuantas horas para
volver; eso se puede hacer en solitario. Ponerse en marcha solo desde abajo del
todo es algo muy diferente. Ahí de repente se echa en falta al otro, alguien en
quien confiar, alguien con quien compartir el miedo y la alegría, alguien que,
como uno mismo, necesita al otro. Cuando paso días enteros solo, subir se vuelve
cada vez más difícil, porque crecen la soledad y el miedo. A la dificultad y el
esfuerzo se suma el estar solo. Una cosa es que le saquen a uno de un entorno
social; pero perder a la humanidad entera, a la que uno pertenecía, es peor. Eso
agota mucho. No soporté esa especie de repliegue en uno mismo, a pesar de que
estaba bien entrenado.
H. ¿A qué altitud llegó?
M. A unos 6000 metros. Era la primera vez que intentaba subir un ochomil en
solitario. En 1974 volví a intentar otro ochomil y volví a fracasar. Al mismo
tiempo empecé a escalar nuevas vías en otras grandes montañas de América del
Sur, a encontrar vías extremadamente difíciles en todas las cordilleras de la
Tierra. El siguiente gran paso evolutivo en el alpinismo llegó en 1975. En el
Gasherbrum I pude poner en práctica aquello mismo que siempre había querido
hacer en solitario, pero esta vez con un compañero, Peter Habeler. Fue una
auténtica revolución: acceder por vías difíciles y con un mínimo equipo a las
montañas más altas del mundo; aclimatarse en otras montañas, luego subir y
volver a bajar. Hasta entonces, todos los ascensos a ochomiles se habían realizado
con campamentos altos y una serie de cuerdas fijas, y el equipaje de la expedición
pesaba al menos dos toneladas. Nosotros teníamos sólo doscientos kilos en total.
Tras este éxito se fraguó el plan de intentar subir así también el Everest. Sabía
desde el principio que sólo sería posible si conseguíamos ascender sin oxígeno. Si
hubiera necesitado oxígeno artificial, habría sido un despliegue demasiado grande
para el estilo alpino. En los años setenta, sólo el equipo de oxígeno para el
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Everest pesaba cincuenta kilos. El obstáculo era el número de botellas por
hombre. Cuando conseguí subir el Everest sin oxígeno, quedó claro que se podían
escalar todos los picos del mundo a mi estilo, con poco equipo, con escasos
medios, con una exposición absoluta y mayor riesgo, dando por supuestas mucha
experiencia y rapidez.
H. ¿Qué llevaba en la mochila para esa ascensión en solitario?
M. Todo lo que necesitaba para vivir durante diez días. Pesaba entre quince y veinte
kilos: una tienda, una colchoneta, un saco de dormir, víveres, material
combustible, por supuesto ropa de repuesto —tres pares de calcetines, por
ejemplo—, para poder cambiarme debido al peligro de congelación, pero no ropa
de más. Las botas y las prendas de vestir, que me ponía por capas, las llevaba
encima. Además, varios pares de guantes y un hornillo.
H. ¿Un hornillo cada uno?
M. No, uno para los dos. En las rutas de varios meses, por ejemplo en la Antártida, se
llevan dos hornillos, por si acaso uno se rompe. Además de los utensilios de
cocina y cartuchos de gas, por supuesto. En rutas de dos, calculo por día medio
kilogramo de gas y entre seiscientos y ochocientos gramos de víveres en forma de
sopas, tocino… pero no muy graso. Por regla general, a gran altura no se digiere
bien la comida. El estómago tampoco recibe suficiente oxígeno.
H. ¿No se puso el grito en el cielo cuando se le ocurrió subir sin botellas de oxígeno?
M. Durante los preparativos me criticaron sobre todo científicos que pensaban que mi
proyecto no se podía realizar. Médicos y fisiólogos se manifestaron claramente en
contra de mi experimento.
H. En vista de ello, usted voló en avión sobre el Everest sin oxígeno. ¿Cómo lo llevó?
M. En 1977, un año antes de intentarlo, volé por encima de la cumbre en un Pilatus
Porter con Emil Wick como piloto. Hacía mucho frío, pero yo estaba bien
aclimatado, venía de una gran altura. Me subí al aparato en Katmandú y en dos
horas estábamos dando vueltas sobre la cumbre, yo sin máscara. Me habían
pronosticado que perdería el conocimiento, pero no fue así. No me puse en
ningún momento la máscara de oxígeno y estuve haciendo fotografías, unas
imágenes muy hermosas del Everest. Al llegar a unos 7500 metros tuve una crisis,
me sentí un poco pesado, pero cuando seguimos subiendo se me pasó. Por tanto,
sabía que funcionaba, la única pregunta era si allí arriba todavía se tenía la
suficiente concentración como para escalar. En 1978, Peter y yo nos arriesgamos
a hacerlo, aunque no en un equipo de dos, sino formando parte de un gran grupo.
Preparamos la expedición conjuntamente, la dirigía mi amigo Nairz. Fue una
expedición lenta, relativamente cara también, como era habitual entonces. Peter y
yo pagamos lo que nos correspondía y así podíamos hacer en la montaña lo que
quisiéramos, es decir, actuar por cuenta propia.
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H. ¿Por qué luego Peter Habeler no quiso a subir a la cumbre sin oxígeno?
M. Al final quería subir con oxígeno, es comprensible, porque de lo contrario no
había muchas probabilidades de éxito. Pero el resto del grupo ya había formado
las cordadas y había determinado su orden, de manera que a Peter no se le
permitió echarse atrás.
H. ¿Por qué se enfadaron los otros?
M. No se enfadaron, sólo que no fueron lo bastante flexibles. Había dos proyectos
distintos en un solo grupo. Peter y yo formábamos la cordada que iba sin botellas
de oxígeno. Y de repente Peter dijo que ahora sí necesitaba las botellas, que se
unía a ellos. Pero ¿a quién, con qué botellas, de quién? Ahora se tenía que añadir
rápidamente otra ascensión con oxígeno. Los otros, no yo, le tomaron a mal que
primero gozara de privilegios y ahora de repente quisiera subir a la cumbre de la
manera más fácil, con las botellas de los demás.
H. ¿Qué privilegios eran ésos?
M. Los demás se tenían que ajustar a un orden cronológico rigurosamente
establecido: primero lo intentábamos nosotros, después se les daba la oportunidad
a los siguientes. Si no lo conseguían, se tenían que volver a colocar al final. No
estaba bien visto salirse del guión.
H. Usted opina que, comparado con el Nanga Parbat, el Everest es un monte fácil.
¿Por qué?
M. Por lo que se refiere a la logística, la ascensión al Everest no es fácil. Es un
camino muy largo, y tiene ya al principio puntos que exigen mucha técnica,
puntos peligrosos. Pero ahí está, sólo al principio. Si ese tipo de dificultades se
presentara al final, el Everest sería imposible. En la pared del Rupal del Nanga
Parbat, las mayores dificultades se encuentran arriba del todo.
H. Cuando habla de las principales dificultades del Everest, ¿se refiere a la cascada
de hielo del Khumbu?
M. Sí, allí tuvimos que colocar escaleras para los sherpas. Hoy en día existe un grupo
propio de sherpas que se adelanta, organiza todo, coloca escaleras y cuerdas, y
después es cuando vienen los equipos, que tienen que pagar si quieren pasar por
allí.
H. En el primer intento de alcanzar la cumbre se quedaron bloqueados por una
tormenta espantosa.
M. Íbamos tres. Peter se había anticipado a bajar, sólo dos sherpas iban conmigo.
Llevábamos dos tiendas grandes y una minúscula de reserva, una especie de
minitienda para un caso de apuro extremo. Se desató un fuerte temporal, pero no
se trataba de la temida tormenta de nieve, sino sólo de viento, durante cuarenta y
ocho horas. No se levantaron remolinos de nieve de varios metros de altura, sino
que sólo soplaba sin cesar un viento huracanado. Al final, la tienda más pequeña
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aguantó.
H. Usted hizo el siguiente voto: «Si sobrevivo a esta tormenta, renunciaré al
Everest». ¿Por qué no se atuvo a él?
M. No podíamos hervir nada, ni beber, ni comer. Los sherpas estaban tan asustados
como yo. Uno de ellos era un hombre de gran fortaleza y con una disposición
increíble para ayudar, el otro no es que fuera miedoso, pero sí estaba
desconcertado. Se quedó en una esquina de la tienda envuelto en el saco, como un
muerto. De vez en cuando hacía como si se fuera a morir, se lamentaba, me hacía
reproches. No podíamos hacer nada, y menos pensar en bajar. Soplaba un viento
tan fuerte, que ni siquiera podíamos salir a mear, así que tuvimos que orinar en el
otro termo. Más tarde este sherpa declaró públicamente que le había dado orina
para beber. ¿Orina congelada? No excluyo la posibilidad de que quedara algo por
ahí, estuvimos días enteros sin nada para beber, estaba todo congelado, no se
podía hervir.
H. El hornillo, ¿se lo llevó el viento?
M. Sí, se lo llevó el viento por las costuras de la tienda. Era para desesperarse. Hacía
frío y pensábamos que íbamos a morir, que posiblemente no volveríamos a bajar.
Los demás no subían, y si el temporal duraba otros tres días más, estaríamos
muertos de cualquier manera. En esos momentos uno se suele repetir: «Si salgo
una vez más de ésta, sólo esta vez, no se me vuelve a ocurrir una cosa así».
H. Peter Habeler incluso debió partir las cerillas a la mitad para ahorrar peso.
M. Llevamos lo imprescindible. Hasta cortamos las correas de las mochilas, que eran
muy largas, con el fin de aligerar peso. Con todos estos trucos llegamos a
ahorrarnos medio kilo quizás. Naturalmente que no partimos las cerillas por la
mitad, pero tampoco tiene mayor importancia. Lo único triste a este propósito es
que el libro de Habeler al que usted hace referencia no lo escribió Peter, sino un
periodista de Múnich que no estuvo allí con nosotros. También escribe que
habíamos acordado que, si uno no podía seguir, se le dejaba atrás, y trilla todos
esos clichés que nos sacan de quicio a los alpinistas, porque son tan falsos, tan
engañosos… como el de que uno seguiría hasta la cumbre aunque el otro se fuera
a morir. No existían tales acuerdos, nunca existen en la montaña. No hablamos de
tal cosa. Si ocurre algún imprevisto, claro que bajamos juntos, si es que se puede.
Cada uno de nosotros intentaría por instinto salvar al otro, sobre eso no hace falta
siquiera que hable con mis compañeros. Si el otro está muerto o ya no se le puede
salvar, el que todavía está bien intenta ponerse a salvo.
H. Después de hacer cumbre, a la bajada, quedó cegado por la nieve. ¿Cuáles fueron
los errores que cometió?
M. Un equipo cinematográfico inglés había preparado dos cámaras, una para Peter y
otra para mí, minicámaras que debíamos encender, para grabar con ellas. En el
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último momento, Peter se negó a llevar la suya; le parecía demasiada carga, es
normal. Pero yo les había dado mi palabra de filmar el ascenso a la cumbre, por
eso me llevé la mía. Tenía la obligación y la ambición de documentar el camino a
la cumbre.
H. ¿Qué tiene que ver la cámara con la ceguera de la nieve?
M. Mucho. Para grabar y fotografiar me tenía que quitar siempre las gafas. En la zona
de la cumbre había una fuerte tormenta y las gafas se congelaron de quitármelas y
ponérmelas. Para grabar me las quitaba siempre, porque de lo contrario no veía
bien. Al final no me las volví a poner, una inconsciencia, un error. Pero a esa
altura el cerebro no está bien irrigado, muchas veces me olvidé de volver a
ponerme las gafas. Al final, a 8800 metros de altitud, con esa intensa radiación
solar y la fuerte luz ultravioleta, además de esos cristales de hielo que te azotaban
con el aire, se me dañó la retina. Me quemaban los ojos, pero no sentía nada más.
Por suerte, la ceguera empezó cuando estaba de vuelta en el campamento. Si no,
no habría conseguido bajar. Peter había descendido antes que yo.
H. ¿En qué consiste exactamente la ceguera de la nieve?
M. No se ve nada, absolutamente nada. Además te duelen y te lloran los ojos. Cuando
se agudizó tenía constantemente lágrimas en los ojos, me dolían cada vez más,
como si me restregaran arena en los ojos. A la mañana siguiente ya veía otra vez
como para distinguir los contornos de las sombras.
H. ¿Cómo consiguió bajar desde allí?
M. Como pude, a trompicones detrás de Peter. Por supuesto que muchas veces me
esperaba y me decía por dónde tenía que pisar. En el Valle del Silencio ya volví a
ver bien, y al día siguiente, al bajar al campamento base, ya se me había pasado.
H. Peter escribe en su libro que usted estaba tendido llorando en la tienda y le dijo:
«No me dejes solo, Peter».
M. Eso se ha exagerado un poco. Le dije que era mejor que bajáramos los dos juntos.
Peter era mi compañero.
H. Suena como si usted hubiera tenido miedo de que le dejara solo, como si hubiera
existido de hecho ese pacto ominoso de que uno deja al otro tirado cuando ya no
puede más.
M. Eso es lo pérfido de esta historia. El periodista al que he mencionado se ha
inventado ahí una intriga. Quizás sonaba muy bien, pero, en primer lugar, no
hacía falta que yo pidiera a Peter que me ayudara, lo hizo porque era lo lógico.
Además había otros tres hombres en el último campamento. Y en segundo lugar,
si no hubiese sido así, no habría dado una buena imagen de sí mismo. Yo prefería
bajar con Peter Habeler antes que con dos sherpas o con el cámara inglés Erik
Jones. Si Peter hubiera dicho: «Oye, tengo prisa, voy a bajar y a mi ritmo, yo
tengo los ojos bien», no habría tenido más remedio que decir: «Vale, yo bajo más
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tarde, con los otros». Por tanto, fue de lo más natural que Peter Habeler bajara
conmigo. Era lo lógico, repito. Si estoy allí arriba con un compañero que ha
quedado cegado por la nieve, pues le espero y voy más despacio. Sigo sin
entender por qué no ha eliminado ese pasaje de su libro, como prometió.
H. Entonces discutieron a cuenta de eso.
M. Sí. En 1978 venía de mi expedición en solitario al Nanga Parbat, e iba hojeando
unas revistas en el avión de Frankfurt a Múnich cuando un periodista alpino, el
alemán Hermann Magerer, me dio el libro de Habeler. Iba leyendo y me quedé
parado en la frase donde decía lo de dejar al otro tirado. No me fui a mi casa, sino
directamente a la de Peter, al valle del Zillertal, y le dije:
—Este pasaje es falso, impertinente y equívoco. Yo siempre he entendido
nuestro compañerismo de otra manera. No puedes decir esto.
Se defendió alegando:
—Si el libro no lo he escrito yo.
A lo que objeté:
—Pero sí que lo habrás leído.
Me dijo que había querido corregir el asunto en la siguiente edición, pero que
el editor se lo había impedido. Era más importante el negocio. Para mí eso
significó el final de una cordada, por desgracia. Perdí a un amigo de esa manera,
pero no quería seguir escalando montañas con un compañero en el que no se
podía confiar o, incluso peor, que me dejaría morir con el fin de seguir solo hasta
la cumbre. ¡Cómo se puede malinterpretar así la esencia del alpinismo, o permitir
esa declaración sólo porque se vende bien! A quien le importe más el negocio que
la verdad, ése ya ha terminado conmigo. Cuatro años más tarde intercambiamos
pareceres francamente; sin embargo, no volvimos a hacer más rutas juntos, se
había perdido la confianza. Es una pena, una decepción, porque nosotros
llevábamos diez años determinando el alpinismo. Fuimos los primeros en escalar
la pared norte del Eiger en poco más de una mañana. Antes, la ascensión más
rápida se había realizado en dieciocho horas. Fuimos los primeros en subir en
estilo alpino, sin cuerda, sin porteadores de altura, por supuesto también sin
equipo de oxígeno, al Gasherbrum I, un ochomil, y además por una nueva vía
difícil. No fue el Everest sin oxígeno lo que nos separó, sino una opinión
disparatada de Peter o, mejor dicho, de su negro. No terminó con nuestra amistad
la ruptura de un tabú, sino la opinión de alguien que no era alpinista. Es lo que
pasa siempre.
H. ¿Fue la ascensión al Everest sin oxígeno artificial su éxito más popular hasta
entonces?
M. Sí, la ascensión al Everest fue el primer éxito que tuvo una repercusión mundial,
incluso se hablaba de ella en los periódicos de Estados Unidos. ¿Por qué se
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produjo esa sensación? Sólo porque antes todos habían dudado de que fuera
posible, y el libro sobre esa expedición fue el que más éxito tuvo de todos los que
he escrito, aunque era el peor.
H. ¿Qué fue lo que salió mal?
M. Lo redacté en dos semanas a partir de los diarios que iba recopilando en cinta. Se
mecanografiaron entre dieciocho y veinte casetes que había grabado durante la
ruta. La mitad de ellas no se podían aprovechar, la otra mitad la compuse a ratos,
en el avión, en unas cuantas noches. A pesar de todo se convirtió en un bestseller,
se tradujo a varias lenguas. Sólo en Alemania se vendieron entonces medio millón
de libros. Con eso ya podía financiarme otras expediciones.
H. ¿Así que alcanzó un nuevo estadio de gloria?
M. Sí, pero no gracias a un nuevo estilo. El éxito del Everest no supuso una
revolución tan grande para el alpinismo como la ruta del Gasherbrum. Pero ahora
tenía la oportunidad de ganar más dinero. Podía incrementar mis honorarios
porque recibía muchas ofertas, no podía atenderlas todas. Ahora también obtenía
beneficios económicos, puesto que recibía contratos publicitarios. Desde ese
momento ya no tenía problemas para sufragar mis proyectos, y ése era el requisito
para seguir activo.
H. ¿Cuál era la dotación de los contratos publicitarios?
M. Los contratos para calzado o mochilas, de cinco años de duración, ascendían a
cincuenta mil marcos. No era mucho, pero llegaba para financiar dos o tres
expediciones al año. Los alpinistas ganamos poco en comparación con otros
deportes. Si se compara con la Fórmula 1, por ejemplo, la relación es de uno a
mil. En cambio, nuestras expediciones cuestan mucho dinero. Un alpinista de
élite que se exija mucho a sí mismo hace al menos tres grandes rutas o
expediciones al año, y todo eso hay que financiarlo. Realizar otras actividades al
mismo tiempo, como impartir conferencias o escribir libros, es contraproducente,
porque se pierde la condición física. Hoy en día es todavía más difícil porque,
desde un punto de vista económico, ya pasó la era de oro del alpinismo. Hay más
competencia, y hay que repartir la tarta, ya pequeña de por sí, entre más personas.
También se debe a que los escaladores punteros no han sabido apoyarse unos a
otros, sino que intentan menospreciarse con habladurías. El hecho de que la
escalada en rocódromos se haya puesto de moda perjudica al alpinismo clásico.
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nivel del mar, así que 8100 no eran tantos, en comparación un problema menor.
Naturalmente contaba con tres días, cuatro como máximo, para la ascensión, y un
día para la bajada. El hecho de que después me quedara bloqueado por la nieve no
estaba previsto.
H. ¿Por qué escala uno mejor cuando se acaba de separar de la mujer?
M. Fuimos pareja durante mucho tiempo, una pareja sólida. Hicimos casi todo juntos.
Uschi Demeter fue también mi secretaria. Aprendí mucho de ella, tenía más
experiencia, una manera diferente de ver el mundo. Yo procedía del Tirol del Sur,
de un cerrado ambiente de ganaderos; ella, de la mundana ciudad de Múnich. Para
mí ella significaba también el gran y ancho mundo, y la puerta a él.
H. ¿Y por qué se separó de usted?
M. Por diversos motivos, sin duda. En algún momento se cansó de que yo pensara
exclusivamente, en mis expediciones, de que no transigiera en esto. Se sintió cada
vez más como un estorbo y no como mi compañera. Ya no le gustaba tanto venir
conmigo a las expediciones. Por supuesto que no es plato de gusto estar sentada
en el campamento base y saber que tu marido está a ocho mil metros de altitud y
que quizás ya no volverá a bajar. Ella quería hacer también otros viajes, visitar
exposiciones, ir al teatro. Mis éxitos —en el Gasherbrum I, el Everest sin oxígeno
— contribuyeron a distanciarnos más en lugar de a unirnos; había pasado a ser
una persona de proyección pública. Al final llegó la separación. Yo estaba
demasiado centrado en mis objetivos, por ejemplo ideando un nuevo calzado que
diera a grandes altitudes mejor resultado que el de piel. Ahora había vuelto a ser
una personalidad solitaria, con autodeterminación.
H. Botas nuevas en lugar del matrimonio. ¿Mereció la pena? Entonces ¿cómo eran?
M. Eran de plástico y alveolite, no de piel, loden o tela. Estas botas no se calaban.
Cuando una bota de piel se moja, pasados unos días es un témpano pesado y frío.
El resultado son las congelaciones. Mi invento, ligero y caliente, sobreviviría los
veinte años siguientes. Prácticamente no se utilizaba otro calzado en las alturas.
Hoy en día hay botas todavía más ligeras, de kevlar, gore-tex y fibra de carbono.
Se sigue tratando de materiales impermeables. Desde entonces, el número de
congelaciones se ha reducido considerablemente. Antes, uno de cada dos
escaladores de ochomiles perdía los dedos de los pies.
H. ¿Cuánto tiempo necesitó para subir a la cumbre en solitario?
M. Tres días, después de haberme aclimatado en un pico cercano. Finalmente
vivaqueé a 7600 metros de altitud. Sólo contaba con escalar de día, tenía que ver
bien en los puntos peligrosos. Sobre todo en la primera parte, tenía que evitar los
aludes o el polvo de hielo que se desprendía. Hubiera sido mortal subir de noche
la pared del Diamir. Por tanto, en el Nanga Parbat no podía andar escalando de
noche.
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H. ¿Qué llevaba para un caso de emergencia?
M. En una expedición en solitario no se puede presentar un caso de emergencia,
puesto que nadie te puede sacar de allí. Romperse una pierna habría significado la
muerte. Se tendría que haber pedido ayuda a Europa. ¡Imposible! Si hubiera
resultado herido de gravedad, nadie me habría ayudado, porque absolutamente
nadie habría sabido que estaba en apuros.
H. Y si fueran dos, ¿no se le podría entablillar la pierna?
M. Siendo dos, sí, en una pendiente en la que se pueda descolgar a alguien, es decir,
bajarlo en rápel. Raras veces es posible salvarse, en solitario casi nunca. Si se
fijan cuerdas y se tiene un equipo de veinte personas, se puede rescatar incluso a
un escalador moribundo. En la mayoría de los casos, no siempre. En solitario o en
cordada de dos es infinitamente más difícil, si no imposible.
H. ¿Cuándo hizo cumbre en esta ocasión? La última vez no llegó hasta las cinco de la
tarde.
M. Esta vez no tuve problemas con el tiempo. Subí a la cumbre en cuestión de pocas
horas, al final con mucha nieve, nieve mala, pero sabía que para bajar no era
ningún problema. Así que volví sin grandes dificultades a la tienda, a 7600 metros
de altura. Procuré no agotar las fuerzas, escalando por roca y no por nieve
profunda donde era posible. Fui a un ritmo que podía resistir bien, sin sondear
mis límites. Permanecí en la cumbre bastante tiempo, mirando, haciendo fotos,
también porque sabía que nadie me creería si no lo documentaba. Era la primera
ascensión en solitario a un ochomil. Después volví a bajar a la tienda.
H. ¿Qué dejó allí arriba?
M. Una cajita con algo escrito dentro.
H. ¿Qué fue lo que tanto le satisfizo de haber logrado subir solo?
M. El haberme superado a mí mismo, mis miedos, dudas y debilidades. No tenía que
transigir ni discutir con nadie. No había ningún plan de ascensión, seguía
subiendo cada vez más alto, elaborando mi propio plan hora a hora. Fue el viaje
ideal, determinado y dirigido por mí mismo, con mi propia responsabilidad,
superado pese a todos los prejuicios. En los círculos de escaladores siguió siendo
la ruta más reconocida que he hecho en toda mi vida. ¡Dos nuevas vías en
solitario! ¡En el Nanga Parbat! La ascensión en solitario al Everest fue, por así
decir, la coronación de mi alpinismo.
H. ¿Fue también una liberación?
M. Más que eso, fue lo que me impulsó a dar el último paso. Consideré que las
experiencias de subir al Everest sin oxígeno y al Nanga Parbat en solitario me
servirían de base para ascender también solo el Everest. Eso culminaría mi
trayectoria. Pero como en un principio no obtuve el permiso para la ascensión al
Everest en solitario, en 1979 intenté el K2, considerado el ochomil más difícil.
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H. Pero antes tuvo que escapar otra vez a la muerte por los pelos, en el descenso del
Nanga Parbat, al quedarse bloqueado por la nieve a 7600 metros.
M. Durante cuarenta y ocho horas hizo tan mal tiempo que no veía nada, así que era
imposible orientarse. A pesar de que conocía bien la montaña, tuve que esperar.
También sabía que el temporal podía durar mucho, muchas veces duraban dos
semanas enteras.
H. ¿Cuánto tiempo se puede aguantar a esa altitud con tan poco oxígeno?
M. Mientras tenga para beber, incluso tres semanas. Sin gas, como mucho una
semana. El gas que yo llevaba de combustible duraba una semana como máximo,
así que no dejaba de mirar entre la niebla mientras permanecía allí echado en la
tienda, como dormitando. Nevaba, salía a mirar; nada, todavía seguía el temporal.
Luego me volvía a dormir.
H. ¿Tuvo miedo esta vez?
M. No, traté de dejarlo a un lado.
H. ¿En qué pensaba?
M. Hoy en día pensaría en mi museo. ¿Cómo lo organizo? Mi pequeño museo de
Solda lo ideé en la tienda, durante una tormenta en medio de Groenlandia.
H. ¿Imaginaba que estaba en otro mundo?
M. Sí, ése fue siempre mi truco. Es curioso, es como si viera mi vida desde fuera.
Hay que aprender a pensar en algo muy distinto, en un reto, para no volverse loco
en situaciones críticas. Si no paro de pensar en que todavía me quedan diez
minutos para salvarme, una hora o diez días, cunde el pánico. En pequeñas dosis
todo se sobrelleva mejor, incluso la alegría. Me pongo a pensar en cualquier cosa,
le doy rienda suelta a mi fantasía. Así se resuelven muchos problemas.
H. No obstante, esa espera tiene que ser una agonía terrible.
M. El tiempo no corre. Allí arriba un día dura una semana. En el campamento base
siempre tengo algo para leer o escribo mis libros, escucho música o charlamos. A
veces nos pasamos el día entero jugando a las cartas, allí me lo puedo permitir.
Así va pasando el tiempo. En los campamentos de altura esto no es posible.
¿Cómo voy a subir cargado con un libro? Además de todo el equipo y los víveres.
Un libro pesa lo mismo que la ración de un día. Significaría tener un día menos de
margen para sobrevivir.
H. Entonces, ¿qué fue lo que pensó allí arriba?
M. Ahora ya no me acuerdo. En la Antártida, por ejemplo, pensé en Juval. Entonces
transformé mi castillo en museo con la imaginación. Cuando volví a casa ya tenía
un proyecto exacto, hasta el milímetro. En Groenlandia planeé el pequeñísimo
museo Curiosa de Solda, en el monte Ortles.
H. Con otras palabras: para poder soportar todo eso, se piensa ya durante la
expedición en la siguiente expedición o en el siguiente cometido.
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M. Más bien en el siguiente cometido. Lo ideal es que sea un tema que no tenga nada
que ver con las montañas. Por tanto, estoy echado en la tienda y sé que ése es el
único lugar seguro donde la tormenta no me va arrastrar ni me voy a congelar.
Pero la espera tiene que terminar tarde o temprano; si no, me deshidrato o me
muero porque no puedo bajar. En el Nanga Parbat sólo tenía una posibilidad para
salir de la situación en la que me hallaba, que se abriera la niebla. Tenía que ver
hasta el valle para conseguir orientarme, y esperar que no oscureciera hasta
después de algunas horas. Pero mientras tanto intentaba mantenerme ocupado, y
no me decía insistentemente que quería seguir con vida; dejaba que mis ideas
volaran hacia nuevos cometidos, de modo que hubiera una razón para seguir con
vida.
H. ¿Y después bajó tres mil metros?
M. Sí, a la madrugada del quinto día. Cuando la niebla se abrió, después de llevar dos
noches en la tienda, me fijé bien en la dirección. Decidí bajar en línea recta por un
corredor. Sabía que por allí no iba a extraviarme de la ruta aunque hubiera niebla.
Así que fui descendiendo entre roca y hielo, por hielo duro y empinado. Sólo
había esta peligrosa vía para bajar, así que tenía que darme prisa.
H. ¿En qué radicaba el peligro?
M. A cada momento se podía desprender una parte de los grandes seracs. Cuanto más
bajaba, mayor era el peligro de desprendimientos de hielo en mi vía. Tuve suerte.
En sólo seis horas llegué a una altitud de 5000 metros. Una vez que había salido
de la zona de peligro, podía tomarme mi tiempo. Siguió haciendo mal tiempo
durante semanas. No siempre se abre la niebla, así que tuve suerte por partida
doble.
H. Lo siguiente que escaló fue el K2, considerado el ochomil más difícil, una
montaña asesina en la que siempre hace mal tiempo.
M. En el K2 hace mejor tiempo que en el Nanga Parbat. Además es una montaña con
muchas aristas, de modo que se producen menos aludes, pero el viento azota por
todas partes. El K2 tiene mayor pendiente que el Everest, y sus dificultades se
esconden sobre todo en la parte superior. Allí arriba muchos escaladores se
perdieron, se despeñaron, murieron de frío, deshidratación, edema pulmonar o
apatía.
H. ¿Cómo se enfrentó al K2?
M. Por desgracia llegamos en un período de inestabilidad política. En 1979 iba a ser
ahorcado el expresidente, Bhutto. El país estuvo paralizado durante semanas. No
podíamos salir de Islamabad. Perdimos mucho tiempo y con ello oportunidades.
Ya no había tiempo suficiente para la ruta planeada. La pared sur me parecía
demasiado peligrosa. Subir por el Espolón de los Abruzos con una pequeña
expedición y sólo tres campamentos fue realmente arriesgado.
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H. ¿Cómo es la cumbre?
M. Totalmente blanca, un pico nevado, una hermosa cumbre. Era tarde cuando por fin
llegamos arriba, las seis de la tarde. En la parte superior fuimos arrastrándonos
como por una barrera de nieve. La nieve era tan profunda, que tuvimos que abrir
una zanja para poder subir. Eso nos costó mucho tiempo.
H. ¿Cómo se defendió su acompañante, Michl Dacher?
M. Michl iba como una máquina. Nos fuimos turnando para abrir camino, uno se
adelantaba un poco, después el otro. A pesar del peligro de aludes subimos y
bajamos bien hasta el último campamento. Levantamos la tienda aprovechando
aún la última luz del día. Ya se veían las primeras estrellas. Esa noche todavía
teníamos buen tiempo, sólo que hacía mucho frío. A la mañana siguiente nos
vimos bloqueados por la niebla, una niebla impenetrable.
H. Usted ha definido su ascensión al Everest en solitario como la culminación de su
carrera. ¿Por qué siguió escalando más tarde todos los ochomiles que le
quedaban?
M. Cuando en 1980 fui al Tíbet por primera vez con la expedición al Everest, tuve la
impresión de hallarme ante un reto totalmente nuevo: ese otro mundo, la cultura
tibetana, esa altiplanicie, esa extensión. Me pareció muy interesante atravesar una
parte de él, así que en 1981 fui al Shisha Pangma. Luego surgieron unas cuantas
ideas más: hacer tres en uno, es decir, enlazar tres ochomiles, travesías… Pero allí
sólo podía volver con un permiso de escalada.
H. ¿Cuándo hubo subido por fin todos los ochomiles?
M. En 1986, cuando conseguí coronar el Makalu y el Lhotse en el transcurso de una
expedición. Había alcanzado el último objetivo que me había propuesto en
relación con los ochomiles. Podía comenzar una nueva etapa vital. Sin embargo,
mis patrocinadores querían que siguiera siendo el alpinista. Por entonces quería ir
a la Antártida y lo hice a pesar de la oposición de mis patrocinadores y de la
imagen pública del alpinismo. Mis patrocinadores no querían emplear como
soporte publicitario a alguien que traspasara fronteras, sino al alpinista activo, así
que tuve que buscarme también otras fuentes de financiación.
H. ¿Qué paso con la pared sur del Lhotse?
M. Ése fue el epílogo. He fracasado en ella dos veces, en 1975 y en 1989. En 1989 lo
intenté con un equipo internacional, pero por desgracia también fracasamos,
como todos los que nos habían precedido.
H. ¿Qué la hace más difícil que la pared del Rupal en el Nanga Parbat?
M. Es más empinada, más exigente por lo que se refiere a la técnica, pero no tan
peligrosa. Los soviéticos consiguieron ascenderla en 1990 con un enorme
despliegue, con treinta personas, kilómetros de cuerdas fijas y, por supuesto,
oxígeno. Yo lo intenté en 1989 con cuatro buenas personas y dos ayudantes. Yo
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tan sólo era organizador, logista, jefe de expedición; por primera vez en mi vida
no aspiraba a hacer cumbre. Dije desde el principio que no iba a llegar hasta la
cumbre. Tenía 45 años y no estaba en condiciones de escalar una pared tan difícil,
así que iba a ayudar hasta el último campamento. Sin embargo, los demás,
tiroleses del sur, franceses, polacos, todos excelentes alpinistas, se escaquearon
cuando llegó el tramo difícil. Todos querían subir a la cumbre, pero nadie quería
hacer el decisivo trabajo previo. Y como yo sólo era el logista de la expedición,
me decía: deja que lo intenten los demás, quédate en segunda fila. Por lo visto es
también lo que pensaron los demás. Los valientes suelen salir del campamento,
pero no llegan a la cumbre. Está demasiado lejos, es muy difícil. A veces lo
consiguen los siguientes gracias a la pista de los que han fracasado. Eso es
precisamente lo que querían todos en 1989. Subieron al último campamento de
dos en dos y se quedaron allí parados. La situación me divirtió y me enfadó a un
tiempo. Conocía esa actitud desde que comenzó mi etapa en el gran alpinismo,
desde 1970. En la mayoría de los casos, aquellos que a posteriori se sienten
engañados, es que no han aprovechado sus oportunidades. Quien sale primero
hacia la cumbre corre mayor riesgo. En toda mi vida he visto que nadie se peleara
en el último campamento por salir el primero. Los demás siempre se alegraban de
que uno, dos o tres se hubieran atrevido a partir hacia la cumbre En 1989 nadie
tuvo el valor. Fracasamos en la pared sur del Lhotse Pero yo ya iba rumbo a la
Antártida, al menos en eso tenía puesta la cabeza. Había llegado a la siguiente
fase de mi vida.
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CAPÍTULO III
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Marcha sobre hielo: nieve profunda y niebla en la Antártida (1989).
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Al fin y al cabo, las líneas aéreas no han hecho nada más
que acortarnos la duración del viaje hasta una escala
realmente absurda, pero no las distancias, que siguen
siendo enormes. No olvidemos que una línea aérea es sólo
eso, una línea y no un camino, y que, desde el punto
fisonómico, somos caminantes y corredores.
CHRISTOPH RANSMAYR
DESIERTO Y AMOR
i mujer y mis hijos le dan a mi vida una importante estabilidad y, sin embargo,
M no me he vuelto sedentario. Y es que la Antártida todavía no se había
atravesado a pie, nadie había emprendido una marcha a lo largo de Groenlandia, a
nadie se le había ocurrido recorrer de una sola vez el desierto de Gobi, que cubre
una extensión de dos mil kilómetros.
Una y otra vez iba hasta los últimos extremos de la civilización, tenía que
aprender de nuevo a ver lo invisible, a soportar las grandes extensiones, a vivir con
el frío y con el calor, del mismo modo que cuando era pequeño había aprendido a
oler la roca quebradiza. Y de nuevo me guiaba por los nativos del lugar: los
esquimales en Groenlandia y los tibetanos en el desierto de Chang Tang, los uigures
al borde del Taklamakán y los últimos aborígenes de Patagonia. Estos guardianes de
nuestro planeta se convirtieron en mis maestros, al igual que la noche ártica, la
niebla, las aguas abiertas del Océano Glacial Ártico. Allí me di por vencido, me
retiré, es decir, fracasé una vez más.
Pero quería volver a intentarlo. Pronto nos pusimos de acuerdo en que los meses
de verano eran mejores para esta travesía que marzo y abril. Pero ¿cómo
llegaríamos a ese secular glaciar central y cómo alcanzaríamos Canadá? Víctor
Serov, que ha pasado muchos veranos en estaciones flotantes en el Océano Ártico,
nos confirmó que en julio y agosto la superficie de deslizamiento consta de hielo y de
lagos de agua dulce y que la temperatura es agradable. No obstante, a partir de
mayo los canales de agua ya no se congelan y nieva mucho. Suele haber brumas
incluso en verano. Víctor Boyarsky habló de los problemas que presentó la
expedición con trineos de perros de 1995y afirmó que en junio los botes se pueden
arrastrar bien sobre el hielo. Acordamos la siguiente estrategia: comenzar a fínales
de abril o principios de mayo desde Siberia, con dos botes cargados de provisiones y
combustible para cien días. En el Cabo Artichesky queríamos esperar, varias
semanas si fuera necesario, a que amainara el viento del norte y no hubiera esas
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gruesas placas de hielo, para que el viento del sur nos llevara hacia el norte. Las
provisiones necesarias hasta el comienzo de la travesía se podían comprar sobre el
terreno. En julio y agosto queríamos estar en medio del Ártico. En esa estación ya se
han derretido las barreras de hielo y se puede navegar a vela. Pero sabíamos que los
últimos cien kilómetros iban a ser difíciles. Sin embargo, podríamos alcanzar la isla
Ward Hunt girando hacia el oeste, a remo si fuera preciso. La táctica consistía en
llevar dos botes con ciento cincuenta kilogramos cada uno y, en último caso, cazar
focas. Al que le tocara descansar ese día, debía adelantarse para buscar el mejor
camino. Los tres nos iríamos turnando: dos tiran de los trineos y uno descansa cada
tres días. El equipo lo integrarían Víctor Boyarsky; Hubert y yo mismo, Reinhold
Messner; logística y organización a cargo de Víctor Serov.
Pero este viaje no llegó a tener lugar. La rotura del calcáneo que sufrí al caerme
de un muro en mi castillo de Juval, en el Tirol del Sur, no nos permitió intentarlo
antes de 1999, y después ya no hubo tiempo suficiente. Así que había vuelto a
fracasar, en la travesía del Ártico definitivamente. La pregunta era cómo enfrentarme
a la experiencia del fracaso. El fracaso en sí no es lo importante. Lo que lo sigue de
inmediato, la interiorización, el cuestionamiento del propio yo, así como la
desesperanza, son las claves para afrontarlo. Es un nuevo comienzo y una
oportunidad para darse cuenta de las propias limitaciones y crecer con la duda. Mi
disposición interna ha ido cambiando sobre todo gracias a mis repetidos fracasos. Y
con ello no me he vuelto más blando, sino más resistente.
Y es que, al fracasar, descubrimos nuestras limitaciones. Por eso el fracaso es
una experiencia más intensa que el éxito. Coronar la cumbre significa que lo has
logrado, nada más; con ello desaparece el objetivo. Con el fracaso, el objetivo
permanece. Puede que después venga la desesperación como necesidad de entender
el fracaso, como aceptación de los propios límites. ¡Cuántas veces he fracasado!, ya
cuando era un muchacho. Pero, quien nunca haya fracasado de joven, puede que
más tarde no entienda la desesperación como un mensaje, como reconocimiento de la
propia limitación, sino que perciba el fracaso como un callejón sin salida. Sí, hay
que ir asimilando el fracaso poco a poco. Al hombre que se hunde con la primera
derrota le ocurre lo mismo que al escalador que, al verse en la grieta de un glaciar,
no se defiende, no se opone a la desesperación agresivamente, luchando por su vida
con fuerza. Siempre que me he enfrentado a nuevos desafíos no ha sido porque fuera
más ambicioso que los demás, sino porque quizás veía en el fracaso un motivo
suficiente para volver a intentarlo.
H. Se le estaban acabando las grandes montañas, había superado todos los retos.
¿Tenía la impresión de que ya no le esperaba nada importante allí arriba?
M. Así es. Tenía que buscarme un nuevo desafío.
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H. Además se estaba haciendo mayor, y se daba cuenta de que por ejemplo alguien
como Kammerlander…
M. …tenía más habilidad, sí.
H. Tenía más habilidad, más elasticidad y rapidez, y mejor condición.
¿Una razón para retirarse?
M. Eso le pasa a uno por el subconsciente, pero tenía mucha más importancia
encontrar algo que me apasionara, con lo que me identificara al cien por cien,
pues tras dieciocho ascensiones y treinta expediciones a ochomiles, en realidad ya
no había tanta expectación, ni esa preocupación, ni ese miedo, ni ese entusiasmo
por entrar en un mundo completamente desconocido, como la primera vez que
fuimos al Nanga Parbat.
H. Una concepción romántica.
M. En aquel momento, en 1986, al ir por los valles y desiertos del Tíbet Oriental, me
di cuenta de que ésa también era una empresa difícil, agotadora, no tan fácil de
superar como los ochomiles. De los ochomiles hay en primer lugar un montón de
fotos, además de información sobre las vías, y por último sé cómo enfrentarme a
ellos. Pero en una travesía tan larga nunca se puede predecir y calcular todo, por
no hablar de lo que supone llevar consigo todas las provisiones y el combustible
que se necesitan para varios meses.
H. Se le consideraba un perfeccionista. ¿Por qué arriesgarse ahora a propósito?
M. Siempre he buscado plantearme problemas que estuvieran por resolver. En parte
me los he inventado yo y en parte me he apropiado de ellos o, si se quiere, he
robado ideas.
H. ¿No es mucho más aburrido atravesar una llanura que subir a las alturas?
M. Sí, eso pensaba yo también al principio.
H. Entonces, ¿dónde está el encanto de una travesía?
M. No dispongo de ningún campamento base en el que tenga todos los recursos y al
que pueda regresar para descansar o coger algo. Estoy constantemente en marcha.
Tengo que reaccionar hora a hora y día a día, ir cambiando los planes con arreglo
a las circunstancias. Un viaje al desierto no se puede planear tan bien como la
ascensión a una montaña, y durante mucho tiempo todo depende de mí.
H. ¿Es una manera distinta de moverse?
M. A pie percibo el mundo de otra manera que en avión o al escalar. Al salir ya sé
que el siguiente punto donde puedo volver a comprar víveres es a doscientos o
cuatrocientos kilómetros. Eso quiere decir que tengo que comer todo lo que
encuentre en el lugar, lo que me ofrezcan por el camino y, lo que es más
importante, tengo que entenderme con los nómadas que han levantado sus tiendas
en cualquier sitio. Esta gente llegaba a soltar a sus perros para que me
persiguieran. En ocasiones te echan. Todo era mucho más difícil de lo que
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pensaba. En el Tíbet Oriental llevaba una mochila muy pesada, llena de comida,
medicamentos, ropa; lo que se necesita. Mi primer alivio fue poder unirme a una
caravana de yaks. Me entendía con la gente de manera muy rudimentaria, por
gestos y chapurreando el tibetano. Lo primero que hicieron fue echar mi mochila
a lomos de un yak. Me quedé con ellos cuatro o cinco días, comí y bebí té con
ellos. Como recompensa les dejé una pequeña propina, también por haberme
ayudado con la carga. Pero no formaban parte de mi logística, no dependía de
ellos. En algún momento nos volvimos a separar, porque la caravana iba en otra
dirección. Yo volví a seguir mi ruta en solitario; de lo contrario no habría
regresado a casa.
H. ¿Qué buscaba con esta expedición a pie?
M. Para mí era un viaje de exploración en el que iba siguiendo las huellas de los
sherpas. Este pueblo de montaña, que hoy habita en la región del Everest,
procedía originariamente del este del Tíbet. Emigraron en el siglo XVI, no se sabe
bien por qué. En una especie de éxodo, veinte mil personas y un número similar
de yaks marcharon durante décadas hacia el oeste, cada vez más hacia el oeste. Al
final llegaron a Nepal. Un etnólogo alemán investigó y escribió esta historia en
los años sesenta. Este misterio me fascinó y quise rastrearlo a mi manera. Quería
ver si todo eso podía ser cierto, así que seguí el recorrido exacto de esta
emigración, el camino de los sherpas.
H. ¿Tenía usted un mapa o sólo ese relato?
M. Sí que tenía mapas, pero no detallados.
H. ¿Qué le dieron de comer las gentes del lugar?
M. Sha, que es carne seca; tsampa, cebada tostada, eso me gusta. Los granos de
cebada tostados al fuego se muelen y luego se enriquecen con té. Sólo comía lo
mismo que ellos.
H. ¿Tuvo algún problema de salud? ¿Diarrea?
M. Tengo un estómago muy robusto, como de todo y también puedo estar tres días
sin comer.
H. ¿Cuánto duró la travesía del Tíbet?
M. Meses, y este viaje parecía no querer salir bien. No teníamos permiso y al
principio tuvimos que escondernos. Luego nuestro traductor y acompañante, que
era tibetano, se largó; tenía miedo de que lo detuvieran los chinos. Había huido en
1959 a Nepal y era la primera vez que volvía a su antigua patria. Entonces mi
compañera Sabine y yo nos separamos: yo seguí hacia el oeste, ella hacia el este.
Recorrí la ruta de los sherpas por montes y valles, sin calles, sin ferrocarril, sin
infraestructura, a menudo sin un camino como tal. En parte seguí rutas por las que
sólo pasaba de vez en cuando una caravana de yaks. A veces había nieve y no se
distinguía ningún camino, porque hacía semanas que nadie había pasado por allí,
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o bien se veía en la nieve un único rastro, con lo que uno se pregunta: ¿puedo
seguirlo?, ¿quién ha sido el que ha pasado por aquí? Eso sí que crea expectación,
es increíblemente emocionante. Una vez, tras muchos días de marcha hacia un
collado, encontré a un hombre dispuesto a llevarme por dinero la mochila hasta el
siguiente collado. Allí quería darse la vuelta, así que tuve que volver a coger la
mochila y luego bajar por la otra parte, adentrándome simplemente en esa infinita
altiplanicie. Hay nieve, después un único rastro, y llego al amplio fondo de un
valle, de un verde apacible. Es tarde, estoy cansado, tengo hambre y veo a lo lejos
una tienda nómada, una gran tienda negra. Sin vacilar intento ir hasta allí, me
quedo a doscientos metros de distancia, hago señas. Pero la gente hace intención
de soltar a los perros, unos grandes mastines del Tíbet de color negro. Así que me
voy de espaldas, siempre con la vista clavada en los perros, y al final tengo que
seguir mi camino. Ese día no comí nada.
H. ¿Le afecta personalmente cuando le rechazan de una manera tan brusca?
M. En el extranjero he de aceptar que la gente me vea como enemigo, como intruso.
Nadie tiene por qué recibirme con entusiasmo, aunque puede pasar, y en dos días
puedo ganarme la hospitalidad de la gente, una vez que estoy allí y soy generoso.
Pero no es algo que se dé por supuesto.
H. ¿Ayudan el dinero o los regalos?
M. Por supuesto, lo ideal sería darles por cada comida una navaja suiza o un reloj,
pero me resultaría imposible ir cargado con tanto peso.
H. Cuando viaja por esas regiones ¿qué imagen tiene del hombre?
M. Una persona ayuda a otra mientras se encuentre segura, sobre todo en la
naturaleza salvaje. La desconfianza no es un arma, sino parte de nuestro instinto.
Claro que los nativos pretenden sacar partido de ello. Mi experiencia fundamental
dice que nunca hay que esperar ayuda sin dar nada a cambio. Eso mismo me pasó
ya cuando bajé malherido del Nanga Parbat. Los primeros que me encontraron
eran amables de verdad, pero esa gente tenía que pensar en sí misma también. En
2003, al volver allí, encontré al hombre que fue el primero en verme en aquella
ocasión. Ahora tiene 73 años. Al final le pregunté por qué me dejaron dormir al
raso, debajo de un árbol, tapado con una fina manta, en lugar de llevarme a una de
sus cabañas. Y me explicó que estaban seguros de que me iba a morir de
cualquier manera, porque estaba destrozado y congelado. Al día siguiente intenté
pedirles que me siguieran bajando, pero no lo hicieron, se limitaban a pasar a mi
lado. Y sólo por la tarde, cuando ya no podía avanzar más, fue cuando me
llevaron, a cambio de que les pagara en especie.
H. ¿Cómo interpreta hoy en día ese comportamiento?
M. Si se tiene en cuenta cómo viven, es comprensible que fueran escépticos y se
dijeran que no tenía sentido ayudar. Nunca han tenido un médico ni un hospital en
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las proximidades. Cuando alguien está gravemente enfermo allí arriba, se muere.
Seguro que pensaron que me iba a morir enseguida. Las personas no son por
naturaleza buenos samaritanos, ayudan mientras tiene sentido, son observadores
objetivos. Me daban de comer si yo les podía dar algo también. Si me presento en
el Tíbet Oriental sin comida y sin dinero, es perfectamente posible que la gente
diga: «¡Es tu problema!». Si alguien está tan loco como para ir al Tíbet Oriental
sin medio de pago y sin comida, es él quien tiene la culpa de su situación.
H. La hospitalidad sin esperar inmediatamente nada a cambio se considera un bien
cultural. ¿Es verdad que le cupo esa suerte sólo en contadas ocasiones?
M. Mi situación de aventurero es distinta a la de un turista. En Estados Unidos y en
Europa la hospitalidad es algo evidente; así sucede en todas las sociedades ricas,
con alguna excepción. Sin embargo, en las tierras altas de Nueva Guinea es muy
diferente. En una sociedad autárquica no espero, por ejemplo, que la gente diga
cuando llego como aventurero: «¡Estupendo!». Al contrario, piensan: «¿Qué se le
ha perdido aquí a este extranjero? ¿Para qué tiene que pasar por esta zona?». Una
aventura es un fin en sí misma… para muchos nativos, una locura. Los tibetanos
se pasan toda la vida intentando únicamente sobrevivir en su región con sus yaks.
H. Por tanto, usted no parte de una inherente bondad humana, sino de que la gente le
pone a prueba.
M. ¿Por qué no iban a mirarme con escepticismo? Son como los campesinos de
Villnöss, ya lo viví de joven: «¿Para qué andan por ahí escalando los hijos del
maestro, como si no tuvieran otra cosa que hacer? Si quieren hacer esfuerzos, que
vayan a cortar leña o a recoger heno a los pastos. Subir por las rocas, ¿a santo de
qué?», decían. Los ganaderos del Tirol del Sur ya se mostraron escépticos mucho
tiempo por lo que a mí respectaba: «El Messner está loco, está como una
regadera, como una auténtica regadera». Sólo reconocieron lo que hacía cuando
tuve éxito económico. Es lógico, es dificilísimo sobrevivir como ganadero. No
saben de dónde saco el dinero, pero «ése se gana los cuartos» y eso lo respetan.
Resumiendo, conozco a muchos escépticos que no respetan necesariamente otras
actividades, pero que te ayudan cuando hay confianza, cuando la cosa se
compensa. Todo eso es comprensible, humano. Cuando se han asegurado de que
no se les roba, estafa o engaña, te lo dan todo.
H. ¿Qué le aportó el Tíbet como paisaje y área cultural?
M. Para mí el paisaje del Tíbet no tiene igual. Sobre esta región de gran altitud
descansa un aire claro, como si fuera más ligero. La vista alcanza muy lejos. Pero
no hay colores chillones, sólo pastel. Para mí el Tíbet es el país más hermoso del
mundo, junto al Tirol del Sur, la Patagonia y Bután. Me gustaría vivir allí. Si
fuera un país autónomo, me establecería allí por un tiempo para reconstruir un
monasterio en ruinas, Shegar Zsoug. Está situado sobre una roca de cuatrocientos
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metros de altura que se alza casi en vertical, alrededor hay un paisaje desértico, la
altitud es casi de cinco mil metros.
H. ¿Vivió en el Tíbet una religiosidad básica a la que no había tenido acceso en
Europa?
M. No, pero mis principios vitales, mis leyes personales se vieron confirmadas allí.
No me hice lamaísta, seguí siendo panteísta.
H. Aparte de eso, ¿descubrió algún fenómeno del que pueda decir que debería gozar
también en Europa de un carácter paradigmático?
M. La compasión, lo que en alemán llamaríamos mitgefühl, «sentir con el otro».
Quiere decir más bien entender al otro, y no tanto sentir lástima por él. No se trata
sólo del cristiano amor al prójimo —algo que vemos como natural en nuestra
cultura, aunque muchas veces sólo sea de boquilla, como ese gran patetismo de
los conceptos morales aprendidos de memoria—. La compasión tiene poco que
ver con la moral o con los preceptos. La gente del Tíbet no se comporta de
manera excesivamente efusiva, ni con un altruismo exagerado, sino más bien con
una humanidad natural.
H. ¿Lo podría ilustrar quizás con un par de ejemplos?
M. Tengo un ejemplo del desierto de Teneré, aunque podría haber ocurrido también
en el Tíbet. En diciembre de 2003 me uní con mi hijo a una caravana. Una tarde
preparé una salsa para los espaguetis con nuestras especias y mucha mantequilla.
Les di la mitad a los hombres que estaban sentados a la hoguera del campamento
y aceptaron el ofrecimiento con una naturalidad que no dejaba lugar a más
preguntas, sin proclamar: «¡Genial!, entonces nosotros también os traemos algo»,
sino con un gesto de compañerismo. De la manera más natural probaron primero
si les gustaba. Tampoco nos dieron las gracias con muchas palabras, no dijeron
nada y se comieron los espaguetis con mi salsa. ¿Existe una convivencia mejor?
H. Suena a muy malos modales.
M. Se lo comieron todo y quedaron contentos.
H. ¿Quiere decir que el mero hecho de que se lo comieran demuestra que también les
gustó, y que prefiere eso antes que alguien se levante y diga que le ha encantado?
M. Sí. Entre nosotros se finge mucho, con falsa afectación, con artificialidad. Eso no
lo conocen muchos nativos del Tíbet. Prefiero su estilo directo, aun cuando
alguien llegue y diga: «Por aquí no puedes pasar, porque si no, te tumbo a
golpes». Tendrá sus razones.
H. ¿Se acuerda de más ejemplos?
M. Del sherpa Ang Dorje y con qué naturalidad me ayudó a bajar del
Kangchenjunga, después de que una tormenta terrible hiciera pedazos las tiendas.
Yo no veía bien, estaba enfermo, y Ang Dorje lo entendió todo y reaccionó, a
pesar de que su inglés era más que rudimentario.
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H. ¿Qué lo llevó después a la Antártida, un entorno despoblado donde su única
compañía eran el hielo y las tormentas?
M. Tenía la impresión de que esa extensión era la aventura por excelencia, esa parte
de la Tierra que todavía nadie había atravesado a pie. Es decir, mi nuevo desafío.
H. Usted dijo en cierta ocasión: «Comparado con la Antártida, el Everest es el seno
materno». ¿No fue un poco exagerado?
M. Sí y no. En la Antártida no hay peligro de despeñarse, ni aludes, y sí suficiente
oxígeno. Hay grietas, pero no inclinadas pendientes. El resto son unas
dimensiones que nadie se puede imaginar, todo es muchísimo más grande. Allí
una tormenta hace más daño, y nunca puedo decir: «Mañana me bajo». Uno no se
puede rendir o darse la vuelta cuando se está en ello, como sí ocurre en la
montaña.
H. Scott dijo sobre la Antártida: «Una muda inmensidad azotada por el viento».
M. Sí, una declaración estéril. Cuando me estaba preparando para la expedición, me
imaginaba un frío extremo y traté de adecuar el equipo a ello. ¿Qué comemos?
¿Cuántos kilos por día? ¿Y cuántos kilos de combustible necesitamos para
calentarnos? Sabía que la distancia era larga, como de Berlín a Moscú y volver,
quizás incluso más. Y siempre haría frío, de 30 a 40 grados bajo cero, con nieve y
tormentas frecuentes. Lo que no me podía imaginar —por suerte para mí— era la
fatiga que suponía tirar con ese frío de un trineo de tales características. No se
desliza, la nieve es como la arena. Arrastrar un pesado trineo a través de un
terreno hostigado por el viento es una tortura inigualable.
H. ¿Por qué es la nieve mucho peor?
M. Porque es muy seca. La nieve frena el trineo, los esquís y por tanto el avance.
Pero sin trineo en la Antártida estoy perdido. Es mi casa, lo es todo, sin él estaría
muerto, así que tengo que llevarlo a rastras. Significa carga y seguridad a un
tiempo. A una temperatura de 50 grados bajo cero, el trineo se mueve
medianamente bien. Si encuentro superficies heladas, va mejor. Aun así,
prácticamente cada paso es un suplicio. En estas condiciones, el arte consiste en
encontrar un ritmo, dejar la mente en blanco y no pensar que cada paso es sólo
uno de cien millones; pero ciertamente no es fácil. Pensar justo ese tipo de cosas
fue el problema de mi compañero, Arved Fuchs. No fue capaz de adaptarse a otro
mundo después de haber estado varios meses antes en el polo norte. Arved había
alcanzado el polo norte, aunque recibiendo mucha ayuda aérea, pero ahora
continuaba el tormento. En el polo norte llegaba casi todas las semanas un avión
con provisiones. A lo mejor pensó que en la Antártida el esfuerzo iba a ser
parecido. Pero si uno ya empieza a pensar desde el principio que todavía quedan
tres meses, está perdido. En una aventura así siempre pienso en el hoy, en la etapa
diaria, y me olvido de mí mismo. Observo la luz, que suele ser muy hermosa; hay
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tonos grises, verdosos y amarillentos, según la posición del sol y el tiempo que
haga. Si el tiempo empeora, todo se vuelve gris. Con las ventiscas de nieve ese
mundo es casi negro, oscuro, tan oscuro que incluso en medio de la tormenta no
se pueden llevar gafas. Pero cuando se está de lleno en ello y se tiene una
concentración absoluta, hay que borrar el mañana y el ayer, estar caminando en el
ahora, sin noción del tiempo y como en otra dimensión.
H. ¿Cómo soportó el frío?
M. El frío no es gran problema. Aunque siempre estaba cubierto por una coraza de
hielo y carámbanos, sobre todo en la barba, nos encontrábamos continuamente en
movimiento, o en la tienda. Superamos el frío andando o vivaqueando, dentro de
la tienda, en el saco de dormir. Así que hay que andar y andar, descansar
brevemente para no enfriarse, y seguir adelante.
H. ¿Cuánto pesaba su trineo?
M. Cuando empezamos la marcha, mucho más de cien kilos.
H. ¿Qué ocurre cuando uno entra con ese peso en un sastrugi, uno de esos afilados
oleajes de nieve arremolinada que abundan en la región?
M. A veces ni siquiera podía tirar solo del trineo, era imposible avanzar con los
esquís. Entonces recorríamos cinco o seis kilómetros al día. Dicho sea de paso,
Scott y su equipo sólo consiguieron, al final de su viaje infernal, avanzar dos
kilómetros al día. ¡Dos kilómetros! Había 50 grados bajo cero, el siguiente gran
depósito de alimentos, con una tonelada de víveres y combustible, todavía estaba
a once millas de distancia. Allí había provisiones para todo el invierno, quizás
habrían podido sobrevivir en aquel lugar, simplemente encerrarse, construir un
palacio de hielo, dormir, cocinar y calentarse. Pero estaban tan extenuados que
terminaron haciendo sólo dos kilómetros al día, al final del todo ni siquiera eso.
Se quedaron en la tienda y murieron, porque sabían que los alimentos y las
energías ya no llegaban para recorrer una distancia de once millas. Nosotros
hicimos a veces en la última fase entre cuarenta y cuarenta y cinco kilómetros al
día; claro que teníamos reservas y estábamos en la estación cálida, no en invierno
como Scott. Pero cuando estás tan agotado que no puedes hacerte un té y ya no
hay reservas para calentarte por la noche, no consigues hacer ni siquiera dos
kilómetros al día. La distancia que te queda parece infinita, y te vienes abajo con
ese problema. Si al comenzar la travesía de la Antártida hubiera pensado que
teníamos que aguantar ese suplicio durante noventa días, me habría desesperado.
Pero pasada una semana ya era más fácil y seis semanas después habíamos
recorrido la tercera parte de la distancia, y en el polo ya tenía claro que lo íbamos
a conseguir, que era la mayor aventura que me quedaba por hacer.
H. Los trineos, además de pesar mucho, debieron de ser también un instrumento de
tortura. ¿Tenían cardenales y llagas de tirar del trineo?
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M. El problema está en que el trineo ejerce una enorme presión sobre las plantas de
los pies y así aparecen fácilmente ampollas. Por suerte a mí no me salieron.
H. Pero su compañero tuvo que sufrir mucho.
M. A Arved Fuchs le salieron unas ampollas tremendas. Sin embargo, apenas se
quejó, apretó los dientes y siguió adelante. Uno no puede quedarse parado y darse
de baja, entonces la expedición estaría perdida. Teníamos que continuar. La
caravana debe seguir su camino constantemente, es su ley interna. No hay vuelta
de hoja. Pero Fuchs, tácitamente, sólo se sentía capacitado para continuar la
expedición hasta el polo sur. Por eso al principio sólo quería recorrer distancias
cortas, para proteger sus pies.
H. Él ya no quería seguir. ¿Hablaron de ello?
M. Sí. Después de dos semanas empezamos a hablar del tema. Íbamos demasiado
lento.
H. ¿Cuál era su actitud?
M. Fuchs creía que de todas maneras no teníamos perspectivas de recorrer la
distancia entera. Íbamos demasiado despacio; según él, la nieve era muy mala.
Estaba convencido de que no lograríamos pasar del polo. Por eso quería salvar al
menos la ida, desde el punto de partida hasta el polo. En cualquier caso, allí
llegaría un avión, nos rescataría y listo. Igual que en el polo norte, donde, con un
equipo internacional, también fue rescatado tras recibir seis veces
aprovisionamiento por vía aérea.
H. ¿Usted lo entendía?
M. No. Desde el punto de vista logístico, yo lo había preparado todo como una
travesía. Había procurado el dinero, mucho dinero, y había trabajado meses
enteros en ese proyecto. Seguía pensando que era posible. Por eso quería
atenerme estrictamente a lo que habíamos convenido: día tras día, al menos
treinta kilómetros por jornada.
H. ¿Cómo describiría la relación entre Fuchs y usted?
M. No hubo tensiones durante el viaje. Bien es cierto que él quería ir a una velocidad
y yo a otra, pero sólo había una solución: seguir adelante.
H. Iban a distintos ritmos, a veces usted le sacaba una hora. ¿No es asombrosa la
paciencia que tuvo Fuchs?
M. Es un hecho que unos caminan más rápido que otros, no es ni positivo ni
negativo. Cada persona tiene su propio ritmo de marcha ideal, una velocidad a la
que se cansa menos. Si tengo que ir detrás de alguien que no lleva mi velocidad
ideal, me canso enseguida, mucho antes que si voy a mi ritmo. Fuchs y yo
teníamos ritmos completamente distintos. Yo no quería ser más rápido, sólo iba a
mi velocidad preferida. Si hubiera marchado todo el tiempo detrás de Fuchs, me
habría cansado rápidamente, pues frenar también cuesta energía. Habríamos
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avanzado mucho menos.
H. Y, sin embargo, debe de ser insoportable que uno siempre se adelante.
M. Sí, eso también es verdad.
H. Se enfadaría muchísimo.
M. Claro, pero ¿qué podía hacer yo?, ¿rendirme con él en el polo sur?
H. ¿Mostraba Fuchs su rabia?
M. No, no mucho.
H. ¿Volvieron a hablarlo entonces?
M. Hablábamos todos los días, siempre que volvíamos a reunimos, durante el
descanso, en la tienda. Sólo discutimos una vez.
H. ¿Cuándo fue eso?
M. A unos setecientos kilómetros del final, en Gateway. Fuchs estaba dispuesto a
abandonar, porque no quería ir tan rápido como yo consideraba necesario. Así fue
desde el principio. En la primera fase no habíamos alcanzado la velocidad
necesaria para atravesar la Antártida. Protesté, a lo que él dijo: «¿Por qué vamos a
matarnos, si de todos modos no lo vamos a conseguir?». Primero se me ocurrió la
idea de seguir yendo delante y aumentar mi velocidad. En esa fase acordamos
marchar seis horas al día; más tiempo no quería él. Me parecía muy poco, y
durante esas seis horas según mi reloj, me adelantaba a mi ritmo para poder
recorrer el mayor número posible de kilómetros. Para mis seis horas, sin contar
las pausas, Fuchs necesitaba siete horas y media. Y durante esa hora y media que
lo esperaba, en las pausas, me congelaba. No era bueno para ninguno de los dos.
Además en seis horas sólo recorríamos veinte kilómetros, a veces dieciocho o
veinticuatro. Así que propuse reducir el peso de su trineo hasta que alcanzamos la
misma velocidad de marcha. La condición era que Arved tenía que seguir
caminando las siete horas y media que había necesitado siempre para mi etapa
diaria. Y yo me adelantaba a mayor velocidad que hasta entonces. El primer día
ya conseguimos hacer treinta kilómetros con este método.
H. Pero Fuchs debía de tener los pies completamente destrozados, con ampollas en
las que se congestionaba la sangre y no salía.
M. Con el tiempo sí salió el líquido gota a gota. Tenía callosidades por debajo de la
piel. Por supuesto que para Arved era doloroso caminar, siempre lo elogié por
ello. El que soportara esos dolores demuestra su capacidad de sufrimiento. Pero
nosotros queríamos cruzar la Antártida, no ir de paseo. No me importa admitir
que de vez en cuando me comporté de forma inhumana. Pero lo que no soporto es
que después se hiciera el gran héroe de la Antártida y le diera la vuelta a todo.
Eso me molestó. En la Antártida fui todo el tiempo hasta cinco kilómetros por
delante para terminar la expedición con éxito. Puede que Arved se adelantara
también diez kilómetros, pero seguro que ni la centésima parte del tiempo. Todo
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eso no tiene importancia. Fue el representante de Arved el que jugó a hacer
declaraciones falsas a posteriori. Nos pusimos en marcha en noviembre, y sabía
que por Navidades teníamos que estar en el polo si queríamos llegar a McMurdo
a mediados de febrero. Si hubiéramos llegado al polo en enero, no habríamos
podido seguir adelante; ya habría entrado el invierno. Por eso le repetí
insistentemente a Fuchs que teníamos que llegar al polo antes de que acabara el
año. Aunque él decía que no era posible, lo fue. Le admiro, ¡con esos pies! Si lo
hubiera echado todo por tierra, yo también habría tenido que abandonar. Arved
sabía navegar y tenía más experiencia en hielo que yo. Al final la historia terminó
de una forma relativamente pacífica, pues ideé un truco psicológico para llevar a
Fuchs al polo. Le decía: «Si establecemos menos días de descanso y marchamos
también ocho o nueve horas al día, llegaremos al polo antes de que acabe el año.
Nadie ha alcanzado ambos polos a pie en el mismo año, el norte y el sur». Le
seguía instando: «Tú serías el primero en conseguirlo. En mayo estabas en el polo
norte y ahora luchas por llegar al sur». Claro que Arved protestaba y me llamaba
ambicioso, pero al final quitamos días de descanso para poner en su lugar horas
de marcha. Llegamos al polo sur el día de Nochevieja. Hoy su éxito figura en el
libro de los récords, en todos los libros de Fuchs. Él es y seguirá siendo el primer
hombre en alcanzar los dos polos a pie en el mismo año. Pero mis ambiciones no
eran las suyas, mi intención era otra: si llegamos al polo sur antes de que acabe el
año, seguimos. Y lo hicimos. Después sólo hubo otra crisis, cuando apenas
faltaban dos semanas para llegar al mar. Habíamos reducido la marcha de forma
preocupante.
H. Algunas personas del entorno de Fuchs afirman que fue él quien marchó por
delante y tiró de usted.
M. El representante de Arved creyó poder darle así la vuelta a la historia. Fuchs era el
que navegaba y normalmente el que navega va delante. Pero diariamente Fuchs
me daba a mí los datos y yo me adelantaba con el número de marcha en la brújula
esférica que llevaba colgada al pecho. Así día tras día. No me adelantaba para ser
más rápido, sino para salvar la expedición. Tenía que andar apremiándole
constantemente, espoleándole. Yo también habría preferido que el otro hubiera
asumido la iniciativa y hubiera dicho: «Hoy marchamos ocho o diez horas o
navegamos mientras dure el viento, si es necesario durante todo el día, hasta bien
entrada la noche». Pero Arved no lo habría resistido, por eso yo tampoco le
reproché nunca nada. Vuelvo a decir que no tiene ninguna importancia. Si Holger
Hansen no hubiera divulgado lo contrario de lo ocurrido, yo no habría dicho nada
sobre esas insignificancias. Lo único que hice fue insistir. Teníamos que sacar día
a día lo mejor de nosotros e intentar, a pesar de todo, acabar con éxito. Y al final
lo logramos. Sólo en la última fase fue cuando me impacienté de verdad. Después
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de alcanzar el polo volvimos a ralentizar la marcha. ¿Por qué? Porque no
podíamos navegar tanto, porque hacía un frío extremo, porque había que cruzar
varios glaciares. Al final tuvimos en Gateway la única auténtica discusión. Ahora
estábamos a poco menos de setecientos kilómetros de la costa. Ante nosotros,
más hielo llano y nieve. Y sólo nos quedaban dos semanas, para setecientos
kilómetros. Dijo Fuchs: «Aquí acaba la tierra firme, por debajo de nosotros está el
mar». Con eso, para él la travesía de la Antártida había llegado a su fin. Pero no
para mí.
—Aquí me quedo, ya no sigo más.
—Yo sigo, voy hacia McMurdo. No podemos quedarnos aquí.
Llegamos incluso a gritarnos, y al final le dije:
—Entonces quédate tú, ya vendrán a buscarte en cualquier momento. Yo sigo
solo, me llevo mi trineo, la mitad de las provisiones, la mitad del combustible.
Quédate tú con la tienda, no la necesito, dormiré en el trineo. Voy hasta el mar.
Hasta mediados de febrero el proyecto era perfectamente posible, realista.
¿Por qué se tenía que quedar allí? Le había hecho caminar más de lo exigible,
nunca cedí a hacer una pausa, nunca ralenticé la marcha, siempre había seguido
tirando de ambos.
H. ¿Se trataba otra vez de uno de sus trucos psicológicos?
M. No. Sabía que era posible, sólo que Arved era un terco. Estaba claro. Y entonces
nos pusimos en marcha. Dos días después ya no había dificultades, ni glaciares, ni
grietas, sólo de vez en cuando una tormenta. Estaba lejos, muy lejos, pero no
como para perder todas las esperanzas.
H. ¿Pudieron poner las velas por fin?
M. No. Era un tramo ideal para navegar, pero el mal tiempo no nos lo permitió.
Teníamos que marchar entre diez y doce horas al día. A ello se sumaba el hambre;
los alimentos estaban racionados. Perdimos masa muscular, se nos llegaron a
atrofiar los músculos. Al final salíamos muy temprano y caminábamos dos o tres
horas sin parar. En las pausas dejaba que Arved se me acercara a cien metros y
después seguía, siempre un poco por delante, hasta el atardecer. Protestaba, pero
aun así aguantó. Todavía hoy me asombra que resistiera esa ruta a pesar de sus
problemas. Tiene un mérito increíble.
H. Un silencio glacial, ¿no?
M. No quedaba más remedio. De esta forma llegamos al 13 de febrero.
H. Sin embargo, tampoco fue el principio de una gran amistad.
M. No, pero nuestra asociación de intereses se mantuvo hasta el final. Hay que tener
en cuenta que yo entonces no sabía navegar. Al principio invité a unos cuantos
escaladores a esta travesía. Desde el punto de vista económico, estaba todo en
regla, podía financiar la expedición. El otro debía aprender a navegar y asumir así
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una parte de la responsabilidad. Es importante atribuir responsabilidad al
compañero en rutas tan largas, tiene que sentirse irreemplazable, imprescindible.
Pero ninguno de mis compañeros de montaña estaba dispuesto a acompañarme.
Uno decía que era aburrido, el otro que demasiado lejos. Y casi nadie tenía tanto
tiempo. La constelación Fuchs-Messner era acertada, hoy lo sigo diciendo.
Eramos la cordada ideal, a pesar de nuestras divergencias o justo por eso.
H. ¿Porque así tenía a alguien con quien reñir?
M. Arved suponía el freno adecuado, y yo quizás el impulso necesario. A su ritmo
nunca habríamos llegado y es seguro que sólo con mi insistencia nos habríamos
agotado antes de tiempo. En la suma de nuestros caracteres y actitudes residió
nuestro éxito, e incluso nuestra buena armonía.
H. La asociación de intereses perfecta.
M. ¿Cuál es la asociación de intereses perfecta? Como amigos nos habría resultado
más fácil, sobre todo después. Fue una buena asociación de intereses, no me
gustaría haber dejado pasar la experiencia. Sin el apéndice de su representante,
Arved Fuchs me sigue gustando. Como compañero de expedición es compresivo,
tranquilo y resistente. Conoce su oficio. Nunca le he guardado rencor por no
haber marchado siempre con la rapidez necesaria.
H. ¿Cuánto tiempo hace que no habla con él?
M. ¡Uf! Años.
H. ¿Con qué otros antiguos compañeros se sigue hablando? ¿O cuáles de sus antiguos
compañeros se siguen hablando con usted?
M. Ahora he vuelto a quedar a menudo con Peter Habeler. Nos hemos hecho
mayores.
H. ¿Y en el caso de Fuchs?
M. Cuando volvimos a casa no estábamos enfadados, hicimos todavía algunas
apariciones conjuntas por Europa. Pero después leí en el diario alemán Bild que
Fuchs era el que había tirado de Messner, que todo lo que había aparecido en el
Spiegel era mentira. ¿Debía contestar? Corté el contacto con él.
H. ¿Cuáles fueron las principales experiencias nuevas que se llevó de la Antártida?
M. Lo más importante era que había salido airoso de un nuevo reto. Y el siguiente iba
a ser el polo norte, una expedición similar, con la única diferencia de que esta vez
no quería recibir ningún tipo de ayuda aérea. Por tanto, me hacía falta un nuevo
compañero. Me dije que, con cincuenta años, necesitaba un médico, porque a los
cincuenta uno empieza a debilitarse, ya no se está tan ágil. Le pedí a mi hermano
Hubert, que es médico, que fuera preguntando si tenía algún colega con el tiempo,
la capacidad y la resistencia necesarias para hacer conmigo una cosa así. Sólo tres
semanas después vino Hubert y me dijo que le gustaría hacerse cargo a él mismo.
Pero antes de arriesgarme a emprender con él una expedición como la travesía del
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Ártico, teníamos que hacer un recorrido de prueba, también para ver si seríamos
capaces de superar juntos una aventura tan dura. Elegimos Groenlandia. Nuestro
objetivo era atravesar Groenlandia a lo largo, desde el extremo suroriental hasta el
extremo noroccidental, es decir, en diagonal. Eran aproximadamente dos mil
doscientos kilómetros hasta Thule. Nada más empezar nos sorprendieron unas
tormentas terribles, que nos retuvieron en la tienda seis días en total. Estuvimos a
punto de retirarnos, de darnos la vuelta, como ya había hecho yo el invierno
anterior. Sin embargo, seguimos adelante. El tiempo no mejoró, pero solía haber
viento favorable para navegar.
H. ¿Eso quiere decir que allí perfeccionó su técnica de navegación?
M. Hubert esquía muy bien, estupendo, mucho mejor que yo. Pronto recuperó la
ventaja que le sacaba por mi experiencia, y éramos el equipo de navegación ideal.
Yo iba navegando por delante con la brújula, Hubert me seguía sin perderme
nunca de vista. Como él iba detrás, era el que dirigía cuando había niebla. El que
mejor navega o esquía siempre tiene que ir detrás cuando hace mal tiempo, si se
quiere ir deprisa. Nuestro método consistía en navegar hasta que no aguantáramos
más el frío. Hizo continuamente un tiempo tempestuoso y frío, casi siempre con
niebla. Sólo aguantábamos unas cuantas horas de navegación.
H. ¿Qué hacían para no enfriarse demasiado?
M. Caminábamos unas cuantas horas para calentarnos. Después volvíamos a navegar.
Caminar, navegar, volver a caminar, entre dieciocho y veinte horas seguidas,
¡agotador! Al navegar nos quedábamos fríos, al tirar de los trineos volvíamos a
entrar en calor. Con este método avanzamos muy rápido, incluso ciento cincuenta
kilómetros al día, siempre sin parar. Nos pasamos las semanas navegando y
caminando, y cubrimos unas distancias… Como máximo ciento ochenta
kilómetros de una vez. En conjunto todo marchó perfectamente, quizás incluso
demasiado bien. Hubert tenía una condición buenísima. ¡Un viaje increíble, un
buen momento para los dos! ¿Puede que este éxito nos proporcionara un exceso
de confianza? Sí, al fin y al cabo habíamos recorrido una distancia de dos mil
doscientos kilómetros en treinta y cinco días.
H. Una vez el viento les arrancó una vela y se la llevó para siempre. ¿Vieron peligrar
el éxito de la expedición? ¿Qué hicieron?
M. Cuando perdimos esa vela, enseguida pensamos que se había acabado nuestro
juego de caminar, navegar y caminar. Sin embargo, salimos de apuros —
¡teníamos que seguir!— con más esfuerzo y menos peligro, pues al ir navegando
con niebla nos podíamos perder de vista en un momento. ¿Qué hacer? Cada uno
teníamos dos velas, dos grandes y dos pequeñas en total. Navegar con velas
distintas significa separarse enseguida. Pero era demasiado peligroso izar las
velas grandes con viento fuerte, así que fuimos a remolque con una sola vela
EN BUSCA DE RESPUESTAS
1995-2009
EL MITO SALVAJE
n plena campaña electoral al Parlamento Europeo, en la que yo participaba
E como candidato independiente por dos listas de los Verdes en el norte de Italia,
apareció el cuerpo de George Leigh Mallory. Mi héroe del Everest llevaba setenta y
cinco años muerto y sin embargo seguía muy vivo en mi memoria, repleta de
imágenes suyas que no conseguía olvidar. Con las fotos del cadáver que aparecieron
en Internet me hice una idea de cómo transcurrió el acceso a la cumbre de Mallory
ese 8 de junio de 1924, tan exacta como si yo mismo hubiera estado allí. Mi nuevo
reto consistía ahora en encontrar una forma de contar esa historia.
No fue Jochen Hemmleb quien hizo resucitar a G. L. Mallory. El geólogo y
autodesignado historiador sólo siguió una idea preconcebida hasta que creyó haber
encontrado la prueba. Aunque no fue él quien encontró el cadáver de Mallory; le
corresponde el gran mérito de haber atestiguado el mito, que seguiría creciendo con
el descubrimiento de aquel cuerpo marmóreo el 1 de mayo de 1999. Gracias a su
perseverancia y a la casualidad —Conrad Anker lo encontró allí donde Hemmleb no
había dado órdenes de buscar—, Mallory volvió a estar vivo en nuestro recuerdo.
El mito de Mallory trata de un Everest que no se había llegado a ascender, de
una naturaleza virgen que rechaza al hombre y permanece inaccesible. Sin embargo,
no cabe duda de que Hillary y Tensing hicieron cumbre. Fueron los primeros, pero no
precisamente en la montaña de Mallory.
En esta fase avanzada de mi vida, reflexioné cada vez más sobre una dimensión
distinta de lo salvaje. Ahora reconocía que la importancia del éxito era relativa y
situaba otros valores en el foco de mi interés: silencio, extensión, inaccesibilidad, tal
como Mallory las había vivido. También por ese motivo mis héroes pasaron a ser
H. ¿Por qué se dedicó con tanto apasionamiento, tras la historia del yeti, al alpinista
George Leigh Mallory, que perdió la vida en 1924?
M. Después de que se encontrara su cuerpo, supe inmediatamente que ésa era mi
historia.
H. ¿Por qué era su historia? El hombre llevaba setenta y cinco años muerto, usted no
le conoció. ¿Por qué le resultó de repente tan cercano?
M. Por una parte, porque Mallory fue el primer alpinista en subir al Mont Everest, un
escalador legendario por sus desafíos. Por otra parte, porque mi madre me leyó de
pequeño su historia en los pastos alpinos de Gschmagenhart, junto a una lámpara
AL SERVICIO DE LA PATRIA
1991-2004
En conjunto se trató de una época importante para mí, pero, como la persona
creativa que soy, no me puedo dejar quitar el derecho a tener ideas de futuro y una
organización propia. Por eso, cinco años ya son suficientes. Con ello no abandono
mi ideología verde, sino que sólo renuncio a mi escaño. Del mismo modo que no he
pertenecido al partido de los Verdes, tampoco voy a desligarme de él, ni voy a
afiliarme a ningún otro, pues sigo y seguiré teniendo conciencia ambiental y
esforzándome por conseguir una mayor justicia ecológica. Para mí lo importante
sigue siendo Europa, el desarrollo sostenible, la libertad de acción, el derecho del
individuo a determinar su propia vida. La calidad de vida de todos constituye el
aspecto central de mi trabajo político.
H. Señor Messner, ¿qué es para usted la patria o el hogar, eso que en alemán se llama
heimat?
M. Mi hogar es el lugar donde están mis hijos y en el que estoy arraigado.
H. ¿Entonces es Villnöss su hogar?
M. Lo fue, sí. Allí crecí y allí estaba nuestra familia, una piña que todavía hoy
permanece unida.
H. Y el Himalaya, ¿también es su hogar?
M. No, no. Quizás el campamento base del K2 durante seis semanas.
H. Pero usted se ha traído muchas cosas del Himalaya a sus casas. ¿Por qué considera
el Tirol del Sur su hogar y el Nepal no?
M. Mis sentimientos más profundos están vinculados hoy a Juval, un lugar donde yo
mismo he creado algo. Para mí, el hogar tiene poco que ver con los recuerdos de
H. ¿Les gustaban a los habitantes de Villnöss las banderas de oración tibetanas que
ondeaban en su tejado?
M. Eso sí que le gustaba a la gente, así como las figuras que tenía delante de casa.
Tanta era mi afición por el coleccionismo, que enseguida llené todos los sótanos
de objetos tibetanos, muebles rústicos, cuadros. Entonces ya tenía claro que tarde
o temprano debía albergar todo eso en algún sitio. En 1979 empecé a buscar un
castillo.
H. ¿Por qué tenía que ser un castillo? ¿Quería parapetarse?
M. Buscaba una especie de nido de águila, la residencia perfecta para un seminómada
como yo, donde no se pudiera llamar a la puerta sin avisar primero, donde nadie
pudiera mirar al patio. Quería tranquilidad. En Juval, ese castillo medieval que
acabé por comprar, nadie nos podía coger desprevenidos, ni admiradores, ni
visitas, ningún prominente político. Tampoco se llega a ver nuestro dormitorio
desde el valle con unos prismáticos. Ese castillo está a gran altura, sobre una roca,
muy retirado.
H. Su padre siempre estuvo en contra de Juval.
M. Nunca me ha ido a ver allí.
H. ¿Qué era lo que objetaba?
M. Decía que Juval no iba conmigo, que un castillo no era apropiado para un
alpinista. En eso tenía razón, no cabe duda. Un escalador tirolés que no sabía
nada, que no había estudiado ni ejercía ninguna profesión, no vivía en un castillo.
H. ¿Pensaba su padre que usted atentaba contra las buenas costumbres?
M. Creía que mi decisión parecía arrogante. Además tenía miedo de que me
excediera; me dijo: «Quien lleva esa vida acaba fácilmente perdiéndolo todo». Él
me había ayudado a encontrar la casa de Villnöss, me animó a comprarla. Pero le
molestaba que con Juval adquiriera un edificio que, en su opinión, estaba por
encima de mis posibilidades. No iba con mi posición social, eso era lo que
opinaba. Y probablemente siempre estaba el miedo de que Juval me llevara a la
de Günther Messner fue encontrado en la cara oeste del Nanga Parbat. <<