Y El Ángel Del Señor Anunció A María - Antonio Pavia

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Y el ángel anunció a María

Antonio Pavía

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Versión electrónica
SAN PABLO 2012
(Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)
Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723
E-mail: [email protected]
[email protected]
ISBN: 9788428540759
Realizado por
Editorial San Pablo España
Departamento Página Web

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«Porque os hago saber, hermanos,
que el Evangelio anunciado por mí
no es de orden humano, pues yo no lo
recibí ni aprendí de hombre alguno,
sino por revelación de Jesucristo».

Gracias sean dadas a Dios,


Padre de nuestro Señor Jesucristo,
único autor y creador de este libro,
y gracias también a la Comunidad Bíblica
«María Madre de los Apóstoles»,
en cuyas entrañas Él depositó
con amor estas palabras.

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Prólogo
Dios: el que habla y el que hace

E ltierra
pueblo de Israel tiene una experiencia respecto a Dios que ningún otro pueblo de la
posee con respecto a sus dioses. Yavé sale a su encuentro en su historia, le
habla y realiza todas y cada una de las promesas/palabras que ha pronunciado sobre él.
Como muestra, recordemos la visión que Yavé mostró a Ezequiel cuando Israel estaba
deportado en Babilonia. Lo que los ojos del profeta vieron fue un enorme campo de
huesos, un gran cementerio que representaba la aniquilación del pueblo elegido sometido
al destierro. Así se lo da a conocer Yavé a Ezequiel. Le hace saber el lamento y la más
absoluta desesperanza de los israelitas: «Entonces me dijo: Hijo de hombre, estos huesos
son toda la casa de Israel. Ellos andan diciendo: Se han secado nuestros huesos, se ha
desvanecido nuestra esperanza, todo ha acabado para nosotros» (Ez 37,11).
Ante tan devastadora situación. Israel piensa, cree y también asume, que la historia de
salvación de Dios con él ha llegado a su fin. ¿Cómo va a seguir siendo el pueblo elegido
si no es ya ni siquiera pueblo? En esta situación límite, Dios, cuyo amor es infinito y que
jamás se vuelve atrás en sus promesas, acontece y actúa. Anuncia al profeta una promesa
increíble, inaudita, le dice que levantará al pueblo del cementerio donde yace postrado y
le devolverá la tierra de la que fue desposeído. Dado que proclama una promesa que a
los oídos de Ezequiel parece más bien un relato fantástico, sin fundamento lógico ni real,
empeña su Palabra como garantía de que lo que le está prometiendo lo cumplirá. Le
despierta de su sopor e incredulidad proclamando que Él es aquel que habla, dice y,
también, el que hace: «Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis; os estableceré en
vuestro suelo, y sabréis que yo, Yavé, lo digo y lo hago» (Ez 37,14).
Sabemos que la historia de la salvación de Dios con Israel alcanza su plenitud en
Jesucristo. En su Encarnación se rompen las fronteras del pueblo elegido. En el Señor
Jesús, la salvación de Dios se personaliza en cada hombre y mujer de la tierra entera. La
mirada de Dios, que abarca toda la creación, es también mirada amorosa que penetra
hasta los pliegues más profundos del corazón humano. Nadie es ajeno, nadie queda
excluido ante los ojos del que se encarnó para levantar al hombre a la altura de Dios, tal
y como afirman e insisten los Padres de la Iglesia. Por la Encarnación del Hijo de Dios,
todos y cada uno de los seres humanos que, al igual que Israel en Babilonia, conocemos
lo que es la destrucción y muerte interior, tenemos el camino abierto para hacer la
experiencia de que Dios es el que habla y el que hace, el que dice y actúa, el que cumple

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en nosotros su Palabra liberadora.
Dios: el que habla y el que hace. Para encarnarse, primero habla. Se dirige a una
persona concreta: María de Nazaret. Entramos así de lleno en lo que es el centro y
contenido neurálgico de este libro. Dios habla a María y, entre el hablar y el hacer de
Dios, emerge el espacio de libertad en el que esta joven, llamada a ser madre del Hijo de
Dios, tiene que decidir. Desde su espacio de libertad, María se pronuncia en unos
términos que no dejan lugar a la vacilación o a la duda: ¡Hágase! ¡Hágase en mí según tu
Palabra!
María, en su libertad, hace posible el paso del hablar al hacer de Dios en lo que
respecta a la Encarnación. Se fía de lo que oye de Él: su Palabra. Y espera, confiada y
amorosamente, su hacer. En el libro de su historia no tiene ni siquiera escrita la página
del día siguiente; le basta que Dios le haya confiado su Palabra. Su corazón no se
proyecta al futuro siempre incierto, vive el presente. Y el presente es que ha sido visitada
y alcanzada por la Palabra. Ella es su única garantía, tampoco necesita otra. Alimentada
con la riquísima espiritualidad de Israel, sabe que Dios nunca ha mentido, engañado o
defraudado a su pueblo cada vez que le habló a lo largo de toda su historia. Apoyada y
sostenida por esta experiencia, que hace parte de su carne y de su sangre, responde a
Dios: ¡Haz! ¡Aquí estoy!
En María de Nazaret, en su asombrosa actitud y disposición ante la Palabra que
escucha, descubrimos y situamos el punto máximo, el culmen por excelencia, en el que
se desarrolla y se fragua la plenitud de la relación de amor entre Dios y el ser humano.
Actitud y disposición que dan paso a la mutua confianza, al mutuo fiarse entre Dios y el
hombre.
Hemos visto que María, enriquecida por la experiencia de salvación de su pueblo a
pesar de la debilidad de este, abre confiadamente su oído a la propuesta de Dios. Es un
fiarse que se alza majestuosamente por encima de sus más que normales miedos e
incertidumbres. Su fiarse de Dios constituye su ciudad fuerte, su fortaleza inexpugnable,
sus altas e indestructibles murallas... Imágenes, todas ellas, que con tanta frecuencia nos
presenta el Antiguo Testamento para ensalzar la fuerza inquebrantable con que fueron
revestidos los hombres y mujeres justos. Hombres y mujeres de fe que, llamados y
escogidos por Dios, trazaron las distintas etapas de la historia de la salvación del pueblo
santo.
Lo que nos sobrecoge hasta lo indecible es que, así como Dios es fiable para María,
esta, a su vez, por su oído abierto y obediente, se hace fiable para Dios. Desde que,
renunciando a controlar el futuro centra todo su ser en Dios que le habla, y, una vez que,
desde el campo sagrado de sus elecciones, le responde que sí, que podía hacer, que se
inclinaba amorosamente ante su Palabra, le dio a conocer que era de fiar. Tan fiable la
vio Dios que se encarnó en ella. He aquí la fiabilidad recíproca: me fío de ti. Esto es lo
que descubrieron el uno del otro... Emergió en la creación y en su plenitud la nueva y
definitiva relación de amor entre Dios y el hombre/mujer.
Sabemos que son numerosos los santos que han señalado a María como Madre,
imagen y figura de la Iglesia. Recogiendo estos testimonios, indudablemente válidos y

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consistentes, damos paso, y en la misma línea, a María de Nazaret como figura del
discípulo del Señor Jesús, paradigma de lo que es el discipulado. Quiero arrojar un poco
de luz acerca de María como espejo y figura del discipulado, partiendo de un
paralelismo: san Juan presenta en el Apocalipsis al Señor Jesús resucitado y victorioso
como el alfa y la omega, el principio y el fin de toda la creación y de toda salvación:
«Mira, vengo pronto, y traigo mi recompensa conmigo para pagar a cada uno según su
trabajo. Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin» (Ap
22,12-13).
Damos cuerpo al paralelismo presentando a María de Nazaret, la que, desde su
libertad, dijo a Dios ¡haz, hágase!, como imagen de lo que es el discipulado, el sello
inconfundible que define a todo discípulo del Señor Jesús. También el discípulo es
visitado por la palabra de Dios, el Evangelio. Por medio de él. Dios le confía una misión
en beneficio de sus hermanos. Este es su alfa: Dios que le habla. Su omega se va
perfilando en la medida en que su misión va afianzándose en su desarrollo. Desarrollo de
la misión y madurez de la fe que se entrelazan indisolublemente en la vida del discípulo.
Jesucristo, el que le llama, es el alfa y la omega de su fe, tal y como nos lo afirma el
autor de la Carta a los hebreos: «... Fijos los ojos en Jesús, el que inicia (alfa) y consuma
(omega) la fe» (Heb 12,2).
Entre el alfa y la omega, el discípulo se sitúa, como María de Nazaret, en el espacio
de su autonomía y libertad, espacio en el que Dios, tomando la iniciativa, se ha hecho
presente. Lo portentoso, lo que sobrecoge al discípulo, es que Dios se haya fiado de él lo
suficientemente como para confiarle la riqueza de su Evangelio de cara a las heridas de
la humanidad.
Largo es el camino entre el alfa y la omega. Largo, enorme y sujeto a un arduo debate
y combate. Cuando el hombre dice ¡haz, hágase!, se hace fiable para Dios al igual que
María, entrando así en la dinámica de llegar a ser discípulo de Jesucristo. Como entre
María y Dios, la relación de esta persona con Jesucristo llega a su plenitud de amor
porque está cimentada en la mutua fiabilidad: El Señor Jesús –su Evangelio– es fiable
para el discípulo, y este se ha hecho fiable –también en sus caídas y desánimos– para Él.
Acerca de esta fiabilidad recíproca, recogemos un testimonio impresionantemente
hermoso de Orígenes, Padre de la Iglesia. En su comentario al evangelio de san Lucas,
pone en los labios de María de Nazaret la siguiente confesión: «Yo soy una tablilla de
escribir. Que el Escritor –Dios– grabe en ella lo que quiera». Esta confesión es también
el testimonio de fe de todo discípulo del Señor Jesús. Este es el fundamento de la
relación de amor y confianza entre ambos.
Enriquecemos estos comentarios con el impactante testimonio de un discípulo de
Jesucristo en el que también se plasma la mutua fiabilidad que estamos exponiendo. Nos
referimos al apóstol Pablo. Colmado su corazón de gratitud, proclama: «Por la gracia de
Dios, soy lo que soy: y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí» (1Cor 15,10).
Pablo es perfectamente consciente de que Jesús se fió de él al llamarle al ministerio
de la evangelización. Señala y puntualiza con insistencia que puede anunciar el
Evangelio porque Dios se lo concedió como gracia, como don. Por su parte, él se ha

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hecho fiable para Dios, y así, y sin pretensiones, nos lo hace saber al proclamar que la
gracia concedida no ha sido estéril en él.
Esto no quiere decir que la conversión del apóstol haya sido fulminante, y sin
debilidades y vacilaciones. Su adhesión a Jesucristo fue creciendo en fiabilidad, y
acrisolándose conforme se desarrollaba su misión. Por supuesto que estuvo expuesta a
no pocos desánimos y frustraciones, como la encarnizada oposición de su propio pueblo.
Más allá de sus debilidades concretas, la gracia/don de Dios fue tomando cuerpo
progresivamente en todo su ser. Algo así como lo que nos dice el libro de los Proverbios
acerca del camino de los justos, cuya progresión es comparada con la luz que aumenta
conforme avanza el día: «La senda de los justos es como la luz del alba, que va en
aumento hasta llegar a pleno día» (Prov 4,18).
Profundizando en la experiencia de Pablo, entresacamos una confesión entrañable que
brota de sus entrañas cuando se encuentra entre cadenas. Intuye cercana su muerte. En la
lóbrega oscuridad de su cautiverio, vemos a un hombre que no sale de su estupor al
hacer memoria de su vida y constatar, con más que fundado temblor y asombro, que
Dios se ha fiado de él... tanto como para confiarle el Evangelio en vistas a anunciarlo.
Por el Evangelio se encuentra encadenado: la mutua fiabilidad en su máxima
expresión. El apóstol experimenta existencialmente un asombro que se desborda en
amor, y un amor que rebosa de asombro. Se considera más que suficientemente
retribuido por Jesucristo. Oigamos su confesión: «Doy gracias a aquel que me revistió de
fortaleza, a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me consideró digno de confianza al
colocarme en el ministerio, a mí que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un
insolente...» (1Tim 1,12-13).
Este asombro, esta estupefacción, su tener conciencia de que Jesucristo ha roto todo
molde de prudencia humana al llamarle al discipulado, es la savia que nutre y alimenta
su amor. De hecho, todo amor nace del asombro; así como también muere cuando se
estanca en la rutina, cuando la capacidad de asombrar y ser asombrado es herida por las
sombras de la inercia. Pablo, desde que fue llamado por Jesucristo, no ha dejado de
asombrarse y, por lo tanto, de crecer en el amor. Él, el blasfemo, el perseguidor, el
insolente, ha sido visitado por Jesucristo, le ha capacitado, le ha considerado digno de
confianza y le ha concedido el ministerio de la evangelización. Le ha confiado su
Misterio, oculto en las entretelas del Evangelio, para que lo anuncie. Al poner su vida al
servicio de la evangelización, también él, como María de Nazaret, se hizo fiable para
Dios.
La experiencia de la mutua fiabilidad entre Pablo y Jesucristo, no es algo
personalísimo como si se tratase de una predilección única, exclusiva y rarísima. Es una
experiencia propia y personal de todos los que anuncian con su vida el Evangelio.
En definitiva, la Encarnación del Hijo de Dios es como una bellísima y magistral
sinfonía en la que todos los instrumentos al unísono hacen resonar, melódica y
solemnemente, la fiabilidad de Dios Padre. La sinfonía es tan entrañablemente seductora
que provoca nuestra fiel y confiada adhesión a Él.
La Encarnación supuso la implicación de Dios con el hombre. Al hacerse Emmanuel,

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al hacerse con nosotros, se implicó con nuestra naturaleza incondicionalmente.
Implicación que, en sus últimas consecuencias, revistó tintes que podríamos, de alguna
manera, considerar incluso de complicidad con nuestra debilidad, con nuestras
transgresiones. Entendemos complicidad en el sentido de solidaridad con nuestra
pobreza moral. Se abrazó a esta nuestra condición y la condujo hasta la muerte, la suya,
alcanzando así el poder presentarnos ante el Padre sin tara y sin tacha (cf Ef 1,4).
Pudo hacer esta prodigiosa transformación porque al encarnarse cambió los roles.
Asumió el nuestro exponiendo públicamente la invalidez de las notas de cargo que nos
llevaban a juicio (cf Col 2,14). En el mismo acontecimiento salvífico consumó la
transacción de roles revistiéndonos del suyo, el de la inocencia. En su postrero esfuerzo,
en los estertores de su agonía, proclamó que éramos libres de culpa: «¡Padre, perdónales
porque no saben lo que hacen!» (Lc 23,34).
Para hacer posible este cambio inaudito, Dios tuvo que traspasar el pórtico que
marcaba la distancia entre el cielo y la tierra, entre la Trascendencia y la inmanencia.
Para ello, envió al ángel Gabriel a una joven israelita, María de Nazaret. No sin cierta
audacia podríamos afirmar que la implicó en lo que hemos dado en llamar su
complicidad. Consciente el ángel de su misión, se llegó hasta el pórtico diferencial,
avanzó bajo su dintel y dio comienzo a su anuncio: «¡Alégrate, María, llena de
gracia...!».

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1
En la plenitud de los tiempos

«Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen
desposada con un hombre llamado José, de la casa de David, el nombre de la virgen era María. Y entrando, le
dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”».
(Lc 1,26-28)

I
niciamos el presente libro con el deseo y la esperanza de que Dios nos permita abordar
con su sabiduría la figura de María de Nazaret, madre de Jesucristo. Ella es figura de la
Iglesia y espejo del camino de fe de todo discípulo del Señor Jesús.
Intentaremos escribirlo más desde lo que Dios mismo ha dicho y hecho con María que
desde lo que dicen o han dicho los hombres, que no en pocos casos la han revestido con
unos matices sentimentales que, desafortunadamente, más que fortalecer la fe pueden
haber sido un estorbo. Por supuesto que me estoy refiriendo a la fe adulta.
Vamos a profundizar partiendo, pues, de la Escritura con el fin de descubrir el sentido
de que Dios, en la plenitud de los tiempos como dice san Pablo, llame a esta persona, a
María de Nazaret, para ser el Templo por excelencia donde su Hijo va a ser encarnado.
Hemos encabezado este capítulo con estos versículos en los que san Lucas nos relata
cómo la palabra de Dios, por medio del ángel Gabriel, es dirigida a una mujer de
Nazaret, el nombre de esta mujer era María. Partiendo del texto evangélico, Dios dirige a
esta israelita un anuncio sorprendente: ¡Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo!
La riqueza catequética que contiene este saludo es inescrutable. Nos sumergiremos en
estas palabras e intentaremos sondear la magnitud de su contenido a lo largo de los dos
primeros capítulos.
En el primer capítulo nos centraremos en saborear este encuentro entre Dios y María.
Intentaremos ver qué significado tiene el acontecimiento que se produce entre el enviado
de Dios y esta mujer de Israel. Qué reminiscencias se despertaron impetuosamente en el
seno de María cuando el ángel le dijo ¡alégrate! Más adelante nos detendremos en la
segunda parte de este saludo que personalizamos así: Tú eres la llena de gracia, Yo estoy
contigo.
¡Alégrate, alégrate! ¿A quién dirige Dios esta invitación a la alegría? ¿Sólo a una
persona? Digamos más bien que es una palabra para todo Israel y que se proyecta hacia
toda la humanidad. Ya sabemos que por medio de Israel Dios abre su Misterio a todas
las naciones. Desde Israel se abren los horizontes de la salvación universal. Así lo

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anunciaron los profetas: que la luz de Israel habría de llenar la tierra entera.
Entenderemos mejor esto sumergiéndonos en el camino de fe de este pueblo.
Dios escoge un pueblo que, como ya sabemos, puede ser considerado como la
plataforma desde la cual la fe, la salvación, alcanza a todos los hombres. Israel hace
patente lo que es común a toda la humanidad, el pecado original, que consiste
fundamentalmente en la reticencia a fiarse de Dios. Al ser así, emerge de forma natural
el reverso de la fiabilidad: la infiabilidad que, a su vez, es el pórtico de la infidelidad.
Es evidente que por medio de Israel Dios escribe nuestra historia y, dentro de ella,
nuestra incapacidad para fiarnos de Él. Siendo así un amar a Dios tan desconfiado,
podemos decir que le amamos desde la inconsistencia. Es una relación con él golpeada
por la inconsciencia de quien no cae en la cuenta de que las muchas prácticas religiosas
nunca conseguirán sacar a la luz el problema de fondo. Este radica en pensar que Dios
no es de fiar porque devora la vida. He ahí la diferencia esencial entre la fe infantil que
marca sus distancias con Dios y rellena los espacios vacíos con sentimentalismos y
devocionismos, y la fe apoyada en la Roca, la de aquel que le dice a Dios: ¡Aquí estoy!,
dime lo que quieres de mí, pues sé que lo que me digas es siempre bueno para mí y para
todos los hombres.
Con este prolegómeno, abordamos el camino de fe, siempre precario, de Israel.
Cuando llega a la tierra prometida ya tiene una experiencia de Dios. Ha conocido en su
carne la esclavitud, así como también la liberación como don de Yavé. Asimismo tiene
la experiencia de que Dios le ha acompañado y sustentado en el desierto. Por último, ha
sido testigo de que la fuerza de Yavé ha puesto en sus manos la tierra prometida.
Todos estos acontecimientos jalonan las etapas de su camino de fe. Son signos
salvíficos con los que Dios va enseñando a su pueblo a fiarse de él. Es un camino que
habrá de llegar a su plenitud por medio del Mesías: ¡Él es el camino! Recordemos su
catequesis acerca de las vírgenes necias y prudentes. Todas tenían sus lámparas para
iluminar su templo, su espíritu/corazón; unos estaban a oscuras y otros iluminados, esta
es la diferencia. El Señor Jesús está hablando de la luz de la fe adulta, la de la fidelidad,
la de la palabra viva dentro del propio ser. Esta es la distinción que define al necio y al
sabio.
Volvemos a Israel y constatamos que Dios le catequiza por medio de acontecimientos
con el propósito de curar la querencia que tiene a la infidelidad. En el libro del
Deuteronomio Yavé pronuncia sobre su pueblo una serie de maldiciones. Esto no quiere
decir que Dios le asuste con castigos, sino que le pone en guardia para que no se separe
de Él que le dio la vida. Estos textos bíblicos nos vienen a decir que cuando un hombre
hace las cosas por su cuenta porque se ha separado de Dios, él mismo se está
autocastigando empujándose a una vida «sin sentido». Todo lo que hace, tarde o
temprano pasa factura a su estabilidad emocional, psicológica, etc. Es así como hemos
de entender el texto deuteronómico: «... Pero si desoyes la voz de Yavé tu Dios, y no
cuidas de practicar todos sus mandamientos y sus preceptos, que yo te prescribo hoy, te
sobrevendrán y te alcanzarán todas las maldiciones siguientes...» (Dt 28,15).

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Sabiduría purificadora
Seguimos el curso de este texto y polarizamos nuestro interés en estas palabras: «Yavé te
llevará a ti y al rey que hayas puesto sobre ti a una nación que ni tú ni tus padres
conocíais, y allí servirás a otros dioses, de madera y de piedra. Serás el asombro, el
proverbio y la irrisión de todos los pueblos a donde Yavé te conduzca» (Dt 28,36-37).
Dios profetiza a su pueblo la perspectiva del destierro. Llegará a ser esclavo de otros
dioses y será objeto de la irrisión y la burla de las naciones vecinas. Naciones que
conocen su historia, saben que fue un pueblo sometido a esclavitud y portentosamente
liberado por su Dios, el mismo que los condujo por el desierto y conquistó para ellos una
tierra inexpugnable. Tanto milagro y favor para que al final su Dios le haya abandonado,
se haya desentendido de él.
Antes de seguir adelante, hemos de puntualizar que Dios bendijo a Israel desde su
elección, la cual permanece para siempre. Dicho esto, retomamos esta profecía del
destierro que, como sabemos, se cumple. Es en Babilonia donde Israel hace una
experiencia terrible pero al mismo tiempo purificadora. Humillados y postrados hasta lo
indecible, los israelitas se cuestionan a sí mismos, se preguntan: ¿Qué hemos hecho?
¡Qué necios hemos sido, qué inconscientes! Yacemos en tierra extraña. Estamos sin
sacerdotes, sin profetas, sin lugar de culto. Todo esto nos ha sucedido por haber
despreciado lo que Dios nos decía por medio de sus profetas. Hemos vivido de espaldas
a sus palabras y ha sido nuestra necedad la que nos ha conducido al oprobio que estamos
viviendo.
Inmersos en un mar de desolación y abatimiento, los israelitas tienen la sabiduría para
no renegar de Dios. Es más, saben que Él les está corrigiendo, que no son víctimas de
ningún castigo ni de ninguna acción colérica por parte suya. Israel, pueblo santo, conoce
la sabiduría de la corrección.
Con esta sabiduría acepta su etapa de purificación, «con sus altibajos», pero la
acepta... y aprende a orar, Dios mismo le enseña. Recordemos que una buena parte de los
salmos fueron escritos durante el destierro. Entre las inspiraciones orantes que Dios
regaló a su pueblo, encontramos la súplica que surge impetuosa y doliente desde lo más
profundo de su ser. A veces son súplicas impregnadas con el matiz de la duda; no la
duda arrogante sino la que nace desde su pobreza. Por eso a veces se preguntan: ¿nos
habrá abandonado Dios? Sabemos que su alianza es inmutable, que siempre ha cumplido
sus promesas... ¡Pero llevamos tantos años así! Surge entonces el rugido lastimero: ¿nos
habrá abandonado Dios? Pensando con rectitud, ¿quién no ha dicho esto en su vida más
de una vez? ¿Me habrá abandonado Dios?, ¿me habrá dejado de su mano?, ¿se ha
alejado de mí?
Como muestra del abatimiento al que llegó Israel, nos asomamos al salmo 77 al que
podríamos titular «La oración del desterrado»: «Mi voz hacia Dios, yo clamo, mi voz
hacia Dios: él me escucha. En el día de mi angustia voy buscando al Señor, por la noche
tiendo mi mano sin descanso, mi alma rehúsa el consuelo. Me acuerdo de Dios y gimo,
medito, y mi espíritu desmaya» (Sal 77,1-4).
Continúa el salmista desgranando sus lamentos y quedamos sobrecogidos cuando

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parece que, rompiendo en sollozos, lanza hacia el cielo esta pregunta dramática: «¿Acaso
por los siglos nos desechará el Señor, no volverá a ser propicio? ¿Se ha agotado para
siempre su amor? ¿Se acabó la Palabra para todas las edades?» (Sal 77,8-9).
Si así fuese, si Israel no está ya más envuelto por la palabra que sale de la boca de
Dios, si Él no le habla ya, es entonces cuando llega a la conclusión de que está
definitivamente separado de Él. Nos encontramos ante la oración más desgarradora que
jamás haya salido de la boca de un hombre, el culmen de toda desgracia y dolor; nos
parece verle vagando por las calles de Babilonia musitando entrecortadamente: ¿Se
acabó la Palabra para todas las edades? ¿Ya no tendremos más profetas?, ¿no nos dará
Dios una Palabra que nos vuelva a levantar...? Sólo un pueblo lleno de la sabiduría de
Dios puede orar así.
Sabiendo ya que Israel es el pueblo en el que Dios depositó su sabiduría, nos abrimos
a la experiencia orante de uno de los profetas más representativos del destierro: Daniel.
Su oración, aun repleta de tintes trágicos como la del salmista que hemos citado, está
marcada por la esperanza cierta de que Dios volverá a actuar a favor de su pueblo.
Movido por esta certeza, el profeta, al mismo tiempo que suplica, hace profesión de una
confesión colectiva de todo el pueblo incluyéndose él mismo. Intercede ante Dios
sabiendo que Él le está escuchando.
En su diálogo/oración, el profeta no echa la culpa de la situación devastadora de Israel
ni a Nabucodonosor ni a sus ejércitos. Desde la verdad es capaz de proclamar: La culpa
es nuestra, hemos pecado y por ello hemos descendido hasta el abismo de este destierro:
«Sí, pecamos, obramos inicuamente alejándonos de ti; sí, mucho en todo pecamos, no
dimos oído a tus mandamientos, no los observamos... Sí, todo lo que sobre nosotros has
traído, todo lo que nos has hecho, con juicio fiel lo has hecho» (Dan 3,29-31).
Desde su brutal reconocimiento el profeta apela al Dios de las promesas y de la
misericordia. Asumiendo con todos los suyos su condición de pecadores, tiene fuerza y
sabiduría para suplicar: ¡no nos abandones para siempre! Sí, es cierto que se sienten
abandonados, pero saben que no es para siempre, por lo que grita hasta el desmayo de su
corazón: «¡Oh, no nos abandones para siempre –por amor de tu nombre–, no repudies tu
alianza, no nos retires tu misericordia, por Abrahán tu amado, por Isaac tu siervo, por
Israel tu santo!» (Dan 3,34-35).
Daniel, como todo profeta, es amigo de Dios y de los hombres; por ello, a esta altura
de su oración, parece como si le pasase una información a Dios a fin de que se conmueva
en lo que más se pueda estremecer: «Señor, que somos más pequeños que todas las
naciones, que hoy estamos humillados en toda la tierra, por causa de nuestros pecados;
ya no hay, en esta hora, príncipe, profeta ni caudillo, holocausto, sacrificio, oblación ni
incienso ni lugar donde ofrecerte las primicias» (Dan 3,37-39). Daniel, puente entre la
misericordia y la postración de su pueblo, como amigo de Dios tiene acceso a Él. Como
hijo de su pueblo, conoce hasta lo más profundo la postración de los suyos y sus
consecuencias. Por eso puede interceder.
Profundizamos en la situación devastadora del pueblo de Dios para poder comprender
mejor las palabras que Yavé dirige a una israelita, a María de Nazaret: ¡Alégrate,

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alégrate! Porque en ti vuelven a florecer todas las bendiciones con las que yo mismo
engrandecí a mi pueblo amado, alégrate porque de ti nacerá la alegría a todas las
naciones.

La memoria de Dios
Volvemos nuestros ojos a Israel, que nunca ha dejado de ser bendito y a quien hemos
dejado debatiéndose como un animal herido en la angustia del destierro. Dios empieza a
trabajar con su pueblo y le envía profetas que insuflen en su alma palabras de esperanza
preanunciando el alégrate que recibió la virgen María. Sí, hay un alégrate hacia Israel
que veremos pormenorizadamente. En la crudeza del destierro los profetas,
sobreponiéndose al desánimo y abatimiento, anuncian un alégrate hacia Israel, anuncian
su liberación de Babilonia como signo de la liberación, esta vez ya universal, alcanzada
por el Mesías. Es en este tiempo cuando Yavé pone en boca de sus profetas las más
claras y precisas profecías mesiánicas.
Escuchemos, por ejemplo, a Isaías, recojamos con asombro la respuesta que da a
Israel ante su sensación de que ya han sido abandonados y olvidados por Dios. Oigamos
primero el gemido del pueblo: «Yavé me ha abandonado, el Señor me ha olvidado» (Is
49,14). Esta era la percepción deprimente que flotaba en la mente de los israelitas:
Tantos años esclavos en Babilonia y, por si fuera poco, seducidos por sus ídolos, ¿qué
importamos a Dios?
Dios, siempre cercano a todo drama del hombre, le responde con un ejemplo que no
deja lugar a duda: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del
hijo de sus entrañas? Pues aunque esas llegasen a olvidar, yo no te olvido. Mírame, en
las palmas de mis manos te tengo tatuada» (Is 49,15-16).
Ningún poder puede arrebatar lo que Dios ha hecho pertenencia suya. Israel es como
un sello en la mano de Dios y como tal, es inviolable e indestructible. No termina ahí la
exhortación del profeta; insiste en la fidelidad de Dios a sus promesas con otro ejemplo
no menos sorprendente: «¿Se arrebata al valiente la presa, o se escapa el prisionero del
guerrero?». Una imagen muy a propósito de los pueblos belicosos de aquellos tiempos.
Si el conquistador ha hecho unos prisioneros, no hay quien se los arrebate porque los
tiene sometidos. El profeta está diciendo si es posible arrebatar a Israel del poder de
Babilonia, su dominador. Dejemos responder a Dios mismo: «Pues así dice Yavé: Sí, al
valiente se le quitará el prisionero, y la presa del guerrero se le escapará; con tus
litigantes yo litigaré, y a tus hijos yo salvaré» (Is 49,25).
Es una solemne proclamación que testifica que Dios sí ha escuchado las súplicas de
su pueblo. No se sitúa ante el dolor de los que se acogen a Él desde la distancia, sino
desde la cercanía de quien considera la aflicción de sus hijos como suya propia.
En esta misma dirección abordamos la oración de súplica de Nehemías. Este israelita
forma parte de un primer contingente del pueblo que pudo volver a su tierra. Llegan los
primeros israelitas y se quedan con el corazón encogido al contemplar con sus propios
ojos la destrucción de lo que había sido la nación santa, alma de su alma. Junto con
Esdras, inician la reconstrucción del Templo. Nehemías sabe que esta obra es agradable

14
a Yavé y, congregando a los venidos de la deportación, eleva una oración excelsa en la
que va desgranando la historia del pueblo santo. Historia de fidelidad por parte de Dios y
de infidelidad por parte de Israel.
A lo largo del memorial enumera las intervenciones prodigiosas de Dios para con
ellos: liberación de Egipto, paso del mar Rojo, etc. Las expresiones de gratitud se
desbordan al constatar que Dios no les abandona ni siquiera cuando, a pesar de tantas
manifestaciones a su favor, el pueblo, en su terquedad, levantó «su nuevo dios» en el
desierto –el becerro de oro–. Aun así Dios fue fiel a su amor y a sus promesas: «... ¡No
los desamparaste! Ni siquiera cuando se fabricaron un becerro de metal fundido y
exclamaron: ¡Este es tu dios que te sacó de Egipto! –grandes desprecios te hicieron–. Tú,
en tu inmensa ternura, no los abandonaste en el desierto... no retiraste el maná de su
boca, y para su sed les diste agua...» (Neh 9,18-20).
Impresionante la oración de este guía de Israel. Eleva desde lo más profundo de sí su
súplica a Yavé con el mismo convencimiento de todos aquellos que conocen su corazón:
Todos ellos saben que el amor de Dios por el hombre está siempre muy por encima de
sus pecados.
¿Cuál es la respuesta de Dios a tanta angustia y dolor que se ha adueñado del pueblo
santo? Como ya hemos visto, Dios envía a los profetas con la misión de levantar el
ánimo del pueblo. No hay duda de que ha escuchado sus oraciones. Sus enviados no
tienen la misión de meter el dedo en la llaga de sus pecados. Al contrario, son portadores
de buenas noticias, todas ellas con un denominador común: ¡Os alegraréis! Y en la
plenitud de los tiempos, como dice san Pablo, irrumpe en la vida y persona de María de
Nazaret, la llena de asombro, haciendo descender sobre ella las palabras que todos
esperaban ansiosamente: ¡Alégrate, María!
¡Alégrate! Alégrate porque las promesas proclamadas por los profetas están ya en
camino. ¡Alégrate! He ahí la respuesta de Dios a todas las lágrimas, dolores, súplicas,
dudas y también infidelidades de Israel. Anuncié a mi pueblo que le alegraría, cumplí mi
palabra haciéndole volver del destierro. Hoy llevo mi palabra de consolación a su
plenitud: ¡Alégrate, María!
Así es como nuestros ojos tienen que ver a esta mujer: como el vértice de las
promesas que Dios, por medio de Israel, ha hecho a toda la humanidad. Su alégrate es
también el nuestro, el de todos. Desde ella se nos dice a todos: ¡Alegraos! ¡Vengo donde
vosotros para salvar!
Recorramos algunos textos proféticos, pues es importante saborear las promesas y
exhortaciones con que los israelitas son invitados a la esperanza. Esperanza por el hecho
de que Dios, que es salvador, promete que visitará y se hará presente a su pueblo.
Escuchemos: «El pueblo que andaba a oscuras vio una luz grande. Una gran luz brilló
sobre los que vivían en tierra de sombras. Acrecentaste el regocijo, hiciste grande la
alegría. Alegría por tu presencia, cual la alegría en la siega» (Is 9,1-2).
Acrecentaste el regocijo e hiciste grande la alegría. En medio del destierro parece
como si el profeta viajara en el tiempo anunciando la liberación y el gozo en tiempo
presente. El profeta sabe que no anuncia una posibilidad. Sabe que la palabra que Dios

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ha puesto en su boca, precisamente porque es de Dios, se cumplirá. Digamos que su fe le
traslada desde la literalidad de la palabra hasta la trascendencia infinita de su
cumplimiento.
Este hombre de Dios no deja su anuncio gozoso en el aire como si fuese una nube que
se difumina con el tiempo. Da razón de su certeza proclamando a continuación: «Porque
una criatura nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Estará el señorío sobre su hombro, y
será llamado Maravilla de Consejero, Dios Fuerte...» (Is 9,5). El profeta tiene motivos
muy serios para invitar a su pueblo al gozo y a la esperanza.
Seguimos con Isaías y recogemos una nueva invitación a la exultación del corazón:
«Alegraos, Jerusalén, y regocijaos por ella todos los que la amáis, llenaos de alegría por
ella todos los que por ella hacíais duelo...» (Is 66,10).
Son palabras que aligeran el corazón pesado y hundido de los desterrados, la buena
noticia empapa sus almas exhaustas. Alegraos, porque Dios se inclina nuevamente sobre
vosotros. Os hará pasar de la penuria a la abundancia, del luto a la fiesta, de su aparente
olvido a la más tierna de las cercanías.

Aquí estoy, ¡alegraos!


El alégrate del ángel a María, plenitud y culmen de todos los anuncios gozosos de los
profetas, es como un pórtico que da paso a una cadena interminable de invitaciones a la
alegría que los discípulos del Señor Jesús han recibido a lo largo de dos mil años.
¡Alegraos, porque el Evangelio de la gracia llega hasta vosotros! Cuando una persona
experimenta que el Evangelio va entrando en ella y, aun en su debilidad, lo va haciendo
suyo por la fe, conoce el alégrate de Dios. Alégrate porque el Señor Jesús, vencedor de
todo el mal que hay en ti, viene a tu encuentro no como juez, sino como Cordero y
Pastor, con poder para darte la vida. Alégrate porque su Evangelio es su fuerza y su
gracia, alégrate.
En María, el anuncio gozoso de la venida del Salvador alcanza a toda la humanidad.
En ella se cumple lo anunciado por los profetas de forma que «al verlo se os regocijará el
corazón, y vuestros huesos como el césped florecerán» (Is 66,14).
María, hija de Israel, recoge en su ser todos los gritos, angustias y oprobio de su
pueblo, así como todas sus expectativas, deseos y anhelos. Dado que Israel tiene una
vocación y misión en orden a las naciones, vemos a María no sólo como hija de Israel,
sino como el corazón donde se conjugan todos los dramas y esperanzas de la humanidad.
El alégrate que penetró en sus oídos es como un resonar de trompetas que proclama la
bendición de Dios sobre todos los hombres. Él envía a su Hijo, su Palabra de salvación,
para habitar en medio de nosotros, tal y como lo anunciaron los profetas: «Os alegraréis
porque estaré en medio de vosotros y os diré: “Aquí estoy”» (Is 65,1).
Podemos pensar que probablemente también María participaría, al menos a veces, de
esa amnesia o, mejor dicho, duda, del pueblo de Israel que le hacía preguntarse: ¿Se
cumplirán las palabras de nuestros profetas? Ante estas y tantas dudas, el problema no es
la duda en sí, sino llegar a entrar en una situación de escepticismo caracterizada por el no
esperar nada.

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En el texto de la Anunciación, Lucas nos refiere que el ángel «entrando, le dijo:
“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”». Decir que el ángel entra es afirmar
que María vive en actitud de espera. Lucas utiliza el mismo lenguaje que Juan en el libro
del Apocalipsis, en el que nos refiere que Jesucristo entra en la vida de un hombre quien,
a su vez, le abre la puerta ante su llamada (cf Ap 3,20).
Nadie está exento de las dudas a lo largo de su camino de fe, de su búsqueda y
encuentro con Dios. La Virgen María no es una excepción. La grandeza del que duda
consiste en saber esperar, saber reconocer quién está entrando en su vida. María, que
situó su espera por encima de la duda, tenía las puertas de su corazón lo suficientemente
abiertas como para que la Palabra entrase diáfana en todo su ser.
Al igual que María, todos los discípulos del Señor Jesús, a lo largo de la historia,
atraviesan por su noche oscura. Son golpeados por dudas terribles que ponen incluso en
cuestión su estabilidad psicológica. Así es hasta que llega el momento en que escuchan
una Palabra inconfundible: ¡Alégrate! Es inconfundible porque lo que Dios habla a sus
amigos tiene un sello de originalidad tan reconocible como imposible de describir;
pertenece a la esfera de lo trascendente de forma que no se puede encuadrar en ninguna
categoría sensorial. El que la escucha, la entiende perfectamente y, al mismo tiempo,
nunca la podrá describir con exactitud. Recordemos la experiencia de Pablo: «... Sé de
un hombre en Cristo, el cual hace catorce años, si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo
sé..., fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede
pronunciar» (2Cor 12,2-4).
Es muy oportuno establecer el paso existente entre el alégrate que recibió María y su
exultación gozosa proclamando con júbilo su acción de gracias: el Magníficat. Lo que
está proclamando con júbilo ante su prima Isabel es que sí, que es cierto que Dios no se
ha olvidado de Israel, que no le ha abandonado. Es un majestuoso himno al Dios de sus
padres. Es testigo privilegiado de que todas las promesas y maravillas –a primera vista
inverosímiles– que los profetas habían anunciado, se han hecho verdad en ella. De ahí
que, fuera de sí, en su gozo, proclama con fuerte voz que Dios, en su amor y su lealtad,
«acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia, como lo había prometido a
nuestros padres, en favor de Abrahán y de su linaje por los siglos» (Lc 1,54-55).
María es consciente de que en ella se cumple en plenitud la vocación de Israel, que
consistió en ser luz de las naciones (cf Sab 18,4). Sabe que ha sido llamada por Dios
para engendrar la Luz del mundo.
Todas las obras de liberación que, con lágrimas, suplicaron los profetas y todos los
hombres y mujeres santos de Israel, se cristalizan en ella y desde ella en toda la
humanidad. Es consciente de que en su ser, Dios ha escuchado a su pueblo, a Isaías, a
Nehemías, a Esther, a Jeremías, a Rut... En ellos, Dios llevaba hasta sus entrañas el
drama de la impotencia del hombre para alcanzar la vida, la verdad y la felicidad. Para
poder responder a tanta súplica, sus entrañas se hicieron carne en esta mujer. Dios,
viendo a lo lejos la plenitud de su creación en el ser humano, se acercó a ella y le dijo:
¡Alégrate! Todos somos María, todos somos destinatarios del «alégrate» con el que Dios
la saludó.

17
2
Dios se acerca

«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo».


(Lc 1,28)

E
ntrando de lleno en el saludo del ángel Gabriel, hemos podido abordar a fondo en el
primer capítulo el significado de las palabras del mensajero: ¡Alégrate, María! A
continuación vamos a dejarnos sorprender por la segunda parte del saludo: «Llena de
gracia, el Señor está contigo».
A la luz de este anuncio, lo que a primera vista apreciamos es que María nos es
presentada como la persona que está totalmente disponible para acoger la fe adulta.
Aquella a la que se refiere Jesús cuando dijo a los que ya habían creído en Él: «Si os
mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y
la verdad os hará libres» (Jn 8,31-32).
Esta dimensión de la fe es la que ofrece signos de credibilidad al mundo. De la misma
forma que los no creyentes son capaces de reconocer la fe insulsa e infantil, también lo
son para reconocer la fe adulta, aquella que se alimenta de convicciones y decisiones
profundas y que marcan positivamente la vida de una persona.
Como decía, esta fe adulta ofrece signos fortísimos de credibilidad tan visibles y
palpables que provocan interrogantes en todos los hombres. Es tan creíble, que puede ser
rechazada e incluso violentamente perseguida pero no ridiculizada, pues la coherencia
entre lo que se profesa y lo que se vive se hace visible y constatable.
Por el contrario, la fe insulsa e infantil, aquella en la que nada de lo que se considera
importante en la vida está en juego, se presenta como una adhesión a Dios caprichosa.
Decimos caprichosa porque estas personas marcan sus propios límites con respecto al
Evangelio... si es que lo conocen. Es una fe superficial en la que Dios es quien tiene que
encajar con ellas. Acerca de estos hombres, Dios dice: «Ellos mismos eligieron sus
propios caminos» (Is 66,3b).
María, la de la fe firme y consecuente, recibe un saludo: Tú eres la llena de gracia, el
Señor está contigo. Podríamos poner el saludo a la inversa: Dios está contigo, y por eso
eres llena de gracia.
La fe adulta es llamada así porque, como los adultos, tiene un cuerpo formado,
desarrollado y sostenido por una columna vertebral que es la palabra de Dios. Implica,
como dice Jesús, el odio del mundo: «Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado
antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois
del mundo... por eso os odia el mundo» (Jn 15,18-19).
Recordemos la visión que tuvo el apóstol Juan de aquella multitud de hombres y

18
mujeres que cantaban un himno victorioso delante de Dios porque, gracias a su Hijo
Jesucristo, habían vencido al mal del mundo con sus persecuciones y desprecios (cf Ap
7,9-14).
Los hombres cuya fe es inmadura y superficial, rehúyen y se abaten ante cualquier
menosprecio de su vida a causa de sus creencias. Son como aquellos de los cuales dice
Jesús que edificaron su casa sobre la arena. Los golpes de los vientos y las tempestades
la hicieron caer (cf Mt 7,26-27).
El cristiano se apoya en Dios no por cobardía o impotencia sino por sabiduría. Esta le
hace tomar conciencia de que Él es el único que puede colmar el hambre y la sed de
infinitud que reclama su espíritu. Al apoyarse en Dios por medio del Evangelio de su
Hijo, Él, que por encima de todo es Padre, le tiende sus manos que son soporte, refugio,
fortaleza, baluarte, ante quien las fuerzas del mal revelan su impotencia.
María, como fiel israelita, sabe perfectamente que va a ser probada por el sufrimiento.
Además y para confirmar lo que ya intuye y sabe, este le es profetizado por el anciano
Simeón cuando Jesús fue llevado por sus padres al Templo para ser presentado: «Simeón
los bendijo y dijo a María, su madre: Este está puesto para caída y elevación de muchos
en Israel, y para ser señal de contradicción, ¡y a ti misma una espada te atravesará el
alma!» (Lc 2,34-35).
El Espíritu Santo infundió su sabiduría en Simeón para que este profetizase la
tribulación de María y, al mismo tiempo, la de toda la Iglesia, la de todos aquellos que
vivan su fe a lo largo de la historia a la medida del Evangelio al que se han abrazado. La
espada de la persecución se presenta como el signo de garantía de que esta multitud de
hombres y mujeres han amado, aman y amarán verdaderamente a Dios «con todo su
corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas» (Dt 6,5).
Vamos a ver algunos rasgos de la espada que atravesó implacablemente el alma de
María de Nazaret. No es muy diferente de la espada que golpea a cualquier persona que
busca ser discípulo del Señor Jesús. Digo que no es muy diferente porque, como acabo
de afirmar, ella es signo de la identidad cristiana.
Reconocemos algunos golpes de la espada que hirió el alma de María, fijando
nuestros ojos en el Evangelio y sopesando algunos de los juicios que los judíos vertieron
sobre Jesús: loco, endemoniado –si expulsaba los demonios era por el poder de Satanás–,
pecador, samaritano, ignorante, etc. Por último, en el juicio del Sanedrín, fue acusado y
condenado a muerte por blasfemo (cf Mc 14,63-64). Si todas estas ignominias hicieron
mella en el corazón de sus discípulos, qué sangría tuvo que provocar en el corazón de su
madre.
Sin embargo, este sufrimiento que atravesó el alma de María trasciende por completo
su sentimiento maternal que la llevaría a gritar desesperadamente: ¡pobre hijo mío! Hay
muchas madres que han sufrido las muertes terribles e injustas no de uno, sino de varios
de sus hijos. La historia está llena de madres que han sufrido hasta la locura a causa de
asesinatos, violaciones, torturas, que han caído sobre los frutos de sus entrañas.

Grandeza de alma

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Tenemos que ir al centro de lo que supuso la espada que hirió profundamente el alma de
María hasta dejarla, como dicen tantos salmos, agotada, exhausta, desmoronada. Más
allá de su sufrimiento como madre que, ciertamente, fue terrible, hemos de decir que esta
arma satánica desgarró todo su ser e intentó acabar con todo atisbo de fe y confianza en
Yavé, que había depositado en ella su Palabra.
Desmoronamiento por parte del Príncipe del mal, y altura inusitada la de esta mujer
que vivenció su fe y su amor envolviendo en las aberturas de sus heridas su relación con
Dios. Esta actitud evidenció su grandeza de alma ante toda una serie de acontecimientos
que no encajaban en absoluto con lo que podríamos llamar una relación normal y sin
complicaciones con Dios, que es lo propio de la fe infantil. María supo estar en su sitio.
Podríamos intuir lo que pasaría por su alma cuando era testigo del rechazo del pueblo
hacia Jesús. No nos equivocamos mucho si nos imaginamos algunos pensamientos que
perturbarían su mente y su corazón como: Si dicen que está loco, ¿no estaré loca yo
también? Le llaman endemoniado, ¿no lo seré también yo? Si ha blasfemado... ¿A quién
he dado yo a luz? Por increíble que parezca, en esta tempestad violenta y en extremo
cruel que cayó sobre ella como nunca podrá caer sobre nadie, porque además de creyente
fue madre, se fraguó la incomparable grandeza y firmeza de su fe.
Con esta grandeza de alma, María acepta un camino de anonimato, participa de la
exclusión y desprecio del Hijo de Dios. La mirada de un cristiano hacia María tiene que
llevar esta dirección, pues esto es lo que marca la auténtica devoción mariana. Por
mucho que uno la rece, la aclame, la cante y la vitoree, si no participa en su dimensión
de fe, no está siguiendo sus pasos, que no fueron otros que los de Jesucristo.
Volvemos al drama interno de María de Nazaret en su camino de fe: ¿Estaré loca yo
también? Si Jesús va contra la Ley, ¿no estaré yendo también yo? María conoce las
angustias de la duda. Angustias que le empujan hacia una situación en la que si uno no se
sostiene en Dios no hay nada que hacer.
¿Qué acontece cuando un cristiano entra en esta experiencia? Acontece que se
enfrenta a un combate, el de la fe como diría san Pablo (cf 2Tim 4,7), en el que el terreno
conocido y limitado de las tinieblas, de las que eres dueño y señor porque has aprendido
a palparlas pero no a vencerlas, da paso al horizonte ilimitado de la luz –no conocido ni
dominado– en el que no eres dueño y señor sino discípulo.
Es un camino hacia la luz en el que, paradójicamente, las tinieblas parece que se
hacen más espesas. Sin embargo, una Palabra habita en el corazón del creyente. Resuena
con tanta fuerza que se convierte en oración: «Aunque camine por valle de tinieblas, no
temo porque tú, mi Dios, estás conmigo» (Si 23,4).
¿Cuál fue la fe de los apóstoles hasta el Calvario? Bastante interesada y caprichosa;
no hay que asustarse por ello. También ellos pasaron por esa fase de su vida en su
camino de fe: mucho prometer a Jesús, mucho decirle te seguiremos, hemos dejado todo,
pero en el fondo, ¿qué buscaban realmente estos buenos hombres?, ¿a Dios? Creemos
que, al menos en parte, se buscaban a sí mismos. Todos querían ser alguien, lo que
provocaba sus continuas peleas para ver quién era el mayor, el más importante (Lc
22,24-27). Estas primeras actitudes de los apóstoles iluminan nuestro corazón y nos

20
previenen acerca de lo que podríamos llamar falsos y equívocos seguimientos de Jesús.
Por el contrario, María escogió siempre la sombra. Seguía de lejos los pasos de su
Hijo, pero sufriendo en su cuerpo y en su alma los desprecios y rechazos que caían sobre
Él; cargaba con ellos como madre y también como creyente. Podemos decir, recogiendo
una imagen bíblica, que plantó su tienda a la sombra del Hijo de Dios, sin intentar
manipularle para no interferir en su misión. María fue la única en actuar así, ya que todos
intentaron llevar a Jesús al campo de sus intereses: el pueblo entero, los apóstoles y hasta
sus mismos familiares. Sólo María, la llena de gracia, renunció, desestimándola, a toda
gloria humana. Y aun en el mayor de los anonimatos, sus pasos siguieron tanto las
huellas del hijo que la encaminaron hasta el pie de la cruz. Por eso es llena de gracia, tan
llena que no hubo cabida en ella para ningún espacio de ambición espuria. Por eso es y
está llena de gracia.
La Escritura abunda en ejemplos de hombres y mujeres de Dios cuyo denominador
común es que conocieron y vivieron las angustias del alma. Sus vidas son de por sí
profecías de las angustias que colmaron el cáliz de los sufrimientos del alma de María de
Nazaret. Entre estas figuras proféticas de Israel, podemos fijarnos en el autor del salmo
6, cuya alma nos deja estos ecos: «Tenme piedad, Yavé, que estoy sin fuerzas, sáname,
Yavé, que mis huesos están desmoronados, desmoronada está totalmente mi alma, y tú,
¿hasta cuándo? Vuélvete, Dios mío, recobra mi alma...».
Este fiel israelita siente que bajo sus pies no le queda más que el abismo. Apela a
Dios porque ya no puede más. De su espíritu surge esta oración bellísima, riquísima en
matices catequéticos no sólo por sus palabras sino porque son como una fotografía que
revela el combate real de todo aquel que busca a Dios. Todo buscador entra en estas
situaciones dramáticas pero necesarias, porque el Dios que conoce en estos abismos se
convierte en algo más que en una idea o una entidad en la que creer. Dios se presenta en
medio de su abismo como Persona y como Presencia. Es entonces cuando acontece la
verdadera y firme experiencia de la divinidad. El hombre hundido ha sido capaz de ver,
tocar y palpar a Dios que estaba con él en sus angustias.
Sabemos que los Salmos se cumplen en Jesucristo y en la Iglesia, es decir, en todos
sus discípulos. Cogiendo la palabra discípulo en sentido amplio, podemos decir que en
María de Nazaret se cumplen de una forma eminente. En este sentido, la fe firme de
María nos sirve de espejo para nuestro caminar.
Yo creo con toda sinceridad que la fe que irradia la figura de María de Nazaret tiene
mucho que decir al mundo de hoy. Este se ha hecho adulto en lo que se refiere al
desarrollo científico, tecnológico. etc., y, a la vez, mucho más sensible a esta calidad de
la fe. Digo esto porque todos los desarrollos humanos, que son buenos en sí, han
destapado con más crueldad que en cualquier otro tiempo de la historia las carencias del
espíritu del hombre, cuya hambre y sed de apoyarse en algo que permanezca para
siempre son ya un grito estremecedor que acompaña, como compañero indeseado, la
vorágine de nuestro vivir.

Solidaridad fecunda

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Volvemos a lo que es por excelencia la oración de Israel y de la Iglesia, que son los
Salmos y que, por supuesto, fueron el eje fundamental de la oración de Jesús al Padre; y
nos hacemos eco de esta súplica: «Acuérdate, Señor, del ultraje de tus siervos: cómo
recibo en mi seno todos los dardos de los pueblos» (Sal 89,51).
La referencia a Jesucristo es meridiana: Los dardos de los pueblos, todo el mal del
mundo en forma de saetas, son arrojadas contra el Mesías. Su corazón fue atravesado por
una lanza. Atravesado fue el Hijo, atravesada fue la Madre; pues los dardos de los
pueblos, del Príncipe del mal, también cayeron sobre ella tal y como lo había profetizado
el anciano Simeón (cf Lc 2,35).
Siguiendo los pasos del Señor Jesús, la Iglesia, como si fuese una esponja, tiene la
misión de absorber en su seno el mal del mundo. Ha sido llamada y elegida no para
condenarlo sino para purificarlo. En este sentido Pablo nos dice que su fe le lleva a
participar de los sufrimientos de Jesucristo a fin de hacerse semejante a Él (Flp 3,10).
Al igual que María de Nazaret, Pablo, así como todos los discípulos del Señor Jesús,
viven su misión, su servicio al mundo, con su alma atravesada por la espada del mal.
Estas actitudes solamente pueden asumirse por el hecho de que Jesucristo vive en ellos
(Gál 2,20).
Si bien es cierto que sólo Jesucristo es mediador entre Dios y los hombres (cf 1Tim
2,5), nos es muy provechoso a los que intentamos seguir sus huellas fijar nuestra mirada
en aquella mujer –María– a quien le fue anunciado y profetizado uno de los signos
identificadores de la Iglesia, uno de los sellos que gritan la pertenencia a Jesucristo por el
discipulado: llevar la cruz del mal del mundo en su seno y transformar, por la gracia de
la Presencia recibida, el mal en bien. Al igual que la Madre elegida, sus hijos, en los
cuales también «la Palabra hace, actúa», dan a luz al Salvador del mundo.
Hemos hecho referencia a Pablo también como figura del discipulado, porque él más
que ningún otro nos da testimonio de lo que es la fuerza de Dios, el combate de la fe y la
pasión por el Evangelio. En este sentido, Pablo, aun en las condiciones más adversas,
irradió la luz que se encarnó en él a partir de su encuentro con Jesucristo.
Una vez que hemos profundizado en el alma atravesada de María y, por extensión, de
toda la Iglesia, nos centramos ahora en el alma brutalmente herida y golpeada de
Jesucristo a lo largo de toda su misión. Oímos al propio Jesús expresarse así: «Ahora mi
alma está turbada. Y, ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado
a esta hora para esto! Padre, glorifica tu Nombre» (Jn 12,27).
Nos parece que es fácil comprender a fondo los sentimientos del Hijo de Dios en este
diálogo con su Padre. Tiene el alma atravesada por el odio del Príncipe del mal que ha
tomado cuerpo en unos hombres concretos. Por supuesto que su naturaleza humana se
retrae ante el mal que le zarandea sin descanso ni medida; sin embargo, grita al Padre:
¡Glorifica tu Nombre! Lo que equivale a decir: ¡Que tu salvación alcance a toda la
Humanidad! He ahí el clamor de Jesús. Está intercediendo como único mediador ante el
Padre poniendo antes una premisa: ¡Aquí estoy!
Ante la tentación de mirar y volver atrás que aparece en toda su violencia con el
¡líbrame de esta hora!, se levanta impetuosamente y con una fuerza imparable el amor

22
del Hijo de Dios por la humanidad que le lleva a exclamar: ¡No, Padre, no he venido al
mundo para que ahora me libres de la Cruz como me grita la debilidad de mi naturaleza
humana! Ya que tengo tu Sabiduría para trascender el mal que se abate sobre mí, te digo:
¡Aquí estoy, glorifica, pues, tu Nombre y salva al mundo!
Jesús culmina su combate de la fe y se afianza en su decisión de salvar el mundo en
su inigualable experiencia orante en el Huerto de los Olivos. Llama a tres de sus
discípulos –Pedro, Juan y Santiago– para que le acompañen en su oración. Les dice: «Mi
alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo» (Mt 26,38).
Los tres amigos y discípulos se quedaron dormidos, le dejaron solo en su último
combate. Jesús quedó a merced de la soledad con todas sus angustias. Esta actitud
cobarde y egoísta de los discípulos les puso en la verdad. Sin duda admiraban y amaban
a Jesús; de hecho, poco antes, durante la cena, le habían prometido y jurado fidelidad. En
realidad, más allá de su buena voluntad y preciosas palabras, el hecho es que no se
conocían a sí mismos. En el Huerto de los Olivos conocieron su propia debilidad, su
impotencia para mantener la fidelidad a su Maestro y Señor.
La grandeza del Evangelio consiste también en esto: nos pone en la verdad, nos
ilumina acerca de quiénes somos según la verdad. Saca a la luz las cavernas más oscuras
de nuestro corazón, y es a partir de entonces cuando empieza nuestra reconstrucción;
obra maestra de Dios que nos va elevando hasta llegar al punto en que podemos mirarle
cara a cara, igual que el Hijo, y decirle: ahora sí, ¡aquí estoy!
Estamos hablando de la fuerza de la fe, la que mantuvo en pie a Jesucristo para
cumplir su misión. Estamos refiriéndonos a la fe que fue anunciada y prometida a María
cuando llegaron hasta su corazón las palabras del ángel: «Eres llena de gracia, el Señor
está contigo».
Nos hemos detenido ampliamente en el significado de «llena de gracia». Pasamos
ahora a sondear, al menos en parte, la profundidad de las palabras que preceden a este
título: «El Señor está contigo». Por supuesto que llena de gracia y el Señor está contigo
son dos realidades inseparables.
Empezamos por afirmar que «el Señor Dios está contigo» forma parte esencial de la
historia de Israel desde su elección. Es todo un proceso salvífico cuya luz se difunde
progresivamente a través de los patriarcas, jueces, profetas, etc., y que se abre hacia el
infinito desde el día en que Dios lo declaró solemnemente a María de Nazaret.
Como acabo de expresar, la historia de la elección de Israel está toda ella jalonada de
manifestaciones e intervenciones de Dios, acompañadas en general de su promesa más
solemne: «No temas, yo estoy contigo». Recordemos su promesa ante la reticencia que
expresó Moisés cuando le confió la misión de liberar a Israel de la esclavitud de Egipto.
Sabemos que quedó abrumado considerando la distancia insalvable entre su impotencia
y la misión confiada. Dios se limita a decirle: «Yo estaré contigo» (Éx 3,12).
Yo estaré contigo, dice Dios a Moisés; y, desde ese momento se abre una cuña de
salvación que se despliega hacia el infinito y que culmina en la Encarnación. Yo estaré
contigo, dice Dios a este israelita, para liberar a una multitud de esclavos que ni siquiera
son pueblo. Esta forma de actuar fijándose en lo que no tiene valor es la carta de

23
presentación de Dios.

Dios, fiel a su Palabra


Guardar con fe y amor esta forma de actuar de Dios en lo que respecta a salvar, nos
estimula enormemente y nos lleva a amar nuestra debilidad. No importa cómo haya sido
o sea hoy nuestra vida; lo importante es querer abrirnos a Dios. Es así como Él continúa
salvando al mundo.
Sin duda que cuando Dios eligió a Israel, había otros pueblos mucho más cultos y
desarrollados económicamente a lo largo y ancho de la tierra; sin embargo, se fijó en
Israel porque era su obra y no la de los hombres la que estaba poniendo en marcha. En
esta forma de elegir, incomprensible para nuestro concepto de eficacia, Dios añade su
garantía: Yo estoy contigo, no temas, que es mi obra y no la tuya. A la sombra de esta
garantía, Moisés lidera la salida del pueblo elegido de Egipto, cruza el desierto y lo lleva
hasta la tierra prometida.
A lo largo de esta liberación, se hace presente el contrasentido entre los pensamientos
y caminos de Dios y los de los hombres (cf Is 55,8-9). La debilidad de un pueblo errante
por el desierto sin ninguna preparación para la guerra, ha de hacer frente a la fortaleza y
destreza de siete naciones que pueblan la tierra prometida por Dios. La debilidad se
impone a la fortaleza, e Israel conquista y ocupa el territorio de estas siete naciones.
Esta fe en Dios que actúa así, no nos exime de experimentar a flor de piel nuestras
impotencias, miedos e incredulidades. No somos máquinas diseñadas para ejecutar una
serie de funciones en la medida en que se nos maneja acertadamente. Somos seres
humanos sujetos a los miedos propios de los hombres libres. Los fanáticos, dando
muerte a todos los espacios de su libertad, disfrazan el miedo con el traje de la locura.
He hecho esta puntualización porque, a pesar de que todo el pueblo fue testigo de las
maravillas que Dios hizo en ellos por medio de Moisés, esto no es suficiente para su
sucesor Josué. Si Moisés oyó en sus oídos la garantía de Dios, también es necesario que
Josué la oiga para poder asumir su misión. Por eso, Yavé sale a su encuentro y le dice:
«Hoy mismo voy a empezar a engrandecerte a los ojos de todo Israel, para que sepan
que, lo mismo que estuve con Moisés, estoy contigo» (Jos 3,7).
De la mano de Josué, los antes esclavos llegan a ser señores de su tierra. Se van
fortaleciendo y creciendo hasta convertirse en una grande y poderosa nación. En la
prosperidad, Israel va poco a poco desertando de sus raíces, echando a las espaldas del
olvido la historia que Dios ha hecho y está haciendo con él. Dios permite entonces que
camine hacia el destierro en Babilonia. No es un castigo de Dios sino una corrección que
tiene función medicinal; se trata de evitar que Israel arranque de su corazón la elección
que Dios ha grabado en él.
Dios, a quien no se le escapa ningún sufrimiento del corazón humano, envía a su
pueblo querido profetas que tienen la misión de recordarles que Él no se vuelve atrás en
sus promesas. Estos profetas nos revelan magistralmente algo del infinito amor con que
están tejidas las entrañas de Dios. Veamos, por ejemplo, estas palabras inspiradísimas
del profeta Isaías, auténtica medicina para curar el alma de su pueblo: «Y tú, Israel,

24
siervo mío, Jacob, a quien elegí, simiente de mi amigo Abrahán; que te así desde los
cabos de la tierra, y desde lo más remoto te llamé y te dije: Siervo mío eres tú, te he
escogido y no te he rechazado» (41,8-9).
¡Cómo resonarían estas palabras en este pueblo sometido a todo tipo de vacilaciones,
sobrecargado de escepticismo y huérfano de toda esperanza! Sin duda que sus espaldas
encorvadas se enderezaron, y sus oídos bloqueados se abrieron gozosos ante Dios, que
nuevamente se les hacía presente diciéndoles que seguían siendo su pueblo santo y que
seguía estando con ellos. Oigamos el final del testimonio del profeta: «No temas, que
contigo estoy yo; no receles, que yo soy tu Dios. Yo te he robustecido y te he ayudado, y
te tengo asido con mi diestra justiciera» (Is 41,8-10).
A la luz de la elección e historia de Israel, entendemos mejor por qué María de
Nazaret es imagen y plenitud de la fe. En ella se hace transparente que lo que define la
experiencia de la fe de un hombre es que Dios está con él, y hace que en su ser brille la
luz de su Presencia.
Ahí donde hay una persona cuya relación con Dios lleva el sello del «Yo estoy
contigo», se hace visible que Dios está con y en el mundo salvándolo. Este «Yo estoy
contigo» lleva a esta persona a tomar una decisión: yo estoy con mis hermanos, con los
que no le conocen, con los que sufren, con los pobres, manchándome con sus heridas. En
cada discípulo Dios está con todos los hermanos del mundo.
No temas, María, el Señor está contigo. Esto fue lo que oyó María, y todo su ser se
puso en movimiento hacia Dios. El anuncio la hizo recogerse sobre sí misma preparando
el encuentro con el Hijo de Dios y, al mismo tiempo, desplegó todo su ser para abrazar la
orfandad del hombre, de la mujer, escasos de vida, necesitados de un Dios encarnado
que catapulte hasta el infinito las potencialidades de su alma.
No temas, Yo estoy contigo. Son palabras que también necesita oír cada ser humano
de parte de Dios cuando le llama al discipulado. Son palabras con las cuales Dios envía
al mundo a los hijos de la luz. Estos necesitan apoyarse en ellas cuando se encuentran en
tantos callejones sin salida que se presentan en sus historias. La grandeza de un discípulo
consiste en que es tan débil que no puede prescindir de estas palabras, por lo que Dios
tiene que escribirlas como un memorial imborrable en sus entrañas: necesita llevar
tatuado en su espíritu al mismo Dios.
Cada discípulo, al igual que la llena de gracia, da a luz a Jesucristo por medio de su
anuncio del Evangelio; difunde por toda la creación el buen olor del Señor Jesús, tal y
como lo afirma el apóstol Pablo: «¡Gracias sean dadas a Dios, que nos lleva siempre en
su triunfo, en Jesucristo, y por nuestro medio difunde en todas partes el olor de su
conocimiento! Pues nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo» (2Cor 2,14-15).

25
3
Delante de Dios

«Ella se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo. El ángel le dijo: “No temas,
María, porque has hallado gracia delante de Dios”».
(Lc 1,29-30)

M
aría se turbó ante el anuncio del ángel. Turbarse es un estado de ánimo en el que se
hacen presentes el desconcierto y también el temor. Hasta tal punto es así que el ángel
reconforta a María diciéndole: no temas. Necesita esta palabra de aliento porque toda
manifestación de Dios a alguien descoloca lo que hasta entonces ha sido su espacio de
relación con Él; de ahí su turbación y desconcierto.
María experimenta el mismo temor que, como sabemos por la Escritura, han
experimentado siempre todas aquellas personas a las que Dios, de una forma o de otra,
ha visitado para confiarles una misión. Incluso algunos sintieron tan a flor de piel el
temor, que pensaron que iban a morir, como le ocurrió al profeta Isaías. Vio la gloria de
Dios en el templo, y su turbación y desconcierto fueron tan aterradores que sólo acertó a
exclamar: «¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros, y entre
un pueblo de labios impuros habito: que al rey Yavé Sebaot han visto mis ojos!» (Is 6,5).
Ante el desmayo de su alma, Dios se apresuró a ir en su auxilio haciendo llegar a sus
oídos sus palabras de vida: «Entonces voló hacia mí uno de los serafines con una brasa
en la mano, que con las tenazas había tomado de sobre el altar, y tocó mi boca y dijo:
“He aquí que esto ha tocado tus labios: se ha retirado tu culpa, tu pecado está expiado”»
(Is 6,6-7).
Volviendo a María, queremos subrayar que el motivo de su turbación y su temor no es
tanto a causa del ángel que le habla cuanto del mensaje que le transmite en nombre de
Dios. De hecho, el texto de Lucas explicita claramente que se conturbó por las palabras
que Dios le había dirigido por medio del ángel. Su temblor radica en que Dios, por
medio de su Palabra, se ha puesto en contacto con ella, sabe que está ante toda una
teofanía. María, que encarna la sabiduría con la que Dios revistió a su pueblo, distingue
entre mensaje y mensajero, por lo que abre sus ojos, sus oídos y todo su ser al misterio
de Dios que se rasga ante ella.
Siguiendo la escena entre el mensajero y la interlocutora, vemos que María se puso a
discurrir acerca del significado del saludo que había recibido. Es muy importante este
dato, ya que el significado del verbo discurrir, en la espiritualidad bíblica, se acerca
mucho a nuestro verbo dialogar. Es decir, que, más que un discurrir mental, María se
sitúa en comunión con la palabra que acaba de recibir; está, lo que podríamos llamar, en
actitud de discernimiento. Discurre, dialoga, medita la Palabra que Dios le ha hecho

26
llegar. Es todo un proceso que, trascendiendo toda especulación, la lleva a hacer suya,
carne de su carne y alma de su alma, la Palabra que ha llegado hasta ella.
En definitiva, podemos decir que, ante el anuncio del ángel, María es totalmente
consciente de que está en presencia de Dios, el ángel ya no es importante. He ahí la
calidad exquisita de su sabiduría y discernimiento: traslada al ángel a un segundo plano
para fijar su atención en Dios que le está hablando. Todo su ser se pone en tensión,
positivamente hablando, ante la Presencia; está expectante ante el Señor, trascendiendo
al mensajero que continúa su misión, su anuncio, diciéndole: ¡Has hallado gracia delante
de Dios!
Con estas palabras, el ángel pone paz a su alma turbada, pues lo que le está diciendo
es que sí, que está en presencia de Dios, pero que no tema, que el mismo que le dirige su
palabra vela por su vida realmente preciosa a sus ojos. Esta es la confianza que se deriva
del hecho de haber hallado gracia delante de Dios.
Recorremos un poco la Escritura para detenemos en algunos de sus personajes en los
que veremos cómo hallar gracia a los ojos de Dios o incluso de alguien, equivale a
conservar la vida en situaciones extremas en las que esta se veía perdida.
Fijémonos, por ejemplo, en Jacob. Patriarca, como sabemos, y descendiente directo
de Abrahán. Esta puntualización es muy importante ya que en Jacob reposan las
promesas que Dios hizo al padre del pueblo elegido. Recordemos que los judíos se
refieren a Abrahán con el título de «nuestro padre» (Jn 8,39).
De Abrahán nació Isaac, quien, a su vez, tuvo como descendientes a Esaú y Jacob.
Este, con artimañas, consiguió arrebatar la bendición de su padre a su hermano Esaú, que
era a quien le correspondía por ser el mayor. Esaú, al verse engañado, jura que no
descansará hasta dar muerte al usurpador. Para entender la violenta reacción de Esaú,
hemos de tener en cuenta que en Israel, la bendición lleva consigo toda una fuente de
prosperidad material, así como fortaleza contra los enemigos. De ahí que ante el robo
malicioso de su hermano, decida no concederse respiro ni descanso hasta que pueda dar
con él con el fin de matarle.
Nos dice la Escritura que a un cierto momento consiguió darle alcance. Jacob vio que
Esaú le salía al encuentro con cuatrocientos hombres, todo un ejército dispuesto a acabar
con su vida, por lo que se apresuró a reunir un botín con sus bienes con el propósito de
aplacarle. Seguimos el texto bíblico para conocer de primera mano la sucesión de los
hechos: «Dijo Esaú: ¿Qué pretendes con toda esta caravana que acabo de encontrar? Es
para hallar gracias a los ojos de mi señor. Dijo Esaú: Tengo bastante, hermano mío; sea
para ti lo tuyo. Respondió Jacob: De ninguna manera. Si he hallado gracias a tus ojos,
toma mi regalo de mi mano, ya que he visto tu rostro como quien ve el rostro de Dios, y
me has mostrado simpatía» (Gén 33,8-10).
Jacob sabe que es como si acabara de nacer, porque ha hallado gracia a los ojos de
Esaú y este le ha perdonado. La experiencia de Jacob es fortísima, y nos podemos
aproximar a ella saboreando las palabras que dirige a su hermano: «He visto tu rostro
como quien ve el rostro de Dios, y me has mostrado simpatía». ¿Qué significa en su
sentido más profundo la palabra simpatía en la boca de Jacob? Significa comunión de

27
sentimientos. Lo que ha visto Jacob en el rostro de su hermano es que Dios estaba en
comunión con él y que le ha inspirado que preservara su vida. De ahí su bellísima
confesión que podríamos traducir así: He visto en tus ojos la gracia que Dios tenía
preparada para mí a fin de salvar mi vida.

Transgresión y gracia
María, fidelísimo reflejo de la espiritualidad de Israel, comprende perfectamente lo que
Dios le está diciendo por medio de su mensajero: ¡No temas, María, has hallado gracia a
mis ojos! Tu vida es preciosa para mí. Escucha y pon atento el oído, porque ha llegado el
momento del cumplimiento de las promesas.
En la misma dirección, pasemos a ver a aquel que la Escritura llama el amigo de Dios,
Moisés. Nos situamos en una etapa de su misión en que Israel, el pueblo elegido y
testigo de tantas maravillas de Dios, acaba de desertar de Él. Ha construido un becerro de
oro en el desierto. Moisés intercede ante Dios hasta conseguir que perdone a este pueblo
de tan dura cerviz.
Israel se pone nuevamente en camino, pero Moisés está como traumatizado ante la
debilidad y necedad que manifiesta este su pueblo que no distingue la mano derecha de
la izquierda: no le entra en la cabeza que hayan sido capaces de desertar de Yavé que les
libró del Faraón, de construirse un becerro de oro y llegar hasta el punto de postrarse
ante él aclamándole: «¡Tú eres nuestro dios, tú eres Yavé, tú nos sacaste de Egipto!» (Éx
32,8).
Moisés tiene el alma profundamente herida a causa de la idolatría de su pueblo. Le
duelen las entrañas al ver esta multitud de hombres y mujeres para los cuales las
maravillas que Dios ha hecho por ellos no han significado nada. Le aflige que hayan sido
víctimas del engaño, la mentira y la insensatez. Ante tal y tan extrema debilidad, su amor
por su pueblo le hace revestirse de audacia y se dispone a dialogar con Dios.
Sus primeras palabras se parecen casi a un rugido, son como un reproche: «Mira, tú
me dices: “Haz subir a este pueblo”; pero no me has indicado a quién enviarás conmigo;
a pesar de que me has dicho: “Te conozco por tu nombre”, y también: “Has hallado
gracia a mis ojos”» (Éx 33,12).
Ciertamente, Dios había dicho a Moisés que había hallado gracia a sus ojos,
entendiendo estas palabras como un salvoconducto de su vida. Algo así como: No te
preocupes, pues estás en mis manos. Pero Moisés sí se preocupa, porque lo que él desea
es que sea todo el pueblo el que halle gracia a los ojos de Dios. De ahí que, en su diálogo
con Él, como que le arranca la promesa de que también Israel halle gracia a sus ojos. De
ahí este recuerdo que le hace que parece casi como un chantaje: «Mira que esta gente es
tu pueblo» (Éx 33,13). Dicho esto, le emplaza a que camine con ellos ya que es su
compañía la garantía de que todo el pueblo, y no sólo él, han hallado gracia a sus ojos, es
decir, que Él les salvará. A Dios le agradó la audacia de Moisés tanto que accedió a su
petición.
No se puede hallar gracia a los ojos de Dios sin tener detrás a todo un pueblo, como
es el caso de Moisés. En el caso de María, lo que hay detrás de ella es, ni más ni menos,

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toda la humanidad. Dios no llama a nadie en función de su única y sola salvación, ni
nadie busca a Dios para salvarse él solo. Nadie hay en el mundo que ame más a los
hombres que los hombres de Dios, nadie que haga un servicio tan beneficioso a toda la
humanidad. El Dios de Moisés y de María es el Padre de nuestro Señor Jesucristo,
enviado al mundo para salvarlo, no para condenarlo (cf Jn 3,17).
Acabamos de ver a Jacob, a Moisés, y pasamos ahora a conocer la experiencia de
todo el pueblo elegido. Visitamos a Israel en su destierro de Babilonia para entender
mejor la impresionante historia de salvación que Dios hace con el hombre. El pueblo es
llevado al destierro porque, como ya sabemos, habiendo arrancado de su alma los
memoriales que Dios había plasmado en su historia, decidió ser el único artífice de su
existencia. No hay que interpretar el destierro como un castigo de Dios, de la misma
forma que no castiga a nadie sino que, al dejarlo a sus fuerzas, la situación a la que se ve
abocado le sirve de corrección.
Esto fue lo que pasó con Israel, lo abandonó a sus fuerzas para que hiciese su
experiencia de autonomía con respecto a Él. En esta situación, el «Dios con nosotros»,
que constituía algo esencial en el nacimiento e historia de Israel, se convirtió en
«nosotros solos nos bastamos». Ante esta toma de posición, se hizo patente su debilidad,
y sus enemigos les derrotaron y llevaron al destierro.
Dios permite que su pueblo haga esta experiencia. Primero, porque no acepta
corazones ni espíritus sometidos, sino libres para poder escoger. Segundo, porque es tan
inmenso su amor que aun del más devastador de los males saca el bien. De hecho, la
etapa histórica del destierro se convierte para Israel en un tiempo en el que su
espiritualidad se hace más profunda. Es en Babilonia donde el pueblo elegido conoce
realmente al Dios misericordioso cuyo amor es eterno, tal y como sus padres se lo habían
enseñado, aunque no les habían dado mucho crédito.
Podemos entrar en esta fortísima experiencia espiritual de Israel de la mano de
Jeremías: «Así dice Yavé: Halló gracia en el desierto el pueblo que se libró de la espada:
Israel camina a su descanso. De lejos se me apareció Yavé: Con amor eterno te he
amado, por eso he reservado gracia para ti» (Jer 31,2-3).
Prestemos atención al contenido impresionante de este anuncio: «Hay gracia para ti».
Palabras que arrancan de Dios la etiqueta con que a veces se le ha revestido, la de
justiciero y castigador. No son palabras de castigo las que definen a Dios, más bien al
contrario: Mi amor hacia ti es eterno, he reservado gracias de salvación para ti.
Halló gracia Israel en el nuevo desierto del destierro. Dios, según sus propias
palabras, había reservado gracia para su pueblo, no se agota el deseo de Dios de que todo
hombre se salve. Y esto es posible porque, como tantas veces escuchamos a lo largo de
la Escritura, su amor es eterno e infinito. Así pues, puso sus palabras en la boca de su
profeta, y este proclamó: ¡Hay gracia para ti, Israel! Y el pueblo salió de Babilonia y
encaminó sus pasos hacia la tierra prometida de la que habían sido despojados.
Es con estos presupuestos y esta historia salvífica, colmada de un amor tan
incomprensible como desconocido para nuestros parámetros afectivos, que hemos de
acoger y entender las palabras del ángel a María: Has hallado gracia delante de Dios. Tú,

29
la nueva Eva, eres la elegida para dar a luz la Gracia que llenará de salvación a toda la
humanidad. De ti nacerá el Salvador del mundo, aquel que revestirá al hombre y le
capacitará para emprender el nuevo y definitivo éxodo, esta vez hacia el Padre. En ti se
ha fijado Dios, y te ha llamado para que habite entre los hombres Aquel que es gracia y
verdad en su plenitud: «Pues de su plenitud hemos recibido todos, gracia tras gracia.
Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por
Jesucristo» (Jn 1,16-17).

La Tienda del encuentro


Comparamos el sentido de la gracia de la que nos habla Jeremías en el texto citado
anteriormente, y la gracia que nos es dada por Jesucristo, para comprender que esta ha
alcanzado en Él su plenitud. Hemos escuchado de la boca del profeta que «Israel camina
hacia su descanso» por el hecho de que ha hallado gracia a los ojos de Dios. Se está
hablando de una gracia limitada en el tiempo y que tiene como fin la vuelta del pueblo
elegido a su tierra.
Por medio de María, aparece, como dice el apóstol Pablo, la gracia para toda la
humanidad: Jesucristo. He ahí la maravilla de Dios: Jesús es la carne visible del amor
gratuito de Dios a los hombres. Él es la gracia de todas las gracias, hasta el punto de que
podríamos recoger las palabras de Juan sobre la Encarnación y traducirlas así: «La gracia
de Dios se hizo carne, y puso su tienda entre nosotros, y hemos contemplado su gloria»
(Jn 1,14).
Todos hemos hallado gracia porque una hija de Israel, que personifica el alma del
pueblo santo y que recogió y guardó las promesas de Dios, fue visitada por Él y encontró
en ella la disponibilidad adecuada. Encarnó en ella la gracia que transformó a los
hombres y mujeres de todo el mundo en hijos e hijas suyas.
Antes de morir, Jesús anunció que cuando fuese elevado a lo alto, es decir, expuesto
públicamente en la cruz, atraería a todos hacia Él (cf Jn 12,32). El Misterio de la Cruz,
victoria arrolladora sobre la muerte, sobre la mentira y su príncipe y padre (cf Jn 8,44),
es proclamado por el Señor Jesús como la plenitud de la teofanía del Sinaí.
En este monte se hizo visible y patente la distancia irreductible entre el hombre y
Dios: «Todo el pueblo percibía los truenos y relámpagos, el sonido de la trompeta y el
monte humeante, y temblando de miedo se mantenía a distancia. Dijeron a Moisés:
“Habla tú con nosotros, que podremos entenderte, pero que no hable Dios con nosotros
no sea que muramos”» (Éx 20,18-19). En el Sinaí se nos muestra el miedo que el hombre
tiene de Dios. Todos conocemos este Sinaí, este creer que Dios nos va a pedir y pedir
hasta echar a perder nuestra vida. Pensamos que el Evangelio es como una colonia de
sanguijuelas que nos chupan la sangre.
Esta distancia vuelve a hacerse presente entre el Hijo de Dios y su pueblo. Los judíos
están muy cerca de sus milagros, pero de cara a su Palabra mantienen la distancia.
Continúan con la idea de sus padres –propia también de todas las religiones– de que
Dios es una especie de impedimento para su realización humana, por lo que hay que ser
muy prudentes a la hora de entablar relación con Él. Jesús desea sacarles de este engaño

30
satánico denunciando su actitud, su reticencia a creer que ha sido enviado por Dios no
para arrebatarles la vida sino para dársela; a pesar de lo cual mantienen la distancia:
«Vosotros no queréis venir a mí para tener vida» (Jn 5,40), cuando en realidad, he
venido hasta vosotros para que tengáis vida en abundancia (Jn 10,10).
En el centro de esta dialéctica que, como he dicho, es universal, lo que está en juego
es si la relación del hombre con Dios es por medio de la ley o de la gracia. Si lo es por la
ley, por supuesto que hay que mantener la distancia pues, como dice san Pablo, la ley
mata. El tan manido deseo de perfeccionamiento por medio de la ley, no ha sido sino una
perniciosa escuela de deshumanización. La buena noticia es que ante todos estos
nuestros miedos, Jesús sube Él solo al nuevo Sinaí llamado Calvario y, desde allí, es tal
la irradiación del resucitado, que su gracia desenmascara y somete todos nuestros miedos
y temores, y nos lleva hacia Él y, por su medio, hacia el Padre.
Todo hombre que hace esta experiencia aprende a vivir en una continua acción de
gracias, porque todo su ser está abrazado a la Vida. Esto lo tiene muy claro la Virgen
María cuando va al encuentro de su prima Isabel y exclama radiante: «Proclama mi alma
la grandeza del Señor porque ha tenido misericordia con su pueblo, tal y como lo había
anunciado a nuestros padres a favor de Abrahán y su linaje para siempre...». Embriagada
por un júbilo desbordante, entona su himno de alabanza porque Dios ha hecho maravillas
en ella (Lc 1,46ss).
Una vez más es necesario insistir en que la gracia concedida a una persona nunca se
detiene en ella. María es la transmisora, es el panel solar a través del cual se irradia como
fuente de salvación por toda la creación. Desde «la llena de gracia» Dios universaliza su
alianza. Su salvación se personifica en un nombre concreto: Emmanuel, Dios con
nosotros, Dios con todos los hombres.
La Palabra se hizo carne y puso su tienda entre nosotros. Su nombre es Jesús. Él es el
lleno de la gracia y de la verdad, como nos dice san Juan; y de su plenitud, de su gracia y
de su verdad, hemos recibido todos, gracia tras gracia (cf Jn 1,16-17). En esta dirección,
diremos que el camino de fe de un discípulo viene jalonado por etapas concretas. A
veces, lo que nosotros pensamos que es un estancamiento, no es sino parte de nuestro
proceso, una nueva puerta que se nos abre, una nueva gracia. La gracia tras gracia, de la
que nos habla Juan, es la que impulsa nuestro espíritu a su crecimiento hasta alcanzar,
como dice Pablo, la medida de Jesucristo (cf Ef 4,13).
«A Dios nadie le ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, él nos lo
ha revelado» (Jn 1,18). Esta es la gracia por excelencia cuyo dinamismo lleva a nuestro
espíritu a su plenitud. Jesucristo nos revela, nos da a conocer al Padre (cf Jn 17,26),
desarrollando dentro de nuestro ser las semillas de su divinidad y que están contenidas en
su Evangelio.
La palabra gracia se compagina con el adjetivo gratis. Como su mismo nombre
indica, y refiriéndose a Dios, no se puede comprar, ya que excede infinitamente todos los
bienes que pudiéramos acumular. Jesucristo nos la da gratis, se encarnó gratis y así nos
la ofreció desde el Calvario. La llevó a su plenitud con su resurrección y envío del
Espíritu Santo.

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Es justamente por esta gratuidad, que el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo marca
la diferencia abismal existente entre el cristianismo y todas las religiones que, de una
forma u otra, han nacido desde los hombres, desde su necesidad de buscar protección y
explicación ante aquello que nunca han podido dominar, como las fuerzas de la
naturaleza o la misma muerte.
Con estos presupuestos es fácil entender que las religiones en general tengan su
fundamento y su fuerza en el culto a la ley, frente a la cual cada uno tiene que tirar de su
propia fuerza para intentar cumplirla.

Espíritu y vida
La novedad del cristianismo, que hay que considerar como culminación de la revelación
de Dios a lo largo de la historia al pueblo de Israel, consiste en que el Señor Jesús nos ha
dado el Evangelio no como ley sino como don. Porque es un don, sus palabras no son
normas, sino espíritu y vida como dijo el mismo Jesús: «El espíritu es el que da vida; la
carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida» (Jn 6,63).
Son espíritu y son vida, y ellas constituyen el Evangelio de la gracia, como
acertadamente lo denominó el apóstol Pablo en la magistral catequesis que dio a los
presbíteros de Éfeso con motivo de su despedida: «Mirad que ahora yo, encadenado en
el espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin saber lo que allí me sucederá... Pero yo no
considero mi vida digna de estima, con tal que termine mi carrera y cumpla el ministerio
que he recibido del Señor Jesús, de dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios»
(He 20,22-24).
Es el Evangelio de la gracia el que hace resonar por toda la creación un estilo de
predicación totalmente nuevo. El anunciador no puede servirse de él para lanzar a diestro
y siniestro consejos morales. Con respecto a estos, ¿acaso no saben los que beben, los
que se drogan, los que traicionan matrimonialmente, que todo ello son actos totalmente
perjudiciales para ellos?, ¿acaso unos consejos morales les van a hacer cambiar? Todo lo
que se les diga a este respecto es insuficiente y, más aún, diríamos que ineficaz.
Por supuesto que, a este respecto, cada uno de nosotros tenemos nuestro «talón de
Aquiles», y todos sabemos que ni consejos ni coacciones son eficaces; sólo la gracia es
eficaz. Esta se predica por medio del Evangelio. Todo aquel que acoge esta predicación
enfrenta sus talones de Aquiles con las armas de la fuerza de Dios.
A este respecto, podemos remitirnos a la predicación apostólica. Por ejemplo, Pablo y
Bernabé son conscientes de que la vocación que han recibido de parte de Jesucristo es la
de revestir de la gracia que fluye de su predicación al hombre sometido y vendido al
poder del pecado (Rom 8,14). Oigamos su testimonio ofrecido de la mano de Lucas: «En
Iconio, entraron del mismo modo en la sinagoga de los judíos y hablaron de tal manera
que gran multitud de judíos y griegos abrazaron la fe... Con todo se detuvieron allí
bastante tiempo, hablando con valentía del Señor que les concedía obrar por sus manos
señales y prodigios, dando así testimonio de la predicación de su gracia» (He 14,1-3).
María de Nazaret es imagen de la Iglesia y, en cuanto tal, también lo es del
discipulado. Ella encontró gracia a los ojos de Dios, y, desde su existencia ofrecida a la

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Palabra que Él le confiaba para que se hiciera carne en su seno, se abrió hacia toda la
creación haciendo partícipe de la bendición de Dios a todos los seres humanos. Dios es
el que bendice; ella la que extendió la bendición. Dios es el que salva; ella la que dio
carne al Salvador. Dios es el amor incondicional; ella lo trajo al mundo. Cuando hubo
que mantener la distancia, la mantuvo; y cuando hubo de acercarse, dirigió sus pasos y
se mantuvo en contacto con Él en la Cruz (cf Jn 19,25ss).
Jesucristo es el que llama al discipulado. Y cada discípulo siente la necesidad de
redimensionar su historia de fe a la luz de la historia de fe de la Madre. Desde ella, todos
aquellos llamados por Cristo Jesús repiten, a su modo o al menos analógicamente, sus
mismos pasos existenciales. También ellos o ellas han encontrado gracia a los ojos de
Dios. Y en cada llamado, el Evangelio acogido y abrazado se abre paso con sus luces
dando vida a las multitudes, irradiando esperanzas que las cargas insoportables
sobrellevadas habían hecho no creíbles.
La llena de gracia permanecerá siempre como aquella que creyó en el amor de Dios,
como aquella que entendió que Dios es un binomio de palabras y silencios. Que cuando
habla se catapulta hacia los hombres, y cuando calla hace estremecer su alma, pidiendo a
gritos lo mismo que los fieles orantes del pueblo de Israel plasmaron en sus poemas, y
que conocemos con el nombre de Salmos: Muéstrame tus caminos, muéstrame tu rostro,
muéstrame tu misericordia y tu bondad... Son clamores que reflejan su hambre y sed de
Dios.
Dios con su gracia envía también su sabiduría; o dicho de otra forma: en nuestra
experiencia de Él ambas se complementan. Si la gracia la identificamos con la fuerza de
Dios, la sabiduría nos permite acoger su voluntad haciéndonos verla no como una carga
sino como un bien.
En el libro de la Sabiduría, atribuido a Salomón, encontramos una oración preciosa
del rey pidiendo a Dios que le envíe la sabiduría; y esto con una finalidad muy concreta:
para que esté a su lado en sus trabajos iluminándole, de forma que pueda saber y
discernir lo que realmente le es agradable: «Contigo está la Sabiduría que conoce tus
obras... que sabe lo que es agradable a tus ojos y lo que es conforme a tus mandamientos.
Envíala de los cielos santos, mándala de tu trono de gloria para que a mi lado participe
en mis trabajos y sepa yo lo que te es agradable» (Sab 9,9-10).
El discípulo es también hijo de la sabiduría. Por medio de ella percibe la belleza única
e insondable que supone conocer a Dios y a su enviado Jesucristo. Portador de esta
belleza, se hace indispensable en el conglomerado del mundo. Tan indispensable que nos
podríamos acostumbrarnos a la carencia de cosas que ahora consideramos necesarias,
pero nunca a la del testimonio de los que proclaman y transparentan la belleza de Dios.
Son portadores de esta belleza porque, siendo pecadores, conocen el perdón de los
pecados, que saben que ha sido posible por la riqueza de la gracia de su Señor Jesús,
como dice Pablo en su Carta a los efesios: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos,
en Cristo... En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los pecados,
según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros...» (Ef 1,3-8).

33
4
El seno glorioso

«Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo


a quien pondrás por nombre Jesús».
(Lc 1,31)

E
l ángel anuncia a esta muchacha de Nazaret que su haber hallado gracia a los ojos de
Dios se traduce en que su seno va a ser habitado por el aliento del Espíritu, a fin de dar a
luz al Mesías. Le indica también que su hijo ha de llamarse Jesús, que, como sabemos,
significa «Dios salva». Con la Encarnación del Hijo, Dios lleva a su plenitud y
universalidad su obra salvífica con el hombre.
Leyendo el Antiguo Testamento, constatamos que la palabra salvación en forma de
súplica aparece por doquier en la boca de sus distintos protagonistas, bien sean
patriarcas, profetas, salmistas, etc. Dios responde a sus gritos con acciones salvíficas
concretas tanto a nivel personal como a nivel colectivo. Sin embargo, se percibe siempre
como un espacio, un compás de espera que postula una nueva y definitiva actuación
salvífica de Dios que colme para siempre las expectativas y ansias de paz, y también de
perennidad, que forman parte de la naturaleza y esencia del corazón humano.
Dios, que se hace eco de estas necesidades, y nadie mejor que Él para recoger todas
estas ansias, irrumpe en nuestra historia anunciando a María de Nazaret: Vas a concebir
en tu seno la salvación por la cual suspiran todos los hombres y mujeres que pueblan la
tierra.
El anciano Simeón, de quien ya hemos hecho referencia, vio en el recién nacido que
tenía en sus brazos el cumplimiento, la respuesta de Dios a los gritos que no sólo Israel
sino todos los pueblos de la tierra lanzaron a la divinidad. Gritos que han recorrido la
creación entera desde las entrañas de mil pueblos, culturas y religiones diversas.
Diferentes en cuanto a rezos, cultos e incluso en su concepción de la divinidad; pero
idénticos en lo que se refiere al grito en sí: ¡Sálvanos!
¿Qué podemos decir del significado más profundo que tiene el hecho de que Dios
haga nacer la salvación de una virgen? No entramos, porque no es el caso, en un análisis
teológico de la virginidad. Analizándola desde el punto de vista catequético en lo que
respecta a nuestra historia de salvación, creemos que lo que Dios quiere decirnos es que
Él es el salvador, y que como tal viene al mundo por propia iniciativa rompiendo todos
los parámetros e intervenciones humanas. Esto es fundamental para comprender el
Misterio de nuestra salvación.
Para comprender mejor este gesto de Dios, nos ayudaremos de un texto bíblico
encuadrado dentro de la misión profética de Daniel en Babilonia en la corte del rey

34
Nabucodonosor. Este tuvo un sueño que le dejó totalmente perturbado, y deseaba que
alguien se lo explicase. Hizo llamar a los adivinos de su reino para que se lo descifraran,
los cuales le dijeron que se lo dieran a conocer para poder esclarecérselo.
A Nabucodonosor no le pareció bien la propuesta, argumentando que si no eran
capaces de adivinar la naturaleza o el contenido del sueño, qué garantía tendría de que su
explicación no fuese un engaño. En estas circunstancias entra Daniel en escena.
El profeta, lleno de la sabiduría de Yavé, hace saber al rey lo que ha soñado. Le dice:
«Una estatua, una enorme estatua de extraordinario brillo, de aspecto terrible, se
levantaba ante ti. La cabeza era de oro puro, su pecho y sus brazos de plata, su vientre y
sus lomos de bronce, sus piernas de hierro, sus pies parte de hierro y parte de arcilla... Tú
estabas mirando, cuando, de pronto, una piedra se desprendió sin intervención de mano
alguna, vino a dar a la estatua en sus pies de hierro y arcilla, y los pulverizó» (Dan 2,31-
35).
No hay duda de que este es uno de los textos más conocidos del Antiguo Testamento,
y su abanico ofrece multiplicidad de catequesis. Dicho lo cual, vamos a sondearlo desde
una perspectiva mesiánica, ya que ilumina profundamente el acontecimiento de la
Encarnación, el nacimiento del Hijo de Dios. Jesucristo es la Roca a la que alude Daniel
y sobre la cual Dios hace nuevas todas las cosas (cf Ap 21,1-2). Es en Jesucristo en
quien el hombre nuevo es creado, como dice san Pablo (cf 2Cor 5,17).
Viene al mundo sin intervención humana. Por ello, Dios se sirve de una virgen para
que el mundo sepa que lo engendrado en ella es obra suya. No se está infravalorando el
carisma de la virginidad que Dios da a muchas personas. Lo que estamos subrayando es
que la catequesis que Dios nos ofrece al escoger a una virgen, María, es muchísimo más
profunda.
Continúa Daniel su explicación y dice al rey que esta roca que se desprendió y
pulverizó la estatua, se convirtió en un monte que llenó la tierra entera. Es ese monte que
no tiene que ver ni con Garizín en Samaria, ni con aquel sobre el cual se levantó
Jerusalén. Sabemos que ambas ciudades eran consideradas –la primera por los
samaritanos y la segunda por los judíos– como sus lugares santos de adoración. Como
Jesús dijo a la samaritana, a partir de Él se adorará a Dios en espíritu y verdad, de forma
que su gloria no está circunscrita a un lugar sino que llenará la tierra entera.
La roca, como imagen catequética de la fuerza y salvación de Dios, aparece
frecuentemente a lo largo de la Escritura. Expresiones como: «Yavé es mi roca. Asienta
mis pies sobre la roca. Tú eres mi roca de salvación...», jalonan las invocaciones del
pueblo de Israel. Sin embargo, también se dan en la Escritura experiencias personales
que denotan que esta roca de salvación es casi inaccesible, como por ejemplo, la de este
salmista: «¡Escucha, oh Dios, mi clamor, atiende a mi plegaria! Desde el extremo de la
tierra hacia ti grito, en el desmayo de mi corazón. A la roca que se alza lejos de mí,
condúceme; pues tú eres mi refugio, torre fuerte frente al enemigo» (Sal 61,1-4).
Nuestro hombre orante sabe que su salvación está en la roca que es Dios. Mas
también sabe que no está al alcance de su mano asentar su vida, sus pies, sobre ella; de
ahí su súplica a Yavé. Sabe que existe, pero sabe también que es inaccesible a él. Pues

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bien, esta roca inalcanzable vino al mundo sin intervención humana, y para ello llamó a
una virgen: María de Nazaret.
Su venida al mundo por propia iniciativa nos hace entender que Él es quien se
adelanta al hombre en el amor, en la entrega y en toda clase de dones. San Juan lo
expresa así: «Amemos a Dios porque él nos amó primero» (Jn 4,19). Es muy importante
tener esto en cuenta a fin de que, como dice el apóstol Pablo, nadie se gloríe en sí mismo
sino en Dios (cf 1Cor 1,31).

Dios no se ausenta
Esta forma de actuar de Dios constituye uno de los pilares de la evangelización. Esta
tiene su razón de ser en cuanto da a conocer al hombre que aquel a quien Israel llama
«mi roca de salvación», se hizo carne entre nosotros y entre nosotros vive. De modo que
toda persona que asiente sus pies, su vida, sus proyectos, sobre Él permanecerá firme por
siempre. Dicho de otra forma, ya posee la vida eterna porque eterna es la roca sobre la
que se ha apoyado.
El anuncio del ángel a María es la respuesta de Dios a la incertidumbre del salmista,
que en cierto modo nos representa a todos. De una forma o de otra, la mayoría de los
hombres nos preguntamos: ¿Quién eres, Dios mío? ¿Dónde estás? ¿Eres real o solamente
un fruto de mi imaginación? Y si eres real, ¿serás tú la roca en la que mi vida
permanecerá para siempre? Estas y parecidas preguntas nos dan pie a traducir
catequéticamente el anuncio del ángel a María de la siguiente forma: Concebirás en tu
seno la Roca inaccesible por la que suspiran los que me buscan.
En su momento, Jesús, la roca inaccesible hecha visible al mundo, dirá a todos los
hombres: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré
descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí... Porque mi yugo es suave y
mi carga ligera» (Mt 11,28-30). El inaccesible ya es Emmanuel, está entre nosotros. No
pasa de largo al lado de la vida de nadie, al contrario, provoca en cada persona
acontecimientos que son el resonar de su llamada: Ven a mí y encontrarás descanso para
tu alma.
El ángel le dice a María que concebirá en su seno. Vamos a intentar desentrañar al
menos algo de la inmensa riqueza catequética que contiene esta palabra en la
espiritualidad bíblica. La sondearemos en tres direcciones: El seno del hombre en
general, el seno de Dios y el seno del discípulo.
Respecto al seno del hombre en general, escuchemos la respuesta que Yavé da a
Moisés cuando este intenta persuadirle de que llame a otro para cumplir la misión que le
ha propuesto, ya que es consciente de su indigencia e incapacidad. Le dijo Yavé: «“Mete
tu mano en el pecho”. Metió la mano en su pecho y cuando la volvió a sacar estaba
cubierta de lepra, blanca como la nieve. Y le dijo: “Vuelve a meter la mano en tu pecho”.
La volvió a meter y, cuando la sacó de nuevo, estaba ya como el resto de su carne» (Éx
4,6-7).
¿Qué está diciendo Yavé a Moisés con este signo? Que le ha escogido no por ser
mejor que el resto del pueblo, pues todos tienen el corazón enfermo. No va a ser por su

36
intachabilidad moral o cualidades extraordinarias que va a poder liberar y conducir al
pueblo. Cumplirá su misión porque Él está a su lado. Cuando le hace meter por segunda
vez la mano y la saca limpia, le está dando ánimos haciéndole comprender su gesto. Es
como si le dijera: el pueblo creerá en ti no por quien tú eres, sino porque verá que yo
estoy contigo. No se fiarán de ti sino de mí.
La catequesis es meridianamente clara. Moisés, el elegido de Dios, no es más que un
hombre y, como tal, tiene en su seno, en su corazón, el pecado original que tenemos
todos y que Jesús expresa así: «De dentro, del corazón de los hombres, salen las
intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades,
fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades
salen de dentro y contaminan al hombre» (Mc 7,21-23).
Esta descripción de lo que es nuestro interior nos ayuda a no elevarnos hacia lo alto,
sobre todo teniendo en cuenta que el analista ha sido el Hijo de Dios. Su palabra no es
para aplastarnos como si fuéramos barro, sino para que tengamos conciencia de su
misión con nosotros. Efectivamente, como Él mismo dijo, ha sido enviado por el Padre
para buscar y salvar lo que estaba perdido (cf Lc 19,10). En este sentido todos somos
iguales, pero los que aceptan la luz de la denuncia de Jesucristo ya se han encontrado
con Él. A partir de entonces realiza su obra maestra: santificarnos, ya que Él es el
santificador (Heb 2,11).
Hemos visto el seno de Moisés que, evidentemente, no difiere del nuestro. Damos un
salto en el abismo infinito y, valiéndonos de la sabiduría divina que encierra la Sagrada
Escritura, intentaremos sondear la riqueza inabarcable del seno de Dios.
Su seno está rebosante de amor y misericordia, todo él es abundancia de salvación
derramada a favor del hombre. Podemos ver algo de la grandiosidad del seno de Dios
acercándonos al salmo 74. En él su autor derrama una amarga lamentación por la ruina
del Templo: «¿Por qué has de rechazar, oh Dios, por siempre, por qué humear de cólera
contra el rebaño de tu pasto? Acuérdate de la comunidad que adquiriste desde antiguo, la
que tú rescataste, tribu de tu heredad, y del monte Sión donde pusiste tu morada».
Jerusalén, la ciudad santa, la niña de los ojos de Dios donde hacía reposar su gloria,
ha sido atacada, derrotada y saqueada por sus enemigos. Ni siquiera el Templo santo ha
sido respetado: «Guía tus pasos a estas ruinas sin fin: todo el santuario ha sido devastado
por el enemigo».
Hecha esta descripción dramática de la destrucción de Jerusalén con su Templo, el
salmista, con la audacia propia de los amigos de Dios –recordemos a Isaías, Jeremías,
etc.– le interpela como si estuviese hablando con Él cara a cara: «¿Por qué retraes tu
mano, y en tu seno retienes escondida tu diestra?». Para entender la interpelación de este
hombre, recordemos que seno y entrañas vienen a tener el mismo significado en la
espiritualidad bíblica.
El requerimiento es descarado, hasta parece como que le estuviera pidiendo cuentas.
Sin ninguna consideración, le pregunta: ¿Cómo es que tienes tu diestra, tu poder, tu
salvación, oculta y retenida en tu seno, en tus entrañas? La diestra poderosa de Dios, su
brazo, su poder, su salvación, están como velados para Israel. Dios la ha escondido. Su

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seno y sus entrañas se han cerrado sobre sí mismo paralizando su amor y su bondad. He
ahí el clamor increíblemente doliente de este fiel israelita.
En la misma línea escuchamos al profeta Isaías, quien parece que no da crédito a lo
que pasa por su cabeza hasta el punto de preguntarse si las entrañas, riquísimas en
compasión y bondad de Dios, se han secado, se han cerrado para siempre y ya no salvan:
«Observa desde los cielos y ve desde tu aposento santo y glorioso. ¿Dónde está tu celo y
tu fuerza, la conmoción de tus entrañas? ¿Es que tus entrañas se han cerrado para mí?
Porque tú eres nuestro Padre» (Is 63,15-16).
En la trágica lamentación del profeta adivinamos el clamor hiriente de todo el pueblo
de Israel. Da la impresión de que Dios no oye, no se entera de nada; ni de los gritos de su
pueblo ni de los de sus mejores amigos. Israel ha visto asolada, hasta dejar hecha un
erial, su heredad, la que Dios le había regalado. El drama de Israel alcanza a todo ser
humano. También él constata que su heredad, «la imagen y semejanza con que Dios le
creó», se va desdibujando, se va convirtiendo en un erial, a causa del mal del mundo y su
príncipe.

Luz en la oscuridad
Dios, que por medio de etapas conduce la creación a su madurez según su sabiduría,
llegada la plenitud de los tiempos (Gál 4,4) visita a una virgen de Nazaret llamada María
y le dice: «Voy a habitar en tu seno». Mi diestra, mi salvación, aquella que mi pueblo
dijo que la tengo oculta en mi seno, se hará carne dentro de ti para que mi salvación
alcance a todo el mundo (cf Jn 3,17).
Dios se sirve, pues, del seno de una mujer para acallar toda voz que le acusaba de
tener un seno inmisericorde y sin entrañas. No es insensible a nuestros dramas y pesares,
Él es quien lleva la historia y la tiene marcada con un sello: salvación. De ahí que se
rebaje hacia una criatura y le pida prestado su seno para salvar.
Quizá con este gesto el hombre alcance a vislumbrar que el amor que encierran las
entrañas de Dios es eterno, y que también eternos son su perdón y su misericordia.
Acerca de la ilimitación de su perdón, quiere dejar patente que su Hijo es enviado al
mundo para reducir a la nada todo pecado, el del pasado, presente y futuro. Así es como
lo presenta Juan Bautista al pueblo de Israel: «Ahí tenéis al cordero de Dios, el que carga
con el pecado del mundo» (Jn 1,29).
Inocente el Cordero e inocente también la Cordera, como así la definió Melitón de
Sardes, Padre de la Iglesia. Limpias habían de ser las entrañas que habrían de albergar al
Cordero, Redentor y Salvador. Con esta visita a María, responde Dios al grito de sus
interpeladores haciéndoles constar que su seno, sus entrañas, se abren por medio de
María de Nazaret en un abrazo eterno que alcanza a toda la humanidad.
En las entrañas de esta mujer, obediente a Dios por serlo a su Palabra, se nos
presentan visiblemente las amorosísimas entrañas maternas de Dios. Aquel a quien
todos, de una forma o de otra, hemos gritado más de una vez con la misma acritud que
Israel: ¡Te has olvidado de nosotros, te has olvidado de mí!
Visto esto, damos el paso para hablar del seno y de las entrañas de los discípulos del

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Señor Jesús. Empezamos con una noticia sorprendente, y es que también estas entrañas
son visitadas por Dios mediante la Palabra. Es así como se habilitan para ser habitadas
por el Evangelio con el fin de ofrecer al mundo a Jesucristo.
No nos hemos de extrañar de esta afirmación, pues el mismo Jesús anuncia a sus
discípulos que son la luz del mundo (cf Mt 5,14). Llegan a ser esta luz porque su seno ha
sido capaz de concebir el Evangelio de la salvación y ofrecerlo como don a la creación
entera, a todos los hombres. Ninguno de ellos es anónimo o un número, todos ellos son
sus hermanos.
Los discípulos del Señor Jesús se sienten movidos a actuar así porque, al igual que
Jeremías (cf Jer 20,9), tienen sus huesos ardiendo. Necesitan prender este fuego que se
identifica con el amor incondicional que de Dios han recibido por medio de la
predicación evangélica. Para ellos, anunciar el Evangelio no es una especie de profesión
o compromiso moral, sino que son empujados, igual que Pablo, por una necesidad
imperiosa e inaplazable: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria;
es más bien un deber que me incumbe. ¡Y ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Cor
9,16).
Esta figura del discípulo, que en cierto modo sigue los mismos pasos de aquella que
es imagen y figura de todo el discipulado, María de Nazaret, nos lleva a proponer una
semejanza analógica en lo que se refiere a ser portadores del Hijo de Dios. A la imagen
de María, portadora de Jesucristo por la Encarnación, podemos añadir la imagen de los
discípulos como portadores, también ellos, de Jesucristo. Acerca de esto, vamos a
servirnos de las soberbias palabras de san Ignacio de Antioquía en su Carta a los efesios:
«Todos vosotros sois también compañeros de ruta, portadores de Dios y portadores del
templo, portadores de Cristo, portadores de santidad, adornados en todo de los preceptos
de Jesucristo».
San Ignacio no nos está dando una lección poética acerca de lo que es un cristiano. El
agua viva de su sabiduría mana del Evangelio de Jesús que ya Isaías había profetizado
como fuente y hontanar de salvación: «Sacaréis agua con gozo de los hontanares de la
salvación» (Is 12,3). Profecía que Jesús anuncia, cumplida en Él, con estas palabras:
«Jesús, puesto en pie, gritó: Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí,
como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva» (Jn 7,37-38).
Volvemos a María que, como ya hemos dicho, es imagen de la fe, de la Iglesia y, por
extensión, también de todo discipulado. Su seno y sus entrañas se ensancharon hacia lo
infinito cuando dijo sí a la Presencia del Hijo de Dios en ella. Para no situar la
encarnación en María sólo en su dimensión corpórea, recogemos la bellísima intuición
de san Agustín que afirmó que María concibió en su seno al Hijo de Dios, primero
espiritualmente a causa de su amor y su fe; y después corpóreamente.
Al igual que María, cada discípulo de nuestro Señor Jesucristo, por el hecho de ser
una nueva creación a causa de Él (2Cor 5,17), tiene unas entrañas llenas, colmadas y
habitadas por la Palabra que, como muy bien leemos en el evangelio de san Juan, es el
mismo Dios quien habita en él: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le
amará, y vendremos a él, y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis

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palabras. Y la palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado» (Jn
14,23-24).
La promesa que acabamos de escuchar es para cada hombre un tesoro incalculable.
Todos estamos llamados a habitar con la Presencia. En este sentido, podemos lanzar
gozosos al mundo esta bellísima bienaventuranza: «Bienaventurado el hombre que ha
sabido habitar sus soledades con la Presencia».

Con el oído atento


Habitados así por Dios, de nuestros senos brotan los ríos de agua viva de los que antes
nos hablaba Jesús. Estos hacen florecer la vida en todos aquellos páramos donde se había
enseñoreado la muerte. El profeta Ezequiel nos habla de un agua que sale del lado
derecho del Templo: «Esta agua sale hacia la región oriental, baja a la Arabá, desemboca
en el mar, en el agua hedionda, y el agua queda saneada... A orillas del torrente, a una y
otra margen, crecerán toda clase de árboles frutales cuyo follaje no se marchitará y cuyos
frutos no se agotarán... porque esta agua viene del Santuario» (Ez 47,8-12).
Como podemos observar, es esta una profecía bellísima que anuncia la sangre y el
agua que brotó del verdadero Templo de la gloria de Dios, Jesucristo crucificado: «Al
llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los
soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua» (Jn
19,33-34).
De Jesucristo brotaron las aguas vivas, el torrente impetuoso y desbordante que
engendra la vida allí donde campeaba la muerte. A este respecto, podemos servirnos de
las geniales catequesis de san Agustín, sobre todo de aquella que trata de los pastores y
las ovejas, y en la que habla de lo que él denomina los ríos de la predicación evangélica
que fecundan la tierra: «Recogeos en los montes de la Sagrada Escritura. En ella se
encuentran las delicias de vuestro corazón, en ella no hay nada venenoso, nada extraño;
son pastos ubérrimos... Porque de los montes de los que hemos hablado, manaron los
ríos de la predicación evangélica ya que a toda la tierra alcanza su pregón, y la tierra
entera se volvió abundante y fecunda para pasto de sus ovejas».
Todo discípulo está revestido de esta riqueza interior, y su caminar hacia el Padre es
un continuo distribuir sus riquezas a sus hermanos. En ellos se cumple la preciosísima
imagen que nos presenta el salmo 84 acerca de aquellos fieles israelitas que, con las
promesas de Dios sembradas en su corazón, emprendían sus pasos hacia Jerusalén para
encontrarse con Él.
A lo largo de su peregrinar, nos dice el salmista que por las campiñas por donde pasan
convierten los áridos valles en fructíferos oasis porque es como si fuesen portadores de
las lluvias tempranas: «¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos! Mi alma
se consume y anhela por los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios
vivo... Cuando atraviesan áridos valles, los convierten en oasis como si la lluvia
temprana los cubriera de bendiciones; caminan de baluarte en baluarte hasta ver a Dios
en Sión» (Sal 84,1-8).
En el texto evangélico de la Última Cena Juan nos relata con excepcional elegancia la

40
relación de Jesús Maestro con sus discípulos, y que hace posible lo que podríamos
llamar el trasvase de la inagotable riqueza y sabiduría del seno de Jesús al seno de todo
hombre que cree en Él. Dicho de otra forma, asistimos al paso de la Palabra viva, que es
el Hijo de Dios, al discípulo, quien, por la fe, llega a ser también él palabra de Dios viva
para el mundo, recogiendo la feliz expresión de san Ignacio de Antioquía.
Sabemos que en el texto joánico de la última cena, Jesucristo anuncia la traición de
Judas. Esta noticia cae como una losa pesada sobre el corazón de los apóstoles que se
miran unos a otros y que no salen de su perplejidad: «En verdad, en verdad os digo que
uno de vosotros me entregará. Los discípulos se miraban unos a otros, sin saber de quién
hablaba» (Jn 13,21-22).
En ese contexto entra en escena uno de los discípulos. De él simplemente se nos dice
que era aquel a quien Jesús amaba, y de quien no se menciona su nombre. No obstante,
este apóstol que participó en la Última Cena ha recorrido la historia hasta nuestros días
con el apelativo del discípulo amado.
Lo que nos interesa en el contexto en el que estamos es que el Evangelio nos dice que
este discípulo estaba recostado en el pecho de Jesús (Jn 13,23). Algunas traducciones
empobrecen muy desafortunadamente la catequesis traduciendo que estaba «al lado de
Jesús»; pero –y quiero insistir– la traducción fiel es la anterior: El discípulo al que Jesús
amaba estaba recostado en el pecho, o bien en el seno de Jesús. Visto esto, analizamos la
relación entre discípulo amado y Jesús. El que esté recostado en su seno no es un dato
para explotar sentimentalismos o emociones. La riqueza catequética de este gesto es
inagotable. Está orientada a reconocer al discípulo como todo aquel que se recuesta, con
el oído atento, en la sede de la Sabiduría y de la Palabra que está asentada en el seno de
Jesús.
Es desde esta interpretación catequética que los Padres de la Iglesia, auténticos
hombres sabios en lo que respecta a desentrañar los tesoros del Evangelio, nos dicen que
«discípulo amado» es todo aquel que ha aprendido de la mano de su Maestro a
recostarse, aplicar su oído y abrirlo a las santas Escrituras. Enriquecido así por Él, por
los tesoros inagotables de su Sabiduría, el discípulo recibe las mismas bendiciones que
recibió la Virgen María cuando Isabel, llena del Espíritu Santo, le dijo: «¡Bendito sea el
fruto de tu seno!» (Lc 1,42).
Como digo, el discípulo recibe de parte de Dios la misma alabanza. Sus oídos son un
resonar de bendiciones tales como: ¡Bendito el Evangelio que habita en ti y que fluye
como un río de gracia y salvación hacia el mundo! ¡Bendito, bendita seas...! Te lo digo
yo, tu Dios.

41
5
Es eterno su amor

«Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará
sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin».
(Lc 1,32-33)

I
srael es portador de una promesa de Dios, y que lleva grabada en su corazón hasta el
punto de que sin ella es imposible comprender su historia y su identidad. Sus profetas
hacen referencia una y otra vez a las promesas y juramentos hechos por Yavé a David,
promesas que testifican que su trono permanecerá para siempre, que su reino no tendrá
fin.
Entre los numerosos textos proféticos que hacen mención a esta promesa, nos fijamos
de una forma especial en el salmo 89. Es un bellísimo himno que proclama
majestuosamente la fidelidad de Yavé a su palabra dada. El salmista inicia su epopeya al
amor fiel y leal de Dios en estos términos: «El amor de Yavé por siempre cantaré, mi
boca anunciará tu fidelidad, de edad en edad tu lealtad. Pues tú dijiste: Cimentado está
mi amor por siempre, asentada en los cielos mi lealtad».
A continuación nos da a conocer la razón por la que se siente movido a cantar
festivamente el amor y la fidelidad de Dios. La razón se basa en que su boca ha hablado
y ha pactado con juramento una alianza con David; sus labios han proclamado una
promesa que, justamente por venir de quien viene, se cumplirá: «Pacté una alianza con
mi elegido, hice un juramento a mi siervo David: Para siempre jamás he fundado tu
estirpe, de edad en edad he erigido tu trono».
He ahí el motivo de la exultación gozosa de nuestro hombre orante, y es que Israel ha
sido destinatario de un juramento por parte de Dios. El mismo que cumplió su palabra
cuando le sacó de Egipto, les preservó la vida en el desierto, etc., además, y por si fuera
poco, escoge de entre el pueblo al rey David y proclama solemnemente que su realeza
será eterna.
El salmista tiene fundamentos lo suficientemente sólidos y fehacientes para derramar
como si fuera un perfume, su alma agradecida ante Dios. Sus certezas se inspiran en la
profecía que Natán, enviado expresamente por Yavé, hizo a David: «Cuando tus días se
hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que
saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de tu realeza... Yo seré para él padre y él
será para mí hijo» (2Sam 7,12-14).
Si bien es cierto que Israel tiene sobrada experiencia, entresacada de su historia, de
palabras inauditas y asombrosas de Dios que siempre se han cumplido, esta profecía de
Natán rompe todos sus esquemas. Un reino y trono eterno –y más en aquellos tiempos–

42
era algo impensable; así como que un descendiente de David dijera de Yavé: ¡Tú eres mi
Padre! No obstante lo asombroso de estas promesas, Israel cree y se apoya en ellas.
Basta ver lo que nuestro salmista, lleno de Espíritu Santo, expresa con respecto a la
última parte de la profecía de Natán: «Él me invocará: ¡Tú, mi Padre, mi Dios y roca de
mi salvación! Y yo haré de él el primogénito, el altísimo entre los reyes de la tierra».
Sin embargo, llega un momento histórico en el que Israel es fuertemente tentado a
pensar que Dios ha faltado a su palabra, a su alianza y a su juramento. El veneno mortal
que provoca esta violentísima tentación lleva una etiqueta terriblemente letal: si la
palabra de Yavé no es fiable, Yavé no es de fiar. Esta tentación toma cuerpo cuando el
pueblo dirige, desterrado, sus pasos a Babilonia. Jerusalén ha quedado hecha un desierto,
su Templo ha sido reducido a ruinas, y su trono y realeza son cosas del pasado.
Ante esta realidad que se impone, el salmista, que hasta ahora ha cantado el amor y la
fidelidad a Yavé, le recuerda lo que está sucediendo al pueblo de sus amores en el
destierro. Digamos que, valiéndose de lo que Dios les ha prometido, le mueve a actuar
en su favor. Nos encontramos ante uno de los elementos más bellos de la espiritualidad
de Israel: la intercesión. Hombres y mujeres que han intimado con Dios, interceden ante
Él por el pueblo: y lo hacen porque en sus intimidades han conocido que su compasión y
misericordia son inagotables, y que pesan inmensamente
Oigamos esta petición de cuentas de nuestro hombre orante a Dios: «Pero tú nos has
rechazado y despreciado, te has enfurecido contra tu ungido; has desechado la alianza
con tu siervo, has profanado por la tierra su diadema. Has hecho brecha en todos sus
vallados y has convertido sus plazas fuertes en ruinas». Este fiel israelita, en su clamor,
personifica a todo un pueblo hundido y desconcertado que se pregunta: ¿Qué ha pasado?
¿Cómo es que Dios ha podido volverse atrás y no quiere cumplir lo que ha salido de sus
labios? ¿Será que su palabra no es tan eficaz, y si no lo es, entonces nos ha mentido y
engañado? Nuestro destierro en Babilonia se impone a la evidencia. ¿Dónde está
entonces la permanencia para siempre del trono de David?
La crisis de Israel da al traste con todas sus esperanzas; es como si rebuscaran en lo
más profundo del corazón los últimos residuos de su espiritualidad para arrancarlos
violentamente y expulsarlos. La desesperación llega a su cenit cuando aflora una
pregunta que lleva implícita la respuesta. Si Yavé no es fiable porque su palabra no se
cumple, ¿en qué se diferencia de los dioses de las demás naciones? En definitiva, su
Dios tiene los mismos agujeros que los dioses de los pueblos de alrededor; a la hora de la
verdad, es impotente ante nuestras desgracias.
Vamos a ver cuál es la respuesta de Dios al soliloquio del salmista, quien en realidad
lo que está haciendo es recoger en el odre de su oración el dramático clamor de todo un
pueblo sumido en el desconcierto. No hay duda de que Dios escoge a Israel, entre otras
cosas, para que tuviéramos un espejo en el que todos podamos vernos con las mismas
crisis, tentaciones y hasta desconfianzas con respecto a Dios.
También nosotros hemos dejado nuestras barcas, nuestras redes, fiándonos del Señor
Jesús y su Evangelio; y también, por distintas razones y acontecimientos, nos hemos
visto de pronto desamparados y desvalidos. Parece como que Dios se haya desentendido,

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que eso de que mira por nosotros mucho más de lo que mira por las aves del cielo y los
lirios del campo (cf Mt 6,25-34) no es más que una fantasía poética, una quimera, un
engaño... uno más en nuestra vida; sólo que este viene de alguien que se llama a sí
mismo Hijo de Dios.
Pues bien, la respuesta de Dios a Israel y a todo hombre ha sido audible y visible: La
Encarnación. Se hizo hombre en Jesús de Nazaret. Él es el descendiente de David que
había prometido, cuyo reino no tendría fin.

Con nosotros y con el Padre


La Encarnación aconteció en un tiempo concreto de la historia, y vuelve a acontecer en
todo aquel que emprende un camino de fe y se mantiene en él por más que le lluevan
todo tipo de crisis, pruebas y desánimos. La encarnación del Hijo de Dios hace posible
que sea Él mismo quien inicie el proceso de fe de una persona y lo desarrolle hasta su
madurez. Así nos lo expresa el autor de la Carta a los Hebreos: «Sacudamos todo lastre y
el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos
los ojos en Jesús, el que inicia y consuma nuestra fe» (Heb 12,1-2).
Jesucristo es la plenitud de todas las alianzas y promesas que Dios hizo a Israel y, por
medio de Él, a toda la humanidad. Es aquel que permanece para siempre y de quien dijo
el ángel a María que sería llamado Hijo del Altísimo. Él es el descendiente de David, el
anunciado por Natán y profetizado tantas veces a lo largo del Antiguo Testamento. El
Señor Jesús es el testimonio vivo y la garantía indefectible de que Dios no se ha vuelto
atrás en ninguna de sus promesas y palabras dadas a Israel. En Jesucristo, estas promesas
y palabras ya no son patrimonio de un pueblo sino de todos los pueblos de la tierra.
El anuncio del ángel a María contiene una catequesis profundísima sobre la fe, sobre
nuestra fe. Es la respuesta a todas nuestras «decepciones» de Dios. ¡Cuántas veces aflora
la tentación de que Él nos ha defraudado, nos ha decepcionado!, hasta que nos abre los
ojos y comprendemos, al menos en parte, lo que significa su encarnación en nuestra
existencia.
A continuación intentaremos saborear algunas de las promesas que encontramos a lo
largo del Antiguo Testamento acerca de la venida del Mesías, el descendiente de David.
Oigamos esta profecía de Jeremías: «Mirad que vienen días –oráculo de Yavé– en que
suscitaré a David un Germen justo: reinará un rey prudente, practicará el derecho y la
justicia en la tierra. En sus días estará a salvo Judá, e Israel vivirá en seguridad. Y este es
el nombre con que le llamarán: Yavé, nuestra justicia» (Jer 23,5-6).
Ya que nuestra justicia no puede alcanzar a Dios, ya que por más que queramos no
podemos ser justos ante Él, va a ser Él mismo quien nos alcance a nosotros y nos dé su
justicia. Y lo va a hacer por medio de Jesucristo, su Hijo. Oigamos al apóstol Pablo que
expresa bellísimamente esta nuestra realidad de salvación: «De él –Dios– os viene que
estéis en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia,
santificación y redención» (1Cor 1,30).
Aparte del texto de Jeremías, son numerosos los pasajes proféticos que anuncian la
figura del Mesías, y en los que se formula expresamente que él es el descendiente de

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David en quien se cumplen las promesas de Dios. Recordemos que el ángel dijo a María
que aquel que va a concebir en su seno será llamado Hijo del Altísimo. A la luz de estas
palabras, nuestros ojos y oídos se vuelven hacia el salmo 91.
Este cántico tiene por protagonista a un íntimo de Yavé que ha plantado su tienda en
el espacio que da acceso a sus misterios y a sus secretos. El cántico comienza así: «El
que mora en el secreto del Altísimo pasa la noche a la sombra del Señor, diciendo a
Yavé: ¡Mi refugio y fortaleza, mi Dios, en quien confío!».
Jesús es el Hijo del Altísimo que tiene plantada su tienda, su vida entera, abierta al
secreto, a la riqueza inagotable del misterio de Dios, su Padre. Pasa la noche buscando su
palabra, su luz y su rostro. Se trata de la noche en su sentido más amplio, la prueba, la
tentación, la oscuridad; todas las tinieblas que toman cuerpo en la cerrazón del pueblo
santo ante la Verdad. Puesto que nuestro hombre orante no tiene respuestas a sus
preguntas, acude a Dios sabiendo que estas están envueltas en su misterio. Jesús, el Hijo
del Altísimo, es consciente de que la Sabiduría del Padre llena de luz y de sentido todo
aquello que no es entendible a su simple mente humana.
En sus desconciertos se confidencia con Él y le susurra: Tú eres mi refugio, mi
fortaleza, mi Dios en quien confío. Este es el Hijo del Altísimo, al que vimos profetizado
anteriormente en el salmo 89, hablando de tú a tú con Dios, su Padre, diciéndole: Tú, mi
Padre, tú, la roca de mi salvación.
En el secreto de Dios el Hijo conoce lo que sobrepasa lo humanamente cognoscible, y
recibe fuerza para hacer su voluntad. De ahí que anuncie a sus discípulos una y otra vez
algo que ellos todavía no pueden entender: su pasión. Es ante este drama trágico que se
cierne sobre él por lo que siente la absoluta necesidad de apoyarse en la Roca de su
salvación, y también de su resurrección. La certeza de su triunfo sobre la muerte forma
parte de los secretos que Dios Padre le ha revelado en sus noches, en sus cara a cara con
Él.
También el discípulo sabe que está llamado a la vida eterna. Este don que, por
supuesto, es esencial en nuestra relación con Dios, pasa de ser un artículo de fe a una
certeza existencial cuando, conducidos por el Buen Pastor, llegamos también nosotros a
plantar nuestra tienda en el espacio que da acceso a los secretos de Dios. Este espacio no
es otro que la Palabra.
En ella, y sobre todo en el Evangelio de aquel que exploró e hizo suyos todos los
secretos y misterios de Dios, somos enriquecidos con la inagotable sabiduría espiritual,
tal y como nos dice el apóstol Pablo (cf Ef 1,17-18). De la experiencia de fe del Hijo del
Altísimo emana como un torrente una bella, buenísima noticia. Si a la luz de los secretos
de Dios, Él lo reconoció como Padre, su redención ha hecho posible que también el
discípulo lo pueda reconocer como tal (cf Jn 20,17).
La acción salvífica de Jesucristo en nosotros nos lleva a trasplantar las raíces de
nuestra alma en Dios. Por medio del Evangelio, el Maestro, sólo Él y no puede ser otro
(cf Mt 23,8), con una paciencia y habilidad que sólo se entiende desde la infinitud de su
amor, toma delicadamente, una por una, cada raíz y la anuda a su eternidad. Jesucristo
pone el trabajo, el discípulo su libertad para dejarle hacer. Conforme se va llevando a

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cabo el trasplante de raíces, el hombre va paulatinamente descubriendo el rostro amable
y luminoso de la muerte, a la que desfataliza y sustrae sus sombras de forma que, llegado
el momento, al igual que Francisco de Asís, puede acogerla con este saludo:
¡Bienvenida, hermana mía!

El nuevo éxodo
Volvamos al anuncio del ángel a María: El fruto de tu seno será llamado Hijo del
Altísimo, heredará el trono de David y su reino no tendrá fin. Hemos visto que esta
perennidad tenía su cumplimiento en el Mesías. Sin embargo, encontramos también
textos proféticos que nos hablan del fin del Mesías y de su muerte violenta (cf Is 53,1-
12). La muerte de Jesús habría quitado legitimidad y verdad a las Escrituras si no hubiera
resucitado.
Jesucristo tiene conciencia clarísima de que ha sido enviado por el Padre para abrir un
nuevo éxodo a toda la humanidad. Éxodo que tiene su punto de partida en su
Encarnación y que culmina con su muerte y resurrección. Elevado a lo alto, penetró los
cielos y alcanzó el seno del Padre donde tiene su morada (cf Jn 1,18). Penetró la
infinitud y eternidad de Dios, que estaba cerrada a cal y canto para el hombre, haciendo
posible que cada uno de nosotros, al igual que Él, encuentre allí su morada: «... Voy a
prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os
tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14,2-3).
Jesucristo, el Alfa y la Omega, tal y como se le llama en el libro del Apocalipsis (cf
1,8), haciendo así constar su reinado sin fin, abre un éxodo definitivo para el hombre.
Ahora bien, sus pasos en ese itinerario hacia Dios Padre estuvieron marcados por el
escándalo. Recordemos cómo al final de su catequesis sobre el buen Pastor, proclamó
abiertamente «el Padre y yo somos uno» (Jn 10,30). Ante estas palabras, los judíos
cogieron piedras para apedrearle. No estamos hablando de actitudes negativas o de odio;
el problema era mucho más neurálgico: ¡Había blasfemado!
Ante la reacción de sus oyentes, Jesús les dijo: «Si no hago las obras de mi Padre, no
me creáis; pero si las hago, aunque a mí no me creáis, creed por las obras, y así sabréis y
conoceréis que el Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn 10,37-38). Esta respuesta viene
a nuestro encuentro también en nuestras dudas. Nos está diciendo cuáles son las razones
en las que debemos apoyarnos para creer: las obras que hace en nosotros. Un discípulo, a
lo largo de su camino de fe, es capaz de reconocer que hay retazos de su vida y de su
actuar que no han nacido de la destreza de sus manos, ni de su cabeza, ni de su
inteligencia, ni de su corazón. Alguien las ha hecho, y ese alguien tiene un nombre:
Dios. A esto es a lo que se está refiriendo Jesús.
¿En qué consiste exactamente la experiencia de fe del pueblo de Israel? No en el
hecho de que Dios pronunciase su palabra sobre él, sino en que esta se cumplía. El
pueblo tiene la experiencia de que Dios le salvaba en la medida en que sus palabras
salvíficas eran pronunciadas sobre él. Es más, Dios les decía: Cuando se haya cumplido
lo que os he prometido, sabréis que yo soy Yavé (cf Ez 37,13...). En este sentido, hemos
de decir que la experiencia que un hombre puede llegar a tener de Dios radica en su

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adhesión a su Palabra no porque esté escrita sino porque se cumple en él.
Cuando Jesús anuncia ante los judíos que Él y el Padre son uno, está proclamando que
Él es el Hijo del Altísimo anunciado por sus profetas a lo largo de su historia como
pueblo; el que es alabado, proclamado y cantado en tantos himnos y salmos en sus
templos y sinagogas. El Hijo del Altísimo, proclamado festivamente por la boca de todo
el pueblo, no fue creído desde el corazón. María de Nazaret, hija del pueblo santo, se
eleva gigantescamente por encima de tanta doblez y superficialidad, creyendo, primero
con su corazón y después con su boca, las palabras del ángel: «Concebirás en tu seno al
Hijo del Altísimo».
Jesucristo, como dice el autor de la Carta a los hebreos, es el artífice de la fe, quien la
inicia y completa en el hombre. Lo es porque las obras que hace en sus discípulos tienen
su sello propio. El discípulo, marcado por esta experiencia, distingue entre estas obras
del Hijo de Dios en él y otro tipo de actuaciones que podrían ser comunes a las
religiones en general: fenómenos paranormales, prodigios, milagros...; no hay religión
que no tenga su historial de maravillas de este tipo. El cristiano también las tiene, mas su
fe se mueve en una dimensión mucho más profunda, se basa en su propia historia con
Dios.
Historia de confianzas mutuas. Dios, en un gesto de asombrosa audacia que casi
tacharíamos de irresponsable, se ha fiado de él y lo ha demostrado con hechos
incontestables. Ante esta forma de actuar de Dios, el discípulo rompe todas sus
resistencias y empieza a fiarse de Él. A este respecto, podemos echar mano de la
confesión de Pablo: «Doy gracias a aquel que me revistió de fortaleza, a Cristo Jesús,
Señor nuestro, que me consideró digno de confianza al colocarme en el ministerio, a mí,
que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un insolente» (1Tim 1,12-13). En esta
historia con Dios, llega un momento en que todo discípulo recoge la experiencia del
salmista y, como él, puede decir: «Venid a oír y os contaré, vosotros todos los que amáis
a Dios, lo que él ha hecho por mí» (Sal 66,16).
Lo que Dios hace por ti son obras que levantan tu templo espiritual. Es en este sentido
que el apóstol Pablo dice a los corintios: «Vosotros sois templos del Dios vivo» (2Cor
6,16). Cuando un hombre es testigo de que ha llegado a ser templo del Dios vivo porque
ha actuado en él, es testigo también de que, así como la mano de Dios reposaba sobre el
pueblo de Israel, sobre sus reyes y sus profetas, puede entonces decir que también se ha
posado y ha actuado en él.
Esta es la fe que Dios quiere, aquella que nace de una experiencia y de un testimonio
personal; la fe que es acogida a partir de decisiones concretas y vitales tomadas desde la
libertad. Por mucho que Dios actúe, sus obras ni determinan ni condicionan nuestra
respuesta. Esta depende solamente del hombre. Que siga actuando y culminando su obra
en él, presupone que coloca su obrar en el tapete de su libertad.
María es visitada por Dios, conoce su elección, sabe que esta va a condicionar su vida
con sus proyectos y planteamientos que, indudablemente, a partir de esta visita si es que
la acepta, van a ser otros. También ella debe escoger, no es suficiente haber sido elegida;
tiene que, como si dijéramos, hacer un viaje hacia el centro de su libertad neurálgica y,

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desde ella, dar una respuesta a la propuesta de Dios.
Desde su libertad le responde: Haz, hágase. Sabe que aparca sus proyectos para atarse
a unos proyectos que nacen de la Palabra, y acepta amorosamente. Como buena israelita,
sabe perfectamente que la Palabra es siempre bondad, misericordia, infinitud, salvación,
belleza del rostro de Dios... Sabe que la palabra aceptada hace que su vida pase a ser
Vida. Con estas clarísimas percepciones, María, hija de la Sabiduría, responde a Dios:
¡Aquí estoy!

Bajo su sombra
El cristiano, en su aceptación del Evangelio, no es ningún masoquista o alguien que
camina ciego y sedado hacia la cruz. Es más, partiendo de su condición humana, no ama
ningún tipo de sufrimiento. Tengamos esto bien claro, ni el Maestro ni el discípulo aman
el sufrimiento. Oigamos lo que dice el Maestro: «He venido a arrojar un fuego sobre la
tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo! Con un bautismo tengo que ser
bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!» (Lc 12,49-50).
Jesús está hablando del bautismo de su muerte y, ante esta perspectiva, refleja y
manifiesta su propia angustia. En cuanto hombre, se retrae e incluso es presa del miedo
ante la muerte afrentosa y humillante en la cruz. Recordemos que Marcos nos dice que
cuando Jesús inició su oración en el Huerto de los Olivos, empezó a sentir pavor y
angustia (cf Mc 14,33).
Dicho esto, hemos de aclarar que, al igual que Jesús, el discípulo es un hombre sabio
que es capaz de ver la glorificación de Dios y la suya propia en el misterio de la cruz. No
se trata, pues, de fanatismos sino de sabiduría. No es el sacrificio por el sacrificio, sino la
vida que nace de la aceptación de la voluntad de Dios; esto el discípulo lo sabe y por eso
se implica, porque quiere vivir. El sufrimiento abre al hombre dos caminos: el del
absurdo, que termina en la náusea del ser, como escribió Sartre; o bien el del misterio, en
cuyo desentrañamiento se encuentra con el rostro de Dios.
Dios es glorificado en un hombre transparente que, como tal, irradia en todo su ser la
victoria sobre el mal, la mentira y su príncipe (cf 1Jn 5,4). A su vez, Dios glorifica a sus
hijos anticipando, con la luz que irradia sobre ellos, su futura y total transfiguración:
«Los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre» (Mt 13,43).
María sabe que la Palabra le sobrepasa, pero también tiene la certeza absoluta de que
Dios no habla en vano. Sabe que Él es lo que podríamos llamar un binomio
Palabra/acción, Palabra/cumplimiento. En esta disposición, así expectante, escucha lo
que le añade el ángel: «El poder del Altísimo te cubrirá con su sombra».
Ya tendremos tiempo de sondear catequéticamente estas palabras del ángel. Ahora
solamente nos interesa recordar que la sombra significa en la espiritualidad bíblica la
protección de Dios. A la sombra del Altísimo María planta su tienda; bajo su sombra se
abre a la vida el Germen anunciado por los profetas (cf Jer 23,5) y toma un cuerpo
concreto: el Mesías.
Oigamos lo que dice el apóstol Pablo acerca de Jesús, el Hijo del Altísimo, aquel a
quien María de Nazaret dio a luz: «... Tened entre vosotros los mismos sentimientos de

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Cristo: El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios»
(Flp 2,5-6). Jesucristo es el nuevo Adán en contraposición al primero. Digo en
contraposición al primero porque este, siendo solamente un hombre, deseó y quiso ser
Dios. Tenemos conciencia de ello porque sabemos que su oído, al igual que el de Eva,
escuchó con agrado la nueva identidad que le proponía el tentador: «Seréis como
dioses». Desde entonces, de una u otra forma, con mayores o menores márgenes, el
hombre ha querido erigirse a sí mismo como único dios. Prototipo de esta actitud es el
grito de soberbia que lanzó Babilonia cuando estuvo en el culmen de su poder y riqueza:
«¡Yo, y nadie más!» (Is 47,10).
Seguimos leyendo la catequesis de Pablo: «Sino que se despojó de sí mismo tomando
condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte
como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz.
Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre» (Flp 2,7-
9). En la espiritualidad y cultura de Israel, el nombre expresa la esencia ontológica de la
persona. A la luz de esta aclaración, podemos afirmar que lo que el apóstol nos dice es
que Jesús es también el Altísimo, ya que heredó el mismo nombre del Padre. Y para que
no nos quepa la menor duda de lo que estamos exponiendo, escuchemos el final de la
catequesis paulina: «Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la
tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de
Dios Padre» (Flp 2,10-11).
Jesús es el Hijo glorificado por el Altísimo. A las puertas de su pasión se dirige a su
Padre en estos términos: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo
te glorifique a ti» (Jn 17,1). Por supuesto que no tenía la menor duda de que su Padre iría
a visitarle al sepulcro y le glorificaría. Sin embargo, se dirige a Él en estos términos por
nosotros, es decir, por los que venimos detrás de Él con la esperanza cierta de que, al
igual que Él, también seremos glorificados: «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu
para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos;
herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con
él glorificados» (Rom 5,16-17).
Al condenarle a muerte, los ancianos del Sanedrín pensaron que habían puesto punto
y final a ese loco y embaucador que se hacía pasar por el Mesías. El Padre, de la misma
forma que visitó a Moisés y le suscitó para liberar a su pueblo, visitó y resucitó a su Hijo
dando así cumplimiento a lo que María había escuchado de parte del ángel: «Su Reino
no tendrá fin». No sólo la muerte no pudo acabar con su Reino, sino que, al resucitarle,
Dios le constituyó autor de la Vida (He 3,15).

49
6
Un salto cualitativo

«María respondió al ángel: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?”».
(Lc 1,34)

N
os podríamos preguntar qué diferencia existe entre la respuesta de María, que surge de su
extrañeza, y la de tantos hombres y mujeres de Israel que formularon a Yavé
interrogantes muy parecidos ante la misión que les presentaba.
No sólo la historia de los patriarcas y profetas, es decir, personas individualizadas de
Israel, está plagada de este tipo de situaciones conflictivas a causa de la diferencia
existente entre la llamada que recibían de parte de Dios y sus posibilidades reales. Es el
mismo pueblo elegido el que en etapas concretas de su vida en las que no ve ninguna
salida, se pregunta a sí mismo, y como resonancia pregunta también a Dios, si podrá
hacer algo por él ante la circunstancia y tesitura terriblemente adversa que está
atravesando.
El salmo 78 es todo él una catequesis magistral a lo largo del cual se van enumerando
las distintas y numerosas intervenciones salvíficas de Yavé a favor de su pueblo. Es un
himno que canta la fuerza de Dios y su misericordia. De todo ello el pueblo es testigo y
se siente impulsado a entonar salmódicamente tantas maravillas. Sin embargo, el salmo
deja patente también la debilidad moral de este pueblo haciendo constar que cada vez
que es presa de un peligro, se deja llevar por la murmuración, indicador evidente de que
desconfía de Dios.
El salmista nos expone estas murmuraciones en todos sus detalles y crudezas tal y
como se recogen en las narraciones originales como, por ejemplo, cuando creyeron que
iban a morir de hambre en el desierto: «La comunidad de los israelitas empezó a
murmurar contra Moisés y Aarón en el desierto. Los israelitas les decían: ¡Ojalá
hubiéramos muerto a manos de Yavé en la tierra de Egipto cuando nos sentábamos junto
a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta hartamos!...» (Éx 16,2-3).
La intención catequética del salmista está dirigida a la denuncia del veneno de la duda
de que Dios no termine las obras que empieza; en este caso, el camino de liberación del
pueblo elegido, cuyo transcurso va desde su salida de Egipto hasta la implantación en la
tierra prometida. Oigamos sus dudas: «Hablaron contra Dios; dijeron: ¿Será Dios capaz
de aderezar una mesa en el desierto? Ved que él hirió la roca, y corrieron las aguas,
fluyeron los torrentes: ¿podrá de igual modo darnos pan, y procurar carne a su pueblo?»
(Sal 78,19-20).
A la luz de este ejemplo, se pone en evidencia la inmadurez de Israel. Es cierto que
creen en el Dios de los milagros, pero su corazón no se fía del todo de lo que han visto

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sus ojos acerca de Dios, y dudan de que la liberación completa tal y como se lo ha
prometido por medio de Moisés, llegue a buen término. En esta liberación, como en
todas, los milagros pasan a un segundo plano ya que están al servicio de la palabra dada,
y esta es la que realmente carece de garantía ante sus ojos y oídos.
La pregunta que nos estamos haciendo es si esta inmadurez que acompaña la historia
de Israel tanto individual como colectivamente, se ha adueñado también de María de
Nazaret. Es necesario preguntarnos esto ya que, ante la misión que se le confía, responde
prácticamente igual: ¿cómo será esto?
Abordamos la cuestión, si queremos con más realismo en lo que a su tiempo se
refiere, sondeando las figuras de Zacarías e Isabel, parientes suyos. Sabemos que el
ángel del Señor se aparece a Zacarías y le dice: «No temas, Zacarías, porque tu petición
ha sido escuchada; Isabel, tu mujer, dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre
Juan» (Lc 1,13).
La respuesta de Zacarías al ángel es muy parecida a la de María: «¿En qué lo
conoceré?, porque yo soy viejo y mi mujer avanzada en edad». El ángel le responde con
una señal: se quedará mudo por no haber dado crédito a sus palabras. ¿Podemos decir
que es el mismo caso que el de María? Si es así, ¿por qué Dios actúa de esta forma con
respecto a Zacarías?
Analizando pormenorizadamente tanto el diálogo de Zacarías como el de María con el
ángel, podemos afirmar que no estamos ante una misma situación o caso. Que una mujer
estéril conciba en su seno no es novedad en la historia de Israel. Isaac, Samuel, Sansón,
etc., figuras señeras del pueblo elegido, son hijos de madres estériles a las que Dios
otorgó el don de la fecundidad. Zacarías, pues, tiene una historia de fe detrás que debería
sobreponerse a sus dudas. Además, recordemos que el ángel le dice que su oración, su
petición de tener descendencia, había llegado hasta la presencia de Dios y le había
escuchado. Con estos datos podemos concluir que con tantos memoriales históricos en
su pueblo, amén de haberlo pedido insistentemente a Dios, su pregunta deja un espacio
abierto a una incredulidad que no se corresponde con actuaciones concretas y en la
misma dirección de Dios con su pueblo.
Consideramos, pues, la pregunta de Zacarías como un tanto insidiosa, propia de una
inmadurez que nos recuerda a las que salieron de los labios de Israel en su caminar por el
desierto y a las que ya hemos hecho alusión.
Antes de abordar la respuesta de María, es necesario señalar que no estamos muy
descaminados si admitimos que Israel tuvo la tentación de atribuir algunas de las
intervenciones salvíficas de Dios a simples casualidades. Es lógico que pudiera pensar
que no era él el primer pueblo esclavo que había alcanzado la libertad aunque fuese de
otra forma. Con respecto al paso del mar Rojo, quién sabe si no fue debido a un
fenómeno natural y nada más, como un huracán que dejó un espacio abierto en las aguas.
Siguiendo en la misma dirección, quién sabe si un cambio en la trayectoria del viento
pudo llevar bandadas de codornices extenuadas al desierto, etc. Estas y otras
apreciaciones pudieron fácilmente hacer mella en la mente de los israelitas.
Vistos todos estos pormenores precedentes e incluso posibilidades, estamos ya lo

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suficientemente documentados para afirmar con solvencia que la propuesta que recibe
María rompe por completo todos los esquemas, todos los parámetros y márgenes de la
experiencia religiosa de Israel. Lo que oye la Virgen María es: ¡Vas a concebir al Hijo de
Dios!
No se está hablando aquí de pan o carne en el desierto, de un paso en medio de las
aguas o de la curación de la esterilidad de unas mujeres... La propuesta es ni más ni
menos que la de concebir en su seno al Hijo de Dios. El anuncio del ángel está
impulsando a esta joven israelita a dar un salto mortal en lo que respecta a la fe. Lo
podríamos llamar también un cortar el cordón umbilical respecto a todas las experiencias
religiosas que se dan en la naturaleza humana y que han dado lugar a casi todas las
religiones. Incluso con respecto al mismo pueblo elegido, María da lo que podríamos
llamar el salto cualitativo de la fe que en realidad es un abismo, y al que de muchas
maneras alude Jesucristo a lo largo de su predicación, como cuando dice a los judíos: «El
que es de Dios, escucha las palabras de Dios; vosotros no las escucháis, porque no sois
de Dios» (Jn 8,47).

La expectación de Israel
Israel es consciente de su elección, sabe que es un pueblo diferente a todos los demás,
conoce lo que podríamos llamar manifestaciones de Dios que han sido vedadas a los
demás pueblos. Esta predilección de Dios forma parte de su identidad y está orgulloso de
ella como podemos ver en este texto: «Pregunta, pregunta a los tiempos antiguos, que te
han precedido desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra: ¿Hubo jamás
desde un extremo a otro del cielo palabra tan grande como esta? ¿Se oyó cosa
semejante? ¿Hay algún pueblo que haya oído como tú has oído la voz del Dios vivo
hablando de en medio del fuego y haya sobrevivido?» (Dt 4,32-33).
Sin embargo, y como ya sabemos, a pesar de esta elección y predilección, Israel es
consciente de que Dios sigue siendo el Otro, el gran desconocido; es consciente de que
hay un abismo entre ambos. Dios mismo lo hace constar de muchas maneras como, por
ejemplo, esta: «Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros
caminos son mis caminos, dice Yavé. Porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así
aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros» (Is 55,9).
Dios mismo será quien supere este abismo encarnándose. Justamente porque elimina
así, tan portentosamente, la distancia insalvable y porque esta forma de actuar supone
una novedad absoluta e inaudita, María siente la necesidad de plantear su pregunta.
La riqueza catequética del salmo 24 nos ilumina algo acerca de la densidad del
diálogo entre el ángel y María. En este salmo se nos da a conocer como promesa una
raza, una humanidad nueva. Por supuesto que es Jesucristo el Primogénito de muchos
hermanos (Rom 8,29), el artífice de esta nueva humanidad, Él es el hombre nuevo. Y,
siguiendo a los santos Padres de la Iglesia, diremos que si Él es el nuevo Adán,
consideramos a María de Nazaret como la nueva Eva. Penetremos en nuestro salmo:
«¿Quién subirá al monte del Señor?, ¿quién podrá estar en su recinto santo? El de manos
limpias y puro corazón, el que no lleva su alma a la vanidad ni jura con engaño. Este

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logrará la bendición de Yavé, la justicia del Dios de su salvación».
En el fondo de este canto de alabanza, adivinamos el deseo de un hombre que ha
intimado con Dios y que aspira a vivir junto a Él. Sin embargo, junto con el deseo se
hace evidente la imposibilidad. Ante su presencia solamente pueden estar aquellos de
manos limpias y puro corazón, que significa el que es absolutamente inocente de culpa
ante Dios y ante los hombres. Ante Dios está el que ha hecho su voluntad, la cual lleva
consigo el hacer bien a todos los hombres tanto de palabra como de obra... Vistas así las
cosas, parece que nadie, absolutamente nadie, posee esta idoneidad.
No obstante, el salmo, improvisamente, como que da un giro brusco; nombra a un rey
que ha combatido, ha sido valiente en la batalla y al que se le abren las puertas de acceso
a Yavé. Más aún, antes de describir esta victoria, el salmista insinúa que este vencedor es
cabeza de la raza de los que buscan a Dios: «Tal es la raza de los que le buscan, los que
van tras tu rostro, oh Dios de Jacob».
Volvemos a hacer mención de las catequesis de los santos Padres de la Iglesia acerca
de Jesús como el nuevo Adán, y María la nueva Eva. Ella es portadora en su seno de la
Palabra creadora de Dios, la cual, a su tiempo, es creadora del hombre nuevo. Es hombre
nuevo porque ha vuelto a nacer, ha nacido de lo alto, es hijo de Dios. Escuchemos a
Pablo: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer,
nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos
la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gál 4,4-6).
Jesús, el Hijo, clamaba así: ¡Abbá, Padre!, en su dramático diálogo con Él en el
huerto de los Olivos. Es allí donde la voluntad del Hijo se ata definitivamente con la del
Padre llevándole a dar su vida por el hombre. Ese mismo Espíritu que le indujo a confiar
en el Padre hasta la muerte, vive en nosotros como fruto de su resurrección. Es un don
suyo para poder relacionarnos con Dios y poder llamarle, igual que Él, ¡Abbá, Padre!
Esta nueva forma de ser es la que configura la nueva raza a la que hace alusión el
salmista. Es en este sentido que dice el apóstol Pablo: «El que está en Cristo, es una
nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2Cor 5,17).
Trascendiendo al ángel, María es consciente de que está en presencia de Yavé
escuchando su propuesta. Se turba, se extraña y pregunta, pero ahí está. Ningún paso
atrás, ninguna excusa. Pregunta, segura de que hay una respuesta de Dios. No hay en ella
la falsa humildad de quien en realidad no quiere obedecer; a pesar de sus penumbras, su
estar continúa firme. Parece como si todo el oído de Israel y de la humanidad estuviera
pendiente de la propuesta de Dios. María está ante Él, es como una primicia, un anticipo
de su estar cara a cara con su gloria cuando esta brilló en todo su esplendor en el misterio
de la cruz..., también allí estaba ella, de pie (cf Jn 19,25ss).
Acerca de este estar junto a Dios, escuchemos a Isaías: «¿Quién de nosotros podrá
habitar con el fuego consumidor?, ¿quién de nosotros podrá habitar con las llamas
eternas?» (Is 33,14). El enunciado del profeta no deja lugar a dudas. Dios es un fuego
consumidor, y nadie, ni gentiles ni judíos, puede habitar junto a Él. Esta pregunta nos
recuerda en su conjunto a la del salmista: ¿Quién puede entrar en presencia de Dios?

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También ambas respuestas son parecidas. El que anda en justicia y habla con rectitud; el
que rehúsa ganancias fraudulentas, el que se sacude la palma de la mano para no aceptar
soborno, el que se tapa las orejas para no oír hablar de sangre» –hablar de sangre
significa participar de las murmuraciones contra tu hermano, sea quien sea» (Is 33,15).
Nadie es apto para habitar con Dios. Hay un eslabón desconectado, suelto, que
establece la diferencia entre el hombre creado y Dios, su creador. Ya que esta es la
realidad, Dios –sólo Él podía hacerlo– da el paso necesario, engancha el eslabón suelto,
y para ello decide tomar un cuerpo, se hace hombre, elige a una mujer, María de Nazaret.
Ella representa la raza que llega a habitar con Dios porque Dios habitó en ella por la
Palabra. Por supuesto que no es otra raza, científicamente hablando, pero sí en el sentido
de que la imagen y semejanza de Dios de la que todos somos portadores, ha sido como
accionada por un sensor que es la palabra de Dios. Esta desarrolla lo que los santos
Padres llaman los sentidos del alma, haciendo así al hombre apto para habitar con Dios.

Espejo del discipulado


He ahí el misterio de amor inmensurable. En su encuentro con esta joven de Israel nos
parece oír a Dios, algo así como preparando el encuentro, diciéndose para sí mismo:
Puesto que nadie puede habitar conmigo, iré Yo a habitar con vosotros. San Juan lo
expresó con la belleza poética que le caracteriza: «La Palabra se hizo carne, y puso su
Tienda entre nosotros, y hemos contemplado su gloria».
El fuego de Dios se hizo carne para que nuestra carne se hiciese fuego de Dios.
Acontecimiento asombroso que los santos Padres expresan con estas palabras: Dios se
hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios. La Encarnación marca un hito esencial
en la historia; sin ella el hombre estaría inacabado ya que su imagen y semejanza divina,
desprovista de este sensor que es la Encarnación, sería algo parecido al ojo sin luz que le
estimule, o al oído sin sonido.
Todo hombre sabe por propia experiencia que tiene un espacio de soledad que nadie
ni nada creado puede habitar, y que cobra dimensiones más amplias en la medida en que
la vida sigue su curso. Ante esta implacable realidad, podemos llamar bienaventurado a
todo aquel que ha buscado sin desmayo hasta alcanzar que su alma sea habitada por el
Único a quien le pertenece: Dios. Por eso y porque ha sido creado para ser habitado por
Dios, la Encarnación supone la plenitud de la obra maestra de Dios, el ser humano.
Recordemos que la revelación de Yavé a Israel fue, como dice san Pablo, transmitida
a través de un velo que Jesús rasgó en el momento de su muerte (cf Lc 23,45); digamos
que justamente por lo que atisba a través del velo, Israel pide a gritos la encarnación de
Dios. Estas súplicas hacen parte de su espiritualidad. Oigamos, por ejemplo, el clamor
del salmista: «Envía tu luz y tu verdad, ellas me guíen, y me conduzcan a tu monte santo,
donde tus Moradas» (Sal 43,3).
Este fiel israelita no se conforma con el hecho de que nadie pueda entrar en la
presencia de Dios; de ahí su súplica a Yavé para que desciendan de lo alto su luz y su
verdad; que ellas le sirvan de guía y apoyo para poder llegar hasta el monte santo, a las
Moradas donde Él habita. Dios recoge esta y tantas oraciones que surgen impetuosas del

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corazón de tantos hombres y mujeres, y se acerca hasta María con el anuncio esperado:
Vas a concebir en tu seno a un hijo, Él es la luz y la verdad que acompañarán a los
hombres hasta mí. Jesús ratifica la acción salvífica del Padre y proclama: Yo soy la Luz
del mundo. Y también: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.
¿Cómo nos conduce Jesús hacia Dios Padre, hacia las llamas eternas? Haciendo el
camino hacia Él. Jesús anuncia con toda claridad el principio y el fin de su envío: «Salí
del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (Jn
16,28). En su paso hacia el Padre nos da su Evangelio como herencia, como llave
maestra para poder estar ya desde ahora, al igual que Él lo estuvo en su vida, en
presencia de Dios, en comunión con Él.
Que el Evangelio es la llave maestra para entrar en Dios es una metáfora que, aunque
parezca increíble, es superada por la realidad. El Evangelio es el espacio adimensional y
eterno del Hijo de Dios. De hecho, no son pocos los Padres de la Iglesia, entre ellos san
Jerónimo, que afirman que Jesucristo está vivo y operante en su Evangelio. El discípulo,
guardando en lo más profundo de su ser el tesoro de su vida, que es el Evangelio, hace el
mismo camino que su Señor Jesucristo, y que sabe que culmina en el Padre.
Ante la inenarrable grandeza y riqueza de Vida que supone el Evangelio de nuestro
Señor Jesucristo, comprendemos el atrevimiento del apóstol Pedro que llegó a decir que
la predicación evangélica es una maravilla que hasta los ángeles desearían contemplar
(cf 1Pe 1,12b).
Esta afirmación no es simplemente una apreciación de Pedro, sino que expresa el
sentir de toda la Iglesia apostólica. Para cerciorarnos de esto, bastaría echar una ojeada a
las numerosísimas catequesis que nos legaron los predicadores de las primeras
generaciones cristianas. En el trasfondo de estas subyace una certeza: El Evangelio de
nuestro Señor Jesucristo, Dios encarnado, crucificado y resucitado, es la perla preciosa,
el tesoro de valor incalculable de los que nos habla Mateo: «El Reino de los Cielos es
semejante a un tesoro escondido que, al encontrarlo un hombre... va, vende todo lo que
tiene y compra el campo. También es semejante el Reino de los Cielos a un mercader
que anda buscando perlas finas, y que, al encontrar una perla de gran valor, va, vende
todo lo que tiene y la compra» (Mt 13,44-45).
Los primeros cristianos tenían este concepto del Evangelio porque eran conscientes
de que al acogerlo, en realidad acogían en su espíritu al mismo Hijo del Altísimo que
concibió María de Nazaret. En ella pusieron sus ojos con tal gratitud que no tuvieron
reparo en reconocerla como madre de la Iglesia, que, en términos más concretos,
significa madre de todo discípulo.
Volvemos al diálogo que María y el ángel están manteniendo, para analizar la razón
por la cual ella le inquiere cómo va a ser posible eso de concebir al Hijo del Altísimo
puesto que no conoce varón. El argumento es más serio y profundo de lo que podrían
significar textualmente estas palabras. En su sentido literal podríamos pensar que se esté
refiriendo a José con quien estaba ya desposada, tal y como nos dice Lucas (cf Lc 1,27).
Por supuesto que hemos de traspasar el sentido literal de este texto bíblico, y para ello
seguimos la referencia de uno de los mayores Padres de la Iglesia primitiva: Orígenes.

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En sus catequesis escribe que la palabra de Dios tiene un alma y un cuerpo. El cuerpo es
lo que está escrito literalmente; y el alma es el espíritu vivo de Dios que aletea sobre el
cuerpo confiriéndole su auténtico sentido.
Dicho esto, podemos enunciar que «el no conozco varón» de María contiene en sí
mismo la única respuesta posible: Si he sido llamada para concebir al Hijo del Altísimo,
habrá de ser Dios mismo quien lleve a cabo su obra, pues no hay varón en todo el
universo que esté capacitado y posibilitado para ello.
Más adelante nos detendremos con calma a analizar catequéticamente lo que el ángel
dice a María casi al final de su visita: «Ninguna cosa es imposible para Dios». Esto
María ya lo ha intuido a lo largo del anuncio, y digamos que apela a este dato de fe
cuando afirma «no conozco varón». Es una forma de apelar al concurso de Dios
partiendo de su convicción de que, efectivamente, para Él no hay nada imposible.

A los que me escuchan


María es imagen de la fe no por un pietismo infantil, sino porque marca los pasos del
hombre de cara al Evangelio en vista a llegar a ser discípulo del Señor Jesús. La primera
reacción de un hombre sabio y consciente ante el Evangelio es idéntica a la que María
tuvo ante el ángel. El «no conozco varón» del hombre ante el Evangelio es la confesión
de su impotencia. Es saber que su cumplimiento es imposible a las solas fuerzas
humanas, y que, por lo tanto, sobrepasa infinitamente todo compromiso legalista o
moral.
Una vez constatado esto, vienen los pasos siguientes. Ha llegado el momento de
acogerse, como María, al concurso de Dios hasta llegar a proclamar como ella y con ella:
hágase en mí según el Evangelio que me propones.
Digo que sólo el ser humano sabio y sensato es capaz de situarse de cara al Evangelio
en el plano de la propia indigencia e incapacidad. Es tan evidente su pobreza que no le
queda más remedio que apoyarse en Dios. Veamos un ejemplo de esto siguiendo el
evangelio de san Lucas. Dice Jesús: «Pero yo os digo a los que me escucháis: Amad a
vuestros enemigos, haced bien a los que os odien» (Lc 6,27).
La primera puntualización que hemos de señalar es que Jesucristo no dice, sin más, a
los que tiene a su alrededor: Amad a vuestros enemigos..., sino que subraya con énfasis:
«A los que me escucháis». Con esta puntualización, Jesucristo está marcando el estilo y
la razón de ser del discipulado: su Evangelio solamente es palabra viva y eficaz para
aquellos que le escuchan, es decir, para aquellos que, por el amor que tienen a su
Palabra, permiten a esta que vaya saneando e implantándose dentro de ellos. La Palabra
tiene tal fuerza operante (cf 1Tes 2,13) que capacita al corazón para amar
incondicionalmente, también a los enemigos.
El amor a los enemigos, a los que nos odian, es infinitamente superior a cualquier
compromiso moral o legal; se puede hasta hacer el intento, pero enseguida viene el
desmayo. Ante tantas tentativas fallidas, terminamos diciendo: esto no es para mí, yo
nunca seré así, no nací con la madera de san Francisco o santa Teresa.
El hombre sabio, y que es también prudente, mira el Evangelio desde la humildad; no

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se siente con fuerza ni siquiera para hacer un compromiso, entre otras cosas porque sabe
que nunca lo va a poder cumplir. Pero es sabio y, en cuanto tal, también humilde; se
agarra con todas sus fuerzas al preámbulo de Jesús: «Os digo a los que me escucháis, a
los que tenéis el oído atento».
En las antípodas del hombre sabio está el necio. Estos son los que dicen amén sin más
al Evangelio cuando en realidad no se han enterado de nada. En realidad terminan
haciendo su santísima voluntad, la suya, no la de Dios. Como aquel hijo de la parábola
del evangelio de Mateo: «Un hombre tenía dos hijos... Llegándose al segundo, le dijo:
Hijo, vete hoy a trabajar a mi viña. Él respondió: Voy, señor, y no fue» (Mt 21,28-30).
El hombre sabio alcanza a ser discípulo de Jesús, pues escucha su Palabra desde su
pobreza, la ama, se complace en ella, y entonces acontece lo imposible... llega un
momento, el de su sazón, en el que da su fruto: «El justo se complace en la palabra de
Yavé, la susurra de día y de noche. Es como un árbol plantado junto a corrientes de agua,
que da a su tiempo el fruto, y jamás se amustia su follaje; todo lo que hace sale bien»
(Sal 1,2-3). El fruto consiste en que este hombre, sin que le salga una úlcera de estómago
o se le dispare un carácter insoportable, gracias a Jesucristo en quien ha confiado, llega
en su sazón a amar a sus enemigos, a hacer el bien a quienes le odian y le hacen el mal.
En el mismo texto evangélico Jesucristo establece el sello por el que reconoce a sus
discípulos, los cuales, a su vez, son también reconocidos como hijos por su Padre: «Si
hacéis bien a los que os lo hacen a vosotros, ¿qué mérito tenéis? ¡También los pecadores
hacen otro tanto!... Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin
esperar nada a cambio; y vuestra recompensa será grande y seréis hijos del Altísimo...»
(Lc 6,32-35).
Si tu relación con Dios, al menos no te cuestiona en tu capacidad de perdón, tu amor
sin acepción de personas, tu relación con los pobres, ¿qué diferencia hay entre tú y otro
que aparentemente pasa de Dios? Sería triste, dramáticamente triste, que la única
diferencia consistiese en que tú fueses fiel a unos cumplimientos y el otro no. Por
supuesto que así como María preguntó al ángel, es evidente que tú también tienes que
preguntarte de cara al Evangelio: ¿Cómo es posible esto si conozco a fondo mi debilidad
en tantas y tantas dimensiones?
Se libra entonces un combate que Dios gana para ti si te encuentra humilde y pobre de
espíritu. Los humildes y pobres de espíritu se reconocen enseguida; son aquellos que
buscan, llaman, gritan y, si es necesario, hasta lloran..., y sobre todo aman: aman como
no han amado nunca, como nunca se imaginaron que se pudiera amar. En este su
combate es cuando realmente empiezan a conocer a Dios, lo conocen y lo reconocen
porque está a su lado. Es más, usando de la analogía, podemos decir que se hace en ellos
como se hizo en María. Esta es la belleza absolutamente insuperable de la fe adulta, del
discipulado.

57
7
Dios hará en ti

«El ángel le respondió: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”».
(Lc 1,35a)

L
a respuesta del ángel a María es como la señalización del campo donde crecen y dan
fruto los discípulos del Señor Jesús. Le hace saber que lo que a las capacidades humanas
se presenta como imposible, no lo es para Dios; que es decisión suya encarnarse para
salvar al mundo y, precisamente porque es decisión suya, suya es también la obra.
Dios actúa, he aquí la gran experiencia del pueblo de Israel. Sus obras son palpables y
visibles a sus ojos. Israel puede recordar, aun en sus tinieblas, su salida de Egipto, su
caminar a lo largo del desierto protegido por la sombra –el poder– de Yavé. Y en la
misma dirección, Israel podría ir recordando los hitos de su historia. De cara a ser
Emmanuel, Dios cubrirá con su sombra a esta muchacha, se servirá de ella confiándola
esta especialísima y singular misión.
Todo discípulo sigue unos pasos muy parecidos a los que dio María al aceptar la
misión de encarnar al Emmanuel. También el discípulo en cierto modo lo concibe y lo da
a luz. Es en este sentido que Jesucristo dice a los suyos: «Vosotros sois la luz del
mundo». Luz que se irradia desde el propio seno, allí donde habita el Evangelio acogido.
Ya hemos hecho alusión a que la primera reacción de todo hombre ante el Evangelio
cuando escucha: «Ama a tus enemigos, perdona setenta veces siete, yo vivo en los
pobres, en los encarcelados...», es idéntica a la de María: ¿Cómo va a ser posible esto
siendo yo quien soy? Todos tenemos conciencia de nuestra impotencia e incluso rechazo
para amar a aquel que no es en sí amable. También hemos visto que considerar al
Evangelio como una ley moral nos sitúa en el campo de la perplejidad, incluso en el
rechazo inamovible. Así nos sentimos cuando echamos mano de lo que algunos llaman
«las exigencias del Evangelio», algo que es totalmente impropio ya que este no es una
exigencia sino un don del Señor Jesús.
Cuando somos conscientes de esto, es que ha llegado el momento adecuado para
escuchar al Hijo de Dios que nos dice lo mismo que el ángel a María: «El poder de Dios
te cubrirá con su sombra». Entramos así en la encrucijada de fiarnos o no de su Palabra;
ella es la fuerza de toda opción para llegar a ser discípulo de Jesús. Claro que hay otra
opción, que es la de llegar a ser simplemente un buen hombre que cumple más o menos
bien lo necesario para salvarse. Acerca de estos hombres, san Pablo tiene una
exhortación meridianamente clara: «Habéis roto con Cristo todos cuantos buscáis la
justicia en la ley. Os habéis apartado de la gracia» (Gál 5,4).
Entremos a fondo en esta cuestión. ¿Qué significan las palabras «El Espíritu Santo –la

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fuerza de Dios– vendrá sobre ti»? Es la fuerza que invade y penetra al hombre, le revela
las Escrituras y le dinamiza para que se cumplan en él. En este sentido, Gabriel está
anunciando a María que la fuerza de Dios va a entrar en ella de forma que, elevándose
por encima de todo varón –recordemos su objeción–, concebirá al Hijo de Dios.
La historia de salvación que Dios hace con su pueblo santo está toda ella
protagonizada –aparte de por Él– por multitud de hombres y mujeres que llevaron a cabo
misiones concretas de salvación, y que ello fue posible porque el poder de Yavé, la
fuerza de su espíritu, estaba con ellos.
Sondeamos esta bellísima realidad partiendo del profeta Ezequiel. Nos dicen las
Escrituras que su vocación tuvo origen en base a un acontecimiento concreto: «La mano
de Yavé vino sobre él». Es esta una expresión bíblica utilizada comúnmente para
expresar que alguien ha recibido el Espíritu Santo; como vemos, por ejemplo, en la
naciente Iglesia: «De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento
impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas
lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos;
quedando todos llenos del Espíritu Santo» (He 2,3-4).
Dios, aquel que extiende su mano y salva, es el mismo que se posa sobre Ezequiel y
sobre el grupo apostólico reunido en el Cenáculo esperando su visita. Al extenderla y
posarse sobre Ezequiel, este quedó revestido de la fuerza de su espíritu, capacitándolo
así para cumplir su misión profética.
Más adelante el profeta nos cuenta su experiencia. La mano de Yavé y su espíritu van
a la par en orden a fortalecerle. Ambos, mano y espíritu, son su garantía ante la misión
confiada, misión que en un primer momento produce en él, igual que en todos, una
especie de rechazo, y que él traduce como amargura en su corazón: «Y me dijo: Hijo de
hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de
Israel... Y el espíritu me levantó y me arrebató; yo iba amargado con quemazón de
espíritu, mientras la mano de Yavé pesaba fuertemente sobre mí» (Ez 3,1.14).
El mismo binomio, mano-espíritu de Yavé, se adueña de Ezequiel confiriéndole la
vocación profética. Más adelante, movido por Dios, anunciará a un pueblo que no es más
que un montón de huesos dispersos, su liberación, su reconstrucción y su vuelta a la
tierra santa de donde ha sido arrancado: «La mano de Yavé fue sobre mí y, por su
espíritu, me sacó y me puso en medio de la vega, la cual estaba llena de huesos... Así
dice el Señor Yavé a estos huesos: He aquí que yo voy a hacer entrar el espíritu en
vosotros y viviréis... Os estableceré en vuestro suelo, y sabréis que yo, Yavé, lo digo y lo
hago» (Ez 37,1-14).

Te sostuve con mi mano


La conexión entre la mano de Yavé y la fuerza de su espíritu es de una importancia
capital. No es una simple riqueza lingüística para expresar la fuerza de Dios. La
catequesis que hay detrás de las palabras es fundamental para comprender que tanto la
mano de Dios como su espíritu, presentes a la hora de salvar al pueblo, se harán también
presentes a la hora de encarnar al Salvador, al Mesías.

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En el mismo contexto, podemos ver que el Mesías nos es anunciado por los profetas
como alguien sobre quien reposará el espíritu de Yavé: «Saldrá un vástago del tronco de
Jesé, y un retoño brotará de sus raíces. Reposará sobre él el espíritu de Yavé: espíritu de
sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de
Yavé» (Is 11,1-2). De una forma más personalizada, anuncia que es el mismo Yavé
quien pondrá su espíritu sobre el Mesías: «He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi
elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él: dictará ley a las
naciones» (Is 42,1).
Pues bien, así como el Mesías es anunciado como alguien que es portador del espíritu
de Yavé, también nos es presentado como formado por sus propias manos: «Yo, Yavé, te
he llamado en justicia, te así de la mano, te formé, y te he destinado a ser alianza del
pueblo y luz de las gentes» (Is 42,6).
Esta bendita profecía que alude a las manos de Yavé a la hora de formar al Mesías, la
encontramos también formulada en el salmo 119: «Tus manos me han hecho y me han
formado, hazme entender, y aprenderé tus mandamientos» (Sal 119,73). Por supuesto
que el salmista está refiriéndose al Mesías, pero su profecía es más amplia. Las mismas
manos que forman al Mesías, tienen poder para formar a los hombres nuevos en
Jesucristo, tal y como dice san Pablo (cf 2Cor 5,17). Las mismas manos forman a María
como primicia de todo discipulado, y la capacita para concebir y dar a luz al Hijo de
Dios.
El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra.
Ambas expresiones catequéticas son las dos caras de la misma moneda; y ambas se
cumplen también en todos y cada uno de los discípulos del Señor Jesús. Son palabras,
promesas en orden a configurar en cada creyente la imagen del Señor Jesús. El apóstol
Pablo expresa magistralmente este don de Dios: «Sabemos que en todas las cosas
interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su
designio. Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó –llamó– a
reproducir la imagen de su Hijo» (Rom 8,28-29).
En María todos estamos llamados a reproducir en nuestro ser la imagen del Señor
Jesús. Desde esta maravillosa perspectiva nos alegra poder decir que el espíritu de Dios
y sus manos nos están moldeando según el perfil de su Hijo. Llevando esta promesa en
lo más profundo de nuestro ser, nos acercamos asombrados y, al mismo tiempo,
amorosamente confiados, al mandamiento por antonomasia de Israel, lo que podríamos
llamar su credo, me estoy refiriendo al Shemá: «Escucha, Israel. Yavé nuestro Dios es el
único Yavé. Amarás a Yavé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas
tus fuerzas. Queden en tu corazón estas palabras...» (Dt 6,4-6).
El mandamiento de Yavé a su pueblo no puede ser más bello ni más íntimo. Es tan
fuerte, tan densa su riqueza, que penetra hasta los huecos más recónditos de nuestras
potencialidades afectivas. Al decir potencialidades, me refiero en primer lugar a nuestra
receptividad para ser amados. Recordemos que Dios es amor y que Él nos amó primero,
tal y como nos dice san Juan en su primera carta (cf 1Jn 4,19).
Dicho esto, fijemos nuestra atención en lo que viene a continuación de lo que hemos

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llamado el credo de Israel, el Shemá: «Estas palabras... las atarás a tu mano como una
señal, y serán como una insignia entre tus ojos; las escribirás en las jambas de tu casa y
en tus puertas».
Así pues, dice Dios a los israelitas que aten estas palabras de vida a su mano como
señal permanente ante sus ojos. La cuestión es que las manos de los israelitas son
débiles, no tienen fuerza para mantener la fidelidad ante Dios. Son manos que, como
todas, van detrás de la mentira. Sin embargo, hay en estas palabras una bellísima noticia
en forma de invitación: el estar mano a mano con Dios; su mano santa, fuerte y poderosa
con la mano débil y traicionera del hombre.
Esta es la buena noticia, y también promesa, que se entresaca catequéticamente del
Shemá. Estamos mano a mano con Dios, atados a Él, por medio de su Palabra.
Recordemos lo que Dios dice a su pueblo: ¡Escucha, escucha lo que sale de mi boca hoy
para ti: amarás con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas! No tengas
miedo, no mires tus heridas y tu debilidad. Ya sé yo que no puedes cumplir lo que te
estoy diciendo. Actúa con sabiduría, ata estas palabras a tu mano, átalas y mi poder
estará en ellas de forma que tu debilidad se convertirá en fortaleza, tu impiedad en
santidad, porque yo hago santos a mis hijos. Esta es la santidad que quiere Dios. No es el
hombre quien se santifica a sí mismo con sus obras –sacrificios, compromisos,
propósitos–, es Dios que con su obra amorosa nos santifica.
Los discípulos de Jesús, atados a él por su Evangelio, caminan por el mundo con la
fuerza y poder que emana de su Palabra. Apoyados en Dios, no se sienten con autoridad
para dar lecciones de moral a nadie. Más aún, precisamente porque son conscientes de
que son un reflejo del amor y la fuerza de Dios, se sonrojan enormemente si alguien ve
en ellos un referente moral. Recordemos la aversión que tuvieron siempre los santos a
este tipo de apreciaciones.
Esta multitud de hombres y mujeres, llamados, elegidos y formados por la mano de
Dios, hacen presente su amor a lo largo y ancho del mundo. Es esta fuerza de lo alto la
que hizo posible que galaxias luminosas tales como san Juan de Dios o Teresa de Ávila o
Teresa de Calcuta o Francisco Javier o Francisco de Asís y tantos, tantos más, vivieran
entre nosotros e iluminaran nuestra existencia con su luz y la continúan iluminando.
En Isaías hemos oído que Dios decía acerca de su Hijo: «Yo te cogí de la mano y te
formé». Vamos a ver en el Evangelio que lo que el Padre ha hecho con el Hijo, lo hace
este con sus discípulos: «No está el discípulo por encima del maestro. Todo el que esté
bien formado, será como su maestro» (Lc 6,40).
Para entender catequéticamente esta exhortación, hemos de empezar por decir que
Jesucristo, formado por Dios, está atado a Él porque anudó sus palabras a todo su ser,
diríamos poéticamente que se apretó contra ellas. Él era la palabra del Padre, por eso
pudo decir: «Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14,11). Por estar atado así al
Padre se dejó someter al poder de las manos de la impiedad, que le arrastraron hasta la
muerte y muerte de cruz. Sin embargo, la muerte no tuvo poder sobre él. Cuando creía
cantar victoria, el agonizante hizo resonar su voz como trompeta victoriosa: sus palabras
abarcaron toda la creación: «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!». Ni siquiera

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la muerte pudo desatar el lazo de amor que la Palabra había tejido entre el Padre y el
Hijo.

María: Virgen sabia


Volvamos al encuentro entre el ángel Gabriel y María para expresar que estamos ante lo
que podríamos llamar uno de los núcleos que configuran la fe fuerte y serena. El diálogo
entre Dios y María provoca entre ellos un amor indestructible. Palabra de lo alto y
aceptación desde el suelo. Son correas que se tensan hasta el máximo entrelazando así el
nudo que permanece inalterable, tenazmente resistente ante todo tipo de incomprensión,
prueba, crisis, tribulación y, por supuesto, nudo que se eleva insultantemente victorioso
ante la misma muerte.
El discípulo que vive así con el Evangelio atado a su alma, participa de la fuerza y del
poder de Dios. Por eso puede dirigirse a Él y susurrarle: En tus manos encomiendo este
problema que tengo, esta angustia, esta desazón, esta debilidad y estas dudas. Padre, todo
mi yo lo encomiendo a tus manos; no permitas que otras manos me arrastren con sus
cantos de sirena, no lo permitas. Y no va solamente por mí, sino porque me has confiado
una misión de salvación para multitud de personas.
El cristiano solamente se entiende salvando. Entendámonos bien, el único que salva
es Jesucristo, pero está atado a él; y en su camino de seguimiento, que culmina en Dios
Padre, arrastra a todo un pueblo. Un cristiano es entonces aquel en el cual se cumplen las
palabras ya referidas de Jesús: «Todo el que esté bien formado será como su maestro».
Jesucristo es la manifestación de la gracia de Dios a todos los hombres, gracia que nos
es necesaria dada la mentira que habita en nosotros a causa del pecado original.
Recordemos la súplica de David: «¡Tenme piedad, Dios mío, pecador me concibió mi
madre!». Los impíos que dieron muerte al Hijo de Dios, y en quienes todos estamos
representados, obtuvieron gracia. El crucificado intercedió por ellos ante el Padre:
¡Perdónales porque no saben lo que hacen! Lucas nos cuenta cuál fue el efecto de la
intercesión del Hijo de Dios: «Todas las gentes que habían acudido a aquel espectáculo,
al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho» (Lc 23,48).
El hecho de que miles de personas escucharan a Pedro el día de Pentecostés y,
compungidos, abrazaran la fe, tiene su origen en el acontecimiento del Calvario, ahí
donde la intercesión y el perdón se hicieron visibles. Jesús mismo les abrió la puerta del
arrepentimiento y preparó su corazón a la conversión como así aconteció. Este
acontecimiento de la predicación apostólica es signo de que todos los hombres siempre
encontraremos una puerta abierta a la acogida de Dios.
Volvemos a la respuesta del ángel a María: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el
poder del Altísimo te cubrirá con su sombra». Hemos dado ya algo así como una
pincelada, que nos ha descrito el significado bíblico de la sombra como protección de
Dios. Pasamos ahora a sondear este tema con más profundidad, y para ello nos servimos
del profeta Isaías: «Yavé desde el seno materno me llamó; desde las entrañas de mi
madre recordó mi nombre. Hizo mi boca como espada afilada, en la sombra de su mano
me escondió... Pues yo me decía: Por poco me he fatigado, en vano e inútilmente mi

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vigor he gastado. ¿De veras que Yavé se ocupa de mi causa y de mi trabajo?» (Is 49,1-
4).
Recordemos que este es un texto marcadamente mesiánico. Por supuesto que estas y
otras preguntas parecidas se adueñaron de la mente de Jesucristo. Ya desde su primera
predicación sintió el desprecio y la desaprobación; a fin de cuentas, no era más que el
hijo de un carpintero. Este tipo de tentaciones que cayeron sobre Jesús presentan una
crueldad, incluso violencia, inusitadas. Es perfectamente comprensible que llegara a
preguntarse si Dios, su Padre, se había quedado ajeno a todo su drama, si había hecho
suya la misión que le había encomendado.
Ante estas preguntas insidiosas hasta provocar todo un tormento interior, Jesús, como
hombre, apela a lo único que le puede ayudar: su fe y confianza en la Palabra dada por
Yavé en los textos mesiánicos que, como judío, conoce bien. Sabe que no hay palabra
pronunciada por Yavé, su Padre, que no vaya a cumplirse. Pensemos en la fortaleza de la
que Jesús se revestiría al susurrar: «Hizo mi boca como espada afilada, en la sombra de
su mano me escondí».
Se siente protegido por la sombra del Padre, y esta misma protección es la que
anuncia el ángel a María: «El Espíritu Santo te cubrirá con su sombra». A María, la
visita del ángel le complicó la vida; a Jesucristo se la complicó su misión. Ambos fueron
inseparables en lo que respecta al descolocamiento que les provocó la misión confiada; y
al mismo tiempo, fueron también inseparables en el Calvario (cf Jn 19,25-27).
María, la virgen sabia, descansa en la Palabra a la que da permiso para dirigir su
voluntad y su libertad. Es sabia porque tiene conciencia de que su descanso está en
acogerla y en confiar en ella. María no hace distinciones infantiles, sabe perfectamente
que acogiendo la Palabra está acogiendo a Dios; así como que rechazándola es a Dios a
quien rechaza. María, enseñada por Dios, aprende a descansar bajo la sombra de su
mano.
María es, por su sabiduría y obediencia a Dios, imagen del hombre nuevo creado en
Jesucristo. En su seno se gesta el Hijo de Dios. Por Él somos todos creados de nuevo en
la dimensión que nos describe el apóstol Pablo: «Él es nuestra paz: el que de los dos
pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad, anulando en su
carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos,
un solo hombre nuevo...» (Ef 2,14-15).
María, primicia de la nueva humanidad, acoge en su corazón, intrínsecamente israelita
con la riqueza bíblica que esto supone, la explicación que le da el ángel: Dios te cubrirá
con su sombra. Al acoger esta Palabra, es como si en ella se fundieran las inagotables
riquezas de la antigua y la nueva Alianza. Ambas se cohesionan. La antigua lleva a la
nueva como desarrollo normal de la fe; de la misma forma que hay en nosotros, o
debería de haber en nuestro caminar hacia Dios, un desarrollo que va desde la ley hasta
la gracia (cf Gál 3,23-25).

Las raíces y el fruto


María, más que nadie, encarna, exceptuando por supuesto a Jesucristo, la relación vital

63
entre el Antiguo y el Nuevo Testamento haciendo válido el enunciado acuñado por los
Padres de la Iglesia: La Escritura es como un árbol cuyas raíces son el Antiguo
Testamento; y los frutos, el Nuevo.
Todo esto nos ayuda a amar intensamente a este pueblo santo que, a pesar de sus
debilidades –idénticas a las de todo el género humano– cultivó un amor inmenso a la
revelación de Dios que ha alcanzado su plenitud en Jesucristo. Israel, en su madurez, es
totalmente consciente de que ha sido escogido por Dios para hacer irradiar, en su
momento y para todo el mundo, la luz incorruptible que emana de la Palabra.
Escuchemos, a este respecto, la reflexión del autor del libro de la Sabiduría a propósito
de las maravillas que Dios hizo por Israel cuando aún estaba esclavo en Egipto: «Entre
tanto para tus santos había una grandísima luz. Los egipcios, que oían su voz aunque no
distinguían su figura, les proclamaban dichosos... Bien merecían verse de luz privados y
prisioneros de tinieblas, los que en prisión tuvieron encerrados aquellos hijos tuyos que
habían de dar al mundo la luz incorruptible de la Ley» (Sab 18,1-4).
Esta luz de Dios se encarna en una hija de Israel, en su seno se realiza como una
explosión de amor que alcanza al mundo entero. En ella la fe de los patriarcas, profetas y
de todo el pueblo en general, se abrió amorosamente a la propuesta de Dios. En ella la
Palabra se hizo carne, y de esta Palabra escribió Juan, también hijo de Israel, lo
siguiente: «La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este
mundo» (Jn 1,9).
Entre las numerosas veces que se nombra la presencia protectora de Dios que alcanza
al pueblo de Israel, vamos a detenernos en una que nos llama la atención por su fuerza y,
sobre todo, por su carga profética, y cuyo protagonista fue Moisés. Sabemos que Yavé
mandó a Moisés que hiciera una tienda llamada del Encuentro, figura del futuro Templo
de Jerusalén, en la que había de guardar el Arca de la Alianza, las Tablas de la Ley, una
pequeña cantidad de maná en una vasija, etc., y que constituían los memoriales de su
salvación.
Quizá uno de los textos más significativos de la presencia de Dios en la nube que
cubría con su sombra la Tienda del Encuentro, lo encontramos justamente al final del
libro del Éxodo como si fuese un broche de oro de la protección de Yavé a Israel a lo
largo del desierto: «La nube cubrió entonces la Tienda del Encuentro y la gloria de Yavé
llenó la morada. Moisés no podía entrar en la Tienda del Encuentro, pues la nube moraba
sobre ella y la gloria de Yavé llenaba la morada. En todas las marchas, cuando la nube se
elevaba por encima de la morada, los israelitas levantaban el campamento»(Éx 40,34-
36).
Fijémonos bien cómo se señala con énfasis la trascendencia de Dios hasta el punto de
que cuando su gloria llenaba la Tienda, ni siquiera Moisés podía entrar en ella. Quizá sea
ello una figura de la trascendencia divina en la concepción del Mesías: No será obra de
varón sino del Espíritu Santo. También hemos podido observar que es la Nube de la
presencia de Yavé la que, al mismo tiempo que protege, marca el ritmo del caminar de
Israel por el desierto.
Vistos estos pasajes en los que hemos podido comprobar la relación de la protección

64
de Dios con el hecho de hacer presente su gloria, y todo ello por medio de la sombra de
la nube, nos abrimos a la sorpresa impresionante de descubrir el paralelismo entre la
sombra de Dios sobre Israel por una parte, y la misma sombra sobre María por otra.
La primera sombra da a luz en el seno de su pueblo a la antigua Alianza, cuyos
memoriales, como hemos dicho, se conservan en la Tienda del Encuentro. La segunda
sombra da a luz a la nueva y definitiva Alianza que encarna al nuevo Moisés: Jesucristo.
Él da a luz al nuevo pueblo santo de Dios, que no conoce límites geográficos ni étnicos,
como así lo testifica el libro del Apocalipsis.
Con la visita del ángel, la gloria de Dios llegó hasta María, hizo su morada en ella; la
cual, bajo su sombra, concibió a Jesucristo, el Dios con nosotros. Él es la nueva Tienda
del Encuentro, el nuevo Templo en el que el hombre puede adorar en espíritu y en
verdad. Jesucristo es nuestro cara a cara con Dios ahora en su plenitud, superando así la
experiencia de Moisés (Éx 33,11).
Siguiendo con las imágenes bíblicas, Jesucristo es nuestra sombra protectora y, al
mismo tiempo, presencia que engendra hijos del Padre por medio del Evangelio (cf Jn
1,12-13). Un hombre llega a ser discípulo en la medida en que se deja hacer por
Jesucristo, palabra del Padre. En este sentido nos dice el apóstol Pablo que la palabra de
Dios es operante. No es anunciada en vistas a un ejemplo a seguir sino en cuanto que es
la capacidad operativa, creadora, de Dios (cf 1Tes 2,13).
Por supuesto que todos somos tentados al constatar el abismo existente entre las
promesas de Dios que nacen de la nueva Alianza, del Evangelio, y nuestra realidad
concreta. Nos pesa demasiado la debilidad de lo que somos. Por una parte, escuchamos
algo grandioso que se nos promete; por otra, estamos sujetos a desánimos, dudas,
tentaciones, caídas. No se trata sólo de agujeros morales, también nos golpean nuestros
límites personales. A veces nos vemos incompetentes, inmaduros, caprichosos,
inconstantes.
Ante un «currículum» así, sólo se sostiene aquel que se agarra con todas sus ansias a
la garantía que nos da el Evangelio. Es él el que nos grita: «El poder de Dios te cubrirá
con su sombra». Jesucristo, fiador de todas las promesas, se sobrepone a tus miedos y te
dice: Cuando te llamé al discipulado ya sabía que eras así, que tropiezas, que eres
irritable, impaciente, inconstante... lo sabía y te he llamado. Si realmente quieres vencer
tu combate, nunca te retires de la Sombra: en ella estoy yo, no temas, yo estoy contigo,
con todos los que creen en mí y anuncian mi Evangelio (cf Mt 28,19-20). Él es operante
en ti y en los que te escuchan y lo acogen.

65
8
El Santo de Israel

«Por eso el que ha de nacer será santo


y será llamado Hijo de Dios».
(Lc 1,35b)

E
l que ha de nacer de ti, aquel que vas a gestar en tu interior y dar a luz, será llamado Hijo
de Dios. Este anuncio del ángel nos da pie para sacar a la luz otros anuncios proféticos
que Israel ha escuchado con anterioridad y que sus hijos e hijas guardaron con amor en
su corazón y en su alma.
Escuchemos, por ejemplo, a este salmista: «Voy a anunciar el decreto –la Palabra– de
Yavé. Él me ha dicho: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal 2,7). En este
salmo se da voz al Mesías que todo el pueblo espera; habla como Hijo de Dios, y al
Padre se refiere cuando proclama: «Él me ha dicho: Tú eres mi Hijo, yo te he
engendrado hoy». Tenemos motivos serios para pensar que María, imbuida de la
espiritualidad bíblica, volvió su corazón a este salmo en cuanto escuchó las palabras del
ángel. Comprendió que había llegado el momento histórico, la plenitud de todas las
plenitudes, en la que se cumple la profecía por excelencia. Sabe que ha sido llamada por
Dios para engendrar al Santo, al Hijo, no para su gloria sino para ser manifestado al
mundo como salvador.
Recordemos que anteriormente el ángel había dicho a María que el fruto de su seno
sería grande y que se le llamaría el Hijo del Altísimo. Ahora el calificativo que usa es el
de Santo. Recuperamos el primer calificativo, el de grande, y lo unimos al de santo, ya
que juntos expresan mejor la concepción que Israel tiene acerca de Yavé. Él es el
Grande, el Santo a los ojos de su pueblo. Dios mismo pone este título a su propio Hijo, al
Mesías, a aquel a quien esta joven israelita llevará en su seno y traerá al mundo.
Isaías anuncia, una y otra vez y de todas las maneras posibles, las desviaciones del
pueblo elegido en unos términos que nos dejan un tanto perplejos. Dice de él que es un
pueblo ciego, sordo, terco, necio: incluso llega a decir que está idiotizado (Is 29,9). Sin
embargo, este profeta, al igual que todos los demás, al igual que todos los amigos
íntimos de Dios, es también el profeta de la ternura, de la consolación, el que está
verdaderamente al lado del pueblo caído. Haciendo causa con su desvalimiento, le
conforta y le anima a levantarse.
Uno de los textos, entre los muchos que podrían poner de manifiesto esta faceta
compasiva de Isaías, es este que anuncia que Yavé no guarda por siempre el rencor ni la
ira..., algo así como si le fallase la memoria y se olvidase del pecado de su pueblo.
Por el contrario, conserva una memoria prodigiosa para amar, salvar y compadecerse

66
de los suyos.
Oigamos esta incomparable profecía que se relaciona directamente con el anuncio
escuchado por María de Nazaret: «Y dirás aquel día: Yo te alabo, Yavé, pues aunque te
airaste contra mí, se ha calmado tu ira y me has compadecido. He aquí a Dios mi
Salvador, estoy seguro y sin miedo, pues Yavé es mi fuerza y mi canción, él es mi
salvación» (Is 12,1-2).
El mensaje es todo él un soplo de vida para toda una muchedumbre vejada y abatida
por la carga, la confusión y el oprobio del destierro. Parece como si el profeta estuviese
cogiendo a los israelitas uno por uno y, mirándoles a los ojos, les sacudiera de su sopor
diciéndoles: ¡Ánimo, no desfallezcáis! Dios, nuestro salvador, está con nosotros. Su
misericordia y su compasión han sido una vez más y como siempre mayores que todas
nuestras rebeldías. ¡Ya se acerca vuestra salvación! Cantadle con júbilo porque esta vez
es como si se hubiese superado a sí mismo: El Santo, el grande, el intocable, el
incognoscible, el trascendente, va a morar en medio de nosotros: «Cantad a Yavé porque
ha hecho algo sublime, que es digno de saberse en toda la tierra. Dad gritos de gozo y de
júbilo, habitantes de Sión, que grande es en medio de ti el Santo de Israel» (Is 12,5-6).
Esta profecía resuena en los oídos de la interlocutora del ángel y todo su ser se
conmueve, un temblor sagrado se apodera de ella; ninguna fibra o latido de su ser es
ajeno a la buena nueva que está escuchando, todo en ella se estremece en lo más íntimo
de su alma y se eleva como un balbuceo silencioso que parece reproducir las palabras del
profeta: ¡Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel, el Emmanuel! Jesús es el
grande, el Santo de Israel anunciado por los profetas.
María ya no pregunta. Escucha y calla; permanece con el oído atento agarrándose a su
silencio. Es tiempo de adorar y lo sabe. Es consciente de que las promesas recibidas por
su pueblo confluyen en ella. Sabe que no está en presencia del ángel sino del mismo
Dios. Espectadora y testigo de una teofanía mucho mayor que la del Sinaí, se rinde ante
Dios. Sabe que todo en Él es amor. Se siente estrechada con todas las fuerzas posibles de
las entrañas, hacia Él.
Calla, adora, ama, escucha; es tal la compenetración que casi cuesta trabajo distinguir
quién es Dios y quién la criatura. Es como si Dios se hubiese revestido de toda la
humanidad que creó y, a su vez, María de toda la divinidad que la está visitando. No hay
ningún éxtasis, ninguna levitación, ningún desmayo... Hay una mujer totalmente entera,
con los pies en la tierra, abrazando ya con todo su espíritu al Grande, al Santo de Israel
que se hará carne en ella.
Como ya he señalado, María es testigo privilegiado de una auténtica teofanía. Yavé,
el terrible para el pueblo que se quedó al pie del Sinaí, el que hizo temblar al mismo
Isaías, testigo también de su manifestación, se presenta ante ella indigente y necesitado.
Parece como si le dijese: ¡te necesito para dar cuerpo al Mesías! Sólo desde abajo, desde
la humanidad asumida, será posible llevar a cabo la salvación de la humanidad.
Con la encarnación de Dios se rompen todos los miedos que el hombre ha ido
almacenando acerca de Él a lo largo de la historia. Se pone fin a la distancia insuperable,
al fuego abrasador, incluso al desconocido... Dios es el Santo, el grande, el fuerte, el

67
poderoso, el fuego; mas también es Emmanuel, está entre y con nosotros.

La sangría incontenible
Hay un milagro de Jesús en el Evangelio en el que vemos, al menos en parte, cómo el
hombre sobrepasa el temor y el temblor que todo ser humano siente ante Dios. Jesucristo
es el amor, la cercanía, la belleza visible de Dios hacia el hombre. A partir de Él se anula
el espíritu de esclavitud que marcaba la relación del hombre con Dios. Ya no hay temor;
al contrario, recibimos el espíritu de hijos por el cual llamamos Padre a Dios (Rom 8,15).
Nos acercamos al texto evangélico al que ya he hecho alusión. En él se nos relata el
encuentro de Jesús con una mujer sometida a una enfermedad humillante e incurable. En
esta mujer, que es figura de la humanidad sin Dios, podemos descubrir con júbilo la
nueva relación que se establece entre los seres humanos y Dios. Cómo temor y distancia
quedan sofocados por el amor y la compasión del Emmanuel.
Nos estamos refiriendo a la curación que hizo Jesús a aquella mujer que padecía un
flujo continuo de sangre (cf Lc 8,43-48). Esta persona llevaba años y años perdiendo
sangre intermitentemente. Había intentado por todos los medios habidos y por haber
alcanzar la curación. Pasó por las manos de los mejores médicos, se sometió a todo tipo
de tratamientos y consejos, pero el hecho es que cada vez iba empeorando.
Es importante tener en cuenta que la sangre en la Escritura significa la vida. El relato
se convierte, pues, en una profunda catequesis que nos enseña que el hombre sin Dios es
alguien que va perdiendo la vida. Cuando es consciente de que su vida lograda se le va
diluyendo, intenta una experiencia tras otra con el afán de retener lo que sabe que es
irretenible. Llega un día en que se da cuenta de que haga lo que haga, pruebe lo que
pruebe, se le escapa a borbotones, se le va de las manos. No hay parche que pueda poner
fin, que pueda dar una respuesta a la precariedad de la existencia: todo lo que no es
eterno, es precario.
En este encuentro entre esta mujer –la humanidad– y Jesús, el santo de Dios que se ha
hecho Emmanuel, ella va y toca su manto que, como sabemos, significa la esencia de la
persona que lo lleva. Jesús, notando el gesto, se volvió y preguntó: ¿Quién me ha
tocado? Los apóstoles ni nadie de los presentes entienden la pregunta ya que unos y
otros están sobre Él oprimiéndole por todas partes.
Jesús pasa por alto la extrañeza que ha suscitado su pregunta e insiste: Alguien me ha
tocado, porque he sentido que ha salido de mí una fuerza. Es entonces cuando esta buena
mujer, viendo lo que había sucedido, ¡que había tocado a Dios!, se acercó atemorizada y
temblorosa. El mismo miedo de Israel en el Sinaí, el mismo de Moisés, el mismo de
Gedeón, el mismo de Isaías... el mismo temor y temblor de quien está ante Dios. Se
acercó temblorosa, se postró ante Él y contó ante todos –está testimoniando su fe– por
qué razón había tocado su manto y cómo al punto había sido curada. Jesús cambia su
temor y temblor por la paz, la que sólo Él sabe dar (cf Jn 14,27), y le dijo: «Hija, tu fe te
ha salvado, vete en paz». Esta mujer es imagen de la virgen sensata, cambió las palabras,
o más bien las habladurías, por la Palabra que salva.
Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, se rompe en la misión con la que el Padre le ha

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enviado y rompe todos nuestros temores y temblores a la vez que somos curados de
nuestra perversión. Él es el Santo de Israel, tantas veces anunciado por los profetas, y
está en medio de nosotros. En Él podemos repetir con el salmista: «Yavé ha estado
grande con nosotros y estamos alegres» (Sal 126).
Gracias a Jesucristo, el Santo que nos santifica y el Justo que nos justifica (1Cor
1,30), llegamos a ser dignos para entrar en comunión con Dios. Con su muerte y
resurrección, el Justo nos ha ajustado al Padre, nos ha anudado a Él. Jesús, liberador y
también Maestro, nos enseña a entrar en Dios en un servicio de adoración revestido de
santidad y justicia. No es lo mismo servicio que servidumbre. El servicio se hace desde
la libertad y el deseo. La servidumbre desde el miedo y el interés. El servicio en santidad
y justicia es lo que Jesús llama la adoración en espíritu y en verdad (cf Jn 4,24).
Conforme va creciendo el espíritu del discípulo y, juntamente con él, la calidad de su
libertad, su Maestro, el Señor Jesús, le va enseñando a adorar a Dios en espíritu y en
verdad; sin agobios, sin cálculos ni intereses que nacen de la necedad. El discípulo va
tomando conciencia progresivamente de que todo él es una obra maestra, eminentemente
artística y única de Dios. Sabe por propia experiencia que el Evangelio tiene preparado
un molde para él, y que es único e irrepetible. Este molde lleva a tal plenitud su ser que
no envidia a nadie, ni siquiera a los mayores santos; su molde es el suyo, y en él ha
encontrado su abrazo y su existir en Dios.
Esto no quita que sea consciente de su debilidad. Es más, cuanto más se va
conociendo, mayor es la percepción de su capacidad de estropearlo todo a causa de sus
manos tan posesivas. Esto, que podría echarle hacia atrás, le sirve de catapulta para
apoyarse en Aquel que le llamó al discipulado: es así como se va llenando de la destreza,
la sabiduría de Dios; sabe que le está enseñando a fiarse de Él. En su proceso de
acercamiento y amistad, sabe, primero esperar, y también discernir los momentos
favorables que Dios le tiene preparados en las etapas de su vida (cf 2Cor 6,2).
Vamos a saborear con asombro sagrado el acto supremo de adoración de Jesús hacia
el Padre, y para ello nos acercamos al momento en que entregó su vida por todos.
Seguimos el evangelio de san Juan: «Sabiendo Jesús que ya estaba todo cumplido, dice:
Tengo sed. Había allí una vasija llena de vinagre. Sujetaron a una rama de hisopo una
esponja empapada en vinagre y se la acercaron a la boca. Cuando tomó Jesús el vinagre,
dijo: “Todo está cumplido”. E inclinando la cabeza entregó el espíritu» (Jn 19,28-30).
Consideremos, a la luz del salmo 75, el gesto de Jesús bebiendo el vinagre que le es
ofrecido. Ya sabemos que los textos de la Escritura se interpretan a la luz de otros textos,
como dicen los Padres de la Iglesia.
Dicho esto, consideramos que este salmo anuncia proféticamente el juicio universal
de Dios. Tiene preparado el día de la cólera que tantas veces proclamaron los profetas
contra los impíos de la tierra. Oigamos al salmista: «Hay una copa en la mano de Yavé,
y de vino drogado está lleno el brebaje; él lo escanciará, y lo sorberán hasta las heces, lo
beberán todos los impíos de la tierra».
Todos los impíos y perversos, la impiedad entera de toda la humanidad, fue
aglutinada en una sola persona. Jesucristo, voluntariamente, fue el que bebió la copa de

69
la cólera de Yavé, el vino drogado, tal y como se lo ofrecían en la cruz. Al absorber el
vinagre, absorbió también, como si fuera una esponja, en su cuerpo toda la impiedad y
perversión de la humanidad. Apurado hasta su última gota el brebaje, pudo entonces
decir: «Todo está cumplido». Está proclamando victoriosamente que el hombre está
salvado, que la Palabra que da la vida forma ya parte de la historia de la humanidad.
Recordemos que la palabra cumplir, en la espiritualidad bíblica, está desprovista de todo
matiz moralista, y que se orienta más bien a un desarrollo que alcanza su plenitud.

Sígueme hacia lo alto


En este contexto, la ley muerta, la que engendra la soberbia, el juicio y la distancia con el
hermano (Lc 18,9-14), en Jesucristo se ha convertido en palabra creadora. Esta hace en
el hombre un corazón y un espíritu nuevo, es operante (1Tes 2,13).
En sus últimas bocanadas de vida, Jesús sabía que había vencido, que había
arrebatado a Satanás su arma más letal: la mentira. Consciente de su victoria, lanzó su
grito de conquista: ¡Todo está cumplido! E inclinando la cabeza, entregó el espíritu. He
ahí el signo máximo de adoración. Entregó su espíritu que siempre estuvo en comunión
con el Padre.
La cabeza que Jesús inclina en el momento de su victoria está coronada de espinas. A
este respecto, es importante señalar que en la cultura de Israel la cabeza es la parte más
noble de la persona hasta el punto de identificarse con ella. En su inclinación, Jesús
reúne en torno a sí la burla de todos los pueblos: ¡Tú, el Mesías, estás loco, eres un
impostor, un blasfemo! El Hijo de Dios apoya todo su ser, así despreciado, en Aquel que
siempre le ha sostenido y ha mantenido su misión: su Padre. Le adoró con toda su alma
en espíritu y en verdad.
En su gesto de adoración, el Grande, el Santo de Israel, el Hijo del Altísimo,
manifestó a todo el mundo la gloria de Dios Padre. La manifestó no para deslumbrar al
hombre sino para hacerla asequible a nuestras limitaciones; y más aún, como dice el
apóstol Pablo, para que pudiésemos participar de ella (cf Col 3,4). Es en la encarnación
del Hijo de Dios con el consiguiente cumplimiento de su misión, que los hombres,
parafraseando a Isaías, podemos testimoniar: ¡Qué grande es en medio de nosotros el
Santo de Israel! ¡Qué grande es porque por Él podemos entrar en comunión con el
Padre! ¡Qué grande es porque en medio de nosotros nos enseña a adorar en santidad y
justicia, en espíritu y en verdad!
¿Quién podía manifestar hasta entonces la santidad y la gloria de Dios? ¡Nadie! Ni
Moisés, ni Josué, ni ninguno de los profetas. ¡Nadie, sólo Dios mismo! Para ello y para
culminar la creación del hombre que apunta a su divinización, visitó a su pueblo, se
acercó a esta joven nazaretana que encarnaba el espíritu y el alma de todas sus
elecciones, y «se dejó hacer un cuerpo en ella». Desde su corporeidad, el Hijo de Dios
llenó el mundo con su luz y su salvación.
A lo largo de su misión no dejó de caminar hacia el Padre, y cada uno de sus pasos
resonó como una invitación que recorre la historia: ¡Sígueme! ¡Sígueme, que mis
andares no terminan en la cruz sino en Dios Padre! Veamos a este respecto el último

70
sígueme que Jesús le dice a Pedro, en quien todos estamos representados: «Cuando eras
joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás
tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras. Con esto indicaba la clase de
muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: Sígueme» (Jn 21,18-19).
Notemos que estas palabras de Jesús a Pedro son proferidas después de su muerte y
resurrección. Es, pues, un sígueme que hace relación a sus próximos y definitivos
pasos... ¡al Padre!
El Santo, el Grande, el Hijo de Dios Altísimo, desciende hacia la humanidad
respondiendo así al grito angustioso de Israel y que se extiende por toda la creación.
Oigamos el clamor de Isaías, que es casi como un rugido de dolor, que nace de la
constatación de la debilidad y volubilidad del corazón del pueblo: «¿Por qué nos dejaste
errar, Yavé, fuera de tus caminos, endurecerse nuestros corazones lejos de tu temor?
Vuélvete, por amor de tus siervos, por las tribus de tu heredad. ¿Por qué el enemigo ha
invadido tu santuario...?» (Is 63,17-18).
Una vez que el profeta presenta ante Yavé el cuadro escénico de la pobreza,
devastación y, sobre todo, la dureza de corazón de su pueblo, el pueblo cuya elección
salió del soplo de su boca, le lanza, casi diríamos a quemarropa, la súplica más audaz
que jamás hombre alguno ha podido dirigir a Dios. Le viene a decir que ya están todos,
incluido él, cansados de intentar cambiar de conducta, que todas sus fuerzas para
mantener la fidelidad se diluyen en los primeros compases de cada intento. Así pues, le
grita que no les deje solos a su suerte, que descienda en medio de su pueblo para que el
hombre pueda cambiar: «¡Ah, si rompieses los cielos y descendieses, ante tu faz los
montes se derretirían!» (Is 63,19).

¡Exulta, hija de Sión!


Isaías no es ningún iluminado, no le está pidiendo a Dios que descienda sobre ellos así
como así, para asistir como espectadores a un milagro más. Su súplica va acompañada de
un razonamiento y argumento poderosísimo que lo podremos entender a la luz del
significado de la palabra “montes” en la espiritualidad de Israel. El monte hace relación
al lugar en el que se daba culto a los dioses de los pueblos vecinos; es en ellos donde
Israel despreciaba a Dios y se abrazaba a las idolatrías. Israel entraba en lo que los
profetas llamaban pecado de adulterio contra Dios. Se entregaba a otros dioses en los
montes aun sabiendo que en ellos sólo se fraguaba la mentira. Mentiras eran sus oráculos
de paz, de prosperidad, de fortaleza, etc. Oigamos a Jeremías: «Voces sobre los calveros
se oían: rogativas llorosas de los hijos de Israel, porque torcieron su camino, olvidaron a
su Dios Yavé... Aquí nos tienes de vuelta a ti, porque tú, Yavé, eres nuestro Dios.
¡Luego eran mentira los altos, la barahúnda de los montes!» (Jer 3,21-23).
En este contexto profundamente espiritual comprendemos el grito de auxilio de Isaías.
¡Ven, desciende hasta nosotros! ¡Ante ti, ante tu gloria y santidad, se derretirán los
montes que nos subyugan con sus cantos de sirena! Ante ti, las mentiras seductoras que
someten a su antojo nuestros corazones se derretirán. Dios escuchó esta y tantas
oraciones que se elevaron como saetas proferidas por tantos hombres y mujeres para los

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cuales la fe y la verdad iban de la mano. Les oyó, se apiadó de ellos, y en ellos abrazó a
todos los hombres del mundo. Visitó el alma suplicante y doliente de su pueblo
representado en María de Nazaret. Llamó a las puertas de su libertad para que asintiera a
acoger su Palabra y darle un cuerpo.
Decir que Yavé, el Grande, el Santo, el Altísimo, tomó la decisión de llamar a las
puertas de la libertad de María, puede parecer un recurso poético para embellecer el
acontecimiento de la Encarnación. La cuestión es que Dios actúa siempre así con nuestra
libertad. El Dios que anuncia Isaías, que es Grande y Santo, es también Alguien que
viene, que desciende hasta nosotros sin prepotencia, que entra en Jerusalén montado en
un pollino, sin el boato de los reyes y príncipes del mundo. Viene hasta nosotros casi
como pidiendo permiso. Escuchemos cómo anuncia la venida del Rey de reyes el profeta
Zacarías: «¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que
viene a ti tu rey: justo y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de
asna» (Zac 9,9).
¡Exulta sin freno, salta de gozo y de júbilo –grita el profeta a la hija de Sión–, salta de
gozo porque viene tu Dios! ¡Alégrate, María! –le dice el ángel–. ¡Alégrate porque las
profecías mesiánicas pasan por ti! ¡Alégrate, salta de gozo, llegó el momento tan profusa
y ricamente anunciado por los profetas! El que vas a concebir en tu seno es en sí mismo
la alegría, el júbilo, el gozo de Dios, que desea que todos los hombres vivan a causa de
Él la fiesta que no tiene fin.
¡Hija de Sión, gloria de Jerusalén, alegría de Israel...! Con estos y otros calificativos
parecidos honró el pueblo de Israel a las mujeres que, como Judit, marcaron un hito en
su gloriosa historia. Calificativos que las primeras generaciones cristianas reivindicaron
para la madre del Hijo de Dios. Su «hágase en mí según tu palabra», que sondearemos
catequéticamente más adelante, fue la melodía que llenó de fiesta a la tierra entera.
María, llamada bienaventurada por todas las generaciones como ella misma, llena de
Espíritu Santo, profetizó, es la buena tierra de Israel que acogió con fe, la fe que Dios
mismo había sembrado en su pueblo, al germen santo (Jer 23,5) anunciado por los
profetas.
La Encarnación marca el principio del culmen de la historia de amor de Dios con toda
la humanidad. La espiritualidad que los profetas, iluminados por el Espíritu Santo, han
ido desarrollando acerca de los esponsales entre Dios y su pueblo santo, y que alcanza su
máxima expresión en el Cantar de los Cantares, acontece como hecho constatable y en
toda su plenitud a partir de la encarnación del Hijo de Dios. Esta plenitud de comunión
tiene un proceso que pasa por María de Nazaret, y en ella se desarrolla hasta su
cumplimiento. Este aforismo es importantísimo, porque el proceso que tiene lugar en
María acontece analógicamente en todo creyente.
María recibe a Jesucristo primero en su alma, como dice san Agustín, y después en su
corporeidad. Digamos que el Hijo de Dios queda revestido de la corporeidad
proporcionada por su madre. La plenitud de comunión entre Dios y la criatura se
completa porque, a la vez que Jesús recibe su ser corpóreo, María es deificada por Él,
como ya hemos señalado. Se cumple en ella como primicia lo que el profeta Oseas había

72
anunciado, los dones que Dios daría a Israel con motivo de sus esponsales: «Yo te
desposaré conmigo para siempre: te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor
y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yavé» (Os 2,21-
22).
Son palabras humanas, estas de Oseas, que expresan veladamente lo que siglos más
tarde, y a la luz del Espíritu Santo, desarrollarían catequéticamente los Padres de la
Iglesia: Dios reviste al hombre con su divinidad. Escuchemos, por ejemplo, lo que dice
san Gregorio Nacianceno acerca de la encarnación de Jesucristo: «El Hijo de Dios acepta
la pobreza de mi condición humana para que yo pueda conseguir las riquezas de su
divinidad. Él, que posee en todo la plenitud, se anonada a sí mismo, ya que, por un
tiempo, se priva de su gloria para que yo pueda ser partícipe de su plenitud».
María es imagen de la Iglesia y, en cuanto tal, del discipulado. Esta gracia cualitativa
de María no es un título honorífico, sino que tiene su sentido real porque todo discípulo
alcanza su madurez en la medida en que pone –siguiendo su ejemplo– a disposición de
su Señor su ser y su existir. Con esta actitud, da lugar a que Él pueda seguir haciendo
bien al hombre (He 10,38).
El apóstol Pablo tenía conciencia clarísima de que, en su corporeidad, Jesucristo se
hacía presente al mundo: era tal su certeza que llegó a expresar: «Ya no soy yo quien
vivo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).
Bellísima la experiencia del apóstol en la que expresa estremecido de gozo que su
cuerpo pertenece a Jesucristo, quien a su vez le reviste de sus rasgos divinos. He aquí el
amor perfecto, la comunión eterna con Dios. Se cumplió en María, se cumple en todos y
cada uno de los discípulos del Señor; precisamente porque se cumple, Jesús quiso dar a
cada uno de sus discípulos una madre, la suya (cf Jn 19,25-27).
Y continuando con la divinización del hombre, podemos decir que ya por creación
todo ser humano tiene algo de Dios. Cuando la Palabra –a quien el autor de la Carta a los
hebreos compara con una espada (Heb 4,12)– consigue abrirse camino rompiendo las
barreras y empalizadas que se le interponen, y alcanza a posarse en ese nuestro yo, que
más bien pasaría a llamarse el Tú, es entonces cuando el Evangelio, deslumbrante en
toda su belleza, irradia la gloria de Dios (cf 2Cor 4,3-6).
Cuando esta que podríamos llamar explosión creadora de Dios acontece en el hombre,
hace su aparición, entra en escena la gran invitada del hacer de Dios: la fiesta del existir.
Las paredes de los salones que albergan este encuentro nupcial se visten de tapices y
telas de la divinidad. Por fin Dios puede ser Dios en ti. Eres visitado y de tal forma
enriquecido que, como si fueses otro Agustín de Hipona, estableces un diálogo con Dios
que podría ser en estos términos: A fuerza de tanto llamarme Tú desde tu amor y tu
bondad, y escucharte yo en tu Palabra, de pronto, sin saber cómo ni de qué manera, me
encuentro suave y delicadamente ladeado hacia ti... Ladeado tuvo María su oído hacia la
Palabra mientras el ángel le hacía saber la voluntad sobre ella. Por supuesto que dijo sí.

73
9
Fíjate en el signo

«Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de
aquella que llamaban estéril».
(Lc 1,36)

E
l ángel reviste su anuncio de autoridad y garantía con un signo verificable y creíble.
Comunica a María que su pariente Isabel, aquella cuya esterilidad es manifiesta a todos,
ha concebido un hijo. El signo con el que el ángel abre el espíritu de María a creer el
anuncio que está llegando a sus oídos nos da pie para profundizar en la cuestión de la fe,
aquella fe que Dios quiere.
Creer en Dios, creer que existe, creer que Jesucristo es su Hijo que murió, resucitó y
da la vida eterna, creer todo esto sin más, es lo que podríamos llamar una fe ciega. Dios
no pide a nadie una fe así, un simple creer sólo y exclusivamente porque esté escrito en
el Evangelio. No podemos decir que porque estas verdades estén escritas se han de
superponer sin más a nuestra capacidad de pensar y discernir. Dios no nos pide que
pongamos un dique ante cualquier duda y nos dejemos conducir como autómatas.
Queremos dejar bien patente que Dios mismo apoya su credibilidad en nuestro corazón
por medio de signos suyos que van aconteciendo a lo largo de nuestra vida.
Así es como actúa con María de Nazaret. Acompaña su palabra con un signo visible
dentro de su propia familia: Isabel, esposa de Zacarías. La invita a volver sus ojos hacia
ella para que constate por sí misma que aquella a la que todos llamaban estéril, ha
concebido y está ya en el sexto mes de quien habría de ser el precursor del Mesías: Juan
el Bautista.
Dios va apuntalando nuestra vida de fe, es decir, nuestra confianza en Él, por medio
de signos concretos que dan fuerza y verifican que su Evangelio es en verdad camino de
vida eterna. A lo largo de nuestra vida, las señales que Dios nos va enviando son como
focos que iluminan lo que ya hemos visto y oído en su Evangelio. Ellas se corresponden
para nosotros con las maravillas que Dios hizo a y por su pueblo. Los profetas dirán que
el mayor pecado de Israel fue olvidarse de ellas hasta el punto de que Yavé llegó a ser
menos fiable que los ídolos de los pueblos vecinos (Sal 78,32.56-58).
Para que el signo penetre con toda su fuerza en el corazón y espíritu de María de
Nazaret, el ángel la mueve con una exhortación apremiante: ¡Mira tu prima, cuya
esterilidad es de dominio público! ¡Mírala, está encinta!
Mirar, en la espiritualidad bíblica, tiene una fuerza que desconocemos en nuestra
cultura latina. Se identifica con reconocer. Va mucho más allá de lo que podríamos
decir, por ejemplo, ver un paisaje; lo cual queda reducido a un fijar la mirada hasta

74
abarcar, incluso detalladamente, lo que tenemos delante de nuestros ojos.
En la Escritura, la mirada abarca ojos, espíritu y corazón. Es un reconocer progresivo
que implica a la persona en su totalidad. Es un mirar reconociendo que se abre a la
transparencia del corazón, de forma que este llega a ver a Dios en el sentido en que lo
expresa el mismo Jesús en su sexta bienaventuranza: Bienaventurados los limpios de
corazón porque ellos verán a Dios (cf Mt 5,8).
A fuerza de mirar y asimilar los signos con que Dios acompaña a su palabra o, mejor
aún, que germinan como fruto de la palabra guardada en el corazón, todo nuestro ser,
tanto corpóreo como espiritual, va reconociendo a Jesucristo y, por medio de Él, también
al Padre: «El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado; y el que
me ve a mí, ve a aquel que me ha enviado» (Jn 12,44-45).
María, como ser humano que es, necesita también de estas señales para dar cuerpo a
su fe. Las necesita, pues son ellas las que testifican que la Palabra que está escuchando
no es un sueño, una ilusión o, como diríamos hoy día, un fenómeno paranormal. Estas
huellas que Dios va dejando son su pedagogía en lo que respecta a su siembra de la fe.
Son signos creíbles sobre todo porque no son forzados en el sentido de no solicitados,
como hemos visto en María.
El salmo 84 nos describe una peregrinación de un fiel israelita a Jerusalén.
Escuchemos lo que siente en su camino hacia la ciudad santa. Al acometer la última
colina que le separa de Jerusalén, su corazón, lleno del Espíritu Santo, estalla en júbilo y
proclama: «Bienaventurados los que moran en tu casa, te alaban por siempre.
Bienaventurados los hombres cuya fuerza está en ti al preparar su peregrinación».
Nuestro salmista es un verdadero hombre de Dios. No peregrina por curiosidad, no
está sujeto a ninguna promesa ni es la belleza artística del Templo lo que le mueve. Se ha
puesto en camino porque tiene hambre y sed de Dios; necesita verlo con los ojos de su
corazón. Este hombre representa lo que es un camino de fe. Sólo los pobres de espíritu lo
hacen, ya que esta pobreza es la que provoca el hambre y la sed de la verdad, el hambre
y la sed de Dios. El pobre de espíritu es aquel que ya ha sido demasiadas veces seducido
por espejismos; hasta que en un cierto momento de su vida ha dicho ¡basta! A partir de
entonces, su corazón se ha hecho nómada en búsqueda de aquel que permanece para
siempre. Nuestro hombre es consciente de sus miedos y debilidades, de ahí que
emprenda sus pasos con la «fuerza de Dios en su corazón». La necesita para llegar hasta
Jerusalén, es decir, para alcanzar a ver la gloria de Dios.
Tal y como podemos observar, este camino de fe no es llano y lineal. Se lleva a cabo
de altura en altura, de experiencia en experiencia, de etapa en etapa. Cada vez que se
emprende una nueva altura o colina, el horizonte que se abría ante nuestros ojos queda
oculto. La tentación de que algún día llegaremos a ver, tocar y palpar a Dios –como
atestigua Juan en su primera carta (1Jn 1ss.)– sea una especie de espejismo o ilusión, se
hace a veces insoportable. Es la perseverancia, incluso en lo más profundo de las
tinieblas, la que nos hace, al igual que al salmista, llegar a contemplar a Dios.

Los ojos del corazón

75
Como ya hemos visto, aquellos a quienes la Palabra ha ido limpiando de sus dudas y
temores, son llamados por Jesús bienaventurados porque los ojos de su corazón alcanzan
a ver a Dios. A los ojos del corazón de María se está refiriendo el ángel al exhortarla a
mirar. La está alentando a que descubra que detrás del signo está la garantía de Dios
acerca de su misión.
¡Mirad! Parece decir el apóstol Pablo a los discípulos de Éfeso. Mirad con los ojos de
vuestro corazón a fin de que podáis llegar a ser partícipes de la riqueza de la gloria de
Jesucristo: «Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda
espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente; iluminando los ojos
de vuestro corazón para que conozcáis... la riqueza de la gloria otorgada por él en
herencia a los santos...» (Ef 1,17-19).
Son estos ojos y oídos del corazón los que dan calidad a nuestra oración. Me refiero a
que esta venga a ser un estar con Dios. A este respecto, Paul Jérémie dice que una de las
mayores y más diáfanas experiencias místicas que una persona puede vivir, acontece
cuando en su oración –por ejemplo, de los salmos– cae en la cuenta, toma conciencia
bajo un indescriptible estremecimiento, de que está hablando con Dios. Su clamar ¡Señor
y Dios mío!, alcanza la misma intensidad que el «Señor y Dios mío» exhalado por
Tomás ante Jesucristo resucitado. En estos casos, la Palabra de Vida se eleva
infinitamente sobre la palabra escrita, provocando un encuentro siempre único porque
lleva el sello de la novedad y la originalidad.
Dios se nos muestra, se nos manifiesta. Aquel a quien nadie ha visto jamás, se ha
hecho visible a nuestro espíritu porque el Hijo, que mora en su seno, nos lo da a conocer,
nos lo revela (cf Jn 1,18). Esta experiencia, que es el núcleo de la fe de todo discípulo, es
un preanuncio de la visión total anunciada en el libro del Apocalipsis a todos aquellos
resucitados con Jesús: «No habrá ya maldición alguna... Verán su rostro y llevarán su
nombre en la frente. Ya no habrá noche; no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz
del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos» (Ap
22,3-5).
La experiencia de la fe sólida es una conjugación de un mostrar por parte de Dios y
un mirar por nuestra parte. Este encuentro del mostrar y del mirar tiene un nombre:
comunión con Dios. Uno es el que mira en sus búsquedas, y Otro el que muestra los
signos dándose así a conocer. Así es como se alcanza el amor perfecto entre Dios y el
hombre. Este es el amor que permanece para siempre; el que aun contando con
sentimientos y afectos, los traspasa hasta situarse en lo innombrable, ya que pertenece a
la esfera del cara a cara entre el espíritu del hombre y Dios que es Espíritu (cf Jn 4,24).
A propósito de este tipo de comunión que nace de mirar los signos con los que Dios
nos sale al encuentro, nos viene bien acercarnos a la experiencia de Abrahán, nuestro
padre en la fe. Sabemos que Dios le dijo: «Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a
Isaac, vete al país de Moria y ofrécele allí en holocausto en uno de los montes, el que yo
te mostraré» (Gén 22,2).
Conociendo como conocemos la historia, lo que Dios le está diciendo es: Fija bien tus
ojos –le dice– porque allí, en Moria, yo te mostraré el monte en el que vas a poder verme

76
ya que me voy a manifestar a ti. Varios son los montes que había en esta región. Sin
embargo, sólo en uno de ellos se va a hacer presente Dios a Abrahán. Es el monte donde
el patriarca será purificado en lo más profundo de su ser, quedando así apto para adorar a
Dios.
Abrahán se pone en camino con el corazón roto en mil pedazos. Ha de sacrificar a su
hijo Isaac. Por supuesto que no entiende nada. Bueno, sí entiende algo, lo suficiente
como para saber que Dios nunca le ha mentido ni le ha hecho mal alguno. Con esta
experiencia de fe sembrada en su corazón, encaminó sus pasos: «Partió la leña del
holocausto y se puso en marcha hacia el lugar que le había dicho Dios. Al tercer día
levantó Abrahán los ojos y vio el lugar desde lejos» (Gén 22,3-4). Ya desde lejos, sus
ojos despertaron los oídos de su corazón que le dijeron: Dios me conduce hacia allí. Vio,
miró y reconoció el monte que Dios le había indicado. Seguimos con el texto: «Entonces
dijo Abrahán a sus mozos: “Quedaos aquí con el asno. Yo y el muchacho iremos hasta
allí, haremos adoración y volveremos donde vosotros”».
Démonos cuenta hasta qué punto había reconocido con sus ojos el monte que Dios le
mostraría, que dijo: «Haremos adoración en este monte». Lo dijo porque sabía que Dios
estaba en él. Fue entonces cuando la esperanza de volver con vida, tanto él como su hijo,
era tan certera que manifestó a sus criados: «Quedaos aquí, esperad nuestra vuelta, pues
volveremos».
Orígenes, Padre de la Iglesia, comentando este texto, dice que ya entonces Abrahán
dio testimonio de la resurrección de Jesucristo al profetizar que su hijo Isaac no iba a
morir. No sabía nada más, pero tenía la certeza de que volvería con él. El patriarca miró
y vio la obra y la gloria de Dios en su propio hijo.
Jesús habla de la experiencia de fe de Abrahán en estos términos: «Vuestro padre
Abrahán se regocijó pensando en ver mi Día; lo vio y se alegró» (Jn 8,56). Sus oyentes
no se enteraron de lo que Jesús les estaba diciendo: Que Abrahán, aquel a quien ellos
llamaban su padre en la fe, vio el día de la salvación de toda la humanidad, la victoria de
la resurrección del Mesías el día en que su hijo fue liberado por un carnero. Miró y vio
proféticamente el rescate de todos por este carnero que simboliza a Jesucristo. Lo vio y,
como dice Jesús, se alegró, su corazón saltó de júbilo como Juan Bautista en el vientre
de su madre ante el salvador que María llevaba en el suyo. Ella es invitada a mirar a
Isabel en su ancianidad. Su prima es portadora del signo que hace creíble la palabra que
el ángel le ha anunciado.
El salmo 45 nos presenta una imagen de lo que es un adorador de Dios. En él se
refleja el alma humana bajo la figura de una princesa a la que el Espíritu Santo, por
medio del salmista, exhorta así: «Escucha, hija, mira y pon atento el oído, olvida a tu
pueblo y la casa de tu padre».
Una vez más se nos hace notar las distintas etapas o graduaciones de la fe. La primera
de ellas es ¡escucha! La misma palabra que escuchó Israel al llegar a la tierra prometida:
«¡Shemá! ¡Escucha, Israel...!» (Dt 6,4-6). A esta primera etapa de la fe se refiere Pablo
cuando afirma que esta nace de la predicación (Rom 10,17). Escucha, esto es lo que está
haciendo María. Escucha la palabra que Dios le dirige por medio del ángel quien, a un

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cierto momento, llama su atención diciéndole: Y ahora mira.

La escuela de la fe
Volvemos a referirnos al escuchar y mirar de María para entender que en ella se cumple
la actitud de esta princesa que aparece en el salmo antes citado. Ya vemos que a esta se
le exhorta primero a escuchar, a continuación a mirar, y, por fin, a que ponga atento el
oído, que lo incline. Esta inclinación hace relación a la actitud obediencial, por lo que se
identifica con el gesto perfecto de adoración. Sólo el que obedece a Dios está capacitado
para adorarle en espíritu y en verdad.
María, con sus actitudes ante el enviado de Dios, nos introduce en la escuela de la
escucha, de la mirada y también de la disposición de inclinar nuestro oído. Totalmente lo
inclinó ante Dios en acto de suprema y perfecta adoración cuando respondió al ángel:
«Hágase en mí según tu Palabra». Ella abrió la escuela de la adoración al inclinarse ante
Dios en espíritu y en verdad.
A partir de una experiencia de fe tan sólida, el salmista siente que esta princesa –alma
humana, como ya sabemos– tiene la suficiente disposición interior como para recibir este
anuncio: «Olvida a tu pueblo y la casa de tu padre». Olvídales no porque sean perversos,
sino porque tú eres para mí vaso de elección en orden a una misión, y para que esta
pueda llevarse a cabo ha de arrancar raíces. No temas, que estarás segura en mí porque
yo estoy contigo. ¡El Señor está contigo! Esto fue lo primero que oyó María. De su
credibilidad a estas primeras palabras habría de depender la credibilidad del resto del
anuncio.
Si la escena de María escuchando al enviado de Dios la situamos solamente en un
ámbito poético, la reduciríamos a una triste y desoladora pobreza. Al margen de la carga
poética, la escena nos sobrecoge enormemente, digamos que es el momento histórico en
el que Dios está poniendo en marcha el paradigma de «la escuela de la fe»: Dios que
habla, la persona que escucha, que mira, que pone atento el oído y que termina
susurrando su sí a Dios: «Hágase en mí según tu Palabra».
La historia de Israel está plagada de signos que son como pequeñas luces que
alumbran su discurrir en el mundo. Son signos, intervenciones de Dios, que constituyen
pilares de su fe y que se erigen en baluarte ante las circunstancias adversas que, como
todo pueblo, le toca vivir. Como podemos observar, Israel es un espejo de lo que nos
ocurre a nosotros en nuestra fe. Dudas, tambaleos, escepticismos y hasta la más densa de
la oscuridad. No es nada nuevo. Israel, el pueblo de Abrahán, de todos los demás
patriarcas, profetas y amigos de Dios, tiene amplia experiencia de todos estos avatares
que forman parte de su historia con Dios.
Signos, maravillas, prodigios, forman parte del camino de fe del pueblo santo. Son
manifestaciones de Dios para preservarle de la tentación de incredulidad que acompaña y
se hace insistente en todo ser humano que entra en relación con Él.
Estas tentaciones, tan sugestivas y dañinas cuando se adhieren al corazón del hombre,
consisten en reducir los signos y maravillas hechos por Dios a meras casualidades o
golpes de fortuna. Aceptando estos enunciados, el hombre se desarraiga de lo que

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podríamos llamar la mano de Dios y, poco a poco, lo que antes parecían intervenciones,
dejan de serlo, pierden el carácter de memorial. Al prescindir de la mano de Dios, se
levanta la mano de las casualidades; y el hombre levanta un altar a sí mismo porque está
convencido de que ha sabido aprovechar sus golpes de fortuna y oportunidades.
Israel es el pueblo santo y también pecador por excelencia; el que es capaz de olvidar
su elección y, con ella, tantas solicitudes de Dios a su favor; pero es asimismo capaz de
hacer una confesión colectiva de sus pecados sin amortiguar su culpa inventando
justificaciones. En estas confesiones nacionales sacan a la luz sus desobediencias, su
volverse de espaldas a Dios que les hablaba; también cobra especial relevancia el olvido,
el borrar de su memoria tantos portentos y hechos extraordinarios que Dios hizo a su
favor desde que fijó sus ojos en su esclavitud, les llamó y escogió para ser su pueblo
entre todos los pueblos de la tierra.
A este respecto, podríamos acercarnos en primer lugar a la bellísima exhortación que
hace el rey David a todo Israel, en la que, a la vez que les invita a cantar y aclamar a
Dios por tantas y tantas maravillas que les ha prodigado, desea dejar constancia de que la
búsqueda de Él, de su fuerza y de su rostro, van a la par con la misión de mantener el
recuerdo vivo y actualizado de todo lo que les ha concedido: «¡Dad gracias a Yavé,
aclamad su nombre, divulgad entre los pueblos sus hazañas! ¡Cantadle, salmodiad para
él, recitad todas sus maravillas...! ¡Buscad a Yavé y su fuerza, id tras su rostro sin
descanso! Recordad las maravillas que él ha hecho» (1Crón 16,8-12).
Sin embargo, a pesar de tan buenas disposiciones, el pueblo tiene un corazón frágil
como el de todos los humanos; digamos, actualizando la denuncia de Isaías recogida
también por Jesús (cf Mt 15,8), que su boca propone pero es su corazón el que dispone.
Echaron al saco del olvido tantos signos y prodigios desnaturalizando así su propia
historia.
Los profetas, hombres de Dios, también hombres del pueblo al que amaron con toda
su alma a pesar de la dureza de sus denuncias, no se cansaron de repetir que el olvido de
las obras de Dios en ellos era el primer paso para olvidarse del mismo Dios: «Yo soy
Yavé, tu Dios, desde el país de Egipto. No conoces otro Dios fuera de mí, ni hay más
salvador que yo. Yo te conocí en el desierto, en la tierra ardorosa. Cuando estaban en su
pasto se saciaron y se engrió su corazón, por eso se olvidaron de mí» (Os 13,4-6).
Del olvido al destierro. No es un castigo de Dios, es lo que podríamos llamar el
destino natural de un pueblo que se ha despojado de su fortaleza y su apoyo. Se ha
convertido en un pueblo más de los que hay en la tierra y, en cuanto tal, objeto de la
codicia y avaricia de los invasores de turno.
Decía que Israel es pueblo santo y pecador; su gran pecado es haber olvidado a Dios;
su enorme grandeza consiste en saber volver a Él denunciándose a sí mismo,
demostrando así su amor a la verdad. En este sentido, se nos antoja de una belleza
insuperable la celebración que podríamos llamar penitencial, que el sacerdote Nehemías
presidió en Jerusalén con los primeros israelitas que volvieron del destierro.
El texto expiatorio contiene en sí una intensísima savia espiritual. Abundan las
aclamaciones a Dios por la magnitud de sus obras; ellas testifican que su misericordia y

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su amor son eternos. En su confesión, pasan del ensalzamiento de la magnificencia de
Dios al reconocimiento de su propia debilidad, y que les llevó a endurecer su corazón no
dando cabida en él a las huellas que Dios mismo había trazado: «Altivos se volvieron
nuestros padres, endurecieron su cerviz y desoyeron tus mandatos. No quisieron oír, no
recordaron los prodigios que con ellos hiciste...» (Neh 9,16-17).
Sin embargo, y como ya había advertido Balaán a Balac, rey de Moab, quien le había
ofrecido riquezas para que maldijese a Israel, este es un pueblo bendecido por Dios.
Escuchemos el canto que Balaán, lleno del espíritu de Dios, entonó ante el rey: «De
Arán me hace venir Balac, el rey de Moab, desde los montes de Quedem: Ven,
maldíceme a Jacob, ven, execra a Israel. ¿Cómo maldeciré, si Dios no lo maldice?... De
la cumbre de las peñas lo diviso, de lo alto de las colinas lo contemplo: es un pueblo que
vive aparte; no es contado entre las naciones» (Núm 23,8-9).

Contad sus maravillas


Los exegetas comentan este texto diciendo que Israel no es contado entre las naciones
porque es pertenencia de Dios. Efectivamente, es un pueblo aparte, diferente de los
demás, lleva consigo el germen de Dios. De este germen se habla a lo largo del Antiguo
Testamento. Él será quien nos manifieste en qué consiste la fe. A este germen, es decir,
al mismo Jesucristo, se refiere el Salmo 40 presentándonos a un israelita que lleva
grabadas en su corazón las maravillas hechas por Dios. Esas maravillas que Israel
proclama y también olvida.
Como digo, este israelita es figura profética del Mesías, de Jesucristo. Él es la
plenitud del Israel de Dios. Proclama gozoso sus maravillas, lo que ha hecho, primero,
en comunión con todo el pueblo. De aquí que veamos proclamado un reconocimiento de
gratitud por parte de todos los fieles por tantos signos y prodigios de los que son testigos.
En segundo lugar, ya con un tinte mesiánico inconfundible, alguien en medio de la
asamblea habla en primera persona. Su aclamación consiste en enumerar las maravillas
hechas por Dios en él, y las especifica pormenorizadamente (Sal 40,7ss).
La primera de ellas es el hecho de que Dios le haya abierto el oído, lo que le permite
una fidelidad que está por encima de todo holocausto y sacrificio. Recordemos que uno
de los signos identificadores del Mesías anunciado por Isaías es el de tener abierto el
oído (cf Is 50,4-5).
Tener abierto el oído supone estar en relación con Dios según la verdad. Lo contrario,
es decir, según la mentira, consiste en estar de espaldas. Es así como el hombre se ha
situado a raíz del pecado original. Podemos abundar en holocaustos y sacrificios pero no
por eso dejamos de estar de espaldas a Dios (cf Sal 50,16-17).
Seguimos con el salmo que empezamos a escrutar, y observamos con enorme
asombro que las maravillas que enumera este fiel israelita, nacidas de la mano de Dios,
están concatenadas. Al hecho de tener el oído abierto, sigue la disposición de fe para
poder decir a Dios, ¡heme aquí! ¡Aquí estoy pronto a cumplir tu palabra, tu voluntad! A
continuación quiere dejar constancia de que desea hacer la voluntad de Dios pero no
como una carga, como si no le quedara otro remedio. La quiere hacer porque ella es su

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gozo y su delicia, provoca la complacencia de su corazón y de su espíritu. Continúa
nuestro hombre la proclamación de los dones que ha recibido, y culmina con el que sin
duda podemos denominar el broche de todos ellos: ¡Te he anunciado! ¡No he cerrado
mis labios! Oigamos esta aclamación: «He publicado la justicia en la gran asamblea;
mira, no he contenido mis labios, tú lo sabes, Yavé. No he escondido tu justicia en el
fondo de mi corazón, he proclamado tu lealtad, tu salvación, no he ocultado tu amor y tu
verdad a la gran asamblea» (Sal 40,10-11).
Gran asamblea la que le fue confiada a Jesús: la humanidad entera. No retuvo en sus
labios el Evangelio, lo proclamó en los pueblos y ciudades de Palestina. Lo anunció
sabiendo que era moneda de cambio por su vida (cf Jn 10,14-15). Proclamó el anuncio
en las sinagogas, en el Templo y en los campos con elocuencia; y en el Sanedrín con el
silencio del Cordero dispuesto para el sacrificio... Lo proclamó y resonó por todo el
espacio desde la cruz.
El Evangelio es el Alfa y Omega de todos los signos y prodigios que Dios hace con el
hombre. El Señor Jesús murió, nos dejó las riquezas inagotables que hacen palidecer
todos los tesoros de la tierra; y en su delirio de amor por todos, absolutamente por todos,
dijo a sus discípulos de todos los tiempos: Id y anunciad, id por toda la creación, id y lo
que yo os digo al oído proclamadlo desde los tejados y azoteas; id, llevad el Evangelio
en vuestro corazón y en vuestros labios; en él están encerradas todas las maravillas que
mi Padre hace y hará con vosotros y con todos los que crean.
A la luz de la historia de Israel, de sus grandezas y miserias en lo que respecta a las
portentosas intervenciones de Dios, pasamos a escrutar ahora la actitud de María de
Nazaret ante el signo que Gabriel le da como prueba de que lo que le está anunciando no
es un sueño o un producto neurótico de su mente.
Inmediatamente después del relato del anuncio, Lucas nos dice que María fue con
prontitud al encuentro de Isabel. Hemos de tener en cuenta que estamos hablando de un
viaje incómodo e incluso arriesgado, pues eran frecuentes las bandas de ladrones por los
caminos. Tampoco la distancia era corta, estamos hablando aproximadamente de unos
noventa kilómetros, toda una odisea para aquellos tiempos. Sin embargo, María se puso
en camino.
Nos dice la piedad popular que se puso en camino para ayudar a su prima, dada su
situación y estado. Al margen de tal consideración, interpretamos esta visita bajo el
prisma del anuncio que ha recibido, unido a su signo correspondiente. Esto nos
proporciona una lectura de fe. Los signos que Dios nos envía no son estáticos,
necesitamos arroparnos con ellos, de ahí la urgencia de verificarlos. Esto es lo que hace
María al ir al encuentro de Isabel. No es que dude, pero Dios no quiere una fe mecánica,
sin personalidad propia. Él quiere que nuestros ojos, oídos y todo nuestro ser verifiquen
su presencia eficaz en nuestro caminar hacia Él.
María e Isabel se encuentran. El signo que hizo mover sus pasos se mostró mucho
más real y evidente de lo que jamás pudo imaginar. Nos dice Lucas que, al saludarse,
saltó el niño que Isabel llevaba en su seno; quien, llena del Espíritu Santo, exclamó con
gran voz, es decir, como haciendo una proclamación solemne: «¡Bendita tú entre las

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mujeres y bendito el fruto de tu seno!» (Lc 1,42).
¡Bendita tú, bendito tu fruto! Y, más aún, bendita y bienaventurada porque has creído
a la Palabra que Dios te hizo llegar. María escuchaba en silencio. Infinitud de melodías
se elevaban desde su espíritu hacia los cielos. La señal indicada por Dios le acababa de
confirmar que lo que llevaba en su interior era realmente su Hijo. Se lo anunció el ángel,
se lo verifica ahora Isabel llamándola «la madre de mi Señor» (Lc 1,43).
Exultante de gozo, fuera de sí, desbordada por tanto amor que Dios estaba
derramando sobre ella, alzó su voz y entonó su peculiar canto a Dios, a sus maravillas:
«Engrandece mi alma al Señor, mi espíritu salta de gozo en Dios, mi salvador..., porque
ha hecho en mi favor maravillas» (Lc 1,46-49).

82
10
Se abrazó al anuncio

«Dijo María: “He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra”. Y el ángel dejándola se fue».
(Lc 1,38)

L
legamos al fin de la travesía que iniciamos partiendo de la primera parte del anuncio:
«¡Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo!». Nuestro peregrinar catequético
culmina con un broche de oro único y excepcional: la fe. Esta toma cuerpo en María al
proclamar su adhesión a Dios haciendo resonar, a lo largo y ancho del universo, su
respuesta: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí conforme la palabra que acabo de
escuchar.
Algo que tiene muy claro el pueblo de Israel es que la creación partió de la nada. Que
donde no había existencia, Dios habló y creó. Israel sabe que todo vino a la luz por la
fuerza creadora de su Palabra. Ante el mundo creado, Israel percibe que Dios es el autor
de las realidades que tiene ante sus ojos.
Son muchas las catequesis que el pueblo elegido atesora a este respecto. Todas ellas
tienen un común denominador: «Por la palabra de Yavé fueron hechos los cielos y la
tierra...». A la luz de su experiencia, Israel cuidaba con esmero la formación catequética
de sus hijos inculcando en sus corazones que la palabra de Yavé tiene poder creador: que
Yavé es Dios porque es el único capaz de hacer desde la nada.
San Juan, en el Prólogo de su evangelio, proclama que en el principio existía la
Palabra, que la Palabra estaba con Dios y que la Palabra era Dios. Que ella estaba en el
principio con Dios y que todo se hizo por ella, y que sin ella no se hizo nada de cuanto
existe.
Intentaremos sondear, al menos en parte, la inagotable riqueza catequética de estos
versículos joánicos. Lo que no existía, lo que no era, llegó a existir porque Dios con su
palabra le dio el ser. Esta creación de Dios ha sido progresivamente desarrollada y
transformada por el hombre tal y como Dios mismo le indicó cuando la puso en sus
manos (cf Gén 1,28).
Así pues, somos capaces de transformar, cambiar, dar calidad a las realidades que nos
rodean. Las embellecemos e incluso inventamos sobre los presupuestos que Dios ha
puesto en nuestras manos. Nuestra capacidad de desarrollar la realidad del mundo es casi
ilimitada. Sin embargo, siempre necesitamos partir de algo, aunque sea microscópico,
como puede ser un átomo o una célula. No obstante, la nada se levanta como un límite
ante nuestras capacidades transformadoras. Hacer desde la nada tiene un nombre: crear,
y, como tal, es exclusivamente propio de Dios.
Desde Dios en cuanto creador, nos acercamos al sermón de la montaña y abordamos

83
unos mensajes de Jesús que nos dejan gratamente asombrados. Señala que las cosas
creadas tienen un principio y un fin, que hoy son y mañana se disipan; sin embargo, los
hombres y mujeres de fe, en el sentido amplio de Dios, permanecerán para siempre.
Estamos hablando una vez más de cómo Dios hace lo imposible. Nos situamos en su
propia dimensión.
Dicho de otra forma, puntualizamos, partiendo siempre de la Escritura, que hay una
primera creación sucesivamente perecedera; y una segunda, de la que ya nos hemos
hecho eco, que permanece para siempre. A esta segunda creación, Jesús le da un nombre:
la vida eterna. Entramos en una dimensión de la fe que abarca al hombre en su totalidad,
que le abre al imposible de todos los imposibles: vivir eternamente. Escuchemos lo que
dice Jesús a sus discípulos: «No andéis preocupados por vuestra vida, qué vais a comer,
con qué os vestiréis... Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan; y vuestro
Padre celestial las alimenta... Mirad los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan, ni
hilan. Pues yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos»
(Mt 6,25).
Para que los discípulos puedan comprender lo que, como enviado del Padre, va a
crear en ellos, les invita a mirar en la creación que tienen ante sus ojos para, a
continuación, indicarles que toda su majestuosidad y belleza no es sino un pálido reflejo
de la vida que la fe va a engendrar en ellos. «Pues si a la hierba del campo, que hoy es y
mañana se echa al horno, Dios así la viste, ¿no lo hará mucho más con vosotros,
hombres de poca fe?» (Mt 6,30).
Nos parece oír a Jesús diciéndoles: ¡Hombres de poca fe!, mi Padre, que es también el
vuestro (cf Jn 20,17), os vestirá, os sustentará, y aún mucho más: os hará ser hoy, y
mañana, y siempre. El Evangelio de Jesús es la puerta abierta a las ansias de
inmortalidad que todos los seres humanos de todas las religiones del mundo han
manifestado de una u otra forma. Intuiciones de eternidad que en el pueblo de Israel se
hacen presentes entre sombras y oscuridades, siguiendo el curso normal de la revelación
de Dios.
De hecho, a la llegada del Mesías, encontramos en Israel dos posiciones bien
definidas acerca de la vida eterna. Una, la de los fariseos, que creen en ella; y otra, la de
los saduceos, que la niegan. Jesucristo, cuya resurrección es garantía de la nuestra,
proclama, con la autoridad de quien es capaz de levantar de la muerte a un difunto como
Lázaro, que Él es la resurrección y la vida (cf Jn 11,20). En cuanto tal, hace presente lo
que tanto Pedro como Pablo, así como las primerísimas generaciones cristianas,
llamaron la nueva creación en Él.
No es fácil para nadie creer en los imposibles que nos propone Dios. Si estos se
pudiesen ver hechos realidad por la acción de una varita mágica, todavía; pero estamos
hablando de un imposible que queda flotando en el tiempo y en el espacio, y cuya
credibilidad depende de la garantía que tenga una palabra recibida. No es fácil
redimensionar toda la vida, la única que se tiene –con mayor o menor éxito, no importa–
a causa de una palabra. No es fácil para nadie; tampoco lo fue para María de Nazaret.
Le acaba de decir el ángel que para Dios no hay nada imposible. La joven israelita se

84
preocupa más de amar que de entender. Es por ello que le responde hágase en mí.
Recordemos que el verbo hacer se corresponde en Dios con el de crear. Cuando María
dice: «Hágase en mí según tu palabra», está diciéndole a Dios: Aquí estoy, crea en mí.
Cuando digo que María se preocupó más de amar que de comprender, hablo del único
mandamiento, el del amor, cuya dinámica provoca un impulso hacia Dios y hacia el
hombre. María, en su respuesta, amó a Dios que le hablaba, y a toda la humanidad que,
como dice san Bernardo, esperaba su resolución.

José acoge y cree


Los discípulos del Señor Jesús reciben el Evangelio, que es el gran imposible a nuestra
realidad en cuanto seres limitados. El conocimiento de sus carencias, de su imposibilidad
de cara a hacer la voluntad de Dios, nace de la sabiduría propia de los humildes. Desde
esta sabiduría, sus miradas se dirigen hacia María. Ella ni prometió ni se comprometió a
nada porque es un insulto a la inteligencia comprometerse con un imposible. Al igual
que María de Nazaret, el discípulo pronuncia su «hágase». Al proclamar esta palabra,
entra en el terreno de la gracia, terreno propicio en el que, podríamos decir, Dios trabaja
a gusto; terreno en el que el Evangelio se hace en el hombre.
Es muy importante dejar constancia de que, después de María de Nazaret, el primero
en creer en el imposible es su esposo José. Como buen israelita, creía que debía
repudiarla por su embarazo, y esto no por desprecio sino porque la ley mosaica le
obligaba a ello. Atormentado en un mar de dudas, decidió abandonarla en secreto para
evitarle un desprecio público. Es entonces cuando Dios le habló. De la misma forma que
habló a María por medio de un ángel, también lo hizo con José. El ángel, en sueños, le
dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo
engendrado en ella es del Espíritu Santo» (Mt 1,20).
Es obra del Espíritu Santo. José oye lo mismo que oyó María de Nazaret. ¿Qué hizo
José cuando escuchó el mismo imposible que escuchó María? Seguimos el texto
evangélico: «Despertado José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había
mandado, y tomó consigo a su mujer» (Mt 1,24). Después de María, José es aquel que
continúa la senda del actuar, confiado, ante las propuestas de Dios.
Todos, en nuestro caminar hacia Dios, damos unos primeros pasos, franqueamos una
primera etapa parecida a la de Israel. Servimos a Dios como podemos, con unos miedos
y crisis tremendos. Porque, así como Israel se manifiesta titubeante porque no cree que
sea capaz de sobrevivir en el desierto sin agua ni alimentos, también nosotros somos
golpeados por carencias externas e internas que nos llevan a preguntamos: ¿qué hace o
qué hará Dios por nosotros?
El discipulado en espíritu y en verdad tiene lugar cuando, desde estas primeras etapas,
seguimos con paso firme hacia la adhesión incondicional a Jesucristo. Es lo que
llamamos la fe en su máxima expresión cualitativa; y que viene precedida, si lo
queremos llamar así, por un prolegómeno que tiene nombre y rostro: María de Nazaret.
Dios se da a conocer al hombre por medio de su palabra, es en ella donde se
manifiesta; y esto es así porque solamente desde ella se ofrece al hombre la posibilidad

85
de recibir una propuesta de parte de Dios. Desde esta propuesta Dios crea la fe. Esta
consiste en ir deletreando, letra por letra, nuestra respuesta; es un deletrear que viene
marcado por signos y experiencias concretas de Dios. Por fin nuestra respuesta resuena
desde nuestra boca hasta los oídos de Dios: ¡hágase!
En este hágase llegamos a tocar el rostro de Dios, superamos todo vértigo y
flanqueamos el abismo de nuestros miedos y debilidades. En el proceso de nuestra
adhesión, e incluso después de haberla formulado, nos puede dar la impresión de
habernos metido en un callejón sin salida. Pero Dios es persistente en sus obras; nos va
dando, como a María, signos internos y externos que nos mantienen tanto en la Palabra
recibida como en el hágase pronunciado. No hay fe sin este acompañamiento de Yavé,
de Dios, en el hombre, como también lo hubo en María y en José. Dios les acompañó
antes y después de sus respuestas de fe.
María no es, desde un punto de vista moral, un modelo a imitar. Entendámonos bien.
No lo es en el sentido de que Dios no es dado a repeticiones. Es novedad continua, es
totalmente original; y precisamente por ello, tú eres único y original para Él. En este
sentido, María es única, José es único, san Bernardo es único, y cada uno de los
discípulos del Señor es único. Al llamarnos al discipulado, Jesucristo nos moldea con su
Palabra y nos crea con su sello propio e identificador.
La fe crece en nosotros en la medida en que vamos respondiendo nuestro hágase. Se
pronuncia sabiendo que hemos de librar lo que Pablo llama el combate de la fe. Un
combate en el que vence todo aquel que no mira hacia atrás (cf Lc 9,62). Fijos los ojos
en Jesús (cf Heb 12,2), vemos cómo el Evangelio sale al encuentro de nuestras carencias
y limitaciones personales. Todo esto forma parte de un proceso que los hombres de
espíritu, hombres de Dios, llaman el camino de la fe. Es un proceso evolutivo que
arranca desde Dios. Como sabemos, Él se manifiesta por medio de su Palabra, la cual
nos lanza hacia una conquista maravillosa.
El Evangelio es nuestra escuela de la fe; y lo es porque en él está vivo el único
Maestro que nos puede enseñar a confiar en Dios. Confiar hasta el punto de tomar
conciencia de que su Palabra vale más que la nuestra. A alguien le podrá parecer que
esto es una verdad de Perogrullo, innecesaria. De acuerdo. Pero también es una verdad
de Perogrullo que el pecado de Adán y Eva, y el de todos los hombres y mujeres de la
historia, se reduce a actuar y tomar decisiones desde la convicción de que nuestras
palabras tienen más peso en nuestra vida que las palabras de Dios. En realidad, cuando
un hombre, adiestrado por el Evangelio, alcanza a decir ¡hágase! a Dios, está poniendo
en sus manos su vida y hasta sus pensamientos y caminos (cf Is 55,8-9), a fin de que Él
culmine y plenifique su creación.
A este respecto, creo poder decir que la inmensa multitud de hombres y mujeres que,
a lo largo de la historia, alcanzaron a decir hágase a Dios, pasaron por una experiencia
similar: Algo así como «¡que Dios sólo sabe trabajar en el caos!». Desde el caos, Dios
dijo su primer hágase... y se hizo la luz. Y a partir de ahí, continuó su creación (Gén
1,1ss). Desde la encarnación de Dios, el caos de multitud de hombres y mujeres se
abrazó a la Palabra, dando paso a su nueva y definitiva creación.

86
El encuentro/diálogo entre María y el ángel Gabriel podría ser definido como la
quinta esencia de la oración. Estamos hablando de la oración como resonancia de lo que
podríamos llamar la voz inmaterial, el espacio vital donde se quiebra la irreductible
distancia entre Dios y el hombre. La novedad de la oración de María supone un salto
cualitativo y único. No está hablando a Dios, sino «con Él». Lo imposible ha sido
aprisionado por lo posible. La Palabra se abraza efusivamente con las palabras de esta
mujer; los ecos de la divinidad escudriñan los huecos de su alma y la pueblan como si de
un panal se tratara. La Trascendencia se funde en un abrazo con la inmanencia. Toda
barrera ha caído ante el paso de Dios. Él se ha abierto un camino hacia el hombre por
medio de esta israelita.
Desde este camino abierto, todo hombre puede emprender un nuevo éxodo hacia el
Padre, quien a su vez reduce a la nada todas las barreras que pretenden frenar su paso.
Por atravesar, atraviesa, sin chamuscarse ni siquiera sus cabellos, el palpitante fuego de
la locura. Pues, ¡qué mayor locura que atreverse a decir a Dios, el Único, al
Trascendente, al Santo, que le amamos! ¿Locura, prepotencia, delirio enfermizo? Todo
esto tendríamos que admitirlo si no fuera porque el mismo Hijo de Dios afirmó que el
mayor mandamiento es: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu
alma y con toda tu mente» (Mt 22,37).

Heme aquí, haz


La fe supone adentrarse y tomar posesión del campo de lo imposible que Dios anuncia al
hombre. María no intenta comprender el imposible propuesto por Dios. Es lo
suficientemente inteligente como para saber que lo que es imposible, escapa a su razón.
Apela entonces a lo que, veinte siglos después, Antoine de Saint-Exupéry llamaba el
espacio espiritual del ser, aquel que se eleva por encima de la simple inteligencia o razón
para apropiarse de la luz de la fe. A través de ella, comprende que Dios hace posible
aquello que para el hombre no lo es, con la mirada especial propia de los que aman y
esperan más allá de lo razonablemente admisible, más allá de lo visible; mirada, por
ejemplo, como la de Moisés (cf Heb 11,27). Desde ella, María se elevó majestuosamente
hacia el mensajero y le respondió: ¡Hágase! ¡Que Dios haga conforme a su Palabra!
Con su respuesta, María inaugura, por así decirlo, una nueva y original tierra en la que
fructifica la fe, aquella que permite a Dios hacer en el hombre conforme a su palabra
creadora. Estamos hablando de un salto cualitativo, de una plenitud existencial del
hombre que acontece cuando se relaciona de este modo con Dios.
Decía que con esta actitud, María deja a Dios hacer en ella; y pienso que podríamos
aventurarnos a dar un paso más; digamos que Dios se hace en ella. La apertura
existencial de esta joven israelita a Dios, engendra entre ambos una confianza tal, que
hace que ella plante dentro de sí misma una tienda en la que lo imposible propuesto por
Dios tiene acogida y, al mismo tiempo, su realización.
María descubre y, a la vez, deja como preciosísimo testamento y legado, una nueva
forma de amar. Un amor que no está sujeto a altibajos o vaivenes de los estados de
ánimo, como tampoco lo está a las circunstancias o al desgaste de una química, como

87
decimos hoy.
Al dejarse hacer por Dios, su capacidad de amar es también hecha, creada, por Él. Por
ello, por la calidad insuperable de su origen, es un amor que se extiende mucho más allá
de lo que podríamos llamar los impulsos, las emociones e incluso los sentimientos. Su
amar es su estado natural. No necesita buscarlo, ni estimularlo, ni siquiera razonarlo. Su
amar se identifica con su ser, ama porque es, y es porque ama. Su amar es su estar, y por
ello permanece para siempre.
María vive así su dimensión del amor porque ha encontrado en Dios su realización
como persona, su infinitud; se ha anudado a Él con todo su corazón, con toda su alma y
con todas sus fuerzas. En esta su relación con Dios pudo ser testigo de que de lo más
profundo de su ser, emergía, triunfante, el Shemá Israel que llevaba y que todos
llevamos dentro (cf Dt 6,4).
Dicho esto, se me ocurre añadir, con no poco atrevimiento, que la «ingenuidad» de
María desprende una belleza subyugadora. Posiblemente más de uno se sobresaltará con
esta apreciación, por lo que voy a intentar explicarme. Y lo haré mejor trasladando esta
ingenuidad de la que he hecho mención, a todos los discípulos del Señor Jesús.
Hace falta ser no un poco sino bastante ingenuo para creer que tú eres alguien para
Dios, que Él tiene tiempo para pensar en ti, que te ama. Hace falta ser un poco o bastante
ingenuo para creer que la vida en toda su plenitud, es encontrada en las páginas del
Evangelio del Señor Jesús. Por último, hace falta ser un poco ingenuo incluso para creer
en Dios, me refiero al Padre del Crucificado.
Sí, hace falta ser un poco o bastante ingenuo. Sin embargo, tengo la clarísima
impresión de que cuando Jesús proclamó desde el monte: «Bienaventurados los pobres
de espíritu...», se estaba refiriendo a estos, a los que, dejando atrás sus prudencias
humanas, irían un día a tomar la decisión de vivir abrazados a su Evangelio.
Pobres de espíritu, como nuestra joven nazaretana, protagonista de este libro, quien,
ante la propuesta de Dios, asombrosa e intraducible a su mente, se le ocurre decir sin
más hágase, hágase conforme a tu Palabra, haz, que aquí estoy.
Hay dos clases de ingenuos que se corresponden a dos tipos de relación del hombre
con Dios. Tenemos, por una parte, la ingenuidad de los sabios. Estos conocen a su Señor
y son conocidos por Él, como las ovejas que conocen a su pastor, y por el pastor son
conocidas (cf Jn 10,14). Son ingenuos que provocan el odio o el respeto de su entorno,
pero nunca la indiferencia; estos son los discípulos del Hijo de Dios. Su ingenuidad,
colmada de sabiduría, les hace lo suficientemente osados como para desatar toda atadura
que les impide abrazarse al Evangelio. Estos son, sin duda, los predilectos de Dios, la
niña de sus ojos. Jesús habló de ellos, y nos dice Lucas que, al evocarlos, se
estremecieron de gozo sus entrañas: «En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el
Espíritu Santo, y dijo: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has
ocultado estas cosas a sabios y prudentes –según el mundo– y se las has revelado a los
pequeñuelos» (Lc 10,21).
Como contraposición, se hace presente otra ingenuidad: la de los necios. Estos no
provocan ni odio ni respeto. Son los que se bastan a sí mismos para entender todo

88
aquello que se refiere a su relación con Dios. En esta, escogen según el vaivén de los
caprichos de su corazón. Miran el Evangelio desde la distancia, a lo lejos, y no arriesgan,
no hacen ninguna opción que pueda tambalear sus haberes y teneres. De estos podemos
decir, echando mano de nuestro refranero, que son tan prudentes que han aprendido a
nadar y a guardar la ropa al mismo tiempo.
Plantan su tienda en el campo de sus asfixias y ataduras; y, aunque parezca increíble –
y es ahí donde se hace patente su necedad– se encuentran a gusto así. No tienen alas, no
se cuestionan la carencia de ellas. Estos hombres, cuya ingenuidad no es otra cosa que
necedad, no provocan, como ya he dicho antes, ni respeto ni odio; se les tolera
compasivamente, o bien se pasa de ellos.
Se pasa de ellos como lo hizo Jesús en su primera predicación en la sinagoga de
Nazaret. Terminada esta, y ante la reacción de los asistentes que se negaban a creer por
la simple razón de que era «el hijo del carpintero», pasó por en medio de ellos y se alejó
(cf Lc 4,16-30).

Testigos de la belleza
Dicho esto, pasamos a afirmar que la ingenuidad de María marca la pauta de lo que
hemos llamado la ingenuidad de los sabios; ella es la ingenua en la que rebosa la
sabiduría de Dios. De su ingenuidad brota una sapiencia que, me atrevo a decir, es propia
sólo de Dios. Hablamos de una simplicidad digamos trabajada, elaborada, en el espacio
privadísimo de su libertad.
Precisamente, por fructificar donde fructifica, irradia una belleza insuperable. Esto
nos ayuda a fijar nuestros ojos en esta mujer que ha encarnado a la Palabra; y, más aún,
nos ayuda también a hacer nuestros los pasos de la historia de amor que hubo entre Dios
y ella, historia que es poderoso acicate que nos mueve hacia la fe.
Necesitamos posar serenamente nuestra mirada en María. Nuestra sociedad está
huérfana de la belleza, esta nos ha sido secuestrada, nos la han arrebatado. De una forma
u otra, hemos vuelto una vez más a levantar una nueva torre de Babel. De tanto
elevarnos con las obras de nuestras manos hacia lo alto, hemos perdido el contacto con la
madre tierra, hemos desertado de nuestras raíces, y una plaga terriblemente letal campea
a sus anchas a lo largo y ancho del mundo: la deshumanización..., ella asesinó a la
belleza.
Perdida la brújula de lo que es verdadero, humano y bello, hemos dado a luz a toda
una especie de dragones que imponen como normalidad el absolutismo más
inmisericorde, cuyas banderas y clarines alardean y se jactan de llevar a cabo un
cometido: el culto a la muerte en detrimento de la vida.
En una sociedad, en una cultura así, tan mutilada, tan opaca de cara a la
trascendencia, tan escasa de luz, de verdad y de vida, hasta la belleza es incómoda, por lo
que es mejor ignorarla. Esto afecta a todas las dimensiones, incluidas las del arte.
También este ha sido, en gran parte, alcanzado por las garras de la deshumanización y
desesperación que brotan de la prepotencia y la jactancia.
Sí, es la prepotencia, el creerse el hombre principio y fin de su propia existencia, la

89
que ha emitido la pena de muerte de lo que es en sí bello, estético y armonioso. Bajo esta
dinámica terriblemente oscurantista, hasta la naturaleza hace visible ante nuestros ojos
sus heridas, su deterioro progresivo, fruto de ambiciones desmedidas, destructoras.
Es en este mundo donde nos movemos, vivimos y entrelazamos los discípulos del
Señor Jesús. No desertamos de él, ya que ello supondría desertar de lo que somos y
también de nuestra misión. Somos portadores de una palabra de vida, el Evangelio. Jesús
nos llamó no para separarnos del mundo sino para ser su luz (cf Mt 5,14).
Enviados al mundo, tenemos una misión vivificadora, somos para todos los hombres
lo que san Pablo llamaba «el buen olor de Cristo» (2Cor 2,15). Esta preciosísima e
invaluable fragancia del Señor Jesús que emanan sus discípulos, tiene la fuerza de
despertar de su adormecimiento y letargo las más bellas y profundas intuiciones del
hombre escritas en lo más profundo de su ser. Son intuiciones que le dicen que otra
forma de vivir es posible, que otra calidad de vida es no sólo imaginable sino real y al
alcance de la mano. Dentro de nuestras variadas dimensiones que comporta nuestra
misión de servicio al mundo, no es la menos importante aquella de devolverle la belleza,
arrinconada y denostada por el príncipe de la mentira y del mal. Repito, hace parte de
nuestra misión devolver la belleza y el colorido, la estética y la luz, al mundo que tanto
amó y ama el Hijo de Dios.
Todo hombre tiene algo de Dios (cf Gén 1,26). Todos somos portadores de un espacio
contemplativo que podríamos llamar «Lugar Santo», así llamaban los judíos al Templo
de Jerusalén. Es el lugar reservado para la revelación de la Presencia. Como tal, está
absolutamente sellado a todo extraño; y al decir extraño, quiero decir que es lugar
reservado, única y exclusivamente reservado para Dios. Y es así porque está hecho, si es
que se puede llamar de esta manera, a su medida, que es la infinitud.
Sólo Él, el Otro, el Trascendente, Dios, puede habitarlo. Quien ha tenido una mínima
experiencia de la incomparable belleza de este su lugar profundo, relanza
espontáneamente su vida hacia Dios. Por más que se empeñe en dar vueltas alrededor de
otras realizaciones, nunca podrá acallar la voz imperiosa que se eleva hacia lo alto
clamando a Dios: No puedo renunciar a tenerte dentro. ¡Hazte dentro de mí!
El hágase de María es la palabra humana que lleva implícito el principio y la
culminación de toda realización personal. Es el cruce de coordenadas en el que
confluyen Dios y el hombre; la Trascendencia y la inmanencia; el Tú y el yo. También, y
lo decimos con cierto atrevimiento, el hágase, iniciado por María de Nazaret y recogido
como testigo por una multitud innumerable de hombres y mujeres a lo largo de la
historia, es asimismo la realización completa de la paternidad de Dios.

90
«Predicar el Evangelio
no es para mí ningún motivo de gloria,
es más bien un deber que me incumbe.
Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!».
(1Cor 9,16)

91
Índice

Dios: el que habla y el que hace

En la plenitud de los tiempos

Sabiduría purificadora
La memoria de Dios
Aquí estoy, ¡alegraos!
Dios se acerca
Grandeza de alma
Solidaridad fecunda
Dios, fiel a su Palabra
Delante de Dios
Transgresión y gracia
La Tienda del encuentro
Espíritu y vida
El seno glorioso
Dios no se ausenta
Luz en la oscuridad
Con el oído atento
Es eterno su amor
Con nosotros y con el Padre
El nuevo éxodo
Bajo su sombra
Un salto cualitativo
La expectación de Israel
Espejo del discipulado
A los que me escuchan
Dios hará en ti
Te sostuve con mi mano
María: Virgen sabia
Las raíces y el fruto
El Santo de Israel
La sangría incontenible
Sígueme hacia lo alto
¡Exulta, hija de Sión!

92
Fíjate en el signo
Los ojos del corazón
La escuela de la fe
Contad sus maravillas
Se abrazó al anuncio
José acoge y cree
Heme aquí, haz
Testigos de la belleza

93
Índice
Dios: el que habla y el que hace 5
En la plenitud de los tiempos 10
Sabiduría purificadora 12
La memoria de Dios 14
Aquí estoy, ¡alegraos! 16
Dios se acerca 18
Grandeza de alma 19
Solidaridad fecunda 21
Dios, fiel a su Palabra 24
Delante de Dios 26
Transgresión y gracia 28
La Tienda del encuentro 30
Espíritu y vida 32
El seno glorioso 34
Dios no se ausenta 36
Luz en la oscuridad 38
Con el oído atento 40
Es eterno su amor 42
Con nosotros y con el Padre 44
El nuevo éxodo 46
Bajo su sombra 48
Un salto cualitativo 50
La expectación de Israel 52
Espejo del discipulado 54
A los que me escuchan 56
Dios hará en ti 58
Te sostuve con mi mano 59
María: Virgen sabia 62
Las raíces y el fruto 63
El Santo de Israel 66
La sangría incontenible 68
Sígueme hacia lo alto 70

94
¡Exulta, hija de Sión! 71
Fíjate en el signo 74
Los ojos del corazón 75
La escuela de la fe 78
Contad sus maravillas 80
Se abrazó al anuncio 83
José acoge y cree 85
Heme aquí, haz 87
Testigos de la belleza 89

95

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