Chis Y Garabis
Chis Y Garabis
Chis Y Garabis
En algún punto o, mejor dicho, en dos puntos del inmenso océano Atlético, no lejos
de las penínsulas de Oste y Moste, se encuentran las minúsculas islas de Chis y Garabís,
donde transcurre esta historia.
La forma más fácil de llegar a Chis y Garabís, y la única que conozco, es por
casualidad. Por casualidad llegué yo un día. Pero otro día me marché, también por
casualidad, y ya no he sabido regresar.
Durante el tiempo que estuve entre los chisinos y los garabisinos, me contaron esta
historia. Tal como me la contaron os la cuento, y os ruego que si alguno de vosotros sabe de
un medio de llegar a Chis y Garabís que no sea por casualidad —mejor si es barato—, me
lo diga. Me gustaría mucho volver, y además olvidé allí mi cepillo de dientes.
EMPEZARÉ la historia hablándoos de la isla de Chis.
Por aquel entonces, en Chis reinaba el rey Manolo. Manolo vivía con su esposa la
reina Andrea y su hijo Nicolás en un palacio tan pequeño que casi no se podía llamar
palacio. En Chis todo era muy pequeño por falta de sitio.
En palacio servía un único criado, Blas. Bueno, servir no es la palabra exacta,
porque no servía para nada más que para dormir. La verdad es que estaba allí porque a la
reina Andrea le parecía bochornoso que pudiera existir un palacio sin un solo sirviente.
La tierra de Chis era excelente; nunca vi una tierra tan fértil. El clima de Chis
tampoco estaba mal: seis días a la semana lucía el sol, y los jueves llovía. Desde que se
inventaron los jueves, ni un solo jueves había dejado de llover en Chis.
Supongo que por ese clima y ese suelo, los huertos de Chis, aunque muy pequeños,
eran los mejores del mundo. Crecían unas ciruelas tan enormes, que con una sola se
atiborraba hasta el más glotón; las cebollas eran de tal calibre, que al picar una lloraba todo
el pueblo; los melones había que transportarlos en carretilla... ¡Aquello era una
exageración!
Chis era tan pequeña como grandes eran sus frutos. Para que os hagáis una idea de
lo minúscula que era la isla, os diré que, cuando el rey dormía con la ventana abierta y se
ponía a roncar —lo cual sucedía a menudo—, nadie en el pueblo podía pegar ojo. Por lo
menos hasta que la reina Andrea no tomaba cartas en el asunto.
—¡Manolo! —le decía sacudiéndolo—. ¡Nos vas a dejar a todos sordos!
Entonces el rey Manolo gruñía un poquito, daba media vuelta, dejaba de roncar y
seguía durmiendo como un bendito.
UN DÍA, el rey Manolo, que además de rey era muy razonable, decidió que era
demasiada responsabilidad reinar él solo, aunque fuese en una isla tan pequeña, y quiso
formar un parlamento. Así los súbditos podrían decidir sobre sus propios asuntos. Como
eran tan pocos, todos los adultos de Chis fueron elegidos parlamentarios, e incluso sobró un
escaño, porque Fermín dijo que la política era un asco y renunció a su puesto.
Todos los problemas de Chis se solían resolver con la misma facilidad que el de los
ronquidos del rey Manolo. Así pues, la vida en Chis transcurría feliz y apacible, al menos
hasta que comenzaron los acontecimientos que relataré en mi historia.
A UN TIRO DE PIEDRA de la isla de Chis estaba la isla de Garabís. Garabís
también tenía su rey, el rey Agapito, unos pocos súbditos y su lluvia los jueves. En Garabís,
en cambio, no había huertos, sino un espeso bosque, un río lleno de peces y un prado
increíblemente verde con un montón de vacas, muy hermosotas ellas. Los habitantes de
Garabís vivían de la madera, de la pesca y de las vacas, e intercambiaban sus productos con
los de Chis.
Lo que más diferenciaba a Chis de Garabís eran sus reyes. El rey Agapito vivía en
un palacio grande y señorial. No roncaba, porque pensaba que roncar es indigno de un rey.
Le gustaba dar órdenes, que le hicieran reverencias y salir al balcón de palacio todos los
sábados a las doce en punto para que le aclamaran sus súbditos.
A los habitantes de Garabís les daba un poco de pena el rey Agapito.
—¡Vaya aburrimiento tener que reinar todo el día! —comentaba uno.
—¡Y encima, aguantar a la reina! —decía otro—. ¡Pobre Agapito!
E iban todos los sábados a aplaudirle un rato, para compensarle un poco de la
desgracia de ser rey.
2. Una reina caprichosa y otras cosas
El rey Agapito estaba casado con la reina Matilde. La quería con locura. Creo que
era el rey más enamorado del mundo. Los vecinos de Garabís, que eran muy aficionados a
poner motes, le llamaban Agapito Sesosorbido.
La reina Matilde tenía mucho genio y era terriblemente caprichosa.
—Agapito —decía la reina—, quiero una fiesta con fuegos artificiales.
Agapito buscaba a los mejores pirotécnicos y la reina tenía su fiesta.
—Agapito, quiero un abrigo de oso polar.
—Pero mujer, si aquí no hay osos polares...
La reina Matilde miraba a su marido con ojos furibundos y el rey Agapito mandaba
al Polo una expedición, que volvía con el abrigo de la reina.
—Agapito, quiero que dos más dos sean cinco.
El rey mandaba publicar un decreto por el cual, desde aquel día, en Garabís, dos
más dos eran cinco.
—Agapito, quiero un helado de cardos borriqueros —dijo un día la reina.
El rey Agapito mandó llamar a los mejores cocineros y magos. Al ver que ninguno
conseguía un helado de cardos aceptable, puso él mismo manos a la obra. Y como dicen
que el amor todo lo puede, consiguió un helado para chuparse los dedos.
—Agapito, quiero un loro que hable en ruso.
—Agapito, quiero un vestido de ala de mariposa.
—Agapito...
El rey Agapito siempre lograba complacerla. Como los caprichos de la reina
Matilde eran tan caros, el rey Agapito cobraba a sus súbditos impuestos cada vez más altos,
y aun así estaba endeudado hasta las orejas.
HASTA QUE, UN DÍA, la reina Matilde dijo;
—Agapito, el jueves que viene es mi cumpleaños y no quiero que llueva.
—¡Pero Matildita! —exclamó el rey Agapito, angustiado—. ¡Desde que el mundo
es mundo, en Garabís siempre ha llovido los jueves!
—Pues tú verás lo que haces —repuso la reina Matilde—. Pienso dar una fiesta en
el jardín, y si llueve se me quitará la permanente.
El rey Agapito mandó llamar a astrólogos, astrónomos, meteorólogos, magos, niños
prodigio, bomberos...
—Veremos lo que se puede hacer —dijeron todos.
Y llegó el jueves. La reina salió al jardín y le cayó encima un chaparrón. Se murió
del berrinche.
Ese fue el último jueves que llovió en Garabís. Y tampoco volvió a llover ningún
otro día de la semana. La nube gris de todos los jueves llegaba puntualmente a Chis y
dejaba caer una buena lluvia, pero no se dignaba acercarse a Garabís, y enseguida se
marchaba por donde había venido. Estaba muy ofendida.
DESDE AQUEL JUEVES, el rey Agapito pasó de ser el rey más enamorado del
mundo a ser el rey más triste del mundo, con el nombre de Agapito Caralarga. Y también el
más gordo: para ahogar su tristeza, el rey comía sin parar. La comida y su hija Marieta eran
sus únicas ilusiones.
Marieta tenía tanto carácter como su madre, y era casi tan caprichosa como ella,
quizá porque su padre nunca le había dicho «no» a nada desde que la princesita aprendió a
pedir.
«¿Y si le llevo la contraria y le pasa como a su madre, mi buena Matilde?», pensaba
angustiado el rey Agapito. Y rezaba por que a la princesa Marieta no se le ocurriera hacer
peticiones muy descabelladas.
Afortunadamente, Marieta, además de ser la princesa más consentida del mundo,
era bastante realista, y sus caprichos resultaban pan comido para el rey Agapito, que ya era
todo un experto en caprichos.
—No quiero lentejas —decía Marieta mirando su plato con cara de asco.
Y no comía lentejas.
—Quiero un día al revés —exigía Marieta con voz chillona.
Y al día siguiente todo el mundo en Garabís se levantaba al ponerse el sol y se
acostaba al amanecer.
Estos caprichos servían para entretener a la princesa Marieta, que de otro modo se
hubiera aburrido muchísimo, porque su padre no quería que jugara con los niños de su
edad.
—Una princesita no debe mezclarse con niños cualquiera —decía el rey Agapito.
Y como todos los niños en Garabís eran niños cualquiera, Marieta se pasaba el día
sola o haciendo barrabasadas entre las personas mayores.
Marieta no iba a la escuela con los demás niños. Tenía un profesor particular, don
Benito, el mismo que tuvo su padre de niño. Don Benito era viejo, viejísimo. Durante las
clases, cuando se hartaba de las impertinencias de Marieta, se echaba una siestecita. Entre
cabezada y cabezada explicaba a Marieta lo que aún recordaba de ciencias naturales, de
historia y de matemáticas, que no era mucho.
3. Problemas en Garabís
A todo esto, ya llevaba muchos jueves sin llover en Garabís y las cosas empezaban
a ponerse feas. El pasto estaba seco, las vacas tenían hambre y el río apenas traía agua.
Un día se presentó ante el rey Agapito un emisario del vecino reino de Oste.
—Vengo a cobrar vuestra deuda. Nos debes noventa mil flings.
El fling era la moneda que usaban en Chis y Garabís.
—¿Noventa mil? —exclamó aterrado el rey Agapito.
—Sesenta mil que os prestamos más treinta mil de intereses —explicó el emisario.
Como veis, en Oste eran algo usureros.
—No tengo dinero —musitó el rey Agapito y agachó la cabeza compungido, de tal
forma que su corona rodó por el suelo y se abolló.
—Tendremos que talar tu bosque a cambio —repuso el emisario de Oste—. No
podemos esperar un día más.
El emisario mandó llamar a sus hombres y talaron todos los árboles del bosque de
Garabís.
OTRO DÍA llegó un emisario de Moste.
—Vengo a cobrar vuestra deuda de sesenta mil flings.
—¿Sesenta mil flings? —exclamó el rey.
—Cuarenta mil más veinte...
—Sí, ya sé —dijo el rey Agapito con voz cansada—. Cuarenta mil más veinte mil
de intereses.
—Eso.
Como veis, los del reino de Moste eran también bastante usureros.
—No tengo dinero —musitó el rey Agapito, tan cabizbajo que se le volvió a caer la
corona y se abolló de nuevo.
—Entonces tendré que llevarme todas tus vacas.
El emisario llamó a sus hombres y se llevaron todas las vacas del reino.
Así fue cómo el reino de Garabís, después de quedarse sin reina y sin lluvia, se
quedó también sin árboles, sin pasto, sin vacas, sin río y sin peces.
Y como era de esperar, empezaron a surgir problemas muy gordos.
Así fueron las cosas:
Un día, Nata, la lechera, encargó a Alcayata, el carpintero, una buena mesa para su
comedor.
Alcayata encargó a Tarugo, el leñador, un buen trozo de madera para la mesa de
Nata.
—No hay bosque —dijo Tarugo a Alcayata—, así que no hay madera.
—No hay madera —dijo Alcayata a Nata—, así que no hay mesa.
—No hay mesa —dijo Nata a Requesón, su marido—. Hoy comemos en el suelo.
¿Has comprado pan?
—No hay pan —contestó Requesón—, porque no hay harina.
—¿Por qué no hay harina?
—Porque no hay trigo.
—¿Por qué no hay trigo?
—¿Pues por qué va a ser? Porque no llueve.
En ese momento entró en la casa Mocasín, el zapatero.
—Nata, dame un litro de leche.
—No hay leche, porque no hay vacas.
Justamente entonces el hijo de los lecheros entró corriendo en la casa.
—Mamá, tengo hambre.
Nata, Requesón y Mocasín se miraron con caras preocupadas.
—Me voy al bar —dijo al fin Mocasín.
Y se fue dando un portazo.
EN DOS ZANCADAS, Mocasín llegó al bar del pueblo.
—Una cerveza, Cogorza —pidió al dueño del bar.
—No hay cerveza.
—¿Por qué no hay cerveza?
—Porque no hay cebada.
Mocasín se puso todavía más triste de lo que estaba, y es que le gustaba mucho la
cerveza. Se apoyó en la barra y miró a su alrededor. De pronto se dio cuenta de que en el
bar estaba reunido casi todo el pueblo.
—¡Por los botines de mi abuela! —exclamó Mocasín—. No os había visto. ¡Como
estáis tan callados...!
Los garabisinos le miraron con cara lánguida y no dijeron ni «mu».
—¿Cómo es que no estáis trabajando a estas horas? —insistió Mocasín.
—No tenemos trabajo —respondió el fontanero.
—¿Cómo es eso? —preguntó Mocasín.
—No hay carne —dijo Ternera, la carnicera.
—No hay papel —dijo Plomo, el poeta.
—No hay flores —dijo Geranio, el jardinero.
—Nadie me invita a comer —dijo Pachorro, el vago.
—No llueve —dijo Goteras, el paragüero.
—No hay dinero —dijo Pelas, la banquera.
Y se volvieron a quedar todos callados.
—Esto no puede seguir así. ¡Hay que hacer algo! —exclamó de pronto el vago de
Garabís.
—¿Qué? —preguntaron ansiosos todos los demás.
—¡Ah! ¡Eso vosotros sabréis! Yo soy el vago del pueblo.
AQUEL DÍA, los habitantes de Garabís estuvieron reunidos horas y horas en el bar.
Ya atardecía cuando regresaron a sus hogares. Y estaba alta la luna cuando todos dejaron
sus casas, cargados de bártulos, y se dirigieron al embarcadero.
Leopoldo, el barquero, que dormitaba en su barca, se despertó sobresaltado.
—Tienes que llevarnos a todos a Chis —le dijeron.
La barca de Leopoldo era el único medio de transporte entre Chis y Garabís.
—¿A todos? —dijo asustado Leopoldo abriendo unos ojos como platos.
—A todos.
La barquita pasó toda la noche viajando entre las dos islas. Al día siguiente,
Leopoldo tenía unas agujetas imponentes en los brazos.
4. Los garabisinos emigran
Y entretanto, ¿cómo iban las cosas en la superpoblada isla de Chis? Ahora veréis.
Al acabar la asamblea, los habitantes de Chis repartieron a los garabisinos
provisionalmente entre sus casas. Los primeros días las cosas fueron bien: los garabisinos
se sentían tan agradecidos y los chisinos tan generosos que todo eran buenas maneras,
«porfavores» y «gracias». Pero cuando creció la confianza entre los dos pueblos, surgieron
los primeros roces.
EL PRIMER PROBLEMA fue a causa de la manía de los de Garabís de poner
motes a todo el mundo. A la semana, todos los de Chis tenían mote propio. Ni el rey
Manolo se salvó.
A la mayoría de los chisinos eso de los motes les parecía una falta de educación. En
cambio, para los garabisinos emplear motes era lo más normal y casi se ofendían si se les
llamaba por su verdadero nombre.
Un día, el rey Manolo fue a comprar a la carnicería de Doro, recién apodado «el
Chuletas».
—¿Quieres saber cómo te llaman esos golfos de Garabís, majestad? —le preguntó
Doro muy exaltado.
—¡Caramba! ¡Pues claro! —dijo el rey.
—Pues te llaman, con perdón, el rey Caramba.
El rey frunció el entrecejo, dispuesto a enfadarse muchísimo. Pero enseguida lo
pensó mejor.
—Bien mirado... ¡Caramba!... Tiene gracia. Sí, señor, por supuesto que la tiene. Je.
Es gracioso. Je, je. ¡Caramba! Ji, ji, ji. JO, JO, JUA, JUA. ¡Caramb... JO, JO, JO! ¡JI, JI!
¡JE, JE, JE!
El rey Manolo salió de la carnicería riéndose a carcajadas. Se olvidó de pagar la
carne.
El carnicero se quedó pensando:
—Veamos: «Chuletas». ¿Tiene gracia?
Pero por muchas vueltas que le dio, no le encontró maldita la gracia. Y lo mismo les
ocurría a otros muchos habitantes de Chis con sus apodos respectivos.
EL SEGUNDO ASUNTO que enfrentó a chisinos y garabisinos fue el trabajo.
Cuando llevaban siete días en Chis, los garabisinos empezaron a sentirse inquietos,
aburridos y preocupados. ¡Tenían que ganarse la vida de alguna forma!
La primera que solucionó el asunto fue Cachopán, la panadera de Garabís. Con unos
ahorrillos que tenía, abrió una pequeña panadería justo enfrente de la panadería de Simón,
ahora apodado «el Migas», panadero de Chis.
Para empezar, Cachopán puso el pan medio fling más barato que Simón. Su
panadería se llenó de gente y la del Migas quedó vacía.
—¡Qué caradura! ¡Pues ahora verá! —exclamó el Migas.
Y al día siguiente puso el pan medio fling más barato que el de Cachopán, y todo el
mundo compró en su panadería.
Al día siguiente fue Cachopán la que rebajó los precios.
Y al otro, de nuevo Simón.
Y de nuevo Cachopán.
Simón.
Cachopán.
Simón...
El noveno día el pan fue gratis en las dos panaderías. Luego, los dos panaderos
salieron a la puerta de sus tiendas, se miraron amenazadores y se liaron a bofetadas.
Al día siguiente no hubo pan en Chis. Simón y Cachopán se quedaron en la cama,
magullados y enfadadísimos.
ALGO PARECIDO a esto pasó con el resto de los oficios. Nació lo que se llama la
competencia, algo que nunca hasta entonces había existido en Chis ni en Garabís.
Los únicos chisinos que no encontraron competencia fueron don Benito, el profesor
de Marieta, y Pachorro, el vago. Don Benito fue jubilado nada más llegar a Chis para
impedir que pudiera maleducar a más niños, con lo que pasó a ser el único jubilado de la
isla. Pachorro se encontró con que Blas, el vago de Chis, «trabajaba» para el rey Manolo;
así que él se convirtió en el único vago «oficial» de la isla y no tuvo que luchar con nadie
por el puesto.
Por culpa de la competencia, chisinos y garabisinos acabaron por no dirigirse la
palabra. El zapatero de Garabís se peleó con el zapatero de Chis, el médico de Chis con el
médico de Garabís, el sastre de Chis con el sastre de Garabís... Al final, cada uno prestaba
sus servicios solamente a sus compatriotas.
Se llevaban tan mal chisinos y garabisinos que no pudieron seguir viviendo bajo el
mismo techo. Los garabisinos pidieron permiso al rey Manolo para construir algunas
casitas en las afueras del pueblo.
—Si construís ahí, quitaréis espacio a los huertos —objetó el rey Manolo—; pero,
en fin, si para que discutáis menos hemos de comer menos... ¡Pues comeremos menos!
Construid vuestras casas donde queráis.
Y eso hicieron los garabisinos.
6. ¿Cuántas son dos y dos?
HABLEMOS ahora un poco de Marieta y Agapito, que los tenemos algo olvidados.
Lo primero que hizo Marieta, como princesa de su isla deshabitada, fue
inspeccionar minuciosamente el pueblo. Recorrió todas las casas, registró todos los
rincones, sirvió copas a clientes invisibles en el bar, pintó en la pizarra de la escuela, amasó
pan imaginario en la tahona... Pero pronto se cansó de las personas y las cosas imaginarias.
Quería ver gente de carne y hueso. Estaba triste.
LO PRIMERO que hizo Agapito Caralarga, como rey de su isla desierta, fue enviar
por medio de Leopoldo un mensaje al rey Manolo. El mensaje decía así:
Manolo, vil savandija,
Ke te zurzan,
Hagapito
COMO VEIS, el rey Agapito no demostraba gran afición por la ortografía. Su letra
favorita era la hache, y la dejaba caer siempre que tenía ocasión, aunque no viniera a
cuento.
LO CIERTO es que las cosas en Garabís no iban muy bien, dijera lo que dijera el
rey Agapito. La despensa del palacio estaba tan vacía que hasta los ratones de Garabís
emigraron a Chis. Además, ser rey de una isla deshabitada, aunque tenía la ventaja de dar
muy poco trabajo, era bastante aburrido. Agapito se pasaba el día vagando por los pasillos
de su sombrío palacio; ni siquiera podía comer, que era su distracción favorita. Marieta, en
cambio, procuraba pasar el menor tiempo posible en palacio. Aquellas habitaciones tan
vacías y tristes le daban escalofríos.
AL ATARDECER, el rey Agapito y Marieta tenían la costumbre de salir un rato al
balcón de palacio. Primero miraban en silencio su isla. Ofrecía un aspecto tristísimo. En
cuanto los habitantes de Garabís abandonaron sus casas, éstas empezaron a cubrirse con un
polvo pardo proveniente de la tierra. El propio palacio de Garabís se fue volviendo
parduzco. Parecía que toda la isla hubiera envejecido súbitamente y que las casas y las
cosas durmieran un sueño muy profundo. Las únicas plantas que crecían en Garabís eran un
montón de cardos y algunas malas hierbas que habían surgido en las proximidades de un
pequeño manantial subterráneo.
Después de pasear un rato la vista por Garabís, Agapito y Marieta miraban un poco
más allá, hacia Chis. Contaban las luces de sus casas a medida que se encendían, oían
gritos, risas y canciones, veían el humo que salía por las chimeneas, y a veces llegaban
hasta sus narices los olores de la cena.
Si entre estos olores la nariz de Marieta distinguía olor a macarrones, su comida
favorita, la princesa no podía reprimir un suspiro.
—Seguro que Manolo estaría encantado de invitarnos a cenar —decía con un tono
muy melancólico.
Y el rey Agapito replicaba:
—¡Jamás! Nunca aceptaré la caridad de un traidor. Además, no necesitamos nada.
Yo no tengo hambre; ¿y tú? —y se cruzaba de brazos con expresión obstinada.
—Yo, un poco —contestaba tímidamente Marieta.
Pero el rey Agapito era tan orgulloso que prefería morirse de hambre a aceptar
favores de nadie.
8. El distinguido deporte de la pesca
Los primeros días de colegio no fueron fáciles para Marieta. Durante las clases
coleccionó una buena cantidad de ceros, por impertinente. Durante los recreos se quedaba
sentada en un rincón, con su cara más altiva, esperando que los niños se acercaran a
ofrecerle jugar con ellos.
Pero los niños ni soñaban en acercarse.
—¿Habéis visto cómo nos mira por encima del hombro? ¡Le va a dar tortícolis!
—¡Y cómo arruga la nariz! Como si oliéramos mal...
—Pues hablando de oler... ¿Habéis notado cómo huele a sardinas?
Enseguida encontraron un mote para ella: la «princesa Tiesa», e inventaron una
cancioncilla que cantaban tapándose la nariz en cuanto Marieta se acercaba:
Haced una reverencia
Marieta apretaba los dientes y aguantaba. Ya sabía, por su padre, que una princesa
no puede llorar en público.
HABÍA OTRO PERSONAJE que solía quedarse sentado en el patio durante el
recreo. Era Che, un chico moreno de aspecto desaliñado. Se llevaba bien con todos los
demás alumnos, pero eso de correr y saltar era demasiado cansado para él; por algo era hijo
del vago de Garabís. Lo único que no le daba pereza en este mundo era observar, pensar y
hablar. Sus pupilas negras no estaban quietas ni un momento.
En las horas de recreo, Che había observado a Marieta con atención. Por fin, un día,
se decidió a hablar con ella.
—Vamos a ver si muerde —se dijo a sí mismo en voz baja, sentándose al lado de
Marieta.
—¡Hola, princesa!
—¡Hola! —respondió Marieta, contenta de poder hablar con alguien.
—¿Qué haces que no juegas con los demás? —preguntó Che.
—Son juegos estúpidos —mintió Marieta—. Me aburren.
—Ya. ¡A mí me vas a venir con esos cuentos...! Te he estado observando estos días.
Lo que te pasa es que eres tan orgullosa como tu padre y esperas a que vengan aquí a
rogarte —Che no tenía pelos en la lengua—. ¡Pues ya puedes esperar sentada!
—¡Déjame en paz! —dijo Marieta muy colorada—. Todo eso es mentira.
—Yo nunca digo mentiras —repuso muy serio Che—. Incluso cuando no hay que
decir la verdad, se me escapa. Te apuesto lo que quieras a que no eres capaz de acercarte a
esos chicos y pedirles permiso para jugar.
—¡Claro que soy capaz! —chilló Marieta—, pero no me da la gana.
—Te apuesto un requetecrí a que no eres capaz.
—¡A que sí! —exclamó Marieta, que no tenía ni la más remota idea de lo que era un
requetecrí.
—¡A que no!
—¡A que sí!
Por suerte para ella, Marieta era tan testaruda como orgullosa. De un salto se puso
en pie y se plantó frente a los chicos que le había indicado Che.
Los chicos dejaron de jugar y miraron asombrados a la princesa Tiesa, que se había
parado frente a ellos con los ojos cerrados y los puños apretados. ¿Qué mosca le habría
picado?
—Puedo... —en este punto, Marieta se quedó atrancada—, ¿puedo jugar? —soltó al
fin de sopetón, abriendo los ojos.
—Claro —respondieron los chicos.
—Pero yo elijo el juego —dijo Marieta con voz repipi.
Los chicos la miraron enfadados. ¡Ya lo había estropeado todo!
—Pero ¿qué se habrá creído ésta...?
—Vas a jugar con tu abuela...
—A ver, ¿y a qué quieres jugar? —interrumpió Nicolás, que estaba en el grupo,
intentando arreglar las cosas.
Marieta se quedó callada. De pronto se dio cuenta de que sólo conocía juegos para
una persona porque siempre jugaba sola.
—¿Cómo se llama este juego? —preguntó por fin.
—Tula en alto —dijo un chico con pecas.
—Pues a eso precisamente quiero jugar —dijo Marieta triunfante.
Cuando se apaciguaron los ánimos, tuvieron que explicarle el juego de pe a pa.
—¿Lo has entendido? —preguntó el príncipe Nicolás al final de la explicación.
—Sí.
—¡Pues quien vino pagó el vino! —gritó una chica.
Y todos echaron a correr para que Marieta los persiguiera.
Como no estaba acostumbrada a este tipo de juegos, Marieta era bastante torpona y
todos lograban esquivarla. Pero a Marieta no parecía importarle. Se reía y daba traspiés
como un pato mareado.
—¡Si seré tonto! —se dijo en voz alta Che desde su rincón—. Y ahora ¿con quién
voy a charlar yo?
12. Los reinventos de Agapito
El día en que Marieta aprendió a pedir permiso para jugar, sus compañeros, y ella
misma, se dieron cuenta de que la princesa Tiesa era una chica simpática, y sobre todo muy
charlatana. Lo de charlatana debía de ser porque tenía muchas ganas de hablar atrasadas.
No paraba un momento. Hizo un montón de amigos en Chis.
Con tantas amistades, la dieta de Marieta mejoró notablemente. Sus compañeros
sabían que en Garabís no había apenas qué comer, y a menudo traían comida de sus casas:
—Toma esta hogaza de pan, a cambio de los problemas que me dejaste ayer —decía
uno.
—Mi padre ha hecho un bizcocho y te he traído un trozo —decía otro.
Cuando volvía a casa cargada de pan, fruta y golosinas, el rey Agapito se enfadaba
mucho.
—No aceptamos caridad de nadie —decía.
—No es caridad —aseguraba Marieta—. Son regalos.
Y no tardaba en convencer a su padre, que se moría de ganas de hincar el diente a la
hogaza de pan.
Por la tarde, Marieta explicaba a su padre lo que había aprendido en clase, porque al
rey Agapito le parecía muy mal que su hija supiera más que él. Luego, hacían juntos los
deberes, aunque el rey se solía hacer el remolón un rato primero.
Para el rey Agapito, la tarde con Marieta pasaba volando; pero la mañana, solo en
su isla, se le hacía eterna, aunque inventara nuevas recetas de cocina y practicara el
distinguido deporte de la pesca.
Por eso, una mañana, decidió meterse a inventor. La mañana de su primer invento
se le pasó tan rápida que no tuvo tiempo ni de preparar la comida.
Cuando Marieta llegó del colegio, su padre la esperaba ocultando algo tras la
espalda.
—Tengo una sorpresa para ti, Marieta —y extendió la mano con el regalo—. Lo he
inventado yo —explicó muy ufano—. Lo llamo «madrugador». Es un reloj que hace ruido
por la mañana a la hora de levantarse. Así no llegarás tarde al colegio.
—Pero, papá —dijo Marieta—, eso ya está inventado. Se llama despertador.
—Vaya —dijo el rey Agapito muy alicaído.
—No importa. Es muy bonito. Y muy útil. Muchísimas gracias.
Al día siguiente, al regresar de la escuela, Marieta volvió a encontrar a su padre con
las manos a la espalda.
—Otra sorpresa, Marieta. Hoy he inventado los «rodadores».
Y le mostró un par de patines.
—Son preciosos, papá. Pero también están ya inventados. Se llaman patines.
El rey Agapito no perdía la esperanza de inventar algo nuevo. Pero estaba tan
desconectado del mundo que siempre «reinventaba» algo ya inventado. En un mes
reinventó la «cazuela hermética» (olla a presión), la «asombradora» (sombrilla), el
«mascable eterno» (chicle), el «palo melodioso» (flauta) y el «lanzapiedras» (tirachinas).
Marieta contemplaba aquellos inventos apenada. ¡Qué buen inventor sería su padre
si lograse inventar algo no inventado...!
13. Los inventos de Pachorro
Che y su padre se quedaron aquella noche a cenar sardinas con Agapito y Marieta.
Agapito y Pachorro parecían amigos de toda la vida. Era ya tarde cuando los invitados
embarcaron hacia Chis. Pachorro llevaba en la mano la llave inglesa toda retorcida y hecha
una pena. Prometió al rey Agapito que volvería al día siguiente.
PACHORRO volvió a Garabís al día siguiente y al otro, y al otro, y al otro... Todas
las mañanas, Agapito y él se encerraban en el sótano del palacio de Garabís.
En toda la isla se oían martillazos y ruidos extraños y de vez en cuando salían
volutas de humo de colores de la chimenea de palacio. Marieta empezó a echar en falta
numerosos objetos de la casa: primero desapareció un grifo en la cocina, luego una mesa,
más tarde un sillón verde con flores rojas, el favorito del rey Agapito, después un par de
cazuelas... Marieta estaba muy intrigada.
La amistad del rey Agapito y Pachorro era algo curiosa. A menudo, entre los ruidos
extraños que salían del sótano, se oían las voces de los dos inventores.
—¡Especie de parásito! ¿Es qué no tienes orgullo, vergüenza ni dignidad? —decía
la voz del rey Agapito.
—¡Y tú, saco de vanidad, pavo orgulloso! ¿No te puedes comportar como una
persona normal?
—No soy una persona normal. ¡Soy un rey!
—Eres un engreído. Y no te olvides de lo que hiciste con mi llave inglesa.
Por suerte estas discusiones solían ser muy cortas, y después los dos se volvían a
llevar a las mil maravillas..., por lo menos los siguientes diez o quince minutos.
15. ¡Menudo artefacto!
El rey Agapito no sabía si la máquina para quitar la sal al agua marina era un
invento o un reinvento, pero tampoco le preocupaba. Ahora tendría agua para regar; tendría,
con el tiempo, un bosque y quizá... ¡Quizá hasta volviera a tener súbditos!
HUBO GRANDES discusiones entre Pachorro y Agapito a causa del nombre que
deberían dar a la máquina desaladora. Finalmente todo el mundo acabó llamándola «el
trasto», nombre con que la bautizaron Marieta y Che. Una vez bautizada, los flamantes
inventores empezaron a hacer planes para el futuro. Tenían mucho trabajo por delante.
Primero había que remover toda la tierra, que estaba tan seca y dura que no
permitiría que los tallos y las raicillas de las nuevas plantas se abrieran paso a través de ella.
Luego habría que fertilizarla, porque, además de agua, las plantas necesitan una
tierra rica para crecer.
Después tendrían que obtener semillas en algún lado.
También tendrían que modificar el trasto, porque, por el momento, hacerlo
funcionar era cansadísimo: para poder regar un huerto pequeñito había que estar
pedaleando una hora entera.
Pachorro y Agapito incorporaron al trasto más asientos y más pedales, para que
pudieran pedalear más personas a la vez y sacar así más agua.
Pero para todas esas cosas hacía falta ayuda. Muchas manos dispuestas a trabajar y
pies dispuestos a pedalear.
—Los niños de Chis y Garabís nos ayudarán —sugirió Che—. ¡Seguro!
Y no se equivocó. Cuando se enteraron del asunto, aceptaron encantados. Ellos
fueron además los encargados de conseguir las semillas. Se dedicaron a recolectar los
huesos de toda la fruta que se comía en Chis.
Fueron días de mucho trabajo para los niños, el rey Agapito y Pachorro. Sí, habéis
leído bien: también Agapito y Pachorro trabajaron, aunque sin dejar de rezongar ni un
momento. Entre todos removieron la tierra de arriba abajo, la fertilizaron, hicieron canales
para el riego y, por último, plantaron todos los huesos que habían traído de Chis. Luego, se
dedicaron a esperar.
Las plantas se desarrollaban tan deprisa que si uno las miraba con atención, podía
verlas crecer. Y eso hacía Marieta. Todas las tardes se sentaba en la tierra a observar, e
incluso tomaba notas en un bloc de lo que iba pasando, para luego informar a los niños de
todo: «Luisa, tu níspero se levanta ya por lo menos dos dedos del suelo». «Víctor, le ha
salido una hojita a tu manzano». «No, todavía no da señales de vida tu naranjo...».
—LO ÚNICO que siento es no haber podido plantar una semilla «mía» —dijo
Marieta en cierta ocasión a su padre, al ver que cada niño estaba pendiente de sus propias
semillas.
El rey Agapito se preguntó dónde podría encontrar una semilla en Garabís que no
fuera de cardo borriquero. De pronto se dio un capón en la frente:
—¡Ya está! —exclamó—. ¡El cofre del rey negro!
El rey cogió a Marieta de la mano y la llevó escaleras arriba hasta el trastero de
palacio. Marieta nunca había estado allí. El trastero siempre estaba cerrado con llave
porque al rey le daba mucha tristeza visitarlo. Allí se guardaba todo tipo de objetos
pertenecientes a la época de esplendor de Garabís. En un rincón, cubiertos de polvo, se
apilaban todos los caprichos de la reina Matilde: su abrigo de oso polar, su apolillado traje
de ala de mariposa... Al rey Agapito se le escapó una lágrima.
—¡Uf! —dijo sonándose estruendosamente con su pañuelo—, con el polvo me
pican los ojos.
Luego, abrió un arcón colosal que contenía los regalos de todos los invitados que
habían pasado por Garabís. Ante la mirada estupefacta de Marieta desfilaron cajas de puros,
alfombras, candelabros, bandejas, estatuas, jarrones y todo tipo de objetos que el rey
Agapito iba tirando por los aires sin ningún cuidado.
Por fin sacó un diminuto cofre de madera labrada, que le había regalado hacía ya
muchos años el rey de un pequeño país africano. Lo abrió y extrajo de su interior un saquito
en el que se leía: «Kuolulo, árbol de la luna». Del saquito extrajo un puñado de semillas.
—Corre a plantarlas, Marieta. Igual están ya muertas, pero nunca se sabe.
Marieta apretó en un puño las semillas que le tendía su padre y bajó las escaleras
como un rayo.
Agapito se quedó sentado en el suelo del trastero, contemplando todos los recuerdos
de sus «tiempos felices». Luego, se dijo: «Vamos, Agapito, no te pongas melancólico. Los
de ahora también son, a su manera, tiempos felices». Se sacudió el polvo, salió del trastero,
cerró la puerta con llave y tiró la llave por la ventana.
17. El kuolulo
Marieta se desvivía por sus recién plantadas semillas. Les daba doble ración de agua
y les echó fertilizante suficiente para hacer crecer una piedra. Pero las semillas no brotaban.
—Probablemente son demasiado viejas —explicó Agapito a Marieta.
Pero Marieta no perdía la esperanza y seguía regándolas todos los días.
UNA MAÑANA, como tantas otras, Marieta se despertó con el ruido del
«madrugador» fabricado por el rey Agapito. Bostezó, se estiró y, cuando se disponía a
saltar de la cama, echó de menos el rayito de sol que a esa hora solía entrar por la ventana
para caer directamente en su nariz. Toda la habitación estaba extrañamente oscura.
—¿Estará nublado? —se preguntó Marieta.
Pero no podía ser. Hacía años que no pasaba ni una nubecilla sobre el cielo de
Garabís...
Marieta se acercó a la ventana y comprobó que una enorme sombra se cernía sobre
el palacio, y oyó un murmullo como de voces sobre su cabeza. Levantó la vista y vio unos
tentáculos balanceándose amenazadoramente sobre ella, como si quisieran atraparla por el
cabello. Retrocedió de un salto. El corazón le latía como un tambor.
Luego, se armó de valor y volvió a asomarse a la ventana muy despacio. No eran
tentáculos, ¡eran ramas! El terrible monstruo era sólo un árbol. O mejor dicho: ¡era ni más
ni menos que un árbol! Y era tan gigantesco que Marieta no podía ver dónde terminaba.
Sus ramas estaban cubiertas de grandes hojas rojizas, y aquí y allá colgaban los frutos, una
especie de plátanos morados. La brisa movía las ramas y las hacía susurrar al oído de
Marieta. Parecía que el árbol hablase.
MIENTRAS TANTO, el rey Agapito dormía plácidamente en la habitación
contigua. De pronto sintió que algo le hacía cosquillas en la nariz. Se rascó entre sueños,
dio un bufido y siguió durmiendo. Pero ese algo insistía, y el rey no tuvo más remedio que
despertarse. Una gran rama de árbol entraba por la ventana y le hacía cosquillas en la nariz.
—Estoy soñando —gruñó el rey Agapito, y se dio media vuelta para seguir
durmiendo.
En ese momento entró Marieta en su habitación, muy excitada:
—¡Papá, ven a ver, ven conmigo!
Tirándole de la chaqueta del pijama, lo llevó a la puerta de palacio. Muy cerca de
allí se alzaba el gigantesco árbol, que cubría con su sombra todo el palacio de Garabís.
Marieta y Agapito miraron hacia arriba intentando adivinar dónde acababa la copa
del árbol, pero no lo lograron. Tenía un tronco tan grueso que harían falta por lo menos
cinco hombres dándose la mano para abarcar su perímetro.
¿De dónde había salido? ¿Quién lo había traído? ¿Cuándo había brotado? ¿Qué
clase de árbol era?
—No es un manzano —observó Marieta.
—Ni un peral —dijo Agapito.
—Ni un chopo, ni un limonero...
—Ni un níspero, ni un cocotero...
—¡Albricias! ¡Ya lo tengo! ¡Las semillas del rey negro! —exclamó de pronto
Marieta.
—Entonces, ¿es un kuolulo? —preguntó Agapito.
¿Qué otra cosa podía ser? De todas formas, el rey Agapito recordó que en su
biblioteca, que visitaba tan pocas veces como el trastero, tenía una «enciclopedia exótica».
Fue corriendo a mirar en el volumen de la «K».
—Aquí está —exclamó el rey Agapito, señalando el nombre impreso en una hoja
amarillenta—. «Kuolulo o árbol de la luna: árbol tropical caracterizado porque sólo crece a
la luz de la luna llena. En buenas condiciones, brota en una sola noche hasta alcanzar
dimensiones gigantescas. Su madera es resistente, flexible y de excepcional calidad. Sus
frutos, morados y de forma aplatanada, despiden un olor delicioso y saben a gloria. Al ser
podado, el kuolulo vuelve a desarrollar las ramas cortadas en la siguiente noche de luna
llena. Si tiene usted un kuolulo, ¡enhorabuena!».
El rey Agapito cerró de golpe el libro.
—Vaya, es la primera vez que una enciclopedia me felicita —fue todo lo que se le
ocurrió decir.
18. La fiesta del kuolulo
Los habitantes de Chis no tardaron en darse cuenta de la existencia del kuolulo. Era
tan grande que se veía desde cualquier punto de la isla.
Los niños esperaban impacientes que llegara Marieta a la escuela y les explicara el
milagro. La princesa llegó tarde a clase, y estaba tan nerviosa que Tizarrápida acabó
enviándola al rincón.
En el recreo se vio envuelta por un remolino de niños. Marieta les explicó todo lo
que sabía sobre el kuolulo y los invitó aquella tarde a Garabís, en nombre del rey Agapito, a
celebrar su nacimiento.
La fiesta fue sonada. Aún hoy, cuando se habla en Garabís de algo divertido, se
suele decir que «es tan bueno como la fiesta del kuolulo».
Como fin de fiesta, Agapito invitó a los niños a probar los kuolulos, los frutos del
kuolulo, que según la enciclopedia «sabían a gloria».
—Pues a mí me huele a sardinas —comentó un niño husmeando un kuolulo.
—Y a mí me sabe a sardinas —dijo una niña masticando un pedacito de kuolulo.
El rey Agapito y Pachorro se miraron apesadumbrados. Al parecer, regar con agua
marina tenía sus inconvenientes.
Pero los dos amigos no tuvieron ni siquiera tiempo de deprimirse. En ese momento,
una ráfaga de viento hizo volar por el aire los kuolulos y la corona del rey Agapito. El cielo
se oscureció súbitamente; luego, un relámpago iluminó la isla, seguido por el fragor de un
trueno.
Empezó a llover.
¿Que qué día era? Jueves, claro.
¿QUÉ FUE lo que hizo que nuestra nube de los jueves provocara la lluvia sobre
Garabís? Ahora veréis.
Nuestra nube de los jueves se acercó, como siempre, a Chis dispuesta a formar una
buena llovizna. Pero, cuando estaba sobre la isla, se dio cuenta de que allá abajo chisinos y
garabisinos discutían a grito pelado. El rey les acababa de comunicar que tenían una deuda
con Oste de doce mil flings, y en el cofre del tesoro quedaban sólo siete monedas.
—¡Es culpa de los garabisinos! —protestaba un chisino.
—¡Que se vayan! ¡Estamos hartos de ellos! —gritaba otro.
—¡Desagradecidos! Hemos trabajado como negros en vuestra isla y así nos pagáis!
—protestaba un garabisino.
—¡Fuera! ¡Que se vayan!
—¡Calma! —suplicaba el rey Manolo—. Hablando se entiende la gente...
Pero aquéllos no eran ya gente. Parecían más bien una manada de salvajes.
«¡Eso sí que no! —se dijo la nube, indignada—. Esta isla no se merece mi lluvia.
Me voy a otra parte. Pero ¿adonde? No tengo mucho tiempo. Mis gotas se están haciendo
gordas y pesadas... ¡Ah! Voy a visitar la isla de ese atolondrado de Agapito, a ver cómo van
allí las cosas.»
Como tenía mucha prisa, la nube pidió al viento que le diera un empujoncito y llegó
a Garabís en un soplo.
—¡Ah! Esto me gusta más —comentó en voz alta al ver el montón de niños que
hablaban y reían en Garabís—. Parece que Agapito se está reformando. ¡Allá voy!
Fue entonces cuando se oyó el estruendo del trueno, y la nube justiciera volcó la
lluvia sobre Garabís con todas sus ganas.
LOS NIÑOS, el rey Agapito y Pachorro miraron al cielo asombrados.
—¡Llueve! —gritó el rey tirando su recién recuperada corona al aire—. ¡Llueve!
—volvió a gritar levantándose de la silla—. ¡Llueve, llueve, llueve! —seguía gritando
mientras hacía cabriolas como un saltimbanqui y se reía a carcajadas.
—Creo que he vuelto a inventar una inutilidad —se dijo Pachorro tristemente—.
¿Para qué sirve una máquina desaladora si hay lluvia? —pero enseguida se le alegró la
cara—. ¡Qué diantres! —exclamó—. ¿Vamos a comparar la hermosura de la lluvia con ese
artefacto?
Y levantándose de su silla, empezó a hacer cabriolas junto con el rey Agapito. Creo
que fue la primera vez que los dos hicieron cabriolas en su vida. El rey Agapito porque
hacer cabriolas no era digno de un rey, y Pachorro porque era demasiado vago.
Los niños de Chis se reían al ver el espectáculo de aquellos dos, que parecían
haberse vuelto locos. Pero los niños de Garabís lo comprendieron bien: cuando se fue la
lluvia de la isla, empezaron todos los problemas. Si la lluvia volvía, ¡quizá los problemas
terminaran! ¡Tal vez podrían regresar a sus casas! ¿No era ése motivo suficiente para
brincar?
Y los niños de Garabís empezaron a brincar también bajo la lluvia.
Y los niños de Chis, contagiados de la alegría de los demás, empezaron también a
bailar.
Y la nube de los jueves, contenta de ver aquellas figurillas que giraban cogidas de la
mano y cantaban y reían, mandaba más y más lluvia.
NATURALMENTE, desde la isla de Chis también se oyó el estruendo del trueno
con que se inició la lluvia en Garabís. Sólo entonces sus habitantes, que habían estado
ocupados intercambiando insultos, se dieron cuenta de que la nube de los jueves había
pasado de largo y dejaba caer su lluvia en la isla vecina.
Al instante dejaron de discutir, cabizbajos y avergonzados.
—La hemos hecho buena —musitó el rey Manolo—. ¡Quién sabe si después de
nuestro comportamiento la nube querrá volver por aquí!
—La culpa ha sido mía —se reprochó Simón, el panadero—. Yo fui el que empezó
la discusión.
—No. Yo soy el culpable —replicó Alcayata—. Yo le dije a Fermín que era un
cabeza de chorlito.
—No. La culpa es mía —dijo Nata, la lechera.
—No. Es mía —dijo otra voz.
—No. Mía.
—¡Qué va! ¡Es mía!
Y todos se acusaban a sí mismos. Estuvieron a punto de volver a discutir para
decidir de quién era la culpa, como si, en vez de algo malo, la culpa fuese una golosina.
—¡Bueno! —exclamó Mocasín—. ¡La cosa es discutir por algo! Está claro que la
culpa es de todos. Lo único que podemos hacer es esperar al próximo jueves a ver si llueve.
Los habitantes de Chis comprendieron que Mocasín tenía razón. Mansos como
corderitos, se fueron cada uno a su casa deseando que fuera ya el jueves siguiente.
AL ANOCHECER, llegaron todos los niños de la fiesta del rey Agapito en la barca
de Leopoldo. Estaban empapados y contentos.
—¡Mamá! ¿Has visto cómo ha llovido en Garabís? —preguntó uno a su madre.
—Sí, hijo, sí —contestó la madre distraídamente.
—¡Papá! ¡El rey Agapito y Pachorro han inventado una máquina desaladora
fenomenal —exclamó otro.
—Ya, ya —respondió su padre con el tono que ponen los adultos cuando no se
creen lo que dice un niño ni les importa.
—El rey Agapito ha dicho que podemos volver a vivir en Garabís cuando queramos,
ahora que ha vuelto la lluvia —dijo un niño de Garabís, ya metido en su cama.
—Sí, sí —le contestó alguien con la voz que ponen los adultos cuando hacen que te
escuchan pero están pensando en sus cosas.
Pero ocurrió que, en una de las casas, un garabisino escuchó a un niño y además le
creyó, y aquel garabisino salió a la calle gritando:
—¡Podremos volver a Garabís! ¡Podremos volver a casa!
Y todos los habitantes de la isla salieron a la calle en pijama, mientras los niños,
desde sus camas, pensaban: «¡Pues vaya descubrimiento! Si eso es lo que llevo yo media
hora diciéndoles...».
19. ¡Que llueva, que llueva...!
Aora que parece que la lluvia a vuelto de veras a Garabís y encima tengo una
máquina desaladora y un kuolulo, creo que ya estoy en condiciones de ofrecer a los
antiguos abitantes de Garabís una vida digna. Todos los que vuelvan serán bien
recibidos. Esta tarde daré una fiesta de bienvenida, a la que estáis invitados chisinos y
garabisinos.
Te saluda,
Agapito
A las seis de la tarde estaban en Garabís todos los invitados. Para ello, la barca de
Leopoldo tuvo que hacer once viajes, todos ellos con Leopoldo a bordo, porque el barquero
prefirió renunciar a su día de permiso antes que poner su querida barca en manos extrañas.
El rey Agapito se había puesto su traje de gala, que estaba un poco arrugado y olía a
naftalina. Su corona, recién lustrada, despedía chispas a la luz del sol. Lástima que
estuviera tan abollada.
De todas formas, cuando se presentó en la mesa del banquete, a sus súbditos les
pareció que estaba elegantísimo, y le aplaudieron a rabiar.
El rey Agapito estaba muy emocionado, aunque intentó ocultarlo, porque un rey
nunca debe mostrar sus sentimientos. Cuando todos los invitados se sentaron a la mesa,
tosió un poco y sacó del bolsillo un papel enorme y arrugado. Le temblaban las manos.
El rey empezó a leer con voz vacilante:
—Queridos isleños de Chis y Garabís: este tiempo de sequía me ha servido para
darme cuenta de que antes no reinaba como es debido, y de que por mi culpa ocurrieron
todos los desastres que ocurrieron. Aunque soy un poco cabezón, por fin he llegado a la
conclusión de que no tengo ningún derecho para impediros la entrada en una isla que es tan
vuestra como mía. Estoy hecho un bochorno por mi comportamiento— supongo que
Agapito querría decir abochornado—. Si me dais otra oportunidad, intentaré hacerlo
mejor...
En este punto, su discurso fue interrumpido por los gritos de los invitados:
—¡Bravo! ¡Hurra por Caralar..! Digo..., ejem...
—¡Bieeen!
—¡Así se habla!
—¡Eh! No he terminado todavía —protestó débilmente el rey Agapito.
Todavía no había dicho ni la octava parte de su discurso. Pero había pasado ya por
el trozo más difícil. Nadie sabía lo que le había costado al rey Agapito decir aquello. Hasta
entonces, él siempre había pensado que los reyes nunca se equivocan, y si lo hacen, nunca
deben confesarlo. Y, sin embargo, esta vez algo le había hecho cambiar de opinión.
De todas formas, a Agapito le gustaban los discursos largos, y en eso no había
cambiado nada. Cuando se dejaron de oír los «bravos» y los «vivas», se dispuso a leer el
resto del discurso.
Pero, en cuanto abrió la boca, Pachorro cortó por lo sano:
—¡Venga, Agapito! No seas pelma. Ya hemos oído lo que había que escuchar.
Guarda el resto para otra ocasión.
—¡Pachorro! ¡Eres el último de mis súbditos! ¡La humillación de mi reino! —chilló
Agapito, enfurecido.
—Te he dicho mil veces que no soy súbdito de nadie —replicó Pachorro—. ¡Yo soy
libre!
—Tengamos la fiesta en paz —rogó el rey Manolo—. Dejad hablar a Mocasín. Creo
que quiere decir algo.
Mocasín se había puesto de pie y se rascaba la oreja todo colorado.
—En... en nombre de los garabisinos... —tartamudeó el zapatero—, quisiera pedir
perdón al rey Agapito por haber abandonado la isla en los momentos difíciles y agradecer a
los de Chis su hospitalidad...
Simón el Migas, puesto también de pie, interrumpió a Mocasín:
—En nombre de los chisinos..., quisiera pedir perdón a los garabisinos por nuestro
egoísmo e intransigencia...
—¡Ya está bien! —interrumpió Agapito—. Creo que Pachorro tiene razón: aquí hay
demasiadas palabras para una fiesta. ¡Comed y divertíos!
Y eso hicieron todos. Bueno, todos menos el rey Manolo, que, como ya sabéis, no
era muy aficionado a las sardinas y las miraba de reojo con expresión desconfiada. Además,
no podía dejar de pensar en los doce mil flings que debía al reino de Oste. Lanzó un enorme
y tristísimo suspiro.
El rey Agapito, que se sentaba a su lado, le dijo al oírle suspirar:
—Manolo, si estás preocupado por las deudas de tu reino, no tienes motivo. Estoy
seguro de que el rey de Oste aceptará gustoso el trasto como pago de su préstamo.
—¡Caramba, Agapito! —exclamó el rey Manolo, asombrado—. ¡Tu mejor
creación! ¡Darla así! No puedo aceptar.
Entonces Agapito confesó avergonzado que los frutos de todos los árboles regados
por la máquina desaladora tenían gusto a sardinas. ¿Os imagináis una naranja con sabor a
sardina? ¿O una pera? ¿O una castaña? Al oírlo, el rey Manolo estuvo riendo cinco minutos
sin parar, y por fin aceptó el ofrecimiento del rey Agapito. Le daba algo de remordimiento
engañar así al rey de Oste. «Pero, al fin y al cabo —pensó—, quien roba a un ladrón tiene
cien años de perdón».
Como fin de fiesta, la nube de los jueves, que había decidido trabajar doble para
congraciarse con su jefe, volvió a sobrevolar las dos islas y obsequió con un buen remojón
a los invitados del rey Agapito.
21. ... Y comieron perdices