María. Artículos

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María - Artículos

Sumario:
MARIA Y LA LIBERACIÓN DE LOS POBRES
Segundo Galilea
MARÍA EN EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN
S. Rosso
TEOLOGÍA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN
S. de Fiores
EL DOLOR DE LA VIRGEN EN LA INFANCIA Y EN LA PASIÓN DE SU HIJO
S. Maggiani
MARIA MADRE DE LA IGLESIA
MARÍA MADRE NUESTRA
T .F. OSSANNA.
MARÍA MUJER PROFÉTICA SACERDOTAL Y REAL
M. PEDICO
MARÍA LA "MUJER" DEL APOCALIPSIS
A. SERRA
MARÍA VIRGINIDAD
S. DE. FIORES
MARIA: NUESTRA SEÑORA, MAESTRA DE FE
Gabino URÍBARRI
EL CAMINO DE LA FE DE MARIA
CRISTINA KAUFMANN
MARÍA LA MUJER CREYENTE
S. Cipriani
LA UNIÓN DE CRISTO CON MARÍA SEGÚN EL NT
A. AMATO
MEDIACIÓN UNIVERSAL DE MARÍA
S. Meo
EL CAMINO DE LA BELLEZA PARA ACCEDER A MARÍA
S. de FIORES
MARÍA EN LA CATEQUESIS Y ESPIRITUALIDAD DE LOS JÓVENES
A. GALLIO
MARÍA, PUERTA DE ENTRADA PARA UNA NUEVA HUMANIDAD
TOMÁS HERREROS
DEVOCIÓN A MARÍA
TEXTOS
CONSAGRACION MARIANA Y CONSAGRACION BAUTISMAL
S. DE. FIORES
MARÍA EN LA COMUNIDAD QUE CELEBRA LA EUCARISTÍA
A. AMATO
MARÍA, MODELO EVANGÉLICO
T. F.OSSANNA
PRESENCIA DE MARÍA
A. PIZZARELLI
MARIA Y LA LIBERACIÓN DE LOS POBRES

Segundo Galilea
El tema de María en la liberación cristiana e integral de los pobres y oprimidos va a surgir
como el resultado del encuentro entre la devoción popular mariana (que es la propia de esos
pobres) y la aspiración y movilización de esos mismos pobres en busca de su dignidad, de sus
derechos y de su libertad violados por sistemas socialmente injustos y muchas veces
políticamente opresivos.
La cuestión puede plantearse así: ¿de qué manera influye la piedad y espiritualidad popular
mariana en las aspiraciones y tareas de liberación de los pobres? ¿Tiene María un lugar en una
sana teología espiritual de la liberación de los pobres? La respuesta eclesial es afirmativa. Puede
ser articulada teológicamente e integrarse en la tradición mariológica de la iglesia. Ello es posible
debido a que el tercer mundo católico ha ido tomando conciencia, casi simultáneamente: a) de los
caminos de su liberación, b) de la naturaleza colectiva que ésta tiene en los pobres, c) de las
potencialidades liberadoras de su catolicismo popular y de su piedad mariana.
Por eso, la relativamente reciente reflexión cristiana sobre la liberación ha dado un lugar a
María desde el inicio, al lado del lugar central de Jesucristo. Esta mariología liberadora se ha ido
enriqueciendo en los últimos años, no sólo con la experiencia espiritual de las comunidades
cristianas y con la elaboración de los teólogos, sino muy decisivamente con intervenciones del
magisterio de la iglesia. Los enfoques de Juan Pablo II sobre María y la liberación, la dignidad de
los pobres y la justicia, expresados sobre todo en sus viajes a América Latina, son abundantes al
respecto.
No se trata de extrapolar los evangelios a nuestra situación actual, ni de forzar las fuentes
de la revelación, haciendo de María una militante de la liberación y de la justicia, en los términos
y maneras que hoy lo entendemos. Ello sería tan errado como innecesario. Si María tiene un lugar
en la liberación y justicia de los pobres, es por su actitud y por su capacidad de inspiración
evangélica y humanizadora, y no tanto como modelo de acción militante. Así como María es
también modelo de acción misionera e inspiración y criterio para los misioneros, aunque ella
nunca haya sido misionera en el sentido que hoy lo entendemos. No; de cara a la misión o a la
liberación, María no fue una militante, ni hay que buscar en ella modelos de militancia según los
términos actuales.
El lugar de María en la liberación es mucho más profundo: ella nos revela por el
testimonio de su vida las grandes actitudes cristianas que deben acompañar a los militantes de la
liberación; por la función maternal que ejerce en los hijos de Dios ella inspira y nutre las
motivaciones de los cristianos que luchan por la liberación y la justicia; ella es un signo que
alimenta la esperanza cristiana en la liberación total de los pobres y sufrientes. María es necesaria
para que los pobres y oprimidos tengan presentes las actitudes y criterios que se requieren para
hacer de su liberación un camino auténtico de libertad de toda forma de servidumbre humana.
María les testimonia, por su pobreza y humildad, que la verdadera liberación y libertad no es
hacerse rico, ni actuar insolidariamente, ni buscar poder para abusar de otros más débiles, ni
acceder al desarrollo para caer en servidumbres nuevas de hedonismo y materialismo.
La contribución de María a una espiritualidad de solidaridad liberadora con los pobres
puede resumirse así:
1. LA PREDILECCIÓN DE MARÍA POR LOS POBREs Y OPRIMIDOS.
María formó parte del pueblo llano de su tiempo, compartió su vida ardua y anónima. (El
grado sociológico de la pobreza de María —o de Jesús, para el caso— no tiene importancia aquí.)
Por ello se identifica con los sencillos y modestos de la tierra. Al compartir su suerte les revela su
dignidad: la madre de Dios y de los hombres es una mujer como ellos. Esta solidaridad de María
con la pobreza y los pobres es ya un factor en su liberación, pues la liberación comienza y se
alimenta con el descubrimiento de la dignidad de los pobres y de su mutua solidaridad.
Esta opción preferencial por los pobres en María no es sólo un hecho evangélico: en la
condición ardua y pobre del nacimiento de Jesús, en la inseguridad de la persecución de Herodes,
que la llevó a exiliarse en Egipto con su familia, en la vida opaca y modesta de Nazaret como una
mujer más del pueblo, etc. Es también un aspecto de la devoción popular mariana. El pueblo
sencillo y pobre siente a María cercana, una de ellos. Las tradiciones sólidas de apariciones
marianas (Guadalupe, Lourdes, Fátima como ejemplos bien conocidos) se dan en lugares pobres
y a gente sencilla, a menudo niños y niñas. Los grandes lugares de veneración mariana son
visitados sobre todo por los más pobres, necesitados, sufrientes y oprimidos, aun
sociopolíticamente. Todo esto encierra un gran mensaje mariano sobre la dignidad de los pobres y
una llamada a la solidaridad por su liberación humana.

2. MARÍA ARROJA UNA NUEVA LUZ EN LA LIBERACIÓN DE INSPIRACIÓN


CRISTIANA.
Ésta se afirma esencialmente en la dignidad de los pobres y en los derechos que esta
dignidad reclama. La liberación es la plenitud de la dignidad humana. La liberación tiene también
por base la solidaridad fraterna de todos los hombres, creados todos a semejanza de Dios e hijos
de Dios por gracia. La liberación debe conducir no sólo a sistemas más justos, sino sobre todo a
la convivencia fraterna, debe transitar por los caminos de la solidaridad y no por las vías del odio,
de la violencia y la lucha ciega y sistemática. Los logros puramente materiales de la liberación
son relativos y aun ambiguos si no conducen a crecer en dignidad y en fraternidad de lo cual
María fue modelo y es inspiración.

3. MARÍA ERA CONSCIENTE Y SOLIDARIA CON LAS MlSERIAS Y


SERVIDUMBRES DEL PUEBLO DE ISRAEL.
Participaba en el anhelo de liberación de ese pueblo; integró ese anhelo en la promesa de
Dios y en la obra de Cristo como redentor del pecado y como salvador de toda servidumbre
humana. María dio a los anhelos de liberación de su pueblo un horizonte de esperanza en la
venida del reino de Dios, que haría nuevas todas las cosas. Esta actitud de María está condensada
en su Magníficat (Lc 1,46-55). En el tercer mundo creyente se reza el Magníficat teniendo
presente esta actitud. En algunos lugares se ha convertido en un texto clave para entender la
actitud de María en la liberación de su pueblo. El propio magisterio de la iglesia ha hecho uso de
él en este sentido (cf Puebla 297; instrucción sobre "Libertad cristiana y liberación", Cong. de la
Fe, n. 48; encíclica de Juan Pablo II sobre la "Bienaventurada Virgen María en la vida de la
iglesia peregrina" (Redemptoris Mater, n. 37). El tema ha sido reiterado por el propio papa Juan
Pablo II, particularmente en sus viajes a Iberoamérica, comenzando por su homilía en Zapopán,
México (AAS LXXI, p. 230).
En todo esto no hay abuso sociológico o ideológico con respecto al Magníficat; sólo la
constatación de que las promesas de Dios, que se han comenzado a realizar con la venida de
Cristo, por las que María da gracias al haber sido elegido como humilde instrumento, incluyen la
realización de un reino de justicia entre los hombres. Un reino que enaltece a los humildes y
derriba a los poderosos, que colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos (Lc
1,51-53). Esta promesa forma parte para siempre de la esperanza de los pobres, de la que María
es un testigo privilegiado.
El mordiente liberador de la piedad mariana, ¿es sólo una hermosa teoría o responde a
experiencias y hechos? ¿Ha habido momentos en la historia de esos pueblos en que María haya
simbolizado e inspirado la causa de la justicia y la libertad? Hechos pasados y recientes
responden que sí. Aunque en esto las motivaciones del pueblo o de los líderes sean complejas y
se dé siempre la tentación de utilizar política o ideológicamente la devoción religiosa con las
ambigüedades consiguientes, existe siempre el hecho de que en momentos de crisis, cuando está
en juego la libertad, la intuición religiosa popular vio en María una protección y un símbolo de
Dios que hace suya la justa causa de los pobres. Todo país en que la devoción mariana tiene una
envergadura popular podría contribuir con ejemplos. Ya recordamos más atrás el caso, entre
otros, del lugar de María en las gestas de emancipación de los países de Iberoamérica. Ejemplos
contemporáneos tampoco faltan, desde los campesinos México americanos que en California
luchan por sus reivindicaciones bajo el estandarte de la Virgen de Guadalupe hasta el pueblo
filipino, que en 1986 cambió su sistema de gobierno no con armas ni puras consignas políticas,
sino con manifestaciones pacíficas presididas por imágenes de María y rezando el rosario.

(GALILEA-S. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 1088-1090)


MARÍA EN EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN
S. Rosso
El culto a María durante el adviento hunde sus raíces en las realidades teologales, en cuyo
corazón se sitúa su vocación y su misión. La madre se integra perfectamente en la celebración del
misterio del Hljo, confiriéndole una acentuada nota espiritual y contemplativa. De este hecho se
deriva que el adviento —pero lo mismo habría que decir de todo el ciclo de Navidad— es el
tiempo en el que, más que en todos los demás períodos del año litúrgico, se pone fuertemente de
relieve la cooperación de la Virgen al misterio de la salvación. Y esto sucede no por
superposición devocional o por exceso en el lenguaje, sino según el mismo desarrollo de la
economía divina.

1. LA VIRGEN QUE ESCUCHA.


La Escritura nos ayuda a comprender el alcance del fiat de María. En el adviento la Virgen
resalta como figura ejemplar en el pueblo de Dios que escucha la palabra del Señor y que reza en
actitud de ofrenda. La atención a la palabra de Dios tiene la primacía sobre todo lo demás y es
también el principio y el fundamento de la vida espiritual y de la santidad. María escucha
plenamente, acoge y medita dentro de su corazón, para dar fruto. Esta palabra, que requiere fe,
disponibilidad, humildad, prontitud, es aceptada tal como se deben acoger las cosas de Dios. En
ella hemos de reconocer las palabras de Jesús: "Bienaventurados los que escuchan la palabra de
Dios y la cumplen" (Lc 11,27). De esta forma el Verbo no bajó de los cielos como un hombre ya
hecho, con un cuerpo adulto formado directamente por Dios como Adán (cf Gén 2,7), sino que
vino a este mundo "nacido de mujer"(Ga 4,4), para salvarlo desde dentro. Los evangelios de las
genealogías de Jesús que se leen en este tiempo —el último eslabón es Maria— nos recuerdan el
misterio de la asunción de la naturaleza humana y de la inmersión en lo humano por parte de
Dios.
La maternidad de María no es sólo ni principalmente un proceso biológico. Es ante todo el
fruto de la adhesión a la palabra de Dios. Según el proyecto divino, ella acoge a Cristo y lo da al
mundo en virtud de su consentimiento a la propuesta del ángel. Sin hacer del v. 38 ("Aquí está la
esclava del Señor; hágase en mi según su palabra") el vértice de la anunciación, Lucas quiso
poner de relieve la calidad excepcional del acto de fe de María. Este consentimiento se llama fe u
obediencia de fe; ella, "llena de fe..., concibió la carne de Cristo mediante la fe", dice san Agustín
(Sermo 215,4: PL 38,1074; Contra Faustum 24,4: P1 42,490). La historia pasa a través de este
momento histórico de gracia y de libertad. María es la mujer que sabe llevar a cabo su opción,
con humilde y plena decisión, en base a la palabra resolutiva de Dios, tomando en sus manos no
solamente su propio des tino, sino también el del mundo.
El asentimiento de María revela la enorme amplitud de su alcance cuando se le compara
con la actitud de fe de Abrahán, el padre de todos , los creyentes. "Para Dios nada hay
imposible", le había dicho el ángel a Gabriel (Lc 1,37), empleando las mismas palabras que
Abrahán, ante la incredulidad de Sara, incapaz de tener hijos (Gén 18,13), había oído de Dios a
propósito de la concepción de de Isaac (Gén 18,24). Estas palabras pasarán a ser a continuación,
en las revelaciones de los profetas, una terminología técnica, una especie de estribillo. Abrahán
creyó que Dios era capaz de vivificar la matriz estéril y ya muerta de Sara: "AI encontrarse con el
Dios que da vida a los muertos —comenta san Pablo— y llama a la existencia lo que no existe,
Abrahán creyó" (Rm 4,17, cf Rom 19-21; Heb ll,ll). Ya no provoca ningún estupor el hecho de
que, así como por la fe Dios hizo a Abrahán el padre de un pueblo tan numeroso como las arenas
de las playas (Gén 13,16) —haciendo de él una bendición viva para todos los pueblos de la tierra
(Gén 12,2-3)—, del mismo modo María, por la calidad incomparable de su fe, haya logrado una
fecundidad supereminente respecto a la iglesia, tal como ha reconocido la tradición unánime.
Ella, creyente, fiel y obediente, se ha convertido en la madre del nuevo Israel, que es la iglesia, es
decir, en la madre universal de los creyentes.
Si la fecundidad de Sara, como la de Ana y la de Isabel (que evoca Lucas), pueden
presentarse ya como una especie de creación, es decir, como un paso de la nada a la existencia,
por la fe todavía mayor de María la fecundidad que no conoció varón (cf Lc 1,34) es un milagro
singular y único. Lo llevó a cabo un fiat que en el mismo evangelista hace eco al de Cristo en
Getsemani (Lc 22,42).
El paralelismo antitético entre el anuncio a Zacarías, a quien se le reprocha el "no haber
creído" en la palabra del ángel (Lc 1,20), y el anuncio a María, que expresa un sí meditado pero
comprometedor, tiene su comentario en la bendición inspirada de la persona más cualificada para
establecer la confrontación, Isabel. Ella proclama en honor de la Virgen la primera
bienaventuranza del NT: "¡Dichosa tú, que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se
cumplirá" (Lc I,45). Efectivamente, María pone un acto de fe en consonancia con el
acontecimiento recapitulador que le ha sido anunciado.
Ella creyó. La fe es ante todo conversión, o sea, entrar en el horizonte de Dios y de sus
obras. Sin la conversión, que es siempre —como para Abrahán y para las tribus del Exodo— un
abandonar la tierra propia (los propios proyectos, las evidencias de la razón y la satisfacción
tranquilizante de la posesión física) para dejarse guiar únicamente por la voz y por la palabra de
Dios, no es posible la realización del plan divino a lo largo de la historia. Ese es el motivo de que
tanto la substancia de la predicación de Juan Bautista como el núcleo de la llamada del evangelio
sea precisamente la metánoia. La fe es oscuridad, misterio, pero al mismo tiempo esperanza
teologal; puede llevar consigo la vacilación y la duda, la tentación y la lucha, pero es también una
esperanza que vislumbra ya en el futuro la seguridad del resultado.

2. SÍNTESIS VIVIENTE DE LA PREPARACIÓN MESIÁNICA.


María es la mujer de la plenitud de los tiempos (cf Gál 4,4-7); con ella se cierra una época y
se abre el futuro.
La fuerza misericordiosa y fiel de Dios se había manifestado ya antes de ella para dar a las
mujeres estériles hijos carismáticos, llamados a salvar al pueblo; así es como nacieron Isaac de
Sara, Sansón de la mujer de Manoé, Samuel de Ana, Juan de Isabel. Lucas evoca estos
precedentes (cf 1,7) para hacer que brille con mayor esplendor el incomparable carácter
excepcional de la elección de María: ser madre no ya de un salvador cualquiera, sino del Salvador
(LC 1,32-33). De esta manera la maternidad divina resalta como la expresión más espléndida del
amor soberano de Dios "por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación". Al querer rescatar
hasta en sus profundidades más íntimas nuestra humanidad, Dios se hizo solidario con nosotros
en todo, entrando en el linaje de Adán y pasando para ello a través de María.
Por eso mismo la iglesia, desde el concilio de Éfeso (431), confiesa que la Virgen es la
madre de Dios: se trata del realismo y de la concreción con que ella reconoce la humanidad del
Verbo, en el que Dios bajó a tocar a cada uno de los hombres de la manera más profunda y más
íntima, en donde cada uno de ellos se siente herido.

3. VIRGINIDAD PROFÉTICA.
María llevó a cabo la anticipación del celibato por el reino de los cielos. No se trata de la
observancia de la pureza legal ni de una huida del mundo, como en el caso de los esenios, ni
tampoco del espíritu de ascesis asiática. El sentido de la virginidad tiene que colocarse en el
vértice del impulso y de la tensión escatológica del movimiento suscitado por el profetismo.
María experimentó de este modo en primer lugar la libertad plena y abrió el camino a todos
aquellos que renuncian a las cosas de este mundo teniendo como perspectiva el ciento por uno
que, ya desde aquí abajo es posible encontrar en Dios (cf Mt 19,29). Este "ciento por uno" son los
bienes mesiánicos, es decir, el mismo Hijo de Dios, el Dios-con-nosotros, simbolizado ya en
Yavé presente en el arca de la alianza.
La anunciación y la encarnación son los elementos que determinan la vida de María
imprimiendo en ella un carácter indeleble; son hechos que exigen de ella una virginidad absoluta,
de la que es signo la integridad física. La virginidad de la madre de Dios supone un don radical y
exclusivo de toda su persona a Dios, en una disponibilidad total, que permita al Espíritu
plasmarla en el cuerpo y en el corazón. Convertida en pura capacidad, la Virgen puede ser templo
de la nueva alianza, para arrojar nueva luz sobre el mundo y sobre la historia.
Lo mismo que ocurrió con la Virgen, que quedó ya pura y santificada por el Espíritu Santo
desde el momento de su concepción y colmada de bendición y de santificación por obra del
mismo Espíritu al recibir el anuncio del ángel, de forma análoga tiene que ocurrir también con la
iglesia y con los cristianos. La virginidad de MarÍa que refleja la existencia de Cristo, es el espejo
en el que tienen que mirarse los creyentes a fin de conformar su vida a los impulsos del Espíritu
de Dios. Efectivamente, a pesar de toda preparación posible que podamos ofrecer y de todas
nuestras mejores disposiciones, la palabra-voluntad de Dios irrumpe siempre de una manera
inesperada e insospechada, con exigencias imprevisibles que, de todos modos, esperan también
respuestas inéditas. No es posible únicamente con la luz de la razón y con las fuerzas humanas
tan sólo comprender y aceptar hasta las últimas consecuencias las realidades divinas. María con
su fiat, después de la obediencia existencial de su hijo Jesús (cf Heb 10, 5ss), alcanzó las cimas
más altas.

4. LA VIRGEN MADRE, TIPO DE LA IGLESIA.


En el cumplimiento de las esperanzas de los profetas —después del diálogo prolongado e
intenso entre Dios y los hombres— se sitúa la fe de María, que acoge la palabra, que concibe al
Verbo de Dios y que se convierte así en principio y en símbolo de los creyentes, en realidad y
modelo de la iglesia. Cuando contempla las maravillas que Dios llevó a cabo en ella, la iglesia
está escudriñando de alguna manera su propio ser y su propia historia. Si hay algún tiempo
litúrgico en que la Virgen madre se manifiesta con toda claridad como tipo de la iglesia, es
precisamente el ciclo de Navidad. Este tema se desarrollará sobre todo en el tiempo pascual y en
las grandes festividades marianas.
El evangelio de la infancia de Lucas se parece mucho al de la infancia de la iglesia, es
decir, a los Hechos de los apóstoles. El Espíritu que da vida y cumplimiento al primer pentecostés
sobre María (Lc 1,35) es el mismo que viene a posarse en el segundo pentecostés sobre los
apóstoles (He 1,8; cf 2). María sale con prisas en ayuda de los demás (Lc 1,39), y los discípulos
salen del cenáculo (en donde estaban reunidos por miedo a los judíos: Jn 20,16 y He 1,13) y
comienzan inmediatamente a anunciar con parresía -con coraje y con franqueza- la palabra de
Dios y la resurrección de Jesús de entre los muertos (no pueden callarse lo que han visto y oído:
He 5,20; con gran energía dan testimonio de la resurrección del Señor Jesús: He 4,33). La visita
de la Virgen a Isabel responde al impulso que se deriva de este protopentecostés: María es por
consiguiente el modelo de la disponibilidad a la misión del Espíritu a los pobres por la causa del
evangelio. El impulso que la anima es la base de aquel otro ímpetu fundamental del Hijo que
entra en el mundo, como disponibilidad ante la vida y ante la muerte, precisamente porque se
siente movido por el Espíritu (cf Lc 3,2; 4,1.14; etc.).
Del mismo modo los evangelios de la infancia ponen de relieve, a su modo, la obra del
Espíritu. Encontramos sobre todo esta acción en relación con la virginidad fecunda de María. La
Virgen que cree en las palabras del ángel y que concibe a Dios hecho hombre es ya el origen de la
iglesia, incluso antes de pentecostés. Por eso mismo la virginidad se convierte en el signo
característico de los tiempos nuevos, de los tiempos del Espíritu. Por consiguiente, desde el
principio, a través de María, la iglesia recibe juntamente con la connotación de madre el
calificativo de espiritual.
(·ROSSO-S. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 58-61)
TEOLOGÍA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN
S. de Fiores
Como la exégesis ha enmarcado a la inmaculada en el amplio cuadro de la historia de la
salvación, así la teología debe insertarla en la visión global del misterio cristiano. En efecto,
desde el punto de vista histórico, la inmaculada concepción ha sido vista intuitivamente por los
fieles en el amplio horizonte de los datos revelados, entre los cuales hay que enumerar la santidad
de María, la redención operada por Cristo y el pecado original. Al aislar la verdad mariana se
corre el riesgo de no comprenderla, e incluso de darle una interpretación herética, como ocurrió a
Pelagio y a Julián de Eclana, los cuales consideraron a María sin pecado, pero separándola del
influjo del único mediador y alterando radicalmente el significado profundo de la inmaculada
concepción en el sentido de la autosalvación.
Diversos motivos de orden teológico, ecuménico y pastoral (como el primado de la
perspectiva cristocéntrica sobre la amartiológica, la exigencia de una formulación en términos
más bíblicos y positivos, la instancia de proponer la fe en expresiones a tono con la cultura
contemporánea...) mueven a una presentación actualizada de la inmaculada concepción. Sin
rechazar nada del contenido del dogma definido, hay que encuadrarlo no solo en el conjunto de la
vida de María, sino también armonizarlo con los diversos elementos de la historia de la salvación,
y sobre todo con su centro vivo, que es Cristo.

1. SIGNO MANIFESTATIVO DEL AMOR GRATUITO DEL PADRE


Sería grave error presentar la inmaculada concepción ante todo como un privilegio o una
excepción, como una condición totalmente diversa y aislada de todo el resto de la humanidad.
Según la Escritura, cualquier acontecimiento ocurrido en el tiempo es una realización del plan
divino de salvación trazado por el amor misericordioso y sabio del Padre "antes de la creación del
mundo" (cf Ef 1,4). También la inmaculada concepción forma parte del designio salvífico de
Dios, del "único e idéntico decreto" -dirá en términos más jurídicos la bula Ineffabilis Deus- por
el cual Dios dispuso la encarnación redentora.
Todas las confesiones cristianas están de acuerdo -más allá de las afirmaciones bíblicas
favorables a las tesis escotista o tomista de la encarnación de Cristo incluso sin darse el pecado de
los hombres- acerca de la eterna elección salvífica de los hombres en Cristo, que históricamente
comporta la victoria sobre el pecado. Se trata para todos de elección gratuita: ninguna obligación
por parte de Dios, ninguna pretensión por parte del hombre.
Pero es un hecho que Dios realiza su alianza de amor superando la ruptura operada por el
hombre; más aún, justamente entonces -afirma K. Barth- "la gracia se hace aún más fuerte, no es
anulada, ni reducida, ni debilitada" cuando se hace redención y reconciliación.
También en el caso de María Dios sólo justifica gratuitamente, fiel a su proyecto de
salvación, mediante un veredicto de gracia redentora en Cristo. Por encima del modo preservativo
o liberativo de la redención, la salvación es ante todo un acto libre y soberano de Dios, que
excluye toda autojustificación: "Todos... son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la
redención, la de Cristo Jesús" ( Rom 3,24). Puesto que en la inmaculada concepción no es
cuestión de fe o de libre aceptación por parte de María respecto a la salvación, ésta constituye un
signo luminoso de la gratuidad del amor de Dios, que actúa antes ya de la respuesta responsable
de la criatura. La Inmaculada proclama, a la cabeza de la falange de los salvados: Soli Deo gloria!
La preservación del pecado y la plenitud de gracia no son fruto de su fe o libertad orientada a
Dios, y tampoco de sus obras; éstas, al igual que cada uno de los actos de justificación, se
inscriben en la elección salvífica del Padre, que decide desde la eternidad amar a los hombres
gratuitamente más allá del pecado y de los méritos. La inmaculada concepción manifiesta la
absoluta iniciativa del Padre y significa que "desde el comienzo de su existencia María estuvo
envuelta en el amor redentor y santificador de Dios".

2. EXPRESIÓN PERFECTA DE LA REDENCIÓN OPERADA POR CRISTO


Relacionar el hecho de la inmaculada concepción con el designio salvífico de Dios
significa enlazarlo necesariamente con Cristo, que es el punto focal de tal designio. Los textos
bíblicos, sobre todo paulinos, hacen resaltar ya el primado de Cristo respecto a toda la creación
(Col 1,15.17; Ef 1,10.21; Jn 1,1-3; Ap 1,8), ya su misión redentora y reconciliadora como cabeza
de la iglesia (Col 1,18-20 Ef 1,3-14, Rom 8,3239; Ap 1,5-6), mostrando la solidez de las
perspectivas exegéticas de F. Prat: "El centro está en Jesucristo. Todo converge hacia ese punto,
todo proviene de aquí y todo conduce ahí. Cristo es el principio, el centro y el fin de todo... Todo
intento de comprender un pasaje cualquiera abstrayendo de la persona de .Jesucristo terminaría
en un fracaso seguro".
La necesidad de armonización entre la intuición de fe acerca de la santidad originaria de
María y la verdad básica de la redención universal operada por Cristo la vio claramente Agustín,
ofreciendo no la solución, sino el contexto teológico en el que insertar el dato mariano. Desde
entonces, dado el peso de la autoridad agustiniana, la inmaculada concepción no se hubiera
podido imponer a la conciencia de la iglesia más que a condición de presentarse como un caso de
verdadera redención. En otros términos, el honor del Señor, primer argumento favorable a la
inmaculada concepción, incluía no sólo la exención de María de toda culpa, sino también, antes
aún, el dogma central del cristianismo: Jesucristo, único mediador y redentor.
Es justa, por tanto, la exigencia, advertida también en el campo del pecado original y
desviada hacia la mariología con D. Fernández y A. de Villalmonte, de establecer como punto de
partida de la teología de la inmaculada concepción no a Adán o el pecado, sino a Cristo. La
prioridad de la perspectiva cristológica sobre la amartiológica implica el procedimiento a Christo
ad Mariam, en el sentido de que, como afirma K. Rahner, "se puede comprender a María sólo
partiendo de Cristo". Si Cristo es el único mediador y redentor del mundo, si en su muerte y
resurrección se ha producido de una vez para siempre e irrevocablemente la reconciliación de la
humanidad con Dios (2cor 5,18-21), se sigue que él en su misterio pascual es el salvador también
de su madre. La teología, elaborada en los siglos cristianos y que desembocó en la Ineffabilis
Deus, precisa que María fue preservada del pecado original "en vista de los méritos de Jesucristo,
salvador del género humano", y que ha sido por tanto "redimida del modo más alto" (sublimiori
modo redemptam).
La inmaculada concepción es un caso de redención anticipada y perfecta, en virtud del
valor retroactivo del misterio pascual de Cristo y de su máxima aplicación a la madre del Señor.
Lejos de ser excepción o negación de la universal necesidad de redención por obra de Cristo, la
inmaculada concepción implica que María "está unida en la estirpe de Adán con todos los
hombres que han de ser salvados" (LG 53) y ha recibido, en su radical incapacidad de
autosalvación, la gracia redentora más poderosa que se puede imaginar. Así lo entendió y expresó
Duns Scoto en el argumento del perfecto mediador, que muestra la potencia salvífica de Cristo en
cuanto que previene del pecado en vez de borrarlo una vez ocurrido.
María "es la más grande perdonada; ha recibido una remisión tan plena que la puso al
resguardo de toda culpa. La inmaculada concepción es el más grande perdón de Dios. Siglos y
siglos más tarde, santa Teresa de Lisieux llegará a ver como perdón también la ausencia del
pecado actual. El inocente es aquel que ha sido perdonado en la eternidad de los pecados que no
cometerá en el tiempo porque el amor divino los ha destruido. La razón última de la inmaculada
concepción es el amor gratuito de Dios; el fundamento próximo de la misma es la prerrogativa de
la madre de Jesús, que histórica y lógicamente incluye una santidad proporcionada a su unión
íntima con el Hijo, Sin ser una exigencia ineludible, la ausencia de pecado en María desde el
primer instante fue percibida por el sentido de los fieles como el único dato armonizable tanto
con la santidad de Cristo como con la persona y misión de María. Es más que conveniente que
aquella que había de engendrar al Verbo de Dios según la naturaleza humana y acogerlo
ejemplarmente en la fe, e incluso cooperar con él a la salvación de los hombres, estuviese del
todo exenta de pecado.
No se trata de una cuestión temporal o de instantes, sino del misterio de la predestinación
de María porque solamente ella, "en virtud de su misión y por sus cualidades personales, está
situada exactamente en el punto en que Cristo inauguraba triunfante la definitiva redención de la
humanidad. Por ello el dogma de la inmaculada concepción de la Virgen es un capítulo de la
doctrina misma de la redención y su contenido constituye la manera más perfecta y radical de
nuestra redención". Quedan por especificar los aspectos positivo y negativo incluidos
necesariamente en la redención.

3. CREACIÓN EN LA GRACIA DEL ESPÍRITU SANTO.


Aun dentro de la diversidad de descripción del hecho salvífico, el NT entiende
fundamentalmente la salvación como "participación que Dios hace de sí en Cristo y en el
Espíritu". En particular, el Espíritu es la suma de todos los efectos de la redención, porque en él
se realiza la comunión con el Padre y la nueva vida en Cristo (Jn 6,63 7,39; 16,7; 2Cor 5,15. 19).
Él es el don más importante otorgado por el Padre y por el Hijo para hacer desaparecer la vida
según la carne, y es el principio dinámico de la nueva vida en la gracia, en el amor y la libertad
filial (Rm 8,1-17). Esta óptica positiva de la salvación ha de tener la precedencia también cuando
se trata de la inmaculada concepción. La bula Ineffabilis Deus, aunque define el dogma mariano
en términos negativos, no ignora, sino que valoriza el aspecto positivo que supone: la plenitud de
inocencia y de santidad que se deriva de la singular predilección divina hace de María una
criatura "adornada de los resplandores de la perfectísima santidad". Si es fácil comprender,
observa L. Galot, el intento de la bula pontificia de definir de modo decisivo el objeto de la
histórica controversia, esta presentación negativa del dogma adolece de la tendencia latina a
caracterizar a María en relación al pecado y debe completarse con la perspectiva de los padres
griegos, más favorable a poner de relieve la perfección de la Toda santa. Precisamente en esta
linea se ha colocado el Vat II, que apela a los santos padres para presentar a María "inmune de
toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura,
enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo
singular..." (LC 56). Los padres citados, todos orientales, son Germán de Constantinopla,
Anastasio de Antioquía, Andrés de Creta y Sofronio, que ensalzan la santidad de la llena de
gracia, en esta misma linea se ha colocado, entre otros, el teólogo bizantino Nicolás Cabasilas, el
cual llama a María "nueva tierra y nuevo cielo... que no ha heredado nada del antiguo fermento...,
nueva pasta e inicio de una nueva estirpe". Por motivos ecuméni´cos de encuentro con los
cristianos ortodoxos y por razones de fidelidad al concepto bíblico de salvación "debemos ver el
misterio de María en su verdadera dimensión teológica: como un misterio de elección divina, de
santidad, de plenitud de gracia y de fidelidad al plan de Dios". Los mismos motivos empujan a
estudiar a la Inmaculada en su relación con el Espíritu Santo, el cual se comunicó a María desde
el comienzo de su existencia. En esta perspectiva se situó la cotidiana reflexión de san
Maximiliano Kolbe (+ 1941), que afrontó el significado de la inmaculada concepción en un clima
de oración y de consciencia del misterio. A la pregunta: "¿Quién eres, Inmaculada Concepción?",
responde refiriéndose al Espíritu Santo, que es "una concepción increada, eterna, prototipo de
cualquier concepción de vida en el universo..., una concepción santísima, infinitamente santa,
inmaculada". Puesto que María "está unida de modo inefable con el Espíritu Santo, por el hecho
de ser su esposa, se sigue que la Inmaculada Concepción es el nombre de aquella en la cual él
vive con un amor fecundo en toda la economía sobrenatural". El Espíritu Santo, por consiguiente,
"mora en ella, vive en ella, y esto desde el primer instante de su "existencia"; pero esto ocurre de
modo tan íntimo e inefable, que lleva al p. Kolbe a hablar de "casi encarnación" del Espíritu
Santo en la Inmaculada. Esta audacia teológica -a diferencia de la hipótesis de L. Boff acerca de
la unión hipostática del Espíritu Santo en María- se mantiene en la ortodoxia, ya que el p. Kolbe
tiene cuidado de precisar: "En Jesús hay dos naturalezas (la divina y la humana) y una única
persona (la divina), mientras que aquí hay dos naturalezas, y dos son también las personas, el
Espíritu Santo y la Inmaculada, sin embargo, la unión de la divinidad con la humanidad supera
cualquier comprensión".
La Inmaculada, en cuanto reflejo del Espíritu Santo, constituye una dimensión rica en
desarrollo teológico: enlaza con el tema bíblico del corazón nuevo, con la catarsis de María tal
como es presentada por la tradición oriental y occidental, con la respuesta de la Virgen en su vida
moral y con la redención escatológica de María actuada por el Espíritu Santo.

4 INMUNIDAD DEL PECADO ORIGINAL.


Lutero, en un sermón de 1527, afirmó que "ante todo debemos ver qué es el pecado
original para comprender cómo la santa Virgen estuvo exenta de él". Hoy, en cambio, no
solamente se propone justamente partir de Jesucristo para comprender a la Inmaculada, sino que
se llega a negar la relación intrínseca que tiene con el pecado original y a exigir que tal
prerrogativa mariana sea liberada de la ganga maculinista. Semejante propuesta nos parece
inaceptable porque desquicia el sentido obvio del dogma definido, reduce la historia plurisecular
del mismo a una estéril o insignificante polémica y contrasta con la concepción bíblico-
tradicional de la salvación, que implica reconciliación, justificación y liberación de la condición
de pecado. No se puede, por tanto, vaciar los dos dogmas del pecado original (definido por el
concilio de Trento) y de la inmaculada concepción (definido por Pio IX), ni considerarlos en una
perspectiva de autonomía y separación. Basándose en la analogía de le fe y en la unidad
fundamental de los datos revelados los dos dogmas están directamente enlazados y deben ejercer
su función de una recíproca verificación. Toda interpretación que anule o falsee uno u otro ha de
considerarse a priori errada.
Sin lugar a dudas, las modernas teorías sobre el pecado original, surgidas bajo el impulso
de los progresos científicos, exegéticos y teológicos, son generalmente reductivas. Sin embargo,
contienen elementos válidos y estimulantes, que enriquecen y dan un carácter de actualidad al
contenido de la inmaculada concepción Las expondremos brevemente, catalogándolas en una
triple corriente y poniendo de manifiesto sus directas consecuencias con el dogma mariano.
Corriente evolucionista. La visión evolutiva del universo impuesta por las ciencias
repercute en la teología del pecado original, que está inserto en el movimiento del mundo hacia
la perfección y la unificación. Puesto que el desorden físico y moral pertenece necesariamente al
sistema evolutivo, "el pecado original, considerado en su fundamento cósmico (si no en su
actualidad histórica en los primeros hombres), tiende a confundirse con el propio mecanismo de
la creación, donde representa la acción de las fuerzas negativas de contraevolución (Theilhard de
Chardin). Cristo, por el contrario, es el fin, el motor y el ambiente vital del universo: no sólo
expía el pecado del mundo, sino que supera la resistencia a la ascensión espiritual inherente a la
materia. Es el unificador y catalizador del máximo grado de ser.
Acerca de la presencia de la Inmaculada en este universo evolutivo, ni Teilhard de Chardin
ni sus epígonos, como Huisboch y Lengsfeld, han avanzado una teoría sistemáticamente
elaborada. Se encuentra en ellos algún punto significativo derivado de su visión teológica, p. ej.,
de Teilhard de Chardin, el cual saluda a María como "perla del cosmos" y habla de la Inmaculada
en estos términos: "La inmaculada concepción para mí, es la fiesta de la acción inmóvil, quiero
decir, la que se ejercita con la simple transmisión de la energía divina a través de nosotros... En
nuestro Señor todos los modos de actividad inferior y agitada desaparecen en esta sola y
luminosa función de atraer, recibir y dejar pasar a Dios. Para ser activa de este modo y en este
grado, la Virgen santa hubo de recibir su ser en el seno mismo de la gracia, puesto que ninguna
justificación secundaria, por muy acelerada que fuera, hubiera podido sustituir a esta perfección
constitutiva y nativa de una pureza que presidió la aparición misma del alma". La Inmaculada es
considerada aquí en una óptica positiva, que no menciona siquiera el pecado; en compensación
aparece ella como el antipecado, como la criatura incapaz de oponer resistencia o de ser una
rémora a la acción divina. En virtud de su función de llevar a Dios a las esferas humanas, María
es toda pureza y transparencia activa.
Valorando críticamente esta corriente evolucionista, hay que observar que no salva
suficientemente ni el carácter libre del pecado ni la gratuidad de la salvación. Pecado y Cristo
entran necesariamente en la evolución natural del fenómeno humano, en contra de la Escritura,
que presenta el pecado como una anomalía que no hubiera debido existir, y la venida de Cristo
redentor como un don gratuito de la iniciativa divina. No obstante, es válido cuanto afirma acerca
del movimiento de crecimiento y unificación traído por Cristo; por lo cual también María
inmaculada aparece como elemento no de freno, sino catalizador de la dirección positiva de la
historia. Ella no se introduce en los callejones ciegos y abortivos de la involución, porque
representa un impulso o un empuje que orienta el movimiento histórico hacia la justa dirección,
que es Cristo.

Corriente sociológica. Otros autores, como H. Rondel y sobre todo P. Schoonenberg,


parten de la situación histórica marcada y gravada por los pecados desde los tiempos del
homicidio de Abel hasta el rechazo de Jesús, con el cual se colma la medida de los padres (Mt 23
29-36; Lc 11,47-51). El pecado original es el estar situado en el "pecado del mundo" (Jn 1,29), es
decir, una situación de perdición que hace imposible el amor de Dios sobre todas las cosas y la
exención de los pecados personales. Es el influjo de los pecados históricos añadido al desorden
de nuestra naturaleza. La admisión de este estar situados en el pecado va unida a la confesión de
nuestra salvación en Jesucristo, en el cual "estamos redimidos de nuestras acciones pecaminosas
y de nuestra actitud básica pecadora. Pero también lo estamos de un pecaminoso estar situados,
de una sumisión al poder del pecado, aunque éste llegue a nosotros desde fuera... Desde nuestro
origen estamos situados por la caída y la redención".
Schoonenberg no ofrece un tratado especifico sobre María, sino únicamente alguna
alusión. Admite con el concilio tridentino que la universalidad del pecado original "deja espacio
para la inmaculada concepción de María", que es una excepción a él. Presenta a la inmaculada
concepción como no inserción en el pecado del mundo; pero inspirándose en el simul iustus et
peccator, añade que "la idea de que uno puede venir ya al mundo en la salvación de Cristo puede
aclarar al protestantismo el hecho de que aceptar la concepción inmaculada de María no significa
necesariamente desconocer que María fue también redimida".
El influjo de la teoría de Schoonenberg se revela en el párrafo del catecismo holandés
acerca de la inmaculada concepción: "María no conoció la culpa. Fue concebida inmaculada.
Viviendo en un mundo de pecado, la tocó ciertamente el dolor, pero no su maldad. Es hermana
nuestra en el dolor, pero no en la culpa. Ella venció enteramente al mal por el bien; victoria que
debe naturalmente a la redención de Cristo".
La teoría de Schoonenberg es utilizable "no como alternativa de !a teología clásica, sino
como una valorización de aspectos del misterio de la perdición y de la salvación, hasta ahora
demasiado descuidados"; p. ej., el influjo ejercido por el mal ejemplo y por las estructuras
cerradas a Dios, es decir, bíblicamente por el "pecado del mundo" (1Jn 2,15s, 5,19...). Ver en la
Inmaculada la impermeabilidad al mal estructural es acertado, al menos si se lo considera como
efecto de una gracia que la santifica desde el principio de su existencia
. La teoría de Schoonenberg aplicada a la Inmaculada no convence a causa de la
ambigüedad con que se afirma el privilegio de María. Mientras que en el contexto de la
universalidad del pecado la inmaculada concepción de María aparece como una excepción, en el
contexto de la salvación deja de ser tal y se convierte en el paradigma de todo redimido: "La
inmaculada concepción nos dice que la redención no es solamente una liberación del pecado, sino
que es, sobre todo, una preservación del pecado, lo cual es importante para una doctrina de la
gracia orientada hacia el futuro".
Parece que Schoonenberg coloca a la inmaculada concepción en el mismo plano del
bautismo, en cuanto que también éste es una curación preventiva, que se conserva en una gracia
nunca perdida (además de borrar el pecado en que el hombre está inserto). La crítica formulada
por O'Connor y repetida por Alonso, que reprocha haber transformado la gracia de la inmaculada
concepción de preservadora en protectora, no tiene en cuenta la interpretación articulada de
Schoonenberg.

c) Corriente existencial. Partiendo del agudo sentido de la libertad, propio de la época


contemporánea, los autores contemplan el pecado original en armonía con el personalismo
dialogal.
A. Vanneste, en una serie de estudios histórico-dogmáticos, llega a la conclusión de que "el
pecado original es la necesidad que tiene el niño de ser liberado y salvado por Cristo, porque este
niño ha rechazado ya virtualmente la gracia divina y por ello debe convertirse a Cristo".
Dada la universalidad del pecado actual, que hace históricamente pecadores a todos los
hombres, hay que decir que ello depende de una culpa virtual, que los orienta hacia el pecado
personal si no interviene la gracia. El pecado original es el pecado virtual, es decir, la condición
de inevitable sujeción a la culpa en que se encuentran también los niños. En esta óptica "el
privilegio de la inmaculada concepción se identifica con el de la inmunidad de todo pecado
actual". María ha recibido una gracia poderosa que la ha preservado de modo completo y total de
los pecados personales. Se trata de un verdadero milagro realizado por Cristo.
La posición de Vanneste es loable entre otras cosas por la conexión entre el pecado original
y el actual, según las exigencias personalistas de la cultura. Pero no es aceptable la identificación
del pecado original con el personal, bien porque anula la definición tridentina, bien porque no se
ve cómo basta un pecado futuro para constituir pecadores: ¿puede Dios considerar al hombre
pecador sólo por lo que hará?
En cuanto a María es justo poner de relieve su falta de pecado o impecabilidad, pero esto
constituye una consecuencia de la inmaculada concepción, y no se identifica con ella. Con esta
reducción, la inmaculada concepción "pierde su supuesto fundamental, y las controversias que
duraron siglos aparecen como un error tragicómico".
Teniendo en cuenta los aspectos óntico, personal e histórico-comunitario, M. Flick y Z.
Alszeghy definen el pecado original "la alienación dialogal de Dios y de los hombres,
determinada por la falta de participación de la vida divina, que a su vez es producida por una libre
iniciativa humana, precedente a toda toma de posición de cada uno de los miembros de la
humanidad actual".
Por la valoración de los diversos elementos del pecado original, la teoría de Flick-
Alszeghy se presenta como una de las más completas que se han elaborado recientemente. Se la
clasifica en la perspectiva existencial porque su elemento central es el personalista, a saber: "la
incapacidad de amar a Dios sobre todas las cosas y, consiguientemente, de evitar los pecados
graves personales". Especificando más, M. Flick describe el pecado original como "una
inevitable necesidad de pecar...; una disposición psicológica del hombre, que virtualmente
contiene todos los pecados personales, los cuales, a causa de esto, se hacen inevitables"...; la
pérdida de una virtualidad que bajo el impulso de la gracia hubiera podido llevar al hombre al
desarrollo de sus facultades, no en oposición a Dios.
Desgraciadamente, Flick y Alszeghy no se detienen en todo el volumen en el dogma de la
inmaculada concepción. Esta laguna sorprende, sobre todo si se piensa que ellos se proponían
proceder adoptando "una de las principales reglas de la metodología teológica": la analogía de la
fe, que hace evitar el aislamiento del pecado original del resto del mensaje cristiano. La falta de
verificación mariana priva al pecado original de una ulterior garantía e iluminación: por otra
parte, la inmaculada concepción de María no ha recibido de estos autores una actualización que
hubiera podido hacer surgir nuevos aspectos del misterio.
En el ámbito de esta teoría, la inmaculada concepción se presenta en todo caso como
capacidad radical de dialogar con Dios y de opción fundamental derivada de la participación de la
vida divina, recibida desde el principio mediante preservación del influjo deletéreo del pecado de
la humanidad. En particular es importante subrayar la dimensión personalista, que hace
ininteligible el pecado original sin relación al pecado personal; en este sentido, la inmaculada
concepción es un privilegio dado por Dios con vistas a una vida santa e inmaculada, en
consonancia con la misión de María en la historia de la salvación.

5. SÍNTESIS FINAL.
Historia, teología, espiritualidad y cultura ofrecen varias pistas para una representación
actualizada de la inmaculada concepción de María.
A pesar de la tardía explicitación del dogma, la argumentación pro Inmaculata encuentra su
firme certeza en la definición de Pío IX, que, sostenida por el consenso de los obispos y de los
fieles, corona una batalla secular. La inmaculada concepción es, pues, un hecho eclesial, porque
ha madurado en la conciencia de los creyentes a lo largo de los siglos cristianos y se ha impuesto
en la iglesia superando obstáculos de orden teológico y la oposición de los más prestigiosos
teólogos medievales. No se puede negar que la atribución de la concepción inmaculada a María
armoniza con su maternidad divina y santa lo mismo que con su función de colaboradora en la
obra del Hijo único redentor.
Por su intima comunión de vida y de destino con Cristo, María se ha visto rodeada desde el
primer momento de su existencia por el amor del Padre, por la gracia del Hijo y por los
esplendores del Espíritu. Consiguientemente, ha sido preservada de toda sumisión o connivencia
con el mal, tanto interior como estructural. La Inmaculada es un ejemplo de justificación por pura
gracia, que sin embargo no permanece inerte en ella, sino que provoca una respuesta de fe total al
Dios santo que la ha santificado. Ella manifiesta la plenitud y perfección del amor redentor de
Cristo, porque muestra su eficacia retroactiva y preservativa. Precisamente por eso la Inmaculada
no obstaculiza el movimiento de la historia hacia la unificación y la perfección en Cristo, sino
que lo promueve, convirtiéndose a su vez en comunicadora de salvación.
La inmaculada concepción es el comienzo de un mundo nuevo animado por el Espíritu: es
plenitud de amor, superávit de realidad cristiana, nostalgia del paraíso perdido y vuelto a
encontrar. María "es el fruto no envenenado por la serpiente, el paraíso ya concretado en el
tiempo histórico, la primavera cuyas flores no experimentarán ya el peligro de la contaminación y
la putrefacción" (L. Boff). En ella la iglesia encuentra su utopía, su imagen más santa después de
Cristo, su ser y deber ser de "esposa inmaculada". El privilegio de María no la separa de la
humanidad ni de la iglesia, porque la Inmaculada tiene una función tipológica para la comunidad
cristiana y cada uno de sus miembros. La inmaculada concepción es un privilegio no
aristocrático, sino popular y, en alguna manera, participable.
Ciertamente, incluso dentro del esplendor del Espíritu, María permanece anclada en la
tierra, en la historia, en la concreción de la condición humana. Si se ha visto inmune del pecado y
de la concupiscencia que conduce al mal, la Inmaculada no ha estado exenta de los sentimientos
humanos más intensos y vitales, de los límites y condicionamientos culturales, del sufrimiento,
del camino de la maduración y de la peregrinación en la fe. A diferencia de nosotros, pecadores,
María bajo el influjo de la gracia ha puesto sus impulsos y tendencias al servicio de un proyecto
santo.

(·FIORES-S-DE. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 927-935)


EL DOLOR DE LA VIRGEN
EN LA INFANCIA Y EN LA PASIÓN DE SU HIJO
S. Maggiani
El misterio de la participación de la Virgen madre dolorosa en la pasión y muerte de su Hijo
es probablemente el acontecimiento evangélico que ha encontrado un eco más amplio y más
intenso en la religiosidad popular, en determinados ejercicios de piedad (Via crucis, Via Matris...)
y, en proporción con los demás misterios, también en la liturgia cristiana de oriente y de
occidente. Es curioso cómo estas tres dimensiones de la piedad están idealmente unidas en la
liturgia de rito romano en el Stabat Mater, atribuido a Jacopone de Todi, secuencia nacida en un
contexto de intensa religiosidad popular, utilizada de varias maneras en los ejercicios piadosos y
aunque de forma facultativa, presente en la liturgia de las horas y en la liturgia de la palabra de la
misa del 15 de septiembre de la Virgen de los Dolores. Esta singularidad revela que las tres áreas
de piedad que hemos señalado, dejando aparte ciertas intemperancias ocasionales, reflejan
agudamente lo esencial del misterio evangélico.
Pero el dolor de la Virgen, aunque encuentra en el misterio de la cruz su primera y última
significación, fue captado por la piedad Mariana también en otros acontecimientos de la vida de
su Hijo en los que la madre participó personalmente. En general, se suele considerar el dolor de la
Virgen en la infancia de Jesús y no sólo en su pasión. La meditación cristiana captó y en cierto
modo fue codificando progresivamente a lo largo de los siglos siete sucesos dolorosos, siete
episodios bíblicos en los que está atestiguada expresamente intuida por la tradición la
participación de María. Se recuerda la subida al templo de José y de María para presentar allí a
Jesús a los cuarenta días de su nacimiento, con la relativa profecía del anciano Simeón: "Una
espada atravesará tu alma" (/Lc/02/34-35). Espada que es, "según parece, la progresiva revelación
que Dios le hace de la suerte de su Hijo"; espada que penetrando en María le hará sufrir; espada
símbolo del camino doloroso de la Virgen, que en la tradición posterior será asumida como signo
plástico de los dolores sufridos por la madre del Redentor y representada luego en número de
siete puñales clavados en el corazón de la Virgen. El camino de fe de la Virgen se vio muy pronto
marcado por un nuevo suceso doloroso: la huida a Egipto con Jesús y José (Mt 2,13-14). Y una
vez más, durante la infancia de Jesús, el suceso de la pérdida en Jerusalén y la búsqueda ansiosa y
dolorida de María y de José (cf Lc 2,43ss), que se concluirá con el hallazgo del Hijo en el templo,
nuevo motivo de meditación y de interpretación sobre la voluntad de Dios en el corazón de la
madre. La contemplación de la tradición ha querido descubrir en la subida de Jesús con la cruz al
Calvario la experiencia síntesis del camino de fe de la madre y aunque los evangelios no
mencionan nada de eso, la piedad tradicional ve también la presencia de María en el encuentro de
Cristo con las mujeres (Lc 23,26-27).
Como ya se ha dicho, es en el acontecimiento de la crucifixión donde encontramos el
significado primero y último de la Dolorosa: "Estaban en pie junto a la cruz de Jesús su madre,
María de Cleofás, hermana de su madre, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a
ella al discípulo que él amaba, dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo:
He ahí a tu madre " (Jn 19,25-27a). Y una vez más la devoción de los fieles quiso prolongar la
participación amorosa de la madre en la muerte redentora del Hijo recordando como en un
díptico, la acogida en el regazo de María de Jesús bajado de la cruz (cf Mc 15,42),
acontecimiento objeto de atención particular por parte de pintores y escultores, y la entrega al
sepulcro del cuerpo exánime de su Hilo (cf Jn 19.40-42a).

II. Situación actual en la doctrina y en la liturgia

1. LA DOCTRINA.
La distribución antigua y contemporánea de los aspectos del dolor de María de Nazaret,
más allá del reparto de los misterios que tuvo lugar en otros siglos que los veneraron por
separado, en la sensibilidad teológica de nuestros días y también, al parecer, en la piedad de los
fieles, no se percibe como una división puntual de compartimientos estancos, sino que, incluso en
la especificación de los diversos episodios, los dolores se relacionan armónicamente con el
camino de un misterio de fe que conoció el sufrimiento, en comunión total con el hombre de
dolores y abierto a la voluntad de Dios Padre. Tenemos una síntesis autorizada de esta nueva
mentalidad en el magisterio del Vat II: "También la Virgen bienaventurada avanzó en esta
peregrinación de la fe y mantuvo fielmente su comunión con el Hijo hasta la cruz ante la cual
resistió en pie (cf Jn 19,25), no sin cierto designio divino, sufriendo profundamente con su
unigénito y asociándose a su sacrificio con ánimo maternal, consintiendo amorosamente en la
inmolación de la victima que ella había engendrado" (LG 58). En realidad es la comunión
profunda, que en cierto modo se hace consciente, entre la madre y el Hijo, comunión ligada no
solamente a la generación, sino también a la fe, lo que llevó a María a cooperar en la obra de
Jesús hasta el. Calvario: "Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, pre sentándolo al
Padre en el templo; sufriendo con su Hijo moribundo en la cruz, cooperó de un modo muy
especial a la obra del Salvador, con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad para
restaurar la vida sobrenatural de las almas" (LG 61).
Debido a esta participación amorosa y total, María se convierte "para nosotros en madre en
el orden de la gracia" (LG 61). La enseñanza conciliar ha abandonado de hecho los problemas
sutiles y las objetivaciones ontológicas, explicitando la doctrina mariológica de las encíclicas
papales que se habían ocupado de estos temas con datos bíblicos y existenciales. Por esta línea ha
seguido la investigación, sirviéndose especialmente de la profundización exegética que subraya
cómo María junto a la cruz, como hija de Sión, es figura de la iglesia madre a cuyo seno están
convocados en la unidad los hijos dispersos de Dios, con sus relativas consecuencias, y cómo "en
la pasión según Juan —de tan altos vuelos teológicos— Jesús es el hombre de dolores, que
conoce bien lo que es sufrir (Is 53,3), aquel a quien traspasaron (Jn 19,37; cf Zac 12, 1). Y
paralelamente su madre es la mujer de dolores... Ella expresa también el modelo de perfecta
unión con Jesús hasta la cruz. Precisamente el estar junto a la cruz, la propia y la de los demás, es
una de las tareas más arduas del amor cristiano, que exige alegrarse con los que se alegran (Rm
12,15; cf Jn 2,1 =bodas de Caná) y llorar con los que lloran (Rm 12,15; cf Jn 19,25 = la cruz de
Jesús).

Esta ejemplaridad de María adquiere nuevos matices de profundización en las reflexiones


de un episcopado como el de Sudamérica: "En María se manifiesta preclaramente que Cristo no
anula la creatividad de quienes le siguen. Ella, asociada a Cristo, desarrolla todas sus capacidades
y responsabilidades humanas, hasta llegar a ser la nueva Eva junto al nuevo Adán. María, por su
cooperación libre en la nueva alianza de Cristo, es junto a él protagonista de la historia". El
misterio de la mater dolorosa, leído en relación con Cristo y con la iglesia, se convierte en
experiencia vital para el cristiano no sólo respecto al conocimiento de la historia salvífica, sino
también como fuente singular de consuelo y de esperanza para su vida cotidiana.
2. LA LITURGIA.
15 de septiembre: Virgen de los Dolores, memoria. En la exhortación apostólica Marialis
cultus, Pablo VI, después de destacar la presencia de la madre en el ciclo anual de los misterios
del Hijo y las grandes fiestas Marianas, presenta de este modo la memoria del 15 de septiembre:
"Después de estas solemnidades se han de considerar, sobre todo las celebraciones que
conmemoran acontecimientos salvíficos, en los que la Virgen estuvo estrechamente vinculada al
Hijo como... la memoria de la Virgen Dolorosa (15 de septiembre), ocasión propicia para revivir
un momento decisivo de la historia de la salvación y para venerar junto con el Hijo exaltado en la
cruz a la madre que comparte su dolor" (n. 7).
El día después de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz la ecclesia celebra la
compasión de aquella que se mantuvo fiel junto a la cruz. Esta memoria tiene un formulario
propio (trozos bíblicos y textos eucológicos) para la celebración eucarística y partes propias para
la liturgia de las horas. El contenido de la colecta nos puede ayudar a captar el significado de esta
celebración: el carácter cristológico de la primera parte (la actio gratiarum) y el eclesiológico de
la segunda (la petitio) colocan inmediatamente la memoria del 15 de septiembre en un horizonte
de solidez teológica y de amplia visión conciliar.
"Señor, tú has querido que la madre compartiera los dolores de tu Hijo al pie de la cruz". El
comienzo de la oración alaba al Padre y le da gracias, porque en la hora de la redención quiso que
estuviera presente la madre de su Hijo y que participara de su obra. La referencia tan clara al
evangelio de Juan (19,25; 3,14-15; 8,28; 12,32) da a las breves frases iniciales aquella luz de
resurrección que el evangelista quiso derramar en el relato de la pasión y muerte de Cristo: la
cruz, además de ser instrumento de dolor, es sobre todo un trono de gloria. La madre participa de
esta luz. En efecto, la liturgia del 15 de septiembre imprime un carácter de glorificación al
misterio del dolor de María (cf aclamación al evangelio, antífona de la comunión, antífona al
Ben.; antífona de vísperas y lectura breve).
De esta forma se sintetizan líricamente dos grandes temas de Juan: la exaltación (3,14-15,
8,28, 12,32) y la hora de Jesús (7,30, 8,20, 12,20-28; 13,1; 16,13-14)' 4. La presencia de María
encuentra para los dos temas su lugar debido, el lugar querido por Dios. En la colecta esta
presencia se subraya por el sustantivo mater en relación con el Filius: la hora de la exaltación en
la cruz de Cristo es el punto focal del tríptico "Caná-Calvario-Apocalipsis 12", en donde aparece
con toda claridad el "ser madre" de la Virgen. En Caná (Jn 2,1-11) anticipó como madre la
inauguración del misterio del Hijo, invitándole a realizar el primero de los "signos": origen de la
fe en los discípulos, a quienes hace reunirse junto con ella y con los hermanos en torno a Cristo
(Jn 2,12). Al mismo tiempo, María hizo anticipar también con este signo, proféticamente, aquella
hora que se mostró en toda su luz cuando el Hijo del hombre reinó desde el madero y derramó la
salvación sobre toda la humanidad.
Además, aquella hora, en la que el Hijo prescindió de su madre (Jn 2,4), la Virgen se reveló
como madre de todos, como madre de la iglesia (en este sentido hay que leer la oración sobre las
ofrendas). Y una vez más la madre está junto a Cristo en la fe, representados simbólicamente en
Juan los discípulos y los hermanos. En esta fe contra toda esperanza experimenta profundamente
la Virgen la comparticipación en los sufrimientos del Hijo ("compatientem", de "pati-cum", es el
término latino de la "editio typica" del Misal romano, traducido a veces impropiamente con
"dolorosa"; lo mismo puede decirse para la oración después de la comunión, en donde
"compassionem B.M.V. recolentes" se ha traducido: "al recordar los dolores de la virgen María").
No sólo como madre está íntimamente unida al dolor de Cristo, sino que, como ya hemos
observado, lo está como creyente bienaventurada que ve vacilar los fundamentos de su fe con la
pasión y la muerte. Al mismo tiempo lucha sufriendo, esperando sólo en aquel que muere. Surge
espontáneamente el recuerdo de Simeón, que había profetizado ya en este sentido: "Una espada
atravesará tu alma" (Lc 2,35, del que encontramos un eco en la antífona inicial de la misa, en el
segundo pasaje evangélico ad libitum, o sea Lc 2,33-35, y en la segunda lectura de la liturgia de
las horas sacada de los Sermones de san Bernardo), y el recuerdo de su vida de fe que la había ido
preparando para esta realidad: admirable expresión de los futuros fieles auténticos, que aun en
medio del sufrimiento esperan únicamente en aquel que murió y resucitó. En Apocalipsis 12
parece estar clara la referencia a Jn 19,25-27.
Por lo que se refiere a la "mujer", se sabe que los exegetas andan divididos. Sin embargo,
creemos que no está lejos la interpretación que ve en esta "mujer" tanto a la iglesia como a María:
en efecto, "la iglesia y María son entre sí realidades complementarias, lo mismo que son las dos
complementos insustituibles del mismo Cristo".
La madre del Hijo de Dios participa con él, en la hora de la historia, en la generación
dolorosa de todos los vivientes, derrotando al enemigo del Hijo del hombre y participando en su
glorificación por esta victoria. En este sentido el bíblico "viventium mater" (/Gn/03/20) es el
título perfecto de la nueva Eva. Madre espiritual y carnal de Cristo cabeza, madre espiritual de
todos los miembros, de todos los hombres. Esta madre es la primera que ofrece su colaboración
personal para completar la pasión de Cristo en favor de la iglesia, tal como se expresaba la
Mystici Corporis refiriéndose a Col 1,24-27. Deseo que la liturgia, en la oración después de la
comunión, sugiere que se actúe también para la asamblea que ha celebrado la memoria de la
Dolorosa como fruto final. De esta forma la madre se convierte para la ecclesia, que sigue
luchando aún contra el dragón, esperando la glorificación final, en signo de una esperanza cierta
y en motivo de estimulo.
La petición de la ecclesia es esencial: participar en la pasión de Cristo con aquella que es su
madre y su imagen, anhelando ardientemente llegar como llegó ella a la glorificación final: "Haz
que la iglesia, asociandose con María a la pasión de Cristo, merezca participar de su
resurrección". Estamos en el corazón de la liturgia del 15 de septiembre, la auténtica dimensión
cristiana y el sentido último y denso de la celebración, los mismos motivos que aparecen en el
Stabat Mater. Lo que se vislumbra al comienzo de la colecta encuentra su petición consecuente en
su segunda parte: pasión del Hijo y de la madre (petición de participar en esa pasión),
glorificación del Hijo y de la madre (petición de conglorificación).
Estas dos peticiones piden lo esencial para la vida de la iglesia. Respetan su ya y su todavía
no. San Pablo nos ayuda a profundizar en el sentido de estas súplicas. La comunión total con
Cristo Señor nos da la garantía de participar en su vida divina (cf también la antífona de la
comunión y las antífonas de laudes y vísperas). El espíritu que él nos ha obtenido "da testimonio
juntamente con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios.
Y si hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo" (Rm 8,16-17).
Cristo quiso libremente señalar el camino del hombre participando en todo y para todo de la vida
humana, viviendo un periodo concreto de acontecimientos, alegrías y sufrimientos, viviendo
hasta el fondo la muerte por la vida. La comunión con él, ser coherederos con su persona, como
la vivió también la virgen María, supone asumir, iluminados conscientemente por la fe, la vida de
cada día, en donde el límite propio del hombre, el sufrimiento, es un elemento no accesorio:
“Coherederos de Cristo, si es que padecemos juntamente con él" (Rm 8,17). La participación en
la pasión tiene dos perspectivas: personal y comunitaria. Es anhelo por la continua liberación de
toda forma de pecado, de mal, individual y social. Es volver a tomar día tras día la propia cruz
(Lc 9,39) y aliviar com-pasivamente la cruz de cualquier hombre que esté en nuestro camino y la
de la humanidad de que formamos parte (Lc 10,25-37; Jn 13,34). Pero esta pasión no es fin de sí
misma, sino que es para la vida: "Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo;
pero si muere, produce mucho fruto" (Jn 12,24); y es para la vida sin fin: "Padecemos juntamente
con él, para ser también juntamente glorificados'' (Rm 8,17); "si sufrimos con él, también con él
reinaremos" (2Tim 2 11). Se trata de la tensión escatológica hacia la vida de toda la existencia
cristiana. Se trata de la esperanza, que sostiene el ya de la iglesia, mientras camina hacia el
todavía no. Esperanza que se centra esencialmente en la resurrección de Cristo, el primero de los
vivientes (cf Rom 8, 18-30).
...................
No se contempla ni se venera a la mater dolorosa solamente para participar
conscientemente, en cuanto personas particulares, en la pasión de Cristo a fin de vivir su
resurrección, sino que además se hace esto para que María, como imagen de la iglesia, inspire a
los creyentes el deseo de estar al lado de las infinitas cruces de los hombres para poner allí
aliento, presencia liberadora y cooperación redentora. Además, la Dolorosa puede recordar a los
hombres de nuestro tiempo, inquietos y preocupados por la esencialidad de las cosas, que la
confrontación con la palabra de la verdad y su manifestación pasa ciertamente por la experiencia
de la espada (cf Lc 2,35; Ez 14,17; 33,36; Sab 18,15; Ef 6,17; Heb 4,12; Ap 1,16), que traspasa el
alma, pero que abre también a una nueva conciencia y a una misión renovada (cf Jn 19,25-27),
que va más allá de la carne y de la sangre y de la voluntad del hombre, puesto que brota de Dios
(cf Jn I, 13).
(·MAGGIANI-S. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 633-637)
MARIA
MADRE DE LA IGLESIA
1.
La Iglesia es semejante en todo a María. Dio a luz a la cabeza de la Iglesia, y ésta
engendra constantemente hijos que forman el cuerpo místico de la cabeza. Engendra y da a
luz sus hijos por medio de la predicación de la palabra y la administración de los
sacramentos. La fuente bautismal es el fecundo seno materno del que constantemente
brotan nuevos hijos. En una inscripción del baptisterio de Letrán se dice: "En esta fuente la
Iglesia, nuestra madre, de su seno virginal da a luz los hijos que ha concebido bajo el aliento
de Dios." En la bendición del agua bautismal se dice esta oración: "Mirad, Señor, a vuestra
Iglesia y multiplicad en ella nuevos hijos, Vos, que con el torrente de vuestra gracia alegráis
vuestra ciudad y en todo el mundo abrís hoy las fuentes del bautismo para renovar las
gentes, a fin de que, con el imperio de vuestra majestad, reciban la gracia de vuestro Hijo
Unigénito por virtud del Espíritu Santo. El cual, con la secreta intervención de su divinidad
fecunde este agua destinada a la regeneración de los hombres, para que, habiendo recibido
esta fuente divina la santificación vea salir de su seno purísimo la nueva
generación, heredera del cielo". Aún con más firmeza y perfección resuenan las alabanzas
de la Iglesia madre-virgen en la liturgia oriental.
María concibe y da a luz en el Espíritu Santo; también la Iglesia concibe y da a luz en el
Espíritu Santo. María da a luz para una nueva creación, y la Iglesia da a luz a los nuevos
hombres.
Pero la relación entre María y la Iglesia va más allá del mero paralelo. Es una relación de
origen, pues los alumbramientos de la Iglesia están condicionados por el parto de María. Lo
nacido de María vino al mundo como cabeza de una nueva humanidad. Su parto está
ordenado a los alumbramientos de la Iglesia, como la cabeza al cuerpo. A la inversa, los
partos de la Iglesia se reflejan en el de María, consuman en cierto sentido lo que comenzó
por aquél. De esa manera, el parto de María y los de la Iglesia forman un todo único. Sólo
por su concurso nace el "Cristo Total", o sea, el Cristo que se compone de cabeza y
cuerpo. María tiene en esto importancia fundamental. La Iglesia recibe lo que Ella realizó y
lo continúa como corresponde al plan divino de salvación. María dio a luz a Uno. Pero
puesto que de este primer nacimiento se siguen el nacimiento de muchos por la Iglesia,
resulta ser María madre de muchos. La Iglesia da a luz a muchos. Pero por ser todos ellos
miembros de un cuerpo, se puede también decir de ella que da a luz a uno, siendo madre
de la unidad. "El cuerpo de la Iglesia, como su cabeza, nace del Espíritu Santo y de la
Iglesia virgen; y de todas las gentes, como de diversos miembros, se constituye un solo
hombre nuevo", dice Guitmundo de Aversa.
La estrecha relación entre María y la Iglesia justifica un intercambio de afirmaciones, de
manera que se puede decir de una lo que en primer lugar se afirma de la otra, y a la
inversa. Existe una especie de perichoresis y una comunicación de idiomas como dice
Scheeben. Así se llama a María madre de la Iglesia, por dar a luz al Cristo asociado a su
cuerpo místico. Ocasionalmente, algunos Padres llaman a la Iglesia madre de Cristo,
incluso madre de Dios por engendrar al cuerpo vivificado por la cabeza, Cristo. Se podían
alegar las palabras de Cristo de que quienes creen en El son su madre y hermanos. Dice
así San Gregorio en una homilía: "Debemos saber que quien es hermano y hermana de
Cristo en la fe, es su madre por la predicación, pues, como quien dice, da a luz al Señor
engendrándole en el corazón de los oyentes. Es su madre, pues por su palabra se
engendra el amor del Señor en el espíritu del prójimo" 56. De modo parecido declara
Haymon: "El mismo Señor dice en el Evangelio: "Quienquiera que cumpla la voluntad de mi
Padre", etc.... La Iglesia es considerada como madre y como hijo. Porque cuando conduce
a alguno a la fe es madre, o sea, le reengendra en la fuente bautismal. En aquellos, en
cambio, que se acercan al bautismo y confiesan creer en Cristo, es hijo". San Agustín
explica que, como se dice de la Iglesia que es madre de Cristo, se puede decir de Cristo
también que es hijo de la Iglesia. Es más, Cristo nace de nuevo todos los días, es decir,
siempre que un hombre se hace cristiano. El monje Anastasio del Monte Sinaí explica hasta
el saludo del ángel aplicándolo a la Iglesia: "Bendita eres entre las mujeres tú, vida única,
tú, madre vivificante de los fieles, excelsa madre de Cristo, tú, Iglesia santa; y bendito es el
fruto de tu vientre, el pueblo único de todas las naciones vivas". Cuán estrechamente se
corresponden el parto de María y los alumbramientos de la Iglesia, se deduce del hecho de
que María dio a luz a su Hijo corporalmente, pero alumbró espiritualmente a todo el género
humano a una nueva vida; mientras que la Iglesia da a luz espiritualmente a sus hijos a la
vida celeste, pero ejerce en la Eucaristía una especie de función maternal con relación a
Jesucristo. Feckes lo expresa así: "Como María engendra al Cristo terreno, así la Iglesia al
Cristo eucarístico. A la manera como la vida de María gira en torno a la educación y
custodia de Cristo, la vida y preocupación más íntima de la Iglesia giran en torno al don
Eucarístico; como María regala al mundo el Cristo terreno para que su santa carne lo
redima y nazcan hijos de Dios, así la carne y sangre eucarísticas de la Iglesia forman los
hijos vivos de Dios. Como María coofrece el sacrificio junto a la cruz, también lo hace la
Iglesia toda, por su parte, en cada santa Misa. Como María concibe el tesoro total de las
gracias de la Redención para administrarlo espiritualmente como abogada, también la
Iglesia lo ha concebido y lo concibe en cada santo sacrificio de nuevo, como si dijéramos,
para administrarlo y repartirlo ministerialmente. Como María es la celestial y auténtica
abogada cerca de su Hijo, así también la Iglesia tiene la fuerza auténtica y poderosa de la
oración por sus hijos".
María y la Iglesia se unen en el modo virginal de su alumbramiento pues ambas conciben
y dan a luz en el Espíritu Santo, no a la manera biológica de la generación natural. Por la
virtud del Espíritu Santo concibió María a su Hijo y le dio a luz a la vida terrena. Por la
misma virtud engendra la Iglesia a sus hijos a una nueva vida en el Espíritu Santo.
HEREJIA/VIRGINIDAD FE/VIRGINIDAD VIRGINIDAD/FE Los Padres ven en su fe lo
que tienen de común en la virginidad. Por la fe en el Señor, María y la Iglesia son una
misma cosa. Por la fe se entregó María a Dios sin reservas. Ya antes de concebir
corporalmente había concebido a Dios por la fe. Por ella permanece fiel a su vocación
hasta la hora de la Cruz. Su fe se mantiene inconmovible también el día de viernes santo.
Si la Iglesia es la comunidad de los fieles cristianos, en aquel día la vida del cuerpo místico
se recoge en María. El sábado santo era ella la única en quien se representaba la Iglesia,
pues en todos los demás la fe se apagó u oscureció. Según San Buenaventura, María es
aquella en quien permaneció firme e inconmovible la fe de la Iglesia. Por la misma fe se
entrega la Iglesia a Jesucristo. Según San Agustín, la fe incorrupta es la virginidad del
corazón. Para Pedro Damiano, la Iglesia es virgen porque guarda incólume e inviolable la
fe. La Iglesia se guarda de las herejías, pues la herejía es pérdida de la virginidad.
Hemos de suponer que María al pie de la cruz aprendió lo que el Resucitado hizo
presente a los discípulos de Emaús que en Cristo se cumplieron las antiguas profecías y
que El debía sufrirlo todo para entrar así en su gloria. Miró la cruz con inteligencia de
creyente en nombre de la Iglesia, y reconoció en ella la voz unánime de todas las Escrituras
del Antiguo y del Nuevo Testamento y el sentido último de todo acontecer. Su corazón fue
traspasado entonces por la espada del dolor, como había profetizado Simeón. Aceptó el
dolor en nombre de la Iglesia, que hasta el fin de la tiempos participa por la fe en la cruz del
Señor.
María es también el prototipo de la Iglesia en cuanto a la plenitud de gracia y santidad.
Está llena del Espíritu Santo y vive en su atmósfera celestial, como también la Iglesia. Es,
como ésta, la virgen fiel, inmaculada, el jardín cerrado, la fuente sellada, el tesoro
escondido, la torre de David, la casa de oro, la tierra bendita, el santuario del Paráclito, el
trono de Dios, la vid mística, la luz inextinguible, el centro de la ortodoxia, la aurora de la
mañana que anuncia la salvación. Las letanías marianas son a menudo letanías de la
Iglesia, y a la inversa. Si la Iglesia es el ámbito en que nace la nueva humanidad, María es
la célula germinal y su plenitud. Pues Ella ha llegado ya a esa plenitud, hacia la que marcha
el pueblo de Dios en peregrinación larga e incansable. María dio cabida en su corazón,
conservó en él y recibió, en la venida del Espíritu Santo, lo que atestigua la predicación
eclesiástica. En Ella se ha realizado, de manera única e irrepetible en plenitud total, lo que
participa cada miembro de la Iglesia. Por eso, para dar el fruto de la fe, tiene que morar en
cada uno el alma de María que glorifica al Señor, y su espíritu, que se regocija en Dios.
Cada fiel cristiano, en su entrega al Señor, es marial, como la Iglesia entera lo es en su fe.
(·SCHMAUS-8.Págs. 281-284)
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2. MARÍA BARCO:/Pr/31/14:
Otro versículo del canto a la «Mujer fuerte» nos introduce aún más profundamente en el
misterio entre María y la Iglesia: «Es como nave de mercader, que de lejos trae sus
víveres». María ha traído al Señor al mundo verdaderamente de lejos», de las alturas de su
eternidad. En Belén, o sea, en la «casa del pan» dio a luz al que un día dirá de sí mismo:
«Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo» (Jn. 6,51). Cristo es el pan de Belén, que
trueca el hambre del pecado en alegre convite, el tesoro sacado de las riquezas del Padre
que enriquece a los hombres.
En esto pensaban los Padres cuando leían a propósito de la «Mujer fuerte» que era
comparable a un barco ricamente cargado que viene de lejos, surca veloz y trae víveres y
tesoros. María fue este barco, prosiguen, y el Niño de Belén es el Pan y el Tesoro.
·Efrén-SAN el sirio, cantó así en uno de los hermosos cánticos a María: «Ella es un barco,
cargado con el más rico tesoro, que ha traído para los pobres riquezas celestiales. Los
muertos fueron colmados por la que les trajo vida». De lejos viene este dichoso barco, de la
casa del Padre nos ha traído María, como «Mujer fuerte», este tesoro. El místico ·Taulero
compuso este himno para cantar a María la «Mujer fuerte»:
Por una tranquila ruta
a nosotros arriba la navecilla,
nos trae ricos dones
la augusta Reina.
La navecilla avanza serena
y nos trae rica carga,
la vela es el amor,
el Espíritu Santo el mástil.
Pero al mismo tiempo esto es un eco de la alta teología
de los Padres acerca de la Iglesia. La Iglesia es, en efecto, aquí también al igual de María,
la «Mujer fuerte» que viene de lejos como un barco cargado de tesoros, para traer riquezas
divinas a la humanidad empobrecida. Ya en el siglo IV se ve en el versículo cuarto de
nuestro cántico un símbolo de la Iglesia: «Sin dudar, este barco simboliza a la Iglesia, como
ya el Espíritu Santo lo ha dicho de ella por boca de Salomón: ella es semejante a un barco
mercante que viene de lejos: es la Iglesia, que bajo el soplo del Espíritu Santo se hace a la
vela por doquiera, llevando consigo el inefable e inmenso tesoro, la sangre de Cristo, con la
que toda la Humanidad y todo el cosmos ha sido redimido».
En María y en la Iglesia el mundo pobre se ha enriquecido, la Humanidad entera
hambrienta se ha hartado...
·Agustín-SAN desarrolló este tema a sus fieles en un admirable sermón, en el que aplica
el himno de la «Mujer fuerte» a la Madre Iglesia: «Quienquiera de vosotros -comienza él-
que haya oído este texto de la Escritura, dice en su corazón -como se puede deducir de su
atención-: Esta tiene que ser la Iglesia». En seguida aplica él los versículos a la Iglesia, a
esta «Mujer fuerte», a esta Madre de mártires, que en la noche de su historia se levanta del
lecho, distribuye alimentos, teje lana y lino, sin que su lámpara se extinga. Y describe así su
destino: «Aquí abajo es, pues, hacendosa, vigilante, cuidadosa, constante en tener
ordenada su casa; se levanta de noche y cuida de que la lámpara no se apague; valiente
en la prueba, aguarda temblorosa los bienes que aún no ha conseguido, dando siempre
vueltas al huso, no comiendo jamás su pan ociosa»
(·Rahner-H, María y la Iglesia)
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3.
«La una (María) ha dado la salvación a los pueblos, la otra (Iglesia) da los pueblos al
Salvador. La una ha llevado la vida en su seno, la otra la lleva en la fuente del sacramento».
(Liturgia mozárabe)
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4. MARÍA IMAGEN DE LA IGLESIA


-Primera imagen de la Iglesia.-Los pensamientos considerados y profundizados
continuamente por parte de la tradición católica sobre este tema son tan copiosos, que
bastará solamente con indicarlos aquí. Pero no se los debe calificar de insignificantes o
caducos, como pasa a menudo en la meditación actual sobre la Iglesia. María fue
entregada por su Hijo a la custodia de un apóstol y por él a toda la Iglesia apostólica. Jesús
da así a la Iglesia este centro o punto, que de una manera inimitable, que hay que renovar
sin cesar, personifica la fe de la nueva comunidad: el sí inmaculado y sin reserva al plan de
salvación total de Dios para el mundo. En este centro la Iglesia es ahora ya y no sólo en la
eternidad futura, la "novia sin mancha, sin arruga", la "inmaculada", como la llama Pablo
expresamente (/Ef/05/27)
(·BALTHASAR-3.Pág. 69)
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5. MARÍA EVA MEDIADORA: /Jn/19/25-27.


-Es llamativo el hecho de que Juan coloca a "la Madre de Jesús" (así siempre la
denomina Juan, nunca "María") en situaciones claves al comienzo de la vida pública de
Jesús (Bodas de Caná: /Jn/02/01-11) y al final (esta perícopa), mientras la mantiene
ausente de todo el resto del Evangelio. Este hecho, más ciertas conexiones literarias y
teológicas, obliga a relacionar ambos episodios. En los dos, el extraño apelativo "mujer". En
Caná, es rechazada la intervención de María en la Obra Mesiánica, porque "no había
llegado la Hora" de Jesús. Cuando llega esta Hora, llega también la Hora de María, de su
intervención en la Obra Mesiánica. El texto comienza llamándola "madre de Jesús" y acaba
en "madre tuya", del discípulo que representa aquí a los auténticos discípulos de Jesús.
"Mujer", nueva Eva junto al nuevo Adán, bajo el árbol de la Cruz, junto a un jardín, Madre
de los creyentes.
(COMENTARIOS _BIBLICOS-6 Pág. 170)
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6. MARÍA MADRE DE LA IGLESIA:


-Tres veces Juan denomina a María "su Madre": a ella, lo mismo que al discípulo, no se
la designa por su nombre humano, sino por su nombre de gracia, es decir, por su función
en el orden de la salvación. Esta insistencia en denominarla "su Madre" subraya la
anomalía del título con que Jesús se dirige a ella: "Mujer". Este es el nombre con que Adán
había saludado a Eva, en su común inocencia (Gn/02/23); como en Caná, este nombre
trastorna el nivel de las relaciones puramente humanas. Presentado solemnemente como
"Hombre" por Pilatos (Jn/19/05), Jesús reconoce en su Madre "la ayuda adecuada"
(Gn/02/18), completamente igual que "la mujer" que da a luz con dolor para dar al mundo un
Hombre (Jn 16. 21). (...) Pide a María que acepte su muerte, que no espere ya nada
terreno, que convierta en oración los sarcasmos de los judíos: "que le salve ahora, si es
que de verdad le quiere" (Mt/27/40/43). El Padre quiere hacer de ella la Madre de la Iglesia;
al notificarle Jesús esta grandeza, fruto de la Gracia, indica con qué terrible precio ha de
pagarlo, por decirlo así. De ese modo confirma Jesús la fe de su Madre, ayudándole a
consentir en la plenitud de su gloria, que es el misterio de la unidad de todos en un único
Cristo (Ef 1. 20ss).
(·BOBICHON-1/2.Pág. 102 s.)
MARÍA MADRE NUESTRA
T .F. OSSANNA.

I. Aclaración de los términos y planteamiento del problema


María, en su historia, está íntimamente ligada a Jesús de Nazaret, el Cristo, cuya madre
es, además de esta dimensión histórica, está el misterio de María, madre de Dios y madre
de los hombres. La realidad de este misterio es fundamentalmente afirmación de fe. La fe
que desvela el misterioso lazo entre María y nosotros, expresado en las palabras madre
nuestra, tiene en sí también un elemento cultural que es preciso saber captar para
comprender el sentido exacto de la afirmación.
A lo largo de los siglos la maternidad ha sido considerada con acentos diversos; hoy se
destacan también algunos aspectos negativos que la maternidad ha tenido o puede tener,
como el lazo de dependencia del hombre que subordinaba a la mujer, o la eventualidad de
que la madre impida la maduración del hijo; así pues, el concepto de madre puede tener
también una resonancia negativa. Al considerar el valor y el sentido de la maternidad en el
evangelio, hay que tener presente toda una cultura que exaltaba la figura materna. No son
sólo Filón y el estoicismo quienes dicen: "Padre y madre son los dioses visibles"; es
también la historia del pueblo judío, que realza y celebra la figura de las madres de Israel,
las heroínas de un pueblo de larga historia evocada cada sábado en las sinagogas. Si fuera
de Israel tenemos la diosa madre, y la tierra es la madre, y las capitales son llamadas
ciudades madres (metrópolis), en Israel se leen elogios a la madre, a la que Dios quiere que
se honre (Éx 20,12). En el evangelio, Jesús se encuentra con las madres, las admira, las
consuela, les pide su colaboración; pero al mismo tiempo pone de manifiesto la superioridad
de Dios y del reino sobre el afecto materno (Lc 18,29; Mc 10,29), incluso
cuando habla a su madre (Lc 2,49) y de su madre (Lc 8,21).
En su esfuerzo por profundizar el sentido de la revelación, la teología de hoy relee el
texto sagrado con la mentalidad científica del estructuralismo, haciendo emerger así
aspectos que de otra manera podrían pasar inadvertidos. Por ejemplo, la etimología y el
uso de la palabra madre o mujer en el hebreo de la Biblia, y luego en el griego de los
evangelios, ha puesto de manifiesto los diversos significados del término. Analizando las
220 veces que se usa la palabra madre y las 781 en que aparece mujer, se ve que la
misma palabra puede usarse en sentido físico de generadora, unida con los verbos
concebir, estar encinta, dar a luz, generar, amamantar. Otras veces el término tiene un
sentido indirecto, y significa comienzo de la generación; por eso madre es también la
abuela; hay también un sentido figurado, por lo que madre puede ser también el pueblo,
Israel (Os 2,4-7) y el mismo Dios (Is 66,13). Más interesante aún es el grupo de verbos y
atributos a que están ligados el término y la función que expresa: la madre es símbolo de
amor y de ternura (Is 66,13; Sal 25,ó; Lc 13,34), que la expresión "entrañas maternas"
indica bien; está ligada a la sabiduría (Prov 8 22) a la fuerza para afrontar el sacrificio, los
dolores del parto; se convierte en fuente de vida, de alimento, de historia (Gén 24,60); es
protegida por Dios, colaboradora de Dios (Gén 4,1), portadora de gozo.
Así pues, al hablar de la maternidad de María respecto al hombre, hay que ir más allá de
la palabra en si misma.
II. El fundamento bíblico
La extensión de la maternidad de María a los fieles es una ampliación del dato bíblico
fundamental, que explícitamente nos la presenta sólo como la "madre de Jesús" o "madre
de mi Señor", como la saluda Isabel (Lc 1,43). Por eso hemos de verificar si es una
ampliación indebida o bien si tiene gérmenes de desarrollo en el mismo terreno bíblico; la
Biblia, en efecto, no es un libro cerrado, sino abierto a todo posible desarrollo, con tal de
que sea orgánico para el dato primordial.
Pues bien, creemos que, examinando el NT, se pueden encontrar elementos para
convalidar la doctrina de una maternidad espiritual de María extendida a todos los hombres
pero radicada en su maternidad física, que la coloca en una relación única y exclusiva con
Cristo.
A este respecto son significativos sobre todo los dos textos marianos del evangelio de
Juan, el milagro de las bodas de Caná (Jn 2,1-12) y la escena de María a los pies de la
cruz (Jn 19,25-27), así como el c. 12 del Apocalipsis, con la famosa visión de la "mujer
vestida de sol".

1. EL INTERÉS "MATERNO" DE MARÍA EN CANÁ.


A propósito del milagro de las bodas
de Caná, está claro por todo el relato que el evangelista quiere poner de relieve la figura de
Cristo; es como la primera epifanía de su gloria y de su poder mesiánico. En efecto, el
relato concluye con estos términos: "Así, en Caná de Galilea, dio principio Jesús a sus
milagros, manifestó su gloria y creyeron en él sus discípulos" (Jn 2,11).
Mas, por otra parte, es obligado recordar que si Jesús es el protagonista de toda la
escena, la que pone en marcha el mecanismo del milagro, aunque sea de modo muy
discreto, es María, llamada la madre de Jesús hasta cuatro veces (2,1.3.4.12). Léanse sólo
el comienzo y el final del relato: "Tres días después hubo una boda en Caná de Galilea, en
la que se hallaba la madre de Jesús" (v. 1); "Después bajó a Cafarnaún con su madre, sus
hermanos..." (v. 12).
Así pues, el episodio entero está bajo el signo de María en cuanto madre de Jesús. Pero
lo interesante es que María parece casi más preocupada de los otros que de su Hijo, el
cual permanece siempre, sin embargo, como el punto de referencia. Ella, en efecto, es la
que interviene y le indica a Jesús la situación embarazosa de los jóvenes esposos, que
desconocen la penosa situación en que pronto se hubieran encontrado: "No tienen vino" (v.
3). No sabemos si se trata de una petición o de alguna recomendación; ciertamente, no es
un gesto de mera información. María, como se ve, sabe ponerse en el lugar de los otros,
como una madre y más que una madre.
Interprétese como se quiera la enigmática respuesta de Jesús: "¿Qué hay entre tú y yo,
mujer?" (negativa, incertidumbre, acogida); lo cierto es que María deja abiertas todas las
puertas y se preocupa de disponer a los servidores para cualquier intervención de su Hijo:
"Haced lo que él os diga" (v. 5).
En estas palabras de María hay un doble aspecto de la maternidad: el interés por la
situación de apuro material de los esposos y la premura enteramente espiritual para que los
servidores atiendan a cualquier palabra del Hijo. "En este sentido, el cuarto evangelista nos
presenta a María como la madre de los cristianos, porque coopera a que se abra la flor de
la fe en el corazón de los hombres, y por tanto al nacimiento de los hijos de Dios (cf Jn I,
12)".
2. MARÍA AL PIE DE LA CRUZ. Quizá más densa de referencias a su maternidad
espiritual es la escena de María al pie de la cruz: "Estaban en pie junto a la cruz de Jesús
su madre, María de Cleofás, hermana de su madre, y María Magdalena. Jesús, viendo a su
madre y junto a ella al discípulo que él amaba, dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo.
Luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió
consigo" (/Jn/19/25-27).
Aunque recuerda también a las otras mujeres, es evidente que al evangelista le
interesan aquí exclusivamente María, en su condición de madre, y el discípulo predilecto, al
que le incumbe una función nueva, la de hijo respecto a María. Algunos intérpretes antiguos
(Atanasio, Epifanio, Hilario, etc.) han pensado que esto era una especie de entrega real
que Jesús hacía al morir, de su madre a Juan para no dejarla desprotegida. "Prescindiendo
de los desarrollos apologéticos y populares —comenta, sin embargo, un conocido
exegeta—, dudamos que la solicitud filial de Jesús sea el objetivo principal de la escena del
evangelista. Tal interpretación no teológica convertiría a este episodio en un pez fuera del
agua en medio de los episodios manifiestamente simbólicos que le rodean en el relato de la
crucifixión".
"En realidad, pensamos también nosotros que la dimensión teológica es aquí
preeminente y que tanto María como el discípulo predilecto son tomados aquí como símbolo
de esta realidad nueva de salvación que nace a los pies de la cruz, a saber: la iglesia, que
tiene como cometido esencial justamente lo que estas dos figuras emblemáticas
representan singular y asociadamente al mismo tiempo.
Singularmente, María representa el amor materno, que sigue y anima al Hijo hasta el
extremo de su donación por los demás; una maternidad que se dilata en la medida en que
aquella oferta del Hijo se ofrece por todos. Juan, singularmente, representa al discípulo fiel
que acompaña al maestro hasta la muerte, sin dejarse amedrentar por la hostilidad y por la
traición de muchos y sin desalentarse por el aparente fracaso de Jesús de Nazaret; la fe,
incluso en lo increíble, es la estructura fundamental de quien quiere seguir a Cristo.
Asociadas, estas dos figuras anticipan la realidad de la iglesia, en el sentido de que está
constituida esencialmente por el amor y por la fe: un amor como el de María, que tenga la
intensidad y la fecundidad del de una madre; una fe como la de Juan, que sea capaz de
aceptar que Cristo, por darse todo por nosotros, no puede ya abandonarnos. La garantía
de esta eterna permanencia suya entre nosotros nos la da no sólo la resurrección, sino
también el don que él nos hace de su misma madre".

3. "DESDE ENTONCES EL DISCÍPULO LA RECIBIÓ COMO SUYA". En esta


perspectiva asume un significado menos banal la frase de comentario que el evangelista
añade a las palabras de Jesús, que confía su madre a Juan: "Desde entonces el discípulo
la recibió consigo" o "en su casa" (Jn 19,27). Así traduce y comenta la mayor parte de los
estudiosos.
Sin embargo, el griego se puede traducir perfectamente "entre sus cosas propias", es
decir, entre sus bienes, como propiedad suya. María se convierte así en una riqueza, como
en una herencia preciosa del discípulo predilecto. Es mucho más que hospitalidad lo que
Juan da a la madre de Jesús; es más bien una riqueza que él recibe en depósito,
justamente para realizarse como auténtico discípulo de Cristo. Si el simbolismo entrevisto
por nosotros en esta escena grandiosa es cierto, hay que decir que María es un don hecho
por Cristo a su iglesia; no como un ornamento, aunque sea hermosísimo, sino como una
presencia activa y permanente, precisamente en su función de maternidad universalizada,
puesta al servicio de todos los creyentes ".
En esta perspectiva adquiere mayor resonancia también el apelativo que Jesús dirige a
su madre: "Mujer" (=guynai), como ya había hecho en Caná (2,4), que no indica en
absoluto separación o algo genérico, sino que, por el contrario, universaliza la figura de
María, haciendo de ella como la nueva Eva. En este momento María, con el Hijo moribundo
en la cruz y con los nuevos hijos que nacerán de aquel sacrificio de amor infinito, cuyo
símbolo es Juan, es también ella verdaderamente, en virtud del mismo sacrificio de Jesús
como la primera Eva, "madre de todos los vivientes" (Gén 3,20) y obtiene la gran victoria
sobre Satanás, ya prometida a la primera mujer después de su pecado (Gén 3,15).

4. REPRESENTATIVIDAD UNIVERSALIZADORA DE MARÍA. Recientemente un autor,


utilizando además de cuanto hemos dicho Jn 11,52, donde se habla de la muerte de Cristo
que habría "reunido a los hijos dispersos de Dios", y Jn 12,15, donde se cita la profecía de
Zac 9,9 ("No temas, hija de Sión; he aquí que tu rey viene"), y releyendo estos textos a la
luz de esta escena al pie de la cruz, de acuerdo también con la más antigua tradición
judeo-cristiana, llega a nuestra misma conclusión: "Cuando el Señor hizo volver al seno de
Jerusalén a los desterrados de la diáspora, la ciudad santa se convirtió en madre de todos
los hijos e hijas, reunidos dentro de sus muros por la palabra del Santo (Bar 4,37). No sólo
los judíos son unificados en la ciudad madre. También los otros pueblos son agregados a
ella por Dios (Is 66,18; Jer 3,17), y se convierten también en pueblo del Señor (Zac 2,15).
En el templo él guiará a los extranjeros que se han adherido al pacto, y allí ofrecerán
sacrificios; su casa será llamada casa de oración para todas las gentes (Is 56,ó-7). ¡Sión es
madre universal! (Sal 86,5c en los Setenta). A la maternidad de Jerusalén corresponde
ahora la de María, madre de Jesús. Si la primera era esperada como un acontecimiento de
carácter universal, otro tanto habrá que decir de la segunda. Por tanto, la persona del
discípulo amado exige que se la interprete como tipo de todos los que, judíos o gentiles,
llegan a la fe en Cristo o se reúnen en un solo rebaño (Jn 10,16;17,11.20-21; 11,51-52). De
éstos María es madre".

5. LA "MUJER", DEL APOCALIPSIS. Justamente por esta capacidad de María de


referirse, en cuanto madre de Cristo, a todo el pueblo de los redimidos que él ha venido a
congregar de todas las partes (Jn 11,52) y hacia el cual también ella asume una función y
una misión de maternidad, no hay que excluir el famoso c. 12 del Apocalipsis de esta
perspectiva de lectura que estamos desarrollando.
¿Quién es la famosa "mujer revestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de
doce estrellas sobre la cabeza", a la cual el dragón intenta arrebatarle el "hijo" que ella está
para "dar a luz" y que debe "apacentar a todas las naciones con vara de hierro"(Ap 12,1.4-5)?
Sabemos que los exegetas dan sobre el particular una doble interpretación: hay quien
interpreta el pasaje en clave eclesiológica y quien lo interpreta en clave mariológica.
Teniendo en cuenta la situación concreta en que nació el libro del Apocalipsis, hemos de
pensar que su autor pretendía antes de nada expresar la dificultad que las diversas iglesias
a las que se dirige experimentaban por aquel tiempo, que debía de ser el de la persecución
más o menos abierta por parte del imperio romano. Las dos bestias, una desde el mar y
otra desde tierra, que se ponen a disposición del dragón (c. 13) para "hacer la guerra al
resto de su descendencia (de la mujer)" (Ap 12,17) parecen aludir justamente a este clima
de persecución. La iglesia tiene verdaderamente dificultad para engendrar nuevos hijos y
proteger a los ya engendrados.
Mas para expresar todo esto el autor no ha encontrado medio mejor que revestir a la
iglesia de las características de María, sobre todo en su función esencial dentro de la
economía de la salvación: su maternidad, física respecto a Jesús y espiritual respecto a
todos los que "guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesús" (Ap 12,17).
Hemos visto ya cómo, para Juan, María es una figura no particular, sino universal y
universalizadora: precisamente por su estrecha relación con Cristo, "nuevo Adán" y cabeza
de la humanidad redimida, también María extiende su maternidad a todos los hombres,
como "nueva Eva". Las dos interpretaciones, la eclesiológica y la mariológica, se integran
recíprocamente.
"En un contexto eclesiológico, también el acercamiento a María resaltará más profundo;
más que la complacencia en la contemplación de los privilegios particulares concedidos a
una persona determinada destacará en María la imagen concreta más eminente de la
salvación operada por Cristo; la acción salvífica de Cristo respecto a la iglesia encuentra en
María su más perfecta realización, de modo que ella se convierte en verdadero tipo de los
creyentes y en figura de la iglesia, que por la acción directa de Dios engendra
continuamente una multitud de hijos".
Como se ve, el NT proporciona indicaciones más que suficientes para atribuir a María
una maternidad espiritual efectiva en relación todos los que, actual o potencialmente,
pertenecen al "cuerpo de Cristo", que es la iglesia.
·CIPRIANI-S

III. La Fe de la iglesia en María, madre nuestra


De la lectura de los textos arriba citados y de la reflexión de todo eI conjunto del misterio
de Cristo salvador, la iglesia saca la convicción perenne, constantemente reiterada y
profundizada en el curso de los siglos, sobre el misterio de María. madre nuestra.

1. PADRES Y DOCTORES. La misión de la iglesia primitiva, guiada por los sucesores de


los apóstoles en su camino de expansión desde Jerusalén hasta los confines de la tierra fue
la evangelización, hacer conocer, amar y seguir a Cristo Señor. La reflexión teológica venía
después de la experiencia de fe y se detenía en los primeros misterios fundamentales: la
divinidad de Cristo, la encarnación; María estaba presente como en el evangelio,
silenciosamente. Cuando se comenzó a mirar hacia ella, se buscó en el evangelio su rostro,
se afirmó su maternidad, su virginidad, la ejemplaridad de su vida, la riqueza de gracia de
que Dios la había colmado. La fascinación de la Theotókos y la grandeza de su misión
respecto a Cristo suscitaron primero admiración, luego confianza y después reconocimiento;
se la vio en el cielo con él, y se comenzó a rezarle desde los primeros siglos nació
silenciosamente el culto mariano, que tuvo su gran confirmación en Efeso (431). El tema de
la maternidad respecto a los creyentes se vivía, pero sin expresarlo aún; se sentían
demasiado pequeños para llamar a la madre de Dios madre nuestra, y se prefirió
presentarla como aparece en el evangelio o con las imágenes más sugestivas: madre de
Jesús, del Salvador, esposa del Espíritu Santo, Theotókos, reina junto al Señor, la mujer
heroica de la cruz, la llena de gracia, y sobre todo la Virgen madre, siempre virgen, virgen
santa, protectora, madre de la misericordia, la que ora por los cristianos.
Lentamente, el concepto de madre nuestra brota de la reflexión teológica. Ireneo (+ 202)
observa que "María es como Eva, la nueva Eva que regenera a los hombres en Dios". La
idea de madre de la nueva generación de vivientes permanecerá desde entonces
constante. Ya Ireneo la había encontrado en Justino (+ 165). En oriente, Epifanio (+ 403)
llama a María "madre de los vivientes"; en occidente, primero Ambrosio y luego Agustín (+
430) ven en María a la cooperadora que con la caridad hace nacer a los fieles para la
iglesia y engendra a los miembros para la cabeza. Pedro Crisólogo (+ 450) admira a la
Virgen de la anunciación en su sí a la acción redentora, que hace de María la madre de los
vivientes; en los evangelios apócrifos de los ss. V y VI María es llamada "la madre de las
doce ramas y de todos los que son salvados". La reflexión continúa en los monasterios:
Leandro de Sevilla (+ 601) la llama "mater et dux virginum"; Ambrosio Auperto (+ 781)
subraya el efecto materno con que María considera como hijos a aquellos que con la gracia
asocia a Cristo redentor, y la llama "madre de los elegidos" 4; Jorge de Nicomedia (+ 860)
piensa en Jesús que desde la cruz confía a María, con Juan, a sus otros discípulos.
Según van pasando los siglos, los testimonios se hacen más explícitos y frecuentes:
Juan el Geómetra (s. x) afirma que "María no es solamente la madre de Dios, sino nuestra
madre común, porque ella profesa a todos los hombres afecto e inclinación... y toma a todos
en sus brazos", y la llama "la nueva madre común..., madre de todos nosotros juntamente y
de cada uno"; Godofredo de Vendome (+ 1132) dirá con una frase característica que "María
ha engendrado a los cristianos; si es madre de Cristo y de los cristianos, lo es porque Cristo
y los cristianos son hermanos"'. En tiempo de Bernardo, de Anselmo y de la escolástica,
casi todos los teólogos añaden algo a la fe en la maternidad de María respecto a los
hombres. Bernardo no tiene ya dudas: "La madre de Dios es madre nuestra".

2. LA LITURGIA Y EL CULTO. La iglesia, que ora con María en el cenáculo


multiplicándose y difundiéndose, sintió lentamente la necesidad de orar a María. Germán de
Constantinopla (+733) había dicho a María: "Incluso después de tu muerte eres capaz de
ofrecer a los hombres la vida". Pero es sobre todo la iglesia del pueblo de los que sufren
—más que la iglesia oficial—, la que se dirige a ella. Mas, a través de los siglos, María es
invocada siempre como madre nuestra, madre mía, madre de los pecadores, madre de la
humanidad. Hoy leemos en el misal romano: "Oh Dios, Padre de misericordia, cuyo Hijo,
clavado en la cruz, proclamó como madre nuestra a santa María Virgen, madre suya,
concédenos, por su mediación amorosa, que tu iglesia cada día más fecunda, se llene de
gozo por la santidad de sus hijos, y atraiga a su seno a todas las familias de los pueblos".
El mismo concepto se encuentra en el común de las misas marianas: "Dios
todopoderoso, concede a los fieles, que se alegran bajo la protección de la virgen María...";
y en la memoria de santa María Virgen, Reina (22 de agosto), se dice: "Dios todopoderoso,
que nos has dado como Madre y como Reina a la Madre de tu Unigénito, concédenos que,
protegidos por su intercesión, alcancemos la gloria de tus hijos en el reino de los cielos".
Una vez más María es madre, don de Dios a los hombres para que se conviertan en hijos
de Dios, amparados por su maternal protección.

3. EL MAGISTERIO. A través de la enseñanza de los papas y de los obispos, la iglesia


muestra una concordancia unánime respecto al tema de María, madre nuestra. Por encima
de las cuestiones teológicas, el magisterio da muestras de viva preocupación pastoral por
afirmar esta verdad y hacerla aceptable y comprensible, objeto de fe y de praxis.
Pío IX, el papa de la Inmaculada, escribía: "La madre de Dios es madre amantísima de
todos nosotros, a todos se ofrece propicia y a todos clementísima, y con singular amor
amplísimo tiene compasión de las necesidades de todos". León XIII: "Como llamamos a Dios
padre, así tenemos derecho a llamar y a tener a María como madre". Pío X la llama "madre
de Dios y de los hombres juntamente. ¿No es acaso la madre de Dios? Por tanto, es
también nuestra madre...". Pío Xl: "Tú eres la madre de todos... Bajo la cruz fue constituida
madre de todos los hombres". Pío XII la llama "madre común y universal de los creyentes....
madre santísima de todos los miembros de Cristo". El florilegio mariano de Juan XXIII es
riquísimo en referencias a María, madre del papa y de los obispos; a ella le confía la iglesia
y el concilio.
En el c. VIII de la Lumen gentium, el Vat II resume y presenta la doctrina mariana de la
iglesia católica; uno de los puntos de doctrina es cabalmente la maternidad de María hacia
los hombres (n. 60) en el orden de la salvación (n. 61), perennemente operante (n. 62).
Pablo VI quiso rematar la enseñanza del concilio proclamando solemnemente a María
"madre de la iglesia", es decir, "de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los
pastores que la llaman madre amorosa, y queremos que de ahora en adelante sea honrada
e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título". El mismo pontífice
recordará varias veces el sentido y la praxis de esta verdad, hasta promulgar esa obra
maestra de pastoral y de fe mariana que es la Marialis cultus (2 de febrero de 1974). En
ella se lee que María socorre maternalmente a sus hijos; "la iglesia prolonga en el
sacramento del bautismo la maternidad virginal de María" (MC 19); "María colabora con
amor materno a la regeneración y formación espiritual de todos los fieles" (MC 28); es a la
vez "madre de Cristo y de los cristianos" (MC 29 y 32). Recordando a María al pie de la
cruz, Pablo Vl comenta: "María allí fue proclamada entonces madre no sólo de Juan, sino
—sea permitido afirmarlo— del género humano de algún modo por él representado".
También Juan Pablo II subraya constantemente que la vida de la iglesia, la salvación del
hombre, la paz de la familia, el futuro de la humanidad están ligados a la colaboración entre
María, la madre, y nosotros, los hijos; también él nos recuerda las palabras de Jesucristo:
"He ahí a tu madre". Entre los testimonios del episcopado es particularmente rica una carta
de los obispos de los Estados Unidos; en este texto dogmático pastoral, que precede a la
Marialis cultus y tiende a la renovación del culto mariano, la idea de la maternidad de María
respecto a los hombres es el punto central; idea tomada, se afirma, de la doctrina mariana
del Vat II.

IV. Reflexiones teológicas


El dato de fe "María, madre nuestra", propuesto y afirmado por la iglesia, ha sido objeto
de atención por parte de la teología, que intenta profundizar su sentido y deducir las
consecuencias. Las principales observaciones se pueden resumir en los puntos siguientes.

1. SINGULARIDAD. La maternidad de María respecto al hombre es singularísima, pero


tiene los caracteres de una verdadera maternidad. Los documentos del magisterio la
definen maternidad en el orden sobrenatural, o en el orden de la gracia, o espiritual.
Negativamente, hay que afirmar que no es metafórica o sólo moral, como tampoco es la
maternidad física de la madre que engendra al hijo. Positivamente, es un acto generativo de
vida, aunque se trata de vida sobrenatural, está ligado a la maternidad de María respecto a
Cristo, que comprende no solamente la vida física, sino la participación en toda la vida y la
misión de Jesús. Profundizando su sentido hay quien define la maternidad de María
respecto al hombre como "mística" o "física en el orden sobrenatural" por miedo a que el
término espiritual usado en sentido absoluto se pueda entender en oposición a física,
disminuyendo la plenitud de vida verdadera en el orden de la gracia, afirmada por el Vat II
(LC 61). Es una maternidad singular, pero es maternidad verdadera en su fundamento y en
las consecuencias que entraña; es una maternidad única por la amplitud y el misterio que
encierra.

2. MOMENTOS. El plano de actualización de esta maternidad de María se puede


contemplar en algunos momentos característicos. Tiene su origen en el proyecto divino de
salvación del hombre a través de Cristo, nacido de mujer (Gál 4,4), en conformidad con el
amor eterno del Padre, que después de haber creado al hombre a imagen suya quiere
unirlo a él con un lazo filial. Los padres hablan a menudo de la maternidad de María
vinculándola a la paternidad de Dios y a la vocación del hombre a convertirse en hijo de
Dios. El proyecto se actúa en la encarnación: comienza en el tiempo con el sí de María a la
propuesta que Dios le hace a través del ángel; con su sí a la maternidad, María responde al
designio del Padre y se convierte desde aquel momento en madre de todos los futuros
redimidos. La maternidad de María se actualiza en su colaboración a la salvación del
hombre con Cristo. En la cruz Jesús confía a María los redimidos, para los cuales es ella
madre. Finalmente está el momento de la maternidad en cada uno de los hijos, que se lleva
a cabo en su nacimiento por el bautismo, en su crecimiento en la vida y en su glorificación
en el cielo. Viéndola en esta luz, la maternidad continúa en el tiempo y llega a la eternidad.

3. RELACIÓN. El concepto de maternidad expresa una relación entre el que engendra y


el que es engendrado, entre la madre y el hijo una relación nacida de la libre voluntad
materna, que acepta dar la vida y que permanece viva para siempre en los hijos. A esta
relación está ligada la vida en su nacimiento y en su desarrollo físico, psíquico, ético y
espiritual; con la maternidad, la madre acoge y da. Esta relación recíproca crea un lazo de
amor-don, del cual nacen derechos y deberes entre madre e hijos; en efecto, es don para el
hijo la vida, pero también la madre es don perenne para el hijo, lo mismo que para la madre
es don aquel hijo cuya vida le es confiada cuando la acepta en el momento de generar. Y
todas las funciones maternas —concebir, gestar, dar a luz, nutrir, criar, educar— son
expresiones de esta relación amor-don. La teología reconoce, aplica y recuerda lo que es
evidente en la naturaleza y en la revelación.

4. TÉRMINOS. En esta relación se carga un acento particular en los dos términos que
ella une. Ante todo, la madre. La madre aquí es María, nuestra madre; no lo es sólo cuando
concibe o alumbra, sino que lo es siempre, no es madre sólo con su inteligencia, con las
palabras o con los actos que realiza, sino con todo lo que es, con todo lo que tiene. María
es madre nuestra, pero en su maternidad nos da su plenitud de gracia, su dignidad y
grandeza de madre de Dios, su particular relación con el Padre y con el Espíritu Santo. En
la relación materna con los hijos, María lleva consigo su personalidad humana, su
inteligencia, su capacidad de amar, su virtud, sus méritos.
Y luego, el otro término: los hijos. No empobrecen, al multiplicarse, la riqueza materna,
sino que la revelan y acrecientan. Jesucristo, el primogénito, no quita, sino que hace crecer
en María el amor a nosotros. La discusión teológica sobre la extensión de la maternidad de
María —en otros términos: ¿quiénes son los hijos de María?— tiene ahora una respuesta
clara: es una maternidad universal, si bien es necesario distinguir los grados de actuación
de esta maternidad. Todos son llamados a la salvación, Cristo es el salvador de todos, Dios
llama a todos a Cristo; y donde está Cristo, allí está María. Esto no quita que la conciencia
de esta maternidad deba ser cada vez más viva en los redimidos, en los miembros vivos del
cuerpo místico, en los bautizados que creen, viven y ponen en práctica la santificación.
Además, es obvio que la universalidad no borra la singularidad por lo cual "nuestra madre"
es también "mi madre".

5. FUNCIÓN. La maternidad de María es, más que ninguna otra, activa y fecunda; no es
un titulo, sino un servicio, una función-misión, que María ha asumido y que practica con sus
hijos. Iniciada con el sí de la anunciación, continuada en la vida terrena junto a Cristo,
proseguida en la primera iglesia al lado de los apóstoles, sigue en el cielo con su "múltiple
intercesión" (LG 62), subsiste en la iglesia invisible pero presente y operante, continúa junto
a sus hijos tanto indirecta como directamente —si bien de modo misterioso—, como ocurre
en la comunión de los santos. Y la iglesia experimenta esta acción materna de María (LG
62). Función activa, pues, y fecunda, que regenera y forma. Signo y fruto de esta acción de
María son la santidad de la iglesia, la salvación terrena y eterna de los elegidos. La teología
insiste en que la salvación eterna es don de Dios, gracia que le llega al hombre por medio
de María; pero está también el cuidado del reino de Dios en el hombre y en torno al hombre
en la tierra; los hijos de María son suyos también en lo temporal, cuando les falta el vino de
las nupcias y sufren bajo el peso de la injusticia.

6. FIN. La teología católica llama la atención acerca de la conexión entre la misión


materna de María y la relación con Cristo y el Padre. Las importantes palabras de María:
"Haced lo que él os diga", dirigen la atención a Cristo, lo mismo que Cristo apela siempre al
Padre. María primero es esclava del Señor, y su servicio materno para con los hijos
consiste en ayudarles a realizar la voluntad del Padre en la vocación especifica de cada
uno. El fin de la acción materna de María en sus hijos no es ella, sino ellos, y tras ellos el
designio del Padre. María no quita a los hijos la libertad ni la posibilidad de crecer, no los
centra en sí; al contrario, la acción de María se dirige a hacer nacer y crecer en ellos la fe,
como en los discípulos en Caná; es para dar la gracia-vida, para unirlos a Cristo cabeza y
hacer con ellos iglesia, familia de Dios; es para su plena felicidad, para ayudarles a dar una
respuesta gozosa y total a su vocación y llegar a la felicidad eterna. Las palabras del
concilio: "María colabora a la regeneración y la formación" (LG 63) y "a hacer a la iglesia
santa e inmaculada", indican a la vez el aspecto personal y social y justifican los títulos de
María, madre de la iglesia, madre de los fieles, madre de la misericordia, madre de la divina
gracia, auxilio de los cristianos, madre del amor y de la esperanza.

7. CARACTERÍSTICAS. La acción materna de María se inició hace muchos siglos, se


realiza hoy aquí, en la iglesia, con sus hijos, pero se extiende en el tiempo hasta el aún no.
En todo caso, tome el camino que tome el hijo, el poder del amor materno de María llega a
todos los caminos, da seguridad para el mañana, traspasa los umbrales de la debilidad
humana, de la fuerza del mal y de la muerte. Es la maternidad de la esperanza.
La maternidad de María va siempre acompañada de la virginidad: Virgen madre de
Cristo, Virgen madre también nuestra. En los primeros siglos se discutió mucho para
sostener estas dos características; hoy la teología vuelve a hacer de la virginidad un signo:
el signo de la acción de Dios, de la presencia del Omnipotente, de la fuerza del Espíritu
Santo en la maternidad fecunda de María. La virginidad evoca la colaboración intima de
Dios en y con María. Esta colaboración de Dios que fue clara para Jesús, el primogénito,
vale también para nosotros, los hermanos de Cristo nacidos de Dios y de María. La esclava
del Señor indica con su virginidad su secreto que será el de sus hijos también.
Otra característica de la maternidad de María, evidente en todos los encuentros del
evangelio, es la capacidad de llevar alegría a los hijos. La madre del Señor hace saltar de
gozo a Isabel, a los pastores, a los esposos de Caná, a la iglesia del cenáculo en
pentecostés, a la gran iglesia del cielo. El Magnificat es el canto de una madre feliz que
quiere ver felices a los hijos a su alrededor.

V. Aplicaciones pastorales
Después de haber reflexionado sobre la maternidad, hemos de detenernos ahora a ver lo que
significa ser hijos, a fin de que en la relación vital entre madre e hijos se realice verdaderamente
la vida.

1. ACEPTACIÓN. Para ser fecunda, la fe en la maternidad de María exige un primer


paso: la aceptación. Escribe Juan que él aceptó el don de Cristo: "El discípulo la tomó en su
casa" (19,27). Se ha discutido mucho sobre la interpretación exacta del texto; sin embargo,
por encima de las interpretaciones hay en Juan -como en nosotros- la necesidad de acoger
dentro, en la mente, en el corazón, en la vida, a María como madre: madre tuya, madre
nuestra. De esta capacidad de acogerla depende la eficacia y la fecundidad de la
maternidad de María en la vida de los individuos, lo mismo que en la vida de la iglesia, ya
sea la pequeña iglesia doméstica o la iglesia universal.

2. ACCIÓN. María entra en la vida para hacer, para realizar su misión de madre. Esta
acción suya puede ser facilitada o impedida. Podemos convertirnos en colaboradores pero
también es posible hacer inútil su acción. El Vat II ha dicho que María "coopera a la
formación" (LG 63); coopera con el artífice interior, el Espíritu Santo, pero coopera también
con la voluntad del hombre. Y en esta colaboración no podemos permanecer extraños; es
preciso obrar, caminar en la misma dirección. Ello no quita la autonomía sino que hace
crecer la responsabilidad.

3. AMOR. Entre madre e hijos, por ley de naturaleza y aún más a la luz de la fe, debe
nacer y crecer el amor; el amor de la madre debe obtener respuesta en el amor de los hijos.
María es amada tanto más cuanto más es conocida, tanto más cuanto ella nos ama. El
amor aquí no es deber, sino necesidad; el amor se hace admiración y respeto; el amor hace
nacer la confianza, da seguridad, aporta alegría. Amando se comprende mejor, se colabora
sin fatiga, se crece juntos gozosamente. Es preciso cuidar el amor para que María sea
madre.

4. CULTO. El mandamiento "honra a tu padre y a tu madre" comprende también la


obediencia. Esto vale igualmente con María, y el ejemplo nos lo ha dado Jesús. María
quiere lo que Dios quiere, y Dios quiere sólo y siempre el bien de sus hijos. Esta obediencia
de hijos puede expresarse también en el culto mariano. En la Marialis cultus, Pablo Vl ha
trazado las lineas para que sea auténtico, pero también para que exista. Ello supone la
apertura a la madre de la mente que ve y del corazón que ama; significa una vez mas imitar
a Cristo, que es el primero en amar a su madre y madre nuestra; contar con ella; convertirse
para ella en motivo de gozo. Es importante saber decir confiadamente con Pabio Vl: "Tú
eres madre nuestra, míranos, escúchanos, monstra te esse matrem" pero es igualmente
necesario decir con Juan XXIII: "He aprendido a amarte como a mi madre, y como tal te
saludo cada mañana y cada noche".

5. VISIÓN DE LA VIDA. La maternidad de María lleva espontánea y necesariamente a


una visión nueva de la vida; es un rayo de sol que la ilumina, la calienta, la alegra. A María
se la comprende amándola, y conociéndola se la ama más, porque el amor es fuente de
revelación. La maternidad de María hace descubrir el sentido, el valor de ser sus hijos y de
serlo cada vez más y mejor. Obrar como hijos de María compromete a ser como ella, a
cambiar de modo de pensar, de amar, de obrar. Significa ver en los hombres a sus hijos, a
mis hermanos; y será más fácil vivir con ellos, comprenderlos, amarlos. También la iglesia,
de la cual es madre María, debe transformar las estructuras y "hacer iglesia" comenzando
por la iglesia doméstica; hacer familia de María. Finalmente, la maternidad de María acerca
a Dios, que es padre, que se ha hecho hermano. Somos hermanos de Cristo desde que él
nos ha hecho hijos de su madre, decía san Anselmo; y Grignion de Montfort invita a los
hijos de María a ir con ella a Cristo hermano y a Dios padre. El cielo se hace así más
cercano y la tierra más amable donde María es madre.

VI. Dificultades
Existen obstáculos y dificultades en todos los aspectos de las relaciones con María, y
tanto el concilio como Pablo VI los han señalado. El paso de la fe a la praxis requiere
siempre un camino atento y animoso. Por eso no puede sorprender que también en la
maternidad de María respecto a los hombres haya obstáculos insidiosos que podrían
impedir la maduración de la fe y crear dicotomías en el espíritu.

- Ante todo, la acentuación de nuestra sin Cristo. Afirmar que María es madre nuestra no
quiere decir negar la maternidad divina; la maternidad respecto a nosotros se deriva de la
de Cristo, está inserta en la de Cristo, lleva a la unión con Cristo. Pero existe el peligro de
acentuar a María excluyendo o desvalorizando la acción de Cristo. Por eso el Vat II enseña
que María engendra a Cristo para hacerlo nacer y crecer también en el corazón de los fieles
por medio de la iglesia (LG 65).

- La acentuación de nuestra sin la iglesia. Si es cierto que "no puede tener a Dios por
padre el que no tiene a la iglesia por madre", es igualmente cierto que no puede haber
aceptado a María en el sentido exacto el que se separa de la realidad eclesial, familia de María.

- La interpretación restrictiva del nuestra, como si María fuese sólo de la persona o del
grupo, aunque sea del grupo eclesial. El nuestra debe significar de todos los hombres,
pues con María todo hijo debe convertirse en hermano universal.

- La interpretación protectora, ya de una confianza excesiva en ella, ya de una confianza


excesiva en nosotros mismos. No es maternidad verdadera la que impide la acción o
suprime la responsabilidad personal para dejar en situación permanente de niños abusando
de la acción materna. La maternidad verdadera hace hijos verdaderos y adultos (MC
17-20).

- La interpretación espiritualista de la función materna de María en el sentido de una


espiritualidad desencarnada de lo humano y lo terreno, o la interpretación sentimental o
cultual sin coherencia de vida y compromiso personal. Nuestra madre es esclava del Señor,
"auténtica esclava del Señor" (MC 25) en la vida terrena concreta.

(·OSSANNA-T-F. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 1200-1211)


MARÍA MUJER PROFÉTICA
SACERDOTAL Y REAL
M. PEDICO
PROFECÍA - SACERDOCIO – REALEZA:
TRES PERSPECTIVAS PARA OBSERVAR EL MISTERIO Y EL MENSAJE MARIANOS.

Otra profundización necesaria del CdA se refiere a la articulación de cada una de las
partes en torno a tres perspectivas bíblico-teológicas: profecía, sacerdocio y reino. El
análisis de cómo se presenta a María desde esta triple perspectiva nos parece que es una
manera muy adecuada para comprender también el sentido actual con que el CdA utiliza
estas categorías y qué fuerza de actualización pueden tener.

a) María, mujer profética.


¿Qué es lo que significa profecía en el CdA? Hay que pensar en este término no sólo
como palabra sino como fuerza de la palabra. Al mismo tiempo que el de anuncio, adquiere
también el sentido de juicio de salvación, toma de conciencia, toma de posición frente a los
hechos, frente a los comportamientos propios y de los demás. Es la aptitud para
mantenerse abiertos a la palabra de Dios para discernir y saber escoger en cada situación
lo que es bueno y conforme con el proyecto de Dios en nosotros, en los demás y en la historia.
El CdA subraya en repetidas ocasiones que en María este darse cuenta, este tomar
posición, este ponerse a escuchar, este obrar con responsabilidad es mucho más atento y
más profundo que en nosotros, que tantas veces nos vemos perturbados y oscurecidos por
el egoísmo y por el miedo. Ella vio las cosas con mayor limpidez porque estaba también
más disponible para ello.
El primer encuentro con María tiene lugar cuando Jesús, maestro y profeta, "aceptó el
valor que tiene la familia como lugar de experiencias y de relaciones humanas
fundamentales, orientadas al crecimiento de las personas" (p. 34) y al mismo tiempo exige
de la familia algo más (p. 34). Efectivamente, Cristo, al quedarse a los doce años en el
templo sin que lo supieran sus padres, "pone de manifiesto que la autoridad de los padres
tiene también sus limitaciones" (p. 34). La misma María se ve llamada a darse cuenta de
ello frente a las exigencias del Padre. Y María percibe que Dios tiene un proyecto
misterioso sobre ella. De hecho, también ella tiene que realizar un camino de
descubrimiento progresivo, como cualquier otra persona humana: conserva las cosas en su
corazón (lo mismo que ha de hacer también la comunidad cristiana: sugiere el CdA en la p.
112); le cuesta trabajo comprender el misterio de su Hijo. "Dios no descifra el misterio hasta
su última coma. Revela solamente lo esencial; después deja a María la tarea de buscar" (p.
223). Se trata por tanto, de un itinerario lento, que exige constancia, perseverancia,
compromiso, pero que en la fe sabe descubrir en el hombre Jesús al Hijo de Dios: "Una fe
que, sin embargo, necesita tiempo y reflexión para madurar. Así le sucedió a su madre [de
Jesús], que tuvo que meditar las palabras de su Hijo cuando, a los doce años, lo encontró
en el templo" (p. 133).
Luego, frente a la exaltación de la maternidad de María (Lc 11,27), Jesús vuelve a insistir
en la primacía absoluta que tiene escuchar la palabra de Dios y cumplir su voluntad (pp.
34-35). La Virgen madre, instrumento del Espíritu de Dios, "comprendió que sólo una cosa
tiene valor absoluto: hacer suya la voluntad de Dios" (p. 350). María misma se convierte en
mensaje que anuncia cómo las relaciones más íntimas con Dios en la fe, en la adhesión a
su voluntad, tienen precedencia absoluta sobre los vínculos de la sangre. "En la humildad
de su fe ella [María] no pretende entenderlo todo de inmediato. Acepta la condición del que
busca, y espera con paciencia a que un día llegue el tiempo de comprender plenamente" (p. 223).
Esta claridad y disponibilidad es lo que María comunica a los apóstoles; de esta forma en
el cenáculo mientras esperan el día de pentecostés, ayuda a los discípulos a captar más en
profundidad el mensaje de Nazaret. La iglesia en la escuela de María alcanza "luz y ayuda
para realizar la misión recibida de Dios" (p. 354), aprende a ponerse "religiosamente a la
escucha de la palabra de Dios y está atenta también a la de los hombres -con sus
problemas, su experiencia, sus aspiraciones- para discernir en ellas la voz del Espíritu" (p.
204) de las voces de otros mensajeros, y poder captar de este modo qué es lo que Dios le
ofrece y le pide (p. 354).
También el cristiano llamado a ser "corresponsable de la historia" y a tomar conciencia de
que "el proyecto de Dios está en sus manos" (p. 403s), como lo fue María con su "¡he aquí
la esclava del Señor!" que la puso al servicio total del Salvador (pp. 131, 222-223, 349-350)
tiene en ella "la referencia más segura para tratar de comprender qué es lo que significa ser
iglesia, en comunión con Dios y con los hermanos" (p. 356). Nadie tiene la limpidez de su
mirada para "ver, juzgar y optar como cristianos" (pp. 414-420) Todo discípulo de Cristo,
para hacer "sus opciones conforme con la voluntad de Dios" (p. 415), tiene que estar, como
María, "abierto al Espíritu", que lo "guía hacia una mayor capacidad de juicio" (p. 416).

b) María, mujer sacerdotal.


¿Qué es lo que significa sacerdocio en el CdA? Se trata sin
duda de un término difícil y arduo como pocos para la mentalidad moderna. Incluye varios
significados que podrían expresarse de esta manera: asumir las situaciones del hombre
para realizar la salvación a través de la palabra, los sacramentos y el testimonio; hacerse
cargo del mal que hay en el mundo, no sólo para condenarlo, sino para algo más, para
salvarlo y para liberarlo; llevar el peso de los demás, los sufrimientos de los hermanos para
ser corresponsable y solidario de todos ellos, servir a Dios y al hombre a través de la
entrega de la propia vida, ofrecida al Padre para atestiguar ante el mundo a Cristo y su reino.
Dentro de estos significados tan profundos y tan comprometedores encuentra su terreno
más rico y fecundo el mismo mensaje mariano. Nos detendremos tan sólo en algunos
ejemplos para ver la repercusión que esto tiene para una vida que quiera ser
conscientemente cristiana.
Desde las primeras páginas del CdA surgen algunos interrogantes frente al anuncio
profético de Cristo "¿Quién es éste?" (p. 113). "¿Tuvo; una madre?" (p. 34). "¿Cómo el
Verbo de Dios, eterno junto al Padre, se hizo hombre en medio de los hombres?" (p. 127).
Entre las otras respuestas dadas de Cristo como Señor, Cordero de Dios, Hijo único del
Padre, Salvador..., el CdA se preocupa de destacar que Jesús es "el Hijo de María" (p.
128). Por medio de ella Cristo es "uno de tantos" (p. 133), por lo que el cristiano profesa ya
desde el bautismo su fe en Jesucristo, que "nació de María" (p. 125). Este vínculo vital, tan
profundo entre Jesús y María que nos narran los evangelios de la infancia, llamados
"anuncio gozoso de la intervención de Dios para salvar a los hombres" (p. 128), muestra
toda la parte conscientemente personal que tuvo María en la venida al mundo del Hijo de
Dios y sobre todo revela el significado profundo de su maternidad virginal. Jesús es "don
absolutamente gratuito del Padre", puesto que "el Salvador es fruto único del amor de Dios,
del Espíritu Santo y de la humilde aceptación de una virgen" (p. 130). Es "el origen de un
nuevo pueblo, el comienzo de una nueva creación que ya no tiene su fundamento en la
carne, sino en el Espíritu" (p. 352). Con la maternidad virginal y la consciente aportación
humana de María, fecundada por el Espíritu Santo, "el misterio se revela ya en sus líneas
esenciales: don de Dios, fe del hombre, velada presencia del Eterno en la historia, germen
de salvación en cuanto asume todo lo que es humano, excepto el pecado" (p. 131). Dejar
de comprender el significado de esta maternidad virginal significaría no solamente dejar de
comprender la encarnación del Hijo de Dios, sino que en definitiva equivaldría a ignorar el
modo de actuar de Dios en favor de los hombres; seria incluso desconocer a Dios mismo.

c) María, mujer real.


¿Qué es lo que significa reino de Dios en el CdA?24 El reino es un don que Dios
concede gratuitamente a todos los hombres: es libertad, esperanza, salvación, motivo
incesante de gozo. La predicación de Jesús y su persona son la ocasión, el momento y el
lugar en que se lleva a cabo este descubrimiento. El que quiera pertenecer al reino, el que
quiera recibirlo y entrar en él, el que quiera aceptar el don, tiene que creer y tiene que
convertirse cada día, sin fin: "El reino de Dios está cerca; convertíos y creed el evangelio"
(Mc 1,15). La iglesia suplica incesantemente a su Señor para que "venga a nosotros su
reino" (Mt 6,10). El reino de Dios está ya en medio de nosotros, pero como semilla, como
levadura, como fermento, como tesoro escondido. Al hombre y de manera especial al
cristiano que ha recibido su anuncio en la fe, le corresponde la tarea de hacerlo manifiesto
cada día más. Cada uno de los pasos que se den para ello, cada una de las conquistas,
cada uno de los esfuerzos gozosos que se realicen por la justicia, por la paz, por la
renovación de la vida del hombre, es una aportación efectiva para el reino, es una
proyección hacia su cumplimiento, es una contribución para alcanzar la meta de todo el
itinerario de fe y de toda la vida cristiana: la recapitulación de todas las cosas en Cristo
para que Dios sea todo en todos (pp. 536-537). Por consiguiente, acoger el reino es
reconocer la soberanía absoluta de Dios sobre toda la historia de los hombres, sobre el
pueblo de Israel, sobre el mundo, sobre las fuerzas del mal, sobre el universo.
El CdA se abre precisamente con Jesús anunciando el reino como don de amor del
Padre y afirma que es para los pobres (pp. 19-26), para los que no tienen reinos en la
tierra, para los que se ponen al lado de los que sufren, con amor y con un espíritu concreto
de servicio.
Y María, pobre entre los pobres, la única verdaderamente disponible y abierta a la
iniciativa de Dios, ha alcanzado ya la plenitud del reino. En ella, madre de Cristo, primera
discípula de Cristo y madre de la iglesia, se resumen los siglos pasados y emprenden su
marcha los futuros hasta la llegada definitiva del reino. En ella "el mundo viejo recibe las
primicias de la segunda creación" (p. 351).
Madre de Dios, virgen, libre de todo pecado y enteramente santa, asunta al cielo en
cuerpo y alma, María ha entrado en el reino con todo lo que ella es, transfigurada en el
cuerpo, hecho glorioso como el del Hijo (p. 351). La muerte y la resurrección de Cristo ha
hecho posible la santidad total de María, la grandeza de su fe, la simplicidad de su
obediencia, su generosa y eficaz cooperación a los proyectos de Dios. En ella se ha puesto
de manifiesto "lo que la redención ofrece a todos: la victoria sobre el pecado con el
segundo nacimiento, la victoria sobre la muerte con la resurrección del cuerpo" (p. 351). Así
pues, María es para nosotros primicia y garantía de lo que hemos de ser; es signo de
segura esperanza y de consuelo para el pueblo de Dios que peregrina, hasta el momento
en que llegue el día del Señor (p. 354).
Si María pudo nacer "enteramente santa, llena de gracia", esto quiere decir que el Hijo
de Dios, hecho hombre gracias a María, Mesías solidario de los demás hombres (pp.
75-86), ha conseguido la victoria sobre el pecado y sobre el mal, "dura realidad que
acompaña y condiciona la existencia de los hombres" (pp. 59-64); esto quiere decir que "el
mal del mundo no es ya absolutamente irremediable" (p. 353). El reino de Dios trae consigo
la plena liberación a todos los discípulos de Cristo; es la certidumbre de la victoria del bien
y de la vida.
El privilegio de la asunción de María manifiesta cuál es la meta a la que Jesús llama a
los redimidos. La iglesia, mientras mira a la que la precedió, aspira entre gemidos a "esa
salvación integral que Cristo ha prometido y ha realizado con su muerte y su resurrección"
(p. 354). El gemido de la iglesia, "llamada a emprender el camino hacia el reino" (p. 355), no
es el de la agonía que precede a la muerte, sino el del parto que precede y abre el camino
a la Vida. La solemnidad de la Asunción de María, fiesta del destino humano, se convierte
entonces en la respuesta a los grandes interrogantes enigmáticos de la vida, a los que el
hombre responde unas voces con resignado pesimismo y otras con optimismo ilusorio.
María asunta es aquella en quien ya se ha revelado por completo la fuerza salvífica de
Dios, aquella que ya ahora, en el tiempo de la iglesia, en el tiempo "de la paciencia de Dios,
para quien mil años son como el día que pasó" (cf 2Pe 3,8-9), es ya totalmente partícipe de
la resurrección de Cristo.
La iglesia comparte y continúa la actitud de la humilde sierva y va descubriendo cada
vez mejor en la fe las grandes cosas que Dios ha realizado en ella, no sólo para magnificar
al Señor y proclamar bienaventurada a María, sino para revivir en sí misma aquellas cosas
admirables (Lc 1 ,46-55).
En conclusión, el CdA se preocupa por no encerrarse dentro de la descripción de unas
verdades abstractas o desencarnadas, sino por dejar en libertad toda la riqueza del
mensaje mariano en la historia viva, primero de Israel y luego de Cristo y de la iglesia. La
historia de la salvación es historia de Dios, del Dios que se mezcla con la humanidad que
quiere redimir; por tanto, historia de un pueblo, historia de los pequeños, de los olvidados,
puesto que son éstos los que hacen historia y María es una de ellos.

(·PEDICO-M. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 409-412)


MARÍA LA "MUJER" DEL APOCALIPSIS
Una reseña de los pasajes marianos del NT no podría pasar en silencio este capitulo tan
conocido del Apocalipsis, centrado en "la mujer vestida de sol". ¿Quién es esa mujer? ¿La
iglesia, María, o bien las dos juntamente? Intentaremos esbozar una respuesta, haciendo
una síntesis concisa de los argumentos presentados por las diversas orientaciones de
lectura exegética. Prescindiremos, sin embargo, de las cuestiones introductorias que todavía
se siguen discutiendo y que se refieren al autor del libro (¿el nombre de Juan responde al
del apóstol, o se trata de un pseudónimo?), a su unidad estructural, a su estilo, a la fecha de
su composición... Baste la siguiente indicación. Se admite bastante generalmente que el
Apocalipsis vio la luz bajo el reinado de Domiciano, hacia el año 95. A pesar de las
diferencias de lengua y de estilo, revela un parentesco innegable con los demás escritos de
Juan, de cuya doctrina se muestra sensiblemente empapado.

1. CONTACTOS DE AP 12 CON GÉN 3,15.


Puede resultar sorprendente, pero hay que reconocer que entre los textos del NT, si
exceptuamos la alusión probable de Rom 16,2O, solamente en Ap 12 hay evidentes
alusiones a Gén 3,15.
/Gn/03/15/Ap/12: "Yo pongo enemistad entre ti y la mujer...", decía el antiguo oráculo del
Génesis, conocido como el protoevangelio. La mujer no puede ser más que Eva, es decir. la
mujer de la que el autor ha estado hablando hasta aquel momento. Lo exige el articulo
determinado (la), que supone un vinculo con la narración precedente.
"... Entre tu linaje y el suyo..." El linaje de la serpiente designa a los que han asimilado el
engaño del seductor, haciéndose así hijos suyos, gregarios suyos, siguiendo sus
instigaciones al mal (cf Sab 2,24; Jn 8,44). Por exclusión, el linaje de la mujer está
constituido por aquellos que se mantienen fieles a los caminos de Dios.
"... Él (el linaje) te aplastará la cabeza mientras tú te abalances a su calcañal". Es sabido
que, según el texto hebreo, el que aplaste la cabeza de la serpiente no será la mujer sino
su linaje. ¿A quién hemos de ver en este linaje o descendencia, que ha de alcanzar la
victoria definitiva? ¿A una colectividad (el linaje de la casa real de David), a un grupo, o
bien a un individuo? Las respuestas se muestran vacilantes y, rigurosamente hablando, no
entran dentro de los límites de nuestro tema. De todas formas, queda en pie el hecho de
que la derrota de la serpiente es mortal, desde el momento en que se le aplasta la cabeza.
Dios se pone de parte del hombre ("Yo pongo enemistad..."). Israel sabe que puede contar
con las promesas de Dios, que no se arrepiente nunca de lo prometido.
/Ap/12/Gn/03/15: El c. 12 del Apocalipsis presenta muchos contactos con Gén 3,15. En
efecto, al dragón se le califica como "la serpiente antigua, que se llama diablo y satanás, el
seductor del mundo entero" (v. 9). Se encuentra en abierta hostilidad contra la mujer. En
primera instancia se presta a devorar a su hijo apenas lo haya dado a luz (v. 4). Fracasado
este primer intento (vv. 5.12), se pone a perseguir a la mujer (v. 13), vomita tras ella como
un río de agua (v. 15), se irrita contra su persona y finalmente "se va a hacer la guerra al
resto de su descendencia, a los que guardan los mandamientos de Dios y tienen el
testimonio de Jesús" (v. 17).

2. GÉN 3.15 EN LOS SETENTA Y EN EL "TARGUM" PALESTINO.


Con vistas a la reflexión que vamos a elaborar es importante ver cómo han releído Gén
3,15 la versión griega de los Setenta (s. III-II a.C.) y la aramea del targum de Palestina,
quizá también anterior al NT.

a) La versión griega de los Setenta. Esta versión atestigua con claridad la expectativa de
un mesias-persona. Efectivamente, en la parte final de Gén 3,15 traduce de este modo: "Él
te aplastará la cabeza". Hay que observar que se da aquí una disonancia respecto a la
sintaxis a saber: el pronombre él (griego autós) es masculino, a pesar de que se refiere al
sustantivo linaje o semilla, que en griego es neutro (ta sperma). Por tanto, el traductor
debería haber usado el pronombre neutro autó (es decir, el linaje). La falta de concordancia
entre el pronombre de tercera persona masculino él y el sustantivo neutro linaje confirma
que para los judíos contemporáneos de la versión de los Setenta el Mesías era un
individuo, una persona singular, y no un pueblo en general.

b) La versión aramea del "targum" palestino. Traduce Gén 3,15 de manera parafrástica,
es decir, no totalmente literal, sino con añadidos libres. La elaboración de este targum
suena de este modo en la recensión llamada del pseudo-Jonatán: "Yo pondré enemistad
entre ti y la mujer, entre los descendientes de tus hijos y los descendientes de sus hijos. Y
sucederá que, cuando los hijos de la mujer observen los preceptos de la ley (mosaica), te
tomarán ojeriza y te aplastarán la cabeza. Pero cuando se olviden de los preceptos de la
ley, serás tú el que les aceches y les muerdas en el calcañar. Sin embargo, para ellos
habrá un remedio, mientras que para ti no habrá remedio. Ellos encontrarán una medicina
(?) para el calcañar en el día del rey Mesías " 130.
Lo que se deduce ante todo de la mencionada paráfrasis es lo siguiente. El linaje de la
mujer se interpreta en sentido colectivo y personal al mismo tiempo; en efecto, los que
observan (o dejan de observar) la ley de Moisés son los que se enfrentan con la serpiente.
Estamos por tanto en el ámbito del pueblo de Israel, para el cual habrá una salvación
irreversible en contra de las asechanzas de la serpiente con la aparición del Mesías .
Entonces, prácticamente, la mujer del Génesis y su descendencia llegan a identificarse con
la comunidad de Israel en camino hacia la redención mesiánica. Más sencillamente, con el
pueblo elegido junto con su Mesías . No estamos lejos del mensaje de Ap 12, como diremos
enseguida.

3. UNA "MUJER" REVESTIDA DE LUZ, CORONADA POR UNA DIADEMA.


Los primeros trazos de la mujer-signo se describen de esta manera: "Una mujer
revestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en la cabeza" (v.
1). Los símbolos se sobreponen en niveles sucesivos, como revelan los términos mujer,
sol-luna-estrellas, corona, doce.

a) La "mujer".
Estamos en presencia de una imagen sacada de la terminología bíblico-judía, en donde tanto la
ciudad de Jerusalén como el pueblo elegido se representan a menudo bajo la personificación de
una mujer. Es la mujer de la alianza. Hacia este terreno semántico nos había orientado
discretamente Ap 11, l9: "Entonces se abrió el templo de Dios. el que está en el cielo, y se vio en
su templo el arca de su alianza "

b) "Sol-luna-estrellas".
Son las tres fuentes de la iluminación cósmica (cf Ap 6,12; 8,12).
La luz, que es el manto de Dios (Sal 104,2), se centra por completo en la mujer.

El sol. En la Biblia el sol es la característica más emblemática de Dios; es la criatura que


mejor expresa su trascendencia. Además, el gesto de vestir, cuando tiene por sujeto a Dios,
significa el amor, la ternura, la solicitud que él muestra: por ejemplo, con Adán y Eva
después de la caída (Gén 3,21), con los lirios del campo (Mt 6,30)... Más frecuentemente, el
objeto de esta atención tan solícita es Jerusalén-Israel en cuanto esposa de Yavé. Como
consecuencia del pacto nupcial, Dios la adorna con trajes finísimos y ornamentos preciosos
(Ez 16,10-13a). Le dice el profeta: "Revístete de tu magnificencia, Sión" (Is 52,1). Y
Jerusalén responde: "Exulto, exulto en Yavé y mi alma jubila en mi Dios, porque me ha
puesto los vestidos de la salvación, me ha envuelto en el manto de la justicia" (Is 61,10).
Volviendo a Ap 12,1, se diría que Dios muestra su cuidado amoroso por la mujer, dándole
por vestido lo mejor que tiene, es decir, su sol (cf Mt 5,45). Por tanto, ella resplandece
"hermosa como la luna, brillante como el sol" (Cant 6,10).

La luna. También para la mentalidad bíblica la luna es el


astro que preside la división del tiempo en días, meses, años y estaciones... (Gén 1,14-19),
se sabe, por otra parte cuánta importancia tenía el calendario lunar para la cronología tanto
profana como litúrgica. Si la luna está bajo los pies de la mujer, esto significa que la mujer
ejerce un dominio sobre el tiempo, es su patrona (cf Sal 110,1; Jos 10,24). Aun viviendo en
el tiempo, la mujer-pueblo de Dios es superior en cierto modo a las vicisitudes de este
tiempo y no permanece condicionada al mismo en sentido absoluto. Es como si el tiempo se
hubiera detenido delante de ella. La alianza con Dios va más allá de las vicisitudes
terrenas, vence al tiempo, es eterna (cf Sal 89, 37-38).

Las estrellas. También ellas guardan relación con la zona de la trascendencia de Dios
(Is 14,13; Job 22,12). Hemos de añadir además que la luz alimentada del sol, de la luna y
de las estrellas es en el pensamiento judío el distintivo de los justos que han alcanzado la
glorificación en el cielo.

c) Una "corona". Del factor luz pasamos al elemento corona, que subraya ulteriormente
la connotación gloriosa de la mujer. La corona es símbolo del triunfo, de la victoria, como
puede verse en el empleo metafórico de este vocablo en el NT en general y en el
Apocalipsis en especial.

d) El número "doce". La elección de esta cifra podría designar las doce tribus de Israel.
La inspiración de fondo para este simbolismo es probable que provenga del pasaje tan
conocido de Gén 37,9, en donde José cuenta a su padre y a sus hermanos que ha visto en
sueños al sol, la luna y once estrellas que se postraban ante él, el sol y la luna (como
entiende muy bien Jacob) representaban al padre y a la madre de José, mientras que las
estrellas eran figura de sus hermanos. Las equivalencias simbólicas del marco de
composición de Gén 37,9 alcanzan un enorme éxito en la literatura judía (algunos suelen
citar para ello el Testamento de Neftalí 5,2-4, aunque no sea ésta la alusión mas pertinente).
Sin embargo, esta primera lectura interpretativa tiene que ser integrada por una
segunda, a saber: la mujer es también figura del nuevo pueblo de Dios, que es la iglesia de
Cristo. La extensión neotestamentaria de esta aplicación simbólica está justificada al menos
por dos motivos: en primer lugar, poco antes la misma mujer se presenta como madre del
Cristo-Mesías , elevado al trono de Dios (v. 5), y de todos los que viven los mandamientos
divinos, dando testimonio de Jesús (v. 17); en segundo lugar, al final del libro la mujer de
Ap 12 asumirá el relieve de "mujer-esposa del Cordero" (Ap 21,2-9). Ella es "la ciudad
santa, Jerusalén, que bajaba del cielo de junto a Dios... [y] tenía un muro grande y alto con
doce puertas; sobre las puertas, doce ángeles y nombres escritos, los de las doce tribus de
los hijos de Israel... El muro de la ciudad tenía doce fundamentos y sobre ellos doce
nombres, los de los doce apóstoles del Cordero" (Ap 21,10. 12.14). En esta mujer-esposa
tenemos claramente la confluencia del pueblo de Dios de ambos Testamentos: de las doce
tribus de Israel (v. 12) se pasa a los doce apóstoles del Cordero (v. 14). En algunos pasajes
del NT la iglesia es considerada como el conjunto de las doce tribus de Israel (Mt 19,28, Lc
22,30, Sant 1,1).
Sintetizando todo lo que hemos venido diciendo, en la mujer del Apocalipsis es posible
comprender al pueblo de Dios de las dos alianzas: la iglesia del antiguo Israel, que se
prolonga luego en la del nuevo Israel con Jesucristo y sus discípulos de todos los tiempos.

Pasando ahora a los versículos que se refieren al parto de la mujer, descubriremos otras
razones de su valencia eclesial-comunitaria y comprenderemos más profundamente todavía
por qué es al mismo tiempo gloriosa y perseguida.

4. EL PARTO DE LA "MUJER", FlGURA DEL MlSTERIO PASCUAL DE CRISTO.


La escena de la mujer en dolores de parto es un medio expresivo bastante familiar en el
AT y en el judaísmo. De manera plástica, incisiva, describe un sufrimiento desgarrador,
típico por ejemplo del día de Yavé.
Ap 12 recibe este canon en los siguientes términos: `'Estaba encinta y gritaba con los
dolores de parto y las angustias de dar a luz" (v. 2); "el dragón se puso delante de la mujer
en trance de dar a luz, para devorar al hijo tan pronto como le diera a luz" (v. 4b); "Ella dio a
luz un hijo varón, el que debía apacentar a todas las naciones con una vara de hierro; el
hijo fue arrebatado hacia Dios y a su trono" (v. 5).
Los dolores de la parturienta y el rapto de su hijo recién nacido no tienen que referirse al
nacimiento de Jesús en Belén, sino al misterio pascual, es decir, a la "hora" de la pasión y
resurrección de Cristo. Los motivos que nos orientan hacia esta hermenéutica del signo son
de diversa naturaleza.

a) La muerte-resurrección de Cristo como "nacimiento". En otros lugares del NT el paso


de Jesús de este mundo al Padre se concibe al estilo de un nacimiento, de una generación
mística. Véase en primer lugar a Juan, que tiene tantas semejanzas con la tradición del
Apocalipsis. Pues bien, precisamente en el cuarto evangelio Jesús habla personalmente de
la pena y de la alegría que siente la mujer cuando da a luz un niño, aplicando este lenguaje
parabólico a la aflicción con que habrían de encontrarse los discípulos por causa de su
muerte y al gozo que les inundaría al volver a ver al Maestro resucitado: "La mujer —son
éstas las palabras de Jesús— cuando está de parto está triste, porque llegó su hora; pero
cuando ya ha dado a luz el niño, no se acuerda más de la angustia, por la alegría de que ha
nacido al mundo un hombre. Así también vosotros estáis ahora tristes; pero yo os veré otra
vez, y vuestro corazón se alegrará, y nadie os quitará ya vuestra alegría" (Jn 16, 21-22).
También la tradición de Lucas habla de la resurrección de Jesús en términos de
generación. En efecto Lucas refiere el discurso de Pablo en la sinagoga de Antioquía de
Pisidia (He 13,16-40). En el curso de aquella homilía el apóstol citaba el Sal 2,7 ("Hijo mío
eres tú, yo te he engendrado hoy"), y lo actualizaba (He 13,32-34) en la acción de Dios
(Padre) que resucita a Jesús (el Hijo), liberándolo así de las angustias de la muerte (He
2,24), de manera que no tenga ya que volver a la corrupción (Hch 13, 34).

b) Los salmos 2 y 110 reinterpretados en clave pascual. Ap 12,5a ("un hijo varón, el que
debía apacentar a todas las naciones con un cetro de hierro") es una cita del Sal 2,8.9 en
los Setenta: "Pídeme y te daré en herencia las naciones... Ios regirás con cetro de hierro").
Además Ap 12,5b ("El hijo fue arrebatado hacia Dios y a su trono") parece ser una
reminiscencia libre del Sal 110,1: "Palabra de Yavé a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta
que haga a tus enemigos estrado de tus pies".
Sabemos que los salmos 2 y 110 son los que más se utilizan en el NT para anunciar la
resurrección de Cristo; por consiguiente, el empleo simultáneo de los dos salmos
mencionados en Ap 12, 5 confirmaría la óptica pascual del parto de la mujer que allí se
describe. Aquel parto sería índice de la profunda angustia que invadió a la comunidad de
los discípulos cuando su Maestro les fue arrebatado violentamente por el poder de las
tinieblas (Jn 16,21a.22a; cf Mc 2,20; Mt 9,15; Lc 5,35; 22,53). Y en el rapto del niño recién
nacido a la esfera celestial se despliega la energía divina que actúa en la pascua. Aquí (lo
mismo que en He 8,9; 2Cor 13,2.4, y ITes 4,17), el verbo ser arrebatado se aplica a la
fuerza de Dios que actúa por encima de toda influencia humana. Haciendo resurgir a Jesús
de entre los muertos el Padre sustrae a la humanidad del Hijo de la condición débil y
pasible de aquí abajo, para hacerla nacer, es decir, para renovarla radicalmente con la
fuerza del Espíritu (cf He 2,24; Rom 8,11; Ef 1,19-22...).
Entre los que han comentado Ap 12 durante los últimos diez años nos parecen dignos de
mención especial U. Vanni (1978) y F. Montagnini (1984). En opinión de U. Vanni, el parto
de la mujer fija plásticamente la tensión fatigosa, el espasmo diríamos, que siente toda
comunidad eclesial al engendrar a su Cristo en su propio seno. A pesar de las fuerzas
adversas, que tienen su peso terrorífico en las vicisitudes humanas, el grupo de los
creyentes consigue expresar a Cristo para hacerlo crecer hasta la estatura completa (cf Gál
4,19; Ef 4,13). Es éste el hijo de la mujer, que es raptado hacia el trono de Dios. Es decir:
aunque resulte débil y frágil en comparación con todos los manejos que prepara el mal, esa
parte de fe y de amor que la iglesia consigue concretar en su existencia queda como
asumida y hecha propia por la omnipotencia divina. Esos frutos parciales de la fe activa de
la iglesia están ya en la línea del triunfo escatológico, el que Cristo sabrá conseguir al final
de la historia de la salvación, cuando quede totalmente aniquilado el maligno.
Bastante parecida es también la posición de F. Montagnini. Ap 12,5 —opina este autor—
podría significar perfectamente el extravío, la dificultad con que tropieza la comunidad
prepascual de los discípulos cuando se trata de aceptar a un Mesías sufriente, siendo así
que en su mente había otros proyectos muy distintos sobre la liberación de Israel. Pero la
iglesia se vio a salvo entonces, ya que llegó a dar a luz a Cristo en armonía con la voluntad
divina, con los designios del Padre, y también se siente hoy a salvo cuando, fatigosamente
pero de manera victoriosa, llega a profesar su fe plena en Cristo Jesús salvador.
Sin embargo, nos parece (lo repetimos una vez más) que en el fondo de la reflexión
simbólica permanece en Ap 12,5 el acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo.
En otras palabras, es el misterio pascual el que desempeña la función de motivo conductor
desde el principio hasta el final de la obra (Ap 1,18; 2,8; 3,21; 6,6-13; 19,11-16...). Se trata
de la transcripción figurativa de las palabras de Jesús: "Ahora es el juicio de este mundo;
ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera" (Jn 12,31). Estas palabras tienen
un eco que se puede percibir en los siguientes versículos de Ap 12: "Y fue precipitado el
gran dragón, la serpiente antigua, que se llama diablo y satanás, el seductor del mundo
entero, y sus ángeles fueron precipitados con él. Y oí una voz fuerte en el cielo que decía:
Ahora ha llegado la salvación, el poder, el reino de nuestro Dios y la soberanía de su
Cristo..." (vv. 9-10a).
La mente de "los que escuchan las palabras de esta profecía" (Ap 1,3) difícilmente
podrían disociar la escena dramatizada en Ap 12,5 de la experiencia central de Cristo
muerto y resucitado.

5. UNA IGLESIA TODAVÍA PERSEGUIDA


Jesús habla confiado a los suyos: "Si el mundo (= el maligno) os odia,
sabed que me odió a mi antes que a vosotros... El siervo no es más que su señor. Si a mí
me persiguieron, también os perseguirán a vosotros" (/Jn/15/18-20). En el Apocalipsis el
Espíritu le repite a la iglesia la profecía de Jesús: con alusiones continuas al AT, el vidente
revela que la mujer que peregrina por el desierto de este mundo se verá expuesta a los
ataques de Satanás durante 1.260 días.

a) El desierto, lugar de prueba. En el desierto, antiguamente, el


pueblo de Dios llevaba a cabo su peregrinación hacia la tierra prometida, la tierra del
descanso. Durante aquel largo itinerario Israel tropezó con mil adversidades que,
pensándolo bien, no eran ajenas a la providencia amorosa de Yavé para con los suyos.
Exhortaba el Deuteronomio de esta manera: "Acuérdate del camino que Yavé te ha hecho
andar durante cuarenta años a través del desierto con el fin de humillarte, probarte y
conocer los sentimientos de tu corazón y ver si guardabas o no sus mandamientos" (Dt 8,2).

La iglesia vuelve a vivir aquella experiencia, aunque en la novedad cristiana.


Efectivamente, la mujer, después de haber engendrado a su hijo varón, tiene que huir al
desierto (Ap 12,6). La serpiente-dragón se levanta contra ella (v. 13); desde su boca vomita
contra la mujer como un río de agua para sumergirla (v. 15); y luego corre para hacer la
guerra a lo que queda de su descendencia, es decir, a los discípulos de Cristo, a los santos
"que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesús" (v. 17; cf 14, 12) Y
no sólo eso. Siempre en el desierto, Satanás moviliza a sus propios aliados, a quienes
transmite su poder diabólico. Efectivamente, en el desierto pone su campamento otra mujer,
que es la antítesis de la mujer-pueblo de Dios. Se trata de Babilonia la grande (¿la Roma
pagana?), ebria de la sangre de los santos y de los mártires de Jesús (17,3-6). Se sienta
sobre una bestia color escarlata que tiene siete cabezas y diez cuernos, símbolo de los
reyes que son gregarios suyos y que luchan contra el Cordero (17,3.9-14a; cf 13,1-2).

b) Los 1.260 días. ¿Durante cuánto tiempo


tendrá que permanecer en el desierto la mujer perseguida? Responde el vidente: durante
1.260 días (Ap 12,6). Esta cifra tiene su paralelo próximo en Ap 12,14, en donde se repite
que la mujer encontrará de comer en el desierto "durante un tiempo, dos tiempos y la mitad
de un tiempo", fórmula claramente derivada de Dan 7,25 (cf 12,7), que la utilizaba en
relación con la persecución de Antioco IV Epifanes (168-165 a.C.).
Los 1.260 días corresponden también a todo el periodo en que se desarrolla la misión
profética de los dos testigos (Ap 11,3). Además, el número mencionado es el producto de
42 X 30 (= 1.260); por consiguiente equivale con toda exactitud a los cuarenta y dos meses
lunares (de treinta días cada uno) en los que muestra toda su perversidad tanto la
persecución de los paganos que pisotean la ciudad santa (Ap 11,2) como el poder blasfemo
de la bestia (Ap 13,5).
Así pues en sustancia, las tres expresiones (1.260 días, 1 + 2 tiempos + la mitad de un
tiempo, cuarenta y dos meses) son semejantes y expresan una relación no aritmética, sino
cualitativo-simbólica. Es decir, sirven para designar un periodo de fuertes tribulaciones, de
violencia, de angustia, de calamidades, de muerte... Por lo demás, ya en el AT, fuera de
Dan 7,25, tenemos antecedentes análogos también para los "tres años y medio", es decir,
cuarenta y dos meses (cf I Re 17,1.18, en la cita de Lc 4,25 y Sant 5,17), y el número 42
(Jue 12,6; 2Re 2,24; 10,14; cf también Núm 35,6; Esd 2,24, y Neh 7,28). Así pues, a pesar
de todo, la persecución tiene un limite. De hecho, los "tres años y medio" son la mitad de
siete, número perfecto. Se trata de una totalidad partida a medias. El simbolismo de los
"tres y medio" tiene por tanto la función de subrayar que los tiempos de la angustia, aunque
parezcan largos, son parciales y no afectan al tiempo de Dios. Satanás sabe que tiene
"poco tiempo" (Ap 12,12).

6. UNA IGLESIA VICTORIOSA.


Las palabras proféticas de Jesús sobre las futuras tribulaciones de la iglesia iban
acompañadas de una promesa consoladora; lo mismo que él había derrotado al maligno,
así también los discípulos tendrían la fuerza suficiente para superar todo cuanto se opone
al evangelio. Es lo que decía el Señor: "En el mundo tendréis tribulaciones, pero confiad, yo
he vencido al mundo" (Jn 16,33).
El Apocalipsis repite sin descanso que el triunfo pascual del Cristo-Mesías es compartido
por sus fieles. "Al vencedor le daré el sentarse conmigo en mi trono, igual que yo, que he
vencido, me he sentado con mi Padre en su trono" (Ap 3,21; cf 2,26). Los cristianos podrán
derrotar a su vez al dragón en virtud de la sangre del Cordero y gracias a su testimonio
personal, llevado a cabo con firmeza hasta el final y rubricado en el martirio (Ap 2,26a;
12,11; 17,14).
Son éstas las certezas confortantes que infunden coraje a la iglesia, la cual "prosigue en
su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios" (san
Agustín, De civitate Dei 18,51,2, citado por la LG 8). Nos explicamos así cómo el
Apocalipsis, a pesar de conocer las travesías que aguardan a la comunidad de los
creyentes, no vacila en situar a la mujer en la esfera de la luz divina y en representarla con
una corona sobre la cabeza (Ap 12,1). Elia ha conseguido ya la prenda de la victoria en la
resurrección de Cristo. Cristo tiene el poder sobre la muerte y sobre los infiernos (Ap 1,18)
y camina en medio de los suyos (Ap 2,1).
Como un hábil contrapunto con el AT, el autor del Apocalipsis enseña que el Resucitado
asiste a la iglesia en las etapas de su viaje por el tiempo, a fin de conducirla hasta él para la
consumación final de la historia.

a) El desierto, lugar de la protección divina. En el transcurso de la antigua alianza el


desierto fue en primer lugar el espacio del refugio. Efectivamente, allí Dios concedió
descanso a Israel después de haberle hecho salir de Egipto (Éx 13,18), llevándolo como
sobre alas de águila (Ex 19,4, Dt 32,11, cf Sal 103,5 e Is 40,31). En el desierto le
proporcionó a su pueblo el alimento del maná, de las codornices, del agua (Éx 16,1-36;
17,1-7), de la misma manera que más tarde proporcionaría pan a Elías ( I Re 17,1-7). En el
desierto la tierra se abrió para tragarse a Coré, Datán y Abirón con todas sus familias y sus
seguidores (Núm 16,1-35). Sin embargo, el desierto no era el asentamiento definitivo, era
más bien una etapa intermedia, aunque prolongada, hasta llegar a Palestina, el lugar que
Dios tenía preparado para que descansara allí finalmente su pueblo (Éx 23,20).
Estos antecedentes del antiguo pacto eran sombra de los bienes futuros, los del pacto
nuevo sellado en Jesucristo (cf Heb 10,1). Y realmente el Apocalipsis vuelve a releer
aquellas páginas dentro de una perspectiva cristológico-eclesial. También la mujer, figura
del nuevo pueblo de Dios, experimenta de forma tangible el socorro divino. En el desierto
hay un lugar de refugio preparado para ella (Ap 12,6a.14b) y puede llegar hasta allí
volando, ya que se le han dado las dos alas del águila grande (v. 14a; cf Ap 8,13 y Ex 19,4,
Dt 32,11). En el desierto, lejos de la serpiente, la mujer encuentra su sustento (Ap 12,6.14),
que podría aludir al pan de la eucaristía, nuevo maná (cf Jn 6,48-58). Si Coré, Datán y
Abirón desaparecieron tragados por las fauces del desierto, ahora la tierra abre un abismo
para poder absorber el río que ha vomitado el dragón contra la mujer (Ap 12,16).

b) Una meta ultrahistórica: la nueva Jerusalén. Pero también


para la mujer, a semejanza de lo que había ocurrido con Israel, hay una última cita que está
más allá del desierto. Se le ha señalado una meta ultraterrena. Efectivamente, su vocación
es la de convertirse en la "mujer-esposa del Cordero" (Ap 21,9), en la nueva Jerusalén
(21,2), en donde ya "no habrá más muerte, ni luto, ni clamor, ni pena, porque el primer
mundo ha desaparecido" (Ap 21,4). El cambio de suerte que han realizado Dios y el
Cordero se manifiesta ahora en toda su perfección. No es ya en el desierto, sino en "un
monte grande y excelso" (Ap 21,10), donde aparecerá la nueva Jerusalén. Ni serán ya
tampoco ahora el sol y la luna las fuentes de su esplendor ya que "la gloria de Dios la
ilumina y su lámpara es el Cordero" (Ap 21,23; cf Is 60,1-2.19-20). En una palabra, ¡se
acabaron los días de luto! (cf Is 60,20).

7. ¿TAMBIÉN María ES LA "MUJER" DE AP 12?


Con esto llegamos a la cuestión formal de nuestra reflexión: ¿es legítimo ver también a
María en la mujer del "gran signo"? ¿Estaba presente la figura de la virgen María en la
mente de Juan, autor del libro? A partir de los años cincuenta ha ido creciendo
notablemente el número de exegetas que no vacilan en hablar de una extensión
mariológica en el c 12 del Apocalipsis. La mujer —opinan— simboliza en primer lugar y
directamente a la iglesia del pueblo de Dios de ambos Testamentos; pero indirectamente
(in obliquo, por así decirlo) se incluye también allí a la virgen María. ¿En qué sentido? Aquí
es preciso definir con la mayor exactitud posible las diversas categorías de aplicación
Mariana. Algunas se apoyan en fundamentos bastante próximos al sentido literal del texto.
Otras se derivan más bien de una reflexión global sobre la presencia y la misión de María
según el NT o bien son fruto de inducciones de carácter teológico-especulativo. Pondremos
algunos ejemplos.

a) María en la hora de la pasión, junto a la cruz. El parto doloroso de la mujer y el rapto


de su hijo varón junto al trono de Dios, como hemos dicho, tienen todas las probabilidades
de ser una escena dramatizada del misterio pascual. Una vez sentada esta premisa, podría
resultar muy iluminador el que nos diéramos cuenta de que precisamente en Jn 16,21-23
este mismo misterio es presentado por Jesús mediante la imagen parabólica de la
parturienta (véase supra, 4). Por consiguiente, si el parto de la mujer de Ap 12 se refiere a
la pasión glorificadora de Cristo, entonces el cuadro de Ap 12 tiene que interpretarse
igualmente a la luz de Jn 19,25-27. Es decir, está claro que la versión simbólica del misterio
pascual de Cristo que se nos ofrece en el Apocalipsis recibe nuevas aportaciones de la
versión histórica que da del mismo el cuarto evangelio. En efecto, gracias a Jn 19,25-27
podemos saber que en la hora en que Jesús pasaba de este mundo al Padre la comunidad
mesiánica al pie de la cruz estaba representada por el discípulo que amaba Jesús y por
unas cuantas mujeres (¿cuatro?), entre las que el evangelista concede el primer lugar a la
madre de Jesús.
La mujer coronada de doce estrellas, en angustias de parto, representa en primer lugar
la aflicción del resto fiel del pueblo elegido en el momento en que el Mesías era engendrado
a la gloria de la resurrección a través de los dolores de la pasión. La maternidad metafórica
de la mujer no se extiende solamente al Mesías resucitado, sino también a todos sus
hermanos, es decir, a todos aquellos que guardan los mandamientos de Dios y son fieles al
testimonio que dio Jesucristo. ¡Ése es el antiguo y el nuevo Israel!
En segundo lugar, y por vía indirecta, en esa mujer estaría también incluida la virgen
María. Todo ello debido a lo que escribe Jn 19,25-27. En el momento en que Jesús pasaba
de este mundo al Padre, la comunidad mesiánica estaba representada principalmente a
través de la presencia de su madre. En aquella hora Jesús revela que María tiene también
una función maternal que cumplir respecto al discípulo amado, tipo de todos sus discípulos.

La diferencia que hay entre Ap 12 y Jn 19,25-27 consiste en que mientras la escena del
Apocalipsis tiene una tonalidad eclesial, la del cuarto evangelio se centra más bien en la
persona de María. Pero se trata dé una diferencia complementaria. Por eso el c. 12 del
Apocalipsis confirma el significado eclesiológico de María al pie de la cruz, y viceversa, la
presencia de María al lado del Crucificado hace posible la extensión mariológica a la mujer
del Apocalipsis, en lucha contra el dragón.
Este género de argumentación (propuesto especialmente por A. Feuillet) es uno de los
más apreciables en el nivel del sentido literal. Efectivamente (como reconocen no pocos
exegetas), existen frecuentes contactos entre la tradición codificada en el Apocalipsis y la
de los escritos seguramente joáneos.

b) María, la "llena de gracia". En la mujer revestida de sol los ojos de la fe podrán


contemplar a María con pleno derecho. Debido a la misión única y excelsa a la que ha sido
llamada por Dios, la Virgen se vio envuelta por la complacencia y por el favor misericordioso
de Dios (cf Lc 1,28: kejaritoméne; 1,48).

c) María, "la parturienta de Belén". Una vez admitido que la mujer de Ap 12 es también
figura del antiguo pueblo de Dios, será preciso reconocer que solamente a través de la
maternidad física de María la mujer-Israel engendra de su seno al Mesías . Por eso Ap 12
puede referirse también en sentido amplio al parto de Belén.

d) María, la "mujer" de la fe atormentada. En los dolores del parto, como decíamos, se


expresa entre otras cosas el itinerario tan difícil de fe que lleva a cabo la comunidad
prepascual de los discípulos para llegar a aceptar un Mesías que sufre. Dentro de esta
perspectiva es posible colocar con toda dignidad a la madre de Jesús, efectivamente, María
acogió en su hijo al Mesías tal como Dios se lo proponía y vivió ejemplarmente el drama de
Cristo crucificado. De esta manera la Virgen engendró a Cristo sobre todo en el orden de la
fe.

e) María, miembro de una iglesia perseguida por el mundo y socorrida por Dios.
Pensando en las hostilidades de la serpiente contra la mujer en el desierto y en la
asistencia divina de que se ve protegida, la mente del lector no podrá ignorar que también
María fue partícipe del misterio de muerte y de resurrección que vivió la iglesia apostólica.
En efecto la Virgen vivía en el seno de la comunidad de Jerusalén (He 1,14).
Pues bien, esta comunidad fue muy pronto objeto de persecución por parte de las
autoridades judías, mientras que al mismo tiempo experimentaba de manera tangible la
fuerza liberadora de Cristo resucitado, su Señor (cf He 4,5-31, 5,17-41, 6,97,60; 8,1-3;
9,1-2; 12,1-19).

f) María, asunta a la gloria celestial. El término escatológico de la mujer de Ap 12 es el


de ser glorificada en los cielos nuevos y la tierra nueva de la Jerusalén celestial, como
"mujer-esposa del Cordero " (Ap 21, 1-22,5). Levantando la mirada hacia esa humanidad
transfigurada en Jesucristo, muchas voces de la tradición eclesial han encontrado
abundantes motivos para celebrar en el gran signo de la mujer la asunción de María al lado
de su Hijo. En ella redimida en la integridad de su persona, la iglesia se goza en saludar la
primicia y la prenda de la gloria perfecta, que será comunicada a todas las criaturas como
fruto de la salvación universal realizada por Cristo Dios-con-nosotros (cf Ap 21,34).

Para cada uno de los aspectos marianos que aquí hemos señalado como ejemplos, me
parece que resulta muy adecuado el criterio hermenéutico formulado por U. Vanni. Este
autor insiste en la connotación eclesial de Ap 12 y afirma en términos muy claros que la
mujer no es María. Pero luego añade que "también es posible dar un paso legítimo en la
dirección mariológica...; (y) esto no constituye ningún añadido devocionista y mucho menos
se plantea como interpretación exegética alternativa o mera aplicación eclesial. Lo que
hace más bien es subrayar la riqueza pluriforme, supraconceptual, del símbolo, que raras
veces llega a explotarse colmadamente. También el gran signo alcanza su plenitud de
significado sólo cuando el mismo llega a ponerse en contacto inmediato con toda la realidad
de la vida eclesial".

CONCLUSIÓN. Después de considerar como ya cumplida la redención, el autor del


Apocalipsis proyecta sobre Gén 3,15 toda la luz del NT. La descendencia de Eva, a la que
se le prometió la victoria sobre la serpiente, llega a identificarse para él con el pueblo de
Dios, representado en la imagen de la mujer de Ap 12. Y este pueblo sale victorioso sobre
la antigua serpiente (Satanás) a través de la obra del Cristo Mesías . Hasta aquí llega el
sentido literal-directo del gran signo, es decir, del importante mensaje que allí se encierra.
Indirectamente, como si se tratara de un reflejo, en la mujer está incluida también María.
Efectivamente, los demás escritos del NT revelan que, por disposición divina, con Cristo
estuvo estrechamente asociada su madre. En otras palabras, la descendencia de la
mujer-Eva (Gén 3,15) logra triunfar sobre la serpiente mediante la mujer-pueblo de Dios (Ap
12); pero a este pueblo es preciso incorporar, de manera eminente, a Jesucristo y a su
madre.
Con esta lectura retrospectiva del AT, el Génesis y el Apocalipsis se vinculan idealmente
entre sí como el primero y el último eslabón de una misma cadena, es decir, la cadena de
los libros sagrados, en los que el Espíritu Santo dice a la iglesia todo lo que Dios ha hecho
por nosotros los hombres y por nuestra salvación.
(_DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs.368-378)
...............................

MARIOLOGIA-BIBLICA
A. SERRA

Más que extendernos en un balance donde resumir los análisis expuestos hasta ahora,
es preferible (en estos momentos) volver sobre una cuestión de método. Se refiere a la
hermenéutica bíblica en general; por consiguiente, encuentra también su terreno de
aplicación en el ámbito de los pasajes marianos de la Biblia.
La Escritura es un solo libro, afirmaban con energía los santos padres, plenamente convencidos
de ello. Por consiguiente, un tema, una afirmación singular, un solo versículo, no despliegan toda
su riqueza hasta que no llegan a armonizarse con todo el conjunto de los libros sagrados. "Toda la
Escritura —argumentaba san Buenaventura (+ 1274) podría compararse con una citara: la cuerda
inferior, por sí sola, no produce ninguna armonía pero con las demás si que consigue producirla.
Pues bien, lo mismo ocurre con la Escritura: un trozo depende de otro, más aún, un pasaje dice
relación a otros mil" (In Hexaemeron, coll. 19,7).
Este mismo criterio tiene que aplicarse también a la mariología bíblica, aliada segura del
culto mariano. Si nos fijamos en la cantidad, son relativamente escasos los pasajes que en
ella nos hablan de María. Pero lo poco en cantidad cede notablemente a lo mucho en
calidad. Ciertas frases aparentemente descarnadas y secas, unos cuantos versículos o
incisos que cualquiera podría juzgar como totalmente marginales a primera vista, afectan
sin embargo a muchas tradiciones. Hunden sus raíces en el AT; por consiguiente, pasan a
través del área del judaísmo que se llama intertestamentario, asumiendo no pocas veces
sentidos parcialmente nuevos; y desembocan finalmente en el NT según ciertos aspectos
propios de la perspectiva teológica de cada uno de sus autores.
Por este camino se llega a una gozosa constatación. Las perícopas marianas, con las
respectivas unidades que las componen, se presentan como piezas de un mosaico mucho
más amplio. Ya desde el AT la figura y la misión de María se presentan como envueltas en
la penumbra de los oráculos proféticos y de las instituciones de Israel. En los umbrales del
NT se levanta sobre el horizonte de la historia de la salvación como síntesis ideal del
antiguo pueblo de Dios y como madre del Cristo Mesías . Y luego, a medida que Cristo, "sol
de justicia" (cf Mal 3,20), va avanzando por el firmamento de la alianza nueva, María sigue
su trayectoria como sierva y discípula de su Señor, en un crescendo de fe. En el punto más
alto de su culminación, que es el misterio pascual Cristo hace de su madre la madre de
todos sus discípulos de todos los tiempos. De aquella hora la iglesia aprende que María
pertenece a los valores constitutivos de su propio Credo.
Escribe muy bien el conocido exegeta francés A. Feuillet: "Todo el que desee profundizar
en la doctrina mariana desde el punto de vista bíblico no podrá hacerlo más que a través de
una exploración más extensa de toda la historia de la salvación. Y viceversa, todo el que
desee comprender más a fondo la historia de la salvación se encontrará necesariamente
con la madre del Redentor unida con vínculos indisolubles al centro mismo de la historia
salvífica'.
¡Exactamente eso es lo que ocurre! En el cristianismo María no es el
centro, pero es central. Por eso afirmaba Pablo Vl con una frase singularmente feliz: "Si
queremos ser cristianos, tenemos que ser marianos, es decir, tenemos que reconocer la
relación esencial, vital, providencial, que une a María con Jesús, y que nos abre a nosotros
el camino que conduce hacia él" .
(·SERRA-A. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs.378-379)
MARÍA VIRGINIDAD
S .DE. FIORES

1. Problemática actual
Desde los primeros siglos, en los que María fue llamada "la Virgen" (Justino), "la Virgen
perpetua" (Epifanio), "la Virgen eterna" (Jerónimo), ha llegado a nosotros la fe en la
virginidad de María. Pero hoy "la creencia en la partenogénesis de María comienza a
desintegrarse", convirtiéndose para algún estrato de fieles en "una realidad del todo
marginal respecto a la fe cristiana". La concepción virginal de Jesús parece haber perdido
importancia, tanto en el contexto teológico como en el ámbito de la vida contemporánea: "En
cierto sentido —observa R. Brown—, éste no es uno de los problemas más candentes de la
teología o de la exégesis. Su solución no ayudará a los marginados del centro de las
ciudades, y ni siquiera a los de la periferia, una vez resuelto, quedarían siempre los
problemas de la guerra y de la paz, e incluso los del celibato sacerdotal". Esta marginación o
desintegración de la virginidad de María se expresa en diversas áreas geográficas,
encuentra su origen remoto en la teología critico-liberal del siglo pasado y se concentra en
torno a la teología del teologúmeno.

1. DEBATE POSCONCILIAR.
Entre los católicos, la primera voz contestataria de la visión tradicional de la virginidad de
María, como pródromo de la subsiguiente discusión, es la del médico vienés A. Mitterer con
su libro Dogma und Biologie der heiligen Familie (Viena 1952). En él el autor considera
inconciliable con una verdadera maternidad el parto milagroso y afirma que la integridad
orgánica no pertenece a la noción de virginidad. María habría dado a luz a Jesús
normalmente (con dolores y ruptura del himen) y, no obstante, virginalmente, puesto que la
virginidad consistiría en la exclusión del acto sexual. Las reacciones favorables o polémicas
suscitadas por el libro de Mitterer desaparecen al cabo de algunos años; en 1960 una
instrucción privada del Santo Oficio prohíbe escribir sobre el tema, constatando que "se
publican trabajos teológicos en los cuales el delicado tema de la virginidad in partu de
María santísima es tratado con deplorable crudeza de expresión y, lo que es más grave, en
abierta oposición a la tradicional doctrina de la iglesia y al piadoso sentir de los fieles". La
discusión conciliar evita resolver la cuestión planteada por Mitterer y se cierra con un texto
que reafirma el dato esencial de la tradición sin entrar en precisiones indiscretas: "En la
natividad... su Hijo primogénito, lejos de disminuir, consagró su integridad virginal" (LG 57).
Después del concilio, el debate se desplaza hacia la concepción virginal en su atestación
bíblica y su interpretación cultural. El debate se esparce como mancha de aceite en varias
zonas geográficas.

a) Holanda.
Aunque la concepción virginal fue cuestionada en ambientes alemanes, particularmente
por P. Niewalda con ocasión de la VII sesión de la Sociedad mariológica alemana (1962),
fue Holanda la que abrió un debate al que los mass-media dieron amplia publicidad. El
jesuita I. van Kilsdonk lanza en 1965-1966 entre los universitarios de Amsterdam la idea de
que se debe abandonar la interpretación biológica de la concepción virginal porque no
concordaría con la auténtica cristología bíblica. La publicación del Nuevo catecismo (9 de
octubre de 1966) agrava la situación, puesto que presenta a Jesús como "el regalo hecho
por Dios a los hombres" por encima de la capacidad humana, y afirma que "tal es el
profundo sentido del articulo de la fe: nació de santa María virgen". Después de varios
encuentros entre teólogos de ambas partes, el episcopado holandés acepta la petición de
la comisión cardenalicia y añade al Nuevo catecismo un texto que afirma "el hecho
misterioso de la concepción virginal de Jesús" y la "virginidad perpetua de María".

b) Alemania.
La polémica se agudiza no sólo en la sesión de la Sociedad mariológica alemana (1968),
en la que no se llegó a un acuerdo sobre la obligación de aceptar la concepción virginal
como hecho biológico, sino sobre todo en el asunto relativo al profesor de catequesis H.
Halbfas. Preconizado para una cátedra de pedagogía religiosa en Bonn, se vio vetado por
el vicario general de Colonia por haber sostenido en su obra Fundamentalhatechetik (1968)
que "el nacimiento de Jesús de María virgen no es propuesto a la fe como hecho
biológico".

c) Francia.
También en Francia corren varias publicaciones científicas o divulgativas que extienden
la duda en amplios estratos. A la tesis de A. Malet que, basándose en la desmitización,
rechaza la historicidad de la concepción virginal, se añade el libro de L. Evely, para el cual
"la virginidad de María es la traducción física" en atención a las personas más simples, del
misterio de la encarnación, en linea con una concepción más bien primitiva, según la cual
Dios excluiría al hombre". Mayor resonancia, como best-seller religioso de 1977, tuvo el
libro de Francoise Dolto El evangelio ante la psiquiatría, que se limita a reconocer a María
virgen en cuanto "metáfora de la perfecta disponibilidad", y a José padre en cuanto "adopta"
a Jesús; incluso puede que sea su padre, pero ello no tiene una importancia decisiva. En
otro plano metodológico y científico se colocan autores como P. Grelot y R. Laurentin, que
contrastan afirmaciones superficiales y buscan el sentido del dato de la tradición.

d) Estados Unidos.
En 1972 ven la luz en USA una serie de artículos acerca de la virginidad de María,
originados por una conferencia del exegeta R. Brown, que puntualizaba los argumentos en
pro y en contra de la concepción virginal, pero sin tomar posición. El estudio de R. Brown
se replantea ampliado en el libro La concepción virginal y la resurrección corporal de Jesús
(Queriniana, Brescia 1977; 1ª. ed. americana en 1973). Es precedido en 1969 por un
debate iniciado por Rosemary Ruether, que ve en los relatos evangélicos de la concepción
virginal de Jesús una tradición tardía en relación con la primitiva y más histórica de la
paternidad física de José.

e) Italia.
A primera vista podría parecer que la problemática de la virginidad de María no halló eco
en el contexto italiano. En realidad, no se dan grandes polémicas, pero afloran a diversos
niveles las nuevas hipótesis observadas en otras partes. Ya en 1971 Ortensio da Spinetoli,
situándose en un plano estrictamente exegético, deja abierto el camino para cualquier
solución: "El nacimiento virginal puede ser un acontecimiento real, una noticia objetiva, pero
el contexto literario no lo garantiza de manera clara... La cuestión es ciertamente ardua,
pero sobre la base de la documentación existente no se puede resolver de manera
inequívoca en los términos tradicionales". La nueva interpretación se abre camino a través
de la traducción, y a veces la amplia divulgación, de las obras de E. Renán, E. Craveri, H.
Küng, J.B. Bauer, L. Evely, etc. Más que los libros es la escenificación televisiva Jesús de
Nazaret, de F. Zeffirelli, lo que provoca sorpresas y reservas, presentando una virgen que
sufre naturalmente los dolores del parto. Algunos se escandalizaron, considerando la
representación no en armonía con el carácter milagroso del parto de la Virgen; otros la
defendieron en nombre de la capacidad de sufrir que no se le debe negar a María, y de la
libertad de los medios escénicos expresivos, o bien en virtud de la discusión teológica,
todavía abierta, acerca del modo de entender el parto virginal. No obstante, prevaleció
sobre la disputa el tratamiento constructivo.

f) Suiza.
En su libro ampliamente difundido Ser cristiano, H. Küng dedica particular atención al
nacimiento virginal, interpretándolo como una biologización del concepto de Mesías
"engendrado por el Espíritu". El teólogo suizo, profesor de Tubinga, excluye la historicidad
del nacimiento virginal, que aparece en los relatos evangélicos como "un símbolo
fecundante" del nuevo comienzo marcado por Dios con Jesús, Puesto que hoy ese
comienzo se puede anunciar diversamente, "no se puede obligar a nadie a creer en el
hecho biológico de una concepción o nacimiento virginal". Después de una primera
intervención de la Congregación para la doctrina de la fe en 1975, la misma declara en
1979 que H. Küng "no puede ser ya considerado teólogo católico y no puede, como tal,
ejercer el cometido de enseñar". Entre las motivaciones de esta intervención se hace
referencia a una doctrina sobre la virgen María, a la cual H. Küng da "significado diverso del
que ha entendido y entiende la iglesia".

g) España.
Es el último epicentro del debate sobre la concepción virginal. Lo inicia X. Pikaza con la
obra Los orígenes de Jesús. Ensayo de cristología bíblica (Ed. Sígueme, Salamanca
1976), que se mueve —como antes R. Brown— a igual distancia entre el dato
histórico-biológico y el teologúmeno. Para el autor es peligroso tanto afirmar de manera
absoluta la realidad histórica de la concepción virginal, como reducirla a un puro
simbolismo. La polémica se enciende con el articulo de R. Scheifler La vieja natividad
perdida. Estudio bíblico sobre la infancia de Jesús, publicado en la revista pastoral Sal
terrae 65 (1977) 835-851. Al poner en duda la concepción y el nacimiento virginal, el escrito
suscita inmediatamente la reacción del cardenal primado González Martin de la Conferencia
episcopal, de la Sociedad mariológica española y de otros teólogos: todos reafirman la
doctrina tradicional de la iglesia acerca de la virginidad perpetua de María. En 1980
reaparece la misma problemática con una serie de artículos de A. Salas en Biblia y Fe,
donde se formula la hipótesis de mantener la concepción virginal, cuyo protagonista es
Jesús, y no la virginidad biológica, donde actúa en primer plano María. La respuesta a nivel
teológico la da D. Fernández, que juzga inaceptable la presentación de la maternidad
virginal de María ofrecida por A. Salas.
Este cambio de horizonte sobre la puesta en cuestión de la virginidad de María nos
mueve a buscar sus pródromos remotos en el ambiente alemán protestante del siglo pasado.

2. ORIGEN DE LA DISCUSIÓN.
Se debe a D. F. Strauss en 1835, la afirmación, basada en la exégesis histórico-critica,
de que la concepción virginal de Jesús es un mito cristiano, "un revestimiento historizante
de una idea cristiana primitiva". Había surgido cuando, para dar consistencia a la filiación
divina de Jesús, se retrocede desde el bautismo a la concepción. Justamente entonces se
reviste este concepto de un relato hecho posible por la convergencia de tres factores
veterotestamentarios: a) la comprensión en sentido físico de la filiación divina de Jesús
bajo el influjo del Sal 2,7; b) los nacimientos milagrosos de algunos personajes del AT; c) la
representación del Mesías como hijo de una virgen según Is 7,14-23. Este origen
judeo-cristiano del relato de la concepción virginal, que de D. F. Strauss pasará a A.
Harnack, será contestado por J. Hilmann y por los defensores de la tesis sincretista, los
cuales abogan por un influjo helenístico del mito teogámico pagano. Después del intento de
Gunkel, que une las dos perspectivas en la mediación de un judaísmo propenso a la
asimilación de motivos helenísticos, M. Dibelius descarta la teoría de la dependencia
material de los mitos paganos o de la concepción judía. No se trata de importación, sino de
creación de una leyenda enteramente cristiana, la cual, sin embargo, ha asimilado el
teologúmeno egipcio de la generación pneumática y se ha servido de categorías
judaico-veterotestamentarias. Por tanto, el proceso de formación de la leyenda de la
concepción virginal pasa, según Dibelius, a través de tres fases, que él cree poder
documentar: a) conocimiento y uso judeo-cristiano (en Filón y Pablo) del teologúmeno de la
generación pneumática sin intervención del hombre; b) concreción de esa idea en la
leyenda de la concepción virginal excluyendo la teogamia, c) mitologización mediante la
confrontación de la leyenda con la realidad histórica, que sitúa el nacimiento de Jesús en el
contexto matrimonial. A pesar de lo atrayente de esta teoría, de la cual dependen en
sustancia los epígonos de nuestro tiempo, terminará por ser juzgada científicamente
insostenible y como una "ilusión óptica", puesto que el teologúmeno de la generación
pneumática, lo mismo en el AT que en Pablo (acerca del nacimiento de Isaac) no excluye,
sino que supone la paternidad biológica del hombre. Pero las bases de la discusión ya
están echadas y nos colocan ante un triple interrogante: la concepción virginal, ¿es un dato
histórico o un teologúmeno? ¿Cuál es la derivación o el origen de la idea y del relato de la
misma? ¿Se trata de un elemento importante o periférico del cristianismo?

3. ¿DATO HISTÓRICO O TEOLOGÚMENO?


La alternativa surge con D. F. Strauss, el primer autor (así parece hasta ahora) que
recurre en 1835 al teologúmeno para expresar la distancia del hecho histórico de la
concepción virginal de Cristo y captar su significado a nivel solamente teológico. A
diferencia de la definición que de él da K. Rahner (1), teologúmeno indica en nuestro
contexto "la expresión de una teología en forma narrativa", "la representación que se hace
el evangelista en dependencia de la mitología ambiental para expresar un contenido
religioso", "la conclusión de un razonamiento que tiene como punto de partida otras
verdades ya poseídas, o sea, la expresión en otra forma —aquí una narración— de una
verdad abstracta: en nuestro caso, de la verdad de que Jesús es Hijo de Dios".
Durante la discusión se han precisado las objeciones contra la historicidad de la
concepción virginal, y por tanto favorables al teologúmeno. Provienen de una triple fuente:
bíblica, teológica y cultural.

a) INFANCIA: La exégesis ha apurado que los evangelios de la infancia (que


Schürmann invita a llamar "prehistoria de Jesús"), más aún que las otras partes del
evangelio, no intentan trazar la biografía de Jesús, sino transmitir un mensaje de salvación.
Son relatos de alto nivel teológico fruto de experiencia y de reflexión acerca del misterio
pascual de Cristo, pero compuestos en función de la fe y en forma popular midrásica o
agádica. Ese género literario invita a no tomarlo todo por historia, sino a ejercitar el
discernimiento critico. Además, el silencio de todos los demás escritos del NT, a excepción
de los evangelios de Mateo y de Lucas depondría en favor de la no historicidad de un
acontecimiento tan singular como la concepción virginal de Cristo. Finalmente, repiten casi
todos los exegetas protestantes, en su contenido la leyenda de la concepción virginal de
Jesús está irremediablemente en contradicción con la cristología de la encarnación del Hijo
de Dios preexistente, tal como se encuentra en Pablo o en Juan. Esto significa que en el
desarrollo de la cristología del NT la partenogénesis seria una fase de una cristología de
tipo adopcionista, puesto que —ignorando la preexistencia de Cristo— pretendería probar
que Jesús se convierte en Hijo de Dios en el momento de la encarnación. La armonía
exegética realizada por los padres, que ven la concepción virginal como signo de la
preexistencia del Hijo de Dios, seria para E. Brunner una transformación del sentido de
Mateo y Lucas, para los cuales Jesucristo fue engendrado en cuanto persona.

b) Desde el punto de vista teológico se establece una neta distinción entre la filiación
divina de Jesús (hecho ontológico y proceso ocurrido en la eternidad) y su concepción en la
naturaleza humana (hecho biológico y acontecimiento temporal). La realidad de Hijo de Dios
-sostienen P. Althaus y J. Ratzinger- sería compatible con la paternidad física de José,
precisamente porque se trata de dos planos distintos: "Nacimiento de Dios y generación
humana —concluye H. Küng— no entran en competencia". Incluso alguno llega a exigir la
participación de un padre humano en la generación de Jesús en virtud de su perfecta
humanidad y participación de la condición natural de los hombres. La concepción virginal
—para E. Brunner y J.A.T. Robinson— pone a la teología en dificultades, no sólo porque
desvaloriza la generación sexual cediendo a la mentalidad ascético-helenística, sino porque
además comporta una oculta tendencia al docetismo. Eliminando la historicidad de la
partenogénesis de Cristo, quedaría potenciada la realidad de la encarnación.

c) Para el frente cultural de nuestro tiempo, al menos para la llamada civilización


tecnológica, la concepción y el parto virginal de María son difícilmente asimilables. La
ciencia, en nombre del progreso al descubrir las causas de los fenómenos cósmicos y de la
madurez conquistada por el hombre, rechaza la idea tanto de un "Dios tapagujeros" como
de un "Deus ex machina", que intervendría en los asuntos humanos de modo milagroso.
"Una historia constelada de milagros —observa R. Brown— no es la historia en la que
vivimos". La cultura actual rechaza la concepción virginal de Cristo como un acontecimiento
no histórico, porque refleja una concepción mitológica del mundo, en la cual Dios
intervendría en la naturaleza no respetando sus leyes o en sustitución del hombre. El único
modo de admitir racionalmente la concepción virginal seria la posibilidad de la
partenogénesis humana natural. Pero aunque ésta pudiera realizarse, no podría explicar
la concepción de Jesús; en efecto, "la diferencia profunda entre un caso de partenogénesis
humana y la génesis del cuerpo de Jesús consiste en el hecho de que la partenogénesis
humana no podría engendrar en ningún caso un hombre, sino sólo una mujer. El
cromosoma Y no forma parte del genoma femenino, y por tanto un óvulo virginal no puede
poseer tal cromosoma Y".
Estas perspectivas obligan a autores como H. Küng a definir las narraciones de los dos
primeros capítulos de Mateo y Lucas como "leyendas o sagas etiológicas", que quieren
indicar una causa de la atribución a Jesús del titulo de Hijo de Dios, y a "abandonar la
interpretación biológica para llegar a la interpretación cristológico-teológica" de la
concepción virginal.
Hoy son bastantes los autores que estiman falsa la alternativa "hecho histórico o
teologúmeno", porque el teologúmeno no se opone necesariamente a la historicidad de la
concepción virginal. Expresar la fe de la comunidad no implica abandonar el terreno de la
historia, sino si acaso presentar los hechos en su significado teológico. La alternativa, pues,
respecto a la concepción virginal es "acontecimiento histórico-salvífico o construcción
simbólica". En esta linea se mueven generalmente los exegetas y teólogos católicos (R.
Schnackenburg, H. Schürmann J. Ratzinger, M. Schmaus, K. Rahner...), para quienes la fe
en el hecho histórico-salvifico de la concepción virginal no es lesionada por la nueva
interpretación. En efecto, los argumentos que aporta o no prueban o no tienen en cuenta
consideraciones favorables a la fe tradicional.
Así, la convergencia de Mateo y Lucas en la transmisión del hecho de la concepción
virginal de Cristo revela la existencia de tradiciones palestinenses más antiguas, utilizadas
en el kerigma sólo en un momento segundo, pero que son datos de fe armonizables con el
anuncio primitivo. Además, de la amplia encuesta de E. Stauffer se deduce que el núcleo
histórico reconocido por todas las tradiciones es "Jesús, hijo de María, y no de José"; de
este hecho se da una interpretación diversa: partenogenética (cristianos y musulmanes),
pornográfica (judíos), demonológica (samaritanos). Todo esto revela que algo no normal
ocurrió en el nacimiento de Jesús, que recibirá diversas explicaciones según el ambiente,
creyente u hostil a los cristianos. No encuentra, en cambio ningún apoyo histórico la
hipótesis de la derivación biológica de Jesús de José.
En cuanto al principio de la no con-currencia, a menudo se lo considera lacerado por la
concepción virginal, pensada falsamente como si Dios fuese el sustituto sexual del hombre
en el acto generativo. Bíblicamente, en cambio —nota H. Küng—, "el Espíritu Santo no es
presentado como padre que engendra, sino como fuerza que obra la concepción de Jesús".
En otros términos, Dios obra como "causa prima" de un modo misterioso, pero infinitamente
más eficaz que la acción de la criatura. Están condenados al fracaso tanto los intentos de
encontrar en la naturaleza el modelo de la partenogénesis de Cristo como las disquisiciones
de tipo demasiado naturalista o fisiológico.
También el estudio de las religiones ha llevado a la conclusión de que en los mitos
babilónicos, egipcios, persas y grecorromanos no existe verdadera partenogénesis. A lo
sumo se trata de remotas analogías con el relato evangélico de la concepción virginal. Por
lo demás, si se admite el hecho histórico, las explicaciones con el paralelismo de los mitos
paganos asumen valor muy relativo.
Acerca de la importancia de la concepción virginal, existe una cierta tendencia entre
protestantes y católicos a considerarlo un símbolo no central, sino accesorio (P. Tillich) y
tardío (P. Althaus), puesto que ha existido una fe en Cristo sin él. Si la declaración de
Eisenach de 1892 rehusaba hacer del natus ex María Virgine "el fundamento y la piedra
angular de la fe", en nuestro tiempo K. Rahner reconoce que la virginidad de María "no es
un dato primario y autónomo", sino "un dato derivado, que proviene de una comprensión
más originaria y global de María y de su función salvífica". Queda, sin embargo, la
tendencia opuesta, que reprocha a los teólogos católicos ser "tan ciegos que ya no ven que
la virginidad de María está ligada al centro de la dogmática" (H.U. von Balthasar). Algunos
protestantes (H. Asmussen, H. Richardson) hablan de la concepción virginal como de una
"necesidad teológica".
Es preciso hacer luz sobre estos diversos problemas recurriendo a la palabra de Dios y
a la tradición eclesial para realizar luego una reflexión sistemática sobre el valor y
significado de la virginidad de María en la historia de la salvación.
(·FIORES-S-DE. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 1978-1984)
...............................
(1) "Se puede definir de este modo una doctrina teológica que no está directamente
testimoniada por el magisterio eclesial y por tanto no posee una autoridad obligatoria, pero
que se estructura (haciéndose así digna de imponerse a la atención) de tal modo que
confiere mayor claridad en su contexto, y por lo mismo, comprensión, a otras muchas
doctrinas explícitas de la Iglesia". K. Rahner-H.Vorgrimler, Dizionario di teologia.
Roma-Brescia 1968)

II. TESTIMONIO BÍBLICO

En orden a una exposición completa y funcional del testimonio bíblico, reagrupo los
distintos aspectos relacionados con el argumento según la triple distinción ya clásica:
concepción virginal ("virginitas ante partum"), parto virginal ("In partu") y virginidad después
del parto ('post partum"). En cada uno de estos tres momentos trataré el hecho y también el
sentido del hecho. Esta segunda dimensión, descuidada muy a menudo en el debate actual,
es de importancia capital. Como todos los signos (prodigios) que marcan el ritmo de la
historia bíblica de la salvación, tampoco en las maravillas inherentes a la virginidad de María
basta con detenerse en la materialidad del hecho (los "bruta facta"). Es indispensable captar
el mensaje que encierra. Como dice el Apocalipsis (17,9): "¡Aquí la inteligencia y la
sabiduría!" Para completar el tratado sobre la concepción virginal, introduciré un "excursus"
sobre el voto de virginidad de María.

1. LA CONCEPCIÓN VIRGINAL: EL HECHO.


Tomados en orden cronológico, los autores del NT que testimonian en favor de la
concepción virginal de Cristo son: Pablo (al menos según algunos exegetas), Marcos
(dentro de los límites que indicaremos), Mateo, Lucas y Juan.

a) Pablo. Hoy se estima comúnmente que la tradición paulina no contiene referencia


alguna a la concepción virginal del Salvador. Pero el silencio no quiere decir negación;
simplemente parece que el asunto no ha entrado aún en la óptica del Apóstol. No obstante,
a partir de 1978, Antonio Vicent Cernuda y Alberto Vanhoye, por caminos diversos, han
avanzado nuevas perspectivas de lectura de algunos textos, tales como Gál 4,4, Rom 8,3 y
Flp 2,7. Sobre todo estas perícopas parecen ofrecer alguna sugerencia acerca de la
génesis virginal del Hijo de Dios.

1) /Ga/04/04-05. En este versículo, que es ciertamente uno de los testimonios marianos


más arcaicos del NT (las dataciones oscilan entre el 49 y el 56/57), Pablo declara: "Mas
cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo
la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiésemos la adopción de
hijos" (vv. 4-5).
A. Vanhoye y A. Vicent Cernuda, independientemente uno de otro, llegan a la conclusión
de que el v. 4 queda abierto a la concepción virginal de Jesús. Resumo por separado sus
argumentaciones.

- A. Vanhoye aclara ante todo la estructura literaria de Gál 4,4-5 según este esquema:
_______________________________________________________________________

(a) acción divina = envío del Hijo


(b) modalidad = nacido de mujer
(c) modalidad = sujeto a la ley
(d) finalidad = liberación de la ley
(e) finalidad = otorgamiento de la adopción filial.
_______________________________________________________________________

Es fácil observar en este cuadro las siguientes relaciones entre cada uno de los
miembros de frase. Hay un manifiesto paralelismo entre (b) y (c), introducidos ambos por el
participio aoristo genómenon (="nacido"), y lo mismo entre (c) y (d), que comienzan ambos
con la preposición final ina (= "a fin de que"). Además, (c) y (d) están en correlación
antitética: el Hijo se convierte en sujeto a la ley (la ley mosaica, ypò nómon), para rescatar
a los que están bajo la ley (ypò nómon). Pero también entre (b) y (e) es fácil descubrir una
relación de oposición: el Hijo se rebaja al nivel de frágil criatura naciendo de mujer como
todos (b), y eleva luego a los nacidos de mujer al vértice de la filiación divina (e).
Finalmente el primero y el último elemento están unidos por el concepto de filiación: Dios
envía a su Hijo (a) para que nosotros recibiésemos la adopción de hijos (e).
Pues bien —así razona Vanhoye—, el contraste natural entre (c) y (d), lo mismo que
entre (b) y (e) denota claramente una paradoja: ¿cómo puede uno estar sujeto a la ley (c) y
librar al mismo tiempo a los que están bajo ella (d)? Y además, ¿es posible que de un
estado de humillación como es el "nacer de mujer" (b) se siga una glorificación que es
justamente el don de la filiación divina (e)? ¿Cómo puede ocurrir esto? He ahí la naturaleza
paradójica de Gál 4,4-5. La paradoja como tal no explica, sino que
provoca primero el estupor y luego la reflexión. El estupor está determinado por el hecho de
que una afirmación contiene aspectos contradictorios. La paradoja no da explicación sin
más. Deja más bien la mente en suspenso para que encuentre el camino para salir de la
aparente contradicción.
Poco antes, en la misma carta a los Gálatas, Pablo había recurrido al mismo género de
procedimiento. Cristo, escribe (/Ga/03/13), "nos rescató de la maldición de la ley,
convirtiéndose él mismo en maldición por nosotros, como está escrito: Maldito el que cuelga
del madero (Dt 21,23)". Ante una afirmación como ésta, es obvio preguntarse: ¿cómo puede
un maldito (un condenado a la cruz) librar a otros malditos? Muchos bandidos fueron
crucificados por ser culpables de crímenes mortales (cf Dt 21,22) y no salvaron a nadie.
Pablo no responde aquí. Mas por el conjunto de su doctrina sabemos que todo depende del
modo con que Cristo se convirtió en maldición. Él no murió como un malhechor cualquiera.
Al contrario, a pesar de no haber conocido pecado (2Cor 5,21) "se entregó a sí mismo por
nuestros pecados", como señal de obediencia filial al Padre (Gál 1,4) y de amor a nosotros (2,20).
De manera análoga, la misma argumentación podría aplicarse a Gál 4,4-5. "Nacer de
mujer" es sinónimo de rebajamiento, de humillación, de impureza: "¿Quién puede sacar lo
puro de lo impuro? ¡Nadie!" (Job 14,4); "¿Cómo puede ante Dios justificarse un hombre y
aparecer puro el nacido de mujer?" (Job 25,4). Ahora bien, si el modo de nacer Cristo de
mujer es igual en todo al de los demás hombres, ¿podría él librarlos de la maldición, que es
el yugo de la ley (cf Gál 3,13 y 4,4)? Parece que hay subyacente alguna cosa en la
afirmación de Pablo. No da explicaciones ulteriores. Pero el género paradójico que usa
exige que se encuentre solución a la antinomia, si no queremos caer en el absurdo. Debe
haber algo singular en el modo de nacer de mujer el Hijo de Dios.
Vanhoye concluye: "Podemos e incluso debemos reconocer absolutamente que la frase
de Gál 4,4, en virtud del género adoptado, permanece abierta positivamente a las
afirmaciones complementarias que aportan los evangelios a propósito de la génesis
humana del Hijo de Dios" (art. cit.. 247).

- Vicent Cernada desarrolla algunas observaciones de carácter filológico en torno a la


frase genómenon ek gynaikós ("nacido de mujer"). El participio genómenon (aoristo de
ginomai), de suyo puede significar simplemente "nacido". Mas como el sujeto de este
nacimiento es el Hijo de Dios, que ya preexiste y es enviado por el Padre, el sentido del
verbo debería ser el de "devenir", "venire ad esse". Dicho de otra forma: el Hijo, que ya
gozaba de una subsistencia eterna junto al Padre, pasa de ese modo suyo de ser divino,
anterior al tiempo, al de hombre, de un ser que nace de mujer y entra en la historia humana.
No es tanto un inicio cuanto un paso de una condición a otra.
Además, Pablo no escribe "nacido de una virgen" o bien "nacido de una madre". En
efecto, ambos términos eran susceptibles de ambigüedad. El sustantivo virgen no excluía
de suyo que María fuese fecundada por semen viril, aunque fuera de manera prodigiosa, es
decir, sin la normal copulación de los sexos. En este sentido se expresaban diversos mitos
paganos de partenogénesis, en virtud de los cuales una virgen podía ser embarazada por el
esperma masculino mediante la intervención de un dios. La fe cristiana, por el contrario, era
muy distinta: María concibió en su seno al Hijo de Dios sin unirse a un hombre, sin ser
fecundada externamente por el líquido seminal, sino exclusivamente por una acción inefable
del Espíritu Santo. El vocablo madre, por su parte, evoca el de padre, por obvia correlación;
pero en el caso de María no hay paternidad humana.
Con la elección del sustantivo genérico mujer, Pablo podía llegar a una mayor
aproximación al misterio, evitando así los posibles equívocos inherentes a los términos
virgen y madre. Sólo más tarde, con la evolución del pensamiento cristiano, estas palabras
adquirirían contornos semánticos bien definidos, familiares al lenguaje teológico actual.

2) Rom 8,3 y Flp 2,7. Tenemos aquí dos pasajes que contienen una afirmación semejante
en el fondo.
En Rom 3,8 leemos: "En efecto, lo que era imposible a la ley, por cuanto estaba
debilitada a causa de la carne, Dios lo hizo posible, enviando a su Hijo con una carne
semejante (en omoiômati) a la del pecado..." Y en Flp 2,7: "[Cristo Jesús] se despojó a sí
mismo tomando la condición de esclavo y haciéndose semejante (en omoiômati...
genómenos) a los hombres, y apareció en forma humana...
A propósito de la expresión en omoiômati (="semejante"), común a los dos pasajes
citados, y del participio genómenos (="deviniendo") de Flp 2,7, Vicent Cernuda elabora
consideraciones del tenor siguiente:
- La voz omóioma significa algo semejante a otra cosa, pero que no corresponde del todo
a ella. Ser semejante no es lo mismo que ser idéntico. P. ej., del becerro de oro construido
por los hebreos en el Sinaí se dice que es semejante a un becerro vivo y real (Sal 105, 20
en los LXX: en omoiomati mósjou). Una cosa es un buey de carne y hueso que come heno,
y otra su representación plástica, su simulacro en oro (cf también Rom 1,23). Entre uno y
otro hay una relación de semejanza, no de igualdad.
Haciendo ahora las debidas aplicaciones a Rom 8,3 y Flp 2,7, hay que preguntarse: ¿a
qué cosa es semejante el Hijo de Dios? Pablo responde: "a la carne del pecado" (Rm 8,3),
"a los hombres" (Flp 2,7). Y puesto que el contexto respectivo de los dos versículos habla
de envío por el Padre (Rm 8,3) y de un paso de la condición divina a la de esclavo de
hombre (Flp 2, 6-7), la semejanza aquí invocada debe guardar relación con la encarnación:
es una semejanza que se refiere al modo en que el Hijo de Dios fue engendrado según la
carne. En términos más precisos: la generación natural, que implica la unión de los dos
sexos, sería el arquetipo, el modelo original; en cambio, la concepción virginal es algo
semejante a ella, pero no del todo idéntica. El omóioma paulino contendría, por tanto, una
alusión eficaz a la concepción de Cristo, ocurrida sin el concurso masculino.

- En segundo lugar, la preposición en tiene valor bien local, bien instrumental: significa
"en" alguno (o alguna cosa) y "por medio" de alguno 0 alguna cosa. Entre muchos casos,
véase Flp 4,13: "Todo lo puedo en aquel [y también por medio de aquel] que me da la fuerza".
De igual modo, el en omoiemati de Pablo obtendría simultáneamente un doble efecto:
Dios envía a su Hijo "por medio" de una generación semejante a la humana, y también "en"
una generación semejante a ella. En resumen, el Apóstol enseñaría que Dios nos da su Hijo
a través de un camino (= la concepción virginal) que por una parte se aleja del ordinario y
por otra se le asemeja, en cuanto que también Cristo fue llevado en el seno materno (=
proceso embrional de la gestación uterina).

- La elección del participio genómenos en Flp 2,7 -observa Vicent Cernuda- se adapta
muy bien al misterio de la concepción virginal. Análogamente a lo que harán Mateo y Lucas
(en seguida lo diremos), también Pablo evita el uso del verbo gennáo, el cual connota de
suyo la acción generativa consiguiente a la fecundación seminal.
Ultima observación: como Flp 2,7 se considera de ordinario extracto de un himno litúrgico,
Pablo no haría otra cosa que aludir a una doctrina ya conocida y profesada por la iglesia
orante y evangelizadora.

b) Marcos.
La predicación de Jesús en la sinagoga de Nazaret suscita estupor en los que le
escuchan (Mc 6,2). Se decía de él, entre otras cosas: "¿No es éste el carpintero, el hijo de
María?..." (v. 3). Así leen los códices más importantes. En cambio? P45 (que es el
manuscrito más antiguo de Marcos), los códices minúsculos 33, 700, 1375 (579, 565 1194),
la "Vetus latina" (códices a, b,c,i,r), la versión armenia y la georgiana registran la siguiente
variante: "¿No es éste el hijo del carpintero y de María?...". Antes de valorar esta doble
variante, echemos una mirada comparativa a los pasajes paralelos de Mateo-Lucas y al
evangelio de Juan.
La perícopa correspondiente de Mateo dice: "¿No es él quizá el hijo del carpintero? ¿No
se llama María su madre?... " (13,55). Y Lucas refiere que todos, en la sinagoga de
Nazaret, se quedaron maravillados al escuchar la primera intervención de Jesús, y decían:
"¿No es éste el hijo de José?" (4,22; cf 3,23). Por la tradición joanea sabemos que, para
Felipe, Jesús es "hijo de José de Nazaret" (Jn 1,45); además, los judíos que oyeron el
discurso del pan bajado del cielo murmuraban diciendo: "¿Acaso no es éste Jesús, el hijo
de José? Conocemos a su padre y a su madre" (6,42).
El argumento que estamos elaborando requiere algunas precisiones sobre la fórmula de
Marcos "el hijo de María", que se funda en la tradición textual más segura. A muchos
comentaristas no se les escapa el carácter insólito de tal formulación. En efecto, en el uso
bíblico, un hijo es designado habitualmente con el nombre del padre; el nombre de la madre
se cita cuando el padre ha tenido diversos hijos de varias mujeres, ya sean esposas o
concubinas (cf Gén 22,24; 24,15; 36,10-14; 2Sam 3,35...). En el mismo NT, Mc 6,3 es el
único pasaje por el estilo. ¿A qué se debe una excepción tan llamativa? Las respuestas no
siguen una dirección unívoca.

- ¿La desaparición de José? Son muchos los que dicen que para entonces José había
muerto; por eso se nombra solamente al genitor superviviente, María, conocida de todos los
habitantes de la aldea. Y se invoca el episodio de Lc 7,12: "Llevaban a enterrar a un
muerto, hijo único de una madre viuda". No obstante, se objeta, ¿por qué los otros
evangelistas conservan la expresión "hijo de José", y en circunstancias que —al igual que
en Mc 6,3— pertenecen ya a la vida pública de Jesús? Además, en el caso de Lc 7,12, esa
designación es perfectamente comprensible en el contexto funcional del episodio, donde la
madre del muchacho muerto es objeto de tiernísima compasión por parte de Jesús (vv. 13.15).

- ¿Signo de una paternidad incierta? ¿Hemos de creer, como hacen algunos, que un hijo
identificado sólo en relación con la madre es un hijo ilegitimo, de paternidad desconocida?
Así lo entendería una costumbre judía posterior al tiempo de Jesús, además, en el uso
samaritano y mandeo, la expresión "Jesús, hijo de María" tiene un sentido peyorativo. Pero
resulta que no hay testimonios de esto en el AT (Lev 24,10- 11 y Jue 11,1-2 no pueden
servir de ejemplo). Los que proponen esta teoría llegan luego a concluir que Mc 6,3
contendría ya el eco del rumor judío en boga en el s. II y referido por Orígenes, según el
cual Jesús habría sido hijo adulterino de María y del soldado legionario Panthera. Es algo
sumamente inseguro; p. ej., ¿los otros hermanos y hermanas de Jesús mencionados en Mc
6,3 eran también ilegítimos?

- ¿La fe en la concepción virginal de Jesús? Hay una última explicación. Marcos escribe
simplemente "hijo de María" porque él, y su comunidad, están al corriente de la concepción
virginal de Cristo. No hay que excluir que la otra versión ("¿No es éste el hijo del carpintero
y de María?") represente un estadio más antiguo de la tradición. Pero a la sensibilidad de
Marcos —que ya conocía el misterio del origen del Hijo de Dios por la virtud del Espíritu
Santo— esa frase podía sonarle ambigua, debido a lo cual fue cambiada por la otra: "¿No
es éste el carpintero, el hijo de María?" Es cierto que Mateo y Lucas —en los lugares
paralelos de Mc 6,2-3— llaman a Jesús "hijo de José". Su lenguaje, sin embargo, no se
prestaba a incomprensiones, porque en los respectivos evangelios de la infancia habían ya
excluido la paternidad física de José. En efecto, Lucas advierte: "Jesús, al comenzar su
ministerio, tenia unos treinta años y era hijo, según se creía, de José" (3,23). Y el mismo
Mateo parece suavizar su aserto. En efecto, no calca la variante de Marcos, que dice: "¿No
es éste el hijo del carpintero y de María?" En lugar de ello, aporta la siguiente corrección:
"¿No es él el hijo del carpintero?¿No se llama su madre María?" (13,55). En cualquier caso,
todo el mundo puede comprender que también la tercera de las soluciones aquí adoptadas,
aun no siendo improbable de suyo, deja amplio margen de imponderabilidad. No está bien
presionar demasiado.
c) Mateo.
Recogemos en dos párrafos la tradición mateana sobre el origen humano de Cristo por
obra del Espíritu. En el primero citamos las afirmaciones explícitas del evangelista al
respecto; en el segundo indicaremos la cuidadosa alternancia de los verbos gennáo (=
engendrar) y tíkto (= alumbrar), cuando el discurso se refiere a la maternidad de María.

- "Encinta por virtud del Espíritu Santo". El primer evangelista tiene palabras claras sobre
la concepción virginal de Jesús. Escribe en 1,18: "Estando desposada María, su madre, con
José, antes de que convivieran se encontró encinta por virtud del Espíritu Santo" Añade
luego, en el mensaje del ángel a José: "... Porque lo que es engendrado en ella viene del
Espíritu Santo" (v. 20). Y cierra el relato: "[José] recibió a su mujer, la cual, sin que él la
conociera, dio a luz un hijo, al que él llamó Jesús" (vv. 24-25).

- Distinción entre "gennáo" (= engendrar) y "tikto " (= dar a luz). No quisiera dejar de
mencionar también una reciente aportación filológica de A. Vicent Cernuda, que (me
parece) no deja de proyectar nueva luz sobre la maternidad virginal de María. Tanto Mateo
como Lucas -tal es la tesis de Vicent Cernuda- hacen una cuidadosa distinción en el uso de
los verbos gennáo (=engendrar) y tikto (=dar a luz) cuando hablan de la Virgen que concibe
y da a luz a Jesús. Se advierte como un embarazo en su estilo a este respecto. El Hijo de
Dios (¡hecho decididamente único en la historia humana!) se encarna en el seno de una
mujer sin aportación masculina; es la virtud del Espíritu la que plasma en sus entrañas la
humanidad del Verbo. ¿No impide quizá el desgaste de nuestro lenguaje captar la
singularidad excepcional e irrepetible de un prodigio como aquél? Los dos evangelistas
parecen conscientes de estos límites. Y he aquí, por tanto, a qué economía someten el
empleo de los verbos que describen la colaboración genética de María a la obra del
Espíritu. Los dos verbos en cuestión son, decíamos, gennáo (= engendrar) y tikto (= dar a luz).
El primero (gennáo) es el término clásico que connota la procreación, la transmisión de la
vida de padre a hijo. Siendo de naturaleza genealógica, su acento semántico recae más en
el padre que en la madre. El segundo (tikto) significa dar a luz, y es obvio por tanto que
será referido a la mujer en cuanto madre. Pues bien, tanto Mateo como Lucas emplean el
verbo tikto para designar la función biológica de María que concibe y da a luz a Jesús,
mientras que evitan (salvando las excepciones, que ilustraremos) recurrir a gennáo. La
razón de esta elección se debe al hecho de que la maternidad de María es virginal.
En cuanto a Mateo, emplea cuatro veces tikto en relación con María. Ella, dice el ángel a
José, "dará a luz un hijo" (1,21). Y sin que José hubiera tenido relaciones con ella, "dio a
luz un hijo" (v. 25). Se cumplía así el oráculo de Is 7,14 (en la versión de los LXX): "He aquí
que la virgen concebirá [lit. 'tendrá en el seno'] y dará a luz un hijo, que será llamado Emmanuel".
Se puede, pues definir a Jesús con las palabras de los magos, cuando preguntan:
"¿Dónde está el rey de los judíos que ha sido dado a luz?" (Mt 2,2a: o tejthéis). No se dice
"que ha sido engendrado" En todo el NT, sólo aquí y en Lc 2,11 aparece el verbo tikto en el
sentido de nacer (cf, en cambio, Mt 19,12 y 26,24). Mas para comprender que Jesús es o
tejthéis (= el dado a luz), es decir, que ha nacido de su madre por virtud directa del Espíritu,
se requiere una revelación celeste; tal es el caso de José, al cual se le aparece el ángel del
Señor (1,20-21), y de los magos que ven la estrella del Mesías (2,2b).
Como alternativa de tikto está gennáo en Mt 1,16b.20 y 2,1.4. En 1,16b el verbo es
exigido por el contexto precedente, donde se trata de demostrar que Jesús se insertó en la
cadena de las generaciones humanas que comienzan por David y Abrahán (v. 1). Es
curiosa, sin embargo, la variación de la fórmula. De María no se dice que "engendró"
(egénnesen), como de todos los demás antepasados desde Abrahán en adelante (vv.
2-16a); el evangelista declara en este punto: "Jacob engendró a José, el esposo de María,
de la cual fue engendrado (egennêthe) Jesús, llamado Cristo" (v. 16). Esta fórmula pasiva
("fue engendrado") sugiere que Jesús nació efectivamente de la esposa de José sin ser
fruto del semen de José. Y es eso lo que Mateo explica inmediatamente después en los vv.
18-25.
Si en el v. 20c aparece el mencionado verbo en pasivo (ta gennethén), es para significar
que realmente en el seno de María "se produjo" "germinó" una vida por la virtud dei Espíritu;
su parto será real, no ficticio (v. 21).
El uso de gennáo en pasiva en 2,1.4 subraya, en cambio, la aparición externa de Cristo
en nuestro mundo. Si antes se hablaba del misterio escondido realizado en el seno de
María, ahora se quiere decir cuándo y dónde Cristo vino a formar parte de una sociedad, en
medio de nosotros. Y esto ocurrió "en Belén de Judá, en tiempo del rey Herodes" (2,1; cf el v. 4).

d) Lucas.
Como ya hemos hecho para Mateo, también para Lucas procedemos en dos tiempos.
Primero recordamos el testimonio fundamental de Lc 1,34-35; luego nos detendremos en el
empleo calculado del verbo tikto (= dar a luz), con preferencia a gennáo (= engendrar),
respecto a la función generadora de María.

- "El Espíritu Santo descenderá sobre ti... " La afirmación capital es sin duda la de Lc
1,34-35: "Entonces María dijo al ángel: ¿Cómo será esto? No conozco varón. El ángel le
respondió: El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra. Por eso el niño que nazca será santo y llamado hijo de Dios". Más abajo, en el
excursus sobre el voto (propósito) de virginidad, sintetizaremos las principales explicaciones
de estos versículos. Por eso nos dispensamos ahora de ulteriores profundizaciones.

- Alternancia entre "gennáo" (= engendrar) y "tikto" (= dar a luz). También Lucas, al igual
que Mateo, tiene en cuenta el uso de gennáo y tikto. Como todos saben, en los dos
capítulos de la infancia establece un paralelismo bien trazado entre Juan Bautista y Jesús
con el fin de poner de relieve la superioridad de Cristo respecto a su precursor. Si de Isabel
se dice que "engendra", de María se dirá en cambio que "da a luz". La diferencia salta a la
vista sobre todo en los dos siguientes párrafos paralelos:
______________________________________________________________________

1, 13 1, 30-31
".,, No temas, Zacarías. v. 30b "... No temas, María,
tu oración ha sido escuchada v. 30c porque has encontrado gracia ante Dios.
y tu mujer Isabel v. 31 He aquí que
te engendrará (gennêsei) concebirás y darás a luz (tékse)
un hijo, un hijo
al que llamarás Juan". y lo llamará Jesús".

1 ,57 2, 6-7
"Para Isabel "... para ella (María)
se cumplió el tiempo se cumplieron los días
del parto (toû tekéin) del parto (toû tekéin)
y engendró (egénnesen) y dio a luz (éteken)
un hijo". a su hijo primogénito".
______________________________________________________________________

El verbo gennáo en relación con María aparece sólo en Lc 1,35 (ta gennómenon). En tal
caso, al estar en pasivo impersonal, el verbo se deberá traducir: "lo que se producirá", "lo
que tomará vida". Aunque María concibe sin semen viril, no obstante su gestación es
verdadera: concibe en el seno (v. 31), un germen de vida florece en sus entrañas.

e) Juan.
En el cuarto evangelio tendríamos una afirmación inequívoca de la concepción virginal
del Verbo, si fuese legitimo leer Jn 1,13 en singular más bien que en plural. El argumento
requiere un vasto preámbulo de critica textual. En el estado actual de las investigaciones,
¿qué se puede decir sobre el singular o plural de Jn 1,13? Veamos, pues, los puntos
capitales de la cuestión, para deducir luego las consecuencias debidas respecto a la
maternidad virginal de María.

- El estado del texto de Jn 1,13.


Es sabido que este versículo ofrece dos lecciones. Una está en plural " ... los cuales [los
que creen en el nombre del Verbo, como se dice en los vv. 11-12] no de la sangre ni del
querer de hombre, sino de Dios han sido engendrados (egennéthesan)". La otra está en
singular: "... el cual [o sea, el Verbo] no de la sangre ni del querer del hombre, sino de Dios
ha sido engendrado (egennéthe)"
Desde el punto de vista de la critica textual, la lección en plural está atestiguada por
todos los manuscritos griegos, los más antiguos de los cuales, sin embargo, no se remontan
más allá del s. IV; luego, por otros testimonios del s. III, como Clemente Alejandrino (+ antes
de 215), Orígenes (+ 253/254; pero él está al corriente de ambas variantes), los papiros
Bodmer P66 y P75 y las versiones coptas. En cuanto a la difusión geográfica, se observa
que esos testimonios se concentran en torno al área de Alejandría de Egipto, en la región
del Nilo.
La lectura en singular, aunque goza de una documentación muy inferior por número, es,
sin embargo, la más antigua y la más difundida desde el punto de vista geográfico.
La más antigua. En efecto, aparece en los escritos patrísticos del s. II y de principios del
III. Véase Justino (+ 165); la Carta de los 12 Apóstoles, quizá de origen siríaco (mitad o
finales del s. II), Ireneo (+ finales s. II); Hipólito (+ 235), que depende de Ireneo; Orígenes (+
253/254); pero parece que ya Ignacio de Antioquía (+ h. 110) y Justino (+ h. 165) estuvieron
influenciados por la lectura en singular de Jn 1,13. Entre las antiguas versiones hay que
recordar: dos manuscritos de la "Vetus latina" (el codex Veronensis [b], del s. v, y el liber
comicus, que es el leccionario de la iglesia de Toledo, atribuido a san lldefonso [657-667]),
entre las siríacas está la sirocuretoniana y seis manuscritos de la Peshitta (que van del s. v
al x).
La más difundida. Lo prueba el hecho de que está extendida por toda el área del
Mediterráneo. La encontramos, en efecto, en Siria (Carta de los 12 Apóstoles, Ignacio de
Antioquía), en Egipto (Orígenes), en África del Norte (Tertuliano), en Roma (Hipólito,
Justino) y en las Galias (Ireneo).
Sobre las razones de este cambio del singular al plural introducido en Jn 1,13 hacen
alguna referencia Ireneo y, sobre todo, Tertuliano.
Tertuliano reprochará a los gnósticos valentinianos haber transformado abusivamente (y
por tanto adulterado) el texto juaneo del singular al plural. Gracias a este cambio,
intentaban demostrar su doctrina sobre la existencia de los llamados espirituales. Los
valentinianos (en el caso, Alejandro) razonaban así, según Tertuliano: "Lo que ha nacido
del Espíritu, es espíritu" (Jn 3,6). Partiendo de esta afirmación juanea, concluían que el
Verbo, "habiendo nacido de Dios" (Jn 1,13), es decir, del Espíritu, no puede tener una carne
verdadera y material. Jesús nació ciertamente de María de manera virginal, pero no tomó
nada de la carne de María; simplemente pasó a través de ella, sin tomar nada de su carne
ni de su sangre. El cuerpo de Jesús fue plasmado exclusivamente por la virtud del Espíritu,
sin el concurso biológico materno de María. Por eso en Jesús se escondía un cuerpo
espiritual, pneumático. Tal doctrina fue extendida a los espirituales o elegidos. Éstos, en el
lenguaje valentiniano, son los que han alcanzado el grado más elevado del conocimiento
religioso. Pues bien esta profunda transformación, esta generación arcana ocurre no en
virtud de la carne o de la sangre, sino por la fuerza del semen divino que es la voluntad de Dios.
A tal doctrina [de los gnósticos] aludía también un pasaje de Ireneo, desconocido en el
texto original, pero recordado por san Jerónimo en el Indiculus de haeresibus 16 (PL
81,639). Algunos gnósticos, refería Ireneo, enseñan que "los hijos de las promesas no han
nacido de la unión carnal del hombre, sino del Verbo de Dios, de suerte que no admiten que
el Hijo unigénito sea engendrado por Dios". En la práctica, pues, Ireneo reprocha a estos
"hijos de las promesas" (que quizá haya que equiparar con los "elegidos" o "espirituales" de
que hablará Tertuliano) que se apliquen a sí mismos lo que Jn 1,13 dice del Hijo unigénito
del Padre; al reivindicar también para su propia persona esa arcana generación, negaban
que el Verbo encarnado fuese el "Unigénito", es decir, el único en ser engendrado por Dios
sin intervención masculina.
De estos informes se pueden deducir algunas hipótesis para explicar cómo el plural de Jn
1, 13 tuvo luego tanta difusión. Un motivo probable podría ser la fórmula "no de la sangre"
(lit. "no de las sangres") de Jn 1,13; unida al singular "ha nacido", parecía favorecer el
docetismo, herejía según la cual la humanidad asumida por el Verbo era ficticia, no
verdadera carne. En una época en la cual la sangre era considerada como la materia de la
concepción (cf He 17,26 en las variantes), decir que Cristo no ha nacido "de la sangre" (lit.
"de las sangres") habría sido una afirmación por lo menos ambigua y peligrosa. Además (es
una segunda hipótesis, sugerida por la teología patristica), la adopción del plural quizá
pretendiera modelar la regeneración espiritual del creyente sobre la generación del mismo
Hijo de Dios según la carne.
En cualquier caso, hay que mantener una conclusión, a saber: la lectura en singular de
Jn 1,13 tiene serios fundamentos en la transmisión textual. Además, presenta una
correspondencia sorprendente con I Jn 5,18, donde el evangelista afirma: "Sabemos que el
que ha nacido de Dios no peca, pero el Engendrado de Dios (o gennetheis ek toû Theoû) le
guarda..." Según esta lección (que tiene el apoyo de los códices más autorizados sin lugar
a dudas), Jesús es "el Engendrado de Dios", definición que se armoniza bien con Jn 1,13
en la variante en singular ("... ha sido engendrado por Dios").

- ¿La concepción virginal en Jn 1,13? Si este versículo se lee en singular, una de las
consecuencias más obvias en el plano doctrinal es que el Verbo se hizo carne en el seno
de María "... no de la sangre [lit. 'de las sangres'], ni por el querer de la carne, ni por el
querer del hombre, sino que fue 'engendrado por Dios".
Insistiremos un poco más adelante en la primera de estas tres negaciones ("no de la
sangre"). Las otras dos se refieren, por exclusión, al modo en que el Verbo tomó carne en
María. En el proceso de la encarnación no tuvo parte ningún deseo-instinto sexual ("ni por
deseo de carne") ni por parte del hombre ("ni por querer de hombre"). La única paternidad
respecto a Jesús fue la de Dios ("...sino que fue engendrado por Dios"). En el orden de la
carne Cristo tiene una madre (cf el v. 14), no un padre terreno. Sólo Dios es su Padre. El es
"hijo del Padre" (2 Jn 3); es su "Unigénito" (Jn 1,14.18).
Resumamos, pues, esta reseña de los textos relativos al hecho de la concepción virginal.
No parece deba excluirse que Pablo aluda a este misterio o que deje el camino abierto a él
(para Mc 6,3, es muy discutible). Lo afirman, en cambio, con toda claridad Mateo (1,18.20),
Lucas (1,35) y Juan (1,13 en singular). Mateo y Lucas dicen que Jesús fue concebido por
virtud del Espíritu Santo; Juan, en cambio, afirma que fue engendrado por Dios. En el plano
de la cualidad, ambas formulaciones profesan la misma cosa; la de Juan prefiere cargar el
acento en la filiación divina del Verbo, impresa, diríamos, en su mismo origen según la
carne.

2. LA CONCEPCIÓN VIRGINAL: EL SENTIDO DEL HECHO.


Si nos atenemos al mensaje del NT, la concepción virginal por parte de María es un signo
(cf Is 7,14, releído por Mt 1,22-23) que contiene en sí una doble orientación: significa, es
decir, revela la divinidad de Cristo como Hijo de Dios (del Padre) y la regeneración de los
creyentes como hijos de Dios.

a) La divinidad de Cristo como Hijo de Dios (del Padre). ¡Es una convergencia
impresionante! En cada uno de los tres evangelistas que relatan la génesis humana del
Salvador, el testimonio de la concepción virginal de María está estrechamente ligado a la
confesión de la divinidad del ser que nacerá de ella. Lo hemos visto al tratar el tema madre
de Dios: el que toma carne en el seno de María por la virtud del Espíritu, al margen de toda
potencialidad masculina, es para Mateo el "Dios con nosotros" (1,23; cf 28,20), el que
"salvará a su pueblo de sus pecados" (1,21); para Lucas es el "Santo, hijo de Dios"
(1,35.39-44.56), "Señor" (1,43); para Juan es el Verbo divino (Jn 1,I), "el Hijo del Padre"(2Jn 3).
Entre la concepción virginal de María y la divinidad de Cristo la relación es estrechísima.
Ese modo de hacerse hijo del hombre es el signo sensible, inscrito en la carne, de que esta
vez no es una simple criatura la que viene a la existencia, sino que Dios mismo adquiere
aspecto humano. De ahí derivan su legitimidad las especulaciones teológicas
subsiguientes: Jesús no tiene padre humano, porque tiene un Padre celestial; siendo
preexistente al mundo como Verbo eterno, es un don de Dios al mundo, es un don salvífico.
En efecto, "tanto ha amado Dios al mundo que le ha dado a su Hijo unigénito, para que
quien cree en él no muera, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16-17).
Observación perennemente saludable es la de Jesús a la samaritana: "¡Si conocieses el
don de Dios...!" (/Jn/04/10a). En términos actualizados, esas palabras significan (entre
otras muchas cosas) que la redención del hombre, la liberación de toda la persona (en el
cuerpo y en el espíritu), antes de ser conquista nuestra es don del Padre que se nos ofrece
en Cristo. A nosotros corresponde darnos cuenta de ello y reconocerlo.
La fe en Cristo salvador como don -dimensión subrayada también por
su concepción virginal- debería madurar en una fuerte capacidad de oración y de
esperanza. De oración, ya que no somos autores primarios, sino colaboradores, en la obra
de la salvación. La autosuficiencia, más que construir, envilece. Sería ilusoria toda forma de
ciencia y de técnica si no obedeciese a los impulsos del Espíritu de Cristo, el cual ha dicho:
"Yo soy la vid, y vosotros los sarmientos. El que permanece en mi y yo en él, da mucho
fruto, porque sin mi no podéis hacer nada" (Jn 15,5). Y de esperanza..., ¡virtud difícil! En el
seno de una muchacha humilde y pobre, el Espíritu hace germinar al autor de la vida:
"Porque nada es imposible para Dios" (Lc 1,37). El poder divino que produjo la humanidad
del Verbo en María es el mismo poder que resucitará a Jesús de entre los muertos y que
hará victoriosa a la iglesia contra las "puertas del infierno", es decir, los instrumentos de la
muerte (cf Mt 16,18).
Dios -que nos ama siempre el primero y no por nuestros méritos (cf 1Jn 4,10 y Jn 15,16:
"No me escogisteis vosotros, sino que yo os escogí a vosotros...")- es mucho más fuerte
que nuestras limitaciones. Cuando obstáculos insuperables parecen interponerse en su
alianza con el hombre, interviene él para hacer nuevas todas las cosas con sus maravillas
(cf Is 43,19 y Ap 21,5). Él desbloquea situaciones humanamente sin salida. Dios puede
hacer fecundas a mujeres estériles, como lo eran Sara, Rebeca, Raquel, la madre de
Sansón, Ana, Isabel... Tiene poder sobre todo para vivificar la multiforme esterilidad de
nuestros egoísmos, a menudo tan sanguinarios y aterradores. La iglesia, el mundo -como
antaño Israel- se asemejan en ciertas épocas a una inmensa extensión de huesos áridos (cf
Ez 37,111). Pero es en esta imagen de muerte donde se despliega la acción recreadora del
Espíritu de Dios (cf Ez 37,12-14).
La concepción virginal del Hijo de Dios, aunque situada en una línea de continuidad
respecto a las "grandes cosas" realizadas ya en el AT, fue un prodigio que sobrepasó toda
expectativa humana. ¿,Acaso podemos dudar de que el Espíritu está siempre dispuesto a
rehacer un mundo pervertido por el mal? "Hasta que sobre nosotros se derrame el espíritu
venido de lo alto; entonces el desierto se hará como un vergel y el vergel se cambiará en
selva. En el desierto morará el derecho, y la justicia habitará en el vergel. De la justicia
brotará la paz..." (Is 32,15-17).

b) La regeneración de los creyentes como hijos de Dios. Sobre esta segunda faceta del
misterio, Juan es el autor que más luz proyecta. Partiendo de él (aunque es el escritor más
tardío), quizá podamos darnos cuenta mejor de que Mateo y Lucas habían llegado, al
menos en germen, a las mismas intuiciones.

1) Juan. La mención de la génesis virginal del hombre Jesús en Jn 1,13 (en singular) no
es algo aislado; al contrario, está unida tanto con el origen del Verbo antes de la creación
(Jn 1,1-2), es decir, con la divinidad de Cristo (según ya hemos dicho), como con el
renacimiento espiritual de los cristianos como hijos de Dios.
Esta segunda conexión está inherente en la concatenación inmediata de los vv. 12-13: "A
todos los que lo reciben les da el ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre [v. 13], el
cual no de sangre ni de voluntad de hombre, sino de Dios ha sido engendrado" Los dos
versículos así ensamblados sugieren que la generación de los creyentes en la filiación
divina (v. 12) está modelada por la generación virginal del Verbo según la carne (v. 13). La
primera es casi una prolongación de la segunda; la filiación de Cristo es el fundamento, la
fuente y la causa ejemplar de la de los cristianos.
Efectivamente, uno de los temas de fondo de la doctrina juanea es justamente la
regeneración de los creyentes en Cristo; cuando el evangelista describe las modalidades,
se entrevé el nexo que tiene esta enseñanza con el nacimiento del Verbo como hijo del
hombre. Por comodidad didáctica, podemos condensar la materia en cuatro puntos: los
creyentes como hijos de Dios, Ia acogida de la palabra de Dios y el influjo del Espíritu como
agentes de ese renacimiento; la novedad de vida consiguiente a la filiación divina en el
hombre; la iglesia madre, puesto que anuncia la palabra.

- Los creyentes son "hijos" de Dios. CR/HIJO-DE-D: La tradición juanea abunda en el


término hijos aplicado a los que creen en Cristo. Son denominados "hijos de Dios" (Jn 1,12;
IJn 3,1.2.10, 5,2), o bien "engendrados [nacidos] de Dios" (IJn 2,29; 3,9; 4,7; 5,1.4.18),
porque su regeneración viene "de lo alto" (Jn 3,3.7).
Encontramos aquí una de las constantes de la catequesis juanea, según la cual las
prerrogativas de Cristo son participadas a sus discípulos. "De su plenitud todos hemos
recibido" (Jn I,16). En el caso presente, si Jesús es "el Hijo del Padre" (2Jn 3) y el
"engendrado por Dios" (IJn 5,18; cf Jn 1,13 en singular), que "viene de arriba" (Jn 3,31), los
cristianos se convertirán en "hijos de Dios", "engendrados por Dios", "renacidos de lo alto"
(Jn 3,3.7). Obsérvese, sin embargo, la precisión terminológica del vocabulario juaneo. Sólo
a Jesús se reserva el término yiós (= Hijo), mientras que a los cristianos se les denomina
tékna (= hijos, engendrados).
Todo ello se puede compendiar en las palabras de Jesús a María de Magdala: "Ve a mis
hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios" (Jn 20,17).
La nueva condición de los creyentes es la de ser hermanos de Jesús e hijos del Padre.

- La acogida de la palabra de Dios y la energía del Espíritu en orden a la filiación divina.


La condición para convertirse en "hijo de Dios" es la fe en Cristo; para nacer de Dios, en
efecto, hay que aceptar al Verbo y creer en su nombre (Jn 1,12), es decir, creer que Jesús
es el Cristo, el Hijo de Dios (IJn 5,1.4-5; cf Jn 20,31). Con la obediencia a la palabra de
Dios, revelada plenamente en la persona de Jesús, se hace uno participe de la filiación
divina; nos convertimos en "hijos en el Hijo".
Sin embargo, es la fuerza del Espíritu la que le permite al hombre abrirse a la fe y
perseverar en ella. El Espíritu es el agente de la nueva vida que arraiga en el creyente. El
momento inicial de este renacimiento de lo alto es el bautismo en el agua y el Espíritu (Jn
3,5). Éste es el punto de partida, que Juan designa con el aoristo gennethê (Jn 3,3.5) y
gennethênai (Jn 3,7). Allí es donde se les ofrece a los cristianos el poder de hacerse "hijos
de Dios" (Jn 1 ,12), de nacer del Espíritu (Jn 3,ó.8).
Mas no basta"haber nacido"; hay que crecer luego en la nueva condición de hijos hasta
llegar a la madurez. Para esto es necesario que la palabra de Jesús more en nosotros a
manera de semilla (IJn 3,9; cf Lc 8,11) y de una mística unción (IJn 2,20.27). Pues bien, en
todas las fases de esta progresiva asimilación de la palabra revelada está obrando la
energía del Espíritu que el Señor mismo nos ha dado (Jn 14,26; 16,1315; IJn 3,24; 4,13;
5,ó). Es el Espíritu el que poco a poco introduce al hombre en la verdad de Cristo toda
entera (Jn 16,13; IJn 5,6). Si Cristo es la verdad (Jn 14,6), también el Espíritu es la verdad
(IJn 5,6). El culto de la nueva alianza está todo aquí: en adorar al Padre, acogiendo la
verdad de Cristo, bajo el impulso del Espíritu (Jn 4,23-24).

- La renovación ética, fruto de la regeneración espiritual. La filiación divina originada por


la fe en Cristo determina un modo nuevo de vivir y de pensar, en virtud del cual la existencia
entera queda transformada. Es una regeneración que afecta a la persona entera. Escribe J.
Galot: "Juan considera el hecho de ser engendrados por Dios o de ser hijos de Dios como
un estado que debe manifestarse mediante una conducta moral apropiada... La expresión
ser de Dios indica la acción de Dios, su impacto actual en el modo de vivir".
En virtud de este dinamismo impreso por la fe, el creyente (que "ha nacido de Dios")
conforma su comportamiento con el amor (IJn 4,7) con la caridad hacia el hermano (cf 3,10);
practica la justicia (IJn 2,29; cf 3,7.10); con la fuerza que le viene de creer en Cristo, Hijo de
Dios, está en condiciones de vencer al mal (IJn 5,1.4); se hace así cada vez menos capaz
de pecar, porque acoge en sí la semilla de la palabra de Dios (IJn 3,9) y Cristo le preserva
del maligno (IJn 5,18). He ahí, pues los frutos maravillosos producidos por el renacimiento
del hombre en Cristo. La fe que obra, engendra una nueva justicia que se compendia en el
amor.

- La iglesia, "madre"en virtud de la evangelización. Pero la palabra de Dios es


proclamada por la iglesia y en la iglesia. El tema es uno de los que más se repiten en las
cartas de Juan. Escribe el apóstol: "Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que
hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que han tocado
nuestras manos, acerca del Verbo de la vida..., lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos
también a vosotros..." (1Jn 1,1.3).
Éste es el anuncio que los fieles han oído y acogido de labios de los testigos del Verbo,
"desde el principio", dice Juan hasta cuatro veces (1Jn 2,7.24a-b; 3,11; 2Jn 6). Esta
expresión adverbial de tiempo se refiere al día en que los apóstoles, por mandato del Señor
resucitado, comenzaron a predicar abiertamente la palabra evangélica relativa al Verbo de
vida. Y los fieles, si quieren conocer a Dios, deben escucharlos (1Jn 4,6).
Y como la acogida de la palabra de Dios, es decir, la fe en Cristo suscitada por el
Espíritu, transforma a los hombres en hijos de Dios, la iglesia se convierte en madre. Al
hacer resonar la palabra evangélica, ofrece a todos la posibilidad de convertirse en hijos de
Dios, ejerciendo con ello una función maternal en el orden de la fe.
El atributo de madre no aparece expresamente en Juan con referencia a la iglesia. Pero
encontramos su equivalente. En efecto, el evangelista, dirigiéndose a una comunidad
cristiana con el nombre simbólico de "Señora elegida", escribe: "Yo, el presbítero, a la
Señora elegida y a sus hijos, que amo en la verdad..." (2Jn 1, cf también el v. 13: "Los hijos
de tu hermana elegida"). Una denominación de este tipo ("a sus hijos") da a entender que
en el seno de la iglesia está actuando siempre un misterio de fecundidad espiritual.
Por la misma razón, Juan (que es miembro eminente de la iglesia en cuanto apóstol)
considera a los discípulos por él evangelizados como hijos. En efecto, los llama "hijitos
míos" (IJn 2,1); "hijitos" (IJn 2,12.18, 3,7.18; 4,4; 5,21), "hijos míos" (3Jn 4: tal es el
presbítero Gayo).
La iglesia, se concluye por tanto, al esparcir la semilla de la
palabra (cf IJn 3,9) mediante el ministerio de los evangelizadores, colabora en el misterio de
palingénesis espiritual por el cual los creyentes se convierten al mismo tiempo en "hijos de
Dios" e "hijos de la iglesia". San Cipriano dirá luego felizmente: "No puede tener a Dios
como padre el que no tiene a la iglesia como madre".
Y la maternidad espiritual de la iglesia encuentra su comienzo ejemplar en la maternidad
de María para con los creyentes, proclamada por Jesús en el Calvario (Jn 19,25-27). La
función materna de María, en efecto, está sellada por el Espíritu derramado por Jesús
moribundo (Jn 19,30; cf 7,39); además, en la economía pascual del "tercer día" (cf Jn 2,1),
que es la de la iglesia, la Virgen desarrolla su maternidad en particular exhortando a acoger
la palabra de Cristo: "Haced cuanto él os diga" (Jn 2,5).

2) Mateo. El primer evangelista, que da un testimonio absolutamente transparente sobre


la maternidad virginal de María, ofrece también algunas proposiciones esenciales acerca de
la maternidad de la iglesia. Los puntos que podemos deducir de su evangelio son los
siguientes:

- El mandato misionero de la iglesia. Cristo resucitado dejó esta consigna a los


apóstoles: "Id..., enseñad [lit. haced mis discípulos] a todas las naciones, bautizándolas en
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar cuanto os he
mandado" (Mt 28, 19-20).

- Anuncio de la palabra y "maternidad" de la iglesia. Al predicar el evangelio, la iglesia


(fundada sobre los apóstoles) ejerce una misión materna. En efecto, los hombres, al
observar la palabra de Jesús predicada por la iglesia (Mt 28,20a), se convierten en sus
discípulos (28,19a). Y de estos discípulos precisamente ha dicho Jesús: "He aquí mi madre
y mis hermanos. Porque el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es
mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt 12,49-50; cf Mc 3,34-35; Lc 8,21). Luego al
anunciar la palabra evangélica, la iglesia ofrece a los hombres la facultad de engendrar a
Cristo, es decir, de convertirse en "madre de Jesús". Hay, pues, un misterio de generación
materno-espiritual en la actividad evangelizadora de la iglesia.

- ¿Función del Espíritu en la maternidad de la iglesia? ¿Tiene el Espíritu Santo una


función en todo esto? Mateo es explícito al poner de relieve la intervención del Espíritu en
la maternidad de María (1,18.20). Respecto a la maternidad de la iglesia, tal como se realiza
en el anuncio y la acogida de la palabra evangélica, se contenta con algunas alusiones.
El bautismo, que sella la obediencia a la enseñanza del evangelio, es conferido también
en nombre del Espíritu Santo (28,19). Juan Bautista había dicho: "Yo os bautizo con agua
para la conversión; pero el que viene después de mí es más poderoso que yo..., él os
bautizará en Espíritu Santo y fuego" (3,11). El Bautista quería decir que Jesús convertiría a
su palabra derramando en los corazones el fuego del poder del Espíritu.

3) Lucas. La escena de la anunciación revela que María se convierte en madre del Hijo
de Dios gracias al consentimiento que prestó a la palabra del Señor (Lc 1,38: "Fiat!") y
gracias al vigor del Espíritu Santo, que la hizo fecunda (1,35). Ahora bien, la maternidad de
María parece convertirse en prototipo de la maternidad de la iglesia también en la
catequesis lucana.

- Escucha de la palabra y generación espiritual de Cristo. La iglesia (es decir, los


discípulos de Jesús), a imitación de María, engendra a Cristo mediante una escucha activa
de la palabra de Dios. Lo afirma Jesús: "Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la
palabra de Dios y la ponen en práctica"(Lc 8,21).

- Espíritu Santo y acogida de la palabra de Dios. Como el Espíritu Santo dio vida a la
carne del Hijo de Dios en el seno de María, así el mismo Espíritu actúa haciendo que el
hombre acoja la palabra de Cristo esa palabra que le permite realizar en su propia persona
la generación espiritual de Cristo.
De esta admirable interacción entre palabra de Dios y Espíritu Santo tenemos
declaraciones abundantes en el libro de los Hechos, obra asimismo de Lucas. El testimonio
que la iglesia da de Cristo en la evangelización es mantenido por la energía del Espíritu (He
1,8; cf Lc 24,48-49) enviado por Cristo (He 2,33, cf Lc 24,49) como don pascual que él ha
recibido del Padre (He 2,33, 1,4 cf Lc 8,20; 15,8). Este bautismo en el Espíritu (cf He 1,5)
de los apóstoles y de los discípulos (He 2,1-4) se extiende a cuantos acogen la palabra,
judíos o paganos (He 10,45.47 11,15; 15,8; 19,6). De ese modo la palabra crecía y se
multiplicaba (He 6,7; 12,24), crecía y se robustecía (He 19, 20).
Como epílogo de este sentido arcano de la maternidad virginal de María respecto al
renacimiento espiritual de los creyentes, citamos un pasaje de Tertuliano y otro de san
Máximo confesor, dos voces que sintetizan las numerosas intuiciones patrísticas sobre la
materia.
Tertuliano (+ después del 220) escribía: "Ante todo hay que poner de relieve la razón por
la cual el Hijo de Dios ha nacido de una virgen. Era preciso que naciese de modo nuevo el
que había de convertirse en el autor de un nuevo nacimiento" (De carne Christi 17,2: CCL
2,904).
Y san Máximo (+ 662): "Cristo nace siempre místicamente en el alma tomando carne de
aquellos que son salvados y haciendo del alma que le engendra una madre virgen"
(Expositio orationis Dominicae: PG 90,889-890).
(·SERRA-A. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 1984-1999)
MARIA: NUESTRA SEÑORA,
MAESTRA DE FE
Gabino URÍBARRI
«El solo nombre de la Madre de Dios contiene todo el misterio de la economía de la
encarnación» San Juan DAMASCENO 1

1. Del malestar mariológico al silencio mariano


Si antes del concilio Vaticano II la acción pastoral católica estaba empapada de devoción a la
Virgen, actualmente -y esto no es ninguna novedad- la presencia de María se ha atenuado
enormemente, tanto en la catequesis como en la predicación. El resultado, esperable, es una
disminución de las devociones marianas entre amplias capas de creyentes, aun entre los
denominados «muy practicantes», llegando incluso a una incomprensión de la figura de María y
de los dogmas marianos, comenzando por el de la virginidad de Nuestra Señora. El centramiento
cristológico exigía, indudablemente, una corrección de ciertas tendencias desmesuradas que
habían propiciado el que toda la función mediadora de Cristo quedara, de hecho, transferida a la
Virgen, situando a Cristo más bien en el plano del Dios todopoderoso, el cual, por lo demás,
aparecía con mucha frecuencia, en el imaginario creyente, ornado con el excelso atributo de la
Justicia omnisciente, implacable e insobornable, como efecto mortalmente perverso de la
elevación al infinito del ideal romano de justicia. Nuestra Señora se convertía así, ante las almas
piadosas de muchos fieles, en la abogada, en el recurso accesible, en la puerta abierta a las
debilidades y miserias, en el regazo acogedor y bondadoso. La Virgen pasó, tácticamente, a
encarnar la misericordia que se había arrebatado a la imagen de Dios.
Sea cual fuere el grado de extensión de esta caricatura, no cabe duda de que refleja un cierto
tono del ambiente espiritual anterior al concilio. Como prueba de la mentalidad predominante,
valga la aseveración del P. Remigio Vilariño, sj: «Las ventajas preciosísimas de esta devoción son
que la devoción a la Virgen es señal de predestinación, y que ningún devoto de la Virgen se
condenará» 2. Por ello, si se quiere mantener la fidelidad al centramiento cristológico obrado por
el postconcilio en la teología, la oración, la liturgia y las prácticas piadosas, no se puede, sin más,
recuperar las devociones marianas preconciliares tal cual, en sus mismos envoltorios. Pero
prescindir de hecho de la figura de María tampoco satisface. Ahora bien, ante la carencia de una
catequesis y de unas prácticas piadosas sanamente armonizables con el conjunto de la teología
que predicamos y nos esforzamos por vivir, el resultado más frecuente es el silencio mariano
acompañado, en el mejor de los casos, de un cierto disgusto y una cierta mala conciencia. Volver
a la línea preconciliar, en la línea de lo caricaturizado, resulta imposible. Primero, porque volver
a lo preconciliar sin mayor discernimiento suena a antiguo, a obsoleto, a cilicio y a ducha de agua
fría para curtir la voluntad. Segundo, porque nos produce rechazo.
Resulta difícil abordar la figura de María sin caer en una sensación de ñoñería e
infantilismo, de cursilería, de cenefas, puntillas y azules celestes -por más que todo esto no
tenga nada que ver con Nuestra Señora. Ante el trance de saber si uno conseguirá
esquivar estos arrecifes, por ejemplo, ante un grupo de universitarios, en no pocos casos
se corrige la derrota y se comenta una perícopa evangélica, a ser posible con alguna
alusión a la «fuente Q». Tercero, porque el miedo a traicionar el centramiento cristológico
sigue presente.

2. Nuestra Señora, maestra de fe


Estoy persuadido de que Nuestra Señora encarna aspectos centrales de nuestra fe que
no se pueden expresar de otra manera. Hay elementos de nuestra fe, del Evangelio, que
no se pueden transmitir verbalmente, en forma de discurso racional teórico y bajo el
patrocinio del «logos». Cierto es que la oración cristiana contiene palabras; sin embargo, no
es la prolijidad verbal lo que cualifica el vigor ni la profundidad de la oración. Al contrario:
junto a una palabra escueta, el gesto y los símbolos que ocupan la oración son centrales
para constituir al sujeto orante y configurarlo 3 (como ocurre en la liturgia, que combina
palabras, gestos y símbolos).
La contemplación de los misterios de Nuestra Señora, la oración a María (cf. Jn 2,1-2),
con María (cf. Hch 1,14) y según el ejemplo de María (cf. Lc 1,46-55), ayudará al creyente a
descubrir y apropiarse una serie de actitudes centrales de la vida cristiana que alumbran el
valor evangélico del sentido de la consagración 4. María entrega su vida entera a la obra
de Dios. En su figura, la donación queda muy desnuda, vestida de gratuidad,
resplandeciente de alabanza a Dios, despojada de la más mínima vanagloria, ataviada de
humildad, exultante de confianza en Dios. Así, la contemplación de Nuestra Señora ilumina
de manera plástica la respuesta humana a las iniciativas divinas en la que Dios se
complace. Por otra parte, la relación de Dios con María también nos descubre el rostro de
Dios, la manera como Él establece su alianza definitiva con la humanidad y su modo de
relacionarse con los humanos, sus criaturas preferidas. Por todo ello, María es figura de la
fe de la Iglesia (cf. LG 53, 61, 63) 5.
En lo que sigue, me limitaré a exponer algunos de los aspectos centrales de nuestra fe
que aparecen con virulencia y claridad en el camino espiritual de Nuestra Señora. Me
concentraré especialmente en los dos primeros capítulos lucanos, por ser el texto
neotestamentario más rico en alusiones a María.

2.1. El cortejo divino a la humanidad en Nuestra Señora


El camino espiritual de Nuestra Señora nos permite contemplar una ocasión privilegiada
en la que Dios se dirige a una persona humana, a María. Este caso se inscribe dentro de
un acontecimiento cumbre de la economía de la salvación: el nacimiento del Hijo de Dios.
Por ello en él encontramos de manera ejemplar cómo acostumbra Dios a entablar relación
con los humanos. Así se ilumina muy bien lo que sucede, de la parte divina, en los procesos
vocacionales: cómo suele cortejar Dios a aquellos que quiere consagrar a su servicio.

a) Dios toma la iniciativa


Lo primero de que conviene tomar vera noticia es que la iniciativa procede enteramente
de Dios. Esto, automáticamente, coloca a Dios en pleno centro de la vida: el protagonista
es Dios, que es quien lleva las riendas.
El relato de Lucas no da pie para pensar que María fuera una palurdilla timorata y
apocada que, como no tenía nada que hacer ni le caía en gracia a ningún mozo, no tuvo
más remedio que consagrarse a Dios para que su vida no quedara escandalosamente
vacía. Lucas dice expresamente que estaba desposada con José (1,27). Es decir, no
andaba por la vida abobada, esperando que la alcanzase una experiencia mística o un
arrobamiento para poder ser alguien. María estaba de lleno en el trajín de la vida, con sus
compromisos, sus actividades, su círculo de relaciones y sus planes de desposorios. Y Dios
irrumpe en medio modificando los planes, proyectos e ideas maravillosas que ha
compartido con personas queridas y que ha ido alimentando, perfilando y mimando a lo
largo del tiempo, justo en el momento en que están al alcance de la mano, en que parece
que ya todo está atado y resuelto y que el tiempo corre a su favor.
Dios irrumpe con un estilo peculiar, que provoca el asombro y el desconcierto. Su estilo
peculiar está textualmente reflejado en el saludo del ángel: «alégrate» (jare: 1,28). Es la
primera palabra del ángel a María, con la que establece el tono de la comunicación. Lo
primero que hace Dios es saludar. El saludo, que recorre todo el primer capítulo lucano (vv.
29, 39, 41, 44), tiene que ver con la salud y con la alegría. Por eso la primera palabra del
ángel a María pone de manifiesto las intenciones de Dios: su alegría al entrar en relación
con nosotros -una alegría que quiere contagiarnos- y la vinculación estrecha de esta
relación con la salud verdadera, con la salvación. No es extraño que todo el Evangelio en
cuanto tal se pueda considerar un saludo (J.A. García): una buena noticia de salvación. En
la Iglesia antigua, el término «saludo» (aspasmós) y el verbo saludar (aspádsomai) pasaron
a significar el beso litúrgico de la paz 7. Por eso podemos decir que Dios comienza su
relación con María -con la Iglesia y con la humanidad- con un beso, con un abrazo
afectuoso. Ése es su primer paso.
Estas maneras tan atrevidas, sorprendentes y directas de principiar Dios su cortejo
provocan desconcierto y asombro. María se turbó (dietarájze: 1,29). La acción de Dios
provoca una conmoción inesperada. Esta conmoción nos saca de las tranquilas y
conocidas casillas en que andábamos metidos. Como consecuencia, nos ponemos a cavilar
(dielegídseto: 1,29). La fantasía ha resultado atrapada por este requiebro de amor. Se ha
puesto en marcha el mecanismo de la imaginación. Se comienza a destilar pensamientos y
a «rumiar» mucho lo que ha sucedido. Pero no se trata de un rumiar emponzoñado por el
rencor o la mala idea, ni de un rumiar defensivo, sino gobernado por la sorpresa de la
irrupción de Dios.
María nos enseña a leer nuestra vida cuando resulta que Dios irrumpe en ella como
protagonista absoluto. Si nos dejamos llevar de su ejemplo, indefectiblemente acabaremos
en manos de Dios.

b) Dios se complace en su criatura


Dios se complace en Nuestra Señora. De ahí que podamos colegir que la mirada de
Dios a la humanidad, de la que Nuestra Señora es prototipo, es una mirada complacida.
Antes que cualquier forma de humildad por nuestra parte, o de
reconocimiento de la propia pequeñez, o simplemente de un obsequio creatural de sumisión
y obediencia, la voz del ángel resuena con un estruendo inusual: «llena de gracia, el Señor
está contigo>, (1,28; cf. 1,30.48). En María se advierte que la mirada de Dios que se fija en
los humanos les conduce al reconocimiento de la presencia de Dios en ellos mismos. Esta
mirada nos hace descubrir la propia bondad que habita en las criaturas por efecto de la
gracia divina. De ahí que la alegría continúe, acompañada de la satisfacción de saberse
una buena obra de Dios. Dios va induciendo en su trato, y no porque haya de doblegarse
ante nuestros méritos, un sentido genuino de la propia grandeza y de confianza. El diálogo
con Dios eleva a la criatura hasta hacerla colaborar en su obra salvífica. Todo esto va
imprimiendo deseos de seguir involucrándose en la acción de Dios, de dejarse hacer por Él,
de seguir progresando por este camino de dignidad.
Visto desde la otra cara, el contacto de Dios con María no comienza por un reproche, ni
sobre ella ni sobre otras personas. Dios no pinta primero ante María un cuadro con todas
las desolaciones y desastres que azotan a la humanidad para echárselo en cara. En el
diálogo que Dios quiere establecer con María no encontramos ni reprimenda ni castigo.
Tampoco hay una aclaración teológica sobre Dios, cuyo modo de ser se irá percibiendo a lo
largo del transcurso de los acontecimientos. Dios no hace un alarde de atributos teológicos.
El cortejo discurre por cauces amorosos, prácticos y concretos, no intelectuales, analíticos
ni generales. Situarnos por nuestra parte en las claves contrapuestas no sirve más que
para despistar y bloquear el diálogo.

c) Dios actúa sin concurso de varón


«¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (1,34).
El aspecto fundamental de la figura de María es su virginidad, de la que pende dogmáticamente la
encarnación del Hijo de Dios. No es extraño que, en el lenguaje coloquial, se conozca a María
simplemente como «la Virgen». La virginidad pone de manifiesto que es Dios quien actúa. Pero
sin avasallar ni atropellar a la criatura, pues María da su consentimiento. Sin embargo, el aspecto
clave, que en una sociedad prometeica necesitaríamos aprender por contacto con María, es que
nosotros no fabricamos a Dios: la encarnación está ligada a la virginidad. No hay ninguna forma
humana de producir a Dios. La encarnación es una decisión libre y gratuita de Dios. Nada la
fuerza, nada la impone, nada la crea. Con su aceptación de la virginidad, María reconoce de modo
ejemplar el señorío absoluto de Dios y se pone a su servicio: «el Espíritu Santo vendrá sobre ti, y
la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra» (1,35).
Cualquier manera de traer a Dios al mundo, de colaborar como María a la encarnación
de Dios en nuestra historia, no tiene otra alternativa que la de pasar por la virginidad. En el
momento en que el protagonismo corra de nuestra parte, la brújula mariana nos indicará
que ya hacía tiempo que nos habíamos apartado de la ruta señalada en el plan de Dios.
Las formas de hacerlo son infinitas. Todo lo teóricamente santo puede retorcerse «bajo
apariencia de bien».

2.2. Nuestra Señora modelo de discípulo


El episodio de la Anunciación, además de columbrar algunos aspectos de cómo Dios
corteja a la humanidad de Nuestra Señora, nos permite contemplar cómo es la respuesta
creyente por antonomasia, viendo la de aquella que es bienaventurada por haber creído (1,45).

a) Disponibilidad
Ya he señalado que María tenía sus propios planes. Unos desposorios no dejan de ser
uno de los momentos cumbre en la vida de cualquier persona. Imagino que los preparativos
en el Nazaret del siglo I supondrían bastante trastorno, como sigue ocurriendo a finales del
siglo xx. Además, a la mujer le correspondería, cuando menos, atender a todo lo relativo al
ajuar del nuevo hogar. La respuesta de María a la irrupción de Dios es la disponibilidad
total: ofrece toda su persona al plan de Dios («He aquí la esclava del Señor; hágase en mí
según tu palabra»: 1,38). El resultado es una generatividad sin comparación posible. Nadie
más ha traído al Hijo de Dios al mundo ni puede llamarse «Madre de Dios» (DS 251, 301).
En la medida en que María se deja habitar totalmente por el Espíritu de Dios, se hace
capaz de alumbrar al mismo Dios desde dentro sus propias entrañas.
La disponibilidad de María resalta en comparación con la de
Zacarías 8. María no pone ninguna dificultad, ni pide ningún signo especial, ni insiste en
que ella no resulta adecuada para este propósito. Zacarías, por su parte, había respondido
al ángel: «¿En qué lo conoceré'? Porque yo soy viejo y mi mujer de avanzada edad...»
(1,18). María no ha pedido un signo que pruebe la verdad de lo anunciado por el ángel, no
ha requerido una ayuda para cerciorarse. Dios no tiene que apabullarla con su fuerza y su
señorío para doblegarla. La pregunta de María -«¿Cómo será esto, puesto que no conozco
varón'?»: 1,34- está ya abierta a la colaboración.

b) Humildad
María ocupa un papel absolutamente destacado, casi disparatado en el
plan de Dios. Sin embargo, ni su comportamiento ni sus actitudes contienen brizna alguna
de afectación, de vanagloria, de jactancia, de autoglorificación, de engreimiento, de
soberbia. Nada más ajeno para aquella que se entiende a sí misma como la esclava de su
Señor (doúle: 1,38.48), como su sirvienta incondicional.
La humildad de María no es falsa. No es que María esté convencida en su fuero interno
de su propia valía y, sin embargo, se disfrace de humildad para quedar bien o para no
aparecer afectada. María, que reconoce su lugar en el plan de Dios, sabe que Dios se ha
fijado en ella. No obstante, y porque sabe también que Dios es el protagonista verdadero y
absoluto, no teme proclamar la obra que Dios hace en ella. Así lo proclama en el
Magníficat, donde no oculta el lugar que a ella le corresponde: «porque ha mirado la
humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán
bienaventurada» (1,48).
La humildad es camino obligado para obsequiarnos a Dios. María lo siguió aprendiendo
a través de su vida. La Iglesia pascual ha querido transmitirnos algunos rasgos del
aprendizaje constante de María, por ejemplo, con la escena del niño perdido en el Templo.
María no entiende el proceder de Jesús (/Lc/02/48-50). Y es que Jesús no es propiedad
particular de nadie ni se somete a nuestros gustos. No entendemos de antemano, y a veces
tampoco a posteriori, las historias en que nos involucra ni el sentido del sendero por donde
nos conduce. María, como nosotros, ha de ir actuando continuamente esta humildad ante
los sorprendentes planes de Dios.

c) En marcha
La anunciación no ha dejado a María como pasmada y alelada. No se queda mirando al
cielo ni recogida en su casa. El contacto con Dios la ha puesto en marcha, le ha dado alas.
Justo después de la Anunciación, Lucas utiliza dos verbos y un adverbio de movimiento:
«En aquellos días, se levantó (anastsa) María y se fue (eporeúthe) con prontitud (spouds) a
la región montañosa, a una región de Judá» (/Lc/01/39).
El significado de anístemi es «ponerse en pie», y su raíz se emplea para hablar de la
resurrección, que en griego se dice anástasis. No creo que sea ir demasiado lejos
columbrar que María «se levanta» a una vida nueva en el Espíritu, a la vida nueva de la
resurrección. María es movida por el Espíritu. El otro verbo, poréuo -que aparece con
mucha frecuencia en los evangelios-, suele significar, en la voz pasiva y en la voz media,
caminar, desplazarse, marchar de un lugar a otro. María inicia una nueva andadura de
creyente, una peregrinación. El adverbio, spouds, connota la combinación de prisa y
entusiasmo: una prisa entusiasmada o un entusiasmo impaciente. Es lo que hoy,
castizamente, se diría «marchosa».

d) Alabanza
«Proclama mi alma la grandeza del Señor y se alegra mi espíritu en Dios mi salvador»
(/Lc/01/47).
María se pone en marcha para alabar a Dios. La respuesta del ser humano a Dios
culmina en la alabanza y en la adoración 9. Quien alaba de corazón no puede menos que
ponerse incondicionalmente al servicio. Quien alaba reconoce la majestad absoluta del
Señor, a quien canta y ante quien se postra anonadado. Quien alaba se sabe
absolutamente superado, desbordado y sin derecho alguno que exigir. Quien alaba vive
deslumbrado y exulta por las maravillas que graciosamente le ha sido concedido vislumbrar.
Quien alaba percibe que el misterio ante el que está es mucho mayor de lo que se puede
imaginar, de lo que su propia fantasía puede alcanzar.

3. Una enseñanza práctica: Misión y tarea


Este breve recorrido a lo largo de los dos primeros
capítulos de Lucas nos ha permitido entresacar algunos de los rasgos del Dios cristiano (cf.
RM 25) y de las actitudes propias de un creyente ante ellos. Vivir la fe en compañía de
María alimenta una forma de la misma que cuenta con la iniciativa de Dios, que se hace a la
idea de que todo el protagonismo corre de su parte, que sabe que Dios quiere y requiere
nuestra colaboración incondicional. De otro lado, se aprende a captar cómo la respuesta
plena a Dios conduce al gozo, a la alabanza, a poner manos a la obra en disponibilidad
absoluta. Por concretar más, María nos permite entender que el cristiano vive su te y su
compromiso desde la misión y no como una simple tarea 10.
Entiendo que la misión es el envío radical por parte de Dios, la llamada a servirle en la
entrega indisoluble a Dios y al prójimo. Aceptar la misión supone la entrega radical a Dios
en pura pobreza y desasimiento: ponerse pasivamente en sus manos como el barro en
manos del alfarero, acatar sus planes, dejar que Dios se posesione de toda la vida y la
configure toda a su antojo. Significa, en definitiva, seguir el ejemplo de Jesús, que, como
Hijo, es el radicalmente enviado del Padre.
La tarea no es la misión. La misión es algo siempre más amplio que la tarea. Para no ser
mera ensoñación, la misión ha de articularse en tareas, es decir, en trabajos, actividades e
iniciativas concretas. Si quisiéramos ser más prácticos, diríamos que la tarea viene a
coincidir con aquello que realizamos con las manos: pasar las cuentas de un rosario,
teclear en un ordenador, dibujar esquemas de catequesis, sostener un megáfono, limpiar a
un enfermo, repasar la contabilidad de una asociación, etc. Debido a la diferencia entre
misión y tarea, ésta puede ser la concreción necesaria de aquélla. Para lo cual ha de haber
una conexión auténtica y constante entre ambas, de manera que la tarea no pase a ser un
fin en sí misma, en la que pensemos como algo absoluto e incapaz, por tanto, de llevarnos
a un encuentro más permanente y profundo con Dios, a una más plena disponibilidad ante
Él, a una mejor comprensión de nuestra precariedad y pecado, a un servicio más
desinteresado y universal.
De hecho, para realizar una tarea encomiable, incluso santa, no es imprescindible
comprometer la totalidad de la propia existencia. Prueba de ello es que en las tareas de
construcción histórica, promoción social y defensa de la justicia nos encontramos codo a
codo con otras personas sin fe que trabajan seriamente. Este compromiso cabal no tiene
por qué arrebatarles la existencia. Puede ser un exponente de honestidad y generosidad.
Muchos de los que trabajan en obras educativas y asistenciales ajenas a la Iglesia realizan
tareas muy semejantes a las de los creyentes. Sin embargo, la vivencia de la misión supone
que Dios no nos coloca primordialmente ante tareas concretas en las que podamos
entregar la vida a plazos. La misión exige la totalidad de la vida a carta cabal.
La Virgen María es un modelo ejemplar que nos permite constatar en qué consiste vivir
desde la misión. María es el prototipo de la espiritualidad de la pasividad, que es la que se
deduce de la encarnación. Esta espiritualidad se articula en torno a la convicción de que es
necesario recibir a Dios y dejarse hacer por Él. Es una espiritualidad de la passio, de la pasión.
Todo el dinamismo de la misión apostólica, con sus aspectos necesariamente activos de
predicación, curaciones, viajes y empresas, puede llevar a ocultar la pasividad necesaria
para ser mero instrumento en manos de Dios. En nuestro lenguaje, aquello que suponemos
concreción de la misión, es decir, la tarea, puede -disimuladamente- pasar a primar, a
ocupar el primer plano. Y junto con la tarea, las cualidades del misionero: el liderazgo, la
eficacia, la habilidad para interpretar las Escrituras y discernir las urgencias del momento
presente. Y en cuanto nos centramos en nuestras cualidades, estamos a un paso de
considerarnos los protagonistas, el centro, alejándonos de la humildad lúcida, que es desde
donde se puede escuchar la llamada de Dios.
Se puede percibir la diferencia entre, por una parte, ser engendrados por la misión -que
es apertura plena y confiada a Dios, sabiendo que será Él quien lleve a cumplimiento
aquello que nos encarga y que implica la entrega a Dios en servicio a sus criaturas- y, por
otra parte, la instalación en la tarea como algo definitivo, como lugar único de servicio a
Dios. La misión conduce a la consagración a Dios de «todo mi haber y mi poseer» (Ignacio
de Loyola), mientras que la fijación en la tarea tiene el peligro de determinar la parte del
«haber y poseer» que se pone a disposición de Dios, reservándonos otros ámbitos de
«nuestro haber y poseer» que la tarea concreta en este caso no demanda. Si la tarea no se
abre y se vive desde la misión totalizadora, que la relativiza y la remite necesariamente a
una radicalidad mayor, puede, desgraciadamente, obturar el dinamismo interno más
auténtico de la misión.
Si quisiéramos hacer una lectura cristológica, lo formularíamos así: se puede entender
que Jesús fracasó en su tarea, pero no en su misión. El posible conflicto en la vivencia del
voto de obediencia (cuando se dé una fuerte disparidad de pareceros con el superior) y el
posible fracaso en la tarea (como lo vemos en la vida de Jesús) aclararán a lo largo del
camino qué es lo que buscamos: culminar una empresa generosa o donar la vida a Aquel
que la merece.
Nuestra Señora, por el contrario, nos enseña, como hemos visto que la tarea concreta
sólo se puede vivir desde la donación total: considerándose mero instrumento puesto
plenamente al servicio del Señor. La misión de María es tan oscura y tan desorbitada (cf. Lc
1,26 s.) que pone de relieve el sentido desnudo de la consagración. Sus fuerzas no
cuentan; su disponibilidad y su apertura, sí. El Espíritu del Señor será quien realice la tarea
(Lc 1,35). De ahí que el imperativo fundamental sea la docilidad al plan de Dios (Lc 1,38), el
abandono en sus manos. El «hacer» de María consiste en rendirse enteramente en las
manos de Dios, en ser sierva total. María es plenamente misionera «humillándose y
haciendo gracias a la divina majestad» 11.
Hemos de revisar si nuestra pastoral engendra grupos de activistas muy comprometidos
pero poco consagrados. María puede ser el ingrediente necesario para reconducir una
espiritualidad de la acción a una espiritualidad de la encarnación 12.
(·URÍBARRI-GABINO. _SAL-TERRAE/96/11. Págs. 801-812)
....................
1. De fide ortodoxa III.12 (PG 94, 1029 C). En la misma Iínea dice el Concilio: «Pues María, que por su íntima
participación en la historia de la salvación reúne en sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la
fe, cuando es anunciada y venerada, atrae a los creyentes a su Hijo, a su sacrificio y al amor del Padre» (LG
65).
2. El caballero cristiano, Bilbao 1956, edic. 19ª. p. 74; ver también p. 386. (Sólo de esta edición se tiraron
30.000 ejemplares). Nótese que este devocionario no es explícitamente mariano y que, en su mayor parte,
está consagrado a la eucaristía.
3. Véase M. DE CERTEAU, «L'homme en priere 'cet arbre de gestes'», en La faiblesse de croire, Seuil. Paris
1987, pp. 13-24.
4. Cf. B. FORTE. Maria, la mujer icono del misterio, Sígueme Salamanca 1993, esp. pp. 233-234. 196-199: B.
5. Un desarrollo más sistemático de este punto se puede encontrar en S. ARZUBIALDE «Theologia spiritualis».
El camino espiritual del seguimiento a Jesús I. Universidad Comillas, Madrid 1989, pp. 17-29 (bibl.).
6. JUAN PABLO II insiste repetidamente en el valor de la peregrinación de la fe de Nuestra Señora para la lgle-
sia y para cada creyente: cf. Redemptoris Mater 2, 5-6 13-19. 25-28. 39. 42. 44. 47. En adelante usaré la
sigla RM.
7. Cf. G.W.H. LAMPE. A Patristic Greek Lexicon. 1989, 9.
8. Este aspecto lo destacan muchos teólogos y exegetas, como, por ejemplo, B. FORTE, o. c. pp. 76s; y B.
DICKERHOF, o. c., pp. 13s.
9. Cf. S. ARZUBIALDE, o. c., pp. 47-63.
10. Es un correlato de la distinción que hace P. VAN BREEMEN entre fecundidad (misión) y eficacia (tarea); cf
Transparentar la gloria de Dios, Sal Terrae, Santander 1995, pp. 93-140.
11. IGNACIO DE LOYOLA. Ejercicios Espirituales, 108.
12. Cf. S. ARZUBIALDE, o. c., pp. 31-36.
EL CAMINO DE LA FE DE MARIA

CRISTINA KAUFMANN
Carmelita Descalza.

Siempre que me pongo a escribir algo, no puedo menos de confesar mi absoluta indigencia;
no es retórica, no es una fórmula: es una necesidad de mi conciencia decir que no me siento
preparada para decir nada, a la vez que me invade también un extraño gozo al escribir. Creo que
se parece al balbuceo del niño que se siente feliz al pronunciar sus primeras palabras, inteligibles
sólo para quien está en estrecha unión de amor con él. Así me siento en unión de amor con los
que van a leer esto, y este amor, que no es otro que el de Dios mismo, hará que se entienda algo
de la Palabra, presente aquí y única que da elocuencia a toda palabra humana.

Introducción
El camino de la fe de María es el prototipo del camino de todo creyente. Es el itinerario que
dibuja una circunferencia: tiene su punto de partida en la luz misma de Dios, anunciada de parte
de El, y vuelve, después de su trayecto a través de la noche de la vida, a la felicidad de la plenitud
de gloria divina. El camino de la fe es el camino de la felicidad, "aunque de noche"; es la
expresión de la paradoja de la vida humana, llamada por Dios a la existencia feliz en comunión
con El y conducida por El a través de la historia oscura.
Este itinerario no es otro que Cristo Jesús, que se autodefine como "el Camino" (cfr. Jn
14,6). Por eso, si pensamos sobre el camino de la fe de María, nos encontramos inmediatamente
con el misterio de Cristo, que para Ella también es "el Camino". Ella nos acerca a la persona de
Cristo, y en El a la plenitud de felicidad y luz que toda vida humana anhela en lo más profundo
de su ser. Sólo una gran alegría, sólo el anuncio de un gozo, de una felicidad, es capaz de suscitar
fe. Una buena nueva, la que nos toca en lo más íntimo de nuestro anhelo vital, la que pronuncia lo
que duerme como destino definitivo en nuestra existencia, lo que llamamos "felicidad", es capaz
de suscitar adhesión, entrega, respuesta, confianza, amor. Es capaz de ponernos en camino, de
llenarnos de energía y entusiasmo y también de fortaleza ante las adversidades del camino; sólo
un anuncio de alegría es capaz de invitarnos a vivir la existencia como itinerantes, sin desesperar
y sin sucumbir a la tentación de lo absurdo.
Necesitamos saber que algo, alguien, nos ha dicho una palabra feliz para caminar hacia la
felicidad que ya está presente en nuestro profundo ser y se manifiesta en plenitud al final del
viaje. María nos enseñará en su peregrinación de la fe quién le ha dicho la Palabra de felicidad y
de alegría y qué palabra es la que se le ha "dicho", para poder caminar desde ella hacia la plenitud
de la felicidad.
La alegría es revelación de Dios; la felicidad sentida, vivida, es la iniciativa de Dios en el
diálogo con el hombre. La alegría, tal vez, es el lugar privilegiado donde se puede "aprender" y
descubrir y avivar la fe, el "temor de Dios". María es para nosotros ejemplo perfecto de la
persona humana que acoge la iniciativa del diálogo con Dios. Es heredera de la fe de su pueblo y
condensa en sí todo el peso de fe de sus antepasados. En el inicio del camino de fe de Abraham
está el anuncio de una alianza eterna, de una felicidad perpetua, expresada en la posesión del país
y en una descendencia innumerable. En el fundamento de la fe de Isaac, de Jacob, en la fe de los
profetas, ¿no encontramos siempre el don de un gozo, la revelación del amor de Dios, sentido
como alegría, que prefigura el último destino -y la meta de los más secretos anhelos de la persona
a la que Dios dirige su palabra?
Toda fe tiene su origen en la Santísima Trinidad, que es el anuncio inefable de una "buena
nueva" entre las tres personas. Cristo, como Jesús Hombre, no puede tener fe en el Padre, dada su
conciencia de la filiación divina, pero sí confianza, sí entrega, apertura total, todo el intercambio
de amor que supone una buena noticia intra trinitaria. Cristo, en su preexistencia en la Trinidad,
tiene una experiencia de alegría inefable que le acompañará en su preexistencia y que se
manifiesta en El en la absoluta confianza y entrega al Padre, desde la encarnación hasta la muerte
y resurrección.
El camino de la fe de María está comprendido, pues, dentro de este movimiento circular
que dibuja su itinerario: desde la Trinidad a través de la preexistencia, a semejanza de su Hijo,
para volver a la vida trinitaria en plenitud, en su gloriosa asunción. La peregrinación de María es
como un sacramento del camino o movimiento en la Trinidad; su identificación absoluta y exenta
de pecado con su Hijo hace de Ella la criatura perfecta que realiza en la creación, y como
prototipo de la creación redimida, la danza del amor, el movimiento de entrega recíproca,
participando de la realización divina de todo esto en Cristo. Y su peregrinación nos conduce a
nosotros, en último término, al interior de la peregrinación eterna de amor de las tres personas, en
camino de amor la una hacia la otra en el misterio.
La inmaculada concepción de María, la anunciación, la vida oculta y pública, la pasión,
muerte y resurrección de su Hijo, el nacimiento de la Iglesia y la maternidad espiritual en ella, su
presencia en ella a la espera del Espíritu Santo, son la peregrinación de la criatura perfecta que
sale de la Trinidad y vuelve a la Trinidad. En Ella podemos, debemos, leer nuestro propio
itinerario, que no es diferente, que participa de todas las vicisitudes del suyo, en el que encuentra
su comienzo nuestra fe. Somos llevados por la mano de María en nuestro camino; ella precede el
gran éxodo de todos los creyentes, condensa en sí toda la fe de su pueblo y prefigura y encierra
toda la fe del nuevo pueblo de Israel. La experiencia de María de la peregrinación en la fe es
fundamento para toda experiencia de fe en la Iglesia, para todo creyente, solidaridad que radica
en la unión única y total de María con Jesús, en su maternidad física, abierta a la maternidad
universal por su total entrega en fe a la persona de su Hijo y, en El, a todos los hermanos.

1. Aceptación del misterio de Dios en un inefable gozo: Anunciación


Me resulta difícil acercarme al misterio de la Anunciación de María. Es el acontecimiento
que desvela en germen toda la fe de María, encierra ya en sí todo el esplendor del misterio que es
su vivir, "explica" su inmaculada concepción y proyecta ya toda la luz sobre su persona; mejor, es
la luz que transparenta María. Su fe es su "estilo de vida", inaugurado desde los primeros
instantes de su existencia y que se manifiesta ante el mundo por vez primera en la anunciación.
Es el momento de novedad total para ella; es el punto focal, que al mismo tiempo es punto de
partida y centro de la razón de ser de María: su maternidad divina, aceptada libremente, aceptada
en obediencia total a la Palabra de Dios en Ella e inaugurada en este momento, para desplegarse
en el transcurso de su vida hasta llegar a la plenitud, constituida Madre de todos los incorporados
a su Hijo, Madre de la Iglesia, Madre de los hombres y mujeres de todos los tiempos.
Para curar, salvar, limpiar al pueblo de Israel, tal como nos lo describen los profetas
Ezequiel y Oseas, como mujer prostituida, Dios despliega todo su poder creador para que en este
pueblo nazca algo completamente nuevo, puro, algo totalmente orientado hacia El, en respuesta a
la alianza irrevocable. Sólo la fuerza del amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, es capaz de
crear esto. Como en los orígenes "el espíritu" sobrevolaba el caos, ahora aleteaba sobre una
criatura en la que toda la perfección de lo creado quedaría incluida para llegar a ser el
receptáculo, "las aguas" que atraerían su Palabra salvadora y restauradora: María. En la Trinidad
misma se "decide" que el Hijo se confíe a María, hecha pura apertura y acogida, pura
disponibilidad. Esta confianza del Hijo es la raíz de la fe de María. Es El quien la ha preparado
para acoger esta confianza: esto es la fe de María. Lo que "todavía" se efectúa en la Trinidad, en
la gloria creadora, en la omnipotencia divina, tiene por término una existencia orientada hacia la
cruz. Esta orientación de la vida del Hijo es el camino de la fe de María. Ella acoge las palabras
del ángel en la anunciación como algo absolutamente nuevo y, al mismo tiempo, como aquello
que, en lo más profundo de su esperanza mesiánica, estaba vivo y alerta a la posible irrupción de
la salvación. Al producirse ésta, María deja paso a Dios, se deja llenar por El totalmente, se
abandona a El en filial entrega, obediencia y fe. En un inefable gozo que invade a la llena de
gracia (gracia en la plenitud de significado de gozo, belleza, transparencia, benevolencia, amor,
armonía y gratuidad), Dios la hace participar de modo inigualable en la filiación divina, y en esta
gracia pronuncia su Sí y es Madre de Dios, Madre del Verbo encarnado. Con su acto de fe, su
entrega y abandono, empieza la historia de Jesús. Ella inaugura la fe de la Nueva Alianza, la fe de
la Iglesia.
La anunciación es el acontecimiento central en la vida de María, en su camino de fe. A él se
refiere todo ulterior paso; todo avance tiene en él su raíz; todo movimiento de su alma enamorada
surge de allí, hasta su glorificación final en la asunción. Dios quiere "necesitar" de la fe de María
para obrar su designio de salvación universal en su Hijo Jesús. María acoge esta voluntad divina
con una fe radiante y dinámica que se desarrollará a lo largo de su vida, en su movimiento de
creciente identificación con su Hijo. Ella entra de lleno en la comunicación de Dios, que incluye
la esfera del conocimiento, de la voluntad y de lo más íntimo de su afecto. Se adhiere no sólo a lo
que Dios dispone, sino a Dios mismo, de tal manera que queda encarnado en Ella el Verbo de
Dios.
María acoge en la continuidad de la tradición la absoluta novedad de Dios. Dios no empieza
a actuar en la encarnación, pero actúa de modo totalmente nuevo, inesperado, inconcebible, y es
"concebido" por María, en un acto de fe audaz. María nos conduce hacia la fe que es capaz de
creer en la novedad absoluta de Dios en cualquier circunstancia; novedad que no es remedio de
los fracasos, sino novedad de nuestra conversión. Dios es capaz de remover cimientos, de
cambiar nuestra persona, nuestro mundo. Detrás de la fachada de nuestra existencia está la
secreta transformación ofrecida por Dios. María nos puede enseñar que nuestra adhesión en fe a
la comunicación de Dios es asimismo un acto de nuestra libertad como un don de Dios. Así como
El ha preparado a la Virgen para el instante de la anunciación, así nos prepara a nosotros, por su
gracia, para consentir libremente en sus designios sobre nosotros, que son designios de comunión
en su vida, en su amor.
El acontecimiento de la anunciación, ¿no tiene un lejano paralelismo con algo que nos
puede ocurrir a nosotros también? ¿No tenemos conciencia de que en la vida, de hecho, pasan
muy pocas cosas, pero que acontecen hechos que confieren a nuestra existencia, a nuestra
conciencia de ser yo, una claridad y una definitividad irrevocables? Son acontecimientos que
ponen en marcha nuestra fe, que nos descubren la presencia del misterio y nos impulsan a la
obediencia y al camino, según esta palabra de Dios que ya no tiene revocación, que en lo más
hondo de nuestro ser y saber pone en movimiento algo que ya jamás parará. Nos transforma en
nuestra interioridad y marca el itinerario de forma indeleble. Pero no manifiesta con claridad y
exactitud todas las características de esta transformación, sino que es origen y fuente desde donde
ésta se alimentará. Son acontecimientos puntuales o lineales que nos ponen en contacto con el
misterio, nos transforman y transfiguran nuestro entorno; son experiencias de absoluta novedad
vividas en la sombra luminosa de un inexplicable gozo, mensajero del amor divino dentro de
nosotros.
2. Comunicación entusiasta de su gozo, en el servicio
El camino de fe de María la lleva desde el encuentro más íntimo y decisivo con Dios, desde
la comunión total con El en la encarnación, a la proclamación de su felicidad y a la prodigación
de todo lo que ella es y tiene en el servicio a los hermanos. Ya desde los primeros instantes de su
maternidad divina, ella participa de la preexistencia de su Hijo. Se va apresuradamente hacia las
montañas de Judá, a casa de su prima Isabel (cfr. Lc 1,39 ss.). Todo lo que Ella oyó de parte de
Dios, lo que Ella acogió en fe, en obediencia, lo que la llena en todos los niveles de su ser
personal, lo "que concibió por su fe antes de concebirlo en sus entrañas" (Sermón 25,7 de San
Agustín), es desde el principio destinado a pertenecer a todos. Así, ella misma comulga en esta
preexistencia y la ejercita prontamente con su prima Isabel. La fe la pone en movimiento interior
y exteriormente. Se dirige hacia su pariente para el servicio, se dirige hacia su Dios en alabanza y
júbilo y se dirige hacia todas las generaciones, que la proclamarán bienaventurada.
La felicidad de la fe proviene de lo que Dios es para con ella y de lo que Dios hace con ella
y lo que ella percibe. de sí misma bajo el influjo de la acción de Dios. Se sabe causa de gozo para
las generaciones futuras; se sabe enaltecida por Dios, y esto en fe; proclama la fe, celebra la fe,
comunica la fe en un canto desbordante de felicidad, anuncia la felicidad a todos los que, como
ella, son pequeños y se dejan sorprender por la buena noticia de Dios. Creo que no se puede (no
se debería) hablar de la "oscuridad" de la fe si no se ha hablado antes de la luminosidad, de la
gloria de la fe, del impacto del don de Dios en la persona, donde deja una marca de luz que no
está en contradicción con la oscuridad, sino que es precisamente la causa de la creciente noche,
ya que es una centella de la luz divina que ciega, y lo que al principio se percibe como luz crece
en el camino de la fe en intensidad, y por esto se hace más oscuro a los ojos de la vida terrena.
Creo que hay que insistir en la experiencia de gozo y de luz del acontecimiento del encuentro con
Dios y de la adhesión a El. Hay que insistir en el anuncio de esta alegría, para seguir el camino
guiados por el ejemplo de María. Hay que insistir en la toma de conciencia cada vez más
profunda de la vecindad del misterio en nuestra vida, vecindad que intensifica la oscuridad por
ser precisamente creciente cercanía a Dios-Misterio-Amor.

3. Pasmo y admiración ante la epifanía de Dios en la infancia de Jesús


María es, en su maternidad, la llena de gracia creyente. El designio de Dios cuenta con su
asentimiento, y éste tiene un desarrollo en su progresiva vinculación a la misión de Jesús. María
contempla con fe dinámica el prodigio del nacimiento de lo que el ángel le había anunciado. Va
descubriendo, en una actitud de creciente admiración y pasmo, la realidad del misterio presente
en su vida: Dios revelado en su Hijo niño. Lo que María engendró por la fe, a partir del
nacimiento lo interpreta, lo va descubriendo, en una contemplación que comprende todas las
fuerzas de su existencia. Va comprendiendo que toda su vida recibe el impulso de Aquel que ha
nacido de ella, y a El se dirige toda su energía vital, que en ella es energía de fe, de obediencia a
lo siempre nuevo, a lo que se va revelando como una vida cuya misión es hacer presente y visible
el amor de Dios a los hombres; lo que es su Hijo desde el momento de su encarnación, lo va
siendo María en la medida que su fe se va desarrollando y la va configurando con Jesús. Ella cree
en el Hijo Jesús, lo va acompañando y comprendiendo paso a paso. Así va entrando en el destino
de Jesús; al presentarlo a Dios en el templo, se entrega ella misma al Padre en su Hijo por su
participación creyente en la redención que Cristo nos trae.

4 Desprendimiento ante la misión del Hijo,


participación en su misión por el silencio,
presencia discreta e inadvertida
Su camino desde la infancia de Jesús, en la que María ejerce su maternidad directa y física
con su Hijo, la lleva más y más hacia un ensanchamiento de la maternidad que comprende la
renuncia a los gozos de la maternidad corporal, para asumir un servicio en la misión de su Hijo
que la llevará a los bordes mismos de su capacidad de entrega y acogida en favor de los hombres.
En su fe, participa plenamente, obedientemente, exhaustivamente, en la misión redentora de
Cristo. María es conducida por Jesús, sin compasión, hacia el desprendimiento de su papel de
madre. Ella debía llegar a ser para Jesús "hermano y hermana, padre y madre", por el camino de
la fe, en el cumplimiento de la voluntad del Padre. Su total identificación con la misión de su
Hijo se expresa en los evangelios mediante el silencio.
La presencia de María en la vida pública de Jesús es la presencia de "la orante". María vive
su fe "conservando todas estas cosas en su corazón" (Lc 2,19 y 51). La oración es su fe viva, es
su existencia viva como discípula de su Hijo y como madre, es decir, como quien vivifica al
grupo de los creyentes alrededor de Jesús. Todo el silencio de María en los evangelios es la más
elocuente prueba de su oración, de su fe en ejercicio, en estrecha comunión con el camino y
destino de su Hijo. En esta presencia, María no es alienada de la realidad, sino que la acepta e
integra absolutamente en su expectación por la vida, que no es sino la ilusión de ver cumplida la
misión de Jesús. Lo que Jesús "hace" en su vida pública es lo que María "es" en su adhesión a
Jesús en bien de los hermanos.
María "observaba" todo en la vida pública. Iba comprendiendo que su Hijo acabaría en un
drama de vida y muerte. Lo iba conociendo a través de los acontecimientos. Nosotros, al igual
que María, deberíamos tener los ojos limpios para ver a Dios y sus designios misteriosos sobre
nosotros en la vida cotidiana. No esperemos profetizar, sino vivamos despiertos por la fe, y
veremos cómo El nos conduce de manera irrevocable por los senderos de la peregrinación de la
fe que inicia María.
Se impone el silencio sobre el canto, sobre la proclamación y el júbilo, a medida que
avanza el camino de su Hijo, "subiendo a Jerusalén". Ella sube con El, y el misterio de su vivir
para el Padre y para los hombres se revela a María cada vez con mayor potencia, se sabe cada vez
más una sola cosa con Jesús, se acerca con cada paso, entre la multitud de gente que sigue a
Jesús, al corazón del misterio que un día Ella sentía en sus entrañas y que ahora no se aleja, sino
que la arrebata a ella de sí misma hasta el total vaciamiento y la total plenitud de identificación
con su Hijo al pie de la Cruz.

5. Comunión con su Hijo en el desgarro de la pasión y cruz


El despliegue, del misterio anunciado por el ángel a María en la mañana de su fe la lleva, en
la tarde, hasta la consumación de la misión de su Hijo en el sacrificio de la cruz. Al contemplar el
itinerario de María, me parece oír el eco de aquellas palabras de Jesús a Andrés y a Juan: "Venid
y lo veréis" (Jn 1,39). Era hacia la hora décima, ya apuntando un nuevo día. María también ha
sido toda ella una pregunta, mientras vivía bajo el mismo techo con el misterio; la pregunta:
"¿Dónde vives?". Y ahora, a la tarde de la vida de Jesús, se queda con El, no como quien ha
encontrado por fin el camino, sino como expresión de su permanencia cerca de Jesús y su
creciente fe en El, justamente ahora, al atardecer, cuando la más oscura de las noches se cierne
sobre ambos. Aquí, al pie de la cruz, María aprende dónde vive su Hijo; aprende todavía lo que
significa la vida que Dios plantó en ella el día de la anunciación; se abre con toda la capacidad de
la llena de gracia a la voluntad del Padre, y así se une absolutamente a su Hijo. Y así sigue siendo
feliz. Su felicidad en la fe no significa ventaja personal, sino el cumplimiento del plan de Dios
sobre ella y lo que ella engendró. Esta es la máxima felicidad, no incompatible con la cruz y la
muerte. María al pie de la cruz es feliz, porque vive, es vivida por el amor de Dios, porque sus
más íntimas aspiraciones convergen totalmente con los designios de Dios sobre ella, que la hace
allí nuevamente fecunda, ensanchando su maternidad hacia todo el género humano.
El "sí" de su fe en la anunciación llega a la última estación de su maternidad mesiánica en
la cruz, y culmina en su maternidad espiritual de todos los redimidos. María sufre un total
vaciamiento junto a la cruz, como Cristo. Su corazón no sólo es un corazón que com-padece el
martirio del Hijo, sino que es con- vaciado por la lanza. No "contiene" ya el amor, sino que lo
derrama y se derrama a sí misma en la superación total de su capacidad de amar. Su fe ha llevado
a María al vacío, al derramamiento último de la sustancia de su ser por amor, en total
identificación con su Hijo traspasado por la lanza. Hasta allí la ha llevado su fe, y es allí donde
sigue en pie ella, la feliz, a quien todas las generaciones proclaman dichosa. María visibiliza
junto a su Hijo crucificado la más profunda "kénosis" de la fe de la historia humana. En ella está
concentrado el máximo sufrimiento y la máxima felicidad de la fe humana, cristiana. Ella es la
Madre de todos los creyentes, constituida en el momento cumbre de su identificación con la
misión de Jesús.
La fe de María al pie de la cruz es una fe joven, nunca desfallecida o endurecida, una fe que
lucha. Ella fue colocada en el centro de la enemistad entre la serpiente y el descendiente de la
Mujer, en el centro de la lucha que traspasa la historia de la humanidad. Pero ella, en el momento
supremo de esta lucha, está allí, inviolada en su absoluta pureza, belleza y juventud, portadora de
gloria y de gracia en medio de los pobres y humildes, constituida madre de todos y amparo para
todos, porque sigue creyendo en el amparo de Dios, que la cubrió con su sombra, mientras su
Hijo vence la muerte muriendo. Jesús salva a todos. Ella es la perfectamente salvada; en ella
resplandece ya, antes de la resurrección, pero gracias a la constitución de Jesús como Hijo de
Dios en poder, la plenitud de la salvación, la belleza y la luz del misterio de Dios, donde se
comunica a los hombres, los transforma en hijos suyos. Es el máximo servicio que ella presta a la
fe de sus hermanos.

6. Presencia en la Iglesia de su Hijo, constituido en poder


María no concluyó su peregrinación de la fe en el Calvario o en una experiencia mística de
la resurrección de su Hijo de la que habría salido iluminada con la evidencia del triunfo de Jesús
sobre la muerte que le hiciera inútil o caduca la fe. El Nuevo Testamento nos la presenta, después
de la victoria de Jesús, en medio de la Iglesia en espera del Espíritu Santo, del que Ella fue llena
desde la misma anunciación. Mientras vivía en el tiempo, llena de gracia, y se desarrollaba en el
tiempo, seguía su camino de fe como miembro más auténtico de la Iglesia, no al margen de ella,
sino como prefiguración de lo que es la Iglesia en su última sustancia, también ella llena de
gracia, también ella inmaculada, pero recorriendo su camino entre oscuridad y trabajos, en
debilidad, orientada hacia Cristo. María le enseña a la Iglesia, con su vida terrena, su ser de
esposa y virgen, porque custodia íntegra la fe en Cristo, el Esposo, y le enseña su maternidad, ya
que en ella y a través de ella Dios se quiere dar a los hombres, quiere ser engendrado en las
entrañas de la Iglesia, en cada miembro.
La Iglesia naciente en el cenáculo presintió, vio como aurora, en María, la venida del
Espíritu Santo. Lo que luego fue un acontecimiento visible y grandioso se anticipó, en cierta
manera, ante la mirada que los discípulos dirigían a María, que oraba con ellos. En Ella
sospecharon ya la gloria del poder del Espíritu del Resucitado. María era como "el silbo del aire
delgado" (cfr. San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, Canc. 14-15,14 y Llama de amor viva,
2,17), "el susurro de una brisa suave" que oyó Elías a la entrada de la cueva (cfr. 1 Re 19,12), una
presencia insinuada del Espíritu que los preparaba para el magnífico acontecimiento de
Pentecostés. La presencia de María en el cenáculo es la presencia de la maternidad de Dios,
traslucida en su fecundidad.
La fe heroica de María precede al testimonio apostólico, es una misteriosa herencia
escondida en el seno de la Iglesia, de la que participan todos los que escuchan el testimonio
apostólico. Así, María sigue siendo fecunda, es la Madre de la Iglesia que engendra
continuamente la fe en las generaciones que se suceden. María, con el testimonio de su comunión
con los apóstoles en el cenáculo, ofrece al mundo el espectáculo de amor que hace deseable la fe.
Es educadora; la gracia que la habita la orienta a formar a Cristo en el creyente y transformarlo en
Cristo, vivir sin obstáculos los intereses de Dios Padre, del Reino. Todo ello lo hace María desde
el silencio, que es servicio no inferior al ministerio de los apóstoles, sino como plataforma que lo
sostiene invisiblemente en el orden de la gracia.

Conclusión
"Yo soy el Camino..." (Jn 14,16). Esta afirmación de Jesús sobre sí mismo es el resumen
más perfecto que encuentro para expresar "el camino de la fe de Ma@a". Es el misterio de Cristo,
camino que Ella recorrió con singular fidelidad, con total identificación. Nos muestra el camino,
nos muestra a Jesús. Poseída por la Trinidad, ella camina desde la felicidad de la plenitud de
gracia, a través de la creciente oscuridad que acompaña la cercanía del misterio divino en la vida
humana, hacia la felicidad de quien no tiene otra aspiración que la de responder y colaborar a los
designios de Dios Padre, venciendo así al dolor y a la muerte.Así nos precede ella en la gloria de
la asunción, está presente en el corazón de nosotros, los creyentes, como lucero del alba de
nuestra noche de fe, que avanza en la vida hasta que la total tiniebla de la muerte nos desvele la
gloria cuya semilla llevamos dentro de nosotros, por el viático del Cuerpo y Sangre de Cristo
Jesús, que es cuerpo y sangre de María.Nuestro camino de fe es el caminar sostenido y
alimentado por el Misterio de Fe, la Eucaristía, donde se funde nuestro peregrinar con el de María
y donde el Espíritu de Jesús nos incorpora ya ahora, en fe, a la vida feliz de la Trinidad, donde
tiene su solaz todo cansancio, y todo peregrinar su hogar encendido en vela.
(·Kaufmann-Cristina. _SAL-TERRAE/87/10. Págs. 695-706)
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MARÍA
LA MUJER CREYENTE
S. Cipriani
1. La fe hoy
Antes aún de que Jesús anunciase al mundo las bienaventuranzas, María fue solemnemente
proclamada bienaventurada por Isabel con ocasión de su visita a la pariente lejana:
"Bienaventurada la que ha creído que se cumplirán las cosas que le han dicho de parte del Señor"
(Lc 1,45).
Así pues, la fe es la nota más característica de la actitud espiritual de María, que la abrió a
la acción de Dios y permitió que el proyecto de Dios se realizara en ella y, por medio de ella,
en todos nosotros. Cristo es esencialmente el fruto de esa fe paradójica y heroica, que es
don y conquista al mismo tiempo.

1. DIFICULTAD DE CREER.
Creer no ha sido nunca fácil, ya que siempre implica una renuncia a las medidas propias para
aceptar la medida de Dios, que es infinitamente superior a las nuestras: creer significa enfrentarse
con una realidad que nos trasciende; más aún, que nos invita también a trascendernos.
Todo esto podía ser en parte también fácil cuando el sentido de lo divino impregnaba a los
hombres, cuando la sociedad estaba tradicionalmente imbuida de valores religiosos; pero ahora
que el hombre de la edad tecnológica y de las conquistas espaciales ha descubierto la embriaguez
del dominio sobre las cosas y sobre los mismos mecanismos de la vida, tiene la clara sensación
de haberse convertido él mismo en la medida de todas las cosas. La fe, más que una cosa absurda,
se presenta hoy como una cosa inútil. Quizá aquí está precisamente la diferencia entre la
secularización generalizada de hoy y la incredulidad de otros tiempos.

2. NECESIDAD DE CREER.
Por otra parte, el hombre moderno, más que en el pasado, se
siente atormentado por la necesidad de creer, ya que todas las realizaciones del progreso
van poniendo cada vez más de manifiesto su pobreza y su precariedad, dejando sin
solucionar los problemas de fondo de la existencia. En efecto, precisamente debido al
progreso, la humanidad dispone hoy por primera vez de instrumentos de autodestrucción
total; el bienestar tan difundido y tan anhelado por todos crea una cadena de necesidades
artificiales que son incapaces de resolver los recursos económicos de los diversos países.

De aquí el sentimiento de frustración en muchísimos de nuestros contemporáneos, sobre


todo en los jóvenes, que habían creído en el mito de un bienestar sin fin y de una fácil
satisfacción de todos los deseos, incluso de los más superficiales y hasta de los más
vulgares. Efectivamente, en este punto se pierde el sentido mismo de la vida que, reducida
a la única dimensión de lo material, no encuentra ya justificación más que en el suicidio o
en la evasión de los paraísos artificiales de la droga, o en la agresión y en la violencia para
derribar las estructuras sociales, consideradas como responsables de esta situación de
fracaso. A no ser que se vuelva a descubrir la dimensión espiritual del existir, que da una
nueva significatividad a las cosas.
Así pues, precisamente lo que parecía ser el enemigo de la fe, es decir, la autosuficiencia
del hombre moderno llegado a la edad adulta, vuelve a ser un factor favorable.
Precisamente debido a la hermosísima prisión que se ha construido con sus propias manos,
el hombre siente la necesidad urgente de liberarse de sí mismo y de autotrascenderse para
confiar su destino a unas manos más seguras y para comprender el significado mismo de
las realizaciones de su inteligencia. De aquí el notable despertar religioso que destacan las
estadísticas, tanto en occidente como en los países del este.

3. EJEMPLARIDAD DE LA FE DE MARÍA.
Para una recuperación del sentido de la fe y para su inserción concreta en la vida
de cada día, dejándose guiar exclusivamente por la iniciativa de Dios, resulta ejemplar la
experiencia espiritual de María. Más que cualquiera de nosotros, ella se encontró frente al
carácter casi absurdo de la fe. Si el hombre de hoy tiene sus propias dificultades para creer
por las razones que acabamos de señalar, mayores fueron las dificultades que encontró
María por razones totalmente distintas. Su ejemplo es significativo para todos nosotros.
Por otra parte, lo que fue María incluso simplemente como mujer, es exclusivamente fruto
de su fe; por eso es evidente en ella lo que puede producir la fe aun en términos de
crecimiento humano. La fe no mortifica, sino que hace más grande todavía lo que es
meramente humano.
Por eso mismo todas las personas deberían desear al menos creer: precisamente para
ser más hombres.

II. María, "la creyente" en el NT


Una simple lectura, aunque rápida, del NT pone de relieve la fe de
María. Sobre todo los evangelios de Lucas y de Juan son significativos en este sentido. De
manera especial en lo que se refiere a Lucas, damos por descontado que su llamado
Evangelio de la infancia corresponde más a intenciones teológicas que a pretensiones
rigurosamente históricas; pero es esto precisamente lo que hace todavía más precioso su
escrito, ya que nos transmite así su fe y la de su comunidad sobre el misterio de María.

1. LA FE DE MARÍA EN LA ANUNCIACIÓN
Según el evangelio de Lucas, María se mueve exclusivamente en el ámbito de la fe. Ya
las primeras palabras del ángel, que no son tanto un saludo como una descripción de su
ser delante de Dios, la sumergen en la fe: "Salve, llena de gracia, el Señor está contigo" (Lc 1,28).
Su turbación ante este saludo; (v. 29) es la turbación de quien se ve como invitado a
interpretarse y a leerse de manera distinta de como se ha interpretado siempre. La
expresión llena de gracia, según el tenor del texto original, tiene que entenderse: Tú, que
hasta ahora has sido siempre objeto de benevolencia, de amor por parte de Dios. Y esta
opción amorosa no es de ahora, sino de siempre; en efecto, el participio perfecto griego
que aquí se utiliza: (kejaritoméne) sirve para significar un gesto de amor que no comienza
ahora, sino que tiene sus orígenes en la eternidad de Dios.
Adónde conduce esta elección divina es algo que se dirá en los versiculos siguientes, en
los que se preanuncia su divina maternidad. Pero entretanto María se ve invitada a
autocomprenderse en esta nueva dimensión ontológica, que tanto la sorprende hasta
perturbarla. Sólo la fe le permite aceptarse por lo que el ángel dice que ella es en el plan de
Dios: el misterio, podríamos decir, antes que de Dios, parte de ella misma, en cuanto
situada de una forma nueva. que antes ni siquiera se sospechaba, delante de él.
Pero es sobre todo la continuación del diálogo con el ángel lo que la sumerge en el
misterio más denso. Es su maternidad mesiánico-divina, que le anuncia el ángel, la que la
lleva fuera de las posibilidades normales de los seres humanos: "Deja de temer, María,
porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás y darás a luz un hijo, al que pondrás
por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo, el Señor le dará el trono de
David, su padre, reinará en la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin" (/Lc/01/26-
38).
A pesar de toda la reelaboración teológica del evangelista, creo que no se puede negar
que aquí se presenta a María la maternidad del Mesías , tal como había sido predicha por el
profeta Natán (2Sam 7,1; cf también Is 9,6), con acentuados caracteres divinos ("será
llamado Hijo del Altísimo"): algo que difícilmente María, dada la humilde consideración que
tenía de sí misma, podía ni siquiera plantearse como hipótesis.
Además, resulta más difícil pensar en algo por el estilo si se considera su actual posición
de mujer que, aunque desposada con José (cf 1,27), de hecho, por un motivo o por otro no
intentaba usar del matrimonio. "¿Cómo será esto, pues no conozco varón?" (Lc 1,34). Si
Dios no la orienta hacia otras opciones, que en todo caso sería preciso que le aclarase, su
maternidad resulta humanamente imposible.
Pero es precisamente el camino de esta imposibilidad el que Dios elige, para demostrar
que en realidad todo le es posible, como dirá el ángel al final de su mensaje (cf v. 37). De
este modo la fe se convierte en la única actitud espiritual que permite a María convivir con
su propio misterio: una opción libre de la virginidad que, por la voluntad y el poder del
Altísimo, se convertirá en fuente de vida. Se trata de un prodigio mucho más grande que el
que se verificó en Isabel, que, a pesar de ser estéril, engendraría a Juan Bautista por la vía
normal de la relación conyugal.
Además, en el caso de María la provocación de la fe no se detiene aquí: su maternidad
es divina no solamente por ser virginal, es decir, sin concurso de varón, sino sobre todo
porque el hijo que nacerá de ella es el mismo Hijo de Dios. Aquí el misterio es mucho más
grande. Sin embargo, es éste precisamente el sentido de las palabras del ángel, al menos
en la reinterpretación del evangelista: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del
Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el niño que nazca será santo y llamado Hijo de
Dios" (Lc 1,35).
Las últimas expresiones quieren subrayar la naturaleza divina de Jesús, motivándola por
el hecho de que incluso biológicamente su ser deriva del poder del Espíritu que se presenta
aquí, junto con María, como el principio generador de Cristo. ¿Cómo habría podido ser Hijo
de Dios un hombre que hubiera tenido un padre terreno?
En este punto queda claro que la fe se convierte para María en la única medida para
aferrar no sólo su propio misterio, sino el de su mismo hijo: un puro don que Dios le ha
hecho no para su gozo o su exaltación, sino para el bien de todos. Por esto el ángel Ie
había dicho: "Le pondrás por nombre Jesús" (Lc 1,31), con referencia a su misión de
salvación implícita en el nombre; en efecto, Jesús significa Dios es salvación. Mientras se
le ofrece ese Hijo, al mismo tiempo se le expropia, como resultará claramente por la
continuación del evangelio.
Las palabras con que María da su asentimiento al anuncio del ángel dicen la consciente
aceptación de su función de mujer creyente, ante el desafío de una realidad y de un
conjunto de acontecimientos que están más allá de la medida que la inteligencia, el
equilibrio y el sentido común pueden de alguna manera penetrar e incluso controlar: "He
aquí la esclava del Señor; hágase en mi según tu palabra" (Lc 1,38).
Ciertamente, estamos aquí ante una confesión de humildad, pero sobre todo ante una
confianza total en la palabra de Dios que, precisamente porque no encontrará el más
mínimo obstáculo o una sombra de vacilación en el corazón de María, se convertirá de
manera absoluta en palabra creadora.
Efectivamente, no son pocos los estudiosos que ven en el fiat de
María una analogía como el fiat de la creación. La nueva creación comienza con un gesto y
una actitud de fe paradójica; aquí Dios envuelve plenamente a María para la obra nueva
que está para iniciar, mientras que "al principio" (cf Gén 1,1) actuó solamente su palabra
todopoderosa.

2. EN Et NACIMIENTO DE JESÚS.
Todos los demás acontecimientos de la vida de María pueden
comprenderse tan sólo a la luz de la fe, que le hace palpar el sentido de las cosas y el
signo de la presencia de Dios incluso en donde, humanamente, podía parecer que no había
ningún sentido o que Dios se había ocultado de alguna manera.
Pensemos en el nacimiento de Jesús en las condiciones tan precarias que nos describe
Lucas: nace fuera de su casa, con ocasión de un censo que obliga a María y a José a
desplazarse fatigosamente de Nazaret a Belén de Judá, lugar de origen de la estirpe
davídica. de la que descendía José: "Mientras estaban allí, se cumplió el tiempo del parto y
dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo reclinó en un pesebre, porque no
había sitio para ellos en la posada" (/Lc/02/06-07).
Esta extrema pobreza, ¿no era también una prueba para la fe de María, a quien el ángel
había anunciado el nacimiento del Mesías , un Mesías tan pobre que ni siquiera tenía casa
propia y que recibía tan sólo el homenaje de unos humildes pastores? ¿En qué consiste
entonces ese reino que había mencionado el ángel? (cf Lc 1,32-33). ¿No se habría
engañado ella al interpretar esas palabras?
La indicación que añade Lucas en este punto de su relato es significativa de la actitud de
María, que considera los acontecimientos con ojos de fe, pero también críticamente: ella
quiere comprender lo que se esconde en ellos. Las apariencias parecen desmentir su fe;
pero la densidad más profunda de las cosas la mueve a creer incluso más fuertemente:
"María, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón" (/Lc/02/19).

Esta meditación de María no era ni mucho menos intimista y tranquilizante, sino una
búsqueda tormentosa del sentido de los acontecimientos, que ella se empeña en explorar
porque está segura de que Dios no puede haberla engañado ni puede decepcionarla.

3. EN LA PÉRDIDA DE JESÚS EN EL TEMPLO


Lo mismo hay que decir también sobre el episodio de Jesús que a
los doce años, es decir, al comienzo de su madurez religiosa, va al templo para la pascua y
luego no regresa a casa con sus padres, sino que se queda en Jerusalén sin saberlo ellos;
cuando su madre le expresa sus sentimientos, responde casi reprochándole por su afanosa
búsqueda; ¿no se trata acaso de un desafío a la fe de María'? "¿Por qué me buscabais'?
¿No sabíais que yo debo ocuparme en los asuntos de mi Padre'?" (/Lc/02/49). Lucas añade
aquí expresamente que "ellos no comprendieron lo que les decía" (v. 50).
María se está dando cuenta de que aquel Hijo no entra ya en sus esquemas. Pero está
acostumbrada a dejarse guiar por la fe, que, precisamente por impulsar siempre más allá,
obliga a no detenerse nunca, a que no se la considere como un objeto que se pueda
poseer o dominar de alguna forma. Por eso se rinde a la provocación de Dios, pero al
mismo tiempo se pregunta por el sentido de las cosas, intentando penetrar en ellas. Su fe
es una fe dramática.
Por eso Lucas anota aquí por segunda vez, después de decirnos que
Jesús volvió a Nazaret y que "les estaba sumiso", que "su madre guardaba todas estas
cosas en su corazón" (/Lc/02/51). Todo la desconcierta: ¿cómo compaginar esta sumisión
tierna y afectuosa de Jesús con la autonomía que poco antes había reivindicado para sí a
fin de atender a "las cosas de su Padre"? María se mueve en la oscuridad del misterio.

4. EN OTROS EPISODIOS.
Sobre todo en su vida pública Jesús subrayará repetidas veces esta autonomía respecto
a su madre. Y esto por un doble motivo. El primero para reivindicar la primacía absoluta de
su Padre celestial, recortando el papel de la madre; no olvidemos lo que nos recordaba
anteriormente Lucas,. o sea, que Jesús es verdaderamente el fruto del Espíritu antes de ser
el fruto del seno de María (cf Lc 1,42). El segundo motivo podríamos decir que es de orden
pedagógico precisamente respecto a su madre: educarla en una dimensión de fe cada vez
más profunda, precisamente porque los caminos a través de los cuales lo va a conducir el
Padre son caminos nunca recorridos e imprevisibles, que una madre, aunque sea de la
grandeza espiritual de María, no querría que recorriera nunca su hijo.
Lucas tiene en este aspecto dos episodios muy significativos. El primero es común a los
tres sinópticos (cf /Mt/12/48-50; /Mc/03/31-35); es el episodio de los parientes de Jesús
que quieren librarlo de la agitación de las turbas: "Su madre y sus hermanos llegaron
adonde Jesús y no podían acercarse a él a causa de la multitud, y se lo anunciaron: "Tu
madre y tus hermanos están ahí fuera v quieren verte". Mas él respondió: "Mi madre y mis
hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen"(/Lc/08/19-21).
El segundo episodio es exclusivo de Lucas y nos describe el sentimiento de admiración
de una mujer del pueblo al oír hablar a Jesús: "Dichoso el seno que te llevó y los pechos
que te amamantaron". Pero él le dijo: "Dichosos más bien los que escuchan la palabra de
Dios y la practican" (/Lc/11/27-28).
En ambos episodios Jesús insiste en su alejamiento de los lazos de parentesco que lo
intentan encerrar en la lógica exclusiva o al menos preeminente de la carne y la sangre,
mientras que exalta una nueva forma de parentesco en donde el elemento de agregación
es la atención dócil a la palabra de Dios. No es esto ciertamente renegar de la función de
María en su vida, sino la exaltación de su fe y una invitación a profundizar cada vez más.
No hay limite para la fe de nadie, ni siquiera para la de la madre de Jesús: ¡la fe requeriría
también de ella mucho más!
Aquellas paradojas que María había cantado en el Magníficat y que ponen a prueba la fe
más robusta valían no sólo para el momento en que ella explota en la alegría de su cántico,
sino que seguirían siendo válidas para toda su vida y la vida de su Hijo: "Ha derribado a los
poderosos de sus tronos y ha levantado a los humildes" (/Lc/01/52). Cristo conquistó su
realeza únicamente cuando se dejó clavar en la cruz.
Pero no es fácil aceptar estas paradojas, sobre todo cuando nos afectan en primera
persona. También María tuvo que penar para vivir la atormentada teología de la fe,
expresada por ella tan admirablemente en el himno del Magníficat.

5. EN EL EVANGELIO DE JUAN.
Juan confirma plenamente el mensaje de Lucas sobre la fe de María. Sea cual fuere la
interpretación que haya que dar del episodio de las bodas de Caná, lo cierto es que todo él
se sostiene sobre la fe de María. No tendría sentido, fuera de una solicitación de fe, su
alusión preocupada a la situación de apuro de aquellos esposos, aun cuando no se la
quiera entender como súplica: "No tienen vino" (Jn 2,4). De una manera o de otra, es un
intento de implicar al Hijo en aquel problema. Sobre todo las palabras que dirige a los
sirvientes: "Haced lo que él os diga" (v. 5), se mueven en una perspectiva de fe; ella está
segura de que Jesús hará algún gesto o dirá alguna palabra que cambie la situación.
Está además el episodio de María al pie de la cruz, con la densidad de significado
teológico que intenta darle Juan, poniendo de nuevo en evidencia la fe de María.
En Juan esta fe destaca de una doble manera: primero, porque sólo él nos habla de la
presencia de María al pie de la cruz, en donde la fe de los discípulos y ciertamente también
la de María —se ve sometida a la prueba más dura; y en segundo: lugar, porque si aquellas
palabras de Jesús moribundo: "Mujer, he ahí a tu hijo" (Jn 19,27), significan y expresan la
universal "maternidad espiritual" de María, como opinan muchos exegetas, María se ve
invitada aquí a ensanchar los horizontes de su fe mucho más allá de la persona del Hijo
moribundo, que sólo en apariencia parece ser el vencido, mientras que en realidad es el
verdadero vencedor. Su corazón, en este mundo, se ve invitado a abrirse al mundo entero,
con fe plena en las palabras testamentarias del Hijo.

III. María, peregrina en la fe según el Vat II


En la línea de estas estimulantes sugerencias de la Escritura se mueve la reflexión
teológica de la Lumen Gentium en el c. VIII, dedicado por completo a la figura de María,
vista "en el misterio de Cristo y de la iglesia". Como no había ocurrido en ningún otro
documento conciliar precedente, se ha intentado captar el misterio de María en lo vivo de
su historia, releída en el contexto de fe de la iglesia.

1. ITINERARIO DE FE.
Siguiendo a María a través de las diversas etapas de su itinerario terreno, se pone de
manifiesto su constante y radical confianza en Dios, de forma que parece que, a pesar de
ser todo él fruto de la gracia, es al mismo tiempo: obra de la colaboración propia de María al
proyecto de Dios. Escribe el concilio, comentando las palabras de la anunciación: "De este
modo María, hija de Adán, consintiendo en la palabra divina, se convirtió en madre de
Jesús y, abrazando con toda su alma y sin peso alguno de pecado la voluntad salvífica de
Dios, se consagró por completo como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo,
sirviendo con diligencia al misterio de la redención con él y bajo él, con la gracia de Dios
todopoderoso. Con razón, pues, piensan los santos padres que María no fue un
instrumento meramente pasivo en manos de Dios, sino que cooperó a la salvación del
hombre con fe y obediencia libres. En efecto, como dice san Ireneo, "obedeciendo se hizo
causa de salvación para sí misma y para todo el género humano". Por eso no pocos padres
antiguos afirman de buen grado con él en su predicación que "el nudo de la desobediencia
de Eva fue desatado por la obediencia de María, que lo atado por la virgen Eva con su
incredulidad lo desató la virgen María mediante su fe" (LG 56).
Todo el peso de este texto me parece que consiste en la afirmación de la libre y
consciente cooperación de María en la obra de la encarnación y de la redención; aun
habiendo sido prevenida por Dios, no fue ni mucho menos un instrumento meramente
pasivo en sus manos. La analogía con la figura de Eva hace ver su plenitud de
responsabilidad; lo mismo que no hubo ningún fatalismo en la caída, tampoco pudo haber
ningún fatalismo en la redención, que pasa por el asentimiento libre de María.
M/CORREDENTORA: Más tarde, describiendo las no fáciles relaciones de María con su
Hijo durante su vida pública, cuando él parece renunciar a los estrechos lazos humanos
que lo vinculan con su madre, o por lo menos trascenderlos (cf Mc 3.35; Lc 11,27-28), el
texto conciliar comenta: "Así avanzó también la santísima Virgen en la peregrinación de la fe
y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin un designio
divino, se mantuvo de pie (cf Jn 19,25), sufriendo profundamente con su unigénito y
asociándose con entrañas maternales a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la
inmolación de la víctima que ella misma había engendrado" (LG 58).
También aquí es fácil ver cómo el concilio pone de relieve la dolorosa colaboración de
María en el plano de la redención; ella se encuentra ante situaciones totalmente
imprevistas, cuya racionalidad no le es dado comprender humanamente fuera de la
convicción profunda de que Dios lleva hacia adelante, a través de esos itinerarios
imprevistos, su designio de salvación.

2. MARÍA, MODELO DE FE DE LA IGLESIA.


El tema de la fe de María vuelve a ser recogido en la Lumen gentium
cuando se nos presenta como inserta en el misterio de la iglesia, de la que es el miembro
más excelente, pero al mismo tiempo el tipo y el modelo según la feliz expresión de san
Ambrosio. Pero es modelo sobre todo por las actitudes de fe, de esperanza y de caridad
con que animó toda su existencia; estas actitudes son las únicas que permiten en ella la
verificación de una situación única, es decir, la de una virginidad fecunda.
Todo esto se reproduce de algún modo misteriosamente también en la iglesia, sobre todo
en virtud de la fe, que exige fecundidad e integridad al mismo tiempo. Efectivamente, "la
iglesia, al contemplar la arcana santidad de María, imitando su caridad y cumpliendo
fielmente la voluntad del Padre, por medio de la palabra de Dios, acogida con fidelidad, se
convierte también en madre, ya que con la predicación y el bautismo engendra a una vida
nueva e inmortal a los hijos, concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios.
También ella es virgen, que guarda íntegra y pura la fe prometida al Esposo y, a imitación
de la madre de su Señor, con la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente íntegra la
fe, sólida la esperanza, sincera la caridad" (LG 64).
Esta analogía entre María y la iglesia es importante por el papel fundamental que en ella
representa la fe: María no habría podido nunca convertirse en tipo y modelo de la iglesia, a
no ser por la fe paradójica que la guió en todos los instantes de su vida. Sólo la fe hizo
posible su maternidad virginal, que nos ha dado a Cristo, verdadero Dios y verdadero
hombre al mismo tiempo.

IV. Actualizaciones
Las últimas consideraciones nos abren ya el camino a unas rápidas reflexiones sobre la
actualidad que encierra este mensaje.
— a) La fe de María fue una fe difícil, como ya hemos dicho. Si es verdad que Dios hizo
en ella "cosas grandes" (Lc 1,49), no debemos olvidar que también ella estuvo plenamente
a la altura de la tarea que le había sido confiada. Y la dificultad de su fe se refiere tanto a
su maternidad divina y virginal al mismo tiempo como a la capacidad de convivir
permanentemente con el misterio.
Yo vería una analogía entre nuestra fe y la de María
precisamente en la dificultad de convivir con el misterio, pero por razones completamente
distintas de las de María. Nuestra dificultad de creer hoy, como indicábamos al principio de
esta exposición, se ve sometida a prueba ante el hecho de que el misterio no parece tener
ya ningún espacio en nuestra cultura tecnológica; todo queda reducido a la medida de lo
programable y de lo verificable. Precisamente por eso es necesario realizar un esfuerzo
continuo por penetrar más allá de las cosas, incluso de las programadas, para leer sus
significados más profundos. El sentido del misterio radica precisamente en la capacidad
que tienen las cosas de remitir a algo que las trasciende para el que está disponible en la
fe.

— b) La fe de María se ve siempre puesta en discusión, comienza continuamente de


nuevo, no es nunca definitiva; muy atinadamente dijo el concilio que María "avanzó en la
peregrinación de la fe" (LG 58). Es cierto. por ejemplo, que el episodio de Jesús en el
templo a la edad de doce años puso en crisis las relaciones de la madre con su Hijo: María
tiene que aprender a verlo bajo otra luz. Ese Hijo le pertenece, pero sobre todo pertenece a
Dios.
También nosotros tenemos necesidad de ponernos continuamente en discusión; para cada
problema hay siempre una respuesta diversificada, que solamente puede darse si nos ponemos a
escuchar atentamente la palabra de Dios y las solicitaciones que nos vienen de los
acontecimientos de la historia. Una fe inquebrantable, como la de María, no se identifica ni
mucho menos con una fe segura. Más aún, la seguridad excesiva es normalmente enemiga de la
fe, porque es más bien confianza en la propia forma de valorar las cosas que abandono a lo
imprevisible siempre nuevo de Dios.

— c) Por último, me gustaría señalar otra característica de la fe de María; la fe aferra


"todo su ser" de tal manera que su existir, incluso simplemente humano, y su obrar no
serían comprensibles fuera de la fe. Pensemos en su maternidad fuera de esta perspectiva
de fe o bien en su difícil convivencia con su Hijo, en sus relaciones con José,. en su estar
(cf Jn 19,25) al pie de ia cruz.
En María no se dan la mujer y la creyente, sino sólo la mujer creyente; no se trata de dos
realidades separables en ella. Todo lo que es, incluso en el aspecto puramente humano,
nace de su fe. Si es "la bendita entre las mujeres, como la saluda Isabel (/Lc/01/42-45), lo
es no porque biológicamente sea "la madre de Dios", sino sobre todo porque tuvo el coraje
de creer lo increíble (cf Lc 1,45). Su plena realización humana tiene lugar por la fuerza de
su fe.
Este aspecto de la fe de María es sumamente actual, sobre todo hoy que los cristianos
sienten la tentación de dividirse en dos, relegando la fe a la intimidad de la conciencia. En
este punto la fe se convierte tan sólo en algo más, en definitiva, en algo superfluo: no logra
animar toda la existencia y la actuación del cristiano, no le hace ser más hombre, no le
permite captar lo invisible en lo visible.
María nos enseña a encarnar la fe en la vida, a hacer que sea sobrenatural todo acontecimiento
normalísimo de nuestra existencia y de la de los demás.
(·Cipriani-S. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 511-519)
LA UNIÓN DE CRISTO CON MARÍA SEGÚN EL NT
A. AMATO

La reflexión mariológica contemporánea, siguiendo las orientaciones metodológicas


conciliares (OT 16) y posconciliares (MC 25-39), se apoya de modo decisivo en el dato
bíblico con la firme convicción de poder obtener de la fuente de la primitiva experiencia
cristiana la justa perspectiva para una reactualización adecuada de la figura de María.
Tenemos así la superación de la mentalidad deductiva, con el abandono de los pasajes
bíblicos como dicta probantia, y con una relectura unitaria de los datos bíblicos sobre María
en estrecha conexión con los resultados cristológicos relativos. La conexión bíblica lleva
además a destacar la condición humana real de María mediante una referencia esencial a
su Hijo divino. Por eso hoy se revalorizan también los llamados textos mariológicamente
difíciles (Mc 3,2035, Mt 12,46-50; Lc 2,49; 11,28; Jn 2,4; 7,3-5), así como los evangelios
tradicionales de la infancia de Mateo y de Lucas, más abiertamente favorables a la
exaltación y al desciframiento paradigmático del misterio de María. Los datos escriturísticos
representan piezas de un mosaico que la conciencia de fe de la iglesia ha profundizado,
coordinado y releído a lo largo de dos milenios en un cuadro global de referencia esencial
de María a Cristo. Se puede recoger en síntesis cuanto dice el NT de María en relación con
Cristo en torno a tres afirmaciones generales: María, madre del Salvador, discípula del
Señor, socia del Redentor.

1. MARÍA, MADRE DEL SALVADOR.


El testimonio más antiguo de la tradición neotestamentaria sobre
Cristo en relación con María, su madre, lo tenemos en /Ga/04/04: "Cuando vino la plenitud
del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley". La realidad de la
encarnación del Hijo de Dios es subrayada por su nacimiento de una mujer. El fondo de
este pasaje lo constituye el recuerdo (mujer) del personaje Eva, madre del género humano,
y el de la madre del Mesías , evocado por Miqueas (5,2) e Isaías (7,14). Pablo relaciona así
con la historia del mundo y con la historia de la salvación al Hijo de Dios preexistente y a su
madre. Además, el Apóstol pone aquí las dos premisas esenciales: preexistencia y divinidad
de Cristo, de las cuales se deriva el dogma central de la mariología: la maternidad divina de
esta mujer. Por eso el texto paulino es considerado por alguno como el texto
mariológicamente más significativo del NT: "Con Pablo comienza el enlace de la mariología
con la cristología, justamente mediante el atestado de la maternidad divina de María y la
primera intuición de una consideración histórico-salvifica de su significado".
A esa realidad apenas se hace referencia en el evangelista Marcos (cf Mc 3,31:
"Llegaron su madre y sus hermanos". y Mc 6,3: "¿No es éste el carpintero, el hijo de
María?"); no obstante, se inserta plenamente en la linea paulina. Se trata, en efecto, de la
madre de un hombre que es presentado como "Hijo de Dios" (Mc 1,1, 12,6-8, 13,32, 15,39)
y que ora a Dios llamándolo "Padre" (Mc 14,36).
El nacimiento de Jesús de María lo afirma expresamente Mateo al final de su
genealogía: "Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado
Cristo" (Mt 1,16). E inmediatamente después el evangelista explica las modalidades
extraordinarias de ese nacimiento, acontecido por obra del Espíritu Santo (cf Mt 1,18.20)
sin concurso de padre humano (Mt 1,18-23). Se indica también la función salvífica de ese
hijo llamado Jesús: "Él salvará a su pueblo de sus pecados"(Mt 1,21). La cita que hace de
Is 7,14, optando por la lección parthénos, tomada de los Setenta, y con la designación del
niño como "Emmanuel" (Dios con nosotros) (Mt 1,23), establece una conexión entre el hijo
de Dios y su nacimiento virginal.
Lucas llama a María "madre de Jesús" (He 1,14). Como Mateo, también Lucas —si bien
con una redacción diversa y con el empleo de otras fuentes, probablemente las
meditaciones interiores de Maria— refiere la concepción virginal de Jesús en el seno de
María mediante una intervención especial del Espíritu Santo (Lc 1,35). El pasaje es
eminentemente cristológico: Jesús es señalado como "Hijo del Altísimo" (1, 32), "santo" e
"Hijo de Dios" (1,35). Pero también hay indicaciones mariológicas decisivas. María, en
efecto, es la "llena de gracia" (1,28), la que ha "encontrado gracia ante Dios" (1,30). Por
eso el ángel le anuncia: "El Espíritu Santo descenderá sobre ti y te cubrirá con su sombra el
poder del Altísimo" (1,35). La concepción virginal se pone en relación inmediata con la
llamada de María a la maternidad divina: ella significa la consagración de su cuerpo y de
todas sus potencias afectivas a una tarea única en el designio de Dios. Isabel, como
portavoz de las intenciones teológicas de Lucas, en el episodio de la visita de María saluda
a ésta no sólo como la "bendita entre las mujeres" ( 1,42), sino también como la "madre de
mi Señor" ( I ,43). Esta expresión supone la maternidad divina, porque el titulo "Señor" es el
título divino de Jesús (cf Flp 2,11, ICor 12,3). Pero la maternidad divina de María no estará
exenta del misterio del dolor. El relato de la presentación de Jesús en el templo (Lc 2,22-38)
indica en Jesús al "Mesías del Señor" (2,26) y al Salvador no sólo de Israel, sino de todas
las naciones (Lc 2,30-32). En este contexto, Lucas hace referencia al drama que constituirá
el epílogo de la obra de Jesús. Y María es asociada como madre a ese drama del Salvador,
desde el momento que una espada traspasará su alma (cf 2,35). La maternidad de María
respecto a Jesús comprende, finalmente, una función educadora, que le permitirá al niño
crecer "en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres" (2,52).
El evangelio de Juan es también el evangelio de la madre de Jesús. Este título de madre
se repite varias veces en las escenas cristológico-mariológicas más destacadas referidas
por Juan: en las bodas de Caná encontramos dos veces "madre de Jesús" y una vez "la
madre" (2,5), en la escena del Calvario, en tres versículos, el evangelista llama a María
hasta cinco veces "madre" (19,25-27). En ambas escenas, el titulo de madre está
relacionado con el de mujer, indicando que con la madre de Jesús nueva Eva —aunque
con una función inversa a la de la primera mujer (cf Gén 2,23; 3,1s.16.20)—, da comienzo
una nueva estirpe. A los pies de Jesús, lo mismo que en las bodas de Caná, la maternidad
corporal de María respecto al hijo de Dios se amplía hasta una maternidad espiritual, que
se convierte en su consumación. Con ese simbolismo, además, el misterio de María es
relacionado indisolublemente con el de la iglesia.
El titulo bíblico de madre del Señor Jesucristo le valió a María su inserción en el símbolo
niceno-constantinopolitano de la iglesia universal: "Encarnado por el Espíritu Santo de
María Virgen" (DS 150). El término griego Theotókos fue consagrado solemnemente en
Éfeso en 431 e introducido en la fórmula de fe de Calcedonia en 451. En la definición
calcedoniana, después de haber hablado de la generación eterna del Hijo por el Padre, se
afirma también su nacimiento terreno "de María virgen y madre de Dios" (DS 301). El
término Theotókos, con sus correspondientes latinos Deipara, Dei Genetrix, contiene una
verdad que sólo es concebible en la fe, a saber: la divinidad del que ha nacido de ese
modo, y un hecho histórico, o sea, su encarnación en el seno de una mujer. Mas ese título,
aparte de una finalidad cristológica (la de proteger el misterio de Cristo) tiene también una
finalidad mariológica: la de subrayar la posición de preeminencia de María, madre de Dios,
en la conciencia de fe de los cristianos. Con ello se consigue formular felizmente Jesucristo
el misterio mariano para los siglos sucesivos, no sólo desde el punto de vista dogmático,
sino también desde el terminológico, puesto que se había conseguido tematizar con sumo
equilibrio la referencia tanto a la persona como a la obra del Redentor, que permanece
siempre en el centro del dogma mariano. Finalmente, ese titulo constituye todavía hoy una
de las bases más sólidas y comunes del diálogo ecuménico entre los cristianos. Dice al
respecto el Vat ll: "Ofrece gran gozo y consuelo para este sacrosanto sínodo el hecho de
que tampoco falten entre los hermanos separados quienes tributan debido honor a la madre
del Señor y Salvador, especialmente entre los orientales, que corren parejos con nosotros
por su impulso fervoroso y ánimo devoto en el culto de la siempre virgen madre de Dios"
(LC 69).

2. MARÍA, DISCÍPULA DEL SEÑOR.


También este título, como el anterior, tiene un eco
ecuménico positivo, sobre todo en el campo protestante. El fundamento es bíblico. En Mt
12, 46-50 (par. Mc 3,31-35 y Lc 8,19-21) se presenta a Jesús, el cual, mientras enseña, es
visitado por su madre y por sus parientes. Jesús precisa entonces: "¿Quién es mi madre y
quiénes son mis hermanos? Luego, extendiendo la mano hacia sus discípulos, dijo: He aquí
mi madre y mis hermanos. Porque el que hace la voluntad de mi Padre que está en los
cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (/Mt/12/48-50). Para Jesús, la relación
de discipulado está más cercana a su corazón que los mismos lazos familiares. Esa relación
tiene su origen en "hacer la voluntad del Padre"; de donde se sigue que hacer la voluntad
de Dios es más grande que ser madre de Jesús.
El evangelista Lucas es sobre todo el que traza la figura de María como discípula,
después de haberla retratado felizmente como madre del Hijo de Dios encarnado. En
efecto, el episodio que acabamos de mencionar viene inmediatamente después de la
parábola del sembrador y de la semilla que cae en diferentes tipos de terreno (cf Lc 8,4-15).
La redacción de Lucas intenta hacer comprender que el episodio debe estar iluminado por
la parábola que le precede. La conclusión es la afirmación perentoria de Jesús, que en la
redacción lucana se expresa en modo positivo: "Mi madre y mis hermanos son los que
escuchan la palabra de Dios y la ponen en,práctica" (Lc 8,21). Todo esto se adapta
perfectamente también a María, la cual escuchó la palabra de Dios siendo la primera
creyente de la iglesia. Lucas, en efecto, en He 1,14, cuenta a María entre los miembros de
la primera comunidad de los creyentes después de la resurrección de Jesús. También el
relato de la infancia presenta a María como la creyente: "He aquí la esclava del Señor;
hágase en mi según tu palabra" (Lc 1,38); es decir, María encarna en primera persona la
definición del discípulo del Señor. También en el episodio de la visitación asocia Lucas a
María la idea del seguimiento y del discipulado. En efecto, el motivo del saludo de Isabel
—"bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre" (Lc 1,42)— se da en la
exclamación: "Dichosa la que ha creído que se cumplirán las cosas que se le han dicho de
parte del Señor" (Lc 1,45). También en Lc 11,27s se subraya el hecho de que ser discípulo
constituye para Jesús una relación más alta que los vínculos familiares: "Dichosos más bien
los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen" (Lc 11,28). En estas dos últimas citas,
tanto Isabel como la mujer de la turba alaban la maternidad física de María. A esto se añade
una ulterior perspectiva. Tanto en la alabanza de Isabel como en la de Jesús se subraya
también la perseverancia en la escucha y en la práctica de la palabra de Dios. Lc 11,28
tiene paralelismos marianos en Lc 2,19: "María, por su parte, guardaba todas estas cosas,
meditándolas en su corazón", y en Lc 2,51: "Su madre guardaba todas estas cosas en su
corazón". Es decir, Lucas considera a la madre del Señor como la verdadera discípula, ya
que ha realizado las dos condiciones de ser discípulo: la escucha de la palabra y su
realización práctica en la vida.
También en las escenas de Caná y del Calvario, descritas por Juan, María trasciende
con el nombre de mujer su función de madre, asumiendo la de discípula. En el Calvario, p.
ej., se convierte en la madre del discípulo ideal, presentándose al mismo tiempo como el
modelo de la madre y del discípulo.
Se puede preguntar cómo es posible armonizar la conclusión de que María parece tener
mayor valor como discípula que como madre, con el hecho indiscutible de que la mariología
tiene su soporte y su base en la maternidad divina. La armonización puede realizarse en el
ámbito de una cierta pedagogía de María como discípula y como madre. Además de en la
Escritura, en la tradición patrística María es descrita frecuentemente como la verdadera
creyente. Más aún, san Agustín afirma: Illa fide plena et Christum prius mente quam ventre
concipiens", y continúa: "María credendo concepit sine viro"; e inmediatamente después
subraya que fue justamente por la fe como María concibió a Cristo en su seno: `'Credidit
María, et in ea quad credidit factum est". Y en otra parte: "Virgo ergo María non concupuit et
concepit, sed credidit et concepit". María concibió impulsada por un acto de fe amorosa en
Dios, y no por un acto de unión amorosa con un hombre. María concibió impulsada por la
ferviente caridad de la fe. En la concepción de Jesús fue decisivo el acto de fe de la virgen.
Por eso en el orden temporal la fe de María precedió a su maternidad. En cambio, en el
orden del plan divino de la salvación, la predestinación de María a ser madre del Hijo de
Dios tiene la precedencia, ya que tal predestinación tuvo influjo causal en todo lo que
acaeció en María, y por tanto también en su fe, que precedió a su divina maternidad.

3. MARÍA, SOCIA DEL REDENTOR.


Este título en la tradición católica tiene una acogida muy positiva,
mientras que en la teología protestante suscita perplejidad y rechazo, dada la concepción
bastante pasiva de esta última sobre el hombre y su cooperación a la salvación en virtud de
los conocidos principios solus Christus, sola gratia. Sin embargo, también este titulo
mariano, como los dos precedentes, tiene de hecho profundas raíces bíblicas. María, en
efecto, aparece concretamente asociada a Cristo desde el primer momento de su
acontecimiento salvífico hasta el Calvario y el acontecimiento pascual. Con el primer fiat
dijo sí a la encarnación del Hijo de Dios, con el fiat del Calvario consintió en el sacrificio
redentor de su Hijo. María, pues, fue asociada a la redención traída por Cristo
fundamentalmente mediante su consentimiento: "Junto a la cruz, como en la anunciación, la
actividad de María es esencialmente un consentimiento en el que están comprometidas su
fe y su amor. En la encarnación, consentimiento a la vida, a aquella vida humana que ella
da a su Hijo; en la redención, consentimiento a la muerte, aquella muerte humana que
Cristo debía sufrir (Lc 24,46) para rescatar al mundo. Pero estos dos consentimientos no
son en realidad más que un mismo y solo consentimiento: el fiat de la anunciación (Lc
1,38), que contemplaba incondicional e irrevocablemente todo lo que habría de realizarse".
El c. VIII de la Lumen gentium, recogiendo los datos escriturísticos y patrísticos del caso,
presenta la función de María en la economía de la salvación (nn. 55-59) y precisa las
relaciones de María con Cristo, único mediador (nn. 60-62). Algún autor ha visto en la
asociación de María a la obra de la salvación de Cristo el principio fundamental de la
mariología conciliar, y lo enuncia de este modo: "María santísima es activamente asociada
a Cristo salvador en la obra de la salvación del género humano de modo universal, integral
y totalmente dependiente".

a) Asociación universal de María. La asociación de María a Cristo es universal en el


tiempo, extendiéndose a toda la historia de la salvación, desde el protoevangelio a la
parusía. Ella está esencialmente unida a su Hijo en virtud de su maternidad física para el
gran fin de la redención del hombre: "Redimida de un modo eminente en atención a los
méritos futuros de su Hijo y a él unida con estrecho a indisoluble vinculo, está enriquecida
con la suma prerrogativa y dignidad de ser la madre de Dios Hijo" (LG 53). La afirmación
conciliar, al mismo tiempo que insiste en la dignidad de María, subraya el estatuto de su
colaboración a la obra redentora del Hijo: ella es ante todo una redimida. ¿Qué cometido
tiene María en concreto? De acuerdo con Laurentin, "ella representa, al lado de Cristo, con
total subordinación, aspectos accesorios de la humanidad que él no asumió: es una
persona humana, mientras que Cristo es una persona divina preexistente; vivía la condición
de la fe oscura y peregrinante, mientras que Cristo tenía la evidencia de Dios en el plano de
su divinidad (...); es una redimida, mientras que Cristo no tuvo necesidad de redención
finalmente, es una mujer, mientras que Cristo es un hombre. Este último rasgo resume
simbólicamente los otros".
Aunque no estrictamente necesaria para la salvación, de hecho María tuvo un cometido
real en la realización del sacrificio redentor. La extensión de esa asociación la ve el Vat II
desde el preanuncio del protoevangelio (LG 55) a la encarnación: "EI Padre de las
misericordias quiso que precediera a la encarnación la aceptación de parte de la madre
predestinada, para que así como la mujer contribuyó a la muerte, así también contribuyera
a la vida. Lo cual vale en forma eminente de la madre de Jesús, quien dio a luz la vida
misma que renueva todas las cosas, y fue enriquecida por Dios con dones dignos de tan
gran dignidad" (LG 56). María se consagró totalmente a la persona y a la obra del Hijo,
sirviendo al misterio de la redención debajo de él y con él. No fue, pues, un instrumento
meramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación del hombre con
fe libre y obediencia (ib). Lo que Eva, la madre de los vivientes, ató con el nudo de su
desobediencia, María, la madre de los redimidos, lo desata con su fe y con su obediencia.
Esta disponibilidad al plan de la salvación se realiza concretamente para María en su
asociación a los misterios de la infancia: concepción virginal, visita a Isabel, nacimiento,
presentación en el templo, encuentro de Jesús perdido (LG 57), y a los misterios de la vida
pública: bodas de Caná, predicación del Señor, Calvario. María permaneció junto a la cruz
"sufriendo profundamente con su unigénito y asociándose con ánimo materno a su
sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la victima engendrada por ella misma"
(LG 58). Tal asociación, según el concilio, continúa en pentecostés, donde estaba también
"María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, quien ya la había cubierto con
su sombra en la anunciación" (LG 59). Y prosigue con la asunción gloriosa y con la vida
celeste de María, que, "una vez recibida en los cielos no dejó esta misión salvadora, sino
que continúa alcanzándonos, por su múltiple intercesión, los dones de la eterna salvación"
(LG 62).

b) Asociación integral de María. María participa en la salvación en orden a todos los


redimidos y en la salvación completa. Ella, en efecto nos obtiene "las gracias de la
salvación" (LG 62) y "coopera con amor de madre a la regeneración y formación de los
fieles" (LG 63). Aun teniendo en cuenta el carácter metafórico de la expresión usada por
Benedicto XV en 1919 —en el Calvario María abdicó de sus "derechos maternos"—, no se
puede dejar de tener en cuenta los lazos de afecto y de comunión que prolongan entre
madre e hijo aquella unión inicial de la carne y de la sangre: "Al llamar a María sobre el
Calvario, Jesucristo extiende esta comunión a los sufrimientos y a los méritos de la
redención. A los pies de la cruz, María puede seguir diciendo lo que toda madre puede
decir a su hijo: Éste es mi carne y mi sangre, y padece cruelmente ante esa carne lacerada
y esa sangre derramada. Ella puede añadir lo que puede añadir toda madre en comunión
profunda con su hijo: Lo que es tuyo es mío y lo que es mío es tuyo"' Aunque no sustituye a
Cristo, a los sacramentos o a las obras buenas de todo redimido, María añade su
contribución de fe, de obediencia, de oración, de sufrimiento durante su vida terrena, y
ahora en su vida celeste su intercesión materna, que se une a la de Cristo, los ángeles y
los santos. Y esto en orden a todos los fieles: "Por su amor materno cuida de los hermanos
de su Hijo que todavía peregrinan y se debaten entre peligros y angustias, hasta que sean
llevados a la patria feliz. Por eso la bienaventurada Virgen es invocada en la iglesia con los
títulos de abogada, auxiliadora, socorro, mediadora. Lo cual, sin embargo, se entiende de
manera que nada quite ni agregue a la dignidad y eficacia de Cristo, único mediador" (LG
62).

c) Asociación totalmente subordinada y dependiente. La participación plena de la Virgen


en la obra de la redención no altera la afirmación de la única mediación de Cristo: Cristo
solo es el redentor de todos los hombres, y antes de nada de su misma madre. Solo él, en
efecto, es el Hijo de Dios encarnado; solo él ha muerto y resucitado por nuestros pecados.
El Vat II resume bien el valor de la mediación de María respecto a la redención única de
Cristo: "La misión materna de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni
disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia. Porque todo
el influjo salvífico de la bienaventurada Virgen en favor de los hombres no deriva de una
necesidad objetiva sino que nace del divino beneplácito y fluye de la superabundancia de
los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, de ella depende totalmente y de la misma
saca toda su virtud, y, lejos de impedirla, fomenta la unión inmediata de los creyentes con
Cristo" (LG 60). La mediación de María como la de los santos, no es más que una
participación de la mediación de Cristo y manifiesta su eficacia. "María participa de la
redención por un título limitado, por su compasión y por el valor que Dios le atribuye; es lo
que Pío X llama mérito de congruo. En otras palabras, María merece, a titulo de una
amistad singular con Dios, lo que Cristo ha merecido por estricta justicia en pie de igualdad
personal con Dios". Resumiendo, María es toda ella relación a Cristo. Y no sólo eso, sino
que es también toda ella relación total al Espíritu Santo. En efecto, si María ha podido
cooperar a la redención con su fiat, se lo debe a la acción del Espíritu Santo, que suscitaba
en ella la cooperación de la fe y de la caridad hasta el Calvario. El Espíritu es el que la
empuja al Calvario y la convoca a pentecostés para que se convierta en la raíz de la iglesia
de Cristo.
(·AMATO-A. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 961-968)
MEDIACIÓN UNIVERSAL DE MARÍA
S. Meo

La mediación universal de María es decir, su función materna, tanto en la obtención como


en la impetración y distribución de todas las gracias, es ciertamente uno de los aspectos
más interesantes y actuales de todo el misterio mariano leído en el ámbito de la historia de
la salvación. En los últimos sesenta años ha interesado en la iglesia católica a la
investigación teológica y a la atención del magisterio, tanto episcopal como pontificio y
conciliar; a nivel popular ha polarizado la confianza y la piedad populares hacia la potencia
suplicante y la misericordia materna de María, mientras que a nivel oficial es celebrado por
la misma liturgia común de la iglesia, a nivel ecuménico ha constituido, y constituye quizá, la
temática mariana más saliente e impugnada por los hermanos separados en la difícil
confrontación con las posiciones católicas. Desde el comienzo de este siglo hasta hoy, esta
temática mariológica ha ido desarrollándose poco a poco, conservando siempre una precisa
actualidad, tanto en el aspecto dogmático como en el teológico y pastoral. A este respecto,
basta mencionar aquí algunos momentos importantes: la profundización y la sistematización
teológica dada al tema entre 1920 y 1940, las peticiones de una definición solemne de la
mediación de María presentadas al Vat II, y la doctrina proclamada por el concilio en 1964 a
este respecto; Ia celebración en 1978 del II simposio mariológico internacional, relativo todo
él al tema de la mediación tal como se lo ve y propone hoy en la iglesia 1. En este estudio
pretendemos no solamente presentar la historia, la terminología y los contenidos doctrinales
dados por los teólogos y por el magisterio a la cuestión de la mediación, sino principalmente
proponer nuevas perspectivas teológicas, apenas indicadas por el Vat II, que pueden
responder mejor a las exigencias actuales de nuestra cultura y de nuestra sensibilidad
religiosa.

I. La temática teológica de la mediación

1. DESARROLLO HISTÓRICO.
Si la doctrina acerca de la mediación de María ha tenido
una verdadera sistematización teológica solamente en los últimos sesenta años y,
consiguientemente, el titulo de mediadora ha adquirido contenidos doctrinales específicos y
precisos, la invocación suplicante a María como expresión de confianza en su protección
tiene un origen antiquísimo en la iglesia. A este respecto basta recordar las invocaciones
del tropario mariano Sub tuum praesidium, que críticos cualificados hacen remontar al s.
III-IV, y que expresa una creencia clara en la intercesión de María madre de Dios: creencia
que ha ido precisándose cada vez más bajo el impulso de los padres y doctores de la
iglesia y que desde finales del s. VI ha utilizado con significados cada vez más precisos y
definidos el título de mediadora. Este título se hace cada vez más frecuente a partir del s.
XII, aunque solamente en el s. XVII comienza a enunciar una auténtica tesis doctrinal,
apareciendo finalmente en nuestro siglo en obras y artículos relativos a la función materna
de María en la intercesión y distribución de gracias.
A partir de 1921, en el marco del proyecto de la iglesia belga para la definición
dogmática de la mediación, se desarrolla en torno al tema una amplia y cualificada
producción teológica, que irá multiplicándose y cualificándose cada vez más hasta 1950. En
1921, el card. Mercier, arzobispo de Malinas con la colaboración científica
litúrgico-teológica de la universidad de Lovaina y con el apoyo del episcopado belga, de
todo el clero y de los fieles, así como de las diversas familias religiosas, pidió la aprobación
de la misa y del oficio propios en honor de María mediadora y presentó la petición para la
definición dogmática de la mediación universal de María. En 1922 Benedicto XV concedió a
las diócesis de Bélgica, y a cuantas lo pidieran, la celebración litúrgica de la misa y del
oficio, pero no tomó posición acerca de la definición. Los papas sucesivos, hasta Pío Xll,
siguieron en esta linea, pero la cuestión teológica de la mediación será luego sustituida por
la de la corredención y la asunción, aunque sin perder su carácter orgánico y su actualidad.

En la fase preparatoria del Vat II (1959-1960), trescientas de las respuestas llegadas a la


Santa Sede, de obispos, institutos religiosos y universidades católicas sobre los problemas
que el concilio debería afrontar, pedían la definición solemne de la mediación universal de
María. Esta petición no solamente renueva la presentada antes por Mercier, sino que
representa además la síntesis del gran movimiento mediacionista mariano de los últimos
ochenta años, que se ha apoyado en la reflexión y sistematización teológica, en
competentes intervenciones del magisterio pontificio y episcopal, en la formulación litúrgica
de la fiesta y en el desarrollo paralelo de la piedad y devoción populares que expresaban, a
veces exageradamente una conciencia y una confianza ilimitadas en la intercesión actual y
en la misericordia distribuidora de gracias de la madre de Dios.
El Vat II no pudo tomar en consideración esta petición de definición pero formuló una
doctrina clara y segura sobre la mediación de María para todas las gracias de los hombres.
Sin embargo, en el movimiento mediacionista conviene hacer una clara distinción entre la
profundización y la sistematización teológica y la piedad y actitud populares. En efecto,
mientras que la confianza popular en la omnipotencia de María se explaya muchas veces
en expresiones devocionales y folcloristas exageradas, la elaboración teológica y las
directrices del magisterio mantienen un carácter equilibrado y se fundan cada vez más en
los datos de la revelación y en la analogía de fondo con el misterio de la gran misión de
Cristo mediador.

2. TERMINOLOGÍA, CONTENIDOS Y ENFOQUE DOCTRINAL.


En la teología preconciliar, los teólogos, tomando de santo Tomás la doctrina sobre Cristo
mediador, como el que está en medio y tiene la posibilidad de unir entre si a los dos extremos
(lll, q. 26, a. 2), aplican a María el titulo de mediadora, en analogía con el titulo de mediador
dado por Pablo a Cristo, atribuyendo a ese título el significado de cooperación, bien en la obra
redentora objetiva llevada a cabo durante la vida histórica, bien en la aplicación actual de
los frutos de la redención (redención subjetiva) mediante la intercesión y la distribución de
las gracias. Mas, mientras que Cristo es el único mediador para ambos objetos de la
redención, por ser causa principal independiente, autosuficiente y necesaria, María es
mediadora como causa secundaria, dependiente, no autosuficiente e hipotéticamente
necesaria.
Inicialmente, el titulo de mediadora universal significa la cooperación de María en la
impetración y distribución actual de todas las gracias. Este significado especifico lo
mantienen todavía hoy algunos teólogos. Para otros, en cambio, la mediación universal de
todas las gracias significa, bien la cooperación en la redención objetiva, es decir, en la
obtención histórica de la gracia; bien en la redención subjetiva, es decir, en la aplicación
actual a los hombres en particular de los frutos de la gracia. En esta segunda acepción, el
titulo de mediadora universal se distinguiría sólo nominalmente, y no realmente, del de
madre espiritual, madre de la gracia, y la mediación sería sinónimo de la maternidad
espiritual de María. En cualquier caso, lo mismo la mediación que la corredención tendrían
una sola raíz teológica, la continua cooperación materna de María en la obra salvífica de
Cristo, desde la anunciación a la parusía del Señor y un solo fundamento, la unión de la
madre con el Hijo a través de la generación humana en la obra histórica y la unión en la
gloria a través de la asunción al cielo en la conclusión de la obra escatológica. Mediación y
corredención son siempre relativas y sucesivas una a otra, y expresan globalmente los dos
momentos fundamentales de la maternidad espiritual de María para con los hombres: la
acción para la obtención de la gracia y la de su aplicación a cada uno de los hombres.

a) Respecto a la corredención. Ver MARÍA NUEVA EVA


b) Respecto a la impetración y la distribución de las gracias. Con el título de mediadora
universal de todas las gracias se indica claramente en el ámbito católico, expresado
también por el magisterio pontificio y por los textos litúrgicos, la misión de María de impetrar
de Dios y distribuir a todos los hombres todo tipo de gracias, desde las temporales a las de
la salvación eterna. Sin embargo, en cuanto a la naturaleza de tal misión salvífica existen
tres interpretaciones. La primera la presenta como causalidad o influjo moral, en el sentido
de que los méritos y la intercesión de María mueven a Dios a conceder un favor o a
producir la gracia en el alma; de este modo, solamente Dios es causa inmediata de la
gracia, y la acción de María es causa mediata. La segunda la presenta como causalidad o
influjo físico-instrumental, dispositivo para la gracia: la mediación de María como causa
instrumental, o favorecería la disposición de los hombres a la gracia o produciría en ellos un
titulo exigitivo de ella. La tercera expresa una causalidad física-instrumental productiva de
la gracia, en el sentido de que María es instrumento en las manos de Dios para la efusión y
producción de la gracia o de los favores en beneficio de los hombres. Esta tercera
interpretación es la que está más en consonancia con la confianza de los fieles católicos;
según ella, María es la intercesora más poderosa y la dispensadora más misericordiosa de
todas las gracias y para todos los hombres.
Creemos necesario hacer algunas observaciones críticas al término de esta exposición
sintética de la terminología, de los contenidos y del enfoque teológico de la cuestión de la
mediación antes del Vat II.

1) El gran desarrollo y la sistematización de la mariología en estos últimos sesenta años,


casi fuera de los otros sectores de la teología, y el relieve adquirido por la cuestión de la
mediación mariana, considerada fuera de la soteriología en su ámbito más completo, han
llevado a una enfática amplificación de la problemática mariana, en menoscabo de la
cristológica, eclesiológica y pneumatológica. La función materna de María respecto a los
hombres casi suplantó la eficacia de la acción salvífica actual de Jesucristo, considerada a
veces por los teólogos como una perspectiva explicativa y oblicua de la mariana. Al faltar un
tratado eclesiológico profundo acerca de la naturaleza, la misión salvífica y la finalidad de la
iglesia, el enfoque teológico de la mediación queda casi siempre privado de toda dimensión
y de toda referencia eclesiológica. La pobreza de desarrollo doctrinal a propósito de la
persona del Espíritu Santo, situación endémica en la teología latina, ha creado en el
lenguaje concerniente a las funciones mediadoras de María una utilización de términos que
son de por sí relativos al Espíritu Santo, al cual se le han de atribuir más propiamente como
verdadero corredentor, fuente universal de la gracia, paráclito dejado por Cristo a los
hombres. Por todas estas carencias fundamentales se produjo un desproporcionado
verticalismo mariano, que tuvo su innegable reflejo en la religiosidad popular católica y que
encontró una rotunda oposición entre los hermanos separados.

2) La mediación de María es contemplada en analogía con la mediación de Cristo, y a


ésta se la entiende exclusivamente como sinónimo de salvación y de redención del mal y
del pecado, en la dimensión teológica, indicada por el Génesis y desarrollada en algunos
textos de san Pablo, en la cual el hombre, decaído de la gracia por el pecado original, tiene
necesidad de un mediador. Por tanto, redimir es la obra histórica del Cristo que rescata al
hombre del pecado, obtiene la gracia y sigue aplicando los efectos de la misma a todo
hombre, todo lo cual expresa su mediación entre Dios y los hombres. Falta una
profundización especifica de todo el mensaje bíblico, mediante la cual analizar y determinar
los conceptos teológicos precisos contenidos en los términos mediación, salvación y
redención. Es el concepto de mediación el que especialmente hay que precisar en toda la
riqueza de sus significados, para poder comprender cómo, aunque analógicamente, existe
una enorme distancia entre la acción y los méritos de Cristo y los de María.

3) La misión mediadora de María en favor de los hombres después de su asunción al


cielo es presentada más como un don dado cada vez que como acción constante ejercida
por María horizontalmente en la vida de los hombres, empeñada en sostener y promover el
desarrollo y la santificación de toda la realidad humana dentro de su historia y de su camino.

3. LA DOCTRINA DEL VAT II


La cuestión de la mediación de María fue ampliamente discutida y profundizada por los
padres conciliares, e incluso fue el punto más debatido de todo el c. Vlll de la Lumen
gentium, dedicado a la Virgen. Pero el Vat II, también a propósito de esta temática, tan rica
en elaboraciones teológicas y en indicaciones magisteriales y litúrgicas, se mantuvo fiel a
su intento pastoral de no formular definiciones dogmáticas y de no interferirse en las
cuestiones teológicas todavía debatidas; y, además, teniendo en cuenta las instancias
ecuménicas, utilizó una terminología más segura y universal. Por lo que atañe a los
contenidos doctrinales, se limitó a enunciar aquellos elementos esenciales, debidamente
profundizados, mantenidos por la fe común de la iglesia, proponiendo además verdaderas y
propias precisiones teológicas y metodológicas sobre el tema. Por lo que se refiere a la
terminología, el c. Vlll omite conscientemente los títulos marianos corrientes de mediadora y
corredentora, así como los términos respectivos de mediación y corredención, entendidos
en sus diversas acepciones e interpretaciones usuales en la reflexión teológica preconciliar.
Se prefiere a ellos títulos como esclava del Señor, hija de Sión, madre del Salvador, socia
del Redentor, y la obra de María se expresa como función materna para con los hombres,
maternidad en la economía de la gracia, función salvífica subordinada 2. Motivos
específicos y convincentes de orden pastoral y ecuménico indujeron al concilio a no utilizar
la terminología corriente, pero también la preocupación por dar una doctrina aceptable a
todo el pueblo de Dios en términos que no indujeran a equívocos o errores. Acerca de la
doctrina, el concilio aporta a la cuestión de la mediación un triple enriquecimiento:

a) Proclamación oficial y solemne de la función materna de María para con los hombres.
La función materna de María para con los hombres es proclamada explícita y
repetidamente por el c. VIII de la LG, ya que ella no es solamente la madre de la cabeza,
sino que además ha cooperado con la caridad al nacimiento de los fieles en la iglesia y es
verdaderamente madre de los miembros de Cristo. En esta cooperación María no ha sido
instrumento pasivo en las manos de Dios, sino que ofreció una aportación responsable y
activa a través de un servicio libremente expresado y con fe, esperanza y caridad (LG
53.56). Esta maternidad espiritual de María no se limita a su cooperación histórica, como
madre, socia y esclava, a la obra de Cristo, es decir, a la sola obtención de la gracia, sino
que perdura sin solución de continuidad también después de su asunción al cielo y hasta la
perpetua coronación de los elegidos. Se manifiesta, bien a través de una múltiple
intercesión para obtener a los hombres los dones de la salvación eterna, bien a través de la
solicitud materna por sus hijos que se encuentran aún en medio de los peligros y los afanes
de la vida (LG 61-62). Aunque presenta esta función materna como misión salvífica, el
concilio evita conscientemente pronunciarse acerca de la necesidad, física o moral, de la
misma por lo que se refiere a la intercesión y la distribución de todas las gracias, y ello
tanto para no generar equívocos con la única mediación de Cristo como para no avalar
posiciones teológicas todavía en discusión.

b) Criterios interpretativos de tal función.


Acerca de la naturaleza, la finalidad y el alcance de la misión materna de María para con
los hombres, el c. VIII ha indicado criterios doctrinales mediante los cuales la futura
investigación y cualquier intento de ulterior profundización deben ilustrar esta verdad que la
iglesia no teme reconocer oficialmente. El criterio fundamental lo constituye el enunciado
paulino, reafirmado solemnemente por el concilio, de que Cristo es el único mediador entre
Dios y el hombre (1Tim 2,5-6), por lo cual ninguna criatura puede compararse al Verbo
encarnado y redentor, y toda cooperación humana a su obra ha de entenderse como
participada y suscitada por aquella única fuente que es la mediación de Cristo 3.
Consecuentemente, la función materna de María no disminuye u oscurece la mediación de
Cristo, que es única, sino que muestra su eficacia respecto a los hombres (no que la haga
eficaz), y en todo caso se la entiende de modo que no quita ni añada nada a la dignidad y
eficacia del único mediador. Otro criterio indicado es el que declara que ningún influjo
salvífico de María es absolutamente necesario o postulado por la naturaleza de las cosas,
sino que nace del beneplácito espontáneo de Dios, brota de los méritos de Cristo, se funda
en su (de él) mediación, depende de ésta, está subordinado a él y de él tiene toda su
eficacia. Así pues, como cooperación a la obra de Cristo, el influjo de María no ha de
entenderse como necesidad entre Cristo y los creyentes, no impide la unión inmediata de
los creyentes con él, sino que la facilita y promueve (LG 60.62). La acción materna de
María no puede situarse, pues, como escalón intermedio entre Cristo y sus hermanos, sino
como potenciación de éstos para que puedan más fácilmente entrar en comunión de vida y
salvación con el único mediador. Un último criterio es el que precisa que la función materna
de María no es un hecho salvífico único, sino que forma parte de la inmensa y gozosa
realidad de la cooperación de las criaturas a la obra salvífica de Cristo, esa cooperación
humana que es suscitada y prestada por la mediación del único redentor. De todas formas,
la mediación mariana se diferencia de la cooperación de las demás criaturas no en cuanto a
la esencia, sino en cuanto al grado y al modo, por lo cual podemos hablar de cooperación
eminente y singular (LG 62).

c) La dimensión nueva de la misión de María.


La nueva dimensión que puede brotar del concilio acerca de la cuestión de la mediación
mariana la constituye el misterio de la iglesia misma, considerada ya en su difícil camino
histórico, ya en su realización escatológica como reino de Dios. En todo caso es cierto que
el concilio no pretendió agotar nuestra temática en el ámbito de la obtención y de la
aplicación de la gracia, como tampoco quiso tratarla solamente en cuanto problema íntimo y
personal de cada hombre particular, sino que quiso abrir una perspectiva más amplia y
profunda, a saber: la concerniente a la iglesia entera, entendida como familia y pueblo de
Dios, en su relación providencial con María. De esta nueva dimensión presentaremos un
adecuado desarrollo en la segunda parte de nuestra exposición.

II. Propuestas de nuevas perspectivas teológico-pastorales


Como lo hemos indicado, el c. VIII de la LG da un giro a la cuestión de la mediación,
tanto por lo que se refiere a la terminología como por lo que respecta a los contenidos y a la
metodología, y marca también para el sucesivo magisterio pontificio (cf Pablo VI, Marialis
cultus) y para los teólogos, lo mismo que para los pastores, una perspectiva nueva dentro
de la cual considerar la función materna de María en pro de los hombres. Siguiendo esta
orientación, en realidad apenas formulada por el concilio, pero ya profundizada en la
Marialis cultus, y para salir al encuentro de las exigencias de la sensibilidad teológica
actual y de la cultura contemporánea, así como a las actuales exigencias religiosas
proponemos aquí a la consideración y a la reflexión un intento de reinterpretación del
misterio de Cristo en su cualidad de mediador, salvador y redentor, y una relectura paralela
de la cooperación de María. Anticipado en este primer punto, ofreceremos luego una
exposición indicativa de nuevas perspectivas para nuestra cuestión, tales como la eclesial,
histórico-sociológica y antropológica.

1. MEDIACIÓN, SALVACI0N, REDENCIÓN Y FUNCIÓN MATERNA DE MARÍA.


Ordinariamente, en el lenguaje magisterial, lo mismo pontificio que conciliar, en el litúrgico y
en el teológico en general los títulos salvador, mediador y redentor se utilizan casi siempre
como sinónimos para indicar la acción que Cristo llevó a cabo durante su vida histórica y
que sigue desarrollando como resucitado para la salvación de los hombres. La necesidad y
la eficacia de esta acción se lee en la perspectiva salvífica veterotestamentaria, reiterada
por algunos pasajes del NT: el hombre, en situación de pecado después de la caída de
Adán, está necesitado de gracia y de salvación, solamente Cristo, único posible mediador,
puede redimirlo del pecado y de la muerte, y por tanto salvarlo mediante la gracia.
Casi nunca esta interpretación se enriquece con otros elementos de la revelación, como
los ofrecidos por la línea mesiánico-sapiencial, desarrollada, en último lugar, por Pablo y
Juan (cf Ef 1,3-14; Flp 2,5-11; Col 1,13-20; Jn 1,18-18; Ap 22). En ellos, en efecto, aflora un
enfoque diverso y más creíble del plan de la salvación y se evidencian nuevos postulados
que nos permiten profundizar mejor y precisar los significados y el alcance característico
entre los términos de mediador, salvador y redentor atribuidos a Cristo. Ante todo, la
distinción entre el proyecto salvífico, que es eterno y solamente divino, y la historia de la
salvación, que es en el tiempo y en la creación y en la que entra también la aportación del
hombre. Además, la estrechísima relación, en el proyecto y en la historia salvífica, entre el
Hijo de Dios y la creación entera; relación que es de causalidad, de finalidad y de esencia,
no sólo para el hombre del cual Cristo es imagen, prototipo y vida, sino para toda criatura
existente. Finalmente, el Hijo de Dios no es solamente el creador de todo, sino que es
también el que posee desde el principio la responsabilidad de conducir al hombre y a la
creación a aquella finalidad de salvación y de gloria a que Dios les ha destinado y por las
cuales él desde el principio ha intervenido. A la luz de estos elementos neotestamentarios,
que en nuestra opinión dan un nuevo enfoque al misterio de Cristo, intentaremos dar una
interpretación más exhaustiva de los términos mediación, salvación y redención.

a) Mediación. En la perspectiva mesiánico-sapiencial del NT, el ser y la obra


de Cristo pueden hacer pensar en una mediación de modos y de contenidos múltiples,
situados entre la eternidad y el tiempo, entre la naturaleza divina y la humana. En efecto,
desde la eternidad se centra en el Verbo de Dios todo el proyecto divino de la creación y de
su destino y por medio de él se realiza la misma creación. En el acto creador está el primer
momento ontológico y operativo de una mediación del Verbo entre la voluntad creadora de
Dios y las criaturas que vienen a la vida por medio de él, en atención a él y subsistiendo en
él. En este tipo de mediación él es también prototipo e imagen final del hombre verdadero,
puesto que Adán fue proyectado con vistas a él como hombre e hijo de Dios. Desde la
creación se le confió al Hijo de Dios la naturaleza entera y la historia de la humanidad, en la
cual se introduce con libre elección obediencial, guiándola en su proceso evolutivo e
iluminándola en su oscuridad de pecado.
Con la encarnación tiene lugar una nueva forma de mediación, más íntima y más eficaz
para la naturaleza y la historia humana, puesto que se convierte en operante desde dentro
de la generación humana. En efecto, al hacerse hombre, el Verbo de Dios lleva a la esencia
humana a la comunión más profunda con Dios, extendiendo de hecho a todos los hombres
la dignidad de hijos de Dios y comunicándoles la riqueza de su Espíritu.
Al ascender al cielo lleva la misma naturaleza humana a la gloria de Dios, realizando
aquel rostro escatológico del hombre para el cual como punto final, ha sido creada la
humanidad. Desde la ascensión hasta el día de su parusía, la mediación de Cristo ha
asumido todavía otra nueva forma y un aspecto nuevo: dirige eficazmente la transformación
gradual del cosmos y la promoción de la historia como señor, sumo sacerdote y abogado de
todas las criaturas. El día de su parusía, cuando Cristo glorioso haya hecho resucitar a
todos sus hermanos, glorificándolos a su imagen, y haya puesto a los pies de Dios todo el
cosmos transformado y Dios sea todo en todos, también su mediación operativa habrá
terminado. Su mediación ontológica no tendrá término: al permanecer hombre-Dios por toda
la eternidad, continuará significando la esencia misma de la distinción y de la comunión más
perfecta entre Dios y la creación.

b) Salvación. El proyecto divino de la creación entera es ya proyecto salvífico, y la


historia de la creación desde el principio, es historia de salvación. El universo entero,
comprendida la familia humana, ha sido confiado, para que pueda realizarse en su estadio
final, a Cristo salvador como principal agente y responsable, y a la cooperación
dependiente de todas las criaturas. Por lo tanto, la salvación no se refiere solamente a los
hombres, sino a la creación entera, que tiene un destino escatológico. El proceso histórico
de la creación y de la salvación terminará con la parusía final de Cristo, puesto que
solamente entonces habrá alcanzado el estadio final y perfecto al que ha sido destinada la
creación por obra de aquel que ha sido constituido promotor y salvador desde el principio.
Asimismo, por lo que respecta al hombre, la salvación no comienza con la promesa después
del pecado, sino en el acto mismo creador de finalidad salvífica, y no se la puede restringir
al solo significado de rescate de la situación de pecado y renovación del don de la gracia,
ya que ello significaría limitar el concepto de salvación únicamente a la dimensión espiritual,
siendo así que debe abarcar a todo el hombre, como individuo y como sociedad, como
naturaleza y como historia, abrazando todas sus dimensiones: esencial y existencial,
antropológica y espiritual, histórica y sociológica. Adán, ya antes, y por tanto sin el pecado
original, no estaba completamente salvado, porque no había alcanzado aún su imagen
definitiva representada por Cristo glorificado.
El concepto pleno de la salvación humana comprende por lo
menos tres elementos fundamentales: liberación, promoción y comunión. Liberación del
pecado y de todas sus consecuencias, por lo que se refiere a la esfera espiritual; de los
límites y condicionamientos de su cuerpo y de su alma racional, por lo que se refiere a la
esfera antropológica, de las involuciones, distorsiones y envilecimientos producidos por su
historia y por su organización comunitaria, por lo que se refiere a su esfera histórica y
sociológica. Promoción, o sea, desarrollo de todas sus capacidades y dotes naturales,
psicofísicas y espirituales, y de toda su potencialidad individual y social. Comunión, o sea,
la unión del hombre con Dios, unión que, a través de las diversas y graduales elevaciones
de la gracia, lleva finalmente al hombre a aquella unión total con la vida misma de Dios
constituida por la gloria.
Solamente Cristo realiza la salvación humana en esta totalidad de significados. En
efecto, como Hijo de Dios, desde el acto de la creación del hombre hasta el momento en
que él mismo se hace hombre, ha dejado sentir su arcana presencia guiando y potenciando
hacia el acontecimiento salvífico de la encarnación la vida y la historia humana haciéndose
hombre, viviendo los límites de la vida humana, sufriendo, obedeciendo y muriendo,
resucitando y ascendiendo a la gloria, realizó desde dentro de la humanidad todo el camino
de la salvación, con la ascensión al cielo, en espera del día glorioso y glorificador,
perpetúa, mediante una presencia sacramental, en la iglesia y por medio de la iglesia, en la
historia su obra salvífica en favor de sus hermanos. En esta ininterrumpida y múltiple obra
salvífica de Verbo de Dios, Señor y Salvador, Cristo ha suscitado siempre y continúa
suscitando entre los hombres una cooperación humana secundaria a la obra salvífica de
Dios, que de algún modo les hace copartícipes de su salvación y de la salvación del
cosmos. Así considerada, la salvación expresa todo el arco histórico de la mediación
operativa de Cristo y se identifica en cuanto a los contenidos con ella. Pero mientras que la
mediación tiene un aspecto ontológico que es eterno, es decir, antes del tiempo y después
de la parusía, la salvación es una realidad encerrada en el ámbito de la creación y de la
historia y determina sus significados. Tiene un principio y un fin, mientras que la mediación
permanece eterna.

c) Redención. Considerada en el vasto concepto de la salvación y de su historia, la


redención expresa un significado específico y subraya un sector de la misma bien definido.
En todo caso, se realiza completamente: en el arco histórico de la vida de Cristo, entre el
momento de la encarnación y el de la ascensión al cielo, constituyendo así el aspecto más
significativo y restringido de su gran obra de mediación. La redención entendida como
rescate de la humanidad de la situación de pecado, producida por la caída de Adán y que
afecta a todo hombre que de él desciende, y como renovación esencial de la comunión
entre Dios y la humanidad a través de la gracia, es el centro mismo de la mediación, pero
de contornos y significados bien delimitados: se refiere solamente a los hombres. Cristo,
nuevo Adán, a través de la obediencia a Dios en toda Ia situación y la parábola de su vida
humana histórica, rescata a todos los hombres de este estado de pecado originario y hace
que fluya hacia ellos esa gracia de Dios que santifica, restablece la armonía de relación
entre el Padre y los hijos, existente ya en el momento de la creación, y realiza ya en su
propia persona como primicias y signo eficaz, aquella gloria a la cual todos los hombres
están llamados en virtud de la obra redentora de Cristo. Este modo radical de la salvación
humana de la situación de pecado ha sido realizado totalmente por el Cristo histórico con
toda la realidad de la vida y condición humanas, desde la concepción hasta la muerte,
resurrección y ascensión al cielo. En efecto, cada uno de estos momentos asume para los
fines de la redención humana un significado y una finalidad verdaderamente emblemáticos
y exhaustivos. Serán solamente los efectos de esta redención los que se apliquen a todos
los hombres hasta el fin de los tiempos, pero la redención en cuanto tal ya ha sido llevada a
cabo.
En el concepto teológico más común, la esencia de la
redención es percibida en su significado jurídico de rescate. Cristo, padeciendo y muriendo
en la cruz, pagó con su sangre y su vida el rescate por el pecado del hombre, por lo cual
todo el valor formal de esta obra suya, es decir toda su eficacia, se expresa en el momento
de la pasión y de la muerte. Nosotros no negamos que estos momentos hayan de
considerarse emblemáticos de la redención humana; pero no solos, ni como precio de
rescate. Es toda la realidad humana la que comporta la encarnación, la que tiene un
significado redentor, y, en ella, es la obediencia, como afirma san Pablo, el verdadero
elemento formal (/Flp/02/05-11); obediencia entendida como libre opción del Hijo de realizar
hasta el sufrimiento extremo y la humillación de la muerte infamante, en la historia y por
parte de los hombres, el proyecto eterno del Padre. Si la pasión y la muerte son
verdaderamente significativas del compromiso de tal obediencia no lo es menos la
voluntaria opción de abismar la naturaleza divina en la condición humana de los siervos y
de vivir su vida en todas sus expresiones. Como para la salvación, así para la redención,
Cristo suscita entre los hombres una cooperación diversa y participada. En esta
cooperación destaca, como la más eminente y singular, la expresada por María, madre y
socia del Redentor y madre de todos los hombres.

d) Función materna de María.


Creemos justa la afirmación del Vat II según la cual ninguna criatura puede ser
comparada con "el Verbo encarnado y redentor" (LG 62), especialmente si se entiende en
la plenitud de significados y de extensión de su acción mediadora, que antes hemos
expuesto. La función materna de María para con los hombres, o sea, todos los aspectos de
su acción mediadora, se ha de contar siempre y en todo caso entre las cooperaciones
humanas suscitadas por Cristo y dependientes de él, y limitarla a la obra salvífica y
redentora que se ha desarrollado y sigue desarrollándose desde el momento de la
encarnación hasta el último día de la parusía gloriosa. En la trayectoria completa de la
salvación, María, aunque prevista en el proyecto eterno y vaticinada a lo largo de los siglos
desde el paraíso terrenal, se convierte en realidad operante y eficiente desde el momento
de su consentimiento expresado en el acontecimiento salvífico de la anunciación. Con ese
consentimiento se convierte en persona activa y responsable en las manos de Dios para
una cooperación eminente y singular a la obra salvífica y redentora de Cristo (LC 55.56.61),
cooperación que también después de la asunción al cielo continúa expresándose a través
de una múltiple intercesión para la salvación de todos los hermanos de su Hijo. Sin
embargo, no puede indicarse ninguna cooperación suya en el sector de la salvación que va
desde el momento de la creación al de la encarnación, y nada nos puede hacer pensar en
un influjo suyo específico y directo en la salvación del cosmos. Estimamos que el ámbito
más específico para leer en todo su significado teológico la función materna de María para
con los hombres es el de la redención; ya sea como madre, ya como socia del Redentor,
María cooperó verdaderamente a que los hombres fuesen liberados de la esclavitud del
pecado y tuviesen abierta la vía de la salvación. Comprometida consciente y
responsablemente en los principales momentos de la vida histórica y de la obra del
Redentor, y expresando con fe, amor, servicio y obediencia una íntima cooperación de
criatura a la salvación, verdaderamente puede ser llamada madre de los hombres. Título y
compromiso que María conserva también después de la asunción a la gloria del cielo, con
la impetración y la distribución de las gracias para la salvación de los hermanos de su Hijo y
con la solicitud materna con la cual les asiste mientras recorren esta vida llena de peligros,
de afanes y de desgracias.
Sin embargo, su aportación actual a la salvación humana va mucho más allá
de todo eso. Se extiende a todas aquellas formas de desarrollo y promoción antropológica,
social y eclesial que llevan al hombre a realizarse íntegramente como hijo de Dios y a la
iglesia a concretarse como pueblo y familia de Dios. Función materna ésta que no se
expresa solamente como asistencia de lo alto, sino sobre todo como presencia, fuerza, guía
materna dentro de la humanidad en su camino histórico hacia su propio destino final. De
todas formas, estamos con el Vat II, el cual, aunque no trató sistemáticamente y ex profeso
los temas de la mediación, de la salvación y de la redención realizadas por Cristo, al
presentar la cooperación de María la encuadró en la historia de la salvación, es decir, en el
misterio de Cristo salvador y redentor, y de la iglesia, sacramento de salvación y redención.
Y, con el fin de perseguir la verdad y evitar interpretaciones equivocadas, ha preferido
llamar a la obra de María función materna de María para con los hombres más que
mediación; cooperación a la redención más que corredención; dando a María los títulos de
socia del Redentor, madre de los hombres y madre de la gracia más que los títulos —que
podrían prestarse a interpretaciones ambiguas— de mediadora y corredentora.

2. NUEVAS PERSPECTIVAS TEOLÓGICO-PASTORALES. Para que el misterio de la


función materna de María en el ámbito de la historia de la salvación y de la redención
humanas conserve y exprese eficazmente, también para el mundo contemporáneo, su
actualidad e interés, es necesario releerlo en aquellas nuevas perspectivas que brotan de
la profundización teológica del misterio de la iglesia, de las instancias de la teología
antropológica y de la exigencia de las ciencias humanas e históricas de nuestro tiempo,
recogidas ya en el c. Vlll de la LG, e interpretadas y' explicitadas más ampliamente por
Pablo Vl en la Marialis cultus. Estas perspectivas, que no sustituyen, sino que integran y
actualizan las de la mariología tradicional, se pueden reducir a tres: la perspectiva
eclesiológica, la perspectiva histórico-sociológica y la perspectiva antropológica. Ellas
representan el intento teológico más reciente de interpretar textos marianos del NT, Y se
proponen el fin pastoral de hacer más creíble y comprometido con la madre de los hombres
el sentido religioso de los fieles.

a) Perspectiva eclesiológica. La función materna de María en favor de los hombres se


puede leer en clave eclesiológica, porque María desde el origen de su misterio es miembro
de la iglesia. No solamente miembro inicial y perfecto, sino miembro que ha desarrollado y
sigue desarrollando también hoy, hasta el fin de los tiempos, una función materna en la
iglesia y para la iglesia, entendida como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y reino de Dios.
En efecto con su colaboración histórica a la obra de Cristo y con su actual cooperación a su
acción salvífica, María ha desarrollado y desarrolla una misión materna para que la iglesia
se desenvuelva en su camino histórico y se realice en su cumplimiento escatológico. Y esto
no sólo por la intercesión y la distribución de las gracias y por la solicitud materna hacia los
necesitados y las necesidades temporales de los diversos individuos humanos y miembros
de la iglesia, sino porque María como madre ejercita un eficaz influjo operativo sobre la
iglesia en cuanto tal, ya sea como figura y modelo de la iglesia histórica, ya en cuanto
imagen y comienzo de la iglesia escatológica.
La primera relación que une a María con la iglesia histórica es la tipológica de la
maternidad virginal, porque "en el misterio de la iglesia, que con razón también es llamada
madre y virgen, la bienaventurada virgen María la precedió, mostrando en forma eminente y
singular el modelo de la virgen y de la madre" (LC 63). Como figura de la iglesia en la
maternidad virginal, María está, pues, unida y operante en ésta no sólo ideal sino
realmente, y la iglesia se realiza en su vocación en la medida en que reproduce a María. De
esta unión en la vocación brotan lazos de ejemplaridad que hacen de María un modelo
perenne del comportamiento moral y religioso de la iglesia como familia de Dios, de su afán
de conformidad con el rostro de Cristo, de su continuo dinamismo y renovación en el
apostolado de la evangelización (LG 65; Evangelii nuntiandi 82). Es también con el ejemplo
y la ayuda que le viene de la maternidad de María como la iglesia —madre— puede realizar
esa comunión universal que una a sus distintas familias separadas y divididas por
contingencias históricas y por divergencias doctrinales (LG 69).
El otro aspecto que une a María a la iglesia, que ilumina y hace posible la maternidad
actual de María para con los hombres y que da un significado a la iglesia escatológica es el
de su asunción y glorificacIón al cielo. En efecto, María, asunta y glorificada en cuerpo y
alma al cielo, tiene un significado e indica una finalidad verdaderamente eclesial. Con ella
da comienzo la futura iglesia escatológica en toda la perfección de su gloria, por lo cual la
asunción representa la imagen realizada y perfecta de la iglesia que deberá realizarse. Para
la iglesia todavía en camino hacia la parusía del Señor y en medio de las dificultades y
calamidades de la vida y de la historia, María glorificada y elevada al lado del Señor
resucitado está en la posibilidad ontológica de ejercitar una maternidad verdadera y
universal para con todos los vivientes y constituye para ellos el signo de una esperanza
segura para su propia gloria y de consuelo en los peligros y los afanes de la vida (LG 68).
Justamente, pues, la iglesia la venera como a su madre amantísima; y porque experimenta
su influjo salvífico continuo, la venera con especial culto y actitud de devoción. Por todas
estas múltiples expresiones de su función materna en favor de los hombres y de la iglesia,
Pablo Vl proclamó a María "madre de la iglesia" el mismo día en que proclamaba ante el
concilio la gran constitución sobre la iglesia, o sea, la Lumen gentium. Auguremos, pues,
que cuanto antes esta perspectiva eclesiológica de ia función materna de María pase a ser,
de propuesta teológica conocida por pocos, convicción profunda del pueblo de Dios y tenga
eficacia pastoral.

b) Perspectiva histórico-sociológica. Es también el c. VIII de la LG el que da la pista y el


punto de partida para considerar la función materna de María, a partir de su manifestación
histórica hasta su actual explicitación, en una perspectiva socio-histórica de la humanidad.
En él, en efecto, el concilio, abandonando la exposición especulativa y sistemática de la
mariología preconciliar, interpreta y expone todo el misterio de María siguiendo el parámetro
histórico de la sucesión de los acontecimientos salvíficos y socio-religiosos, tal como son
narrados por la Escritura. María es así presentada como personaje histórico que interpreta
la historia humana como historia de la salvación, aportándole evidentes influjos de
desarrollo y coordinación. Su figura, apenas bosquejada en los orígenes de la humanidad,
se irá evidenciando en los anuncios mesiánicos de los profetas como la virgen que
concebirá y dará a luz al Mesías . En su persona histórica, de hecho, se realizarán luego
todos aquellos valores de la comunidad mesiánica que indicaban los profetas más
recientes, simbólica y colectivamente, como hija de Sión, por lo cual Lucas ve en ella a la
verdadera "hija de Sión" (cf Lc 1,28-38), en la cual se concluirán los tiempos de la espera y
de la esperanza y se abrirán los tiempos de la realización de las promesas. Todo el camino
de la historia humana confluye en su persona.
También bajo el perfil sociológico María, hija de Sión, adquiere un
significado emblemático: ella es la última expresión del pueblo de Dios de la antigua
alianza, y la primera y perfecta realización del nuevo y universal pueblo de Dios. En todos
los acontecimientos mesiánicos de su vida manifiesta María un significado histórico y
sociológico que involucra a la humanidad entera del suyo y de todos los tiempos. Indicamos
algunos a modo de ejemplo. La encarnación. En este acontecimiento fundamental de su
vida y de su función materna, María es una persona que hace la historia y le imprime un
giro importante. A nivel de su persona, la historia de Dios cruza y se identifica con la de las
criaturas y da a su historia significados y finalidades nuevas que trascienden el tiempo y lo
humano. La maternidad divina tiene también un significado social, ya que con ella María
expresa la participación del pueblo elegido y de la familia humana entera haciendo de
mediadora. También el episodio de la adoración de los pastores y de los magos implica un
significado histórico-sociológico de la misión materna de María para con los hombres. Ella,
en efecto, aparece así como la testigo y la garantía de que ha nacido el Salvador y de que
la salvación no es solamente para los pastores (iglesia de los judíos), sino también para los
magos (iglesia de los gentiles), por lo cual las antiguas promesas de Dios se ensanchan
desde la sociedad cerrada y privilegiada de los judíos a la universal de todas las gentes.
Sumamente significativo es también el cántico del Magnificat. Éste nos muestra cómo
María no solamente hace sino que también lee y escribe la historia. El anuncio de la
verificación de las promesas divinas de salvación hechas a los antiguos padres es fruto de
reflexión que brota de la experiencia vivida de los acontecimientos y de un agudo análisis
de los signos de los tiempos. Además, María indica también las modalidades históricas y
sociales en las cuales Dios culmina su proyecto: destruye las esperanzas de los ricos y los
poderosos y realiza su salvación con los pobres y los humildes, entre los cuales se cuenta
ella. En esta indicación hay todo el aspecto de una contestación serena y objetiva de
aquellos valores que los hombres de todos los tiempos y todos los lugares prefieren y
exaltan, como el poder, la riqueza, la fuerza y la gloria. En efecto, esta proclamación, más
que limitarse a la mentalidad de su tiempo y a las condiciones sociales de su patria, tiene el
valor de un juicio de carácter perenne y universal. Tampoco hoy puede ser otra la actitud
de la madre de los hombres frente a su diversa e injusta condición social, mientras coopera
con Cristo en la realización histórica del reino de Dios sobre la tierra. Por último, nos parece
significativo e importante también el episodio de pentecostés. Con la presencia y la oración
de María, y bajo el influjo del Espíritu Santo, se realiza la iglesia, primero con un pequeño
grupo de hombres y luego con la afluencia de todas las gentes. Con pentecostés, el
testimonio y la misión iniciales de María se convierten en testimonio y misión de toda la iglesia.
Estos pocos episodios de la vida histórica de María, leídos en clave
histórico-sociológica, se nos antojan suficientes para comprender que la función materna de
María iniciada ya en la historia, también hoy ha de interpretarse en función
histórico-sociológica en beneficio de los hombres. Esta perspectiva no se ha de aplicar
solamente al momento de la vida terrena, sino a toda la misión materna, también a la que
hoy continúa desarrollando en pro de los hombres. Los hombres no tienen solamente
problemas religiosos; deben elevar y promover su historia, su desarrollo, y han de construir
una nueva sociedad más justa y de características universales. Una verdadera función
materna para con los hombres no puede prescindir de tal perspectiva humana, y creemos
que los datos de la revelación ofrecen indicios suficientes para ese desarrollo teológico.

c) Perspectiva antropológica de lo femenino. Esta perspectiva nueva para la función de


María respecto a los hombres tiene por raíces las temáticas fundamentales de la teología
antropológica. Entre esas temáticas destacan hoy la de la teología de la liberación, que
considera al hombre en la realidad concreta de su vida cotidiana, y su cooperación a la
salvación en el compromiso histórico por la liberación humana de toda forma de opresión,
de marginación, de involución psicológica o sexual, racial o clasista, económica o religiosa;
y la de la teología feminista, sector de la teología de la liberación, que afronta el problema
de lo femenino e interpreta la salvación para la mujer como autoliberación de todo
condicionamiento y opresión de índole cultural y social, para realizar una completa unidad
con el hombre en la figura de Cristo y una plena colaboración con él en la vida de la
sociedad y de la iglesia. En este nuevo y difícil camino de la teología no faltan intentos de
relacionar la figura y la misión de María con la promoción de lo femenino, ya sea en el
campo civil, ya en el eclesiástico, pero denotan la perplejidad de las novedades difíciles de
interpretar. Sin embargo, el magisterio de Pablo Vl ha dado su autorizado apoyo tanto a la
problemática de lo femenino en general como a la de la relación de María y la mujer hoy. Si
bien el Vat II utilizó el criterio antropológico para ilustrar el misterio de María, se debe a la
Marialis cultus, de Pablo Vl, el que ese criterio haya sido explicitado y relacionado
directamente con las problemáticas femeninas del mundo contemporáneo. Siguiendo la
orientación dada por este reciente magisterio e interpretando algunos textos
neotestamentarios a la luz de esta teología, intentaremos hacer una exposición de la
función materna de María para con los hombres y las nuevas instancias antropológicas de
lo femenino.
Releyendo hoy los textos marianos de Mateo, Lucas y
Juan, María se nos presenta no sólo en calidad de madre del Salvador, que desarrolla en la
historia de la salvación una precisa función materna para con Cristo, sino también como
una persona femenina, decididamente equilibrada y autónoma, que realiza en si los dones
carismáticos del Espíritu y las cualidades individuales de la conciencia y la responsabilidad.
Ella es una criatura femenina, que en esta síntesis admirable de valores se dispone
libremente a servir a los otros, que es también obediencia al proyecto contemplado de Dios.
Sus palabras, expresadas en la anunciación y en el Magníficat, reflejan una identidad
personal precisa y una conciencia autónoma y responsable, que la llevan a comprometerse
por encima de cualquier condicionamiento de época y de ambiente. Toda su vida y todos
los momentos cruciales de su misión dan testimonio de su autonomía en cuanto persona
humana. Su pronta disponibilidad a la voluntad de Dios y su compromiso concreto al lado
de Cristo no son signos de pasividad o debilidad femenina, o solamente expresiones
normales de sensibilidad materna, sino la aportación de una mujer que comprende que
debe prestar cooperación a la obra del Salvador y Redentor. En efecto, en la historia de la
redención, María renueva con Cristo aquella unidad del ser humano por la cual Dios, al
crear al hombre, quiso hacerlo varón y hembra, pero único. Justamente algunos padres de
la iglesia atribuyen a la pareja Adán-Eva la responsabilidad del pecado y a la pareja
Cristo-María la obra de la redención, como a principios unificados de acción y de
responsabilidad humanas. María, pues, como esposa, madre y compañera, pero
principalmente como mujer, es la primera que realiza todo el paradigma de la dignidad
femenina, y en la obra que todavía desarrolla por la humanidad le indica a la mujer y a su
misión en la historia el verdadero camino de liberación y promoción humanas.
Hoy las mujeres reivindican, lo mismo en el campo del
trabajo que en el eclesiástico, los derechos y deberes que les permitan ser reconocidas
como elementos constitutivos del ser y de la acción humana. La teología feminista ha hecho
ya suya esta problemática, pero es toda la teología la que se debe sentir implicada y ha de
profundizar la función de María para con los hombres, canalizándola hacia la situación
femenina más especifica. El feminismo entraña significados que no pueden atribuirse a un
hecho de moda, sino a un signo del Espíritu, como acontecimiento de salvación. María,
para las instancias del mundo actual, más que un símbolo abstracto e ideal, contrapuesto o
que engloba todo género de reivindicaciones femeninas, puede significar, por lo que ha
realizado en su vida, un modelo concreto de la dignidad y del comportamiento femenino en
el cumplimiento de la voluntad de Dios, una ayuda, por cuanto hace hoy, que media desde
dentro de la feminidad en el rescate de la mujer de toda forma de prejuicio o de servidumbre.

Conclusión
El desarrollo de la problemática teológica —desde 1920-21 hasta hoy— a propósito de
la mediación de María por los hombres en relación con las gracias, ha seguido en estos
tres cuartos de siglo las variaciones metodológicas y de contenido experimentadas en el
campo general de la teología y ha sufrido un profundo proceso de revisión por parte del Vat
II. Si la teología preconciliar, esencialista y sistemática, consideró la mediación de María
principalmente en una perspectiva vertical con finalidades salvíficas sobrenaturales, o sea,
relativas a la adquisición, impetración y distribución de todas las gracias encaminadas a la
escatología del hombre, la posconciliar, más existencialista e histórico-salvífica, con sus
instancias eclesiales, histórico-sociológicas y antropológicas, ha querido y quiere
considerar la función materna de María en pro de los hombres en una linea también
horizontal y humana, que abarque toda la gama de su ser y de su obrar antes de llegar a la
gloria futura. Justamente el concilio ha dado indicaciones para que la función materna de
María no llegue a restringirse, solamente en términos de cooperación, a la adquisición, la
intercesión y distribución de todas las gracias, y menos aún a los términos afectivos y
sentimentales de solicitud materna por los necesitados y por las carencias individuales o
familiares de los hombres. Debe expresar todo tipo de influjo salvífico ejercitado por María
desde el tiempo de su vida histórica hasta la parusía del Señor: su continuo compromiso
por la realización de la iglesia, su asistencia y su guía para el rescate de la historia del
hombre y de la sociedad humana de toda forma de proceso de involución y de degradación,
su ejemplo y su ayuda para la promoción y liberación de todo el ser humano, varón o
hembra, de toda situación de opresión, servidumbre y prejuicio. Las últimas instancias de la
mariología contemporánea se mueven en esta linea y ofrecen una presentación más creíble
y aceptable para la religiosidad de hoy de la misión perenne de María en pro de los
hombres.
(·MEO-S. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 1304-1319)
...............................
NOTAS:
1 Este simposio, organizado por la Pont. Fac. Teológica "Maríanum", tuvo por tema "La función de María en el
hoy de la iglesia y del mundo". Participaron en él los más importantes mariólogos de todo el mundo. Las
actas fueron publicadas por la misma Facultad en 1979, por Ediciones 'Marianum' con el mismo titulo del
simposio
2 Una sola vez se encuentra el titulo mediadora, pero junto con los de abogada, auxiliadora, socorredora, con
el significado que les dieron los padres de la iglesia, y no en la acepción dada por los teólogos estos últimos
años.
3 Cf LG 62. Falta, sin embargo, una precisión del concepto de mediación. El concilio evita profundizar este
concepto mediante una adecuada exégesis de los textos paulinos, y se tiene la impresión de que se le
presenta como sinónimo de salvación y de redención; más aún, que expresa un aspecto particular de éstas.
Por lo tanto, a este propósito el concilio no da ningún paso nuevo en relación a la teología del tiempo.
EL CAMINO DE LA BELLEZA
PARA ACCEDER A MARÍA
S. de FIORES

I. El misterio de la belleza
La belleza se contempla, no se define. Más que la palabra, le
conviene el silencio. Tan sólo nos podemos acercar a ella por aproximaciones. La belleza no
soporta ni siquiera parangones. Hay una primacía de la belleza con la que se compagina
también lo bueno y lo verdadero. Por eso, según la filosofía perenne, verum, bonum et
pulchrum convertuntur.
No es casualidad que cuando una persona descubre una verdad, lleno de asombro
exclame: "¡Qué hermoso!" Así ocurre cuando uno se encuentra ante una puesta de sol
como ante una teofanía; así ocurre ante un gesto de perdón por obra del amor.
"¡El misterio de la belleza! Hasta que la verdad y el bien no se han convertido en belleza,
la verdad y el bien parecen permanecer de alguna manera extraños al hombre, se le
imponen desde fuera; el hombre se adhiere a ellos, pero no los posee; exigen de él una
obediencia que en cierto modo lo mortifica. Cuando realmente ha conseguido la verdad y el
bien en una posesión plena y pacífica, entonces toda mortificación y todo esfuerzo
desaparecen; entonces todo su ser, toda su vida no son más que un testimonio, una
revelación de la perfección alcanzada. Este testimonio y esta revelación es precisamente la
belleza.
Perfección, plenitud, armonía; posesión del bien y de la gloria; participación y revelación
del ser: todo esto son señales en el camino de lo bello, momentos a su vez de belleza. Más
que el poder, más que la riqueza, más que el mismo amor.
El arte, finalmente, no es más que el gesto de captar el momento supremo de la belleza
para exteriorizarlo en la forma: es ese instante deslumbrador, instante de eternidad captado
a través de la figura y de la imagen. Como para Francisco herido por el serafín, que se
pone a cantar; como para el éxtasis de Teresa. Es aquel infinito de Leopardi, alcanzado a
través de la superación de la valla: poesía como exaltación de otro naufragio en otro
Infinito: "¡Oh luz eterna que sola en ti moras, / sola te miras y te entiendes sola / y
entendiéndote te amas y sonríes!" (D. Alighieri, La divina comedia, Paradiso XXXIII,
124-126)
Se trata siempre de un único naufragar. Como cuando la Virgen compuso su Magnificat,
haciéndose voz de toda la creación y de la historia del hombre, poniéndose a danzar de
gozo en "Dios su salvador".
"Ciertamente, mientras vivimos, la verdad y el bien no serán nunca para el hombre una
posesión pacífica; él tenderá siempre hacia adelante, ya que la verdad y el bien seguirán
siendo para él una norma que exigirá una continua obediencia, y una meta que exigirá un
caminar continuo. De aquí se deriva, en el orden actual, la primacía de la moral y de la
investigación filosófica por encima del arte. Esta primacía es propia de la condición
presente del hombre peregrino. La primacía última y definitiva le corresponderá finalmente a
la belleza.
Es decir, una vez más el viaje terminará en el puerto último de la visión beatifica. Porque
Dios es la misma belleza. Y no sólo eso, sino que no existe nada bello que no venga de
Dios y que no sea divino. Y si la estética, de suyo, indica experiencia de lo bello, hace
pensar que Dios mismo es experimentable; y que también la sensibilidad está llamada, junto
con el entendimiento, al mismo goce de lo bello. Esto es lo que puede significar el deseo
paulino de tener "el sentido de Dios": sentido y apetito de la belleza; y por parte de Dios el
sentido del hombre (Cristo, obra maestra de la creación, el más hermoso de los hijos de los
hombres). De aquí es posible deducir los sentidos amorosos entre Dios y la criatura; nace
aquí el misterio de la vida interior, la belleza de las relaciones íntimas. La vida espiritual no
es más que un poema de belleza que hay que vivir con Dios: estado de gracia, estado de
belleza.
"En esta belleza el hombre no rinde únicamente el testimonio puro de una perfección
personal que él haya alcanzado ya, sino que naturalmente se ordena a los demás y al
mismo tiempo los atrae, ya que la belleza es condición de amor; así, para la belleza, todo
tiende a la unidad mediante el amor" (D. Barsotti).
La verdad y el bien no bastan para crear una cultura, ya que
no parecen suficientes por sí solos para crear una comunión, una unidad de vida entre los
hombres. Y puesto que la cultura es expresión misma de un desarrollo individual, de una
cierta perfección ya alcanzada, se deduce que la cultura parece expresarse en su grado
más alto en la belleza. La belleza es el fin de todas las cosas.
Es un mal muy serio separar la realidad del bien de la realidad de la belleza; sería como
exponerse por un lado a las degeneraciones de un moralismo y, por tanto, a la falsedad, y
por otro a la tentación de formulismos vacíos, al hechizo de la nada (la affascinatio
nugocitatis de las sagradas Escrituras). Podríamos decir que de aquí parten las dos
laderas opuestas entre si: la de lo religioso y la de lo ateo. Por el contrario, incluso en la
Biblia, las obras buenas se designan como kalá érga y toda criatura es llamada kalón; y
también las perlas preciosas del evangelio son llamadas margarítai kaloí.
Kalós es aquel que es hermoso de aspecto, de forma y, por tanto, de esencia. De ahí la
identidad entre forma y contenido. Para Platón lo bello es la idea central del mundo y de la
vida; idea que es una sola cosa con lo divino. No es únicamente una emanación del bien,
sino la otra forma del bien: todo bien es belleza. Bajo este aspecto nadie podría
comprender mejor que un griego a la Virgen-madre. Lo bello representa siempre la idea
ejemplar. Sócrates decía: `'Concededme el llegar a ser bello por dentro". Para el griego el
fundamento de la paideía consiste en "el hambre del alma por la belleza".
"¡Animo! ¡Que cada uno se haga deiforme y bello, si intenta contemplar a Dios y la
belleza!" EI mundo tiene que hacerse según la idea eterna del kalón; esto es, forma en
continuo devenir del ser eterno, creación como expresión continua de la infinita belleza de
Dios. El término original bíblico para indicar el estado de perfección de las cosas es kalós.
Es lo que indica la expresión: "Dios vio que todas las cosas eran bellas".
Ahora se comprende cómo la Virgen puede representar verdaderamente el camino de la
belleza, el camino más seguro para llegar a Dios y al misterio de las cosas: ella, la madre
de la belleza, la que dio cuerpo al esplendor de la luz eterna, al candor sin mancha, a la
imagen substancial del Dios invisible. María es verdaderamente la creación que "irradia la
luz del Espíritu Santo" y con su belleza aúna y expresa todos los bienes verdaderos del
alma humana.
·Turoldo-D-M
II. El camino de la belleza para acceder a María
El camino de la belleza fue indicado por Pablo VI (16 mayo 1975) a los participantes en
el Congreso mariológico-mariano internacional como un modo adecuado para presentar a
María al pueblo de Dios. "En este sentido se pueden seguir dos caminos. En primer lugar,
el camino de la verdad, es decir, el de la especulación bíblico-histórico-teológica, que
concierne a la colocación exacta de María en el misterio de Cristo y de la iglesia: es el
camino de los doctos, el que seguís vosotros, ciertamente necesario y del que saca
provecho la doctrina mariológica. Pero además de éste hay otro camino accesible a todos,
incluso a las almas sencillas: es el camino de la belleza, al que nos conduce finalmente la
doctrina misteriosa, maravillosa y estupenda que constituye el tema del congreso mariano:
María y el Espíritu Santo. Efectivamente, María es la criatura tota pulchra; es el speculum
sine macula; es el ideal supremo de perfección que en todo momento han intentado
reproducir los artistas en sus obras; es "la mujer vestida de sol" (/Ap/12/01), en la que los
rayos purísimos de la belleza humana se encuentran con los sobrehumanos, pero
accesibles, de la belleza sobrenatural".
En estas palabras de Pablo Vl distinguimos un triple problema que tiene que arrostrar el
camino de la belleza en lo que concierne a María: el metodológico, relativo a la
investigación en el terreno de la mariología, el de contenido, que tiene la tarea de precisar
el sentido de la belleza de María; el cibernético, con vistas a una comunicación artística del
mensaje mariano.

1. APROXIMACIÓN ESTÉTICA AL MISTERIO DE MARÍA.


La reflexión lógico-racional (la vía veritatis) constituye un medio indispensable para
profundizar en los misterios de la salvación y captar su vinculación orgánica (OT 16). La
comprensión de la revelación —recuerda el Vat II— crece también "con la reflexión y el
estudio de los creyentes" (DV 8). Aplicada al misterio de María, la especulación ha logrado
aclarar muchos aspectos, haciendo que progrese la doctrina mariológica. Sobre todo a
partir de la época tridentina se han sistematizado científicamente los datos bíblicos y
tradicionales relativos a María en un todo orgánico: el tratado de mariología. La prevalencia
del método deductivo, basado en el silogismo, si es verdad que ha conferido al estudio de
María un carácter de lógica interna, ha hecho también que la mariología hablase casi
solamente a la inteligencia, sin interpelar a las otras facultades humanas.
Consecuencia de la primacía y hasta del monopolio de la razón es la represión y la
devaluación del proceso intuitivo, artístico y simbólico en la teología y en la mariología. La
actitud admirativa quedó relegada todo lo más a la devoción; la expresión artística se valoró
en algunas ocasiones, pero sólo como acto de culto o como testimonio en favor de una
verdad; el lenguaje simbólico fue considerado como un juego fantástico, capaz únicamente
de ofrecer una imagen deformada de la realidad. Ha llegado la hora de superar los excesos
del racionalismo, aunque asumiendo la racionalidad critica, y de emprender el camino de la
belleza, o sea, de recurrir a la aproximación estética para acceder a las realidades
teológicas, entre las que se coloca la virgen María.
Desde el punto de vista metodológico, el camino de la belleza aplicado a la mariología
implica el uso de procedimientos de diversos tipos, concordes todos ellos en la valoración
de unas estructuras no argumentativas, aunque ligadas a la belleza y al arte.

a) La estética teológica. Le corresponde a H. Urs von Balthasar el mérito de haber


replanteado y valorado la categoría de lo bello en la interpretación del mensaje cristiano. La
estética teológica desarrolla un doble papel: descubrir a Dios que se revela a través de la
experiencia sensible (aísthesis = sensación) y dejarse atraer por el esplendor de su gloria
en una admiración no utilitarista. Convencido de la importancia de la mariología en una
estética teológica, Von Balthasar subraya la experiencia materno-espiritual realizada por
María en relación con Jesús cuando lo tuvo en su seno; aquel contacto corporal, que se
dilatará luego en visión y en acogida de su palabra, tiene para la iglesia un valor de
arquetipo, ya que también ella tiene que llevar a cabo una experiencia maternal, misteriosa
y comprometedora, antes de ver y de oir a Cristo su esposo. El procedimiento estético se
aplica en María, persona concreta que cierra el camino a la atracción raciocinante, siempre
que ésta pierde el contacto con la individualidad histórica de ella.
El esplendor y la belleza intangible, realizada por el artífice divino en María, se intuyen
como en una obra de arte, es decir, en la forma sensible. Lo que en ella resplandece es la
disponibilidad activa, que pronuncia el sí perfecto de la fe, ofreciendo un paradigma ideal a
la iglesia cristiforme: María es el esplendor de la iglesia.
Las indicaciones de Von Balthasar invitan al teólogo a hacer mariología valorando la
percepción sensible (estética), bien como experiencia de Dios a la luz de María o bien como
referencia vibrante de admiración a la figura de la Virgen madre, en la que brilla la gloria de
Dios sin anular su consistencia histórica.
Hacer personal la experiencia cristiana como acogida plena de Dios por parte del ser
humano en sus elementos espiritual y corporal, captar la belleza de María y dejarse
interpelar por su atractivo de forma gratuita y desinteresada: éstas son sustancialmente las
interpelaciones de la teología estética. Sobre esta base el mariólogo no es solamente la
persona que reflexiona sistemáticamente sobre los datos marianos y ofrece una síntesis
orgánica racional de los mismos, sino ante todo el mistagogo que sintoniza con la
experiencia religiosa de María y transmite el esplendor y el significado de su persona a
todos los que son capaces de asombro y de contemplación. La teología estética aplicada a
la mariología desaconseja toda construcción abstracta y puramente silogística, recordando
que María no es un principio metafísico, ni una pura función o una simple idea, es una
persona humana, densa en significado propio en y a través de su dimensión histórica,
biológica, existencial.

b) El pensamiento simbólico. Como reacción contra el


ciencismo positivista y el racionalismo descubrimos que "el pensar simbólico no es haber
exclusivo del niño, del poeta o del desequilibrado. Es consustancial al ser humano; precede
al lenguaje y a la razón discursiva. El símbolo revela ciertos aspectos de la realidad —los
más profundos— que se niegan a cualquier otro medio de conocimiento". La actividad
simbolo-genética surge de la exigencia de expresar un conocimiento intuitivo y emocional,
es decir, una experiencia interior, de realidades que no pueden alcanzarse con la razón
únicamente. Más aún, el símbolo nace de la necesidad del hombre de recuperar su origen y
de integrarse con el todo. Une (sym-bállo) lo visible y lo invisible, remitiendo a lo que no se
conoce y al misterio del ser intuido; es la epifanía del significado inaccesible. Si por símbolo
entendemos, por consiguiente, "cualquier signo concreto que evoque por medio de una
relación natural algo ausente o imposible de percibir" (Lalande), entonces se comprende
cómo constituye "una manera legitima de expresar el significado trascendente de María...
Es otro camino de aproximación a la realidad y al misterio de María... El concepto es
insuficiente, el protocolo es frío; se necesita el colorido, la imagen y los símbolos. Sólo ellos
expresan adecuadamente y de forma definitivamente importante lo que tanto interesa al
hombre. Lo mismo ocurre con la mariología simbólica. Constituye el corazón de la teología
mariana, ya que allí aparece lo teológico de la teología. Está claro que la vía simbólica,
dominio privilegiado de la poesía y del arte, confiere a la mariología un calor y una
concreción que le faltan a la construcción meramente racional. Al mariólogo le incumbe la
tarea de valorar la inmensa tradición simbólica de la teología mariana, desde las primeras
intuiciones de María como nueva Eva hasta la tipología adoptada por el Vat II, que ve en
ella la imagen escatológica de la iglesia. Se trata de clasificar los símbolos marianos, de
decodificarlos en su significado original sobre la base de principios hermenéuticos, de
captarlos en su carácter intencional de apertura a la realidad del misterio de María. Pero
puesto que el simbolismo surge de una experiencia interior y constituye una vía de acceso
a los aspectos más profundos del ser, el mariólogo no puede dispensarse de formarse una
conciencia poética y orante, que sepa captar en el símbolo mariano el misterio de la Virgen
de forma que pueda presentarlo en su propio tiempo. La ciencia mariológica deja la
construcción de despacho y biblioteca para transformarse ante todo en testimonio de todo
lo que se vive y se siente con una vibración interior sobre la persona de María en su
esplendor y en su significado.

c) La tradición artística. Si se ha puesto de relieve la aportación de María al mundo de lo


bello, hay que valorar igualmente la aportación de lo bello con vistas a una síntesis
mariológica. Pues bien, las expresiones artísticas sienten una clara preferencia por María,
que "inspiró las formas arquitectónicas más altas, los versos más conmovedores y las obras
pictóricas más bellas del mundo". La tradición artística mariana aparece a menudo como
acto de culto o como un homenaje hacia aquella a la que han de llamar dichosa todas las
generaciones (cf Lc 1,48); pero tiene que analizarse como expresión de fe y como
simbolismo cultural de un periodo determinado o de un autor particular. De este modo
tendríamos el rostro de María en la interpretación de los artistas de todos los siglos con sus
múltiples variaciones, involuciones y profundizamientos. Hay quienes prevén en ese estudio
la aparición de auténticos valores, así como de "formidables desviaciones o herejías", que
han atravesado el arte cristiano a través de los siglos, por ejemplo la invasión del
paganismo en el renacimiento. Nosotros creemos que la función principal de las
expresiones artísticas marianas es hacer más plausible la imagen de la Virgen que nos ha
transmitido la reflexión mariológica en las diversas épocas culturales, añadiéndole los datos
intuidos por los poetas, los literatos, los pintores, los escultores, los arquitectos y los
músicos. Es un terreno muy amplio que está esperando una hermenéutica en función
teológica.
El tema de los iconos asume un tono distinto ya que en la
concepción oriental tienen una originalidad que trasciende el nivel artístico; son espacio en
donde se manifiesta el Infinito, reconstrucción de la verdad del hombre, imágenes que
llevan al reconocimiento de la presencia de lo divino, lugar de encuentro entre la
experiencia estética y la religiosa. Más aún, los iconos cumplen un ministerio de protección,
de curación de elevación y de transformación moral. La tradición iconográfica mariana, tan
rica en su tipología y en sus coloridos y elementos simbólicos, representa un anuncio
teológico sobre la realidad de la madre de Dios en su santidad y en su función en la historia
de la salvación. Se trata de un camino artístico-visivo, paralelo a la palabra, el icono
muestra lo que la palabra demuestra, pero lo hace de forma más concreta, más adecuada
al pueblo y también más envolvente, ya que su finalidad es la de transformar al hombre en
doxología, en imagen viva de la gloria divina.
3. UNA BELLEZA LLAMADA MARÍA.
La Biblia reconoce a Dios como "autor de la belleza"
(/Sb/13/03) y describe la "hermosura de las criaturas" (13,5). En particular el salmo 45
canta al rey como "el más bello de los hombres" y a la reina "llena de esplendor", en
versículos que serán aplicados por los padres a Cristo y a María (/SAL/044/03/15). El tema
de la belleza es predominante en el Cantar de los cantares, que elogia no solamente al
amado, sino a la esposa, de la que se dice: "Toda hermosa eres... en ti no hay mancha
alguna" (/Ct/04/07), versículo que será utilizado para la liturgia de la Inmaculada. El AT
reconoce la belleza de David (I Re 16,12) y de algunas mujeres: Noemí (Rut 1,20), Susana
(Dan 13,2), Judit (Jdt 16,1 1), Ester (Est 2,15); no así el NT, que guarda más bien silencio
sobre la belleza de Jesús y de su madre. En conclusión, para la Biblia la belleza "es la
característica de lo que está en su lugar debido y realiza su función; es el efecto
constatable de una riqueza interior de poder de vida". Los valores humanos y religiosos
tienen por tanto la primacía ya que sin ellos "vana es la sabiduría" (Prov 31,30).
Frente al silencio bíblico sobre la belleza física de la madre de Jesús algunos, con san
Agustín, han afirmado sin reparos: "No conocemos el rostro de la virgen María". Otros, por
el contrario, han querido colmar la laguna bíblica afirmando en general que la belleza
convenía a María en cuanto que "la misma belleza del cuerpo —decía san Ambrosio— fue
una imagen del alma, una figura de su probidad". Más aún posteriormente, Venancio
Fortunato (+ h. 601), Andrés de Creta (+ h 740) y el monje Epifanio (+ comienzos del s. IX)
llegaron a una descripción detallada de las facciones de María, totalmente similares a las
de Cristo. En el s. XI escribirá Cedreno: "María era de estatura media, morena, con los
cabellos rubios, ojos castaños de tamaño mediano, nariz mediana, manos y dedos largos".
Toda la tradición iconográfica occidental ha expresado con ricas variantes la belleza física
de María, mientras que la oriental ha ofrecido en sus iconos más bien su belleza mística.
Más aún, mientras que el arte mariano occidental se ha visto amenazado por el naturalismo,
el arrianismo y el nestorianismo, en cuanto que prevalece en él el aspecto humano, el arte
oriental acentúa la gracia y la santidad de María, a veces en detrimento de su belleza física.

En este sentido es significativa la doble experiencia que tuvo Bulgakov en Dresde ante
la Madonna Sixtina, de Rafael, antes y después de su conversión. En 1898, cuando se
encontró por primera vez delante de aquel cuadro, tuvo una impresión desconcertante que
él mismo describe con estas palabras: "Allí; los ojos de la reina de los cielos, que sube al
cielo con su divino Hijo, me estaban mirando. Había en aquellos ojos una fuerza infinita de
pureza y de inmolación voluntaria... Perdí los sentidos, me giraba la cabeza; de mis ojos
brotaban lágrimas dulces y amargas al mismo tiempo, que hicieron licuarse el hielo de mi
corazón; era como si se me desatara de pronto un nudo vital. No se trataba de una
turbación estética; no, era un encuentro, un nuevo conocimiento, un milagro. Llamaba a
esta contemplación una plegaria (era entonces marxista)..." Más tarde, en 1923, después
de su conversión y de su visión teológica sofiánica, contemplando una vez más en Dresde
la Madonna de Rafael, su corazón permaneció insensible: "Una cosa quedó clara para mi
desde la primera mirada que le dirigí: aquélla no era una imagen de la madre de Dios, de la
purísima siempre Virgen; no era un icono. Era una pintura, obra de un genio sobrehumano,
pero de un significado y de un contenido muy distinto del icono. Era la suprema revelación
del carácter femenino del don de si, pero humano, solamente humano... Precisamente por
eso todo naturalismo en la representación de María carecerá de fuerza, será engañador y
mentiroso, por muy alto y perfecto que pueda ser. A la luz de esta relación aparece la
deslumbradora sabiduría del icono ortodoxo. Sentí y comprendí con claridad que fueron
precisamente esos iconos los que me habían hecho perder el gusto de Rafael y de toda la
pintura naturalista".
La experiencia de Bulgakov nos mueve a preguntarnos en qué consiste la verdadera
belleza de María. Su indicación nos orienta hacia la coexistencia entre la humanidad y el
misterio, entre la expresión artística y el contenido histórico-salvifico, entre la inmanencia en
el espacio material y la trascendencia de significado. La ruptura de este equilibrio lleva a un
chato naturalismo o a la kénosis del signo, que teológicamente se traducen en monofisismo
con acentuación nestoriana o docetista.
La misma exigencia de superación del plano meramente físico determina el concepto de
belleza. Entre el dogmatismo, que llega a especificar los cánones de la belleza objetiva, y el
subjetivismo, para el que lo bello se reduce a la percepción feliz, la posición media asegura
que hay que conjugar el placer estético con la calidad del objeto. Desde el punto de vista
objetivo, es potencialmente bello y capaz de suscitar un placer desinteresado el ser rico en
valor y en significado. Por tanto, "la belleza es la virtud del objeto sensible y significante, en
que el ser se identifica con el valor... Es la perfección de una existencia sensible y
significativa"'.
En esta perspectiva la belleza de María es evidente, en cuanto que su ser es
sumamente rico en valores y está abierto a un ancho horizonte de significados. Como
afirma H.U. von Balthasar, también en el plano natural "la imagen de María es inatacable;
para los mismos incrédulos tiene el valor de una belleza intangible, incluso cuando se la
comprende no como una imagen de fe, sino sólo como un símbolo augusto y de un alcance
simplemente humano". La concentración en María de la virginidad y de la maternidad, de la
gracia y de la gloria, aun en la concreción histórica de su vida sencilla y pobre, hacen de
ella una síntesis sublime de todos los ideales más puros de la creación. En ella se apagan
los deseos de un mundo más bello y utópico, de un retorno al paraíso primordial, así como
los anhelos por una mística armonía con el cosmos simbolizada por la condición del niño en
el seno materno.
La belleza de María se niega a una reducción naturalista, ya que implica siempre el dato
de fe que le confiere significado, incluso en el plano cultural. En esta línea se movieron los
padres de la iglesia desde san Ambrosio, que alaba el esplendor moral de "aquella que fue
elegida por el mismo Esplendor"' hasta san Juan Damasceno, que llama a María "toda
hermosa, totalmente cercana a Dios"; así como los escritores eclesiásticos que a lo largo de
los siglos cristianos han escrito sobre las excelencias de María. La búsqueda de una
síntesis se encuentra en Pablo Vl, que describe a María como "la mujer vestida de sol, en la
que los rayos purísimos de la belleza humana se encuentran con los sobrehumanos, pero
accesibles, de la belleza sobrenatural"; más aún, el mismo Pablo Vl descubre el secreto de
la belleza intacta de la Virgen en la presencia operante en ella del Espíritu Santo: "María es
la llena de gracia, rodeada por el Espíritu Santo... Es realmente un gozo para el mundo, una
obra maestra divina de la antropología humana". También para Juan Pablo II "esa belleza
insólita que lleva por nombre María..." es densa de misterio, ya que "es plenamente
conocida tan sólo por Dios pero... al mismo tiempo le dice mucho al hombre".
Por consiguiente, un discurso teológico o una obra de arte que
intenten captar la belleza de María tienen que expresar el misterio de su ser y de su misión,
recibir intuitivamente su luminosidad y su significado. María se presentará como "el
esplendor de la iglesia", el reflejo de la gloria de Dios en una criatura, "el prototipo de lo que
el Ars Dei puede hacer con el barro humano que no se opone a sus proyectos". El camino
de la belleza desemboca en la ontología del valor y del significado de María para los
hombres y los creyentes de las diversas generaciones. Efectivamente, la Virgen "posee una
identidad estético-teológica que nunca se había conocido anteriormente: una mujer cuyo
esplendor humanamente radiante es instituido como fundador de una humanidad a la que
se le ha prometido el esplendor de una irradiación mesiánica... María, al mismo tiempo obra
y artista, invita a partir de ella misma como sujeto y no ya como objeto".

4. BELLEZA DE MARÍA Y SALVACIÓN DEL MUNDO.


Si vale la pena insistir en la belleza de María en el anuncio de su misterio, ¿se infiere que hay
que seguir el camino de la belleza, incluso en los medios expresivos de comunicación? En otras
palabras, ¿es oportuno recurrir a las diversas formas del arte (pintura, música, teatro, cine, etc.)
para transmitir los contenidos marianos en su dinamismo salvífico? ¿Conviene transmitir la
belleza de María a través de instrumentos artísticos, es decir, bellos?
La respuesta depende de la solución del viejo problema sobre la
función del arte. Platón se mostró vacilante, condenando unas veces el arte como copia de
lo visible y anclado al mundo material, y haciendo otras veces su elogio en cuanto que es
acogida de las musas y capacidad de hacer vislumbrar el verdadero mundo de los valores.
A lo largo de los siglos, incluso dentro del cristianismo después de la dramática lucha
iconoclasta (s. VIII), ha prevalecido la visión positiva de las expresiones artísticas en su
función catártica, didascálica y mistagógica. Hoy, en nuestra sociedad de consumo, nos
damos cuenta de que "tanto la belleza de la naturaleza como la del ambiente cultural creado
por el hombre son manifiestamente necesarias para mantener al hombre psíquica y
espiritualmente sano. La total ceguera psíquica frente a la belleza en todas sus formas, que
hoy se extiende tan rápidamente por todas partes, constituye una enfermedad mental que
no hemos de infravalorar...". Más aún, con una frase célebre ha afirmado Dostoyevski que
"la belleza salvará al mundo"; pero lo dijo en un contexto problemático, en donde admitía
que "la belleza es un enigma" y que por tanto hay que plantearse antes el problema de cuál
es la belleza que salvará al mundo.
·Soltzenitzyn es del parecer que "toda obra maestra auténtica tiene una fuerza de
convicción absolutamente irresistible y acaba subyugando a los corazones más rebeldes".
El arte es un persuasor oculto, capaz de sacudir las conciencias amodorradas y de suscitar
el gozo y el heroísmo; por eso, cuando transporta consigo contenidos marianos, posee la
eficacia de despertar los corazones al reconocimiento de los valores encarnados en María.
La función crítica, anamnésica y proléptica del arte encuentra su campo de aplicación en
todo lo que afecta a María; las expresiones artísticas marianas, cuando alcanzan cierto
nivel de calidad, sirven de crítica a la vivencia eclesial, recuerdan los aspectos olvidados y
anticipan las verdades que serán luego universalmente reconocidas.
Para Evdokimov salvará al mundo aquella belleza redimida que surge del Espíritu y que
está emparentada con las realidades últimas; esa belleza lleva a cabo una coincidencia
entre la experiencia estética y la religiosa: "La belleza que salva al mundo se sitúa en la
realidad de que nos habla la oración que Dionisio el pseudo-Areopagita dirige a la
Theotókos: 'Deseo que tu imagen se refleje en el espejo de las almas y las conserve puras
hasta el final de los siglos, que levante a los que están inclinados hacia la tierra y que dé
esperanza a los que consideran e imitan el modelo eterno de la belleza...' Es aquí donde la
fórmula la belleza salvará al mundo recibe su verdadera significación. Es la fuerza de
curación que emana de Cristo, el gran sanador; 'habiendo restablecido la imagen
contaminada en su dignidad original, la une con la belleza divina'; esa fuerza emana
igualmente de todo icono que el ritual llama milagroso en su ministerio de proyección y de
curación".
La ruptura entre la cultura actual y el evangelio es quizá la causa principal de la
ausencia de auténticas representaciones u obras de arte marianas en nuestro tiempo. Al
faltar una experiencia profundamente religiosa, muchas de las expresiones artísticas que
tienen un tema mariano se parecen mucho a estudios o ejercicios motivados por la
referencia a María, más bien que a creaciones inspiradas, capaces de captar las
profundidades de su misterio y al mismo tiempo las pulsaciones de la vida contemporánea.
De manera semejante, cuando falta el acuerdo con la profundidad y la totalidad del ser, a
través de la genialidad profética y de la fantasía creadora, el arte religioso mariano cae en
el Kitsch o en la oleografía devocional, a menudo lánguida y sentimental.
Por tanto, es preciso invocar y promover dentro de la iglesia una seria iniciación cristiana
de los artistas, de tal manera que puedan asimilar y vivir todo el misterio salvífico, que
comprende también a la persona de María con su función única y determinante. De esta
experiencia cristiana y mariana surgirán los nuevos artistas que, como en otros tiempos
Dante o Jacopone da Todi, interpretarán con el hechizo de la poesía (o de las demás artes)
la vida siempre significativa de María, la madre de Jesús.
Después de Péguy y de Claudel ha dado también una buena prueba de ello Giovanni
Testori con su obra de teatro Interrogatorio a María representada en iglesias llenas de
jóvenes. En el diálogo entre el coro y María, el autor, reconquistado para la fe, "desarrolla
en un plan armonioso una mariología existencial sintética y sustanciosa, iluminada por la
Biblia y llevada a cabo con una aguda reflexión... Toda esta riqueza mariológica no se
presenta como una letanía de títulos laudatorios sino que brota de la figura de María, que
actúa y habla en la acción escénica... No estamos ante una teología de lo abstracto, ni ante
una mariología entusiasta y desencarnada. Aquí está Dios-con-nosotros, como uno de
nosotros, en medio de nosotros con su madre, siempre unida al Hijo, nuestra hermana
hecha de carne, pobre y terrenal, cargada de experiencia dolorosa y temblando de amor
desbordante".
Por boca de María el dramaturgo se transforma en poeta, que denuncia injusticias y
delitos de la humanidad, ya "en el limite de su destrucción total", y enciende la llama de la
esperanza señalando la última playa de salvación en la entrega total a Cristo ("... ¡pero hay
que darse a él!; / ¡vivir en él y de él, fiarse de él!"). Con este ejemplo de teatro de contenido
mariano Testori muestra la eficacia de la "vía pulchritudinis" para representar la figura de
María de tal forma que se sienta afectado el oyente y se transforme en actor del drama vital
del cristianismo, que se actualiza en todo tiempo.
La comunicación del mensaje cristiano sobre María de forma artística es un camino
privilegiado y eficaz; servirá para hacer resaltar la belleza del plan divino de salvación en la
figura de María, microcosmos de la iglesia, y la imprimirá no ya en el hábil raciocinio, sino
en todas las facultades del hombre, provocando una experiencia vital, transformadora e
imborrable. De la belleza de María, siguiendo la línea sapiencial (Sab 13,5), nos elevaremos
al reconocimiento del autor mismo de la belleza.
(·FIORES-S-DE. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 290-299)
MARÍA EN LA CATEQUESIS
Y ESPIRITUALIDAD DE LOS JÓVENES
A. GALLIO

I. Mundo juvenil actual y María

El mundo juvenil, sobre todo en sus connotaciones actuales, parece evocar una amplia
gama de atributos que niegan toda conexión mariológica. Semejante interpretación sólo
puede encontrar espacio en cuantos están excesivamente condicionados por la negatividad
de la fenomenología juvenil. El joven es, en realidad, un mundo mucho más articulado y
complejo, cuya identidad trasciende toda forma de reduccionismo interpretativo. De ahí la
exigencia imperativa de una consideración de la temática que tenga en cuenta todos los
supuestos socio-culturales y ético-religiosos, típicos del mundo contemporáneo. El objetivo
es la resonancia de los valores espirituales en la condición juvenil de hoy y los términos
eventuales respecto a los cuales se pueda hablar de despertar espiritual.

1. REALIDAD JUVENIL EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO.


Para interpretar de modo correcto la realidad juvenil es necesario, en primer lugar, tener
presente su referencia axiológica. El valor no cambia; cambia la modalidad que se relaciona
con él, desde la cual es posible captar el cambio de sensibilidad.

a) Tipología axiológica. Se hablará de tipología más que de valores sueltos para


distinguir las lineas fundamentales de tendencia. Entre los jóvenes parece que se va
consolidando una nueva síntesis ético-cultural que localiza su soporte en los valores de la
persona y del grupo. A esta aparición de una moralidad societaria corresponde una
apertura cada vez mayor a los valores político-sociales y una solidaridad cada vez más
amplia, de tendencia universalista. Sin embargo, parece excesivo atribuir a la masa juvenil
el personalismo solidario en forma de asunción constitutiva. Resulta más justo hablar de
aspiraciones de superficie y de anclaje mayoritario en lo privado.
Los datos sobre la orientación preferencial de los jóvenes por lo público o lo privado no
hay que verlos desvinculados de la orientación religiosa de los mismos. La elección entre
público o privado se convierte en contexto hermenéutico de todas las consideraciones
axiológicas sobre el mundo juvenil, y por tanto también sobre la religiosa. Pero en el
condicionamiento y determinación de tal situación en el ámbito juvenil han intervenido
algunos fenómenos precisos, que podemos definir como "áreas problemáticas de época".

b) En relación con las áreas problemáticas más significativas. Típica de nuestra época
es la racionalización. Con su expansión ha fomentado la difusión de algunos fenómenos
que han incidido particularmente en las jóvenes generaciones: el eficientismo, la
irresponsabilidad, el consumismo. A pesar del apremiante condicionamiento ejercido por la
racionalización, ciertos núcleos de jóvenes sienten la necesidad de romper los duros lazos
de este conformismo. Prefieren valorizar algunos aspectos positivos de la sociedad
racionalizada. Con sus preferencias avanzan en sentido positivo y concreto hacia la
construcción de una sociedad alternativa centrada en el hombre y encaminada hacia él.
El pluralismo ideológico constituye otro fenómeno en el cual es necesario detener la
atención. La sociedad actual, que se caracteriza por el pluralismo, coloca a los jóvenes ante
problemas y posibilidades no indiferentes. Muchos se ajustan acríticamente a la
permisividad. Ello les crea insatisfacción e inseguridad, frente a la cual reaccionan con la
automarginación de la sociedad (hippies) o con la rebeldía violenta (grupos subversivos).
Contra peligros así existen algunos factores positivos que los jóvenes intuyen e intentan
vivir, conscientes de que una sociedad pluralista ofrece, respecto a una sociedad
ideológicamente homogénea, mayores garantías a la libertad de conciencia, provoca un
amplio florecimiento de ideas, estimula a pensar e indagar y favorece la solidaridad.
Finalmente, el fenómeno de la secularización, cuyos resultados macroscópicos parece
que se han de reconocer en la separación entre religión y sociedad y en la progresiva
marginación de aquélla; en la privatización y/o subjetivación del comportamiento religioso
como efecto individual. El influjo de semejante fenómeno se deja sentir particularmente en
las jóvenes generacIones.
La conciencia cada vez más difundida, de las alienaciones corrientes conduce al
descubrimiento de la política en su acepción más amplia. Ese descubrimiento coloca a la
religión y la política en un nivel de antagonismo contrapuesto y exclusivista que estimula la
mentalidad de la autosuficiencia inmanentista. Como semejante actitud no se agota
solamente en el área religiosa, sino que impregna la relación institucional y parental de los
jóvenes, se impone una visión unitaria de las problemáticas juveniles.

2. PROBLEMÁTICA RELIGIOSA.
Para afrontar seriamente la temática de la religiosidad juvenil conviene situarse en una
óptica de conjunto. El examen, breve y quizá esquemático, de la realidad juvenil en el
mundo contemporáneo, establecido como primera argumentación de toda la parte siguiente,
se extiende como un horizonte hermenéutico.

a) Incidencias histórico-contextuales. En relación con el proceso de secularización,


entendido como crisis de fiabilidad del discurso religioso a nivel socio-cultural, se nota una
firme tendencia a las definiciones laicas atribuidas al término genérico fe. Lo religioso
amplía notablemente el área de sus connotaciones, convirtiéndose en opción de valor,
despojándose cada vez más de definiciones confesionales. En el ámbito del lenguaje se
registra un proceso de creciente preferencia por el término fe, entendido como propuesta
esencial de valores religiosos, respecto al término religión, considerado preferentemente en
su alcance histórico-institucional. Finalmente, hay que notar que el mayor anclaje en lo
privado por parte de los jóvenes revela su incidencia también en la esfera religiosa. Se
asiste hoy a una subjetivación general del comportamiento religioso, vivido como afirmación
de la centralidad de la experiencia personal, de la búsqueda y del protagonismo. La
aparición de semejante fenomenología ofrece la posibilidad de entrever las directrices en
las que se mueve toda la problemática religiosa juvenil y estimula a ulteriores interrogantes.

b) ¿Despertar espiritual de los jóvenes? El tema del despertar espiritual, sumamente


estudiado y controvertido es hoy objeto de vivas discusiones. Siguiendo la huella de los
viejos debates, el fenómeno religioso y su despertar entre las jóvenes generaciones
replantean el dualismo conceptual sobre la religiosidad.
La primera posición define la tensión religiosa como necesidad histórica, y la otra como
necesidad natural. Aquí habría que establecer un detenido confrontamiento entre teorías e
hipótesis contrapuestas; pero resulta más conveniente, para nuestros fines, una mirada
fenomenológico-experiencial. Semejante enfoque se convierte en nivel posible de síntesis.
En efecto, la conducta religiosa puede considerarse como algo que emerge de una
necesidad radical de significado.
El interrogarse ha constituido desde siempre una de las experiencias fundamentales y
originales del hombre. Y es una experiencia apta para poner en tensión hacia la integración
óptima del sistema de la propia personalidad. De aquí parece que toma vida la experiencia
religiosa juvenil. Particularmente el joven, comprometido en su completa maduración
humano-espiritual, advierte la necesidad de respuestas cada vez más creíbles y que tengan
verdadero sentido.
Pero estadísticamente se presenta arduo cuantificar un movimiento cualquiera de
despertar o de ocaso. En todo caso, las encuestas son útiles para definir una situación;
pero serían necesarias encuestas-tipo, verificadas durante un preciso período de tiempo, a
lo largo del cual poder anotar las líneas de evolución. Con referencia al fenómeno del
despertar espiritual de los jóvenes, resulta más creíble y coherente trazar una situación de
concienciación progresiva según la necesidad vital de significado, cuyas respuestas no
siempre se pueden catalogar como estrictamente religiosas. Para poder comprender la
dinámica y los procesos de cambio en el mundo juvenil de hoy en orden a la sensibilidad
religiosa, es particularmente interesante el examen del fenómeno asociativo.
Sobre este tema unos hablan de "estancamiento" y otros de "incipiente recuperación".
No obstante al que vive su propia vida pastoral inserto en la realidad asociativa juvenil le es
más fácil tender a la segunda tesis. Asistimos, en efecto, al despertar de las exigencias y de
los valores profundos y religiosos en ese mundo juvenil que constituye un laicado cristiano
muy diverso del tradicional. Un signo de esta vitalidad se puede apreciar en la dirección de
la postura juvenil respecto a la madre de Cristo, hacia la cual se abre una relación vivida en
términos de descubrimiento evangélico de valencia antropológica.

3. LOS JÓVENES FRENTE A MARÍA.


Los datos que siguen provienen de jóvenes interrogados individualmente o agrupados, y
que en todo caso siguen un camino de vida cristiana comprometida. La publicística en este
sector está particularmente ausente. Se han realizado algunos intentos de confrontación
debidos a autores sensibles al problema, en forma de encuesta dirigida directamente a los
jóvenes. Por lo tanto, la parte que sigue tomará en cuenta algunas encuestas o testimonios
de jóvenes en su relación con María. Resultará de ello una situación evolutiva, puesto que
se confrontarán encuestas y testimonios de momentos históricos diversos.
En base a la primera encuesta, dirigida por G. Campagnaro y R. Tonelli, se ha podido
comprobar que la oleada del 68 no ha impedido a muchos jóvenes robustecer su fe. Tal
acontecimiento ha asumido los contornos de una rigurosa verificación. En muchos ha
surgido la exigencia, casi imperativa, de salir de una situación de pasividad cultual. Para
realizar esta salida han visto en la recuperación de la dimensión antropológica del culto el
camino privilegiado. El índice de los atributos de matriz antropológica al identificar a María
va en constante aumento entre los jóvenes. Las connotaciones más corrientes, persona,
mujer, madre, indican la búsqueda de concreción en la conducta cultual y reivindican toda
una liturgia más en consonancia con la función de dar unidad coherente a la vida para que
no sea fragmentaria. El hecho demuestra el influjo innegable ejercido por el enfoque
impreso por el Vat II a la mariología, pero también el rol profético desarrollado por los
jóvenes. Si la inserción de María en el c. VIII de LG ha puesto de manifiesto una dolorosa
incertidumbre en los padres conciliares, se ha convertido también en ocasión para
demostrar que la orientación eclesiológica, más concreta y realista, estaba germinalmente
presente en los jóvenes.
El hoy juvenil vive motivos de ulterior profundización litúrgico-devocional. Existe el riesgo
del verbalismo, que induce a los jóvenes a apelar a la experiencia, pero no en sentido
aventurero. Ellos sienten el deseo de "vivir a María". La tensión que emerge se expande
cada vez más, hasta resumir y convertirse en emblema de toda la espiritualidad juvenil.
Esta necesidad radical de concreción se introduce vigorosamente en la dimensión del
magisterio de la iglesia a modo de desafío. La pastoral y la catequesis no pueden ya
prescindir en su acción de una seria consideración de las exigencias que brotan
continuamente en el ánimo juvenil, tan fresco y rico de carga profética.

II. María en la catequesis y espiritualidad de los jóvenes

En la parte que precede se ha pretendido trazar la realidad juvenil en su tipología


fenomenológica compuesta y contradictoria. El tema exigiría mayor espacio y una ulterior
profundización. No obstante, los elementos recogidos hasta aquí parecen suficientes para
definir una situación de continuo fermento que se agita en el ánimo juvenil. La juventud es
la época de la búsqueda para definir la identidad del individuo; una época en la que están
presentes determinadas problemáticas que se convierten en elemento unificador por lo que
concierne a la identidad juvenil en general. Son las soluciones que le imprimen el carácter
de diversificación. La iglesia, consciente del mandato magisterial (Mc 16,15), debe
perseguir continuamente la inserción en el dinamismo de respuestas a la necesidad de
significado como solucionadora autorizada. Semejante atención es una constante en la
historia del magisterio, aunque no siempre en consonancia con las necesidades históricas
reales.

1. ORIENTACIONES DEL MAGISTERIO.

a) Vat II. De esa asamblea no se tienen elementos caracterizadores y explícitos acerca


de la presentación de María a los jóvenes. Sin embargo, se puede observar que las
orientaciones generales del Vat II son básicas y han de guiar también la catequesis juvenil.

Un primer aspecto que distingue al Vat II en el terreno de la mariología es la orientación


histórico-salvífica. Con ella los padres conciliares han querido indicar el ámbito
hermenéutico de todo discurso sobre María. Por eso, al situar las declaraciones sobre
María en un contexto histórico-salvífico, el concilio elimina la posibilidad de un discurso
autónomo sobre María y evita la impresión de que ella constituya una porción separada y
aislada en el concierto divino de la creación y de la gracia. La orientación conciliar desea,
pues, una presentación de la madre de Cristo que no sea ajena a la condición humana,
sino solidaria y partícipe. De ahí la perfecta congruencia de la segunda orientación
conciliar, que considera a María íntimamente unida a la iglesia. De ella es segmento inicial
perfecto, y en ella y por ella expresa una función de cooperación con Cristo del todo
singular y eminente.
Semejante enfoque tendrá su peso histórico y ecuménico, sin olvidar su alcance
pedagógico. Para el joven se convierte en terapia contra la tendencia, latente o manifiesta,
a la privatización y al individualismo. El ejemplo de María empeña al joven en un proceso
continuo de conversión a la solidaridad, a la participación. Así pues, podría definirse como
altísima contribución a la mariología la doctrina conciliar; pero no se puede omitir la laguna
que se sigue de la falta de confrontación entre mariología y realidad juvenil. Por eso el
magisterio ha intervenido sucesivamente, aunque no siempre en forma directa, para colmar
las lagunas señaladas.

b) Ulteriores desarrollos. El clima posconciliar se caracteriza por algunos fenómenos


muy incisivos. En el campo teológico prevalecen los interrogantes sobre las respuestas, y
las hipótesis sobre las certidumbres. A pesar de las dificultades, el afán por llevar el concilio
a la vida, duro cometido fundado en la paciencia y la esperanza, se ha profundizado y
ensanchado. En este contexto, en febrero de 1974 publica Pablo Vl la exhortación
apostólica Marialis cultus. El pontífice precisa, con un profundo análisis, la inserción del
culto a la virgen María en la liturgia y, al trazar la orientación antropológica de la piedad
mariana, recupera integra y aplicada a la praxis la visión conciliar de la devoción mariana.
Se trata de la respuesta precisa de un pontífice atento a las líneas del cambio
socio-cultural y sensible a la realidad juvenil. De ésta no subraya exclusivamente los rasgos
angustiosos y atormentados, sino que hace resaltar toda su fenomenología positiva. Es una
óptica pronosticadora la que impulsa a Pablo Vl a proponer a María a los jóvenes. Y
aunque no sea posible hablar del documento como de algo sistemático y completo, sin
embargo su magisterio sienta bases concretas para un contacto entre el mundo juvenil y
María. El se dio cuenta de que, por un cúmulo de factores, muchísimos jóvenes no aceptan
ya mensaje alguno si no es práctico y tangible. Fácilmente se deslizan hacia una forma de
filantropía, a primera vista óptima, pero que oculta en su interior una falta de fe en lo
sobrenatural. La comprobación se convierte en camino para propuestas concretas de
encuentro con María, propuestas ricas en el plano antropológico. A María se la puede
encontrar en la historia de la salvación y en el evangelio, así como en el esfuerzo cotidiano
por verla siempre como mujer.
Nos encontramos ante un magisterio que es fruto de una fina sensibilidad moderna y que
indudablemente ha abierto las puertas a nuevas sendas para la pastoral y la catequesis
juvenil; normas y orientaciones en gran parte desatendidas por los mismos organismos
educativos, quizá todavía demasiado desabastecidos en el plano pedagógico.

2. PARA UNA REVALORIZACIÓN DE MARÍA EN LA TAREA DE LA CATEQUESIS.

Los elementos teológico-pedagógicos que han aparecido se convierten en objeto de


síntesis para transformarse en propuestas de carácter catequético.

a) En línea con el Vat II. De la orientación histórico-salvífica emerge una figura precisa
de María. Se la puede considerar expresión particular de la cooperación de la criatura en la
obra de Dios en la historia de la salvación, suscitada y sostenida por la mediación del
Redentor. María no es la única cooperadora de la salvación; también la iglesia y cada
cristiano están llamados a desarrollar en Cristo una función salvífica. María personifica así
el camino de la historia humana, y por tanto de cada cristiano, en la obra de la salvación. Al
considerar la finalidad de la catequesis, que es llevar a la transformación de la vida y a la
madurez de la fe, adquiere precisión su puesto en la vida del joven y brota la función como
lugar catequético necesario. La utopía cristiana se hará posibilidad y María no será
considerada meta de la existencia cristiana, sino su modelo, siendo en este sentido
insustituible. El joven se sentirá inducido a reconocer el valor de su obrar cotidiano, visto no
ya como "vacío liturgismo gestual", sino como lugar potencial de acción salvífica para sí y
para sus hermanos.
En estrecha conexión con la primera orientación conciliar sigue la eclesiológica, como
motivo de reflexión sobre el valor de la dimensión comunitaria del pueblo de Dios. María
coopera al nacimiento de la iglesia y lo hace de modo ejemplar, hasta el punto de ser
reconocida como madre. Para el joven, el sentido de pertenencia eclesial ejerce una
función terapéutica. Él tiende a superar cada vez más el angosto horizonte del propio yo y,
a ejemplo de María, percibe cómo ha de ser su compromiso, a saber: una maternidad, un
dar a Cristo al mundo, una respuesta de virginidad o bien de total consagración.

b) En línea con la MC. La "exhortación" invita a una búsqueda que parta del actual
sistema cultural para "descubrir cómo María puede ser tomada como espejo de las
esperanzas de los hombres de nuestro tiempo" (MC 37) y para "eliminar una de las causas
de la inquietud que se advierte en el campo del culto a la madre del Señor, es decir, la
diversidad entre algunas cosas de su contenido y las actuales concepciones antropológicas
y la realidad psicosomática profundamente cambiada en que viven y actúan los hombres de
nuestro tiempo" (MC 34).
Aquí se plantea el problema de la relación de la antropología contemporánea con los
datos de la revela¢ión que es preciso asumir para comprender el significado salvífico de
María. Se trata de establecer una relación precisa entre la problemática juvenil y los datos
de la revelación acerca de María, puesto que la catequesis no puede prescindir de las
situaciones de la vida, de los problemas y de la confrontación con las culturas.

c) Para un ulterior desarrollo en sentido antropológico. La catequesis ha de estar cada


vez más alerta para sintonizar con el mundo juvenil y fundar su acción primera en la
precomprensión. Si la religiosidad es una respuesta a la búsqueda de significado, es
preciso que intervenga la catequesis para que no desaparezca tal dimensión en el joven.
Se trata de alimentar esa búsqueda de significado que, transferido a la esfera religiosa de
la vida se convertirá en tensión escatológica. El joven vive ya de algunas respuestas, pero
éstas aún no son del todo plenas.
María se ha convertido en "la solución escatológica" en una respuesta plena y definitiva.
El motivo pedagógico que de ahí se deriva orienta al joven hacia una particular atención a
la realidad cotidiana de su ya, para vivir en la línea de María. Lo cotidiano así vivido se
convertirá en prenda de una promesa que en la madre de Cristo se ha realizado
plenamente como anticipo. La catequesis podrá, en definitiva, ofrecer los instrumentos que
le permitan al joven descubrir a María como "espejo de las esperanzas de los hombres"
(MC 37). Releyendo el relato evangélico de María surgen también sus dificultades para
creer, su esfuerzo de reflexión, su camino interior. Proponer todo el recorrido realizado por
ella significa predisponer al joven a superar toda tentación de alienación o de eludir la
responsabilidad. Significa responder al misterio del hombre, estimular la conciencia juvenil
para que realice la opción fundamental por Cristo con vistas a la realización de una historia
mejor. La catequesis no pretende asumir una función totalizante en el crecimiento y
maduración de un joven, sino encontrar su sitio específico dentro de ese proceso de
maduración. Conscientes del carácter específico de la acción catequética, se intenta
percibir algunos medios posibles de naturaleza pastoral, a fin de evitar la evaporación
verbal de las propuestas catequísticas.

III. Metas y perspectivas

1. CAMINO DEL JOVEN HACIA MARÍA.

La capacidad juvenil de encuentro con María indica el grado de madurez alcanzado en la


fe. Pero caminar hacia María exige una sólida estructura personal.

a) Madurez psico-afectiva. La capacidad de encuentro con el otro forma parte de una de


las experiencias fundamentales y más problemáticas del obrar y del sentir humano. La
historia, en efecto, se caracteriza sobre todo como proceso de hostilidad entre individuos y
pueblos. Es una condición que revela el estadio de inmadurez de la humanidad entera y
refleja condiciones individuales generalizadas de inmadurez psicoafectiva. Parece aceptado
que el conocer se realiza a través de estructuras afectivas. Ahora bien, la capacidad de
entrar en relación con el otro, que es antes de nada conocimiento, revela justamente el
grado de madurez de tales estructuras y libera del miedo de revelarse a sí mismo. Además,
favorecerá la integración real entre fe y vida, establecida en la medida de la autenticidad de
la vida cristiana. El índice evidente de ese proceso en acto en el joven se manifiesta en la
adopción de una identidad personal precisa.

b) María y la búsqueda juvenil de identidad. Uno de los motivos que más angustien el
alma del joven es la búsqueda de identidad, sometida a crisis por el tipo de axiología hoy
vivida en contraste con el mundo adulto. En el contexto de transición del pasado al futuro,
el joven experimenta la insatisfacción por lo contingente, que se revela como aleatorio, y la
inseguridad por la construcción del futuro, haciéndolo emotivamente frágil. Sólo que esta
incertidumbre estructural es reveladora de la exigencia juvenil de modelos de identificación.

Pero el modelo único es Cristo. Por eso hay que establecer la justa relación entre Cristo
modelo y María modelo. El primero se deberá considerar la unicidad ontológica, y por tanto
original y divina; la segunda, como la más perfecta imitadora de tal unicidad. María adopta
la función de modelo del cristiano por ser la más cercana a Cristo y, al mismo tiempo, la
más cercana a los hombres. Una conclusión así se puede deducir de la narración
evangélica de su vida, pero también del esfuerzo por encontrarla en lo cotidiano. Ella es el
modelo que realiza plenamente su personalidad humana y cristiana, su identidad.
El indice-simbolo de la integración efectuada en la vida del cristiano parece que hay que
buscarlo en la capacidad oblativa. María es imagen de la entrega completa de sí a los
otros, no por un fin puramente filantrópico, sino como consecuencia de su apertura de alma
a la propuesta divina. Modelo no sólo en orden a la fe, sino también a la acción. Esto le
atribuye el apelativo de "respuesta vital" a las esperanzas del hombre contemporáneo.

c) Aspiraciones juveniles y figura de María. La tendencia juvenil a la solidaridad se


manifiesta como síntoma de la búsqueda juvenil de valores fundados en una moralidad
societaria. María en su vida evangélica es un ejemplo constante de solidaridad con el
pueblo cristiano. No viene al caso aquí recordar episodios bíblicos como confirmación de tal
realidad, puesto que se intenta hacer una lectura que trascienda el hecho para detenerse
en el mensaje. Es ciertamente positiva la tendencia juvenil a la solidaridad, pero cuando no
se convierte en fuga del propio yo.
El descontento y la angustia juveniles parece que tienen origen en esa dificultad,
revelando también la exigencia de relaciones más auténticas, arraigadas en el intercambio
inmediato de los sentimientos propios hacia un equilibrio afectivo más estable. María ha
demostrado madurez en semejante relación en el momento de la anunciación y de la
visitación. No vaciló en engrandecer al Señor y en exponer sus sentimientos de júbilo (Lc
1,47). Su ejemplo anima a estas exigencias juveniles y ofrece garantías precisas a cuantos
recorren el mismo camino, ya que para ella ese recorrido ha significado su "dicha" (Lc
1,45-48).
Un segundo fenómeno nos hace meditar sobre el antiinstitucionalismo de los jóvenes y
sus consecuencias. En esta actitud se pueden leer algunas aspiraciones a una sociedad
menos burocrática, a una gestión diversa del poder, a una religiosidad menos legalizada
desde el punto de vista normativo y menos rígida en el plano litúrgico. María no titubeó en
alabar a Dios por su acción contra los poderosos (Lc 1,52) y contra los que detentaban el
poder de manera opresora. El canto del Magnificat, en efecto, es una perfecta expresión de
la espiritualidad de la liberación.
Por lo que atañe a la acusación de rigidez lanzada contra la liturgia, parece oportuno
notar que María vivió las celebraciones litúrgicas con fidelidad a las leyes mosaicas
"celebrando la vida". En María la celebración de la vida consistía en escuchar la palabra de
Dios, de la cual brotaba la atención a los demás y el compromiso por hacerla eficaz.

2. EL JOVEN Y LA FIGURA MATERNA.


La referencia a una figura femenina en el proceso de maduración cristiana del joven
requiere algunas precisiones sobre las consecuencias antropológicas y simbólicas. En la
sensibilidad juvenil, el tema de la maternidad de María es objeto de significativa reiteración.
La imagen de la madre evoca una expresión de gozo, de seguridad, de abandono total, que
llegan progresivamente a configurarse como experiencia de la más completa integración
psíquica.

a) Figura materna e imagen de María. Si la imagen materna es la base del nacimiento


de la experiencia religiosa del niño, imprimiendo a esta última el carácter de ambigüedad y
la sospecha de infantilismo, el descubrimiento de la figura de María empuja a un camino de
madurez. Ella, en efecto, no fue una madre posesiva y celosamente replegada sobre su
hijo, sino "mujer que con su fe favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo (cf Jn
2,1-12), y cuya función materna se ensanchó adquiriendo en el Calvario dimensiones
universales" (MC 37). La maternidad de María se concreta de manera típica, virginalmente,
ofreciendo estimulo al joven que debe afrontarla.

b) Maternidad virginal. Hoy se intenta volver a encontrar en la virginidad de María el


sentido del misterio ya subrayado por san Ignacio de Antioquía: "Y permanecieron ocultos al
príncipe de este siglo la virginidad de María y el parto, lo mismo que la muerte del Señor;
tres clamorosos misterios (que se debían proclamar altamente) que fueron realizados en el
silencio de Dios". La realidad del misterio es un mundo que no termina nunca de cautivar al
joven; casi por instinto propende a cuanto puede ofrecerle la ocasión de una aventura. Vivir
el misterio para el joven cristiano significa abandonarse al silencio de la fe con el impulso y
la decisión propios de la aventura. La virginidad de María es un misterio cuyo significado
teológico se percibe en las tres perspectivas: cristológica, salvífica y existencial. En esta
última, tal característica es comprensible dentro de una elección religiosa, como lo fue la de
María por Dios, en forma de una "opción valiente, llevada a cabo para consagrarse
totalmente al amor de Dios" (MC 37). En tal perspectiva la virginidad de María constituye
objeto de novedad y de descubrimiento para muchos jóvenes.
La madre de Cristo, observada en una cierta perspectiva, aparece como un modelo
accesible. Sin embargo, una presentación que se detuviera en el puro nivel histórico
correría el riesgo de degradar el significado pleno de su persona glorificada. Ella trasciende
las aspiraciones de los jóvenes porque vive en una dimensión de misterio, aunque no por
eso fuera de la perspectiva humana. De esta conciencia arranca todo intento de encuentro
vivo y personal con María.

3. LOS LUGARES DE ENCUENTRO.


Las indicaciones sugeridas no son un alarde de novedad, puesto que los lugares de
encuentro con lo divino no pueden ser mudables. Cambia la forma de presentarlos. Lo que
sigue es un esfuerzo por reformular los lugares heredados de la tradición, concentrando la
atención en la vivacidad fenomenológica de la condición juvenil.

a) La veneración, el culto y la expresión litúrgica. Parece necesaria una fugaz ojeada a


la hermenéutica de la oración mariana. La tradición enseña que orar al Padre (Lc 11,2-4; Mt
6,9-13) pertenece a la experiencia cristiana central. Sin embargo, del hecho de la creación,
momento en el que Dios se comunica a las criaturas de manera tal que se convierten en su
imagen y semejanza, se puede deducir un motivo de justificación de la oración mariana.
Ésta se sitúa en el plano de continuidad entre criatura y creador establecido por la bondad
divina.
En tal contexto adquiere significado la expresión ya clásica de devoción mariana que es
el rosario, cuyo elemento principal es la contemplación (MC 47). En virtud de su esencia, el
rosario se impone por inducir al ejercicio ascético, requisito esencial para el pleno
desarrollo de la personalidad humana.
Con la veneración y el culto, el joven da cauce a la expresión litúrgica, que ahora
adquiere un significado más amplio, convirtiéndose en celebración de la vida que no anula
el culto ritual, sino que lo prepara impidiendo que degenere en ritualismo. La expresión
litúrgica se convertirá así en motivo de continua conversión y de comunión con Cristo a
ejemplo de María.

b) Ejercicios espirituales, opción cristiana e influjo mariano. Hay que redescubrir los
ejercicios espirituales como ocasión preciosa y lugar privilegiado de la ascesis a la que se
ha hecho referencia. María será una presencia viva y concreta, un conocimiento purificado
del proceso ascético, muy cercana al joven que inicia un camino de conversión, como
estuvo presente en la iglesia de los primeros pasos.

c) Imitación y arte sacro. Ya en las líneas precedentes se ha intentado evidenciar el


significado teológico de imitación de María, que comporta un estilo de vida orientado a
Cristo. Además de las imitaciones, que no se pueden considerar simples conductas de vida,
hay otras ocasiones particulares, como las representaciones teatrales, festivales y recitales,
importantes por su función esencialmente comunicativa. A estas formas de imitación puede
añadirse el arte sacro, hoy en primer plano de la atención teológica. El uso de la imagen
responde, en efecto, a la naturaleza del hombre, el cual es ayudado en su dimensión
corpórea por las cosas visibles para elevarse al amor de las cosas espirituales. Es lo que,
en sustancia, podemos recoger de la "teología estética". En ese contexto encuentra su
puesto el mundo de los audiovisuales. Éstos constituyen un medio insustituible, dado que
vivimos en la civilización de la imagen, para transmitir un conocimiento de María mediante la
vía de la belleza.

d) Del silencio, su silencio. La civilización industrial es calificada de "civilización del


ruido". El silencio es cada vez más sofocado, y con ello la posibilidad, sobre todo para el
joven, de ir más allá de lo cotidiano en sus exigencias y expectativas, de estudiar
perspectivas más allá de lo contingente, hacia lo trascendente. Frente a la conciencia de
ese engaño, las reacciones son múltiples, y van desde la droga o la violencia física a la
vida vivida según técnicas y filosofías orientales. Otros, en cambio, advierten la creciente
necesidad de silencio para encontrar a través de él la armonía con el cosmos. En
semejante condición, el joven alcanza un notable grado de objetividad porque está dentro
de una situación que no permite huir o engañar. Aquí se encuentra a sí mismo, en el anhelo
original y fundamental del bien, debido a su condición de "imagen de Dios". Es un
descubrimiento que ciertamente no fomenta la contingencia de una moda, sino que va
mucho más allá.
En virtud de tal persuasión, debida al éxito positivo y lisonjero de algunas experiencias
llevadas a cabo por el que escribe, hemos querido unir al descubrimiento del silencio el
relativo a la persona de María. La referencia es a su alcance espiritual. Así el joven medita
el dato evangélico sobre María y la descubre como mujer umbrátil, que a través de su
actitud ha engendrado para el mundo al Salvador. Su silencio en función salvífica se
extiende con los años y se hace válido para todo cristiano. Del silencio de Dios y del
silencio de María ha brotado la redención, la nueva alianza para el hombre.
Del silencio de Dios y del de cada individuo deriva la conciencia juvenil de su propio
papel en la historia de la salvación y surge la presencia de María como prototipo de ayuda
con su concretez y funcionalidad.
El alcance de aquella experiencia no podrá menos de tener repercusiones psicológicas y
reacciones afectivas en el joven. Se sentirá inducido a establecer una relación afectiva
adulta con María, ajena a cesiones sentimentalistas; vencerá la disgregación interior para
apropiarse su identidad humana y cristiana. Logrado un conocimiento semejante, menos
espurio, de María, el joven se sentirá movido a optar por consagrarse a ella, porque la
siente como verdadera madre que ayuda a vivir mejor los compromisos bautismales.
No obstante, cada personalidad tendrá formas de acercamiento diversas a la madre de
Cristo. Lo que es indispensable, por encima de cualquier propuesta, es la aceptación de
María en la vida como "signo de apertura al don de Dios, ofrecido al discípulo de Jesús,
para reforzar y hacer cada vez más maduro su amor a él".
(·GALLIO-A. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 1011-1023)
MARÍA,
PUERTA DE ENTRADA
PARA UNA NUEVA HUMANIDAD
TOMÁS HERREROS

FUE ESCOGIDA POR DIOS PARA SER SU PUERTA DE ENTRADA EN LA FAMILIA


HUMANA COMO ALGUIEN DE LA CASA, UNO DE NOSOTROS.
SERVIR DE CAMINO A DIOS PARA LLEGAR A LOS HOMBRES Y MUJERES ES LA
FUNCIÓN MAS IMPORTANTE DE TODO EL QUE EVANGELIZA.

Una vez que los ojos de la Hna. Mª del Villar se acostumbraron a la oscuridad de la
reducida habitación de la pequeña casa en la aldea egipcia de Nazlet Khater, distinguió en
la pared un cuadro ahumado de la Virgen de Fátima. Apenas hacía cuatro meses que
estaba en aquella aldea y no conocía las costumbres locales, por lo que le asombró ver una
fotografía cristiana de María en casa de una familia musulmana. Les preguntó si alguien en
la casa era cristiano, y le dijeron que no. Pero a continuación le aseguraron que respetaban
y querían mucho a María, porque había sido una mujer privilegiada, la madre del profeta
Jesús (Isa). Como era el mes de agosto, cuando le ofrecieron de comer le explicaron que
no podían darle algo mejor porque guardaban abstinencia en preparación a la fiesta de
María, el 22 del mismo mes.
Aquel primer encuentro con María en otra religión ha sido inolvidable para la misionera.
Eran personas que vivían en condiciones muy similares a las de la madre de Jesús, incluso
se parecían físicamente a ella. ¿Cómo no iban a ser parte de los predilectos de Dios?
Cuando Dios elige a alguien para que cumpla cierto proyecto no mira su categoría social,
ni busca gente importante. Para El la alcurnia y los honores no significan nada. Prefiere
escoger a gente sencilla para realizar grandes hazañas. Ese es su estilo: se fija en
personas de la periferia, que cuentan poco en la sociedad humana. De ese modo,
demuestra que es El quien actúa. Parte de los que están lejos de los centros de poder para
evidenciar que El está por encima de todos los poderosos, de los grandes y de los sabios
de la tierra.
La elección que Dios hizo de María sigue esos parámetros. Ella era de condición humilde.
Y, además, era mujer, circunstancia que no es insignificante para la época. Confió en ella
plenamente, pues puso en sus manos el destino de la humanidad. De ese modo, rompe con
las tradiciones de tantos pueblos, pobres o ricos, donde las mujeres cuentan poco en las
estructuras sociales. Dios prefirió dirigirse a una mujer, aunque aquel procedimiento no
fuera religiosamente correcto.

ESPERANZA ACTIVA
En la visitación que hace María a su prima Isabel queda muy claro que ella no se siente
digna de los honores que Dios le ha hecho al elegirla madre de su Hijo. Queda patente que
Isabel percibe que el niño de María es fruto de una intervención milagrosa. Y que, a
diferencia del suyo, no fue la madre quien buscó tal concepción.
Dios cogió por sorpresa a María. Suya es la iniciativa y la acción. Ella tan sólo consintió.
Se puso a disposición de Dios, para que El cumpliese la "esperanza del pueblo de Israel"
que ella misma compartía. Una esperanza de resarcimiento y de salvación. El resarcimiento
que todos los oprimidos desean y la salvación que todos los hombres y mujeres de todos
los tiempos necesitamos.
María esperaba la salvación. Eso no significa aguardar pasivamente, dejando que otros
resuelvan nuestros problemas desde fuera, sino contribuir a que esa salvación se cumpla.
Es un caminar en diálogo y en colaboración con Dios hacia la meta anhelada.
María fue capaz de dialogar con Dios por medio del ángel porque se apoyaba en la
Palabra revelada. Ya conocía el lenguaje de Dios por las Escrituras, y por eso captó su
mensaje. Aquella visita fue para ella la revelación de su destino y de su vocación. Pudo
aceptarla porque estaba abierta a Dios.
El anuncio del ángel a María contenía palabras textuales de la fe de Israel y exponía sus
expectativas mesiánicas; pero en aquel momento dejan de ser creencia general y se
convierten en la expresión concreta de su propia vocación y compromiso. Cuando una
mujer, humilde como ella, acepta colaborar en los planes de Dios se convierte en profeta de
la redención universal de Cristo, conforme a las palabras centrales del Magnificat: «Ha
desplegado el poder de su brazo, ha dispersado a los soberbios de corazón; ha derribado
del trono a los poderosos y ha elevado a los oprimidos; ha llenado de bienes a los
hambrientos y ha despedido vacíos a los ricos» (Lc 1,51-53).

CREYÓ EN MEDIO DE LA TURBACIÓN


La reacción de María a la intervención de Dios es muy frecuente. Cuando Dios habla a
una persona, ésta pierde el equilibrio, porque Dios rara vez actúa de acuerdo a nuestras
expectativas. Esto hace un poco difícil reconocer su llamada y comprender lo que realmente
quiere.
En este caso, María se siente sorprendida porque Dios viene a su vida de un modo muy
normal, a su vida cotidiana y a su realidad de mujer. En una sociedad israelita, que
considera a la mujer incapaz de asumir por sí misma una palabra y pronunciar un voto
vinculante, Dios se le aparece y cuenta con ella.
En su respuesta María demuestra que tiene personalidad, que es libre y creativa, que
sabe dialogar con respeto y obediencia... incluso con Dios. Aunque sea Dios quien la haga
fértil, ha de ser ella el escenario de la acción de Dios y realizar humanamente su obra
dando a luz a Jesús.
Aceptando ser la madre de Dios y confiando en la fuerza del Espíritu Santo, María
despliega su vida al servicio de los demás. En esta disponibilidad total, la Virgen resalta la
grandeza de toda persona humana y nos muestra lo que Dios es capaz de realizar con
quien se le ofrece. En María Dios se hace presente y se manifiesta a través de la puesta en
práctica de su fe.

SIERVA DEL SEÑOR


María es sierva en el sentido más profundo del término. Sirve porque quiere; es ella quien
dona su cuerpo y su alma; Dios no se los arrebata. Regala conscientemente lo que ha
recibido gratuitamente del Creador. Acepta ser sierva de Dios en beneficio de la humanidad
para romper el maleficio del poder y del egoísmo. Porque los hombres y mujeres viven
mejor cuando comparten y no cuando compiten unos con otros. Eso es precisamente lo que
hace quien acepta la llamada de Dios para entregarse al servicio y al anuncio.
María, con su gestación callada y su maternidad escondida, anuncia a plena voz el
misterio de Dios. Gracias a ella Dios se hace visible a los hombres y mujeres de todos los
tiempos en la persona de Jesús. Esa es la misión más auténtica del evangelizador:
transparentar su fe en Dios y evidenciar su presencia. No es cuestión de mucho hablar,
sino de dejar que Dios actúe.
Gracias a la intervención de Dios en María, queda destruido todo particularismo racial o
nacional y comienza un camino en que todos, hambrientos y oprimidos, pueden recibir la
salvación. Ella sabe que su hijo, Jesús, será el Mesías de los pobres y sufrientes. Por eso
canta. Es consciente de cómo Dios ha comenzado a finalizar su plan de salvación a través
de una mujer sencilla, pobre, que no cuenta a los ojos de los poderosos.

COMPROMISO ACTUAL
Sólo fijándose en una mujer se le ocurrió a Dios iniciar una acción de proyección
universal en clave pacificadora. María demuestra que no hay diferencia entre judíos y
gentiles, cristianos y paganos, sino sólo entre opresores y oprimidos, ricos y hambrientos,
egoístas y hermanos... Esa es la desigualdad que quiere destruir. Es testigo del milagro que
Dios ha operado en ella y proclama que puede ocurrir en todos. De ahí que insista en su
propia pequeñez, como invitándonos a humillarnos. Sólo así Dios se hace presente y
transforma la humanidad desde dentro.
Cuando María dice Si pone en marcha un movimiento de vida que proviene del mismo
Dios. Ella anticipa la voluntad de Dios de crear una nueva fraternidad, preconiza el mensaje
de las Bienaventuranzas, pues sólo Jesús es el Salvador, y sólo por su vida, muerte y
resurrección es posible la salvación.
Esto quiere decir que no podemos ser devotos de María sin un firme
compromiso de liberación social. No basta con consolar, sin luchar por eliminar las causas
que han producido esas lágrimas. Hay que ofrecer una ayuda que permita a los pobres ser
agentes de su propia transformación. Como hizo Dios con María, y hace hoy con nosotros.
María es una maestra magnifica. Nos dirige a los lados más tranquilos, a las playas más
serenas, al aire apacible de la noche y a la luz fulgurante de las estrellas... hacia Dios. Pero
antes toma nuestra mano y nos lleva a los valles de opresión y de lágrimas: el suburbio o el
ranchito, la selva o el campo de refugiados, en donde malviven y malmueren los
hambrientos; la cárcel, el exilio o los hospitales de los países pobres. Es allí donde, como
Ella, damos a luz al Salvador, haciéndolo visible con nuestro modo de ser y de actuar.
(·HERREROS-TOMÁS. _MUNDO-NEGRO/97/12. Págs. 60-64)
DEVOCIÓN A MARÍA
TEXTOS

1.M/CR
Según san·Ambrosio, se puede decir también de cada uno que da a luz a Cristo y es,
por tanto, su madre. Dice así: "El alma fiel se hace "María", concibe a Cristo por la fe, le da a
luz espiritualmente, al modo como un día la Magdalena antes de convertirse al Señor, fue
llamada por El "mujer", y después de convertida "María". San Ambrosio dice de la aparición
del Resucitado a Magdalena: "Entonces le dijo el Señor: María, mírame. En el tiempo en que
no cree, es mujer; cuando empieza a convertirse, es llamada María, esto es, recibe el
nombre de la que dio a luz a Cristo, pues es alma que espiritualmente da a luz a Cristo". De
aquí se deduce para el pastor de almas, Ambrosio, el aviso de tender a la santidad: "No
todos dan a luz, no todos son perfectos, no todos pueden decir: dimos a luz el espíritu de
salud en la tierra (Is. 26, 18); no todos son Marías que conciben a Cristo del Espíritu Santo y
paren al Verbo... Hay muchos padres por el Evangelio y muchas madres que dan a luz a
Cristo. ¿Quién me mostrará los padres de Cristo? El mismo los mostró diciendo: "¿Quién es
mi madre y quiénes son mis hermanos...? Quienquiera que hiciere la voluntad de mi Padre
que está en los cielos ése es mi hermano y mi hermana y mi madre." Haz la voluntad del
Padre para que seas madre de Cristo. Muchos concibieron a Cristo y no le dieron a luz.
Quien da a luz la justicia, da a luz a Cristo; quien da a luz a la sabiduría, da a luz a Cristo,
quien da a luz la palabra, da a luz a Cristo".
En su comentario al Evangelio de San Lucas dice: "Tú, alma, que creíste en Dios, sé
mujer fuerte como aquélla, sea el alma de la Iglesia sea la Iglesia misma, de la que dice
Salomón: "La mujer fuerte, ¿quién la hallará?" (Prov. 31, 10).
Según San Ambrosio, cada fiel cristiano debe ser marial, pues concibe al Verbo de Dios.
Dice así a propósito de Lc. 1, 45: "Bienaventurados también vosotros, que oísteis y
creísteis, pues el alma que cree, concibe y engendra al Verbo de Dios... Habite en cada uno
de vosotros el alma de María, para que alabe al Señor, habite asimismo el espíritu de
María, para que se alegre en Dios. Si no hay más que una madre de Cristo, según la carne,
sin embargo Cristo es el fruto de todos, según la fe. Pues toda alma inmaculada y libre de
pecado... engendra al Verbo de Dios. Por tanto, un alma así engrandece al Señor al modo
como lo hizo el alma de María y al modo también como se alegró su espíritu en Dios su
Salvador". Exhorta otra vez a sus oyentes: "Imitad a aquella a quien tan hermosamente se
aplica lo que se dijo de la Iglesia: "Qué bellos son tus pies con las sandalias" (/Ct/07/02),
pues es bello el caminar de la Iglesia en la predicación del Evangelio. Es bello, asimismo, el
caminar del alma que se sirve de su cuerpo como de calzado para que, sin que nada le
estorbe, pueda ir donde le plazca. Con este calzado caminó hermosamente María, la cual,
virgen, engendró al autor de la salud sin mezcla alguna de carnal comercio... En
consecuencia, son hermosos tanto los pies de María como los de la Iglesia, porque son
hermosos los pies de los que evangelizan. ¡Qué hermoso es también lo que en figura de la
Iglesia se profetizó de María, siempre que no se consideren tanto los miembros del cuerpo;
cuanto los misterios de su alumbramiento! (Cant. 7, 1_3)".
En ·Agustín-san resalta con más fuerza que en San Ambrosio la relación de la tipología
mariana con la Iglesia toda. La concepción y nacimiento virginales de Cristo son para él un
signo del nacimiento espiritual de los cristianos del seno de la Iglesia. "Alegraos, vírgenes
de Cristo; la Madre de Cristo es vuestra compañera. No pudisteis engendrar a Cristo, pero
os abstuvisteis de engendrar por amor a Cristo. El que no nació de vosotras, ha nacido
para vosotras. Sin embargo, si como debierais hacerlo recordáis sus palabras, sois también
vosotras sus madres, porque hacéis la voluntad de su Padre. El mismo dijo: "Quienquiera
que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano y mi
hermana y mi madre" (/Mt/12/50). Alegraos, viudas de Cristo, ofrecisteis la santidad de la
continencia al que hizo fecunda la virginidad. Alégrate también tú, castidad conyugal;
alegraos vosotros, los que guardáis fidelidad a vuestros cónyuges, conservad en el corazón
lo que perdisteis en el cuerpo. Donde ya no puede haber una carne libre de concúbito, haya
una conciencia virgen en la fe, por la cual toda la Iglesia es virgen. En María una virginidad
santa dio a luz a Cristo. En Ana, una viudez avanzada reconoció a Cristo niño. En Isabel,
tanto la castidad conyugal como la senil fecundidad se consagraron a Cristo. Los distintos
géneros de vida de los miembros creyentes aportaron a la cabeza cuanto por gracia de ésta
les era dado aportar. Por consiguiente, puesto que Cristo es verdad, paz y justicia,
concebidle en la fe y engendradle en las obras. para que vuestro corazón realice en la ley
de Cristo lo mismo que María realizó en sus entrañas. ¿Cómo no vais a pertenecer al parto
de la Virgen, siendo así que sois miembros de Cristo? María dio a luz a vuestra cabeza;
vosotros, a la Iglesia. Porque también la Iglesia es virgen y madre: madre, por sus entrañas
de caridad, y virgen. por la integridad de su fe y de su piedad. Engendra pueblos que son,
sin embargo, miembros de Aquel que la tiene por cuerpo y por esposa, imitando también en
esto a la Virgen, porque en muchos es madre de la unidad. Se dirige una vez así este Santo
Padre a su oyentes: "Lo que admiráis en la carne de María realizadlo en las intimidades de
vuestra alma. El que con el corazón creyere en la justicia, engendra a Cristo; el que con la
boca le confiese, para la salvación le da a luz (Rom. 10, 10). Así, sobreabunde la
fecundidad y establézcase la virginidad en vuestras almas".
En otro sermón expone San Agustín: "La Iglesia es virgen. Quizá alguien me diga: si es
virgen, ¿cómo engendra hijos?; y si no engendra hijos, ¿cómo dimos nuestros nombres
para nacer de sus entrañas? Respondo: Es virgen y a la vez engendra; imita a María que
engendró al Señor. ¿No era virgen María y, sin embargo, engendró permaneciendo virgen?
Lo mismo la Iglesia: engendra y es virgen. Y si reflexionas más detenidamente, también
engendra a Cristo porque los bautizados son miembros de Cristo. "Pues vosotros sois el
cuerpo de Cristo y sus miembros" (1 Cor. 12, 27). Luego, si engendra a los miembros de
Cristo, es del todo semejante a María".
I/VIRGEN FE/VIRGINIDAD VIRGINIDAD: La virginidad de la Iglesia consiste, según el
Doctor africano, en que guarda íntegra la fe de Cristo. Ante todo, fue San Agustín quien
interpretó esta idea de la virginidad de la Iglesia como su misterio mariano. Dice en un
sermón de Navidad: "La Iglesia virgen celebra hoy el parto de la Virgen, ya que a ella se
dirige el Apóstol cuando dice: "Os he desposado a un solo marido para presentaros a Cristo
como casta virgen" (11 Cor. I1, 2)... ¿Por qué como virgen casta, sino en la integridad de la
fe, de la esperanza y del amor? Por consiguiente, María guardó antes en el cuerpo la
virginidad que luego llevaría Cristo al corazón de la Iglesia... No hubiera podido la Iglesia
ser virgen, si no fuera su Esposo hijo de virgen".
En el sermón 213 dice: "Hizo virgen a la Iglesia que lo es en la fe. La Iglesia tiene pocas
vírgenes, según la carne, consagradas a Dios. No obstante, debe tener a todos, tanto
hombres como mujeres vírgenes según la fe".
En otro sermón exclama: "Ea. amadísimos, considerad cómo la Iglesia -esto es sabido- es
esposa de Cristo, cómo es madre de Cristo -esto es más difícil de comprender, pero es
cierto-. María la Virgen, le precede como imagen suya. ¿Por qué, os pregunto yo es María
Madre de Cristo, sino porque da a luz a los miembros de Cristo? Vosotros a los que hablo,
vosotros sois los miembros de Cristo. ¿Quién os ha dado a luz? Escuchad la voz de vuestro
corazón. La Madre Iglesia. Esta madre santa, venerada, igual a María, da a luz y es, sin
embargo, virgen; da a luz a Cristo, pues vosotros sois los miembros de Cristo".
En un sermón de Pascua, que se atribuye a Eusebio de las Galias o a Cesáreo de Arlés,
se dice: "Alégrese la Iglesia de Cristo, que a semejanza de la bienaventurada María,
enriquecida por la operación del Espíritu Santo, se hace madre de una prole divina... Mirad
cuántos hermanos nos ha dado desde su integridad en una sola noche, la Iglesia, madre y
esposa fecunda... Comparemos, si os place, estas dos madres; su maternidad fortalecerá
nuestra fe en ellas. La sombra del Espíritu Santo colmó secretamente a María, y la infusión
del Espíritu Santo en la fuente bendita obró lo mismo en la Iglesia. María engendró sin
pecado a su Hijo y la Iglesia destruyó el pecado en aquellos que engendró. De María nació
lo que era desde el principio; de la Iglesia renació lo que se perdió al principio. Aquélla
engendró en favor de los pueblos; ésta, a los mismos pueblos. Aquélla, como sabemos,
permaneciendo virgen, sólo engendró un Hijo; ésta incesantemente está dando a luz por
obra de su Esposo virgen".
San Beda dice: "Todavía hoy, y así hasta la consumación de los siglos, está siendo
concebido el Señor en Nazaret y está naciendo en Belén, siempre que cualquier oyente,
después de haber recibido la flor de la palabra, se transforma en casa del Pan eterno. Cada
día, en las entrañas virginales, esto es, en el espíritu de los fieles, es concebido por la fe y
alumbrado por el bautismo. Cada día la Iglesia, madre de Dios, siguiendo a su maestro
sube de Galilea, que significa "la rueda giratoria" de la vida mundana, a la ciudad de Judá,
es decir, a la ciudad del reconocimiento y de la alabanza. y presenta al rey eterno la
ofrenda de su devoción. Además, la Iglesia, siendo a semejanza de la bienaventurada
Virgen María, esposa a la vez que inmaculada, nos concibe virgen del Espíritu Santo y
virgen nos da a luz, sin sufrir los dolores del parto".
Isaac de Stella dice: "La cabeza y cuerpo de Cristo forman uno solo. No obstante, este
Uno es Hijo de Dios en el cielo e Hijo de una madre en la tierra. Son muchos hijos y un solo
Hijo. Así como la cabeza y el cuerpo son a la vez un hijo y muchos hijos, así María y la
Iglesia son una madre y muchas madres, una virgen y muchas vírgenes. Ambas son madres
y ambas vírgenes por obra del mismo Espíritu, sin la menor contaminaci6n carnal. Las dos,
inmaculadas, dan hijos a Dios Padre. Aquélla, absolutamente libre de todo pecado,
engendró la Cabeza en favor del cuerpo; ésta, por su parte, ofreció el cuerpo a la Cabeza,
para remisión de todos los pecados. Las dos son madres de Cristo, pero ninguna de ellas
sin la cooperación de la otra engendra al Cristo total. Por eso, lo que en las Escrituras, que
están inspiradas por Dios, se dice universalmente de la Iglesia, madre virginal. se entiende
con toda exactitud como dicho particularmente de la Virgen María; y lo que se afirma de la
Virgen María especialmente, se afirma en un plano más general de la virgen madre Iglesia...
Del mismo modo, de cualquier alma creyente se puede decir con toda verdad que es
esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y hermana, virgen y fecunda. La misma
Sabiduría de Dios, que es el Verbo del Padre, nos habla universalmente respecto de la
Iglesia, especialmente respecto de María e individualmente respecto del alma creyente".
San Alberto Magno declara en su comentario al Apocalipsis: "Día a día la Iglesia da a luz
al mismo Cristo por la fe en el corazón de los que escuchan".
(·SCHMAUS-8.Págs. 289-293)
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2. San AGUSTÍN
Con sorprendente agudeza concluye San Agustín en una homilía:
"Os ruego, hermanos míos, paréis mientes, sobre todo, en lo dicho por el Señor,
extendiendo su mano hacia los discípulos: éstos son mi Madre y mis hermanos; y al que
hiciere la voluntad de mi Padre que me ha enviado, ése es mi padre, y mi hermano y mi
hermana. ¿Por ventura, no hizo la voluntad del Padre la Virgen María, que dio fe y por la fe
concibió y fue escogida para que, por su medio, naciera entre los hombres nuestra salud, y
fue creada por Cristo antes de nacer Cristo de ella? Hizo por todo extremo la voluntad del
Padre la Santa Virgen María, y mayor merecimiento de María es haber sido discípula de
Cristo que Madre de Cristo; mayor ventura es haber sido discípula de Cristo que Madre de
Cristo. María es bienaventurada porque antes de pedirle llevó en su seno al Maestro. Mira
si no es verdad lo que digo. Pasando el Señor seguido de las turbas y haciendo milagros,
una mujer exclama: "Bienaventurado el vientre que te llevó" (Lc. 11, 27); y el Señor, para
que la ventura no se pusiera en la carne, responde: Bienaventurados más bien los que
oyen la palabra de Dios y la ponen en práctica. María es bienaventurada porque oyó la
palabra de Dios y la puso en práctica, porque más guardó la verdad en la mente que la
carne en el vientre. Verdad es Cristo, carne es Cristo. Verdad en la mente de María. Carne
en el vientre de María, y vale más lo que se lleva en la mente que lo que se lleva en el
vientre" (Sermón 25. Obras de ·Agustín-san, t. VII. Sermones. B.A.C. Madrid, 1950).
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3. «Si queremos ser cristianos, debemos ser marianos». ·Pablo-VI


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4. Paganismo y devoción a María


Con frecuencia se ha recurrido para explicar la irrupción de esta
devoción femenina, de este culto de una mujer en una religión marcadamente patriarcal
como la judeocristiana, al influjo del paganismo y más concretamente del culto de las
diosas-madres, tan extendido en el oriente medio y en toda la cuenca del Mediterráneo. La
tesis del origen pagano de la devoción mariana ha sido presentada por autores como
Gressmann, Norden, Dibelius, Loisy, de formas más o menos radicales. Para algunos se
trataría de un influjo de la mitología pagana relativa a las diosas vírgenes y madres sobre
los relatos de la infancia.
Pero la diferencia de mentalidad de estructura e incluso de datos materiales entre esas
mitologías, con sus teogamias y sus antropomorfismos que reproducen los ciclos naturales,
y los relatos de la infancia, con su insistencia en la acción soberana de un Dios
trascendente que llama a una persona, es tal que resulta imposible establecer una relación
efectiva de las mismas con los relatos evangélicos de la infancia.
La segunda forma que reviste esa tesis puede expresarse con este texto de Fr. Heiler:
"Sobre el fundamento natural de la creencia en las diosas-madres se desarrolló la fe
cristiana en María como madre de Dios". Textos semejantes pueden encontrarse en S.
Reinach, G. van der Leeuw y en otros muchos autores, hasta convertir la hipótesis en una
especie de lugar común cuya repetición evitaba el deber de la prueba.
Es un hecho que el cristianismo no ha podido dejar de tener contacto con las
innumerables diosas del paganismo en la época del helenismo: la cananea Astarté, la
babilonia Istar, las griegas Rea y Gaia, la frigia Cibeles, la Artemisa de Éfeso, la Deméter de
Eleusis, la egipcia Isis, etc.
¿Pero qué efectos han tenido eso contactos? La violenta oposición del cristianismo a la
actitud sincretista hace difícil comprender una asimilación por el cristianismo de elementos
importantes de la religiosidad pagana. Más bien el temor a la introducción de este elemento
de las divinidades femeninas del paganismo en el seno del cristianismo podría haber
actuado como freno al desarrollo di la piedad mariana. En todo caso hay dos diferencias
fundamentales entre el culto cristiano a María y los cultos paganos: la clara conciencia de la
absoluta trascendencia de Dios, que opera como factor que elimina cualquier tendencia
idolátrica y la oposición por parte del cristianismo a una divinización de la vida que ponga
en peligro el carácter absolutamente libre de la decisión creadora de Dios.

Asunción por el cristianismo de elementos paganos


Pero, establecida la originalidad del culto cristiano de la Virgen, queda por resolver el
problema de si este culto, que de hecho ha sustituido al de las diosas madres en las
poblaciones entre las que se extiende el cristianismo, no ha tomado elementos de estos
cultos anteriores, integrándolos en una nueva síntesis. El problema tiene dos aspectos
diferentes: el primero es la existencia de tomas concretas de elementos paganos por el
cristianismo al extenderse entre las capas populares; el segundo, la posible influencia de
los esquemas simbólicos o arquetipos que, presentes en el alma humana, se expresaban
en los símbolos paganos de las diosas madres e impregnan el culto cristiano de la virgen María.
En cuanto a la primera cuestión parece cierto que el cristianismo ha asumido elementos
de la religiosidad anterior. Es claro, por ejemplo, la sustitución por el cristianismo de fiestas
paganas anteriores. Al pueblo, decía san Gregorio Nacianceno, le gustan las fiestas, y
muchas de las del ciclo estacional o del proceso agrícola serán sustituidas y cambiadas de
sentido por el cristianismo. Todo parece indicar, además, que la consigna de san Gregorio
Magno en 595 de que no hay que destruir los templos (paganos), sino transformarlos en
iglesias ha sido seguida en más de una ocasión. El p. Noyon reconoce que "el culto de
María ha sucedido en algunos casos a un culto local femenino". H. Rahner ha mostrado en
qué medida el cristianismo ha asumido elementos tales como fiestas, símbolos, temas
míticos del paganismo, integrándolos en el conjunto de su culto y en el del culto mariano.
Ante la imposibilidad de hacer un recuento de estos elemento, nos referiremos a uno
particularmente importante en la historia de la devoción mariana: los santuarios.
De hecho, en la eclosión primera y la proliferación posterior de santuarios que se produce
tras la crisis iconoclasta, se constata que los santuarios surgidos en torno a los sepulcros
de los mártires y a los lugares de los ermitaños se extenderán después a otros santos y
posteriormente serán con frecuencia reemplazados por santuarios marianos. Pues bien,
entre las razones que se aducen de esta proliferación de santuarios, se citan "las urgencias
de la pastoral rural de superar el paganismo restante, sustituyendo los lugares campestres
del culto idolátrico por medio de santuarios cristianos". Es, pues, un hecho que la
implantación del cristianismo entre poblaciones previamente paganas ha llevado a la
asunción de determinados elementos del paganismo, aun cuando es preciso afirmar
también que esa integración ha supuesto una notable transformación en los elementos
asumidos.

Devoción mariana y arquetipo femenino


En relación con el segundo tema, no es difícil encontrar en estudios del fenómeno
religioso afirmaciones genéricas que dan por supuesto ese enraizamiento de la devoción
mariana en arquetipos relativos a lo femenino, que se habrían manifestado igualmente en
los cultos paganos. "En la figura femenina —escribe, por ejemplo, G. Widengren—se dan
sobre todo los rasgos que ciertos adoradores buscan y encuentran en la divinidad. El tierno
y cálido amor de la diosa madre se ofrece a sus creyentes como a hijos suyos. El amor
místico a Dios del adorador masculino va a buscar con gusto rasgos femeninos en la
imagen de Dios; así en la devoción a la Virgen del cristianismo...". Pero es sin duda la
psicología analítica de orientación jungiana la que más ha desarrollado este tema. De
acuerdo con ella, en la figura de María se expresaría el arquetipo de lo femenino con sus
distintos aspectos de virgen, esposa y madre, después de eliminar los lados negativos que
contiene ese arquetipo y que se concretan en las figuras femeninas de Gorgona, Hekate,
Astarté, etc., que son madres terribles que absorben y castran la libertad, o esposas que
enloquecen al hombre, y que en el cristianismo tal vez se habrían concretado en la figura de
Eva.
El descubrimiento de la presencia de este arquetipo humano en el aspecto mariano del
cristianismo lleva a algunos autores a reducir la figura de María a una cristalización de ese
arquetipo. Fr. Heiler, por ejemplo, después de afirmar que "todas las religiones antiguas
conocieron la veneración de la gran diosa madre" y que el cristianismo, religión
eminentemente patriarcal por sus orígenes judíos, se complementa "con la figura femenina
de la sabiduría divina, de la madre iglesia y de la Virgen madre de Dios", describe la
evolución del culto a María, para concluir: "al final del largo y complicado desarrollo del
culto mariano está la imagen puramente humana del eterno femenino". Pero un estudio
detenido de los rasgos concretos de la figura de María en la doctrina de la iglesia, en el
culto oficial y en la misma devoción popular permite detectar rasgos diferenciales
esenciales en ella en relación con las divinidades femeninas de otros contextos, llevando a
concluir en una originalidad radical de la figura de María, aun cuando en la relación que los
cristianos mantienen con ella se manifiestan anhelos, necesidades, orientaciones profundas
del alma humana que ha tenido su expresión en los diferentes símbolos concretos de lo
femenino que atestigua la historia de la religión y la historia de la humanidad. Señalemos
entre esos rasgos originales la condición estrictamente histórica de la figura de María, su
igualdad con los hombres y su incondicional supeditación al Dios único, al que en ningún
momento suplanta, sino al que sirve y obedece; su condición de discípula modelo que cree,
escucha la palabra y permanece fiel hasta la cruz.
Así pues, la devoción mariana popular de la edad media ha podido sufrir la influencia de
la religiosidad precristiana en las expresiones que ha utilizado, pero en modo alguno
constituye una sustitución de la devoción y del culto de los primeros siglos por un culto de
carácter sincretista. Probablemente esta evolución quede mejor expresada con el término
de folclorización del cristianismo, que ha sido utilizada para el mismo fenómeno en épocas
posteriores.
(·MARTIN-VELASCO-JUAN. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 580-582)
...............................

5.
Con ocasión de una conferencia sobre "Una espiritualidad para nuestro tiempo",
enmarcada en el Pueblo de Dios que peregrina en América Latina, Luis Fernando Figari
resume un poco las características de una espiritualidad mariana hoy. Esto es lo que dice:
«La realidad e importancia de María ha ido desvelándose ante la conciencia cristiana a
través de un largo proceso histórico. Desde las escasas referencias en la misma Sagrada
Escritura, pasando por la creciente y rica reflexión de la comunidad cristiana a través de los
siglos, hasta la proclamación de los dogmas de la Inmaculada Concepción y de la Asunción
de Santa María, marcan un proceso de creciente presencia mariana en la vida cristiana.
La relevancia que el tema mariano ha ido adquiriendo en el Magisterio de los últimos
Pontífices permite constatar un cierto in crescendo, hasta arribar al Totus tuus del Papa
actual, que apunta hacia un horizonte mayor. La rica mariología conciliar, la proclamación
de María Madre de la Iglesia, resaltando su maternidad espiritual sobre todos los fieles, así
como la mariología de Puebla y Santo Domingo, que muestra a la Madre cercana y
compasiva con los hijos que peregrinan por las empobrecidas tierras latinoamericanas,
manifiestan claramente que por razones teológicas, no menos que por los signos de la
historia, una espiritualidad de hoy y mañana debe llevar la impronta mariana.
Ahora bien, si se considera necesaria una perspectiva de síntesis, la mariología no
deberá estar yuxtapuesta a otros elementos, ante los cuales aparece como extraña y, por
tanto, en virtud de la pluralidad de elementos disconexos de una concepción atomizada, es
excluida de la atención, salvo cuando por alguna ocasión se hace necesario referirse a ella.
En la espiritualidad hodierna la mariología debe aspirar a responder plenamente al Plan de
Dios y, en consecuencia, debe estar orgánicamente insertada. Esta organicidad evitará un
doble peligro: por un lado una especie de mariolatría, totalmente desproporcionada, y por
ello inaceptable; y por otro una marginalización en que queda excluida de la globalidad del
mensaje salvífico y de la vida de fe, salvo como una especie de adorno. Cada vez es mayor
la convicción de que la misma cristología requiere una mariología para ser plenamente
cristología. No hay que perder de vista que al Señor Jesús no se le entiende si no es como
Hijo del Padre e Hijo de María.
Por cierto decoro, cuya razón los avisados percibirán, prefiero seguir desarrollando las
características de esta nota de la espiritualidad de nuestro tiempo citando a Esteban De
Fiores, profesor de mariología en el Marianum, de Roma, en una publicación de 1979.
Luego de señalar que siguiendo la perspectiva post–tridentina de hoy, es preciso encuadrar
la dimensión mariana en todo el fenómeno cristiano, sostiene: "Una vez salvaguardados los
valores esenciales del cristianismo, la relación con María puede profundizarse sin peligro
alguno. Por eso hay que sostener la orientación actual de la espiritualidad, que apunta a la
vida en Cristo y dentro de la cual tiene su sitio la actitud que hay que tomar respecto de
María. Es una recuperación de la perspectiva primitiva cuando la comunidad apostólica
descubrió a María como implicación del misterio de Cristo y se abrió a la alabanza de la
Madre de Jesús; o bien, cuando la liturgia primitiva dio cabida a María en el contexto de la
comunión de los santos, descubriendo en ella su presencia activa. En este contexto —sigue
De Fiores—, la relación con María es una consecuencia antes que una premisa del misterio
de Cristo; el itinerario cristiano parte realmente de Cristo, centro vivo de la fe y del anuncio;
encuentra en él a María, a la Iglesia y al mundo y vive con él en comunión con el Padre en
la luz del Espíritu. El camino señalado por el lema a Jesús por María debe completarse e
insertarse en una fase anterior, que parte de Cristo para abarcar todas las realidades
incluida María, la cual se convierte a su vez en camino pare alcanzar no ya la unión con
Cristo, que existía anteriormente, sino su profundización y un arraigo mayor".
He preferido que "hable" De Fiores -dice-, aunque no es latinoamericano, para que sea
su pensamiento el que permita descubrir cómo el Espíritu va guiando a su Pueblo,
inspirando, en un tiempo histórico dado, aproximaciones que en lo nuclear son semejantes.
No he querido, por ello, ni siquiera matizar algún aspecto de la opinión de De Fiores, lo que
sería preciso desde nuestra perspectiva».
En otra ocasión, el fundador del MVC escribe: «María, estrella de la evangelización, y
Ella misma evangelizadora guía al Pueblo en su peregrinar. Al ejercer su maternidad,
amando a su Hijo en sus hijos de los diversos países que conforma el Pueblo Continente,
Ella ha sido reconocida como paradigmática creyente, Madre inmaculada de la Iglesia y
cabeza maternal de la familia eclesial. El Pueblo de Dios la reconoce, igualmente como
Madre fiel siempre presente, que educa en la fe al tiempo que cuida la vida y vela por la
plenitud de sus hijos, y que en cierta especial manera sale al encuentro de sus hijos en los
muchos santuarios que adornan la geografía de América Latina.
La respuesta a tal Madre amantísima, venerada con piedad filial (Puebla 286), se
manifiesta en el rol activo que tiene la fe de los latinoamericanos y las devociones marianas
que en bella pluralidad de expresiones se extienden por todo el Sub-Continente». (El resto
del texto se puede leer en su obra María desde Puebla, publicada en Lima por el Fondo
Editorial, FE, en 1992).
CONSAGRACION MARIANA
Y CONSAGRACION BAUTISMAL
S. DE. FIORES

Consagración: propuesta espiritual para nuestro tiempo


Más allá de las fórmulas con que se ha expresado la consagración a María a lo largo de los siglos,
su contenido esencial está constituido por un encuentro personal, íntimo, perseverante con María,
que supone confianza, pertenencia, don de si, disponibilidad y colaboración efectiva en su misión
salvífica según los planes de Dios. Se trata ahora de transmitir este valor de la consagración,
vivida de una forma propia en las diversas épocas culturales, a los cristianos de nuestro tiempo,
en otras palabras, "hay que abrirse a una reflexión crítica sobre las palabras y sobre las fórmulas y
poner de relieve el sentido pleno de este acto, teniendo en cuenta las corrientes actuales". Así
pues, intentaremos llevar a cabo aquella "diligente revisión..., respetuosa de la sana tradición y
abierta a la acogida de las instancias legítimas de los hombres de nuestro tiempo", que requiere la
Marialis cultus (n. 24) para los ejercicios de piedad con la Virgen. De la mirada al pasado y de la
apertura al presente brotan algunas orientaciones fundamentales en torno a un planteamiento
teológico de la consagración a la madre del Señor.

1. INSERCIÓN EN LA ÚNICA CONSAGRACIÓN A DIOS.


La relación con María, para que pueda asumir su doble proporción y su finalidad, tiene
que insertarse en la respuesta global del hombre, dada libremente bajo el influjo de la
gracia, a la revelación divina. Pues bien, la Biblia exige con toda claridad que los fieles se
consagren a Dios, transformando su propia existencia en una ofrenda agradable a él (Rom
6,11 - 13; 12,1) y viviendo para Jesucristo (2Cor 5,15). Este culto espiritual dirigido a Dios
en Jesucristo es un reconocimiento de su trascendencia como creador, redentor y fin
último, y por eso mismo reviste los caracteres de la adoración o del amor a Dios sobre
todas las cosas (Dt 6,5, Mc 12,30, Lc 10,27). En este sentido preciso está claro que la
consagración queda reservada para Dios y que no puede dedicarse a María más que en
una acepción semánticamente distinta. Sería de desear en este sentido que se procediera
a un movimiento de reflexión teológica sobre el tipo de la distinción entre latría (adoración) y
dulía (veneración), con que se denota, respectivamente, el culto a Dios y a los santos. Pero
este proceso no eliminaría el uso analógico de los términos, dada la pobreza del lenguaje
humano; por eso la misma palabra, como culto o amor, sirve para designar tanto las
relaciones con Dios como con las criaturas. De todas formas, lo cierto es que la
consagración a Dios y a Jesucristo es el contexto necesario de cualquier otra consagración,
que siempre habrá de ser dependiente de aquélla y dirigida a ella.
Si la tendencia postridentina ha preferido generalmente fijar la mirada en María,
proponiendo una consagración a la misma que desemboque en una vida cristiana
intensamente vivida, el clima actual que ha establecido el Vat II requiere un cambio de
dirección. Lo mismo que hay que descubrir y situar a María en el misterio de Cristo y de la
iglesia, también las relaciones vitales con ella tienen que insertarse en el amplio movimiento
de consagración a la Trinidad, como parte de la respuesta existencial al plan de la
salvación.
Este planteamiento lleva consigo dos consecuencias:
a) La consagración a María no debe presentarse nunca como una actitud autónoma,
separada o simplemente yuxtapuesta a la consagración fundamental del cristiano a Dios.
Tiene que insertarse orgánicamente en el movimiento consecratorio, realizado por la gracia
en el hombre y con el hombre. La referencia a este cuadro de conjunto ha movido a los
teólogos y a los autores espirituales a hablar de "voto de esclavitud u oblación a Cristo y a
María" (De Bérulle) o, mejor aún, de "consagración a Jesucristo por medio de María"
(Montfort). El encuentro experiencial con María no se presenta de forma aislada, sino
siempre en el contexto de la experiencia de Dios, no es una segunda vida espiritual, sino
una nueva manera de vida en Dios (Miguel de San Agustín). Una consagración a María por
así decir hipostasiada y colocada en primer plano sería hoy fácilmente rechazada como un
sustitutivo indebido de la dedicación del ser cristiano a Dios.

b) COS. BAUTISMAL: Puesto que la consagración cristiana tiene lugar en el bautismo,


que comunica la vida filial, une con Cristo glorioso y hace sacerdote al bautizado mediante
la unción del Espíritu (LG 10-12), representa también el punto de partida de la
consagración a María. Si De Bérulle habló elocuentemente de la consagración bautismal
como "voto de una religión solemne, primordial y suprema, frente a la cual son posteriores o
subalternas todas las profesiones religiosas", le corresponde a Montfort el mérito de haber
intuido y presentado la consagración a María como "una perfecta renovación de los votos y
de las promesas del santo bautismo". Esta perspectiva sigue siendo válida, ya que vincula
las relaciones con María con el corazón del cristianismo, excluyendo de él todo carácter
privatista-devocional y toda tentación sustitutiva de la consagración al Padre por medio de
Cristo en el Espíritu. Montfort explica la entrega a María como perfecta renovación de las
promesas bautismales en cuanto que conlleva tanto el compromiso responsable del
cristiano adulto como su referencia a la criatura más conforme y más consagrada a
Jesucristo, o sea, "el medio más perfecto de todos: la virgen María". La consagración a
María se convierte en un modo privilegiado para despertar la conciencia bautismal y ayudar
en el camino de fidelidad al Señor.
Hoy es de desear la presentación de la espiritualidad Mariana partiendo de la teología
del bautismo o, mejor dicho, de los sacramentos de la iniciación cristiana en todos sus
aspectos, tal como los han señalado la Biblia, los santos padres y la reflexión eclesial. En
particular es necesario desarrollar el aspecto ontológico del bautismo como consagración,
que dedica completamente al servicio filial de Dios y hace partícipes del oficio sacerdotal,
profético y real de Cristo mediante la acción del Espíritu. En este sacramento del renacer
de los hombres en Cristo hay que recuperar la doctrina patrística de la analogía entre el
agua y María, en la maternidad en el orden de la gracia, en esta participación ontológica de
María en la salvación del hombre se basarán unas relaciones de amor y de disponibilidad
que pueden asumir el significado de una consagración.
Antes de ser un compromiso o ideal por realizar, la consagración es una llamada, una
gracia, una acción de Dios que toca y transforma al ser humano en su realidad más profunda.
De la atención a la gracia del bautismo se deriva ante todo una actitud receptiva de
acogida del don de Dios, esencialmente consecratoria. En la base de todo compromiso
activo está una apertura mística al Espíritu Santo, que actúa en el cristiano y lo conduce a
lo largo del itinerario que lleva del bautismo a la gloria. El cristiano es aquel que se deja
animar por el Espíritu, amar por el Padre, unir a Cristo. La donación a María tiene el
objetivo de hacer disponibles al Espíritu y dóciles a la gracia. Tiene valor cuando ayuda a
vivir el aspecto místico del cristianismo, que es actualizar la espiritualidad de María
constituida por una pobreza radical, una receptividad, una disponibilidad, una acogida del
proyecto de Dios; es ésta la espiritualidad de los pobres del Señor, entre los que destaca
María y cuya cima está representada por Jesucristo, "manso y humilde de corazón" (Mt 11,19).
Al revalorizar la ontología del bautismo, la consagración a María se muestra análoga a la
vida religiosa presentada por el Vat II como "una especial consagración que tiene sus raíces
más profundas en la consagración bautismal y es una expresión más perfecta de la misma"
(PC5). Tanto la una como la otra (y esto vale para cualquier consagración, la matrimonial y
la consagración por excelencia, que es la sacerdotal) están ordenadas a hacer "recoger
más copiosamente los frutos de la gracia bautismal" (cf LC 44). Por tanto, queda en pie la
única consagración fundamental, que es dada por el bautismo, mientras que la entrega a
María no hace más que actualizarla, explicitarla y recoger sus frutos.
Presentar y subrayar la consagración bautismal implica un valor terapéutico para el
hombre de hoy, que con frecuencia tiene atrofiado su sentido religioso. Sin embargo, habrá
que poner mucha atención para evitar proponer de nuevo en forma repetitiva una idea
inexacta de lo sagrado y de la consagración. Ésta no es en primer lugar separación o
reserva para Dios (el bautismo es sacramento de comunión y de misión lo mismo que la
confirmación y la eucaristía, estrechamente vinculadas con él), sino la inmersión en la
corriente de vida trinitaria en una trasfinalización del ser humano. La consagración no exige
una separación sociológica, sino solamente una distancia moral de lo profano, que en el
cristianismo es sólo el pecado, es decir, todo cuanto aleja de la propia referencia
trascendental a Dios. Ya en el plano natural, "la sacralidad es la relacionalidad histórica de
la creación con el Dios santo..., una determinación trascendental de todo lo existente
creado (omne ens est sacrale) mientras que lo sagrado "es ante todo no ya lo que está
reservado cultualmente, sino el horizonte dentro del cual pueden aparecer los objetos y las
personas como sagrados. Según la revelación cristiana, lo sagrado no constituye un algo
aparte, sino que se sitúa en una perspectiva existencial: el hombre es transformado en su
intimidad por el Espíritu Santo en el bautismo y queda referido no ya a un Dios impersonal,
sino al Dios trinitario: al Padre por medio de Cristo en el Espíritu. Consagrarse significa
aceptar esta relación con Dios-Trinidad y vivirla en la iglesia.
Consagrarse a María significa dejarse ayudar por su ejemplo y por su intercesión a fin
de encontrar el verdadero sentido de la vida cristiana, determinado por el bautismo.
"¿Cómo podríamos vivir nuestro bautismo —se pregunta Juan Pablo II— sin contemplar a
María, la bendita entre todas las mujeres, tan acogedora del don de Dios? Cristo nos la ha
dado como madre. Se la ha dado por madre a la iglesia... Todo católico le confía
espontáneamente su oración y se consagra a ella para consagrarse mejor al Señor".

2. CONSAGRACIÓN A MARÍA, RECONOCIMIENTO VITAL DE SU MISIÓN.


La idea de consagración, que evoca la de un don total, no parece a primera vista que
pueda aplicarse a María, sino únicamente a Dios. La consagración a la Madre de Dios
—afirma Pío XII— "es un don completo de sí mismo, para toda la vida y para la eternidad;
es un don no de pura forma o de puro sentimiento, sino efectivo, realizado en la intensidad
de la vida cristiana y mariana, en la vida apostólica". Como añade el documento doctrinal
de la Sociedad mariana nacional, "consagrarse a María es ponerse bajo su protección, pero
es también hacerse disponibles a su misión maternal, entregarse a ella con total confianza,
asumir el sentido y el contenido de su vida, establecer una relación de amor, de diálogo y
de dependencia, entretejida de totalidad y de perennidad; es sintonizar con María, para vivir
con mayor intensidad y fidelidad la consagración a Cristo".
Para legitimar este don total a María es preciso ante todo distinguirlo del que implica el
reconocimiento de la trascendencia de Dios y que equivale a adoración o a amor sobre
todas las cosas. Es el amor appretiative summus del que hablan los teólogos y que no
puede compartirse con ninguna criatura, por santa que sea. La consagración a María está
esencialmente dirigida a ese amor, pero difiere de él de una manera sustancial.
La única forma de poder aplicar un término a Dios y a la criatura es la de recurrir a la
analogía, que se basa precisamente en la semejanza dentro de la diferencia. El uso
análogo de la palabra consagración referida a María mantiene un sentido de don total y
perenne, que es preciso legitimar a la luz de la revelación y de la teología.

a) Desde el punto de vista bíblico, además de los pasajes en los que se presenta a María
como modelo de consagración (Lc 1,38) y como guía de la alianza con Dios en Jesucristo
(Jn 2,5), el paso que se puede citar como fundamento de la donación a María es Jn 19,27:
"Desde aquella hora el discípulo la acogió entre sus bienes". La importancia de esta escena
en su significación histórico-salvifica ha sido señalada en recientes estudios exegéticos.
Gracias a ellos percibimos el sentido tan denso que tiene esta acogida de María por parte
del discípulo. Acoger (lambánein) es en el vocabulario de Juan el verbo de la fe: indica una
actitud espiritual, "implica una disponibilidad y participación del sujeto" y una disposición
interior de apertura. Cuando se dirige a la persona de Jesús, como en Jn 1,12, "es
prácticamente sinónimo de pistéuein" (creer) —dice I. de la Potterie—, por lo que "acoger a
Jesús y acoger a su madre son, en definitiva, dos actitudes equivalentes". Pues bien, es
perfectamente sabido que la fe en san Juan no es solamente aceptar con asentimiento
intelectual las afirmaciones de Jesús, sino que significa "someterse a Cristo" (H. Dodd),
"decir que sí a la persona de Jesús..., decisión fundamental y total..., vinculo personal con
él dentro de una creciente comprensión, confesión abierta y amor activo" (R
Schnackenburg), "entrega a la sabiduría de Dios" (D. Mollat).
La acogida de María se inserta en la acogida de Jesús por parte del discípulo. En efecto,
éste acogió a la madre de Jesús, en adelante madre suya, "entre sus bienes" (eis tà ídia).
Estas cosas propias o bienes espirituales son ante todo y esencialmente su fe en
Jesucristo y su comunión con él. La expresión tà ídia "no describe en ningún lugar del
cuarto evangelio cosas inertes, bienes materiales (por ejemplo, una casa). Se trata siempre
de relaciones existenciales entre personas". Por tanto, la "relación con Cristo se prolonga
ahora en una relación nueva del discípulo con la madre de Jesús. En otras palabras, la
acogida que el discípulo reserva a la madre de Jesús conserva un significado cristológico",
incluso porque es también la obediencia a Cristo la que le hace recibir a María en su vida
de creyente.
La actitud del discípulo frente al don que es María supone apertura, entrega, vinculación
o comunión personal, disponibilidad, acogida filial, fe confiada y amorosa. Se tiene además
una "transferencia de propiedad": María pertenece al discípulo y el discípulo pertenece a
María. Juan explícita solamente la respuesta del discípulo, que acoge a María en su vida de
fe o "en las realidades constructivas de la iglesia" (A. Marranzini); pero también María
consiente en la voluntad de Cristo y acoge al discípulo entre los mismos bienes espirituales,
sobre todo en su fe en el Hijo. El discípulo puede decir entonces: "Tú eres mi madre y yo
soy tuyo". Si no es una entrega explícita a María, estamos de todas formas muy cerca de ella.

b) Las exigencias del amor al prójimo según la revelación son totalizantes. La


espiritualidad del s. XVII, al disminuir a la criatura en su ser y en su causalidad (cf el
ocasionalismo de Malebranche), ha centrado el esfuerzo cristiano en el amor a Dios, visto
como contraposición al amor a las criaturas. Éstas eran consideradas como competitivas
respecto a Dios o todo lo más como etapas que recorrer en el camino hacia él. La
confrontación con la revelación neotestamentaria hace inaceptable este planteamiento: el
amor al prójimo no sólo tiene una posición central en el mensaje cristiano (Jn 13,14; Gál
5,14; Rom 13,8-9), sino que se trata de un amor intenso; más aún, de "un amor sin medida,
ya que tiene como modelo el amor de Cristo, que no tiene limites". Puesto que el prójimo
tiene que ser amado según el ejemplo de Cristo ("como yo os he amado"), ese amor tiene
que llevar al servicio y a la entrega de sí mismo, hasta llegar al sacrificio de la vida. La
moral, para san Pablo, se puede resumir en la entrega cada vez más perfecta al prójimo,
ofrecida a Dios a ejemplo de Jesús: "Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos
queridísimos, y caminad en la caridad, del modo con que también Cristo amó y se dio a sí
mismo por nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio de suave olor" (Ef 5,1-2).
La entrega total de sí mismo a María es posible y legítima como expresión del amor al
prójimo, requerido a los miembros de la comunidad eclesial. Por tanto, el prójimo no es una
simple ocasión para amar a Dios; en ese caso estaría instrumentalizado y no tendría ya
ninguna consistencia. El don de sí mismo al prójimo en el amor supone que el hombre
pueda ser considerado como un fin, no definitivo, pero intermedio, ya que está finalizado a
su vez al fin último, que es Dios. "La teología de las realidades terrenas nos ha enseñado
que las criaturas no son simples escalones para ir hacia Dios, sino fines secundarios que
hay que valorar en su orden inmanente querido por el mismo Dios. En particular tenemos
que amar al hombre, decimos, no como instrumento, sino como primer término hacia el
término supremo, trascendente, principio y razón de todo amor. Por tanto, está permitido a
nuestro culto fijarse directamente en María, aceptando de manera vital su persona y su función".
En esta perspectiva el don a María no se presenta en competición con el don a Dios, ya
que entra dentro del plan de la salvación y mantiene su finalización en la adoración
trinitaria. Montfort intuye espiritualmente estas realidades y las expresa de una forma
precisa y articulada cuando afirma: "... El fin último es sólo Jesucristo. Se sirve a la
santísima Virgen como fin próximo, como ambiente misterioso y medio fácil para
encontrarnos con Cristo".
Es legítimo hablar de consagración a María, pero es más exacto y completo hablar de
consagración a Cristo o a Dios-Trinidad realizada en la acogida a María en la propia vida.

c) La dinámica de la intercomunión. La filosofía personalista,


representada entre otros por Buber, Levinas y Mounier, ha establecido que "la verdad más
profunda del hombre es su relación con los demás... El hombre comprende su propio
misterio encontrando al otro y estableciendo con él unas relaciones interpersonales". Estas
relaciones personales se resumen en ser un tú el uno para el otro, es decir, en recibir un
auténtico amor y en convertirse en don. Quedan excluidos el conflicto y la indiferencia, el
amor es benevolencia, promoción y reciprocidad. Esta reciprocidad, que implica ser con el
otro y para el otro (principios de solidaridad y subsidiaridad), arranca del propio yo para
centrarse en la persona amada en un movimiento oblativo. Es la doctrina clásica del amor
extático (que lleva fuera del yo) transmitida por el PseudoDionisio: "Existe un amor divino
extático, que no deja a los que aman pertenecerse a sí mismos, sino a los que ellos aman...
Por eso san Pablo, arrebatado por este amor divino y participando de su fuerza extática,
dijo con palabras divinas: Vivo yo, pero no soy yo, sino Cristo el que vive en mí; como
verdadero amante y en su impulso hacia Dios, como dijo él mismo, vivió no ya su vida, sino
la vida vehementemente amada del amado".
La dinámica de la relación viva entre dos personas sigue ordinariamente este trayecto:
atención recíproca, entendimiento mutuo, intercambio de dones, coloquio amistoso, tácita
atmósfera de confianza, amor desinteresado libremente oblativo: tú te entregas a mí, yo me
entrego a ti. El otro desempeña una función cognoscitiva y formativa de la persona: "Porque
yo respondo como regalo, me comunico a mí mismo surgiendo y capacitándome así para la
vida, para la vida dialogal... Me convierto en yo, pero únicamente porque tú estás ahí,
porque yo existo orientado hacia ti... Y cuanto más me entregue a ti, tanto más yo me hago,
tanto más sé de mi persona". También el Vat II confirma que el esquema de la entrega es
necesario al hombre para ser él mismo en plenitud; el hombre "es la única criatura que Dios
haya querido por ella misma; no puede encontrarse plenamente más que a través de una
entrega sincera de sí mismo (cf /Lc/17/33)" (GS 24). La cita evangélica recuerda la
paradoja vivida por Cristo y transmitida a sus discípulos: el que se aferra egoístamente a su
vida la pierde, pero el que la pone al servicio de los demás hasta sacrificarla por ellos la
salva.
La revelación y las ciencias humanas están de acuerdo en confirmar que el hombre es él
mismo y responde a las esperanzas divinas cuando su amor se hace oblativo.

3. LA DIMENSIÓN ECLESIAL.
La consagración a Dios no es un acto de generosidad del individuo a título personal,
cada uno de los cristianos ha sido consagrado por Dios y para Dios como miembro de la
iglesia, pueblo de Dios que le pertenece y para el que tiene que vivir. En efecto, "Cristo
amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para hacerla santa (= consagrarla),
purificándola por medio del lavado del agua acompañado de la palabra" (Ef 5,25-26). El
título de esposa y virgen que se le atribuye a la iglesia indica que tiene que responder al
amor de Cristo con el sí de la fe y la consagración a él de toda su vida. María es la clave y
el tipo de esta vocación, en cuanto que hace conocer el sí que hay que dar al Señor
mediante su ejemplo de consagración a la persona y a la obra de Jesús. El cristiano que se
consagra a Jesucristo, con la guía maternal y el ejemplo de María, sabe que con su gesto
hace surgir la naturaleza íntima de la iglesia, pueblo consagrado al Señor (cf Dt 7,6; IPe
2,9). Este pueblo, que tiene que conservar su unidad en el Espíritu y crecer en un solo
cuerpo (Ef 4,3-6; ICor 12,13), ha sido confiado por Cristo a la madre en la persona del
apóstol amado. Ella es la Jerusalén-madre, que acoge a los hijos dispersos de Dios (cf Jn
11,52) y que es acogida como don de Cristo para obedecer a su voluntad (cf Jn 19,27).
Esta doble acogida, de donde surge la comunidad mesiánica una e indivisa, es símbolo de
la unidad de la iglesia. Personalizar la entrega hecha por Cristo acogiendo a María dentro
de la propia vida debe tender al crecimiento en la unidad con todos los miembros del pueblo
de Dios, excluyendo disensiones y creciendo en el amor. La consagración, al tiempo que
orienta a Dios, tiene que afianzar los vínculos de fraternidad y de comunión con la iglesia y
con todas las familias de los pueblos. En la Biblia encontramos el fundamento de una recta
relación entre la consagración social, propia del pueblo de Dios llamado a renovar la
alianza con él, y la consagración personal, que consiste en actualizar la primera sobre todo
a través del camino litúrgico-eclesial mediante un don de sí mismo madurado en la
responsabilidad y la libertad: María, madre de la iglesia y de cada uno de los fieles,
recuerda y une estas dos dimensiones.
4. CONSAGRACIÓN Y CULTURA ACTUAL.
Planteada cristológicamente y anclada en el bautismo, la consagración a la madre de
Dios posee validez teológica como reconocimiento vital de la misión maternal y ejemplar de
María en la vida cristiana. La entrega a María es analógica a la que se hace a Dios, ya que
mantiene el significado de ofrenda total y perenne, pero con la diferencia de nivel propio de
la criatura.
Esta referencia a María ha asumido varias formas a lo largo de los siglos y se ha
expresado según los esquemas interpretativos que presentaban las diversas épocas
culturales. Hoy se impone respecto a dichos esquemas un examen crítico o una revisión
"respetuosa para con la sana tradición y... abierta a recoger las legítimas aspiraciones de
los hombres de nuestro tiempo" (MC 24).
Entre las diversas expresiones, más allá de su contenido válido, hay algunas que no
parecen representables. Una referencia a María bajo la forma de esclavitud de amor o de
esclavitud/servicio no encuentra fácil audiencia en la cultura de hoy, caracterizada por un
marcado sentimiento de libertad. Utilizar los términos esclavitud/servicio, explicando cómo
son compatibles con la libertad, resulta una empresa pedagógicamente ardua y
pastoralmente desaconsejable. Lo mismo hay que decir por lo que respecta al lenguaje que
recuerda instituciones o modelos medievales, como el amor caballeresco o el vasallaje
protector, o bien costumbres del s. XVII, como contrato, dependencia, expropiación,
servidumbre, abandono...
Mientras que las congregaciones marianas se muestran favorables al término
compromiso permanente en donde se valora la responsabilidad personal, otros prefieren,
con Juan Pablo II, la palabra confiar o confianza. "La palabra confianza —escribe B.
Lewandowski— tiene su fundamento en la historia de la salvación y expresa, mejor que la
palabra consagración, la naturaleza de esa consagración entendida rectamente... También
Jesús desde la cruz confió a su propia madre su iglesia. El hombre se confía, se ofrece a sí
mismo y todas sus cosas a Dios para que queden consagradas por el Espíritu de Dios". El
término confianza tiene la ventaja de subrayar el aspecto místico de disponibilidad y de
seguridad amorosa del que quiere hacerse conducir por el Espíritu Santo según el ejemplo
de María y a través de ella; siempre habrá necesidad de explicarla en el sentido de
abandono activo y consciente, descartando la idea de declinar toda responsabilidad y
recurriendo quizá oportunamente a la institución moderna de tutela familiar.
La palabra consagración no está exenta de cierta ambigüedad y también necesita
algunas puntualizaciones (se distingue esencialmente de la que se dirige a Dios, no es
separación sociológica, sino ética...); sin embargo, es el término más usual, preferido por la
tradición espiritual y adoptado por el magisterio. En el uso corriente significa "dedicar por
entero..., comprometer la propia vida en favor de los demás, sacrificándose y luchando por
ellos, poner a disposición de los demás las propias capacidades de trabajo y de
pensamiento" sería una lástima abandonar un término tan significativo.
Una sabia solución pastoral podría ser la que ha adoptado Juan Pablo II, que atiende a la
sustancia e intenta expresarla de varias maneras sin ligarse a una sola expresión.
En la búsqueda de nuevos esquemas expresivos más en consonancia con nuestra
época, se presentan a nuestra mente algunas fórmulas densas de contenido como vivir a
María que usan los focolares, o bien opción fundamental por Cristo con María, amor
oblativo, comunión interpersonal con la virgen María y a través de ella con el Señor,
pronunciamiento vital por Cristo y por María, entrega de sí mismo... Son ejemplos loables
de esta búsqueda de un nuevo lenguaje.
Si tuviéramos que expresar una preferencia, lo haríamos en favor de una expresión
bíblica que se ha puesto de relieve en nuestro tiempo con la exégesis de Jn 19,27: la
acogida de María por parte del discípulo amado por Jesús. Acoger a María, con toda la
riqueza de actitudes espirituales que encierra este término en san Juan, es una propuesta
realista y sencilla, que tiene la ventaja de ser bíblica y por tanto también potencialmente
ecuménica. Acoger a María significa abrirse a ella y a su misión maternal, introducirla en la
propia intimidad espiritual en donde se ha acogido ya a Cristo y los demás dones suyos en
la fe; es una expresión que evoca toda la espiritualidad cristiana y mariana (aunque en
distinto nivel) del NT. Desde el punto de vista cultural, la acogida del otro es imperativo
categórico para construir una sociedad que sea verdaderamente comunión.

Acto de consagración e itinerario de los consagrados


El acto de consagración no puede improvisarse; es un acto tan denso en compromiso
vital, que requiere una maduración o preparación, en la que la comunidad tiene que
desempeñar un papel específico. Veamos sus antecedentes, la decisión personal y el
itinerario de vida que ha de seguir al acto de consagración.

1. RELACIÓN ENTRE CONSAGRACIÓN SOCIAL Y PERSONAL.


Mientras que en los siglos anteriores se podía presentar la consagración u oblación a
María en una perspectiva personal hoy no es posible ignorar que las diversas naciones, la
iglesia y el mundo han sido consagrados en varias ocasiones con actos colectivos. Hay que
recordar sobre todo los actos de consagración del mundo al corazón de Jesús (León XIII,
1899) y al corazón inmaculado de María (Pío XII 1942). En ambos casos la consagración
fue efectuada por el papa, como padre y representante de la familia humana, como
responsable dentro de la comunidad confiada a él, consagró al Señor y en primera
instancia a María todos los fieles reales y los posibles. No hay que olvidar que esta
consagración no es un acto jurídico, sino que se realiza bajo la forma de una oración; se
trata, por consiguiente, de una apertura a Dios para sí mismo y para los hermanos, como
sucede con cualquier otra oración bíblicamente considerada, y tiene el significado de una
intercesión.
La consagración personal sigue siendo indispensable, ya que Dios salva respetando la
libertad de cada uno. El cristiano toma conciencia de los vínculos de solidaridad que lo
unen al pueblo de Dios: consagrándose personalmente, sabe que lo hace en comunión con
la iglesia y realizando la vocación de pueblo consagrado al Señor.

2. LA OPCIÓN FUNDAMENTAL Y LA RELACIÓN TIEMPO-ETERNIDAD.


La reflexión sobre la condición humana ha llevado a descubrir, más allá de cada una de
las acciones, una opción de fondo que explica las opciones particulares y llega a definir la
esencia misma de la persona que las realiza. Esta opción fundamental determina el tipo de
hombre que uno adopta, el núcleo de su personalidad, lo que él desea y espera ser. El
hombre se realiza en su libertad cuando consigue crear actos definitivos que deciden su
futuro. Para el cristiano se trata de insertar el tiempo en la eternidad mediante un acto de
amor a Dios con todo el corazón. Este momento del tiempo en la eternidad es una gracia de
Dios, ya que la salvación viene de Dios, pero el hombre tiene que acogerla en la libertad a
fin de "poder disponer por completo de sí mismo, alcanzar la plena disponibilidad en las
últimas profundidades de sus propias posibilidades, poder acrisolar sin residuos el mineral
de la vida, hasta que ésta pueda consumarse sin reservas y sin escorias en la fusión de la
única imagen de Dios".
Para K. Rahner la consagración es precisamente "el intento serio, meditado y
concentrado de realizar el momento de la eternidad en el tiempo, como acto de amor". No
se trata de pronunciar una fórmula, sino de pronunciarse a sí mismo, en un
pronunciamiento que quiere ser total y definitivo. Cuando ese intento se logra alguna vez,
entonces suena en el secreto de Dios la hora de la salvación.
Esta plenitud antropológica y sobrenatural requiere una preparación según el tipo de los
ejercicios espirituales, cuyo objetivo es precisamente el de ayudar a hacer opciones
cristianas irrevocables de compromiso al servicio de Dios; pero exige también la repetición
del acto consecratorio como un intento renovado de llegar hasta el don total de sí mismo al
Señor en comunión con María.

3. ITINERARIO LITÚRGICO Y CULTO EN LA VIDA.


La consagración a Cristo y a María tiene que vivirse ante todo en la liturgia, ya que es allí
donde la iglesia expresa su culto a Dios como pueblo consagrado a él. Todo el año litúrgico
está orientado a la celebración del misterio pascual de Cristo, que alcanza su cima más alta
en la solemne vigilia del sábado santo. Es concretamente en dicha vigilia donde la
comunidad reafirma su propia consagración a Dios renovando las promesas bautismales.
Aunque no hay allí una referencia explícita a María, la iglesia es continuación e imitación de
ella, su tipo en la consagración a Cristo en la fe, esperanza y caridad. No hay nada que
impida explicitar la presencia de María en el bautismo como madre en el orden de la gracia
(LG 61-64), mediante la aceptación vital de su maternidad y una actitud de disponibilidad y
de don de sí mismo. La consagración mariana alcanza en la vigilia pascual el lugar
privilegiado donde pronunciarse y renovarse cada año: allí es donde se pone a salvo su
carácter cristocéntrico y trinitario y en donde al mismo tiempo se le garantiza la eficacia de
la celebración litúrgica como acción conjunta de Cristo y de la iglesia.
De forma semejante hay que vivir en la liturgia la referencia a María por parte de los
consagrados. Éstos celebrarán de modo especial las fiestas dedicadas a la Virgen que van
poniendo ritmo a todo el año litúrgico, entrando en sus dimensiones mariana, cristológica y
eclesial. Y así cumplirán la indicación de la Marialis cultus, que presenta a María "como
ejemplo de la actitud espiritual con que la iglesia celebra y vive los divinos misterios" (MC
16).
De la liturgia se saca como de una fuente la gracia de actuar en la vida todo lo que se
celebra en los misterios de la salvación. Se trata sustancialmente de ejercitar en la
existencia de cada día el oficio sacerdotal, profético y real que se deriva del bautismo.
Una mistagogia debidamente orientada, es decir, una iniciación en la experiencia
religiosa, no puede prescindir del consejo de los maestros de espiritualidad mariana, que
consiste en el ejercicio ascético de referirse a María en cada una de nuestras acciones.
Esto supone una constante inspiración en su ejemplo, un recurso confiado y suplicante a su
intercesión, una renovación frecuente de la consagración a ella y a Jesucristo, una
identificación con ella para ser dóciles al Espíritu, un compromiso por fomentar su culto y el
reinado de Cristo en el mundo. Este ejercicio sigue siendo necesario para que la vida
quede impregnada: de espíritu mariano, orientado siempre al servicio de Cristo y de los
hermanos.
Los consagrados de hoy se ejercitarán sobre todo en sintonizar con María a lo largo de la
jornada, en los momentos de alegría y de dolor, de tensión y de relajamiento, de encuentro
y de soledad. Procurarán especialmente llevar a cabo este programa en línea con su
bautismo: como María ofrecerán a Dios su propia vida, aceptando su voluntad en cada uno
de los acontecimientos; con María irán hacia sus hermanos para anunciar la salvación,
ayudarles en sus necesidades, leer los signos de Dios en la historia y llevarles a Jesús;
ayudados por María rechazarán el mal y el pecado y edificarán el reino de Dios
impregnando del espíritu de las bienaventuranzas evangélicas las diversas expresiones de
la sociedad.
El ideal del consagrado es llegar a una identificación con María, de forma que pueda
hacerse capaz de una íntima comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, así como
de un amor cordial y creativo al prójimo. Es la etapa que han alcanzado todos los que
pudieron experimentar la presencia especial de María en su vida.
(·FIORES-S-DE. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 485-495)
MARÍA EN LA COMUNIDAD
QUE CELEBRA LA EUCARISTÍA
A. AMATO
I. María en la comunidad que celebra la eucaristía
A pesar de la indiscutida verdad teórica y experiencial de nuestro aserto —a saber: la
presencia de María en la comunidad eclesial que celebra la eucaristía—, rara vez, sin
embargo, ha centrado la atención indagadora de los teólogos. Éstos, en efecto, lo mismo
antes que después del Vat II, se han ejercitado de vez en cuando en dos de los tres
términos en cuestión —María-iglesia, María-eucaristía, iglesia-eucaristía—, pero no en los
tres contemporáneamente, a no ser en casos rarísimos.
A propósito de la relación María-iglesia se ha subrayado justamente
el hecho de que el pueblo creyente reconoce en la iglesia a la familia que tiene por madre a
la madre de Dios; es decir, María es considerada madre de la iglesia, como la proclamó
Pablo VI en 1964. Convertida por el fiat de la anunciación en madre del Hijo de Dios
encarnado, se convierte en madre de la iglesia en cuanto madre de Cristo, cabeza del
cuerpo místico. En el Calvario, al confiar a María a su discípulo, Jesús en cierto sentido
consideraba clausurada con su muerte la maternidad humana de María, para inaugurar la
maternidad espiritual. María y la iglesia están indisolublemente unidas en la vocación a la
maternidad; ambas concurren a engendrar el cuerpo místico de Cristo: "Una y otra es
madre de Cristo, si bien ninguna de ellas engendra a todo el cuerpo sin la otra" (como dice
justamente Isaac de la Estrella).
También se han profundizado los lazos de la relación iglesia-eucaristía,
igualmente estrechos y recíprocamente constitutivos. Es famosa la expresión de Lubac sobre la
relación entre iglesia y eucaristía: "Se puede afirmar que hay una causalidad recíproca entre
ambas. Puede decirse que el Salvador ha confiado la una a la otra. Es la iglesia la que hace la
eucaristía pero es también la eucaristía la que hace la iglesia". En la iglesia, la eucaristía es fuente
y culminación de toda la vida cristiana (cf LG 11), porque es el sacramento que continuamente
hace vivir y crecer a la iglesia (cf LG 26). Por eso la celebración eucarística manifiesta el
verdadero rostro de la iglesia, la unidad del cuerpo místico de Cristo y del pueblo de Dios (cf LG
26, SC 41). En la iglesia, sacramento de Cristo, la celebración eucarística es la plenitud de la
presencia de Cristo en la humanidad. ¿Qué decir entonces de la temática: María en la comunidad
que celebra la eucaristía? Se trata indiscutiblemente de un tema infrecuente en la gran teología.
Más bien parece pertenecer al mundo de la literatura devota y espiritual; al mundo de la intuición
más que al de la reflexión especulativa. Ahora bien, sabemos que hasta no hace mucho ese
mundo de la devoción o de la piedad popular no era considerado significativo en el ámbito de la
reflexión teológica.
Un motivo ulterior de tal marginación se puede encontrar también en que los tres
elementos del aserto: María-comunidad eclesial-eucaristía, parecen pertenecer los tres a la
parte baja, a la parte de lo sensible, de la historia, de lo relativo, más que a la parte de
arriba, a la parte de lo absoluto, que es Dios. En efecto, no poseen consistencia en si
mismos, sino que remiten decididamente a una presencia sin la cual difícilmente serían
correlativos, mientras que con ella se iluminan mutuamente. Esa presencia, que da sentido
y valor a nuestro aserto, es Cristo, hijo de María, realmente presente en su cuerpo místico y
en su cuerpo eucarístico. También para nuestra temática vale, pues, el principio enunciado
por Pablo VI en la Marialis cultus: "En la virgen María (y podemos nosotros añadir también:
en la iglesia que celebra la eucaristía) todo es referido a Cristo y todo depende de él" (MC 25).
Una vez fijados los términos María, comunidad que celebra y eucaristía en su necesario centro y
punto de referencia que es Cristo, podemos apresurarnos a añadir que afortunadamente en estos
últimos tiempos están entrando en el ámbito de la atención refleja, incluso de los teólogos, las
temáticas de la piedad popular, "consideradas durante largo tiempo —dice Pablo VI— como
menos puras, y a veces despreciadas'. Más aún, las expresiones de esta piedad popular han sido
recientemente revalorizadas oficialmente en su justo contenido de fe. Puebla, p. ej., en 1979 hizo
de la religiosidad popular, considerada como auténtica "expresión de la fe católica", el vehículo
verdadero y eficaz de la actual evangelización del continente latinoamericano. El documento de
Puebla describe así el contenido concreto de esta religiosidad popular: "La religiosidad del
pueblo, en su núcleo, es un acervo de valores que responde con sabiduría cristiana a los grandes
interrogantes de la existencia. La sapiencia popular católica tiene una capacidad de síntesis vital:
así conlleva creadoramente lo divino y lo humano; Cristo y María, Espíritu y cuerpo; comunión e
institución, persona y comunidad, fe y patria, inteligencia y afecto". Los elementos positivos de
tal piedad popular son también: "La presencia trinitaria, que se percibe en devociones y en
iconografías, el sentido de la providencia de Dios Padre; Cristo, celebrado en su misterio de
encarnación, en su crucifixión, en la eucaristía y en la devoción al Sagrado Corazón; amor a
María: ella y sus misterios pertenecen a la identidad propia de estos pueblos y caracterizan su
piedad popular".
A esta revalorización teológica ha contribuido y está contribuyendo un giro providencial en el
campo de la historiografía internacional, no anclada ya sólo en la historia por el vértice -o historia
cualitativa o de lo alto- sino hoy decididamente abierta también, y quizá, sobre todo, a la llamada
historia de abajo, que verifica la contribución histórica de un pueblo entero en la globalidad de
sus expresiones y manifestaciones individuales y sociales, religiosas y civiles, privadas y públicas
en un determinado espacio-tiempo. De ahí el reciente resurgir de una historia cuantitativa o
también serial, que puede ofrecer una notabilísima contribución a la comprensión y a la
valoración de la piedad popular. Esta última, en efecto, une en su conciencia de fe católica
profundamente vivida y manifestada a María con la iglesia y la eucaristía. Mejor aún —si bien la
teología no posee grandes capítulos al respecto—, la fe católica, hoy como ayer, vive de estas tres
realidades perfectamente en consonancia entre sí: María es una presencia viva y significativa en
la comunidad que celebra la eucaristía.
Se merece, pues, una adecuada atención y explicitación el nexo estrecho y natural existente, en la
praxis católica contemporánea y en su piedad popular, en torno a la presencia materna de la
Virgen santísima en la comunidad eclesial que celebra la eucaristía. En este caso se puede hablar
verdaderamente de intuición de fe por parte de los fieles, que captan de manera inmediata la
verdad de tal aserto en su centro fontal, que es Cristo, y en sus conexiones internas existentes
entre María, iglesia y eucaristía. De ahí nuestro breve itinerario de estudio. Destacaremos ante
todo la dimensión mariana y eucarística de la vivencia eclesial de los orígenes a hoy, para poner
de manifiesto las actuales implicaciones teológico-pastorales.

II. Dimensión eucarística y mariana de la vivencia eclesial


1. CONSTATACIÓN DE UN HECHO. La vivencia eclesial, ayer como hoy, se
caracteriza, sobre todo en su praxis, por una decidida dimensión eucarística y mariana. Es
un hecho fácil de comprobar en la liturgia, tanto occidental como oriental, en la piedad
popular, en las fiestas, en los santuarios marianos, en la espiritualidad de los movimientos
contemporáneos, incluso juveniles, y en la tradición de las grandes y pequeñas familias
religiosas. En la espiritualidad, p. ej., de don Bosco, la iglesia, representada por el papa,
atraviesa indemne el mar del mundo proceloso solamente si permanece anclada en dos
sólidas columnas: la de la Virgen y la de la eucaristía. En Lourdes, donde se advierte
sobrecogedora la presencia materna de la Virgen, se observa con idéntica evidencia que el
centro de la oración particular y comunitaria es la celebración de la eucaristía, el
tabernáculo, el altar. En nuestras iglesias la presencia de la Virgen es tan manifiesta como
la presencia eucarística.
En la tradición oriental —tanto católica como ortodoxa— la Virgen santísima, además de
ser invocada como entre nosotros en la liturgia, es también representada en el iconostasio
frente al altar. El iconostasio debe llevar necesariamente, además de la imagen de Jesús,
también la de la Virgen llamada del euanguelismós (de la anunciación), que marca el
comienzo de nuestra redención.
María es vista siempre como asociada estrechamente a Cristo, su hijo, en la comunidad
que celebra la eucaristía. El culto a la Virgen en la conciencia de fe de los cristianos posee
una nota cristológica fundamental, unida a una dimensión más específicamente eucarística.
Dice una referencia esencial y constante al Cristo eucarístico, como si deseara subrayar
con énfasis la necesidad de alimento espiritual y de comunión proveniente del sacramento
de la eucaristía. La Virgen parece tener un ministerio carismático de guía de los fieles hacia
la eucaristía. ¿Cuáles son las raíces de esta indiscutible vivencia eclesial?

2. FUNDAMENTOS BÍBLICOS. A primera vista parece que los datos bíblicos


neotestamentarios no dicen nada sobre la relación existente entre María y la comunidad
que celebra la eucaristía y entre María y la eucaristía sic et simpliciter. A lo sumo habría
algunos indicios. Hay pasajes, p. ej., en los cuales se alude a la participación de la primera
comunidad cristiana en la cena del Señor (ICor 11,16 20) o a la fracción del pan (He
2,4247; 20,7). Se advierte, pues, que muy probablemente María se insertó en la vida
comunitaria, participando de la eucaristía, presidida por los apóstoles. Se ha preguntado
también si María estuvo presente en la última cena. La respuesta ha sido que su presencia
no se puede excluir de modo absoluto por dos razones: 1) según Jn 19,27, María se
encontraba en Jerusalén precisamente por aquellos días; 2) según el uso judío de la cena
pascual, correspondía a la madre de familia, y todavía corresponde, encender las luces; es
posible pues, que fuera María la que cumpliera este rito también en la última cena. Otro
indicio puede ser el de la presencia indudable de María en la comunidad de pentecostés
(He 1, 14). Finalmente, se observa que Lucas subraya con énfasis particular el valor
simbólico decididamente eucarístico de Belén, la "casa del pan" (María, domus por
excelencia del pan de vida que es Cristo) y del pesebre, en el que Jesús fue colocado (Lc
2,7.12. 16).
A una mirada más atenta no se le escapan otros datos significativos al respecto Los
consigna Juan en dos escenas altamente simbólicas desde el punto de vista eucarístico, y
en las cuales María ocupa un puesto central junto a Jesús. Se trata del episodio de las
bodas de Caná —estrechamente ligado al de la multiplicación de los panes de Jn 6 y del
episodio del Calvario. En el primero es evidente el simbolismo eucarístico. En el segundo,
Jesús, después de haber entregado su madre a Juan y Juan a su madre, entrega el
Espíritu, el agua y la sangre; es decir, ofrece los dones del Espíritu y de los sacramentos
(Jn 19,30.34).
Al comienzo del signo del vino tenemos la iniciativa de María, y
sobre todo la orden dada a los servidores: "Haced lo que él os diga" (Jn 2,5). Caná es el
comienzo de los signos también del signo del pan de Jn 6. Caná representa, pues, el
comienzo de la nueva economía sacramental cuyo centro lo constituye la eucaristía. En
esta nueva economía María es llamada no ya madre, sino señora. Este pasaje indica que la
Virgen santísima se ha convertido en cabeza (= mujer de Gén 2,23) de una nueva
generación, la de la comunidad eclesial, que se nutre de la sangre y del cuerpo eucarístico
de Cristo. El evangelista pretende subrayar la función que desempeña la Virgen madre en
la comunidad eclesial pospascual. Ésta, en efecto, ha recibido justamente de su iniciativa
materna la posibilidad del don de vida, proveniente del Cristo eucarístico, pan y sangre de
la vida.
No sólo en el llamado libro de los signos, sino también en el de la
pasión, Juan da una decisiva aportación a la dimensión eucarística de la figura de María.
Se trata de /Jn/19/25-27 —entrega del discípulo a María y de María al discípulo—, donde
hay que ver no sólo un gesto de piedad filial por parte de Jesús sino sobre todo un episodio
de revelación decisiva. María se convierte aquí en portadora de una maternidad misteriosa.
También aquí es llamada mujer, para subrayar una vez más el comienzo en ella de una
nueva generación, la de la iglesia, que brota del costado abierto de Cristo, del cual salen el
agua y la sangre, símbolos de los sacramentos de la iglesia. En la nueva economía
sacramental que desde ahora en adelante caracterizará la vida de la iglesia, sacramento
justamente de la presencia salvífica de Cristo en medio de nosotros, María sigue siendo la
madre. Si antes era sólo la madre del Hijo, ahora es también madre de la iglesia. Si antes
su maternidad era física ahora es también espiritual. En el Calvario la madre de Jesús se
convierte en madre de los discípulos. La maternidad física parece casi abolida no sólo de
palabra, sino de un modo terriblemente realista: con la muerte física del Hijo. Le sucede una
maternidad espiritual: María se convierte en madre del discípulo. Si antes había sido Jesús
el que nació de la Virgen, ahora es la Virgen la que recibe un nuevo nacimiento de su Hijo
crucificado. Éste no la llama ya madre, sino mujer, porque es tomada por el hombre (cf Gén
2,23). Es difícil imaginar un cambio más radical de relación entre María y su hijo divino.
En lugar de Jerusalén, la hija de Sión, madre de los dispersos reunidos por Dios en sus
murallas y en su templo, entra María, madre de los hijos dispersos reunidos por Jesús en el
templo de la nueva alianza, que es su cuerpo y su sangre derramada por todos para el
perdón de los pecados. En la economía de la nueva alianza María se convierte así en la
personificación de la nueva Jerusalén, la iglesia animada sacramentalmente por Cristo
eucarístico.
La eucaristía se sitúa en Juan en el mismo movimiento de la encarnación. Si la carne de
Jesús, Hijo de Dios hecho hombre, es el sacramento de la presencia de Dios, alimento para
la vida eterna, camino de la salvación, su cuerpo eucarístico es consiguientemente el pan
de vida, la carne dada por amor: "Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin" (Jn
13,1). Y bien, María tiene una presencia y función decisivas, tanto en la encarnación como
en la economía de los sacramentos de la iglesia; en ambas ha pronunciado ella su fiat en la
fe, en la esperanza y en la caridad. En ambas es cabeza de una nueva generación querida
por Dios: en la primera, la generación del Hijo de Dios hecho carne, en la segunda, la
generación de la comunidad eclesial que brota del costado de Cristo (del Espíritu, del agua
y de la sangre) y que se nutre del cuerpo y de la sangre de Cristo. Es decir, la iglesia no es
sólo esencialmente eucarística, sino también existencialmente eucarística. Y María está en
el principio de este nacimiento eclesial, distintivo de la sacramentalidad salvífica.
María está, pues, ligada a este don de vida que es Cristo eucarístico, presente hoy en la
comunidad eclesial que celebra la eucaristía. Está asociada a nosotros en calidad de madre
en esta nueva economía del signo querida por Cristo para nuestra salvación, por el que se
ha hecho para nosotros pan de vida y sangre de redención. Por esto no sólo es legítimo,
sino bíblicamente necesario, redescubrir ese estrecho nexo entre María y la comunidad que
celebra la eucaristía.

3. MIRADA HISTÓRICO-DOGMÁTICA SOBRE LA RELACIÓN


MARÍA-IGLESIA-EUCARISTÍA.
Echemos ahora una fugaz mirada histórico-dogmática a la profundización pneumática de
la relación María-iglesia-eucaristía en la vida de la iglesia. Procederemos de modo
sumamente sintético.
Se afirma, en general, que los padres raramente explicitaron la relación existente entre
María-iglesia-eucaristía. Sin embargo, no faltan alusiones que, partiendo de la relación
María-iglesia, destacan la identidad existente entre el cuerpo físico de Jesús y su cuerpo
eucarístico. Citemos, entre otros, el conocido texto del epitafio que el obispo Averió de
Hierópolis dictó a la edad de setenta y dos años. Después de haber emprendido un viaje a
Roma por deseo de Marco Aurelio (161-180) para librar, se dice, del demonio a la hija
misma del emperador, Lucila, durante la vuelta a su patria visitó el obispo Siria,
Mesopotamia y Asia Menor, encontrando en todas partes fieles y hermanos en Cristo. Y
Abercio prosigue así: "La fe en todas partes me guiaba y en todas partes me proporcionaba
como alimento un pez de manantial, grandísimo, puro, que una casta virgen ha pescado y lo
distribuía a los amigos para que se alimentaran de él perpetuamente. Ella posee un vino
delicioso y lo da mezclado con el pan".
A este epitafio se le llama la reina de las inscripciones cristianas. En él se habla
explícitamente, además del bautismo, también de la eucaristía, pues ichthýs (pez) es el
conocido acróstico para designar a Jesucristo Hijo de Dios salvador. A propósito de la
eucaristía se habla de una casta virgen que ha pescado tal pez y lo distribuye a los amigos
de modo que puedan alimentarse de él perpetuamente. Esta virgen distribuye también el
vino unido al pan. Los autores no están de acuerdo en la identificación de esta casta
virgen. Algunos ven en ella a María; otros a la iglesia. Esta alternativa, a nuestro entender,
subraya aún más el estrecho lazo existente entre María y la iglesia y entre María, la iglesia
y Cristo eucarístico, alimento de vida eterna. Para H. Crouzel, en todo caso, es más segura
la identificación con María: María, madre del cuerpo de Cristo, es también madre de la
eucaristía. María, como la iglesia da a los cristianos el Cristo eucarístico para su alimento
espiritual.
Poco más tarde, Efrén sirio (·EFRÉN-SAN 306-373), en su lenguaje poético, evoca de
modo profundo los lazos existentes entre María y la comunidad que celebra la eucaristía.
En lugar de citar los textos, nos limitamos a resumir el pensamiento del autor al respecto.
Para Efrén, no sólo la iglesia sino también María, nos da la eucaristía, en oposición al pan
laborioso que nos dio Eva: "La iglesia nos ha dado el pan vivo, en lugar del ácimo que
había ofrecido Egipto; María nos ha dado el pan que conforta en lugar del pan laborioso
que nos dio Eva". María, además, es considerada como el tabernáculo donde habitó el
Verbo hecho carne, símbolo de la habitación del Verbo en la eucaristía presente en la
iglesia. El mismo cuerpo nacido de María ha nacido para hacerse eucaristía.
Para Efrén, la eucaristía es el misterio del cuerpo de Cristo nacido de María y presente
en la iglesia. María es madre del cuerpo de Cristo, que se convierte en sacramento de
salvación. He aquí cómo contempla María la eucaristía: "Sólo a mi me has mostrado tu
hermosura en dos imágenes. En efecto, el pan te representa bien, lo mismo que el
pensamiento; y habitas en el pan y en aquellos que lo comen. Y tu iglesia te ve visible e
invisiblemente, así como te ve tu madre". Con el don del pan eucarístico de su Hijo, María
se convierte en la verdadera madre de los vivientes. La eucaristía es un don materno. Pero
la eucaristía consigue en cierto sentido alterar las relaciones naturales existentes entre
María y su Hijo. Dice, en efecto, María: "¿Cómo te llamaré (...)? ¿Te llamaré hijo (...),
hermano (...), esposo (...), maestro? ¡Oh tú, que engendras a tu madre con una nueva
generación salida de las aguas! En efecto, soy tu hermana de la casa de David; él es padre
de ambos. También soy tu madre porque te he llevado en mi seno; soy tu sierva e hija por
la sangre y el agua, porque tú me has redimido y bautizado.
Otro elemento interesante que recorre toda la tradición
patrística es la constatación de que en el seno de María fue donde Jesús se hizo
sacerdote, tomando el cuerpo que luego había de ofrecer en sacrificio. Mediante la
encarnación en el seno de María es como Jesús se convierte en sumo sacerdote, pudiendo
así ofrecer su sacrificio al Padre. El patriarca Procio de Jerusalén (446) subraya con razón
que María es el templo en el que Dios se ha hecho sacerdote y victima. Por eso toda
celebración eucarística, que es el memorial del sacrificio de la cruz, hace referencia
intrínseca y esencial a María, a su misteriosa fecundidad sacerdotal que nos ha merecido al
verdadero y único sacerdote, el pan bajado del cielo, el vino de vida eterna, el sacrificio
redentor de Cristo. En el seno de la Virgen está la fuente del sacerdocio de Cristo y de la
iglesia.
En el medioevo, durante la controversia con Berengario (+ 1088)
contra un simbolismo que corre el peligro de vaciar la realidad física de la encarnación y de
la eucaristía, se recurre aún más a la función histórica de María, verdadera madre de Dios.
Por lo cual, en la eucaristía se trata del verdadero cuerpo de Cristo, nacido de la virgen
María: "Ave, verum corpus, natum de María virgine", dirá luego un famoso texto eucarístico
del s. XIV. El recurso a la Virgen en la eucaristía es un test de verdad y de ortodoxia. El lazo
entre María y la eucaristía es mediato, pero sustancial: el cuerpo eucarístico es el mismo
cuerpo formado en el seno de la virgen madre. Por eso san Buenaventura llegará también a
atribuir a la Virgen una cierta mediación eucarística: como el cuerpo físico de Cristo nos ha
sido dado por manos de María, así de estas mismas manos debe ser recibido su cuerpo
eucarístico. Gersón llama a María "madre de la eucaristía".
La iconografía medieval presenta con una cierta frecuencia, a partir del s. IX, la figura de
una mujer a la derecha de Cristo en la cruz, que levanta una copa para recoger en ella la
sangre del salvador, que brota de su costado herido. Se trata del nacimiento de la iglesia,
salida del costado traspasado de Cristo, según la tipología patrística. Simboliza también la
entrega a la iglesia de la economía sacramental, que encuentra su vértice en la eucaristía.
A menudo a esta figura de la iglesia, acompañada de la figura de la sinagoga a la izquierda
de Cristo, se añaden las figuras de María y de san Juan. Pero algunos siglos después sólo
aparecen María y Juan a los pies de la cruz, y sólo la Virgen es la que alza la copa hacia
Cristo. La iconografía ha terminado asimilando a María con la iglesia en su relación
esencial a la eucaristía.
A partir del s. XVII prevalece una cierta tensión a tal novedad, con perjuicio de la verdad
en este sector. Podemos citar, como ejemplo, la extravagante doctrina de los que afirmaban
que una porción de la carne de María se habría conservado en el cuerpo de Cristo, de
modo que María con razón podría ser también adorada en el santísimo sacramento del
altar. Pero, prescindiendo de estas exageraciones, no faltan intuiciones todavía hoy válidas.
Aquí habría que mencionar la llamada mario-eclesiología eucarística de Olier. Resumimos
todo ello haciendo referencia al pintor latinoamericano Miguel de Santiago (s. XVII), el cual
creó en las iglesias barrocas de Quito, Ecuador, el tema de la "Inmaculada eucarística" La
Virgen está representada con una túnica blanca y un manto azul. Sostiene en su corazón
una custodia y mira hacia arriba, donde están representadas las tres personas divinas,
unidas por un lazo esencial de amor. El significado de la representación es: la hija del
Padre, la madre del Hijo y el templo del Espíritu nos ofrece en la iglesia a su Hijo
eucarístico como alimento de las almas. Su inmaculada concepción es el ideal de la
santidad exigida por el sacramento de la eucaristía.

III. Perspectivas teológicas

1. LA APORTACIÓN DE LA TEOLOGÍA PRECONCILIAR.


Prescindiendo de las subdivisiones, a menudo complicadas, esta teología preconciliar
ofreció una aportación considerable a la relación existente entre María y el misterio
eucarístico que se celebra en la iglesia.
En efecto, partiendo de la definición del sacramento como signo sensible de una realidad
sobrenatural a la que hace presente y actual, la eucaristía es definida como el sacramento
por excelencia, ya que hace presente el cuerpo y la sangre de Cristo. La eucaristía
contiene al mismo Cristo en todo su misterio pascual, es decir, al Hijo de Dios encarnado,
crucificado y resucitado, que se ofrece como alimento de vida y que agrupa en torno a sí a
la iglesia. Ahora bien, Dios le asignó a la virgen María un puesto único y ejemplar en este
misterio de encarnación salvífica, asociándola por la fe y el amor al cumplimiento de la
redención: a la encarnación verdadera y propia, al misterio pascual y a la unidad y la
vivificación del cuerpo místico de Cristo, que es la iglesia. Por consiguiente, la iglesia, que
celebra en la eucaristía el misterio de la encarnación redentora, no puede menos de
subrayar la función que María ha tenido y tiene con su maternidad espiritual. María, ligada
indisolublemente a la persona del Verbo encarnado por su maternidad divina, no puede ser
separada del Cristo eucarístico, lo mismo que no es separada del cuerpo místico de Cristo,
que es la iglesia. En particular, la presencia real del cuerpo y de la sangre de Cristo en la
eucaristía, aunque vinculada a los signos del pan y del vino, nos remite al misterio de la
encarnación, mediante el cual el Hijo de Dios entró en el mundo tomando carne de María
virgen. En la eucaristía sólo Jesús está presente realmente con su cuerpo y su sangre; y
desde este punto de vista, nada fuera de la eucaristía muestra hasta qué punto Jesús es el
único y solo mediador en sentido fuerte. No obstante, este sacramento introduce también a
María, y a ella sola, desde el momento en que se trata también siempre —aunque velado
por el signo— del mismo cuerpo ahora glorioso del Cristo nacido de la virgen María: "Ave,
verum corpus, natum de María virgine".
Además, con las palabras de la consagración y con los signos del pan y del vino
separados, la eucaristía hace a Cristo presente en el acto de su oferta al Padre en la cruz.
La virgen María —y lo demuestra la Escritura— fue personalmente asociada al sacrificio de
la cruz con su consentimiento, con su amor materno, con su fe, con la ofrenda de sí misma
en manos del Padre. Con esta completa unión personal al sacrificio único del Calvario,
María vivió perfectamente lo que la iglesia sigue viviendo a lo largo de los siglos en la
celebración sacramental. Por medio de la consagración eucarística Cristo se nos da,
ofreciéndose al Padre en un acto que es la reactualización de su oferta sacrificial en el
Calvario. Ahora bien, María estuvo presente en ese sacrificio y fue íntimamente asociada a él.
Además de presencia real y sacrificio, la eucaristía es también alimento y comunión. La
comunión del cuerpo y la sangre de Cristo une a los fieles a su vida divina, destinándolos a
la resurrección. Tal unión eucarística fue precedida por la unión personal de María con
Cristo. Por eso María se convierte en modelo de comunión y de gracia con Cristo. Cristo se
nos da para alimentarnos, para unirse a nosotros, de modo que nos transforma en él. En
esta comunión María es para nosotros ejemplo decisivo, en cuanto que es la plena de
gracia. Por eso la eucaristía es también el sacramento de la unidad eclesial. La realidad de
este sacramento es la construcción de la unidad del cuerpo místico de Cristo. Con su
maternidad espiritual. que se nos reveló en el Calvario, María posee un cometido central en
la construcción de esta unidad, reuniendo a los hijos dispersos y uniéndolos a Cristo en un
solo cuerpo.

2. LA MATERNIDAD VIRGINAL DE MARÍA Y DE LA IGLESIA Y LA EUCARISTÍA.


A las consideraciones precedentes añadimos otras relativas a la relación existente entre María y
la iglesia, que son fundamentales en la profundización ulterior de la función materna de
María y de la iglesia respecto a la eucaristía.
Aunque en clave negativa y polémica, Karl Barth había visto bien en la herejía del dogma
mariano "ni más ni menos que el dogma crítico central de la iglesia católica": el dogma a
partir del cual deben ser consideradas todas las restantes posiciones fundamentales, y con
el cual o subsisten o caen. Dice también Barth: "La madre de Dios de la mariología católica
es, en efecto, simplemente el principio, el prototipo y la condensación de la criatura
humana, que coopera a su propia salvación sirviéndose de la gracia que la previene, y es
también el principio, el prototipo y el resumen de la Iglesia". Y finalmente: "La iglesia, en la
cual es venerada María, se debe comprender como se comprendió en el concilio Vaticano
(I), a saber: que ella debe ser la iglesia del hombre que, en virtud de la gracia, coopera a la
gracia".
Prescindiendo de la actitud de rechazo del dogma mariano, el análisis de Barth ha
centrado bien la verdad del catolicismo (y podemos añadir que de la ortodoxia): "La fe
católica - dice De Lubac resume simbólicamente en la santísima Virgen en su caso
privilegiado, la doctrina de la cooperación humana a la redención, ofreciendo de esta suerte
como la síntesis o la idea madre del dogma de la iglesia".
Los lazos María-iglesia son por tanto esenciales e intrínsecos en la economía cristiana
de la salvación. Por algo en la tradición patrística y medieval las imágenes y símbolos
bíblicos —como nueva Eva, paraíso, arca de la alianza, la escala de Jacob, ciudad de Dios,
tabernáculo del altísimo, mujer fuerte, nueva creación— son aplicados a menudo
indiferentemente a María y a la iglesia. San Cirilo de Alejandría, p. ej., Ilama a María "iglesia
santa" de Dios. E Isaac de la Estrella afirma: "María et ecclesia, una mater et plures".
No se trata de simples paralelismos o de uso impropio de símbolos y metáforas. Se trata
de una profunda conciencia de fe, que a través de esta original comunicación de idiomas
reconoce en María la figura ideal de la iglesia, su ejemplar, su meta de perfección. Por eso
dice el Vat ll: "La madre de Dios es tipo de la iglesia (...) en el orden de la fe, de la caridad y
de la perfecta unión con Cristo. Porque en el misterio de la iglesia, que con razón también
es llamada madre y virgen, la bienaventurada virgen María la precedió, mostrando en forma
eminente y singular el modelo de la virgen y de la madre (...). Ella dio a luz al Hijo a quien
Dios constituyó como primogénito entre muchos hermanos (Rm 8,29), a saber: los fieles, a
cuya generación y educación coopera con materno amor" (LG 63). Y la iglesia
contemplando la santidad de María, imitando su caridad y cumpliendo la voluntad del
Padre, se convierte también en madre, porque con la predicación y el bautismo engendra a
una vida nueva e inmortal a los hijos, y virgen, porque custodia integra y pura la fe
prometida al esposo (cf LG 64).
También la Marialis cultus insiste sobre todo en la ejemplaridad de María en
comparación con la iglesia: María se convierte así en el "modelo (exemplar) de la actitud
espiritual con que la iglesia celebra y vive los divinos misterios" (MC 16). Es sobre todo el
titulo de madre lo que acerca la iglesia a María: la iglesia sigue engendrando todos los días
a aquel al que María virgen ha engendrado. Y ambas engendran por obra del Espíritu
Santo. Ambas están animadas por el Espíritu con vistas a la comunicación de una vida toda
santa, la de Cristo. Si la función materna de María consiste en primer lugar en dar al mundo
al Hijo de Dios, la función materna de la iglesia consiste también en darnos a Cristo,
cabeza, sacrificio y alimento de su cuerpo místico. Más aún, la eucaristía constituye
propiamente la culminación de la maternidad de la iglesia. Citamos aquí una página todavía
actual de K. Feckes relativa a la función materna de María y de la iglesia en relación a la
eucaristía: "María engendró al Cristo terreno, la iglesia engendra al Cristo eucarístico. La
vida de María estuvo toda ella centrada en la educación y en la custodia de Cristo, la vida
íntima de la iglesia y su preocupación más acuciante gira en torno al tesoro de la eucaristía.
María dio al mundo al Cristo terreno a fin de que el mundo fuese redimido por la inmolación
de su santa carne y de aquella inmolación nacieran hijos de Dios. Idéntica finalidad tienen
el cuerpo y la sangre eucarísticos en la iglesia, a saber: engendrar siempre nuevos hijos de
Dios. Como María participó en el sacrificio de la cruz, así la iglesia entera participa en el
santo sacrificio de la misa. María al pie de la cruz fue constituida depositaria de todo el
inmenso tesoro de gracias de la redención, que administra como intercesora. La iglesia
también ha sido hecha depositaria del mismo tesoro que le es confiado, digámoslo así,
nuevamente en cada sacrificio de la misa, a fin de que por medio de su ministerio lo
comunique y lo distribuya. María es la celeste y auténtica intercesora ante el Hijo, la iglesia
es la intercesora auténtica y omnipotente de sus hijos".
La maternidad espiritual de María, sancionada en el Calvario por Cristo, tiene, pues, una
plena correspondencia en la maternidad espiritual de la iglesia, significada y motivada por
el "poder sobre la eucaristía", a través del cual la iglesia ejerce su función materna respecto
a Cristo. Prescindimos aquí de detallar demasiado las distintas causalidades o modalidades
de la relación María-iglesia-eucaristía. En efecto, se corre el riesgo de caer en sutilezas tal
vez inútiles, fruto frecuentemente de no poca inseguridad. Sin embargo, es cierto que en la
eucaristía la maternidad de María continúa de modo misterioso en la maternidad de la
iglesia. El misterio cristiano —la muerte redentora de Cristo— es único en María, en la
iglesia, en cada cristiano. En cambio, las modalidades de vivirlo y de realizarlo son
diversas. Como ya lo hacia notar en su tiempo Isaac de la Estrella: "Lo que se aplica
universalmente (universaliter) a la iglesia se aplica especialmente (specialiter) a María y
singularmente (singulariter: individualmente) al alma fiel". Aunque "inserta en el misterio de
la iglesia" María es no obstante, "la primera" (cf LG 6i). Como decía ya De ·Lubac-H: Dios
"ha reunido toda la nobleza esparcida en el universo para depositarla toda entera en el
hombre, que es su obra maestra, eso mismo hizo en María por lo que respecta a toda la
nobleza de este mundo espiritual que es la iglesia. Si la iglesia es el templo de Dios, María
es el santuario de este templo. Si la iglesia es este santuario, María se encuentra en su
interior como el arca. Y si la misma iglesia es comparada con el arca, María es entonces el
propiciatorio que la recubría, y que es más precioso que todo lo demás. Si la iglesia es el
paraíso, María es el manantial de donde brota el río que lo fertiliza. Ella es el río que alegra
la ciudad de Dios. Ella es como el cedro en la cresta del Líbano, como la rosa en el centro
de Jericó. Ella es en la santa Sión como el cuartel real, como la torre de David, que domina
toda la ciudad" (Meditación sobre la Iglesia, 274s.).
La relación María-comunidad que celebra la eucaristía debería redescubrirse quizá, hoy
sobre todo, en una perspectiva simbólico-relacional, centrada toda ella en la maternidad
virginal de María y de la iglesia respecto al cuerpo eucarístico de Cristo, ambas bajo la
perenne acción consecratoria del Espíritu Santo. La iglesia, en efecto, no celebra nunca la
eucaristía sin invocar reiteradamente la intercesión de la madre del Señor. En cada misa
María parece prolongar a través de la iglesia la petición hecha en Caná: "No tienen vino"
(Jn 2,3), en favor de toda la iglesia; y al mismo tiempo, a través igualmente de la iglesia,
invita a todos los sacerdotes a "hacer lo que él os diga" (Jn 2,5). En cada misa María ofrece
como miembro eminente de la iglesia, asociando, en unión con la sangre de su Hijo, no sólo
su consentimiento pasado a la encarnación y a la cruz, sino también sus méritos y su
presente intercesión materna y gloriosa. No hay necesidad de hablar de sacerdocio de
María. Es suficiente recordar que la Virgen participa de modo eminente del sacerdocio de
todos los bautizados, y por tanto del sacrificio de la iglesia.

3. IMPLICACIONES TEOLÓGICO-PASTORALES DE LA PRESENCIA DE MARÍA EN


LA COMUNIDAD QUE CELEBRA LA EUCARISTÍA.
No podemos aquí por menos de referirnos a
cuanto dice la Marialis cultus a propósito de María como modelo de la iglesia en el ejercicio
del culto. Con cuatro verbos describe Pablo VI la actitud de María frente al misterio divino
de la encarnación y la redención: María es la virgen audiens, orans, pariens y offerens (cf
MC 17-20). Como María, también la comunidad eclesial que celebra y vive la eucaristía es
una comunidad que escucha la palabra, ora, engendra y ofrece. En todo esto María se
muestra perfecta pietatis magistra (MC 21): "Para perpetuar en los siglos el sacrificio de la
cruz, el Salvador instituyó el sacrificio eucarístico, memorial de su muerte y resurrección, y
lo confió a la iglesia su esposa, la cual, sobre todo el domingo, convoca a los fieles para
celebrar la pascua del Señor hasta que él venga, lo que cumple la iglesia en comunión con
los santos del cielo y, en primer lugar, con la bienaventurada Virgen, de la que imita la
caridad ardiente y la fe inquebrantable" (MC 20).
Sigamos profundizando este lazo existente entre la comunidad que celebra la eucaristía
y la Virgen santísima, presencia viva en la iglesia, sobre todo en sus implicaciones
teológico-pastorales.
Ante todo la iglesia se reúne para celebrar la eucaristía. Es un hecho que María
congrega a la iglesia en torno al altar. Lourdes y los grandes santuarios marianos sirven
para testimoniar esta innegable realidad. Sabemos que es propio del ministerio apostólico
reunir a los fieles en torno a la eucaristía y presidirla. Pues bien, también María posee una
función significativa en este reclamo del Cristo eucarístico, de suerte que con razón alguien
ha hablado de su ministerio carismático para congregar al pueblo fiel. Y este ministerio
incluye también una llamada a la conversión y al cambio radical de vida de los fieles.
La comunidad que celebra la eucaristía da gracias al Padre. La eucaristía es, en efecto,
también una acción de gracias. María es modelo de la iglesia en esta acción de gracias con
toda su vida. Piénsese en el Magníficat. La comunidad que celebra la eucaristía se une a
María en esta oración al Padre, al cual presenta cada día las necesidades de sus hijos,
alabando al Señor incesantemente e intercediendo por la salvación del mundo (cf MC 18).
La comunidad que celebra la eucaristía hace memoria de Cristo. La eucaristía, en efecto,
es el memorial de la pasión y de la muerte redentora de Cristo, que se inmoló por la
salvación del mundo. Pues bien, la presencia de María en el Calvario no fue una presencia
arbitraria o facultativa, sino una presencia con un significado preciso en el plan de la
redención. De ahí la relación misteriosa pero real que existe entre María y el sacrificio
eucarístico, memorial de la cruz. Además, al celebrar la eucaristía, la comunidad revive el
acontecimiento pascual, que es el acontecimiento de la liberación global y definitiva de la
comunidad. Ahora bien, María es la primera redimida que goza plenamente de la liberación
total traída por el Cristo pascual. De ahí también la presencia no sólo paradigmática de
María en la comunidad eucarística.
La comunidad que celebra la eucaristía invoca al Espíritu Santo. La presencia de Cristo
entre nosotros, no sólo en la encarnación, sino también en la eucaristía, se hace posible a
través de la obra del Espíritu Santo. Es el Espíritu el que actúa en el pan y en el vino
transformándolos en cuerpo y sangre de Cristo. Es el Espíritu el que obra en la comunidad
de los fieles, para unirlos verdaderamente en el cuerpo eclesial. Y por el mismo Espíritu es
como María se convirtió en madre del Hijo de Dios encarnado. María es también esposa del
Espíritu. De ahí una acción particular del Espíritu en la iglesia para que engendre, como
María, al Cristo eucarístico y así lo haga presente en el mundo.
HACED/M-J: Finalmente, la comunidad que celebra la eucaristía participa de la misión
de Cristo (cf LG 65). Jesucristo Hijo de Dios encarnado, con su ser y su acción realiza en sí
de modo perfecto y total la presencia salvífica de Dios. El es la encarnación suprema y
omnicomprensiva de la palabra de Dios, de la acción de Dios y de la presencia de Dios
para nosotros. Ahora bien, la eucaristía, en cuanto memorial, en cuanto sacramento y en
cuanto presencia, continúa en la iglesia y en el tiempo de la iglesia este dinamismo de
encarnación salvífica de Cristo. El que celebra la eucaristía, el que se nutre de ella, no sólo
se alimenta con el pan de vida, sino que entra también él en este dinamismo de
encarnación salvífica de la palabra de Dios y de la presencia de Dios. Se convierte también
él en una palabra dicha por Dios, en un gesto salvífico de Dios y en un tabernáculo de su
presencia. Ahora bien, sabemos que en el comienzo de esta economía sacramental está
María: "Haced lo que él os diga" (/Jn/02/05). Y esta economía sacramental y eucarística se
funda de modo particular en este haced. "Haced esto en memoria mía". Un hacer misterioso
y omnipotente, que realiza lo que dice: hacer realmente presente el cuerpo y la sangre de
Cristo como alimento del alma, como sacrificio de alabanza, como recreación del hombre en
Dios. De ahí la conclusión inevitable: el hacer de la iglesia "en memoria" de Jesús debe
traducirse en una continua praxis de encarnación de la palabra de vida eterna que es
Cristo, de su acción y de su presencia salvífica. La eucaristía debe convertirse en praxis de
palabra divina, de acción y de presencia de Dios entre los hombres. Se puede entonces
hablar con razón de praxis de la boca (evangelizar con la palabra), praxis de las manos
(evangelizar con acciones) y praxis de los pies (evangelizar con la presencia y el encuentro
con los hombres).
Esta conclusión puede parecer arriesgada: obtener del sacramento por excelencia del
éxtasis y de la contemplación una praxis de la acción. Sin embargo, la economía eucarística
está fundada en el "haced" de María y de Cristo: " Haced lo que él os diga", dijo María a los
servidores; «Haced esto en memoria mía", dijo Jesús a sus discípulos.
(·AMATO-A. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 720-733)
MARÍA, MODELO EVANGÉLICO
T. F.OSSANNA

I. El modelo en la cultura contemporánea


El hombre no puede vivir sin un modelo al que mirar y en el que fundar su vida; es una
exigencia del niño, que mira al adulto, y es una exigencia del hombre cuando se constituye
como grupo. Todo pueblo tiene sus modelos de vida, que son transmitidos mediante relatos
míticos, parábolas, cantos, imágenes, fórmulas legales, dichos populares, etc. Las escuelas
filosóficas proponen modelos, la literatura los divulga, el arte los exalta; varían según los
siglos, las culturas, las situaciones socioculturales, pero siempre están presentes. Modelo de
vida puede ser una persona excepcionalmente dotada, un lejano antepasado divinizado o
imaginado en el tótem; a menudo es un personaje ideal revestido de las dotes que se desea
realizar. Se podría estudiar la historia en profundidad a través de los modelos que se han
dado los pueblos.
Las ciencias del hombre, particularmente la pedagogía, la ética, la sociología, la religión,
el derecho, el arte, la literatura, andan hoy en busca de nuevos modelos. En efecto, junto a
la multiplicación de los modelos y el consiguiente abuso de los mismos, se hace cada vez
más apremiante el problema de su poca duración; también los modelos éticos están
cambiando rápidamente. La desvalorización del modelo crea ilusiones y desilusiones, pero
también empuja cada vez con mayor insistencia al que se compromete a obrar por el bien
del hombre y a redescubrir modelos más verdaderos, que respondan a las nuevas
exigencias y a la necesidad de seguridad.

II. El modelo religioso


Toda religión tiene sus modelos, que presenta al hombre para ayudarle a ponerse en
contacto con la divinidad, y el primer servicio que debe prestar el que es llamado a guiar a
los otros en este camino hacia el fin último del hombre es siempre un servicio de
ejemplaridad. Lo conseguirá tanto más y mejor cuanto mejor haya experimentado en sí
mismo el contacto con lo sagrado. Por consiguiente, el modelo ordinario es el sacerdote, o
el fundador de escuelas religiosas, o el creador de movimientos filosóficos. En el culto
doméstico, el modelo será el padre o el antepasado.
En el cristianismo y ya antes de la revelación hebrea, el modelo humano —sea patriarca,
profeta, legislador o amigo de Dios— tiene una parte secundaria en la praxis religiosa.
Desde el principio se le propone constantemente al hombre, para su crecimiento humano y
para la apertura fuera de sí, un modelo que es Dios mismo. Parece que al hacer referencia
al engaño de la primera culpa, ilustrada en el relato del Génesis (Gén 3,5), se recuerda una
verdad fundamental: ser como Dios. El modelo del hombre es Dios: perfecto, santo,
misericordioso, potente. Toda la revelación de Dios en la historia es una propuesta de
imitación más que afirmación de una grandeza que sobrecoge o de una perfección que
humilla exigiendo respeto. La Biblia misma —historia humana y divina recogida y transmitida
con solicitud, leída, meditada y legada— está ordenada a la formación moral y espiritual,
posee una finalidad didáctica, enseña al que lee cómo ser cada vez más "como Dios". Sus
personajes, sus héroes, tienen siempre este valor positivo, toda la enseñanza va dirigida a
hacer mejor al hombre llamado a la existencia, a la vida, para realizar en sí el plan de Dios y
reflejar en sus acciones lo que Dios quiere. La voluntad de Dios se convierte para todos en
norma de acción.
El hebreo no puede tener ídolos ni hacerse imágenes (Dt 27,15), y conserva el culto de
los padres sólo porque a través de ellos le llega la voz y la voluntad del Señor (cf Lc 1,55).
Hecho a imagen de Dios (Gén 1,27), el hombre mirará al modelo que lleva en sí y lo hará
cada vez más visible en su propia vida según el reflejo particular que la infinita grandeza y
santidad de Dios tiene en cada hombre. Dios se convierte a la vez en ideador e ideal, en el
modelo y la causa final del vivir y del obrar del hombre; y el hombre, imitando a Dios, se
hará cada vez más semejante al modelo que lleva marcado en sí, y que es Dios mismo.

III. El modelo cristiano


En el cristianismo, Dios es propuesto explícitamente como modelo: "Sed, pues, perfectos
como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48), dice Jesús, indicando también en qué
es Dios modelo y cómo se le debe imitar: "Amad a vuestros enemigos y orad por los que os
persiguen para que seáis hijos de vuestro Padre celestial" (Mt 5,14 15). El nuevo mensaje
de Cristo recuerda el Levítico: "Santificaos, pues, y sed santos, porque yo soy santo"
(11,44); y: "Sed santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo" (19,2). Extendiendo a
todos lo que Dios dijo a los sacerdotes, Jesús ordena: "Sed misericordiosos como vuestro
Padre es misericordioso" (Lc 6,36). Y Pedro dirá más concretamente todavía: "Sed santos
en toda vuestra vida, como es santo el que os ha llamado" (IPe 1,14).
El cristianismo revela el misterio de Cristo, que ha venido al mundo no sólo para
descubrir el rostro del Padre, sino también para ayudar al hombre en esta tarea suya
fundamental de ser hijo semejante a Dios Padre. Jesús enseña con las palabras y con sus
obras. Imagen del Dios invisible, engendrado antes que toda criatura (Col I, 15), se hace
hombre para que todo hombre se haga conforme a él, imagen perfecta del Padre (Rm 8,29;
Col 3,10); dirigirá hacia sí la mirada de los creyentes y les dirá: "Aprended de mí" (Mt
11,29); y también: "Ejemplo os he dado, para que hagáis vosotros como yo he hecho" (Jn
13,15); "Amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15,12). Ser cristianos querrá
decir seguir a Cristo para ser como él, para imitarlo, para revestirse de sus sentimientos y
de su voluntad, de acuerdo con lo que Dios mismo dijo al proclamar: "Éste es mi Hijo
predilecto, escuchadle" (Mc 9,7).
Al reflejar a Cristo, todo hombre lleva la imagen de Dios al mundo y se convierte al
mismo tiempo en modelo para los hermanos que viven a su lado. "Y todos nosotros —dice
Pablo—, con la cara descubierta, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, nos
transformamos en su misma imagen, resultando siempre más gloriosos, conforme obra en
nosotros el Señor, que es Espíritu" (2Cor 3,18). Por eso puede decir Pablo: "Por tanto, sed
imitadores míos" (ICor 4,16). Pedro llama la atención de la primera comunidad cristiana
sobre la exigencia de una conducta digna de la vocación recibida, para que en ella se
refleje y haga visible la luz de Cristo (2Pe 1,3-1 1).

IV. María, modelo singular


Todo cristiano está llamado a ser modelo, realizando en sí mismo su vocación. Pedro y
Pablo recomiendan explícitamente a Timoteo (1Tim 4,12) y a los ancianos (1Pe 5,3) que
sean modelos del rebaño. Es, pues lógico que la primera comunidad cristiana fijara su
atención en María. A través de los evangelios de la infancia, en los cuales se pone
particularmente de relieve a la madre de Jesús, las primeras generaciones de cristianos
vieron en María su excepcional riqueza de santidad: la imagen del Padre se hace en ella
plenitud de gracia y grandeza de dones. En María descubren los primeros cristianos no sólo
el rostro físico sino también el espiritual del Señor su hijo. La primera de los creyentes, la
primera de los salvados, miembro de la iglesia primitiva, María participa materna y
ejemplarmente de la misma misión santificadora de Cristo. Fiel al Señor como sus padres,
fiel a las leyes de la comunidad judía en la que vivió, fiel a las exigencias de la voluntad del
Padre y a las de la maternidad para con su hijo, presente y disponible en Belén, en el
templo, en Nazaret, en Caná, bajo la cruz y en el cenáculo, la virgen María dice con toda su
vida: "Haced lo que él os diga" (Jn 2,5). Y Cristo la indica y la da como madre a los
cristianos de todos los tiempos (Jn 19, 26-27).
En la Escritura no hay elogios de María, excepto las palabras del ángel y de Isabel y las
de la misma María en la gozosa proclamación de las "cosas grandes" hechas en ella por el
Dios santo y poderoso (Lc 1,46-55); no hay elogios, pero está la realidad ejemplar de
María. Al leer el Magníficat y al observar las actitudes de María en los relatos de Lucas, no
es difícil descubrir una evocación del pasado. La generación cristiana al pensar en María
recuerda a Eva, recuerda a Ana, escucha el eco de los salmos, comprueba la realización de
las profecías; pero no es en la larga historia de Israel donde podemos encontrar el modelo
en que se inspiró María. Ella misma lo dice: es Dios, que ha hecho cosas grandes
realizando en ella a la mujer prometida y preanunciada; la grandeza de la dichosa y bendita
entre las mujeres, de la llena de gracia, no es más que el reflejo de la acción trinitaria reflejo
que se hace ejemplar para la comunidad cristiana. El culto de María tendrá como punto de
partida estas cosas grandes que Dios ha puesto en ella, pero también la plenitud con que
María respondió a la misión a que Dios la llamó.

V. María, modelo evangélico


Desde Pentecostés a la época de la formación de los evangelios, la primera generación
cristiana vive esperando el inminente retorno de Cristo mientras escucha su voz y su
mensaje a través de los apóstoles. El rostro que más refleja los rasgos del Señor es
ciertamente el de María, la madre de Jesús. María es evangelio vivo, modelo concreto de
las virtudes predicadas por los apóstoles, donde todo hombre y toda mujer pueden ver lo
que significa ser cristiano.
Tres actitudes destacan en ella, y los evangelistas las fijan en las breves referencias con
que describen a María. La primera actitud es la fe (Lc 1,45). Isabel admira y destaca esta
dote evangélica de María, la misma que Jesús pedirá al que quiera seguirle. Es la
respuesta confiada y radical a Dios que habla, respuesta que María dará siempre, aunque
no todo le resulte claro: se fía de Dios. En María, que se proclama con sencillez "esclava
del Señor" (Lc 1,38), es evidente otra actitud: la disponibilidad constante y total a hacer lo
que Dios quiera de ella; Ia voluntad del Altísimo en todas las situaciones personales, en la
realización de cada acción, es la regla suprema del proceder de María, lo mismo que de su
hijo, que vino al mundo a cumplir la voluntad del Padre. Una tercera actitud que el Señor
pide a quien desee seguirle es el don del corazón, la respuesta de amor. El cristianismo nos
hace hijos de Dios, y Dios, que da amor a sus hijos, exige de ellos una respuesta. En María
el amor se convierte en maternidad sin quitar nada a su realidad de hija y de esposa tanto
frente a Dios como frente a los hombres. Los tres rostros del amor: madre, esposa e hija,
serán emblemáticos en quien camine en pos de las huellas de Cristo mirando a María.
Junto a estas actitudes de fondo la reflexión de la iglesia ha percibido en María las otras
virtudes evangélicas presentes y operantes en ella, llegando a afirmar la plenitud de gracia,
que ha hecho de María la toda santa. Para expresar estas virtudes y esta plenitud se han
tomado muchas imágenes del AT, que desde finales de la edad media encontramos en las
letanías o en el himno Akáthistos de la liturgia bizantina. Estas imágenes ciertamente han
ayudado a reflexionar sobre el misterio de María y han favorecido el culto mariano, pero no
siempre han llevado a una imitación. La grandeza y trascendencia del modelo expuesto con
acentos no siempre exactos han desalentado a veces a quienes pretendían imitarla. En
este sentido, una revisión de los títulos puede hacer más evidente el rostro real de María
presentado por el evangelio, facilitando su imitación.

VI. La imitación de María y el culto de la iglesia


La atención a María ha hecho nacer el culto mariano. El verdadero culto ha ido siempre
unido a la imitación: padres y doctores, maestros de oración y de santidad antiguos y
contemporáneos han presentado a María como modelo de vida, destacando la urgencia de
pasar de la devoción a la imitación, de la petición de protección al compromiso personal
para hacer vivir en la vida propia la santidad de María. La ejemplaridad de María viene en
efecto, de Dios, y a Dios debe llevar su imitación, lo mismo que la grandeza misma de
María, singular y excepcional, es la causa de que la iglesia "venere con amor especial a la
bienaventurada Madre de Dios, la virgen María unida con vínculo indisoluble a la obra
salvífica de su Hijo, en ella, la iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la
redención y la contempla gozosamente como una purísima imagen de lo que ella misma,
toda entera, ansía y espera ser" (SC 103). Sin embargo, a las numerosas invitaciones no
siempre ha seguido una praxis correcta, suscitando justas críticas y desconfianzas respecto
a la teología mariana, así como el abandono de la vía Mariae en la pastoral de la iglesia.
El Vat II y la Marialis cultus, de Pablo Vl, han reconocido los errores, pero
han recordado también la oportunidad de reanudar una devoción que, cuando es
verdadera, es sobre todo imitación y redescubrimiento de María, modelo y prototipo
ejemplar para la iglesia y para todos los hijos de esta madre (MC 57). Muy oportunamente
ha sido presentada María a los hombres de hoy en su realidad concreta de mujer, de madre
y de hermana, evitando acentuar sus privilegios en una óptica que llevase a María lejos de
nuestra situación humana, haciendo de ella una criatura casi ultraterrena, y por lo tanto no
imitable. María ha sido colocada al lado de cada hombre para despertar en todos la
vocación personal a la santidad. Se ha puesto de manifiesto que todos los privilegios de
María, comenzando por la misma maternidad divina, son para el hombre: la Inmaculada, la
toda santa, no es un ser etéreo con la luna bajo sus pies, sino una mujer que evoca la
común vocación del Padre que "nos eligió en Cristo antes del comienzo del mundo para que
fuésemos santos e inmaculados ante él, predestinándonos por amor a la adopción de hijos
suyos en él mismo" (Ef 1,4-5), Ia Asunta es María de Nazaret, la esposa de José, la madre
de Jesús, ''glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, imagen y principio de la iglesia,
que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura, así en la tierra precede con su luz al
peregrinante pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo hasta que
llegue el día del Señor" (LG 68).
María, madre de la iglesia, de los creyentes y de la humanidad entera, ejerce su
maternidad con su ejemplo; como María, la iglesia debe convertirse en madre de los
creyentes; como María, la iglesia vive su propia virginidad custodiando "pura e
íntegramente la fe prometida al Esposo, e imitando a la madre de su Señor, por la virtud del
Espíritu Santo conservando virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera
caridad" (LG 64). María es imagen de todas las iglesias, y las comunidades cristianas
deben irradiar el esplendor de la fecunda virginidad de María (LG 63-65), imitando a María
se tiene la auténtica devoción, se sigue a Cristo y se realiza la santidad.
VII. La llamada de Pablo VI
Sobre la ejemplaridad de María se ha detenido por extenso Pablo VI en la Marialis
cultus. Tratando ampliamente de la admirable santidad de María, fruto de la generosidad de
Dios y al mismo tiempo de la respuesta humilde y generosa de María, esclava del Señor, el
pontífice llama la atención ante todo sobre esta respuesta personal y ejemplar de María.
"Bien pronto los fieles comenzaron a fijarse en María para, como ella, hacer de la propia
vida un culto a Dios, y de su culto un compromiso de vida" (MC 21). "El sí de María es para
todos los cristianos una lección y un ejemplo para convertir la obediencia a la voluntad del
Padre en camino y en medio de santificación propia" (ib). María, en la enseñanza del papa
es modelo de vida, modelo universal, modelo de inserción del culto en la vida propia; a su
lado el cristiano aprende a vivir, como María, su vida propia con Dios. Cuando el cristiano
"contempla la santidad y las virtudes de la llena de gracia" (MC 22), el papa habla de
"operante imitación", igual que hace la iglesia "en conmovido estupor", cuando ve en ella
"como en una imagen purísima, todo lo que ella desea y espera ser" (ib).
Contemplación y acción, culto y praxis, por tanto. Pero a la luz de la ejemplaridad de
María también el culto asume un sentido más amplio y vital, resume y presenta toda la
actitud del hombre respecto a Dios. María, "modelo de la iglesia en el ejercicio del culto",
muestra en ella el modo de vivir la relación entre el hombre y Dios. Los cuatro títulos de la
Virgen orante: Virgen a la escucha, Virgen en oración, Virgen madre, Virgen oferente,
expresan cómo la iglesia y el cristiano deben desarrollar la relación esencial con Dios: con
la actitud de fe que se pone a escuchar (MC 17), la actitud de diálogo gozoso como el del
Magnificat (MC 18), la respuesta a la vocación propia de servicio que en María se convierte
en maternidad (MC 19) y, finalmente, con la capacidad de expresar en la oferta de sí, en la
participación de la oferta redentora de Cristo (MC 20). Así vivida, la devoción a María no
deja ya lugar a una piedad egoísta, sentimental e infantil, que excluye el compromiso y la
coherencia de vida.
La devoción a María que Pablo Vl propone es imitación de ella a fin de que el cristiano
introduzca toda su vida en la realidad trinitaria, cristológica y eclesial; como María, que vive
y obra en esta relación vital, así el cristiano —orante en el verdadero sentido— debe
insertarse o, como María, reconocerse insertado en la misma realidad; Dios es su padre,
Cristo es su salvador; el Espíritu su fuerza; y la iglesia, su familia; María es de Dios y de la
iglesia, para Dios y para la iglesia; con su ejemplaridad activa y operante lleva, a través de
la iglesia, todo y a todos a Dios.
Más acuciante es todavía la llamada de Pablo VI cuando se dirige a los hombres de hoy
invitándoles a ver bien en la realidad de María su actualidad: su vida "tiene un valor
ejemplar, universal y permanente" (MC 35); María es modelo siempre actual. Es preciso
volver a encontrar el verdadero rostro de María, que puede estar cubierto por
superestructuras socio-culturales; hay que encontrar la figura verdadera y la verdadera
función y misión de María (MC 36); sobre todo es hoy esencial tener presente que la Virgen
del evangelio, la mujer de Juan, es la que se contempla y promete en el Génesis, pero
también la joven judía "bendita entre las mujeres", colocada en la historia para indicar cómo
debe ser en el plan divino la mujer de hoy en todas las situaciones y condiciones reales de
la vida; y, con la mujer, el hombre "artífice de la ciudad terrena y temporal, pero peregrino
diligente hacia la celeste y eterna; promotor de la justicia que libera al oprimido y de la
caridad que socorre al necesitado pero sobre todo testigo activo del amor que edifica a
Cristo en los corazones" (MC 37).
La imagen renovada y reconsiderada de María que se propone al hombre le ayuda a
vivir en plena conformidad con la voluntad de Dios; para esto "Dios ha hecho y dado a
María al mundo, para que en el mundo encuentre el hombre en ella una hermana y una
madre ejemplar"; alzando los ojos a María, el hombre de hoy puede encontrar en ella el
modelo de toda virtud humana y cristiana.

VIII. Imitación y nuevos iconos de María


Max Scheler, uno de los que han estudiado con más diligencia y atención la psicología de la
imitación, ha demostrado que el modelo encierra en sí la idea de valor y obra en el discípulo con
la fuerza que dimana de su personalidad, imponiéndose no con la autoridad, sino con la
fascinación de su presencia. El modelo es "el valor encarnado en una persona, una figura ideal
que está siempre presente en el alma del individuo o del grupo, de modo que éste va tomando
poco a poco sus rasgos y se transforma en él; su ser, su vida, sus actos, consciente o
inconscientemente, se regulan por ella, ya sea que el sujeto tenga que felicitarse por seguir su
modelo, ya que tenga que reprocharse no imitarlo". El modelo ejerce de suyo un atractivo que se
convierte en amor, en participación vital de la persona, en necesidad de armonizar la vida con la
vida del modelo; no se le imita copiando los gestos exteriores, sino participando de su vida, de su
ideal, identificándose en él.
Si esto vale psicológicamente, vale también espiritualmente; la historia de los santos,
"modelos" en torno a los cuales se forma una corona de seguidores, lo confirma. Los santos
escribe agudamente Bergson, "no tienen necesidad de exhortar; les basta existir; su
existencia es una llamada". Desde siempre, pero particularmente desde que Cristo
moribundo confió a María a Juan, a la iglesia, al cristiano, María ejerció la función activa de
modelo; al señalarla como madre, Jesús daba a María como modelo a sus hijos. Basta
mirarla y sentirla cerca para participar de su mundo interior; además el lazo misterioso pero
eficaz entre María y los creyentes y su acción materna hacen su imitación posible a todos.
En su afán de hacer presente y comprensible a María como modelo, la iglesia encuentra
algunas dificultades: las muchas imágenes marcadas por demasiados elementos culturales
y una visión teológica abstracta le quitan frecuentemente a María la fuerza y la fascinación
del modelo. Igualmente, la misma santidad de María, que presenta muchos rostros y es
para todos los hijos de la iglesia, puede parecer desencarnada e inalcanzable. Por eso la
iglesia docente llama con insistencia la atención sobre María como modelo; y en este
momento, en que la crisis de modelos es particularmente aguda, la espiritualidad
redescubre y actualiza la imitación de María formando iconos vivos, nuevos y actuales.
Recordemos la escuela de espiritualidad de san Maximiliano Kolbe, que parte de la
consagración a la Inmaculada y alcanza una vida intensa de unión, por lo cual el
pensamiento, la acción y la santidad de María parecen convertirse en pensamiento y acción
del cristiano. Su frase: "Hacerse la Inmaculada" '' es preciso entenderla en su justo sentido
de hacer vivir a María en la vida propia según la vocación específica de cada uno, para
realizar así la única imitación auténtica.
(·OSSANNA-T-F. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 1357-1364)
PRESENCIA DE MARÍA
A. PIZZARELLI

El tema de la presencia de María reviste una actualidad y una importancia indiscutidas, sea
porque está en condiciones de resumir el papel de María en la historia de la salvación, sea por el
contenido antropológico recibido de la cultura personalista de nuestro tiempo. Las preferencias de
la teología actual y la experiencia de los místicos convergen hacia el lenguaje más existencial de
la presencia en el intento de centrar el misterio de Maria. No es arduo discernir la dirección
impresa por el Espíritu Santo a la iglesia de hoy, la cual se siente movida a una mayor
comprensión del papel receptivo y activo de la Virgen en el crecimiento del cuerpo místico de
Cristo y en el itinerario espiritual de cada fiel.
Para ilustrar el tema de la presencia de María, no es posible abandonar el terreno
histórico en el que viven y operan las generaciones actuales de cristianos, ni olvidar los
datos provenientes del NT y de la tradición eclesial. Por eso acompañaremos al lector
siguiendo el método propio del llamado "círculo hermenéutico": detendremos nuestra
atención sobre el concepto de presencia según la aportación de la actual filosofía
personalista; desde aquí procederemos a su confrontación con la palabra de Dios y la
tradición de la iglesia para apurar el hecho, los contenidos y el significado de la presencia
de María; volveremos, finalmente, al presente para hacer una reflexión teológica sobre la
naturaleza auténtica de la presencia mariana a la luz de las recientes interpretaciones y
sobre el significado que hoy debe tener en el tejido global de la vida cristiana.

I. Contribución de la filosofía personalista y presencia de María


De tal contribución resulta que presencia es un término existencial más adecuado para
expresar la relación viva y recíproca entre la Virgen y nosotros y su quehacer dinámico en
la vida de la iglesia.

1. CONCEPTO DE PRESENCIA. Este concepto se sitúa hoy en el corazón de la filosofía


personalista, la cual descubre en la persona su centro teórico y su punto de referencia y de
confrontación. En la época moderna, caracterizada por un fuerte personalismo, todo debe
ser orientado hacia el hombre y hacia el respeto de su dignidad. Es esencial para el hombre
la apertura al otro, la comunicación y la comunión intersubjetiva.
Filósofos contemporáneos como Buber, Levinas, Mounier, Marcel y otros han puesto en
claro la dimensión interpersonal del hombre y han subrayado que es un ser-para-los-otros,
que está en comunión con los otros y se realiza a sí mismo mediante la relación con los
otros.

2. SIGNIFICADO DEL TÉRMINO PRESENCIA. No es fácil dar una precisa definición de


presencia aplicable a todos los casos, especialmente cuando desde el campo humano se pasa al
sobrenatural.
El verdadero significado de presencia ha sido dado por el filósofo personalista Gabriel Marcel, y
por mérito suyo ha entrado a formar parte de nuestra cultura. Presencia según Marcel, no es tanto
coexistencia de dos cuerpos o un vivir unidos en la misma habitación, sino que es sobre todo
conciencia de que alguien está conmigo, intercomunicación profunda entre dos o más personas,
una relación íntima, un influjo vital y una comunión consciente. Ésta es la estructura analógica de
la noción de presencia. Más que espacial y temporal, es de carácter espiritual; más que cercanía
física, es intercomunicación personal e intercambio profundo entre dos seres superando
distancias, incluso la barrera de la muerte. Es un acto plenamente humano que llena de gozo y de
paz el corazón de dos personas, unidas de este modo una a la otra.

3. COMUNIÓN INTERPERSONAL ENTRE MARÍA Y NOSOTROS. Aplicando lo que


hemos dicho sobre la noción antropológica de presencia al papel de la Virgen en la vida
cristiana, podemos comprender mejor cómo este término recoge en síntesis todos los títulos
y prerrogativas atribuidas a la Virgen en el curso de los siglos, los simplifica, los reduce a la
unidad y, en términos existenciales, expresa su misión de salvación respecto a los hombres.
El cristiano que viva una relación interpersonal con la Virgen, conoce por experiencia que
entre ella y él existe una comunión espiritual y un influjo íntimo que van más allá del espacio
y del tiempo. El término presencia expresa bastante adecuadamente tal realidad, porque,
como observa R. Laurentin, responde al sensus Ecclesiae del momento histórico en que
vivimos. Pero, además, encuentra su fundamento ante todo en las páginas del Nuevo
Testamento.

II. La presencia de María a la luz de la palabra de Dios


Puesto que la Biblia es "el alma de toda teología" (OT 16), ella nos permite conocer ante
todo lo que Dios mismo ha querido revelarnos en concreto sobre la madre de Cristo. Sólo
con este fundamento la experiencia de los fieles acerca de la función materna de María
asume la garantía de la palabra de Dios y la credibilidad también en campo ecuménico.

1. LA PRESENCIA DE MARIA EN LA VIDA DE JESUS. En los evangelios especialmente


en los de la infancia es evidente la presencia histórica y materna de María en la vida de
Jesús, en la que ella está llamada a desempeñar un papel muy determinado.
Esta reciprocidad de presencia viva y personal tiene comienzo ya en el momento de la
concepción virginal (Lc 1,31); se expresa concretamente en la visitación, se intensifica
durante el nacimiento de Jesús y en todo el tiempo de la vida escondida en Nazaret, donde
entre madre e hijo se establecieron a todos los niveles una íntima comunicación de vida un
influjo mutuo y una red de relaciones interpersonales que escapan de todo intento de
averiguación humana. Jesús es verdaderamente hijo de María (Mt 1,16; Lc 1,31-33). María
es verdadera madre, con todo lo que comporta una auténtica maternidad humana. Por esto
"las relaciones de la madre con el Hijo de Dios están revestidas de concreción y de
vitalidad, de ternura y de calor, de tensión espiritual y de pasión humana. La comunión de
María con Jesús, aun conservando su trascendencia y singularidad, está concretada en la
vida de cada día con momentos de luz y de oscuridad, entretejida de alegrías y penas, y se
hace comprensible y atrayente incluso para las personas menos iniciadas en la
especulación teológica.
La maternidad establece entre María y Jesús una comunión vital y permanente. Pero
aunque los evangelios aluden a esta relación profunda, como sucede en toda convivencia
entre madre e hijo, sin embargo el acento se pone en una realidad de unión todavía más
íntima: desde el comienzo tal relación está determinada por Jesús, y no por su madre. La
iglesia ha intuido bien esta verdad, y por eso asegura que la Virgen "se consagró
totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con
diligencia al misterio de la redención con él y bajo él, con la gracia de Dios omnipotente"
(LG 56).
A la luz de este principio, la presencia de María se hace, día tras día asociación humilde
y heroica al misterio de Cristo en una progresión de obediencia y de amor que roza las
vetas sublimes de la santidad. La Virgen ha sabido dar al Redentor una serie ininterrumpida
de síes, aun cuando le hayan costado el martirio del alma (cf Lc 2,33-35).
Dios ha querido a María junto a Jesus; su presencia, por tanto, especialmente durante la
predicación mesiánica, será vivida en la pobreza de espíritu, en la peregrinación de la fe
(LG 58), en la escucha dócil de la palabra de Dios (Mc 3,31-35) y en la perspectiva de la
muerte redentora de Jesús y su retorno al Padre, proféticamente significados en la
pérdida-hallazgo en el templo.
Al comienzo de la vida pública de Cristo en Caná de Galilea, la presencia de María
experimenta una maduración profunda. Ella es invitada a superar los vínculos naturales y a
entrar en una nueva relación con Jesús, elevándose al papel de mujer-discípula al servicio
de la redención. Ya en Caná "la Virgen ejercita el papel de madre espiritual de los
discípulos en el sentido de que mediante su fe ellos son conducidos a la fe de Jesús". Esto
nos lleva al Calvario donde Jesús proclama oficialmente la maternidad espiritual de María
con respecto a la iglesia, representada místicamente en la persona de Juan (cf Jn
19,25-27). Al pie de la cruz, la Virgen es la hija de Sión que coopera con el Redentor al
nacimiento del nuevo pueblo de Dios; una vez más su presencia significa consagración total
al misterio de Cristo y de la iglesia: "Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo,
presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz,
cooperó en forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la
esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas.
Por eso es nuestra madre en el orden de la gracia" (LG 61). En el Calvario es llevada a su
cumplimiento la presencia mariana en los orígenes mismos de nuestra generación
sobrenatural obrada por Cristo, único mediador (cf ITim 2,5-ó).

2. LA PRESENCIA DE MARIA EN LA VIDA DE LA IGLESIA PRIMITIVA. Los


evangelios, especialmente el de Lucas y el de Juan, subrayan la función específica de la Virgen en
la historia de la salvación. En ellos jamás vemos a María aislada. Está siempre en íntima relación
o con el Espíritu Santo, o con Cristo, o con los discípulos. De un modo claro y oficial aparece en
He 1,14: "Todos perseveraban unánimes en la oración con las mujeres y con María, la madre de
Jesús y con sus hermanos". En la intención histórica y teológica de Lucas, la referencia explícita
a la presencia de María en el cenáculo parece poner en relación el misterio de la anunciación y el
de Pentecostés, es decir, el misterio del nacimiento de Jesús y el misterio del nacimiento de la
iglesia. En los nacimientos, ocurridos por obra del Espíritu Santo, está dinámicamente presente la
madre de Cristo.
Según este paralelismo, establecido por la exégesis actual y autorizadamente señalado
por el Vat II (cf AG 4), se comprende mejor que la presencia de María en la iglesia primitiva
no puede ser diversa de la vivida por ella respecto a Jesús. Es, pues, una presencia
esencialmente de madre que coopera a la generación mística de la iglesia, y de sierva que
se pone a pleno servicio de esta comunidad naciente. Además es una presencia que
recalca el estilo y la vocación de la Virgen: en el cenáculo ella es la madre espiritual que
ruega, consuela, unifica, educa con el ejemplo de su santidad y revela la presencia más
fundamental de Cristo y del Espíritu.

III. La presencia de María en la tradición eclesial


Profundamente arraigada en la Biblia, la presencia de la Virgen fue creciendo poco a
poco en la conciencia de la iglesia y ha sido asimilada y vivida por los santos a lo largo de
la historia bimilenaria del cristianismo.
En la investigación del primer testimonio explícito sobre la presencia de María en
occidente hay que llegar hasta san Ambrosio (334-397). El obispo de Milán merece también
aquí el título de portaestandarte, porque aporta una notable contribución al concepto de
presencia y es el primero que utiliza la expresión praesentia Mariae. Después de él
tenemos el testimonio, no muy conocido ni valorado, de san Cromacio de Aquileya, el cual
agudamente escribe: "No se puede hablar de iglesia si no está presente María, la madre del
Señor, con sus hermanos" .
En la iglesia oriental, y por obra de sus homiletas, se dan los primeros desarrollos
doctrinales acerca de María espiritualmente presente en la vida de los cristianos a causa de
su condición gloriosa. San Germán de Constantinopla afirma: "Del mismo modo que
permaneciste corporalmente con los del tiempo pasado, así permaneces con nosotros en
espíritu; tu poderosa protección nos guarda y es un signo de tu presencia entre nosotros".
Y san Juan Damasceno escribe: "¿Qué hay más dulce que la madre de Dios? Ella ha
conquistado mi espíritu, ha raptado mi lengua; yo me la represento noche y día".
La intuición de los padres orientales a propósito de la presencia espiritual de la Virgen
glorificada, la encontramos también en occidente en dos textos importantes. Uno es de san
Bernardo: "Para nosotros queridísimos, ¡qué motivo de fiesta, qué argumento de alegría,
qué materia de gozo constituye su asunción! Todo el universo resplandece por la presencia
de María de modo que la misma patria celestial brilla todavía más por el fulgor que irradia
desde esta lámpara virginal". El otro texto es de G. Gerson, en el famoso discurso de
pentecostés ante los padres reunidos en el concilio de Constanza, donde osa afirmar la
presencia real de María en compañía de Jesús y del Espíritu Santo: "Estáis aquí
unánimemente reunidos por un mismo Espíritu. ¿Acaso no está María la madre de Jesús?
Oh Virgen santísima, tampoco osaremos decir que tú estás presente en persona aquí,
donde se encuentra tu Hijo, nuestro Emmanuel, como testigo, y donde su Espíritu está en
medio de nosotros. Ciertamente, tú estás aquí, quizá no físicamente, aunque tu cuerpo
glorioso en virtud de su ligereza puede obrar invisiblemente; tú estás presente con el influjo
espiritual sobre nosotros, y con tu mirada, dirigiendo a nosotros esos tus ojos
misericordiosos".
Después el fenómeno espiritual de la presencia de María se hace más frecuente. En el
s. XVII Marie-Claire Arnauld, religiosa de Port-Royal, llama a María "la única vía por la cual
yo puedo esperar la misericordia de Dios", y añade: "La mayor parte del tiempo yo estoy
ocupada con ella y no vivo más que a su sombra". Y san Luis María Grignion de Montfort,
que es memorable en la iglesia de todos los tiempos por su experiencia carismática de la
presencia de María, escribe: "¡Oh misterio no creíble! / Yo la llevo en medio de mí, / bella,
espléndida y visible, / pero en la oscuridad de la fe". Los modos para expresar la inefable
experiencia de la presencia de María son múltiples. Una religiosa, p. ej. escribe: "María no
me abandona. Aunque no sea visible, siento su presencia y su protección", y el venerable
Cestac confesaba: "Yo no la veo, pero la siento, como el caballo siente la mano del jinete
que le guía". También J. Fesch, un condenado a muerte, vivió la experiencia de la
presencia de María. En los momentos oscuros de su vida escribía: "Quiero tener a la
santísima Virgen de la mano y no dejarla hasta que ella me conduzca a su Hijo".
La presencia de la Virgen, pues, es una realidad permanente, más o menos percibida y
testimoniada por los cristianos. Por eso, Pablo Vl ha podido escribir: "A decir verdad todos
los períodos de la historia de la iglesia se han beneficiado y se beneficiarán de la materna
presencia de la madre de Dios, porque ella permanecerá siempre indisolublemente unida al
misterio del cuerpo místico, de cuya cabeza se ha escrito: Jesucristo, ayer y hoy, el mismo
por los siglos".

IV. Interpretación teológica de la presencia de María


Viniendo ya a especificar la naturaleza de la presencia de la Virgen en la vida cristiana,
es preciso decir que los teólogos no se muestran concordes en este tema tan significativo y
no suficientemente explorado y conocido. Sin embargo, de esta presencia mariana en
tiempos recientes se han dado varias interpretaciones teológicas, que se pueden resumir
en cinco puntos.

1. PRESENCIA INTELECTIVA. Según esta opinión, la Virgen nos está presente como el
objeto conocido en el cognoscente, o mediante la así llamada presencia de visión. Inmersa
en Dios, ella nos ve, nos conoce, penetra en lo más íntimo de nuestro ser. Es su
pensamiento de madre el que en Dios nos ve y nos sigue a todas partes; por este título ella
está presente a todos y en todos.

2. PRESENCIA AFECTIVA. Según esta otra interpretación, la Virgen está presente en


nosotros como el objeto amado en el amante. Con su amor de madre está cercana a cada
uno de nosotros y llega a nosotros en el tiempo y en el espacio. Cuanto más se conoce y
más se ama, más íntima e intensa es su presencia.
Entendiendo la presencia mariana sólo en sentido intelectivo y afectivo, nos quedamos
fuera de la misma. Si fuese así, más bien tendríamos una presencia nuestra en María que
una presencia de María en nosotros, tendríamos una presencia psicológica, cuando "se
trata de algo más que de una presencia por medio del pensamiento y del corazón".

3. PRESENCIA OPERATIVA. Es el resultado natural de la presencia intelectiva-afectiva,


y supone un punto de contacto más fuerte con la Virgen. Si en la visión beatífica ella nos
ve, nos ama y nos acompaña por todas partes, es claro que no puede permanecer inactiva,
porque el amor es esencialmente operativo y comunicativo.
Según las distintas tendencias teológicas, la presencia operativa puede requerir o una
causalidad moral o una causalidad físico-instrumental. Aquellos que defienden una
causalidad moral sostienen que María obra en nosotros indirectamente y deja algo de sí
misma. Los que aceptan la causalidad físico-instrumental piensan que María opera de
modo directo e inmediato en el orden de la gracia, imprimiéndole una nota característica y
personal.

4. PRESENCIA REAL. Es ésta la opinión de S. Ragazzini. Este autor ha percibido la


exigencia de una presencia de María en el alma no reducible al solo influjo sobrenatural,
porque, según un principio filosófico, para obrar se debe estar presente en algún modo:
Prius est esse quam operari. La Virgen, explica este autor, está presente en nosotros no
localmente, como quien tiene el don de ubicuidad, sino por medio de una comunicación de
vida y de una participación nuestra en su plenitud de gracia, si bien en dependencia de la
de su Hijo.
Esta interpretación se hace más clara a la luz del principio teológico de la causalidad
físico-instrumental. En virtud de este principio, la humanidad gloriosa de la Virgen es el
instrumento físico secundario de nuestra salvación. En efecto, si el Verbo de Dios opera los
milagros y nos comunica la gracia por medio de su humanidad, de los sacramentos y de los
santos, se puede servir con mayor razón "de los oficios y la obra de su madre santísima
para distribuirnos los frutos de la redención". La gracia, por esto, lleva consigo también un
sello, una connotación y una modalidad marianos: la Virgen se hace presente mediante el
influjo en la gracia y con una presencia íntima y real.

5. INTERPRETACIONES MODERNAS:
PRESENCIA PNEUMÁTICO-PERSONAL Y CONTEMPORANEIDAD DE MARÍA
A CAUSA DE su CONDICIÓN GLORIOSA.
Meditando sobre la situación actual de la Virgen a la luz de la resurrección de Cristo y de
los cuerpos ( I Cor 15,1-58), hoy se ha abierto camino la interpretación teológica que
sostiene que la presencia de María debe ser explicada en el contexto del misterio de su
asunción corpórea. En base a ella, los actos históricos y limitados de la Virgen pueden ser
representados en Cristo y en el Espíritu fuera del tiempo y del espacio. Cercana al Señor
resucitado en la gloria celeste, ella está presente a todos los hombres y puede ayudarles
en su camino hacia el Padre.
Cuando los escritores del NT hablan de la resurrección de Jesús, expresan tal misterio
afirmando que el Resucitado ha adquirido una presencia nueva y una nueva modalidad de
influjo dentro de nosotros y en medio de nosotros (cf Mt 28,20). Él está aquí y no nos dejará
nunca, porque su presencia espiritualizada ha alcanzado una extensión y una intensidad
que no tenía la presencia terrena. Mediante la efusión del Espíritu Santo, Jesús desarrolla
su reino y garantiza su influjo hasta la consumación de los siglos. Un día también nosotros,
una vez resucitados, seremos lo que Cristo glorioso es ahora a la diestra del Padre. Él es el
primero en orden cronológico, causativo y ejemplar; pero el mismo proceso se realizará en
nosotros: "Cada uno, sin embargo, en su orden: las primicias, Cristo; luego, en el momento
de la parusía, los de Cristo" (lCor 15,23).
María, asunta al cielo en cuerpo y alma, está ya plenamente conformada con el Hijo, y
esto no sólo por un motivo de conveniencia, sino por el hecho teológico de la
transformación radical de su ser. El ingreso en el cielo es para la Virgen, como lo había sido
para Cristo, un verdadero renacimiento exigido por su condición de Theotókos y por la
misión que le confió Dios. Siguiendo a Cristo, la asunción inaugura para María una vida
nueva, una presencia espiritual no ligada ya a los condicionamientos de espacio y tiempo,
un influjo dinámico capaz de alcanzar hic et nunc a sus hijos. Desde el cielo la Virgen
conoce las situaciones humanas, y, como se expresa L. Boff, "experimenta todo lo que
antes escapaba a su conciencia: su ligazón con toda la humanidad y su unión con la
iglesia". En plena comunión con el Espíritu y totalmente conformada con el Hijo resucitado,
ya no está sujeta a los límites espacio-temporales. Por este motivo ella es contemporánea
nuestra y sus acciones pueden ser eficaces siempre y en todas partes. La condición
gloriosa confiere a la presencia de María un elemento de perennidad que se sacramentaliza
casi en un hecho terreno, esto es, en una cercanía a cada uno de nosotros y en una
perfecta conciencia en el cooperar a la comunicación de vida de Cristo a los hombres.
La asunción, además de ser un privilegio personal de María, es ya un punto clave para
comprender en profundidad el misterio de su presencia en la iglesia al servicio de la cristología y
en el contexto de la pneumatología. En virtud de la glorificación corporal, que le consiente
liberarse de los límites del espacio y del tiempo, la Virgen puede vivir y habitar en medio de
nosotros, si bien de un modo invisible y espiritual. "María resucitada está aquí en mí y conmigo;
está aquí, en la Iglesia y con la iglesia. El tiempo y el espacio no nos separan de su persona, de su
cuerpo y de su alma. Ella no sólo nos está presente como todos los otros fieles difuntos en virtud
de la comunión de los santos. De ella nos separa sólo el hecho de que, estando nosotros todavía
en el tiempo y en el espacio, no alcanzamos a captar enteramente su presencia real".
La asunción salva además, mejor que las otras interpretaciones, la presencia personal,
dinámica y universal de María, y explica mejor su misión materna y su realeza en el misterio
de la comunión de los santos. Esta última verdad ha sido también recalcada por el Vat ll:
"Asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple
intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno
se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y
ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada" (LG 62).

V. Conclusión vital
A la luz del misterio de la asunción y de la cualidad espiritual de los cuerpos resucitados,
es más fácil comprender la naturaleza de la presencia de María y su constante influjo sobre
la iglesia y en el corazón de los cristianos. Entre la asunción de la Virgen en cuerpo y alma
y su presencia en nuestra vida existe un nexo de causalidad que no se puede desconocer.
Si María no hubiera resucitado, no podría ser plenamente la madre solícita que coopera
con el Espíritu de Dios a la generación mística de Cristo en nosotros. En cambio, estando
ya glorificada, vive una dimensión diversa de la nuestra en el Espíritu del Resucitado y
como tal puede llegar a todos sus hijos en el tiempo y el espacio.
De esto se desprende que es necesario formular una espiritualidad que tenga cuenta
también de la presencia de María en la vida de los cristianos. La antigua intuición de los
padres orientales es importante para constituir una comunión personal con la Virgen
gloriosa, viviente y presente en el tiempo en el espacio y en los corazones. Tal verdad
exige en el creyente una atención particular a la presencia de María, de modo que se
transforme en una actitud consciente y permanente. Experimentará la cercanía de la madre
de Jesús en las diversas etapas de su itinerario espiritual y asimilará sus ritmos interiores
hasta alcanzar la plena configuración con el Hijo, la docilidad al Espíritu y la comunión filial
con el Padre. "La piedad hacia la madre del Señor llega a ser para el fiel cristiano ocasión
de crecimiento en la gracia divina, fin último de la pastoral. Porque es imposible honrar a la
llena de gracia sin honrar en sí mismo el estado de gracia, es decir, la amistad con Dios, la
comunión con él, la inhabitación del Espíritu. Esta gracia divina alcanza a todo el hombre y
lo hace conforme a la imagen del Hijo (cf Rom 8,29, Col 1,18)" (MC 57).
(·PIZZARELLI-A. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 1639-1646)

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