Watson, Ian - Embajada Alienigena (1977) PDF

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Ian Watson

EMBAJADA ALIENÍGENA

Ultramar Editores
Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

Título original: Alien Embassy


Traducción: Alberto Solé
Portada: Antoni Garcés

1ª edición: Octubre, 1990

Edición electrónica: Octubre 2003, Centurion

©1977 by Ian Watson

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
almacenada en sistemas de recuperación de datos ni transmitida en ninguna forma ni por ningún
método, electrónico, mecánico, fotocopias, grabación u otro, sin previo permiso del detentor de los
derechos de autor.

© Ultramar Editores, S.A.,1990


Mallorca, 49. a 321.24.00. Barcelona – 08029
ISBN: 84-7386-625-8
Depósito legal: NA-1109-1990
Impresión: GraphyCems, Morentin (Navarra), 1990.
Printed in Spain

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Para Marjorie Brunner

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Si un hombre contuviera todo el conocimiento y la ignorancia estuviera totalmente ausente de él,


ese hombre se vería consumido y dejaría de existir. Por lo tanto, la ignorancia es deseable, pues
mediante ella puede seguir existiendo...

―Jalaluddin Rumi
Discursos

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Prólogo

―Entra, Rajit ―dijo el Maestro; y el chico del turbante obedeció el chasquido de sus nudillos y
entró en la habitación.
(Así debió de suceder...)
En una de las paredes de estuco blanco había un lagarto color esmeralda, inmóvil, con la
membrana de su garganta temblando convulsivamente. Sobre la mesa descansaban unos cuantos
cacharros de cerámica, cuadernos de ejercicios escolares, una estatuilla de bronce que representaba a
un dios tibetano entregado a una copulación casi gimnástica y una gran caja. Las tablillas de la
ventana cortaban las hileras de palmeras y el árbol en flor del exterior, proyectando un tablero de
ajedrez sobre el resto del cuarto. Había dos sillas de mimbre, una ocupada por el Maestro africano; en
la otra se sentaba un chino cuya chaquetilla color verde oliva y funda pistolera (que tanto podía
contener un arma como estar vacía) indicaban que era un dobdob, un miembro del ala policial de la
Administración de Comunicaciones Espaciales, el Bardo, que también se encargaba de manejar los
asuntos internos del mundo.
―Rajit, he oído decir que de mayor quieres ser lama. ¿Es cierto?
El chico asintió enérgicamente con la cabeza.
―¡Es lo que más deseo!
―¿Por qué? ―El rostro del Maestro se frunció en una leve mueca de diversión.
―Porque así algún día podré ver la India... ―balbuceó el chico.
El chino le interrumpió, enojado.
―¿Te sientes confinado en África? Aquí las cosas son iguales que en los demás sitios..., esto es una
parte de la sociedad humana. Si llegas a lama, ¿sobre qué piensas que predicarás? ¿Sobre el turismo?
―Logró que la última palabra sonara como una obscenidad, cosa que era―. ¿Qué clase de gente se
dedica hoy en día a viajar por el mundo?
―Hay algunos marineros que viajan.
―Oh, sí..., ¡transportando suministros esenciales! Y la única razón de que lo hagan es que no todo
el mundo es autosuficiente. Incluso las mayores barcazas de vela sólo necesitan unos cuantos equipos
de esposos para tripularlas...
―Ya sé que un ordenador se encarga de controlar las velas.
―Su mundo está en la barcaza, no en los puertos que visitan.
Rajit se ruborizó.
―Pero usted viaja, señor. Si realmente sirve para hacer algún tipo de contribución, viajar no es
malo.
―¡Bueno, al menos veo que no te andas con rodeos! Cierto, los funcionarios del Bardo viajan...,
para ocuparse de la coordinación mundial y para cuidar de que todo el mundo sea alimentado,
atendido y educado correctamente. Y quizá también para encontrar candidatos al vuelo estelar,
cuando tenemos suerte...
―Mi único deseo es visitar otros sitios..., para contribuir. Igual que usted, señor. Pero poco a poco,
en calidad de lama.
―¡Claro! Ésa es la única misión de un lama. Ir lentamente de un sitio a otro para enseñarle
ecología social a la gente. Difundir la buena nueva de que el campo corporal humano puede ser
utilizado para entrar en contacto con nuestros amigos de las estrellas sin tener que exprimir el mundo
hasta dejarlo seco para construir cohetes y demás parafernalia antigua. El lama usa su propio ejemplo
para demostrar que no es necesario malgastar la energía de esa forma. No va de un pueblo a otro
porque se le haya concedido alguna especie de alfombra mágica, sino porque es la aguja de brújula
perfecta para indicar el camino correcto. Gracias a eso siempre señala en la dirección adecuada.., sin
importar donde esté, ya sea en una pequeña aldea como tu Bagamoyo o en una gran ciudad lejana
como Bombay.
―Cierto, señor.

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―Pero, aun así, te gustaría ver Bombay, ¿eh? Bueno, la sinceridad es una gran virtud, Rajit. Al
mismo tiempo, el hombre auténticamente sincero también sabe en qué momento ha de contar una
mentira. Sabe cuándo es más honesto contar una mentira... A veces tenemos que contar pequeñas
mentiras y fingir un poquito, ¿verdad? Quien no sabe cómo hacerlo es un idiota. Nadie querría tenerle
como lama.
El chino sonrió.
―Si estudias y si consigues aprender cómo contar mentiras de forma lo bastante convincente para
indicar el camino con ellas, podrás llegar a lama. De hecho, puedes empezar ahora mismo. Tengo que
pedirte un pequeño favor, algo que ha de quedar entre nosotros.
―No se lo diré a nadie, sea lo que sea ―le prometió Rajit fervorosamente.
Un mosquito perdido había entrado en la habitación con él. Estaba volando de un lado para otro,
dejando colgar sus patas igual que si fueran trocitos de hilo, emitiendo un zumbido muy leve pero
insistente. El lagarto cruzó velozmente la pared de estuco y se paró sobre la cabeza del dobdob, igual
que una llama verde.
―¿Ves la caja que hay sobre la mesa? Dentro hay un coco de mar. Sí, un coco de mar auténtico.
Pesa mucho. Quiero que lo lleves a la playa. Sin que te vea nadie. Quiero que lo dejes sobre la orilla
igual que si hubiera sido traído por la marea..., pero no lo dejes en un sitio donde sea demasiado fácil
encontrarlo. Después líbrate de la caja. Rómpela, hazla pedazos. Bien..., en tu aldea hay una chica
llamada Lila.
―Sí, somos buenos amigos.
―Eso me han dicho. Quiero que te asegures de que es ella quien encuentra el coco. Pero quiero
que lo encuentre sola, sin ayuda de nadie..., eso es muy importante. En cuanto a la forma de
conseguirlo..., confiaré en tu ingenio. Indícale el camino adecuado sin que ella llegue a darse cuenta de
lo que estás haciendo; e impide que nadie más pueda encontrar el coco. Después de que Lila lo haya
encontrado...
Rajit escuchó atentamente sus palabras.
Un perro ladró fuera de la habitación, perdido entre el polvo caliente y el esplendor azul de la
jacarandá en flor.

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Había cumplido los once años hacía muy poco tiempo y me acababan de crecer los pechos cuando
encontré un coco de mar en la orilla. Estaba medio oculto entre las algas, aunque, y eso era bastante
extraño, el coco en si estaba seco. Los cocos de mar son enormes, el doble de grandes que un coco
normal. Su forma recuerda a la vulva de una mujer que tenga los muslos separados, por lo que
siempre han sido objetos rituales de un gran poder. ¡El océano había hecho que este coco recorriera
toda la distancia que nos separa de las islas Seychelles para que acabara en mis manos! Olvidé mis
sandalias, emocionada al verme escogida así por el destino (pues incluso entonces ya tenía la firme
creencia de que estaba destinada a formar parte del Bardo, aunque esto ocurrió seis años antes de que
los dobdobs vinieran a confirmármelo), y corrí por las calles de Bagamoyo, tambaleándome bajo su
peso para mostrarle el prodigio a mis amigos. El Edificio del Bardo ―la antigua mezquita― contenía
un coco de mar tallado en ébano que los niños debíamos mantener brillante y limpio de polvo; pero
nunca habíamos visto uno auténtico. Sólo se encuentran en las Seychelles. La corriente ecuatorial del
sur suele llevarlos en sentido contrario, hacia la India y Sri Lanka, donde hace siglos que se los guarda
como si fueran tesoros.
Yussuf, Rajit, Timothy y mi prima Rose se apelotonaron a mi alrededor.
Puse el negro y reluciente cascarón doble sobre el polvo del camino. Me llegaba hasta la rodilla. La
hendidura central, allí donde se dividía, era suave y de un blanco lechoso. El símbolo del amor y la
alegría humanas..., y algo más que eso, la puerta que llevaba a las estrellas.
Las lacias hojas de nuestras propias palmeras parecían perforar el azul del cielo allí donde
miráramos. Sus cocos eran de un tamaño muy inferior al mío: pequeños cráneos llenos de leche.
Sombrillas de hojas brotaban en lo alto de sus nudosos troncos curvados proporcionando la única
sombra disponible en nuestra aldea, dejando aparte la que daban unos cuantos tejados de chapa
ondulada pegados a las tiendas y el porche situado junto al dispensario, donde los pacientes podían
sentarse en cuclillas para hablar entre ellos.
Reses gibosas de piel amarronada en cuyos flancos asomaban las tensas costillas pastaban bajo la
sombra de aquellas palmeras en el terreno que separaba la aldea de la playa, mordisqueando las algas
que había junto a la línea de la marea.
―Los franceses les llamaban cocos-de-mer. Mer quiere decir mar en francés ―nos explicó Rajit, muy
serio. (Hay una tal cantidad de hechos metidos bajo su turbante, junto con metros y metros de aceitoso
cabello negro...)
―En la India nunca hablaron francés ―protestó Yussuf.
―¡Cuando encontraban un coco nuevo siempre había una ceremonia! ―dijo Rajit―. Debemos hacer
igual que ellos. Iremos a las tumbas. ¡Es el sitio adecuado!
―Ella debería llevárselo a su casa ―farfulló Timothy el albino. Las ruinas del viejo cementerio
árabe le asustaban. Tenía miedo de los fantasmas, quizá porque él mismo parecía un fantasma. Su piel
era un mosaico de rosa y marfil, y su carne tenía esa textura que adquiere la leche agria cuando se va
espesando. Era un muchacho enfermizo. Todos sabíamos que probablemente moriría poco después de
cumplir los veinte años, pues los albinos no viven mucho tiempo. Rajit solía aprovecharse de su
aspecto para animar nuestros juegos. Timothy era el fantasma perfecto. Pero como éramos niños no
nos importaba y Timothy nos seguía tan obedientemente como un cordero, agradeciendo el que no le
excluyéramos de nuestro grupo. Nos suplicó que no fuéramos a las tumbas. Tenía los ojos llenos de
lágrimas, y nos dijimos que si lloraba era sólo porque el sol le hacía daño.
La prima Rose y yo teníamos la piel tan negra y reluciente como el ébano tallado. Llevábamos el
cabello recogido en una apretada serie de tirabuzones que parecían mazorcas de maíz. Nuestras
madres se pasaban horas deshaciéndolos y volviéndolos a trenzar durante los fines de semana..., toda
una mañana de cháchara y de mover los dedos, tiempo durante el que nos enterábamos (por ejemplo)
de que Bibi Mwezi se había echado agua hirviendo sobre la contracápsula del brazo porque tenía
muchas ganas de dar a luz, y de cómo había tenido que pasar semanas enteras soportando un dolor

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cada vez más fuerte hasta que Mboya, el Médico Descalzo, casi había tenido que acabar
amputándoselo. Si no, les oíamos contar la historia de cómo el baobab adquiere esa forma tan extraña
suya, pues un baobab da la impresión de crecer al revés, con la copa enterrada en el suelo y las raíces
al aire. Ese árbol es alguien cuya cabeza quedó atascada en el «Suelo Divino» porque hacía
experimentos con el Tantra, el yoga del amor, sin tener el conocimiento adecuado ni haber tomado las
precauciones precisas. El cuento y su moraleja eran difundidos por los lamas, y si hablo de él es más
que nada para dar un ejemplo de cómo nos portábamos con Timothy, pues junto a las tumbas árabes
había un baobab inmenso y el cuento hizo que a Rajit se le ocurriera un juego. Desenterró una gran
piedra y convenció a Timothy para que metiera la cabeza en el agujero, sosteniéndose con las manos
mientras los demás le rodeábamos, riéndonos de aquel baobab blanco cuyas piernas se agitaban en el
aire. A veces nos dedicábamos a recoger las semillas de baobab caídas del árbol (eran lisas y suaves
como cabezas de bebé, y estaban cubiertas por filamentos que parecían una finísima capa de cabello),
las abríamos y comíamos su dulce contenido que sabía a sorbete.

La atmósfera del cementerio vibraba a causa del calor y el canto de los insectos. Era mediodía. Las
viejas columnas de las tumbas llevaban siglos pudriéndose para volver a convertirse en el coral que
habían sido al principio. Estaban cubiertas de grietas y señales; ya habían perdido casi todos sus
adornos de yeso pintado. La mayor parte del cemento compuesto de caliza y yeso se había
desprendido durante los últimos cuatrocientos cincuenta años, aunque seguía habiendo algunos frisos
geométricos e incluso un cuenco chino azul y blanco, intacto, empotrado en lo alto de una columna
bajo el capitel parecido a un turbante. En el cuenco se veía el ideograma chino que significa «larga
vida» (según Rajit). Los otros cuencos y placas conmemorativas se habían desprendido o habían sido
robados hacía ya mucho tiempo.
Llevé mi coco de mar hasta la base de una tumba y lo apoyé en la agrietada superficie de coral.
―Yussuf, ¿de quién es esta tumba?
Yussuf, que sabía leer el árabe, entrecerró los ojos para examinar los restos de la ondulante
inscripción escrita con puntos y líneas.
―Dice que es la tumba de los musulmanes..., del as-Sultán Shonvi la-Haji... Murió en el año no sé
cuántos después de la Huida del Profeta. Debió ser un comerciante de sal. Sultán Shonvi... El Gran Jefe
de la Sal. Eso es lo que significa.
Intenté imaginarme a ese árabe barbudo, con sus joyas y sus holgadas ropas. Los esclavos con los
sacos de sal sobre sus espaldas. El chasquear de los látigos. Las dhows, las grandes barcas árabes de
un solo mástil con su carga atracadas en esa cala que ahora estaba llena de barro y tierra. Antes de que
los europeos llegaran a esta parte del África. Después volvieron a sus casas. Antes de que los
norteamericanos trajeran sacos de polvo gris de los mares de la Luna y bolsas de arena roja de los
desiertos marcianos, a un precio increíble, y antes de que abandonaran todas esas empresas. Antes de
que la raza humana descubriera el auténtico camino que lleva a las estrellas a través de la unión sexual
del Hombre y la Mujer.
Qué jóvenes éramos todos entonces... Hasta Rajit, con el primer suave brote de vello en su
mentón, con su cruel inocencia, obligándonos a llevar a cabo una mascarada entre las tumbas...
Insistió en que Timothy y yo debíamos representar la copulación de Kali la Negra y Siva el Blanco.
Kali, la Destructora, representa los estragos del tiempo, y Siva representa el eterno espíritu de la
creatividad. Ésa es la razón de que, aunque Siva muera y no sea más que un cadáver blanco, siga
conservando su erección incluso durante la muerte. Kali monta sobre su cuerpo, blandiendo armas en
sus cuatro brazos, dejando asomar su roja lengua en una mueca despectiva. Se supone que lo hace en
un cementerio, de noche.
En cuanto oscurecía el cementerio se llenaba de grandes cangrejos que venían del mar, y el baobab
relucía fantasmagóricamente bajo la luz de las estrellas. El suspirar del viento por entre sus ramas
parecía el gemido de las almas perdidas que intentaban apoderarse de tu cuerpo.
Pero en ese momento el sol brillaba sobre nuestras cabezas. Las hormigas cavaban túneles a través
de los huesos del Gran Jefe de la Sal, muerto hacía mucho, convirtiendo esos huesos en flautas y
trompetas; y el zumbido de los insectos que nos rodeaban parecía la música de esos huesos brotando
del suelo.
―Tendréis que quitaros la ropa ―ordenó Rajit―. Timothy tiene que tumbarse en el suelo con los
ojos abiertos. Está muerto. Es el cadáver blanco de Siva. Y tiene que dar muestras de virilidad,
naturalmente.
―¿Cómo puede hacer eso? ―preguntó la prima Rose―. Cuando estás muerto ya nada te excita.

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―¡Pero Timothy no está realmente muerto, no hace sino ungirlo! Y, de todas formas, tiene que ser
así porque la imagen de Kali montada encima de Siva significa que estás dejando atrás tu cuerpo
físico..., mediante la sexualidad del cuerpo. ¿No es así, Lila? No es más que un símbolo para
representar el vuelo del Bardo. Por lo tanto, Timothy tiene que dar muestras de virilidad y sólo puede
usar el pensamiento. No puede acariciarse ni tocarse porque está muerto. No puede moverse,
¿comprendéis?
―Tim se quemará. Ya sabes que su madre no le deja quitarse la ropa para nadar porque se pela
enseguida ―dijo Yussuf.
―¡Eso es por culpa del agua salada, no del sol!
Sólo le había visto desnudo en una ocasión y me pareció que era como un gran gusano, gordo, con
la carne esponjosa como el pan blanco y manchas rosadas grandes como platos. Pensar en que mi
cuerpo entraría en contacto con su desnudez me resultaba repugnante; no me cabe duda de que Rajit
lo sabía..., y eso hacía que su sádico placer resultara aún más grande. Tanto Rajit como Yussuf habían
demostrado hacía poco su recién adquirida virilidad de pie sobre la arena lamida por el oleaje,
exprimiéndose el miembro hasta derramar su blanca semilla en la blancura de la espuma. Pero en
cuanto a Timothy, ¿sería capaz de producir algo? Naturalmente, tenía una contracápsula implantada
en el brazo, igual que ellos, pero era posible que el Médico Descalzo se la hubiera puesto como un acto
de bondad, para ahorrarle el desprecio y las burlas de los otros chicos. Ésa era la razón de que, pese a
mi repugnancia, sintiera cierta curiosidad.
Mientras discutíamos, una gigantesca mantis verde se posó sobre la tumba del Gran Jefe de la Sal
y nos miró fijamente: medía diez centímetros de largo, con dientes de sierra en sus brazos abiertos,
listos para cerrarse de golpe igual que un cepo; tenía los ojos grandes como globos y muy poco cerebro
detrás de ellos. Una Hembra; y estaba embarazada. Su hinchada bolsa de huevos era visible detrás de
sus alas de ángel. Una Kali verde había acudido a presenciar nuestra pequeña ceremonia. Su llegada
hizo que dejáramos de discutir.
Timothy se desnudó torpemente y se acostó sobre la tumba. Su cuerpo recordaba el de un pez
varado en la playa. Todos sentimos la misma mezcla de culpa, fascinación y nerviosismo.
―Abre los ojos ―dijo Rajit . Siva está muerto y debe tener los ojos abiertos para ver.
―Pero, ¿qué ha de ver? ―Los ojos de Timothy se llenaron de lágrimas.
―A Kali, naturalmente. Quítate la ropa, Lila. Pero no te pongas sobre él hasta que no dé muestras
de virilidad. Tiene que conseguirlo mediante el poder del pensamiento.
Me quité mi vestido estampado y se lo entregué a Rose.
―¡Usemos el coco para ayudarle! dijo Rajit, riéndose―. ¡Concéntrate en el coco mágico, Tim!
Rajit cogió el coco y lo depositó sobre los muslos de Tim mientras yo me colocaba sobre ellos,
inmovilizándole. Rajit me hizo poner las manos encima del coco y empezó a moverlo hacia delante y
hacia atrás como si la cáscara del coco estuviera haciendo el amor con el albino. Hizo que la carne de
Timothy frotara contra el surco del coco. Era como una babosa de mar chocando contra el cemento.
El pobre Tim me miraba ciegamente a través de una película de lágrimas y yo seguía
balanceándome hacia atrás y hacia delante, soñando con el viaje espacial.
―¡Se ha meado! ―dijo Rose.
Me aparté de Tim y recuperé mi precioso coco. Tim se puso de lado para escapar a nuestras
miradas y empezó a sollozar en voz baja. Rose me tiró mi vestido y se arrodilló junto a Tim,
acariciando sus ásperos rizos color jengibre, tan cubiertos de sudor como el cráneo de un bebé durante
una rabieta.
―No queríamos hacerte daño, Tim. No es más que un juego ―dijo, intentando calmarle.
Ya no teníamos el valor suficiente para mirarnos a la cara. Estábamos avergonzados. Pisé mi
vestido sin querer, tropecé y desgarré el algodón con una uña del pie.

Cuando volví a casa, mi madre se mostró tan complacida al ver el coco como si el Bardo ya me
hubiera aceptado para el programa espacial. Llamó a los vecinos para invitarles a tomar unos cuencos
de cerveza de coco y le mandó un mensaje al Maestro Makindi, quien no tardó en llegar para unirse a
la fiesta. Él también parecía considerar que el coco era una especie de presagio. Naturalmente, a partir
de entonces todos creímos que así era. Mi tía (la madre de Rose) estaba algo celosa.
―Calla, niña. No es más que una casualidad, no significa nada. Sólo tienes once años. ―Pero yo me
puse la mano sobre el brazo y golpeé el pequeño abultamiento de la cápsula con la punta de un dedo.
―Soy una mujer ―dije, y bebí mi cerveza. El jugo de coco fermentado burbujeó al bajar por mi
garganta―. ¡Soy un útero humano*! ―canturreé―. ¡Mi útero es el espacio!

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La cabeza no tardó en darme vueltas. Ya estaba nadando por el espacio psíquico que había en mi
interior, rumbo a la fabulosa Proción y a la lejana Estrella de Barnard.

* Juego de palabras intraducible entre «woman», mujer, y «womb-man», mujer útero o útero
humano. (N. del T.)

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Nuestro pequeño grupo se disgregó después de la mascarada del cementerio. Era como si algo se
hubiera interpuesto entre nosotros, separándonos. Timothy nos evitaba: se había convertido en el
fantasma solitario de un chico que había gastado la energía de toda una existencia sosteniendo el peso
de mi coco aquel día. Cuando iba a la escuela se quedaba adormilado en el sitio, sin hacer nada.
Consiguió que su piel fuera todavía más repugnante exponiéndose deliberadamente al sol cuando éste
quemaba con más fuerza, hasta que se transformó en una especie de crisálida ambulante de la que
nunca saldría ninguna mariposa. Dentro de ella siempre habría el mismo gusano blanco.
A Rose y a mí ya no nos trenzaban el pelo juntas. Mi tía dejó que a Rose le creciera el pelo hasta
que lo tuvo tan espeso como un matorral. Mi madre llenaba la soledad de las mañanas del sábado de
una forma más satisfactoria atendiendo al Maestro Makindi, que siguió visitando nuestra casa para
enseñarme los mandalas durante aquellas horas de hacer tirabuzones. Además, las aprovechaba para
cortejar a mi madre.
Antes de que hubiera pasado mucho tiempo el Maestro Makindi venía a visitarnos cada día.
Cuando yo estaba allí me hablaba de la Astromancia, el Vuelo Espacial Psíquico y el Bardo, mientras
mamá nos contemplaba con una mirada llena de orgullo y esperanza. Si daba la casualidad de que yo
no estaba en casa cuando venía a visitarnos, al volver me encontraba con que mi madre tenía un
aspecto tan feliz y animado como durante aquellas charlas.

Nuestras lecciones escolares tenían lugar cinco días a la semana, por las mañanas. Las tardes eran
para nadar, jugar algo con los guijarros en la playa, pescar o echar una mano en los campos. El sábado
―el Día de Descanso― podíamos hacer lo que quisiéramos, pero cada mañana de domingo teníamos
clases en el Edificio del Bardo, la vieja mezquita: se nos hablaba del significado del Bardo y de la
Ecología Social, así como sobre el espacio exterior y los misterios internos del mundo, que ahora se
habían unido. Aquellas lecciones dominicales, dadas una semana por Makindi y otra por algún lama
descalzo que visitaba nuestra aldea, nos revelaron cómo nuestro nuevo conocimiento de las estrellas
ayudaba a sostener la Ecología Social de la Tierra, y la razón de que el Bardo fuera la organización
más adecuada para administrar los asuntos de la Tierra.
Rajit, que estaba decidido a ser lama, sacaba muy buenas notas en Ecología Social. A medida que
iba creciendo dejó de gastar bromas y montar mascaradas. Sus ojos no se apartaban de la polvorienta
carretera que seguía la costa hasta llegar a Dar es Salaam, donde las barcazas con velas dirigidas por
ordenador se hacían a la mar llevando sus cargamentos de fibra de sisal, cobre y carne de antílope en
salazón hasta el Golfo Pérsico y la India. Dar es Salaam era el centro donde se entrenaban los lamas de
todo el este de África.
El Bardo... y la Astromancia. Ésa era mi asignatura favorita. La palabra Bardo está formada por las
iniciales inglesas Bureau for Astromancy Researchan and development Organization, Oficina para la
Investigación Astromántica y Organización del Desarrollo. Hace doscientos años, en los Viejos y
Malos Tiempos, poseían cohetes y soñaban con colonizar las estrellas. La Tierra se estaba convirtiendo
en un desierto mientras ellos traían polvo de mundos muertos.
Y entonces, en la parte norte de la India Popular, donde el Tantra, el yoga del éxtasis sexual, había
logrado subsistir durante todas las revoluciones de la historia, la mujer que conocemos como
Camarada Tara Dakini descubrió, por primera vez en toda la historia humana, que estaba en contacto
con un rakshasa, una de las inteligencias alienígenas que habitan en la luna del segundo planeta de la
Estrella de Barnard; y la raza humana pasó bruscamente de un enfoque de la ciencia a otro. Todas las
bases de nuestros conocimientos se alteraron, y así nació nuestro mundo actual. La sociedad también
se alteró de una forma muy brusca: puso rumbo hacia la estabilidad y el compartirlo todo. Así
aprendimos. Así nos lo contaron el Maestro y los lamas.

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El Maestro Makindi era delgado y ágil, y vestía una túnica azul. Siempre estaba dispuesto a
ayudarnos, pero en lo más hondo de su ser se mantenía distante y apartado de mí. De una forma u
otra, ya fuera en clase, donde yo asistía siempre, o incluso en casa cuando nos visitaba (y así siguió
siendo después, cuando se convirtió en mi padrastro).
―La Astromancia ―me enseñó un sábado por la mañana en casa, mientras mi madre me trenzaba
el cabello, repitiendo la conferencia dada el domingo anterior por un lama que había pasado por
Bagamoyo durante su circuito de predicación―, significa comunicarse con las estrellas usando medios
psíquicos, del mismo modo que la necromancia significaba comunicarse con los muertos, en
cementerios, cuando la gente creía en tales cosas.
Se permitió una leve sonrisa de superioridad, como si lo supiera todo sobre aquel pequeño juego
que había tenido lugar entre las tumbas, y mi madre me tiró del pelo aún más fuerte que antes,
dejando al descubierto el cuero cabelludo como si estuviera preparando mi cráneo para que le
aplicaran los electrodos en la prueba del Bardo, anticipándose años enteros a su llegada.
El Bardo... Hubo un tiempo en el que fue una palabra tibetana, antes de que la Oficina se
apoderase de ella. Había un viejo libro religioso tibetano llamado el Bardo Thödol, al que la gente solía
referirse como el Libro de los Muertos, aunque en realidad su título debería traducirse como «La
Liberación Escuchando lo que Sucede en el Plano que Hay Después de la Muerte». En los viejos
tiempos, los lamas tibetanos solían leer ese libro ante los cadáveres para guiar a las almas salidas del
cuerpo y conseguir que llegaran a nuevos cuerpos en los que reencarnarse (o eso pensaban). Sin
embargo, el auténtico valor del libro radicaba en sus disciplinas mentales expuestas para proyectar la
mente humana más allá del cuerpo.
―Ese libro es muy confuso, como ocurre con todos los textos religiosos ―dijo Makindi con una
sonrisa―. Antes de la época de la Camarada Tara Dakini, nadie se había dado cuenta de que todas las
religiones y mitologías no eran más que mensajes interestelares emitidos por nuestros amigos de allí
fuera, mensajes que habían sido malinterpretados y no habían podido llegar a su destino. ¡Todas esas
tonterías sobre la vida después de la muerte! ¡Dejemos que el Hombre convierta la Tierra en un
Infierno, ya que hay un cielo en algún otro lugar! Mientras esa filosofía prevaleciese, jamás habríamos
podido tener una auténtica ecología social. No, Lila, cuando el cuerpo muere, el cerebro se derrite
igual que una medusa expuesta al sol. Y la conciencia también se derrite con él. Subsistes durante
cierto tiempo en las mentes de los demás, bajo la forma de lo que hiciste y de cómo obraste. Sigues
existiendo de una forma social. Pero, ¿individualmente? ¿Qué es un «individuo»? Cuando estás
dormida, ¿eres un individuo? Entonces no tienes conciencia de ti misma. La verdad es que la
conciencia individual propiamente dicha apenas si existe. Es una ilusión.
Durante un breve período de tiempo la raza humana mantuvo la esperanza de que la Camarada
Tara Dakini estaba realmente en contacto con las almas de seres humanos muertos, y de que los
mundos alienígenas eran auténticas moradas espirituales, tal y como creían los antiguos tibetanos. Se
equivocaban. Esa fue la última gran ilusión de la humanidad. Cuando desapareció, el viejo mundo
desapareció con ella. Aquellos mundos alienígenas estaban habitados por auténticos alienígenas, y el
«plano psíquico del Bardo» resultó ser la única forma lógica que esos mundos podían usar para
comunicarse unos con otros, en vez de mediante radiotelescopios. Lo cierto, según le dijeron los
alienígenas a la humanidad, es que, si una cultura enfocaba tecnológicamente el problema del Espacio,
acababa dictando su propia sentencia de muerte, más pronto o más tarde.
El único camino auténtico era el camino del campo corporal. ¡El «campo corporal» humano! Ah,
con qué entusiasmo hablaba de él Makindi.... igual que hacían todos los lamas que pasaban por
nuestra aldea, claro está. Y había buenas razones para ese entusiasmo.
Las religiones habían reconocido en mayor o menor medida la existencia de un campo corporal:
un campo de energía asociado a cada organismo vivo. De lo contrario, ¿qué razón había para que la
cristiandad tuviera a sus santos con halos? Si no, ¿cuál era la razón de que, cuando meditaba, la cabeza
del Buda estuviera rodeada por una aureola brillante? En el Oriente el campo corporal había sido
explorado desde hacía milenios usando varios métodos: mandalas de un considerable grado de
abstracción y otras clases de «diagramas de circuitos» o, de una forma más práctica, en los gráficos de
la acupuntura. Pero las masas supersticiosas se dejaban embobar por los faquires y los milagros,
mientras que los auténticos hombres santos se limitaban a anhelar la unión con el gran vacío del
nirvana.
En el Occidente, las religiones ignoraron el campo corporal, igual que hizo la ciencia... Hasta que
un norteamericano llamado Cleve Backster, por puro capricho, cogió un detector de mentiras y lo
conectó a la hoja de una planta de caucho y descubrió que toda la materia viviente, incluso un
espermatozoide o una célula, posee «percepción primaria», una especie de campo sensible que llega

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más allá del cuerpo. Hasta que un ruso llamado Kirlian fotografió eléctricamente el aura de su propio
cuerpo y descubrió que emitía destellos luminosos que correspondían a los puntos de la vieja
acupuntura china. Hasta que hubo formas de captar en película la actividad eléctrica de las hojas, con
lo que se vio que poseían un campo corporal capaz de seguir subsistiendo durante cierto tiempo
incluso después de que la hoja fuera mutilada; y ello demostró que existía un cuerpo de energía,
aparte del cuerpo físico. Si se le guiaba adecuadamente y se le suministraba la energía suficiente, el
campo corporal podía ser irradiado a grandes distancias del cuerpo. Y, por fin, las religiones
orientales, con su magia y su misticismo podados, hallaron un terreno común que compartir con las
tecnologías occidentales.
El «plano astral» ―del que la ciencia occidental se había burlado durante muchos años― resultó
ser por supuesto el plano de las estrellas. Los guías esperaban pacientemente, guías que habían sabido
mejorar la cohesión de sus propios campos corporales y que llevaban mucho tiempo proyectándolos
hacia la raza humana, y que sólo habían conseguido ser tomados por Dioses o Demonios, o por
fantasmas de la otra vida..., el mismo error cometido por aquellos tibetanos obsesionados con la idea
de la reencarnación que escribieron el Libro de los Muertos. ¡Habría sido mucho mejor llamarle «El
Libro de la Vida»!
―¿Puedes prestarme ese Libro de los Muertos, aunque se equivoque en algunas cosas? Me gustaría
leerlo.
Makindi negó con la cabeza, apenado.
―Sólo he leído un extracto de él. Verás, aunque es un gran clásico, también es un libro
profundamente engañoso. Contiene tantas ideas equivocadas... ¡Hizo falta mucho tiempo para lograr
separar lo que tenía sentido de las tonterías! El Bardo no quiere que la gente vuelva a dejarse engañar
por él. Además, alguien podría intentar poner en práctica sus instrucciones sin ayuda. Ya sabes qué
cantidad de personas quieren ser aceptadas en el Bardo para viajar, ¿no? (¡Que si lo sabía!) Pero el
Libro de los Muertos ignora gran parte de los problemas prácticos: por ejemplo, el yoga tántrico que
necesitas para liberar la energía corporal que sirve de combustible al viaje del Bardo. El Libro de los
Muertos no es más que una rueda del Bardo. ¡Un camión puede correr durante cierto tiempo sobre una
sola rueda, pero acabará volcando! El yoga tántrico es otra rueda, y nada más. Liberar esa clase de
energía por ti mismo es realmente peligroso. Necesitas estudiar diagramas de mandalas para entrenar
tu mente, necesitas ordenadores para que vigilen tus ondas cerebrales..., oh, necesitas muchas cosas
más.
―¡La Camarada Tara Dakini tuvo que ser una mujer muy inteligente o muy afortunada para
resolver todo el problema ella sola y sin ayuda!
―Bueno, los rakshasas la ayudaron... Crearon la primera embajada mental en la Tierra y,
naturalmente, nos mostraron cómo hacer encajar todas nuestras piezas dispersas para formar el
rompecabezas. Una parte de religión oriental aquí, una parte de otra disciplina mental allá...
―¿Una embajada mental? ¿Qué aspecto tiene eso? No consigo imaginarlo.
―Oh, no es más que un edificio como cualquier otro ―dijo él, riéndose―. He visto fotos de la
Embajada de Proción. Es un viejo hotel convertido de Miami Beach. La Estrella de Barnard usa el
Palacio del Potala en el Tíbet. Los yidags de Épsilon Indi usan un monasterio ruso que está cerca del
viejo centro espacial, en el Kazajstán. Pero lo principal es que entrar en el Bardo requiere una clase de
mente muy especial, y ni la décima parte del uno por ciento de los seres humanos poseen esa clase de
mente.
―Lo sé. No debo sentirme decepcionada...
Pero Makindi y mi madre intercambiaron una mirada. Sabía lo que creían. Quizás el amor que
sentían el uno hacia el otro se sostenía hasta tal punto en esa esperanza que necesitaban creer en ella,
ya fuera cierta o no.
Salí de casa y caminé por las calles sobre las que caía la cegadora claridad del sol. Quería estar
sola.
Astromancia. Para mí la palabra tenía otros significados ocultos en su seno.
Romanticismo, emoción.
No pensaba en el aspecto erótico del vuelo estelar, la necesidad de tener un compañero con el que
hacer el amor. Estaba imaginándome lo que sería que tu mente entrara en contacto con algo como un
rakshasa. ¡Aquellos seres llameantes que cambiaban de forma con la fluidez del mercurio, aquellas
criaturas volantes que moraban en ciudades de nubes bañadas por la claridad anaranjada de un sol
alienígena! ¿Cómo se manifestarían en Lhasa? ¿Una luz deslumbrante, una columna de fuego? Los
rakshasas decían llevar diez mil años explorando nuestra galaxia en el plano del Bardo, y después de
diez milenios sólo habían conseguido alejarse quinientos años luz de la Estrella de Barnard. Haría falta

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tanto tiempo para trazar el mapa de toda la galaxia y conocer a todos los seres extraños que vivían en
ella... Quizá no bastara con cien mil años. Aun así, ahora teníamos tiempo para ello. Ése era el único
regalo del Bardo, el más precioso de todos. ¡Espacio suficiente para respirar!
La luz del sol caía sobre la blancura de la calle, trazando una línea de oscuridad que nacía bajo los
tejados de chapa ondulada: un anciano estaba sentado ante su máquina de coser haciéndoles
dobladillos a las túnicas de lino blanco. Su pie bailaba sobre el pedal; bailaba continuamente sin
moverse del mismo sitio mientras todo el mundo bailaba alegremente, sin ir a ninguna parte. Cuando
pasé junto a él me miró y sonrió distraídamente, enseñándome el hueco de los dientes que le faltaban.
Una bicicleta yacía ante una puerta abierta. La huella de sus neumáticos se desenrollaba por la
calle como la piel de una serpiente larguísima. Una gallina avanzaba por el polvo siguiendo la huella
del neumático, con paso lento y pomposo, hasta que un perro salió corriendo de la casa, ladrándole, y
la gallina huyó cacareando, molesta y con todas las plumas revueltas. Éste era el ritmo de la vida
humana actual. Y este ritmo era exactamente el mismo en Nairobi, Nueva York, Moscú y Pekín.
Habíamos logrado salvarnos. Todo el espacio y el tiempo eran nuestros.
Aún había muchas grandes ciudades, cierto; pero ya no eran los tumores del siglo XX tal y como
se los describía en nuestro libro de historia escolar. Aquella cultura llegó a su punto de crisis debido a
su loco impulso de conquistar el espacio con las máquinas y domar la Tierra usando el mismo
sistema..., como si la naturaleza no estuviera viva y fuera una amiga nuestra, y como si cada planta no
poseyera su propio campo corporal, sino que fuera una cosa que necesitaba venenos y sustancias
químicas para hacerla crecer.
Hoy la ciencia tenía su lugar en la vida, el que debía ocupar: los ordenadores que dirigían las velas
de las barcazas transoceánicas o los paneles de energía solar para obtener corriente, o las
contracápsulas de nuestros brazos que limitaban la población manteniéndola en un nivel racional..., sí,
todo aquello había sido inventado en el siglo XX, claro está, pero sólo como míseras «alternativas» al
cáncer básico del crecimiento.
Nuestras almas debían ser muy diferentes a las de aquella masa de competidores egoístas y
codiciosos que vivían entonces..., de hecho, debíamos ser más parecidos a los chinos que ayudaron a
inaugurar el Nuevo Camino mientras Occidente caía en la bancarrota y los guías alienígenas lograban
entrar en contacto con nosotros. Incluso los chinos habían tenido que olvidar sus falsos ideales de
crecimiento y aprender de Occidente, aunque para ellos era más fácil comprender las fuerzas cósmicas
que siempre habían moldeado sutilmente el alma humana y que, sin nosotros saberlo, la habían unido
a las estrellas. Tenían las tradiciones de su lado.
Ahora nos resultaba muy difícil comprender las mentes de los hombres del siglo XX y su ciego
impulso, como si fueran una multitud de topos que se metían por túneles oscuros buscando la
riqueza, el poder, el vuelo espacial, las superautopistas, el frenético viajar de uno a otro lado, las
diversiones electrónicas empaquetadas... Nuestros libros de historia escolar, editados por el Bardo, se
limitaban a contener los hechos sin hacer juicios de valor, pues ésa era la mejor forma de condenar los
Viejos y Malos Tiempos.
Al menos ahora conocíamos nuestras propias mentes. No deseábamos nada de lo que ellos habían
deseado. Y la verdad es que no habíamos renunciado a nada. Al contrario, habíamos conseguido un
mundo sano y cuerdo; y la amistad con los pueblos de las estrellas.
La calma es una cualidad que dudo mucho que comprendieran. Aquellos hombres y mujeres de la
«civilización» anterior... Ahora obrábamos con calma, sí, pero al mismo tiempo vibrábamos, igual que
plantas arraigadas en la tierra, con el centelleo de su propia aura individual rodeando a cada una.
Habíamos visto muchas fotos Kirlian de esas auras en la escuela. Cada vegetal inmóvil era en realidad
una galaxia de luz y energía. Quizás estuviéramos quietos, cierto, pero la vida cantaba en nuestro
interior.

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Rajit se me acercó un día en la calle llevando un objeto de cristal y goma del que sobresalía un
tubo parecido a una chimenea.
―Es una mascarilla de buceo. Con ella puedes ver por debajo del agua. ―Sus dedos no paraban de
acariciar la mascarilla―. Mi tío la encontró en uno de los viejos hoteles de la playa. ¿Quieres probarla?
¿Quieres ir a la isla conmigo?
Nuestros pescadores jamás habían usado nada parecido a aquello. Era un auténtico juguete de la
era del desperdicio. El tubo para respirar estaba hecho de plástico... Así que su tío la había encontrado
en uno de los hoteles abandonados, ¿eh? ¿Y en un estado tan perfecto después de todos aquellos años?
La verdad es que no le creía. Pero, dado que no había ninguna otra explicación, acabé teniendo que
creerle.
Rajit había crecido mucho desde los días del cementerio. Ahora medía bastantes centímetros más
que yo, y lucía los inicios de una barba adolescente.
―Podemos ir mañana con el viejo Mkwepu. Ya se lo he pedido. Bajo el agua hay toda una realidad
distinta. Casi se puede sentir cómo debe ser el vuelo del Bardo.
Aquel tubo de plástico me inspiraba una leve repugnancia. Hubo un tiempo en el que el mundo
entero estuvo a punto de ser destruido por objetos como ése: frivolidades, kilómetros cúbicos de
basura que consumían inútilmente los recursos. Sin embargo, la mascarilla de buceo estaba delante
mío y existía ahora, no hacía dos siglos..., y tenía cierta curiosidad por averiguar cuál era la auténtica
razón de que Rajit quisiera ir a la isla. Evidentemente, pensaba que había llegado el momento de
practicar juegos más serios que una mascarada en el cementerio.

La mañana del sábado ayudamos a Mkwepu a cargar sus redes y sus cestas de sisal para el
pescado en la canoa: él mismo se había encargado de fabricar la embarcación, como se hacía con todas
las barcas de pesca pequeñas, y la madera del interior estaba llena de señales dejadas por la azuela que
utilizó. Mkwepu había pintado un mandala yantra en la proa para tener buena suerte; un racimo de
triángulos entrelazados, cuatro apuntando hacia arriba y cuatro hacia abajo, representando
respectivamente a las fuerzas masculinas y femeninas, con un punto en el centro que se suponía era el
punto de entrada al Espacio del Bardo..., ¡cuando aprendías a entrar en él, claro! (Pero yo ya estaba
preparándome para aprender. Me pasaba horas enteras contemplando yantras y otras clases de
mandalas hasta que acababan grabándose en el ojo de mi mente igual que si fueran nuevos circuitos
cerebrales... El yantra pintado por Mkwepu era bastante tosco comparado con los hermosos
diagramas que Makindi me mostraba, pero aun así tenía un cierto efecto hipnótico.)
El viejo accedió a dejarnos en la isla Sinda para que pasáramos el día allí y pusimos rumbo hacia
los bancos de peces que había cerca de la isla. Rajit había traído consigo un poco de vino de palmera,
pastelillos y una papaya para que comiéramos. Mientras navegábamos se dedicó a tocar una flauta de
madera de la que brotaba una melodía alegre y juguetona que tan pronto parecía misteriosa como
burlona.
―Estamos navegando por la superficie de la realidad proclamó con voz grandilocuente,
quitándose la flauta de los labios para señalar hacia la espuma que se apartaba de nuestra proa―.
Pronto sabrás lo que hay bajo todo esto.
―Oh, sí, seguro ―dije yo, riéndome.
Durante un largo tiempo tuvimos la impresión de estar moviéndonos muy cerca de la orilla, y de
repente cruzamos alguna línea visual divisoria y nos encontramos a una gran distancia de ella. El
continente se encogió hasta convertirse en una línea verde pegada al horizonte marino.
En Sinda no había más que cangrejos y pájaros. Cangrejos grandes como cráneos correteaban por
entre la vegetación espinosa. Pájaros tejedores con el cuerpo manchado de amarillo se movían por
entre la espesura. Gaviotas de plumaje tiznado iban y venían por la playa recorriendo la línea de la

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marea. Rajit y yo éramos los únicos seres humanos de la isla. Las corrientes marinas formaban
turbulencias a cierta distancia de la orilla, rodeando la isla y dejando una franja de unos cien metros
de agua tranquila que se movía en lentas ondulaciones yendo hacia la playa.
Cuando nos desnudamos todo me pareció muy distinto de aquella vez en el cementerio. Ahora
mis pechos eran pequeñas peras negras terminadas en pezones que recordaban los cuernos del
creciente lunar. Rajit estaba tan delgado que parecía medio muerto de hambre, y los huesos tensaban
su carne en demasiados puntos de su cuerpo. Se quitó el turbante y lo arrojó hacia la orilla. Después
hizo lo mismo con la redecilla y dejó que la reluciente cascada negra de su cabello cayera sobre sus
hombros. Parecía una Kali loca y enflaquecida de algún óleo pintado por un barroco artista de
Calcuta. Pequeños cangrejos blancos tan grandes como la uña de un pulgar echaron a correr de lado
para esconderse en sus profundos túneles; partes de la playa se movieron velozmente, parpadeando y
tragándose a sí mismas.
La mascarilla hacía que mi respiración pareciera un ronquido. Mis palabras se convertían en ecos
retumbantes que empañaban el cristal. Si Rajit tenía un aspecto extraño con el cabello suelto, ¡qué
extraña debía parecer yo, con aquel cuerno de plástico azul brotando de mi cabeza igual que una
serpiente kundalini hecha visible!
Fui hacia el oleaje, agaché la cabeza y me zambullí. Antes de que hubiera pasado mucho tiempo,
tal y como me había prometido, estaba flotando en el cielo de un mundo extraño que jamás había visto
antes...
Los corales abrían sus ramas y florecían bajo mi cuerpo: abanicos escarlata, colmillos purpúreos,
platos de color violeta que formaban curiosas ciudades dispuestas en forma de terrazas. Cerebros
amarillos agazapados sobre campos de erizos de mar. Las púas de los erizos, negras como el azabache,
se agitaban suavemente en la brisa líquida y, sin embargo, aquel tipo de vida no tenía nada de blando
o carnoso, aunque los cuerpos brillaban con la suave claridad de la gelatina, como si estuvieran hechos
de una sustancia aterciopelada. Me encontraba en un mundo donde los minerales habían cobrado una
vida tan estática como abigarrada: un planeta de silicio con masas cerebrales porosas y cúpulas
fungoides como sus Pensadores, dominando con su presencia ciudades extrañas e iluminadas por un
vívido resplandor, a medio camino entre la vida y la piedra.
Minúsculos pececillos iridiscentes que más parecían veloces bandadas de pájaros iban y venían
por las ciudades, moviendo sus alas y contemplándome con ojos como burbujas. Las ciudades
parecían proyectar aquellas parpadeantes motas de una vida más blanda que cruzaban sus cielos
como si fueran señales dirigidas de una zona a otra. Me pregunté si las ciudades de nubes del mundo
rakshasa, los bosques de Asura o los yidag en forma de botella me parecerían más extraños que todo
aquello.
Y, de repente, torres, colmillos, terrazas y cerebros se detuvieron ante un risco. El mundo se
desplomó en las profundidades. Estaba suspendida sobre un gran precipicio.
Abajo. Tan lejos... En el abismo, borrosas y medio invisibles, había siluetas amorfas que se movían
lentamente, tropezando unas con otras. Las Profundidades estaban repletas de ellas. Y, sin embargo,
eran invisibles. No eran más que las negruras del abismo resistiéndose a la luz.
¿Sería ése el aspecto que tendría el espacio interestelar? No un vacío incapaz de oponer
resistencia, sino algo tan pesado como el plomo cuya textura se aferraba al viajero en vez de permitirle
pasar... ¿Sería algo provisto de su propia y salvaje gravedad, muy distinta a la gravedad de los
mundos? Comparado con esto, ¿podía decirse que los planetas poseían una auténtica gravedad, o
acaso la gravedad no era más que una fuerza de repulsión que la pesada masa del espacio ejercía
sobre ellos?
Me quedé inmóvil, fascinada y medio enloquecida por el terror, mirando hacia abajo, flotando,
acercándome lentamente al abismo. Y, entonces, algo de forma triangular subió hacia mí emergiendo
de aquella rígida nada, aleteando, desprendiéndose de su telón de fondo y adquiriendo color. Una
gruesa lámina de materia gomosa repentinamente congelada que vino rápidamente hacia mí hasta
volverse de un azul brillante, con ojos amarillos reluciendo sobre todo su cuerpo...
No eran ojos. No. Eran manchas repartidas por su piel. Y en ese instante supe lo que era.
Sus dos únicos ojos estaban clavados en mí. Su cola se movió como un látigo capaz de matarme.
Volví rápidamente hacia la orilla, alejándome de la mantarraya, y me encontré con Rajit que
flotaba sobre su espalda, con el cabello rodeándole como un velo.
Cuando se puso en pie su cabello se le pegó al cuerpo, lacios mechones que dibujaban líneas de
fuerza desde la cabeza hasta la ingle, y de repente se convirtió en un Siddha, un hombre sabio de los
viejos tiempos. Sus ojos ardían con una luz dura e imperiosa. Su sonrisa, tímida y hambrienta...
Fuimos juntos hasta la orilla y Rajit me entregó la botella de vino con un gesto ceremonioso. ¿Un

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nervioso chorro de palabras brotado de sus labios, promesas, halagos, cumplidos? Nada de eso. No
dijo nada. Se limitó a actuar, después de que yo hube bebido. Y era mejor así. Era más sorprendente,
más extraño y misterioso..., y, sin embargo, también era algo esperado, algo que estaba
aguardándome, que siempre había estado aguardando ahí. Hicimos el amor en la playa con una
concentración salvaje, igual que dos desconocidos, en silencio, abriendo los sellos de las puertas que
había en nuestros corazones y nuestros cuerpos. Despertamos al yo escondido que había en nuestro
interior.

Al año siguiente los dobdobs vinieron a buscarme.

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Makindi nos enseñó que una purga es el momento en el que una sociedad se libra del veneno que
hay en sus venas. Pero no lo hace mediante un derramamiento de sangre; ese tipo de herida necesita
demasiados años para curarse. La misma sociedad queda herida. El aislamiento es la cura adecuada.
Sumergir la enfermedad en hielo. Por eso los elementos purgados del viejo mundo ―los científicos que
iban en contra de la humanidad, los falsos filósofos―, fueron enviados a pasar el resto de sus días sin
que pudieran hacer daño a varias zonas de cuarentena que eran frías, sí, pero también estimulantes, y
donde el paisaje poseía cierta pureza. En aquellos tiempos los dobdobs necesitaban armas para vigilar
a los enemigos sociales. Pero, ¿quién haría que un dobdob sacara su arma hoy en día? ¿Quién
rechazaría el honor de ser elegido para el Bardo, incluso si eso significaba no ver nunca más a la
familia o el hogar? ¡Ni yo ni nadie hartamos semejante cosa!
Un equipo de dobdobs llegó a Bagamoyo en helicóptero: el estruendoso parloteo de la máquina y
el resplandor de sus palas nos impresionaron a todos. El autobús de la costa que venía una vez al mes,
con su techo de paneles solares bebiendo el sol africano, era lo bastante rápido para cualquier otra
necesidad cotidiana de nuestro mundo, y lo mismo ocurría con las dhows que nos visitaban durante la
cosecha del sisal. Las máquinas volantes eran sólo para las emergencias, los desastres... y la
Administración Espacial.
Makindi le hizo una seña a Rajit para que ayudara a los dobdobs con su equipo. Mi padrastro
cogió un estuche metálico mientras Rajit luchaba con el otro, que resultó pesar más de lo esperado.
Rajit acabó teniéndolo que dejar en la arena; el dobdob de ojos azules se encargó de llevar su peso.
Las pruebas se realizarían en la escuela. El grupo de candidatas estaba formado por yo misma, mi
prima Rose y otra prima más lejana que vivía en la aldea de Kingongoni, a unos cuantos kilómetros
hacia el interior. Makindi y Mboya, el Médico Descalzo, se habían encargado de recomendar a las
candidatas más adecuadas basándose en pruebas de memoria y percepción, el ritmo metabólico básico
y media docena de factores más.
Un dobdob jovial no tardó en llevarme al despacho de Makindi y me hizo tomar asiento en un
sillón de mimbre situado delante de la mesa. La habitación estaba sumida en la penumbra y las
persianas creaban una brillante rejilla de luces y sombras que arrojaba suaves arco iris sobre la otra
pared. Empezó a hablarme con voz tranquila y baja. No se trataba de «aprobar» o «suspender». Buscar
un campo corporal adecuado al viaje del Bardo era más parecido a buscar un tipo de sangre raro...
―No estoy nerviosa ―le dije―. De veras, no lo estoy.
―¿Y por qué no? Casi todo el mundo suele estarlo.
―Sencillamente, porque no lo estoy.
―¿Eres la chica que encontró el coco?
―Sí.
―¿Y ésa es la razón de que no estés preocupada?
―Supongo que sí.
El otro dobdob, que estaba haciendo los últimos ajustes en sus máquinas, dejó escapar una leve
carcajada.
―Sé que poquísimas personas poseen el poder del Bardo en alguna de sus formas utilizables, y
que poseerlo o no es algo que viene determinado por el azar; pero aun así...
El dobdob de expresión jovial dejó que siguiera hablando sin interrumpirme.
Y, sin embargo, de no haber encontrado el coco, ¿habría estado tan dispuesta a grabar los
mandalas de Makindi en mi mente? Preguntadle a cualquiera qué sistema usa el Bardo para escoger a
sus viajeros estelares, y seguramente obtendréis siempre la misma respuesta: todos los niños de la
Tierra tienen ocasión de probar suerte. Pero, al mismo tiempo, esa oportunidad se daba en muy raras
ocasiones: eso hacía que se convirtiera en un honor, un privilegio, un raro triunfo personal. Aun así,
era un privilegio compartido con todos, y eso hacía que no experimentásemos ningún resentimiento y
no hubiera ninguna sensación de desigualdad.

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

El otro dobdob ya había terminado de comprobar sus aparatos. Había electrodos, auriculares y
una especie de mascarilla que me recordó a la mascarilla de buceo (pero ésta era opaca), y junto a todo
eso había una caja llena de agujas plateadas.
El segundo dobdob colocó delicadamente los minúsculos electrodos en mi cuero cabelludo,
usando una pasta adhesiva y guiándose por el tacto para localizar los sitios adecuados, midiendo mi
cráneo con el compás de sus dedos. Aunque la habitación estaba sumida en la penumbra, tenía los
ojos medio cerrados.
Iba a utilizar grabaciones de mantras que yo oiría a través de los auriculares.
¿Qué sabía yo de los mantras?
Repetí lo que Makindi y los lamas me habían enseñado. Cada átomo del universo es un conjunto
de partículas que, en sí mismas, no son más que pautas de interferencia entre las vibraciones
energéticas primitivas. Los sonidos del mantra, concebidos en la antigua India, imitan esas vibraciones
básicas. Son los «ruidos» primordiales a partir de los que se crea la realidad. Pronunciar los mantras
de la forma adecuada el número suficiente de veces hace que la mente entre en contacto con los ritmos
universales básicos.
―Naturalmente, nunca he oído ningún mantra ―me apresuré a añadir. Sería jugar con fuego...
Despertaría fuerzas que una mente sin entrenamiento no podría controlar.
El dobdob acarició sus agujas plateadas de acupuntura.
―Tenemos que localizar los chakras principales del cuerpo que vibran al sentir los distintos
sonidos del mantra. Háblame de los chakras, Lila.
Los centros energéticos del cuerpo humano. «Ruedas». La medicina oriental fue la primera en
descubrirlos. La medicina occidental acabó aceptando su existencia dos siglos antes de nuestra
época..., cuando el oriente y el occidente convergieron para formar un solo mundo. El kundalini, la
energía vital del cuerpo, pasa por cada chakra subiendo hacia el cerebro, y de él parte al cosmos.
―Tendremos que aumentar un poco tu fuerza kundalini para poder medirla. Si no eres aceptada,
debes prometer que nunca intentarás aumentarla por tu cuenta, utilizando lo que recuerdes de esta
prueba.
Lo prometí.
Jugar con fuego.
―Y ahora, la mascarilla...
Era un estereoscopio, y servía para mostrar imágenes tridimensionales. Proyectaría un mandala
yantra en relieve delante de mis ojos. El dobdob me enseñó una tarjeta.
―Este yantra... ¿Lo conoces?
Vi una plaza en forma de cuadrado rodeada por paredes oscuras. Tenía cuatro entradas. Dentro
de la plaza había pétalos de loto dispuestos alrededor de un círculo negro como el azabache. En el
centro del círculo ardía un punto blanco rodeado por cuatro triángulos blancos con las puntas hacia
abajo. Claro que lo conocía. Hacía años que lo conocía, gracias a Makindi. Era el Kali Yantra, el Yantra
de la Energía Femenina.
En la mascarilla había incorporado un retinoscopio que podía lanzar rayos de luz tan delgados
como lápices hacia los puntos ciegos de mis ojos, allí donde los millones de fibras nerviosas se
agrupan y ofrecen una entrada directa al cerebro. Al igual que los puntos de luz encerrados en el
corazón del yantra ―los puntos bindu―, que dan al infinito, esos puntos ciegos de la retina son sus
puntos bindu particulares, el sitio donde el mundo exterior de las realidades superficiales se
desvanece y se pasa del mero ver a la auténtica visión, al mundo del pensamiento interior.
El dobdob escogió unas cuantas agujas y las esterilizó con alcohol. Me dijo que debía desnudarme
hasta la cintura.
―El chakra situado más arriba está en el cerebro y se llama Sahasrara. La verdad es que quizá sería
mejor llamarle Sahara..., porque es la entrada a un desierto inconmensurable en el que es fácil
perderse y morir. Los mundos alienígenas están tan lejos como cualquier oasis de la Tierra. Recuerda
que este camino a las estrellas no tiene nada de fácil. Sencillamente, es el camino auténtico y natural
para llegar a ellas.
La prueba había empezado. Oí ladrar un perro, y después mis oídos quedaron taponados por los
auriculares y mis ojos cegados por la oscuridad de la mascarilla.
Haces luminosos empezaron a brillar delante de mis ojos, y vi un cono de triángulos con las
puntas invertidas en cuyo interior había... la negrura. Rodeaban un disco negro que parecía el sol
durante un eclipse, un disco a cuyo alrededor había una corona blanca de pétalos de loto y que
contenía un corazón en su centro, igual que si lo que eclipsaba el sol, fuera lo que fuese, estuviera
agujereado. Aquel sol negro se tragaba la luz. Pero los triángulos mantenían confinada la oscuridad.

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Tejían una valla interna de luz. Y, en mi sordera, oí... el mantra. Al principio no pude distinguirlo del
suave latir del aire encerrado en mis tímpanos, aislados por las protecciones de los auriculares. Pero
muy pronto, en aquel silencio palpitante, pude oír un sonido:
HUM.., HUM..., HUM..
Latiendo. Aumentando de intensidad. Creando ecos en mi mente, ecos que unían el pasado, el
presente y el futuro hasta que todo el tiempo se volvió una sola cosa y me encontré viviendo
simultáneamente en todos los tiempos.
HUM, y cada pétalo de la brillante corona blanca vibraba mientras yo giraba alrededor de aquel
sol negro, yendo de una protuberancia a otra, mitad en el tiempo, mitad en la eternidad.
Mi ombligo relucía. Ya debía tener una aguja de acupuntura metida en él. O quizá no estuviera allí
sino en algún otro sitio, comunicándose con el ombligo a través de los nervios invisibles e inmateriales
del campo corporal. Una suave gema llameante ardía de forma indolora pero insistente en aquel
punto de mi cuerpo donde la carne se doblaba sobre sí misma, y mi cuerpo se imaginó un cordón
umbilical que palpitaba bajo el peso de un fluido caliente, uniéndome al útero universal dentro del
que flotaba, igual que la estrella negra de pétalos resplandecientes rodeada por una valla de triángulos
flotaba dentro de un patio rodeado por oscuras paredes.
Los pétalos de la corona se fueron volviendo de color azul a medida que la oscuridad se filtró
hacia el exterior del patio, adoptando tonalidades lilas, violetas y púrpuras. Cuando se volvieron
negros el sol negro dejó de existir como entidad separada. Y me encontré flotando sobre un túnel de
triángulos resplandecientes que habían dejado de ser un cono de vallas capaces de impedir la entrada
y la salida, convirtiéndose en una pirámide invertida de peldaños..., un embudo que llevaba hacia
abajo.
El mantra cambió: ahora recordaba el entrechocar de unos címbalos.
¡TRAM! ¡TRAM! ¡TRAM!
El embudo osciló locamente. Primero era un embudo, luego una pirámide. Se dobló sobre sí
mismo, perdiendo sus dimensiones, mareándome. Me encontré suspendida sobre el mismísimo punto
bindu y, un instante después, el punto estaba muy por debajo de mí y yo caía caía caía... Una pirámide
volvió a hacerme subir.
Sentí nacer un segundo foco de calor entre mis pechos. El calor fue haciendo que aquellos locos
giros se detuvieran. Ya no podía ver la pirámide, sólo la profundidad del embudo, los peldaños de luz
que llevaban hasta el punto central del resplandor. Sólo que ahora ese punto no se encontraba abajo,
sino fuera. ¡Fuera de mí misma, fuera del mundo!
¡HRIH! ¡HRIH! ¡HRIH! El zumbido casi me perforó los tímpanos, como si fuera el gemido de un
animal atrapado en un cepo. Y me ardía la garganta.
El fuego de mi ombligo se había esfumado. Ya no sabía dónde estaban mis piernas, no conseguía
localizarlas. Toda la parte superior de mi cuerpo flotaba, alejándose de ellas...
¡Entonces, esto era lo que se sentía cuando el Cuerpo de Energía se liberaba! ¡Tuve la impresión de
haberle convertido en un centauro, con mi Cuerpo Sutil asomando de mi Cuerpo Material igual que la
parte humana de la parte equina!
Mi garganta ardía igual que si se hubiera vuelto incandescente. «¡HRIH! ¡HRIH!», grazné, con las
fosas nasales dilatadas en un relincho. El sonido era yo misma; yo era el sonido. ¿Auriculares? Nada
de auriculares. Este sonido era el sonido-semilla de mi propia existencia. Hasta sabía de qué fosa nasal
brotaba este chillido hecho de aliento: de mi fosa nasal izquierda, no de la derecha.
Una de mis piernas de energía logró soltarse con una brusca sacudida, y el primero de los cinco
triángulos pasó disparado junto a mí, dejándome atrás, mientras que los cuatro triángulos restantes se
hinchaban hasta llenar todo el espacio. El punto brillante se dilató, convirtiéndose en un disco...

El gemir del ¡HRIH! fue apagándose hasta volverse un leve zumbido. Tanto los triángulos como el
disco bindu desaparecieron. Ahora sólo quedaba el lento baile de las imágenes residuales.
Algo..., no, alguien me estaba quitando los auriculares de los oídos. Alguien estaba hablando.
Alguien estaba quitándome la mascarilla de los ojos. Un mundo fue reapareciendo ante mí: una
habitación fantasmagórica en la que había geometrías de niebla que iban disolviéndose lentamente,
espectros de puntos y triángulos. Los dobdobs estaban sacando los gráficos de su máquina. Su
escrutinio pareció durar una eternidad mientras yo seguía sentada, sin que me hicieran caso, no
sabiendo si podía abotonarme el vestido.
Y, finalmente, el dobdob de rostro jovial alzó los ojos y me sonrió.
―Felicidades, Lila. Irás a las estrellas.

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

Apenas si tenía un par de horas para despedirme ―tiempo durante el cual los dobdobs estuvieron
ocupados haciéndole la prueba primero a Rose y luego a mi otra prima, con resultado negativo en los
dos casos―, pero me pareció que esa premura era preferible. Ahora me había convertido en una
especie de prodigio, el milagro de la aldea. Y, sin embargo, todo aquello también tenía su faceta
temible. Lo percibí en las nerviosas felicitaciones de la gente que se congregó en casa de mi madre
para beber cuencos de cerveza. Viajaría a las estrellas para que nuestra aldea pudiese permanecer
igual que ahora: inmóvil y segura. Sus palabras de felicitación y sus buenos deseos estaban cargados
de un impulso parecido al del retroceso: una reacción igual y opuesta a la de mi inminente partida.
Mi tía, la madre de Rose, vino a darme un beso de despedida. Esa rápida visita parecía anunciar
una reconciliación entre ella y mi madre. Se abrazaron, unidas por aquel momento de pérdida y
recuperación, pues lo que habían perdido en mí lo recuperaban la una en la otra; y aquello parecía
alegrarlas. Los celos que habían manchado todos los años transcurridos desde que encontré el coco se
esfumaron como por arte de magia. Rose no tardaría en visitar de nuevo la casa de mi madre,
ocupando el lugar de su corazón que me había estado reservado a mí. Rose no vino a despedirme.
¿Estaría en su casa, llorando e intentando superar su decepción? Es lo que yo habría hecho en su lugar.
Rajit había sido aceptado como estudiante en la lamasería, pero aquello no tenía nada de
extraordinario; aún debería quedarse en Bagamoyo durante tres semanas más antes de coger el
autobús que le llevaría al sur.
Al final de aquel frenético intervalo, Makindi se presentó en casa de mi madre acompañado por el
dobdob rubio; me besó distraídamente en la frente, y mi custodia pasó de sus manos a las del dobdob.
Toda la aldea presenció el despegue del helicóptero, saludando entusiásticamente con la mano.
Pero sus saludos iban dirigidos al helicóptero, no a mí. Ya me habían olvidado.
Las palmeras, que siempre habían mantenido sus coronas de hojas a tanta altura, se hundieron en
el suelo y se transformaron en estrellas de mar verdes que proyectaban negros erizos de sombra sobre
un retazo de tierra amarronada. El paisaje se convirtió en un modelo de sí mismo, un juguete visto
desde el aire. Viajar así podía hacer que la gente perdiera la escala de las cosas. El mundo se convertía
en un mapa sobre el que se podían hacer garabatos. Ningún campo o árbol era vital. Siempre había
más mundo que ver..., mundo disponible, mundo que podía ser consumido y sacrificado. Comprendí
cuán fácil era que la movilidad produjera esa despreocupada capacidad de explotación.
Nos alejamos en ángulo de la costa, siguiendo la tira roja de la carretera que se abría paso por la
espesa vegetación verde cruzando un riachuelo y un par de aldeas con muchos cocoteros. Vacas que
parecían escarabajos peloteros pastaban entre ellos. Después empezamos a sobrevolar las plantaciones
de sisal: kilómetros de pinchos verdes que formaban una parrilla geométrica sobre la tierra.
Estaba sentada junto al piloto. Se llamaba Sam, Sam Shaw, y era norteamericano. Los dobdobs
encargados de las pruebas iban sentados detrás nuestro, hablando en lo que supuse sería chino.
―Sí ―dijo Sam cuando se lo pregunté―. Liu es chino. Es el jefe.
―¿Y el otro?
―Yongden es tibetano. Pero no hace falta, que te tomes la molestia de recordar sus nombres.
Operan en África, así que no volverás a verles, y yo me separaré de ti en cuanto te haya llevado al
Centro del Bardo de Florida. Florida te gustará. Mares cálidos, palmeras... Más edificios y ciudades
que aquí, y una explotación agrícola mucho más intensa. ¡Naranjas! Se las puede oler desde lejos...
―¿Ciudades?
―Oh, sí. Miami sigue teniendo una población de casi un cuarto de millón de personas. Sin contar
el Centro del Bardo... Y seguirá teniendo esa población, dado que le proporciona energía y suministros
al Centro. ¡Aunque tampoco es la mayor ciudad del mundo, claro! De todas formas, la política
descentralizadora funcionó bastante bien, especialmente en las viejas llagas como las ciudades
asiáticas o las megalópolis norteamericanas. Repartir a la gente por el campo ha servido para que ya
casi hayamos conseguido llegar a la densidad óptima de población en todo el mundo. Los que viven

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en ciudades ya no tienen la sensación de ser gente especial. El Japón fue un auténtico problema; pero
la emigración a Siberia y Australia ayudó bastante... De camino recogeremos a unos cuantos
candidatos más. Podrás hacer amistades durante el vuelo.
―Sam, ¿eres de Florida?
―Oh, todos los sitios son iguales ―dijo él, encogiéndose de hombros―. Tanto da de donde seas.
Seguimos volando durante quince minutos hasta ver unas torres blancas que brotaban de una
pequeña hilera de colinas rodeadas por una llanura de maleza. Fuimos hacia ellas, cobrando altura, y
no tardamos en ver la ciudad, Dar es Salaam: una franja de tejados rojos y blancos que seguía la curva
azul de la bahía, allí donde el mar se perdía por detrás de las colinas.
―Aquí está el campus de entrenamiento. Supongo que tanto tu padre como el Médico Descalzo
fueron adiestrados aquí. Tomaremos tierra para dejar a Liu y Yongden.
A medida que nos acercábamos, los edificios iban perdiendo su brillo y parecían más gastados por
el tiempo. En las paredes había telarañas de grietas dejadas por el estuco al desprenderse. Las
carreteras estaban llenas de baches. Los techos de las pasarelas que unían los edificios se habían
oxidado. Los adoquines que faltaban dejaban ver retazos de barro rojizo. ¿Qué importaba que la
carretera tuviera baches si ahora sólo se la usaba para caminar? Y que la gente se mojara un poco
cuando iba de un edificio a otro. carecía de importancia; no se derretirían.
Hombres y mujeres vestidos con túnicas de colores iban y venían por las pasarelas para dirigirse a
las aulas de grandes ventanales. Un grupo de trabajo estaba ocupándose de los jardines que nacían al
pie de las aulas y se perdían colina abajo hasta llegar a una granja en cuya explanada se veían
centenares de gallinas: la tierra marrón oscilaba, moviéndose en un nervioso cacareo. Los rascacielos
blancos parecían estar fuera de lugar: qué edificios tan pomposos y llenos de codicia... Me alegró que
estuvieran deteriorándose y volviéndose más sensatos. Merecían ser utilizados, no mimados.
Sam posó el helicóptero sobre un cuadrado de asfalto lleno de hoyos situado entre dos bloques de
aulas. Los rotores fueron deteniéndose con un gemido y Liu, el chino, me dio una palmadita en el
hombro.
―Ridículamente lejos de la ciudad y estúpidamente lujoso, ¿no estás de acuerdo? ―(Lo estaba)―.
Vivían una época de grandes hambres y creyeron que ésta era la mejor forma de hacer progresar un
país pobre. Pensaban que cada país era una pirámide. Bien, éste era el sitio donde se podía adiestrar a
un minúsculo porcentaje de niños para que se convirtieran en fragmentos de la base de la gran
pirámide que llegaría hasta Marte y la Luna, sosteniéndose sobre las cabezas de los desgraciados.
Antes de salir de la cabina, Yongden me dio una palmadita algo más alegre que la de su
compañero.
―Es un servicio, no un privilegio ―me dijo con una sonrisa. Liu le pasó las maletas con el equipo
para las pruebas y Yongden las llevó hasta la puerta más cercana, donde había una carretilla
esperándole. Sam apenas dejó que Liu tuviera el tiempo suficiente para salir del helicóptero y
agazaparse: su dedo ya estaba sobre el botón del encendido. Las aspas empezaron a girar, volviéndose
borrosas hasta convertirse en un disco de aire sólido que proyectó un chorro de polvo rojizo sobre las
medio borradas líneas del suelo que indicaban las parcelas de estacionamiento para los coches; un
instante después, el helicóptero salió disparado hacia los aires, igual que un saltamontes.
No íbamos a sobrevolar la ciudad. Iríamos directamente hacia el aeropuerto, que se encontraba al
oeste. Supongo que debí poner cierta cara de decepción, pues Sam golpeó el indicador de combustible
con la punta del dedo.
―Cada litro de gasolina tiene que recorrer lo mismo que tres mil kilómetros en dhow ―me
recordó―, y pronto viajarás hasta años luz de distancia, Lila.
Sobrevolamos la espesura de la que emergían los cactus y los baobabs: chicos minúsculos
vigilaban reses de color amarronado con una joroba en la espalda. Una docena de fábricas rodeaban
otra carretera llena de baches y grietas, y sobre sus tejados de estaño se veían pintadas palabras. CHAI,
KATANI, VIATU. Té, Sisal, Zapatos. Más allá había un aeropuerto, vacío con excepción del pequeño
reactor plateado que nos esperaba en la pista. Una valla de alambre impedía que el ganado se metiera
en ella. Nubes de chorlitos y avutardas asustadas salieron disparadas de las charcas aluviales que
había entre la hierba al sentir que nos acercábamos.
Un dobdob africano emergió de la torre de control rematada en una cúpula de cristal para
recibirnos.
―La jovencita negra que quiere explorar las estrellas, ¿no? ―dijo, y en su voz había un cierto
veneno. Se frotó lentamente el cuello―. Bien, ¿qué es lo que realmente ha hecho que tú fueras
seleccionada y las demás no? ¿Lo sabes? Los auténticos místicos solían esforzarse toda su vida para
llevar a cabo unos cuantos milagros, cosas como caminar sobre el fuego o detener sus corazones

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durante media hora. ¡Y ahora cualquier mocosa puede aparecer de la nada para que todo el maldito
universo se rinda ante ella! ¿Quién lo sabe? ¿Hay alguien que lo entienda?
―Supongo que usted quería participar en los vuelos del Bardo, ¿no? ―le pregunté con amabilidad.
Él se limitó a fruncir el ceño.
―Oiga ―dijo Sam, enojado―, usted también es parte de la aventura y no debe olvidarlo. Todos los
seres humanos son parte de ella.
El dobdob africano agitó la mano señalando los pájaros, que estaban volviendo a posarse en las
charcas.
―¿Qué clase de aventura es ésta? ¡Fíjese en la cantidad de tráfico aéreo que tenemos!
Sam acabó perdiendo la paciencia con él..., y con razón, o eso me pareció.
―¿Preferiría que el cielo estuviera lleno de aviones, quemando combustible, escupiendo humo y
llevando gente a ningún sitio sin ninguna razón que lo justificara? ¿Qué le ocurre? ¿Es que el clima le
resulta demasiado cálido? ¿Le gustaría algún lugar más frío, donde pudiera pasarse todo el día
quitando nieve de su pista de aterrizaje con una pala? ¿No? Bueno, aquí tiene algo de qué
preocuparse..., nuestro plan de vuelo. ―Sam le metió una hoja de papel entre los dedos―. Kano,
Dakar, Miami. ¿Quiere tener la bondad de darnos permiso para despegar? Encárguese de controlar el
tráfico aéreo para nosotros, ¿de acuerdo?
―De acuerdo, lo siento. Mis disculpas. Que tengas buen vuelo, jovencita negra. ―El hombre me
sonrió con tristeza―. Sigue tu estrella.
―¡Lo haré!
―Un buen vuelo es un vuelo eficiente―dijo Sam con aprobación, llevándome hacia el reactor
mientras el dobdob volvía a su torre de control.
Sólo había unos pocos asientos libres. La mayor parte estaban llenos de cajas de cartón en las que
había escrito SUMINISTROS MÉDICOS/BARDO DE MIAMI/CORREO AÉREO. Me pareció que era
una distancia increíble para mandar por vía aérea suministros médicos, a menos que Norteamérica
estuviera siendo devastada por alguna plaga incontrolable.
―No, no es nada de eso ―dijo Sam. Seguía estando irritado. Su tono de voz me indicó que aquello
no era asunto mío. Me escogió un asiento junto a la ventanilla y se inclinó sobre mí para abrocharme el
cinturón de seguridad―. Tardaremos unas cinco horas en llegar hasta Kano, Nigeria. Pasaremos la
noche allí, y recogeremos pasajeros por la mañana. Cuando hayamos despegado me encargaré de
preparar un poco de comida. ―Fue hacia la cabina de pilotaje y empezó a calentar los motores, pero
había dejado la puerta entreabierta, por lo que de vez en cuando podía oír su voz entre el ruido de los
reactores―. Vuelo MIA-65 a Control Aéreo de Dar. Pido permiso para despegar...
Y subimos hacia el cielo, en dirección oeste, yendo hacia las colinas y el gran círculo enrojecido del
sol. Una luz escarlata empapaba las pocas nubes que flotaban sobre el paisaje, y siguió empapándolas
en el crepúsculo más prolongado que jamás había visto. Estábamos persiguiendo al sol a través del
mundo.
―¿Liu? ―oí decir a Sam por la radio, pasado un rato. No logré comprender todas sus palabras―.
Una manzana podrida puede acabar estropeando todo el barril, Liu. No puedes permitir que un
dobdob se dedique a difundir el resentimiento... Vale, quizá necesite tener algo más de
responsabilidad. Dale una ocasión para que conozca los hechos. Sí, los hechos de la defensa, eso es. Si
eso no consigue que esté dispuesto a cooperar, habrá que ponerle en hielo...
Me dediqué a mirar por la ventanilla, preguntándome qué significaba eso, pero la visión de toda
aquella vegetación teñida por el ocaso resultaba demasiado maravillosa para que me preocupara por
ello. Los árboles eran puntos con sombras que se alargaban hacia el este, como enjambres de
espermatozoos que nadaran sobre aquel suelo color magenta lleno de surcos.
―Qué diablos... ―exclamó Sam en cuanto abandonó su asiento de pilotaje y vio que la puerta
estaba entreabierta―. Era pura envidia... Me refiero a ese tipo del aeropuerto, ¿entiendes? Hasta yo te
tengo envidia. ¡Imagínate, viajar hasta las estrellas sin utilizar ni un litro de combustible! Podrás
devolverle a la sociedad todo lo que ha hecho por ti multiplicado un millón de veces.
El reactor siguió volando guiado por el piloto automático. Sam fue a una minúscula cocinita que
había al final del pasillo ―me invitó a que le ayudara, pero la verdad es que lo único que hice fue
contemplarle―, y preparó unos sabrosos rollos de soja procedentes de los campos de soja de Florida.
Cogió una docena de aquellas láminas, secas y quebradizas, las sumergió en extracto de gambas, las
envolvió en tela, las puso al baño maría y acabó obteniendo una masa que hizo pasar por un tubo y
cortó en cuatro trozos. Dijo que eran rollos yuba. Parecía estar orgulloso de sus habilidades culinarias.
Después de comer, el sol consiguió escapar de nosotros y una gibosa luna amarilla quedó
suspendida del cielo..., era la misma e inquietante linterna de siempre, ésa que el hombre de ahora

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ignoraba tan sabiamente. Nuestra gran luna, tan cercana, bien podría haber sido puesta en el cielo con
una deliberada malicia para apartarnos de nuestro auténtico destino: sí, colgaba del firmamento para
que el hombre tecnológico le aullara como si fuese una jauría de chacales. Estuve mirándola hasta que
me dormí. Una pelota de roca estéril; el camino que nunca podría llevarnos a las estrellas.
Sam me despertó y volvió a la cabina: esta vez se aseguró de cerrar bien la puerta. Estábamos
llegando a Kano y mi corto sueño, terminado de una forma tan brusca, me había dejado algo aturdida.
Vi las luces del aeropuerto antes de que aterrizáramos, pero no tardaron en apagarlas. Salimos del
reactor, y el aire estaba tan caliente y lleno de polvo que me irritó los ojos. La luz de la luna permitía
ver una gran llanura en la que asomaban los bultos de dos colinas lejanas, o quizá fueran dos
pirámides o palacios. Junto a nosotros se alzaba la oscura masa de un edificio con muchos pisos,
aunque sólo había luces en los dos primeros.
Sam tosió y escupió en el suelo. Moví las sandalias y descubrí hasta qué punto estaba reseco el
suelo: arena resbaladiza, sin la más mínima huella de sal.
Esperamos.
―Dormiremos ahí, en ese gran edificio. Antes fue un hotel de lujo. Esto era un aeropuerto
internacional, la encrucijada de África. ―Podía perdonarle su puritanismo sarcástico. No es que
estuviera intentando amargarme el viaje, nada de eso... Sencillamente, su trabajo hacía que se pasara la
vida viajando, y todo el mundo sabía que viajar de aquella forma, usando máquinas tan caras, era un
crimen. Debía sentirse como si fuera una especie de criminal voluntario.
Por fin, dos botones de luz vinieron lentamente hacia nosotros; un camión cisterna.
El chofer, un árabe, bajó de la cabina y cogió una gruesa cañería sujeta con abrazaderas a los
flancos de la cisterna; vi más cajas de cartón en las que ponía «suministros médicos» amontonadas en
el asiento contiguo al del conductor.
Sam firmó unos cuantos papeles para conseguir el combustible que nos llevaría a Dakar, y nos
dispusimos a cruzar el medio kilómetro de suelo duro como roca o cemento agrietado que nos
separaba de nuestro hotel.

La luz del amanecer entraba por la ventana. No había cortinas. De día mi dormitorio parecía aún
más austero y desnudo que cuando lo vi de noche, iluminado por el resplandor de una linterna sorda.
El cuarto de baño contiguo no tenía agua corriente: la polvorienta bañera contenía una jarra de agua, y
también había una letrina portátil química, colocada junto al lavabo seco dentro del que yacía un
marchito ciempiés color jengibre.
Fuera, la ciudad de Kano ofrecía un espectáculo de la más absoluta desolación.
Kilómetros de tierra reseca que iban convirtiéndose gradualmente en dunas, y una carretera que
nacía al sur del hotel y rodeaba un paisaje devastado de cascotes y guijarros más allá del que había
paredes de barro amarillo circundando edificios blancos que parecían bloques de sal. Las dos grandes
jorobas de camello que había visto la noche antes se encontraban dentro de esos muros: eran colinas,
sí, y parecían dos pechos, pero de ellos no brotaba leche. Todo estaba seco.
Unas cuantas siluetas vestidas de blanco montadas en camellos y caballos color pizarra iban por el
camino que llevaba hacia las lejanas puertas de la ciudad, y también había gente que iba a pie,
encorvándose bajo el peso de los fardos que llevaban a la espalda: hormigas con pelotas de
excremento encima. Alguien apacentaba un rebaño de cabras, pero lo que comían era un misterio.
Cintas de humo se alzaban de un campamento de tiendas situado fuera de los muros de la ciudad.
El vacío iba ofreciendo poco a poco más edificios, gente y animales a medida que lo observaba;
pero nada de todo aquello abundaba. Kano entregaba sus detalles despacio, con parsimonia.
El aeropuerto del oeste era mucho más grande que el de Dar, y estaba igualmente desierto: a su
alrededor no había pájaros y hierba, sino dunas de arena.
Después de haberme lavado con el agua de la jarra, bastante salada, Sam llamó a la puerta y entró
en mi habitación.
―Sam, ¿qué pasa aquí? ¿Por qué hay una ciudad en el desierto? Pensé que todo el mundo tenía lo
necesario para subsistir. ¡La tierra está seca, se muere de hambre!
―No, ahora ya se ha estabilizado. Estamos manteniéndola estable. En cuanto a las personas, están
bien atendidas. No te lo creerás, pero hubo un tiempo en el que aquí vivía tanta gente que su mierda
bastaba para hacer que el suelo diera cosechas dos y tres veces al año..., verduras, nueces, mijo, alheña,
lo que quieras. Las mayores porquerizas del mundo se alimentaban con sus sobras y desperdicios.
Después, el desierto se desplazó hacia el sur..., ¿y qué pasó? ¡Mandaron otra nave a Marte para que
volviera trayendo sacos de polvo mientras esta arena asfixiaba a un millón de almas hasta acabar con

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ellas! Pueblos enteros emigraron hacia el sur para escapar. ¿Y qué hicieron entonces? Trazaron una
línea en el mapa y dijeron: Hasta aquí, y no más allá. Los que se hacían llamar economistas dijeron que
diez millones de personas debían morir para que algunos otros millones pudieran vivir. Crearon esa
línea al norte de esta ciudad. La defendieron con verjas electrificadas y campos de minas..., ¡y durante
todo ese tiempo los grandes reactores llenos de turistas seguían aterrizando aquí, llevando turistas
hacia el norte y el sur! Ahora todo va bien. Quizá no lo parezca, pero así es. Ven, conocerás a nuestros
pasajeros y podremos despegar. Son dos chicos hausa que vendrán a Miami contigo.
―¿Hausa?
―El lenguaje local. No te preocupes, también hablan árabe e inglés. No creo que tengáis
problemas para comunicaros. Son un auténtico par de parlanchines...

Los dos chicos eran mellizos, lo cual hacía casi imposible saber quién era Hamidou y quién
Abdoulaye. No tardé en considerarles una especie de conjunto: Hamidou-A y Abdoulaye-H, con cada
uno de ellos ocupando alternativamente la posición dominante. Ésa parecía ser la opinión que ellos
mismos tenían de su relación. Sus cabezas eran flacas y algo caballunas, con rasgos que bajaban
rápidamente hacia unos mentones pequeños y muy pronunciados, y fosas nasales bastante anchas y
abiertas. Tenían los ojos grandes y brillantes, con unas espesas pestañas que no paraban de aletear
sobre los minúsculos abultamientos óseos de los pómulos. Su piel era más negra que el negro; relucía
igual que si hubiera sido alisada por la arena que flotaba en el viento.
Hablaban el uno con el otro y conmigo usando tanto el hausa como el árabe y el inglés, según
quién le estuviera diciendo qué a quién, cambiando de idioma a media frase, dejándome entrar y salir
de un triángulo de conversación en el que sólo dos ángulos mantenían una realidad continuada. Con
eso lograban la hazaña de incluirme y excluirme al mismo tiempo, pero lo hacían con una amable
jovialidad, sin malicia y sin ponerse nerviosos. No era tanto que resultasen «difíciles de seguir», sino
que era absolutamente imposible seguirles..., ¡y a veces era lo más sencillo del mundo! O estabas con
ellos o estabas lejos. Estabas aquí o en la nada, sin ningún estadio intermedio, y en muchas ocasiones
me encontré varada en un punto irreal que carecía de existencia.
Como eran mellizos, habían estado controlados desde muy pequeños. Al parecer el Bardo estaba
llevando a cabo un programa de investigación basándose en la teoría de que los mellizos poseían una
considerable empatía mutua para captar los estados anímicos, y eso podía «sintonizar» sus Cuerpos
Energéticos y llevarlos a un estado más sensible que el normal. Quizá no necesitaran ningún tipo de
educación para conseguir el estado anímico que el Bardo andaba buscando; era posible que
consiguieran ser mucho más conscientes de cómo era su ser interno, pues lo veían reflejado
directamente en otra persona y, al mismo tiempo, podían desprenderse del Yo porque había otro Yo
independiente.
―Pasamos las pruebas hace muchos años―alardeó Abdoulaye-H.
―Cuando éramos críos ―añadió su mellizo. (Hamidou-A tenía una pequeña peca en su mejilla
izquierda; en cuanto a su hermano, una de sus largas uñas en forma de almendra estaba mellada...)
―Nuestros Maestros nos enseñaron yantras. Estábamos en habitaciones separadas.
―Aunque no podían estar seguros de si serviríamos para el Bardo hasta haber dejado atrás la
pubertad.
―Ya lo sé ―dije yo.
―Antes no piensas de una forma lo bastante conceptual. El pensamiento conceptual es el nivel
más elevado del pensamiento. Sabes lo que es real, pero también sabes lo que es posible.
―Puedes separar lo Real de la telaraña de las posibilidades.
―Dado que la mente es un telar que no para de tejer telarañas ―dijo Abdoulaye-H (uña rota),
riéndose.
Estábamos volando sobre un paisaje árido y desierto: una desolación color ocre con leves
interrupciones de sabana herbácea que siempre acababa muriendo para volver a convertirse en polvo.
Una tierra triste y desgraciada...
―Verás, cuando llegas a la adolescencia, todos los hechos inmutables del mundo se convierten en
variables libres, pero no antes...
―! ...y todos esos hechos pueden ser aislados, recombinados y permutados en un número n de
modelos!
―El análisis de red del espacio n-dimensional... ―parloteó Hamidou-A, tocándome el codo. (Peca
en la mejilla.)
―¡...forma los mandalas de las ideas maduras! ―siguió diciendo su mellizo.

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―Lila, ¿has estudiado el álgebra booleana?


―No tuve tiempo dije. La verdad es que, cuando estaba en la escuela de Bagamoyo, aprendí muy
pocas matemáticas. El canturreo de los dos mellizos me parecía tan inaprensible y abstracto...
¿Estarían intentando impresionarme? No lo creo. Eran así, sencillamente, y al mismo tiempo nadie les
interesaba lo suficiente como para tomarse semejante molestia.
―Verás, en realidad, los yantras y los mandalas son modelos cuasi-booleanos para utilizar en
nuestro ordenador cerebral...
―¡...para permitirnos pasar al plano del Bardo!
―Vivimos rodeados por un mundo desnudo donde hay muy pocas cosas. Un mundo abstracto.
Piensas en abstracciones y acaba siendo algo natural para ti ―se disculpó Abdoulaye-H―. Sé que hay
muchas formas de llegar al Bardo, y no hay ninguna que sea superior a las otras. Mientras tu mente y
tu campo corporal logren organizarse de la forma adecuada... Pero nosotros sentimos cierta
inclinación hacia el álgebra, eso es todo. ―Empezaron a caerme bien. La verdad es que, pese a esa
eterna embriaguez compartida, su aparente fanfarronería y sus matemáticas, daban la impresión de
ser buenos chicos. De hecho, eran un poco simplones, casi encantadores. Para ser hijos de la
desolación, poseían una notable inocencia: quizá fuera porque, tal y como me habían dicho, su mundo
siempre había sido puro y abstracto.
―¿Podéis leer cada uno en la mente del otro? ―les pregunté.
―Somos un equipo en conjunción―dijo Hamidou-A, riéndose―. ¡Compartimos las cabezas y nos
robamos los pensamientos!
―¡Y luego nos pisamos los chistes!
La verdad es que no entendí ni una palabra de lo que decían, y un instante después ya estaban
hablándose el uno al otro en árabe y en hausa, con lo que me quedé muy lejos de ellos, perdida en un
punto del espacio.
Corrientes de aire cálido de gran potencia brotaban del suelo, y volamos a través de bastantes
turbulencias. El parloteo de los mellizos tenía el mismo efecto que esas turbulencias: me hacia subir y
me dejaba caer de golpe.

Acabamos sobrevolando unos apretados rompecabezas de campos y pantanos vidriosos, y el mar


apareció repentinamente ante nosotros: franjas de espuma arrugando una superficie de estaño azul.
Una península que tenía la forma de una cabeza de jirafa albergaba una compacta ciudad blanca que
se asomaba al océano, con el cuello curvándose alrededor de una bahía en la que los rompeolas
protegían hileras de muelle. Algunas barcazas transoceánicas de gran tamaño estaban ancladas allí,
con la lona de las velas enrollada en sus cinco mástiles.
Nunca había visto una ciudad tan grande. Parecía estar viva, ser algo orgánico y bien
equilibrado..., no como Kano, maltratada por el Sahara. Los grandes edificios fueron cediendo el paso
a los suburbios y luego a las granjas; aterrizamos y rodamos unos metros por entre campos de mijo y
nueces.
Sam nos dijo que esto era el Aeropuerto de Yoff, en Dakar; pero sólo nos quedaríamos allí media
hora para recoger un poco de combustible y otra pasajera, una chica wolof.
―El wolof es la lengua local ―me apresuré a decirle a los mellizos, queriendo impresionarles.
Parecía lógico, ¿no? Sam asintió.
―Se llama Maimuna.
Bajamos del avión para estirar las piernas. La atmósfera era tan caliente y húmeda como la de
Bagamoyo, lo que pareció asombrar y preocupar a los mellizos.
―¿Se supone que has ce respirar eso? jadeó uno de ellos. (Uña rota.)
―¿O hay que beberlo? ―farfulló su hermano.
Seguimos a Sam, que estaba dando vueltas al reactor, moviendo las piernas exageradamente para
estirarlas. La pista contenía dos reactores más y un trío de helicópteros. Más allá de la valla que
delimitaba el perímetro, a cierta distancia, vimos pasar mujeres con cestas sobre la cabeza y camiones
cargados con productos agrícolas ―algunos movidos por energía solar, otros tirados por bueyes―,
dirigiéndose a diversas velocidades hacia el centro de Dakar. Un semirremolque que iba en dirección
contraria desprendía un leve olor a pescado. Pero no había ningún sitio al que dirigirse ni nada que
visitar; estábamos encerrados dentro de la valla. Lo único que pudimos captar del Senegal fue su
atmósfera. Qué inútil y vacío era el viajar en avión... Sentí pena por Sam; y le admiré porque era capaz
de soportar esa vida en el cielo y sacrificarse para que el Bardo siguiera funcionando sin problemas.

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Maimuna tenía la piel color chocolate con leche. Sus labios estaban fruncidos en un mohín y sus
ojos ardían con un brillo malhumorado..., o quizá fuera un brillo de pasión, no lo sé. Llevaba la cabeza
afeitada y se había depilado las cejas. Era como una estatua que representara la Belleza. El mohín
parecía formar parte de sus rasgos. En otros aspectos, tenía la misma movilidad facial que una talla de
madera. Daba la impresión de ser toda imagen; como si considerara vulgar rebajarse a ser algo menos
que una imagen ideal de sí misma.
Tenía los lóbulos de las orejas perforados, y de ellos colgaban unos globos de cristal amarillo
suspendidos en una filigrana de alambres que oscilaban igual que boyas de pesca en miniatura. Pensé
que la hacían parecer tan anticuada como si se hubiera perforado los labios para meterse pasadores de
madera, pero estaba claro que a ella le gustaban mucho y los tenía en un gran aprecio.
Los mellizos fueron bailoteando hacia ella y los golpearon irreverentemente con las uñas. Uno
gritó «¡Ping!» y el otro gritó «¡Pong!». Maimuna pareció ofenderse muchísimo.
―¿Por qué no lleváis algo para que la gente pueda distinguiros? ―dije yo, riéndome―. El uno
podría perforarse la oreja derecha y el otro la izquierda.
―¡Podríamos partir una túnica en dos y llevar la mitad cada uno! ―dijo un mellizo, riéndose.
―¡Y medio sombrero!
―¡Y medio juego de cromosomas!
Maimuna se limitó a encogerse de hombros y fue hacia el reactor.
Cuando subí a él, después de que hubiéramos repostado, me la encontré sentada en el sitio junto a
la ventanilla que yo había estado ocupando. Me senté a su lado.
―¿Hablas inglés? ―le pregunté, algo irritada. Y luego, por si acaso, añadí―. ¿Unasema kiswahili?
Me lanzó una mirada llena de frialdad.
―Maimuna habla inglés, francés, wolof y chino. La verdad es que tenía la esperanza de ser
enviada a Lhasa para comunicarme con los rakshasas. Verás, tuve un Maestro chino, por lo que me
tomé la molestia de aprender su idioma. Naturalmente, tú no hablas chino, por lo que nunca verás
Lhasa, ¿verdad?
―¿Cómo sabes que no hablo chino?
Me dijo algo en chino, y tuve que responderle con una débil sonrisa.
―Es un idioma muy complicado, querida.
―¿Eres de la costa? Yo soy de la otra costa..., ¡del otro lado de África! He estado viendo cómo todo
el continente pasaba bajo nosotros...
―Lo siento, ¿quieres sentarte junto a la ventanilla? ¿Acaso Maimuna te ha quitado el asiento?
Hamidou-A, que estaba sentado al otro lado del pasillo, me dio un codazo en las costillas.
―Cuidado. Zorra fina de primera clase.
―¿Qué me importa el paisaje? ―dije yo―. No estoy haciendo turismo. ¿Y tú?
―Quieres decir que a partir de ahora todo es océano, ¿verdad? ―Bostezó―. Espantoso y
francamente monótono.
Sam acabó de poner cajas de cartón en los asientos de atrás y volvió a la cabina, deteniéndose el
tiempo suficiente para decirle a Maimuna que se abrochara el cinturón de seguridad. Los demás ya lo
habíamos hecho.
―No creo que tenga sentido abrochárselo hasta que vayamos a despegar,¿verdad?
―Oye, limítate a cooperar, ¿quieres? ―dijo Sam, inclinándose sobre ella para abrochárselo.
―Maimuna siempre coopera ―ronroneó la chica―. Una actitud egoísta es la ruina del vuelo Bardo.
―Qué afortunada fuiste al tener un Maestro chino ―le dije con sarcasmo―. Es una pena que todos
esos estudios hayan sido desperdiciados, dado que nadie habla chino en Miami.
Cerró los ojos y me ignoró.
No tardamos en estar volando por encima del mar, y luego vino más mar, y luego todavía más
mar.

―Hay un huracán formándose en el Golfo de México ―nos anunció Sam bastante tiempo
después―. El aeropuerto de Miami va a quedar cerrado, por lo que aterrizaremos en el Cabo.
―¿En Cabo Cañaveral?
―¿El espaciopuerto?
―Sí, en ese maldito sitio ―dijo Sam, frunciendo el ceño.

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Y así, una tarde desapacible, con una tormenta incubándose y la roja luz del sol abriéndose paso a
lanzazos por entre el acelerado moverse de las nubes enfurecidas, sobrevolamos las rampas de
lanzamiento abandonadas. Cabo Cañaveral era un paisaje llano y abstracto en el que se entrecruzaban
grandes caminos que unían las rampas de lanzamiento: formaban una especie de polígono y
recordaban mucho un juego de gargantuescos mandalas yantras que apuntara hacia las estrellas.
¡Igual que si la vieja administración espacial hubiera construido los objetos correctos pero no hubiera
sabido usarlos bien! ¡Si hubieran logrado liberar los poderes encerrados en aquellas formas con las que
pavimentaban el suelo...!
Aún había unas cuantas torres de acero en pie; y una de ellas seguía abrazando un gran cohete
que había pasado veinte décadas sin ser lanzado: un magnífico pene lingam. ¡Qué poco le faltaba para
encarnar lo que debía ser y, aun así, qué absolutamente equivocado!
―Mirad ―exclamaron los mellizos hausa―, ¡es un stupa!
Sí, también recordaba eso: la torre de un templo indio terriblemente aumentada de tamaño. Y,
naturalmente, la torre de un templo indio está concebida para representar un pene lingam.
―¡Un stupa norteamericano! ¡Estupendo! ―rió Abdoulaye-H.
―¡Es una lástima que su estupor les impidiera comprender lo que era!
―¡Astronautas estúpidos!
La negra masa de nubes de tormenta estaba haciéndose cada vez más espesa. Las gotas de lluvia
empezaron a resbalar sobre las ventanillas. Cuando aterrizamos en lo que debía ser la pista más larga
del mundo, el cristal estaba lleno de gruesas burbujas de agua; recortado contra la negrura hirviente
del horizonte aún pude distinguir un edificio monolítico que debía tener por lo menos medio
kilómetro de altura, una masa que parecía atraer a la tormenta, absorbiéndola y condensando la
oscuridad hasta formar un bloque sólido.

Pasamos toda aquella noche de tormenta durmiendo en un pequeño hospital. El amanecer llegó
envuelto en luces malvas y violetas, y de las nubes de tormenta ya sólo quedaban unas hilachas que se
alejaban rápidamente rumbo al mar.
Sam nos preparó un desayuno de frijoles y tortitas acompañadas con jarabe, y después le
ayudamos a transferir el cargamento de cajas de cartón del reactor a un microbús: Maimuna procuró
llevar menos cajas que nosotros y se dedicó a examinar los nombres que había en las etiquetas de
origen con cara de entendida, como si eso importara algo. Después cruzamos el espaciopuerto vacío,
en dirección a nuestro auténtico puerto de embarque..., allí donde el éxtasis, y no la hidrazina, sería
nuestro combustible hacia las estrellas.
―¿Por qué no podemos seguir en avión hasta Miami? ―se quejó Maimuna.
―Da la casualidad de que la noche pasada iban a traer más combustible desde Orlando para que
pudierais viajar con más comodidad, pero el camión cisterna patinó debido a la lluvia. El conductor se
ha fracturado el brazo, por lo que el reactor no puede repostar. Infiernos, cómo odio este sitio... Es un
insulto al espíritu humano.
El monolito que habíamos visto la noche anterior siguió convirtiéndonos en enanos durante
bastante tiempo. Sam dijo que el edificio era una sola e inmensa habitación, la más grande construida
jamás por el hombre. Hasta tenía su propio clima, con sus propias nubes y relámpagos internos... Ahí
dentro era donde habían montado las naves espaciales.
Salimos del espaciopuerto y fuimos por el centro de una autopista de seis carriles: sólo los de en
medio se hallaban en buen estado. Dejamos atrás algún que otro camión cargado con frutas y
verduras. Ver los paneles de energía solar que llevaban en el techo hacía pensar en invernaderos
móviles. El ferrocarril que pasaba junto a la autopista tenía más tráfico; vimos pasar varios trenes, casi
todos cargados con leña, con penachos de humo de carbón saliendo de sus chimeneas. Hacia el

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interior había pequeñas colinas llenas de naranjales, pero todo lo que nos rodeaba era una llanura bien
irrigada en la que había gente de todas las razas ―negros, indios, blancos, todos vestidos con los
mismos monos azules de algodón―, trabajando en los campos de soja, maíz, apio y rábanos.
Atravesamos ciudades costeras llenas de palacios desconchados y jardines abandonados en las
que había pescadores reparando redes, carenando cascos y cosiendo velas bajo el perezoso ondular de
las palmeras. Las fábricas dejaban escapar suculentos olores a pescado y frutas. SALMONETES VERO
BEACH. PULPA DE LIMÓN PALM BEACH. PROCESADORA DE SOJA DE FORT MERLE.
FRIJOLES Y JUDÍAS DANZA. Se notaba que Florida tenía más población que mi parte de África, y
todas las ciudades por las que pasábamos daban la impresión de haber contado con muchos más
habitantes en el pasado: aun así, no se habían convertido en «fantasmas» de sus antiguas
personalidades. Lo que sí había desaparecido eran los lujos y las extravagancias ―los parques de
diversiones, los hoteles y ese tipo de cosas―, que fueron cerradas y abandonadas a su destino para que
se convirtieran en ruinas o acabaran siendo enterradas por la vegetación; al igual que la
superautopista había quedado reducida al estado de una simple carretera. La espina dorsal de la vida
seguía existiendo y ahora tenía un nuevo espíritu, un espíritu del que daban testimonio los carteles
visibles sobre los canales y cursos de agua de Fort Lauderdale, donde se explicaba la ecología social y
el camino del Bardo...
¡El Hombre y la Hembra contienen en su interior el Mandala del Universo!
¡Cambiar algo durante un tiempo no basta, el cambio debe ser permanente!
¡Después de la Iluminación, Cortar Madera y Llevar Cubos de Agua!
¡La ayuda de nuestros Amigos Alienígenas nos permite Encontrarnos a Nosotros Mismos!
Finalmente llegamos a Miami, que era tan grande como nos había dicho Sam ―aunque había
sufrido el mismo proceso de poda y replanificación―, y a Miami Beach, los cuarteles generales del
Bardo para el Mundo Occidental.
Quince kilómetros de palacios blancos ofrecían sus fachadas al océano, unidas a la masa principal
de la ciudad por pasarelas y caminos, pues en realidad esta «playa» era una isla alargada. Nos
detuvimos en un punto de control vigilado por cuatro dobdobs armados con ametralladoras que
llevaban granadas de mano en los cinturones y cuyos cascos de acero estaban adornados por el signo
del yantra. Sin embargo, la amenazadora presencia de sus armas era desmentida por el
comportamiento de quienes las llevaban. Dos de ellos estaban sentados jugando al go bajo un porche
situado ante las troneras de su barracón de cemento. Un tercero vigilaba el sedal que había sumergido
en la bahía, y sólo el cuarto dobdob, que había estado observando a los pájaros de la laguna con unos
binoculares, nos prestó alguna atención.
―Qué armas tan grandes y asquerosas ―dijo Abdoulaye-H pese a ello, olisqueando el aire,
mientras Sam le entregaba un fajo de papeles a aquel hombre..., papeles entre los que me fijé iban
incluidos los gráficos de mis pruebas para el Bardo. El dobdob se los llevó al barracón de cemento.
―No malinterpretes el papel de estos centinelas ―le explicó Sam al muchacho hausa―. La verdad
es que son un cruce entre los procesadores de datos, ya que se encargan de observar quién entra y
quién sale, y una especie de guardia de honor para la Embajada de Proción. Mira, allí está: debajo de
donde ondea la bandera. Los huéspedes de las estrellas necesitan un poco de ceremonial. ―Señaló
hacia un hotel lejano cuyo tejado estaba cubierto de antenas y en el que se veía revolotear una bandera
verde.
―Si es una embajada mental, ¿por qué necesita armas reales y una bandera de verdad? ―preguntó
Maimuna, haciéndose la inocente.
―Por nosotros ―dijo Sam, riéndose―. Por los seres humanos... Ver es creer. ¡Aun así, resulta
asombroso lo que la gente es capaz de creer! En los viejos tiempos hasta llegué a oír acusaciones según
las cuales este sitio era una especie de burdel de lujo para los nuevos amos del mundo.
―¿Qué es un burdel? ―preguntó el otro muchacho hausa.
Maimuna dejó escapar una risa bastante aguda y se lo explicó.
―Naturalmente ―añadió―, la gente capaz de pensar ese tipo de cosas ya desapareció en las
purgas, ¿verdad, Sam? Pero todo eso es historia antigua... Los campamentos de la Antártida ya han
sido clausurados, ¿no? ―No supe cómo interpretar sus palabras: quizás estaba haciendo una nueva
exhibición de sus conocimientos..., o quizás estaba provocándole, queriendo sacarle algún dato nuevo.
Después de lo que le había oído decir por la radio cuando hablaba con Liu ―si no coopera, habrá que
ponerle en hielo―, yo también sentía ciertos deseos de sondearle.
Sam se limitó a encogerse de hombros.
―La bandera es verde porque Asura es un mundo de bosques y selvas, ¿sabéis? ―observó.

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Serían las tres o las cuatro. Mientras esperábamos en el punto de control vimos llegar un convoy
de camiones impulsados por baterías cargados con lechugas, leche, gallinas y cajas de huevos,
conducido por hombres y mujeres vestidos con monos azules de algodón. Los dos dobdobs que
habían estado jugando al go se pusieron en pie y fueron a ocuparse de ellos. Una barcaza de gran
tamaño acabó de cruzar la bahía, atracó junto a uno de los palacios y empezó a cargar la basura de una
tolva.
El dobdob salió del barracón con nuestros documentos y cuatro tarjetas de plástico, dos blancas y
dos rojas. Se las entregó a Sam, y éste se encargó de repartirlas.
Mi tarjeta, de color rojo, mostraba mi nombre ―LILA MAKINDI―, grabado sobre una larga serie
de cifras impresas por ordenador; en el reverso de la tarjeta había unas cuantas tiras metálicas que la
cruzaban.
―Es una tarjeta codificada de identidad personal con el perfil de tu campo corporal tal y como
aparecía en las pruebas. Las túnicas que te dará el Bardo tienen un bolsillo especial para llevarla ―me
dijo Sam―. Hasta entonces, guárdala bien y procura no perderla.
Cerré los ojos y pasé la yema del dedo sobre las protuberancias de la tarjeta, para saber si era
capaz de leer mi nombre mediante el tacto; la voz de Maimuna ronroneó en mi oído:
―Los ordenadores no leen las tarjetas personales con los dedos, querida. Todos los datos han sido
registrados mediante impresión magnética.
―Los ordenadores piensan usando el álgebra booleana ―dijo Hamidou-A con voz jovial―.
¡Piensan en yantras!
La barra de acero se levantó, y Sam hizo que el microbús avanzara por la Gran Calzada. Un viejo
cartel situado a medio trayecto había sido cubierto con pintura y ahora mostraba una nueva consigna:
¡El Éxtasis es el Combustible del Cohete Mental!
―Es una especie de tarjeta de crédito ―dijo Maimuna―. En los viejos tiempos la gente solía
comprar cosas usando pedacitos de plástico como éste. Naturalmente, ese tipo de crédito ha
desaparecido..., pero en cierto sentido el mundo sigue existiendo sobre la misma base, ¿verdad, Sam?
El crédito mental de nuestros amigos del espacio, ¿no te parece?
―Sorprendente ―se limitó a decir Sam―. Hubo una época en que todo este sitio no era más que un
inmenso pantano lleno de manglares, y ahora los asuranos de la estrella Proción viven aquí...
―En cierta forma―dijo la joven wolof, provocándole―. Mentalmente hablando.
Un segundo puesto de control, más protegido y con centinelas más fuertemente armados que los
anteriores, nos hizo perder unos instantes al final de la Gran Calzada: nuestras tarjetas de «crédito»
fueron introducidas en una máquina. Después, se nos llevó a un aparcamiento rodeado por una valla
metálica. Las puertas de salida conducían a varios hoteles. Sam aparcó junto a una puerta que daba
directamente a los peldaños de mármol sobre los que se veían girar unas puertas de cristal.
―Tenéis la primera sesión de entrenamiento dentro de dos horas. Deberíamos haber llegado aquí
anoche. Adelante, os esperan. Mientras decía esas palabras, una dobdob asiática bastante alta salió por
la puerta giratoria y se quedó inmóvil, aguardando a que subiéramos. Sam nos hizo salir del microbús
sin más ceremonias y subimos los peldaños.
La mujer nos llevó hasta un gran vestíbulo decorado con mucho lujo. El suelo era un mosaico de
baldosas color verde y oro; las galaxias cristalinas de las arañas y los candelabros colgaban de un
techo muy lejano. Las enredaderas y los potus crecían abundantemente en las jardineras de terracota.
Unas carpas rojas muy gordas nadaban perezosamente por un estanque en cuyo centro había un dios
tibetano de bronce: en su mano izquierda sostenía un garrote del que brotaba un chorro de agua. Su
mano derecha sostenía a una mujer de bronce que copulaba con él en una postura francamente
acrobática, con una pierna pasada alrededor de la cintura del dios.
La dobdob recogió nuestras tarjetas y fue hacia un escritorio mientras nosotros nos dedicábamos a
vagabundear por aquel vestíbulo parecido a una jungla, examinando toda la variedad de pinturas,
relieves y tallas amorosas que lo adornaban.
En una hornacina había una talla representando a un hombre y una mujer cuyos cuerpos se
entrelazaban de una forma tan absolutamente retorcida que habían acabado convirtiéndose en un
perfecto bloque cúbico de miembros. De no haber sido por la pintura roja que cubría el cuerpo de la
mujer y la pintura blanca que cubría el del hombre, no hubiera habido forma de saber qué brazos y
qué piernas pertenecían a quién. ¡Contorsiones imposibles! Nos quedamos inmóviles ante la talla,
preguntándonos si...
La mujer nos llamó y nos devolvió las tarjetas, junto con un surtido de listas y horarios.
―La parte delantera del hotel da a la playa. Podéis utilizarla durante vuestro tiempo libre.
Dejando aparte esas horas, no debéis salir de este edificio. Razones organizativas... No os preocupéis,

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tendréis muchas cosas que hacer. Bien, empezando a las cuatro y media de la tarde... Por el horario
veréis que se os espera en la sala de conferencias del tercer piso junto con el resto de los recién
llegados. El encargado del hotel os dará la bienvenida en nombre de todos nosotros. ―Sus ojos fueron
hacia los globos de cristal que colgaban de las orejas de Maimuna; le lanzó una mirada
desaprobadora―. Joyas. Está prohibido llevar joyas. Se enredan con los cascos e interfieren el campo
corporal...
―Oh, está bien, puedo quitármelas.
―¡No está bien! El arte debe servir para que la mente se concentre de forma efectiva. No ha de ser
una distracción o una frivolidad. Todo el arte que puedes ver aquí es efectivo. ¿Crees que podrás
concentrarte con algo colgando de tus orejas?
―¡No pienso en ellos! ―protestó Maimuna―. Cada uno de esos pequeños globos de cristal es un
mundo. Los alambres forman yantras alrededor del mundo y lo protegen del mal. ¿Comprende? La
mujer asintió, no muy convencida.
―Me los quito cada noche y pienso en lo horrible que sería si no hubiera un yantra alrededor del
mundo, protegiéndolo igual que una valla. ¿Qué hay dentro del cristal? En uno hay una arañita y en
otro una mosca bañadas en un fluido conservador. ¡Viejos enemigos! Sólo mi cráneo las mantiene
separadas. Mi cabeza y mi cerebro... Y los yantras de alambre. Son algo simbólico, ¿entiende? No son
un adorno.
―Bueno, si no hay más remedio... Está bien, puedes conservar tus amuletos de la suerte... ¡Pero no
los lleves cuando estés fuera de tu habitación!
Maimuna movió la cabeza, haciendo bailar un globo de cristal, y puso cara de triunfo, como si
hubiera logrado demostrarse algo a sí misma. Pero, francamente, ¡un yantra no era una valla
alrededor del mundo! ¡Nada de eso! Era un medio que nos permitía llegar más lejos..., hasta otros
mundos. Su explicación me pareció ridícula.

Me habían asignado un dormitorio muy elegante en cuyo centro había una cama individual.
Nuestras habitaciones eran para descansar, no para hacer el amor. (De hecho, había leído que hacer el
amor en privado estaba prohibido..., al menos, estaba prohibido hacerlo con nadie salvo con un
compañero asignado por el Bardo.) Aun así, en la pared había colgado un alegre grabado que
representaba el acto amoroso. Un hombre con un bigote rizado y una mujer con pechos que parecían
granadas, sus dos cuerpos opulentos y lánguidos, se estaban mirando a los ojos como sumidos en un
trance hipnótico. Estaban cubiertos de joyas: anillos, pendientes, peinetas y collares. ¡Obviamente, el
grabado era anterior a la época del Bardo! En las rejillas del aire acondicionado había pegadas unas
etiquetas casi ilegibles donde ponía FUERA DE SERVICIO, y ahora las ventanas tenían unos cristales
movibles que servían para orientar la brisa. Junto a la cama había un teléfono mural blanco. Para
utilizarlo tenías que meter tu tarjeta de crédito en una ranura.
Encontré ropas esperándome sobre la cama: unos pantalones de algodón rojo con una goma
elástica en la cintura y una blusa de algodón del mismo color con un bolsillo, dentro del cual había un
lápiz y un cuaderno de notas. La blusa tenía otro bolsillo más pequeño sobre el que estaba escrito mi
nombre: el bolsillo, vacío, tenía el tamaño justo para contener mi tarjeta de crédito.

En la sala de conferencias del tercer piso había cincuenta jóvenes de todas las razas: las chicas iban
vestidas de rojo, los chicos de blanco. Todo el mundo llevaba el cabello muy corto, aunque sólo un
chico que tenía las orejas protuberantes y la piel de un color parecido al de las mondas de naranja
había llegado hasta los extremos de Maimuna y se había rasurado el cráneo para asegurarse de que no
tendría ningún problema a la hora de ponerse el casco del Bardo.
El encargado del hotel, un hombre de rostro encendido y cabellos rojizos, golpeó el atril con los
nudillos.
―Intentaré ser breve ―dijo..., y pronto vimos que no iba a conseguirlo―. Os doy la bienvenida a
Miami..., desde Hawai, Escandinavia, África, Brasil o dondequiera que estuviese vuestro primer
hogar. A partir de ahora vuestro hogar está aquí. El Bardo es la empresa más importante de toda la
historia de la raza humana. ¡Supongo que estáis de acuerdo en eso! El Bardo mantiene unido al
mundo y llega hasta las estrellas. Eso es debido a que nosotros trabajamos con seres humanos, no con
máquinas. Sí, claro, también usamos máquinas: las usamos como ayuda, pero no son lo más
importante. Lo más importante es la mente humana. El campo corporal humano... Ésa es nuestra
única esperanza de sobrevivir. Los rakshasas nos dicen que el lapso de existencia de ciertas culturas

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planetarias, culturas muertas, con las que se han encontrado es de tan sólo unos cuantos años desde el
primer estallido del crecimiento hasta el derrumbe. Hasta ahora sólo conocen dos mundos que hayan
conseguido superar ese escollo, aparte de ellos mismos. El más importante de esos dos mundos, para
vuestros propósitos, es Asura. ¡Bueno, que alguien me hable de los asuranos! ¡Venga, no seáis tímidos!
―Son como árboles ―dijo una voz.
―Son pájaros ―dijo otra.
―La verdad es que son simbiontes ―proclamó con altivez la voz de Maimuna―. Pájaros y árboles
que coexisten de una forma simbiótica, lo cual quiere decir que cada uno depende del otro. Los
pájaros se alimentan con la savia de los árboles y, a cambio, se encargan de las funciones cerebrales
más elevadas. Los dos, juntos, forman temporalmente seres de orden superior...
―¡Correcto! Asura es un mundo isla. Posee un millón de islas, y cada una tiene su pequeño bosque
propio de árboles entrelazados. Parece un mundo de bosques, con todo un laberinto de cañadas y
arroyos que abarcan el planeta entero, dado que no hay ningún gran mar o lago. Cada isla tiene su
propio bosque. Los árboles forman una especie de sistema nervioso vegetal primario. Los pájaros son
la forma más alta de conciencia. Pájaro y árbol se relacionan el uno con el otro y dependen el uno del
otro. Hace mucho tiempo, antes de la simbiosis, los árboles estaban muy ocupados absorbiendo la
radiación solar, convirtiéndose en algo parecido a grandes platos de radar biológicos, y los cerebros de
los pájaros aumentaron de tamaño para poder comprender las configuraciones estelares mediante las
que se guiaban. Cuando se produjo la simbiosis, esos pájaros de grandes cerebros fueron capaces de
aplicar la razón analítica a las radiaciones cósmicas que los árboles podían leer a un nivel primario e
instintivo.
»Un pájaro aislado opera de forma más instintiva que racional, naturalmente. Sólo «conectándose»
a los árboles, fundiéndose con ellos, se obtiene al individuo asurano total: el pájaro más el árbol. Aun
así, cuando una personalidad-pájaro se aleja de su árbol, jamás pierde su magnífico sentido de la
pertenencia social y emocional. Los asuranos conocen realmente lo que es la sociedad a un nivel
biológico. La simbiosis jamás les absorbe..., lo único que hace es aumentar sus capacidades.
»Si estuviera en nuestro sistema solar, Asura se encontraría a medio camino entre las órbitas de
Marte y la Tierra. Pero Proción es una estrella más caliente que el Sol, por lo que la temperatura
promedio es más o menos igual a la de la Tierra... ¿Por qué se le llama «Asura»? ¡Esperad a haber oído
el sonido del viento entre esas hojas y el batir de las alas en el cielo! Asura es un mundo maravilloso...,
y, sobre todo, lo es en el sentido social-ecológico de la palabra. Ah, la armonía sencilla y pura que hay
en todo ese proceso de alimentarse, aparearse, navegar, meditar..., de beber el sol y contemplar las
estrellas... Todo está en equilibrio.
Nuestros primeros tres meses estarían dedicados a ejercicios físicos y mentales y conferencias. Por
las mañanas: conferencias y charlas sobre las formas de localizar el campo corporal ―yendo desde la
acupuntura china y pasando por los mandalas «mapas mentales» tibetanos hasta terminar con la
fotograba Kirlian del aura obtenida mediante altos voltajes y el Efecto Backster de la «percepción
primaria» en todas las células vivas―, así como también Matemáticas y Físicas, especialmente la
Teoría General del Cosmos de la Acción a Distancia, que nos permitía lanzar nuestro campo corporal
hacia las estrellas a la velocidad del pensamiento. Por las tardes: actividades físicas, como el yoga, la
coordinación del campo corporal y los ejercicios sexuales.
Después de haber pasado las primeras semanas en esta «Unidad de Orientación», a cada uno se le
asignaría un compañero o compañera que ya había estado en Asura, y a partir de entonces viviríamos
en lo que era llamado «Unidad de Iniciación», y que estaba en otro hotel. Dos meses después
deberíamos estar preparados para hacer nuestro primer viaje mental a las estrellas, partiendo del
mismísimo edificio de la Embajada de Proción.
Nos enteramos de que los trescientos hoteles de Miami Beach alojaban aproximadamente a tres
mil candidatos para el Bardo, lo cual significaba enormes problemas de organización. Ésa era la razón
de que no debiéramos salir de nuestro hotel. En cuanto al interior del hotel, no debíamos entrar en
ninguna zona del edificio sobre cuyas puertas hubiera el signo de la esvástica roja.
―Así pues, trabajad duro. Entrenaros. Recordad que necesitamos mantener una continua
vigilancia sobre la Embajada de Proción. No podemos perder nuestro contacto con ellos...
Y así terminó el discurso del encargado del hotel.
―¿Alguna pregunta, alguna duda o problema? ―Las tres cosas se confundían en una sola, pues
todo seguía siendo una pregunta, una duda o un problema―. Está claro que ahora todavía no las hay,
¿verdad? ―Se rió―. Bueno, las preguntas más complicadas acaban respondiéndose por sí mismas a
medida que pasa el tiempo. Si tenéis alguna dificultad, acudid a recepción o llamad por teléfono desde
vuestra habitación.

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Maimuna me buscó por entre el gentío.


―¿Por qué necesitan tantos reclutas? ¡Tres mil personas entrenándose sólo para mantenerse en
contacto con un mundo! En los viejos tiempos nunca llegó a haber más de doscientos astronautas.
―No usaban el viaje mental. Requiere un montón de energía psíquica. Tienes que descansar entre
vuelo y vuelo. Los vuelos son más cortos...
―Llevan años y años entrenando gente. ¿A qué viene tanta premura? ¿Por qué necesitan trabajar
con semejante número de reclutas? ¿Tan agotador resulta el vuelo del Bardo? El encargado tenía
miedo de algo..., algo relacionado con el Bardo.
―Tonterías.
―Tenía miedo, querida, igual que mi mosca tiene miedo de mi araña. Lo sé. Mi Maestro chino me
puso las manos en el cráneo cuando yo tenía diez años. Me miró fijamente a los ojos y dijo que veía la
araña en mi ojo izquierdo y la mosca en mi ojo derecho, y que cuando me las encontrara en la vida real
siempre sabría reconocerlas. Si la mente del Bardo teje telarañas en el espacio, Lila, ¿qué razón tenía
nuestro encargado para estar sudando igual que una mosca atrapada?
Hamidou-A se unió a nuestra conversación.
―Esa mosca y esa araña..., no son más que una imagen de los dos hemisferios de tu cerebro,
Maimuna, algo que te ayuda a concentrarte para integrarlos en un solo conjunto. ¿No te das cuenta?
La mosca debe aprender a confiar en la araña. La araña debe aprender a dominar el deseo de comerse
a la mosca.
―La parte izquierda de tu cerebro analiza ―añadió su hermano―. Teje las telarañas del análisis. La
parte derecha intuye. Vuela hacia el más allá. Cuando te contó su historia de la mosca y la araña, tu
Maestro chino se limitaba a sacarle el mejor partido a tu propia personalidad..., usaba tu astucia y tu
suspicacia para conseguir que dieras los máximos resultados posibles.
―Siempre estáis tejiendo telarañas para demostrar lo listos que sois.
―¡Ten cuidado, o quizá acabes atrapada en tu propia telaraña!

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Durante el primer mes asistimos a charlas y conferencias sobre el fenómeno de campo que
utilizaríamos para llevar a cabo nuestra casi instantánea transición hasta Asura: la Acción a Distancia.
Nuestro instructor, un indio de Arizona, nos mostró una película rodada a intervalos sobre una
semilla que germinaba, emitía brotes, se convertía en una planta adulta, florecía y moría. Después nos
pasó la película hacia atrás. La planta volvió a convertirse en semilla.
Luego nos enseñó una película con una cascada que subía por un risco en vez de caer por él.
Después vino otra película con rocas y polvo volando por los aires hasta formar un gran peñasco...,
película ante la que todos nos reímos, pues el espectáculo resultaba francamente ridículo.
―La risa es una reacción muy natural ―comentó el indio―. El tiempo sólo fluye en una dirección.
Por lo tanto, los ríos nunca corren hacia atrás y los guijarros jamás se reorganizan para componer el
peñasco una vez que lo has dinamitado. El tiempo vuela hacia delante, igual que una flecha. Lógico y
comprensible, ¿eh?
»¡Pues no lo es! Según la física moderna, teóricamente los acontecimientos siempre deberían ser
reversibles. Considerad el universo como un todo. El universo es un conjunto. No hay nada que no
esté dentro del universo. En consecuencia, todas sus partes deben estar relacionadas con las otras
partes. Estrictamente hablando, ¡ni tan siquiera puede haber «partes» a las que referirse! Así pues,
¿qué une lo que está «cerca» con lo que está «lejos»? ¿Cuál es la fuerza que une entre sí a ese conjunto,
el universo? Por favor, pensad en una fuente de energía del universo, esté donde esté. Las ondas
irradian hacia el exterior naciendo en esa fuente y se mueven a la velocidad de la luz. Ondas de radio,
rayos X, luz visible..., lo que sea. Llamamos a todas esas energías ondas «retrasadas» porque llegan un
poco después de haber partido, tanto da que sea un minuto después o un millón de años más tarde.
Está claro que siempre hay que llegar después de haber partido, ¿no? El efecto debe seguir a la causa.
»¡Pues intentad demostrarlo! Según las ecuaciones fundamentales de Maxwell para los campos
electromagnéticos, el caso inverso es igual de posible. También pueden existir ondas «adelantadas»
que viajen hacia atrás por el tiempo para convergir en lo que llamaríamos su «punto de origen». Dado
que deben formar una reacción igual y opuesta a la emisión de las ondas retrasadas, podemos acudir a
la Tercera Ley de Newton para que nos preste un poco de ayuda...
El indio trazó diagramas llenos de flechas y líneas onduladas y empezó a escribir fórmulas que
anotamos en nuestros cuadernos. Luego tendríamos que estudiarlas y se nos harían preguntas al
respecto.
―Todo esto es teoría. Pero, ¿hay alguna cascada que vuelva a su origen? ¿Hay algún caso en el que
la luz de las estrellas retroceda en el tiempo para llegar a una estrella en el mismo instante en que es
emitida? Está claro que no... para nuestros ojos. Sin embargo, eso debe ser lo que ocurre en el universo
considerado como un todo, o de lo contrario no podría seguirse manteniendo como un conjunto. El
universo debe actuar a distancia sobre sí mismo. Cuando una onda «retrasada» emitida desde el Sol
llega a Proción, Proción reacciona emitiendo una onda «adelantada» que viaja retrocediendo por el
tiempo para llegar al Sol justo cuando la onda retrasada original está a punto de partir. Esto ocurre
por todas partes y a cada momento. El universo mantiene una interacción continua y simultánea con
todos los acontecimientos y todas las partículas. Sólo gracias a eso puede ser un “universo”.
»Cada vez que ocurre algo, sin importar lo humilde que sea ese acontecimiento, basta con que una
sola partícula eléctrica cambie de curso, las ondas salen disparadas hacia delante y hacia atrás en el
tiempo, llegando hasta los más lejanos confines del universo y, simultáneamente, volviendo de esos
lejanos confines. Ésa es la textura oculta de la Realidad..., la cola, el pegamento universal que lo
mantiene todo unido. Es el campo cósmico.
»Ése es el campo mediante el cual el navegante del Bardo transmite sus pensamientos. Percibís
una flecha de tiempo. Vivís vuestras existencias según ella. Pero, a escala cósmica, eso es algo que no
existe..., y toda la materia, vuestros cerebros y cuerpos incluidos, no son más que grupos de cargas, y

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

gracias a eso vuestros patrones mentales pueden entrar en relación con los pensamientos de los
asuranos...

Un instructor dobdob llamado Ramón Fernández, que era chicano, nos dio más detalles sobre los
extraños seres que habitaban Proción IV, aquellos sorprendentes conjuntos de Pájaro y Árbol llamados
asuranos.
Al principio resultaba realmente difícil sentir al nivel más básico y simple cómo era posible que
una forma de vida, un Árbol ―por mucha «percepción primaria» que poseyese, y por muy sensible
que fuera a los ritmos cósmicos―, podía establecer una relación con otra forma de vida, un Pájaro
―por mucho cerebro que tuviera éste―, para formar un ser integrado de un orden más elevado. Para
los seres humanos, eso era algo que costaba mucho concebir..., al menos, hasta que hubimos
experimentado los efectos de la hipnosis profunda y de unas cuantas drogas que alteraban la
consciencia, descubriendo que nuestras propias identidades también eran algo compuesto de muchos
factores que, a menudo, estaban en franca contradicción los unos con los otros; ¡qué cantidad de
estados y subsistemas de consciencia se albergaban dentro de nuestros cerebros, y no siempre eran
compatibles los unos con los otros! ¡No éramos esos individuos sólidos y claros que imaginábamos
ser! En cierto sentido, Asura reflejaba de una forma visible lo que ocurría continuamente dentro de
nuestras propias cabezas...
Cada árbol poseía un tubo de alimentación especializado cerca de su cuerpo frutal, en el nódulo
más complicado de todo su sistema sensorial. Aquí era donde anidaban los pájaros, usando el tubo
para alimentarse y para entrar en relación con el campo corporal del árbol.
Normalmente, cada simbiosis duraba un solo día. Al anochecer, la consciencia aérea del pájaro,
más elevada, se desprendía de los sentidos ctónicos del árbol para buscar una base distinta y formar
un asurano nuevo e igualmente temporal. Temporal y casi seguramente imposible de repetir..., pero,
al mismo tiempo, entre todos aquellos individuos que nacían y terminaban disolviéndose existía una
auténtica continuidad de consciencia a escala mundial, con lo que la experiencia y el conocimiento se
difundían por todo el planeta y, además, se acumulaban y eran transmitidos de una generación a otra.
Ahora, algunos pájaros anidaban durante más tiempo del normal en ciertos árboles de «contacto»
determinados, interpretando el papel de comunicadores para el Bardo. Eran los que habían firmado el
«pacto de la estabilidad», como era llamado...
En sentido numérico, la población era bastante pequeña. Pero en sentido mental era enorme, dado
que había tantísimas permutaciones de Pájaro y Árbol posibles, y la variedad constante era la regla
más que la excepción. ¡Obviamente, no había ninguna necesidad de «aumentar y multiplican» el
tamaño numérico de la población para ensancharla gama de individuos!
En lo psicológico, debido a ese constante formar relaciones y deshacerlas, los asuranos habían
conseguido la claridad mental y el alejamiento del mundo buscado por generaciones de místicos
terrestres; al mismo tiempo, seguían siendo seres sociales perfectamente integrados..., a diferencia de
lo que había sucedido con la mayor parte de místicos terrestres del pasado.
Los árboles siempre habían funcionado como potentes sistemas para absorber radiaciones: las
franjas de estroma cloroplástico de las hojas fotosintetizaban trifosfato de adenosina, ácido
fosforoglicérico, ácidos grasos y aminoácidos. Pero el factor crucial gracias al que los asuranos pasaron
a moverse en el plano del Bardo fue el que las hojas se adaptaran y consiguieran «visión nocturna»:
esa visión, estimulada por la curiosidad de los pájaros, les hizo escuchar las emisiones de radio y otras
longitudes de onda que llegaban de las estrellas. Los rakshasas descubrieron el secreto antes que
Asura. Eso ocurrió hace 10.000 años de la Tierra. Incluso por aquel entonces, los asuranos ya habían
logrado una comprensión muy avanzada de la estructura del cosmos y la conexión entre el espacio y
el tiempo, gracias a esa relación única entre árbol-receptor y consciencia de pájaro.

También aprendimos algunas cosas sobre las otras dos razas alienígenas, los rakshasas y los
yidags; aunque no iban a ser nuestra especialidad.
Los rakshasas parecían unas versiones hinchables de la mantarraya que había visto en Sinda, con
«brazos» parecidos a tentáculos de calamar alrededor de sus bocas. Su mundo era una luna que
orbitaba el segundo planeta de la Estrella de Barnard, un gigante gaseoso: su cielo estaba lleno de
remolinos rojos, anaranjados y amarillos. Aquello explicaba el efecto de la «niebla de fuego». En
realidad, su mundo era bastante frío.

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La gravedad de su luna era demasiado débil para retener la atmósfera, que siempre estaba
escapando al espacio. Afortunadamente para los rakshasas, los gases atmosféricos perdidos sé habían
ido reuniendo hasta formar una apretada franja alrededor del gigante gaseoso, y dicha franja coincidía
de forma perfecta con la órbita de la luna. Gracias a eso, la luna podía recuperar su atmósfera tan
deprisa como la perdía. Aparentemente, era lo mismo que ocurría en nuestro sistema solar con Titán,
la luna de Saturno...
Que la gravedad fuera débil les permitía moverse libremente por entre las esbeltas montañas de
su luna, igual que si fueran reactores; e incluso podían escapar de su mundo hinchando sus sacos
corporales hasta el máximo e internándose en la franja de atmósfera que circundaba el sendero orbital
de su luna. Usando sus propios cuerpos como naves espaciales ―al menos, dentro de los confines de
esa franja en forma de donut―, aprendieron a moverse alrededor del gigante gaseoso y se convirtieron
en satélites vivientes de éste, aunque eran satélites que debían regresar a su mundo para alimentarse.
Descubrieron cómo utilizar la totalidad del donut gaseoso igual que si fuera una inmensa antena
natural que medía tres millones de kilómetros de grosor y tenía nueve millones de kilómetros de
longitud. Almacenaron dentro de sus cuerpos los gases ionizados producidos por el campo eléctrico
de la magnetosfera del gigante gaseoso, y eso les permitió modular la franja, con lo que lograron crear
un receptor-transmisor dotado de una alta sensibilidad...

En cambio, los yidags eran auténticos «seres de fuego». Eran unas inmensas «jarras» inmóviles,
entre metálicas y cristalinas, que habitaban un planeta muy cálido casi pegado a su sol y que apenas si
contaba con protección alguna contra el vacío del espacio.
De día bebían la luz solar y la almacenaban para resistir durante la noche, igual que si fueran
baterías orgánicas. La comunicación se realizaba mediante haces de láser emitidos en la frecuencia
más baja del infrarrojo. Incluso llegaban a reproducirse por ese medio: iban desarrollando
pacientemente nuevas formas cristalinas de su especie usando sus haces láser para crear interferencias
en los estanques de flúor y silicio. Aquellos seres eran unos extraordinarios analistas de información; y
su «consciencia» no emergía de golpe en el «nacimiento», sino que iba acrecentándose gradualmente a
medida que cada nuevo ser-botella era llevado lentamente hacia la madurez y empezaba a aceptar una
mayor carga dentro del «sistema de circuitos» de la sociedad yidag. Pues los yidags estaban
transformando metódicamente la mismísima superficie de su mundo en una red analítica capaz de
pensar...
Por sorprendente que parezca, fueron los asuranos quienes lograron conectar con los yidag en el
plano del Bardo, y no los rakshasas. La continua pauta de conexión y desconexión que regía la forma
de vida en aquel planeta de bosques y agua permitió que los Pájaros-Árboles pudieran captar con
menos dificultades el concepto del mundo de los yidags, donde los «individuos» no eran más que
nódulos incrustados en una red planetaria que evolucionaba continuamente.

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―Entonces, ¿cuál es la relación secreta que hay entre los tres mundos? ―preguntó un día
Maimuna, cuando salimos de clase y fuimos a la playa.
¿Había alguna relación? Cada mundo parecía muy distinto de los otros. Criaturas minerales,
globos capaces de cambiar de forma, pájaros en sus árboles... En ebullición, congelado, templado y
agradable...
Los tres mundos eran muy estables y pacientes comparados con lo que había sido la Tierra en el
pasado. No veía forma alguna en que los asuranos o los rakshasas hubieran podido construir una
tecnología tal y como nosotros la conocíamos, dada su falta básica de materias primas. Entonces,
¿quería decir eso que la tecnología era el diablo? No, dado que los yidags habían desarrollado una
tecnología..., aunque fuese una tecnología orgánica. Pero los yidags no podían desplazarse por su
mundo, salvo mediante emisiones. Con todo, los asuranos siempre estaban volando de un sitio para
otro... Quizá la combinación fatídica que terminaba con las civilizaciones en desarrollo fuera la
tecnología inorgánica más la movilidad más un intenso individualismo. Quizás esa combinación fuera
casi inevitable para las culturas de los mamíferos, tanto si evolucionaban partiendo de proto-ratas,
proto-simios, proto-osos o lo que fuera. Resultaba significativo que ninguna de las tres razas
alienígenas fuera mamífera...
Las olas lamían la orilla trayendo algas y conchas del Atlántico. Vallas de alambre dividían la
playa en franjas aisladas. Otros grupos de estudiantes estaban sentados sobre la arena, tomando el sol
y hablando, cada grupo en el recinto delimitado por sus vallas.
―¡Está claro que son mundos sencillos! ―dijo Maimuna con voz despectiva―. Quiero decir que
son realmente simples, casi infantiles... Eso para empezar. ¡Y, especialmente, nuestro precioso Asura!
―Vamos ―protestó Hamidou-A―, pero si apenas estamos empezando a aprender cosas sobre él...
Eres demasiado impaciente. Ese es el eterno problema de los seres humanos..., lo queremos todo de
golpe. Quizá sea nuestra enfermedad de carnívoros: el síndrome de la caza primigenia. ¡Si nos
apresuramos, lo más probable es que acabemos tropezando y cayendo! Puede que hagan falta diez
millones de años para extender la red de la Acción a Distancia a través de esta galaxia, por no pensar
en las otras. ¿Y qué? A escala cósmica, eso no es más que un parpadeo.
―También es mucho tiempo ―dije yo―. No puedo evitar el preguntarme si durante ese período de
tiempo no habrá civilizaciones que consigan visitarse físicamente las unas a las otras usando naves
espaciales.
―¿De qué sirve eso? Ya les visitamos y ellos nos visitan a nosotros. ¿Por qué construir una caja de
latón que cuesta la mitad de los recursos mundiales? ¿Quién querría pasarse años encerrado dentro de
ella?
Maimuna dio una palmada, como si acabara de tener una inspiración.
―¡Pero ahí fuera debe de haber algo que esté construyendo «cajas de latón»! Tiene que suceder en
algún momento u otro. No todas las culturas tecnológicas móviles están condenadas a destruirse.
Puede que haya formas de vida que jamás conseguirán viajar usando el sistema del Bardo. No todos
los seres humanos pueden hacerlo. ¡Quizás el Bardo tenga miedo de eso! ¡Puede que los rakshasas o
los yidags hayan descubierto que cosas metidas encajas de latón vienen hacia nosotros! O quizá sea
que nuestros «amigos» no quieren que nosotros fabriquemos cajas de latón, razón por la cual nos
mostraron un camino más rápido y sencillo..., ¡para mantenernos lejos de ellos! ¡Para mantenernos
fuera del universo mientras nos dan la ilusión de pertenecer a él!
―Jamás podríamos haber construido cajas de latón ―protestó Abdoulaye-H―. La clase de mundo
que fabricaba naves espaciales ya estaba derrumbándose incluso cuando conquistó la Luna..., si es que
a eso puede llamársele conquistar.
―¡Pues, entonces, respóndeme a esto! El vuelo del Bardo es prácticamente instantáneo, ¿de
acuerdo? Sin embargo, los rakshasas han necesitado diez mil años para recorrer unos cuantos

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

centenares de años luz. ¿Por qué tardan tanto? ¿Contra qué tiene que abrirse paso el Bardo? ¿Qué
fuerza se opone a nosotros?
El muchacho hausa suspiró.
―Para nosotros es muy fácil visitar esos tres mundos. Comparado con lo que sus exploradores
están haciendo, con el saltar hacia la nada y buscar un asidero en el vacío...
―Entonces, ¿aceptas una espera de cinco o diez millones de años sólo para que podamos cruzar
esta galaxia? Querido muchacho, ¿qué eran los seres humanos hace diez millones de años? ¡No se
parecían en nada a lo que somos ahora! ¿Qué seremos en un futuro tan lejano? Seremos criaturas
completamente diferentes, debido a la evolución. Pensar en nosotros, la raza humana, como parte del
futuro es una pura y simple estupidez. No seremos parte del futuro. No podemos serlo: No consigo
entender cómo eres capaz de imaginarte eso.
―Opino que a partir de ahora el Bardo es una forma de evolución para la raza humana...
―Tonterías. ¿Cómo puede serlo? La evolución es un asunto genético, no un asunto de
comunicación interestelar. Teniendo en cuenta la velocidad con que se avanza ahora, nuestra especie
habrá desaparecido mucho antes de que exista ninguna civilización galáctica. Es una auténtica
tragedia. ¿No lo comprendes? La raza humana jamás llegará a conocer el universo por culpa del Bardo.
―Yo diría que el siguiente paso evolutivo está relacionado con el comprender información
alienígena e incorporarla ―replicó Abdoulaye-H―. En el fondo, la genética no es más que una simple
transferencia de información. Fíjate en los yidags: ahí tienes un hermoso ejemplo de una sociedad
plenamente consciente de cómo la información crea nuevos individuos...
―¡Oh, sí, seguro! ¡Son un precioso ejemplo de libro escolar! ¡Hasta podrían haberlos inventado
para servir como ejemplo! A eso me refería cuando hablaba de lo simples que resultan esos tres
mundos alienígenas. Son tan abstractos, tan poco complicados..., ¡igual que un conjunto de
ecuaciones!
―Lo consiguieron ―dijo Abdoulaye-H, encogiéndose de hombros―. Todas las otras culturas
acabaron mal.
―Eso nos han dicho.
―Bueno, de todas formas, a mí me gustan. Son mundos claros y lógicos, no desastres confusos.
El cálido oleaje seguía lamiendo la playa, franja tras franja de espuma burbujeante empapando la
arena de Miami y volviendo a retroceder. Salvo por la presencia de los hoteles, todo aquello podría
haber estado ocurriendo un millón o mil millones de años atrás. Y sólo estábamos en el año 2170. Los
chicos hausa tenían razón. La civilización humana en el planeta llevaba existiendo tan pocos años...
Maimuna tendría que aprender a dominar su impaciencia.

Los ejercicios para aprender a controlar la mente y el campo corporal tenían lugar en Villa
Vizcaya, que estaba unos cuantos kilómetros al sur. Para llegar allí tuvimos que cruzar la ciudad de
Miami.
Miami tenía una cierta cantidad de servicios e instalaciones destinadas al Centro. Vi unos cuantos
edificios que habían sido «bancos» y oficinas de «líneas aéreas» que aún conservaban sus viejos
nombres encima de las ventanas, como una especie de cómica acusación, aunque al pasar junto a ellos
estaba claro que en su interior había dobdobs trabajando en varios tipos de labores administrativas y
de registro, y los auténticos nombres de los edificios estaban escritos con letras más discretas sobre las
puertas. Un tal «Chase Manhattan Bank» era, en realidad, la «Agencia de Contracápsulas para los
Estados del Sudeste»...
Villa Vizcaya era un palacio con elegantes jardines construido por un rico excéntrico hacía
doscientos cincuenta años en el estilo de un período aún más antiguo: el Renacimiento italiano.
Nuestro instructor dobdob era un persa meloso y de rostro ovalado llamado Shotai. Su piel tenía el
color ambarino de un melocotón. Nos condujo por un gran jardín geométrico con fuentes flanqueado
por naranjos y muretes blancos. Dos hileras de estatuas colocadas sobre plintos se daban la cara. Rosas
rojas y amarillas brotaban entre líneas de setos puntuadas por arbustos. Una gran fuente parecida a un
stupa burbujeaba en un estanque de color esmeralda rodeado por pequeñas paredes hechas con
pétalos de loto. Senderos y cursos de agua tejían una especie de yantra a su alrededor, un yantra de
tamaño natural del que cualquier visitante entraba a formar parte apenas lo había pisado. Colocada en
el centro del conjunto, la fuente era su punto bindu. Era el punto inexistente de un jardín mental.
Shotai me inyectó una droga para aumentar la percepción llamada MMDA, un compuesto
sintético fabricado con los aceites básicos de la nuez moscada, que ayuda a producir intensas visiones
eidéticas pero no de experiencias pasadas sino del Ahora, el Presente, y fortalece los poderes para

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

concentrarse en ellas y darles forma. No poseía ninguno de los efectos un tanto perturbadores de las
drogas «divisoras de la mente» que se nos habían administrado antes como preparación para ver
Asura y mostrarnos hasta qué punto nuestras mismas mentes estaban compuestas de muchas partes.
En realidad, era una droga natural muy antigua presentada bajo una nueva forma. La nuez moscada
ya era conocida en los viejos textos sagrados hindúes. El dobdob persa me dijo que debía quedarme
totalmente inmóvil y concentrar toda mi atención para grabar en el ojo de mi mente cada árbol, cada
rama de cada árbol, cada brote de cada hoja de cada rama. Después debía memorizar las rosas, los
setos, los cursos de agua, las estatuas...
Estuve como mínimo una hora sin moverme, limitándome a mirar.
Cuando creí estar segura de que conocía perfectamente el jardín, cerré los ojos y lo vi
eidéticamente. La imagen era clara y nítida. Pasé media hora viéndolo de esa forma.
Después, paso a paso, empecé a borrar lo que veía.
Al principio borré detalles, no cosas concretas. La textura, la riqueza del color, la longitud, el
grosor, la profundidad... Fui haciendo que el jardín perdiera sus cualidades, una a una. Las rosas
perdieron su color. Los árboles se volvieron siluetas monocromas, racimos de hojas amorfas.
El jardín se había convertido en un esbozo infantil hecho al carboncillo. Después empecé a borrar
las cosas.
Aquello demostró ser mucho más difícil. Las formas luchaban por seguir existiendo mientras yo
intentaba esconder los árboles en la tierra, dejar desnudo el suelo, vaciar los canales y secar la fuente.
Finalmente, un esfuerzo de voluntad hizo que hasta la fuente se convirtiera en una simple línea
que se alzaba sobre una llanura vacía.
La obligué a convertirse en un punto.
Fue encogiéndose lentamente en mi campo de consciencia. Se volvió unidimensional.
Y, tal y como me había indicado Shotai, me pregunté cuál era la naturaleza de un punto. ¿Qué
clase de «esencia» única posee un punto? Desde nuestro punto de vista aquí en la Tierra, todas las
estrellas eran puntos debido a estar tan lejos. Si podía hacer que un jardín terrestre acabara
esfumándose en un punto, ¿cómo podía invertir el proceso y hacer que un punto se convirtiera en una
estrella..., la estrella de Proción? Ése era el objetivo a conseguir en el vuelo del Bardo.
La única forma de lograrlo era entrar en el punto, usar mi mente para convertirme en el punto.
¡No lo conseguí el primer día, ni el segundo! (Estoy concentrando un poco los acontecimientos,
claro está.) Necesité cinco días para reducir el jardín a un conjunto de líneas y planos, y el séptimo día
lo reduje a una planicie sobre la que había una sola línea vertical.
Después, al octavo día, la línea se convirtió en un punto. Y éste era el punto semilla del que brota
todo el universo de estrellas y jardines...
Estaba haciendo grandes progresos.

Después pasamos días enteros en los jardines de Villa Vizcaya, identificándonos con la espesura
en vez de eliminarla.
Durante aquellos ejercicios tenía que sentarme en cuclillas sobre el césped de terciopelo delante de
un arbusto que tenía forma cónica. Con una salvaje y muda concentración, ayudada por otro aceite
básico derivado de la nuez moscada, debía conseguir que mi existencia se convirtiera en su existencia.
Ya no estaba hecha de carne y huesos, sino de ramas, raíces, hojas y savia. Ya no tenía piernas,
sino raíces. Ya no tenía dedos, sino tallos. Ya no tenía sangre, sino clorofila. Se acabó el tener dos ojos:
ahora tenía mil hojas que capturaban la luz.
El objetivo de este ejercicio era prepararme para sentir lo que significaba ser uno de los árboles
que crecían en Asura.
Este ejercicio era mucho más difícil que el otro. ¡Pero el instante de triunfo fue mucho más
espectacular! Después de haber pasado varias tardes contemplando el mismo arbusto, sufrí un
segundo de distracción. Vi brillar el sol sobre el ala de una garceta que volaba hacia el mar. Cuando
volví a contemplar el arbusto descubrí que estaba viendo mi cuerpo. ¡Mis mil hojas estaban
contemplando un cuerpo humano!
Dejé escapar una exclamación de sorpresa.
Y, un segundo después, Shotai el persa ya estaba junto a mí.
―¡Eso es! ―me dijo―. ¡Has visto! Asentí en silencio, aturdida, aunque ahora lo único que había
ante mis ojos era ese mismo arbusto de antes, y la sangre corría ruidosamente por mi cuerpo de ser
humano...

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

Después de muchas tardes como aquélla, tuve la sensación de que podía estar presente
simultáneamente en dos puntos del espacio; que podía poseer dos puntos de vista...

Después de aquel triunfo, volví al hotel y se me proporcionó un casco del Bardo. Me concentré en
recordar mis experiencias del jardín y el arbusto y, mientras tanto, el casco fue midiendo mis ondas
cerebrales y se las transmitió a un ordenador. El neurólogo dobdob encargado de atenderme me dijo
que todos tenemos auténticos mapas físicos grabados en nuestros cerebros, en un área llamada
hipocampo. Me dejé dominar por la fantasía y me lo imaginé ―¡quizá no andara tan desencaminada,
después de todo!―, como si fuera un campo lleno de caballos que se lanzaban al galope en direcciones
distintas y a varias velocidades. La situación de los objetos en el espacio queda reflejada como mapas
en las columnas de células del hipocampo. El proceso de trazar los mapas y el proceso de
interpretarlos para recobrar la información utilizan el ritmo eléctrico theta del hipocampo. Eso era lo
que el neurólogo estaba midiendo. Cuando volara por el plano del Bardo un ordenador se encargaría
de observar el «mapa» de mi viaje a través de mi casco.

Acabamos abandonando la Unidad de Orientación para pasar a otro hotel que se encontraba más
al sur. Una vez allí se nos emparejó con nuestros compañeros del Bardo.
Los mellizos hausa fueron emparejados con una pelirroja irlandesa llena de pecas y una india con
el cabello negro como el ala de un cuervo. Maimuna consiguió un joven amante japonés.
Y yo conocí a Ahmed Klimt, descendiente de algún trabajador centroeuropeo que había emigrado
hacía mucho tiempo a esa Confederación Árabe que tan rica había sido.

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Klimt era bajo y tenía un cuerpo fuerte y nervudo. A sus diecinueve años ya había hecho varios
vuelos mentales a Proción. Tenía la piel tan morena como un pedazo de carne seca lustrado por el sol.
Cuando se quitó su túnica blanca para practicar las posiciones asana conmigo, descubrí que su cuerpo
no parecía estar formado de carne: estaba hecho de músculos que se deslizaban fluidamente, igual que
serpientes. Las oscuras pupilas de sus ojos parecieron agujerear mi cuerpo mientras me desnudaba,
¡igual que si estuviera intentando llevar a cabo un ejercicio de «reducción al vacío», conmigo como
objeto! Tuve la sensación de que su mirada estaba disolviendo mi piel, mi carne, mis células grasas.
Secaba mis fluidos, reduciéndome a un fragmento de coral, un panal vacío. No deseaba mi persona o
mi cuerpo; lo único que anhelaba era penetrar más allá de mí, entrar en el espacio que había dentro de
mi cuerpo y más allá de él.
Jamás podría «caerme bien». Con todo, estaba lleno de poder mágico. Su presencia alteraba todas
mis percepciones, haciéndome sentir una perversa embriaguez.
Ahora los dos estábamos desnudos, dejando aparte los bonetes electroencefalográficos y un
parche adhesivo colocado en mi vientre y unido al bonete mediante cables. Klimt tenía pequeños
lunares en los muslos y los hombros: parecían fragmentos de gravilla que hubieran chocado con él a
gran velocidad y hubieran terminado embutidos en su carne. Necesité uno o dos minutos para darme
cuenta de que en su brazo no había ninguna contracápsula. Lo único que quedaba de ella era una
cicatriz casi invisible.
―No llevas ningún anticonceptivo...
―Tú también perderás tu cápsula en cuanto llegue el momento de tu primer vuelo real.
―Las contracápsulas alteran los mensajes hormonales, Lila ―dijo la voz de nuestra instructora
dobdob desde la sala de observación―. De lo contrario, no servirían de nada. Pero desequilibran el
campo corporal y si, queremos conseguir algo, tenemos que quitároslas. Los canales del cuerpo deben
estar despejados. En cuanto hayáis practicado las asanas sexuales básicas durante unos quince días
para que vuestros cuerpos queden sintonizados el uno con el otro, te quitaremos la cápsula...
―¿No hay riesgo de que me quede embarazada apenas haya empezado a volar?
―Oh, algunas mujeres pueden necesitar años para concebir. No te quedarás embarazada de forma
automática en cuanto tu cuerpo deje de recibir los anticonceptivos. Aun así, quizás ahora comprendas
por qué necesitamos tantas viajeras del Bardo. Existe lo que podrías llamar un riesgo profesional...
―Su voz sonaba jovial y animada―. La verdad es que toda la zona de Virginia Beach, al sur de donde
estamos, sirve para atender ese tipo de contingencias. Es un sitio precioso, y muy educativo.
―Pero..., el aborto. ¿Supongo que...?
―No, Lila, ni pensar en el aborto. Destruiría el equilibrio de tu campo corporal. Necesitarías dos o
tres años para recuperarte, si es que llegabas a conseguirlo. En caso de que quedes embarazada, el
niño ha de nacer. Naturalmente, esto parecería terriblemente injusto en el mundo exterior, ya que la
población se encuentra sometida a un control tan estricto... Es como si tuvieras un número indefinido
de permisos para dar a luz...
Sí, desde luego. Me acordé de Bibi Mwezi y su brazo quemado. El resentimiento sería inevitable.
―Tenemos que ser discretos. Además, los niños no sufren ninguna clase de perjuicio. ¡Al
contrario!
―Entonces, Ahmed..., probablemente eres padre, ¿no?
―¿Cómo puedo saberlo? Nunca lo he preguntado. ¿Y qué importa eso, comparado con el vuelo
estelar? Estamos perdiendo el tiempo, Lila.
―Supongo que los alienígenas no deben tener este problema, ¿verdad?
―¡Sería bastante difícil, dada su biología! Pero nosotros tenemos que trabajar con los únicos
cuerpos de que disponemos. ¡Vamos, a trabajar!
Hicimos bajar los cascos de los soportes ultraligeros e hipermóviles que colgaban sobre nosotros y
nos los pusimos en la cabeza, conectándolos a los bonetes craneales. Durante aquellos ejercicios

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usaríamos cascos sin mascarilla facial para amortiguar un poco el efecto kundalini. Escucharíamos
mantras, pero no habría ningún yantra que contemplar. El casco no pesaba nada y su presencia apenas
si resultaba perceptible, dejando aparte el hecho que me envolvía en una espesa capa de silencio. Si
me movía, el casco flotaría conmigo, tan ligero como una pluma.

Klimt hacía el amor de una forma elegante y gimnástica. Nunca se cansaba. ¿Me atreveré a decir
que era «tierno»? Para él, la ternura no era nada más que moverse y actuar sin errores, haciéndolo
todo de una forma perfecta. ¡Su manera de hacer el amor no era precisamente ninguna confirmación
de la existencia de mi cuerpo! Al contrario, lo negaba, convirtiendo mi carne en nervios y mis nervios
en energía.
Bien, sus miembros ya estaban entrelazados con los míos. Usó las palmas de sus manos para
corregir amablemente mi postura. Fue resiguiendo la silueta de mi cuerpo sutil ―aquel otro cuerpo
que había dentro de mi cuerpo, mi cuerpo de energía―, con las uñas de los dedos y la punta de la
lengua, buscando los chakras de mi ombligo y mi garganta. Finalmente, me penetró.
El casco del Bardo zumbó en mis oídos, entonando el cántico del sonido-semilla:
HUM, HUM, HUM...
Mi cerebro empezó a vibrar con él, respirando ese HUM igual que si fuera aire. Mis dos
hemisferios eran como pulmones que llevaban el ritmo a todos los conductos energéticos de mi
cuerpo.
Adopté automáticamente la forma de respiración adecuada. Era perfectamente consciente de
cómo mi aliento entraba y salía del cuerpo, pero ya no era simplemente aire: era prana, el aliento del
ser. Estaba respirando desde lo más hondo de mi abdomen, igual que un bebé. El poder kundalini
empezó a desenroscarse en la base de mi espina dorsal como si fuera una suave oleada de metal
fundido, lava salida de un volcán que iba subiendo, subiendo...
La kundalini era una Criatura Distinta feroz y embriagadora que vivía dentro de mí. Y, sin
embargo, también era la raíz ignota de mi yo. Le di la bienvenida: ¡Saludos, Criatura de Fuego y
Energía! ¡Saludos, Criatura de la Destrucción y el Deleite!
TRAM, TRAM, TRAM, palpitaba mi amante. La kundalini subió hacia mi vientre. El mantra dejó
de sonar.
Una voz pastosa empezó a ordenarme que hiciera algo en un idioma extraño, hablando muy
despacio.
―¡Mulabhanda! ¡Mu-la-bhan-da! ―me apremiaba la voz..., lentamente, pues el tiempo fluía sin
ninguna prisa.
Oí la palabra tres veces antes de comprenderla. Entonces me acordé. Los «bhandas» son las
contracciones musculares del yoga. «Mulabhanda» es la contracción anal que evita la eyaculación y
detiene el ascenso de la kundalini. La instructora estaba diciéndome que hiciera bajar nuevamente a
mi kundalini. ¡Esto no era más que un ejercicio, y ya casi me había dejado llevar por él!
Así pues, la criatura del fuego y la alegría, la destrucción y el deleite, se detuvo y empezó a
hundirse lentamente, bajando por mi columna vertebral.
El tiempo se fue acelerando.
Klimt se apartó ágilmente de mí, desenroscándose.
Nos quitamos los cascos, y los soportes que los sostenían subieron hacia el techo y allí se
quedaron. Nuestros bonetes craneales y el parche adhesivo de mi vientre se desprendieron con unos
leves plops, y los colocamos sobre la colchoneta igual que si fueran unos bebés de pulpo extraviados.
Cuando intenté ponerme en pie fue como si mi cuerpo se hubiera vuelto de goma; vi chispas ante
mis ojos y Klimt, sonriendo levemente, tuvo que sostenerme.
―Necesitas una ducha. Después comer; y luego dormir ―añadió, siempre práctico y eficiente.
Las gélidas agujas del agua me revivieron. Poco después estaba devorando mi comida junto a
Klimt en el refectorio del hotel. Intenté conseguir que me hablara de su hogar en el norte de África y
luego de las posibilidades de tener un bebé (una posibilidad que seguía intentando aceptar, aunque
me costaba), pero tuve que acabar abandonando ambos temas de conversación. Klimt no sentía ni el
más mínimo interés hacia sus orígenes o hacia su posible descendencia. Me lo imaginé de niño,
envuelto en una chilaba blanca, corriendo hacia el vacío ondulante del desierto al amanecer, deseando
convertirlo en el plano del Bardo; ¡convirtiendo palmeras en líneas, convirtiéndose a sí mismo en una
persona unidimensional! Era un fanático, y siempre lo había sido.
Sin embargo, Ahmed Klimt era la primera persona a la que conocía que había ido a las estrellas.
Quizás el vuelo estelar tuviera ese efecto sobre uno. Por lo que sabía, quizás el estar tan terrible mente

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lejos de la Tierra, perdido dentro de tu mente, podía acabar causando una especie de locura. Podía
hacerte sentir que el mundo real no era más que un objeto de cristal transparente y que, inspeccionado
más de cerca, se disolvería en el vacío...

Pasaron cinco semanas, y ya estaba lista para volar...


Hubo un tiempo en el que la Embajada de Proción era llamada hotel Momingside Palace. Ahora
una bandera verde ondulaba sobre su tejado, mecida por la fuerte brisa, y en ella se veía la lengua
llameante de un dragón. Como ojo el dragón tenía un yantra.
Klimt y yo les entregamos nuestras tarjetas de crédito a los dobdobs armados de la puerta, y las
tarjetas fueron introducidas en una consola antes de sernos devueltas.
―Klimt, ¿qué aspecto tiene el embajador de Asura? ¿Ves un árbol creciendo en el centro de una
habitación, un torbellino de luz? ¿Qué ves?
―En nombre del cielo, aquí en la Tierra no puedes verles. ¡Qué literal eres! Sólo vemos Asura a
través de sus ojos cuando volamos hasta allí. Necesitamos un receptor asurano.
―Tú dijiste que ellos no necesitan un receptor humano para estar aquí.
―Su sofisticación es mucho mayor que la nuestra. Llevan decenas de miles de años haciéndolo.
Pueden andar sueltos y estar donde les dé la gana. ―Agitó su mano en un gesto ampuloso―. Si
quisieran podrían estar en cualquier parte, incluso suspendidos en el aire... Pero no les veríamos.
Bueno, apenas si podríamos verles.
Pensé en todos los fantasmas y diablos que la gente decía haber visto desde el nacimiento de los
registros escritos. ¿Serían visitantes de las estrellas entrevistos durante unos segundos? En tal caso,
¿por qué no podíamos ver a un asurano, ya que no en carne y hueso, sí al menos como alguna especie
de manifestación física?
―¡Ponerles centinelas da la impresión de que están encerrados dentro de su embajada sin poder
salir de ella! ―se rió Klimt. De todas formas, dicen que ese «andar sueltos», como nosotros lo
llamamos, exige un terrible gasto de energía. Supongo que por eso se necesita tanto tiempo para
expandir la esfera de vuelo del Bardo.
Un dobdob nos llevó hacia un ascensor, y fuimos conducidos hasta el último piso del edificio.

Una vez allí, recibimos las instrucciones anteriores al vuelo en una antesala provista de una
pequeña ventana detrás de la cual se podía ver todo el equipo necesario para el control de los vuelos
espaciales: una gran habitación con técnicos sentados ante sus consolas; un panel de cristal con un
mapa del mundo que ocupaba toda la superficie de una pared, surcado por líneas zigzagueantes; y
armarios metálicos con tambores de cinta que giraban, se detenían y volvían a girar. El alambre
incrustado en el cristal para reforzarlo y el mismo espesor del cristal de seguridad hacían que toda la
escena cobrara una apariencia nebulosa, con un confuso granulado que no permitía ver claramente los
detalles.
El dobdob volvió a advertirnos del peligro representado por los «rayos gancho». El Libro de los
Muertos tibetano previene continuamente de la falsa atracción emitida por otras estrellas cuando se
viaja. La luz de las estrellas desconocidas puede hacer que te extravíes.
Después de habernos hecho la advertencia de rigor, siguió hablando:
―Es muy importante que lo registréis todo en vuestra mente para discutirlo en las sesiones
posteriores. Estáis tomando parte en un debate científico de gran importancia. Si algo os parece
extraño o pura y simplemente estúpido..., creedme, tratad de recordarlo todo, hasta la última brizna.
Durante el vuelo estaréis continuamente bajo observación, claro está, pero necesitamos obtener el
mayor número de datos posibles.
»El tema que más debe preocuparos es el concepto de los límites y su estructura lógica. Es un
problema básico del conocimiento. Plantea la cuestión de cuánto podemos llegar a saber sobre
nosotros mismos y, como resultado, cuánto podemos esperar llegar a saber sobre el universo. Un
filósofo de la antigüedad hizo la siguiente pregunta: “¿Cómo podéis imaginaros una mente que esté
observando la totalidad de sí misma? Si esta mente se hallara totalmente absorta en su observación,
¿qué estaría observando?”. Bueno, si queremos comprender el cosmos debemos resolver ese acertijo...,
porque la mente y el universo tienen, como mínimo, una cosa en común: tanto la una como el otro son
sistemas completos y únicos.
»El universo carece de otro límite que no sea él mismo. Por otra parte, es posible que el universo
tenga límites internos, igual que nosotros, límites que le permiten ser tal universo..., el único que existe.

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

Al igual que la mente no puede inspeccionar la totalidad de sí misma, tampoco puede hacerlo el
universo..., pese al pegamento representado por la Acción a Distancia. Sin embargo, ¿qué clase de
límites tiene? Y, asimismo, ¿qué clase de límites internos tiene nuestro propio conocimiento del
universo? ¿Hay «alternativas» al universo que conocemos? ¿Hay universos alternativos dentro del
marco global del universo, y podríamos conseguir acceso a tales universos?
»Por esencia, un límite incluye algo dentro de sí mismo..., mientras que excluye cuanto no está
dentro de él. ¡Pero ese mismo hecho implica que hay algo positivo y definido que se ve excluido! Por
lo tanto, ¿es posible que el conocimiento franquee ese límite?
»Los asuranos se encuentran en la posición ideal para comprender este problema al nivel más
básico, el del cuerpo. Un pájaro en su árbol. Un pájaro que vuela. Un pájaro en otro árbol. Se incluyen
dentro de una entidad más grande que ellos; luego se autoexcluyen al marcharse volando para formar
otro ser alternativo con una nueva perspectiva mental. Y, sin embargo, conservan cierta forma de
continuidad.
»Necesitamos saber si “nuestro” universo ―el único que conocemos― es tan sólo un cosmos
parcial, una subdivisión de otro universo mayor... Necesitamos descubrir si otro universo “alienígena”
puede compartir parcialmente nuestro propio marco de referencia... y, de ser así, qué clase de límite
podemos compartir con él. En otras palabras, ¿cuántas “filtraciones” hay en los límites de este
universo nuestro?
»Los asuranos son muy hábiles en eso de cruzar límites, dado el tipo de conciencia y biología que
tienen. Así que, por favor, ¡hablad de “límites” con ellos, y esforzaos al máximo! Hacedlo aun si tenéis
la impresión de que durante vuestra visita a un planeta alienígena podríais encontrar otro tema de
discusión más superficialmente excitante.
Aquello iba dirigido básicamente a mí. La expresión de Klimt indicaba que ya lo sabía.
Más allá del cristal las cintas giraban, los técnicos movían diales e interruptores y garabateaban
anotaciones en los listados. El dobdob nos abrió la puerta acolchada.
Y así fue como entramos en la Sala de Contacto para explorar nuestros cuerpos... y, con ello,
explorar el universo.

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

10

Nos abrazamos en el oscuro silencio. Un instante después, el mandala del sri yantra brilló ante
mis ojos. El mantra ¡HUM! penetró en mis oídos, y cada uno de nosotros entró en el cuerpo del otro.
La kundalini se alzó con un salvaje resplandor. ¡TRAM! ¡TRAM!, retumbó el siguiente mantra.
Pasamos el segundo triángulo.
¡HRIH! ¡HRIH! Un graznido en mi corazón.
¡RAM! ¡RAM! El resonar de un gong en mi cerebro. Los triángulos se alejaron.
¡OM! ¡OM! El retumbar del más grande de todos los mantras; y el punto bindu central hizo
explosión. Se extendió igual que una nova a mi alrededor, absorbiéndome hacia aquel llamear de
estrellas. Las estrellas pasaron velozmente junto a mí, formando un gran anillo: un toroide luminoso
desde el que me hacían guiños «rayos gancho» de luz plateada, azafrán y zafiro, en los que cada fotón
prometía expandirse hasta formar una estrella individual, un mundo, un puerto de refugio. Toda la
galaxia se condensó en este anillo de luz hacia cuyo centro estaba volando, yendo de una oscuridad a
otra; y, cuanto más deprisa volaba, más atrás iba dejando el anillo de luz y más se encogía éste ―como
si estuviera a punto de salir de la galaxia―, hasta que se convirtió en un simple aro perdido en el vacío
espacial a una gran distancia de mí: una presencia que no era tanto una percepción de mis ojos
corpóreos como algo que sentía con el ojo pineal que hay dentro de mi cerebro..., ¡con mi tercer ojo,
que había despertado! Todas las estrellas existentes fueron quedando a mi espalda, encogidas hasta
convertirse en una sola estrella de gran tamaño, y luego esa estrella se convirtió en un solitario punto
luminoso de gran intensidad..., el único punto de luz existente. !Y aún me parecía estar alejándome de
él! Pero, en el mismo instante en que me alejaba a más velocidad, descubrí que todos los caminos
llevaban hacia él, pues era el único punto que existía. De repente, lo tuve delante y no detrás. Eso hizo
que se convirtiera en mi destino..., el único camino por el que podía seguir avanzando.
El punto volvió a convertirse en una nova y me inundó de luz. La luz del día. La luz del día
creado por otro sol.

Estaba en un árbol. Todas sus ramas se alzaban hasta la misma altura, sosteniendo un rígido
conjunto de hojas interconectadas que se inclinaban hacia el sol del atardecer. Y no era el sol de la
Tierra. Era el sol de Proción.
Era un brote verde situado en la punta del árbol, y mi cuerpo alado era un rombo cubierto de
plumas de brillante color esmeralda, perfectamente alojado en el nódulo creado por el acto de
posarme.
Era prácticamente un cerebro alado. Buche, estómago e intestinos se habían ido atrofiando a
medida que mi cerebro aumentaba de tamaño. Mi alimento, la suculenta savia, procedía
exclusivamente de mi árbol. Una vez al año mis minúsculos órganos reproductores se hinchaban con
la llegada del estro, llamándome a la Gran Mezcla. Cada crepúsculo de Asura, hasta hacía poco,
también acudía a la Pequeña Mezcla. Después de milenios, mis alas aún seguían siendo capaces de
batir con fuerza, aunque ahora ya no tenía patas ni pies, y el único sitio donde podía posarme era la
copa de un árbol, igual que un huevo en su huevera.
¿Qué clase de criatura era yo? Un Árbol-Pájaro. Un Ser Completo, sin divisiones. Y, sin embargo,
un ser que necesitaba dividirse para que la Mezcla me permitiera convertirme en un Ser Completo
nuevo y distinto, con algo del viejo. Gracias a ello compartía mis alas durante el curso de los milenios
con toda la historia de Asura, y a lo largo y ancho de todo el mundo con las muchas otras Identidades
que había sido y que volvería a ser cuando este pacto actual de estabilidad hubiera terminado y
hubiese cumplido con mi deber hacia los «humanos»...
Entrecerré los ojos para protegerlos de la claridad solar, que ya iba disminuyendo, y me encogí
sobre mí mismo igual que muchas otras flores de cráneos verdes que exprimían la savia de los árboles
sobre los que estaban, dispersos por todo nuestro mundo.

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Islas verdes se alzaban del mar verde, separadas por unos cuantos centenares de aletazos. El agua
verde interrumpía el verdor de la tierra. No había continuidad entre la tierra y el mar, salvo la creada
por nuestros aletazos. La vida terrestre existía gracias a la exclusión de la química marítima; la vida
terrestre alzaba sus ojos hacia el ardor del sol. Nuestro mundo era todo fronteras y límites,
entrelazándose unos con otros. Las inclusiones y las exclusiones estaban por todas partes.
Asura, susurró la brisa que precedía al ocaso, rozando los bordes de mis hojas.
El sol se hundía cada vez más deprisa, hinchándose hasta convertirse en una bolsa de yema al
apoyarse en el horizonte..., el huevo roto del día, dejando escapar su fluido bajo la curva de Asura.
Y, sin embargo, el huevo del día nunca llegaba a romperse del todo. La yema se limitaba a
derramarse sobre la dura cáscara blanca de otros días esparcidos por todo el mundo. Y, de la misma
forma, la Mezcla derramaba la yema de mi Identidad anterior en la cáscara intacta de una Identidad
futura.
Otro asurano estaba en la misma isla que yo, a unos cuantos aletazos de distancia, y también él
guardaba el pacto de la estabilidad. Era el Portavoz, el que Responde, mientras que yo era el receptor
de la pareja humana que anidaba en mi mente, el Interrogador. A decir verdad, yo era la pareja
humana. Era Lila..., una Lila de Asura.
El sol se ocultó, y mis hojas cambiaron su postura para iniciar la vigilancia estelar de la noche.
Quizás el «sueño» humano fuese una especie de Mezcla... No, en realidad no era eso. Los seres
humanos siempre despertaban siendo exactamente iguales a como eran antes. Qué decepcionante
debía resultarles. Les compadecía.
O, más bien, creían ser las mismas personas..., mientras que ni tan siquiera eran eso...
Asura, Asura... En lo alto, las primeras alas empezaban a moverse yendo hacia la Mezcla.
Klimt y yo estábamos absorbidos dentro de este «receptor» de Asura, que sólo era plenamente
asurano gracias a ser dos seres en uno...
―Uno y uno es uno ―triné, dirigiéndome a nuestro Árbol-Pájaro vecino. O canté. O dije. No lo sé.
Y, sin embargo, había logrado transmitir un significado.
―Nuestro nombre ―cantó Klimt (que había estado aquí antes) es Cags Kyu-ma, creo. Saludos.
―Palabras oídas en mi cabeza; su voz carecía de eco o timbre distintivo.
―Saludos. Nuestro propio nombre es Nammk'a Dbyns. «Nammk'a» sirve para nombrar el árbol-
nido. «Dbyns» nombra nuestra variable libre, el pájaro que vuela. Pero ahora vuestro nombre es Cags
Sgro-ma, Vuestra variable libre «Kyu-ma» ha ido a la Mezcla. Ahora la variante libre «Sgroma» está
sentada en el árbol-nido, cuidando de cumplir el pacto de la estabilidad. ―Y, enigmáticamente, el
asurano añadió―: Los números construyen nidos, igual que hacen los pájaros. Tanto los números
racionales como los irracionales...
―Está hablando de matemáticas ―murmuró la voz de Klimt. Los números irracionales son los
números como «pi»..., la relación de la circunferencia de un círculo con su diámetro, ya sabes.
―Aproximadamente veintidós entre siete ―dije yo; ¡hasta ahí llegaban mis conocimientos!
―Un número muy importante. Sin él no puedes crear ningún tipo de geometría ―comentó Klimt.
Representa una relación geométrica real. En cuanto dibujas un círculo, pi existe. Y, sin embargo, es
enteramente irracional. No hay respuesta racional a la expresión «veintidós entre siete». Puedes
dividir veintidós por siete eternamente, pero nunca conseguirás una auténtica respuesta definida. O
toma la raíz cuadrada de dos... Un cálculo de lo más sencillo, y no tiene ninguna solución exacta. Sólo
hay aproximaciones cada vez más y más cercanas que «anidan» alrededor de la respuesta
teóricamente perfecta. ¡Ese es uno de los enigmas de los números! Un infinito de respuestas posibles.
¡Por lo tanto, el infinito nace del acto de pensar en los números! La mente y el infinito guardan algún
tipo de extraña relación entre ellos. ¡Quizás hasta sea posible que el infinito necesite al pensamiento
para que le dé existencia!
Hizo una pregunta que yo coreé obedientemente: supongo que debía ser algo que había quedado
pendiente en su última visita.
―¡Sigo sin comprender la razón de que el Número Dos sea distinto del Número Uno duplicado!
Los asuranos sólo sois «uno» cuando estáis anidando, ¿verdad? Pero eso sigue requiriendo dos seres
distintos..., en tu caso, Nammk'a el Árbol más Dbyns el Pájaro. ¿Cómo es posible que dos entidades
separadas sean igual que una sola entidad?
―Dos íntegro ―cantó el asurano en respuesta―, es decir, el número «dos» entero, es muy distinto
de «dos unos» sumados. Puede que esto te resulte difícil de comprender, pero la verdad es que un
«límite numérico» encierra a Dos Íntegro de la misma forma que encierra a Uno Íntegro. Todo un
cosmos infinito de números fraccionarios creado por el pensamiento anida entre los números Uno y

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Dos. Este universo es la unidad de «lo que es uno», y está limitado por un horizonte de «lo que es
dos».
Así que íbamos por el buen camino... Límites y horizontes.
―Ahora pensad en el universo del número dos ―siguió diciendo el árbol―pájaro―. Es más grande.
En cierto sentido, incluye el universo del número Uno, dado que es obvio que el dos incluye al uno.
Pero, en otro sentido, excluye la posibilidad de lo que sólo es uno... Ésa es la razón de que los seres
humanos nos intereséis. Sólo podéis venir aquí cuando dos de vosotros se unen en el acto sexual. Es la
única forma de que podáis conseguir la energía suficiente. Quizá se deba a que cada uno de vosotros
tiene un cerebro con dos hemisferios separados, y una mente dividida en parte consciente y parte
subconsciente. Hablando de forma muy tosca, cada uno de vosotros sois dos: esa parte que forma la
consciencia personal en cualquier momento dado... y todo el resto inaccesible y desconocido. Y, sin
embargo, en vuestras mentes el dos no llega a ser un número real, porque no podéis unir esas dos
integridades separadas. Seguís siendo «uno más uno»..., seres aislados y parciales.
―Qué razón tiene, Lila... ―suspiró Klimt. La eterna división. Macho y hembra, Siva y Shakti, los
hemisferios gemelos del cerebro. La parte consciente y la parte subconsciente. Siempre somos seres
dobles. ¡Tenemos que unificar esas dos corrientes del ser que hay en nuestro interior! Cuando
aprendamos cómo unirlas, estaremos un paso más cerca de comprender el universo.
―Sí, dentro de nosotros hay límites ―admitimos en voz alta―. Jamás podremos conocer de forma
consciente a nuestro otro yo.
―Comparada con la nuestra, vuestra comprensión del universo está prisionera de esos límites.
¿Os dais cuenta? ―replicó Nammk'a Dbyns―. Nunca llegáis a pensar realmente en términos de Dos-
íntegro, mientras que un asurano piensa así por naturaleza. Existís gracias a la división. El límite que
hay en vuestro interior os derrota. Nosotros existimos gracias a la unión. Permitidme dejar claro que
esos Números Reales: el Uno, el Dos, el Tres, el Más Allá, corresponden a auténticas configuraciones
del Hiperuniverso, perceptibles para seres que operen en tales niveles numéricos. Toda la materia es
un efecto de las ondas, ¿verdad? Las ondas oscilan en el espacio multidimensional. Sin embargo,
vuestras mentes todavía no están organizadas para concebir el espacio multidimensional. Las nuestras
se hallan mejor organizadas para tal tarea...
―Pero se me ha explicado que nuestros científicos comprenden las matemáticas de las
dimensiones imaginarias ―dijo Klimt.
(Pensé que los mellizos hausa se lo habrían pasado maravillosamente con todo esto. Francamente,
yo estaba empezando a ponerme cada vez más y más nerviosa.)
―¿Dimensiones imaginarias? ―trinó el asurano―. ¿Imaginario? Ah, pero es ahí donde os
equivocáis. No hay nada de imaginario en esas otras dimensiones. Tienen una existencia real. Lo que
pasa es que vuestras mentes no están equipadas para verlas. Las nuestras pueden ver una parte mayor
de ellas que las vuestras. Todo el destino de Asura y, a decir verdad, esperamos que el destino de
otros mundos, estará dedicado a entrar en contacto con seres de dimensiones más elevadas, seres que
realmente habitan en una multiplicidad de dimensiones. Sólo de esta forma será posible comprender
el universo. Podéis llamarles Dioses o Demonios, pues sois incapaces de percibir su auténtica
naturaleza real...
―Quiero volar ―dije, interrumpiéndole. ¡Haberse encarnado en un pájaro y estar obligada a
quedarte posada en un árbol, hablando de números en vez de surcar cielos alienígenas y volar sobre
un mundo extraño...! Quizá fuera un instinto nacido del cuerpo que me servía como anfitrión, pero
deseaba tanto unirme a la Mezcla del Ocaso... El batir de grandes alas susurrando Asura..., sí, eso me
fascinaba.
Un esfuerzo de voluntad.
Descubrí que podía desplegar un ala...

―Quiero volar por el cielo... ―canté, dejándome dominar por el delirio.

Mi ala colgaba fláccida por entre las hojas.


Algo la había detenido, agarrándose a ella e impidiendo que se moviera.
―¡No debes hacerlo! ―rugió la voz de Klimt―. Si haces que este pájaro se aparte del árbol
conseguirás matarnos a los dos. ¿No lo comprendes? Se convierten en dos seres separados, dos seres
inferiores... ¡Sepáralos, y también separarás nuestras mentes! ¿Qué razón habría para que volvieran a

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

reunirse? Estaríamos perdidos. Enloqueceríamos, moriríamos. Y, de todas formas, ¿quién quiere volar
cuando tenemos todo el universo que comprender?
―Yo. Yo quiero volar. Ésa es la excusa que siempre estoy oyendo. Las estrellas se encuentran a
nuestro alcance gracias al Bardo, así que no hay razón para moverse ni un centímetro, ¿verdad? Ahora
que estamos aquí...
―...sólo en un sentido mental...
―¡Tampoco podemos movernos! ¿Qué es el Bardo, una prisión?
―Mira, ¿qué sacó la gente del poder volar, salvo algunos puñados de polvo traídos del mundo
vecino? Has insultado a nuestro anfitrión moviendo sus alas igual que si fuera un títere.
Me rendí. Entristecida, puse mi brazo mental sobre la gran hoja para pegarlo a mi flanco; y el ala
volvió a doblarse.
―Nammk'a Dbyns... ―dijo Klimt.
―Sigamos hablando sobre la naturaleza de los números y los seres de las dimensiones superiores
―trinó el asurano, como si no hubiera ocurrido nada.
Pasamos lo que me parecieron varias horas cantando y discutiendo sobre los números que van del
Cero al Seis, su significado, la naturaleza del espacio multidimensional, así como sobre los límites y
los horizontes, mientras que la luz de las estrellas se reflejaba en nuestras hojas.
Estábamos empezando a perder energía. Asura ya no parecía tan nítida. La niebla brotaba del mar
y se acercaba a las islas. Las estrellas estaban dejando de brillar con tanta fuerza. El horizonte parecía
encogerse, acercándose físicamente a nosotros.
―Klimt, todo está cambiando...
―Sí. Cambia. ¿Puedes imaginarte el número de siglos que deberemos pasar practicando el vuelo
mental antes de que podamos pasar días en algún otro lugar como hacen los rakshasas en su
búsqueda de nuevos mundos, por no pensar ya en otras dimensiones?
Las grandes hojas del árbol se fueron moviendo lentamente hasta rodear el punto de anidar donde
nos hallábamos, haciendo que nuestra flor se doblara sobre sí misma hasta que volvió a convertirse en
un brote.
Las hojas se tocaron. Se entrelazaron. Se agruparon a nuestro alrededor formando un yantra y
volvieron a empujarnos hacia el punto bindu, haciéndonos pasar por él, cruzando la neblina de aquel
anillo llameante de luces hacia la oscuridad de la Tierra.

El fuego kundalini se había apagado. Estaba helándome. Totalmente agotados, Klimt y yo


tuvimos que ser separados el uno del otro por los dobdobs, que nos dieron masajes y nos envolvieron
en mantas.

Pasamos la mayor parte de la semana siguiente siendo examinados tanto física como
psicológicamente, y preparándonos para nuestro siguiente vuelo, que estaba previsto tuviera lugar
dentro de ocho días. Al principio mi energía kundalini parecía dormida..., totalmente exhausta. Pero,
hacia el cuarto día, mi serpiente ya volvía a erguir vivazmente la cabeza.
En cuanto a mi relación con Klimt, ay... ¡Qué mecánico parecía comparado con cuando estábamos
viajando! Temía que pudiera estar furioso conmigo por haber dejado volar caprichosamente mi
fantasía en Asura. (¿O debería decir por haber intentado dejarla volar? Los dobdobs me habían dado
una buena reprimenda por ello. Pero no me habían quitado el derecho a volar, y ni tan siquiera se me
había amenazado con ello..., lo cual me dejó bastante sorprendida.) Cuanto más pensaba en el asunto,
más convencida estaba de que Klimt parecía la prueba viviente de algo que había dicho Nammk'a
Dbyns, el viejo y sabio árbol-pájaro: los seres humanos gozan de la consciencia gracias, sobre todo, a
que la mayor parte de su ser está dominado por el subconsciente. La «consciencia» sólo existe por
encima de una cierta frontera encerrada en nuestras mentes, y existe bajo la forma de un arco
minúsculo de todo el círculo de operaciones mentales (y, naturalmente, tales operaciones no están
restringidas a lo que ocurre en el cerebro, dado que los músculos, los nervios y los órganos corporales
también «saben» y «recuerdan», pues de lo contrario el campo corporal no existiría). Por debajo de esa
frontera, escondidos, se encuentran la inmensa mayoría de nuestros procesos mentales. Lo que había
de especial en Nammk'a Dbyns, lo que le permitía detectar este defecto de nuestra constitución, era el
hecho de que su propio «arco» de consciencia podía emprender el vuelo de una forma independiente
y dejar atrás todo el resto de su círculo. Podía convertirse en el todo dejando de ser una parte...,

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aunque, al hacerlo, el arco del pájaro acabara siendo inevitablemente consciente de menos cosas que
cuando estaba unido al «círculo» del árbol-pájaro...
Empecé a pensar que Klimt era un arco libre muy pequeño. Cuando se unía mental y sexualmente
conmigo durante el vuelo del Bardo para formar un círculo, se volvía un poco más comunicativo, un
poco más consciente. Era capaz de ponerse poético y hablar de forma inteligible sobre el significado de
la vida, sobre el cómo debíamos integrar nuestras partes separadas. Pero no podía llevarse consigo esa
fracción extra de consciencia al volver, salvo como el recuerdo de un sueño inconexo, algo que debía
serle explicado con voz seca y precisa a los dobdobs para que lo registraran en cinta y lo archivaran.
Empecé a compadecerle.
El día previsto volvimos a volar. Nammk'a Dbyns siguió hablándonos sobre nidos de números,
límites y horizontes dé la mente..., y esta vez todo me pareció más interesante, pues apliqué la idea no
al cosmos o al universo, sino al sencillo problema de cómo Klimt, mi amante (y supongo que yo
misma..., aunque realmente no lograba creerlo), podíamos ser unos seres tan limitados. Esta vez tuve
la sensación de que sí estaba aprendiendo algo, de que cuando volviera traería algo conmigo.
Volvimos, exhaustos.
Después de diez días trabajando, nos dejaron descansar durante una quincena.

Maimuna y los mellizos hausa también habían estado volando y ahora descansaban. Maimuna
había empezado a volar unos cuantos días antes que yo. Nos contó con todo detalle sus primeros
vuelos mientras contemplábamos las olas del Atlántico, verde sobre azul; pero siempre hablaba con
una pizca de sarcasmo, y su voz tenía un tono cortante.
―¡Esos asuranos parecen inagotables! Apenas si hemos empezado y míranos, ya nos hemos
quedado sin fuerzas. No me extraña que el Bardo necesite miles de viajeros. Y, sin embargo, unos
cuantos asuranos pueden encargarse de ese trabajo durante semanas y más semanas...
―¿Cómo es posible cansarse estando posado en un árbol? ―preguntó Abdoulaye-H, algo irritado.
―Ah ―dijo Maimuna, como si hubiera estado esperando esas mismas palabras―, ¿crees que un
árbol puede aburrirse? Todos estamos de acuerdo en que el vuelo es terriblemente emocionante. Pero,
en cuanto llegas allí... Una islita, unos cuantos árboles, los mismos viejos pájaros de siempre
graznando interminablemente sobre los números y la geometría...
―Yo tuve una conversación fascinante sobre la teoría de los conjuntos ―protestó Hamidou-A―. Lo
que está incluido en un conjunto y lo que está excluido... ―Maimuna dejó escapar un gemido.
―Yo también ―dijo su hermano―. Hablamos sobre los números trascendentales y los conjuntos
infinitos incontables, y luego hablamos sobre el número transfinito para Todo-Lo-Que-Es y sobre si
hay alguna forma de que el Todo pueda ser igual a la Parte. Hablamos sobre el Número Cardinal del
Continuo. Todas esas cosas son terriblemente importantes si es que quieres descubrir la lógica del
universo. ¡Puede que de los universos, en plural!
Maimuna les lanzó una mirada desdeñosa.
―Voy a contaros un secreto―dije yo, queriendo impresionarles―. Intenté hacer que mi pájaro
volara. Sé que fue una estupidez por mi parte. ¡Es realmente peligroso! Pero quería hacer algo. Intenté
hacerle volar y movió un ala. Klimt me hizo parar. Podría haber roto la conexión del Bardo.
―Los asuranos nos habrían perdonado ―dijo Abdoulaye-H―. Los alienígenas nos consideran algo
inapreciable. Somos la cuarta especie de la conexión. Los hermanos pequeños...
―Somos tan inapreciables como niños. Estamos dando nuestros primeros pasos. Tenemos que
tropezar de vez en cuando.
―No podemos permitirnos el lujo de tropezar, ¿verdad? ¿Por qué? ¿Por qué no podemos tropezar,
si somos unos niños? ―preguntó Maimuna―. ¿Qué nos pasaría si se rompiera la conexión del Bardo?
―Que una civilización tropiece es muy distinto a que un niño tropiece. Un gran tropezón, y todo
ha terminado sin remedio. ―Tonterías. No veo qué hay de tan peligroso en eso. Toda nuestra historia
está llena de tropezones, y aún seguimos aquí. Y, por cierto, hablando de niños ―añadió con una
sonrisita presuntuosa―, ya he tenido un retraso. ¡Estoy embarazada!

Maimuna estaba en lo cierto.

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11

No tardé en darme cuenta de que yo también estaba embarazada. Los médicos dobdobs tomaron
muestras de mi orina y lo confirmaron. Fui trasladada sin perder ni un instante a otro hotel situado
más al sur, hacia Virginia Beach, en la zona «guardería». Desde la ventana de mi nuevo dormitorio
podía ver moverse la bandera verde de la Embajada, a un kilómetro al norte.
Maimuna también había sido enviada a ese hotel. El nombre del hotel, Fairchild (Literalmente:
«niño hermoso». (N. del T.)), resultaba muy adecuado; en él no había más que embarazadas, aunque
nadie llegaría a dar a luz allí.
―El índice de bajas es muy elevado, ¿no? ―le dije a Maimuna después de mi primera clase de
yoga para el parto (que había sido la cuarta o la quinta para ella).
―¡Toda esa preparación, todo ese trabajo, y ahora esto...! ―dijo. Su actitud hacia el embarazo no
había tardado en pasar de la suficiencia al resentimiento. ¡Cómo aborrecía verse formando parte de la
misma categoría que cien mujeres más!―. ¿Por qué tenían que hacernos volar en esa época del mes?
Saber si no hay peligro es bastante fácil: basta con una simple lectura del termómetro. ¡Pensaba que
eso era lo que estaban comprobando con todos sus malditos exámenes médicos!
Personalmente, mis sentimientos hacia lo que estaba pasando eran más bien positivos, como si
ahora fuese un yantra viviente: un nido humano que rodeaba un punto central de energía vital que
estaba creciendo y echando brotes, y que terminaría colmándome. El cuerpo humano es el más
hermoso de todos los yantras: recordé que un instructor nos lo había dicho.
―No, Maimuna..., estar embarazada es importante. Es una especie de vuelo del Bardo, ¿no lo ves?
De repente tienes un límite dentro de ti, y al otro lado hay algo extraño y nuevo..., un cosmos privado
distinto que, sin embargo, también es parte de tu universo.
Maimuna me lanzó una mirada burlona.
―¿El «pequeño desconocido»? Me pregunto cuántas veces se habrá utilizado ese lugar común
desde que existe el mundo... ¿No crees que somos muy afortunadas? ¡Hemos conseguido permiso
para dar a luz después de haber trabajado sólo cuatro meses!
―¡Has decidido que esto va a resultarte odioso y quieres amargarle la experiencia a todo el
mundo!
―Lila, querida, he estado hablando con las demás. Aquí apenas si hay nadie que haya volado más
de dos veces. Y la segunda vez se quedaron embarazadas, igual que nosotras. Que el Bardo
desperdicie sus recursos humanos de esta forma..., ¿no te parece que son algo imprudentes? ¿No te
parece algo extraño? ¿Qué hay detrás de todo esto?

Maimuna se acercó cautelosamente a mí unos días más tarde.


―Sube a mi habitación, Lila, tengo que enseñarte algo.
Y, cuando estábamos en el ascensor, me dijo en voz baja:
―Voy a contarte esto por si diera la casualidad de que tuviera algún accidente. No sé, un aborto
repentino. O no consiguiera recuperarme del parto y no volviera a verte nunca...
Su extraño par de pendientes estaba sobre el alféizar de la ventana: la mosca y la araña atrapadas.
La araña no podía llegar a la mosca para comérsela y la mosca era incapaz de escapar. Cogió los
pendientes y se los puso en las orejas, como si fueran a protegerla de algo.
―Puede que consiguieras mover el ala del pájaro asurano, Lila, pero yo crucé el umbral de una
puerta con la esvástica roja que alguien se había olvidado de cerrar. Eso es mucho peor. Descubrí
cosas...
―¿Qué?
―Un lector de microfichas. Microfotos de algunos libros antiguos. Copié unos cuantos extractos.
―Fue corriendo al cuarto de baño y volvió con hojas arrancadas de uno de nuestros cuadernos de
anotaciones―. Este primer fragmento es de un viejo texto sobre el yoga tántrico. Tiene centenares de

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años. ¡Habla sobre lo que se supone que es el yoga tántrico! Léelo. ¡Y luego dime qué es lo que anda
mal!
Empecé a leerlo:

Si el acto sexual ha de ser un genuino acto tántrico, NUNCA debe terminar con la emisión del semen.
Ése es el significado de esta frase en sánscrito: «Bodhicittam nortsjet». («El semen no debe ser
expelido.») El semen siempre será retenido dentro del cuerpo. Ése es el objetivo de la contracción
Mulabhanda; detener el flujo del esperma. El santo Tirumular, en su texto Tirumantiram, escribe:
«Velliyuruki ponvali otame». En la lengua tamil, el significado literal de esa frase es «La plata no debe
fluir por los caminos del Oro». Sin embargo, no se trata de una prohibición de la Alquimia. Lejos de ello.
Los santos Siddha investigaban la posibilidad de la transmutación, igual que hacían con la medicina y el
control de la respiración: buscaban conseguir la inmortalidad en esta vida. Aquí, de hecho, la Plata es un
símbolo secreto y arcano del esperma humano, mientras que el Oro es un símbolo para representar la
vulva de una mujer. Los yoguis que se permiten eyacular, por lo tanto, son llamados «Plateros Falsos».
Sus esfuerzos son inútiles.

―Entonces, ¿por qué estoy embarazada? ¿Y por qué lo estás tú? ¿Por qué hay tantas otras
embarazadas si existe un sistema perfectamente natural y práctico para impedir que eso ocurra..., y si
la eyaculación es lo peor que puede suceder?
―Muchos de esos viejos textos son confusos y han sufrido deformaciones. Ya nos lo han explicado.
―¡Una buena razón para tenerlos ocultos bajo llave! Y, ahora, lee esto. Es del mismísimo Libro de
los Muertos tibetano..., del Bardo Thödol.

Oh nacido en noble cuna ―leí―, malignos espíritus son los rakshasas, que poseen el poder de cambiar
de forma...
Oh nacido en noble cuna, no te sientas atraído por la opaca luz verdosa del mundo Asura. Ése es el
camino kármico que lleva a la gran envidia. Si te dejas atrapar por sus rayos gancho, caerás en el mundo
de Asura y quedarás enterrado para siempre en el insoportable dolor de las discusiones y las querellas...
Oh nacido en noble cuna, si renaces en el cuerpo de un asurano verás un bosque encantador.
Recuerda que has de sentir repugnancia: no se te ocurra entrar en él. La envidia más intolerable se
encuentra encerrada en esos árboles.

―Los dobdobs nos dijeron que la gente que escribió el Libro de los Muertos estuvo a punto de
conseguir la respuesta. Casi captaron intactos los mensajes de las estrellas. ¡Describir Asura como un
bosque de discusiones no es alejarse demasiado de la verdad!
»¡Lila, piensa! No fueron los asuranos quienes intentaban entrar en contacto con nosotros desde
hace tantos años. ¡Se supone que eran los rakshasas! ¿De dónde pueden haber salido todos esos datos
sobre Asura? ―Maimuna me puso una tercera hoja de papel en la mano.
»¡Y ahora, Lila, fíjate en los nombres!

Oh nacido en noble cuna, verás aparecer ante ti cuatro deidades celosas, guardianas de las puertas, y
las más importantes son Cags Ky-ma y Cags Sgroma...
Debes de saber que no son sino imágenes proyectadas por tu propia mente. Esas formas no salen de
ningún otro sitio que no sea tu propia mente...

―¿Recuerdas lo que representan esos nombres? Dos partes de un Ser que se divide y jamás vuelve
a ser exactamente igual a como era antes. El pájaro se aleja volando de su árbol para acudir a la Mezcla
y otro pájaro ocupa su sitio. ¿Cuáles son las probabilidades de que las mismas parejas estuvieran
juntas hace centenares de años, cuando los tibetanos escribían su libro? ¡Aunque nos traguemos el
hecho de que se trata del mundo equivocado!
―Quizá sean nombres muy comunes en Asura... No conocemos muchos de sus nombres.
―Ni de sus palabras. Y tampoco sabemos gran cosa de todo lo demás. ¿Estás sorprendida? Hay un
límite a lo que la gente puede llegar a inventar para engañar a los demás. «Imágenes de tu propia
mente», dice. «Formas salidas de tu mente». Creo que eso se acerca más a la verdad. Eso es Asura. ¡Es
una alucinación programada! Y lo mismo ocurre con los otros mundos alienígenas. Ya te dije que eran
demasiado sencillos para ser mundos auténticos. Un mundo auténtico tiene desiertos, mares, bosques,
montañas, ríos y maleza. Un mundo auténtico es complejo y desordenado. Está lleno de variedad.
―Marte no. Marte sólo tiene desiertos y cráteres.

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

―Me refiero a los mundos vivos, no a los muertos. Un auténtico mundo vivo significa jirafas,
asnos, tortugas, tarántulas, osos hormigueros y antílopes. Y orquídeas, naranjas, plátanos y árboles bo,
cactos y pepinos. ¡En términos alienígenas! La misma riqueza. Eso no ocurre en Asura. Una sola
especie de árboles. Una sola especie de pájaros. Y, por cierto, ¿qué razón hay para que los asuranos y
los rakshasas sean descritos como demonios hostiles, malignos y desagradables?
―Quizá porque, cuando estaban intentando establecer contacto mental, los antiguos tibetanos
creyeron que los alienígenas querían invadir sus mentes.
―¿Y por eso dicen que sólo son frutos de la imaginación? ¡Vamos...!
―Cuando estás realmente asustado de algo..., quizá quieras fingir que no está allí, que no existe...,
como hace el avestruz. ―Tonterías. Tu teoría no se tiene en pie. Está llena de agujeros tan grandes
como...
Nunca llegó a decirme cuál era el tamaño de esos agujeros. En ese instante dos dobdobs abrieron
la puerta del dormitorio y entraron en la habitación.

Un hombre y una mujer, ambos asiáticos. Les miré. Nunca olvidaré ese momento. La mujer puso
su mano sobre el teléfono que había junto a la cama.
―Estábamos escuchando. No hace falta que levantes el auricular para que se te oiga. Esto es el
corazón del Bardo, y debemos ser muy precavidos, ¿comprendéis? En cuanto introdujiste tu tarjeta de
identificación en esa máquina lectora para ponerla en marcha supimos que sería preciso hacer algo
contigo, ¿no te parece? Es una lástima que no hayas hablado con nosotros antes de haber metido en
este asunto a otra persona. ¡No perdiste el tiempo! Naturalmente, tienes toda la razón en cuanto a los
alienígenas. Son una invención..., una alucinación programada.
Maimuna me lanzó una vengativa mirada de triunfo.
―Y ahora vendrás con nosotros. ¡Te enseñaremos cuál es el auténtico objetivo del Bardo! ―La
mujer le dirigió una sonrisa más parecida a una mueca―. Entonces desearás no haberlo descubierto
nunca.
―Van a mandarnos a un casquete polar ―dijo Maimuna, frunciendo los labios en uno de sus
mohines.
―¡Nada de eso! Vuestras habilidades son demasiado..., bueno, digamos que son demasiado
protectivas, y todos nosotros las valoramos enormemente. Iremos a ese sitio llamado la Embajada de
Proción. ¡Nos encargaremos de abrirte unas cuantas puertas cerradas más!
―Da la casualidad de que ese hotel es uno de los tres Centros de Mando desde los que se controla
la defensa de todo este maldito planeta ―dijo el hombre―. Los otros dos, naturalmente, están en
Kazajstán y Lhasa.
―¿La defensa de...?
―En el espacio no hay ninguna raza encantadora de amigos alienígenas. El espacio no es nada
amistoso. Ya lo veréis.

Fuimos al hotel Momingside Palace ―la «Embajada»―, y nos llevaron en ascensor hasta el sótano.
Cruzamos varios umbrales marcados con la esvástica roja y pasamos varios puestos de control:
finalmente, llegamos a una gran habitación que se parecía bastante a la Sala de Control de Vuelos que
ya habíamos visto, dejando aparte el que ésta era mayor y tenía más personal trabajando en ella.
Había filas y filas de consolas tras las que estaban sentados un gran número de dobdobs, vigilándolas
atentamente. La pantalla que ocupaba casi toda una pared mostraba al planeta Tierra como una
pequeña esfera que flotaba igual que un globo en el vacío espacial: era una imagen simulada de
nuestro planeta tal y como podría verlo un ojo alienígena situado en la Luna. Los dobdobs de la sala
eran casi todos de raza caucásica, y hablaban inglés o ruso.
Tomamos asiento en dos consolas vacías, flanqueados por nuestra escolta.
―Primero os enseñaremos la barrera defensiva de la Tierra. (Barrera defensiva..., ¿contra qué
había que defenderse?) El hombre cogió un teléfono y habló con un técnico sentado en la primera fila
de consolas. El técnico empezó a accionar sus controles. Cada uno de los interruptores que movía
hacía nacer un triángulo alrededor de la pequeña esfera de la Tierra: algunos tenían la punta hacia
arriba, otros hacia abajo. Acabaron formando una barrera que rodeaba todo el planeta, dándole una
aureola de vértices como la que crearía un niño al dibujar una estrella.
―Los humanos no pueden viajar a las estrellas usando el poder de la mente. Ésa es una ilusión de
la que ya podéis iros olvidando ahora mismo. ¡Pero sí es posible entrar en contacto con el espacio,

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gracias a Dios! Al menos, en cierto aspecto... Los ritmos del cerebro humano pueden ser amplificados
y proyectados a lo largo de las líneas de fuerza que rodean la Tierra y que guardan relación con el
campo magnético del planeta. Lo que veis ahí es una simplificación del efecto de campo producido.
Sin duda la forma os resulta familiar, ¿no? Un mandala yantra en tres dimensiones, con la esfera de la
Tierra en el centro. Junto con vuestros camaradas de Lhasa y Kazajstán, tejéis una red protectora que
nos cubre a todos.
Un segundo juego de triángulos se unió al primero; su foco estaba más hacia el este...
―En Kazajstán, Rusia.
Un tercer yantra cobró forma, complicando todavía más el entramado de triángulos. Ahora el
mundo tenía tantos pinchos como un erizo de mar.
―Ahí está el yantra de Lhasa. Con eso se completa la pauta defensiva actual. Cuando el Bardo
tenga el número suficiente de viajeros bien entrenados, abriremos un cuarto centro en las islas Hawai,
en Maui. Una vieja superstición común tanto en Oriente como en Occidente afirmaba que si lograbas
dibujar un esquema mágico especial y te refugiabas dentro de él, estarías a salvo de los demonios. En
Europa lo llamaban pentáculo. El mandala yantra es el equivalente oriental.
―¡Y ahí fuera hay un demonio! ―afirmó la mujer con vehemencia―. ¡Si es que «demonio» es la
palabra adecuada...! Le llamamos la «Bestia Estelar». Seguimos sin saber gran cosa sobre cuál es su
auténtica naturaleza..., ¡aunque sabemos cómo protegernos de las consecuencias de su presencia! Esas
consecuencias son la locura y la muerte..., para todos los seres humanos de la Tierra. Y sólo los
viajeros del Bardo pueden protegernos de ese destino.
―De haber estado más avanzados técnicamente... ―explicó el hombre―, por ejemplo, si
hubiéramos sido capaces de utilizar toda la energía del sol, quizá podríamos haber concebido armas
en el estricto sentido material y mecánico de la palabra. Por desgracia, nos faltaban mil años para
alcanzar ese nivel tecnológico. Pero teníamos radares capaces de observar el espacio, ordenadores de
gran velocidad y redes militares de radar de alta potencia. Y también teníamos una tradición oriental
de disciplinas mentales que llevaba siglos existiendo..., aunque normalmente el Occidente se había
burlado de ella. Unimos las dos esferas de conocimiento, y eso nos dio los medios para ampliar y
emitir los ritmos mentales de la concentración profunda y formar una rejilla protectora alrededor de la
Tierra.
»La historia que se os ha enseñado es bastante cierta, aunque se calle algunas cosas..., el final del
siglo XX fue un período de caos y muerte a escala mundial. Fuera de los altos mandos, muy poca
gente llegó a conocer la auténtica causa de todo aquello. La Bestia Estelar se aproximaba.
―¿Qué es una Bestia Estelar? ¿Qué clase de criatura es? ―Maimuna y yo habíamos hablado al
mismo tiempo.
―¿Qué es? ¡Cómo nos gustaría conocer la respuesta! Lo único que podemos hacer es mostraros
cuál es su aspecto electrónico. Sólo podemos mostraros sus confines, los límites que ha establecido
alrededor del mundo. ―El hombre volvió a usar el teléfono, y otro técnico respondió accionando
interruptores.
Y, de repente, todo el vacío espacial que rodeaba el «nido» de la Tierra quedó invadido por unos
palpitantes miembros amorfos de vívidos colores que se movían sin cesar, buscando, investigando: un
amasijo de tormentas que ocupaban todo el espectro de colores, del rojo al violeta, como si algo
estuviera probando distintas frecuencias (mostradas como colores) para llegar hasta el nido... La mujer
nos lo explicó.
―Las violentas descargas que estáis viendo son campos neurales..., enormes tormentas
electromagnéticas en las mismas frecuencias de los ritmos cerebrales humanos. En el espacio que nos
rodea hay una terrible «tormenta mental», y está intentando borrarnos del mapa mediante la pura
fuerza del pensamiento. Está claro que la Bestia Estelar es algo más que cuanto habéis visto. Lo que
vemos es sólo la pequeña fracción que nos rodea y nos afecta. Hemos calculado que la criatura cubre
años luz enteros. Puede que haya sumergido a docenas de estrellas y sistemas solares. ¡Eso es lo que
seguimos intentando averiguar mediante nuestros viajeros!
El hombre retomó el hilo de la historia.
―La primera señal de su llegada tuvo lugar en 1995. Fue el comienzo de una especie de colapso
nervioso a escala planetaria. Una enfermedad cerebral..., una epidemia de catatonia. Los científicos
buscaron inútilmente un virus y no lograron encontrar ninguno. Algunos de ellos pensaron que la
epidemia estaba causada por las tensiones del exceso de población. Fue horrible. En 1995 hubo un
millón de muertos, diez al año siguiente y cuarenta al otro.
La mujer nos enseñó una carpeta de fotos. Asombradas, pudimos ver multitudes de rostros
inexpresivos e idiotizados dejándose caer al suelo y muriendo por las ciudades y los campos. Las

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personas perecían igual que el trigo afectado por una plaga... Contemplamos hospitales abarrotados
donde los médicos se esforzaban desesperadamente por salvar vidas, aunque tanto habría dado que
estuvieran intentando vaciar el mar con una cuchara. Vimos fosas colectivas, pozos de cal viva,
inmensas piras funerarias. Los cadáveres se pudrían en las calles. Después, foto a foto, nos fue
mostrando el curso de la enfermedad..., que atacaba con una rapidez increíble. Un hombre estaba
comiendo; su mano se detenía a mitad de un movimiento, antes de llegar a su boca. Aquel hombre
nunca volvería a moverse: se limitaría a dejarse morir de hambre.
―En todos los casos aparecían los mismos ritmos cerebrales alterados ―nos dijo―, la misma
perturbación de la actividad cerebral normal, como si las personas ya no fueran capaces de pensar en
sincronización con el mundo o el tiempo reales. Pero pronto quedó claro que la aparición de la
enfermedad estaba directamente relacionada con la rotación de la Tierra: la proporción de víctimas
disminuía según su latitud. Antes de que hubiera pasado mucho tiempo, el número de víctimas era lo
bastante grande como para localizar un área del espacio que parecía corresponder a la enfermedad. En
cuanto los radiotelescopios del mundo hubieron sido modificados adecuadamente, pudieron recoger
las mismas emisiones que estaban siendo captadas por los sistemas nerviosos humanos. Su fuente
estaba acercándose... y era muy grande.
»Pensamos que quizás alguna entidad del espacio hubiera captado las primeras emisiones de
radio de la raza humana. Se dejó de emitir, salvo en casos de emergencia. Pero si aquello estaba siendo
atraído por las ondas de radio, ¿qué razón había para que atacase nuestros sistemas nerviosos? Ahora
creemos que la existencia de la Bestia Estelar quizás esté relacionada con algo mucho más
fundamental, algo relacionado con la mismísima estructura del universo. Quizás atrajimos la atención
de alguna criatura inmensa y viejísima, del mismo modo que las bacterias alertan al sistema
inmunológico de un organismo y éste se apresura a enviar anticuerpos hacia el punto afectado...
Mirad eso...
En la pantalla se veían los zarcillos y los tentáculos de las emisiones lanzándose sobre la Tierra,
golpeándola...
―Nos ha rodeado. Somos una minúscula célula extraña perdida en el interior de su cuerpo. ¿Cuál
es su tamaño? ¡Sólo Dios lo sabe! Según las primeras estimaciones de los radiotelescopios, debe de ser
enorme. ¿Qué sistema de comunicación interna utiliza? Creemos que usa taquiones, partículas que
sólo pueden viajar más aprisa que la luz. Puede que su mismo cuerpo esté formado por taquiones, y
eso explicaría el que no podamos ver a la criatura, sino sólo detectar sus efectos. Si utiliza taquiones,
sus procesos mentales podrían ser instantáneos. Y, aunque parezca extraño, es posible que también
sean simultáneos..., como si un ser humano fuera capaz de concebir los pensamientos de toda su
existencia en un instante y, sin embargo, ese instante durara eternamente. No puede percibir el tiempo
como nosotros, no puede imaginárselo como una flecha de tiempo... ¿Y por qué debería hacerlo? El
universo como un todo no obedece a ninguna flecha de tiempo, como ya habéis aprendido. Para la
Bestia Estelar es posible que todos los acontecimientos estén ocurriendo perpetuamente en un
continuo de espaciotiempo total...
―Gracias a la Acción a Distancia ―dijo Maimuna, dándose golpecitos en el pendiente de la araña,
como si con eso quisiera expresar que ella siempre había sabido de la existencia de la Bestia Estelar.
La mujer asintió.
―Sin la continua relación que se da entre las ondas retrasadas y adelantadas producidas por cada
acontecimiento, sea cual sea el sitio en que se produzca, no tendríamos ningún universo coherente. El
universo existe gracias a esa relación. Pero dejadme que os haga una pregunta. ¿Y si la Bestia Estelar
hubiera evolucionado para ser capaz de percibir esta clase de espaciotiempo? ¿Y si ha evolucionado
para vivir en la realidad actual del cosmos, y no en el sencillo mundo lineal al que estamos adaptados?
¿Qué concepto tendría de nosotros? ¡Nos consideraría una drástica perturbación de las leyes
naturales! Una inmensa desviación estadística en favor de los acontecimientos retrasados..., una
progresión constante del pasado hacia el futuro, sin ningún ir hacia atrás. Por lo tanto, la Bestia
transmite ondas adelantadas a nuestras mentes para rectificar nuestro sentido del tiempo..., o para
destruirnos.
»La posibilidad realmente aterradora es que, si la Bestia Estelar se ha desarrollado partiendo de la
mismísima textura del espaciotiempo, es posible que sea un auténtico habitante del universo, ¡y que
nuestra forma de vida no sea más que un capricho, una anomalía, una desviación!
Los horizontes internos de la Bestia se movían incesantemente, haciendo fintas y lanzándole
estocadas a la línea defensiva de la Tierra.
―La Bestia Estelar puede estar mucho más cerca de ser un Dios que cualquier otra criatura que
seamos capaces de imaginar ―murmuró la mujer, con voz llena de respeto y temor―. Una mente

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cósmica engendrada por la naturaleza del ser... ¡Y nosotros hemos conseguido que este tigre caiga
sobre nosotros debido a la forma de pensar de nuestras mentes! Entonces, ¿qué somos? ¿Fracasos?
¿Creaciones defectuosas? ¿Seres tarados? ¿En qué clase de universo estamos viviendo?

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Nos llevaron a un gran dormitorio del octavo piso sobre cuya puerta había dibujada una esvástica.
La habitación tenía dos camas. La ventana estaba protegida por barrotes. En el suelo, junto al cubículo
de la ducha y el retrete, había una gran colchoneta de ejercicios, y la mesa tenía un lector de
microfichas con un montón de documentos microfotografiados junto a él. La mujer tomó asiento en
una cama y nos hizo una seña para que nos sentáramos en la otra, mientras el hombre se quedaba de
pie, con la espalda apoyada en la puerta.
―Nuestra defensa se basa en transmitirle a la Bestia las pautas del pensamiento humano una vez
han sido tremendamente amplificadas. La Bestia intenta anularlas respondiendo a ellas con sus
propios «pensamientos». Podemos emitir hasta tres o cuatro repeticiones de vuelos anteriores, no más.
Ésa es la razón de que no podamos automatizar el sistema y de que necesitemos tener muchos
viajeros. Pero, aunque pudiéramos automatizarlo, no lo haríamos. A largo plazo la defensa pasiva
acabaría resultando inútil. Tenemos que averiguar más cosas sobre la Bestia Estelar. Ésa es la razón de
que vuestras conversaciones de Asura sean especialmente importantes, tanto las preguntas que
formuláis como las respuestas que recibís...
―¡Dijiste que todo el viaje era una ilusión! Asura es una ilusión..., ¡una alucinación programada!
―Cierto. ¿Cuál crees que sería el nivel de cordura del mundo si todos conocieran la existencia de
esa criatura que lleva tantos años flotando sobre sus cabezas? Tuvimos que crear la ficción de los
mundos alienígenas y sus razas amistosas para el consumo público. Pero también tenemos que
mantener esa ficción de cara a los viajeros, pues permite producir la energía kundalini y conseguir
datos de la Bestia de una forma mucho más eficiente que el viajar sabiendo la verdad. Por eso
programamos vuestros hipocampos con la «ruta» hacia Asura, y el casco del Bardo os da una bonita
alucinación visual y auditiva con árboles y pájaros..., que aceptáis gracias a que los dibujos yantra y
los sonidos mantra os hipnotizan.
―¿Nos comunicamos con algún ser alienígena o no?
―Oh, sí, Lila. Hicisteis preguntas de gran importancia. El contenido de los vuelos puede ser una
ilusión, de acuerdo..., ¡al igual que la ventana de esa sala de control que hay arriba no es más que una
imagen grabada en una cinta! Pero la estructura formal de los vuelos es real: es decir, la pauta de
vuestros pensamientos y de todo vuestro campo corporal durante el vuelo es real. Naturalmente, la
Bestia Estelar no responde a lo que le decís, pero tiene que responder a la forma en que han sido
expresados vuestros pensamientos cuando le lanzamos sus pautas. Las respuestas que obtenéis de los
«asuranos» son, en su mayor parte, producidas por ordenador. Se las somete a un proceso de
regularización para que no parezcan demasiado absurdas y para que sean recibidas en un lenguaje
humano. Por lo tanto, el sistema contiene un filtro de retroalimentación. Aun así, hemos aprendido a
hacer encajar ciertas áreas conceptuales en ciertas longitudes de onda de la Bestia con un considerable
grado de precisión. Parte del «significado» emitido por la Bestia logra filtrarse realmente en la
conversación. ¡Hablo de «significado»! Creo que es mejor usar ese término que no el de «su visión del
universo»..., suponiendo que pueda guardar cierta relación con la nuestra. ¡Ésa es la razón de que
analizar la estructura lógica de las barreras, los horizontes, el todo y la parte o las matemáticas de
cómo concibe el espaciotiempo sea un problema tan vital!
―¿Y tenemos que perder el tiempo produciendo bebés con esa amenaza suspendida sobre
nuestras cabezas? ―se quejó Maimuna.
―Estoy de acuerdo en que resulta muy molesto, sí, pero es inevitable. El campo corporal humano
es lamentablemente débil comparado con las disrupciones que la Bestia puede llegar a producir.
Necesitamos los estímulos más potentes para hacer que funcione al máximo; y la auténtica experiencia
central de la vida, más fuerte aún que el trauma del nacimiento, una experiencia que también es
imitada durante vuestra entrada en el espacio del Bardo, es el acto de la concepción, el viaje

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

primigenio del óvulo y la semilla hacia la fertilización en las trompas de Falopio, y lo que ocurre
cuando se encuentran...
―¡Nadie se acuerda de eso! ―protesté yo―. En ese momento no hay ningún cerebro capaz de
recordarlo.
―Las células recuerdan, Lila. ¿Acaso Backster no descubrió que el esperma humano puede
percibir el daño causado en las membranas mucosas de la nariz de su donante, estando a quince metros
de distancia de él, cuando éste olía una sustancia corrosiva? ¿Y no descubrió que los huevos de gallina
se «desmayan» cuando sus compañeros de nidada son hervidos cerca de ellos? ¿Y qué hay del
experimento en el que una planta conectada a un galvanómetro logró identificar al «criminal» que, un
poco antes y actuando con el máximo disimulo, había matado a otra planta en la misma habitación
donde estaba ella? Ésa fue la primera prueba científica sólida de que una célula viva goza de
percepción y memoria. Y, pensándolo bien, ¿cómo podía ser de otra forma? Si no, ¿cómo habría sido
posible que la primera materia viviente se hubiera logrado organizar a sí misma antes de que se
hubiera desarrollado ningún sistema nervioso capaz de cumplir tal tarea?
»¡El conocimiento existe, podéis creerme! Podemos llegar a esos recuerdos biológicos de la
ovulación, despertándolos, y ése es el momento en que la energía kundalini llega a su máxima
potencia para proporcionarle su fuerza y su pauta ordenadora a la inminente fusión de los campos
corporales del esperma y el óvulo..., recapitulando todo lo que sucedió durante la concepción de la
madre, años antes. Ése es el momento en el que los ritmos del cuerpo y el cerebro alcanzan su máxima
potencia y las redes de radar pueden amplificarlos y proyectarlos. ―Nos sonrió, como si estuviera
haciéndonos una confidencia―. La verdad es que la red que protege el mundo es obra de las mujeres.
La energía kundalini masculina es bastante más débil. ¡Después de todo, no podemos esperar que el
campo corporal del hombre se prepare para concebir una vez al mes!
―¡Pobre Klimt! ―Me reí―. Tan orgulloso de su virilidad y su cuerpo... ¡Qué pendiente estaba de
cada palabra pronunciada por ese viejo pájaro sabio alienígena!
―Ah, si los alienígenas existieran... Técnicamente hablando, el campo corporal es un efecto creado
por un campo electromagnético en asociación con un plasma de partículas altamente ionizadas que
permean y rodean todo el cuerpo. Pero también puedes pensar que todo el sistema nervioso, cerebro
incluido, es una antena que mide aproximadamente mil kilómetros de largo, cuidadosamente doblada
y enroscada sobre sí misma. Si ahí fuera hubiese algunos «transmisores» alienígenas lo bastante
hábiles y deseosos de entrar en contacto, y si hubiera alguna forma de que las cargas eléctricas del
campo corporal pudieran ser sincronizadas con el efecto de campo de la Acción a Distancia, resulta
perfectamente concebible pensar que tu campo corporal sería capaz de recibir algún tipo de mensaje
llegado de las estrellas. Cuando se empezó a investigar el Efecto Backster, incluso hubo algunas
pruebas que inducían a pensar en ello: había comunicaciones biológicas que llegaban del espacio..., y
estábamos interceptándolas. Hay grabaciones que muestran cómo ciertas plantas del desierto
californiano recogían señales codificadas de naturaleza desconocida procedentes de la Osa Mayor.
»Por desgracia, la Bestia Estelar puso fin a esa clase de experimentos. Es la manta aislante perfecta.
Y tenemos que mantenerla a raya. Al menos podemos emitir el campo corporal y las pautas del
pensamiento humano hacia los cielos de la Tierra usando transmisores mecánicos convencionales. Y
funciona, gracias a Dios, siempre que vuestro campo corporal esté al máximo de potencia.
»Tenemos que actuar esperando que no haya fertilización del óvulo y, aun así, estamos obligados
a crear las condiciones más favorables para que se produzca. Es una lástima, cierto, y más teniendo en
cuenta lo escasos que son los talentos utilizables en el Bardo...
―Sí, ¿cómo nos localizáis? ―preguntó Maimuna. Y yo añadí:
―Daba la impresión de que se esperaba que pasáramos las pruebas años antes de someternos a
ellas..., ¡aunque se supone que todo el mundo tiene las mismas oportunidades!
―Al principio se estudiaron los ritmos cerebrales de las víctimas de la Bestia Estelar, y luego se
filmaron sus campos corporales usando la fotografía Kirlian del aura. ¡Gracias a Dios, la acupuntura
ya había hecho que la medicina tradicional china y su concepto del campo corporal fueran aceptados
por los occidentales antes de la llegada de la Bestia Estelar! De no haber sido por eso, habríamos
estado perdidos. Hoy en día se utiliza la acupuntura, las películas del aura y los encefalogramas,
empezando a una edad tan temprana que no podéis recordarlo. Los Médicos Descalzos poseen los
conocimientos necesarios para hacerle esas pruebas a todos los niños. Ése es nuestro primer sistema
de localización. Más tarde, los Maestros usan pruebas de aptitud para saber cuál es la mejor forma de
reforzar y desarrollar un campo corporal prometedor: jugar al go, estudiar álgebra, practicar la danza
kathakali, lo que sea... Cada una de esas disciplinas sirve a ese propósito, Maimuna.... se utiliza cuanto
pueda crear una mente bien ordenada y llena de energía.

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―¿Y todo es decidido de antemano, años antes de las pruebas finales?


―Se detecta a los posibles candidatos. Claro que siempre existe la posibilidad de que no lleguen a
desarrollar sus talentos latentes... Si anunciáramos sus nombres ese conocimiento sería
contraproducente, pues produciría pereza y autoindulgencia. Además, eso crearía unos terribles
problemas sociales. Todos los Maestros y Médicos Descalzos han sido indoctrinados para guardar el
secreto, y se les somete a un condicionamiento prácticamente imposible de romper.
―¡Bueno, adiós igualdad! ―dijo Maimuna, lanzando una áspera carcajada.
El hombre frunció el ceño.
―¡Si fracasamos, todos los seres humanos tendrán las mismas posibilidades de enloquecer y
morir! Te aseguro que eso sí será totalmente democrático.
―Es necesario para mantener la estabilidad social ―dijo la mujer en un tono de voz más suave―.
Todo el invento de los mundos alienígenas, y el que todo el mundo posea el potencial necesario para
volar hasta ellos... Lo irónico es que el tener más acceso a la información y estar más cerca de la fuente
va haciendo aumentar tus probabilidades de averiguar la verdad; y eso hace que se os deba vigilar de
una forma cada vez más estricta. Cuanta menos relación tengáis con todo este asunto, menos vigiladas
estaréis. Es todo lo contrario del totalitarismo. Aquí la élite se encuentra sometida a una estricta
supervisión..., y la gente corriente vive feliz libre de esa carga, aunque deba someterse a unas obvias
reglas básicas de ecología social. La verdad es que, si habéis de crecer desarrollando las mentes que
necesitamos, es preciso que la sociedad se sienta libre y feliz y que tenga unos amigos alienígenas.
―¿Cuántas viajeras del Bardo han averiguado la verdad sobre Asura? ―preguntó Maimuna con
una cierta preocupación..., seguía queriendo ser especial, de una forma o de otra.
―Oh, bastantes ―dijo la mujer, sonriendo―. Pronto os reuniréis con ellas...
¿El viejo espectro del casquete polar?
Pero no.
―Iréis a Lhasa ―siguió diciendo. Y los labios de Maimuna se curvaron en una gran sonrisa de
triunfo―. Allí daréis a luz, y es allí donde trabajaréis después del parto. Lhasa es para quienes conocen
la verdad. Allí se utiliza la fachada de los rakshasas. Es la forma más práctica de programar los
vuelos... Os hipnotizaremos. Aceptaréis la ficción. Pero, tanto antes como después del vuelo, sabréis
que es tan sólo una fachada. La auténtica pesadilla vendrá cuando estéis despiertas. Saber que la
Bestia Estelar existe, saber que el universo es nuestro enemigo... Creo que haber averiguado la verdad
no ha sido demasiado inteligente por vuestra parte, ¿comprendéis?
La sonrisa de Maimuna se esfumó; sentí un estremecimiento.
La mítica Lhasa..., sí. Otra embajada alienígena.
Otra Sala de Guerra.
Y el horror que intentaba aplastar la Tierra.

Pasamos una semana encerradas tras esa esvástica roja, dedicando parte de nuestro tiempo a
ejercicios de yoga con un médico dobdob supervisándonos; y dedicamos una parte de tiempo bastante
mayor a examinar los informes secretos del Bardo sobre aquel extraño ser que cubría la Tierra igual
que un sudario.
La primera conmoción del descubrimiento se fue esfumando. Empezamos a sentir una cierta
excitación infantil al pensar que nos enfrentaríamos con este invasor misterioso: seríamos las heroínas
y campeonas del mundo. Estar embarazada parecía un problema insignificante comparado con lo que
ahora sabíamos. Un bebé era algo que se iba haciendo por sí solo. Nosotras teníamos que realizar un
esfuerzo consciente para cambiar todo nuestro ser y aceptar la enormidad de aquel nuevo
conocimiento.
Y, gradualmente, desde lo más hondo de nuestras entrañas, nació una conciencia biológica de que
todo el Programa Defensivo y la forma de dirigirlo era algo justo y necesario. Aquel nido yantra que
rodeaba la Tierra se unió a nuestros pequeños nidos de carne y hueso, los que protegían esos fetos que
estaban floreciendo en nuestro interior, y todo se mezcló y se sincronizó, creando un conjunto
armónico.

Sam Shaw volvió a encargarse de llevarnos al aeropuerto de Miami.


Partimos al amanecer, pasando por el punto de control de la Avenida Julia Tuttle. Maimuna
estaba particularmente animada. Su capa de áspera sofisticación parecía haberse derretido, y bajo ella
emergía una nueva Maimuna, un ser positivo y optimista lleno de expectación ante lo que nos

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ocurriría. Llevaba sus pendientes con lo que casi era un aire de ostentación. ¿Y por qué no? Siempre
habían sido una imagen de cuál era la situación real. Sí, el mundo estaba envuelto en una red dentro
de la que acechaba una araña mantenida a distancia de su presa. La mosca de la humanidad estaba
encerrada y no podía moverse. ¡Y, sin embargo, que esa mosca extendiera las alas bastaba para hacer
que la araña hambrienta no pudiera alcanzarla!
Comparado con ella, Sam no parecía de muy buen humor: ¿estaría calculando cuánto combustible
extra habría que desperdiciar para llevarnos hasta Lhasa (adonde, de todas formas, parecía tener que
volar)?
―Primero iremos a Maui ―le dijo por fin a Maimuna, respondiendo a su diluvio de preguntas.
―¿Donde van a construir el nuevo centro del Bardo?
―Tengo que llevar un poco de equipo allí. ―Se concentró en la tarea de conducir el vehículo.
―¡A menos que haya algo de alegría, la vida carece de objeto, y casi podríamos ir dejando entrar a
la Bestia Estelar! ―insistió Maimuna―. Disfrutemos del viaje, ¿de acuerdo? Por favor, Sam...
―Por favor, no hables nunca de la Bestia Estelar en público.
―¡Estamos solos, vamos en un jeep!
―Estamos al aire libre, niñas. No debéis hablar sobre cuál es el auténtico propósito del Bardo,
¿entendido? Estaba pensando en llevaros a ver el nuevo centro del cráter Haleakala. Pero, si no podéis
mantener cerrada la boca ni para proteger el secreto más importante del mundo...
―Estaremos tan calladas como dos ratoncitos ―dijimos a coro.
―¿Qué crees que pasaría si se nos ocurriera contárselo a alguien? ―me murmuró Maimuna con
una sonrisa traviesa.
Sam la oyó.
―Ni se te ocurra. ―Se dio unas palmadas en su pistolera dobdob―. Tengo órdenes. Sois muy
valiosas, cierto, pero tendría que impediros hablar.
Eso sí que nos estropeó el viaje..., aunque nos costaba mucho creer en su amenaza. La
despreocupación con que la había proferido me dejó muy sorprendida. Aquella forma de aceptar
órdenes sin rechistar... En cierta forma, era todavía más sorprendente que el descubrimiento de que la
Bestia Estelar estaba suspendida sobre nuestras cabezas. El que hubiera hablado de una forma tan
tranquila hizo que, poco a poco, empezara a creer que decía la verdad, y un poco después empecé a
estar de acuerdo con su actitud. ¿Un simple mecanismo defensivo por mi parte? ¿Estaba
identificándome con el punto de vista de quien me amenazaba? Quizá. Pero pensaba que el hecho de
que el Bardo le ocultara la verdad al mundo ―¡y que lo hiciera con tanta habilidad!― hablaba en favor
suyo. De lo contrario no tendríamos un mundo de Ecología Social estable, y el nuevo sentimiento de
alegría social y alegría en el cuerpo humano tampoco existiría. Sí, todo aquello debía ser defendido..., si
era necesario, incluso con un arma.
Es posible que Sam hubiera decidido hablar de esa forma para impresionarnos. Las armas de los
dobdobs eran casi totalmente simbólicas. No había llegado a decir que usaría su arma, sino solamente
que nos «impediría hablar». Tuve la sensación de que había en él cierto puritanismo, una especie de
repulsión hacia lo que estábamos haciendo..., un rechazar el amor del cuerpo y la alegría social que le
amargaban y le llenaban de resentimiento. En lo más hondo de su corazón es probable que pensara en
Miami Beach como en uno de esos antiguos «burdeles» y, de haber sido posible, habría preferido
lanzarse contra la Bestia Estelar y combatirla mediante balas y cohetes, antes que con el fruto del amor
humano. Pero jamás lo diría en voz alta, y de ahí venía su sequedad.
Con todo, la estructura de su personalidad hacía que él también fuera valioso. Su misma rigidez
hacía que dentro de su cabeza todo estuviera perfectamente controlado. Era el dobdob en quién más
se podía confiar, el hombre idóneo, el único que podía conocer la verdad sobre el Programa Defensivo
y, además, viajar por todo el mundo.

El aeropuerto se hallaba situado en plena ciudad y estaba casi totalmente ocupado por colonias de
búhos. La hierba que brotaba entre las pistas de aterrizaje mostraba las señales de sus nidos.
Despegamos.
Horas después aterrizamos en Maui. Ya había oscurecido. Pasamos la noche en un hotel de una
ciudad llamada Kahului y cenamos en una terraza con arcadas que dominaba la bahía: nos sirvieron
estofado de cabra en cuencos. Un dobdob hawaiano, un hombre gordo que parecía un luchador, se
pasó la noche dormitando en la terraza de nuestra habitación, sentado en una mecedora que no
paraba de crujir, como si quisiera recordarnos que seguía ahí.

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Por la mañana, Maimuna le rogó a Sam que nos dejara acompañarle a las montañas. ¡Sólo un
tiempo después se me ocurrió que el puntilloso Sam jamás habría sido capaz de dejarnos sin vigilancia
a treinta o cuarenta kilómetros de distancia mientras que él se iba a las montañas solo!
Un camión nos esperaba delante del hotel, cargado con las habituales cajas de cartón en las que se
leía SUMINISTROS MÉDICOS / CORREO AÉREO / URGENTE. Supuse que contendrían perfiles de
campos corporales. O datos sobre la Bestia Estelar. De hecho, esto era una auténtica emergencia a
escala mundial: las bacterias humanas luchaban contra este intento cósmico de acabar con ellas.
Personalmente, aquella mañana no tenía la sensación de ser una bacteria; todo mi cuerpo palpitaba
lleno de vida, felicidad y ganas de reír. Kahului era un conjunto de patios sonrientes, arcadas y
fuentes. Molinos azucareros, factorías de melaza y envasadoras de piña dejaban escapar sus deliciosos
aromas. Los campos de juegos estaban llenos de niños preciosos con pieles color ámbar, marrón y
crema. Había cascadas de cabello negro, cabezas rizadas y coletas... Todos podían reír y jugar porque
el Bardo había logrado ocultarles el terror de los cielos. Aquella mañana habría sido capaz de morir
para defender este mundo único y maravilloso y su cargamento de vida.
La vegetación estaba por todas partes, densa y abundante. La tierra se cubría de lianas y
enredaderas que se desparramaban sobre fábricas y hogares: jengibre, jazmín, hibisco. Árboles con
raíces aéreas que parecían zancos y hojas como espadas. Árboles con brotes de terciopelo, plumas o
pelusa. Árboles con flores que parecían patas de cangrejo hervidas. El aire cantaba, lleno de colores y
olores. No era extraño que los niños cantaran también. Hasta la misma tierra cantaba. Sí, el Bardo
había obrado bien.
Cruzamos unos campos de caña de azúcar y empezamos a subir por un camino sinuoso junto al
que había pastizales para reses y caballos, rumbo a las tierras altas. La temperatura fue haciéndose
más fresca; no tardamos en ver bosques de eucaliptus y cañadas llenas de vegetación. Algunos árboles
tenían el tronco cubierto de borlas rojas.
En un sitio llamado Puu Nianiau la carretera se dividía en dos caminos para carros: uno de ellos
estaba muy descuidado, con baches repletos de vegetación, y el otro había sido reparado
recientemente. Subimos por él sin ninguna dificultad. El cambio de altura estaba empezando a
hacerme sentir mal, y tenía que tragar grandes cantidades de aquel aire frío y aromático para
conseguir el oxígeno suficiente. No tardé en estar temblando; Maimuna estornudó.
―Hay anoraks detrás de mi asiento ―dijo Sam―. Ponéoslos. Pronto estaremos a tres mil metros de
altura.
Nos internamos en una zona de neblinas, y el sol se convirtió en una tenue lámpara color pizarra.
Ante nosotros se alzaban varios grupos de edificios y dos grandes platos de radar apuntando en
ángulo hacia el cielo, telarañas cubiertas de rocío. Nos detuvimos en un punto de control ―un
cobertizo metálico a cuyo alrededor se veían las ruinas de algunas chozas de piedra―, y el sol se abrió
paso por entre la neblina. Estábamos casi al borde de un acantilado que caía hacia un extraño paisaje
distorsionado en el que asomaban la cabeza unos conos amarillos y púrpuras de gran altura.
Cuando el dobdob encargado del puesto nos devolvió las tarjetas fuimos hacia uno de los domos
geodésicos. Sam dijo que debíamos quedamos en el camión mientras descargaba las cajas. Pero justo
entonces sentí un terrible calambre en el bíceps de mi pierna derecha, que había quedado aprisionado
contra el asiento. Los músculos se tensaron hasta formar una apretada pelota de dolor.
Gemí y me retorcí igual que un pez en la punta de un arpón, y acabé abriendo la puerta y bajé del
jeep para dar saltitos y hacerme masaje en la pierna hasta devolverle la vida. Después fui cojeando
hacia el misterioso acantilado, con Maimuna siguiéndome.
El acantilado se extendía hacia la izquierda y la derecha formando un vasto círculo. Comprendí
que estaba contemplando un gigantesco volcán apagado. Neblinas de tonos pastel giraban sobre una
jungla atravesada por aquellos brillantes obeliscos de cenizas, cada uno de ellos tan alto como aquel
abominable Edificio para el Montaje de Vehículos de Cabo Cañaveral. Todo lo que había allí abajo se
veía borroso, tal era la cantidad de calina y distorsiones.
Maimuna dejó escapar una exclamación y señaló hacia el volcán.
Un arco iris acababa de nacer entre dos de aquellos gigantescos pilares que ahora, unidos por el
puente de esa curva espectral, parecían tan altos como montañas; bajo aquella arcada luminosa se
alzaban dos siluetas increíbles, ogros de niebla pintada, agitando a su alrededor miembros de gigante.
―Somos nosotras. ¿No lo ves? ―siseó Maimuna. Movió el puño e, inmediatamente, uno de los
gigantes hizo lo mismo, amenazándonos.
Los monstruos ya estaban empezando a disolverse, igual que almas en pleno proceso de
desintegración.

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―Una alucinación programada ―murmuré―. Esto debe ser un nuevo mundo alienígena que el
Bardo va a descubrir. Un mundo habitado por gigantes de niebla. Deben estar haciendo pruebas con
sus máquinas...
Sam volvió para llevarnos al camión y nos dijo que no, que aquello era tan sólo un fenómeno
natural, pero la verdad es que no le creímos. Abandonamos aquel sitio fantasmagórico, donde dentro
de unos cuantos años más Lilas, Maimunas y Klimts harían el amor, creerían en el mito del Bardo y
discutirían sobre barreras y límites con inmensos gigantes de niebla. Volvimos al calor y los aromas de
las tierras bajas.
Una vez en el hotel, me pasé media hora practicando yoga. Maimuna no quiso acompañarme.
Verse tan terriblemente ampliada en el cráter parecía haber producido un perverso avance en su
embarazo, convirtiéndola repentinamente en un ser torpe, pesado y quejumbroso.

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13

El día siguiente lo pasamos viajando hacia el oeste y volando por encima de agua, agua y más
agua: un vacío azul más monótono que el cielo. Sam se pasó casi todo el tiempo dormitando en la
cabina de pasajeros mientras el reactor volaba en piloto automático, atrapado entre dos reinos de color
azul. Tomamos una abundante comida de cerdo adobado mezclada con verduras muy condimentadas
y una pasta de color púrpura. Horas, o minutos, después ―no sabría decirlo―, volvimos a comer lo
mismo, con la feroz glotonería de la primera ocasión. Y quizá aún volviéramos a comer, no lo sé... El
tiempo se esfumó cayendo por el gaznate de aquellos banquetes, tan monótonos como atractivos. El
tiempo se había solidificado; había engordado convirtiéndose en carne. El reactor estaba atascado en el
tiempo. Nuestro auténtico viaje era el lento aumentar de nuestro peso corporal: un incremento del
cuerpo, no de la distancia...

Cuando volvimos a divisar tierra ―la costa de Fujian, una provincia de China―, nos encontramos
con un interminable desfile de montañas que se sucedían unas a otras en la creciente oscuridad hasta
que nuestro reactor volvió a volar sobre una llanura ―esta vez atrapado entre la tierra negra y el negro
cielo―, un lugar donde las estrellas no eran más que chispas perdidas en el azar de nuestras retinas,
errores de la vista.
Dormimos, nos despertamos, dormimos. Siempre estábamos cansadas.
Soñé que estábamos yendo hacia las estrellas. Cundo llegábamos a una después de varios siglos
de viaje, descubríamos que era tan grande como una ventanilla de nuestro reactor. Y, al mismo
tiempo, nosotras nos habíamos expandido enormemente durante el viaje. Todo el trayecto podía
haberse limitado a un puro y simple proceso de expansión corporal. No nos habíamos movido de
sitio, lo único que habíamos hecho era engordar. Mi cuerpo hinchado rozó la estrella (ahora yo era el
reactor); y la estrella me hirió, quemando mi vientre con su fuego.
Desperté cubierta de sudor, creyendo que yo misma era una Bestia Estelar y que estaba intentando
digerir un sol y sus mundos. Tenía una terrible indigestión. Tuve que engullir un vaso de leche detrás
de otro para calmar mi estómago.
Finalmente, un millón de años después, tomamos tierra y salimos del reactor, temblando y
tragando el aire a grandes bocanadas, viendo las inmensas y amorfas montañas cubiertas de hielo
estelar que nos rodeaban.
Fuimos recibidas por dos dobdobs tibetanos con las caras cocidas por el sol, los pómulos
púrpuras, gruesos párpados siempre a medio cerrar y narices tan largas y anchas como las de un
caballo. No podíamos hablar su lengua, ni ellos las nuestras. Ninguna de las nuestras. Maimuna probó
suerte con el chino y no consiguió nada. Quizás hablaba el dialecto equivocado. Nos llevaron a una
clínica situada junto al aeropuerto y, una vez allí, con los dedos en los labios, nos condujeron hasta
dos camas vacías. Nos dormimos enseguida y caímos en un profundo sopor carente de sueños; las
horas que habíamos pasado durmiendo durante el vuelo nos habían dejado agotadas.

Despertamos al oír el canto de los gallos y el ruido de los utensilios domésticos. Unas ancianas
vestidas con gruesas túnicas acolchadas de color azul iban y venían por el dormitorio. Nos hicieron té
y nos trenzaron el cabello. Sonrieron, hablándonos con voces cascadas, y nos sirvieron el té en tazas de
porcelana donde había dibujados caballos rojos lanzados al galope. Sus jinetes llevaban largas
bufandas blancas.
El té sabía horrible. Salado y grasiento... Apenas hube tragado un sorbo me sentí mal, y mis
náuseas hicieron que la mismísima atmósfera de la habitación se convirtiera en una especie de
temblorosa gelatina grasienta. Todos los rostros estaban saturados de ese mismo sabor... Deseé
desesperadamente probar los pasteles que Rajit me había dado en la isla de Sinda, una vida antes. ¡Oh,

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una cucharada de azúcar, doce cucharadas...! ¿Qué me importaba el que se me pudrieran los dientes
hasta tenerlos tan negros como la piel? Anhelaba la noche azucarada, no este día brillante y aceitoso.
Miré por la ventana y contemplé el mundo exterior: cualquier cosa, lo que fuera con tal de apartar
los ojos de este dormitorio untuoso y bailoteante.
Vi campos de cebada madura, con canales de irrigación azules serpenteando por entre ellos.
Sauces y álamos que parecían plumas formaban macizos y avenidas. Una gran carretera con algunos
ciclistas madrugadores en ella conducía hasta un arco ceremonial coronado con caracteres chinos
hechos en madera o escayola. Los edificios más cercanos eran pulcros bloques de cemento con
relucientes tejados de chapa ondulada. A lo lejos se veían hileras de construcciones color excremento
que parecían riscos de barro perforados por un dédalo de cuevas. Y, en último término, un inmenso
palacio ―o, si no, un acantilado que se parecía mucho a un palacio―, dominándolo todo aunque él
mismo acabara siendo empequeñecido por las montañas.
Oí resonar unas campanas distantes, y la gelatina volvió a temblar. Una anciana con toda una
muralla de dientes blancos en la boca me tocó el brazo y se llevó mi taza, aún medio llena, para
traérmela rebosando de té en el que se veía girar la grasa.
No sé cómo, pero logré llegar hasta una palangana..., y me dejé dominar por las arcadas.
No vomité más que unas pocas cucharadas de un líquido claro e insípido. Acerqué la cabeza al
grifo y chupé el agua, fría como el hielo, haciendo gárgaras y lavándome la boca hasta que me
dolieron los nervios de los dientes.
Las ancianas se habían congregado a mi alrededor emitiendo graznidos de simpatía. Una de ellas
fue en busca de ayuda, y no tardó en aparecer una Médico Descalza: era una joven de aspecto jovial
que vestía un grueso traje de lana marrón, calzaba resistentes botas de piel y llevaba una bolsa de
cuero colgada del hombro. Sacó de la bolsa una almohada de oxígeno provista de un largo tubo de
goma que insertó en una de mis fosas nasales. Maimuna volvió a probar suerte con el chino, y esta vez
fue comprendida. La mujer me entregó un gran tazón de leche azucarada y me indicó que debía
bebérmela toda. Cerró su bolsa, movió la cabeza señalando hacia las montañas y se marchó,
dejándonos la almohada de oxígeno.
Un rato después, nos trajeron comida: gachas de centeno, té y mantequilla.
Una hora más tarde, un jeep se detuvo junto al edificio. Un dobdob chino entró en el dormitorio y
nos saludó. Su rostro quemado por el sol era tan oscuro como todos los que habíamos visto hasta
ahora.

Era Feng, y se encargaría de supervisar nuestra nueva existencia en el Tibet.


Pensé que se tenía bien merecido el nombre, con semejante pared de dientes marfileños brotando
de su mandíbula superior, tan grandes que parecían colmillos aserrados y pulidos hasta dejarlos
levemente montados sobre los dientes de abajo*. (*Doble juego de palabras intraducible, entre «Feng», el
nombre del personaje, «fang», colmillo, y «fence», valla o empalizada (N. del T.)) ¿Tendría la mandíbula
deformada? Apenas si había huecos entre diente y diente; los dientes se fundían entre sí para formar
una pared, no una valla. ¡Sí, Feng era el mejor nombre colectivo para ellos!
Salimos del edificio. Nos llevó por la carretera que había estado observando, dejando atrás los
edificios de cemento, construidos cien años antes, y las cavernas que ya tenían un millar de años.
El Palacio del Potala ―pues ése era― se alzaba hacia los cielos: formaba un gran risco allá donde el
mismo paisaje se volvía arquitectura y las dos categorías quedaban confundidas. Los muros brotaban
de los distintos niveles de la pared rocosa alzándose cada uno hasta una altura diferente, y todos
estaban levemente inclinados hacia atrás en relación con los demás muros, imitando la pendiente de
una montaña que acabara en una meseta. Gracias a ello, su peso parecía flotar subiendo hacia el
diáfano azul del cielo en vez de caer sobre la tierra. Hileras de ventanas abriéndose en la negrura
hacían que el sol pareciera llamear en línea recta sobre ellas, produciendo oscuras sombras bajo las
protuberancias de los alféizares. De hecho, el sol aún no estaba en el cenit, y le faltaba mucho para
llegar a él. Pero aquellas ventanas insistían con tal firmeza en que así era que, durante un segundo, no
podías resistir la tentación de buscar ese cenit, queriendo hallar un segundo sol más real, un sol
cósmico más auténtico que brillaba sobre el edificio desde el eje de un cosmos muy lejano, desde un
punto dictado por la perspectiva de aquellas paredes inclinadas.
Doseles dorados, o pabellones, se alzaban como tiendas en la meseta: un segundo mundo por
encima del mundo.
Los accesos al Palacio habían sido mecanizados hacía ya mucho tiempo. Un túnel de cemento
atravesaba la colina. Entramos en él tras la obligatoria parada en un punto de control.

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Un grueso par de puertas de acero estaba empotrado en la roca, y diez metros más adelante había
otro par. A partir de allí, el túnel estaba sumido en las tinieblas, y la única iluminación procedía de
nuestros faros.
Tras recorrer varios centenares de metros de camino subterráneo llegamos a una caverna en forma
de cúpula y nos detuvimos. Las bocas de túneles reveladas por nuestras luces sugerían la existencia de
un inmenso complejo subterráneo: la creación de aquel mundo inferior quizás hubiera sido una
empresa tan colosal como la construcción del Potala en el mundo de arriba. Caracteres chinos trazados
con pintura fluorescente nos contemplaban desde las puertas de acero y los muros de roca, como si
fueran rostros de bestias alienígenas. Aquello debió ser un refugio antiatómico para los habitantes de
Lhasa. O quizás hubiera sido un refugio militar, capaz de contener a todo un ejército.
Un ascensor vino hacia nosotros, iluminando el estacionamiento subterráneo durante unos
segundos antes de que subiéramos a él; después sus puertas se cerraron, devolviéndole la oscuridad a
la caverna, y empezamos a ascender. Las puertas volvieron a abrirse para revelar una estancia que
parecía una caja hecha con gigantescos bloques de piedra. En el centro había un montículo de tierra
apisonada que asomaba por un agujero redondo entre las piedras, igual que si la estancia se sostuviera
en equilibrio sobre aquel pináculo.
―Ésa es la cima del Monte Potala ―dijo Feng―. A este lugar se le llama la Sala del Gozne.
Y así entramos en la Embajada de los rakshasas, el castillo al que habíamos sido confinadas.

Durante los meses siguientes practicamos el yoga para el parto en los tejados, junto a una docena
de chicas y mujeres en varias fases del embarazo. Todas ellas, de una forma u otra, habían averiguado
la verdad que se ocultaba tras el «mito feliz» del Bardo..., y también habían sufrido las consecuencias
del riesgo profesional implícito en el vuelo del Bardo. Nuestra elevada posición sobre las hileras de
casas y los rompecabezas de los campos hacía que nos sintiéramos totalmente desconectadas de la
ciudad. El Palacio del Potala miniaturizaba el mundo que había bajo él hasta convertirnos en gigantas
y hacernos temer que nuestros inmensos pies pudieran causarle graves daños si cometíamos la
imprudencia de dar un paso más allá del borde.
El aire se fue volviendo más frío a medida que avanzaba el otoño. La llegada de las ventiscas puso
punto final a los ejercicios en los tejados. Ahora nos ejercitábamos en las Salas de los Sutras y en las
Grandes Salas Funerarias que había dentro del edificio. Trabajábamos limpiando las lámparas de oro
de los altares. Le quitábamos el polvo a la porcelana, el jade y los esmaltes. Incluso quitamos unas
cuantas balas de los ya borrosos frescos milenarios de Lhasa donde se mostraba una ciudad llena de
tejados rojos y lamaserías, con bosquecillos azules delimitando el curso de ríos que ondulaban como
trenzas de cabello rizado..., una ciudad donde todo el mundo, tanto monjes como trabajadores, parecía
llevar el mismo tipo de vestido rosa y rojo. Y aquí estábamos nosotras, llevando las túnicas rojas del
Bardo y pareciéndonos mucho a ellos.
―Esto apenas si ha cambiado ―observó Maimuna mientras tapábamos un agujero de bala
preguntándonos quién habría disparado un arma en este palacio, y cuándo, y por qué. Lo más
probable era que hubiese sido durante los disturbios del año 2000, cuando la Bestia Estelar se acercó
un poco más a la Tierra y el gobierno mundial tuvo que ser forjado partiendo de lo que prácticamente
era la anarquía.
Nuestro grupo seguía recibiendo nuevos miembros, mujeres que acababan de quedar
embarazadas o habían descubierto recientemente la verdad; mientras que las mujeres que llevaban
más tiempo en él lo abandonaban para tener sus bebés y reemprender los vuelos. A veces veíamos
fugazmente a las nuevas madres, con su esbeltez recuperada, yendo por uno de los pasadizos. Pero no
podíamos mezclarnos con ellas, y ahora que comprendíamos su apremiante razón de ser siempre
hacíamos caso de las esvásticas rojas.
Un día descubrí el auténtico origen de la palabra dobdob. Uno de los tibetanos nos lo explicó a
Maimuna y a mí, en chino. Hacía mucho tiempo, cuando todos aquellos monjes de túnicas rojas
representados en los frescos meditaban en los monasterios del Tibet, los dobdobs eran monjes-policías
que llevaban varas para golpear a los demás monjes encima del hombro si veían que estaban
distraídos o si les sorprendían a punto de dormirse...
Todos los que habitábamos en este limbo de piedra intemporal situado encima del mundo
estábamos sometidos a los rituales: los rituales de nuestros propios cuerpos, los plazos de la gestación.

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Despierto en mi diminuta celda dormitorio situada en la parte de atrás del Palacio (donde antes
vivían los esclavos o los sirvientes), odiando a mi cuerpo por sus perversidades. Mis uñas se están
volviendo quebradizas y se agrietan con facilidad. Cuando voy por los pasillos tengo que procurar
mantenerlas bien lejos de las paredes, pues pueden engancharse y romperse. Mis pechos aumentan de
tamaño convirtiéndose en hemisferios de chocolate y los pezones sobresalen igual que gusanos en la
tierra húmeda. Mis pezones se han vuelto excepcionalmente tiernos y sensibles a toda clase de roces,
mientras que los pechos se vuelven ásperos debido al líquido que se concentra en ellos, convirtiéndose
en bolsas de una gruesa membrana granulosa repleta de esponja empapada. Su peso tira de mis
omoplatos, tensando la piel hasta tal punto que mis clavículas asoman de unos huecos muy
profundos, haciendo que la parte superior de mi cuerpo parezca ridículamente flaca.
La mano de un fantasma oculto me está borrando para volverme a dibujar usando trazos más
oscuros y toscos. Un grueso trazo de puro alquitrán se zambulle hacia mi vientre, igual que un cartel
indicador difícil de comprender.
Estoy en la Gran Sala de los Sutras, limpiando todo lo que es liso, redondo y dorado.

A solas en mi celda, sigo las pistas dejadas por el feto que hay en mi interior, atónita. ¡Mira, aquí
están, encima de mi vientre! ¡Sobre mis pechos! Está viajando dentro, hacia alguna parte. No camina;
aún no tiene pies dignos de ese nombre. Pero aun así deja senderos de pegajosa oscuridad desde
dentro. Cuando intento predecir sus movimientos siempre voy un paso por detrás de él, porque no
puedo verle. Y él tampoco puede verme. Sin embargo, hay senderos y huellas que nos unen. Soy su
horizonte, su límite. Aun así, es el feto quien hace que me curve a su alrededor. De no ser por él no
tendría esta forma de ahora. Me curva. Deja marcas en mi vientre para medirme. Pero esas marcas se
ensanchan y se vuelven más ásperas a medida que me curvo, por lo que en realidad no puede
tomarme las medidas. Y así, por extraño que parezca, nos contenemos el uno al otro. Cada uno es el
límite que limita al otro. Sólo las observaciones más indirectas son posibles.

Si la naturaleza del espacio que ambos ocupamos y deformamos es un problema casi insoluble, la
escala temporal que compartimos es aún más discutible, pues mis sueños me hacen salir del tiempo y
allí es donde está el feto, esperándome. En realidad él es mucho más viejo que yo..., es tan viejo como
la vida misma, a la que recapitula. Yo sólo he vivido dieciocho años, mientras que él ya ha cubierto
mil millones de años de evolución. En lo que a mi sentido del tiempo respecta, tengo la sensación de
estar suspendida en equilibrio sobre su vasta (¡y, aun así, minúscula!) base, igual que otro Potala
empalado sobre la punta de una montaña escondida dentro de él.

Hablo de esto con Feng, que ha venido a verme. Mueve la cabeza en silencio, aprobando mi
análisis.
―¿Te das cuenta de que, después de esto, podrás interrogar a la Bestia Estelar de una forma más
efectiva? Comprenderás mejor la naturaleza del problema..., la frontera que hay entre nosotros y el
resto del universo, entre nuestra clase de conciencia y la conciencia cósmica de la Bestia Estelar...
Voy a la Sala del Sutra, allí donde se guarda desde hace mil años el casco del Rey Sang Zan Gan
Bu, constructor del Potala, y me lo pruebo, imaginándome que es un casco del Bardo unido a esa
Bestia del cielo mediante ordenadores y radares. El casco está cubierto de inscripciones en manchú,
mongol y tibetano: mensajes dirigidos al Cielo.
El casco de oro pesa demasiado, así que acabo quitándomelo y lo limpio con un trapo.

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Feng me arrastra a apasionadas conversaciones sobre el origen de la vida y el universo..., aunque


es él quien pone toda la pasión. Mantiene que el universo no pudo empezar «desde fuera» y que no
puede estar originado por ninguna fuerza exterior, o de lo contrario no sería un universo. La vida
tampoco puede tener ningún origen exterior al universo, o de lo contrario no sería vida, sino
meramente maquinaria. La actividad debe ser su propia agente, su propia engendradora, dice; y que
la vida surja de sí: misma es un reflejo de que el universo surgió de sí mismo. Cada uno es
inconcebible sin el otro. Parece creer que toda esta metafísica caerá en oídos bien dispuestos a recibirla
sólo porque estoy embarazada.
¿Pretende dar a entender que mi embarazo es necesario para el universo? ¿O que el universo es
necesario para mi embarazo? Sé cuál fue la causa de mi embarazo: Ahmed Klimt, y las (disculpables)
maniobras del Bardo. Aun así, ya no tengo la sensación de que ésas hayan sido las únicas causas. El
puro y simple hecho del embarazo se ha impuesto a todo lo demás, convirtiéndose en un agente libre
que actúa por voluntad propia...
―Lila, ¿te das cuenta de que la vida es muy poco plausible? Estadísticamente, su existencia resulta
ridícula. ¡Hay tantas combinaciones químicas posibles! Haría falta un tiempo superior a toda la
historia del universo para poner en práctica una mera parte de ellas. Y, sin embargo, la vida surge casi
tan pronto como le resulta posible hacerlo.
―Si la vida es tan necesaria para el universo, ¿qué razón hay para que la Bestia Estelar intente
eliminarla?
―Una buena pregunta. Suponte que el universo no puede «conocer» su propia naturaleza, debido
a ser justamente eso, «uni». Es único, es la unidad. No puede llegar a examinarse a sí mismo por
entero. Para conocerse tendría que negar una parte de sí mismo..., la parte que «conoce». Tendría que
rechazarla. Puede que la Bestia Estelar sea algo parecido a eso, un aspecto rechazado, un aspecto
creador de límites programado en la mismísima estructura de la realidad...
Y Feng se dedica a darme sermones sobre el Cosmos, como si fuera una especie de Nammk'a
Dbyns enloquecido. Y me pregunto si el mundo no se habrá vuelto loco; si la Bestia no estará
infiltrándose en nuestras mentes, atravesando nuestras defensas.
Algo todavía más horrible: ¡que ya se haya infiltrado en mí! ¿Es posible que el auténtico plan del
Bardo sea extraer y encarnar aspectos del fenómeno que llamamos «Bestia Estelar» y darles un cuerpo
humano? Nunca llegué a ver cómo eran esas guarderías de Virginia Beach, y ahora me acosa la
imagen de seres inhumanos encerrados en ellas: seres de conciencias extrañas y deformes, mitad de la
Tierra y mitad del universo alienígena. Seres que no son sino instrumentos biológicos para medir el
enigma del universo en términos humanos.
―Los bebés intemporales de Virginia Beach ―murmura Maimuna cuando se lo cuento, fascinada
ante ese horror―. Bebés que son mitad una cosa y mitad otra..., bebés que están a caballo del límite...,
sondas. ¿Será posible?
Y Feng, ¿no estará guiándome delicadamente a la comprensión final de que es muy probable que
dé a luz un monstruo?
Un día soleado, como regalo especial, los dobdobs nos permiten salir al tejado. Llevamos gruesos
abrigos acolchados. Los picos de las montañas están cubiertos de nieve, y una ligera nevada ha hecho
que todo el tejado se volviera blanco. En los últimos dos siglos Lhasa ha visto más nieve y lluvia que
en todo el millar de años anteriores, pues los chinos llevaron a cabo un gran plan de repoblación
forestal antes de que llegara la Bestia Estelar. Maimuna me informa orgullosamente de ello..., como si
fuera obra suya. El clima sigue siendo bastante seco. Ventoso, polvoriento. Nos sentamos en uno de
los pabellones de techo dorado mientras el aire nos quema los dientes y las fosas nasales.
Contemplamos las montañas, acampadas en la nada, en el confín del espacio, sorbiendo té tibio
enriquecido con mantequilla. Gigantas de muchas razas y mestizajes acuclilladas sobre un iceberg
deslumbrante, con sus cuerpos observándose ciegamente a sí mismos, preguntándose qué habrá
dentro de ellos...

Encerrado en un sitio al que no puedo llegar, un ser extraño da vueltas y vueltas en mi interior.
Soy su universo de tejido viscoso, jadeando y ondulando igual que un pulmón, respirando
espasmódicamente en busca de aliento. Mis venas saturadas de gas forman rejillas que encierran un
mar mineral dentro del que los pescaditos de la grasa juegan y dan volteretas.
Soy el Océano, y hace poco que fui penetrado por el rayo. La punta al rojo blanco del rayo me
golpeó dejando una dulce herida, una gota de cera caída en el agua. Mis aguas se cerraron alrededor

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de esta suave y feroz energía. Poco después, un delgado palito de cera desarrolló puños y una cabeza
demasiado grande para él y empezó a chocar contra mis costas y mis límites.
Y ahora está llegando a la orilla: entra en el bosque placentario para convertirse en un renacuajo
gigante que se mueve cautelosamente para no ser detectado por quien pueda estar escondido detrás
de los helechos, un renacuajo acuclillado, inmóvil y rechoncho como una piña, perdido entre el
palpitar de la espesura... Intento escapar a la mirada de este renacuajo (mientras camino por mi
universo, que es yo misma, igual que un Dios en el Primer Día de la Creación), y mi pie se hunde en
una temblorosa viscosidad verde; no hay suelo que me sostenga. Me hundo a través de aguas
gelatinosas hasta llegar al tapón mucoso de la creación. Lo sacaré. Me vaciaré y entonces..., ¡de nuevo
el espacio azul sobre la roca desnuda! Tiro con todas mis fuerzas. Por entre la pálida luz biliosa de
esas aguas asoman cuerdas hechas de algas que proceden del núcleo central. Más y más zarcillos se
apoderan de mí, y el agua se espesa dentro de mi garganta y mis pulmones...
Me despierto sintiendo el miedo y el asco que me inspiran esos sueños. Mis tobillos, hinchados
por los fluidos, no volverán a ser delgados. Mis muslos se pegan el uno al otro. Mis pulmones son
aplastados por una presión que nace bajo ellos. Se acabó el tragar aire..., mis horizontes se unen.
¡Si pudiera volver ahora mismo a esa tienda de oro alzada bajo las estrellas! Sí, allí arriba tiene que
haber espacio suficiente.
¡No, no podría haber espacio suficiente!
¡Toda la masa del universo me aplastaría bajo la forma de la Bestia del Horizonte que aprisiona a
la Tierra!

―Feng..
―¿Sí?
―Tengo miedo.
―No te preocupes, tenemos las mejores Comadronas Descalzas. Un niño nacido del Bardo no
puede sufrir daño alguno. Y una madre del Bardo tampoco.
―No es eso, Feng.
―¿Y bien? Tienes que contármelo, ya lo sabes.
Feng, siempre paciente. Hoy no es Feng el loco, sino Feng el Señor de la Gran Muralla que impide
que el Dragón devore la Comuna del Hombre. Feng con su perfecto muro del Potala hecho de dientes,
aunque tenga algún problema en la mandíbula... Me inspiras confianza y, al mismo tiempo, desconfío
de ti. Eres un hombre de gran poder. Ahora lo sé; y, sin embargo, esta sociedad no es de las que
exhiben su poder. En vez de eso lo oculta cuidadosamente, borrando toda pista que indique rango o
jerarquía. El poder visible corrompe al hombre y atormenta a la sociedad. Ahora ya no puede haber
hombres importantes, nada de políticos, presidentes, reyes o creadores de reyes; sólo queda la
Humanidad.
―Te escucho, Lila.
―Temo que el bebé no sea humano ―balbuceo por fin―. Temo que lleve la Bestia Estelar dentro.
Sus pensamientos estarán alterados para que pueda revelaros algo sobre la Bestia del Horizonte que
acecha ahí arriba. ¡Eso es lo que el Bardo quiere! ¿A qué viene mandar tantos «suministros médicos»
por avión alrededor del mundo? ¿Qué clase de suministros son? ¿Muestras de sangre? ¡No, es material
genético! ¡Muestras de códigos genéticos que sólo los grandes ordenadores pueden descifrar y
comprender! ¿Qué hace que alguien sea candidato al Bardo? ¡Algo oculto en sus genes! Un potencial...,
basado en quién es más vulnerable a la enfermedad causada por la Bestia Estelar. Algo capaz de
permitir que nosotras, esos potenciales, demos a luz bebés que lo representen. Ésa es la razón de que
volemos en el momento más adecuado para la concepción. ¡Las viajeras del Bardo no importan, sólo
importan sus bebés! Los bebés..., todo el Bardo gira alrededor de los bebés.
―Para la mujer embarazada todo el mundo gira alrededor del bebé ―sonríe.
―¡No, Feng! No te burles de mí. Ésa es la razón de que la plata fluya hacia el oro: sirve para crear
extensiones mentales de esa cosa que hay allí arriba, porque sólo podemos comprenderla en términos
humanos. Y ésos son los únicos términos humanos con los que nos atrevemos a trabajar..., los bebés.
¡No me extraña que la guardería de Miami sea secreta! ¿Por qué no está en pleno desierto del Sahara,
rodeada de bombas atómicas?
Feng agita la cabeza en un gesto de compasión.
―No podrías estar más equivocada. Tienes mi palabra. El Bardo es una organización humana en el
sentido más literal del término. Está consagrada a servir a la Humanidad. La guardería de Miami es
secreta para preservar la democracia, para que nadie tenga la sensación de que existe un grupo de

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privilegiadas, una élite. Lila, no debes caer en la trampa de la división, ni aunque sea en potencia. En
lo más hondo de nuestro corazón todos seguimos siendo individualistas, monos llenos de envidia.
―¿Cómo es posible mantener la democracia mediante mentiras?
―No veo de qué mentiras hablas. Se trata de controlar la información por el bien de todos. Eso no
es mentir. ¿Crees que la gente podría ser feliz sabiendo que la Bestia Estelar existe, y sabiendo que no
puede hacer nada al respecto?
Sus ojos vagan por el fresco de la vieja Lhasa con sus uniformes. Estamos hablando en la Gran
Sala de los Sutras. Probablemente los uniformes no fueron más que una convención del artista, igual
que las olas estilizadas del río y el único plano visual sobre el que están dibujados los edificios. Toca
con la punta del dedo una figura sentada en un bote en mitad del río color fresa. El pescador está
desnudo; su túnica color rosa yace sobre la orilla.
―Es extraño. La conciencia reside en el individuo y, sin embargo, el individuo jamás puede
comprender realmente qué es la conciencia. Por lo tanto, le parece un milagro: un «alma». Y, aun así,
desea desesperadamente tener pruebas de su existencia. Eso le impulsa a convertirse en un animal
social. ―Su dedo parece dibujar a los monjes que rezan y los jinetes que hacen piruetas―. La sociedad
da la impresión de ser una conciencia más amplia que puede llegar a conocerle y comprenderle. Y,
realmente, no lo es. Al menos, todavía no. Desde los comienzos de la historia, la sociedad no ha sido
sino la suma de los fracasos de todas sus partes para conocerse a sí mismas. Piensa en los animales...,
¡viven sumidos en la naturaleza! Y piensa después en el Hombre..., qué separado de ella está; qué
grande es su alienación. Sin embargo, gracias a eso puede examinar el mundo. La Humanidad debe
volver a entrar en el mundo y el universo con la conciencia que ha adquirido. Cuando eso ocurra, toda
la historia de alienación de la Humanidad ―con los engaños del Bardo incluidos―, habrá llegado a su
fin y dejará de tener importancia. En cuanto has subido por la escalera ya no necesitas seguir
teniéndola bajo tus pies y puedes retirarla.
Su dedo va de un grupo de monjes que están meditando en un patio a un puente cubierto que
cruza un arroyo.
―El agua refleja. ¿Sabías que la palabra «reflexión» significa «volver a doblar», igual que le ocurre
a la luz en un espejo? Pero, ¿cómo es posible que un cosmos reflexione sobre sí mismo? Piensa en esa
palabra. «Universo» quiere decir «una vuelta», y no porque la luz se vea doblada hasta regresar a su
punto de origen siguiendo la curvatura del espacio, no... Significa «una vuelta» porque el universo es
lo que podría ser visto ejecutando la hazaña mental de darse la vuelta tan deprisa que consiguieras ver
la totalidad de ti mismo. El perro persigue su propia cola; ¡un día la pilla por sorpresa y consigue
atraparse a sí mismo! Ese es el momento de la iluminación.
Da la impresión de estar provocándome deliberadamente..., esparciendo pistas que llevan hasta
algún gran secreto mientras, al mismo tiempo, me guiña el ojo e intenta confundirme.
―¿Estás diciéndome que la Bestia Estelar es el espíritu del universo? ¿Que ha venido a
contemplarse a sí misma en nosotros..., en la Humanidad?
―¿El Universo como un Todo manifestándose a sí mismo? ―dice Feng sin responderme,
limitándose a servirme de eco―. Sí, quién sabe... ―Sus dientes relucen como los de un animal de presa:
una barrera imposible de romper. Sí, una barrera puede ser un animal de presa... Si la Bestia Estelar lo
es, Feng también.
Y entonces el universo parece caer del techo de piedra convertido en una gelatina que sumerge mi
cabeza, ahogándome.

Mi carne es un mapa de venas: corrientes de color púrpura nacidas del mar interior. Mi vientre se
hincha rígidamente a causa del líquido y los miembros que giran dentro de sí mismos. La gravedad se
invierte y atrae el mar hacia mis pulmones.
Del ombligo hacia abajo mi cuerpo está hendido por una línea negra como el azabache, una línea
que ahora es mucho más negra que mi piel. La línea me parte en dos, anticipando el ya cercano
momento en que me romperé igual que una fruta demasiado madura, haciendo salir de mi cuerpo al
ser-límite que acecha en su interior.
¡Estoy dividida en dos partes, igual que el coco de mar! Lonchas de carne suave se contemplan
unas a otras desde los dos lados de la divisoria. Soy Dos en Una, vengo de las Seychelles y estoy
varada en mis propias orillas.
Sigo hinchándome en las entrañas de este gélido palacio de piedra, vestida con mis ropas
acolchadas, aguardando la Primavera y el Nacimiento.

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15

Salí de mi trance durante la primera semana de abril. Mi tiempo del útero había llegado a su fin.
El parto fue una especie de orgasmo de todo el tiempo que había estado suspendido, almacenado:
una descarga violenta de mi propio ser volviendo al mundo, y de mi bebé a su mundo.
El acto de partirse hizo que, de repente, nos convirtiéramos en dos seres completos.
Tenía el cráneo abultado y cubierto por el vello suave de una semilla del baobab y unos graciosos
rasgos achatados que supuse que el tiempo acabaría convirtiendo en un conjunto dónde se mezclarían
mi rostro y el de Klimt. Sus miembros poseían una elástica flaccidez. Sería una mujer alta. Tenía la piel
de un color café con leche, muy lisa, con sólo una señal visible en la parte posterior de su muslo
izquierdo: un pequeño trébol marrón. La Comadrona Descalza dijo que desaparecería dentro de unas
semanas. Sus ojos azules se clavaron en los míos, opacos e inexpresivos. Para ella el mundo seguía
siendo Uno. Apenas si había tenido tiempo para comprender que estábamos separadas y para que ese
hecho se filtrara por todo su ser. Y por eso chillaba, chupaba mi pecho y se dormía. Y la llamé Yungi.
Yungiyungi, en swahili, quiere decir nenúfar. Me la imaginé flotando en el lago que había dentro de
mí, creciendo, echando brotes, expandiéndose, floreciendo...
La bañé y eché un poco de alcohol sobre la costrita de sangre de su ombligo, allí donde había
estado el cordón. Pero mientras la contemplaba, dormida, moviendo levemente los párpados, no pude
evitar el preguntarme si no llevaría en sí otra mancha más profunda, la mancha del alienígena, que no
se desvanecería con el transcurso de las semanas... ¿Qué impulsaba a la Comadrona a tomarle tantas
muestras de sangre durante los primeros tres días, hasta que las plantas de los pies de Yungi
quedaron cubiertas por las señales de los pinchazos?
Feng vino a felicitarme y a decirme que pronto empezaría el entrenamiento para los vuelos al
«Mundo de los rakshasas» con un compañero tibetano, y que mi hija pasaría el día en la guardería del
Palacio. Sentí una nueva oleada de horror.
―Tu hija está muy ocupada soñando ―dijo Feng cuando le hablé de cómo movía los párpados―.
Durante los primeros días los bebés se pasan todo el tiempo soñando. Tienen que poner orden en el
mundo. Las muestras de sangre no son más que una precaución rutinaria contra la ictericia. Y
necesitamos ser especialmente cuidadosos con los bebés cuyas madres vienen de las tierras bajas. La
altura, ya sabes... Sus cuerpos necesitan producir más hematíes. ¿Porqué no se lo preguntaste a la
Comadrona? Deja de preocuparte. Has tenido una niña preciosa. Es perfecta. Debes sentirte orgullosa.
―¿Y su mente?
―Su mente todavía no es más que la idea de una mente.
―Feng, ¿será humana?
Se rió.
―¡Debería serlo! Teniendo en cuenta que es un ser humano... ¿Qué otra cosa esperabas? La mente
es un producto de la evolución, igual que los dedos de los pies o los dientes.
―Si ha sido contaminada por la presencia de esa cosa alienígena..., ¡si alguna parte de la Bestia ha
logrado filtrarse por la red del radar y llegar hasta ella! Cuando volaba, Yungi no era más que el
código para crear un ser humano. ¡Ése es el momento en que era más vulnerable! Mi campo corporal
estaba siendo manipulado mientras volaba, ¿verdad? El código genético es algo tan minúsculo, ya sea
en el óvulo o en el espermatozoide...
―Yo diría que es inmenso.
―Es inmenso, sí, pero es tan delicado...
―¡Oh, Lila, es muy resistente! O de lo contrario no estaríamos aquí, ¿verdad? Las mutaciones ya
nos habrían devorado hace mucho tiempo. Tu niña es un ser humano absolutamente normal. ¿Es que
no puedes verlo, muchacha perversa? Quizá sea eso lo que te decepciona.
―No puedo ver lo que hay dentro de su mente. Ahora tengo que volver a volar y volveré a
quedarme embarazada. ¿Para tener otro bebé «absolutamente normal»? ¿Y luego otro más? ¿Cuántos
años, cuántos bebés? ¡Me siento igual que si fuera una vaca!

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Feng puso cara de exasperación.


―Estamos expandiendo el Bardo tan deprisa como podemos para ahorraros este tipo de
problemas.
Una Comadrona Descalza llevó a Yungi a la guardería mientras Feng me llevaba a conocer a
Kushog, mi amante tibetano.
Una vez más practiqué los ejercicios mentales que había aprendido en Miami. Reduje las pagodas
doradas de las Salas Funerarias a una línea y luego a un punto. Me puse un casco del Bardo y entré en
el nido yantra mientras los auriculares hacían hum, tram y hrih. Unas cuantas semanas después ya
estaba lista para practicar el yoga tántrico del amor con Kushog...
¡Qué gordo y untuoso era aquel Kushog! Parecía un niño que hubiera crecido demasiado... Daba
la impresión de estar hecho de goma blanda, huesos incluidos, y podía adoptar cualquier posición
amorosa. Hablaba el inglés con bastante fluidez pero de una forma terriblemente monótona: sus frases
eran canturreos, como si cada una fuese un encantamiento sagrado. Todas las palabras parecían
pegarse entre sí. Podía imaginármelo perfectamente quinientos años antes como el Bendito Elegido de
una comunidad de pastores de yaks, dibujando mandalas mágicos para que los rebaños no
enfermaran de verrugas o diarrea, luchando con demonios invisibles y cubriéndose de sudor en un
frenesí de pánico autoprovocado cada vez que los diablos imaginarios mordisqueaban los pliegues de
su mimada carne. El que le gustara tanto hablar hacía que la comunicación con él resultara todavía
peor de lo que había sido con el taciturno Klimt.
Me explicó que la Bestia Estelar representaba todo un sinfín de peligros para la cordura. Me hizo
una demostración del viejo ritual tibetano llamado Chöd, en el que un lama se convence a sí mismo de
que está siendo realmente devorado por demonios hambrientos que se comen su carne y sus huesos y
beben su sangre, enseñándome todas las etapas del ritual con el orgullo de un maníaco: le vi gritar,
sudoroso y aterrorizado, mientras los demonios le partían los huesos y le chupaban la médula; oí los
mugidos con los que imitaba al viento soplando por los huesos huecos y los chillidos que daba cuando
le abrían el cráneo para roerle el cerebro. Pasado un tiempo llegué a comprender que aquel muchacho
gordo estaba realmente encantado de que la fachada de los rakshasas ocultara una criatura bestial. El
atractivo sexual de aquella situación era muy superior al mío. Hacía el amor con esa criatura,
convirtiendo nuestra relación sexual en una especie de repugnante ceremonia chöd.

Vi nuevamente a Maimuna. Ella también estaba volviendo a entrenarse para los vuelos del Bardo,
y había tenido un niño.
Le llamó Doudou, y no parecía pensar demasiado en él.
Las conferencias sobre el «mundo de los rakshasas» se encargaron de reunirnos. Al principio
Maimuna se quejaba de ellas, tanto dentro como fuera de clase, basándose en que eran una farsa dado
que todos sabíamos que la luna de los rakshasas no era sino una ilusión programada que enmascaraba
la horrenda realidad de la Bestia Estelar.
El instructor dobdob, un chino lleno de paciencia pero muy terco llamado Chang, tenía a su cargo
un grupo de doce mujeres, y pasaba del inglés al francés y al chino para que pudiéramos
comprenderle. Maimuna, que hablaba los tres idiomas con fluidez, pensaba que aquella triple
repetición era especialmente irritante, y así se lo dijo.
―Me parece muy bien que la gente normal del mundo exterior se trague todas esas tonterías sobre
los rakshasas ―le dijo a Chang al principio de una clase―. Es un bonito caramelo que les entretendrá.
Y cuando estábamos en Miami Beach, antes de averiguar la verdad, también nosotras nos tragábamos
todo eso. Pero, ¿debemos seguir aguantándolo?
―Necesitáis una máscara ―dijo Chang―, igual que el submarinista necesita su mascarilla para
protegerle de las presiones del abismo marino. Necesitáis un filtro. No podéis soportar la realidad
desnuda de lo que hay ahí arriba. Si queréis enfrentaros a la Bestia Estelar y ser capaces de investigar
sus misterios necesitáis imágenes mentales hechas a escala humana. Durante vuestros vuelos estaréis
bajo una leve hipnosis..., aceptaréis esa máscara como si fuera la realidad, ¿no? ¿Cómo podéis
aceptarla si no sabéis en qué consiste? Por lo tanto, tenéis el deber de conocer los «contornos» de esta
máscara. Insisto en ello.
Maimuna aún no estaba muy convencida.
―Deja que lo exprese de otra forma. La fachada de los rakshasas y vuestra auténtica misión ―¡que
ahora conocéis!―, guardan la misma relación interna que la del arte del tiro con arco y la idea de
«iluminación» en el sistema místico zen. No estudiabas el tiro con arco para convertirte en un arquero
perfecto. ¡Sencillamente, tenías que dominar el ritual a la perfección para poder conseguir otra cosa!

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―Desde luego, me resultará bastante difícil no aprender de memoria algo que se me ha repetido
tantas veces ―dijo Maimuna con expresión malhumorada, dirigiéndose a mí en un susurro y hablando
lo bastante bajo para que Chang no la oyera―. Y, de todas formas, ¿qué sabe él de submarinismo? Una
mascarilla de buceo no sirve para resistir la presión, ¿verdad? Creía que te ayudaba a ver con más
claridad.
―Y así es ―murmuré yo―. Pero supongo que puedes comprender a qué se refiere, ¿no? Su trabajo
no tiene nada que ver con el submarinismo.
―¡Al parecer no hay nadie cuyo trabajo le obligue a saber lo suficiente sobre algún tema concreto!
Y así fuimos aumentando nuestros conocimientos sobre una especie alienígena inexistente.
Aunque suene extraño, descubrí que la luna de los rakshasas me parecía un mundo más ingenioso,
complicado y lleno de inventiva que antes..., ¡aun sabiendo que era una mentira!
Rakshasa se hallaba muy por debajo del punto de congelación. Una neblina de hidrocarbonos que
iba formándose continuamente debido a la reacción de fotólisis de aquellos cielos desgarrados por los
rayos había hecho llover sobre la superficie de la luna una espesa capa ocre de polímeros y productos
derivados de la fotólisis, formando un océano no demasiado profundo de ricos compuestos orgánicos
con una consistencia parecida a la del regaliz. Aquel océano fue el sitio donde evolucionaron los
antepasados de los rakshasas. Finalmente, lograron salir del regaliz para llegar a tierra firme y
colonizar las porosas laderas de las montañas, expandiendo y contrayendo sus cuerpos a voluntad
para fluir a través de los agujeros de la roca. Hinchando sus cuerpos flexibles mediante el gas podían
volar a través de las nubes, yendo de una cima a otra.
Al principio, comunicarse y perseguir a las bestias de menor tamaño con las que se alimentaban
era algo en lo que intervenía tanto el olfato como la vista. Chang nos contó que la química corporal de
los rakshasas se basaba en gigantescas moléculas de lípidos; y los aceites grasos habían sido un
componente esencial en el viejo arte humano de la perfumería. La vista fue cobrando mayor
importancia a medida que los rakshasas iban evolucionando y apartándose del océano de regaliz. La
continua exhibición pirotécnica del gigante gaseoso llenaba la mayor parte de su cielo como si fuera
un inmenso tejado en llamas sobre el que flotaran reflectores. Casi toda su «luz diurna» procedía de
allí; hasta la Estrella de Barnard parecía una moneda deslustrada comparada con ese resplandor.
Colonizaron zonas cada vez más altas y su vista fue volviéndose más aguda, hasta que la vista acabó
siendo el sentido dominante y las franjas fosforescentes para hacer señales de sus «caras» empezaron a
desempeñar el papel de un lenguaje abstracto. Las secreciones químicas de sus cuerpos se convirtieron
en la base de una arquitectura orgánica con la que remodelaron la superficie de las montañas porosas
―lo cual era bastante fácil, dada la baja gravedad de la luna―, amontonando sus hogares unos sobre
otros hasta que las torres atravesaron las nubes y llegaron a los mismísimos confines del espacio. Una
vez allí, pudieron ver por fin al gigante gaseoso como lo que realmente era: otro mundo alrededor del
cual giraban, igual que los dos mundos giraban alrededor de aquella moneda anaranjada que era su
estrella.
Y se aventuraron en el cuasiespacio, entrando en aquel tenue donut de atmósfera que rodeaba al
gigante gaseoso, percibiendo cada vez con más agudeza las radiaciones del espacio, el flujo y las
mareas del cosmos y, con el paso del tiempo, el campo cósmico de la Acción a Distancia.

Maimuna no tardó en adaptarse, y toda la historia de los rakshasas también empezó a parecerle
fascinante; o, al menos, se portaba como si la encontrara cada vez más fascinante. La idea de que a
partir de ahora nuestros vuelos serían una enorme fachada tenía un obvio atractivo para su faceta
teatral. !Y, sin duda, su nueva actitud también estaba inspirada por un cierto deseo de hacerse
apreciar! Incluso empezó a sugerir refinamientos y sofisticaciones que añadirle a la mascarada de los
rakshasas. Chang rechazó cortésmente todas sus sugerencias, aunque lo hizo con mucha educación y
dando la impresión de encontrarlas bastante valiosas.
Antes de que hubiera pasado mucho tiempo empezó a hacer preguntas sobre los yidags, acosando
a Chang para que le explicase cuál era la estructura de aquel mundo.
―Maimuna, los vuelos a Yidag se hacen partiendo de Rusia. Aquí no necesitamos entrar en
detalles al respecto.
―Oh, Chang, la forma en que el Bardo ha creado todo este sistema me parece tan fascinante...
Quiero formar parte de él, de veras.
―Me alegra oírte decir eso.
―¿Saben los viajeros rusos que Yidag es una mentira? ¿O son tan ingenuos e inocentes como
nosotras cuando estábamos en Miami?

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―Eso carece de importancia.


Maimuna vaciló.
―¿O... no será que saben otras cosas, cosas de las que nosotros no tenemos ni idea?
Chang puso cara de perplejidad.
―¿A qué te refieres? ¿Puedes pensar en algo peor que la Bestia Estelar? Maimuna, estás
permitiendo que ese entusiasmo tuyo recién descubierto ofusque tu mente. Por favor, concéntrate en
la tarea actual. Con ella tienes más que suficiente.
Maimuna protestó.
―Si lo hago es porque la forma en que se lleva esta guerra me inspira una tremenda admiración.
Ese sistema de proteger la Tierra sin que haya ninguna señal visible del combate que se está librando...
Lo encuentro muy astuto, y ésa es la razón de que quiera saberlo todo al respecto. Quiero saber más
cosas sobre los yidags. Estoy segura de que eso me ayudará a volar mejor. !Chang, por favor! Los
viajeros rusos..., ¿saben tanto como nosotros?
Chang suspiró.
―Creen lo mismo que vosotras cuando estabais en Miami. Sólo que van a Yidag en vez de a
Asura...
―¿No puedes contarnos algo más sobre los yidags? ¡La forma en que el Bardo creó esos mundos
para librar la guerra es tan ingeniosa...!
Y finalmente ―¿halagado?―, Chang se rindió.
Gracias a eso aprendimos más cosas sobre cómo los imaginarios «seres-botella» de Yidag
absorbían energía de la salvaje radiación solar de Épsilon Indi durante seis semanas terrestres
seguidas; que tenían grupos de células receptoras fotoeléctricas en la cabeza y que su piel estaba llena
de cristales piezoeléctricos. Los cristales piezoeléctricos son cristales que generan una corriente
eléctrica cuando su forma sufre alguna alteración; gracias a ello, el calentarse durante el día y la
contracción debida al frío durante las largas noches también generaban energía. Además de analizar
las radiaciones de su sol y la luz de las estrellas mediante sus células fotoeléctricas, aquella piel
piezoeléctrica suya permitía que los yidags percibieran las ondas gravitatorias. Podían sentir las
variaciones en la estructura del espaciotiempo de una forma tan clara como nosotros sentimos la
presión de un dedo sobre nuestra carne, sólo que con mucho más detalle.
Los yidags desarrollaron una tecnología de alto nivel centrada en unidades ciborg móviles y
cuasi-máquinas conectadas entre sí mediante el láser. Ahora estaban muy ocupados remodelando su
mundo mineral para convertirlo en una red cristalino-metálica de máquinas y organismos. Que su
sociedad tuviera unas raíces tan fuertes hacía que fuese no competitiva; y semejante ingeniería a gran
escala no significaba que los yidags estuvieran destruyendo su medio ambiente. Sencillamente, se
estaban limitando a reorganizarlo de una forma orgánica.

Aquella pequeña victoria sobre Chang llenó de orgullo a Maimuna.


―¿Te has fijado en un detalle de los dobdobs? ―me preguntó―. Se lo oí contar a una viajera china:
me dijo que en los viejos tiempos el Ejército Popular Chino decidió prescindir de los galones y los
uniformes elegantes de los oficiales porque les parecían antidemocráticos. Pero seguían necesitando
saber quién era quién, por lo que utilizaron los lápices y los bolígrafos. Cuantos más lápices y
bolígrafos llevara un soldado en el bolsillo del pecho, más alto era su rango. ¿Te has fijado en que los
dobdobs que no sabían nada sobre la Bestia Estelar siempre parecían tener sólo un par de lápices en el
bolsillo..., mientras que los dobdobs como Chang, que conocen la verdad sobre la guerra, llevan tres?
La verdad es que no me había fijado en ello, pero ahora que lo pensaba me pareció que Maimuna
estaba en lo cierto. Reconstruí mentalmente mi primera prueba para el Bardo... El dobdob jovial,
Youngden, quizá llevara un par de lápices en el bolsillo..., mientras que Liu, a quien Sam Shaw había
llamado por radio para hablar sobre los «hechos de la defensa», llevaba tres. ¿Y aquel controlador
aéreo de Dar es Salaam, el que estaba tan nervioso? Dos, quizás. Y lo mismo ocurría con todos
nuestros instructores de Miami Beach, que yo pudiese recordar..., hasta que fuimos «arrestadas». A
partir de entonces, daba la impresión de que todo el mundo llevaba tres lápices...
―Feng lleva cuatro lápices en el bolsillo, ¿verdad, Lila? Debe de saber cosas que Chang ignora. Y
parece estar especialmente interesado en ti ―añadió con una cierta envidia, queriendo sonsacarme
algún dato más.
Sí, estaba claro que ése era el auténtico meollo del asunto. Maimuna creía que yo estaba más
próxima a algún centro de poder. No le importaba lo que Feng pudiera saber, así como tampoco le
importaban nada los yidags..., lo único que le interesaba era ese poder extra que Feng podía poseer.

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―No me ha contado nada especial, salvo que él Bardo está consagrado al servicio de la
Humanidad y que mi Yungi es una niña soberbia de la que debería estar orgullosa. ―Igual que tú
deberías estarlo de Doudou, pensé, aunque ni tan siquiera te acuerdes de él. No me cabía duda de que
Maimuna sabría descifrar fácilmente el significado de mi expresión.
Pero Feng sí parecía traerse algo entre manos. ¡Tanto hablar sobre la conciencia y el universo!
Como si pensara que, después de todo, la Bestia Estelar quizá no fuera algo tan terrible...
―Feng tiene más... deberes, eso es todo. Tiene que pensar en la Bestia Estelar, mientras que los
demás sólo tienen que luchar con ella. ¡Alguien debe investigar qué es! Si los defensores se pasaran el
tiempo inventando teorías sobre el ser que nos ataca... ―Me encogí de hombros.
―El sistema no funcionaría tan bien, ¿verdad?
―Feng es un administrador de alto nivel. ¡Y además es un teórico, maldita sea! Intenta hallar
formas de conseguir información sobre la Bestia a través de los bebés. Ahí lo tienes, ésa es la verdad
sobre su posición. Y la verdad sobre tu posición y la mía es que las dos volveremos a quedar
embarazadas..., ¡cuando la plata fluya hacia el oro! Halagar a Feng y hacerle preguntas sobre Rusia no
te servirá para escapar a ese destino. ¡No van a enviarte a Rusia para engañar a las viajeras del Bardo
con vistas a que el sistema siga funcionando sin problemas! Lo malo es que si el sistema deja de
funcionar, todos nos volveremos locos.
Maimuna se acarició los pendientes con una sonrisa burlona. Ahora los llevaba incluso durante las
charlas, como si quisiera tener una excusa para alardear ante Chang y poder contarle que ella siempre
había sospechado la existencia de algo como la Bestia Estelar; pero Chang ni se fijaba en ellos.
―Así que volveré a quedarme embarazada, ¿eh?
―Acabarás atrapada en la misma telaraña de antes.
―No.
―¿Qué pasa, es que tu nuevo compañero te ha prometido que llevará a cabo la contracción
mulabhanda y se quedará el semen dentro?
―Oh, nada de eso. Es un tipo muy orgulloso. Siempre anda presumiendo y diciendo que
desciende de un santo Shidda llamado Mular. Él también se llama Mular. No me importa. Aun así, no
fabricará ningún pequeño Mular con Maimuna.
―¿Cómo vas a impedírselo?
Vaciló y acabó lanzándome una mirada en la que se mezclaban la astucia y la fanfarronería.
Volvió a acariciarse los pendientes.
―Oh, mi araña y mi mosca me ayudarán. ¡Pero como hables de ello con alguien te arrancaré los
ojos...! ―Y, por fin, impulsada por el orgullo y la arrogancia, que necesitaban tener un público, me
reveló el secreto que llevaba guardando desde hacía tanto tiempo. Si hubiera seguido callándoselo
habría acabado reventando, igual que una botella de cerveza de plátano que ha estado demasiado
tiempo esperando a que alguien se la beba. (Creo que sentía una auténtica necesidad de tener una
confidente y una amiga. ¡Pero también tenía que proteger su autoimagen!)―. Un viejo herrero que
vivía en una miserable aldea del Senegal fabricó estos pequeños globos de cristal para mí. Era un
mago. Podía leer el futuro en las palmas de mis manos. Me dijo que un día me quitarían la cápsula
anticonceptiva, y que yo querría recuperarla. ¡Oh, cómo lo desearía...! Voy a darte estos dos adornos
para que los cuelgues de tus orejas, me dijo. Parecen adornos, sí, pero no lo son. Si desenroscas la
parte superior del globo donde está la araña y te bebes el líquido que hay dentro, nunca darás a luz. Si
alguna vez quieres recuperar tu fertilidad, tienes que desenroscar la parte superior del otro globo y
beber el antídoto. Tuve que inventarme una historia y dije que los globos me sirven para meditar, pero
eso no era más que una cortina de humo. Verás, querida, la araña y la mosca están dentro de los
globos para que yo pueda saber cuál es cuál.
―¿Y qué hay dentro de ellos?
―El jugo de las raíces de una planta. Ése es el anticonceptivo. Era una vieja medicina tradicional...,
olvidada, dejando aparte a ese herrero. El viejo estaba en lo cierto cuando decía que iba a necesitarla,
¿verdad? Y también sabía mucho de medicina. Incluso sabía que los dobdobs tomaban muestras
genéticas. ¡Bien, ya lo ves! El lo sabía. Y también sabía lo de las purgas y los casquetes polares. Quizá se
lo hubiera contado su padre. Tenía cien años. Aquel viejo me quería mucho... Pero nunca hablaba en
público.
―Cuando vean que no te quedas embarazada, acabarán descubriendo que tu sangre contiene
alguna sustancia extraña. ¡Terminarás visitando un casquete polar! Por sabotaje. ¿Cómo sabes que esta
sustancia no afectará tu campo corporal? ¡Quizás acabes permitiendo que la Bestia Estelar logre pasar
a través del campo defensivo!

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―¿Un casquete polar? ―Se rió―. Voy a descubrir quién dirige realmente el Bardo..., y pasarme la
vida embarazada no me ayudará a descubrirlo. ¿Quién gobierna realmente el mundo? ¿Cómo se
consigue pasar a un peldaño más alto de la jerarquía? Lhasa se encuentra un paso más cerca de la
verdad..., ¡y la verdad debe estar en Kazajstán! Confiemos en las buenas intenciones del Bardo. Sam
Shaw estaba limitándose a usar su pistolita para asustarnos. ―Sus ojos ardían con un brillo de
codicia―. Voy a jugármelo todo al doble o nada. Correré el riesgo. Si logran descubrir lo que hay en mi
sangre, eso querrá decir que son muy listos. Mi herrero dijo que en cuanto lo llevara dentro nadie
podría saber qué era.
―¿Tienes líquido suficiente para dos personas?
El que fuera capaz de pensar en ello pareció asombrarla.
―Querida mía, la dosis está calculada para mí de lo contrario no funcionaría.
―¡Perra egoísta! ¡Se me ocurre una razón mucho mejor para no tener bebés! Quizá no te importe
saber si tu pequeño Doudou es humano o no. Pero a mí sí me importa saber si la mente de mi niña
está llena de ideas alienígenas..., aun suponiendo que eso signifique el que se la lleven. ¡Quiero saber
si no es más que un animal-máquina para espiar a eso de ahí arriba!
¡Maimuna no había pensado en eso! Estaba tan absorta en sus propios planes que no se había
parado a pensar en cuál era la razón de que el Bardo quisiera que tuviésemos bebés. Lo único que
deseaba era conseguir algo más de poder dentro de aquel sistema repugnante.
―Si no, ¿por qué iban a desear que quedáramos embarazadas? ―grité con voz enfurecida bajo el
techo dorado de la pagoda―. ¿Qué pueden querer sino bebés que sean bioordenadores programados
con bits de esa Bestia Estelar?
―Bueno, ya lo descubriré, ¿no? ―Se rió―. Y tú no podrás descubrirlo. Estarás demasiado ocupada
haciendo otras cosas. ―Desenroscó la parte superior del globo de la araña, se lo llevó a los labios y
bebió.
Cuando se tragó su araña en salmuera, las náuseas le hicieron torcer el gesto. Pero no vomitó.
Logró recobrar la compostura. Me sonrió, con una mueca donde se mezclaban la pasión, la suficiencia
y la superstición.
―Si se lo dices a alguien, te haré mucho daño. Quizás acabe estando en una posición que me
permita ayudarte. Sabré acordarme de mis amigas.
Y se marchó.

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

16

La ventana del despacho de Feng estaba a gran altura pero el panorama visible desde ella era
bastante reducido, pues se limitaba a una cuña oblonga del valle de Lhasa y las colinas de Tangla que
lo flanqueaban. El valle estaba cubierto de retazos verdes allí donde crecían las primeras cosechas. La
piedra estucada que enmarcaba aquel panorama debía tener por lo menos dos metros de grosor y
estaba pintada de un negro azabache; te daba la impresión de estar en una cueva, mirando por una
grieta.
―Oímos toda tu conversación con esa joven estúpida, claro está. Hay un micrófono oculto en la
pagoda. Se activa gracias a la voz humana y está conectado con el Ordenador de Combate. De hecho,
todo el sistema de vigilancia está conectado a él. Las cintas se borran a menos que el sistema capte
palabras clave, como anticonceptivos o casquete polar...
―¡Entonces, es igual que los teléfonos de nuestros dormitorios! ―Sentí una gran irritación. No era
que desease gozar de una intimidad inviolada, pero aquella vigilancia era tan..., tan total...
―No, no, aquellos teléfonos no están preparados para detectar palabras clave. Captan todo lo que
se diga en la habitación. Compréndelo, eso significaría que no estabas sola... ―Feng hablaba de ello
con tal tranquilidad que casi conseguía hacer que sus métodos de espionaje parecieran la cosa más
natural del mundo.
¿Qué razón había para que cualquier cosa dicha en un dormitorio fuera digna de grabarse?
¿Cualquier cosa? Realmente, sólo había una respuesta. Si no estabas sola en el dormitorio, era posible
que estuvieras haciendo el amor..., de una forma libre y espontánea. Podías estar fabricando tu propio
bebé sin un compañero escogido por el Bardo. Y eso no debía ocurrir nunca. Eso echaría a perder los
planes del Bardo.
―Espiar hace que los militares se sientan más seguros ―dijo Feng. Creo que estaba intentando
disculparse. O justificarse, al menos―. Maimuna no sólo posee una ambición venenosa, sino que
también es bastante estúpida ―siguió diciendo―. Bajo esa capa de sofisticación suya hay mucha
superstición y una credulidad que..., oh, ella cree realmente en la magia. Piensa que puede servirle de
algo, que funcionará. Tú, en cambio..., tú eres más cuidadosa. Tú piensas. O intentas hacerlo.
―¿Qué vais a hacer con ese brebaje que se tomó?
―Nada. ―Sonrió.
―¡No quedará embarazada! Eso echará a perder todo vuestro plan de conseguir bebés para el
Bardo.
―¡Pues claro que se quedará embarazada! Analizamos el contenido de esos pendientes en Miami,
ya hace mucho tiempo, cuando se los quitó por primera vez... Son drogas, desde luego: un
anticonceptivo y una sustancia para aumentar la fertilidad. Están hechas con sustancias naturales que
se encuentran en las raíces de ciertas plantas de la sabana, y además son altamente efectivas. Lo que la
contracápsula introduce en el sistema es una sustancia sintética basada en un derivado de una planta
similar, pero del Amazonas y no del Senegal. Ese viejo médico brujo debía ser bueno, no cabe duda.
―Se inclinó hacia delante―. Lo único que hicimos fue poner la araña en el sitio de la mosca y
viceversa. ¡Maimuna no ha conseguido más que asegurar doblemente su fertilidad!
Pese al egoísmo de Maimuna, sentí un cierto abatimiento ante su derrota. Feng me contempló con
una expresión pensativa.
―Voy a contarte algo más, Lila, porque creo que estás preparada para oírlo y porque, como ya te
he dicho antes, piensas antes de actuar. El anhelo de poder de Maimuna le hizo comprender que
necesitamos a ciertas personas con los motivos adecuados para que..., ¿cómo lo expresó ella? Ah, sí,
para que suban a un peldaño más alto de la jerarquía. Creo que tú eres esa clase de persona. Da la
casualidad de que tienes toda la razón en cuanto a los bebés y el Bardo. Sí, queremos que nazcan.
―¡Lo sabía!
―Aunque es una lástima que hayas dado con la verdad tan pronto, porque, y no quiero darte la
impresión de que esto es un castigo, has perdido la inocencia y ahora ya no puedes tener más bebés.

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―Feng, ¿qué es Yungi? ―grité―. ¿Qué me habéis obligado a crear?


―No debes perder la calma. Maimuna estaba en lo cierto cuando hablaba de las buenas
intenciones del Bardo. Tu hija es el futuro. Es el camino que lleva hacia delante. Es la esperanza.
Seguimos teniendo los mejores motivos imaginables para querer que sólo un mínimo de gente sepa
cuál es la razón de que obremos así.
―¡La Bestia Estelar, ya lo sé!
Agitó la cabeza, divertido.
―La Bestia Estelar no existe. No hay ninguna Bestia Estelar.

―Es un cuento de hadas, igual que los alienígenas benévolos. En el estado evolutivo actual de la
Humanidad, los cuentos de hadas son imprescindibles. Aun así, tiene que haber cuentos de hadas
adecuados a los distintos tipos de personalidad. La mente paranoica que gobernaba el mundo y que se
pasó cientos de años viéndose atraída hacia la cima de la política y los ejércitos prefiere los Gigantes
Malignos a los Espíritus Bondadosos. Esa mente se alimenta de la hostilidad y las amenazas...,
imaginarias, si no las hay reales. ¡Hará cuanto pueda para convertirlas en realidad! Los que saben ver
lo que hay tras la primera máscara del Bardo, la de los mundos alienígenas, suelen ser gente de esa
clase. Personas básicamente egoístas para las que todo gira alrededor de sí mismas..., aunque a
menudo suelen disfrazar tales emociones sintiendo que participan en alguna clase de misión colectiva.
Además, siempre están imaginando conspiraciones. Quieren acabar con ellas... o unirse a los
conspiradores. Ésos son los Sam Shaw de este mundo. Si Sam Shaw supiera qué nos reserva el futuro,
se convertiría en el más ardiente enemigo de tal futuro, puedo prometértelo. En cambio, ahora es un
mensajero del cambio y de la sabiduría y no lo sabe.
―Todos esos dobdobs que había en la sala de guerra subterránea de Miami...
―...creen sinceramente que están ayudando a proteger el mundo de una criatura llegada de las
estrellas. Es una válvula de escape útil para lo que podrías llamar la eterna mente militar; lo que hacen
realmente es descargar su propia agresividad. Aunque, y que Dios nos ayude, si ese tipo de mente es
realmente eterno, el Bardo habrá fracasado. Por cierto, siento que Sam Shaw os amenazara con su
arma. Aun así, estoy seguro de que eso ayudó a reforzar su autoconfianza. Eso sirve para que el
trabajo se haga mejor y de una forma más eficiente.
―¿Qué trabajo? ¡Acabas de decirme que no hay ninguna Bestia Estelar!
―Y no la hay. Lila, vamos a pensar un poco en la evolución. ¿Qué necesita una especie para
evolucionar con éxito? Un medio ambiente que no sea ni demasiado pobre ni demasiado rico. Durante
millones de años la Tierra fue el sitio ideal: estaba a medio camino entre la pobreza y la riqueza. Y, sin
embargo, durante todo ese tiempo, había inmensos recursos de energía ocultos bajo el suelo. Petróleo,
carbón, gas: una peligrosa y traicionera abundancia de energía... Cuando desarrollamos una
tecnología empezamos a movernos hacia adelante de una forma demasiado rápida y brusca. La
evolución social y, sobre todo, la evolución mental, se quedaron lamentablemente retrasadas.
»La evolución tecnológica puede convertirse muy fácilmente en un fin que se justifique a sí
mismo. Acaba separándose de la Humanidad. Contiene su propio significado. La tecnología parece ser
el sustituto adecuado con el que reemplazar a un buen sistema de conocimientos porque disecciona el
mundo con sus herramientas e incluso puede incluir al Hombre en sus disecciones. Sin embargo, es
perniciosa. El Hombre debe aprender a conocerse de una forma más directa. Debe ser más consciente
de cuál es la naturaleza de sus propios pensamientos, en vez de limitarse a pensarlos igual que si fuera
un autómata. Los hombres de la caverna ―¿conoces el mito?―, tienen que darse la vuelta y ver. Detrás
de ellos hay una luz muy poderosa; pero lo único que ven son las sombras de la existencia.
El Palacio del Potala estaba hecho de cavernas, pensé..., una colmena de cavernas que una
conmoción de la naturaleza había levantado hasta una gran altura. Y, en particular, el despacho de
Feng era una verdadera caverna. Con su espalda insistentemente encarada hacia la única fuente de
luz, Feng daba la impresión de imaginar que yo era una sombra proyectada por su cuerpo: ¡su propia
proyección, títere e invento! La astuta suspicacia de Maimuna había hecho que terminara estando en
lo cierto. Oh, si Feng pudiera llevar a cabo uno de esos preciosos «giros completos» suyos y verse a sí
mismo tal y como realmente era: un capataz de sombras que las obligaba a conocerse a sí mismas
mientras se pasaba la eternidad ocultándoles la verdad tras una serie interminable de pantallas ―la
pantalla de los Mundos Alienígenas, la pantalla de la Bestia Estelar―, ¡pantallas que, no hacía falta
decirlo, desaparecerían tan pronto como la gente hubiera aprendido a ver mejor! No, así nadie llegaría
a ser más sabio y libre. Así era imposible ver nada. Lo sentía en lo más profundo de mis entrañas. La
verdad era algo accesible a todos, no un secreto oculto.

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

―¿Qué es lo que hay en nuestro interior aguardando el momento de emerger? ¿Qué es lo que
parecerá tan inevitable en cuanto haya emergido, tan obvio entonces como inimaginable era antes?
¿Cuál es el siguiente estadio evolutivo, Lila? ―me preguntó.
El sol hacía brillar la pintura negra que enmarcaba la ventana, convirtiéndola en un reluciente
gong de luz. Dejé escapar una carcajada histérica.
―¿A quién le importa? ¡Los monos no se convirtieron en seres humanos de la noche a la mañana!
Para eso hicieron falta millones de años. ¡El mono que se hubiera pasado la vida preguntándose a qué
se parecerían los humanos habría sido un mono muy desgraciado! Cada persona vive su vida ahora.
―Ah, es ahí donde te equivocas. En el siglo XX, cuando el huracán tecnológico cayó sobre ellos
fingiendo ser la salvación, los hombres no supieron comprender bien la evolución. Tenían a su
disposición un período de historia tan pequeño y miserable hacia el que volver los ojos que no podían
comprender cuán esencialmente extraños, cuán esencialmente distintos, debieron ser los prehumanos y
los pre-prehumanos que vinieron antes que ellos. Pensaban en esos seres como si hubieran sido
iguales que ellos, dejando aparte las herramientas y el lenguaje. Y tampoco podían concebir lo extraños
que deberían ser los humanos del futuro, comparados con ellos. Volvían a pensar en sí mismos, pero
ahora con más herramientas; herramientas mejores, distintas, y quizás hasta con sus cerebros
conectados a ordenadores para que les ayudaran a pensar más deprisa. Su bendita ignorancia les hacía
suponer que el humano del futuro debería ser muy parecido a ellos, porque estaba claro que la
evolución era un proceso muy lento.
»¡La evolución no tiene por qué ser lenta, Lila! Dadas las condiciones adecuadas, puede
producirse un cambio enorme en unos centenares de años. ¿Y sabes por qué? ¡Porque un gran cambio
de la especie no depende de un solo gene cambiado de sitio o de una sola mutación..., sino de docenas!
Una mutación aquí, otra mutación allá, añadiéndose a la primera; este proceso se desarrolla durante
millares de años...
―Como proceso, me parece bastante lento.
―Y lo es, al menos superficialmente. La mayor parte de las mutaciones son recesivas, y ésa es la
razón de que no se perciba ningún cambio. No nace nada radicalmente nuevo. Y, sin embargo, las
mutaciones están siendo constantemente sumergidas en el estanque genético común. En realidad,
todo ese estanque genético está siendo preadaptado lentamente para aceptar una nueva criatura.
Cuando llega el momento adecuado ese nuevo ser sumergido puede aparecer de repente. Llevamos
miles de años sumergiendo el futuro humano en nosotros mismos y, ¿cuál podría ser ese futuro sino
un ser humano más plenamente consciente de sí mismo? La Humanidad lleva toda la historia
conocida saturándose a sí misma. ¡La función del Bardo es servir como semilla cristalizadora!
―Así que puedes predecir el futuro, igual que el herrero de Maimuna, ¿eh? Bien, ¿cómo se supone
que va a ser el hombre del futuro?
Feng me miró con ojos entrecerrados, sopesando astutamente la verdad y la mentira en su mente,
igual que una moneda suspendida sobre la yema del dedo. Un empujoncito en cualquier sentido y...,
mentiras..., o la verdad. ¿Qué importaba? Estaba segura de que cada verdad acabaría resultando ser
una mentira. No había ninguna verdad final a la que llegar. El sol entraba a chorros en la habitación,
haciendo difícil ver la expresión de su rostro.
―Lila, si la vida es un proceso aleatorio, aún no ha habido el tiempo suficiente para que tenga
lugar. Y, sin embargo, la vida ha surgido..., ¡con el máximo de rapidez posible!
―Eso me has dicho.
―¿Y no es más que un accidente? ¿O acaso hay algo en la estructura física del mismísimo universo
que lo predispone a crear esa vida? El Bardo cree que así es. Creemos que la biología está «sumergida»
en la física y que en las formas de vida hay una tendencia que las impulsa a crear la conciencia. La
conciencia parcial del Hombre actual... O las ballenas y los delfines, quizá. Y, dentro de esta conciencia
limitada actual que poseemos, debe de haber..., ¿qué más?
―Entonces, ¿por eso habéis inventado la Bestia Estelar? ¿Y toda esa mística sobre los límites y las
fronteras? ¿Algo dentro de nosotros, algo a lo que no podemos llegar? ―¿Y si hubiera una verdad final
a la que yo pudiera llegar? ¿Y si realmente pudiera abrirme paso por la frontera de mentiras, llegando
al otro lado? La luz del sol casi me cegaba.
―La manipulación directa de los genes mediante la cirugía fue otra de las grandes ilusiones
tecnológicas ―dijo Feng con voz pensativa―. Crear una raza de superhombres usando el escalpelo
láser y el microscopio electrónico..., ¡ridículo!
No, el sol no podía cegarme. Yo había visto el corazón de los yantras. Podía luchar, resistirme. El
sol no hacía sino disolver a Feng; le volvía tan transparente y vacío como merecía ser. Yo era más real
que él.

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―Tus temores acerca de Yungi carecen de fundamento. Las máquinas del Bardo no pueden alterar
los genes de tu hija. Y tampoco pueden construir nuevos genes. Tenemos que trabajar con la
naturaleza, no contra ella. ¿Cómo se puede saber de antemano a qué se parecerá el Hombre del
Futuro? El Hombre Autómata intentando predecir y construir al Hombre Consciente sería igual que...,
oh, como un ordenador intentando imaginar el funcionamiento de la mente que le ha programado.
»Eso es cuanto quería decirte, por el momento. Piensa en ello. Si quieres considerarlo así, ésta es la
primera lección real sobre el Bardo que has recibido en toda tu vida.
El sol se había convertido en un sapo llameante. Se había deslizado hacia el centro de la ventana
para escupir veneno en mis ojos.
Feng se puso en pie, tragándose el sapo, eclipsándome, despidiéndome.
Volví a mi habitación, y poco después me trajeron a Yungi de la guardería. Ahora sus ojos ya
estaban interrogando al mundo. Era todo un mundo que se hacía preguntas a sí mismo. Era un
mundo que nacía gracias al poder de su pensamiento al mismo tiempo que, dentro de su mente, iba
formando el mundo que la rodeaba.
¿Era la esperanza? ¿Era el Futuro?
Pero, ¿qué futuro?
Las señales de pinchazos de sus pies ―que ahora ya casi no podían verse― me recordaron una
extraña historia que un Lama Descalzo nos contó un domingo a los niños en la antigua mezquita. En
aquel momento la historia me había parecido absurda: un chiste sin lógica, y nada más. Se me había
quedado grabada quizá precisamente por ser tan absurda. Y ahora, de repente, la historia me parecía
burlonamente cierta.
Erase una vez un rey que quiso enviarle un mensaje secreto a través del territorio enemigo al rey
de otro país. El mensaje no era especialmente urgente, por lo que hizo afeitar la cabeza del mensajero
y mandó que se le tatuara el mensaje en su cuero cabelludo. Después, esperó a que volviera a crecerle
el cabello y le envió a cumplir con su misión. El hombre llevó el mensaje, oculto en su cabeza..., y,
naturalmente, él era tan incapaz de leerlo como los centinelas de la frontera. Llevó el mensaje sin
ninguna clase de problemas y, cuando llegó a su destino, le explicó al otro rey cómo leer el mensaje. El
rey pidió que le trajeran un cuenco con agua caliente, jabón y una navaja de afeitar.
En cuanto hubieron afeitado la cabeza del mensajero, vieron que el mensaje secreto decía: «Matad
a este hombre tan pronto como llegue», así que le cortaron el cuello allí mismo con la navaja de afeitar.
Contemplé los pies de Yungi y pensé en la historia. Aquel mensaje enviado por un rey a otro a
través de territorio enemigo se parecía mucho a la predicción de Feng sobre en qué debía convertirse
el Hombre..., era un mensaje llevado por un ser humano y, aun así, estaba escondido donde no podía
leerlo. En cuanto el mensaje hubiera sido leído, acarrearía el final del Hombre, su muerte.
La historia podía interpretarse de otro modo, como una sugerencia: cuanto menos sepas sobre las
cosas, más libre será tu existencia y más feliz vivirás...
Un dobdob tibetano que sólo hablaba tibetano estaba sentado pacientemente en un taburete de
tres patas junto a la puerta de mi habitación. No podría advertirle a Maimuna de que sus pendientes
habían sido cambiados de sitio.

Tres noches después, Kushog irrumpió en mi habitación, desnudo hasta la cintura y con sus
pantalones blancos de cinturilla elástica como único atuendo. Estaba como enloquecido, y su rabia iba
dirigida tanto hacia mí como hacia él mismo. Sudaba y temblaba igual que una medusa estimulada
por una inmensa dosis de adrenalina: no paraba de hacer poses, y en su rostro se mezclaban el miedo,
la exaltación y una especie de éxtasis suicida. Tenía los labios y las mejillas muy hinchados, como un
pez ahogándose fuera del agua. Sus ojos estaban tan desorbitados como los de un dios de bronce que
sufriera de hipertiroidismo. Llevaba consigo un cirio que mediría medio metro. No sé de qué estaría
hecho pero desprendía una pestilencia a carne quemada, como si se hubiera arrancado uno de sus
propios miembros y le hubiera prendido fuego para alumbrarse. Agitó el cirio igual que si fuera un
brazo extra, haciendo gotear cera caliente sobre mi cara. Sentí chispazos de dolor y luego la tensión de
la cera al secarse. Inmensas siluetas enloquecidas bailoteaban por las paredes. Protegí a Yungi con mi
cuerpo, medio enterrándola en las mantas. Protestó, agitando los brazos, pero acabó calmándose y se
quedó quieta.
―¡Me has abandonado! ¡No volarás más conmigo! Ahora tengo que volar yo solo, sin ayuda
―canturreó Kushog con su habitual sonsonete rabioso. Agitó su enorme vela y esparció un nuevo
diluvio de cera ardiente que cayó al azar sobre la cama y nuestros dos cuerpos. Logré mover las
mantas formando una tienda para Yungi, una bolsa de aire protector. Estaba aterrorizada, pero no

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podía hacer nada salvo hablarle e intentar calmarle un poco. ¿Habría sido enviado a mi habitación?
¿Sería alguna nueva tortura de Feng, un nuevo truco? Se suponía que tenía un dobdob montando
guardia ante mi puerta, encargándose de aislarme. Aunque se hubiese quedado dormido, los gritos de
Kushog habrían tenido que despertarle, ¿no? ¡A menos que le hubieran dicho que se hiciese el sordo,
que no viera nada! Y los micrófonos, ¿estarían escuchando todo esto?
―El dobdob..., ¿te ha dejado pasar?
―¡Es mi hermano!
―¿Qué? ¿Quieres decir que realmente es hermano tuyo?
―¡Es mi hermano en la nada! Le ayudé a pisotear su Falso Yo mientras meditaba sentado en su
taburete. ¡Le hice participar de mi amor fraternal para liberarle!
―¿Quieres decir que le has matado? ―Estaba a solas con él. Y Yungi también. En cuanto a los
micrófonos dé Feng..., bueno, no había nadie escuchando. Y, si había alguien, entonces esto debía ser
algún tipo de prueba sádica, algo en lo que Kushog participaba de buen grado o si no un plan
preparado contando con usar su demencia, que tan fácil era de provocar.
―Mi hermano está muerto para el mundo ―dijo Kushog, sonriendo. Sus labios se tensaron hasta
formar un arco rojizo alrededor de sus grandes dientes amarillos: tenía dientes dignos de un caballo.
Su boca se cerró con un seco chasquido. Si quería, un solo bocado suyo bastaría para arrancarme una
media luna del brazo.
¿Y si esto era una prueba? ¿Y si debía tomar una decisión, la de salvarme o perecer revelando las
confidencias hechas por Feng y diciéndole a Kushog que su adorada defensa de la Tierra no era más
que una invención? Sí, seguramente eso bastaría para dejarle anonadado y me libraría de él...
Pero lo que Kushog me dijo a continuación me dejó aún más perpleja, pues me contó que había
volado solo: había ido a un nuevo mundo alienígena más terrible que cualquiera de los tres mundos
«descubiertos» hasta entonces..., un mundo inventado por la mismísima Bestia Estelar para usarlo
como arma contra la psique humana.
―¿Por qué volar sin compañera? ―le pregunté―. Tú no puedes tener... ―Bebés. Cerré la boca. No,
eso era secreto. El secreto de Feng.
―Dijeron que debía volar a un nuevo mundo creado por la Bestia Estelar, un mundo poblado por
los seres bestiales que ha inventado. Un mundo que nos atrae hacia él con los peores rayos gancho que
se puedan imaginar. Fui escogido porque mi alma es fuerte..., porque puedo luchar contra los
demonios que me consumen vivo, porque soy un maestro del Camino del Chöd.
―¿Y realmente volaste solo, sin una mujer?
―Me has abandonado ―escupió, haciendo caer más cera ardiendo de su tercer brazo.
―¿Llevabas el casco del Bardo? ¿Contemplaste los yantras? ¿Oíste el mantra... a solas?
―Necesitaba saber qué le había ocurrido―. ¿Cómo conseguiste la energía necesaria para volar? Hace
falta que un hombre y una mujer estén juntos...
―Me abandonaste. No estabas allí. Pero yo soy fuerte.
―No fue culpa mía. Pero, ¿cómo pudiste hacerlo tú sólo? ―Si consiguiera halagar su vanidad...
―¡Hice el chöd para volar! ¿Difícil? ¡No para mí! Quemé mi carne y mis huesos, mi sangre y mis
sesos para convertirlos en pura energía. El mundo al que volé era un mundo chöd ¡Tú no podrías
haberlo soportado, mujer! Sus rayos gancho anhelaban alguien como yo. La Bestia Estelar se ha vuelto
más astuta. Sabe que le arrojamos mundos alienígenas creados por la mente, usándolos como
máscaras detrás de las que escondemos para interrogarla. Hasta ahora estábamos a salvo tras la
máscara de los rakshasas. Ahora hay un nuevo mundo en los cielos. La Bestia Estelar ha creado un
mundo mental y lo ha poblado con seres horribles, y nuestros radares lo captan para enviárnoslo.
Hace caer la máscara de los rakshasas. Atrae a los viajeros a una ceremonia del chöd donde aquellos
que no sean adeptos acabarán con el cuerpo y la mente devorados. Tenía que volar. ¿Quién si no
podría haberlo hecho?
―Estoy segura de que tú eras el más adecuado, Kushog.
Contarme su historia hizo que se calmara un poco. Ya no parecía tanto un demonio de ojos
saltones dispuesto a saltar sobre mí para desgarrarme la garganta con sus grandes dientes de caballo:
ahora recordaba a un niño gordo terriblemente asustado narrando la peor de todas sus pesadillas.
Mientras me contaba su historia, me devané los sesos buscando una explicación de aquel nuevo
mundo alienígena. ¿De dónde había surgido? ¿Y por qué? Kushog parecía estar diciéndome la
verdad..., o, al menos, me estaba contando lo que le había sucedido. Empecé a pensar que el Bardo,
bajo la forma de un sádico experimento, había revivido el chamanismo más loco y salvaje en las
entrañas del Palacio.

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Esto es lo que me contó...

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17

!Una crisis en la Sala de Guerra! Las consolas estaban llenas de dobdobs que apretaban botones y
hacían girar diales, intentando apagar las luces rojas de las alarmas. La gran pantalla mostraba cómo
el nido yantra que rodeaba el planeta era sondeado y atacado por estallidos de actividad procedente
del espacio que iban penetrando más y más en las capas defensivas. De vez en cuando, una delgada
línea de fuego rojizo atravesaba todo el nido y se clavaba en las entrañas del mundo. Las defensas de
la Tierra estaban cayendo.
La Bestia Estelar intentaba abrirse paso, dijo el dobdob que había hecho venir a Kushog. A menos
que se consiguiera reforzar la frontera, una ola de locura devastaría el mundo. Un viajero suicida
tendría que investigar lo que pasaba usando técnicas nuevas. ¿Estaba dispuesto a ofrecerse como
voluntario para enfrentarse a la locura, para salvar el mundo de ella? Oh, sí, dijo Kushog con voz llena
de fervor, lleno del espíritu autodevorador del chöd. El único Guardián del Planeta Tierra enfrentado a
la plaga mental, ése era él.
Por primera vez en la historia, una mente humana debía flotar libremente, sin asideros. Tendría
que permitir que la Bestia Estelar programara las ilusiones que le vinieran en gana y se las lanzase.
Tendría que aceptar cualquier visión alienígena que fuera arrojada contra él. Aquella visión era un
mensaje vital para la Humanidad. Tendría que aprender mediante el dolor y el horror, si los había.
¡Debía aceptarlos! Había la posibilidad de que sintiera una felicidad y un placer ultraterrenos.
¡También debía aceptarlos! ¡Y no debía dejarse vencer por ellos! Kushog así lo prometió. Fue a la Sala
de Contacto, se puso el casco y retorció sus miembros de goma en la posición del loto. Contempló el
mandala yantra, su cerebro resonó con el eco de los ¡HUM, ¡TRAM, ¡HRIH, ¡RAM! y ¡OM!, mientras
se atormentaba con sus propios cantos del ritual chöd tibetano...
Los gases de una atmósfera alienígena ya estaban empezando a invadir sus fosas nasales,
resaltando los colores y las sensaciones, distorsionando el tiempo. (¡Estaba claro que le habían
drogado usando un gas psicodélico mucho más poderoso que los derivados de la nuez moscada
empleados durante mi entrenamiento en Miami!) Lo que se desenroscaba en su interior no recordaba
tanto a la familiar serpiente kundalini, sino a una pitón hinchada que estuviese digiriendo una cabra...,
y la cabra era él mismo.
―Zab-chö shi-hto gong pa rang-dol lay ―cantó, convirtiendo sus pulmones en gongs―. Bar-do¡ thli-dol
chen-mo chö-nyd bar-do¡ ngo-töd zhu-so... ―El comienzo del Libro de los Muertos―. Aquí nos preparamos
para enfrentarnos a la realidad del estado del limbo; y nos liberamos en el Plano que hay Después-de-
la-Muerte meditando sobre los Dioses pacíficos y los Dioses iracundos... ―Eso fue lo que me recitó.
Por entre el estallido de los mantras podía oír claramente el retumbar de las trompetas hechas con
fémures humanos y el eco del cráneo-tambor que vibraba siguiendo el mismo compás que los ritmos
de su cerebro y su campo corporal, que nunca habían recibido un refuerzo tan poderoso. Los ritmos
del deseo de morir. Los ritmos de la crueldad y la violencia que se ocultan en el Ello.
Voló.
El punto bindu ardió a su alrededor, con todas las estrellas de la galaxia dentro. Las estrellas se
fueron concentrando en un cuello de botella a su espalda, y acabaron vomitándole a otro mundo...
Donde había nieblas azules y rojas, luces confusas, montículos de colores apastelados y cúpulas
que parecían cuencos de terracota puestos al revés.
Pensé que quizás hubiera visto el interior del cráter Haleakala de Maui proyectado por su casco,
pero no tenía forma de interrumpir su canturreo de poseso o el agitar convulsivo del cirio para
explicárselo, igual que levantar una mano no sirve para detener el agua de una cascada. ¡Para él, éste
tenía que ser un mundo construido por la Bestia Estelar usando los maltrechos restos mentales de
alguna raza alienígena que se había encontrado cuando iba camino de la Tierra y a la que había
destruido, casi sin darse cuenta!

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Un paisaje, de barro, niebla y arcilla. Los seres que lo habitaban también parecían estar hechos de
arcilla húmeda: sus rasgos eran meros esbozos inciertos que aún no habían pasado por el fuego. Seres
de arcilla...
Su lenguaje estaba limitado a un solo sonido, una especie de lento ladrido pastoso. Nunca variaba.
Era el mantra básico de la muerte del significado, la disolución del lenguaje que vuelve a la
naturaleza. Era, al mismo tiempo, todas las palabras posibles y ninguna en concreto. Era la suma total
de los balbuceos producidos por un bebé convertidos en un solo ruido y pronunciados por una lengua
hecha de pegamento solidificado. Una palabra universal, la no-palabra.
Era la clase de palabra que habría podido pronunciar el universo si tuviera boca. Una palabra total
que lo afirmaba y lo negaba todo al mismo tiempo. Una palabra paradoja.
Una palabra inútil que carecía de sentido.
Aquellos seres de arcilla daban la impresión de que pronto volverían a disolverse en el barro
primordial. Eran como orugas bifurcadas capaces de erguirse y caminar. Sus cuerpos avanzaban a
saltos por su aldea de cúpulas, estirándose, contrayéndose y ondulando, sin conservar jamás la misma
forma durante mucho tiempo. Sus muñecas parecidas a muñones terminaban en dedos-pseudópodos,
como cuernos de caracoles. Sus ojos eran como las agallas rojas de los peces, sus bocas una mera raja
viscosa que se abría y se cerraba sin parar, emitiendo el ladrido de su única palabra.
Éste debía ser el sonido-semilla que contenía todos los demás sonidos. Era el mantra primordial
del que nacían todos los demás. Precedía a los mantras, las partículas o los átomos, era anterior a las
estrellas, las vidas o la conciencia: era el ur-Om, el proto-Om que se babeaban-ladraban los unos a los
otros, y que también dirigían a Kushog..., pues Kushog era uno de ellos. Participaba en su vida ―si a
aquello se le podía llamar vida―, de una forma totalmente involuntaria, igual que si estuviera metido
en una alucinación, aunque aún le era posible formar algunas ideas con su antiguo yo tibetano.
Aquella palabra era el nombre de la frontera entre el Ser y el No-Ser, la primera cohesión del Ser que
afirmaba todo lo posible... y excluía no «todo lo demás» sino, más bien, la pura y simple nada. Sí, la
nada aún estaba muy cerca.
La aldea de los seres de barro consistía en chozas cónicas o en forma de cúpula situadas en un
doble círculo alrededor de una plaza central dominada por un gran foso provisto de una espetera para
asar. La única interrupción en este doble círculo daba a una avenida formada por una recta impecable
a la que flanqueaban hileras de estatuas circulares de arcilla: las estatuas parecían representar a seres
de arcilla doblándose sobre sí mismos para tocarse las plantas de los pies. Aquella avenida
desaparecía por entre la neblina que rodeaba toda la aldea.
Aparte de las chozas, las estatuas y el foso con la espetera ―hecho de piedra, o formado por un
macizo de estalactitas―, todo su mundo era blando y húmedo.
¿Qué cocinaban en aquel foso? Era difícil saberlo. No había huesos calcinados ni conchas. ¿Habría
alguna criatura de esqueleto rígido en este mundo? Parecía improbable, a juzgar por el aspecto
fláccido y gomoso de los seres de arcilla, quienes debían representar la forma de vida más
evolucionada del planeta, pero en cuyo interior no parecía haber nada más duro que la arenilla. ¡Y,
aun así, habían descubierto el secreto del fuego! Bajo el foso ardía perpetuamente un fuego de carbón
vegetal que chisporroteaba débilmente en aquella atmósfera húmeda: el fuego era mantenido por
unos cuantos seres de arcilla que iban relevándose para acuclillarse junto a él y soplar. Quizás el fuego
hubiera caído de los cielos: quizás hubiera nacido de un meteoro, o de una erupción de lava.
Kushog jamás llegó a verles comer o preparar comida. (Quizás el aire fuera su maná.) Tampoco
tenían genitales, al menos visibles. Probablemente serian capaces de reproducirse echando brotes o
escindiéndose. La luz se fue haciendo más tenue, ennegreciéndose, y luego volvió a hacerse grisácea,
saturándose de una claridad lechosa que se fue tiñendo de un púrpura sombrío y, durante unos
momentos, hasta llegó a ser de un molesto y estridente color amarillo. Imposible saber qué soles, lunas
o auroras causaban aquellas impredecibles tonalidades luminosas; lo nebuloso de la atmósfera hacía
que todo se volviera borroso e invisible. No había puntos fijos en el espacio o en el tiempo, dejando
aparte el doble círculo de chozas, el foso y la avenida con sus estatuas. La mente de Kushog sentía
gravitar sobre ella una enorme presión que la apremiaba a caer en el estado anterior a la conciencia, a
convertir sus palabras en prepalabras y sus ideas en preideas.
Y, entonces, llegó el alba. Debía ser un amanecer auténtico, algo creado por el sol, pues el aire se
volvió de color plata. Todo el cielo se convirtió en el reverso acerado de un espejo. Esta señal hizo que
los seres de arcilla se lanzaran a un frenesí de actividad y se apresuraran a soplar el carbón que había
bajo el foso hasta hacerlo relucir con mucha más intensidad. El aire de plata y el cielo de acero carecían
de todo calor propio y se limitaban a ofrecer una luz que estaba más allá del calor, y que casi parecía
una luz espiritual.

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Todos los seres de arcilla, Kushog incluido, se agruparon alrededor del foso, soplando a través de
sus rajas viscosas, en un silencio roto sólo por el siseo de su esfuerzo. El foso de piedra era tan rígido y
duro, y ellos tan amorfos e imprecisos... ¿Cómo podían haberlo construido? Tenían que haberlo
encontrado gracias a un milagro.
De repente, los seres de arcilla cogieron a uno de sus congéneres y lo colocaron en la espetera.
Formaron un círculo a su alrededor y le ataron los pies a la cabeza con unas resistentes fibras
gomosas. Uno de ellos colocó delgados tubos de barro en la boca y el recto de la víctima. Otros
empezaron a esparcir arcilla húmeda sobre su cuerpo. Un grupo más pequeño se encargó de hacer
girar la espetera..., en silencio. Ahora no se oía ni un siseo. Kushog se dio cuenta de que su «palabra»
no había sido pronunciada ni una sola vez desde el amanecer.
El fuego brillaba. Los seres de arcilla hacían girar la espetera. La primera capa de arcilla se fue
secando, y más arcilla húmeda fue amontonada sobre ella.
Lo que había sido un alienígena parecido a una oruga estaba siendo transformado lenta y
metódicamente en algo mucho más extraño y horrible, algo que acabó convirtiéndose en una de
aquellas estatuas dobladas sobre sí mismas que se perdían entre la niebla, indicando el único camino
que comunicaba la aldea con el resto del mundo.
Y, por fin, el ser al que estaban cociendo gritó..., rompiendo el silencio. No pudo resistirlo más y
gritó. El aire entraba y salía de su cuerpo dominado por la agonía. El grito resonó una y otra vez. Era
el mismo ladrido gutural, el mismo ur-Om: éste era el sonido que el fuego le obligaba a emitir. Éste era
el mensaje final, la realidad definitiva.
La estatua se fue volviendo más dura y sólida, la espetera siguió girando, y los seres de arcilla
entonaron a coro aquel ladrido gutural del dolor definitivo, lanzándoselo a su mundo, moviendo sus
dedos parecidos a cuernos de caracol para señalar todos los objetos visibles, ellos mismos incluidos,
dándole nombre a todo con aquella misma palabra que servía para todos los fines imaginables.
La raja viscosa de Kushog también estaba gritando aquella palabra...
Cuando llegó a ese punto de su relato Kushog estaba cubierto de sudor, ladrando y
canturreando..., y llegué a creer que estaba asando su propia carne con aquella gran vela, pasándola
una y otra vez por su cuerpo medio desnudo hasta que pude oler el hedor de la carne quemada.
Pero lo que canturreaba, por muy enloquecido que sonara aquel cántico entrecortado, poseía
también una extraña lucidez, como si la tortura no sirviera para producir las ininteligibles confesiones
de la fiebre sino, al contrario, una perfecta claridad mental. Estaba gritando a pleno pulmón, armando
un gran escándalo..., pero seguíamos solos. Yungi, envuelta en su tienda, vibraba igual que un arpa
respondiendo a sus chillidos. No podía hacer nada por ella, ni por mí. Mi única esperanza era que
Feng se presentase antes de que pasara mucho más tiempo, antes de que Kushog decidiera acercar la
llama de su vela a mi cuerpo para enseñarme cómo contemplar su propia visión.
Ahora sabía que aquellos seres de arcilla, aquel pueblo demoníaco, eran la mismísima realidad
que se autoafirmaba continuamente en el centro de un océano de cambios. Para los seres de arcilla, el
estar de acuerdo sobre la naturaleza de la realidad era imposible. Sólo podían decir que una cosa es, no
lo que es. Lo único que podían hacer era encajar una cosa en sí misma y ver cómo encajaba. Entonces
era. Encajar algo en sus propios contornos daba forma a su consenso sobre la realidad. Ésa era la forma
en que el universo encajaba dentro de sí mismo para ser. El universo sentía el dolor del ser... y ésa era
la razón de que las estrellas ardiesen.
―¿Qué es el universo? ―gritó Kushog―. Es una cosa y, sin embargo, no es Uno, es Todo. Pero si no
hay nada con qué compararlo, ¿cómo puede tener Leyes? ¿Qué es la Ley?
Todo lo que aquel pueblo de arcilla podía hacer era introducir una y otra vez la cosa en sí misma y
observar si encajaba. Ponerse uno mismo dentro de uno mismo servía para crear el sentido y el
pensamiento.
La estatua ya estaba cocida, y el llamear del fuego volvió a convertirse en un brillo apagado. El
mantra de la existencia había sido confirmado un día más. El universo seguía existiendo. Seguía
encajando en sí mismo. Se había dado su propia ley. Había existido durante tantos días como estatuas
había en la avenida: la avenida era su cronómetro... y su brújula, la que les permitía saber en qué
dirección estaba la realidad.
Cuando la nueva estatua se hubo enfriado lo suficiente como para que la carne de arcilla pudiera
tocarla un grupo de aquellos seres, Kushog entre ellos, sacó el artefacto del foso y lo llevó a través de
la abertura del doble círculo, cantando y canturreando, alejándose con él por la avenida.
Neblinas rosas y púrpuras giraban a su alrededor. No había ningún suelo firme salvo el de la
avenida, una línea de pura geometría recta como una flecha. A izquierda y derecha, meros atisbos
perceptibles por entre los muros de estatuas, no había sino pegamento, una simple materia prima a

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medio camino entre el gas y el barro. Y, allí donde terminaba el camino, se veía ondular aquella
mezcla de gases y pegamento viscoso, pues el camino no llevaba a ninguna parte. Sólo al caos, a la
nada...
Aquello no era un camino. Era una regla. Una serie de teoremas. Una demostración de la ley
natural.
Aquellas estatuas no eran estatuas; eran definiciones..., enunciadas en un vocabulario de dolor. Y
el lenguaje de la ley era el dolor, porque la ley siempre castigaba; torturaba para hacer encajar en
categorías.
Ahora el camino parecía más largo. Cuando colocaron la nueva estatua en su sitio, un poco más
de caos se había solidificado, y los seres de arcilla volvieron corriendo a su aldea, saludando a las
demás estatuas con aquel mismo ladrido de siempre, el sonido-que-contenía-todos-los-sonidos.
Diferentes clases de luz diurna y de crepúsculo o de sol y luna iban sucediéndose unas a otras
aparentemente al azar en el mundo de los seres de arcilla, hasta que un «amanecer» de plata y acero
volvió a sostener el pulido reverso de su espejo sobre ellos. Y esta vez los seres de arcilla se
apoderaron del mismo Kushog, le colocaron encima del foso y le ataron uniendo su cabeza a los pies,
con lo que realizó un giro completo, uniéndose a su propio ser igual que una serpiente engulléndose a
sí misma.
(Mientras me contaba esto agitaba la gran vela bajo su garganta y sus axilas, como si al
solidificarse la cera pudiera transformar su cuerpo humano en un aro de los seres de arcilla.)
El mundo se oscureció cuando le cubrieron los ojos con arcilla. Al principio las vueltas del aro en
que se había convertido su cuerpo le proporcionaron algunos segundos de alivio en que no sentía el
dolor, cada vez más intenso, e incluso la cálida brisa que suspiraba a través de su cuerpo yendo del
tubo de la boca al tubo del ano resultaba extrañamente agradable. Pero acabó convirtiéndose en un
huracán de aire ardiente y también sus entrañas empezaron a cocerse, arrancándole aquella Palabra de
Dolor. No tenía que preocuparse por su pronunciación. No había peligro de entenderla mal. La
geometría de su propio cuerpo, doblado sobre sí mismo, formaba la trompeta que proclamaba aquel
único sonido, el sonido que tan perfectamente se le adecuaba... El dolor detuvo el mundo con un grito.
El dolor era la única realidad, la que debía articularse a sí misma para dejar de ser. Su grito era la
imagen del dolor, y el dolor la imagen del mundo.
Y, en su delirio, Kushog supo que el universo busca la no-existencia, el nirvana. El universo, Dios,
sea cual sea el nombre de la suma total de cuanto puede ser, existe sumido en una trágica agonía,
anhelando dejar de existir y no haber sido nunca. Todas sus estrellas y galaxias, cada partícula de
materia, cada onda de radiación que contiene, le desgarran. Tiene que encajarse en sí mismo para
articular este dolor, y cuanto más ferozmente lo expresa y lo articula, más persistentemente existe y se
crea a sí mismo; pues el universo ha hecho que el tiempo y la materia se enrosquen alrededor de sí
mismos, creando un nudo en el centro de la nada absoluta de tal forma que el fin genera el principio;
con lo que su explosión primigenia y su derrumbe final también se enroscan sobre sí mismos, eterna y
simultáneamente, ahora y siempre... Durante los últimos instantes de su agonía, Kushog sintió una
inmensa compasión, y su cuerpo doblado sobre su propio eje gritó el sonido raíz.
La vela chisporroteó entre sus dedos, aplastada hasta convertirse en un reloj de arena hecho de
cera semiderretida. La llama vaciló y acabó extinguiéndose. En la oscuridad de mi celda, Kushog
emitió un gemido que, careciendo de todo cambio o variedad tonal, era como un silencio de gran
intensidad, el sonido del vacío espacial.
Saqué a Yungi de su tienda de mantas y salí huyendo de la habitación, golpeando con el hombro a
Kushog, chocando contra la puerta y cerrándola a mi espalda de un manotazo.
El dobdob estaba sentado en su taburete..., tan inmóvil como una estatua. No oía nada. No veía
nada. No pensaba.
Le puse la mano en el hombro e intenté sacudirle. No había forma de moverle, su peso se había
vuelto inmenso..., era un eje del universo encargado de mantener tensas las cuerdas de la gravedad de
todos sus puntos. Ser el pivote sobre el que reposaba el resto de la creación hacía que no osara mover
ni una ceja. Ni tan siquiera se atrevía a pensar, pues su distracción podía hacer que el mundo se
derrumbara, convertido en polvo.
Le habían hipnotizado. Tenía que haber sido Kushog, con la parpadeante llama de su vela.
Kushog era astuto. No había intentado vencer el impulso básico del dobdob, que era vigilar el pasillo.
Lo había aumentado hasta convertirlo en una obsesión capaz de paralizarle. Su fantasía de haber
visitado este nuevo mundo alienígena le había proporcionado nuevos recursos y habilidades...,
¡aunque el precio fuera consumir todo el resto de su ser! Sí, tan consumido estaba por aquel encuentro
con el chöd alienígena que ahora ya ni tan siquiera le quedaba un cuerpo humano con el que

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golpearme o violarme, lo que quizás hubiera sido su plan original. Toda su grasa temblorosa se había
derretido hasta volverse insustancial. El cuerpo del dobdob, en cambio, se había vuelto tan denso
como la materia que hay en el núcleo de una estrella.. No me extrañaba que Kushog hubiera dicho que
el centinela era su hermano. Kushog le había entregado toda la sustancia de su cuerpo al centinela y, a
cambio, había recibido el alma de éste. Juntos, los dos tibetanos habían alcanzado un horrendo
nirvana de locura, el uno de llama, el otro de piedra.
Corrí por el pasillo hasta tropezar con unos dobdobs que me acompañaron de vuelta a mi celda,
ahora vacía... y se llevaron a Yungi a la guardería para someterla a observación. Lo ocurrido parecía
tenerles casi tan perplejos y confusos como a mí.
Un nuevo centinela ocupaba el taburete, descansado e inocente. Sí, todo aquello podría haber sido
fruto de mi imaginación.
Pero tenía el rostro cubierto de cera. Me quité un poco con la uña. No cabía duda: era real.

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Feng parecía realmente disgustado por el incidente..., y yo estaba segura de que ni él mismo lo
entendía del todo. ¡Desde luego, la experiencia de Kushog no guardaba ninguna relación con el
fabricar bebés!
A veces los niños se dedican a arrancarles las alas a las moscas ―murmuró―. ¿Qué se puede hacer
ante eso? Crecen... No, aquí sólo se realizan vuelos al mundo de los rakshasas. Tienes razón. El vuelo
debe contar con un hombre y una mujer. ¿Qué pasó? Un programa experimental para adiestrar la
mente fue introducido por el ordenador en el canal de emisión, nada más. Los dobdobs de abajo
actuaron siguiendo las instrucciones del programa. No tendría que haber sido introducido en el
sistema principal.
―¿Abajo?
―Los antiguos refugios donde está la Sala de Guerra.
―Supongo que debió ser una prueba del cráter de Maui, ¿no? Las nieblas, todo lo demás...
Me dirigió una sonrisa de gratitud. La sonrisa de alguien que se alegra al ver que tú misma acabas
de proporcionarle una explicación satisfactoria. Una sonrisa de absolución.
También me ofreció una taza de té. Me había llevado a uno de los pabellones dorados del tejado.
No estando embarazada, había aprendido a disfrutar del sabor salado y mantecoso típico del té
tibetano.
Comprendí que no iba a revelarme nada más sobre el viaje de Kushog. En vez de eso, para
distraerme de un horror, me habló de otro...

Llevaba consigo un sobre lleno de fotos. Ya las había visto en Miami: las «víctimas de la Bestia
Estelar». Les eché una mirada y torcí el gesto.
―Son auténticas, Lila. Millones de personas llegaron a sentarse en la calle y murieron, y todo
empezó en 1995. No fue por culpa de ninguna Bestia Estelar, claro está. Era una especie de encefalitis.
La enfermedad del sueño.
Apareció de repente y en todo el mundo, me dijo Feng. Ochenta años antes, durante la Primera
Guerra Mundial, ocurrió algo parecido, aunque a una escala bastante menor. Una epidemia
inexplicable. Era como si una parte de la raza humana pareciese estar decidida a romper todo tipo de
relación con un mundo que se había vuelto imposible de soportar, como si hasta las mismas pautas
rectoras de la vida se hubiesen convertido en un embrollo indescifrable...
La Primera Guerra fue terrible pero, en muchos aspectos, la situación de la década de los 90 fue
aún peor. Pequeñas guerras locales esparcidas por todo el mundo, sabotajes, terrorismo, revoluciones
y contrarrevoluciones, golpes de estado y baños de sangre, gobiernos que se derrumbaban... A medida
que el sistema monetario mundial se hacía añicos, el comercio se fue convirtiendo en un asunto de
trueques y chantajes. La tierra y el mar estaban contaminados; había sequías y hambre. Y siempre
estaba la amenaza de una guerra nuclear que acabaría con todo, con lo que la presión psicológica iba
aumentando cada vez más. Y las pantallas de televisión y las radios hacían que por lo menos medio
mundo estuviera permanentemente conectado a los horrores que no paraban de producirse, igual que
un sinfín de gotas de agua cayendo de un grifo mal cerrado, por lo que ése era el espectáculo que
flotaba ante los ojos de la gente y zumbaba en sus oídos día y noche, aun suponiendo que ellos
mismos no ardiesen, fueran chantajeados, murieran de hambre o sufrieran los estragos del terror. La
sobrecarga era insoportable... y el único cortacircuitos que podía romper el círculo vicioso y
desconectar a la gente era la enfermedad, física o mental. En los países ricos que seguían contando con
unos servicios médicos razonablemente eficientes, de un treinta a un sesenta por ciento de la
población había sido atendida a causa de enfermedades mentales al menos una vez en su vida. La
«infección» empezó a extenderse incluso al mayor de todos los estados colectivos socialistas, China,
que había intentado mantenerse aislada. Y, finalmente, llegó la gran epidemia. Millones de personas

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preferían entrar en coma a vivir en ese mundo. La evolución tecnológica había sido muy rápida, pero
no se había producido ninguna evolución mental que la acompañara.
―Las víctimas de la epidemia ya no podían percibir las pautas rectoras de la vida. No veían nada.
Se quedaban inmóviles, paralizadas. A mitad de una frase. A mitad de un gesto..., como ves. Sus
ondas cerebrales resultaban muy curiosas. Era como si sus cerebros estuvieran intentando crear ritmos
nuevos y muy complicados que no llegaban a formarse debido a su propia complejidad. Como
resultado, el cerebro dejaba de llevar a cabo sus funciones más elevadas. Había una droga que los
químicos llamaban L-Dopa-Levo-Dihidroxifenilalanina, que podía «descongelar» a esas personas
durante un tiempo y les permitía explicar qué creían que les estaba ocurriendo. Decían tener la
impresión de que, si deseaban sobrevivir, no les quedaba más remedio que dominar un conjunto de
conocimientos demasiado grande y disperso. Sabían que no eran capaces de integrar esos datos en un
todo coherente y se quedaban quietos, se oscurecían y acababan convirtiéndose en un punto, y todo
eso era un efecto de la pura y simple «gravedad» mental creada por el exceso de datos a percibir que
les imponía un mundo caótico.
―No podían vérselas con...
―¡Oh, no! ―Feng se inclinó hacia delante con tal premura que derramó un poco de té: el líquido se
extendió formando una mancha grasienta―. Ésa era la paradoja. ¡Los enfermos eran los que intentaban
abarcarlo todo! Eran aquellos cuya naturaleza les impulsaba a intentarlo. Decían tener la impresión de
que esa capacidad estaba dentro de ellos luchando por emerger. Pero fracasaban, y la enfermedad les
devoraba. Los que sentían esperanzas eran los más vulnerables.
Una clase de yoga estaba ejercitándose en un tejado. Sus uniformes del Bardo eran banderas rojas
y blancas, semáforos de señales. Examiné los caballos rojos que galopaban alrededor de mi taza.
―Supongo que ésos fueron los primeros viajeros del Bardo, ¿no? ―dije por fin.
Feng casi suspiró de alivio, tal fue su alegría al ver que lo comprendía.
―¡Dijiste que se quedaban paralizados! le acusé―. Dijiste que morían igual que moscas. ¿Cómo es
posible qué tuvieran bebés? ―La L-Dopa les descongelaba el tiempo suficiente para ello. Y había más
que suficientes. Créeme, no había que animarles. ¡Al contrario! Se reproducían como conejos. Parece
que era un efecto de la enfermedad..., aunque quizá fuera un simple impulso biológico de
supervivencia. Tanto da. Aquellas personas eran los seres humanos más genéticamente «saturados»
del planeta, Lila..., los precursores del individuo más plenamente consciente. Lo trágico es que las
terribles presiones de la vida en el siglo veinte les estaban obligando a utilizar un potencial que aún
estaba durmiendo en su interior. Les obligaba a ponerlo en práctica prematuramente durante sus
propias vidas, en vez de permitir que se expresara en sus hijos o en los hijos de sus hijos. Sí, parecía
una broma cruel de la Naturaleza... Los más prometedores debían morir.
―Así que había una Bestia Estelar, dentro de... ―Y, de repente, me asaltó la imagen de esos
zombies revividos copulando para ser arrojados a un lado tan pronto como se habían apareado y
habían producido su descendencia...
―La enfermedad actuó como un indicador: localizó a los que debían aparearse. La epidemia nos
mostró cómo debíamos introducir nuestra red en el acervo genético. Naturalmente, desde entonces
hemos refinado mucho nuestra técnica.
―Es horrible. ―Recordé la historia de un rey de los zulúes. Cuando los blancos invadieron África,
lanzó a sus mejores guerreros contra ellos para que los blancos les dispararan sus balas. Deseaba
averiguar el alcance y la precisión de sus armas viendo dónde caían sus propios guerreros...
―Sólo pudimos salvar a unos cuantos durante un tiempo. Después de que el bebé hubiera nacido
teníamos que dejarles recaer... Pero la epidemia siguió extendiéndose durante mucho tiempo. La raza
humana ya casi había evolucionado lo bastante para permitir la aparición de un nuevo ser más
consciente. Naturalmente, una epidemia a tal escala junto con el pánico que causaba―, fue la gota de
agua que desbordó el vaso para los cada vez más debilitados gobiernos mundiales. Y, naturalmente, la
organización mundial más importante dada la situación era la Organización Mundial de la Salud: los
gobiernos del mundo le concedieron plenos poderes para que intentara explicar y atajar la epidemia
como fuese. Así nació el Bardo..., guiado por auténticos visionarios que habían estado esperando entre
bastidores mientras los mediocres y los locos gobernaban el mundo.
Feng movió la mano ampulosamente señalando las colinas de Tangla, igual que aquel rey zulú
haciendo avanzar a sus guerreros. La cordillera bien podría haber sido una formación genética, no
geológica.
―El mundo se hallaba en un estado de tal inseguridad y agitación que era posible imponerle una
nueva forma de sociedad..., una cuyas tensiones no harían que la gente llegara demasiado pronto al
punto de ruptura. (¿Tal y como le había sucedido a Kushog?) Además, era posible conseguir que la

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nueva sociedad abarcara todo el planeta. El primer gran paso fue el control de las comunicaciones..., y
la mentira de la Bestia Estelar como causa de la enfermedad para engañar a los altos mandos de las
naciones más poderosas y conseguir que colaborasen. Fue el más soberbio de todos los fraudes...
Requirió el esfuerzo de muchos científicos para llevarlo a cabo..., una auténtica hermandad de los que
ya estaban hartos de tener políticos, burócratas y generales como jefes.
»Pero, aparte estabilizar el mundo, el auténtico objetivo del Bardo es la evolución del ser humano.
¡Si no hubiera sido por el maldito avance tecnológico, la humanidad podría haber evolucionado
espontáneamente y sin problemas durante un período de tiempo más largo! La evolución no admite el
ejercicio del libre albedrío, igual que ocurre con el respirar. Se trata de un plan biológico incorporado
al ser humano, algo programado por el tipo de universo en el que vivimos.
Me miró fijamente.
―Tienes una rara capacidad para ordenar las pautas, Lila. Eso es una característica del Bardo. La
verdad es que si el mundo siguiera siendo tan complicado y caótico como antes serías la víctima
perfecta, porque siempre acabas obligándote a ver demasiado..., y no eres un ser humano del futuro,
sino meramente una precursora.
―Supongo que mi Yungi conocerá todas las respuestas ―murmuré abatida, sintiendo que no había
nada que me uniera a ella y sin importarme que estuviera en la guardería, lejos de mí.
―Quizás. Estamos seguros de que el universo físico está estructurado para acabar dando origen a
la vida y la consciencia. Podrías decir que la vida es el mensaje que el universo se manda a sí mismo
hablando de sí mismo. Puede que Yungi sea la respuesta, sí. Ahora podemos crear las circunstancias
físicas adecuadas para permitir la aparición de una consciencia superior. Pero no puedo decirte ni que
sí ni que no. Puede que la solución esté en sus hijos y en sus hijas, o en sus descendientes. ―Los ojos
de Feng ardían y su cabeza se balanceaba con el movimiento lento y distraído de una cobra―. Lo que
tuvo lugar al final del siglo xx fue el todo-o-nada de la vida consciente en nuestro planeta. Ya hemos
logrado dejar atrás ese escollo, aunque nos ha costado mucho sufrimiento y un gran caos. Quizá,
aunque parezca perverso decirlo, lo hemos logrado precisamente gracias a ese caos y ese sufrimiento...
Nos mostró el camino. Permitió que el Bardo subiese al poder...
El espacio azul caía sobre mi cerebro, oprimiéndolo igual que oprimía el desnudo anillo de las
montañas. Entonces, ¿no había en mi interior nada que no fuese ignorancia e inconsciencia? ¿Estaba
eternamente dormida?
―Dolor. Y caos. Eso fue lo que Kushog encontró en su viaje de la otra noche. ¿Crees que en el
fondo le resultó beneficioso? ¿Crees que eso le despertó y le hizo ser más consciente de sí mismo?
―Fue un error. Ya te lo he dicho.

Al día siguiente acudí a la guardería. Quería ver qué le estaban haciendo a mi Yungi para
convertirla en una mujer del futuro. El nuevo centinela dobdob me seguía como si no estuviera muy
seguro de qué debía hacer. Al parecer, nadie le había dado instrucciones para que me impidiera ir en
esa dirección, alejándome de Maimuna y de los otros viajeros del Bardo a los que podía contaminar;
aunque apenas llegamos a la guardería hizo una llamada telefónica para informar de dónde
estábamos.
Todas las cunas de los bebés tenían equipos de sonido. Auriculares tan ligeros como plumas
reposaban sobre sus cráneos. Un casi imperceptible murmullo musical flotaba en la atmósfera de la
sala. Fui hacia Yungi, le quité los auriculares y los acerqué a mi oído mientras la Comadrona Descalza
de guardia me observaba, no estoy segura de si pacientemente o con cierta aprensión.
La música era un raga hindú: un río ondulante de veloces y estridentes sonidos metálicos, una
telaraña de alambre en la que el sol hacía brillar las gotas de rocío, con sus reverberaciones formando
un ritmo cada vez más complicado. ¿Qué daño podía hacerle una música tan hermosa? Dejé que la
Comadrona Descalza me quitara los auriculares y volviera a ponerlos delicadamente sobre el cráneo
de Yungi. La niña dormía, envuelta en ragas, moviendo los párpados de vez en cuando.
Feng llegó cuando ya me iba, alertado por la llamada telefónica. Me llevó a su despacho,
cogiéndome por el codo con la fuerza de un cangrejo y caminando a mi lado con el mismo paso
deslizante de ese animal.
―La música es, a la vez, atractiva para los sentidos y matemáticamente rigurosa ―observó con voz
altisonante mientras caminábamos―. La música reflexiona sobre sí misma. Su forma es su contenido.
Eso la convierte en un arte único. Cuando el cerebro del bebé está creando sus propias pautas, le
ayuda a programar sus «gestalts» del mundo.

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

Cuando llegamos a esa caverna, ahora ya familiar, me sirvió más té con mantequilla del gran
termo a cuyo alrededor había un dragón anaranjado que se perseguía la cola.
―Realmente, ése es el objetivo de toda la charla sobre exclusiones, inclusiones y horizontes típica
de Asura, Lila. Queremos conseguir que el horizonte del conocimiento humano entre en el Hombre
para que el Hombre pueda comprender cómo piensa, en vez de limitarse a pensar automáticamente.
¡Cómo despertar del sopor hipnótico de la consciencia ordinaria y aprender a percibir qué es el
percibir! Porque, en realidad, la mayor parte de la gente pasa su existencia sumida en un ligero trance
hipnótico... Y tú también, aunque probablemente no lo creas.
―¿Qué sabremos entonces, Feng? ¿De qué sirve todo eso? ¿Qué razón hay para que la gente no
pueda limitarse a vivir y ser?
―Pareces un animal prehistórico preguntando: «¿Por qué he de evolucionar? ¿En qué puedo
convertirme? ¿Qué voy a sacar de ello?». Te diré lo que sentí cuando descubrí cuál era el auténtico
plan del Bardo. Yo también he sido viajero del Bardo, ¿sabes? Supongo que engendré algunos niños...
Después empecé a sospechar e hice preguntas; y cuando por fin me fueron respondidas..., ¡fue un
instante absolutamente maravilloso! Una revelación... ¡Porque en ese mismo instante el universo que
hay «ahí fuera» dejó de ser algo extraño e incomprensible! La Humanidad no tenía ninguna
Naturaleza-enemigo externo contra la que combatir y a la que domar. ¡Nunca había estado «ahí
fuera»! Eso no era más que una ilusión hipnótica. La naturaleza estaba aquí, en cada átomo de mi ser,
en cada momento de mis pensamientos, y siempre estuvo ahí..., sumergida en mi interior. Estoy hecho
de su misma textura. La Humanidad futura sabrá todo esto directamente, en la vida corriente de cada
día. ―Sus ojos brillaban. Tú también debes comprenderlo, me suplicaban―. No sólo eso, sino que el
cosmos realmente se crea a sí mismo a partir de las consciencias existentes dentro de él, esas
consciencias que evolucionan para comprenderlo. La vida no es algo surgido por casualidad dentro
del universo. La vida es una parte integrada de él, igual que el pensamiento. ¡Lila, el universo genera
vida para que, finalmente, la consciencia sea capaz de generar el universo!
No veía nada. Estaba dentro de una boca; y la boca se estaba cerrando sobre mí.
―Cuando comprendí eso me desprendí de todas mis dudas. Supe que debía esforzarme para
conseguir ese objetivo. Los horrores de la década de los noventa hicieron que la humanidad se viera
arrastrada hacia la grandeza por algo que siempre habíamos llevado dentro. Eso es lo auténticamente
maravilloso... Debes comprenderlo y ayudamos. Aunque sólo sea porque ahora, a través de Yungi, tú
formas parte de ese futuro... Yungi es una conexión con ese futuro. Ya te he dicho que es la Esperanza.
Pero ese futuro debe llegar de una forma pacífica. La raza humana tal y como la conocemos ahora
debe ser absorbida hacia arriba. No debe haber ningún conflicto ni rencor venenoso entre lo Viejo y lo
Nuevo. Y eso podría darse con mucha facilidad..., incluso ahora. Lo que más me enfurece es que la
gente sigue siendo capaz de rebelarse contra el Bardo..., ¡hasta los dobdobs de la Sala de Guerra serían
capaces de ello! Intentarían matar a tu Yungi y a toda la progenie del Bardo. El Bardo tiene que usar
los subterfugios para protegerse. Ésa es la razón de que el auténtico plan del Bardo deba mantenerse
oculto.
―¿Pretendes decir que si fuese necesario el Bardo le declararía la guerra al mundo? ¡Entonces el
Bardo es una auténtica Bestia Estelar!
―Oh, no. En cuanto nos veamos obligados a combatir habremos sido vencidos, y nuestra derrota
significará la derrota de toda la raza humana. Todas sus esperanzas se habrán perdido, porque las
manos y los pies le habrán declarado la guerra a la cabeza y la habrán estrangulado, con lo que sólo
obtendrán un cuerpo inconsciente que carecerá de juicio y de consciencia. Ésa es la razón de que
estemos haciendo preparativos en las islas...
―¿Te refieres a Maui?
―No, a sitios mucho más grandes. Ceilán está siendo limpiada, así como Nueva Zelanda y Cuba.
La gente que vive en esas zonas está siendo trasladada a otros lugares. Todo debe ser hecho con la
máxima discreción... Tienes que ayudarnos, de veras. Necesitamos organizadores, gente que controle
el sistema y lo dirija. No tus Sam Shaws, que nos pegarían un tiro si supieran lo que ocurre..., y
tampoco necesitamos a tus Maimunas, porque actúan impulsadas por motivos erróneos...
―¿Quieres que os ayude a echar a la gente de sus hogares?
―Nuestro hogar es el mundo. El universo... Madagascar ya ha sido despejada sin ningún tipo de
problemas con el pretexto de convertirla en una zona de retiro para ex-viajeros del Bardo.
―¿Una zona de retiro para las reses cansadas de tanto criar?
―¡Nada de eso! El Bardo es el sistema más humano concebible. Necesitamos administradores que
comprendan cuáles son los auténticos problemas y que sepan actuar con tacto y cautela. Te he
escogido para que seas una de ellos. Estarás protegiendo el futuro de Yungi.

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

―¡Pero Yungi es una alienígena! ―grité, poniéndome en pie.


―Y también es tu hija. ¿Quién supones que era ese asurano con el que hablaste en Miami?
―Era una ilusión programada. Respuestas probables a preguntas sobre barreras y ese tipo de
cosas. Igual que en los ordenadores: mete basura y sacarás basura ―me burlé, encogiéndome de
hombros y volviendo a sentarme.
―Te equivocas ―dijo él, sonriendo cortésmente―. Los vuelos están controlados por los hijos del
Bardo. ¿Crees que les mantenemos encerrados bajo tierra? Saben qué está pasando mucho mejor que
tú. Utilizan equipo de juegos altamente sofisticado conectado a los cascos del Bardo y a los gráficos
falsos de la Bestia Estelar. El juego es seguir manteniendo en pie la mascarada de los alienígenas, con
todo su debate sobre la mente, los números y el cosmos, y hacerlo de una manera impecable,
consiguiendo que todo eso encaje a la perfección con lo que le ocurre al campo corporal durante el
vuelo. Y, atención, todo eso en tres niveles simultáneos: el nivel de los mundos alienígenas, el nivel de
la guerra con la Bestia Estelar y, por último y el más importante de todos, el nivel de la biología
humana. Naturalmente, la discusión con los alienígenas y la guerra con la Bestia Estelar representan lo
mismo, ¡sólo que en términos invertidos!: la expansión de la consciencia más allá de sus límites
actuales...
―¡Pero los bebés son concebidos durante esos vuelos! ¿Estás diciéndome que todo eso no es más
que un juego con seres humanos vivos como piezas?
―¡Exactamente! Es un juego, un juego muy serio. Y, durante el proceso de ese juego, se conciben
bebés. Ese es el objetivo del juego: hacer que el campo corporal de la viajera se ajuste al período crítico
de la concepción, armonizar la «firma» del campo corporal del niño del Bardo que dirige el juego con
los dos adultos que llevan los genes sumergidos para crear un niño semejante y grabar esa firma en el
campo corporal de la madre, ¡que ya ha sido adiestrado para responder!, en un momento durante el
que óvulo y espermatozoide van a unirse de tal forma que los cromosomas formarán una pauta
positiva con los genes del Bardo como dominantes. ¡De esa forma se puede superar el supuesto
carácter aleatorio del proceso hereditario!
»No olvides que un espermatozoide, un óvulo y hasta una célula son receptores de información
corporal muy sensibles. En la evolución, este plasma de partículas ionizadas que llamamos el campo
corporal forma el sistema de pautas primarias para organizar la vida. Es el primer sistema de mensajes
de la materia viviente, Lila. Vaya, pero si hasta los cristales inanimados cobran existencia gracias a las
«preformaciones»..., ¡campos de energía que anticipan la materia sólida! El sistema existe incluso antes
que la vida para que la vida pueda irse edificando sobre él. Aquí hacemos que esta fuerza influya
sobre el mismísimo mensaje de la vida encerrado en los códigos del ADN actuando como un filtro
electromagnético selectivo capaz de operar a nivel celular que atraerá la combinación adecuada y la
implantará en el zigoto resultante, el óvulo fertilizado. Uno de los primeros seguidores de Backster, un
hombre llamado Marcel Vogel, le mostró a la gente cómo podían usar su mente para abrirse paso
hasta las mismísimas moléculas del ADN que hay en una célula, usando el campo corporal e
influyendo en ellas.
»El segundo vuelo, una semana después, sirve para reforzar el campo que ya ha sido grabado y
para evitar que el útero de la madre decida abortar en cuanto sienta la «longitud de onda» levemente
extraña de la blástula..., ése es el nombre del embrión durante esa etapa preliminar, cuando está unido
a la pared del útero, con su futuro «mapa» ya determinado pero aún amorfo en cuanto respecta a la
organización celular...
»Y así es como la Humanidad Futura dirige su propia concepción, Lila. ¡Igual que si tirase de sus
cabellos para salir de un pozo! Obviamente, los hijos del Bardo deben dirigir el juego. ¿Cómo hacerlo,
si no? Nos muestran el camino... que lleva a ellos mismos. Ya hace tiempo que nacieron y han ido
creciendo, con sus propios adultos encargándose de supervisarles: cada vez son más numerosos. El
proceso ha sido refinado hasta convertirlo en un arte. Y, durante el proceso de grabar la pauta, educan
y fortalecen sus propios campos corporales...
―¿Ellos programan los vuelos? Entonces programaron el vuelo de Kushog..., ¡para volverle loco!
Feng negó con la cabeza en un gesto de impaciencia.
―¡Ya te he dicho que eso fue un accidente! ¡Un error! Escúchame. Maimuna siempre te estaba
poniendo trampas, ¿no? Bueno, va a volar al mediodía..., y así conseguirá que la dejen embarazada.
―Se rió―. Es gracioso. Todas imaginan que han quedado embarazadas durante el segundo vuelo y
sólo porque siempre se hacen dos vuelos, uno detrás del otro... Ven conmigo y lo verás por ti misma,
Lila. Comprenderás mejor el proceso.
―¿Crees que quiero ver cómo hace el amor? ¡Pareces el encargado de un burdel!

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―No, sólo verás abstracciones. Esquemas... Nada de espejos falsos. Ya te lo he repetido más de
cien veces, respetamos a los seres humanos. Si no, ¿qué crees que estamos haciendo?
Feng me inspiraba un odio tan glacial que tuve la sensación de llevar dentro un témpano. El odio
ya no podía seguir actuando: ahora se limitaba a estar dentro de mí, igual que una roca, pasivo e
incapaz de hacer nada. Y la curiosidad tiraba de mí; tenía que saberlo.
Asentí con la cabeza.
Me escoltó hasta la Sala del Gozne, en lo más hondo del palacio; de ahí tomamos un ascensor para
llegar a la gran caverna, donde había aparcados un jeep y un camión, vacíos y sin conductor. Apretó
un botón que había junto a la puerta del ascensor y la caverna quedó iluminada. Después me llevó
hacia una de las grandes puertas de acero de los túneles, metió su tarjeta de «crédito» en una ranura y
tecleó un código en un pequeño panel donde había botones numerados.
La puerta se movió sin hacer ruido, ocultándose en la pared de la caverna. En dirección opuesta, a
mucha distancia, brillaba una monedita de luz: allí estaba la salida que llevaba a la ciudad de Lhasa.

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19

Acabamos llegando a un duplicado de la Sala de Guerra situado bajo la Embajada de Proción en


Miami. Tenía las mismas hileras de consolas, las mismas pantallas, el nido yantra con la Bestia Estelar
suspendida sobre él... Veinte o treinta dobdobs, cada uno con tres lápices en el bolsillo, estaban
sentados ante las consolas, controlando la situación.
―Los hombres de la guerra ―murmuró Feng cuando pasamos junto a ellos―. La Embajada de los
rakshasas siempre está en pie de guerra, naturalmente, pero no hace mucho hubo una auténtica alerta
sorpresa ―como sabes gracias a tu experiencia con el pobre Kushog―, lo que les hace estar doblemente
nerviosos durante el vuelo de Maimuna. Estas personas libran una guerra. No me gusta pensar contra
quién estarían luchando si no tuvieran a la Bestia Estelar.
Sentí cierta simpatía hacia todos aquellos fanáticos dominados por la obsesión y, al observarles
más atentamente, vi que todos me recordaban un poco a Sam Shaw, ya fueran chinos, coreanos,
mongoles, árabes o de otra raza.
―Lucharían contra vuestro humano del futuro.
―Sí, lucharían contra nuestro propio futuro. Qué idea tan espantosa... Pero, de esta forma, incluso
los criminales en potencia tienen un papel positivo que jugar, con lo que nunca llegan a ser criminales.
Se les salva. ¡Pero ponles en una Sala de Guerra con cohetes nucleares que disparar y un enemigo
humano al que odiar... ! Entonces se convertirían en auténticos criminales.
Fuimos por un pasillo curvo iluminado por tenues luces amarillas. Tuve la impresión de que casi
acabamos dando una vuelta completa y que el final del pasillo nos había llevado a la parte trasera de
la Sala de Guerra.
Feng abrió la puerta que daba a una pequeña habitación bien iluminada en la que sólo había una
gran máquina con tantos colores que parecía un caleidoscopio, dispuesta alrededor de una silla
giratoria: la máquina recordaba un teclado de ordenador unido a un órgano del estilo más fantástico y
barroco imaginable. Encima de ella, a la izquierda, la derecha y el centro, había tres pantallas
encendidas. Comparada con el resto de aquel complejo subterráneo, donde prevalecía la severidad de
los propósitos militares, la máquina hacía que la habitación pareciese más acogedora. Daba la
impresión de ser una máquina concebida para tocar música dirigida a todos los sentidos..., ¡un órgano
de colores, olores y sabores, si es que existía semejante aparato! Una máquina para hechizar el campo
corporal humano... Diales e interruptores, pedales, botones y pistones..., todo tenía los colores del arco
iris.
La máquina funcionaba aunque no había nadie ocupando el asiento. Los diales giraban, los
interruptores se movían, los pedales subían y bajaban velozmente... Y las pantallas se encendían y se
apagaban siguiendo el ritmo de esos movimientos. La verdad es que la máquina era bastante pequeña.
El asiento giratorio resultaba engañoso, pues un adulto apenas si habría podido instalarse en él... Era
un asiento para niños.
En la pantalla de la izquierda se veía a la Bestia Estelar, palpitando sobre el punto bindu del
planeta Tierra. En cuanto a la pantalla de la derecha... Nubes rojizas flotando junto a grandes torres.
Un cielo llameante y repleto de colores que parecía apoyarse en las torres... Vi una mantarraya
emerger de las neblinas y venir hacia mí, haciéndose cada vez más grande: sus contornos eran casi
iguales a los de la Bestia Estelar. Debía ser un «rakshasa» imaginario, y el paisaje debía ser una ilusión
que representaba la luna de la Estrella de Barnard.
Pero la pantalla central era la más sorprendente de todas. Un extraño cráneo blando oscilaba y
temblaba viniendo hacia mí, en continuo movimiento y sin ser nunca exactamente igual. Un gran
cráneo de carnero... Sus cuernos terminaban en suaves brotes. Tenía una sola fosa nasal, bastante
grande, con dos agujeritos cerca de su extremo superior, y la frente era muy grande y de forma
triangular, con unos tubitos rosa que iban por la parte interior de los cuernos, alejándose del hueso
rojizo de la frente. Junto al extremo de un cuerno se veía brillar una estrellita luminosa: un punto
bindu. La simetría habría exigido que esa estrellita estuviera en la frente de la bestia; quizá estuviera

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moviéndose hacia tal posición, aunque con gran lentitud..., y entonces correspondería de forma
perfecta a esa estrella de luz que era la Tierra, envuelta en su telaraña de fuerza yantra. El cráneo del
carnero, el rakshasa y la Bestia Estelar tenían más o menos la misma forma básica. Pero, a diferencia
de la ilusión de los rakshasas y de la abstracción que era la Bestia Estelar, el cráneo del carnero parecía
más vivo y real a cada nueva palpitación. La punta de una «espina» pareció entrar por la base de la
única «fosa nasal» del cráneo, subiendo y bajando en un lento movimiento de pistón.
―¿Puedes identificar lo que hay en la pantalla central, Lila?
―No sé qué es. Parece vivo. Es real.
―¡Desde luego que lo es! Eso es un útero humano durante el acto amoroso. Es el útero de
Maimuna, observado mediante el parche adhesivo de su vientre. Está volando.

―Ese punto de luz... ¿Lo ves? Es el óvulo que sale de la trompa de Falopio. Cuando vuelva a volar,
dentro de ocho días, el óvulo quedará fertilizado y se pegará a la pared del útero, creciendo
rápidamente...
¡La estrella sobre la frente, en su sitio!
La fosa nasal era la vagina. El escudo rosado que había sobre ella, lo que parecía la frente, era el
útero. Los cuernos que nacían de él eran las trompas de Falopio... ¡Claro!
Los interruptores se movían y los pedales subían y bajaban sin que nadie los accionara. En las
pantallas, la Bestia Estelar y el mundo de los rakshasas palpitaban siguiendo pautas ligadas a lo que
ocurría en el cuerpo de Maimuna, la unión física de ella y su amante y la intersección de su campo
corporal con el de éste; Mular, sí, ése era su nombre... La Bestia Estelar y el mundo de los rakshasas
copiaban los cambios producidos en la configuración del campo; copiaban... y modulaban, ejerciendo
su influencia sobre lo que ocurría dentro del campo corporal que presidía el viaje del óvulo hacia la
concepción. Líneas de fuerza ondulaban a lo largo de los cuernos del carnero, creando una matriz de
interferencias, y el útero vibraba débilmente, un tambor triangular con los lados curvados, tensado
entre la vagina y las dos trompas de Falopio.
―Esta unidad sólo sirve para registrar los movimientos. Para que podamos inspeccionarlos en
caso necesario... Es un mero sistema de registro y apoyo. La máquina que está siendo utilizada
durante este vuelo se encuentra en un monasterio del monte Ga Dan, al este de aquí. Ése es tu
equivalente tibetano de Virginia Beach. Allí van los hijos del Bardo: es un sitio muy hermoso y aislado.
Los controles se movían con la vida mimética del zombi, como si estuvieran poseídos. En algún
sitio, a kilómetros al este de Lhasa, unos dedos se movían velozmente sobre aquellos controles
tocando la música del campo corporal. Unos pies infantiles bailaban sobre los pedales. Un hijo del
Bardo estaba jugando con la creación dentro del útero de Maimuna.
Y, con este juguete, ese niño o esa niña grababa una pauta en los primeros momentos de la vida...,
antes de que ésta llegara a existir.
Con este juguete un niño hacía que un bebé se convirtiera en algo distinto.
¡Un bebé como mi Yungi!
Estaba fascinada y horrorizada, por lo que apenas si le presté atención a las palabras de Feng.
―¿Cómo convences a los genes sumergidos para que se expresen a sí mismos, si no sabes
exactamente cuáles son? Lo que sí puedes hacer es conseguir que el óvulo se encuentre rodeado por el
campo corporal adecuado, el que sea capaz de atraerlos, si es que están ahí, desde el instante de la
concepción. El cuerpo sutil de la vieja medicina taoísta no es ningún invento de la imaginación.
Usando este método se puede conseguir que actúe sobre algo tan delicado como el genoma, tal y como
ya te he dicho antes.
Las luces se encendían y se apagaban, los pedales se movían. En algún lugar de arriba, sumida en
el trance, Maimuna hacía el amor con su hindú, embrujada por el espectáculo de las luces y los
sonidos falsos, dominada por la hipnosis...
―Debes comprender que hasta los elementos físicos como el sodio y el potasio de los que están
compuestos nuestros cuerpos y cerebros existen porque en el universo ya hay formas y configuraciones
que corresponden a esos elementos. Entidades geométricas de enorme poder... ¡Nuestros cerebros
existen y funcionan debido a que esas entidades existen! Y nuestros cerebros están estructurados para
evolucionar hacia un conocimiento de esas formas subyacentes. Nuestro campo corporal corriente ya
las representa, aunque de una manera primitiva. El campo corporal más integrado de los hijos del
Bardo las representa mucho mejor...
Un mocoso alienígena estaba creando música con su cuerpo: ¡igual que habían hecho antes con
nosotras, en Miami!

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

―Esas formas no son pasivas. Atraen la onda de choque del Ser hacia ellas. Actúan como
atractores. Así es como hacemos que el Hombre Futuro cobre existencia. Colaboramos con la geometría
del mismísimo universo. La forma de juego a que nos dedicamos con esta máquina es el juego de la
vida que se despliega y se comprende a sí misma...
La idea de que todo el mundo de seres humanos que vivían, trabajaban, alentaban y amaban
estaba siendo manipulado deliberadamente como si fueran un juego biológico para conseguir algún
ideal retorcido de una superhumanidad extraña me resultaba repugnante. Feng era un traidor a la
raza humana que ya existía aquí y ahora. ¡Lo importante era lo que ya existía! Vivir ahora hacía que
una persona ―o un pez, si a eso íbamos―, fuera real. Adorar el futuro era una locura, un acto de
arrogancia, una forma de engañarse. Cuando el Hombre intentó controlar su propia evolución se
volvió... inhumano, claro. La prueba estaba ante mis ojos... y ardía en el cerebro de Kushog. ¡La
inhumanidad!
―Líneas de atractores ―recitaba Feng―. Trayectorias canalizadas..., emergencia espontánea...,
canales creódicos..., niveles de consciencia..., embrión..., campo corporal... ―No paraba de hablar,
lanzándome su evangelio biológico a la cara.
Maimuna se habría vendido a él en cuerpo y alma sólo por unos segundos de experimentar esa
clase de poder.
Pero yo me lancé contra la máquina que estaba convirtiendo a su bebé en un alienígena.
Golpeé los diales y los interruptores. No había forma de moverlos. Estaban firmemente sujetos...,
salvo cuando se movían por voluntad propia; y entonces apartaban bruscamente mis manos,
golpeándolas y haciéndoles daño. Era como si hubiese metido los dedos dentro de un motor en
marcha.
Luché con la máquina, moviéndome con una extraña aceleración, dejando atrás a Feng
arrastrándose en lo que parecía un movimiento a cámara lenta. Pero Feng consiguió llegar hasta mí y
me apartó de un empujón, yendo a toda prisa hacia su preciosa máquina para comprobar que no le
había causado ningún daño.
―¡Estúpida! ―dijo. Le golpeé.
Mi mano sacó un extintor de su soporte. En aquel momento no era un extintor; eso sólo lo supe
después. Era un garrote de acero rojo, el color del dolor y la sangre. Mi mano lo cogió y le golpeó con
él.
Feng se derrumbó sobre su Órgano del Campo Corporal. Había un poco de sangre en su nuca,
pero no demasiada; seguía respirando y su pulso latía con fuerza.
¡Feng no había esperado que en ese mundo con el cerebro lavado por el Bardo hubiera nadie
capaz de enojarse lo bastante como para golpearle! Y eso era porque pensaba en la gente como si
fueran abstracciones, no como seres humanos o individuos. Y eso era un grave error.
De repente supe adónde debía ir. Me quité mi uniforme del Bardo y luego le quité el suyo a Feng.
Le desnudé y pude ver sus miembros, flacos y de color pajizo, llenos de arrugas y surcos. Parecía una
gran araña pisoteada. Uno de sus lápices se había salido del bolsillo. Le di una patada y lo metí bajo la
máquina. Un falso rango de tres lápices era suficiente para mí... Me puse su uniforme y le até las
muñecas y los tobillos con trozos de mi túnica, le amordacé y coloqué los restos del uniforme bajo su
cabeza para que le sirvieran de almohada. No tardaría en despertarse. Arranqué el cable del teléfono,
cerré la puerta con su propia llave y fui corriendo por el pasillo hacia la Sala de Guerra. El estrépito de
mis sandalias rebotaba contra las paredes, haciéndome pensar en una bandada de murciélagos
asustados. Me sentía perversamente feliz. Estaba temblando de felicidad.
Pasé junto a la Sala de Guerra donde aquellos idiotas traicionaban al mundo sin saberlo. Llegué
por fin a la puerta de acero, metí la tarjeta de Feng en la ranura y apreté los mismos botones que le
había visto usar. Intelectualmente Feng quizá supiera que tengo una buena memoria visual, pero no
había tomado precauciones contra ella. La puerta se abrió sin hacer ruido. El jeep seguía en el
aparcamiento, aunque alguien se había llevado el camión.
Pero yo nunca había conducido un vehículo.
¿Y qué haría cuando llegase al punto de control situado en la boca del túnel? ¿Creerían realmente
que yo era una dobdob? Traté de recordar los detalles. ¿Había una barra de acero bloqueando el
camino, igual que en el punto de control de Miami?
No, no había ninguna barra. Las inmensas puertas de acero podían bloquear la entrada del túnel en
unos segundos..., ¡por lo que no hacía falta ninguna barra! Podría coger el jeep y salir del túnel sin
ninguna clase de problemas.
Si era capaz de conducirlo... Me instalé en el asiento contiguo al del volante e inspeccioné los
controles desde ese ángulo; ése era el sitio donde había estado sentada cuando Feng me llevó hasta

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aquí, con Maimuna sentada detrás. Me concentré, intentando recordar los movimientos de sus manos
y sus pies cuando puso en marcha el vehículo y luego al conducirlo; después pasé al asiento del
conductor e hice girar la llave. El motor cobró vida.
El jeep recorrió un par de metros y el motor dejó de funcionar. Y, al mismo tiempo, las luces de la
caverna se apagaron, sumergiéndome en la oscuridad: el interruptor había llegado al final de su
período de encendido.
Logré encender los faros del jeep, y la pared de roca que tenía delante se iluminó; el velocímetro
también tenía una pequeña luz propia pero, dejando aparte esa claridad, el interior del jeep estaba
muy oscuro.
Y empecé a pensar. Pensé en algo que había ocurrido mucho tiempo antes, en una pequeña
habitación de Bagamoyo: un hombre de raza china había medido mi cráneo con sus dedos en una
penumbra casi tan oscura como ésta de ahora. El hombre tenía los ojos cerrados. Sus dedos se habían
movido sobre mi cráneo guiándose por el tacto. Mirar con los ojos habría significado no ver nada.
Seguí inmóvil en la oscuridad, respirando despacio, con mucha calma. Pasado un rato, dejé que
mi cuerpo hiciera lo que le viniese en gana. Mis manos y mis pies se dieron cuenta de que sabían cómo
manejar la palanca del cambio de marchas y los tres pedales del jeep. Bajé el pie y moví la palanca
hasta la posición del punto muerto, y luego tiré de ella hacia atrás. Mis dedos volvieron a conectar el
motor; mi pie subió lentamente. El jeep retrocedió mientras yo hacía girar el volante, y unos instantes
después el morro del vehículo quedó apuntado en la dirección correcta.
El jeep salió de la caverna y se metió en el túnel: avanzaba con cierta brusquedad, a saltos, pues mi
cuerpo no sabía conducirlo demasiado bien. La capota arañó la pared. Pero avanzaba; podía hacer que
avanzara. Y deprisa.
Pasé por el punto de control sin reducir la velocidad, haciéndole una seña distraída a los dobdobs
encargados de la vigilancia. Uno de ellos salió corriendo del punto de control (le vi por el espejo
retrovisor) y me gritó algo; pero mi jeep ya estaba enfilando la carretera que nacía bajo la arcada,
esquivando ciclistas, cabras, un buey...
En cuanto me hube alejado por lo menos un kilómetro del palacio, detuve el jeep junto a un grupo
de chicos vestidos con chaquetas acolchadas que llevaban sus largas mangas subidas. Hacia el este
había una cadena de montañas y la carretera iba hacia el este, sí; pero, ¿cuál de aquellas montañas era
el monte Ga Dan?
Les repetí el nombre media docena de veces a los chicos, preguntándoles «¿Dónde?» por señas.
Uno de ellos no paraba de reír, quizás a causa de mi pronunciación; quizá porque nunca había visto a
una negra. Uno de sus compañeros le dio un codazo, riñéndole. Pero otro chico puso su mano sobre la
mía y señaló hacia el otro extremo de la carretera. Lejos, muy lejos...
―Ga dan si ―me confirmó―. Ga dan si.
¿A qué distancia estaba? Intenté preguntárselo por señas. El chico que le había dado un codazo al
que se reía nos contemplaba con el ceño fruncido. Cuando me toqué los lápices que llevaba en el
bolsillo se limitó a fruncir el ceño más que antes y a poner cara de suspicacia. Si quería ir allí, ¿por qué
no sabía dónde estaba, aunque llevara un uniforme dobdob? Frunció los labios y empezó a
interrogarme en tibetano con una educada firmeza; después pasó al chino. No le presté atención. Por
suerte, el chico que me estaba indicando el camino tampoco le hizo caso. Pasó corriendo por delante
del jeep y se instaló en el asiento de pasajeros, haciéndome señas para que arrancase. Ahora tenía un
guía.
El chico de expresión suspicaz rodeó el jeep por detrás y empezó a tirarle de la manga, mirándole
fijamente; pero yo ya había puesto el jeep en marcha..., mientras mi guía se reía de su compañero.
Miré por el retrovisor y vi que los chicos echaban a correr hacia el Potala. Aumenté la velocidad y
maté una gallina, creando un confuso remolino de plumas marrones.

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

20

La carretera que llevaba hacia el este de Lhasa se encontraba vacía. Ya me había acostumbrado un
poco al jeep y no me costaba tanto conducir. Hasta podía contemplar el paisaje: llevaba casi dos años
sin estar al aire libre, sola y sin vigilancia...
Bosquecillos de álamos separaban los verdes campos de trigo de los huertos de manzanos. Un
tractor oruga, con el humo de la madera brotando de su chimenea, arrastraba el disco de una grada
por un campo de gran tamaño. Jinetes montados en ponis marrones recorrían el campo, con rifles con
bayoneta curvada al hombro. Pensé que las bayonetas servirían para recoger al galope las presas que
pudieran cazar, evitando la necesidad de bajarse del caballo... Una valla de cemento quedaba medio
escondida por los sauces plantados como protección contra las tormentas, y su cascada de follaje se
había vuelto blanca a causa del polvo...
Mi guía guardaba silencio, pues había comprendido que no podíamos comunicarnos. Y él,
¿pensaría que estaba junto a una auténtica dobdob? ¿O era un pequeño rebelde que deseaba gozar de
una aventura? Tenía los típicos rasgos pronunciados de la raza tibetana: nariz y mandíbula robustas,
mejillas gruesas y ojos bastante separados. Pero su rostro brillaba con el fulgor de la curiosidad, que
animaba su expresión igual que los chispazos del oro entre la mantequilla.
Según mis cálculos, el viaje requirió casi una hora. El monte Ga Dan debía estar por lo menos a
sesenta kilómetros de Lhasa. Pasamos los primeros treinta kilómetros atravesando bosques de pinos,
abetos y piceas, productos de la gran repoblación forestal de la que tanto alardeaba Maimuna.
Finalmente, acabamos llegando a una gran franja de tierra abandonada, campos baldíos que nadie
cultivaba: una especie de zona desnuda, una tierra de nadie. Al verla, el chico se incorporó en el
asiento, señalando hacia delante y moviendo la cabeza.
Ga Dan era una estribación de los rocosos gigantes que se alzaban más allá de su cima. Aun así,
me pareció bastante grande. Alcé los ojos hacia el cielo y logré distinguir el vago contorno de unos
edificios que se amontonaban los unos sobre los otros hasta llegar a la cima, igual que un inmenso
tramo de peldaños. Pero la parte baja de sus flancos quedaba oculta por el bosque. Era como si un
gigante hubiese desgarrado la espesura del bosque cogiendo uno de sus extremos para colocarlo
alrededor de la montaña, igual que si fuera una capa. Y, ciertamente, el paisaje actual habría
necesitado que se acarrearan toneladas de tierra y que se las esparciera por las laderas para acabar
recubriéndolas con hierba y arbustos... Las colinas que rodeaban Ga Dan seguían siendo tan estériles y
pétreas como la cima del monte.
Cruzamos aquella tierra de nadie hasta llegar a los primeros bosquecillos de las laderas, y allí nos
detuvimos..., primero porque la carretera subió bruscamente de nivel, con lo que el motor se caló; pero
también porque junto a la cuneta había un gran cartel en el que se veía una esvástica roja bajo la cual
había frases en chino y tibetano. Por entre la espesura, interceptando la carretera en la siguiente curva,
se veía una gran verja de alambre que, sin duda, tendría un puesto de control. Eché el freno de mano.
El chico movió el pulgar en un gesto interrogativo, señalando mi uniforme, y luego apuntó hacia
la carretera, instándome a seguir. Quería ver lo que había después de la curva, más allá de aquella
verja. Por eso había venido conmigo. Ésta era su aventura, su ambición... Meneé la cabeza, diciéndole
que no, y su rostro mostró una rápida sucesión de expresiones: primero llegó la decepción, luego la
confusión y la alarma..., como si acabara de descubrir que yo era un demonio del bosque. ¡Nada
menos que Kali la negra, la que pisotea las tumbas! En el fondo, debía ser tan supersticioso como
Kushog.
Una nube cubrió el sol en aquel mismo instante. Su sombra barrió el bosque, absorbiendo la luz.
El chico lanzó un grito y saltó del jeep. Huyó por la carretera tan deprisa como podían llevarle sus
piernas..., pero, gracias a Dios, en sentido contrario a la verja.
Bueno, quizá fuera mejor. Me había librado de él. Tendría que haberle dejado al otro lado de la
tierra de nadie. Bajé del jeep y fui hacia los árboles, apartándome de la carretera.

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El bosque olía muy bien y el aire vibraba con el zumbido de los insectos. La tierra que pisaba
crujía suavemente cada vez que mis pies aplastaban la capa de piñas dejada por los años.
Pero el alambre de la verja estaba en muy buen estado. Placas con la esvástica roja colgaban de
ella cada cien metros. Los huesos y la piel de un conejo yacían formando un montoncito junto a la
verja. Quizá fuera una coincidencia, pero hizo que no me atreviera a tocarla, pues podía estar
electrificada. Sí, quizá lo estuviera... En Bagamoyo las verjas que rodeaban los parques de las reservas
estaban electrificadas para que los animales no pudieran salir.
Seguí la verja por entre los árboles, alejándome cada vez más de la carretera, y acabé llegando a un
arroyo cuyas orillas se habían ido erosionando hasta crear un agujero lo bastante grande para que
pudiera deslizarme por él, aunque fuera al precio de mojarme el uniforme y mancharme de barro. Y
después empecé la auténtica escalada del monte Ga Dan, mientras el sol de primera hora de la tarde
rozaba mi cuello de vez en cuando por entre las ramas. Hice bastantes pausas, no tanto para recuperar
el aliento como para evitar un ataque de mareo, pues me encontraba a una altura realmente
considerable.

Después de unos veinte minutos de escalada vi la primera señal de vida: una pagoda blanca y
anaranjada que se alzaba entre los árboles. Cuatro tejados en zigzag se amontonaban el uno encima
del otro, y cada tejado tenía una puerta situada en el mismo punto que los demás. Encima de los
tejados había un bastión redondo con una puerta taraceada con un espléndido pavo real hecho con
mosaicos. El bastión sostenía un cubo terminado en una cúpula de la que asomaba el auténtico final
del edificio, el rechoncho cono de un minarete. El umbral que comunicaba el cubo con el tejado del
bastión estaba flanqueado por grandes ojos pintados a los que las falsas cejas del tejado dotaban de
una extraña movilidad.
Fui hacia la parte norte del edificio, sin apartarme de los árboles. Y en el tejado del bastión
redondo había un joven desnudo, mirándome. El joven tenía alas.

Las alas estaban formadas de plumas blancas y rematadas en puntas rojas; cada ala tenía un gran
punto negro, como los falsos ojos que adornan las alas de ciertas mariposas.
Fue hacia el extremo del tejado. Las alas no se movieron. No eran alas... sino ojos, otro par de
aquellos inmensos ojos alargados. Los puntos negros eran las pupilas de los ojos. Aun así, la sorpresa
producida por el efecto de ver su cuerpo desnudo unido al umbral pintado que había a su espalda (y,
quizá, el sol deslumbrándome) me había hecho ver realmente un joven alado... hasta que se movió. ¡Y,
aun así, la ilusión seguía afectándome! Sus hombros desnudos parecían haber sufrido una extraña
amputación ―los ojos―alas flotaban a su espalda, como si careciesen de cuerpo―, y me pareció que la
ilusión no era un accidente, sino que el joven había adoptado aquella postura para producirla y
aprovecharse de ella. Su cuerpo desnudo tenía tantos músculos y tendones como un conejo
despellejado. Llevaba su negra cabellera recogida en una coleta. Tenía el rostro flaco y anguloso, como
un pájaro, y su nariz recordaba el pico de un águila.
Estaba de pie en lo que era prácticamente el vacío, pues bajo la curvatura de las tejas que le
sostenían no había nada salvo una caída de diez metros hasta el siguiente tejado en zigzag. El joven
tensó los músculos y se puso en cuclillas con un movimiento lleno de fluidez. Dejó colgar las piernas
en el vacío y balanceó el torso de un lado para otro, inclinándose hacia delante. Levantó los brazos y
sus dedos se agarraron a las tejas. Se quedó totalmente inmóvil durante un segundo y acabó dejándose
caer al tejado que había bajo él. Cayó tres o cuatro veces su propia altura. El impacto hizo que su
cuerpo se doblara sobre sí mismo hasta formar una pelota, pero no tardó en erguirse, fue hacia el
extremo del tejado y volvió a dejarse caer, usando la misma técnica de agarrarse y soltarse. Y así fue
bajando por los gigantescos peldaños de la pagoda, sin dejar de observarme, como si todo aquel
ejercicio gimnástico no requiriese ningún tipo de concentración especial.
Parecía varios años más joven que yo. Sí, debía de tener catorce o quince años... Aunque era difícil
estar segura, pues la pagoda le empequeñecía..., aunque su despreocupada forma de bajar por los
tejados había conseguido que también él empequeñeciera al edificio. Acabé apartando las ramas que
me protegían, ya que seguía con los ojos clavados en mí, y entré en el pequeño claro que rodeaba la
pagoda.
―Soy El-Que-Camina-Sobre-Los-Edificios ―me dijo (primero en chino, o eso supuse, y luego en
inglés, al ver que yo no le comprendía).

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―Oh, claro. ¿Y por qué te dedicas a caminar sobre los edificios? Y, de todas formas, ¿qué hay ahí
dentro? ―Me di cuenta de que debía haberse caído al menos una vez, pues tenía la nariz rota, y ésa era
la razón de que pareciera tan ganchuda. No siempre había poseído esa agilidad inhumana de la que
ahora daba muestras.
Mis preguntas parecieron sorprenderle.
―Los edificios sirven para encerrar a los seres humanos, ¿no? ¡Así es! Por lo tanto, alguien que
Camina-Sobre-Los-Edificios es como un límite de esos límites. Los edificios son fronteras y, por lo
tanto, yo me dedico a saltar esas fronteras. ―Se rió. (O quizá fuera más bien un graznido, o un
cacareo...)―. ¿Ves lo que representa este edificio? Un mandala yantra en tres dimensiones...
―Sí, lo veo.
―Los yantras son mapas mentales. Por lo tanto, este edificio es una máquina del pensamiento.
Una especie de cerebro.
―¿Qué hay dentro, un ordenador? ¿Una de vuestras máquinas para hacer bebés?
―No lo entiendes. Esta pagoda es el modelo de un cerebro. ¿Qué forma tiene un cerebro? Bueno,
está claro que los pisos inferiores son el viejo cerebro de la parte trasera. El piso redondo es el cerebro
central. El tejado de los ojos..., es el cerebelo. El hombre es un mono montado sobre la espalda de un
lagarto que antes fue un pez. Cuando subes puedes mirar por las ventanas; siempre verás un paisaje
distinto. Las ventanas crean los paisajes. Sin el edificio no habría paisajes. Por lo tanto, ¿cómo puedes
abarcar todo el edificio y todos sus paisajes? ¡Es muy sencillo! Mi cuerpo camina sobre él y el edificio
acaba siendo memorizado por mis músculos. Mi cuerpo ha trazado su mapa. Mis movimientos se
convierten en ideas. Ya sabes que los músculos también piensan, ¿no? La pagoda es un ejercicio
mental..., ¡para el cuerpo!
»Entra en el edificio. Cuando hayas entrado en él estarás en mi interior. Dentro del edificio
podremos comprendernos mejor el uno al otro.
―¿Qué hay dentro del edificio? ―Ya eran las seis o las siete de la tarde―. ¿Hay algo?
―Ahí dentro no hay más que la oportunidad de ver lo que hay fuera―replicó el joven―.
Naturalmente, esa oportunidad no podría existir de no ser por el edificio. ¡El edificio se contiene a sí
mismo, y eso es todo!
―Está vacío.
―¿Eres idiota o qué? Acabo de explicarte qué hay dentro de él.
―¿Dónde están las máquinas del Bardo? ¿Más arriba, en la cima de la montaña?
―¿Qué es una máquina, muchacha? Está claro que este edificio es una máquina, ¿no? Todo
depende de cómo lo mires... Una máquina de pensar.
―Me refiero a la máquina para jugar al juego de los rakshasas. ¿Quieres explicarme cómo puedo
llegar a ella? Sabes qué es un rakshasa, ¿verdad?
―Yo fui un rakshasa. Todos los niños han sido rakshasas. Eso fue antes de convertirme en alguien
que Camina-Sobre-Los-Edificios. Antes de que me olvidara de los problemas, antes de permitir que mi
cuerpo los resolviera físicamente... ¿Cómo podría haber descubierto cuál era el significado de este
edificio salvo trepando por él, tanto por dentro como por fuera?
―¡Maldito seas! ―grité, y eché a correr colina arriba por entre los árboles, dejándole a mi espalda.
Me detuve después de haber subido cien metros y miré hacia atrás. El joven seguía estando a la
misma altura que yo, observándome. Debía haber trepado por la pagoda. Ahora volvía a estar en el
tejado redondo, con las «alas» extendidas. Daba la impresión de hallarse suspendido en el aire, como
si levitara.
Seguí subiendo durante media hora, alejándome de aquel muchacho exasperante, y dejé atrás
muchos edificios más, así como estructuras que parecían edificios, medio sumergidas por el bosque.
Vi viejos pabellones tibetanos con porches y tejados de oro. Y también había torres oblongas con lisas
paredes de piedra. Un poco más adelante, ocultas por los árboles, había construcciones de aspecto
totalmente incomprensible que no parecían pertenecer a ninguna época ni lugar humano sino más
bien a una zona de pura geometría.
Caminé alrededor de una esfera que mediría cincuenta metros de alto hecha de un cristal o una
cerámica entre blanca y lechosa, encajada en un vallecito igual que un huevo en su huevera. Una
música rápida y nerviosa que recordaba el tabalear de unos dedos vibraba en su interior, como si la
criatura que había dentro del huevo estuviera preparándose para romper su cáscara.
Encontré grupos de cristales que tendrían diez metros de alto y que se hallaban alejados de los
árboles, como si hubieran brotado por decisión propia y no porque alguien los hubiera puesto allí. O,
suponiendo que hubieran sido «sembrados» por alguien, ahora seguían creciendo espontáneamente...
Entre ellos había toda clase de poliedros, desde el más sencillo hasta el más complicado, con colores

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tan suaves que acababan pareciendo puros matices: colores situados en las fronteras visuales donde el
azul se mezcla con el verde, o el púrpura con el violeta, y hasta el rojo con el infrarrojo. Durante un
segundo hasta llegué a imaginar que mis ojos veían cómo uno de ellos emitía un rayo de luz infrarroja.
Aquellos bosques de cristal hacían que la luz se extraviase; y al tiempo le ocurría lo mismo. El blanco
sol del mediodía llameaba en el corazón de una gran silueta parecida a un diamante..., aunque el sol
de verdad ya estaba ocultándose. Una estructura color rubí contenía el hinchado elipsoide rojizo del
sol cuando asoma por el horizonte. Una inmensa amatista encerraba la noche: una oscuridad de
terciopelo con una galaxia de estrellas ardiendo como copos de plata suspendidos en aceite negro.
Más allá, en el interior de un recipiente de cristal dorado aparentemente lleno de líquido, había el
cuerpo desnudo de una joven. Erguido, inmóvil... Tenía los pechos pequeños, las piernas largas, toda
la torpeza de la adolescencia. Los dedos de sus pies no tocaban la base del recipiente cristalino, y su
cabeza tampoco rozaba el final, que terminaba en una tapa de metal plateado. Una chica mosquito
atrapada en ámbar, suspendida en el interior del recipiente. Viva; con los ojos abiertos; pero sin que
moviera un dedo, sin que ni una sola burbuja brotara de sus labios...
¿En qué líquido flotaba? No era agua, pues entonces su cuerpo rozaría el metal plateado..., ¡a
menos que hubiera aprendido a respirarla y sus pulmones estuvieran llenos de ella!
Me pegué a la pared dorada y creí distinguir una delgada membrana que cubría su cuerpo, igual
que una segunda piel. Quizás aquella segunda «piel» le permitiera usar ese fluido parecido a la
gelatina y absorber el oxígeno que necesitaba durante su trance.
¿Y qué estudiaba flotando día y noche en un recipiente de fluido dorado, contemplando el mismo
punto del espacio mientras el sol salía y se ocultaba? ¿La habrían drogado o estaba allí dentro
voluntariamente? Pasado un rato tuve la vaga impresión de que era consciente de mi presencia. Pero
no era más que una corazonada, una sensación imprecisa. Me marché.
De los muchos cristales que vi en aquella parte del bosque, había media docena con cuerpos de
adolescentes dentro.
¡Yidags!, comprendí de pronto. Eso eran aquellos cristales... O, al menos, algunos de ellos. Una
imagen de televisión algo borrosa mostraría yidags en vez de cristales..., con seres humanos que
parecerían reflejarse en ellos. La mayor parte de los yidags estarían en Kazajstán, pero aquí también
había algunos..., inmensas botellas de cristal. Con cuerpos humanos flotando dentro de ellas, sumidos
en trance.
Aquellos cristales hacían que el bosque zumbase y ronroneara, como si toda una gama de señales
o vibraciones pasaran de uno a otro. Al principio creí estar oyendo el canto de las abejas y los
saltamontes. Pero allí estaba ¡chirr!, ¡chirr!, en la gama infrarroja del sonido...

Entré en una zona desolada. Una gran costra de tierra apisonada, medio barro y medio polvo, con
un doble círculo de chozas de arcilla construido en el centro y una avenida llena de aros de barro que
se perdía en el fango.
El agua goteaba continuamente por la pendiente, como la linfa que brota de un tejido desgarrado,
creando una capa de barro viscoso que me llegaba hasta los tobillos. Y allí estaba la aldea de Kushog...,
con el mismo foso de piedra en el centro y los mismos seres de arcilla yendo y viniendo por entre las
chozas. Me di cuenta de que eran niños disfrazados, sí, pero sólo porque no llevaban puesta la
capucha de sus holgados monos negros. Cabezas caucásicas de rubios cabellos, cabezas con los rizos
lanudos de los africanos, relucientes cabezas polinesias asomando de la tela negra... Si llevaran puesta
la capucha no habría visto más que un escurridizo rebaño de focas o de gusanos capaces de andar...,
igual que le había ocurrido a Kushog. No había más que una forma de moverse por entre aquella
pendiente cenagosa: reptando, ondulando el cuerpo, deslizándose. Toda esa agua ―el origen del
arroyo que me había permitido llegar hasta allí y, sin duda, de unos cuantos riachuelos más que
alimentaban la rica vegetación del lugar―, debía ser bombeada generosamente hacia la cima del Ga
Dan, recorriendo todo el trayecto desde el Kyi o el Yalutsangpo...
Dominando la aldea se veía un gran globo grisáceo anclado con cables en cuya superficie había
incrustadas hileras de luces que supuse debían cambiar el gris actual de la atmósfera sustituyéndolo
por un «amanecer» plateado o el tipo de iluminación que el Bardo deseara para la aldea en cada
momento. De su grueso hocico colgaba una góndola en la que había antenas y equipo electrónico,
algunas apuntando hacia el suelo y otras apuntando hacia el oeste, donde estaba Lhasa. Mientras las
observaba una escalerilla metálica brotó de la góndola, dejando bajar a un gusano negro que se perdió
entre el barro.

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Me pregunté si el mundo de los rakshasas ―estuviera donde estuviese―, tendría un globo


parecido en su cielo, un globo que imitaría a un «gigante gaseoso»... ¡Sí, era lo más probable!
No tenía ninguna intención de acabar atrapada en algún juego culinario. Me aparté
cuidadosamente de aquella costra de tierra empapada y avancé por entre los árboles.
Y acabé llegando al Prisma.

Ése es el nombre que le daré. Eso es lo que parecía. Una cuña de cristal o roca cristalina que medía
cinco metros de alto, incrustada en el centro de un pequeño claro. Arrojaba un abanico de luz irisada
sobre la tierra; y hasta la misma tierra, tan lisa y dura como un plato de porcelana, mostraba un
complejo mandala de alambres o varillas plateadas empotrado en ella, un dibujo que recordaba el
complicado diagrama de un circuito impreso a gran escala. Era como el plano de una ciudad, con
cuatro puertas en los cuatro puntos cardinales, y su tamaño igualaba el de los cimientos de una casa:
aquel mandala parecía el plano para un edificio muy complejo que no había sido construido, un
edificio que se había derrumbado en el abismo de las dos dimensiones. Allí donde el mandala
tradicional hubiese colocado flores de loto y paraguas sagrados, se veía el brillo de los espejos
metálicos: los espejos reflejaban la luz prismática que caía sobre aquella ciudad mágica e irreal,
lanzándola hacia los árboles y haciendo que las hojas parpadeasen en un arco iris de colores que se
agitaba con el veloz movimiento de los ruiseñores. Una pluma violeta se posó en mi hombro. Un ala
color topacio bailó sobre la palma de mi mano. Sentí el cálido roce de todos esos colores vivos en mi
mejilla.
Qué espectáculo tan encantador: aquel gran prisma translúcido, el mapa plateado en el suelo, la
dispersión cromática... Una parte de mí, distante y lógica, se dio cuenta de que el prisma no estaba
clavado en el suelo. Al contrario, reposaba justo sobre la superficie, rozándola con su base ligeramente
cóncava..., como una de esas piedras en equilibrio de las que oyes hablar y que los glaciares han
depositado sobre las montañas, piedras que parecen inmensamente pesadas y que basta tocar con un
dedo para que oscilen, aunque no hay fuerza alguna capaz de hacerlas caer. Y lo cierto es que la brisa,
aun siendo muy suave, parecía mover ese prisma, dándole alas a la luz.
Me abrí paso por entre el follaje y llegué al claro. Los muros y senderos del mandala brillaron con
una luz aún más potente. Mis ojos vieron cómo se convertían en una ciudad-mente viva, un laberinto
de la consciencia. Mis pies se movieron igual que si tuviesen voluntad propia. Sin poder evitarlo, y sin
sentir ningún deseo de impedirlo, entré por la puerta este del mandala. Toda mi vida parecía haberme
llevado a ese instante.

Y quedé atrapada.
Era una entidad abstracta, hecha de pura luz. Todos mis pensamientos y sensaciones eran simples
haces luminosos. Y, sin embargo, sabía que mi ser poseía una negra y lúgubre existencia material. Pero,
¿qué era la materia? La materia no era más que energía prisionera de fuerzas tan potentes que no
podía escapar para volver a convertirse en energía..., en luz. Y, aun así, la materia (mi sólido cuerpo
negro) debía existir pues, de lo contrario, la luz no tendría nada que iluminar. Si la materia no existía,
la luz jamás podría alcanzar la plenitud. Sin ella no habría luz. Cuando un rayo de luz atravesaba el
espacio yendo de su fuente a su destino, ¿era «luz»? No, era un potencial. Era la pre-luz. La luz
ilumina algo. La energía de la luz necesitaba la energía oscura encerrada en la materia para alcanzar su
plenitud y cumplir su misión. Pero en el instante de la visión, la luz se extinguía a sí misma. La luz era
como el «momento actual» del tiempo. Apenas si existía. Dejaba de existir tan pronto como cobraba
vida. Pero, al mismo tiempo, lo era todo, el todo de cuanto existía en aquel instante. Y, al mismo
tiempo, no era nada: ya había dejado de existir. La energía no era más que un mensaje del ser al ser y
no decía nada salvo: ¡existo! Ése era todo el mensaje de la luz y la vida. Qué mensaje tan estúpido...
Qué universo tan idiota..., ¡ya que se limitaba a ser! La Bestia Estelar ―esa entidad que existía en un
presente total capaz de abarcar todo el tiempo, y que representaba el universo como un solo instante...,
lo cual significaba que el universo apenas si existía, sino que se limitaba a flotar igual que si fuera una
tendencia, una ondulación en el vacío y en esa nada infinitamente más densa que cualquier cosmos
material―, sí, esa Bestia Estelar que era la Consciencia pura, sin ningún otro objeto que no fuera ella
misma, emergió del mandala y vino hacia mí. Y me engulló.

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

21

Desperté en una pequeña habitación de piedra con una ventanita por la que se veía el cielo (¿el
amanecer?), un cielo donde flotaban grandes nubes blancas. Había tanta luz...
¿Dónde estaba mi Yungi? ¿Habría nacido ya? ¡Por supuesto, ya que de lo contrario no podía tener
nombre! ¿Dónde estaba entonces? Recordé que el gordo Kushog había irrumpido en mi habitación, y
que después se llevaron a mi Yungi para examinarla y ver si le había hecho daño... Pero, ¿cómo podía
haberle hecho daño? ¿Con qué? El cuerpo de Kushog ya había sido calcinado, le habían metido los
pies en la boca hasta que se evaporó..., ¡y no dejaron más que su mente corriendo en círculos, atrapada
en un aro de barro! Sí, eran los niños de arcilla quienes le habían hecho todo eso: los niños de arcilla
que vivían en la montaña. Se habían llevado a Yungi para convertirla en uno de ellos...
¡Y también se llevarían a Maimuna para meterla en un globo lleno de líquido dorado, un, globo
que el ronroneante bosque se colgaría de la oreja...!
Y también se habían apoderado de mí: me habían sacado de África, robándome la magia de
cuando encontré el coco de mar, los árboles color de llama, las reses de lomo giboso que pastaban en
la playa, la belleza de aquella existencia alimentada por nuestra fe en nuestros Amigos Alienígenas.
Ahora yacía en un globo de piedra que flotaba en el cielo... La máscara de nubes se apartó del sol
y la luz entró por la angosta abertura de la ventana, inundando la habitación. La cama se volvió
fluorescente. Los mandalas se incendiaron y me enviaron sus reflejos desde las relucientes piedras
curvadas de la pared; y volví a un claro perdido en una colina, y entré por la puerta del Mandala de la
Consciencia Iluminada..., ¡el escondite de la Bestia Estelar, con su monstruoso conocimiento del todo y
de la nada!
―¡No! ―grité, tapándome los oídos con las manos. (¡Pero aun así había luz detrás de mis
párpados! Igual que si me los hubieran arrancado...)
Oí ruido de pasos en la habitación. Un golpe seco: habían cerrado la ventana. Sentí que alguien se
sentaba en mi cama.
La luz que ardía detrás de mis párpados se fue apagando y abrí los ojos. La habitación también
estaba perdiendo claridad, y sus múltiples imágenes se fueron convirtiendo en una sola celda de
piedra.
Ese alguien sentado en mi cama era Feng. Llevaba la cabeza vendada.
―¿Dónde está mi Yungi, Feng?
―En el Potala. En la guardería. Están cuidando de ella desde que te escapaste. ―(Pero habló con
voz suave, sin refirme.)

―¿Dónde estoy?
―Estás en el monasterio de Ga Dan..., en la cima de la montaña. El sitio al que querías llegar, ¿no?
La celda ya no brillaba: todo estaba calmado, sumido en la penumbra. Una tranquila y silenciosa
caverna de piedra, una madriguera donde esconderse. Supe lo que debían de sentir los ratones que
habían logrado escapar del gavilán y del sol para hundirse en un agujero. ¡Pero, justo cuando pensaba
estar a salvo, la habitación volvió a temblar!
―¡Feng, todo flota! ¡No hay nada que se esté quieto, sólo el ser!
―Querida, te aseguro que te encuentras dentro de un edificio muy sólido. Fue construido en el
año 1409 por un tal Zong Ka-Pa, quien fundó una secta conocida como la secta del Gorro Amarillo...
―Feng, tengo miedo. La habitación cobró vida. No, era mi mente la que estaba viva. Quiero decir
que estaba más viva que antes... En mi mente no había más que espejos para reflejar mis
pensamientos. Los espejos estaban allí para mostrármelos, pero no podía pensar en nada, sólo en
espejos y más espejos, espejos vacíos... Feng, el universo carece de significado; existe, y eso es todo.
Nada tiene significado. La vida consiste en estar vivo. Te golpeé, ¿verdad? Lo siento. Tenía que
hacerlo...

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

―Para ver por ti misma. Y ahora ya lo has visto. Es decir, has visto un poco. Lo que viste
sobrecargó tu cerebro porque no estás preparada para contemplar la realidad. ¡No olvides que tu
mente es un nido de subsistemas separados, y que casi todos están ciegos y sordos, por lo que no
pueden sentirse los unos a los otros! Y cómo vagas de una fase de la consciencia a otra, sostenida por
esa feliz ilusión de que el mismo yo siempre está presente... Ah, sí, tu cabeza resuena con un continuo
parloteo repetitivo, y su única función es tranquilizarte, hablarte de tu propia identidad y tu sabiduría.
Cuando sea mayor, Yungi quizá pueda ver todo eso que tú eres incapaz de percibir. Será mejor que
descanses un poco. Recupera el equilibrio.
Una campana resonó en la habitación contigua, o quizá en la de más allá. Feng se disculpó.
Me levanté pasado medio minuto, aunque la habitación no paraba de moverse y emitir chispazos
de luz, y le seguí. En la habitación contigua sólo había una silla de madera tallada con el respaldo y los
brazos llenos de dragones, un gran lámpara de aceite dorada y un televisor. Lo puse en marcha,
movida por la curiosidad..., y la cabeza de carnero palpitante que tan familiar me resultaba ya cobró
vida en la pantalla. Un rakshasa..., alias, el útero de alguna mujer, el criadero de los alienígenas cuyas
mentes eran capaces de vérselas con la Bestia Estelar y aceptarla como universo. Puede que en este
mismo edificio hubiera un niño tan diabólico como los seres de arcilla, tocando su música biológica,
engañando a la humanidad para que se aventurase por el sendero que llevaba a la inhumanidad...
Oí la voz de Feng en el cuarto de al lado. Me volví hacia la puerta. La habitación era bastante
grande, y en el suelo había un gran mandala que servía de alfombra y unos cuantos almohadones con
borlas pegados a la pared del fondo y que se utilizaban como asientos. La alfombra se movía y me
lanzaba miradas burlonas. Vino hacia mí: quería atraparme los pies. Cada hilo de lana era un zarcillo
pegajoso en el que brillaban gotitas de saliva. La alfombra quería enroscarse alrededor de mis piernas
y absorberme en su dibujo para crear más hebras venenosas.
Me escondí en la oscuridad de la antesala, pues quería oír lo que decían las dos personas
plácidamente sentadas en los almohadones que reposaban sobre esa horrible alfombra dispuesta a
devorarme. Una de esas personas, naturalmente, era Feng. La otra era una joven de rostro tan redondo
y amarillo como un albaricoque, cuya negra cabellera estaba recogida en una cola de caballo tan larga
que rozaba la alfombra: el extremo de la cola de caballo luchaba con los hilos de la alfombra,
provocándoles a cada gesto de su cabeza. Era como si la joven tuviese una cola prensil en la nuca...
Feng parecía irritado.
―Llevarle la contraria a tus superiores no resulta fácil o agradable ―estaba diciendo con cierta
sequedad―. Aun― así, lo cierto es que ese experimento causó una gran inquietud entre nuestros
«Hombres de Guerra» de la Embajada. ¿De quién fue la idea? Recuerda que los seres humanos
corrientes siguen siendo mayoría. El Bardo debe pasar por lo menos dos siglos más ocupándose de la
crianza.
―Pero.... Feng, aún no habíamos tenido ocasión de saber cuáles eran los resultados de usar la
crisálida con humanos de la fase anterior.
―Y, gracias a eso, ahora tenemos a Kushog en estado catatónico. ―El que pudiera hipnotizar al
centinela demuestra que posee un gran control mental. Es posible que haya entrado en el estado de
crisálida por sí solo. Cuando salga de él, dentro de unas semanas...
―No, sus ritmos cerebrales son idénticos a los de las víctimas de la encefalitis. Los ritmos del
fracaso... Le habéis destrozado.
―Había que intentarlo. Si pudiéramos conseguir que los mejores especimenes de la fase anterior se
convirtieran en crisálidas...
―Escúchame. Los aguijones del avispero siguen siendo lo bastante numerosos como para destruir
al Bardo. Si algo saliera mal...
La joven le interrumpió:
―El Consejo piensa que deberíamos reducir el índice de nacimientos de la población a cero punto
nueve por pareja. Eso hará que la población de humanos anteriores se extinga un poco más deprisa,
pero, aun así, el proceso se realizaría con bastante suavidad. Digamos que el período necesario sería
de quinientos años en vez de setecientos... Al mismo tiempo, eso quiere decir que cada vez tendremos
un acervo genético más reducido que utilizar para conseguir nuestro propio nivel óptimo de
población. Si pudiéramos provocar el cambio en la población normal, todo el proceso podría ser
acelerado. Ésa es la razón de que hayamos llevado a cabo esa interferencia: queríamos averiguar si
podía hacerse. Ahora sabemos mucho más sobre las estructuras mentales necesarias que al principio.
―¡Sigue habiendo mucha discusión acerca de mantener una población de humanos anteriores
bastante grande! Ya lo sabes, ¿no? ¿Cuántos Grandes Adeptos puede soportar la Naturaleza?
Necesitáis granjeros y técnicos. Necesitáis administradores y expertos en ciencias sociales...

102
Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

―Sí, Feng, necesitamos gente como tú. Pero no es una solución que podamos seguir usando
indefinidamente... No cuando la fase de crisálida es una crisis biológica general de la Humanidad tan
inexorable como la pubertad en el individuo. Pasado un tiempo, descubrirás que el acervo genético
común se ha quedado vacío, ¿no te das cuenta? Las características recesivas habrán quedado
excesivamente diluidas en los residuos. Ya no quedará ninguna característica del Hombre Antiguo
capaz de emerger... Sólo quedará ese inmenso residuo.
―Que, numéricamente hablando, seguirá siendo mayoría.
―Exacto. Por eso sería tan maravilloso poder provocar el Cambio en cualquier humano que
tuviera un campo corporal prometedor.
―¿Y la discrepancia que hay en nosotros mismos después del Cambio? Seguimos comprendiendo
una parte tan pequeña de lo que ocurre... ¿Se supone que todos nos convertiremos en Grandes
Adeptos cuando hayan pasado mil años más? ¿O es que siempre habrá Adeptos Menores? ¿O ellos
también acabarán desapareciendo?
―El tiempo y los Grandes Adeptos nos lo dirán. Creo que deberíamos seguir adelante con el
proyecto, en beneficio de todos. Salí al pasillo, desafiando las ondulaciones de la alfombra y sus
pegajosos zarcillos, clavé los ojos en aquel apacible rostro color albaricoque y le pregunté:
―¿Qué son los Grandes Adeptos? ¿Qué es todo eso de reducir la población a cero? ¿De qué estáis hablando?

―¡Ah, Lila! ―dijo la mujer, sin alterarse―. Ése es tu nombre, ¿verdad? Creo que te encontraste con
una de las Máquinas de Enseñanza cuando subías por la montaña, ¿no? Pero veo que sigues siendo
capaz de moverte por ti misma... Felicidades. Eso nos anima a seguir adelante.
―¡Vuestra alfombra está intentando devorarme, pero no se lo permitiré!
―¡Oh, no se lo permitas! ―Se rió y golpeó el suelo con la mano, haciendo que el tejido se agitase en
una serie de olas que se lanzaron sobre mí―. Qué alfombra tan impertinente... Bueno, si quieres
obtener respuesta a tus preguntas tendrás que pasar por encima de ella. ―Ladeó la cabeza y esperó,
mientras el extremo de su cola de caballo se agitaba lentamente como la punta de un látigo.
―No sé cuál es tu nombre. ―Puse el pie sobre la alfombra. La tela se calmó y las zonas por donde
caminaba se portaron igual que una auténtica alfombra, aunque las partes más alejadas de mí seguían
agitándose, temblando y formando abismos.
―Me llamo Fatumeh.
Apenas llegué al centro de la alfombra ―estaba protegido por elefantes azules que sostenían
paraguas con la trompa, y dejé caer mi pie con fuerza sobre ellos, aplastándoles―, Fatumeh se levantó
ágilmente del almohadón y me alargó la mano para llevarme a lugar seguro. Me hizo poner mi mano
sobre su vientre, recalcando el hecho de que estaba embarazada. Su gesto era una mezcla de bendición
y advertencia. Parecía totalmente inocente, como si no hubiera tenido ninguna participación en lo que
le sucedió a Kushog, o como si nunca hubiese hablado con Feng de aquellos temas tan horribles.
―Lo que la gente nunca llegó a comprender, ni tan siquiera cuando la teoría de la evolución fue
aceptada ―me dijo con voz jovial, como si estuviera continuando una conversación iniciada hacía
mucho tiempo..., y de hecho así era, aunque no hubiera sido ella quien la inició, sino Feng―, es que la
Humanidad no ocupaba la posición de un observador externo. ¡Al contrario! Estaba claro que la
Humanidad debería desaparecer, igual que desaparecieron los prehomínidos. Una nueva forma de
vida iba a ocupar su sitio. Pero, ¿cuántas personas se daban cuenta de ello? ¿Cuántos de los viejos
biólogos, antropólogos o científicos eran conscientes de esa verdad? No muchos.
―Si yo fuera un pez prehistórico y pudieras hacerme ver a mi descendiente, mil millones de
generaciones después..., me lanzaría hacia la orilla desesperada, odiando mi ser actual. ¡Perdería todo
el goce y el placer de vivir como hasta entonces!
―¡Bueno, si te lanzaras a la orilla quizás acabaras descubriendo que podías respirar el aire!
―Sonrió―. Incluso el formar parte de un lento y prolongado proceso de cambio, y saberlo, debe de
resultar emocionante, ¿no crees? Imagínate qué emocionante sería sentir cómo evolucionas en esta vida
de ahora.
―Los individuos no pueden evolucionar. La epidemia de la Bestia Estelar lo demostró. ¡Si es que
alguna vez hubo una epidemia de la Bestia Estelar!
―¿Crees que lo demostró? El hombre es un animal neoténico, Lila. Hubo un tiempo en el que
habríamos definido tal cualidad diciendo que el Hombre permanece en una forma juvenil durante
muchos años hasta que llega a la edad adulta, por lo que hay tiempo más que suficiente para que
madure y llegue a convertirse en un ser altamente coordinado. Pero, en otro sentido del término, la
neotenia es altamente común en la naturaleza. Los renacuajos y las orugas son las formas neoténicas

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de la rana y la mariposa. Entre las dos criaturas hay una fase de crisálida. Durante ella, los procesos de
alimentación y locomoción se detienen, mientras la estructura del ser sufre grandes cambios. En
cuanto la fase ha terminado, aparece un ser nuevo, distinto al anterior.
»¡Imagínate el contraste entre las formas de percibir el mundo de la oruga y de la mariposa, por
muy pequeñas que sean las mentes de ambas criaturas! Intenta concebir la reorganización del sistema
nervioso que debe producirse, al tiempo que se producen también cambios físicos tan considerables
como el crecimiento de las alas... ¡Déjame decirte que hasta ahora los seres humanos han pasado toda
su vida en una fase neoténica! Desde el nacimiento hasta la muerte no han sido más que larvas...
»El Bardo hace aparecer los genes sumergidos gracias a los que un nuevo ser humano brota del
Viejo Humano. Y eso ocurre durante un estado de crisálida, una fase de pubertad del sistema nervioso
y el campo corporal.
―Siempre que el ser humano se encuentre adecuadamente preparado para soportarlo ―añadió
Feng―. Hasta los hijos del Bardo podrían no darse cuenta del momento crítico si no se les preparase
para ello..., si no fueran capaces de entrar en éxtasis mediante las botellas yidag o los aros de arcilla.
Necesitamos eliminar todo el ruidoso parloteo de irrelevancias para que la mente pueda girar sobre sí
misma, examinarse y crear nuevas conexiones internas. Pero, antes, la oruga humana necesita haber
pasado unos cuantos años masticando el problema de la vida. Su mente debe contener el material
necesario para que la metamorfosis pueda trabajar con él.
―Un cambio en la pauta del campo corporal nos indica cuándo ha llegado el momento ―dijo
Fatumeh, asintiendo con la cabeza―. Pero Feng tiene razón. El cambio debe ser producido desde el
exterior, y el individuo debe ser aislado mediante la botella yidag o el aro de arcilla. No son simples
ritos de iniciación ceremoniales; aunque también son eso. Son un medio ambiente para el cambio
radical, una crisálida física que llevar mientras la mente se vuelve hacia dentro y las células nerviosas
alteran su cableado anterior. Lo sé. He estado suspendida en el tanque de fluido, y he emergido de él
siendo totalmente distinta de como era antes.
―Sigues sin parecerme una mariposa. No te han salido alas. Pareces un ser humano corriente.
―La mente cambia de forma, los senderos cerebrales forjan nuevas conexiones; los miembros no
cambian. Aun así, si filmaras mi campo corporal usando el método de alto voltaje Kirlian, verías alas,
ya que tanto necesitas verlas... ¡Las alas del campo corporal! Alas de energía que no podría haber
desarrollado salvo dentro de la crisálida de un yidag... Yidag es mucho más que un mundo fantástico
al que vuelan tus camaradas de Rusia. ¿Qué son esos alienígenas de Yidag? ¡Unos soberbios analistas
de datos! Y engendran nuevos yidags.
―Mediante interferencias producidas con haces láser. Ya lo sé. ―Comprendiendo conscientemente
los datos genéticos. Comunican datos genéticos de una forma abierta, sin necesidad de utilizar el
sistema de esconderlos en el código de un espermatozoide o empaquetarlos en el óvulo, como nos
ocurre a nosotros. Verás, la estructura de la información es revelada durante el proceso de transmitir
esa información, cuando dos yidags se «aparean»... Del mismo modo que el juego de los yidags sirve
para producir la pauta adecuada del campo corporal durante los vuelos del Bardo para las viajeras
rusas, también prepara a nuestros hijos para convertirse en la crisálida perfecta. ¿Ves de qué forma tan
limpia se combinan los hechos del Bardo y su «mito»?
―Nuestros mundos alienígenas no contienen arbitrariedades ―dijo Feng―. Cada mundo ha sido
diseñado para imponer el sello del Bardo a la concepción de un nuevo niño, ¡arrancándole la nueva
pauta a la pauta del Viejo Humano que la sumerge!, y, al mismo tiempo, le sirve de entrenamiento al
niño que se encarga de dirigir el juego. Le prepara para soportar el cambio que se aproxima.
Me estremecí.
―¿El «Viejo Humano»? ¿Estás diciéndome que jamás hubo seres plenamente humanos..., hasta
ahora?
―¡Exacto! ―exclamó Fatumeh―. No había más que larvas de humanos. Niños con cuerpos adultos
cuya capacidad para alcanzar el cambio de la crisálida iba aumentando lentamente sin hacerse
perceptible en la superficie. ¡No me extraña que la especie actuara casi siempre de una forma tan
estúpida! Si la capacidad llegó a emerger accidentalmente en el pasado ―y supongo que así debió
ocurrir, por las leyes del azar―, cualquier esperanza de entrar en éxtasis habría quedado rápidamente
eliminada debido a la retroalimentación normalizadora y el lavado de cerebro de los Viejos Humanos.
¿Encefalitis? ¿Enfermedad del sueño? ―Se rió―. Aquellas epidemias no eran sino atisbos de lo que ya
era posible..., pero aún no había llegado el momento adecuado. El coma, en su forma madura, es algo
positivo, no negativo. Naturalmente, lamentamos el accidente sufrido por Kushog... Es posible que
sólo la minoría de los hijos del Bardo tenga cerebros «cableados» para aceptar esta complicada clase

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de cambio. Aun así, seguiremos intentándolo. Puede que nuestros Grandes Adeptos encuentren un
camino...
―¡Entonces, el accidente de Kushog era un experimento para producir por la fuerza el cambio en
lo que vosotros llamáis un «Viejo Humano»!
―Sí, eso era, y no me avergüenza haberlo intentado. Se le conectó a una grabación del campo
corporal y las funciones ondulatorias cerebrales de un hijo del Bardo cuando estaba sufriendo el
cambio..., en un decorado que creo ya has visto.
―Esa sucia costra de barro...
―Sigo sin estar de acuerdo con el experimento ―dijo Feng en voz baja.
―Quizás el error fue hacerle percibir la experiencia de un Gran Adepto en vez de la de un Adepto
Menor ―admitió Fatumeh―. Deberíamos repetir el experimento con otro viajero, usando la grabación
de un Adepto Menor. Y tendríamos que utilizar la botella, no el aro de barro.
―¡Por todos los cielos, pues entonces hacedlo en Rusia! En el contexto yidag habitual... ¡Haced lo
que os dé la gana, siempre que mis dobdobs del Potala no tengan que volver a pasar por semejantes
momentos de pánico! Insisto en ello. No podéis correr el riesgo de ir sembrando dudas sobre la Bestia
Estelar. Si lo hacéis, acabaréis muertos. La vieja raza humana se cortará su propia cabeza.
―¡Grandes Adeptos, Adeptos Menores! ―grité yo―. ¿Acaso también hay diferencias entre
vosotros, los superseres? ¿Es que algunos no son lo bastante «súper»?
Fatumeh frunció el ceño durante un par de segundos.
―Los Adeptos Menores no emergen de la crisálida tan drásticamente cambiados como los
Grandes Adeptos. Las entidades geométricas que sacan la vida de la no-vida, ¡y la consciencia de la
materia viva, y una consciencia superior de la mera consciencia!, no son capaces de expresarse tan
plenamente a sí mismas. Podemos usar los campos corporales de los niños para profetizar quiénes
lograrán completar el salto que les lleva a ser Grandes Adeptos..., y quiénes sólo lograrán llegar hasta
la mitad del trayecto. Yo misma soy una Adepta Menor.
―¿Y te preocupa serlo?
―Por supuesto que no. Ocupamos una posición intermedia entre los Grandes Adeptos y los viejos
humanos como Feng o como tú misma, que a su vez ocupan una posición intermedia entre nosotros y
la inmensa mayoría de la vieja humanidad. Somos una bisagra. Y no olvides que hemos saltado cierta
distancia.
―¡Sí, habéis logrado dar medio salto!
―No te burles. Con eso sólo consigues degradarte a ti misma, Lila. ¡Vamos...! Todo esto es motivo
de alegría y celebraciones, no de protestas y fruncimientos de ceño. Ven abajo y presenciarás el
nacimiento de un Adepto. Hoy, como cada día, celebramos la rotura de otro aro de barro o el
descorche de otra botella de cristal. Ser un Adepto Menor ya es bastante maravilloso, créeme. Me he
pasado horas contemplando ese prisma de cristal, viendo las cosas tal y como son. Me dirigió una
deslumbradora sonrisa.
―Cualquiera puede tener alucinaciones. Ese prisma no es más que un creador de alucinaciones.
―No se trata de tener alucinaciones, sino de ver.
―Yo vi el planeta Asura, pero en él sólo había mentiras e ilusiones.
―Yo vi a la chica que había sido ―me contó ella con expresión absorta, sin dejar de sonreír―, esa
larva nacida del Bardo antes de que fuera un ser humano, y vi a la anciana que seré mucho tiempo
después, con la piel momificada pero, aun así, tensándose para contener a esa chica que no para de
crecer... Pasé instantes eternos viviendo simultáneamente toda mi vida, hacia atrás y hacia delante,
igual que hace el universo. Viví toda mi existencia desde el principio hasta el final, no con sus detalles
exactos sino sintiendo la textura básica de toda mi vida, y fue una buena experiencia, aunque también
resultara aterradora. Necesité un alto grado de indiferencia para vencer el terror y sacar provecho de
todo aquello.
―¡Sí, necesitaste adquirir esa indiferencia tuya hacia los seres humanos l
―No, no es esa clase de indiferencia. Es un estado superior de la mente..., aceptar y existir. Era una
simulación de Dios, consciencia y espacio puros, creando mi vida a partir de mí misma en un
torbellino de probabilidades. Era la joven que se convertiría en la anciana, la anciana que envolvía a la
joven... El Prisma me contenía y me hacía girar dentro de mí misma, igual que ocurre con el «giro de
extrañeza» de una partícula atómica. Mis cien años de vida probable fueron reducidos a un punto y
tensados igual que cables por todos mis nervios, cambiándome y preparándome para aceptar el
Universo-Tiempo: el tiempo que simultáneamente es y no es, porque el fin del universo, su más alto
nivel de coordinación, formará su propio comienzo. Ahora vivo en el Tiempo Absoluto, Lila. La
muerte no significa nada para mí. Soy. Siempre. ¿Puedes comprender esto?

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¡El horror de cuando había estado atrapada en el Prisma!


―Este universo no es más que una bombilla que se enciende para fundirse un instante después
―dije yo―. ¡Y ni tan siquiera hay bombilla, interruptor o fuente de energía! No hay más que una
especie de nudo en la nada, un nudo demasiado apretado que, durante un segundo, se convirtió en
algo por puro accidente. ¿Es eso lo que viste? ¿Y eso te parece maravilloso?
―Lo vi. Y lo acepté. Es maravilloso. Porque el vacío en el que hay atado ese nudo es Dios..., y yo
llegué a ese vacío. En cuanto a comprender cuál es la naturaleza del vacío, eso debe quedar reservado
a otros, algo que los Grandes Adeptos descubrirán... algún día.
La alfombra volvía a moverse. Oro fundido fluía por los ríos del mandala, llevando consigo un
rabioso torrente de energías. Fatumeh agitó su cola de caballo.
―¿Para qué sirve el Viejo Humano..., ahora que hemos visto eso? Ha triunfado. Ha hecho aquello
para lo que estaba concebido. Dejémosle desaparecer.
―¿Y de qué servís vosotros..., si vuestro único deseo es ser un vacío? ¿Qué clase de existencia es
ésa?
―Un día, cuando seamos una sola cosa con el vacío que hay detrás del mundo, podremos atar ese
nudo en el vacío por nosotros mismos. Seremos Dios. Seremos capaces de crear a partir de la nada...,
puede que este universo, puede que otro. O quizá varios universos. Un día, juntos...
Empezó a mover las manos trazando formas por el aire, copiando las ondulaciones y la trama de
la alfombra con sus gestos. Las yemas de sus dedos reflejaban el sol. Sus uñas eran espejos. No
importaba adónde fueran, allí se quedaban..., las líneas de luz quemaban mis retinas. Dejaban rastros
indelebles conservados en el aire. El mandala de la alfombra fue creándose a sí mismo ante mis
propios ojos, convirtiéndose en luz.
―Existo siempre, y este momento siempre es el momento ―canturreó Fatumeh―. El bote se mueve
sin cesar. ¡Por estos ríos dorados de luz! Nada que haya existido se pierde. No hay nada por lo que
llorar. Puedo frenar un poco el tiempo para mostrarte esto. Puedo llevarte dos veces por el mismo río.
Siguió tejiendo hasta haber completado la alfombra. La dejó brillar ante mis ojos, suspendida en el
aire. Y después, con un solo gesto de su mano, la hizo desaparecer.
En ese instante el sol se escondió tras el marco de la ventana. Era como si hubiese dado un salto,
igual que la manecilla de un reloj cuando pasa de un minuto al siguiente.
Sentí que el corazón me daba un vuelco. ¡Lo único que había hecho era hipnotizarme con sus
manos! Me había hipnotizado. Me había hecho soñar mi propia imagen de la alfombra suspendida en
el aire. No era más que un truco de magia. Mi mente seguía siendo tan vulnerable...
No me había demostrado nada. ¡Nada!
―Cuando los derviches bailaban hasta caer en el trance, ¿cuál era la cantidad de tiempo que
transcurría para ellos? ―me preguntó con dulzura―. ¿Acaso no bailaban para detener el tiempo?
Puedo tejer una silueta que detendrá el tiempo durante todo un día..., para mí. Para ti puedo crear una
que detenga el tiempo durante unos minutos. La mente teje una crisálida para sí misma. Estando
dentro de ella aprendes, conoces el nudo atado en la nada.
No sé qué habría visto Feng. Pero me miró y, con voz suplicante, me dijo:
―Ven y lo verás. Un hombre, una mujer. Hoy nacerán dos Adeptos. Uno de la arcilla, otro del
líquido.
Les acompañé, aturdida, sin saber qué pensar.

Una muchedumbre de niños y jóvenes venía con nosotros, haciendo piruetas y golpeando
tamboriles y címbalos, haciendo sonar trompetas hechas con huesos..., ¿huesos humanos? Iban a darle
la bienvenida a los Adeptos, me dijo Feng. ¡Naturalmente! Sí, estaba claro que ser cocido dentro de
una estatua de arcilla o ser metido en una botella cristalina llena de líquido eran ritos de iniciación...,
ceremonias con que demostrar la fuerza de quienes iban a ostentar el poder. Una forma de elegir y
perpetuar una clase dirigente secreta que parecía haber llegado a la decisión ―de que, con el tiempo,
podría vivir sin tener ninguna capa de hombres corrientes sobre los que gobernar. ¡Lo cual,
naturalmente, era la forma más segura y más loca de conservar el poder eternamente! ¡Maimuna
habría aceptado todo aquello con un terrible entusiasmo!
Mis ojos seguían gastándome bromas y, cuando avancé tambaleándome por entre los edificios del
monasterio, la cima del monte Ga Dan me pareció una ciudad irreal: los edificios se movían y
oscilaban igual que si fueran las construcciones elásticas de un sueño; pero, aun así, me fijé en una
torre lisa equipada con grandes protuberancias y antenas que bien podría ser el sitio donde un mocoso
creaba música del útero para transmitirla a Lhasa.

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Pero..., ¿sería realmente cierto que toda la experiencia del Prisma era falsa? Un misterio tan burdo y
tan barato... ¿Y no había más que eso?
¡No! No era verdad. Yo había visto la Gran Nada, la Gran Oscuridad que se oculta en la raíz de
toda la Luz y el Ser. Había sido una visión auténtica..., y el horror era auténtico.
¡Sí! Era una mentira. Había tenido una alucinación, un ataque, igual que le ocurre a un epiléptico
cuando contempla el parpadear de unas luces. Y, de todas formas, la experiencia no podía ofrecerme
nada. No serviría para mejorar mi vida o para hacerme más humana.
―La Mezcla de Asura ―estaba diciendo Fatumeh― es una forma excelente de adiestrar a los más
jóvenes para que aprendan a desprenderse del yo y ganar acceso a una identidad nueva y más
grande...
―¡Pero en Lhasa no se hacen vuelos a Asura!
Me señaló las inmensas antenas de los edificios.
―Estamos continuamente en contacto con Miami y Kazajstán. Podemos volar a cualquier sitio
desde cualquier punto. Verás, los tres mundos alienígenas son juegos de aprendizaje muy
importantes, así como optimizadores genéticos. Asura permite aprender cuáles son los estados
mentales superiores e inferiores. Yidag prepara para el cambio mental de la «pubertad», la fase de
crisálida, y coloca los cimientos de lo que luego será desarrollado por las máquinas de enseñanza
como el Prisma. Necesitamos tener acceso a todos los mundos. Y, naturalmente, los Grandes Adeptos
siempre están ocupados diseñando nuevos mundos alienígenas para incorporar nuevas técnicas e
ideas... Nuestros niños encuentran muy divertido que el mundo exterior tome por realidades sus
juegos de la mente...
―¡Oh, sí, apuesto a que les divierte mucho!
El primer edificio del monasterio era la terminal de un funicular. De él salía un cable que se perdía
entre los primeros troncos del bosque. Subimos a un vehículo (cuyo interior imitaba un tramo de
escalera) y empezamos a bajar. Miré hacia el sur y vi un lago de cristales rotos en ángulo: eran los
paneles de energía para la comunidad de Ga Dan. Los árboles parpadeaban delante de los paneles,
por lo que clavé los ojos en el suelo de madera, queriendo que tanto mi mente como mis ojos
conservaran la lucidez.
―¿Por qué hacéis que algunos Adeptos pasen por el aro y otros por la botella? ―pregunté.
―No es más que un asunto de saber cuál de las crisálidas parece más adecuada ―replicó
Fatumeh―. Como ya te he dicho, observamos el campo corporal para ver lo que el niño sabe hacer con
las máquinas...
Estaba mareada, me encontraba mal.
―...la botella yidag se encuentra menos separada del mundo, aunque sólo sea porque deja entrar
la luz. Naturalmente, la inmersión en el líquido hace totalmente imposible «ver» nada con claridad.
No hay más que un resplandor que va creciendo en intensidad a partir del alba y va disminuyendo con
el crepúsculo, igual que una curva sinusoidal muy prolongada..., un solo armónico de luz. Eso hace
que la experiencia de la botella también aleje mucho del mundo, pero el aro reduce toda la entrada de
estímulos exteriores a cero. Hace que el niño quede totalmente envuelto por su mente, le aísla tan
irremisiblemente como si fuera un espacionauta que flotara en el vacío, allí donde no hay estrellas. No
puede percibir nada salvo su propia mente.
―¿No hay cierta sensación de tacto? ¿Un poco de calor, algo de presión? Los aros deben ser mucho
más dolorosos que flotar dentro de una botella. ¡Kushog fue torturado!
―No, el traje les protege. Aísla y elimina todas las sensaciones, incluso las de temperatura y
presión. En la etapa inicial, hasta que el trance llega a ser lo bastante profundo, incluso elimina la
sensación de existir. La parte interior del traje está recubierta con una pasta anestésica. Aunque eso
sólo ocurre al principio, claro, luego va secándose.
―Kushog...
―...no estaba preparado para soportar la experiencia. Se dejó llevar por su imaginación.
―Entonces, ¿qué razón había para someterle a ella?
―No teníamos forma de saber si estaba preparado o no. Su obsesión por el chöd.. Conseguir
nuevos reclutas directamente de la Vieja Humanidad habría sido algo maravilloso. Más continuidad,
si quieres expresarlo así...
―¡Menos culpa!
―No nos sentimos culpables. En absoluto...
Bajamos del funicular en un pequeño claro donde varios senderos convergían en una vieja lápida
tallada que tendría un par de metros de altura. La mayor parte de las inscripciones habían sido
raspadas hasta dejarlas ilegibles, aunque ya hacía mucho tiempo de eso.

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―Los campesinos borraron las palabras en los viejos tiempos ―me explicó Feng―. Creían que eran
palabras mágicas. Hicieron medicinas con el polvo.
Fatumeh sonrió ante aquella muestra de ingenuidad.
―¡Estaban dispuestos a todo con tal de curarse!
Para mí, tanto ella como Feng también pertenecían a un mundo de salvajismo y supersticiones. La
única diferencia estaba en que su mundo era una versión más refinada del antiguo, más técnica y
poderosa. La razón y la humanidad habían sido arrojadas a un lado por una monstruosa conspiración
que había logrado controlar el mundo aprovechando los problemas y disturbios que habían terminado
con aquella otra civilización tecnológica y racional que tan astutamente se nos había enseñado a odiar.
¿Cuánto tiempo pasaron aquellos adoradores del Hombre Futuro infiltrándose en el mundo hasta
conseguir sus propósitos? ¿Siglos? Probablemente nunca llegaría a conocer la auténtica verdad
histórica. La habían deformado o eliminado con tanta habilidad... Lo más que podía hacer era
mantener los ojos bien abiertos y averiguar el máximo de datos posibles en cuanto llegáramos a su
fortaleza.... No sabía cómo ni dónde, pero quizás aún hubiera forma de salvar una parte de la verdad
y hacerla conocida. Sí, aún tenía tiempo, si es que su plan para eliminar a la Humanidad iba a requerir
varios siglos y si sus sirvientes, como Feng, seguían teniéndole miedo al avispero representado por
todos los seres humanos corrientes que habitaban el mundo.
Cruzamos un bosquecillo y llegamos al gran cristal dorado dentro del que flotaba la chica
desnuda. Nos acuclillamos formando un círculo junto a los demás y esperamos. Los minutos fueron
pasando. Todo el mundo guardaba silencio.
―Ya no falta mucho ―murmuró Fatumeh, colocándose la cola de caballo sobre el vientre―.
Pronto...
―¿Cómo lo sabes? ―le pregunté, teniendo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para hablar―.
¿Hay algún tipo de reloj que lo controle?
―No, no es nada mecánico. Puedes notarlo por la altura a que flota dentro del líquido. Ah... ¿Ves?
Un reguero de burbujas doradas brotó de los labios de la chica y, de repente, su cuerpo empezó a
subir hasta que su cabeza quedó oculta por el extremo metálico de la botella de cristal, que había
empezado a girar lentamente sobre sí misma. Una docena de adolescentes se acercaron al cristal,
formando una pirámide humana, y la tapa metálica se soltó para quedar colgando de un cable. La
cabeza de la chica emergió del recipiente. Parpadeó. Sus hombros y sus brazos salieron del recipiente,
y el fluido resbaló por su piel para volver a caer dentro de la botella, como si todas las gotas que lo
componían fueran una sola sustancia que podía ser estirada hasta el infinito pero que jamás llegaría a
romperse. La pura y simple lealtad de aquellas moléculas explicaba la membrana que creí haber visto
protegiendo la piel de la muchacha.
Pasó las piernas por encima del borde y quedó suspendida en equilibrio, flexionando los
músculos de su cuerpo y tragando hondas bocanadas de aire. Después se dejó resbalar por las
espaldas de la pirámide humana, y los cuerpos que la formaban cayeron al suelo, rodeándola. La
joven se quedó en pie, inmóvil, con una sonrisa radiante en los labios.
―¿Cuánto tiempo ha estado dentro de esa...?
―Poliagua ―dijo Feng.
―Calla. Escucha―dijo Fatumeh.
La chica abrió la boca y se dirigió a todos los que estábamos en el claro, pero no usó ninguno de
los lenguajes que yo conocía. Las sílabas se pegaron las unas a las otras formando sonidos que se
convirtieron en frases, y cada frase era un grupo de sonidos que formaba grupos más grandes...,
Muchos-en-Uno. Era un lenguaje tan fluido como un torbellino circular, un lenguaje que abarcaba y
encerraba. Era un lenguaje que fluía igual que el mercurio al derramarse, rebotando, dividiéndose,
agrupándose, absorbiendo; una confusión de charcos relucientes que acabaron uniéndose para formar
una sola masa que, manejada sin el cuidado necesario, podía volver a escindirse en mil partículas
distintas para perderse por completo. O eso me pareció. No era más que un abracadabra aprendido de
memoria. Era un ritual mágico como los que debieron utilizar los Viejos Magos para invocar a los
Dioses de la Tormenta y los Dioses del Sol, los Dioses de la Cacería, los Dioses del Poder... ¡Una
sucesión críptica de sílabas carentes de significado que la hacían parecer más primitiva que nosotros,
no una especie superior de ser humano!
―Ha pasado veinte días dentro de ese recipiente, contando el día de hoy ―dijo Fatumeh cuando el
canturreo de la chica hubo llegado a su fin y mientras ésta, acompañada por un adulto, se alejaba del
claro―. Mientras estuvo dentro de él su mente ha estado componiendo este..., bueno, supongo que
podrías llamarlo cántico de agradecimiento. Ahora, la capacidad y la coordinación de su cerebro son
mayores que antes. Su forma de hablar lo demuestra. Verás, durante la fase de crisálida, el cerebro

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sufre cambios físicos muy importantes... La topología del pensamiento se vuelve más complicada, más
autoanalítica. Todos llevamos dentro un programa incorporado que nos permite aprender el lenguaje
humano, pero la amplitud del canal usado por ese lenguaje sigue siendo muy pequeña...; aunque en
cada lenguaje hay un gran número de sonidos básicos que no se utilizan y que podrían hacerlo más
amplio y complejo. Por ejemplo, todo el vocabulario inglés puede ser reducido a palabras de una
sílaba sin hacerle perder ni una fracción de su flexibilidad y sutileza..., ¡hay tantas combinaciones que
no se utilizan! La fase de crisálida hace que el programa del lenguaje dé un paso hacia delante y
genera el potencial para crear estructuras mucho más densas y ricas..., con las pautas del viejo
lenguaje como una especie de forma larval más sencilla del nuevo lenguaje. Ahora, naturalmente, los
Adeptos evolucionados pueden ayudar a los candidatos antes de que entren en la fase de crisálida
ofreciéndoles una relación de entrenamiento retroalimentadora. Vivirá entre ellos y aprenderá a
refinar su nuevo lenguaje. Lo que estamos creando, y utilizando, gracias a las alteraciones producidas
por la fase de crisálida, es toda una serie de lenguajes superiores que pueden expresar muchas más
cosas de una forma mucho más concisa y exacta. Esos lenguajes pueden describir la apariencia de un
rostro, o la actividad física de la natación por ejemplo, en vez de limitarse a nombrarla poniéndole
encima una etiqueta rudimentaria...
»Después de que una mariposa haya dejado de ser oruga, ¿puede seguir arrastrándose?
Naturalmente que sí, siempre que quiera hacerlo. ¡Es lo que estoy haciendo ahora cuando hablo
contigo, y con Feng, usando un lenguaje que podéis comprender! Pero, aun así, eso sigue siendo
arrastrarse. Es como si me cortara las alas en beneficio vuestro... Ella también es una Adepta Menor.
Pero los Grandes Adeptos..., ellos no pueden cortarse las alas y volver a la etapa prehumana con tanta
facilidad. Su concepto del ambiente es tan distinto..., hablo de toda su umwelt, el medio ambiente que
perciben. Representan el salto completo de la crisálida. Esa chica y yo seguimos siendo saltos parciales
a medio camino entre lo viejo y lo nuevo..., orugas con alas, si quieres expresarlo así. Tenemos la
esperanza de poder llegar a su nivel antes del fin de nuestras vidas. El Hombre del Futuro Lejano, por
oposición a los que sólo son Hombres del Futuro, quizá tenga que pasar por muchas más fases como
crisálida de las que ahora podemos imaginar... ―Su voz se alzó hasta convertirse en un himno de
acción de gracias, una canción de triunfo―. Esas fases quizás incluyan un estado como plasma
psíquico libre, un campo corporal liberado que pueda prescindir del cuerpo y sea capaz de absorber
energía del sol, quizás incluso de la mismísima textura del espacio, usando sistemas que ahora no
podemos ni soñar..., ¡hasta acabar llegando a las estrellas! Un día seremos ángeles. Yo no lo veré, pero
los hijos de mis hijos, dentro de cien generaciones, sí podrán ver ese momento. Aunque ahora ya vivo
con ellos en el Tiempo Absoluto... ¡No estoy sola; como tampoco lo está la Vieja Humanidad!
»Puede que entonces nunca nos veamos obligados a morir, a menos que lo deseemos. Quizá
podamos encarnarnos temporalmente en otros animales de éste y otros mundos, tal vez incluso en
árboles, en cualquier ser vivo... y ser el tigre, o el saguaro gigante del desierto, o la ballena que habita
en el mar, o un caracol, o un escarabajo... Esas encarnaciones no serán más que juegos. El espacio será
el auténtico lugar donde aprenderemos a descifrar el universo: allí encontraremos otras grandes
mentes que serán nuestros iguales o nuestros superiores, y aprenderemos con ellas, o quizá logremos
hacerlo sin ayuda, ¡y sabremos cómo es posible convertirnos en Dios y crear el universo que nos creó!
El estanque genético deberá restaurarse a sí mismo durante generaciones antes de que todo eso sea
posible. Ése es el trabajo que nos aguarda a partir de ahora.
Se fue calmando. Salimos del claro donde se alzaba el cristal dorado, acompañados por el resto de
los celebrantes, y cruzamos los bosques en dirección a la cicatriz artificialmente humedecida que
contenía la aldea de los seres de arcilla.

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

22

Caminar por aquella avenida de estatuas, sabiendo que en el interior de algunas había seres
humanos aprisionados, me puso la piel de gallina. Al menos la chica que flotaba en el líquido dorado
parecía tranquila y feliz. Era el rostro aceptable de este extraño culto inhumano... Pero cocer la carne
humana en prisiones de arcilla para crear una crisálida mental era algo que me repugnaba, y traté de
no rozar ninguno de aquellos objetos horribles..., ¡aunque resultaba bastante difícil, pues cada intento
de esquivarlos podía hacerte resbalar por ese fango viscoso y caer directamente sobre otra estatua!
El globo flotaba casi encima de la aldea, formando un gran tejado grisáceo. No había ninguna luz
solar que pudiese engañar mis ojos, y me di cuenta de lo horrible que era todo aquel paisaje.
Sí, éste era el sitio donde terminaban todos los niños que deseaban arrancar las alas de las
moscas...
A mitad de la avenida había una muchedumbre congregada alrededor de una estatua. La mayor
parte de los presentes eran «niños de arcilla»: llevaban la cabeza cubierta por sus capuchones y la
holgada tela negra de sus trajes flotaba a su alrededor, convirtiéndoles en criaturas amorfas. Nos
contemplaban a través de unas gafas con cristales rojizos que les hacían parecer un grupo de
sacerdotes-lagarto enloquecidos.
Vistos de cerca, los aros no eran exactamente aros. La columna vertebral humana no podría haber
soportado un maltrato semejante. Se parecían más a un triángulo redondeado, con el cuerpo encogido
en una posición fetal como una deformada hipotenusa. En la plaza central de la aldea había montones
de cestas de mimbre que tenían esa misma forma ―su delirio habría hecho que Kushog no se fijara en
ellos, o quizá hubieran sido eliminados de su grabación durante el montaje―, esperando ser usados
como armazones para las nuevas estatuas..., botes en forma de plátano destinados a contener cuerpos.
Algo vestido de negro subió por la escalerilla que llevaba al globo. Poco después de que entrara en
él, una luz azulada de una potencia casi insoportable bañó la aldea: toda la parte inferior del globo
estaba llena de reflectores que emitían una claridad tenue pero aun así muy fuerte. La intensidad de
las luces fue disminuyendo, dejando una avenida llena de imágenes fantasmagóricas y visiones donde
las estatuas se retorcían igual que espíritus atormentados.
Más engaños y mixtificaciones..., ¡luces brillantes para cegarte durante el día!
Unos instantes después, la parte superior de «nuestra» estatua empezó a resquebrajarse. Acabó
haciéndose añicos, derramando una lluvia de cañas rotas y fragmentos de arcilla sucia; una mano de
piel negra y reseca parecida al cuero se abrió paso por el cascarón, seguida por una segunda mano
igual de arrugada. Manos momificadas. Manos marchitas de carne asada... Qué espectáculo tan
horrible: un cuerpo momificado en vida que seguía vivo después de la experiencia.
Las manos se unieron como si su propietario se dispusiera a nadar, haciendo caer más pedazos de
arcilla y cañas. Una cabeza sin rasgos emergió del cascarón, seguida por un cuerpo encogido sobre sí
mismo.
Pero aquella piel negra y reseca ya estaba empezando a cubrirse de grietas y no tardó en
desprenderse. La piel no era más que uno de esos trajes que llevaban para parecerse a orugas, y el
calor de la cocción la había resecado, dejándola lista para desprenderse al menor movimiento. Sí, era
uno de aquellos trajes que anulaban las sensaciones, y había ido cociéndose lentamente después de las
primeras vueltas encima del fuego ―supongo que por el calor corporal más que nada―, hasta que la
tensión ejercida por la tela había hecho que la víctima saliera de su trance...
Y debajo del traje había un joven: intacto y entero, con la piel blanca como el hueso. Retorció las
nalgas, liberándolas de la arcilla. Sus pies apartaron los restos de la estatua y el traje y empezó a bajar
hacia el suelo, sin que nadie le ayudara; la distancia era menor que en el caso del cristal. Se arrancó los
últimos fragmentos de tela negra que le cubrían los ojos y la boca; y también él movió los labios,
pronunciando...
¡Galimatías!

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

―Su cuerpo también habla expresando lo que pasa por su mente ―murmuró Fatumeh―. ¡Mira,
todo su cuerpo habla!
El joven empezó a balancearse. Movió la cabeza con una inmensa concentración, flexionó los
brazos, dobló las rodillas y agitó los dedos..., todo ello guiándose por ritmos separados y
contradictorios, como si estuviera intentando sugerir nuevos ejes para el espacio tridimensional, como
si quisiera que su cuerpo trazara el mapa de nuevas dimensiones situadas en ángulo recto las unas con
las otras: cada dimensión tenía su propia frecuencia particular y, sin embargo, todas se encontraban
dentro de este espacio nuestro del aquí-y-ahora. Daba la impresión de estar..., desarticulado, roto en
pedazos. Y sin embargo, mientras bailaba y hablaba, emitiendo mensajes del cuerpo ―mensajes que su
cuerpo parecía comunicarle directamente a mis propios músculos y, con ello, a la mente que había
bajo mi consciencia, sin que yo supiera cuál era el contenido de lo que estaba diciendo―, todo el
mundo empezó a distorsionarse y a romperse en pedazos. Me sentí inexorablemente atraída hacia su
loca danza multidimensional.
―Un Gran Adepto ―jadeó Fatumeh―. Él llegará a las cimas...
¡Un maestro del hipnotismo, más bien! Tuve la sensación de estar rompiéndome por dentro
―igual que durante la Mezcla del Ocaso en Asura; como si hubiera conseguido hacer que el pájaro se
apartara del árbol―, como si la calamidad con que Klimt me había amenazado estuviera volviéndose
realidad... Lo que ocurrió después me resulta difícil de explicar ―o, al menos, se lo resulta a este «yo»
etiquetado con el nombre de Lila Makindi―, pues me convertí en muchos yoes separados. Durante
mucho tiempo no tuve ningún yo digno de ese nombre. Ahora lo recuerdo; pero durante la
experiencia todo fue muy distinto. Era cien personalidades separadas, cien estados mentales
separados que conspiraban para pensar que poseían una identidad conjunta. Recuerdo, sí; pero el
recuerdo no describe la experiencia, igual que la palabra «nadar» no describe los complejos
movimientos integrados del cuerpo en el agua. Estaba experimentando la desintegración de mi «yo»
fantasma llamado Lila y su transformación en las esferas separadas que coexisten bajo el «campo del
Yo»...
Era: un Cerebro Que Sueña..., un conjunto de fantasías centradas en el mundo que recordaba, y
podía verlas todas con un ojo interno que no tenía consciencia del tiempo y que apenas sabía cómo
enfocar. Cualquier esfuerzo para ver con más claridad hacía que todo se volviera confuso y empezara
a moverse igual que le ocurriría a un ojo desprovisto de cuenca sometido a la presión del dedo, y un
instante después el ojo volvía a centrarse en otra cosa vista de forma tan poco clara como la anterior. Si
pudiera hacer que este ojo despertara de su eterno sueño, podría hacer un nudo en el caos de
fantasías. Cada nudo que ataba era un mero lazo que se deshacía en el mismo instante de crearlo. Era
un Cerebro Que Sueña, nada más.
Era: un Cerebro Que Trabaja. Que hace volver la cabeza, da pasos, pone el pie en el suelo, hace
apretar los dedos formando un puño, abre la boca para hablar; un Cerebro que hace moverse los
pulmones y latir el corazón, que hace girar los globos oculares y se aparta del fuego, un Cerebro que
también mantiene la orina dentro de la vejiga.... Pero el Cerebro Que Trabaja no era más que el hacer
esas cosas, un mero autómata. No podía ayudar a mi Cerebro Que Sueña en una tarea tan sencilla
como la de atar ese nudo.
Era: un Cerebro Que Examina y Percibe. Incluso aquel estado mental no tardó en descomponerse
en un Cerebro Que Percibe y otro Cerebro Que Examina, y cada uno ignoraba la existencia del otro.
Percibí: un caos de luz y colores que no tenía altura, grosor ni profundidad..., un manchón confuso
carente de significado o dimensiones. Era ininteligible. Busqué ―usando toda clase de formas y pautas,
queriendo que el mundo encajara, queriendo darle una forma y comprender su sentido―, pero no
había nada que encajara con ese caos, no había ninguna comunión con el Cerebro Que Percibe, aunque
yo percibía y examinaba la misma escena (el sitio donde los miembros de un joven dictador se
descoyuntaban rítmicamente en una cohorte de danzas distintas, separadas las unas de las otras...).
Era: un Cerebro Que Recuerda; un Cerebro que Registra. Recordé y reviví mis minutos de amor
con Rajit en la playa de Sinda. Su cabello colgando sobre su espalda igual que una cuerda negra
retorcida por el agua; mi boca se embriagaba sintiendo la dulzura de sus besos que sabían a vino de
palma... Mi Cerebro Que Cuenta El Tiempo Y Localiza Las Cosas huyó de aquel recuerdo resucitado,
tan vívido y completo..., pues el Cerebro Que Recuerda obedecía a la misma éxtasis temporal de mi
Cerebro Que Sueña; sólo que él trataba con Lo Que Fue, y no con Lo Que Podría Ser. Trataba
acontecimientos, no permutaciones.
Y en algún sitio, perdido entre esos cerebros, entre el sueño y el recuerdo, tenía que haber un
Cerebro Voluntad: un cerebro que convertía todas las posibilidades del mundo en unos
acontecimientos determinados, una realidad; un cerebro que anudaba lo probable convirtiéndolo en lo

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real... ¡Y no podía encontrarlo, porque no había ningún «yo» capaz de llevar a cabo esa búsqueda! La
idea del «yo» no era más que una conjura, una ilusión. Todas las posibilidades existían. Todo... y nada.
Y mis estados mentales se alejaron los unos de los otros, dispersándose hasta convertirse en estados
cada vez menos evolucionados; primero fueron cubos, luego líneas y después puntos, y cada uno
seguía su propio eje personal, el del sueño, el trabajo, la percepción, el formar y el investigar, el
recordar..., y el danzarín movía sus manos por separado, cada dedo de cada mano, y cada articulación
de cada dedo, una danza semáforo ejecutada con la máxima atención, una danza capaz de hablar
directamente con este rebaño de mentes. La caja de mi mente y el andamio de mi cuerpo eran su único
acuerdo sobre quién era «yo».
Y, si yo sentía todo esto, entonces era cierto que los auténticos seres humanos no existían...,
¡todavía! ¡Oh, cómo intenté olvidar aquella no-existencia de mí misma y de toda la humanidad...,
después! Pero cuando ocurrió no había ningún «yo» capaz de ordenarme que rechazara aquella
experiencia...
Finalmente, el mundo volvió a su sitio de costumbre, y «yo» con él. El joven desnudo había
terminado de bailar y estaba alejándose de la aldea de arcilla..., ¡tan blanco como un gusano
empollado en la carne humana, blanco como los excrementos de un perro con indigestión!
Ya lo has visto, Lila ―insistió Feng.
―No he visto nada ―gemí―. Hipnotismo..., alucinaciones..., ¿cómo puedo saberlo? Sólo sé que
siempre he sido manipulada. Todos los seres humanos son manipulados. Pero los seres humanos no
pueden hacer nada salvo ser precisamente eso, humanos... Vivir en este mundo es algo maravilloso.
Hacer el amor. Sentir el sabor del vino de palma en los labios. Nadar. Trabajar, cultivar plantas para
comer...
―Ser «humano» en esos términos tuyos es hallarse sumido en la hipnosis ―suspiró Feng―.
¡«Limitarse a vivir» no es más que eso! No pudiste mantener la cohesión de tu mente, ¿verdad? Eso se
debe a que en realidad no existe ningún tú coherente que pueda mantenerla unida. No eres más que
un conjunto de estados mentales unidos en un gran átomo con muchos electrones orbitando a su
alrededor. Las electrones están saltando continuamente de una órbita a otra, chocando los unos con
los otros..., ¡excluyéndose los unos a los otros!
―El Bardo pretende llevar a cabo el genocidio del hombre y de la mujer, acabar con los seres
humanos. Vuestro Hombre del Futuro nunca llegará a existir. Siempre habrá algo más allá, y más allá
de ese más allá... Un perro nunca consigue atraparse la cola. Qué equivocados estáis... ―Arranqué un
trocito de arcilla de los restos de la estatua y lo arrojé al globo. No logré darle. El trocito de arcilla cayó
al suelo, no sé dónde.
―Que un ser humano más consciente esté emergiendo de la Vieja Humanidad... ¿Eso te parece un
crimen? Entonces, ¿la mariposa asesina a la oruga? ―me preguntó Fatumeh con voz burlona.
Arranqué otro pedazo de arcilla, una bola erizada de astillas de caña, y me lancé sobre Feng y
sobre Fatumeh, aunque estuviera embarazada. Al menos tenía la fuerza de voluntad suficiente para
ese ridículo y mísero ataque..., ¡sí, podía obrar libremente, sin que nadie me controlase!
Naturalmente, jamás pude llegar hasta Fatumeh; aunque quizá sí habría podido llegar hasta Feng.
Fatumeh agitó sus manos ante mi rostro, y el tiempo se detuvo durante un segundo hasta que hubo
esquivado mi embestida. Era una hipnotizadora muy hábil. Y yo era triplemente vulnerable: por haber
estado atrapada en el Prisma; por el truco de la alfombra, y ahora por haber presenciado la
enloquecedora danza del muchacho, esa danza que me había hecho dudar de si yo era realmente «yo»
y de si existía como persona... Para Fatumeh, no era más que una esclava sujeta a su control. Una
muñeca. Un autómata.
Fatumeh agitó la cabeza, como compadeciéndose de mí.
―Todo el mundo puede ser hipnotizado ―exclamé.
―No. Los Adeptos son inmunes al hipnotismo. A menos que deseen dejarse hipnotizar, claro...
Pero los humanos corrientes se pasan toda la vida hipnotizados. Es cierto, ¿sabes? Poco o mucho... Tu
Viejo Humano sigue siendo una criatura preconsciente con breves destellos de auténtica consciencia
que se esfuman apenas nacer. Está dormido. El sueño de la vida es tan atractivo como un imán. Tu
Viejo Humano puede llegar a enfadarse mucho en sueños. Igual que tú hace unos momentos... Se agita
locamente y golpea lo primero que encuentra, pues quiere seguir dormido. Debes comprender que
hoy se te ha mostrado algo muy importante, y que has despertado un rato de tu sueño..., no ha sido
ningún engaño.
―No te culpo por haber reaccionado así, Lila ―dijo Feng, llevándose la mano a la mejilla, quizá
para ocultar una herida. O quizá no, pues no vi que sangrara―. Puedes pensar en todo esto durante
una semana. Después, tendrás que tomar una decisión. Creo que es tiempo más que suficiente, ¿no?

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

Necesitamos administradores. Intermediarios entusiastas... Y si dices que sí, ten la seguridad de que
sabremos si dices la verdad. Sinceramente, espero que tú también lo sepas. Eres una persona de lo más
transparente, ¿sabes? Nosotros comprendemos a la gente.
¿Lo era? ¿A quién se refería Feng con ese «nosotros»? ¡Las delirios de grandeza eran contagiosos!
―De todas formas, bastará con una prueba Backster para decirnos si eres sincera. Cualquier planta
conectada a un galvanómetro servirá.
―De lo contrario ―dijo Fatumeh―, ya sabes lo que te espera y adónde irás a parar, ¿no?
Me acordé de una gallina roja que seguía la huella de un neumático de bicicleta en la aldea de
Bagamoyo, hipnotizada por aquella línea recta. Caminaba y caminaba..., hasta que un perro se lanzó
sobre ella, ladrando, y rompió su trance...
―Entonces, ¿es que los perros carecen de existencia? ¿Y las gallinas? ―les pregunté con voz
suplicante―. ¿Deberíamos acabar con todos los perros y las gallinas sólo porque viven en un sueño?

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

23

Y ésa fue la razón de que dispusiera de una semana a solas en el Potala para pensármelo. Un
mongol o tártaro de rostro salvaje me llevó al Palacio. Ni tan siquiera me encerraron con llave; pero
otro centinela igual de paciente y poco comunicativo montaba guardia en el pasillo delante de mi
puerta.
Quizá fuera cierto que «Adeptos» del espacio habían influido sobre la mente humana. El cosmos
debía contener otros seres avanzados capaces de pensar, por lo que quizá la mentira del Bardo fuera
una especie de verdad distorsionada, algo que sería descubierto por aquellos Adeptos «desencarnados»
que acabarían marchándose de la Tierra... ¡Quizás el Bardo fuera un experimento alienígena con la
Humanidad, algo llevado a cabo de una forma tan sutil y durante un período de tiempo tan prolongado
que ni tan siquiera el Bardo estaba enterado de lo que ocurría! ¡Sí, un experimento planeado por seres
tan avanzados que no habría más remedio que llamarles «dioses»! ¿Cómo se puede discutir con un
Dios? ¿Cómo se puede ir contra la voluntad de Dios?
Hice igual que aquella gallina de Bagamoyo y me dediqué a recorrer esa senda de teorías, y luego
tomé por otra distinta; y siempre me sorprendía sentir aquella especie de ladrido que se alzaba en mi
interior: un ladrido de ira...
Yungi había sido destinada permanentemente a la guardería. No me importaba. No era mía...
¡Además, el Bardo llevaba mucho tiempo enseñándole al mundo que debía ponerle freno a las
exigencias del yo individual! Todo para conseguir una sociedad humana sana y cuerda, decían. ¡En
realidad, si obraban así era porque pensaban que la inmensa mayoría de la gente no tenía ningún «yo»
digno de tal nombre!
Otra vez la ira. El odio que me inspiraban.
¡Bibi Mwezi se había echado agua hirviendo encima del brazo para expresar su yo! ¡Maimuna se
había tragado una araña en salmuera!
Todo aquel invento de los «dioses alienígenas» que nos guiaban era una estupidez. La fe en el Más
Allá había sido una buena excusa para abusar del mundo conservando la conciencia limpia. Ahora
había una fe distinta..., la fe en un Más Allá diferente. Y eso dejaba que el Bardo, con la conciencia
igualmente limpia, dictara su sentencia: el Hombre es el Pasado.
Feng no vino a verme ni una sola vez.
Al sexto día pedí ver a Yungi. Tenía que salir de mi habitación. Se había convertido en uno de esos
aros de barro y me aprisionaba: estaba cociéndome dentro de ella, convirtiéndome en algo que me
negaba a ser. Los muros de piedra eran espejos y me acosaban con mi propia imagen. Hasta que dejé
de sentir ira. Hasta que me rendí. Y creí.
De repente descubrí que deseaba ver a Yungi. Pero la idea de verla también me daba miedo.
Quizá quisiera verla sólo para aborrecerla, para sentir odio hacia ella... Y, si no la aborrecía, si la
amaba y creía en ella..., bueno, entonces tenía que empezar a imaginarme el día en que una
desgarbada joven color café con leche flotaría en el dorado fondo de una botella yidag, suspendida en
el líquido durante días hasta volver a la superficie con un cántico de agradecimiento en los labios, un
cántico que yo podría oír, sí, pero no comprender..., una mariposa con alas invisibles para mí.
¿Debería amar a ese ser extraño y alterado a quien sólo podía inspirar una mezcla de pena y
compasión?
Tenía que verla para saberlo. Era ella quien debía revelarme la respuesta al enigma. Mi cuerpo me
lo decía.
Abrí la puerta, le dije el nombre de Feng al dobdob y señalé el teléfono de la pared. Marcó el
número y me entregó el auricular.
―¿Feng? ¿Eres tú? Tengo que ver a Yungi. Sólo ella puede indicarme qué decisión debo tomar. Es
la parte de mi ser que vive fuera de mí. La parte a la que aún soy incapaz de llegar... ¿Puedes
comprenderlo?
―Desde luego. Pásale el auricular al dobdob. Le diré que te lleve allí.

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

El dobdob colgó el auricular unos segundos después y me indicó que debía acompañarle por el
pasillo que llevaba a la guardería. La tarde acababa de empezar. Una soleada tarde de julio... Cuando
llegamos a la guardería el sol entraba por las ventanas, iluminando los mandalas de las paredes. La
sala vibraba con el murmullo de los auriculares, de los que brotaba una música parecida al zumbido
de las abejas. La mayor parte de los bebés estaban dormidos. Sobre algunas cunas colgaban grandes
móviles poliédricos de plástico o cristal que giraban lentamente sobre sí mismos y dejaban ver a cada
giro siluetas que se agitaban en su interior: móviles caleidoscópicos. El dobdob saludó a la Enfermera
Descalza, y los dos se quedaron junto a la puerta, hablando en voz baja. Yungi estaba dormida con la
cabeza ladeada, y sus párpados parecían conchas de porcelana gris. Tenía las manos junto a la cabeza,
cerca de los auriculares, con las palmas medio reveladas. Sobre su cuna había uno de aquellos
móviles, ofreciéndole una sucesión de facetas transparentes para que, cuando estuviera despierta,
pudiese ver el lento desfilar de luces y formas.
Me arrodillé junto a su cuna y alcé los ojos hacia el móvil desde aquella postura. Vi toda una serie
de laberintos distintos con un dragoncito rojo corriendo por cada uno de ellos. La continua rotación
del móvil creaba la ilusión de que el dragoncito corría de un lado para otro, buscando una salida. Y, al
mismo tiempo, una multitud de espejitos y fragmentos de cristal polarizado hábilmente colocados
alteraban la disposición del laberinto con cada giro del poliedro, por lo que la imagen del dragón
siempre tenía que correr en un sentido distinto. Una ilusión corriendo a través de más ilusiones...
Me puse en pie. Hice girar el móvil más deprisa, y Yungi abrió los ojos. Movió las manos y golpeó
el colchón, como si se dispusiera a llorar. La mejilla sobre la que había estado durmiendo mostraba la
huella dejada por la presión de la tela. La observé, y vi cómo se iba desvaneciendo poco a poco. Igual
que la señal de una bofetada dada por una mano minúscula...
La luz dorada revelaba cada mota de polvo que flotaba en el aire: la yema del día, separada de la
clara. Hice girar el móvil cada vez más deprisa y Yungi eructó. Un hilillo de saliva rodó por la
comisura de sus labios. Apenas si olía pero, aun así, el olor resultaba terriblemente penetrante... Como
si jamás pudiera ser limpiado. Me bastaría tocar ese hilillo de saliva con la yema del dedo para que mi
piel quedara eternamente saturada de su olor.
Volví a ponerme de rodillas junto a la cuna, sintiendo como el olor de su saliva se hacía aún más
perceptible, y me dediqué a contemplar el ahora mucho más acelerado girar del móvil, toda aquella
serie de carreras por los muchos laberintos posibles...
El dragón corría por un camino. Que se convirtió en otro camino distinto. Por el que ese dragón ya
estaba corriendo. Y el camino se alteró. Cambio, cambio, cambio. Los laberintos se confundieron entre
sí hasta que todos los laberintos existieron al mismo tiempo y en el mismo sitio, hasta que todas las
opciones fueron iguales y el Tiempo quedó cancelado por aquella afluencia de Espacios extra
coexistentes. Hasta que el Tiempo se volvió Espacio... Y, uniendo toda aquella multiplicidad de
Espacios, el mismo olor de siempre, el aroma dulzón de su saliva...
El dragón rojo echó a correr y se perdió en la lejanía. Parecía una gallina. Y ya estaba
disponiéndose a perseguir a esa misma gallina. Pues el dragón rojo y la gallina roja eran la misma
bestia..., ¡en puntos distintos del espacio!
El dragón era una Bestia Estelar minúscula..., la Bestia Estelar de la mente de Yungi, y estaba
creciendo. La bestia se alimentaría con las gallinas de la Humanidad, esparciendo sus plumas al
viento..., aunque ella misma fuera todas esas gallinas. Lo que Yungi veía correr por el laberinto era yo
misma, yendo hacia la izquierda, hacia la derecha...
Su saliva olía igual que el aliento de un dragón. ¡Mi bebé dragón! ¿Dónde estaba la inocencia de
un dragón?
Yungi volvió a eructar, babeó y parpadeó, contemplando aquella multitud de laberintos giratorios
que eran un solo laberinto...
―¡Lila!
Una voz familiar. Sedosa, llena de astucia. La voz de Maimuna. Me puse en pie, aturdida.
―¿Qué haces? ¿Juegas a ser la madre embobada ante su niña?
―Se rió. Mi dobdob la contempló con cierta suspicacia, pero la enfermera le dijo algo que pareció
tranquilizarle. Maimuna debía haber estado haciendo grandes esfuerzos por portarse bien. El dobdob
dejó que viniera hacia mí―. Parecías haberte esfumado. Llevo siglos sin verte... ¿Aún no has volado?
Acabo de terminar mi segundo vuelo. ―Me dirigió una sonrisa llena de confianza en sí misma―.
Supongo que dentro de unas semanas volveré a volar.
―¿De veras? Bueno, ¿y cuál de éstos es tu bebé?
―¿Doudou? ¿A quién le importa? Creo que está al otro extremo de la sala, a menos que lo hayan
cambiado de sitio.

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

―¿Por qué vienes a visitarle si no te importa?


―Estoy tanteando el ambiente, Lila. Creando precedentes. Descubriendo cosas...
―Ya veo; estás intentando congraciarte con los de arriba. Dime, ¿aún tienes ese otro pendiente
tuyo? El que lleva la mosca dentro... Durante un breve segundo pareció horrorizada. Debía saber que
la enfermera no hablaba inglés, pero se volvió hacia el dobdob, lanzándole una mirada llena de
preocupación.
―No te preocupes, él tampoco nos entiende... ―Aun así, siempre quedaban los micrófonos de
Feng. Quizás hubiera unos cuantos escondidos en la guardería...
El móvil había vuelto a recobrar su velocidad normal, y los ojos de Yungi iban cerrándose
lentamente.
―Adiós, hija dragón ―murmuré―. Y si no creces, y si tu vida es corta..., por favor, recuerda que
has estado viva. Lo cual quiere decir que siempre has estado viva. Llegaste a existir, y eso debe de ser
mejor que no haber existido nunca. Nada se pierde para siempre, ¿verdad, Bestia Estelar a la que
llamo hija?
―¿De qué estás hablando?
―Quiero que me abraces, Maimuna. Quiero que pongas la misma cara que si me amaras, como si
fuera tu hermana...
Vino hacia mí..., y por su expresión parecía pensar que yo llevaba un cuchillo escondido en la
manga.
―Abrázame ―le supliqué.
Y lo cierto es que me abrazó, con un inmenso y astuto cariño, igual que una niña cuando intenta
conseguir algún regalo. Me rodeó con sus brazos. Yo también la abracé.
―Estás embarazada, Maimuna ―le dije en voz baja―. ¡Es cierto! Cambiaron de sitio la mosca y la
araña cuando estábamos en Miami... Feng me lo dijo. Bebiste la droga de la fertilidad en vez del
anticonceptivo. Vi tu óvulo moviéndose por tu trompa de Falopio para encontrarse con los
espermatozoides de Mular. Feng me lo mostró todo en una pantalla mientras vosotros dos volabais.
Parecía divertirle mucho. Tendrás más bebés. Seguirás teniendo bebés hasta que llegue el momento de
tu retiro, y entonces irás a Madagascar..., sí, te enviarán allí. No lo sabías, ¿verdad? ¡Y hay mucho
más...!
Intenté explicarle cuál era el auténtico objetivo del Bardo; intenté revelarle un poco, sólo un poco,
de cuanto había visto.
―No quieren tenerte como ayudante. Si sigues deseando el poder, sólo hay una forma de
conseguirlo. ¡Tendrás que hablar con los dobdobs que dirigen la guerra y explicarles la verdad sobre
la Bestia Estelar! ¡Y tendrás que decirles dónde pueden encontrarla! Está en la Tierra, a menos de
sesenta kilómetros de aquí... De hecho, está aquí mismo, en la guardería...
Perdí el control de mis nervios; me eché a llorar en sus brazos. Lloré porque estaba diciéndole que
hablara con aquellos guerreros de abajo, pidiéndole que les convenciera para que volviesen a
convertirse en auténticos soldados como los de antes... Estaba explicándole cómo podía revivir el
diablo oculto en el Hombre...
―¡Pero no tienen por qué convertirse en asesinos de bebés! Los hijos del Bardo pueden escapar a la
fase de cambio si no reciben los impulsos necesarios. Aún podría llevarme a mi Yungi, darle una
educación normal...
¿Creía realmente todo eso que estaba diciendo? Lo más probable era que los dobdobs usasen sus
armas en una ciega matanza indiscriminada, enfurecidos al descubrir la conspiración que habían
estado protegiendo sin saberlo...
Quizá no. La Humanidad aún podía levantarse contra el Bardo sintiendo una mezcla de ira y
compasión. Llevábamos siglo y medio de Ecología Social..., ¡y había sido una bendición, aunque sus
cimientos fueran una mentira! Quizás aún pudiéramos conservar el espíritu de la sociedad creada por
el Bardo, incluso mientras le cortábamos la cabeza... Tal vez no hiciera falta derramar demasiada
sangre.
―¡Haz que los dobdobs corrientes comprendan lo que ocurrió realmente durante la emergencia de
Kushog! ¡Llévales por los pasillos hasta la habitación que hay detrás de su Sala de Guerra! Bebe tu otra
droga para librarte de tu bebé. Así tendrás que hacer otro vuelo y volverás allí abajo... ¿Querrás
hacerlo? Te convertirás en su reina, su liberadora... El destino ha hecho que nos encontráramos para
que pudieses tener esta oportunidad.
Se apartó de mí, con el ceño fruncido.

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

―Debes odiarme mucho, ¿no, Lila? ―Bajó la voz en una exagerada muestra de cautela―. ¡Y sólo
porque no quise dejarte beber un poco de la droga! ¡Si hasta me tomé la molestia de explicarte que
sólo había suficiente para una dosis...! ¡Corrí un auténtico peligro para explicártelo!
―Pero..., ¿es que no crees... nada de lo que te he dicho? ¡Pensé que querías averiguar lo que sabía
Feng! ―La miré, y percibí el brillo de astucia que ardía en sus ojos. Oh, sí, me creía. Estaba fingiendo,
eso era todo..., ¡y pensaba en qué provecho podía sacar de todo aquello!
―Si creyera todo eso, querida mía, ¿piensas que volvería corriendo a mi habitación para tragarme
ese jugo de mosca sólo porque tú lo dices?
―Espera a que acabe el mes. Entonces sabrás que te han engañado. Y no seré yo quien te ha
engañado.
―Pues claro que esperaré a que acabe el mes.
―Si para entonces ya es demasiado tarde...
―Oye, un anticonceptivo y una droga abortiva son dos cosas muy distintas... No sé si quieres
engañarme o no, pero si estabas pensando en eso, te advierto que no funcionará.
―...tendrás que buscar otro método. ¡Oh! Me di cuenta de lo que acababa de decir. ¡Naturalmente!
Suponiendo que sirviera de algo, si fuera algo más que un simple juguete, ¿por qué le habían dejado
conservar el globo con la mosca durante su embarazo? No era extraño que la tuviera perpleja,
agarrándome frenéticamente a cualquier posibilidad, por pequeña que fuera...―. Tienes que llegar
hasta ahí, Maimuna. ¡Si eres tan lista, demuéstralo encontrando una forma de conseguirlo!
―Estoy segura de que podría hacerlo.
―Tienes que alertar a los dobdobs. Quizá puedas conseguirlo usando a Chang... Pero decírselo a
un sólo dobdob..., sería peligroso. ¡Tienes que decírselo a todos! Yo no puedo hacerlo. Comparada
conmigo, tú sigues siendo libre. Tienes que ser su liberadora. ¡Y la de todos los demás!
―Maimuna tomará su propia decisión sobre lo que debe creer ―dijo con una leve sonrisa,
apartándose aún más de mí, dando unos pasos hacia la puerta―. Y sobre lo que debe hacer...
Hablando como una mujer libre..., bueno, querida, te prometo que pensaré en ello. No se me olvidará.
Sí, pensaría en ello. Tenía que hacerlo. Feng debía ver cómo su desprecio hacia Maimuna, tan
débil y humana, acababa siendo su perdición. Había plantado la semilla. ¡Aunque a Maimuna no le
importara nada la verdad, sino sólo el poder!
Maimuna me guiñó el ojo y se marchó. No fue un guiño de burla, sino de complicidad..., o eso
esperaba yo.
Pero, ¿qué sería de mí ahora? Se me había acabado el tiempo. Feng dijo que sabrían si estaba
diciendo la verdad o no, por lo que no podía acceder a su petición sin ser sincera. Y, suponiendo que
tuvieran alguna duda, ¡bastaría con una planta conectada a un galvanómetro para revelarles la
verdad! Tenía que creer sinceramente en mi respuesta. Pero si decía que no, y mi centinela dobdob les
informaba de que había hablado con Maimuna..., yo desaparecería, y Maimuna jamás tendría ocasión
de hacer nada.
Tenía que inventarme alguna distracción con que engañar a Feng, algo que le hiciera cerrar mi
caso para siempre..., dejando libre a Maimuna.
Yungi yacía desnuda en su cuna: sólo llevaba un pañal atado a la cintura. Naturalmente, no había
almohada. Y las noches de julio eran demasiado cálidas para usar mantas...
En el estante había unos cuantos pañales limpios. Los cogí. Mi dobdob seguía con los ojos
clavados en el pasillo por donde había desaparecido Maimuna. ¡Entonces, la enfermera...! Tendría que
verme actuar.
Fui hacia Yungi y le quité los auriculares de un tirón, despertándola y haciéndole lanzar un leve
gruñido de sorpresa. Hicieron falta unos segundos para que empezara a llorar. Unos segundos tan
largos...
Nada más oírla llorar, coloqué el blando montón de pañales sobre su cabecita.
Un poco de presión, no mucha. Lo más inefectiva posible... Y, por fin, oí cómo la enfermera
lanzaba un grito en tibetano. El dobdob fue el primero en llegar hasta mí..., me dio un empujón y me
lanzó violentamente contra la puerta. Todo había sido cuestión de segundos, pero no podía tener la
seguridad de que Yungi siguiera con vida. ¡No podía verla! Podía haberse tragado algún hilo de los
pañales, o haber vomitado, ahogándose con su propio vómito.
Y tampoco podía oírla llorar. Intenté oír su llanto, oh, cómo lo intenté... El dobdob me retorció los
brazos para hacerme avanzar por el pasillo y consiguió que lanzara un grito. Y entonces ya estaba
demasiado lejos para oír nada.

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

Epílogo

Estamos en invierno, y aquí arriba el impacto del viento es como chocar contra una pared de hielo.
Está tan lleno de nieve y granizo que casi podría ser hielo puro: un bloque sólido que araña el
casquete polar de un extremo a otro. Nada se mueve; todo está atrapado, paralizado. Hasta el viento
es sólido. La vida se ha quedado inmóvil, paralizada.
Estoy en un lugar llamado K 22. K es la abreviatura de Karma, la palabra con la que los hindúes se
refieren a los resultados de lo que una persona haya hecho durante su vida. Geográficamente, estoy
entre la Meseta Oeste y la Cornisa de Shackleton, en la costa de la Antártida. En verano tengo que
llevar gafas de madera con unas ranuras para no quedarme ciega; mis ropas hacen que camine
balanceándome como un pingüino. Durante el invierno las tormentas hacen que todo el mundo deba
quedarse meses enteros bajo tierra.
Los demás habitantes del mundo están muy ocupados mejorando la raza, y así estarán durante
unos cuantos centenares de años, o quizá durante milenios. Es decir, haciéndola desaparecer... Los
prisioneros no hablamos mucho de eso. Ahora ya nos parece increíble. Tiene que haber otras razones
para que nos hayan mandado aquí. Quizá cometimos actos de sabotaje, tal vez éramos agentes de la
Bestia Estelar... Está claro que cierta mujer llamada Maimuna no sentía ni el más mínimo deseo de
convertirse en una saboteadora. Esperé y esperé a que nos pusieran en libertad. No pasó nada. Quizá
no tuvo ninguna ocasión de actuar, o quizá fracasó.
No hay centinelas. Estamos solos, vigilados por el medio ambiente. De vez en cuando, dobdobs
que no saben hablar ninguno de nuestros idiomas nos inspeccionan y nos traen más suministros. El
Bardo es una organización amable y humanitaria..., ¡aunque no sea humana! También nos traen
instrucciones impresas en las que se nos asignan tareas que llevamos a cabo para no aburrirnos,
incluso cuando son peligrosas. Aún quedan algunos residuos radiactivos de larga vida enterrados en
el hielo; por lo que vigilamos el nivel de radiactividad con nuestros contadores geiger. También
hacemos agujeros en el hielo para descubrir cómo era el clima del mundo hace miles de años. Creo
que temen una nueva era glacial. O quizá deseen que llegue..., para acelerar las cosas. Cuando no
estamos ocupados haciendo esas cosas, nos dedicamos a otras labores.
Karma 22 alberga quinientas personas. La más vieja tiene setenta años; ha estado aquí más de la
mitad de su vida. Los antárticos nos extinguiremos antes que la raza humana. Cada año llegan menos
prisioneros. Quizás el Bardo esté usando nuevos campos situados en los confines del casquete polar
para evitamos los problemas de la superpoblación... ¿Quién sabe? Nuestros vecinos más próximos, K
21 y K 23, se hallan a trescientos kilómetros de distancia por el este y por el oeste, respectivamente; no
tenemos ningún contacto con ellos.
De vez en cuando, algunos de nosotros discutimos sobre la situación actual. Nuestras discusiones
son tranquilas y apacibles; los viejos rebeldes han perdido el apasionamiento de antaño...
El más viejo de los prisioneros nos habló de alguien llamado Hitler y de su «Partido Nazi», y de
cómo lucharon contra el resto del mundo dos siglos antes bajo el estandarte de la esvástica. Hitler
había logrado hipnotizar a toda una nación, convirtiéndola en un ejército de soldados zombies. Ese
grupo también quería crear una raza de superhombres. Ellos también eran hechiceros, médiums que
creían estar en contacto con los poderes divinos.
Una anciana lo corroboró. Había leído sobre todo aquello en un viejo libro que ya no existía. Pero
no estaba de acuerdo en que el estado actual del mundo fuera similar al de entonces. Su ira se había
ido apaciguando con la edad.
―Ese Hitler y los suyos asesinaron a millones de personas, saquearon e incendiaron... El Bardo
obra de una manera mucho menos salvaje. ―Sería agradable morir creyendo eso.
―¡Quizá ahora estamos viviendo una segunda intentona que tendrá más éxito! ―dije yo, aunque
no sabía casi nada sobre esa historia de la que hablaban―. Todos los exterminios son actos salvajes...
Un negro de África del Sur decidió intervenir en nuestra conversación.

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

―Nadie está siendo exterminado. El mundo es feliz. ―Antes él también pensaba como yo..., o de lo
contrario no estaría aquí.
―Oh, sí, y lo será durante unos cientos de años más... ¡hasta quedar vacío, hasta que sólo ellos lo
ocupen!
―Quizás el Hombre, tal y como siempre lo hemos conocido, fuera una especie de compromiso
precario ―sugirió la anciana―. Puede que no fuera la forma de vida más elevada, sino un ser que
había logrado distanciarse un poco de los animales y que estaba a medio camino entre ellos...
―¡...Y esa Bestia Estelar a la que adoran!
―No la adoran. Ellos... aspiran a ser como la Bestia Estelar. Oyéndote, cualquiera diría que son
adoradores del Diablo. Ya sé que su forma de actuar nos resulta horrenda, que nos aterra y nos parece
bestial, pero..., es su forma de ver las cosas. No somos hijos del Bardo, y eso es todo. No comprendo
qué pueden sentir. ―Todos habíamos tenido una última experiencia más o menos parecida, en Lhasa o
en donde fuera. La experiencia había hecho que algunos perdieran las ganas de luchar o de resistirse,
aunque hubieran conservado la cordura.
―Eres débil. Eres vieja. No voy a llamarte traidora.
―Tenemos que vivir juntos hasta que muramos ―dijo el anciano, agitando la cabeza―. Sigo
pensando que el Mal..., no, maldita sea, llamémosle un Poder; un Poder Alienígena, dado que nos
resulta extraño e incomprensible, se ha apoderado del mundo, y que todos estamos encerrados en una
especie de Infierno humano por su causa. ¡Lo peor es que no podemos estar seguros de que sea
realmente maligno!
―Yo sí estoy segura ―le dije al anciano. Solíamos estar bastante de acuerdo, aunque no en todo.
―¿Dónde ves ese mal? ―me preguntó la anciana.
―La manipulación, las mentiras y el genocidio... ¿No te parece suficiente?
―Pero lo que hacen no es ningún genocidio ―protestó el negro.
―En cuanto a las mentiras, tienen razón ―dijo la anciana, con expresión apenada―. Si somos
sinceros, debemos admitir que nuestros cerebros se pasan casi todo el tiempo mintiendo, tejiendo una
fantasía detrás de otra. El Bardo se ha inventado una fantasía coherente y pacífica llena de mundos
alienígenas, y gracias a eso la gente no se inventa odios y diferencias. Los que no pueden impedirlo
pueden entretenerse dirigiendo la guerra contra la Bestia Estelar. ¿Hay alguien que quiera saber la
verdad..., a menos que se les diga que es algo imposible de conseguir? Y cuando se les dice empiezan
a desearla, sí, pero sólo por la razón más equivocada de todas, por puro resentimiento... Y, aun así,
nunca podrán conseguirla, porque no son coherentes..., porque fluctúan de un momento a otro, de
una fantasía personal a otra.
―Estoy hablando de hechos ―insistí―. No hablo de esa visión del universo que, de todas formas, es
horrible.
¡El Prisma! ¡El nudo atado en la nada gracias al giro sobre sí mismo de algo inimaginable, algo que
vivía en un vacío tan absoluto que era más denso que la materia, más denso que las estrellas! El
«destino» de las fibras vivientes en la cuerda donde estaba atado ese nudo era adquirir la consciencia
para luego ser conscientes de esa misma consciencia..., ¡para que esa Cuerda del Ser pudiera aprender
cómo desatarse a sí misma! (Y, al mismo tiempo, la cuerda no existía, salvo por ese nudo atado en
ella..., ¡aunque ese nudo comprendiera todo un cosmos de galaxias, estrellas y átomos!) ¡Un nudo
atado en la nada, un nudo que se mantenía como tal sólo gracias a la forma de ese mismo nudo, a la
relación de sí mismo consigo mismo, el reflejo de sí mismo en su interior! ¡Sí, era horrible!
―Hablo de la verdad acerca del Bardo. ¡Me refiero al hecho de que la raza humana y todas las
maravillas de la existencia humana están siendo reducidas año tras año, a que el Bardo las convierte
primero en un plano, luego en una línea, y luego en un punto para que puedan desaparecer sin dejar
rastro, mientras que ellos «evolucionan» para perseguir esa Verdad-Nada! ¿Es que el Hombre no
tendrá ni tan siquiera la dignidad de saber que están acabando con él?
―Lila, no somos más que plañideras perdidas en el hielo. Lloramos la muerte del Hombre, Lila
―me dijo la anciana con voz bondadosa―. Hemos vivido. Hemos amado. Nuestra llama ha ardido con
una luz brillante, y ahora estamos apagándonos. Nada de lo que ha existido llega a perderse. ¿Acaso
han matado a alguien? ¡No han matado a nadie!
―¡Ahí está lo más horrible de todo! Su increíble maldad, su astucia... Son mucho peores que tu
Hitler, o como quiera que se llamase, y esa superraza suya de cartón pintado. A ti también te han
lavado el cerebro.
Cuando llegue el verano iré por el hielo en dirección oeste, hacia K 23, envuelta en ropas y pieles
igual que un pingüino, con paquetes de pescado seco a la espalda. Puede que nunca consiga llegar
hasta ahí. Lo más probable es que no llegue. Cuando llegue, quizá todo sea igual que aquí: otra

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Ian Watson EMBAJADA ALIENÍGENA

prisión-karma idéntica a ésta en laque me encuentro. Quién sabe, puede que hasta me encuentre a una
mujer llamada Maimuna... Una mujer que intentó hacer algo. ¡Si al menos pudiera creerlo! Quizás el
simple hecho de mi llegada, el haber saltado el abismo, baste para sacarles de su apatía y consiga que
dejen de resignarse.
¡Si llego, ojalá sea la chispa que salta el abismo! ¡Ojalá sea la chispa que enciende el fuego en el
hielo!

FIN

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