Brizuela. Desplazamientos Yo D'Halmar

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ANALES DE LITERATURA CHILENA

Año 2, Diciembre 2001, Número 2, 81-101

DESPLAZAMIENTOS DEL YO: MIRADA Y MASCULINIDAD


EN ALGUNOS VIAJES DE AUGUSTO D’HALMAR

Natalia Brizuela
New York University

En lo que se conoce como el fin-de-siècle (1890-1918), encontramos en pro-


ducción por lo menos dos discursos que marcan no solo la literatura sino que tam-
bién señalan y dan cuenta de algunas de las ideologías que circulaban en Europa en
ese cambio de siglo, en ese momento de transición, caracterizado por la instalación
ya definitiva de la modernización y de la sociedad capitalista industrial. Para fines
de la primera guerra mundial, Asia y Africa habían sido casi completamente coloni-
zadas, dándole así al comienzo del nuevo siglo otro eje ideológico. Gran parte, si no
toda, de la empresa imperial europea reforzó en el imaginario europeo el lugar que
ocupó el oriente desde, según Edward Said, la antigüedad. Espacio de experiencias
únicas, de romances prohibidos, de secretos y de máscaras, el oriente había signifi-
cado para Europa lo exótico por excelencia. Exótico sería entonces aquello que vie-
ne de lejos, algo de una extranjería total y que produce sorpresa, asombro, espanto,
pero que a la vez, y más centralmente, seduce, quizás precisamente gracias a esa
extranjería, a esa otredad. Lo que se desea, lo que seduce y genera el deseo pareciera
ser, necesita ser, en el discurso orientalista, lo otro, lejano, extranjero, para disociar
talvez el peligro y vulnerabilidad que todo deseo produce. El otro, lo otro, estaba así
proyectado sobre el oriente bajo el signo de la diferencia –una diferencia exotizada.
Pero al ser exótico, ese otro podía seducir al europeo, de ahí una de las paradojas de
ese discurso que se llama orientalismo.

Quisiera agradecer las lecturas y los comentarios de Soledad Bianchi y de Sylvia Molloy.
82 NATALIA BRIZUELA

Por otro lado, en el fin de siglo europeo, encontramos una sensibilidad parti-
cular, llamada decadencia1. Sensibilidad adoptada por algunos autores europeos que
Barbara Spackman define como escritores que

… [p]lace themselves on the side of pathology and valorize physiological ills


and alteration as the origin of psychic alterity. The decadent rhetoric of sickness
embraces and exalts the counternatural as an opening onto the unconscious, an
alibi for alterity (vii-viii).

Momento de transición, momento de corte en/de la modernidad con el pasa-


do, este fin de siglo generó narrativas europeas decadentes como L’immoraliste (1901)
de André Gide y de manera anticipatoria, los textos y poesías de Charles Baudelaire.
En Latinoamérica De sobremesa del colombiano José Asunción Silva, novela reple-
ta de noches libertinas, de opio y de enfermedad, da cuenta de este período de deca-
dencia. Esta retórica decadentista –excesiva, llena de derroche, llena de enfermeda-
des– genera a su vez un discurso normativo, un discurso homogeneizador, médico
que diagnostica precisamente estos textos decadentes considerados no enfermos,
sino, como ha señalado Foucault, patológicos. Max Nordau y Cesare Lombroso son
dos de los exponentes más notables de este afán normativo –el discurso sobre la
degeneración– que se habría preguntado, desde fines del siglo diecinueve, cómo
curar las enfermedades que acechaban a la sociedad –y que los textos decadentes
representan y exasperan discursivamente– y que no permitían, según estos diagnós-
ticos, la entrada a la modernidad y a la economía del progreso.
Aunque no fue publicada por primera vez hasta 1924, D’Halmar escribió La
sombra del humo en el espejo en 1918, y la situó en 1909, momento histórico marca-
do por estos discursos y por el umbral de la primera gran guerra del siglo veinte. En
la lectura que sigue quisiera leer este texto del escritor chileno en la intersección de
estos dos discursos. Y esa intersección está marcada por la presencia de un deseo
homoerótico. Si por un lado su narrativa es decadente 2, por otro lado, junto a ese
discurso, funciona un aparato orientalista, aparato que seduce, pero que también
ayuda a contrarrestar la presencia homosocial de la decadencia.

1
Para un excelente análisis de la decadencia europea y su presencia en el ensayo latino-
americano del mismo período, ver Michael Aronna. Pueblos enfermos: The Discourse of Illness
in Turn-of-the-Century Spanish and Latin American Essay. Chapel Hill: North Carolina
Studies in the Romance Languages and Literatures, 1999, pp. 11-33.
2
L’immoraliste, de André Gide presenta puntos de contacto muy interesantes con La
sombra del humo en el espejo –la homosociabilidad, la pederastía, la enfermedad, entre otros–
y es también un relato en el cual el discurso orientalista y la retórica decadente se cruzan.
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DISPERSIONES3

En una entrevista del año 1935, a la pregunta “¿Qué le abruma?” (p. 238), el
escritor Augusto D’Halmar responde:

– La obsesión del yo y del nombre específico. La imposibilidad de anegarme y


disolverme, aunque ya sea casi un sonámbulo.
– ¿Qué le aligera?
– La idea de fundirme y confundirme con todo 4.

El entrevistador es, cabe mencionar, el propio D’Halmar. Quisiera detenerme


en estas respuestas de D’Halmar para señalar en ellas uno de los ejes centrales de su
escritura: el desdoblamiento del yo. Siendo D’Halmar quien pregunta y quien res-
ponde, a modo de sujeto doble, de sujeto esquizofrénico, psicoanalíticamente ha-
blando, señala ya este desdoblamiento. O sea que la organización, el formato de la
entrevista anticipan esa inquietud que uno de los D’Halmar expresa en ella. El sujeto
es, en D’Halmar, difícil de delimitar y de describir. Está siempre en movimiento, o
mejor, en desplazamiento. Este sujeto se desdobla, se vuelve múltiple y también se
ahoga en el Otro, naufraga en el Otro, confundiendo aún más los límites del yo. Esta
entrevista termina así:

Así nos despedimos uno del otro, el Viajero y su sombra, dos personas distintas
y una sola ilusión no más. El reporter, por lo menos, había aprendido del
reporteado a no tomarnos en serio, siendo punto más y punto menos que las
ficciones que creamos, “más que una realidad, menos que un sueño”, como in-
siste paradojalmente D’Halmar no sé en cuál de sus divagaciones (pp. 240-241).

¿Quién narra aquí? Es imposible de precisar, ya que como lectores nos encon-
tramos ante esa “divagación” del yo que la entrevista ha remarcado. Uno de los
D’Halmar es el Viajero. Otro es su sombra. Otro es el escritor con sus “divagacio-
nes”. Y quisiera proponer que es en el intersticio de las nociones de viajero, despla-
zamiento y espacio que podemos acercarnos a este sujeto tan huidizo y resbaloso
que existe bajo el nombre D’Halmar.

3
El término dispersiones se lo debo al uso que de él hace Sylvia Molloy en su estudio
sobre Augusto D’Halmar: “Dispersiones del género: hispanismo y disidencia sexual en Augusto
D’Halmar”.
4
Augusto D’Halmar. “El reportaje que nadie nos hace nunca”, Antología de Augusto
D’Halmar. El hermano errante. Selección de Enrique Espinoza. Santiago: Zig-Zag, 1963, p.
238.
84 NATALIA BRIZUELA

El desplazamiento es uno de los temas centrales en la ficción de D’Halmar.


Sylvia Molloy propone que este desplazamiento comienza, en vida del propio
D’Halmar, aún antes de partir de Chile, con la creación de su seudónimo, “texto
fundador, el seudónimo es también una primera ficción de desplazamiento, el co-
mienzo de una interminable errancia que es tema de la mayoría de los libros de
D’Halmar. D’Halmar bien puede ser el nombre de un antepasado sueco pero es
también al mar” (pp. 8-9). Y agregaría que D’Halmar es también del mar, ya que
como señalaré más adelante, el mar es esencial para la constitución de este sujeto
errante, y entonces, de esta manera, el nombre prefigura esa pertenencia –de– y ese
movimiento –al. Esta noción de errancia aquí mencionada es crucial para mi argu-
mento. Dentro de la cofradía masculina que D’Halmar deja en Santiago de Chile al
partir, lo llaman “el hermano errante”. Errante podría señalar una incomodidad ante
la falta de hogar, ante ese constante movimiento, constante irse, constante desplaza-
miento. Errante podría también ser por judío errante, no porque D’Halmar pertene-
ciera a esa religión, sino por el tipo de exclusión, de dispersión, de falta de hogar, de
comunidad perseguida que leemos en dicha nomenclatura. También podría referirse
a alguien que no ha logrado establecer una identidad, o a alguien que ha establecido
una identidad errada, equívoca. Errada quizás, porque propongo que es una identi-
dad basada en una masculinidad diferente a la que ejercían sus colegas chilenos.
Así, la errancia puede ser la búsqueda – consciente o no– de una identidad que le sea
cómoda al sujeto, aunque talvez, o probablemente, incómoda a si mismo y a sus
compatriotas.
Quisiera señalar la importancia del nomadismo junto a la errancia como apa-
rato de lectura, ya que sería importante poder utilizar ambas nociones. En D’Halmar
el viajero está cómodo con el movimiento, es la manera de vida que eligió – acercán-
dose así al nómade; pero a la vez hay una nostalgia por un hogar que puede percibirse,
como veremos, en el tono de la voz narrativa. Y aquí la aparente contradicción: si el
nómade es aquel que lleva consigo el hogar, ya que él mismo es el hogar –y entonces
el hogar ya no es necesariamente una geografía específica– entonces, dónde cabe la
nostalgia. ¿Nostalgia de qué? Quizás hay una nostalgia por un yo –un yo que en
D’Halmar está siempre en falta, a quien le falta y que erra. Nostalgia y ambigüedad:
un nomadismo, entonces, que se construye sobre la nostalgia de la pérdida que el
desplazamiento y también algo anterior –un sujeto errado– causan. El nómade anda
siempre en grupo, es parte de una familia, de un pueblo, y en el caso de los viajeros
nómades –y errantes– de la ficción de D’Halmar, es una familia de hombres, una
cofradía cuya conexión está tejida por y para una masculinidad diferente. A la vez,
quisiera retener de la palabra errante la falta de identidad fija y la noción de equivo-
cación. Porque en la palabra nómade podemos leer la toma de una identidad cons-
truida a partir del desplazamiento. En los textos de D’Halmar, los personajes nómades
no tienen una identidad fija, sino más bien, la habilidad para transformarse y cam-
biar constantemente, fundiéndose con el espacio, otro, en el que se encuentran.
DESPLAZAMIENTOS DEL YO: MIRADA Y MASCULINIDAD... 85

Transformarse, fundirse, desplazarse: estos verbos señalan un sujeto disper-


so, o más bien, siendo fiel a la reflexividad de los verbos, señalan un sujeto que se
dispersa, que se construye como tal en esa dispersión que él mismo efectúa. Enton-
ces, el sujeto no es uno, sino más bien una multiplicidad de subjetividades en una
persona, en este caso, el Viajero. Por eso, en la autoentrevista es imposible precisar
quién narra, cuál de las “caras” de D’Halmar enuncia en cada momento. La única
“cara” que el texto resalta es la del viajero. El viajero en D’Halmar, propongo, se
construye a partir de la mirada y de las relaciones masculinas. En vida del propio
D’Halmar, podríamos decir que su primer ‘viaje’ dentro de Chile es la fundación, en
las afueras de Santiago, de la utópica Colonia Tolstoyana, íntegramente masculina.
La sombra del humo en el espejo, el primero de los viajes, así como los demás
desplazamientos, ocurre en un espacio de hombres donde la mirada marca la perte-
nencia a la cofradía masculina de viajeros. Y en “Andamos para no llegar” Damián
Barral, el protagonista, sale de Chile para recuperar su genealogía paterna y mascu-
lina, ya que él mismo explica que a las mujeres de la familia siempre las sintió como
extrañas: “Sem se había identificado con su padre, como si la madre, chilena, no
contara para él” (p. 41). Sem Safir es Damián Barral antes de partir para España,
donde necesita crearse un nuevo nombre para su nueva identidad.
Entonces, el viajero en D’Halmar se constituye como tal a partir de la cons-
trucción de relaciones y espacios masculinos, y a su vez éstos se constituyen a través
de la mirada. Los viajes de éste son siempre tierra afuera, incluso el corto viaje que
hace el propio D’Halmar al fundar la Colonia Tolstoyana en las afueras de Santiago
de Chile. A pesar de quedarse dentro de Chile en este caso, el viaje toma lugar
gracias a un extranjero: Tolstoi. Para viajar afuera no es siempre necesario irse a
otra nación. Como veremos en el prólogo a La sombra del humo en el espejo, aun-
que los primeros viajes del joven D’Halmar son a un bar en el puerto de Valparaíso,
estos ya anticipan los futuros viajes fuera de Chile. Y es también un extranjero, Peter
Petersen, “un antiguo marino noruego” (p. 485), dueño del bar, quien le facilita al
joven D’Halmar sus primeros viajes, imaginarios. Tolstoi y Petersen, ninguno chile-
no, y ambos hombres. Y hay aquí, en este marino noruego, otro posible desdoblarse:
D’Halmar, el escritor, se había construido, como señala Molloy, una figura paterna
nórdica y ausente, ya que era este padre un marino de aquella región que había
enamorado a su madre y después había partido. Podríamos proponer que hay enton-
ces un desdoblarse y un desplazamiento de la figura paterna y de la historia familiar
de D’Halmar el escritor a D’Halmar el narrador.
86 NATALIA BRIZUELA

LA MIRADA

Es a través de la mirada –abrumadoramente insistente en La sombra del humo


en el espejo– que se forma parte de la cofradía masculina y que el yo se dispersa5.
Lo que marca la diferencia de D’Halmar el narrador es la mirada, como si la consti-
tución del sujeto pasara siempre a través de los ojos.
El mirar es el impulso asociado más frecuentemente con el viaje6. Si, como
arguyo, el sujeto se constituye por el mirar, sería entonces el viajero de D’Halmar un
sujeto que con y a través del viaje busca continuamente constituirse, obsesionado
desde siempre con el mirar. Podemos pensar en la mirada como constitutiva de una
homosociabilidad y homosexualidad en D’Halmar.
Es en el prólogo que encontramos la aparición de la mirada que se volverá
uno de los tropos del viajero. En el bar, en uno de los primeros viajes que hace sin
siquiera partir de Valparaíso7, un marino marca al niño D’Halmar como uno de ellos,
un viajero:

– Tiene ojos de marino – dijo, volviéndose hacia los demás.


Detrás de nosotros, la voz de Frau Petersen, que entreabría la puerta de la
cocina, pareció enviarnos una bocanada de aire caliente.
– ¿En qué reconoce usted, capitán, los ojos de los marinos?
– En que son pequeños y sin embargo ven grande– repuso el capitán yendo a
sentarse con sus partenarios (p. 487)

El ser viajero es algo a lo que D’Halmar está destinado a ser, genéticamente


digamos, desde siempre. La marca genética está en los ojos, pequeños, pero que
“ven grande”. ¿Qué quiere decir este “ver grande”? Arriesgo algunas posibilidades:

5
En su ensayo sobre lo siniestro o unheimlich, Sigmund Freud propone que lo siniestro, lo
otro, lo extranjero, lo no familiar está ya, siempre, dentro de lo familiar. El otro es parte del yo.
Podemos así entender la relación entre el doble, el yo que se desdobla y lo unheimlich.
Importante recordar entonces que para estudiar y desarrollar esta noción de lo siniestro, Freud
recurre al famoso cuento de Hoffman cuyo tema central es la mirada, los ojos. En una
continuación de este trabajo exploraré los cruces entre lo unheimlich y los viajes en D’Halmar.
6
Ver Dennis Porter, Haunted Journeys. Desire and Transgression in European Travel
Writing. Princeton: Princeton University Press, 1991, pp. 165-168, para un excelente análisis
sobre la mirada y la perversión en los viajes de Flaubert. A esta lectura de Porter le debo mi
interés por la mirada en D’Halmar.
7
El prólogo se titula “Primeros ensueños. Primer viaje”. Y el breve prólogo describe su(s)
visita(s) al bar subterráneo del puerto de Valparaíso.
DESPLAZAMIENTOS DEL YO: MIRADA Y MASCULINIDAD... 87

una mirada que ve más allá de los límites geográficos de la patria; o quizás también
es una mirada que pertenece a los soñadores, que ven otras realidades, realidades
soñadas que permiten otras subjetividades –por qué no, otras masculinidades– que
no caben dentro de los límites del mundo ‘real’. Son ojos que pueden ver en sueños.
Es, además de viajero, un marino este joven D’Halmar. Como marino su espacio
será el mar, dándole así sentido a su nombre, al mar, del mar. Y este será un espacio
masculino. De esta manera, el texto nos presenta desde el prólogo los elementos
necesarios para la construcción de un viajero: la mirada y la cofradía masculina.
La cofradía que crea D’Halmar con Zahir y la Esfinge se basa en la mirada
que comparten los tres. Si recordamos el primer encuentro que D’Halmar tiene con
cada uno vemos que es la mirada lo que establece la unión. En el encuentro con
Zahir:

los ojos entoldados, cambiantes y profundos, como deben ser los de aquellos
que en la quietud persiguen la ronda de los espejismos. Me parecía haber en-
contrado en alguna parte esa mirada, tal vez en un presentimiento (p. 493).

Y en el encuentro con la Esfinge:

¡Solitaria! Alcé intimidado los ojos, tratando de encontrar su mirada demasia-


do por encima de nosotros; su mirada, que no nos ve porque mira en sí o delan-
te de sí, más allá de lo que pude contemplar (p. 495).

En ambos casos, son ojos profundos de una mirada “grande”, que ven más
allá de lo inmediato. En el caso de la Esfinge, ella es la mirada original o el origen de
la mirada, la fuente de todas las miradas. Es importante que ella no mira un objeto
concreto sino que “mira en sí” y mira delante de sí. Ella es el símbolo de la mirada,
de esta mirada diferente. Recordemos que es a través de la mirada que D’Halmar
forma parte de esa comunidad de viajeros. Quisiera sugerir entonces que esta pere-
grinación, este desplazamiento hacia la Esfinge es un llegar, no a un hogar, sino más
bien a un núcleo de encuentro. Es Ella la base de esta mirada diferente, relacionada
con una masculinidad diferente, con el orientalismo, con la decadencia. Es, efectiva-
mente, el lugar desde donde el viajero y narrador D’Halmar entra en el oriente –lugar
que le permitirá esa otra mirada: es la mirada del viajero, es la mirada de la cofradía
masculina, es la mirada orientalista. De alguna manera, el primer espacio del texto,
el bar portuario del prólogo, y la Esfinge en el desierto contienen características y
funciones paralelas en el nomadismo del narrador. Estos espacios están unidos por
la importancia de la mirada, a la vez que son espacios que abren. El desierto y el mar
–a pesar de que el prólogo transcurre en un bar, éste está impregnado de mar, ubica-
do junto a él, con una clientela “marítima”– son espacios que permiten “ver grande”,
en el sentido doble de soñar/imaginar y de ver más allá de las fronteras.
88 NATALIA BRIZUELA

Zahir, efebo egipcio –guía al turista o viajero occidental, signo y símbolo del
oriente en mucha de la literatura orientalista, pensemos en Flaubert, en Gide– es
como D’Halmar en que nuestro narrador, occidental, encuentra un parecido y marca
una identificación con él. Pero es también el otro, y así diferente. Es el otro que el yo
necesita mirar para constituirse, como sujeto, y como viajero. En esa diferencia y
distancia que la mirada establece, D’Halmar puede entonces ver en el otro, en Zahir,
lo que no puede ver en sí mismo. Que Zahir, tan diferente a D’Halmar –y a la vez tan
similar, compartiendo con él una intimidad, una conexión– pueda ser ambiguo, pue-
da ser afeminado, pueda ser, valga la redundancia, diferente, para entonces poder él
mismo constituirse, así, oblicuamente, a escondidas, como diferente. Aunque
D’Halmar señale el enlace entre él y Zahir marcado por una mirada parecida y dife-
rente, no deja de ser y de estar simultáneamente la mirada de poder, la mirada del
que desde la posición de amo y de occidental en el oriente, le dará al lector un poco
de literatura8.

COFRADÍAS MASCULINAS

Quiero estudiar esta dispersión del sujeto en dos textos de D’Halmar: La som-
bra del humo en el espejo y “Andamos para no llegar”. A pesar de que en los dos
textos, como veremos, encontramos viajes y sujetos que se desdoblan, hay una dife-
rencia crucial en el tipo de viaje: en “Andamos para no llegar” hay un intento, una
momentánea atracción por rehacer, a partir del destierro, una nueva nacionalidad y
subjetividad fija que termina con la vuelta a Chile, la vuelta al hogar, mientras que
en La sombra del humo en el espejo el desplazamiento no se asienta completamente
y no hay ni siquiera un hogar al cual volver. Por otro lado, en ambos textos los
protagonistas ponen en peligro su condición de viajero, pero el peligro surge de
diferentes géneros.
Antes de partir, antes de ‘irse’, ¿dónde están los sujetos de estas ficciones?
En “Andamos para no llegar”, Sem Safir, protagonista, vive en Chile, pero no lo
siente como su hogar, según nos dice el narrador: “se sentía como desterrado en su
tierra y en su casa” (p. 42). Es un lugar ya desde siempre desfamiliarizado, donde
siempre se ha sentido como extranjero. Y de alguna manera lo era, ya que su padre,
Eliseo, era español. Pero es interesante que en España Sem Safir –bajo el nombre

Laura Mulvey estudia la manera en que la mirada, en particular en el cine narrativo,


8

genera un placer que reproduce una ideología machista y misógena. Ver “Visual Pleasure and
Narrative Cinema”, Issues in Feminist Film Criticism, ed. Patricia Erens. Bloomington: Indiana
University Press, 1990, pp. 28-40.
DESPLAZAMIENTOS DEL YO: MIRADA Y MASCULINIDAD... 89

falso/adoptado de Damián Barral– se sentía en casa, en familia, a pesar de ser tam-


bién ahí extranjera la familia dado su origen judío. Quizás Damián se sentía en casa
ahí, en España, por eso mismo: era un hogar que a los Safir les había sido prestado,
ellos habían tenido que convertirse para poder formar parte de España, no eran,
entonces, del todo españoles. Después del viaje a y permanencia en España, Damián
decide volver a ese Chile que nunca sintió como familiar, porque “cuando el foraste-
ro tuvo la posibilidad de normalizar esa existencia interina ... comprendió la osadía
de su tentativa” (p. 45). En esta mención de “normalizar” quisiera detenerme. Cuan-
do el viaje se convierte no solo en estadía, sino también en la creación de un nuevo
hogar, cuando deja el viajero de ser un forastero, podría decirse que dentro de la
economía del viaje en D’Halmar, el viaje deja de cumplir su función. En lugar de un
sujeto que se despliega/se dispersa comienza a crearse un sujeto de “nombre fijo”,
un sujeto que se contrae en la fijeza. La osadía del viaje de Damián era: “rehacerse
una individualidad y una nacionalidad ... desarraigar y arraigar de nuevo a su vásta-
go” (p. 45). Si se hubiera arraigado hubiera dejado de ser extranjero. El extranjero es
aquel que está fuera de su patria, que se encuentra en un lugar que no es el suyo, pero
también, metafóricamente, el extranjero es aquel que está fuera de sí, y por eso Sem
Safir busca un alias, un nombre que no es el suyo. Si se hubiera arraigado, si se
hubiera quedado en España, el nombre pasaría a ser suyo o, más bien, él pasaría a ser
Damián Barral en lugar de un ‘enmascarado’. El viajero en D’Halmar no puede
querer llegar nunca a ninguna parte, sino que “anda para no llegar”.
Damián vuelve a Chile, deja de viajar, como si el haber intentado rehacerse
con una identidad fija lo hubiera expulsado de la cofradía masculina de viajeros. Y
no solo intenta “rehacerse una individualidad y una nacionalidad”, sino que comete
la osadía de enamorarse de una mujer:

Surgió otra vez lo que nadie quisiera suscitar, pero que vuelve contra nosotros
nuestras mejores intenciones. Para Eliseo Safir, ido a la América del Sur, por
unos meses, había tomado la forma de una criolla chilena; para este Damián
Barral, venido a España por tiempo indefinido, adoptaba las apariencias hechi-
ceras de Rosa de Azafrán (pp. 44-45; subrayado mío).

Como hemos visto, no hay mujeres en esta cofradía –masculina– de viajeros


en D’Halmar, y el error de Damián es entonces doble: intentar rehacerse una identi-
dad fija y pensar en establecer una relación con una mujer. ¿Quiénes forman parte
del nosotros de la cita anterior? ¿Los chilenos? ¿Los judíos? ¿O acaso el nosotros
sea esa cofradía de viajeros, masculina? El otro que la cita menciona es, tanto en el
caso de Damián como en el de Eliseo, su padre, una mujer. Es una mujer de “apa-
riencias hechizeras”, que intentará interrumpir el sueño que el viajero necesita. En
su autoentrevista, el D’Halmar entrevistado compara el estado al cual quisiera llegar
con el sonambulismo, o sea, con andar en un sueño. La identidad del viajero ideal
90 NATALIA BRIZUELA

sería entonces una identidad que la presencia de una mujer podría interrumpir. Pare-
ce entonces que el nosotros de la cita aludiría a esa cofradía de hombres viajeros.
Quizás el sueño del viajero sea la cofradía masculina y el viaje 9. Y cuando el
sueño se ve en peligro, huye. Diferente, entonces, al personaje de D’Halmar en La
sombra del humo en el espejo, para quien el peligro es pertenecer del todo a esa
cofradía, es aceptar esa masculinidad. En la novela encontramos el tema homoerótico
que está ausente en “Andamos para no llegar”, en parte porque en la novela se viaja
al oriente, espacio propicio para esa masculinidad diferente.
La mujer, en estos textos de D’Halmar, debe forzosamente ser desplazada
porque no solo no puede formar parte de las cofradías masculinas, sino porque ame-
naza la existencia de dichas asociaciones masculinas. Es, la mujer, un sujeto peligro-
so que la narración presenta negativamente. Ese primer viaje de D’Halmar el escri-
tor a las afueras de Santiago de Chile para crear la Colonia Tolstoyana termina cuan-
do uno de los miembros de esta primera comunidad masculina se enamora y conse-
cuentemente se casa con una mujer. Esta mujer es la hermana de D’Halmar, y el
traidor, el colaborador y amigo de D’Halmar, Fernando Santiván. Para Sem Safir,
son las mujeres de su hogar las que le aumentan esa sensación de ser un desterrado
en su propia casa y de estar enterrado, ya que fue por una mujer que dejó de ser
viajero: “[l]a madre le resultaba extraña; su hermana ingrata, su mujer indiferente”
(p. 42). De manera similar al personaje Sem Safir que casi cae en las redes de una
mujer, el sujeto autobiográfico D’Halmar había dejado en Constantinopla a la mujer
que pudo haberle “normalizado” la vida desde la mirada, porque de haberse quedado
con ella en esa ciudad hubiera sido arrancado de la cofradía masculina. De esta
mujer no sabemos su nombre, ya que nuestro narrador la llama “Ella”. Sabemos que
pudo haberse casado con Ella, que le prometió volver al año; promesa que D’Halmar
cumple, excepto que vuelve en compañía de un hombre, Zahir, y vuelve para, a
escondidas, “cortar los últimos lazos que [le] hubieran sabido retener a una existen-
cia cualquiera” (p. 558). Hay otra Ella en La sombra del humo en el espejo: la esfin-
ge. Pero esta Ella, a diferencia de la mujer de Constantinopla, no es “seguramente de
su sexo” (p. 503), el femenino, sino más bien está entre sexos, femenina y masculi-
na. Las ellas de carne y hueso ponen en peligro al viajero, pero no la de piedra, la
ella símbolo, y que precisamente por ser símbolo no es del todo ella sino más bien
ambigua, quizás andrógina. Ella, junto con D’Halmar y Zahir, forman parte de una

Sylvia Molloy, refiriéndose a los viajes de Victoria Ocampo, ha señalado que el escritor
9

viajero va siempre, por lo menos en los siglos XIX y XX, a un lugar que ya le es conocido,
aunque sea la primera vez que viaja físicamente a ese lugar. Geografía conocida a través de
otros textos, de otros relatos –muchas veces de viaje– se viaja para construir un relato.
DESPLAZAMIENTOS DEL YO: MIRADA Y MASCULINIDAD... 91

raza aparte –ni humana ni felina– que existe entre las dos razas, y entre los dos sexos
en el caso de Zahir y la esfinge. El narrador describe a Zahir, vuelto enfermero
durante la enfermedad en la India, como un ser que posee las mejores cualidades de
ambos sexos: “yo no echaba de menos la presencia de una madre, de una hermana,
ni de una mujer: tanto sus discretos cuidados eran llenos a la vez de adivinación
femenina y de una viril energía que se me comunicaba” (p. 539). Pero nunca es él, el
narrador, el que es ambiguo. La resistencia de asumir el homoerotismo genera en-
tonces un desplazamiento a lo otro: Zahir y el espacio. Ni la Esfinge ni Zahir son
seguramente de su sexo.
La Esfinge pertenece a esta cofradía masculina a pesar de ser Ella, porque es
el lugar de encuentro de esta masculinidad, y funciona así como gesto fundacional
de la masculinidad diferente. En una de sus peregrinaciones a verla, D’Halmar acla-
ra la aparentemente contradictoria presencia “femenina” en esta cofradía:

entonces comprendo que Ella no es seguramente de su sexo, de ninguna edad,


de ninguna época religiosa. Su perennidad sobre todos los mitos consiste en
que no representa nada. Y este nada hace temblar como algo y fuera de la
imaginación humana (p. 503, destacado mío).

Al no ser, seguramente, de su sexo, la Esfinge puede formar parte de la cofra-


día masculina. Y es importante no descartar la ambigüedad que el seguramente nos
presenta ya que es bajo ésta que D’Halmar la separa del sexo femenino, pero que no
la presenta bajo el manto de otra sexualidad, sino que deja a la Esfinge como el
enigma de la “nada”. Como acertijo, Ella puede cambiar, puede tener un género y
una identidad ambigua como la que D’Halmar tanto añora. Por esto es posible que
D’Halmar diga que “Ella es la madre y la hija, esclava y señora del Enigma” (p. 492),
sin negar la pertenencia de esta felina, de esta ella, en la cofradía masculina. Ella
puede ser a la vez miembro y madre en el sentido de repositorio de posibilidades10.
Damián Barral regresa a Chile porque él rompió las “leyes” del viajero, pero
también, porque comprendió, secretamente, que si se quedaba en España dejaría de
ser nómade. Así, su regreso a Chile es a la vez un castigo y una victoria. Para Damián
Barral estar en Chile es, como se dijo más arriba, estar desterrado, mientras que en
España “ninguna tradición se interrumpe” (p. 42) y es allí donde se siente cómodo,
donde se siente que pertenece. Regresa entonces no al nicho de la comunidad, no a la
tierra madre, sino a “el hogar frío y extraño” (p. 46). En España está no solo la

10
Al utilizar el término madre para la Esfinge no creo que D’Halmar esté pensando en el
sentido de procreación y fertilidad que probablemente sugiera en una primera instancia a muchos
lectores, ansiosos por encontrar en el viaje de D’Halmar un “home-coming”.
92 NATALIA BRIZUELA

tradición, sino también la posible comunión con una mujer, mientras que en Chile, a
pesar de estar rodeado de mujeres, éstas no lo afectan. Estar fuera de lugar, eso
caracteriza al viajero.
Al estudiar el hispanismo en Muerte y pasión del cura Deusto, Sylvia Molloy
observa: “España es lugar de restauración moral y de renovación personal, donde
D’Halmar –a quién le gustaba recalcar su vocación por el cambio y la autofabrica-
ción– se refacciona o, como escribe literalmente: Me he rehecho” (Molloy 1999, p.
13)11. En España, Damián Barral no puede escapar de las garras de la tradición y de
la familia. Quedarse en España hubiera sido entonces llegar al seno de lo familiar, de
la historia familiar, y consecuentemente dejar de ser viajero. En La sombra del humo
en el espejo, el personaje D’Halmar no viaja por ni a España, sino al extremo oriente
donde hay también peligros, pero no relacionados con la tradición. Veremos más
adelante de qué manera la India afecta al viajero.
¿De dónde viene, o de dónde se ha ido el viajero de La sombra del humo en el
espejo? Esa es una de las primeras preguntas que el joven guía egipcio, Zahir, le
hace: “[d]esde ayer, yo que he visto hombres de todas partes, me devano los sesos
por descubrir de dónde eres tú” (p. 501). A ese de dónde es, D’Halmar nunca con-
testa, no solo para jugar la ambigüedad de la seducción con Zahir, sino también
porque no es de ninguna parte, o por lo menos así se ha construido, así se ha hecho
desde esos primeros viajes al bar portuario de Valparaíso. Zahir le dice que “sólo los
que han dejado de ser de ninguna parte tienen la figura que tú tienes. Uno cree
haberte visto ya. Y miras y hablas como si vinieras desde muy lejos y fueras a volver
a partir” (p. 502, subrayado mío). Es la mirada la única señal de pertenencia en
D’Halmar. Ni el idioma, ni el acento, ni el aspecto lo delatan. Ser viajero es no tener
origen, es haber borrado las huellas del origen, del pasado, de los antepasados, de la
nación para lanzarse a esa especie de tierra de nadie donde deambulan los caballeros
viajeros, los hermanos errantes. Por lo tanto, volver, regresar a casa es complicado,
si no imposible.
En el prólogo a esta novela leo el primer destierro. A pesar de estar en
Valparaíso, presumiblemente su hogar, el joven D’Halmar se siente ya desterrado:

[s]í, yo era un niño entonces y nadie podía suponer de qué tristeza de suerte, de
que incertidumbre de porvenir me escapaba las tardes de los domingos para

En el mismo estudio citado, Molloy señala lo extraño del hispanismo de D’Halmar dentro
11

del marco más general de sus textos: “[e]ste refaccionamiento, marcado en un nivel por la capa
y el sombrero andaluz, va acompañado por un deseo de estabilidad totalmente atípico en quien
más de una vez dijo preferir el movimiento, la falta de límites, las identidades fluidas” (p. 13).
DESPLAZAMIENTOS DEL YO: MIRADA Y MASCULINIDAD... 93

refugiarme en la taberna subterránea, ni qué viajes acometía en esa cueva...


Así divagaba yo delante de mi gran bock de cerveza negra, sintiendo casi, no sé
si por el humo picante que hacía la pipa del antiguo marino y que nos envolvía
en neblina, un descorazonamiento de viajero, algo como un mareo y como una
sensación anticipada de destierro. Y lo he sentido después, el destierro descora-
zonador de esa cosa inútil y cautivadora que se llama recorrer la tierra (pp. 486-
487).

Los primeros viajes, imaginarios, suceden bajo el manto del viaje real al/en el
puerto, a esa taberna masculina en la cual el mar es el motivo principal de encuentro.
Antes de irse ya anticipa el deplazamiento al buscar la cercanía al mar –¿tal vez
también al mal?– y a esos hombres que simbolizan el viaje, los marinos. Podríamos
traspasar un comentario sobre el padre de Damián Barral al joven D’Halmar, “se
sentía como desterrado en su tierra y en su casa” (p. 42). Es importante remarcar la
contradicción en los sentimientos de este viajero: el viaje genera al mismo tiempo
una pérdida del ánimo y una atracción, como si el atractivo fuera precisamente ese
descorazonamiento y ese mareo. Poder transformar en literal esa sensación de des-
tierro, de no pertenecer, de estar fuera de lugar que desde siempre había sentido
podría ser una de las consignas del protagonista …, pero pensemos también en el
sentido de cautiverio dentro de la palabra cautivadora, en el aprisionamiento que
trae el destierro. El bar subterráneo, anticipo a los futuros viajes ya fuera de Chile,
es entonces una suerte de imán que a la vez lo seduce y lo priva de su libertad y lo
lanza hacia ese perpetuo irse que marca a La sombra del humo en el espejo. Viajar
es estar en cautiverio, es de alguna manera volverse adicto al vaivén del viaje, es no
poder volver y, en este sentido entonces, es algo que interrumpe la libertad. Y el
destierro que cautiva al niño D’Halmar es la expulsión del lugar determinado –Chi-
le– hacia el espacio siempre otro del nómade.
Pero en realidad en La sombra del humo en el espejo el viajero D’Halmar tiene
no solo un destino fijo –la India– sino también una ruta fija –pasar por Egipto. Es
entonces al oriente que D’Halmar va, y es en el oriente que la cofradía masculina
emerge. Casi un invento europeo –en cuanto a su representación y a su
representatividad– el oriente ha sido durante siglos el lugar en donde ocurren experien-
cias inolvidables, memorias encantadas, romance. Este orientalismo está basado en-
tonces en la apropiación del oriente como lo exótico por excelencia. Zahir, al llegar a
París y estar desplazado, dislocado, mirado por los parisinos, es en palabras de
D’Halmar un “efebo exótico” (p. 585), remarcando así no solo su rareza sino su ero-
tismo. Como ya dije, exótico y subalterno, el oriente, en particular y con mayor fuer-
za a partir de comienzos del siglo diecinueve, es a la vez el objeto de deseo y el objeto
de control de esa mirada europea. Esta proyección de lo otro por excelencia al orien-
te ocurre generalmente, como ha señalado Joseph Boone, en y a través de narrativas
explícita o implícitamente homoeróticas. Los sujetos europeos de estas narrativas
94 NATALIA BRIZUELA

–viajeros ya sea académicos, etnógrafos, antropólogos o simplemente turistas– no


siempre desean al otro –al hombre oriental– de manera consciente. Muchas veces el
homoerotismo –más o menos visible, más o menos consciente– que las narrativas
orientalistas presentan viene teñido de un sentimiento de repulsión por la presencia
de una sexualidad diferente percibida como amenazante. La percepción, la apropia-
ción y el control son los tres instrumentos que movilizan y permiten la empresa
orientalista; entendamos al orientalismo con o sin la presencia homoerótica.
Por Zahir, D’Halmar siente desdén y deseo, sentimientos contradictorios que
la mirada orientalista logra juntar, porque esa mirada, que podríamos describir como
doble, como bifocal, por un lado se identifica con el otro y por el otro lado se siente
diferente y superior. Un ojo mira al otro como igual, y el otro ojo marca la diferen-
cia, la distancia con el otro. “[M]i Zahir” (p. 583), “mi pobre enfermo” (p. 589) dice
D’Halmar al recordar a su compañero. Este pronombre, “mi”, podría, o quizás de-
bería leerse en la coyuntura de esta ambivalencia orientalista. Zahir es su Zahir por-
que hay un deseo que los une, es su Zahir porque en algún momento fueron el uno
del otro. El pronombre señala entonces una intimidad. Pero es, al mismo tiempo, un
pronombre posesivo, y como tal puede también estar señalando una distancia cuyo
espacio es lo que permite la apropiación y el control del otro. Zahir es, en una misma
oración, un igual y un subalterno: “…un hermano más joven, discípulo como Zahir
y colaborador …” (p. 558).
Quisiera por un momento detenerme en el lugar que ocupa Egipto en el viaje
y en la narrativa del viaje. Antes de siquiera haber visto Egipto por primera vez, el
viajero chileno ya lo había imaginado, ya tenía de él imágenes, exóticas: “… ella me
evocaba un hombre en traje talar, cubierto de una alta tiara, teniendo en su bastón
enroscada una serpiente” (p. 489). El país oriental, desconocido, le evoca un hom-
bre y después de haberlo visto, le sigue evocando una figura masculina, “un esbelto
muchacho que esgrime en la mano un látigo” (p. 489). Ese muchacho es “mi criado
de allá: mi mejor amigo” (p. 489). Criado y mejor amigo al mismo tiempo, esta
caracterización de Zahir, así también como el poder visualizar, de antemano, a cie-
gas, un espacio aún desconocido señala una vez más la inscripción de La sombra del
humo en el espejo dentro del discurso orientalista del siglo diecinueve y principios
del veinte.

ENFERMEDADES

Para volver a la noción del espacio en estas dispersiones y desplazamientos,


quisiera concentrarme en la segunda sección de La sombra del humo en el espejo,
“Desde el extremo oriente hasta el oriente”, recuento del viaje desde Egipto hasta
Calcuta. Elijo este trozo del viaje porque en ese desplazamiento encontramos ya esta-
blecidas las nociones que trabajé anteriormente. Es un viaje que D’Halmar emprende
DESPLAZAMIENTOS DEL YO: MIRADA Y MASCULINIDAD... 95

en compañía de otro hombre, el egipcio Zahir. Zahir es quien, oficialmente, lo atien-


de, pero es también su compañero, su sombra, su otra mitad, a veces casi un herma-
no. Esta es una relación entre hombres que, como he señalado, se constituye a partir
de la mirada. Es la mirada lo que estableció la conexión entre ellos y lo que eventual-
mente los unió como compañeros de viaje. En esta sección del viaje, un médico
hindú le dice a D’Halmar que “sus ojos [los de Zahir] y los tuyos, sahib, reciben la
luz del mismo foco, puesto que miran del mismo modo …” (p. 542), estableciendo
así un lazo aún más fuerte entre los dos hombres ya que es ahora un tercero el que
atestigua que es en el tipo de ojos, en las miradas particulares y similares que el nexo
queda establecido. Entonces, el comentario de este médico enfatiza –de manera si-
milar a la observación de Frau Petersen sobre D’Halmar que dice que el joven “tiene
ojos de marino” (p. 487)– lo reconocible de la unión, lo real de esa mirada particular.
Ambos comentarios acreditan la palabra del narrador D’Halmar haciendo que la voz
narradora sea más que una mera fantasía y deseo. La primera parte del viaje transcu-
rre en el mar, espacio muy apropiado para fortalecer esta nueva relación masculina.
Además, es, como el desierto, un espacio abierto, que facilita ese fundirse y confun-
dirse que D’Halmar tanto anhela. No hay, ni en el mar ni en el desierto, nada que
interrumpa el fluir de la mirada, son los espacios propicios para ese “ver grande”.
Pero el viaje por mar termina con el arribo a Calcuta, a “tierra adentro” como D’Halmar
lo llama:

mi inquietud por esa etapa tierras adentro ... mi pena de marino de ver concluir-
se mi vida libre del mar. La tierra, que, más avara, ni los despojos devuelve de
aquellos que se traga, iba a maniatarme otra vez con las mil trabas de sus com-
promisos (p. 530).

Si desde Valparaíso D’Halmar quiere salir tierra afuera, su inquietud –o “te-


rror”– por la tierra exuberante de la India, por tierra adentro es comprensible. La
tierra, palabra femenina, aterriza, fija, entierra y aterra y se ve entonces como nega-
tiva, de manera similar a la mujer en los textos de D’Halmar, como he señalado. En
tierra adentro lo esperan compromisos, diplomáticos en este caso, que interrumpen
el flujo del desplazamiento, que permite su relación con Zahir. Tierra adentro lo
llama para darle el nombre fijo de “[s]u Señoría el Cónsul General de Chile en la
India y en las Posesiones Inglesas en el Asia” (pp. 534-535), y a D’Halmar, ya
sabemos, le abruma el nombre específico. Este nombre también contiene otro peli-
gro para la economía del viajero que planteo aquí: el lugar específico –India y las
posesiones inglesas en el Asia.
De esta manera, con su llegada a tierra adentro, que es el momento en el cual
el espacio abierto y fluido se convierte en lugar específico, D’Halmar percibe un cli-
ma amenazante, que eventualmente termina por enfermarlo. En palabras de D’Halmar,
“iba ganándome una especie de pavor triste producido por la eterna presencia visible
96 NATALIA BRIZUELA

o invisible del sol” (p. 535). El extremo oriente funciona así como desestabilizador
para el viajero. A pesar de ser un lugar que el protagonista soñó y añoró desde su
infancia, un lugar que permite y facilita deseos y fantasías, es un lugar que no permi-
te la fluidez y que más bien estanca y paraliza la identidad.
La parálisis ocurre de manera radical: D’Halmar se enferma con “un mal des-
conocido y como bíblico, que no tenía nombre” (p. 538), que lo deja en cama por
sesenta días. Al final de esta enfermedad, D’Halmar cambia de piel, o mejor, cam-
bia de vestido. D’Halmar sale de esta enfermedad hecho un nuevo hombre12: con
nueva piel, cabello, incluso uñas. Al describir la descomposición de su propio cuer-
po, D’Halmar dice que “percibía mi propio hedor a cadáver” (p. 538). Esta meta-
morfosis o cambio de piel podría pensarse como una muerte. Dentro del deseo por
fundirse y confundirse con todo, la muerte sería la fusión total y mayor. Tanto en
“Andamos para no llegar”, como en La sombra del humo en el espejo los personajes
sienten que la muerte es llevar el viaje hasta el límite, es “acabar de irse”13 o fundirse
completamente, hasta tal punto que la identidad, toda la identidad y todas las identi-
dades, quedan disueltas en una nada. En este caso, el desplazamiento sería entonces
la búsqueda por la muerte. Y a través de la muerte –incluso figurativa, como en el
caso de D’Halmar en La sombra del humo en el espejo– la posibilidad de construir
nuevas identidades posibles.

12
D’Halmar describe el fin de la enfermedad de la siguiente manera: “[s]alí de esa prolongada
inmovilidad, donde obraran, sin embargo, tantas fuerzas, con una tal hiperestesia, que, por
ejemplo, las yemas de los dedos podían palpar el tejido de las sábanas, contar las mallas y
encontrarlas ásperas al tacto y casi hirientes. Al ponerme en pie, el agua perlaba la piel como
una piedra porosa; las plantas, que habían perdido la dureza de los caminos recorridos, me
parecían envueltas en algodones, y caía alrededor mío a cada paso una nevada de partículas
que Zahir recogía por paletadas y que era todo el viejo hombre que yo despojaba de un golpe.
Hasta las uñas cambiaban, de las manos y de los pies, y bajo los cabellos, desprendiéndose por
manojos ralos y mustios, como chamuscados, otros crecían, plateados y tupidos” (p. 542).
13
El narrador se refiere a la muerte de Eliseo Safir, padre de Damián Barral, de esta manera:
“[a]l poco tiempo acabó de irse, que no otra cosa es morirse” (p. 42). Y en una excursión
nocturna por el desierto en Egipto, D’Halmar relaciona el fundirse con la muerte: “[d]os o tres
veces he experimentado este desvanecimiento en que no sólo varias existencias se confunden,
sino en que se funde lo que tiene con lo que no tiene nombre. Y he llegado a pensar que no
debe de ser otro el vértigo de la muerte” (p. 511). Sería interesante desarrollar con detalle, en
otro lugar y momento, la relación entre los conceptos que aquí trabajo – desplazamiento, viajero,
espacio– y la muerte, utilizando el ensayo de Freud “Beyond the Pleasure Principle”. Ver
Sigmund Freud. “Beyond the Pleasure Principle,” On Metapsychology, trans. James Strachey.
London: Penguin, 1991, pp. 275-338. Así podría lograr una aproximación a ese afán por la
autodestrucción que hay en el texto.
DESPLAZAMIENTOS DEL YO: MIRADA Y MASCULINIDAD... 97

De esta muerte, D’Halmar emerge nuevo, otro. En la India vive unos simbó-
licos nueve meses. Y este nuevo yo necesita volver a occidente. El espacio, peligro-
so a causa de la fuerza con que es capaz de llevar al viajero hasta el límite parece ser
cómplice de la enfermedad. El clima del espacio suscita la enfermedad, dándole así
una explicación y razón lógica a lo que no se puede nombrar, “un mal … que no
tenía nombre” (p. 538), y solamente se puede describir. Antes de que D’Halmar se
enferme, este narrador le adjudica a la India síntomas de enfermedad. Un país enfer-
mo a causa del clima tórrido, del sol eterno y sofocante, de una naturaleza como
afiebrada (p. 538). El primer contacto humano de D’Halmar en la India es, también
a manera de presagio, con otra persona extranjera, otro desterrado, a quien el clima
le elefantizó el cuerpo. Interesante, e importante, que esta persona sea una mujer, ya
que como he señalado, la mujer es necesariamente desplazada en este texto de
D’Halmar para poder constituir más fácilmente la cofradía masculina. Entonces,
que la hotelera rusa, una de las pocas mujeres que no solo aparece en el texto sino
que además habla, tenga un cuerpo elefantizado, y sea descrita como ogresa y de
tamaño monumental, ofrece una doble lectura: la manera en que el clima de un cierto
espacio afecta al extranjero y, por otro lado, separar al cuerpo de la mujer del yo
masculino.
En el delirio de esta enfermedad, D’Halmar no solo desnuda su cuerpo a los
cuidados de Zahir –el único que no se detiene ante la visión del enfermo, que lo
cuida sin caer en el asco que suscita su cuerpo hinchado– sino también su alma. Es
éste el momento en que más se acercan, o, para usar las palabras de D’Halmar, más
se funden las identidades de D’Halmar y de Zahir:

[e]ramos uno en dos en el vasto mundo de los extraños, y no nos teníamos sino
el uno al otro. Nunca volveré a sentir con nadie la sensación de identificación
absoluta que me inspiraba su afecto. Nunca, ni con el propio Zahir, volví a
sentirla, una vez pasada esa postración en que se desnudara mi alma (p. 539,
destacado mío)

La enfermedad es entonces el mayor momento de disolución, de anegación,


de sonambulismo. Y, de manera paralela a la huida de España de Damián Barral,
D’Halmar emprende su regreso a occidente después de este cambio de su persona.
El extremo oriente –la India en este caso– es un espacio que pone en peligro la
construcción de viajero y de desplazamiento nómade que permiten la existencia de
la identidad fluida que D’Halmar desea vehementemente. Pero a diferencia de Damián
Barral que logra escapar del espacio que lo pone en peligro, D’Halmar cae preso del
espacio. Si en España el peligro del espacio era la presencia inalterable de la tradi-
ción y la presencia de una mujer, en la India es por un lado el nombre y lugar espe-
cífico que no le permitirán la fluidez, y por otro lado, la posibilidad de una fusión
total, de una relación tan íntima con otro hombre que ya no hay palabras para ella.
98 NATALIA BRIZUELA

Quisiera proponer que es la intensidad de la identificación con Zahir lo que


mueve a D’Halmar a partir del oriente. Precisamente porque la India es un espacio
de transgresión –de manera paralela al bar subterráneo del prólogo– para la sexuali-
dad de D’Halmar, es entonces un espacio que perturba la escritura. D’Halmar no
puede escribir esta relación íntima, esa sensación de identificación absoluta:
“[r]ecuerdo...; pero, ¿quién comprenderá estas cosas? ¿Quién, tampoco, necesita
conocerlas?” (p. 539). Son los puntos suspensivos que esconden, o callan, la fusión
entre D’Halmar y Zahir durante la enfermedad. Es este punto máximo de la identifi-
cación, que ocurre durante un momento que, como hemos visto, tiene la carga sim-
bólica de la muerte, lo que escapa a la escritura. Y D’Halmar sabe que él quiere
“hacer literatura” de los viajes, escribirlos:

¡[e]se [Zahir] no hace, sobre todo ése no premedita hacer literatura con su pena!,
no se mira llorar, no aquilata desde luego sus lágrimas calculando el tamaño de
las piedras preciosas que podrá tallar cuando se cristalicen [...] Y yo lo envidio
sintiéndolo tan por encima de la explotadora doblez de los artistas, los pobres
hombres como yo (p. 589).

En la economía del viaje, la India pone en peligro la fluidez, a la vez que


permite que en la cofradía masculina que compone este viaje –el narrador y Zahir–
ocurra la fusión e identificación total que, tierra adentro no puede suceder. Pero en
este momento, el viajero ya no puede escribir, ya no puede “hacer literatura”. Lo
único que puede escribir, que puede retener de esa etapa del viaje es una palabra que
en español no se entienda: chela. Chela significa amante en hindú. La interrogante
que queda por responder es cómo escribir los “secretos” de esa cofradía masculina
de viajeros en el Chile de los años veinte y treinta14.
De manera paralela, el clima de Europa termina por enfermar a Zahir, ahora el
extranjero. Se da en la narrativa un cambio de papeles, de roles, pues el enfermo
pasa a ser el cuidador y el cuidador el enfermo. Al final de la enfermedad de D’Halmar,
él y Zahir emprenden el viaje de vuelta hacia occidente. Al igual que D’Halmar al
llegar a la India, la enfermedad de Zahir se manifiesta primero como un estado aní-
mico. Cae en una depresión, no a causa del sol eterno como en el caso de D’Halmar,
sino ahora por la ausencia de sol, por el frío. Primero una depresión y luego una tos,
una calentura casi permanente que el médico, esta vez occidental, diagnostica como
mortal y “declaró no tener [Zahir] para tres meses si no volvía a su clima” (p. 587).
Es entonces el clima, con sus “fronteras infranqueables” (p. 574), lo que funciona
como símbolo de la distancia y consecuente imposibilidad de la relación entre los

14
Ver Molloy (1999) para un acercamiento a este interrogante.
DESPLAZAMIENTOS DEL YO: MIRADA Y MASCULINIDAD... 99

dos hombres. Símbolo porque la barrera no es la solar –aunque ésta sí existe, sí es


real, pero leo esta barrera climática como síntoma desplazado, síntoma que D’Halmar
el viajero desplaza a una realidad del orden de la naturaleza, porque la relación con
Zahir no es, para ese momento histórico, del orden natural– sino más bien la de la
autocensura, por el pánico y temor de esa entrega total que la enfermedad, causada
por el clima, suscita en aquellos quienes la padecen, como ocurrió en la India.
La enfermedad es, en este texto de D’Halmar, un umbral: la enfermedad seña-
la, o mejor aún, marca el pasaje entre un sujeto viejo y la emergencia de un nuevo
sujeto; es la introducción a una sexualidad diferente/disidente pero, al mismo tiem-
po, es lo que le permite huir de esa sexualidad, propia, que incomoda y atemoriza; la
enfermedad es un umbral que al generar en el enfermo un estado de somnolencia, de
“no estar del todo”, levanta una represión, en este caso, una sexualidad, un deseo
reprimido.

CONTRA EL MAL DE OJO

Antes de irse de la India, al finalizar la estadía de nueve meses y los sesenta


días de enfermedad, D’Halmar y Zahir visitan un consultorio médico. Pero este mé-
dico no cura enfermedades, sino mas bien protege al que lo visita contra las malas
miradas. No van a curarse, sino a tatuarse, D’Halmar la estrella de la bandera egip-
cia, y Zahir la estrella de la bandera chilena. Así, esa última cura que reciben en la
India es en realidad la marca, indeleble, la escritura sobre el cuerpo de la relación
que floreció y comenzó a marchitarse durante esa estadía en el extremo oriente.
Es en el mismo consultorio que el paciente puede ser hipnotizado, no por el
médico, sino por su joven y bello hijo. D’Halmar, un nuevo hombre después de
haberse repuesto y rehecho gracias a la extraña e innombrable enfermedad, descubre
un nuevo poder: es él y no el joven “oriental” quien tiene el poder de magnetizar, de
hipnotizar con la mirada. El niño de “grandes ojos aterciopelados” (p. 546) con
“pestañas de seda” (p. 546) tendría que tener, según el estereotipo orientalista, un
poder que el occidental no tiene, un poder que le es ajeno al occidental. El niño
“posa de lleno sobre [D’Halmar] su mirada” (p. 546). Pero ese instante que podría
revertir, momentáneamente, el flujo del poder, el poder de la mirada, el quién mira a
quién, nunca ocurre. Gracias a la enfermedad que le fue dada por el clima tropical,
D’Halmar es también amo de esa mirada hipnotizadora: “[p]ero algo he sorprendido
yo en ella [la mirada del niño] que me hace mirarle a mi vez de cierto modo. El
mancebo palidece” (p. 546). Y la dinámica de poder queda remarcada aún más
cuando el padre del niño, el médico, tiene que implorarle a este nuevo “yogui”
D’Halmar que le devuelva a su hijo, que de tan fascinado por su mirada parece como
muerto. Al ver al niño, D’Halmar le da, a manera de cierre, una lección al médico:
100 NATALIA BRIZUELA

“¿[n]o ves que tu infante se yergue, que viene hacia mí? ¡Ah, taumaturgo!
Puedes dar gracias que yo sea un bairagi (un santo hombre), porque del mismo
modo podría hacer que me siguiera hasta el fin del mundo” (p. 547).

No es éste sino otro niño, un poco mayor, el que lo ha seguido hasta el fin del
mundo, o por lo menos hasta el extremo oriente, y que lo continuaría siguiendo –si el
amo así se lo permitiera: Zahir, su chela, su amante.
D’Halmar el viajero deja el extremo oriente, vuelve a Europa, y así poco a
poco va dejando también a su Zahir, su joven compañero, guía, sirviente, hermano,
chela. Pero la mirada, ese “mirar de cierto modo” que lo caracterizó desde joven,
que hizo de él un hombre del mar, que lo marcó como perteneciente a una sexualidad
“incierta” queda reafirmada más que desechada al final de la estadía en el oriente.
Tan reafirmada quizás que D’Halmar, podríamos decir, huye de ella, o sea, de sí
mismo, de esa fusión total que le fue dada en oriente bajo el velo de una enfermedad,
innombrable. Tan innombrable como su deseo.

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RESUMEN / ABSTRACT

Este trabajo ofrece una lectura de Sombra del humo en el espejo y “Andamos para no llegar”, de
Augusto D’Halmar, y sostiene como hipótesis que el sujeto en D’Halmar se construye como tal a partir
del desplazamiento. La intersección de por un lado el discurso orientalista y por otro lado, los discur-
sos sobre la decadencia y la degeneración forman parte del contexto ideológico desde el cual un sujeto
tan confuso se formula. El viajero, y específicamente el viajero masculino, es el tropo desde el cual y
a través del cual se articulan los mencionados discursos. En estos textos el viajero masculino tiene la
marca de una diferencia –su mirada– que lo sitúa como parte de una fraternidad diferente.

DISPLACEMENT OF THE I/EYE: GAZE AND MASCULINITY IN SOME AUGUSTO D’HALMAR’S TRAVELS

This paper offers a reading of Augusto D’Halmar’s Sombra del humo en el espejo and “Andamos para
no llegar” based on the hypothesis that in these texts the subject is constructed through displacement.
The orientalist discourse and on the other hand of the discourses on decadence and degeneration are
the ideological contexts out of which such an unstable subject is formulated. The traveller, and
specifically the male traveller, functions as the trope from and through which the above mentioned
discourses are articulated. In these texts the male traveller bears the mark of a difference –his gaze-
which places him within a different fraternity.

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