Cuento Peregrino

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«El esfuerzo de escribir un cuento corto es tan intenso como empezar una novela.

Pues en
el primer párrafo de una novela hay que definir todo: estructura, tono, estilo, ritmo,
longitud, y a veces hasta el carácter de algún personaje. Lo demás es el placer de escribir,
el más íntimo y solitario que pueda imaginarse, y si uno no se queda corrigiendo el libro
por el resto de la vida, es porque el mismo rigor de fierro que hace falta para empezarlo
se impone para terminarlo. El cuento, en cambio, no tiene principio ni fin: fragua o no
fragua. Y si no fragua, la experiencia propia y la ajena enseñan que en la mayoría de las
veces es más saludable empezarlo de nuevo por otro camino, o tirarlo a la basura».
Este volumen recoge los cuentos que, afortunadamente para los lectores de García
Márquez, no terminaron en la papelera, precedidos por un prólogo en el que se da razón de
por qué son doce, por qué son cuentos y por qué son peregrinos.
PRÓLOG O

PORQ UÉ DOCE, PORQ UÉ CUENTOS


Y PORQ UÉ PEREG RINOS

LOS DOCE CUENTOS de este libro fueron escritos en el curso de los últim os dieciocho años. Antes de
su form a actual, cinco de ellos fueron notas periodísticas y guiones de cine, y uno fue un serial de
televisión. Otro lo conté hace quince años en una entrevista grabada, y el am igo a quien se lo conté lo
transcribió y lo publicó, y ahora lo he vuelto a escribir a partir de esa versión. Ha sido una rara experiencia
creativa que m erece ser explicada, aunque sea para que los niños que quieren ser escritores cuando sean
grandes sepan desde ahora qué insaciable y abrasivo es el vicio de escribir.
La prim era idea se m e ocurrió a principios de la década de los setenta, a propósito de un sueño
esclarecedor que tuve después de cinco años de vivir en Barcelona. Soñé que asistía a m i propio entierro,
a pie, cam inando entre un grupo de am igos vestidos de luto solem ne, pero con un ánim o de fiesta.
Todos parecíam os dichosos de estar j untos. Y y o m ás que nadie, por aquella grata oportunidad que m e
daba la m uerte para estar con m is am igos de Am érica Latina, los m ás antiguos, los m ás queridos, los
que no veía desde hacía m ás tiem po. Al final de la cerem onia, cuando em pezaron a irse, y o
intenté acom pañarlos, pero uno de ellos m e hizo ver con una severidad term inante que para m í se había
acabado la fiesta. « Eres el único que no puede irse» , m e dij o. Sólo entonces com prendí que m orir es
no estar nunca m ás con los am igos.
No sé por qué, aquel sueño ej em plar lo interpreté com o una tom a de conciencia de m i identidad, y
pensé que era un buen punto de partida para escribir sobre las cosas extrañas que les suceden a los
latinoam ericanos en Europa. Fue un hallazgo alentador, pues había term inado poco antes El Otoño del
Patriarca, que fue m i trabaj o m ás arduo y azaroso, y no encontraba por dónde seguir.
Durante unos dos años tom é notas de los tem as que se m e iban ocurriendo sin decidir todavía qué hacer
con ellos. Com o no tenía en casa una libreta de apuntes la noche en que resolví em pezar, m is hij os m e
prestaron un cuaderno de escuela. Ellos m ism os lo llevaban en sus m orrales de libros en nuestros viaj es
frecuentes por tem or de que se perdiera. Llegué a tener sesenta y cuatro tem as anotados con tantos
porm enores, que sólo m e faltaba escribirlos.
Fue en México, a m i regreso de Barcelona, en 1974, donde se m e hizo claro que este libro no debía ser
una novela, com o m e pareció al principio, sino una colección de cuentos cortos, basados en hechos
periodísticos pero redim idos de su
condición m ortal por las astucias de la poesía. Hasta entonces había escrito tres libros de cuentos. Sin em
bargo, ninguno de los tres estaba concebido y resuelto com o un todo, sino que cada cuento era una pieza
autónom a y ocasional. De m odo que la escritura de los sesenta y cuatro podía ser una aventura
fascinante si lograba escribirlos todos con un m ism o trazo, y con una unidad interna de tono y de estilo
que los hiciera inseparables en la m em oria del lector.
Los dos prim eros —El rastro de tu sangre en la nieve y El verano feliz de la señora Forbes— los escribí
en 1976, y los publiqué enseguida en suplem entos literarios de varios países. No m e tom é ni un día de
reposo, pero a m itad del tercer cuento, que era por cierto el de m is funerales, sentí que estaba
cansándom e m ás que si fuera una novela. Lo m ism o m e ocurrió con el cuarto. Tanto, que no tuve
aliento para term inarlos. Ahora sé por qué: el esfuerzo de escribir un cuento corto es tan intenso com o
em pezar una novela. Pues en el prim er párrafo de una novela hay que definir todo: estructura, tono,
estilo, ritm o, longitud, y a veces hasta el carácter de algún personaj e. Lo dem ás es el placer de escribir,
el m ás íntim o y solitario que pueda im aginarse, y si uno no se queda corrigiendo el libro por el resto de
la vida es porque el m ism o rigor de fierro que hace falta para em pezarlo se im pone para term inarlo. El
cuento, en cam bio, no tiene principio ni fin: fragua o no fragua. Y si no fragua, la experiencia propia y
la aj ena enseñan que en la m ay oría de las veces es m ás saludable em pezarlo de nuevo por otro cam
ino, o tirarlo a la basura. Alguien que no recuerdo lo dij o bien con una frase de consolación: « Un buen
escritor se aprecia m ej or por lo que rom pe que por lo que publica» . Es cierto que no rom pí los
borradores y las notas, pero hice algo peor: los eché al olvido.
Recuerdo haber tenido el cuaderno sobre m i escritorio de México, náufrago
en una borrasca de papeles, hasta 1978. Un día, buscando otra cosa, caí en la cuenta de que lo había
perdido de vista desde hacía tiem po. No m e im portó. Pero cuando m e convencí de que en realidad no
estaba en la m esa sufrí un ataque de pánico. No quedó en la casa un rincón sin registrar a fondo.
Rem ovim os los m uebles, desm ontam os la biblioteca para estar seguros de que no se había caído detrás
de los libros, y som etim os al servicio y a los am igos a inquisiciones im perdonables. Ni rastro. La
única explicación posible —¿o plausible?— es que en algunos de los tantos exterm inios de papeles que
hago con frecuencia se fue el cuaderno para el caj ón de la basura.
Mi propia reacción m e sorprendió: los tem as que había olvidado durante casi cuatro años se m e
convirtieron en un asunto de honor. Tratando de recuperarlos a cualquier precio, en un trabaj o tan arduo
com o escribirlos, logré reconstruir las notas de treinta. Com o el m ism o esfuerzo de recordarlos m e
sirvió de purga, fui elim inando sin corazón los que m e parecieron insalvables, y quedaron dieciocho. Esta
vez m e anim aba la determ inación de seguir escribiéndolos sin pausa, pero pronto m e di cuenta de que
les había perdido el entusiasm o. Sin em bargo, al
contrario de lo que siem pre les había aconsej ado a los escritores nuevos, no los eché a la basura sino
que volví a archivarlos. Por si acaso.
Cuando em pecé Crónica de una muerte anunciada, en 1979, com probé que en las pausas entre dos
libros perdía el hábito de escribir y cada vez m e resultaba m ás difícil em pezar de nuevo. Por eso, entre
octubre de 1980 y m arzo de 1984, m e im puse la tarea de escribir una nota sem anal en periódicos de
diversos países, com o disciplina para m antener el brazo caliente. Entonces se m e ocurrió que m i
conflicto con los apuntes del cuaderno seguía siendo un problem a de géneros literarios, y que en realidad
no debían ser cuentos sino notas de prensa. Sólo que después de publicar cinco notas tom adas del
cuaderno, volví a cam biar de opinión: eran m ej ores para el cine. Fue así com o se hicieron cinco
películas y un serial de televisión.
Lo que nunca preví fue que el trabaj o de prensa y de cine m e cam biaría ciertas ideas sobre los
cuentos, hasta el punto de que al escribirlos ahora en su form a final he tenido que cuidarm e de separar
con pinzas m is propias ideas de las que m e aportaron los directores durante la escritura de los guiones.
Adem ás, la colaboración sim ultánea con cinco creadores diversos m e sugirió otro m étodo para escribir
los cuentos: em pezaba uno cuando tenía el tiem po libre, lo abandonaba cuando m e sentía cansado, o
cuando surgía algún proy ecto im previsto, y luego em pezaba otro. En poco m ás de un año, seis de
los dieciocho tem as se fueron al cesto de los papeles, y entre ellos el de m is funerales, pues nunca logré
que fuera una parranda com o la del sueño. Los cuentos restantes, en cam bio, parecieron tom ar aliento
para una larga vida.
Ellos son los doce de este libro. En septiem bre pasado estaban listos para im prim ir después otros
dos años de trabaj o interm itente. Y así hubiera term inado su incesante peregrinaj e de ida y vuelta al caj
ón de la basura, de no haber sido porque a últim a hora m e m ordió una duda final. Puesto que las distintas
ciudades de Europa donde ocurren los cuentos las había descrito de m em oria y a distancia, quise com
probar la fidelidad de m is recuerdos casi veinte años después, y em prendí un rápido viaj e de
reconocim iento a Barcelona, Ginebra, Rom a y París.
Ninguna de ellas tenía y a nada que ver con m is recuerdos. Todas, com o toda la Europa actual, estaban
enrarecidas por una inversión asom brosa: los recuerdos reales m e parecían fantasm as de la m em oria,
m ientras los recuerdos falsos eran tan convincentes que habían suplantado a la realidad. De m odo
que m e era im posible distinguir la línea divisoria entre la desilusión y la nostalgia. Fue la solución final.
Pues por fin había encontrado lo que m ás m e hacía falta para term inar el libro, y que sólo podía dárm
elo el transcurso de los años: una perspectiva en el tiem po.
A m i regreso de aquel viaj e venturoso reescribí todos los cuentos otra vez desde el principio en ocho m
eses febriles en los que no necesité preguntarm e

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