Sangre de Monstruo IV - R. L. Stine
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Sangre de Monstruo IV - R. L. Stine
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R. L. Stine
Sangre de Monstruo IV
Pesadillas - 60
ePub r1.0
javinintendero 08.07.13
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Título original: Goosebumps #60: Monster Blood IV
R. L. Stine, 1997
Traducción: Laura Paredes Lascorz
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Evan Ross estaba pensando en la Sangre de Monstruo. Pensaba mucho en ella.
Evan desearía no haberla descubierto nunca. Esa sustancia verde, pegajosa y
viscosa tenía que ser la más peligrosa de la Tierra.
Evan sabía que, en cuanto abrías una lata de Sangre de Monstruo, estabas
perdido. El monstruo crecía y crecía, y absorbía todo lo que encontraba a su paso.
Y si comías sun querer algo de sustancia verde, ¡cuidado! Un poco de Sangre de
Monstruo había convertido a Cuddles, el hámster de la clase, en un monstruo rugiente
tan grande como un gorila.
Y cuando Evan se tragó sin darse cuenta un poquito, se volvió más alto que su
casa. No fue el día más feliz de su vida; fue un día que no quería recordar.
Así pues, ¿por qué pensaba hoy en la Sangre de Monstruo?
El jersey verde que llevaba se la recordaba. Había suplicado a su madre que no le
tejiera el jersey de verde pero ya lo tenía empezado; era demasiado tarde para
cambiar el color.
—Te sienta muy bien el verde —dijo su madre—. Te realza el color de los ojos.
—No quiero que me realce el color de los ojos —le respondió Evan.
Quería gritar. La lana que había usado era más verde que un sapo. Le hacía pensar
que estaba atrapado en el interior de una gota verde gigante de Sangre de Monstruo.
—Póntelo para ir a casa de tu primo Kermit —le ordenó la señora Ross.
—No me hace falta llevar jersey —protestó Evan—. Ponlo en la maleta.
—Póntelo. Estamos en invierno —insistió su madre—. Hace frío incluso aquí, en
Atlanta.
—No quiero ir a casa de Kermit —gruño Evan mientras se pasaba el jersey por la
cabeza. Verde, ¡qué horror! Y encima, picaba—. ¿Cuánto tiempo estaréis fuera papá y
tú?
—Sólo nueve o diez días —respondió su madre.
—¿Sólo? —exclamó Evan, que luchaba ahora con las mangas—. ¡Me moriré! La
tía Dee cocina muy mal. Le echa esa salsa picante a todo. ¡Incluso a los bizcochos!
—Tu tía no echa salsa picante a los bizcochos —respondió la Señora Ross con
severidad—. Le gustan mucho las especias pero…
—Explotaré —insistió Evan—. Y ese imbécil redomado de Kermit…
—No llames imbécil redomado a tu primo —lo riñó la señora Ross.
—Pero es que lo es, ¿no? —preguntó Evan.
—Eso no tiene nada que ver —dijo su madre. Después, le colocó bien el jersey
por debajo de la cintura y lo admiró—: Te queda perfecto. Y me gusta ese tono verde.
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—Parezco una sandía madura —masculló Evan.
—Y no lo olvides: tía Dee te paga para que atiendas a Kermit —le recordó la
señora Ross mientras le alargaba la maleta—. ¿No querías ir a esos campamentos de
verano? Pues no podrás si no ganas dinero para pagarlos.
—Ya lo sé, ya lo sé. —Le dio un beso de despedida a su madre.
—Tu padre y yo te llamaremos cuando lleguemos a Tucson —dijo la señora Ross
—. Cuida bien de Kermit. Y pórtate bien con la tía Dee.
—No comeré hasta que regreséis —le advirtió Evan—. Me quedaré en treinta
kilos.
Su madre se rió.
«Cree que bromeo», pensó Evan con amargura.
Cargó con la mochila y la maleta y se dirigió a la puerta trasera. Al pasar ante el
espejo del recibidor se vio reflejado con el jersey.
—Horrible —murmuró—. Parezco un pepinillo.
—¿Decías algo, Evan? —gritó su madre.
—¡He dicho que gracias por el jersey! —le gritó de vuelta.
Segundos después, caminaba hacia la casa de Kermit, al final de la manzana.
Quizá podría esconder el jersey en algún sitio. Quizá podría dárselo a Kermit como
regalo de Navidad.
No. Kermit era tan renacuajo que le llegaría hasta las rodillas.
Era un frío y despejado día de invierno. El jersey relucía bajo la luz brillante del
sol. Le recordaba realmente a la Sangre de Monstruo.
Le vino a la cabeza esa viscosa porquería verde. Imaginó montones y montones
de ella rezumando en los jardines por los que pasaba, burbujeante y pulsátil.
Mientras avanzaba, Evan no tenía ni idea de que le esperaba otra aventura con ese
monstruo.
No tenía ni idea de que iba a descubrir un tipo nuevo de Sangre de Monstruo.
No tenía ni idea de que la Sangre de Monstruo verde era una tontería comparada
con la Sangre de Monstruo que estaba a punto de conocer.
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Estaba cerca del jardín de Kermit, pensando aún en la Sangre de Monstruo,
cuando una sombra oscura lo cubrió por completo.
—¡Conan! —exclamó espantado tras levantar la vista.
Un chico enorme se había plantado delante de él con las manos cerradas en un
puño bloqueándole el camino. Vivía en la casa que quedaba detrás de la de Kermit.
Se llamaba Conan Barber, pero todo el mundo lo llamaba Conan el Bárbaro
porque era el chico más corpulento y malvado de Atlanta.
Conan puso su enorme zapatilla deportiva sobre el zapato de Evan y lo pisó con
fuerza. Evan chilló de dolor.
—¿Por qué has hecho eso? —gritó.
—¿El qué? —gruñó Conan entrecerrando sus ojos azules.
—Me… me has aplastado el pie —exclamó Evan sin aliento.
—Ha sido sin querer —respondió Conan y soltó una risita.
A pesar del frío, llevaba una camiseta de deporte ajustada y unos pantalones de
ciclista.
—A ver, déjame que te ayude —dijo.
Y pisoteó con todas sus fuerzas el otro pie de Evan.
—¡Aaaaayyyyy! —Evan dio unos cuantos saltitos mientras se sujetaba el pie
dolorido—. ¿Qué haces?
—Estoy probando las zapatillas deportivas que me he comprado —respondió
Conan con otra risita.
¿Cómo puedes borrarle la sonrisa de la cara a un chico con el cuerpo tan enorme
como un armario?
—Me tengo que ir —dijo Evan con calma. Tomó la maleta y señaló con la cabeza
hacia la casa de Kermit.
—Espera… —Conan miró al suelo y, después, levantó los ojos hacia Evan—. No
vayas tan deprisa. Me has manchado las suelas de las zapatillas.
—¿Cómo dices? —Evan intentó rodear a Conan pero éste se lo impidió.
—Unas zapatillas nuevas —le respondió Conan—. Y me has ensuciado las
suelas.
—P-pero… —farfulló Evan.
—Está bien —suspiró Conan—. Por esta vez, te dejaré marchar.
A Evan le latía el corazón con fuerza. Soltó un suspiró de alivio.
—¿Me dejarás? ¿Me dejarás marchar? —preguntó.
Conan asintió y se pasó una mano fornida por los cabellos rubios.
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—Sí, me has pillado de buen humor. Lárgate.
—Gra-gracias —tartamudeó Evan.
Conan se hizo a un lado y Evan empezó a pasar junto a él, pero se detuvo al oír
una voz alta y chillona que soltaba: «¡Deja en paz a mi primo!»
—¡Oh, no! —gimió Evan. Se volvió y vio que Kermit se acercaba corriendo por
el césped.
—¡Deja en paz a Evan! —gritó Kermit con su diminuto puño levantado en
dirección a Conan—. Métete con alguien de tu tamaño.
—Y tú no te metas en esto, Kermit —le pidió Evan.
Kermit se situó junto a su primo. Era pequeño y escuálido. Tenía los cabellos
rubios, una cara cria y unos ojos redondos y negros ocultos tras unas gafas de
montura roja.
De pie junto a Conan, a Evan le recordó una hormiguita. Un bichito que Conan
podría aplastar fácilmente con un pisotón de esos grandiosos zapatones.
—Vete a paseo, Conan —soltó Kermit. Deja en paz a Evan.
Conan entrecerró los ojos. Parecía enfadado.
—Iba a dejar en paz a Evan, hasta que apareciste tú —gruñó—. Pero ahora
supongo que os tendré que enseñar una lección a ambos.
Y, dicho esto, agarró a Evan por el jersey y lo atrajo hacia sí.
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—Evan, ¿qué le pasó a tu jersey? —preguntó la tía Dee.
Evan dejó la maleta en el suelo de la cocina.
—Pues…
La manga izquierda de su jersey nuevo tenía una longitud normal. Conan había
agarrado la derecha y había tirado, tirado y tirado… y ahora llegaba al suelo.
—Mamá me hizo una manga demasiado larga —explicó Evan. No quería contarle
a su tía lo de Conan.
¿Para qué complicarse la vida?
Conan había prometido que la próxima vez le tiraría del brazo hasta que le
quedara bien esa manga.
—Evan se peleó con Conan —informó Kermit.
La tía Dee se quedó boquiabierta.
—No deberías pelearte con nadie, Evan.
Evan lanzó una mirada a Kermit. ¿Por qué ese mequetrefe intentaba siempre
meterlo en líos?
—Ese tal Conan es un grandullón —comentó la tía Dee—. No deberías pelearte
con él.
«Buen consejo», pensó Evan con amargura. Levantó la manga kilométrica del
jersey y la dejó caer de nuevo al suelo.
—Yo me encargaré de Conan —afirmó Kermit—. He preparado una fórmula
crecepelo. Se la daré a beber a Conan y le crecerán pelos en la lengua. Cuando trate
de hablar sólo conseguirá decir: «Duffff, duffff.»
—Basta, Kermit —lo riñó la tía Dee con una carcajada—. Empiezas a hablar
como un científico loco.
—Soy un científico loco —declaró Kermit orgulloso.
Él y su madre rieron pero Evan ni siquiera logró forzar una sonrisa.
«No es ninguna broma —pensó Evan—. Kermit es realmente un científico loco.
Se pasa todo el tiempo en el laboratorio del sótano mezclando botellas de líquido
verde con botellas de líquido azul.»
Una tarde, en el laboratorio, Evan preguntó a Kermit qué quería descubrir.
—Estoy buscando una fórmula secreta —respondió su primo vertiendo un líquido
rojo en un tubo de ensayo.
—¿Una fórmula secreta que haga qué? —quiso saber Evan.
—¿Cómo voy a saberlo? —exclamó Kermit—. ¡Es secreta!
Ahora Evan iba a pasarse los siguientes diez, días contemplando cómo Kermit
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efectuaba su número de científico loco. Y de algún modo tenía que impedir que se
metiera en líos.
—Estoy muy contenta de que pases unos días con nosotros —dijo tía Dee—. Me
parece espléndido que los dos primos estéis tan unidos.
—Sí, espléndido —murmuró Evan.
—Duffff, duffff —sentenció Kermit con una risita.
Tía Dee los había acompañado hasta el dormitorio de Kermit, en la parte trasera
de la casa. Kermit tenía una cama plegable donde dormiría Evan.
El suelo estaba cubierto de libros, disquetes, papeles y revistas científicas. Evan
tuvo que rodear una maqueta gigante del sistema solar para llegar a la cajonera.
Tía Dee lo ayudó a deshacer la maleta. Luego dijo:
—Haced algo; salid o lo que queráis. Yo iré a la cocina a preparar la cena.
La cena. Un escalofrío recorrió la espalda desván.
—¿Qué hay para cenar? —preguntó.
—Es una sorpresa —respondió tía Dee.
Otro escalofrío.
—He traído las pistolas de agua —comentó Evan a Kermit—. Salgamos fuera y
juguemos con ellas.
—Mejor no. —Kermit sacudió la cabeza mientras bajaba las escaleras del sótano
hacia el laboratorio—. Quiero enseñarte algo.
Evan observó los estantes con tarros, botellas y tubos de ensayo, todos repletos de
sustancias misteriosas e inquietantes.
—La verdad es que aquí no me siento demasiado seguro… —empezó a decir.
Algo lo empujó con fuerza por la espalda. Evan se volvió y vio a Dogface, el gran
perro pastor de Kermit.
—¡Oye, no empujes! —soltó Evan.
El perro sacó la lengua y le lamió la mano. Le dejó la palma llena de babas.
—Le gustas —dijo Kermit.
—¡Qué asco! —gimió Evan buscando una servilleta de papel por la mesa del
laboratorio para limpiarse.
—Oye, quiero hacer una prueba —le informó Kermit.
—Ni hablar —protestó Evan—. Nada de pruebas. La última vez que hiciste una
de tus pruebas, me volviste azul la nariz.
—Fue un error —respondió Kermit—. Esta prueba es distinta, no es peligrosa. —
Levantó la mano derecha y añadió—: Te lo juro.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Evan sin ganas—. ¿Beberme algo para que
me crezcan pelos en la lengua?
—No, todavía no estoy preparado para probar eso en los humanos —contestó
Kermit.
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—Menos mal —dijo Evan, aliviado—. Vayamos a buscar las pistolas de agua y
salgamos al jardín.
A Evan le apetecía de verdad una guerra de agua. Era el único momento en que
podía atacar a su primo sin que le dijeran nada.
—Después de la prueba —le respondió Kermit—. Sólo tardaremos un minuto, te
lo prometo.
—Vale. —Suspiró Evan—. ¿Qué debo hacer?
Kermit levantó un pañuelo negro.
—Para vendarte los ojos —dijo—. Póntelo.
—¿Cómo dices? —exclamó Evan a la vez que retrocedía—. ¿De veras piensas
que voy a dejar que me vendes los ojos?
—No es peligroso —insistió Kermit con su voz aguda y chillona. Sólo quiero
saber si puedes identificar algo, eso es todo. Sólo será un minuto.
Evan discutió un rato más con su primo pero, al final, se puso la venda.
—¿Me prometes que después saldremos?
—Te lo prometo —aseguró Kermit.
Comprobó que Evan llevara bien puesta la venda. Luego tomó la mano de Evan,
la acercó a un tarro de cristal y se la metió dentro.
—Dime qué hay en el tarro —ordenó a su primo.
Sin ver nada en absoluto, Evan pasó la mano sobre algo cálido y peludo.
«¿Qué será? —se preguntó—. ¿Qué puede ser?»
Mientras intentaba identificarlo, notó que algo se le encaramaba al dorso de la
mano. Se le deslizó bajo el puño de la camisa y se le subió por el brazo.
—¿Qué?
Notó un leve picor en la mano. Algo le escoció en la muñeca.
—¿Qué será? ¿Qué será?
No pudo resistirlo más y se quitó la venda. Echó un vistazo al tarro y soltó un
grito aterrorizado.
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—¿Tarántulas? —chilló.
Tenía uno de esos animales peludos en el brazo, por debajo de la manga de la
camisa. Otro avanzaba despacio por el dorso de su mano.
—No grites así —le advirtió Kermit sin apartar los ojos de su brazo.
—¿Qué clase de prueba es ésta? —soltó Evan—. ¿Qué intentas demostrar?
Kermit no levantó los ojos de las arañas.
—Alguien me dijo que las tarántulas no te picarán a no ser que noten que tienes
miedo —explicó.
—¿Me tomas el pelo? —vociferó Evan—. ¿Que noten que tengo miedo?
—¡Calla! —Kermit se llevó un dedo a los labios—. No te pongas nervioso.
Tranquilo… tranquilo. —Sonrió a Evan—. Es un experimento muy interesante,
¿verdad?
—¡Te voy a liquidar! —bramó Evan—. Te liquidaré Kermit, y cuando haya
acabado contigo, harás «duffff, duffff» por el resto de tu vida.
—¡Cuidado! —le advirtió Kermit en voz muy baja—. Te tiembla el brazo. No
permitas que noten que tienes miedo.
Evan se esforzó en controlar el brazo. Una tarántula le pinchó la muñeca. Tenía
otra en el dorso de la mano.
¡Sácamelas! —ordenó Evan con un susurro frenético—. Te lo advierto…
¿Quéééé?
Evan notó un empujón fuerte por detrás.
Era Dogface otra vez.
Evan levantó las manos sobresaltado y las dos tarántulas salieron disparadas.
Una aterrizó con un suave ¡PAF! en la mesa del laboratorio. La otra lo hizo en la
cabeza de Evan.
Evan soltó un grito ahogado. Notaba las ocho patitas de la tarántula
enredándosele en los cabellos.
—No la molestes —le indicó Kermit—. Tienes que estar tranquilo. No permitas
que sepa que tienes miedo. La picadura de una tarántula puede ser muy peligrosa.
—¿Qué hacéis ahí abajo, chicos? —La voz de tía Dee resonó por todo el sótano.
—Evan está jugando con mis tarántulas —la informó Kermit.
¿Jugando?
Evan quería gritar. Se imaginó a Kermit comiendo un bocadillo de tarántula. Pero
no, eso no era castigo suficiente.
—Hace un día demasiado bonito para quedarse en el sótano jugando con arañas
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—los sermoneó la tía Dee.
—Mis tarántulas no son unas arañas cualquiera —soltó Kermit, ofendido.
—Evan, ha venido tu amiga Andy —dijo la tía Dee desde arriba—. Me parece
que los tres deberíais salir a tomar algo de aire fresco.
—¿Andy? —gritó Evan. Sin pensarlo, se dirigió hacia las escaleras.
—No te muevas —lo avisó Kermit—. No las pongas nerviosas.
Evan se detuvo en seco.
La tarántula le pinchó la parte superior de la cabeza. Observó horrorizado que la
otra avanzaba por la mesa del laboratorio y empezaba a subírsele por el brazo.
Andy bajó corriendo las escaleras de dos en dos. Los cabellos castaños se le
agitaron hacia atrás mientras corría a reunirse con ellos en el sótano.
Andy no vestía como la mayoría de las chicas de la clase. No le importaba lo que
llevaran los demás; a ella le gustaban los colores chillones.
Ese día llevaba un anorak rosa sobre unos leotardos amarillos. Una mochila
naranja le colgaba del hombro.
—Hola, chicos —los saludó sin aliento—. ¿Qué estáis haciendo?
—Un experimento —respondió Kermit con solemnidad.
—¡Menuda novedad! —dijo Andy. De pronto se quedó boquiabierta, como si
algo la asustara, y señaló a Evan con un dedo tembloroso—. Evan, tienes una
tarántula en la cabeza.
Evan notaba que el animal se metía entre sus cabellos.
—Forma parte del experimento —le explicó Kermit a Andy—. Le sube otra
tarántula por el brazo.
—¡Quítamelas! —ordenó Evan a Kermit con los dientes apretados.
—¡Es un experimento fantástico! —dijo Andy con una carcajada.
Evan soltó un gruñido y cerró los puños.
—Tranquilo —le advirtió Kermit—. Si notan que tienes miedo, estás perdido.
Evan se volvió hacia Andy para que lo ayudara, pero ella había abierto la mochila
y rebuscaba en su interior.
La araña le pinchaba la cabeza y se iba deslizando hacia su oreja.
—Kermit… —suplicó.
Evan se sobresaltó al ver que Andy sacaba una lata de plástico azul de la mochila.
—Mira qué he encontrado, Evan —dijo con los ojos alegres y una sonrisa
maligna dibujada en la cara.
—¡Sangre de Monstruo! —chilló Evan—. ¿De dónde la has sacado?
—De alguna parte —lo chinchó Andy empezando a girar la tapa.
—¡No! —gritó Evan, a la vez que se abalanzaba hacia ella para agarrar la lata—.
No la abras. ¡No, Andy!
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Andy puso la lata fuera del alcance de Evan y la abrió.
—¡Noooo! —gritó éste.
Andy inclinó la lata para que pudiera ver el interior.
Estaba vacía.
Soltó una carcajada y dejó la lata.
—¡Inocentes! —dijo.
Evan tragó saliva con fuerza y notó que algo le pellizcaba la oreja. ¡Era la
tarántula! Se había asustado tanto con la lata de Sangre de Monstruo que había
olvidado los animales que le trepaban por el cuerpo.
—¡Huy! Las has puesto nerviosas —le advirtió Kermit—. Me parece que vas a
averiguar lo dolorosa que es la picadura de tarántula.
Evan se detuvo en seco. Hizo movimientos frenéticos con los ojos a Andy para
que lo ayudara.
—Vale, vale —dijo ésta por fin. Se acercó a Evan y le quitó la araña de la cabeza.
—Estás arruinando el experimento —protestó Kermit.
Andy quitó la otra tarántula del brazo de Evan y se las dio a Kermit. Éste
refunfuñó y las guardó en el tarro de cristal. Después, anotó algo en un bloc.
Evan miró a su primo enojado y con los puños cerrados. Ya no tenía tarántulas
encima, pero le picaba todo.
—Vamos a buscar las pistolas de agua —gruñó.
Estaba impaciente por empapar a Kermit. Quería mojar de pies a cabeza a ese
monstruito, lograr que escupiera, que se ahogara, que temblara y que se estremeciera
hasta suplicarle clemencia.
Y entonces se las haría pagar.
—Todavía hace frío para una guerra de agua —dijo Kermit.
—Me da lo mismo —gruñó Evan—. Vamos.
Se volvió hacia Andy. Ésta movió la mochila hacia un lado y cerró la cremallera
para que no viera lo que había dentro.
—¿Qué más tenéis ahí? —le preguntó Evan—. ¿Más bromas tontas?
—Si quieres saberlo, lo tendrás que descubrir —se mofó Andy.
—¿Tienes más latas de Sangre de Monstruo? —Le falló la voz—. ¿Tienes de
verdad una de Santo de Monstruo?
—Si quieres saberlo, lo tendrás que descubrir —repitió Andy mientras abrazaba
la mochila.
«Y quizá también la empape a ella —pensó Evan—. Se lo está buscando.»
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—Ven fuera —le pidió—. Puedes mirar.
—Como que me lo voy a creer —respondió, volviendo a entornar los ojos—. Me
quedaré aquí y haré los deberes. No me vas a mojar.
Evan observó con atención la mochila. ¿Tendría una lata de Sangre de Monstruo
de verdad? ¿La tendría?
«Por favor, ojalá que no», rogó en silencio mientras conducía a Kermit al jardín
trasero.
Llenaron las pistolas de agua con la manguera del jardín que había detrás del
garaje. Y empezó la persecución.
Kermit corrió. Evan disparó primero: un chorro de agua dio en la cabeza de
Kermit. Evan bajó la pistola y el agua rebotó en la espalda de Kermit.
Evan bombeó con fuerza y el agua siguió saliendo. Apretó el gatillo una y otra
vez. Y una vez más. Levantó el chorro y acertó en la nuca de Kermit.
Kermit soltó un alarido cuando el agua fría le recorrió la espalda.
Se volvió y disparó un chorro de agua en dirección a Evan.
Evan se dejó caer de rodillas en la hierba. El agua le pasó por encima de la
cabeza.
Apretó el gatillo y lanzó agua hacia la parte delantera de la chaqueta de Kermit.
—¡Hola! —Una voz atronadora hizo que Evan se diera la vuelta.
—¡Conan! —gritó.
Kermit lanzó un chorro de agua helada a la nuca de Evan. Éste se levantó de un
salto y se tambaleó hacia delante.
—¡Quieto, Kermit! —dijo.
Recuperó el equilibrio justo antes de chocar contra Conan.
—¿Quieres mojarme las zapatillas de deporte? —le espetó Conan.
—¡No, claro que no! —respondió Evan poniéndose la pistola de agua a un
costado, apuntando hacia el suelo.
Kermit corrió a su lado y empezó a gritar:
—¡Déjanos en paz, Conan! ¡Evan no te tiene miedo!
—¿Ah, no? —respondió Conan, amenazador.
—Evan dice que puede ganarte cuando quiera —presumió Kermit.
—Yo no he dicho eso —gritó Evan—. ¿Qué te pasa Kermit? —Se volvió hacia
Conan—. Yo no he dicho eso, de verdad. Mi primo está un poco confundido. Es por
los vapores, ¿sabes? De todos esos productos químicos con los que siempre juega.
—Os la estáis buscando de verdad —murmuró enfadado Conan a la vez que
sacudía la cabezota. Dio un paso hacia Evan.
Evan tragó saliva. Notó que su pistola de agua se movía. Se volvió y vio que
Kermit la había sujetado desde detrás.
Kermit estaba apuntando la pistola de Evan.
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Antes de que Evan pudiera evitarlo, Kermit apretó el gatillo y un chorro de agua
cayó sobre las zapatillas nuevas de Conan.
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Conan soltó un grito de rabia y agarró a Evan por el cuello de la cazadora.
—¡No he sido yo! —farfulló Evan.
—Salió de tu pistola de agua —respondió Conan.
Apretó la cazadora con sus enormes manos y levantó a Evan del suelo.
—¿Qué vas a hacer? —chilló Evan.
—¿Qué pasa? —Andy llegó corriendo desde la casa.
Conan dejó caer a Evan al suelo y éste se tambaleó pero pudo recuperar el
equilibrio.
—Evan le está dando una lección a Conan —gritó Kermit.
—Cállate la boca, Kermit —susurró Evan propinándole un empujón.
—¿Qué tienes en la mano? —preguntó Conan mirando a Andy con recelo.
Evan se volvió y vio que Andy levantaba la mano; sujetaba una lata de plástico
azul.
—¡No! —exclamó Evan—. ¿Es la lata vacía, Andy?
—Ésta no está vacía. Está llena —respondió Andy con una sonrisa maligna en los
labios.
—¡Deshazte de ella, Andy! —pidió Evan dando un paso atrás.
—¿Es la de verdad? Déjamelo ver —pidió Kermit con entusiasmo, alargando la
mano hacia la lata.
—¿Estás loco? —gritó Evan—. ¿Por qué la has traído, Andy? Ya sabes lo
peligrosa que es.
Los ojos castaños de Andy brillaron de alegría. No dijo una palabra. En lugar de
eso, levantó la lata azul y empezó a quitarle la tapa.
—¡No! —bramó Evan—. ¿Te has vuelto loca?
Andy le sonrió.
—No la abras —suplicó Evan—. Por favor, no la abras.
Con un gruñido, Conan avanzó y arrancó la lata de las manos de Andy.
—Déjamelo ver —soltó.
Levantó la lata y la destapó.
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Conan quitó la tapa y de dentro saltaron tres Serpientes de papel que le golpearon
en la cara.
Soltó un grito de sorpresa y dejó caer la lata, Andy se echó para atrás y se puso a
reír. Kermit la imitó con carcajadas agudas y estridentes.
Evan tragó saliva con fuerza. Estaba demasiado asustado para reír. Nadie gastaba
nunca bromas i, Conan. Nadie.
Evan observó a Conan, paralizado por la sorpresa. Tenía la cara muy colorada.
¡Sentía vergüenza!
«Ahora nos va a atizar —pensó Evan—. Cuando haya acabado con nosotros,
tendremos el mismo aspecto que esas tres serpientes de mentira del suelo».
Pero ante su sorpresa, Conan se volvió y se largó sin soltar una palabra.
—Nos hemos librado por muy poco —murmuró Evan.
—Ha sido divertido —exclamó Andy—. ¿Qué te pasa, hombre? ¿Has perdido el
sentido del humor?
—Sí —respondió Evan—. La Sangre de Monstruo no me parece divertida.
Convirtió a mi perro, Trigger, en un gigante. Convirtió al hámster de la clase en una
bestia rugiente. Y me convirtió a mí en un monstruo de tres metros y medio. Fue el
peor día de mi vida.
—Yo te salvé, ¿recuerdas? Te devolví a tu tamaño real —alardeó Kermit.
—Sí, es cierto —tuvo que admitir Evan—. Es lo último bueno que has hecho.
—No está bien que digas eso, Evan. Te he dejado jugar con mis tarántulas, ¿no es
cierto? —soltó Kermit.
Evan gruñó como respuesta.
De repente, la expresión de Kermit cambió. Le brillaban los ojos detrás de las
gafas.
—Esperad aquí —les indicó, y se fue corriendo hacia la casa.
—¿Adónde vas? —le preguntó Evan.
—Casi se me olvida lo que quería enseñarte —le respondió su primo—. Es algo
increíble.
Se metió en la casa.
—¿Cómo voy a sobrevivir diez días con él? —gimió Evan—. Acabo de llegar y
ya se me han subido encima un par de tarántulas.
—Podría haber sido peor. —Se rió Andy.
—¿Cómo iba a ser peor?
—Bueno, podrían haber sido piojos —comentó Andy—. ¿Recuerdas cuando
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Kermit coleccionaba piojos?
—No me estás animando mucho, Annnndrea —gruñó Evan.
—No me llames Andrea —se quejó Andy—. Vaya, estás de mal humor. Piensa en
todo el dinero que vas a ganar. Tu tía te paga cinco dólares la hora por vigilarlo, ¿no?
—Eso, si sobrevivo —gimió Evan.
Se volvió hacia la casa. Kermit corría por el césped con una jaula de cristal en las
manos.
—¿Qué traerá ahora? —exclamó Evan.
—Quizá sean los piojos —dijo Andy.
—¿Te importaría dejar de hablar de piojos? —suplicó Evan—. Me pica toda la
cabeza.
—Mirad esto —pidió Kermit mientras les alargaba la jaula de cristal.
Evan echó un vistazo a su interior. Contenía ratoncitos blancos, unos seis o siete,
con los ojos negros y la nariz temblorosa. Se subían unos sobre otros.
—¿Por qué has traído hasta aquí los ratones? —preguntó.
—Observa —respondió Kermit.
Levantó la tapa y dejó los ratones en el césped. Los animalitos no dudaron un
instante. Salieron en todas direcciones.
Uno de ellos pasó corriendo entre las piernas de Andy, Ésta, sorprendida, soltó un
grito y se apartó de un salto.
—¿Estás loco? —chilló Evan—. Se te escapan los ratones.
—No —respondió Kermit con calma. Se había sacado un control remoto gris del
bolsillo trasero de los pantalones. Parecía el mando a distancia de un televisor.
—¡Es genial! —exclamó Kermit—. ¿Lo veis? He construido una valla eléctrica
alrededor del jardín.
—Yo no veo ninguna valla —comentó Andy.
—Por supuesto que no. Es eléctrica —dijo Kermit—. Es como las vallas
invisibles que la gente usa para que los perros no se escapen del jardín.
Evan observó con atención el fondo del jardín.
—Ya no se ven los ratones —dijo a Kermit—. Se te han escapado.
—Imposible —insistió Kermit y, tras levantar el control remoto, añadió—:
Alrededor del jardín circula una corriente eléctrica. Si un ratón intentara cruzarla,
recibiría una pequeña descarga.
—Pero se han ido —se rió Andy—. Todos los ratones se han escapado.
Kermit recorrió el jardín con la mirada. Después, abrió la boca y se dio un
manotazo en la frente.
—¡Oh, no! Se me olvidó conectar la valla. Se me olvidó darle al interruptor.
Levantó el control remoto y apretó un botón rojo.
—¡Aaaayyy! —soltó Evan cuando una descarga eléctrica le recorrió el cuerpo.
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Evan sacudió los brazos cómo un loco. Las piernas se le contorsionaron y se le
doblaron.
Kermit volvió a pulsar el botón rojo y el zumbido se detuvo.
—Perdona, supongo que no deberías haber estado ahí de pie —comentó Kermit a
Evan.
Evan inspiró a fondo y retuvo el aire. Esperó a dejar de sentir un cosquilleo en la
piel.
—Parecía como si estuvieras bailando —exclamó Andy, y empezó a menear los
brazos y el cuerpo imitando a Evan.
—¿Debo entender que lo encuentras divertido? —preguntó Evan con voz débil.
—¿Estás bien? —dijo Andy—. Tienes todos los pelos de punta.
Evan se aplanó los cabellos con ambas manos, pero se le volvieron a erizar. Le
lanzó una mirada a Kermit.
—¿Tienes algún otro gran invento?
—Ahora mismo no —respondió Kermit—. Tienes que ayudarme.
—¿Ayudarte a qué? —gruñó Evan.
—A recuperar los ratones —explicó Kermit, que empezó a buscar por el jardín a
cuatro patas—. ¡De prisa! Son unos ratones de laboratorio muy caros. Mamá me
matará si los pierdo.
Evan y Andy comprendieron que no tenían otro remedio, así que se arrodillaron y
empezaron a gatear como Kermit.
—Yo no veo ningún ratón —susurró Evan a Andy—. Me parece que Kermit se ha
metido en un buen lío.
Oyó un ruido fuerte detrás de él y, al volverse, vio a Dogface, el gran perro pastor,
que trotaba por el jardín.
—No, Dogface —gritó Kermit—. No. Márchate. Márchate.
El perro, que movía la cola con energía, saltó sobre Evan y lo dejó tumbado en el
césped.
—Estás asustando a los ratones, Dogface —gimió Kermit.
Sin hacer caso de los ruegos desesperados de Kermit, el perro corrió
entusiasmado dibujando un círculo alrededor del jardín mientras ladraba y agitaba la
cola.
—¿Se puede saber qué pasa? —dijo una voz enfadada—. ¿No sabes cómo
controlar a tu perro?
Conan dio un salto desde detrás de unos pequeños arbustos que separaban los dos
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jardines. Luego corrió unos tres pasos y se detuvo.
Evan oyó un crujido y, después, un fuerte zumbido. Conan tenía los ojos fuera de
las órbitas. Levantó las manos de golpe y contorsionó el cuerpo en un baile alocado.
—¡Vaya hombre! —murmuró Kermit—. ¿No lo había apagado?
Tomó el control remoto y el zumbido se detuvo.
Conan tardó unos segundos en recuperar el aliento. Luego soltó un rugido furioso
y se abalanzó sobre Evan.
—¿Q-qué vas a hacerme? —tartamudeó éste.
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Evan apoyó los codos en la mesa del comedor y contempló los espaguetis que
tenía en el plato.
«Es imposible que tía Dee destroce unos espaguetis, ¿no?», se preguntó.
—¿Qué te ha pasado en la oreja, Evan? —quiso saber su tía.
Evan suspiró. Tenía la oreja izquierda normal, pero la derecha le dolía y le
escocía. Sabía que debía parecer un tomate.
—¿Qué te ha pasado? —insistió su tía.
Evan no quería describir cómo Conan había ganado un tira y afloja con su oreja.
Le murmuró al plato.
—Evan se ha vuelto a pelear con Conan —informó Kermit a su madre.
—¿Es eso cierto? —dijo ésta, dejando el tenedor.
—No fue exactamente una pelea —aclaró Evan a1 sentir con la cabeza.
—Te advertí que no te acercaras a ese chico —lo riñó su tía—. Deberías ser más
inteligente y no pelearte con alguien tan grandullón.
—Y Evan también perdió todos mis ratoncitos blancos —se quejó Kermit.
Su madre se quedó boquiabierta.
—Esos ratones costaron una fortuna —comentó, entrecerrando los ojos hacia
Evan.
Evan tragó saliva con fuerza.
—Yo no los llevé fuera —dijo con voz plañidera.
—Si tú estás al mando, eres responsable de lo que sucede cuando yo no estoy —
le replicó la madre de Kermit con severidad mientras lo apuntaba con el tenedor—. Si
te parece demasiado difícil, encontraré a algún adulto para que venga y se quede con
Kermit.
—¡No, por favor! —exclamó Evan.
Ser responsable era imposible con Kermit, pero no quería perder el trabajo. Si no
ganaba dinero, no podría ir a los campamentos de verano.
—Ya lo sabes: puedo hacerlo —aseguró a su tía.
Frente a él, Kermit se zampaba un bocado tras otro de espaguetis. La salsa
naranja le resbalaba por el mentón.
Evan enrolló algo de pasta en el tenedor y se metió en la boca una buena ración.
Masticó unos segundos antes de soltar un grito:
—¡Aaaaayyyyy!
Le ardía la boca. Era como si tuviera la cabeza a punto de explotar.
—¿Está bastante picante? —preguntó tía Dee—. ¿O quizá, demasiado floja?
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Más tarde, mientras Evan se ponía el pijama, Kermit tecleaba en el ordenador.
Evan tenía los labios hinchados debido a los espaguetis picantes. Parecían dos
salchichones grandes que le colgaban de la cara.
Se observó en el espejo del tocador. Tenía la oreja como un tomate.
Sacudió triste la cabeza y pensó en Conan.
—Tengo que hacer algo con él —comentó entre dientes.
—¿Qué has dicho? —preguntó Kermit, olvidando por un momento el teclado.
—Conan se ha pasado —masculló Evan—. Parezco un monstruo.
—Es verdad —reconoció Kermit.
—Cállate, no te he pedido la opinión —contestó Evan—. Tú tampoco eres Brad
Pitt, que digamos.
—¿Quién es ése? —preguntó Kermit.
Evan no le hizo caso y se metió en la cama. Golpeó la almohada unas cuantas
veces para mullirla. Sabía que no podría dormir; estaba demasiado enfadado.
—Esta vez Conan se ha pasado —repitió y murmuró para sí—: Esta vez me las
pagará.
Detrás de las gafas de montura roja, los ojos de Kermit se iluminaron.
—¿Quieres decir que te vas a vengar? —preguntó, animado.
—Supongo que sí —respondió Evan poniendo la oreja hinchada en la almohada.
Tenía los puños cerrados con fuerza y todo el cuerpo tenso.
—Me vengaré —repitió varias veces—. Es lo que quiero hacer. Alguien tiene que
enseñarle a Conan que no puede ir empujando y pegando a todo el mundo. Me
vengaré…
Kermit apagó el ordenador. Cuando se volvió hacia Evan, lucía una enorme
sonrisa.
—Me parece que puedo ayudarte —dijo.
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—Déjame enseñarte algo —susurró Kermit con entusiasmo. Sacó un bulto del
cajón inferior del escritorio y lo acercó a la cama de Evan.
—Mira. —La sonrisa de Kermit se hizo más amplia cuando le entregó el objeto.
—¡Es muy peludo! —exclamó Evan.
Lo observó con atención: era una especie de pelota cubierta de pelos negros
tupidos y grasientos.
—¡Es asqueroso! —sentenció—. ¿Qué es? ¿Por qué me lo enseñas?
—Es un huevo —le explicó Kermit con una risita.
—¿Cómo? —A Evan casi se le cayó al suelo. Le dio algunas vueltas a esa cosa
peluda para estudiarla—. ¿Qué clase de huevo? —preguntó receloso.
—Un huevo normal —respondió Kermit—. Un huevo de la nevera.
—Pero… —empezó a decir Evan.
—¿Recuerdas que te hablé de una fórmula crecepelo? —le preguntó su primo—.
Te dije que aún no estaba lista, pero lo está.
Evan le devolvió el huevo peludo. Era demasiado espeluznante. Le estaban
entrando ganas de vomitar.
—¿De veras que puedes hacer crecer pelos así en un huevo? —dijo tras tragar
saliva.
Kermit asintió con una sonrisa. Sujetaba el huevo con las manos como si fuera
una joya preciosa.
—Mi mezcla crecepelo funciona, Evan. Podemos usarla para vengarnos de
Conan.
—¡Vaya! —exclamó Evan—. Pero no podemos hacérsela beber y que se le quede
toda la boca peluda. Sería algo demasiado horrible, incluso para Conan.
—Ya lo sé —convino Kermit—. Pero podríamos vertérsela en las manos, ¿no
crees? Le quedarían como las de un hombre lobo. ¡Eso sí que sería divertido!
—¡Ya lo creo! —dijo Evan riéndose—. Hagámoslo.
Kermit volvió a guardar el huevo peludo en el cajón del escritorio.
—Iba a probar la mezcla crecepelo con Dogface —comentó a Evan—, pero ya es
bastante peludo. Conan me irá mejor.
—Mucho mejor —corroboró Evan, sonriendo por primera vez en toda la noche
—. ¿Dónde tienes la mezcla crecepelo?
—No te preocupes. La tengo bien escondida —respondió Kermit—. Estará a
punto cuando la necesitemos.
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Evan tardó horas en dormirse. En parte porque no podía dejar de pensar en que se
vengaría de Conan y en parte porque Kermit roncaba muy fuerte.
Contempló el techo con las manos sobre las orejas, incapaz de tapar ese sonido
terrible. Un «gojjj, gojjj» gutural, seguido de un silbido.
«Kermit es detestable hasta cuando está dormido», pensó Evan con amargura.
Cuando por fin se durmió, soñó que estaba en pijama en el jardín de Kermit. Era
de noche y unas sombras alargadas se proyectaban sobre el césped.
Al observar el fondo del jardín, veía los ratones blancos de Kermit. Había por lo
menos seis. Se habían apretujado alrededor de algo oculto en la hierba.
En el sueño, Evan se acercaba y veía lo que había llamado la atención a los
ratones de laboratorio: una lata azul; una lata abierta de Sangre de Monstruo.
El miedo dejaba boquiabierto a Evan.
La sustancia verde había salido de la lata y los ratones blancos se la comían en
silencio. Se la zampaban mordisco a mordisco. La roían con los dientes arriba y
abajo, y el cuerpo les temblaba de emoción mientras la devoraban.
Iban creciendo a medida que tragaban la pegajosa sustancia verde. Evan lo
observaba impresionado. Los ratones se hinchaban hasta ser tan grandes como perros.
Y más grandes aún. Los ratones gigantes se levantaban sobre sus patas traseras.
«¡Son más altos que yo! —pensaba Evan, retrocediendo—. ¡Y tan gordos! Deben
de pesar cien kilos.»
Se volvían hacia él y les rechinaban los dientes de hambre. Después, los ratones,
tan altos como la casa, se tambaleaban hacia Evan.
Uno de ellos echaba la cabeza hacia atrás, abría mucho la boca y soltaba un
rugido. Evan le veía unas hileras de dientes grises y afiladas.
Entonces, los ratones avanzaban hacia él. Sus pies resonaban contra el suelo. Los
ojos oscuros les relucían bajo el brillo plateado de la luna.
—¡Noooooo! —gemía Evan.
Levantaba las manos para protegerse.
Los ratones se inclinaban hacia él. Uno de ellos bajaba la cabeza y, después de
rodearle la cintura con los dientes, cerraba la boca con fuerza.
Evan notaba su aliento cálido y amargo sobre él. Notaba cómo se le clavaban los
dientes en el costado.
Y después se elevaba del suelo. Las mandíbulas gigantes del ratón blanco lo
levantaban del suelo. El ratón cerraba las mandíbulas y mordía con fuerza.
Evan sabía que lo estaba masticando, que lo partía en pedazos.
Abrió los ojos y empezó a salir de su sueño. A salir… a salir…
Y oyó unos golpes en la ventana del cuarto. Miró a través de la oscuridad hacia la
ventana y vio un ratón gigante.
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No.
No, el ratón era parte del sueño.
«Todavía estoy medio dormido», comprendió Evan. Parpadeó y se sacudió con
fuerza para despertarse.
El ratón se desvaneció despacio y, por fin, desapareció. Evan miró hacia la
ventana y vio a Andy fuera, en medio de la oscuridad, golpeando el cristal con
insistencia.
Evan saltó de la cama plegable. Se le enredaron las piernas con la manta, tropezó
y se agarró a un mueble para no caerse.
Se le había dormido un pie, así que se arrastró cojeando hacia la ventana. La abrió
sin hacer ruido, con cuidado. No quería que se despertara Kermit.
Kermit seguía roncando con sus «gojjjs» y sus silbidos. Había lanzado la manta al
suelo de un puntapié. Se había quedado dormido con las gafas puestas.
Evan se inclinó hacia la penumbra. Una ráfaga de viento frío le hizo temblar.
—¿Qué haces aquí, Andy? —preguntó.
—Vístete —le ordenó ésta—. De prisa, Evan. Tengo que enseñarte algo.
—¿Cómo? —Echó un vistazo al radio despertador de Kermit—. Es casi
medianoche.
Andy se llevó un dedo a los labios.
—¡Chist! De prisa, vístete. Creo que querrás ver esto.
Levantó una lata de plástico azul.
—¿Has venido hasta aquí en plena noche para gastarme otra broma? —gruñó
Evan—. Ya vale, Andy. ¿Qué me va a saltar esta vez al abrirla?
Pero entonces vio la expresión seria en la cara tic Andy.
—¿No es ninguna broma, verdad? —susurró.
Andy sacudió la cabeza.
—¿Es la Sangre Monstruo, no? —preguntó.
—Me parece que sí —asintió Andy—. La lata parece igual.
Evan se alejó de la ventana y se puso unos tejanos y un jersey sobre el pijama.
Al abrocharse los zapatos, se dio cuenta de que le temblaban las manos.
Tomó la chaqueta del armario y salió por la ventana.
—Estaba soñando con la Sangre de Monstruo —comentó a Andy.
—No es ningún sueño —respondió ésta con calma tras morderse el labio inferior.
Evan sintió un escalofrío. Hacía una noche despejada y fresca.
Andy llevaba el anorak rosa y un par de leotardos plateados. Se había puesto una
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gorra roja de lana que le cubría los cabellos cortos y castaños.
Levantó la lata hacia Evan.
—Me parece que es la auténtica. He venido en cuanto he estado segura de que
mis padres dormían.
—¿De dónde la has sacado? —susurró Evan.
—De detrás del laboratorio de Peachtree, donde trabaja mi padre. Lo fuimos a
recoger antes de cenar. Yo me esperaba en el aparcamiento que hay detrás del
laboratorio y encontré esto entre un montón de material.
—¿No la habrás abierto, verdad? —quiso saber Evan.
—Claro que no —respondió Andy.
Intentó pasarle la lata a Evan pero éste la rechazó.
—No la quiero —le dijo—. ¿Por qué la has traído aquí?
—Pensé que, después de lo de esta tarde, querrías hacérselas pagar a Conan por
ser tan imbécil —afirmó, encogiéndose de hombros.
—Sí, quiero que Conan me las pague —admitió Evan.
—Pues usa la Sangre de Monstruo —le apremió Andy—. Puedes ponerle un poco
en el almuerzo, en el colegio. Puedes…
—Ni hablar —exclamó Evan—. Conan ya es una montaña. No quiero que crezca
más.
El brillo desapareció de los ojos de Andy.
—Supongo que tienes razón, pero podrías ponerle Sangre de Monstruo en la
cama. O quizá…
—¡Basta! —ordenó Evan—. Es demasiado peligroso. No quiero usar la Sangre de
Monstruo con Conan. Kermit y yo ya tenemos otro plan para él. Un plan muy bueno.
—¿De qué se trata? —quiso saber enseguida Andy.
—Te lo diré en cuanto te deshagas de la Sangre de Monstruo —le respondió Evan
—. No quiero tenerla cerca. Escóndela donde nadie pueda encontrarla nunca.
—Pero Evan… —protestó Andy.
Evan no la dejó terminar.
—Ya sabes lo que pasará si alguien abre la lata —dijo con firmeza—. Saldrá y
crecerá más y más hasta que no podamos detenerla.
—Vale, vale. —Andy entornó los ojos—. La llevaré a casa. Ya encontraré un
buen escondrijo.
—¿Me lo prometes? —preguntó Evan, mirándola con brusquedad.
—Te lo prometo —aseguró Andy con la mano derecha levantada.
—¿Qué es eso? —dijo una voz tras ellos.
Evan se volvió y vio que su primo salía por la ventana abierta.
Sin pensárselo, Kermit le quitó la lata azul a Andy.
—¡Qué bien! —soltó—. ¡Sangre de Monstruo! ¿Es auténtica?
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No esperó ninguna respuesta. Agarró la lata con fuerza y le quitó la tapa.
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—¡No, detente! —gritó Evan.
Era demasiado tarde.
—Ciérrala —suplicó Evan, frenético—. ¡Cierra la lata, de prisa!
Kermit miró hacia el interior de la lata.
—Está demasiado oscuro. No veo nada.
—Dame eso —ordenó Evan.
Saltó hacia delante e intentó quitarle la lata a su primo. Consiguió que la soltara,
pero una ráfaga de viento la alejó de su alcance. En un instante, el viento elevaba la
tapa de plástico por encima de sus cabezas.
—¡Nooooo! —gimió al ver que la tapa volaba sin remedio. Intentó agarrarla una
y otra vez, pero no lo logró.
El viento se la llevó hacia el tejado inclinado de la casa. Chocó con él y resbaló
unos centímetros hasta detenerse en el canalón de metal.
—¡No me lo puedo creer! —murmuró Evan.
—Iré a buscar la escalera al garaje —se ofreció.
Kermit y corrió por el césped mojado por el rocío.
—Date prisa —lo apremió Evan.
—La Sangre de Monstruo… ¡se está moviendo! —exclamó Andy, señalándola
con un dedo tembloroso.
Evan bajó la mirada hacia la lata que sujetaba con fuerza en la mano. No podía
ver el interior unas nubes habían ocultado la luna y bloqueaban la luz.
Se acercó la lata a la cara y soltó un grito ahogado.
—Es azul, Andy.
—¿Qué?
Andy se acercó hacia él. Sus cabezas chocaron cuando ambos contemplaron
ansiosos la lata: Sí, la densa sustancia que había en el interior era azul, no verde. Y
emitía un sonido enfermizo, como un chapoteo, al moverse de un lado a otro, como
una ola en el mar.
—Es-está intentando salir —tartamudeó Andy.
—Date prisa, Kermit —gritó Evan.
Kermit salió corriendo del garaje con una escalera de aluminio al hombro.
—¿Por qué es azul? —preguntó Andy.
La sustancia espesa golpeaba el interior de la lata. Evan observó horrorizado que
sobrepasaba el borde.
—Por favor, Kermit, ¡date prisa! ¡Trae la tapa! —gritó.
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Kermit apoyó la escalera en la pared de la casa y se volvió hacia ellos.
—Tendrá que subir otro —les dijo.
—¡Hazlo, hombre! —vociferó Evan frenético—. ¡Esta cosa está saliéndose del
bote!
—Pero tengo vértigo —afirmó Kermit.
—¡No es tan alto! —replicó Evan con enfadado—. Sube y…
—¡De verdad que no puedo! —gimió Kermit.
—Lo haré yo —aseguró Andy corriendo hacia la escalera.
Kermit se la sujetó para que no se moviera.
Evan la observó mientras subía. La Sangre de Monstruo seguía moviéndose y
chapoteando en la lata. Las nubes se alejaron de la luna y Evan comprobó que el
líquido era azul, sin ningún lugar a dudas.
Y también vio que estaba intentando salir de la lata.
Andy ascendió hasta el canalón. Sujetó la escalera con la mano derecha y alargó
la otra hacia la tapa.
La alargó más y más…
Pero entonces el viento hizo volar la tapa del.
—¡Nooo! —gritó Andy.
Al abalanzarse para poder llegar a ella, perdió el equilibrio. Se agarró a los lados
de la escalera con ambas manos.
La tapa revoloteó en el aire y se precipitó al suelo.
—¡Ya la tengo! —exclamó Kermit mientras se lanzaba hacia ella y la sujetaba
con una mano.
—¡Sí! —gritó feliz Evan—. Ponla en la lata, rápido.
Andy bajó con cuidado, travesaño a travesaño.
Al llegar al suelo, se volvió y se dirigió de prisa hacia donde estaba Evan.
Respiraba con dificultad.
Kermit se acercó corriendo con la tapa, pero antes de que llegara junto a Evan, se
oyó una voz desde el jardín contiguo.
—¿Qué pasa?
Evan levantó la vista y vio que Conan cruzaba a toda velocidad el jardín.
—¡Oh, no! —gimió, y la lata de la Sangre de Monstruo le resbaló de entre las
manos.
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Con un grito ahogado, Evan se agachó para recoger la lata del suelo. ¿Habría
salido la Sangre de Monstruo?
No.
La levantó con cuidado, tapándola con una mano.
Conan se detuvo en el extremo del jardín.
—¿Qué hacéis aquí fuera tan tarde, pequeña? —preguntó—. Se lo diré a vuestras
mamás.
—Déjanos en paz, Conan —pidió Andy—. No te estamos molestando.
—Tu cara me molesta —le espetó Conan. A continuación, dirigió los ojos hacia la
lata que tenía en la mano—. ¿Qué es eso?
—¿Esto? —A Evan casi se le volvió a caer la lata de las manos—. Oh, nada. Es…
Se quedó en blanco. No se le ocurría ninguna mentira que contar a Conan.
Kermit le quitó la lata.
—Son caramelos —dijo a Conan—. Barritas azules de frutas. Lo vimos por la tele
y son fantásticos.
—Dadme un poco —ordenó Conan a la vez que alargaba una mano enorme.
—¡Ni hablar! —lo chinchó Kermit, apartando la lata—. No lo vamos a compartir
contigo.
Fingió que lamía el «caramelo» azul.
—Caramba, es buenísimo —añadió.
—Supongo que te lo tendré que quitar —afirmó Conan, amenazador, y avanzó un
paso hacia ellos con el brazo extendido—. Dámelo.
—¿Estás loco? —susurró Evan a Kermit—. ¿Por qué lo chinchas? Ahora nos la
querrá quitar y…
—No pasa nada —susurró a su vez Kermit, con una sonrisa malévola en la cara
—. Mira.
—Dámela —bramó Conan, agitando la mano.
Avanzó otro paso hacia ellos. Y otro.
Evan oyó el crujido de la electricidad antes de verla chispa blanca.
A Conan se le salieron los ojos de las órbitas.
Levantó las manos y se le doblaron las rodillas.
—¡Aajj, aajj! —Soltó dos gritos extraños cuando la invisible valla eléctrica de
Kermit volvió a soltarle una descarga.
Conan se tambaleó hacia atrás e intentó recuperar el aliento. Respiraba jadeante.
A Evan le recordó un toro enorme a punto de atacar.
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Kermit levantó la lata y simuló de nuevo que comía la Sangre de Monstruo.
—Caray, es buenísimo —afirmó.
Conan los miró a los tres. A pesar de la oscuridad del jardín, Evan podía ver la
furia que reflejaba su cara.
Pero el toro no podía atacar. No podía llegar a ellos mientras la valla eléctrica
siguiera conectada.
—Estáis acabados —dijo amenazándoles con los puños cerrados—. Los tres. No
saldréis de ésta.
Se dio la vuelta y se metió furioso en casa, sin dejar de apretar los puños.
—Eso ha estado muy bien, Kermit —suspiró.
Andy, aliviada.
—Sí, no estuvo mal. —A Kermit se le escapó una risita.
—Mirad, sólo tenemos un problema —murmuró Evan—. Estamos perdidos si se
nos ocurre salir del jardín. Devuélveme la lata —dijo volviéndose hacia Kermit—.
Más vale que la cerremos…
De pronto, soltó un grito.
¡La lata que sostenía Kermit estaba boca abajo!
Evan se la quitó, pero era demasiado tarde.
Con un chasquido desagradable, la sustancia azul cayó al suelo.
Aterrizó en el césped, delante de los pies de Evan.
Pudo comprobar que esa masa temblaba, y se estremecía como gelatina azul,
como brillante gelatina azul a la luz de la luna.
Temblaba.
Se estremecía.
Y crecía.
—¡Está cambiando de forma! —exclamó Andy.
Se inclinó hacia delante con las manos en las rodillas y la observó con los ojos
muy abiertos.
La sustancia azul se movió. Después, se volvió a deslizar, alejándose de Evan.
Y creció algo más.
Volvió a rodar. Se movía de un lado a otro. Y se elevó. Hacia arriba, como si
quisiera ponerse de pie.
—¡No me lo puedo creer! —soltó Evan—. Es una especie de ser vivo.
—Tienes razón —afirmó Kermit de acuerdo—. Está vivo.
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Evan se puso en cuclillas y contempló la Sangre de Monstruo con atencion. Andy
y Kermit permanecían boquiabiertos mientras ese ser botaba, crecía y tomaba forma.
Una cabeza azul asomó del cuerpo. Un corte curvo de la cabeza se convirtió en
una boca y dibujó una sonrisa bobalicona.
Sobre la boca aparecieron dos o1os grandes y redondos.
La criatura tenia el tamaño de una ardilla. Al botar sobre el césped, emitía un
sonido que recordaba un chillido. Su cuerpo de goma vibraba con rapidez, como un
corazón que late.
—¡Qué graciosa es! —afirmó Andy con las manos sobre las meji1las—. Es como
una gota viviente de lo más adorable.
—Parece simpática —añadió Kermit—. No deja de sonreirnos.
Evan no dijo nada. Mientras observaba a esa criatura, se le formó una terrible
sensación de miedo en la boca del estómago.
«Por muy simpática que parezca, es la Sangre de Monstruo, y por lo tanto es
malvada», pensó.
—Intentemos volver a meterla en la lata —sugirió.
La criatura botó y chilló.
—¿Crees que cabrá? —preguntó Kermit.
—Tendremos que conseguirlo —le respondió Evan sin apartar los ojos de la gota
sonriente.
—¡Pero es tan simpática! —protestó Andy, agachándose para observarla más de
cerca—. Eres una monada. ¿Te gustaría que te acariciara?
Y alargó las dos manos, pero la criatura se deslizó entre sus dedos y se alejó de un
salto a la vez que chillaba con fuerza.
—Oh, está fría y mojada —afirmó Andy—. Mirad, es como una foquita.
Intentó atraparla de nuevo, pero la especie de gota botó de nuevo para alejarse.
Kermit le salió al paso.
—Me gustaría examinarla con el microscopio —comentó—. Quizás obtenga
algunas muestras de tejido.
—Primero tendrás que capturarla —le indicó Evan.
Kermit se lanzó hacia la criatura y la agarró. La gota botó por encima de sus
manos y se le escapó.
—Vaya, me ha lamido —exclamó Kermit—. Me parece que me ha lamido.
—Parece simpática —dijo Andy y, tras ponerse de rodillas, la llamó con las
manos extendidas—:
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Ven, gotita, ven.
Ante la sorpresa de todos, la criatura botó hacia ella.
Andy la tomó con cuidado en las manos.
—¡Está tan fría! —rió.
Le pasó una mano con ternura sobre la parte posterior de su cuerpo tembloroso.
—¿Te gusta que te acaricien? —volvió a preguntar en voz baja.
La criatura ronroneó.
—Evan y Kermit soltaron un grito de sorpresa.
Andy acarició la gota azul un poco más y ésta ronroneó más fuerte.
—Le gusta —afirmó Andy con una carcajada.
—¡Qué extraño! —murmuró Kermit—. Mira a ver si puedes arrancarle un trozo
para que lo analice.
—Ni hablar —gritó Andy—. No quiero que le hagas daño a mi gotita. Y siguió
acariciándola con ternura.
—Ve con cuidado —le advirtió Evan—. Recuerda que es Sangre de Monstruo.
—Es imposible —le contradijo Andy—. La Sangre de Monstruo es verde. Esta
gota tan mona es otra cosa.
—Puede que sea un tipo distinto de Sangre de Monstruo —sugirió Kermit—. Una
clase distinta, ya me entiendes.
—¡Vaya! —exclamó Andy cuando la criatura dejó sus manos de un bote. Sin
dejar de vibrar, se acercó botando y rodando hacia el garaje.
—¡Atrapadla! —ordenó Evan.
Los tres persiguieron a la gota, que se movía con una rapidez sorprendente.
Kermit intentó agarrarla… pero resbaló por entre sus manos.
Evan la adelantó e intentó bloquearle el camino. Pero la criatura rodó a su
alrededor y siguió botando.
—¡No dejéis que escape! —gritó Andy.
Evan volvió a intentar agarrarla a la desesperada y levantó la gota húmeda del
suelo.
—La tengo —exclamó.
Pero la criatura cambió de forma con unos fuertes chillidos hasta parecerse a una
gran lombriz. Luego se deslizó con facilidad de las manos de Evan.
—Vaya, está fría —comentó Evan. Se observó las manos. La criatura le había
dejado una capa de baba azul en las palmas.
Evan levantó la vista justo a tiempo de ver que la gota rodaba hacia el fondo del
jardín.
—¡Detenedla! —gritó—. ¡Que no pase al jardín de Conan!
Corrió para atraparla, pero Kermit llegó antes que él.
—Oye, ¿qué está haciendo? —preguntó Kermit—. Está abriendo el agua de la
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manguera.
La manguera estaba enrollada junto a la pared trasera del garaje. Un extremo
largo estaba extendido en el suelo.
Evan se detuvo y observó que la criatura se posaba sobre la boca de la manguera.
Le empezó a botar el cuerpo arriba y abajo con un ritmo regular. Dejó de chillar y
empezó a sonar como si tragase. Como si tomara tragos enormes.
—¿Está bebiendo? —preguntó Andy.
—¿Cómo? Me parece que sí —exclamó Evan, atónito.
La criatura siguió estremeciéndose sobre la boca de la manguera. Bebía y, al
hacerlo, crecía.
—Se está hinchando, como un globo de agua —afirmó Kermit.
—Tenemos que detenerla antes de que se vuelva demasiado grande —advirtió
Evan.
Intentó cerrar el agua pero el grifo no se movió.
—Está atascado —soltó—. No puedo girarlo.
La criatura tragó más agua. Ahora ya tenía el tamaño de una pelota de baloncesto,
y seguía creciendo.
Evan la agarró con ambas manos y tiró, pero no consiguió aferrar ese cuerpo
mojado y resbaladizo.
La criatura ya era tan grande como una pelota de playa.
—¡Ayudadme! —gritó Evan, volviendo a agarrar la gota—. Tenemos que
separarla de la manguera.
Andy se puso junto a Evan. Ambos rodearon la criatura con los brazos y se
esforzaron en arrancarla de la manguera.
—¡Se ha pegado! —dijo Evan.
La criatura creció más y más, hasta que Evan y Andy no pudieron rodearla con
los brazos.
—¿Y ahora qué? —gimió Evan.
Entonces la criatura explotó.
Evan oyó un ¡PLOP! ensordecedor. Una oleada de agua muy fría y baba lo salpicó
y lo tumbó al suelo.
Cayó sentado.
—¡Oh! —gruñó mientas se limpiaba una capa espesa de baba de los ojos y de la
cara.
—¡Qué asco! —murmuró Andy.
Se volvió y vio que Kermit y Andy también estaban empapados. Las gafas de
Kermit estaban cubiertas de baba y Andy tenía los cabellos tan mojados que se le
habían quedado aplastados contra la cabeza.
—¡Qué asco! —repitió Andy, observándose las manos llenas de baba—. Oh, es
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repugnante.
Evan se limpió más sustancia de los ojos. Luego se volvió hacia donde había
estado la criatura e, impresionado, soltó un grito.
—¡Oh, no! —exclamó—. ¿Estaré viendo visiones?
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Dos criaturas azules se estremecían junto al garaje.
Eran dos criaturas del tamaño de una ardilla.
Chillaban y les sonreían. En su cabeza se veían unos ojos grandes y negros.
—¡Se ha multiplicado! —exclamó Kermit.
Evan tragó saliva con fuerza. Se quitó un poco de baba del hombro.
—Esto no me gusta —murmuró—. No me gusta nada.
—¡Pero son tan monas! —protestó Andy.
Evan sintió un escalofrío. De repente, el aire de la noche le pareció más frío. Se
giró hacia la casa, que estaba envuelta en la oscuridad.
«¿Qué pasaría si tía Dee se despierta y nos pilla aquí fuera? —se preguntó—. Me
metería en un buen lío. Adiós a mi trabajo. ¡Adiós, campamento de verano!»
—Se está haciendo tarde —dijo—. Vámonos.
—Pero no podemos dejar aquí a estas criaturitas —protestó Andy.
—De acuerdo. —Suspiró. Sabía que Andy tenía razón—. Las cazamos de prisa y
las metemos en una bolsa, en un cubo o en algo.
Las dos gotas azules empezaron a botar en distintas direcciones.
—¡No! ¡No dejéis que se escapen! —les gritó Evan—. Si se separan no las
atraparemos nunca.
—Tengo una idea —dijo Kermit, y corrió por el césped para recoger la manguera.
Acto seguido hizo girar la boca para que saliera un chorro fuerte de agua.
—Yo las mantendré contra el garaje —anunció—. Id a buscar algo donde
meterlas.
Evan comprobó que Kermit levantaba la manguera y apuntaba el chorro hacia las
dos criaturas.
El agua las envió a ambas volando contra la pared del garaje.
—¡Funciona! —gritó Kermit—. Las he atrapado.
Las siguió enfocando con la manguera. El agua empujaba hacia atrás e impedía
que se separaran del garaje.
—Daos prisa —ordenó.
Pero Evan titubeaba. Observó que las dos criaturas abrían más y más la boca, y
empezaban a tragar agua.
—Cierra la manguera, Kermit —gritó—. No es buena idea. Están bebiendo.
Al entrarles el agua en la boca abierta, las criaturas se hinchaban de inmediato.
Tragaban con avidez, y crecían cada vez más.
—Cierra la manguera, Kermit —ordenó Evan.
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Pero era demasiado tarde.
Se oyó otra explosión fuerte, que los volvió a salpicar de agua y baba.
Y ahora, al otro lado del jardín, Evan veía cuatro gotas azules.
Kermit soltó la manguera sobresaltado. El agua cayó sobre el césped.
Evan se lanzó hacia el garaje y cerró frenético el grifo hasta que dejó de salir
agua.
Pero las cuatro criaturas ya estaban lamiendo el agua del césped. Y crecían.
—Tenemos que detenerlas —soltó Evan—. Tenemos que recogerlas de aquí antes
de que vuelvan a explotar.
Él y Andy corrieron juntos e intentaron, desesperados, alcanzar dos gotas. Pero
Andy se detuvo de golpe y Evan tropezó con ella.
—Oye —gritó—. ¿Por qué te has parado?
—Míralas —señaló Andy.
Evan observó las criaturas temblorosas. Estaban lamiendo el rocío del césped.
—¿Qué pasa? —preguntó impaciente.
—Estas cuatro gotas tienen un aspecto distinto —respondió Andy—. Mírales la
cara: no sonríen.
—¿Qué más da? —chilló Evan—. Están bebiendo. ¿Qué más da si sonríen o no?
¿Te apetece tener ocho? ¿No, verdad? Pues atrapémoslas.
Evan se agachó hacia delante y agarró una con cada mano. Una gota azul se le
escapó y se alejó de él botando y chillando.
Evan rodeó con sus manos la otra, decidido a sujetarla con fuerza.
—Trae un cubo —ordenó a Andy—. O una bolsa de basura, O lo que sea.
Y entonces Evan soltó un grito: una punzada de dolor le recorrió el brazo.
Miró hacia abajo: la criatura azul le había hincado las mandíbulas en la muñeca.
—¡Socorro! —tartamudeó—. ¡Ay, me está mordiendo! ¡Me está mordienclo la
mano!
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Evan tiró de la criatura con la mano que tenía libre.
—¡Ayudadme! ¡Ay, me está chupando la piel! —gimió.
Kermit y Andy corrieron a su lado. Ambos agarraron la gota azul. A Andy le
resbalaron las manos y se tambaleó hacia atrás, pero Kermit la sujetó fuerte y tiró de
ella.
Tiró hasta que todos oyeron un chasquido desagradable.
Kermit arrancó la criatura y la lanzó a la hierba con fuerza.
—¡Me chupaba la piel! —se lamentó Evan frotándose el brazo—. Supongo que
para absorber el agua.
Kermit empezó a correr hacia la casa.
—Voy a decírselo a mamá —anunció—. Esto es demasiado peligroso.
—No. —Evan lo sujetó por la cintura—. No puedo meterme en más líos con tu
madre. Reunamos antes las gotas. Si no, pronto habrá centenares de ellas.
Evan se volvió hacia Andy y vio que le castañeteaban los dientes.
—Esto empieza a dar miedo —murmuró ésta—. Escúchalas.
Las gotas azules ya reían. Ahora de sus bocas salían unos gruñidos graves.
—Eran una preciosidad pero ahora ya se están volviendo malvadas —comentó
Andy en voz baja.
Dos de las criaturas rodaban por el césped, succionando la humedad. Las otras
dos botaban hacia la manguera del jardín.
Evan se dio la vuelta y echó un vistazo a la casa.
—¿Dónde está Kermit? —preguntó.
—No lo sé. Quizás habrá ido dentro para avisar a su madre —insinuó Andy,
encogiéndose de hombros.
—Espero que no —gimió Evan—. Me voy a meter en un buen lío.
Las gotas azules se estaban hinchando. Se preparaban para explotar y
multiplicarse.
«Ya estoy metido en un buen lío», pensó Evan.
Comtempló la casa, pero a mitad de camino vio que Kermit salía corriendo del
garaje.
—¡Yo las atraparé! —gritó blandiendo un cazamariposas y sin dejar de correr.
Evan oyó una explosión fuerte. Escudriñó en la oscuridad del jardín con la
mirada. ¿Cuántas había ahora?
¿Ocho?
Sí.
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El terror le secó la boca. «No conseguiremos atraparlas a todas», pensó.
Kermit bajó la red hacia la hierba, la inclinó y con un movimiento capturó una de
las gotas azules.
La criatura soltó un gruñido agudo. La red se estremeció y tembló en el extremo
del palo.
—Tengo una. ¿Dónde la pongo? —dijo Kermit, entusiasmado.
Evan observó que había un cubo junto al garaje. Corrió por el césped hacia él
mientras hacía señas a Kermit para que lo siguiera.
Kermit también vio el cubo y empezó a acercarle la red.
—¡Para dentro! —exclamó.
Pero ambos oyeron el ruido de una rasgadura.
La criatura saltó de la red y se marchó botando.
—Ha roto la red a mordiscos —comentó Kermit, y la tiró al suelo.
Evan tomó el cubo y corrió tras la gota, que no dejaba de dar brincos.
—Recogedlas y metedlas aquí —ordenó—. Si conseguimos que no beban, no se
multiplicarán.
Andy se lanzó hacia una, pero le resbalo entre las manos.
—Necesitamos, guantes —sugirió—. Podríamos sujetarlas mejor si…
—¡No tenemos tiempo de ir a buscar guantes! —la interrumpió Evan—. Si no las
atrapamos deprisa, habrá centenares.
—¿Y si nos atrapan ellas? —soltó Andy—. ¿Y si empiezan a succionarnos la
piel?
Evan no sabía cómo responder a esa pregunta.
Tragó saliva con fuerza y se limitó a decir:
—Ve con cuidado.
Al oír unos gruñidos graves, levantó la mirada hacia las flores de tía Dee.
—¡Oh, no! —exclamó Kermit.
Tres de las cuatro criaturas se estaban bebiendo el agua de las flores. Las gotas ya
estaban enormes, a punto de explotar. Bajo ellas, un gran parterre de flores había
quedado completamente marchito.
La madre de Kermit estaba muy orgullosa de su jardín; lo cuidaba para tener
flores durante todo el invierno. Y Evan se dio cuenta de que ahora había quedado
destrozado.
—«Me echará a mí la culpa», pensó.
—¡A por ellas! —gritó—. Echadlas de las flores.
Pero oyó un grito apagado y se volvió.
—¡Socorro! ¡Socorro! —Andy luchaba con una gran gota azul que se le había
enroscado alrededor de la cara.
Palpitaba y temblaba.
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Andy la golpeó con ambos puños. Le atizó de nuevo. Luego cayó de rodillas, sin
dejar de intentar quitársela.
Evan se quedó paralizado al ver horrorizado que la criatura gruñía y se extendía,
húmeda, por la cara de Andy.
—¡Socorro! —gimió ésta—. No puedo respirar… No puedo respirar…
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Evan soltó un grito aterrado mientras Andy se peleaba con la gota azul.
La pegaba con los puños y tiraba de su piel resbaladiza. La empujaba sin cesar
con las palmas de la mano.
Evan inspiró profundamente, corrió hacia ella y agarró la criatura con ambas
manos.
«¡Qué resbaladiza y que fría esta!», pensó.
Le clavó los dedos en la carne húmeda y la mantuvo bien sujeta. Luego tiró hacia
arriba con todas sus fuerzas.
La gota se despegó de la cara de Andy con un chasquido desagradable. Evan
perdió el equilibrio y casi se cayó.
La gota se le resbaló de las manos, botó en el césped y aterrizó en un gran charco
cerca del camino de entrada.
—¡Oh, que asco! —se quejó Andy mientras se quitaba la baba de la cara. Seguía
de rodillas y le temblaba todo el cuerpo.
Evan levantó la vista hacia la gota. Estaba boca abajo y bebía del charco haciendo
mucho ruido. Su cuerpo azul tan reluciente crecía y crecía…
Hasta que explotó y envió una oleada de agua y baba hacia Evan y Andy. Evan se
tambaleó hacia atrás cuando recibió el impacto de la sustancia fría.
Se limpió los ojos y ayudó a Andy a levantarse.
—Las flores —exclamó Kermit—. Las han destrozado por completo.
Evan se volvió hacia el jardín, justo a tiempo de ver que otras dos gotas hinchadas
explotaban y se convertían en cuatro…
Las cuatro nuevas gotas azules botaban arriba y abajo con furia a la vez que les
rechinaban unos afilados dientes.
—Éstas tienen dientes —afirmó Andy—. Cada vez que explotan se vuelven más
malvadas.
—¡Ya estoy harto! —exclamó Evan. Agarró una pala que había en el suelo junto
a las flores y añadió—: Kermit, Andy, daos prisa. Tomad bolsas grandes de basura.
Kermit corrió hacia el garaje y, unos segundos más tarde, salió con dos bolsas de
plástico para la basura. Le entregó una a Andy y ambos las abrieron y corrieron junto
a Evan.
—Vamos a atraparlas —indicó Evan.
Bajó la hoja de la pala al suelo y levantó una gota azul.
Andy alargó la bolsa y Evan lanzó la criatura dentro. Se oyó un sonoro ¡PLOP!
Andy cerró la bolsa por arriba y no la soltó.
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Con un esfuerzo febril, Evan atrapó otra y la lanzó en la bolsa de Andy.
Otra explosión lanzó volando una oleada de baba. Evan se agachó debajo y cazó
al vuelo dos gotas azules con la pala. Con un gruñido, balanceó la hoja con fuerza
hacia la bolsa de Kermit.
En unos pocos minutos, las dos bolsas de basura estaban llenas.
—Sólo quedan unas cuantas gotas —comentó Evan, tomando aliento. A pesar del
frío de la noche, el sudor le resbalaba por la frente.
Junto al garaje, dos criaturas bebían con avidez de un charco en el césped. Otra
más botó las flores marchitas emitiendo unos gruñidos y como de enojo.
—Están intentando largarse —advirtió Kermi con una bolsa al hombro.
La bolsa se movía. En su interior, las gotas no dejaban de gruñir.
—¿Qué vamos a hacer con ellas? —preguntó Andy—. Estas cosas azules están
vivas. No podemos echarlas al cubo de la basura.
—De todos modos, tampoco cabrían —sentenció Kermit.
Evan se seco el sudor de la frente con el dorso de la mano.
—Primero tenemos que atraparlas a todas —suspiró—. Después, ya veremos.
Tardaron un buen rato en reunir las tres últimas. No dejaban de resbalar fuera de
la pala y alejarse botando.
Por fin, capturaron a todas las criaturas gruñonas. Evan ayudó a Kermit y a Andy
a cerrar las voluminosas bolsas de basura.
—¿Y ahora que? —preguntó Andy.
Una luz amarilla y brillante se encendió e hizo parpadear a Evan.
Y luego otra.
El jardín se iluminó como si fuera pleno día.
Evan se volvió hacia la casa. Alguien había encendido la luz del porche y también
todas las luces del jardín.
—Es mamá —exclamó Kermit—. ¡Nos ha pillado!
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—Evan pudo ver que tía Dee estaba en la cocina y se dirigía hacia la puerta
trasera.
—¡Rápido, que no las vea! —indicó—. Esconded las bolsas de basura.
—¿Pero dónde? —quiso saber Kermit.
—Escondedlas —ordenó Evan.
Kermit y Andy agarraron las bolsas cargadas.
Kermit condujo a Andy hacia un lado de la casa.
—Las guardaremos en el sótano —dijo—. Las encerraré en un armario o algo así.
Mañana por la mañana ya decidiremos qué hacemos con ellas.
La puerta trasera se abrió y tía Dee salió de la casa. Se ajustó el cinturón del
albornoz y recorrió el jardín con la mirada.
—¡Mis flores! —soltó horrorizada, llevándose las manos a la cara.
Entonces sus ojos se posaron en Evan.
—¿Qué? —exclamó—. ¿Se puede saber qué estas haciendo aquí fuera a estas
horas de la noche?
—Pues…
A Evan la cabeza le iba a mil por hora. Sabía que le sería imposible encontrar una
buena explicación.
—¡Mis flores! —repitió tía Dee.
—He oído que había alguien —empezó a decir Evan—, pero…
«Eres muy mal mentiroso —se dijo a sí mismo—. Es mejor que no intentes
inventarte ningún cuento».
—¡Entra en casa ahora mismo! —bramó su tía—. Voy a hablar largo y tendido
con tus padres cuando regresen. Me has decepcionado mucho, Evan. Muchísimo.
—Lo siento —aseguró Evan y, tras tragar saliva, se metió en casa, obediente.
La tía Dee siguió hablándole, nerviosa. Lo reñía y seguía preguntándole qué
estaba haciendo fuera.
Pero Evan no la oía. Estaba pensando en las dos bolsas temblorosas, cargadas con
criaturas azules de Sangre de Monstruo que había en el sótano.
«Por la mañana nos desprenderemos de ellas —pensó—. Y entonces se habrá
acabado, ¿no? ¿No? Sí.»
La tía Dee siguió riñiéndole un rato más. Kermit parecía dormir cuando Evan
entró porfin en cuarto a oscuras.
Se metió en la habitación y cerró la puerta.
—¿Habéis encerrado las bolsas en algún sitio? —susurró.
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—Ningún problema —respondio Kermit medio domïdo y, después de bostezar,
añadió—: Están a buen recaudo.
Evan se desnudó deprisa y dejó caer la ropa al suelo. También empezaba a tener
sueño. La lucha con las gotas azules lo había dejado agotado.
Suspiró.
«Mañana todo irá mejor —se dijo—. Por la mañana pensaré con mayor claridad.
Encontraré la manera de deshacerme de las criaturas de Sangre de Monstruo»
Apartó un poco la manta y se acostó en la cama plegable. Se puso cómodo y
apoyó la cabeza en la almohada.
Entonces notó algo frío y húmedo en la espalda.
¡Una criatura!
Y empezó a chillar.
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La humedad iba a extenderse por toda la espalda de Evan… Sintió un escalofrío
tan intenso quese estremeció.
De un salto, se levantó. Cuando la luz se encendió estaba gritando.
Vio un par de toallitas húmedas sobre su sábana.
Y oyó la horrible risita de Kermit.
—¡Kermit, eres un idiota! —rugió.
Su primo estaba junto al interruptor de la luz y se partía de risa.
—¿De verdad te parece que es el momento más indicado para gastarme una
broma de tan mal gusto? —preguntó Evan con el corazón todavía en un puño.
Kermit se encogió de hombros.
—Supongo que no —dijo antes de volver a echarse a reír.
Evan recogió las toallitas y se las lanzó a su primo.
—Durmamos un poco —gruñó—. Mañana tenemos mucho trabajo. Y no es
ninguna broma.
Evan soñó con globos azules. Los veía a montones y no paraban de crecer.
Los globos flotaban sobre él, y de ellos colgaban largas cuerdas. Intentaba
agarrarlos sujetandolas. Sin embargo, cuando las tenía en las manos, se convertían en
serpientes. Evan intentaba soltarlas, pero los animales se le enroscaban alrededor de
las manos. Y los enormes globos azules lo levantaban del suelo y se lo llevaban cada
vez más arriba hasta que explotaban.
Al fin se despertó.
El sol de la mañana iluminaba el cuarto. Evan se sentía cansado y débil, como si
no hubiese dormido en absoluto. Echó un vistazo a su primo, al otro lado del
dormitorio.
Kermit había lanzado las sábanas al suelo de un puntapié. Dormía a los pies de la
cama, doblado en forma de ese.
«Seguro que también ha tenido pesadillas», pensó Evan.
Vio la toallita húmeda en el suelo.
«Perfecto —se dijo—. Se merece tenerlas»
Mientras se ponía los vaqueros y un jersey le invadió un miedo incontenible: ¡Las
criaturas de Sangre de Monstruo estaban abajo, en el sótano, esperando!
«¿Cómo podremos librarnos de ellas? —se preguntó—. ¿Deberíamos contárselo a
tía Dee? ¿Deberíamos llamar a la po1icía?»
Mientras se cepillaba los dientes, se contempló en el espejo. Tenía los ojos
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inyectados de sangre y unas enormes ojeras.
Zarandeó a Kermit por los hombros para despertarlo.
—¿Qué? ¿Qué? —gruñó éste, mirando a Evan como si no lo reconociera.
—¡Despierta! —le ordenó Evan—. Tenemos trabajo, ¿recuerdas?
Kermit parpadeó unas cuantas veces. Sin sus gafas rojas, los ojos se le veían
pequeños.
—Tenemos que tirar esas bolsas de basura en algún sitio —le recordó Evan.
—Ya verás, tengo una idea —le respondió Kermit.
Corrieron a la cocina. Tía Dee había dejado una nota en la puerta de la nevera.
Había ido temprano a comprar flores nuevas para el jardín. Decía a los chicos que se
prepararan cereales para desayunar. Pero a Evan no le apetecía comer. Era como si
tuviera el estómago lleno de plomo.
—Comeremos cuando hayamos resuelto el asunto de las gotas —indicó a Kermit.
Kermit asintió con solemnidad y avanzó hacia la escalera del sótano seguido por
su primo.
—¿Dónde metiste las bolsas de basura? —preguntó Evan cuando los dos
empezaron a bajar los peldaños.
—Las encerré en el cuartito de baño —respondio Kermit.
—¿Qué? —Evan soltó un grito, agarró a Kermit e hizo que se volviera—. ¡Un
momento! ¿Habrá un lavabo, no? ¡Y un retrete! ¡Y también cañerías de agua!
—Pues sí —dijo Kermit—. Pero recuerda que las criaturas están en bolsas.
—Bolsas de plástico —replicó Evan—. Lo más probable es que las abrieran a
mordiscos en pocos segundos.
—¿Tú crees? —Kermit estaba boquiabierto.
Se detuvieron ante el cuarto de baño. Evan apoyó la oreja en la puerta y escuchó
con atención.
—¡Oh, no! —murmuró—. Me parece que oigo ruido de agua.
—¡Uy! —Kermit sacudió la cabeza—. ¡Uy, uy! Acabo de acordarme de un
pequeño detalle…
—¿Un pequeño detalle…? —Evan miró a su primo con los ojos entrecerrados—.
¿Qué «pequeño detalle» acabas de recordar?
Kermit tragó saliva con fuerza.
—Bueno, es que, verás, acabo de recordar que en este cuarto de baño escondí la
botella de crecepelo.
—¡Oh, nooooo! —gimió Evan.
—No quería que nadie la encontrara —explicó Kermít—. Nadie usa nunca este
cuarto de baño.
Por eso la escondí ahí.
Evan volvió a apoyar la oreja en la puerta y alargó la mano hacia el pomo.
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—¡No, no abras! —suplicó Kermrt.
—No tenemos más remedio —le indicó Evan.
Y abrió la puerta.
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—¡Oh, noooo! —gritó Evan.
Probó de cerrar la puerta de golpe, pero las criaturas de Sangre de Monstruo
botaron hacia él y se lo impidieron.
—¡Hay centenares! —chilló Kermit—. Y todas son peludas.
Mientras grandes gotas se precipitaban hacia el sótano, Evan contempló aterrado
el panorama de aquel cuarto de baño.
Había decenas y decenas de gotas que botaban, gruñían y repiqueteaban sus
afilados dientes.
Su piel azul tan brillante estaba ahora cubierta de mechones de abundantes
cabellos largos y negros.
El agua brotaba de los grifos del lavabo. Las peludas criaturas azules temblaban
sobre la cerámica y tragaban con avidez. Y otras se habían metido en el retrete para
beber.
Evan sujetaba el pomo con tanta fuerza que le dolía la mano. Contemplaba la
habitación, demasiado horrorizado para moverse.
—Las paredes… —murmuró con voz baja y temblorosa—. ¡Oh, no! Las
paredes…
Las paredes, el techo y el suelo estaban cubiertos de una capa de una baba azul de
lo mas reluciente. Las criaturas habían partido a mordiscos la cañería que estaba
debajo del lavabo Varias gotas se estremecían bajo ella mientras succionaban agua.
Otras bebían de los charcos que había en el suelo cubierto de baba.
—¿Qué vamos a…? —empezó a decir Kermit.
No acabo la frase. Un ¡PLOP! ensordecedor trono en el momento en que dos
criaturas de Sangre de Monstruo explotaron para convertirse en cuatro.
Una oleada de baba fría salpicó a Evan y a Kermit.
Evan se tambaleó hacia atrás, desequilibrado por un grupo de gotas gruñonas que
salieron a todo saltar del lavabo. Vio a otras tres que se abrían paso a través de la
ventana del sótano. Dos más botaban escaleras arriba.
—¡Tenemos que detenerlas! —exclamó a la vez que otra explosión y otra oleada
de babas sacudía la habitación.
—¿Pero cómo? —gimió Kermit.
Evan no tuvo ocaslión de responder. Una gota azul le saltó al hombro. Con un
gruñido enojado hincó los dientes en el jersey de Evan.
Evan solto un aullido de dolor.
—¡Me está chupando!
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Se agachó, se volvió y le arreó un puñetazo fuerte.
La criatura rugió enfurecida y se abalanzó sobre Kermit.
Kermit la esquivó y cayó sobre una peluda gota azul.
—¡Ayúdame! —gritó cuando aterrizó de espaldas en un charco de baba espesa—.
¡Se han vuelto de lo más feroz!
«Kermit tiene razón —pensó Evan—. Estas criaturas ya no tienen nada de
simpáticas Son feroces y mortíferas.»
¡PLOP! ¡PLOP!
¡Y a cada minuto que pasaba había mas!
Evan se agachó para evitar el ataque de otra gota. Alargó las manos hacia Kermit
para ayudarlo a levantarse.
—Se marchan —afirmó Evan.
—Oye, pues que se vayan, ¿no? —insinuó Kermit.
Evan se quedo mirando a su primo.
—¿Quieres que por tu culpa toda la ciudad acabe destrozada? —preguntó—. ¡Ay!
—añadió cuando una gota peluda le mordió el tobillo.
Evan se la quitó de enima de un puntapié.
—Se han bebido todo el crecepelo —se lamentó Kermit sacudiendo la cabeza—.
¡No volveré a conseguir una fórmula igual!
«Íbamos a usarla para que me vengara de Conan —pensó Evan con amargura—.
Más vale que te olvides de la idea»
—No tenemos tiempo de preocuparnos por tu fórmula crecepelo —dijo a su
primo.
¡PLOP!
Otra oleada de baba golpeó la pared del cuarto de baño.
—Si se siguen multiplicando a este ritmo, podrían superar el número de
habitantes de la ciudad —comentó Evan—. Podrían beberse todo el suministro de
agua, y drenar todas las flores y las plantas. Podrían seguir extendiéndose más y más,
y beberse todo el país.
Kermit tragó saliva.
—Y todo sería culpa mía. Yo abrí la lata —se lamentó.
Los gruñidos y los mordiscos de los dientes afilados eran ensordecedores.
Montones de gotas azules de lo más peludas brincaban de un lado al otro de la
ventana, escaleras arriba y por todo el sótano.
—Tenemos que librarnos de ellas de algún modo —gimió Evan—. No, no sólo
debemos librarnos de ellas: tenemos que matarlas.
—¡Oh, vaya! —murmuró Kermit, pero después su expresión se animó—. Tengo
una idea —dijo.
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—¡Claro! Mi valla eléctrica —gritó—. Si conseguimos reunirlas en el jardín
trasero, podemos atacarlas con la electricidad. Puede que eso las deje secas.
—¡Oye! —exclamó Evan—. Puede que sí. Vale la pena probarlo. —Pero
entonces dudó—. ¿Y cómo las llevaremos hasta el jardín de atrás?
Kermit se encogió de hombros.
¡PLOP! Otra gota explotó para formar otras dos.
Evan se tapó los oídos para no escuchar los gruñidos y rugidos furiosos. Miraba
frenético por todo el sótano y advirtió unas cuantas escobas y fregonas apoyadas en la
pared cercana al lavadero.
—Venga, vamos a reunirlas —ordenó a Kermit.
Tomó una escoba y le dio otra a su primo. Empezaron a hacerlas oscilar para
golpear, atizar y perseguir a las gotas peludas.
Las criaturas chillaron para protestar, pero gracias a su forma de globo era muy
fácil empujarlas para que se desplazasen.
A Evan le pareció que tardaban horas. Para cuando habían enviado la última
rezagada al jardín de atrás, los brazos le dolían y tenía la ropa empapada de sudor.
—¿Qué pasa? ¿Qué estáis haciendo? —Andy llegó corriendo al jardín. Vestía
unos leotardos verdes y un jersey lila. Los ojos se le salieron de las órbitas al ver la
cantidad de gotas que los chicos estaban reuniendo.
—¡Madre mía! —exclamó—. Y todas son peludas. ¡Qué asco!
—Se han reproducido sin control —dijo Kermit—. Es culpa mía.
«¡Qué raro! —pensó Evan—. Kermit nunca admite tener la culpa de nada. Quizás
esté madurando.»
—Por eso he tenido que inventarme un plan genial para liquidarlas.
«¡Vaya! El Kermit de siempre», pensó Evan.
—Vamos a electrocutarlas con la valla invisible —explicó Evan, sin aliento.
—¿Las vais a matar electrocutándolas? —exclamó Andy, que no quitaba ojo a las
gotas gruñonas.
—Vale la pena probarlo, ¿no crees? —dijo Evan.
Mandó una gota a su sitio de un escobazo. Los pelos negros del cuerpo se le
erizaron y se irguió para morder el mango de la escoba, pero Evan la alejó con otro
golpe.
—¡Ahora veréis! —bramó Kermit.
Movía la escoba sin cesar para mantener a las criaturas a raya.
—¡Así, así! ¡Empujadlas, empujadlas hacia delante, hacia la valla invisible!
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Evan movió con fuerza la escoba.
Las gotas botaron hacia delante. Chillaban, gruñían y castañeteaban los dientes.
Más y más hacia delante, hacia el límite del jardín.
«¿Funcionará? —se preguntó Evan—. ¿La corriente eléctrica podrá aniquilar
estas cosas tan feas y destructivas?»
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Balanceó la escoba con fuerza y golpeó a los monstruos hacia delante.
Y otra vez. Y otra.
Las criaturas temblaban y botaban en dirección a los pequeños arbustos que
separaban los jardines, avanzando hacia ellos…
Hasta que los sobrepasaron y penetraron en el de Conan Barber.
—¡Nooooo! —Kermit soltó un grito y se dio un manotazo en la frente—. ¡El
interruptor! Se me ha vuelto a olvidar accionarlo.
Las gotas penetraron en masa en el jardín de al lado. Tras los mechones de pelo
negro, la piel azul les brillaba con intensidad a la luz del sol matinal.
—Eres un imbécil —vociferó Evan a su primo—. ¿Cómo se te ha podido olvidar
otra vez? ¿Cómo?
Andy se dejó caer en el césped, agachó la cabeza y soltó un suspiro triste.
Kermit hurgó en el bolsillo trasero para sacar el control remoto. Por fin lo logró y
apretó el botón rojo para activar la valla.
¡Zzzzaaaaas!
Evan chilló y saltó por los aires cuando una fuerte corriente eléctrica le atravesó
el cuerpo.
—Te dije que no te pusieras ahí —soltó Kermit.
Evan se apartó de un salto.
—Ya la he conectado —afirmó Kermit.
—Demasiado tarde —murmuró Evan.
Todas las criaturas de Sangre de Monstruo habían botado y rodado hacia el jardín
de al lado: el jardín de Conan.
—¡Oh, no! —gimió Evan en voz baja—. Más problemas a la vista.
Los tres soltaron un grito al ver que Conan se acercaba arrastrando los pies por el
jardín de su casa, con una lata de cola en una mano y la otra cerrada con fuerza en un
puño.
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—Atrás, Conan —lo avisó Evan, pero le salió un hilo de voz. Sabía que Conan no
podría oírlo bajo los gruñidos de las criaturas de Sangre de Monstruo.
—¿De qué va la cosa? —bramó Conan—. No es mi cumpleaños. Llevaos todos
estos globos de mi jardín.
—¡Atras! ¡Atrás! —intentó advertirle Evan.
Kermit y Andy estaban paralizados observando cómo Conan avanzaba de prisa
hacia las gotas malignas que no dejaban de botar.
Evan agitó frenético las dos manos.
—¡Vuelve atrás…!
—¿Me estás diciendo lo que tengo que hacer en mi propio jardín? —bramó
Conan.
—Pe-pero… —farfulló Evan.
—¡Caray, este globo tiene pelos! —comentó Conan tras dar una patada a una de
las criaturas.
Se agachó para recogerla y la gota le saltó al brazo. Con un gruñido, se tragó la
lata de cola de Conan.
—¡Oye…! —protestó éste.
La criatura empezó a hincharse debido al líquido. Conan probó de quitársela de
encima, pero se había pegado con fuerza a su brazo.
Entonces explotó con un sonoro y húmedo ¡PLOP!
La baba espesa salpicó toda la cara de Conan, que resopló y extendió los brazos,
sorprendido. Se limpió la sustancia pegajosa de los ojos y parpadeó al ver dos gotas
peludas y redondas sujetas a su brazo.
—¡Quitádmelas de encima! —chilló.
Con un grito furioso, movió el brazo que tenía libre y las golpeó a ambas a la vez.
Se oyó un fuerte ¡PLAS! cuando chocaron entre sí y cayeron al suelo.
Otra criatura mordió a Conan en la pierna. El chico se tambaleó y tropezó con
otra.
Se levantó rápidamente y miró muy enojado a Kermit.
—Tú has inventado estas cosas peludas, ¿verdad? —lo acusó—. No hace falta
que respondas. Es algún tipo de experimento, seguro. Sé que es la clase de asunto que
te gusta.
—No, escucha… —empezó a decir Kermit con una voz débil.
Otra criatura de Sangre de Monstruo explotó y lanzó una oleada de baba fría a
Conan.
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Éste volvió a resoplar e intentó limpiársela. Después los amenazó con el puño.
—Me las pagaréis, y muy pronto —dijo—. ¡Me las pagaréis!
Y regresó hacia su casa, cubierto de baba.
Evan suspiró aliviado. «Ya tenemos bastantes problemas sin Conan —pensó—.
No cabe duda de que Conan regresará, pero ahora no podemos preocupamos por
eso.»
Echó un vistazo a los jardines. Las criaturas de Sangre de Monstruo se estaban
extendiendo por toda la manzana.
«¿Qué vamos a hacer?», se preguntó Evan.
Se volvió hacia la casa.
—Tía Dee ha vuelto —avisó.
«¿Cuándo habrá regresado?», se preguntó Kermit.
—Tenemos que contarle lo que ha sucedido —los apremió Andy—. Necesitamos
ayuda. No podemos reunir todas las gotas nosotros solos.
Los tres echaron a correr a través del césped salpicado de baba hacia la puerta
trasera. Unos segundos después entraban sin aliento en la cocina.
La madre de Kermit les daba la espalda. Removía una olla grande de aluminio
con una cuchara larga. Se volvió al oír la puerta cerrarse de golpe.
—¿Qué hay, chicos? —dijo, sonriente.
—Necesitamos ayuda —soltó Kermit.
—¿Ayuda? ¿Qué pasa? —La sonrisa se había desvanecido de su rostro. Se volvió
hacia la cocina y les indicó—: Seguid hablando, tengo que revolver esto. Estoy
preparando espaguetis con salsa picante para llevar al club de lectura esta noche.
—Tenemos un problema de verdad. Andy encontró una lata de Sangre de
Monstruo y Kermit la abrió —explicó Evan sin detenerse a respirar.
—¡Qué bien! —respondió tía Dee, concentrada en su salsa picante. Se asomó a la
olla humeante para olerla—. Me parece que le falta pimienta.
—Mamá, tienes que escucharnos —le suplicó Kermit.
—Os estoy escuchando —insistió, removiendo con más ímpetu—. Seguid con la
historia.
—No es ninguna historia. Es real —dijo Evan.
Su tía Dee lo miró sin dejar de remover.
—Espero que no sea ningún problema grave, Evan. He depositado plena
confianza en ti, ¿sabes?
Eso de salir en plena noche y arruinarme las flores es suficiente para una visita.
Cuando se lo diga a tus padres…
—Por favor, mamá —pidió Kermit.
—Me temo que tenemos mas problemas —le indicó Andy.
—La Sangre de Monstruo salió y formó una especie de gota viviente —prosiguió
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Evan con voz temblorosa—. Al principio era muy graciosa pero bebió mucha agua y
explotó para dividirse en dos.
Después, las dos explotaron y se convirtieron en cuatro.
Evan miró por la ventana de la cocina. Las criaturas rodaban y botaban por todo
el jardín trasero.
Algunas habían descubierto la manguera del jardín y estaban tragando agua, de
modo que se hinchaban con rapidez.
Unas cuantas se abrían paso hacia la caseta del perro, situada en un rincón del
jardín.
«¡Oh, no! —pensó Evan—. Ahí es donde guardé las pistolas de agua, bien
cargadas»
—Y ahora hay centenares de ellas, mamá. —Kermit prosiguió la explicación—.
Y ya no son graciosas. Les han salido pelos y se han vuelto muy feroces. Se están
extendiendo por todo el barrio y…
—¡Qué bien! —comentó tía Dee, absorta en su salsa picante.
—Mamá, échales un vistazo —le suplicó Kermit—. Mira por la ventana. De
prisa.
—Ahora mismo no puedo —respondió su madre—. Tengo que revolver…
Sonó el teléfono.
Le pasó la cuchara larga de madera a Evan.
—Estaba esperando esta llamada —dijo a su sobrino—. No dejes de remover
hasta que vuelva, ¿vale?
Antes de que Evan pudiese responder, se había ido de la cocina.
—Me parece que ni siquiera nos ha oído —comentó Kermit sacudiendo la cabeza
con tristeza—. Bastaría con que mirara por la ventana. Entonces quizá… —perdió la
voz.
Evan suspiró y removió la salsa. El vapor que salía de la olla le quemaba los ojos.
—Este guiso es mortal —declaró.
Eso le dio una idea.
Miró por la ventana justo a tiempo de ver una explosión de baba procedente de la
caseta del perro.
Las criaturas habían encontrado las pistolas de agua. Unas cuantas más estaban
apiñadas alrededor de la estructura de madera.
—Probemos la salsa picante de tía Dee —susurró en dirección a Kermit y a Andy.
—¿Cómo dices? —Ambos lo observaban confundidos.
—¿Ahora quieres comer? —preguntó Kermit—. Creía que detestabas la salsa
picante de mamá.
—Es cierto —admitió Evan, todavía susurrando—. Porque mata a cualquiera.
—Ya lo entiendo —afirmó Andy, entusiasmada, con los ojos oscuros muy
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abiertos—. Crees que la salsa picante matará a las criaturas de Sangre de Monstruo.
—Es líquida, de modo que intentarán bebérsela —asintió Evan—. Y puede que
sea demasiado picante para ellas.
—Quizá las haga explotar de forma definitiva —exclamó Andy.
—Supongo que vale la pena intentarlo —dijo Kermit en voz baja.
Evan echó un vistazo a la puerta: ni rastro de tía Dee.
—Deprisa —susurró—. Ayudadme a sacar la olla al jardín.
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Evan pilló dos agarradores del mármol de la cocina y le dio uno a Andy. Luego
sujetaron la olla grande cada uno por un asa y la levantaron con cuidado de la cocina.
—Pesa una tonelada —gruñó Andy.
—A mamá le gusta cocinar mucha salsa picante —explicó Kermit—. Guarda la
que sobra en el congelador, supongo que para imprevistos.
Mantuvo abierta la puerta para que Evan y Andy salieran con la olla humeante.
Evan levantó los ojos hacia el jardín trasero y soltó un grito.
—Quizá sea demasiado tarde —gimió—. Hay muchísimas.
Deslumbrado por el sol, le pareció que había millares. Botaban y rodaban por los
jardines. Y gruñían sin cesar.
Bebían de la manguera del jardín. Había un montón botando en el parterre de
flores del vecino, absorbiendo el agua de las plantas.
Dos casas más abajo, las criaturas de Sangre de Monstruo se habían reunido en un
pequeño estanque con peces que había en el jardín. Estaban muy ocupadas bebiendo
y dejándolo seco. Algunas absorbían el líquido directamente de los peces.
—Es demasiado tarde —murmuró Evan—. Llegamos demasiado tarde.
—Puede que funcione —insinuó Andy, sin demasiado entusiasmo—. Si
conseguimos que beban la salsa.
—Tengo que dejarla en el suelo —le indicó Evan—. El asa está caliente y me
quema la mano.
—A mí también —respondió Andy.
Dejaron la olla humeante sobre el césped, en el centro del jardín.
—¿Y ahora cómo logramos que la prueben? —preguntó Kermit y, sin esperar
ninguna contestación, hizo bocina con las manos y empezó a gritar—: ¡A comer! ¡A
comer!
Evan lo agarró y tiró de él hacia atrás.
—No creo que te entiendan —comentó a Kermit con los ojos entornados.
—Alejémonos de la olla y dejemos que la descubran por sí solas —sugirió Andy.
—Buena idea —respondió Evan, tirando algo más de Kermit—. No han tenido
ninguna dificultad en encontrar líquido en cualquier otra parte. Si retrocedemos un
poco, descubrirán la salsa picante.
Los tres se dirigieron hacia el garaje sin apartar la mirada de la olla.
Las criaturas de Sangre de Monstruo botaban en tres o cuatro jardines y
succionaban todo el líquido que encontraban a su paso. Las flores de los parterres
quedaban marchitas, muertas. Grandes zonas de césped estaban marrones y secas.
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«¿Encontrarán la salsa picante? —se preguntó Evan—. ¿La probarán? ¿Las
destruirá?»
Entonces recordó que casi lo había destruido a él. Le había quemado los labios y
arrancado toda la piel del paladar superior.
¿Pero quemaría aquellas gotas peludas de color azul?
El aroma a especias de la salsa picante llegó a la nariz de Evan. «Seguro que
puede olerse en todos los jardines», pensó.
Empezó a vigilar con atención la olla de aluminio que brillaba bajo la luz del sol.
Y cruzó los dedos, con la esperanza de que la idea funcionara.
Mientras estaba atento a todo lo que pudiera ocurrir, unas cuantas criaturas de
Sangre de Monstruo se volvieron hacia la olla y se les saltaron los ojos. Empezaron a
brincar arriba y abajo, como si estuvieran entusiasmadas.
Luego empezaron a botar hacia la salsa picante.
—¡Sííííí! —susurró Evan—. ¡Sííííí!
Pero antes de que llegaran a la olla, otra cosa entró dando saltos en el jardín
trasero.
Evan estaba tan concentrado que, al principio, no reconoció el gran perro pastor.
Pero los gritos de Kermit hicieron que se diera cuenta de lo que estaba sucediendo.
—¡Márchate, Dogface! —chillaba Kermit, frenético—. No, Dogface, no. Lárgate
de aquí. Largate, Dogface.
Pero el perro hacía caso omiso de los gritos de Kermit. Y trotó hacia la reluciente
olla moviendo la cola con mucha fuerza.
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—Márchate, Dogface —gritó Kermit, gesticulando frenético hacia el gran perro
pastor.
Dogface, jadeante y con la lengua fuera, se acercó alegre hacia la olla del jardín.
Sin hacer caso de los alaridos desesperados de Kermit, agachó la cabeza y olió la
salsa.
—¡No! Márchate. ¡Márchate! —Los gritos de Evan se unieron a los de Kermit—.
Sácalo de ahí.
No llegaron a tiempo.
El perro volcó la olla y la salsa naranja se vertió sobre el césped.
Dogface agachó la cabeza y le dio unos cuantos lametones.
Las criaturas de Sangre de Monstruo se acercaron botando. Unas cuantas
empezaron a beber con avidez la salsa vertida.
Evan esperó y observó el panorama con los dedos cruzados con tal fuerza que le
dolían.
No. No.
La salsa picante no molestaba lo más mínimo a las peludas gotas azules.
Pero Dogface levantó la cabeza del suelo. Bajo su tupido pelaje, movía los ojos
negros de modo desenfrenado. Abrió las mandíbulas y soltó un largo aullido de dolor.
Al hacerlo, una gruñona gota azul le saltó al lomo.
Sorprendido y dolorido, Dogface se zarandeó con fuerza, pero la criatura estaba
bien sujeta al pelaje.
—¡No! ¡Dejadlo! —chilló Evan cuando otra gota saltó al lomo del perro de
Kermit.
Dogface soltó otro aullido y se marchó. Sus patas fuertes golpearon el césped. Se
iba sacudiendo mientras corría para intentar librarse de las dos gotas.
El susto había dejado a Kermit boquiabierto.
—Las gotas se están bebiendo toda la salsa pícante —afirmó Andy. Y ahora se
muerden y se atacan entre sí. Las está volviendo aún más malvadas.
—Venid, tenemos que salvar a Dogface: esas criaturas lo matarán —indicó Evan.
Inspiró profundamente y empezó a correr a toda velocidad tras el pobre animal,
que no dejaba de aullar. Kermit y Andy iban pegados a él.
—¡Dogface! —lo llamó Kermit—. ¡Ven aquí, Dogface, ven aquí!
Pero, como siempre, el perro no hizo caso a Kermit.
Sin dejar de sacudir el lomo, zigzagueó como un loco, primero por los jardines y
después por la calle, para seguir por la acera.
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El perro se quejaba con ladridos y aullidos. Pero las dos gotas seguían agarradas a
él como si les gustase el paseo.
—Espera, Dogface —suplicó Kermit.
Los tres chicos corrían tan aprisa como podían, zigzagueando por las calles y los
jardines tras el asustado y ruidoso perro.
Cuando se acercaron al colegio, Evan se volvió y vio que las criaturas de Sangre
de Monstruo los seguían. Había montones, que botaban y rodaban por los jardines
delanteros de las casas.
Gruñían y mordían todo lo que encontraban a su paso. Una de ellas explotó y
lanzó un chorro de baba a un jardín.
—Nos están siguiendo —exclamó Evan, sin aliento.
Kermit y Andy se giraron.
—¡Vaya! —murmuró Kermit—. Parece un desfile.
Evan oyó cómo una mujer gritaba: «¿Qué es eso? ¿Qué estáis haciendo, chicos?»
Luego oyó la voz enojada de un hombre: «¡Pero bueno, me estáis pisando el
césped!»
Oyó voces sorprendidas y vio gente que se precipitaba fuera de su casa. Dos
chicos en bicicleta se detuvieron para contemplarlos. Un hombre que estaba en lo alto
de una escalera gritó sorprendido y casi se cayó al suelo.
—Por favor, Dogface, ven aquí —gimió Kermit.
Pero el perro galopó por la calle en dirección a la zona deportiva de detrás de la
escuela. Al dejar la acera, se detuvo y empezó a frotarse la espalda contra un tronco
muy ancho.
Las gotas peludas del lomo del perro botaron y arañaron la superficie dura del
árbol, pero no se soltaron.
Con otro aullido, Dogface empezó a correr desesperado por el campo de béisbol,
levantando un montón de tierra, con la cabeza agachada y sin dejar de sacudir todo el
cuerpo.
Entonces se desplomó.
Los tres chicos soltaron un grito al ver que Dogface se echaba de lado. Las dos
gotas tenían la boca enterrada en el pelaje tupido del animal.
Dogface agitó una vez las cuatro patas.
Y dejó de moverse.
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—¡Lo han matado! ¡Lo han matado! —bramó Kermit.
—No —dijo Evan—. Todavía respira.
Echado de lado, el cuerpo del perro se movía para respirar. Las desagradables
criaturas bebían y se estremecían sobre el pelaje del animal.
Evan y Andy se lanzaron hacia el perro. Evan agarró una de las gotas con ambas
manos, la retorció con fuerza y la arrancó.
La gota abrió la boca y soltó un rugido furioso. Castañeteó sus mandíbulas azules
hacia Evan.
Evan la levantó y la lanzó hacia la masa de criaturas azules que llenaban el
campo.
Luego se volvió hacia Andy, que estaba intentando arrancar la segunda gota.
—¡Qué asco! —comentó con un fuerte tirón—. Estos pelos son repugnantes —
gimió. Le resbalaron las manos y cayó de espaldas.
Dogface lanzó un gruñido muy débil. Movía los ojos como un loco.
Evan agarró la gota peluda. La retorció, como había hecho con la primera. Tiró de
ella con todas sus fuerzas.
La criatura se despegó de Dogface con un ¡PLOP! asqueroso. Gruñó enfurecida e
hincó las mandíbulas en la muñeca de Evan.
—¡Aaayyy! —exclamó Evan.
Retorció a la criatura y la lanzó lo más alto y lo más lejos que pudo. La gota
rebotó en un árbol y fue a parar entre la multitud de temblorosas criaturas de Sangre
de Monstruo.
Dogface se puso en pie en un santiamén. Se sacudió con fuerza y parecía estar
bien.
Kermit se puso en cuclillas para abrazarlo.
Evan echó un vistazo a la zona deportiva. Las criaturas de Sangre de Monstruo
infestaban todo el campo de béisbol, las pistas de voleibol y toda la manzana.
La gente salía de las casas y se acercaba corriendo al campo. Evan oyó una sirena
y vio que un coche patrulla blanco y negro de la policía doblaba la esquina. El
automóvil se detuvo y de él bajaron dos policías con uniforme.
Andy se dirigió hacia Evan.
—Bueno, a mí me parece que ya no podremos guardar más este secreto —dijo
con el ceño fruncido.
Evan sacudió la cabeza. Sabía que Andy quería ser simpática, pero no estaba para
gracias.
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Ya se había metido antes en líos. El año pasado, lo había perseguido toda la
ciudad cuando la Sangre de Monstruo lo convirtió en un gigante. Y ahora, la Sangre
de Monstruo lo había vuelto a meter en un lío terrible. ¿Cómo iba a explicar esta
situación? ¿Qué podría hacer la policía para detener a estas criaturas horribles y
terroríficas?
¡PLOP! Una gota enorme explotó para convertirse en dos. Al otro lado del campo,
la gente se apiñaba para ver mejor el espectáculo.
Ahora las criaturas rugían como tigres enfurecidos. Se mordían entre sí y
masticaban la tierra.
Los dos policías se esforzaban por abrirse paso entre las gotas enfadadas, que no
dejaban de botar.
Uno de los policías hablaba por radio. «Debe de pedir refuerzos», pensó Evan.
Oyó un grito ahogado tras él y se volvió.
Las peludas gotas habían saltado sobre Kermit.
Una había aterrizado en los cabellos rubios del chico. Dos más se le habían
encaramado a los hombros y otra le colgaba de la espalda.
—¡Socorro! —exclamó Kermit.
Movió los brazos e intentó desprenderse de las criaturas pero éstas se extendieron
sobre él y le hundieron la boca en la piel.
—¡Oooh! —Kermit soltó un gruñido y cayó de rodillas.
Unas cuantas gotas más saltaron sobre él. Se oía cómo absorbían mientras cubrían
su cuerpo.
Por fin, sepultaron a Kermit.
—¡Aaaayyyy!
Evan oyó otro alarido. Se volvió y vio a Andy cubierta también de gotas peludas.
Agitaba los puños furiosa para intentar quitárselas a golpes.
Se agachó, se retorció y sacudió el cuerpo, pero se extendieron por sus hombros y
sus brazos. Una gota saltó y se le agarró a los cabellos. Se extendió húmeda por su
rostro.
Evan se lanzó hacia Kermit, pero resbaló y dio de rodillas contra el suelo. Agarró
una gota del hombro de Kermit y tiró de ella.
Se desprendió con un gran ¡PLOP!
Evan sujetó otra, pero antes de que pudiera arrancarla, notó un golpe húmedo y
frío en la nuca. Y luego una gota pesada le aterrizó en la cabeza. Un montón de baba
le resbaló por la cara.
Alargó la mano e intentó agarrar al ser maléfico.
Era demasiado tarde.
Dos gotas más le saltaron encima y se le pegaron a la espalda.
—¡No puedo respirar! —exclamó Evan.
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El peso de las criaturas lo hundía hacia el suelo hasta que quedó echado de bruces
en el césped húmedo.
Clavó los codos en el suelo y probó de incorporarse. Intentó empujar para ponerse
de rodillas.
«Tengo que levantarme —se dijo—. No puedo consentir que me cubran como si
fueran una manta, una manta asfixiante…»
Pero las gotas pesaban demasiado; tenía demasiadas encima.
Gimió de dolor al sentir que un montón de bocas lo mordían para beber.
Le quitaban el aire. Lo sofocaban.
«Estoy perdido —comprendió Evan—. Esta vez la Sangre de Monstruo me tiene
en su poder. Esta vez, gana ella.»
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Las criaturas cubrían a Evan. La oscuridad cayó sobre él.
Intentó respirar.
Se preguntaba si Kermit y Andy se estarian asfixiando a su lado.
Tomó un poco de aire. Una gota fría se apretujó contra su cara. Evan no podía
soltar el aire.
Oyó un ruido parecido a un zumbido en sus oídos.
«Es el sonido de mi propia sangre, que me bulle en las venas», pensó.
De repente, se sintió más ligero.
«Me estoy desmayando», pensó.
Se percató de que la criatura se le había marchado de la cara.
¿Qué estaba pasando?
Levantó la cabeza y vio algo sorprendente:
Kermit y Andy se incorporaban. Las gotas se habían alejado de ellos. Se habían
ido a luchar contra las otras gotas.
¡Las gotas se estaban peleando entre sí!
Por todo el campo se oían gruñidos enfurecidos mientras las criaturas se mordían,
se tiraban de los pelos, se pellizcaban los viscosos cuerpos azules y se clavaban los
dientes afilados las unas a las otras.
Evan se puso de rodillas con un gemido. Se sobrepuso al aturdimiento y observó
la increíble escena.
—¡Se están tragando unas a otras! —exclamó Andy—. Se han vuelto tan
malvadas que se matan entre sí.
«Tiene razón —pensó Evan—. Cada vez son más malvadas, tanto como para
destruirse entre sí.»
Kermit recogió las gafas del suelo. Les quitó unas cuantas briznas de césped y se
las puso.
—¡No me lo puedo creer! —comentó al ver que las criaturas se devoraban las
unas a otras.
En pocos minutos, las gotas se habían comido entre sí y habían desaparecido por
completo.
El césped estaba cubierto de baba y de mechones húmedos de pelos negros.
La última gota rodó y murió, con todo el cuerpo azul hecho jirones. No quedaba
nada más de los centenares de criaturas.
Ni rastro.
Evan temblaba de pies a cabeza. Se sacudió la tierra. Deslumbrado por el sol,
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echó un vistazo a su alrededor.
Las personas del vecindario charlaban nerviosas.
Gesticulaban en todos los sentidos mientras hablaban e intentaban comprender
qué había sucedido.
«Yo podría explicárselo, pero nunca me creerían», pensó Evan.
Se volvió hacia Kermit y Andy.
—¿Estáis bien? —preguntó.
Ambos asintieron. Andy se quitó restos de baba del cabello.
—Vámonos de aquí —dijo Kermit.
Pero antes de que pudiera moverse, una sombra se proyectó sobre Evan.
Al volverse, se encontró frente a dos policías de aspecto severo.
—¡Otra vez tú! —lo acusó uno de los dos, con los ojos entrecerrados.
—Yo-yo… —tartamudeó Evan.
—Me parece que os habéis metido en un buen lío —dijo el otro policía en voz
baja.
—¿En un lío? —exclamó Evan—. ¿Por qué? ¿Qué hemos hecho?
Los policías recorrieron el campo con la mirada.
—¿Qué hemos hecho? —repitió Kermit con voz chillona—. No hemos hecho
nada malo, ni hemos cometido ningún delito.
—Echen un vistazo —añadió Andy—. No hay nada de que acusarnos.
—Bueno… —Los policías dudaron.
Uno de ellos recogió un montón de viscosos pelos negros del césped.
—¿Qué te parece por ensuciar? —le preguntó a su compañero.
—Lo mejor será que olvidemos el asunto —murmuró el otro policía. A
continuación se dirigió hacia los tres chicos—: Y vosotros, volved a casa.
Olvidémoslo.
«¿Acaso podré o1vidarlo?», pensó Evan mientras se daba la vuelta y se marchaba
corriendo con los otros dos chicos.
—Nos ha ido de muy poco —afirmó Kermit en voz baja mientras cruzaban la
calle a toda velocidad.
—Sí, tienes razón —coincidió.
—Me da rabia no haber podido observar a ninguno de esos bichos con el
microscopio —comentó Kermit.
—¡Qué asco! —murmuró Andy mientras un escalofrío le recorría todo el cuerpo
—. No dejo de pensar en esos pelos y esos cuerpos tan desagradables, tan húmedos y
viscosos… Cuando te rozaban la piel… ¡Qué asco!
—¡Qué lástima haber perdido una fórmula crecepelo tan buena! —se quejó
Kermit.
—¡Dejemos de hablar de eso! —sugirió Evan—. Ese policía tiene razón.
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Deberíamos intentar olvidarlo todo.
No dijeron nada más durante el resto del camino. Evan empezó a sentirse mejor
cuando advirtió la casa de Kermit.
«Puede que esta horrible aventura haya terminado», se dijo.
Pero el corazón le dio un vuelco y una fuerte sensación de pánico lo invadió
cuando vio que tía Dee los esperaba en la entrada.
—Tú tienes la culpa, Evan —dijo con severidad, muy enfadada—. Quiero que me
des una buena explicación.
—Verás… —Evan no sabía por dónde empezar.
—No debería haber abierto la lata de Sangre de Monstruo —dijo Kermit
arrepentido.
—Así empezó todo —dijo Evan—. Luego, las criaturas azules empezaron a
explotar y…
—¡Ya basta! —ordenó tía Dee, levantando una mano—. No quiero oír hablar de
vuestras estúpidas criaturas azules. Si os apetece perder el tiempo en fantasías, es
problema vuestro.
Se cruzó de brazos y lanzó una mirada iracunda a Evan.
—Quiero saber qué le pasó a mi olla de salsa picante —dijo.
—¿Qué? —exclamó Evan.
Había faltado poco para que los monstruos bebedores de agua destrozaran toda la
ciudad y lo único que le preocupaba a su tía era su querida salsa picante.
—¡A ver! ¡La respuesta! Estoy esperando —dijo con severidad moviendo con
impaciencia la punta del pie sobre el suelo.
—Verás… —empezó a contar Evan.
«¿Qué podría explicarle? —se preguntó mientras intentaba pensar en algo—.
¿Qué podría decirle?»
—Evan se ha acabado la salsa picante —lo interrumpió Kermit con alegría—. Se
la ha comido toda, mamá. Le encanta tu salsa picante. Se zampó él solito toda la olla.
«¡No me lo puedo creer! —se dijo Evan—. Después de todo lo que he pasado,
esta sabandija me vuelve a meter en un lío.»
Pero, ante su sorpresa, tía Dee le sonrió.
—Me siento muy halagada, Evan —le dijo—. No sabía que te gustara tanto. Te
prepararé una olla enorme cada vez que vengas de visita.
—Oh, fantástico —respondió Evan con voz débil.
—Bueno, ahora id a recoger la olla y luego entrad a comer —les ordenó, y se
metió en la casa.
Evan abrió la verja del jardín trasero y se volvió a Kermit con enfado.
—¡No puedo creer que le hayas contado eso a tu madre!
—Es lo único que se me ha ocurrido —se disculpó Kermit, encogiéndose de
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hombros.
Evan echó un vistazo al jardín. Las flores estaban secas y muertas. Unas zonas
grandes de césped aparecían aplastadas y marrones.
La olla estaba tumbada en medio del jardín.
Avanzó hacia ella, pero se detuvo con un grito de sorpresa cuando alguien salió
tambaleando de detrás del garaje.
¡Una criatura enorme con unos brillantes ojos rojos!
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—¡Vaya! —exclamó Evan.
Kermit y Andy se acercaron a él mientras la criatura aparecía ante su vista.
Cuando se situó bajo la luz brillante del sol, Evan vio que no se trataba de ningún
ser extraño.
Lo que los tres contemplaban era un hombre vestido con un mono de trabajo
blanco. Era parecido a los trajes espaciales que usan los astronautas, y lo cubría de la
cabeza a los pies. También llevaba la cara totalmente tapada. Los miraba a través de
unas gafas protectoras de color rojo.
—¿Quién es usted? —consiguió preguntarle Evan. .
El hombre se detuvo en mitad del jardín. Los observó con sus ojos oscuros tras
las gafas protectoras. Por fin se llevó una mano enguantada a la cabeza y se echó para
atrás la capucha.
Se quitó las gafas, inspiró unas cuantas veces y se apartó los cabellos rizados y
negros de la frente.
—¿Aquí no hay criaturas azules? —preguntó, echando un vistazo a su alrededor
—. Supongo que no necesito el traje de seguridad.
—¿Q-quién es usted? —volvió a tartamudear Evan.
—Estoy buscando a mis muchachitos azules —respondió el hombre—. He oído
que se había montado un buen lío en la zona deportiva del colegio. La policía me dijo
que quizá vosotros podríais ayudarme.
—¿Esas criaturas son suyas? —le preguntó Andy.
—Permitidme que me presente —asintió el hombre—. Soy el doctor Eric Crane,
del Instituto de Ciencias de la ciudad. —Volvió a recorrer el jardín con la mirada—.
¿Tenéis la lata?
—La dejé en el garaje —le dijo Evan—. ¿Pero cómo sabemos que es suya?
¿Quién es usted? ¿Por qué lleva ese uniforme?
—¿De verdad que inventó esas desagradables gotas azules? —preguntó Andy.
El hombre avanzó unos cuantos pasos hacia ellos. El uniforme de seguridad era
tan grande y voluminoso que andaba de un modo extraño y muy despacio.
—Traedme la lata y os lo explicaré —les indicó.
Evan le obedeció y fue a buscar la lata de plástico al garaje. La depositó en la
mano enguantada del doctor Crane.
—Esas criaturas se volvieron muy malvadas —le contó Andy—. Se volvieron tan
malvadas que se comieron entre sí.
—Ya lo sé —suspiró el doctor Crane—. Por eso las tiré. Mis fuerzas de combate
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subacuáticas eran un fracaso total.
—¿Cómo dice? —gritó Evan—. ¿Fuerzas de combate?
—Inventé el líquido azul en mi laboratorio —explicó el doctor Crane—. Tenía
que ser un ejército de monstruos para el combate subacuático. Un ejército especial de
combatientes que se volverían cada vez más malvados y que se multiplicarían bajo el
agua hasta ganar al enemigo por superioridad numérica.
—Buena idea —murmuró Kermit, y luego añadió—: Supongo.
—Pero no funcionó —dijo el doctor Crane compungido—. Se volvieron
demasiado malvados. Fue un experimento fallido.
Bajó la mirada hacia la lata que tenía en las manos.
—Pero tendría que haber ido con mucho más cuidado cuando tiré la lata —
prosiguió, sacudiendo la cabeza—. Dediqué diez años a este invento. Diez años y
cincuenta millones de dólares. Y fue una pérdida de tiempo total y absoluta.
Con un suspiro amargo, empezó a destapar la lata.
Pero soltó un grito de sorpresa cuando Dogface le empujó por detrás. El gran
perro pastor le dio un buen susto y la lata de Sangre de Monstruo voló por los aires.
Evan la vio botar en un arbusto y rodar hasta detenerse en el jardín de Conan.
—¡No pasa nada! —dijo—. Está vacía.
El doctor Crane seguía abatido: volvió a suspirar con tristeza.
—Diez años —murmuró—. Diez años…
Se marchó sacudiendo la cabeza. Cuando llegó al camino de entrada, se volvió
hacia ellos.
—No se lo contaréis a nadie, ¿verdad? —les pidió—. Me resultaría muy
embarazoso.
—No se preocupe —le respondieron.
Evan observó al científico mientras se marchaba por el camino. Luego, se volvió
hacia Kermit y Andy.
Por alguna razón, Kermit se estaba riendo.
—¿Qué es lo que te parece tan gracioso? —preguntó Evan.
Kermit señaló con el dedo.
—Mira, Conan ha salido al jardín. ¡Ha visto la lata de Sangre de Monstruo!
—Pero está vacía, ¿no? —exclamó Evan.
Quiso ir hacia Conan, pero Kermit se lo impidió.
—Suéltame, Kermit —le ordenó Evan—. Tengo que advertírselo. Esa cosa es
peligrosa. Si queda algo y abre la lata…
—Me parece que queda un poquito… —informó Kermit a Evan—. ¿No querías
vengarte? Pues es la jugada perfecta. Conan dejará salir el líquido, y dentro de un rato
tendrá que preocuparse de un montón de gotas azules que botan.
—Pero, pero… —farfulló Evan.
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—Será divertido —intervino Andy—. Conan estará aterrorizado. No sabrá qué
hacer con ellas.
Absorberán toda el agua de su jardín. Es una buena venganza, Evan. Y es
inofensiva; al final, se comerán entre sí.
—Mientras tanto, Conan vivirá la experiencia más terrorífica de su vida —añadió
feliz Kermit.
—¡Vale, vale! —consintió Evan—. Tenéis razón. Será divertido, no le avisemos.
—¡A comer! Entrad, chicos —los llamó tía Dee desde la puerta de la cocina.
Evan miró hacia atrás mientras seguía a los demás hacia la casa. Conan tenía la
lata azul en la mano y la abría.
Evan se rió para sus adentros y entró a comer.
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R. L. STINE. Nadie diría que este pacífico ciudadano que vive en Nueva York
pudiera dar tanto miedo a tanta gente. Y, al mismo tiempo, que sus escalofriantes
historias resulten ser tan fascinantes.
R. L. Stine ha logrado que ocho de los diez libros para jóvenes más leídos en
Estados Unidos den muchas pesadillas y miles de lectores le cuenten las suyas.
Cuando no escribe relatos de terror, trabaja como jefe de redacción de un
programa infantil de televisión.
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