Pena de Muerte
Pena de Muerte
Pena de Muerte
No puedo creer que para defender la vida y castigar al que mata, el Estado deba a su vez matar.
La pena de muerte es tan inhumana como el crimen que la motiva.
La vida de Saba Tekle terminó de una forma aterradora. Estaba en la puerta de su apartamento de
Virginia (Estados Unidos) cuando un joven al que no conocía, Dwayne Allen Wright, le ordenó a
punta de pistola que se quitara la ropa. Ella empezó a desnudarse y luego intentó huir. Momentos
después había muerto de un disparo en la espalda. Tenía 33 años, era de nacionalidad etíope y
estaba trabajando en Estados Unidos para ganar dinero y enviárselo a sus tres hijos, de 14, 12 y 5
años de edad, que aún viven en Etiopía. Toda la familia, incluida su hermana, que oyó cómo la
mataban, quedó destrozada. Nueve años después, al asesino lo llevaron a una cámara de
ejecución y le aplicaron una inyección letal. Para los partidarios de la pena de muerte se había
hecho justicia y la ejecución había sido la conclusión apropiada de un brutal asesinato.
Un análisis más pormenorizado del caso indica, no obstante, que la «conclusión apropiada», la
ejecución, fue en sí misma un brutal asesinato. Dwayne Wright creció en un ambiente de extrema
pobreza en un barrio marginal de Washington DC.. Desde el mismo día de su nacimiento estuvo
rodeado de violencia: delitos relacionados con las drogas, disparos, asesinatos. Cuando tenía
cuatro años su padre fue encarcelado y él se quedó solo con su madre, que padecía una
enfermedad mental y solía estar sin trabajo. Cuando tenía 10 años, su hermanastro, al que
adoraba, fue asesinado. Después de eso, Dwayne empezó a sufrir problemas emocionales graves.
Iba mal en la escuela. Lo ingresaron en centros de detención para menores y en un hospital,
donde recibió tratamiento para una «depresión grave con episodios sicóticos». Valoraron su
capacidad mental como «en el límite de la deficiencia» y su capacidad de expresión oral como
«retrasada». Los médicos hallaron indicios de daño cerebral orgánico.
Un mes después de cumplir los 17 años, inició una oleada de delitos violentos que duró dos días y
culminó en el asesinato de Saba Tekle. Lo detuvieron al día siguiente y confesó de inmediato. La
sociedad le había fallado a lo largo de su corta vida. Y esa misma sociedad lo condenó a muerte.
Un periodista relató lo que él y los familiares del condenado vieron desde la sala contigua cuando
Dwayne Wright fue ejecutado. La sonda intravenosa se movió un poco, indicando que la primera
jeringuilla había sido activada y había inyectado un producto químico que provoca la
inconsciencia. Un segundo movimiento del conducto indicó que había entrado un compuesto
químico destinado a interrumpir la respiración. «El pecho y el estómago subieron y bajaron
violentamente una y otra vez. Después cesaron las sacudidas. Por el conducto intravenoso cayó la
dosis final que completaría el preparado mortal, un compuesto químico destinado a detener el
corazón.» Unos minutos después un médico certificó la muerte de Dwayne.
Es difícil comprender de qué forma pudo ayudar esta «conclusión apropiada» a curar la
desolación de la familia de Saba Tekle. Lo que es indudable es que un verdadero interés por sus
familiares debería haberse concentrado en proporcionar apoyo material y moral para ayudarles a
sobrellevar su trágica pérdida.
La historia de Saba Tekle y Dwayne Wright muestra que matar es siempre un acto abominable. El
asesinato de Saba fue brutal, aterrador y destructivo para su familia. El asesinato de Dwayne a
manos del Estado fue brutal, aterrador y destructivo para la suya. Los dos tipos de homicidio
tienen un efecto embrutecedor sobre la sociedad. Los dos son condenables.
Las autoridades kenianas siguen confiando en las condenas de muerte obligatorias para castigar
los delitos graves, incluido el robo, impuestas en muchos casos tras juicios claramente injustos.