La Náusea y Lo Otro - Joan Artioli

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UNR

Facultad de Humanidades y Artes Rosario


“Monografía”
Cátedra: Antropología Filosófica
Equipo de cátedra:
Claudia Gonzales
Rodrigo Braicovich
Alumno: Artioli, Joan
Legajo: 3358/8

1
“Poco sé de la noche
pero la noche parece saber de mí
y más aún, me asiste como si me quisiera,
me cubre la conciencia con sus estrellas.

Tal vez la noche sea la vida y el sol la muerte.


Tal vez la noche es nada
y las conjeturas sobre ella nada
y los seres que la viven nada.
Tal vez las palabras sean lo único que existe
en el enorme vacío de los siglos
que nos arañan el alma con sus recuerdos.

Pero la noche ha de conocer la miseria


que bebe de nuestra sangre y de nuestras ideas.
Ella ha de arrojar odio a nuestras miradas
Sabiéndolas llenas de intereses, de desencuentros.

Pero sucede que oigo a la noche llorar en mis huesos.


Su lágrima inmensa delira
y grita que algo se fue para siempre.

Alguna vez volveremos a ser.”

Alejandra Pizarnik1

1
Pizarnik, A. La noche

2
La Náusea y lo Otro
El Fragmento…
“Lunes 27 de enero de 1932

Algo me ha sucedido, no puedo seguir


dudándolo. Vino como una enfermedad, no
como una certeza ordinaria, o una evidencia. Se
instaló solapadamente poco a poco; yo me sentí
algo raro, algo molesto, nada más. Una vez en
su sitio, aquello no se movió, permaneció
tranquilo, y pude persuadirme de que no tenía
nada, de que era una falsa alarma. Y ahora
crece.”2

Asistimos así, a una suerte de sinopsis vestibular


de lo que habrá sido - en los años treinta del
siglo pasado - síntoma de una época y uno de los
más notables textos que la filosofía haya cultivado: “La Náusea”, de Jean Paul Sartre.
Pero… ¿Filosofía? ¿Por qué Filosofía tratándose en realidad de literatura? ¿Por qué
inscribir un texto literario como “La Náusea” dentro del género filosófico? ¿O será al
revés - como nos advierte Derrida - y lo que creíamos entender por filosofía, no es otra
cosa que un género literario más, o peor aún, que la abstracción genérica no es más que
una artimaña del lenguaje para no asumir el vértigo de la absurdez de lo clasificatorio?
Pero, ¿Qué quiere decir esto sino, que los textos no son más que textos? Es decir,
rastros, marcas que los hombres han trazado en la superficie de las cosas3.

Si fuera así, ¿Se habilita entonces, la posibilidad de leerlos - y por lo tanto de


reescribirlos - de diversas maneras? ¿Significa que todo depende de cómo nos
acerquemos a los textos? ¿Qué ha sucedido con el contenido? Si los límites se han
borroneado, ¿Significa esto que lo filosófico puede tener lugar en literatura y no
solamente en extensos tratados? ¿Qué experiencia desmembrante se promueve allí - en
la literatura o en la obra de arte - que no suele avivarse en textos conceptualmente más
“enriquecedores” y pretensiosos? ¿Será su potencia de irrupción en la llana economía de
la palabra? ¿Despierta acaso algo adormecido hace tiempo? Sartre sabe perfectamente
que “El hombre es una nada que juega a ser”, ¿Será entonces, que después de un
2
Sartre, J. P. (1938) La Náusea
3
Ibídem. Pág.

3
tiempo no hemos olvidado de jugar y nos hemos dedicado vehementemente a Ser?
¿Será que nos hemos endurecido de tal forma que hoy solamente somos un leve vestigio
de aquella espontaneidad con la que descubríamos el mundo? Recordemos a Nietzsche:
Solo el niño juega, y jugar porque olvida.

Preguntémonos entonces: ¿Cómo comenzar siquiera a sospechar, acerca de la radical


vocación de la filosofía por subvertir las fuerzas económicas de la realidad - si existiese
algo así como una realidad4 - si el espíritu que hoy se pasea por las galerías de las
academias, se corresponde con el de una densa y aplastante nivelación cotidiana?
¿Debería esto preocuparnos? Un singular apetito de “confirmación” recorre desde hace
tiempo, los pasillos de éstas instituciones. Todo atisbo de perplejidad ante el mundo
parece haberse quedado en sus puertas. La sospecha se ha esfumado y asumir la
angustiante tarea de encontrarse solo frente al texto, ha dejado de tener lugar. Ya solía
decirlo Rubén Vasconi: "Las facultades de ingeniería producen ingenieros; las de
abogacía, abogados; las de medicina, médicos, pero las facultades de filosofía no
producen filósofos, como tampoco la carrera de Bellas Artes produce artistas. Un
filósofo tanto como un artista puede que jamás haya pisado una academia." Tal vez
éste sea en definitiva, el lugar que le quede reservado al estropajo en que “Los idólatras
del concepto” - como Nietzsche solía decir - han convertido a la Filosofía. Si la
consumación de la Metafísica anuncia el radical olvido de Ser y la Metafísica coincide
con el devenir de la Filosofía, quizás hasta sea coherente que en las aulas, solamente
queden vestigios de lo que antaño fue el epicentro del pensamiento.

Allí donde debería desplegarse la danza erótica del pensar, termina por palpitarse una
sensación de aplanamiento radical. De ahí que de un tiempo a esta parte, la Filosofía
haya comenzado a desbordar sus marcos, y hasta su propio nombre, para abrirse así a
una renovada escucha. Entonces, si como entendemos desde Heidegger, la filosofía
debe comenzar por desmantelar el fuselaje de lo obvio ¿Cuál será nuestro punto de
partida? Pues, ese lugar en el cual nos movemos inmediata y regularmente: ese fino
entramado de literalidades textuales que llamamos cotidianidad.

Intentaremos – a lo largo de este trabajo – despertar inquietudes, avivar sospechas, lo


que quiere decir, que ya de antemano nos atraviesan, que penetran nuestra existencia en
las más insólitas de nuestras prácticas. Pues, parece haber un secreto que se caldea en lo
profundo de nuestras almas. Una sospecha que - la mayor parte del tiempo – apenas
burbujea tibiamente y que rara vez logra llegar a su punto de ebullición. Y es que, este
somnífero llamado cotidianidad, no se deja contrarrestar fácilmente. Un halo de
uniformidad y acabamiento, reviste esa delgada capa de sentido sobre la que circulamos
día a día como si estuviéramos en casa. Pero sucede que de a ratos, incluso por un breve
instante, un serpenteo fugaz se desprende hacia la superficie súbitamente, avivada por
una incontinencia radical. Un hilito de “No”, termina por colarse en medio de tanta
homogeneidad y absolutismo: la Náusea. Sartre nos mostrara, cómo esa desconfianza
que día tras día ronronea sigilosamente bajo nuestras pétreas existencias, termina - por

4
Baudrillard, J. () El Crimen Perfecto

4
un instante - por demoler todas las edificaciones erigidas para contenerla, reprimirla y
neutralizarla.

Dicho esto entonces, inclinarnos por una lectura de “La Náusea” en lugar de “El Ser y la
Nada”, tenga que ver esencialmente con esto: conjurar una demolición de las fronteras
del texto y de ciertas resistencias operativas del concepto, para suscitar un acercamiento
más seductor a la actividad filosófica. Es a partir de allí donde algo de lo biográfico
puede ganar lugar. Esto convierte a la literatura en un espacio de sensibilidad peculiar
donde restituir al texto la fertilidad del anonimato y devolverle así a la palabra su
fecundidad, allí donde antes crecía el desierto. En fin, nuestra propuesta es renovar la
experiencia de algo incomunicable, que no logra someterse a las reglas de la gramática.
“Leer levantando la cabeza” dirá Roland Barthes y escribir nuestro propio texto.

Un abismo separa “La Náusea” de “El Ser y la Nada”, y no precisamente un abismo


temporal, sino más bien sustancial. Con esto no pretendemos vincular lo “sustancial” a
un sujectum fundante que se encuentre “más allá” del escrito, como contenido de un
continente o psiquismo de un autor, sino al tejido de los textos mismos, a su textura.
Nos referimos a una especie de “rastro de pretensión”. Ciertamente, una necesidad de
época parecía solicitar a la filosofía, la producción de sólidas y extensas Ontologías.
Tratados que pudieran renovar senderos hacia una radicalización ética y moral de la
convivencia. Franquear el solipsismo cartesiano, para fundar así un nuevo humanismo,
cuyo sostén tuviera su origen en la relación originaria con el otro, y no ya en una
voluntad individualista y soberana. Parecería como si Sartre cediera en “El ser y la
Nada”, a tales exigencias, demostrando así que un literato bien puede, no solo lograr
ponernos la piel de gallina con la literatura, sino también desplegar toda la potencia de
un tratado filosófico que esté a la altura de los grandes pensadores. ¡Y vaya logró
hacerlo!

Pero ahora bien, ¿Cómo describir esa libertad que comparto con el otro? ¿Quién es ese
otro? ¿No se encuentra Sartre allí, en la encrucijada de tener que justificar a cualquier
costo, un concepto de libertad que en definitivas cuentas se deshace por su propia
pretensión? ¿No será el Otro también, ese otro que me constituye a distancia de mí
mismo? ¿Aquel qué Sartre anuncia bellamente en un texto (La Náusea) pero que aún
permanece opacado en el otro (El ser y la Nada)? ¿No será el arribo de la náusea, ese
atisbo de Nada, la figura emancipadora de toda identidad, de toda propiedad, de toda
mismidad, o lo que es lo mismo, de toda conceptualización de la libertad?

Entonces, ¿Qué es lo que intenta traducir La Náusea? ¿Cómo lograr, junto con Sartre (el
nombre Sartre, es decir, el problema una época) avivar aquella patencia acurrucada
debajo de esa pátina de sentido llamada mundo? ¿Cómo insinuar esa separación abismal
(de la que embarazosamente intenta dar cuenta Sartre en “El ser y la Nada”), sin ceder a
la rigidez de un tratado analítico? ¿Cómo traer a la superficie a ese en-sí y a esa nada
que se separa en tanto para-si (libertad), sin recurrir a tediosos desarrollos teóricos?
Pues bien, Antoine Roquentin, será la excusa perfecta: un mediocre historiador que
pulula sobre la meseta de la vida, intentando dar forma a la biografía de una tal Marqués

5
de Rollebon que a nadie le interesa. Tal vez nosotros, aseguremos dedicar nuestra vida a
propósitos más dignos y sustanciales; quizá hasta nos regocijemos en la idea de
imprimirle a nuestros destinos un propósito más prometedor. Pero al fin y al cabo - y
despachando un poco nuestro ego - ¿Cómo no delatarse en la figura de Roquentin? Día
tras día, uno sin percatarse va acumulando pequeñas dosis de espanto, carroña de viejas
ausencias y desvelos que abren gargantas. Tiempo al tiempo uno despliega una danza de
arrugas virulentas, que parten la frente y los años. ¿Cuántos perros enterrados aún
ladran detrás de nuestras pobres almohadas? 5 Entonces de golpe y súbitamente, el
mundo se desnuda de sus ropajes, mostrando su precariedad, su insuficiencia.

Sí, rara vez existimos dirá Antoine. Y es aquello que emerge como Náusea, lo que
termina por desbaratar esas meticulosas y caprichosas persistencias cotidianas que tan
íntimamente conocemos. Sucede que entre esas imperceptibles prácticas que dibujan día
tras día nuestra rutina, termina por escabullirse un delgado hilo de finitud (en lo
infinito). Se insinúa brevemente, como una devaluación silenciosa de aquella amalgama
de voluptuosidades llamada “mundo”.

Seamos sinceros colegas, ¿No les sucede que por breves raptos esa abultada y cotidiana
película de sentido - tan porfiada y testaruda – baja su guardia, volviéndose tan frágil y
delgada, que su colapso se torna inminente? ¿No les pasa que de repente, “algo” 6 nos
arranca de esa monótona familiaridad con la que se nos presenta el mundo? ¿No sienten
que por momentos, esa abundante capa de certezas que de antemano creíamos tan
precisas y reales, se desmorona sin previo aviso? ¿No les ocurre que por breves raptos,
las agujas del reloj en la pared, se tornan tan espesas que con solo mirarlas se nos
empastan los parpados? Esta pesantez, este aburrimiento, esta náusea, nos desvela como
un relámpago en la noche. Como un rayo que logra hacer relucir nuestra casa,
evidenciando el mundo y sus costuras. La libertad acontece. Arranca virulentamente a
la conciencia del indiferente balbuceo de la cotidianidad, para - por un instante -
demolerla con un estruendo seco e impalpable. El acontecer de la libertad, no deja rastro
ni evidencia.

Algo…
“Algo me ha sucedido, no puedo seguir
dudándolo. Vino como una enfermedad, no
como una certeza ordinaria, o una evidencia.
Se instaló solapadamente poco a poco; yo me
sentí algo raro, algo molesto, nada más.”7

¿Qué hay de ese “algo” que le ha sucedido a


nuestro protagonista Roquentin? ¿Vino?
5
Rodríguez, A.
6
“Algo me ha sucedido, no puedo seguir dudándolo.”
7
El resaltado es nuestro.

6
¿Desde dónde vino? ¿Porque como una enfermedad? ¿Se hace cuerpo? ¿A que refiere
esta experiencia del desarraigo que irrumpe desbaratando toda certeza? ¿Resucita tal
vez un pasado borroneado? Probablemente ese “algo” que se anuncia, lo haga como
otra cosa más allá de una hermética sustancia. Parece nutrirse de la consistencia de la
espectralidad. Es más bien un presagio, un espasmo, una lesión subcutánea que desnuda
una violencia originaria: la evidencia intangible de una carne arrojada al tiempo.
Anuncia por ello, un estado de indeterminación. Pero ¿Qué es lo que señala esta
indeterminación sino la inquietud ante cierta excedencia?

¿Que intenta mencionar ese “algo” sino algo-más que solamente algo, algo
determinado, ubicable o cronológicamente mensurable? ¿Cuál es su causa? Parece
concernir a algo cuyo perímetro se escabulle, nos escapa. Ese algo que reniega
capciosamente a cualquier atributo, a su propia palabra - a la palabra “algo” - a cierto
encapsulamiento, a cierto concepto, pero que en el momento en el que se lo nombra y
gana presencia, legibilidad (λóγος) se aleja. ¿No remite quizá a un enigma, a un secreto,
al cual - en el movimiento de la nominación - se lo despoja de su sacralidad? ¿No se
comete allí el pecado de suprimir el enigma? ¿No traiciona el nombre a lo sagrado, no
detiene su devenir? O quizá más bien de alguna manera lo proteja, vaya uno a saber. ¿A
que refiere ese sentimiento de extrañamiento, de ajenidad radical? ¿No es ese mismo el
temple anímico que moviliza el filosofar? ¿Referirá quizá a un arrancamiento abrupto
que evidencia un “estar-de-más”, un saberse un decorado indeterminado, una
contingencia absoluta, un exceso? ¿A que refiere eso que ahora crece y que en su
irrupción disemina sideralmente la inmediatez del mundo, eso Otro que se aparece
como lo Otro de lo propio, pero que no puede no referir sino, a una experiencia de la
demolición de cierta literalidad a la que mi libertad se encuentra ya arrojada? Ahora
bien, ¿Dónde se pone en juego lo propio? En medio de tanto proyecto metafísico, en
medio de tanta impropiedad, ¿qué es lo mío? ¿!Mío¡? – Interpela Kierkegaard – “Mío...
¿qué significa esa palabra? No es mío lo que me pertenece sino aquello a lo que yo
pertenezco. Mi Dios no es el Dios que poseo, sino el Dios que me posee...”8 Y ¿qué es
aquello a lo que pertenezco, sino algo radicalmente Otro, que excede toda pertenencia?
¿A que refiere esa alteridad que no se deja verifica a partir de una constatación tangible?

La Náusea se revela así como una condición limítrofe, como la puesta en evidencia de
una destotalización, de una separación constitutiva, que solamente anunciaría algo que a
la palabra “libertad” siempre se le escapa. Arrancaría de su juego, a toda pretensión de
plenitud, a todo despotismo del ahora, a toda idea de sucesión, de aboliciones, de
preservaciones y superaciones dialécticas temporalizadas a partir de una teleología
histórica, y por lo tanto de la secuencia de un tiempo. ¿Cómo reconciliarse con tal
contingencia? es decir, ¿Cómo ejercer una conciliación doble, poner lo doble ligado en
evidencia, traerlo a la luz de la imposibilidad de constituirse sin desacralizarse, en el
mismo movimiento de reconciliación, y por lo tanto de supresión de la diferencia?
Aparece allí una cicatriz, la huella de una recuperación que cobra solemnidad en la
evidencia de lo que fue un error y no ya un olvido del Ser; de una mutilación y no ya de

8
Kierkegaard, S. “Diario de un seductor”

7
un despiste; ejercida como rastro de lo Otro en lo Mismo. Esta alteridad radical, parece
provocar al mismo tiempo una huida legítima pero a la vez cómplice y precaria. Puesto
que la preeminencia de lo Otro, solo puede tener su ser-otro, a partir de un
arrancamiento originario, cuya huella se ha desdibujado o más bien perdido.

Por ello la Náusea, ese pequeño saboreo de la Nada, se insinúa como el sórdido anuncio
de un deterioro; de un destino trunco que revela una descomposición histórica: la de un
aparente acabamiento de la Metafísica. Si ya desde siempre, la huella que se inscribe
como desgarro de lo Otro - penetración del más allá en el más acá, un cachito de
insinuación del afuera en el adentro (que se regocijaría en vaivenes pendulantes, en
rodeos caprichosos) - la metafísica (en tanto onto-teología) ya no se correspondería con
un despiste por el Ser, sino por lo Otro. Aceptarnos metafísicos significa asumir la
Metafísica anterior a sus reducciones. Desatarla entonces de sus prescripciones
ontológicas, renovando de esta manera una redención sublime, sería pues nuestra tarea:
cobijar y resguardar una carencia originaria, custodiar un destino, en última instancia,
impronunciable. Este aparente acabamiento metafísico, no sería entonces ya una
consumación sino una revelación, pues como bien nos recuerda Levinás, la Metafísica
preexiste la Ontología. El verdadero comienzo (si existiese algo así) estaría subordinado
a una trascendencia inicial, hacia y desde lo Otro, un acontecimiento hacia el cual no
podemos hacernos absolutamente transparentes, pero que sin embargo nos desvela
como una tempestad.

Ahora bien, ¿Cómo llegar a despertar ese momento de revelación? Es decir, ¿cómo
llegar a notificar de alguna manera, a ese lector - que se enfrenta al texto - de eso que
somos, pero que lo somos en tanto lo trascendemos cotidianamente por nuestro libre
proyecto? Y vayamos más lejos aún ¿Cómo despertar un temple anímico fundamental
para esa sospecha? De ninguna manera se trata aquí, de desplegar una teoría conceptual
que pueda ser inteligida sistemática y metódicamente por una racionalidad ascética e
inapetente; escindida de un mundo al cual observa desinteresadamente como objeto.
Reiteramos, de ningún modo se trata de arrancarle al mundo su estructura racional –
como bien dice Heidegger – ya que aún ésta, se encuentra atravesada por un temple
anímico de una sobriedad peculiar. Se trataría más bien de que en la lectura, ese “Yo”
que se aproxima al texto - y que como dice R. Barthes “es ya una pluralidad de otros
textos” - pueda desintegrarse junto con esa amalgama de voluptuosidades que llamamos
mundo. Pues, ¿No sucede que a veces, uno se evidencia cumpliendo casi el mismo rol
que aquella pava abandonada en un rincón de la cocina? Entonces, ¿cómo? Digámoslo
sin dar demasiados rodeos: despertando un temple anímico propicio para desempolvar
ese lugar en donde la existencia se muestra en su desnudez originaria. “También eso da
la náusea. O más bien es la náusea. La náusea no está en mí; la siento allí en la pared,
en los tirantes, en todas partes a mí alrededor. Es una sola cosa con el café, soy yo
quien está en ella.”9

9
Sartre, J. P.

8
Aquello…
“Una vez en su sitio, aquello no
se movió, permaneció tranquilo,
y pude persuadirme de que no
tenía nada, de que era una falsa
alarma. Y ahora crece.”10

¿A que refiere esa experiencia


asimétrica, esa transmutación de
algo a aquello? ¿Qué es lo que
permanece pero que
eventualmente se revela creciendo? ¿Qué es ese aquello que es algo? ¿Vive? ¿Se
mueve? ¿Brota? ¿Nombra Sartre sin percatarse la olvidada Φύσις griega? ¿Puede algo
instalarse si no estaba ya ahí solapado? No es tanto lo que crece como lo que se deshace
en ese crecer. ¿Y que se deshace al crecer lo que crece? Pues, el mundo y las estrategias
imperceptibles que lo cultivan, la actitud que hemos adoptado sobre él sin siquiera
percibirlo, los pequeños hábitos que se han arraigado en nuestro cuerpo.

Como hemos aprendido con Heidegger y su analítica existenciaria (Ser y Tiempo),


nuestra aperturidad en el mundo, es decir, nuestro ser-en-el-mundo se encuentra ya (y
con anterioridad a cualquier actitud que podamos tomar sobre el), templada
anímicamente; afectada de cabo a rabo. Nuestra relación originaria con las cosas, no se
da en el plano de meras inquisiciones teoréticas o extravagantes investigaciones, sino
que por el contrario, en nuestra avenida a la existencia estamos ¡ya! afectados por un
mundo que nos recibe con sus encantos, que nos arropa y nos acuna. Un mundo,
singularmente encantador para algunos, para otros no tanto, pero que en cualquier
circunstancia ya de antemano, ha delineado los nichos necesarios donde poder organizar
el profundo deseo de acabamiento que nos constituye. Pero eso sí, a costa de una
postergación incesante. Es en este mundo, en el que solicitamos a las cosas y a los otros
(no tan otros), colmar este hueco llamado existencia y que al parecer nunca se deja
plenificar. Nuestra apertura al mundo se encuentra regular e inmediatamente afectada
por una abrumadora ambigüedad anímica, o lo que es lo mismo, temporal. Un cúmulo
de rigurosas exigencias, someten al hombre a un calendario de vida acuciante. Es allí
donde la fatiga, el aburrimiento y el hastío comienzan a tomar espesor, desplegando
lentamente la alfombra roja, para la entrada triunfante de la náusea. Ella anunciará poco
apoco el resquebrajamiento de una temporalidad que en principio se nos daba como
“extrínseca”. La Náusea, acaecerá como un desdibujamiento de toda división, como
destitución de una universalidad parecía mostrarse con naturalidad; sobrevendrá como
una repugnancia ante las cosas, iluminando por un breve instante, la enajenante y
seductora sincronía de la cotidianidad: “Estaba, pues, hace un momento en el jardín

10
Sartre, J. P. (1938) La Náusea

9
público. La raíz del castaño se hundía en la tierra justamente por debajo de mi banco.
No me acordaba ya de que esto era una raíz. Las palabras se habían desvanecido, y
con ellas la significación de las cosas, sus modos de empleo, las débiles marcas que los
hombres han trazado en su superficie. Estaba sentado, un poco inclinado, la cabeza
baja, sólo ante esta masa negra y nudosa, enteramente bruta y que me causaba miedo.
Y después tuve esta iluminación.”

Esa imperceptible sincronía de la que hablamos más arriba, esa que ajusta una
comunidad a un tiempo y a una historia, se oculta una desparticularización de
intimidades singularmente diferenciadas y anónimas, abarcadas por una suerte de
normatividad implícita: el lenguaje. Lo que intentamos decir, es que su simultaneidad
necesita de la precipitación coexistente (Mitdasein) de otro, al que sin embargo se lo
anula solapadamente. Para dar lugar a lo mismo, es necesaria la diferencia, diferencia de
perspectiva, diferencia de espacialidad etc. Pero cuidado, no nos referimos aquí a esa
falsa “pluralidad democrática” donde el discurso del “consenso” no termina siendo más
que un simulacro de convivencia. Tampoco a una anulación que se fijara a partir del
autoritarismo de una voluntad todopoderosa. Sino que se sustenta bajo el manto de una
des-singularización muy particular, velada por una coacción sin centro ni evidencia; a
partir de la puesta en circulación de una cierta transparencia discursiva sostenida, que
requiere de una renuncia colectiva, sin origen, sin causa, donde las singularidades
abdican de su espontaneidad alejando del peligro al orden del mundo y promoviendo así
su constitución y homogeneidad.

Entonces, ¿Cómo desbaratar ese aparente determinismo? Es decir, ¿Cómo deconstruir


los modos universales que se camuflan detrás del rótulo “lo común” (Τὸ Κοινὸν), si no
es a partir de una experiencia des-comunal, desmembrante, des-yohizante, des-
mundanizante? ¿Cómo descomponer ese tiempo de la caída al mundo, donde el propio11
tiempo es enajenado, re-producido, diagramado, utilizado, segmentado? ¿Cómo advertir
acerca de su invisible inconsistencia, sin sucumbir al metabolismo de la
conceptualización? ¿Quién ejerce la soberanía de esta intratemporeidad? ¿O más bien se
da allí, una especie de corrimiento involuntario ante una marca abismal, ante una
evidencia de desfondo? ¿Acontece quizá como repliegue de un indefinido,
inconmensurable e inexplicable tiempo sin centro? ¿Es posible nombrar aquello que
toma nuestro tiempo, aquello que nos corroe en su devenir incesante? ¿Cómo
comunicar - con el peso semántico que esta palabra arrastra, y su referencia a lo común
– al otro, como comunicarse-con el otro? ¿Deberemos ejercer una violencia al respecto
del uso común de este intercambio que ya de antemano supone una economía, una
administración de la palabra? ¿Qué hay de la comunicación indirecta que proponía
Kierkegaard? Tal vez, la labor actual de la filosofía se encuentre más cerca del arte, no
solo por su vocación disruptiva, sino también, por ciertas estrategias metonímicas que
promueven una hermenéutica oblicua, que arremete a la obviedad de soslayo,
corriéndose permanentemente y resguardando su inagotabilidad.

11
Más adelante comenzaremos a vislumbrar que el “tiempo propio”, no es más que “tiempo de lo Otro”.

10
Bastante cierto parece ser, que hemos logrado desprendernos de una vez por todas, de
aquellas engorrosas utopías ideológicas que empastaban los caminos del progreso y la
civilización. Pero… desprendido ¿para qué? ¿Para dar lugar al espectáculo
enceguecedor de la virtualización total de la realidad – insistimos - si es que hubiera
una? ¿Para allanar el camino hacia el imperio de la administración y el cálculo? ¿Para
reducir a Dios a una lejana metáfora entre otras y ahorrarnos el descontento de sabernos
una contingencia injustificable?

Sucede que, durante gran parte la vida, uno termina por convencerse de que el reloj
avanza, reclamando uno tras otro los “ahoras”; de que el tiempo poquito a poco tiende a
acabarse. Ante esta avanzada feroz, uno no tiene otra opción que elegir y hacerlo bien,
pues nos acecha la amenaza del desvanecimiento de toda oportunidad. Pero,
¿Oportunidades para qué? ¿Hay libertad allí donde libertad se vuelve un slogan
publicitario? ¿Qué vértigo encubrirá esa dimensión temporal que administra todo
diferir?

Quienes solemos consultar con frecuencia los parágrafos de Ser y Tiempo, no podemos
dejar de notar la insistencia de Heidegger por aclarar que el término “existencia” no
refiere a un concepto universal, sino a una aperturidad en-cada-caso-mía, la cual exigiría
un Cuidado (Sorge) absolutamente propio. Lévinas, sin embargo reprochará al maestro
de Friburgo, su aguda y desapegada rigurosidad: la proposición de un λóγος que
siempre debe verse anticipado por una relación terrestre disparada por un abrupto
encuentro cara a cara con el otro. La epifanía del rostro del otro en tanto otro, me lo
revela como extranjero, hambriento, desnudo o desposeído. De esta manera el Si-mismo
heideggeriano continuaría inmerso en un abordaje del Ser que podríamos llamar
“demasiado propio” o demasiado occidental, desde el momento en el cual su ontología
acaece como supresión de lo Otro en favor de una descripción “universal” de la
existencia. Nuestra relación frontal con el otro - que es aquella a partir de la cual se abre
una economía de subordinación de las diferencias al Ser - posee preeminencia, pues me
exteriorizo y me ofrezco a la nominación a partir de la imposible integración del Otro.
¿O hemos olvidado que nombrar es sinónimo de administrar, de ordenar? Lo común
emergería entonces a partir de la supresión económica de lo particular, por lo cual se
ejerce la violencia universalizadora del concepto: un “con”, que lo que tiene de “con” lo
tiene de Mismo y no de Otro. Levinás dirá: “La tematización y la conceptualización,
por otra parte inseparables, no son una relación de paz con el Otro, sino supresión o
posesión del Otro”.

Así Levinás agravará aún más esta relación, subordinando de esta manera, toda
Ontología a una egología, a una fagocitación del Otro por lo Mismo. Para contrarrestar
esta tendencia tematizadora, Lévinas reivindicará la preeminencia de un ἔθος más allá
de toda Mismidad, es decir, que señala en primera instancia, un “habitar lo Otro con el
otro”, que presidiría toda puesta en común y todo consenso, liberando así a las
particularidades de su enajenación mundana. El llamado de atención de Lévinas, se
orienta hacia la particular apatía de una crudeza epocal. Epocalidad que habilita y
configura, la estrechez y el andamiaje de sus propios cánones. Olvidamos que la

11
Metafísica lejos de referir a un concepto universal, señala la invocación íntima de cierta
relación “particular” con la alteridad. Por mi parte, no puedo dejar de pensar la
Metafísica a partir de la referencia a una cierta exterioridad, a una ajenidad, a un más-
allá-de-casa. No podría anunciarse sino a partir de la evidencia impalpable de una
condición limítrofe. De un movimiento desbordante, de una amenaza, de una incómoda
inquietud ante la aparición de otro que me excede, de otro no soy Yo.

Pero ¿Cómo puede Lévinas ir más allá del Ser? Pues, resucitando la Idea del Bien
platónica. Una especie de elemento previo a toda manifestación fenoménica, un enigma
absolutamente Otro, donde no cabría categorización alguna. Esta Idea del Bien, se
correspondería con un ἔθος (habitar) armónico, previo a toda desnudez, que sin
embargo, solo podría pensarse a partir de un fragmentado anhelo de totalidad. Este
anhelo será traicionado por un movimiento que se da hacia adentro de la Metafísica: el
platonismo. ¿Cómo se da? Pues, a grande rasgos, por el movimiento por el cual Platón
(el nombre de un problema) sustrae a ese “más allá” - a la Φυσις - su secreto, su
inclaudicable reserva, acabando así por sucumbir a aquello de lo que Heráclito ya nos
advertía y restringiendo el Ser a un cúmulo de zonas y regiones, de índices y categorías.
Sin embargo esta forma del Bien, promueve un arrebato de trascendencia radical: ir más
allá del más allá, más allá de la insinuación pre-lógica, o meta-lógica. Platón anuncia y
señala ese movimiento espontáneo, in-inteligible, pasional, desmembrado y huérfano,
meta-teológico o meta-onto-teológico. Señala, apunta, anuncia y denuncia - de alguna
forma - a la diferencia radical en su producción, en su propia archi-huella aún
desdibujada y desdimensionada. Testimonio inédito, pero inmediatamente borrado,
postergado y despersonalizado que abrirá paso al devenir de toda una tradición.

¿Dónde ha quedado Dios?


En su novela “Los Hermanos
Karamazov”, Dostoievski se pregunta:
“¿Qué será del hombre entonces?, ¿sin
un Dios y una vida inmortal? Si todas las
cosas están permitidas, ¿los hombres
pueden hacer lo que quieran?”12
Tomando la iniciativa de Dostoievsky, Sartre se preguntará: si Dios no existe, ¿está todo
permitido? Pero ¿qué significa que Dios no exista? Para Sartre significaría que,
suprimido Dios, el hombre es libre para la elegir y su libertad toma dimensión en la
elección. A partir de ella, se moldeará el porvenir de la moral humana. Pero ¿Qué es la
elección entonces? ¿Quién elije? Si cuando elijo, elijo un modelo de humanidad, es
decir un deber-ser universal, mi elección alcanzaría así al otro, pero es el otro quien
puede dar cuenta de mi elección. ¿Cómo puedo elegir por otro? El otro tiene la
primacía, porque moldea mi figura y es aquel de quien dependo para-ser y por lo tanto
elegir por él, se convertiría en elegir por mí. Pero ¿a partir de que se deduce esto? Pues,
de una lógica en la que la existencia preceda a la esencia. Es decir, si el hombre

12
Dostoievski, F. Los Hermanos Karamazov

12
comienza por existir y luego se construye, nada está escrito y todo está por verse. En su
humanismo desmesurado, Sartre olvida que el hombre no es libre solamente porque
desea serlo, sino que le ha sido concedido el don de una guarda, la de una intimidad
indescifrable, que alcanza al otro en la medida en que me lo apropio, es decir, en la
medida que reduzco su otredad. Estamos condenados a esta ambigüedad irresoluble, a
una libertad que se ve restringida por donde quiera que se la aborde.

Ya en Crítias, Platón otorga al origen del sentido - si es que hubiera uno - la


consistencia de una huella o de un tercer género, que anuncia una diferencia previa al
Ser. Este género adquiere la forma de una metáfora, algo que no es ni sensible ni
inteligible, ni esto ni aquello: Χώρα. “Lo que Platón designa bajo el nombre de Χώρα
parece desafiar, esa lógica de no-contradicción de los filósofos” 13. Menciona aquel
discurso que no puede valerse ya de un modelo y una copia, sino que abre su juego
mismo. Un discurso que ya no se somete a la lógica de la inteligibilidad de un logos
común, sino que toma protagonismo, es decir valor, no por sí misma, sino por su
diferencia con otras, pues “Sin una huella que retuviera al otro como otro en lo mismo,
ninguna diferencia haría su obra y ningún sentido aparecería” 14. Por lo cual, “La
diferencia sería más ‘originaria’, pero no podría denominársela ya ‘origen’ ni
‘fundamento’, puesto que estas nociones pertenecen a la historia de la onto-teología, es
decir al sistema que funciona como borradura de la diferencia.” 15 Sucede entonces, que
para dar propiamente lugar al Ser, para devenir sustancia, debe ejecutarse la maniobra
de una renuncia, de una selección y un descarte, de una prevalencia y en definitiva, de
una ética. De esta manera se abre el camino a una Metafísica rebajada a una Onto-
teología, de la que recién comenzará a librarnos Nietzsche.

De esta manera, Dios o lo que realmente es, cumpliría una función ontológica, pero no
podría ser fundamental, porque la sola sospecha de su infinitud, supone una aperturidad
que pueda referirse a ella, o como anuncia Descartes: porque tengo en mí la idea de
infinito, de lo perfecto. Entonces, ¿No será más bien - y antes que nada - “Lo
Metafísico” esa relación originaria del “hombre” con lo Otro? Ese “estar de más”
sartreano, ¿No resucita tal vez a esa experiencia inconmensurable que señala un
distancia radical entre lo propio y lo Otro? En definitiva, ¿qué valor podría tomar el
término “Metafísica”, sino por la diferencia radical que anuncia? Tα Μετα Tα φυσικά.
Pero ¿desde donde penetra ese “más allá”? Lo metafísico mismo, comienza por
inscribirse en lo profundo del alma del hombre, de cada existencia. Presagio de aquello
que le resulta tan propio pero a la vez tan ajeno, que su único anhelo resultará en
apresarlo de alguna manera. Solo que ese punto de inscripción resulta ya inhallable: “El
afuera está dentro. Si el afuera estuviese afuera no sería un afuera” 16, dirá Derrida.
Todo lo que podamos decir sobre eso Otro, no puede someterse sino a lo incorroborable
de un Testimonio. Una amenaza no irrumpe como amenaza por lo que la amenaza en sí,
si no por lo que no puedo reconocer como propio. Ese afuera refiere también a un
13
Derrida, J. Khora, Amorrortu, Bs. As. Argentina. Pág. 16
14
Derrida, J. (1968) “De la Gramatología”, Siglo XXI, Madrid, España. Pág. 81
15
Ibídem. Pág. 32
16
Derrida, J. De la gramatología, Siglo XXI, México, 1998, pp. 57-85

13
cuerpo, un cuerpo que se inscribe en una silueta, en un erotismo y una sexualidad. Un
cuerpo que delinea una masculinidad y al mismo tiempo una feminidad inseparables;
una actividad y una pasividad, una somatización de lo Otro. Cómo si todo texto
estuviera forzado a decir algo, a alcanzar un secreto hasta ahora no pensando.

Entonces, si la filosofía no es más que un síntoma, una coagulación sustancial de un


devenir forzado a lo histórico - por lo que se encontraría ya desde siempre en su
apertura, lo que quiere decir, también en su clausura, en su cierre - toda ontología no es
más que un kerygma (κήρυγμα), un anuncio de una herida fundamental que proclama
recobrarse y sanarse desde su apertura, es decir, desde siempre. Apertura que es
fundamentalmente Metafísica, una plegaría ancestral dirigida a lo Otro, rápidamente
traicionada y declinada en concepto, en aprehensión temática.

¿Cuál es entonces la tarea del nuevo pensar que se insinúa como un más allá de la
Filosofía, o lo que es lo mismo, de la Ontología? Parecería como si la la historia de la
filosofía, no hubiese estado atravesada por otra cosa que una necesidad imperiosa de
dificultar la experiencia de lo metafísico. La persistencia por lograr la perfecta y total
transparencia del concepto, hizo que olvidemos que para ello, fue necesario dictaminar
de qué manera hacerlo, renegando de vías alternativas. A costa de lograr una
comunicación directa con eso Otro, un movimiento dispuesto a alcanzar complejidades
astronómicas logró llevar al terreno del perimetraje, a algo que en definitivas cuentas
nunca podrá someterse a un acabamiento final. Debemos conservar la esperanza de que
una emergente economía de lo fragmentario, lograra abrir paso a nuevas promesas en el
seno de tanto proyecto logocéntrico. Los viejos huéspedes emanarán diluyendo más y
más, los ya perimidos límites de la sustancia, a partir del desdibujamiento de sus propios
contornos, que de propios ya no tienen nada. Ese terco camuflaje de identidad
disimulado para silenciar lo que difiere, la impertinencia de lo otro, será abolido por el
destello de desbordantes anomalías rebosantes de heterogeneidad, diluyendo así al Yo
en una in-economizable diseminación inscripciones.

Entonces ¿Somos absolutamente libres o por el contrario estamos determinados por un


destino fatal? ¿Dónde se juega la libertad y el determinismo en un texto? ¿En sus
líneas? ¿En su rebuscada - o no - pretensión? ¿En su estructura sintáctica? ¿En los
efectos del traspasar lúdicamente sus líneas? ¿Escribimos libremente nuestros propios
destinos? ¿Es tan fácil librarse de Dios?

Nietzsche ya había anunciado intempestivamente: “Me temo que no nos libraremos de


Dios, porque todavía creemos en la gramática”. La muerte de Dios para Nietzsche es la
muerte de lo sagrado a manos del concepto y de la técnica; porvenir de una decadencia
metafísica, que luego de haberse abierto poéticamente un mundo, comenzó a deshacerse
de él paulatinamente, hasta un punto en el cual de lo sacro, no queda nada. Entonces, la
muerte de Dios se revela como un síntoma del precario alejamiento de la divinidad, o lo
que es lo mismo, de la negación radical de la finitud del hombre a manos de una
administración sustentable de la vida. Sí, tarde nos percatamos de que Dios era una
metáfora traicionada por su institucionalización, por su propia búsqueda desenfrenada.

14
Tarde dilucidamos que, el permanente intento de alcanzar un sustrato último de la
realidad, se desintegraría con la muerte del significado, con el certificado de defunción
de una literalidad cuya eficacia ha perdido ya su peso, y cuya solidez ha logrado
vigencia a costa de una incesante sublimación lógica (λóγος).

La transgresión de la gramática sigue siendo nuestra frontera quimérica, frontera que sin
embargo ya muestra atisbos de fractura. Es ese atisbo de caducidad lo que hace que de
alguna manera, tengamos al menos un pie por fuera de sus condicionamientos. Si hasta
el nombre propio, señala el nombre del Otro. ¿Qué nos queda? Quizá deconstruir
indefinidamente a partir de la una figura ética que reivindique la sacralidad del otro, es
decir, de cada aperturidad en particular (sin particularizarla), con la que tengo en común
el don de una relación secreta con eso infinitamente Otro. Otro que se anuncia como una
reserva impronunciable, de la que solo puede darse Testimonio y no ya proponerse un
conocimiento riguroso u objetivo. Si “El otro guarda el secreto de lo que soy” es por lo
cual le debo el más radical de los respetos, un respeto que desdibuje hasta su semántica
humanista. El otro me es anónimo, el otro me salva, me provee de inmunidad contra el
atiborro de Mismidad. Debería hablarse de una topología del habitar, en el sentido
griego, es decir en términos de un ἔθος que ya no estaría regido por una
institucionalidad homogénea, sino a partir de un δῆμος (Demos) y una ley (Κράτος) en
devenir, en construcción permanente y no ya a partir del trazado perimetral de una
espacialidad netamente teórica o productiva. Nuestro hogar, ya no es la Tierra en la que
un pueblo se alza hacia el mundo. Nuestra casa ya no es la cercanía del Ser, sino lo
Otro, allí moramos. Pues lo Otro, aunque desplazado, disimulado y olvidado; siempre
será aquello que, irrumpiendo como amenaza de lo propio, fijará los márgenes hacia
adentro de los cuales se expande o sustrae la mismidad (identidad).

Lo Otro es un fuera de casa, que no puede sino contemplarse desde un adentro, un


adentro en permanente disputa con el afuera. Derrida por su parte dirá, “El afuera está
dentro. Si el afuera estuviese afuera no sería un afuera” 17. Ese afuera es el límite,
siempre impreciso e indeterminado del adentro. Ese adentro del afuera se manifiesta
como como una Huella, que se contrae o dilata, que se estrecha o expande, siempre en
pugna por abrigar eso Otro, a ese huésped súbito que nunca se deja apropiar. Fuera de
casa entonces, estamos expuestos al inminente peligro de adentrarnos demasiado en lo
Mismo, y de ello también debemos cuidarnos. Protegernos de las amenazas de esta
intemperie que acecha en cada rincón, significa también, dejar una puerta entreabierta a
la incertidumbre, a la espera del extranjero, a la hospitalidad con el (O)otro. Quizá
libertad sea el nombre de un espacio que se abre precisamente allí, allí donde en lugar
de encontrarnos, podamos comenzar a perdernos a nosotros mismos, dándole lugar al
otro.

17
Derrida, J. De la gramatología, Siglo XXI, México, 1998, pp. 57-85

15
Bibliografía:
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 Baudrillard, J. “El crimen perfecto”, Anagrama, Barcelona, España. (2006)
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 Heidegger, M. “Conferencias y artículos”, Odós, Barcelona, España. (1987)
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 Sartre, J. P. ()
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