(Damas Poderosas 1) - Noa Pascual PDF
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La duquesa ultrajada
Noa Pascual
Título: Damas Poderosas I: La duquesa ultrajada
Autora: Noa Pascual
Ilustradora: Verónica GM
Correctora: Cristina M. Navarro
Copyright ©2018 Noa Pascual
Todos los derechos reservados
Este libro es una obra de ficción y cualquier parecido con personas, vivas o muertas es pura
coincidencia. Los personajes son producto de la imaginación de la autora y se utilizan de manera
ficticia.
Primavera de 1815
Connor St. John, más conocido como el conde de Stanton, hijo primogénito
del marqués de Bristol, tras entrar en el despacho de su padre, cerró la puerta
con una misión: reunirse con su hermano Duncan en el club de caballeros
White´s y darle la noticia él personalmente.
Se quedó parado, pensativo, pues, ¿cómo se daba una confidencia de esa
índole?
Negó con la cabeza.
No, ningún hombre estaba preparado para escuchar ese tipo de
información, o por lo menos, su hermano Duncan no.
No es que él no disfrutase poniendo a Duncan en algún aprieto, pues desde
que tenía uso de razón, siempre había gozado con ello y viceversa. Fue una
suerte que su único hermano naciera con tan solo un año de diferencia, pues
así pudo disfrutar de su infancia en compañía, aunque llegase a convertirse en
su mayor pesadilla y fastidio. Claro que, su hermano también se convirtió en
la única persona en quien podía confiar y a quien sería capaz de dejarle su
propia vida en sus manos.
Volvió a negar con la cabeza; esta vez le estaban poniendo en bandeja
poder mofarse de Duncan sin ser él el verdugo, y no se sentía satisfecho ni
atraído ante la idea de verlo enfurecer.
Bufó y se irguió. Le gustase o no, era mejor que él se encargara de
contarle cuál iba a ser su destino.
Dio un par de pasos con decisión y pensó que la divinidad había jugado a
su favor, gracias a haber acordado con anterioridad su encuentro en un lugar
público; así no montaría en cólera. No deseaba que el buen apellido St. John
se viese salpicado por un escándalo.
Sonrió satisfecho. Sí, Duncan encolerizaría pero no le saltaría al cuello ni
recibiría un puñetazo por ser el portador de la noticia. Por lo menos, en el
club de caballeros no. Una vez fuera ya no estaba tan seguro, pero ya se
encargaría él de demorar su estancia en aquel lugar, o al menos hasta que
Duncan digiriese la información y entrase en razón.
Sí, ese día almorzaría en White´s; seguro que los tentempiés eran tan
exquisitos que les dedicaría el tiempo suficiente para poder saborearlos con
gusto.
Le faltaban un par de metros para alcanzar la puerta cuando se escuchó
una voz femenina.
—¡Connor, querido!
Connor se detuvo. No necesitaba abrir la puerta de la sala verde para saber
lo que se encontraría allí: a tía Philomena, a lady Hermione y a lady Violet.
Tres solteronas octogenarias que, sin saber nadie cómo, se habían convertido
en el paradigma de la respetabilidad.
¡Increíble!
No existía un evento social al que no fuesen invitadas. La presencia de las
tres damas otorgaba a cualquier anfitriona el respeto y la aprobación de la alta
sociedad.
¡Asombroso!
Si había algo que desde la infancia tenían en común Duncan y él, era su
unión a la hora de desenmascarar a tía Philomena; estaban convencidos de
que tanto ella como sus dos inseparables amigas eran brujas.
De hecho, en contadas ocasiones se habían escondido para pillarlas
infraganti. Cierto que llevaban veinte años intentándolo y todavía no lo
habían conseguido, pero algún día…
Abrió la puerta y mostró su mejor sonrisa, pues bruja o no, tanto Duncan
como él sentían adoración por la anciana. Más, cuando la mujer conseguía
sacar de quicio a su padre que, para ser francos, era casi a diario.
—Buenas tardes, miladis —saludó, afable.
No se equivocaba, allí estaban las tres mujeres, sentadas cada una en un
sillón de estampado floral idéntico, con sus vestidos oscuros, cabellos
plateados y ojos inquisitivos.
Nadie lo había comentado, pero estaba convencido de que su padre había
encargado esos sillones iguales para que tía Philomena lo dejase tranquilo.
Las damas hicieron una pequeña reverencia con la cabeza.
—¿Vas a darle la buena nueva a Duncan? —indagó tía Philomena.
Connor entrecerró los ojos.
¿Cómo no iba a pensar que eran brujas? ¡Si tan solo hacía veinte minutos
que su padre le había puesto a él al tanto! Y de sobra sabía que ese tema no lo
había tratado con tía Philomena.
Connor retrocedió, sacó medio cuerpo por la puerta y miró hacia el final
del pasillo. Era demasiado largo, aunque no es que fuese una casa de grandes
dimensiones como la de Great Sea, la residencia habitual de la familia, del
siglo XV, tan grande y antigua como el título del marqués. Pero estaban en
Bristol House, la residencia que ocupaba la familia al completo cuando
permanecían en Londres.
Dio un paso al frente y, antes de pronunciarse, echó la espalda hacia atrás,
sin mover los pies, tan solo para cerciorarse de que no se había equivocado;
el pasillo era muy, pero que muy largo.
Las tres ancianas lo miraban sin gesticular.
Connor regresó a su posición, se estiró el chaleco y las miró una a una,
hasta que dejó su verdosa y curiosa mirada clavada en los grisáceos ojos de
su tía Philomena.
—No sé si debería llamar al arzobispo —pronunció escrutándola con la
mirada—. Poseéis un don demasiado importante —rectificó—. Digno, más
bien. Tanto, que se podría considerar milagroso.
Las tres mujeres permanecieron en la misma posición, sin mostrar un
ápice de sorpresa o enfado tras su acusación.
—Mi querido Connor —dijo tía Philomena con una leve sonrisa, un gesto
que a Connor lo perturbó, pues cuando ella sonreía quería decir que alguien
estaba a punto de ser sometido a sus mofas, y esta vez él estaba solo ante esas
tres hechiceras—. Tienes suerte de que no somos católicos —se mofó—,
pues si tan milagroso es mi don, al ser mi sobrino favorito, estoy convencida
de que tendrían que canonizarte.
Connor escuchó las risitas de las otras dos ancianas.
—Sería excepcional que mi sobrino más querido se convirtiera en el más
notable de la familia, llevando el apellido St. John a todo el mundo.
Connor prefirió no responder, era mejor alejarse de allí antes de
convertirse en el blanco de las retorcidas mentes de esas tres mujeres.
Hizo una inclinación de cabeza y se alejó.
En cuanto Connor desapareció, lady Hermione hizo un comentario:
—Pensaba que tu sobrino favorito era Duncan.
Era bien sabido por todos, que el ojito derecho tanto de lady Philomena
como el de Violet y ella misma, era el pequeño de los St. John.
La aludida restó importancia al comentario con un gesto de mano.
—Por descontado, pero el futuro heredero del marquesado de Bristol es
Connor —reconoció—. Hay que estar a bien con él, pues de él dependerá mi
renta.
Las otras dos sonrieron y asintieron con la cabeza.
***
Duncan St. John estaba disfrutando de los rayos de sol que esa mañana
ofrecía el cielo de Londres. Paseaba con tranquilidad y observaba todo cuanto
le rodeaba.
La voz, o mejor dicho, el aullido de una joven, le llamó la atención.
Por lo visto, a la doncella que acompañaba a la joven que estaba montando
una escena en medio de la vía pública, se le había caído un paquete bien
preciado por la muchacha.
La doncella no hacía más que disculparse y la otra no cesaba en sus
alaridos.
Duncan parpadeó; el paquete bien envuelto de la discordia no era más que
unas medias de seda recién adquiridas.
No se podía creer que por semejante objeto, aquella muchacha hubiese
encolerizado de tal manera. Más, cuando la joven en cuestión podía
permitirse comprar todas las medias de seda que estuviesen a la venta.
Pensó en el pobre desgraciado que acabase siendo el marido de la lozana
duquesa.
Al día siguiente, por la noche debutarían las jóvenes promesas de la alta
sociedad en el Almack´s y, sin duda, la que tenía a unos cuantos metros de
distancia sería la más solicitada.
Sintió un escalofrío. Solo de imaginar que tuviese él que cortejar a esa
dama se le revolvía el estómago, pues no poseía nada especial que pudiese
atraer a un hombre, o por lo menos a él no. Que una mujer fuese fea todavía
se podía tolerar, pero ser fea y desagradable era inconcebible. Y viendo la
escena en primera persona, podía asegurar que Penelope Kennt poseía los
peores modales que jamás hubiese visto.
Sí, definitivamente sentiría lástima por el hombre que se casara con ella.
Sin lugar a dudas, algún noble venido a menos desesperado por la gran dote
de la única mujer que había conseguido heredar el título de duquesa de su
madre y que pronto poseería un segundo ducado, nada menos que uno de los
más antiguos y notables de Inglaterra.
Decidió emprender de nuevo su caminata para llegar al club de caballeros,
donde se reuniría con su hermano.
Mientras avanzaba se fijó en el gran ajetreo que había en las calles; sin
duda, las damas iban de tienda en tienda ultimando sus últimas adquisiciones
para lucir hermosas en los eventos que, tras el debut, darían comienzo a la
temporada.
Sonrió al pensar en Connor; él decía que no había nada más temible en la
vida, que la madre de una joven casadera, o las acompañantes mayores que
acudían para no dejar a solas a las muchachas. Dejaban de ser personas
normales para convertirse en dragones de hasta tres cabezas.
Soltó una carcajada que llamó la atención de un hombre que pasaba por su
lado.
Duncan hizo una pequeña reverencia como saludo y continuó caminando.
Nada más cruzar la puerta del club, entregó el abrigo, el sombrero, los
guantes, y se dirigió a su mesa habitual.
Pidió un brandy y se quedó pensativo.
No tenía intención de acudir a ningún acto social. Él era un romántico,
pero jamás lo reconocería en voz alta aunque le fuese la vida en ello. Y por
mucho que su tía Philomena insistiera en que acudiese junto a ella, esta vez le
pasaría ese honor a su hermano; ya era hora de que Connor actuase como el
primogénito, estaba dentro de sus obligaciones acompañar a la dama.
Sonrió al pensar en la cara de su hermano cuando se lo dijera.
Cierto que había más posibilidades de encontrar a la mujer de su vida en
los bailes. Pero tenía la teoría de que si una mujer estaba predestinada a
convertirse en su esposa, llegaría a él sin necesidad de buscarla. Las almas
gemelas antes o después acababan uniéndose de una forma u otra.
Había crecido con la creencia de que un día su camino se cruzaría con el
de esa mujer, la que le haría palpitar el corazón y sus miradas al encontrarse
se reconocerían.
No había pensado en unas características específicas para el amor de su
vida. No sabía si sería rubia o morena, alta o baja. Tan solo que sabría
reconocerla entre un millón, de eso estaba convencido.
La voz de su hermano le hizo regresar al presente.
—Lamento la tardanza —se disculpó, al tiempo que tomaba asiento en un
sillón de cuero negro frente a su hermano—, pero es imposible caminar hoy
por la calle sin que las madres de las futuras debutantes te paren para
presentarte a sus hijas —criticó con desgana, consiguiendo que Duncan
sonriera de oreja a oreja—. Y por supuesto, todas ellas coinciden en lo
mismo: sus hijas son un techado de virtudes imposibles de superar.
—Oh, pobre hermano mío —se mofó Duncan—, ha de soportar ser el
centro de atención de todas esas jóvenes virtuosas.
Connor contempló el brillo centellante de esos ojos grisáceos que
caracterizaba a casi todos los St. John excepto a él, que había heredado el
verde esmeralda de su madre.
Casi le dio pena tener que borrarle esa arrogancia de la cara… Casi.
Justo iba a hacerlo cuando uno de los trabajadores del club le entregó una
copa de brandy.
—Por cierto, tía Philomena y su aquelarre hoy han pasado a un nivel
superior —comentó, para no dar la noticia delante de un camarero—. Han
conseguido escuchar una conversación privada a cientos de metros y con las
puertas cerradas.
Duncan levantó las cejas.
—Y además está convencida de que nuestro padre morirá antes que ella —
informó intentando aguantar la risa—. Me ha ascendido nada menos que a su
sobrino favorito.
—Cuánto honor —bromeó su hermano—. Aunque para ser franco, estoy
convencido de que tía Philo nos enterrará a todos.
Los dos se carcajearon, plenamente convencidos de ello.
Connor levantó su copa y alargó el brazo en una clara invitación a que
Duncan hiciese lo propio.
—Por tía Philomena.
Chocaron sus copas y dieron un pequeño trago.
Duncan se arremolinó en el sillón y bostezó.
—¿Agotamiento tan temprano? —preguntó Connor, estudiando el rostro
cansado de su hermano pequeño.
—He pasado una noche ajetreada.
El conde de Stanton no necesitó más averiguaciones, Duncan acababa de
confesar que había pasado una noche placentera junto a su amante.
Era el momento de sacar el tema.
Se puso más serio de lo habitual y carraspeó para aclararse la voz; era
importante que Duncan entendiese bien lo que le iba a decir.
—Igual ha llegado el momento de cambiar de hábitos —sugirió—. Una de
esas debutantes virtuosas espera que mi hermano la convierta en su esposa.
Duncan negó con la cabeza.
—Me temo, Connor, que esas muchachas o sus madres —aclaró con
rapidez—, no es a mí a quien quieren; solo tú tienes tan alto privilegio.
Connor se irguió en su asiento; iba a confesar la charla que había
mantenido con su padre, una noticia que cambiaría la vida de su hermano.
Duncan se adelantó, postergando las palabras que se quedaron atrapadas
en la garganta del conde.
—Hoy he contemplado con mis propios ojos que la dama más destacada y
respetable de la temporada, no solo es la más fea del reino, sino que su voz es
capaz de ahuyentar a cualquier ser vivo que posea un oído sano —se carcajeó
—. ¡Que el buen Dios nos proteja a todos! Si lady Penelope Kennt es
considerada el paradigma de la sofisticación, no quiero pensar qué futuro nos
espera en este país.
Connor se mordió los labios.
Un buen hermano le daría la noticia; claro que, ¿por qué iba a considerarse
él un buen hermano? No, mejor dejar que su padre tuviese ese gran
privilegio. Sí, esa era la mejor opción.
Definitivamente, él no era un buen hermano.
Capítulo II
Una duquesa debe ser presentada y admirada.
Primavera de 1815
Penelope, o mejor dicho, la duquesa de Kennt, única hija y futura heredera
del ducado de Whellingtton, caminaba de un lado a otro retorciéndose las
manos, angustiada por la decisión que su enfermo padre había tomado con
respecto a su futuro.
—No lo entiendo —comentó sin comprender qué clase de enajenación
transitoria había afectado a su padre—. No necesito casarme.
El duque, que estaba postrado en su cama afectado por unas fiebres que
poco a poco iban consumiendo sus fuerzas, apretó los labios.
Él siempre había tratado a su hija como si de un primogénito se tratara. La
propia duquesa, fallecida hacía exactamente tres años, se había opuesto
infinidad de veces a su proceder: «Una dama no necesita saber llevar las
cuentas, necesita un esposo». Esas habían sido sus palabras cuando el duque
se encerró en el despacho con su hija.
—Penelope… —pronunció con voz suplicante, pero la duquesa de Kennt
estaba demasiado alterada.
El fru fru de las faldas producido por sus movimientos estaba alterando al
duque. De pronto, la joven se paró y miró a su padre con intensidad.
—Sabes que estoy capacitada para asumir el ducado.
Su padre asintió lentamente; lo sabía, pocos hombres poseían la
inteligencia de su hija. Pero el peso del ducado era tan grande que ni siquiera
Penelope era consciente de ello. Ahora, viéndola frente a él, se arrepentía de
no haber escuchado a su esposa. En vista de que su única hija era una mujer
adelantada a su época, sería casi imposible encontrar un candidato interesado
en ella; solo la herencia atraería a esos hombres para convertirse en el duque
consorte de Whellingtton. Por ello, había tomado una decisión.
—He dado mi palabra —pronunció el duque—. También he exigido
firmar un contrato.
Penelope puso los ojos en blanco.
¿Un contrato? ¡Santo Dios! Los hombres trataban a las mujeres como
simple mercancía de compra y venta. Miedo le daba preguntar, aunque no
tenía muchas más opciones.
—¿Y qué habéis acordado?
—En primer lugar, tu pretendiente te cortejará; no es necesario que la
gente piense que esto es un mero acuerdo.
Penelope resopló como si eso fuese un alivio. ¿Qué más daba?, al final
tendría que desposarse con él.
—En segundo lugar, se comportará como un auténtico caballero; no podrá
levantarte la mano.
La duquesa se desplomó en el chaise-longue, cogió uno de los tres cojines
redondos que hacía poco había comprado para decorar el dormitorio del
duque, y lo abrazó con fuerza, intentando mantener una calma que muy lejos
estaba de sentir. Tragó saliva con dificultad.
Hasta ese instante no había pensado en ello. Ciertos hombres se tomaban
la licencia de maltratar a sus mujeres por el mero hecho de que ellas no
estaban amparadas por la ley ante las decisiones conyugales de sus esposos.
—Y en tercer lugar, hasta el día de la boda, que por supuesto será a finales
de verano —aseguró sin dar opción a réplica—; será un hombre discreto.
Tanto en vuestro matrimonio como ante cualquier decisión monetaria, tendrá
que contar con tu aprobación.
Penelope se puso en pie. Se alisó las faldas y miró directamente al duque.
—Ningún hombre acatará esa voluntad —afirmó—. El día que se
convierta en mi esposo, no cederá a ningún convenio.
Bien sabía Penelope que ningún varón pediría permiso a su esposa; menos
cuando se trataba de dinero.
—Preferiría seguir como hasta ahora —propuso Penelope.
—Está todo acordado. Mañana vendrá la marquesa de York y será tu
acompañante en tu debut.
Penelope se retorció las manos.
—Ya soy mayor para presentarme como debutante.
—Tonterías —se expresó rápido el duque—. Tu madre soñó durante
muchos años que te convertirías en la debutante perfecta.
La duquesa de Kennt sintió un pinchazo en el estómago. Al nombrar a su
madre, al duque le habían brillado los ojos. Su matrimonio fue por amor, por
ello su padre había exigido que su futuro pretendiente la cortejara, porque de
alguna manera deseaba que una pequeña parte del sueño de su esposa se
cumpliera.
Penelope debería haber debutado tres años atras. Su madre llevaba años
instruyéndola para convertirse en la dama más sofisticada de toda Inglaterra.
Pero un accidente fortuito impidió el sueño de ver a su hija debutar en
Almack´s. Cayó por las escaleras y un mal golpe la dejó sin vida.
—Tengo veinte años, las debutantes suelen ser más jóvenes —intentó
razonar Penelope.
—Hay mujeres más mayores que tú que son presentadas en sociedad —
repuso el duque—. Además, todos saben que has estado de luto durante tres
años.
Penelope gruñó, parecía que su padre tenía respuesta para todo. Por lo
visto, la decisión estaba tomada y, por primera vez en su vida, su padre no
tendría en cuenta sus deseos. Además, dos días antes había sido presentada en
la corte, ante el príncipe regente. Odió aquel momento como estaba segura de
que aborrecería el siguiente. La gente la miraba con descaro, sabía que los
hombres sentían inquina hacia su persona; pocas mujeres habían conseguido
que el rey tomase en cuenta la petición de un noble para que heredase el título
una primogénita. Sin embargo, ella había obtenido el de su madre y en un
futuro sería poseedora de un segundo ducado. Sí, los hombres no veían bien
que una mujer tuviese más poder que ellos. Su vida iba a ser un infierno, pues
los mismos que la alabaron en la corte, por dentro la odiaban y deseaban
arrebatarle su poder.
Tan solo había sacado algo bueno de aquella presentación, una buena
relación con el regente. Les unía una afición común: la decoración. Hablaron
durante un par de horas, donde Penelope explicó al príncipe que al fallecer su
madre, para mantenerse ocupada durante su duelo había decorado sus
residencias con la importante compañía de los ebanistas londinenses Bailey
& Saunders, algo que agradó al regente. Fue tal la conexión entre ambos, que
el príncipe se aventuró a confiar en ella algunos de sus próximos proyectos,
los mismos que Penelope alabó con sinceridad y guardó en secreto, como
bien prometió por haber confiado en ella; un gesto que jamás olvidaría y
atesoraría de por vida.
—Grrrrrrr… ¡Por favor, padre! —se expresó exasperada—. Si ya has
tomado la decisión de desposarme, no hay necesidad de presentarme en
sociedad.
Odiaba ese tipo de eventos que tanto gustaban a la mayoría de las mujeres.
Ella se sentía fuera de lugar. No podía entender cómo era posible que madres
e hijas se luciesen delante de todos, pavoneándose para que un hombre se
fijara en ellas. Era la misma exhibición que cuando su padre elegía los
mejores sementales.
—Y tanto que la hay, Penelope. Una duquesa debe ser presentada y
admirada.
—Sigo pensando que no hay necesidad ni de una cosa ni de la otra.
—Hija, te guste o no, estás obligada a desposarte.
—¿Por qué?
—Tu ducado lo exige.
Penelope abrió los ojos con tanta intensidad que incluso asustó a su padre.
Heredero. No había usado la palabra, pero había quedado flotando en el
aire sin necesidad de pronunciarla.
La imagen de tener que intimar con un hombre al que no conocía le
pareció repulsiva, y entonces preguntó con preocupación:
—¿Y a quién has elegido como mi futuro esposo?
—A Duncan St. John.
A Penelope se le aceleró el corazón.
—Querrás decir al conde de Stanton, futuro marqués de Bristol.
No le extrañaba que su padre hubiese elegido al futuro marqués, teniendo
en cuenta que sus tierras delimitaban.
Golden House era la residencia habitual del duque en las tierras de
Somerset, y estaban cerca de Great Sea, la casa del marqués de Bristol. Y la
verdad, estaba deseando regresar a casa. Odiaba Londres y todo lo que
implicaba estar allí.
—No, el conde tiene el beneplácito del marqués para desposarse cuando lo
precise —informó el duque, consciente de que esas palabras dañaban a su
hija—. Será el hermano del conde, segundo hijo del marqués, el futuro
duque consorte de Whellingtton.
—Una vez más, las mujeres tenemos que sufrir la condena de ser
enjauladas, mientras los hijos herederos pueden vivir libremente para tomar
sus propias decisiones.
Nada más expresar su desacuerdo en voz alta, salió del dormitorio de su
padre y se alejó a grandes zancadas hasta el suyo.
Capítulo III
Solo al primogénito se le tiene en consideración
Querida Pen:
En mi naturaleza no tiene cabida ni el decoro ni la fidelidad, por lo tanto, será imposible que
nuestro matrimonio tenga futuro.
Soy un hombre de palabra, Pen. Y te doy mi palabra de que jamás te tomaré en el lecho. Cuando
tomo a una mujer por amante es porque me siento atraído hacia ella y la deseo. Lamento ser tan
sincero, pero no me atraes lo suficiente, por ello jamás copularemos juntos.
Una vez aclarado que nuestro matrimonio será una farsa, te doy mi beneplácito para ser cortejada
por otros hombres. Si consigues ser feliz con otro, ¿para qué continuar con este acuerdo? Serás libre
de romper el trato que nuestros padres han impuesto.
Sin más, se despide:
Duncan.
Penelope se levantó y paseó por la biblioteca como horas antes lo había
hecho en el dormitorio de su padre. ¿Quién se creía que era para tratarla de
esa manera? Sin educación y sin el respeto que merecía una mujer con el
título de duquesa. Una vez más, se ofendió al verse tratada de forma
vejatoria. Si hubiese nacido hombre, jamás se le habría ocurrido a nadie
hablarle en esos términos.
¡Santo cielo! Ese hombre había dicho copular sin un ápice de vergüenza o
arrepentimiento.
Se paró en medio de la sala, se llevó la mano a la cara, y mientras con el
dedo pulgar se sujetaba la barbilla, con el índice se daba toquecitos en la
nariz, un gesto muy típico en ella cuando estaba reflexionando. De pronto
sonrió. No sabía si salir corriendo y buscar a su progenitor para darle dos
besos, o ponerse a chillar eufórica, agradecida de que el duque hubiese
elegido a St. John. Desde luego, esa carta, que en un principio parecía querer
intimidarla, acababa de darle la solución a su estrepitoso futuro matrimonio.
Bien, una vez con la idea en mente, se encaminó hacia el despacho de su
padre. Se sentó frente al escritorio y sacó del cajón su mejor papel, el más
grueso, con el membrete estampado del sello ducal, mostrando su poderío
para que a St. John no le quedase la menor duda de quién era la duquesa.
Sonrió con cinismo, ya que de todo cuanto había dicho St. John, lo que más
le había molestado era que le diese el beneplácito de ser cortejada, como si
ella tuviese que pedirle permiso a un ser tan arrogante.
Pues bien, mientras mojaba la pluma en tinta, asintió con la cabeza,
orgullosa de lo que iba a hacer. De momento, pensaba darle de su propia
medicina, pues ese hombre merecía un escarmiento.
Negó con la cabeza, ese hombre no merecía tal trato. Arrugó el papel y lo
lanzó a la papelera. Sacó otro y comenzó de nuevo.
Querido:
Me complace que sea tan sincero, una cualidad que respeto. Por tanto, voy a confesarle que
tampoco es de mi agrado tener que desposarme.
Agradezco que sea un hombre de palabra y espero que la cumpla. Yo le permitiré que satisfaga
sus necesidades fuera de mi casa y de mi lecho, y solo le exigiré que sea discreto cuando copule con
sus amantes. Por supuesto, mi discreción será de igual manera. Debe comprender que ostento un
título, por ello me veo obligada a cumplir como duquesa. Ah, igual al no poseer usted uno, es posible
que no sepa de estas obligaciones. Discúlpeme, estaré encantada de aclarar mis palabras. Todo
ducado necesita descendencia. En vista de que nuestro matrimonio será una farsa, que ha dado su
palabra de no intimar conmigo y que no entra en su naturaleza la fidelidad, estaremos de acuerdo en
que me veré obligada a tener mis propios amantes para poder cumplir con mi obligación de tener un
heredero.
Sin más, se despide:
Su excelencia la duquesa Penelope de Kennt.
Duncan St. John sonrió cuando le entregaron la carta que estaba esperando.
No tuvo paciencia y la abrió en la misma puerta. Se quedó tan atónito, que no
se dio cuenta de que un par de ojos lo estaban observando.
Por algún extraño e incomprensible motivo, sintió admiración por la
duquesa de Kennt. Pocas veces había sentido admiración por nadie, y menos
por una mujer. Era una lástima que fuese una mujer tan fea, pues acababa de
despertar en él mucha curiosidad. Sin ser consciente, sonrió y negó con la
cabeza; había que reconocer que esa mujer, con elegancia, lo había puesto en
su sitio. ¡Menuda ironía! Él, que pensaba que con su carta ella rompería el
acuerdo, y ahora se la restregaba en la cara, con razón, dejando claro que al
lado de ella él no era nadie, tan solo un simple hombre que tendría que vivir a
su lado siendo el duque consorte. Y no solo eso; además, tendría que aguantar
unos buenos cuernos, y por si fuese poco, incluso tendría que aceptar a un
bastardo de su mujer como hijo propio ante los ojos de los demás.
—Si no te conociera, diría que estás sorprendido —comentó Connor, el
hermano de St. John, desde la puerta del salón principal.
Duncan lo miró fijamente.
—Se supone que el gran conde y heredero eres tú. Deberías casarte con la
duquesa.
—Ah, así que todavía sigues enfadado por eso —dijo apoyándose en el
quicio de la puerta—. No sé por qué te molesta tanto, vas a casarte con una
de las mujeres más poderosas de las islas británicas. Además, sin lugar a
dudas, serás un hombre doblemente envidiado.
—Doblemente —repitió, para que su hermano aclarara sus palabras.
—Sí, Duncan. Además de que poseerás una fortuna que ni viviendo cien
años llegarías a forjar por ti mismo, la belleza de tu prometida es la envidia
de la mayoría de las mujeres y, por supuesto, la admiración de cualquier
hombre.
Duncan gruñó; su hermano estaba mofándose de él, a pesar de no usar un
tono burlesco.
Dio dos pasos y salió de la casa; tenía una cita ineludible con la mujer de
la que, después de pasar sus últimas horas juntos en la cama, tendría que
despedirse.
Iba a ser doloroso decir adiós a su amante, y totalmente decadente acudir
al evento más esperado de la temporada, para presentarse ante Penelope y
fingir ante toda la sociedad un cierto interés por ella.
Se le revolvió el estómago.
Mientras su carruaje se dirigía hacia la casa de Elaine, su mente buscaba la
forma de acabar con la pantomima que su padre le había impuesto.
***
—¿Qué ha pasado con el escote? —preguntó alarmada Penelope al ver su
imagen frente al espejo.
—No ha pasado nada con él, está donde tiene que estar —aseguró la
marquesa de York.
Penelope intentó subir el escote, pero fue imposible; el corsé corto estaba
bien apretado y sus pechos se marcaban a la perfección.
—No me dejarán entrar en Almack´s con este vestido —dijo casi para sus
adentros, pero la marquesa y su doncella personal la escucharon.
—Penny, querida, este vestido está hecho para que te luzcas, hoy vas a ser
la debutante más admirada.
—¡Por supuesto! ¡Me mirarán porque este vestido es escandaloso!
La marquesa no pudo reprimir la risa, su pupila era una joven que llevaba
encerrada en casa demasiado tiempo. Estaba acostumbrada a vestir de diario
con vestidos sencillos, buscando la comodidad. Era el primer vestido de
noche que usaba, y aunque era cierto que el escote cuadrado bajo, con el
corsé corto, dejaba al descubierto bastante carne —la que necesitaba enseñar
para ser cortejada—, no era la única muchacha que esa noche acudiría a la
fiesta con un vestido similar. Corrían tiempos difíciles, el enfrentamiento con
Francia podía pasar factura, y las madres de las jóvenes debutantes se habrían
esmerado para que las muchachas pronto se desposaran.
—Estás preciosa, Penelope. Madame Amélie no está considerada la mejor
modista porque sí, ha demostrado su valía. Desde luego, todo un acierto el
color. La fina muselina con ese toque violeta suave es idéntico al color de tus
ojos.
Penelope negó con la cabeza mientras se ponía los guantes de piel de
cabritilla que madame Amélie, por obra y milagro, había conseguido que
fuesen del mismo color que el vestido.
La marquesa la miró y afirmó.
—¡Perfecta!
Su benefactora siempre estaba halagándola, mientras que ella, cuando se
observaba frente al espejo detestaba su apariencia.
—Preferiría llevar el vestido con el que me presentaste en la corte —
sugirió Penelope sin éxito.
—Una duquesa no repite vestuario en actos sociales —aclaró la marquesa
con sencillez.
Penelope subió al dormitorio del duque, pues había pedido ver a su hija
antes de que se marchara. Al verla se emocionó, alargó la mano para coger la
de su hija y le besó los nudillos.
—Tu madre estaría muy orgullosa de ti —adujo el duque con lágrimas en
los ojos—. Con ese vestido, hoy te pareces más que nunca a ella.
Penelope sonrió agradecida. Ojalá su padre estuviese en lo cierto, su
madre había sido una mujer muy hermosa.
El corazón se le encogió. Ver a su padre postrado en la cama, con los
brazos vendados cubriendo las marcas de los sangrados, le partía el alma. Y
eso que en la última semana el duque había aparentado gozar de mejor salud.
—Recuerda, Penelope, todos han de pensar que St. John y tú os habéis
enamorado a primera vista.
Ella tragó con dificultad; no podía decirle a su padre que St. John, después
de recibir su carta, esa noche no asistiría.
—Querido, en cuanto St. John vea a nuestra Penny, caerá rendido a sus
pies —afirmó la marquesa.
Aparte de sus dos amigas Abby y Sophie, la marquesa era la única que
estaba al tanto del acuerdo. El duque nunca tomaba una decisión con respecto
a Penelope sin conocer la opinión de su madrina.
Capítulo VI
Los jardines de noche son el mayor peligro para una dama
«Querida Pen:
Es un honor para mí haber sido elegido vuestro futuro esposo. Anhelo que llegue el momento de
unir nuestras vidas.
Prometo ser el esposo que como duquesa mereces. Y baste decir, que ardo en deseo de poder
cumplir las expectativas que tanto necesitas para continuar con la descendencia que tu ducado exige.
A partir de hoy, soy vuestro más fiel admirador y el único hombre con derecho a cortejarte gracias
al acuerdo de nuestros padres.
Duncan.»
Penelope negó con la cabeza; ese hombre era muy ladino, había utilizado
el acuerdo de sus padres para que ella no pudiese negarse. Desde luego, algo
inteligente por su parte. Además, sí era un hombre de palabra; durante el
baile comentó que le enviaría una nueva carta y así lo había hecho. Y por
algún extraño motivo, esta vez no estaba enfadada porque él se empañase en
tutearla; más bien le gustaba, aunque no lo admitiría delante de nadie.
Abrió la siguiente nota.
Media hora más tarde, la duquesa estaba mirándose delante del espejo.
—No podéis llevar este vestido —aconsejó Mery.
Era un vestido negro opulento. No era el típico vestido que una dama
llevaría por la mañana.
—Con este traje demostraré quién tiene el poder.
—¿Y a quién queréis demostrárselo?
Penelope se dio la vuelta, haciendo girar las faldas.
—A todos.
Escuchó cómo golpeaban a la puerta.
—Adelante —invitó Penelope.
La marquesa de York entró y se sorprendió.
—¿Por qué vas así vestida?
—¿Leighton ha llegado? —preguntó Penelope, sin dar explicaciones a
su madrina.
—Sí, lleva un rato esperando.
Lo imaginaba, pues el señor Hook había regresado de Londres dos días
antes para ponerla al día de todo lo acontecido por aquellos lares. Tenía
previsto partir de nuevo hacia sus tierras de Escocia tres días después.
Tenía una casita muy acogedora, regalo del duque al anterior
administrador, cerca de Golden House, donde se hospedaba cuando tenía
que pasar los días en Somerset. Ordell se la había cedido al señor Hook.
La amistad entre Hook y la duquesa cada día era más fuerte. En la
intimidad, cuando estaban solos, se llamaban por sus nombres. Penelope
necesitaba sentirse arropada y, sobre todo, joven.
—En ese caso no le hagamos esperar.
La marquesa la sujetó por el brazo cuando pasó por su lado.
—Penny, ¿qué está pasando? —se interesó.
Penelope levantó la mano y acarició la mejilla de su madrina. Quería
tranquilizarla, sabía bien que su ama de llaves la habría informado de lo
sucedido.
—Os lo explicaré en cuanto terminemos de desayunar —dijo con
dulzura—. No os preocupéis, os aseguro que estoy bien.
Durante el desayuno, la marquesa observaba a Penelope, hacía días que
no la veía con tanta vitalidad. Tanto Georgina como ella estaban muy
preocupadas por su escaso apetito, su falta de concentración y, sobre todo,
por esa mirada triste y vacía que dejaba al descubierto a una joven infeliz
y abatida.
Solo los miércoles parecía que revivía un instante, cuando el
mayordomo le hacía entrega de las cartas que llegaban puntuales de las
tierras de Jamaica.
Al terminar el desayuno, Penelope invitó a su madrina a estar presente
en su reunión con Leighton. Pasaron al despacho grande, el que perteneció
una vez al duque y que Penelope había renovado, dándole un toque más
femenino.
Les explicó con tranquilidad y aplomo su decisión respecto a los planes
que tenía en mente.
Tanto la marquesa como Hook escucharon sin interrumpir.
—¿Estás segura de lo que vas a hacer? —se inquietó la marquesa.
—Sí. Es la única opción que tengo —alegó—. Si no pongo fin a tanto
despropósito por parte de los arrendados y jornaleros, en menos de cinco
años tendré que vender mis tierras a esos buitres que están esperando
verme caer.
—Entonces tendrán que disculparme —se pronunció Hook, poniéndose
en pie—. Debo encargarme de inmediato de sus mandados.
Penelope asintió.
El administrador se despidió con un gesto de cabeza.
La marquesa se quedó pensativa.
—¿Cómo has podido llevar toda esta carga sin decirme nada?
Penelope la miró a los ojos.
—Porque no quería defraudaros a vos también.
—¿Defraudarme? —preguntó atónita, pues eso era imposible.
—Sí, madrina. A mis padres no puedo ocultarles nada —dijo con pesar
—. Ellos me ven desde donde estén. Pero hubiese dado cualquier cosa por
no tener que confesar… —Se le quebró la voz.
La marquesa alargó el brazo y apretó la mano de la joven por encima
de la mesa.
—No es culpa tuya —aseguró—. Mi querida Penny, ¿te das cuenta de
lo que estás haciendo?
Penelope no respondió; tenía los ojos brillantes, algo avergonzada.
Todavía se sentía culpable de ver en peligro su ducado.
—Estás luchando contra toda una sociedad —adujo—. Tanto la alta
como la baja —aclaró—. Y todo porque hasta el último peón se cree
superior a una mujer.
Ese era un hecho que jamás cambiaría. Bien sabía la marquesa que todo
su patrimonio se mantenía gracias al duque fallecido y al duque de
Cartting, pues ellos habían tomado las riendas y se encargaban de todo.
Penelope se mordió los labios; no quería llorar, pero una lágrima se le
escapó.
La marquesa se puso en pie y se acercó a su ahijada, le tomó de nuevo
de la mano y la instó a levantarse. Una vez delante de ella, la abrazó con
fuerza y susurró en su oído:
—No te das cuenta, mi niña, pero estás a punto de dar un paso muy
importante.
—¿Yo? —indagó sin comprender.
—Sí, tú, Penny —pronunció con cariño—. Si consigues tu propósito, y
estoy convencida de que así será, abrirás un camino de esperanza a otras
mujeres.
Penelope se aferró al abrazo.
—De momento recemos para que el mío se abra.
Georgina las vio al pasar por delante del despacho y no pudo evitar
entrar a preguntar.
—¿Ha sucedido algo? —se interesó.
Desde que la marquesa le confesó lo sucedido con su hijo, miraba a
Penelope con otros ojos. Y no solo eso, con el paso de los días había
crecido en ella un cariño maternal. Durante los dos últimos meses se había
sentido angustiada por ver a la joven tan alicaída y no poder hacer nada
por ella.
Penelope se separó de su madrina y negó con la cabeza.
—Disculpadme, tengo que buscar a August.
Se alejó y dejó a las dos amigas en el despacho.
—¿Qué tiene? —preguntó de nuevo.
—Toma asiento y te lo explicaré.
Cuando la marquesa de York terminó de narrar la historia, la marquesa
de Bristol se llevó las manos a la boca.
—Podía haber hablado con mi esposo… —Se quedó pensativa—. Todo
esto podría acabar, tan solo tendría que desposarse con Duncan. ¿Por qué
no nos dijo nada?
—Georgina, porque es su legado —aclaró, orgullosa—. Está luchando
por mantener lo que por ley le pertenece.
La marquesa de Bristol se puso en pie y caminó de un lado a otro,
nerviosa. Sintió un ramalazo de orgullo hacia Penelope. La comprendía,
claro que la entendía. ¿Acaso no le había pasado igual a su hijo pequeño?
¿No había luchado para demostrar que él también valía? En el fondo no
había tanta diferencia, aunque no lo pareciera. Penelope tenía que
demostrar su valía por ser mujer, y su hijo Duncan por ser el segundo hijo
de un marqués. Aun así, la joven lo tenía más difícil y así se lo hizo saber
a su amiga.
—Es una mujer, Eleanor —explicó su temor—. No se impondrá…
—¡Es la duquesa de Whellingtton! —la interrumpió Eleanor—. Y
como tal va a actuar.
Ambas se miraron.
Penelope entró de nuevo en la sala.
Georgina se acercó a la joven sin titubear y la abrazó con fuerza,
sorprendiendo tanto a Penelope como a Eleanor.
—Estoy muy orgullosa de ti, Penelope —pronunció, abrazada a ella
con los ojos cerrados—. Demuéstrales a todos quién eres.
Capítulo XVI
Si quieres tener pan, a la duquesa respetarás
Penelope estaba releyendo la última carta recibida por parte de Duncan St.
John, letras que llegaban con un mes de diferencia a la fecha que ponía en
el remite, debido a lo mucho que tardaba el correo en llegar. Se amonestó
mentalmente por no haber tenido el valor de responder a ninguna. Aunque
tampoco era del todo cierto, pues tenía en su secreter a buen recaudo una
tira de cartas atadas con un lazo rojo dirigidas a él. Letras sinceras que
estampó en papel, abriendo su interior y permitiéndose confesar todos sus
secretos, pero que quedaron escondidos por no enviar esas notas al
hombre que había cumplido su palabra y le había escrito todas las
semanas.
Suspiró resignada, ya no podía hacer nada al respecto. En su última
carta, Duncan había prometido que si no recibía una respuesta por su
parte, no volvería a perder el tiempo en escribirle una sola palabra más. Y
de nuevo cumplía su promesa, pues llevaba dos meses sin recibir letra
alguna.
Guardó la carta con mimo, junto a todas las demás de Duncan, las ató
con un lazo azul y las dejó junto a las suyas. Cerró el secreter y se dirigió
a la sala contigua a su despacho. Abrió la puerta y sonrió al ver a la
marquesa de York y la de Bristol conversando.
Tomó asiento en uno de los butacones, junto a las marquesas. Agarró
entre sus manos su bastidor y se unió a ellas en la conversación mientras
bordaba.
El mayordomo la interrumpió.
—El conde de Oxford desea ser recibido.
La duquesa asintió con desagrado.
—¿El señor Hook todavía está en la casa? —preguntó al mayordomo.
—No, Excelencia. Hace más de una hora que se marchó.
—De acuerdo, le avisaré cuando esté preparada para recibir al conde.
Las marquesas se miraron entre sí, pero no dijeron nada.
Penelope continuó su labor, como si no hubiese dejado a la espera a un
conde.
Veinte minutos más tarde, Penelope daba fin a sus quehaceres y se
ponía en pie. Se acercó al tirador y avisó de esta manera al mayordomo.
—Recibiré al conde en mi despacho —informó a August—. Hágalo
pasar directamente a esa habitación.
El hombre asintió y desapareció.
Las marquesas miraron a Penelope; parecía desganada, alicaída y
dispersa.
—¿Todo bien, querida? —preguntó la marquesa de Bristol.
Penelope asintió con una ligera sonrisa fingida.
No, no estaba nada bien. Se sentía apática y lo que menos le apetecía
era recibir al conde ni a nadie, pero estaba dentro de sus obligaciones.
Imaginó que el conde ya estaría en el despacho, así que entró por la
puerta que daba a la sala de mañanas. Como el señor Hook no estaría
presente, dejó entreabierta las puertas correderas sin que el conde supiese
que allí se encontraban las marquesas.
Una vez dentro, Oxford se dio la vuelta para saludarla. Se acercó y
extendió su brazo para sujetar la mano de la duquesa y besarla.
—Lamento la tardanza —se disculpó Penelope.
—No tiene importancia, comprendo que es una mujer muy ocupada.
Penelope le hizo una seña con la mano para que tomase asiento
mientras ella hacía lo propio al otro lado de la mesa.
—Usted dirá —se pronunció sin más vacilación.
—En primer lugar, le presento de nuevo mis respetos por la muerte de
su padre —dijo con voz neutra. Penelope hizo una pequeña inclinación de
cabeza para darle las gracias—. Razón por la que me encuentro hoy aquí.
—¿Qué quiere decir?
—¿Puedo ser del todo sincero?
Penelope levantó las cejas.
—Se lo agradecería.
—Bien, en ese caso… —Se irguió en su asiento y tomó una pose más
seria—. La posesión de un ducado exige un estricto control y muchas
obligaciones. Y usted no solo posee uno, sino dos.
Penelope no comprendía a dónde quería llegar el conde, por lo que
cruzó los brazos y los apoyó en la mesa.
—Como mujer que es, estoy convencido de que además de una ardua
tarea para vos, también se estará convirtiendo en un pesado lastre —
aclaró con premura—. No me malinterprete, no pongo en duda su
capacidad para gobernar sus ducados, pero quiero que sepa que puede
contar con mi protección.
Penelope permaneció estoica, sin mostrar malestar, aunque por dentro
rabiaba. ¿Desde cuándo un duque necesitaba la protección de un conde?
¿Acaso en su tiempo de encierro la jerarquía había cambiado?
—¿Qué le hace pensar que necesito tal protección? —preguntó con
acritud.
—Su juventud y su estado civil.
La duquesa entendió en ese mismo instante cuáles eran las intenciones
del conde, primero por recordarle que era soltera, y segundo por haber
omitido en su respuesta que era mujer.
Inspiró y se echó hacia atrás en su asiento, dejando la espalda pegada al
respaldo, pero sin descruzar sus brazos.
—Agradezco su gesto, pero a pesar de mi juventud y soltería, no
necesito su protección.
El conde se percató de la incomodidad de la duquesa, por lo que intentó
buscar otra forma de llevarla a su terreno; él había acudido a esa cita con
un fin: salir de ahí como futuro duque consorte de Whellingtton y Kennt.
—En cuanto a su soltería… —tanteó, estudiando alguna reacción por
parte de la duquesa. Al ver que ella no reaccionaba, continuó—: Es un
hecho que cambiará su estado cuando acabe su tiempo de luto.
Las marquesas, que estaban escuchando al otro lado, se miraron; era
muy pretencioso por parte del conde asegurar aquellas palabras y,
conociendo a Penelope y lo que había luchado para ser respetada,
imaginaban que la joven estaría enfadada.
El conde, al no obtener respuesta por parte de Penelope, se aventuró a
lanzarse. Era el momento oportuno, o eso pensaba él.
—Si estoy aquí hoy es porque ha llegado a mis oídos que vuestra
relación con Duncan St. John ya no es cercana.
La madre de Duncan se tensó.
La marquesa de York le apretó el antebrazo pidiendo calma.
Penelope, que hasta ese momento había intentado permanecer
impasible, descruzó los brazos, los apoyó en los reposabrazos de su sillón,
y por fin habló:
—Evidente —señaló como si Oxford fuese corto de entendederas—.
Estoy de luto.
—Es posible que no haya usado la semántica correcta —se defendió
Oxford—. Que vuestra relación con St. John es inexistente.
Penelope se puso en pie y el conde la imitó. Ella caminó con lentitud
hacia las puertas acristaladas y se quedó allí parada, maravillándose de la
blanca y brillante estampa que ofrecían sus jardines nevados.
Así que el conde pretendía hacerle creer que un cotilleo había llegado
hasta él, cuando en realidad había sido el propio Oxford quien la instó a
acudir al encuentro que tuvo Duncan con su amante.
Iba a responder al conde, pero este de nuevo se pronunció:
—Por ello, sería un honor y placer para mí poder cortejaros cuando
acabe vuestro tiempo de luto.
La marquesa de Bristol cerró los ojos con fuerza, frustrada por no
poder entrar en ese despacho y defender a su hijo.
Penelope soltó una risa con cinismo.
Se dio la vuelta y miró al conde a la cara.
—Milord, me temo que sus fuentes no son fidedignas —aseguró.
El conde entrecerró los ojos. ¡Por supuesto que eran seguras! La
amante de Duncan le narró a conciencia cómo Penelope había salido
despavorida de aquella habitación.
—Comprendo que os avergüence confesar que habéis roto el
compromiso con el hombre que os cortejaba —dijo Oxford—. Pero nunca
se hizo público, por lo que no debéis sentiros mal por ello. De hecho,
deberíais sentiros aliviada —convino sonriente—. No es lo mismo
prometerse con el segundo hijo de un marqués —pronunció con retintín
—, que casaros con un conde.
La sonrisa de Penelope desapareció por completo. Si el conde de
Oxford pretendía rebajar como hombre a Duncan por su falta de título, no
lo había conseguido; más bien, lo que provocó en ella fue un arrebato de
protección hacia Duncan como no pensó que llegaría a demostrar ante
nadie.
Las marquesas aguantaron la respiración, parecían gemelas esperando
la reacción de Penelope.
—La próxima vez que os refiráis al lord St. John como segundo hijo de
un marqués, os aconsejo que no volváis a utilizar un tono despreciativo —
recriminó su actitud—. En esta casa se respeta al lord Duncan St. John.
—Me consta, Penelope… —Intentó tutearla, pero la duquesa lo
amonestó de inmediato.
—Excelencia —sentenció—. No creo haberle dado permiso para
tratarme o referirse a mí de otra manera.
El conde asintió.
La marquesa de York se tapó la boca, pues le entraron ganas de gritar:
«¡Muy bien dicho, Penelope!».
—Por supuesto, Excelencia —rectificó—. Como iba diciendo, me
consta que Duncan… —se corrigió de inmediato—. Que St. John, no es
un hombre de fiar. Digamos que su reputación y vida disoluta le precede.
—Que yo sepa, hasta la fecha es un hombre soltero, ¿cierto?
—Aun así…
La duquesa volvió a interrumpirlo.
—La reputación de St. John no es algo que a usted deba preocuparle.
—Sí, Excelencia, lo es cuando ambos deseamos casarnos con la misma
dama.
Ante esa confesión le tocó a la marquesa de Bristol taparse la cara con
las dos manos, avergonzada por semejante pedida de mano.
Penelope miró con desdén al conde recordando cómo Duncan, el día
del entierro de su padre, había corrido el rumor de su futuro enlace con el
propósito de protegerla de hombres como el que tenía delante. Y eso la
llevó a una conclusión: Oxford era muy rastrero.
Además, era del todo un despropósito por parte del conde presentarse
ante ella para pedir su mano, pues según la jerarquía, le gustase o no, era
Penelope quien debía elegir y, lo más inaudito, pedir la mano del hombre
con el que eligiese casarse.
—Me veo obligada a repetirle que sus fuentes no son fidedignas —
aseguró, irguiéndose—. De no haber fallecido mi padre, hubiésemos
hecho público nuestro compromiso Duncan y yo. —Evitó usar el lord,
para que viese hasta qué punto de intimidad había entre ellos.
—Excelencia, dicen que no hay más ciego que el que no quiere ver.
—En efecto —concluyó, sacando su enfado a la luz—. Y puede dar
gracias de que no quiero ver en estos momentos su estrategia para
desprestigiar al hombre con el que voy a casarme.
La marquesa de York sonrió.
La marquesa de Bristol torció el labio, mostrando su enfado.
El conde explotó, no estaba dispuesto a salir de Golden House sin
sentirse victorioso.
—¡Es que no lo ve! St. John es… es… —No encontraba las palabras
adecuadas, así que Penelope lo hizo por él.
—Un hombre de honor que no se oculta tras una nota sin firmar —
sentenció, dejando a Oxford al descubierto.
Negar lo evidente sería una gran torpeza por su parte, pues la duquesa
había averiguado que él había mandado aquella misiva.
—De haber firmado la nota vos habríais creído que actuaba de mala fe.
—¿Y no fue así? —preguntó Penelope con hastío.
—No. Mi intención era buena —aclaró—. Vos merecíais conocer los
hábitos de St. John. De haber estampado mi rúbrica habríais pensado que
lo hacía por rencor tras sentirme ofendido porque habíais elegido a St.
John antes que a mí para cortejaros. Y os aseguro, Excelencia, que nada
más lejos de mi intención.
Penelope se dio la vuelta y caminó de nuevo hasta la puerta que daba al
jardín. Entrelazó los dedos de sus manos y se quedó allí, pensativa.
El conde permaneció a su espalda, inmóvil.
—Duquesa, por favor —imploró el conde, llamando su atención—.
Pensad en lo beneficioso que sería para ambos casarnos.
Penelope, harta de escuchar sandeces, se giró y se quedó a dos palmos
del conde.
—¿Qué tendría de beneficioso para mí? —indagó, molesta.
—Seríais la esposa de uno de los nobles más codiciados de Inglaterra
—respondió con petulancia—. He recibido la educación más exquisita y
os puedo garantizar que vuestros ducados en mis manos estarían a buen
recaudo, los convertiría en los más importantes.
—¿Acaso no lo son ya? —preguntó, indignada—. De no ser de los más
notables dudo que nuestro rey me los hubiese conferido, hubiese sido un
desplante hacia mi padre por parte de nuestra majestad —confirmó con
vehemencia para que al conde se le bajasen esas ínfulas de grandeza ante
ella—. Y teniendo en cuenta la sangre que corre por mis venas, la misma
que me ubica en la decimoquinta persona que puede acceder a la corona,
me parecen prepotentes y descabelladas sus palabras, insinuando nada más
entrar que un simple conde puede albergar protección a una duquesa.
El conde tragó saliva, no esperaba encontrarse a una mujer de carácter,
y menos aún, a una joven que actuara como una gran duquesa. Desde
luego se había equivocado, pero él necesitaba esos dos ducados; había
hecho una apuesta en el club de caballeros Brook´s demasiado elevada
como para dejarla pasar por alto. Más, cuando su fortuna en los últimos
dos años había menguado por unas malas inversiones.
—Penelope, Penelope, Penelope —pronunció con tono amenazante. Su
paciencia ante ella había llegado a su límite, ahora le tocaba a la duquesa
bajarse del pedestal—. No quería recurrir a esto, pero no me dejáis otra
alternativa.
A las marquesas, al igual que a Penelope, no les gustó el tono
intimidatorio y amenazante que había utilizado el conde.
—¿Habéis pensado en la cantidad de bastardos que pueden haber por
toda Inglaterra de St. John? ¿Qué pasaría si alguno viniese a reclamar su
puesto en la vida de Duncan? ¿No sería una vergüenza para vos y un
ultraje directo a sus inmaculados e intachables ducados?
La marquesa de Bristol dio un paso adelante, pero su amiga la paró,
poniéndose delante de ella y pidiéndole calma de nuevo.
Penelope apretó los puños.
El conde sonrió de medio lado, satisfecho por haber provocado
inquietud en ella.
—¿Acaso no os preguntáis dónde está el vuestro, milord?
Al conde se le borró la sonrisa de inmediato.
—No sé a qué os referís.
—No insultéis mi inteligencia —aconsejó Penelope—. De momento,
de St. John no he tenido la certeza de que exista alguno, pero sí estoy
segura de que entre él y vos hay una gran diferencia: St. John no les roba
la virtud a las jóvenes doncellas. ¡A niñas, nada menos!
Las marquesas se quedaron paralizadas, ¿qué insinuaba Penelope?
—No os voy a tolerar semejante injuria —amenazó el conde.
—No existe ofensa por mi parte cuando ambos sabemos que mis
palabras son ciertas.
El conde levantó la mano y la señaló con el dedo índice.
—Vais a pagar por ello —aseguró—. Vine con voluntad conciliadora
pero vuestro comportamiento y negatividad exigen un escarmiento.
—El mismo que os merecéis vos por referiros a mí en tales términos.
El conde se carcajeó.
—Penelope, querida, ya podéis ir quitándoos el luto —pronunció con
desdén—. Mañana correrá el rumor por todo Londres de que vamos a
casarnos. Cuando una dama es comprometida por completo, debe casarse
de inmediato.
Penelope agrandó los ojos.
—Y estamos a solas —comentó, abarcando con los dos brazos toda la
estancia—. Nadie pondrá en duda mi afirmación cuando cuente que os he
comprometido por completo.
La carcajada de Penelope no la esperaba el conde.
—Oxford, Oxford, Oxford —lo imitó—. Os consideraba un rival más
digno —se mofó de él—. Debo admitir que nuestra reunión ha sido con
diferencia la más provechosa de cuantas he tenido —aclaró, al tiempo que
se dirigía hacia su asiento—. Comprobar en persona que vuestra soberbia
está a la misma altura que vuestra necedad, no tiene precio.
El conde inspiró agrandando sus fosas nasales.
—No os permitiré un insulto más —la amenazó.
Penelope ni se inmutó ante el tono de voz utilizado por Oxford. Estaba
tan cabreada por la ruin actitud del conde al intentar denigrar su persona
utilizando, una vez más, la más vil de las mentiras con respecto a una
dama, que sentía cómo la sangre hervía en su interior. Era mezquino y,
una vez más, se sintió ofendida ante el hecho de que un hombre se creyese
superior; más que eso, estaba convencido de que se podía poner en duda la
virtud de una dama y denigrarla solo por considerar que la palabra de un
hombre era ley.
Cruzó los brazos y los apoyó en la mesa, tal cual había hecho nada más
recibir al conde.
—La que no os va a tolerar una sandez más soy yo —sentenció—.
Desde que habéis abierto la boca no habéis hecho más que insultarme en
mi propia casa —declaró, sin un ápice de burla en su voz—. Vinisteis con
la intención de salir de aquí como futuro duque consorte y os marcharéis
como persona non grata para esta casa.
Oxford se irguió y sonrió de medio lado.
—Grata o no, en cuanto salga de Golden House iré directamente a
pedir una licencia especial —narró sus planes con aire de superioridad—.
Nuestro futuro enlace es un hecho.
Penelope se echó hacia atrás, sin descruzar los brazos, dejando su
cuerpo pegado al respaldo de su butacón.
—¿Sabéis, Oxford? Espero con anhelo que por una vez en vuestra vida
seáis un hombre de palabra.
El conde no esperaba esa respuesta por parte de Penelope.
—Nunca he faltado a mi palabra —adujo Oxford mientras estudiaba el
semblante jocoso de ella tras escuchar su afirmación.
—No sé si consideraros un enfermo o un mentiroso.
La reacción del conde fue explotar.
—¡No os consiento más insultos! Pagaréis por ello —dictaminó—. En
cuanto os convirtáis en mi esposa pagaréis por tanta ofensa.
—Decididamente sois un enfermo —declaró Penelope, sin cambiar de
posición en su asiento—. Vivís en vuestro mundo interior una realidad
muy alejada de la verdadera. Por eso no sois un hombre de palabra, pues
en vuestra mente perturbada olvidáis lo que es ser un hombre de honor.
Oxford se dio la vuelta, hizo ademán de marcharse de allí, y mientras
daba la espalda a Penelope se despidió:
—Vais a comprobar que soy un hombre de palabra.
Penelope levantó una ceja y respondió con altanería, provocando que el
conde se parara y se diera de nuevo la vuelta.
—¿La misma que le distéis a vuestra prometida y se os olvidó a cuatro
días de la boda? —preguntó, aludiendo a la hermana del señor Hook—.
¿O la misma que utilizasteis ante una niña para robarle su virtud?
El conde, en dos zancadas se posicionó delante del escritorio, golpeó
con el puño y gritó:
—¡Basta! Vas a pagar por esto.
Penelope arrastró la butaca, se puso en pie, apoyó las dos manos en el
escritorio, e, inclinada para tener a Oxford cerca de su cara, escupió las
palabras:
—Esa es vuestra palabra, la que no tiene ningún valor.
No había mayor ofensa para un hombre que alguien pusiese en duda su
palabra, Penelope lo sabía y por ello lo estaba utilizando para dejar
constancia de que ante ella el conde no era un hombre de ley. Tan solo era
un simple mentiroso sin valor moral.
—Cuatro días, Penelope —pronunció Oxford—. Esos son los que voy a
tardar en entrar por esa puerta como dueño y señor de este lugar.
Se irguió, se estiró su chaleco y sonrió con satisfacción.
Penelope lo imitó.
—Dos días, Oxford —declaró Penelope, con victoria—. Esos son los
que voy a tardar en ver cómo su reputación es arrastrada por los suelos,
antes de que un juez dictamine su sentencia —vaticinó—. Se ha
equivocado de dama; puede que sus amenazas atormentasen a otra mujer,
pero a mí no.
Las marquesas estaban nerviosas, aquella confrontación entre Penelope
y Oxford era un tira y afloja, la cuerda estaba muy tensa, parecía que
estaba a punto de soltarse, y todavía no tenían muy claro quién de los dos
saldría victorioso, algo que era bastante perturbador.
—Es una suerte que en nuestro Imperio la palabra de un hombre sea
tomada más en consideración que la de una mujer —se mofó Oxford.
—La palabra de un hombre, sí —adujo Penelope—. La de un
mentiroso como vos, no.
Él asintió con desgana, dando a entender que poco le importaba lo que
ella tuviese que decir.
—Bien, pues llegados a este punto, es hora de que me marche para que
mi palabra llegue a todos los recovecos de Londres.
—Hágame un favor, Oxford. Teniendo en cuenta mi estatus —aludió a
su doble ducado—, que su historia recorra toda Gran Bretaña.
La marquesa de York apretó la mano de Georgina, ¡Penelope había
perdido la razón!
—Así sea.
Penelope asintió, se dejó caer en el butacón y sonrió.
—Gracias, milord —agradeció victoriosa—. Así será más placentero y
notorio vuestro encierro.
—¿Perdón? —preguntó sin comprender la satisfacción que mostraba
Penelope en ese momento.
—No me gusta repetir las cosas, Oxford —se mofó—. Pero haré una
excepción con vos, pues veo que su intelecto no está a la par del mío —
declaró, casi riéndose—. Os repito, os equivocasteis de dama. No soy de
las mujeres que cuando reciben una amenaza bajan la cabeza y acatan la
orden de un hombre. Gracias a mi posición, es algo que me puedo
permitir. Y gracias a vos, otros maleantes se alejarán de mi persona. Las
injurias ante una duquesa son un delito que se contempla en nuestro Gran
Imperio. Será un placer desmentir ante un juez vuestros vilipendios, así
toda Gran Bretaña será conocedora de lo que yo ya sé, que sois un
enfermo mentiroso.
El conde no contaba con ello. No había conocido a ninguna mujer
capaz de intentar desmentir una falsa acusación ante la opinión pública.
Todas preferían callar para no ser ridiculizadas y humilladas ante la
sociedad. Era mejor callar que enfrentarse ante un tribunal, donde siempre,
sin excepción, la palabra del hombre era la única tomada en consideración.
Penelope vio la duda en él, así que zanjó el tema.
—Por favor, marchad, cumplid vuestra palabra —pronunció haciendo
aspavientos con la mano para que saliese de allí—. Y por cierto, que
creyeseis que estábamos solos en este despacho es una quimera. Nunca he
sido tan necia como vos. Así que en vuestra historia romántica en la que
me poseísteis y en la que mi virtud quedó comprometida, decidme, ¿dónde
vais a incluir a las marquesas de Bristol y York? Lo pregunto porque
serán mis testigos —dijo, haciendo una mueca con los labios para fastidiar
al conde, que se había quedado paralizado—. Y yo que pensaba que estar
de luto era aburrido —pronunció jocosa—. Gracias, milord, de no ser por
vos hoy hubiese sido un día muy anodino.
Y las marquesas entraron en el despacho, para que a Oxford no le
quedase duda de que lo habían escuchado todo.
Capítulo XXI
Si a una mujer pobre intentas estafar, una dama poderosa te castigará
Primavera de 1816
La duquesa de Whellingtton y Kennt cabalgaba a primera hora de la
mañana por sus tierras de Somerset, embriagándose de la bella estampa
que sus campos y bosques mostraban con las primeras luces del alba.
Además, agradecía esa sensación placentera de libertad que tanto
necesitaba.
Cabalgó hasta el arroyo y desmontó de su caballo, un pura sangre
árabe, de pelo canela, hocico pequeño y grandes ojos, que se había
convertido en la obsesión de Penelope. Adoraba a sus caballos, pero ese
era su mayor tesoro.
Tenía en mente adquirir una yegua de la misma raza, ya que los
caballos árabes eran de sangre caliente y pura, la más pura y la más
deseada por cualquier amante equino. Sabía que sería difícil de conseguir,
pero en sus nuevos planes entraba la cría de caballos de tan alta gama.
Acarició al animal y le permitió beber y descansar.
Caminó un par de metros sin apartar la mirada del reflejo de los
primeros rayos del sol en las tranquilas aguas.
El sonido de los cascos de un caballo acercándose le llamó la atención.
¿Quién podría cabalgar a esas horas por sus tierras? No era un lugar de
paso, por lo tanto, tendría que ser alguien de la comarca o algún lacayo
buscándola.
Se giró lentamente y su corazón se agitó.
Podía haber esperado a cualquier persona, excepto a Duncan St. John.
Cuando él llegó a la altura de Penelope, paró, y sin descender de su
blanco corcel, la miró con intensidad.
Llevaba un año añorando a esa muchacha. Durante todo ese tiempo no
había dejado de pensar en ella ni un solo día. Jamás pensó que una persona
podría llegar a clavarse en su corazón con tanta intensidad. Pero lo había
hecho, y ahora le tocaba esperar que a ella le hubiese sucedido lo mismo
con él.
Necesitaba con todo su ser que no lo hubiese olvidado, que Penelope lo
hubiese perdonado.
Le impactó la delgadez que mostraba. No es que al conocerse ella
tuviese alguna libra de más, todo lo contrario; por ello, su pérdida de peso
se acentuaba más.
Y sus ojos, esos brillantes ojos violáceos que él tanto había añorado,
estaban muy apagados.
Descendió y se acercó a ella.
El silencio los envolvió como un manto.
Penelope tembló. Duncan estaba a un palmo de ella, tan cerca que con
tan solo alargar la mano podría acariciar su bronceado rostro masculino.
El aroma que él desprendía se coló en ella como un mágico elixir, un
olor a algodón limpio y fresco que la perturbó.
Duncan, tan observador como siempre, se alegró al notar su
desconcierto. Por ello, aprovechó ese momento para pronunciarse:
—Vaya, Pen —la tuteó con cariño—, esperaba un recibimiento más
efusivo por tu parte.
Ella parpadeó y en sus ojos apareció un brillo especial, el mismo que
Duncan memorizó, al tiempo que se sintió satisfecho; había conseguido
que aquella mirada apagada y vacía desapareciera.
Sí, definitivamente tenía esperanzas de conquistar a Penelope.
—St. John —pronunció ella casi en un hilo de voz, pues todavía
continuaba conmocionada por la sorpresa.
Si ella supiera cuánto la había echado de menos. Si fuera consciente de
todas las noches que sus sueños la habían elegido como protagonista, se
mostraría más afectuosa.
Ahora que la tenía delante, no pensaba dejar escapar su oportunidad,
era hora de actuar, pues ya había esperado demasiado durante un largo y
tedioso año. Estaba cansado de que Penelope fuese la causante de su
insomnio. A partir de ese momento haría lo posible para que fuese de otra
manera; seguiría siendo por ella, pero en esta ocasión sus desvelos serían
por tener a su pelirroja entre sus sábanas.
Alargó su mano y acarició la mejilla de ella.
Penelope no se apartó.
—¿No crees, cariño, que ya es hora de que me llames por mi nombre?
Su dedo pulgar recorrió todo el óvalo de su cara, hasta llegar a su
barbilla, donde se recreó.
Penelope no sabía qué decir, se había quedado muda. No era para
menos, pues no lo esperaba, y además, él parecía más maduro, más
apuesto, más… hombre.
El mutismo de ella no supo cómo tomárselo St. John.
—Te he echado de menos —musitó—. Regresé hace dos meses y ha
sido un suplicio no salir corriendo para buscarte.
La duquesa tragó con dificultad.
Él acarició con su dedo el labio inferior de ella, sin poder apartar la
mirada de aquellos carnosos labios que tanto ansiaba besar.
Alzó la vista poco a poco, recreándose en aquellas pecas tan
maravillosas que pintaban su nariz, hasta que encontró los ojos de sus
sueños; los de Penelope, los de la mujer que amaba.
—Amor, no podía soportar un día más sin ti —confesó—. Qué difícil
es borrar tu recuerdo.
Penelope se sonrojó, pues aquella mano seguía acariciando su rostro.
—¿Y tú? —preguntó él sin apartar la mirada, mientras recorría con la
palma de la mano su mejilla, con lentitud, con suavidad, hasta llevarla
hasta su nuca—. ¿Has sido capaz de olvidarme?
La pregunta quedó flotando en el aire entre ellos, con cierto matiz a
súplica, como si él necesitase una respuesta honesta, la única posible.
Penelope no estaba segura de poder confesar la verdad, pero estaba
cansada de fingir, de sentirse vacía, de luchar contra el mundo, de llorar a
escondidas, de abrigar esperanzas, de mostrarse fuerte ante los demás...
La entonación de Duncan le llegó al corazón como si aquella súplica le
brindara la oportunidad de liberar su conciencia y su alma. Por eso, ni se
negó ni le negó a él la verdad. Movió la cabeza a ambos lados.
—Entonces olvidemos los angustiosos días de soledad y melancolía —
pronunció Duncan, inclinándose poco a poco—. Sellemos de una vez
nuestro amor.
Y atrapó los labios de Penelope, con una caricia certera y profunda.
Ella sintió alivio y placer con aquel primer contacto.
La ambivalencia de aquel momento no podría olvidarla nunca
Penelope. Por un lado, estaba asustada; por otro, en cuanto él la rodeó con
su brazo dejándola atrapada entre su cuerpo, se sintió protegida. Un efecto
que siempre conseguía Duncan en ella.
Era tan peligroso dejarse llevar por sus sentimientos, como placentero
ser arrollada por todas aquellas sensaciones tan excitantes y extrañas.
Cansada de luchar contra su propio interior, se dejó llevar,
permitiéndose por primera vez en su vida sentirse libre.
No sabía muy bien qué tenía que hacer, pero estaba dispuesta a todo
con tal de no alejarse de Duncan. Había soñado durante un año entero con
ese momento. Y ahora estaba ahí, delante de él, sintiendo la calidez de
Duncan en sus labios, como si con ese roce pudiera calentar su cuerpo y,
además, su alma.
La lengua de él la invitó a abrir los labios.
Con gran pericia, Duncan consiguió que Penelope se relajara y se
entregara a él con ardor.
Cuando sintió las manos de ella rodeando su cuello, aprovechó para
abrazarla por completo, acercándola tanto hasta él, que no dejó separación
alguna entre sus cuerpos.
Penelope se sintió osada, acariciando sin titubear con una mano el
cuello de él, mientras con la otra recorría el contorno de su cara, hasta
llegar a su cuello.
Era extraño, parecía que no había nada fuera de lugar en aquella
situación. Duncan había conseguido que ella se sintiera tan llena de vida
que incluso le pareció que ese momento era familiar. Como si se hubiesen
besado con anterioridad. Y por un momento, deseó que a partir de ese
instante su vida siempre fuese así, plena, pues St. John conseguía llenarla
de luz y tranquilidad.
Duncan, totalmente sediento de amor, se entregó con toda su alma.
Quería borrar todo el sufrimiento que le había causado. Que ella olvidara
para siempre aquella escena bochornosa de la que fue testigo. Que su amor
fuese más fuerte que su odio.
Deseaba convertirse en el hombre que ella merecía tener a su lado.
Sus manos vagaron por aquel cuerpo femenino, recreándose en la
sensación de sentirla excitada.
—Esto sí es un recibimiento —susurró rozando sus labios.
Penelope sonrió.
Esa sonrisa alentó el corazón de Duncan.
—Eres un sueño hecho realidad —musitó mientras le regalaba cientos
de besos por todo su rostro—. Me he dado cuenta de que me sobra el
tiempo si tú no estás —confesó, seguido de un beso en su clavícula.
Penelope gimió y se aferró a él con más fuerza.
Él sonrió de medio lado.
—Tengo que regalarte miles de caricias. —Sus manos se desplazaron a
la cintura de ella y la aupó un palmo para tenerla a su altura—. Todas las
que no nos hemos podido entregar durante el tiempo que hemos estado
separados.
Y sus labios se unieron con fuerza.
No fue él quien tomó la iniciativa. Fue Penelope quien se lanzó a su
boca. La que lo devoró con pasión. La que ansiaba marcarlo como suyo.
Duncan, con el corazón acelerado y la felicidad instalada en su interior,
empezó a dar vueltas con ella, sin bajarla, sin soltarla, y sin querer dar por
finalizada aquella plenitud.
No solo era una danza física, sino también emocional. Sus almas
bailaban unidas.
Los cascos de un caballo a galope y los gritos de un hombre llamando a
Penelope los asustaron.
Con desgana, dejó a la muchacha en el suelo, y antes de soltarla, volvió
a regalarle un último beso.
—¡Excelencia, Excelencia! —gritaba uno de los lacayos, mientras se
aproximaba a ellos.
—¿Qué sucede? —preguntó Duncan al notar el agobio del hombre.
—Fuego, hay fuego en el establo.
Penelope perdió el equilibrio.
Duncan con rapidez la sostuvo.
—Alguien ha prendido fuego intencionadamente.
A Penelope en ese momento le importó poco la intención o no del
fuego, lo que le preocupaban eran sus sirvientes y sus caballos.
Se dirigió a Ítaca, Duncan la ayudó a montar, y sin perder tiempo, la
duquesa salió al galope.
Duncan la imitó, siguiéndola. Admiró la soltura y maestría con la que
ella cabalgaba, saltando obstáculos sin perder el equilibrio, y eso que
hacerlo a sentadillas era bastante complicado; sin embargo, ella lo hacía
con tanta naturalidad que parecía una verdadera amazona.
Casi le costaba alcanzarla y eso que su caballo estaba considerado uno
de los jamelgos más rápidos.
A Penelope el corazón le bombeaba con tanta intensidad que incluso le
faltaba el aire, pero se negó a bajar el ritmo. A lo lejos vio el humo y sus
ojos se empañaron, aunque se negó a llorar. No podía permitirse ese lujo
cuando pronto llegaría a los establos de Golden House y todos estarían
allí; una duquesa no mostraba debilidad.
En cuanto llegó, bajó del caballo de un salto, corrió y vio la escena. Los
sirvientes habían hecho una cadena humana, pasándose cubos de agua.
Duncan la alcanzó y se puso a su lado.
August se acercó a ellos.
—Excelencia, hemos conseguido extinguir el fuego —informó con la
voz entrecortada por el esfuerzo que había realizado—. Pudimos salvar a
todos los caballos.
—¿Y los hombres? —preguntó Penelope con el corazón en un puño.
—Solo hay tres heridos, Excelencia —añadió—. Matthew dio la voz de
alarma con celeridad. Gracias a él pudimos actuar con premura y
conseguimos sofocarlo con rapidez.
Matthew era uno de los diez mozos de cuadras.
—¿Dónde están los heridos?
—Ahí. —Señaló con la cabeza.
Penelope se dio la vuelta. Los tres hombres estaban tendidos en el suelo
justo detrás de ella.
Apretó la mandíbula.
Cuando encontrase al causante no tendría piedad. Sus hombres podían
haber perdido la vida, y ahí estaban, junto al pozo; incluso heridos,
esperaban allí por si los necesitaban.
Se acercó sin titubear.
Los miró uno a uno.
Matthew parecía el herido de mayor gravedad, la posición de su pierna
era preocupante, y su brazo también.
—Se cayó de la escalera, Excelencia —informó August—. O más bien,
lo tiraron.
Penelope miró a August.
—¿Quién?
—No lo sé —aseguró—. Pero quien fuera, al ver a Matthew subiendo
al tejado para echar el primer cubo, retiró la escalera.
Penelope cerró los ojos al imaginar la caída.
—Avisad a Pittman de inmediato —ordenó.
August asintió y salió a dar el mandado.
Al darse la vuelta se emocionó al ver a Duncan. Se había quitado la
chaqueta de lana, se había desprendido de su pañuelo y lo estaba
utilizando para limpiar el rostro ennegrecido de George.
—Gracias, milord —agradeció el hombre.
Penelope se agachó y apretó la mano de Walter, el mozo de cuadras
más joven de Golden House.
—El doctor llegará pronto —anunció para darles ánimo.
Ladeó su cuerpo para mirar de frente a Matthew. Aguantó las lágrimas,
pero le costó reunir la fuerza suficiente para hablar sin que le temblara la
voz.
—Matthew, has sido un héroe —lo animó.
El muchacho de diecisiete años sonrió con tristeza.
—Si no me hubiesen tirado no se hubiese quemado tanto…
Penelope lo interrumpió.
—No, si tú no hubieses actuado con tanta rapidez, hubiésemos tenido
que lamentar la pérdida de todos los caballos y carruajes —dijo con
rotundidad—. Gracias, Matthew.
El chico se emocionó.
Duncan ayudó a los otros dos heridos a ponerse en pie, tan solo
aquejaban de unas pequeñas quemaduras en los brazos.
Miró a Penelope, se acercó a ella y le dio un pequeño apretón en el
hombro para que supiese que él estaba allí, apoyándola.
Aunque pudiese parecer un pequeño gesto, para Penelope significó
más; se sintió agradecida y, sobre todo, protegida.
Se miraron.
En los ojos de Penelope se reflejaba el temor. Matthew necesitaba
ayuda médica con urgencia.
***
El doctor Pittman se encontraba en la taberna Red Dragon. Llevaba
toda la noche allí, jugando una partida de cartas junto a dos antiguos
amigos que habían ido a visitarlo.
El propietario de la taberna no estaba acostumbrado a tener en su local
a tan prestigiosos clientes, un conde y un barón.
La cantidad de dinero que había sobre la mesa llamó la atención de
unos cuantos clientes.
La puerta se abrió y entró un lacayo de Golden House, alterado.
—Doctor Pittman, debe acudir de inmediato a Golden House —
anunció—. Hubo un incendio en el granero y hay tres hombres heridos.
El médico miró al lacayo con hastío.
—Bien, avisad a vuestra duquesa de que en cuanto me sea posible
acudiré —comentó con soberbia.
El conde y el barón se rieron tras escucharlo pronunciar duquesa con
tanto desprecio.
El resto de clientes, por el contrario, no lo hicieron; más bien se
ofendieron.
Había corrido la voz por toda la comarca de la actuación de la duquesa
frente al marqués de Mirinell, y se había ganado el respeto de todos los
lugareños, los mismos que vivían gracias al ducado de Whellingtton.
Un hombre pelirrojo apretó los labios con fuerza. Al ver que Pittman,
pasados diez minutos continuaba allí, sin moverse ni con intención de
hacerlo, se levantó y abandonó la taberna para dirigirse a Golden House.
Capítulo XXIII
Si eres sincero ante una duquesa, esta te recompensará
Dos horas y media fue el tiempo exacto que tardó el señor Pittman en
presentarse en Golden House.
—¿Qué quiere decir que no puedo entrar? —increpó Pittman a August.
—Señor Pittman, tiene la entrada prohibida en Golden House —
anunció el mayordomo con tranquilidad
—¡Apártese! —aulló, al tiempo que le daba un empujón tan fuerte a
August que lo hizo tambalearse hacia atrás, de manera que cayó al suelo.
Dos lacayos se abalanzaron sobre Pittman, mientras otro ayudaba a
August a ponerse en pie.
Penelope y las marquesas, que habían escuchado la algarabía, se
acercaron.
Las marquesas se pararon, apoyadas en la baranda.
Penelope lo hizo en el centro.
Desde lo alto de la planta principal, contempló la escena. En el
vestíbulo se hallaba August en el suelo, un lacayo sujetando a Pittman por
la espalda, y otro a punto de golpearlo.
—¡Basta! —gritó Penelope.
Los hombres se paralizaron al instante, su señora jamás había levantado
la voz en Golden House.
Uno de ellos se avergonzó; el que estaba sosteniendo a Pittman, por el
contrario, la miró con reproche, pues ese hombre merecía un buen
escarmiento. Nadie pegaba al señor Patterson y salía impune; para ellos el
mayordomo era la máxima autoridad.
Penelope, al ver a August levantándose con la ayuda de otro sirviente,
se encendió.
—Pittman, discúlpese de inmediato —ordenó, sin moverse de su sitio.
El médico, que estaba recomponiéndose la chaqueta, la miró de
soslayo.
Penelope esperó estoica. Al comprender que el médico no tenía
intención de acatar su orden, se cogió las faldas y bajó las escaleras.
Perdería el respeto y la lealtad de sus sirvientes si no daba un
escarmiento al doctor.
Cuando llegó a la altura del médico, se pronunció de nuevo:
—Ha cometido el mayor de los errores —decretó—. Nadie elude mis
órdenes sin salir malparado —presagió—. Y menos cuando se le falta el
respeto a mis sirvientes en mi casa… ¡Nadie!
Pittman no era un hombre dado a acobardarse, pero la mirada felina de
Penelope, como la de una pantera salvaje, y su entonación, consiguieron
que se estremeciera.
—Va a disculparse ante el señor Patterson de inmediato —dictaminó,
inquebrantable, vaticinando que no había más opción que acatar su
autoridad.
Pittman miró a August.
—Os pido perdón.
El hombre asintió con la cabeza, aceptando sus disculpas.
El médico volvió a mirar a Penelope.
—Debéis saber que a pesar de mis disculpas, vuestro mayordomo me
había negado la entrada —anunció, para que ella amonestase a August.
—Loable por su parte, por acatar mis órdenes.
Pittman se tensó.
Los lacayos no se alejaron, no tenían intención de dejar a su señora ante
un hombre tan detestable.
—¿Me hizo llamar y ahora me niega la entrada? —se mofó Pittman,
intentando utilizar a los hombres heridos para bajar los humos de la
duquesa.
—Hace dos horas —comentó Penelope—. Ya no necesito sus
atenciones hacia mis hombres.
Pittman sonrió de medio lado. Sabía que el único médico de la zona
llevaba dos meses retirado, le gustase o no, solo él podía atender a los
heridos.
—Va a dejar sin asistencia a sus sirvientes solo para demostrar que
usted tiene el poder —comentó con cinismo, intentando poner en contra a
sus lacayos—. ¿Es así como cuida de la gente que está a su servicio?
Penelope dio un paso adelante.
—No, Pittman, yo protejo a mi gente —espetó a un palmo de su cara—.
Por ello, mi intención, o más bien, mi deber, es mantenerlos alejados de
seres indeseables como usted.
Los lacayos se sintieron queridos, Penelope había utilizado las palabras
«mis hombres, mi gente», con tanta posesividad, que no pudieron más que
sentirse dichosos; pocos nobles cuidaban con tanto celo a sus sirvientes.
—¿Qué pretendéis?
—No pretendo, Pittman, os estoy expulsando de Golden House y de
Somerset —dispuso sin pestañear—. Todo aquel que deja a mi familia a la
espera cuando sus vidas corren peligro, se convierte en persona non grata.
Los sirvientes se quedaron sin respiración, ¿habían escuchado bien? La
respuesta la tendrían de inmediato, pues Penelope lo dejó muy claro.
—Y usted los ha dejado a la espera. Golden House no es solo el
nombre de una casa, Pittman; Golden House abarca a todos los que viven
en su interior, ergo, a mi familia.
No mentía, Penelope consideraba a cada una de las personas que vivía
allí su familia. ¿Y acaso las familias no se cuidaban los unos a los otros?
¿Pues por qué no iba ella a considerarlos la suya cuando la habían cuidado
desde que nació?
—No sabéis lo que estáis diciendo.
—Puede, pero sí sé lo que estoy haciendo y lo que usted va a hacer —
predijo—. Tiene dos horas para abandonar su casa —y rectificó—: La
mía, pues está alojado en mi propiedad.
Pittman pestañeó repetidas veces.
Penelope no pensaba ceder. En realidad no tenía intención de llegar tan
lejos; le hubiese dejado seguir viviendo en la casa que su padre le brindó
para tenerlo cerca de Golden House, pero al ver a August en el suelo,
había tomado la decisión.
—Su padre me la ofreció —informó, pensando que, con suerte, al
aludir al duque ella rectificaría.
—Se la brindó al médico de Golden House —expuso—. Y usted ha
perdido ese privilegio.
—¡Esto es intolerable! —aulló.
—En mi casa no se alza la voz —masculló Penelope, cansada de la
soberbia de Pittman—. Dos horas.
Se giró y miró a sus sirvientes.
—Acompañad al doctor —dictaminó—. Y prestadle la ayuda que
precise para empaquetar sus pertenencias.
—¿Y adónde voy a ir? —gritó de nuevo el médico.
Penelope clavó su mirada más desafiante.
—Mis sirvientes lo acompañaran hasta Red Dragon —respondió, con
desprecio—. Si fue capaz de pasar allí su valioso tiempo mientras mis
hombres heridos lo necesitaban, también podrá pasarlo ahora que ya no
tiene que velar por ellos.
Sin más, se dio la vuelta y se alejó.
Subió las escaleras como una verdadera dama, con la cabeza alta y
despacio.
Capítulo XXV
Un caballero a veces no sabe cómo actuar ante una dama poderosa
Duncan St. John estaba siendo observado por tres octogenarias, mientras
se encontraba en la sala salmón de Great Sea, sentado en el sofá con una
pierna cruzada sobre su rodilla, en una posición relajada, con un periódico
entre sus manos. Aunque su mirada perdida anunciaba que estaba
reflexivo.
Y lo estaba, no podía dejar de pensar en Penelope.
Quería creer que le quedaba una esperanza. El problema no era
enamorarla, pues después de besarla y de recibir aquella entrega por su
parte, podía descartar ese desvelo. Ahora le preocupaba otra cuestión más
acuciante, ¿qué podía aportarle él a ella?
Se había pasado la noche casi en vela intentando encontrar algo, por
poco que fuera, que tuviera él para ofrecer a una mujer que lo tenía todo.
Si el amor fuese suficiente, pero no estaba convencido de que eso fuera
bastante para ella.
Había crecido con el convencimiento de que se enamoraría de la mujer
perfecta para él, y Penelope lo era. Pero en sus sueños, esa mujer no era
una duquesa ni una damisela capaz de doblegar a todos. Tampoco esa
muchacha sería autosuficiente porque entonces, ¿para qué lo necesitaría a
él? Pensó cómo sería cuando pronunciase sus votos: «Yo, Duncan St.
John, te tomo a ti, Penelope de Whellingtton y Kennt, para ser mi esposa,
para protegerte y sostenerte, desde este día en adelante, hasta que la
muerte nos separe, según la santa ordenanza de Dios, y yo me
comprometo a ti…».
¿Sostenerla y protegerla?
Suspiró sin ser consciente de que las ancianas estaban allí.
Las tres mujeres se miraron.
—Querido —llamó su atención tía Philomena—, ¿cómo encontraste a
Penelope?
Duncan dobló el periódico y lo dejó a un lado.
Estiró los brazos y los dejó apoyados en el respaldo del sofá,
acomodándose más; con las tres mujeres que tenía enfrente no había
necesidad de guardar las formas protocolarias.
—Tan hermosa como la recordaba —respondió, con una sonrisa pícara.
Las mujeres se sintieron satisfechas con la respuesta.
—Mañana termina su encierro, ¿cierto? —se pronunció lady Hermione.
Duncan asintió con la cabeza.
—¿Te ha mandado recado para visitarla? —se interesó lady Violet.
—No.
Tía Philomena apretó los labios.
La tesitura de Duncan no era envidiable. Él debía esperar a que la
duquesa propusiera un acuerdo entre los dos, o como venía siendo más
conocido, a que pidiera su mano.
Claro que…
—El acuerdo de vuestros padres te da la oportunidad de no tener que
esperar una decisión por su parte —comentó lady Philomena, aludiendo al
contrato que gestionaron el duque y el padre del muchacho.
Duncan sonrió con tristeza.
—Ese acuerdo quedó anulado —informó, sin saber por qué confesaba
algo tan íntimo.
Ella rompió aquel acuerdo, porque él rompió las ilusiones de ambos por
aquel último encuentro con Elaine…
«No fue tu último encuentro», se recordó.
Ese pensamiento lo tensó.
Desdobló la pierna, bajó los brazos y se quedó sentado en tensión.
Las ancianas se sorprendieron.
—¿Sucede algo? —se preocupó Violet.
Duncan, un tanto inquieto, negó con la cabeza.
Se levantó y se despidió.
—Debo retirarme —dijo al tiempo que inclinaba la cabeza.
Salió de la sala y se dirigió hacia su alcoba.
Una vez dentro, se sentó en el borde de la cama.
«Si ella se entera, lo pagarás de por vida», se entristeció.
Se llevó las manos a la cara y se la frotó intentando borrar aquella idea.
Agobiado, se echó hacia atrás y se quedó tumbado con las piernas
colgando.
Lo mejor era dejar de pensar en Penelope, solo que no podía.
Durante los meses que estuvo en Jamaica, sin darse cuenta por las
noches se veía recorriendo la casa, como si estuviese buscándola. Incluso
en más de una ocasión había dicho su nombre en voz alta, con la
esperanza de que ella le respondiera. Era difícil escapar de su recuerdo.
Penelope había dejado tanta huella en él que era imposible olvidarla. Y
estaba convencido de que no existiría mayor dolor que perder a la mujer
que amaba. ¿Cómo podía sentir por ella tanto amor? No tenía lógica, era
de locos, y él se tomaba por una persona cuerda.
Se incorporó, necesitaba tomar el aire.
Salió de la casa con intención de dirigirse a las cuadras. Iba a dar aviso
para que le preparasen el carruaje, cuando su hermano Connor se cruzó
con él a mitad de camino.
El conde de Stanton estudió el rostro de su hermano. Al notar agobio en
él, decidió averiguar el motivo de esa desazón.
—Espléndido, necesitaba a alguien que me acompañase frente a una
buena botella de brandy —pronunció, alegre—. Nunca me ha gustado
beber solo.
—No sé si hoy sea buena compañía —alegó Duncan.
Connor, en respuesta, lo rodeó con su brazo por los hombros y lo
obligó a acompañarlo.
—Siempre he sido un buen oyente —replicó; su hermano tendría que
confesar su pesadumbre—. Me encanta escuchar mientras bebo.
Entraron en la casa y fueron directos a la sala escarlata, la que estaba
destinada a los hombres de la casa, puesto que allí estaba todo dispuesto
para ellos: una gran chimenea, varios sillones anchos y cómodos; una gran
vitrina con todo tipo de copas para los licores: whisky, brandy, Madeira,
Oporto, ginebra… Varias mesitas bajas donde poder poner las bebidas,
con ceniceros para apagar los puros que solían fumar durante las reuniones
importantes sus invitados; las cortinas más oscuras que en el resto de las
salas, y como pieza principal, una mesa de billar.
Connor sirvió dos copas y se acercó a su hermano, que estaba sentado
en uno de los sillones de piel, junto a la mesita más cercana a la ventana,
por donde miraba el exterior.
Dejó las copas y tomó asiento justo en el sillón de enfrente, encarado a
Duncan.
—Pensé que estarías más contento —llamó la atención de Duncan—.
Según el comité de hechiceras —aludió a tía Philomena y sus dos amigas
—, ayer te reencontraste con Penelope.
Duncan sonrió con tristeza.
—Sí, la vi.
La respuesta escueta no satisfizo a Connor.
—¿Y bien?
Duncan tomó la copa y jugueteó con ella entre sus dedos.
—Alguien intentó quemar sus establos.
Connor frunció el entrecejo.
—¿Quién?
—No lo sé, pero ya estoy en ello —aseguró—. Esta mañana a primera
hora fui a buscar a sir Murray.
Ambos conocían a Murray desde pequeños, era un caballero de
prestigio, además de ser un investigador afamado.
—Penelope es duquesa —recordó Connor—. Significa que tiene un
ejército privado.
Duncan negó con la cabeza.
—Lo tendrá cuando sus hombres regresen de la Península —informó
—. El duque tuvo a bien mandar a su guardia privada al continente para
ayudar a Wellington.
El padre de Penelope no era el único que había prescindido de su
ejército privado, el duque de Hamilton y el duque de Manfford también
habían colaborado con las tropas británicas para derrotar a Napoleón. O
más bien, para proteger las propiedades que poseían por toda Europa.
A pesar de haber pasado casi un año desde la batalla de Waterloo, sus
hombres continuaban en el continente.
Connor estaba convencido de que a su hermano le preocupaba algo más
que el incendio.
—¿Qué te tiene tan cabizbajo? —añadió antes de que Duncan
respondiera—. ¿La boda?
Duncan bebió antes de responder, su hermano lo conocía muy bien.
Dejó la copa en la mesita baja y se recostó en el sillón.
—¿Qué se espera de mí?
El conde intuyó en ese instante su resquemor.
—Duncan, comprendo que vuestra situación es inaudita —reconoció
—. Penelope tendrá que pedir tu mano…
St. John le interrumpió, poniéndose en pie y paseándose por la sala; se
sentía alterado.
—¡Es humillante! —se expresó, levantando las manos al aire—. ¿Qué
hombre aceptaría pasar por tan alta humillación?
Connor sabía que debía esperanzar a su hermano pequeño.
—El futuro esposo de una reina.
La respuesta consiguió que Duncan se parase en mitad de la sala, se
apoyara en la mesa de billar y mirase a Connor.
—Siéntete privilegiado —lo animó—. Vas a ser el único hombre que
va a recibir el mismo trato que un príncipe.
Duncan iba a responder, pero un lacayo entró en la sala portando una
bandeja con bocadillos e interrumpiendo la conversación.
Connor le hizo un gesto al hombre para que la dejase en la mesita y se
marchase.
—Pedí unos emparedados —informó Connor—. La bebida sienta
mejor cuando está bien acompañada.
Duncan no tenía apetito; aun así, se acercó y volvió a tomar asiento.
Connor alargó un brazo y cogió uno de los bocadillos con parsimonia,
esperando la reacción de Duncan; sabía que no tardaría en pronunciarse.
—Mi mayor deseo es casarme con Penelope —dijo Duncan con voz
más calmada—. Pero no era así como había soñado que sería. Voy a
convertirme en el hazmerreír de Inglaterra, ¿cómo van a mirarme a partir
de ahora?
El conde de Stanton dio un bocado, la excusa perfecta para meditar sus
palabras antes de responder a su hermano.
—En realidad, querido hermano, te mirarán con envidia. —Duncan iba
a interrumpir, pero Connor levantó la mano—. Admito que esperar a que
una dama te pida en matrimonio no es envidiable —reconoció, sincero—.
Pero en cuanto pongas el anillo en su dedo, te convertirás en el hombre
más envidiado y pasarás a los anales de la historia.
St. John no comprendía qué intentaba decir su hermano con esa frase.
—A los anales de la historia —repitió, incrédulo.
Connor apoyó sus manos en los reposabrazos del sillón y se pronunció
sin un ápice de burla en la voz, para que Duncan comprendiera que no
estaba bromeando.
—Verás, Duncan. Por fortuna, el padre de Penelope fue un hombre
honorable y sobre todo inteligente —lo alabó—. Antes de abandonar este
mundo lo dejó todo bien atado, no quería dejar ni a su hija ni a su futuro
esposo desprotegidos.
St. John apoyó sus codos en las rodillas relajando su postura, e inclinó
su cuerpo; quería escuchar con atención a su hermano.
—Consiguió una concesión del rey —informó—. Y además, a través de
una patente real[4] se hizo público que el futuro esposo de su hija se
convertiría en consorte —admiró el proceder del duque—. Con ese poder
te entrega el cargo en la Cámara de los Lores, un puesto que su
primogénita nunca podría utilizar. Consiguió lo imposible. Por ello, en
cuanto nazca tu primer hijo —vaticinó con orgullo—, te convertirás en el
padre del primer futuro duque de Whellingtton con el apellido St. John —
añadió con gran emoción—. Tú vas a cambiar la historia de dos familias,
la de Penelope y la nuestra.
Duncan parpadeó, no lo había pensado con anterioridad.
Connor, por el contrario, llevaba tiempo pensando en ello. Penelope era
la duquesa, pero no existía poder ni ley que a un hijo legítimo le impidiese
llevar el apellido del padre.
—El apellido Callan siempre ha sido sinónimo de poder —dijo,
aludiendo al apellido de Penelope, pues todos los duques de Whellingtton
hasta la fecha lo habían portado—. En cuanto nazca tu hijo, ese poder será
el de un St. John.
Duncan se llevó la mano a la barbilla, meditando las palabras de
Connor.
El conde observaba con atención, parecía que Duncan por fin asimilaría
su futuro.
—Imagina la envidia que despertarás —convino, sonriente—.
Quedarás inscrito como el hombre que cambiará la historia. Te vas a
convertir en el par más admirado y envidiado.
Sonrió de medio lado, sabía que estaba a punto de conseguir que su
hermano pequeño se relajara y aceptara con orgullo su destino.
—Te aconsejo que dejes a la dama embarazada lo antes posible.
Duncan pensó en Penelope, entregándose a él sin censura. Los dos en
una cama, desnudos, retozando sobre sábanas blancas. Sin poderlo evitar
sonrió.
—Veo que no te desagrada la idea —bromeó Connor, al tiempo que
cogía otro bocadillo—. Estoy convencido de que pondrás de tu parte todo
el empeño.
Duncan asintió con lentitud, alargó la mano y tomó un tentempié.
—De eso puedes estar seguro —convino sonriente—. Solo por ver a
nuestro padre inclinándose ante mí —bromeó—, merecerá la pena pasar el
mal trago de recibir una propuesta de matrimonio por parte de una dama.
Connor iba a dar un bocado cuando Duncan continuó:
—¿Crees que tía Philo se inclinará?
El conde bajó la mano, privándose de ese bocado tan apetitoso.
—No confíes en ello —aseguró—. La tía Philo no se inclinaría ni
aunque te convirtieras en rey.
—¿Y tú?
—Porfía. No obstante, debo advertirte de que acabo de descubrir que
me une a tía Philo más de lo que desearía admitir —ironizó—. ¿Me
convertiré en hechicero también?
Se llevó el bocadillo a la boca y Duncan se carcajeó.
Capítulo XXVI
Las mejores decisiones se toman con el corazón
Casi una hora y media más tarde, Penelope y Abby caminaban con
inquietud por los muelles de Bristol, siguiendo los pasos de las tres
ancianas. No entendían qué hacían allí, puesto que las tres mujeres durante
el trayecto en el carruaje no habían dado ningún tipo de explicación
respecto al motivo de su paseo.
Aunque las dos muchachas no dijeron nada, estaban convencidas de
que llamaban la atención por aquel lugar, pues Penelope lucía un vestido
de color lila pálido con ribetes blancos a juego con su sombrilla de seda
blanca sobre encaje de tafetán lila, una chaqueta Spencer de lana de la
mejor calidad, y un sombrero de terciopelo de ala ancha, adornado con
una cinta de raso de color blanco. Abby iba ataviada con un vestido de
color azul cerúleo, con un sombrero de terciopelo del mismo color,
adornado con flores de azahar, más su parasol de seda blanca con flecos
celestes. Ambas mostraban que pertenecían a la alta sociedad, y pasear por
los muelles no era precisamente el lugar más apropiado para dos jóvenes
de alcurnia.
—¿Qué hacemos aquí? —musitó Abby, intentando que las ancianas no
la escucharan.
Penelope miró a su alrededor.
—No lo sé.
Las tres ancianas pararon y se giraron para observarlas.
—Como sabemos que nuestro querido Duncan peca de humilde —dijo
lady Philomena con satisfacción—, nos hemos visto en la obligación de
mostraros sus últimas adquisiciones.
Señaló con la cabeza a la izquierda.
Abby y Penelope ladearon las cabezas en la dirección que la anciana
había sugerido.
Allí solo había barcos amarrados.
—No entiendo nada —pronunció Abby en voz baja.
—Ni yo tamp… —Pero se quedó la frase en el aire, pues los ojos de
Penelope se agrandaron.
Las tres ancianas sonrieron satisfechas al ver la reacción de Penelope.
Abby se preocupó al ver la palidez de su amiga.
—¿Qué ocurre?
La duquesa tragó con dificultad, estaba anonadada.
—Fíjate en los nombres de esos tres navíos.
Abby volvió a mirar los barcos y pestañeó repetidas veces. Giró
lentamente la cabeza de nuevo para observar a Penelope.
—¡Oh, Penny! Es muy bonito.
Penelope se emocionó. Sí, la verdad es que era muy bonito el gesto de
Duncan y, además, decía mucho respecto a sus sentimientos.
Ante ella había dos barcos para transportar mercancías y un elegante
velero. Pero no eran en sí los navíos los que dejaron perturbada a Penelope,
sin los nombres con los que había bautizado St. John aquellas embarcaciones:
My Redhead, My Freckled y My Duchess.
Era un gesto muy hermoso, y se recreó interiormente repitiendo aquellos
nombres: «Mi Pelirroja, Mi Pecosa y Mi Duquesa». Pero para qué se iba a
mentir, a ella lo que más le había impactado era el «Mi», como posesión,
dando a entender a todos que Penelope le pertenecía y, para ser sincera con
ella misma, adoraba aquella posesión, ya que ella también sentía que Duncan
era «Suyo».
Se sintió feliz; hacía tanto tiempo que esa sensación la había abandonado
que por un momento se sintió extraña. No obstante, su corazón estaba
hablando y ella lo escuchaba.
—Abby, he tomado una decisión.
La condesa la miró.
—Sabia elección —reconoció, sin necesidad de que Penelope tuviese que
dar más explicaciones. Había entendido a la perfección que su amiga iba a
mandar recado a Duncan St. John para que acudiese a su casa. Sin lugar a
dudas, iba a pedir su mano.
***
Dos días después, Penelope se encontraba en Londres. Paseaba en
carruaje junto a su amiga Abby y regresaban a Whellingtton House, tras haber
realizado varias compras.
—¿Qué crees que pensará St. John cuando reciba tu invitación? —indagó
Abby.
—No lo sé —afirmó, nerviosa—. Solo espero que llegado el momento él
acepte, o te juro, Abby, que me moriré de vergüenza.
Abby se carcajeó, comprendía mejor que nadie los nervios de su amiga.
Ella había estado toda una semana ensayando frente al espejo algo parecido
y…
Penelope la sobresaltó al golpear dos veces sin previo aviso, ordenando
que el conductor parase.
—¿Qué sucede? —preguntó alarmada.
La duquesa tenía la mirada clavada en el exterior.
Abby se inclinó para interesarse.
Penelope giró la cabeza y la miró a los ojos.
—Estamos en Hyde Park Corner, delante de Tattersall,[5] y quiero comprar
un caballo.
Abby parpadeó.
—Per… pero no dejan entrar a mujeres —titubeó, pues notaba la
determinación de su amiga en la mirada.
Penelope se mordió el labio inferior.
Era conocedora de la restricción, pero de alguna manera se sentía obligada
a intentar entrar. Si ella que poseía el título más importante no lograba poner
un pie en aquel lugar, ¿qué mujer lo haría? Sin embargo, si lo conseguía
estaría de alguna manera allanando el camino a otras mujeres.
—Voy a entrar —declaró con determinación.
Abby se quedó sin habla durante unos segundos.
—Te acompañaré.
Penelope negó con la cabeza.
—No, si tu madre se entera te volverá a prohibir salir de casa —disculpó a
su amiga, pues la temporada pasada Abby había sido castigada y ella no
quería ser responsable de un nuevo castigo.
Abby le apretó la mano.
—Créeme, quedarme en casa es más gratificante para mí que acudir a
eventos en los que no encuentro nada interesante.
Penelope estudió su rostro.
Al final accedió.
—Está bien, vamos allá.
Las dos descendieron del carruaje, abrieron sus sombrillas y respiraron
hondo.
A pesar de lo nerviosas que estaban, la sensación de estar a punto de
conseguir algo tan importante las mantenía firmes y eufóricas.
El portero de la entrada las paró.
—Disculpen, no se permite la entrada a mujeres —informó el hombre.
Penelope apretó el mango del parasol.
Abby encogió los pies dentro de sus botines nuevos, con lazada de seda
rosa, igual que su vestido.
La condesa de Aberdeen no se caracterizaba por mantenerse callada
cuando estaba nerviosa y, como era de esperar, su boca se abrió sin poderlo
evitar.
—Está delante de la mujer que posee el mayor número de caballos que
compiten en las carreras de Ascot[6].
No mentía. La pasión que sentía Penelope por el mundo equino la había
heredado de su padre. El duque poseía diez de los jamelgos más afamados de
Inglaterra y había sido poseedor de cuantiosos premios por las carreras
realizadas en Ascot.
—Enhorabuena —ironizó el hombre, pensando que mentía.
Penelope se ofendió, por lo que no toleró perder más el tiempo.
—Soy la duquesa de Whellingtton y Kennt —pronunció con el tono de
toda una todopoderosa.
El hombre abrió tanto los ojos que Abby pudo ver en su iris el brillo del
vestido gris perla que llevaba su amiga. Aun así, iba a repetirles que allí
tenían la entrada prohibida.
Penelope intuyó lo que el portero estaba a punto de decir y se adelantó:
—A mí nadie me prohíbe la entrada —sentenció—. Aparte la cinta de
inmediato o tendré que notificar a la casa real que en Tattersall no se respeta
la jerarquía nobiliaria.
El hombre tragó con dificultad; la entonación de la duquesa habría hecho
temblar a cualquiera y él no iba a ser menos, por lo que, con manos
temblorosas, descorrió la cinta que prohibía el paso y se hizo a un lado para
dejarlas pasar.
En cuanto cruzaron la entrada, todas las miradas de los allí congregados se
clavaron en ellas.
Se hizo un silencio sepulcral.
Las dos muchachas apenas pudieron saborear su triunfo, pues la
animadversión que mostraban todos los hombres por su presencia las hizo
estremecer.
Se quedaron paralizadas.
Abby notó que las piernas le temblaban, tenía miedo de dar un paso, pues
era muy posible que no pudiera andar.
Penelope, por un segundo sintió que le faltaba el aire.
—Parecía más sencillo desde el carruaje —siseó entre dientes la duquesa,
intentando que nadie más que Abby la escuchara.
La condesa miraba de un lado a otro.
Penelope sabía que tenía que hacer algo, ¿pero el qué?
Abby respiró hondo; ya habían dado el paso, por lo tanto, había que buscar
una solución rápida.
Al soltar el aire, en susurros se pronunció:
—Solo tenemos una alternativa —declaró—. Estamos rodeadas de
hombres, así que tenemos que actuar como ellos esperan.
—¿Y eso es? —musitó Penelope.
—Vanagloriando sus egos y haciéndoles creer que los necesitamos —dijo
convencida—. Dan por hecho que son los únicos con derecho a ser
inteligentes, pues finjamos que lo son.
—¿Tú crees?
—Tanto como que todos estos hombres nos odian en estos momentos por
tener la osadía de respirar.
Penelope miró a Abby.
Las dos acabaron sonriendo, convencidas tanto de la afirmación de Abby
como de que esa era la solución.
Abby, con determinación, dio un paso al frente; había localizado a la presa
perfecta.
—Lord Denvore, permítame presentarle a la duquesa Penelope de
Whellingtton y Kennt.
El barón, un hombre de avanzada edad, conocido por su escasa
inteligencia, saludó con una inclinación de cabeza, aunque no se mostró muy
cooperativo.
Todos continuaban en silencio, observando a las dos jóvenes.
Las dos muchachas se miraron entre ellas con complicidad. Abby le hizo
un gesto a Penelope dando a entender que iba a empezar la farsa y la pelirroja
asintió despacio.
—Tengo entendido, lord Denvore, que usted es uno de los mayores
entendidos en el mundo equino —alabó.
Ambas notaron cómo el hombre se erguía.
—Le han informado bien —declaró con la típica arrogancia que ellas
esperaban.
—Oh, entonces discúlpeme que me tome la libertad de beneficiarme de su
gran conocimiento —dijo Abby, intentando parecer una damisela ignorante.
En realidad, dudaba de que ningún caballero allí congregado fuese mayor
entendido que su amiga con respecto a reconocer un buen caballo—. Sería
un gran honor para nosotras que pudiese instruirnos uno de los hombres más
entendidos de Inglaterra —vanaglorió al barón—. La duquesa está interesada
en adquirir un buen ejemplar y nadie mejor que usted para recomendarla.
El barón, con el ego subido, sonrió satisfecho. La joven que tenía delante
era una duquesa, pero tenía que recurrir a un hombre para aconsejarla.
La conversación había sido escuchada por la mayoría y, al igual que el
barón, se sintieron satisfechos, por lo que continuaron con sus charlas y con
la subasta.
El barón Denvore le ofreció su brazo a Penelope.
Las dos respiraron tranquilas, ya no eran el centro de atención.
Penelope miró a su amiga al tiempo que colocaba su mano en el hueco del
codo del barón, Abby puso los ojos en blanco, y las dos aguantaron la risa.
No se habían equivocado, no había nada como elevar el ego de un hombre
para salir de allí victoriosas.
Media hora más tarde, Penelope se había dado cuenta de que el barón no
era más que un hombre engreído, pues de caballos no sabía nada. Ella, por el
contrario, tan solo había necesitado diez minutos para localizar a su próximo
jamelgo.
Su padre la había instruido desde pequeña.
Pensó en el pasado y se sintió feliz recordando cómo ella, siendo una
mocosa, se colgaba de la pierna de su padre para que la llevara con él a los
establos y ver los caballos nuevos que el duque había comprado.
Abby la miró y le apretó la mano con cariño, consciente de que su amiga
estaba inmersa en el pasado.
En cuanto Denvore desapareció, Penelope acordó con el vendedor la
compra del caballo.
Una vez en el carruaje, ambas reían y repetían las expresiones de algunos
de los nobles. Se sentían dichosas, alegres. Sin haberlo pensado ni preparado,
habían vivido la mayor aventura de sus vidas.
Capítulo XXVII
El orgullo herido de un hombre puede hacerle perder el control
Duncan estaba cabreado hasta la saciedad. Los rumores habían corrido como
la pólvora y había llegado a sus oídos la osadía de Penelope y su amiga
Abby.
Estaba tan fuera de sí, que salió de Bristol House sin ver la misiva que
Penelope le había enviado a primera hora de la mañana, invitándolo a
reunirse con ella a las cinco de la tarde en Whellingtton House.
Mientras se dirigía en carruaje, no paraba de blasfemar en voz alta; tanto,
que incluso el cochero lo escuchó.
¿Qué pretendía esa descerebrada?, ¿humillarlo incluso antes de casarse?
En cuanto el carruaje paró frente a la casa de Penelope, descendió como
alma que lleva el diablo.
Al cochero no le dio tiempo siquiera a bajarse de su pescante para abrirle
la puerta.
El lacayo de librea, apostado en la puerta de entrada, la abrió con
celeridad; ese hombre parecía tener prisa.
El mayordomo, que se encontraba cerca, se sorprendió, aunque no fue el
único, pues los aullidos de Duncan St. John rompieron la paz reinante de la
casa.
—¡Penelope!
La marquesa de York, que se encontraba en la sala turquesa, salió al
pasillo, alarmada.
—¿St. John?
—¿Dónde está? —preguntó en voz alta, más de lo que se podía considerar
aceptable en ningún lugar.
Penelope, que en ese instante estaba bajando las escaleras, pues acababa
de cambiarse de vestuario para almorzar, al escuchar los gritos de Duncan
tembló.
¿Qué habría sucedido?
—Aquí —respondió a su llamada.
Duncan se giró y, sin tiempo a pensar, se volvió a expresar alterado:
—¿Se puede saber en qué demonios estabas pensando?
Penelope parpadeó, totalmente perpleja por el vocabulario utilizado.
Además, con su elevada voz estaba montando una escena delante del
servicio.
—Milord… —intermedió el mayordomo; no era apropiado tratar a la
señora de la casa de esa manera.
Penelope levantó la mano.
—August —lo tranquilizó con voz calmada—. Todo está bien.
St. John levantó las cejas, incrédulo ante el comentario de ella, pues nada
estaba bien.
—Acompáñame —instó Penelope a Duncan, pasando por delante de él
para dirigirse al final del largo corredor, donde se encontraba el despacho.
Al llegar, Penelope hizo un gesto al lacayo que se encontraba en la puerta
para que se alejara.
En cuanto cerró la puerta, Duncan volvió a manifestar su enfado.
—¡Has ido a Tattersall! —No era una pregunta, sino más bien una
acusación.
Penelope podía haber pasado por alto la mala educación que había
mostrado. Incluso estaba dispuesta a perdonarle los gritos… Ahora bien, que
él destrozara de un plumazo la alegría que la invadía desde que había salido
de la subasta por haber conseguido el mayor logro de su vida, eso sí que no
pensaba permitirlo.
—Quería comprar un caballo —reconoció sin más.
Duncan lanzó el sombrero que llevaba en la mano con tanta fuerza, que
fue a parar al extremo más alejado de la sala.
—Oh, por supuesto —ironizó—. La señorita quería comprar un caballo —
alegó—. Y no podía pedírmelo a mí.
Penelope apretó los dientes intentando mantener el control, aunque para
hacer acopio a la verdad, le estaba costando bastante.
—Como la duquesa todopoderosa que eres —la acusó con desprecio—, te
tomaste la libertad de actuar por tu cuenta, sin pensar en nadie más.
Eso ya fue el colmo para Penelope.
—¿Y en quién debería pensar?
—¡En mí! —bramó.
Penelope se mordió el labio inferior; de no hacerlo, Duncan habría salido
de su casa en menos de un segundo.
—¿Para comprar un caballo? —preguntó indignada.
—Sí, Penelope, sí, porque eso es lo que hacen los hombres —sentenció e
informó como si ella fuese una lerda.
Ella cerró los ojos consternada.
Él, que estaba muy embalado, continuó:
—Por eso no entran mujeres en ciertos lugares.
La paciencia de Penelope llegó a su fin.
—Porque necios egocéntricos se creen superiores —añadió ella, con
acritud—. Hombres descerebrados que no saben apenas distinguir entre un
pura sangre y un quarter horse. Incluso alguno sería capaz de confundir un
caballo árabe con un poni —defendió su postura—. Por eso no dejan entrar a
mujeres, ¡porque se niegan a reconocer que nosotras también tenemos
inteligencia!
St. John la acribilló con la mirada.
—Te guste o no, Penelope, los hombres tenemos un cometido —informó
con ensañamiento—: Dictar lo que es permisivo y proteger lo que es nuestro.
La frase quedó flotando entre los dos como una espada bien afilada,
esperando dar la estocada final.
El silencio los envolvió como un manto abrasador.
Duncan observaba la quietud de Penelope, que apenas parpadeaba. Por un
momento pensó que ella estaba recapacitando y que se mostraría
comprensiva, asumiendo el verdadero motivo de su enfado: él tenía que
protegerla y ella no podía saltarse las normas sociales establecidas.
Penelope por fin reaccionó, y asintió con lentitud con la cabeza.
—Me temo, milord —pronunció serena—, que la permisividad dictada por
los hombres con respecto a la entrada de mujeres a Tattersall ha quedado
relegada por dos mujeres —comunicó triunfal—. En cuanto a proteger lo que
es suyo, es una suerte que yo no le pertenezca.
Duncan parpadeó, incrédulo ante la contestación de ella, quien, además,
había dejado de tutearlo.
Penelope aprovechó el desconcierto de él para alejarse hasta el final del
despacho, agacharse y recoger el sobrero de Duncan.
Se dio la vuelta y regresó a su posición, justo delante de él. Después tendió
el brazo para entregarle el sombrero.
—Soy una duquesa muy ocupada —pronunció su título con el mismo
cinismo con el que él lo había pronunciado minutos antes—. Márchese —
ordenó—. En esta casa hay unas normas muy estrictas con respecto a la hora
del almuerzo —y añadió con celeridad—: Normas dictadas por mí, que no
pienso retrasar por un hombre. Comprenderá que mis normas en mi casa son
tan sagradas como las suyas en su mundo varonil.
St. John le arrebató el sombrero de las manos con desdén.
—Eres incapaz de reconocer tus errores —la acusó—. Lo que has hecho
hoy no demuestra tu inteligencia, sino más bien tu soberbia.
Esa frase hirió a Penelope y, consciente del talón de Aquiles de St. John,
se pronunció con un único propósito: herirlo en su ego como él le había
hecho a ella.
—Se equivoca, St. John, demuestra mi poder.
Él apretó la mandíbula.
Penelope no había errado, ese comentario lo había recibido como un
puñetazo, pues dejaba constancia de que él a su lado no era nadie… O nadie
tan importante como para protegerla.
Duncan se dio la vuelta y abrió la puerta, pero antes de salir la miró.
—Algún día tendrás que pedir perdón —sentenció.
—Es posible —reconoció—, pero no será hoy —replicó, para que él
supiese que ella tenía la última palabra.
Al quedarse a solas, se sentó en el sillón más cercano. Inspiró con fuerza
repetidas veces intentando controlar su nerviosismo. No se podía creer que
nada más levantarse hubiese escrito una nota para Duncan con la intención de
comprometerse esa misma tarde y hacerlo público. Además, la había escrito
con cariño, con esperanza y con motivación, pues ella realmente deseaba
convertirse en la señora de St. John. Sí, lo anhelaba porque lo admiraba. Era
el segundo hijo de un marqués y a pesar de no poseer título alguno, excepto
el de cortesía, él había demostrado tener más honorabilidad que muchos
nobles… Pero ahora, ¿cómo iba a desposarse con un hombre que no la
entendía? Si al menos él hubiese tenido a bien escuchar su versión y
comprender su postura; pero no, él había tomado la decisión de tacharla de
soberbia.
La puerta se abrió y la duquesa de York se interesó por su pupila.
—Querida, ¿todo bien?
Penelope asintió con lentitud. Una vez más, tenía que colocarse la máscara
de la despreocupación y actuar como se esperaba de ella.
Se puso en pie y se acercó al tirador para hacer llamar al ama de llaves.
La marquesa la observaba con atención, Penelope había perdido de nuevo
la sonrisa. Había llegado a casa tan alegre, tan entusiasta y tan feliz… Ahora
solo veía pesar en su rostro.
—¿Excelencia? —pronunció el ama de llaves.
—Señora Gates, dé aviso al cocinero de que ya no serán necesarios los
pasteles especiales para esta tarde —confirmó su decisión—. Y avise a Mery
de que después de almorzar tengo intención de tumbarme para descansar, ya
que esta noche acudiré a la velada musical en Treinton House.
La mujer se retiró.
—Penny, ¿eso significa que aplazas la cita de esta tarde con St. John? —
preguntó la marquesa preocupada, pues estaba al tanto de la decisión tomada
por Penelope respecto a Duncan.
La joven duquesa miró a su madrina directamente a los ojos.
—No, no la aplazo —declaró, serena—. La anulo indefinidamente.
La marquesa cerró los ojos con pesar.
Penelope pasó por su lado decidida a llegar al comedor para almorzar.
Apenas tenía apetito, pero después del espectáculo que había montado St.
John en su propio hogar, no podía permitir que la gente del servicio creyese
que él había conseguido derrotarla.
***
Al entrar Duncan en Bristol House, el mayordomo le hizo entrega del
correo de la mañana. Al ver la carta de Penelope, la cogió con celeridad y la
estrujó en su mano con toda su fuerza.
Subió a su dormitorio, donde le esperaba su ayuda de cámara. St. John le
hizo un gesto para que se marchara; no tenía intención de cambiarse, o más
bien, no quería a nadie cerca.
Dejó la carta arrugada encima de la cómoda y se tumbó en la cama, sin
quitarse siquiera el calzado.
Permaneció durante diez minutos en la misma posición, mirando el techo
y sin mover un solo músculo. Necesitaba relajarse pero le era imposible.
Sus ojos lo traicionaron buscando la cómoda de caoba donde estaba la
carta hecha una bola; la causante de su inquietud.
Golpeó con el puño cerrado el colchón y se levantó, fue directo a por la
misiva de la discordia e intentó aplanarla. No quedó perfecta pero fue
suficiente como para poder abrirla y leer las letras de Penelope.
A pesar de sostenerla entre sus manos, se tomó su tiempo para tomar una
decisión; igual era mejor echarla al fuego y olvidarse de todo… No, todo lo
que concernía a Penelope le importaba, por más que él quisiera que no fuese
así.
Penelope daba golpecitos con el pie sin parar, mientras mantenía la mirada
clavada en la puerta de la joyería.
Abby la observaba.
—¡Ya salen! —se expresó nerviosa la duquesa.
Lo que no esperaba ninguna de ellas era que no solo se acercara el señor
Boston, sino que St. John también lo hiciera.
—Lord Duncan St. John, permítame presentarle a… —Dejó la frase en el
aire estudiando la reacción de las dos muchachas. Al verlas palidecer,
continuó—: el señor Peyton. Señor Peyton, este es el lord Duncan St. John.
Duncan extendió la mano y Penelope se la estrechó con fuerza.
Abby, que permanecía a unos cuantos pasos de distancia, observaba la
escena con recelo.
—Me ha comentado el señor Boston que es un viejo amigo de Nueva
York.
Penelope dirigió la mirada de uno a otro y asintió con la cabeza.
Se escuchó un trueno que sobresaltó a Abby.
—Permítanme invitarles a tomar un trago —invitó St. John—. Nada como
tomar un buen brandy en un día tan oscuro.
Penelope iba a negarse, pero el americano hizo una seña a su cochero, que
estaba a pocos metros de ellos.
—Excelente idea, sé de un lugar perfecto —informó el señor Boston.
La duquesa carraspeó antes de pronunciarse.
—Debo declinar su invitación —anunció modulando la voz, aunque no
sonó tan viril como esperaba.
—Mi querido amigo Peyton, en Inglaterra es una descortesía rechazar una
invitación —advirtió el señor Boston—. Más, cuando la invitación es
realizada por un lord.
Penelope lo fusiló con la mirada.
Duncan aguantó la risa.
Abby se sintió satisfecha por los modales del americano, pues ella misma
se había encargado de instruirlo para que se comportase como un auténtico
caballero inglés.
El señor Boston indicó con la mano que subiesen al carruaje que estaba
junto a ellos.
—Perdóneme, lord Duncan St. John. En América tenemos un trato más
personal con nuestros sirvientes —comunicó el americano lo más serio que
pudo, como si fuesen ciertas sus palabras—. El lacayo de Peyton debe
acompañarnos.
—Por descontado —continuó con la farsa Duncan.
—Abigail, puedes acompañarnos —la invitó el señor Boston.
Abby casi se desploma al escuchar su nombre, pero su cerebro reaccionó
rápido, recordándole que su propio alias era también utilizado por hombres.
Una vez estuvieron los cuatro en el carruaje, las dos muchachas se miraron
y ambas entendieron que pensaban lo mismo: «¿Dónde nos hemos metido?».
Capítulo XXIX
Una dama no debe beber, y si lo hace la boca cerrada debe mantener
Los dos hombres eran conscientes de que estaban llevando muy lejos la
charada, pero ellas merecían un escarmiento. Aunque también sabían que
nadie debía descubrirlas; por ello, el señor Boston había elegido una taberna
céntrica pero muy discreta.
Las dos jóvenes tenían las copas de brandy delante y ninguna tenía
intención de dar un trago; claro que, cuando Duncan levantó su copa
instándolas a brindar, no tuvieron más remedio que hacerlo.
Penelope dio un traguito corto, saboreando el licor prohibido.
Abby, por el contrario, dio un trago largo. El calor la invadió de
inmediato, tanto, que en pocos segundos su frente estaba perlada en sudor.
Una hora y media más tarde, habían ingerido tres brandis y las dos chicas
estaban muy achispadas; obvio, ya que no estaban acostumbradas a tomar
alcohol y además tenían el estómago vacío.
—Y dígame, lord Duncan St. John —dijo Abby arrastrando un tanto las
sílabas y olvidándose por completo de fingir una voz varonil—. ¿Ha
comprado alguna joya?
Duncan asintió con la cabeza.
—Una joya muy especial —respondió mirando directamente a los ojos de
Penelope.
—¿Qué tiene de especial? —se apresuró Penelope a preguntar.
El señor Boston tuvo que aguantar la risa, pues las dos muchachas estaban
demasiado ebrias como para darse cuenta de que ya no se acordaban de que
eran unas damas disfrazadas.
—Más que la joya, es la dama para quien la compré.
—¿Y esa dama es…? —indagó Abby.
—La mujer con quien tengo intención de casarme.
Penelope cogió la copa y bebió de un solo trago todo el contenido que le
quedaba.
Duncan sintió que su corazón se aceleraba de satisfacción.
Abby apretó los labios, sabiendo que esa respuesta había hundido a su
amiga; significaba que St. John sí iba a prometerse a final de semana.
El americano cambió de tema.
Unos minutos más tarde, la conversación derivó a un tema espinoso.
Bueno, o eso les pareció a las dos mujeres, que teniendo en cuenta que no
estaban en ese momento muy lúcidas, hablaron más de lo que debían.
Aunque en realidad fue Abby quien se pronunció alterada.
—¡Es inconcebible! —protestó—. Los hombres siempre subidos en ese
púlpito de todopoderosos que ellos mismos han creado —se quejó sin
ambages, llamando la atención de los allí presentes.
Penelope conocía muy bien a su amiga, y era consciente de que estaba
pasando por un momento sumo delicado. Por ello, comprendía a la perfección
el desasosiego interior con el que estaba batallando desde hacía meses y, por
descontado, tenía todo el derecho a expresarse en voz alta y desahogarse.
El señor Boston y Duncan St. John, por el contrario, lamentaron haber
llevado la conversación a esos derroteros. Lo que en un principio les pareció
gracioso, ya que las muchachas eran muy divertidas estando desinhibidas,
ahora les hizo ver que debían sacarlas de allí cuanto antes; la alteración de
Abby estaba llamando demasiado la atención.
—Abigail —susurró el señor Boston.
Abby levantó el brazo tajante, impidiendo que continuase; ella tenía algo
que decir y no iba a permitir que nadie se lo impidiese.
—Me pregunto en qué momento de la historia se les concedió tanto poder
—gruñó mirando a Penelope, que era la única que la comprendía. Giró la
cabeza con brusquedad y desvió su mirada de un hombre a otro—. ¿Pueden
explicarme por qué poder divino, solo por nacer varón ya se les conceden
todos los derechos, así como la supremacía de arrebatar a una mujer todo
cuanto posee?
—Creo que ha llegado el momento de marcharnos —intervino Duncan.
Abby, desinhibida por completo a causa del alcohol, se ladeó en su asiento
para hablar directamente a Penelope, como si en aquel lugar no existiese
nadie más, y mantener una conversación que debería haber sido privada entre
dos amigas.
—¿Tanto poder tiene un miembro viril? —preguntó como si sus palabras
no fuesen las más inapropiadas en la boca de una dama.
Duncan y el señor Boston, a pesar de sus intentos por zanjar aquella
conversación, no pudieron evitar reírse; y es que la joven, incluso enfadada,
tenía un gran encanto. Y la verdad, escuchar aquello con tanta pasión y
enfado era muy divertido.
Penelope no respondió, Abby se respondía a sí misma.
—Estoy convencida de que nunca nos han explicado la verdad —comentó
indignada y convencida de sus palabras—. Tiene que haber algún poder
oculto en ese… ese… —Hizo aspavientos con las manos hasta señalarse sus
ingles—. ¡En ese miembro masculino que nos lo puede arrebatar todo!
Las carcajadas de los dos hombres molestaron mucho a Abby, que se
volvió a girar en su asiento para mirarlos de frente.
—No deberían reírse tanto, caballeros —los amonestó, con deje de
amenaza.
—No, no deberían —secundó Penelope las palabras de su amiga.
Al ver que los dos hombres continuaban sonrientes, Abby apoyó las
manos en la mesa, se puso en pie y decretó:
—Algún día se desplomará la arrogancia de todos los lerdos que hasta hoy
se creen superiores —vaticinó—. Y ese día, cuando sus mentes obtusas
comprendan la mayor verdad universal —pronosticó, muy enfadada porque
ellos no la tomasen en serio—, tendrán que pedir perdón y concedernos el
puesto que nos corresponde.
El señor Boston no pudo evitar preguntar, porque conociendo a Abby, la
respuesta sería tan disparatada y divertida, que bien valía la pena arriesgarse a
escucharla.
—¿Y esa verdad universal es…?
—Que mientras los hombres se creen poseedores de un poder superior por
tener un miembro viril, la legítima verdad es que el auténtico poder lo ostenta
la mujer —adujo con convicción.
—¿De veras? —se guaseó St. John.
—Oh, sí, St. John —afirmó, al tiempo que se erguía todo lo alta que era—.
¿Acaso hay mayor poder que crear una vida? ¡Pues no es del miembro de un
varón del que se crea una vida! ¡Es del miembro de una mujer! —se expresó
muy alterada, levantó los brazos y los señaló a los dos al tiempo que
sentenciaba—. ¡Intenten igualar ese poder!
Tanto el americano como St. John volvieron a estallar en carcajadas.
Abby, al mirar a su alrededor se percató de dónde se encontraba y de lo
inapropiado que había sido su comportamiento. Un tanto aturdida, sin saber
qué hacer o decir para disculparse, se decantó por lo que le pareció más
inteligente: salir corriendo.
—¡Abigail! —gritó el señor Boston.
La poca clientela que había se giró para mirar con atención.
Duncan fue rápido y echó su capa por encima de Penelope para ocultarla.
Hasta ese mismo momento ellas habían estado sentadas de espaldas al resto
de clientes, pero al ponerse la duquesa en pie para salir al encuentro de su
amiga, cualquiera podría descubrirla, y no estaba dispuesto a permitir que eso
ocurriera estando él presente.
—Salgamos de aquí cuanto antes y encontremos a la otra insensata —
ordenó St. John al americano mientras forcejeaba con Penelope, que intentaba
desprenderse de la capa.
***
Unos golpecitos en la puerta advirtieron a Penelope de que su amiga Abby
iba a entrar; estaba segura de que sería ella, pues ningún sirviente tenía la
buena costumbre de llamar.
La puerta se abrió y la condesa de Aberdeen entró con timidez.
Penelope, que estaba tumbada en la cama, se incorporó, recolocó los
mullidos almohadones y se quedó sentada, a la espera de que su amiga se
pronunciase.
—Penny —susurró.
—¿Por qué hablas tan bajito? —indagó la duquesa, preocupada por si
Abby había enfermado, ya que al salir de la taberna la tormenta las había
empapado.
Abby hizo una mueca de dolor antes de responder.
—Porque me duele tanto la cabeza que mi propia voz me martillea —
confesó—. Y mi estómago no para de dar vueltas.
Penelope asintió con lentitud; comprendía lo que decía, pues a ella le
pasaba lo mismo.
Durante unos segundos se quedaron en silencio, hasta que Abby, bastante
preocupada, volvió a hablar.
—Penny, por favor, dime que no fui capaz de pronunciar miembro viril
delante de dos caballeros —se esperanzó, igual había sido un mal sueño.
Penelope ladeó los labios en un gesto pensativo.
—Mmm… Me temo que no lo pronunciaste una vez —recordó—. Más
bien lo proferiste en cuatro ocasiones.
Abby agrandó los ojos al tiempo que se tapaba la cara con las manos y se
dejaba caer boca abajo en la cama.
Penelope comprendió su vergüenza, alargó su brazo y acarició la espalda
de su amiga con la intención de reconfortarla.
—No podré mirar al señor Boston a la cara de nuevo —farfulló Abby sin
cambiar de posición—. El señor Boston, Penny. Con la de hombres que hay
en Londres, justo voy y cometo la mayor imprudencia de mi vida delante del
señor Boston. ¡El señor Boston!
La duquesa apretó los labios. No quería reírse, pero Abby estaba tan
consternada que incluso le parecía gracioso. Claro que, sabedora de la
relación y afecto que su amiga mantenía y sentía por el americano,
comprendía su inquietud y desasosiego.
—¿Cómo voy a mirarlo a la cara, Penny? —Se escuchó su sollozo
ahogado.
—Abby, el señor Boston no comentará el incidente de esta mañana —
aventuró Penelope, convencida.
Abby por fin reaccionó y se deslizó a un lado para mirar a su amiga.
—¿Tú crees? —indagó, esperanzadora.
Penelope asintió categóricamente.
—Por descontado —aseguró—. Tanto él como St. John no se comportaron
como se espera de unos caballeros.
Abby cambió de posición y se quedó sentada con el tronco girado hacia su
amiga; estaba muy atenta a la explicación de Penelope.
—Mal que me pese —alegó, frustrada—, hay que admitir que nos
descubrieron.
Abby apretó los labios y asintió con la cabeza.
—Y estuvo muy mal por su parte que nos incitasen a beber —concluyó
Penelope—. Por ello, no comentarán ni tendrán a bien amonestarnos por
nuestro comportamiento.
Abby se quedó pensativa.
—Tienes razón —aseguró—. Ofrecer alcohol a una dama es tan
recriminable como que nosotras lo bebiésemos.
Las dos se miraron y acabaron sonriendo.
—¿Sabes? A pesar del dolor de cabeza y de las náuseas que me invaden
—reconoció Abby su malestar—, debo admitir que hoy ha sido uno de los
mejores días de mi vida.
Penelope la miró con cariño y complicidad.
—¡Ha sido fantástico! —se expresó Penelope, risueña.
Y las dos se carcajearon.
Capítulo XXX
Si por orgullo no puedes ceder, tu amor verdadero puedes perder
Penelope se despertó con una sonrisa en los labios. El día anterior, una
semana después de la declaración, se había hecho público su compromiso con
Duncan, y toda Inglaterra ya era conocedora del futuro enlace.
Soltó una risita tímida al recordar lo que le había costado convencer a
Duncan para que no comprase una licencia especial; no estaba dispuesta a
que pensasen que ella había sucumbido al pecado carnal sin haber pasado por
el altar. Además, merecía un cortejo; lo anhelaba.
Duncan estaba desesperado por poseerla, pero al final accedió; había
esperado un año entero, bien podía esperar cuatro semanas más y
complacerla. Eso sí, le había advertido de que pondría todo su empeño en
demostrarle que un cortejo podía ser mucho más que eso. Y él siempre había
sido un hombre de palabra, por lo que Penelope estaba convencida de que
esas cuatro semanas estarían plagadas de momentos íntimos entre los dos.
Suspiró solo de pensarlo.
La puerta se abrió y entró Mery.
—Excelencia, han llegado los primeros invitados.
Como correspondía en alguien de su alcurnia, la celebración de la pedida
de mano se celebraría por todo lo alto. Faltaban cinco días para la gran fiesta,
y como era de esperar, durante toda una semana en Golden House se gozaría
de la visita de unos cuantos invitados.
—¿Tan pronto?
—Los marqueses de Stanford y sus hijas.
Penelope sonrió. Abby y Sophie estarían allí, apoyándola en la primera
fiesta que iba a organizar como duquesa. Podía parecer una tontería, pero
quería estar a la altura. Su madre fue considerada durante muchos años una
de las mejores anfitrionas del reino, y ella no deseaba defraudarla.
***
Esa misma tarde, la mitad de los invitados ya estaban alojados en Golden
House; el resto lo harían al día siguiente. Tan solo uno había mandado una
misiva para disculparse por no poder acudir al evento. Y no era un invitado
cualquiera; era nada más y nada menos, que el único hombre que perturbaba
la paz y tranquilidad de su amiga Abby, o mejor dicho, el caballero por el que
ella suspiraba.
—Qué lástima —reconoció Penelope mirando a Abby.
La joven se encogió de hombros.
—Si te soy sincera, creo que después de mi último encuentro con él, es
casi mejor que no lo vea —lamentó.
—Oh, no digas eso —replicó Penelope, dando esperanzas a su amiga—.
Sé que fue algo bochornoso…
—Muy bochornoso —la interrumpió Abby, recordando el momento.
—Pero él no te delató —le recordó la duquesa para animarla—. Podía
haberlo hecho y no lo hizo.
Abby sonrió tímida y agradecida.
—Sí, eso es cierto, no lo hizo.
Deseaba contarle a Penelope que ese no había sido el último día que lo
había visto, pero no quería rememorar la noche del teatro, pues que él la
descubriera vestida de hombre o bebida no había sido tan vergonzoso como
su último encuentro… Ojalá pudiera hablar sobre aquella noche, pero por
estupidez o por amor, prefería callar, pues estaba convencida de que a
Penelope no le gustaría lo que tenía que contarle, y seguramente lo miraría
con otros ojos. Y la verdad, todavía no entendía por qué, pero no quería que
nadie tuviese un mal concepto de él. Ese hombre, a pesar de lo que ocurrió en
aquel teatro, para ella seguía siendo el único capaz de robarle el sueño.
—Me he fijado en que Sophie está mucho más animada —se interesó
Penelope.
—Sí —respondió Abby, cauta—. Aunque estoy algo preocupada por ella.
Penelope asintió con la cabeza. Entendía muy bien el motivo; uno de los
invitados podía trastocar de nuevo el buen estado de ánimo del que parecía
gozar la pequeña de las hermanas Allende.
—Lo lamento, Abby —se disculpó la duquesa—. Su presencia es
primordial, de haber podido…
La joven condesa negó con la cabeza y le apretó la mano con cariño.
—No te disculpes —dijo Abby—. Además, Sophie era consciente de que
estaría aquí y en ningún momento se ha pronunciado para negarse a acudir a
este evento.
Penelope se tranquilizó, eso significaba que su amiga estaba totalmente
recuperada.
Las dos se giraron al escuchar unas risitas femeninas; estaban en el jardín
principal. Vieron a una de las hijas del barón de Treinton paseando en
compañía del joven vizconde Bonell.
—Me gusta la pareja que hacen —reconoció Abby, y de pronto, se
sobresaltó, alarmando a Penelope—. ¡Por favor, dime que no vas a permitirle
que nos deleite con el violín!
Penelope se carcajeó.
—Intentaré que la muchacha permanezca alejada de la sala de música —
comentó, risueña—. No quiero que mis invitados se marchen despavoridos.
Las dos se rieron.
Unos brazos rodearon a Penelope por detrás, sobresaltándola de nuevo.
—Mmm… Me encanta verte reír —musitó Duncan justo detrás de ella, al
tiempo que le guiñaba un ojo a Abby con complicidad.
Penelope se sonrojó; era escandaloso que la abrazara en público. Si
alguien los veía…
Duncan, ajeno a la timidez de ella, le besó la clavícula.
—¡Duncan! —lo amonestó Penelope.
Él puso los ojos en blanco.
Abby disimuló girando su cuerpo, como si no hubiese visto nada.
—¿Sí, amor?
Penelope se zafó de su abrazo y se giró para mirarlo.
Él sonrió al notar su azoramiento.
«Qué bonita estás cuando te sonrojas», pensó él, mientras sus ojos
recorrían todo su cuerpo.
—No puedes abrazarme en público —amonestó Penelope a Duncan,
abochornada.
—¿No puedo? —bromeó él.
Abby aguantó la risa al escucharlo.
Penelope frunció el ceño.
Duncan se acercó más a ella y susurró:
—Si me hubieses permitido conseguir una licencia especial, no solo te
podría abrazar, sino que ahora mismo estaríamos encerrados en nuestra
alcoba.
A Penelope le entró un calor sofocante, y no fue precisamente por estar a
principios de junio.
Duncan no pudo evitar carcajearse. Miró a un lado y a otro para
cerciorarse de que no había nadie cerca que pudiese verlos e inclinó la cabeza
lo justo para rozar los labios de Penelope.
—Esta noche tendremos nuestra primera cita clandestina. —Acarició la
boca de ella con sus calientes labios—. La primera oficial, Pen. Tú y yo
solos.
Y sin más, se alejó, dejando a Penelope nerviosa y excitada al mismo
tiempo.
Abby se dio la vuelta y miró a Penelope con una gran sonrisa.
—¡Qué excitante y atrevido! —se expresó, entusiasmada.
—¡Oh, Abby! —exclamó Penelope llevándose las manos a la cara para
enfriar sus mejillas ardiendo—. ¡No sabes cuánto deseo que llegue el
momento!
Las dos se sorprendieron por la respuesta sincera y entusiasta de Penelope,
era casi imposible creer que ella hubiese reconocido con tanto fervor la
verdad. Unos segundos después, se rieron.
Después de una copiosa cena, como era de esperar, y como solía ser
habitual en las casas de la gente pudiente, la mayoría de los caballeros se
retiraron a una sala preparada para ellos, donde podrían degustar los mejores
licores.
Las damas se reunieron en otra de las salas para relajarse, charlar, o
simplemente tomar un té.
Los más jóvenes, por el contrario, se reunieron en el salón añil, que daba a
una de las terrazas más grandes de la casa. Querían jugar a las charadas y ese
lugar era perfecto, así el aire enfriaría sus mejillas encarnadas, ya que en esos
juegos siempre acababan sonrojándose la mayoría de las muchachas.
Durante una hora se entretuvieron sin descanso; las risas amenizaban la
estancia.
Connor Stanton se acercó a Penelope y, con discreción, le entregó una
nota.
Penny, en un principio no entendió por qué el hermano de Duncan actuaba
con tanto secretismo. Buscó por todo el salón a St. John y no lo encontró.
Abrió la nota y su corazón se desbocó.
La entrada al jardín principal a través de la puerta del salón añil les ofreció
una panorámica inaudita. Penelope, que había nacido en esa casa y la conocía
mejor que nadie, no era consciente de lo realmente extenso que era su
exterior, pues casi cien carpas montadas por sus sirvientes para proteger a sus
invitados del sol apenas ocupaban la mitad de aquel jardín.
La gente aplaudió y ellos bajaron las escaleras para unirse a la celebración.
Todo estaba saliendo perfecto. A Penelope se la veía feliz, muy feliz.
Estaba radiante, alegre, animada y dichosa. Eso decían los invitados.
Duncan también se divertía. Había merecido la pena esperar a la mujer de
su vida, a su alma gemela, pues ninguna otra mujer le hubiese hecho sentirse
tan dichoso.
—Excelencia —llamó la atención el mayordomo a Duncan. En un
principio le pareció extraño, hasta ese momento nadie le había tratado por su
nuevo título—. Tiene una visita inesperada esperándole en el despacho —dijo
en voz baja, para que nadie más les escuchara.
Duncan se extrañó, ¿una visita inesperada?
Hizo un gesto con la cabeza; en cuanto pudiera se reuniría allí con la
persona que lo esperaba.
Se disculpó ante su tía Philomena y entró en la casa.
Al abrir la puerta se quedó aturdido, pero reaccionó rápido y cerró con
celeridad para que nadie la viese allí.
—¿Qué demonios haces aquí? —la recriminó, enfadado.
—Vaya modales —lo amonestó ella—. ¿Acaso al entregar el título de
duque retiran la educación? —ironizó.
—Elaine… —siseó entre dientes—. Más vale que te largues antes de que
alguien te vea.
Ella sonrió de medio lado y caminó despacio hacia la puerta acristalada
que daba al jardín.
—Así se irán acostumbrando a mi presencia —vaticinó—. Pronto me
trasladaré a vivir aquí.
—¡Largo! —gritó Duncan, al tiempo que se acercaba raudo hasta ella y la
cogía del brazo para sacarla de allí.
Elaine forcejeó.
—Esas no son formas de tratar a la madre de tu hijo —anunció con la voz
elevada.
Duncan la soltó como si quemara.
—Oh, querido —pronunció con sarcasmo—. ¿No es maravilloso que
ahora seas duque?
Él no reaccionó, la noticia lo había dejado paralizado por completo.
Acababa de casarse, tenía en el jardín a toda la alta sociedad y a su esposa
celebrándolo, y Elaine le estaba comunicando que iba a tener un hijo suyo.
No podía tener tan mala suerte. ¿Cómo había ocurrido? Todo por una maldita
noche; una noche en la que él había bebido más de lo que debía; una noche
en la que sus pensamientos lo llevaron a Penelope y, sin saber cómo, acabó
en el lecho de Elaine. Ni siquiera recordaba cómo había llegado hasta su casa,
tan solo que al despertar estaba desnudo y que ella yacía a su lado en el
mismo catre.
—Me pregunto qué título heredará nuestro hijo, ¿marqués, conde…?
—Bastardo —sentenció Penelope, justo detrás de ella.
Duncan cerró los ojos, totalmente frustrado.
Elaine se volteó para mirar a Penelope, con la burla estampada en el
rostro. La odiaba con todo su ser; por culpa de ella no solo había perdido a
Duncan, sino también su trabajo en el teatro. Ningún director deseaba
contratar a la examante que se presentó en un evento para ridiculizar a la
poderosísima duquesa.
—Mis felicitaciones, duquesa —se mofó—. Siento que mi regalo no
venga envuelto en papel de seda —dijo, llevándose las dos manos a su
abultado vientre—, ¡pero nada menos que os voy a regalar un heredero!
Duncan notaba que poco a poco aquella habitación empezaba a menguar,
le faltaba el aire.
Penelope sintió que todo su mundo se desmoronaba. Había confiado en él,
se había entregado a él sin reservas, sin miedos, sin ataduras, y lo único que
había recibido a cambio era una gran traición.
Todavía llevaba su vestido de novia y ya se sentía viuda, porque acababa
de morirse todo el amor que profesaba por St. John.
¡Por todos los santos! En su jardín se encontraba el mismísimo regente, la
mayor autoridad. Había sido su padrino, el hijo del rey la había llevado hasta
el altar, y ahora en su salón se hallaba una mujer vulgar con un único
propósito: someterla.
Si esa mujer había acudido a su casa en el día de su boda para humillarla,
lo había conseguido; ahora bien, con el corazón roto y la confianza perdida
por los secretos que aquellos dos escondían, ya no tendría que mirar por
nadie más que por ella. Por lo tanto, sabedora de que desde ese mismo
instante hasta el día de su muerte sería una persona infeliz y vacía por dentro,
se expresó:
—En todo caso, su regalo será un bastardo para St. John —declaró,
rotunda—. El único heredero noble y legítimo será el que se engendre en mi
vientre.
A Duncan le golpearon las palabras, sabiendo que esa frase iba más por él
que por Elaine; estaba amenazándole con el hecho de que tendría un hijo,
aunque no fuese suyo y, por descontado, acabaría siendo el heredero
legítimo.
—Duncan es un hombre de honor —ensalzó Elaine—. Jamás permitirá
que un hijo por el que corra su sangre se vea desprotegido y humillado —
alegó—. Te guste o no, duquesita, mi hijo es un auténtico St. John y su padre
tendrá que reconocerlo.
Penelope estaba convencida de que Duncan no intentaría ocultar a su hijo;
bastardo o no, llevaba su sangre, pero ella no pensaba ceder ni al chantaje ni a
la traición.
—Su padre es libre de actuar a su beneplácito —argumentó Penelope—.
Ahora bien —amenazó—, me encargaré de que en toda Gran Bretaña se
conozca de inmediato tanto el nombre de la madre como el del bastardo.
Veremos quién tiene arrestos de tener trato con ellos.
Elaine palideció. Pensaba que Penelope intentaría mantenerlo todo en
secreto, pero si llevaba su amenaza adelante, sería su ruina total. No podría
optar a ser mantenida siquiera por otro amante, y desde luego, no solo
ocurriría en Londres, pues el poder de Penelope llegaba, como bien había
expuesto, a toda Gran Bretaña. Ningún hombre de bien querría ser salpicado
por un escándalo, y si Penelope corría la voz de que ella chantajeaba a sus
amantes…
Miró a Duncan, si él no la secundaba tendría que emigrar a otro país…
Pero… La gran duquesa se había olvidado de algo, ahora había un duque. Por
ello, intensificó su sonrisa.
—No has tenido en consideración algo muy importante, duquesita —se
regodeó con desprecio—. St. John reconocerá a su hijo, y ahora ya no es el
segundo hijo de un marqués, sino un duque.
Penelope fusiló con la mirada a Duncan. Dio un par de pasos y avisó a su
mayordomo a través del tirador.
—Consorte —sentenció Penelope al darse la vuelta—. Te has equivocado
de víctima, Elaine —añadió con tono triunfal, aunque para nada se sentía
victoriosa—. La auténtica duquesa soy yo.
Elaine, al escuchar los pasos acelerados del mayordomo, se giró y miró a
Duncan; debía conseguir su propósito antes de salir de allí.
—Te espero esta noche en mi casa —dijo acelerada—. Siempre has sido
un hombre de honor, ahora debes cumplir como tal y darle a tu hijo lo que le
corresponde.
—August, saque a esta mujer de mi casa, y si intenta regresar, tiene
permiso para sacarla a rastras.
La mujer pasó por delante de Penelope con la cabeza bien alta.
La duquesa echó en falta a su guardia privada, pues de haber estado, esa
mujer no habría llegado a la casa.
Al cerrarse la puerta, los recién casados se miraron.
Penelope se enfureció, el hombre que tenía delante tenía la desvergüenza
de estar mirándola con enfado por haber proclamado ante su amante que él
tan solo era consorte. Pues bien, ella ya no tenía nada que perder; se había
esfumado toda su alegría, su ilusión, su amor…
—¿Algún secreto más que deba conocer? —preguntó la duquesa con
altivez—. ¿Hay más bastardos esperando a ser reconocidos por el nuevo
duque?
Si Duncan estaba alterado por la angustiosa y sorprendente revelación de
su futura paternidad, las palabras de Penelope consiguieron que él se
enfureciera más.
—No se te ocurra menospreciarme —la aconsejó—. Puede que sea el
consorte en esta relación, pero a efectos legales ya soy el duque de
Whellingtton y Kennt.
—Brillante despropósito por mi parte haberte concedido ese poder —se
quejó ella con asco—. Ni tres horas has podido mantener tus votos
matrimoniales; por ende, estás avergonzando y poniendo en peligro el buen
nombre de esos títulos.
La cólera embargó a Duncan. Esa afirmación dañaba su buen nombre y su
palabra, y eso ningún hombre de honor lo podía consentir, ni siquiera
viniendo de su esposa. Si hubiera escuchado un insulto de tal índole en boca
de otra persona, ya estaría pidiendo clemencia para no ser retado al amanecer.
—Una vez te dije que algún día acabarías pidiendo perdón —le recordó,
aludiendo al día que discutieron por acudir ella a Tattersall—. Ese día ha
llegado, discúlpate de inmediato.
La orden la recibió Penelope como una puñalada directa en el pecho.
¿Pedir perdón por haberle insultado? ¡Como si él no la hubiese humillado a
ella con sus actos!
—Te responderé lo mismo que dije aquel día: «Es posible, pero no será
hoy».
Duncan apretó los puños.
—Por si no te has dado cuenta, ahora soy tu esposo —le recordó—: Me
debes sumisión.
Si a ella le quedaba una brizna de esperanza de salvar su matrimonio,
Duncan acababa de echar por tierra cualquier ilusión. Y esta vez bien podía
comportarse como una mujer altiva, en esta ocasión sí le daría motivos para
que la tachara de soberbia. Se lo merecía.
Caminó con parsimonia hasta las puertas acristaladas y se quedó allí
observando con melancolía cómo se divertían sus invitados. No hacía ni diez
minutos que ella se sentía la mujer más feliz del mundo y ahora solo sentía
asco y rabia por haber permitido que un hombre le robara el alma.
—Vos me jurasteis respeto —comunicó sin girarse para mirarlo, dejando
una vez más de tutearlo—, que me protegeríais y me sostendríais —le
recordó, aludiendo a sus votos matrimoniales. Entonces, se giró para mirarlo
—. Y vuestra amante se presenta en mi casa anunciando que me habéis sido
infiel cuando prometisteis que yo era la única… —Dejó la frase en el aire
unos segundos—. ¡Y me pedís sumisión!
Duncan, en dos zancadas se acercó a ella y se quedó a tan solo un palmo.
—No utilices lo de Elaine para desacreditarme —amonestó, colérico—.
Vas a pedirme perdón por acusarme de ser un hombre sin honor.
St. John sabía que él también tendría que disculparse por su gran error,
uno que todavía no sabía cómo explicar, pues ni siquiera entendía cómo había
acabado en la cama de Elaine, ya que desde que se fue a Jamaica no había
consumado siquiera con meretrices, puesto que Penelope lo era todo para él.
Penelope hizo una mueca de asco antes de hablar.
—Mi destierro fue frío y solitario —habló, recordándole a Duncan sus
propias palabras—. Cada noche mi mente te buscaba. Me fue imposible tocar
a ninguna otra dama porque tú has conseguido que la búsqueda de
satisfacción en otra mujer sea insatisfactoria —dijo sin apartar la mirada de él
—. Dígame, milord, ¿acaso Elaine no es una mujer?
Duncan apretó los dientes.
—No soy muy experta —Se entristeció Penelope—, pero un hijo no lo
engendra una mujer a solas.
St. John dio dos pasos atrás, intentando buscar la forma de explicar
aquello.
Maldita fuera Elaine, maldito el alcohol que bebió, y maldito fuera él por
no encontrar la lógica a todo aquello.
—Ni siquiera sé cómo ocurrió —confesó, molesto consigo mismo—.
Durante un año no hice más que pensar en ti y alejarme de cualquier
tentación.
A Penelope le entraron ganas de llorar, ya no sabía qué creer. Los secretos
de Duncan habían roto toda la confianza que profesaba por él.
—Lo único que recuerdo es que bebí, bebí hasta perder la cordura —
declaró, avergonzado—. Cuando me desperté ella estaba a mi lado.
La duquesa tuvo que agarrarse al respaldo del sillón que tenía detrás
porque le fallaron las piernas al escuchar aquello; su felicidad se había
esfumado por una estúpida borrachera.
Duncan la observó. Le había creído y debía hacer algo para subsanar y
enmendar aquel error, porque no podía soportar que su matrimonio se
esfumase como el humo.
—No te mentí, Pen. —Se acercó a ella—. Solo he pensado en ti desde que
nos conocimos, y haré cuanto esté en mi mano por demostrártelo y subsanar
esta angustiosa situación.
Penelope le miró a los ojos.
—La única solución es que esa mujer desaparezca para siempre de
nuestras vidas —adujo la duquesa, pues para ella no había más alternativa si
quería volver a creer en él.
Él daría la vida por poder concederle esa petición. Pero lo que entrañaba
esa decisión era desentenderse también del hijo que esperaba, y él siempre
había despreciado a los nobles que se despreocupaban de sus bastardos.
Había conocido a unos cuantos hijos ilegítimos, así como las penurias y
humillaciones a las que habían sido sometidos por parte de toda la sociedad,
pues cuando un hijo no era reconocido, no solo la alta sociedad los
ridiculizaba, la baja también. Era su forma de castigar a las madres que un día
tuvieron ínfulas de creerse mejores que otras damas al alternar con caballeros
pudientes.
Inspiró con fuerza.
No sabía cómo actuar ante Penelope, pero tenía claro que intentaría
convencer a Elaine de que se marchara a otro país, quizá a América. Él
correría con los gastos y con la manutención tanto de ella como de su hijo, lo
reconocería y se ocuparía de que no le faltase una buena educación, pero eso
sí, para ello tendría que hacerlo lejos de Inglaterra.
Penelope se impacientó, necesitaba una respuesta.
—Tienes que desentenderte por completo.
Dejaba clara su postura; «por completo» lo implicaba todo, incluso el hijo
que esperaba.
—El bebé no es culpable de mis actos —aclaró Duncan—. Mi hijo no
pagará por mis pecados.
—Y el mío no cargará con la incertidumbre y la vergüenza —sentenció.
La situación era demoledora, ambos lo sabían. Cualquier decisión
afectaría a los dos. Por una parte, Duncan quería comportarse con
honorabilidad para proteger a su hijo. Pero por otra, Penelope no pensaba
permitir que su futuro hijo tuviese que vivir toda la vida con la incertidumbre
de ser relegado de su posición. Aunque Duncan fuese el consorte y su único
primogénito ante la sociedad fuese el nacido de Penelope, en caso de fallecer
ella antes que Duncan, el hijo de Elaine podría reclamar su lugar, y ella no
pensaba consentir que a un hijo engendrado en sus entrañas lo humillasen
arrebatándole lo que por derecho le pertenecía.
—No volverás a verla —ordenó.
Duncan se ofendió por la orden.
—Esa decisión no te compete a ti decidirla.
—Me compete desde el instante en que soy la única aquí que mira por el
futuro de nuestro hijo —dijo, impertérrita—. Ahora eres el duque de
Whellingtton y Kennt, actúa como tal.
Duncan le dedicó su mirada más gélida y eso molestó a Penelope porque
parecía que él no se diese cuenta de lo que implicaba poseer dos ducados.
—¿Qué pensabas, que el título solo traía riqueza?
Él no comprendió sus palabras, pensó que se estaba mofando de él, como
si no fuese capaz de estar a la altura. Y nada más lejos de la realidad. Ella
intentaba hacerle entender que no era sencillo poseer tales cargos, pues antes
que por ella o él mismo, tenía que mirar y actuar por el bien del ducado, y eso
implicaba tomar decisiones dolorosas.
Encolerizado, se expresó:
—Esta noche visitaré a Elaine —aseguró—. Duque o no, voy a ser padre
de un hijo que tengo intención de reconocer.
A ella se le ampliaron las fosas nasales.
—No te atreverás —advirtió—, porque de hacerlo, recibirás de tu propia
medicina.
La amenaza fue taxativa. Penelope no quería llegar tan lejos, pero si él se
atrevía a humillarla, ella estaba dispuesta a hacer lo mismo, y conociendo a
St. John y su orgullo, su relación acabaría dañada para siempre.
Él la miró con desdén. ¿Qué insinuaba?, ¿que iba a tener una aventura
para engendrar un hijo con otro hombre?
—¿Sabes, Pen? No voy a esperar ni a que llegue la noche —anunció, muy
enfadado—. Partiré de inmediato.
El dolor que sintió ella en su interior fue tan grande que incluso llegó a
pensar que se estaba muriendo. Al ver que Duncan se dirigía hacia la puerta,
reaccionó. Se lo había advertido. «Humillación con humillación se paga»,
pensó.
—Esperad —mandó. Esta vez volvió a tratarlo con austeridad, y además,
convencida de que así sería para siempre; nunca volvería a haber trato cordial
entre ellos.
Duncan se paró y se dio la vuelta.
Penelope caminó hasta el escritorio, cogió la llave que había en un cofre y
abrió un cajón que tenía doble fondo. De allí extrajo un saquito lleno de
monedas. Lo cerró de nuevo y se acercó a Duncan.
—Tomad. —Extendió el brazo y dejó caer el saco en la mano de Duncan
—. No soy una experta, pero tengo entendido que a los amantes se les paga
—comentó con voz firme—. Recibid esta compensación por la noche que
pasamos juntos —añadió—. Os pago como amante, ya que os he perdido
como marido.
Y salió de la habitación rauda.
Duncan lanzó el saco con todas sus fuerzas, esparciendo las monedas por
la estancia, ya que con la virulencia se había roto la tela.
¡Lo había tratado como a una vulgar fulana! ¡A él!
Con la rabia en su interior, salió dando un portazo y se dirigió hacia los
establos; ahora sí iba a reconocer a su hijo.
Capítulo XXXIII
Los actos llevados por la rabia se pagan
La duquesa se tuvo que esconder de sus invitados; era mejor hacerles creer
que su esposo había querido consumar su matrimonio, que admitir que este
ya estaba roto.
Las lágrimas se le agolpaban, no podía dejar de llorar.
«Ojalá pudiese parar el tiempo o regresar al pasado.», pensaba.
De poder hacerlo, mandaría una misiva a Duncan para advertirle de que
dejara de beber.
Se sobresaltó al llegar a esa conclusión.
¿Cómo podía elegir justo ese momento? ¿Por qué no había elegido el día
que le mandó la carta a St. John? ¿Por qué no decidía regresar a la tarde en
que él le pidió su mano para poder negarse? Porque ella le seguía amando a
pesar de todo.
Se enfureció consigo misma.
Se levantó de la cama y se acercó a su tocador.
Su reflejo no mostraba a una novia. Esa mujer con los ojos rojizos por el
llanto no era la imagen de una esposa feliz. Era la de una dama que acababa
de convertirse en una muerta viviente, pues ¿qué sentido tenía la vida para
ella ahora que ya no tenía motivación para seguir viviendo?
Se limpió las lágrimas y se hizo una promesa: no volvería a caer rendida
ante Duncan.
***
St. John entró en la casa de Elaine y la encontró en el salón, en bata, y se
sorprendió. ¿Dónde estaba la barriga abultada que había mostrado en su casa?
La risa de Elaine lo desconcertó.
—No estás embarazada —afirmó.
—Querido, de haber sabido que un hijo mío iba a ser tan importante para
ti, me hubiese quedado embarazada el primer día que nos conocimos.
El nuevo duque estalló:
—¡¿Qué clase de mente enfermiza finge un embarazo para destrozarme la
vida?!
Elaine se volvió a reír.
—No, querido, esto no es por ti —reconoció—. Tú nunca has sido el
objetivo. El conde de Oxford y yo teníamos el mismo enemigo y tú eras el
único que podías llevarnos hasta él.
—Penelope —siseó él con desgarro.
—Fíjate, una duquesa derrotada por una simple actriz —se vanaglorió—.
No estaba convencida del plan, pero aquí estás, mientras que tu esposa está
sola en su gran casa, con la reputación echada a perder.
Duncan cerró los ojos. Si lo hubiese pensado mejor, si hubiese tenido la
paciencia de sopesar los pros y los contras… Pero la rabia lo había guiado y
ahora… ahora… ¡Dios!
***
La sala de mañanas de Golden House estaba preparada para el desayuno.
En la casa solo quedaban los invitados más allegados y el príncipe regente.
Duncan entró con el cabello alborotado y la ropa polvorienta. Se cruzó con
su hermano, que bajaba a desayunar.
—¿De dónde vienes?
Cuando Duncan alzó la cabeza, Connor levantó las cejas; aquella imagen
no era la de un hombre recién casado.
—Vayamos a un lugar privado —ordenó Connor.
Duncan le hizo una seña con la cabeza para que lo siguiera. Caminaron
con decisión hasta que llegaron al despacho de Penelope, el lugar que había
sido testigo de su ruptura.
—¿Qué has hecho, Duncan? —preguntó nada más entrar, pues conocía
muy bien a su hermano.
El nuevo duque narró a su hermano toda la historia.
Connor se llevó las manos a la cabeza.
—¡¿En qué pensabas?!
—No pensé, ese es el problema.
Connor caminó de un lado a otro, hasta que se detuvo en mitad de la
habitación.
—Ya lo puedes jurar —lo amonestó—. ¿Tienes idea de lo que has hecho?
¡Por los mismísimos demonios, Duncan! Tienes que ubicarte, ahora ya no
eres Duncan St. John, ¡eres el duque de Whellingtton y Kennt! —lo
recriminó de nuevo—. Acepta tu cargo de una vez por todas.
Duncan se sentó, totalmente derrotado. Connor tenía razón, estaba
desubicado, no sabía cómo actuar.
—Me ofusqué —reconoció Duncan—. Quise castigar a Penelope por su
actitud y despotismo conmigo.
El mayor de los St. John estaba tan enfadado que le resultaba imposible
guardarse en su interior lo que pensaba, necesitaba sacar al exterior todo
cuanto merecía escuchar Duncan con la intención de abrirle los ojos, porque
si él no lo conseguía, el destino de su hermano estaría destinado al fracaso.
—¿Su despotismo? —gritó, incrédulo—. El único que actuó como un
auténtico déspota fuiste tú —lo amonestó con rabia—. Penelope lo que hizo
fue salvaguardar su legado. Tu mujer se ha enfrentado a todos desde el
mismo día en que su padre murió —le recordó, por si se le había olvidado—.
No ha dejado de batallar contra todos ni un solo día —aseguró con cierto
orgullo—. Y ha ido venciendo con paso firme a cada uno de sus enemigos —
afirmó, complacido por lo que la duquesa había conseguido.
Duncan se mordió los labios, frustrado por la reprimenda que Connor le
estaba dando.
—Ha demostrado que es capaz de pelear como una auténtica fiera para
proteger a todo aquel que está bajo su amparo, cuando podía haberlos dejado
a su suerte —declaró, aludiendo a quienes en un principio le dieron la espalda
—. Pero no lo hizo, ¿y sabes por qué?
Duncan negó con la cabeza.
—Porque Penelope tuvo los arrestos de tragarse su orgullo —se respondió,
con admiración hacia su cuñada—. Lo hizo porque esa era su obligación,
mantener su legado tan intacto como se lo dejaron —sentenció clavando su
mirada más gélida en su hermano—. Así se comporta un duque, Duncan; deja
a un lado su rencor, su rabia, su venganza y su ego, para mantener sus títulos
bajo la categoría social y honorabilidad que se merecen.
Duncan tragó saliva. Connor, una vez más tenía razón; Penelope podría
haber dejado a sus jornaleros desamparados después de que ellos le diesen la
espalda, pero se tragó su orgullo para protegerlos.
—No me puedo creer que después de todo lo que tu mujer ha tenido que
batallar, tú, precisamente tú la hayas ultrajado —dijo con desprecio—. Has
puesto en peligro la intachable reputación y categoría social de dos de los
ducados más respetados desde hace siglos. Y todo por tu fuerte
temperamento, uno que eres incapaz de controlar y que te convierte en un
hombre irracional.
—Yo… —intentó justificarse, pero Connor le interrumpió.
—¡Tú has convertido a tu esposa en la duquesa ultrajada!
La verdad dolía.
Duncan se frotó la cara desesperado.
—¿Y ahora qué puedo hacer?
Connor no tenía una respuesta para esa pregunta, pero tres ancianas
irrumpieron en el despacho para darle la solución que necesitaba.
—Te llevarás a tu mujer lejos de Inglaterra —dijo lady Philomena—. Y
actuaréis como una pareja de recién casados, que es lo que sois.
Duncan se puso en pie y Connor se giró para mirarlas, sorprendido por la
intromisión.
—¿Quién te vio? —preguntó lady Violet directamente a Duncan.
—No lo sé —reconoció, honesto—. Intenté ocultarme lo mejor que pude,
pero no puedo garantizar que nadie me viese.
Lady Hermione negó con la cabeza en señal de disgusto.
—Sube al dormitorio de tu mujer y empieza a arreglar este desaguisado
con celeridad, y sobre todo, con exactitud.
Duncan comprendió lo que su tía Philo le estaba ordenando, y más valía
que pudiese enmendar su error, o su vida estaría abocada al fracaso.
Connor releyó la noticia tres veces porque no podía creerse lo que estaba
leyendo.
¿Quién escribía ese panfleto?
Se quedó pensativo. Al cabo de un rato reaccionó. Daba lo mismo, lo
único que importaba era que aquel folleto acababa de hundir por completo al
conde de Oxford. No habían nombrado al cobarde, pero era de todos
conocida la historia y sabían que Penelope se había enemistado con él; por
ende, todos sabían quién era el aludido.
Sonrió porque él le había prometido a su hermano pequeño que acabaría
con Oxford; demasiado permisivo y benevolente había sido con él. Era
conocedor de que le habían dado la espalda muchos nobles desde su tropiezo
con su cuñada, pero ese panfleto acababa de conseguir que todo el reino se
despegara y desentendiera de la amistad o trato que pudiesen tener con el
condado de Oxford, y él acababa de decidir darle la estocada final. Se
levantó, dejó el folleto encima de la mesa que tenía delante, se estiró el
chaleco y se irguió.
Salió de la sala y se dirigió con paso firme hacia la puerta principal de la
casa.
—Connor, querido —llamó su atención tía Philomena.
El conde de Stanton acudió a su llamada.
—Señoras —saludó a las tres ancianas que estaban sentadas con tres tazas
de té en las manos.
—¿Vas a salir? —se interesó lady Violet.
—Esa es mi intención —respondió, amable.
—¿Te diriges a algún lugar en concreto? —indagó lady Philomena.
—Sí.
Su respuesta escueta hizo sonreír a las tres damas. Connor entrecerró los
ojos.
—Perfecto, querido —anunció su tía Philomena—. Que no te tiemble el
pulso para defender el honor de un St. John.
Connor parpadeó. No sabía cómo pero siempre, después de tantos años,
acababan sorprendiéndolo. Era como si le leyesen la mente.
Las mujeres continuaron como si él ya no estuviese allí.
El conde se dio la vuelta y se dirigió a los establos. Una vez allí sonrió;
fuera como fuese que esas tres hechiceras se hubiesen enterado de sus planes,
daba lo mismo, lo acuciante era que le había gustado tener el beneplácito de
las tres para acabar con el hombre que había intentado destrozar a su
hermano, ergo a él también.
Capítulo XXXV
Si un duque su matrimonio quiere salvar, tendrá que aprender a actuar
como tal
Media hora tardaron en llegar hasta la hacienda del barón Bonifait. En esta
ocasión, Duncan prescindió de los lacayos; él mismo se encargó de conducir
el gig[8].
Durante el trayecto, la conversación entre ellos fue fluida y divertida. Y
por ello, embriagado por la buena armonía que reinaba entre los dos, Duncan
aprovechó para prestar ayuda a su esposa al bajarla del carruaje, tomarla por
la cintura y pegarla a él, aparentando despreocupación como si fuese un
simple roce casual. Pero no lo era y ambos lo sabían.
Antes de escuchar una sola queja por parte de Penelope, rozó sus labios
con los de ella, en una suavísima caricia.
—Duncan —musitó—, podría vernos alguien.
El duque se encogió de hombros, restando importancia.
El barón los recibió en la misma entrada.
—Mi querido amigo —saludó en voz alta—. ¡Por fin sentaste la cabeza!
—bromeó, aludiendo a su desposorio con Penelope—. Excelencia, es un
honor para mí recibirla en mi humilde hacienda.
Penelope agradeció la cortesía con un ligero asentimiento de cabeza.
—Por favor, permitidme que le presente al almirante Candem.
—No son necesarias las presentaciones, lord Bonifait —interrumpió
Penelope—. El almirante Candem, además de gozar de una elevada
reputación —alabó Penelope, puesto que el hombre era conocido en toda
Inglaterra por su heroicidad en la guerra—, también es un viejo amigo.
Lo eran porque el actual almirante, antes de ingresar en la marina había
pertenecido a la guardia privada del duque durante ocho años.
El almirante, un hombre de cuarenta años, con su elegante traje de la
Royal Navy,[9] besó la mano enguantada de la duquesa.
—Es un placer para mí estar siempre a su servicio —pronunció con deje
seductor, algo que molestó a Duncan, más cuando su esposa le regaló una
sonrisa deslumbrante.
—¿Qué os trae por esta colonia? —preguntó el duque para que el
almirante dejase de mirar a su mujer.
El hombre fijó su mirada en Duncan.
—Mantener el orden en la isla y encarcelar a los exaltados en su intento de
sublevación.
Duncan se sorprendió; no había tenido noticias de un motín.
—¿Sublevación? —preguntó de nuevo.
—Intento, más bien —alegó el almirante—. Llegamos a tiempo de que el
motín no llegase tan lejos.
—Meritorio su trabajo —admiró Penelope.
—Es mi deber, Excelencia, para con mi reino.
—Por favor, pasemos al comedor —anunció el barón.
Como era de esperar, a Penelope le tocó entrar del brazo del barón, ya que
ella era la invitada más loable. De haber estado la baronesa, su esposo habría
tenido que acompañarla.
Al entrar en el comedor, Penelope se extrañó; la mesa estaba preparada
para diez comensales y ellos solo eran cuatro.
El barón, como anfitrión, ocupó su puesto. Justo a su vera se sentaría
Penelope, y al lado de ella, el almirante. Sin embargo, a Duncan el
mayordomo de la casa le ofreció el asiento que estaba justo al otro extremo,
por lo que Penelope pensó que la baronesa sí acudiría a la cena; de ser así,
había mostrado una falta de modales al no recibirlos.
Penelope se sobresaltó cuando en la sala entraron seis esclavos, cinco
hombres y una mujer, con risas escandalosas.
Parpadeó al comprobar que el barón no los amonestaba por tal actitud,
sino que, al contrario, sonrió.
Lo que menos esperaba era que se sentaran en la mesa, ¡descalzos! Y
mucho menos que la mujer rechoncha, vestida con una túnica blanca y con la
cabeza cubierta por un pareo del mismo color, ocupara el puesto de la
baronesa, justo al lado de su esposo.
—Sentaos —ordenó la mujer, tomando asiento la primera.
Penelope se quedó tan petrificada que apenas reaccionó.
Duncan, que ya se había sentado tras la orden, miró a su esposa y tragó
saliva comprendiendo de inmediato que lo había vuelto a hacer; había vuelto
a cometer el error de no avisar a Penelope sobre la vida excéntrica de su
anfitrión.
Él estaba acostumbrado; como bien había puesto al corriente a Penelope,
en la colonia las normas no eran las mismas, la vida allí era muy distinta a la
que estaban acostumbrados. Pero ahora, al ver a su mujer allí, de pie e
inmóvil, se preocupó. Que el barón fuese díscolo era algo que a él no le
importaba, pero lo que no esperaba era que Bonifait hubiese decidido esa
noche saltarse cualquier norma protocolaria, consciente de que iba a tener en
su mesa a Penelope, nada menos que con la meretriz más conocida de la isla,
una esclava que había conseguido su libertad hacía muy poco y había
montado la mayor casa de dudosa reputación de Jamaica.
El almirante, que, al igual que Penelope, también se había mostrado reacio
ante la aparición de la mujer que presidía la mesa, tuvo la galantería de retirar
un poco el asiento de la duquesa para que esta reaccionara y tomase asiento,
en vista de que el duque no se molestaba en amonestar al anfitrión por el
poco decoro que estaba mostrando ante la duquesa.
Lo que le faltaba a Duncan. Encima de que él había cometido el error de
llevar a su esposa a la casa del barón, ahora el almirante heroico tan admirado
por su mujer también conseguía que Penelope se sintiera apoyada y
resguardada por él.
¿Qué debía hacer? Sacar a Penelope de aquella casa sería lo más
apropiado, pero hasta la fecha había mantenido una buena amistad con el
barón y hacerle ese desaire acabaría con tan estrecho trato.
Menos mal que no reinaba el silencio, ya que los invitados del barón eran
bastante escandalosos, porque de lo contrario, la situación habría sido más
complicada en ese momento.
—¿La pelirroja es tu esposa? —preguntó la mujer, con voz elevada, a
Duncan, sin ningún miramiento ni educación por su parte. Aunque no le dejó
responder—. Eres un hombre valiente al casarte con ella, tengo entendido que
se considera a los pelirrojos… malditos.
Las carcajadas de los cinco esclavos que estaban sentados en la mesa
retumbaron por toda la estancia.
—¿Existe mayor condenación que nacer con ese color de pelo?
El insulto quedó en el aire. Incluso el barón, que hasta la fecha había
consentido a Komona todos sus caprichos y faltas de respeto, se molestó.
Tembló al pensar en la insensatez que había cometido al invitar a la duquesa.
—Nacer con el color de su piel —replicó Penelope, consiguiendo que las
risas de los cinco esclavos cesasen en el acto.
Ahí estaba el silencio temido por Duncan.
Komona la miró intensamente y, para sorpresa de todos, se carcajeó.
—Tu esposa tiene un gran sentido del humor.
«Yo no lo aseguraría», se dijo para sí misma Penelope, porque no le
encontraba la gracia a nada. Además, ese trato tan cercano que mostraba con
su esposo era ante todo inconcebible. Y para mal de males, esa mujer había
destrozado por completo el día tan maravilloso del que había gozado. Claro
que Duncan también por consentirlo.
Clavó su mirada en él.
El duque cerró los ojos; no quería ver esa mirada, la que mostraba una vez
más… desilusión.
—Barón…
Duncan tembló y se frotó la nuca. Conocía muy bien ese tono de voz de su
mujer, un tono sereno, frío y sentenciador, con el que advertía de que ella era
la duquesa, la mujer que no se saltaba las normas, y la que pensaba dejar
clara su postura en esa casa. Y fuera la que fuese, estaba convencido de que
Penelope acababa de sentenciarlos tanto al barón como a él. Y la verdad, en
esa ocasión no podía negar que ella llevaba razón.
—Puede que hasta la fecha no nos conociésemos —habló Penelope muy
seria—, pero sí tuve la oportunidad de conocer a su esposa en Londres —
informó—. La mujer que debería estar ocupando el puesto que merece en esta
mesa.
El barón miró a Duncan suplicando que le ayudase, que interrumpiera.
Penelope, que no tenía intención de ceder ni ante el barón ni ante nadie,
continuó:
—¿Puede explicarme por qué me ha invitado a su mesa para insultarme?
—¡Ohh…! —se mofó Komona—. ¿Te has sentido insultada por el
comentario de tu pelo?
Penelope, cual digna dama de alta alcurnia, giró la cabeza con lentitud,
dejando el resto de su cuerpo bien recto y estirado.
—La ofensa es que estemos sentadas en la misma mesa —declaró,
mostrando la gran educación que había recibido.
Duncan se puso en pie, era hora de sacar a su mujer de esa casa; se
maldijo por no haber tomado esa decisión en cuanto Komona entró por la
puerta.
—Excelencia —medió el barón—. Sé que no es habitual, pero por estos
lares las normas no son las mismas.
—Las normas son las normas, lord Bonifait —replicó Penelope—. Su
deber es dar ejemplo —le recriminó—. Más, cuando su hacienda está ubicada
sobre suelo británico, por ende, bajo el amparo de la corona —declaró,
taxativa.
—Penelope —siseó Duncan a su espalda, pues se había desplazado con
sigilo hasta ella para retirarle la silla.
La duquesa levantó el brazo sin girarse para mirarlo; no se levantaría hasta
terminar todo lo que tenía que decir.
—Nuestro rey le concedió un título nobiliario —informó por si se había
olvidado—, ergo está obligado a respetar las normas y decoro que se exige a
un hombre con su cargo.
El almirante se enorgulleció de la duquesa, él pensaba lo mismo. Además,
la presencia de los esclavos en la mesa no solo había ofendido a Penelope
sino también a él y a todo lo que representaba, pues si estaba en la colonia era
para mantener el orden y la jerarquía, ya que los exaltados de la semana
pasada, con su intento de revolución habían pretendido hacer una revuelta
para independizarse de la corona británica.
No comprendía cómo el duque había permitido que Penelope llegase a
sentarse; su obligación era sacar a la duquesa de allí para que no se viese
ultrajada, y en vez de eso, Duncan lo había permitido. ¿En qué pensaba ese
hombre? ¿Acaso era tan excéntrico como el barón? Se apenó por Penelope; él
había jurado lealtad a su padre, un gran duque respetado, y ahora, el nuevo
duque estaba poniendo en peligro aquella buena reputación, por lo que al
verla en esa tesitura se molestó.
Los esclavos miraron a Komona; para ellos ella era la única autoridad, la
mujer a la que seguían a pies puntillas y a la que obedecían. Poco les
importaba que el barón fuese el amo del lugar; Komona se había establecido
en aquella hacienda como la dueña, la mujer que pernoctaba con el barón y la
que lideraba, a escondidas, a todos los revolucionarios que estaban cansados
de permanecer bajo el yugo inglés.
—No soy la única a la que ha ofendido, lord Bonifait —adujo Penelope
con aplomo—. Ha insultado el buen trabajo del almirante Candem y a la
Royal Navy; hombres que protegen nuestro imperio con su vida, mientras
usted se ríe con su insolencia de nosotros.
Penelope se puso en pie y Duncan arrastró la silla.
El almirante y el barón también se levantaron, gesto que no imitaron el
resto de comensales.
—Os pido disculpas, Excelencia —se disculpó, muy avergonzado, el
barón—. No era mi intención.
—Anthony —llamó Komona—. Esta es tu casa, no tienes que disculparte
por nada.
El barón le dedicó una mirada gélida.
Komona sonrió y continuó; ella también tenía algo que decir.
—Los ingleses os creéis superiores —criticó—. Podréis poner vuestras
banderas, pero no importa la bandera que ondee porque estas tierras no os
pertenecen.
—¡Komona! —le increpó el barón; aquello había sido un insulto al
imperio británico.
—Poco respeto mostráis al hombre inglés que os liberó —dijo el almirante
aludiendo al barón, que pagó por ello—. Dinero británico para que una mujer
africana obtuviese su libertad —constató, para que recordase de dónde venía
ella. Ni siquiera había nacido en la colonia como para que se diese tantos
aires a la hora de reclamar una tierra que tampoco a ella le pertenecía.
—Almirante, os pido disculpas —se pronunció el barón.
—Qué cobarde eres, Anthony —se mofó Komona—. Tú eres el dueño de
esta casa, no eres tú quien debe pedir perdón sino ellos —Señaló con la
cabeza a sus invitados—, por venir aquí con aires de superioridad. ¿Quién se
cree que es esa mujer endiablada para insultarte en tu propia casa?, ¿quién se
cree que es ese hombre para insultarme a mí en mi casa?
—¡Komona, cállate! —se enfureció el barón.
La mujer se levantó de su asiento y puso las manos en jarras a la altura de
sus redondeadas caderas.
—No lo haré antes de decirle a la duquesa que, le guste o no, se ha sentado
a la mesa con una mujer que en su día fue una esclava —anunció con
sarcasmo—. Igual que el gran almirante, que ha tenido que acompañar a
hombres que un día serán libres y dueños de estas tierras. Porque nosotros —
Abarcó con la mano a sus fieles seguidores y a ella misma—, no le debemos
respeto ni sumisión a la corona británica. Para nosotros la jerarquía nobiliaria
no existe, porque algún día todos seremos libres e iguales —vaticinó—. Y no
podrán obligarnos a regirnos por sus normas; menos, cuando eso obliga a
guardar lealtad y respeto a un rey —dijo con soberbia—, y menos aún, a uno
que está loco.
La ofensa al monarca fue la culminación de la velada. Y no solo por eso,
sino por el desprecio que había mostrado hacia todo lo que Penelope
representaba.
La duquesa aguardó con impaciencia a que Duncan cumpliera con su
deber. Había un miembro de la Royal Navy en la misma habitación como
testigo de la afrenta a su monarca y su esposo tenía que actuar de inmediato
antes de avergonzar a los ducados que representaba.
Cansada de esperar y desilusionada hasta lo más profundo de su ser por la
poca autoridad que mostraba Duncan, se pronunció:
—Almirante Candem…
Duncan volvió a sentir un escalofrío; sabía perfectamente lo que iba a
reclamar su mujer, y aunque era bien cierto que Komona se había
extralimitado, la conocía desde hacía muchos años y sabía que, a pesar de la
brusquedad y despotismo con el que se había pronunciado, sus palabras
habían salido de la rabia y rencor que profesaba en su interior por la vida de
penurias con la que había crecido.
—Penelope, el barón ya se ha disculpado por los dos —terció por Komona
—. Es hora de retirarnos.
Si a la duquesa le hubiesen pinchado en ese mismo instante, no le hubiese
salido ni gota de sangre tras la intromisión de Duncan. ¿Después de lo que
esa mujer había proclamado él iba a protegerla? ¿Con qué clase de hombre se
había casado? ¿Es que Duncan no pensaba actuar como un duque nunca?
El almirante apretó los puños; le hubiese encantado partirle la cara al
duque por mediar por una mujer que acababa de despreciar a su reino. Qué
vergüenza para los ducados de Whellingtton y Kennt si eso trascendiese.
Por el cariño que profesaba hacia Penelope y el respeto al fallecido duque,
de su boca no saldría una palabra.
—Esta casa pertenece al barón Bonifait —continuó Penelope, haciendo
caso omiso a Duncan—, ergo está ligada a la corona.
—Penelope —la advirtió Duncan.
Ella volvió a ignorarlo.
—El ultraje a nuestro monarca es un delito penado por sublevación —
sentenció.
El barón se cubrió la cara con las dos manos.
El almirante asintió con la cabeza; él había pensado igual que la duquesa.
De hecho, si ella no le hubiese interrumpido, ya habría arrestado a Komona; y
si no lo había hecho aún, era porque estaba esperando con paciencia a que el
duque, la máxima autoridad allí, diera la orden primero.
Por primera vez desde que Komona había hecho acto de presencia, su
gesto dejó de ser altivo y condescendiente, y se inquietó. Llevaba años
hablando a sus anchas, ya que ser la prostituta más afamada le había
concedido cierto poder, pues los hombres tenían tendencia a hablar más de la
cuenta en su cama. Eso le otorgaba ser conocedora de los secretos de los
caballeros más influyentes, confidencias que podía utilizar en caso de
necesitarlas. Pero el almirante y Penelope eran harina de otro costal, a ellos
no podía chantajearlos, y eso la preocupó.
Cuando el almirante dio varios pasos para detener a Komona, los cinco
esclavos se abalanzaron sobre él.
Duncan tuvo que intervenir junto al barón.
Forcejearon durante un par de minutos, mientras Penelope, con el corazón
agitado y algo aturdida, contemplaba la escena.
Salió corriendo en busca de ayuda; en la parte trasera de la hacienda
aguardaban cuatro marinos al almirante.
Los soldados entraron como huracanes y consiguieron parar la reyerta.
—¡Tranquilicémonos! —apaciguó Duncan, con la voz elevada y
entrecortada por el esfuerzo que había realizado al separar a uno de los
esclavos cuando intentaba golpear al almirante.
El silencio reinó por un instante, uno muy breve.
—No se llevarán a Komona —amenazó uno de los esclavos.
Penelope se retorció las manos; estaba muy angustiada y, ante todo,
ofendida por la inaptitud del barón, permitiendo que esos esclavos camparan
a sus anchas en su propia casa, sin mostrar respeto ni obediencia, mientras
tenía a lacayos británicos sirviéndoles, como si eso no fuese un insulto a sus
compatriotas.
—Si Komona se disculpa por sus acusaciones —intervino Duncan—,
olvidaremos este altercado.
Penelope sintió que su boca se convertía en un óvalo, totalmente
desconcertada ante lo que acababa de escuchar.
¿De verdad Duncan había sido capaz de decir aquello delante de los cuatro
soldados y el almirante?
Candem miró a Penelope y se enfureció con Duncan al ver reflejada la
vergüenza, a la par de la desilusión, en su pecoso rostro.
—Me temo, Excelencia, que eso no será posible —habló el almirante, y se
acercó hasta él para hablarle en voz baja para que solo Duncan le escuchase
—. A diferencia de usted, yo voy a cumplir con mi deber.
Duncan se ofendió.
El almirante, al percibirlo, continuó:
—No se le ocurra replicarme ni defender a Komona delante de mis
hombres —advirtió, con deje amenazador—. Los mismos que velan para que
usted mantenga unos ducados que, por desgracia, no merece.
Las palabras eran hirientes pero meritorias.
El barón intentó apaciguar los ánimos.
—Señores, señores, por favor —pronunció tembloroso—. Acepten mis
disculpas, además de las de Komona, que se retractará de sus palabras.
El almirante no estaba dispuesto a ceder.
—Lo lamento, barón, pero Komona será llevada ante el magistrado.
—Por favor, almirante, esta mujer iba ebria —intentó mediar para salvar
tanto a Komona como a sí mismo, ya que de no hacerlo correría la voz de que
mantenía en su propia casa a una notoria fulana de la colonia, además de la
permisividad que les había otorgado a los esclavos más allegados a ella, y de
muchos privilegios que ningún noble debería permitir—. ¿No es cierto,
Excelencia?
Penelope no estaba segura de poder soportar en pie si la respuesta de
Duncan no era la apropiada, ¿se podía morir en el acto por vergüenza y
deshonor?
Duncan, que en ese momento estaba alterado por las acusaciones de
Candem, en lugar de sopesar lo que debía contestar, se limitó a responder con
un único fin: demostrarle al almirante que su palabra tenía más poder que la
de él.
—Cierto, esta mujer no era consciente de sus palabras —afirmó,
defendiendo a Komona.
La confirmación del duque apoyaba la mentira del barón, obligando al
almirante a cesar en su empeño de detenerla, pues no dejaba en buen nombre
a los soldados de su majestad arrestar a una mujer que por embriaguez había
hablado más de la cuenta.
Penelope notó cómo sus piernas cedían y tuvo que aferrarse al respaldo de
la silla que tenía delante para mantenerse en pie.
Si esa tarde había albergado esperanzas en su matrimonio, Duncan
acababa de dilapidarlas por completo.
Con desgana y hastiado, el almirante hizo una seña con la cabeza a sus
hombres para que se retirasen.
La duquesa se acercó hasta él y puso una mano en su hombro para llamar
su atención.
El hombre se giró.
Penelope no supo de dónde sacó las fuerzas necesarias para pronunciar las
palabras y aguantar las lágrimas.
—Me siento avergonzada —reconoció en voz alta—. No existen disculpas
suficientes, almirante. —Le tembló la voz.
Duncan se quedó petrificado, ¿su esposa estaba pidiendo perdón?
El almirante se enorgulleció de Penelope todavía más, ella sí sabía
comportarse como se esperaba de una duquesa. Se estaba rebajando a pedir
perdón por los malos actos de su esposo, ahí demostraba su grandeza.
—No os disculpéis, Excelencia —rehusó el almirante con gratitud—. No
es necesario.
—Sí lo es, almirante —aseguró ella, con un nudo en la garganta—. Debo
pedir disculpas en nombre de los ducados de Whellingtton y Kennt.
Ahí quedó la demostración de cómo debía actuar alguien de su rango, la
misma que abofeteó a Duncan en su ego, y la que dejaba constancia de que
Penelope esta vez no le perdonaría su comportamiento.
Capítulo XXXVIII
Por muy buena voluntad que se tenga para salvar un matrimonio, no es
suficiente si uno de los dos no se sabe comportar
Penelope estaba sentada en uno de los sofás del corredor exterior leyendo
un libro, cuando las voces procedentes del interior de la casa la perturbaron y
escuchó atenta.
Cerró los ojos clamando paciencia, una que últimamente le faltaba. Y es
que en aquella hacienda los esclavos se creían superiores a August.
Dejó el libro a un lado y se levantó.
Caminó con decisión y se quedó parada a escasos dos metros de la puerta,
al ver llegar una carreta que se apostaba en la misma entrada.
Al mirar con atención a las dos pasajeras, apretó los puños. Una era
Komona; la otra, una mujer rubia de mediana edad. Entonces tomó la
decisión de llegar hasta la entrada antes de que a esas mujeres se les ocurriese
poner un pie en su casa.
—Buenos días, Excelencia —saludó la mujer rubia—. Permítame
presentarme, soy la señora Perkins, la mujer del vicario.
Penelope no respondió porque en ese instante la puerta se abrió y Janine
salió corriendo, hasta que llegó a Komona y la abrazó.
La señora Perkins llamó la atención de Penelope.
—Discúlpeme, pero me he tomado la libertad de invitar a Komona en mi
visita, para solucionar…
Penelope tenía un límite ante tanta ofensa; ya había soportado la de ciertos
nobles, la de la gente que tenía bajo su amparo y la de su propio esposo. No
iba a permitir una más.
—Mal hecho por su parte —le recriminó—, tomarse tantas libertades.
La mujer ensanchó la sonrisa intentando empatizar con ella.
—Penelope —la tuteó—. Debes comprender que en la isla las cosas son
diferentes.
Estaba cansada de escuchar esa frase, y eso hizo que pagase con la mujer
que tenía delante el enfado que guardaba desde hacía días.
—Tamaña temeridad por su parte tutearme sin haberle dado permiso para
hacerlo —puntualizó—. Y mayor todavía que se crea con derecho a darme
lecciones en mi propia casa.
A la mujer se le fue desdibujando la sonrisa.
—Puede darse la vuelta y marcharse por donde ha venido porque en esta
casa no pondrán un pie ni usted ni ella.
August salió en ese mismo instante, quedándose a unos pasos de su
señora.
—Excelencia —habló la señora Perkins con la educación exigida—.
Komona me ha explicado lo sucedido y venimos con la intención de
enmendar…
Penelope la volvió a interrumpir.
—Señora Perkins —pronunció, con ese deje que provocaba escalofríos en
Duncan—, si las cosas son diferentes por estos lares es por culpa de la
permisividad de gente como usted —alegó sin pestañear—. Pero yo no estoy
dispuesta a permitir el mínimo cambio social.
—Yo… yo… —titubeó la mujer del vicario.
—Y espero que se encuentre a gusto en la colonia, porque si tuviese
intención de regresar a nuestra querida Inglaterra, tendría que dar muchas
explicaciones cuando regresase —advirtió con la serenidad que la
caracterizaba—. La gente querrá comprender —recalcó la palabra por haberse
atrevido a decirle a ella lo mismo—, por qué la esposa de un vicario se codea
con mujeres de dudosa reputación y, además, se toma la libertad de querer
meterla en la respetable casa de una duquesa.
August se sorprendió, ¿esa mujer pretendía tal proeza?
La señora Perkins tragó con dificultad, en Londres esa historia se
convertiría en su ruina social.
—No pretendía ofenderla —se disculpó, sudando.
—No ha hecho otra cosa desde que ha aparecido en mi puerta —la acusó
Penelope—. Ahora márchese y llévese a su compañera; que esté respirando el
mismo aire que yo inspiro es ofensivo.
La mujer asintió con la cabeza y se alejó rauda.
Penelope permaneció estoica, sin inmutarse. Era increíble que por dar
cobijo a Mildred un galeno hubiese intentado chantajearla, y ahora la mujer
de un vicario se permitiese el lujo de meter en su casa a una fulana, como si
eso no perjudicara su reputación.
El carruaje se alejó y Janine se plantó delante de Penelope con la rabia
plasmada en su mirada.
—¿Pretendía encerrar a mi madre? —preguntó, recriminándola.
Penelope levantó las cejas.
La joven la miró con desprecio y se llevó las manos a su abultado vientre.
—Será la dueña de Obeah, pero mi hijo será el primogénito de Duncan —
escupió la frase con desdén y triunfo—. ¿Qué le parece a la gran duquesa? El
hijo de un duque y una esclava.
Y sin dejarle replicar a Penelope, entró en la casa dando un portazo.
Penny no pensó en replicar porque se había quedado paralizada.
August se estremeció, ¿qué podía hacer o decir?
—Excelencia —musitó a su espalda.
Penelope, sin cambiar de posición, ordenó:
—Que preparen mis pertenencias, partimos hacia Inglaterra.
El hombre se apresuró en obedecer el mandado, esa voz derrotada de su
señora no la había escuchado nunca.
Duncan llegó a Golden House con cinco días de retraso; el mal temporal
había obligado al capitán del barco a desviarse de su camino.
El viaje fue una tortura emocional para él. ¿Su mujer estaría bien? ¿El
capitán del My Duchess también se habría tenido que desviar? Preguntas que
no cesaban en su cabeza; de continuar así acabaría volviéndose loco.
—Excelencia —saludó el mayordomo, algo avergonzado. No sabía cómo
se habría tomado Duncan aquella carta que le escribió—. Bienvenido.
Duncan le entregó su sombrero, y antes de que el hombre se retirase, lo
retuvo del brazo.
—Le agradezco que se ocupara de mi esposa.
August asintió agradecido; esa frase implicaba más que eso, le estaba
premiando por la información sobre todo lo acontecido.
—La duquesa salió a cabalgar —anunció August—. Pueden prepararle el
baño mientras la espera.
—Perfecto, lo necesito.
Julio de 1817
Duncan llevaba un año intentando demostrar a su esposa que su promesa
no iba a caer en saco roto, y empezaba a ser angustioso.
No se podía mentir a sí mismo, él había fallado en todo ese tiempo de
manera inconsciente. O más bien, su temperamento había conseguido que
cada vez que estuviera cerca de conseguir un acercamiento con su mujer,
todo se esfumara. ¡Y ya no podía soportarlo más!
En un año había aceptado más invitaciones a bailes y festejos que en toda
su vida, ya que era la única forma de poder estar con su mujer. Allí podía
hablar con ella, tocarla, bailar…, porque ante la sociedad ellos eran una
pareja enamorada.
«¡Porque lo somos!», se dijo a sí mismo.
Se enfadó al pensarlo. Ambos estaban enamorados, o eso quería pensar él,
porque estaba convencido de que en los actos sociales Penelope se mostraba
realmente como era y como se sentía. Pero al llegar a la casa, en su propio
hogar, la magia se evaporaba, arropados por el silencio; un silencio que se
rompía solo cuando discutían.
Se estaba volviendo loco, necesitaba amar libremente a su mujer. Estaba
tan desesperado, que una noche llegó a plantearse tomarla por la fuerza si ella
se negaba.
Su último contacto más íntimo había sido en febrero, cuando Penelope
admitió en el carruaje de vuelta a casa, tras la fiesta de pedida de mano de
una de las hijas del barón Treinton, que se había sentido orgullosa de él por
haber actuado por primera vez como se esperaba de un duque, defendiendo a
su amiga Abby. Y de eso ya hacía cinco meses. ¡Cinco meses de celibato!
Un hombre tenía un límite, y el suyo ya lo había alcanzado. Esa noche
tenía previsto salir; si no podía disfrutar con su mujer, tendría que encontrar a
una meretriz. Las amantes estaban descartadas.
«Llevas meses diciendo lo mismo», se amonestó mentalmente, porque era
cierto que cada noche tomaba la decisión de buscar consuelo fuera de su
hogar, pero cada día se levantaba en su cama, solo, haciéndose la misma
promesa.
Penelope estaba tumbada en su cama, y como cada noche, anhelaba que
Duncan cruzase el umbral para buscarla.
No iba a ser ella quien acudiera a él, porque era Duncan quien hasta la
fecha había cometido errores, no ella. Y a pesar de eso, nunca le habría
negado la entrada a su alcoba. Muy a su pesar, ella lo amaba.
Su pensamiento vagó a la primera vez que hicieron el amor. Sonrió al
recordar lo nerviosa que estaba y lo atrevida que había sido al presentarse en
la recámara de Duncan.
Su corazón vibró al recordarlo.
Una risita vergonzosa se le escapó.
El recuerdo fue tan hermoso y tan emotivo, que tiró de las sábanas y se
levantó, dejándose llevar por su corazón, porque cada vez que lo hacía
acababa sintiéndose dichosa.
Corrió descalza, pasando por el vestidor y la antecámara que separaba la
suya de la de su esposo, abrió la puerta y entró con una gran sonrisa.
Una sonrisa que se evaporó al comprobar que Duncan no estaba en su
cama.
Retrocedió pasito a pasito, hasta que su espalda se topó con la puerta.
Poco a poco su cuerpo fue bajando hasta que quedó en el suelo, se abrazó a
sus rodillas y lloró.
Ahora entendía por qué Duncan no la reclamaba por las noches, porque él
no dormía en la casa.
En cuanto se recuperó, se levantó y regresó a su dormitorio.
Una vez en la cama, tomó una decisión, y esta vez sería fiel a su promesa.
16 de Julio de 1816
Mi amor:
Estoy navegando con rumbo a Inglaterra. A pesar de que los últimos tres
días la tormenta no nos ha dado tregua, no existe oscuridad ni tempestad en
mi corazón. Todo lo contrario, me siento dichosa y solo veo claridad, porque
albergo la esperanza de portar un hijo tuyo en mi interior.
Sé que no será el primero para ti, pero no me importa. Nada importa con
tal de tener este hijo nacido del amor. Un amor puro por mi parte, aunque a
ti no te lo parezca.
Lamento todo cuanto te dije. Créeme, amor, si hubiese podido hablarte
como la mujer que te ama, solo te habría pedido que intentases razonar antes
de actuar. Pero ya te lo expliqué, mi padre me crio obligándome a actuar
como duquesa. Pero aquí, en estas cartas, aquí soy yo; tu Pelirroja, tu
Pecosilla, tu Duquesa… Tu esposa. La que te ama de forma incondicional, la
que te espera cada noche en la cama, la que se siente muy orgullosa.
Nunca me arrepentiré de nuestro enlace porque tú eres lo único que me
importa. Elegirte fue la única decisión que tomé como mujer y no como
duquesa. Créeme, amor, siempre te elegiría a ti… siempre. Porque adoro al
hombre, al sinvergüenza, al díscolo, al temperamental… A ti, amor, a ti en
cuerpo y alma. A mi St. John.
Espero poder darte la buena nueva en cuanto regreses a casa, porque el
fruto de nuestro amor es nuestro principio.
Sin más, se despide la mujer que te ama.
Tu esposa.
Septiembre de 1817
En Golden House habían vivido durante tres semanas un auténtico infierno,
ya que durante todo ese tiempo la duquesa no había mostrado mucha mejoría.
En la última semana, pareció mostrarse más recuperada.
Duncan ordenó que pusiesen una cama para él en la habitación de su
esposa porque quería dormir cerca de ella. Y así lo hizo hasta que despertó.
Entonces regresó a su antiguo dormitorio; las cosas entre ellos todavía
estaban por solucionar, pero esperaría a que Penelope se recuperara del todo
para hacerlo. El doctor Evans le comunicó al duque que Penelope tardaría
casi un mes más en estar del todo repuesta; por ello, hasta finales de
septiembre no podrían festejar la total recuperación de la duquesa.
Por fin, por esas fechas, el doctor le anunció a Duncan que Penelope ya no
revestía peligro y que podía empezar a hacer vida normal; esa última semana
la había obligado a permanecer en cama tan solo por precaución.
La duquesa estaba tumbada, esperanzada; esa mañana por fin podría
levantarse de la cama. Y la verdad, no entendía por qué no lo había podido
hacer antes, pues ya llevaba más de una semana sin sentir ningún tipo de
molestia o dolor.
La puerta se abrió muy despacio y la cabecita de un niño apareció.
Penelope lo miró, y él, al verla despierta y medio sentada, entró corriendo
y saltó para llegar a la cama. Una vez encima, se quedó arrodillado.
—Holaaa —saludó—. ¡Por fin! Duermes mucho —la acusó.
Penelope no pudo evitar sonreír.
—Sí, eso parece.
El niño torció el labio.
—No puedes dormir tanto —la riñó—, porque cuando duermes, mi tío
Duncan se pone triste.
Penelope parpadeó.
«¿Su tío?», pensó.
La nodriza del niño los interrumpió.
—Señorito Richard —lo amonestó—. No puede molestar a la duquesa.
—No la molesto, solo le digo que no duerma.
—Perdónelo, Excelencia —se disculpó la mujer en nombre del niño—.
Richard, tienes que desayunar.
El niño bajó de la cama y salió corriendo.
La mujer se despidió de Penelope con una genuflexión.
Cuando Mery llegó al dormitorio, sonrió al notar las ansias de Penelope
por levantarse de la cama.
—Mery, ¿quién es Richard St. John?
—Es el hijo de un primo de su esposo —respondió—. Los padres de
Richard y sus dos hermanos contrajeron fiebres y avisaron al duque.
Penelope cerró los ojos, apenada por la familia y enfadada consigo misma
por haber llegado a una conclusión equivocada.
—¿Y están…? —Se inquietó, no podía terminar la frase.
—No, no. Se han recuperado, pero el doctor Evans ha recomendado que
Richard permanezca alejado una semana más para asegurarse de que no haya
riesgo de contagio.
Penelope respiró tranquila.
Mery le preparó un vestido de diario veraniego color malva.
Media hora más tarde, Penelope paseaba por los jardines de Golden
House, respirando aire fresco y muy pensativa.
—Penelope.
Se giró y vio al señor Hook a su espalda.
—Leighton, qué alegría verte —se animó, pues su administrador había
sido para ella un gran aliado, así como un buen amigo y confidente. Además,
había sido la persona que la había animado cada día, mientras que se
distanciaba de su marido cada vez más.
—Nos tenías muy preocupados.
Ella hizo una mueca en señal de lamento.
—¿Qué te trae por aquí? —indagó, al tiempo que ponía sus manos en el
hueco del brazo que él le ofrecía para pasear.
—He venido a dejar la documentación de la venta de Obeah; el señor
King me la envió la semana pasada.
Penelope se paró y se soltó del brazo.
—¿La venta de Obeah?
—Sí.
Ella parpadeó. ¿Duncan había vendido su hacienda? ¿Cómo era posible?
Aquel lugar era su gran orgullo.
—Pero… ¿Cómo...?
Leighton, al verla tan perpleja, la interrumpió:
—Tú eres lo más importante para Duncan —habló sincero—. Obeah era
un obstáculo para vosotros y él te eligió a ti.
Penelope se emocionó, y al pensar en las últimas palabras que había
escuchado de él, tomó una decisión: liberarlo.
—Voy a retirarme —anunció—. Viajaré a Green Land y viviré allí mi
destierro.
Leighton no esperaba aquello. Por eso, durante unos segundos se quedó
paralizado.
—No puedes hablar en serio.
—Mi matrimonio está muerto —confesó con pena—. Duncan no se
merece vivir condenado, y yo he sido su verdugo desde el mismo día en que
nos casamos.
—Penelope, tu esposo te quiere.
Ella torció el labio, apenada y frustrada porque ese amor no hubiese sido
suficiente.
—Y yo a él, Leighton —aseguró con tristeza—. Y por ese amor que le
profeso, voy a liberarlo —habló con el corazón en la mano—. Lo creas o no,
mi decisión es un gesto de amor.
[1]
Carruaje de gente muy pudiente. Para cuatro pasajeros, con capota plegable para cubrir a dos.
Tirado por cuatro caballos. (N. de la A.)
[2]
Bolsos pequeños que las damas ya no escondían bajo sus faldas, denominados retículo,
balandrán y ridículo. (N. de la A.)
[3]
Seis de enero, día de Reyes. (N. de la A.)
[4]
Documento legal entregado por un monarca en carta abierta, concediendo un cargo, un título o
un derecho. (N. de la A.)
[5]
Primera razón social de subasta y venta de caballos, que se convirtió en el más famoso mercado
equino del mundo. (N. de la A.)
[6]
Carreras de caballos que se realizan a finales de junio en el Hipódromo que inauguró en 1711 la
reina Ana de Inglaterra, dando inicio a la temporada social estival. (N. de la A.)
[7]
Ropas para el mar. Trajes de diario de tejidos claros y frescos más cortos, por lo que se llevaba
calzones largos a juego para no mostrar los tobillos. (N. de la A.)
[8]
Carruaje ligero, para una o dos personas, y tirado por un sólo caballo. (N. de la A.)
[9]
Marina Real británica: La armada más poderosa del mundo desde finales del siglo XVIII hasta
la Segunda Guerra Mundial. (N. de la A.)
[10]
Coche de carreras, tirado por uno o dos caballos, con capota. (N. de la A.)