El Modernismo de La Capital Fernando Balseca

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Informe final de proyecto de investigación

Fernando Balseca
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El modernismo de la capital
y su diálogo con la lírica portuaria

Introducción

El presente estudio tiene como cometido central discutir el efecto de la labor

poética de los modernistas de la capital en la obra de los modernistas guayaquileños, a

lo largo de las dos primeras décadas del siglo XX, pues, comenzado1910, la obra de

Arturo Borja fue ampliamente recibida y comentada con entusiasmo por los modernistas

portuarios, así como la de Humberto Fierro y Ernesto Noboa Caamaño. Por eso, la

motivación principal de este ensayo es establecer, por un lado, las características y los

ejemplos que hacen de la figura de Borja un ‘gran padre’ de la poesía modernista en el

Ecuador, y, por otro, estudiar los modos en que su obra literaria dialoga con la que

construyeron los poetas precursores del modernismo agrupados en El Telégrafo

Literario y, después, con la obra de Medardo Ángel Silva, hito del modernismo

ecuatoriano. Este estudio tomará en cuenta lo que se ha dado en llamar “el círculo

modernista” en la capital ecuatoriana.

El modernismo: un proyecto nacional

Es muy importante advertir, cuando se leen con atención los textos literarios y

los proyectos artísticos que los animan, que el discurso de la literatura en el Ecuador ha

tenido un particular interés por afirmar, en un mismo movimiento, la diversidad y la

unidad de la nación. Desde una empresa tan inicial como la lírica jocosa de Juan

Bautista Aguirre, lo criollo y lo nacional han aparecido en términos problemáticos pero


también como la necesidad de una comunidad que poco a poco se ha ido imaginando: la

literatura en el Ecuador muestra los hilos que podrían tejer esa tela de la unidad, pues es

notorio que, al llamar la atención sobre nuestras diferencias, la pregunta que subyace en

estos proyectos letrados es cómo unir esos trozos que al inicio se ven como separados

pero que conforman una unidad más amplia. En nuestro país la literatura ha sido un

discurso que siempre parece haber entendido el potencial de la nación, aún en medio de

sus conflictos y contradicciones; de hecho, mucha de la llamada literatura nacional fue

producida en un afán de negociar y mitigar esas diferencias.

Desde la colonia, entonces, en que hay una incipiente perspectiva criolla, nuestra

literatura ha ido tomando una especie de partido regional. Es verdad que una de las

primeras motivaciones de la escritura tiene que ver con la experiencia cercana, incluso

de entorno (en el sentido de que se escribe acerca de lo que se conoce), pero detrás de

todo esto parecería existir una idea que cruza nuestra literatura toda: ¿qué es lo que

podría unir los componentes de la nación sin desconocer sus diferencias? En los

períodos de formación nacional, incluso, las letras han permitido ahondar esas

diferencias con el fin de que los grupos lectores tomen posición en relación a uno de los

aspectos de la disputa.

Esta discusión inicial tiene el propósito de reconocer que, como ha sucedido con

las letras coloniales y con las letras fundacionales de nuestra república en el siglo XIX,

las del siglo XX se mueven en la dirección de pensar al país en una unidad, aunque esto

no es tan evidente por tratarse principalmente de productos líricos. Lo que se busca

constatar en el proyecto literario de los modernistas ecuatorianos es que, en contra de lo

que la fragmentación por el poder local de hoy podría hacernos pensar, de modo

decidido ellos se propusieron construir un movimiento literario de alcance nacional –y

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no solamente local o regional– donde expresar los nuevos cambios literarios y de la

sociedad en su conjunto.

Como veremos en lo que sigue, los modernistas se interesaron por construir

espacios nacionales y las diferencias no fueron obstáculo para proponer sus proyectos

culturales y estéticos. Es verdad que estamos ante un amplio movimiento artístico que

propone la forma poética como el centro mismo de su actividad, pero todos ellos, sin

descuidar sus intensas preocupaciones artísticas, dieron cuenta de lo que estaba pasando

en la vida social. Los modernistas pensaron en el país. Una lectura de los textos que

conforman el canon lírico modernista demuestra que no eran escapistas, que el valor de

su arte no se debe medir por lo que se ha llamado la torre de marfil sino que, antes bien,

se trata de literatos que se hacen ciudadanos desde la poesía y desde sus intervenciones

escritas sobre lo que perciben en el momento. Los modernistas son testigos

privilegiados de la estructura social y cultural de nuestras ciudades más urbanizadas del

momento, particularmente Quito, Guayaquil y Cuenca, aunque también fueron capaces

de moverse en ámbitos como Loja o Latacunga. Como afirma Gladys Valencia,

Los modernistas ecuatorianos […] fueron actores de su tiempo, pensaron


el proceso paradójico de las transformaciones en el Ecuador y describieron su
propuesta literaria en un contexto más general de cambios. Hablaron del impacto
de las revoluciones liberales y de la guerra mundial en la cultura. Estos
modernistas, además, demostraron ser críticos de las propuestas intelectuales de
la época y ofrecieron sus propias cosechas en el campo de la literatura. (9)

De modo que, de arranque, es preciso insistir en que los proyectos regionales de

los modernistas no se fragmentaron entre sí sino que buscaron integrarse. Lo regional

no fue una barrera para este propósito; por el contrario, fue el piso desde el cual se

generó un movimiento que pugnaba por un orden y alcance nacional.

El conflicto regional es central para entender la historia del Ecuador. De hecho,

el tema regional atraviesa de modo conflictivo la formación nacional a todo lo largo del

siglo XIX. En este sentido, las tensiones entre Guayaquil y Quito han sido significativas

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de lo que sucede en el país. Cuando los modernistas aparecieron las luchas entre los

grupos dirigentes de ambas ciudades eran muy fuertes, centradas en torno al control

económico del país. Mientras las élites serranas se hallaban más interesadas en la

producción agrícola para el abastecimiento interno y el mercado nacional, las élites

costeñas hacían sus apuestas en el mercado internacional y en la exportación de

productos agrícolas. El ferrocarril ecuatoriano, cuya llegada se celebra en Quito en

1908, es un emblema de estas tensiones y de sus negociaciones, puesto que se

constituyó también en la maquinaria que dinamizó la cultura ecuatoriana: se sabe que el

ferrocarril no sólo permitió el movimiento masivo de gente, con una consecuente

revalorización del viaje, sino que hizo posible una circulación más rápida de las ideas;

tanto es así que las reformas educativas y la libertad de prensa fueron fundamentales en

estos años iniciales del siglo XX en que el papel periódico gozaba de bajos costos de

movilización en tren, los vendedores de periódicos podían viajar gratis y los diarios

tenían un cupo de uso gratuito de las líneas de telégrafo construidas junto a las rieles

(Klark 54).

El escritor argentino Ricardo Piglia llama la atención al hecho de que un

personaje de una novela de León Tolstoi lee una novela mientras viaja en tren, “el lugar

de la modernidad por excelencia en el siglo XIX. […] El tren es un lugar mítico: es el

progreso, la industria, la máquina; abre paso a la velocidad, a las distancias y a la

geografía” (140). También en el Ecuador la presencia del ferrocarril produjo un corte en

la historia cultural del país, pues la constatación del movimiento y de la cercanía fue

determinante para realizar proyectos que sobrepasaran lo local. La idea de intercambio

que proponía el tren llegó también a la cultura, y ayudó a producir un verdadero

movimiento de orígenes locales, localizados, pero de animación nacional. De esta

manera las condiciones para una conexión intelectual entre Guayaquil y Quito estaban

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dadas: los modernistas entendieron cabalmente esta necesidad de juntar al país a través

de la discusión de las nuevas ideas estéticas y de la difusión de la cultura. Bien entendió

este proceso Jorge Carrera Andrade:

Los mensajes iniciales del Modernismo arribaron con la victoria liberal a


nuestro gran puerto, siempre inquieto y tumultuario, y desde allí treparon en la
flamante locomotora por los riscos de la Cordillera. Quito leyó con inquietud no
exenta de alarma las traducciones de los poetas simbolistas franceses por César
Borja, Ministro de Alfaro, y por Nicolás Augusto González, el eterno desterrado.
Luego vendrían las revistas Letras y Renacimiento con poemas de Arturo Borja,
Noboa Caamaño, Humberto Fierro, Medardo Ángel Silva y magníficas
traducciones del francés por Falconí Villagómez. Un viento de exotismo sacudía
los bohordos floridos de los agaves de la Cordillera. Los cisnes europeos
intentaban desalojar de sus dominios a los mirlos aborígenes. Arturo Borja trajo
de París la música de Chaminade y la evocación de Citeres, recogidas ambas por
sus compañeros de infortunio y poesía. Ernesto Noboa Caamaño ensayó nuevas
formas, nuevos metros y cambió el rondador indígena de caña por la “flauta de
ónix”. Humberto Fierro cantó los palacios y los castillos de los países brumosos
del norte y todo un mundo fantasmagórico de lecturas. En cuanto a Medardo
Ángel Silva –el poeta más característico del Modernismo en el Ecuador– mostró
desde sus primeros poemas la influencia de Albert Samain. (105-106)

Carrera reconoce, de una parte, la importancia del ferrocarril en la transmisión

de la cultura nacional; aunque asentada en el eje Guayaquil-Quito, los modernistas

pudieron concretar un proyecto que rebasaba, al menos, las dimensiones locales (otra

prueba de esto son las redes de contacto internacional en las que sus revistas estaban

inmersas); también Carrera percibe el valor de las traducciones como mecanismos de

configuración de expresiones poéticas locales; finalmente, Carrera entiende esta

oscilación entre tradición y renovación en la que indudablemente se mueven todos los

modernistas.

Pero esta expresión de política cultural –que se hace factible con esta nueva

tecnología para movilizar ideas– involucra, en el caso que nos ocupa, a cada uno de los

poetas con sus proyectos literarios propios.

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Arturo Borja

Interesa empezar revisando el peso que los redactores de El Telégrafo Literario

concedieron al trabajo poético del quiteño Arturo Borja, especie de ‘gran padre’ de la

lírica moderna ecuatoriana. Apenas en el segundo número de la mencionada

publicación, de octubre de 1913 (Borja había muerto un año antes), se lo califica como

“el poeta más sugestivo de todos nuestros poetas modernos” (II, 17). Ese número abre

su primera página con el poema “Vas lacrimae”, de 1911, como un homenaje “a quien

prematuramente la Muerte congelara el alma con su gélido beso sobre los labios

entreabiertos, labios que debieron haberse movido beatíficamente, como salmodiando

una oración, al recitar su ‘Vas Lacrimae’, esa como copa sacra, en la que hemos

abrevado su milagroso jugo lo mismo que un cáliz doloroso de agonía.” (II, 17). Como

se puede leer, el comentario se hace eco no únicamente del lenguaje de elogio

modernista sino que, en una sociedad cada vez más laica como la del liberalismo

ecuatoriano, utiliza extrañamente un lenguaje cuasi religioso para valorar al autor

quiteño: su poema es comparado con una copa sacra, casi en un registro de adoración

que se complementa con la idea de oración y de milagro. Para los modernistas

portuarios hay algo de milagroso en la obra del bardo quiteño; Borja es nada menos que

el beato de la poesía moderna, el ya consagrado en los altares de la lírica. De esta forma

Borja se ha convertido en temprano modelo del quehacer lírico joven del Ecuador.

En 1914 el poeta guayaquileño José Aurelio Falconí Villagómez, al hacer la

semblanza del poeta Wenceslao Pareja en El Telégrafo Literario (bajo el seudónimo de

Nicol Fasejo), ubica el contexto literario en el que se desarrolla su obra y concluye lo

siguiente:

Entre los poetas jóvenes, marcha a la cabeza con Noboa Caamaño, Humberto
Fierro, Francisco Guarderas, Luis G. Veloz, Aurelio Falconí y Miguel E. Neira –
esa brillante juventud panida– que musicaliza con un sistro de cristal o bien en
un caramillo rústico. Y así es fuerte representante de nuestra poesía en donde se

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yerguen dos cumbres poéticas: Remigio Crespo Toral, clásico, emperador del
verso; y Arturo Borja, efebo verleniano, príncipe de la moderna lírica
ecuatoriana. (XVI, 245).

Para los modernistas de Guayaquil la lírica moderna arranca con la producción

poética de Borja, pero también con su muerte. Da la impresión de que la exaltación de

Borja se sustenta sobre una valoración que junta fuertemente poesía y vida, y que ve su

muerte como resultado de su entrega a la escritura, ideal de todos los bardos

modernistas. De esta manera consigue ser el norte de la producción moderna que

vendrá. No debe perderse de vista la posibilidad de que la vida de Borja determinara con

firmeza una de las maneras de escribir en el modernismo. Ese sentido de ‘muerte

ejemplar’ con el que se caracteriza a buena parte de nuestros modernistas, es una

interpretación que se sigue produciendo hoy en día. En un reciente libro colectivo de

autores españoles, acerca de la poesía ecuatoriana del siglo XX, se lee lo siguiente:

Ecuador había dado de sí unos intratables modernistas reunidos bajo el


epígrafe de “Generación decapitada”, ya que decidieron poner fin a su vida
manu propria incuestionablemente: Arturo Borja a los 20 años. Ernesto Noboa y
Caamaño a los 35. Humberto Fierro a los 38 y Medardo Ángel Silva a los 21.
Con su actitud, quizás también con sus versos, consiguieron, de algún modo, que
la poesía fuera considerada autónoma de cualquier otra disciplina o condición.
Literariamente estamos ante la vasta sombra provocada por las alas de
Darío, el simbolismo, la melancolía de Verlaine, la visión de Baudelaire y las
truculencias de Poe. Es una generación que canta al desaliento y a la derrota. El
spleen llevado a unas consecuencias de innecesaria, quizás, verosimilitud.
(Elijas, 114-115)

Esto es, se sigue considerando a los modernistas como una generación en la que

primó la actitud de desaliento y de fuga, pero también se reconoce que produjeron uno

de los gestos más radicales y más extraños en el arte: probar con la vida lo que escribían

sobre el papel.

¿Qué es, pues, lo que más atrae de Borja a sus contemporáneos? Francisco

Guarderas (252), cercano a los modernistas de la capital, cree percibir tres momentos

muy distintos (uno juvenil, otro de dolor y de tristeza, y un último de desesperación) de

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este poeta que había publicado muy poco en vida, pero que con su muerte se convierte

en referente de una generación y de toda una nueva forma de tratar a la poesía. Sin

embargo, aunque esta división puede resultar útil, es mejor considerar varias de las

líneas poéticas que se desprenden de la lectura de los poemas del vate quiteño.

Es ejemplar en Borja el episodio de su muerte, en la medida en que es el primero

en quitarse la vida entre aquellos que conformaron la posteriormente llamada

“generación decapitada”; esta muerte es una marca ‘inaugural’ que estará presente en

toda la generación modernista. La muerte de Borja será comprendida como una natural

consecuencia de su entrega a la poesía. Medardo Ángel Silva, que se interesó con

visible entusiasmo por la obra del quiteño, afirma lo siguiente:

Los elegidos de los dioses mueren jóvenes. Arturo Borja fue de esas almas: un
predestinado. Y murió en plena juventud… Niño extraordinario, conservando en
sus ojos la infinita pureza de los azules sueños de la infancia, dotado por el Cielo
del don lírico, debía pasar por la vida como un perfume, como una ala nívea,
melodiosa, comme le souvenir d’ un gran eygne blanc…” (Silva 1916b: 687-
688)

Así, Borja es visto como el elegido para representar del modo más fidedigno el

nuevo sentir moderno de la poesía: predestinado para la muerte, como el propio Silva.

En Silva resurge ese tono religioso: los dioses, el Cielo. Llama también la atención, por

otra parte, cómo el comentarista insiste en caracterizaciones de la niñez y de la

juventud.

Uno de los rasgos atractivos de Borja para los otros modernistas es el esfuerzo

del poeta quiteño por hallarse al día. Para los modernistas ecuatorianos, asentados en

urbes poco cosmopolitas, la importación de libros y las lecturas, así como el viaje a

Europa, fueron acontecimientos que marcaron nuevas posibilidades expresivas para las

letras ecuatorianas. Los modernistas se forjaron a base de lecturas, y no hago alusión

solamente a la posibilidad de encontrar libros recién publicados en las librerías; me

refiero, fundamentalmente, al hecho de que, más que ninguna otra generación, los

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modernistas entendieron que la lectura de la gran poesía contemporánea era el principal

elemento para la conformación de una poética. Veamos un párrafo decisivo en ese

ensayo de Silva acerca de Borja:

Al copiar estas bellas estrofas y hablar del fauno de testa socrática, no es


mi deseo el del criticastro que ve los puntos de afinidad entre dos obras de
intelectuales diferentes como defecto de originalidad de uno de ellos. Ya he
apuntado una razón al respecto. Transigiría yo con los “escribidores” que se
matan diciendo que todos los nuevos poetas de América son imitadores de
Baudelaire, Verlaine, Mallarmé, etc., si ellos consiguieran probarme que
nuestros románticos no siguieron los trazos de Espronceda, Bécquer y, sobre
todo, de ese mago del color que se llamó José Zorrilla –siendo muchos los
maestros del romanticismo español imitadores, a su vez, de Hugo, Lamartine,
Musset, Byron y todos los grandes poetas del movimiento de 1815 a 1840–. He
aquí por qué proclamo la originalidad ideológica de Arturo Borja. Como si lo
antedicho no fuera razón suficiente, ahí está su vida, para probar la sinceridad de
su obra. En efecto: pocos poetas habrán tenido tal armonía entre su vida mental
y su vida física, ¿quién, con tanta propiedad como Borja, puede hacer suyos los
versos de Richepin?

C’est tout moi qui ruissela


dans ce livre.
Voice mon sang et ma chair,
bois et mange…? (1916b: 694)

Silva fue uno de los intelectuales que en nuestra modernidad entendió bien que

el mecanismo de la literatura se nutre de lecturas y de influencias. Al sostener esto de

modo fuerte –proclamando la originalidad ideológica de Arturo Borja con tanto énfasis

y tanta autoridad– contribuye, así, a colocar una idea fundamental que trata la

originalidad no ya desde una escritura que se hace supuestamente sin ningún fondo sino,

más bien, desde una escritura “americana”, “nuestra”, que dialoga con los grandes

escritores europeos. Silva, al proclamar esta originalidad, está anunciando un

dispositivo de su propio trabajo y está sosteniendo una de las facetas menos entendidas

de nuestro modernismo nacional: aquella que afirma que nuestra literatura se da en

relación con las otras literaturas externas. De modo curioso, en el mismo ensayo, al

reconocer en Borja algunos recursos aprendidos de sus maestros europeos, Silva insiste:

“nosotros, hijos de indios y españoles influenciados por el progreso yankee, que a toda

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costa queremos presentarnos como fuertes” (693). Se trata, sin duda, de una

reminiscencia de la independencia cultural que proclamaba Rubén Darío, pero, de otra

parte, nos ayuda a comprender que los modernistas buscaban en el arte una expresión

autónoma de otras esferas de la sociedad, no como equivalencia de separación del

mundo sino, más bien, como un modo distinto de estar en el mundo.

El empleo de ese nosotros da cuenta de una comprensión cultural –acaso de

política cultural– que escapa a ese estereotipo de los modernistas alejados o escapados

de la realidad. El arte de Borja le sirvió a Silva para machacar en el carácter diferente de

la poesía de estas tierras, en la expresión moderna de esta lírica que debía, además,

sobrepasar los prejuicios ante la nueva estética, cuya recepción no era entendida en la

esfera de toda la sociedad. Basta recordar la fuerte reacción de Manuel J. Calle ante la

idea de lo modernista para entender que no era fácil instalar con prestigio una nueva

estética inspirada en poetas europeos:

En otras partes, el advenimiento de esta singular escuela, producirá algún


beneficio, digamos léxico, con el aporte de términos nuevos o resucitados al
lenguaje literario: en América ocurre que su invasión, trae consigo un
neologismo inútil y bárbaro que, tiende a corromper el idioma, reduciéndole a
una especie de argot para uso exclusivo de la canalla literaria. (citado en
Valencia 46)

Esta reacción de Calle expresa que el modernismo creó un espacio para discutir

lo que podrían ser ‘políticas de la lengua’; esto es, el modernismo animó un debate

acerca del argot, de lo bárbaro en la lengua, etc., asuntos que tienen que ver con una

lucha ideológica por la conquista del uso de la palabra. Sin embargo, mediante esta

comprensión de la poesía en la que cada poeta producía una obra originalísima, Silva se

dio modos para autorizar a Borja como el gran padre de la poesía moderna en el

Ecuador.

De la poesía de Borja se reconocen varias virtudes. “Arturo Borja es el más

musical de nuestros modernistas”, sostiene Hernán Rodríguez Castelo (25). Isaac J.

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Barrera habla de “este adolescente inspirado, con vuelos exóticos, con melancolías no

justificadas y con exquisiteces de expresión que ayudaban a su vuelo” (46). La

producción lírica de Borja se difundió después de su muerte, y entonces se entendió el

carácter renovador de su trabajo poético. Está muy difundida la idea por la cual la vida

moderna acarrea problemas en el ambiente provinciano y romántico que imperaba hasta

entonces en nuestras ciudades más pobladas. La poesía de Borja expresaría un desajuste

de la palabra literaria en relación a la posibilidad de que sea entendida y valorada

adecuadamente. En el fondo, los modernistas libran un debate con su cultura en la

medida en que ellos denuncian habitar un ambiente –un contexto cultural, podríamos

decir– en el cual no son interpretados en una justa dimensión. La actitud y el estilo de

trabajo poético de los modernistas evidencia este malestar, y la poesía se convirtió en un

elemento adecuado para transmitirlo.

Así, en el poema “Epístola” (73), dedicado a su amigo Ernesto Noboa, Borja

hace una curiosa operación ideológica por la cual le pone blasones a Noboa al tratarlo

como descendiente de la hazaña española; sin embargo, “en la inquietud loca de estos

tiempos” el poeta vuelve al campo, huraño, para cultivar su agrio esplín. Este poema

busca degradar el ambiente citadino de Quito y hace una crítica burlesca al militarismo

de entonces, que ha tomado incluso varias veces el poder político. Este deprimente

estado de ánimo civil es lo que, en el juego poético, “viene a destruir un vuelo de

Pegaso / que, como sabes, anda mal y de mal paso”. Esto es, la escasa atención que

ofrece la ciudad al arte impide la realización de la poesía: el caballo alado Pegaso no es

capaz de volar hacia otros espacios.

Para Borja, la única posibilidad de soportar el peso de la vida exterior y

cotidiana se sostiene en una actitud artística; la estética, entonces, se presenta como una

forma de vida, como un ejercicio de la acción: para Borja, la poesía es el mecanismo

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que posibilita superar la mediocridad de la vida cotidiana: “¿Qué fuera de nosotros sin

la sed de lo hermoso / y lo bello y lo grande y lo noble? ¡Qué fuera / si no nos

refugiáramos como en una barreta / inaccesible, en nuestras orgullosas capillas / hostiles

a la sorda labor de la cuchillas!”. De otra parte, en el texto el poeta se ve atosigado por

los acreedores. ¿Pose, tal vez, de un poeta que requiere posicionarse en el lugar del

perseguido? Es conocido que Borja procedía de una familia de las más acomodadas, que

pudo viajar a París de muy niño para curarse de una dolencia en uno de sus ojos. De tal

suerte que también existe la pose modernista que coloca al poeta en el margen: “Luego

después las fieras de los acreedores / que andan por esas calles como estranguladores /

envenenando nuestras vidas con malolientes / intrigas, jueces, leyes y miles de

expedientes / y haciendo el cuotidiano horror más horroroso” (73). Para los modernistas

la lírica era un modo de aminorar el impacto horroroso de ese ambiente “municipal y

espeso” en el que a su juicio vivían. La poesía se convierte en un ejercicio de resistencia

a la vacuidad de la vida moderna que, paradójicamente, trae por otra parte la posibilidad

de leer a los grandes autores europeos.

El poema “A Lola Guarderas de Cabrera” presenta una voz lírica que

homenajea a una dama. La voz poética le ofrece rimas de encaje y una canción de

cristal, en un intento por idealizar la relación amorosa. Pero lo curioso es que, en el afán

de conquista y alabanza, se subraya una necesidad de ofrecerle a la dama “local” un

paisaje europeo: “Te evocaré yo a la grupa de un negro corcel de ensueño / conducido

por el mago caballero Lohengrin. / Tendrán tus hondas pupilas ese místico beleño / de

las vírgenes del Rhin. / Serás una dogaresa veneciana…” (77). ¡El Rhin, Venecia, las

barcarolas trasladan el escenario amoroso a Europa! Nada que esté al margen de esta

referencia cosmopolita puede ser verdadero.

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Llama la atención ese tópico del cansancio por el vivir –tan presente en la poesía

de Medardo Ángel Silva–, introducido justamente por Arturo Borja. En varios de sus

poemas se puede notar un tono casi agónico en la escritura que hace del tema de la

muerte uno de los más recurrentes de su corta producción literaria. El poema “Vas

lacrimae” dice así:

La pena… la melancolía…
La tarde siniestra y sombría…
La lluvia implacable y sin fin…
La pena… La melancolía…
La vida tan gris y tan ruin.
¡La vida, la vida, la vida!
La negra miseria escondida
royéndonos sin compasión
y la pobre juventud perdida
que ha perdido hasta su corazón.
¿Por qué tengo, Señor, esta pena
siendo tan joven como soy?
Ya cumplí lo que tu ley ordena…
hasta lo que no tengo, lo doy… (74)

¿Qué lugar ocupó Borja en el imaginario de los otros modernistas? ¿Cuál es el

intercambio de influencias que se produce entre Borja y Silva? Una de las maneras para

establecer una posible genealogía literaria entre los modernistas de Quito y Guayaquil

consiste en revisar esta idea del vivir torturado del joven (al menos presente en la lírica),

lo que es común a los modernistas nacionales. Como podemos leer en el texto arriba

citado, el hablante de la poesía se halla en una posición que acepta, como una fatalidad,

el hecho de que ser joven supone vivir en medio de la pena y de la melancolía. ¿No

hubiera bien podido Silva suscribir este poema? La desposesión de la voz poética es

notable: “hasta lo que no tengo, lo doy…”. De esta manera, y como se verá en el

comentario a otros poemas, esa actitud de pesimismo vital propia del modernista triste

que hay en Silva bien pudo reforzarse gracias a la lectura de los poemas de Borja.

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Desde su título el poema “Mi juventud se torna grave…” insiste en el tópico de

la gravedad de la juventud (75-76). En otro texto, la melancolía es vista como una

madre: “Melancolía, madre mía, / en tu regazo he de dormir, / y he de cantar,

melancolía, / el dulce orgullo de sufrir.” (76). Incluso un poema que narra una aventura

amorosa, “Voy a entrar en el olvido”, no deja de expresar la alegría aunque signada por

la angustia: “Hermano, si me río de la vida y sus cosas / notarás en mi risa cierto rezo de

angustias, / sentirás las espinas que hay en todas las rosas, / comprenderás que casi mis

flores están mustias.” (80). En fin, como se trata de fundar toda una poética, que incluye

una reflexión acerca de vida y literatura, no hay que dudar que mucha de esa tristeza

pudiera ser una pose, parte de una actitud artística. Pero, de más está decir, se trata de

algo que determina los modos de escribir y de vivir; esto es, la pose es un asunto serio

en la estética de los modernistas: la pose trae consecuencias.

Para dilucidar la construcción subjetiva por medio de la cual el poeta es alguien

que se ha entregado al dolor, examinemos “En el blanco cementerio”, dedicado a

Carmen Rosa:

En el blanco cementerio
fue la cita. Tú viniste
toda dulzura y misterio
delicadamente triste.

Tu voz fina y temblorosa


se deshojó en el ambiente
como si fuera una rosa
que se muere lentamente.

Íbamos por la avenida


llena de cruces y flores
como sombras de ultravida
que renuevan sus amores.

Tus labios revoloteaban


como una mariposa,
y sus llamas inquietaban
mi delectación morosa.

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Yo estaba loco, tú loca
y sangraron de pasión
mi corazón y tu boca
roja, como un corazón.

La tarde iba cayendo;


tuviste miedo y llorando
te dije: –Me estoy muriendo
porque tú me estás matando.

En el blanco cementerio
fue la cita. Tú te fuiste
dejándome en el misterio
como nadie, solo y triste. (82-83)

¿Tuvo o no éxito la cita amorosa en el cementerio? El encuentro apasionado que

se da en la primera estrofa parece indicar una buena disposición de la muchacha, “toda

dulzura y misterio”, aunque ciertamente en medio de un dejo de tristeza, lo que se

corrobora en la estrofa segunda. Pero en la tercera estrofa es clara la indicación de que

los amores se reencuentran y se renuevan. De hecho, la cuarta estrofa registra un deleite

amoroso, incluso podríamos decir la realización plena de una pasión en ambos amantes:

el tono del poema ha cambiado y los revoloteos y las llamas evidencian motivos de

dicha. La quinta estrofa es consecuencia de este encuentro positivo de los amantes en el

que la pasión, de algún modo física a través de los besos, se ha consumado. En la

penúltima estrofa las cosas empiezan a malograrse, pues sin causa aparente el miedo y

el llanto la invaden a ella y a él la declaratoria de la muerte de amor. La última estrofa

cierra el poema con el amado “solo y triste”, envuelto en el misterio y abandonado en el

cementerio.

Como se puede percibir de esta lectura, la tristeza del poeta modernista se da en

una escenografía requerida para inventar un dolor que niegue la plena realización del

encuentro amoroso. El poeta modernista, simplemente, no se da espacio para la

felicidad; su sótano interior siempre tiene que ser negro: “Tu alma es como un gran lago

de piedad / en el que ha de naufragar mi soledad. // Tu mirada de pasión y caridad, / tu

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mirada es mi única verdad; // es la lámpara que alumbra con amor / lo más negro de mi

sótano interior.” (86).

Pero uno de los rasgos fundamentales de la poesía de Arturo Borja es su gran

capacidad plástica, su expresividad exasperante en busca de la justa expresión. En el

inconcluso poema “A Misteria” podemos observar el trabajo que realiza Borja con la

palabra:

¡Oh, cómo te miraban las tinieblas,


cuando ciñendo el nudo de tu abrazo
a mi garganta, mientras yo espoleaba
el formidable ijar de aquel caballo,
cruzábamos la selva temblorosa
llevando nuestro horror bajo los astros!
Era una selva larga, toda negra:
la selva dolorosa cuyos gajos
echaban sangre al golpe de las hachas,
como los miembros de un molusco extraño.
Era una selva larga, toda triste,
y en sus sombras reinaba nuestro espanto.
El espumante potro galopaba
mojando de sudores su cansancio,
y ya hacía mil años que corría
por aquel bosque lúgubre. Mil años!
Y aquel bosque era largo, largo y triste,
y en sus sombras reinaba nuestro espanto.
Y era tu abrazo como un nudo de horca
y eran glaciales témpanos tus labios,
y eran agrios alambres mis tendones,
y eran zarpas retráctiles mis manos,
y era el enorme potro un viento negro
furioso en su carrera de mil años. (95)

Este poema acerca la escritura a las situaciones del sueño, en el que el lenguaje

transforma los objetos y la materia. La cabalgata angustiosa al cruzar la selva está

dotada de un observador que va sintiendo el cambio repentino de las cosas: el horror

modifica el abrazo en nudo de horca, los labios en témpanos, los tendones en alambres,

las manos en zarpas… El horror está marcado por la inmovilidad del paso del tiempo,

pues aquel galope ya dura mil años. La capacidad expresiva de Borja es notable en este

poema, que recuerda el hecho de que “Las palabras constituyen un material plástico de

16
una gran maleabilidad” (Freud 33). Silva, por su parte, admiró de Borja su capacidad

rítmica:

Parece que un poeta, como Arturo Borja, todo alma, todo espiritualidad,
no hubiera dado valor preferente a la estructura de sus poemas: y es todo lo
contrario. Desde su aparición, mostró una maestría rítmica; una técnica original
y firme; una posesión de los resortes melódicos del lenguaje, casi única, que
daba a sus versos flexibilidades inauditas. Sus bizarrías de ritmo son de anotarse.
(699)

Todo esto, a los ojos de Silva, posicionaba a Borja en el terreno de la exquisitez:

“Poeta, poeta exclusivamente” (700) es el elogio más firme que puede hacerle al cerrar

su estudio sobre la vida y la obra del poeta quiteño. Pero fundamentalmente la muerte

del poeta es un referente que marcará la valoración de Silva, pues también para él “la

enfermedad no es catástrofe sino danza de la que podrían estar ya surgiendo nuevas

construcciones de la sensibilidad” (Vila-Matas 149).

Ernesto Noboa Caamaño

Hay dos noticias distintas de la fecha de nacimiento de Noboa. Eduardo

Samaniego y Álvarez Y hernán Rodríguez Castelo (343) la fijan en 1889, en tanto que

Isaac Barrera (47) en 1891. En todo caso, no hay dudas acerca de la muerte física del

poeta en 1927, aunque los biógrafos señalan que el abandono de la vida en que vive

buena parte de sus últimos años lo hacen prácticamente improductivo en todos los

sentidos. Se sabe que Noboa –“el más completo y el más formado”, según Guarderas

(273)– prácticamente dejó de producir literatura en los últimos años de su vida,

consumido por el solo hecho de vivir: “fue por esencia el poeta decadente, en un sentido

casi fisiológico, enfermizo diríamos con más propiedad, de quien sólo quedó un hálito

de tristeza y el desahucio de un quejido agónico.” (273). La enfermedad de Noboa,

entonces, parece tener ribetes fisiológicos, pero, como sucede con el propio Silva, no se

pueden apuntar diagnósticos acerca de su sufrimiento, aunque sus textos nos muestran

17
más un desajuste interior que corporal. Al menos, la estrategia del poeta consiste en

mostrarse turbado interiormente (aunque más adelante insistiremos en que esto también

puede tratarse de un uso retórico).

“¿Por qué se han esfumado en la apreciación general de la obra de Noboa esas

características que exhiben tanta variedad, tanta maestría, tanto dominio de sus

instrumentos de arte, y, sobre todo, tanta salud?” (272). La pregunta se la hace

Guarderas y merece comentario porque abre el rango interpretativo de la obra de Noboa.

A juicio del propio Guarderas esto se debe a que, de manera similar a lo que sucedió

con Borja, los autores no pudieron revisar por sí mismos la estructura de sus libros

publicados: un orden armado por los autores habría establecido una secuencia en la que

la salud resplandeciera tanto como la enfermedad. Ciertamente, este argumento no

convence pero nos ayuda a interrogar por qué uno de los comentaristas más cercanos de

Noboa se empeña en subrayar la veta ‘saludable’ de su poesía y quitarle importancia a

la de la enfermedad.

Uno de los textos más leídos de Noboa es “La romanza de las horas”, dedicado a

su madre, con el que generalmente se abre su obra poética. Este poema permite observar

un engranaje del mecanismo retórico del dolor en el cual se basan los modernistas:

como si se tratara de otro elemento estructurante más, el tópico del dolor es un motivo

imaginario para conmover al lector, esto es, se trata de un dispositivo requerido para la

pose:

Para calmar las horas graves


del calvario del corazón,
tengo tus tristes manos suaves
que se posan como dos aves
sobre la cruz de mi aflicción.

Para aliviar las horas tristes


de mi callada soledad
me basta… saber que tú existes,
y me acompañas y me asistes

18
y me infundes serenidad.

Cuando el áspid del hastío me roe,


tengo unos libros que son en
las horas cruentas mirra, aloe,
del alma débil el sostén:
Heine, Samain, Laforgue, Poe,
y sobre todo, mi Verlaine.

Y así me vida se desliza


–sin objeto no orientación–
doliente, callada, sumisa,
con una triste resignación,
entre un suspiro, una sonrisa,
alguna ternura imprecisa
y algún verdadero dolor… (35)

Acerca de este poema, Guarderas ha notado un cierto desajuste:

Esta poesía en sordina, esta pobreza ostentada, este no sé qué de árido, de


nostálgico y de lánguido tiene algo de la plegaria del convalesciente [sic] y la
apariencia de una humilde oración gratulatoria. Dentro de esa sucesión de
sentimientos evanescentes, sólo la afirmación final tiene la eficacia de una
realidad categórica: “y algún verdadero dolor”, que persiste en la mente
resonando, repitiéndose como el eco en las oquedades montañosas. (285)

Si seguimos cuidadosamente el itinerario doloroso mostrado por la voz poética,

salta a la vista un proceso mediante el cual esa voz lírica se otorga a sí misma una vida

insoportable: las horas graves, el calvario del corazón, la cruz de la aflicción, las horas

tristes, la callada soledad, el royente áspid del hastío, las horas cruentas, el alma débil,

etc., son expresiones que invitan al lector a adoptar la compasión. El portador de esa

palabra ha sido verdaderamente golpeado por la vida. La poesía es una expresión del

dolor real por el que atraviesa el escritor. Sin embargo, la última estrofa ilumina –sin

querer descartar una posible condición depresiva en el poeta– otra faceta del acontecer

lírico y, sobre todo, de lo que supone para los modernistas el acto de escribir, en el

sentido de la pose: esa vida, que no tiene propósito ni norte, que se halla despedazada,

pues es doliente, callada, sumisa, resignada, tiene que seguir su marcha en medio de

todo esto “y algún verdadero dolor”. La expresión “verdadero dolor” lleva a pensar que

19
lo anteriormente dicho es un artificio retórico, pues no es totalmente ‘verdadero’. Lo

verdadero, en el texto, es algún dolor que incluso está fuera del poema, que funciona

como una contraparte en blanco con el propósito de crear una tensión dramática con el

lector. El dolor real está fuera, no aparece, no pasa a la poesía más que como anuncio; el

dolor presente del que se queja el poeta es un dolor literario, un espacio imaginario en el

cual el poeta se representa con esas características dolientes. No estoy sosteniendo que

Noboa no tuviera en su vida real motivos de depresión; eso ya no lo podemos saber con

asbsoluta exactitud; sin embargo, el texto nos descubre un artificio de sentido que habla

de una estrategia de autorización de la escritura; como dice la estudiosa Lourdes Ortiz:

Saber algo de la vida del autor, de sus manías, sus sueños, sus viajes, sus
amores o sus desengaños aporta datos, siempre a posteriori, curiosidades que
nos le aproximan. Pero nada, ninguna biografía, ningún comentario psicoanalista
o pretendidamente objetivo aporta nada al texto, obra cerrada y total, abierta a
los innumerables lectores y única fuente de referencia. […] Sólo en las páginas
de la novela, en el poema o en el brillante ensayo está el secreto del autor, es
savia destilada, construida, que nos comunica momentos, vibraciones,
intensidades de un universo propio que es también mágico, demiúrgico, ajeno a
su propio conocimiento. (10-11)

Lo que vemos es que en Noboa el dolor es también un procedimiento retórico.

Afirmar esto no es ni tratar mal al poeta o a la poesía; todo lo contrario, supone

descubrir un modo por el cual la ficción funciona y produce efectos en sus

consumidores. Acaso debamos leer cada vez más la ficción en tanto ficción, aunque hay

que reconocer que algunos datos que provienen de la vida iluminan las interpretaciones

que queremos hacer. Pero la idea de la palabra como artificio es evidente en todas las

poéticas de los modernistas: los versos de gala, la ostentosa utilización de registros del

verso francés, la atención a objetos recién importados, etc., implican una elegancia y, a

veces, una ampulosidad de la frase del modernista. Pero, de otra parte, Noboa en tanto

poeta está consciente de que la palabra del poeta es un artificio más: en el soneto

20
“Envío” la voz lírica se dirige a una “Princesita” a quien le pide observar con sumo

cuidado a los poetas, y tomar las debidas precauciones con ellos:

Princesita: mirad la caravana


de esos pobres lunáticos de amores,
que desde una comarca muy lejana
vienen por conquistar vuestros favores…

Quizás no lograréis ser soberana


del corazón de aquellos trovadores
cuya palabra lírica y galana
tiene también sus áspides traidores.

No sienta mal en vuestra principesca


corte glacial, esa funambulesca
tropa de peregrinos de ilusiones.

Que saben rimar áureas cantinelas,


adormecer las dulces filomenas
y dominar altivos corazones. (41-42)

Así, el poeta sabe que la palabra tiene también fines utilitarios, que la palabra de

la poesía mueve, conmueve, convence, que se trata de un arma para la acción. Los

‘áspides traidores’ hablan de la fuerza de convicción que adormece y domina a quien

escucha la palabra del poeta.

Uno de los rasgos más hondos en la lírica de Noboa es la convicción de que el

ser humano vive en medio de una falla: la vida misma se presenta ante los ojos del

bardo como un error. Tal vez de esta comprensión vital se derive toda esa línea que

junta casi toda su obra poética, la del hastío, la del malestar concreto ante el vivir, o la

justificación de la vida sólo ante el absurdo de la muerte. En “Trova del juglar” el

fatalismo es determinante. El poema se inicia con estrofas cantarinas, en las que parece

que, por fin, la voz poética ha logrado conjurar la amargura: “Porque la alegría / canta

hoy a tu reja, / de tu alma se aleja / mi vida sombría” (42). Lo sombrío de la vida es

alejado en la presencia del posible amor. Sin embargo, este tono desaparece pronto ante

la certeza de que un alma doliente –digamos, la de todos los humanos– sólo puede amar

21
a otra similar: “Mi corazón ama / sólo si presiente / que otra alma reclama / su piedad

doliente.” (42). El extremo de esta autocomplacencia en el dolor se presenta cuando el

poeta afirma: “¡El amor no existe / si no se reviste / de un manto de lloro! / (fatalismo

de moro, / sensualismo triste). (43) De suerte que se puede percibir que el dolor

constitutivo del poeta viene de adentro, en la convicción de que no hay cómo ser felices:

“esa alegría ciega / nos separa hoy: / ¡que cuando el sol llega, / yo siempre me voy!”

(43).

El poeta siente, entonces, una continua agresión que proviene del mundo

exterior, sin motivo aparente. La sensación que dan algunos poemas de Noboa es la de

un sujeto inmovilizado frente a esta hostilidad, sin causa conocida, que viene de fuera.

En “Anhelo” asistimos a esta confirmación: “¡Oh dolor insondable, desolada amargura /

de no hallar en la senda ni la flor de un cariño, / y sentirse, al comienzo de la jornada

dura, / con cerebro de viejo y corazón de niño! // ¡Y que nuestra esperanza haya sido

vencida / por la implacable hostilidad del cielo! / ¡Y el dolor de sentirse cobarde ante la

vida, / y la renunciación de todo noble anhelo…!” (45). No hay salida, pues, todo

aparece como hostil al poeta. El hablante se describe con cerebro de viejo y corazón de

niño, acaso en el afán de dar cuenta de esa división en la que vive el sujeto, pues la

dualidad viejo/niño es una contradicción que no se resuelve más que con la vida. La

poesía es una posibilidad de anunciar esta paradoja, que vuelve a presentarse en “En la

tarde de sol”, en la que el poeta atestigua el paso de una muchacha que, aunque se halla

bajo un sol calcinante –lo que puede dar una sensación de luminosidad, calor y vida–, la

languidez y la convalecencia de ella resaltan por sobre todas las otras características. La

perspectiva parecería asentarse en la enfermedad, pues el poema la ve a ella “Enferma

de belleza, de ensueño y elegancia”. La insatisfacción en Noboa es permanente: hasta

parecería denunciar un problema de perspectiva, incluso en sentido óptico, pues al final

22
la voz poética reconoce mirar con “mis pobres ojos tristes de niño envejecido…” (47).

Noboa padece una distorsión visual que lo lleva al tedio y al hastío, pero el origen de

ello no es fisiológico sino de perspectiva, de mirada. La mirada de los modernistas

ecuatorianos observa el mundo exterior desde su imposibilidad interna.

Acerca de esta intuición del poeta en relación al origen de su deformación visual

–que, en definitiva, es deformación simbólica–, el soneto “Vivo galvanizado” nos aporta

importantes elementos:

Vivo galvanizado por un recuerdo triste,


que acibaró mi enferma juventud desvalida;
de los viejos tesoros que hubo en mí, nada existe;
voy con el alma en sombras y con la fe perdida.

Del más mínimo esfuerzo mi voluntad desiste,


y deja libremente que por la vieja herida
del corazón se escape –sin que a mi alma contriste–
como un perfume vago, la esencia de la vida.

¡Lasciate ogni speranza! Hoy sólo el alma enferma


anhela desligarse de esta mísera carne
que los males agobian y que el gusano merma,

y pedir al olvido su ropaje de ensueño…


¡tal vez para que pronto torne al mundo y reencarne
en el cuerpo leproso de algún perro sin dueño! (50)

Estar galvanizado es hallarse sometido a efectos de la electricidad para producir

fenómenos fisiológicos. Vivir galvanizado, en el arte de Noboa, es necesitar de un fuerte

estímulo exterior para poder estar en movimiento; mas, sin embargo, la paradoja del

poeta es que el estímulo exterior no consigue imponerse sobre la corporalidad del poeta,

pues éste ya se halla atrapado en la inacción, en el dejarse ir, ya que, como vemos en el

segundo cuarteto del soneto citado, existir es dejarse morir. La autodestrucción, así,

aparece como programa del modernista. Esto, que se halla de modo exacerbado en

Medardo Ángel Silva, ya está presente en Noboa.

23
En fin, la lesión del poeta no es exterior sino interior, como cuando en

“Nocturno” afirma: “mis ojos están ciegos de claridad de luna” (53). Pese a las

condiciones exteriores de luz, el poeta pierde la visión, no puede ver y, por tanto, se

hace radical su propia contradicción, esa que anuncia el soneto “Vox clamans”: “En mi

conciencia íntima no sé cuál es más fuerte, / si el gesto de la vida o el gesto destructor.”

(56). El arte literario de Noboa permite indagar, además, por los orígenes de este punto

de vista del dolor vital que hay en todos los modernistas, en que el mal del vivir es la

enfermedad por excelencia. Los modernistas parecerían estar enfermos de vida. En el

poema “Llueve” (39-40) se le habla a un tú que, tras los cristales, mira caer la lluvia.

Pero el poema parece indicar que el estado “natural” debe ser el del tedio y el de la

melancolía, pues quien mira llover consigue que su corazón también llore, esto es, que

se comporte como el mundo exterior. Se puede pensar en esa fuerte identificación

romántica de naturaleza y vida del sujeto, pero también podemos interpretar en el

sentido de que el motivo que lleva a la melancolía es un interior inventado que colorea

con ese matiz umbrío todo lo que se vive: “Los poemas de Noboa son confesiones

alarmantes de un hastío que se enfrontaba con morosa delectación a la muerte. Trataba

de aturdirse, de embriagarse, muchas veces encanallándose con el nepente, que no le

concede el olvido buscado con tanto afán.” (Barrera 49)

Humberto Fierro

En 1916, en la revista Renacimiento de Guayaquil, Medardo Ángel Silva publicó

unos fragmentos de un estudio sobre Humberto Fierro, en el que hace una declaración

fundamental para entender las conexiones entre los modernistas del puerto y de la

capital. Silva dice: “Humberto Fierro es el ideal del artista” (1916a: 677), pues presenta

al poeta “alejado del estrecho círculo del medio ambiente, de la ruin política literaria”.

24
Y explica, debido a este apartamiento, el hecho de que no tenga en la sociedad el sitial

que a su juicio se merece.

Estos fragmentos de Silva interesan, además, porque muestran el carácter de la

lucha en el campo de la crítica que se libra en esos días; Silva rechaza con expresiones

fuertes la crítica amiguista, y estima que quienes no han podido entender a Fierro se

debe a que lo exquisito –un valor precioso de este poeta– está fuera de su alcance. Para

leer a Fierro se requiere partir de la exquisitez. La estrechez del medio se queda corta

para valorar la obra del vate quiteño: “¡Y es a un poeta de tal talla, es a un artífice del

buril tan selecto, a quien nosotros, sus compatriotas, no conocemos como se merece!”,

se queja Silva (1916a: 678).

Nacido en 1890, Fierro publica en vida en 1919 El laúd en el valle, una cuidada

colección de poemas en los que se nota su maestría para la confección del verso: son

poemas de una limpia ejecución del ritmo y un manejo adornado de la forma. La

delicadeza de las imágenes es una de las virtudes de este poeta. “Balada de la noche”

expresa una de las cifras de su poesía, y de los modernistas, pues se trata de un texto de

resonancias universales: “Los mundos que en lo infinito / Graban como caracteres /

Luminosos de la noche / La poesía solemne / […] Todo el Cosmos es la patria / Sus

límites y solemne, / Como barca vagabunda / De un disperso continente.” (106). Fierro

se interesa por la poesía misma como un elemento poético. El poeta es un habitante del

cosmos, entendido como una constelación mayor en la que la poesía ha alcanzado un

lugar importante.

En esta línea Fierro es un esteta asumido. Su poesía, tan llena de referencias

culturales que provienen de mitologías, leyendas, vida cosmopolita, viajes, etc., puede

ser leída como el muestrario de las lecturas del poeta. Curiosamente se puede afirmar

que, entre los modernistas, Fierro es el poeta que más muestra sus ganas de vivir. Es

25
cierto que a lo largo de su libro se puede ver esta idea de la melancolía y del tedio, pero

básicamente sus poemas, leídos en conjunto, suponen la perspectiva de quien ha

aprendido a disfrutar de la vida, pese a las limitaciones y a los fragores en los que los

modernistas se desenvuelven. Hay mucho de jovialidad en Fierro, muy distinta al modo

en que la juventud se presentaba en Borja, Noboa o Silva. “Por el estanque de los

nenúfares” termina así: “Pero la vida es triste… / La noche va a venir / Y el cisne /

Canta para morir.” (113), pero aquí la tristeza y la muerte son de otro orden: son un

elemento más de un cosmos bullente que nos rodea.

Como puede sospecharse, la tristeza es también en Fierro un tópico literario

aprendido; así, al menos, se entiende en “Dilucidaciones”:

Quizás la bondad única que recibí del Orbe


Es la de ver muy claro mi propia pequeñez.
El Ocaso de mi alma ni una mirada absorbe,
Ni una mejilla fresca baña de palidez.

Desvanecióse el ansia de la sabiduría


Desde que me visitan la Noche y el Dolor.
Yo no creo que un sabio pueda con su alegría
Borrar la certidumbre de un simple trovador.

Y todo lo que ahora conozco de la vida


Es que me encuentro triste de ser y de pensar…
Mi Musa es una sombra que guía mi partida
Con la fatal ceguera de una ola de la mar.

[…]

Queda entre los recuerdos mi juventud amada


Que no ha de acompañarme con la desilusión.
No quiero buscar glorias ni quiero buscar nada,
Porque en cualquier senda me pesa el corazón!

Me han familiarizado los días de fastidio


Con la idea rosada de tener que morir…
Yo no tengo Pegasos… Voy cansado al Excidio,
Y no cantaré nunca la dicha de vivir! (129-130)

En este poema Fierro asume los motivos conocidos de los modernistas, pero no

en el hálito del camino trágico sino, más bien, con un aire de arcana sabiduría: habla de

26
la pequeñez humana, del alma en el ocaso, de la noche y el dolor como visitantes de su

imaginación, de la tristeza y de la sombra, pero no llega a resolverse en clave de tanto

dramatismo. La voz poética decide no cantar la dicha, pero es una elección cerebral que

no trae consecuencias funestas. En esta medida, la de Fierro es la poesía de los

modernistas que demuestra mayor sabiduría.

El “Epílogo” del libro es una lección distinta de los modernistas. El poema se

inicia con una queja: “Ah, si no fueran mis horas / Doloras, / Ni fueran melancolías /

Mis días, / En este valle florido / De olvido” (135). El poeta asume la temática

modernista pero para darle otro matiz, pues incluso la juventud es vista no como el

lugar donde se cuece la deseperanza sino más bien como un recuerdo feliz en la vida del

sujeto: “Y mi juventud amada / Pasada / Será cuando avive el seso. / Por eso / Cuando

la razón se agita / Contrita / Como el alma marchita / Del pobre Quijote ardiente / Ya

serviré solamente / Para la arquera maldita.” (135-136). De alguna manera, la poesía de

Fierro pone en evidencia otra faceta del escritor modernista, pues en él el arte del verso

define una opción distinta del vivir, al menos a nivel del texto.

Cierre momentáneo

Las obras literarias no se construyen solas, de modo aislado, o como resultado de

la genialidad de los escritores. Ciertamente, lo que define la aparición de una obra y de

un autor, entre otras cosas, es efecto de un paisaje cultural, esto es, de una red de

relaciones sociales, económicas, culturales y políticas que hacen sentido en un momento

dado en un sujeto que se asume como autor. El interés general de esta investigación ha

tratado de establecer lecturas que permitan relacionar la obra de Medardo Ángel con los

modernistas capitalinos. Para ello me he acercado a posibles canales de interlocución

entre Silva y sus contemporáneos. En este caso concreto existen claros indicios de que

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Arturo Borja fue considerado como un literato que ejercía un gran magisterio en el

hacer poético.

Leídos en conjunto, los poetas modernistas conforman una suerte de ´región

cultural´ de alcance nacional. Partieron de una tradición simbolista, europea, pero

fueron capaces de percibir lo vívido de la poética de los modernistas latinoamericanos,

con quienes tuvieron contacto a través de sus diferentes revistas. En fin, he tratado de

hacer conexiones de sentido entre unos poetas y otros, atento a la observación de que

“un poema (cualquier obra artística) no es el punto de llegada de una tradición, sino su

punto de partida. En cada lectura el poema inaugura su propia tradición, y con ella una

mirada: aquella cuyo único dueño es el lenguaje con el que nos reinventamos cada día.”

(Chirinos 16).

Obras citadas

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de la Cultura Ecuatoriana, 1955.
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Otros modernistas, Guayaquil, Ariel, s.f.
Carrera Andrade, Jorge, “Precursores del modernismo en el Ecuador”,
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Chirinos, Eduardo, Nueve miradas sin dueño: ensayos sobre la modernidad y
sus representaciones en la poesía hispanoamericana y española, Lima, Pontificia
Universidad Católica del Perú & Fondo de Cultura Económica, 2004.
Clark, Kim, La obra redentora: el ferrocarril y la nación en el Ecuador, 1895-
1930, trad. Fernando Larrea, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar & Corporación
Editora Nacional, 2004 [ 1998].
Elijas, Juan Carlos, “ No nos propongas la belleza (narratoensayo epilírico sobre
César Dávila Andrade)”, La poesía del país secreto, Quito, País Secreto, 2005.
Fierro, Humberto, El laúd en el valle [1919], en Hernán Rodríguez Castelo,
editor, Otros modernistas, Guayaquil, Ariel, s.f.

28
Freud, Sigmund, El chiste y su relación con lo inconsciente, trad. Luis López-
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Caamaño”, Poetas parnasianos y modernistas, Puebla, Cajica, 1960.
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_____,“Arturo Borja (Fragmentos inéditos de un estudio. El medio. El poeta. La
obra” [1916b], Obras completas, edición de Melvin Hoyos Galarza y Javier Vásconez,
Guayaquil, I. Municipalidad de Guayaquil, 2004.
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