Análisis de Discurso
Análisis de Discurso
Análisis de Discurso
aprendiz
José Saramago
(Discurso de aceptación del premio nobel 1998- Texto adaptado)
Nombre:___________________________________________ Curso:____________
Objetivo: Evaluar información implícita y explícita de un texto.
Analizar la adecuación de discursiva del discurso público.
El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la
madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y
salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la
mujer. Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame
eran vendidos a los vecinos de nuestra aldea de Azinhaga, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban
Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando
el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa,
recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a la cama. Debajo de las mantas
ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen
carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les
preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien,
para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable. Ayudé muchas veces a
éste mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anejo a la casa
y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba
la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los
guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y
cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado. Y
algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: “José, hoy vamos a
dormir los dos debajo de la higuera”. Había otras dos higueras, pero aquélla, ciertamente por ser la mayor,
por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera. Más o
menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo
que significaba. En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y
después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río
corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de
Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea. Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las
historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares,
muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de
memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente me acunaba. Nunca supe si él se callaba
cuando descubría que me había dormido, o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la
pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, introducía en el
relato: “¿Y después?” Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para
enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será
necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo. Cuando,
con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al
campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la
aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la
parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa. Mi abuela, ya en
pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si
había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me
tranquilizaba: “No hagas caso, en sueños no hay firmeza”. Pensaba entonces que mi abuela, aunque también
fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera,
con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras.
Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a
comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños. Otra cosa no podría significar que, estando
sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas
mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: “El mundo es tan bonito y yo
tengo tanta pena de morir”. No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y
continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una
suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada. Estaba sentada a la puerta de una casa,
como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con
cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era
bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte
venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía
que no los volvería a ver.
Muchos años después, escribiendo por primera vez sobre éste mi abuelo Jerónimo y ésta mi abuela Josefa
(me ha faltado decir que ella había sido, según cuantos la conocieron de joven, de una belleza inusual), tuve
conciencia de que estaba transformando las personas comunes que habían sido en personajes literarios y
que ésa era, probablemente, la manera de no olvidarlos, dibujando y volviendo a dibujar sus rostros con el
lápiz siempre cambiante del recuerdo, coloreando e iluminando la monotonía de un cotidiano opaco y sin
horizontes, como quien va recreando sobre el inestable mapa de la memoria, la irrealidad sobrenatural del
país en que decidió pasar a vivir. La misma actitud de espíritu que, después de haber evocado la fascinante
y enigmática figura de un cierto bisabuelo berebere, me llevaría a describir más o menos en estos términos
un viejo retrato (hoy ya con casi ochenta años) donde mis padres aparecen. “Están los dos de pie, bellos y
jóvenes, de frente ante el fotógrafo, mostrando en el rostro una expresión de solemne gravedad que
es tal vez temor delante de la cámara, en el instante en que el objetivo va a fijar de uno y del otro
la imagen que nunca más volverán a tener, porque el día siguiente será implacablemente otro día”.
Escribí estas palabras hace casi treinta años sin otra intención que no fuese reconstituir y registrar
instantes de la vida de las personas que me engendraron y que estuvieron más cerca de mí, pensando que no
necesitaría explicar nada más para que se supiese de dónde vengo y de qué materiales se hizo la persona
que comencé siendo y ésta en que poco a poco me he convertido. Ahora descubro que estaba equivocado, la
biología no determina todo y en cuanto a la genética, muy misteriosos habrán sido sus caminos para
haber dado una vuelta tan larga.
A mi árbol genealógico (perdóneseme la presunción de designarlo así, siendo tan menguada la sustancia de
su savia) no le faltaban sólo algunas de aquellas ramas que el tiempo y los sucesivos encuentros de la vida
van desgajando del tronco central. También le faltaba quien ayudase a sus raíces a penetrar hasta las capas
subterráneas más profundas, quien apurase la consistencia y el sabor de sus frutos, quien ampliase y
robusteciese su copa para hacer de ella abrigo de aves migratorias y amparo de nidos. Al pintar a mis
padres y a mis abuelos con tintas de literatura, transformándolos de las simples personas de carne y hueso
que habían sido, en personajes nuevamente y de otro modo constructores de mi vida, estaba, sin darme
cuenta, trazando el camino por donde los personajes que habría de inventar, los otros, los efectivamente
literarios, fabricarían y traerían los materiales y las herramientas que, finalmente, en lo bueno y en lo
menos bueno, en lo bastante y en lo insuficiente, en lo ganado y en lo perdido, en aquello que es defecto
pero también en aquello que es exceso, acabarían haciendo de mí la persona en que hoy me reconozco:
creador de esos personajes y al mismo tiempo criatura de ellos. En cierto sentido se podría decir que, letra
a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido, sucesivamente, implantando en el hombre
que fui los personajes que creé. Considero que sin ellos no sería la persona que hoy soy, sin ellos tal vez mi
vida no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como tantas otras que de promesa
no consiguieron pasar, la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser.
Ahora soy capaz de ver con claridad quiénes fueron mis maestros de vida, los que más intensamente me
enseñaron el duro oficio de vivir, esas decenas de personajes de novela y de teatro que en este momento
veo desfilar ante mis ojos, esos hombres y esas mujeres, hechos de papel y de tinta, esa gente que yo creía
que iba guiando de acuerdo con mis conveniencias de narrador y obedeciendo a mi voluntad de autor, como
títeres articulados cuyas acciones no pudiesen tener más efecto en mí que el peso soportado y la tensión
de los hilos con que los movía. De esos maestros el primero fue, sin duda, un mediocre pintor de retratos
que designé simplemente por la letra H., protagonista de una historia a la que creo razonable llamar de
doble iniciación (la de él, pero también, de algún modo, la del autor del libro, protagonista de una historia
titulada “Manual de pintura y caligrafía”, que me enseñó la honradez elemental de reconocer y acatar, sin
resentimientos ni frustraciones, sus propios límites: sin poder ni ambicionar aventurarme más allá de mi
pequeño terreno de cultivo, me quedaba la posibilidad de cavar hacia el fondo, hacia abajo, hacia las raíces.
Las mías, pero también las del mundo, si podía permitirme una ambición tan desmedida. No me compete a
mí, claro está, evaluar el mérito del resultado de los esfuerzos realizados, pero creo que es hoy patente
que todo mi trabajo, de ahí para adelante, obedeció a ese propósito y a ese principio.
Vinieron después los hombres y las mujeres del Alentejo, aquella misma hermandad de condenados de la
tierra a que pertenecieron mi abuelo Jerónimo y mi abuela Josefa, campesinos rudos obligados a alquilar la
fuerza de los brazos a cambio de un salario y de condiciones de trabajo que sólo merecerían el nombre de
infames. Cobrando por menos que nada una vida a la que los seres cultos y civilizados que nos preciamos de
ser llamamos, según las ocasiones, preciosa, sagrada y sublime. Gente popular que conocí, engañada por una
Iglesia tan cómplice como beneficiaria del poder del Estado y de los terratenientes latifundistas, gente
permanentemente vigilada por la policía, gente, cuántas y cuántas veces, víctima inocente de las
arbitrariedades de una justicia falsa. Tres generaciones de una familia de campesinos, los Mal-Tiempo,
desde el comienzo del siglo hasta la Revolución de Abril de 1974 que derrumbó la dictadura, pasan por esa
novela a la que di el título de Alzado del suelo y fue con tales hombres y mujeres del suelo levantados,
personas reales primero, figuras de ficción después, con las que aprendí a ser paciente, a confiar y a
entregarme al tiempo, a ese tiempo que simultáneamente nos va construyendo y destruyendo para de nuevo
construirnos y otra vez destruirnos. No tengo la seguridad de haber asimilado de manera satisfactoria
aquello que la dureza de las experiencias tornó virtud en esas mujeres y en esos hombres: una actitud
naturalmente estoica ante la vida. Teniendo en cuenta, sin embargo, que la lección recibida, pasados más de
veinte años, permanece intacta en mi memoria, que todos los días la siento presente en mi espíritu como una
insistente convocatoria, no he perdido, hasta ahora, la esperanza de llegar a ser un poco más merecedor de
la grandeza de los ejemplos de dignidad que me fueron propuestos en la inmensidad de las planicies del
Alentejo. El tiempo lo dirá.
Se aproxima ahora un hombre que dejó la mano izquierda en la guerra y una mujer que vino al mundo con el
misterioso poder de ver lo que hay detrás de la piel de las personas. Él se llama Baltasar Mateus y tiene el
apodo de Siete-Soles, a ella la conocen por Bilmunda, y también por el apodo de Siete-Lunas que le fue
añadido después porque está escrito que donde haya un sol habrá una luna y que sólo la presencia conjunta
de uno y otro tornará habitable, por el amor, la tierra. Se aproxima también un padre jesuita llamado
Bartolmeu que inventó una máquina capaz de subir al cielo y volar sin otro combustible que no sea la
voluntad humana, ésa que según se viene diciendo, todo lo puede, aunque no pudo, o no supo, o no quiso,
hasta hoy, ser el sol y la luna de la simple bondad o del todavía más simple respeto. Son tres locos
portugueses del siglo XVIII en un tiempo y en un país donde florecieron las supersticiones y las hogueras
de la Inquisición, donde la vanidad y la megalomanía de un rey hicieron levantar un convento, un palacio y
una basílica que asombrarían al mundo exterior, en el caso poco probable de que ese mundo tuviera ojos
bastantes para ver a Portugal, tal como sabemos que los tenía Bilmunda para ver lo que escondido estaba. Y
también se aproxima una multitud de millares y millares de hombres con las manos sucias y callosas, con el
cuerpo exhausto de haber levantado, durante años sin fin, piedra a piedra, los muros implacables del
convento, las alas enormes del palacio, las columnas y las pilastras, los aéreos campanarios, la cúpula de la
basílica suspendida sobre el vacío. Los sonidos que estamos oyendo son del clavicornio del Doménico
Scarlatti, que no sabe si debe reír o llorar. Esta es la historia del Memorial del convento, un libro en que el
aprendiz de autor, gracias a lo que le venía siendo enseñado desde el antiguo tiempo de sus abuelos
Jerónimo y Josefa, consiguió escribir palabras como éstas, donde no está ausente alguna poesía: “Además
de la conversación de las mujeres son los sueños los que sostienen al mundo en su órbita. Pero son también
los sueños los que le hacen una corona de lunas, por eso el cielo es el resplandor que hay dentro de la
cabeza de los hombres si no es la cabeza de los hombres el propio y único cielo”. Que así sea.
De las lecciones de poesía, sabía ya alguna cosa el adolescente, aprendidas en sus libros de texto cuando,
en una escuela de enseñanza profesional de Lisboa, andaba preparándose para el oficio que ejerció en el
comienzo de su vida de trabajo: el de mecánico cerrajero. Tuvo también buenos maestros del arte poético
en las largas horas nocturnas que pasó en bibliotecas públicas, leyendo al azar de encuentros y de
catálogos, sin orientación, sin alguien que le aconsejase, con el mismo asombro creador del navegante que va
inventando cada lugar que descubre. Pero fue en la biblioteca de la escuela industrial donde El año de la
muerte de Ricardo Reis comenzó a ser escrito. Allí encontró un día el joven aprendiz de cerrajero (tendría
entonces 17 años) una revista – Atena era el título- en que había poemas firmados con aquel nombre y,
naturalmente, siendo tan mal conocedor de la cartografía literaria de su país, pensó que existía en Portugal
un poeta que se llamaba así: Ricardo Reis. No tardó mucho tiempo en saber que el poeta propiamente dicho
había sido un tal Fernando Nogueira Pessoa que firmaba poemas con nombres de poetas inexistentes
nacidos en su cabeza y a quien llamaba heterónimos, palabra que no constaba en los diccionarios de la
época, por eso costó tanto trabajo al aprendiz de las letras saber lo que ella significaba. Aprendió de
memoria muchos poemas de Ricardo Reis (“Para ser grande sê inteiro/Põe quanto és no mínimo que fazes”),
pero no podía resignarse, a pesar de tan joven e ignorante, a que un espíritu superior hubiese podido
concebir, sin remordimiento, este verso cruel: “Sábio é o que se contenta com o espectáculo do mundo”
(Sabio es que se conforma con el espectáculo del mundo). Mucho, mucho tiempo después, el aprendiz de
escritor ya con el pelo blanco y un poco más sabio de sus propias sabidurías se atrevió a escribir una novela
para mostrar al poeta de las “Odas” algo de lo que era el espectáculo del mundo en ese año de 1936 en que
lo puso a vivir sus últimos días: la ocupación de la Renania por el Ejército nazi, la guerra de Franco contra la
República española, la creación por Salazar de las milicias fascistas portuguesas. Fue como si estuviese
diciéndole: “He ahí el espectáculo del mundo, mi poeta de las amarguras serenas y del escepticismo
elegante. Disfruta, goza, contempla, ya que estar sentado es tu sabiduría”.
Se acordó entonces el aprendiz que en tiempos de su vida había hecho algunas revisiones de pruebas de
libros y que si en La balsa de piedra hizo, por decirlo así, revisión del futuro, no estaría mal que revisara
ahora el pasado inventando una novela que se llamaría História do Cerco de Lisboa, en la que un revisor
trabajando un libro del mismo título, aunque de historia, y cansado de ver cómo la citada historia cada vez
es menos capaz de sorprender, decidió poner en lugar de un “sí” un “no”, subvirtiendo la autoridad de las
“verdades históricas”. Raimundo Silva, así se llamaba el revisor, es un hombre simple, vulgar, que sólo se
distingue de la mayoría por creer que todas las cosas tienen su lado visible y su lado invisible y que no
sabremos nada de ellas, mientras no les hayamos dado la vuelta completa. De eso precisamente trata una
conversación que tiene con el historiador. Así: “Le recuerdo que los revisores ya vieron mucho de literatura
y vida. Mi libro, se lo recuerdo, es de historia. No es propósito mío apuntar otras contradicciones,
profesor, en mi opinión todo cuanto no sea vida es literatura. La historia también. La historia sobre todo,
sin querer ofender. Y la pintura, y la música. La música va resistiéndose desde que nació, unas veces va y
otras viene, quiere librarse de la palabra, supongo que por envidia, pero regresa siempre a la obediencia. Y
la pintura, mire, la pintura no es más que literatura hecha con pinceles. Espero que no se haya olvidado de
que la humanidad comenzó pintando mucho antes de saber escribir. Conoce el refrán, si no tienes perro
caza con el gato, o dicho de otra manera, quien no puede escribir, pinta, o dibuja, es lo que hacen los niños.
Lo que usted quiere decir, con otras palabras, es que la literatura ya existía antes de haber nacido, sí
señor, como el hombre, con otras palabras, antes de serlo ya lo era. Me parece que usted equivocó la
vocación, debería ser historiador. Me falta preparación, profesor, qué puede un simple hombre hacer sin
preparación, mucha suerte he tenido viniendo al mundo con la genética organizada, pero, por decirlo así, en
estado bruto, y después sin más pulimento que las primeras letras que se quedaron como únicas. Podía
presentarse como autodidacta producto de su digno esfuerzo, no es ninguna vergüenza, antiguamente la
sociedad estaba orgullosa de sus autodidactas. Eso se acabó, vino el desarrollo y se acabó, los autodidactas
son vistos con malos ojos, sólo los que escriben versos o historias para distraer están autorizados a ser
autodidactas, pero yo para la creación literaria no tengo habilidad. Entonces métase a filósofo. Usted es un
humorista, cultiva la ironía, me pregunto cómo se dedicó a la historia, siendo ella tan grave y profunda
ciencia. Soy irónico sólo en la vida real. Ya me parecía a mí que la historia no es la vida real, literatura sí, y
nada más. Pero la historia fue vida real en el tiempo en que todavía no se le podía llamar historia. Entonces
usted cree, profesor, que la historia es la vida real. Lo creo, sí. Que la historia fue vida real, quiero decir.
No tengo la menor duda. Qué sería de nosotros si el deleatur que todo lo borra no existiese, suspiró el
revisor”. Escusado será añadir que el aprendiz aprendió con Raimundo Silva la lección de la duda. Ya era
hora.
Ciegos. El aprendiz pensó “Estamos ciegos”, y se sentó a escribir el Ensayo sobre la ceguera para recordar
a quien lo leyera que usamos perversamente la razón cuando humillamos la vida, que la dignidad del ser
humano es insultada todos los días por los poderosos de nuestro mundo, que la mentira universal ocupó el
lugar de las verdades plurales, que el hombre dejó de respetarse a sí mismo cuando perdió el respeto que
debía a su semejante. Después el aprendiz, como si intentara exorcizar a los monstruos engendrados por la
ceguera de la razón, se puso a escribir la más simple de todas las historias: Una persona que busca a otra
persona sólo porque ha comprendido que la vida no tiene nada más importante que pedir a un ser humano. El
libro se llama Todos los nombres. No escritos, todos nuestros nombres están allí. Los nombres de los vivos
y los nombres de los muertos.
Termino. La voz que leyó estas páginas quiso ser el eco de las voces conjuntas de mis personajes. No tengo,
pensándolo bien, más voz que la voz que ellos tuvieron. Perdónenme si les pareció poco esto que para mí es
todo.
FIN
Actividad:
Después de la lectura.
Preguntas textuales
1. Caracteriza a don Jerónimo Melrinho y doña Josefa Caixinha, los abuelos de Saramago.
2. ¿Por qué el autor concluye que “la genética no lo determina todo”? ¿Qué otros aspectos influyeron en su
formación?
3. ¿A qué tópico literario hace referencia Saramago en el fragmento: “Están los dos de pie. Bellos y
jóvenes, de frente ante el fotógrafo, mostrando en el rostro una expresión de solemne gravedad que es tal
vez temor delante de la cámara, en el instante en que el objetivo va a fijar de uno y del otro la imagen que
nunca más volverán a tener, porque el día siguiente será implacablemente otro día”? Nómbralo y
fundamenta.
Preguntas de inferencia
4. ¿Qué puedes inferir de lo afirmado por Saramago con respecto a su abuelo, que “era capaz de poner el
universo en movimiento apenas con dos palabras”?
Preguntas de síntesis
Preguntas de evaluación
7. ¿Con que finalidad crees que el autor habla de si mismo en primera persona y luego en tercera persona?
8. Al extraer de su contexto original “Sábio é o que se contenta com o espectáculo do mundo”, el autor
transforma radicalmente su sentido. ¿Con qué propósito o hace?